Arquímedes, el del teorema - Jorge Alcalde

Arquímedes, el del teorema

Jorge Alcalde

A Paqui, por sobrevivir

Introducción
Ciencias de la vida... Vidas de la ciencia

¡Atención, este es un libro de ciencia! Hay que empezar así, a las bravas, para que nadie se lleve a engaño. Porque es posible que quien tenga la amabilidad de leer algún capítulo empiece a pensar que no se parece a un libro de ciencia. No hay en él una sola fórmula matemática, un problema, un cálculo complejo. No hay velocidades, masas, protones, equivalencias, curvas, derivadas, logaritmos, sumatorios, reducciones, estadísticas, tablas, coordenadas... y todo eso que uno recuerda como típico de los libros de ciencia.

Las próximas páginas están a punto de llenarse de dudas, de aventuras, de miedos, de amores. De hombres que pierden la cabeza y mujeres que se juegan la vida salvando jóvenes soldados en el frente de batalla. Hay seres humanos temerosos de ofender a Dios con su inteligencia, personas que se ríen a carcajadas en medio de una disertación matemática, sabios que se arruinan y doctores que convencen al mundo entero de que hay que lavarse las manos. Hay historias de amor truncadas, raptos de generosidad que traspasan fronteras, hombretones que se echan a llorar ante la belleza de lo que contemplan al otro lado del telescopio. A todos ellos les une una condición: son científicos y científicas. De hecho, son algunos de los científicos y científicas más importantes de la historia, los que más han contribuido a cambiar el mundo en el que vivimos. Pero eso, en el fondo, quizás sea lo de menos. Porque todos son hombres y mujeres cuyas vidas, tan distintas o tan iguales a cualquier otra, resultaron fascinantes.

Por desgracia, mucha gente pasa por la enseñanza de las ciencias sin dejarse atrapar por ellas. Las clases de matemáticas, de física, de química y biología son, para demasiados alumnos, un pequeño suplicio de fórmulas y listas memorizadas. Estudiamos la ciencia como una sucesión de ideas que tuvieron unos personajes generalmente muertos hace mucho y de los que no sabemos nada. Nos acercamos al conocimiento a través de sus escritos y sus cálculos, en lugar de hacerlo a través de sus ojos. Einstein no es Einstein; es E = mc2.

Pero qué distinta sería nuestra relación con las ciencias si alguien nos ayudara a viajar al tiempo en el que aquellos sabios tuvieron que luchar contra la tendencia de la naturaleza a esconder sus secretos. Si alguien nos introdujera en la piel de los hombres y las mujeres que lograron los mayores hitos del conocimiento humano. Puede que sea el momento de dejar de enseñar en las aulas el «teorema» de Arquímedes y empezar a mostrar cómo era Arquímedes, el del teorema.

Las vidas de los científicos y científicas que van a pasar por estas páginas son absolutamente fascinantes. No dejan de ser vidas de «científico», pero quizás por eso mismo nos resultan cautivadoras.

Imaginarse a Marie Curie proyectando su delgado perfil sobre las paredes de su laboratorio en París, iluminado fantasmagóricamente por la radiación de los minerales que manipulaba, como si fuera un espectro en medio de la noche, produce asombro. Saber que, mientras lo hacía, era consciente de que se estaba matando poco a poco, estremece.

Asistir a las discusiones de Arquímedes con el rey Hierón en Siracusa sobre la naturaleza de la corona de oro que acaban de confeccionar sus orfebres es la excusa perfecta para aprender un poco de densidades y líquidos derramados.

Contemplar cómo Johannes Kepler tiene que abandonar sus estudios de los astros para defender a su propia madre acusada de brujería por la Inquisición nos enfrenta a la verdadera intimidad de los sabios.

No todos los personajes que han pasado a la historia de las ciencias son admirables. Los hay mezquinos, taciturnos, egoístas, vividores, socialmente torpes. Las pendencias y la ira de Tycho Brahe lo llevaron a perder la nariz en un duelo. Pero nadie le negará que gracias a sus observaciones de las estrellas hoy entendemos mejor el modo en el que funciona el cosmos.

No todos los comportamientos de aquellos ilustres gigantes del saber serían hoy socialmente aplaudidos. A Jocelyn Bell le robaron un premio Nobel por ser mujer. Williamina Fleming trabajaba en pésimas condiciones cotejando sin luz millones de fotografías de astros y compaginando su labor con la crianza en solitario de un bebé mientras el jefe de su laboratorio en Harvard se jactaba de tener un «harén» de calculadoras de estrellas. Pero a Jocelyn nadie le quitará la gloria de haber descubierto los primeros púlsares y ni a Williamina la de haber confeccionado uno de los más valiosos catálogos de eventos astronómicos de la historia.

La vida de todos estos personajes no ha sido vana. «Ne frustra vixisse videar!» (¡Quizás no haya vivido en vano!), gritó Brahe en sus últimas horas antes de morir, quién sabe si envenenado.

La muerte de algunos de ellos, tampoco. La guillotina acabó con Lavoisier, pero no con su química. Su paseo por el cadalso solo sirvió para agrandar su leyenda y para ofrecer a la historia un ejemplo más de cómo la sinrazón siempre anda presta a la vuelta de la esquina para robarnos nuestro derecho a ser más libres y más sabios.

Todas estas peripecias vitales no habrían servido de nada si no fuéramos capaces de transmitir todo cuanto descubrieron. Por eso, al tiempo que participamos de sus aventuras, estará bien que recordemos lo que aportaron al conocimiento humano, esa parte de su obra que es lo que generalmente se limitan a enseñar en las escuelas.

Entremos en la habitación de Cambridge donde Darwin se obsesionó por coleccionar escarabajos, pero aprovechemos para recordar la belleza de su teoría de la evolución de las especies. Temblemos con la visita a aquella maternidad vienesa donde morían más mujeres embarazadas de las que lo hacían pariendo en la calle, pero recordemos que entre aquella indignidad un hombre se jugó la vida para conseguir que las mujeres del planeta dieran a luz de manera más segura. Disfrutemos con las excentricidades de Tesla, uno de los genios más alocados y espectaculares de la historia, pero no olvidemos los conceptos físicos que nos legó y gracias a los cuales hoy tenemos luz en nuestras casas. Conozcamos que Einstein montó una de las primeras oficinas de ayuda a los refugiados durante la Segunda Guerra Mundial, pero no dejemos de aprender lo que significa para el mundo su teoría de la relatividad.

Vamos a reírnos, sí, con la cómica escena de un viejo Arquímedes corriendo desnudo y mojado para gritar al mundo «¡Eureka!». Porque puede que así nos entren unas ganas locas de estudiar sus principios y teoremas. «Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical...»

Capítulo 1
Arquímedes, el del teorema

El 29 de octubre de 1998 alguien se gastó dos millones de dólares en un libro. Y ni siquiera lo quería para sí mismo. Un coleccionista anónimo ofreció esa cantidad abrumadora en la sala de subastas Christie’s de Nueva York ante la mirada atónita del variopinto personal que abarrotaba el local. Días más tarde, recogió el volumen, que en realidad era un puñado de hojas casi transparentes, desvencijadas, amarillentas, con los bordes corroídos por el tiempo y el fuego, y lo depositó para su estudio en el Museo Walters de Arte de Baltimore, donde quería que lo analizaran, lo fotografiaran y lo conservaran eternamente.

El libro contenía, y aún contiene, siete tratados escritos en griego antiguo, de uno de los cuales no existía ninguna otra copia en el mundo. ¿Valía realmente dos millones de dólares?

Cuando el conductor de la subasta hizo caer la maza cerrando las pujas, estaba devolviendo al mundo uno de los legados intelectuales y científicos más importantes, misteriosos y secretos de la historia. Aquellas páginas a punto de disolverse en el aire como las alas de una mariposa habían sido bautizadas como «Palimpsesto de Arquímedes», un texto antiguo escrito sobre pergamino donde alguien se había dedicado a reflejar algunos de los teoremas y principios ideados por el genio de Siracusa. La obra, en algún momento del siglo XII, había sido borrada y sobre su misma piel se habían escrito salmos y oraciones en un convento. Pero el texto original en griego no había desaparecido del todo. Detrás de los escritos religiosos yacía la huella recuperable de los cálculos de Arquímedes sobre el equilibrio de los planos, las espirales, la medida de un círculo, la esfera, el método de los teoremas mecánicos… y el más sorprendente y misterioso de todos los contenidos: el Stomachion. Era un puzle dibujado por Arquímedes para averiguar de cuántas maneras se pueden juntar catorce piezas distintas para componer con ellas un cuadrado, una especie de Tangram del siglo III a. C. que debió de servir, sin duda, al científico griego para demostrar algunas de sus avanzadas ideas de combinatoria. O quién sabe si simplemente para pasar el rato en las largas noches de aquella ciudad isleña gobernada por el rey Hierón II de Alejandría.

De algunos de esos textos misteriosos no existía ninguna copia conocida. De manera que habrían permanecido ocultos al estudio de los humanos contemporáneos de no ser porque un copista anónimo los reprodujo más o menos en el siglo X, algún monje los recibió en su convento y, tras borrarlos sin mucho acierto, dobló sus páginas para escribir sobre ellas una serie de textos litúrgicos y un coleccionista millonario los rescató en el siglo XX para desvelar gracias a los rayos X, la luz infrarroja y la ultravioleta, su auténtico contenido. Había devuelto al mundo la evidencia más contundente de la grandeza de Arquímedes. Y Arquímedes se convirtió en un hombre mucho más grande y sabio de lo que ya todos sabíamos que había sido. Un hombre del que, a pesar de todo, aún se sabe tan poco…

En el siglo III a. C., la ciudad siciliana de Siracusa era una de las más vivas urbes comerciales, artísticas y científicas de Grecia. En medio de la isla bañada por el Mediterráneo, a ella se encaminaba todo aquel que quería ser algo a ese lado del mundo conocido. También todo aquel que quería beneficiarse de la rapiña de algunos de los muchos tesoros que albergaba. Amada y odiada, codiciada y temida, Siracusa albergaba a algunos de los mejores matemáticos, astrónomos, comerciantes y soldados. Uno de aquellos hombres sabios fue Fidias, el padre de Arquímedes, el hombre que probablemente más hiciera por forjar en el joven la pasión por las matemáticas y el cálculo.

Pero con Siracusa rivalizaba otra gran ciudad del saber, Alejandría: la verdadera capital de la ciencia y la tecnología, un punto de reunión de mentes inquietas que habían engendrado su cosmovisión peculiar siempre basada en el respeto a la razón humana y en la confianza en el poder del estudio y de la curiosidad. Alejandría había sido fundada por Alejandro Magno en el año 332 a. C. Todas sus casas fueron levantadas totalmente en piedra y no tardó en poblarse. En el siglo II a. C. la ciudad ya contaba con 300.000 habitantes y es posible que en los momentos previos a su conquista por las legiones romanas ya anduviera rondando el millón. Fue el empeño personal de uno de los reyes más poderosos que ha conocido la humanidad, una bellísima obra de urbanismo moderno sobre los cimientos de una pequeña aldea de pescadores, en la desembocadura del Nilo. Si en aquel entonces hubieran existido los aviones, los ciudadanos de aquella nueva urbe habrían podido contemplar desde lo alto el prodigioso equilibrio de las calles, dispuestas para formar un mosaico cuadrangular, en cuatro barrios simétricos, atravesados por dos grandes arterias. Una de las mayores virtudes del emplazamiento, ideado por el arquitecto Dinócrates de Rodas, era la instalación de su puerto en medio de las más importantes rutas por tierra y mar entre Asia, Europa y África. Aquello convirtió la ciudad en un hervidero de actividades comerciales, en una auténtica capital cosmopolita del mundo anterior al nacimiento de Cristo. Junto a los comerciantes y aventureros que se dejaron atraer por el frenesí de Alejandría, llegaron a sus tierras centenares de artistas, pensadores y filósofos, pertenecientes a lo más granado, abierto de mente y osado de la cultura del momento. Alejandría fue, también, capital cultural de la civilización helénica. Bajo mandato de los ptolomeos, la ciudad se convirtió en centro de reunión de los saberes más brillantes de Grecia; de una Grecia que distaba de ser una civilización centralizada en Atenas, sobre todo, en lo que se refiere a la producción científica. De Asia Menor (en la actual Turquía), en concreto de la localidad de Mileto, fue Tales, autor de algunos de los teoremas fundacionales de la geometría. En el este del mar Egeo, en Samos, nació Pitágoras, en la localidad italiana de Tarento vio la luz el pitagórico Arquitas.

La cultura griega se extendía por tres continentes y las conquistas de Alejandro, su empeño viajero y su visión universal no hicieron sino favorecer el diálogo entre los científicos separados por miles de kilómetros. Las nuevas rutas alejandrinas fueron para la ciencia de la época algo así como Internet para la ciencia del siglo XXI y, sin duda, su «nodo central» terminó siendo Alejandría.

Por eso, desde muy pronto Arquímedes pudo entrar en contacto con la matemática que se cocinaba en la ciudad africana, al otro lado del Mediterráneo. Al puerto de Siracusa no solo llegaban barcos cargados de mercancías, especias, armas y soldados. También desembarcaban pergaminos, tratados, relatos y sabios que portaban lo más excelso del saber de la época. Cada cierto tiempo, el hijo de Fidias recibía nuevas herramientas para componer su visión matemática del mundo y se atrevía a compartir en la distancia también sus ideas con los expertos de Alejandría. Veneraba como a ninguno a Conón de Samos, con el que llegó a establecer una fructífera amistad. Las cartas que entre ambos se cruzaron estaban llenas de provocadoras ideas sobre geometría y astronomía. Probablemente, buena parte de los conocimientos de uno se deban a las pistas que recibía del otro, hasta tal punto que algunos de sus mayores hallazgos fueron, en realidad, conjuntos.

A Conón le gustaban los astros. A Arquímedes le gustaban más los artilugios mecánicos y los ingenios. El de Samos, además, tenía una estrecha relación con la realeza. No en vano, trabajaba en Alejandría como astrónomo de la corte de Ptolomeo III Evergetes, el tercer faraón de la dinastía ptolemaica. No era cosa menor ostentar aquel puesto. El rey era un conocido mecenas de la actividad científica. Estaba obsesionado con agrandar el número de volúmenes de la biblioteca de Alejandría, cuya custodia encomendó al gran Eratóstenes. Además, se empeñó en encargar a sus astrónomos la confección de un nuevo calendario solar, más ajustado al tránsito real de las estaciones, que incluyera un día extra cada cuatro años. Los astrónomos de la corte se habían percatado de que la estrella Sirio retrasaba su llegada a su posición inicial en el cielo en proporción de un día cada cuatro años. Por aquel entonces se seguía aún la tradición del antiguo Egipto de iniciar el año civil en el momento del orto de Sirio (la aparición de la estrella por el horizonte). El acontecimiento coincidía con el inicio de las inundaciones del Nilo. Pero la aparición de la estrella se retrasaba un cuarto de día cada año, dando origen a un ciclo complejo que se repetía cada 1.460 años. Bajo el reinado de Ptolomeo III se trató de compensar tal desfase y se llegó a publicar un decreto (el decreto de Canopo, grabado en piedra caliza en grafías griega y jeroglífica) por el que se establecía la suma de un día más cada cuatro años. Fue la primera definición histórica del año bisiesto, aunque no llegó a instaurarse por la oposición de las autoridades religiosas de Alejandría. Dos siglos después, por cierto, ya bajo dominación romana, Julio César instauró definitivamente la costumbre de añadir un día cada cuatro años al calendario. Los cálculos de aquel cambio los hizo para César un astrónomo que, casualmente, también había estudiado en Alejandría: Sosígenes.

Ajenos a la trascendencia de sus discusiones, Conón y Arquímedes siguieron manteniendo una fértil relación de por vida. Quizás discutieran sobre el nombre de algunos astros o sobre curiosas anécdotas de su vida como científicos. Como aquella vez que Conón tuvo que consolar a la reina Berenice, la esposa de Ptolomeo.

Una de las primeras misiones bélicas del faraón Evergetes fue luchar en Siria contra el rey Seleuco II para vengar la muerte de su hermana y su sobrino. En su ausencia, su esposa, Berenice, se sintió tan angustiada que acudió al templo de Afrodita para hacer una ofrenda. Si le devolvía con vida a su marido, se cortaría el cabello: una larga melena que era la envidia de todas las mujeres de Alejandría. Ese mismo día, Ptolomeo regresó a casa triunfante y Berenice cumplió su promesa: se deshizo de su melena y la depositó en el templo. Pero la cabellera desapareció al día siguiente. Un sacerdote egipcio, indignado porque su reina hubiera entregado tal ofrenda a una diosa griega, debió de robarla durante la noche. Ptolomeo y Berenice montaron en cólera.

Conón, el sabio astrónomo de Samos, un hombre en el que el rey confiaba como en pocos otros, acudió a templar los ánimos. Observando el firmamento había encontrado una agrupación de estrellas brillantes cerca de las constelaciones de Leo y Virgo. No cabía duda, aquella configuración estelar no era otra cosa que la mismísima cabellera de la reina depositada en el cielo por Afrodita en señal de agradecimiento. Los reyes se calmaron con la piadosa mentira del de Samos y la constelación se llamó para siempre Coma Berenice.

Arquímedes, desde Siracusa, no se quedaba atrás en aquello de relacionarse con el poder. Si algo llamaba la atención de ese hombre delgado y con prominente calva precoz era su capacidad para confeccionar máquinas y su ingenio a la hora de resolver problemas de difícil solución. Sus habilidades eran bien conocidas por el rey Hierón II, que gobernaba Siracusa desde el año 265 a. C. De hecho, Arquímedes y su padre guardaban cierto parentesco con el gobernante. Tanto es así que este decidió acudir a Arquímedes cuando le asaltó una terrible duda personal que podría afectar a su honra como rey. Había encargado a un joyero la realización de una corona a partir de un lingote de oro puro. El orfebre satisfizo el encargo con prontitud, pero el rey comenzó a sucumbir al miedo y el recelo. ¿Habría utilizado todo el oro donado? ¿No le habría engañado depositando parte de plata mezclada con el deseado metal? ¿Había algún modo de averiguar realmente de qué estaba compuesta la corona?

Cuando recibió el encargo de su rey de determinar si la corona era realmente de oro macizo, Arquímedes andaba con otras cosas en la cabeza. La definición matemática de la espiral, por ejemplo, sobre la que discutía largamente con su amigo y maestro Conón de Samos, era algo mucho más importante que los caprichos del monarca. Pero cuando un rey te encarga algo, por más que sea un rey como Hierón, apacible y democrático, amigo de sus consejeros y de fácil trato, uno debe tomarse las cosas en serio.

De manera que el dilema de la corona le asaltaba de vez en cuando. Pensaba seguramente en ello en los ratos libres para comer, en alguno de sus paseos por Siracusa o cuando se iba a dormir. Pensaba en ello, también, aquella tarde en la que decidió tomar un baño. Al introducirse en la tina de agua templada cayó en la cuenta de la cantidad de líquido que se derramaba por los bordes y se percató de que esa cantidad era proporcional al cuerpo que se sumergía: un hombre gordo desaloja más agua que uno flaco. Es decir, el agua evacuada está relacionada con la densidad del objeto que en ella se sumerge.

Cuenta la leyenda que el matemático se volvió loco de emoción y salió corriendo desnudo de la bañera mientras gritaba «¡Eureka!». Bueno, más que la leyenda lo cuenta Vitruvio en sus escritos sobre arquitectura dos siglos después de los acontecimientos. Arquímedes descubrió que sumergiendo la corona de Hierón en un barreño con agua podría determinar su densidad. Así, tomó dos piezas de oro y plata del mismo peso que la corona, las introdujo en una vasija con agua hasta el borde y midió la cantidad de líquido que rebosaba con cada una de ellas.

Luego realizó la misma operación con la corona de su rey para descubrir que el líquido derramado era menor que el de la pieza de oro puro y mayor que el de la pieza de plata. Tras ajustar los cálculos una y mil veces, no tuvo más remedio que anunciar al monarca que el joyero lo había engañado: había mezclado plata con su oro.

Es difícil creer que la bella historia del Eureka de Arquímedes que nos ha legado Vitruvio fuera cierta. Suponiendo que la corona de Hierón pesara un kilo y que el 75 por ciento de su peso correspondiera a oro, la diferencia de agua derramada frente a una corona de oro puro no llega a los 13 centímetros cúbicos. En una tinaja de agua, esa cantidad supone una variación de menos de un milímetro en el nivel de líquido: imposible de medir con la tecnología del siglo III a. C. e inapreciable a simple vista. Por muy buen ojo que tuviera el genio griego.

Así que, quizás, Arquímedes jugó con su rey del mismo modo que su maestro Conón había jugado con los cabellos de su reina. Al fin y al cabo, los genios, en más de una ocasión, gozan de un gran sentido del humor. Al gran Arquímedes, desde luego, no le faltaba. En una ocasión se jactó ante su amigo Conón de haber ideado una sutil trampa contra el plagio. Era consciente de que muchos matemáticos de Alejandría (quién sabe si el propio Conón) recibían los escritos de Arquímedes y los copiaban haciéndolos pasar como obras propias. El sabio de Siracusa, harto de esta práctica, decidió enviar tres teoremas falsos sin posible comprobación.

«Aquellos que aseguran que son capaces de descubrirlo todo ahora podrán descubrir lo imposible»

confesó en el prefacio de una de sus obras más importantes, Sobre las espirales. En ese libro, Arquímedes, influido por los conocimientos de su admirado Conón, diseña los cálculos necesarios para dibujar una espiral móvil a velocidad constante desde un punto central. Su idea es la base de una infinidad de inventos posteriores, desde el funcionamiento de los destornilladores de presión a los surcos en espiral en los primeros discos para gramófonos.

Con su ingenio, el matemático de Siracusa se ganó la confianza del rey y, de hecho, trabajó largamente a su lado. Pero Hierón no necesitaba los cálculos matemáticos y los dibujos y diagramas que generalmente Arquímedes empezaba garabateando en el suelo de arena allá donde la inspiración le asaltaba, sin importarle el tráfico de transeúntes, la hora del día o el frío de la intemperie. A Hierón le atraía la prodigiosa capacidad de su amigo para fabricar máquinas. El rey tuvo que comandar el ejército de Siracusa en una de las peores crisis a las que se había enfrentado el reino, el intento de asalto y posterior asedio por parte de las tropas de Roma, lideradas por Marco Claudio Marcelo, durante la Segunda Guerra Púnica. Hierón necesitaba no solo el mejor ejército sino la ayuda de una tecnología militar sin precedentes para detener el envite de los romanos. Y la encontró en el ingenio de Arquímedes. Los de Siracusa pudieron contener la invasión dos años a costa de sufrir un duro asedio gracias, entre otras cosas, a algunos artilugios realmente fascinantes propuestos por el matemático. Algunos historiadores como Plutarco han recogido parte del legado militar de Arquímedes en obras en las que la fascinación se mezcla con los datos, la realidad con la ficción, los hechos demostrados con la exageración admirada. De la mente de Arquímedes surgieron grúas gigantescas basadas en el principio de la palanca, tiradas por bueyes, que terminaban en garras de metal capaces de rasgar a distancia los barcos que se acercaban a la costa. O inmensas catapultas que lanzaban bolas de fuego contra las naves romanas. Quizás el invento más extraordinario, y por eso probablemente falso, que se atribuye al matemático convertido en estratega bélico sea el de los espejos ustorios: grandes lentes cóncavas que reflejaban la luz del sol y la concentraban en los barcos enemigos hasta hacerlos arder. Parece imposible que una batería de espejos pueda lograr tal prodigio, ni que los navegantes romanos fueran tan torpes como para dejar sus naves ancladas a la espera de que se achicharrasen. Pero lo cierto es que la asesoría de Arquímedes sirvió para dificultar la invasión romana durante años. Tanto que el propio Marco Claudio Marcelo declaró su admiración por el matemático griego y, cuando finalmente venció la resistencia de los habitantes de la ciudad y pudo tomarla, decretó que se lo buscara y se lo mantuviera con vida.

Pero el destino le tenía preparado un final amargo al autor del más famoso de los principios físicos. Tenía ya setenta y cinco años y su mente, activa como pocas, seguía navegando entre círculos, cilindros, espirales y números. Terminada la invasión, los soldados romanos campaban a sus anchas por la ciudad. Uno de ellos, contraviniendo las órdenes de su general, encontró al viejo matemático absorto en sus cálculos y lo degolló. De la muerte de Arquímedes nos han quedado algunos relatos históricos dispares. Quizás el más bello sea el del historiador romano Valerio Máximo. Según esta fuente, una tarde del año 212 a. C., un soldado invasor entró en la casa de un anciano potentado, familiar del rey Hierón y famoso en Siracusa. En el patio, arrodillado en el suelo, estaba Arquímedes dibujando círculos concéntricos. Al ver entrar al soldado, en lugar de levantarse y levantar las manos en son de paz, el matemático trató de detenerlo. No porque quisiera combatir con sus febles brazos la espada romana que lo amenazaba, ni siquiera con afán de pelear. Solo quería proteger los cálculos que acababa de realizar en el suelo polvoriento. «No me toques los círculos —dicen que exclamó—. Dame solo un segundo para que los conserve y haré luego lo que quieras.»

El romano, ebrio de victoria, quizás con la inercia de unas cuantas docenas de asesinatos recién cometidos, no quiso o no supo entender la petición del sabio. La tomó como una afrenta y le asestó un golpe mortal. Arquímedes murió sobre los cálculos finales de quién sabe qué nuevo teorema que iba a legar a la historia.

Un par de siglos después, Plutarco escribiría:

«Nada pudo afligir más a Marcelo que la muerte de Arquímedes, un hombre tan absorto en sus matemáticas que ni siquiera se percató de que estaban a punto de asesinarlo».

Nunca sabremos qué andaba dibujando el genio de Siracusa aquella tarde fatídica. Quién sabe qué mejoras hubiera logrado para su método de extracción de agua mediante bombeo a tornillo, cómo habría perfeccionado sus cálculos para inventar la palanca, obra que no fue suya del todo, aunque a él se le atribuye la frase: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo»; de cuántos modos diferentes habría sido capaz de descomponer un círculo… Quién sabe qué otros textos habrían quedado encerrados en su misterioso palimpsesto, esperando a ser descubiertos por el ojo indiscreto de los rayos X bajo el pergamino ajado de un libro de dos millones de dólares.

Capítulo 2
Kepler, Brahe, una madre bruja y un asesinato sin resolver

Hay una mesa forense cubierta por un tapete de hule azul. Sobre ella están colocados con orden escrupuloso una veintena de huesos recubiertos de moho y óxido. Tres vértebras cervicales sueltas, casi todas las dorsales y lumbares fusionadas formando un fragmento de columna. Un puñado de costillas, el trozo aplanado de lo que parece un esternón, un húmero, el radio y el cúbito del brazo derecho, dos fémures y parte de la pelvis. Algunos fragmentos son tan pequeños que hay que recogerlos con pinzas. En un frasco de cristal permanece lo poco que queda del cráneo, aislado del aire porque tiene ya tan poco hueso que un estornudo lo convertiría en polvo volátil.

Ahora, sobre la mesa solo trabaja Niels, un experto forense de la Universidad de Copenhague que coloca los huesos en la posición que deberían ocupar en un cuerpo vivo. Como si estuviera haciendo un funesto puzle. Lleva guantes de látex que permanentemente se impregnan de polvo humano, de polvo de cadáver. De vez en cuando, se coloca las gafas de montura metálica empujándolas con el dedo índice… y deja un resto de calcio en ellas. Queda en el cristal una huella diminuta de lo que fue uno de los astrónomos más influyentes de la historia.

El hombre que usó esos huesos para moverse vivió hace más de cuatro siglos, en un tiempo en el que Europa tardaba en despertar a la revolución de la ciencia y vivía aún anclada en sus brumas posmedievales de superchería, oscurantismo, miedo y conspiración. En la era de las disputas palaciegas, la persecución de la Inquisición, la enfermedad del cuerpo y la cortedad de la razón. El tiempo en el que unos pocos hombres y, menos aún, mujeres pudieron empezar a mirar al mundo con otros ojos, romper las ataduras de la moral y comenzar a regalar a sus coetáneos una nueva ciencia para comprender el modo en el que funciona la naturaleza. La era en la que, todavía, la química se confundía con la alquimia, la medicina con la superstición, la filosofía con la teología, la astronomía con la astrología.

El hombre que anduvo por ese mundo con aquel esqueleto ahora desenterrado era Tycho Brahe, cuyas observaciones de las estrellas pavimentaron la ciencia de la moderna astronomía y que murió en Praga, en extrañas circunstancias, una tarde de 1601, a la edad de cincuenta y cuatro años.

El forense Niels, miope y cuidadoso, lleva varias semanas colocando sus huesos en la mesa azul. El tiempo que hace que fueron exhumados de su último enterramiento, en la cripta de la iglesia de Nuestra Señora, enfrente del Tyn, la más importante del Barrio Viejo de Praga. Trabaja a las órdenes del profesor Jens Vellev, una especie de Indiana Jones al estilo danés que ha viajado por todo el mundo tratando de encontrar una explicación a la muerte de su héroe, Brahe. Porque todavía hoy nadie sabe cómo murió ese hombre sabio, que fue capaz de catalogar más de mil estrellas nuevas y de tomar algunas medidas del movimiento de los astros tan afinadas que sirvieron para que sus colegas y sucesores empezaran a determinar el funcionamiento mismo del cosmos. Entre ellos, su asistente, el alemán Johannes Kepler, el científico que describió las leyes del movimiento de los planetas y uno de los principales sospechosos del asesinato de Brahe. Porque ¿Tycho Brahe murió asesinado?

Nadie lo sabe a ciencia cierta.

El 24 de octubre de 1601, Brahe, el conspicuo danés que había servido como astrónomo en la corte del rey Federico II de Dinamarca, asistía junto a otros cientos de invitados a un banquete oficial ofrecido en Praga por el rey Rodolfo II. Unos años antes, Tycho se había mudado a la capital bohemia, bajo la protección de la corte del emperador romano germánico, huyendo de ciertos problemillas con la corona danesa. Ahora era el astrónomo imperial de Rodolfo, un rey aficionado a las estrellas y a la alquimia, ciencias que conoció a la edad de once años, en la corte de Madrid, donde se educó junto a su tío Felipe II.

Tycho Brahe era el blanco de todas las miradas en la fiesta. Alto, corpulento, de rostro anguloso. Con una capacidad infinita de conversación, con una mirada profunda y oscura sobre la característica más sobresaliente de su aspecto: su nariz. O, mejor dicho, su ausencia de nariz.

Y es que Tycho no tenía nariz. La perdió por el camino una violenta noche, el 29 de diciembre de 1566, a los veinte años. Quince días antes había tenido más que palabras con un primo lejano, Manderup Parsberg, conde de Hagesholm, a causa de la resolución de una fórmula matemática. La riña no pasó a mayores, pero, a la semana siguiente, ambos volvieron a encontrarse en un baile en la casa del profesor Lucas Bachmeister y de nuevo se enfrentaron tratando de evidenciar quién conocía mejor las leyes del cálculo. La segunda pelea fue más severa. Terminaron retándose a un duelo que tuvo lugar al amanecer del día 29. Manderup, más hábil con las armas, arrancó de cuajo el tabique nasal de su oponente. Tycho sobrevivió, pero hubo de llevar de por vida una prótesis metálica que brillaba a la luz de las velas en los banquetes y en los bailes y le confería un aspecto realmente fantasmagórico y, a decir de algunas damas, atractivo. Su efecto se multiplicaba por la verborrea del astrónomo, que no tenía reparo alguno en asegurar que su colosal napia era una obra de joyería a base de oro y plata. En realidad, era de latón.

Sea como fuere, Brahe atendió a todo aquel que se lo pidió. Conversaba con unos y otros, no dejaba de responder ninguna pregunta y se mantenía siempre atento a los dictados del protocolo. Nadie podría haber imaginado que aquel hombre feliz y dicharachero estaba en realidad disfrutando de sus últimos días de vida.

Cuando regresó a casa empezó a sentirse mal. Tenía un terrible dolor de estómago, el vientre hinchado. Era incapaz de orinar. Pasó dos noches postrado y al tercer día comenzó a sufrir delirios. Vio todos los monstruos de su vida pasar ante su mirada. Cada dos por tres trataba de levantarse y gritaba con los ojos en blanco: «Ne frustravixisse videar!» (¡Quizás no haya vivido en vano!). Dejó instrucciones a todos los miembros de su casa sobre qué debían hacer cuando hubiera muerto y pasó algunas horas charlando sobre astronomía con su socio, Johannes Kepler.

Nadie supo qué se dijeron en aquellas charlas sobre estrellas y planetas, pero Kepler fue el primero en dar cuenta de la muerte de su colega. Y en atreverse a señalar una causa de la misma. Tycho había bebido sin parar en la fiesta del rey y, temeroso de parecer descortés con cuantos le reclamaban conversación, rehusó acudir al retrete a desahogar la vejiga. Su cuerpo no dio más de sí. Había reventado por dentro.

Bien es cierto que la apresurada conclusión de Johannes Kepler no fue luego corroborada por los médicos. Sencillamente, el gran astrónomo murió, según sus doctores, a causa de la complicación de una infección hepática que arrastraba desde hacía tiempo y que, sin duda, se había agravado con el cansancio tras el gran banquete del rey.

Aunque por los pasillos de la casa de Tycho, en los mentideros de Praga y en la academias y universidades, otra versión empezó a corretear sigilosamente entre bocas taimadas y oídos frágiles… ¿Y si el gran astrónomo hubiera sido asesinado? ¿Y si alguien hubiera introducido alguna suerte de veneno en su bebida? ¿Es que realmente habría alguien interesado en matar a un hombre así?

Por desgracia para Brahe, sí lo había, y no solo una persona. Dos personajes de esta historia podrían haber tenido motivos para acabar con la vida del más insigne buscador de estrellas de su época… Pero, para entenderlo, será mejor acudir al principio de todo.

El 14 de diciembre de 1546, el castillo de Knutrstorp se preparaba para un magno acontecimiento. El edificio de ladrillo rojo, de tres plantas coronadas con un altísimo tejado a dos aguas, albergaba a la noble familia Brahe. El patriarca, Otte Brahe, era un terrateniente poderoso, muy cercano al rey de Dinamarca y parco en escrúpulos. Había quemado todas las tierras de labranza alrededor de su castillo para expulsar a los campesinos y vivir lo más aislado posible con su familia y el servicio de la casa. Se había casado muy joven con Beate Clausdatter Bille, noble de familia muy pudiente que había ejercido como dama de compañía de la reina Sofía y era heredera de varios títulos nobiliarios.

El matrimonio estaba a punto de traer al mundo a su primer hijo. En realidad, todo hacía pensar que se trataba de dos. Los doctores habían visto signos evidentes de que lady Bille estaba embarazada de gemelos. Aquellos dos niños solo iban a pasar juntos el tiempo que estuvieran en el vientre de su madre porque un extraño pacto en el seno de la familia Brahe los había condenado a separarse al nacer. El patriarca Otte tenía un hermano, Jørgen, sin descendencia. Un hombre inteligente y abierto de mente que jamás fue dotado por la naturaleza del don de la fertilidad. Conmovido por ello, un día Otte firmó con él un trato: ya que a él Dios le iba a dar dos hijos, ofrecería a Jørgen uno de ellos. El primero en nacer sería enviado ese mismo día a la casa de su tío y allí lo criarían como a un hijo propio. No hacía falta que nadie supiera la verdad: aquellos hermanos vivirían como primos el resto de su existencia.

Pero el pacto no pudo cumplirse. El 14 de diciembre de 1546 Beate Clausdatter Bille dio a luz a dos niños, sí, pero uno de ellos muerto. El superviviente, Tycho, se quedaría, lógicamente, con sus padres.

¿Lógicamente? La lógica no era precisamente la moneda de cambio común en la familia Brahe ni en aquellos años oscuros medievales de la vieja Europa. Jørgen consideraba que el pacto aún debía cumplirse, que el primer niño nacido había sobrevivido y, por lo tanto, le correspondía a él su patria potestad. Si alguien debía velar a un hijo muerto eran su hermano y su cuñada. El pleito duró dos años durante los cuales Tycho se crio con sus padres biológicos en Knutrstorp. Pero, pasados veinticuatro meses, Jørgen tomó una decisión dramática. Si no conseguía al niño por las buenas, lo haría por las malas.

Una noche, un grupo de hombres entró en las propiedades del castillo de Knutrstorp, tomó al niño por la fuerza y se lo llevó a casa de su tío. Allí, finalmente, sería criado por Jørgen y su esposa en la isla de Langeland, uno de esos trozos de tierra salpicados en mar Báltico, propiedad de la corona danesa, en medio de la nada. Un terreno frío y árido con noches eternas y acantilados hirientes, donde se forja la personalidad de los balleneros o los vikingos y la vida fluye despacio oliendo a arenque, al rumor helado de las olas grises.

Sea como fuere, Tycho creció feliz junto a sus tíos hasta los dieciocho años. Lo cuidaron como a un hijo propio, lo convirtieron en su heredero y le dieron una educación digna de las mejores familias de su época. De hecho, con solo doce años de edad el chaval ya estaba preparado para ingresar en la Universidad de Copenhague. Allí, por deseo de su tío, estudiaría leyes. Pero, desde los primeros momentos de su educación, Tycho se mostró interesado por la astronomía. Quizás porque en la isla de Langeland, durante diez meses al año, la mayor parte del día se pasaba bajo la oscuridad de la noche y el único divertimento asegurado era mirar a las estrellas. Quizás porque siempre deseó viajar lejos, lo más lejos posible, huyendo de los acantilados y las olas. O quizás simplemente por el impacto que produjo en su personalidad un acontecimiento astronómico único: el eclipse de Sol del 21 de agosto de 1560. Unos meses antes, un astrónomo alemán, jesuita y matemático, Christopher Clavius, había dejado escrito un presagio sorprendente:

«Veo un gran eclipse que sacudirá Europa en 1559. En medio de la Lusitania, la Luna se intercalará entre mi vista y el Sol y cubrirá su luz durante un largo periodo de tiempo. Habrá una oscuridad más grande que la de la noche, nadie podrá ver nada de lo que ocurre un paso delante de sus narices. Las estrellas brillarán a la mitad del día y los pájaros caerán del cielo a la tierra aterrorizados por la oscuridad».

El anuncio de tal profecía causó un tremendo espanto en la sociedad europea. En París, por ejemplo, el pueblo entró en pánico. Durante meses los feligreses se aglutinaron en torno a las iglesias, haciendo colas interminables para pedir confesión. Un párroco parisino, agobiado por la presión, y viendo que pasaban los últimos días de 1559 sin que el eclipse se produjera, anunció que

«Dios había decidido posponer el evento. La confesión no era tan urgente».

Lo cierto es que Clavius había errado sus cálculos unos cuantos meses. El eclipse en realidad se produjo en agosto de 1560 y ocurrió, tal como él había escrito, en una amplia franja de Europa con centro en Coimbra, Portugal. Desde Copenhague fue parcialmente visible. No, los pájaros no cayeron rendidos, pero al joven Tycho Brahe le impactó sobremanera que un ser humano pudiera haber predicho (o casi) un acontecimiento de tal dimensión.

«Es casi divino que el hombre pueda conocer el movimiento de los astros con tanta precisión, hasta el punto de predecir dónde van a estar en el futuro.»

El eclipse de Clavius marcó para siempre a Brahe. De hecho, sus nombres ya no se separarían jamás en la historia de la astronomía. Hoy, Clavius es el nombre de un pequeño cráter en la Luna, que colinda al norte con la gran depresión lunar bautizada como Tycho.

Brahe decidió estudiar el cielo. Así que empezó a adquirir todos los libros de efemérides astronómicas que pudo, incluido el ya famoso De sphaera mundi, de Johannes de Sacrobosco. Aquel libro medieval, compuesto en 1270 por un monje genovés e impreso en Ferrara en 1470, era una de las obras más influyentes entre los amantes de las estrellas. Postulaba que el cosmos es una máquina perfecta, como el corazón de un reloj. Trataba de identificar los mecanismos de funcionamiento de las diferentes esferas que lo componían y advertía que los acontecimientos cataclísmicos, como los eclipses o la muerte de Cristo, no eran más que imperfecciones en la maquinaria.

Al tío y tutor de Tycho, sin embargo, no le gustaban estas lecturas de su sobrino. Así que decidió enviarlo al centro de Europa a seguir mejorando sus conocimientos de derecho. Para que el chico no se despistara le asignó un tutor con el que viajaría a Leipzig, Anders Sørensen Veders, que solo tenía diecinueve años (tres más que su pupilo). El tío Jørgen no sabía que Anders, curiosamente, era también un apasionado de la astronomía. De manera que aquel que estaba destinado a quitar de la cabeza de Tycho aquellas ideas sobre los astros y los planetas se convirtió, en realidad, en su mayor aliado en el viaje hacia el conocimiento del cielo.

Durante el camino a Leipzig tuvieron tiempo para compartir sus conocimientos sobre la predicción de los movimientos de las estrellas. Y, una vez ingresados en la universidad, ambos contemplaron juntos otro sorprendente espectáculo celeste: la conjunción de Júpiter y Saturno de 1563.

Era asombroso, pero aquel fenómeno en el que los dos planetas más grandes del cielo se unen en la misma línea de visión ya había sido predicho por Ptolomeo 1.400 años antes, aunque sus tablas cronológicas incluían algunos errores de precisión. Brahe se convenció de que él sería capaz de hacerlo mejor. Y empezó a obsesionarse con un concepto que a partir de ese momento regiría el resto de su vida como científico: la precisión astronómica.

Querido Anders, el ser humano no puede soñar con robarle el conocimiento de la maquinaria celeste a Dios si no pone en ello todo su empeño, y aún más. El astrónomo debe dedicarle su vida entera a la contemplación del cielo, día y noche, con los mejores instrumentos que pueda llegar a fabricar. Tengo que leer todo lo que se haya escrito sobre la materia. Voy a anotar en mis diarios hasta el menor signo que encuentre nuevo en el firmamento. Voy a componer horóscopos, los más precisos y certeros que jamás hayas visto.

Tres años después de llegar a Leipzig, Tycho, que ya era irremediablemente un astrónomo, recibió la noticia de la muerte de su tío Jørgen. Suecia y Dinamarca habían entrado en guerra y Jørgen se había convertido en un héroe de la flota danesa tras participar como vicealmirante en el hundimiento de la nave sueca Marte, la joya de la corona del rey Eric IV, en la batalla de Öland. Tycho siempre quiso guardar en su memoria el recuerdo heroico de su tío y tutor, así que hizo caso omiso de los rumores que contaban una versión algo más sórdida de su muerte. Al parecer, Jørgen y el rey Frederick II se pasaron de la raya con el vino durante la celebración de sus victorias navales. El rey, borracho como una cuba, cayó al agua de un canal de Copenhague y Jørgen se lanzó a rescatarlo. El resfriado lo mató unos días después.

En cualquier caso, el joven Brahe se convirtió en heredero de la fortuna de su tío y pudo dedicarse a lo que más había soñado siempre: el estudio de la ciencia. Si bien es cierto que tenía un concepto muy amplio de la palabra «ciencia». En Rostock tomó tanto clases de medicina como de alquimia, de botánica o de astronomía, de filosofía y de astrología. Fue allí, precisamente, donde perdió su nariz…, aunque ganó el vasto conocimiento sobre el cosmos que le haría famoso. La razón por la que cinco siglos después de su muerte sus huesos seguirían siendo un atractivo objeto de deseo para los científicos de la Universidad de Copenhague desplazados a su tumba en Praga.

Pero ¿qué esperaban encontrar en ellos?

Los forenses que analizan sus restos buscan conocer una verdad que se esconde desde el siglo XVI. ¿Por qué murió aquel hombre sabio? En 1901 una expedición científica pionera fue la primera en exhumar el cadáver de Brahe. Con los rudimentos científicos de aquella época no existían muchas opciones de realizar exhaustivos análisis químicos. A lo máximo que se llegó fue a extraer algunas muestras del poco cabello servible que aún no se había descompuesto. Y en esas muestras encontraron algo que realmente parecía estremecedor. El cuerpo de Tycho Brahe contenía enormes cantidades de mercurio. Mucho más mercurio del que un ser humano puede llegar a acumular por mucho que se hubiera dedicado toda su vida a comer pescado. El dato volvió a poner sobre la mesa una de esas historias que habían empezado a circular nada más morir el astrónomo danés. Alguien había envenenado a Brahe.

El segundo equipo forense, mucho más preparado, no compró esa historia. Es probable que Brahe tuviera más de un enemigo en su vida, algunos de ellos quizás incluso con deseos más que evidentes de matarlo. Pero la presencia de esas cantidades de mercurio podría responder a muchas otras razones. Por ejemplo, a la pasión de Tycho por la alquimia. El hombre se pasaba horas encerrado en su oscuro laboratorio, manejando todo tipo de brebajes y pociones a base de sales, metales, ácidos y minerales. Brahe se podría haber contaminado a sí mismo, poco a poco, sin darse cuenta de que el juego al que tanto le gustaba jugar le envenenaba silentemente.

Aunque hay que reconocer que la historia del asesinato siempre ha dado mucho más juego a los forenses. ¿Quién pudo haber matado a Tycho Brahe?

En 1571 ocurrieron dos cosas que cambiarían el destino de Tycho y de la humanidad entera. Una muerte (el estrambótico final de su tío) y un nacimiento. El 27 de diciembre de aquel año, en la ciudad alemana de Weil der Stadt (hoy parte de la región de Stuttgart), venía al mundo Johannes Kepler. El primer acontecimiento dotó a Tycho Brahe de la fortuna necesaria para construir su propio observatorio astronómico y laboratorio alquímico en Escania. El segundo iba a dotarle del que sería uno de sus principales discípulos y, también, de sus más acérrimos competidores.

Johannes Kepler era un niño enclenque. Había nacido prematuramente y pasó buena parte de su primera infancia enfermo, cuidado entre algodones por su madre Katharina. El ambiente en el que creció era realmente peculiar. Su padre, Heinrich, acababa de perder parte de su fortuna y se vio obligado a buscarse la vida como mercenario. Abandonó la familia cuando Johannes tenía cinco años y nunca más se supo de él. Puede que muriera en el campo de batalla durante la guerra de los Ochenta Años en Flandes, contra las huestes del duque de Alba y el emperador Carlos V.

Su madre era curandera y tenía un especial conocimiento de las hierbas medicinales. Además, regentaba una taberna propiedad de los abuelos de Johannes por la que pasaba lo mejor y lo peor de la ciudadanía. En ese ambiente tabernario, Johannes creció entre supersticiones, peleas de borrachos y estudios. De hecho, sus habilidades con las matemáticas llamaron la atención desde muy pequeño. Los clientes de la taberna solían jugar con el niño a que hiciera los cálculos de las comandas, contara las monedas y diera las vueltas a cambio de alguna propinilla o algún coscorrón.

Pero lo que más le gustaba al chiquitín era mirar a las estrellas. Con solo seis años su madre lo llevó una noche a lo alto de una colina a contemplar el paso del Gran Cometa de 1577. Él no era consciente de ello, pero esa misma noche en Dinamarca, a la misma hora, poco después de la caída del sol, el 13 de noviembre, un hombre estudioso regresaba de pescar a toda prisa para ver el mismo cometa desde su observatorio en Escania. Era Tycho Brahe. Brahe fue el astrónomo que mejor documentó el paso del cometa. Dejó escrito que el astro errante había pasado muy cerca de Venus y que, por lo tanto, viajaba a una distancia mucho mayor que la de la Luna. Aquello demostraba que los cometas se originan lejos de la atmósfera de la Tierra y no en la «esfera terrestre» como se pensaba desde Aristóteles hasta entonces. Brahe demostró que las colas de los cometas siempre apuntan en dirección contraria al Sol, fue capaz de calcular el diámetro, la longitud y la masa de aquel astro, y llegó a especular sobre su composición. Y terminó intuyendo que la Tierra sería el centro del Sistema Solar, y que permanecía inmóvil viendo al resto de los objetos celestes girar a su alrededor. Por último, se atrevió a escribir algunas profecías derivadas del paso del cometa. Por ejemplo, la caída del zar Iván el Terrible tras un baño de sangre en Moscú, en 1583. Por supuesto, no dio ni una: el zar murió en marzo de 1584 a causa de un infarto mientras jugaba apaciblemente al ajedrez.

Pero las notas de Tycho Brahe sobre el paso del cometa de 1577 se convirtieron en una de las primeras observaciones científicas modernas de uno de estos fenómenos y, años más tarde, caerían en manos de aquel niño enclenque que hacía juegos matemáticos en la taberna de su madre, ya convertido en un hombre estudioso, quien las usaría para revolucionar el mundo de la astronomía.

Sin saberlo, aquellos dos seres humanos, Brahe en Escania y Kepler en Alemania, empezaban a unir sus destinos… gracias a los astros.

Kepler estudió astronomía desde muy joven. Pero tenía muchas dificultades para la observación práctica de los acontecimientos celestes. Un episodio de viruela le había dañado la vista, así que debía contentarse con estudiar los textos que escribían otros observadores. Fue un seguidor fiel de las ideas de Copérnico y durante los primeros años de su carrera como astrónomo se dedicó a la construcción de densos argumentarios en defensa de la idea heliocentrista. El Sol era el centro del cosmos y el cosmos, en sí, una representación escultórica perfecta que reflejaba la belleza de su creador, Dios.

En el año 1600 se produjo, por fin, la gran conjunción. Pero en ese caso, no fue una conjunción de planetas. El 4 de febrero, Johannes Kepler, veintinueve años, copernicano y corto de vista, conoció en persona a Tycho Brahe, alquimista y astrónomo al mismo tiempo, en la mitad de su cincuentena y sin nariz.

El encuentro tuvo lugar en el nuevo observatorio astronómico que Tycho se había hecho construir en Benátky nad Jizerou a 35 kilómetros de Praga. ¿Qué pintaba allí el viejo Tycho, tan lejos de su Dinamarca natal?

Desde el acontecimiento del cometa de 1577, Brahe se había ganado una sólida reputación en la corte del rey Frederick de Dinamarca. De hecho, la corona le sufragaba una parte importante de sus gastos como científico. Aquello le había permitido seguir observando y, sobre todo, mantener una viva correspondencia con científicos de toda Europa. Pero la muerte del rey torció su destino. El sucesor, Christian IV solo tenía once años, así que se instituyó un comité de regencia provisional. Al mando del mismo se situó Christoffer Valkendorf, quien había mantenido más de una disputa por la influencia que Brahe estaba ejerciendo en la corona. Celoso y temeroso de los conocimientos del astrónomo, el nuevo regente le hizo la vida imposible.

Brahe trató de solicitar la intercesión de la reina viuda, Sofía, y trató de que esta dejara por escrito que el deseo del rey fallecido habría sido mantener el estatus de su querido astrónomo de cámara. Pero pronto se hizo evidente que la mayor pasión del futuro rey no era precisamente el estudio del cosmos. Aquel jovenzuelo se sentía más atraído por la guerra y las conquistas. Christian inició una política de acoso a la nobleza a la que acusaba de malgastar los bienes de la corona en actividades lúdicas e inútiles en lugar de apoyar su carrera belicista. Tycho fue uno de los primeros en caer en desgracia. Sus conocimientos de alquimia no le sirvieron de ayuda. Más bien supusieron una excusa perfecta para que los nuevos enemigos de Brahe en la corte pudieran acusarlo de herejía. Una noche de 1597, una turba de paisanos acudió a la casa de Tycho en Copenhague con la intención de lincharlo. Pudo escapar y llevarse consigo la mayoría de sus instrumentos junto con lo más importante: el catálogo de la posición exacta de 1.000 estrellas que había estado observando en los últimos años. Finalmente, no tuvo más remedio que exiliarse y buscar cobijo en varias casas de amigos europeos hasta que encontró acogida en otra corte real, la del rey Rodolfo II de Bohemia en Praga.

Allí sería el encargado de las cartas astrológicas, las predicciones de los grandes acontecimientos (como los nacimientos en la corte), la predicción meteorológica y la interpretación de los signos del cielo.

En su nuevo observatorio de Praga, Brahe recibió a Kepler con entusiasmo. Durante dos meses lo alojó en su casa y analizaron juntos las observaciones que Tycho había ido haciendo sobre Marte. La capacidad de análisis del joven alemán impresionó al maduro astrónomo. No veía ni un pimiento con los instrumentos de observación, pero era capaz de elaborar las más afinadas teorías con pluma y papel. Así, aunque Brahe guardaba con celo los datos de sus sesiones prácticas, poco a poco fue compartiéndolos con Kepler.

Kepler, por su parte, estaba convencido de que su maestro se equivocaba en sus modelos. La Tierra no era el centro del cosmos, lo era el Sol. Simplemente Tycho estaba interpretando todos sus datos al revés. Pero necesitaba a Brahe para seguir demostrando sus teorías.

