Carlos V el Cesar y el Hombre - Manuel Fernandez Alvarez

Prólogo

El 21 de septiembre de 1558 moría en un apartado lugar de España, en una casita en medio de un boscaje y adosada a un convento, a dos kilómetros de la aldea más cercana —que era la de Cuacos, en la Vera de Plasencia— un hombre, más que viejo envejecido; no demasiado viejo, en verdad, pues había nacido con el siglo. Su nombre, Carlos, y su linaje el más alto, pues era nieto de un Emperador, hermano del Emperador reinante y él mismo lo había sido durante 36 años.
En el mundo, en la agitada vida política del Quinientos, se le conocía como Carlos V. Y el lugar donde había ido a morir, aquel rincón perdido en un recodo de la Vera de Plasencia, se llamaba Yuste.
¿Qué había ocurrido para que quien había sido el Emperador de la Cristiandad, el señor de los Países Bajos, archiduque de Austria, rey de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y, sobre todo, Hispaniarum Rex, así como de las Indias Occidentales, desde las altiplanicies mejicanas —aquella Nueva España conquistada por Hernán Cortés—, hasta las cumbres andinas de los antiguos incas, dejara el poder? Tanto poder acumulado año tras año, tantas victorias —Pavía, Túnez, Mühlberg, en el viejo continente—, tantos avances y tantas conquistas más allá de los mares, desplegados por sus nautas y conquistadores —Magallanes y Elcano, Hernán Cortés y Pizarro, Jiménez de Quesada, el hombre de Bogotá, y Pedro de Valdivia, el hombre de Chile—, tantos triunfos sobre sus enemigos y rivales —Solimán el Magnífico o Barbarroja, Francisco I de Francia o el mismo Clemente VII de Roma—, ¿iban a quedar en nada?
¿Qué había pasado? ¿Quién era, en definitiva, aquel hombre? ¿Dónde habían quedado tantas ilusiones del que un día afirmó en el seno familiar que él y no otro, él que era el mayor y no su hermano Fernando, tenía que ser el candidato a la corona imperial?
¿Cómo se había gestado su vida? ¿Qué tiempos eran aquellos?
Era una época fascinante, como pocas se han vivido en la historia de la humanidad. La época en que por primera vez se da la vuelta al mundo, dando un paso de gigante en el conocimiento de la Tierra. La primera vez que se surcaba, de Oriente a Occidente, el inmenso Océano Pacífico, en aquellas minúsculas naves de 400 ó 500 toneladas.
Un tiempo, una época, unos años de grandes estudiosos, de hombres llenos de sabiduría, entregados con afán, día y noche, al estudio de los libros y a especular con la pluma y con la palabra para hacer a los hombres más prudentes, más cultos y, en definitiva, más humanos; como si dijéramos, mejores cristianos. Eran los tiempos del holandés Erasmo de Rotterdam, del inglés Thomas More, de los españoles Luis Vives y Alfonso de Valdés.
Y estaban los hombres de ciencia, cuando Paracelso indagaba sobre si la naturaleza humana no era más que un complejo de reacciones químicas, cuando Vesalio —su libro De humani corporis fabrica es de 1543— probaba de una vez por todas cuál era la anatomía del hombre, y cuando un polaco, de nombre Copérnico, lanzaba su mirada a los cielos y se preguntaba, ante el asombro —o el escándalo— de casi todos, si la Tierra, en verdad, era el centro del Universo.
Y cosa notable: cuando tal hace, cuando escribe sobre esa increíble teoría y publica su libro De revolutionibus orbium coelestium, es precisamente en 1543.
Estaban, también, los grandes creadores de las letras y de las artes. Thomas More publica su Utopía en 1516; Maquiavelo, El Príncipe, en 1517; Rabelais, con su desbordante amor a la vida, su Gargantúa y Pantagruel entre 1532 y 1552, y Garcilaso —el divino Garcilaso— despliega su lírica prodigiosa entre 1520 y 1536.
Pero sobre todo es la época de los grandes artistas. La época en la que crean su obra algunos de los más grandes arquitectos, escultores y pintores, la época en la que el Renacimiento en Italia —pero también en el resto de la Europa occidental, que ahí están Holbein, Durero y Pedro Berruguete— maravillan con sus obras maestras. Miguel Ángel pinta la Capilla Sixtina ¡a lo largo de 33 años!, entre 1508 y 1541, hace su impresionante Pietà en 1499 (instalada en la basílica de San Pedro hacia 1517), su David, de Florencia, en 1503; su Moisés, en fin, en 1545. Trabaja en la cúpula de San Pedro y remodela en 1536 —precisamente en honor de Carlos V cuya visita a Roma se anuncia para ese año—, la plaza del Campidoglio.
Miguel Ángel es la cumbre, es el titán que destaca en todo: en arquitectura como en urbanística, en escultura como en pintura; incluso en poesía. Mas no es el único. Ahí están, en la misma Italia, un poco antes o un poco después, pero haciendo también lo mejor de su obra en el Quinientos, Leonardo da Vinci —el protegido en su vejez de Francisco I, el rival de Carlos V— y Rafael, Correggio y el Veronés.
Y alguien más. Alguien al cual unimos desde entonces el nombre de Carlos V. Porque lo que sabemos del César, lo que magnificamos del César, lo que recordamos del César se debe, en gran medida, a la imagen que de él nos dio otro gran artista italiano, uno de los mejores de todos los tiempos, que esa fortuna tuvo Carlos V: el haber encontrado al artista capaz de inmortalizar su figura: Tiziano.
Y así, uno de los capítulos de esta biografía versará, obligatoriamente, sobre la forma de ese feliz encuentro entre el excelso hombre de Estado y el genial pintor.
Ahora bien, no todo fue esplendor y progreso, armonía y riqueza.
No, porque también surgieron las fuertes disidencias y los graves —más que graves, terribles— y temibles conflictos. De entrada, la Europa oriental vivía aterrorizada ante las acometidas, año tras año, del otro Emperador, del señor de Constantinopla, de Solimán el Magnífico. Porque año tras año irrumpía con sus ejércitos, Danubio arriba, e iba apoderándose inexorablemente, de aquellos reinos cristianos. En 1521 entraba en Belgrado. En 1526, en Budapest. En 1529 se atrevía a cercar Viena. En 1532, reanudaba su ofensiva sobre el corazón de Austria, poniendo pavor en toda Alemania, la fiera Alemania, la heredera de aquella Germania tan temida por los romanos, que ahora sin embargo temblaba ante el Turco.
Y no era el único campo donde se manifestaba el poderío musulmán. En el Mediterráneo oriental le llegaba la vez a El Cairo, mientras en el occidental Barbarroja se convertía en el señor de Argel, lograba el título de Almirante de la flota turca y asolaba a su placer las costas de Italia meridional y del Levante español.
De modo que la imagen de un turco todopoderoso, que cometía horrores en el limes cristiano, se convertía en la pesadilla de aquellos hombres. Véase, si no, cómo la describía el canciller Gattinara, ante las Cortes castellanas reunidas en Valladolid en febrero de 1527, a los pocos meses de la pérdida de Budapest:
… tantas vírgenes por aquella nefanda y abominable gente corrompidas, tantas mujeres casadas y viudas forzadas y después las unas y las otras miserablemente descabezadas, tanta noble gente, tantos mancebos, niños y viejos muertos o a tan mísera cautividad llevados[1]
Y no eran solo los males de aquella pugna contra el enemigo de la Cristiandad. También estallarían las interminables guerras hispanofrancesas, causadas por la rivalidad de los dos soberanos, ambos pretendiendo las mismas cosas y poniendo en ello toda su pasión: la corona imperial, el reino de Nápoles, la supremacía sobre toda la Cristiandad.
E incluso habría más, porque brotaría la escisión en el seno del mundo cristiano. A partir de Lutero, las divergencias con el credo religioso defendido por Roma serían cada vez mayores y lo que es peor, más agresivas: los anabaptistas en Münster, Calvino y sus seguidores en Ginebra, Enrique VIII en Inglaterra. Atrás quedaban las incitaciones a la tolerancia de Erasmo de Rotterdam, de Thomas More, de Luis Vives. Por todas partes proliferan los violentos, los agresivos, los intolerantes. Un espíritu inquisitorial prende fuego a las hogueras o emplea el hacha del verdugo, para aniquilar a los disidentes. La carne quemada o las cabezas cortadas ponen fin a cualquier asomo de coloquio, a cualquier gesto de comprensión. Los antagonistas no intentan darse la mano, no escuchan, no miran al que se aparta del grupo; lo eliminan radicalmente. En Inglaterra, morirá Thomas More, culpable de discrepar de la voluntad real en la cuestión del matrimonio regio de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Y eso ocurrirá en 1535. En 1553 será Miguel Servet el que sepa, bien a su pesar, lo que supone discrepar de la doctrina de Calvino, cuando es llevado a la hoguera en Ginebra. Y los inquisidores españoles pronto muestran deseos de emular a sus crueles contemporáneos, apresando en 1558 a un centenar de sospechosos de luteranismo, que pronto serán, no pocos de ellos, también llevados a la hoguera.
En 1558. El año en que moría Carlos V.
Pues de ese personaje, de ese Emperador nacido en Flandes y que busca un lugar para bien morir en España, vamos a escribir y a comentar largo y tendido. Recorreremos los lugares por donde fue yendo y viniendo, los caminos de aquella Europa que él trataba de mantener unida. Nos asomaremos a Gante, donde nació, y a Sevilla, donde se casó, y a Granada, donde pasó su luna de miel. Pero también a Valladolid, donde nació su primer hijo, y a Toledo, donde murió la emperatriz Isabel, su esposa bienamada.
Una geografía carolina que nos permitirá —o nos obligará— a recorrer media Europa. Que nos llevará a Londres, en 1522, a Viena en 1532, y a Roma, en 1536, y a París en 1540, y a Augsburgo en 1551 y a Bruselas en 1555.
Y a los campos de batalla donde combatió como un soldado más, o mejor, como el capitán de sus ejércitos, enardeciendo a sus hombres con su presencia: en Túnez y en Marsella, en los campos de Flandes y en los de Alemania, en las marchas y contramarchas de la campaña de 1546 como en la llanura de Mülberg de 1547.
Pero también conociendo el amargo sabor de la derrota y estando a riesgo de morir o de ser cogido prisionero, con la otra muerte, de peor signo acaso para su alma de caballero del Toisón de Oro, como era la pérdida del prestigio; que así le aconteció ante Argel, en 1541, y once años después en Innsbruck. Ante Argel, no pudiendo domeñar al temible corsario Barbarroja; en Innsbruck, teniendo que huir ante la rebelión-traición de su antiguo aliado, Mauricio de Sajonia.
¡Cuántos avatares, cuántos esfuerzos, cuántos quebraderos de cabeza, cuántos desengaños!
Desengaños también. De ahí la solemne jornada de la abdicación en Bruselas, asombrando al mundo de su tiempo y asombrándonos a nosotros, los europeos que nos asomamos ya al año 2000, porque en verdad que en la política es fruta asaz rara la de aquel que renuncia voluntariamente al poder. Y no a un poder cualquiera, sino a un poder casi absoluto sobre buena parte de sus dominios, de aquel que llegó a ser el único Emperador que hubo jamás del Viejo y del Nuevo Mundo.
Y eso nos lleva, en este rápido recordatorio, a evocar de nuevo el nombre de Yuste, el apartado lugar escogido por él para acabar sus días. De forma que el nacido en Gante en 1500, el que cuando llega a España en 1517, es un adolescente que apenas sabe español, el que a principios de su reinado ha de enfrentarse con el alzamiento airado de sus súbditos castellanos, levantados al grito de «¡Comunidad!», es el mismo que al cabo del tiempo se ha hispanizado de tal modo, que quiere volver a esa España, para descansar en ella de tantas fatigas, como si se tratara de un refugio anhelado desde lejos.
Una España que en 1517 era una tierra extraña, desconocida para él, se acaba convirtiendo en su último hogar.
Pues bien, de ese hombre queremos hablar.
De aquel Carlos de Gante que se acabó convirtiendo en Carlos de Yuste.

Introducción

Contenido:
Mi acercamiento al tema
La bibliografía carolina
Crónicas y otras relaciones del tiempo
Biografías otros estudios monográficos
§. Mi acercamiento al tema
Esta obra es el resultado de la perseverancia de muchos años a una línea temática de investigación: el siglo XVI. En principio fueron los comienzos del reinado de Felipe II, aquella primera década entre sus inicios y el annus horribilis marcado por la prisión del príncipe don Carlos; pero no bajo la óptica de la España del período, sino dentro de la Europa de aquel tiempo. El punto de partida era descubrir cómo una alianza entre dos pueblos (el inglés y el español) que parecía bastante firme, desde los acuerdos logrados por Carlos V en 1553, acababa derivando en una creciente hostilidad que llevaría a la guerra y a un gran desastre para España.
Y de ese modo, ya empecé entonces —allá hacia el otoño de 1942— a fijarme en la figura de Carlos V. Eso me llevaría a enfrascarme en una amplia bibliografía extranjera, en gran parte sin traducir, lo que me obligó a un esfuerzo abrumador para hacerme con los idiomas de los principales países implicados, en particular el inglés y el alemán.[2] Pero en verdad no sería hasta varios años después (y ya había hecho entonces un segundo Doctorado en Italia, como colegial del Colegio de los españoles de Bolonia), cuando me centraría en la figura de Carlos V.
Corría el año 1956. Yo era entonces investigador científico en la Escuela de Historia Moderna que dirigía don Cayetano Alcázar Molina, un bondadoso Catedrático que me había brindado su protección, después de una serie de varapalos sufridos en mis primeros tanteos por hacerme un hueco en el mundo universitario.
En la Introducción a mi biografía carolina, publicada por la Colección Austral, cuento lo entonces ocurrido: Un día, me llamó a su despacho don Cayetano para indicarme que estaba próximo el Centenario de Carlos V (el otro, el IV de su muerte), y que era preciso hacer algo. Y yo le prometí, con un optimismo acaso exagerado, que algo se haría.
A partir de entonces mi tema principal de investigación sería el mundo carolino.

§. La bibliografía carolina
Lo primero, claro, era hacerme con la principal bibliografía carolina. Por entonces, la obra básica —y sigue siendo todavía indispensable, pese al tiempo transcurrido— era la del notable historiador alemán Karl Brandi, Kaiser Karl V. Werden und Schicksal einer Persönlichkeit und eines Weltreiches (Múnich, 1937, 2 vols.), de cuyo primer tomo existía una desigual traducción, lo que obligaba ya a ir al original alemán. También me interesó, enseguida, acudir a las propias fuentes. Y fue cuando descubrí que, pese a que la historiografía alemana había hecho ya importantes publicaciones en el siglo XIX, y que los directores de la Colección de documentos inéditos para la historia de España también habían realizado meritorios esfuerzos en el mismo siglo, sin embargo algo tan destacado como era la correspondencia cruzada entre Carlos V y su hijo Felipe II, entre 1543 y 1558, yacía todavía inédita en los archivos, en particular en el magno de Simancas.
Así, entre las publicaciones alemanas fui conociendo las obras de Karl Lanz: Korrespondenz des Kaisers Karls V (Leipzig, 1844-1846, 3 vols.), Staatspapiere zur Geschichte des Kaisers Karls V(Stuttgart, 1845) y Aktenstücke und Briefe zur Geschichte Kaisers Karls V (Viena, 1853), en este caso procedentes del Archivo imperial de Viena. G. Heine daba a luz, poco después, las cartas del confesor imperial García de Loaysa correspondientes a la época, tan importante, de la Dieta de Augsburgo y de la defensa de Viena frente al Turco[3].
Por aquellas fechas llegaba la aportación de otros dos historiadores alemanes, J. J. Döllinger[4] y A. Von Druffel[5].
Por supuesto, no eran los alemanes los únicos embarcados en la publicación de fuentes carolinas. Habría que destacar también al belga Louis Gachard, verdaderamente eminente, con sendas obras recogiendo documentación referente a los principios[6] y a los finales de la vida del Emperador[7]. Y al inglés Bradford, metido en una de las pasiones del siglo, tal como lo pedía Ranke, la publicación de los despachos diplomáticos que permitieran conocer los recovecos de la política exterior y, en este caso, las relaciones internacionales de Carlos V con las cortes de Londres y de París, acompañado además de un itinerario de Carlos V casi a lo largo de toda su vida (1510-1551), hecho por J. Vandenesse[8].
El barón de Reiffenberg publicó las cartas del ayuda de cámara Van Male, personaje tan vinculado a uno de los aspectos íntimos más señalados de Carlos V, como serían sus Memorias, de las que luego hablaremos[9].
Por supuesto, también se ha publicado en España o fuera de España la documentación de otros personajes vinculados al Emperador; a recordar, en este caso, las cartas de la emperatriz Isabel, a cargo de María del Carmen Mazarío Coleto[10], o la correspondencia del emperador Fernando I iniciada por Wilhem Bauer y Robert Lacroix[11] y continuada más recientemente por Herwig Wolfran y Christianae Thomas. Puede insertarse aquí la reciente obra de Aude Viaud, Lettres des souverains portugais à Charles Quint et à l’Imperatrice (1528-1532)[12]. Para el período 1522 a 1539 contamos con las interesantísimas cartas mandadas desde la Corte imperial por Martín de Salinas (embajador de Fernando I) a Viena, que publicó Antonio Rodríguez Villa[13].
Del mismo tenor y, por lo tanto, a citar aquí la reciente edición de las cartas del embajador polaco Juan Dantisco realizada por Antonio Fontán y Jerzy Axer, con la cooperación de Isabel Velázquez y de Jerzy Makowski[14].
La Colección de Documentos Inéditos (CODOIN) para la historia de España, que tan notable aportación realizó en el pasado siglo, también se fijó en la época de Carlos V. Citaré lo que tiene más relación con la personalidad del Emperador, como las cartas del confesor García de Loaysa, de 1530 y 1531[15], las del propio César a Ursolina della Penna de 1536[16] y las que un personaje de la significación de san Francisco Borja tiene con Carlos V cuando era virrey de Cataluña en 1542 y 1543[17]. Aunque el reinado de Carlos V no está tan bien documentado en este impresionante acopio documental (a modo de archivo impreso, que debiera ser mejor conocido), sí pueden encontrarse en él algunos otros notables documentos carolinos, en particular varios referentes al desafío del Emperador con el rey francés, en el tomo I; la batalla de Pavía y prisión de Francisco I, en el tomo IX; sobre el saco de Roma en 1527, en los tomos VII y XIII; el cerco de Nápoles de 1528, en el tomo XXXVIII; el inicio de la tercera guerra de 1542, en el tomo VIII. Sobre las empresas de Túnez y Argel, en los tomos I, III y CXII y sobre la muerte de Carlos V en Yuste, en el tomo VI.
En todo caso, el estudioso puede adentrarse bien por ese mar documental gracias al notable catálogo hecho por Julián Paz, Catálogo de la Colección de documentos inéditos para la historia de España (Madrid, 1930-1931, 2 vols.).
Estoy refiriéndome exclusivamente a la documentación relacionada muy directamente con la personalidad de Carlos V, dejando al margen la de otros sucesos del reinado, lo que desbordaría ya el carácter biográfico de mi libro; ese es el caso de la ingente masa documental publicada sobre las Comunidades de Castilla, inserta en el Memorial Histórico Español a cargo supuestamente de Danvila y Collado, aunque hoy sabemos que la realizó, de hecho, el archivero de Simancas Tomillo[18].
De igual modo, por el tono de nuestro libro, sin desconocer el valor de la documentación de las Cortes —y en particular, las de Castilla[19]—, nos han sido de mayor ayuda los propios discursos imperiales, tanto ante las de la Corona de Castilla como ante las de la Corona de Aragón, publicadas por Francisco de Laiglesia[20]; se trata, en la mayoría de los casos, de textos preparados en su Cancillería, como iremos señalando en nuestro libro. En cambio, con toda seguridad son suyos, y muy personales, los pronunciados en 1521, ante la Dieta imperial de Worms[21], en 1536, ante el papa Paulo III y la corte pontificia en Roma[22], y el de su abdicación en Bruselas el 25 de octubre de 1555[23]; de ahí su extraordinario valor, que trataremos de ir resaltando en nuestro estudio.
Dentro de este acopio documental, porque cada renglón está apoyado en uno, y con frecuencia, en varios documentos, debemos insertar la obra tan meritoria de Manuel de Foronda y Aguilera, Estancias y viajes del Emperador Carlos V, en la que se puede seguir el día a día del César de forma impresionante[24].

§. Crónicas y otras relaciones del tiempo
Carlos V es uno de los personajes que más ha suscitado el interés de los historiadores, empezando por los contemporáneos; de ahí que podamos contar con un buen número de crónicas, aunque no todas del mismo valor. Así tenemos las de Alonso de Santa Cruz, Pedro Girón, Juan Ginés de Sepúlveda y Prudencio de Sandoval, como principales. En su mayoría han sido reeditadas en nuestro siglo, con buen aparato crítico, con lo que su manejo resulta más seguro.
La de Pedro Mexía es la típica obra de un humanista vinculado a la Corte, de pluma brillante pero excesivamente laudatoria, con el inconveniente añadido de no llegar más que hasta el año 1530[25].
Mucho más interesante es la Crónica del cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, escrita con harta mayor independencia de espíritu. Con más espíritu crítico, Santa Cruz nos presenta con mayor verismo el reinado del César. Su conocimiento directo de no pocos de los sucesos que narra da a su testimonio un particular valor. Santa Cruz, además, departió muchas horas con Carlos V, en el invierno de 1538, acerca de uno de los temas preferidos por el Emperador: la cosmografía[26].
Hay un tercer cronista que ocupa un puesto singular: fray Prudencio de Sandoval, obispo de Mondoñedo. Sandoval no es un contemporáneo de los sucesos que relata. Su prosa carece de la espontaneidad que apreciamos en Santa Cruz. En rigor, su obra no es ya una crónica, en el sentido verdadero de la palabra. En cambio tuvo la ventaja de poder manejar abundante documentación. Es frecuente leer en Sandoval expresiones como: «este documento lo tuve entre mis manos», «esta carta la vi yo», etcétera[27].
Hoy tenemos la fortuna de poder contar con la esmerada edición crítica de la crónica latina de Juan Ginés de Sepúlveda (en edición bilingüe), el renombrado humanista tan vinculado a la Corte carolina, gracias a la eficaz labor de los profesores Rodríguez Peregrina y Baltasar Cuart[28].
Estos son los principales cronistas del reinado de Carlos V. Al lado de ellos hay que citar los que sólo narran sucesos particulares, como la conquista de Túnez, recogida por Gonzalo de Illescas[29], o la guerra contra la Liga de Schmalkalden, escrita por Ávila y Zúñiga[30].
Importante resulta poder contar con la Crónica imperial de César Girón, que estudió el gran historiador alemán Peter Rassow y cuya edición publicó el profesor Sánchez Montes[31]. Poseemos, además, los Anales de Lópes de Gomara, en una muy buena edición crítica de otro especialista en temas carolinos: el profesor norteamericano R. B. Merriman[32]. Añádanse la burlesca de Francesillo de Zúñiga[33], la italiana de Lodovico Dolce[34], así como la Historiarum sui temporis, de Paolo Giovio, una de las obras más leídas a mediados del siglo XVI, pronto traducida al castellano[35]; réplica de la cual es el famoso Antijovio de nuestro Jiménez de Quesada[36]. También pueden incluirse aquí la obra de Brantôme: Recueil de gentillesses et rodomontades espagnolles[37]El perfecto desengaño, de Francisco González de Andía, marqués de Valparaíso (B. N., ms. original, N° 1161, fechado en 1638), con introducción y notas por María Dolores Cabra Loredo (Madrid, 1983), donde se inserta la Crónica del prior de Yuste fray Martín de Angulo —ya recogida por Sandoval—, así como el Testamento del Emperador, con la nómina de su servidumbre en Yuste (también en Sandoval), así como varias cartas del Emperador, en general sacadas de mi Corpus documental de Carlos V.
Junto a estas crónicas hay que insertar, por derecho propio, una obra literaria de valor increíble, tanto para la historia literaria como para la propia personalidad de Carlos V. Me refiero a los dos Diálogos del secretario de cartas latinas y hombre de confianza del canciller Gattinara, el humanista Alfonso de Valdés: Diálogo de las cosas ocurridas en Roma y Diálogo de Mercurino y Carón, ambas editadas con estudio crítico por J. F. Montesinos (Madrid, Clásicos Castellanos, 1954 y 1956). En sus Diálogos, Alfonso de Valdés inserta y comenta varias cartas del Emperador, en torno a la crisis de 1527, por él mismo redactadas.
Dejo a un lado, de momento, por haberlos estudiado personalmente y por referirme después a ellos, documentos del valor de la correspondencia de Carlos V con la Emperatriz y con sus hijos Felipe y Juana, las Memorias del Emperador y su propio Testamento.
Por último, es aquí donde deben recogerse las valiosas informaciones de los embajadores venecianos, publicadas a mediados del siglo XIX[38].

§. Biografías
Sin pretender una relación exhaustiva, recogeré ahora algunas de las principales biografías escritas sobre Carlos V, una figura ya destacada por Ludwig Ranke en su clásico estudio, Die Osmamen und die spaniche Monarchie in 16. und 17. Jahrhundert[39]. También merecen citarse, entre los estudios aparecidos en el sigloXIX, los del francés Francois M. A. Mignet[40], el norteamericano W. H. Prescott[41] y, sobre todo, la notabilísima del belga L. P. Gachard[42].
Un interés por Carlos V acrecentado, si cabe, en nuestro siglo, con obras tan valiosas como la del norteamericano R. B. Merriman[43] y la del alemán Karl Brandi[44], sin duda la más destacada de todas, como la culminación de una labor en equipo que trabajó en los principales archivos europeos, con una serie de estudios magistrales recogidos en los famosos Berichte und Studien zur Geschichte Karls V[45].
Por las mismas fechas de la publicación de Karl Brandi apareció un ensayo sobre el Emperador que tuvo gran difusión en España: el del periodista inglés Wyndham Lewis, con algunas páginas brillantes y un sugestivo título: Carlos de Europa, emperador de Occidente[46].
A mediados de siglo aparece la obra de otro de los grandes historiadores alemanes especialistas en la figura imperial, Peter Rassow, con su estudio Karl V. Der letzte Kaiser des Mittelalters[47].
De ensayo hay que considerar también lo hecho, de forma magistral por otra parte, por Salvador de Madariaga en 1969:Charles Quint; un ensayo breve de contenido pero lleno de sugerencias, donde Madariaga inserta, como hemos indicado, el discurso de Carlos V en Roma de 1536[48].
En esta serie de breves síntesis no podía faltar a la cita la conocida Colección ¿Qué sé?, de la mano de uno de los mejores discípulos de Braudel, Henri Lapeyre[[49].
Meritoria y digna de recordarse es la biografía de R. Tyler, The Emperor Charles The Fifth[50], si bien le faltó vida para ultimarla, de lo que se resiente la última parte.
De síntesis habría también que tratar el libro de Martyn Rady, aparecido en Inglaterra en 1988, con desigual valor en cuanto a las fuentes utilizadas[51].
Y tratando de síntesis es obligado recordar la hecha por uno de los mejores historiadores ingleses de los años setenta, H. G. Koenigsberger en la renombrada Historia del mundo moderno, de la Universidad de Cambridge[52].
El notable americanista francés Pierre Chaunu se vio tentado también por el tema carolino, queriendo hacer algo más que una mera biografía, con su libro L’Espagne de Charles Quint[53], fruto de un verano, según nos declara el autor, cosa que quizás se note demasiado. Mucho más serio es el intento de Joseph Pérez, el eminente hispanista francés, autor de una reciente biografía sobre el Emperador[54].

§. Otros estudios monográficos
Lo primero, recordar las principales biografías de personajes vinculados a Carlos V. No existe ninguna de valor sobre la emperatriz Isabel, pues ya hemos visto que la obra de C. Mazarío Coleto sólo merece mencionarse por la aportación documental de las cartas de la Emperatriz. Es muy sugestiva la breve biografía que Ludwig Pfandl dedica a la madre, Juana la Loca. Su vida, su tiempo, su culpa[55].
Más completa resulta la realizada por Michael Prawdin, que apareció en 1953 y al punto traducida al español[56]. Por supuesto, el miembro de la familia mejor estudiado es el hijo, Felipe II, del que aquí no cabe más que dar la escueta referencia, dada la ingente bibliografía que sobre él poseemos[57].
Del resto, la figura mejor estudiada ha sido, a mi entender, la de la reina Catalina de Aragón, la desventurada esposa de Enrique VIII y hermana de Juana la Loca, gracias al libro magistral de Garrett Mattingly, hecho sobre importante base documental[58].
En cuanto a otros personajes de su Corte, citaremos tan solo la biografía que de Cobos realizó Keniston, verdaderamente imprescindible para el que quiera conocer al Emperador y su entorno cortesano y administrativo[59].
En cuanto a aspectos diversos del reinado, más relacionados directamente con la vida del Emperador, citaré los que me parecen más destacados. Y, en primer lugar, el estudio de Juan de la Mata Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador[60].
Aunque no plenamente dedicado a la figura y al reinado de Carlos V, sino más bien a la de Felipe II, pero por arrancar de la última etapa imperial, es obligado citar ahora el excelente trabajo de la historiadora inglesa María J. Rodríguez Salgado, Un Imperio en transición: Carlos V, Felipe II y su mundo[61].
No se puede silenciar algo tan importante como es el aspecto ideológico en la personalidad carolina. En ese sentido, y para recordar que frente a la tesis de Karl Brandi de que el Emperador estuvo muy influido por su canciller Mercurino de Gattinara, hay que recordar el precioso ensayo de Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V en el que defiende el magisterio político de los Reyes Católicos, con su carga ética sobre la tarea política[62]; ensayo que Menéndez Pidal desarrollaría con más extensión en uno de sus mejores trabajos sobre nuestra historia, que sirvió de Introducción a mi libro La España del Emperador Carlos V [63].
En ese orden de cosas, he de citar un precioso artículo, que creo ha pasado más desapercibido de lo que debiera: el de Carlos Clavería, «En torno a la intimidad y el borgoñismo de Carlos V»[64]. Pero sería a otro gran pensador español al que habría ahora que recordar, a un historiador de las ideas políticas y de los aspectos sociales, o, si se quiere, a un historiador de las mentalidades: a José Antonio Maravall Casesnoves, por su ensayo Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento [65].
Aunque esta bibliografía está tan estrictamente vinculada a la personalidad de Carlos V, sin embargo hay que recordar también las obras que estudian sucesos del reinado; al menos, los de la magnitud de las Comunidades de Castilla o de las Germanías de Valencia y Mallorca[66].
Uno de los períodos más estudiados ha sido el de la última etapa de la vida del Emperador, la de Yuste. Basándose en la recopilación documental realizada por el archivero Tomás González en el archivo de Simancas y vendida a mediados del siglo XIX al extranjero, fueron apareciendo entonces una serie de obras que asombraron al mundo culto, por presentar a un Emperador que en Yuste había estado muy lejos de vivir como un monje. Las más destacadas fueron las del inglés W. Stirling-Maxwell[67], la del francés A. Mignet[68] y la del belga L. P. Gachard[69].
Un siglo después, publicó Sánchez Loro un apasionado libro sobre el mismo tema, de discutible estilo, pero con innegable manejo de fuentes adecuadas[70]. A insertar aquí la más reciente obra de Agustín García Simón, que se lee con interés[71]. A considerar también el excelente artículo de fray Arturo Álvarez, «Carlos V y el Real Monasterio de Guadalupe», con interesantes referencias a la etapa carolina de Yuste[72].
A mediados de nuestro siglo, con el IV Centenario de la muerte de Carlos V se intensificaron los estudios carolinos en toda la Europa occidental. Parecía como si aquella Europa, que tan cerca tenía el tremendo desastre de la II Guerra Mundial, quisiese aferrarse a aquel Emperador que tanto había luchado por verla unida.
Abrió el camino Bélgica. Y así Gante montó en 1955 una magnífica exposición carolina, en la que colaboraron las principales naciones europeas. Réplicas afortunadas fueron las organizadas tres años después en Viena y en Toledo[73]. Poco antes, en 1957, la Asociación Internacional de Historiadores del Humanismo organizó un Congreso en Bruselas, cuya segunda Sección dedicó sus actividades al estudio de las fiestas y ceremonias celebradas en la época de Carlos V[74]. Del mayor interés resultaron los coloquios internacionales alrededor del Emperador y su tiempo, organizados en 1958 en París[75] y en Colonia[76]. El Instituto de Cultura Hispánica montó el mismo año un vasto Congreso carolino en Granada, Sevilla y Cáceres[77]. En todos estos actos estuvieron presentes los principales especialistas de la época, bajo el magisterio de figuras de la talla de Rassow, Menéndez Pidal, Bataillon, Carande y Chabod. Todo ello ha dado lugar a una vasta producción historiográfica, que abarca los más diversos aspectos, ya sobre la vida del Emperador, ya sobre las vertientes política, militar, religiosa, económica, social y artística de la época. Los temas de sabor local se unen a los que pretenden la visión general, los trabajos de síntesis a los muy eruditos[78].
Lo cierto es que aquel Centenario reunió un conjunto sin igual de historiadores, que se dieron cita no sólo en congresos y coloquios, sino también a la hora de dejarnos cuatro preciosos libros: los publicados por las Universidades de Granada y Barcelona en el mismo 1958[79], un año más tarde el editado por el Centre National de la Recherche Scientifique de Francia[80], y el que recogió en 1960 los Coloquios carolinos de Colonia[81]. ¡Y qué lista de autores! Por parte de España, en el libro granadino, Cayetano Alcázar («La política postal española en el siglo XVI en tiempos de Carlos V»)[82], José María Jover Zamora («Sobre la política exterior de España en tiempos de Carlos V»)[83], José Antonio Maravall («La visión utópica del Imperio de Carlos V en la España de su época»)[84], Vicente Palacio Atard («Reprimendas y dineros»)[85], Juan Reglá («Política de Carlos V en Cataluña»)[86]y Juan Sánchez Montes (Sobre las Cortes de Toledo de 1538-1539»)[87], entre otros. Y con ellos, los estudios magistrales del italiano Federico Chabod (« ¿Milán o los Países Bajos? La alternativa de 1544»)[88], del alemán Peter Rassow («Carlos V»)[89]y del francés Robert Ricard («Carlos V cristiano»)[90]. Y en los Estudios carolinos de Barcelona los estudios de Carlos Seco («España y el Emperador»)[91], Juan Reglá («Carlos V y Barcelona»)[92] y Mario Penna («Las ideas imperiales de Carlos V y de su Canciller Gattinara»)[93].
En los Coloquios de París nos encontramos, de entrada, con la egregia figura de Ramón Menéndez Pidal («Formación del fundamental pensamiento político de Carlos V»)[94], y con las participaciones de otros españoles de la categoría de Jaime Vicens Vives («Imperio y administración en tiempo de Carlos V»)[95], Antonio Rumeu de Armas («Franceses y españoles en el Atlántico en tiempo del Emperador»)[96], y Ramón Carande, aquí con una ponencia verdaderamente magistral («Carlos V: Viajes, cartas y deudas»), en la que destaca la importancia de la publicación de las cartas del Emperador, sin duda como un deseo muy personal de aquel gran investigador[97]. Y en ese precioso volumen de París se reúnen, además, otras ponencias de historiadores tan importantes como Marcel Bataillon («Charles Quint, Las Casas et Vitoria»)[98], Henri Lapeyre («L’art de la guerre au temps de Charls Quint»)[99], y Fernand Braudel, entre los franceses («Les emprunts de Charles Quint sur la place d’Anvers»)[100].
A citar también, entre los estudios reunidos en ese libro parisino, el del gran americanista alemán Richard Konetzke («La legislación sobre inmigración de extranjeros durante el reinado de Carlos V»)[101] y del belga Charles Verlinden («Crises économiques et sociales en Belgique à l’époque de Charles Quint»)[102].
En fin, el volumen publicado en Colonia tiene el gran valor de insertar trabajos de los historiadores germanos, entre los que destacaríamos a Peter Rassow («Das Bild Karls V. Im Wandel der Jahrhunderte»)[103], Berthold Beinert («Die Testamente und politischen Instruktionen Karls V. für den Prinzen Philipp»)[104], Hubert Jedin (Die Päpste und das Konzil in der Politik Karls V»)[105], y Richard Konetzke («Amerika und Europa in der Zeit Karls V»)[106]. Sin olvidar otros estudios notables que les acompañan, como el del norteamericano Lewis Hanke («The other Treasure from the Indies during the Epoch of Emperor Charles V»)[107] y el de aquel gran historiador, tan pronto desaparecido, que fue Jaime Vicens Vives («La Corona de Aragón y el ámbito del Mediterráneo Occidental durante la época de Carlos V»)[108].
Creo que fue a partir de aquella colaboración con el IV Centenario de la muerte de Carlos V cuando se inició la etapa de los estudios carolinos del profesor Jover Zamora, que culminarían en uno de los mejores libros de la década de los sesenta, Carlos V y los españoles[109].
Y ya, para cerrar esta bibliografía carolina, la referencia a una obra impar, Carlos V y sus banqueros de Ramón Carande Thovar[110].
Y tras este recuento bibliográfico, ¿cuál ha sido mi propia aportación a la historiografía carolina?
Fue en 1956, como antes he señalado, cuando don Cayetano Alcázar (director entonces de la Escuela de Historia Moderna del CSIC donde yo trabajaba como investigador científico) me puso a la tarea. Yo entonces le propuse preparar una edición crítica de las Memorias del Emperador, por ser verdaderamente importantes y porque no existía en español más que una pobre edición hecha hacía casi un siglo por alguien totalmente ajeno al mundo de la historia y, por supuesto, sin el menor aparato crítico.
La verdad es que los historiadores modernistas del siglo XIX ya conocían la existencia de los Comentarios o Memorias del Emperador[111] pero, al no encontrar el original, las habían dado por perdidas; hasta que, de una forma casual, el investigador belga Kervyn de Lettenhove encontró una versión portuguesa del siglo XVII[112], que al punto tradujo al francés, publicándola en 1862[113]. La repercusión de aquel descubrimiento fue tan grande, que aquel mismo año aparecieron las Memorias carolinas en Alemania, Inglaterra y España, a cargo de Warnkönig[114], Simpson[115] y Luis de Olona[116], respectivamente. Todas ellas traduciendo el texto francés de Kervyn de Lettenhove.
Ahora bien, Lettenhove conocía mal el portugués, de forma que había encargado aquella tarea a un colaborador, Loumier, que demostró que no era mucho más experto, cometiendo múltiples errores. Y de esa forma, al beber todos de la misma fuente defectuosa, todos cometieron parecidos errores, el alemán Warnkönig como el inglés Simpson y el español Olona. Eso dio pie al hispanista francés, Alfred Morel-Fatio, para hacer en 1913 una cuidada edición crítica del texto, en edición bilingüe, publicando el manuscrito portugués y traduciéndolo cuidadosamente al francés, señalando los errores en que había caído la edición de Kervyn de Lettenhove y, consiguientemente, las de todos aquellos otros que habían seguido sus pasos[117].
Por lo tanto, si de la autenticidad de las Memorias carolinas ninguno de los grandes estudiosos del tema tenían duda alguna —Morel-Fatio, por supuesto, pero tampoco la mejor historiografía alemana, desde Ranke[118] hasta Brandi[119]—, y si la versión española de Olona no era de fiar[120], ¿no cabría hacer otra más fidedigna? Máxime que esa tarea se podía hacer directamente, sobre el manuscrito portugués publicado por Morel-Fatio en 1913.
Así fue como propuse aquel trabajo al profesor Alcázar Molina, que al punto lo apoyó como si fuera suyo. Presentado al Congreso español reunido en conmemoración del IV Centenario de la muerte del Emperador, recibió por unanimidad el dictamen favorable del Congreso para que se publicase, y así apareció en 1960[121].
Y de ese modo me introduje en la publicación de las fuentes carolinas. A poco, me planteé una tarea más ambiciosa: la de un corpus documental carolino, algo tan deseado por Karl Brandi y por Ramón Carande y que ninguno de los dos había logrado culminar. Karl Brandi había dispuesto de cuantiosos medios y de un excelente equipo de trabajo, pero le faltó la vida. Y en cuanto a Carande su proyecto era, en verdad, impresionante: reunir un equipo de trabajo a nivel continental, dirigido por figuras de la talla de Fernand Braudel, representando a Francia, de Peter Rassow, por Alemania, de Charles Verlinden, por Bélgica, y de él mismo, por España. Pero ocurrió que, acaso por la misma magnitud de los personajes convocados, aquella brillante idea resultó a la postre inviable.
Yo, en cambio, contaba con muy poco: con mi único esfuerzo. Eso sí, mañana, tarde y noche, como investigador científico del Consejo. Y así empecé a trabajar en mi despacho de Medinaceli, yendo y viniendo a Simancas, a la Biblioteca Nacional, a la Real Academia de la Historia, a la Biblioteca de Palacio. Al principio, transcribiendo los documentos conseguidos y pasándolos yo mismo a máquina. Al cabo de cierto tiempo, una autoridad del Consejo, don Rafael Balbín, valorando aquella tarea, me asignó una mecanógrafa —aún recuerdo su nombre, Eva— para que me auxiliase.
Pronto aquello tuvo otro ritmo, pues Eva se afirmó como una excelente auxiliar. Además la Fundación Juan March empezó a ayudarme, no solo con Becas en España —lo que me permitió ampliar estancias en Simancas— sino también en el extranjero. Así pude trabajar en Bruselas[122] y en París[123]. Una Ayuda del Ministerio de Educación en 1960 me permitió investigar en Viena durante seis meses, en su tan importante Haus, Hof und Staatsarchiv.
Y así fui acumulando, año tras año, desde 1960 un importante acopio documental carolino. Mi paso a Salamanca, cuando conseguí — ¡al fin!— la cátedra de Historia Moderna, interrumpió de momento mi tarea, pero pronto la reanudé, contando entonces con la ayuda inestimable de la que sería, desde entonces, mi principal colaboradora: la profesora Ana Díaz Medina.
Un primer avance de lo que iba realizando apareció en 1966[124]centrándome en el idearium político de Carlos V, y muy en particular en las Instrucciones a su hijo de 1543 y 1548, pero también en las supuestas de 1555[125].
Y en 1968, la bomba: la Fundación Juan March me concedía una Ayuda. Casi no me lo podía creer. La había solicitado con poquísimas esperanzas de conseguirla, pero la cosa funcionó. Y de ese modo pude dar un fuerte empujón, consiguiendo un equipo de trabajo que me ayudó a la transcripción de la última parte del corpus carolino en marcha; así, a la profesora Ana Díaz Medina se incorporaron Pilar Valero García, Marcelino Cardalliaguet Quirant y José Ignacio Fortea Pérez, con la tarea auxiliar de las mecanógrafas María del Carmen Vázquez de Aldana y Rosa María Rodríguez.
El resultado fueron once gruesos volúmenes tamaño folio en los que, bajo el título Corpus documental de Carlos V, se incluían en torno al millar de cartas del Emperador —suyas o dirigidas a él— y en particular, como parte fundamental, la correspondencia cruzada entre Carlos V y Felipe II en los años 1543 a 1558.
Tal fue la entrega que realicé en el seno de la Fundación Juan March (respondiendo a mi compromiso como beneficiario de aquella Ayuda recibida en 1968), el 7 de octubre de 1970.
Puedo asegurar que causó sensación. Y perplejidad, porque ahora venía la segunda parte. Todo aquello de nada serviría si quedaba depositado en la Fundación. Era obvio que tal esfuerzo pedía completarse con la correspondiente publicación, pero eso requería un desembolso que la Fundación no tenía proyectado.
Y así empezó un calvario. Acudí al Consejo. Pedí ayuda a la Universidad de Salamanca, entonces regida por un gran Rector, Felipe Lucena. Conseguí el decisivo apoyo de su director de Publicaciones, un personaje de nuestra historia de los años setenta: Koldo Michelena. Y al fin, las tres corporaciones, la Fundación Juan March, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Universidad de Salamanca (ya bajo el Rectorado de Julio Rodríguez Villanueva), firmaban un acuerdo comprometiéndose a financiar aquella costosa obra[126].
Y así fueron apareciendo los sucesivos volúmenes, entre 1973 y 1981[127].
Precisamente hacia 1981 Alberto de la Puente O’Connor, director de la Editora Nacional —una gran empresa cultural penosamente desaparecida—, me pidió que organizara un trabajo: la publicación de los Testamentos de los reyes de la Casa de Austria. Así apareció mi edición crítica del Testamento de Carlos V[128].
Esas serían mi tres aportaciones fundamentales al mundo documental carolino: sus Memorias, sus cartas y su Testamento.
Entramos, a continuación, en mi propia obra escrita.
Están, en primer lugar los dos tomos de la Historia de España Menéndez Pidal, el que abarca los aspectos institucionales y socioeconómicos del siglo[129], y el centrado ya en el propio reinado del César, que tuve la fortuna de que fuera prologado por el mismo don Ramón Menéndez Pidal, con uno de sus mejores ensayos[130].
Por entonces, tras la aparición de mi primer tomo del Corpus documental de Carlos V, me visitó el que después sería mi gran amigo, el profesor Peter Pierson, de la Universidad de Santa Clara; él fue el que me puso en contacto con la editorial inglesa Thames and Hudson, que deseaba publicar una biografía sobre Carlos V. Y así surgió mi Carlos V. Un hombre para Europa[131], que la editorial inglesa editó muy pulcramente, con una esmerada traducción de mi texto a cargo del profesor J. A. Lalaguna[132], con tan buena aceptación que la editora alemana de Stuttgart, Belser Verlag, realizó dos años después su propia publicación[133].
Un personaje tan estrechamente vinculado a la figura de Carlos V —y no sólo bajo el aspecto genésico, sino también político—, y, a la vez, tan patético por su adverso destino como fue la reina Juana la Loca, provocó mi atención, dedicándole un libro que escribí poco menos que sobrecogido desde un principio[134].
Por no tratar aquí más que de mis estudios carolinos, me referiré a los de carácter general y a los que se centran en puntos muy concretos. En cuanto a los primeros, citaré tres: mi visión general de la Edad Moderna[135], y mis libros dedicados a los aspectos sociales tanto en la época del Renacimiento[136], como a lo largo de todo el Siglo de Oro[137].
En dos libros recogí aspectos varios del reinado del Emperador. En el primero, publicado en 1964, inserté un trabajo en el que trataba de resaltar el papel político ejercido por la hermana del Emperador, la reina María de Hungría, con especial atención sobre su intervención en los debates familiares de 1551 en Augsburgo, en torno a la sucesión imperial[138]. Y, en el mismo libro, la publicación de una fuente de la que muchos hablaban, pero que permanecía inédita: el Memorial de Luis de Ortiz, que venía a ser como un balance, tanto en los aspectos socioeconómicos como en los políticos, del reinado de Carlos V, escrito el mismo año de su muerte[139].
Recientemente volví a recoger, en un nuevo libro, otros artículos carolinos, como los sentimientos del César frente a la Reforma o a Francia y su visión de las Indias[140].
Con todo ese material acumulado, con tantos estudios realizados, con tantos intentos hechos para adentrarme por el mundo carolino, por conocer mejor la personalidad del Emperador, su obra política y lo que significaba su esfuerzo a lo largo de su vida por mantener unida aquella Europa de su tiempo; con todo eso, como quien dice, en la mano, cuando vino a verme en la primavera de 1997 don Antonio Ventura como director de la Fundación Academia Europea de Yuste, para vincularme a las tareas de aquella fundación, de cara al homenaje que estaban preparando con motivo del V Centenario del nacimiento de Carlos V, yo le propuse al instante un trabajo concreto: una magna biografía del Emperador. Con más de cuarenta años a mis espaldas estudiando el personaje y su época, tratando de adentrarme por todos los recovecos de su política y hasta, si se me permite decirlo, de andar con él todos los caminos que el Emperador había transitado, desde Bruselas hasta Valladolid, desde Toledo hasta Bolonia, desde Augsburgo hasta Viena, desde Nápoles hasta los Alpes, pasando por Roma; y, en fin, desde Gante hasta Yuste —sin olvidar su primer contacto con España, en el pueblecito asturiano de Tazones—, creía que podía estar en condiciones de afrontar ese esfuerzo.
Y mi proyecto fue acogido con entusiasmo por el que a partir de ese momento pude considerar como mi buen amigo, Antonio Ventura, y patrocinador generoso, con la Fundación Academia Europea de Yuste, de mi nueva tarea.
Ya solo faltaba encontrar la editorial que acogiera el proyecto.
Lo cual no fue difícil. Allí estaba, en efecto, interesada en todo este empeño, la editorial Espasa Calpe, y su directora de ensayo Pilar Cortés, de forma que todo fue tomando cuerpo.
De este modo, en el obligado apartado de los agradecimientos, estos primeros están muy claros, pues el patrocinio de la Fundación Academia Europea de Yuste ha sido decisivo. Y en cuanto a la editorial Espasa Calpe, la editorial con la que colaboro desde 1956, ¿qué puedo decir? Que en ella solo encuentro caras amigas desde el momento en que franqueo sus puertas, empezando por su director general, don Jorge Hernández Aliques, y por don Rafael González Cortés, como subdirector general.
No olvidaremos, ciertamente, a las mujeres, a ese cuerpo directivo femenino tan espléndido que tiene Espasa Calpe: Pilar Cortés, Sylvia Martín, Macarena Garrido, Patricia González-Hontoria, Celia Torroja, Carmen Deza… Y entre los varones, a dos entrañables amigos, de tantos años, como Ricardo López de Uralde y Juan-Miguel Sánchez Vigil, a cuyo cargo queda el importante apartado de las ilustraciones.
Fuera de estas dos instituciones, el apartado de agradecimientos quedaría muy incompleto si no hiciese alguna otra referencia. En primer lugar, al profesor José María Jover Zamora, que tanto me ha alentado siempre en mis trabajos del siglo XVI, y al profesor Vicente Palacio Atard, que prologó con tanto acierto uno de mis primeros libros carolinos[141].
A partir de mi ingreso en la Real Academia de la Historia pude trabajar con el estímulo que se respira en esa gran institución, bajo la dirección de don Antonio Rumeu de Armas, del recordado don Emilio García Gómez, y actualmente de don Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón; sin olvidar el consejo de su censor, mi viejo amigo don Carlos Seco Serrano, y de la asistencia de su Secretario Perpetuo y también tan gran amigo y colega don Eloy Benito Ruano.
En la Universidad de Salamanca, la decana de las Universidades españolas, enseñé durante cerca de treinta años. Y en ese período de tiempo, entre 1965 y 1992, los debates en torno al siglo XVI y al reinado de Carlos V fueron constantes. En esa larga nómina de alumnos, muchos de ellos hoy eminentes maestros, al menos he de referirme a los que ahora me vienen a la memoria[142]: Ana Díaz Medina, la primera que me acompañó desde Madrid, José Ignacio Fortea Pérez, Baltasar Cuart, Julio Sánchez, Luis Enrique Rodríguez-Sanpedro Bezares, José Carlos Rueda, Ana María Carabias, José Luis de las Heras, Serafín Tapia, Clara Isabel López Benito, Lola de Jaime, Jacinto de Vega, Ángel Rodríguez, Luis Carlos García-Figuerola y tantos otros. Y junto con ellos, el que al pasar a limpio mis textos, escritos a mano y con endiablada letra, ha ido poniendo en claro este libro: mi querido amigo y colaborador José Manuel Veda Aparicio.
Ya, por último, la referencia entrañable a mi familia, que han disfrutado o soportado, según las ocasiones, discutido otras y vivido siempre, el día a día de este libro que lentamente ha ido surgiendo. ¡Qué difíciles las primeras cien páginas! ¡Qué gozosas las diez últimas! Por eso aquí no puede faltar la mención a mi mujer Marichún, ni a mis hijas María y Susana; siendo además Susana, como Licenciada en Filología, la que asumió la tarea de revisar el texto impreso para rectificar los errores deslizados, mejorándolo así a partir de esta cuarta edición.
Y acabo con una reflexión: La figura de Carlos V tiene un atractivo especial, no ya para España, sino para casi toda Europa; o, mejor dicho, para la cultura occidental. De ahí que se estudie con tanto interés en Bélgica como en Italia, en España como en Alemania. Y también a lo largo y ancho de las Américas. Y dentro de este mundo occidental, pienso que el interés es más vivo en Alemania y en España.
En cuanto a Alemania, yo puedo dar esta referencia personal, remontándome cuarenta años.
Era en junio de 1960. Yo estaba entonces trabajando sobre la figura del Emperador en Viena. Allí recibí la invitación de monseñor Vincke para dar una conferencia sobre la figura del Emperador («Die Persönlichkeit Karls V») en la Universidad de Friburgo. Cuando llegué, el profesor Vincke me advirtió que como los asistentes serían tan escasos, había preparado una pequeña aula que servía de Seminario. A poco, un ayudante acudió para decirnos que la afluencia era tan grande que ningún aula era adecuada. De forma que tuvimos que actuar en el Aula Magna, con centenares de alumnos. Evidentemente, no habían acudido para escucharme a mí, sino para oír hablar de Carlos V[143].
En 1998, para concluir mi Introducción a mi libro Felipe II y su tiempo, aludía yo a que en definitiva no era más que un viejo profesor provinciano medio olvidado, que se había pasado toda su vida trabajando sobre el siglo XVI. Ahora podría mantener esa misma frase, pero matizándola. Porque, en verdad, después de la experiencia vivida, a partir de la aparición de mi Felipe II y su tiempo, ya no cabe lamentar olvido alguno. Los lectores de media España se han encargado de ello, al ponerlo durante meses entre los libros más vendidos.
Y eso, claro, ha provocado en mí un sentido especial de responsabilidad, de volver a estar a la altura de esa atención. Y por eso he puesto tanto esfuerzo para presentar la personalidad de aquel Emperador, con todo su noble empeño por conseguir una Europa unida; eso que vengo en llamar «el sueño del Emperador».
Ojalá lo haya logrado.
Pero eso es algo que solo tú, amigo lector, podrás juzgar.

Salamanca-Yuste-Salamanca, 1997-1999.

Parte I
La Europa recibida: de conde de Flandes a Emperador

Contenido:
1. De cómo surge un Emperador
2. España en el horizonte
3. Al encuentro de España
4. La corona imperial
5. El eco de España: comuneros y agermanados

Capítulo 1
De cómo surge un emperador

En el verano de 1496, mediado ya el mes de agosto, una gran flota se reúne en el puerto cántabro de Laredo. No se trata de una flota de guerra, aunque vaya lo bastante preparada para repeler un posible ataque enemigo. Se trata de una flota que ha de llevar una novia desde España hasta los Países Bajos. Y como la novia es hija de los muy poderosos Reyes Católicos, la flota ha de ir en consonancia con el poderío de aquellos soberanos, que ya por ese año de 1496 se perfilaban como una verdadera potencia, ya que habían sido capaces de terminar la dura y secular Reconquista, de patrocinar el fantástico viaje de Cristóbal Colón a través del mar tenebroso, y de echarle un pulso a los franceses en el sur de Italia.
Pero un estadista no solo ha de vencer sino de convencer; y eso, en política internacional, pasa por asegurar los triunfos obtenidos, y para ello hay que manejar las bazas diplomáticas. Siendo su gran rival Francia, los Reyes Católicos maniobraron para lograr la alianza de las potencias norteñas al país galo; de ahí su acercamiento al emperador Maximiliano I. Para aquellas fechas, en 1496, los Reyes Católicos ya habían desposado a su hija mayor, Isabel, con el príncipe Alfonso de Portugal, pero todavía tenían varios hijos casaderos, entre ellos al único varón, el príncipe don Juan —a la sazón, de 17 años— y a la infanta doña Juana, que contaba 16. A su vez, por parte de Maximiliano de Austria, estaban sus dos hijos, Felipe y Margarita, de edades muy similares, pues Felipe había nacido en 1478 y Margarita en 1480. ¿No era una feliz coincidencia? No había que esperar nada. Todo estaba a punto. Y así se prepararon los dobles enlaces matrimoniales entre Juan de España y Margarita de Austria y entre Felipe el Hermoso, señor de los Países Bajos, y la infanta española doña Juana.
De ahí la armada dispuesta en Laredo en aquel verano de 1496 para llevar a la tercera hija de los Reyes Católicos a los Países Bajos: una chiquilla de 16 años, que debe dejar el hogar familiar y la tierra que la vio nacer, que ha de cambiar los lazos de amistad de familiares y cortesanos amigos por unas gentes que le son extrañas, que hablan en una lengua que le es ajena, lo que supone como una barrera infranqueable.
Y también a anotar en ese cambio que se produce el de trocar unas costumbres que le son familiares —empezando por la dieta alimenticia, tan distinta en el país donde crece el olivo—, y hasta el mismo color del cielo, esa luz tan clara y tan diáfana en la España meseteña y mediterránea y que en los Países Bajos siempre está entre brumas y aguaceros.
Y luego, la sensación de soledad, de orfandad si se quiere, pese a que acompañando a la Infanta van algunos buenos servidores de los Reyes, como su capellán, el grave clérigo don Diego Ramírez de Villaescusa, el futuro obispo de Cuenca y fundador del Colegio Mayor del mismo nombre, que será uno de los grandes Colegios vinculados a la Universidad de Salamanca; pero también sus damas de honor, como doña Beatriz de Tábara, doña Blanca Manrique, doña María de Aragón y doña Beatriz de Bobadilla, sobrina de la gran confidente y amiga de la Reina, la marquesa de Moya.
Pero, al fin, esa es su pequeña Corte, no su familia. La Infanta va destinada a formar una nueva, la suya propia, y a tal fin le está esperando en los Países Bajos su prometido, Felipe el Hermoso, archiduque de Austria y señor de los Países Bajos. Y esa será otra: que cuando la Infanta llega a su nueva patria, tras de un viaje complicado que le ha obligado a recalar en Inglaterra, se encuentra con que nadie la espera, cuando pone sus pies en tierras de Flandes, el 8 de septiembre de 1496.
Todo esto hay que señalarlo para entender el grado de incertidumbre en que se mueve la Infanta; para entender también, por tanto, su doloroso proceso de enajenación mental que tendría tan acusada influencia en la historia, no solo de España, sino de Europa, e incluso en la universal.
Nadie esperaba a la infanta doña Juana, en efecto, cuando su flota arriba a las costas de Holanda; nadie de la nueva familia a la que estaba destinada, se entiende. Sobre todo, la Infanta echará de menos la acogida de su prometido, aquel Felipe el Hermoso de quien tanto le han hablado. Y la Infanta se adentra por las tierras de los Países Bajos, a lo largo del mes de septiembre, entra en Bergen y en otros pequeños lugares. En Bruselas sí puede saludar a la viuda de Carlos el Temerario, el legendario conde de Flandes que había tenido en jaque a toda una poderosísima Francia del rey Luis XI, a Margarita de York. Y allí precisamente, en Amberes la infanta Juana cae enferma. ¿Fiebres? ¿Pesadumbre sufrida por el descortés comportamiento de su prometido? Porque no verá a Felipe el Hermoso hasta que llega a Lille.
Era el 12 de octubre de 1496.
Y es entonces cuando surge lo inesperado, aquello que hará cambiar el curso de la historia, el golpe de pasión, la furia erótica que de pronto se desata en aquella pareja joven, entre la Infanta que todavía no ha cumplido los 17 años (los haría al mes siguiente) y el Archiduque que ya tiene 18. Y con tal desenfreno, que no son capaces de esperar a las fechas concertadas para los esponsales, y deciden celebrarlos sobre la marcha, precipitando los acontecimientos. Verse y desearse ardientemente todo fue uno, así que mandaron a por el primer sacerdote que hubiese a mano, para casarse aquel mismo día, sin aguardar a otras jornadas.
Así darían comienzo unas relaciones amorosas llenas de altibajos, entre frenéticos arrebatos y lagunas de ausencias marcadas por un marido, acaso temeroso de verse muy pronto consumido por aquel fuego. Para Juana, era algo nuevo e inesperado, como lo describí en otro libro mío:
La atracción del sexo: un mundo entrevisto hasta ahora y que se le descubre a Juana de pronto, como una explosión y que acabará dominándola, mostrando cuán vulnerable podía ser…[144]
Ese fue el asidero al que se agarró la Infanta para salvar todas sus zozobras y para romper aquel cerco de angustiosa soledad que la estaba argollando. Pero con tales arrebatos que su marido se alarmó y procuró ponerse a salvo, dejando de frecuentar el lecho de su esposa.
Abandonando el lecho conyugal y frecuentando el de algunas damas de la Corte, cosa que pronto llegará a oídos de la Infanta. De ahí unos celos cada vez más fuertes, con unos accesos de ira, de rabia, de impotencia por verse despreciada, en lo que aparecen algunos rasgos familiares, pues no de otro modo había reaccionado su madre, la gran reina Isabel la Católica, al tener noticia de las infidelidades de Fernando el Católico, su marido, con alguna dama de la Corte.
La propia Juana lo diría, como para justificar su conducta: no había que reprochárselo demasiado, pues no había sido la única en sufrir aquellos arrebatos de celos:
… y no sólo se halla en mí esta pasión, mas la Reina mi señora, a quien dé Dios gloria, que fue tan eçelente y escogida persona en el mundo, fue asimismo çelosa, mas el tiempo saneó a S. A., como plazerá a Dios que hará a mí…
Así escribiría años después, en 1505, la ya reina de Castilla, a su padre Fernando el Católico[145]. Pero sobre esto volveremos.
Arrebatos de celos, pues, confesados por la propia Juana. Y con ellos, o entremezclados con ellos, cartas apasionadas, ardientes, desesperadas, dirigidas a su marido, consiguiendo fugaces reencuentros, donde otra vez se desbordaba aquel amor lleno de furia, de deseo insaciable, de ansia del ser amado.
Y en esa guerra del sexo, fueron naciendo los hijos. La primera una niña, a la que pusieron por nombre Leonor, que nació en 1498, a los dos años de la llegada de Juana a Flandes. El segundo sería ya un varón, el hijo tan deseado por el padre, para asegurar la sucesión.
Ese hijo nacería el 24 de febrero de 1500, de cara por tanto al nuevo siglo, o cerrando el anterior, que también podría tomarse como la culminación o el final de algo más de un siglo: de todo el milenio medieval. Y su padre, Felipe el Hermoso, decidió ponerle el nombre de Carlos, de tan glorioso recuerdo familiar.
El parto había sido tan sencillo, que llamó la atención de toda la Corte. Pues celebrándose en Gante una fiesta en palacio —el castillo de Gante—, la Infanta se mostró indispuesta, pero antes de retirarse a su cámara ya había dado a luz al futuro emperador de Europa.
Diez días después tuvo lugar el bautizo. La comitiva salió de la zona palaciega adosada al viejo y sombrío castillo de los condes de Flandes para dirigirse a la catedral de Saint Bavon. Margarita de York, la viuda de Carlos el Temerario, que venía a representar así lo más destacado de la reciente historia del país, llevaba al recién nacido. Padrinos de la ceremonia, Charles de Croy, príncipe de Chimay, y Margarita de Austria, la hermana de Felipe el Hermoso. Fue una jornada de gran aparato cortesano, una jornada de fiesta celebrada ruidosamente por toda la ciudad, con la altiva torre municipal —el Beffroy— iluminada brillantemente.
Nadie podía vaticinar entonces que cuarenta años más tarde aquella altiva y próspera ciudad, orgullosa de ser la cuna del futuro Emperador, se alzaría contra el gobierno de su hermana María y que sería castigada severamente por ello por el propio Carlos.
De momento, en todo caso, un niño que se criaba con toda normalidad y al que su padre, antes de que acabase el año, cuando todavía no había aprendido a andar, ya había hecho duque de Luxemburgo y caballero de la Orden del Toisón de Oro.
De toda aquella solemne ceremonia del bautizo algo hay que recordar: que todo ello se realizase bajo el maravilloso retablo La adoración del cordero místico, la obra maestra de los hermanos Van Eyck. Y de sus tablas una destaca especialmente, por su simbolismo en relación con la futura vida del Emperador: la del grupo cortesano Los caballeros de Cristo; esos caballeros reflexivos y serenos, como seguros de su destino, que sujetan con las riendas sus corceles, para indicarnos que su vida estará entregada al servicio de Cristo. Porque, como hemos de ver, ese sería el anhelo de Carlos V. También los bellísimos ángeles cantores, acaso la pieza más lograda del políptico de los Van Eyck, se nos antoja que influyeron ya para siempre sobre el nuevo cristiano, con esa devoción musical que acabaría sintiendo. A nosotros, la vista de la ciudad que aparece al fondo de la tabla principal, nos lleva de inmediato al Gante que tuvo en su seno al príncipe niño.
Por lo pronto, nada permitía vaticinar que los honores y los poderes se irían acumulando sobre aquella criatura, que de momento sólo tenía asegurado el título de conde de Flandes. Es cierto que en España ya había muerto el príncipe don Juan y que la criatura que llevaba en su seno su esposa, Margarita de Austria, había nacido muerta. Pero era pronto para que Juana y Felipe se titulasen príncipes de Asturias, como herederos de la monarquía hispana, y así se lo reprocharon los Reyes. ¿Acaso no vivía todavía la hija mayor, Isabel? Isabel, entonces ya princesa, la primera princesa de Asturias, que después de unos esponsales fallidos con el príncipe Alfonso de Portugal, se había desposado con el rey Manuel el Afortunado, Manuel «O Venturoso».
Pero aquí también la muerte allanaría el camino a Carlos de Flandes. En 1498, un año después de la muerte de su hermano Juan, fallecía Isabel en Portugal a causa de un mal parto. Es cierto que había dejado un hijo, de nombre Miguel, a quien las Cortes sucesivas de Portugal, Castilla y Aragón fueron jurando su heredero, como para asegurar que con él se iba a cerrar aquella unidad política de la península ibérica, tan deseada por los Reyes Católicos.
No sería así. Pese al mimo con el que sus abuelos maternos lo trataron, llevándolo consigo a todas partes —lo cual acaso no fuera lo más indicado para tan tierna criatura—, el príncipe Miguel no se lograría, falleciendo el 20 de julio de 1500 en Granada, donde habían ido los Reyes para apagar los últimos rescoldos de la peligrosa hoguera encendida por los insumisos granadinos musulmanes.
Curiosamente, esa noticia era esperada por el Archiduque, por Felipe el Hermoso. También era deseada, porque le abría las puertas a la sucesión del trono de España, tan anhelado por él. De forma que para saberlo al instante, tenía ordenado a su hombre de confianza en la Corte hispana, Juan Vélez de Guevara, que en cuanto se produjese aquella muerte, como si ya estuviera prevista y no hiciese falta más que tener un poco de paciencia, se lo hiciese saber, mandando un correo urgente a espaldas de los Reyes Católicos. En este hecho, que nos plantea tantas dudas, el texto del cronista —que lo era Lorenzo de Padilla— es de un realismo poco menos que estremecedor:
Estando (Felipe el Hermoso) en esta villa[146], por el mes de Agosto, le llegó correo en once días de Granada, despachado por Juan Vélez de Guevara, trinchante de la Archiduquesa, haciéndole saber la muerte del Príncipe don Miguel, que era la sucesión del Reino…
¡En once días llevó aquella noticia el correo, desde Granada hasta Gante! Cerca de 2.000 kilómetros, o si se quiere mejor, en términos de la época, de 333 leguas, a través de montañas fragosas, franqueando anchos ríos, recorriendo las ardientes mesetas castellanas, antes de penetrar por la extensa llanura francesa, para al fin cruzar la frontera de Flandes y alcanzar la corte del Archiduque en su villa de Gante. Realizar tal recorrido en once jornadas suponía hacerlo a una media en torno a los 180 kilómetros diarios, velocidad mucho más alta que la conseguida normalmente por el correo del Rey, que se cifraba en los 135 kilómetros. Por lo tanto, hay que pensar en una exageración del cronista. Pero esto ya nos quiere decir algo. Nos da a entender con cuánta impaciencia esperaba Felipe el Hermoso aquella nueva, por él tan deseada.
Porque la muerte del príncipe don Miguel era una buena nueva para el Archiduque. Y eso sí que nos lo refleja fielmente el texto del cronista Lorenzo de Padilla:
Los Archiduques se holgaron desta nueva, como era razón…
Aquella muerte les traía en bandeja la sucesión a la Corona de España, les daba el ansiado título de príncipes de Asturias, les abría un futuro del mayor esplendor. Y como si hubiera existido algo inconfesable en todo ello, el correo sale de Granada a escondidas de los Reyes:
este correo —añade ingenuamente el cronista[147]— no llevó cartas del Rey[148]ni de la Reina[149]porque no se lo hizo saber Juan Vélez de Guevara…[150]
Y de esa forma la estrella de aquel Carlos, el nacido en Gante, iba a brillar con más fuerza. Porque Juana tendría cada vez más perdida la razón, pero sus hijos, esos hijos que iban naciendo tan regularmente —Leonor, Carlos, Isabel, María, Fernando, Catalina— todos crecían sanos y sin mayores problemas, sorteando los mil peligros de aquella época en la que la mortandad infantil era tan grande.
Ahora bien, la fortuna que de ese modo sonreía a los Archiduques iba a traer sus consecuencias en la crianza de aquella pequeña tropa infantil que se educaba en Flandes. Porque dado aquel estado de cosas, Felipe y Juana tuvieron que ponerse en camino hacia España en octubre de 1501, para recoger ya de modo oficial aquel nombramiento de príncipes de Asturias, y con él, de sucesores a la Corona de España.
Un viaje largo, a través de Francia, no exento de complicaciones, del que Felipe no regresaría hasta las Navidades de 1502 y Juana hasta bien entrado el año de 1503.
Atrás habían dejado en la Corte de Malinas a sus tres hijos de tan tierna edad: Leonor de tres años; Carlos, de dieciocho meses e Isabel que apenas si contaba los cien días.
Tenemos un hermoso tríptico que nos permite evocar aquella menuda tropa infantil. Es obra de un anónimo maestro flamenco y se custodia en el espléndido Kunsthistorisches Museum de Viena.
Estamos ante el cuadro más antiguo de Carlos V cuando tenía dos años y medio. Ocupa el centro de la tabla, flanqueado por sus dos hermanas Leonor, a la izquierda, e Isabel a la derecha. Pese a su corta edad, el artista solo quiso dar una muestra de ello en el retrato de Isabel, a la que se pinta con una muñeca en las manos. Pero tanto Carlos como Leonor aparecen vestidos como si se tratara de adultos. Carlos con una mirada reflexiva, lleva ya colgado al cuello el collar de la Orden del Toisón de Oro, esa Orden que tanto carácter imprimiría ya en su conducta a lo largo de toda su vida.
Se trata de un tríptico de pequeñas medidas (24 centímetros de ancho por 13 de alto) y, por lo tanto, bueno para ser llevado de viaje, aunque Juana no lo pudiera tener consigo todavía cuando abandonó la corte de Bruselas en 1501, pero que reclamaría sin duda desde España cuando allí prolonga su estancia en la Corte de sus padres los Reyes Católicos.
Es una pequeña obra maestra que el anónimo pintor flamenco realizó en cuatro meses, entre el final del verano de 1502 y el comienzo del otoño del mismo año, y de ello deja constancia, marcando la edad exacta de los tres niños, en los momentos en los que va terminando sus retratos. Así sabemos que el primero que termina es el de Carlos, del que nos dice que tenía «deux ans et demi», y que, por lo tanto, acaba en agosto de 1502. Después vendría el de Isabel, de la que nos dice que tenía «l’aige de un an et III mois», y puesto que había nacido el 27 de julio de 1501, se terminaría en octubre de 1502. Y el último sería el retrato de Leonor, a los cuatro años, que cumplía en noviembre de 1502.
Unos retratos familiares, para consuelo de la princesa Juana que está ausente; lo cual nos hace recordar que aquellos niños crecen sin su madre, que no regresa a los Países Bajos hasta la primavera de 1504, y que pronto dejará —y ya para siempre— aquella corte de Bruselas, cuando sale de ella con su marido Felipe el Hermoso para reclamar su herencia de la Corona de Castilla, a principios de 1506.
Un viaje sin retorno para los dos. Para Felipe el Hermoso porque, una vez cumplidos todos sus objetivos, siendo reconocido más que como rey consorte de Castilla, como soberano con todos los poderes, dada la incapacidad mental cada vez más acusada de su esposa doña Juana, moriría súbitamente en Burgos el 25 de septiembre de aquel mismo año de 1506. Y Juana, porque pronto se convertiría en la cautiva de Tordesillas, de donde ya no saldría en el resto de su vida, cumpliendo acaso el cautiverio más largo de la Historia, de casi medio siglo de duración.
Por lo tanto, y en los Países Bajos, aquella tropa infantil, a la que en 1505 se ha incorporado otra niña, de nombre María —la futura reina de Hungría— crece en plena orfandad. Afortunadamente han encontrado en Malinas a una segunda madre, su tía Margarita que, viuda sucesivamente del príncipe don Juan de España y del duque de Saboya, se ha retirado a los Países Bajos, a los que regirá desde entonces en nombre de su sobrino Carlos, poniendo su Corte en esa villa de Malinas, donde crecen, bajo su cuidado, sus cuatro sobrinos.
Existe un cuadro muy expresivo de la princesa Margarita, la que pudo llegar a ser Reina de España, de mano de un buen pintor flamenco, Van Orley, y que posee el Museo de Bellas Artes de Bruselas. Con tocas de viuda, es una mujer joven de mirada serena, que ha recobrado sin duda su estabilidad emocional, dedicada de lleno a esas dos grandes tareas que le han sido impuestas: la de gobernar su país natal y la de dar un hogar a sus cuatro sobrinos que la desgracia ha convertido en huérfanos.
Cuatro niños que irán creciendo muy unidos, entre juegos y riñas infantiles, pero manteniendo ya para siempre esa entrañable unión fraterna que veremos como una constante a lo largo de sus vidas.
Conocemos también el nombre del aya de aquellos niños, que lo era desde 1502 Ana de Borgoña, viuda de Rakenstein, y el del primer chambelán de Carlos, Charles de Croy, designado como tal por Felipe el Hermoso poco antes de su marcha a España.
Eso ocurría en 1506. Y ese mismo año, cuando en octubre se conoce en Flandes la muerte del Archiduque, al punto se reúnen los Estados Generales para hacer frente a la grave situación creada con aquel vacío de poder, dado que el heredero era aquel niño de 6 años.
Era el 17 de octubre de 1506.
Se va a producir el primer acto oficial de Carlos, el nuevo conde de Flandes. Solo tiene 6 años y ya ha de asumir responsabilidades políticas. Evidentemente no con plena conciencia, pero sin duda algo de aquella solemne ceremonia hace impacto en su ánimo. De entrada, debe presentarse ante los Estados Generales, rodeado de su Corte borgoñona: los príncipes de la sangre, los grandes cargos palatinos, los caballeros de la Orden del Toisón de Oro; los ministros, por último, de su Consejo. Y Carlos, aquel niño de 6 años, lo hará ya vestido como un adulto, lo que podría hasta parecer cómico, si el acto no fuera tan solemne, con su adorno desde entonces preferido: el collar de la Orden del Toisón de Oro. Los Estados Generales le reconocerán como su nuevo Señor, dada la muerte inesperada de Felipe el Hermoso, pero han de encontrar un regente, y ofrecen el cargo a su abuelo paterno, al emperador Maximiliano; el cual, a su vez, delegará en su hija Margarita. Y así, un año después, en 1507, Margarita tomará posesión de su nuevo cargo ante los Estados Generales, reunidos esta vez en Lovaina.
Era el 17 de abril. Tres meses después resonaría en Malinas, donde la regente Margarita asentaría su Corte, el grito ritual:
Le roi est mort. ¡Vive Monseigneur![151]
Solo tenía siete años, pero ya era el símbolo del poder. Y eso no había hecho más que comenzar. Diez años después embarcará para asumir las coronas de Castilla y Aragón, de la Monarquía Católica que se extendía hasta las tierras italianas, hacia Levante, y hasta el nuevo mundo descubierto más allá del Océano, hacia Occidente.
En verdad que su infancia, la infancia de cualquier niño de su edad, había pasado, había quedado irremediablemente atrás. A partir de ese momento, Carlos empezaba a entrar en la Historia.
Y para señalar que todo aquello era verdad, realizaría por primera vez un acto propio de su cargo, propio de su nueva dignidad: armaría un caballero, dándole el espaldarazo con la espada, conforme al rito cortesano; si bien podemos creer que debidamente ayudado, para que su menudo brazo pudiera manejar como debía hacerse, la pesada arma. Y al día siguiente tendría su primer discurso ante los Estados Generales, para pedirles que votaran a favor del subsidio que les solicitaba la regente Margarita, su tía.

§. Los años de Malinas
Entre 1507 y 1515 Carlos irá creciendo en Malinas, donde tenía la Corte su tía y Regente de los Países Bajos, Margarita; bien acompañado el futuro Emperador por aquellas tres hermanas suyas que habían nacido en los Países Bajos: Leonor, Isabel y María. En 1507 Leonor tenía ya nueve años, Isabel, cinco, y María, la más pequeña, tan sólo dos. Se comprende que a la hora de los juegos Carlos escogiera a Leonor, que sería ya su hermana preferida, pero en conjunto, un estrechísimo lazo fraterno se establecería entre los cuatro, como si estuvieran necesitados de ello por la orfandad que de hecho estaban viviendo, paliada eso sí por el sincero cariño de la Regente, la que desde entonces Carlos llamaría «ma bonne tante».
Pues una cosa hay que anotar de inmediato: Carlos crece en un ambiente de refinada cultura palaciega, donde el francés es la lengua básica. Hay que sospechar que al estar Malinas enclavada en un área lingüística flamenca, algo del habla popular también salpicaría a Carlos en aquellos años infantiles y juveniles, dando así lugar a un incipiente bilingüismo, preparándole para aquel don de lenguas que sería después una de las características de su personalidad.
Los juegos, por tanto, del conde niño. Pero también el iniciarse en la vida de la corte de la Regente y su propia educación, bajo la enseñanza de buenos maestros
¿Cómo era Malinas a principios del siglo XVI? Un grabado de la época nos la presenta como una urbe bien poblada, con sus murallas que la delimitan frente a la campiña, dando el típico modelo de ciudad en forma de manzana, con una gran plaza central a donde desembocan sus calles principales. Sede de primer orden, asiento del alto Tribunal de Justicia, Malinas estaba lejos del bullicioso trajín de las ciudades industriales y mercantiles de los Países Bajos. Era famosa por su industria de encajes, pero eso no alteraba su vida apacible. Y por eso la Regente la prefirió para hacer de ella su Corte, desplegando un mecenazgo sobre las Letras y las Artes de su tiempo; sin olvidar, claro, sus responsabilidades políticas. Y, por supuesto, la atención hacia sus sobrinos, que eran toda su familia. Andando el tiempo, cuando la vida fuera dispersando aquellos sobrinos suyos por los más apartados rincones (Carlos, a España; Leonor, a Portugal y después a Francia; Isabel, a Dinamarca y María a Hungría), Margarita instaría a Isabel, la Emperatriz, que diera nuevos hijos a Carlos y que le permitiera tener con ella al menos a uno, para educarlo como un hijo; tanto sentía la soledad de su vida, desde que había visto marchar, uno a uno, a aquellos sobrinos que otrora habían alegrado su vida en los años en que había sido la Regente de los Países Bajos.
Sobre este último aspecto, los documentos algo nos reflejan. Así, unas cuentas de gastos de la Corte en el que se apunta el costo de un clavicordio comprado para Leonor y Carlos y una cama de muñecas para la pequeña Isabel[152].
Un muchacho que juega con sus hermanas, pero que pronto ha de dejar los juegos infantiles para irse formando como lo que ya es: el señor de los Países Bajos y el heredero de la extensa y poderosa Monarquía hispana.
Pero, ¿cómo era aquella Corte? ¿Cuál era el talante, el espíritu, las características propias de la Corte borgoñona donde van pasando los primero años del futuro Emperador? Las biografías al uso suelen silenciar esta cuestión, pese a su indudable importancia.
Tres eran las características principales de la Corte borgoñona, que bajo la regencia de Margarita de Austria mantenían viva la rica tradición del siglo XV: una ceremoniosa etiqueta, un espléndido brillo en la vida social y un magisterio espiritual presidido por una figura excepcional: Erasmo de Rotterdam.
En efecto, y en cuanto a lo primero, lo cierto es que la Corte borgoñona era famosa en toda Europa por su complicado ceremonial palatino, con su peculiar tono caballeresco, desde que el duque Felipe el Bueno había fundado, en 1429, la Orden del Toisón de Oro, dando lugar a unas jornadas caballerescas a tono —y acaso inspirando— con los relatos de los libros de caballerías, que pronto serían la lectura obligada de todos y en todos los rincones de la Europa occidental. Unas jornadas caballerescas que tendrían su brillante cronista en Olivier de la Marche, preceptor de Felipe el Hermoso y autor de uno de los libros que luego sería de los preferidos por Carlos V: Le chevalier déliveré[153]. Toda una vida cortesana llena de justas y banquetes, que darían un tono de fiesta continua a la sociedad entera, propagándose su influjo de un sector a otro, como si se tratara de ondas sucesivas provocadas en el agua hasta llegar al mismo seno del palacio.
Como comentaría un gran historiador de los Países Bajos:
Así se pasó de los caballeros a los grandes señores y de los grandes señores a los príncipes, con una ostentación y magnificencias siempre crecientes, hasta entrar en el ámbito del propio Duque[154].
Un aire de fiesta perpetua que también alcanzaría el ámbito popular, pasando de la ciudad al campo.
Por ejemplo, a la ciudad, en cualquiera de sus albergues. Véase, si no, cómo nos lo describe nada menos que Erasmo:
En la mesa estaba siempre presente una mujer para entretener a los huéspedes con bromas y chistes, pues allí dominaba siempre una admirable libertad…[155]
Y esa es la palabra que hay que evocar: libertad. Una vida libre, de un pueblo que paladea la abundancia y que siente el gozo de vivir. Algo que también se aprecia en el campo, si damos por buenos y veraces los cuadros pintados por el pintor holandés Brueghel el Viejo (cierto, algo después, pero ¿acaso la vida campesina no es la misma año tras año, y década tras década?), en especial el titulado La fiesta aldeana que puede admirarse en el Kunsthistorisches Museum de Viena, que yo he comentado en uno de mis libros preferidos:
Estamos ante una de las obras maestras del Quinientos. En primer término irrumpe una pareja que quiere incorporarse, regocijada, al baile: él corriendo delante, llevando de la mano a su rústica compañera, que avanza intrépida, con el pie derecho en alto, señalando el frenesí de que se halla poseída…[156]
Ahora bien, ese país opulento, libre de las trabas medievales, era también la patria de una serie de notabilísimos pintores, dando la prueba de que los Países Bajos tenían su propio Renacimiento que no desmerecía del de la Italia del Quattrocento. Baste recordar algunos nombres: Thierry Bouts, Roger Van der Weyden, Hugo Van der Goes, Hans Memling, Gerard David y por encima de todos, destacando con luz propia, los hermanos Van Eyck, a los que ya hemos aludido, creadores de una pieza maestra que es el retablo de La adoración del cordero místico (Catedral de Gante) y de no pocas piezas más, como la de los esposos Arnolfini, que hoy puede admirarse en la National Gallery de Londres, donde Jan Van Eyck pone orgulloso su firma:
Johannes de Eyck fuit hic
Y a tono, o incluso superando todo este brillo de las Artes, el de las Letras. Pues no en vano es de esta época el magisterio de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), el propugnador de un humanismo cristiano, el que aboga por la tolerancia y el diálogo con los disidentes, el que clama por la paz en la cristiandad por encima de la guerra, de cualquier guerra, de todas las guerras. Y Erasmo es el autor del famoso Diálogo de la locura, pero también —que no en vano llega a ser súbdito de Carlos V— de un breve pero importante tratado de educación política para los soberanos: Institutio Principis Christiani, que Erasmo dedicará a Carlos V en 1516 cuando conoce que su señor se va a convertir en rey de las Españas y, por ende, en el monarca más poderoso de su tiempo.
Es en ese ambiente cortesano y en ese país, verdaderamente a la cabeza de Europa, donde se forma en su juventud Carlos V.

§. La formación del conde de Flandes, Carlos de Gante
En aquella corte de Malinas, cercana a la gran urbe belga de Bruselas, transcurren pues los primeros años juveniles del nuevo conde de Flandes. Ante su vista tendría la esbelta torre de la catedral de Saint Rambaut, tan alta que casi alcanzaba los cien metros. Pronto comenzarían los ejercicios caballerescos, para hacer de aquel muchacho un completo soberano, diestro en los usos de la caballería.
Y también, claro, sus estudios.
¿Qué sabemos a este respecto? ¿Quiénes fueron los maestros de Carlos en estos principios?
Y la pregunta clave: ¿En qué medida aprovechó las lecciones de sus preceptores?
Uno de los primeros maestros que vemos al lado de Carlos es un español: Luis de Vaca. Y nombrado por Felipe el Hermoso en 1505 para que el que entonces no era más que duque de Luxemburgo fuera aprendiendo las primeras letras. Evidentemente, Felipe el Hermoso ya estaba pensando en prepararlo para que heredara en su día la Monarquía hispana, pues para entonces ya había muerto Isabel la Católica y él mismo se aprestaba para acompañar a su esposa Juana a España, de hecho, como reina de Castilla.
Otros dos españoles aparecen también en ese entorno escolar: Anchieta y, sobre todo, como figura de más relieve, el obispo de León, Juan de Vera, que además era capellán mayor de la capilla de Carlos. Y entre los flamencos, Roberto de Gante.
Pero será en 1511, cuando Carlos, ya conde de Flandes, está entrando en una edad más difícil, cuando la Regente decide poner a su lado, como máximo preceptor, a un hombre sencillo, un clérigo de origen humilde con fama de santidad, que había empezado su carrera eclesiástica como párroco de una iglesia rural: era Adriano de Utrecht, una de las personalidades más notables de ese primer cuarto de siglo, y no solo de los Países Bajos.
Adriano de Utrecht parecía poseído de esa piedad sincera por la que clamaba el gran Erasmo: la que nace del corazón y no se queda meramente en el rezo mecánico de las oraciones. La oración mental, en suma, más que la bucal. Y eso fue decisivo en la formación del muchacho, de aquel Carlos que entraba poco a poco en la pubertad. Por entonces, Adriano era ya deán de San Pedro, en Lovaina, estaba vinculado a su Universidad y su fama como teólogo y como hombre bondadoso y honesto era muy grande. Diríase que era, en frase de los españoles de la época, «un hombre de Dios». Su vida religiosa se atenía a los principios de los Hermanos de la Vida Común que tanta influencia habían tenido en la vida espiritual de los Países Bajos desde mediados del siglo XV. Y algo de todo eso supo transmitirlo a su principesco discípulo[157].
Y, por supuesto, algo más mucho más importante para el futuro Emperador: un riguroso sentido de su responsabilidad como gobernante.
¿Qué materias entrarían en los estudios de Carlos? Aparte de los conocimientos básicos de las primeras letras —eso sí, en francés, no lo olvidemos—, la Historia tendría un relieve particular, como pedían los humanistas de la época. Sin duda, Luis de Vaca debió intentar enseñarle el español, aunque con poco éxito.
Y aquí tocamos un punto que suele darse de lado en las biografías de Carlos V: ¿En qué grado fue capaz de aprender en sus estudios?
Pues bien, todo apunta que no demasiado, si nos fijamos en lo que consiguió en los idiomas. Cuando llega a España, en 1517, apenas sabe nada de español; ya veremos que muy pronto las Cortes de Castilla le aprietan para que lo aprendiese:
… a fin de que podamos entenderle y que nos entienda.
Y en cuanto al latín, una de las disciplinas básicas para lograr entonces un nivel aceptable de cultura (no olvidemos que los libros de ciencia se escribían entonces en latín; recordemos el De humani corporis fabrica de Vesalio, o el copernicano De revolutionibus orbium coelestium), no debía serle muy familiar. Andando el tiempo se lamentaría de no haberlo aprendido, no queriendo lo mismo para su hijo, como parece desprenderse de sus Instrucciones de 1543:
… no hay cosa más necesaria ni general que la lengua latina, por lo cual yo os ruego mucho que trabajéis de tomarla de suerte que después, de corrido, no os atreváis a hablarla…[158]
¿No estamos ante una confesión de Carlos V?
Pero además de aquellas lecciones, más o menos asimiladas por el juvenil Carlos, habría que tener en cuenta también el nivel cultural de la Corte de la regente Margarita, con su protección a las Artes. Por aquella Corte pasaron algunos de los mejores artistas de la época, como Van Orley —de cuyos retratos, tanto de Margarita como de Carlos tendremos ocasión de hablar— e incluso como Durero. Posiblemente ya empezó por entonces Carlos V a tantear quién debía consagrar su imagen a la posteridad, algo tan importante para los hombres del Renacimiento y que tenía que encomendarse a los humanistas, en el campo de las Letras, y a los pintores preferentemente —aunque también a los escultores— en el campo de las Artes.
Y era más que afán de marcar su huella para la posteridad. El poder sabe muy bien, y era algo aprendido de la técnica política desplegada por la Antigüedad, que tiene que magnificar su imagen ante la opinión pública, y para ello le resultan imprescindibles los escritores y los artistas. En el fondo, se trata de una cuestión de propaganda, a realizar del modo más hábil posible.
Como lo expresaría Luis Vives, aquel súbdito tan notable de Carlos V, en dedicatoria a uno de los Reyes de aquellos años, a Juan III de Portugal (el cuñado de Carlos V): los Reyes, como mecenas, y los escritores, por su pluma, se necesitaban mutuamente:
… que los unos sean el apoyo de los otros y se presten ayuda recíproca…[159]
A este respecto, aún faltaría tiempo para que Carlos V consiguiese encontrar el artista que acabaría ligándose a su fama, aquel Tiziano, aquel pintor de mágico pincel que no entraría en su vida hasta entrado los años treinta.

§. Aparece Chièvres
En 1509, cuando todavía el conde de Flandes es un niño que está bajo la regencia de su tía Margarita, nos encontramos ya con este personaje, Guillermo de Croy, Señor de Chièvres, que tan destacado papel tendría en los primeros años de Carlos V, hasta 1521 en que fallece.
En efecto, es en 1509 cuando Guillermo de Croy sucede a su primo, el príncipe de Chimay, como primer chambelán de Carlos V. Dotado de un notable poder de seducción, Chièvres se hace pronto con la voluntad de Carlos. Le cerca de tal modo que llega incluso a dormir en su cámara, con la excusa de estar siempre a su servicio y de que tuviera alguien con quien conversar, si despertaba a medianoche o al romper el día. Y eso lo sabemos por el propio Carlos V, que intentó algo semejante con su hermano Fernando en 1517, ordenándole que estuviera siempre con él, incluso de noche, alguien como Alonso Téllez:
… como lo hace mosur de Gebres[160]en la mía, porque cuando despertase, si quisiere, tenga con quien hablar[161].
Chièvres nos da la estampa del político corrupto, sobre todo por su codicia, bien marcada en los despojos realizados en España años después, y de los que tendremos ocasión de hablar; pero lo cierto es que cumplió con su deber al lado de Carlos V, instándole muy pronto a sus deberes de gobernante.
Desde luego, vinculándolo a sus ansias personales de poder. Y de tal manera que en 1515 maniobró hábilmente para conseguir que Maximiliano I, el abuelo paterno de Carlos y cabeza de la Casa de Austria, accediera a que se adelantase la mayoría de edad de su nieto —que en principio no le llegaba hasta los dieciséis años—, recibiendo en compensación una sustanciosa ayuda económica de los Estados Generales, bien manejados por Guillermo de Croy.
Eso ocurría el 5 de enero de 1515. Terminaba de esa forma la regencia de Margarita y Carlos asumía todo el poder en los Países Bajos, si bien delegando en su privado, el señor de Chièvres; por cierto, anotemos en seguida que sería el único privado que tendría Carlos V. De la etapa anterior, bajo la regencia de su tía Margarita, conservaría después al piamontés, Mercurino de Gattinara, pero no con aquel abandono de sus poderes, como sería en el caso de Chièvres.
El cual hay que decir que procuraría, en todo caso, la formación política de su discípulo en materias de Estado, instándole a asistir a las sesiones del Consejo y a leer previamente los despachos que en su seno debían discutirse. Todo ello como si de antemano supiese que no le quedaban muchos años de vida, y como si quisiese que Carlos pudiera valerse pronto por sí mismo.
Entonces tendría lugar la primera actuación política de Carlos V, como soberano con plenos poderes de los Países Bajos. Reunidos los Estados Generales para reconocer su mayoría de edad, les agradecería su gesto con una breve frase que resumiría cómo entendía que debían desarrollarse las relaciones entre señor y súbditos:
Yo os agradezco el honor que me otorgáis. Sed buenos y leales súbditos y yo seré para vosotros un buen príncipe.
Una breve, pero sin duda emotiva jornada, que tendría lugar en la gran sala del palacio de Bruselas el 5 de enero de 1515. En el mismo sitio donde cuarenta años después se realizaría la solemne abdicación del Emperador.
El cambio de gobierno trajo consigo también un cambio en la política exterior. Margarita de Saboya[162] se había mostrado claramente hostil a Francia, en parte por su propia experiencia personal, dado que en su juventud había llegado a la Corte francesa como prometida del Delfín y había sufrido el desaire de que, a la postre, aquel matrimonio fuera suspendido. En cambio, Chièvres se mostraría abiertamente inclinado a una alianza con Francia, en la línea francófila que ya había mostrado Felipe el Hermoso diez años antes. Y fruto de ello sería el tratado de Noyon firmado con Francia en 1516, por el que Carlos daba satisfacción a Francia en los dos pleitos principales que el recién fallecido Fernando el Católico tenía con el rey francés: Nápoles y Navarra. Y en estos términos, que podrían tenerse por humillantes: debería pagar 100.000 ducados de renta anuales por la posesión de Nápoles hasta que se casara con la princesa Luisa de Francia, y 50.000 hasta que tuviera sucesión, considerándose de ese modo que los derechos franceses sobre Nápoles sería la dote que llevaría al matrimonio la princesa Luisa. Y en cuanto a Navarra, Carlos se obligaría a reconsiderar la licitud de su dominio, dado el despojo hecho por Fernando a sus anteriores reyes de la Casa de Labrit.
En fin, y eso era sin duda lo más lesivo, Carlos se reconocía expresamente vasallo de Francia, por sus señoríos de Flandes y Artois.
Para entonces, ya se estaba preparando un cambio extremo: el viaje de Carlos V a España para hacerse cargo de la herencia hispana, dada la muerte el 23 de enero de 1516 de Fernando el Católico.
España ya era el horizonte para Carlos V. Pero, ¿qué España? ¿Qué había ocurrido en España durante aquellos años?

Capítulo 2
España en el horizonte

¿Qué ocurría mientras tanto en España? ¿Qué había pasado desde la muerte de Isabel la Católica, con la llegada de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca?
En principio, una lucha por el poder, pues Fernando el Católico, basándose en el Testamento de su esposa, pretendía seguir gobernando Castilla. Tenía el apoyo de las Cortes —el brazo político del patriciado urbano— pero enfrente, en cambio, a la alta nobleza, deseosa de un cambio en la cumbre, harta ya de soportar el autoritarismo de la Corona.
Un cambio temido por Isabel, por cuanto que la cada vez más manifiesta enajenación mental de Juana daba todo el protagonismo a Felipe el Hermoso, de quien se conocía su tendencia francófila. Y eso podía dar al traste con toda la anterior política de los Reyes Católicos.
Era una situación difícil, anunciadora de conflictos en cadena. En el verano de 1506 las noticias que llegaban a Bruselas señalaban el triunfo de Felipe el Hermoso, con el eficaz apoyo de la alta nobleza castellana, y el apartamiento de Fernando el Católico, saliendo de Castilla para refugiarse en su reino de la Corona de Aragón. Pero, poco a poco, todo se vino abajo, con la súbita muerte de Felipe el Hermoso en Burgos el 25 de septiembre de 1506.
Así acababa un reinado tan breve que apenas si había durado lo que dura un verano.
Y, claro, las sospechas de envenenamiento se dispararon.
Durante cerca de un año, el país pareció ir a la deriva: el rey Felipe muerto, la reina Juana desinteresada, y como ausente y ausente de verdad Fernando el Católico, que incluso había salido de España para asegurar el recién dominio del reino de Nápoles, la preciada conquista de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.
De todo ello lo más significativo y lo que sin duda ponía más alarma en la Corte de Malinas era lo que se entendía de los desvaríos de la reina Juana.
Y aun más que desvaríos. Se hablaba de enajenación mental.
En términos populares: la locura de Juana. Juana la Loca. Y esa locura empezaba ya a provocar desajustes, a crear una situación incierta, tanto más grave cuanto que se trataba de una Monarquía autoritaria, montada por tanto en un sistema político donde la figura del rey resultaba decisiva.
Se hablaba de locura, ¿pues de qué otro modo podía juzgarse el hecho de que la Reina no quisiera enterrar a su marido muerto? Y no solo que no lo quisiera enterrar, sino que lo llevase, día y noche, por los campos y aldeas de la meseta castellana en pleno invierno, en aquellas Navidades de 1506. Un cronista cortesano, Pedro Mártir de Anglería, espectador de aquel fúnebre cortejo, lo narraría ya para la posteridad:
En un carruaje tirado por cuatro caballos traídos de Frisia hacemos su transporte. Damos escolta al féretro, recubierto con negro ornato de seda y oro…
El fúnebre cortejo, presidido por la Reina, encerrada en su mutismo, recorre villas y aldeas. En Torquemada tendrá una estancia más prolongada ¡porque Juana había salido de cuentas!
Y eso se sabía en Bruselas. Se sabía que Felipe el Hermoso había dejado embarazada a su mujer y que, por ello, la Reina esperaba un hijo póstumo. ¿Cómo, pues, podía soportar aquella cabalgata fúnebre, aquellas gélidas jornadas por la meseta castellana?
Pero no solo las soportaba la Reina, sino que las exigía:
Nos detuvimos en Torquemada —sigue informando Anglería—… En el templo parroquial guardan el cadáver soldados armados, como si los enemigos hubieran de dar el asalto a las murallas.
¿Y por qué tanta alarma? ¿Qué era lo que podía temer doña Juana? La más increíble de las locuras: que aún después de muerto otras mujeres quisieran arrebatarle su marido. Y de ahí la orden regia:
Se prohíbe severísimamente la entrada a toda mujer.
¡De forma que los celos, aquellos celos ya desatados en los Países Bajos, que habían hecho a la Reina castigar a más de una dama de la Corte, seguían vivos! Anglería nos lo confirma:
La queman los mismos celos que la atormentaban cuando vivía su marido…
Así escribía Anglería la víspera de Navidad, el 24 de diciembre de 1506[163].
Y a Bruselas llegó también la otra nueva: Juana había dado a luz en Torquemada una niña, la última de las hijas de Felipe el Hermoso, a la que había puesto de nombre Catalina.
Catalina, porque la Reina, aun en sus desvaríos, seguía recordando los afectos de toda su vida, y entre ellos los de aquella hermana pequeña que estaba sufriendo un destino similar al suyo, al ser alejada de España para su boda con un príncipe inglés, con incierto futuro.
¿Traería el parto de Catalina sosiego a la pobre Reina? Nada de eso. Pasada la obligada cuarentena, de nuevo se pondría en marcha el fúnebre cortejo, llevando el cadáver de su marido por media Castilla la Vieja.
Al menos, ya corría el mes de abril y eso lo haría más llevadero para los sufridos cortesanos que acompañaban a la Reina. Pero fue entonces cuando ocurrió aquel suceso que nos recoge puntualmente el cronista. Habiendo llegado a un pequeño convento, asentado en una zona rural, la Reina ordenó un alto; mas al tener noticia de que el convento era de monjas fue tal su arrebato, temiendo que le hubieran robado el cadáver de su esposo, que hizo abrir la caja a campo abierto y en medio de la noche.
Aquí el relato del cronista es de los que producen pena y estupor a un tiempo:
A campo descubierto, a cielo raso, mandó que sacasen el cadáver durante la noche, a la débil luz de las hachas, que apenas si dejaban arder la violencia del viento…
¿Cómo podía juzgar todo aquello el buen pueblo castellano? Pues tal comportamiento, tales hechos, pronto se propagaron de lugar en lugar. Y ya, desde entonces, la reina Juana recibió su título definitivo ¡Juana, la Loca!
¿En qué medida se supo todo ello en Bruselas? ¿Hasta qué punto llegó a noticias del príncipe Carlos lo que estaba ocurriendo en España?
En 1507, por tanto a sus siete años, todavía se le esconderían los desvaríos de su madre. Pero algo iría sabiendo. Algo se filtraría, porque hechos de esa categoría y de esa trascendencia es imposible darlos de lado.
A poco, con la llegada de Fernando el Católico en el verano de 1507, el Rey tomaría una decisión que Carlos después respetaría: la reclusión de Juana en Tordesillas.
Desde entonces, Tordesillas entraría de lleno en la geografía carolina, sería un lugar obligado en las idas y venidas de Carlos V.
Y de ello tendremos ocasión de tratar amplia y frecuentemente.
Entre tanto, lo que se iba sabiendo en la Corte de Malinas era que Fernando el Católico, a lo largo de su regencia, estaba desplegando una actividad extraordinaria en política exterior, como si se tratara de un rey mozo a comienzos de su reinado.
Había alarmado su boda con Germana de Foix que ponía en peligro aquella unidad política entre las coronas de Castilla y Aragón, que habían sido la base del fulgurante éxito logrado en todos los frentes por la Monarquía hispana. Pero la falta de sucesión y la recuperación de una política nacional, desde el momento en que se hizo cargo de la regencia de Castilla, volvieron las aguas a su cauce. A lo largo de cinco años, entre 1508 y 1512, la Monarquía Católica recuperaba el vivo protagonismo que la había caracterizado en los tiempos de Isabel la Católica.
Y como si se recordara su Testamento y aquella consigna africana de la gran Reina
…e que no cesen de la conquista de África…[164]
Que no de otra manera podía entenderse la actividad desplegada al año del regreso de Fernando el Católico a Castilla. En 1508 se tomaba Orán, y en los años siguientes Mers-el-Kebir, o Mazalquivir, Bugía y Trípoli.
En la corte de Malinas aquellas nuevas producían asombro. ¿Hasta dónde quería llegar el rey Fernando? Aquello era algo más que asegurar el tráfico entre España e Italia, entre las costas del Levante español y las de Nápoles o Sicilia; aquello era adentrarse audazmente en el corazón del Mediterráneo oriental. ¿Acaso soñaba el viejo Rey con apoderarse de los Santos lugares, ese sueño de todos los cruzados medievales tantas veces fracasado?
No sería así. A partir de 1512, en parte por un serio revés en la isla de las Djelbes, donde había perecido buena parte de la nobleza castellana (y entre ella, el primogénito del duque de Alba), y en parte por la complicación de la política internacional en tierras italianas, se vio cambiar de objetivo a Fernando el Católico.
África cedía ante Italia.
Y ello no sin compensaciones, pese a que se sufriera algún serio revés en tierras italianas, como el de la batalla de Rávena. Pues al enfrentarse el rey de Francia con el mismo Papa, tanto él como sus seguidores cayeron en el delito de cismáticos. ¡Y entre esos seguidores estaba el rey de Navarra!
Era una ocasión única, por cuanto que el uso y el derecho, al sentir de Roma, permitían que cualquier rey cristiano pudiera combatir al cismático, hacerle la guerra y desposeerle de su trono.
Y eso era lo que haría Fernando el Católico, dejando la empresa en manos del duque de Alba[165]. En una sola campaña, aprovechando con habilidad las diferencias existentes entre beamonteses y agramonteses, los soldados castellanos tomaron Pamplona y ocuparon todo el Reino de Navarra en 1512.
Tres años después, en las Cortes de Burgos de 1515, Fernando el Católico declaraba solemnemente que aquel nuevo Reino se incorporaba a la Corona de Castilla.
Y no era solo en el Viejo Mundo donde se sucedían las hazañas de los españoles, que tanto o más espectaculares eran las que ocurrían en el Nuevo. De entrada, seguían los descubrimientos y exploraciones, de españoles como Juan de la Cosa y como Alonso de Ojeda, o de extranjeros al servicio de España, como Americo Vespucio.
La vida de Alonso de Ojeda era una especie de libro de aventuras. Sus exploraciones se dirigieron en principio a la costa norte de Venezuela. En 1509, cuando ya Orán era española, Ojeda llegó a tierras colombianas, aunque su primera incursión fuera desgraciada y él mismo tuviera que sobrevivir a duras penas en el interior de la selva.
En cuanto a Américo Vespucio, sirviendo ora a España ora a Portugal, navegaría por las costas brasileñas, alcanzando en 1502 la bahía que bautizarían con un nombre ya célebre: Río de Janeiro. Más notable y de mayores consecuencias tendría el que escribiese sus navegaciones y que al ser publicadas en 1507 su editor propusiese que al Nuevo Mundo se le diese el nombre de América.
Pocos años después, en 1513, otro afortunado descubridor se asomaba por primera vez a las inmensidades del Océano Pacífico: Vasco Núñez de Balboa. Esas noticias eran el comentario general de toda la Cristiandad, y por supuesto, del grupo español asentado en la corte de Carlos V: el obispo Mota, don Juan Manuel, señor de Belmonte, y un joven inquieto y ambicioso que después alcanzaría rápida fortuna con Carlos V, logrando su máxima confianza: Francisco de los Cobos.
Entretanto, ¿cuál era la vida de la pobre reclusa de Tordesillas? ¿Cuál era la suerte que sufría la reina Juana?
Su aspecto no podía ser más lamentable, por las mismas míseras ropas con que se cubría. Un testigo que la vio en su casona palaciega, que le servía en verdad de prisión, nos detalla la penosa impresión que le produjo:
… el atavío y ropas de su vestir tan pobres y extrañas y diferentes de su dignidad…
Pues los súbditos quieren verse representados por sus reyes con gallardía y majestad, y no por míseros mendigos. Y porque además el comportamiento de los que en tales extremos caen está a tenor de su pobre indumentaria:
… en su modo de vivir —añade dicho testigo— se trataba (la Reina) tan ásperamente que no se podía tener esperanza que viviese muchos días…[166]
Por contra, el que se doblegaría ante la carga de los años —y quizás también por alguna medida imprudente[167]—, fue el rey Fernando, quien fallecía en Madrigalejo el 23 de enero de 1516.
No cogió descuidado a Chièvres aquel desenlace. La corte de Flandes, ya sita en Bruselas, desde que Carlos se había emancipado de la regencia de su tía Margarita, había mandado a España a quien defendiese los intereses del futuro Rey: Adriano de Utrecht.
El peligro radicaba en que Fernando el Católico prefiriese a su nieto Fernando, el que había nacido en Castilla y se estaba criando a su lado, cediéndole sus reinos de la Corona de Aragón, como proyectó en un principio. A fines de 1515 el infante don Fernando era ya un muchacho de doce años y el preferido del viejo Rey, que lo tenía siempre a su lado.
Con lo cual, otra vez retornaba el riesgo de la división de España. Y para evitarlo, para que Fernando el Católico volviese sobre su decisión, haciendo que los intereses de Estado primasen sobre los afectivos y personales, la Corte de Bruselas mandó a uno de sus mejores hombres y más fieles al entonces príncipe Carlos: Adriano de Utrecht.
El cardenal Adriano tenía poderes de Bruselas para negociar con el Rey que se le seguiría reconociendo como regente de Castilla mientras viviese, aun en el caso de que muriese doña Juana; a su vez, Fernando debía reconocer a don Carlos como el heredero de sus reinos. Se añadía una sustanciosa ayuda económica de 50.000 ducados anuales.
De todas formas, el peligro se mantuvo. Cuando Fernando el Católico enfermó de gravedad en Madrigalejo solo se encontraban a su lado algunos de sus viejos consejeros: el doctor Carvajal y los licenciados Vargas y Zapata. A ellos expresó otra vez sus dudas el Rey moribundo: ¿No sería mejor encumbrar al nieto Fernando, olvidándose de aquel nieto Carlos, que vivía tan alejado de España? El cronista Santa Cruz nos refleja bien aquel dilema de Estado:
… porque en el Testamento que había hecho en Burgos le había encomendado al infante don Fernando, su nieto, que él había criado a la manera y costumbre de España…
Por el contrario, ¿qué se podía esperar del otro nieto, de Carlos de Gante, educado en tierras tan lejanas y extrañas? El temor del Rey venía a representar el de no pocos españoles del tiempo:
… porque creía que el príncipe don Carlos no vendría a estar de asiento en estos Reinos para los regir y gobernar como era menester…[168]
Esos temores fueron combatidos por sus consejeros, que hicieron ver al Rey el peligro grande de que el país cayese en una guerra civil si al primogénito Carlos se daba de lado.
En definitiva, en su Testamento Fernando el Católico dejaba por su heredero a su nieto Carlos y como gobernador general mientras viviese Juana la Loca; designando hasta su llegada al cardenal Cisneros como regente de Castilla, y a su hijo natural Fernando, arzobispo de Zaragoza, como regente de la Corona de Aragón; haciéndole recomendaciones muy expresas a favor, no solo del infante don Fernando, sino también de su esposa Germana de Foix, para que la tuviera bajo su amparo y protección.
Y ya veremos que Carlos V cumplió con creces esa petición de Fernando el Católico, sobre todo en cuanto al amparo y protección de la Reina viuda. Y tanto que hasta le haría una hija.
Pero hablar ahora de eso sería adelantar los acontecimientos.

Capítulo 3
Al encuentro de España

Por lo tanto, España en el horizonte.
Un viaje que apremiaba, dado que existía en Castilla un partido fernandino y que cada día que pasase aumentaba el riesgo de que todo se tornase más problemático. Y la primera en hacérselo saber y en reclamar su presencia fue la villa de Valladolid, con tanta frecuencia asiento de la Corte.
Es una carta digna de comentarse, porque nos evoca aquellos instantes, que todos comprendían decisivos, ya que de que Carlos se convirtiese o no en el nuevo soberano dependía el futuro de España y qué derroteros se habían de seguir y, sobre todo, si se mantendría el sosiego en el país o si se caería en una desastrosa guerra civil.
La carta comienza con un recuerdo a la memoria del rey Fernando, que tantos éxitos había logrado y bajo cuyo reinado España se había convertido en una gran potencia de la Europa cristiana:
El Concejo, justicia, regidores, caballeros de la noble villa de Valladolid, vuestros leales vasallos y servidores, besamos las reales manos de Vuestra Alteza, a los cuales ha quedado gran tristeza y sentimiento de la muerte de vuestro abuelo, por ser esta villa el quicio en que se rodea la justicia destos Reinos[169]; a la cual era tan favorable y tan amigo que los gobernó cuarenta y cuatro años[170] en aquella paz y sosiego que César Augusto el mundo…
Tras esa referencia al Rey muerto y esa alabanza a su buen gobierno, los regidores vallisoletanos tratan de atraer al joven Príncipe presentándole la posibilidad de mil hazañas, resaltando las ya acometidas por España:
… en la cual no falta nada de los convenientes para señorear, que son grandes personas para mandar, ánimo y esfuerzo en toda la gente, caballos y armas y uso dellas.
La larga lista de capitanes y gobernadores, marinos y conquistadores daba esa primera seguridad: en España no había falta alguna de cabezas para gobernar, que sería la queja que estallaría un siglo después en el seno de la Corte. España seguía siendo fiel a su historia, como cuando en la Antigüedad proveía a la misma Roma de emperadores:
… que cuando otras tierras proveían a Roma de mantenimientos, España de emperadores…
Y luego, venía la relación de los grandes hechos, de las increíbles conquistas, de las notables incorporaciones de nuevas tierras y de nuevos Reinos: Granada, Canarias, Nápoles, Navarra, parte de África y las Indias de Occidente.
De todo ello, Valladolid destacaba la conquista de Granada, por lo que suponía como remate de lucha tan secular:
… el reino de Granada, reino muy fuerte y áspero y poblado de gente brava y feroz que novecientos años y más se defendieron…
No se quejaba Valladolid de mal gobierno, pues tenían el del anciano Cardenal, el de Cisneros «que tan sabiamente gobierna», pero le apremiaban a que hiciera su viaje, prometiéndole con orgullo que serían capaces de hacerle señor del mundo. Y es notable cosa que Valladolid quisiera hablar así, no en nombre de Castilla sino de España entera:
… venga [Vuestra Alteza] lo más presto que ser pueda, pues con vuestra real persona haréis a España señora de muchas tierras y ella a Vuestra Alteza señora del mundo…
Valladolid quería de ese modo, con la pronta presencia de Carlos, convertirlo en un príncipe español:
… porque los príncipes de vuestra edad siempre se han criado aquí, de donde salieron a comenzar grandes cosas…
¿Cuál era el temor de su ausencia? Que los grandes señores, las altivas cabezas de la alta nobleza volviesen a deshacer Castilla; y que los enemigos arcanos, en particular la morisca africana, volviese a ser una amenaza. Y así, Valladolid instaba a Carlos a que tomase en sus manos el yugo y las flechas que habían simbolizado el gobierno de los Reyes Católicos; el yugo con el que, en poder de Fernando el Católico
… tantos bravos y soberbios se domaron… Y las flechas. Las flechas:
… de aquella reina sin par vuestra abuela doña Isabel, con que puso los moros tan lejos…[171]
Sin embargo, Carlos V tardaría aún más de año y medio en ponerse en viaje, pese a los riesgos ya indicados que podían surgir, provocados por el partido fernandino.
Tampoco se sabía muy bien cómo iba a reaccionar doña Juana, cuando llegase a Tordesillas la noticia de la muerte de su padre, Fernando el Católico, a quien guardaba tan profundo respeto y hasta no poco temor, como se trasluce por la documentación de la época.
Lo cierto es que los que la guardaban temían esa reacción, hasta el punto de que en un principio se diese la orden del silencio.
Fue una orden mandada urgentemente por los mismos consejeros que habían estado presentes en la muerte del rey Fernando. A nadie debía escapársele la noticia ante doña Juana[172]. Solo que un suceso de tal envergadura resultaba imposible de ocultar durante mucho tiempo. Y doña Juana acabó conociéndolo, mostrando algo de arrebato, preguntando con vehemencia quién estaba al cargo de la Regencia. Y al responderle que el cardenal Cisneros, se tranquilizó.
Es una reacción que no ha sido comentada suficientemente por los biógrafos de la Reina[173]. Y, sin embargo, es una muestra de que la Reina estaba presa de una parálisis de voluntad, pero que —al menos, a ramalazos— demostraba lucidez y nada de locura.
Y también hay que añadir, como referencia al buen gobierno del Cardenal, que también lo demostraría en sus relaciones con la Reina cautiva, haciendo más llevadero su encierro. Apartó al odioso mosén Ferrer del gobierno de su Casa, ordenó que el doctor Soto, médico de bien ganada fama, vigilase su régimen de vida, y en especial su comida, y puso al frente de aquella Corte-prisión a un hombre de otra catadura moral, a Hernán Duque de Estrada. Y fue muy posiblemente el anciano Cardenal quien se interesó por aquella criatura que vivía pegada a la Reina, la infanta Catalina, que sufría las consecuencias de aquel drama de Estado llevando el mismo cautiverio y aun en un grado peor, puesto que su habitación estaba en la recámara de la Reina, sin un hueco al exterior. ¡Y aquella niña había cumplido ya nueve años, cuando se produce la muerte de su abuelo Fernando el Católico![174].
Y así se operó aquel cambio en el torreón de la casona palacio, abriéndose un hueco a la calle, para que la Infanta pudiera ver, al menos, el cielo desde su habitación.
Y no se diga que recordar esto es una nadería impropia de un serio historiador. Me remito al comentario de un historiador de nuestros días:
Un hueco en la estancia de la infanta Catalina, para que al menos pudiera ver la campiña, el cielo, los pajarillos del aire y esos otros pajarillos de la tierra, los niños, los hijos de las gentes sencillas que, sabedores de su desamparo, acudían al pie de la torre para acompañar a la Infantita con sus voces y para comunicarle algo de su alegría y de su libertad[175].
Porque si dolorosa era la estampa del encierro de doña Juana, no lo era menos el de su hija, aquella niña que prácticamente había nacido en prisión y que no había conocido otra cosa en su mísera infancia. Y de Juana podría decirse que su encierro era inevitable, fruto de su locura. Pero, ¿qué culpa tenía la Infanta niña?
Como hemos de ver, una pregunta dolorosa que también acabaría haciéndose el propio Carlos V.
Difícil situación, por tanto, la de aquella España a la muerte de Fernando el Católico, con la Reina propietaria encerrada en Tordesillas —y encerrada en su locura—, con el Príncipe heredero a trescientas leguas de distancia, con un partido fernandino cada vez más inquieto y ambicioso y con una alta nobleza que solo esperaba la primera oportunidad para lanzarse a la toma de tierras y villas ajenas, haciendo más grande su señorío.
Y al frente del Estado un hombre de la Iglesia, un anciano Cardenal ¡que ya había cumplido los ochenta años![176].
Pese a todo, Cisneros cumplió con su deber, consumiendo en aquel crítico momento y en tan alta empresa sus últimas energías, de forma que pudo entregar a Carlos V intacta aquella formidable Monarquía alzada por los Reyes Católicos. Frenó a la nobleza y defendió las fronteras del Reino, en especial las de Navarra, que Juan de Labrit trató de invadir desde Francia, aprovechando la crisis política abierta en Castilla. Pero el enviado de Cisneros, Fernando de Villalba, puso en estado de defensa el reino navarro y rechazó con facilidad al invasor. De igual modo se abortaron los intentos franceses de alterar Nápoles y Sicilia.
Quedaba por realizar lo más delicado: cumplir el deseo de Carlos V de ser proclamado rey de Castilla, puesto que, viviendo la Reina propietaria doña Juana, eso parecía vulnerar la ley sucesoria castellana.
¿Estamos ante un golpe de Estado?[177].
En todo caso era una solución insólita que asombra que fuera ideada por aquel joven conde de Flandes, que a sus dieciséis años era todavía un adolescente. Más bien hay que ver en ello la mano de su privado Chièvres, asistido y aconsejado por el grupo español afincado entonces en la corte de Bruselas, y en particular por don Juan Manuel, que tanta ascendencia tenía también sobre Carlos V.
El plan era que, sin desposeer a la reina doña Juana de sus títulos, se proclamase a Carlos V, no como Gobernador, tal como había sido el título del propio Fernando el Católico a la muerte de Isabel y de Felipe el Hermoso, sino como rey con todos los derechos.
La fórmula planteada era:
Doña Juana e don Carlos, su hijo, por la gracia de Dios reyes de Castilla, de León, de Aragón…
¿Tanta ansia tenía Carlos de alcanzar la corona regia? ¿Se sospechaba en la corte de Bruselas que de otra forma sería aplazar el ascenso al trono regio hasta la muerte de doña Juana, lo cual nadie sabía cuánto tiempo tardaría? Y lo cierto era que, aparte las ambiciones personales, la solución suponía afianzar el gobierno de Carlos ante posibles disidencias, dado que no era igual alzarse contra el gobernador que contra el rey.
Y posiblemente eso fue lo que acabó convenciendo a Cisneros, que al principio se había mostrado contrario al deseo de la corte de Flandes.
Pero, claro, hacía falta que en Castilla se aceptase, lo cual no era fácil. De hecho, el Consejo Real y los más destacados de la alta nobleza se mostraron contrarios al proyecto carolino. De forma que ante ellos, a los que había convocado en su residencia de Madrid, Cisneros resolvió el pleito señalándoles que no se trataba de pedirles consejo sino de notificarles su decisión, que era la de acatar la orden de Bruselas.
Y bien pudiera ser que el precavido Cardenal gobernador, eficazmente asistido por un fuerte contingente de la guardia regia, respondiera a quien se atrevió a plantearle cuáles eran sus poderes para tal medida, que esos eran bien notorios, mostrando a sus guardas reales.
Esa es la tesis tradicional. La confrontación de otras fuentes de la época nos permite algunas matizaciones, en particular respecto al papel del Consejo Real. El cronista Quintana, en su fidedigna historia de Madrid, inserta una notable carta del Consejo Real a Carlos V que posiblemente influiría en el Príncipe para no dar de lado a su madre. Le pedía que respetase los títulos de doña Juana e instándole a que no se titulase rey con estos argumentos:
… por ser muy dañoso… e de que se podría seguir división. Y siendo, como todo es, una parte, hazerse dos, donde los que mal quisiesen vivir en estos Reinos y les pesase de la paz y unión tomarían ocasión, so color de fidelidad de servir más a V. Alteza y otros a la muy poderosa Reina, vuestra madre…
Aquí se aprecia que el Consejo Real tenía por cierta la incapacidad de doña Juana para gobernar el Reino, si bien no era partidario de cambios novedosos, sino antes bien de mantener la tradición, y que la Reina no fuese apartada de su estado regio. Y así añaden aquellos consejeros, que
… aquello sería quitar el hijo al padre en vida el honor. Y si alguna vez se ve en España haberse hecho sin justa causa, fue por usurpación o la voluntad del padre, y a V. Alteza hanse de traer los buenos exemplos y no los malos, de que se ofende Dios… ¿Qué podía esperarse de los que tal hicieran sino que habrían de sufrir el castigo divino? El Consejo Real se lo advierte a Carlos V:
… y así hallamos que los hijos que aquello hicieron, reinaron poco y con trabajo y contradicción…
Esto es, con el peligro de alzamientos populares contra su gobierno.
El Consejo Real estaba de acuerdo respecto a la incapacidad para gobernar de doña Juana, pero defendía que se le mantuviese el respeto que se le debía por su condición de reina soberana, y ello mientras viviere:
Tenga V. Alteza bienaventuradamente, en vida de la muy poderosa señora vuestra madre, la gobernación y libre disposición y administración destos Reinos, que ella no puede exercer, ayudándola, que con verdad se puede decir reinar, pues todo plenamente es de V. Alteza. Y por el temor de Dios y honor que hijo debe a su madre, haya por bien de dexarle el título enteramente, pues su honor es de V. Alteza, para que después de sus días, por muy largos tiempos gloriosamente goze V. Alteza de todo…[178]
El valor de los documentos insertados por Quintana es que nos invitan a una serie de reflexiones; en este caso, a considerar que Carlos V no fue del todo insensible a los argumentos del Consejo Real, puesto que si bien en el llamado golpe de Estado de 1516 se va a proclamar rey de Castilla y de Aragón, en vida de su madre, también es verdad que lo haría respetando sus títulos a doña Juana, de forma que todos los documentos regios irían encabezados, primero por la madre y después por él. Asimismo, sabemos que el problema que le inquieta, cuando hace su primera visita a España en 1517, es el de visitar a su madre en Tordesillas, para obtener de ella su beneplácito para que ejerciera el gobierno del Estado; en suma, para solicitar, como un buen hijo, la bendición materna.

§. Al encuentro con España
Una atenta lectura de la crónica de Laurent Vital, que relata tan por menudo el primer viaje de Carlos V a España, nos hace ver ya cuánta era la expectativa en los Países Bajos respecto a España, en cuanto se supo la muerte de Fernando el Católico. Sin embargo, pese a las reiteradas llamadas de los castellanos para que Carlos acelerase su viaje, aún tardaría más de año y medio en realizarlo.
No era por desidia de la corte de Bruselas. Algo obligaba a ser prudentes y a tomar una serie de medidas antes de realizarlo. Era preciso dejar todo bien asentado en los Países Bajos, era preciso reunir los medios y allegar el dinero necesario para tan gran viaje de aquella Corte y, sobre todo, urgía arreglar las cosas con Francia, para que su joven Rey, Francisco I, no tramase algo contra la seguridad de las tierras de Flandes, aprovechando la ausencia de Carlos y de su gobierno.
El temor de Bruselas era justificado. La primera alabanza que canta Laurent Vital es que Carlos dejara en paz su tierra natal y al resguardo de la guerra. Y ello fue posible porque los diplomáticos carolinos trabajaron de firme con la corte de París. Un año antes, a comienzos de 1515, Francisco I sucedía a Luis XII en el trono de Francia. Tenía veinte años y unas ansias infinitas de gloria tal como la entendían los príncipes del Renacimiento: la conseguida en los campos de batalla. Y los hechos lo pusieron pronto de manifiesto, pues en aquel mismo año de 1515 a la cabeza de su ejército atravesaba los pasos alpinos por el angosto desfiladero de Argentière, gracias a la técnica de un experto soldado español pasado a su servicio, que se había hecho famoso bajo el reinado de Fernando el Católico: Pedro Navarro[179]. Y ya en las llanuras de Lombardía, el joven Rey francés lograba una fulminante victoria sobre la infantería suiza, tenida hasta entonces por invencible, en Marignano (15 de septiembre de 1515). Y lo que era más importante: firmaba un acuerdo con los Cantones suizos que le asegurarían el servicio de sus mercenarios.
Esas noticias alarmaron a la corte de Bruselas tanto más que se sabía que Francia nunca había dado por buena la ocupación de Navarra hecha por Fernando el Católico y que apoyaba a la desposeída Casa de Albrit para que recuperase su Reino. Por lo tanto, se imponía llegar a un acuerdo satisfactorio con Francisco I que dejase a Carlos las manos libres para su viaje a España. Eso fue lo que supuso el tratado de Noyon (13 de agosto de 1516) completado con otras negociaciones diplomáticas a principios de 1517, de forma que hubo que aplazar el viaje a España hasta el verano siguiente.
En junio de 1517 Carlos reunía los Estados Generales en su ciudad natal de Gante para justificar ante ellos su partida y para solicitar su ayuda. De ahí saldría hacia la costa. El 27 de junio estaba en Brujas. El 8 de julio, y siempre tras cortas etapas, entraba en Middelburgo. Su flota se aprestaba mientras tanto en Flesinga. Pero los vientos contrarios no permitieron al Rey embarcar hasta el 7 de septiembre. Con él iban, en su nave, lo más destacado de su Corte, empezando por su hermana mayor Leonor y por el señor de Chièvres, que era entonces su privado. Y entre los españoles, el obispo Mota, que tan destacado papel había de tener en las Cortes de Castilla.
El 8 de septiembre la armada se hizo a la vela. Los pilotos confiaban en que, si los vientos les eran propicios, podrían avistar las costas de España en seis días de navegación. Pero no fue así. Hubo que afrontar vientos contrarios y una fuerte tormenta, una nave se perdió, a causa de un incendio surgido a bordo, con 160 pasajeros, servidores en su mayoría de la Corte, con algunas mujeres de la vida, lo que provocaría este significativo comentario del cronista Laurent Vital:
… y aunque fuese una gran desgracia, no pudo haberse prendido el fuego para perder menos gente de bien, que allí donde se prendió…[180]
Las tormentas y los fuertes vientos retrasaron el viaje y llevaron a la armada más al oeste, desviándola de la ruta prevista; de forma que, en vez de alcanzar España por las costas de Santander, lo hicieron por las de Asturias, ante el pequeño puerto de Tazones. En vano esperaban al Rey en Laredo, con todo el aparato oficial preparado para tal jornada. En vez de ello, con lo que se encontró Carlos fue con un recibimiento hostil de lugareños asustados, que al avistar tan gran flota sin noticia alguna de lo que allí venía, temieron un ataque enemigo, acaso de turcos, acaso de franceses, y se aprestaron a combatirlo con sus pobres medios.
Jamás habían visto una armada tan poderosa, con aquellos cuarenta barcos altos como castillos, los asturianos de Tazones. Pero desvanecidas las dudas, el Rey pudo desembarcar con su Corte, penetrar en barca por la ría de Villaviciosa y pasar allí su primera noche en España.
Es un momento importante en la vida de Carlos V y también en la historia de España. Aquello que señaló Sánchez Albornoz: que era el tercer desembarco que cambió la historia de los españoles[181].
Durante cuatro días el joven Rey hubo de permanecer en Villaviciosa, hasta que poco a poco se fueron reuniendo los carromatos y las bestias de carga que se precisaban para el traslado de aquel gran cortejo regio. No era, sin embargo, la región más adecuada para entrar en contacto con España, salvo por el hecho, que podía tomarse como simbólico, de la cercanía de Covadonga, punto de arranque de la España medieval y cristiana.
¿Debe ahora el historiador evocar las jornadas carolinas en Villaviciosa? La primera noche, dado que todavía no se había desembarcado el bagaje de cocina, todo el mundo, desde el primero al último, tuvo que poner manos a la obra para prepararse una rústica cena, diciéndose los unos a los otros: «Hagamos una buena comida y pasémoslo alegremente[182]».
En pequeñas etapas Carlos fue bordeando la costa asturiana: de Villaviciosa a Colunga, de Colunga a Ribadesella, de Ribadesella a Llanes. Todas estas villas guardan el recuerdo del paso del Rey. Era la gran novedad, lo nunca visto, pues desde los remotos tiempos en que Asturias había sido cuna de la Reconquista y asiento de la Corte, puede decirse que había permanecido aislada del resto de España. La historia, la gran historia, se decidía en Castilla, en Cataluña o en Andalucía; con Castilla se mantenía la vinculación política, pero apenas la socioeconómica, dados los difíciles accesos a la meseta.
De esa suerte, Carlos y su cortejo se desviaron hacia Santander, para coger la ruta que desde Torrelavega enlaza con Reinosa y Aguilar, por el paso montañoso de Pozozal.
No sin sus fatigas y quebrantos.
Entre Villaviciosa y Colunga un fortísimo aguacero empapó a toda la Corte, máxime que descargó de golpe en medio del camino, cuando la jornada había amanecido con un sol radiante y con los postreros ardores veraniegos[183]. Y en la montaña de Santander, una fuerte tormenta les fustigó todo el camino, poniendo en cuidado a la Corte sobre la salud del Rey, que venía ya enfermo desde San Vicente; y tanto, que ni siquiera sus bufones le hacían sonreír. De forma que sus médicos creyeron conveniente acudir a un recurso extremo: a mezclar sus medicinas con raspaduras de unicornio, el animal fabuloso del que tantas maravillas se decían en aquella época, tan propicia todavía a las creencias mágicas[184].
Para tomar alientos y recobrarse un poco de aquel rudo viaje, Carlos V permaneció cuatro días en Aguilar de Campoo. La hermosa villa palentina conserva todavía un arco renacentista labrado en piedra que recuerda la época del Emperador.
Carlos ya estaba en Castilla. Las montañas quedaban atrás y el camino se abría fácil hasta la gran urbe castellana de Valladolid. Pero otras novedades aguardaban a los viajeros: los vinos de la tierra, que entran bien pero que pueden hacer estragos. Y de hecho, gran número de cortesanos lo aprendieron en sus carnes «enfermos todos ellos por los excesos que habían hecho de beber los fuertes vinos de esta tierra»[185].
Y fueron llegando los grandes de Castilla a rendir homenaje a su nuevo Rey. En Aguilar lo hizo el arzobispo de Burgos, en Becerril, el condestable de Castilla.
Fue una marcha lenta, acaso premeditadamente. Se rumoreaba que Chièvres quería aplazar la entrevista de su señor con Cisneros, acaso pensando que la muerte haría su oficio, pues era notorio que el anciano Cardenal tenía los días contados. Pero lo cierto es que, en la escala de valores del joven Rey, otra entrevista era más deseada, más anhelada y más urgente: la que había de tener con su madre, la reina Juana. Era obligado dejar a un lado a Valladolid para dirigirse a Tordesillas.
Para mí, y así lo indiqué en mi estudio sobre Juana la Loca[186], no se trataba de un gesto calculado, sino de un sentimiento filial, tanto de Carlos V como de su hermana doña Leonor.
Un sentimiento filial doblado por el político, pues Chièvres sabía bien lo que importaba ante la opinión pública hispana aquel gesto afectuoso de Carlos, que era como un reconocimiento ante la madre y ante la Reina. El poder ya estaba en manos de Carlos, pero del éxito de la visita a Tordesillas dependía una confirmación moral.
Algo donde la habilidad política de Chièvres sería decisiva.
Ahora bien, sería minimizar la cuestión si lo redujéramos todo a una baza política jugada con maestría. De hecho, tanto Carlos como Leonor estaban ansiosos por ver a su madre, de la que se habían visto separados hacía más de once años, cuando el Rey solo contaba seis años de edad y su hermana apenas ocho. Si acudimos a las Memorias de Carlos V podremos comprobar que Carlos recuerda aquella jornada de forma muy escueta, pero marcando el gesto del respeto filial:
Continuando su camino a Tordesillas —nos dice—, fue a besar las manos a la Reina, su madre…[187]
Y, además, estaba el drama de su hermana pequeña, Catalina, a la que ni siquiera conocían. Y ello también era importante.
Había otra cuestión, y no pequeña para Carlos: ¿Acaso no estaba en el convento de Santa Clara de Tordesillas, el cuerpo insepulto de su padre, Felipe el Hermoso? Algo habría que hacer a ese respecto.
Por lo tanto, el viaje a Tordesillas se imponía por encima de cualquier otra consideración. Era una visita que no podía ser fugaz, sino que había que tomar con calma, para que no pareciera que se trataba de cubrir el expediente. De hecho, de las no pocas visitas que Carlos V haría a su madre, esta sería la más prolongada, después de la de 1524 y de la realizada en las Navidades de 1536. Durante toda una semana, Carlos V y Leonor, su hermana, convivieron con doña Juana y con la pequeña infanta Catalina.
El primero en pedir audiencia a la Reina, guardando así el protocolo regio, fue Chièvres. El valido quería preparar el camino al Rey, comprobar en qué situación se hallaba doña Juana, y tratar de inclinarla benevolentemente hacia su hijo. Tenía a su favor el haberla conocido en la corte de Bruselas y, sobre todo, el poder negociar directamente con doña Juana que, desde su estancia de casi diez años en la corte de Bruselas, dominaba perfectamente el francés[188].
El plan de Chièvres, sintonizando en esto con su señor, era sencillo: entrevistarse con doña Juana para tantear su ánimo, hablarle de sus hijos, para saber si reaccionaba ante su recuerdo, y, en caso positivo, darle a conocer que estaban allí, deseando presentarle sus respetos; tras de lo cual vendría la persuasión para que, dejando todo cuidado, descansase de las tareas de Estado, delegando en su hijo. Algo que ya estaba realizando, pero que convenía que el país comprobase que se seguiría haciendo, no usurpando a la Reina sus legítimos derechos regios, sino con su beneplácito y aprobación.
Y, con algún vaivén de su ánimo, lo cierto es que doña Juana respondió a lo que se pedía de ella. Ordenó que pasaran sus hijos, a los que abrazó sin más protocolos palatinos. Entonces Carlos le expresó sus vivos deseos de verla, tras tantos años de ausencia, y le manifestó cuán contento estaba por encontrarla tan bien de salud.
Lo cierto es que Juana contaba entonces treinta y siete años y su estado físico era bueno, y su belleza era manifiesta a poco que permitiera a su servidumbre que la arreglaran.
Pero hubo un momento de confusión. En la mente de Juana estaba el cliché de sus hijos pequeños, tal como los había dejado al salir de Flandes hacía once años. Era también la imagen perpetuada por aquel tríptico en el que aparecían Carlos, Leonor e Isabel, unos niños de cuatro, tres y un año. Entonces, ¿quiénes eran en verdad aquellos Príncipes que se presentaban ante ella, aquella mujer, Leonor, de diecinueve años y aquel joven de diecisiete?
Y se le escapó la duda: «Pero, ¿son mis hijos?»
Mas, una vez hecha a la idea del cambio operado por el tiempo, reaccionó con normalidad, permitiéndoles que se retiraran para descansar de aquel largo viaje.
Todavía quedaba la otra parte de la negociación, la de conseguir su visto bueno para que Carlos gobernase en su lugar.
Chièvres se lo planteó a la Reina con habilidad. La cuestión era tan importante, que el cronista flamenco Laurent Vital nos lo relata con todo detalle: Dado que el buen Dios le había dado tantos reinos que gobernar y tan pesada carga para hacerlo con orden y justicia, y dado que también le había dado tal hijo, con tan buenas condiciones, ¿por qué no descansar en él, dejándole la carga del gobierno?
Y añadió algo más, muy significativo, algo para persuadir de lleno a la Reina: así tendría la satisfacción de ver cómo su hijo se iba formando como un verdadero rey:
Harías bien, Señora, en entregarle desde ahora el cargo, a fin de que en vida vuestra aprenda a regir y a gobernar vuestro pueblo[189].
Como cabía suponer, por las muestras constantes de la repugnancia que sentía la Reina hacia las materias de Estado, como si advirtiera que dada su incapacidad podía cometer grandes yerros, con la consiguiente carga de conciencia (algo que ya había manifestado cuando se produjo la muerte de Felipe el Hermoso, estando ausente su padre Fernando el Católico de Castilla), Juana accedió de buen grado a lo que Chièvres le proponía.
Y de ese modo Carlos V legitimaba a los ojos de todos su gobierno de España y se mostraba haberse comportado, desde el primer momento, como un buen hijo hacia su desventurada madre.
El cronista podía anotar, complacido:
Haciendo lo cual ha satisfecho a Dios y al mundo, como la razón lo quiere y enseña[190].
Carlos V cumplía así también lo que hemos visto que le había pedido el Consejo Real: su madre, la Reina, mantendría todos sus títulos. Él no sería el hijo soberbio e ingrato que la despojara de su rango regio. Ya no cabía aquella maldición con la que se le había amenazado, aquello de que Dios castigaba a quienes tal hacían. Él no quitaría a su madre en vida el honor que se le debía.
Juana seguiría siendo la Reina, aunque él tuviese el poder, también con título regio. Y puesto que Juana había dado su conformidad, y como aquella entrevista entre ambos, entre la Reina madre y el Rey hijo, se había realizado en un clima de afectuosidad y de buen entendimiento, el asunto había que darlo por zanjado.
Otro, y doloroso, se presentaba a Carlos y Leonor: la situación de su hermana Catalina. ¡Era su hermana pequeña, a la que no conocían más que de nombre! Infanta de España y, sin embargo, en penoso contraste con ellos, no parecía una princesa, sino una zafia muchacha del servicio.
En efecto, aquella chiquilla de diez años había crecido en el desamparo, siempre al lado de su desvariada madre que solo se cuidaba de tenerla cerca. De aspecto gracioso y dulce, con hermosos cabellos rubios —como casi todos los príncipes de la Casa de Austria—, iba vestida de tal modo que al ver su porte nadie la tomaría como una de las nietas de los Reyes Católicos. El contraste con sus hermanos Carlos y Leonor, tan lujosamente ataviados, no podía ser mayor. El cronista Laurent Vital describe con asombro su atuendo:
No llevaba más adorno, encima de su sencillo jubón, que una chaquetilla de cuero, o por mejor decir, una zamarra de España que podía valer dos ducados. Su adorno de cabeza era un pañuelo de tela blanco…
La hija vestida con sencillez, a lo más como lo pudiera estar la de un sencillo caballero, no lo estaba menos la madre. Y el alojamiento, a tono con aquella austeridad, cubierto con esteras y sin sombra de tapices. Si se añadía la terrible sujeción de la Infanta, viviendo día y noche aquel triste encierro en compañía de la madre, se comprende que los dos hermanos se apiadasen de ella, tratando de mejorar su situación, como hemos de ver.
Pero primero se dispuso aquel otro acto que Carlos V quería realizar: los solemnes funerales en recuerdo de su padre, en el convento de Santa Clara de Tordesillas, donde se custodiaba su cuerpo insepulto. Era también un acto de reconocimiento público de su amor filial y de hacer bien patente la grandeza del finado. Había, pues, una mezcla de sentimientos íntimos con los propios de glorificación de la dinastía ante un público expectante, con esa preocupación que tienen los poderosos de aprovechar oportunidades tales para afianzarse ante el sentir de los súbditos.
Estaba la iglesia llena de gentes —nos informa el cronista flamenco—… en un tan grande número que no se podía entrar ni salir sino con gran trabajo, que habían ido allí, tanto para ver al Rey como las ceremonias… Y añade, orgulloso de quién había sido su señor:
…jamás habían visto nada semejante ni tan auténtico y triunfante…[191]
Era un funeral regio, era el recuerdo de la muerte del rey Felipe el Hermoso; pero llevado a cabo con tal fausto que se convertía en un triunfo. En el triunfo de la dinastía.
Después de lo cual se imponía ya la reunión con el otro hermano, con Fernando, el nacido en Castilla y por tanto desconocido para Carlos, y la entrada triunfal en Valladolid.
Sobre su hermano Fernando tenía Carlos V preparado un plan cuidadosamente meditado, en el que le había aconsejado su abuelo, el emperador Maximiliano. No debía olvidar nunca que era su hermano, y tratarle como tal; pero dado que existía en Castilla un partido fernandino que le hubiera preferido como rey de España, en lugar de Carlos, era conveniente alejarlo lo más pronto posible, mandándolo a los Países Bajos, en espera de darle un digno acomodo en otra parte de los dominios de los Austrias.
Mas una cosa iba a ocurrir, y nada buena, sobre la que resulta difícil pronunciarse. Pues mientras ocurrían aquellas jornadas en Tordesillas, a principios de noviembre de 1517, agonizaba en Roa, apenas a 60 kilómetros de Valladolid, aquel anciano Cardenal que tanto había hecho por la Monarquía y tanto en favor de Carlos V.
En efecto, Cisneros había salido de Madrid para ir al encuentro de Carlos V. Un encuentro que para él hubiera sido gozoso, porque era tanto como entregarle personalmente el poder que se le había confiado, con el ánimo sereno de quien ha cumplido. Pero el anciano Cardenal, que ya tenía 81 años, no andaba bueno. Le apenaba el ver que pasaban los días y que el viaje de Carlos V se alargaba tanto; en primer lugar por no haberlo hecho en 1516, a poco de la muerte de Fernando el Católico. Después por haber esperado a tan entrado el verano de 1517, ya a las puertas del otoño. Y para postre, el llevar tan lentas sus jornadas, pues desde su desembarco en Asturias hasta su llegada a Tordesillas había pasado más de mes y medio. De forma que entre los servidores del Cardenal el comentario era unánime: todo era una maniobra del poderoso Chièvres para que Carlos V no se viera nunca con Cisneros, cuyos días estaban ya contados.
Lo cual tendría una consecuencia: que la opinión pública castellana acusara de ingrato al Rey por aquel despectivo olvido hacia quien tanto había hecho por él. Y Castilla perdía al buen gobernante que hubiera podido actuar sobre Carlos V, como contrapeso a las nocivas influencias de sus consejeros flamencos.
Un ambiente bien recogido por un cronista de excepción: Juan Ginés de Sepúlveda.
La muerte de un varón así resultó más penosa y preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles…[192] Por su parte, otro cronista, Alonso de Santa Cruz, concreta más sus acusaciones: la corte carolina estaba al tanto, día a día, del avance de la enfermedad del Cardenal:
… tenían noticia grande a menudo los que estorbaban estas vistas[193], porque del médico que le curaba recibían cada día avisos y hasta qué tiempo podía vivir, según natura…[194]
Por si fuera poco, Carlos V, mal aconsejado aquí, acaso por Chièvres, acaso por Mota, mandó una carta al Cardenal en la que daba por buenos sus servicios, permitiéndole retirarse a descansar a su arzobispado. Si hemos de creer a Santa Cruz, tal muestra de ingratitud afectó dolorosamente al Cardenal, acelerando su muerte[195].
Una muerte de la que tenemos un testimonio del obispo de Ávila, que asistió al Cardenal en sus postreros momentos. Sus últimas cartas ya no las puede firmar: sus manos son ya las de un cadáver, tan frías estaban:
… cuando vinieron al tiempo de las firmar ya tenía las manos tan débiles y tan heladas que no fue posible poderlas firmar…
Y llegó el final temido, que Cisneros muriese sin alcanzar lo que tanto deseaba: verse con Carlos V, con su nuevo y joven señor:
Gran juicio de Dios ha sido éste —se lamentaría el buen obispo de Ávila— que no le dexasse ver a S. A….[196]
Con su escueta manera de recordar el pasado, cuando no se trataba de lances de guerra, Carlos V lo rememora en sus Memorias:
Y continuando su camino hasta Tordesillas, fue a besar las manos a la Reina, su madre; y partiéndose de allí y yendo a Mojados, halló al infante don Fernando, su hermano, al cual recibió con grande y fraternal amor. En este tiempo murió el cardenal fray Francisco Ximénez, que el Rey Católico[197][ había dejado por Gobernador de los dichos Reinos…[198]
Era otra operación diplomática de urgencia: atraerse a aquel muchacho (Fernando tenía entonces catorce años) cuyos partidarios tanto habían intrigado para convertirlo en el heredero de los Reyes Católicos, desplazando a Carlos V. Desde Middelburg, poco antes de embarcar para España, ya Carlos había escrito a su hermano, advirtiéndole que no toleraría cualquier desacato y ordenándole que apartase de su lado «aquellos malos servidores» que tal le aconsejaban:
Muchas veces y por diversas partes, he sido informado que algunas personas de vuestra Casa se ponían en cosas que eran en deservicio de la cathólica Reina, mi señora[199], e mío e daño vuestro, y otros hablaban palabras feas y malas en desacuerdo y perjuicio de mi persona, hacían otras cosas dignas de mucho castigo…
Entre aquellos que Carlos tenía por alborotadores y malos consejeros de su hermano estaban el comendador mayor de Calatrava y el obispo de Astorga, a quienes Fernando debía apartar de su Casa, mandándolos a que residieran en su encomienda, el Comendador, y en su Obispado el prelado[200].
Sin duda, fue otro acierto de la diplomacia carolina el atraerse al jovencísimo Infante, en lo que tuvo buena mano el cardenal Cisneros. Pero todo lo comenzado, toda aquella mejora en las relaciones entre los dos hermanos, tan beneficiosa para la paz del Reino, había que confirmarlo. De ahí la importancia del primer encuentro entre ambos.
Aquí la referencia del cronista flamenco Laurent Vital está llena de colorido. Mientras buena parte del cortejo carolino se dirigía ya a Valladolid, Carlos se desvió de su camino hacia levante, para ir al encuentro de su hermano, cuando supo que se hallaba en Mojados. A mitad del camino se encontró con su tío, don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, hijo natural de Fernando el Católico, que acudía a reverenciarlo. Poco después llegaba el propio Infante, acompañado de fuerte guardia y de gran número de nobles castellanos. Podía parecer que se trataba de mantener un pulso, mas al encontrarse ambos, Fernando descabalgó e hizo las reverencias al Rey que mandaba el protocolo, dando muestras de tan sincero acatamiento[201] que ya no se borraría de la memoria de Carlos V.
… halló al infante don Fernando, su hermano, al cual recibió con grande y fraternal amor…
De esa buena armonía dependían muchas cosas, y la primera la paz en España. Y aun bastante más. Proféticamente lo diría Laurent Vital, testigo de aquel primer encuentro:
Ciertamente es de esperar que estos dos nobles Príncipes hermanos, e hijos[202] de Emperador[203] y de Rey[204], en el tiempo futuro Dios dispondrá para ellos grandes tareas…[205]
La primera muestra de cuán estrechamente quería vincular Carlos a su hermano la dio en seguida, teniendo antes de su entrada triunfal en Valladolid un capítulo de la Orden del Toisón de Oro en el monasterio franciscano del Abrojo, para imponer a su hermano el preciado collar de la Orden.
A partir de ese momento ya se podía preparar la entrada triunfal en Valladolid. Hasta entonces, el viaje de Carlos por España había sido mero tránsito. Pero Valladolid ya era una meta. Con tanta frecuencia corte de la Monarquía, asiento de su Chancillería más antigua, Valladolid era ya como el corazón de Castilla, donde además el Rey había convocado sus primeras Cortes del Reino.
Por lo tanto, una entrada que tenía que ser triunfal, como la que las historias contaban que hacían los grandes vencedores en la Roma imperial.
Y así el pueblo castellano, arracimado en sus calles y plazas, pudo contemplar la magnífica entrada de su nuevo Rey. En primer lugar las habituales demostraciones del poderío regio: las armas. Primero, formaciones de infantes: las guardias de Espinosa. Tras ellos, la caballería regia. A continuación, los grandes señores de Castilla. Era como el anuncio de todo el esplendor que llegaría después: aquellos príncipes de la Casa de Austria, los nuevos amos de España y de media Europa: Carlos, Fernando, Leonor. No agrupados, sino escalonados, porque aquí también el pueblo tenía que ver las jerarquías; de forma que el primero en aparecer era Fernando, llevando a su diestra y siniestra al cardenal Adriano y a don Alonso, el arzobispo de Zaragoza. Y a conveniente distancia Carlos, el nuevo rey de Castilla y de España entera, de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y señor de las Indias occidentales; iba Carlos escoltado por los embajadores de la Cristiandad, sobresaliendo el del Papa y el del Emperador. Le seguía ya, en aquel desfile, doña Leonor, acompañada a respetuosa distancia por el señor de Chièvres, que en todo caso ya era señalado como el hombre fuerte del nuevo poder; y a su imitación, el resto de las damas de doña Leonor iban asistidas de algún caballero de la Corte. Cerraban el desfile otras formaciones militares: los arqueros de la guardia del Rey.
Damos tan particular cuenta de la primera entrada triunfal de Carlos V en Valladolid que, como asiento de las próximas Cortes de Castilla, asumía la capitalidad del Reino, para marcar algo más que su simbolismo, ese simbolismo con el que el poder se mostraba al público, para afianzar su poderío. Porque la pregunta que nos hacemos es en qué medida se consiguió ese objetivo.
En efecto, ¿qué es lo que vio principalmente el pueblo castellano agolpado en las calles de Valladolid? Una gran demostración de poder, sin duda. El lujo de aquella Corte borgoñona que ahora se instalaba en España. Por lo tanto, la nota extranjera: los Adrianos de Utrecht, los Chièvres, los Sauvages. La serie de damas vestidas a la moda de su país, tan distinto al de Castilla, como lo iba la propia doña Leonor. Y además, la extrema juventud: don Fernando —que, por lo demás, era el más querido—, un chiquillo que apenas si contaba catorce años. Y en la cumbre de todo el sistema, el nuevo príncipe, el Rey que se había arrogado la realeza en vida de su madre, la reina doña Juana: Carlos, que era también otro muchacho con aspecto ausente, bien joven pues no tenía más que diecisiete años. Y la gente comentaba: «Ese es el hijo de Felipe el Hermoso». Ahora bien, Castilla tenía mal recuerdo del rey Felipe.
Por otra parte estaba el doble hecho inquietante de su extranjería, por un lado, y de su temprana edad, por el otro. Castilla estaba habituada al gobierno de maduros hombres —y mujeres— de Estado: de Isabel la Católica, de Cisneros, de Fernando el Católico, y últimamente otra vez de Cisneros. Con ellos, Castilla había salido de su aislamiento internacional, había entrado en el gran escenario europeo, había culminado grandes hazañas, que la habían convertido en una potencia mundial, la única que parecía capaz de enfrentarse con el temible poderío turco, la gran amenaza de la Europa cristiana que golpeaba por Oriente. Y ahora, todo ese poderío, todas esas expectativas hispanas, toda esa grandeza desplegada en la Europa mediterránea y todo lo que ya se anunciaba más allá de los mares, pasaba a manos de un joven señor venido del lejano Flandes, del que se decía que tenía su voluntad ganada por otro flamenco, aquel señor de Chièvres que con tanta arrogancia seguía en el cortejo a doña Leonor de Austria.
Por lo tanto, una muchedumbre contemplando aquel desfile, pero poco entusiasmo entre los espectadores. La propia villa de Valladolid parecía contagiada de esa frialdad castellana. El cronista Laurent Vital se asombra de los pobres arcos triunfales que la ciudad había levantado. Lo que había hecho Valladolid no era gran cosa, comenta el cronista, si bien busca una disculpa: … no tiene costumbre de tales tareas…[206]
Estaba claro que daba comienzo una difícil etapa de transición, de acomodamiento entre el rey y el pueblo, entre el señor de Flandes y sus nuevos súbditos de Castilla. Y todos eran conscientes de ello. Empezando por Fernando el Católico, si bien el viejo Rey en las últimas recomendaciones a su nieto Carlos está obsesionado por un temor: lo que le ocurriría a su muerte a Germana de Foix, su mujer.[207] Pero era evidente que aquel relevo en el poder abría muchas incógnitas. El propio obispo Mota advertía a Cisneros el 8 de marzo de 1516: el príncipe Carlos no carecía de buenas condiciones, pero nada sabía de sus nuevos dominios, empezando por desconocer su idioma. Y además, lo que era más grave, estaba demasiado influido por sus consejeros flamencos, en particular por Chièvres, lo que era un peligro para España, dada la codicia de aquellos consejeros. Y lo mismo ocurría en política exterior, donde contrastaba la pugna anterior de los Reyes Católicos con los reyes de Francia, con la francofilia manifiesta de Chièvres (que no era otra que la que había sustentado diez años antes Felipe el Hermoso); y tanto, que hacía firmar a Carlos, en sus cartas a Francisco I, como «humilde servidor y vasallo», dejando prevalecer aquella condición primera de conde de Flandes.[208]
No poco de tales novedades trascendieron a la opinión pública, cuando no las sospecharon. Que los grandes señores flamencos miraban la empresa de España como una vasta operación económica de la que iban a sacar notables provechos se deduce por muchas vías; una operación que suponía, en principio, un alto coste que había que financiar, para lo que la corte de Bruselas acudió a las arcas del rey Enrique VIII de Inglaterra; posiblemente por la facilidad que deparaban las buenas relaciones con Londres, donde el rey de Inglaterra estaba desposado con Catalina de Aragón, tía carnal de Carlos V. Curiosamente, el préstamo de 100.000 florines de oro concedido por Enrique VIII, que sirvieron para financiar el primer viaje de Carlos V a España, estaba respaldado únicamente por los grandes señores flamencos de la Corte de Carlos V: Felipe de Clèves, señor de Ravenstein; Carlos de Croy, príncipe de Chimay; Enrique, conde de Nassau y señor de Breda; Guillermo de Croy, señor de Chièvres; Juan de Sauvage, canciller y señor de Descambelze, y por último, Antonio de Lalaing, señor de Montigny y Tesorero.[209]
Por lo tanto, no era extraño que un clima de desconfianza reinase en Castilla ante aquella invasión que les venía de Flandes y que no auguraba nada bueno para el futuro del país.
En ese ambiente tuvieron lugar las primeras Cortes de Castilla convocadas por Carlos V en Valladolid y celebradas en 1518.