Trabajaron juntos en el catálogo de estrellas y planetas más completo posible, las llamadas Tablas Rudolfinas, en honor al emperador, que fueron compuestas con las observaciones de Brahe y la sapiencia matemática de Kepler. Pero el trabajo era ingente. Kepler necesitaba años para poder completar sus ideas heliocéntricas y Brahe no estaba dispuesto a darle trabajo para tanto tiempo.

La petición de un contrato laboral duradero acabó en una tremenda riña. Aunque los dos sabios se reconciliaron parcialmente, el joven alemán terminó instalándose en Graz con su familia y albergó para siempre un bipolar sentimiento de admiración y rabia hacia su maestro.

No en vano, Kepler estaba presente en Praga aquella noche funesta del baile del rey Rodolfo. Y él mismo mantuvo algunas conversaciones íntimas con Brahe antes de su muerte. Todo el mundo había sido testigo de las discusiones a voz en grito que ambos astrónomos mantenían. Todos sabían que se admiraban y odiaban por igual. Brahe tenía miedo de que el joven alemán tuviera demasiado conocimiento de sus datos astronómicos. Kepler quería saberlo todo para demostrar que Brahe se equivocaba. Ambos se sabían en la cúspide del conocimiento del cielo, pero tenían dos concepciones absolutamente antagónicas del modo en el que los astros se comportaban sobre la esfera de la Tierra. ¿Habría motivos suficientes para que Kepler hubiera envenenado a Brahe? No pocos pensaron que sí. Como también hubo quien lanzó sus sospechas algo más lejos, al entorno del rey danés Christian IV, que nunca dejó de perseguir y hostigar al astrónomo preferido de su padre, poseído por quién sabe qué tipo de celos, y que bien podría haber mandado un sicario a la corte de Praga para cobrarse una pieza con la que asustar a la nobleza.

En la sala de anatomía patológica improvisada junto a la tumba de Tycho Brahe en Praga, año 2010, sus huesos polvorientos y grises albergan la respuesta. El resultado de los análisis parece que empieza a ser claro. Los restos de Brahe no tienen suficiente mercurio como para avalar la tesis del asesinato. No hay arsénico ni plomo. El escáner ofrece una visión clara del interior de la osamenta. El diagnóstico parece difícil de refutar. Tycho, uno de los científicos más estrambóticos de la historia, murió por una enfermedad natural, quizás agravada por su tendencia a vivir en sociedad hasta la extenuación y su permanente mal humor.

¿Sabía eso Kepler, después del fallecimiento de su maestro y competidor?

Probablemente tenía algunas cosas más importantes de las que ocuparse. Por ejemplo, encontrar a una mujer con la que casarse. En 1611, una década después de la muerte de Brahe, Kepler había enviudado. Su primera esposa, Barbara Müller, murió de sarampión. Con ella había tenido cinco hijos, pero solo tres sobrevivían. Así que necesitaba encontrar a otra compañera de viaje en la dura tarea de sacar adelante una familia. Y un hombre ordenado y matemático como él debía buscar pareja con el rigor debido a un científico. Inició su tarea como quien cataloga estrellas en el firmamento. Entrevistó a once mujeres. En cada una de las entrevistas tomaba nota de todos los detalles, sobre todo de los menos favorecedores. «Le huele el aliento.» «Va vestida por encima de sus posibilidades.» «Demasiado entregada al lujo.» Una de ellas «está comprometida, imposible iniciar nada con ella». La cuarta candidata era «alta y agradable». La quinta, «modesta, diligente y dice que le gustan mis hijos». La sexta es una «gran dama, espera que tengamos una boda de lujo…».

Anotó todos los pros y contras de una posible boda con cada una de las candidatas. Y se tomó su tiempo. Tanto que una de ellas, Susanna Reuttinger, la número 5, viuda de veinticuatro años, decidió dejar de visitarlo harta de esperar respuesta. Y probablemente aquel desdén fue lo que terminó por convencerlo.

El 30 de octubre de 1613, Susanna y Johannes se casaron. Tuvieron seis hijos. Los tres primeros murieron en la infancia.

A Kepler aún le quedaba otro trance por pasar. En 1615, una mujer llamada Ursula Reingold, que mantenía una estúpida disputa económica con el hermano de Johannes, Christoph, acusó a la madre de ambos de brujería. En teoría había acudido a su casa en busca de unas hierbas para eliminar un dolor y se había contaminado con ellas. Acudió a los tribunales con el convencimiento de que le habían dado una pócima del diablo.

Dos años después, Katharina era acusada oficialmente de brujería. El juicio tardó en celebrarse, pero al final, en agosto de 1620, la madre de los Kepler entraba en prisión a la espera de sentencia. Pasó un año encerrada y durante ese tiempo fue sometida al territio verbalis, una tortura psicológica propia de la Inquisición. Día tras día, un oficial leía párrafos detallados de las torturas físicas que le aguardarían si no confesaba su acto de brujería. De vez en cuando, la hacían salir de su celda y la llevaban a contemplar los instrumentos de la sala de torturas, oxidados y ensangrentados. Otras veces, le proferían gritos a través de las paredes o le relataban en voz alta las historias más truculentas de anteriores confinadas.

Un año después de la acusación, Katharina fue puesta en libertad gracias a la defensa legal, metódica y rigurosa como no podía ser de otro modo, que había realizado su hijo Johannes.

Ni la madre ni el hijo volvieron ya a ser los mismos. Pero el astrónomo pudo seguir dedicándose a su ciencia hasta su muerte el 15 de noviembre de 1630. Fue enterrado bajo el epitafio que él mismo se había escrito:

Medí los cielos, y ahora mido las sombras.
Mi mente estaba en las alturas, mi cuerpo descansa en la tierra.

Brahe y Kepler, Kepler y Brahe, habían dedicado sus vidas a observar el movimiento de las estrellas y los planetas antes de la invención de los telescopios. Habían sido capaces de determinar el comportamiento de muchos fenómenos celestes a pesar de las limitaciones de sus instrumentos y las ataduras de sus creencias religiosas. Construyeron un cosmos a medida de su Dios, incapaces de entender que la Tierra y el Sol no son el centro del Universo sino pequeños puntos de luz y roca en la inmensidad de un espacio caótico y violento.

Pero algunas de sus mediciones apuntaron los primeros esbozos de una mecánica celeste científica e inmutable. Galileo los ignoró, Descartes los consideró errados, los primeros físicos no tuvieron en cuenta sus trabajos, pero algunas de las mediciones que realizaron han sido hoy confirmadas por los más modernos telescopios y los cálculos de Kepler inspiraron mucho después de su muerte a científicos como Newton a la hora de diseñar sus teorías de la gravitación universal.

Y su relación personal, el auténtico final de sus disputas y admiraciones, sigue siendo un misterio.

Capítulo 3
¡Soldado Curie, Marie Curie!

Hace frío y algunos de los pasajeros del tren han sacado de sus maletas mantas y abrigos para compartir con los que tuvieron que salir de sus casas demasiado apresuradamente. Hay familias enteras que se dirigen a Burdeos y piensan instalarse allí una temporada huyendo del miedo en París. Dicen que hay tropas alemanas acercándose tanto a la capital que en las noches tranquilas pueden oírse sus cánticos de guerra. Dicen que llevan consigo armas cargadas de sustancias químicas tan potentes que una sola gota puede envenenar el agua de todo un barrio. Dicen que a los primeros en cortarles el cuello es a los niños. Todo es mentira, pero el horror es el mejor aliado de las tropas enemigas en una batalla. Y ahora estaba empezando a prender entre la población civil.

París había recibido la guerra en su casa el 2 de septiembre de 1914, un mes después de que Alemania declarara sus intenciones bélicas contra Francia. Tres bombas germanas cayeron en el centro de la ciudad y anunciaron que el conflicto había llegado para quedarse. Algunos parisinos empezaron a mudarse a casas de campo propias o a otras ciudades donde algún familiar pudiera darles cobijo. Todos los hombres jóvenes y capaces quedaron en la capital a disposición del ejército. Poco después del primer bombardeo, el Gobierno de la nación se trasladó a Burdeos.

El tren va atestado. El vagón de primera clase ruge ocupado por el doble de pasajeros de lo habitual. Entre ellos, un grupo de personas llama poderosamente la atención. Hombres elegantemente vestidos, sin equipaje, escoltados por soldados de uniforme fuertemente armados. Hay también una mujer delgada y rubia, con el pelo corto enmarañado y la mirada seria fija en el paisaje. Su presencia concita los discretos comentarios en voz baja de la concurrencia.

—¿No es ella…?

—Calla, que nos va a oír.

—¿Qué demonios llevará en esa caja?

—¡Y a ti qué te importa…!

Marie Curie, la científica más famosa de Francia, la que obtuvo nada menos que el premio Nobel junto con su marido Pierre en 1903, la que había ocupado las portadas de los periódicos durante los últimos años, viaja acompañada de una delegación del Gobierno con una extraña caja de plomo en su regazo. Esa va a ser su contribución a la defensa del país que la ha adoptado. Porque en el interior de esa caja transporta todo el stock de radio para la investigación que posee Francia: un gramo de sustancia radiactiva que ha guardado Marie en su laboratorio. Su intención es donar el material al ejército con el fin de producir unidades de diagnóstico por rayos X que salvarán vidas entre los soldados.

Su viaje va a ser corto. Quiere regresar a París cuanto antes. Allí le queda mucha tarea por hacer. Las obras de su Instituto de Investigación del Radio, que algún día llevará su nombre, ya han terminado, aunque todavía nadie ha podido ponerse a trabajar en él. Todos los investigadores varones, excepto un ingeniero mecánico que padece serios problemas cardíacos, se han alistado. Marie deberá trabajar un tiempo en su laboratorio doméstico acompañada de su hija Irène y del resto del personal femenino. La guerra también ha empezado para ellas y están dispuestas a convertirse en soldados con la mejor arma que pueden emplear: la ciencia.

Marie se lo había dicho días antes a su más que amigo Paul Langevin:

«Estoy resuelta a ayudar a mi país de acogida ya que no puedo hacer nada por mi infortunado país natal, Polonia. Sé que los rayos X pueden salvar vidas de muchos soldados, pueden ayudar a los médicos a ver balas, esquirlas, huesos fracturados. Voy a convencer al Gobierno para que cree un centro de radiología militar. Voy a recaudar fondos para que todo esto sea posible».

Dicho y hecho: el 30 de octubre de 1914, después de ser nombrada directora de la unidad de radiología de la Cruz Roja francesa, Curie daba el visto bueno a las primeras veinte unidades móviles equipadas con rayos X. Se había pasado el mes entero convenciendo a los fabricantes de coches para que convirtieran algunos de sus modelos en furgonetas sin asientos y que donaran sus equipos al Ejército. Aquellos coches grises, adornados con dos grandes cruces rojas, fueron bautizados con el nombre de «pequeños Curie» y fueron enviados al frente para analizar in situ las heridas de los soldados caídos.

Pero si alguien pensaba que aquella mujer iba a dar por terminada su misión con ese gesto estaba muy equivocado. Durante los primeros años de la guerra la investigación en el laboratorio era prácticamente imposible. Sin personal masculino, sin medios técnicos, sin capacidad de comunicación y con la amenaza permanente de los bombardeos, el estudio hubo de postergarse. Así que Marie y su hija decidieron dedicar el tiempo a aprender algo sobre la aplicación médica de la radiación. Es cierto que la premio Nobel lo sabía todo sobre los rayos X…, pero solo en teoría. Nunca había trabajado directamente con ellos sobre un cuerpo herido.

En su intención de llegar a manejar ella misma una unidad de «pequeños Curie», aprendió a conducir coches pesados, estudió por su cuenta anatomía, aprendió mecánica básica del automóvil para hacer sus propias reparaciones y se especializó en el radiodiagnóstico.

Todo ello le ocupó unas pocas semanas. Al final del otoño de 1914 ya había realizado su primer viaje al frente junto a su hija Irène, de diecisiete años. ¿Cómo afectaría a la joven la visión espantosa de los horrores de la guerra? ¿Cuán duro iba a ser para ella enfrentarse cara a cara con las heridas, las mutilaciones, los vómitos y la sangre? Marie era fuerte, ella podría aguantar el tipo e, incluso, simular la firme entereza de la que había hecho gala toda su vida. Pero ¿Irène?

Con la misma fuerza de ánimo con la que había conducido la furgoneta hacia el frente de Dunkerque, la madre se comprometió a no expresar ninguna emoción mientras recogía datos de los soldados heridos, abrasados, ciegos, moribundos. Debía transmitir su firmeza a su hija porque sabía que, más pronto que tarde, ella misma iba a tener que atender por sí sola a los infortunados héroes de la guerra. Marie Curie tuvo que acudir a lo más hondo de su personalidad y rescatar en aquellos tristes días de la Primera Guerra Mundial las fuerzas que le habían permitido sobrevivir al infortunio una y otra vez a lo largo de su vida.

Marii Sklodowskiej, nombre original de Marie Curie, nació en Varsovia el 7 de noviembre de 1867 como quinta hija de un matrimonio de docentes polacos. Manya, como la llamaban cariñosamente en casa, pronto empezó a interesarse por los números y por las leyes de la física. Su madre, Bronislawa, había dejado su cargo de jefe de estudios en Varsovia precisamente para atender a la más pequeña de sus hijas. Su padre, Vladislav, pudo obtener un buen puesto como profesor de Física y Matemáticas en un instituto para varones. Aquella benjamina había nacido, no cabe duda, en un ambiente propicio para la ciencia. Lo hicieron también sus cuatro hermanos; excepto la pobre Zosia, que murió de tifus, el resto se dedicó a tareas relacionadas con el saber: dos fueron médicos; una, profesora, y Manya acabaría pasando a la historia como la primera persona ganadora de dos premios Nobel.

Pero la vida no era fácil para casi nadie en las medianías del siglo XIX, y menos para una familia de polacos orgullosos de su lengua. Polonia se encontraba sometida a la Rusia del zar Alejandro II. La Administración rusa estaba firmemente decidida a sofocar cualquier rescoldo de nacionalismo polaco, y los supervisores zaristas sabían que la mejor manera de hacerlo era controlar la educación que recibían los niños. De ese modo, Vladislav Sklodowski se vio forzado a sufrir, como tantos otros docentes, las presiones cada vez menos sutiles de los jefes. El polaco natal era una lengua prohibida, y los niños de la familia Sklodowski crecieron con el permanente temor a que una frase descuidada o una palabra imprudentemente pronunciada en público podrían traer terribles consecuencias para todos.

Durante aquellos primeros años de su vida, sin embargo, Manya creció en un entorno estimulante. Su padre solía leer cada sábado algún libro de literatura clásica en voz alta y, a medida que sus labores docentes iban siendo recortadas por los inspectores rusos, la casa se iba llenando de aparatos de medición, instrumentos de laboratorio y libros desalojados de las aulas vacías. La futura Marie Curie iba madurando su personalidad entre la pasión por la ciencia, el odio a los rusos, la rebeldía de una joven nacionalista en ciernes y el sufrimiento que no tardaría en llegar. Primero fue la muerte de Zosia. Tres años más tarde, cuando Manya acababa de cumplir los diez, sobrevino el fallecimiento de su madre, víctima de la tuberculosis, y poco después todos los hermanos tuvieron que resignarse a vivir cada día un poco peor debido a la progresiva pérdida de poder de su padre en el entorno académico. Aun así, Manya tuvo arrestos para dedicarse plenamente a sus estudios. Destacó en las clases de secundaria donde empezó a acostumbrarse a ocupar el primer puesto. De hecho, a lo largo de su vida, Manya Sklodowskiej primero y Marie Curie después iba a atesorar toda suerte de números 1: sería la primera mujer graduada en Física en la Universidad de la Sorbona, la primera mujer galardonada con el premio Nobel, la primera mujer jefa de laboratorio en la misma Sorbona, la primera mujer miembro de la Academia Francesa de Medicina… Solo debió dejar su orgullo en casa el día en que recibió el número 2 en la licenciatura de Matemáticas en 1894 (algo que le supo como la peor de las derrotas) y cuando le denegaron un puesto en la Academia Francesa de las Ciencias, víctima de una maquinación no exenta de machismo y xenofobia.

Todo aquello parecía haber quedado atrás en las largas guardias en el frente, mientras Marie y su hija se afanaban en curar heridas espantosas y en enseñar a los médicos a indagar en el interior del cuerpo moribundo de los soldados con las torpes máquinas de rayos X. Al caer la noche, acurrucada junto a la estufa de leña que algunos soldados le habían regalado, Marie no podía evitar rememorar el tortuoso camino vital que la había conducido hasta allí y el espíritu rebelde que siempre había mostrado y que ahora habría de servirle para no caer en la desesperación, tan lejos de su laboratorio parisino, sola con su hija en medio de la oscura frontera con la guerra.

Recordaba, por ejemplo, sus primeros enfrentamientos con el poder establecido. Hubo de tragarse la rabia cuando, en su acto de graduación de secundaria, con apenas quince años, acudió a recoger un diploma escrito en ruso de manos de un enviado del zar. Más tarde, confesaría que aquella afrenta a sus convicciones polacas había sido suficiente para amargarle uno de los días más felices de su vida. La ocupación rusa no solamente le estropeó su fiesta de graduación, sino que estuvo a punto de echar por tierra toda su carrera científica. En el entorno político de la época no estaba bien visto que las mujeres accedieran a la universidad. Así que, mientras su hermano Joseph ingresaba tranquilamente en la facultad de Medicina de la Universidad de Varsovia, Manya y su hermana Bronya se vieron obligadas a continuar sus estudios ilegalmente. En la capital de Polonia, algunos docentes comprometidos habían creado un programa universitario paralelo al impuesto por las autoridades zaristas. Para evitar ser descubiertos, las clases se impartían cada día en un lugar distinto; de ahí que al proyecto se lo conociera popularmente como la Universidad Flotante. Ni uno solo de los títulos obtenidos en ella tendría valor académico ni serviría para integrar un currículo competitivo en ningún país de Europa, pero era el único camino que permitía a ambas hermanas seguir estudiando. Por eso, cuando, una vez acabada su peripecia proscrita, Manya pudo viajar a París para ingresar en la Universidad de la Sorbona, aquella mujer de veinticinco años era plenamente consciente de que en su maleta portaba un lastre que pronto debía quitarse de encima: no importaba cuán brillante hubiera sido su trayectoria, necesitaba un título reconocido para poder cumplir su sueño de convertirse en científica. Y quizás debía empezar de cero.

París la había acogido académicamente y pronto también lo haría sentimentalmente. Se sentía en deuda con Francia y el mejor modo de pagarle fue aquella temporada en el frente de guerra.

Cuando llegó a la capital francesa por primera vez, el mundo ya empezaba a pensar en el siglo XX y la chica polaca debía hacer lo posible por convertirse en una parisina moderna. Su primera decisión, después de buscarse un sencillo alojamiento en el Barrio Latino, fue cambiarse de nombre. Marii y Manya pertenecían al pasado: desde su ingreso en la Sorbona en 1891, la joven empezó a llamarse Marie. Era inquieta, obstinada y algo estrambótica. Algunos de sus amigos se maravillaban de que, durante el invierno, Marie paseara su armario ropero por toda la ciudad, ya que llevaba puestas, una sobre otra, todas las prendas que poseía. Su aspecto ensimismado y algo arisco se acrecentaba con la delgadez que llegó a alcanzar: tan absorta estaba en los estudios que a menudo se olvidaba de comer. Afortunadamente, contaba con la atención de su hermana Bronya, casada con otro polaco y también instalada en París, que la mantuvo mínimamente pegada al suelo durante los pocos ratos que ella no dedicaba a estudiar. Estaba verdaderamente obsesionada con superar sus limitaciones: la falta de preparación en matemáticas, la pobreza de la educación científica recibida en Varsovia, su imperfecto idioma francés… Solo dos años después alcanzó el número uno en su licenciatura de Física. Marie Sklodowskiej empezaba a dar que hablar en París.

Todos aquellos recuerdos de la juventud la servían ahora para pasar la noche sin prestar demasiada atención al ruido de las bombas que de vez en cuando llegaban de la profundidad del bosque o los alaridos de dolor nocturno de los soldados más fieramente heridos. Necesitaba descansar, aunque lo hacía a duras penas. Nada más despuntar el día, Marie se levantaba de su camastro y empezaba a trabajar. A partir de la minúscula cantidad de radio que había podido sacar de París, y gracias a una técnica pionera ideada por ella misma, era capaz de extraer ciertas cantidades de radón (un gas radiactivo que el radio emite de manera sistemática). Trabajaba sola y en la mayoría de las ocasiones sin ningún tipo de protección contra las radiaciones. Extraía radón y lo confinaba en ampollas de vidrio de un centímetro que mandaba a los médicos del hospital de campaña. Los doctores incrustaban en las ampollas agujas de platino y las depositaban en el lugar exacto donde el radón debía cauterizar el tejido muerto. Cientos, quizás miles de hombres salvaron su vida gracias a este tipo de radiación. La misma radiación que años atrás había cambiado de manera inesperada el propio destino de aquella mujer valiente.

Recién llegada a París y después de haber obtenido los primeros éxitos académicos, Marie tomó una decisión que no solo iba a cambiar su vida, sino que iba a revolucionar la historia de la ciencia. Había aceptado una beca de la Sociedad para el Fomento de la Industria Nacional para estudiar las relaciones entre el magnetismo de diferentes metales y su composición química. Necesitaba unas instalaciones adecuadas para realizar tal trabajo. La casualidad quiso que un tal Pierre Curie, bien relacionado con algunos polacos emigrados a Francia, dirigiera un modesto laboratorio dentro de la Escuela Municipal de Física y Química Industrial de París. El caballero cedió a la dama parte de su espacio y, al poco tiempo, terminó regalándole buena parte de su corazón.

Las vidas de Pierre y Marie iban a unirse definitivamente por el amor y por la ciencia. ¿O quizás al revés: primero por la ciencia y luego por el amor? No es fácil decidir cuál fue el verdadero nexo que los mantuvo juntos. Pierre había tenido una experiencia de quince años con una mujer adorable que no sabía nada de ciencia. Es posible que quedara prendado por la rara belleza de aquella polaca de mirada hundida; pero lo más probable es que se sintiera fascinado por la posibilidad de compartir con una dama la misma pasión científica, por la idea de encontrar una compañera con quien poder hablar en el mismo idioma de ecuaciones y valencias químicas, algo que había echado de menos cada noche de los quince años de aquella relación infructuosa.

La polaca, sin embargo, puede que sintiera algo bien distinto. No cabe duda de que, al principio, solo vio en Pierre al suministrador ideal de un espacio donde trabajar. Es cierto que, según ella misma confesó más tarde, quedó impresionada por la expresión de la cara de aquel hombre, entregado a cierto desaliño, descuidado en las formas, que se antojaba un soñador, siempre absorto en sus reflexiones. Pero el amor no era precisamente la emoción que más fluía entre las cuatro paredes de aquel improvisado laboratorio. De hecho, en 1894, unos meses después de conocer a Pierre, Marie regresó a Varsovia con los títulos de Física y Matemáticas en el bolsillo y sin saber siquiera si iba a regresar algún día a París. Las cartas que Pierre le enviaba no sirvieron para borrar de su mente las dudas sobre el camino que debía elegir: quería volver a Francia, sí. Pero también deseaba triunfar como científica en su país y junto a su adorada familia. Puede que, al final, Marie decidiera volver impulsada por la insistencia de su amigo, o puede que lo hiciera porque descubrió que solo junto a él podría continuar soñando con ser una investigadora de prestigio. Lo cierto es que la joven se reincorporó a su laboratorio parisino e inició una relación cada vez más estrecha con Pierre. Aun así, solo cuando Marie obtuvo su título de doctora y Pierre recibió un ascenso como profesor de la Escuela Municipal sonaron campanas de boda para la pareja. En julio de 1895, se convirtieron en marido y mujer. En la ceremonia (ajena a cualquier rito religioso), no hubo intercambio de anillos ni vestidos blancos de novia. Ella se puso un traje azul oscuro que luego le serviría como uniforme en el laboratorio. Pasaron la luna de miel viajando por Francia en bicicleta.

En las largas noches de hospital, Marie recordaba a Pierre con más cariño que cuando trabajaba codo con codo con él. No sabía realmente si era amor el sentimiento que ahora le provocaba su recuerdo. En realidad, sus tareas científicas los unieron el uno al otro hasta darse cuenta de que no podría encontrar una compañía mejor en la vida. Echando la vista atrás, sus once años de matrimonio habían sido realmente fructíferos. Tuvieron tiempo para concebir dos hijas (Ève e Irène), ganar un premio Nobel conjunto e inventar una palabra: radiactividad. Pocas parejas pueden presumir de tal bagaje. Marie era consciente de ello, aunque no se concedía a sí misma pertenecer a la estirpe de las mujeres locamente enamoradas. Recordaba, eso sí, con profunda tristeza el día de la muerte de su marido. El 19 de abril de 1906 Pierre se había organizado una agenda verdaderamente ajetreada. Después de una comida en la Asociación de Profesores Universitarios de Ciencia, tenía previsto cotejar las pruebas de un par de textos con su editor y visitar de paso una cercana librería. Por la noche había invitado a un grupo de científicos a casa y quería compartir con ellos algunos libros. Pero no pudo cumplir casi ni uno solo de sus propósitos. La mañana se había levantado lluviosa y desapacible. Pierre recogió su paraguas y decidió ir caminando a sus primeros destinos del día. Absorto en quién sabe qué pensamientos, cruzó una calle ancha sin percatarse de que un coche de caballos salía a toda velocidad de entre la niebla y la lluvia. El carruaje, cargado de uniformes militares, pesaba seis toneladas. Pierre murió en el acto.

Su amigo Pierre Clerc tuvo que acudir a la morgue para reconocer el cadáver. Cuando le confirmó la terrible noticia a su esposa, solo acertó a decir:

«Nunca fue un hombre cuidadoso. Ni cuando caminaba, ni cuando montaba en bici…, siempre iba pensando en otras cosas».

Marie tuvo que reponerse de la noticia aquella misma tarde. Había que arreglar muchas cosas: envió a su hija Irène a la casa de al lado, al cuidado de unos vecinos, telegrafió a su familia en Polonia y coordinó los servicios de velatorio del cadáver. Al día siguiente, después del entierro, la viuda volvió a trabajar.

«Nunca olvidaré que eso es lo que él me pidió: que si algún día él faltaba yo debía seguir investigando.»

La pasión por la ciencia la mantuvo en pie.

Y no era de extrañar: el mundo entero estaba empezando a enamorarse de la ciencia que se hacía en los albores del nuevo siglo. En 1895, el físico Wilhelm Roentgen descubrió unos extraños rayos que eran capaces de atravesar la carne humana e impresionar una placa fotográfica para producir la imagen de los huesos: se trataba de los rayos X. El hallazgo asombró no solo a la comunidad científica, sino a la inmensa mayoría de los ciudadanos que tuvieron conocimiento de él. La radiografía de la mano de la esposa de Roentgen, en la que se mostraba con exactitud pasmosa cada uno de sus huesos, sin presencia de carne ni de piel, adornada por la huella en negativo de su anillo de boda, dio la vuelta al mundo. Todos estaban fascinados por aquel invento que permitía tomar fotografías del interior del cuerpo. Su autor se convirtió en el primer premio Nobel de Física de la historia en 1901.

Con el esplendor de los rayos X de Roentgen tuvo que competir otro eminente físico (el parisino Henri Becquerel) que, en 1896, anunció a la Academia de las Ciencias de Francia que el uranio emitía una forma de radiación similar a los rayos X y que era capaz de velar una placa fotográfica incluso si se mantenía dentro de una cámara oscura. La concurrencia de los dos hallazgos, lejos de ser casual, respondía a un contexto científico en el que el mundo de la física estaba a punto de cambiar para siempre. Los rayos X de Roentgen, la radiación espontánea de Becquerel, que él denominaba fosforescencia invisible, y lo que más tarde descubrirían Pierre y Marie Curie formaban parte del mismo cuerpo de conocimientos sobre una física que empezaba a preguntarse el porqué del comportamiento atómico de la materia.

Marie Curie no se dejó encantar por los famosísimos rayos X y prefirió prestar atención a esos ignorados «rayos» invisibles del uranio que había descubierto Becquerel. Tampoco se contentó con conocer cómo esos «rayos» eran capaces de impresionar las placas fotográficas incluso a través de objetos opacos, sino que decidió conocer por qué lo hacían. Para ello, se detuvo en una propiedad más de aquella extraña radiación: los rayos ionizaban el aire a través del cual pasaban, convirtiéndolo en conductor. Midiendo la conductividad del aire expuesto a la acción de los rayos —se dijo— es posible establecer la intensidad de la radiación. Marie Curie quería comparar la intensidad en distintos compuestos de uranio y bajo diferentes condiciones para, así, conocer mejor la naturaleza de la misteriosa fosforescencia invisible. Para lograr su objetivo, Marie tuvo que acudir a un invento de otro eminente Curie. Un hermano de Pierre llamado Jacques había ideado quince años antes un nuevo modelo de electrómetro, un aparato capaz de medir corrientes eléctricas extremadamente débiles. El matrimonio Curie realizó cientos de mediciones con diferentes compuestos de uranio, con uranio puro, en estado húmedo o seco, pulverizado y compacto… Fuera cual fuere su circunstancia, el uranio mantenía una radiación estable, lo que los hizo suponer que aquella propiedad era inherente al átomo mismo.

Era necesario saber si la radiación de Becquerel procedía, tal como parecía, del átomo o no era más que una propiedad transmitida desde fuera de la materia y que solo eran capaces de reflejar los átomos de algunos elementos como el uranio.

Para responder a sus dudas, Marie midió la conductividad del aire en ambientes expuestos a casi toda clase de elementos conocidos; mandó llevar a su laboratorio miles de muestras de minerales, las analizó una a una y midió cuidadosamente sus propiedades.

Debía de resultar realmente fantasmagórico contemplar la figura del matrimonio recortada sobre el fondo de radiación verde azulada a través de los cristales del laboratorio, en las noches parisinas.

Así pudo comprobar que otros elementos, como el torio, también emitían rayos espontáneamente y que lo hacían en condiciones similares al uranio, es decir, que la emisión era también una propiedad atómica. Para describir tal propiedad no servían las metáforas utilizadas por sus colegas físicos. Rayos espontáneos, fluorescencia invisible… eran términos insuficientes para definir lo que los Curie tenían entre manos. Por eso, en 1898, decidieron inventarse una palabra: ese fenómeno de radiación atómica se llamaría a partir de entonces radiactividad.

La pareja siguió recibiendo en su laboratorio muestras de minerales cedidos desde diversas partes del mundo, que se encargaban de someterlos a idénticas mediciones. En medio de su rutinario trabajo, sin embargo, estaba a punto de producirse una sorpresa más: les costó varias confirmaciones incrédulas llegar a la conclusión de que un mineral de uranio conocido como pechblenda ofrecía una intensidad radiactiva mucho mayor que el uranio, algo que solo podría explicarse si el mineral contuviese algún elemento radiactivo desconocido hasta entonces. Pero ¿cómo descubrir tal elemento?

Marie Curie conocía bien el fenómeno de la cristalización fraccionada, según el cual los elementos más ligeros de un compuesto cristalizan cuando aumenta la temperatura. Sometiendo el mineral a continuados aumentos de temperatura se pueden ir descartando elementos que van cristalizando. De ese modo, llegó a descubrir que en los compuestos de bismuto y bario (metales que no son radiactivos) existían sendos elementos desconocidos que sí eran radiactivos. Al primero lo llamó polonio, en homenaje a su tierra natal, y al segundo, radio.

Aquellos dos nuevos elementos formaban parte de compuestos de bismuto y bario. Era imprescindible aislarlos, medir su peso atómico y convertirlos en dos ladrillos más de la tabla periódica. Y Marie y Pierre Curie también fueron capaces de hacerlo, aunque para ello tuvieran que manejar más de ocho toneladas de mineral. El contenido de radio en la pechblenda es mínimo, por lo que la tarea fue de una dureza inenarrable. En 1898, el matrimonio anunció el descubrimiento de los dos nuevos elementos, trabajo que les valió el Premio Nobel de Física en 1903, compartido con Becquerel. Pero hubieron de pasar 45 meses de esfuerzo en un cobertizo insalubre rodeados de todo tipo de minerales radiactivos antes de que pudieran separar el primer decigramo de radio puro. En la pechblenda, dos decigramos de bromuro de radio solo se extraen tras tratar cien kilos de mineral. Fue el empeño de los Curie, su fuerza de voluntad y, quizás, el desconocimiento del riesgo al que se sometían, el motor para tal aventura sobrehumana. Porque el nivel de radiación al que fueron expuestos sus cuerpos sin protección es incalculable. Marido y mujer pasaron horas viendo cómo sus miembros se iluminaban por la fosforescencia azulada del nuevo elemento, y compartían experiencia con sus hijas, a las que enseñaban cómo el radio impregnaba de luz pálida todo aquello que tocaba o cómo servía un poco de producto para poder leer en la oscuridad junto a él. Su osadía no era del todo ignorante; sabían que el contacto con el radio podía ser dañino. Becquerel había tomado unas muestras de elemento cedidas por Pierre Curie para mostrarlo a sus alumnos. Pasó varias horas con el frasco dentro del bolsillo de su chaqueta. Al llegar a casa, descubrió que la piel cercana al bolsillo había enrojecido. Varios días más tarde se le formó una llaga que tuvo que ser tratada como una quemadura y tardó varios meses en curar. El propio Pierre Curie se expuso deliberadamente a una preparación de radio para experimentar sus efectos. Tras diez horas de contacto en la mano se le produjo una quemadura que tardó cuatro meses en sanar. De manera que el matrimonio Curie tuvo que sobreponer a los temores del contacto con el nuevo elemento sus desmedidas ansias por añadir un nombre más a la historia de la química. Pasearon valientemente entre las radiaciones que, de manera imperceptible pero inexorable, iban minando su salud.

Pierre fue el primero en sufrir las consecuencias. Cuando, en 1903, el matrimonio fue invitado a Londres para dar una conferencia en la prestigiosa Royal Institution, él estaba tan enfermo que apenas podía vestirse por sí solo y sus manos plagadas de llagas le impedían sostener un tubo de muestras. En agosto de ese mismo año, Marie sufrió un aborto del que iba a ser su segundo retoño. El radio que les iba a dar la gloria estaba quitándoles la vida. Pierre hubiera muerto por culpa de la radiación, de no ser porque aquella tarde lluviosa de primavera de 1906 un coche de caballos se cruzó en su camino.

A pesar de todo, Marie no temía a la radiación. Allí seguía, nueve años después de enviudar, confinando gas radón en ampollas de cristal, inhalando sus vapores, proyectando su sombra al brillo verde azulado del radio como si fuera una imagen fantasmal. En el fondo, la misma radiactividad que la estaba matando servía para salvar la vida de los jóvenes a los que la Gran Guerra había truncado el destino. No solo eso, sino que el trabajo con una sustancia tan peligrosa se había convertido, desde la muerte de su marido, en la única razón para vivir. Porque puede que en 1906 hubiera terminado una etapa de fructífera colaboración científica y respetuosa relación amorosa para ella, pero iba a comenzar un frenético periplo por los sinsabores de la fama, la presión del estrellato y por las mieles de la ciencia de vanguardia. Antes de la muerte de Pierre, el matrimonio ya había capturado el interés de la prensa de sociedad de la época, ya sabía lo que era sentirse agobiado por los periodistas. Muchos reporteros se apostaban en la puerta de su casa, sobre todo desde que empezaron a aparecer las primeras noticias sobre los efectos curativos del radio en bajas dosis y aún más cuando el matrimonio recibió el premio Nobel. Ahora, la viuda que tenía que cuidar a dos hijas mientras sacudía el mundo de la ciencia con sus descubrimientos era materia más que jugosa para unos cuantos reportajes con morbo. En aquel contexto, cuando en 1910 Marie optó a un puesto vacante para la Academia Francesa de las Ciencias, su rivalidad con el otro candidato, el sexagenario Édouard Branly, no tardó en convertirse en espectáculo mediático. Branly había contribuido a la telegrafía sin hilos con unos cuantos avances de gran mérito, pero, además, era católico y francés. La prensa no colaboró mucho a que los académicos mantuvieran la cabeza libre de prejuicios a la hora de votar. Se repitieron las portadas satíricas con Curie y Branly compitiendo, Curie y Branly enfrentados, Curie y Branly en los platos de una balanza… Los rumores corrían como la pólvora, y no precisamente para favorecer a la que hubiera sido la primera mujer en ingresar en tan docta institución. Se asoció a Curie con los judíos polacos exiliados y se advirtió de lo conveniente que sería tener a un católico respetable en la Academia. Así fue. En enero de 1911, Marie Curie recibía la noticia de que Édouard Branly había ganado la plaza. El escándalo no la iba a dejar en paz. Antes de que acabara ese mismo año, la prensa aireó con cierta saña una nueva historia sobre la científica: estaba manteniendo un romance con Paul Langevin, discípulo de Pierre Curie e infelizmente casado. La bola de nieve no dejaba de crecer. Si Langevin y Curie asistían a algún congreso, la prensa no reflejaba sus discursos o conclusiones, sino los supuestos intercambios de miradas entre la pareja. A Marie y a sus dos hijas llegaron a asaltarlas un grupo de parisinos airados que las acusaban de haber destrozado la vida de una esposa francesa. Curie estuvo a punto de perder su puesto en la universidad y el respeto de sus conciudadanos, que tanto habían admirado su trabajo apenas una década atrás. Antes de caer en el olvido, y cuando todavía no se había recuperado de una tremenda depresión, un telegrama llegó a su laboratorio para devolverle la vida y la alegría: la Academia de Ciencias Sueca había decidido concederle un segundo premio Nobel, en este caso en Química, por el descubrimiento del radio y del polonio. En realidad, era el mismo trabajo por el que la habían galardonado en Física unos años antes; pero la institución científica no podía dejar de reconocer que las aportaciones del matrimonio Curie habían revolucionado también la disciplina de la química.

Pero hacía ya más de cuatro años de todo aquello. Marie ahora no tenía tiempo para seguir recordando. Los hospitales seguían atestados de soldados y ni ella ni su hija daban abasto confeccionando ampollas de radón. Serían necesarios doscientos «pequeños Curie» para satisfacer las necesidades radiológicas de la guerra. ¿Cuándo iba a acabar aquello? No había más remedio que seguir luchando. Marie había gastado el dinero de sus premios en comprar bonos de guerra para ayudar a su país de adopción, había ofrecido el oro de su medalla del Nobel, aunque el Gobierno francés rechazó tan generoso ofrecimiento. Había pospuesto sus investigaciones en París y sacrificado su carrera como química. Día tras día pensaba seguir manipulando radiactividad mientras quedara un solo soldado al que curar. Ella, quizás, no sabía que aquello terminaría por matarla… O quizás sí lo sabía. Marie Curie murió a los sesenta y cinco años de edad víctima de una anemia aplásica, una enfermedad degenerativa de los glóbulos rojos de la sangre derivada del exceso de radiación. Antes de morir, pudo ver en pie su anhelado Instituto del Radio, un centro de investigación y fomento de las aplicaciones sanitarias de este elemento fosforescente. Marie Curie era consciente de que había revolucionado el mundo de la física y de la química, pero también de que había puesto en manos de los hombres el conocimiento de una propiedad natural que podía ser utilizada con fines nada benévolos: la radiactividad.

Capítulo 4
Isaac Newton, el hombre más sabio del mundo también cayó en la estafa de las preferentes

Parecía mentira verle saltar de aquella manera en el jardín del colegio. De hecho, parecía mentira que Isaac Newton hubiera llegado con vida a los quince años de edad. La oscura noche de Navidad de 1642 en la que nació, la comadrona anunció a su madre que aquel bebé escuchimizado y pálido no pasaría de Año Nuevo. «Es tan pequeño que cabe en una taza de desayuno.» Los sirvientes que habían ido al centro del pueblo a comprar algo de menaje para el nacimiento se lo tomaron con calma. «Total, cuando volvamos el crío estará muerto…» Al regresar, no se encontraron un cadáver, sino más bien un fantasma. El pequeño Isaac era tan débil que hubo que fabricarle un arnés para que mantuviera la cabeza recta. Aun así, sobrevivió. El 1 de enero su nombre se inscribía en los registros de bautismo de la parroquia de Woodsthorpe.

Bautizado el año del Señor de 1643
Isaac, hijo de Isaac y de Hanna Newton
1 de enero

A su padre no llegó a verlo jamás: murió cuando Hanna estaba embarazada de seis meses. Quizás no se perdió nada. Aquel hombre siempre tuvo fama de violento y despiadado, analfabeto y poco dado a las relaciones sociales. Aun así, Hanna soñaba con que el pequeño y enclenque Isaac se pareciese a su padre, aprendiera al menos a leer y se hiciera cargo de la pequeña granja que les daba de comer. El niño no iba a cumplir sus deseos, más bien terminaría convirtiéndose en uno de los tres científicos más importantes de la historia (junto con Einstein y con Darwin) y, sin duda, una de las mentes más privilegiadas que han pisado la Tierra.

A los quince años, en el King’s School de Grantham, Newton era un chaval introvertido y de raras costumbres. De hecho, apenas tenía amigos, pero llamaba la atención por algunas de sus locuras. Un día, en medio de una tormenta eléctrica, mientras el resto de sus compañeros se afanaba en refugiarse, Isaac salió al jardín y empezó a dar saltos. Primero en dirección contraria a la del viento, luego en la misma dirección. Marcaba la distancia que era capaz de alcanzar en cada zancada y la comparaba con otras mediciones que había realizado en días de tiempo calmado. Los compañeros de clase debían de pensar que estaban ante el mayor de los orates, mojado hasta los huesos saltando una y otra vez: contra el viento, a favor del viento, contra el viento…

Cuando Newton se cansó, lo que a juzgar por su escualidez no debió de ser muy tarde, el joven regresó al aula con una sonrisa difícil de disimular. Acababa de realizar su primer experimento científico para demostrar que la fuerza del viento es capaz de empujar un cuerpo sólido.

—Pues vaya estupidez, eso lo sabe todo el mundo, Isaac…

Sí, era cierto. Las veletas llevaban siglos funcionando y desde hacía milenios los seres humanos utilizaban los vientos para desplazarse. Las velas de los barcos se inflaban para mover la nave, los agricultores aventaban la cosecha para extraer el grano. Las señoras debían sujetarse las faldas y los tocados cuando soplaba Eolo. Pero al joven Isaac eso no le servía de nada. Tenía que experimentarlo todo en sus propias carnes, tenía que diseñar un modelo experimental, por rudimentario que fuera, para cada una de las cuestiones que asaltaban su escuálida cabeza. Se estaba forjando la personalidad de un científico universal, de alguien dispuesto a conocer el mundo mejor que ningún otro de sus habitantes a través de sus propias observaciones.

Claro que también puede ser que Isaac se sintiera solo y que encontrara consuelo en aquellos divertimentos semicientíficos en el patio del colegio. Su vida de niño no fue precisamente fácil. En el tiempo que le tocó vivir, una mujer no solía pasar muchos años viuda. Su madre tampoco. Al cumplir tres años su vida cambió radicalmente. Y no solo porque había llegado el momento de dejar de vestirlo como a un bebé y calzarle ropa de adulto (según la costumbre de la Inglaterra rural), sino porque otro hombre entró en la vida de Hanna. El reverendo Barnabas Smith, también viudo y mucho mayor que ella, le pidió matrimonio. Pero aquel hombre no estaba dispuesto a llevarse a su casa a un crío. Las condiciones para que la boda se celebrase eran claras: Isaac debía quedarse al cuidado de sus abuelos. A cambio, Smith le garantizaba una pensión económica suficientemente grande como para vivir con holgura.

El pequeño Newton sufrió una de las mayores rupturas de su vida y, aunque amó a su madre siempre, no pudo disimular el trauma que la separación le produjo.

«Ojalá la casa del reverendo arda con ellos dentro», dejó anotado en un pequeño diario.

Siete años después, Hanna regresó a casa con su hijo tras la muerte de su segundo marido. No volvió sola, sino con dos pequeños hermanos de cuya existencia no sabía Isaac y una inmensa biblioteca que el reverendo había legado a su hijastro. A su regreso, la madre encontró a un Isaac diferente, encerrado en la lectura compulsiva, amante de la naturaleza y observador insaciable de los acontecimientos que le rodeaban.

A pesar de sus desencuentros con la vida de infante, Newton se las apañó para llamar la atención con su intelecto. Le encantaba fabricar artefactos rudimentarios con las manos y pasaba horas secuestrado por sus propios pensamientos. Durante sus años en Grantham se alojó en la casa de uno de los maestros, el señor Clark, que le dejó pintarrajear las paredes de la habitación con planos y fórmulas matemáticas. De hecho, el jovenzuelo sentía una ávida pasión por los números. Y aquello, también, le granjeó la fama de «rarito». En un pequeño pueblo como ese, solo los tenderos y los carpinteros se interesaban algo por las matemáticas. Unos para mantener las cuentas al día y otros para entender los mínimos rudimentos de geometría necesarios para el montaje de piezas de madera. Isaac se apasionó tanto por esa disciplina que pronto llamó la atención de uno de sus tíos, quien convenció a Hanna de que aquel niño delgaducho debía acudir a la universidad.

Y así lo hizo. Aterrizó en el Trinity College de Cambridge en 1661, en medio de una de las mayores revoluciones científicas de la historia de la humanidad. Por esas mismas fechas se discutían en los pasillos las ideas de unos tales Copérnico, Galileo o Kepler. Un filósofo de nombre Descartes acababa de morir tras formular un nuevo método para interpretar la naturaleza basado en la duda y el escepticismo científico. Todas aquellas ideas retumbaban entre las paredes de Cambridge como provocación a las formas convencionales de educación basadas en el aristotelismo, la creencia en que la Tierra es el centro del cosmos y la incapacidad de medir los sucesos de la naturaleza con herramientas objetivas. Aunque para el joven Isaac todo aquello pareció pasar inadvertido…, o quizás no. Se graduó con notas muy modestas, sin honores ni distinciones. Es como si hubiera desaprovechado su estancia en la universidad.

Quizás el poso que los años de Cambridge dejaron en su personalidad tardaría en aflorar. Y vaya si lo hizo. En 1665 Inglaterra sucumbió al azote de la gran epidemia de peste que asoló Europa. La Universidad de Cambridge se vio obligada a cerrar sus puertas e Isaac regresó a su casa en Woodsthorpe. Pasó dieciocho meses encerrado, huyendo de la peste y estudiando. En ese año y medio brotó febrilmente buena parte del talento que llevaba dentro: concibió su método de cálculos infinitesimales, sentó las bases de su teoría de la luz y el color y empezó a formular los primeros conceptos sobre el movimiento de los planetas que terminarían cuajando en 1687 en su libro Principia (nombre con el que comúnmente se conoce a su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica), la obra que cambiaría para siempre el modo en el que los seres humanos nos relacionamos con el mundo que nos rodea.

Si, de haber sido cierta la famosa leyenda de la manzana, fue en ese receso tomado en su casa durante la gran peste cuando Isaac se entusiasmó con el estudio de la gravedad; si de verdad hubiera pasado una tarde leyendo bajo un árbol de su jardín; si hubiera recibido el impacto de una manzana caída sobre su cabeza y se hubiera preguntado sobre las fuerzas que hacen que los frutos caigan de los árboles mientras la Luna sigue atada al cielo para siempre…, eso habría ocurrido en algún momento de ese año y medio glorioso para la ciencia. Pero la historia no sucedió. ¿O tal vez sí?

La famosa escena de Newton y la manzana fue relatada por primera vez por Voltaire en varios de sus libros, principalmente en la segunda edición de su obra Elementos de la filosofía de Newton, en 1741. El genio francés asegura haber escuchado la anécdota en labios de una sobrina del propio Isaac, Catherine Conduitt. En realidad, Voltaire no habla en concreto de una manzana, sino de frutos indeterminados que cayeron sobre la cabeza de Newton con el resultado sorprendente de despertar en él curiosas ideas sobre la gravitación de los cuerpos. De hecho, es imposible documentar si la señora Conduitt realmente transmitió esa escena al filósofo francés o si, siquiera, ella misma la escuchó de su tío. Quizás no fuera más que un modo amable y divulgativo de explicar a Catherine, que era lega en temas de ciencia, un concepto tan complicado como la atracción que ejercen los cuerpos más masivos sobre los menos masivos. De hecho, resulta muy extraño que Isaac estableciera en aquellos años alguna conexión entre un supuesto accidente frutal y la gravitación universal. No en vano a esa edad aún no había madurado sus cálculos físicos tanto como para llegar a tal conclusión. ¿Sería todo una leyenda tan bella como falsa?

Pues puede ser que no…, es más que probable que realmente a Newton le vinieran algunas de sus mejores ideas como efecto secundario de un inesperado manzanazo. Hasta hace muy poco había permanecido oculto, enterrado entre el montón de documentos sin catalogar de la Royal Society de Londres, el papel que puede poner fin a las dudas sobre esta historia. Se trata de un manuscrito titulado Memorias de la vida de Sir Isaac Newton, cuyo autor, William Stukeley, dedicó parte de su vida a convertirse en uno de los primeros biógrafos del genio inglés. De hecho, Stukeley asegura que el propio Newton le relató la historia de viva voz:

«Después de comer, al calor de la tarde, salimos al jardín a tomar un té bajo la sombra de varios manzanos. Sir Isaac me contó entonces cómo un día, estando justo en aquella misma posición, le vino a la mente la idea de la gravitación. Y todo como consecuencia de la caída de una manzana. ¿Por qué aquellas frutas caían siempre perpendicularmente al suelo? Aquel pensamiento no le abandonó nunca…».

Nadie puede hoy saber si aquella manzana le golpeó en la cabeza. Pero parece evidente que existió y que su contribución a la ciencia es realmente memorable.

Porque Isaac Newton nos enseñó nada más y nada menos cómo se mueven los objetos que habitan el Universo: desde las manzanas maduras a las galaxias, desde las bolas del billar a los planetas y los cometas.

Es cierto que no estuvo solo en ese empeño. Isaac aprendió mucho de predecesores como Nicolás Copérnico, que en 1543 inició la revolución científica moderna con la idea de que la Tierra y los planetas orbitan alrededor del Sol. Poco después, Galileo fortaleció la teoría y la convirtió en un movimiento científico que nunca más ha podido acallarse. Pero las razones íntimas de los movimientos de los planetas, las fórmulas que explican el modo en que los cuerpos se mueven unos en torno a otros, las leyes por las que los objetos en movimiento tienden a dibujar curvas en el espacio, no fueron bien entendidas hasta la obra newtoniana.

Entre otras cosas, Newton comparó la aceleración de la Luna con la aceleración de los objetos en la Tierra, como la famosa manzana. Como creía que la causante de ambos movimientos era la misma fuerza, la gravedad, estableció una relación universal entre el empuje de esa fuerza y la distancia. Llegó a la conclusión de que la fuerza gravitacional entre la Tierra y otros objetos es inversamente proporcional a la distancia que separa el centro de nuestro planeta del centro de ese objeto. Pero la distancia no podía ser el único factor a tener en cuenta. Quizás inspirado por el tamaño de las frutas de su huerto sir Isaac intuyó que la fuerza de atracción de la gravedad dependía de la masa del objeto atraído en relación con la del objeto atrayente. Así pues, la fuerza que atrae dos cuerpos es directamente proporcional a la masa de esos cuerpos e inversamente proporcional a la distancia que los separa.

Pero lo más importante de sus hallazgos no fue solo la formulación de una ecuación que permitía medir la fuerza gravitacional entre dos objetos. La verdadera revolución newtoniana fue demostrar que aquella fórmula es universal, se puede aplicar fuera de las fronteras del jardín de Woodsthorpe, fuera de Inglaterra, fuera de la Tierra, fuera de la galaxia entera… Las leyes de la gravitación son universales, funcionan en cualquier lugar del cosmos. Cuando estamos sentados en clase de Física, mirando sin prestar mucha atención a la pizarra o tratando de cuchichear con el compañero de pupitre, ese compañero nos atrae. Pero lo hace físicamente, de manera literal, sobre todo si es más gordo que nosotros. Igual que nos atraen el pupitre, el libro que hay sobre él o la goma de borrar que hay sobre el libro. Por supuesto, todas esas fuerzas de atracción son absolutamente imperceptibles. Esa fuerza gravitatoria es la misma que mantiene a Júpiter pegado a su órbita alrededor del Sol. La misma que hace que las estrellas de la Vía Láctea dibujen una elipse en torno al centro de la galaxia. La misma que provoca que un agujero negro succione todo lo que pasa por sus cercanías… incluso los rayos de luz.