§. Las Cortes castellanas de 1518
La desconfianza de Castilla hacia el nuevo gobierno de Carlos V estaba también, sobre todo, en relación con las mercedes sin cuento que el joven Rey estaba concediendo a sus consejeros flamencos. Era como un despojo que no tuviera fin, y hasta tal punto que lo llevado a cabo en el primer año del reinado de Carlos V, en 1516, hacía temer a López de Ayala —el comisionado de Cisneros en la corte de Bruselas— que se hiciera a Castilla:
… subjeta al condado de Flandes…[210]
Y se comprende, dada la cascada de regias recompensas realizadas a favor de los señores flamencos sobre dignidades y bienes de la Monarquía Católica.
El más beneficiado había sido Chièvres, a quien Carlos V había hecho, por su real cédula de 20 de abril de 1516, contador mayor de Castilla. Antes de acabar el año, el 24 de diciembre, se le nombraba capitán general del mar en la Corona de Aragón y almirante de Nápoles. Y no bastando eso, se le hacía señor del ducado de Sora, Castellaneta, Vico, Santa Ágata y Rocca Guglielma en el reino de Nápoles. [211]
Otros señores flamencos recibían mercedes en Indias. Y su alto clero no quedaba atrás: Adriano de Utrecht recibía el obispado de Tortosa y Ludovico Marliano el de Tuy.
A todos excedió lo conseguido por el sobrino de Chièvres, Guillermo de Croy, un jovencillo de 17 años al que se le otorgaba nada menos que el arzobispado de Toledo. La perla de la Iglesia española, su mitra más importante, concedida a un flamenco. ¡Que el sucesor del gran cardenal fuera un muchacho imberbe y extranjero era un alarde de prepotencia, un desprecio a los sentimientos nacionales de Castilla!
Con razón, pues, la opinión pública castellana estaba entre alarmada e indignada, aunque es posible que en la decisión de Carlos influyera la presión de algunos nobles, como el marqués de Villena, que antes que ver en la mitra toledana a un personaje poco grato, prefirieron apoyar al compañero juvenil del Rey[212]. Pero la opinión pública no sabía nada de tales manejos cortesanos, mientras que lo que verdaderamente contaba era que la Iglesia española había sido humillada; y eso era tanto como humillar a la nación entera. El malestar era tan grande que en Valladolid se hacía la vida imposible a los flamencos del cortejo de Carlos V, en especial cuando la dificultad de encontrar alojamiento llevó a los aposentadores a una medida extrema: acomodarlos en casa de los clérigos de la Villa, vulnerando sus antiguos privilegios. Las quejas de la clerecía fueron inmediatas y procedieron con todas sus fuerzas contra ellos, en especial en las iglesias. Laurent Vital nos lo cuenta gráficamente:
… nos daban con la puerta en las narices…
Y cuando se quejaban, oyeron la amenazadora respuesta:
… que era mala cosa encolerizar a los curas en Castilla…[213]
Así las cosas, y en un ambiente tan tenso, se abrieron las Cortes castellanas de 1518. Carlos V había nombrado a Sauvage como presidente, poniendo a prueba la resistencia de la institución; pero tuvo que ceder, ante la fuerte oposición encontrada, pues los procuradores se negaron a reunirse. Fue designado entonces el obispo Mota, dando comienzo las sesiones el 9 de febrero.
Dos días antes se procedió con toda solemnidad a rendir el pleito homenaje al Rey, dentro de la más estricta tradición medieval. En las primeras horas de la mañana fueron llegando los más destacados personajes de la nobleza castellana a la casona-palacio donde se alojaba Carlos. De allí salió la comitiva regia hacia la cercana iglesia de San Pablo, el Rey montado a caballo y siendo precedido por el conde de Oropesa que portaba la espada regia, como símbolo de la Justicia. El día, como de febrero, estaba lluvioso, incluso con copos de nieve:
… hacía muy mal tiempo…
relataba el cronista.[214]
Después de la solemne misa, se procedió a la ceremonia del juramento y pleito homenaje ante el Rey, sentado en su sillón puesto en alto ante el altar mayor; detrás de él, se veía al cardenal Adriano, el futuro Papa, con los santos Evangelios. Y se inició el desfile de los presentes ante su Rey, empezando por sus hermanos Fernando y Leonor, siguiendo por la alta nobleza y el alto clero y terminando por los procuradores representantes de las dieciocho ciudades con voz y voto en las Cortes; todos besando la mano del Rey en señal de su acatamiento. Una ceremonia doblada con la que vino a continuación de pleito-homenaje:
… que es cosa mucho más firme, sin comparación, que hacer juramento, porque es un juramento que no se puede faltar a él sin cometer caso de traición[215].
La ceremonia se terminó con el juramente de Carlos, con su mano diestra sobre los Evangelios, de cumplir como un buen rey para sus nuevos súbditos. Dos días después se abrían las Cortes.
Estamos ante una de las Cortes castellanas de mayor valor para el conocimiento del pensamiento político de la época. Frente a la tendencia absolutista de la Monarquía, haciendo hincapié en el origen divino de su poder, las Cortes alzan su propia voz: por el contrario, el poder está en la república, y si el rey reina y gobierna, es por un pacto callado. Y son estas mismas palabras las que se emplean, como hemos de ver.
En un principio, conforme mandaba la costumbre, las Cortes oyeron el discurso de la Corona, pronunciado por el obispo Mota. Tratándose de unas Cortes especiales, pues eran las que habían jurado como rey a Carlos, pero también las que se suponía que iban a exigir el reconocimiento por la Corona de los antiguos privilegios de Castilla, Mota comenzó su discurso con una loa a los procuradores presentes:
El Rey nuestro señor, honrados caballeros, está muy satisfecho de vosotros…
Todo el acto de la jura, tenido el domingo anterior en la iglesia de San Pablo, se había celebrado de forma solemne,
… con tanta fidelidad, acatamiento, reverencia y silencio
Y a continuación, en justa correspondencia, la promesa regia:
Dice más Su Majestad, que su intención y determinada voluntad ha sido y será siempre guardaros vuestras preeminencias y privilegios y buenas costumbres…
Era evidente que la nación estaba alarmada. Mota trata de ganar la confianza de las Cortes: ¿Por qué se había puesto en viaje el Rey? ¿Para qué estaba en España?
… vino a España para guardarlas, no para quebrantarlas. A partir de ese momento, Mota enfoca la cuestión del día: el servicio que el Rey esperaba de las Cortes; esto es, el dinero que los procuradores debían votar para ayudar a su Rey. Y, para ello, les recuerda las nuevas obligaciones que Carlos tenía, no solo de cara a Castilla, sino también de cara a Europa. Se dará cuenta de la victoria que el gran enemigo de la cristiandad había tenido sobre «el Soldán de Egipto»; era, como si dijéramos, la noticia del día. Y ya Carlos V considera que él tenía que salir al paso de aquella amenaza, porque a ello le obligaba su ejecutoria; que no en vano era rey:
… y rey cristiano y tener nombre de católico, y venir y descender de reyes, que tantas y tan gloriosas victorias han habido contra los infieles…
Y la complicación que supone para Castilla la nueva dinastía se anuncia rotundamente, porque su nuevo rey tenía la mayor frontera con el Islam, añadiéndose a las viejas fronteras marítimas de Nápoles y sur español, las que ahora se tenían hacia Constantinopla. Se daban ya como propias las fronteras austriacas, y a ellas se alude directamente:
… porque ancha parte del patrimonio del Emperador confina con el Turco, por parte de Constantinopla…[216]
El Emperador, esto es, Maximiliano I, el abuelo de Carlos V, que ya sentía la amenaza otomana por su frontera oriental. Era como augurar las correrías turcas sobre Austria, de 1529 y 1532, y lo que es más notable, como si el título imperial lo tuviese Carlos V en la mano. Y como era tanto el esfuerzo en pro de Europa que se va a solicitar de inmediato a las Cortes castellanas, vendría al punto el obligado halago. Se proclamará que el Rey tiene a Castilla como:
… la fuerza de todas sus fuerzas, con el cual [Reino] se conquistan y defienden los otros…
A ese discurso de Mota contestaría el procurador burgalés Zumel, en nombre de toda la corporación. Y se hace eco de una antigua concepción política, distinta a la tesis del origen divino del poder regio: la del contrato tácito entre Reino y Rey, por el cual se entendía que el Reino servía al Rey con sus tributos y le ayudaba con sus gentes en caso de guerra, mientras que el Rey se obligaba a una buena justicia. Por lo tanto, el Rey al servicio del Reino. Y así llegaron hasta los oídos de Carlos V aquellas altivas palabras:
En verdad —habló Zumel— nuestro mercenario es, e por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos e ganancias suyas e le sirven con sus personas todas las veces que son llamados…
Eso obligaba gravemente al Rey, y de ahí la severa advertencia de Zumel al monarca:
Pues mire Vuestra Alteza[217] si es obligado por contrato callado a los tener e guardar justicia…[218]
El mejor alcalde, el rey; el mejor juez, el rey. Era un deseo popular que recogería la literatura. Para lo cual, era preciso que el rey eligiera bien a sus ministros, conforme a la sentencia bíblica:
Juzgarás a mi pueblo y escogerás varones prudentes, temerosos de Dios que tengan sabiduría e aborrezcan la codicia.
Tal era el recuerdo que había dejado Isabel la Católica, tenida por eso como modelo de reinas. Y como había advertido que no debía dejarse entrar a los extranjeros en el gobierno del Reino, las Cortes se lo recuerdan a Carlos V. La Reina pensaba en lo que ocurriría a su muerte, con la llegada de Felipe el Hermoso a España, pero la situación no podía ser más parecida, con la llegada de Carlos V a la muerte de Fernando el Católico. De ahí la petición de las Cortes al Rey:
Vuestra Alteza mande ver las cláusulas del Testamento de la reina doña Isabel, nuestra señora, que haya gloria, que en esto hablan…
Y, junto con la acostumbrada referencia al matrimonio, para que garantizara una de las misiones prioritarias de la realeza, lograr la tranquilizadora sucesión, una petición urgente: que aprendiera el castellano, para que entendiera y fuera entendido por sus súbditos.
Algo tan razonable que Carlos lo promete de inmediato:
A esto se vos responde que nos place dello e nos esforzaremos a lo fazer…
Es más, ya Carlos lo estaba intentando:
… e ansí lo habemos ya comenzado a hablar con vosotros e con otros destos nuestros Reinos.
Una cuestión quedaba pendiente, e importante: las Cortes castellanas tenían noticia de las negociaciones del Rey con Francia, en torno a una posible devolución de Navarra a la Casa Albrit. ¡Gran alarma! ¿Estaría en peligro la última gran obra política del rey Fernando, la que había cerrado la unidad territorial de la Monarquía hispana? Las Cortes aquí se mostrarían unánimes: el Rey debía mantener a Navarra incorporada a Castilla
… por ser la llave principal destos Reinos…
Para ello le ofrecían todo lo que tenían: vidas y hacienda[219].
Al lado de las tradicionales peticiones de las Cortes, en cuanto a que se exigiese la residencia a todas las justicias del reino, a que no se sacase ni oro ni plata, a que no se enajenasen los bienes de la Corona, y a que no se exportasen caballos[220], nos encontramos con otras muy significativas, relacionadas con lo que se estaba viviendo en Castilla: la llegada al poder de un rey extranjero.
De entrada, aquel Rey quería imponer usos nuevos, como el tratamiento casi divino de Majestad, frente al tradicional usado en Castilla para sus reyes de Alteza; cosa a la que se resistieron las Cortes.
Y estaba también la cuestión, dudosamente resuelta, del trato que se estaba dando a la reina doña Juana. ¿En verdad estaba incapacitada para regir sus Reinos? Las Cortes no lo tenían muy claro. De ahí que su primera petición a Carlos fuera que a doña Juana se le devolviera todo el rango a que tenía derecho.
… como Reina destos Reinos. Su nombre debía anteceder al de Carlos en todos los documentos. Y sus derechos regios ser reconocidos, de forma que si recobraba la razón, Carlos, el hijo, dejara todo el poder en sus manos.
Era tanto como señalar al Rey cuánto se dudaba de la locura de doña Juana. ¿No se trataría de una mísera conjura, para que aquel joven señor venido de Flandes usurpase el poder?
Una duda que volvería a brotar con toda su fuerza, cuando se produjese a poco el alzamiento de las Comunidades[221].
Por supuesto, las Cortes insistirían además en otros dos puntos: que no se diesen cargos a extranjeros y que el infante don Fernando no saliese de España hasta que Carlos no tuviese hijos.
Ahora bien, concedieron a Carlos un buen servicio de doscientos millones de maravedíes a pagar en tres años.[222]

§. La vida familiar del rey: Catalina, Fernando, Germana de Foix
Recojamos ahora otro aspecto distinto, pero tan importante para captar a nuestro personaje: su vida familiar. Carlos había dejado en los Países Bajos a sus hermanas Isabel y María. Acompañado de la mayor, doña Leonor, se encontraban en España a los dos Infantes que habían nacido aquí, Fernando (en Alcalá de Henares y en 1503) y la más pequeña, a la hija póstuma de Felipe el Hermoso, a Catalina, nacida en 1507. Para ambos, el Rey tenía previsto un cambio sustancial de sus vidas. Para Catalina, simplemente, sacarla de aquel cautiverio de Tordesillas e incorporarla a su Corte, junto a doña Leonor. En cuanto a Fernando, el problema era más delicado, por lo que suponía, tanto él como su partido, en relación con sus aspiraciones al trono de España.
El caso de la infanta Catalina, su tristísima niñez viviendo el cautiverio de la madre doña Juana en Tordesillas, conmovió tanto a Carlos como a Leonor, cuando lo comprobaron ellos mismos en su visita a la reina madre. De inmediato, se propusieron sacar a la Infanta, su hermana, para que viviera ya con ellos, con el rango que le correspondía.
Fue un plan que vivió emocionada toda la Corte y que nos transmite fielmente el cronista Laurent Vital.
Según esa información, los servidores del Rey penetraron de noche en la cámara de la Infanta, haciendo un hueco en su pared, y la sacaron de Tordesillas, llevándola bien acompañada en una litera a Valladolid, donde la esperaban impacientes sus hermanos, siendo alojada en la misma casa de doña Leonor.
Y añade Laurent Vital, como testigo de vista:
Con la llegada de esa gentil princesa toda la Corte se sintió muy alegre. La vi entrar e ir al cuarto de su hermana, por una galería, y la llevaba de la mano el señor de Traseignies, y la señora de Chièvres de la otra mano, y llevaba la cola de sus vestidos la señora de Beaumont[223]
De ese modo abandonaba su cautiverio y se incorporaba a la Corte, con todo el rango que le era debido como infanta de España, la hasta entonces desvalida Catalina.
Sería por poco tiempo. Pues los lamentos de su madre, la Reina, serían tales y tan desgarradores (« ¡Me han robado a mi hija!», no cesaba de clamar, desesperada) que Carlos V tuvo que consentir en que Catalina volviese a Tordesillas, si bien teniendo su cámara propia y con otros cuidados en trato y servicio, como los que correspondían a su categoría principesca.
Aquella chiquilla de diez años aún tendría que vivir otros ocho años en el retiro de Tordesillas, asistiendo a jornadas históricas de primera magnitud, como la rebelión de las Comunidades de Castilla, con su forcejeo por el dominio de aquella Villa, de tanta significación política, antes de su cambio radical de vida, al desposar en 1525 con el rey Juan III de Portugal.
Entonces la Infanta pasaría, definitivamente, de un cautiverio más o menos dorado, a reina del Reino más rico de la Cristiandad, jugando ya un papel de primer orden en el tablero de la Europa renacentista.[224]
Algo de lo que tendremos ocasión de hablar.
Quedaba para el Rey, Carlos de Flandes, resolver otra cuestión más peliaguda: la suerte de su hermano Fernando. En Bruselas se conocían los manejos del partido fernandino en Castilla para que Fernando desplazara a Carlos, con su argumento de que el trono de España no podía ser ocupado por un extranjero; de forma que el nacido en Alcalá de Henares debía ser preferido al que lo había hecho en Gante. Aunque entonces se tomaron medidas, como las ya indicadas de apartar del lado de Fernando a los más destacados cabecillas de aquel bando, el propio emperador Maximiliano I consideró que lo más seguro era resolver de una vez por todas el conflicto, sacando a Fernando de España; y para endulzarle la medida, se le hizo ver que si se conformaba con ello, se le aseguraba un digno destino, al frente del patrimonio territorial que la dinastía poseía en el centro de Europa.
Una decisión que se enfrentaba con el deseo de Castilla de que el Infante no saliese de España. A fin de cuentas, Fernando era el primero en la lista de los que tenían derecho al trono, en caso de que Carlos muriese, dado que el Rey todavía no se había casado y, por lo tanto, carecía de herederos propios. Y esa situación se prolongaría hasta 1527, de forma que durante esos nueve años, quien podía convertirse en el nuevo rey se hallaría a cientos de leguas de distancia.
Pero el plan regio se cumplió en aquel mismo año de 1518. Una flota fue preparada en Laredo, y allí hubo de dirigirse el infante don Fernando, aunque sus partidarios trataron de aplazar el viaje. Dejando su pequeña Corte de Aranda de Duero, Fernando llegó en el mes de mayo a la costa santanderina y el 23 embarcaba, rumbo a los Países Bajos.
Noticia tan esperada por Carlos V, que un mensajero tenía la orden de estar listo y con el pie en el estribo, para salir a galope cuando le viera embarcar, llevándole aquella para él tan buena nueva.[225]
Buena para él, pero lamentable para la mayoría de los castellanos, como el fidedigno cronista Sandoval recogería medio siglo más tarde:
la ida del Infante destos Reinos pesó a muchos, y se comenzó a murmurar[226]
Más placentero resultó para Carlos V atender el ruego de su abuelo Fernando el Católico en cuanto a que no abandonara a la reina viuda Germana de Foix:
… no le queda, después de Dios, para su remedio sino solo vos[227]
Y Carlos tomó muy a pecho el ruego del abuelo. Ya en su primera entrevista con doña Germana «besó y saludó» a la Reina, mostrándose igual de afectuoso con las damas de su Corte. Y Laurent Vital, testigo de vista, añade este rumor:
… oí decir que había conquistado entonces el amor de una dama…
¿Quién era esa dama? Sin duda, muy principal, pues en su honor ordenó el joven Rey que se hicieran torneos y se celebrasen banquetes. Todo era poco para aquel joven enamorado:
Y no era maravilla, porque a gentes enamoradas nada les es imposible[228].
El Rey tenía entonces diecisiete años y no es extraño que se dejara ganar por una mujer de veintinueve, atractiva, que todavía estaba lejos de aquel padecimiento que le llevó más tarde a la penosa obesidad que después tanto la afearía.
Unas relaciones amorosas que se dejan entrever por el relato del cronista. Así, el palacio del Rey y la casona donde vivía doña Germana en Valladolid estaban fronteros, pero eso no bastaría a Carlos V, quien ordenaría que se alzase un puente de madera:
… para que el Rey y su hermana pudieran ir en seco y más cubiertamente a ver a la dicha Reina…
Unas visitas que eran correspondidas, pues también Germana de Foix aprovecharía la oportunidad que le deparaba el puente, escapando al comentario de las gentes:
… y también la dicha Reina iría por él al palacio del Rey…
¿Visitas protocolarias? ¡No! Visitas secretas o, lo que es lo mismo, visitas amorosas:
Y sirvió de mucho —es otra vez el cronista quien nos informa—… y, sobre todo a los enamorados, porque más fácilmente podían ir por él a visitar a sus amados y enamorados…[229]
Pese a ello, pese a tan reveladoras indicaciones del cronista flamenco, los historiadores actuales han ignorado esas andanzas del joven Rey. Sería preciso que una profesora valenciana, Regina Pinilla Pérez de Tudela, encontrase en Simancas las pruebas documentales de estas relaciones, al realizar su Tesis Doctoral sobre Germana de Foix; la Reina dejaba en su Testamento su joya más preciada a su hija, la infanta Isabel:
Ítem, legamos y dexamos aquel hilo de perlas gruesas de nuestra persona, que es el mejor que tenemos, en el que hay ciento y treinta tres perlas…
¡Un collar de 133 perlas gruesas! La joya no era cualquier cosa. ¿Y a quién se la lega la Reina?
… a la serenísima doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de su Majestad del Emperador, mi señor e hijo… Por lo tanto, Germana de Foix deja marcada, sin lugar a dudas —y en un documento tan fidedigno como es su Testamento— quién era el padre de aquella Isabel de Castilla: el Emperador. Nada dice expresamente de la madre, aunque bien podía suponerse; eso lo atestiguará, como veremos, el duque de Calabria, su marido.
Una hija que se criaba ausente, acaso en la Corte de la Emperatriz, pues doña Germana hacía años que residía en Valencia, como virreina del Reino valenciano. Pero, naturalmente, seguía acordándose de su hija. Y así añade en su Testamento:
Y esto (lo hago) por el sobrado amor y voluntad que tenemos a Su Alteza…[230]
Y su viudo, el duque de Calabria, perfecto conocedor de todo aquel embrollo familiar, comenta en carta dirigida a la Emperatriz:
Vea V. M. el legado de perlas que dexa a la serenísima Infanta doña Isabel, su hija. V. M. Mandará screvirme si es servida que se le embíen con hombre propio…
Tal ocurría en octubre de 1536. Para entonces, Carlos V ya había tenido dos hijas con la Emperatriz: María y Juana. Pero en la Corte de su esposa se criaba esa otra hija suya, Isabel, a la que los duques de Calabria dan también el título de Infanta, aunque evidentemente sin que tuviera derecho a ello, ya que no tenemos noticia de que Carlos V la hubiera reconocido como hija. Añadamos que doña Germana acompañó a Carlos V hasta Barcelona, donde casó en 1519 con el marqués de Brandemburgo; era la forma imperial de dar por terminada aquella relación amorosa.

§. Al encuentro de aragoneses y catalanes
El 22 de marzo, Carlos salía de Valladolid acompañado todavía de su hermano Fernando. En Aranda se despedirían, debiendo Fernando, como ya hemos visto, dirigirse hacia Laredo, para embarcar hacia los Países Bajos. Tardarían años en volver a verse.
El viaje de Carlos a sus reinos de la Corona de Aragón también tenía sus dificultades. Asimismo en Aragón había existido la sospecha de que otro personaje de la familia real se quería alzar con el poder.
Se trataba del arzobispo de Zaragoza don Alonso, hijo natural de Fernando el Católico. Y es posible que hubiera algo de cierto, si hemos de creer al dicho: explicatio non petita, accusatio manifesta. Pues a ese tenor, el 16 de marzo de 1516 mandaba a Bruselas don Alonso de Aragón a un enviado especial, don Juan de Aragón, con la misión de encarecer al Rey que él no tenía culpa alguna sobre los rumores que habían corrido en cuanto a su intento de hacerse con la Corona de Aragón:
… que me había de alzar con los Reinos…[231]
Por el contrario, don Alonso haría los mayores extremos para asegurar a su regio sobrino de su fidelidad sin fisura alguna:
… fasta derramar la sangre y perder la vida…[232]
Pero no debía de estar demasiado seguro de ello Carlos. Y tanto, que prohibiría a su tío, el arzobispo don Alonso, que fuera a visitar a la reina doña Juana, medida que agravió y mucho al Arzobispo[233].
Evidentemente, en la prohibición al Arzobispo había algo más que una cuestión familiar. Que de pronto sintiera don Alonso de Aragón tanto deseo por ver a su hermanastra había que achacarlo, más que a un repentino amor fraterno, a una labor de información, como si se dudara por los aragoneses de la incapacidad mental de doña Juana y, en consecuencia, del derecho de Carlos a gobernar el país como verdadero rey. Sin que faltara el temor de que don Alonso quisiera intrigar en Tordesillas, para conseguir el favor de la Reina para esas aspiraciones que se le atribuían a convertirse en rey de Aragón.
En su viaje a Zaragoza, una vez separado de su hermano don Fernando, Carlos lo hizo acompañado de su hermana Leonor y de Germana de Foix.
Carlos hizo su entrada en Zaragoza el 9 de mayo de 1518. Encontró una buena acogida de la población, lo que le hizo creer que en breve podría celebrar las Cortes, ser jurado rey, obtener algún subsidio y continuar aquel mismo verano, o a lo más en otoño, su ruta hacia Barcelona.
No sería así. Por primera vez conocería Carlos las dificultades que entrañaba el negociar con las Cortes de la Corona de Aragón, bien reino tras reino, en lugares y fechas distintas, bien reunidas todas ellas —aragonesas, catalanas y valencianas— en un mismo sitio y a la vez. De forma que su esperanza de estar a principios del otoño en Barcelona, donde había convocado las Cortes catalanas para el 2 de octubre, se vio frustrada.
En vano hizo el Rey el mayor esfuerzo para convencer a los aragoneses, en el discurso inaugural de las Cortes aragonesas, iniciadas el 20 de mayo de 1518 en el palacio de la Diputación. Allí les recordó cómo había dejado sus tierras natales de Flandes:
… olvidamos el amor natural de tal patria, donde nacimos, a lo cual todos los mortales son inclinados…
Afrontó el peligro de la mar y el que quizás pudiera acecharle en tierra, como a su padre Felipe el Hermoso; donde se desliza una sospecha hacia aquella temprana muerte. Pero atendiendo a las peticiones de los embajadores que le llegaban de España, y entre ellos, del reino de Aragón, se había puesto en camino. Y en Castilla había sido jurado por rey y señor de aquel Reino y ayudado con un servicio de doscientos millones de maravedíes:
… que es el mayor servicio que nunca en aquellos Reinos se hizo a los Reyes nuestros predecesores…
Era lo mismo que esperaba del reino de Aragón: el juramento de fidelidad y un buen servicio.
Como en ocasiones similares, en el discurso de la Corona se entremezclarían los halagos al país con las exhortaciones a su buen comportamiento. El Reino aragonés era proclamado como el principal de aquella Corona (idea ciertamente que es dudoso que compartieran catalanes y valencianos):
de todos los reinos nuestros marítimos de la corona de Aragón, de los cuales este Reino es cabeza y están a él unidos…
Para acabar de impresionar a sus oyentes, se haría un alarde de la prepotencia internacional del nuevo rey que les llegaba a los aragoneses; no era Carlos un príncipe cualquiera. Con el Papa tenía estrecha alianza:
y le hallamos muy propicio y benigno en nuestras cosas…
El Emperador era no solo su abuelo, sino también su deudor, cosa razonable pues sus dominios eran el patrimonio familiar:
su Estado y nuestro…
Con el rey de Francia Francisco I había establecida confederación, apoyada con futura alianza matrimonial[234], y además le había concedido la Orden del Toisón de Oro; como también la tenía el rey de Inglaterra Enrique VIII:
nuestro tío y hermano…
No menos estrecha era la alianza que tenía con el rey de Portugal. Y no quedaba ahí la cosa, pues tan venturosa paz en la Cristiandad se veía afianzada con las buenas relaciones con otros países más alejados, como Dinamarca y Hungría, cuyos reyes estaban casados con sus hermanas Isabel y María. Incluso el rey de Polonia
… es nuestro amigo y confederado y casado con nuestra parienta y natural…[235]
Eso es lo que le permitía venir a gobernar en paz a España y cumplir lo que más deseaba:
hacer la guerra a los infieles enemigos de nuestra santa fe católica…[236]
Tantos halagos no bastaron para acelerar las Cortes aragonesas. Como comenta Merriman, los aragoneses estaban más interesados en defender sus privilegios que en celebrar todos aquellos parentescos regios de que había hecho gala el Soberano[237]. Acabaron por fin por jurar a Carlos como nuevo rey, conjuntamente con su madre doña Juana, concediéndole una discreta suma de 200.000 ducados, algo menos de la mitad que le había asignado Castilla.
Cuando tal ocurría, ya se había pasado el año 1518.
Y un hecho a recordar: durante su estancia en Zaragoza, en el mes de junio, fallecía uno de los principales consejeros flamencos de Carlos, Sauvage, que ostentaba el cargo de canciller.
Fue la ocasión para que entrase en escena un político que pronto daría que hablar, y que durante más de doce años llevaría en sus manos la política del Rey, que muy pronto sería Emperador: el piamontés Mercurino de Gattinara.
Y en la vorágine de los acontecimientos en que estaba entrando España, dos sucesos encontrados: la petición del rey de Portugal Manuel el Afortunado de casar con doña Leonor —boda que se celebraría en Zaragoza por poderes en junio de 1518—, y la noticia de cuán enfermo andaba el emperador Maximiliano I, con todo lo que eso suponía: la próxima batalla para cubrir aquella vacante imperial, tan anhelada por Carlos de Austria.
Dejando atrás Zaragoza, Carlos entraba en Barcelona el 15 de febrero de 1519. Y allí estaría casi un año, superando así durante su primera estancia en España el tiempo pasado en Valladolid (apenas cuatro meses) y en Zaragoza (unos ocho meses).
Para entonces, ya había muerto su abuelo Maximiliano I, el 12 de enero de 1519, y se entraba en la agitada etapa de la elección imperial.
En ese ambiente, ya tan tenso para Carlos, se abrieron las Cortes catalanas el 16 de febrero de 1519. El discurso de la Corona es prácticamente una repetición, casi al pie de la letra, del pronunciado en Zaragoza en el mes de mayo de 1518; se haría referencia a las tierras natales del Rey, al sentimiento por dejarlas atrás, a los peligros afrontados para hacer el viaje por mar, a la paz conseguida con toda la Cristiandad —aludiendo ya, claro, a la novedad de la boda de su hermana Leonor con el rey de Portugal Manuel el Afortunado— y al deseo de combatir al Turco, contra el que preparaba gran armada
… por consejo e inducción de nuestro Santo Padre… Y como el fin último del discurso regio era inducir a las Cortes catalanas a un buen servicio, se les recordaba, como a las aragonesas, lo que ya le habían dado los Estados de los Países Bajos, de 800.000 coronas, las Cortes castellanas de 200 cuentos de maravedíes, y las aragonesas de 200.000 libras jaquesas. Para terminar con una declaración llena de orgullo: la guerra al Turco
… con lo cual creemos ampliar todos nuestros Reinos y señoríos, juntamente con nuestra persona real…[238]
Por lo tanto, era pasar ya abiertamente de aquella divisa suya inicial Nondum a la ambiciosa y que ya sería la del resto de su vida, Plus ultra, con la cual le conocería la Historia.
Por aquellas fechas, Alberto Durero haría un hermoso grabado de Carlos V. Aún no ha recibido la corona imperial, pero ya aparece con todos los signos emblemáticos hispanos, el yugo y las flechas del escudo de sus abuelos maternos. Y, sobre todo, con su lema preferido, aquí en alemán:
Noch weiter
Esto es, plus ultra, todavía más allá.
Y era necesaria aquella arrogante declaración, aunque solo fuera para tranquilizar a los catalanes, que precisamente por aquellas fechas se habían visto inquietados por la amenazadora presencia de varias fustas norteafricanas incluso ante Barcelona, cogiendo a la ciudad prácticamente indefensa, lo cual sintió Carlos con particular vergüenza:
Su Alteza —nos refiere el cronista Santa Cruz— recibió mucho enojo y no pequeña afrenta en ver que no hubiese en la dicha plaza [de Barcelona] ningunas fustas ni galeras para salir contra las de los moros…[239]
Para entonces, la noticia de la muerte del emperador Maximiliano I planteaba a Carlos una cuestión tan urgente como anhelada: su elección a la corona imperial.

Capítulo 4
La corona imperial

En estos años se iba a producir uno de los hechos de mayores consecuencias del Quinientos europeo: el salto de toda una generación desde la de Maximiliano I hasta la de Carlos V, desde el abuelo al nieto; todo ello a causa de la inesperada pérdida del eslabón intermedio, aquel Felipe el Hermoso muerto en 1506.
Algo que había sido precedido por una situación similar en 1516 a la muerte de Fernando el Católico. También en ese caso, ahora por la enajenación mental de la reina Juana, se había producido un salto semejante del abuelo materno al nieto. De forma que el prematuro fallecimiento de Felipe el Hermoso, provocando ya la irremisible pérdida de la razón de Juana, cerró el paso a toda una generación abriéndolo para la siguiente.
Fue como un proceso de aceleración de la Historia. Quien por ley natural estaba destinado a gobernar bien entrado el siglo, aparecía en escena cuando todavía era un adolescente, a quien los acontecimientos parece que le cogen desprevenido, como si se sintiera desbordado por ellos. De ahí ese aire de muchacho desconcertado con el que le captan los artistas en ese período, como en el notable busto realizado por Conrad Meit hacia 1517, que posee el Museo Gruuthuse de Brujas[240]. Con aspecto melancólico, el joven Príncipe parece abrumado con toda la carga que va sintiendo sobre sus espaldas.
Para entonces, Carlos ya era conde de Flandes y rey de la Monarquía Católica. Y todo parecía anunciar que acabaría siendo el nuevo emperador, sucediendo a su abuelo Maximiliano I.
Sin embargo, eso no resultaría tan fácil. Era cierto que la casa de Habsburgo llevaba casi un siglo al frente del Imperio, desde que en 1440 había sido elegido emperador Federico III. Pero su hijo Maximiliano, que le había sucedido en 1493, no había conseguido su propósito de ser coronado por el Papa, y en consecuencia, no pudo proponer a su nieto como rey de Romanos, lo que le hubiera llevado a una automática designación para la corona del Imperio[241].
Fue preciso entrar en la complicada mecánica de la elección imperial. Conforme a la Bula de Oro, proclamada por Carlos IV en 1356, esa elección estaba confiada a siete grandes personajes, tres de ellos eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia) y los otros cuatro, el rey de Bohemia, el margrave de Brandemburgo, el conde del Palatinado y el duque de Sajonia.
Eran los Príncipes Electores. Sobre ellos presionarían al instante los dos candidatos más destacados: Francisco I de Francia y Carlos de Gante, rey de las Españas.
De acuerdo con las normas fijadas en la Bula de Oro, debían reunirse en el plazo de un mes, a partir de la muerte del Emperador, y elegir, dentro de los tres meses siguientes, al nuevo jefe del Imperio.
A Carlos V la muerte de su abuelo Maximiliano, ocurrida el 12 de enero de 1519, le cogió ya en tierras catalanas, a su paso por Lérida, camino de Barcelona. Pero no desprevenido. De hecho, su tía Margarita de Saboya llevaba desde su Corte en los Países Bajos las negociaciones con los Príncipes Electores.
Aunque Carlos no había vivido en Alemania y no había sido educado a lo alemán, hasta el punto de conocer mal su idioma, tenía a su favor el que se le tuviera vinculado al Imperio, como cabeza de la Casa de Austria, y esa sería una baza que acabaría jugando a su favor. En cambio, su extrema juventud y el hecho de que todavía fuera prácticamente un desconocido, era algo que pesaba en su contra.
Todo lo contrario que su máximo rival, el rey Francisco I de Francia. El monarca galo contaba entonces con veinticinco años y había hecho su brillante aparición en el teatro europeo, con su rápida conquista del Milanesado en 1515, el mismo año de su subida al trono. Si la Europa germánica buscaba un rey-soldado, dueño además de los grandes recursos que deparaba una nación tan rica como Francia, para combatir con eficacia al Turco, ése nadie tenía duda de que era él.
Y, por otra parte, la diplomacia francesa, bien dirigida por Bonnivet, llevaba algún tiempo actuando en los dos campos principales: en Alemania y en Roma. En Alemania, ya desde 1517, parecían haberse ganado a su causa al príncipe elector Joaquín de Brandemburgo y a su hermano Alberto, arzobispo de Maguncia.
También el papa León X se mostraba más favorable a Francisco I, tanto por considerarlo probado como caudillo de la cruzada con la que soñaba, como porque temía menos a un emperador dueño de Milán que de Nápoles.
Precisamente esa circunstancia, y el dar casi por perdida la elección de su sobrino Carlos, fue lo que llevó a Margarita de Saboya a plantear una posible sustitución del candidato de la Casa de Austria: no Carlos, sino Fernando; no el señor de los Países Bajos, de España y de los reinos italianos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, sino el mucho más modesto y, por ello, menos temible Fernando, que ni siquiera había recibido todavía los Estados patrimoniales de Austria[242].
Y fue entonces cuando Carlos V demostró quién era y cómo ya iba saliendo de su aparente sopor, pues la réplica a su tía Margarita sería inmediata y tajante: él era el primogénito y por ningún concepto renunciaría a sus derechos. Él era el jefe de la dinastía, y él seguiría siendo el candidato al Imperio. Y en esa línea decidida de actuación, una de las primeras cosas que llevó a cabo, a su llegada a Barcelona, fue escribir a todos los Príncipes Electores, para recordarles que habían prometido a Maximiliano I que le apoyarían, y para asegurarles que respetaría sus privilegios, sin olvidarse de prometerles suculentas recompensas.
Como comentaría el cronista Alonso de Santa Cruz, Carlos tenía aún pocos años, pero no estaba falto de ambiciones:
aunque el Rey a la sazón era mancebo y de pocos años, era de muy altos pensamientos…[243]
Es más, dado que sus antepasados habían conseguido el título imperial, él tendría por afrenta no aspirar a ello, poseyendo como poseía además tantos otros dominios, tan ricos y poderosos:
Y en esto —añade el cronista— puso mucha diligencia el rey don Carlos, por no perder cosa que sus antepasados habían tanto tiempo poseído…
Aquellos antepasados, Federico III y Maximiliano I, eran señores de la Casa de Austria y, desde 1440, emperadores. ¿Por qué no lo iba a pretender Carlos? Otra cosa sería vergonzoso apocamiento:
teniendo por afrenta —añade Santa Cruz— que sus abuelos hubiesen alcanzado el Imperio con solo ser señores de la Casa de Austria y que él perdiese, teniendo el mismo señorío y más, siendo rey de España y de las dos Sicilias…[244]
Carlos, pues, el de los elevados pensamientos, afronta el forcejeo de la elección al Imperio. Y a partir de entonces Margarita dirigirá desde Bruselas las negociaciones, bien secundada por un equipo de diplomáticos flamencos y alemanes, asentados en Augsburgo, como Matthäus Lang y Maximiliano de Zevenberghen.
Fueron unos meses de difíciles negociaciones, con fuertes altibajos, pues tan pronto parecía que los Príncipes Electores se inclinaban por Francisco I como por Carlos de Austria. Abundaron los sobornos, como veremos, y no faltaron los actos de fuerza, pues uno de los personajes más activos resultó ser nada menos que Franz von Sickingen, prototipo de los nobles bandoleros, que tenía aterrorizada la Alemania del sur con sus violencias y desafueros, quien al principio apoyó la candidatura francesa, pero volviéndose finalmente a favor de la carolina. También se echó mano de la propaganda. Mientras los enviados franceses aludían a la herencia espiritual de Juana la Loca, con el peligro que podía reportar, curiosamente los ministros de Margarita de Saboya presentaban a Francisco I como prototipo del rey autoritario, con tendencia al absolutismo, y como una clara amenaza a las libertades germánicas.
Al final, varios factores jugaron a favor de Carlos: su indudable ascendencia germana (y, por tanto, el buen recuerdo dejado por sus antepasados Federico III y Maximiliano I), el visto bueno a la postre concedido por Roma y el espaldarazo del Príncipe elector Federico el Sabio de Sajonia, quien previamente rechazó el ser elegido[245] . Sin olvidar el importante apoyo económico dado por los Fugger, de lo que se sabrían cobrar con creces a costa de las rentas de España.
En efecto, el propio León X que se había opuesto tan cerradamente a que la elección imperial recayese en quien era rey de Nápoles, y que había tratado de convencer a Federico de Sajonia, cuando vio desbaratado su plan dio marcha atrás, temeroso de que el nuevo emperador lo fuese en contra suya. Como confesaría al legado Cayetano, era necio y vano el dar cabezadas contra la pared[246]. De ese modo, los últimos intentos de Francisco I para impedir el triunfo de Carlos, declinando su propia candidatura en beneficio de Joaquín de Brandemburgo o de Federico de Sajonia, fueron inútiles.
Y así se llegó a la solemne votación imperial en Frankfurt, reunidos los Príncipes Electores en el coro de la iglesia de San Bartolomé, el 28 de junio de 1519, bajo la presidencia del arzobispo de Maguncia.
Iniciada la votación pública, el arzobispo de Maguncia preguntó al de Tréveris cuál era su candidato. Consciente de la importancia de su gesto, el arzobispo de Tréveris se alzó para proclamar que su elegido era el archiduque de Austria, Carlos, señor de Borgoña y rey de España y de Nápoles. Y así, sucesivamente, los demás Príncipes Electores le apoyaron con su voto[247].
De esa forma Carlos de Gante, Carlos de España, se convertía ya para siempre en el Carlos V que conocería la Historia.
Un nuevo emperador pronto popular en toda Alemania, como lo atestiguan las canciones que entonces se coreaban, para pedir al elector sajón que se inclinase a su favor:
Ich hoff, die Sach soll werden gut, so Carolus, das edel Plut,
die Sach tut für sich nehmen.
Versos de difícil traducción, que libremente podrían entenderse así:
Confío en que el Sajón lo hará bien y así Carolus, el excelente noble, el sajón, lo hará su candidato[248].
No fue poco el gasto provocado por la elección imperial. Hubo que hacer regios presentes a la mayoría de los Príncipes Electores. El del Palatinado fue el que se llevó la mejor parte, con 139.000 florines de oro, siguiéndole el arzobispo de Maguncia con 103.000. Pero también hubo que cortejar a los consejeros de los Príncipes, y a las ciudades imperiales, para crear un ambiente favorable a Carlos V. De esa forma, las sumas empleadas fueron aumentando, hasta llegar a cerca de los 850.000 florines[249].
Un gasto tan fuerte y en tan solo unos meses obligó al procedimiento del préstamo pedido a banqueros italianos, de Florencia y Génova, pero sobre todo a los alemanes Welser y Fugger, en esta cuantía:

Florines de oro
Filippo Gualterotti, de Florencia55.000
Fomari, de Genova55.000
Vivaldi, de Genova55.000
Bartolomé Welscr143.333
Jacob Fugger543.585
Total851.918

Como se ve, la casa Fugger de Augsburgo aportó ella sola algo más de la mitad del préstamo total concedido por los banqueros italianos y alemanes a Carlos V. Con cierta razón pudo alardear Jacob Fugger de que gracias a su apoyo Carlos V había sido nombrado emperador.
Ahora bien, supo resarcirse. En 1525 la Casa Fugger obtenía, durante tres años, las rentas de las Órdenes Militares, debiendo pagar 50 millones de maravedíes anuales, aunque cobrándose de ellos 25 millones, como parte de la deuda de la Corona.
Y así puede afirmarse que, en definitiva, fue Castilla la que pagó «el fecho del Imperio».

§. La noticia en Barcelona
La noticia de su elección como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico le llegó a Carlos V en Barcelona el 6 de julio. Por lo tanto, en ocho días, lo que parece increíble dadas las dificultades de la época, teniendo que hacer los correos más de 150 kilómetros diarios por la posta.
Que el 6 de julio ya conocía Carlos V la noticia lo sabemos por sus cartas enviadas al punto a todas las partes de sus dominios, como la que mandó al virrey de Cerdeña, de la que guarda copia la Real Academia de la Historia. Podría creerse en un error del copista al consignar la fecha, si no tuviésemos otras pruebas más concluyentes.
En efecto, en las Actas del cabildo municipal de Barcelona el hecho se consigna con el mayor detalle. Y la importancia de la noticia no se escapa al escribano catalán, hasta el punto de que la emoción con que coge la pluma para dar testimonio de lo sucedido, llega hasta nosotros, atravesando los siglos:
MDXIX, sis de juliol, dimecres: En aquest dia vench correu del senyor Rey ab letres de avís de la bona elecció que els Electors del Imperi havian feta en la persona de S. M., concordablement y ningú discrepant, en Rey dels Romans e per esser promogut al Imperi. Vench a les XII hores de la miga nit y en la matinada S. M. cavalca a Jhesus per a fer gracies a Nostre Senyor…
Día de gran fiesta y regocijo general. El correo hubo de despertar a Carlos a media noche, pero merecía la pena. No era para menos:
cert a S. M. y a toda la Cort —añade el cronista— ha portada molta y increible jocundita[250].
Ahora bien, sin duda la buena nueva era de las que merecían la pena. En tres años, aquel muchacho que era no más que un conde de Flandes, que debía homenaje al rey de Francia (como lo había reconocido en el Tratado de Noyon), se había convertido en el poderoso soberano de la Monarquía Católica y en emperador de la Cristiandad.
Algo que se había notado en su comportamiento. Ya no era el adolescente distraído, envuelto en fiestas cortesanas, en justas y cacerías, cuando no en aventuras amorosas, como las que había tenido en Valladolid, dejando todo el peso del gobierno a su valido el señor de Chièvres. La excitante oportunidad de ascender al Imperio le había hecho despertar, probándolo en su imperiosa orden a su tía Margarita de que él y no su hermano Fernando tenía que ser el candidato, pues otra cosa lo tomaría como grave afrenta.
El alborozo con que finalmente tomó la buena nueva se echa de ver en la forma en que lo comunicó a sus diversos Reinos y señoríos. Y, como no podía ser menos, se hablaría ya del designio divino: Él, Carlos, se había convertido en emperador por la gracia de Dios:
Hoy nos ha llegado cómo, por gracia de Dios nuestro Señor, habemos sido elegido en rey de Romanos y emperador de Alemaña, en toda conformidad de los Electores…
Así empezaba su carta escrita al virrey de Cerdeña, que lo era entonces Ángel de Vilanova. Una buena nueva para darla a conocer a todas partes y para celebrarla públicamente:
Luego[251] habemos mandado avisaros dello por vuestra consolación y para que fagáis dar gracias a Dios en todas las partes dese nuestro Reino y fazer otras señales de alegría…
Carlos, el nuevo Emperador, Carlos V rebosa de esa alegría, pero ya apunta que aquello no era solo provecho propio, sino también de toda la Cristiandad, y así lo proclama:
Nos esperamos en la divina clemencia que esto será para mucho bien de la Cristiandad…
Ambas cosas irían juntas, porque claro es que el águila imperial iniciaba su vuelo.
Ahora bien, tanto poderío no haría sino beneficiar a sus súbditos, asegurarles su paz y bienestar:
descanso de nuestros súbditos…
Pero también el César apunta al gozo íntimo, al despegue del águila imperial, pues aquello era también:
beneficio de nuestros Reinos y acrecentamiento de nuestro Estado[252].
El señor de los elevados pensamientos ha visto cumplidos sus sueños. Pero eso, al tiempo que abre hermosas perspectivas de glorias y triunfos, también supone deberes y sacrificios. Es cuando su canciller Mercurino de Gattinara coge la pluma y resume todo ello en un memorial, donde expresa cuál era la gran misión histórica que tenía ante sí Carlos V: era el nuevo Carlomagno y podía pensar en la Monarquía universal, en aquel sueño de una Cristiandad unida bajo un solo pastor. Pero, por ello, tendría que extremar su celo por el buen gobierno de sus Reinos, por la acertada selección de sus ministros, por la recta administración de la Justicia, el buen orden de la Hacienda y el cuidado por su ejército, teniendo bien pagados a sus soldados. Valientemente, el canciller piamontés advierte a su señor que no debía mostrar un excesivo favoritismo por sus súbditos flamencos y que no debía abandonar a la Reina, doña Juana, ni a su hermano Fernando. Le indica que se ayudara de un consejo de gobierno y, guardándose de la malquerencia de Chièvres, termina con una prudente alabanza al poderoso privado[253].
Un mes después, el 22 de agosto, llegaba a Barcelona la delegación mandada por los Príncipes Electores para dar cuenta oficialmente a Carlos V de su triunfo. Iba presidida por el conde Palatino Federico —hermano del Príncipe elector del Palatinado y antiguo pretendiente a la mano de doña Leonor de Austria[254]—. Fue recibida por Carlos V ante su Corte. Era el primer acto oficial celebrado como emperador y había que rodearlo de la mayor solemnidad. Al mensaje de congratulación de los Príncipes Electores contestó el canciller Gattinara, agradeciendo en nombre de su señor aquella elección y prometiendo un rápido viaje de Carlos V a Alemania para ser coronado emperador.
Por lo tanto, lo que se suponía se hacía realidad: la elección imperial traería la ausencia de Carlos V de España. Una serie de constantes viajes se iniciaba.
¿Cómo tomaron aquello los diversos Reinos de Carlos? En Alemania, con satisfacción porque un príncipe de origen alemán fuese el elegido, y más los Príncipes Electores que veían en las forzosas ausencias de Carlos V un seguro para sus privilegios y libertades. En los Países Bajos, con alivio, como una mayor protección, frente a las ambiciones de los reyes de Francia, que tan caras habían salido a Carlos el Temerario, cuyo recuerdo estaba bien fresco.
Por el contrario, en Castilla cundió la inquietud, como lo refleja el cronista Pedro Mexía:
Crecieron las murmuraciones… —anota Mexía—, por ser cosa nueva para los españoles, que siempre fueron acostumbrados a gozar de la presencia de sus Reyes[255]
Pues se daba por descontado, como así había de ocurrir, que la nueva dignidad imperial obligaría a Carlos V a estar en Alemania, con olvido de los asuntos hispanos.
Otro fue el sentir de los catalanes, que recibieron alborozados la elección imperial. Y se comprende: para ellos, era la oportunidad de equipararse con Castilla. Bajo los Reyes Católicos la preferencia de los soberanos por Castilla, incluso de Fernando a la muerte de Isabel, era manifiesta. Ahora con Carlos V, con todos sus Reinos bajo el águila imperial, esa paridad podía lograrse[256]. De hecho, la noticia se recibió en Barcelona con verdadero júbilo, como más tarde sería la de su coronación imperial, con aquel augurio, que venía a recordar poéticamente lo señalado por el canciller Gattinara en su memorial de 12 de julio de 1519:
tornaran los temps que los antichs apellaren aurea secula y habitará lo leo ab lo anyell, segons seguí en lo temps del gran Emperador Octaviano Augusto
E incluso se conjuraba a Carlos V para que tomase a Barcelona como punto de partida para la gran empresa santa de la reconquista de los Santos Lugares[257].
De todas formas, esa buena acogida catalana al título imperial no estuvo a la par con la actuación de las Cortes, a la petición de Carlos V de una pronta y notable ayuda, pese a que en el discurso de la Corona se hizo hincapié en los esfuerzos de Carlos por estar en buena armonía con los demás príncipes de la Cristiandad, y muy particularmente con el francés, cosa tan ventajosa, en especial para Cataluña:
y señaladamente (para) este Principado, que más que los otros está cercano y confín con Francia…[258]
Pero ni por esas. Las Cortes catalanas fueron aplazando su decisión mes tras mes, con la consiguiente impaciencia del Emperador, deseoso de salir para Alemania, donde había de recibir su nueva corona. Solo tras medio año, iniciado ya el mes de enero de 1520, las Cortes catalanas le concedieron una ayuda de 250.000 libras, que aunque apenas si bastaron para cubrir los gastos de la estancia de la Corte imperial en la ciudad condal, al menos disipó las dudas de que algo llegase, como temía el cronista Pedro Mártir de Anglería:
No creo —había escrito por entonces— que una sola moneda llegue a penetrar nunca en las arcas reales…[259]
Se comprende que en ese año de estancia en Cataluña ocurrieran no pocas cosas, aparte de la importantísima de la elección imperial. Para la personalidad de Carlos V hay que recordar algunos actos cortesanos por él inducidos, como la boda de Germana de Foix, la reina viuda que le había acompañado hasta Barcelona. Por entonces, ya había nacido su hija Isabel, de que hemos hecho constancia. Se trataba, pues, de casar nuevamente a la Reina, con la dignidad propia de su rango, con un alto personaje de la Corte: el escogido fue el marqués de Brandemburgo.
De aquellos amoríos del Emperador con Germana de Foix sólo quedan alusiones indirectas en los cronistas del tiempo, como las que pueden traslucirse de la crónica de Laurent Vital. Y en cuanto al arreglo cortesano de casarla con un alto personaje de la Corte, como el marqués de Brandemburgo, si entraba dentro del comportamiento de los reyes de la época, debió de provocar algún comentario poco favorable, como el que nos transmite Prudencio de Sandoval, quien tras dar cuenta del gran respeto con que al principio trataba Carlos a la viuda de su abuelo Fernando, añade:
No duró esta cortesía mucho tiempo, porque el Rey luego cobró autoridad y ella miró poco por la suya…[260]
Eso no puede entenderse más que como un reproche a que se hubiera convertido en la amante del joven Emperador, pues Carlos V nunca la dejó fuera de su gracia; Germana de Foix acompañaría a Carlos V en su viaje al Imperio, seguiría constantemente en la Corte, al enviudar de nuevo, y solo dejaría la Corte en 1523 cuando el Emperador la nombró nada menos que virreina de Valencia, casándola después, en 1526, con el duque de Calabria.
También aprovechó Carlos V su larga estancia en Barcelona para tener un capítulo de su amada Orden del Toisón de Oro, que celebró durante cuatro días, del 5 al 8 de marzo de 1519, y en la que ingresaron en la Orden los más destacados miembros de la alta nobleza hispana; algo que hay que tomar mucho más que como un acto meramente caballeresco y cortesano. La Orden del Toisón de Oro ganaba en profundidad y, bajo la presidencia de Carlos, venía a reunir la alta nobleza de sus dominios, esbozando así un lazo unitario a esos altos niveles.
Más interés, si cabe, tiene la actuación carolina durante su etapa barcelonesa, tanto de cara a los problemas del Mediterráneo como a los novísimos que planteaban las Indias occidentales.
En cuanto al Mediterráneo, Carlos V no podía pasar por alto la afrenta de aquellas naves de corsarios norteafricanos ante la propia Barcelona. Como réplica, se ordenaría una expedición de castigo sobre las Djelbes, de tan mal recuerdo desde el desastre de 1510, que había quedado grabado en el Romancero con aquellos versos populares
Las Gelves, madre
malas son de tomare
Encomendada la expedición a don Hugo de Moncada, virrey de Sicilia, con la misión de destruir aquella base de los piratas norteafricanos, tampoco pudo lograrse gran cosa, porque la situación internacional se agravó súbitamente, con la amenaza de una invasión francesa sobre Nápoles y Sicilia, a cargo de Pedro Navarro (el anterior gran soldado de Fernando el Católico, el que había tomado Trípoli en 1510, ahora pasado al servicio de Francia), y Hugo de Moncada hubo de volver a sus bases, para defender aquellos reinos italianos de la acometida francesa, que empezaba así a mostrar sus hostiles sentimientos porque la elección imperial hubiera favorecido a Carlos V[261].
Por lo tanto, desde el primer momento Carlos V iba a sentir, junto a la alegría por el triunfo en la elección imperial, las dificultades y los trabajos que traía consigo aquella corona, con las rivalidades y los recelos que suscitaba en los otros soberanos, y muy particularmente en Francia.
Ahora bien, Carlos V asume desde el primer momento responsabilidades y esfuerzos. Y no solo de cara al viejo continente, de cara a la Europa cristiana, sino también en cuanto a su papel de señor de las Indias occidentales. Precisamente como anuncio de que en aquel lejano ámbito estaban ocurriendo cosas maravillosas. En principio, nada menos que el comienzo de la conquista de México por Hernán Cortés.
En efecto, en diciembre de 1519 llegaba a Barcelona un impresionante regalo del célebre extremeño a su joven Emperador, tan a punto, que además del prestigio que ello suponía, venía a salvar a Carlos V de la difícil situación económica en que le había puesto la lentitud con que las Cortes catalanas acudían a prestarle su servicio. Y de modo que era como un augurio del trascendental papel que las riquezas del Nuevo Mundo iban a tener en el reinado carolino, para ayudar al Emperador en sus empresas, conforme «a sus elevados pensamientos»[262].
Y hay que recordar asimismo que durante su etapa en Barcelona se acabaron de cerrar las negociaciones con Magallanes para su gran empresa de buscar un paso en las Indias occidentales que permitiera navegar hacia las Indias orientales, siempre rumbo a Poniente, haciendo realidad el primer proyecto colombino. Era la conclusión de los tratos iniciados por la Corona en Valladolid en 1518. Ahora, y fechadas en Barcelona, se daban a Magallanes las definitivas instrucciones de cómo debía proceder en su empresa descubridora de tanta trascendencia.
Era como el comienzo de una de las grandes hazañas de la historia de todos los tiempos, aquella de la primera circunnavegación del globo, que tardaría casi tres años en gestarse.
Una hazaña que parecía que Dios tenía reservada para que se cumpliese en tiempos del Emperador, y que haría exclamar al cronista Pedro Mexía:
no se sabe ni se cree que después que Dios crió el mundo se haya hecho semejante navegación, y casi no la entendía y tenía por imposible la antigua Philosofía…[263]
Cierto: De momento era sólo un punto de partida que nadie sabía adónde conduciría. Pero el hecho de que Carlos V apoyara aquella increíble empresa desde un principio, nos indica que aspiraba ya a todo en su reinado.
Ahora bien, hay que señalar un punto oscuro, una negociación de dudoso prestigio: la tenida en la ciudad francesa de Montpellier por el canciller Gattinara, asistido por los españoles Mota, Carvajal y Zúñiga. Se trataba de platicar con una comisión francesa, presidida por Boissy, sobre el futuro de Navarra, de acuerdo con lo pactado en el tratado de Noyon. Era como si Carlos V y sus consejeros pensaran que devolver Navarra a la casa francesa de Labrit, vasalla de Francisco I, era la forma de pagar el haber conseguido el título imperial.
Y eso no podía ser bien visto por Castilla, como comentaría el cronista Alonso de Santa Cruz:
túvose por cosa grave y no pensada ni mirada…[264]
Aunque aquellas negociaciones no prosperasen, el haber acudido la comisión imperial a Montpellier llenó de alarma a la opinión pública castellana.
Era como un mal augurio de lo que acabaría ocurriendo.

§. Atravesando Castilla
Nada más terminadas las Cortes catalanas Carlos V preparó su viaje al Imperio. Le urgía ya ser coronado emperador; aplazarlo más, cuando todavía tenía ante sí un viaje tan largo, y con la forzosa convocatoria de las Cortes de Castilla por el medio, era poner en peligro todo lo conseguido; de forma que consideró forzoso dejar de momento su visita a Valencia, mandando allí en su nombre al cardenal Adriano. De igual modo, hubo de posponer su ida a Toledo. Nada de convocar las Cortes de Castilla en cualquiera de las ciudades meseteñas, ni en Castilla la Vieja ni en la Nueva. Había de hacerse en el Reino de Galicia, lo más cerca posible del puerto donde debía embarcar. Y como este era La Coruña, las Cortes castellanas fueron convocadas en Santiago.
De ese modo, el 21 de enero de 1520 Carlos V dejaba atrás Barcelona. En principio se había discutido entre sus consejeros la posibilidad de ir hacia Alemania por el Mediterráneo, pasando del norte de Italia a las tierras del Imperio; pero eso hubiera obligado a renunciar a la convocatoria de las Cortes de Castilla. Demasiado riesgo, dado cómo se iba enrareciendo el ambiente, aparte de que era necesario obtener un nuevo servicio de los procuradores castellanos para afrontar el costo de aquel viaje tan insoslayable.
Precisamente era eso lo que suponía y lo que temía la opinión pública castellana. Ya antes de su salida de Barcelona había llegado a la ciudad condal una representación de Toledo para expresar a Carlos V su profundo descontento; no en vano la ciudad imperial había visto cómo aquella silla arzobispal había sido dada al sobrino de Chièvres, en vergonzoso contraste con el anterior Arzobispo, el venerable Cisneros. La comisión toledana no logró verse con el Emperador, impidiéndolo Chièvres. Fue por entonces cuando la ciudad de Toledo dio la voz de alarma, mandando cartas a las demás ciudades castellanas: el peligro del viaje de Carlos V obligaba a tomar medidas extremas. Era preciso impedir su salida y exigir que no se sacase dinero del reino y que se remediase de una vez por todas la afrenta de que se dieran oficios de Castilla a extranjeros:
sobre tres cosas nos debemos de juntar y platicar y sobre la buena expedición della enviar nuestros mensajeros a S. A. Conviene a saber: suplicarle, lo primero, no se vaya destos Reinos de España; lo segundo, que en ninguna manera permita sacar dinero della; lo tercero, que se remedien los oficios que están dados a extranjeros.
La carta de Toledo, que nos transmite en su Crónica Alonso de Santa Cruz, estaba fechada a 7 de noviembre de 1519, dos meses antes, por tanto, de la salida de Carlos V de Barcelona[265]. Y una consideración a tener en cuenta: cuando los toledanos se refieren a Carlos V le dan el tratamiento tradicional en Castilla a sus reyes: Alteza. Sin embargo, la Cancillería imperial estaba ya imponiendo el tratamiento de Majestad; otro agravio más que añadir, por lo que suponía de excesivo ensalzamiento del monarca:
que este título más convenía a Dios que a hombre terrenal…[266]
En su precipitado viaje hacia Santiago, Carlos V atravesó Aragón y Castilla sin pararse apenas, ni siquiera en Burgos, pese a que aquella ciudad era considerada «caput Castellae», y pese al recibimiento triunfal que se le había dispensado; un nuevo agravio, pues, para Castilla la Vieja, de forma que un propio cronista tan vinculado al Emperador, como Pedro Mexía, tendría que consignar que eran demasiadas las ofensas y que había razones para el general descontento:
tenían alguna color aparente…[267]
Donde sí posó Carlos V fue en Valladolid, donde llegó el 1 de marzo de 1520. Se trataba de negociar con la villa del Pisuerga, para que sus procuradores en Cortes votasen a favor del servicio que pediría el Emperador. Se daba por supuesto que, dada la importancia de Valladolid, tantas veces asiento de la Corte de los reyes castellanos, si accedía a ello, las demás ciudades con voz y voto en Cortes seguirían su ejemplo. Pero la cosa no resultó tan fácil como los consejeros de Carlos V suponían. Al contrario, la resistencia fue muy fuerte, de forma que hubo amenazas del poder contra los recalcitrantes y en tales términos, a cargo de Chièvres, Mota y demás consejeros del Emperador, que cundió la noticia por toda la Villa, con la consiguiente alteración de los ánimos.
De ese modo estuvo a punto de producirse el primer altercado grave de desacato popular. Pues reunidas milicias urbanas, se dieron cita a la puerta de la Villa para impedir la salida del César y de su cortejo. Por fortuna para Carlos V, un fuerte aguacero disolvió a los alborotadores vallisoletanos y permitió al Emperador emprender su ruta a Santiago. Haría un alto en Tordesillas para dejar a su madre a buen recaudo, con el marqués de Denia como severo guardián, y continuó su camino por Villalpando y Benavente. Eso sí, dejando a Valladolid muy soliviantado:
el lugar quedó muy alborotado…[268]
Le seguía la comisión toledana, presidida por Pedro Lasso de la Vega. En Villalpando pudieron los toledanos exponer sus quejas a Carlos V, quien prefirió aplazar su respuesta, emplazándolos a Benavente.
Sin duda, algo ya planeado para tenerlos más en suspenso y para hacer más teatral su respuesta. Nada de entrar en diálogo. Únicamente para mostrarles su enojo. Como referiría el propio Pedro Lasso de la Vega:
con rostro algo severo les dixo él propio que no se tenía por servido
El enojo de un rey en el Quinientos era algo a tener en cuenta. La amenaza estaba en el mismo aire:
… y que si no mirara a cuyos hijos eran, los mandaría castigar…[269]
§. Cortes en Galicia: la Europa soñada por Carlos V
Nada más entrar en Castilla Carlos V convocó las Cortes, que habían de abrirse en Santiago de Compostela el 31 de marzo de 1520.
Tanto el Emperador como sus consejeros eran conscientes de la oposición que iban a encontrar. De ahí que la convocatoria no se limitase a fijar fecha y lugar. Era todo un discurso de propaganda, en el que se justificaba el viaje a tierras del Imperio para atenerse a las normas fijadas en la Bula de Oro de Carlos IV, con el riesgo que implicaba el no hacerlo así; pero reiterando el pesar del Emperador por abandonar Castilla.
Aquí el texto de la convocatoria anuncia ya, con notable elocuencia, lo que más tarde se reiterará en el discurso de la Corona: el sentimiento de Carlos V al tener que dejar tras sí los reinos de Castilla, donde quería asentar su hogar
… porque los tengo por fortaleza, defensa e muro e amparo e seguridad cierta de todos los otros nuestros Reinos e señoríos…
Y si hacía tal, si salía de España, no era por deseo propio sino por cumplir la voluntad divina:
porque entiendo e conozco mi ida al dicho Imperio ser complidera a servicio de Dios e de toda nuestra religión christiana…[270]
No se juntaron en Santiago todos los procuradores de las dieciocho ciudades y villas que tenían derecho a voz y voto. Faltaron a la cita los representantes de Toledo y Salamanca; los de Toledo por franco desacuerdo y los de Salamanca, porque se encontró que sus enviados (que lo fueron don Pedro Maldonado Pimentel y Antonio Fernández) no tenían en regla sus poderes. Pero dada la conformidad de Salamanca con Toledo, hay para creer en una maniobra del poder regio para debilitar a la oposición en la batalla política que se avecinaba.
Recibidos los procuradores en el palacio donde se alojaba Carlos V, allí mismo escucharon el discurso de la Corona, realizado por el obispo Mota, en presencia del Emperador.
Un discurso memorable, porque de él trasciende ya la idea imperial de Carlos V. Y aún más: la Europa por él soñada, el sueño de Europa del Emperador.
¿Cómo era ese sueño? ¿Cómo veía Carlos V, allá por la primavera de 1520, aquella Europa a la que había de regir desde su trono imperial? ¿Qué principios se formulaba para cumplir bien la nueva tarea que se le ponía en las manos?
En definitiva: ¿cómo se planteaba Carlos V su imperium mundi en 1520?
Cuatro serían los principios asumidos por el Emperador, estrechamente entrelazados entre sí: el primero, su respeto a los otros pueblos que integraban la Europa cristiana, pues era falso que pretendiera la Monarquía universal, planeando despojar a los demás Príncipes cristianos de sus dominios. Lo que Carlos V deseaba —y ese sería su segundo principio— era la paz en la Cristiandad, la paz entre los príncipes cristianos. Ahora bien, y aquí vendría el tercer principio, no una paz inactiva, sino como punto de partida para emprender la cruzada contra el Turco. Una cruzada para la que Europa contaba ya con una ayuda: el oro de las Indias occidentales. Y todo, y esa sería la última premisa del sueño imperial, todo como un mandato divino, nada como un caprichoso azar, sino cumpliendo la voluntad de Dios.
En suma, un sentido providencialista de la Historia, campeando sobre el quehacer imperial la nota religiosa, lo que presuponía a esas alturas la armonía del Imperio con Roma. Pues, evidentemente, en todos los sueños de los cruzados, desde los tiempos medievales, estaba flotando la imagen de Roma.
Todo ello formulado en los términos poéticos y con la elocuencia propia del obispo Mota. Así, al anunciar el respeto de su señor a los demás reinos de la Cristiandad:
En verdad —diría Mota—, S. M. no tiene necesidad de dignidades, pues tiene la mayor que hay en el mundo, que aunque hay muchos Príncipes y muchos Reyes, Emperador no hay sino uno…
¡Cómo rezuma de orgullo por todas partes el joven Emperador! Y añadiría Mota, jactancioso:
No tiene necesidad de Reinos, pues tiene muchos y buenos…
¿Acaso no le bastaban? ¿Era preciso enumerarlos? Mota lo hará, recalcando el poderío de su señor:
contento estaba con la grandeza de España…, y con la mayor parte de Alemania, con todas las tierras de Flandes y con otro Nuevo Mundo de oro fecho para él, pues antes de nuestros días nunca fue nacido…
Por lo tanto, en primer lugar, no los diversos reinos que componían entonces la Monarquía Católica, sino España tomada en su conjunto, la España de castellanos y catalanes, de vascos y navarros. Y no una España cualquiera, sino atención a ello:
la grandeza de España…
Tantos reinos, tantos dominios, tantos señoríos garantizaban que él, Carlos, no quería nada más, nada que no fuera suyo. Por lo tanto, su anhelo era una Europa cristiana para regirla en paz como emperador. Ahora bien, esa suprema dignidad le había llegado por designio divino, y eso lo dejaría muy claro en su mensaje el obispo Mota:
Muerto el emperador Maximiliano, digno de inmortal memoria, hubo gran contienda en la elección del Imperio, y algunos lo procuraron…
Esos eran los hechos. Esos habían sido los deseos humanos, en los que claramente se apuntaba a los manejos del rey de Francia. Pero todo en vano, porque por encima de los hombres estaba la voluntad divina:
pero quiso y mandólo Dios que sin contradicción cayese la suerte en S. M….
Es algo que hay que dejar bien sentado. Que todo el mundo sea consciente de ello: Carlos era emperador por designio divino. De forma que Mota insistirá en ello:
Y digo que lo quiso Dios y lo mandó así porque yerra a mi ver quien piensa ni cree que el Imperio del mundo se puede alcanzar por consejo, industria ni diligencia humana. Sólo Dios es el que lo da y lo puede dar…
A su vez Carlos V, consciente de la responsabilidad de aquel mandato divino, lo asumía con toda la carga que ello reportaba:
Aceptó este Imperio —declara Mota en su nombre— con obligación de muchos trabaxos y muchos caminos, para desviar grandes males de nuestra religión cristiana que si comenzaran nunca tuvieran fin…
¡Era una clara alusión a las escisiones que apuntaban en la Cristiandad, con la rebelde actitud ante Roma de aquel fraile agustino alemán llamado Lutero! Pero también tendría presente Carlos V su obligación de ser un escudo de la Cristiandad frente al Turco, de esa doble obligación de combatir al enemigo de dentro y al de fuera. Y así añade Mota:
ni se pudiera emprender en nuestros días la empresa contra los infieles enemigos de nuestra Santa fe católica, en la cual entiende, con el ayuda de Dios, emplear su real persona…
Ahí está ya retratado, de cuerpo entero, el cruzado, el Carlos V que anhela poner en marcha a la Cristiandad, y él a su frente, para combatir al Turco, el dueño de Constantinopla y de los Santos Lugares.
Ciertamente, no se olvidaba Mota de señalar el papel que en todo ello correspondería a España, y dentro de España, a Castilla. Había no poco de halago hacia las Cortes castellanas, pero también el sentimiento sincero de la importancia histórica que tenía en aquella hora la Castilla que Carlos V había heredado de los Reyes Católicos:
considerando que este reino [de Castilla] es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros, a este ha amado y ama más que a todos…
De esa forma, aunque se viera obligado a ausentarse para recibir en Alemania la corona imperial, su deseo era manifiesto:
vivir y morir en estos Reinos, en la cual determinación está y estará mientras viviere…
De manera que había hecho un gran esfuerzo: el de hispanizarse:
y así aprendió vuestra lengua, vistió vuestro hábito, tomando vuestros gentiles ejercicios de caballerías
Y si debía de emprender aquel viaje, su promesa era firme: en un plazo cierto, España sería su centro.
Sería entonces cuando Mota elevaría su elocuencia, con una impresionante carga lírica:
Después de estos tres años, el huerto de sus placeres, la fortaleza para su defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada, su caballo y su silla de reposo ha de ser España…[271]
Ese fue el discurso de Mota en nombre de Carlos V y presente el mismo Emperador, ante las Cortes de Castilla reunidas en Santiago de Compostela en la primavera de 1520.
Y de pronto, ocurrió lo inesperado. El propio Carlos V tomó la palabra pronunciando uno de los primeros discursos suyos que se conocen. Acaso fue algo espontáneo, aunque bien pudiera estar ya pensado, para asegurar más a los procuradores castellanos. Con ello Carlos V hacía suyas las palabras del obispo de Badajoz, insistiendo en tres puntos: lo mucho que le contrariaba salir de España, su promesa firme de que volvería a los tres años y que no se darían ya oficios del Reino a extranjeros; mas por ser tan breve y tan significativo este su primer discurso público, bien merece ser consignado al pie de la letra. Es como si de repente el Emperador nos hablase a nosotros, como si escucháramos su propia voz:
Todo lo que el obispo de Badajoz os ha dicho, os lo ha dicho por mi mandato, y no quiero repetir sino solas tres cosas: la primera, que me desplace de la partida, como habéis oído, pero no puedo hacer otra cosa, por lo que conviene a mi honra y al bien destos Reinos; lo segundo, que os prometo por mi fe y palabra real, dentro de tres años primeros siguientes, contados desde el día que partiere, y antes si antes pudiere, de tornar a estos Reinos; lo tercero, que por vuestro contentamiento soy contento de os prometer por mi fe y palabra real, de no dar oficio en estos Reinos a personas que no sean naturales dellos y así lo juro y prometo[272].
Lo primero que anotamos al leer las palabras del Emperador es el espíritu caballeresco que campea sobre ellas: aquello de su honra, aquello de dar su fe, aquello de empeñar su palabra real. Aquí es el rey-caballero, el señor de la Orden del Toisón de Oro el que se pronuncia ante los procuradores castellanos, todos hidalgos y caballeros, y por tanto que entendían bien el lenguaje que se les empleaba.
¿Fue fiel Carlos V a sus promesas? Sí en cuanto a su regreso, pues en 1522, como hemos de ver, ya estaba de vuelta en España. Más dudas nos entran en cuanto a no dar oficios a extranjeros, pues cuando deja España nombraría Gobernador en su ausencia al cardenal Adriano de Utrecht.
Quizás pensara que a ese altísimo nivel no cabía aplicar su promesa[273].
Y en cuanto a las Cortes de 1520 el resultado fue un constante forcejeo de la Corona con aquellos procuradores, que en un principio cifraron todo su empeño en conseguir que Carlos V atendiera primero sus peticiones, antes que conceder ellos el servicio que se les pedía. Fueron necesarias cinco votaciones, ejerciendo la mayor de las presiones, trasladando las Cortes de Santiago a La Coruña, para que al fin las Cortes cediesen, aunque por una débil mayoría; lo cual, si se tenía en cuenta que en ellas no estaban presentes ni los procuradores de Toledo ni los de Salamanca, daba a la victoria regia un tinte de ilegalidad que no auguraba nada bueno, dado el creciente malestar que se vivía en toda Castilla.
Córdoba dice…, en cuanto a lo del Gobernador, no seyendo natural, sería contra las leyes destos Reinos y en perjuicio de los buenos dellos… Era innegable: todo había sido muy forzado. Y tanto, que los procuradores de Cuenca se lo expresaron así a Carlos V en la última sesión de clausura de las Cortes tenida el 25 de abril de 1520:
Suplicamos a V. M. —le pidieron a Carlos V—, pues de no haber tenido entre nosotros los procuradores aquella conformidad que era razón y en todas las otras Cortes pasadas se ha acostumbrado tener, se ha dado causa a que no se hable bien en estos Reinos, V. M. haya por bien de mandar entender en ello…[274]
Y así era la verdad. Cuando pocos días después los vientos fueron favorables y Carlos V pudo zarpar de La Coruña, rumbo hacia los Países Bajos, dejaba tras de sí un profundo malestar que acabaría estallando, de modo formidable, con el alzamiento de las llamadas Comunidades de Castilla.
De hecho, Toledo —como hemos de ver— ya se había pronunciado en rebeldía. Incluso Carlos V estuvo dudoso si volverse, para sojuzgar a los rebeldes; pero al fin pudo más en él su ansia de verse coronado emperador.
De ese modo, el 20 de mayo de 1520 la flota imperial zarpaba de La Coruña.

§. Un alto en el camino: entrevista con Enrique VIII de Inglaterra
Carlos V zarpó con su Corte de La Coruña el 20 de mayo de 1520 dejando atrás una España cada vez más inquieta, no solo por las alteraciones de las Comunidades de Castilla sino también por la conmoción social de las Germanías de Valencia, pronto propagada a la isla de Mallorca.
Estaba, además, la cuestión del agravamiento de la situación internacional. Se conocían los manejos de Francisco I para atraerse a Enrique VIII de Inglaterra. En Alemania, seguía avanzando el luteranismo cada vez más enfrentado a Roma. Todo ello hacía más perentoria la presencia de Carlos V.
El Emperador decidió aprovechar su viaje a los Países Bajos para pasar a Inglaterra y visitar a Enrique VIII. Estaba claro que era algo más que un gesto de cortesía. La Reina era tía carnal de Carlos V, aquella Catalina tan querida de Juana la Loca, y el César esperaba encontrar en la Corte inglesa la alianza que le permitiera afrontar sus primeros pasos en la política internacional.
La visita a Inglaterra tenía un particular sentido para Carlos V, porque aún no habían pasado los dos años desde la firma del Tratado de Londres, en el que tantas esperanzas había puesto el papa León X. Había sido el despliegue de la diplomacia pontificia deseosa de encontrar un remedio contra el mal que atacaba al cuerpo enfermo de la Cristiandad en su costado oriental.
Recordemos que en 1517 el Imperio turco se había apoderado de El Cairo, mostrando su política agresiva en el Mediterráneo. Eso era poner bajo su dominio los Santos Lugares, y si se añade a ello que ocupaba ya buena parte de la Europa balcánica, la pregunta inevitable era cuánto tardaría en ponerse en marcha, Danubio arriba, sobre el corazón de Europa, o cuándo sus hombres y sus naves darían en atacar a la propia Italia. Tales amenazas, tamaños peligros habían llevado al legado pontificio, el cardenal Leonardo Campeggio, a visitar las cortes de París y de Londres. El resultado, la firma en el otoño de 1518 de aquel tratado de no agresión entre franceses e ingleses, como la base de la paz que debía reinar en la Cristiandad, la paz entre los príncipes cristianos que les permitiera combatir al común enemigo como lo era el Turco. Por lo tanto, un Tratado al que se invitaba a los demás soberanos europeos, en busca de esa liga perpetua tan deseada por León X. En contraste, y sincrónicamente con aquel avance turco sobre El Cairo, un oscuro fraile alemán iba a levantar su voz de protesta contra Roma, clavando en aquel mismo año de 1517 sus 95 tesis en que ponía a discusión la política religiosa romana, incubando lo que sería la más profunda división de la Cristiandad.
A poco, moría el emperador Maximiliano I y se iniciaba el gran juego de los diplomáticos europeos para atraerse los votos de los Príncipes Electores, que ya hemos comentado. El propio Enrique VIII había entrado en aquel forcejeo, si bien con pocas esperanzas de conseguir algo positivo. Y a partir del triunfo de Carlos V pronto quedó claro que Francisco I no iba a tomar con buena complacencia su derrota. En consecuencia, la paz de la Cristiandad, aquella paz propugnada por León X y que había llevado al acuerdo de Londres, parecía estar cada vez más en peligro. Ahora bien, Carlos V precisaba de esa paz, o al menos necesitaba el apoyo de Inglaterra para iniciar con buen pie su nueva andadura como emperador, cuando todavía no había recibido la corona imperial y cuando había dejado atrás, en España, las cosas tan revueltas, en particular en Castilla. Máxime cuando tenía sobrada noticia de que la diplomacia francesa preparaba un fastuoso encuentro con la Corte inglesa en las cercanías de Calais (plaza entonces bajo el dominio de Inglaterra), en lo que se llamaría el Campo del Paño de Oro.
Se trataba, por tanto, de un forcejeo por la amistad inglesa. Enrique VIII se alzaba, de ese modo, como el árbitro de la Cristiandad.
Ante esa perspectiva, Carlos V decide visitar Inglaterra antes de pasar a los Países Bajos, y antes de encaminarse a Aquisgrán para recibir la corona imperial. Y el mismo hecho de que aplazase de ese modo su obligado viaje al Imperio, da idea de la importancia que concedía a la alianza inglesa.
Una alianza firmemente conseguida por su abuelo Fernando el Católico, quien había tenido en su hija Catalina la mejor de las embajadoras, bien secundada por un excelente diplomático castellano: Bernardino de Mesa[275].
Fernando el Católico había muerto, pero en Londres seguía Bernardino de Mesa y, sobre todo, allí seguía como reina Catalina, que todavía mantenía una notoria influencia sobre Enrique VIII. Y Catalina era la hermana menor de Juana, y en ella los lazos familiares eran muy fuertes. En ese sentido, bien puede afirmarse que la política de alianzas matrimoniales desplegada en su día por los Reyes Católicos, había dado excelentes resultados.
Por otra parte, Carlos V conocía ya a Enrique VIII, desde los tiempos en que casi toda la Europa occidental combatía al rey Luis XII de Francia por cismático. Eran aquellos años en los que Fernando el Católico había ordenado la anexión de Navarra. Poco después, en 1513, las tropas inglesas combatían a las francesas en las cercanías de Calais, bien secundadas por las borgoñonas. Enrique VIII participó personalmente en aquellas operaciones, produciéndose en Lille un encuentro con Margarita de Saboya, a la sazón regente de los Países Bajos.
Y en el séquito de Margarita iba, como primer personaje, su sobrino Carlos. Y entonces fue cuando ambos se conocieron y en esas circunstancias, cuando Enrique VIII era ya el rey de Inglaterra en plena virilidad, con sus veinticuatro años, mientras que Carlos era tan sólo un muchacho de trece años y no más que archiduque de Austria y conde de Flandes.
De todas formas, un acontecimiento que quedaría grabado en la retina de Carlos V, quien pasados los años sería uno de los primeros sucesos que recordaría en sus Memorias:
el archiduque Carlos —diría, hablando de sí, en tercera persona—…, se halló en Tournai, que entonces fue tomada por el dicho rey Enrique, y en Lille, en donde se vio por primera vez con el mismo Rey…[276]
Esa imagen perduraría en el posterior encuentro entre ambos soberanos. Cierto, habían transcurrido siete años y Carlos había dejado de ser aquel muchacho silencioso, a la sombra de su tía Margarita, como ya había dejado de ser meramente el archiduque de Austria, para convertirse en el rey de las Españas y en emperador de Alemania. Pero seguía apareciendo como un soberano joven e inexperto, que acudía a la Corte inglesa a pedir el apoyo de Inglaterra. Además, ¿no era el sobrino de la Reina? Por lo tanto, no era el Emperador en su imponente majestad el que desembarcaba en Dover, sino un familiar menor en grado y en edad, en busca de protección. Y eso bastaba para satisfacer a la no poca vanidad de Enrique VIII.
Enrique ya había negociado para entonces una solemne entrevista con Francisco I, pero accedió a recibir antes a Carlos V, siempre y cuando que no le obligara a retrasar su viaje a Francia; de ahí la prisa del Emperador por hacer su viaje, pese a que a sus espaldas quedaba España tan revuelta, con Castilla medio sublevada.
Cuando Carlos V desembarcó en Dover, ya estaban los reyes ingleses en la cercana ciudad de Cantorbery. Enrique VIII, en un gesto de hospitalidad, acudió a Dover para dar la bienvenida a su huésped. Pero las conversaciones diplomáticas se celebraron en los días siguientes en Cantorbery.
Fueron negociaciones realizadas en el seno familiar, entre Enrique VIII y Catalina, por una parte, y Carlos V por la otra, no teniendo acceso a ellas ni siquiera el cardenal Wolsey, pese a su cargo de canciller del Reino[277]. Se puede sospechar lo que allí se trató: que Inglaterra apoyara la paz, conforme al Tratado de Londres. Tenemos un documento que lo confirma: las citadas Memorias del emperador. De esta forma lo consignaría Carlos V, tal como recordaba aquel suceso treinta años después:
Y pasando el mar de Poniente la segunda vez, desembarcó la primera en Inglaterra, donde se vio la segunda vez con el Rey y… se trató e hizo más particular paz con el dicho Rey…[278]
Pese a su inexperiencia, bien aconsejado por Chièvres, Carlos V fue lo suficientemente hábil para presentarse en Inglaterra como el sobrino afectuoso lleno de respeto hacia sus tíos, sabedor de que era la mejor manera de ganarse la voluntad de Enrique VIII y que de ese modo encontraría todo el apoyo de su tía Catalina, feliz con poder conocer y abrazar al hijo de su hermana Juana. Actitud que mantendría poco después al agradecer por carta a Enrique VIII
…los consejos que me disteis como un buen padre cuando estábamos en Cantorbery…[279]
Por lo tanto, dando primacía al rango familiar y, por ello, al reconocimiento que se debía a los personajes de la anterior generación, Carlos se presenta como el hijo afectuoso.
Eran, claro, los tiempos en que Catalina de Aragón reinaba todavía en el corazón de Enrique VIII. Y de esa forma, las aparatosas jornadas posteriores del Campo del Paño de Oro, en las cercanías de Calais, donde se entrevistaron Enrique VIII y Francisco I, no pasaron de un alarde continuo entre las dos Cortes, sin llegar a ningún acuerdo en perjuicio de Carlos V.
Es más, pocos días después del Campo del Paño de Oro se reunían de nuevo Enrique VIII y Catalina con Carlos V, esta vez en Gravelinas, llegando a un acuerdo de alianza entre las dos dinastías, y de tal forma que se convenía la boda futura de Carlos con la princesa María Tudor. Cierto, la Princesa contaba solo cuatro años, con lo cual era posponerlo a un futuro lejano y por ende, problemático.
María Tudor nunca casaría con el Emperador, aunque sí acabaría haciéndolo con un príncipe de España, de nombre Felipe, y de ello tendremos ocasión de hablar. Ahora bien, otra vez supo desplegar Carlos V lo mejor de sus actitudes de diplomático en aquella segunda cumbre entre soberanos, como lo atestiguaría un cortesano inglés:
El Emperador… se atrajo la simpatía de todos los ingleses. Todos, desde los más altos a los más bajos, fueron tan atendidos y agasajados que se deshacían en alabanzas…[280]
Durante su estancia en los Países Bajos pudo verse Carlos V de nuevo con su hermano Fernando, que vivía entonces en la Corte de su tía Margarita de Saboya. Estaba todavía pendiente el asegurar su destino, el convertir al hermano de rival en aliado, dándole el adecuado destino, dentro de los vastos dominios del Emperador. También precisaba Carlos V obtener la oportuna ayuda económica de sus súbditos de los Países Bajos para afrontar dignamente las jornadas de su coronación imperial en Aquisgrán, y a tal efecto convocó a los Estados Generales.
Por entonces ocurrió la inesperada anexión del ducado de Wurttemberg, cuyo duque Ulrico había sido derrotado por la liga de Suabia, la cual había cedido el Ducado al Emperador, previa una fuerte cantidad de dinero. La posesión de Wurttemberg aumentaba la influencia de Carlos V en Alemania.
Era un buen anuncio para las brillantes jornadas de su coronación en Aquisgrán.

§. La coronación imperial en Aquisgrán
La llegada de Carlos V a Bruselas pronto fue conocida en Alemania. Se acercaban, pues, las jornadas de la coronación. Aquisgrán, la vieja ciudad corte del renombrado Carlomagno, se alzaba en el horizonte. ¡Y Carlos V llevaba su nombre! Era un buen augurio, como si se pudiera predecir que un glorioso reinado iniciaba su andadura, como si se presintiera que algo grande y magnífico daba su comienzo no solo en la historia de Alemania sino también en la de Europa e incluso en la mundial, puesto que el nuevo Emperador era también el rey de las Españas y por ende, el señor del nuevo mundo descubierto más allá de los mares.
Y eso pronto se hizo notar. A la Corte carolina de Bruselas acudieron al punto los grandes señores de Alemania a reverenciar al joven Emperador empezando por los poderosos Príncipes Electores. Y también entonces Carlos V dio muestras de su buen quehacer político, en especial cuando acogió con buen semblante las justificaciones del elector de Brandemburgo que había sido el más reticente a darle su voto; pero también, por supuesto, cuando mostró sus preferencias por Federico el Sabio de Sajonia cuyo apoyo había sido tan decisivo, en especial al negarse a que siguiera adelante su propia candidatura.
Transcurrían los últimos días del verano de 1520. Con el panorama internacional sosegado —con la inquietud, eso sí, de las alarmantes noticias que venían de Castilla, donde el alzamiento de las Comunidades castellanas estaba en toda su furia—, se fijó la fecha del 29 de septiembre para la coronación imperial en Aquisgrán.
Parecía una acertada decisión para aprovechar el buen tiempo tan propio del llamado veranillo de San Miguel, cuando parece rebrotar el verano y cuando los actos oficiales y cortesanos precisan del otro calor, del calor popular, del apoyo del pueblo entero. Pues el poder —en este caso, el del nuevo Emperador— quiere siempre desplegar su magnificencia, resaltar todo el aparato de su grandeza, hacer patente el sentido de sus privilegios afrontando también públicamente cuáles son sus deberes hacia el pueblo que le apoya y le sustenta. Que todo pueda ser realizado cuando los días son todavía luminosos, cuando el sol luce aún con fuerza y cuando la fiesta puede prolongarse en calles y plazas a lo largo de la tarde e incluso en las primeras horas de la noche, tiene su importancia.
Pero una noticia vino a enturbiar esa buena perspectiva. De pronto se extendió la terrible nueva de que un amago de peste se cernía sobre la tierra de Aquisgrán. ¡La peste! Eso era tanto, o peor aún, que si se dijera que los feroces soldados turcos, los temibles genízaros, se acercaban para combatirla. Los mismos Príncipes Electores mostraron su temor. ¿Quién estaba a resguardo de tan mal enemigo? Contra la peste no valían preeminencias. El único recurso a favor de los poderosos era que podían huir con más presteza de las zonas afectadas.
De ese modo se le planteó al Emperador una alternativa: que se fijara otra ciudad alemana para realizar la ceremonia de la coronación imperial. En definitiva, lo que se iba a realizar era una toma de juramento y unos actos religiosos a cargo de las principales dignidades eclesiásticas alemanas, como los arzobispos de Colonia, de Maguncia y de Tréveris, y para ello cualquier catedral alemana podía servir. A fin de cuentas, Dios estaba en todas partes.
¡Pero no era lo mismo! Aquisgrán era la ciudad legendaria, aquella donde estaban los restos de Carlomagno, la que poseía en su catedral el trono simbólico del fundador del Imperio, tan cargado de mágicos recuerdos, aquella donde reinado tras reinado, cada nuevo emperador había sido consagrado. ¡Y eso desde hacía más de 700 años! ¿No había sido en el año 813 cuando el mismo Carlomagno había coronado a su hijo, Luis I el Piadoso, haciéndole su corregente? ¡Más de siete siglos cargados de Historia! ¿Todo eso iba a cambiar por un amago de peste?
Carlos V, tan apegado a la tradición, tan orgulloso de ser el continuador de aquella larga serie de emperadores, no podía cometer tamaño error. De modo que consintió en que la ceremonia sufriera un pequeño retraso, pero mantuvo con firmeza la orden de que se realizara en Aquisgrán, fiel a la secular tradición.
Y la suerte le acompañó. La comarca mejoró frente al amago de peste y Aquisgrán se afianzó como la ciudad de la solemne coronación imperial.
Aquisgrán, pues, alzándose en el horizonte, Aquisgrán elevada a uno de los puntos más relevantes de la geografía carolina, a una de las referencias obligadas cuando se recuerda la figura de Carlos V. La ciudad conservaba las huellas de su época de capital del imperio de Carlomagno y, sobre todo, la hermosa capilla palatina con su triple arcada elegantemente escalonada desde la recia base hasta la más estilizada del piso superior, testimonio fiel de la alta cultura desarrollada en la Corte del fundador del Imperio que tan justamente lleva su nombre. Y en la catedral está también el austero trono de Carlomagno, acaso más impresionante en su sencillez que si hubiera estado suntuosamente construido.
Hacia Aquisgrán se dirigió Carlos V abandonando Bruselas, tras dejar nombrada a su tía Margarita como regente de los Países Bajos en su ausencia. Haciendo una parada en el punto intermedio del convento de Witten, en el atardecer del 22 de octubre llegaba con su séquito a las puertas de la ciudad.
Iban a dar comienzo las grandes ceremonias, con la entrada triunfal de Carlos V, como un nuevo Carlomagno, en la vieja ciudad imperial. Y lo primero fue el obligado cambio de cabalgadura. Carlos V hubo de abandonar su hermoso caballo blanco para montar en el corcel que le ofrecía la ciudad de Aquisgrán. Era, sin duda, como un símbolo: el que entraba en la vieja urbe no era un extraño, como no lo era el caballo en que cabalgaba.
Y se inició el triunfal desfile, entre militar y palaciego, pues la mayor parte de los altos personajes, como el propio Emperador, iban acompañados de sus guardias personales. El primero en romper la marcha fue el margrave de Brandemburgo con su séquito. Le seguían otros altos personajes del Imperio. A continuación tres mil infantes en sus tres secciones de arcabuceros, alabarderos y piqueros. Detrás de ellos el estruendo de los tambores y timbales, como propagando al viento la triunfal entrada del Emperador.
En efecto, tras la música de tambores y timbales seguía ya el séquito imperial, entremezclados los Príncipes alemanes con los Grandes de España. Fue entonces cuando apareció el propio Emperador, cabalgando entre los arzobispos de Colonia y de Maguncia, que eran a su vez Príncipes Electores y los que habían de tener el máximo protagonismo en la ceremonia religiosa del día siguiente. Tras del Emperador, los cardenales de Salzburgo, Sión y Toledo. Y cerrando la marcha, la guardia regia[281].
Después del solemne Tedeum oficiado en la catedral hubo de firmar Carlos V las capitulaciones de su elección, confirmando a los Príncipes Electores sus privilegios. Y ya entrada la noche pudo retirarse al alojamiento que le tenía preparada la ciudad. Le esperaba todavía la jornada fundamental: la de su coronación en la catedral.
Al día siguiente, muy de madrugada, Carlos se dirigió al templo vestido con el ropaje y los atributos de archiduque de Austria, que le acreditaban como uno de los príncipes del Imperio. Era tanto como hacer público que aquel que iba a ser coronado emperador no era ningún extraño, era alguien que pertenecía por su linaje a la gran familia de la nación alemana.
La ceremonia religiosa tuvo cuatro partes. En primer lugar, la misa pontifical oficiada por el arzobispo de Colonia. Era como la introducción, como la petición de gracia a la divinidad, que Carlos oiría del modo más humilde, postrado en tierra y con los brazos en cruz. Después vino el ritual al modo caballeresco que ligaba al Emperador a sus deberes frente a Dios y al pueblo, teniendo que contestar a las preguntas del Arzobispo: ¿Defendería como tal Emperador a la Iglesia? ¿Y a la Justicia? ¿Sería el protector de los humildes, de los oprimidos, de las pobres viudas y los míseros huérfanos? Preguntas solemnes a las que el joven Emperador iba respondiendo, poniendo en ello su alma: Ego volo. Esto es: «Yo quiero».
A partir de ese momento, Carlos V asumiría desde lo más profundo de su ser aquella triple obligación, aquel triple deber, aquellas tres consignas: convertirse en la espada que defendiera la Iglesia contra sus enemigos, ser el buen juez de sus pueblos y alzarse como el amparador de los pobres y oprimidos contra los poderosos, prestando juramento con la mano diestra sobre la Biblia.
Tal emperador, ¿sería aceptado por el pueblo? He ahí la siguiente etapa planteada por el arzobispo de Colonia en pregunta directa a la asamblea. Y la asamblea, los allí reunidos, grandes y menudos, príncipes del Imperio, caballeros, mercaderes, artesanos y el mismo pueblo, respondieron por tres veces a la reiterada pregunta del Arzobispo: Fiat, resonó una y otra vez en el templo. Esto es: «Sea, venimos en ello».
Era la asamblea allí reunida reconociendo al Emperador por su señor, como la premisa para la cuarta fase: la consagración de Carlos V con el óleo santo en las manos, en el pecho y en la cabeza, a cargo de los arzobispos de Colonia y de Tréveris, con la alocución sacra del arzobispo de Colonia:
Ungo te regem oleo santificato. In nomine Patris et Fili et Spiritu Sanctu.
Y mientras se procedía a la consagración de Carlos V, como emperador, se oía al coro entonar la antífona:
Unxerunt Salomonem…
Para terminar con el grito triunfal:
¡Vivat, vivat Rex in aeternum!
Era el momento de recibir los signos externos de su preeminencia: la espada de Carlomagno, el anillo imperial, el cetro y el mundo, y de imponerle la corona, la primera corona imperial como emperador electo[282].
Ya Carlos V era emperador. Y como tal subió al trono de Carlomagno y desde allí inició su imperio armando caballeros a no pocos de los presentes, dándoles el espaldarazo con la espada de Carlomagno.
Era el 23 de octubre de 1520.
Tan solemne consagración tendría su natural complemento en el banquete con que la ciudad de Aquisgrán homenajeó a su imperial huésped y a todo su séquito en el Rathaus, en la Casa consistorial; mientras, el pueblo lo celebraba a su modo con las fuentes de vino que corrían en la plaza del Mercado y con el buey asado en la misma Plaza.
Una fiesta, sin duda, para grandes y poderosos, pero también para el pueblo, que quedaría grabada en la retina de Carlos V. Y una fiesta que recordaría un testigo de excepción: el gran pintor alemán Alberto Durero, quien afirmaría:
Yo, que he asistido a todo el espectáculo, he visto cosas tan soberbias, preciosas y exquisitas como no ha visto jamás ninguno de los vivos[283].
Pronto tendría ocasión Carlos V de llevar a cabo aquellos deberes que había asumido frente a Dios y a los hombres enfrentándose a la amenaza que sobre la Iglesia de Roma, a la que había jurado defender, estaba desencadenando aquel ya no tan oscuro fraile agustino de nombre Lutero.
Para lo cual, Carlos V convocaría la Dieta imperial en Worms.
Algo que ocurriría ya en el año siguiente de 1521.

§. La dieta imperial de Worms: Carlos V y Lutero
No olvidaba Carlos V las cosas de España, tan alteradas con las Comunidades de Castilla y con los alzamientos de los agermanados de Valencia y de Mallorca. Algo había mejorado el panorama desde el nombramiento del almirante de Castilla y del Condestable como corregentes, al lado de Adriano de Utrecht, lo que afianzaba la alianza de la Corona con la alta nobleza. Sobre todo, la recuperación de Tordesillas, donde seguía su madre Juana la Loca, era ya una nota tranquilizadora. Y aunque Carlos V estuviera deseoso de regresar a España para acabar de sosegarla por completo, eso le permitiría afrontar de momento la gran crisis religiosa abierta en la Cristiandad por Lutero.
Estamos ante la cuestión más trascendental de la Europa carolina: la Reforma. En verdad, sería la que llenaría todo el reinado de Carlos V desde el día siguiente de su coronación imperial hasta las últimas jornadas, después de la abdicación en Bruselas. A la par, o incluso con más fuerza que la rivalidad con Francia, hay que poner la cuestión luterana, que persigue a Carlos V incluso hasta su retiro de Yuste. ¿Qué era lo que hacía tan fuerte y tan amenazadora a la disidencia religiosa que acaudillaba Lutero? Entraban en ello diversos factores: el incipiente nacionalismo alemán, que pronto acabaría viendo en Lutero a la personificación del pueblo teutón enfrentado con Roma; la auténtica necesidad de una vida religiosa más sincera, en contraste con la corrupción de la curia romana; el malestar económico aumentado por las grandes sumas de dinero que salían de Alemania por los conductos eclesiásticos para la capital de la Cristiandad… Había, pues, motivos nacionalistas —siempre tan virulentos—, espirituales —que lo hacían más profundo— y económicos que lo acababan de agravar.
No fue exactamente eso lo que llevó a Lutero a su personal rebelión, sino una crisis íntima, abierta en su conciencia. Pero, al estallar, se enlazó con todo aquel malestar incubado en Alemania, y pronto buena parte de Alemania haría suya la causa luterana.
A su vez, para Carlos V que iniciaba gozoso su mandato como emperador de la Cristiandad, y que tan solemnemente había jurado el día de su coronación en Aquisgrán defender a la Iglesia, Lutero se presentaba como el mayor enemigo de aquella unidad de la Cristiandad, de aquella idea de la Europa cristiana en armonía bajo la dirección imperial. Algo, por tanto, que había que solucionar pronto, o por la vía del diálogo o por la fuerza. El Papa, León X, alarmado por las noticias que llegaban a Roma sobre los avances de la herejía luterana en Alemania, presionaba constantemente a Carlos V para que empleara contra Lutero la violencia, declarándolo sin más proscripto del Imperio como hereje contumaz, actuando contra él como lo había hecho el Concilio de Constanza contra Juan Huss un siglo antes, y como había procedido entonces el emperador Segismundo, condenándolo a la hoguera.
Sin embargo, Carlos V prefirió tantear otro procedimiento. Reunió la Dieta imperial en Worms en marzo de 1521 y convocó a Lutero, mandándole un salvoconducto imperial. Quería oír personalmente al que sería uno de sus mayores antagonistas —y acaso el personaje más destacado de la Alemania del siglo XVI— antes de condenarlo. Eso parecía lo más honesto.
En lo cual Carlos V mostró una de sus características más acusadas: su sentido ético de la existencia.
Pero, ¿quién era Lutero? ¿Cuál era el mensaje de aquel fraile agustino que tanto inquietaba a Roma? Hemos señalado que todo había sido fruto de una crisis religiosa sufrida por el monje alemán; pero, ¿qué había ocurrido, en verdad? En suma, ¿con qué se iba a enfrentar Carlos V, cuando lo convocó a la Dieta imperial de Worms, en aquella primavera de 1521?
Todos los biógrafos lo señalan: Lutero estuvo marcado ya por una infancia dura, dentro de una vida familiar muy severa, con una educación rígida. Eso hizo mella en su carácter sensitivo. Se habla de la muerte de un amigo en plena juventud, de una pavorosa tormenta que le sorprende en el campo. En todo caso, algo hay en el ambiente que presiona a Lutero. Él mismo lo confiesa así después:
No me hice fraile libremente, ni obedeciendo a un deseo…, sino que sitiado por el terror y la angustia de una muerte repentina, formulé un voto obligado y necesario[284].
Así, aquel que su padre prepara para los estudios jurídicos, cambia de rumbo e ingresa en la Orden agustina. Tenía veintidós años.
¿Quiere decirse que Lutero entra en el convento por temor a la muerte? Yo contestaría: No. O, al menos, no exactamente. Lo que angustia a Lutero no es la muerte física, sino el magno problema de casi todos los creyentes: la salvación. Su temor radica en la condenación eterna. Confía en que el claustro le dé la seguridad que no encuentra en el mundo. Lucien Febvre nos lo revela: «Lo que importa a Lutero, de 1505 a 1515, no es la reforma de la Iglesia, sino Lutero, el alma de Lutero, la salvación de Lutero. Únicamente esto[285]».
Pero para conseguir de verdad esa paz que busca, Lutero tiene algo en contra suya: una conciencia excesivamente escrupulosa. Sobre todo para quien se estaba impregnando de las tesis de Ockham sobre las buenas obras; según Ockham, el hombre, aunque inclinado al mal, podía merecer la gracia por su propio esfuerzo, siempre y cuando Dios quisiera aceptarlo como bueno. El perseverar en las buenas obras era señal de ser bienquisto por Dios. Lo cual tenía su contrapartida, pues a la inversa, una conciencia escrupulosa podía apreciar en cualquier desfallecimiento el abandono de Dios, como si se tratara del terrible anuncio, por tanto, de la condena eterna. De ahí aquella etapa de angustia mortal por la que pasa Lutero. Él mismo la describe:
Yo también he conocido de cerca a un hombre que afirmaba haber sufrido a menudo tales suplicios. No durante mucho tiempo, ciertamente. Pero las torturas eran tan grandes, tan infernales, que ninguna pluma podría describirlas. Quien no ha pasado por ellas no puede figurárselas. Si hubiera que sufrirlas hasta el final, si se prolongaran únicamente media hora, ¿qué digo?, la décima parte de una hora, perecería uno entero, hasta los huesos quedarían reducidos a cenizas[286].
De entonces es su conocido lamento:
¿Cómo es posible que no desespere el alma si no tiene otro consuelo contra sus pecados que sus propias obras.
Una angustia indecible, hasta que leyendo a san Pablo, Lutero encuentra la clave de su esperanza, en la famosa frase: «El justo vive de la fe». A través de sus propios textos podemos seguir su evolución:
Hasta que al fin por piedad divina, y tras meditar día y noche, percibí la concatenación de los dos pasajes: «La justicia de Dios se revela en él», «Conforme está escrito: el justo vive de la fe»[287].
Esto es, la inclinación al pecado es invencible, pero la misericordia de Dios es infinita; o por decirlo con las propias palabras de Lutero: «Somos pecadores a nuestros ojos y, a pesar de esto, somos justos ante Dios por la fe».
¡Al fin! Atrás las perspectivas del Infierno. Por el contrario, se abren gozosamente ante Lutero las puertas del Paraíso. Él mismo lo proclama así:
Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las puertas del Paraíso[288].
A poco, sobreviene la predicación en Alemania por los dominicos de la bula de Roma, para ayudar a la construcción del templo de san Pedro. Se abría el gran debate sobre el valor de las indulgencias. Lutero cree tener ante sí, no las buenas obras, sino las falsas buenas obras; algo que iba contra la confianza lograda en sus últimas reflexiones. De ahí que publique sus 95 tesis en Wittenberg, atacando la predicación de la Bula. Pero en Roma aún no cunde la alarma; «disputas de frailes», se comenta.
Mientras tanto, Lutero se iba haciendo «luterano», como señala Lucien Febvre.
Esto nos ayuda a entender el fenómeno humano de Lutero, y su deslizamiento progresivo hacia posturas de rebeldía. Pero queda en el aire otra cuestión importante: ¿Por qué gran parte de Alemania sintonizó tan pronto con Lutero? Los especialistas, como Lortz, nos hablarán de que estaba en marcha la disolución fomentada por los abusos y los errores de Roma. Asimismo, que en Alemania se hacía cada vez más fuerte un sentimiento de hostilidad a Roma, fomentado por la fuerte extracción fiscal. Una crisis cultural, política y social cierra el cuadro: un humanismo laico enfrentado con una cultura clerical, cada vez más oxidada; las ambiciones de los Príncipes contra el Imperio, y, por último, el malestar de una clase social en peligro de extinción: los caballeros.
Todo eso afloró con Lutero. Particularmente por sus planteamientos religiosos, cuando media Cristiandad estaba anhelando un contacto más directo con Dios, lo que Lutero acabaría plasmando en su tesis del sacerdocio universal. Es una situación que Hegel resumiría en su célebre juicio:
En Alemania, donde se conservó la pura espiritualidad interior, hubo un monje sencillo en quien se encendió la conciencia del presente.
Es a ese Lutero al que debe enfrentarse Carlos V a comienzos de su reinado. En aquellos momentos él, el Emperador, era todavía un desconocido en la política, como una interrogante abierta, y Europa se preguntaba qué sería capaz de dar de sí al frente del Imperio.
Para entonces Lutero había ya publicado sus principales escritos que le enfrentaban con Roma: «A la nobleza cristiana de la nación alemana», «De la cautividad babilónica de la Iglesia», y «De la libertad cristiana»; en ellos formulaba los principios de un nuevo cristianismo, con la base doctrinal de la justificación por la fe, el sacerdocio universal, con la lectura directa de la Biblia, una Iglesia desvinculada de Roma, bajo la protección del príncipe, y la validez de los únicos sacramentos que aparecen en el Nuevo Testamento: Bautismo, Penitencia y Eucaristía. Como resultado, aparte de la conmoción en la Cristiandad y de la adhesión de los muchos que clamaban contra los abusos de Roma, se produciría en 1520 lo que ya era inevitable: la Bula de excomunión (Exsurge Domine). Roma ya no creía en las «disputas de frailes». Profundamente alarmado, el papa León X presionaría fuertemente al Emperador para que pusiese al nuevo hereje fuera de la ley imperial.
Pero Carlos V se tomó un tiempo. Por lo pronto, no quiso condenar al fraile agustino rebelde a Roma sin antes oírlo.
Y así fue convocada la Dieta imperial de Worms en abril de 1521, y a ella llamado Martín Lutero.
Pocas citas históricas tienen tanta trascendencia.
En Worms van a encontrarse el fraile agustino, que ha decidido defender su conciencia aunque eso suponga enfrentarse con los mayores poderes de la tierra, y el joven Emperador, que solo hace unos meses que ha recibido la corona imperial en Aquisgrán.
Para Martín Lutero acudir a la cita no carecía de riesgos. ¿Cómo olvidar la sombra de Juan Huss, convocado también con salvoconducto imperial, a la Dieta de Constanza en 1414, de donde había salido para ser quemado vivo en 1415? Lutero fue advertido por sus amigos y seguidores. El propio príncipe elector de Sajonia, Federico el Sabio, le puso en aviso sobre el peligro que corría. Pero Lutero se creyó obligado a afrontarlo.
Sin duda, como suele decirse, se había puesto en manos de Dios. Consciente de lo mucho a que se exponía, confiaba en Dios. ¿También quizá en el nuevo Emperador? No lo sabemos, pero sin duda, le daba un margen de confianza, en cuanto que cumpliera con el salvoconducto que le había enviado. Pero el riesgo era enorme, por la presión del ambiente.
De ahí lo impresionante de aquellas jornadas. Todos sabían que algo muy importante iba a salir de ellas. Y a ellas fueron Lutero y Carlos V, entrando cada uno en su propio destino: el decidido reformador, en la madurez ya de su pensamiento teológico, y el no menos decidido César, velando sus armas imperiales. Por un lado Lutero, el que suponía la ruptura con el pasado, y por el otro Carlos V, en su pugna por mantener sin escisiones la Universitas Christiana.
Pero no arrancaban en igualdad de condiciones. Carlos V se apoyaba en los principios establecidos y en una tradición milenaria. Tenía la legalidad consigo, Roma a su lado y en sus manos, el poder, que no era poco. Martín Lutero, en cambio, lo arriesgaba todo: honra y vida. Su final podía ser la infamia y la muerte en la hoguera, como le había ocurrido, no solo a Juan Huss, sino también, y más recientemente, a Savonarola. Su único respaldo era su conciencia y un cierto apoyo popular, pues el pueblo alemán apreció muy pronto el heroísmo que había en la marcha de Lutero a Worms. Ranke, el gran historiador alemán del pasado siglo, nos describe bien aquella Alemania que salía al paso de Lutero para aclamarle[289].
Para Martín Lutero, aquel clamor fue decisivo. Era el signo de que Dios le apoyaba.
El 17 de abril de 1521 Lutero tiene su primera confrontación oficial en la Dieta de Worms. Se le pregunta si reconoce como suyos sus escritos y si se ratifica en lo que en ellos dice. Lutero, impresionado sin duda ante la Corte imperial y ante todo el aparato de la Dieta y, sobre todo, ante la gravedad del paso que iba a dar, pidió veinticuatro horas para reflexionar, lo que motivó alguna burla de los allí presentes. ¡No sería aquel fraile apocado el que les llevaría a la herejía! En la siguiente sesión Marín Lutero, recobrado su ánimo, respondería con firmeza. No solo reconocía como suyos aquellos escritos, sino que los mantenía, mientras que no se le convenciese, Biblia en mano, de sus errores. Pues actuar de otra forma sería ir contra su conciencia.
Estamos ante un momento crucial de la historia de Alemania, de la historia de Europa, de la historia del mundo. Bien merece la pena, pues, que oigamos al propio Lutero en su lengua, que escuchemos lo que nos dice en alemán, tal como nos lo conserva la tradición:
Solange ich nicht durch die Heilige Schrift oder klare Vernunft widerlegt werde, kann und will ich nichts widerrufen, da gegen das Gewissen zu handeln beschwerlich und gefährlich ist.
Esto es:
Mientras yo no sea rebatido a través de las Sagradas Escrituras o con razones evidentes, ni quiero ni puedo retractarme, porque ir contra la conciencia es tan penoso como peligroso.
Para terminar invocando la ayuda divina:
Gott helfe mir! Amén[290].
Y, satisfecho sin duda por el efecto causado, daría el golpe teatral, espectacular, definitivo, lanzando la gran voz al auditorio que le dejaba como vencedor del debate:
Schluss!
O sea: « ¡Ya está!». La prueba ha concluido y mía es la victoria.
Después de lo cual, la prueba de fuego fue para el joven Emperador. Él también hubo de pasar su noche en vela, consciente de su responsabilidad. El 19 de abril se presenta Carlos V ante la Dieta con un papel en el que había apuntado sus reflexiones. Sería su primer discurso al margen del protocolo: un breve discurso, pero de importancia capital, por el sitio y el momento en que lo pronuncia. En síntesis sería una declaración de fe. Él era el sucesor de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, de los Reyes de la católica España, de los señores de las Casas de Austria y de Borgoña, todos siempre fieles a Roma. Enfrente estaba aquel fraile rebelde; y un fraile no podía tener la razón, él solo, frente a la Cristiandad, y a su tradición milenaria. Y en defensa de esa Cristiandad —concluye Carlos V— él pondría todo lo que tenía: reinos, dinero, amigos, cuerpo y alma.
Pero un discurso resonando de un modo chirriante en aquella magna asamblea germana, pues frente a los fogosos razonamientos de Lutero en el más puro alemán, Carlos V solo pudo oponer una réplica en francés, su lengua natal, que era la única que entonces dominaba:
Vous savez que je suis descendu des Empereurs trés crestiens de la noble natión germanique, des Rois Catholiques d’Espaigne, des Archeducs d’Austrie [et] des Ducs de Borgoigne, lesquels tous ont etés jusques à la mort fils fidèles de l’Eglise romaine…
Y ahora, llegaba aquel fraile agustino y frente a la postura de la Iglesia entera, de sus santos padres y de sus santos y venerados Concilios, afirmaba que eso no valía nada ante su libertad de conciencia. ¿Cómo podía admitirse tal extravío, tal ofensa, tal rebeldía? Era atentar a lo más profundo de las enseñanzas de Roma. De forma que Carlos V actuaría como le obligaba a ello su condición de emperador.
Y es cuando pronunciaría aquella solemne declaración de fe para que nadie se llamase a engaño: Todo, todo lo que tenía, lo pondría en aquella formidable apuesta:
porquoy [je] suis determiné toutelment y employer mes Royanlmes et segnouries, mes amis, mon corp, mon sang, ma vie et mon âme…
Tal era el papel escrito de su propia mano que leyó Carlos V ante la Dieta imperial reunida en Worms en aquel abril de 1521[291].
¿Respondía con ello Carlos V al sentir de aquella España? Hoy podemos contestar a esa pregunta, gracias a la documentación existente en el Archivo de Simancas.
Aquellos sucesos de Europa, en la primavera de 1521, cogen a España en plena guerra civil, con las Comunidades castellanas y las Germanías valencianas y mallorquinas levantadas en pie de guerra.
13 de abril de 1521. Se reúne el Consejo Real en Burgos, bajo la presidencia del arzobispo de Granada, don Antonio de Rojas. Asisten los consejeros don Alonso de Castilla, el marqués de Cuéllar, los doctores Guevara, Cabrera y Beltrán y los licenciados Cruz y Santiago. Al Consejo Real ha llegado la noticia de la Dieta de Worms, donde ha sido convocado Martín Lutero. Bajo la presión de Roma, que ha movilizado sus recursos diplomáticos hasta la misma Castilla, el Consejo Real acuerda enviar un despacho urgente al Emperador:
Por Breves del nuestro muy Santo Padre y cartas del Cardenal de Tortosa, Gobernador destos Reinos y de otras partes —señala el Consejo Real— habemos entendido los errores y herejías que Martin Luter, alemán, ha levantado contra nuestra sancta fe católica…
Ya está, pues, el nombre de Martín Lutero resonando en el ámbito español. Y con alarma, ocioso es decirlo, pues el Consejo Real subraya a continuación a Carlos V:
Lo que V. A. hizo y lo que Su Santidad contra ese hereje proveyó y mandó no ha bastado hasta agora para le apartar de sus errores.
Por todo ello, el Consejo Real, cuidando las formas pero firme en sus obligaciones («… por cumplir con Dios y con V. A. y con la obligación que como cristianos tenemos…»), le recuerda al César sus deberes, primero como rey de España y después como emperador de Alemania. Notable advertencia donde se echa de ver que Castilla se consideraba entonces la representación genuina de España, y que su puesto no cedía ante el Imperio. Hay algo de esa altivez de un pueblo cuando se considera en su hora de plenitud:
traemos a la memoria de V. M. la que tiene como rey católico desta nuestra España y después como Emperador de Alemania…
¿Era preciso traerle también la imagen de sus antepasados, en tan crítico momento? Así lo entendieron aquellos consejeros:
… que es también muy grande la obligación que en ello tiene como rey y señor destos Reynos y sucesor en ellos, como nieto de aquellos gloriosos y cathólicos reyes don Fernando y doña Ysabel, vuestros agüelos… El redactor del documento —quizá el doctor Guevara— tiene entonces un momento de cierta inspiración. Se sale del camino trillado de denostar al «malvado hereje», para hacer hincapié en algo que había llenado de admiración al mundo entero: la increíble fortuna de Carlos V, con el cúmulo de Estados que había ido recibiendo. Eso tenía un misterio, que no era otro sino el de los designios divinos, lo que obligaba más al César:
y no sin cabsa y misterio prepuso Dios a V. M. en tan alto trono, sino porque fuésedes más poderoso para defensión de su Iglesia y castigo de los herejes…
Orgullosa Castilla, sí, que se consideraba portavoz de España entera, en su momento de plenitud. Sin embargo, curioso detalle, ya se tenía por cierto que Alemania amaba la guerra — ¡oh manes de Tácito!— y que era conveniente aprovechar su fuerza:
mande [V. M.] que la belicosa y cristiana gente alemana de vuestro Imperio se levante y mueva poderosamente y con mano armada a prender este hereje y entregarle preso a nuestro muy sancto padre…
Entretanto, aclaraba el Consejo, se había dado orden de quemar todos los escritos de Lutero, y que nadie osase en tratar sobre sus herejías[292].
Tordesillas, 14 de abril de 1521. Las tropas imperiales están a punto para el combate decisivo con los comuneros. Estamos a siete días antes de Villalar. Todo el Reino está en gran tensión. Sin embargo, los gobernadores apartan un momento su atención del problema interno y piden al obispo de Oviedo —el único prelado que se hallaba entonces en Tordesillas— que escriba al Emperador instándole a extirpar «la pestífera secta de Martin Lutero», para que se borrase de sus dominios septentrionales y no alcanzase a los meridionales. Y otra vez Castilla vuelve a hablar en nombre de España:
Suplico a V. R. M. —es la carta del prelado de Oviedo[293]— que como cristiano Emperador, Rey Católico y señor protector y defensor de la Iglesia Católica, procure y mande echar de todos sus Reynos e señoríos setentrionales tan detestable abhominación, e no permita ni dé lugar que pase a nuestra región oçidental a infiçionar estos Reynos e señoríos de España…[294]
Ambos documentos llegarán a Carlos V, por supuesto, cuando ya él ha condenado públicamente la herejía de Lutero y este ha sido expulsado de la Dieta imperial. Por lo tanto, no cabe hablar de que los españoles —al menos, los que entonces gobernaban España en su nombre— influyeran en la decisión imperial.
Ahora bien, eso tiene todavía más valor, por cuanto que nos demuestra hasta qué punto estaba sintonizando ya Carlos con la España de su tiempo, que es precisamente la tesis del gran historiador Menéndez Pidal.

Capítulo 5
El eco de España: comuneros y agermanados

En marzo de 1521 Carlos V termina la Dieta de Worms y se ve obligado a aplazar el problema de Lutero. Está claro que no puede sospechar lo que se le avecina, que aquel oscuro fraile agustino sea capaz de escindir la Cristiandad, que serían inútiles sus intentos de reducción por el diálogo a sus seguidores, y que pasarían muchos años —en torno al cuarto de siglo—, antes de que pudiera tantearlo por la vía de las armas.
Entretanto, los sucesos se disparan en España, de donde cada vez le llegan a Carlos V noticias más alarmantes, tanto en Castilla, con el alzamiento de las Comunidades, como de Valencia y Mallorca con las alteraciones sociales de los agermanados; si bien es cierto que también se van conociendo las hazañas de los conquistadores en las Indias, que no en vano Hernán Cortés está conquistando en Méjico el imperio azteca.
En cuanto a Castilla, la rebelión no coge de sorpresa a Carlos V. En realidad, cuando embarca en La Coruña para dirigirse a Inglaterra, la situación era ya tan amenazadora, con la abierta insurrección de Toledo, que Carlos V incluso llegó a dudar si no debería acudir primero a sofocarla, aplazando su coronación en Aquisgrán.
También le alarmaba, y no poco, que fuera en Castilla donde estuviera recluida, en aquella villa de Tordesillas, su madre doña Juana que era, en puro derecho, la reina propietaria de la Monarquía hispana. ¿Qué ocurriría, si los sublevados lograban apoderarse de la Reina cautiva? ¿Hasta dónde podría llegar entonces el fuego comunero?
La primera en seguir los pasos de Toledo había sido Segovia, encolerizada con sus procuradores en Cortes, porque habían acabado votando a favor de lo que pedía Carlos V, vulnerando las órdenes que tenían de la ciudad. Cuando tal se sabe, el pueblo segoviano se amotina, dando muerte violenta a uno de dichos procuradores, Rodrigo de Tordesillas, pese a que se había refugiado en la iglesia de San Miguel.
Suceso tan grave no podía pasarse por alto. El cardenal Adriano, Regente desde la ausencia de Carlos V, convoca al Consejo Real: ¿qué debía hacerse, seguir la vía apaciguadora o el castigo inmediato? Aunque algún consejero, como don Alonso Téllez Girón, abogó por la negociación, se impuso el criterio del arzobispo Rojas, presidente del Consejo Real, de la represión. En consecuencia, se escogió al alcalde de Corte, Ronquillo, que ya tenía fama de severo, para que procesase a los culpables.
Y allí empezaron las dificultades, pues para eso tenía Ronquillo que entrar en Segovia, como si la ciudad lo permitiera, esperando su castigo. Muy al contrario, los segovianos le cerraron las puertas, teniendo Ronquillo que situarse en Santa María de la Real de Nieva, a unas cinco leguas. Su título de alcalde de Corte no valía de nada ante la ciudad amotinada. La vía judicial se mostraba insuficiente. Era preciso acudir a las armas.
Lo que estaba ocurriendo era que también las dos ciudades rebeldes, Toledo y Segovia, eran conscientes de que ya no podían dar un paso atrás, y empezaban a organizar sus milicias ciudadanas. El alzamiento se estaba haciendo tan popular que los propios curas clamaban desde sus púlpitos contra el mal gobierno de Carlos y contra sus consejeros flamencos; la Iglesia española no podía olvidar la gran ofensa sufrida, con el nombramiento del jovencillo Guillermo de Chièvres como arzobispo de Toledo, sucediendo en la silla primada nada menos que a la venerable figura de Cisneros. Toledo entero, por tanto, era un clamor contra el gobierno imperial y, alzado en armas, pone al frente de sus milicias urbanas a un caballero toledano que pronto se haría famoso: Juan de Padilla. Y se le encarga una misión: auxiliar a la amenazada Segovia.
En efecto, los segovianos habían pedido ayuda a las ciudades comarcanas, enviando emisarios no solo a Toledo, sino también a Madrid y, en la meseta norte, a León, Ávila, Salamanca y Medina del Campo, ciudades donde se producían movimientos populares semejantes, con la expulsión del corregidor, como odioso representante de la autoridad regia.
Todo eso se va sabiendo en la Corte imperial. En principio, que se estaba produciendo un alzamiento de las ciudades castellanas promovido por el patriciado urbano con asistencia del sector popular. Su carácter nacionalista lo hacía más grave, porque la misma alta nobleza castellana se mostraba expectante, como si no le importara demasiado ver las dificultades por las que atravesaba Carlos V, que tan poco aprecio había mostrado por ella. Así, no dejaba de ser significativo que en el caso de Zamora, se viera al conde de Alba de Aliste enfrentarse con el corregidor Fadrique de Zúñiga, apoyando a un alcalde del pueblo[295].
Entretanto, y en apoyo a Ronquillo, el Consejo Real le envía una pequeña fuerza armada (800 lanzas y 200 escopeteros) al mando de Fonseca. No era mucho, pero parecía suficiente para imponer el orden en Segovia.
Y acaso lo sería para sofocar un mero motín popular. Pero en junio toda Segovia estaba en armas, contando con el apoyo de otras milicias urbanas, como las de Toledo mandadas por Juan de Padilla. Por lo tanto, una simple operación de apaciguamiento urbano se convierte en toda una operación bélica, en el asedio o en el asalto de una fuerte ciudad amurallada. El asedio no lo permitía la premura con que el Consejo Real quiso castigar a los amotinados. Y para el asalto se precisaba algo más que un puñado de lanzas, empezando por una mínima artillería con que batir la muralla segoviana.
De modo que Fonseca decide pasar antes por Medina del Campo, donde la Corona tenía un parque de artillería. Mas eso también lo saben los segovianos, que con gran diligencia solicitan a Medina que no entregara sus cañones. ¡Los imperiales los querían para batir la ciudad hermana! Un sentimiento de solidaridad comienza a extenderse por toda Castilla.
Encolerizado ante la inesperada resistencia de los medinenses, Fonseca ordenó el asalto de la opulenta ciudad de las ferias, que fue batida calle por calle y casa por casa. Medina fue entregada así a la furia de la soldadesca, puesta a pillaje e incendiada.
Para entonces, las ciudades comuneras habían iniciado su propia estructura política con la designación de una Junta de Gobierno, en principio reunida en Ávila; Junta formada por representantes de las principales urbes sublevadas, como Toledo, Madrid, Segovia, Salamanca, Burgos y la misma Ávila. Sería la «Santa Junta», y a ella denunció Medina el saqueo sufrido, como ciudad inerme ante los soldados de Fonseca:
Con el mal apercibimiento que teníamos no se le pudo resistir que no se entrase por las calles, y desde allí comenzó [Fonseca] a combatir esta villa con mucho número de escopeteros y gente de armas…
Resistencia numantina de los medinenses que llevó a Fonseca a la bárbara orden:
y visto que por combate no podían entrar, determinó [Fonseca] de la poner fuego por todas partes, con tanta crueldad como no lo hiciera con turcos. Y aunque esta villa se vio arder y destruir, determinó de antes perecer del todo que no dalla [la artillería]. Y vista nuestra determinación, acordó [Fonseca] de se ir yendo por la villa saqueando casas y sustando mujeres y niños…[296]
Fue aquel un fuego que se extendió por toda Castilla, por las dos mesetas, tanto por Castilla la Vieja como por la Nueva. Fracasando en su intento, Fonseca tuvo que licenciar su pequeño ejército y él mismo buscar su salvación saliendo del país, yendo a la corte del César.
Aquel verano de 1520 el regente Adriano se hallaba sin ningún recurso que oponer a la marea creciente de las Comunidades. De esa forma se produjo lo que más temía el Emperador: la entrada de los comuneros en Tordesillas, apoderándose de la reina doña Juana. Incluso cinco días antes, como sufriendo el contagio de lo que estaba ocurriendo en toda Castilla, también los vecinos de Tordesillas se habían alzado contra el gobierno imperial. Organizados en comunidad, exigieron al marqués de Denia, el noble puesto por Carlos V para guardar a su madre, que les dejase ver a la Reina cautiva, aunque no lograran sacarla de su apatía.
Tampoco consiguieron mucho más los capitanes comuneros Padilla, Bravo y Zapata, cuando entraron en la villa el 29 de agosto. Padilla habla largamente a la Reina: están allí para liberarla de sus opresores y para que viva y actúe como lo que es: la Reina, a la que todos deben obediencia, y para eso estaban postrados ante ella, para hacer todo lo que mandase, cumplidero a su servicio.
Un momento histórico: ¿Sería capaz doña Juana de romper su mutismo, de salir de su inactividad, de recuperar su soberanía? La asamblea de soldados comuneros y vecinos de la Villa allí reunidos, pudieron escuchar su voz:
Sí, sí: estad aquí a mi servicio y avisadme de todo e castigad a los malos, que en verdad yo os tengo mucha obligación.
Incluso consiente en que la Santa Junta de Ávila se traslade a su lado:
Vengan aquí, que yo huelgo dello y de comunicar con ellos lo que conviene a mis Reinos[297].
Y de ese modo, el 20 de septiembre de 1520 la Santa Junta comunera entraba en Tordesillas.
Era el momento cumbre del alzamiento comunero, cuando nada parecía que podía oponerse a su resistencia.
Pero algo estaba ocurriendo que acabaría por cambiar de plano la situación. En aquel mismo verano la villa de Dueñas, contagiándose de ese espíritu de libertad, se alzaba también, pero en este caso no contra el gobierno imperial sino contra sus señores, los condes de Buendía. Y al punto las mismas ansias de libertad se propagaron por toda la meseta. Y de ese modo, la alta nobleza, que hasta entonces parecía mirar con simpatía al movimiento comunero, participando sin duda de sus sentimientos nacionalistas frente al gobierno extranjero impuesto por los consejeros flamencos de Carlos V, empezó a preguntarse si no estaban yendo las cosas demasiado lejos. Que el joven Emperador recibiera una buena lección era una cosa hasta encomiable; pero que se subvertiese el orden establecido y que ellos fueran despojados de sus señoríos, era otra harto fuerte e intolerable.
Y eso lo sabemos muy bien por una carta que dos de los miembros más destacados de la alta nobleza castellana, el Almirante y el Condestable, escribieron a Carlos V, donde le hicieron saber cuántos apuros habían pasado.
El Condestable contaría la afrenta sufrida en Burgos, cuando intentaba negociar con la ciudad que se mostrara fiel al Regente:
Agora, muy poderoso señor, digo que ya V. M. sabe cómo andando en los tratos de traer a Burgos al Cardenal y los del Consejo, la Comunidad se alzó y me cercó en mi casa y me tuvieron dos días cercado y me pusieron en tal necesidad que hube de salir de mi casa más que de paso.
¿Dónde estaba su poderío? ¿Dónde sus parientes y amigos? Oigamos al Condestable:
Hombres de cuanto viven conmigo en la ciudad, ni fuera della, no me acudió, de miedo que sus vecinos no les quemasen sus casas…
Su villa de Haro también estaba alzada y cercado su castillo de Briones. Y de igual manera le ocurría a otro de los grandes de Castilla, el duque de Nájera, con la capital de su ducado.
Y de esa forma la Grandeza de Castilla fue cambiando de parecer. A fin de cuentas, la causa del Rey era la del orden y, por lo tanto, la suya también:
Nos vimos el Duque y yo. Pareciónos que cumplía a servicio de V. M. que dexásemos algunas pasiones que entre nuestras casas suele haber, y nos concertásemos para estar ciertos en su servicio…[298]
A ese parecer había llegado también Carlos V. Era hora de poner remedio a tantos males, y dada su ausencia de Castilla, de concertar alianza con quienes en aquella alborotada Castilla le podían de verdad ayudar: los Grandes.
Y de ese modo, Carlos V nombró Gobernadores adjuntos al cardenal Adriano a los dos Grandes más cualificados: el Almirante, don Fadrique Enríquez, y el Condestable, don Íñigo de Velasco[299]. Y como la guerra abierta con las Comunidades era ya cierta, designa al conde de Haro, primogénito del Condestable, como jefe del ejército imperial que había de levantarse.
Poco a poco, los aciertos del gobierno imperial fueron desnivelando la balanza, al tiempo que se producían los yerros continuos de las Comunidades, no siendo el menor el quitar a Padilla del mando de su ejército, reemplazándolo por un miembro de la alta nobleza harto sospechoso, don Pedro Girón. También el Emperador tuvo más fortuna, al contar con la alianza portuguesa, asegurada con la boda de su hermana Leonor con el rey Manuel el Afortunado, el eterno viudo, que así desposaba por tercera vez con una princesa de la Monarquía Católica[300]. Eso permitió al Emperador conseguir un préstamo de 50.000 ducados de su rico cuñado, con el que poder atender a la financiación de la guerra. Menos afortunado fue Carlos V, y en su nombre los tres Gobernadores, en conseguir atraer a su causa al ejército que había regresado de la campaña africana emprendida en aquel año por Diego de Vera (segunda acción de las Djelbes), pues en parte aquellos soldados engrosaron las filas comuneras. Pero, en su conjunto, reorganizadas las fuerzas imperiales por la alta nobleza en Medina de Rioseco —la capital del señorío del Almirante, donde se había refugiado el cardenal Adriano—, logró desbaratar el intento comunero por apoderarse de la Villa y, pasando a la ofensiva, recuperar Tordesillas.
Era la noticia más anhelada por Carlos V.
Eso ocurría el 5 de octubre de 1520.
Todavía las Comunidades parecían reaccionar, mostrando cierta voluntad de rectificar los pasados errores, reponiendo a Padilla en su cargo de jefe de las milicias comuneras. La toma de Torrelobatón, con su fuerte castillo, el 21 de febrero de 1521, pudo dar la impresión de que las Comunidades todavía podían vencer en el campo de batalla.
Una situación engañosa. Padilla ya no era el capitán animoso de antaño, acaso porque los excesos populares en las ciudades comuneras estaban desbordando sus propios ideales, que no en vano pertenecía al linaje del patriciado urbano y su mujer era aquella doña María Pacheco, hija del conde de Tendilla. Y ese mismo mal del desánimo parecía haber prendido en sus tropas.
De ese modo, Padilla fue incapaz de organizar una acción ofensiva contra las tropas imperiales desde su reducto de Torrelobatón. Y cuando en la primavera de 1521 quiso buscar un refugio más seguro, fue fácilmente alcanzado a la vista de Villalar, y en una rápida acción, que más fue una escaramuza que una auténtica batalla, sus tropas desbaratadas y él mismo cogido prisionero, junto con sus compañeros de armas Bravo y Maldonado.
Era el 23 de abril de 1521.
Todavía faltaba por vencer alguna otra resistencia —Toledo no se rendiría hasta febrero de 1522—, pero prácticamente las Comunidades de Castilla habían sido derrotadas.
¿Cómo afectó todo ello a Carlos V? ¿Cómo acogió los mensajes que le llegaban de España, y en especial del comportamiento de los comuneros con su madre doña Juana en Tordesillas?
En principio, sin duda, alarma y alarma grande, por lo que se sabía de Castilla, tras la caída de Tordesillas en las manos comuneras, de aquella forma escalonada: primero, con el alzamiento de los vecinos contra el odioso gobierno del marqués de Denia; en segundo lugar, con la entrada de las milicias comuneras mandadas por Padilla; y en tercer lugar, con el asentamiento de la Santa Junta en la Villa entrado ya el mes de septiembre.
En efecto, eso ocurría el 20 de septiembre de 1520, y durante setenta y cinco días la Reina estaría a merced de los sublevados y en grave peligro el reinado de Carlos V.
Pues la cúpula comunera tanteó al principio apoyarse en Juana para desplazar sin más a su hijo. ¿Acaso no era la Reina propietaria? ¿Y no la tenían los marqueses de Denia cautiva y sojuzgada? ¡Estaba por ver aquello de su locura! Pudiera ser que doña Juana estuviera enferma, pero ¿había sido tratada debidamente? ¿No podría curarse? Tal se preguntaban los comuneros de Valladolid, los más cercanos al lugar del cautiverio de la Reina:
porque nos paresce que ha habido muy gran negligencia, e no sabemos qué más digamos, en no se haber entendido en la cura de su Real Majestad…[301]
Estaba clara aquella postura radical: destronar a Carlos V. Pero para ello hacía falta una base legal: rescatar a doña Juana y presentarla como la auténtica reina de Castilla, en la plenitud de sus facultades.
De ahí la importancia de aquellas entrevistas, y en particular la primera, tenida el 24 de septiembre de 1520. El ambiente en Tordesillas era de gran expectación. Se intuía que del resultado de aquella audiencia con la Reina podía sobrevenir un gran cambio, como el espaldarazo a la revolución, la consolidación del alzamiento contra el régimen imperial. Corría el rumor, que procedía del mismo palacio, de que la Reina era la víctima de una conjura del poder, montada primero por Fernando el Católico y mantenida después por el propio Carlos V:
Los criados y servidores de la Reina dicen públicamente que el padre y el hijo la han detenido tiránicamente y que es tan apta para gobernar como lo era en edad de quince años y como lo fue la reina doña Isabel.
¡Y esa noticia la transmitía el propio cardenal Adriano![302]. Se comprenden los esfuerzos de los comuneros por sacar a doña Juana de su apatía. En la primera audiencia que tienen, ese sería el objetivo del más prestigioso y elocuente de los que con ella se entrevistaron, el doctor Zúñiga que, como profesor de la Universidad de Salamanca, venía a representar el ideario político comunero. En su discurso ante la Reina y con fogosas razones, Zúñiga lo proclamó desde el principio: la Reina, la única Reina legítima, había sido apartada violentamente del poder. ¿Y cuál había sido el resultado? El peor de los gobiernos, con una camarilla de intrigantes flamencos que habían saqueado al país a su antojo. Pero ahora la Reina ya era libre. Por lo tanto, que procediese como tal, protegiendo a sus súbditos, porque estos no dudarían en ofrecer sus vidas para defenderla.
Y por primera vez, aquella asamblea oyó un largo discurso de doña Juana, que nos recoge el escribano de turno: ella había estado descuidada de las cosas de gobierno por estar en manos de su padre, el rey Fernando, y porque cuando murió, no lo había sabido en su momento:
quisiera haberlo sabido antes, para remediar lo que en mí fuere…
Ella amaba a su pueblo, pero ¿qué podía hacer desde su cautiverio? Fue entonces cuando la pobre Reina dejó deslizar una queja contra su padre:
yo quisiera estar en parte en donde pudiere entender en las cosas que en mí fueren; pero como el Rey, mi señor, me puso aquí, no sé si a causa de aquella[303] que entró en lugar de la Reina, mi señora, o por otras consideraciones que S. A. sabía, no he podido más…
Después, sí, había sabido que los flamencos («los extranjeros») habían entrado a gobernar Castilla, no entendiendo cómo los castellanos lo habían permitido:
… maravíllome mucho de vosotros no haber tomado venganza de los que habían fecho mal…
Porque ella nada podía hacer, temerosa como estaba de que hiciesen daño a sus hijos; observación de la Reina que suele pasarse por alto, pero que nos revela cuál era el grado de su cautiverio: no solo de su persona, en Tordesillas, donde tenía la única compañía de su hija pequeña, Catalina, sino también de las de sus otros cinco hijos que vivían tan apartados y en manos ajenas. Mas era hora de solucionarlo todo:
Y mucho me huelgo con vosotros, porque entendéis en remediar las cosas mal hechas, y si no lo hiciéredes, cargue sobre vuestras conciencias.
Claro era que también ella, la Reina, tenía que poner su mano. Pero, ¿cuándo? En ese momento doña Juana mostró cuán vulnerable seguía siendo, viniéndole a la memoria el recuerdo de su amado marido, Felipe el Hermoso:
Y si aquí no pudiere entender en ello, será porque tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del Rey, mi señor…[304]
Por lo tanto, todavía no era su hora. Y cuando los comuneros la apretaron, para que apoyase sus decisiones, se encontraron ya con su abierta negativa:
que no la revolviese nadie con su hijo…[305]
¿Tomar ella decisiones en materia de Estado? Habría que esperar:
que así lo haría estando sana, porque al presente se sentía flaca…[306]
Eso salvó al gobierno imperial. La Santa Junta, no atreviéndose a un gesto mayor de rebeldía, al no encontrar el respaldo seguro de la Reina, decidió negociar con Carlos V. ¡Al menos, que atendiera sus quejas! Y como se creían en una posición fuerte, con la Reina en su poder, enviaron una comisión al Emperador con su propuesta de reformas del gobierno, en la que había de todo, desde pedir al Rey su pronto regreso y su boda que asegurase la sucesión, hasta los cambios administrativos y económicos (¡menos gastos cortesanos!). Y, sobre todo, y eso es lo que ahora importa destacar, exigiendo la plena autonomía de las Cortes, tanto en su estructura como en su funcionamiento. Unas Cortes libres de toda tutela regia y que tuviesen una intervención decisiva en las cosas del Reino, pues eran su representación; de forma que, en caso de conflicto, se viera que el Reino estaba por encima del Rey.
Era seguir el lenguaje de las Cortes de 1518, cuando decían a Carlos V que su mercenario era y que había un pacto callado entre el Rey y el Reino; solo que ahora con términos más firmes. De entrada, la ley obligaba también al rey:
Las leyes…, que así obligan a los Príncipes como a sus súbditos…
De forma que si del Rey venía algo en daño del Reino, el Reino tenía que actuar sobre el Rey para protegerle de sí mismo, de sus posibles yerros, que podrían ser tanto en mal del Reino como del Rey, porque serían también contra su honra; un razonamiento sin duda sutil, en el que intuimos la mano de los profesores de los Estudios de Valladolid y de Salamanca:
Deben los súbditos guardar a su Rey de sí mismo, que no haga cosa que no esté mal a su ánima ni a su honra, ni daño ni mal de sus Reinos…[307]
O lo que era lo mismo: el poder correspondía al Reino, quien lo entregaba al Rey para que gobernase en justicia, pero que podía recuperarlo en caso contrario. Y había más: las cuestiones importantes como la declaración de guerra, tenían que decidirse con el acuerdo de las Cortes.
No cabe duda: de haber triunfado las Comunidades, habría triunfado también la primera revolución política de la Edad Moderna, según el certero juicio del historiador José Antonio Maraval[308].
Aquel programa de reformas, ultimado por la Junta comunera en octubre de 1520, fue enviado al Emperador. Los encargados de la misión de ponerlas en manos de Carlos V fueron Antonio Vázquez de Ávila, Sancho Sánchez Cimbrón y fray Pablo de León. Pero cuando llegaron a Bruselas, el César ya estaba en Alemania. Para entonces, los comuneros habían perdido ya Tordesillas. Empezaba a cambiar la suerte de Castilla. Acaso por ello, solo Antonio Vázquez de Ávila siguió con la misión encomendada por la Junta, mientras sus otros dos compañeros esperaban prudentemente en Bruselas. En Worms, entrado ya el año 1521, Vázquez de Ávila logró su propósito y conoció también al punto cuál podía ser la cólera regia, costándole la inmediata prisión. Al conocer la noticia, tanto Sánchez Cimbrón como fray Pablo de León optaron por regresar a Castilla.
Estaba claro que ya no cabía hablar de negociaciones. Carlos V se consideraba altamente agraviado por aquellos súbditos alzados en armas y estaba decidido a resolver el asunto por la espada.
Pero algo hemos de añadir: el emisario comunero, aquel Antonio Vázquez de Ávila que se había atrevido a presentarse ante él en Worms, acabó siendo puesto en libertad.
Que no era propio del talante caballeresco del Emperador romper las leyes de la Caballería que ordenan respetar al mensajero, aunque haga daño su mensaje.
Un ejemplo que no siempre seguirían sus sucesores[309][.
En cuanto a los problemas derivados de la entrada de los comuneros en Tordesillas, los más graves —como el hallarse su madre, a fin de cuentas, la Reina, en poder de los rebeldes— se solucionaron automáticamente con la recuperación de la Villa por el ejército de los Gobernadores del Reino el 5 de diciembre de 1520. A ese respecto, todo seguiría igual, con la vuelta de los marqueses de Denia como guardianes de doña Juana. Si acaso, cabría sospechar una recuperación de la Reina bajo el régimen de libertad que había disfrutado con la Santa Junta, como nada menos que el cardenal Adriano informaba al Emperador. Y eso tanto en su trato diario con las gentes como en su aseo personal y hasta en sus salidas:
En muchas cosas —es el Cardenal quien lo comenta a Carlos V— habla S. A. muy prudentemente…
O bien:
Hoy me han dicho que S. A. empieza a vestir buenas ropas de atavío e hizo ataviar a la señora Infanta para que saliese con S. A. hasta el monasterio de Santa Clara[310][.
Tal era el comportamiento de la Reina entrado el otoño de 1520, cuando todavía la Santa Junta comunera dominaba Tordesillas. Parecía como si los aires de libertad llevados por los comuneros sentaran bien a la pobre Reina, tantos años cautiva. Pero, ¿qué ocurriría cuando otra vez cayese bajo el poder de los marqueses de Denia, más sus carceleros que sus guardianes? Aunque al Emperador también le llegaban otras noticias: las amenazas de los comuneros a su madre, la Reina, para que firmase los edictos regios contra su poder. En este caso, era el Condestable quien le daba cuenta, y también en aquel otoño de 1520, que tenía bien de qué afligirse con lo que estaba ocurriendo con su madre en Tordesillas:
Razón tiene V. M. de penalle —le escribía el 29 de octubre de 1520— lo que acá ha sucedido, especialmente por lo que toca a la Reina, mi señora, vuestra madre…
Grave cuestión. Alarma en Carlos V. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿A qué desacatos se habían atrevido los comuneros que la tenían en su poder? El Condestable se lo diría:
que siendo quien es su real persona, esté entre gente soldada y bárbaros que nunca conoció ni vio y que con espingardas la asombran
cada día por hacelle que firme…[311]
Desde aquel momento y ante aquella imagen de su madre atemorizada por la soldadesca comunera —la imagen, claro, que quería presentar el Condestable y que no tenemos que dar por absolutamente cierta—, la cólera del Emperador tuvo que ser grande, y su aversión a los comuneros ya invencible[312].
Pero se trataba de una ofensa de los enemigos, no de un peligro. En todo aquel asunto, nada podía culparse a la Reina. Nada, porque en definitiva su locura la dejaba al margen de cualquier sospecha de maquinación. Estaba, además, aquella expresión, aquella respuesta que había dado a los comuneros:
que no la revolviese nadie con su hijo…
Y eso había sido decisivo. Por ello, con la recuperación de Tordesillas y con la reposición de los marqueses de Denia en su cargo de gobernadores de la Villa y de guardianes de la Reina, todo parecía volver a la normalidad, al menos en el seno de la familia imperial.
Pero no todo, porque en Tordesillas también estaba otro miembro de su familia: la hermana Catalina. Y Catalina había dejado de ser una niña. Para entonces, en aquel otoño de 1520, estaba a punto de cumplir los catorce años, que para la época era la edad en que ya se podía pensar en los enlaces matrimoniales.
Por tanto, alguien a tener en cuenta. Tanto más cuanto que en la Infanta apuntaba una clara inteligencia. Y, ¿cuál había sido su comportamiento con los comuneros? Las noticias que llegaban a la Corte imperial no eran nada buenas: los comuneros habían intentado ganarla para su causa y ella los había oído con más agrado que enfado. Y eso también lo acaba sabiendo Carlos V por el cardenal Adriano:
Los de la Junta pusieron a la señora Infanta en más soltura de la que conviene a la honestidad y recogimiento de quien es…[313]
Por su parte, el marqués de Denia cargaba también la mano, acusando claramente a la Infanta de su inclinación a los comuneros a la par que se mostraba hostil a su mandato, y de tal modo que el propio César debiera reprenderla, advirtiéndole severamente que tenía que cambiar de conducta:
y que ha de hacer todo buen allegamiento y tratamiento a los que han sido vuestros buenos servidores y han de estar apartados de su
gracia los que no lo han sido…[314]
Carlos V, haciendo caso al Marqués, amonestó severamente a su hermana. Pero, ¿era culpable la Infanta de connivencia con los comuneros? Hoy tenemos pruebas concluyentes de que nada de eso había ocurrido. Aquella muchacha tuvo que aguantar el chaparrón e incluso contestar admitiendo su culpa, bajo la presión del marqués de Denia.
Porque el Marqués había vuelto a su cargo en Tordesillas con ansias de revancha, no sólo contra la Villa, sino también contra las propias personas regias que volvían a quedar a su cargo. ¡Y eso lo sabía el Emperador!
El marqués de Denia viene aquí[315] con más pasión de la que era menester… Así informaba Lope de Hurtado al Emperador en diciembre de 1520, a los pocos días, por tanto, del regreso del Marqués. Y como su comportamiento era tan duro, algo debía cambiar:
V. M. debe mandar que se temple mucho…
No había buen trato a las personas regias, antes al contrario, y ese era el rumor general:
dicen que la tenían [a la Infanta] mal contenta.
Y así no era extraño que tanto a ella como a la Reina les disgustara el retorno de los Marqueses:
agora les ha pesado su venida…
Era una situación, cuando menos preocupante. Y así el buen servidor terminaba informando al Emperador:
Dicen que trae [el marqués de Denia] determinación de revolvello todo, y según la pasión que tiene y la mal voluntad con que le reciben, creo que no sería bueno lo hiciesen[316].
Pero sí lo hicieron. Lo sabemos por la propia Infanta. Los Marqueses tenían engañado al Emperador, incluso obligándola a firmar cartas como si todo fuera bien en Tordesillas, cuando la realidad era bien distinta: las vejaciones y hasta los malos tratos era continuos. La marquesa de Denia llegaba en su desacato a presentarse en público con sus hijas postergando a la Infanta a un segundo plano. Y aún más: las mismas joyas y vestidos que le mandaba el César, le eran arrebatados.
La situación de la Reina era aún peor. La Infanta puede, al fin, mandar un hombre de su confianza a Carlos V, con un largo escrito, fechado a 19 de agosto de 1521; por lo tanto, cuando madre e hija llevaban más de ocho meses bajo el gobierno abusivo y los malos tratos de los marqueses de Denia. Y se lo cuenta todo a su imperial hermano. De entrada, no la dejaban comunicarse normalmente ni con los servidores que las asistían en palacio, ni con las personalidades que iban a visitarlas. En una ocasión, que lo había intentado la Infanta con la mujer del Almirante, la Marquesa enfureció:
me quiere sacar los ojos…
Los menosprecios en público humillaban a la Infanta:
Suplico a V. M. les escriba y envíe a mandar que me traten de otra manera y que haya alguna diferencia de mí a sus hijas en público.
¿Y habían de consentirse los despojos que sufría?
…ge lo toman todo y lo gastan y lo funden, y yo no tengo cosa propia, ni me dura…
Y eso era poco menos que nada, frente al ensañamiento con que trataban a la Reina. Aquí, el testimonio de la Infanta oprime el corazón:
V. M. provea, por amor de Dios, que si la Reina, mi Señora, quisiere pasearse al corredor del río o de las esteras, o salir a su sala a recrear, que no ge lo estorben…
Pues, ¿qué ocurría? Que para estar a su gusto la Marquesa y sus hijas sin la presencia de la Reina, encerraban a doña Juana en su cámara que, sin duda por mayor seguridad de su encierro, no tenía hueco alguno al exterior:
porque, por andar la Marquesa y sus hijas sin que la Reina las vea, mandan a las mujeres que no le dexen salir a la sala y corredores y la encierran en su cámara, que no tiene luz ninguna, sino con velas…[317]
¿Cómo reaccionó Carlos V? Aquí las interrogantes son difíciles de resolver. Es evidente que mantuvo a su madre en su retiro de Tordesillas bajo la vigilancia del marqués de Denia, porque permitir la plena libertad de la Reina consideraba que era una fuente de continuos conflictos, como se había comprobado en la etapa comunera. La inestabilidad psíquica de doña Juana la hacían muy vulnerable, si caía en manos enemigas, con las consiguientes funestas consecuencias. Se mantuvo, pues, su cautiverio. Lo que no estamos seguros es que mejoraran sus condiciones, aunque algo cabe colegir de las frecuentes visitas que el Emperador realizó a su madre, cuando regresó a España. Sería una de las primeras cosas que realizaría Carlos V, tras su retorno en 1522, de forma que el 2 de septiembre de ese año se le ve ya en Tordesillas. Y entre esa fecha y su salida de España en 1542, en esos veinte años en los que con tanta frecuencia está fuera —recuérdense las jornadas de Bolonia, en 1520, las campañas de Túnez, en 1535, o la marcha a Gante, en 1540—, Carlos V encuentra ocasión para visitar a su madre otras ocho veces. De ellas, dos particularmente significativas, como en su momento comentaremos: la de octubre de 1524, en la que estaría más de un mes, y la de 1536 en que decidiría pasar las Navidades con todos los suyos al lado de la Reina[318].
Y en cuanto a la infanta Catalina, el hecho de que Carlos V acabara negociando su boda con el rey Juan III de Portugal deja bien sentado que, si alguna vez había tenido algunas dudas sobre su comportamiento, las acabó desechando por completo.
Pues también aquí podemos comprobar que Catalina se acabaría convirtiendo en una de las principales colaboradoras de Carlos V, dentro de aquella orquesta dirigida por el Emperador, con la que intentó interpretar la música de Europa.
Los comuneros de Castilla bien presentes, pues, aunque a su pesar, en aquellos comienzos del reinado de Carlos V. Pero no fueron los únicos en traerle quebraderos de cabeza. También los agermanados de Valencia y Mallorca.
Ahora bien, no sería lo mismo. Y no lo sería porque las Germanías, tanto de Valencia como de Mallorca, aun con toda su gravedad, no pasaron de ser alteraciones de carácter social, poniendo así en menos peligro al poder político. De hecho, Carlos V solo recordaría a las Comunidades castellanas, cuando treinta años más tarde dictara sus Memorias a su ayudante de cámara Van Male, emparejándolas con el heresiarca Lutero:
Y en este tiempo comenzaron a pulular las herejías de Lutero en Alemania y las Comunidades en España[319].
Por fortuna para el Emperador, ambas alteraciones, aunque sincrónicas, no juntaron sus esfuerzos, fracasando el intento de casar a doña Juana de Castilla con el misterioso prisionero de Játiva, que resultó ser el duque de Calabria; con rara prudencia, el Duque, que llevaba preso casi veinte años, rechazó la libertad que le ofrecían los sublevados, asegurando así su futuro como nunca lo hubiera soñado. Por otra parte, cuando peor parecía ponerse la situación imperial en Valencia, con la rota de Alfandech, el 25 de julio de 1521, ya hacía meses que se había zanjado el problema de Castilla la Vieja en Villalar, restando solo el foco de Toledo, cuya rendición parecía cosa de poco tiempo. Y en cuanto a los agermanados mallorquines, Carlos V podría ya reducirlos a su regreso a España.
Ahora bien, si las Germanías valenciana y mallorquina preocuparon menos a Carlos V (a fin de cuentas no era en Valencia o en Palma de Mallorca donde radicaba su verdadero poder), algo había de afectar al Emperador, llevándole a medidas posteriores: el hecho de que los sublevados se mostraran tan severos con los moriscos en Valencia. Pues resultaba paradójico que el emperador de la Cristiandad tuviese entre sus filas a los moriscos perseguidos por los agermanados.
Eso llevaría a Carlos V a unos problemas de conciencia que le arrastraría, pocos días después, a tomar decisiones radicales en pro de su evangelización, como hemos de ver.
Pero eso quedaría aplazado a su etapa posterior, a su regreso a España en 1522.
Sería cuando daría comienzo un período decisivo del reinado de Carlos V: su hispanización.
Ahora bien, todo ello ocurriendo cuando los sucesos se desencadenarían tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, poniendo a prueba la capacidad de Carlos V como hombre de Estado. Por ello, es ahora cuando importa tener en cuenta cuál era su idearium político y cuáles los medios con los que contaba para poder imponerlo en la Europa de su tiempo.