A pesar de su genio febril, al joven Isaac le costó ser aceptado por sus colegas científicos. Cuando la amenaza de la peste pasó, en 1667, regresó a Cambridge y se preparó para recibir su graduación. Dedicó dos años al estudio del cálculo diferencial, pero pronto afloró de nuevo el niño curioso que llevaba dentro desde los años de experimentos con tormentas en el patio del colegio. Newton quería conocer cómo funciona la naturaleza, no se conformaba con definir nuevos modos de realizar cálculos infinitos. Trabajó intensamente en problemas de óptica, fascinado por la naturaleza de la luz. Fabricó un telescopio reflector con el que demostró que la luz se descompone al pasar por una lente en los diferentes colores del arcoíris y propuso que el blanco es en realidad la suma de todos ellos. Consideró que la luz era un corpúsculo, una partícula, en lugar de una onda, como pensaban algunos coetáneos como Hooke y Huygens. Su empeño en la naturaleza corpuscular de la luz le sirvió para, una vez más, recibir el desprecio de la comunidad científica. De hecho, todos los trabajos posteriores a sus contribuciones sobre óptica demostraban una y otra vez que la luz es una onda, no una partícula. No vivió para contemplar cómo, siglos después, científicos como Planck y Einstein terminaron dándole parcialmente la razón: la luz tiene una doble naturaleza, como onda y como partícula.

A pesar de haber mantenido agrias disputas con casi cualquier científico importante de su época, Newton pudo finalmente convertirse en una eminencia de prestigio mundial. La publicación de su Principia le convirtió en un hombre famoso. Quizás por eso, Isaac cambió radicalmente de estado de ánimo. Empezó a dedicar menos tiempo al estudio y más a las apariciones públicas. Se involucró en causas políticas. En 1689 fue elegido parlamentario por Cambridge. Nada parecía poder detener su ascenso social. Quizás solo debía temer la ira de alguno de sus máximos enemigos…, y fueron muchos. Newton nunca entendió que la ciencia es un trabajo que ha de hacerse en equipo. Quizás porque siempre había practicado sus propios ensayos escolares en soledad, sufriendo la incomprensión del resto de los compañeros. En 1703 fue elegido presidente de la Royal Society británica, una de las instituciones científicas más prestigiosas del mundo. Pero su mandato pasó a la historia como uno de los más tiránicos registrados en los anales. Se peleaba con todos los investigadores, se negaba a aceptar la menor de las críticas y controlaba hasta el menor detalle de las vidas de los jóvenes científicos inscritos. Tal era la inquina de sus coetáneos que en 1705 recibió incluso una demanda por plagio del matemático alemán Gottfried Leibniz, quien aseguraba que él mismo había desarrollado las ideas del cálculo infinitesimal antes de la publicación de los Principia newtonianos. La Royal Society investigó el caso y concluyó que Newton tenía razón…, claro que Newton era el presidente de la Royal Society.

Bajo esas condiciones no sería extraño que más de uno se alegrara enormemente de que el hombre más inteligente y poderoso de la comunidad científica europea cayera en la más simple y burda de las trampas… en una suerte de timo para inversores torpes, un castigo impropio de una mente brillante: dejarse engatusar por una estafa financiera, la burbuja de los Mares del Sur.

La Compañía de los Mares del Sur fue fundada en 1711 por Robert Harley, líder del partido conservador británico. Gracias a su influencia política y su buen hacer como gestor, logró el monopolio sobre el comercio británico con las colonias españolas en América. Los derechos comerciales exclusivos sobre este bien habían sido concedidos por el Tratado de Utrecht. A cambio de la concesión, la compañía se comprometió a asumir la deuda británica por los costes de la guerra de Sucesión española.

Las noticias sobre las inmensas riquezas encontradas en América y en las Indias Occidentales estimularon la codicia de muchos ahorradores ingleses. Pequeños y modestos inversores, lo mismo que ricos poseedores de grandes fortunas, pusieron sus ahorros a disposición de la empresa, que, para colmo, ofrecía intereses del 6 por ciento anual de por vida. Además, el Gobierno británico, necesitado de pagar su inmensa deuda, ofreció a todos aquellos que compraran bonos del Estado una participación en la compañía comercial de los Mares del Sur.

La empresa publicó los nombres de las personas más ricas y famosas que habían entrado en el accionariado como medida de autopromoción. Pero para estos privilegiados había un trato especial: en lugar de pagar por sus acciones podían mantenerlas como un préstamo que devolverían solo al obtener beneficios en el futuro. No fue el caso de Isaac Newton, que depositó religiosamente 174 libras por acción comprada en febrero de 1720. En mayo de ese mismo año las acciones valían el doble. Si hubiera decidido vender en ese momento, se habría hecho millonario.

Las acciones siguieron aumentando de precio de manera espectacular. En cuestión de unos meses más, su valor se multiplicó por diez. Pronto se hizo obvio que el precio de la compañía estaba inflado y no reflejaba el valor real de la misma. Se había convertido en una burbuja sin fundamento, un gigante con pies de barro codiciado por todos. El frenesí de los compradores era desmesurado: siempre había alguien suficientemente loco como para comprar acciones al precio que fuera. Y la burbuja estalló. En septiembre de 1720 el precio de la participación, que había llegado a 1.000 libras, descendió a 150 y la fortuna de miles de personas se desmoronó. El valor de las acciones había caído a la misma velocidad a la que cayó la manzana en el jardín de Isaac. Pero, esta vez, el genio de la ciencia no pudo entender el fenómeno. Arruinado y desolado, Newton pronunció una de sus más célebres frases:

«Puedo predecir el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de las gentes».

Aun así, el físico inglés pudo recuperarse. No en vano se había convertido en uno de los hombres más admirados del mundo. Al final de su vida se mudó a Cranbury Park, cerca de la localidad de Winchester, junto a su sobrina Catherine, la misma a la que tantas veces había relatado el episodio de la manzana. Pero su vida distó mucho de ser feliz. No se casó ni tuvo grandes amigos, y terminó preocupando a su entorno más cercano por su inestabilidad mental. Era un anciano inseguro, atrabiliario y caprichoso. En marzo de 1727 empezó a sufrir graves dolores en el abdomen y, de repente, perdió el conocimiento. El día 31 murió, cuando había cumplido los ochenta y cuatro años. Evidentemente murió sin ser consciente de que había cambiado para siempre la historia de la ciencia y que pasaría a ser una de las mentes más influyentes en el devenir de la humanidad. Aunque siempre se vanaglorió de su sabiduría, en el fondo albergaba un modesto corazón.

«No sé cómo apareceré ante el mundo, pero para mí mismo no soy más que un niño jugando en el jardín o en la playa, divirtiéndose cuando encuentra un guijarro nuevo o una concha de mar más bella, mientras el gran océano de la verdad permanece ignoto a mis ojos.»

Capítulo 5
Lavoisier, un químico en la guillotina

Ella tenía solo trece años y paseaba su refinada belleza, y su madurez inusitada para su edad, forjada entre los muros de una escuela-convento de Montbrison, ajena a la tormenta que se avecinaba sobre su vida.

Su padre, Jacques Paulze, era un abogado célebre, parlamentario y financiero, que, como todos los padres, quería lo mejor para su hija. Lo malo es que en aquellos tiempos de la Francia prerrevolucionaria lo que un padre pensaba que era lo mejor para su hija no solía coincidir con las verdaderas necesidades de esta.

Marie-Anne había llamado la atención de un hombre maduro y rico, el conde de Amerval, que la triplicaba en edad y que propuso a Jacques algo difícilmente rechazable. El matrimonio con la jovencita daría a la familia un título, un estatus social inédito y mucho, mucho dinero.

De ninguna de las maneras Marie-Anne estaba dispuesta a aceptarlo. Amerval distaba tanto de ser el hombre capaz de hacerla feliz…

Corría el año 1771, y a la casa de los Paulze acudía con frecuencia un joven socio de Jacques. Su nombre: Antoine-Laurent Lavoisier. A los veintiocho años había llegado a poner en marcha una empresa dedicada a la recaudación de impuestos, Ferme Générale, junto con el padre de Marie-Anne. Por eso debía visitarlo, de vez en cuando, para saldar algunas cuentas y discutir expedientes.

Aquellas tardes en casa de los Paulze eran agradables. Sobre todo, porque había tiempo para jugar a algún juego de dados con la joven hija de su socio y, de paso, charlar un poco acerca de las cosas que le apasionaban: la geología, la química, la astronomía… Antoine era abogado, pero su verdadera pasión era la ciencia.

Y así, entre juegos de mesa y anécdotas sobre los astros y los elementos, Marie-Anne y Antoine empezaron a desear ser algo más que amigos. La noticia del interés mutuo de los jóvenes llegó como agua de mayo a la familia Paulze. Jacques podría ahora negarse a la petición de mano del conde de Amerval sin miedo a las represalias. De hecho, Amerval ya había advertido que, de no haber una causa objetiva que impidiera el matrimonio, entendería cualquier negativa como una ofensa personal y haría lo imposible por arruinar a Jacques.

El padre, temeroso por su fortuna y por la felicidad de su hija (quién sabe en qué orden), habló de hombre a hombre con Antoine-Laurent Lavoisier.

—Sé que has puesto tus ojos en mi pequeña Marie. Y sé que ella adora tu compañía, tu conversación y tu risa. Nada me haría más feliz que verla a ella feliz y alejarla de las manos ominosas de un hombre viejo y violento. Me atrevo a pedirte que te cases con ella y te aseguro que tendrás de por vida el afecto y la gratitud de esta familia. Si su madre hubiera vivido, no podría estar más de acuerdo con este pacto.

El matrimonio se celebró el 12 de diciembre de 1771. Ella, la hija de trece años de un recaudador de impuestos viudo y entristecido por la soledad. Él, con veintiocho años, el hombre que en el futuro iba a cimentar las bases de la química moderna: Antoine-Laurent Lavoisier. ¿Quién era aquel joven? ¿Qué había hecho en la vida antes de conocer a Marie-Anne? ¿De dónde procedía su fortuna, que le permitía vivir holgadamente sin necesidad de su sueldo en la oficina tributaria? ¿A qué se dedicaba durante las largas horas que pasaba, después de la jornada laboral, encerrado en un oscuro laboratorio que él mismo había construido en casa?

Antoine-Laurent Lavoisier nació el 26 de agosto de 1743 en París. Su padre era un prestigioso abogado, Jean-Antoine Lavoisier, y su madre, Émilie Punctis, pertenecía a una rica e influyente familia. Ella no pudo ver crecer a su hijo: murió cuando Antoine tenía cinco años. En realidad, la educación del pequeño corrió a cargo de una tía, Constance, que se preocupó de inculcarle los valores tradicionales propios de la Francia del Antiguo Régimen.

El desahogo económico permitió a la familia dotar de todo tipo de oportunidades educativas al pequeño. Fue inscrito en el colegio Mazarin, una institución famosa por su dedicación a las ciencias. De hecho, en ella existía un impresionante observatorio astronómico, construido por el abad De La Caille, que hizo las delicias de Lavoisier. El joven picoteó prácticamente de todas las disciplinas del saber científico que se enseñaban en el Mazarin. Probó con la astronomía, asistió a clases de geología y se interesó por la botánica, por la mineralogía y por la química. Pero la impronta del padre era demasiado fuerte como para ser obviada. Así que, tras completar una educación pluridisciplinar como pocas, Lavoisier se matriculó en la universidad para estudiar Derecho y obtuvo su título de abogado en 1764.

Su pasión por las leyes no era, precisamente, inamovible. La llamada de la ciencia y del vasto mundo de conocimientos que le quedaban por aprender fue más poderosa. Comenzó estudios de geología de la mano del eminente geólogo Jean-Étienne Guettard; quedó atrapado por la mineralogía durante un tiempo; publicó interesantes estudios sobre el yeso y el estuco de los edificios parisinos y se preocupó por la ordenación urbanística. De hecho, uno de sus estudios sobre la iluminación de las calles en las ciudades le sirvió para entrar en la Academia de Ciencias de Francia. Pero en 1770 su vida dio un vuelco inesperado. La muerte de su abuelo paterno le había reportado una suculenta herencia. Con parte del dinero, montó Ferme Générale y se convirtió en economista de profesión. Con la otra mitad de lo legado, construyó un laboratorio de investigación doméstico que le permitió dedicarse a la ciencia como hobby.

Allí, encerrado entre minerales y gases, comenzó a forjar su pasión por lo más pequeño. El estudio de las rocas le conducía inexorablemente al estudio de sus componentes aislados, los minerales. Y el estudio de los minerales al de las sustancias que subyacían en su interior. Le fascinaba la química y los procesos, por entonces aún misteriosos y desconocidos por la ciencia, que tienen lugar cuando un cuerpo se quema, cambia de estado, se evapora, es consumido…

Marie-Anne compartía con su marido la misma pasión. Desde el mismo día de su matrimonio disfrutaron experimentando en el laboratorio, comparando manuales y tratados, viajando en busca de minerales, quemando sustancias y tomando medidas y pesos. De hecho, ella misma estudió inglés con el fin de poder traducir los textos científicos de su marido y enviarlos a revistas extranjeras.

Con el apoyo de su esposa y el desahogo de su situación económica, Antoine pudo impregnarse de las teorías científicas al uso y dedicarse al estudio de un fenómeno que, por aquel entonces, era todo un misterio: la combustión y la oxidación.

Nadie había sido capaz de determinar por qué arden los cuerpos. Los más eminentes filósofos naturales de la época estaban convencidos de que la capacidad de combustión de los materiales venía dada por la presencia de algún elemento invisible, nunca detectado, que se perdía con la propia quema. Sin duda, debía ser un elemento carente de peso y que no estaba distribuido por igual entre todos los materiales.

La madera era rica en ese elemento, por eso ardía mejor que otros cuerpos. El hierro también lo debería tener, aunque en menor proporción. La tierra y las arenas carecían de él, por eso resulta casi imposible quemarlas.

Durante décadas, buena parte del estudio de la química primitiva, a veces hermanada con la pseudocientífica alquimia, se dedicó a la búsqueda y detección de ese elemento misterioso que el alemán Georg Stahl (1660-1734) denominó «flogisto». Las elucubraciones acerca de dicha sustancia fueron tremendamente prolíficas. Dado que algunos elementos, como el mercurio, aumentan de peso durante la combustión, se pensó que el flogisto podría llegar a tener peso negativo y que, al desaparecer en el proceso combustivo, algunos cuerpos ganaban gravidez. Incluso se decía que materiales como el azufre y el carbón estaban compuestos exclusivamente de flogisto.

Lavoisier estudió junto a eminentes defensores de esta teoría flogística, pero nunca obtuvo satisfacción con sus enseñanzas. Se había convertido en un experto en la experimentación física y en las leyes de la neumática, e intuía que la del flogisto no era una respuesta concluyente para explicar los fenómenos de combustión. Así que se llevaba a casa su frustración, la compartía con Marie-Anne y se encerraban ambos de nuevo en el laboratorio para quemar toda suerte de objetos. Los medían antes y después de la quema, pesaban los restos y buscaban qué demonios había desaparecido entre un estado y otro de la materia.

En casa, sin embargo, había tiempo para otras cosas. Madame Lavoisier era una excelente anfitriona. Organizaba encuentros sonados en el salón principal del domicilio, a los que acudía buena parte de la nobleza del Antiguo Régimen. Se bailaba, se hablaba del rey Luis XVI, se empezaba a percibir el desencanto y el miedo de los tiempos prerrevolucionarios y, sobre todo, se recibía la visita de intelectuales y artistas. Uno de los más asiduos era un pintor enérgico, apuesto, de mano estólida y pelo fosco que hacía las delicias de las damas: Jacques-Louis David.

Marie-Anne comenzó a tomar lecciones de pintura con aquel artista brillante mientras su marido se enfrascaba en el conocimiento cada vez más sutil de las entrañas de la materia. De hecho, una de las obras de arte más universales de Jacques-Louis es el retrato de su querida Marie-Anne junto a su marido en el laboratorio de química que habían instalado en la casa. A los Lavoisier les costó 7.000 libras y decoró la estancia principal de su hogar durante años. Allí aparece retratada la pareja en su despacho, con el rico suelo de madera y paneles de falso mármol. Ellos en el centro, mirando al espectador. Marie-Anne viste de blanco con cuellos de encaje, una peluca blanca voluminosa y un leve cinturón azul. Apoya su mano en el hombro de su marido y mira al retratista.

Antoine está sentado, vestido con chaleco negro, culotes y zapatos de hebilla. Escribe con pluma de ganso desinteresadamente porque, en realidad, está mirando a su esposa con pasión. En la mesa, cubierta de terciopelo rojo, hay un tintero, un barómetro, un gasómetro, un depósito de agua y un balón de destilación. A la izquierda, un estuche guarda los dibujos y pinceles de la alumna Marie-Anne.

Es la viva descripción del ambiente que se vivía en esa casa aquel año de 1788, cuando entre esas cuatro paredes estaba a punto de descubrirse algo que convulsionaría el mundo de la ciencia para siempre, la revolución de la química moderna, mientras fuera de ellas estaba a punto de ocurrir algo que convulsionaría el mundo de la política para siempre: la Revolución francesa.

Entre los textos que diariamente llegaban a casa de los Lavoisier, enviados por colegas científicos e intelectuales de todo el mundo, uno había impactado tremendamente en el ánimo de Antoine. Se trataba de un ensayo firmado por el inglés Joseph Priestley. Aquel clérigo de las islas británicas había descrito algunos de sus recientes experimentos con mercurio fundido. Calentaba el metal, lo disolvía en agua y confinaba los gases que emitía en campanas de cristal. Sabía que de algún modo estaba manipulando alguna sustancia invisible en el aire. Pero desconocía cuál. De hecho, su intención era tratar de medir el «flogisto», ese etéreo elemento que los científicos pensaban que era el culpable de que los cuerpos ardieran. Un día, por accidente, introdujo una vela en una urna de cristal y esta empezó a arder de modo más vigoroso. Pensó que dentro de la urna debía de existir un aire que podía servir de combustible. Más tarde, metió un ratón en esa misma urna con la esperanza de que muriera asfixiado, pero el animal tardó hora y media en perder la consciencia. Priestley cayó en la cuenta de que el mismo gas que servía para dar vigor a la llama de la vela había servido al ratón para respirar. Pero ¿qué era realmente ese gas? El británico no supo llegar más lejos, simplemente creyó que era «aire desflogistizado». El término, por muy impreciso que fuera, cuajó en la mente de algunos otros pensadores. Henry Cavendish, por ejemplo, también escribió otro texto que cayó en manos de Lavoisier en el que sugería que el agua era en realidad el producto de la unión de dos elementos: flogisto y aire desflogistizado. La química, infantil e ingenua, iba organizando sus conocimientos, acercándolos a la realidad natural y componiendo el puzle de la materia…, pero no dejaba atrás los vicios ignorantes del pasado acientífico.

Tras analizar ambas aportaciones Lavoisier iba a subvertir aquel estado de las cosas mediante una teoría tan simple pero tan trascendental que es difícil comprender cómo nadie pudo reparar antes en ella. El genio de Lavoisier consistió en ser capaz de entender mejor que nadie el significado de los conocimientos adquiridos por sus coetáneos, sus virtudes y sus limitaciones, además de ser un magnífico experimentador, poseedor de una fe ciega en la fuerza de la experiencia, incansable tomador de medidas, pesos y temperaturas, perspicaz observador de las sutiles diferencias detectadas en el laboratorio y sagaz extractor de ideas generales. Gracias a ello, y a la solvencia económica que le permitió dedicarse de lleno a sus investigaciones mientras se despreocupaba de la manutención familiar, logró establecer su teoría sobre la combustión de los cuerpos.

Antoine-Laurent Lavoisier descubrió por fin que, sencillamente, el flogisto ni existía. La combustión y la calcinación son procesos en los que una parte del aire que rodea a la materia quemada se combina con los metales de esta, dando lugar a óxidos. Esa parte del aire no tenía nombre. Antoine pensaba que se trataba del elemento constitutivo de todos los ácidos. Estaba equivocado, pero su error le sirvió para dar nombre a ese elemento desconocido a partir de las palabras griegas «ácido» (oxys) y origen (genes). Había descubierto el oxígeno.

A partir de estas ideas, que durante muchos años se conocieron como «teoría antiflogista», Lavoisier compuso el grueso de su obra, que, con mucha justicia, ha sido considerada el tratado fundacional de la química. Fue el primero en explicar de manera aceptable la formación de sales y de ácidos, el primero en convertir la ciencia química en una ciencia cuantitativa mediante el análisis sistemático de pesos, medidas y temperaturas. Abrió las puertas de la calorimetría, del análisis de gases y del uso de ecuaciones para explicar lo que antes se «esclarecía» con largos y retóricos argumentos especulativos. En definitiva, convirtió la química en una ciencia a la altura de la física y asestó el golpe definitivo a la esotérica alquimia al escribir su célebre frase: «Nada se crea, todo se transforma».

Bueno…, lo hicieron él y su esposa. Porque su Tratado elemental de química, publicado en el mismo año en que estalló la Revolución francesa, 1789, está profusamente ilustrado con dibujos de Marie-Anne que recogen paso a paso los experimentos de su marido.

Pero la revolución de Lavoisier fue más allá. Pensaba que una nueva ciencia necesitaba deshacerse también de la nomenclatura antigua y odiaba que la química del viejo orden utilizara nombres larguísimos y nada sistemáticos para las sustancias que iba conociendo, sin hacer distinción entre elementos y compuestos. Lavoisier, junto con Berthollet, fue responsable de la creación de una nueva nomenclatura química que constituyó el inicio del glosario de términos con el que hoy nos referimos a las sustancias de la materia. Mientras antes se hablaba de aceite de vitriolo, ahora se dice ácido sulfúrico, lo que antes era conocido como azafrán de Marte pasó a llamarse óxido de hierro. En la nueva nomenclatura de Lavoisier, cada término no solo servía para denominar una sustancia, sino que daba información de si se trataba de un elemento indivisible o de un compuesto de varios elementos. En el caso del compuesto, el propio nombre indicaba los elementos que lo componían y el grado en el que se encontraban implicados en la composición. Tal y como hoy hacemos en química.

La Revolución francesa había cambiado el orden social y, también, el modo de nombrar las cosas (por ejemplo, los meses del calendario). La revolución química de Lavoisier hizo exactamente lo mismo. No resulta extraño, pues, que ambas revoluciones hubieran de encontrarse en algún lugar del camino… El bienestar económico de la familia Lavoisier y la actividad de Antoine como recaudador de impuestos no eran, precisamente, la mejor tarjeta de visita en medio del terror revolucionario. Aquel puesto, como es lógico, le había servido para ganarse la enemistad de buena parte de los trabajadores y agricultores, agobiados por el sistema impositivo de la corona. Durante los terribles primeros años de la revolución, la mala imagen se transformó en odio, sobre todo cuando el nombre de Lavoisier se convirtió en objetivo político de Marat. Finalmente, en 1794, fue apresado con otros 27 miembros del estamento recaudador. Entre ellos, estaba su suegro, a quien vio guillotinar unos días antes de que a él le tocara seguir el mismo destino: murió en la guillotina el 19 de floreal del año 2 de la Revolución, es decir, el 8 de mayo de 1794.

Marat, el hombre que más esfuerzos hizo por lograr la condena, había visto denegada su intención de ingresar en la Academia de las Ciencias por la oposición, entre otros, de Lavoisier. ¡Menuda casualidad! A Antoine-Laurent Lavoisier no solo le arrancaron la vida, sino que le confiscaron todos sus libros de química.

Marie-Anne también fue apresada. Pasó dos meses y medio en prisión. Cuando fue liberada, no cejó en su empeño hasta recuperar cada uno de los escritos de su marido. Gracias a ella, la química moderna no sucumbió al envite de la Revolución y nos ha sido legada hasta nuestros días.

Tras la muerte de su marido, a Marie-Anne le llovieron los pretendientes. Después de rechazar a varios de ellos, terminó casándose en 1805 con otro científico: un aventurero, inventor y vividor de origen estadounidense estudioso de la termodinámica: Benjamin Thompson, conde de Rumford. El matrimonio no fue feliz. Nadie sabe, en realidad, ni siquiera por qué llegó a producirse. Cuentan que Marie-Anne regaba con agua hirviendo las flores que él le regalaba para que murieran pronto. Solo vivieron juntos un año. Y, aunque nadie es capaz de reconocerlo, en el fondo aquella mujer seguía profundamente atada a la obra y a la vida de Lavoisier.

Por esos inverosímiles giros con los que la historia a veces juega con nosotros, Benjamin Thompson terminó estudiando la naturaleza mecánica del calor y desterrando algunas de las teorías sobre termodinámica de Lavoisier. ¿Fue esa la causa del desafecto de Marie-Anne?

¿Quién sabe? Quizás aquella mujer que, sin ser química, había contribuido tanto al conocimiento de los elementos que componen la materia quiso mantener eternamente la fidelidad a la ciencia que había desarrollado conjuntamente con su desaparecido esposo.

Capítulo 6
Emmy Noether, la matemática a la que llamaban «señor»

Era ruda, entrada en carnes, generosa a la hora de alzar la voz. Pero ninguna de las personas que la conocían podía negar que la amaban. Su sentido del humor era impropio de un matemático. Más impropio aún, de una mujer matemática en la primera mitad del siglo XX, cuando ser mujer no era precisamente una ventaja en el mundo universitario. Y aún más, de una mujer matemática, judía nacida en Alemania. Pero Emmy se reía a carcajadas por los pasillos de la Universidad de Gotinga, se oían sus risotadas dentro de las aulas y era difícil no contagiarse de su alegría.

—Ahí va él.

—¿Él?

—El señor Noether.

—¿Emmy Noether es un hombre?

—No…, ¿cómo va a ser un hombre…? Ya te lo explicaré luego.

Amalie Emmy Noether nació en el seno de una familia judía de la localidad de Erlangen, en el sur de Alemania, el 23 de marzo de 1882. La ciudad era una de las tres urbes alemanas que contaban con una universidad «libre», es decir, no administrada por la Iglesia. De hecho, Erlangen había sido cuna de importantes filósofos y matemáticos antes del nacimiento de Amalie y antes del nacimiento de su padre, Max Noether, que impartía clases de matemáticas. De Erlangen era Felix Klein, uno de los primeros científicos que habló del concepto de grupo en geometría. O Christian von Staudt, que realizó importantes contribuciones a la geometría sintética.

Todos aquellos nombres pesaban en el recuerdo de la ciudad. Y aquella primavera de 1882 nadie hubiera imaginado que, pasados los años, el de Amalie Emmy iba a unirse a la lista. Más bien iba a ser el único nombre de la lista reconocido mundialmente, la única matemática de Erlangen que adquiriría fama internacional, la única habitante de esa ciudad universitaria bávara que iba a merecer que el mismísimo Albert Einstein la considerara la mente más brillante y creativa de la ciencia del siglo XX.

Pero, claro, todo aquello quedaba realmente lejos de la perspectiva de la familia Noether y de sus vecinos en marzo de 1882. Max Noether bastante tenía con mantener a sus cuatro hijos y dar abasto con los gastos de un modesto apartamento en el segundo piso de un edificio de la calle Nürnberger, el domicilio que la familia ocupó durante cuarenta y cinco años. Max tenía serios problemas de movilidad después de haber padecido la polio a los catorce años.

El hombre se había casado con Ida Amalia Kaufmann, hija de una rica familia judía del bajo Rin. Pero el dinero de los Kaufmann nunca fue a parar a Ida. Así que Max arrastró su cojera de por vida en las aulas, enseñando matemáticas y haciendo algunas contribuciones importantes al álgebra. De hecho, durante años Amalie Emmy fue la hija de Max, el autor del teorema de Noether, hasta que Max terminó convirtiéndose en el padre de Emmy, la mujer que más había hecho por el avance de la matemática moderna.

Amalie pronto dejó de llamarse Amalie. Prefería el nombre de Emmy en lugar del que había heredado de su abuela materna. Como no podía ser de otro modo, la niña resultó ser brillante en las matemáticas (de tal palo, tal astilla). Llamaba la atención por su capacidad para resolver problemas mentales de cálculo, por su terrible cortedad de vista (debía acercarse al papel hasta tocarlo casi con la nariz) y por su curiosa forma de pronunciar el alemán. Las «eses» y las «ces» se le escapaban entre los dientes centrales convertidas casi en una «de». Esta incontrolable tendencia al sigmatismo es especialmente prominente en alguien que ha de hablar alemán para entenderse (Strasse, Ausser, Strauss, Wissen, Frisst…).

Aparte de eso, la niña antes conocida como Amalie y ahora llamada Emmy no distaba de ser como otra niña más de su época. Jugaba con sus hermanos en el parque de la calle Fahstrasse (a saber cómo pronunciaba la dirección, la pobre), y sus maestros la consideraban afable, educada, discreta. Solo un detalle más la identificaba especialmente: era la única niña que atendía a las clases de religión judía. Aquel pequeño detalle, que en la Baviera de la última década del siglo XIX no tenía ninguna importancia, iba a convertirse en una marca indeleble y dramática poco tiempo después.

Hasta 1897, Emmy estuvo inscrita en la Escuela Municipal de Educación Superior para Niñas de Erlangen. A veces con el nombre de Emmy, otras veces con el de Emma. Es evidente que la chica tenía ciertos problemas para sentirse satisfecha con el modo en el que la llamaban. Antes de cumplir dieciocho años trató de dedicarse a todo aquello que se suponía que debía constituir la actividad diaria de una chica: algunas lecciones de piano, aprendizaje de las tareas domésticas y clases de baile. A Amalie, Emmy, Emma… le encantaba bailar. Trataba de acudir a todas las fiestas donde se permitía el baile, tomaba lecciones a escondidas e insistía a sus padres para que la ayudaran a encontrar pareja de danza. No era la joven más guapa, ni la más elegante, ni la más rica… Hablaba de manera rara, no veía ni un pimiento y su obsesión por las matemáticas no la convertía precisamente en una conversadora muy amena. Pero los Noether tenían contactos y muchos padres de Erlangen advertían a sus hijos varones que debían ser amables con la pequeña sabia y sacarla a bailar de vez en cuando. Así que Emmy pasó una infancia relativamente convencional, nada hacía presagiar que fuera a convertirse en la mejor matemática de la historia.

De hecho, ni siquiera ella tuvo claro que iba a dedicarse a las matemáticas. Cuando llegó el momento de ingresar en la Universidad de Erlangen se debatió entre matricularse en ciencias o hacerlo en lenguas modernas. No en vano su dominio del inglés y el francés (pronunciados a su modo peculiar) era asombroso.

Finalmente, la joven se decantó por los números y se presentó como alumna de Matemáticas en la Universidad de Erlangen-Núremberg. La decisión, en cualquier caso, fue realmente aventurada. En aquella época una mujer debía ser educada como «una mujer». Lo más habitual era seguir los estudios superiores en alguna institución femenina. Dados los conocimientos de Emmy en lenguas, todo el mundo hubiera deseado que la chica se inscribiera en alguna escuela para ser maestra. La educación científica estaba casi exclusivamente reservada a los hombres. No existía una prohibición de facto para que las mujeres ingresaran en la universidad, pero los obstáculos eran casi insalvables. El rectorado de la Universidad de Erlangen-Núremberg había decretado en 1898 que la coeducación (la presencia en las aulas de hombres y mujeres) pervertía el «orden académico». De hecho, cuando Emmy llegó por primera vez a la institución solo había otra chica entre los casi novecientos alumnos inscritos. Ambas debían asistir como oyentes, sentarse en las últimas filas del auditorio y solicitar un permiso por escrito a cada uno de los profesores que daban clase.

Todo aquello pareció importarle muy poco a la futura matemática. De hecho, forjó en ella el empeño aún mayor de llegar a ser un miembro prominente de la comunidad científica. Cuando, años más tarde, los compañeros de la Universidad de Gotinga la llamaban cariñosamente «señor Noether» (provocando el desconcierto entre los alumnos más novatos que veían que el «señor Noether» era una mujer hecha y derecha), se referían precisamente a esos años de dura pugna contra la incomprensión y el machismo académico. Emmy, la chica que se había cambiado de nombre dos veces, también había tenido que hacerlo, en esta ocasión con menos agrado, alguna otra vez durante sus primeros años de universitaria. Solo si firmaba sus textos como un varón tenía alguna opción de que fueran leídos con agrado por el profesorado y que recibieran el mérito que, de por sí, merecían por su calidad científica. Llamarla cariñosamente «señor» era, en cierto modo, una manera de reconocer la injusticia que la universidad había cometido con tantas mujeres antes de la llegada de Emmy al claustro.

En tan duras condiciones, Emmy Noether terminó brillantemente su carrera en Erlangen y con ello comenzó una nueva lucha contra el mundo para ascender al vetado olimpo de la ciencia europea. Su grado universitario la capacitaba para impartir clases en el Instituto Matemático de Erlangen sustituyendo de vez en cuando a su padre cuando estaba demasiado enfermo, pero su condición de mujer no le permitía cobrar un salario por ello. Compaginaba su docencia gratuita con algunos artículos de investigación sobre álgebra y tuvo la oportunidad de conocer a algunos matemáticos que iban a influir decisivamente en su carrera. Es probable que el más influyente de todos, el que cambiaría su vida de manera definitiva, fuera David Hilbert, catedrático de la Universidad de Gotinga.

En 1915, Hilbert invitó a Emmy a dar clase en Gotinga. La invitación causó un gran revuelo en el claustro. Desde las aulas de Filosofía e Historia llegaron docenas de cartas de queja al rectorado por la inclusión de una mujer en la nómina de profesores. Había razones morales suficientes para denegar a las féminas la condición de Privatdozent (el título concedido a los profesores con capacidad de evaluar a futuros doctores). El ambiente estaba realmente enrarecido y la tensión nacional en medio de la Primera Guerra Mundial no ayudaba a apaciguarlo. Hilbert llegó a apelar al Ministerio de Educación, pero el permiso de Emmy fue denegado.

Una mañana, el valedor de la nueva profesora se cruzó por los pasillos de la universidad con un profesor de Filosofía airado:

—¡Hilbert! ¿Sabe usted qué está haciendo? ¡¿Qué pensarán nuestros soldados cuando regresen a casa y vean que, para aprender matemáticas en esta universidad, han de postrarse a los pies de una mujer?!

Hilbert se detuvo, se dio la vuelta y a voz en grito zanjó la discusión:

—Caballero, no se equivoque, esto es una universidad, no una casa de baños, aquí no se mira el sexo de una persona antes de entrar.

A pesar de su empeño, David Hilbert no logró el permiso necesario para su nueva compañera. Emmy se pasó unos cuantos años ejerciendo como «asistente» de Hilbert (único cargo para el que fue aceptada) y dando clases en nombre de su «jefe de departamento» cuando este se ausentaba. Por supuesto, todos los artículos académicos que escribía debían ir firmados con un nombre de varón.

Durante ese tiempo no cobró un céntimo. Los padres de Emmy sufragaban todos sus gastos. Sin embargo, era absolutamente conocido que ella se encargaba de las clases de Hilbert. En los programas y horarios las lecciones se anunciaban con el nombre de profesor David Hilbert, pero los alumnos sabían que en el estrado se iban a encontrar a una dama gruesa, de voz grave, miope y genial.

Por fin, la Gran Guerra tocó a su fin y con la paz llegaron a la antigua Prusia algunas costumbres modernizadas. Las mujeres empezaron a ser aceptadas en los claustros de profesores universitarios y Emmy pudo empezar a dar clase con su nombre, con su título y con su salario. Pronto se hizo célebre entre los alumnos.

Del tiempo en el que no cobraba ni un céntimo contrajo unas costumbres frugales. Comía poco, no se preocupaba por su ascenso social y profesaba una proverbial generosidad. Todo el mundo la adoraba por ello. A pesar de que su aspecto distaba mucho del que dictaban los cánones de la femineidad. Siempre ensimismada en sus cavilaciones matemáticas, solía dejarse los zapatos sin atar o el pelo sin atusar. Se sentaba en cualquier rincón a comer algo durante los descansos mientras leía un libro o corregía un texto. Se limpiaba la boca con el faldón del vestido o con la manga, y dejaba todo perdido de migas alrededor de su asiento.

Jamás se preocupó por su aspecto, por el aliño de sus vestimentas o por ir peinada a la moda. Llegaba por la mañana medianamente vestida, pero a medida que pasaba la jornada su pelo se enredaba y sus ropas se arrugaban…, algunas alumnas llegaron a quejarse del aspecto de su maestra. Pero a ella jamás le importó.

Tampoco en el aula se comportaba como un maestro clásico. Sus clases eran un momento para la discusión, donde los alumnos podían tomar la palabra en cualquier momento. Se trabajaba en equipo y se diseccionaban los problemas matemáticos más avanzados del momento. No todos los estudiantes estaban dispuestos a aceptar tal dinámica. Y menos aún el desorden organizativo de la maestra. Emmy no entendía de horarios: empezaba y terminaba las clases cuando quería. Si el aula estaba cerrada por vacaciones, convocaba a los alumnos en la cafetería o en el parque y daba allí sus clases. Cuando un estudiante nuevo entraba en el aula se hacían apuestas sobre cuánto tiempo aguantaría en el grupo. Si abandonaba antes de acabar el curso, el resto de los alumnos gritaban: «¡Un enemigo menos!».

Y es que la profesora Noether había creado un grupo cerrado y peculiar de seguidores entre el alumnado y el profesorado al que era difícil seguir el ritmo. Ella era la líder de un peculiar movimiento matemático y a él le dedicaba las veinticuatro horas del día: no parecía preocuparse por iniciar ningún tipo de relación personal que no fuera estrictamente intelectual.

Su visión de las matemáticas empezó pronto a llamar la atención en todo el planeta. Entre 1928 y 1929 se instaló en Moscú invitada por la Universidad Estatal. Allí entró en contacto con la joven política soviética a la que prestó su apoyo. Su estancia en la Unión Soviética marcó su carácter político de tal manera que, de regreso a Alemania, tuvo que sufrir más de un desencuentro con sus colegas.

Por fin, en 1932, obtuvo el reconocimiento que se merecía: el Premio Ackermann-Teubner, uno de los más prestigiosos en Europa, por su contribución al pensamiento matemático. Noether había trabajado en sus teorías sobre la invariancia desde prácticamente su primer día de ingreso en Gotinga. Al mismo tiempo, otro alemán ilustre, Albert Einstein, publicaba su Teoría de la relatividad. Emmy estudió el texto de Einstein y quedó impactada. De hecho, comenzó a aplicar sus teoremas matemáticos a las complejas teorías einstenianas. De allí surge la mayor contribución a la ciencia de esa mujer vehemente y bonachona: el teorema de Noether, la expresión matemática de la profunda conexión que hay entre la geometría del Universo y el comportamiento de la masa y la energía. Con las ecuaciones de Emmy era más fácil entender la revolución que Einstein estaba proponiendo al mundo, era más sencillo interpretar el modo en el que el tiempo y la energía se entrelazan. De alguna manera, Noether había diseñado un tejido para adornar, unas gafas para ver resaltadas las ideas de Einstein.

Emmy continuó su trabajo en Gotinga con el mismo espíritu que siempre la había caracterizado. Siempre salía sonriente en las fotos, y siempre tenía una buena palabra para sus «chicos». El número de alumnas en las clases de la facultad seguía siendo muy reducido, así que al alumnado de aquella genial profesora se lo conocía como «los chicos Noether».

Seguramente también tuvo palabras de afecto y tal vez echara algunas risotadas la primera vez que vio entrar en clase a un par de alumnos llevando un brazalete con la esvástica nazi cosido a la chaqueta. Y es muy probable que no le diera la menor importancia a la presencia de aquellos jóvenes nacionalistas radicales. Discutiría con ellos como con cualquier otro, compartiría todos sus conocimientos y expondría todas sus debilidades, como llevaba años haciendo entre los muros de Gotinga.

Su despreocupación fue tal que no tuvo la menor precaución a la hora de evidenciar su origen judío ni su paso por la universidad rusa. De ese modo, su nombre fue uno de los primeros en aparecer en las listas negras del partido de Hitler y su puesto uno de los primeros en ser desalojado. La presión era ya prácticamente inaguantable y la vida de Emmy estaba demasiado en peligro cuando la profesora recibió una carta del entorno de Albert Einstein. Corría el año 1933 y Noether había sido invitada a dar clases en la Universidad Bryn Mawr de Pensilvania. Aquella propuesta aparentemente fortuita para educar en matemáticas a las chicas de una de las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos no era más que una estratagema para sacar a Emmy del país, como refugiada, y salvarla de las garras del nazismo.

En Estados Unidos la profesora recibió un trato exquisito. De hecho, ella misma reconocía que nunca se había sentido tan valorada como en aquellos meses de docencia en Pensilvania. Pero su alegría duró poco.

El lunes 15 de abril de 1935, una columna en la página 19 del The New York Times anunciaba:

La doctora Emmy Noether, profesora visitante en Matemáticas del Bryn Mawr College, murió ayer en un hospital donde fue sometida a una operación hace una semana. Anteriormente había sido profesora de Matemáticas en la Universidad de Gotinga. Vino a nuestro país hace dos años.

El mismo día, The New York Herald se extendía algo más:

LA DOCTORA EMMY NOETHER HA FALLECIDO

Profesora de Matemáticas en Bryn Mawr y exiliada del nazismo

Emmy Noether, profesora exiliada alemana, considerada una de las mujeres matemáticas más grandes del mundo, murió en el Hospital Bryn Mawr a los cincuenta y dos años de edad. Noether había sufrido la persecución del nazismo desde que Hitler llegó al poder. Poco después de su huida a Estados Unidos fue adscrita como profesora de universidad en Pensilvania. Su hermano Fritz, también profesor de Matemáticas en Rusia, la sobrevive.

La muerte de Emmy llegó por sorpresa. Su hermano incluso envió un telegrama a Bryn Mawr pidiendo algunas explicaciones.

«Acabo de enterarme de que mi hermana ha fallecido durante una intervención quirúrgica de la que nadie tenía noticias. Ella misma me ha escrito recientemente y no me ha comunicado nada al respecto de su salud.»

La mujer había llevado en secreto su afección quística de ovarios. Acudió al hospital con la intención de curarse discretamente, y ya no regresó.

Su cuerpo fue incinerado en las instalaciones de Bryn Mawr, ante un pequeño grupo de colegas. La urna con sus cenizas fue depositada en el claustro de la biblioteca.

Unos cuantos días después, en la sección de Cartas al Director del The New York Times, aparecía este texto.

Al director de The New York Times:
Los esfuerzos de la mayoría de los humanos quedan reducidos a la dura lucha por lograr el pan diario, pero la mayoría de aquellos que, bien por el azar o bien porque cuentan con un don especial, son aliviados de este combate por el sustento se ven arrojados a la necesidad de incrementar sus bienes mundanos. Hay, afortunadamente, una minoría compuesta por aquellos que reconocen desde su juventud que las experiencias más bellas y satisfactorias ofrecidas al ser humano no proceden de fuera, sino que están confinadas en el interior de los propios sentimientos del individuo, de su forma de pensar y de actuar. Los grandes artistas, los investigadores y los pensadores geniales suelen pertenecer a este segundo tipo de seres. La vida de estas personas muchas veces pasa inadvertida, aunque sus hazañas se encuentren entre los mayores regalos que se ha podido hacer a las generaciones venideras.
En los últimos días, la distinguida matemática Emmy Noether, anteriormente afiliada a la Universidad de Gotinga y desde hace dos años residente en Bryn Mawr, murió en el año cincuenta y tres de su vida. A juicio de los más brillantes matemáticos de nuestro tiempo, Fräulein Noether fue el genio más significativo y creativo que se ha producido desde que las mujeres tienen acceso a la educación superior. En el mundo del álgebra, en el que los matemáticos mejor dotados se han empeñado durante siglos, ella descubrió métodos que han resultado de enorme importancia para el desarrollo del pensamiento de las jóvenes generaciones de científicos.
La matemática pura es, a su manera, una poética de las ideas lógicas. Busca las ideas operativas más generales que puedan ser ensambladas en fórmulas simples, lógicas, unificadas… En ese esfuerzo, las fórmulas afloran siempre que se penetra profundamente en las leyes de la naturaleza.
Nacida en una familia judía, distinguida por su amor por el conocimiento, Emmy Noether, que, a pesar de los esfuerzos del gran matemático de Gotinga, Hilbert, nunca logró el reconocimiento académico en su propio país, sí fue capaz de reunir a su alrededor a un grupo de brillantes profesores y estudiantes que ahora ejercen de distinguidos maestros e investigadores. Su trabajo generoso y valioso fue pagado por las autoridades alemanas con el desprecio, lo que le impidió acceder a los mínimos requerimientos de su modesta forma de vida y continuar su carrera.
Los amigos de la ciencia de Estados Unidos, por fortuna, pudieron acogerla en este país donde encontró hasta el día de su muerte no solo colegas que la estimaron y amigos, sino agradecidos discípulos cuyo entusiasmo hizo de sus últimos años de vida los más felices y, quizás, los más fructíferos de toda su carrera.
Universidad de Princeton, 1 de mayo de 1935
Firmado: Albert Einstein

Capítulo 7
James Clerk Maxwell, el vidente de lo invisible

Hay quien dice que las teorías de James Clerk Maxwell se encuentran entre las más bellas de la historia de la ciencia. Puede que simplemente sea por la forma que eligió para explicarlas, quizás por la trascendencia que demostraron tener para el desarrollo de la ciencia física posterior o, sobre todo, porque sirvieron de inspiración nada más y nada menos que a las ideas de Albert Einstein sobre la relatividad.

Pero, probablemente, la belleza de las aportaciones de este hombre pegado a sus creencias resida en el mismísimo objeto de sus investigaciones: la naturaleza íntima de la luz. Maxwell descubrió que la radiación luminosa es una onda y pertenece al espectro electromagnético. Nada más y nada menos.

El siglo XIX que le tocó vivir a James Clerk Maxwell fue un siglo extraño para el conocimiento. Muchos de los que se dedicaron a la ciencia tuvieron que compartir la tremenda emoción de los nuevos hallazgos de la física, la química y la biología con la sutil transformación del entorno religioso que experimentaba su sociedad, el vértigo de adentrarse en un abismo material desconocido con el apego a la fe que les habían inculcado desde la más tierna infancia y que profesaban la mayoría de sus contemporáneos, algunos de los cuales observaban sus avances como una auténtica amenaza.

En el mundo de las ideas, la filosofía natural comenzaba a cambiar de nombre y a llamarse ciencia física, la alquimia se tornaba química y el estudio de la zoología se revolvía con los primeros apuntes de una teoría evolutiva de la vida. Hoy, apenas nos damos cuenta de cuán dificultoso fue ese salto. Damos por sentadas muchas ideas que aprendemos con la fe del que confía en un buen maestro. Sabemos que el átomo puede dividirse en infinidad de partículas y que la célula contiene en su núcleo la información genética de toda la especie, en forma de minúsculas letras de la vida. Conocemos que la velocidad de la luz es una constante y que las ondas de radio se propagan por todo el Universo… Estamos convencidos de que el mundo material se compone de sustancias que tenemos catalogadas en tablas periódicas e incluso le hemos puesto forma a la materia de la que están hechos nuestros pensamientos: las neuronas. Poseedores de tamaña sabiduría, resulta difícil hacerse una idea de los quebraderos de cabeza, las cuitas, las dudas intelectuales y los compromisos morales que debieron de padecer los intelectuales de una sociedad que veía cómo el mundo cambiaba bajo sus pies; cómo lo espiritual se tornaba material, lo inmutable evolucionaba, lo indivisible se volvía fragmentado y a lo infinito empezaba a ponérsele el corsé.

Casi todos los grandes científicos de la época tenían profundas creencias religiosas, como correspondía a la práctica totalidad de las personas que tenían acceso a la educación superior. Sin embargo, su vida se iba pintando de nuevas ideas que desafiaban la forma en que comprendían la naturaleza. Había cada vez menos hueco para Dios, para un ser supremo inspirador de la naturaleza; pareciera que esta quisiera desvelar su secreta herejía: haberse creado a sí misma. Por supuesto, a mediados del siglo XIX todavía quedaba mucho camino por andar, muchos ignotos problemas naturales por resolver, mucho espacio para la especulación, la filosofía y la fe. Pero poco a poco iban retirándose velos a la razón, al tiempo que la matemática empezaba a dar muestras de su impresionante poder para explicar el funcionamiento del mundo y la ciencia se empezaba a ver como una herramienta insustituible a la hora de fabricar modelos del mundo.

Aun así, la ciencia era limitada, modesta, aún bisoña. Y uno de los misterios que todavía quedaba por desvelar era, precisamente, la naturaleza de la luz. Durante siglos, en las cabezas de los científicos resonaron las devotas palabras «hágase la luz» gritadas al vacío por el dios del Génesis en el origen de todas las cosas. Y, a pesar de que hubo múltiples intentos de conocer la estructura material de aquel fenómeno fascinante, ninguno fue capaz de satisfacer a cuantos lo observaban con admiración casi mágica. ¿Qué demonios era la luz? ¿Cuál era la fuente de un prodigio natural de ese tamaño?

Newton había advertido que la luz debía de estar formada por partículas emitidas desde los cuerpos luminosos, que respondían a las mismas leyes de gravitación responsables del movimiento de los planetas. Poco después, Huygens propuso que la luz era un objeto de naturaleza ondulatoria que se propagaba a través de una sustancia invisible llamada éter. Pero nadie había ofrecido una respuesta completa y contundente al problema hasta que llegó James Clerk Maxwell y, en una de las argumentaciones teóricas más bellas de la historia de la ciencia, nos enseñó a los seres humanos que la luz era una emisión de ondas electromagnéticas. Nos hizo comprender para siempre que las radiaciones se propagan por el espacio del mismo modo que lo hacen las ondas de agua de un estanque cuando tiramos sobre él una piedra. No solo eso, sino que midió por primera vez de manera fiable la velocidad de la luz. Y como herramienta fundamental de sus investigaciones no usó otra cosa que el cerebro, el papel y la pluma. Su aportación fue, fundamentalmente, teórica, producto de una impresionante sagacidad para unir entre sí conceptos que a sus contemporáneos les parecían completamente dispares. Aunque también se mostró interesado por los aspectos prácticos de la tecnología; por ejemplo, consiguió realizar la primera fotografía en color de la historia: una imagen del lazo de cuadros escoceses que adornaba el vestido de su esposa. Para ello usó tres filtros de color verde, azul y rojo.

Quizás hoy el nombre de Maxwell no sea tan conocido por el gran público como los de Einstein, Darwin o Newton, pero sin lugar a dudas merece aparecer junto a ellos en el cuadro de honor de los científicos más influyentes de la historia. Los físicos teóricos, al menos, lo reconocen como uno de los fundadores de su disciplina y estudian su obra con una admiración que no pueden disimular. Y es que demostrar que la luz tiene naturaleza electromagnética es tan importante como formular la teoría de la relatividad o explicar cómo puede medirse la fuerza de atracción gravitacional de un planeta.

James Clerk Maxwell nació en Edimburgo el 13 de junio de 1831, pero a los pocos meses su familia se trasladó a una casa de campo en Glenlair. Allí, el niño creció bajo la atenta mirada de sus padres, que lo describían como un «hombrecito de tres años siempre preguntando cómo funcionan las cosas». Demasiado maduro, quizás, para su edad. Demasiado curioso. O simplemente lo suficientemente avispado como para saber ya, desde su más tierna infancia, que el mejor camino para llegar al conocimiento es preguntar.

A la edad de ocho años perdió a su madre y su padre se vio imposibilitado para continuar con el plan, previsto en el matrimonio, de educar al crío en casa hasta que cumpliera los trece años. Primero contrató a un tutor sin mucha experiencia, un joven de la zona que fue incapaz de responder a la avidez intelectual del pequeño James. A la vista de los desastrosos resultados, tuvo que enviar a su hijo a un colegio privado de Edimburgo.

Sin duda, sus primeras experiencias en el nuevo centro distaron mucho de ser agradables. James se plantó allí, en medio de una clase llena de desconocidos, luciendo su peculiar aspecto que nada tenía que ver con lo esperado de un señorito de la capital. Su padre era un hombre excéntrico e independiente que fabricaba en casa todo lo necesario para vivir: los útiles de cocina, los muebles, las ropas… Evidentemente, el orden y el aseo no eran prioritarios en la caótica vida de aquel inventor loco y viudo. Así que su pequeño fue a presentarse en la escuela de Edimburgo con unas ropas mal confeccionadas, un corte de pelo casero y desastrado y unas costumbres bastante poco sociables. Si a eso se añade que no era muy ducho en el manejo del lenguaje oral y gastaba grandes dosis de timidez, no es extraño que desde el primer día recibiera el mote de «el tonto de Glenlair». Así se introdujo en la vida social el que estaba destinado a ser uno de los científicos más importantes de la historia de la humanidad.