Parte II
El proyecto imperial
(Ideas, hombres, recursos)

Contenido:
1. La personalidad de Carlos V
2. Los recursos del Imperio
3. El aparato institucional
4. El equipo imperial
En 1521, reciente su coronación imperial en Aquisgrán, Carlos V tiene ante sí la tarea de acomodar la Europa que ha recibido a la que él ha soñado. Su primer paso, ya lo hemos visto, fue tratar de reducir a Lutero, convocándole a la Dieta de Worms. La irreductible postura del fraile agustino le planteará ya un problema, entre religioso y político, que duraría lo que duró su vida.
En aquel mismo año de 1521 Francisco I de Francia rompía la paz, iniciando una serie de guerras que también perdurarían a lo largo del reinado del Emperador, pues cuando la paz de Crépy de 1544 parecía traer un cambio, la muerte de Francisco I y el ascenso al trono de Francia de su hijo Enrique II reabriría de nuevo las guerras y las heridas entre Francia y España.
Y también en 1521 se haría verdadero aquel temor de las Cortes castellanas de lo que podría suponer la amenaza turca, pues el nuevo Emperador de Constantinopla iniciaría sus ofensivas Danubio arriba, conquistando ese año Belgrado y mostrando bien a las claras cuáles eran sus ambiciones frente a la Cristiandad.
Ante tan malas perspectivas solo un suceso se mostraba favorable al Emperador en aquel año de 1521: la derrota comunera en Villalar. Podría decirse que a partir de entonces Carlos V iba a tener un primer objetivo: hacerse con España, lograr que Castilla, sobre todo, estuviera en sus manos, para hacer frente a tantos enemigos y ver realizado su sueño de una Europa unida, para lanzarse a la gran cruzada contra el Turco.
Ahora bien, ¿con qué medios contaba para ello? ¿Cuáles eran sus recursos, en hombres y en dinero?
Y sobre todo y antes que todo: ¿cuáles eran exactamente sus objetivos? ¿Cuál su idearium político?
Será preciso contestar a esas interrogantes, para comprender mejor los altibajos de su quehacer imperial, entre 1521, el año de Villalar, y 1555, el año de su abdicación en Bruselas.
Eso constituirá el núcleo de esta segunda parte, que por eso titulamos: El proyecto imperial.

Capítulo 1
La personalidad de Carlos V

§. La figura del emperador
¿Cómo era Carlos V? He ahí una pregunta primera que salta en cualquier biografía y a la que no siempre puede contestar el historiador. Por fortuna, sí lo podemos hacer en el caso del César, porque poseemos de él multitud de cuadros, algunos debidos a los mejores pinceles de su tiempo, así como descripciones de quienes, como los embajadores venecianos Contarini y Badoaro, o como los cronistas españoles Mexía y Santa Cruz, le conocieron personalmente.
Físicamente, le vemos cambiar desde sus primeros años de adolescente, cuando es el conde de Flandes que está a punto de hacerse con la Corona de España, hasta su última etapa en que le vemos postrado como un viejo en un sillón, como si estuviera cansado de tanto bregar; pasando, claro, por la edad madura en que se nos aparece bien como un caballero renacentista, el primer cortesano de su Corte imperial, bien como el gran capitán capaz de luchar en el campo de batalla.
De la primera época de adolescente tenemos algunas muestras verdaderamente notables. Está, por ejemplo, el busto de Conrad Meit del Museo Gruuthuse de Brujas, de largo cuello y ojos ensimismados, como alguien soñando despierto. Réplica de ese busto y hecho sobre esa época es el retrato pintado por Bernard Van Orley del Museo del Louvre. En ambos, Carlos V porta un amplio sombrero y en ambos lleva al cuello el preciado collar de la Orden del Toisón de Oro. Si se quiere, el cuadro de Van Orley capta mejor aquel joven señor al que se abría tan impresionante destino. Su mirada es más firme, aunque vaya más allá de nosotros. Un poco más tarde, en 1519, surge ya el primer gran artista vinculado a Carlos V. Se trata nada menos que de Alberto Durero, quien en 1519 nos lo presenta en un hermoso grabado, como Rex Hispaniae, y con la divisa plus ultra, aquí vertida al alemán: noch Weiter. Por lo demás, el atuendo, el estar tocado con la misma amplia gorra, el adornarse con el collar de la Orden del Toisón de Oro, todo nos da el mismo modelo de joven soñador, en este caso con la cabeza ligeramente ladeada. Estamos ahora ante una bella muestra del arte del gran pintor alemán.
Menos afortunado es el retrato que le hace, Lucas Cranach, el Viejo, hacia 1522, que posee el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, con un rostro huidizo que da la impresión de que se va a salir del marco.
Por fortuna, para su época madura podemos contar ya con la serie de retratos que le hará uno de los mejores pintores del Quinientos: Tiziano. Está claro que cuando Carlos V decide salir por segunda vez de España, en 1529, para pasar a Italia, tiene en la mente que esa sería su oportunidad para hacerse con el gran artista que perpetuara su imagen para la posteridad.
Y así fue como se produjo el encuentro con Tiziano. El primer cuadro que tenemos del pintor veneciano sobre Carlos V es de 1533, pero ambos se conocieron antes. En efecto, poseemos un curioso dibujo, muy abocetado, de Tiziano, que nos capta la escena de cuando el pintor es presentado al Emperador, durante su primera estancia en Bolonia en 1530[320].
Por ello la escena merece la pena ser recordada, como nos lo permite el apunte de Tiziano. Se sabía por los más íntimos que uno de los objetivos, o si se quiere, de los deseos más vivos del Emperador, al ir a Italia, era encontrar al pintor de la Corte imperial. Eso lo sabían algunos pocos y lo sospechaban bastantes. Y uno de ellos era el duque de Mantua, Federico Gonzaga.
El duque de Mantua conocía bien a Tiziano, que ya le había hecho algún retrato excelente, como el de 1525 en tonos azulados, en el que el Duque aparece a lo cortesano, con un gran perro de lanas blanco al que acaricia con la mano diestra. Un cuadro espléndido, en el que rezuma el espíritu más representativo del Renacimiento y que nos permite comprobar que cuando Tiziano es presentado al Emperador ya era un artista conocido y que a sus 53 años (no olvidemos que había nacido en 1477) estaba en plena madurez; si acaso, la duda era cuánto sería su futuro, dadas las escasas perspectivas de vida que tenía el hombre del Quinientos, pero por fortuna, la rara longevidad de Tiziano resolvería esa cuestión hasta tal punto que no solo cubriría toda la vida de Carlos V sino también buena parte de la de Felipe II.
Veamos, pues, la escena, tal como nos la dibuja Tiziano: el Emperador está sentado en su trono rodeado por sus cortesanos; a los pies del trono un bufón se recuesta como indiferente al acto. El duque de Mantua se inclina ante el César para presentarle al artista, vestido con un largo hábito que le llega a los pies. Estamos ante un boceto de un cuadro proyectado por el pintor, acaso perdido, acaso nunca terminado. Lo que no cabe duda es que Tiziano era consciente de que aquel era un momento histórico. Daba inicio algo más que una carrera artística en la Corte imperial.
El primer gran cuadro de Carlos V lo pintaría Tiziano tres años después, con motivo de la segunda estancia del Emperador en Bolonia. Se ha dicho que Tiziano copia entonces un retrato que había hecho al César con anterioridad Jacob Seisenegger en 1532 y que custodia el Kunsthistorisches Museum de Viena. Diríase que Seisenegger tenía a su vez el modelo del cuadro pintado por Tiziano al duque de Mantua, ya comentado, pues también aparece Carlos V a lo cortesano con la vestimenta propia de un gran príncipe renacentista y teniendo al lado un hermoso perro al que acaricia el César, que lleva, eso sí, al cuello el collar de la Orden del Toisón de Oro. Estamos ante un cuadro notable, sin duda, pero no soberbio. Y hay para pensar que cuando Carlos V posó de nuevo para Tiziano, con el mismo atuendo y con idéntico talante cortesano, estaba tratando algo más que de conseguir el mejor retrato de aquel momento tan importante de su vida, cuando se había mostrado como el gran César capaz de frenar al Turco ante Viena; y era saber cuál de los dos, si Seisenegger o Tiziano, debiera convertirse en su pintor de cámara. Y la duda, si es que podía haber alguna, quedó al punto desvanecida. Entre el cuadro de Seisenegger, correcto en líneas generales pero como petrificado y falto de vida, y el de Tiziano verdaderamente luminoso, había toda la diferencia que existe entre un pintor mediocre y otro verdaderamente genial.
Y Carlos V, lo que nos da otra pista sobre su carácter, fue capaz de entenderlo. Y hubo algo más, y sin duda importante: fue entonces cuando Tiziano recibió el título de conde áulico. ¿Y qué quería decir eso? Que el Emperador veía en él, no solo al artista que podía inmortalizar su figura, sino también al caballero con el que podía departir y cambiar impresiones.
Y de ese modo, cuando años después, a la muerte de la emperatriz Isabel, comprueba Carlos V consternado que no tiene ningún retrato de su esposa, encargaría a Tiziano que hiciera el que ya es para nosotros la figura exquisita de aquella Emperatriz que enamoró a toda la Corte. Pero para ello Tiziano tuvo que saber algo del modo de ser de Isabel. Y es fácil de imaginar que preguntaría a quien mejor la conocía. Y de ese modo el pincel de Tiziano fue el fiel intérprete de aquella imagen que de su esposa tenía el enamorado Emperador. Y es como si ese enamoramiento hubiera trascendido al pintor. Es un pincel enamorado el que nos da la estampa evanescente de la Emperatriz, para convertirla ya para siempre en un personaje de leyenda.
A la inversa, sería pronto el infatigable pintor quien prestaría a su vez algo de su increíble vitalidad a Carlos V, en la recta final de su reinado. Pues el Emperador estaba deseando tener a su lado a Tiziano, a raíz de su victoria contra los Príncipes protestantes en los campos de Mühlberg, sobre todo cuando en 1548 estuvo al borde de la muerte. ¡Había que dejar un testimonio para la Historia! De allí vendría el llamar a Tiziano para que dejara la alegre Venecia y se instalara en Augsburgo, donde Carlos V tenía entonces su Corte. ¡Y eso en pleno invierno, y cuando Tiziano ya había cumplido los setenta años!
El pincel de un pintor, anciano ya, al servicio de un Emperador que rondaba el medio siglo. Y el compromiso era dar la estampa de un César invicto, que acababa de tener una victoria clamorosa sobre el temible ejército germano de la Liga de Schmalkalden. Pero, ¿quién es el anciano? Cuando Tiziano llega a la ciudad de Augsburgo tan brioso, pese a que ha tenido que cruzar los Alpes nevados en pleno invierno, se encuentra con un Carlos V postrado en su sillón, si no viejo, envejecido. Es un Emperador al que la gota ha derrotado, convirtiéndole en una sombra; y como tal se nos aparece en el retrato que custodia la Antigua Pinacoteca de Múnich. Y otra vez es insoslayable que nos imaginemos la conversación entre el César y su pintor, entre ese decaído Emperador y el anciano artista que viene de tan lejos pero que mantiene su vitalidad. ¿El tema de la conversación? Los términos en que había de pintarse el que sería ya el gran cuadro para la posteridad: Carlos V como soldado, como capitán de sus ejércitos, como el Emperador invicto, tras la batalla de Mühlberg. Y aquí sí que toda la energía, toda la vitalidad, toda la arrogancia de Tiziano sería insuflada a la figura imperial. Pues si Carlos V admiraba a su pintor, como el genial artista que era, a su vez Tiziano sabía muy bien la gran personalidad que tenía ante sí y que él tenía una ocasión única para que pasara de su mano a la gran Historia.
Y de ese modo se logra el Carlos V a caballo, esa pieza impar del Museo del Prado, por el que ya conocemos al Emperador mejor que por ningún otro documento. El César, lanza en ristre, cabalgando en solitario por los campos de Europa, como un caballero andante reverdecido contra cualquier enemigo. Y en su magnífica soledad se nos muestra más claramente victorioso. No hace falta representar ningún enemigo concreto, en un momento concreto. Y así cabalga sobre el tiempo, para convertirse en el caballero de Europa, en el capitán de Europa, en el Emperador por antonomasia de Europa. Cuánto de Tiziano mismo hay en ese cuadro se intuye perfectamente. Aquí el viejo pintor, pletórico de energía, insufla toda su vitalidad sobre el abatido Emperador, el de 1548, postrado en su sillón. Es su arte, en un momento de inspiración genial, el que nos da el Carlos V inmortal, el Carlos V que pasa de la Historia a la leyenda.
Así vamos viendo los cambios de Carlos V a lo largo de su vida, desde el príncipe adolescente soñando con todas las glorias del mundo (tal como nos lo evoca Van Orley hacia 1516), al Carlos V cortesano, el príncipe renacentista seguro de sí mismo, tras triunfar sobre el Turco en 1532 (tal como lo pintó Tiziano en 1533), para verlo ya en la cumbre de toda fortuna, cabalgando invicto por los campos de Europa en 1547.
Carlos V y Tiziano. He ahí un gran tema. Sobre él volveremos en su momento, tanto cuando comentemos las jornadas de Bolonia, de 1530 y 1533, como cuando nos refiramos a las de Augsburgo, entre 1548 y 1551.
Ayudémonos ahora de la pluma de los cronistas y de los embajadores contemporáneos para completar este retrato imperial. ¿Cómo nos lo representan los cronistas españoles Pedro Mexía y Alonso de Santa Cruz? ¿Cómo los embajadores venecianos Contarini y Badoaro? Ellos también nos hacen sus retratos, en otros tantos momentos de la vida de Carlos V: Contarini hacia 1525, el año de Pavía; Pedro Mexía hacia 1547, por lo tanto sincrónico casi al de Tiziano en Mühlberg; Badoaro hacia 1555, el año de su abdicación en Bruselas. Y finalmente Alonso de Santa Cruz a raíz de su muerte en Yuste, lo cual sería ya como el recuerdo que había dejado tras de sí el Emperador.
¿Con qué nos encontramos? Con un hombre de mediana estatura, de frente espaciosa, ojos azules, dominadores, nariz aguileña y mandíbula prominente. Este era uno de sus rasgos físicos más característicos, que luego heredarían sus sucesores. Era también su mayor defecto y origen de múltiples dolencias, pues al no encajar sus dientes masticaba mal las comidas y su habla podía ser, a ratos, dificultosa:
se [le] seguían dos daños: el uno, tener el habla en gran manera dura… y lo otro, tener en el comer mucho trabajo…[321]
De ahí que fuera, por lo general, parco en el hablar (salvo en las ocasiones solemnes), y de ahí que sufriera tantas indigestiones. Y dado que su dieta alimenticia estaba tan cargada de carne de caza, que pronto le combatiera el proceso irreversible de la gota que le haría envejecer prematuramente.
En cuanto a su carácter, la nota destacada por todos era la extrema religiosidad del Emperador. Si hemos de creer a Badoaro, oía misa diariamente, y en ocasiones dos veces; nota religiosa incrementada en Yuste, donde incluso oía tres. Gustaba que su confesor le leyese la Biblia y en los momentos más difíciles acudía a la oración, como lo hizo antes de la batalla contra los Príncipes protestantes de la Liga de Schmalkalden:
le vieron a medianoche en su pabellón arrodillado, ante un crucifijo y con las manos juntas…[322]
Pero veámoslo en detalle, para conocer mejor a nuestro personaje. Es cierto que no conocemos ninguna referencia tan directa de su época inicial, de su etapa de adolescente, salvo la que nos depara, como de pasada, su cronista flamenco Laurent Vital:
este Príncipe, bueno y joven…
Un príncipe afanoso por conservar en paz a sus Reinos; curiosa estampa de los años juveniles que contrasta con la serie de guerras en que más tarde se vería metido el Emperador, si bien no pocas veces por las ambiciones de sus vecinos, y en particular las de Francisco I de Francia. Y así, hacia 1517, Laurent Vital insiste en esa nota de la paz:
Carlos, nuestro Príncipe y señor soberano, que Dios ha elegido y llamado para ser uno de los más poderosos príncipes de la Cristiandad, y bajo el que vivimos en buena paz…[323]
En todo caso, aquí viene bien recordar las sugestivas palabras de Ranke sobre aquel joven Príncipe que todavía aparecía como entre nieblas; al modo de los héroes antiguos, pasó desapercibido en su juventud, para sorprender súbitamente con la estela de sus hazañas[324].
Veamos ahora cómo nos presenta el embajador veneciano Contarini a Carlos V cuando tenía ya veinticinco años, en aquel año de Pavía, la batalla que tan admirada había dejado a Europa entera. ¿Quién era ese joven Emperador, hasta entonces poco menos que desconocido? Contarini nos lo dirá:
La cesárea majestad es joven, de veinticinco años, tantos cuantos llevamos del millar desde el 1500, y cumplirá el vigésimo sexto el 24 del mes de febrero, en el día de San Matías, en el cual tuvo la victoria contra el ejército francés y fue preso el rey cristianísimo. Es de estatura mediana, ni muy grande ni muy pequeño, de color más bien pálido que rubicundo; de cuerpo bien proporcionado; bellísima pierna, buen brazo, la nariz un poco aguileña, pero poco, los ojos inquietos, el aspecto grave, pero no cruel ni severo; en él ninguna parte del cuerpo se puede afear, excepto el mentón, o sea todo el maxilar inferior, el cual es tan ancho y tan largo que no parece natural de aquel cuerpo, sino postizo, donde sucede que no puede, cerrando la boca, unir los dientes inferiores con los superiores, antes los separa un espacio del grosor de un diente, de donde en el hablar, máxime al terminar la cláusula, balbucea alguna palabra, lo cual frecuentemente no se entiende muy bien…
Eso en cuanto al aspecto físico, con esa única tacha, ya comentada, de su defecto en la mandíbula. Pero, ¿cómo era su carácter? También nos lo dirá Contarini. Ante todo, nos dará la estampa del caballero, que en las justas y juegos de caña era
… tan diestro cuanto otro caballero que lo sea en su Corte… De complexión melancólica, destacaba por su extrema religiosidad y espíritu justiciero; sería el sentido ético de la existencia que tanto resaltaría más tarde Menéndez Pidal. Y por ende, dedicado de lleno a sus deberes regios:
Es de complexión, en principio, melancólica, mezclada, sin embargo, con temperamento sanguíneo, de donde tiene también naturaleza correspondiente a la complexión. Es hombre religiosísimo, muy justo, desprovisto de cualquier vicio, nada inclinado a los placeres, a los que suelen ser inclinados los jóvenes, ni se deleita en pasatiempo alguno. En alguna ocasión va de caza, pero raras veces; sólo se deleita con negociar y estar en sus consejos, a los que es muy asiduo y en los que está gran parte del tiempo…
Pero no estamos ante un panegirista. Contarini nos dirá también los defectos que notaba en el carácter de Carlos V: una cierta sequedad en el trato con las gentes y poco dado a recompensar debidamente a quienes bien le servían. No podía tachársele de ambicioso, pero sí de querer sobresalir en la guerra, aunque tuviera la disculpa de querer hacerla contra el Turco. Por lo tanto, con espíritu de cruzada:
Es muy poco afable, más bien avaro que liberal, por lo que no es muy querido; no demuestra ser ambicioso de Estado, pero tiene gran ambición de combatir, y desea mucho encontrarse en una jornada de guerra; demuestra también tener gran deseo de hacer la empresa contra los infieles.
Contarini nos describe a Carlos V en su Corte hispana pero no sujeto a los límites peninsulares; antes al contrario, como quien estaba deseando ponerse en el centro de Europa, para realizar su gran protagonismo. Por lo tanto, su obligada salida a Italia:
… pensando que de esta su venida depende su grandeza…
Parco en palabras, el Emperador tenía otra notable condición: sabía ser un buen ganador, no se ensoberbecía con las victorias de sus armas, aunque fueran tan formidables como la de Pavía, en la que había logrado la presa increíble del rey de Francia. Y eso era tan señalado y tan notable, que Contarini se reprocha a sí mismo no haberlo señalado desde el principio:
Había omitido, al hablar anteriormente del carácter de su majestad, añadir esta otra condición: que el César es de pocas palabras y de carácter muy moderado; no se eleva mucho en las cosas prósperas ni se deprime en las adversidades. Verdad es que siente más la tristeza que la alegría, conforme a la cualidad de su carácter, el cual he dicho anteriormente es melancólico. Verdaderamente, en estas grandes victorias alcanzadas contra el rey cristianísimo tuvo tanta moderación que fue un milagro; no se vio una señal de insolencia ni en las palabras ni en movimiento alguno.
Cierto, también había olvidado Contarini aludir a un defecto de Carlos V: que no perdonaba fácilmente a quienes le ofendían. Y eso lo sabe el Embajador véneto por la confidencia que le hace nada menos que el confesor imperial:
me dijo su confesor, con el cual tuve alguna familiaridad, digo el franciscano que murió en Valladolid, y es que lo natural en el César es que recuerde las injurias que le hacen, las que no puede olvidar tan fácilmente…[325]
¡Nos imaginamos al astuto Contarini haciéndose amigo del padre confesor, para sonsacarle cosas de su imperial penitente!
Aquí tenemos, por tanto, según nos la da Contarini, la estampa del joven Emperador hacia 1525. En primer término, su aspecto físico: hombre de estatura media, bien proporcionado de formas, la faz pálida, los ojos inquisitivos y con ese conocido defecto de mandíbula que le obligaba a llevar la boca abierta. Y en segundo lugar, lo que nos importa más, esa relación de sus cualidades, de las que resaltan su carácter religioso, su amor a la justicia, a los negocios de Estado y a las armas.
Veamos ahora cómo nos lo presenta su cronista Pedro Mexía en 1549, por lo tanto un cuarto de siglo después. Evidentemente, como se ha de ver, nos encontramos ante la loa del cronista, pero no desechable, por cuanto que no poco de su juicio viene a coincidir con el de Contarini.
Mexía comienza con una larga digresión para que no se tome a mera alabanza de cortesano la que iba a decirnos sobre su señor, añadiendo que en todo caso lo hacía por obedecer su mandato, y como algo que era la pura verdad:
Y ser esto muy grande verdad, qualquiera de los que hoy biuen y lo saben, y de los venideros, entendiéndolo por fama y memoria que nunca se podrá perder, lo entenderá façilmente, si sin pasión quisiere considerar sus santas costunbres y virtudes, su verdad inviolable, su templanza y tiento en todo lo que es malo, exceso y desorden, su linpieza y honestidad extremada, su igualdad de justicia; y juntamente, su grande clemencia con los súbditos culpados y con los enemigos vencidos, su singular constancia y firmeza, su invencible esfuerzo y fortaleza, su caridad y su fe y religión marauillosa. Finalmente, todas sus virtudes y condiciones.
Después de esta cerrada alabanza, conforme a su condición de cronista asalariado, pero que suena a sincera admiración hacia la figura del Emperador, Pedro Mexía nos marca la fecha en que la está escribiendo: en 1549, cuando Carlos V no había sufrido ninguna derrota, salvo el revés de Argel, que más había que achacar a las tormentas sufridas.
Y también si, volviendo la cara atrás, a los treinta y tres años que ha que reina hasta hoy, que es el año de mill y quinientos e cuarenta e nueve años, en que yo comienzo esta escritura, quisiera acordar y hacer consideración del valor y autoridad e la justiçia e igualdad con que ha gobernado estos Reinos, y la paz y quietud que en ellos ha puesto y en que hoy día están, y los que se han adquirido y juntado con ellos en muchas partes y en los últimos fines de la tierra, en tan grandes distancias de mares y tierras, y el oro y plata y riquezas que dellos se han traido, que parecerá increíble a los siglos venideros y vímoslo por nuestros ojos, y los poderosos reyes dellos vencidos y cautivos. He aquí una interesante vinculación de las gestas imperiales a las que los conquistadores castellanos estaban realizando al otro lado de los mares, en las Indias occidentales, así como la maravilla que provocaba en la sociedad hispana la llegada de los tesoros indianos, con esa referencia a la primera realidad del Imperio: las inmensas distancias «de mares y tierras», la inmensidad del espacio, como hasta entonces no se había conocido. Y así, puede Mexía enumerar las muchas e increíbles victorias logradas por el Emperador:
el Turco ahuyentado con infinito exército; el rrey de Françia vencido y preso, el de Túnez humillado a sus pies, la cabeça y señora del mundo, Roma cuando quiso resistir, entrada y saqueada. Si las otras conquistas e victorias e çiudades conbatidas por él y por su mandado: Génova, Túnez, Florencia, Güeldres; e Italia sujeta y llana. Y finalmente, la que se tenía por domadora de la gentes, Alemania, sojuzgada y allanada por fuerza de armas. Y ansí otras muchas cosas; de las quales llamo por testigos, para perpetua memoria desta verdad, a todos los del siglo presente que han alcanzado destos tienpos[326].
Es cierto: estamos ante la loa de un cronista asalariado. Pero también es verdad que las hazañas imperiales daban pie para ello.
Europa había contemplado cómo las más sorprendentes victorias habían sido logradas por los ejércitos de Carlos V. Y ello al tiempo que los conquistadores hispanos con sus gestas, más allá del Océano, doblaban su Imperio. De ese modo se justificaba el altivo lema de su escudo: Plus ultra. Carlos V se hallaba en 1549 en la cumbre. Y justamente lo recordamos tal como nos lo legó Tiziano, lanza en ristre, cabalgando por las campiñas de Mühlberg.
Pero ese invicto Emperador es traicionado y sufre una grave crisis política a nivel europeo y acaba dejando el poder. Es cuando otro embajador veneciano, Badoaro, nos lo describe en las postrimerías de su vida, exactamente en 1557:
Es Su Majestad cesárea de estatura mediana y aspecto grave. Tiene la frente espaciosa; los ojos azules y que dan muestra de una gran fortaleza de ánimo; nariz aquilina y un poco torcida; la mandíbula inferior larga y ancha, lo que le impide juntar los dientes y hace que no se entienda bien el final de sus palabras. Sus dientes de delante son poco numerosos y cariados; su tez es hermosa; su barba es corta y apuntada. Es bien proporcionado de persona. Su complexión es flemática, de origen melancólico. Padece casi continuamente de hemorroides y, a menudo, en los pies y en el cuello de la gota, por la que tiene contraídas las dos manos. Ha escogido el monasterio de Yuste para vivir allá, a causa de que el aire de ese sitio es el más propicio de España para el restablecimiento de su salud…
Una mala salud, pero ¿ayudaba su dieta alimenticia? Aquí, los detalles que nos da Badoaro hacen pensar en alguna enfermedad que empujaba al César a verdaderos excesos, en particular con la carne, acaso la diabetes:
En el comer, hasta su partida de los Países Bajos para España, S. M. tenía la costumbre de tomar, por la mañana, al despertarse, una escudilla de jugo de capón con leche, azúcar y especias; después de lo cual volvía a reposar. A mediodía comía una gran variedad de platos; merendaba pocos instantes después de vísperas, y a la una de la noche cenaba, tomando en esas diversas comidas toda clase de cosas propias para engendrar humores espesos y viscosos…
En cuanto a su carácter, Badoaro resalta al punto la extrema religiosidad del Emperador:
Pues, viniendo a las partes del espíritu, ha demostrado Su Majestad en todas sus palabras como en sus acciones la mayor adhesión a la fe católica. Todos los días de su vida ha oído una, y a menudo, dos misas; al presente oye tres, de la que una es por el alma de la Emperatriz y otra por la Reina, su madre. Asiste a los sermones con ocasión de las fiestas solemnes de la Iglesia, como a todos los de cuaresma y a veces también a las vísperas y a los otros oficios divinos. Actualmente se hace cada día leer la Biblia: se confiesa y comulga cuatro veces por año, según su antigua costumbre, y hace distribuir limosnas a las pobres. Antes de su salida de Flandes para España, acostumbraba tener un crucifijo en la mano, y he oído contar, por cosa verdadera y como un gran testimonio de su celo religioso, que cuando estaba en Ingolstadt, en la proximidad del ejército protestante, le vieron a medianoche en su pabellón arrodillado ante un crucifijo y con las manos juntas…
¿Y cómo era en las empresas que acometía, tímido o resuelto? De eso no cabía duda alguna:
A juzgar por la naturaleza y la complexión del Emperador, se creería que es tímido; pero si se consideraran sus acciones se encontrará que está dotado de fuerte ánimo; porque en las expediciones militares ha dado pruebas de intrepidez y jamás se le vio demudar la cara, a no ser después del gran desastre de Argel, cuando, abordando a Mallorca, se le vio llorar al ser acogido por sus súbditos; y con ocasión de su fuga de Inspruck, viajó día y noche bajo lluvias incesantes y por caminos detestables, aunque el elector Mauricio estuviese demasiado lejos para que tuviese nada que temer de él…
Y añade Badoaro poco después:
En verdad ha hecho aparecer, en diversas épocas de su vida, ciertas cualidades que son propias de un corazón magnánimo; así es como se ha comprometido en empresas muy grandes y muy difíciles y ha dado en ellas pruebas de su intrepidez, que, sin dejar de mostrar que no deseaba la guerra, le han visto, cuando se había declarado, ponerse en campaña siempre con alegría, queriendo ver y entender todas las cosas y darse cuenta de ello por sí mismo, no cuidando de su propia vida y haciendo funciones de cualquier capitán, pues, en suma, ha tenido el honor por objeto…
Por lo tanto, el honor, esto es, el mayor afán de cualquier caballero renacentista, también presente en Carlos V. Y con él, la fama por sus victorias, tanta como nadie desde hacía muchos siglos había alcanzado; hasta que la fuga de Innsbruck y la retirada ante Metz la acabaron minando. Y cosa curiosa: para aquel veneciano, tampoco le había favorecido su retirada a Yuste, un gesto en cambio tan admirado por los españoles, sin duda con otro sentido de la vida:
su abdicación, su salida para España, su entrada en un monasterio, le han hecho perder casi toda su reputación; digo casi toda porque aún le queda tanta como queda de impulso a una galera que, empujada por los remos y el viento, hace todavía un poco de camino cuando los remos se detienen y el viento cae…[327]
Y por último, veamos la semblanza de Santa Cruz hecha poco después de su muerte, que viene a ser como el recuerdo de quienes le habían conocido, la estampa que perduraba en la memoria de la época filipina:
Fue el Emperador don Carlos mediano de cuerpo, de ojos grandes y hermosos, las narices aguileñas, los cabellos rojos y muy llanos… (aunque como fue entrando en años se tornaron de como los trajo), la barba ancha y redonda y bien proporcionada, la garganta recia…ancho de espaldas, los brazos gruesos y recios, las manos medianas y ásperas, las piernas proporcionadas. Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba, que los dientes no se encontraban nunca; de lo cual se seguían dos daños: el uno, tener el habla en gran manera dura, sus palabras eran como belfo, y lo otro, tener en el comer mucho trabajo; por no encontrarse los dientes, no podía mascar lo que comía ni bien digerir, de lo cual venía muchas veces a enfermar…
Para Alonso de Santa Cruz, Carlos V era
… amigo de soledad y enemigo de reír… Muy pocas veces cabalgaba por los pueblos donde estaba, sino siempre se holgaba de estar retraído o recogido en su cámara… Es curiosa la referencia que hace a sus lecturas, que sabemos incrementó a raíz de la guerra de Alemania:
Era amigo de historias y de buenas doctrinas, y cansándose de lecturas en edad, se dio a saber cosas de filosofía y astronomía, memoriales y cartas de marear y globos, donde estudió para aprender las ciencias.
Muy religioso, incluso devoto, y muy justiciero, aunque con tendencia a la severidad:
Nunca se le vio estar más dispuesto a misericordia que no a rigurosidad…
Escogía bien sus ministros, pero les dejaba en demasiada libertad, con el resultado inevitable que Alonso de Santa Cruz no silencia:
como sus ministros se viesen tan favorecidos, fueron muy absolutos en el mandar y muy disolutos en el robar…
¿Quién no piensa al instante en la figura del corrupto Cobos, tan privado del César?
Reflexivo, amigo de pocas palabras, enemigo de juegos como de naipes o dados, honesto —pasado el furor de los años mozos—, muy enamorado de la Emperatriz, templado en sus actos, pero no perfecto, sino humano al fin: así también Santa Cruz habla de su poca generosidad y de sus muchos excesos en el yantar:
Los manjares que más le agradaban eran de venados y puercos monteses, de abutardas y grullas. No era amigo de comer potajes, sino de asado y cocido, ni jamás le servían lo que hubiese de comer, sino él mismo se lo había de tomar. A los demás daba lo que a él le parecía y no daba lo que querían…
Y lo que es más de notar: Santa Cruz reprocha al César que desconfiara de los españoles:
A más de ser tan corto en sus razones, era muy sospechoso principalmente con los españoles; en tanta manera, que si le aconsejaban, pensaba que era más por amistad o malicia que por razón.
Pero, ¿no serían celos de un cronista que no se creía tan bien recompensado como merecía?
Aun así, Santa Cruz reconoce que el César era un estadista de claro juicio y excelente memoria y un consumado políglota, lo que era tan importante para quien gobernaba tan diversos pueblos:
Fue muy agudo y de muy claro juicio, lo cual se veía en él por el conocimiento que tenía de todas las cosas y en las buenas razones que daba de todas ellas. Y conocíase su gran memoria en la variedad de las lenguas que sabía, como eran: lengua flamenca, italiana, francesa, española, las cuales hablaba tan perfectamente como si no supiera más de una.
El último juicio de Alonso de Santa Cruz es lapidario:
Finalmente, él fue amigo de buenos y virtuosos y enemigo de malos y mentirosos[328].
Como vemos, Alonso de Santa Cruz desliza alguna crítica severa sobre Carlos V: en su carácter, el rigor, como el que aplicó a los ganteses en 1540, para castigar su rebelión. En cuanto a su preferencia hacia los extranjeros, que era la nota evidente de su primera etapa y la que había hecho estallar la revuelta de las Comunidades, había que tomarla más bien a nivel de los grandes ministros, y en particular en cuanto a los consejeros más influyentes en política internacional: Chièvres, Gattinara, y los Granvela (Nicolás y Antonio) fueron, en efecto, los que más contaron en el ánimo de Carlos V desde sus primeros años de gobierno hasta el final de su vida. Por lo demás, y en el terreno militar, tan amado por el Emperador, los españoles contaban, y mucho. Carlos V sabía bien el valor de los tercios viejos como fuerza de choque de primer orden, sin parangón en la Europa de su tiempo; de ahí que, en sus Instrucciones de 1548, aconseja a Felipe II que para mantener la posición clave del Milanesado coloque allí una guarnición española[329].
Y la verdad es que el español medio matizó esa preferencia de Carlos V, y se sintió orgulloso del Emperador, de «su» Emperador. Como aquel español que desde Roma, al conocer su muerte, sensibilizó lo irreparable de su pérdida, con este lamento: « ¡El mundo conocerá ahora quién era Carlos V![330]»

§. Los legados recibidos[331]
Sobre Carlos V confluyen una serie de legados históricos, de lo que él es muy consciente, y que darán esa primera nota a su personalidad: el cosmopolitismo. Recordemos que es ante todo el que se educa en la Corte borgoñona de su tía Margarita; aquella corte de Malinas donde se criaban los hijos de Juana la Loca: Leonor, Carlos, Isabel y María. Malinas está en pleno Flandes, y forma así parte del mundo germánico, lingüísticamente hablando. Sin embargo, la lengua de la Corte es el francés, y Malinas —como todo el círculo de Borgoña— no está ajena a la influencia de la cultura francesa. En este sentido Carlos V conforma su inteligencia, a lo largo de su infancia y de su adolescencia, con ese instrumento básico: la lengua francesa. Esa lengua que utilizará constantemente para comunicarse con sus hermanas, mientras que más adelante será el español la que le servirá para hacerlo con su propia familia: su mujer y sus hijos. Por lo tanto impronta borgoñona, con sus características culturales francesas, es casi la única que campea sobre Carlos V, hasta un período de su vida en el que el adolescente comienza a dar paso al hombre ya cuajado. Ahora bien, la herencia materna gravita muy pronto sobre Carlos V. En una escala menor, pero no despreciable, hay una serie de hechos de sabor hispano que actúan sobre el príncipe que crece y se educa en Flandes. Carlos V tiene constantes noticias de la lejana España. Él está orgulloso de las hazañas de los españoles, cuyos Estados sabe que ha de heredar algún día. Y es de Borgoña y de Castilla de donde proceden los dos primeros legados que recibe Carlos V. Dos legados que pueden polarizarse perfectamente en dos sentidos de la vida, en dos actitudes, en dos ideales: el ideal de la vida caballeresca, por una parte, y en un profundo sentido religioso por la otra.
En cuanto al ideal caballeresco, no olvidemos que Carlos V presidía una Orden, la del Toisón de Oro. Una Orden que propugna un tipo ideal humano, donde todas las virtudes caballerescas tenían cabida: el valor, la lealtad, la piedad, la sencillez. Hay un fondo estético y una tendencia a la sublimación a través de una gloria caballeresca[332]. Por su parte, vemos en la Corona hispana algo peculiar, algo bien acogido por su pueblo: el sentido providencialista. No podía ser de otro modo, para quienes veían como máximo justificante de su vida la guerra santa en defensa de la Cristiandad. ¿Acaso no habían sido recompensados los mismos Reyes Católicos por su reconquista de Granada con el descubrimiento de las Indias occidentales? El español que penetra en la Edad Moderna se siente objeto de las preferencias divinas, concepto reflejado, mejor que por ellos mismos, por un italiano de la época, en frase recordada por Croce: « ¡Dios se ha hecho español![333]». Y Carlos V no escapa a estas dos influencias: crece y se desarrolla como el futuro soberano de la Orden del Toisón de Oro, y al tiempo asimila muy pronto las ideas providencialistas. También él, como sus antepasados Fernando e Isabel, como más tarde su hijo Felipe, se considera el brazo escogido por Dios.
Parece claro que el sentido providencialista, que le viene a Carlos V de los Reyes Católicos, se le acrecienta aún si cabe, con motivo de su elección al Imperio. De ello tenemos la prueba terminante a través de un texto muy próximo al ánimo imperial, el discurso de la Corona pronunciado por el obispo Mota ante las Cortes de Santiago de Compostela de 1520; aquello de que
… ovo gran contienda en la elección del Imperio, y algunos lo procuraron, pero quiso e mandólo Dios que sin contradicción cayese la suerte en S. M., y digo que lo mandó así porque yerra a mi ver quien piensa ni cree que el Imperio del mundo se puede alcanzar por consejo, industria ni diligencia humana. Sólo Dios es el que lo da y puede dar…[334] Y eso aflora constantemente a lo largo de su vida, tanto frente a sus grandes éxitos como ante sus penosos fracasos. A raíz de la victoria de Pavía considera el Emperador que está en deuda con la Divina Providencia. Es cuando proyecta la evangelización de los moriscos valencianos, para corresponder de algún modo con Dios; precisamente de los moriscos valencianos, que habían sido los incómodos auxiliares del ejército imperial en las horas difíciles de la Germanía valenciana. Por Sandoval, el fidedigno cronista del Emperador, atisbamos el proceso espiritual fraguado en Carlos V en su respuesta al Consejo de Aragón, cuyo parecer era no forzar aquella conversión:
Yo estoy determinado —fue la respuesta del Emperador— que, pues Dios trajo al rey de Francia mi enemigo a mis manos, he de traer yo los moros sus enemigos a su fe…
Es un diálogo constante con Dios, en la buena como en la mala fortuna. Es el Fiat voluntas tuas, que sin cesar pronunciaba Carlos V, cuando se consumaba el desastre de Argel. Es esa impresionante carta que escribe desde Innsbruck a Felipe II, cuando ve conmovido todo su poder con la inesperada rebelión de los Príncipes alemanes, en el año de 1552. Achaca el revés a iras de Dios, descontento con su siervo, quizá porque ha caído en la vanidad de haber escrito sus Memorias. Y así se sincera con su hijo:
Esta historia es la que yo hice en romance cuando vinimos por el Rhin, y la acabé en Augusta; ella no está hecha como yo querría. Y Dios sabe que no la hice con vanidad, y si della Él se tuvo por ofendido, mi ofensa fue más por ignorancia que por malicia; por cosas semejantes Él se solía mucho enojar, no querría que por ésta lo uviese hecho agora conmigo. Así por ésta como por otras ocasiones no le faltarán causas. Plega a Él de templar su ira y sacarme del trabajo en que me veo…
Constato un hecho, no lo alabo. Al contrario, a mi entender, ese sentido providencialista de la Historia acabaría haciendo un gran daño a nuestro pueblo, al llevarle —a él y a sus dirigentes— a desmesuradas empresas fuera de toda lógica, que acabarían por precipitarles en el fracaso, en el desaliento y en la mayor de las ruinas, tanto morales como políticas y económicas.
Añadamos que Carlos V entra al punto en contacto con el pueblo italiano: desde un principio, sardos, sicilianos y napolitanos le tienen por soberano. Pronto se extiende su dominio efectivo sobre los milaneses, y su influencia sobre toda Italia; influencia que es recíproca.
Pues para el Emperador, Italia tiene la especial resonancia de ser la cuna de los héroes antiguos. No olvidemos que hasta su retiro de Yuste le acompañarán Los Comentarios de Julio César. Ni tampoco su interés en 1536 por visitar, en Roma, las ruinas antiguas. En Carlos V prende, en seguida, una gran admiración hacia Italia; admiración que nos explica algo que no podían entender sus consejeros castellanos: la imperiosa necesidad que siente en 1528 de pasar a ella.
¿Le costó más trabajo identificarse con el pueblo alemán? Es cierto que nunca dominó su lengua, estableciéndose así una barrera difícil de franquear; pero el César tuvo muy claro que la corona del Sacro Imperio Germánico era la que le había dado el predominio sobre Europa y aquel deslumbrante destino que le hacía sentirse heredero de Carlomagno.
De ese modo nos encontramos con que el estilo caballeresco, el espíritu religioso, las corrientes renacentistas y un aire de universalidad son las cuatro facetas más características de los cuatro pueblos de los que Carlos V pasa a ser señor y soberano: el borgoñón, el hispano, el italiano y el alemán. Borgoñón, por la cuna y por la educación, sabe hispanizarse, condición sine qua non, para hacerse con el pueblo hispano. Es cierto que a buena parte de los italianos los convence por la razón de la fuerza, pero en la defensa cerrada de sus intereses frente al turco, hallará el César la fuerza de su razón; la razón del porqué de su permanencia en Italia.
Y no puede soslayarse el legado alemán en la personalidad carolina, pues lo hubo y grande.
Por ello, Carlos V es un personaje al que no cabe encerrar en un círculo nacional determinado. Crece como señor de los Países Bajos y del Franco Condado. Por un cúmulo de azares imprevistos, pasa a ser rey de Castilla y de Aragón; Castilla le da el Imperio efectivo de las Indias occidentales, de donde llegan noticias fabulosas, que toda Europa comenta y que es como el pórtico para el título de emperador de la Cristiandad. Cuánto afectó a los Príncipes Electores alemanes la circunstancia de ser Carlos un tan poderoso monarca, es cuestión que nunca debe ser olvidada.
El signo, verdaderamente simbólico, de toda aquella universalidad, no sólo titular y nominal, sino también efectiva, lo encontramos en la primera circunnavegación del globo iniciada por Magallanes en 1519 y rematada por Sebastián Elcano en 1522. Admirable empresa en la que los mismos contemporáneos pudieron ver otro favor más de los Cielos:
Que cierto es una cosa maravillosa —podemos leer en la elegante crónica de Pedro Mexía—, y que parece que la tenía Dios guardada por excelencia y previlegio para el Emperador. Porque no se sabe ni se cree que después que Dios creó el mundo se haya hecho semejante navegación —añade—, y casi no la entendía y tenía por imposible la antigua Philosofía. Por lo cual se debe notar y tener por una de las grandes y señaladas cosas deste Príncipe…[335]
Carlos V es ante todo un borgoñón, tanto por su nacimiento como por su educación, y del amor a sus tierras natales dará constantes muestras a lo largo de su vida. No es otra la razón por la que con tanto ahínco intenta rescatar del dominio de Francia el ducado de Borgoña, objetivo al que supeditará buena parte de su política durante la primera época, y que explica las ilusorias cláusulas del tratado de Madrid, que en cierto modo parecen recordar —por la situación de ambos soberanos— las de Peronne entre Carlos el Temerario y Luis XI. Cuando Carlos V se separa de su hermana María, en 1532, dejándola al frente del gobierno de los Países Bajos, a las quejas de soledad de la reina viuda de Hungría le contesta con estas expresivas palabras:
ne laisse-t-il de me desplaire de alonger celles que j’ai tant de raison de desirer et être toujours present, qu’est vous et le pays où naquis et ai pris ma nourriture…[336]
Carlos no olvida jamás el país donde ha nacido. No lo olvida en 1532 ni tampoco en 1548, cuando ordena implantar en la corte de Castilla la etiqueta borgoñona. Por ser su propia gente es por lo que toma tan a pecho la rebelión de Gante, para cuya total reducción arrostra tan serios y graves peligros, como lo eran entonces atravesar Francia y ponerse a merced de su rival Francisco I. Por los Países Bajos luchará con un ardor especial en 1543, y a ellos incorpora sus conquistas de las tierras de Güeldres y Zutphen. En fin, es en Bruselas donde Carlos decide dar su patético adiós al mundo. Ni tampoco olvida su ascendencia borgoñona a la hora, bien significativa, de poner nombre a su primogénito. Por él entrará el nombre de Felipe entre los príncipes nacidos en España, en recuerdo de su padre, frente a la oposición de la nobleza castellana, incluso de los más fieles al emperador, como el duque de Alba, quien en alta voz no se recataba de pedir, durante la ceremonia del bautizo, el nombre de Fernando para el nuevo cristiano[337].
Mas si nunca deja de latir en él la sangre borgoñona, también es verdad que España, y en especial Castilla, le van ganando lentamente con su entrega, después de liquidado el conflicto de las Comunidades. Las gestas de los españoles, a partir del reinado de los Reyes Católicos —gestas del calibre de la toma de Granada, de las navegaciones hacia las Indias occidentales, de las campañas italianas y africanas— habían elevado su fama. Lo mismo que Jerónimo Münzer viene a España movido del afán «de ver con nuestros ojos las maravillas que oímos referir»[338], aún con más justa razón podía hacerlo el Emperador, cuando siendo un adolescente que apenas si cuenta los dieciséis años, tiene noticias de haber heredado los reinos hispanos.
Baste recordar las palabras del obispo Mota cuando, en el discurso que podría denominarse de la Corona, pronunciado ante las Cortes de Santiago de 1520, dice de su señor:
Las cosas que los hombres aman deseánlas ver. Y considerando —el príncipe Carlos— que este Reino es el fundamento, el amparo, e la fuerza de todos los otros, a éste ha amado e ama más que a todos, y así lo deseaba ver. Y para satisfacer este deseo, con tierna edad, con tiempo sospechoso, dexó la tierra donde nasció e se crió, tierra tal que no se puede asaz loar, y pasó la mar, y cuando vos vio a Valladolid, como quien deseaba ver lo que amaba, ovo placer de veros, y tuvo razón, porque vuestra presencia no disminuyó nada de vuestra fama…[339]
Tenemos, pues, en Carlos V un hispano-borgoñón, y no solo por la sangre, sino por los sentimientos igualmente. Un hispano-borgoñón que pronto se ve atraído por Italia, como buena parte de los soberanos de su tiempo, que cifraban su grandeza en su dominio.
Parecía como si el brillo de las cortes renacentistas italianas atrajesen de un modo particular a los europeos de la época. Y Carlos no escapaba a ese influjo; a este respecto, su discurso de 1528 ante el Consejo de Estado, al que tendremos ocasión de hacer más amplia referencia, hay que considerarlo como un canto a Italia. ¿No era la tierra de los antiguos césares romanos? ¿Cabía más hermoso escenario para un emperador? Italia, por mano del papa Clemente VII, consagra a Carlos V definitivamente con la última de sus coronas imperiales. Por Italia acomete Carlos la conquista de Túnez y la campaña de Provenza, cuando Castilla está clamando por su regreso. Es precisamente en 1536 cuando vemos a Carlos V negociar una Liga de potencias italianas, medida de natural precaución conducente a guardarle las espaldas, mientras penetraba en el reino francés. Envía para ello a Escannio Colonna, Gran Condestable del Reino de Nápoles, el cual ha de visitar las pequeñas cortes italianas, incluida la del Santo Padre. En aquella Liga, Carlos quiere ser incluido —y es dato significativo para su idearium— «no como Emperador, o como Rey de España, sino como Rey de Nápoles»[340].
Y es que se nos muestra como un hombre de su tiempo. Recordemos que en Granada proyecta edificar un palacio, en medio de los altos de la Alhambra; palacio que la constante penuria económica de Carlos V impedirá ver rematado, pero que constituye una de las muestras más depuradas del Renacimiento hispano. Con el título de Águilas del Renacimiento pudo encabezar el profesor Gómez Moreno su magistral estudio sobre el arte hispano, de un tiempo que se hallaba bajo el signo del águila bicéfala imperial: entre 1517 y 1558; es decir, entre el año del primer desembarco de Carlos V en España y el de su muerte en Yuste[341]. Participó Carlos con los sentimientos de su época de amor a lo antiguo, de lo que dio buenas muestras con ocasión de su visita a Roma. En efecto, se suele pasar por alto un detalle muy significativo sobre su personalidad, un detalle recogido por sus cronistas: que hallándose en Roma el día de la Resurrección de 1536, oyó la misa oficiada por el papa Paulo III, «en la cual se halló el Emperador vestido a la usanza antigua de los Césares»[342]. Sin dejar tampoco perder aquella oportunidad de su estancia en la ciudad Eterna para ir a visitar las ruinas de la antigua Roma. Era entonces, no el emperador, sino el admirador y entusiasta lector de César, cuyos Comentarios a las guerras de las Galias sabemos que fue uno de los escasos libros que le acompañaron hasta el último retiro de Yuste.
La formación renacentista de Carlos V se echa de ver en su afán porque el arte diese el debido testimonio de sus gestas. ¿No coinciden, acaso, con las semblanzas del Emperador, los cuadros y esculturas que de él nos han deparado los artistas de su tiempo? Su espíritu caballeresco viene a simbolizarlo ese collar del Toisón de Oro, con el que aparece adornado desde los bustos de adolescente debidos a Conrad Meit hasta los de la edad postrera, que ejecutó Leone Leoni. Su amor a la guerra pudo captarlo magistralmente Tiziano en el cuadro en el que aparece Carlos V a caballo, lanza en ristre, cabalgando victorioso por las campiñas de Mühlberg. La gravedad de su carácter nos la traen esos retratos impresionantes del propio Tiziano, ya comentados, desde el de la época de Bolonia, en 1533, cuando todavía estaba en la flor de la edad viril, hasta ese otro de la Pinacoteca de Múnich que nos refleja un César ya en la curva descendente de la vida. Finalmente, el propio Tiziano ha sabido transmitirnos el Carlos V piadoso, en el cuadro conocido por la Gloria, en el que se ve al Emperador, a la Emperatriz y a Felipe, su hijo adorando a la Santísima Trinidad; el cuadro que Carlos V deseó tener en Yuste, siempre al alcance de su mirada. Carlos es ya, para nosotros, el Carlos que nos ha legado la magia del pincel de Tiziano. A tal emperador tal pincel, pues en verdad que pocas veces un gran personaje logró la suerte de ser captado por un artista de la talla del pintor veneciano. En comparación con esos espléndidos retratos palidecen todos los demás que poseemos de Carlos V. Y, sin embargo, sería preciso recordar aún las vidrieras policromadas de la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas, sobre dibujos de Van Orley, los bustos de Leoni, y los tapices de la empresa de Túnez. Pues hay que recordar que cuando Carlos V se dispone a emprender la conquista de aquella plaza, encabezando una verdadera cruzada de la Cristiandad contra Barbarroja, uno de sus cuidados es que embarque en su escuadra el artista que ha de tomar los apuntes de aquella gesta, para luego dejar huella inmortal, a través del arte. En este caso, el artista escogido fue Juan Vermayen, sobre cuyos dibujos haría Guillermo de Pannemaker los hermosos tapices que recuerdan aquella empresa.
¿Qué es, o qué supone para Carlos V Alemania? Alemania plantea desde un principio al Emperador un difícil, un agudo, un poco menos que insoluble problema a resolver: la cuestión luterana. Un problema por otra parte insoslayable, dada su condición de emperador de la Cristiandad, y dado sobre todo su profundo sentido de sus responsabilidades como soberano. Pero mientras en Castilla como en Aragón, en Sicilia como en Nápoles, en los Países Bajos como en el Franco-Condado actúa siempre como soberano absoluto, solo atado por los privilegios locales —celosamente respetados por otra parte— en Alemania el terreno es otro. En Alemania, Carlos debe la corona no a la herencia sino a una elección, basada en un pacto frente a los Príncipes Electores; unos Príncipes que son verdaderas potencias en sus Estados, y que muestran unos aires fieros de independencia, poco gratos al Emperador. Esa circunstancia hace que Carlos se mueva siempre con menos libertad en las tierras del Imperio. Obligado, por otro lado, a transigir una y otra vez con las exigencias de los Príncipes protestantes, pronto se encuentra tan incómodo en lo político como en lo religioso. No es de extrañar que se perfilen desde un principio dos bloques en los dominios del Emperador: el bloque de los dominios hereditarios (los países del círculo de Borgoña, los reinos hispanos, las adherencias italianas), y las tierras germánicas, las tierras del Imperio, a las que cabe unir la herencia de parte de los archiducados austriacos, pronto cedidos por Carlos V. Se trata de una escisión agrandada por el César. En 1521 abandona lo que le había tocado de su abuelo paterno, Maximiliano, en los archiducados austriacos; era a modo de compensación por el sacrificio impuesto tres años antes a su hermano Fernando, al que en 1528 ha obligado a salir de España. En 1531 logra hacer de él su sucesor oficial en el Imperio: Fernando es ya, además de archiduque de Austria, rey de Romanos, al tiempo que su matrimonio con Ana de Hungría le abriría insospechadas posibilidades hacia el este de Europa. Esto es, cuando el príncipe Felipe tiene ya cuatro años, su padre, el Emperador, ha consentido en separar radicalmente los destinos de España de los del Imperio.
Y esa situación la mantiene en el panorama político que presenta a su hijo en 1548, donde su hermano Fernando sigue siendo el que heredará sin cortapisa alguna el Imperio; de forma que los posteriores planes de 1551, con la sucesión alternada entre Viena y Madrid, en la que aparece de pronto el nombre del hijo, hay que tenerlo como una grave alteración del sistema, fruto de la ambición de Felipe II.

§. Otras notas de su personalidad
Entre las otras notas que cabría recordar sobre la personalidad de Carlos V, una de las más destacadas sería la de su amor a la música.
En la corte de su tía Margarita, en Malinas, aprende a tocar el clavicordio. De él nos dice Monseñor Anglés:
Carlos V, artista por naturaleza, había sido educado con refinamiento musical desde su infancia; estimaba la música en su capilla, primeramente como medio el más eficaz para glorificar a Dios, y después para alegrarse y divertir espiritualmente su alma…[343]
Su capilla musical flamenca le acompaña por toda Europa, mientras en la corte castellana de su mujer, la emperatriz Isabel, se va forjando la gran escuela de la música española del siglo XVI, a la que tanto impulso dará su hijo Felipe. La importancia que tenía la capilla musical imperial se echa de ver en que, llegado el momento de su abdicación, la Casa de Austria de Viena, intenta hacerse con ella, a lo cual se opone enérgicamente Felipe. Y del amor del Emperador a la música nos da una idea el hecho de que, como hemos de ver, en Yuste seguirá dedicando sus más solícitos cuidados a la formación de una capilla musical, escogiendo a los mejores cantores entre todos los conventos hispanos de la Orden Jerónima. En los papeles que custodia Simancas, en los que aparecen las recompensas pedidas para quienes habían servido en Yuste, se insertan no pocas para los frailes cantores que se habían ido seleccionando en aquel convento[344].
No hemos de olvidar, porque es algo que forma ya parte del anecdotario imperial, su extremada afición a los relojes y a los mapas. Parece como si con ello Carlos V nos demostrara una doble obsesión como señor de tan vastos territorios: la del tiempo y la del espacio. El espacio, en función del tiempo, es la gran preocupación de viajero, más acusada en aquella época en la que los desplazamientos eran obligadamente lentos. Carlos fue un sempiterno viajero, no por placer —lo cual entonces apenas si tenía sentido— sino por insoslayable cumplimiento de sus funciones regias, tal como entendía él sus deberes de soberano. Por eso estará tan orgulloso de sus viajes, como todo aquel que cumple una misión difícil y arriesgada; y por eso hará, al final de su vida, esa larga enumeración de sus andanzas, que hay que colocar en el balance de su obra de estadista.
Podría añadirse que junto con el flamenco y el francés, las lenguas de su juventud, aprendió pronto, hasta dominarla plenamente, la lengua española. Se familiarizó con el italiano, pero en cambio no pudo jamás hacerse con el alemán, hasta el punto de que los documentos de importancia en esa lengua le eran traducidos. Consta asimismo que cuando los representantes de la ciudad de Ulm, adscrita a la Liga rebelde de Schmalkalden, acudieron en 1546 al campamento imperial en signo de sumisión, le hicieron el discurso de salutación en español:
La causa de hablalle en español —comenta el cronista Ávila y Zúñiga, testigo de aquellos sucesos— dicen que fue parecelles que era más acatamiento hablalle en lengua que más natural es suya (de Carlos V) y más tratable, que no en la propia dellos…
Sin embargo, sabemos que a partir de su elección imperial Carlos V se interesó más por el idioma germano. Algunos años después, a raíz de la victoria de sus tropas en Pavía sobre el rey Francisco I de Francia, recibió a diversos embajadores, y entre ellos al polaco Dantisco. Y entonces intentaría dar muestras de lo que había avanzado en el conocimiento del alemán, hasta el punto de tener una intervención pública en dicho idioma.
El propio Dantisco nos refiere la escena. Estamos en el alcázar madrileño, a mediados de marzo de 1525. El Emperador recibe, primero al Embajador inglés y a continuación a Dantisco. Este le dio la enhorabuena por su sonada victoria, y como a tal Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, lo hizo en alemán. Y fue cuando Carlos V quiso dar muestras de hasta qué punto ya empezaba a conocer el idioma, no solo en cuanto a entender lo que le decían, sino también a expresarse él también en aquella lengua. Eso sí, según nos comenta Dantisco, no sin cierta vergüenza:
invadido de cierto temor…
Le confiesa que no lo hablaba correctamente («yo no lo hablo con perfección»), pero ante la insistencia de Dantisco, y eso sí después de asegurarse que no se hallaba presente su canciller Gattinara[345], le respondió con un pequeño discurso en alemán, que Dantisco nos transmite como algo poco frecuente y, sin duda, para dejar constancia del esfuerzo del Emperador:
Ich dank Got dem almechtigen, der mich in disse Reputacion hat gesezt und mir dissen sieg gegeben, den ich umb in nicht hab vordint und Will in vordan biten, das Her mir helff, das ich maynem debit moge genug thun, wil och haben diligenez zo wil mir moglich, dasz in der Chistenheit ein gemeiner Fryd moge werden, und dasz ich dem Konige von Polen, meynem Bruder und Andren Wider die Ungelobige moge Helff thun, ich penser och nicht anders den das und dank ewch ewr Congratulation.
Y añade Dantisco, consciente de los no pocos yerros deslizados:
Esas fueron literalmente las palabras que me respondió, tal como las he retenido en mi memoria…[346]
Por lo tanto, una cosa es cierta: Carlos V tuvo la lengua francesa como la propia de su infancia, llegó a dominar la española, se defendió con la italiana, pero nunca llegó a dominar la alemana, aunque sí sus rudimentos para en sus alocuciones a su ejército, donde había soldados de todas aquellas naciones, poder alentarles en breves arengas en sus idiomas respectivos.
Alocuciones a sus soldados que nos llevan, finalmente, a una de sus grandes pasiones. Pues por vocación, Carlos fue siempre un soldado. Su amor a las armas nos es siempre recordada por los cronistas, y queda reflejado en mil testimonios de la época, como cuando el embajador Salinas —el representante de Fernando en la corte imperial— nos describe el paso de los Alpes por Carlos V:
Holgaría v. m. de ver cómo S. M. camina esta jornada —escribía a su amigo Castillejo—. Va vestido de soldado… Quiere pasar los puertos en compañía de los soldados, y a la causa va de este atavío. Es muy gran placer de verle tan sano y alegre en estos trabajos, y no es el que menos parte dellos toma… Sé decir a v. m. que va la gente de guerra y la que no lo es la más alegre del mundo, como si fuesen a jubileo[347].
Ser soldado: esa fue la gran vocación de Carlos V como hombre. Y, sin embargo, el estadista comprende que necesita la paz, y la busca sinceramente.
Tal antítesis pedía con urgencia una síntesis salvadora. En ese dilema se mueve la obra imperial. Es preciso tenerlo en cuenta para entrar en el idearium del Emperador.

§. Una vieja polémica: la idea imperial carolina
En efecto, he aquí una vieja polémica iniciada en los años treinta y que durante mucho tiempo fue tema obligado de nuestros manuales de Historia[348].
Todo arrancó de 1933, cuando el gran historiador alemán, Karl Brandi, publicaba su estudio en torno al influjo del canciller Gattinara sobre el Emperador: Eigenhändige Aufzeichnungen Karls V, aus dem Anfag des Jahres 1525. Der Kaiser und sein Kanzler[349]. En él, estudiaba unos apuntes autógrafos del Emperador aparecidos en el Archivo de Viena compuestos poco antes de la victoria de Pavía. De este estudio deduce su conocida tesis: la idea imperial de Carlos V era una creación del canciller piamontés, quien supo inculcársela a su imperial señor[350]. A su vez, Gattinara era un humanista que estaba plenamente imbuido del pensamiento político de una Monarquía universal al modo como la había soñado Dante[351].
Frente a la tesis de Brandi, Menéndez Pidal sostiene que el concepto imperial no era algo inventado por el César ni por su canciller, sino noción viejísima que estaba en el ambiente de principios del siglo XVI. Para el historiador español, en lugar de la figura de Gattinara las que hay que destacar son las de Mota, Valdés y Guevara. Para él, había que subrayar cuatro documentos, cuatro jalones en el quehacer carolino que nos dan la pauta de su idearium político, que se corresponden con otras tantas expresiones públicas imperiales[352]. Sería el primero el discurso de la Corona pronunciado por el obispo Mota ante las Cortes de La Coruña en 1520; el segundo, la declaración de fe religiosa tan solemnemente hecha por el Emperador en la Dieta de Worms de 1521, en la que se enfrenta con el luteranismo; el tercero, la reacción de la cancillería imperial frente al saco de Roma, donde aparece la figura de Alfonso de Valdés; el cuarto, el discurso citado de 1528: cuatro jalones a los que añade otro que tiene un sentido más ideológico que cronológico, que nuestro gran historiador titula el del imperio euroamericano.

§. Carlos V: El estadista
Hasta aquí, en esta visión de aquel debate sobre la idea imperial de Carlos V que tanto preocupó a los historiadores de hace medio siglo, se puede ver cómo su pregunta radical se centraba en precisar a qué personaje de la Corte cabe achacar la influencia máxima sobre Carlos V, hasta el punto de considerarle el creador del programa de la política imperial; ese programa que para Brandi como para Peter Rassow hay que atribuir, sobre todo, a la figura eximia del canciller piamontés Gattinara, pero que para don Ramón Menéndez Pidal hay que vincular a tres españoles: Mota, Guevara y Valdés. Todo lo cual nos hace olvidar el sujeto principal de la cuestión; que tras esos ministros importantes y valiosísimos no se esconde un hombre de paja, sino un emperador de voluntad firmísima, que pronto destaca sobre ellos.
La primera manifestación de la independencia de su criterio, de su personalísima dirección de los negocios de Estado, nos la da en 1521, ante la Dieta de Worms. Después, y a lo largo de su vida, sea con ocasión de las negociaciones de paz con su rival Francisco I en 1525 y en 1526, sea con motivo de su paso a Italia, en 1529, sea cuando ha de negociar con el Pontífice en Roma, en el histórico año de 1536, o cuando ha de enfrentarse con el protestantismo alemán por la vía de las armas, o, finalmente, cuando decide llevar a cabo su abdicación, siempre nos encontramos con el soberano, no con sus ministros.
Aquí llama la atención, sobre todo, su comportamiento con Francisco I de Francia tras la victoria de Pavía que le aportaría la prisión de aquel soberano galo. Contra los que le aconsejaban que aprovechara la ocasión para destruir de una vez por todas a su gran enemigo (como lo hicieron su hermano Fernando y el almirante), Carlos V procedería de un modo muy personal, buscando en su rival al caballero cristiano para llegar a un entendimiento con él.
Animado por esos mismos ideales de cruzada y de lucha contra Lutero, creyó que le bastaba la palabra de Francisco I de colaborar con él en tan nobles empeños. Aquí trasluce también, sin duda, su espíritu caballeresco. ¿No se trataba, al fin, de la palabra dada solemnemente por un hombre de honor? ¿Acaso no había sido aquella paz jurada ante el Evangelio por el rey de Francia?
Por lo tanto, dentro de su ingenuidad al esperar de su rival un comportamiento a tenor con las reglas de la caballería, Carlos V estaba demostrando que él marcaba ya, personalmente, las pautas de la política exterior, sin dejarse llevar por ningún ministro, fiel ya a su propósito marcado desde la muerte de Chièvres de que ya no tendría otro valido. Su voluntad, pues, su carácter enérgico, quedaba bien de manifiesto a partir de 1526, en ese tratado de Madrid. Los acontecimientos posteriores afirmarían esos rasgos y le darían algo que entonces aún no poseía: un mayor conocimiento de la vida y de los hombres y un sentido más realista del quehacer político. Y así lo probaría, tanto en 1528 en su discurso de Madrid, recogido —y magnificado— por Alonso de Santa Cruz, como en el otro tan brioso y apasionado que lanzó en 1536 ante el papa Paulo III, sorprendiendo incluso a sus inmediatos colaboradores, como tendremos ocasión de comprobar.

Capítulo 2
Los recursos del imperio

Puede afirmarse que todo el reinado de Carlos V, desde sus comienzos imperiales en torno a 1521, hasta su derrota frente a los muros de Metz en 1553, está marcado por su afán de transformar la Universitas Christiana que recibe, en la que él ha soñado. Ahora bien, ¿con qué recursos contaba para ello? Tuvo que emplear al máximo sus instrumentos en política exterior: la diplomacia y el ejército. Y todo ello con un coste económico, lo que nos lleva a la cuestión de la financiación de su obra imperial.
Por lo tanto, hemos de ver sus recursos en hombres y en dinero y su capacidad operativa, tanto en el campo de la diplomacia como de la milicia.

§. Los hombres
En alguna ocasión, y en particular cuando publicamos la edición crítica de las Memorias de Carlos V[353], he señalado la alta proporción de alemanes en los ejércitos imperiales, la presencia también de italianos y valones, y cómo la cuantía de los españoles era más bien reducida, no pasando en el mejor de los casos de un 30 por 100 del total del ejército imperial; eso sí, supliendo con su calidad y como fuerza de choque (los temibles tercios viejos) esa escasez numérica[354].
Ahora bien, tanto los alemanes como los italianos eran fuerzas mercenarias y su incorporación al ejército imperial estaba en función exclusivamente de su paga; mientras que los tercios viejos, aunque cobrando también su soldada (eso sí, en menor cuantía), estaban más vinculados a las levas organizadas por el Consejo Real de Castilla. Y como también una fuente primaria de la Hacienda imperial radicaba en los servicios votados por las Cortes castellanas, que pagaban los pecheros del Reino, es necesario hacerse esa primera pregunta: ¿Cuál era la población de la Corona de Castilla en esa primera mitad del siglo XVI? Contamos con alguna documentación importante, que nos permite contestar con alguna precisión.
En primer lugar, y como punto de partida, tenemos el recuento hecho por el Contador Mayor de los Reyes Católicos Alonso de Quintanilla a fines del siglo XV. Pero también contamos, lo que es más importante, con un censo mandado hacer por la administración imperial entre 1528 y 1536, por lo tanto, en el corazón del reinado.
Del valor del recuento de Quintanilla se ha dudado. Para Felipe Ruiz habría que fecharlo en los años de la guerra de Granada, pero carente de valor, como una operación hecha precipitadamente y poco fiable. Yo entiendo, por el contrario, que su valor es grande, como hecho por el que por su cargo —Alonso de Quintanilla era Contador Mayor de Castilla— estaba en condiciones de hacerlo, y porque además se trata de uno de los ministros más valiosos de los Reyes Católicos. Además, y esto es importante, aquel recuento se hacía precisamente en función de las necesidades militares de la Corona, conforme habían pedido los Reyes Católicos, como el propio Quintanilla nos declara al principio de su escrito:
Vuestras Altezas me mandaron que yo pensase cómo se podría dar forma que la gente destos nuestros Reinos toviesen armas generalmente…
Y Alonso de Quintanilla se puso a la tarea, partiendo del dato que precisaba: las cifras de población. Y lo debió de hacer concienzudamente, tal como añade:
en lo que yo he mucho pensado…
El problema radicaba en cuántos soldados podrían reclutarse, sacando uno de cada diez vecinos aptos para la milicia, entre los veinte y cuarenta años; los cuales habían de servir por tres años. Para Quintanilla, podría conseguirse de ese modo un ejército sobre los 100.000 soldados, dado que la población de Castilla —y este es el dato a recordar— andaba sobre el millón y medio de vecinos, según sus cálculos, hechos con sumo cuidado:
Yo he contado muy ciertamente el número de las vecindades de sus reinos de Castilla e de León e Toledo e Murcia y el Andalucía…
¿Cuándo había hecho este recuento? Quintanilla no lo indica. Felipe Ruiz considera que fue durante la época de la guerra de Granada. Pero el texto de Quintanilla permite otra precisión, porque añade, después de referirse a Andalucía:
sin lo que hay en Granada…
Esto hay que interpretarlo, evidentemente, como un recuento realizado después de 1492. Granada ya está incorporada a la Corona, pero Quintanilla carece todavía de datos fiables, y por eso tiene que disculpar su omisión[355]. ¿Y qué cifras nos da?
… parece haber en ellos un cuento e quinientos mil vecinos… Millón y medio de vecinos en Castilla —sin Granada—, de los cuales serían de la Castilla señorial de los grandes señoríos civiles, 250.000 vecinos; y de realengo, más los señoríos eclesiásticos y las Órdenes Militares, 1.250.000. Y a tono con esa primera información sobre los vecinos de la Corona de Castilla, y en la línea de organizar un ejército moderno dependiente de la Corona, los Reyes Católicos darían en 1496 la Ordenanza de Valladolid que regulaba precisamente las levas del Reino.
Estamos, sin duda, en la fase preparativa de las brillantes campañas de Italia. Y el recuento de Quintanilla nos viene a señalar que Castilla pasaba a fines del siglo XV por una buena etapa demográfica, yo diría que de signo alcista.
Pero eso va a cambiar a principios del siglo XVI. Coincidiendo con la crisis política provocada por la muerte de Isabel la Católica en 1504, una serie de malas cosechas encadenadas traerían una terrible hambruna, con el consiguiente descenso de la población.
En ese sentido los relatos de los cronistas, y muy en particular de Andrés Bernáldez, resultan estremecedores:
escomenzaron las grandes hambres…
Tal ocurría en 1505. Al año siguiente, el hambre diezma a Castilla. Las gentes, sin tener qué comer ni ellos ni sus hijos, se lanzaban a los caminos, sin remedio alguno, porque nadie tenía nada para poder ayudarles:
e moríanse por los caminos…[356]
No es posible, con sola esa referencia, precisar con exactitud las pérdidas de Castilla en esos años de hambrunas que precedieron al reinado de Carlos V. Pero, sin duda, la caída demográfica fue grande, y eso nos sirve para comentar el censo de la época imperial, llevado a cabo entre 1528 y 1536. Si tomáramos al pie de la letra el relato del cronista, en buena parte de Andalucía, donde él vivía entonces, las muertes pudieron afectar al 50 por 100, e incluso a los dos tercios de la población:
E fue tanta, que en los más de los pueblos…, murieron medio a medio, y en algunas partes murieron más que quedaron, y en partes ovo que murieron más dos veces que quedaron…[357]
También otros cronistas, como el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, entonces al servicio de la Corona, relata algo similar para Castilla la Vieja, precisamente en aquel año de 1507 en el que acompañaba a la reina Juana la Loca en su macabro deambular por los pueblos de la meseta, sin querer enterrar a su marido, Felipe el Hermoso. En este caso, porque como sucedía con frecuencia, en tales cuerpos maltratados por el hambre, se cebaba la peste:
Estamos sitiados por la peste[358].
Ese sería su comentario.
De tal caída demográfica debió reponerse parcialmente en los años siguientes Castilla, si nos atenemos al censo de 1528-1536, que nos da estas cifras, que recogemos por grandes regiones[359]:

RegionesVecinos pecheros
Galicia60.552
Las dos Asturias6.936
Castilla y León307.862
Castilla la Nueva y Extremadura213.827
Murcia y Andalucía195.446
Total784.624

A esas cifras de población pechera habría que añadir las de los dos sectores privilegiados, los hidalgos y el clero. En cuanto a los hidalgos, la administración imperial calculaba su total, hacia 1541, en 108.358. No menores serían las cifras del clero secular, mientras el clero regular llegaría a las 40.000 personas; al menos, esos son los datos que nos da Felipe Ruiz para 1591[360]. En total, y teniendo en cuenta que los pecheros e hidalgos vienen dados como familias, llegaríamos a la cifra del millón, muy debajo por tanto del recuento de Quintanilla. ¿Cómo explicar esa notable diferencia? Para Felipe Ruiz, porque los datos de Quintanilla no son fiables; estaríamos, por tanto, ante una hinchazón muy por encima de la realidad de fines del siglo XV. También podría pensarse en que, a la inversa, los datos de 1528-1536 estuvieran muy rebajados. Acaso se dieron ambas circunstancias: Castilla no alcanzaría a fines del siglo XV el millón y medio de vecinos que recogió Quintanilla, pero sí pasaría de esos 784.624 reseñados por la Contaduría Mayor de Cuentas hacia 1530. En todo caso, habría un descenso motivado por las terribles hambrunas que sucedieron a la crisis política provocada por la muerte de Isabel la Católica y que ya hemos consignado[361].
Un millón de vecinos en la Castilla de los años veinte, lo que supone en torno a los cinco millones de habitantes.
Esa sería la población de la Castilla imperial. De ahí sacaría el Emperador sus soldados de choque, los temidos —y temibles— tercios viejos que imponían su ley por la Europa occidental; sin olvidar a los conquistadores, un puñado de hombres desplegados por las dos Américas y que en pocos años doblaron el Imperio de Carlos V más allá de los mares.
Y también a resaltar otro aspecto: que las dos mesetas venían a suponer las dos terceras partes de la población de la corona castellana.
Es la tierra de los rudos y sufridos pastores trashumantes, fácilmente convertidos en soldados de los tercios viejos o en conquistadores de las Indias occidentales. Todo ello en cifras pequeñas. Ni los tercios viejos agruparon nunca a más de 20.000 soldados, ni la media anual de los que pasaron a Indias, entre 1521 y 1555, superó los mil seiscientos emigrantes[362]. Para Ramón Carande, los soldados que militaron en las guerras carolinas entre 1521 y 1555 podían rondar en su conjunto, y a lo largo de tantas campañas, los 100.000 hombres sacados «de los campos y de las ciudades de España»[363]. Esa sangría, que en conjunto rondaría los 4.500 anuales, entre soldados y conquistadores, evidentemente era asumible por aquella Castilla, aunque no pasara de los cuatro millones y medio de habitantes.
Fue el arrojo, y casi la desesperación de los que vivían en Castilla tan desesperanzados, lo que produjo el increíble resultado del Imperio; no el esplendor demográfico, que no parece tan claro cuando se enfrentan los documentos imperiales en torno a 1545, que reflejan la penuria de Castilla (tal como la refiere el príncipe Felipe a su padre[364]) con relatos tan significativos como el Lazarillo de Tormes. En otro caso, si la cuestión la dejáramos solo en ese supuesto esplendor demográfico, mal se entiende que Castilla se pudiera medir con Francia, que la triplicaba en población por aquellas fechas.

§. El costo de las empresas imperiales
La trepidante actividad de Carlos V, tan pronto engarzado en empresas militares de gran despliegue como en las difíciles entrevistas en la cumbre con los otros monarcas europeos, cuando no metido en brillantes jornadas de la gran historia —como en sus sucesivas coronaciones imperiales de Aquisgrán, en 1520, y de Bolonia, en 1530—, ya soldado, ya diplomático y siempre viajero, no pudo realizarse sin un costo formidable, muy superior a los ingresos ordinarios del Emperador. Una situación económica cada vez más agobiante, aunque de cuando en cuando los tesoros llegados de las Indias aliviasen el panorama.
Aquí el lector medio debe entender que los Estados suelen montar sus presupuestos de ingresos y gastos de muy diversa manera a como lo haría cualquier familia normal: evaluar los ingresos y ajustar a ellos sus necesidades. Ese es el sistema familiar habitual. Muy por el contrario, el Estado tiende a invertir los términos, y desde luego así lo hizo la Hacienda imperial: marcaba los gastos y veía la manera de afrontarlos, añadiendo a los recursos ordinarios diversas partidas de carácter extraordinario; y cuando eso no bastaba todavía —que era lo más frecuente— acudiendo a los préstamos bancarios, aunque supusiese endeudar progresivamente a la Monarquía y hacer el futuro cada vez más sombrío, amenazando con una bancarrota general.
Por supuesto, dados los dispares y apartados dominios de Carlos V, hay que tener en cuenta que la Hacienda imperial tenía ingresos de muy distinta índole, procedentes bien de los distintos Reinos, bien de diversas operaciones realizadas por la Corona. Ahora bien, en general, las rentas procedentes de los Países Bajos, de los dominios italianos —reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y, a partir de 1535, del ducado de Milán— y de la Corona de Aragón, eran aplicados a las necesidades de cada uno de esos dominios, sin que Carlos V pudiera disponer de ellas para financiar sus empresas; bien entendido que el Imperio ayudaría a la defensa de Viena de 1529, y que las piezas italianas lo harían también para combatir al Turco; de igual modo que los Países Bajos combatirían con sus propios medios a los franceses en los últimos años del reinado de Carlos V defendiendo su frontera sur de los ataques de Enrique II.
Ahora bien, lo notable de Castilla sería que no solo costearía los gastos de la administración castellana sino que también acudiría, y de forma generosa, con los gastos generales del Emperador.
De ahí el interés de que precisemos esos gastos imperiales y que veamos lo que Castilla dio a Carlos V.
Para ello contamos con diversos presupuestos que conserva el Archivo de Simancas. Confrontando los datos que nos da para 1544 y 1555, este sería el resultado:

Presupuesto de la corona[365]
Gastos
[366]

 Ducados
Casas Reales 
Carlos V250.000
Reina Juana38.000
Príncipe Felipe32.000
Princesa María Manuela22.000
Infantas María y Juana20.000
Subtotal362.000
  
Gobierno 
Consejos, Corregimientos, Oficiales de la Corte...98.000
  
Diplomacia 
Embajadas50.000
Ejército508.865
Marina455.500
Total1.474.365

Como se ve, la parte del león se la llevaba el gasto militar. Era el tremendo coste del Imperio, tanto más que ahí no están consignados los gastos extraordinarios en tiempos de guerra. En los pocos años de paz que vivió la España imperial carolina, esos gastos ya suponían en torno a las dos terceras partes del presupuesto.
A estos gastos pronto habrá que añadir otros, y de los más importantes: los intereses de la deuda creciente del Emperador. Eso ya desnivelaba la balanza, pues el conjunto de los gastos fijos venía a comerse, como veremos, los ingresos que también podríamos llamar fijos: en torno al millón y medio de ducados anuales. Pero cuando el gasto se disparaba era cuando se acometían las empresas imperiales, de grandes acontecimientos y de ofensivas diplomáticas o bélicas (estas, por supuesto, las más costosas). No ha de olvidarse que a los pocos meses de la coronación imperial en Aquisgrán, con que darían comienzo las grandes conmemoraciones carolinas, se iniciarían las cuatro guerras hispano-francesas, que se desarrollarían a lo largo de casi un cuarto de siglo; y que cuando al fin firmó el Emperador en 1544 la paz de Crépy con Francisco I de Francia, que parecía definitiva, sobrevendría la guerra contra la Liga alemana de Schmalkalden (1546 y 1547), y que a partir de 1552 de nuevo brotaría la guerra con Francia (ahora con el nuevo rey Enrique II), que se prolongaría hasta el final del reinado. Añádanse las empresas contra el Turco: liberación de Viena en 1532; reconquista de Túnez, en 1535; la Santa Liga de 1538, y la desafortunada campaña de Argel de 1541. Y todavía habría que recordar otros gastos extraordinarios: bodas imperiales de 1526, coronación imperial de 1530, cumbre de Roma de 1536…
Y eso no era nada frente a lo que ocurría cuando se entraba en guerra. He podido ir anotando en Simancas los diversos sueldos: Un infante de los tercios viejos tenía de paga 12.000 maravedíes anuales, mientras un jinete casi cuadruplicaba el gasto: 40.000 maravedíes. De ese modo, un tercio viejo (3.000 soldados) salía por 96.000 ducados por cada campaña. El mismo número de landsquenets alemanes cobraban 156.000 ducados. Sabemos lo que costó el tren de artillería llevado por Carlos V en la campaña de Provenza de 1536 (unos 70 cañones de diversos calibres): 155.480 ducados. De esa forma, un ejército en torno a los 65.000 soldados, como el que acaudilló Carlos V en la campaña del Danubio de 1546[367], tenía un costo superior a los tres millones y medio de ducados. Cierto que no todo caía sobre Castilla. Sabemos que en la campaña de 1554 Flandes pagó un ejército de 18.000 infantes (9.000 valones y 9.000 alemanes), 6.000 jinetes y 22 naves; pero el resto (12.000 alemanes, 6.000 españoles —o lo que es lo mismo, dos tercios viejos— y 12.000 jinetes) cargó sobre Castilla. Y ese resto supuso lo siguiente:

Ducados
12.000 alemanes624.000
2 tercios viejos192.000
12.000 jinetes1.280.000
Total2.096.000

Tenemos en cuenta que la media de los ingresos anuales de la Corona de Castilla (sin las remesas de Indias) oscilaba en torno a los dos millones y medio de ducados, como más adelante hemos de ver, ya se entiende hasta qué punto esas remesas de Indias serían recibidas como agua de mayo, y aun así, que nada bastase y que hubiese que acudir a los arbitrios más dispares y —lo que es peor— peligrosísimos para el normal desarrollo económico y social de aquel pueblo: venta de oficios, licencias de trata negrera, ventas de lugares de Órdenes Militares, préstamos de particulares y —lo que sería más ruinoso— asientos con banqueros extranjeros, en particular los alemanes Fugger y Welser.

§. Los ingresos
Insistimos en que Carlos V obtiene también ingresos de las otras piezas de sus vastos dominios, como los Reinos de la Corona de Aragón, como de Nápoles y Sicilia y como de los Países Bajos. Ahora bien, esas ayudas han de emplearse en las necesidades de las piezas respectivas —incluidas sus propias defensas—. A lo más, ayudaban a costear la estancia del Emperador y su Corte.
El único dinero con el que Carlos V puede disponer a su antojo es el que recibe de la Corona de Castilla. De ahí la importancia que señalemos su cuantía.
No se trata aquí de hacer un estudio pormenorizado de la Hacienda Real castellana en el siglo XVI, cosa que en esta biografía sobre el Emperador estaría de más[368], sino recordar sus partes principales.
Los que podrían llamarse ingresos fijos de la Corona castellana se agrupaban en estos tres bloques: Rentas ordinarias (alcabalas, tercias, aduanas), servicios votados por las Cortes de Castilla y rentas de gracia pontificia. Como veremos, son ingresos que ascienden notoriamente, si los comparamos con los obtenidos por los Reyes Católicos; y no digamos el logrado con las remesas de oro y plata de las Indias, que a partir de los años treinta —coincidiendo, claro, con la conquista del Perú— crecen de forma notable.

Hacienda real de castilla
Ingresos 1554

Rentas ordinarias1.365.550
Servicios votados en Cortes400.000
Rentas de gracia pontificia 
bula de Cruzada324.155
subsidio eclesiástico147.000
rentas de Maestrazgos279.113
Total2.515.818

Es una cifra bastante más alta que la que consiguieron como media anual los Reyes Católicos en el último período de la reina Isabel, entre 1495 y 1503. La cantidad que anota para esas fechas el tesorero de los Reyes, Morales, es en torno a los 512.000 ducados; bien es cierto que en ellos no incluye ni las rentas de los Maestrazgos ni los servicios votados en Cortes. En todo caso, y de forma notable, el presupuesto de los Reyes Católicos apenas si tiene un déficit de 1.500 ducados anuales[369].
Como hemos dicho, las constantes empresas de Carlos V desnivelaban por completo la balanza y hacían suspirar continuamente por las remesas de Indias; verdaderamente generosas, a partir de los años treinta, cuando se inicia la conquista del Perú, y así lo veremos reflejado en las cartas imperiales, donde con frecuencia se lee esta súplica: «Si Dios nos remedia con dineros del Perú…»
El clásico estudio de Hamilton nos permite recoger, en números redondos, la cuantía de esas remesas durante el reinado de Carlos V, tanto para la Corona como para particulares; y reseñamos ambos, porque con frecuencia la Corona no resistiría la tentación de apoderarse de todo, resarciendo a los particulares con juros, que era la deuda regia, especie de los actuales bonos del Estado:

Remesas de indias[370]
(Pesos de 450 maravedíes)

PeríodosCoronaParticularesTotal
1516-1520260.000733.000993.000
1520-152535.00099.000134.000
1526-1530272.000766.0001.038.000
1531-1535432.0001.218.0001.650.000
1536-15401.351.0002.588.0003.939.000
1541-1545758.0004.200.0004.958.000
1546-15501.593.0003.916.0005.509.000
1551-15553.628.0006.237.0009.865.000

Como se ve, el importante incremento de las remesas de Indias se mantiene ya a partir de los años treinta, coincidiendo con la fabulosa conquista del imperio incaico; con la única excepción de los años 1541 a 1545, coincidentes precisamente con las guerras civiles entre pizarristas y almagristas, con el asesinato de Francisco Pizarro en 1541, y las alteraciones provocadas por las Leyes Nuevas de Indias de 1542. Es cierto que la rebelión de Gonzalo Pizarro no se domina por Lagasca hasta abril de 1548, pero la paz recobrada sería suficiente para el nuevo auge de las remesas indianas, y de tal forma que decuplicarían las del primer lustro del reinado.
Aun así, ya nada bastaría para remediar los males de la Hacienda de Carlos V. Carande lo pudo probar. A partir de 1542 todo resulta poco, pasándose así a los años de incertidumbre, para caer finalmente en los años aflictivos, con que termina el reinado carolino. La deuda bordea ya en 1554 los 4.500.000 de ducados, esto es, casi el doble de los ingresos ordinarios.
Se comprende que intentaran esos arbitrios a que antes hemos aludido: ventas de oficios, préstamos de particulares, ventas de lugares de señorío eclesiástico o de las Órdenes Militares (con el correspondiente permiso pontificio), ventas de hidalguías, e incluso concesiones de tratas negreras, como la tanteada en la crisis de 1552[371]. Y algo de todo eso irá salpicando nuestro relato.
Fue la ruina de Castilla. Y eso es lo que asombra: a diferencia con la mayoría de los Imperios, cuyas cabezas se enriquecen despojando a las otras partes, Castilla fue la gran sacrificada.

Capítulo 3
El aparato institucional

Una primera cuestión a anotar: aquel formidable imperio carolino, que por primera vez se extendía por Europa y América —y con sus enclaves en la costa norteafricana—, no tenía ni capital fija, ni un verdadero cuerpo de Estado que agrupase a todos sus miembros. En realidad, esa carencia la venía a suplir el Emperador, asumiendo sucesivamente sus funciones de señor de los Países Bajos, de rey de la Monarquía Católica a caballo entre España e Italia, de emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, de dueño de las Indias occidentales y —desde 1535—, de duque de Milán. Y en esas funciones, solapadas, respeta lo que encuentra como aparato de Estado en cada una de ellas, con algunos retoques, como cuando pone a su hermana María de gobernadora de los Países Bajos.
Una situación que un historiador de nuestros días ha definido con esta expresiva frase:
El Imperio de Carlos V no existía más que en la persona del Emperador[372].
Una abigarrada situación a la que Gattinara trató de dar una solución. Como canciller imperial impulsó las funciones de un Consejo de Estado donde tuvieran entrada personajes de los Países Bajos, de España y de Italia. Y resaltando el decisivo papel de la economía, estructuró una tesorería general, a cuyo tesorero debían informar las diversas piezas de aquel multiforme Estado. Pero todo eso desapareció a la muerte de Gattinara en 1531. De hecho, Carlos V no volvió a nombrar canciller del Imperio. Desde 1521 había dejado sus dominios del norte en manos de sus familiares más allegados: los Países Bajos serían regentados por su tía Margarita, viuda del duque de Saboya[373], con plena libertad para los asuntos internos, hasta su muerte en 1531. Y en cuanto al Imperio, nombraría a su hermano Fernando como su representante, dejándole al frente de su gobierno, poniendo a su lado al conde Federico del Palatinado. Y para afianzar su presencia en esa parte de Europa, buscando esa armonía familiar, le cedió la herencia austriaca. Así, Fernando se convertiría en el señor de Viena y en el lugarteniente de Carlos V en el Imperio[374].
De ese modo preparaba Carlos su regreso a España.
Ahora bien, España era entonces una compleja Monarquía. En realidad habría que recordarla más bien con su título, conseguido por los Reyes Católicos: Monarquía Católica hispana. Tal Monarquía se extendía no solo por la península ibérica sino también —como es bien sabido— por Italia, con los reinos de Cerdeña, Nápoles y Sicilia; y, desde 1535, con el ducado de Milán incorporado. Una Monarquía Católica cuyo núcleo fundamental estaba en Castilla, donde ya los Reyes Católicos habían puesto su Corte, gobernándola directamente, mientras los reinos de la Corona de Aragón y las piezas italianas eran gobernadas por virreyes.
Y esa estructura política, que había funcionado correctamente, sería mantenida por Carlos V. A partir de su regreso en 1522, Carlos gobernaría directamente Castilla, al igual que sus antepasados, y castellanizaría la dinastía, al casarse en Castilla y al mantener en Castilla su hogar. E incluso en sus ausencias, marcaría ese punto de calidad, dejando a su frente a los miembros más cercanos de su entorno familiar; en principio, hasta su muerte en 1539, a su esposa, la emperatriz Isabel, y después sucesivamente a sus hijos Felipe, María (en 1548) y Juana (1554).
Por lo tanto, en la maquinaria estatal carolina, en particular tras la anulación de los tanteos estatales más globalizadores intentados por Gattinara, cobran verdadero relieve las instituciones castellanas, porque Castilla sería gobernada directamente por Carlos V, y porque en ella encontraría el apoyo principal a sus planes imperiales.
Por eso la estructura política castellana es la que hay que tener en cuenta preferentemente. Ahora bien, ese Estado castellano era el que habían organizado los Reyes Católicos, y Carlos V partirá de esa base, sobre la que introducirá cambios importantes, en relación con el vuelo que tomaba el Imperio.
La base del Estado de Isabel y Fernando, su pieza institucional clave, la constituía el Consejo Real de Castilla, con amplísimas atribuciones, no solo para el gobierno interno de aquella Corona, sino también para dirigir todo lo relacionado con las Indias occidentales, e incluso para las cuestiones de la política exterior, pues podía entender, como se indicaría en su reorganización de 1480,
… sobre muchas cosas, pero señaladamente sobre fechos grandes de tratos e de embaxadores e de otros negocios grandes…[375]
De ese Consejo Real se desglosarían precisamente bajo Carlos otra serie de Consejos, que darían ya su perfil al Estado carolino, y no solo en relación con España. Los cinco principales serían, el propio Real de Castilla y los de Hacienda, Indias, Inquisición y Estado. A ellos había que añadir los vinculados a las otras piezas de la Monarquía: Consejo de Aragón, de Navarra, de Italia y de Flandes.

§. El Consejo Real[376]
El Consejo Real de Castilla, que en gran número de documentos aparece con el mero título de Consejo Real —marcando así su preeminencia sobre casi todos los demás—, tenía sus precedentes bajomedievos. Había sido fundado por Juan I de Castilla a fines del siglo XIV, tras la desastrosa invasión de Portugal que había dado como resultado la dura derrota de Aljubarrota (1385). A poco, las Cortes castellanas de ese mismo año impusieron al rey Juan I la constitución de esa alta Junta que le asesorase en el gobierno del Reino. Inicialmente estaba compuesto por doce consejeros, sacados paritariamente de la alta nobleza, alto clero y representantes de las ciudades con voz y voto en Corte. A lo largo del siglo XV sería el punto de mira de la alta nobleza, que conseguiría su control, en 1442, y en pugna con Juan II.
Una situación que no iban a consentir los Reyes Católicos, después de su afianzamiento en el trono, tras vencer a los partidarios de la princesa Juana, la que las historias suelen denominar como Juana la Beltraneja. Y así, en las Cortes de 1480 proceden a su reorganización, dando la primacía a los letrados, en número de ocho a nueve, con una pequeña participación de caballeros (entre dos y tres) y bajo la presidencia de un prelado. Se organizaba así un cuerpo técnico de gobierno, con amplísimas atribuciones tanto de justicia como de política interior y exterior, y bajo el pleno control de la Corona.
Carlos V limitaría sus atribuciones, al crear otra serie de Consejos (Hacienda, Indias, Estado), ciñéndolo prácticamente al gobierno de Castilla. Eso sí, dada la primacía de la Corona castellana dentro de su Imperio, el Consejo Real seguiría siendo uno de los más importantes de aquel complejo Estado.
Yo llevé a cabo una investigación directa en Simancas, para comprobar cómo funcionaba dicho Consejo cuando era su presidente Fernando de Valdés, el que luego sería Inquisidor General de tan rígido proceder, en los comienzos del reinado de Felipe II[377]. Fue una investigación centrada en tres años: de 1540 a 1542. Su interés es que se puede ver cuál era el funcionamiento del Consejo en tiempo de paz, y cómo lo hacía en tiempo de guerra; pues 1540 es uno de los pocos años en que Carlos V está en paz con Francia, mientras que en 1542 se encienden de nuevo las sempiternas guerras entre el Emperador y el rey Francisco I de Francia. En las cartas cruzadas entre Valdés y el César en esa primera fase presidida por la paz, las mayores referencias son a la administración de la Justicia, no porque cupiera al Consejo Real dictar sentencia en apelación de las que hicieren las Chancillerías de Valladolid y Granada y la Audiencia de Sevilla, sino porque podía recabar aquellos casos que por su transcendencia o por la importancia de los personajes implicados, le pareciese conveniente. Lo que sí tenía el Consejo Real era el derecho de supervisar la tarea de esas Chancillerías y Audiencias, por medio de las tradicionales visitas, como también controlaba del mismo modo a los corregidores, que impartían Justicia en un segundo escalón. Y dado que el primero lo hacían los alcaldes de los lugares (junto con los corregidores en los burgos cabezas de su Corregimiento), ya tenemos esas diversas fases, a cargo sucesivamente de los alcaldes rurales, los corregidores y los magistrados de las Audiencias y Chancillerías; con la aclaración que si la Audiencia de Sevilla tenía jurisdicción propia sobre la Andalucía occidental, estándole subordinada la Audiencia de Canarias, en el norte existía otra Audiencia en Galicia (primero asentada en Santiago, con los Reyes Católicos, pero después afincada en La Coruña), de cuyas sentencias se podía apelar a la Chancillería de Valladolid, que extendía su jurisdicción por toda la Corona de Castilla, al norte del Tajo.
De la relevancia del Consejo Real, pese a que bajo Carlos V le sean desgajadas las funciones de política exterior (Consejo de Estado), economía (Consejo de Hacienda) e Indias (Consejo de Indias), da idea el que a su dictamen acudan otros Consejos de la Corona, en caso de conflicto; por supuesto, lo hacía habitualmente el Consejo de Órdenes[378], como filial suyo, pero también los Consejos en teoría independientes, como los ya citados de Indias y Hacienda[379]. Y actuando como una especie de Ministerio de Cultura, realizaba visitas de inspección sobre las dos principales Universidades del Reino, Salamanca y Valladolid[380].
Esa era la competencia del Consejo Real en tiempos de paz, además de su control sobre las Chancillerías y Audiencias castellanas, y sus juicios de residencia sobre los corregidores, que año tras año eran normalmente relevados en sus cargos. Aunque era un órgano consultivo y en teoría la última decisión quedaba en manos del Rey, lo usual era que Carlos V (o quien tuviese su delegación en sus ausencias, como sería el caso de la emperatriz Isabel en la década entre 1529 y 1539) siguiese los acuerdos tomados por mayoría en el seno del Consejo, que dejaba los asuntos más graves para los viernes, cuyas sesiones solía presidirlas el propio Emperador.
Un comportamiento regio que conocemos por el propio Carlos V, que en sus Instrucciones a su esposa la emperatriz Isabel, cuando la deja como su alter ego en 1528, se puede leer:
que en los negocios que los dichos Presidente e los del Consejo consultaren a V. M., V. A. se conforme con el parecer dellos y aquél siga e tenga por bueno y les diga que se haga como les paresce…
No era una nueva fórmula para cubrir el expediente. El Emperador sabía que en los asuntos más delicados, en particular si afectaban a personajes de la Corte, la Emperatriz iba a ser fuertemente presionada. De forma que insiste con ella para que tomara las decisiones de acuerdo con el dictamen del Consejo.
Y así le añade:
Y desea S. M. que por su amor esto haga V. M. cumplidamente, especialmente en los negocios tocantes a Justicia, aunque toquen a personas a quien V. A. desee hacer merced, y aunque sobrellos le hayan hablado e suplicado otras personas y dado parecer, demás del que el Consejo le dixese e diere[381].
Naturalmente, para conseguirlo lo primero era evitar la presencia de los Grandes en el Consejo, norma ya de los Reyes Católicos en la reorganización ultimada en las Cortes de Toledo de 1480, superando así la crisis sufrida a mediados de aquel siglo bajo Juan II. Y Carlos V la seguiría escrupulosamente. Nadie debía intervenir en las sesiones del Consejo, que no fuera consejero, y así se lo advierte a la Emperatriz, en las citadas instrucciones de 1528:
Que V. M. esté en las consultas generales que los del Consejo tendrán con V. A. los viernes de cada semana, según ha estado en las dos consultas pasadas…
Y le añade ya la advertencia:
no dando lugar a que en la dicha consulta estén con V. M. otras personas sino las del dicho Consejo[382].
Y está claro a qué otras personas trataba el Emperador de prohibir el acceso al Consejo. De todas formas, en 1543, cuando se trata de advertir a su hijo Felipe, entonces tan joven, se lo dirá expresamente: ¡cuidado con las ambiciones del duque de Alba! Y le precisa:
El duque de Alba quisiera entrar con ellos[383], y creo no fuera de bando sino del que le conviniera. Y por ser cosa del gobierno del Reino, donde no es bien que entren Grandes, no lo quise admitir, de que no quedó poco agraviado…
Y como la advertencia era tan importante, aun le insiste:
De ponerle a él ni a otros Grandes muy adentro en la gobernación[384] os habéis de guardar, porque por todas vías que él y ellos pudieren os ganarán la voluntad, que después os costará caro. Y aunque sea por vía de mujeres creo que no lo dexará de tentar, de lo cual os ruego guardaros mucho…[385]
cuando doña Juana de Austria vulnera la orden, en su mandato de 1554, al sustituir a Felipe II que había partido a Inglaterra para desposar con María Tudor, al punto se produce la fulminante reacción del mismo Consejo, que obliga a doña Juana a rectificar su conducta. Doña Juana se había presentado en el Consejo Real con don García de Toledo, quien desatendió las indicaciones del presidente del Consejo para que se saliese, cosa que los consejeros tomaron muy a mal, estando determinados
… a no tener más consultas con S. A. si no lo remediaba…[386]
La réplica de Felipe II no se hizo esperar:
No sé qué causa pudo mover a mi hermana para permitir que don García de Toledo quedase a hallarse presente a la consulta de Justicia…[387]
Esperaba que no lo volvería a intentar. En caso contrario, la postura del Príncipe era clara, recordando la advertencia paterna:
Pero si no se hubiese hecho[388] decirleéis de mi parte que en ninguna manera conviene que aquello pase adelante, por ser cosa nueva…[389]
Como hemos visto por la carta de Felipe II, el Consejo Real era básicamente el que entendía en cosas de Justicia, aunque también podía debatir otras cuestiones tocantes al gobierno del Reino. Ahora bien, en tiempos de guerra —situación que era la más frecuente bajo Carlos V—, también el Consejo Real debía intervenir, organizando las levas de soldados, moviendo a Grandes y Prelados para que acudiesen con sus mesnadas, al uso medieval, e ideando los diversos arbitrios para allegar dinero con que poder auxiliar al Emperador.
Así, cuando Carlos V teme en 1542 una gran ofensiva francesa contra España, ordena al Consejo Real para que se alerten todas las guarniciones que defendían la frontera pirenaica, desde Fuenterrabía (hoy Ondarrubia) hasta Perpiñán (entonces española), pasando por Pamplona; de forma que las fortalezas vascas, navarras y catalanas debían ser puestas a punto para repeler cualquier ataque, y de eso debía preocuparse el Consejo Real. Las cartas de su Presidente, entonces Fernando de Valdés, de aquel verano de 1542 están llenas de referencias sobre los preparativos para la guerra que se echaba encima, destacando las dificultades: la escasez de caballos para el Ejército y la penuria de dinero.
Por otra parte, y acaso eso resulte más significativo, Castilla respondió entonces mal al esfuerzo pedido por Carlos V, como en su momento veremos con más detalle; aquí solo apuntaremos a que el país estaba deseando la paz, ansioso de acabar de una vez con las guerras de Francia[390].
Si vemos al Consejo Real desplegar su actividad para movilizar Castilla, también lo vemos acudiendo a los mayores arbitrios para allegar dinero, y en especial a los préstamos de particulares: miembros de la alta nobleza y del alto clero y también de instituciones tan poderosas como la Mesta, cuando no de las propias Universidades[391].
En otras palabras, y aunque ya funcionaba el Consejo de Guerra, como un filial del Consejo de Estado, lo cierto es que el Emperador, si descansaba en tiempo de paz en el Consejo Real para el buen gobierno de Castilla (con el sentido que tenía entonces la Monarquía que gobernar era sobre todo impartir justicia), cuando se encendía la guerra también confiaba en él para poner a punto la máquina de guerra castellana.
Eso era lo que hacía del presidente del Consejo Real el primer magistrado de la Monarquía; si bien, como hemos de ver, y por la fuerte impronta confesional de aquel Estado (su nombre es aquí bien significativo: la Monarquía Católica), en otros planos se veía superado por el Inquisidor General.
En resumen, se puede afirmar que el Consejo Real sería el primero y el punto de arranque del notable sistema polisinodial que ayudará al Emperador a gobernar la Monarquía Católica. Ya sus abuelos Fernando e Isabel habían creado un segundo Consejo, en 1493, el de Aragón, vinculado al gobierno de la Corona aragonesa; pero no al mismo nivel del de Castilla, pues mientras el Consejo Real gobernaba directamente sobre ese ámbito castellano, los reinos de la Corona de Aragón lo eran por sus Virreyes y las instituciones regnícolas; de forma que el nuevo Consejo, falto de un poder efectivo sobre aquel territorio, veía reducidas sus funciones al asesoramiento al Rey en sus relaciones con la Corona de Aragón, y muy en particular cuando saltaba a la Corte cualquier conflicto entre el Virrey y las instituciones locales.
Ya hemos visto la amplitud de las funciones del Consejo Real, signo de su importancia, que se veían incrementadas en tiempos de guerra; lo cual hay que tenerlo en cuenta, porque esa sería la situación más generalizada, durante el reinado de Carlos V. Por supuesto, lo que constituía su esencia era todo lo tocante a la Justicia, y de ahí que también se le conociese por ese nombre.
Pero era mucho más. De hecho, y con las limitaciones que tenía la maquinaria estatal en aquel siglo, se le podría considerar como una especie de Ministerio de Fomento, dada su preocupación por cuestiones relativas con el comercio, la industria o la repoblación forestal. Su vinculación con la Mesta —y, por tanto, con la importantísima ganadería trashumante de oveja merina castellana— era tal, que el más antiguo consejero asumía la dirección de la Mesta, con el cargo supremo de Alcalde Entregador Mayor. Sus atribuciones eran ejecutivas (por delegación del Rey), judiciales y legislativas. En cuanto a ejecutivas, sus cartas debían ser obedecidas por todo el Reino, incluidos los Grandes y Prelados,
tan cumplidamente como si fueran firmadas de nuestros nombres como estipularían los Reyes Católicos en las Cortes de 1480. De las funciones judiciales, como las más propias del Consejo, ya hemos indicado lo fundamental. Y en cuanto a las legislativas, no solo entendía en la promulgación de nuevas leyes sino también de interpretar las viejas, en aquellos puntos dudosos, aparte de que entendía en las peticiones de las Cortes al Rey, que era una importante fuente legislativa indirecta, en cuanto que podía dar lugar a que la Corona legislase en respuesta a las Cortes.
Punto importante es el de la composición social de los consejeros. Su número, bajo Carlos V estaba en torno a los doce, presididos casi siempre por un prelado. Y todos letrados, procedentes de las principales Universidades, y dentro de ellas, de los Colegios Mayores. Su vinculación a la alta nobleza estaba en relación a los muchos segundones de los altos linajes que buscaban su ascenso social por esta vía, o bien, para los que triunfaban, porque frecuentemente acababan enlazando con los mismos Grandes; ese sería el caso del poderoso Francisco de los Cobos, que se casaría con una Pimentel, hija de los condes de Ribadavia. Por lo tanto, aunque Carlos V esquivó en lo posible el asedio de la alta nobleza, para guardar la independencia del Consejo Real frente a las demás fuerzas sociales, como un instrumento de gobierno muy suyo, parece claro que no lo consiguió enteramente. En definitiva, los consejeros sintieron la seducción de la alta nobleza, tratando de copiar para sus hijos su tenor de vida. Eran «hechuras» del Emperador, pero la alta nobleza cortesana estableció pronto puentes provechosos para sus intereses. De forma que si la Corona encontró en el Consejo Real su instrumento para el gobierno de Castilla, todo hace pensar que la alta nobleza se resignó a ser desplazada de su seno, buscando otras vías para no verse muy perjudicada por sus decisiones[392].
Pero aun con esas injerencias de la alta nobleza, el Consejo Real fue, en su conjunto, un eficaz instrumento de gobierno de Carlos V, para el debido control de la Corona de Castilla; eso sí, desgajando de su tronco aquellas funciones que encomendaría a nuevos Consejos, de los cuales el más importante sería el Consejo de Estado, como vinculado a la política exterior.
En cambio, el que mantendría sus características propias sería el de la Inquisición, por lo tanto otra creación de los Reyes Católicos, que pasó por algunos problemas al principio del reinado carolino, pero que finalmente prevaleció con todo su poder.

§. La Inquisición
En una monarquía confesional, como la Católica hispana, la Inquisición ideada por los Reyes Católicos tenía que seguir siendo un instrumento del máximo valor, por su poderoso control ideológico de aquella sociedad, en especial cuando la escisión religiosa de la Cristiandad abarcaba a las guerras religiosas, que acaban produciéndose a finales del reinado de Carlos V.
Estamos, sin duda, ante una de las páginas más tenebrosas de la historia del Quinientos español que debemos analizar para aclarar cuáles fueron las circunstancias que pudieron dar lugar a ese retroceso en la historia de la espiritualidad hispana.
No tratamos aquí de sus comienzos bajo los Reyes Católicos; eso nos apartaría excesivamente de nuestro intento de presentar a Carlos V en su tiempo. Tan solo recordaremos lo que hemos ya señalado con alguna extensión en otros trabajos nuestros: que existió una estrecha relación entre la guerra de Granada, con su signo religioso de cruzada contra el último reducto musulmán de España, y el afán de los Reyes de unificar religiosamente sus súbditos, con su pugna con los judíos, origen de la nueva Inquisición. Y lo que sería más decisivo: que en el mismo año de 1492, iniciado con la toma de Granada, se procediera a la expulsión de los judíos y pareciera coronarse con el descubrimiento de las Indias, con sus fabulosas riquezas. Tal coincidencia dio lugar a que ya se viera por todos, grandes y menudos, poderosos y desheredados, Corona y súbditos, como la prueba de que se había actuado correctamente, que aquellas operaciones religiosas habían sido bien vistas por la Divinidad y de ahí que hubiera llegado la justa recompensa. Una imagen impresa con tal fuerza que perduraría ya a lo largo de todo el Quinientos, hasta el punto que en las Cortes de Madrid de 1592, discutiéndose la situación internacional, agravada con la guerra otra vez contra la Francia de Enrique IV, un procurador —don Ginés de Rocamora—, defendería briosamente que se continuaran las guerras de religión,
la causa de Dios como habían hecho los Reyes Católicos, para que toda Europa acabase siendo católica, con la seguridad de que Dios abriría su mano y regalaría a la empobrecida España nuevas Indias y mayores tesoros[393].
Ahora bien, esa situación pareció que iba a cambiar con la llegada de Carlos V a España en 1517. Sin duda, algunos de los ministros flamencos del Emperador, educados en la línea erasmista, tan propia de la Corte de Bruselas, eran contrarios a un régimen inquisitorial. Y durante un período bastante largo, pareció que la Inquisición estaba adormecida. Hasta que la guerra contra la liga protestante de Schmalkalden y los supuestos brotes luteranos en Castilla de mediados de siglo reanimaron el fanatismo religioso, dando otra vez a la Inquisición su terrible poder.
De todas formas también aquí el personaje concreto jugaría su papel. Más cuando asume un cargo como el de Inquisidor General. Con Alonso Manrique (1523-1538), la corriente erasmista no será perseguida; todo lo contrario. Su sucesor, el cardenal Tavera (1539-1545), se mostrará como un gran hombre de Estado. Sabemos que García de Loaysa tenía el proyecto de reducir la Inquisición a sus límites medievales. Es dudoso que tal aspiración fuera factible; pero su corto paso por la Suprema lo anularía. Por contra, bajo el arzobispo Fernando de Valdés (1546-1566), la situación irá endureciéndose paulatina, pero inexorablemente.
En todo caso, una institución poderosísima, de la que interesa ver sus vicisitudes bajo Carlos V.
Y la primera consideración a tener en cuenta es que el Consejo de la Inquisición recupera aquel carácter de tipo nacional, que había perdido en 1507 bajo Fernando el Católico; de forma que el nuevo Inquisidor General nombrado por Carlos V en 1517, a la muerte del cardenal Cisneros, Adriano de Utrecht, lo sería para las dos coronas de Castilla y Aragón. Eso hacía de la Inquisición el único organismo con jurisdicción sobre toda España con el que contaba el Rey, doblando así en lo religioso sus funciones, lo que correspondía bien con su título: Consejo de la Suprema y General Inquisición.
Hay que subrayar también que dicho Consejo, en el cual la figura del Inquisidor General tiene una relevancia decisiva, muy por encima de la que tenía el presidente del Consejo Real respecto al resto de los consejeros[394], pronto recibe todo el apoyo de Carlos V, que no tarda en comprender la importancia política que podía tener, dado el carácter confesional de su Monarquía, rechazando así desde los principios de su reinado los intentos del papa León X por disminuir su poder, reduciéndolo a los términos de un tribunal eclesiástico ordinario. Para ello, enviaría a Roma un embajador extraordinario, Lope Hurtado de Mendoza, el 24 de septiembre de 1519[395].
Para entonces, ya Carlos V era Emperador electo, y su poder de convicción se había incrementado lo suficiente para conseguir que Roma mantuviera en sus anteriores términos a la Inquisición española. Y su decisión de asumir lo que suponía el Tribunal fundado por los Reyes Católicos lo declararía en términos tan precisos y contundentes que no dejarían lugar a duda alguna:
Nos tenemos acordado por cosa deste mundo —tal escribía a su embajador ordinario en Roma don Luis Carroz en aquel mismo año de 1519— no consentir ni dar lugar a que el Santo Oficio de la Inquisición reciba quiebra ni disminución alguna…[396]
¿Y qué razones tenía para ello el joven Emperador? Los consejos dados por Fernando el Católico en su Testamento, razonando que por ello había recibido la ayuda divina en todas sus victorias (¡otra vez la tesis del providencialismo más cerrado!). No deja también Carlos V de aludir al carácter confesional de su corona:
el nombre y título que traemos de católico nos obliga más a ello…
Pero, sobre todo, deja deslizar un juicio que nos revela que había sido un tema sobre el que había meditado últimamente, no ya solo bajo el punto de vista religioso:
… vemos cada día por la experiencia ser necesario…
El mantenimiento del Tribunal de la Inquisición, se entiende; y ahora hablando el hombre de Estado.
Esto nos lleva a precisar el grado de control que la Corona tenía sobre la Inquisición, lo cual nos invita a entrar en el debate sobre si estamos ante un organismo político o religioso, y a pronunciarnos sobre quién tenía la última palabra, si el Rey o el Papa. Un debate pronto resuelto, pues los documentos no dejan lugar a dudas. Aunque el nombramiento formal del Inquisidor General correspondiera a Roma, de hecho era fruto de la voluntad del Emperador. Y eso se tenía tan por seguro, que cuando falleció en 1545 el cardenal Tavera, entonces Inquisidor General, el príncipe Felipe instaría vivamente a su padre, no a que promoviera, sino a que designara el nuevo Inquisidor, para cubrir aquella vacante:
V. M. lo debe mandar mirar mucho y proveerlo en persona que tenga las cualidades que se requieren…
De modo que cuando el Emperador se decide por Fernando de Valdés, entonces arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo Real, se lo comunica directamente en estos términos:
Os habemos proveído del cargo de Inquisidor General…[397]
Cierto que faltaba todavía el Breve del Papa confirmando aquel nombramiento, pero eso era tenido como un mero requisito formulario. De modo que puede afirmarse que el Inquisidor General era una hechura del Rey, como el Tribunal era un instrumento de la Corona, con alcances mayores que los religiosos, aunque estos fueran por supuesto los fundamentales. Y en cuanto al papel del Inquisidor General, que ya hemos destacado, baste decir que la Suprema solía tomar sus acuerdos, no por votación, sino por decisión del Inquisidor General. Añadamos que se procuraba que alguno de los consejeros perteneciera también al Consejo Real, sin duda para evitar conflictos de competencias, dados los estrechos vínculos entre Gobierno y Religión dimanados de aquella Monarquía confesional, y así en 1548 lo indicaba de esta forma el Emperador:
por lo que importa que en la Inquisición se hallen algunos del Consejo Real, por los negocios que ocurren cada día que tocan a la gobernación del Reino…, que se harán y enderezarán en más conformidad de todos…[398]
De ese modo se comprende que el Inquisidor General se convirtiese en el personaje más importante de la Monarquía, tras el Rey, por delante del mismo presidente del Consejo Real. De hecho, si este solía ser un Obispo, el Inquisidor General era frecuentemente Cardenal (así lo fueron tanto Adriano de Utrecht como García de Loaysa Tavera) o por lo menos, Arzobispo. Y lo que es ya un dato decisivo: se pasaba de presidente del Consejo Real a Inquisidor General, como un paso más en el cursus honorum. Tal ocurrió con los ya citados Tavera (presidente del Consejo Real hasta 1539, en que es designado Inquisidor General) y Valdés (que pasa de un Tribunal al otro en 1546).
De ese modo podemos concluir que estamos ante un poderosísimo órgano de gobierno, y no solo de ámbito religioso, con jurisdicción sobre toda España e incluso sobre los reinos de Sicilia y Cerdeña, y de todo punto bajo el control de la Corona. No era un instrumento al servicio de la clase dirigente, entendiendo por tal a la alta nobleza, como se ha dicho alguna vez con harta ligereza. Al contrario, la alta nobleza tendría aquí un freno terrible, en mayor grado que lo pudiera ser el Consejo Real.
Ahora bien, si la Corona utilizó a la Inquisición para sus fines, hay que señalar que a su vez eso fue posible porque se impregnó de su ideología. En suma, porque asumió cada vez más aquella nota confesional, propia de su título de Monarquía Católica. Eso no se percibió de inmediato, dado que el primer objetivo marcado a la Inquisición (la vigilancia de los conversos que tendían a judaizar) fue borrándose a lo largo del siglo; pero sí cuando apareció el nuevo peligro suscitado por los movimientos disidentes religiosos iniciados por Lutero y seguidos por tantos otros heresiarcas, entre los que destacaría sobre todo Calvino. De modo que conforme se metiera la Monarquía en las guerras religiosas, tan propias de la Europa del siglo XVI, más y más se haría patente la importancia de la nueva Inquisición española, y más y más la Corona la pondría bajo su protección, haciendo que se respetaran sus privilegios, en atención a los servicios que le prestaba. Y eso incluso cuando se producían conflictos con otras altas instituciones, políticas o religiosas. La documentación de Simancas está llena de pruebas en ese sentido, algunas de ellas publicadas en el Corpus documental de Carlos V: de cómo la Corona advertía severamente, tanto a Virreyes como a prelados, que dejaran de interferir en aquellos asuntos puestos en manos de la Inquisición[399]; y a los inquisidores y familiares de la Inquisición se les protegía de tal forma, que incluso en caso de delitos tan graves como las muertes violentas, eran eximidos de ser juzgados por la justicia ordinaria. Y así, en 1553 Felipe II ordenaría a la Chancillería de Valladolid que dejase de actuar contra un familiar del Tribunal inquisitorial de Calahorra, acusado de haber matado de una cuchillada a un soldado, y que se abstuviese de convocar a los inquisidores calagurritanos,
… porque…, si así pasó, se ha hecho mucho agravio y molestia a los dichos inquisidores y desacato al Santo Oficio de la Inquisición, sin tener vosotros comisión ni facultad… De otra manera, pudiera parecer que así lo consentía la Corona. Todo lo contrario:
no es justo que se piense que ha procedido de la voluntad de S. M. ni mía, que siempre habemos honrado y favorecido al Santo Oficio de la Inquisición e miembros dél, de lo que se sigue tanto servicio de Dios Nuestro Señor y bien de nuestra religión cathólica…[400]
No cabe duda: aquel instrumento ideológico de la Corona se sabía cobrar su precio.
Ahora bien, y es preciso repetirlo, estamos ante una neta institución regia, propia de aquella Monarquía confesional.

§. El Consejo de Estado
Con el Consejo de Estado nos encontramos con la institución más vinculada al Emperador. Tanto el Consejo Real como la Inquisición eran organismos importantísimos, pero que venían de atrás, como un legado político de los Reyes Católicos; la nueva Inquisición, como creación, el Consejo Real, por su reorganización de 1480. Pero el Consejo de Estado es obra del Emperador, y responde a su imperiosa necesidad de tener a su lado, dada su trepidante política exterior, un cuerpo consultivo al que poder acudir en cualquier momento. Por ello, hablar de este Consejo es como hacerlo de Carlos V, y una de las mejores maneras de profundizar en su personalidad.
No sabemos cuándo empieza a funcionar el Consejo de Estado. Sin duda, esa sería una de las reformas previstas por el Emperador a su regreso a España en 1522, tomando como modelo el Consejo privado que tenía en los Países Bajos. En todo caso, en la grave crisis europea provocada por la ofensiva de Solimán el Magnífico contra el reino de Hungría, ya lo vemos asistiendo a Carlos V, y de ello habrá ocasión de tratar.
Su competencia básica, aunque no la única, era la política exterior, todos los asuntos relacionados con la paz y la guerra; y, por lo tanto, también el movimiento de las Embajadas, con la provisión de los puestos de Embajadores que fueran vacando. Pero también solía ser consultado el Consejo de Estado para cubrir las vacantes de Virreinatos y Gobernaciones, en especial en las piezas italianas.
Si esas eran sus funciones principales, también tenían todas las otras propias de un Consejo privado: así, los matrimonios de los miembros de la familia real (sería famosa la consulta del Emperador en 1544 sobre la posible boda de la infanta María con un príncipe de Francia y la dote que había de recibir). De igual modo, y en general, todo aquello de importancia que pudiera afectar a la familia real, como podía ser su cambio de residencia, en caso de que la peste (la terrible pesadilla de aquella sociedad) amenazase el lugar donde se hallaba la Corte. Esa sería una advertencia del Emperador al cardenal Tavera, cuando le deja en 1539 como gobernador de Castilla:
Y en cualquier caso que se ofresca, subcediendo alguna pestilencia, por donde convenga mudarlas[401] o hacer otra cosa, proveeréis, con parescer de los del Consejo de Estado, todo lo que conviniere…[402]
Asimismo, es consultado el Consejo de Estado en los momentos aflictivos de la Hacienda Real (que eran tantos), para que diese su parecer, en especial cuando se trataba del delicado arbitrio de pedir préstamos a particulares; suponiéndose, desde luego, que los consejeros de Estado serían los primeros a contribuir con su esfuerzo, aunque los resultados no siempre fuesen los deseados por el Emperador, como ocurrió en 1543, cuando se debatió en su seno los préstamos a conseguir en aquella urgente necesidad:
Hablando en el Consejo de Estado —es el secretario Cobos quien informa a Carlos V—, el cardenal de Toledo ofreció que prestaría lo que pudiere…
Pero añade:
Los otros [consejeros] dicen que no tienen posibilidad…[403]
A la inversa, el Consejo de Estado se atrevería a pedir al Emperador que fuese más parco en los gastos de su casa, con la disculpa de que así serviría de ejemplo para todos:
V. A. debe tener por bien de ordenar los gastos de su casa e Corte e mesas e vestidos della, porque a exemplo desto se ordenará todo el Reino…
Tal diría el Consejo a Carlos V en la crisis de 1526[404]. Por lo tanto, actuando en este caso como un Consejo privado. Ahora bien, y sobre eso no es preciso insistir, su función principal era todo lo relacionado con la política exterior.
De ahí la composición del Consejo. Sus miembros, que rondaban la decena, procedían casi todos de aquella alta nobleza cortesana con experiencia en la diplomacia y en la guerra, como antiguos embajadores, virreyes o grandes soldados. Embajador en Francia, antes de pasar al Consejo de Estado, había sido Nicolás Perrenot de Granvela. Entre los príncipes de la milicia bastaría recordar al III duque de Alba. Pero también podían proceder del alto clero, como el cardenal Tavera, o de la propia Casa Real, como don Juan de Zúñiga, ayo del príncipe Felipe. Más raro era que subieran de la propia administración, siendo el caso del secretario Francisco de los Cobos verdaderamente excepcional.
Una nota a señalar, como muy propia de Carlos V: el cosmopolitismo del Consejo de Estado, donde si el núcleo fundamental lo da Castilla, también encontramos italianos (como el piamontés Mercurino de Gattinara), y borgoñones (como los dos Granvelas, Nicolás y Antonio). Por supuesto, para la alta nobleza era conseguir el máximo prestigio, la cumbre de su cursus honorum. Pero dentro del Consejo todos tenían el mismo rango, solo alterado por la propia personalidad de cada uno. Esto es, nos encontramos ante el único Consejo que no tiene Presidente, porque actúa como tal el propio Emperador. Y lo que es evidente: los personajes que en este campo tienen más predicamento y los que ejercen mayor influencia sobre su ánimo, desde la muerte de Chièvres (ocurrida en 1521), son Mercurino Gattinara (muerto en 1530), Nicolás Perrenot de Granvela (m. en 1550) y, en los últimos años de su reinado, Antonio Perrenot de Granvela, hijo del anterior, más conocido como el cardenal Granvela. Añadiendo que en este período la figura del secretario del Consejo no alcanza la importancia que tendría después con Felipe II (como cristalizaría en el caso del famoso Antonio Pérez), porque el Emperador prefirió siempre las reuniones directas con el Consejo, con cierta regularidad (aparte de aquellas sesiones extraordinarias a que obligaran las circunstancias), convocándolo en el palacio de su asentamiento. Así se lo advierte a su yerno Maximiliano y a su hija María cuando los deja en 1548 como gobernadores del Reino, sin duda como reflejo de lo que él mismo acostumbraba[405].
Es importante también señalar la conexión con el Consejo Real y con la Inquisición, pues se aprecia la tendencia a que el Inquisidor General fuera designado consejero del Consejo de Estado. Es lo que ocurre en 1543 con el cardenal Tavera, y lo mismo se aprecia en 1548, con Fernando de Valdés. Y algo similar ocurre con el presidente del Consejo Real. De ese modo, incorporaba el Emperador a las dos personalidades más destacadas del alto clero y más vinculadas a la Corona, pues bajo su reinado se mantiene la norma de que el presidente del Consejo Real sea un prelado. Ahora bien, y eso es significativo, no ocurre a la inversa: los miembros de la alta nobleza que eran consejeros de Estado no tendrían por ello acceso, no digamos a las deliberaciones de la Inquisición —lo que sería impensable—, pero tampoco a las del Consejo Real, de forma que cuando lo intentó don García de Toledo[406] bajo la gobernación de doña Juana de Austria, en 1554, se encontró con la inmediata réplica del Consejo Real, teniendo que desistir de su propósito, como ya hemos señalado anteriormente.
En todo caso, así como en el Consejo Real la nota la daban los letrados, bajo la presidencia generalmente de un prelado, en el Consejo de Estado la mayoría estaba integrada por miembros de la alta nobleza, a la que se unían los dos personajes más relevantes de la Monarquía: el Inquisidor General y el presidente del Consejo Real.
No podía ser de otro modo, dado el carácter tan personal del Consejo, en el que se debatían, junto con las cuestiones de política exterior, aquellas otras que afectaban más directamente al Emperador, incluidas las que podían plantear cuestiones de conciencia. Ahora bien, y es preciso insistir en ello, lo que Carlos V desea tener a punto, desde que regresa a España en 1522, es el instrumento que le ayude en los arduos y continuos problemas de la política exterior, que él quiere llevar muy de su mano. Con frecuencia actuará por su propio impulso, como hemos de ver, sobre todo en las numerosas entrevistas en la cumbre; pero quiere contar con la institución que le aconseje en los momentos más graves, como ocurriría cuando llega a Castilla la noticia de la ofensiva turca sobre Hungría, con la pérdida de aquel reino y con la muerte de su rey, Luis II, que además era cuñado del Emperador.
¡Y se temía que la próxima en recibir la visita del Turco iba a ser, inevitablemente, la propia Austria, la cuna de sus antepasados!
Algo de tanta gravedad que toda ayuda parecía poca, y los consejos de los más experimentados verdaderamente imprescindibles.
A partir de entonces empezaría a funcionar el Consejo de Estado.

§. El resto del sistema polisinodial
Los demás Consejos tienen ya un valor mucho más secundario, en el gobierno de aquella Monarquía, siendo casi todos filiales de los ya destacados; así el Consejo de Guerra respecto al Consejo de Estado, o el de Cámara y el de las Órdenes Militares, respecto al Consejo Real. Incluso el Consejo de Indias lo vemos iniciar sus tareas con Carlos V en 1519 como una rama del Consejo Real, si bien en 1524 el Emperador decide su propia estructuración, con el título de Consejo Real y Supremo de las Indias. El vuelo que habían tomado los asuntos del de Indias, tras la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés y la fundación de la Nueva España, obligaba a ello. Y el interés con que Carlos V lo asumiría se echa de ver en que nombre, como su primer presidente, a su confesor fray García de Loaysa; un Consejo que, en todo caso, nunca perdería sus estrechos lazos con el Consejo Real, como no podía ser menos, dado que en definitiva, la expansión por las Indias occidentales, en las dos fases de descubrimiento y conquista, siempre se entendió como algo privativo de la Corona castellana. A señalar, desde luego, algo que no puede silenciarse: el Consejo de Indias tendría una doble misión, como se especificaría en las Leyes Nuevas de 1542; por una parte, el gobierno de las colonias americanas, con el control de la conquista y con su apostolado, y por la otra, velar por los indígenas. Así lo entendía el Emperador, como contrapartida al favor divino en su descubrimiento, señalando particularmente
… entendiendo bien la obligación y cargo que con ellos se nos impone, procuramos de nuestra parte (después del favor divino) poner medios convenientes para que tan grandes Reinos y señoríos sean regidos y gobernados como conviene…[407]
En cuanto al Consejo de Hacienda, nos encontramos asimismo con otra creación del Emperador, desgajando sus funciones del Consejo Real. Eso ocurriría desde 1523, por lo tanto, a poco de su regreso a España. Y en todo ello cabe subrayar el deseo de Carlos V de reorganizar el gobierno de la Monarquía Católica; y en este terreno, hacer más eficaz la institución a cuyo cargo quedaba el control de los ingresos regios en Castilla y el afrontamiento de los gastos. Ya a principios de aquel año mandaba el Emperador al Consejo Real ver el modo de poner orden en las cosas de su hacienda:
porque mi voluntad es de me haber en la ordenación y distribución de nuestra hacienda y estado y casa y patrimonio real, como conviene a (todo) sabio y prudentísimo príncipe…
Y aún añadiría Carlos V un razonable deseo:
(para) medir el gasto con la renta…[408]
Un deseo que años más tarde se vería como totalmente ilusorio. Y eso que en aquellos principios, el afán del Emperador de reducir gastos le llevaría a ordenar que se combatiera el pluriempleo, ese mal tan frecuente de la Administración española, con desconsuelo de los afectados.
Como recogería Martín de Salinas, embajador de Fernando de Austria en la Corte imperial,
Su Mag. quiere que nadie tenga dobladura… Y de momento pareció ponerlo en práctica, según el comentario que añade el embajador de Fernando I:
Es muy gran lástima ver a estos del Consejo que han sido despedidos…[409]
Era un doble objetivo: por un lado, mejorar la situación de la Hacienda Real; por el otro, aliviar a sus vasallos y conseguir de ese modo restañar las heridas producidas por la guerra de las Comunidades,
… por les dar causa a que más y más entrañablemente nos quieran y amen, como a sus reyes y señores naturales…[410]
Pero, ¿a quién confiar esa reforma hacendística? ¿En qué manos poner aquel nuevo Consejo de Hacienda? Estamos todavía en la época de la gran influencia de la camarilla flamenca, pesa a que ya había muerto Chièvres. Por otra parte, si Castilla tenía un notorio retraso en el desarrollo de su economía y los Países Bajos estaban a la cabeza de Europa, no es extraño que Carlos V pensase remediar aquella situación acudiendo a su séquito flamenco. De ese modo veremos constituido el Consejo de Hacienda en sus principios por un presidente flamenco, el conde Enrique de Nassau, asistido por dos consejeros. Y esos dos consejeros el primero era otro flamenco, Jacques Laurin, y el segundo aquel español tan fiel partidario de Felipe el Hermoso y que había pasado tantos años en la corte de Bruselas: don Juan Manuel. Cierto que el secretario y el tesorero serían ya netamente castellanos: Francisco de los Cobos (por otra parte, también formado en la corte de Bruselas) y Francisco de Vargas. También lo era el escribano de finanzas, Sancho de Paz.
Bien podía comentar Francisco de Salinas:
Todo se quiere ordenar al modo de Flandes[411][.
De ese modo se montaba un Consejo que venía a sustituir la antigua Contaduría Mayor de Hacienda, pasando a controlar la llamada Contaduría Menor de Cuentas. Existían dudas sobre la conveniencia de mantener el cargo de los dos contadores mayores, como anquilosados y solo sirviendo para recompensar a grandes personajes. Así, cuando en 1531 vacó uno de ellos por muerte del duque de Béjar, el cardenal García de Loaysa, aconsejaría a Carlos V que se suprimiese, conforme ya se había considerado anteriormente:
Si a V. M. parece, como algún tiempo pareció a algunos cuerdos, que este oficio no es necesario, antes pernicioso, suprímase…[412]
Sin embargo, Francisco de los Cobos regentaría una de las plazas, con un bonito sueldo, que en 1541 alcanzaría la suma de casi 900.000 maravedíes, que superaba incluso a la que tenía asignada el presidente del Consejo Real.
Más necesarios, o por mejor decir, imprescindibles, como que eran cargos con tareas muy concretas, eran los contadores menores, que llevaban las ocho ramas de la Hacienda Real, con las tres dedicadas a los ingresos y las cinco dedicadas a gastos.
De ese modo se montaba el sistema que iba a permitir la financiación de las empresas imperiales, a que antes hemos aludido.