Uno de sus compañeros de aula, Peter Guthrie Tait, que luego sería un matemático de prestigio, se dedicaba a escribir en su diario algunas notas sobre todo lo que acontecía en las clases. A Maxwell le dedicó más de una entrada:

«En la escuela era, al principio, tímido e incluso algo torpe. No era capaz de hacer amigos y en sus vacaciones y momentos de asueto se dedicaba a leer viejas baladas, dibujar extraños diagramas y realizar grotescos modelos mecánicos sobre el papel».

Aquel grado de concentración en ese tipo de actividades, completamente incomprensibles para el resto de los alumnos, le sirvió para ganarse ese mote ominoso. Pero a mitad de la estancia escolar terminó sorprendiendo a todos al convertirse, como por arte de magia, en el más brillante de la clase, merecedor de los más altos galardones en matemáticas y lengua.

Como si hubiera querido callar de golpe todas las bocas, y cuando solo tenía catorce años, escribió su primer artículo científico dedicado a la geometría del óvalo. Se trataba de la descripción matemática de un óvalo perfecto. El artículo mereció ser publicado en el boletín de la Real Sociedad de Edimburgo.

¿Qué pudo pasarle al tonto de Glenlair para convertirse en la lumbrera de la clase? ¿De dónde había salido esa genialidad?

Pasados los primeros momentos de aclimatación a las aulas, James conoció a una familia que acudía cuando podía a rescatarlo de la escuela para introducirlo en el fértil ambiente intelectual de Edimburgo. Aquello fue una auténtica tabla de salvación. Iban todos juntos a conferencias y exposiciones, compartían reuniones en la Real Sociedad y pasaban las vacaciones de verano con él. Era nada menos que la familia de William Thomson, el que iba a sentar los cimientos de la termodinámica y pasaría a la historia como lord Kelvin. James compartía con su nuevo tutor algunas cosas. Ambos habían crecido sin madre, criados por padres viudos bienintencionados pero torpes en la crianza. Ambos se iniciaron en los estudios con triste fortuna y ambos habían terminado por encontrar su vocación en el estudio de la naturaleza de lo intangible (las matemáticas íntimas del mundo, la temperatura y la luz).

Thomson había establecido los primeros contactos con las ideas del físico francés Fourier, quien en su obra Teoría analítica del calor realizó toda una exposición de principios sobre la posibilidad de explicar, mediante matemáticas abstractas, la forma en que el calor es conducido a través de los cuerpos sólidos. El hombre quedó fascinado por la lectura de este trabajo y comenzó a idear la posibilidad de que la matemática pudiera aplicarse también al estudio de cualquier otro tipo de energía. De hecho, sus primeros y precocísimos artículos científicos de peso (publicados cuando tenía entre dieciséis y diecisiete años) eran un resumen de sus ideas sobre el potencial universal de las matemáticas y una defensa del tratado de Fourier, que empezaba a ser muy criticado en el Reino Unido. Tras una temporada en París, regresó a Glasgow, donde en 1846, con solo veintidós años, obtuvo la cátedra de Filosofía Natural de la universidad, si bien es cierto que, en este caso, además de sus méritos, obró la mano de su padre, que contaba con innumerables influencias en el orbe académico. En dicha cátedra pasó el resto de su carrera y solo la abandonó a los setenta y cinco años de edad. Y trabajando en esa cátedra comenzó a acoger al joven Maxwell alguna tarde que otra en su casa.

A base de compartir intereses con los hijos de Thomson, James acabó por impregnarse con parte de la sabiduría del padre. Así, James Clerk Maxwell se convirtió en el único chaval de la clase familiarizado realmente con las matemáticas. Sus anhelos, sus distracciones y sus gustos, sus aspiraciones académicas y su potencial no tenían nada que ver con los del resto de los compañeros. Tras pasar una breve temporada en la Universidad de Edimburgo, el chico se matriculó en el prestigioso Trinity College de Cambridge. Antes, ya había dado más muestras de encontrarse decidido a dedicar su vida a la ciencia. Había leído con profusión obras de cálculo diferencial de Cauchy, las teorías del calor de Fourier que le había enseñado Thomson, la geometría descriptiva de Monge, la óptica de Newton y varios libros de mecánica, tal como aún está registrado en los archivos de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo.

En el Trinity las cosas eran muy distintas a como habían sido en la primera escuela de Maxwell. El propio William Thomson, su tutor, se preocupó más adelante, ya convertido en lord Kelvin, de describir aquellas escenas entre estudiantes a partir de los relatos que recordaba de boca de James:

«Los alumnos se sentaban todos juntos a cenar. Aquello propició a Maxwell un contacto diario con lo más granado del College, entre los que se encontraban personalidades que iban a ser muy distinguidas en el futuro. Ellos, a pesar de la timidez y de ciertas excentricidades de James Clerk, reconocieron enseguida su autoridad intelectual».

Pronto el nuevo alumno empezó a dar muestras de un carisma inusitado. Probablemente aliñado por su extraña personalidad, pero también merced a las increíbles cosas que decía. De hecho, muchos encontraban difícil seguir sus discursos, cambiaba rápidamente de un tema a otro y mezclaba con soltura, con demasiada soltura, conceptos de matemáticas, química, termodinámica…

En 1854, Maxwell se graduó en Matemáticas por el Trinity College, y pronto realizaría la primera de sus grandes aportaciones al mundo de la ciencia. James estaba muy interesado en los estudios que había realizado Michael Faraday sobre electricidad y magnetismo. En concreto, en las leyes de inducción según las cuales se podía crear una corriente eléctrica al producir variaciones en fuerzas de atracción magnéticas. Faraday había establecido la hipotética existencia de «líneas de fuerza» que ejercían su influencia en un espacio que no estaba vacío, sino que tenían ciertas propiedades físicas. Hoy llamamos a ese espacio «campo magnético», pero en la época en la que Maxwell empezó a trabajar en el problema de su definición se trataba de un asunto bastante esotérico. Algo así como una obra de magia.

Para dar cuerpo a sus estudios, Maxwell intentó equiparar el comportamiento de aquellas líneas de fuerza con las líneas de flujo de un fluido que no se pudiera comprimir. El interés por la obra de Faraday le abrió las puertas de lo que más adelante sería su gran unificación de las leyes de la electricidad y el magnetismo con una serie de ecuaciones que serían universalmente reconocidas. Pero todavía faltaba mucho para que llegara aquel momento.

Antes la vida de James empezó a adornarse de acontecimientos inesperados. Entre ellos, por ejemplo, que su padre cayera gravemente enfermo, lo que lo obligó a tomarse un descanso en sus investigaciones para cuidar de él. Se desplazó de nuevo al Glenlair de su infancia, a principios de 1856, y convivió con el anciano hasta su muerte en abril de ese mismo año.

El padre de James era un hombre muy religioso y transmitió su fe a sus hijos. James Clerk fue un científico racionalista hasta donde le permitían sus creencias, forjadas al calor de la Iglesia anglicana. En el entorno académico, los que intentaban deshacerse de la fe como fuente de conocimiento ya habían dejado de ser una minoría exótica, aunque el pensamiento mayoritario seguía siendo creyente. Maxwell se vio obligado en más de una ocasión a defender su postura intelectual. Incluso llegó a decir que «el cristianismo es la única religión capaz de resistir un análisis racional». Aquel debate permanente entre la razón y la fe, aquel empeño tan de moda entonces de reducir las creencias a expresiones racionales o de justificar la razón como un don divino no era totalmente inocuo: dejaba sus cicatrices en la mente de un joven despierto e inquieto como James. De hecho, pasó varias crisis de religiosidad coincidentes con los momentos en que tenía que preparar sus exámenes más duros. Aun así, sus creencias nunca desaparecieron y se fueron haciendo más férreas con el tiempo.

Buena parte de su férrea convicción religiosa se la debía a Katherine Dewar, otra joven de inquebrantable concepción cristiana del mundo, con la que se casó en 1859 y con la que no tuvo hijos. Un año después de su boda, fue nombrado profesor del King’s College, que acababa de fusionarse con el Marshall College, institución dirigida por su suegro. Allí, se dedicó durante mucho tiempo al estudio del color. Se pasaba horas mirando un aparato que él llamaba «caja de colores», que consistía en un cajón de madera de gran tamaño (los vecinos pensaban que se trataba de un ataúd) en el que proyectaba la luz del sol para ver cómo brillaba y se descomponía. Ese mismo año de 1860 publicó su Teoría sobre la percepción de los colores. Intuyó que todos los colores eran el resultado de la mezcla precisa de los primarios rojo, verde y azul y estableció medidas concretas para explicar estas mezclas. Pero lo más sorprendente es que, como apoyo a sus teorías, realizó un experimento que iba a dar la vuelta al mundo. Fotografió un lazo de vestido de su mujer con diferentes filtros de cristal (uno por cada color primario). Luego proyectó los negativos superpuestos uno encima de otro y fotografió el resultado. Aquella fue la primera fotografía en color de la historia.

Otra área de investigación que ocupaba buena parte del tiempo de trabajo de Maxwell era el estudio de los gases. Una de sus aportaciones en esta disciplina se produjo por casualidad: mientras su esposa atizaba una caldera, intuyó que los gases estaban compuestos de innumerables partículas en movimiento (algo que ya había sido advertido años atrás por algunos otros científicos). Maxwell, poseedor de una habilidad matemática impresionante, fue capaz de explicar sobre el papel este fenómeno: las moléculas de los gases se encuentran a diferentes temperaturas y, al moverse y chocar, unas transfieren calor a las otras; de ese modo, la cantidad total de energía del Universo permanece constante, en un prodigioso balance de ganancias y pérdidas de energía. Maxwell estaba a un paso de proponer su teoría de unificación electromagnética.

Y aquello no era moco de pavo. La física de la época padecía un severo «horror al vacío», un miedo atroz a explicar cualquier modelo en el que el escenario fuera la nada. Todos los procesos energéticos, todas las fuerzas, actuaban en un andamiaje invisible, se sustentaban en una sustancia que nunca nadie fue capaz de identificar y a la que llamaban éter. No se tocaba, no se veía, no se olía…, pero existía.

La luz viajaba por el éter, la atracción magnética se sustentaba en el éter, los planetas flotaban en el éter, el fuego ardía en el éter. No había otro modo de explicar la naturaleza. El éter era el lienzo que Dios había diseñado para pintar sobre él los fenómenos físicos.

Pero el modelo de Maxwell funcionaba sin necesidad de éter, sus ecuaciones podían explicar el comportamiento de los gases, del calor y de la luz sin el lienzo divino. Así que dudó seriamente de sí mismo. ¡No podía ser! Tenía que estar equivocado: de su mente no podría haber salido una idea que cuestionara de tal modo el orden de las cosas. De hecho, defender que una fuerza pudiera actuar con otra en el vacío era una herejía imperdonable para la época.

Maxwell introdujo como pudo la variable física del éter en sus medidas y descubrió que sus fórmulas no perdían por ello un ápice de exactitud.

Su mente no se conformó con estudiar el mundo circundante. Maxwell también puso la vista en el cielo. Tres años antes de casarse se habían publicado las bases para optar al prestigioso Premio Adams para artículos científicos, concedido por el Saint John’s College de Cambridge. El tema central de los trabajos debía ser el movimiento de los anillos de Saturno. James decidió optar al premio y se dedicó durante los siguientes dos años a trabajar en el artículo. En el transcurso de sus investigaciones, intuyó que dichos anillos debían de estar formados por una ingente cantidad de partículas sólidas. Esa era la única explicación que podía hacer posible su movimiento estable. En una carta enviada a su colega Lewis Campbell en 1857 lo explicaba:

«Cada vez estoy más convencido de que se trata de anillos de polvo. Es como si la ciudad de Sebastopol hubiera sido sitiada por un bosque de cañones separados varios miles de millas uno de otro y disparando constantemente mientras no dejan de girar en torno a la capital».

Parece mentira que aquel hombre fuera capaz de afinar tanto su intuición. En 1981, las sondas espaciales Voyager pudieron confirmar ópticamente que Maxwell tenía razón.

El artículo de James Clerk mereció el Premio Adams de 1859; el jurado declaró que

«era una de las más bellas aplicaciones de las matemáticas que jamás se habían contemplado».

Tras aquel triunfo, todo estaba preparado para que se publicara el más trascendental de los trabajos de este genio escocés: la determinación de la relación existente entre la luz, la electricidad y el magnetismo. En 1873, publicó Tratado de electricidad y magnetismo, donde se exponían, de manera elegantísima, solo cuatro ecuaciones, suficientes para dar cuenta de toda una teoría física. La luz no es más que un campo electromagnético de vibración muy rápida y se desplaza mediante ondas a través del éter. Las ondas son producidas por un campo magnético que, a su vez, genera un campo eléctrico. Así, electricidad y magnetismo no eran más que dos caras de la misma moneda. La vibración del campo electromagnético de la luz le confiere su naturaleza. Si se aumenta o se disminuye ese ciclo de vibración aparecen otros tipos de radiaciones. Maxwell solo llegó a intuir este último dato, que fue confirmado cuando, en 1888, Hertz descubrió las ondas de radio de baja frecuencia. Por su parte, Roentgen halló que los rayos X eran el otro extremo del espectro. Entre ambos polos habría de hallarse el resto de las radiaciones electromagnéticas hoy conocidas (rayos gamma, ultravioleta, infrarrojos, microondas…). Todos forman parte de la misma familia, descubierta por primera vez por James Clerk Maxwell. A ese hallazgo le debemos hoy la posibilidad de ver la televisión, de usar rayos X para diagnosticar enfermedades, de transmitir información por Internet o de escudriñar la radiación infrarroja de una galaxia lejana.

Poco después de este hallazgo, Maxwell decidió retirarse definitivamente a Glenlair, donde viviría cómodamente de las rentas. Solo regresó a la actividad en un breve paso por Cambridge, donde fundó el Laboratorio Cavendish, germen del nacimiento de numerosos científicos importantes hasta la actualidad.

En 1879, un repentino cáncer le condujo a la muerte, que fue certificada el 5 de noviembre. El nombre de James Clerk Maxwell era referencia ineludible para los físicos y los estudiantes de Física, pero su prestigio como científico alcanzó valor universal. Albert Einstein reconoció públicamente que se sentía deudor del investigador escocés:

«Desde los tiempos de Maxwell, la realidad física ha sido interpretada mediante campos continuos. Aquel cambio en la concepción de las cosas es el más profundo y el más fructífero desde Newton. Mi teoría especial de la relatividad le debe su origen a las ecuaciones de Maxwell sobre los campos electromagnéticos».

Sin saberlo, hoy utilizamos las famosas ecuaciones a diario. La radio, la televisión, el radar, el horno microondas, las imágenes térmicas, los sensores de infrarrojos de una alarma… Todo ello ha sido posible gracias a que sabemos que la energía se traslada a través de campos. Pero, además, calculando la velocidad de las ondas electromagnéticas, Maxwell sentó las bases de la relación entre velocidad, masa y energía que estableció Einstein con su teoría de la relatividad. Por lo tanto, puso la primera piedra para el uso de la energía nuclear. Por último, el descubrimiento de la luz como radiación electromagnética condujo al hallazgo de otras radiaciones de la misma naturaleza, como la infrarroja o la de radio. Hoy, buena parte de nuestro conocimiento del Universo se debe a que somos capaces de construir telescopios que escrutan el cosmos en busca de radiaciones infrarrojas portadoras de información sobre fenómenos energéticos tan sorprendentes como los agujeros negros; o radiotelescopios que, desde la Tierra, escuchan las emisiones de radio de lejanísimas galaxias y, gracias a ellas, establecen distancias, composiciones y biografías de millones de estrellas. Sin duda, Maxwell propuso toda una revolución científica de consecuencias innumerables para las vidas de los seres humanos. Todo gracias a que nos enseñó que el mundo no es exactamente como lo vemos, que la luz que se refleja en los objetos es portadora de una porción de la información completa de la naturaleza. El mundo es mucho más bello visto en todas las bandas del espectro electromagnético.

Capítulo 8
Ignaz Semmelweis, loco por lavarse las manos

Para llegar al área de maternidad del Hospital General de Viena, las mujeres a punto de dar a luz tenían que atravesar siete oscuros corredores. A menudo solas, acompañadas a lo sumo por sus madres o un ama de llaves, entraban en la institución por una puerta especialmente habilitada para preservar su anonimato. No siempre eran mujeres que acudían libre y felizmente al parto. El séptimo corredor desembocaba en una gran sala dividida en varias habitaciones. La actividad allí era frenética. En las medianías del siglo XIX la natalidad en la vieja capital austríaca se había disparado. No en vano, el país vivía bajo la calma del imperio de Francisco José I y su admirada esposa Sissi, recién apagada la última revolución. El hospital, un bello edificio de planta cuadrada con vistas a la montaña, era tan elegante por fuera como oscuro por dentro.

Treinta o cuarenta empleados, entre estudiantes de obstetricia, ayudantes, comadronas y doctores, atendían en turnos de veinticuatro horas a las pacientes que se distribuían en diferentes habitaciones según su condición médica y social. Las parturientas que no requerían especial atención médica antes de dar a luz, a un lado, atendidas por estudiantes o comadronas. Las que llegaban con algún tipo de enfermedad, infección o debilidad, a otro donde trabajaban los médicos obstetras más especializados. La zona más masificada, oculta a la vista de los visitantes por grandes biombos grisáceos, era aquella a la que iban a parar las mujeres sin recursos que asistían al hospital gracias a la beneficencia. La sala de los partos caritativos. En ella esperaban el alumbramiento las damas, la mayor parte de las veces tristes y solitarias, mujeres abandonadas, madres solteras, prostitutas… Allí la sífilis se había convertido en una infección tan común como un catarro de invierno. Y, de hecho, los médicos le prestaban la misma atención que a los catarros: ninguna. Se sabía que era contagiosa, pero no se tenía la menor idea de cómo evitar los contagios; se conocían sus efectos devastadores, pero no había modo de diagnosticar quién la padecía antes de que afloraran los más evidentes síntomas: el sarpullido en las palmas de las manos y en la planta de los pies, las verrugas en la vagina, la evidente debilidad del cabello…

En esas salas atestadas, las mujeres que iban a ser madres compartían algo más que un destino de unas horas con sus asistentes. Durante las veinticuatro horas de cada turno del departamento de obstetricia, las comadronas no salían de la habitación; comían, se vestían y trabajaban en el mismo espacio que las pacientes. A menudo se tumbaban en la cama un rato a descansar al lado de la mujer parturienta. En esas condiciones, lo habitual era que las propias comadronas terminaran contrayendo también una infección. Los obstetras solían bromear con la sífilis. «Es una consecuencia inevitable de andar tocando a tantas mujeres», decían con desdén. La mayor parte del personal femenino del área de maternidad del Hospital General de Viena terminaba infectado, aunque los síntomas del mal podían aparecer cinco o diez años después.

La maternidad era un mundo aparte. Ni siquiera en la sección de pago para mujeres adineradas estaban permitidas las visitas o el acceso al personal médico regular. Nadie tenía derecho a saber quién había entrado en las salas de parto, bajo qué circunstancias, de dónde procedía cada cual. ¡Sabe Dios cuántas de esas mujeres no habían deseado su embarazo, qué dramas se arremolinaban en aquellas biografías, cuántos niños engendrados fuera de los estrechos límites de la corrección moral de la época! Ricas o pobres, felices o desgraciadas, todas las mujeres que ingresaban debían escribir su nombre en un papel que se encerraba dentro de un sobre sellado. El sobre se pegaba a cada cama durante toda la estancia.

Si la mujer vivía, se le devolvía el sobre cerrado. Nadie conocía su nombre. En demasiadas ocasiones el sobre era lo único que se llevaba a casa de vuelta, pues el niño habría muerto en el parto. Si la mujer moría, las comadronas abrían el sobre y gritaban el nombre en la sala de espera con la esperanza de encontrar algún familiar. A veces, junto al sobre, se les entregaba a los familiares un recién nacido huérfano.

Pero la institución médica distaba mucho de ser inhumana. La primera intención del doctor Johann Lukas Boër, director del hospital entre 1798 y 1822 e impulsor del nuevo concepto de maternidad, había sido evitar al máximo el número de abortos. Por eso se admitía a mujeres en cualquier momento del embarazo, no solo parturientas, y se les propiciaban cuidados incluso meses después de dar a luz. Las damas que no podían permitirse sufragar una estancia tan larga compensaban su atención realizando pequeñas labores de asistencia en el hospital: fregaban platos, cosían, hacían camas… Aunque parezca mentira, los vieneses estaban orgullosos de su Hospital General. Quizás porque no conocían realmente lo que sucedía entre sus paredes.

La mayor parte de los niños nacidos en su maternidad moría antes del primer año de vida. Muchos porque adquirían congénitamente la sífilis de sus madres. Otros por las epidemias gastrointestinales que periódicamente corrían como la pólvora por la institución. Entre 1784 y 1854, fueron atendidos 293.544 recién nacidos de madres sin recursos, de los cuales 228.818, casi el 80 por ciento, murieron antes de ser adoptados o de tener una salud suficientemente buena como para ser dados de alta junto con sus madres.

En un desesperado intento por reducir estos escandalosos datos, el emperador había decretado que todos los niños nacidos sanos fueran enviados lo antes posible a un domicilio privado alejado del hospital. Se concedía incluso un subsidio a las familias de acogida de bebés mientras la madre se recuperaba. Aun así, corría por la ciudad un estremecedor rumor que no distaba de ser cierto: «Era más fácil que un niño o su madre sobrevivieran a un parto en medio de la calle que dentro de las paredes del Hospital General de Viena». El rumor no era más que un triste reflejo de la realidad. Si alguien hubiera tenido acceso a las estadísticas habría sabido que, en la Viena de mediados del siglo XIX, cinco de cada 1.000 partos en casa acababan con la muerte de la madre, del hijo o de ambos. Si el parto se producía en un hospital las muertes ascendían a 50 o 100 de cada 1.000.

La fiebre puerperal, la maldita fiebre puerperal o, lo que es lo mismo, el nombre genérico e ignorante con el que se designaba la causa de cualquier muerte de origen desconocido en el paritorio, empezaba a obsesionar a algunos médicos el año en que llegó al hospital un joven doctor de origen húngaro, tímido, circunspecto, de mostacho grueso y mirada inquisitiva llamado Ignaz Semmelweis. Fue admitido como ayudante del doctor Johannes Klein en la sección primera de la maternidad el año 1846 y allí se dio de bruces con una realidad que probablemente no esperaba.

Los médicos que lo acogieron como alumno difícilmente acertaban a entender la razón de la mortalidad de las madres y los recién nacidos. Siguiendo los programas de anatomía patológica de la época los doctores solo podían entrever las causas de las muertes observando los cambios anatómicos más evidentes de las víctimas. Se fijaban especialmente en las variaciones de forma y tamaño del útero. Practicaban autopsias inmediatamente después de cada muerte y, en muchas de ellas, observaron deformidades en ese órgano femenino. Pero, en otras ocasiones, la fiebre puerperal no dejaba rastro evidente. De manera que los médicos empezaron a pensar que, en realidad, aquellos fallecimientos no se debían a una sola causa y acuñaron todo tipo de términos para justificar las defunciones: endometritis (inflamación de la membrana mucosa del útero), metroflebitis (inflamación de las venas uterinas), peritonitis (inflamación de las membranas del abdomen), meningitis (inflamación de los tejidos que rodean el cerebro o la médula espinal). Parecía que con tamaña jerga la institución médica ofrecía cierta seguridad de saber qué males se traían entre manos. Pero en realidad no era más que una ristra de palabras añadidas al diccionario de la ignorancia: no se sabía qué provocaba la mortalidad elevada y, lo que es peor, no se tenía ni idea de cómo detenerla.

A poco de entrar al servicio del Hospital General de Viena, Ignaz Semmelweis se topó de bruces con los dos grandes defectos de su currículo: era judío y era húngaro. Su condición de extranjero no católico lo relegaba a elegir alguno de los puestos menos deseados por el resto de sus colegas residentes. Ignaz cayó en el departamento de obstetricia el mismo día en el que cumplía veintiocho años (el 1 de julio de 1846) y allí empezó a trabajar a las órdenes del doctor Klein, vienés de cuna, jefe del departamento. Su labor como asistente consistía en realizar el primer informe preliminar de las pacientes, prepararlas para ser atendidas por Klein, supervisar a cierta distancia los partos y practicar operaciones en los casos más sencillos. Una de sus obligaciones menos gratificantes era la práctica de autopsias a las mujeres fallecidas rodeado de docenas de estudiantes de Medicina.

Klein dirigía la sección 1 de obstetricia en el Hospital General. Y todo el mundo sabía lo que eso significaba. En aquella sala era donde, tradicionalmente, se producía un mayor número de bajas. Semmelweis se enfrentaba cada mañana al mismo espanto: las mujeres asignadas a la sección 1 suplicaban entre sollozos otro destino, se aferraban a la solapa del joven médico pidiendo incluso ser dadas de alta antes de entrar al otro lado del biombo para ser atendidas. A Ignaz no tardó en repugnarle su trabajo. Por las noches, tras la larga y dura jornada de trabajo, regresaba a su apartamento y escribía compulsivamente, seguro que con la única intención de aliviar el peso que las imágenes recordadas dejaban sobre su conciencia. Escribía en su diario:

«La falta de respeto con la que el personal de la sección 1 trata a las mujeres que van a dar a luz me hace sentir tan miserable que la vida parece carecer de sentido».

Escribía cartas a una de las pocas personas con las que podía sincerarse, su amigo Lajos Markusovszky, otro médico húngaro residente en Viena:

«Mi querido Lajos, mi buen amigo, mi dulce apoyo. Debo confesarle que mi vida es infernal, que desde siempre la idea de la muerte de mis enfermas me resultó insoportable, sobre todo cuando esa muerte se desliza entre las dos grandes alegrías de la existencia, la de ser joven y la de dar la vida».

O escribía simplemente para aliviar sus noches, sin destinatario aparente:

«No puedo dormir ya. El desesperante sonido de la campanilla que precede al sacerdote portador del viático ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible. No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos con el que cerramos cada jornada».

Pero cada día siguiente de cada una de esas noches Ignaz volvía con energías renovadas al hospital. Lejos de desfallecer, el amanecer le prestaba una nueva razón para seguir trabajando. Pidió adelantar su hora de entrada al trabajo y dedicar un rato previo a diseccionar todos los cuerpos de mujeres fallecidas en la ominosa sección 1. Quería entender qué les estaba pasando a esas infortunadas mujeres muertas en la flor de su juventud. Y durante meses indagó entre los cadáveres fríos y abandonados sin encontrar respuesta. No había alteraciones evidentes, no presentaban deformidades, traumas, heridas especiales. No existían inflamaciones inesperadas, humores extraños. ¡Maldita sea, eran mujeres normales, como tantas otras que han dado a luz desde el principio de los tiempos!

Dos preguntas martilleaban las sientes del doctor Semmelweis durante semanas. La primera: ¿por qué morían más mujeres en la sala del profesor Klein en el Hospital General de Viena que en la sección 2, del profesor Bartch, y sus comadronas, que se situaba pared con pared en la misma planta?

La segunda: ¿por qué una mujer tenía más probabilidades de morir durante el parto en un hospital que si decidía dar a luz en plena calle?

Semmelweis comenzó a sospechar que los tactos vaginales de los estudiantes eran menos delicados y provocaban más inflamación, una inflamación fatal que devenía fiebre puerperal. No quería ni pensar en ello, pero algo le hacía entrever que la razón de las muertes elevadas tenía que ver con la única gran diferencia entre las dos secciones de obstetricia: la de Klein estaba asistida por médicos jóvenes y estudiantes mientras que en la de Bartch a las mujeres las trataban, sobre todo, comadronas. ¿Qué hacían aquellas mujeres que no hacían los médicos? O, al contrario: ¿qué prácticas médicas habituales, obviadas por las comadronas, estaban infligiendo un daño irreparable a las pacientes?

Semmelweis halló una posible respuesta. El día a día del obstetra era bastante rutinario. A primera hora solían realizarse prácticas de laboratorio y autopsias. Se reunían varios médicos y estudiantes en la morgue, una sala de mármol vagamente iluminada donde la noche anterior se habían depositado los cadáveres de las últimas desdichadas. Abrían los cuerpos por turnos y discutían sobre patología y anatomía. A menudo la discusión se dilataba hasta que algún asistente advertía que una mujer se había puesto de parto. Entonces, uno de los médicos acudía a la llamada, con la misma vestimenta empleada para la autopsia. Lo primero que veía la joven parturienta era un doctor embutido en un mandil de hule sanguinolento, con las manos sucias oliendo a formol. El médico nunca se aseaba antes de tocarla. Pasaba directamente de las vísceras de un cadáver al vientre latiente de una asustada futura madre.

Semmelweis comenzó a sospechar que los doctores de la sección 1 estaban transmitiendo algún tipo de «veneno» a sus pacientes desde los cuerpos diseccionados de la sala de autopsia hasta la sala de maternidad.

De hecho, en la sección 2 no ocurría tal cosa. Las mujeres eran atendidas sobre todo por comadronas que no asistían jamás a una autopsia.

¿Pero qué era aquel veneno?

Aún faltaban al menos cuarenta años para que Pasteur demostrase la teoría microbiana y descubriera al mundo el efecto de los gérmenes sobre la salud. Pero Ignaz tenía ya acceso a algunos libros donde se proponían revolucionaras ideas sobre el contagio de enfermedades. En la facultad había leído el viejo Tratado sobre la fiebre puerperal epidémica del escocés Alex Gordon, que advertía de que las comadronas y doctores que habían tratado a una mujer fallecida debían abstenerse ese día de seguir asistiendo a otras enfermas. También conocía el libro recién publicado del médico de Harvard Wendell Holmes, El contagio de la fiebre puerperal, en el que se recomendaba que el personal de autopsias no practicara partos. Pero ambos manuales eran demasiado vagos en la definición del problema.

Curiosamente, lo que los médicos aún no se atrevían a declarar abiertamente era vox populi en la calle. Porque las mujeres embarazadas de la Europa de la época sabían perfectamente que el destino de sus vidas y de las de sus futuros hijos yacía en el azar, el juez supremo que dictaba qué médico iba a atenderlas. De hecho, a la fiebre puerperal se la llamaba en la calle «la peste de los doctores».

Sí, eran los médicos los que transmitían el mal. Pero nadie estaba dispuesto a decirlo públicamente. Acusar a la casta de los doctores de haber matado por ignorancia a miles de mujeres era el camino más fácil de cavarse uno mismo su propia tumba profesional.

Pero quizás había un modo más sutil de cambiar las cosas. Sin hacer demasiado ruido. Ignaz empezó a ganar capacidad de influencia entre los doctores de la sección 1 y se permitió dar algunos consejos a los más novatos. Por ejemplo, lavarse las manos después de cada autopsia y antes de cada parto. Porque, aunque parezca mentira, ningún doctor se aseaba jamás antes de intervenir. De hecho, en la sala de maternidad no había lavabo. Así que fue convenciendo poco a poco a algunos especialistas para que se untaran las manos con una solución clorada «hasta que no quedara resto de olor a cadáver en la piel». Aquellos médicos que le hicieron caso vieron cómo las muertes entre sus pacientes empezaron a caer en picado.

Semmelweis creyó haber encontrado una solución al problema más misterioso de la ciencia obstétrica. Así que corrió al despacho de Klein a proponerle una práctica tan sencilla como revolucionaria: instalar lavabos en todas las salas del Hospital General y obligar a los médicos a usarlos. Como premio a su brillante idea, Ignaz fue fulminantemente despedido.

La simple idea de que los doctores fueran transmisores de una enfermedad infecciosa fue considerada un ultraje.

Los siguientes años de su carrera son lo más parecido a un infierno. Ignaz regresó a Hungría y se negó a contar a nadie las razones de su fracaso en Viena. Perseguido por sus colegas y por el sentimiento de culpa de haber visto morir a cientos de mujeres entre sus manos, Semmelweis estuvo al borde del colapso. Solo su amigo Jakob Kolletschka, también médico, fue capaz de comprenderlo y de invitarlo a tomarse un descanso para reflexionar. Ignaz no era un hombre de fácil trato. Sus redes sociales eran escasas. Tenía unos cuantos amigos, pero no estaba dispuesto a entablar una batalla contra el estamento médico. Estaba condenado a sufrir en silencio y dejar pasar la oportunidad de cambiar la historia de la medicina. Recibió de nuevo permiso para volver al Hospital General, pero sería ya un miembro silencioso y dócil del cuerpo de empleados. Uno más.

Solo una nueva noticia trágica iba a hacerle reaccionar: la muerte de Kolletschka, su gran apoyo en este mundo. Al parecer, un estudiante poco ducho le había producido un corte en el dedo con un bisturí mientras realizaban una autopsia. El médico no le dio importancia, pero al día siguiente presentó un cuadro de infección masiva: «Supuración e inflamación de las glándulas linfáticas, de las venas, de la pleura, del peritoneo, del pericardio y de las meninges».

Semmelweis creyó estar leyendo el parte médico de una de sus muchas pacientes muertas, pero la autopsia era de su camarada. De inmediato, relacionó la muerte de Kolletschka con los decesos en la sala de partos. Como un suspiro de inspiración, en un segundo al que todos los seres humanos vivos desde entonces le tenemos que estar agradecidos, Semmelweis ató definitivamente cabos. Tenía razón: la causa de los fallecimientos puerperales no era otra que el traslado de sustancias infecciosas desde la sala de autopsias hasta el paritorio. El portador de tales agentes no era otro que el propio médico a través de sus manos sucias y sanguinolentas. Esa era la razón de que los partos en plena calle fueran, a veces, más seguros. Y, sobre todo, ese era el motivo de que, en la sala primera del Hospital General de Viena, donde operaban Klein y sus estudiantes, la mortalidad femenina fuera increíblemente mayor que en el paritorio de Bartch. En este, no había estudiantes que corrieran de la mesa de disecciones a la sala de operaciones, sino comadronas que no habían tocado un cadáver en su vida.

«Desodorar las manos. Todo el problema radica en eso», escribió Semmelweis antes de mandar preparar una nueva solución de cloruro cálcico, con la que el estudiante que hubiese disecado el mismo día o la víspera debía lavarse cuidadosamente las manos antes de reconocer a las mujeres.

Más adelante, Semmelweis comprobó que la infección no solo puede contagiarse de un cadáver a una mujer, sino que una parturienta infectada también puede transmitirla a una sana. «El último velo cae. La luz se hace. Las manos por su simple contacto pueden ser infectantes.» En adelante, cualquiera que vaya a reconocer a una parturienta deberá lavarse las manos con cloruro cálcico, haya o no realizado una disección en los días previos. El resultado fue magnífico. En el mes siguiente la mortalidad por fiebre puerperal cae al 0,23 por ciento. Es decir, prácticamente desapareció.

Lejos de ser recibidos por los médicos como merecían, los descubrimientos de Semmelweis desencadenaron aún todas las envidias, todas las vanidades. Se afirmó que sus estadísticas estaban manipuladas, que no podrían reproducirse los resultados cuando se intentara repetirlos en otros lugares. Solo cinco de los profesores y médicos destacados de Viena se mostraron partidarios de la teoría de Semmelweis. Pero Ignaz, ahora, es ya un terremoto imposible de parar. El antiguo doctor callado y domable se ha convertido en el azote de la comunidad más elitista de la ciencia de su momento.

El 15 de mayo de 1850, Semmelweis convoca una reunión en la sala de conferencias de la Sociedad Médica de Viena, una sala gigantesca y decorada con estrépito rococó donde algunos de los mejores médicos de la historia han comunicado al mundo sus hallazgos. Ignaz sube al estrado, se atusa el mostacho corto y grueso que ya empieza a clarear, carraspea detrás de la pajarita negra y comienza su charla: «Vengo a decirles solo tres palabras: lávense las manos».

El doctor Semmelwies ahora sí, recibe el aplauso de sus colegas. Ahora sí, la medicina empieza a entender algo que durante siglos había escapado a la inteligencia de las mentes más brillantes: la asepsia es el primer y más eficaz acto médico. Ignaz es nombrado director de la sección de Maternidad de su hospital vienés. Pero, para él, la historia no ha acabado.

Resentido por diez años de destierro profesional, agobiado por los fantasmas de miles de mujeres y niños muertos en el paritorio, el médico húngaro decide vomitar al mundo su rabia. Uno de sus primeros actos como obstetra director es enviar una «Carta abierta a todos los profesores de Obstetricia» con la que no solo rompe todos los protocolos de cortesía, sino que, imprudentemente, despierta de nuevo los odios.

¡Asesinos!, llamo yo a todos los que se opusieron a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. ¡Contra ellos me levanto como resuelto adversario, tal como debe uno de alzarse contra los partidarios de un crimen!

La reacción contra este panfleto dio lugar a tantas bajezas y tantas vilezas profesionales que se rumorea que incluso algún médico humillado llegó a infectar deliberadamente a parturientas para demostrar la falsedad de las propuestas de Semmelweis. Una hostilidad absoluta se opone a cualquier decisión suya. Sus ideas no son acogidas en el extranjero como esperaba. Su obra magna, Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal, finalmente publicada en 1861, no tuvo la repercusión que él esperaba.

Poco a poco Ignaz fue perdiendo la lucidez y la razón. Sus escritos, en vez de buscar argumentos técnicos o científicos que corroborasen sus teorías se convirtieron en largas e injuriosas parrafadas contra todos los profesores de Obstetricia. En su desesperación llegó a pegar por sí mismo pasquines en las paredes de la ciudad advirtiendo a los padres de familia de que no debían consultar con los «agentes de la muerte», médicos y comadronas. Sus palabras se volvieron incoherentes y sin sentido. Su cuerpo se encorvaba poco a poco. Caminaba tambaleante. Buscaba tesoros secretos escondidos en las paredes de la casa. La locura se apoderó de su alma. Vagabundeó por la ciudad entre risas. Con alucinaciones que le provocaban terrores y violencia. Corría a la calle a perseguir a sus aparecidos. En una de sus crisis, cayó en medio de la sala de disección de la facultad. Ante los ojos espantados de los alumnos, cogió un escalpelo y desgarró los tejidos del cadáver. Escarbaba con los dedos. Nadie se atrevía a detenerlo.

El 30 de julio de 1865 es ingresado en un hospital psiquiátrico de Viena. Dos semanas después, a los cuarenta y siete años de edad, muere. Entre los médicos que lo conocieron, se cuenta que Ignaz había muerto del mismo mal que tantas de sus pacientes. Su sangre se había infectado: quizás en algunas de esas jornadas de locura en la sala de disecciones cuando, fuera de sí, manipulaba las vísceras de las infortunadas. Probablemente, si hubiera vivido en nuestro tiempo, un buen doctor le habría diagnosticado un episodio de alzhéimer precoz. Lo cierto es que el visionario húngaro murió sin darse cuenta de que había ganado la batalla: sus detractores estaban equivocados, él tenía razón y el mundo de la medicina había iniciado ya un camino sin retorno hacia el culto a la limpieza.

Capítulo 9
Si Nikola Tesla levantara la cabeza, sería el Hombre de Negro

Un hombre alto, delgado, elegantemente vestido con traje oscuro, a la moda europea del primer tercio del siglo XX, paseaba al atardecer por un Nueva York lluvioso y desapacible. De repente, resbaló. Sus piernas se elevaron en el aire unas décimas de segundo, justo lo necesario para que en su cerebro se activara como un resorte un mecanismo eléctrico de supervivencia. Sus nervios se tensaron, sus músculos se contrajeron. El hombre dio un giro en el aire de 180 grados, a tiempo para caer con las manos en el suelo, sujetarse haciendo una flexión y levantarse de nuevo como si nada hubiera ocurrido. Con la agilidad de un gato que cae de pie tras dar varias vueltas en el aire.

Otro caballero que ve la escena sorprendido se acerca a preguntarle:

—¿Pero qué edad tiene usted?

Nikola Tesla, el inventor más prolífico de la historia de la humanidad, el hombre al que debemos hoy en día la luz de nuestras casas, responde ufano:

—Tengo sesenta años, me mantengo en forma.

Sí, Tesla rondaba los sesenta y seguía conservando la agilidad del joven que nunca dejó de ser hasta su muerte, más de veinte años después. Su sorprendente figura asombraba por igual a las damas estadounidenses de la primera mitad del siglo XX y a los oftalmólogos que, año tras año, comprobaban que sus ojos seguían funcionando con la eficacia de los de un niño. No es de extrañar que, vestido a la manera de los europeos clásicos (trajes oscuros, levitas rectas, corbatas estrechas…), viajando siempre solo, abstemio en todos los sentidos (no fumaba, no bebía, no se lo veía con mujeres) y empecinado en experimentar con cables eléctricos, bombillas fluorescentes y dinamos, a Tesla se lo considerara poco menos que un fantasma. En realidad, si hubiera nacido en nuestro tiempo habría sido una gran figura de la televisión, un hombre atractivo y misterioso, inventor de casi todo lo imaginable, valiente y aficionado a jugarse la vida con la electricidad, las chispas, las luces y los cables…, todo un Hombre de Negro del siglo pasado.

Y es que Nikola Tesla es una de las figuras más extrañas y evocadoras de la historia de la ciencia. Un hombre atormentado y vital a la vez que vivió una larga vida creyéndose ajeno a su tiempo y que puso la simiente de algunos de los avances tecnológicos más importantes que se registraron cuando ya no estaba entre nosotros.

«El presente es de ellos, pero el futuro, para el que verdaderamente trabajo, es mío.»

¿Desde cuándo albergaba la cabeza enjuta y angulosa de Nikola aquellas ideas visionarias? ¿Se supo siempre destinado a cambiar el mundo? No sería descabellado pensar que sí. De algún modo, la mirada huidiza de aquel hombre con el pelo peinado con raya en medio como un hachazo, que terminó acostumbrándose a las portadas de los periódicos y a la fama, alberga trazas de la vanidad de quien se sabe ciudadano de otra época, de quien tiene el secreto de cómo va a ser el futuro. Pocas imágenes son más representativas del progreso que los retratos que se dejó hacer Tesla, la más famosa, rodeado de rayos y chispas en jaulas de Faraday, sosteniendo al contraluz en blanco y negro grandes bombillas iluminadas sin cables, como bolas de cristal de un mago de la ciencia mostrando al mundo los prodigios que el ser humano era capaz de hacer al aprender a controlar la electricidad. Porque Nikola vivió en ese momento glorioso de la historia en el que el ser humano pasó de las sombras a las luces, en el que las calles de las ciudades dejaron de ser lodazales malamente iluminados con farolas de gas a vías luminosas al brillo de las bombillas. El tiempo en el que la claridad venció al sueño y las noches abandonaron para siempre el reino de la inactividad y el descanso para vibrar engalanadas de claridad para el trabajo o el ocio, para el estudio o el vicio. Había nacido la sociedad de las veinticuatro horas y lo hizo gracias a dos figuras fundamentales en la historia del ingenio, Thomas Alva Edison y Nikola Tesla.

La tarde lluviosa en la que el genio espigado demostró su agilidad física ante los viandantes neoyorquinos ya era consciente de su posición en el olimpo de la ciencia. Pero, a buen seguro, si el testigo de su hazaña gimnástica hubiera decidido invitarle a un café y le hubiera preguntado por su peripecia, Nikola habría relatado un cuento algo más triste de lo esperado. Quizás arropado por la lluvia y en la confidencia del desconocido habría confesado el amargo origen de su genio.

Tesla nació el 9 de julio de 1856 en la localidad croata de Smiljan, cuando Croacia era parte del Imperio austrohúngaro. Fue el cuarto de cinco hijos, contaba con tres hermanos y una hermana. Sabemos bastante de la vida de Tesla a través de la documentación biográfica abundante que legó, pero sobre todo podemos conocer parte de su pensamiento y de su cosmovisión gracias a la agradabilísima lectura de su autobiografía: un ensayo que tituló Mis invenciones, en el que se revela la imagen de un hombre sobradamente sabedor de su misión en la historia, consciente de la importancia clave de la ciencia y, sobre todo, del papel que los inventores han desempeñado como motores de la humanidad.

Aun así, Nikola no era precisamente el más inteligente entre sus hermanos. Todas las esperanzas de la familia Tesla estaban depositadas en el intelecto del primogénito Dane. Aquel chico tenía unas facultades extraordinarias. Nikola había ocupado un cómodo segundo plano en la familia y admiraba a su hermano mayor. Ya de adulto, no dejó nunca de reconocer el talento que irradiaba Dane.

—¿Sabe?, mi hermano era uno de esos fenómenos mentales que la biología es incapaz de explicar.

A Nikola y a Dane les gustaba su pueblo, sabían que tarde o temprano deberían salir de él en busca de mejores destinos, pero disfrutaban de las cosas de las que disfrutan los niños de los pueblos. Sobre todo, de su caballo, un animal que hacía las delicias de la vecindad y al que trataban como a un héroe.

—Aquel caballo nos trajo al mismo tiempo la vida y la muerte…, ¡qué cosas pasan! Le teníamos en palmitas desde que salvó a papá.

El patriarca de los Tesla había salido a pasear a caballo una tarde de invierno. La niebla que se cernía sobre Smiljan cayó más rápido de lo esperado y, ya casi de noche, el señor Tesla perdió la orientación. De repente se vio solo y aturdido en medio de una jauría de lobos. Azuzó al caballo y este, tras dar un par de coces atinadas, se deshizo de las bestias atacantes y devolvió a su amo sano y salvo a casa. De no ser por ese caballo el hombre habría muerto.

Pero, por una de esas paradojas con las que nos sorprende la vida, el mismo animal querido iba a traer la tragedia a la familia años después.

Nikola y Dane jugaban a montar por turnos. Un día, mientras Nikola miraba, Dane soltó las riendas un segundo y perdió el equilibrio. Cayó de cabeza y se fracturó el cráneo.

—La muerte de Dane sumió a mis padres en la desesperación. Yo contemplé la escena y, aunque ya hayan pasado tantos años, la impresión visual del suceso no ha perdido ni un ápice de su viveza. Aún veo la sangre sobre su rostro que empalidecía a cada segundo.

Hasta entonces, Nikola no había sido precisamente un niño brillante. Quizás por comparación con el talento que parecía derrochar su hermano. Y la muerte del primogénito tampoco iba arreglar las cosas.

—El constante recuerdo de sus logros empalidecía cualquier esfuerzo mío. Cualquier cosa que yo hiciera digna de reconocimiento hacía a mis padres recordar aún más su pesar. Así que crecí con muy poca confianza en mí mismo.

Aun así, Nikola ofrecía de vez en cuando chispazos de vivo ingenio. Quizás no sea más que una de esas historias que se cuentan en las familias los días de reunión festiva y que están más aderezadas de exageración que de realidad. Pero, al parecer, desde muy pequeño el chaval demostró sus dotes para salir airoso de cualquier situación. Entre sus muchos familiares, dos de sus tías causaban especial espanto a los niños; eran tan poco agraciadas que los pequeños esperaban con pavor el momento de la visita en que ambas se lanzaban hacia ellos para colmarlos de besos y achuchones. Un día, cuando Nikola se refugiaba en los brazos de su madre, las tías le preguntaron en broma cuál de las dos era más guapa. El crío, después de dudar unos segundos contestó: «No hay ninguna que sea tan fea como la otra».

A pesar de aquellos raptos de simpatía, la vida no era muy alegre bajo la inflexible vigilancia del padre de los Tesla. Militar de profesión y clérigo por vocación, fue un hombre culto, experto en filosofía natural, erudito y poeta. Su memoria era prodigiosa y le gustaba recitar obras clásicas completas. Solía decir que si un incendio devorara todos los libros de su biblioteca él sería capaz de reescribirlos de nuevo. De hecho, Nikola parecía haber heredado esa habilidad de su padre. Tenía memoria eidética, también conocida como memoria fotográfica. Su capacidad para recordar textos era proverbial, hasta el punto de que no necesitaba tomar muchas notas y apuntes para la realización de sus inventos. Eso ha hecho especialmente difícil la tarea de los historiadores de reproducir los numerosos experimentos que realizó en vida.

En aquel ambiente disciplinado y añorante del primogénito creció un Tesla inquieto. Y aún hubo de sufrir otro contratiempo feroz. En 1873, a los diecisiete años, su vida se enfrentaba a una compleja encrucijada. Estudiaba con febril obsesión los últimos cursos preuniversitarios. Era tan apasionado del trabajo que se levantaba todos los días a las tres de la madrugada para preparar las clases de esa jornada. Su padre, además, le empezó a educar en los asuntos clericales a los que quería que su hijo se dedicara: deseaba que continuara la tradición familiar de ser ministro de la Iglesia. Y para colmo se acercaba a la edad en la que debía cumplir el servicio militar obligatorio de tres años, cosa que realmente le espantaba.

El destino parecía confabularse contra sus planes íntimos de ser ingeniero. Quería dedicarse al estudio de la electricidad. Pero la ambición religiosa de su padre y las obligaciones con la patria se interponían en el camino. Tesla andaba siempre deprimido, angustiado por su futuro, comía poco, dormía menos… Cada día estaba más delgado, más débil. Comenzó a enfermar periódicamente. Alguna infección, agotamiento, luego la malaria. Y finalmente, tras una visita al campo a casa de una de sus tías, cayó en las garras del cólera.

Durante nueve meses se consumió y deshidrató sin aparente consuelo. Llegó a parecer un saco de huesos atado en una fina piel blanca y arrugada. Perdía el conocimiento cada día. Una mañana los médicos reunieron a sus padres y les hablaron con franqueza. El chico iba a morir. No había nada que hacer, parecía que había dejado de luchar y se entregaba a su fin. De hecho, le dieron por muerto en varias ocasiones. El padre de Nikola estaba desesperado. «Ya he perdido a un hijo. No puedo perder al segundo. No a Nikola. Con su ingenio, con su imaginación, con su inteligencia…, tiene tantas cosas que aprender y que descubrir.»

Al joven moribundo las palabras de su padre le parecieron la mejor de las medicinas. Después de tantos años a la sombra del intelecto de su hermano desaparecido, después de tanto tiempo viendo frustrada su vocación científica por los deseos del progenitor de que estudiara religión…, por fin se le reconocía un cerebro para la investigación, para la curiosidad y la ciencia.

«Padre, quizás pudiera curarme… si me dejas estudiar… ingeniería eléctrica.»

El hombre decidió darse por vencido:

«Cúrate y estudiarás en la mejor universidad del mundo si quieres».

Nikola se curó. Pero conservó una curiosa secuela de aquellos meses de cólera: un pavor irreprimible a los gérmenes. Tesla se volvió un obseso de la higiene. Se lavaba las manos constantemente, no tocaba ningún objeto sospechoso de contener la menor brizna de suciedad. Estaba permanentemente alerta por si entraba en la habitación un soplo de aire con polvo. Vivió el resto de su vida aterrorizado con la posibilidad de volver a enfermar.

—Ya ve, si a eso le une mi problema con las visiones…, menuda imagen debo de estar dándole… Sí, sí, veo visiones, pero de eso ya hablaremos luego si llega el caso.

Tras superar el cólera, a Nikola le quedaba otro obstáculo para estudiar: la obligación de realizar el servicio militar. Después de haberlo dado por muerto, a su padre no le pareció grave que también esa voluntad le fuera concedida al chaval y movió todos sus hilos para lograr que lo eximieran del reclutamiento debido a su feble estado de salud. Pero, para no levantar recelos, Tesla tuvo que marcharse de casa durante un año y refugiarse en las montañas de Gračac.

—Allí pasé los días rodeado de libros y de cazadores. La naturaleza me dio fuerzas para recobrar la salud y tiempo para pensar algunas locuras.

Libre de responsabilidades y de males, el joven encontró todo el espacio necesario para dar rienda suelta a la imaginación. Durante su estancia en las montañas ideó algunos proyectos de ingeniería que nunca se llegarían a poner en práctica. Por ejemplo, la construcción de una tubería marina que uniera Europa y América y sirviera para mandar esferas mediante agua a presión con el correo. O la fabricación de un anillo gigante alrededor de la Tierra que permitiera dar la vuelta al mundo en un día. Así era la mente de Nikola, capaz de las locuras más inverosímiles, dispuesto a cambiar el destino de la humanidad a través de magnas obras de ingeniería.

Y lo iba a hacer. ¡Vaya si lo iba a hacer!, pero en un modo que ni siquiera él pudo imaginar a los dieciocho años.

Sus dotes de inventor ya habían empezado a dar fruto cuando todavía cursaba sus estudios preuniversitarios en el Real Gymnasium, antes incluso de iniciar la carrera en la Universidad de Graz. Allí, uno de sus profesores le mostró una dinamo traída de París. Pero aquel aparato nunca podía ponerse en marcha porque tenía prácticamente quemados los cepillos. Tesla dijo con cierta osadía que el problema quedaría resuelto si la dinamo pudiera funcionar sin cepillos mediante una fuente de corriente alterna. Hoy en día sabemos que los sistemas de corriente alterna son los más eficaces para transportar electricidad. Pero, en la época en la que Tesla realizó esta aseveración, las cosas eran muy distintas.