§. La proyección exterior
Carlos V tiene bajo su mando un doble imperio: por una parte, aquella Monarquía Católica supranacional que había heredado de los Reyes Católicos, con su núcleo hispano, sus piezas italianas, sus enclaves norteafricanos y su proyección en el Nuevo Mundo —que bajo su reinado tendría una expansión formidable, saltando de las islas antillanas a Tierra Firme—, a la que él mismo había aportado los ricos Países Bajos; y por la otra, el Sacro Imperio Romano Germánico, con un poder sobre el mundo germánico más nominal que real, pero que al menos le daba el título de emperador de la Universitas Christiana. Estaban, además, los señoríos de la Europa central de la Casa de Austria, con sus dos territorios principales: la propia Austria y el reino de Bohemia; dominios que, ya bajo el reinado de Maximiliano I se había concertado que quedasen para su hermano Fernando, a quien pronto convertiría Carlos V en su lugarteniente en el Imperio.
Tan inmensos territorios, tan inmenso imperio, requería una pronta información y una buena organización de los dos instrumentos básicos en una política internacional, máxime cuando se trata de una política imperial: el cuerpo diplomático y las fuerzas armadas.

§. La diplomacia
La diplomacia cubría dos necesidades: la primera, obtener información respecto a los planes de las monarquías más poderosas de la época; la segunda, ayudar al Emperador a mantener la paz, o a conseguir las oportunas alianzas para contrarrestar la enemiga de aquellos soberanos que trataban de minar el poderío imperial. Es sabido que esa enemiga venía sobre todo del otro Emperador, de Solimán el Magnífico, el señor de Constantinopla, y de Francisco I, dentro de la Cristiandad. Pero no serían los únicos a disturbar la armonía que Carlos V deseaba para Europa.
Existe ya un cuerpo diplomático y existe una técnica diplomática. Existen unas Embajadas y existe una práctica de entrevistas en la cumbre y de formación de ligas con diversas potencias. Existe también una política dinástica, con alianzas matrimoniales, en las que se juegan las bazas de las bodas de la familia imperial: los hijos, por supuesto, pero también los hermanos del Emperador. Y naturalmente, su propia boda.
En cuanto a las Embajadas, poco innova Carlos V. Básicamente mantiene las que ya poseía la Monarquía Católica bajo Fernando e Isabel: la familiar, de Viena; las tres embajadas de Roma, Venecia y Génova, en Italia, y las de Francia, Inglaterra y Portugal, como las tres principales potencias de la Europa occidental, en constante relación —pacífica o bélica— con el Emperador. Pero sí cambiaría algo: en primer lugar, un mayor cosmopolitismo, a la hora de escoger los embajadores. Y en segundo lugar que el hecho de que el rey de las Españas fuera también el emperador de la Cristiandad haría frecuente la llegada de embajadas especiales de los más apartados rincones, cuando no, la existencia de embajadores permanentes, como sería el caso de Dantisco, el embajador de Polonia.
Ahora bien, Embajadas y embajadores suponían un costo, obligaban a una financiación. Normalmente, se dedicaban a ese apartado 50.000 ducados, como se fija en el presupuesto que conocemos para 1544. También conocemos la forma en que se repartía esa suma, que no deja de ser significativa, como vamos a ver:

EmbajadasDucados
Tres embajadas de Italia20.000
Embajada de Viena8.000
Tres embajadas de la Europa occidental14.000
Total42.000

El resto hasta los 50.000 ducados quedaba para cubrir otros gastos, en particular de los correos diplomáticos.
En el cuadro anterior se aprecia la importancia que la Monarquía concedía a Italia, cosa natural, por lo que suponía allí la presencia de la embajada romana. Y esto se aprecia mejor si vemos cómo se asignaban esos 20.000 ducados:
Embajadas de ItaliaDucados
Embajada de Roma12.000
Embajada de Venecia4.000
Embajada de Génova4.000
Total20.000

 
Por lo tanto, la embajada en la Corte pontificia se llevaba la parte del león. Era la más cualificada, la más importante. Y se entiende, dadas las continuas y destacadas negociaciones con el Santo Padre. La Monarquía Católica era una Monarquía confesional, como lo era el Imperio carolino. Por lo tanto era de todo punto preciso mantener la armonía con Roma, así como procurar superar los conflictos, cuando se producían. Pero, además, de Roma dependían muchas otras cosas: reconocimiento de nombramientos del alto clero, aunque el Emperador tuviese un regio patronato, con derecho para Granada e Indias, pero de hecho para toda la Monarquía hispana. Estaban, además, y eso sería muy importante, la obtención de aquellas rentas llamadas precisamente de gracia pontificia, como la bula de Cruzada y el subsidio eclesiástico. Y bajo el punto de vista político, el que la Monarquía poseyese en Italia reinos de la importancia de Nápoles, Sicilia y Cerdeña (amén del ducado de Milán, a partir de 1535) incrementaba el protagonismo de la embajada romana; recuérdese que los Estados pontificios limitaban al sur con el reino de Nápoles.
También resulta significativo el reparto del presupuesto para el resto de las embajadas[413].

Tabla ausente en nuestro original

Por lo tanto, dos cosas quedan bien claras: por una parte la importancia de Italia para la Monarquía Católica, cosa comprensible, dado el valor de los reinos italianos vinculados a la Monarquía. El despliegue de la Monarquía Católica por Italia constituía la base de su prestigio internacional logrado desde los tiempos de los Reyes Católicos, y eso había que cuidarlo con ese trípode diplomático: Roma —cabeza de la Cristiandad—, Venecia —la reina del Adriático— y Génova, cuya alianza desde 1528 será uno de los objetivos de Carlos V.
En cuanto a las otras embajadas, destacan la de Viena, que era considerada la familiar, la que conectaba con la otra rama de la Casa de Austria, y la de París, porque de París dependía, en buena medida, la paz o la guerra en la Cristiandad. En un plano inferior, pero lo suficientemente importante para requerir embajadas, estaban ya Londres y Lisboa. Londres porque era siempre una baza a jugar, para contrarrestar la enemiga francesa; y esa era ya una consigna recibida desde los tiempos de los Reyes Católicos, que funcionó mientras Catalina de Aragón pudo mantener su influencia sobre Enrique VIII. En cuanto a Lisboa, tenía la doble importancia de mantener seguras las espaldas de aquella Monarquía tan volcada hacia el norte y el este de la Península Ibérica y además por permitir también un acuerdo en el despliegue castellano por el Océano. En ese sentido, todas las circunstancias que habían aconsejado el tratado de Tordesillas de 1494 seguían en pie.
En cuanto a la técnica a seguir nos encontramos con ligas, encuentros en la cumbre y tratados más o menos firmes.
Carlos V emplearía la liga con desigual fortuna en el ámbito italiano; la primera vez en 1536, antes de acometer la invasión de Provenza contra Francisco I. Entonces con fortuna, porque le permitió regresar a una Italia en paz, pese a su fracaso en aquella campaña. Otra vez la pondría en práctica en 1538, con un plan más ambicioso, como era el de acometer la cruzada contra el Turco, con la ayuda de Roma, Venecia y Viena. Pero varias circunstancias adversas, y sobre todo la enemiga de Francisco I, se lo impediría como hemos de ver en su momento.
Un aspecto muy interesante en la diplomacia carolina lo constituyen las entrevistas en la cumbre. Ningún soberano del Quinientos lo aplicó tantas veces como el Emperador, e incluso puede que no exista caso similar en toda la historia de Occidente. Carlos V se entrevistaría dos veces con Enrique VIII, otras tantas con el papa Clemente VII, y tres con Paulo III. Y más aún con su gran rival Francisco I, si sumamos las que tuvo con él en Madrid y las que realizó en su viaje del invierno de 1539-1540 (cuando atravesó Francia de sur a norte), a las mantenidas en 1537 en Aigues-Mortes. Y con frecuencia esas entrevistas no se reducían a una mera jornada. Carlos V sería huésped varios días de Enrique VIII en 1520, le llevaría casi un mes el cruzar Francia en 1539-1540, y su estancia en Bolonia en 1529 a 1530 duraría casi medio año. Estamos, sin duda, ante la faceta más particular del Emperador, de forma que igual que suele llamársele el primer soldado de sus ejércitos, cabría decir de él que era el primer y el mejor embajador de su cuerpo diplomático.
En cuanto a sus embajadores, se aprecia esa nota cosmopolita de su Imperio: los sacará tanto de sus tierras borgoñonas como españolas; baste recordar las figuras de Nicolás Perrenot de Granvela y Simón Renard por una parte, o de don Juan Manuel y Diego Hurtado de Mendoza, por la otra. Pero, como hemos señalado, él fue el mejor embajador de su Imperio, dando una nota muy personal a su diplomacia y ofreciéndonos un rasgo muy pronunciado de su personalidad.
Era la actitud de quien creía en la bondad de sus objetivos, llevando un tono de honestidad política a su quehacer imperial, bien reflejado en aquella advertencia dada a su hijo Felipe II en 1548, cuando le avisa de que tenía concertadas treguas con el Turco:
Cuanto a la dicha tregua que he por mí ratificado [con el Turco], miraréis que ella se observe enteramente de la vuestra, porque es razón que lo que he tratado y tratéis, se guarde de buena fe con todos, sean infieles o otros, y es lo que conviene a los que reinan…
Y para remachar más su pensamiento, añade esta coletilla, de marcado sabor ético:
es lo que conviene a los que reinan y a todos los buenos…[414]
También será muy del estilo imperial el amplio uso de la dinastía para sus objetivos diplomáticos, siguiendo con fortuna lo hecho por los Reyes Católicos. En la línea de mantener la buena amistad con Portugal entrará él mismo en juego, con su boda con la princesa Isabel, hija de Manuel el Afortunado, y en el trono portugués pondrá sucesivamente a sus hermanas Leonor y Catalina. Hay que recordar aquí también los dos enlaces de sus hijos, Felipe y Juana, con los príncipes portugueses María Manuela y Juan Manuel, respectivamente, aunque el resultado fuera tan penoso, con aquellos personajes tan inestables como fueron don Carlos, en España, y el rey don Sebastián, en Portugal. Para mantener la estrecha alianza familiar con la otra rama de la dinastía llevará a cabo la boda de su hija mayor, María, con su sobrino Maximiliano (el futuro emperador Maximiliano II). Inglaterra también será su punto de mira, si bien durante muchos años le será imposible sustituir la vacante dejada en aquel trono por su tía Catalina de Aragón; pero cuando asciende María Tudor, otra vez lo intentará el Emperador, poniendo en el tapete la boda de su hijo Felipe con la reina inglesa.
Parecía más difícil establecer esa línea diplomática con la Roma de los Papas, por razones obvias; sin embargo, Carlos V supo aprovechar los hijos naturales de los obispos de Roma, eso sí, empleando en este caso en un grado similar, a su hija natural, Margarita, la que había tenido en 1522 con una Van der Gheist, y a la que desposó en segundas nupcias[415], con un nieto del papa Paulo III, Octavio Farnesio, duque de Parma, por lo que acabaría llevando el nombre de Margarita de Parma.
Lo que nunca pudo resolver satisfactoriamente Carlos V fue la alianza matrimonial con Francia. Lo intentó tras el tratado de Madrid, de 1526, en el que se estipulaba la boda de Francisco I con la hermana mayor del Emperador, Leonor de Austria —viuda de Manuel el Afortunado de Portugal—, cláusula no cumplida por el rey francés. Sí lo haría tras la paz de las Damas de 1529, pero Leonor de Austria nunca sería un personaje bienquisto en la Corte parisina, y su influencia sobre Francisco I sería nula.
No olvidó la política carolina los intereses de los Países Bajos con el norte de Europa; de ahí la boda de su hermana Isabel, en 1515, con Cristian II, entonces rey de Dinamarca, Noruega y Suecia; de forma que era establecer una alianza con la otra Monarquía supranacional que existía en Europa (la famosa Unión de Kalmar). La rebelión de la nobleza danesa, en 1522, y el posterior cautiverio de Cristian II malbarató aquella operación diplomática, máxime con la muerte de Isabel en 1525 y de su hijo Juan, acaso el sobrino preferido por Carlos V, muerto en 1532, que privó ya al Emperador de la oportunidad de tener un fuerte protagonismo en el Báltico.
Esa política dinástica la amplió Carlos V a la otra rama de la Casa de Austria, mientras la tuvo bajo su protección[416]. Así, para acabar de atraerse al duque de Clèves, tras la campaña victoriosa del verano de 1543, el Emperador ratificó la nueva amistad con una alianza matrimonial, mediante la boda del Duque con la archiduquesa María, hija de su hermano Fernando:
S. M. —recuerda Carlos V en sus Memorias— viendo el arrepentimiento del dicho Duque y la perseverancia en sus buenos propósitos, trató de casarle, como le casó, con una hija del rey de Romanos, su sobrina…
Y añade satisfecho:
con cuyo casamiento se acrecentó la obligación de dicho Duque para con Su Majestad y el amor de Su Majestad hacia el mismo…[417]
De igual forma le vemos acudir a las hijas de su hermana Isabel, Cristina y Dorotea, para afianzar las relaciones con el duque Francisco Sforza de Milán, mediante su boda con Cristina, y las de Federico del Palatinado, que desposaría a Dorotea.
Por lo tanto, nos encontramos con esa política, tan propia de la época, de poner la dinastía al servicio del Estado; con suerte varia, ciertamente, con mejor fortuna en las Cortes de Lisboa y de Viena, con altibajos en la de Londres y con resultado negativo en las de París y Amsterdam.
Lo primero que resalta es la estrecha confederación con la otra rama de la dinastía. En 1548 Carlos V tiene muy presente la ayuda de su hermano Fernando en la guerra contra la Liga de Schmalkalden. Era
… el parentesco, tan cercano…
Y además la idea de que se trataba de una ayuda recíproca, sin recelos y siempre con beneficios, de forma que
… la grandeza del uno favorecerá y reputará [la] del otro…[418]
Y una cosa a recordar: Carlos V no tiene en esos momentos ninguna intención de cambiar el orden sucesorio en el Imperio, que está en manos de su hermano, como rey de Romanos. Por lo tanto, el nuevo plan sucesorio de 1551 parece instigado por Felipe II. Y de ellos hablaremos. Carlos V provee lo necesario para que su hermano Fernando, en su ausencia o muerte,
… pueda gobernar esta Germania…
Y todavía insiste poco después, refiriéndose a la tregua firmada con el Turco,
… por el bien general desta Germania y para que pueda gobernar en ella con debida autoridad…
Y todo ello, sin la más mínima referencia a una posible futura intervención de Felipe en las cosas del Imperio; antes al contrario, descargándole de cualquier gasto, sacando dineros de Castilla, los cuales debían conseguirse de la propia Alemania.
Y en eso no tenía Carlos V duda alguna, sobre todo dada la penuria de Castilla, como algo que ya no le incumbía.
Y así se lo advierte a su hijo:
Y viendo claramente y conociendo que me sería imposible haber dineros de mis reinos y señoríos[419] por tal necesidad[420], ni vos menos terníades la posibilidad de asistir al dicho Rey[421] después de mi fallescimiento, ni los Reinos ni Estados[422] lo querrían hacer, como no sería justo, siendo gastados como están…[423]
Permanente alianza, por tanto, de las dos ramas de la Casa de Austria, pero con el mundo germánico vinculado a Viena, sin pensamiento alguno de cualquier interferencia filipina; tal es el planteamiento de Carlos V en 1548.
Y seguía latente el temor a la enemiga francesa, pese a los tratados de Madrid, Las Damas y Crèpy, porque se sospechaba que Enrique II había heredado la hostilidad que siempre había tenido Francisco I. Y como no se contentaría con ninguna cesión y a la postre se sufrirían sus ataques, mejor era no ceder nada:
pues esto es ansí, será mucho mejor y lo que conviene sostenerse con todo, que dar ocasión a ser forzado después [a] defender el resto, y ponerlo en aventura de perderse[424].
Una diplomacia, por tanto, de tono defensivo, que tenía como principal objetivo mantener el imperio conseguido. Las únicas conquistas en Europa mencionadas por Carlos V son las que le sirvieron para redondear sus dominios de los Países Bajos, y en especial Güeldres. Era cierto que la Emperatriz había pensado que fueran destinados como dote a la infanta María, pero Carlos V, sopesándolo mucho, considera que mejor era dejarlo para otro hijo del Príncipe; esto es, dado que ya había nacido don Carlos y que, en buena ley, él debía heredar la Monarquía Católica, con su núcleo hispano y con sus piezas italianas, que los Países Bajos quedaran para otro de sus hijos. Con lo cual algo urgía: la nueva boda del príncipe Felipe:
Quanto a lo que se había mirado en los dichos testamentos[425], por lo que toca a las tierras de Flandes y Borgoña, habiendo después pensado más en ello, especialmente en la importancia de los dichos Estados y cuanto conveniente a vuestra grandeza[426], y que demás he conquistado el ducado de Güeldres y unídolo con ellos, estamos en que los guardéis, confiando que Dios os dará más hijos…[427]
Ahora bien, esa conquista del ducado de Güeldres, a la que alude Carlos V, no se había realizado en una guerra ofensiva sino defensiva, y como réplica a la que le había promovido aquel Duque en 1543. Por lo tanto, pese a las innumerables guerras que se suceden en su reinado y pese a su conocida afición a las armas, lo cierto es que el Emperador procuró siempre la paz de la Cristiandad, con la única condición de defender lo que había heredado; con la esperanza de acometer la gran cruzada contra el Turco, si bien hasta eso mismo lo había ya orillado, como un sueño imposible de ver realizado.
 
§. El instrumento bélico
Nos hemos referido a las innumerables guerras que sacuden el reinado de Carlos V y hemos visto hasta qué punto se ayudó de un notable cuerpo diplomático y de un Consejo de Estado, por él mismo fundado. Veamos ahora su instrumento armado, y en particular la parte más importante y mejor desarrollada: su ejército.
No hay imperio sin un formidable ejército detrás que lo vaya alzando. Imperio supone predominio de un pueblo sobre otros, cuestión que puede herir nuestra sensibilidad actual, pero que está ahí como una de las realidades históricas; y ese predominio descansa, evidentemente, en sus fuerzas armadas, que por la superioridad demostrada en su tiempo, van desplegando su fuerza sobre un territorio cada vez más amplio. Porque es el espacio inmenso otra de las características de una estructura imperial.
Y en cuanto al ejército del Imperio, al punto se nos vienen a la memoria, desde la antigüedad, las falanges macedonias y las legiones romanas, como en los tiempos más recientes la Grande Armée napoleónica o la incomparable marina inglesa.
Pues bien, en esa serie de cuerpos armados los tercios viejos españoles del siglo XVI tienen un puesto destacado. Y puede afirmarse que juegan un papel decisivo en tiempos de Carlos V y prolongan su eficacia a lo largo de los reinados siguientes, hasta bien entrado el siglo XVII, retrasando así la pérdida de aquel predominio. Por ello trataremos de ver su estructura, su reclutamiento, su armamento, su financiación y hasta su moral de combate.
Y una advertencia previa: los tercios viejos no son la única formación militar de que dispone Carlos V. En sus grandes campañas, como la de Provenza de 1536 o la de 1544 en el norte de Francia, ambas contra Francisco I, o como las emprendidas en 1546 y 1547 contra la Liga alemana de Schmalkalden, se puede apreciar que el ejército imperial es cosmopolita. Se trata de un ejército compuesto en buena parte por flamencos y por mercenarios alemanes e italianos, y hasta tal punto que los tercios viejos suponen solo una cuarta, e incluso una sexta parte del total.
Eso es lo que se puede comprobar en las Memorias del Emperador, donde tanto énfasis pone en las empresas militares, y en particular en esa guerra contra la Liga alemana de Schmalkalden. Al confrontarlas con las crónicas y la documentación del tiempo, se obtiene este cuadro de sus integrantes:

Ejército imperial de la campaña alemana de 1546[428]

InfanteríaSoldados
alemana20.000
italiana10.000
española10.000
flamenca25.000
Total65.000

A esas cifras habría que añadir la caballería ligera incorporada por Fernando I y los soldados del tren de artillería (sobre 50 cañones de diversos calibres).
En otras campañas de Carlos V nos encontramos con cifras similares, tal como nos las depara el Archivo de Simancas: en la de 1536, Carlos V entró en Provenza con un ejército de 67.000 soldados, «más la gente de la Corte», de ellos unos 10.000 españoles[429]. Cuando cercó a Metz en el otoño de 1552, juntó un número algo mayor: 64.500 de infantería y 14.000 caballos. En cambio, la participación española solo alcanzaba los 6.700 soldados, con dos tercios viejos y algunos centenares de caballos[430].
Esos datos, sin embargo, aunque evidentes[431], podrían llamar a engaño, si nos llevara a minimizar la participación española. En aquellos ejércitos del Emperador, sin duda multinacionales y en los que el contingente español no pasaba de la quinta o la sexta parte, sin embargo su acción resultaba decisiva. Por una razón: eran las tropas de choque.
Recordemos dos ejemplos: la guerra-relámpago de 1543 contra el duque de Clèves y la campaña de 1547 coronada con la victoria de Mühlberg. En ambas, la acción de los tercios viejos resultó decisiva, como hemos de ver en su momento.
Por lo tanto, una fuerza de choque de increíble potencia para el tiempo, que Carlos V extrae de Castilla y sobre la que tenemos no poca información.
Sobre su estructura, por ejemplo. Una novedad en la época, porque permitía con gran facilidad su manejo como un bloque, o su articulación en pequeñas formaciones con plena autonomía de movimiento. Su constitución mayor la componían cuatro tercios viejos, agrupados en dos coronelías. Cada tercio viejo, a su vez, estaba integrado por doce compañías de 250 soldados, mandadas cada una de ellas por un capitán, asistido por un alférez y un sargento. De ese modo, un tercio viejo al completo suponía 3.000 soldados, con un cuadro de mando de 12 capitanes, dirigidos por un maestre de campo. A su vez, dos tercios viejos suponían una coronelía, y como tal estaba mandada por un coronel. En fin, las dos coronelías eran ya todo un ejército, bajo las órdenes de un capitán general.
Normalmente cada tercio viejo tenía un área de actuación, de donde recibía su nombre: Lombardía, Nápoles o Sicilia, zonas donde se hallaban como guarnición. Igualmente los vemos de guarnición en los presidios militares sitos en la frontera hispano-francesa, tanto en Fuenterrabía como en Perpiñán, y en los norteafricanos, desde Melilla hasta Trípoli. Por lo tanto, en paz o en guerra, la Monarquía Católica siempre tenía a punto al menos tres tercios viejos, y esa era también una diferencia notable con las otras formaciones de mercenarios alemanes o italianos, que solo se contrataban en caso de guerra. De ahí también la nota nacionalista, pues aunque los tercios viejos tuvieran su soldada (menos alta, como veremos, que la que recibían los landsquenetes alemanes), nunca servían a otro señor que al rey de España, salvo cuando el Emperador autorizaba alguna leva a favor de su hermano Fernando (por otra parte, un soberano español nacido en Alcalá de Henares).
Esa era la situación en años de paz. Como advertía Carlos V a su hijo Felipe en 1548, siempre debía tener un golpe de gente española en Italia, pese al coste que supondría:
Y aunque os sea necesario mirar en ahorrar cuanto pudiéredes, según quedaréis adeudado y vuestros Estados alcanzados, no por esto se podrá excusar de tener siempre alguna gente española en Italia…
Y demostrando cuánto valoraba sus tercios viejos, le añadiría la razón:
porque será el verdadero freno para impedir innovamiento de guerra, que no se hagan empresas para cobrar tierras…
Eso sí, procurando su buena disciplina y que fuera
… con el menos trabajo y daño de los súbditos y allegados que se pudiere…[432]
Por lo tanto, el César daba por descontado que los tercios viejos cargaban sobre los pueblos en los que estaban asentados y trata de disminuir ese mal. Pero importa subrayar que aquel alma de soldado, aquel que tanto admiraba a Julio César y que se había visto en tantos lances de guerra, no piense en los tercios viejos como un instrumento de expansión imperialista, sino para conservar y asegurar la paz.
Era aprovechar el arma de Infantería en su momento óptimo, cuando la Caballería cedía el paso y cuando todavía la Artillería estaba en sus pañales, con piezas de los más diversos calibres y sin ninguna eficacia más que en el asedio de plazas, pero no en el campo de batalla. Por otra parte, y esto es digno de destacarse, su armamento —picas, arcabuces, espadas— se fabricaba en suficiente cantidad en España; preferentemente las armas de fuego en el País Vasco (Éibar, Elgoibar, Placencia) y las armas blancas en Toledo. Así, sabemos que de cara a la campaña de 1536 un hombre de empresa vasco, Antón de Urquizu, tenía prontos a fines de 1535 para su entrega a los tercios viejos 2.000 arcabuces y que preparaba otros 4.000, así como 6.000 picas[433]. Y puesto que cada tercio viejo estaba integrado por dos tercios de piqueros y un tercio de arcabuceros, la Monarquía podía armar con prontitud a su Infantería, sin tener que acudir a la industria extranjera. Si se añade a eso la abundancia de grandes soldados que el País Vasco dio a la Monarquía en el siglo XVI, se puede concluir que en buena medida el Imperio español del Quinientos descansó en esa compenetración entre castellanos y vascos.
Estamos ante una oportunidad única, jamás repetida; máxime que todavía no se daban las gigantescas formaciones militares que dejaban fuera de juego a los países con pobre demografía.
En ese terreno, el siglo XVI brindó una oportunidad única a Carlos V, y el Emperador la aprovechó al máximo.
Ahora bien, no sin unos altos costes. Ya hemos visto que un soldado de los tercios viejos ganaba 12.000 maravedíes anuales. De ese modo, los tres tercios situados en Italia se llevaban ya cerca de los 300.000 ducados; más aún, si añadimos los sueldos de sus mandos. De esa forma, los 508.865 ducados que hemos visto consignados para la milicia en el presupuesto de 1544[434], se nos antojan escasos si tenemos en cuenta lo que se llevaban las guarniciones de la frontera pirenaica, de cara a Francia, y los presidios norteafricanos. ¡Y eso en tiempos de paz! Se comprende que las continuas guerras arruinasen la Hacienda imperial, y que el Emperador acabase suspirando por la paz, pese a que su formación renacentista le llevase a admirar las grandes hazañas de los célebres capitanes que había dado la Antigüedad, y en particular Julio César, cuyos Comentarios a las guerras de la Galia llevaba siempre consigo.
En cuanto a su reclutamiento, la documentación de Simancas lo deja bien claro: sobre todo procedían de las dos Castillas, de Extremadura y de la alta Andalucía, pero también del Principado asturiano[435]. Y aunque estamos ante un ejército con esa nota renacentista de ser el instrumento bélico del príncipe, hay que añadir que tal ocurre de cara al exterior; pues curiosamente, para la defensa del Reino todavía se sigue acudiendo al viejo sistema medieval de las mesnadas señoriales. Y no solo movilizando a la alta nobleza, sino también al alto clero[436].
Esos tercios viejos eran el nervio del ejército carolino, donde el Emperador basaba su predominio; por lo demás, la caballería francesa era superior a la española, como la artillería alemana era la más destacada. De ahí que después de su victoria en Mühlberg Carlos V tuviera como lo más preciado del botín conseguido los cañones tomados a los alemanes, que repartiría por las plazas fuertes de los Pirineos y del Milanesado.
Tampoco hay mucho más que decir de la marina de guerra, prácticamente inexistente de forma permanente en el Océano, y solo desarrollada en el Mediterráneo, con las galeras de España que trataban de defender las costas de Levante, del sur andaluz y de las islas Baleares contra los ataques de los corsarios norteafricanos.
Es cierto que Carlos V creyó haber encontrado una estrategia nueva, al emplear con tanto éxito la acción combinada de la marina y de la infantería, en el desembarco sobre el reino de Túnez en 1535, cuya conquista tanto celebraría en sus Memorias[437]. Podría haber sido como el ensayo general para la posterior invasión de Turquía, el gran sueño de Carlos V, que el desastre ante Argel —que hubiera sido el segundo ensayo— desbarató por completo. Por otra parte, la alianza cerrada con la Génova de Andrea Doria en 1528 aportó al Imperio carolino la eficaz ayuda de la notable marina genovesa y de un gran Almirante, pero hizo que se descuidara, o al menos que no se aplicara el máximo esfuerzo para conseguir una marina nacional que impusiera su ley en el Mediterráneo occidental. En ese sentido, Génova oscureció a Barcelona.
De hecho, Carlos V no consiguió en el mar nada parecido a los tercios viejos en tierra, aunque sí hay que subrayar que fue en su reinado cuando se organizaron los convoyes de galeones que habían de asegurar (superando algún que otro traspiés a manos de los corsarios franceses, escoceses e ingleses) las comunicaciones marítimas con las Indias occidentales, y de ese modo la llegada del oro y de la plata de aquellas ubérrimas Indias, que servirían para paliar los agobios de su Hacienda, en particular durante los últimos años de su reinado.
No se puede cerrar este capítulo sobre el instrumento bélico de aquella Monarquía sin aludir a uno de los aspectos más importantes de la milicia: la moral del soldado. Una moral tan alta, una confianza tan firme en que cualquier hazaña podía ser lograda, que a veces se piensa que aquellos soldados y conquistadores estaban reviviendo, más que las gestas de los grandes capitanes de la Antigüedad, las locuras de los caballeros andantes. Y es cosa notable que Sevilla, que era entonces el puerto donde confluía el tráfico con las Indias, y que era también uno de los centros impresores más importantes de España, uno de los géneros más cultivados fuese el de los libros de caballerías, en especial a lo largo del reinado de Carlos V[438]. Que esa elevada moral del soldado español se debiera, en buena medida, a la consideración de que se hallaba vinculado a la buena estrella de su joven Emperador, parece evidente. Ya se había ido creando esa opinión de autoestima en el reinado anterior, conforme se fueron desgranando los triunfos de los Reyes Católicos: la hazaña de culminar la Reconquista, con la toma de Granada, el descubrimiento de América, la prueba de fuego de vencer a los franceses en Nápoles, la fulgurante acción sobre el norte de África, desde Orán a Trípoli, la incorporación de Navarra, la conquista de las Canarias. Hasta el mismo Maquiavelo se rindió a la admiración que producía la increíble fortuna de Fernando el Católico. Y de pronto, a su muerte, aquel adolescente de mirada abstraída y como ausente, pasaba en pocos años de conde de Flandes a Emperador, haciéndose además con la herencia de la Monarquía Católica hispana. Era también un caso de fortuna maravillosa que prolongaba, e incluso venía a incrementar, la situación anterior. Una España que alzaba su vuelo, dominadora de otras naciones, recibía justamente en su joven rey el título imperial.
Una serie de factores que no podían menos de impresionar a los contemporáneos, empezando por el propio Hernán Cortés quien al describir sus hazañas en México empieza ya aludiendo a que allí estaban alzando los españoles otro verdadero Imperio:
las cosas de estas tierras, que son tantas y tales que… se puede intitular [V. A.] de nuevo emperador de ella y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Majestad posee…[439]
Es una carta fechada en Segura de la Frontera a 30 de octubre de 1520, por lo tanto a los pocos días de la coronación imperial de Carlos V en Aquisgrán, hecho que no podía conocer Hernán Cortés, sino solo el que Carlos V, el señor de Flandes y rey de las Españas, hubiera sido elegido Emperador por los Príncipes Electores en junio de 1519. Pero ya era cierta «la ventura» de Carlos V, de tal forma que con esas mismas palabras se enardece y enardece a los suyos el conquistador de México, ante las dificultades y los riesgos que tiene que superar en su conquista. Y de ese modo, después de una de sus victorias, la vincula a la fortuna del Emperador, como si todo fuera uno:
les hicimos la guerra y pelearon muchas veces con nosotros, y con la ayuda de Dios y de la real ventura de Vuestra Alteza, siempre los desbaratamos…[440]
Que al comienzo del reinado se coronase la fantástica proeza de la primera vuelta al mundo, iniciada en 1519 por Magallanes y ultimada por Elcano en 1522, no haría sino incrementar esa sensación de la favorable fortuna, lo mismo que victorias tan renombradas como la de Pavía en 1525, o el saco de Roma en 1527. Que en el espacio de dos años las tropas imperiales fuesen capaces, no ya de derrotar a sus enemigos, sino de apresar a personajes del calibre del rey de Francia, Francisco I, o del Papa de Roma, Clemente VII, no venía sino en abundar en la misma creencia. Y ello era de opinión tan general que Luis Vives, ante la noticia de la formidable coalición anti carolina que conocemos como Liga de Cognac o Liga clementina (por ser Clemente VII el alma de la misma), exclamaría:
Dicen que son muchos los conjurados contra Carlos, y esta es la fatalidad de Carlos, que no puede vencer sino a muchos, para que sea más sonada su victoria…[441]
¡Y eso ocurría antes de que Carlos V asumiese el mando directo y personal de sus ejércitos! A partir de entonces, en aquel continuo guerrear, con victorias tan sonadas como la de Túnez, en 1535, o como la de Mühlberg, en 1547, por lo tanto, lo mismo contra las fuerzas norteafricanas y musulmanes de Barbarroja que contra las alemanas y protestantes de los Príncipes Electores del Imperio, Carlos V pudo acuñar su título de invictísimo, como lo recuerda la leyenda puesta a la entrada del recinto de Yuste por Felipe II y que más de una vez habremos de comentar:
En esta Sancta casa de San Hierónimo de Yuste se retiró a acabar su vida el que toda la gastó en defensa de la fe y en conservación de la Justicia…
Y añade la leyenda en piedra:
Carlos V, Emperador, rey de las Españas, cristianísimo, invictísimo
¡Invictísimo! No contaban, pues, los fracasos anteriores: ni el desastre frente a Argel, ni la fuga de Innsbruck, ni el fracaso ante los muros de Metz, acaso porque el primero lo produjeran las tormentas desatadas, el segundo la traición de Mauricio de Sajonia y el tercero la gota que atenazaba al Emperador, convirtiéndolo en un inválido. Acaso también porque Carlos V consiguiera su última victoria combatiendo contra sí mismo, en aquella renuncia al poder que tanto asombró al mundo. Eso es lo que le convertiría para los contemporáneos en invictísimo, que —y esto ya es notable— es la nota que le da el anónimo autor del Lazarillo de Tormes, al final de la obra:
Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador…
Una moral del soldado en alza porque servía a un Emperador que parecía aliado de la fortuna, pero también porque se veía alentado por la presencia de aquel capitán insigne. Es esa presencia lo que les vuelve tan arrojados, incluso temerarios, como cuando los tercios viejos reducen en unas horas, tomándolas al asalto, las formidables fortalezas del duque de Clèves en 1543, que todos tenían por inexpugnables.
Esa sintonía con sus veteranos de los tercios viejos le daría aquella confianza por la que se decide a una empresa tan difícil y tan arriesgada, como la de combatir a la poderosa Liga de Schmalkalden en Alemania[442], la sabría captar como nadie Brantôme, en uno de sus párrafos mejor trazados:
Son ellos —nos dice sobre los tercios viejos— los que hacían sentirse invencible al emperador Carlos cuando, en lo más apurado de sus negocios y batallas, se veía en medio de no más de cuatro o cinco mil españoles, sobre cuyo valor arriesgaba su persona y su imperio y todos sus bienes, y decía a menudo que «la suma de sus guerras era puesta en las mechas encendidas de sus arquebuceros españoles»[443].
Había otras cosas, por supuesto, tales como el creer ciegamente que luchaban por una causa santa —el espíritu de cruzada heredado de la España de los Reyes Católicos—, cuando no la brutal violencia que empavorecía a sus contrarios, y con frecuencia el ansia de codicia —el hambre de oro—, tan presente en los conquistadores de Indias, pero que también encendía los ánimos de los veteranos de las guerras del viejo continente, cuando se lanzaban al asalto de las opulentas ciudades de la Europa nórdica entre el Sena y el Rhin.
Ahora bien, Carlos V los sabía enardecer, no solo con su presencia sino también con aquellas alocuciones que dirigía a cada una de sus formaciones nacionales en su propio idioma, como lo hizo antes de la batalla de Mühlberg[444].
Y estaba también su propio lema, que era como una incitación a las continuas hazañas, en un eterno superarse sin descanso; el lema del plus ultra, que a su modo traduciría aquel hidalgo español del Quinientos (que nos recuerda Elliott) con su propia y expresiva leyenda:
A la espada y el compás más y más y más y más[445].
§. El problema de la información
Entre los recursos de un Estado para conseguir sus fines no es uno de los menores el de manejar adecuadamente la información que posee y el de almacenarla previamente; una información que procede tanto del interior como del exterior y que se devuelve matizada en ambas direcciones.
En cuanto a la que procede del exterior, los canales básicos son los diplomáticos, por vía de las embajadas, sin faltar la que proporciona el espionaje, que con frecuencia es la tarea de los embajadores y de su equipo, en especial en aquellos países de dudosa amistad, como lo era la Francia de Francisco I para Carlos V; y sabemos que esa fue la acusación del rey galo contra Nicolás Perrenot de Granvela, cuando ordenó su encarcelamiento en 1527. La dificultad mayor estaba, sin duda, cuando no existía ese enlace diplomático, como le ocurría a la Monarquía Católica con Turquía; laguna que se remediaba pagando muy bien esos servicios a Venecia, de donde procedían los avisos, que en tan gran número custodia el Archivo de Simancas, y que era la mejor fuente para saber si el Turco preparaba alguna ofensiva, por tierra o mar, contra los dominios de Carlos V.
En cuanto a la información interior, principalmente de tipo ideológico, es evidente que esa era una de las misiones de la Inquisición, si bien no tiene particular actividad, salvo a finales del reinado, y aun más cuando Carlos V ya se ha retirado a Yuste.
Más interés tiene el comprobar de qué forma procede aquella Monarquía a la devolución de esa información que recibe, o a difundir aquellas noticias de que ella misma es la principal protagonista. En ese sentido, lo relacionado con la política exterior se lleva la palma, aunque también se aprecia la forma en que se aprovechan los sucesos de la dinastía para fortalecer los lazos con la sociedad, dando esa satisfacción a la opinión pública. Por lo tanto, puede afirmarse que existe un mecanismo de propaganda, a cargo preferentemente del Consejo Real, si bien el propio Emperador lo tomará, en ocasiones, a su cargo. Los grandes éxitos del exterior, como victorias o paces resonantes, serán glorificados por los cronistas a sueldo, como Pedro Mexía o Alonso de Santa Cruz. Pero no solo en las crónicas, pensadas más bien para la posteridad, pues también se hará uso de las hojas volanderas, impresos rápidos de una o dos páginas, que a modo de la prensa posterior —si bien de forma esporádica—, daban cuenta de esos sucesos extraordinarios, tales como la victoria de Pavía y la prisión del rey de Francia. Y a su modo, Carlos V prepararía la perpetuidad del acontecimiento, como cuando llevó consigo a la campaña de Túnez al pintor Juan Vermeyen, cuyos dibujos permitirían después a Pannemaker realizar la espléndida colección de tapices que podemos admirar hoy día en el Alcázar de Sevilla y en el Monasterio del Escorial.
De igual modo vemos al propio Emperador dar cuenta de los principales sucesos al Reino, a través de cartas compuestas en su secretaría, llevando su firma y mandadas a la alta nobleza, al alto clero y a las principales ciudades y villas —y, por supuesto, a sus embajadores—; de ese modo se informa a la opinión pública de los diversos acontecimientos, ya venturosos, como el nacimiento de su hijo, el príncipe heredero de la Corona, ya desventurados, como la muerte de la emperatriz Isabel, su esposa.
Más difícil resultaba, obviamente, informar sobre los traspiés de la Monarquía. Particularmente grave y comprometido fue el caso del saco de Roma, con la prisión del propio Clemente VII. ¿Cómo justificar aquí la política imperial ante un pueblo como el castellano, al que siempre se le había bombardeado con las declaraciones de la mayor fidelidad de la Corona al Papa de la cristiandad? Esa sería, como hemos de ver, la dificilísima tarea encomendada a una pluma de primer orden: al humanista Alfonso de Valdés, que como secretario de las cartas latinas de Carlos V y como protegido de Gattinara, estaba al tanto de las cosas de Estado.
En el deseo, sentido como una necesidad casi de Estado, de perpetuar su imagen ante la posteridad, vemos al Emperador buscar al pintor que mejor pudiera cumplir tal misión. Afortunadamente para él, le tocó vivir en aquella época del Renacimiento. Y así pudo producirse uno de los encuentros más afortunados, el del Emperador más notable desde los tiempos de Carlomagno, con uno de los pintores más brillantes del brillante Renacimiento; el encuentro a que ya nos hemos referido, entre Carlos V y Tiziano.
Renovemos ese encuentro, esa búsqueda de Carlos V de un artista que dejara su imagen tal como él la quería. De hecho, el espectador que entra en el Museo del Prado y llega hasta la sala en la que está colgado el cuadro de Carlos V a caballo se para impresionado y al punto se pregunta quién es ese personaje. Y más aún: se da cuenta de que está ante la conmemoración de un gran suceso histórico.
Pues Carlos V, y esta es la cuestión, quiere devolver esa información, tiene que hacerlo, y no solo para los hombres de su tiempo, sino para toda la posteridad. ¡Había que recordar para siempre su gran victoria!
Lo hemos comentado antes, pero volvamos ahora sobre ello para que nos demos cuenta del papel que se le daba a la información, frente a la opinión pública. ¿A quién acudir para lograrlo? No cabía duda: a Tiziano.
Estamos en 1548. Es pleno invierno. Carlos V está en Augsburgo y allí convoca al pintor. Tiziano ha nacido en 1477, de forma que cuenta 71 años, la edad de un anciano que muy pocos logran alcanzar en aquel siglo. Pero eso no le arredra, y así en pleno invierno deja Venecia, cruza los Alpes nevados y se presenta en Augsburgo para acudir a la cita que tiene con el Emperador. Han pasado quince años desde su encuentro en Bolonia, años cargados de acontecimientos protagonizados por Carlos V y que han dejado asombrada a Europa entera: campaña de Túnez, en 1535, con la victoria sobre el fiero Barbarroja; entrevista con el papa Paulo III en Roma, en 1536, con la solemne declaración de Carlos (¡en español!) de que su mayor deseo es la paz en la Cristiandad; desastre de Argel en 1541, que a punto estuvo de costarle la vida al César; guerra relámpago en Clèves de 1543, en la que rebrota la fama de invencible de Carlos V, bien asistido por sus tercios viejos; irrupción triunfante sobre Francia, un año más tarde, obligando a Francisco I a pedir la paz, y, por último, las brillantes campañas de 1546 y 1547 contra la temible fuerza de los Príncipes alemanes, doblegados en la brillante batalla de Mühlberg, que hace a Carlos V árbitro de Europa.
Y es ese instante el que ha de recoger Tiziano. Ahora bien, Tiziano en 1548 se encuentra con un Emperador inmóvil en su sillón, aherrojado por la gota. Es un Emperador envejecido, tal como podemos ver en el cuadro que guarda la Vieja Pinacoteca de Múnich. No es, ciertamente, el modelo para dar el testimonio del vencedor de Mühlberg, el testimonio del Emperador invicto de la Cristiandad. ¿Qué hacer?
Es fácil adivinar lo que ocurrió: es el pintor de setenta y un años el que insufla ánimos al César que aún no ha cumplido los cincuenta. Es como si hubiera existido un diálogo —y acaso lo hubo— en el que Tiziano animara a su regio modelo, prestándole esa vitalidad que a él parece sobrarle.
Y así surge la obra maestra del pintor veneciano, una de las joyas del Prado.
Pintado en la primavera y en los primeros meses del verano de 1548, Tiziano puede plantar, y planta, su caballete al aire libre, en plena campiña bávara. No es algo que supongamos; es un hecho cierto. Y tanto, que un golpe de viento arranca el cuadro y produce un desgarro que ha quedado como huella de lo sucedido. Por lo tanto, Tiziano puede captar la Naturaleza, aunque le sea imposible reflejar los dorados ocasos de la tierra de Venecia que había dejado atrás y que era la que tanto le gustaba recordar.
Todos los críticos destacan el acierto del viejo maestro; todos, y en primer lugar Lafuente Ferrari. Es el acierto de presentarnos en magnífica soledad al jinete vencedor, a Carlos V cabalgando lanza en ristre sobre la campiña germana, sin ninguna otra imagen de guerrero cualquiera, entre los vencedores o entre los vencidos, y sin ni siquiera ninguna señal de la guerra habida: ni ruinas, ni soldados, ni el fuego y los humos de la batalla.
Nada. Solo el Emperador victorioso, como símbolo, no de una concreta y determinada batalla, sino de la victoria pura, de una victoria que no hubiera de empañarse jamás. La gran victoria para un solo vencedor. Y ese es Carlos V. Un vencedor sin rastro de polvo, barro o sangre, como si su victoria fuera algo milagroso.
Lo repito: para mí esa solución del héroe en soledad, sin otro vestigio de la guerra que las propias armas del César, es el resultado de una conversación. Algo han hablado Carlos V y Tiziano. Para recordar al vencedor de Mühlberg, Tiziano no quiere pensar en el Emperador que tiene ante sí postrado en su sillón, abatido, con aire fatigado; un caballero cualquiera de la Orden del Toisón de Oro todo vestido de negro, bien forrado de pieles, porque es un hombre, si no viejo, envejecido prematuramente y al que la gota ha despojado de sus fuerzas.
Ni tampoco lo quiere, eso es claro, el mismo Carlos V. De forma que hay que pintar un emperador lleno de energía, el del reciente pasado, para dispararlo hacia el futuro, con la imagen que provoca ese jinete lanza en ristre y ese caballo que, más que galopar, diríase que se apresta a levantar el vuelo, como si se tratara de un Pegaso renacido.
El vuelo hacia la fama. Y para ese vuelo, Tiziano prepara su pincel, enamorado de su idea y seguro del arma formidable que posee. Está seguro de sí mismo, de su arte, de su inspiración.
Porque no es el artista que pinta un cuadro por encargo, sino el que está ya deseando dejar el testimonio para siempre del personaje que admira; esa cualidad de Carlos V, de provocar el respeto de sus enemigos y la admiración de sus amigos[446]. Él, Tiziano, sabe que está haciendo su obra maestra, que gracias a él, a su arte, a su pincel mágico, ya siempre que pensemos en Carlos V lo haremos como él nos lo ha legado: como el jinete victorioso cabalgando en solitario lanza en ristre por los campos de Europa. Y para ello, algo de la energía indomable de aquel anciano pintor de setenta y un años ha penetrado en Carlos V.
De esa forma Carlos V entra de lleno en la leyenda, haciendo la mejor propaganda de su obra.
Ha obtenido, previamente, una información imprescindible sobre sus adversarios, que le ha permitido obrar en consecuencia y obtener su triunfo más brillante; estaba obligado a devolver esa información a su pueblo, en este caso en torno a lo que había hecho y lo que había logrado, en suma.
Era destacar su protagonismo, algo que formaría parte de la gran Historia.
Sería el feliz resultado de un capolavoro, de una obra maestra. Otros, como su propio hijo Felipe II, necesitarían de una obra colosal (el Monasterio de San Lorenzo, en este caso) para perpetuar su memoria.
A Carlos V le bastaría con el cuadro de Tiziano.

Capítulo 4
El equipo imperial

Este capítulo, dedicado a los hombres de Estado del Quinientos, suele titularse: «Los hombres de tal o cual soberano». Mas eso sería impropio, tratándose de Carlos V, y sin duda ello supone una singularidad del gobierno imperial digna de tenerse en cuenta.
En efecto, con Carlos V la mujer tiene un destacado papel a los más altos niveles políticos. Podría argüirse que eso era fruto de aquella Monarquía supranacional, que no tenía paralelo en la Europa occidental. Pero es lo cierto que dándose las mismas circunstancias con Felipe II, su hijo, sin embargo ya ese papel femenino en la alta política decae por completo. Por poner un ejemplo bien significativo: Carlos V, siempre que se ausenta de España, dejará a la Emperatriz, su esposa, como su lugarteniente general, al frente del gobierno de España; mientras que Felipe II, en la primera ocasión que se le ofrece en 1580, al salir para la empresa de Portugal, prefiere dejar ese puesto al cardenal Granvela.

§. El sector femenino
Por lo tanto, la mujer en el equipo de gobierno del Emperador.
Tres son las figuras con las que nos encontramos: Margarita de Saboya, la tía del César, la emperatriz Isabel, su esposa, y María de Hungría, su hermana.
Margarita de Austria, también conocida como Margarita de Saboya, la primera. Es notable la forma en que la vida de esta mujer se entrelaza con la de Carlos V, y no solo por los vínculos familiares. Nacida en 1480 (era un año más joven que Juana la Loca) estaba destinada a ser la nueva reina de España, por su boda con el príncipe Juan. La muerte del joven Príncipe en 1497 y la de su propio hijo, de un mal parto[447], la iban a desvincular del gobierno de España, de donde saldría en septiembre de 1499; de ese modo se abriría el camino de una sucesión inesperada, que después de otras dos muertes[448], acabaría recayendo en Carlos V. Tras de unos años en Saboya, por su segundo matrimonio con el duque Filiberto, Margarita —de nuevo viuda y sin hijos— es llamada por su padre, el emperador Maximiliano I. Estamos en 1507, ha muerto también su hermano Felipe el Hermoso, doña Juana ha destapado su amarga locura y alguien tiene que hacerse cargo del cuidado de aquella tropa infantil que crece en los Países Bajos: Leonor, Carlos, Isabel y María; Leonor, la mayor, tenía entonces nueve años, y la pequeña María tan solo dos, mientras Carlos V había cumplido los siete.
Gobernar aquel hogar, por lo tanto, cuidar de aquellos cuatro huérfanos, destinados a tan varios reinos, pero de momento unos chiquillos desvalidos. Pero también algo más. Porque de igual modo estaban sin cabeza y como huérfanos aquellos Estados de los Países Bajos. De forma que Margarita fue la designada para regirlos, durante la minoridad del entonces conde de Flandes, su sobrino Carlos. Gobernando con igual cariño y con igual prudencia aquella familia y aquel Estado, Margarita tuvo en política exterior una tendencia muy marcada: su anglofilia y su recelo hacia Francia. La anglofilia se correspondía con los sentimientos de sus súbditos y con sus intereses, ya que los telares flamencos precisaban de la lana inglesa; y en cuanto a su recelo hacia Francia procedía de haber sido la gran desdeñada, que habiendo vivido diez años en la Corte parisina como prometida del Delfín, (1483-1493), finalmente había sido devuelta a los Países Bajos, casando el futuro Carlos VIII con Ana de Bretaña. De ahí el título de desventurada con que la conocen los cronistas del tiempo, pues destinada a ser sucesivamente reina de Francia y de España, había descendido a duquesa viuda de Saboya, tornando finalmente a los Países Bajos, que gobernaría durante largos años. En 1515, la ambición de Guillermo de Chièvres, seguro de la privanza de Carlos V, hizo que se adelantara la mayoría de edad del joven conde de Flandes, y Margarita perdería el poder; pero solo por unos años, pues a la muerte de Chièvres en 1521, Carlos V tendría necesidad de que alguien gobernase los Países Bajos en su ausencia, alguien absolutamente fiel, que fuera bien visto por aquellos súbditos y con experiencia y talento. Y nadie como Margarita para ello.
Y de esa forma, Margarita de Austria gobernaría los Países Bajos en nombre de su sobrino hasta su muerte en 1530.
Fue una década en la que Carlos V no pisaría los Países Bajos, dedicado a reconciliarse con sus súbditos españoles, sobre todo con los castellanos, y enzarzado en las guerras con que le acosaba el rey francés Francisco I. Y puede decirse que Carlos V siempre mantuvo un sentimiento de respeto hacia «Madame ma tante», como la llamaba en sus cartas, con la confianza de saber cuán bien gobernados y con cuánta paz y sosiego vivían aquellos Estados. Por otra parte, Margarita de Austria procuraba ayudar a su sobrino en la política internacional. De hecho, fue decisiva su intervención con la reina madre de Francia, Luisa de Saboya, con la que acabaría concertando aquella paz de 1529 que, en honor a ellas, se conocería como «la paz de las Damas».
Y eso es digno de ser recordado: en pleno reinado de Carlos V, la paz más importante acaso de su reinado es lograda por esta insigne colaboradora suya, dando fe de la importancia que tenía el entorno femenino en la política internacional del Emperador.
De igual modo podemos decir de aquella princesa portuguesa que se convierte en su esposa y en emperatriz, aquella Isabel de Portugal (1503-1539), hija del rey de Portugal Manuel el Afortunado. De modo singular, un matrimonio que se había efectuado bajo el signo de los intereses políticos (asegurar la frontera occidental de Castilla) y económicos (Isabel aportaba una dote inmensa para la época, 900.000 ducados)[449], pronto se convirtió en un matrimonio de amor, que asombró a los contemporáneos. Carlos V e Isabel se nos muestran así como la pareja tiernamente unida, como supo captarla Jean Mone en el bajorrelieve que puede admirarse en el castillo de Gaesbeek, las manos entrelazadas, y Carlos V con la mano siniestra sobre el torso de su amada.
Y también aquí la obra política vino a doblar la familiar. De igual modo, como Margarita en los Países Bajos, también Isabel de Portugal supo cumplir con su misión de alter ego del Emperador, gobernando con prudencia Castilla durante las largas ausencias de Carlos V, como tendremos ocasión de comprobar.
Algo que reconocería el propio Carlos V la segunda vez que abandonó España.
En efecto, en aquella ocasión recordaría el Emperador:

la experiencia que tenemos de su buena y loable gobernación y administración en la dicha ausencia pasada que hicimos destos Reinos…[450]
De forma que Carlos V ya no temía que su salida de España provocara nuevos malestares que hicieran brotar disturbios semejantes a los vividos en tiempo de las Comunidades.
También fue muy importante el apoyo que Carlos V encontró en su hermana María, la reina viuda de Hungría.
Fue ella, precisamente, la que le sirvió de pieza de recambio, para cubrir el hueco dejado por la tía Margarita, como gobernadora de los Países Bajos. Menos cultivada que Margarita, quien había hecho de su corte de Malinas un centro cultural de primer orden, con su protección a humanistas y artistas —Erasmo le había dedicado uno de sus tratados morales—, pero con similar talento político, María por su parte haría de Bruselas de nuevo la capital de los Países Bajos. Receptiva a las tendencias reformadoras luteranas, se plegó a la orientación tradicional impuesta por su hermano el Emperador, y supo ayudarle eficazmente, no solo gobernando aquellas tierras sino defendiéndolas también contra la enemiga francesa y teniendo una participación decisiva en los pleitos familiares; de hecho, fue el alma de los acuerdos de Augsburgo de 1551, que suponían que en su día Felipe II tuviera acceso al trono imperial, sucediendo a su tío Fernando. Nada ambiciosa, seguiría el ejemplo de Carlos V, dejando también el poder y acompañando a su hermano imperial en su regreso a España (que para ella era una tierra desconocida) en 1556. Fiel consejera de Carlos V, gran gobernadora en su nombre de los Países Bajos durante un cuarto de siglo, María fue probablemente la cabeza más clara de aquella generación de los Austrias mayores. Y en su fidelidad y en su afecto al Emperador, acabó aceptando el volver a los Países Bajos, conforme a los deseos de Felipe II; algo que no cumpliría, porque poco antes de que fuera a embarcar, en el otoño de 1558, le llegó la mala nueva de la muerte de Carlos V y no soportó aquella prueba, muriendo a poco en su palacio de Cigales el 18 de octubre.
Margarita la tía, Isabel la esposa y María la hermana fueron las tres mujeres más destacadas del entorno femenino imperial, tanto bajo el punto de vista afectivo como político. Otras mujeres cabría recordar, pero en tono menor. Por supuesto, no Leonor, que nunca estuvo a la altura de las circunstancias, y que jamás supuso una ayuda para Carlos V en la corte de Francisco I de Francia. Algo más lo sería Isabel, la casada con Cristian II de Dinamarca, pero el pronto derrocamiento del rey danés la llevó al regreso a los Países Bajos, donde moriría en 1536. Más importancia tuvo Catalina, la hija póstuma de Felipe el Hermoso, a quien Carlos V sacaría de su encierro de Tordesillas —el que compartía con su madre, Juana la Loca—, para convertirla en reina de Portugal, como esposa de Juan III. En la documentación, siempre se manifiesta como «humilde servidora» del Emperador. Carlos V la valoraba tanto, que en la crisis portuguesa de 1557, con la muerte del rey Juan III y la minoridad de su nieto y sucesor el príncipe niño don Sebastián, Carlos V apoyaría a Catalina como regente del reino, pese a los deseos de su hija Juana, que como madre del nuevo rey-niño aspiraba a ocupar aquel cargo.
En cuanto a sus hijas María y Juana, protagonizaron un papel destacado en los planes imperiales, cuando fueron nombradas gobernadoras de Castilla; María, entre 1548 y 1551, junto con su primo y marido Maximiliano I (luego emperador), y Juana, que reemplazaría a Felipe II en aquel puesto entre 1554 y 1559.
En suma, tres mujeres más destacadas, ayudando notablemente en puestos de la mayor responsabilidad al emperador Carlos V; dos de ellas, como él, belgas (Margarita, la tía, y María, la hermana) y la tercera, una portuguesa: Isabel, su mujer. A las cuales podría añadirse una española, Catalina, por la estrecha vinculación de Portugal con la Monarquía Católica, en cuya corte de Lisboa sería figura principal durante más de medio siglo, entre 1525 y 1578. Además Catalina mostraría siempre a Carlos V su profundo reconocimiento, por haberla sacado de aquel triste encierro de Tordesillas y haberla elevado al trono portugués:
cuando V. M. me casó —recordará agradecida la Reina— y mandó para este Reino, de que me hizo Reina…
Y añade, conmovida:
los días que viviere terné el conocimiento que a V. M. debo, puesto que yo estoy muy bien casada, a Nuestro Señor gracias…[451]
Ese es el entorno femenino de Carlos V. Reducido, por fuerza, porque se limitaba a las mujeres de la familia; otra cosa era impensable, dada la mentalidad de la época, aunque debiera haber planteado a los humanistas —y, en particular, a los erasmistas, como más avanzados— que era hora de incorporar más plenamente a la mujer a la vida activa, incluida la política, probado el buen juego que daban en cuanto se les ofrecía la menor oportunidad para ello.

§. Los hombres del Emperador
Panorama muy distinto nos ofrece el equipo de estadistas de que se rodea Carlos V, por su número y por la diversidad de sus nacionalidades. Podríamos recordar más de una docena, procedentes de los Países Bajos, del Franco-Condado, de Italia y de España; e incluso, en cierto sentido, de Alemania. Ahora bien, distribuidos en dos etapas, pues durante la primera, de corta duración, que es la protagonizada por la privanza de Guillermo de Chièvres, entre 1515 y 1521, ese equipo de gobierno que rodea al joven Carlos está compuesto casi exclusivamente por flamencos, actuando Chièvres con la categoría de hecho de un primer ministro, y con figuras del relieve de Adriano de Utrecht, que de confesor del Rey pasaría a regente de Castilla, o como el conde Enrique de Nassau, al que vemos en 1523 nada menos que como presidente del Consejo de Hacienda, mientras que en 1521 era el capitán general del ejército imperial en Italia. En 1527, a la muerte del duque de Borbón, ese alto cargo sería encomendado a otro flamenco, Filiberto Chalón, príncipe de Orange. Recordemos, asimismo, que el virreinato de Nápoles —«la perla» de Italia— sería puesto en manos de otro flamenco, Carlos de Lannoy, desde 1522 hasta su muerte en 1527. Por lo tanto, la importancia de los hombres de Flandes en el equipo imperial se mantendría, aun después de la muerte de Chièvres, aunque evidentemente ya no en los puestos claves, al lado del propio Emperador.
En ese sentido, Carlos V es consciente de que tiene que intervenir más directamente en el gobierno de sus pueblos, sin privado alguno, a partir de la muerte de Chièvres en 1521, que fue el único que en verdad tuvo aquella privanza. Situación nueva, recogida por Santa Cruz en uno de los párrafos más certeros de su crónica sobre el Emperador:
Después de la muerte de Chièvres —nos dice— muchos quisieron entrar en su hacienda y muchos más en su privanza, pero el Emperador don Carlos quedó tan avisado y tan escarmentado de la sobrada privanza de Chièvres, que dende en adelante jamás de persona fue gobernado…
Desde entonces dejó de ser Carlos V el soberano que se limitaba a firmar los despachos que sus ministros le presentaban. Es cierto que cuida mucho de mantener el prestigio de las instituciones heredadas, en particular los Consejos, cuando se trataba de resoluciones de tipo jurídico o hacendístico. En una protesta del arzobispo de Toledo, Silíceo, enviada a Felipe —entonces Regente— en 1552, el antiguo preceptor del Príncipe se expresa en estos términos acerca de una actuación del Consejo Real de Castilla:
Ya sabe V. A. que en semejantes consultas acostumbra el Consejo de enviar su parecer, y regularmente S. M. sigue aquel parecer por haber pasado por tantos letrados como hay en el dicho Consejo…, y estando en tan graves negocios ocupado S. M., es de creer que se remitió a ellos…
Es cierto también que al final se le ve más sensible a las influencias de sus secretarios. Pero lo característico de su reinado, después de la muerte de Chièvres, es mostrar una firme voluntad, llevando muy en la mano los asuntos de Estado y de guerra.
No quiere ello decir que no atendiera al consejo de personajes de la valía del canciller de Gattinara, pues, como indica Ballesteros Beretta, hubiera sido preciso que se tratara de alguien muy obtuso para no percibir esa influencia; pero no hasta el grado de perder su voluntad, que ya nunca dejaría rendida en manos de ningún otro. Y por eso, a la muerte del canciller piamontés, ocurrida, como es sabido, en 1530, Carlos V rehúsa cubrir nuevamente el cargo, pese a las peticiones que por entonces le hace Fonseca[452]. Ya nadie podrá alardear, ni remotamente, de ser su privado. Él, Carlos, será su propio valido.
A partir de 1521, tras la desaparición de Chièvres, Carlos V daría entrada cada vez más a los españoles, italianos y borgoñones del Franco-Condado. Por supuesto, Flandes sería gobernada por hombres del país, bajo la dirección de Margarita o de María de Hungría, pero España y el reino de Nápoles recaerían en españoles, mientras el Milanesado, la reciente incorporación a la Monarquía Católica, estaría en manos italianas, como el marqués del Vasto (1538-1546) o Ferrante Gonzaga (1546-1555), recompensado por su buena actuación en el virreinato de Sicilia entre 1535 y 1546. Asimismo sería un italiano, el citado Mercurino de Gattinara, quien llevaría la política exterior entre 1521 y 1530.
El principal consejero en política exterior jamás sería un español, acaso porque Carlos V los viese demasiado inmersos en los problemas de la Monarquía Católica, en relación con el Mediterráneo y ultramar, más que con el resto de Europa, cuya dirección tanto interesaba a Carlos V, como emperador efectivo de la cristiandad. De ese modo, tras Chièvres y Gattinara vendrá el tiempo de los Perrenot: Nicolás, el padre, que será posiblemente el redactor de las famosas instrucciones de Carlos V a Felipe II de 1548[453], y a su muerte en 1550, su hijo Antonio Perrenot de Granvela, el futuro cardenal.
Entre los españoles, los más notables son, sin duda cuatro: Francisco de los Cobos (m. 1547), secretario de Estado y la figura del Consejo de Hacienda, a quien vemos acompañar a Carlos V en el viaje a Italia de 1529; el cardenal Tavera, arzobispo de Toledo y primera figura de la Corte castellana como Inquisidor general; el duque de Alba, que pronto se afianza en la milicia como el primer soldado del ejército imperial, y Juan de Zúñiga, el hombre de confianza de Carlos V, como ayo del príncipe don Felipe.
Es también en el ejército donde destacan otros españoles, y en especial, Antonio de Leyva (1480-1536), el héroe de Pavía, muerto en la campaña de Provenza.
En los virreinatos de Italia, y en especial en el de Nápoles, así como en las Embajadas, también sacó partido Carlos V de la cantera española. Dos nombres destacan aquí por su importancia: en primer lugar, don Pedro de Toledo (1484-1553), marqués de Villafranca, virrey de Nápoles desde 1532 hasta su muerte, el que impuso el orden en el Reino, combatiendo los privilegios de la nobleza feudal, conocido por su severidad por el pueblo napolitano como il Vicerè di ferro, y todavía recordado con el nombre popular que se da a la calle del Nápoles viejo como «Via Toledo». La otra figura española a recordar sería la del embajador Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575), que ocupó la embajada de Venecia entre 1538 y 1547, pasando después a la principal embajada, la de Roma y que tuvo un papel tan destacado en el Concilio de Trento. Ejemplo de diplomáticos-humanistas, su biblioteca, donada a la escurialense, es buena prueba de ello.
A este equipo de gobernantes, extraídos de todas las partes de su Imperio, podían añadirse otras figuras vasallas extranjeras, pero que colaboraron eficazmente con el Emperador, en dos de los campos en los que la Monarquía Católica era, a todas luces, deficitaria: en las finanzas, donde nos encontramos con alemanes como los Welser y, sobre todo, con los Függer; y en la marina, donde inmediatamente hay que recordar a los genoveses, con Andrea Doria a la cabeza.
Y aún nos quedaría otra parte del Imperio, el que entonces crecía de manera tan espectacular, el de las Indias occidentales; era la expansión imperial puesta en manos hispanas. Aquí el recuento de nombres es increíble, en número y en hazañas: Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego Almagro, Pedro Alvarado, Jiménez de Quesada (el autor del Antijovio, en defensa del Emperador), Hernando de Soto, Vázquez Coronado (el que descubre el Cañón del Colorado), Pedro de Valdivia (el conquistador de Chile) y tantos y tantos otros. Y es también cuando empiezan los grandes virreyes, entre los que destaca, sin duda, don Antonio de Mendoza, virrey sucesivamente de Nueva España (1535-1551) y del Perú (1551-1553). Un Imperio en expansión sujeto a las inevitables crisis, lo que nos lleva a recordar a un clérigo, Pedro Lagasca, el pacificador del Perú tras la rebelión de Gonzalo Pizarro en 1548, al año de la victoria imperial en los campos alemanes de Mühlberg.
Hemos citado a belgas, borgoñones, españoles, italianos y alemanes; también habría que citar a los portugueses, por una figura de excepción: el navegante Magallanes, el audaz nauta descubridor del paso entre el Atlántico y el Pacífico que tan justamente lleva su nombre en aquella expedición que daría la primera vuelta al mundo, acaso el hecho más notable de todo el reinado, coronado a su muerte por el vasco y español Juan Sebastián Elcano.
Y esta es la nota que cabría recordar y subrayar: que Carlos V tuvo notables colaboradores en todas las facetas de su gobierno, tanto a nivel nacional como internacional, tanto en el gobierno central como en la diplomacia y el Ejército, tanto en Europa como en ultramar, convirtiéndose así en el único emperador de la historia del Viejo y Nuevo Mundo.
En ese equipo podríamos citar, sin duda, a su hermano Fernando, desde 1531 rey de Romanos y sucesor al Imperio, en quien Carlos V descansaría con frecuencia para atender los asuntos de Alemania, hasta que se produce la crisis de 1552. Y, sobre todo a partir de 1551, al príncipe Felipe, puesto entonces de hecho al frente del gobierno de España, auténtico alter ego del Emperador, con un creciente protagonismo que culminaría en la jornada de Bruselas de 1555, con la emocionante despedida de Carlos V ante los Estados Generales de los Países Bajos. Lo que la Historia conoce como la jornada de la abdicación imperial, que por su importancia expondremos con el mayor detalle en la parte final de esta obra.
Por lo tanto, hemos pasado revista al equipo de estadistas, diplomáticos y soldados con que pudo contar Carlos V para desplegar su política imperial; su Estado Mayor, si se quiere emplear una expresión actual. De igual modo, hemos pasado revista al aparato institucional y a sus recursos en hombres y en dinero, así como a su idearium político.
Es hora ya de que nos adentremos en el fluir de los acontecimientos, en esas etapas que caracterizan el largo reinado de Carlos V: su reencuentro con España (su lenta, pero firme hispanización), sus afanes de cruzado de la década entre 1532 y 1541, su pugna por el predominio del norte de Europa y, por último, su retirada a Yuste.