Desde la invención de las pilas, el ser humano conocía las virtudes de la corriente continua, que etiquetamos hoy con las siglas DC (direct current). La corriente eléctrica que transmite un cable es como una manguera muy pequeña por la que pasan electrones. Una pila genera un flujo de electrones en una sola dirección, desde el polo positivo al negativo. De ese modo se transmite energía capaz de mover un cochecito de juguete o iluminar una bombilla. Pero este tipo de corriente directa tiene sus limitaciones. Si hacemos pasar muchos electrones por el cable, su rozamiento produce calor (es como si cerramos demasiado el calibre de la manguera y hacemos que siga pasando agua cada vez a más presión). Existe un límite a partir del cual el cable no aguanta más el paso de electrones y deja de ser eficaz. Para transportar grandes cantidades de energía mediante este sistema la única solución es hacer cables cada vez más gruesos. Por eso la corriente continua es muy útil para dispositivos pequeños, pero ineficaz para transmitir electricidad a grandes distancias o iluminar ciudades enteras.

Pero existe una solución: lograr que los electrones viajen en las dos direcciones entre los polos alternativamente. De ese modo se podían utilizar menos partículas con el mismo resultado, como una especie de cadena humana para transportar una carga pesada de un lado a otro. A eso se le llama corriente alterna (AC).

Desde los tiempos de Faraday se habían diseñado todo tipo de generadores y dinamos de corriente continua. Pero el problema de la corriente alterna era que se desconocían los mecanismos necesarios para hacer que la corriente cambiara de dirección sin que hiciera lo mismo el eje del motor que se quería mover. La creación de un motor AC era un reto sin resolver. Por eso, el profesor de Tesla le advirtió que «sería capaz de conseguir cualquier cosa antes que una dinamo de corriente alterna». Durante años, Nikola recordó aquellas palabras que, como tantas otras cosas en su vida, se convirtieron en una obsesión. Trabajó duramente para resolver el problema, pero no obtuvo resultados interesantes. El sueño del motor de corriente alterna lo iba a acompañar durante mucho tiempo.

Su proverbial habilidad para los estudios, sin embargo, no le daba de comer. Así que Nikola Tesla, acabado su sueño de estudiar ingeniería, tuvo que viajar a París para ponerse a las órdenes de un amigo de su padre, instalador de redes telefónicas. En París, entró en contacto con el delegado francés de la Compañía Continental Edison, empresa que ya había establecido sus bases en medio mundo ofreciendo entre otras cosas grandes estructuras de iluminación mediante corriente continua. De manera casual, la sucursal de Edison estaba pasando por graves problemas de imagen en Francia. El causante fue un desagradable accidente durante la inauguración del tendido eléctrico que debía iluminar la estación de tren de Estrasburgo; un cortocircuito estuvo a punto de provocar un incendio y de acabar con la vida del emperador Guillermo I de Prusia, asistente al acto. Sin saber bien cómo Tesla se vio firmando un acuerdo para viajar a Estrasburgo, solucionar el problema, arreglar el tendido eléctrico y recibir a cambio financiación suficiente para poner en marcha su anhelado motor AC. A la vuelta de un año de trabajo, el ingeniero croata no recibió ni un duro. Había sido engañado, pero aquello no lo desanimó para seguir trabajando en la compañía eléctrica. Nikola era huraño, excéntrico y poco sociable. Se sentía incapaz de expresar sus ideas correctamente y siempre miraba al resto de los ciudadanos con cierta suficiencia. Quizás todo fuera a causa de su irrefrenable timidez, pero lo que parece evidente es que aquel hombre carecía de recursos sociales y emocionales como para pegar un portazo y marcharse de la empresa. No solo continuó en la oficina de Edison en París, sino que aceptó realizar un viaje a Nueva York para trabajar mano a mano con el mismísimo Thomas Alva Edison.

En realidad, aquella oferta no fue más que una artimaña de los empleados de Edison para aprovechar los conocimientos de Tesla y para despistarlo de su empeño de construir un motor AC. Todo el emporio de Edison se basaba en la distribución de electricidad mediante sistemas de corriente continua. La corriente alterna era una amenaza para el negocio; más valía tener ocupado a quien creía ser capaz de dominarla. Cuando conoció en persona a Thomas Alva, Tesla comprendió que aquel hombre no tenía nada que ver con él. Era un tozudo inventor norteamericano «capaz de encontrar una aguja en un pajar, examinando pajita a pajita con la diligencia de una abeja», pero carecía de los conocimientos teóricos de Nikola.

—Fui testigo infortunado del modo en el que trabajaba Edison. Sabía que unos pequeños cálculos matemáticos podrían ahorrarle el 90 por ciento del esfuerzo que dedicaba a solucionar cada problema. Pero no daba su brazo a torcer.

Edison era un expansivo empresario y Tesla era una mente pensante huidiza. No congeniaron, pero se soportaron porque mutuamente se necesitaban. Edison, para tener a su cargo al hombre que más daño podía hacerle. Tesla, para no perder el contacto con el mundo de la electricidad. La relación no podría durar mucho. De hecho, estuvo cargada de desencuentros. Edison aprovechaba la menor ocasión para humillar a sus empleados. Le hacía trabajar día y noche arreglando absurdos problemas técnicos y encontraba cualquier excusa para desacreditar sus ideas sobre la corriente alterna. Pero la humillación más grave ocurrió con el último de los encargos del jefe. Tesla había propuesto una fórmula sencilla para mejorar los generadores de Edison. Y este aceptó el reto bajo una curiosa apuesta: le pagaría al joven quinientos dólares si conseguía mejorar la eficiencia de los aparatos.

—Pasé ochenta horas seguidas estudiando, sin dormir ni comer. Y lo conseguí. Pero, cuando acudí al señor Edison con la idea, se negó a pagarme. No va a imaginar lo que me dijo: «Chaval, era todo una broma…, cuando seas un americano cabal aprenderás a reconocer las bromas de este país».

El joven no aguantó más, abandonó la empresa y no tuvo más remedio que emplearse de albañil. Hasta que un golpe de suerte lo rescató para la ciencia.

El capataz de su nueva empresa era nada menos que accionista de la Compañía de Telégrafos Western Union. Cuando este conoció las ideas de Tesla, pensó que podrían serle de utilidad para competir con la poderosa empresa de Edison. El dinero del capataz fue suficiente para poner en marcha una aventura empresarial que habría de pasar a la historia de la tecnología: se creó la Compañía Tesla de Electricidad, y en ella Nikola encontró todos los recursos necesarios para investigar. El trabajo tuvo su fruto en 1888, año en el que se concedió la primera patente de un motor de corriente alterna. Nadie sabía para qué serviría, ni tenía ninguna esperanza de sacarle rendimiento económico al invento, pero Nikola había logrado su sueño. El sueño que iba persiguiéndolo desde que su profesor en la infancia lo retara inconscientemente ante los restos de una dinamo quemada. Le dijeron que jamás lograría un motor de corriente alterna… ¡Pues ahí estaba el primero de la historia! La compañía Westinghouse compró su patente con la idea de generar grandes cantidades de electricidad para iluminar las ciudades y competir con los cableados de la empresa de Edison.

Y, evidentemente, la presentación de su invento espoleó el odio de la competencia. Acababa de empezar una de las batallas científicas más duras de la historia. La guerra de las corrientes. Edison utilizó todo tipo de artimañas para tratar de desacreditar la nueva idea de Tesla y Westinghouse. Por ejemplo, trató de recubrir a la corriente alterna de un manto de espanto y terror. Uno de los empleados del magnate americano, Harold Brown, había estado trabajando en el desarrollo de un sistema de ejecución mediante la silla eléctrica. En realidad, la inspiración le llegó tras leer la noticia de que un joven había muerto electrocutado al tocar un cable de corriente alterna. ¿De manera que el invento de Tesla no era tan seguro como decían? Edison, avispado como pocos, encontró una oportunidad de oro para desacreditar a su competidor. Contrató a Brown y financió sus investigaciones sobre la silla eléctrica. El Gobierno de Estados Unidos había convocado un concurso para la invención de un método de ejecución menos penoso que la horca. La silla eléctrica parecía una buena solución. Pero ni Tesla ni Edison querían que esta máquina de matar humanos utilizara su propia corriente. Aquello daría una imagen terrible a su invento. Edison fue más eficaz en su campaña. Se dedicó durante meses a electrocutar gatos y perros con corriente alterna de Tesla para demostrar su eficacia asesina. Incluso mató públicamente a un elefante. Topsy era un elefante de circo que había matado a tres hombres. Su propietario decidió deshacerse de él y Edison aprovechó la oportunidad para hacer la demostración definitiva. Le dieron de comer zanahorias rellenas con 460 gramos de cianuro de potasio por si fallaban las descargas y a continuación se le aplicó corriente alterna a 6.600 voltios. El animal sucumbió en menos de un minuto ante 1.500 espectadores. Edison grabó la macabra ejecución para ser visualizada en todo el país. El Gobierno decidió aplicar la corriente inventada por Tesla para el desarrollo de la silla eléctrica y su invento recibió la peor de las publicidades posibles. Edison había ganado la primera batalla.

Pero no la guerra. En 1893, Westinghouse consiguió sorprender al mundo al iluminar la Feria Internacional de Chicago íntegramente con generadores de corriente alterna. Nunca antes se había iluminado un recinto tan grande con unos generadores tan eficientes. Meses después, la corriente alterna también venció a la continua en el concurso público para iluminar las cataratas del Niágara. La brillante idea de Tesla había demostrado definitivamente su eficacia. La corriente alterna se convirtió en el método por excelencia para iluminar grandes espacios y hoy tenemos luz en nuestras casas gracias a ella. Si Edison hubiera vencido la guerra de las corrientes, en lugar de disfrutar de enchufes discretos en las paredes y cables soterrados en las ciudades, hoy nuestras casas y calles serían un laberinto de gruesos cables de cobre, humeantes y calientes, aquejados de múltiples averías, por los que pasaría lentamente la corriente continua.

Capítulo 10
Andrés Vesalio, el ladrón de huesos

Desde que el ser humano es ser humano, un mal le acompaña en lo más profundo. Bueno, puede que no sea en lo más profundo, pero es en ese lugar en el que los clásicos decían que se pegaba el frío y la humedad del invierno, en la estructura perfecta que nos sostiene y que, de cuando en cuando, se quiebra produciendo auténticos suplicios. Y es que al ser humano le duelen los huesos desde tiempos inmemoriales. Algunos restos fosilizados de neandertales demuestran que estos ya padecían un mal en su esqueleto que en 1876 fue bautizado como síndrome de Paget. Se trata de una enfermedad que afecta al 2 por ciento de los humanos, sobre todo a varones jóvenes, y que va acompañada de un intenso dolor óseo. Así que parece que nuestra especie ha vivido acostumbrada a las incomodidades que proporciona un mal estado del andamiaje con el que se enfrenta a la fuerza de gravedad.

No es extraño, por lo tanto, que este corolario de estructuras duras y articuladas, este tejido prodigioso que es la osamenta haya provocado la fascinación de los más ancianos sabios de nuestra especie.

En 1543, el padre de la anatomía, Andrés Vesalio, publicó su magna obra De humani corporis fabrica, uno de los esfuerzos más generosos, obsesivos, románticos y productivos por compilar los conocimientos anatómicos atesorados por la humanidad hasta entonces. Repasar sus páginas, contemplar la pureza de sus dibujos, preñados a un tiempo de exactitud y de ingenuidad, e imaginarse las largas noches de disección de cadáveres, a la luz de los candiles, sobre cuerpos a veces encontrados como médico, a veces cedidos por los jueces de entre los ajusticiados y, a veces, simplemente robados con toda suerte de cohechos y sobornos, es un ejercicio de memoria literaria más que científica.

Entre las letras y los trazos de este portento de la historia de la medicina, se encuentran descripciones que dan buena cuenta de la pasión de Vesalio por el objeto de su estudio. Por ejemplo, la explicación de los métodos utilizados para extraer, componer, articular y dibujar esqueletos humanos.

En tiempos de la publicación de este libro, los anatomistas y diseccionadores usaban un método harto complicado. Había que colocar los restos dentro de una caja perforada bajo un chorro de agua limpia durante varios días. De la caja pasaban a la mesa de operaciones donde se descarnaban con un cuchillo los fragmentos de músculo más pegados al hueso con sumo cuidado para que los ligamentos y las articulaciones no fueran dañadas. El siguiente paso consistía en colocar los restos al sol cambiando la postura a medida que los ligamentos se iban desecando.

Vesalio siempre consideró este método arcaico, pesado e inútil. Además, renegó de los muchos inconvenientes que la desecación al sol producía para el correcto manejo de las articulaciones y los ligamentos en lecciones de anatomía. Por el contrario, estableció un sistema de extracción de esqueletos rápido (en apenas siete horas acababa la tarea) y eficaz. Consistía, fundamentalmente, en macerar los restos de osamentas en agua hirviendo.

El anatomista de Bruselas optó con fervor por esta técnica a pesar de que la cocción de los restos humanos estaba terminantemente prohibida según un edicto del papa Bonifacio VIII. El mandato papal se refería al uso de esta técnica para repatriar los restos de personalidades fallecidas en el extranjero, pero su decisión afectaba a cualquier otra utilización similar del agua hirviendo sobre la carne de los cadáveres.

Pero Vesalio era un hombre de ideas obsesivas. Y, del mismo modo que no tuvo empacho en reconocer sus prácticas de robo de cadáveres en cementerios públicos, tampoco temió enfrentarse a la autoridad eclesiástica por el asunto de la limpieza de osamentas.

Y es que ese científico renacentista único se hallaba herido de un profundo amor por los huesos. Desde su juventud como aprendiz de médico, siempre manifestó cierta pasión por el esqueleto humano. De hecho, la obra Sobre los huesos de Galeno era una de sus piezas de cabecera. Aunque la pasión por el andamiaje interno de nuestro cuerpo le deparó aventuras que rozan lo fantástico.

En 1536, en Lovaina, Vesalio tuvo la oportunidad de articular su primer esqueleto completo por un regalo del azar. Mientras husmeaba a la búsqueda de huesos entre los restos de los criminales ejecutados, se encontró con un cadáver especialmente bien conservado. Apenas había sufrido el envite de las picaduras de las aves de carroña.

No tuvo empacho en esconder el cuerpo, deshacerse de la carne y la piel y montar pieza a pieza el esqueleto completo, después de haberlo desmontado para hervirlo. Algunos huesos que faltaban fueron repuestos por equivalentes de otros cadáveres.

Hoy observamos con cierto pavor la temprana afición de Vesalio por las calaveras y las tibias. Pero, en los tiempos en los que le tocó vivir, aquel regocijo en lo macabro, aquel escatológico placer de la disección terminaban deviniendo en actos de increíble servicio a la ciencia. Mediante sus esqueletos articulados, Vesalio advirtió que muchas definiciones óseas de Galeno se referían a animales de otras especies. La intención del de Bruselas era convencer a todas las autoridades académicas de las bondades de utilizar esqueletos en las aulas para enseñar anatomía. Incluso propuso que los estudiantes pudieran comparar esqueletos humanos con los propios de otras especies.

Ciertamente, el empeño científico, en este caso, se convirtió en auténtica obsesión. Vesalio nos ha legado correspondencia en la que constantemente se queja de la escasez de huesos que padece en sus clases de Florencia para poder impartir lecciones útiles. En una carta, cuenta cómo se le desmoronó el costillar de un finado en medio de la clase ya que estaba tan deteriorado que no aguantaba ni un pequeño roce. En otras, relata sus cuitas para montar un esqueleto completo a partir de los restos de una novicia florentina y una joven de diecisiete años contrahecha.

Lo macabro llega a su culminación en las páginas de De humani corporis fabrica dedicada al método de extracción de la carne pegada a los huesos. A pesar de la dureza del trabajo, Vesalio prefirió supervisar él mismo todas las extracciones de osamenta. Temía que algún ayudante pudiera arrastrar pequeños huesos apenas visibles junto al músculo o los ligamentos.

A tal mimo le debemos, en buena parte, lo que conocemos hoy de los huesos.

Sabemos, por ejemplo, que, a pesar de su aspecto duro y frío, el hueso es un tejido vivo. Su capacidad de regenerarse nos acompaña prácticamente durante toda la vida. Cada día podríamos hacer la prueba de fracturar uno y observar cómo, al instante, comienza a reconstruirse.

Este aliado fundamental de nuestra supervivencia es en realidad un tejido conjuntivo cuya parte extracelular se mineraliza, es decir, se solidifica. El esqueleto humano, como el del resto de los animales vertebrados, cumple cuatro funciones esenciales. La más evidente es la de sostén de nuestro organismo. Su estructura ha de luchar contra la fuerza de gravedad para mantener el cuerpo erguido y bien compuesto. Otra función evidente es la de blindaje y protección de órganos blandos como el cerebro, el corazón, el aparato digestivo… De esta misión se encargan los llamados huesos esponjosos, como la pelvis o el cráneo. La tercera labor del esqueleto es servir de palanca del aparato locomotor, junto con el entramado muscular. Pero puede que la más importante de todas sus funciones y, paradójicamente, la más olvidada por el común de los vertebrados inteligentes sea la que se deriva de su cualidad de tejido vivo. El hueso no solo protege, sostiene y mueve, sino que es el catalizador de procesos tan vitales como la generación de glóbulos rojos en la médula de los huesos largos y el metabolismo del calcio del que depende la estabilidad mineral de todos los órganos del cuerpo. Y es precisamente sobre esta función sobre la que la ciencia moderna, los herederos de Vesalio, pueden desvelarnos una compleja red de interacciones bioquímicas que permiten que nuestros huesos crezcan sanos y, con ellos, todo el organismo. Cualquier desequilibrio en la precisa estabilidad metabólica de los huesos puede derivar en enfermedades más o menos graves o en la potenciación de funciones vitales.

En esencia, el esqueleto tiene la misión de almacenar calcio ionizado y fósforo de modo metabólicamente estable y orgánicamente utilizable. Las células óseas —osteoblastos, osteocitos y osteoclastos— desarrollan su actividad en función del equilibrio endocrino, siguiendo las instrucciones bioquímicas o genéticas pertinentes. Estos procesos juegan un papel fundamental en la formación de la masa ósea. Los huesos del ser humano adquieren su madurez definitiva entre la tercera y la cuarta década de desarrollo. Para alcanzar este nivel, el cuerpo ha tenido que jugar a lo largo del crecimiento con dos factores de control clave: la formación y la resorción óseas. De manera muy sencilla puede decirse que la formación de hueso y su pertinente aumento en la masa ósea consiste en la deposición de mineral producida por varios agentes entre los que destacan como protagonistas las células conocidas como osteoblastos. Por el contrario, la resorción es un proceso de eliminación de mineral del hueso en el que intervienen otras células llamadas osteoclastos y que deriva en la pérdida de masa ósea.

Ambos procesos se han de mantener en un exquisito equilibrio porque son igualmente necesarios. Gracias a ellos es posible que el hueso crezca. Para aumentar el tamaño de una estructura ósea es necesario crear nuevo material periférico y destruir el antiguo. Es como si reformáramos nuestra casa construyendo una fachada que rodeara la original y luego derribáramos esta para usar sus ladrillos en la nueva. El juego de resorción y formación permite no solo el aumento de tamaño sino también la remodelación de aquellas partes que están más deterioradas con el uso. Este equilibrio metabólico depende, por supuesto, de la cantidad total de materia prima con la que cuenta el organismo y que se consigue a través de la dieta rica en calcio, del apoyo de la vitamina D y de otros factores externos. Uno de esos factores es el ejercicio físico. Parece demostrado que cualquier actividad regular realizada durante la juventud favorece la formación ósea y permite alcanzar un pico de masa abundante con el que enfrentarse al deterioro que se avecina en edades posteriores.

Además, el estrés físico actúa como agente decisivo en la forma del hueso. Las estructuras óseas se orientan a sí mismas en la forma que mejor resista las fuerzas que tiene que soportar. La inactividad o una actividad incorrecta —malas posturas, caminar echando el peso sobre una parte del cuerpo, etcétera— pueden generar cambios en la forma del esqueleto que, en ocasiones, repercuten seriamente en nuestra salud y nuestra calidad de vida.

Uno de los procesos naturales en los que se exige una mayor precisión en el trabajo del esqueleto es el metabolismo del calcio. Este mineral cumple una labor básica porque, por un lado, dota de dureza y resistencia al hueso y, por otro, es necesario para la actividad de todos los tipos de células. El 99 por ciento del calcio de nuestro organismo está fijado a los huesos, pero la función celular de los osteoblastos y osteoclastos facilita que cantidades variables de mineral sean liberadas en los fluidos del cuerpo cuando existe algún tipo de déficit: cuando no estamos comiendo, por ejemplo, o cuando nuestra dieta no es lo suficientemente rica en calcio. El flujo de este producto en nuestro cuerpo se parece al ciclo vital del agua entre la atmósfera y la tierra. Eficazmente controlado por la secreción de ciertas hormonas, como la calcitonina y la hormona paratiroidea (PHT), el proceso detecta las necesidades de cada momento. Puede absorber calcio de la sangre o de otros fluidos hísticos para favorecer la formación de la masa ósea. Eso solo sucede en condiciones normales, con una dieta correcta, con un consumo adecuado de minerales y otras sustancias básicas o con el apoyo de factores como la radiación solar que favorecen la fijación de calcio.

Pero el proceso puede invertirse y provocar la liberación de mineral por parte de las células óseas. En caso de deficiencia, el hueso perderá parte de su sustancia regeneradora para mantener el equilibrio en la sangre y los fluidos deficitarios. La excreción fecal y urinaria cierran el ciclo manteniendo los niveles minerales adecuados en todo momento. Por eso, cuando nuestros hábitos alimentarios restan importancia al calcio no solo estamos perjudicando la capacidad de regeneración y, en el caso de los niños y jóvenes, de crecimiento óseo, sino que estamos favoreciendo la pérdida de masa de nuestro esqueleto que puede derivar en enfermedades como la osteoporosis.

Visto de este modo, el hueso cobra una importancia insospechada en el control de nuestro organismo. No es simplemente un andamio que sujeta el resto de los órganos, sino que es el almacén de productos minerales básicos y, más aún, el intendente que decide qué cantidad de producto entra y cuánto sale por la puerta.

Nuestra arquitectura sólida cobra, pues, un protagonismo esencial en el control de todos los procesos biológicos que tienen lugar en el organismo. Se pone a la altura del corazón y el cerebro. Gracias a ella, nuestra sangre tiene glóbulos rojos y gran parte de los glóbulos blancos, gracias a ella las células cuentan con el calcio necesario para desarrollar su actividad, y gracias a ella somos una especie erguida y móvil, con una inteligencia protegida por un duro casco craneal. ¿Son necesarios más motivos para estarle agradecida?

Andrés Vesalio no sabía nada de ello y, sin embargo, trató a nuestra estructura ósea con tal cariño que no es de extrañar el impacto enorme que su obra tuvo en su tiempo y en siglos posteriores. Su superación de la anatomía galénica y el modo pionero en el que observó el cuerpo como una unidad marcaron para siempre la historia de la medicina. Sobre todo, Vesalio fue capaz de dignificar nuestros músculos y huesos, de conferir a la anatomía un lugar especial en la ciencia médica. En realidad, su obra era una obra de carácter menor: se basaba en la observación obsesiva, pero renunciaba al elevado empeño intelectual de encontrar las causas y de favorecer soluciones.

El esqueleto que nos enseñó era un esqueleto completo, articulado, limpio, diáfano. Pero a ese esqueleto no le dolía nada. El rastro de la enfermedad le era ajeno, el mal se había diluido con el agua hirviendo, había caído entre los dientes del cuchillo de descarnar.

Andreas Vesalius (Vesalio para nosotros) nació el 31 de diciembre de 1514 en Bruselas. En aquella época, la ciudad formaba parte del Sacro Imperio Romano. Allí creció despreocupadamente junto a sus dos hermanos y su hermana. Su padre, Andries van Wesel, era farmacéutico personal de la corte de la reina Margarita de Austria. Así que los niños no le hicieron ascos nunca a juguetear entre pócimas, emplastes, animales disecados y redomas. La madre, Isabel Crabbe, mantenía una próspera casa cerca del palacio de Coudenberg, donde Andries atendía habitualmente a la reina.

A la tierna edad de seis años, Andrés comenzó sus estudios en un colegio de monjes que lo introdujeron en la aritmética, el latín y la religión católica. Pero el niño pronto empezó a aficionarse más a los libros de medicina de su padre que a las biblias y los tratados de los monjes.

A los quince años se matriculó en la Universidad de Lovaina, a treinta kilómetros de su casa. El ingreso supuso todo un acontecimiento familiar, ya que al padre de la familia se le había prohibido realizar estudios universitarios: era hijo ilegítimo de padres no casados. En Lovaina, el joven recibió una educación realmente clásica: latín, hebreo, griego, artes, álgebra… Lo suficiente para mudarse a París e iniciar sus estudios de medicina en 1533.

En París toda su educación giró en torno a la sabiduría de Galeno, el médico griego de la antigüedad que había dejado escritas sus teorías 1.300 años antes. Durante siglos, aquellos tratados se consideraban la fuente de un saber indiscutible sobre la naturaleza humana, sobre el cuerpo y la enfermedad, a pesar de que la mayor parte de sus estudios anatómicos se habían basado en la disección de animales, fundamentalmente monos, y no de seres humanos. Desde la Grecia de Galeno, estudiar directamente el cuerpo de un hombre o una mujer muertos, abrir sus tripas y conocer sus vísceras, se consideraba una herejía.

De hecho, los primeros conceptos de anatomía a los que tuvo acceso el joven Vesalio fueron a través de las traducciones que Johann Winter von Andernach hacía de las obras griegas. La mayoría de las disecciones que se permitían (y no eran muchas) no tenían como objeto otra cosa que confirmar las ideas de Galeno o de Hipócrates. Los alumnos se colocaban alrededor de un cadáver (generalmente un condenado a muerte al que el juez había castigado con el oprobio extra de no ser enterrado) y empezaban a cortar piel, músculos y tendones. En la parte superior del aula, el maestro iba leyendo los textos de Galeno para corroborar con la práctica su grado de acierto. Los alumnos no estaban autorizados a hacer preguntas ni correcciones: se suponía que Galeno no se equivocaba jamás.

Pero el profesor Von Andernach tenía sus manías. Solía decir que le gustaba «mancharse las manos» y bajaba a la mesa de operaciones a discutir con sus alumnos. Las clases se convertían en provocadoras y, a veces, ilegales sesiones reales de anatomía moderna.

El maestro pronto se fijó en las habilidades de Vesalio como diseccionador.

«Este chico es una gran promesa. Posee un extraordinario conocimiento de la medicina, es gran traductor del latín y el griego, y corta la carne de maravilla…»

Pero el idilio entre maestro y aprendiz duró poco. En 1536 el Sacro Imperio declaró la guerra a Francia y Vesalio se vio obligado a huir de París. Regresó a Lovaina para terminar sus estudios, aunque en realidad era él quien casi siempre acababa dirigiendo las autopsias y dando alguna lección a sus supuestos maestros.

Durante aquella época, en la mente de Andrés se fue formando la idea de que los textos clásicos de Galeno y de Hipócrates ya le habían enseñado todo lo que podrían enseñarle. Se le habían quedado pequeños. Debía buscar alguna otra fuente de sabiduría, otra forma de aprender cómo funcionaba el cuerpo humano. Y esa fuente no era otra cosa que el propio cuerpo. Vesalio necesitaba cadáveres para investigar. Y eso es exactamente lo que se dedicó a buscar a partir de entonces. No tuvo reparo en asaltar cementerios, merodear por hospicios, acudir a las ejecuciones de los criminales. Ancianos abandonados, asesinos y herejes, mujeres de mala vida muertas prematuramente… fueron sus aliados en la aventura del saber. En parte hoy conocemos el funcionamiento de nuestro esqueleto, sabemos cómo se componen nuestros huesos y rótulas gracias a esa nómina de tristes olvidados del destino.

A los veintidós años, el ladrón de huesos se había graduado en Medicina en Lovaina y al año siguiente pudo doctorarse en Padua. Con todos sus títulos en la mano comenzó el desarrollo del que sería su legado para siglos venideros: la mayor colección de ilustraciones anatómicas jamás publicada hasta la fecha. En 1538 publicó su primer libro, Tabulae anatomicae sex (Seis tablas anatómicas), una serie de dibujos donde aparecían con espantoso realismo venas, vísceras, huesos y músculos. El trabajo fue ampliamente copiado por médicos de toda Europa.

La fama de Andrés fue tal que incluso la judicatura quedó impresionada por su obra. En Padua, algún juez le proponía de vez en cuando acercarse a las cárceles y llevarse los cadáveres de los ejecutados por sus crímenes. Ya no tenía que robar sus cuerpos: el sistema se los donaba gratuitamente.

La ciencia anatómica avanzaba con cautela. Vesalio sabía que los maestros griegos habían cometido errores de bulto, pero tampoco fue capaz, en un primer momento, de destronar a Galeno y a Hipócrates definitivamente. En sus tablas anatómicas seguía haciendo algunas concesiones a la tradición. Presentaba el hígado a la manera medieval, como una especie de flor con cinco lóbulos diferenciados. El corazón y la aorta eran más bien los de un mono (como los había descrito Galeno). Pero otras partes del cuerpo las reprodujo con crudo realismo. Fue el primero en presentar, por ejemplo, la mandíbula como un solo hueso y no como la fusión de dos mitades que habían imaginado los clásicos.

Su laboratorio se convirtió en uno de los lugares más espantosos de Europa. A la presencia habitual de cadáveres se añadían las docenas de dibujos desperdigados por las paredes y por el suelo, el olor de los cuerpos disecados y el rastro permanente de sangre. Andrés se preocupó también por entender cuál era la mejor técnica para practicar sangrías, la operación más común de la medicina medieval, que consistía en abrir una vía de sangre cerca del lugar del cuerpo que se creía afectado por un mal, con los obvios resultados para el enfermo.

En 1540 el anatomista incansable comenzó a componer su obra magna: De humani corporis fabrica. Ilustró más de setecientas páginas en siete volúmenes donde se recogía hasta el último rincón del cuerpo. Trabajó incansablemente con la ayuda de otros pintores y dibujantes anónimos a quienes daba todas las instrucciones sobre cómo colorear una vena, un cartílago o un tendón. Utilizó para ello 270 fragmentos de cadáveres, la mayoría masculinos. (Las mujeres no solían morir ejecutadas.)

Con su ingenio y la habilidad de sus ilustradores, poco a poco fue demoliendo las bases de la vieja anatomía griega. Descubrió que, en contra de lo que creía Galeno, no había hueso en la base del corazón. Que el esternón se componía de tres partes no de siete. Que el origen de la vena cava es el corazón, no el hígado. Que los hombres y mujeres tienen el mismo número de costillas y de dientes.

Tanta novedad en la concepción del organismo humano no fue bien aceptada entre sus colegas. Muchos consideraron su obra un injustificado atentado a la tradición científica de cientos de años. A pesar de los ataques de sus colegas (alguno de los cuales incluso trató de acusarle de herejía por distorsionar la realidad natural), Andrés ganó fama universal y fue acogido como cirujano real en la corte del emperador Carlos V. De hecho, fue el rey quien recibió la primera copia de su nuevo libro, que Vesalio había dedicado a su hijo, Felipe II.

En la corte pronto tuvo que enfrentarse a una realidad más cruda que la que había disfrutado en la soledad de su laboratorio. Como cirujano real debió servir en más de una batalla. Sus conocimientos teóricos de anatomía servían de poco allí. No es lo mismo abrir un cuerpo de un cadáver que penetrar en la carne de un hombre vivo, doliente, que grita, se retuerce y se descompone. Las amputaciones, las sangrías y las costuras causaron un gran impacto en su ánimo.

Aun así, obtuvo también grandes reconocimientos en tiempo de guerra. Tanto que Carlos V y Felipe II le mantuvieron cerca de la corte, concediéndole una suculenta pensión y otorgándole el título de conde palatino.

Pero el carácter del anatomista de Bruselas no era fácil de domar. Durante años vivió en Madrid, al servicio de Felipe, donde su obra topó con algunos inconvenientes. La corte del rey español era muy dada al esoterismo, la magia y la religión. Los médicos reales preferían fiarse de los augures y de la posición de los planetas más que los datos objetivos de la observación científica. La vida en España resultó ser algo más complicada de lo que esperaba. Su influencia en las decisiones médicas era mínima, el uso de cadáveres para investigar estaba absolutamente prohibido y a cada paso se enfrentaba a los rigores morales de la Inquisición. Vesalio terminó agobiado por la presión de la corte.

En 1562, llegó a Madrid la noticia de la muerte de otro gran médico de la época, Gabriele Fallopius. Aquel anatomista italiano había contribuido de manera excepcional al tratamiento del cuerpo humano. Desveló con maestría las partes que componen el oído, estudió los órganos sexuales y reproductores del hombre y la mujer (las trompas de Falopio llevan su nombre) y fabricó el precursor del preservativo: una funda de tripa animal y lino que se fijaba al pene con una cinta con la intención de prevenir el contagio de la sífilis y la gonorrea.

Fallopius dejó vacante su cátedra en Padua y Vesalio quiso regresar para ocuparla. Sin embargo antes tuvo que iniciar un largo viaje.

No están claros los motivos de aquella aventura, pero el médico de la corte de Felipe II se vio posiblemente obligado a embarcar hacia Jerusalén como peregrino. Muchos pensaron que fue un acto de fe voluntario. Los menos bien pensados vieron en el viaje la mano oculta del rey, que empezaba a estar harto de los encontronazos entre Andrés y sus médicos de cámara. Otros incluso creyeron ver en el viaje una huida en toda regla. Las malas lenguas aseguraban que el anatomista había enfurecido a la familia de un noble español al que, en su afán por conocer mejor el funcionamiento de los órganos vitales, había diseccionado el corazón aún latiente. No hay constancia histórica de aquella herejía. Pero lo cierto es que Vesalio llegó en 1564 a Tierra Santa. Allí recibió la carta que le confirmaba como nuevo director de la cátedra de Padua que había dejado huérfana Fallopius. Andrés nunca llegó a ocuparla.

De regreso a Italia, su barco se vio azotado por violentísimas tormentas. El viaje fue verdaderamente un infierno. Cuando la nave atracó en la isla griega de Zakyntos, el ilustre pasajero estaba muy enfermo. Allí murió el 15 de octubre de 1564, a la edad de cuarenta y nueve años. Sus huesos, sus queridos huesos, los únicos que él mismo no pudo extirpar, desecar y estudiar, fueron enterrados en Grecia, más cerca de los de sus padres intelectuales, Galeno e Hipócrates, de lo que pudiera haber imaginado en vida.

Pero su legado no pudo ser enterrado. De hecho, la influencia de sus textos e ilustraciones se extendió durante siglos y llegó incluso hasta nuestros días. Los organismos sanitarios internacionales decidieron declarar la primera década del siglo XXI la Década de los Huesos y de las Articulaciones. Con ello se pretendía impulsar todos los recursos científicos de los que la humanidad dispone para combatir las enfermedades óseas, con especial interés en la osteoporosis, la artritis, los traumatismos accidentales y las enfermedades congénitas. Fue el mayor impulso para el conocimiento de nuestro interior desde la época de Vesalio.

Al contrario de lo que hacía Andrés, la sociedad actual maltrata la estructura del hueso. Es cierto que cada vez vivimos más años y se prolongan las necesidades de una correcta calidad de vida, por eso los huesos son los que más sufren, las principales víctimas de la longevidad.

Sin duda, la más extendida, estudiada y, a pesar de ello, difícil de atajar de todas estas patologías es la osteoporosis, es decir, la enfermedad del sistema esquelético que se caracteriza por la disminución de la densidad ósea, el deterioro de su estructura y el consiguiente aumento de su fragilidad y susceptibilidad a las fracturas. A la osteoporosis se la ha llamado «la epidemia silenciosa», porque puede cursar sin dar manifestaciones clínicas hasta que se produce la fractura. Precisamente por culpa de su «sigilo», la osteoporosis es un mal cuya prevalencia es difícil de establecer. Sí se sabe que afecta más a las mujeres que a los hombres: se cree que cerca de un 18 por ciento de las mujeres de Estados Unidos, Japón y Europa que tienen entre sesenta y sesenta y cuatro años y cerca de un 27 por ciento de las de mayor edad lo sufren. La cifra de hombres y mujeres aquejados en España podría estar entre los dos y los tres millones. En teoría, cada uno de estos pacientes podría vivir con su enfermedad sin darse cuenta y sin padecer complicaciones graves a no ser que surgiera la temible fractura ósea osteoporótica. Cuando la fractura llega en un hueso de la muñeca, las repercusiones son relativamente leves, pero la ruptura de un hueso vertebral o de la cadera puede conducir a consecuencias nefastas.

En el caso de la cadera, los estudios demuestran que menos del 40 por ciento de los pacientes de avanzada edad recupera totalmente su capacidad deambulatoria y el 75 por ciento se ve afectado en mayor o menor grado en la realización de actividades cotidianas como trabajar, comer, asearse o caminar. En algunos tipos de fractura la morbilidad relacionada es alta y la mortalidad puede llegar al 20 por ciento durante el primer año. No es extraño que el propio secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pusiera como objetivo para esa Década de los Huesos la reducción en un 25 por ciento de la cantidad de fracturas osteoporóticas en el mundo.

¿Será posible cumplirlo? Los científicos herederos de Vesalio están empezando a pensar que sí. De momento, hoy se conocen los factores de riesgo principales de la enfermedad. El primero de ellos es la edad. Los seres humanos alcanzamos el máximo de masa ósea entre los treinta y los treinta y cinco años. A partir de entonces, el hueso sano comienza un proceso de pérdida de densidad conocido como descalcificación. Se trata de un fenómeno inevitable y natural, pero la velocidad a la que sucede puede ser mayor o menor, y provoca en algunos casos la temida enfermedad. Otro factor de riesgo es el sexo. El déficit de estrógenos en el organismo de las mujeres asociado a la menopausia favorece el desarrollo de la osteoporosis. Aunque podría haber otras causas para la propensión femenina, como una menor concentración sérica del metabolito 1,25 (oH) 2D que interviene en la dinámica ósea.

El tercer factor importante es el estilo de vida. El tabaquismo, el consumo de alcohol en exceso, la falta de ejercicio, la ingesta de cafeína y una dieta pobre en calcio favorecen el mal. Por último, los expertos buscan un componente genético que se sabe debe de intervenir en el proceso patológico. El hecho de que sea una enfermedad que afecta sobre todo a mujeres de raza blanca podría dar una pista al respecto. Los anatomistas de hoy en día no diseccionan cadáveres de criminales en busca de las causas íntimas de la enfermedad. Se limitan a secuenciar genes.

Los laboratorios Roche y la empresa de Genomics CODE han anunciado el hallazgo de siete polimorfismos de nucleótido sencillo en un gen del cromosoma 20 que incrementan varias veces el riesgo de padecer la enfermedad osteoporótica.

Con todos estos datos, es posible establecer criterios de prevención cada vez más eficaces. Las personas con más riesgo —mujeres con menopausia precoz y antecedentes familiares, por ejemplo— pueden someterse a técnicas de diagnóstico específicas para realizar un seguimiento de su evolución ósea. Esta función preventiva es vital porque, hoy por hoy, es más fácil prevenir el mal que tratarlo. A pesar de que existen buenos fármacos efectivos, la realidad es que, según se desveló en el III Congreso de la Sociedad Aragonesa de Medicina General, en 2004, nueve de cada diez mujeres españolas con osteoporosis no reciben tratamiento y solo 250.000 son controladas.

En la actualidad, los especialistas cuentan con un arsenal de moléculas que actúan en dos direcciones: inhiben la resorción ósea, es decir, la pérdida de mineral del hueso en favor de la sangre o de otros fluidos hísticos, o estimulan la formación ósea. Entre los primeros, conocidos como antirresortivos, se encuentran los estrógenos, las calcitoninas, los derivados de la vitamina D, los biofosfonatos, el raloxifeno o algunas drogas menos comunes como el tamoxifeno (empleado para el cáncer de mama y que en mujeres posmenopáusicas podría reducir la incidencia de fracturas, aunque su uso debe ser muy controlado). Pero una de las claves para el futuro tratamiento de esta enfermedad es el logro de fármacos que no se limiten a impedir el deterioro del hueso, sino que estimulen su regeneración. Aunque el hueso nunca está muerto del todo, solo en los períodos de desarrollo fetal y la etapa de crecimiento hasta la adolescencia se produce osteogénesis (formación de hueso nuevo) espontánea. A partir de la edad adulta, el hueso solo prolifera de manera natural como respuesta a una fractura que necesita reparación. Las nuevas generaciones de fármacos pretenden recuperar esta versatilidad en personas afectadas por osteoporosis. Existen varios tipos de hormona que podrían cumplir esta misión. La hormona del crecimiento ha sido estudiada en la última década como potenciador del metabolismo óseo, pero los resultados son todavía modestos. Otros laboratorios trabajan en la forma de administrar PTH (hormona paratiroidea), una sustancia que interviene en el metabolismo natural del calcio. Los anabolizantes tienen un efecto contrastado en la formación ósea, aunque presentan graves efectos de androgenización como la aparición de vello, acné, alteraciones en la libido… Por eso solo serían una estrategia a seguir en los casos de osteoporosis masculina. Recientemente se ha aprobado el uso de los primeros medicamentos osteoformadores basados en la teriparatida inyectada, que favorecen la formación ósea.

En cualquier caso, a pesar de que la ciencia pone a nuestra disposición herramientas preventivas, puede que en algún momento de nuestras vidas tengamos que enfrentarnos al deterioro de nuestros huesos. La fractura o la enfermedad imponen la acción del especialista. Pero podemos estar tranquilos: la nueva cirugía ortopédica cuenta con recursos de vanguardia para reparar nuestro esqueleto que habrían hecho las delicias del viejo anatomista de Bruselas. Según la International Osteoporosis Foundation, se producen más de 8,9 millones de fracturas al año provocadas por la osteoporosis en todo el mundo. Lo que supone una fractura cada tres segundos. En España se registran más de 65.000 fracturas anuales. El gasto derivado del tratamiento de estos casos ronda los 800 millones de euros. Hoy en día todos los tipos de fractura se pueden reducir y reparar con cirugía. Pero el reto de los médicos es lograr métodos de corrección menos invasivos, más duraderos y que mejoren en mayor medida la calidad de vida de los pacientes. En este sentido, el mundo de las prótesis se ha visto revolucionado en los últimos años. Hoy es posible sustituir una cadera o una rodilla completas por una articulación artificial que cumple las mismas funciones que la natural. Como ejemplo de esta evolución basta un dato: hace dos décadas, el número de infecciones derivadas del implante de una prótesis ósea alcanzaba el 6 por ciento de los casos; hoy, el porcentaje se ha reducido al 0,5 por ciento.

La razón más frecuente de la colocación de una prótesis total de cadera es eliminar el dolor y la incapacidad que causa una destrucción severa de la articulación bien por una artrosis avanzada o por una fractura, como las que se producen en el tercio superior de un fémur afectado de osteoporosis, por ejemplo. Este tipo de prótesis están fabricadas en acero inoxidable o aleaciones de cobalto, cromo y titanio. La estructura metálica dura encaja perfectamente en un elemento plástico, sobre todo polietileno, que es extremadamente resistente y duradero. Existen dos tipos de mecanismos de anclaje: las prótesis cementadas usan un cemento especial para ajustarse al hueso sano, mientras que las no cementadas se encajan directamente en la cavidad ósea. Estas prótesis tienen una vida de varias décadas, lo que permite asegurar una eficacia definitiva para los pacientes de mayor edad. En el caso de los jóvenes, es habitual tener que someterse a una segunda intervención para recambiar el implante. Las prótesis para otras articulaciones, como la rodilla, funcionan de modo idéntico.

Pero las nuevas técnicas de intervención traumatológica empiezan a prescindir del elemento mecánico. En un futuro muy cercano el traumatólogo tendrá más mentalidad de biólogo que de cirujano. Las nuevas técnicas mínimamente invasivas, como la artroscopia o la vertebroplastia, empiezan a abonar el terreno para ese futuro prometedor. Aunque todavía se trata de operaciones quirúrgicas, no cabe duda de que distan mucho de ser intervenciones cruentas. La artroscopia es un procedimiento que sirve para diagnosticar y, en su caso, tratar el problema en un mismo acto. Se emplea para diversas enfermedades y traumatismos con efecto en el interior de las articulaciones. Para realizarla se requiere un artroscopio —una especie de tubo largo de entre 1,7 y 4,5 milímetros de grosor— a través del cual se obtienen imágenes de la articulación y se pueden introducir instrumentos de corte, separación, extirpación, sujeción o cauterización de tejidos. Es muy empleada en roturas de ligamentos, desgastes de cartílago articular, inflamaciones sinoviales, luxaciones o roturas de tendones.

Más espectacular todavía es la técnica de vertebroplastia, un procedimiento novedoso para reparar fracturas de las vértebras, bien osteoporóticas o bien producidas por otras patologías. Se trata de una técnica ambulatoria que consiste en inyectar cemento óseo a través de una aguja directamente en el cuerpo vertebral. El cemento está compuesto de un polvo de polimetacrilato de metilo y un líquido mezclados con componentes que producen una reacción térmica. Es necesario el uso de rayos X con un marcador fluorescente que sirve de guía al cirujano. En tiempo real, el médico sella la fractura, estabiliza la vértebra y aplica un anestésico local. En pocos días, el paciente regresa a la actividad habitual.

Los casos más pertinaces necesitan intervenciones más especializadas. Es el caso de los tumores óseos que requieren una intervención multidisciplinar. Además de tratar el cáncer con quimioterapia o radioterapia, en ocasiones es necesario extirpar el tumor y, con él, extraer una cantidad amplia de hueso sano para dejar un margen de seguridad. Para reconstruir el tejido dañado se puede acudir a endoprótesis metálicas o injertar hueso conservado por congelación y extraído de donantes. Los injertos de tejido del propio paciente o autoinjertos se utilizan de manera excepcional. En España, 4.500 personas se someten a un trasplante óseo al año, para lo que cuentan con el apoyo de las docenas de bancos de hueso que existen en nuestro país. Prácticamente cada hospital cuenta con su propio microbanco, donde se extraen tejidos de donantes vivos o muertos que pasan a ser conservados mediante métodos de congelación a la espera de que sean necesitados por un paciente. Hoy en día es posible extraer, por ejemplo, toda la parte superior de un fémur y sustituirla por la de un donante cadáver. Una de las mayores ventajas que ofrecen estos bancos es que la congelación disminuye la respuesta inmunitaria del injerto y, por lo tanto, se reduce la probabilidad de un rechazo. El uso más habitual que se da a los tejidos almacenados en estas instituciones es la cirugía reconstructiva, sobre todo de la rodilla. En otros países se prefiere centralizar en unos pocos bancos todos los recursos que necesita el sistema sanitario, pero en España se ha optado por que existan pequeños stocks con los que cada hospital se autoabastece para sus necesidades internas. No obstante, la Organización Nacional de Trasplantes mantiene un registro de todas las existencias para permitir intercambios en casos de necesidad. Quizás en el futuro no sean necesarios ni siquiera estos centros. La ciencia ha avanzado espectacularmente en el diseño de nuevos materiales biocerámicos que sirven para la reconstrucción ósea. Uno de ellos es la llamada hidroxiapatita cerámica, una versión de laboratorio de la hidroxiapatita natural que envuelve nuestro esqueleto. Se trata de un material poroso en el que pueden infiltrarse células precursoras de la médula ósea conocidas como células estromales. Cuando se implanta una dosis biocerámica, estas células evolucionan hacia células óseas que, a su vez, se especializan en la formación de tejido óseo plenamente funcional.

Todo parece indicar que el futuro de la reconstrucción ósea va unido inextricablemente a la biotecnología reparadora de tejidos, la ingeniería tisular y los tratamientos locales con proteína morfogenética que estimule el crecimiento de hueso natural alrededor de una prótesis artificial. Serán las claves que sustenten la nueva ciencia traumatológica.

La nueva disciplina de la ingeniería tisular aúna por primera vez en la historia de la ciencia la biología, la medicina y la ingeniería de materiales para lograr un objetivo común: la formación de tejido humano fuera del cuerpo humano. Para ello, se cultivan células precursoras y se estimulan del modo adecuado para que, siempre en el laboratorio, comiencen su tarea generadora de un tejido determinado que, luego, puede ser implantado en el organismo de un paciente para reemplazar un órgano (o parte de él) en malas condiciones.

Por supuesto, uno de los tejidos con los que se investiga es el hueso. De hecho, la dinámica natural del esqueleto convierte a este tejido en uno de los mejores candidatos a beneficiarse de la ingeniería tisular: el hueso se deteriora con el uso, se rompe y se ve afectado por numerosas enfermedades que requieren su regeneración. Otros órganos pierden su función sin ver desgastado su tejido, pero en determinadas circunstancias el hueso experimenta una constante pérdida de densidad.

En los años sesenta se registró un nuevo tipo de material para aplicaciones médicas e industriales conocido como bioglass. Este producto es hoy protagonista de una de las muchas líneas de investigación en marcha que pretenden lograr la síntesis del hueso humano en el tubo de ensayo. Al parecer, este material produce la secreción de ciertas proteínas que estimulan la generación de células osteoprecursoras. La investigación con bioglass se encuentra ahora en la fase de desarrollo de una tercera generación de material que permita incluir en su fórmula cualitativa las proteínas propias del andamiaje alrededor del cual crece el hueso en condiciones normales.

La materia prima de este tipo de andamiajes podrían ser células maduras extraídas de seres humanos o células madre embrionarias.

La ingeniería tisular no solo permitirá reducir el número de trasplantes y de prótesis implantadas en hueso, sino que serviría para reparar otras alteraciones funcionales del aparato locomotor como son el párkinson, la degeneración del músculo o las interrupciones en la comunicación de la médula espinal. Se cree que en diez años se podría estar en disposición de probar con pacientes reales este tipo de innovaciones derivadas del uso del bioglass.

Aquellos restos óseos que Vesalio limpiaba con mimo, aquellos esqueletos montados pieza a pieza tenían su propia alma. Es probable que fuera el alma de un asesino, un violador, un ladrón cogido con las manos en la masa. Lo más seguro es que se tratase de almas infortunadas, pobres, desfavorecidas… Los huesos de los ricos iban a parar a tumbas bien guardadas, lejos del afán de rapiña de los profanadores, los desesperados y los científicos de curiosidad insaciable como Vesalio.

Los huesos del siglo XXI tienen en su interior otro tipo de alma, y quizás empiecen a multiplicarse los esqueletos compuestos de materiales artificiales biocompatibles, animados por el alma de la biotecnología, gracias al espíritu tan insaciable como el de Vesalio de los nuevos regeneradores de tejidos.

Capítulo 11
Charles Darwin, el científico que comía de todo

La habitación era todo un lujo. Constaba de un recibidor de ocho por ocho metros, panelado de madera con una preciosa mesa redonda y varios sillones de estilo victoriano. Dos puertas conducían al pequeño vestidor, modesto, con su espejo de peana, y a la habitación propiamente dicha, donde el joven Charles Darwin dormía pensando en sus escarabajos. Orientadas hacia el norte, tres ventanas ofrecían una vista a la capilla de la universidad. Darwin había ingresado en Cambridge para estudiar Humanidades. Su padre tenía decidido que se convirtiera en sacerdote y, en aquella época, para tal fin era requisito imprescindible obtener un grado universitario. De modo que ver la capilla cada mañana parecía un buen modo de impulsar sus estudios. Las ventanas que daban al sur se alzaban sobre uno de los patios donde los estudiantes solían pasear.

En aquella época, la costumbre era que los alumnos veteranos que abandonaban Cambridge vendieran sus muebles a los recién llegados. Charles había adquirido varios decantadores de vino, un juego de té, sábanas nuevas, vasos y cubiertos. Se gastó la friolera de 40 libras en una recia alfombra de lana. Además, decoró las paredes con grabados nuevos.

En cada planta de la residencia había un asistente que se encargaba de entregar el correo, cepillar la ropa, hacer café, despachar recados sencillos… Nadie sabía por qué, pero los estudiantes llamaban a estos sirvientes gyps. Ni siquiera Charles Darwin, el hombre que (aunque él aún no lo sabía) estaba destinado a cambiar para siempre la historia de nuestra comprensión de la naturaleza, el que habría de describir innumerables nuevas especies en el más fantástico y creativo viaje alrededor del planeta, el que se convertiría en el científico más influyente que los siglos han dado, conocía que el término tenía, precisamente, un origen zoológico. Gyp procedía del nombre griego del buitre…, triste modo de referirse, por cierto, a un asistente de habitación.

Los estudiantes eran atendidos, además, por otro tipo de personal. Había jóvenes encargados de limpiar las botas y los zapatos y del servicio de barbería. Cada trimestre, Charles se hacía cargo de la cuenta de los servicios que había utilizado. Cuatro libras por el uso de carbón para la chimenea, siete chelines para el limpiabotas, dos libras y un chelín en barbería.

Un día típico en la vida del joven aspirante a teólogo comenzaba a las siete de la mañana cuando Impey, su gyp particular, lo despertaba y lo ayudaba a vestirse antes de ir a misa. Durante los oficios en la capilla, otro sirviente le hacía la cama a razón de una libra y un chelín. Luego regresaba a la habitación donde le esperaba un desayuno con té o café, pan, jamón y mantequilla. No se vivía mal siendo estudiante de Humanidades en Cambridge. Nada mal.

El joven Charles recibía a menudo a otros estudiantes en su cuarto. Repasaban el currículo de la carrera de Teología, tomaban café, algunas tardes pedían allí mismo una cena ligera, bebían vino y jugaban a las cartas. A veces, Darwin contrataba a los chicos del coro de la capilla para cantar mientras cenaba. No. No se vivía mal en Cambridge.

Pero por encima de todas las actividades que podían practicarse en tan ilustre alma mater, más allá de cualquier atención, servicio, conocimiento o compañía, al joven Charles lo que verdaderamente lo volvía loco eran los escarabajos. Y es muy probable que la culpa de ello la tuviera su primo segundo William Darwin Fox, también estudiante, quien durante mucho tiempo fue su contacto más íntimo en la universidad. A Fox le encantaba montar a caballo y cazar. A Charles también. Pero a Fox, además, le conmovía la historia natural. Aunque estaba convencido de querer convertirse en un respetable sacerdote, pasaba las tardes contemplando pájaros y cazando insectos.

Durante el primer año en Cambridge, la mayor parte de las mañanas Charles y William Darwin desayunaban juntos. Y el amante de los bichos fue contagiando a su primo segundo su pasión. En aquella lujosa habitación universitaria, en 1828, estaba cuajando el embrión del que iba a ser el naturalista más ilustre de la historia de la humanidad.

Había un insecto que centraba buena parte de las conversaciones de aquellos dos jóvenes: Panagaeus cruxmajor, el escarabajo crucifijo de tierra. Se trata de una especie extraña en Europa, muy difícil de encontrar. Hay que tener mucho cuidado para no confundirlo con su pariente más cercano, el Panagaeus bipustulatus. Su tamaño no supera el centímetro de longitud. A pesar de ser tan diminuto, es fácil observar la original decoración de su caparazón, una cruz negra sobre fondo marrón intenso. Suele esconderse durante el día en los troncos de los árboles y sale a alimentarse de noche, libando pequeños protozoos del agua estancada.

Las conversaciones entomológicas de los dos aspirantes a cura empezaron a volverse ciertamente obsesivas. Charles había adquirido un ejemplar del Catálogo sistemático de insectos británicos, del doctor James Francis Stephens. Era una obra magna de 388 páginas publicada justo el año de su llegada a Cambridge en cuyo prefacio dejaba a las claras su intención.

«Un intento de compilar todos los insectos indígenas descubiertos hasta la fecha y de relacionarlos con sus afinidades naturales. Incluye también la referencia a todos los escritores sobre etimología publicados en inglés y a los principales autores extranjeros.»

En otras palabras, aquel libro era una biblia. Pero no la Biblia que debía haber regido los destinos del Charles Darwin clérigo, sino una biblia de la naturaleza.

Los dos primos Darwin pasaban cada vez más horas en la calle buscando insectos. Los atrapaban cuidadosamente, se los llevaban a la habitación y los comparaban con las descripciones del libro de Stephens. Luego los almacenaban escrupulosamente sujetos con alfileres en cajas y cajas y cajas… que fueron llenando las habitaciones de ambos.

Un año después, el futuro descubridor del origen de las especies no se conformaba con recolectar insectos. Su trabajo había sido tan sistemático que pudo mandar algunos de sus ejemplares al propio profesor Stephens. En junio de 1829 recibió uno de los mejores regalos que podían hacerle: el último número de la Revista Ilustrada de Entomología Británica, la publicación con la que Stephens actualizaba sus bases de datos. En la página 200 aparecía la siguiente inscripción: Graphiphora plecta, Cambridge. C. Darwin, Esq.

Era la primera vez que el nombre de Charles Darwin aparecía impreso en un libro. Y no lo había hecho en una publicación de humanidades (su carrera), ni en un libro de homilías (como hubiera querido su padre). Lo hizo, curiosamente, en una publicación de naturaleza.

Desde ese momento, su obsesión por los insectos ya fue imparable. Recibía cajas con cientos de ejemplares que le enviaban sus amigos de todo el Reino Unido. En el verano de 1829 se embarcó en un tour entomológico por el norte de Gales y le dedicó tres meses intensivos a la recogida de ejemplares, aunque tenía que preparar sus exámenes de fin de curso. También se enroló en varios ciclos de conferencias sobre botánica. Salía extasiado de la sala de charlas, comentando a todo el mundo la profundidad de los conceptos y la belleza de las ilustraciones. Aunque no estudió la botánica en profundidad, sí que trató de apuntarse a todas las excursiones posibles en busca de nuevas especies de plantas, seguramente con el secreto deseo de toparse con algún escarabajo por el camino.

Hasta que una tarde ocurrió lo que tanto tiempo llevaba esperando. Caminaba por un jardín cercano a la universidad, mirando, como siempre, al suelo en busca de algún insecto. Llevaba en las manos dos ejemplares de escarabajo bastante interesantes. Cada una de las manos sujetaba su pieza con el mayor de los cuidados. De repente, bajo una brizna de hierba fresca apareció la diminuta cabecita de otro escarabajo. Poco a poco, afloró el resto del cuerpo. Allí estaba: la bella figura marrón con su cruz oscura al lomo de un Panagaeus cruxmajor, el insecto más deseado por Darwin. La excitación era máxima. Llevaba años buscando un ejemplar de esa especie. De hecho, al pensar en ello, es posible que todo el esfuerzo entomológico que había realizado en su vida cobrara sentido. Ahora podía justificar las horas robadas al estudio, las tardes ausentes de los actos sociales, las noches en vela catalogando ejemplares. Ahora tenían una razón de ser las 15 libras invertidas en un nuevo gabinete de caoba, más grande que el que tenía, para albergar su creciente colección. Un Panagaeus cruxmajor decoraría el mueble mejor que cualquier otra especie.

Pero ¿cómo iba a capturarlo? Tenía ambas manos ocupadas. El bicho empezaba a correr y a escaparse… Ni corto ni perezoso, Charles se metió uno de los escarabajos de la mano en la boca. Lo sujetó suavemente con los dientes y se lanzó a por el Panagaeus. Seguramente no fue capaz de contener la mandíbula cuando por fin atrapó triunfante al huidizo animal. Apretó los dientes más de la cuenta e hirió al insecto que retenía entre sus fauces. Este se defendió lanzando una dosis de su defensa química.

Algunos escarabajos se defienden de los depredadores eyectando una sustancia irritante. Suele ser una mezcla de agua oxigenada con enzimas peroxidasas que normalmente se almacenan en vesículas separadas. Solo en caso de amenaza, las sustancias se mezclan y producen un ácido muy potente.

En la lengua del joven Charles Darwin el ácido provocó el mismo efecto que la más potente y picante de las guindillas. Su boca comenzó a arder y Charles no solo escupió a su primera víctima, sino que tuvo que soltar a los otros dos insectos de las manos. Su preciado Panagaeus cruxmajor se escapó para siempre.

Aún décadas después, cuando Charles ya envejecido intercambiaba ilustraciones de insectos con colegas naturalistas, se sentía especialmente agradecido de recibir notas referidas al Panagaeus cruxmajor. «Desde mi más tierna juventud —decía— este animal ha sido sagrado para mí.»

Pero, más allá de sus aventuras entomológicas, la vida en Cambridge seguía su curso. Después de las vacaciones de Navidad de 1830 a Charles se le cruzó por el camino otra gloriosa oportunidad de demostrar al mundo hasta qué punto estaba dispuesto a llevarse cualquier cosa a la boca. Fue durante una reunión en la habitación de uno de los alumnos más cercanos a él, huyendo del frío de enero y tratando de buscar alguna alternativa social a su obsesión por los insectos, cuando alguien dejó caer la idea de crear un selecto club gastronómico. Los caballeros Darwin, Herbert, Whitley, Watkins, Cameron, Heaviside, Blane y Lowe firmaron el compromiso de reunirse periódicamente, cada vez en el dormitorio de uno de ellos, y preparar las cenas más raras que se habían visto en mucho tiempo en la vieja y cultivada Cambridge.

El objetivo de aquella extraña sociedad gastronómica era poder degustar el mayor número posible de especies desconocidas para el paladar humano. Querían probar carnes exóticas y dar cuenta de los pájaros y bestias menos habituales en la dieta de cualquier civilización. Se las apañaron para cocinar aves como el halcón o el pelícano y quién sabe qué otras exquisiteces raras. Una de sus preparaciones más sonadas fue el asado de avetoro. El avetoro es un ave propia de los humedales parecida a la garza, pero más robusta. Su plumaje es pardo, como el de la perdiz y cuando llama a sus congéneres emite un sonido similar al mugido de un toro. Puede medir hasta ochenta centímetros y pesar dos kilos. El sabor de su carne no debe de ser muy diferente a la del pato.

Los comensales llamaron a su organización Glutton Club (el Club del Glotón), aunque durante un tiempo jugaron a esconder el verdadero propósito de sus reuniones bajo nombres griegos que dieran al evento el aspecto de una suerte de hermandad filosófica. Todo parecía un juego de críos hasta que una noche el asunto se les fue de las manos.

Uno de los invitados apareció nada menos que con un búho desplumado y presto para ser asado. El sabor de aquel animal causó una profunda y desagradable impresión en los comensales. Charles Darwin apenas llegó a poder explicar la sensación. Era sencillamente «indescriptible». Tanto que el futuro naturalista abandonó el club y no volvió a someterse a sus inesperados menús.

Pero, de alguna manera, su paladar ya había sido preparado para lo que debería venir en el futuro. Porque Charles Darwin estaba a punto de iniciar un viaje que cambiaría su vida y, sobre todo, revolucionaría la historia de la humanidad, y en el que la gastronomía también tuvo su papel. Durante los cinco años que Charles pasaría navegando a bordo del barco HMS Beagle iba a probar, casi, de todo.

En agosto de 1831 Darwin realizó un largo y muy aleccionador viaje geológico por Gales. A su regreso es probable que no supiera muy bien hacia dónde encaminar sus futuros pasos. Había conseguido su grado en la universidad y no parecía muy contento con él. De hecho, escribió con desgana a su hermana Caroline para darle la noticia: «Me ha costado 15 libras sacarme el título universitario. ¡Qué forma de malgastar el dinero!». Por eso, cuando regresó de su viaje por Gales y recibió la carta que le había mandado John Stevens Henslow, su mente estaba más abierta que nunca a aceptar cualquier reto que le permitiera cambiar de vida.

Henslow era profesor de Botánica en Cambridge. Había realizado algunas expediciones a la isla de Man en la juventud, pero su labor actual era el estudio y la docencia. El profesor era, además, buen amigo de un veterano vicealmirante de la Marina Real Británica, Robert FitzRoy, al que habían encargado capitanear una impresionante misión: ponerse al mando del HMS Beagle para inspeccionar las costas meridionales de América del Sur. La primera fase de la expedición ya se había realizado con éxito en 1830. Ahora quedaba continuar con un segundo viaje. La idea era realizar trabajos hidrográficos en Sudamérica, en la costa de la Patagonia oriental, entre el Río de la Plata y el estrecho de Magallanes. Después seguirían el camino hacia Valparaíso y tratarían de encontrar nuevas rutas para llegar a las islas Galápagos. Desde allí se adentrarían en el Pacífico rumbo a Australia con la intención de calibrar la correcta medición de los cronómetros navales más modernos. Cinco años después de partir, el Beagle volvería a Inglaterra a través del cabo de Buena Esperanza.

FitzRoy era un buen marino, pero, aunque había desarrollado interesantes conocimientos de meteorología, su formación científica distaba de ser la necesaria para completar los estudios hidrográficos que le habían sido encomendados. Así que buscó algún científico que pudiera compartir con él alojamiento y que tomara buena nota de todo cuanto viera. La noticia llegó a oídos de Henslow, que no tardó en enviar una carta de invitación a Charles Darwin. Esa fue la carta que leyó el joven Charles al regresar de su viaje a Gales, en medio de la incertidumbre sobre su futuro. No lo dudó: contactó con el capitán, se informó de las condiciones del viaje y se embarcó con la idea de poder abandonar la expedición en el momento en que se aburriera. Pero no se aburrió: el barco partió de Plymouth el 27 de diciembre de 1831, atracó por primera vez en Tenerife y de allí partió a su aventura, que no terminó hasta su fondeo de nuevo en el puerto británico de Falmouth el 2 de octubre de 1836. Los cuatro años y nueve meses que duró la expedición contaron con la presencia de Charles Darwin, de un Darwin que no paró en todo momento de tomar notas, dibujar esquemas, observar el comportamiento de las plantas y de los animales, tomar medidas, analizar muestras, configurar grupos de especies…, de confeccionar, en suma, un vasto conocimiento sobre el funcionamiento del mundo animal que iba a terminar derivando en la mayor teoría jamás escrita acerca del motor que mueve a la naturaleza: la teoría de la evolución.

Charles Darwin se subió a ese barco siendo aún un joven con relativamente escasos conocimientos de geología, biología y botánica adquiridos de manera autodidacta. Y salió de él convertido en un hombre que iba a cambiar el intelecto humano. Partió siendo un creyente cristiano y regresó con una profunda carga de escepticismo en la mochila. Comenzó su andadura bajo el influjo de su admirado Alexander von Humboldt, cuyas obras había devorado, y volvió para convertirse él en una referencia mundial de la aventura científica. Su auténtica misión en el HMS Beagle, según constaba en las órdenes del almirantazgo británico, era tratar de determinar si en las montañas de Tierra del Fuego existían suficientes yacimientos minerales. También debía ayudar a descubrir si algunas islas coralinas eran apropiadas para instalar puertos en sus costas. Pero lo que nadie imaginaba es que el científico de a bordo iba a mostrar una avidez tan grande por el conocimiento. Mientras los técnicos medían corrientes oceánicas o cartografiaban la costa, él bajaba a tierra y recopilaba ejemplares de plantas, de fósiles, de rocas. Tomó nota escrupulosamente de todo cuanto veía.

Cada escala era para él una fuente de sorpresas. En Cabo Verde se dejó fascinar por los estratos de roca volcánica blanca preñados de conchas marinas. En Brasil estudió un fenómeno biológico que apenas conocía: el bosque tropical. En las costas de Monte Hermoso, en Argentina, hizo uno de los descubrimientos más sorprendentes. En medio de una colina halló restos fosilizados de animales extintos junto a conchas de modernos bivalvos, como si aquellas especies hubieran convivido en el tiempo. Los huesos de animales desaparecidos, como un diente de megaterio, le sirvieron para establecer una suerte de cronología muy modesta y empezar a intuir algo que luego rondaría su cabeza durante años: que las especies animales y vegetales cambian, se transforman unas en otras siguiendo un orden temporal: ¡evolucionan!

Cada mes que pasaba a bordo se sorprendía con la diversidad de flora y fauna en función de los distintos lugares que visitaba. Empezó a comprender que la separación geográfica entre unas especies y otras era la causa de su diferenciación. Los animales de un lugar del planeta habían cambiado para adaptarse a las peculiaridades de su terreno de manera distinta a como lo habrían hecho en cualquier otro paraje del globo.

En Chile, Charles fue testigo de un terremoto y observó cómo el levantamiento del terreno hacía aflorar cúmulos de valvas de mejillones de tiempos inmemoriales. En las islas Galápagos se entretuvo en identificar las diferentes variedades de pájaros pinzones sutilmente modificadas en cada isla y todas ellas distintas al pájaro continental. Vio árboles fosilizados a pie de playa en Ecuador y restos de animales marinos en las alturas de los Andes.

En Australia quedó profundamente desconcertado con animales como la rata marsupial o el ornitorrinco, tan extraños que «debieron de haber sido creados por un Dios alternativo».

Cada una de esas sorpresas iba causando un impacto imborrable en el intelecto de Darwin, quien poco a poco fue dando forma a una concepción muy personal de la naturaleza.

En una de las últimas escalas de regreso al Reino Unido, en Ciudad del Cabo, Darwin conoció a John Herschel, matemático y astrónomo que había viajado a Sudáfrica para catalogar estrellas, nebulosas y otros cuerpos visibles desde el hemisferio sur. Su padre, el eminente William Herschel, había completado un amplio catálogo de los cielos del norte. John quería, entre otras cosas, documentar el paso del cometa Halley por las cercanías de la Tierra. Llegó a Ciudad del Cabo el 15 de enero de 1834, casi dos años antes de que atracara el barco de Charles Darwin. Y en aquella ciudad el astrónomo encontró la felicidad. En Londres era un famosísimo científico, precedido por la gloria de su padre. La presión era tremenda, medio mundo académico esperaba con ansia su próximo descubrimiento. Pero en Sudáfrica se sentía libre. Podía dedicarse a otras muchas actividades. Por ejemplo, a estudiar los paisajes.

Herschel estaba obsesionado por encontrar el motor que conduce a la variación de los paisajes y las bestias con el paso del tiempo. Si Dios creó todo lo que en el mundo hay, ¿cómo lo hizo? ¿Por qué han cambiado las montañas, los animales y las plantas desde su diseño original? Y, sobre todo, ¿cuándo lo hizo? En la mente de los científicos de la época empezó a cundir la idea de que, en los 5.000 años desde la Creación, según las Escrituras, no había dado tiempo a que evolucionara tal cantidad de especies animales vivas y extintas, tantos paisajes modificados geológicamente como se estaban descubriendo.

«Tiempo, tiempo, tiempo… —escribió Herschel—. No debemos impugnar la cronología de las Escrituras, pero debemos interpretarlas de acuerdo con lo que sea que parezca ser la verdad según las investigaciones objetivas, ya que no puede haber dos verdades. Y realmente hay un margen suficiente. Las vidas de los Patriarcas pueden ser razonablemente extendidas entre 5.000 y 50.000 años cada una, como los días de la Creación pueden serlo a tantos miles de millones de años.»

La idea era tremendamente revolucionaria. Hablaba de una evolución natural de miles de millones de años. Pero carecía de cualquier prueba.

Herschel recibió la visita de Darwin y el capitán FitzRoy el 3 de junio de 1836 en Ciudad del Cabo. La conversación impactó brutalmente a Charles. Las palabras de aquel astrónomo y matemático dotaban de sentido a todo lo fascinante que había visto a bordo del HMS Beagle. Empezaba a cobrar cuerpo la solución al misterio de los misterios, cómo unas especies extintas eran sustituidas por otras nuevas mediante un proceso natural que no tenía nada de milagroso.

Desde que salieron de Ciudad del Cabo, ya de regreso a casa, Darwin se dedicó a ordenar sus notas a la luz de la conversación con Herschel. Todo lo que había presenciado con los pinzones, las tortugas, los zorros de las Malvinas, los ornitorrincos tenía sentido. Lo que tenía en mente desbarataría la idea de que las especies fueron creadas individualmente y permanecen estables. Asustado y excitado a un tiempo, empezó a creer que había descubierto el verdadero origen de las especies animales y vegetales.

Todas estas disquisiciones, por cierto, no le quitaron el apetito. Durante sus casi cinco años de periplo Charles siguió cultivando su costumbre adquirida en el Club Glutton de no hacerle ascos a ninguna comida. Degustó carne de puma, que le pareció «realmente parecida a la ternera», y se despachó con las iguanas y los armadillos. Comió docenas de tortugas gigantes de las que probó incluso sus vísceras («sus fluidos son claros y casi no saben a nada, quizás tengan un sutil regusto amargo»). En América del Sur se detuvo a cocinar un agutí, un roedor de monte de 60 centímetros de longitud que le proveyó de «la mejor carne que he tomado en mi vida». Incluso se comió un ejemplar de una especie animal desconocida que él mismo descubrió. El ñandú Pterocnemia pennata, una especie de avestruz enano que halló en Argentina. Después de comerlo, guardó una muestra de sus huesos y plumas para catalogar la especie en Inglaterra. Su mandíbula no tenía respeto por nada.

Tal vez por eso terminó enfermando. O quizás simplemente fuera contagiado por el mal de Chagas en alguna acampada nocturna. Lo cierto es que ya de regreso a Inglaterra su salud quedó muy deteriorada y de hecho dedicó el resto de sus años a una vida más tranquila, estudiando en su casa de campo y escribiendo la ingente obra que debía desarrollar sus teorías sobre el origen de las especies.

A comienzos de 1856 Darwin tenía escrita prácticamente la mitad del libro más importante de la historia de la ciencia, un gran libro sobre las especies y su evolución que iba a llevar el título de Selección natural. Estaba obsesionado con la búsqueda de pruebas que avalaran su teoría y por recopilar informaciones de todos los naturalistas del mundo. Aquello retrasaba considerablemente la publicación de la obra.

Mientras estudiaba la posibilidad de que los huevos y las semillas viajaran por el océano y diseminaran de ese modo la diversidad animal y vegetal por todo el planeta, empezó a recibir cartas de otros científicos conocidos que se habían puesto a reflexionar sobre sus mismas ideas de la evolución de las especies. El explorador y botánico Joseph Dalton Hooker dudaba ya abiertamente de las teorías tradicionales sobre la inmutabilidad de los seres vivos a lo largo del tiempo. El geólogo Charles Lyell empezaba a convertirse en una referencia mundial de la defensa del gradualismo geológico (la idea de que la Tierra ha cambiado de aspecto evolutivamente a lo largo de milenios). Y el botánico estadounidense Asa Gray llegó a mandar a Charles una copia de sus ensayos sobre el desarrollo de la flora que incluía referencias al pensamiento del propio Darwin.

Charles empezó a darse cuenta de que su idea quizás corriera peligro: el mundo de la ciencia ya andaba detrás de un nuevo concepto de naturaleza que explicara la evolución de la vida sin acudir a las Escrituras. ¿Iban a adelantársele en la publicación de sus teorías? Así que decidió acelerar la publicación de su obra. En 1858, el propio Charles Lyell puso en contacto a Darwin con la obra de otro eminente naturalista que pensaba lo mismo que él: Alfred Russel Wallace.

«Jamás vi coincidencia de ideas tan sorprendente —escribió Darwin—. Si ese Wallace hubiera tenido mis textos desde 1842 no habría hecho un resumen mejor.»

El naturalista británico estaba ahora convencido de que era necesario actuar. Así que propuso a Lyell que moviera los hilos en Londres para publicar un artículo con las ideas de Wallace y las suyas en comandita. El texto llevó un rimbombante título: Sobre la tendencia de las especies a crear variedades, así como sobre la perpetuación de las variedades y de las especies por medio de la selección natural. En realidad, era un texto formado por dos publicaciones: un artículo de Wallace y un extracto inédito del ensayo que Darwin no terminaba nunca de completar.

Ambos autores debían acudir a la Sociedad Linneana de Londres a presentar su idea. Pero a Darwin le sobrevino otra desgracia. Una epidemia de escarlatina estaba diezmando la población infantil del pueblo donde se había retirado a escribir tras su viaje en el Beagle. Y la enfermedad iba a cobrar su factura en la familia Darwin. Charles había tenido diez hijos de su matrimonio con su prima Emma Wedgwood. El primogénito, Erasmus, nació en 1839. El benjamín, Charles Waring tenía solo dos años en junio de 1858, el verano en el que su padre debía presentar al mundo sus ideas revolucionarias y en el que la escarlatina se cebó con los niños de su pueblo. Darwin fue un padre preocupado y devoto. Quizás en exceso: cada vez que uno de sus hijos caía enfermo se culpaba a sí mismo. Pensaba que la debilidad de la salud de sus retoños se debía a que eran hijos de dos primos cercanos. En 1851, llegó el primer gran mazazo a la familia. Annie, la segunda hija del matrimonio, murió a los diez años de edad. El fallecimiento consternó al Darwin padre, como no podía ser de otro modo. Pero también sacudió los cimientos del Darwin científico, pues perdió casi totalmente la fe en la Iglesia, dejó de acudir a misa y se radicalizó en la idea de que la enfermedad de sus hijos era hereditaria. Siete años después, la escarlatina se llevó al pequeño Charles Waring. En ese caso el dolor fue tan grande que apartó a su padre de la actividad científica durante un tiempo.

Darwin no acudió a la presentación en sociedad de sus ideas ante la Sociedad Linneana de Londres. Tampoco se perdió nada, la verdad. La idea no fue muy bien acogida por la comunidad. Algunas críticas fueron especialmente crueles:

«Todo lo que dicen Darwin y Wallace es falso. Y lo que es cierto ya se sabía previamente».

Charles, sin embargo, siguió escribiendo, quizás para huir del dolor familiar. Y mantuvo férreamente sus tesis evolucionistas hasta que creyó llegado el momento de publicar, él solo, su obra magna. El 22 de noviembre de 1859 salió de la imprenta la primera edición de El origen de las especies mediante la selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha de la vida, un libro que, afortunadamente, pronto comenzó a conocerse de manera simplificada como El origen de las especies. Leer su introducción es ya suficiente para entender lo revolucionario del contenido de la obra:

Dado que de cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir y dado que, en consecuencia, hay una lucha por la vida que se repite frecuentemente, se sigue que todo ser, si varía, por débilmente que sea, de algún modo provechoso para él bajo las complejas y a veces variables condiciones de la vida, tendrá mayor probabilidad de sobrevivir y, de ser así, ser naturalmente seleccionado. Según el poderoso principio de la herencia, toda variedad seleccionada tenderá a propagar su nueva y modificada forma.

La idea era una bomba en los cimientos del pensamiento de la época. Los seres vivos no eran un producto del diseño de un dios, sino el resultado de las variaciones que la selección natural iba imponiendo a las bestias y las plantas en su lucha por sobrevivir. Darwin no se atrevió a incluir a los seres humanos en este mismo saco más que en unas pequeñas menciones modestamente escondidas en la profusión del texto. Tampoco se atrevió a utilizar el controvertido término de «evolución», opuesto al del «creación» ni a desterrar la mano divina del origen de la vida.

Hay grandeza en esta concepción según la cual la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en reducido número de formas o en una sola y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un sencillo principio, en una infinidad de formas más bellas y portentosas.

El libro fue un gran éxito y Darwin ya quedó confirmado para siempre como el padre real de la idea de la evolución de las especies. Durante las décadas siguientes, Charles no dejó de escribir. Introdujo por fin la evolución humana en sus teorías, investigó sobre los modos de adaptación a la vida de plantas e insectos. Su libro La fecundación de las orquídeas ofreció la primera explicación detallada de la potencia de la selección natural a la hora de configurar el aspecto de las especies. En la quinta edición de El origen de las especies utilizó por primera vez el término «supervivencia del más apto» para referirse al motor de la evolución y en 1871 escribió El origen del hombre y la selección en relación con el sexo, el paso definitivo para considerar al ser humano una especie más, como otra cualquiera, sometida a las leyes de la selección natural. Un año después, publicó uno de los primeros libros de ciencia de la historia ilustrado con fotografías impresas que servían de documento gráfico para apoyar sus teorías: La expresión de las emociones en el hombre y los animales, una obra de gran éxito que compara gráficamente cómo hombres de diferentes condiciones y varios tipos de animales expresan físicamente el miedo, la agonía, la risa, el dolor…, y como esas expresiones no son más que la manifestación de que animales y humanos proceden del mismo origen:

El hombre, con todas sus nobles cualidades, con su compasión hacia los que siente desarraigados, con su benevolencia no solo hacia los otros hombres sino hacia la más humilde de las criaturas, con su intelecto que parece divino y ha penetrado en los movimientos y la formación del sistema solar —con todos estos elevados poderes—, todo hombre sigue cargando en su condición corporal el sello indeleble de su modesto origen.

Charles era consciente del impacto que iba a tener en el mundo este pensamiento. Y en el fondo se sentía algo culpable de haber pervertido la conciencia de los hombres. «Publicar mis ideas ha sido, en parte, como confesar un asesinato.» La vieja idea del Dios creador de especies eternas e inmutables había muerto para siempre.

En 1882, cuando ya había visto con sus propios ojos que El origen de las especies era la obra más revolucionaria de la historia de la ciencia, Charles Darwin murió, tras más de veinte años de lucha contra una salud quebradiza, quizás como consecuencia de sus viajes por el mundo, quién sabe si también por culpa de sus curiosas costumbres a la hora de comer cosas raras.

Aunque estaba previsto que fuera enterrado en la modesta iglesia de Santa María en Downe, una petición especial del presidente de la Royal Society de Londres trastocó los planes. Charles Darwin fue enterrado, tras recibir los honores de un funeral de Estado, en la abadía de Westminster, al lado de John Herschel y de Isaac Newton. Solo cinco personas que no gozaban de un título de la realeza habían merecido un eterno descanso en la abadía en todo el siglo XIX. Darwin, a pesar de haber dinamitado una de las bases más sólidas del pensamiento cristiano, era una de ellas.

Capítulo 12
Williamina Fleming, la cazadora de estrellas peor pagada de la historia

En el pabellón de astrofotografía del observatorio, doce mujeres, incluyéndome a mí, nos encargamos de cuidar las imágenes. Las identificamos, las examinamos, hacemos mediciones con ellas. Las preparamos para imprimir. Mi trabajo se parece tanto de un día para otro que hay poco más que contar, si no es hacer mención a la terrible rutina que nos asola. Es 1 de marzo de 1900.

Williamina escribe con letra cursiva de mujer bien educada, manteniendo escrupulosamente la rectitud de las líneas y los espacios, intentando realizar el menor número posible de correcciones sobre la hoja amarillenta de su diario. Escribe de noche, después de terminar de recoger los platos de la cena que ha compartido con su hijo, Edward. Parece que la primavera quiere empezar a despuntar en Boston, si a lo que ocurre entre marzo y abril en esa ciudad se lo puede llamar primavera. Los días son más soleados y los parques comienzan a teñirse de colores más vivos, pero el frío sigue metiéndose entre las paredes del Harvard College Observatory como si fuera pleno invierno. Williamina escribe con guantes.

2 de marzo: hoy, el trabajo en el observatorio comenzó a las 9:15 y ha acabado a las 6 de la tarde. Nos hemos dedicado todo el tiempo a ordenar fotos y a responder correspondencia. Hemos enviado copias del número dos del documento sobre Estándares de Magnitud de Estrellas Débiles a todo aquel que nos lo ha pedido. Lo próximo que hagamos requerirá algo más de pericia. Cada placa que nos llega muestra la imagen de una infinidad de estrellas. La tarea de encontrar entre ellas la estrella de referencia y distinguirla de las que usamos para comparar es ingente. Le he propuesto al director dejar este asunto en manos de miss Leland, aunque ella, igual que yo, tiene muchas dificultades para sacar adelante este asunto.

Doce mujeres reunidas día tras días en el observatorio de la Universidad de Harvard, se dejaban las pestañas a la débil luz de pequeños focos bajo la supervisión del profesor Edward C. Pickering en el mayor esfuerzo realizado hasta la fecha para catalogar todas las estrellas del firmamento. Doce damas de diferentes procedencias, historias y destinos, reunidas por la ambición de Pickering y por la ciencia. Las malas lenguas bostonianas las llamaban «el harén de Edward». Pero la mayor parte del personal de la prestigiosa universidad empezó a llamar al grupo con un nombre mucho más respetuoso y apropiado para su verdadera condición: las computadoras de Harvard.

Porque Williamina y sus compañeras hacían exactamente eso: computar. Registraban el número de puntos de luz en cada daguerrotipo tomado por alguno de los dos fototelescopios con los que contaba el observatorio. Analizaban una fotografía tras otra, una tras otra…, miles de veces. Dedicaban seis días a la semana a la tarea. Se repartían en grupos para doblar el espinazo sobre atriles de madera dispuestos en varias mesas. Allí se depositaban las fotografías obtenidas desde las placas impresas con la luz de los telescopios. Con una lupa buscaban en el fondo oscuro del papel fotográfico puntos de luz y rayas de diferentes tonalidades. El primer grupo de mujeres reducía el montón de fotografías seleccionando solo aquellas que mostraban rastros de estrellas de calidad. Un segundo grupo clasificaba los resultados en función del brillo estelar, de la región del cielo observada o del número de astros visibles. Williamina y sus colegas se pasaban el día mirando al infinito, pero no al cielo abisal de la noche; al infinito en dos dimensiones de los miles de fotos que tenían que estudiar.

1 de marzo: mi vida es necesariamente diferente de la del resto de los empleados de la universidad. Todas las tareas en casa recaen sobre mis espaldas además de tener que proporcionar los ingresos para cubrir todos los gastos. Mi hijo Edward no conoce nada del valor del dinero y tiene la creencia de que todo lo que necesita le ha de ser dado de inmediato.

Williamina vivía sola con su hijo, que iba y venía en su condición de estudiante del Massachusetts Institute of Technology. Porque, al contrario que el resto de sus compañeras en el observatorio, ella no tenía marido. En realidad, sí lo tenía, pero nadie sabía dónde andaba.

Williamina Paton Stevens (así era su nombre completo de soltera) nació en Dundee, Escocia, el 15 de mayo de 1857. Allí recibió su educación básica de manos de sus padres Robert y Mary al principio y de los maestros del colegio público de la localidad después. Robert Stevens tenía un próspero taller de tallado y dorado de madera. Durante los años en los que Williamina aprendía sus primeros pasos, se puso de moda decorar los daguerrotipos y retratos con marcos de recargada decoración. Robert era el rey de esa técnica. Así que por sus manos pasaron la mayor parte de las fotos privadas de los vecinos de Dundee. Quizás como consecuencia de la manipulación de tantas imágenes, el hombre terminó desarrollando una incansable afición a la fotografía. De hecho, fue uno de los primeros habitantes de la ciudad en experimentar con nuevas técnicas de impresión y revelado que llegaban de los daguerrotipistas europeos. Quizás la pequeña Williamina trasteara entre las máquinas de su padre sin saber que, algún día, iban a ser precisamente las fotografías las que le darían de comer.

Robert, sin embargo, no tuvo tiempo de enseñar a su hija muchas técnicas fotográficas: murió cuando la niña tenía siete años. Poco después empezaría a estudiar en la escuela pública de Dundee. Y, sin duda, debió de aprovechar sus oportunidades: a la edad de catorce años ya había sido elegida como «maestra aprendiz», dentro de un programa de excelencia de la escuela para promocionar jóvenes talentos en la docencia.

Pero su carrera como futura profesora solo duró cinco años. Era demasiado joven y demasiado apasionada cuando conoció a James Orr Fleming y aún lo seguía siendo cuando se casó con él, el 28 de mayo de 1877. Aquel hombre la iba a alejar definitivamente de casa y, de manera inconsciente, la iba a acercar a las estrellas.

El matrimonio se desplazó a vivir a Boston y allí solo duró dos años. En 1879 James abandonó a su mujer al enterarse de que estaba embarazada. No quiso hacerse responsable de la crianza de un niño. Así que la joven escocesa, sola a miles de kilómetros de distancia de su país natal y en trance de dar a luz, tuvo que comenzar a buscarse la vida de cualquier modo. Y, entre las muchas posibilidades que se cruzaron en su camino para salir adelante, entrar a formar parte del servicio doméstico de la casa del profesor Edward Pickering, de Harvard, no era precisamente la peor. De hecho, aquel hombre delgado y circunspecto, con barba enmarañada y mirada seca, fue el único empleador que consintió que Williamina regresara temporalmente a Escocia para dar a luz y se reincorporara luego de nuevo al trabajo. Cuando regresó de Dundee, ya por última vez, la mujer iba cargada con el peso de una criatura a la que alimentar y de una soledad que no iba a reparar fácilmente.

Los primeros años en la casa de Pickering trajeron poco más que el duro trabajo propio de una criada y el más duro empeño de sacar adelante a una criatura abandonada por su padre. Mientras tanto, el señor Pickering deambulaba por el campus de Harvard convencido de que iba a cambiar la historia de la astronomía.

En aquellos años empezaba a tener éxito una nueva forma de mirar a las estrellas. Si se colocaba un prisma en la lente del telescopio, la luz de los astros se descomponía igual que se descompone la luz del sol al atravesar una gota de agua para formar el espectro del arcoíris. El resultado de esa descomposición era realmente sorprendente. Si se sacaba una fotografía con el telescopio, en lugar de un punto de luz se impresionaba un patrón de líneas y bandas verticales. Ese patrón era una especie de seña de identidad de una estrella, cada astro ofrecía un patrón diferente según su composición. De manera que la ciencia había empezado a mirar a las estrellas no a partir de la luz que emiten sino a partir de los elementos químicos que las componen.

Al despacho de Pickering en Boston habían llegado noticias de que un médico de Nueva York, astrónomo aficionado y fotógrafo habilidoso, había utilizado esta nueva técnica para clasificar las estrellas a partir de su espectro químico. Así que el profesor de Harvard no dudó en emprender la misma aventura: comenzó a fotografiar el espectro de las estrellas que se le ponían a tiro en su observatorio. Realizó centenares de pruebas que luego debían ser analizadas y cotejadas por sus asistentes, muchos de ellos estudiantes.

Un día, Pickering recibió una visita inesperada. Una mujer de Nueva York quería hacerle depositario de un impresionante legado. Era la viuda de Henry Draper. La labor de Pickering había llegado a oídos del médico neoyorquino poco antes de morir. Su mujer se había comprometido a inaugurar un departamento en Harvard en memoria de Draper y legarle el catálogo de espectros estelares que había atesorado. Pickering se había convertido en el ser humano encargado de velar por el patrimonio más asombroso de la Tierra: el primer catálogo de espectrografías de todas las estrellas visibles en el cielo. Pero las tareas de clasificar, ordenar y nombrar todas las imágenes no eran sencillas. Los astrónomos estaban acostumbrados a sacar conclusiones sobre los astros que observaban a través de las pistas que llegaban a sus ojos. Solo eran capaces de ver la luz de las estrellas. La nueva técnica, sin embargo, permitía fotografiar lo invisible, los rangos del espectro luminoso que no ven nuestros ojos. El infrarrojo, el ultravioleta, la radiación gamma… Todo ello también forma parte del vocabulario con el que nos hablan los astros. Y no todo el mundo es capaz de traducirlo. De hecho, Pickering estaba terriblemente descontento con su equipo de ayudantes. Ninguno era diligente a la hora de interpretar y contabilizar las nuevas placas fotográficas con el espectro de cada estrella. «¡Mi criada lo haría mejor!», dicen que gritó el profesor ante la lentitud de uno de sus asistentes profesionales.

Dicho y hecho, al día siguiente Williamina recibió la oferta de abandonar el servicio doméstico e incorporarse al cuerpo técnico encargado de clasificar las espectrografías de Harvard, un cuerpo que curiosamente había sido formado solo con mujeres: ni uno solo de los hombres que comenzaron analizando las fotos de Pickering mantuvo su puesto. ¿Quizás es que las damas tienen una habilidad especial para distinguir las peculiaridades gráficas de una astrofotografía?

La razón del gusto del profesor por el personal femenino era mucho más prosaica: las mujeres cobran menos.

12 de marzo: hoy he tenido una pequeña discusión con el director sobre el salario de las mujeres que trabajamos con él. Parece pensar que ningún esfuerzo es demasiado para nosotras. Da igual la responsabilidad que uno ocupe o las horas al día que dedique a trabajar. Pero ha sido comenzar la frase y ya me ha interrumpido airado asegurando que cobramos demasiado para ser mujeres. Si al menos el señor Pickering pudiera pararse a pensar quizás abriría los ojos y descubriera cuán equivocado está en este punto. A veces siento la tentación de abandonar y dejarle que busque a alguien que ocupe mi lugar, alguno de los hombres con los que ha trabajado. De ese modo se daría cuenta de cuánto le estoy dando a cambio de las 1.500 libras que me paga al año, la mitad de lo que me pagaría si yo fuera un hombre.

¿Ha pensado alguna vez que tengo que mantener a un hijo y una casa igual que tienen que hacer muchos hombres? Pero imagino que una mujer no tiene derecho a estas reclamaciones. ¿Y a esta edad la llaman ilustrada?

Las quejas de la joven no sirvieron para mucho. Aun así, siguió trabajando con entusiasmo. Tanto que pronto sus labores fueron haciéndose más complejas. Primero se dedicaba solamente a clasificar y contar fotografías. Más tarde comenzó a analizar espectros y a encontrar grupos de estrellas entre ellos. En 1890, Pickering no tuvo más remedio que nombrar a Williamina coordinadora del trabajo de todas las mujeres del departamento.

A lo largo de sus años como jefa de las computadoras de Harvard, Williamina realizó importantes descubrimientos. Algunas de las 10.351 estrellas que pasaron por los ojos de aquellas damas fueron realmente importantes para la ciencia. Descubrió más de 3.000 estrellas variables, por ejemplo. Estos astros cambian aparentemente de brillo y tamaño si se les mira en dos ocasiones distintas. En la época en la que Williamina se quemaba la vista buscando astros, solo se habían catalogado una docena de estrellas variables. Gracias al sistema de clasificación propuesto por la valiente mujer, a finales del siglo XIX las estrellas variables se contaban por miles. El cambio de paradigma fue fundamental para el desarrollo de la astronomía porque las variaciones de luz de una estrella de este tipo pueden deberse a pocos fenómenos: que se esté acercando o alejando de nosotros, que tengan algún obstáculo que interfiera su luminosidad o que se trate de astros dobles compuestos por dos estrellas que giran una alrededor de la otra. El estudio de las variaciones de brillo de estos astros es, incluso hoy en día, una fuente de información valiosísima para entender mejor cómo funciona el cosmos.

Pero Williamina no se contentó con descubrir miles de estrellas variables. También halló diez novas, docenas de estrellas enanas blancas, cincuenta y nueve nebulosas, noventa y una estrellas del tipo espectral 0 (las menos luminosas de todas) y miles de fenómenos celestes…

Las computadoras de Harvard empezaron a utilizar un sistema de clasificación ideado por Pickering y luego perfeccionado por una de las mujeres, Annie Jump Cannon, para diferenciar los astros según el espectro que emitían. Se trataba de una secuencia de etiquetas en este orden 0, A, B, F, G, K, M. Cada grupo corresponde a estrellas de brillo diferente y de colores propios. Los colores de una estrella dependen de su composición. El azul es propio de astros ricos en helio y oxígeno. El amarillo es consecuencia de la combustión de metales como el hierro o el estroncio. El rojo corresponde a la presencia de otros metales como el óxido de titanio.

Hoy en día se sigue empleando esa clasificación de las estrellas que fuera creada en el seno de aquel grupo de mujeres abnegadas en Harvard.

5 de marzo de 1900: hoy he discutido con el profesor King, de Harvard, sobre algunas fotografías que estudié el sábado pasado. En ellas se podía observar un objeto en movimiento. King no me quiso dar el nombre del objeto que se estaba fotografiando en esas placas y el libro de registros ha desaparecido del despacho. En cualquier caso, la señora Stevens y yo hemos rehecho los cálculos y hemos descubierto que el objeto no es otra cosa que un asteroide.

Williamina ya no tenía ojos, ni tiempo, ni salud para otra cosa que para sus astros. En el volumen XLVII del Estudio Fotográfico General de Estrellas Variables de Harvard, publicó las magnitudes y la posición de 222 estrellas que había descubierto ella sola.

Pero el mayor de sus descubrimientos habría de llegar después de observar una y otra vez la placa B2312 que había tomado al telescopio el hermano del profesor Pickering, William Henry Pickering.

Al analizar el espectro surgió la figura de una gigantesca nebulosa en el extremo del cinturón de Orión, a 1.500 años luz de la Tierra. La nebulosa (nube de polvo cósmico y gases interestelares que reside en los espacios vacíos entre las estrellas) tenía 3,5 años luz de ancho. Pero su peculiaridad más especial era la forma, parecida a la cabeza de un caballo. De hecho, hoy los astrónomos de todo el mundo la conocen como nebulosa Cabeza de Caballo.

Williamina definió los márgenes de la nueva estructura gaseosa, dejó a su jefe los datos bien anotados y se fue tranquilamente a descansar. Era consciente de que aquella fotografía tenía un valor muy superior a cualquiera de los otros 3.000 astros que ya había identificado en sus años de trabajo en Harvard. Es probable que los días posteriores los dedicase a algunas de sus aficiones más variopintas: acudir a algún partido de fútbol americano, donde se la solía ver gritando con estrépito a favor del equipo de la universidad; o cosiendo algunas de las muñecas que fabricaba con telas de colores y que regalaba al resto de las miembros del «harén». Lo cierto es que toda su alegría debió de desvanecerse cuando llegó a sus manos el artículo académico en el que se daba cuenta del hallazgo de la nebulosa Cabeza de Caballo. Estaba firmado solo por Edward Pickering. Ni una mención a su nombre como descubridora. Solo después de meses de lucha e ira logró que una segunda revisión del artículo incluyera su autoría.

Para entonces su fama como descubridora de estrellas ya era imparable. Se le ofreció un puesto fijó en el staff de la Universidad de Harvard, fue nombrada miembro honorario de la Real Sociedad Británica de Astronomía y participó en las reuniones de las sociedades astronómicas de Francia, Estados Unidos y México.

En enero de 1911 su salud, que nunca había sido del todo buena, comenzó a flaquear preocupantemente. Respiraba con dificultad y apenas podía concentrarse en las fotografías de las estrellas. En mayo, una neumonía repentina acabó con su vida. Williamina desapareció como desaparece el fulgor de los astros más brillantes del cielo nocturno así que comienza a despuntar el primer sol de la mañana. Pero su nombre ha quedado dibujado para siempre en el espacio interestelar. Cuando recién inaugurado el siglo XXI el telescopio espacial Hubble tomó la fotografía más nítida jamás obtenida de la nebulosa Cabeza de Caballo, mostrando el aspecto de las crines grises de gas y polvo a 1.500 años luz de distancia de la Tierra, todo el mundo volvió a recordar el nombre que quisieron borrar del olimpo de los descubridores: Williamina Fleming.

Capítulo 13
El día en que Albert Einstein se convirtió en héroe para los refugiados

Un 24 de julio en Nueva York es, casi siempre, caluroso. Aquel de 1933, lunes, no lo fue menos. La Gran Manzana sesteaba bajo el furioso sol atlántico cuando unos cuantos hombres fueron dejando por orden sus sombreros en el hall del portal 11 de la calle 42 oeste. Acudían a una reunión muy especial. Por el camino a la sala charlaban sobre asuntos de actualidad y en las paredes resonaban acentos de todo el mundo: inglés, francés, alemán… Quizás algunos comentasen las noticias del día con intención de romper el hielo. Bonnie and Clyde habían vuelto a escapar del cerco de la policía. Esta vez en Dexter, Iowa, tras un encarnizado tiroteo junto al mafioso W. D. Jones. El hermano de Clyde, Buck Barrow, había sido capturado junto a su esposa Blanche. A Buck aún le sangraba la herida en la cabeza que le produjo cinco días antes el rebote de una bala en otra de sus míticas huidas, esta vez en Misuri.

Aquella pareja de fugitivos parecía inmortal. Se hablaba de ellos más que de los motivos de la reunión en la calle 42. Más que de la increíble máquina de traducción que acababa de presentarse al mundo.

—¿Ha tenido noticia del prodigio que ha patentado ese francés, don Albert? Lo llama brain machine.

Ese francés era el ingeniero Georges Artsrouni y su brain machine iba a convertirse en uno de los primeros y más rocambolescos intentos de fabricar un traductor automático. La máquina, patentada esa misma semana, consistía en una caja mecánica que se tragaba ruidosamente una banda de papel de 40 centímetros de ancho y hasta 40 metros de longitud. Dos rodillos perforados accionaban las varillas con caracteres impresos según patrones establecidos. Si se tecleaba una palabra en un idioma aparecía la traducción a, al menos, otros dos.

—Sinceramente, amigo, se tarda menos en aprender un idioma correctamente que en intentar escribir una carta con uno de esos artilugios.

Los invitados a la reunión se sentaron aleatoriamente a la mesa. Aunque todos hicieron un disimulado esfuerzo por tomar asiento junto al miembro más famoso de la sala, el único científico al que podían parar por la calle para pedir un autógrafo, el hombre gracias al cual aquel encuentro iba a salir en portada en The NewYork Times al día siguiente: Albert Einstein. Las discusiones comenzaron cuando llegó cada uno de los 51 convocados. El genio alemán estaba a la cabeza de un buen puñado de intelectuales y políticos, casi todos estadounidenses. Entre los rostros que fueron saludándole, Einstein pudo reconocer al escritor John Dos Passos, al filósofo John Dewey y al teólogo Reinhold Niebuhr.

Fuera, la ciudadanía trataba de entender hacia dónde les llevaría la agresiva política de New Deal que estaba poniendo en marcha su presidente, Franklin Delano Roosevelt. Justo unos minutos antes, Roosevelt había terminado una de sus ya célebres alocuciones por radio, seguidas por 60 millones de personas al mismo tiempo. Para salir de la Depresión más grave de la historia de Estados Unidos, el presidente había pedido el mayor esfuerzo reformador que muchos recordaban. Con buena parte de los bancos en quiebra, los ahorros de millones de estadounidenses desaparecidos y cientos de miles de familias obligadas a desplazarse de un lado a otro del país para encontrar sustento, Roosevelt pretendía someter al 73.º Congreso de Estados Unidos a una frenética actividad legislativa durante 100 días continuados. Aquellas palabras, que resonaron en los transistores de todas las familias de clase media americana, se acuñaron para siempre como un período de gracia en la labor legislativa de todos los presidentes venideros. «Los primeros 100 días.»

Pero lo que aquella tarde ocupaba a los invitados a la calle 42, en un edificio gris cerca de Bryant Park, eran problemas algo más lejanos, tristes noticias que llegaban del otro lado del Atlántico. Adolf Hitler había asaltado el poder en Alemania ante la pasividad de medio mundo. No parecía preocupar demasiado el ascenso de aquel hombre de talla nimia y gestos inabarcables. Al menos no parecía que llamase especialmente la atención de los gobernantes del mundo civilizado. Aunque no pocos analistas alertaban ya del germen del gran desastre que se avecinaba en la vieja Europa. Entre ellos el mismísimo Einstein.

Hitler había alcanzado el cargo de canciller alemán en enero de 1933. En solo dos meses, el partido nazi había logrado el control virtual de prácticamente todas las instituciones del país y empezaba a gestarse la pesadilla que asolaría al mundo entero durante la década siguiente. Con Hitler al mando, todos los partidos políticos y sindicatos de la oposición fueron prohibidos. Las libertades civiles, suspendidas. Poco después se inició la purga de los judíos entre los puestos políticos primero, los cargos universitarios después y más tarde la población entera.

Entre los pensadores de origen judío que tuvieron que abandonar Alemania estaba el propio Albert Einstein, posiblemente el refugiado más célebre de aquella primera tanda de hombres y mujeres huidos de su país.

«Por el momento, he decidido que no voy a volver a Alemania, y quizás no lo haga nunca más.»

Así se lo había dejado escrito en una desgarradora carta a su hijo Eduard el 28 de marzo de 1933. La misiva la escribió a bordo del navío SS Belgenland, un buque de carga y transporte de tropas durante la Primera Guerra Mundial reconvertido en crucero de lujo en los años felices de entreguerras.

Einstein había embarcado en Nueva York, donde se encontraba de viaje, con la intención de volver a Alemania. Pero a mitad de camino al barco llegó la noticia de que la casa de verano de Caputh, al sur de Potsdam, donde Albert tenía pensado alojarse, había sido asaltada por un grupo de nazis. El científico decidió interrumpir su viaje, desembarcar en Amberes y regresar a Estados Unidos.

Sabía bien lo que suponían aquellas noticias llegadas de Caputh. No era la primera vez que la Gestapo lo amenazaba. Meses antes, mientras daba clases de Física a un grupo de alumnos de la Universidad de Pasadena, un telegrama urgente le informó de que su apartamento de Berlín había sido saqueado. Quizás era el momento de decir basta. Así que se decidió a tomar la que quizás fuera la decisión más triste de su vida. Viajó velozmente al Consulado alemán en Bruselas y firmó su renuncia a la ciudadanía alemana. La respuesta de Hitler fue inmediata. Decretó la confiscación de todos los bienes del científico, embargó todas sus cuentas bancarias y dejó que circulara por todas partes una fotografía de Albert con el rótulo de: «Aún no ha sido ahorcado».

Junto con su renuncia a ser oficialmente alemán, Albert Einstein entregaba otra carta quizás más dolorosa: su dimisión como miembro de la Academia de Ciencias Prusiana. En realidad, esta última decisión había rondado por su cabeza durante los últimos diez años, el tiempo en el que fue observando cómo el cáncer del antisemitismo se apoderaba de algunas instituciones alemanas.

Algunos de esos recuerdos rondarían por la cabeza del físico más influyente de la historia el día 24 de julio de 1933 cuando inauguró la primera sesión del Comité Americano de la Asociación Internacional de Socorro, la institución que él mismo había fundado para ayudar a los opositores de Hitler a escapar de Alemania. Einstein, refugiado en Estados Unidos, había creado una herramienta internacional para ayudar a otros refugiados. El resultado de aquella primera reunión fue la solicitud de fondos para enviar al alcalde Charles Hueber, de Estrasburgo, el tesorero de la rama interracial de la Asociación. Se reclamaba también una sesión de emergencia de la organización para coordinar un plan de acción en nombre de los judíos de Alemania.

Albert Einstein no era un hombre siempre afable. A pesar de prodigarse socialmente y de mostrar en numerosas ocasiones un envidiable sentido del humor, su carácter distaba de ser fácil. Pero era un hombre solidario y comprometido. Pacifista irredento, jugó sus primeras cartas políticas con cierta repercusión poco después de estallar la Primera Guerra Mundial, cuando ya era un físico conocido internacionalmente. El 4 de octubre de 1914 tuvo oportunidad de demostrar su arrojo. Ese día, 93 intelectuales alemanes presentaron públicamente un «Llamamiento al mundo civilizado» en el que mostraban sin empacho su apoyo a las tesis expansionistas de Alemania en el conflicto. Muchos de los firmantes eran colegas de Albert, que entonces aún gozaba de una buena posición en la Academia de Ciencias Prusiana, aunque sin obligaciones docentes en Berlín.

Como representantes de la ciencia y la cultura alemanas, los firmantes elevamos ante el mundo civilizado nuestra más enérgica protesta contra las mentiras y calumnias con las que nuestros enemigos tratan de ensuciar la limpia causa de Alemania en la difícil lucha por la supervivencia que le ha sido impuesta.

Así comenzaba el pequeño texto de dos folios germanófilos que se cerraba con un:

¡Creednos! Creed que libraremos esta lucha hasta el final como un pueblo civilizado, un pueblo para el que el legado de Goethe, de Beethoven o de Kant es tan sagrado como su hogar y su tierra.

Einstein no podía creer lo que tenía entre las manos. Se sentía a un tiempo airado y compungido. La locura europea de la guerra le había afectado profundamente. No solo no podía firmar ese alegato belicista en el que se decía literalmente que «el pueblo y el ejército alemanes son la misma cosa», sino que debía actuar para mostrar claramente su oposición. Pero ¿cómo? La oportunidad le llegó apenas diez días después, cuando el fisiólogo Georg Friedrich Nicolai le mostró el borrador de un contramanifiesto que pretendía frenar la expansión del «Llamamiento al mundo civilizado» que ya corría por los salones políticos y culturales de Europa. Sí, aquel texto recogía exactamente su pensamiento ante el conflicto.

«Creo de verdad que las cualidades morales de un hombre no difieren mucho en virtud del lugar en el que haya nacido»

había declarado en alguna ocasión.

En realidad, el genio de la ciencia no se había demostrado nunca muy decidido a entrar en política…, hasta ese momento. Antes había participado en algún acto a favor del Partido Demócrata Alemán, de corte liberal, aunque trataba de confinar sus gustos políticos en la esfera de lo privado. Pero el azote de la guerra cambió sus prioridades. Deseoso de divulgar entre sus conciudadanos la realidad trágica hacia la que les abocaba el conflicto y de atemperar las ansias de venganza hacia los aliados, se unió a una organización no partidista que evaluaba el grado de culpa que Alemania tenía en el origen de la guerra. No en vano, Einstein era un hombre de ciencia y su profunda fe en el conocimiento humano no le permitía ser otra cosa que un internacionalista empedernido, enemigo de los nacionalismos de cualquier signo.

El texto de Nicolai, titulado Manifiesto para los europeos, recogía exactamente ese espíritu:

«Mientras la tecnología y el comercio nos impulsan claramente a reconocer que todas las naciones están unidas y que, por tanto, existe una única cultura común en el mundo, una guerra ominosa viene a destruir cualquier intento de cooperación cultural…».

Einstein firmó sin dudarlo. Nicolai estampó su firma. Solo fueron capaces de encontrar otro científico más que se adhiriera a la iniciativa.

En la calle 42 de nueva York, 19 años después, a Albert aún le pesaba en la memoria la sensación de impotencia con la que se enfrentó a lo más granado de su mundo intelectual en los albores de la Primera Guerra Mundial. ¿Sería el mundo capaz de volver a repetir tamaña estupidez?

Einstein seguía creyendo que el intelecto humano podría sobreponerse al nuevo envite de la sinrazón. Su confianza en la ciencia era, prácticamente, un signo de nacimiento. Albert Einstein vio la luz el mismo año en el que la luz vio la luz. Puede parecer un extraño e inútil trabalenguas, pero también puede que sea una brillante casualidad, un juego del destino que pudo cambiar el rumbo de la ciencia. Y es que aquel mismo año de 1879 en el que nacía en la localidad alemana de Ulm un niño más bien gordo, feo y con la cabeza ligeramente deformada, fruto del matrimonio entre Hermann y Pauline Einstein, en la localidad californiana de Menlo Park se procedía al encendido oficial de la primera iluminación pública con luz eléctrica. Fue Main Street la primera calle que sustituyó las farolas de petróleo o gas por luminarias con bombillas pagadas por el ayuntamiento. La noticia corrió como la pólvora por todo el mundo durante la primavera de 1879, cuando el pequeño Albert aún no había cumplido los diez meses de edad. Y tuvo que impresionar profundamente a su tío Jacob, un ingeniero especializado en instalaciones de gas y agua, que decidió dar un giro radical a su negocio: a partir de entonces se dedicaría a la novedosa electrotecnia, a comercializar una dinamo que él mismo había inventado. Aquella decisión marcaría la vida del rechoncho Albert más de lo que entonces podían haber imaginado sus padres. Por un lado, porque el nuevo negocio requería nuevos aires, así que la familia al completo se trasladó desde el Ulm natal hasta Múnich; y, por otro, porque Albert iba a vivir desde ese instante en contacto directo con el mundo de la energía, de los generadores, de la luz, de la física. No fue esa la única coincidencia histórica que forjó el entorno en el que iba a desarrollarse la carrera de Einstein. El mismo año de su nacimiento vinieron al mundo también científicos tan importantes como Otto Hahn y Max von Laue, y un político de la trascendencia de Stalin. Por aquella época, Albert Michelson determinaba que la velocidad de la luz tenía un valor de 299,850 kilómetros por segundo. En 1880, Werner von Siemens presentó en sociedad el primer ascensor eléctrico. El mundo de la tecnología empezaba a convulsionarse. Los hombres y mujeres del siglo XIX afrontaban el cambio de centuria esperanzados de que el dominio de la ciencia iba a traerles una sociedad más segura, más libre y más confortable.

Y, sin embargo, ahí estaban 51 hombres encerrados en un piso de la Gran Manzana tratando de aportar su grano de arena para parar la más irracional de las catástrofes. Quizás, una nueva confrontación mundial. Entre ellos, Albert Einstein tenía una motivación especial. Se sentía especialmente concernido por el destino de la comunidad judía a la que él no llegó a pertenecer íntegramente. Quizás albergaba en su corazón cierto sentimiento de culpa por haber sido un hombre privilegiado que pudo escapar al horror nazi y encontrar fácilmente acomodo en el mundo occidental civilizado.

Cuando los nazis llegaron al poder, Albert ya era un hombre mundialmente famoso, todo el mundo sabía de su origen judío y aquello lo convirtió en una diana fácil para la intolerancia. En 1933 aceptó una oferta de trabajo en Estados Unidos que iba a cambiar su vida. El Instituto de Estudios Avanzados de Princeton le permitía ganarse holgadamente el sustento y acogía a su mujer, Elsa, a su secretaria, Helen Dukas, y a su asistente, Walter Mayer. Desde New Jersey vería en la distancia los tristes acontecimientos que aterraban el centro de Europa. Pero aquella seguridad no le permitió dormir tranquilo.

«Estoy casi avergonzado de vivir en esta paz mientras todos los demás luchan y sufren»

escribió un día a un amigo.

Pero el sentimiento que prevalecía por encima de todos en su ánimo durante aquellos años era la repugnancia de la guerra. Más que otra cosa, Einstein era un pacifista. Luchó por ayudar a los refugiados judíos a encontrar un lugar de acogida, pero con el mismo denuedo luchó por convencer a la causa sionista de que el nacionalismo no era una respuesta al nacionalismo, que no podría combatirse la opresión militar glorificando la propia cultura militar. Había odiado de niño y de adolescente el ardor guerrero de la educación alemana y odiaría después las tentaciones militaristas de sus correligionarios judíos.

Más aún, terminada la Segunda Guerra Mundial, volvió a enfrentarse, en este caso a muchos compañeros norteamericanos por el mismo motivo: la deriva militarista de Estados Unidos tras la victoria, que le recordaba la arrogancia de los alemanes tras su victoria sobre Francia en 1871, con el fin de la guerra francoprusiana.

Albert temía a las armas, y no perdió ocasión de hacer público su rechazo. En 1950, el presidente de Estados Unidos anunció el desarrollo de una nueva línea de producción de bombas de hidrógeno. Einstein publicó entonces un comunicado con su opinión:

La carrera de armamento entre Estados Unidos y Rusia, que comenzó teniendo carácter preventivo, adquiere hoy tintes histéricos. Cada paso adelante parece ser la inevitable consecuencia del paso dado anteriormente. Y, al final, cada vez con más claridad, se encuentra la aniquilación total.

¿De dónde venía aquella alergia a los uniformes? Quizás aquel Albert Einstein solidario y antinacionalista no habría existido si, durante su infancia, no hubiera pasado por las manos de los maestros de la escuela de Luitpold, en Múnich. Era una escuela al uso en la Alemania de la época: se regía bajo los principios de una estricta disciplina militar. Y, de alguna manera, el joven Einstein aprendió a odiar ese ambiente, hasta el extremo de que le repugnaban los uniformes y tenía un miedo irracional a las manifestaciones de marcialidad. La incompatibilidad de su carácter con el estilo educativo de aquel colegio no solo tuvo que perjudicar su rendimiento, sino que marcó una filosofía de vida que ya no iba a abandonarlo jamás. Albert Einstein se forjaría como un pacifista convencido, rebelde ante las autoridades y juguetón con las normas sociales.

El crío fue incapaz de soportar la disciplina de Luitpold. Antes de terminar sus estudios prefirió marcharse con sus padres, espantado de la reclusión militar y la falta de creatividad del ambiente educativo alemán. Incluso quiso renunciar a su nacionalidad. Y no le faltaba razón. Einstein necesitaba un nuevo ambiente, quizás un entorno de creatividad y libertad propias de la cultura latina. Su padre había sido destinado a una fábrica de Pavía, cerca de Milán. Allí el jovencito empezaría una nueva etapa, viviría algunos de los años más felices de su vida y forjaría una personalidad que no lo abandonaría jamás. Libre de sus ataduras germanas, comenzó a dar muestras de una sublime aptitud para las matemáticas.

Su padre, hombre de espíritu práctico donde los haya, quiso aprovechar aquellas habilidades para convertir al retoño en un gran ingeniero y le preparó el camino para ingresar en el Instituto Politécnico de Zúrich. Pero, al primer intento, Albert suspendió el examen de ingreso. El joven estaba perfectamente preparado en casi todas las materias, pero presentaba serias carencias en lenguas vivas y en ciencias naturales. Con el fin de completar mejor su educación, el joven fue enviado a la localidad suiza de Aarau, un idílico pueblo cuya escuela superior estaba regida por maestros creativos y espontáneos. Allí, de hecho, puede que empezara a pergeñar los rudimentos de algunas de sus teorías científicas más brillantes. Durante una práctica de física en la escuela, Albert se preguntó por primera vez sobre la naturaleza relativa de las ondas luminosas. En un momento de sus estudios, mostró cierta preocupación en el gesto y le asaltó una duda: ¿cómo percibiría una onda de luz un individuo que viaja a la misma velocidad que esta? Suele decirse que no es más sabio el que tiene las mejores respuestas, sino el que se hace las mejores preguntas. Sin duda, aquella pregunta inocente lanzada al aire en la escuela de Aarau mientras el joven Einstein mejoraba sus carencias educativas fue una de las más trascendentales en la historia de la física. No en vano fue el embrión intelectual de lo que estaba por ocurrir algunos años después.

La fecha que cambió para siempre nuestra percepción del mundo fue 1905. Ese año el físico escribió cuatro artículos que lo iban a convertir en el científico más relevante de su tiempo; diseñó la teoría de la relatividad especial; halló una explicación al efecto fotoeléctrico, por la que recibió el premio Nobel; relacionó la masa y la energía con su genial fórmula E = mc2, y explicó científicamente el llamado efecto browniano. Pocas veces en la historia del pensamiento se ha dado una acumulación tan feliz de publicaciones en el período que va de marzo a diciembre de un mismo año. 1905 es, pues, una fecha señalada con caracteres de oro en la evolución de la sabiduría humana.

De todos sus trabajos de entonces, y a pesar de que el premio Nobel se lo concedieron por su estudio de efecto fotoeléctrico, el que más fama iba a darle era el diseño de su teoría de la relatividad especial. Y eso que, en su momento, causó gran rechazo entre sus colegas. No era de extrañar. El joven Einstein se había atrevido nada más y nada menos que a poner en cuestión la mecánica clásica que se tomaba como dogma desde los años de Galileo. Lo hizo al afirmar que la luz viaja a una velocidad insuperable y al advertir que el tiempo y el espacio son relativos. En realidad, ambos conceptos, según Einstein, son solo uno: el espacio-tiempo, una dimensión cuya apariencia depende del punto de vista del observador. La composición de estas teorías, junto al complemento de la teoría de la relatividad general que presentó en Berlín en 1915, revolucionó el modo en el que los hombres y mujeres de hoy vemos el cosmos. La densidad de un objeto en un punto del espacio está directamente relacionada con la gravedad que se ejerce en dicho punto y con la curvatura que esa gravedad produce en el espacio. En realidad, toda la astronomía moderna bebe de esa idea surgida del lápiz y del papel de Einstein, pero confirmada posteriormente por numerosas observaciones empíricas.

Pocas cosas podrían explicarse hoy si Einstein no hubiera existido. La bomba atómica, el mando a distancia de nuestro televisor, una supernova, un viaje a la Estación Espacial Internacional: nada sería lo mismo. La vida del genio se debatió entre la prominencia pública y el desencanto personal. Cada vez menos satisfecho con su vida privada, llegó a renegar de la institución del matrimonio, que consideraba una moderna forma de esclavitud «inventada por un cerdo». Cosechaba amistades y enemistades por igual, se despreocupaba de su aspecto y de su vida social. Pero, a veces, mostraba una cara amable que lo hacía carismático.

Esa era la cara que mostraba en reuniones como aquella de Nueva York, la cara que más le gustaba a la sociedad que lo rodeaba. La del pacifista comprometido, la del hombre que acogía a los refugiados de la guerra. Y de hecho quizás esa segunda capa de su personalidad haya influido tanto en el mundo como la primera, la del genio alocado de la física. Sus declaraciones públicas contra la carrera armamentista tuvieron un gran impacto en los líderes políticos y militares de la época. Desde 1945 hasta 1955, Albert tuvo la oportunidad de ver cómo los países más poderosos renunciaban a las armas nucleares como una prioridad. Aunque no dejaron de mantenerlas en su poder. De hecho, el genio dedicó buena parte del tiempo en sus últimos años de vida a divulgar públicamente los horrores de la amenaza nuclear. Un mes antes de morir, firmó junto a Bertrand Russel un influyente escrito:

A la vista de que en el futuro las guerras mundiales significarán el empleo de armas nucleares y de que esas armas amenazarán la misma existencia del ser humano, urgimos a los gobiernos de todo el mundo a reconocer que no usarán dicha tecnología con fines bélicos jamás.

Albert murió antes de que el escrito fuera publicado y no pudo contemplar cómo aquellas palabras espoleaban todo un movimiento intelectual a nivel global contra la bomba atómica. Por segunda vez en su biografía, el sabio más renombrado del siglo XX había sido capaz de modificar el mundo en el que vivía.

Capítulo 14
Maria Petrocini, el pulso de la primera cirujana

—Maria, la carta ha llegado.

Francesco comunicó a su mujer la noticia que llevaba semanas esperando. Podía haber cogido él mismo el sobre y acercárselo. Pero le temblaban tanto las manos que fue incapaz de hacerlo. Era consciente de que, en apenas unos segundos, la vieja casa de Bagnacavallo iba a sufrir un terremoto. Prefería quedarse de pie a la entrada del salón, esperar a que ella leyera las primeras líneas y adivinar por el brillo de sus ojos la respuesta que contenían.

Maria rasgó el sobre ansiosa, pasó fugazmente la mirada por el texto y al instante Francesco supo que la misiva no portaba buenas noticias.

—Lo siento, cariño.

No supo qué más decir antes de retirarse a su despacho para dejar a su esposa llorar en soledad.

Maria Petrocini, esposa de Francesco Ferretti, nació el 12 de noviembre de 1759 en Bagnacavallo, una modesta ciudad al norte de Italia, en la provincia de Rávena. La misma ciudad que tres siglos antes había dado nombre al pintor Bartolomeo Ramenghi. Sus padres, Giuseppe y Anna Maria no eran precisamente ricos ni nobles. Atendían con humildad las tareas del campo y se esforzaban en instruir a sus hijos en el valor del esfuerzo y la virtud como verdaderas fuentes de riqueza.

Todos los que la conocieron en su juventud reconocían que Maria terminó convirtiéndose en una mujer bella de cuerpo y recia de espíritu. Quizás porque en los inviernos de Rávena la nieve y el hielo curten tanto la piel como el alma.

A casi doscientos kilómetros al sur, en la localidad de Anghiari, cerca de Arezzo, un joven recién graduado en Medicina recibía un encargo especial al mismo tiempo que Maria terminaba sus estudios secundarios. Francesco Ferretti había sido asignado a Bagnacavallo como cirujano general. Nunca antes había habido un médico con tal rango en el pueblo de Maria. De hecho, las atenciones sanitarias de la aldea se compartían entre veterinarios, doctores interinos y la sabiduría popular. La llegada de un cirujano permanente con el encargo de poner en marcha un servicio sanitario moderno fue todo un acontecimiento.

Maria acudía a menudo a la casa de Francesco. Lo hacía con cualquier pretexto, pero, sobre todo al principio, su motivación principal residía en los libros que pudiera pedir prestados: anatomía, farmacia, manuales de primeras curas. Con el tiempo, mientras crecía en su interior el íntimo deseo de estudiar Medicina, Maria también terminó fijándose en los profundos ojos de Francesco y en el modo especial en el que él se dirigía a ella. Le hablaba como a ninguna otra paciente: más tiempo, más cerca, más cálidamente…

Francesco y Maria se casaron poco antes de que a él lo destinaran a Florencia. Los primeros años en la capital toscana fueron de intenso estudio. Ella se graduó en Medicina y comenzó a realizar sus primeras prácticas en el Hospital de Santa Maria Nuova y el Hospicio de los Inocentes. En casa estudiaba junto a su marido, que se esforzó en transmitirle todos los conocimientos que atesoraba. En el hospital practicaba curas, observaba a los médicos residentes y diseccionaba cadáveres bajo la atenta mirada del doctor Angelo Nannoni y su hijo Lorenzo.

Los Nannoni eran famosos en Florencia. De hecho, el padre pasaba por ser uno de los cirujanos más prestigiosos e innovadores de toda Italia. Cuando observaba a Maria abrir un cadáver con avidez, tratando de encontrar la causa última de una u otra muerte, Angelo solía detener su mano demasiado veloz y recitarle al oído:

«Maria, recuerda: a la naturaleza siempre hay que seguirla, solo en algunas ocasiones ella necesita seguirte a ti. No vayas nunca demasiado deprisa. No trates nunca de saber más que ella. No la cuides demasiado».

Nannoni era un firme opositor al abuso de medicación. Le gustaba repetir siempre que se lo permitían sus palabras favoritas de Platón:

«Una ciudad griega en la que solo pululan los médicos y los juristas no es un Estado sano, amigo. El enfermo ha de resignarse a su destino. Un tratamiento largo y complicado no tiene más resultado que mimar la enfermedad; impide al ciudadano cumplir con sus deberes domésticos, privados y militares, aplaza el momento de la muerte».

Tenía aquel cirujano una curiosa forma de interpretar su oficio. Estaba convencido de que la cirugía era el último recurso posible. Las heridas se curaban mejor con aire fresco que con bálsamos, aceites o resinas. Su hijo, Lorenzo Nannoni, seguía la misma doctrina. Se había enfrentado a la visión de la sangre y de los bisturíes desde que tenía edad suficiente para mantenerse en pie al lado de su padre en el quirófano. A los diecinueve años había publicado su primer tratado médico y había conseguido su primer puesto como doctor. El joven se había especializado en el tratamiento de las cataratas, la sífilis, las hernias y las enfermedades de los recién nacidos.

Así que Maria Petrocini, la ávida estudiante en prácticas, la joven que acababa de abandonar su Rávena natal, vivía en Florencia bajo el influjo de tres cirujanos: su marido y los dos afamados Nannoni. Entre todos forjaron en Maria una necesidad ineludible. Debía presentar su solicitud para entrar a formar parte del cuerpo de cirujanos de Florencia.

Pero su deseo no era fácil de conceder. El Colegio de Médicos de Florencia había sido creado en el siglo XIII y desde entonces se había erigido en la única institución con autoridad para conceder las licencias necesarias para practicar la medicina en toda la Toscana. En 1778, cuando Maria envió su escrito de solicitud ninguna mujer había obtenido todavía la licencia de cirugía. Habían pasado cuatro siglos de práctica de la medicina más avanzada solo por hombres. Las mujeres aprendían la teoría médica, asistían a autopsias y, por supuesto, servían como auxiliares en las diferentes especialidades sanitarias, pero no podían operar a un paciente.

La discriminación no era exclusiva de la Italia de la época. En toda Europa las mujeres cirujanas brillaban por su ausencia. Durante el siglo XVIII había diferentes tipos de damas dedicadas al oficio de curar. Algunas señoras de la aristocracia se preparaban para hacerse cargo de los problemas médicos de su hogar o del vecindario. En muchas ocasiones, la mujer del señor de un condado era también la doctora extraoficial. Uno de los principales obstáculos para las mujeres con vocación médica era el acceso a la educación universitaria. Había pocas universidades con facultades de Medicina, y las que existían no favorecían el acceso de alumnado femenino. En el caso de las universidades regentadas por la Iglesia, la presencia de la mujer era directamente prohibida. Así las cosas, el mejor modo de llegar a tener una educación de calidad en medicina era la tutoría privada como la que Maria había disfrutado de mano de su marido primero y de los Nannoni después. Aun así, Maria era conocedora de la vida de algunas pioneras en su país. Nada más y nada menos que en el siglo XIV, 19 de las 3.000 licencias para practicar la medicina que se otorgaron fueron a parar a mujeres. Pero ninguna podía considerarse cirujana. Estaban capacitadas para tratar algunas enfermedades concretas como la gota, las hernias o los problemas de visión. Para cuestiones más graves, siempre era necesaria la intervención de un hombre.

Después de cada dura jornada de prácticas en el hospital, Maria cenaba junto a su marido y no dejaba de hablar de las historias de otras mujeres dedicadas en cuerpo y alma a la medicina. Conocía la vida de Cecily Baldrye, esposa de Edmund Baldrye, a quien el arzobispo de Norwich había concedido en 1568 una licencia especial para practicar la cirugía. Ese mismo año, en la localidad inglesa de Exeter, el obispo había dado dos licencias similares, una de ellas a una mujer. Eran permisos muy limitados. Solo servían para reparaciones óseas, tratamiento de la dentadura y heridas leves.

—Si ellas pudieron, Francesco, ¿por qué no voy a poder yo?

—Esto no es Inglaterra, Maria. El Colegio de Médicos va a hacer trizas tu petición.

—Pero no será solo mi petición. Tengo tu aval, y la firma del doctor Angelo Nannoni. Vosotros sois miembros respetados de la comunidad médica de Florencia. ¿Os van a negar esto? Me siento tan preparada…

—Sé que lo estás. Claro que lo estás. Pero ¿estarás preparada también para recibir un no por respuesta?

Francesco no solía contar a su mujer toda la verdad. No le decía que, en más de una ocasión, había dejado caer entre algunos colegas del hospital la idea de que una mujer practicara la cirugía abiertamente. No le contaba que la opinión casi unánime de todo el que quería escucharle era la misma: las mujeres son buenas asistentes del médico, son cuidadosas en las curas, hábiles en el consuelo. Reparan con eficacia una muela rota y ponen vendas primorosamente… Pero el bisturí es otra cosa. No está hecho para ellas.

—De todos modos, Maria, si te empeñas en intentarlo siempre tendrás mi apoyo.

El 31 de julio de 1788, Maria Magdalena Petrocini Ferretti inscribía su solicitud de licencia para la práctica quirúrgica en las oficinas del Colegio de Médicos de Florencia.

Tuvo que esperar 12 días para recibir una respuesta. Esa era la carta que estaba esperando tan ansiosamente aquel 12 de agosto al atardecer y cuyo contenido no podía ser más demoledor:

En respuesta a su petición de ingreso en la lista de licenciados para la cirugía en nuestro país hemos de informarle que, tras estudiar profundamente su caso, y analizar el atestado presentado por los doctores Angelo Nannoni, Lorenzo Nannoni y Francesco Bacherini, estamos convencidos de que una mujer, aunque sea conocedora de las noticias científicas y esté al tanto de las técnicas, carece de la fuerza de mano y la valentía de ánimo necesarias para seguir con éxito las operaciones quirúrgicas mayores. Más aún para llevar a buen término la difícil y laboriosa tarea de una intervención en obstetricia. A esta institución no le consta que existan noticias de una mujer que haya accedido al grado mayor de cirujana en ningún otro hospital. Por otro lado, la legislación vigente exige a todos los cirujanos haber superado un examen oficial al que se accede tras cinco años de estudios de la mano de un gran maestro. No nos consta que la demandante cuente con esta titulación. Por todo ello, debemos denegar la petición de licencia recibida por su parte.

Maria quiso hacer añicos la carta y tirarla al estanque de los patos. Pero, por fortuna para ella, no lo hizo. Aquella noche, más calmada, al releer el texto cayó en la cuenta de que existía una posibilidad de seguir intentándolo. Ella llevaba años estudiando junto a su marido y los Nannoni. Tenía derecho a presentarse al examen que, supuestamente, exigían a todos los cirujanos.

Dicho y hecho. En cuestión de semanas había realizado la prueba y en septiembre recibió una carta de tinte muy diferente a la primera:

«Alcanzado el grado de excelencia necesario mediante la realización de un examen oral, otro escrito y la resolución de un caso clínico, con todos los votos favorables del tribunal, aprobamos la petición de doña Maria Petrocini, esposa del doctor Francesco Ferretti, de practicar la cirugía en todo el Estado. Con una sola excepción: deberá jurar que no practicará ninguna castración a ningún infante sin la aprobación previa de un doctor facultado para ello.»

Maria se había convertido en la primera mujer cirujano de su país y tenía plenos poderes para operar, exceptuando la ominosa práctica de castrar a algunos niños para convertirlos en codiciadas voces blancas para la ópera.

Tras lograr su licencia, la nueva cirujana partió a Ferrara, donde demostró a todos los profesores del hospital de Santa Anna su habilidad con el bisturí.

«Hay que reconocer que su pulso es firme, y que cuando opera un cadáver muestra un alto grado de conocimiento de la anatomía humana»

decían algunos de sus colegas.

Durante su estancia en Ferrara, Maria tuvo tiempo para escribir su primer y único tratado sobre medicina. Se había preocupado especialmente por la salud de los más pequeños y, quizás siguiendo la doctrina de su maestro Nannoni, quiso revolucionar algunas de las ideas establecidas sobre el cuidado de los niños, en un mundo en el que la pediatría no existía aún como disciplina. Después del nacimiento de su primer hijo, pudo escribir sobre el asunto por experiencia propia.

Su obra Memoria para servir a la educación física del niño es un canto a los cuidados de los púberes antes de que existiera algo parecido a la puericultura.

«Me despojo de todo prejuicio y abogo por un nuevo concepto de la infancia»

escribió. Siempre pensó que a los niños

«no hay que tratarlos como adultos pequeños, sino como seres humanos en formación, necesitados de cuidados específicos».

Los niños debían recibir baños templados, reposar tranquilos en sus casas, vestir con vestidos cómodos, dormir en camas suficientemente espaciosas. La lactancia materna (una costumbre que entonces era propia solo de mujeres que no podían permitirse un ama de cría) era, en palabras de Maria, fundamental para el desarrollo del bebé.

«Toda madre debería llevar a su hijo al pecho nada más nacer y sujetarlo tiernamente para establecer los primeros lazos del indisoluble código materno.»

A la nueva cirujana le preocupaba especialmente la vestimenta de los más pequeños. En su entorno era muy habitual vendar a los bebés y trasladarlos envueltos en esas vendas apretadas como pequeñas momias temblorosas y lloronas. El sistema permitía un transporte más cómodo y se creía que daba seguridad a los niños. Maria abogó activamente por la erradicación de esta costumbre:

«Los niños deben vestir cómodos. Con una camisa suave y amplia sobre ropa interior de lana. Como mucho puede taparse la cabeza en épocas de frío. Las vendas que hoy se les ponen no son más que un método para mayor comodidad de las madres. Pero es sabido que la colocación de estos vendajes extremadamente apretados provoca falta de movilidad de los miembros y puede generar curvaturas y deformidades que acompañen al individuo de por vida.»

Maria no llegó a conocer la importancia que su obra tuvo en el mundo de la pediatría. La costumbre de vendar a los bebés empezó a declinar a finales de siglo hasta ser definitivamente erradicada. Pero ella no fue testigo de su éxito. Murió demasiado joven, el 1 de junio de 1791, dejando dos hijos y una hija, Zaffira, que, igual que ella, recibiría la primera formación quirúrgica de su padre, Francesco, y conseguiría la licencia de cirujana en 1810.

Capítulo 15
Edwin Hubble, el hombre que infló el Universo

La pequeña habitación de Edwin estaba justo al lado del pórtico de acceso al Trinity College de Cambridge, así que podía salir y entrar muy a menudo de la noble institución sin llamar mucho la atención. Aunque probablemente eso era lo que menos le apetecía: no llamar la atención. Prefería pasear con su uniforme de mayor del Ejército de Estados Unidos, su cabello liso, corto y negro y su esbelta figura, más bien tirando a la escualidez.

Quería que todo el mundo lo viera. Pero sobre todo quería que todo el mundo le preguntara, le hablara. Llevaba meses perfeccionando su acento para pulir las huellas de su habla natal de Marshfield, Misuri. No es que tuviera nada contra sus orígenes, pero le gustaba sorprender a propios y extraños con su dicción casi perfectamente británica. Reino Unido, en concreto Cambridge, lo había acogido con los brazos abiertos y Edwin se sentía agradecido. La Primera Guerra Mundial acababa de terminar.

Edwin, el mayor Hubble para hablar con propiedad, acudía todas las mañanas a la estafeta del Trinity a recoger su correspondencia. Y, como casi todos los días, lanzaba al aire un gesto de hartazgo cuando encontraba, una vez más, una carta remitida desde Pasadena, California. «¡Otra vez ese Hale!»

George Ellery Hale llevaba semanas bombardeándolo con misivas cada vez más insistentes. El mensaje siempre era el mismo:

«Vuelva usted cuanto antes. Estamos a punto de poner en marcha el nuevo telescopio de 100 pulgadas y tendrá numerosas oportunidades de trabajo desde el momento en que desembarque de nuevo en América.»

El autor de aquellas peticiones era el responsable de astronomía solar y fundador del Observatorio Mount Wilson en California, que deseaba sobre todas las cosas tener en su plantilla a uno de los astrónomos más prometedores del momento: Edwin Hubble.

Pero el mayor Hubble no estaba por la labor de aceptar la invitación. En realidad, nunca había tenido un trabajo fijo, salvo unos meses que se dedicó a dar clases de español y matemáticas en una escuela de New Albany, en Indiana. A sus treinta años, se había dedicado principalmente a estudiar. Dos años antes de aquel verano del 1919 en el que Hale lo asaltaba con su invitación casi a diario, Hubble (con veintiocho años) se había apresurado a terminar sus estudios universitarios de Física en Chicago con el fin de poder ser considerado útil para el combate. Estados Unidos había declarado la guerra a Alemania, y Edwin deseaba servir a su país.

Se alistó como voluntario y fue asignado a la División 86. En Chicago llegó al rango de teniente y el 9 de julio de 1918 fue enviado a Europa. Pero la División 86 nunca llegó a entrar en combate. Edwin ascendió a mayor y, en los últimos meses de confrontación, terminó aceptando un puesto de astrónomo en Cambridge. Por allí seguía paseando con su uniforme, simulando el acento inglés y reacio a regresar a su casa.

Para ser un norteamericano de Misuri, Hubble parecía muy British. Caminaba erguido con cierto aire aristocrático, fumando en pipa y siempre con un periódico en la mano. En Cambridge había accedido a la tutela del reputado astrónomo inglés Hugh Frank Newall, el primer profesor de Astronomía que pisaba aquella universidad. Newall propuso a Hubble nada menos que como miembro de la Royal Astronomical Society. En aquel entorno, Edwin se sentía como en casa. En una ocasión, una delegación de científicos estadounidenses visitó Cambridge y la Royal Society preparó una cena de recepción. Cuando entraron al comedor se encontraron a Hubble sentado a la cabecera de la mesa junto a científicos ingleses de la talla de Frank Dyson o Walter Adams. Se había camuflado perfectamente en su nueva vida.

Edwin Hubble había demostrado en muchas ocasiones su creencia en que el destino no está escrito: lo escribimos cada uno de nosotros. Así que él había decidido darse un destino «a la europea». Y desde pequeño sabía que era capaz de lograr lo que se propusiera.

«Siempre he pensado que me corresponde hacer cosas que a un ciudadano medio le están vetadas. Solo me queda encontrar una causa, un principio al que aferrarme. Algo a lo que pueda dedicar mi vida entera y me haga olvidar todo lo demás.»

Aquel «algo» fueron las estrellas.

Pero las convicciones personales de Edwin y su deseo de hacer fortuna en el Reino Unido no fueron más fuertes que la insistencia del profesor Hale desde California. Al final, cuatro meses después de la primera invitación, Hubble estaba embarcándose rumbo a Nueva York para, una vez pisado suelo estadounidense, tomar un tren directo a Pasadena.

En septiembre de 1919 se presentó en las instalaciones del Observatorio de Mount Wilson y entró directamente en el despacho de Hale, sin ni siquiera quitarse el uniforme. «Aquí tiene lo que tanto deseaba.»

El observatorio de Mount Wilson era un edificio en medio de la nada, encaramado en lo alto del monte que le daba nombre, a 1.700 metros de altura. La instalación científica era fruto del empeño personal de Hale, que había convencido a algunos millonarios californianos para que sufragasen las obras del que debería ser el mayor telescopio óptico del mundo, con una lente de vidrio de 100 pulgadas.

La construcción del telescopio estaba casi terminada cuando estalló la guerra. Así que casi se viene abajo el proyecto: la lente estaba siendo fabricada en París. Consistía en un disco de 5.000 kilos de peso y 30 centímetros de grosor. Habían tardado cinco años en pulirla hasta conseguir una pureza tal que pudiera concentrar en su superficie 3.000 millones de puntos de luz.

Hubble se había comprometido a trabajar con Hale ante aquella mole antes de la guerra. Pero, cuando solo faltaban cinco meses para que se transportara la lente desde Francia, el Gobierno de Estados Unidos decidió entrar en la confrontación. Edwin, patriota y anglófilo, no lo dudó. Abandonó el proyecto de Hale, presionó a las autoridades universitarias para que lo doctoraran a toda prisa y se alistó.

Pero todo llega. Edwin ya había saciado sus veleidades europeas y se puso al frente de las observaciones con el telescopio de 100 pulgadas de Mount Wilson, la herramienta de observación del firmamento más potente que había inventado el ser humano.

Su trabajo comenzó el día de Navidad de 1919. A 1.700 metros, el observatorio podía ser aquella jornada uno de los lugares más solitarios del mundo. Sobre la entrada principal aún permanecía colgado el cartel que en 1912 había escrito el astrónomo Wendell Hoge durante una jornada de observación navideña con otro telescopio menor: «Feliz Navidad, Universo».

A Edwin la soledad le importaba más bien poco. A los treinta años creía que ya había saciado su necesidad de socialización. En la universidad formó parte de los equipos de béisbol, baloncesto y fútbol. Ganó medallas de atletismo, formó parte de la Hermandad Kappa Sygma de Chicago, viajó a Oxford, y regresó a la muerte de su padre para cuidar de su madre, dos hermanas y un hermano. Se había vuelto a mudar a Indiana, donde se ganaría la vida dando clases de idiomas y jugando al baloncesto. Había ido a la guerra.

Ahora no había nada que pudiera apetecerle más que encerrarse en la sala de observación noche tras noche, sin ver a un ser humano durante días, mirando las estrellas, esperando pacientemente a que la bóveda celeste fuera suficientemente oscura como para arrojar la miríada de astros que habitualmente se ocultan a los ojos de un ser humano corriente. Todos los días la rutina era la misma. Hubble introducía los datos del fragmento de cielo que quería observar. La gran cúpula del telescopio rugía mientras poco a poco iba abriéndose dejando una ventana abierta a ese trozo de cielo deseado. El tubo de observación entonces se orientaba hacia esa abertura. El astrónomo observaba, calibraba y realizaba las fotografías necesarias, cruzando los dedos para que en ellas se reflejaran los misterios de la luz más antigua del cosmos.

En ocasiones, tenía que compartir espacio con otro astrónomo célebre, aunque menos amante de la montaña y de la soledad que él, Harlow Shapley, que había empezado a observar la Vía Láctea cinco años antes de la llegada de Edwin a Mount Wilson. En aquel tiempo, los astrónomos consideraban que la Vía Láctea era todo el Universo observable. Que no había nada más allá de ella.

Shapley se había especializado en la medición de distancias astronómicas. De hecho, había adquirido cierta fama entre sus colegas gracias a sus estudios sobre el tamaño del Universo y la posición del Sol dentro de la Vía Láctea. Usando telescopios mucho menos potentes que el nuevo de Pasadena, el compañero de Hubble había deducido que el cosmos entero cabía en la Vía Láctea y que esta medía más de los 30 millones de años luz que hasta entonces se consideraban como inamovibles.

Entre todos los astros que podían captarse desde aquel monte californiano, un tipo de estrella llamaba especialmente la atención de aquellos dos científicos. Las estrellas variables cefeidas. Los secretos de esas fuentes de luz centelleantes fueron desvelados por primera vez por una mujer, Henrietta Leavitt. En realidad, la primera cefeida fue identificada en 1784, pero Henrietta, una de las mujeres que formaban la cohorte femenina de buscadoras de estrellas en Harvard bajo la dirección de Edward Pickering, había descubierto que podían ser utilizadas como balizas para medir las grandes distancias del cosmos. Se trata de soles que pulsan radialmente y varían de temperatura y de diámetro en ciclos muy estables. Son como faros fijos en la profundidad del oscuro cosmos. Su regularidad permite que sea más sencillo conocer su distancia y comparar a través de ella la distancia de otros fenómenos astronómicos.

En 1918 Shapley había sido capaz de calcular el periodo de 230 estrellas cefeidas diferentes cuyos ciclos se repetían en bucles que iban desde las 5 horas a los 100 días. Con esos datos, y con lápiz y papel, construyó un nuevo y provocador modelo del Universo. Descubrió que más del 40 por ciento de las concentraciones de estrellas observables estaban muy juntas, en un área que apenas ocupaba el 3 por ciento del cielo visible. Así que intuyó que esa zona tan densa era el centro de la galaxia. De ser así, nuestro planeta no sería más que una mota de polvo en la periferia galáctica. Y, de hecho, la Vía Láctea no tenía 30 millones de años luz de diámetro sino cien veces más.

En 1921, Harlow Shapley abandonó Mount Wilson para dirigir el observatorio de Harvard, convencido de que pasaría a la historia como el autor de uno de los hallazgos más importantes de la astronomía. Pero su hito solo sobrevivió cinco años antes de que Hubble, su compañero en la montaña, lo destrozara con sus propias mediciones.

En realidad, las ideas de Shapley ya habían sido desacreditadas antes incluso de que las publicara. Sabios muy anteriores a él como Kant o William Herschel habían propuesto que el Universo no cabía en la Vía Láctea y que las nebulosas que se aprecian en el cielo al telescopio no eran objetos diminutos dentro de los confines de la galaxia sino galaxias en sí, tan lejanas que apenas nos llega su luz.

La cuestión del tamaño del cosmos se había convertido en un tema peliagudo. Tanto que llegó a suscitar una sonada discusión entre Harlow Shapley y Heber Curtis, un astrónomo de Michigan que lideró las voces críticas contra Shapley. El intercambio de misivas, apariciones públicas y argumentos se conoció en el mundo de la ciencia con el nombre de El Gran Debate.

Básicamente la discusión se centraba en la naturaleza de las nebulosas. ¿Eran objetos pequeños que flotaban en la periferia de la Vía Láctea o galaxias independientes, lejanísimas, tan grandes como la nuestra, que demostraban que el cosmos es mucho más grande de lo que creemos?

El 26 de abril de 1920 ambos autores se dieron cita para discutir en directo en el auditorio del Museo Smithsonian de Historia Natural. Primero intervino cada uno de los contendientes por separado ofreciendo sus argumentos de la manera más exhaustiva posible. Por la tarde, se sentaron cara a cara para debatir.

Shapley defendía la idea de que todo el Universo cabe dentro de la Vía Láctea y de que las nebulosas espirales no son más que partes de nuestra galaxia misma. Curtis creía que las nebulosas son «galaxias isla», diferentes de la nuestra, y para demostrarlo enseñó observaciones que indicaban que, en la nebulosa de Andrómeda, había más estrellas novas que en toda la Vía Láctea. ¿Por qué una parte de la Vía Láctea iba a ser más activa que el todo?

Aquella jornada no sirvió para que ninguno de los contendientes cambiara de opinión. Pero todos sus argumentos fueron publicados y corrieron como la pólvora entre la comunidad científica.

Mientras tanto, Edwin Hubble siguió a lo suyo. No puede decirse que no prestara atención a la polémica científica del momento, pero él prefería encerrarse en el observatorio y seguir apuntando el ojo del telescopio a regiones cada vez más lejanas del cosmos.

Una noche de octubre de 1923, cuando se encontraba en la novena tanda anual de observación con el telescopio de 100 pulgadas de Mount Wilson, Edwin se empeñó en enfocar a la nebulosa espiral M31, Andrómeda. Las condiciones de visibilidad eran pésimas. Grado 1: las peores circunstancias antes de que se ordene la cancelación de una jornada de observación. En esas condiciones, cualquier otro astrónomo habría preferido hacerse un café caliente y marcharse a la cama. Pero Edwin se mantuvo al pie del cañón durante 40 minutos. Y, de repente, ante sus ojos apareció algo inesperado. La placa H335h mostraba lo que en principio pensó que podría ser una nova y que, tras varias revisiones del material, era una estrella cefeida. Midió una y otra vez la imagen. Pudo determinar que aquel astro tenía un período de pulsación de 31,415 días. Utilizó los mismos sistemas de medición que había hecho célebres Shapley y, tras frotarse los ojos repetidamente, comprobó que la estrella en cuestión debía de estar a unos 300.000 pársecs de la Tierra. Eso era el equivalente a un millón de años luz. Mucho más lejos que el límite último del Universo propuesto por Shapley.

Excitado por el hallazgo, dibujó con un rotulador ancho un círculo sobre la imagen fotografiada de su nuevo astro y lo marcó con las letras N VAR (nova, variable). Tuvo que esperar un par de días para reducir su ansiedad antes de hacer lo que realmente estaba deseando: darle a Shapley el disgusto de su vida.

No se podía negar. Aquellos dos astrónomos obligados a compartir el reducido espacio de un observatorio en la cima de una montaña se odiaban. Edwin detestaba el acento de Misuri de Harlow, su falta de entusiasmo a la hora de pasar largas noches observando y, sobre todo, su cobardía por no haberse alistado en el Ejército en los peores años de la guerra. Shapley no tragaba las ínfulas británicas de su compañero, su supuesta elegancia europea y su acento oxoniense.

Fuera como fuere su relación, lo cierto es que uno de ellos estaba a punto de convertirse en el rey de Mount Wilson, en uno de los astrónomos más famosos del planeta.

En octubre de 1924, el cartero llamó a la puerta del despacho de Harlow Shapley en la Universidad de Harvard. Junto al astrónomo se encontraba una estudiante que servía de ayudante, Cecilia Payne. Shapley miró el remite del sobre que acababan de entregarle: «Edwin Hubble, Mount Wilson Observatory, Pasadena». Abrió la carta con la mano trémula, y leyó para sus adentros.

Cecilia podía oír cómo se entrecortaba la respiración de su maestro. Shapley volvió a leer, con la mano izquierda se despeinaba la coronilla. Algunas lágrimas iban humedeciendo sus enrojecidos ojos. Se dejó caer en la butaca de cuero. Extendió la carta para que la recogiera Cecilia… sin mirarla a los ojos y suspiró: «Este es el texto que va a destruir mi Universo».

Un mes después de recibir la carta, Shapley tuvo que sufrir aún la humillación de leer un texto de ciencia en la portada del The New York Times.

DESCUBREN QUE LAS NEBULOSAS ESPIRALES SON GALAXIAS

El doctor Hubble confirma que hay Universos Isla similares al nuestro

Washington, 22 de noviembre.

La confirmación de que las nebulosas espirales, que aparecen en el cielo como nubes giratorias, son en realidad sistemas estelares muy lejanos ha sido comunicada por el doctor Edwin Hubble, del Observatorio Mount Wilson. Se ha podido constatar que estos sistemas se encuentran mucho más lejos que la Pequeña Nube de Magallanes, a una distancia de al menos un millón de años luz. Eso significa que la luz que observamos ahora de ellas fue emitida en el Plioceno.

El mayor Hubble acababa de poner patas arriba el mundo de la astronomía. De repente, el Universo era mucho, mucho, pero que mucho más grande de lo que siempre se había creído. Pero aún le quedaba un trabajo por hacer.

Desde 1929 se dedicó a estudiar el desplazamiento al rojo de las galaxias. Las fuentes del sonido o la luz se perciben en longitudes de onda diferentes dependiendo de si se están alejando o acercando del observador, por un efecto conocido como Doppler. Es el mismo fenómeno que ocurre con la sirena de una ambulancia que nos parece más aguda a medida que se acerca a nosotros. En el caso de la radiación lumínica, cuando la longitud de onda aumenta y se desplaza hacia la parte roja del espectro, es porque la fuente luminosa se está alejando.

Hubble analizó los desplazamientos al rojo de infinidad de astros y encontró algunos patrones que no supo explicar. Sus mediciones sobre este tema pronto fueron contrastadas con las ideas que desde 1927 el astrónomo francés Georges Lemaître llevaba publicando y que se basaban en las ecuaciones de la teoría de la relatividad de Einstein. Para que Einstein tuviera razón, pensaba el galo, el Universo tiene que estar creciendo de manera permanente.

Las mediciones de Hubble confirmaban tal propuesta, y no solo eso, sino que permitían generar un set de ecuaciones para medir la velocidad a la que el Universo se expande. Sus leyes pasaron a la historia como la «constante de Hubble» y fueron la base, años después, de la formulación de la mejor teoría existente sobre el origen del cosmos: la teoría del Big Bang.

Desde que Edwin Hubble publicó sus trabajos, los seres humanos vivimos en un cosmos más grande e ilimitado. No solo es mayor que todo lo que antes se había calculado, sino que no deja de crecer. Es como si viviéramos en la piel de un globo que se infla.

El astrónomo de origen estadounidense y acento inglés continuó su carrera sin dejar de mirar a las estrellas. Solo durante un breve período de tiempo, cuando de nuevo le tocó servir a la patria en la Segunda Guerra Mundial, cambió los telescopios por los prismáticos y las calculadoras en el centro de estudios de balística de Maryland, en retaguardia, desde donde contribuyó con sus cálculos a la mejor calibración de los proyectiles que se lanzaban en el frente europeo.

Durante años intentó hacer campaña para que la astronomía fuera digna de recibir un premio Nobel. La academia sueca desdeñaba esa ciencia y no la incluyó entre las posibles galardonadas hasta mucho después de la muerte de Edwin.

En julio de 1949 el astrónomo sufrió un ataque al corazón mientras se encontraba de vacaciones en Colorado. Aquello supuso el fin de su carrera activa. Se retiró a recibir los cuidados de su mujer, Grace, que le impuso una estricta dieta de alimentos y de trabajo. El 28 de septiembre de 1953 murió de un ictus en San Marino, California. No se celebró funeral alguno en su honor. Y su esposa jamás desveló el lugar en el que fue enterrado. Si se fue al cielo, desde luego, lo hizo a uno mucho más grande de lo que jamás hubiera imaginado el ser humano. El nuevo cielo de Hubble.

Capítulo 16
Max Planck, al rescate del científico más triste del mundo

La guerra ya había terminado, pero nadie podía fiarse de nadie al este del río Elba. A menos de cien kilómetros, las tropas soviéticas provocaban el horror, ebrias de victoria, saqueando, violando y matando a su paso. Por el oeste de Alemania, los aliados franceses y estadounidenses terminaban de rematar las últimas posiciones después del armisticio y se enfrentaban aún a más de una escaramuza. En medio de esos dos frentes, las propias tropas alemanas, en retirada, se resistían a entregarse y aprovechaban el desconcierto de la inverosímil paz para ajustar cuentas con los traidores colaboracionistas. Por eso, cuando sonaron tres puñetazos en la puerta de aquella granja en la ribera del Elba, el 16 de mayo de 1945, todos los que se cobijaban dentro se temían lo peor. A sus ochenta y siete años, Max Planck había dado por terminada su peripecia en este mundo. Ya no podía más. Después de ver morir a buena parte de su familia y hundirse buena parte de los valores de su país. Después de meses de dolorosa caminata, aterido de frío junto a su esposa, por los bosques húmedos del centro de Alemania. Después de que un anónimo granjero y su familia los recibiera sin hacer preguntas y les entregara parte de sus humildes viandas para pasar unos días cobijados…, quizás había llegado el momento de abrir la puerta y aceptar el final que le tenía reservado el destino.

Ninguna de las personas que podría haber al otro lado del umbral sería mensajera de buenas noticias. ¿Una cuadrilla rusa dispuesta a todo para vengar la invasión nazi de sus tierras lejanas? ¿Un comando estadounidense buscando prebostes germanos para llevarlos a los tribunales? ¿Un grupo de nazis deseosos de dar lo suyo a compatriotas que no se hubieran caracterizado por su apoyo incondicional al Führer? Abrir la puerta era enfrentarse a cualquier cosa…

Cualquier cosa, menos lo que ocurrió. Porque cuando Max Planck giró el pomo y se entregó, al otro lado vio el rostro del tipo de gente que menos podría esperar encontrarse: un colega científico, vestido con el uniforme del Ejército de Estados Unidos, acompañado de un par de colegas y apoyados en un jeep yanqui con el motor encendido.

—No tenemos mucho tiempo profesor Planck. Déjeme que me presente. Soy Gerard Peter Kuiper. Trabajo como astrónomo en la Universidad de Chicago. Pero no estoy aquí para hablar de cometas y asteroides. Vengo a salvarle la vida… Si usted no tiene inconveniente.

Kuiper llevaba meses en terreno alemán. Antes de que las tropas de Hitler se entregaran, un grupo de científicos de Estados Unidos había volado a Alemania bajo la misión Alsos. Trataban de indagar en las universidades y centros de investigación sobre el grado de desarrollo de la tecnología nazi. Sobre todo, querían saber cuán cerca estaba el país enemigo de lograr la fabricación de una bomba atómica. Kuiper ya había servido al ejército en Londres, como técnico de radio, pero ahora le tocaba pisar tierra mucho más cerca del frente. Realmente, en mayo de 1945 la misión había tocado a su fin. La mayor parte de la documentación germana relacionada con la fisión nuclear había sido encontrada y catalogada y ya se habían puesto bajo custodia los cerebros más prominentes de la carrera atómica, Otto Hahn, Max von Laue, Werner Heisenberg, Carl Friedrich von Weizsäcker.

Pero, cuando Kuiper estaba dispuesto a volver a casa, un grupo de soldados que regresaban de una misión en el Elba le dieron una noticia inesperada: se decía que Max Planck, la mayor gloria de la física alemana, el hombre que, junto con su colega Einstein, había reformulado el mundo, la materia y el cosmos, lo estaba pasando realmente mal, huyendo de los rusos, escondiendo su anciana figura con ayuda de su esposa corajuda en una granja atestada de niños y vacas. Kuiper no dudó un segundo qué debía hacer. Durante su juventud universitaria los textos de Planck y Einstein le habían dado impagables horas de disfrute y aprendizaje. Reclutó a otros dos soldados, pidió prestado un jeep y se adentró en los caminos de la Baja Sajonia en busca de un maestro al que no había llegado a ver en persona jamás.

¿Quién era aquel valiente soldado astrónomo, o aquel valiente astrónomo soldado? ¿Cómo es posible que, en medio de las cenizas de la Alemania reconquistada, con la Segunda Guerra Mundial aún humeante, aquellos dos científicos se encontraran lejos de su hogar en una de las reuniones más inesperadas y trascendentales desde la de Stanley y Livingstone?

Gerard Peter Kuiper nació en Países Bajos, pero ahora luchaba con sus armas en el frente europeo bajo la bandera de Estados Unidos. Sus armas eran el cerebro, las matemáticas y las ondas de radio. Antes de cumplir los treinta y tres años, como tantos otros científicos europeos, tuvo que abandonar su país natal huyendo del horror nazi. Recibió la nacionalidad estadounidense y deslumbró por sus conocimientos sobre la evolución de las estrellas binarias. A Gerard siempre le gustaron las estrellas. Pero no las estrellas normales. Desde que de pequeño su padre le legara el único telescopio que había en casa, prestó especial atención a las estrellas binarias. Mucha gente pensaba que las estrellas binarias eran parejas estelares. Realmente son sistemas de varias estrellas (dos o más) que danzan unas alrededor de las otras con precisión coreográfica. Estudiarlas es como estudiar los pasos bellos y precisos de una compañía de ballet. Las más masivas atraen a las menos masivas a su alrededor, del mismo modo que el Sol atrae en su cohorte a los planetas. Un buen telescopio, lápiz y papel y las fórmulas de Newton bien aprendidas son suficientes para calcular sus tamaños, masas y brillos a partir del movimiento que realizan unas alrededor de las otras. Kuiper se consideraba un entomólogo de estrellas binarias: las buscaba, las catalogaba, las medía y las añadía a su colección.

Las estrellas pueden verse con los ojos. Por supuesto. Pero el mejor modo de conocerlas es «escucharlas», detectar las emisiones de radio que proceden de ellas usando potentes radiotelescopios. Y precisamente fueron sus conocimientos sobre las ondas de radio los que le libraron a Kuiper de un destino de combate en el frente. Durante las primeras fases de la Guerra Mundial se dedicó a interceptar y transcribir comunicaciones de radar del enemigo. Pero no dejó de investigar sobre su objeto cósmico preferido: las estrellas binarias. Hasta que, durante un permiso de invierno entre 1943 y 1944, tuvo ocasión de pasar un tiempo buscando la huella espectroscópica de algunos planetas del Sistema Solar: miraba los «colores» invisibles de los planetas. Cuando una parte de la radiación electromagnética es emitida por un objeto caliente o rebota en un material, produce variaciones que van cargadas de información sobre la fuente emisora. Del mismo modo que los gases emitidos por un alimento nos ayudan a conocer si está en buen estado o el sonido que produce una pelota de ping-pong al rebotar nos indica sobre qué superficie está chocando, la radiación cambia si procede de un gas, de un terreno sólido, de un líquido… Estudiando el inmenso espectro de variaciones, los científicos pueden conocer la composición de un suelo o de una atmósfera de planetas o estrellas lejanísimos. El descanso de la guerra le sirvió a Kuiper para adentrarse en la espectroscopia de los satélites mayores de Júpiter, de Saturno, de Titán… Precisamente es en esta luna de Saturno en la que realizó un sorprendente hallazgo, la huella espectral de metano en su atmósfera: era la primera vez que se detectaba algo parecido a una atmósfera en un satélite.

Su relación con los planetas fue producto de una gloriosa casualidad. Primero, que le concedieran aquel permiso durante la guerra para volver unos meses a casa. Segundo, que los astros se confabularan en el invierno de 1943 para cambiar el destino de Kuiper y el de la historia de la ciencia. Gerard había afinado su telescopio para buscar estrellas binarias como siempre. Y había seleccionado una región del cielo donde creía que podría encontrar algunos buenos ejemplares. Pero el azar quiso que justo en esa región apareciera una inusual alineación de Júpiter y Saturno con alguno de sus satélites. Como quien sale al campo a buscar setas y se encuentra un reloj de oro, el astrónomo-soldado no pudo evitar mirar aquella alineación. Y ya quedó prendado para siempre del mundo planetario. El científico de las estrellas binarias pasó a convertirse en un científico de planetas cercanos.

Pero la guerra no esperaba. Acabado su permiso, Kuiper regresó a Europa, esta vez como parte de la operación Alsos, encargada de espiar el estado de desarrollo de la ciencia atómica alemana. Todo lo que Gerard iba a enseñar al mundo sobre sus recientes amigos, los planetas, iba a ocurrir después de la contienda. Cuando se encontró cara a cara con su admirado Max Planck, anciano, asustado y débil, el nombre de Kuiper no significaba lo que significa ahora: el descubridor del cinturón de asteroides y cometas que flotan más allá de la órbita de Neptuno (que hoy llamamos cinturón de Kuiper), el hombre que propuso que los planetas nacieron hace 5.000 millones de años por la condensación de una gran nube de gas y polvo alrededor del Sol, el astrónomo que predijo que los polos de Marte están cubiertos de agua helada y que el suelo de la Luna debía de estar tapizado de una especie de manto de polvo crujiente, como constató el primer hombre que lo pisó en 1969.

Todos esos hallazgos estaban por llegar y no habrían sido posibles si Kuiper y su cuadrilla no hubieran salido vivos de la arriesgada misión que los había llevado a rescatar al viejo Planck.

—Vengo a salvarle la vida, profesor. Si usted no tiene inconveniente.

Max Planck y su mujer, por supuesto, no tuvieron ningún inconveniente. Y se embarcaron en la que posiblemente sea la única misión de rescate de guerra en la que rescatador y rescatado eran científicos que habrían de revolucionar nuestro conocimiento del cosmos. El jeep del Ejército estadounidense se dirigió hacia la ribera del Elba con la intención de enfilar hacia Gotinga, donde a los Planck les quedaba algún familiar. Pero a mitad de camino se encontraron con una división rusa. Tuvieron que escapar a toda prisa entre las montañas, a punto de ser alcanzados por los disparos y de poner en peligro la vida del anciano profesor.

Al final, en Gotinga recibieron la atención sanitaria necesaria. No en vano, Planck era uno de los pocos cerebros alemanes igualmente admirado por aliados y nazis. Los germanos le reconocían como el máximo representante de la física de su país junto con Einstein. Un tesoro del conocimiento patrio previo a la guerra. Los aliados sabían que, pese a las terribles presiones recibidas, Planck nunca se había entregado en brazos de los nazis y se había negado a poner sus conocimientos al servicio de la barbarie.

Durante el viaje en jeep desde la granja que sirvió de cobijo hasta Gotinga, sin duda, debió de haber algo que llamara la atención de Gerard Kuiper. La mirada de su acompañante. Max Planck, a esas alturas de la vida, era el científico con los ojos más tristes del mundo. Y no le faltaban razones para ello. Su vida personal había sido una calamidad. En 1909 murió su primera mujer, Marie Merck. Más tarde, en 1916, murió el mayor de sus hijos en pleno combate durante la Primera Guerra Mundial. Un año después fue su hija Grete la que murió tras dar a luz un niño. La criatura pasó a ser criada por la hermana de Grete, Emma, quien terminó casándose con su cuñado viudo y muriendo también en 1919 de sobreparto. Solo le quedaba un hijo, Erwin, que fue ejecutado en 1945, acusado de haber intentado asesinar a Hitler. «A veces dudo del valor de mi vida», escribió un Planck abatido. El padre hubo de recurrir a todas las instancias de poder de que había llegado a disponer en la Alemania nazi para intentar salvar a su único hijo. El destino fue extremadamente cruel con él, ya que, cuatro días antes del fusilamiento, un alto oficial del ejército le dio garantías de que el chico iba a ser perdonado. Pero la maquinaria del horror no conocía obstáculos: a última hora, la sentencia fue confirmada y el joven recibió la pena capital en enero de 1945. Fue el último zarpazo de una guerra que no había dejado de ensañarse con el anciano Planck desde que, en 1944, el bombardeo sobre Berlín acabara con todas sus pertenencias, incluida la biblioteca donde guardaba sus fuentes de sabiduría. El horror lo condujo a huir por los bosques de Sajonia, junto con su segunda esposa, hasta el fortuito encuentro con Kuiper. Quizás, el profesor Planck, en aquel peligroso trayecto en jeep huyendo de los rusos, tuvo un momento para apoyar su frente ajada en el cristal y echar la vista atrás.

Karl Ernst Ludwig Max Planck nació en la localidad germana de Kiel el 23 de abril de 1858. Su padre era un profesor de Derecho, Johann Julius Wilhelm von Planck, casado en segundas nupcias con Emma Patzig. A la edad de nueve años, Max se tuvo que trasladar con su familia a Múnich, donde fue destinado su padre para cubrir una cátedra de la universidad bávara. Aquel destino iba a dotar a la familia de un ambiente de estímulo intelectual del que carecían por completo en la más modesta Kiel. No cabe duda de que fue durante esos primeros años muniqueses cuando Planck adquirió algunas de las pasiones que no iban a abandonarlo ya jamás. Por ejemplo, el amor por la música y, sobre todo, por el piano. De hecho, Max Planck fue un pianista consumado, gran intérprete de Schubert y Brahms. También comenzó en aquella época su costumbre, que primero inició con sus padres y luego continuó el resto de su vida, de escapar al campo en cuanto contaba con un día libre y perderse entre los bosques bávaros y alpinos, los lugares que más amaba.

En 1874 tuvo la oportunidad de matricularse en una de las instituciones educativas más prestigiosas del país, el Maximilians Gymnasium, gracias a su excelente currículo y, cuando hubo de optar por una especialidad para iniciar sus estudios universitarios, no dudó en elegir la Física. Para Planck, la física no era simplemente una ciencia. Se trataba, más bien, de un conocimiento cercano al arte. De hecho, en numerosas ocasiones declaró que, gracias al estudio de esta disciplina, podía desarrollar toda su creatividad y su temperamento original, en mayor medida incluso que cuando se sentaba frente al piano. En su camino tuvo la suerte de encontrar entre el panel de maestros a dos de los físicos alemanes más eminentes del momento: Hermann von Helmholtz y Gustav Kirchhoff. El primero, nacido en 1821 y fallecido en 1894, fue el primer científico que convirtió las leyes de Joule en principios generales. Sus trabajos sirvieron para expresar de manera matemática la relación entre la mecánica, el calor, la luz, la electricidad y el magnetismo al tratarlos como manifestaciones distintas de una sola fuerza. De hecho, su trabajo sobre las leyes de la conservación de la fuerza, publicado en 1874, sentó las bases de buena parte de la física moderna. Hay que tener en cuenta que lo que Von Helmholtz denominaba «fuerza» es lo que posteriormente la física conoció como «energía». De manera que de su mano partieron las leyes fundamentales de conservación de la energía, tan importantes para el desarrollo de la ciencia actual. En cuanto a Gustav Kirchhoff (1824-1887), su trabajo sirvió para realizar importantes avances en la teoría de los circuitos eléctricos y para desarrollar algunas herramientas de medición de voltaje y de resistencia en dichos circuitos.

En 1879, Planck defendió su tesis sobre la segunda ley de la teoría mecánica del calor y recibió su doctorado con la máxima calificación de summa cum laude. Aquel estudiante empezaba a hacerse famoso en su entorno, no en vano consiguió plaza de profesor a los veintidós años, convirtiéndose en uno de los docentes universitarios más jóvenes de Alemania. Quizás por su imagen juvenil y divertida (desaliñado, delgado, con un mostacho de puntas hacia el cielo y el pelo siempre sin peinar) o por la sapiencia que derramaban sus discursos, el aula de Planck estaba siempre atestada de alumnos que lo admiraban.

Su influencia entre las nuevas generaciones de físicos empezaba a ser notoria. Tanto que en 1889 recibió el ofrecimiento de dirigir el Instituto de Física de Berlín y convertirse en una de las figuras científicas más influyentes de Alemania y del mundo. Porque desde su laboratorio berlinés, compaginando horas de estudio con las obligaciones más propias de un ministro que se desprendían de su cargo, logró sentar las bases de una de las teorías científicas más revolucionarias de la historia: la física cuántica.

Las leyes del cosmos, a nivel subatómico, no pueden aplicarse a la realidad si no se entienden las interacciones cuánticas (tarea que no siempre es fácil, la verdad). Pocas ideas han revolucionado tanto el mundo de la ciencia y, por ende, el resto de las disciplinas del saber, como la física cuántica. Y pocas teorías han producido tantos dolores de cabeza a quienes, desde el interés amateur o desde las filas de la investigación profesional, se han adentrado en el mundo de lo más pequeño, de las leyes que gobiernan el comportamiento de los átomos y de las partículas subatómicas a través de lo cuántico. Más de un físico reconocido hoy en día ha confesado que jamás acabará de entender bien los postulados de esta disciplina novedosa, nacida en los albores del siglo XX gracias, sobre todo, a la aportación del alemán Max Planck. A pesar de su complejidad y su aspecto de saber esotérico, en realidad, la física cuántica es el modelo sobre el que se ha fundado prácticamente todo lo que tenemos hoy en día. Sin Planck no tendríamos ordenadores, televisores, naves espaciales… Sin él quedaría aún una frontera por traspasar, un mundo por descubrir, una tierra incógnita ajena al conocimiento humano a modo de arcano que la naturaleza reservara para siempre: el mundo de lo diminuto. Adentrarse en el conocimiento de la física cuántica y poder entender, siquiera someramente, sus leyes es una aventura biográfica paralela a la propia vida de Max Planck.

Uno de los objetos de estudio más sorprendentes de los físicos teóricos de la época era el fenómeno de la radiación del cuerpo negro. Una radiación es una emisión continua de energía desde la superficie de cualquier cuerpo. Los cuerpos de la naturaleza pueden recibir radiación desde el exterior (desde otros cuerpos circundantes) o emitirla desde su interior. La radiación que recibe puede ser absorbida o reflejada. Por ejemplo, un espejo repele prácticamente toda la radiación luminosa que recibe y absorbe una pequeña parte. Por otro lado, la radiación del interior del cuerpo puede traspasar su superficie e incidir en otros cuerpos, o ser reflejada por la superficie y volver hacia su interior (como si encendiéramos una luz dentro de una caja formada por espejos que miran hacia el interior de la caja). En física teórica se sabe que la suma de las proporciones de radiación reflejada y absorbida por un cuerpo siempre debe dar uno. Existe la posibilidad teórica de que un cuerpo absorba el cien por cien de la energía que recibe. A estos objetos, que no existen en la naturaleza, se los denomina cuerpos negros. Absorben toda la energía que reciben y no irradian nada. ¿Qué hacen, entonces, con ella? Algunos científicos, como Wilhelm Wien, habían resuelto parte del problema mediante fórmulas aproximadas. Planck llegó a obsesionarse con este asunto y, aunque realizó algunas formulaciones matemáticas que lo explicaban, reconoció que no podría jamás obtener de sus fórmulas ningún principio general. Estaba en un callejón sin salida, en una desesperada situación que lo consumía.

¿Cómo salió Max Planck del atolladero? Sencillamente, subvirtiendo los postulados de la ciencia. En ciertos momentos de la historia, el ser humano ha de llegar a la constatación de que el bagaje cultural que acarrea es, a todas luces, insuficiente para resolver los problemas que se le plantean. Algo ha de cambiar el conocimiento del mundo para que se pueda seguir dando un paso más en el propio conocimiento. Max Planck debía renunciar a la física tradicional y admitir que la materia no emite ni absorbe energía de forma continua, sino que existe una cantidad mínima de energía por debajo de la cual la materia no puede bajar: no puede dejar de emitir o de absorber bajo dicho umbral. Esa cantidad es el cuanto. Había nacido la física cuántica y, desde entonces, el empeño de algunos de los sabios más grandes de la historia del ser humano no fue otro que conocer mejor las leyes que rigen el mundo a ese nivel minúsculo de los cuantos. Bohr, Rutherford, Schrödinger, Heisenberg, Dirac y una pléyade de cabezas pensantes esculpieron la física cuántica sobre las bases del pistoletazo de salida de Planck, el mismo Max Planck que, en su juventud, había recibido un consejo estúpido de uno de sus maestros, Philipp von Jolly, quien, en 1874, le advertía:

«La física es, esencialmente, una ciencia acabada. Pocos desarrollos futuros podemos esperar de ella»

Nada más lejos de la realidad, de hecho, la física no había hecho más que empezar. Gracias a la física cuántica, hoy contamos con un conocimiento mejor del funcionamiento de las células fotoeléctricas y podemos aplicarlas a nuestra vida cotidiana en los mecanismos de apertura automática de los ascensores, por ejemplo. Gracias a ella contamos con aparatos electrónicos que utilizan semiconductores y chips de ordenador. El conocimiento de los cuantos abrió la puerta a la fisión nuclear y, por tanto, a un nuevo modo de generar y almacenar la energía, con las implicaciones para la vida civil y militar que ello tuvo. Max Planck lanzó al mundo su idea de los cuantos en 1900 y desarrolló el resto de su carrera en medio de una de las más turbulentas vidas privadas que se recuerdan en la historia de la ciencia y de los mayores dilemas éticos a los que un ser humano puede enfrentarse. Al contrario de lo que decidiera hacer su compatriota Einstein, Max se quedó en Alemania cuando Hitler asaltó el poder. Algunos lo consideraron una muestra de su apoyo al nuevo orden. Quizás no fuera más que una muestra de falta de coraje.

Pero lo cierto es que su vida en Alemania iba a convertirse en un infierno no siempre bien comprendido. En varias ocasiones se enfrentó al Gobierno de Hitler, sobre todo en defensa de sus colegas científicos judíos. Contrató en secreto a algunos de ellos y siguió en contacto con las teorías del proscrito Einstein. Pero, al mismo tiempo, se negó a firmar manifiestos públicos contra el dictador y mantuvo hasta el último momento sus cargos académicos. Fue atacado por los propagandistas de la «ciencia aria», que lo llamaban «judío blanco», y por los combatientes exiliados, que lo tachaban de «colaboracionista».

Ese fue el precio que hubo de pagar por su talante. No quiso enfrentarse al régimen (por miedo o porque pensaba que llegarían pronto tiempos mejores), pero tampoco medró gracias a él. Incluso llegó a entrevistarse con el mismísimo Hitler para expresarle su oposición a la expulsión de los científicos judíos de la universidad. En una carta a su compañero de profesión Heisenberg, Planck revela mejor que nunca su dilema ante el cariz de los acontecimientos:

Había confiado yo en que podría ponerle a Hitler en claro los enormes daños que a las universidades alemanas, y en particular a la investigación científica en nuestro país, podría causar la expulsión de los colegas judíos. Pero no he encontrado comprensión alguna por parte de Hitler, o, lo que es peor, no hay lenguaje con el que pueda uno entenderse con semejante hombre. Hitler ha perdido, a mi parecer, todo contacto real con el mundo exterior. Lo que otro le dice, lo recibe, en el mejor de los casos, como un estorbo molesto, que inmediatamente domina con su voz, declamando machaconamente las mismas frases sobre la decadencia espiritual de los últimos catorce años, sobre la necesidad de poner dique a este desmoronamiento en el último minuto, etcétera.

Con esto se tiene la impresión fatal de que está convencido personalmente de semejante locura, y se le procura a su alrededor la posibilidad de esta fe mediante la exclusión violenta de todas las influencias externas; al estar poseído por un cuadro de ideas fijas, se hace inasequible a toda propuesta razonable y llevará a Alemania a una espantosa catástrofe. Usted sabe que no es posible influir en el curso del alud cuando este se ha puesto en movimiento. Los destrozos que causará, las vidas humanas que aniquilará, son hechos que están determinados y decididos por las leyes de la naturaleza, aunque no los conozcamos de antemano.

En realidad, tampoco Hitler puede decidir el curso de los acontecimientos, porque él es, en gran medida, más un ser arrastrado por su locura que un impulsor. No puede saber si las fuerzas que ha desencadenado lo engrandecerán definitivamente o lo aniquilarán miserablemente.

Al viejo Planck le venció su actitud vital. Demasiado pusilánime, demasiado paciente, o quizás demasiado dubitativo sobre cómo actuar ante la amenaza que se le venía encima a Alemania y al mundo entero. Quién sabe si demasiado apegado al Berlín desde el que había revolucionado la historia de la física. O quizás, simplemente, demasiado anciano para luchar.

Lo cierto es que el destino lo había depositado en ese desvencijado jeep junto al joven soldado-astrónomo Gerard Kuiper y seguro que a Planck no se le escapaba que aquello era una pavorosa metáfora del fin de su vida. Kuiper, el representante del nuevo mundo liberado, volvería a Estados Unidos, donde durante las siguientes dos décadas no dejaría de arrojar nuevos hallazgos sobre el fascinante mundo de los planetas y los asteroides. Planck tendría apenas tiempo para ver reorganizada su oficina en la Alemania liberada y moriría en 1947 sin llegar a ver cómo otros convertían sus ideas sobre los cuantos en la disciplina más influyente de la ciencia del siglo XX, la física cuántica.

Capítulo 17
Jocelyn Bell, la mujer a la que robaron el Premio Nobel de Física

—Bienvenidos a Creer. Hoy vamos a hablar con alguien que, de manera prodigiosa, combina su gran reconocimiento internacional en el mundo de la astronomía con su fe religiosa. Una científica cuyas creencias llaman mucho la atención en una era en la que mucha gente considera que fe y razón son incompatibles y que la ciencia ha venido a demostrar simplemente que Dios no existe. Bienvenida a nuestro programa, Jocelyn.

El estudio de radio es modesto. Es uno de esos cuartos pequeños que la BBC tiene en Londres para sus programas menos exigentes en recursos. Sentada ante el micrófono principal, la presentadora, Joan Backwell, una mujer madura, pelirroja y delgada que sonríe mientras habla sacando la voz desde el centro de su plexo solar, como mandan los cánones de la dicción y la buena fonética, ha hecho un gesto al técnico de control para que baje a cero el volumen de la música («Sintonía en primer plano, y resuelve», dicta el guion).

Frente a ella, Jocelyn espera la primera pregunta. Con cierta impaciencia. No es la primera vez que habla por la radio, evidentemente, pero en esta ocasión se siente algo más intranquila de lo habitual. El programa Creer es un espacio religioso emitido los viernes por la BBC 3. Jocelyn nunca lo ha escuchado, la verdad. Pero tiene referencias sobre él. Sabe que aquí no viene a hablar de las cosas que generalmente le preguntan los periodistas. No viene a hablar de su ciencia, sino de su vida más íntima. De sus creencias. Y sabe también que, cuando un científico habla de sus creencias, más aún cuando ese científico ha participado en la consecución de un premio Nobel (como es su caso), suele levantar alguna que otra ampolla. Para colmo, el programa que está a punto de grabar se emitirá un día tan señalado como el 25 diciembre de 2002.

—Jocelyn Bell Burnell. Gracias por atendernos un día como hoy. Empezaré por una pregunta directa. ¿Qué significa para usted ser una cuáquera? ¿Es una especie de secta del cristianismo?

—Ejem, bien… Procede de la Iglesia cristiana, sí. Probablemente hoy no sea tan estrictamente cristiana como otras iglesias cristianas británicas… Pero es un grupo… Somos un grupo muy religioso. Creemos en Dios y lo adoramos…

—Pero no necesariamente en un Dios cristiano.

—Para algunos cuáqueros, sí. Para otros, no. En realidad, somos una denominación que pone todo su énfasis en el individuo… No existe un dogma férreo entre nosotros en el que tengamos que creer necesariamente.

—Y, desde esa perspectiva religiosa…, ¿se puede hacer ciencia?

Susan Jocelyn Bell Burnell nació el 15 de julio de 1943 en Lurgan, Irlanda del Norte. La ciudad, cerca de la costa del lago Neagh, tiene un nombre realmente significativo. Lurgan procede del irlandés Lorgian (solo cuatro calles). Pequeña y escondida, Lurgan se dedicó durante siglos a la industria textil, sobre todo a la fabricación del lino. De ello vivían la mayoría de los habitantes hasta que llegó la crisis de los años noventa del siglo XX y se llevó por delante la principal fuente de ingresos de cientos de familias.

El padre de Jocelyn no se dedicaba a la industria de los tejidos. Era arquitecto y entre sus logros locales se encontraría la construcción del planetario de Armagh, un poco más al sur del país, cuyos planos aún no había empezado a diseñar cuando nació su querida hija. Además de arquitecto era cuáquero.

En realidad, le gustaba más decir que era miembro de la Sociedad Religiosa de los Amigos. Se trata de un grupo creyente fundado en el siglo XVIII en Inglaterra por George Fox y que se extendió sobre todo por el territorio de las colonias americanas. Entre ellos se llamaban «amigos», pero sus conciudadanos pronto empezaron a denominarlos quakers, «tembladores». Nadie sabe muy bien por qué. Quizás porque en sus inicios se tomaron demasiado al pie de la letra las palabras de su fundador: «Temblad en el nombre del Señor».

Los «amigos» no tienen un credo especial. De hecho, pueden compartir diferentes creencias, aunque mantienen en común algunas formas de vida, ciertos cultos y un modo unitario de educación para sus hijos.

Jocelyn empezó estudiando en el colegio público de Lurgan, como todos los críos de la ciudad. Allí a las niñas se les vetaba el acceso a las clases de ciencia. En su currículo primaban las labores del hogar, la ética y la cocina. Es cierto que los padres de todas las niñas habían protestado ferozmente contra esta costumbre y que, poco después de la llegada a la escuela de Jocelyn, se levantó el veto a las féminas. Pero la pequeña Bell ya había perdido el primer tren de su educación. De hecho, suspendió sus primeros exámenes de primaria, por lo que sus padres se vieron obligados a cambiarla de colegio. En esta ocasión eligieron uno más cercano a sus creencias: la Escuela para Mujeres Cuáqueras Mount School, de York.

La vida en Mount School era sencilla y feliz. Las escuelas cuáqueras no son especialmente estrictas con la moralidad y los formalismos, aparte del hecho de que no permiten el contacto entre chicas y chicos. Pero presentan un abanico de estudios ciertamente liberal. Y las ciencias son parte fundamental del pastel.

Jocelyn disfrutó de sus años de estudio y de las costumbres de la Sociedad Religiosa de los Amigos. Los fuegos de campamento de los recién llegados; el certamen anual de teatro; el Día de las familias de Mayo, donde se recaudan fondos para dos obras de caridad; el Día de la Fundación, el más peliagudo de todos, donde se presentan los discursos de cierre de cada temporada.

Entre sus asignaturas favoritas, pronto empezó a aparecer la Física. De hecho, Jocelyn admiraba especialmente a uno de los maestros de esta asignatura: el profesor Tillot.

«No tenéis que estudiar toneladas y toneladas de datos —les decía—. Aprended solo unas cuantas cuestiones clave. Las podréis aplicar al siguiente nivel, y luego al siguiente. Y comprenderéis el Universo poco a poco, a pequeñas tacitas.»

En manos de Tillot, la física parecía sencilla.

La pequeña Jocelyn amaba las ciencias en Mount School y continuaba su pasión en casa. Su padre, el futuro constructor de planetarios, tenía un montón de libros de astronomía que conformaron parte del divertimento doméstico fundamental de la niña. Así que su intelecto fue fabricando un espacio único en el que Dios y las estrellas convivieron con naturalidad.

—Cuente a nuestros oyentes cómo fue su educación, Jocelyn. Una escuela cuáquera suena a algo muy estricto…

—En Mount School solo estudiaban niñas. Pero creo que obtuve una educación de mucha calidad, Joan. Al principio, para ellos fue difícil encontrar buenos maestros de ciencia. Recordarás que en aquella época no estaba bien visto que las mujeres estudiáramos cosas como Química o Física. Así que recurrían a algunos maestros ya retirados, como el profesor Tillot. Aquel hombre realmente marcó mi vocación. No recuerdo que fuera una educación especialmente estricta, pero, ojo, no olvides que era una escuela religiosa de chicas en la Inglaterra de los años cincuenta. Algunas de las normas eran difíciles de comprender para una jovencita preadolescente. Por ejemplo, teníamos prohibido salir de la habitación después de caer la noche… o caminar descalzas por la hierba…, ¡ja, ja…!

Las escuelas de la Sociedad Religiosa de los Amigos son variopintas y su regulación disciplinaria varía de unas a otras. De hecho, permiten un amplio abanico de creencias, desde el evangelismo más conservador al cristianismo liberal y laico. Pero mantienen algunas ideas universales que todos los miembros de la sociedad respetan: la simplicidad de las formas de vida, el pacifismo, la modestia, la oposición al racismo y a la pena de muerte, el respeto a la condición sexual de cada individuo…

—Entonces, Jocelyn, ¿los cuáqueros no tienen un dogma común? ¿No hay unas escrituras, un código, una biblia…?

—No querría darte ahora una conferencia sobre el tema, Joan, pero quizás podamos pensar un poco de dónde procede la autoridad religiosa. Sí, las Escrituras pueden ser una fuente de autoridad, pero también puede serlo la tradición, la historia, la propia palabra de Dios, la revelación… Los cuáqueros creemos mucho en esto último. No ponemos mucho énfasis en las Escrituras y los códigos. Lo que tratamos de buscar es qué pretende Dios que hagamos en cada momento.

—Uf…, es difícil encontrar muchos científicos que hablen de ese modo de Dios hoy en día, Jocelyn.

—Digamos que mi educación fue suficientemente liberal como para permitirme ese lujo. Para una persona cualquiera, educarse en una escuela de chicas cuáqueras puede parecer realmente limitado. Para mí fue toda una liberación. Puedo asegurarte que las cosas eran mucho peores en mi pequeña ciudad natal.

—¿Y en esa misma escuela nació su interés por la astronomía?

—Allí. Pero sobre todo en la biblioteca de mi padre. Era un lector consumado y traía a casa todo tipo de libros. Los que más me gustaban eran los que versaban sobre estrellas. No me contentaba con hojearlos…, los devoraba. Se iban conmigo a la cama hasta que me los acababa.

No es extraño que, en 1965, Jocelyn terminara graduándose en Ciencias en la Universidad de Glasgow y cuatro años más tarde obtuviera el título de doctora por Cambridge. Fue allí, precisamente donde comenzó su carrera profesional, trabajando a las órdenes de Antony Hewish en la construcción de un radiotelescopio, mientras se alojaba en la residencia New Hall para mujeres científicas.

En aquellos años la Universidad de Cambridge era la que menor proporción de estudiantes mujeres tenía en todo el Reino Unido. Encontrarse a una profesora dirigiendo un departamento también era una rareza. De hecho, solo dos residencias admitían a chicas.

Aun así, Jocelyn tuvo suerte. Entrar en el departamento del profesor Hewish no era sencillo. No en vano, aquel científico nacido en Cornualles empezaba a ser una eminencia en el mundo de la radioastronomía. A sus cuarenta y cinco años, empezaba a peinar algunas canas encrespadas sobre una melena larga y siempre sin peinar. Parecía, de hecho, mayor de lo que realmente era. Quizás por sus grandes gafas de pasta negra que se resistían a adaptarse a la moda. O porque su delgadez quedaba aún más patente debajo de aquellos gigantescos abrigos que solía llevar para protegerse de la humedad británica durante los trabajos de calibración de su radiotelescopio. Lo cierto es que trabajar con una de esas máquinas tiene algo menos de romanticismo que mirar por el ojo escrutador de un telescopio convencional. Un radiotelescopio no capta rayos de luz, sino ondas de radio a través de una antena o un conjunto de ellas. En cierto modo, con estas máquinas se «escucha» al Universo más que verlo. Y Cambridge, en 1969, era uno de los lugares del mundo donde más se sabía de ese «sonido». Las galaxias, las estrellas, los agujeros negros… producen ingentes cantidades de energía. Esa energía puede transmitirse en muchos formatos. Una fuente evidente de energía es la luz visible. Pero, del mismo modo que la energía de una hoguera se descompone en luz, calor, humo, sonido…, la terrible explosión energética de un fenómeno cósmico también puede obtener diferentes formas: rayos X, rayos gamma, ondas de radio…

Las emisiones de radio de los acontecimientos más lejanos que ocurren en el espacio llegan a la Tierra muy debilitadas. La señal actual de un teléfono móvil, por ejemplo, es miles de millones de veces más potente que el «sonido» que nos alcanza de la explosión de una estrella después de pasar miles de millones de años viajando por el Universo. Aun así, las antenas de los radiotelescopios pueden ser capaces de detectarla y, a partir de su información, los científicos pueden inferir qué tipo de astro la ha originado.

A eso se dedicaba Antony Hewish en Cambridge. Quería construir una gran instalación de radioastronomía, 16.000 metros cuadrados de antenas y cables interconectados, para detectar algunos de los fenómenos cósmicos más esquivos que existen. Y en esa tarea necesitaba científicos que fueran capaces de encontrar, entre las miríadas de datos capturados por las antenas, aquellas pequeñas irregularidades, aquellos patrones diferentes que indicaran que allí se estaba recibiendo la señal de un lejano y antiquísimo astro. Jocelyn fue una de las reclutadas para tal fin.

—En aquellas noches de lecturas sobre el cosmos, cuando era pequeña, ¿entendía lo que leía o simplemente se dejaba fascinar por las imágenes y las ecuaciones?

—Ja, ja… Era ya una adolescente. Y entendía bastante bien lo que leía… Había cosas que no comprendía y otras que, aun comprendiéndolas, no me las creía. Pero en cualquier caso me fascinaban.

—¿Y nunca tiró la toalla ante las cosas que se le escapaban?

—No… Recuerdo en particular el libro Fronteras de la astronomía, de Fred Hoyle. Estaba tan bien escrito. Era tan fascinante… Me enfrentaba a conceptos que se me escapaban por completo, pero aun así seguí leyéndolo sin parar.

—¿Sigue habiendo conceptos desconocidos que se le escapan?

—¡Claro! En mi ciencia hay mucho por descubrir: de qué está hecha la materia oscura, cuál es el origen del Universo…, cuál es su destino.

—¿Alguna vez ha mirado por un telescopio y le ha dado vértigo?

—Ummm…

—Me refiero a que…, bueno, estamos en un programa de radio sobre religión. ¿Alguna vez lo que ha encontrado ahí fuera le ha hecho dudar de su fe?

Jocelyn comenzó a trabajar en el equipo de Hewish construyendo una herramienta que nadie había visto jamás en Cambridge. Aislaron 16.000 metros cuadrados de terreno y plantaron con sus propias manos centenares de postes de madera unidos por cables. Era como una inmensa instalación de antenas de televisión. La recién doctorada en Física se desolló las manos alargando cobre, clavando estacas, midiendo ángulos… Más de doscientos kilómetros de cable pasaron por sus manos, y hasta el último milímetro servía para algo.

No todos los miembros del equipo estaban tan convencidos como ella de la utilidad de aquel experimento. Pero Jocelyn siempre encontraba un argumento convincente:

«Imagina que estás haciendo un vídeo de esa puesta de sol tan bella que quieres guardar para siempre en la retina. Pero alguien, a cientos de kilómetros de distancia, ha aparcado el coche entre tus ojos y el Sol y ha dejado las luces intermitentes encendidas. ¿Crees que serías capaz de ver esas luces minúsculas? Nuestro radiotelescopio lo haría…».

Las luces del coche imaginario de Jocelyn no eran otra cosa que el objeto de su estudio desde el mismo día de la inauguración del telescopio: el análisis de la escintilación interplanetaria en cuásares. Sí, aunque parezca mentira, ella sabía qué quería decir eso. En astronomía una escintilación es una fluctuación diminuta en las ondas de radio provocada por algún fenómeno celeste. Dura unos pocos segundos, quizás menos, pero es suficiente para dar información valiosísima sobre la fuente que la produce. Es algo parecido al modo en el que vemos titilar las estrellas en el cielo nocturno. La luz que nos llega de ellas vibra distorsionada por el efecto de la atmósfera terrestre. Los astros más lejanos también «titilan». Pero en este caso no lo hace su luz, sino la emisión de ondas de radio que generan. Jocelyn debía buscar esas variaciones y averiguar, por el simple visionado de las luces intermitentes, el nombre, la dirección, el color de pelo y la talla de zapatos del dueño del coche…, en otras palabras, el tipo de astro que provocaba aquellas perturbaciones.

Aunque sentarse a ver titilar las estrellas en verano es una actividad la mar de romántica y agradable, detectar escintilaciones interplanetarias es algo más prosaico. Hay que sentarse frente a los aparatos de registro y contemplar kilómetros y kilómetros de bandas de datos uniformes buscando una pequeña desviación que llame la atención. Hay que dedicarle horas y horas de encierro en el laboratorio, dejarse literalmente las pestañas en las hojas impresas… y renunciar a casi todo lo que no sea buscar estrellas…, hasta que la sorpresa aparece.

Y la sorpresa apareció una noche de 1967. Jocelyn y Antony volvieron a comprobar los datos una y otra vez. Seguramente en silencio, sin querer levantar demasiado la vista de la banda impresa de datos que escupía ruidosamente la impresora; evitando cruzar las miradas, no fuera a notárseles en ellas un brillo inusitado de entusiasmo y miedo. ¿Podría ser cierto lo que el radiotelescopio estaba arrojando a los ordenadores de la Universidad de Cambridge aquella excitante noche?

Jocelyn Bell cronometró de nuevo, por enésima ocasión. Y de nuevo los números del reloj arrojaron el mismo resultado. La señal procedente del espacio duraba 1,3373 segundos y se repetía con exactitud olímpica cada 0,04 segundos. Coordenadas celestes 19:19. 21 grados de declinación. Antony Hewish aventuró un primer suspiro de alivio:

—Jocelyn, esto no puede ser lo que estás pensando.

—¿Y qué crees que estoy pensando?

No había muchos ordenadores en Cambridge por aquella época. De hecho, el proyecto liderado por el doctor Hewish no tenía ninguno adscrito a su laboratorio. Así que aquel grupo de investigadores recibía los datos del radiotelescopio en forma de una línea roja y fina sobre papel milimetrado. Jocelyn buscaba leves temblores en la línea. Algunos podrían estar provocados por misteriosos acontecimientos cósmicos. Otros, simplemente porque un alumno de la universidad, en la otra punta del campus, había encendido un secador de pelo.

Pero ante sus ojos acababa de saltar un temblor que no se parecía a nada de lo que habían visto anteriormente. Tenía menos de un cuarto de pulgada de longitud. Era como ver una pulga caminando por los 121 metros de papel que la máquina vomitaba cada vez que hacía un rastreo del cielo observable desde Reino Unido.

Para colmo, la pulga desaparecía y aparecía. Jocelyn volvió una y otra vez a mirar los anteriores rollos de papel milimetrado para encontrar en todos la misma arruga, repetida con una exactitud impropia de cualquier fenómeno natural.

—Insisto…, ¿qué crees que estoy pensando?

No hacía falta responder, ambos se pusieron de acuerdo en que una señal tan regular, tan pulcramente pulsada, había de proceder de la interferencia de algún otro aparato electrónico activado esa noche en la universidad. Nada espontáneo, ningún fenómeno de la naturaleza puede provocar una señal tan cronometrada. Aquello era producto de alguna máquina. Y, obviamente, tendría que ser de una máquina fabricada por el ser humano.

—Mañana volveremos a medir; el ruido habrá desaparecido y tú y yo seguiremos buscando estrellas normales en el aburrido cielo de Cambridge, Jocelyn. Descansa un poco.

Pero al día siguiente la señal permanecía allí. Y procedía siempre de la misma zona del cielo, cada vez que el radiotelescopio apuntaba al mismo punto. En ciclos mágicos de veinticuatro horas menos cuatro minutos. Como los telescopios están pegados inmóviles a la piel de la Tierra, a cada giro de esta barren la misma región cósmica. Los cuatro minutos de adelanto de cada señal eran la consecuencia de la pequeña diferencia entre el tiempo medio que tarda en dar la vuelta completa nuestro planeta y el tiempo que tarda la luz del Sol en pasar dos veces por el mismo meridiano.

No cabía duda. La señal de radio procedía del espacio y mantenía una regularidad imposible: nada en la naturaleza genera espontáneamente emisiones cronometradas. Ahora Jocelyn no podía ocultar lo que estaba pensando. ¿Y si se trataba de una señal artificial extraterrestre?

—Imagínate: una especie de radiofaro construido por una civilización alienígena para guiar sus naves en los viajes interestelares.

Medio en broma medio en serio, quizás absorbidos por la catarata de literatura ovni que invadía las librerías y los quioscos en los estertores de la década de los sesenta, los dos astrónomos bautizaron la señal con un nombre que ha pasado a los anales de la ciencia y de la estupidez: LGM-1 (Little Green Men: Hombrecillos Verdes). Pero en lugar de hacer lo que pocos años antes hicieron unos colegas rusos, es decir, el ridículo, los de Cambridge guardaron para sí el secreto y siguieron midiendo sin contarle a nadie su provocadora broma.

Y es que sabían bien lo que podría pasarles si la charada de los hombrecillos verdes salía a la luz. A principios de los años sesenta, un equipo de astrónomos de Moscú convocó una rueda de prensa para anunciar al mundo que el objeto CTA-102, una fuente de radiación distante en el cosmos, variaba sinusoidalmente con un período casi exacto de cien días. Pensaban que se trataba de una radiación energética emitida conscientemente por una civilización extraterrestre. Hoy sabemos que se trataba de un cuásar, una poderosa fuente de luz estelar. Los cuásares fueron observados por primera vez en 1961 y suponen una fuente de radiación increíblemente grande con un evidente desplazamiento hacia el rojo. Eso quiere decir que se alejan de nosotros. Por ello se los considera objetos característicos de la expansión del Universo. Se trata de los cuerpos más lejanos conocidos; pueden encontrarse a miles de millones de años luz de la Tierra y están alimentados por agujeros negros supermasivos que se comen toda la materia que cae en su entorno en el centro de la galaxia. No muy agradable, sin duda, pero nada que ver con civilizaciones alienígenas. Como es lógico, la noticia del ridículo soviético dio la vuelta al mundo e incluso inspiró una canción del grupo de pop The Byrds:

En los radiotelescopios
los científicos nos enseñan que hay esperanza,
que hay vida en otros planetas.

Antony y Jocelyn no cometerían el mismo error (bastante habían hecho con poner a la emisión extraña el nombrecito de marras). No serían ellos los protagonistas de otra canción. Al menos no por meter la pata. Continuaron investigando, aguantando sus ganas de gritar al planeta su hallazgo. Y entonces encontraron una explicación al fenómeno. Las ondas de radio procedían de una estrella de neutrones.

—Jocelyn, cuando habla de estrellas, usted no se refiere a uno de esos puntos de luz que tiemblan en el cielo, ¿no?

—No, no, je, je… Esa estrella que vimos aquella noche no nos estaba enviando luz. Pero, aparte de la luz, los astros pueden mandarnos otras muchas fuentes de información. Rayos X, ultravioleta, ondas de radio… Los ojos humanos solo responden a una pequeñísima fracción de la familia de radiaciones estelares. En cierto sentido, somos invidentes para el cosmos. Pero los astrónomos hemos aprendido que las estrellas, las galaxias, los planetas… nos hablan en muchos idiomas diferentes. Así que, si tú tienes la suerte de contar con el telescopio adecuado, puedes comunicarte con el cielo.

—Eso es muy emocionante…

—Aquel hallazgo, en un primer momento, fue bastante preocupante, la verdad. Nos asustó. No sabíamos realmente lo que estábamos escuchando. Un mes después de percibir la primera señal, recibimos otra idéntica. Y entonces sí que pudimos respirar con alivio. Ese fue el momento en el que gritamos «¡Eureka!». Podíamos demostrar que estábamos ante un nuevo tipo de estrellas, un astro más para añadir a la familia. Estrellas nuevas que nunca se habían detectado antes… Estrellas de neutrones.

La materia está formada por minúsculas partículas que, en su manifestación básica, llamamos átomos. Estos, a su vez, constan de un núcleo formado por protones y neutrones alrededor del cual se inserta la cohorte de electrones.

En el seno de una estrella supermasiva, la gravedad es tal que comprime la materia hasta límites extremos. A medida que se van comprimiendo, los átomos pierden parte de su estructura: desaparecen los electrones y los protones. Una estrella de neutrones es aquella cuya materia ha perdido hasta el 90 por ciento de sus electrones y protones: está casi fabricada solo de neutrones.

Se trata de un tipo de materia difícil de concebir mentalmente. Una sola cucharada de café llena de ella pesaría mil millones de toneladas. Solo las estrellas más grandes tienen el privilegio de acabar sus vidas de esta manera, ya que se trata del remanente depositado en el cosmos por un astro supergigante después de agotar todo su combustible nuclear y explotar como una supernova.

Los científicos de Cambridge, conocedores de la existencia de estos fenómenos violentísimos prefirieron aparcar su idea alienígena por un rato y preguntarse si un pulso tan estable podría originarse en un astro muy masivo. Y sí, podría. La explicación era aparentemente sencilla: los campos magnéticos que se producen en el entorno de una estrella de neutrones deben de ser gigantescos. Nuestra Tierra, miles de veces menos masiva, genera campos magnéticos capaces de atrapar en los polos partículas cósmicas que son el origen de las auroras boreales.

Una estrella de neutrones (que tiene el tamaño del monte Everest, pero una masa diez veces mayor que el Sol) ha de tener unas «auroras boreales» impresionantes. Tanto que, cada vez que uno de sus polos magnéticos apunta a la Tierra, los radiotelescopios reciben su señal como un pulso. Un pulso regular y velocísimo. Su pequeño tamaño favorece una aceleración de giro excepcional: igual que los patinadores sobre hielo pliegan sus brazos sobre el pecho para reducir su volumen y aumentar la velocidad de sus piruetas.

Jocelyn y Antony tenían su teoría: aquellos ruidos regulares y lejanos procedían de una estrella de neutrones que nos enviaba con exactitud cronométrica su pulso magnético. Por eso a este tipo de astros los conocemos hoy como púlsares.

La vida de la pareja de Cambridge cambió radicalmente, para bien y para mal. Como lo hizo la del LGM-1, rebautizado con un nombre menos especulativo: SR-1929+21. El primer púlsar de la historia.

En 1974, la Academia de las Ciencias de Suecia decidió que el descubrimiento de los púlsares merecía la más alta distinción: un Premio Nobel de Física. En realidad, el premio era compartido. Sir Martin Ryle, autor de grandes avances en la tecnología de la radioastronomía, lo obtuvo por su contribución general al estudio de los astros con estos telescopios de nuevo cuño. Antony Hewish, por la aplicación concreta de esa tecnología al descubrimiento de los púlsares. Nadie se acordó de Jocelyn a la hora de mencionar su nombre en la ceremonia de entrega. La investigadora, que había sido en realidad la primera persona capaz de detectar el latido casi imperceptible de los púlsares, tuvo que ver la ceremonia desde casa. Al fin y al cabo, era una joven doctoranda. Todo el mérito recayó sobre las espaldas de su director de laboratorio.

—¿No le dolió que su colega se llevara todos los reconocimientos, Jocelyn…? Sea sincera.

—En realidad, mi colega era mi supervisor. Yo era aún una aspirante a doctora. En aquel tiempo se pensaba, se sentía, que la ciencia estaba hecha sobre todo por grandes hombres con bata blanca. Y que esos hombres contaban con el apoyo de docenas de ayudantes bajo su patrocinio, que apenas hacían otra cosa que seguir sus instrucciones. Los líderes se llevan el mérito… y también las culpas si algo sale mal. Yo en aquella época daba por supuesto que las cosas debían ser así; que una estudiante no era merecedora de un Nobel. Hoy las cosas han cambiado. La ciencia se hace más en equipo que antes.

—Pero dolió…

—No…, no mucho. Era la primera vez en la historia que se concedía un Nobel de Física a un hallazgo astronómico. Aquello era muy importante para todos los que nos dedicamos a esta ciencia. Desde entonces ha habido más premios a la astronomía. Pero «nosotros» fuimos pioneros. Además, si te soy sincera, en aquella época no estaba para premios. Acababa de tener a mi primer hijo. Estaba realmente atareada tratando de combinar mis estudios con su crianza. Esa es otra de las cosas con las que hemos tenido que combatir las mujeres de mi generación. De alguna manera, creo que el mensaje de entonces era: «Los hombres ganan premios, las mujeres tienen hijos».

—¿Y eso ya no pasa en ciencia?

—Ummm, digamos que pasa menos a menudo.

Jocelyn superó el trago del premio Nobel con la entereza que probablemente le había dado su educación cuáquera… Hay quien puede pensar que lo hizo con una firme convicción conservadora de que aquel era el papel que le correspondía como mujer. Al menos, pocos meses después, recibió íntimamente una pequeña compensación.

En su despacho aún conservaba el libro sobre astronomía escrito por Fred Hoyle que le había regalado su padre en la infancia, que tantas horas de sueño le había robado entonces y que había forjado su vocación por las estrellas.

Una tarde, alguien la llamó para avisarla: «¿Has visto las últimas noticias? El profesor Hoyle está hablando de ti». Y ahí estaba, su admirado maestro, el autor del libro que más le había influido en su carrera, defendiéndola públicamente. Admitiendo ante todo el mundo que Jocelyn Bell Burnell debía haber sido mencionada en la entrega del Premio Nobel de Física como descubridora primera de los púlsares.

—Pero ¿sabes una cosa, Joan? La vida es algo más que premios y reconocimientos. Y quiero aprovechar que me das esta oportunidad de hablar en tu programa para decirlo bien alto. Evidentemente, poner nombre a un nuevo fenómeno astronómico desconocido es la bomba. No se tiene todos los días la oportunidad de hacer un megadescubrimiento como ese. Pero al minuto siguiente el destino ofrece millones de ocasiones para emocionarse más. El mismo día que recibimos la noticia de que el doctor Hewish había sido galardonado con el Nobel, habíamos pasado toda la mañana atendiendo al lanzamiento de un satélite en el que llevábamos años trabajando. Desde las ocho de la mañana estábamos conectados con el centro de transmisión en Kenya esperando la salida del cohete. A las 11:30 volvimos a nuestros despachos. Pusimos la radio y en las noticias de las 12 anunciaron el premio. ¡Ya casi nos habíamos olvidado de los púlsares! Estábamos a otra cosa. La ciencia es así. No te da respiro.

—Pero da respuestas. ¿Tras tantos años estudiando el cosmos, puede tener una idea de cómo empezó todo y de cómo acabará?

—Hasta donde yo sé, el cosmos nació por sí solo. No es necesario un Dios para crearlo. Y funciona por sí solo también.

—Si Dios no lo ha creado todo…, lo estamos degradando…

—Ummm, no. En absoluto.

—Porque, para usted, ¿Dios es una autoridad?

—Una guía, quizás…, más que una autoridad. Podemos negarlo o ignorarlo.

—¿Podemos enfadarnos con él?

—Sí…, claro que sí. Yo creo que debemos hacerlo.

—¿Y qué le espera al futuro del cosmos? ¿Tienen los astrónomos alguna idea?

—Según creemos, las galaxias están separándose unas de otras por culpa de la expansión provocada por el Big Bang. En ellas hay millones de estrellas que nacen y mueren a cada instante. Eso mantiene el equilibrio. Parte del hidrógeno que se usa como combustible estelar y de los materiales que necesitamos para la vida, como el carbono, el hierro o el oxígeno, están siendo creados constantemente en el interior de las estrellas. Pero llegará un momento en el que el combustible se acabará. Las estrellas querrán brillar, pero no podrán porque carecerán del hidrógeno necesario. Los viejos astros se apagarán y los nuevos no podrán encenderse. Y todo el Universo necesita de la luz de las estrellas para sobrevivir. Dentro de miles de millones de años el Universo será oscuro y, salvo quizás los agujeros negros, todo, todo en él estará muerto.

—¿Y eso no le angustia?

—Bueno. Es un poco desolador. Y muy difícil de encajar con la idea religiosa de la esperanza. Pero yo creo que tener esperanza no es creer que todo va a ir bien en el futuro. Simplemente consiste en creer que hay cosas que merecen la pena, que son buenas, por las que es necesario esforzarse por ellas, trabajar en ellas, ayudar a que se mantengan…, duren lo que duren.

—¿Aunque duren un suspiro?

—Aunque duren un suspiro. Como nuestra presencia en el Universo.

—Gracias, Jocelyn.

—Gracias, Joan.