Parte III
La hispanización del Carlos V

Contenido:
1. Preparando el regreso
2. El retorno a España
3. Las Cortes de 1523
4. Una guerra que no cesa: Pavía
5. Las bodas imperiales
6. Roma anhelada, Roma violada

Capítulo 1
Preparando el regreso

Carlos V, este joven Emperador que acaba de cumplir los 21 años, ¿con qué se encuentra, abocado ya al verano de aquel año? ¿Cuál es el panorama internacional que se le ofrece? Y no solo a nivel de la Europa occidental, no solo a las relaciones con Francia o Inglaterra, que eran las otras grandes potencias de la Cristiandad; o con el Papado, que desde Roma ejercía aquel doble magisterio sobre la Cristiandad y sobre Italia, donde tantos intereses tenía la Monarquía Católica; o bien, con Portugal, cuya expansión oceánica hacía que a la frontera terrestre, entre el Miño y el Guadiana, hubiera que añadir aquella otra inmensa en el inmenso Océano Atlántico, siempre inmenso, pero mucho más en aquella época de las carabelas y de los primeros galeones.
En efecto, por primera vez —y acaso por la última— al Emperador competía estar atento a lo que ocurría tanto al este de Europa como más allá de los mares. Al este, porque en Constantinopla iniciaba su reinado otro joven Emperador, pero que en este caso no seguía la fe de Cristo, sino la ley de Mahoma. Malo e inquietante es lo que había hecho ya su antecesor, Selim I, conquistando Egipto en 1517; pero eso al menos quedaba en campo musulmán y en el recodo meridional del Mediterráneo oriental. En suma, Selim II no había llevado sus ejércitos contra el mundo cristiano. Pero Solimán el Magnífico, su sucesor, pronto iba a dejar claro que otros eran sus fines. Y en el corazón del verano de 1521, el 29 de agosto, los últimos defensores húngaros de Belgrado eran vencidos y la catedral convertida en mezquita.
Sin duda, una noticia alarmante para Carlos V, en particular por el enlace de sus dos hermanos, Fernando y María, con la dinastía Jagellón de Hungría.
En cambio, bien podemos decir que para Carlos V el problema luterano —que después tomaría tanta fuerza— estaba correctamente planteado y, por lo tanto, algo que podía esperar. El monje agustino había sido juzgado en la Dieta imperial de Worms, su doctrina había sido condenada y él puesto fuera de la ley. ¿Cómo temer nada, después de ello? Eso a la altura de 1521, parecía muy improbable.
De modo que, de momento, a Carlos V le preocupan otras cosas. De entrada, dejar arreglados los asuntos del Imperio, ya que tiene que preparar pronto su regreso a España. Había prometido que volvería a los tres años, y el segundo había pasado.
Eso quería decir que había que pensar en un sustituto. ¿Y quién mejor que su hermano Fernando?
Por otra parte, dejar a Fernando como lugarteniente, desde su nueva corte de Viena, era algo más que un asunto político; lo era también familiar. De ese modo, la antigua rivalidad entre los dos hermanos, fomentada por algunos nobles en Castilla —y con cierto eco popular, sin duda—, podía resolverse satisfactoriamente.
Pero para ello, había que ceder algo, eso era evidente. Pero, ¿qué? ¿Cuál de las partes? No los Países Bajos, que eran las tierras natales. Ni tampoco, claro está, la Monarquía Católica, donde había desplazado, de hecho, a la Reina madre, a aquella pobre loca de Tordesillas, y de donde había obligado a salir precisamente a su hermano. Y estaba claro que él, el hermano mayor, mantendría el título imperial. De forma que no había más que una zona a la que renunciar, para que Fernando pudiera con dignidad celebrar aquella boda dispuesta por el abuelo Maximiliano; la boda con Ana de Hungría. Y esa zona era la tierra de Austria (Alta y Baja Austria) y los territorios confines de Estiria, Carintia y Carniola.
Que era la ejecución de un plan familiar ideado por el abuelo Maximiliano es algo reconocido por el propio Carlos V en sus Memorias:
Estando Su Majestad[454] en la dicha Dieta[455] mandó llamar al Infante, su hermano, el cual se partió de allí para irse a casar con la hermana del rey Luis II de Hungría, conforme a lo que el emperador Maximiliano había dejado concertado…[456]
A esos territorios, cedidos en las negociaciones que tuvieron ambos hermanos en Gante y Bruselas, en el invierno de 1522, se uniría el ducado germano recientemente adquirido de Wurttemberg, en el corazón de Alemania. De ese modo, Fernando se convertía en un poderoso príncipe germano y podía dignamente representar al Emperador en el Imperio, lo que permitiría a Carlos V su regreso a España.
De ese modo se iniciaba aquella política dinástica, que sería una de las notas más destacas del reinado de Carlos V. Y el afianzamiento de la frontera oriental se doblaría con el matrimonio de su hermana María con el rey Luis II de Hungría, pocos días después del realizado en Linz entre Fernando y Ana[457].
No deja de ser notable: cuántas cosas protagonizadas por aquellos hermanos, que habían dejado atrás, a marchas forzadas, las horas de la indolente adolescencia. Carlos contaba entonces 21 años y su hermano 18. Hoy eso nos parecería, no ya sorprendente, sino casi prohibitivo. Y no digamos la seriedad con que iba hacia su dramático destino María, la hermana más pequeña de aquella tropa infantil criada en Malinas bajo los cuidados de Margarita de Austria, que a sus 15 años se desposaba con Luis II de Hungría, para poner con él la Corte en Budapest, bajo la amenaza de un golpe de mano turco, desde la cercana Belgrado, apenas a 300 kilómetros, y a mucho menos, claro, de los puestos fronterizos. Para María, serían cinco años cargados de tensión y afrontados con valentía, que acabarían haciendo de ella la reina viuda más joven de Europa, descabalgada brutalmente de lo que parecía su brillante destino.
En todo caso, insistir ahora en un punto verdaderamente importante en cuanto al imperio de Carlos V, al que sus contemporáneos, asustados por su propia grandeza, tachaban de dominador y de atentatorio contra la libertad de los demás pueblos de la Cristiandad. Evidentemente era impresionante su poderío. La misma inmensidad de su espacio podía dar la sensación del fruto de una ambición desordenada, que no se sabía hasta dónde podía llegar. Y esa sensación no la tenía solo el rey de Francia, pinzado al norte y al sur por los dominios del Emperador; también le pasaba igualmente al Papa, llamárase León X, Clemente VII o Paulo III, sobre todo desde que Milán acabó formando parte del Imperio carolino. Ahora bien, la verdad es que ese Imperio no era agresivo, no se había formado al filo de la espada, sino como el resultado de pacíficas alianzas matrimoniales. Un Imperio heredado, no conquistado. Un Imperio, no un imperialismo[458]. Y por eso se da el caso singular de que Carlos comience prácticamente su reinado desmembrándolo, no para repartirlo entre sus hijos legítimos —que todavía, claro, no tenía—, sino a favor de su propio hermano. Carlos es quien convierte a Fernando en un príncipe territorial germano, tanto por el ducado de Wurttemberg como por los dominios familiares austriacos con centro en Viena. Y si bien se reserva el título imperial, de hecho hace de su hermano su alter ego en el Imperio. Y como todo cargo ha de ser remunerado, incluso le concede una renta de 50.000 ducados anuales.
Pero si Carlos, conforme había declarado solemnemente ante las Cortes castellanas en 1520, no ambicionaba más reinos ni más señoríos, estando contento con los que tenía, y aunque su afán era presidir los destinos de una Cristiandad en paz, para defenderla del Islam, e incluso en cuanto fuera posible, llevarla a la ofensiva contra aquel enemigo común, la realidad que le estalla en las manos, en aquel año de 1521, iba a ser muy distinta. Esa sería la gran diferencia entre la Europa soñada y la Europa verdadera. Podría Carlos poner las bases de una paz perpetua entre los Estados germanos del Imperio, con un Tribunal Superior de Justicia, pero no estaría en sus manos impedir los recelos de Francisco I de Francia, en lo que entraba tanto la rivalidad de un soberano desplazado de sus propios afanes imperiales, como la sensación de verse argollado por el antiguo conde de Flandes, que se le había mostrado tan sumiso y que acabaría alzándose con tan extremo poder.
Así las cosas, a nadie sorprendió el súbito ataque de los aliados de Francisco I a los dominios del Emperador, tanto en los Países Bajos como en España; de Roberto de la March, señor de Bouillon y de Sedán, atacando la frontera meridional de los Países Bajos, como del duque de Güeldres, haciéndolo por el norte, o, en fin, de Enrique de Labrit, al querer recuperar Navarra; todo en aquel verano de 1521. Afortunadamente para el Emperador, ya la revuelta de las Comunidades castellanas había sido sofocada en los campos de Villalar, si bien todavía Toledo mantenía, con la indomable María Pacheco, su insumisión.
Por lo tanto, una situación comprometida, que el Emperador recordaría treinta años después en sus Memorias, de esta lacónica, pero expresiva manera:
Por cuya causa —la enemistad de Francisco I— y otras pláticas e inteligencias que había en Italia y en España con las Comunidades, comenzaron en el año de 1521 las guerras entre Su Majestad imperial y el rey de Francia…[459]
Daba comienzo así un estado de guerra que duraría, con pequeñas treguas, a modo de respiro que se tomaban ambos contendientes, durante todo el reinado, y que incluso se prolongaría hasta el comienzo del siguiente, no viendo su final hasta la paz de Chateau-Cambresis de 1559. Probablemente Carlos V no suponía tal continuidad, pero sí se dio perfecta cuenta de que estaba en juego la supremacía sobre la Europa cristiana, exclamando ante los suyos al inicio del conflicto:
Muy pronto seré yo un pobre Emperador o él un pobre Rey.
Por lo tanto, el comienzo de la guerra, de una guerra que duraría años y años, con cientos de miles de muertos, con países arrasados, que llevaría la ruina y el hambre a miles de hogares. Así que la primera pregunta a formularnos, de cara a los planteamientos morales de nuestra sociedad —que es a la que el historiador debe servir— es si los principales responsables se dieron cuenta de ello, si hicieron algo porque la paz fuera posible. ¿Qué empujó a los responsables a tomar la vía de las armas? Desde un primer momento, Carlos V declaró solemnemente que anhelaba la paz; aquello pronunciado ante las Cortes de Castilla en 1520, por boca del obispo Mota:
… contento estaba con la grandeza de España…, con la mayor parte de Alemania, con la mejor parte de Italia, con todas las tierras de Flandes y con otro nuevo mundo de oro hecho para él…
Pero, ¿podría creérsele? ¿Podrían vivir tranquilos franceses o romanos, al verse cercados por tanto poderío? ¿No trataría el nuevo Emperador de recuperar, por ejemplo, el ducado de Borgoña perdido por Carlos el Temerario?
¿Fue eso lo que llevó a Francisco I a desencadenar la guerra? ¿Había también algo de rivalidad, de celos, de ansias de venganza contra quien le había vencido en la pugna por la corona imperial? Porque una cosa es cierta: el rey francés fue quien apoyó a Roberto de la March, al duque de Clèves y a Enrique de Labrit para que guerrearan en la frontera imperial, y en el caso de Labrit, para que invadiera y ocupara todo el reino de Navarra. Contra ese ostensible apoyo militar, puesto que tanto La March como Labrit habían partido de Francia, donde habían organizado sus tropas, protestó airadamente Carlos V por medio de su Embajador en París.
Era acudir a la vía diplomática. Es más, como Francisco I quiso ver en ello una ofensa, tomándolo así en sentido contrario para que le sirviera de casus belli, Carlos V llegó a más, en un último intento desesperado por salvar la paz.
Algo que el fidedigno cronista Santa Cruz nos cuenta con todo detalle:
A esta causa —la búsqueda de la paz— determinó escribirle[460], jurándole que en lo que había escrito no había sido su intención de lastimarle ni desafiarle, sino que viendo al príncipe de Bearne[461] y a Roberto de la March hacer sus ejércitos en Francia, pensaba que él era factor y favorecedor de aquellas guerras; pero esto no obstante, que desde adelante fuesen amigos y hermanos, y que todo lo que entre ellos estaba capitulado fuese firme y valedero…[462]
El tono de la carta del Emperador era sumamente conciliador. Dejando a un lado su preeminencia imperial, hablaba al Rey francés de hermano a hermano; de forma que el cronista podía añadir su propio comentario personal:
Y caso que el Emperador —añade Alonso de Santa Cruz— en la primera embajada hubiera en algo excedido, cierto, el rey de Francia con las palabras de la segunda se hubiera de dar por satisfecho…[463]
Por lo tanto, no es cierto que los pueblos entonces entraran en guerra alegre y alocadamente, como quien va de cacería. Al menos, había quien calibraba los daños de la guerra, aquello que hacía exclamar a los erasmistas que el buen rey —como aquel Polidoro de los Diálogos valdesianos— debía huir de la guerra como del fuego y que más le valía fundar una ciudad que intentar conquistar las ajenas.
…A menos costa edificarás una ciudad en tu tierra que conquistarás otra en la ajena…[464]
Porque esta es la cuestión: ¿podemos aprender del pasado? ¿Dónde radicó el error que llevó a la guerra?
Por lo tanto, un tema trascendente, un tema de interés permanente. Y en este caso no puede dejarse tan solo en el simplista argumento de que Francisco I, ansioso de gloria, como príncipe del Renacimiento, buscó el momento oportuno para declarar la guerra a Carlos V, aunque no esté falto de verdad. Y por una razón: porque no es toda la verdad. Indudablemente no ayudó a la paz el hecho de que el régimen político de aquella Monarquía autoritaria lo dejara todo en manos del Rey, ni tampoco —y acaso esto sea más cierto— que su educación sobre los grandes hechos de la Historia le llevara a buscar la gloria y la fama a través de las gestas militares. Pero tampoco se puede olvidar la excesiva acumulación de poder en manos de Carlos V, que tenía que provocar la general alarma en sus vecinos, prestos a acusarle de que aspiraba a la Monarquía universal; lo que, ciertamente, era una especie de sueño que entusiasmaba a no pocos españoles del tiempo, pues no todos eran de corte erasmista.
No lo era, en verdad, aquel soldado poeta que escribió el célebre soneto:
Ya se acerca, señor, o es ya llegada
la edad gloriosa, en que promete el cielo
una grey, y un pastor, solo en el suelo,
por suerte a vuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal jornada
os muestra el fin de vuestro santo celo,
y anuncia al mundo para más consuelo
un monarca, un Imperio y una espada.
Ya el orbe de la tierra siente en parte,
y espera en todo vuestra Monarquía,
conquistada por vos en justa guerra:
que a quien ha dado Cristo su estandarte,
dará el segundo más dichoso día
en que vencido el mar, venza la tierra.
Como nos dicen los estudiosos de Acuña, aquel soldado-poeta que combatió en las banderas imperiales, dejó grabado, en su soneto dedicado al César, el anhelo, y aun el ansia de ver ya hecho realidad aquel sueño de un solo imperio, una única Monarquía regida por Carlos V.
Y eso, evidentemente, tampoco ayudaba a la paz, porque no podía generar el clima de confianza entre los pueblos más directamente afectados. Porque esa era también otra de las inquietantes interrogantes que se alzaba entonces: ¿era sincero el Emperador en sus declaraciones de paz? ¿No quería en verdad él aquella Monarquía universal?
Por lo tanto, afanes de gloria por un lado y excesivo poderío por el otro constituyeron la pinza hacia 1521 que hizo imposible que la paz prevaleciera. Y ante los hechos consumados Carlos V, de acuerdo con su mentalidad caballeresca, quiso participar muy pronto en los combates que se libraban en tierras de Flandes, acudiendo a uno de los focos de la guerra, a Valenciennes; un gesto de valentía que pudo costarle caro, pues estuvo a punto de ser cogido prisionero.
Pero no serían solo las armas las que entrarían en juego. También la diplomacia. Y aquí sí que Carlos V obtuvo sus primeros éxitos, pues mientras avanzaban los acuerdos con la Inglaterra de Enrique VIII, a confirmar en una entrevista en la cumbre, sus diplomáticos lograban firmar con el papa León X una alianza, de la que el Pontífice esperaba sacar buen partido.
En aquel forcejeo diplomático en la Corte romana fue decisivo el papel de un español, aquel don Juan Manuel, señor de Belmonte, que ya se había mostrado como uno de los más fervientes seguidores, años atrás, de Felipe el Hermoso, y a quien Carlos V confiaría delicadas misiones. En 1521 se trataba de fijar la tornadiza voluntad de León X, tan pronto temeroso del creciente poderío de Carlos V, tan pronto inclinado al bando español. A favor de la causa imperial jugaba el importante protagonismo de Carlos V en la cuestión luterana, y de eso supo aprovecharse don Juan Manuel. A partir de la Dieta de Worms y de la solemne declaración de fe de Carlos V, proclamando a Lutero fuera de la ley imperial, León X se inclinaría por su alianza, confiando en que eso daría a los Estados Pontificios el dominio de Ferrara, Parma y Piacenza.
Tal sería el tratado secreto entre León X y Carlos V del 29 de mayo de 1521, hecho público un mes más tarde. Eso permitiría, cuando la guerra entre el Emperador y Francisco I ya se había desencadenado, que los tercios viejos que guarnecían Nápoles pudiesen desplazarse a Lombardía bajo la dirección de dos de los mejores soldados con los que contaba entonces Carlos V: el italiano Pescara y el español Antonio de Leyva. Y con tal fortuna, que pronto los franceses fueron arrojados de Milán, aquella plaza ganada seis años antes por Francisco I en los deslumbrantes comienzos de su reinado.
Era el mes de noviembre de 1521. Y aquella victoria iba a despejar también el horizonte diplomático, decidiendo a Enrique VIII a firmar el 24 del mismo mes una alianza ofensivo-defensiva con el Imperio y con el Papado; esto es, una liga en contra de Francia.
Por lo tanto, la situación de cara al nuevo año iba mejorando para Carlos V. De España le llegaban también noticias más tranquilizadoras, pues el máximo peligro que habían supuesto las Comunidades de Castilla se había sorteado tras la derrota comunera de Villalar, el 23 de abril de 1521. Es cierto que todavía se mantenía en el sur la rebelión de Toledo, pero más como un foco de agitación residual, sin esperanza alguna de prosperar; también ocurría algo similar con las Germanías valencianas, desde la toma de Valencia por las tropas imperiales en el otoño de 1521, aunque todavía resistieran —al igual que en Castilla— algunos focos aislados, como Játiva y Alcira, amén de Palma de Mallorca que solo sería dominada tras el regreso de Carlos V a España, como hemos de ver.
Y esa era la medida que ansiaba tomar Carlos V, en parte por cumplir la palabra que había dado a las Cortes castellanas de que volvería antes de los tres años, y en parte porque sabía muy bien que en España —y concretamente, en su Corona de Castilla— estaba la base de su poderío, y que, por lo tanto, le urgía su completa pacificación. Y para que nada alterase sus planes en el norte, dejó de nuevo a su tía Margarita como Gobernadora de los Países Bajos[465], y a su hermano Fernando, como su alter ego en el Imperio.
Era hora de organizar el viaje a España, pero pasando por Inglaterra, para confirmar con Enrique VIII aquella alianza surgida ya en plena guerra con Francia.
Y fue entonces cuando ocurrió algo inesperado, y para muchos, como un signo del apoyo divino al joven Emperador: la muerte de León X, y la inesperada elección a la suma dignidad pontificia del antiguo preceptor de Carlos V, Adriano de Utrecht.

§. Los cambios en Italia: Adriano, Papa
En efecto, el 2 de diciembre de 1521, a consecuencia acaso de las fuertes emociones sentidas con la toma de Milán y la victoria sobre las tropas francesas que mandaba Lautrec, o bien a causa de una fuerte afección pulmonar, lo cierto es que el 2 de diciembre de 1521 fallecía el combativo Papa, abriéndose una peligrosa sucesión, pues si era designado un cardenal proclive a Francia peligraba el tratado secreto de mayo de 1521, y otra vez la situación en Italia se volvería incierta.
De allí partió —Carlos V— y continuó su camino hasta Aquisgrán, donde fue coronado. Y desde allí se tornó Madama Margarita, su tía, a gobernar los dichos Estados la segunda vez… Había que hacer algo, y pronto. Carlos V daría instrucciones a su embajador en Roma, don Juan Manuel, para que obstaculizase por todos los medios la elección del candidato francés, apoyando la candidatura del cardenal Médicis de Florencia.
Pero don Juan Manuel iría más allá. Considerándose el mejor informado, vio la posibilidad de que saliera Adriano de Utrecht, el que entonces se hallaba en Castilla, en función de regente del Reino.
Era una jugada difícil en la que pocos creían. ¿Cómo iba a entregarse la cabeza de la Iglesia al que había sido confesor de Carlos V y al que en aquellos momentos estaba gobernando España en su nombre? ¿No sería dar demasiado poder al Emperador? Y la Iglesia, ¿no quedaría peligrosamente subordinada al Imperio? Pese a ello, pese inclusive a todos los esfuerzos de Francia y del grupo cardenalicio que le era afecto, Adriano fue elegido. Y lo que es más curioso: sin haber hecho ningún intento personal para lograrlo. Antes bien, cuando le llegó aquella nueva a Vitoria, donde había puesto su corte, para estar atento a la guerra que los franceses habían desatado en el País Vasco, Adriano de Utrecht estuvo dudoso. ¿Era él la persona adecuada para dirigir la nave de la Iglesia, en aquel mundo tan corrompido como el romano? Él se consideraba —y lo era, sin duda— un hombre sencillo, que se preciaba de cumplir con su deber, sin mayores ambiciones. Todo lo que entonces tenía, tanto su ascenso al cardenalato como su puesto de regente en España, se lo debía a la generosidad de Carlos V, sin haber intrigado para alcanzarlo.
Eso ocurría cuando apuntaba el nuevo año de 1522. Al fin, Adriano acabó aceptando, y se dispuso a emprender su camino, aunque su ánimo estuviera confuso. Adivinaba, sin duda, todas las dificultades que habría de vencer, y acaso, incluso los riesgos mortales que le estarían acechando[466].
Por su parte, Carlos V pudo pensar que la designación de su antiguo capellán por el cónclave cardenalicio era como un signo del apoyo divino. En España también produjo notable impacto, especialmente en Castilla, donde tanto arraigo tenía el sentido providencialista de la Historia; en poco tiempo, en el espacio de tres años, la designación de las dos dignidades supremas de la cristiandad, ambas electivas, recaían en su joven señor y en el prelado holandés que le representaba como su Gobernador en la Corona castellana. ¿No era algo admirable? ¿No era como un mensaje de lo alto? ¿Quién podía resistirse a los designios celestiales? ¿No era para que el pueblo estuviese orgulloso? A fin de cuentas, ambos —Carlos y Adriano—, al ser elegidos, se hallaban en España, y a España llegó la buena nueva:
… de manera que fue dichosa España en estos tiempos —se lee en las Crónicas— en que de ella saliese Pontífice y Emperador…[467]
El cónclave cardenalicio reunido en Roma, el 27 de diciembre de 1521 a los 25 días del fallecimiento de León X, tardó dos semanas en elegir el nuevo Pontífice, haciéndose público el 9 de enero de 1522, llegando la noticia a Vitoria aquel mismo mes. No debió de tardar mucho más en ser sabida en la corte imperial de Bruselas, si bien sorprende el que Carlos V no mandara su parabién a su antiguo servidor hasta bien entrado el mes de marzo[468]; acaso porque le sorprendiera tanto la noticia que tratara de confirmarla. Y posiblemente le causó desazón, pues en el plano espiritual era ver convertirse un antiguo súbdito en aquel otro a quien debía besar el pie, conforme al protocolo de la época. Pero al fin, le mandó una embajada especial, con uno de sus íntimos, el señor de La Chaulx, acompañado del noble español don Lope Hurtado, quienes debían expresarle la alegría del Emperador, contento de que el cielo los hubiera escogido a los dos, antiguo preceptor y antiguo alumno,
… para darnos señal que su voluntad es establecer y asentar las cosas públicas de la Cristiandad y unir sus fuerzas para la ampliación de nuestra católica fe…[469] Hubo más, y esto es significativo: Carlos V se creyó obligado a desmentir una especie que corría ya por media Europa: que no le había hecho feliz la noticia[470]. A su vez Adriano, acaso para demostrar a todos desde el primer momento que el Papa no se convertiría en el capellán de su antiguo joven señor, le respondió, no sin altanería, que en todo caso estaba muy contento de que su elección hubiera ocurrido sin el apoyo imperial[471].
Y por si hubiera alguna duda, cuando todavía estaba en España, a punto de embarcar en Tarragona en la nave que había de llevarle a Italia, Adriano se niega a esperar más tiempo en España, tal como le pedía el Emperador.
En efecto, Carlos V hubiera deseado aquella entrevista en la cumbre entre las dos cabezas de la Cristiandad, algo que hubiera supuesto un nuevo aplazamiento del viaje del Papa y a lo que Adriano no podía ni quería acceder. Para él estaba muy claro que una vez que había aceptado el cargo, tenía que asumir toda su responsabilidad cuanto antes, y eso quería decir también que tenía que estar en Roma, porque solo en Roma el Papa era Papa.
Pero, además, y como un signo cierto de su independencia, desaira a su antiguo señor, que le había pedido el cardenalato para tres de sus servidores, entre ellos, el obispo de Palencia; eso sí, no sin un deje de cortesía, que bien podría tomarse de otro modo. De forma que terminaba su respuesta a Carlos V diciéndole:
Y os rogamos que toméis de buen modo si en cosas no convenientes no condescendemos del todo a vuestros deseos…[472]
Eso ocurría cuando ya Carlos V estaba en España, a los once días de su desembarco en Santander, que había efectuado el 16 de julio de 1522. De forma que cuando el Emperador entraba en Castilla, el Papa salía de España. El uno parecía que perseguía al otro, o bien que el Papa quisiera escapar del Emperador.
Pero esto será adelantar acontecimientos. Porque de momento tenemos a Carlos V en Bruselas, tratando de organizar su regreso a España, mientras que Adriano VI seguiría aún dos meses en Vitoria, antes de emprender su camino a Roma.

§. Equilibrio en el Norte, peligro en el sur, triunfo en Italia.
La proclamación de Adriano de Utrecht pudo asombrar a Carlos V, incluso desorientándole en un primer momento, y de ahí los rumores que pronto circularon sobre su descontento que —como hemos visto— llegaron hasta el mismo Pontífice; ahora bien, una vez confirmada la noticia, estaba claro que ese era un motivo más para emprender el retorno a España.
El retorno a España, y más concretamente a Castilla, porque el Emperador sabía, como lo sabían sus consejeros, que en Castilla era donde radicaba su fuerza; tal como había expresado por él su portavoz en las Cortes de 1520 (el obispo Mota),
… considerando que este Reino es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros… Y eso tanto más cuanto que la guerra ya se había encendido con furia por todas partes, atizada por el ansia de Francisco I de recobrar aquel protagonismo que a principios de su reinado había conseguido, tras la victoria de Marignano en 1515 y la conquista del Milanesado.
Los hombres del tiempo se admiraron ante la febril actividad del rey francés. En su crónica posterior, Prudencio de Sandoval recoge todavía ese sentir, ante la puesta en pie de guerra por Francisco I de tantos ejércitos para acometer por todas partes al Emperador: un ejército sobre la frontera de Flandes, otro sobre Navarra y un tercero en el País Vasco; y eso sin contar el esfuerzo mayor, con las tropas enviadas a Italia bajo el mando de Lautrec, con la misión de recuperar el Milanesado.
Frente a esa furia bélica del francés, el cronista Sandoval resalta el pacifismo de Carlos V que solo se limitaba a defenderse de tanto acoso. Vemos a uno de los contendientes, Francisco I, rompiendo la paz y guerreando sin cesar aquí y allá; y al otro, defendiéndose como puede, y buscando alianzas, ya en Roma ya en Londres. Diríase que cada uno reaccionando conforme a su esquema, tanto vital como ideológico, de muy distinto tono. Lo que nos hace recordar que entonces coexistían en Europa dos teorías políticas, dos ideologías del poder; una, realista, basada en un análisis de la experiencia, como el trasunto de una praxis apenas desmentida por los grandes protagonistas del pasado; y la otra utópica, que lamentando los males provocados por los abusos del poder, trataba de encontrar una fórmula, acorde con las exigencias éticas.
Cada una de esas directrices había encontrado, y precisamente a principios del siglo XVI, la pluma de dos teóricos de primera magnitud: Maquiavelo y Erasmo. Naturalmente, no es el caso recoger aquí por extenso el pensamiento político de cada uno de ellos, pero sí el destacar que la polémica estaba servida desde que Maquiavelo había publicado su obra capital: El Príncipe. Para no pocos, a partir de ese momento, se convirtió en axioma su sentencia de que el Príncipe tenía que emplear todos los medios para afianzarse en el poder, y que para ello tenía que estar sumamente atento, tanto a los sucesos internos como a los externos; y en cuanto a los internos, la cosa estaba clara: si el Príncipe tenía que escoger entre ser amado o ser temido por sus vasallos, dado que ambas cosas era imposible conseguirlas, debía escoger el ser temido. Y por lo que hacía al peligro exterior, el Príncipe debía estar siempre preparado para la guerra, e incluso acometerla si veía alguna posibilidad de victoria, porque eso aumentaría su prestigio; y su mayor prestigio sería a su vez una mayor garantía de mantenerse en el poder. Por lo tanto, no se trataba de dilucidar entre guerras justas o injustas, como habían especulado santo Tomás de Aquino y todos los padres de la vieja escolástica, sino de ceñirse a la descarnada realidad, como lo enseñaba la experiencia del pasado, remoto o reciente; esto es, tanto lo que se aprendía de la Historia de la Antigüedad, con las hazañas de los romanos, como lo que se deducía de los éxitos de los reyes contemporáneos, entre los que destacaba por méritos propios —al sentir de Maquiavelo— el español Fernando el Católico.
Eso proclamaba Maquiavelo hacia 1517.
A la contra, un coterráneo —y contemporáneo— ilustre de Carlos V, el holandés Erasmo de Rotterdam, afirmaba todo lo contrario. En su tratadito sobre el Príncipe cristiano (Iustitutio Pricipis Christiani), dedicado precisamente al entonces joven rey de España, en 1516, Erasmo advertía a su señor que el verdadero príncipe cristiano debía huir siempre de la guerra como del fuego; y su más renombrado seguidor, el español Alfonso de Valdés, conociendo sin duda la tesis de Maquiavelo, acuñaría la frase contraria en su hermoso libro Diálogo de Mercurio y Carón, donde puede leerse:
Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío…[473]
Pues bien, ante esos dos pensamientos políticos tan dispares, uno realista, y si se quiere, brutalmente cínico; el otro idealista y hasta utópico, aquellos dos rivales que llenarían con su enfrentamiento la historia de la primera mitad del Quinientos en la Europa occidental, se inclinarían cada uno de ellos por una de esas posturas tan dispares. Francisco I dijo muy pronto al mundo que anhelaba, como príncipe renacentista, la gloria y la fama a través de brillantes gestas militares, como la acometida sobre el norte de Italia a poco de hacerse con el poder; y en esa línea de conducta seguiría después, ansioso de arrebatar a Carlos V su preeminencia en Europa. De ahí su ofensiva general contra el Emperador en 1521, cuando creyó que las alteraciones de comuneros y agermanados en España y la rebeldía de Lutero le daban la oportunidad para ello.
De esa forma, a partir de la primavera de 1521 la guerra entre Francia y España, o por mejor decir, entre Francisco I y Carlos V era ya una realidad insoslayable.
Así las cosas, el conflicto se generalizó por todas partes. Carlos V tanteó sus posibilidades en la frontera franco-flamenca, que a punto estuvo de costarle caro, no logrando más que estabilizar el frente. En cuanto a la guerra en España, Francisco I no consiguió su objetivo en Navarra, pero sí ocupar la fronteriza plaza de Fuenterrabía; era un motivo de alarma para el Emperador, como lo era para Castilla entera, y de ahí que Adriano de Utrecht pusiera su corte en Vitoria, donde ya hemos visto que le sorprendió la noticia de su elección al Pontificado.
Equilibrio en el norte y peligro en el sur; donde acabaría desnivelándose la situación, a favor de Carlos V, sería en Italia.
En el norte de Italia, donde los imperiales habían concentrado sus tropas, haciendo llegar a los tercios viejos que guarnecían Nápoles, y con ellos a su maestre de campo que pronto se haría famoso: el español Antonio de Leyva. Y después de tanteos a lo largo del Milanesado, combatiendo contra los franceses y sus aliados, vénetos y genoveses, al fin lograron una victoria resonante. Y de tal grado, que el nombre del lugar de la batalla se incorporaría ya al lenguaje común como algo bueno e inesperado; como un regalo imprevisto. Que de tal modo se entiende la voz bicoca, tomada de aquel notable triunfo logrado en La Bicoca por el ejército imperial.
Equilibrio, pues, en el norte, peligro —relativo— en el sur y triunfo en Italia, situación que era otro acicate para que Carlos V deseara verse pronto en España.
Y así, dejando a su tía Margarita de Saboya —la «bonne tante»— al frente del gobierno en los Países Bajos, bien asistida, eso sí, por los dos Consejos Interior o Privado y de Hacienda, Carlos V abandonó Bruselas e inició su lento viaje hacia la costa, en dirección, primero a Inglaterra; pues le importaba asegurar la alianza de Enrique VIII, ya tanteada en su primer viaje a las Islas Británicas de 1520, pero que ahora quería afianzar, basándose en el Tratado de Londres promovido por León X que obligaba a la paz entre los príncipes cristianos, tratado tan claramente roto por Francisco I.
Por lo tanto, lo primero volver a visitar a Enrique VIII y a su tía Catalina.

§. Los amores de un joven Emperador
Este joven Emperador, que al principio parece como ausente —tal el que nos refleja Conrad Meit en su busto en terracota que posee el Museo Gruuthuse de Brujas, que ya hemos comentado—, tan envuelto ya en los grandes conflictos de su tiempo, metido en una infatigable actividad para dejar resueltos los problemas familiares, para lograr el apoyo de su hermano Fernando a quien deja como su lugarteniente en Alemania, para recuperar a su tía Margarita de Saboya —tan humillada anteriormente por Chièvres—, que debe enfrentarse a Lutero en Worms, negociar la alianza pontificia en Roma, el apoyo inglés en Londres, defenderse en todos los frentes contra los franceses y recuperar la adhesión de castellanos, valencianos y mallorquines en España; este joven Emperador tan trabajado, en suma, ¿tiene tiempo para otra cosa que no sea viajar de una lado a otro, negociar y combatir?
Hoy sabemos que sí. También su Corte monta saraos, justas y torneos. Y el Emperador interviene en esos festejos. En la primavera de 1521, cuando ya ha concluido la Dieta de Worms, en la que se había debatido el problema luterano, le vemos gustar de los apacibles paseos fluviales por el Rhin:
El 31 de mayo[474] el Emperador almorzó en Worms, comió y cenó embarcado en el Rhin…
Tal nos dicen las crónicas. E informan poco después sobre sus viajes entre Maguncia y Koblenz y entre Koblenz y Colonia. Y siempre navegando por el Rhin[475]. El 3 de julio recibe y festeja al rey de Dinamarca, Cristián II, su cuñado, en Bruselas, ya en dificultades por la sublevación de Gustavo Vasa en Suecia. El 30 de noviembre reúne a los caballeros de la Orden del Toisón de Oro en Audenarde.
Esas cosas y muchas más ocurrían en 1521 y principios de 1522. Fue entonces cuando Carlos V conoció y tuvo relaciones amorosas con una joven de modesto linaje: Juana Van der Gheenst, hija de un tapicero de Audenarde, precisamente la villa donde el Emperador reunió al capítulo de la Orden del Toisón de Oro. Fruto de esas relaciones sería aquella Margarita que tendría tan importante papel en la historia de los Países Bajos durante el reinado de Felipe II. Si hemos de creer a Karl Brandi, solo se trató de unos fugaces amoríos, debiendo la hija su posterior encumbramiento gracias a Margarita de Saboya, que la tomó bajo su protección, educándola con ella en su corte de Malinas, de forma que el que la criatura tomara su nombre ya resulta significativo[476].
Peor suerte tuvo otra hija natural, la niña Juana de Austria, nacida de los amoríos que entonces tuvo Carlos V con una joven de la clientela del conde de Nassau, y de la que se sabía muy poco hasta hace unos diez años, gracias a las investigaciones realizadas por fray Quirino Fernández en el archivo del convento agustino de Madrigal de las Altas Torres, confrontadas con documentación custodiada en Simancas. Antes, sí, había una sospecha, que arrancaba de una carta de la Priora del convento al conde de Nassau[477] y de un malísimo cuadro de una novicia que cualquier visitante puede contemplar en su visita al palacio-convento de Madrigal donde había nacido Isabel la Católica.
En cuanto al cuadro, es de tan mala traza pictórica que resulta de difícil catalogación temporal por su estilo, aunque seguramente pudiera precisarse por otros medios técnicos. En todo caso se acompaña con un letrero que reza:
Doña Juana de Austria, hija natural del emperador Carlos V. Murió novicia.
Confieso que en mis muchas visitas a Madrigal, tanto familiares como profesionales —y en este caso, en compañía de mis compañeros de la Cátedra de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca y de mis alumnos— jamás di crédito a lo que aquel cuadro venía a decirnos. Sin embargo, el cronista Alonso de Santa Cruz, que conoció personalmente al Emperador y que manejó documentación de la casa imperial, nos afirma que de joven tuvo dos hijas, una en Flandes (y se refiere, claro, a Margarita), y otra en España, la cual murió muy joven. Posiblemente, con la de España alude el cronista a esa niña criada en el convento de Madrigal, que en efecto, murió muy niña. Ahora bien, no había nacido en España sino en los Países Bajos. Su madre, cuyo nombre desconocemos, era una modesta mujer del entorno del conde de Nassau, tal como se desprende de la documentación publicada por fray Quirino Fernández. Así, la madre abadesa, doña María de Aragón —por cierto, hija natural de Fernando el Católico, como otra monja del mismo nombre, que vivía con ella en el convento— escribía el 28 de marzo de 1524 al conde de Nassau:
Yo he querido escribir y hacer saber a vuestra merced cómo la señora doña Juana…
No cabe duda: estamos ante un personaje importante. Pero, ¿quién es la tal señora? ¿Pensamos en una mujer, hecha y derecha? Esa sería nuestra primera impresión. Pero no. La madre abadesa al punto nos saca de dudas. Y así añade:
… como la señora doña Juana está muy linda y muy grande; que, para la poca edad que tiene, es maravillosa del cuerpo que tiene, y suéltase ya un poquito a andar, de un mes acá, trayéndola de los bracitos…[478]
Por lo tanto, se trata de una criatura, que a fines de marzo de 1524 tendría entre el año o el año y medio, que es la edad en que los pequeños dan sus primeros pasos. Pero una criatura muy importante, dado el tratamiento respetuoso y el mimo con que la madre abadesa la trata. Si añadimos que en aquel convento se recogían las hijas naturales de los Reyes —tal era el caso de la misma abadesa—, ya podremos concluir que Carlos V tenía algo que ver con todo ello.
Aunque no hacen falta muchas cábalas, porque en sus cartas doña María de Aragón lo acabará precisando:
Parécese de cada día mucho más al Emperador, mi señor —dice—, que yo recibo gloria de la ver. Y su madre, besa mil veces las manos de vuestra merced.
Por lo tanto, estamos ante una hija natural de Carlos V, a quien se le ha puesto el nombre de Juana, acaso en honor de la madre del Emperador. Y la niña vive en el convento con su madre. Además, ese agradecimiento de la madre expresado al conde de Nassau, a través de la carta de la madre abadesa, nos indica, por una parte, su humilde linaje —tanto que no sabe escribir— y su vinculación a la Casa Nassau.
Algo que doña María de Aragón nos confirma, al decirnos no poco sobre quién era:
Ella, en verdad —añade—, es muy honrada y, por ser madre de doña Juana, justo es que Su Majestad lo haga bien con ella. Y a vuestra merced[479]suplica que se acuerde de ella, que su esperanza en vuestra ilustre persona tiene, que piensa por su mano le ha de venir el bien, como siempre la hizo mercedes[480].
¿Cuál fue el trato de Carlos V hacia esa hija natural? Ya hemos visto que con Margarita lo tendría y muy bueno, pero ello fue debido a que Margarita de Saboya la tomó bajo su protección. En cambio, el destino de Juana parece que era el de ingresar en el convento, si no fuera porque su temprana muerte liquidó la cuestión; pero el haberla mandado el Emperador al convento de Madrigal, donde estaba de abadesa su tía doña María de Aragón, ya es una clara señal. De ahí que en el convento quedara el recuerdo como de una novicia que había muerto muy joven. Por otra parte, esa entrega al convento del fruto de unas relaciones amorosas ilícitas era muy habitual en la época. Ya hemos visto que así actuaba Fernando el Católico con aquellas doña María de Aragón y su hermana, lo mismo que también haría más adelante don Juan de Austria con la que, andando el tiempo, sería protagonista tan destacada en la conjura del pastelero de Madrigal[481]
Aquella niña debió de entrar en el convento a poco de llegar Carlos V a España a mediados de julio de 1522. Con lo cual, el Emperador debió dar por resuelto el asunto.
No así su antigua amante, que conforme pasaban los meses acusaba con pena su silencio, sintiéndose abandonada:
Está muy triste —es de nuevo la madre abadesa quien informa, en nueva carta al conde de Nassau— de ver que cuánto ha que Su Majestad aquí envió a la señora doña Juana, nunca se ha acordado de ella y ni envía a saber de ella…
Y la madre abadesa, aquella doña María de Aragón que sin duda había pasado por una situación similar, comenta compasiva:
Y de esto tiene tanta pena, que no puede ser más…[482]
Son confidencias que doña María de Aragón hace al conde de Nassau, no al Emperador, que a tanto no se atreve; aunque sí da a su sobrino imperial noticias directas de la niña, su hija. En carta escrita el 7 de noviembre de 1524 le informa con una frase breve, pero expresiva, como tratándose de una criatura que andaría por los dos años:
… está muy linda…
Y seis meses después cierra otra carta a Carlos V con esta afectuosa despedida:
Y las ilustres doña María, mi hermana, y doña Juana, mi descanso, besan los reales pies de Vuestra Majestad[483]
Nos podemos imaginar a las tías del Emperador con aquella niña, con aquella doña Juana alegrándoles las ascéticas jornadas conventuales, aquella criatura que era «su descanso».
Pero no por mucho tiempo. A partir de noviembre de 1525 cesan las referencias a la niña, y la madre abadesa se despide de Carlos V en sus cartas aludiendo solo a su hermana.
Evidentemente, aquella hija natural de Carlos V había ya fallecido, lo cual no tenía nada de extraño, dada la terrible mortandad infantil de la época.
Y de ese modo, el letrero del cuadro que aún puede verse en el convento agustino de Madrigal de las Altas Torres sale cierto:
Doña Juana de Austria, hija natural del emperador Carlos V.
Añadamos que fue Carlos V quien donó a la congregación agustina el antiguo palacio regio de Madrigal, que había visto nacer en su seno, setenta años antes, a la gran reina Isabel. Y a ese gesto de generosidad regia no sería extraño el hecho de haber albergado a su hija natural.
De ese modo, el paso tan breve de aquella niña por el convento agustino dejó su huella.
En el Archivo de Simancas se guarda un mazo de documentos que aluden a otra posible hija natural del Emperador, de nombre Tadea. Según esa documentación, una hermosa italiana, Ursolina della Penna, conocida como «la bella di Perugia», había llegado a la corte imperial de Bruselas en 1522, acompañada de su marido, aunque por poco tiempo, pues pronto enviudó. El joven Emperador supo de ella, e incluso «tuvo conversación», como puede leerse en el documento, y tanta que la hermosa italiana «quedó preñada». De vuelta a su tierra, parió una niña, Tadea, por la que Carlos V se interesaría con frecuencia, en especial durante su estancia en Roma en 1536; y hasta tal punto, que cuando supo que se había casado le mandó 3.000 escudos, no sin mostrar su disgusto porque lo hubiera hecho sin su autorización. Poco más sabemos de esa Tadea, salvo que tenía unos violentos hermanos que la hicieron padecer, y no poco. No tardó en perder a su madre, acaso envenenada, y a su marido, viviendo a partir de entonces muy recogida en Roma. Allí residía todavía en 1562, cuando envía un emisario a Felipe II pidiéndole que reconociera su filiación con el César. Nada sabemos de la resolución del Rey; posiblemente, teniendo no muy lejano el caso de don Juan de Austria, daría carpetazo a la petición de Tadea, temeroso sin duda de que le salieran otros hermanastros hasta debajo de las piedras[484]

Capítulo 2
El retorno a España

§. La etapa inglesa
El 23 de febrero de 1522 Carlos V anunciaba a la ciudad de Burgos, como Caput Castellae, su decisión de regresar a España[485]. Sin embargo, aún tardaría en hacerlo realidad. Su mismo desplazamiento por las tierras de Flandes, desde su salida de Bruselas, fue muy lento. De hecho, no salió de Bruselas hasta el 2 de mayo, día en que ya descansa en Malinas, acaso para llevarse el recuerdo de su época infantil, cuando se criaba en la Corte de su tía Margarita, a la que ahora dejaba de nuevo al frente de los Países Bajos. El 5 le vemos ya en Amberes, el gran puerto flamenco. También lo encontramos en Gante, su villa natal, y en Brujas.
Allí reorganiza su casa, de cara a los contactos internacionales que se le avecinan. Martín de Salinas, el embajador español que representa en su Corte a Fernando, su hermano, nos deja el testimonio:

S. M. se parte mañana 23 para ir a Calés, y esto es sin falta… Ha ordenado su casa y hoy, día 22, se ha hecho publicación dello…[486]
El 24 llega a Dunkerque; era la última plaza de sus dominios. De allí pasa a Calais, entonces ciudad bajo el dominio de Enrique VIII. Era entrar ya, como visitante, en la Monarquía inglesa. En una jornada pasaría de Calais a Dover, donde le aguardaba una cálida recepción.
Ahora bien, sabemos que Carlos V iría a España con una poderosa flota —en torno a las 150 naves— con un pequeño ejército, entre los que había reclutado a 4.000 landsquenetes alemanes, y con un poderoso tren de artillería, que luego comentaremos. Naturalmente, no podía presentarse con todo ello en Inglaterra; eso hubiera sido inadmisible, como un gesto ofensivo que Enrique VIII no hubiera tolerado. De modo que por una parte se iría montando la flota imperial, que recogería en su día al Emperador a su salida de Inglaterra, mientras que Carlos hacía su travesía por tierra, hasta Calais, donde alquilaría algunas naves que le llevarían, a él y a su séquito, al puerto de Dover, donde sería recibido por la alta nobleza inglesa. Y así, en la relación de gastos de la casa imperial se anota el 27 de mayo, que fue el día en que embarcó Carlos V en Calais rumbo a Dover:
Gasto del día, comprendido el alquiler de 21 embarcaciones tomadas de extraordinario para el peage de dicho señor Emperador desde Calais a dicho Douwres…[487]
Era la segunda vez que Carlos V pisaba tierra inglesa. Y todo ello en poco tiempo, en menos de dos años. Pero la situación era bien distinta, en no pocos aspectos. Carlos V había dejado de ser el joven soberano gobernado por Chièvres. La muerte del privado le había dado otra soltura, otro aire, más aplomo. Es cierto que consigo llevaba, por consejo de su tía Margarita, a Mercurino de Gattinara, pero limitado a sus funciones políticas, como gran hombre de Estado que era, versado en el tejemaneje de las relaciones internacionales. Pero, por lo demás, a Carlos se le verá actuar con más aplomo, como si la coronación imperial en Aquisgrán le hubiera dado más firmeza.
Sin duda, su enfrentamiento con Lutero en la Dieta de Worms de 1521 le había hecho dejar atrás, definitivamente, sus aires de indeciso adolescente. Carlos V, a sus 22 años, sabe ya muy bien lo que quiere. Los tiempos son difíciles, la guerra con Francia está llena de riesgos y es preciso asegurar la alianza inglesa, como cobertura marítima para los Países Bajos, ya que su nueva etapa en España sin duda se prevé larga y no exenta de dificultades.
Por lo tanto, hay que conseguir un buen resultado de la visita a la corte de Londres. Y eso a todos los niveles. Carlos V puede estar seguro de la buena disposición de su tía Catalina, de la que sabe que sigue añorando España; no en vano era la hija de los Reyes Católicos, la hermana pequeña de Juana, por entonces reina de la Monarquía Católica. Y eso era un excelente punto de partida, pero había que aprovecharlo, ganándose al pueblo inglés (para que no le miraran con recelo en su visita), a los grandes de la Corte —y en particular, al poderoso ministro, el cardenal Wolsey— y, sobre todo, al mismo Rey, a Enrique VIII.
Y en todo el viaje por tierras inglesas Carlos V mostró pronto sus grandes cualidades de diplomático. De entrada, tuvo ante la reina Catalina uno de esos gestos que aseguran el corazón de las gentes: llegado el momento del encuentro, Carlos bajó de su caballo, hincó su rodilla en tierra y le pidió su bendición[488]. Acaso lo hizo en un torpe inglés, acaso en español, como lengua materna de la Reina, o bien en el francés, que era la suya propia, o con una mezcla de todo, pero eso resultaría indiferente, porque apenas si llegaría a oídos del pueblo, mientras que lo evidente era el gesto, entre galante y filial, de aquel joven Emperador que de ese modo pedía la protección de su tía, la esposa del Rey.
Para los ingleses era un huésped bien recibido, el sobrino de la Reina, el joven Emperador rodeado ya de leyendas, como señor de las nuevas tierras de que tanto se hablaba, de aquella Nueva España conquistada por Hernán Cortés, de la que Carlos V llevaba piezas riquísimas, fruto de un arte extraño, tan asombroso que Alberto Durero exclamaría, ante aquellas muestras del tesoro del emperador azteca Moctezuma:
Die sutile Ingenia der Menschen in fremden Landen!.[489]
Y con Enrique VIII el comportamiento de Carlos fue igualmente sencillo y afable. Seguiría siendo, más que el Emperador, un joven soberano atento siempre a escuchar los consejos de su experimentado tío en las lides internacionales. De ese modo, aquel mes un poco largo pasado en Inglaterra resultó muy fructífero para los planes imperiales; por supuesto mucho más que lo conseguido en las jornadas de 1520, en las que se había visto a Enrique VIII vacilar entre la alianza con Francisco I o con la de Carlos V. La propia reina Catalina, ante una gestión de Martín de Salinas, el embajador español de Fernando I, que recababa ayuda para combatir al Turco, le contestó que en aquellos momentos el verdadero Turco era el rey de Francia.
De modo que la acogida a Carlos en Inglaterra fue triunfal. Recibió del Rey la preciada Orden inglesa de La Jarretera[490]. Visitó los grandes castillos de la Corona, como Windsor y Richmond.
Hubo banquetes y hubo danzas, aspectos bien recogidos por los documentos. Así sabemos que el 15 de junio, estando alojado en el castillo de Windsor, Enrique VIII organizó una gran fiesta en honor de su huésped imperial:
Hizo el Rey [Enrique VIII] gran banquete… y danzaron la pavana…[491]
Sin duda, danzar la pavana iba muy bien para aquel joven Emperador que tenía 22 años.
Se alojó en Londres y en Winchester. Hubo festejos continuos, pero también tiempo para que trabajasen los diplomáticos, ultimando una alianza militar y económica, e incluso dinástica, pues allí estaba ya la princesa María; cierto, una niña de seis años, pero en definitiva, una princesa con la que poder hacer planes para el futuro, que podía convertirla en emperatriz de Europa, aunque para ello, y según las costumbres de la época de convertir en esposas a chiquillas de catorce años, aún faltaran ocho.
Mucho tiempo de espera, sin duda, para que tal promesa se hiciera realidad. En sus Memorias, Carlos V no alude a ello. De forma escueta recuerda, eso sí, que con su viaje a Inglaterra era la cuarta vez que se veía con Enrique VIII[492]. Preocupado sobre todo por hacer el recuento de sus grandes travesías y de sus entrevistas en la cumbre, se limita a decirnos:
Dejando Su Majestad por tercera vez a Madama, su tía, por Gobernadora de los Países Bajos, se embarcó en Calais y pasó a Inglaterra la segunda vez, donde se vio la cuarta con el Rey[493] y, después de haber estado allí algunos días, se embarcó en Southampton y pasó la mar de Poniente la tercera vez…[494]
Atrás dejaba una alianza inglesa, válida de momento, garantizada por el tratado de Windsor, que permitía a Carlos V tener guardadas las espaldas en el norte, frente a la enemiga francesa, amén de un notable préstamo, siempre necesario para las agotadas arcas imperiales, en particular en aquellos primeros años en los que las remesas de las Indias occidentales aún eran poco sustanciosas.
Ahora bien, aquel mismo Tratado le obligaba a una boda con la princesa María (la futura María Tudor) que entonces era solo una niña, la cual le obligaría a un largo aplazamiento de sus esponsales, en torno a los ocho años. ¿No era demasiado tiempo para aquel joven Emperador? ¿No era demasiada espera para una Monarquía autoritaria, en la que juega siempre un papel importante la cuestión sucesoria? Y tampoco era demasiado seguro que las Cortes castellanas, a las que había que tratar de ganar su voluntad, viesen con buenos ojos tal boda que anclaría tan fuertemente a su señor con la Europa del norte.
Pues ya era cosa sabida: Castilla prefería por soberana a una princesa portuguesa.

§. Otra vez en España
Carlos V tuvo una felicísima travesía entre Inglaterra y España. Embarcó a mediodía del domingo 6 de septiembre y esperó ya embarcado a que se le reuniera la flota que traía sus mercenarios alemanes y su fuerte equipo artillero. Y al día siguiente, al contar con vientos favorables, inició su viaje al romper la mañana:
Alzó velas S. M. —nos refiere Martín de Salinas— a la alba del día…[495]
Después de una travesía verdaderamente afortunada de diez días, desembarcaba en Santander el 16 de julio[496]. En esta ocasión, sus pilotos no equivocaron la ruta, afrontando directamente las costas «de las Asturias de Santillana».
En Santander le esperaban los Gobernadores de Castilla, el Condestable y el Almirante, pero no Adriano de Utrecht, pues en vano Carlos V le había rogado que aplazase su viaje a Roma.
Carlos V venía con un pequeño ejército —aquellos 4.000 mercenarios alemanes, ya citados—, pero sobre todo, con un impresionante equipo artillero. La relación que nos hace Sandoval de aquellas piezas, en un siglo que estaba viendo un rápido avance de aquellas armas de fuego, nos hace pensar en el efecto que debió producir en España tal alarde de fuerza.
En efecto, aquel desembarco de la artillería imperial que Carlos V traía de los Países Bajos, adquirida en Alemania —cuya industria de guerra, no hay que olvidarlo, era ya de primer orden— resultó impresionante. Allí había toda clase de piezas artilleras de todos los calibres: 28 falconetes, especie de artillería de campaña, aunque de todas formas por cuya boca
… cabía un puño grande…[497]
Además, 15 cañones, 16 serpentinas, una bombarda de tal tamaño y peso que precisaba de un tiro de 30 pares de mulas, 2 trabucos (en este caso, otro tipo de cañón algo menor, tirado por veinte pares de mulas) y 7 más ya de gran envergadura, que necesitaban algunos de ellos un tiro de 34 pares de mulas, e incluso el mayor, al que los artilleros habían apodado «el gran diablo», de tal potencia para la época y tal tamaño que precisaba un tiro de 38 pares de mulas. De forma que, aparte de los artilleros, aquella fuerza bélica precisaba de más de mil hombres a su servicio, entre muleros y azadoneros, estos para acondicionar los caminos, poco preparados para soportar el paso de tan pesados instrumentos de guerra; añadiendo, además, otros mil carros donde iba la pólvora y la pelotería.
No cabía duda: Carlos V quería hacer una demostración de fuerza. Que nadie osase oponerse a su mandato. Él era el Rey, el emperador de la Cristiandad, la suprema cabeza política, y su poderío estaba a la altura de su preeminencia.
Una actitud que no dejaría de poner temor en no pocos, entre tantos que se habían implicado en las recientes alteraciones de las Comunidades y de las Germanías.

§. El eco de las Comunidades: fin de la represión, con el perdón general
Carlos V, como había hecho en su primer viaje, tomó la ruta montañesa que le había de poner en la meseta castellana ascendiendo por Reinosa y Brañosera. En cinco jornadas se plantó en Aguilar de Campoo, villa de la que debía de tener buen recuerdo de su primera estancia en 1517, pues allí se tomó un pequeño descanso, para seguir ya por Herrera y Melgar de Fernamental a Palencia.
Ante su vista se abría de nuevo la inmensidad de la planicie meseteña, el fulgor de la luz de Castilla, en tan marcado contraste con los cielos permanentemente anubarrados de los Países Bajos. Pero hay para creer que aquel joven Emperador estaba demasiado embargado en sus preocupaciones políticas para poder prestar atención al paisaje que atravesaba con su comitiva. Tenía ante sí la tarea de desentrañar lo que había ocurrido en la casa real de Tordesillas, con su madre, la reina Juana, y con su hermana menor Catalina. Tenía que poner mano, y de una forma directa, en la guerra contra Francia, dado que el francés había puesto un pie en España, con la ocupación de Fuenterrabía. Y, sobre todo, tenía que proceder a zanjar de una vez por todas el alzamiento comunero. Pues aunque la germanía mallorquina siguiera rebelde, los acontecimientos más graves los habían protagonizado los comuneros castellanos. Las Germanías, en último término, habían sido conmociones sociales, de extrema gravedad sin duda, pero que no habían puesto en peligro el fundamento de la Monarquía.
Otra cosa habían sido las Comunidades castellanas, y no solo por haber intentado forzar la mano del Emperador, con exigencias inauditas, sino por haberse atrevido a irrumpir en la casona-palacio de Tordesillas, plantándose ante la propia reina Juana.
Aquello había indignado al Emperador. No era solo el peligro de que la sublevación se hiciese más y más temible; era, sobre todo, el desacato intolerable hacia su madre, a fin de cuentas, la reina de España, y la vileza —según la óptica imperial— de querer manipularla, de tratar de ponerla en su contra, si bien la Reina madre había sabido responder adecuadamente:
… que no la revolviese nadie con su hijo…[498]
Pena e indignación sentía el César. Y como un eco a su estado de ánimo, incrementándolo sin lugar a dudas, recibiría aquella información del condestable de Castilla que ya hemos comentado:
Razón tiene V. M. de penalle lo que acá ha sucedido, especialmente por lo que toca a la Reina, mi señora, vuestra madre…[499]
Noticias que habían puesto tan fuera de sí al Emperador que, cuando estando en la Dieta de Worms en la primavera de 1521 le llegó un correo de las Comunidades, ordenó que fuera puesto en prisión; si bien, reaccionando días después, conforme a su talante caballeresco, acabara dejándolo en libertad.
Todo eso estaría rondando por la cabeza del Emperador. Estaba decidido a dar un perdón general, pero antes tenía que dejar bien claro que era el Rey, y que era un rey justo. Pues tras la victoria, los Gobernadores habían desplegado una justicia discutible; mientras habían hecho rodar las cabezas de algunos de los jefes comuneros más destacados —el caso de los célebres Juan Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado—, otros habían salvado de momento la vida, como era el caso de Pedro Maldonado, gracias a su parentesco con el condestable de Castilla, que de momento se había librado con su prisión en la fortaleza de Simancas. Y no era ese el único caso, pues también había ocurrido un signo de semejante olvido de la justicia con otros siete cabecillas comuneros llevados a la Mota de Medina.
Por lo tanto, el problema comunero todavía candente. Y para su solución definitiva, Carlos V se toma su tiempo en Palencia, donde permanecerá veinte días, entre el 5 y el 25 de agosto de 1522.
Así dejaba para Valladolid, donde pensaba asentar su Corte, la nota más generosa del perdón general.
Y acaso sea el momento de reflexionar sobre el impacto comunero en la Historia de España, con su reflejo en la vida del Emperador. En su momento, fue una cuestión que deliberadamente no tratamos por menudo, entendiendo que nuestro fin era trazar la biografía de Carlos V y no escribir la historia de España en toda su complejidad; por lo tanto, solo recoger los trazos fundamentales de aquella primera revolución moderna, en cuanto a lo que había supuesto como un rechazo a la primera etapa del gobierno carolino.
Pero ahora importa destacar hasta qué punto el Emperador entendió que se hallaba ante una formidable insurrección, que precisaba de un adecuado tratamiento.
Que la derrota de Villalar, una batalla por otra parte tan insignificante, supusiera la caída en vertical de la revolución comunera, ya era algo que no podía menos de asombrar.
Fue un tema que yo estudié con algún detenimiento, fijándome en una de las ciudades meseteñas más implicadas en el alzamiento comunero: Zamora[500].
Así pude constatar algo muy significativo: que la atonía comunera tras Villalar había sido ya antecedida por la que había tenido ante la pérdida de Tordesillas, a principios de diciembre de 1520, pese a que eso suponía perder el control de la reina doña Juana, que tanto podía legalizar su movimiento e incrementar su impulso. Así, por ejemplo, las actas del cabildo municipal zamorano del otoño de 1520 no reflejan ninguna actividad febril, de formación de milicias, de preparativos para el enfrentamiento decisivo con el ejército imperial, de fortalecimiento de los lazos con la Santa Junta, ni —y esto parece decisivo— el más mínimo planteamiento de que fuera necesaria la recuperación de Tordesillas; al contrario, limitándose a la expulsión de las figuras que representaban el poder monárquico-señorial (el corregidor y el conde de Alba de Liste), caen en la atonía y en el desorden, como si estuvieran amedrentados por lo que habían conseguido[501].
En definitiva se había tratado de una rebelión que había que reprimir. El castigo de algunos de los más destacados cabecillas ya se había realizado, solo que con una discriminación que ofendía al sentido de la justicia. Que otros cabecillas, tanto o más implicados en la rebelión, se salvaran por el apoyo de sus poderosos parientes, era algo por lo que no podía pasar el Emperador.
¿Cómo no se reflejan estos acontecimientos en las sesiones municipales zamoranas? ¿Cómo no hay acuse de correos de la Junta pidiendo socorros e instando a un esfuerzo común? Diríase que hay poca noción de lo que se está ventilando, no más que a 60 kilómetros.
¿Qué quiere decir esto? Que en Zamora no constatamos verdadero espíritu revolucionario. Se ha derrocado el viejo sistema [monárquico-señorial], pero no se sabe qué poner en su lugar. Y eso no es una revolución; tan solo una rebelión. Puede hablarse de espíritu revolucionario en algunas élites de Salamanca o de Toledo, pero no fueron capaces de extenderlo al resto del pueblo meseteño, en especial a las ciudades de la cuenca del Duero.
De ahí que, con tanta facilidad, Villalar suponga el final.
De esa forma, a poco de poner Carlos V su Corte en Palencia, el Consejo Real condenaba a muerte a aquel don Pedro de Maldonado, hasta entonces custodiado en la fortaleza de Simancas. Y el 13 de agosto de 1522 don Pedro Maldonado era ejecutado en la plaza mayor de aquella villa. Por esas mismas fechas, corrían igual suerte los otros siete altos personajes comuneros custodiados en la Mota de Medina, en este caso, en la plaza mayor de Medina del Campo.
Dura lex, sed lex. La justicia imperial imponiéndose a todos, sin admitir recomendaciones en tan ardua cuestión.
Pero Carlos V no era cruel, no se ensañaría con los antiguos comuneros vencidos. Al tener noticia de aquellas últimas ejecuciones ordenaría su cese:
Eso basta ya —diría tajantemente—. No se derrame más sangre.[502]
En suma, serían 21 los comuneros ejecutados por la justicia imperial; cifra verdaderamente moderada, si se tiene en cuenta el modo como el poder castigaba en el Quinientos tal tipo de rebeliones armadas[503].
Ya podía Carlos V seguir su camino hasta Valladolid, donde aquel mismo año decretaría el perdón general.
El rey justiciero daría paso al rey pacificador del Reino.

§. La visita a Tordesillas
El 26 de agosto entraba Carlos V en Valladolid, donde asentaría su Corte todo un año, tiempo no corto para aquel tan continuo ir y venir del Emperador. Allí convocaría las Cortes de Castilla y allí entendería en el remedio de las cosas de la guerra. Pero de momento, algo más urgente llamaría su atención: la visita a su madre y a su hermana Catalina en Tordesillas.
Tordesillas, por lo tanto, en el horizonte.
No era pequeño el problema que se le presentaba al Emperador. Por una parte, los informes del marqués de Denia, a quien había confirmado en su cargo de guardián de la reina Juana y de la infanta Catalina, era que la Reina seguía en sus desvaríos, que los comuneros habían tratado de comprometerla en su causa, aunque sin lograrlo, y que también lo habían intentado con la Infanta. Evidentemente, de ello no se podía culpar a la pobre Reina, pues si se la consideraba incapacitada para gobernar, dada su atonía de voluntad y sus continuos desvaríos, tampoco se la podía acusar de súbitas ambiciones ni de participar en las conjuras comuneras.
Otra cosa era la responsabilidad que podía caber a la Infanta. Sobre ella, el marqués de Denia había lanzado graves acusaciones, y de forma que el César debería recriminarla con la mayor severidad, para que apartase de su lado a los malos servidores y para que ella, al fin una muchacha, siguiera los consejos de los leales al Emperador, de modo que dejara de ser una joven voluntariosa e hiciera caso a quienes debía:
… y que ha de hacer todo buen allegamiento y tratamiento a los que han sido vuestros buenos servidores y han de estar apartados de su gracia los que no lo han sido…[504]
Con tales advertencias, Carlos escribió una carta en los tonos más duros a su hermana. Y Catalina acusó el golpe, doliéndose por tal afrenta. Y con una valentía grande para lo que podía esperarse de sus catorce años, replicó al Emperador:
Yo sé que a V. M. han escrito que le deserví en tiempos que la Junta [comunera] estuvo en Tordesillas…
Al punto, Catalina aludiría a la afrentosa carta recibida:
… V. M. me escribió sobrello más recio de lo que yo merescía…
¿Era culpable la Infanta? Hoy sabemos que el marqués de Denia, acaso para hacerse el insustituible, tergiversó los hechos. En realidad, tanto él como la Marquesa, tiranizaron a aquellas dos pobres mujeres: el Marqués a la reina Juana, la Marquesa a la Infanta. De entrada, la Reina era maltratada, incluso de obra, como el propio Marqués confesaría, pues no dudaba en aplicarle «premias»; y ya sabemos lo que eso suponía, en términos del tiempo. Y en cuanto a la infanta Catalina, todavía una muchacha, que estaba entrando en la adolescencia, la Marquesa la trataría como si se hubiera convertido —ella, la Marquesa— en una mala madrastra de los cuentos infantiles; la despojaba de sus mejores vestidos y joyas, aun de los que la Infanta recibía de su hermano, y la menospreciaba en público, posponiéndola a sus propias hijas.
Ya hemos visto como Catalina logró burlar la vigilancia del marqués de Denia, mandando su queja a Carlos V en diciembre de 1521; pero lo que no pudo evitar fue que los espías que el Marqués tenía en la Corte le comunicaran lo que había pasado. Presionado por ello, y para contrarrestar aquellas denuncias, el Marqués se decidió a jugarse el todo por el todo, escribiendo personalmente al Emperador: sabía que la Infanta estaba quejosa del trato que recibía, tanto por parte suya como por la de la Marquesa, su mujer, y pudiera tener razón, pero todo había sido por servir al Emperador. En suma, aquellas prisioneras de Estado no podían tener otro trato. Si a la Reina se la apartaba, por ejemplo, de los corredores, era porque al punto se disparaba dando grandes voces, llamando a los guardas y amenazando de muerte a unos y a otros.
Ante tales escándalos, ¿qué podía hacerse?
Así que estando S. A. en esta disposición, V. M. puede ver lo que conviene a su servicio y lo que pasamos los que aquí estamos… En suma, por servir mejor al Rey le caían esas denuncias:
Si algo se ha dexado o se dexa de hacer en contentamiento de S. A. ha sido por servir a V. M. y a S. A., y así espero en Dios que cuando S. A. [la infanta Catalina] tenga más edad, lo conocerá[505].
Hábilmente, el Marqués presentaba al Emperador la situación como el resultado inevitable de aquella prisión de la Reina, como un auténtico problema de Estado. Pero Carlos V pudo sospechar que abusaba de su privilegiada situación y que no faltaba razón a la Infanta para quejarse.
En esas circunstancias, era obligado presentarse cuanto antes en Tordesillas. Carlos V tenía que ver con sus propios ojos lo que allí estaba ocurriendo.
Y de ese modo, a los pocos días de llegar a Valladolid, dispuso su visita a la villa del Duero. El 2 de septiembre salió temprano de Valladolid, y tanto que a mediodía estaba comiendo en Tordesillas. Regresaría a Valladolid dos días más tarde.
Sin duda, poco tiempo. Lo justo para tener una información directa, para tomar algunas medidas que aliviasen la situación, sobre todo de su hermana, y para tener allí, el 3 de septiembre, unos solemnes funerales en memoria de su padre, Felipe el Hermoso.
Pero no sabemos nada más. No tenemos ninguna referencia precisa de lo que allí trató con los Marqueses ni de qué forma consoló a su hermana. Mas algo se fue fraguando en su ánimo: Catalina debía tener otro destino.
Así se fue incubando el que Catalina se convirtiera en reina de Portugal.
En cuanto a doña Juana, la Reina, su situación seguía siendo la misma, o incluso peor, tras las desvanecidas esperanzas de vivir en un régimen de más libertad, como había ocurrido durante aquellos cien días en los que los comuneros habían irrumpido en Tordesillas. El cronista Sandoval refleja bien la situación, cuando comenta la breve visita de Carlos V:
A los días de Septiembre, siete después que entró en Valladolid, fue el Emperador a visitar a su madre la reina doña Juana, que estaba en Tordesillas, y con mucha humildad le besó la mano…
Y añade, como para justificar la breve estancia de Carlos V en Tordesillas:
Volvió a Valladolid [el Emperador], a 7 de Septiembre, que la Reina no estaba más tratable>[506].
No estaba más tratable la Reina, esto es, seguía con sus desvaríos, lo que forzaría a Carlos V a mantenerla en su reclusión. Ahora bien, para velar por que se las tratara dignamente, incrementaría sus visitas a Tordesillas. Y que algo fue consiguiendo, se aprecia en la información mandada por el Marqués, como en la carta escrita a Carlos V desde Tordesillas el 10 de mayo de 1531, en la que dedica este párrafo a doña Juana:
La Reina, nuestra señora, está muy buena y, con toda su enfermedad, se huelga de que digo a Su Alteza que V. M. está con salud y prosperidad. Muy ocupada ha estado estos días en ensartar cuentas de su propia mano para rezar. Plega a Nuestro Señor encamine y ayude a Su Alteza para esta obra y para todas las que convienen para su salvación. Está Su Alteza muy buena de servir; tanto, que ya es poco el servicio que yo aquí hago a V. M. Hame mandado que le haga hazer algunos crucifixos de oro para sus cuentas; esto, y todo lo que es servicio de Su Alteza, se haze, y lo que se dexa de hazer es por más servir. Yo tengo y terné del servicio de Su Alteza el cuidado que V. M. manda, aunque no tanto quanto yo debria y soy obligado[507].
Evidentemente, estamos ante un mensaje teñido de rosa, hecho por un servidor del Rey que desea tenerlo contento; tanto más cuando que en esa misma carta el marqués de Denia le pide al César una merced para un hijo natural, clérigo, letrado «y virtuoso, y aunque yo no haya sido en tenelle, él es qual V. M. quiere que sean los que siguen el camino de la Iglesia». Pero es un testimonio importante, porque nos prueba, sin lugar a dudas, que esa buena situación era la que Carlos V trataba de conseguir para su madre.

Capítulo 3
Las Cortes de 1523

De regreso a Valladolid Carlos V debió afrontar varios asuntos urgentes. Estaba, en el plano internacional, la guerra con Francia, muy viva sobre todo en la región del Milanesado y en el País Vasco, donde los franceses seguían ocupando Fuenterrabía. Estaba la necesidad de recuperar las buenas relaciones con el papa Adriano VI, bastante deterioradas a consecuencia del poco tacto del embajador don Juan Manuel. Urgía convocar las Cortes de Castilla, para obtener recursos con los que financiar la guerra, así como para restablecer el diálogo con las ciudades castellanas, superando la grandísima crisis política abierta por la rebelión comunera. Y, por supuesto, en relación con esto tenía ante sí Carlos V un primer problema a resolver, una primera cuestión planteada: la pacificación del Reino.
Por lo tanto, el perdón general.
Además, y en su ánimo eso pesaba y no poco, había otras cuestiones que día a día iban surgiendo, como las mismas familiares. Carlos V no podía olvidar que en la próxima corte de Lisboa estaba su hermana mayor, la reina doña Leonor, reina viuda, puesto que en 1521 había muerto su marido el rey don Manuel el Afortunado. Carlos V quiere tenerla a su lado y la llama. Doña Leonor obedece, dejando en la Corte lisboeta a su hija María, una criatura que solo tenía un año; abandono de las obligaciones maternas que no deja de sorprender, pero que hay que encuadrar en el marco de las otras obligaciones, las dinásticas, que sentían aquellos personajes.
Acaso hubo otra razón, si era cierto el rumor que corría por la Corte: el nuevo rey de Portugal, Juan III, se había enamorado de su madrastra y le había hecho un hijo. Dantisco, el embajador polaco, se hacía eco de ello:

No sé qué hay de cierto —escribiría al rey de Polonia— en un rumor que corre sobre Leonor: que está embarazada de su hijastro[508].
Era como si el drama de Medea y de su hijastro Hipólito renaciera en la Casa de Austria.
Notable fue la llegada a la Corte de aquel prisionero de Estado que Fernando el Católico había encerrado en el castillo de Játiva, y al que los agermanados, en las horas más altas y virulentas de su rebelión, habían querido liberar, haciendo incluso planes sobre su futuro, con proyecto de boda incluido, nada menos que con Juana de Castilla. Se trataba del duque de Calabria, aquel noble napolitano con derechos al reino de Nápoles, que a principios de siglo había sido apresado por el Gran Capitán y enviado a España, siguiendo las órdenes de Fernando el Católico. Que el duque de Calabria rechazase, no ya solo aquellos fantásticos planes políticos, sino también su propia libertad recibida de unos rebeldes al Rey, tenía que impresionar a Carlos V, con su sentido caballeresco de la existencia, incluida la propia esencia del poder.
Y de esa forma, el duque de Calabria sería muy bien acogido por el Emperador. Carlos V lo recibió con mucha honra, poniéndole casa y dándole renta.
Es más, como doña Germana de Foix había enviudado de nuevo, ordenó su boda con la reina viuda, haciendo a los dos virreyes de Valencia[509].
Pero, evidentemente, la cuestión que más afectaba a Carlos V era la pacificación del Reino. Cumplidas las últimas ocho ejecuciones sobre los cabecillas presos en Simancas y la Mota de Medina, procedía ya proclamar el perdón general para el resto de los implicados. Era una amnistía en cuanto al delito de rebelión contra la Corona, del que se exceptuaban cerca de trescientos comuneros (293, exactamente), en su mayoría escondidos o fugados. Ese sería el perdón general, del 1 de noviembre de 1522. Más adelante, buen número de los exceptuados lograrían la remisión de su culpa mediante composición por penas pecuniarias. En 1525 hubo nueva amnistía de que se beneficiaron cerca de 40 comuneros, ampliada dos años más tarde con motivo del nacimiento del príncipe heredero. En total, fueron 23 los ejecutados, a los que había que añadir otros 20 que murieron en prisión[510].
De entre los cerca de 300 exceptuados del perdón imperial, la mayoría buscaron la salvación en la fuga, quienes en el vecino reino de Portugal —como María Pacheco, la viuda de Padilla—, quienes hasta en la lejana Viena, confiando en la protección de Fernando[511]. A María Pacheco, como la más notoria rebelde, la justicia imperial trató de castigarla, pidiendo a Juan III su entrega, a lo que el Rey portugués se negó noblemente. En cambio otro noble allí refugiado, el conde de Salvatierra, regresó a España confiando en ser perdonado, en lo que se engañó, muriendo en prisión[512].
De lo que no escaparían ya sería a la otra muerte, tan dura para la nobleza del Quinientos: a la pérdida de la gracia del Rey. Todavía entrado el reinado de Felipe II seguiría teniéndose en cuenta el estigma de haber sido antiguo comunero.
Pero eso era comprensible. Y como la represión había sido benigna, y como Carlos V rechazó la otra, la que algunos de sus consejeros querían aplicar colectivamente a las ciudades más señaladas (como quitar las ferias a Medina del Campo, la Chancillería a Valladolid o la Universidad a Salamanca), pudo hablarse de pacificación del Reino. En ese ambiente fueron convocadas las Cortes castellanas, para afrontar los graves problemas derivados de la guerra con Francia.
Las Cortes se abrieron en Valladolid la víspera de Santiago[513] , el 24 de julio de 1523. Carlos V tenía necesidad de celebrarlas antes de ponerse en camino para Navarra. Hasta entonces, permaneció siempre en la villa del Pisuerga, salvo algunas breves escapadas a los alrededores como a Cigales, y sobre todo, a Tordesillas, donde volvería a visitar a su madre y a su hermana Catalina otras tres veces aquel año de 1523: del 9 al 15 de mayo, del 13 al 14 de junio y otra vez en ese mes entre el 18 y el 21[514].
Y para esas frecuentes visitas solo cabe una explicación: el Emperador vigilaría directamente el trato que recibían su madre y su hermana pequeña, que al menos en ese año no se verían tan abandonadas. Lo cual se correspondía con su mentalidad caballeresca, pues no en vano era también el caballero de la Orden del Toisón de Oro que tenía entre sus lemas la protección de las viudas y de las huérfanas desamparadas.
Y de cara a las Cortes castellanas, cualquiera podría creer que Carlos V no tropezaría ya con ninguna resistencia seria. Después de la derrota de Villalar, después del fracaso de la Junta comunera por aquella reforma constitucional que hubiera puesto a las Cortes incluso por encima de la Corona y bajo la impresión de que cualquier enfrentamiento con el vencedor podría ser fatal, todo hacía prever que aquellas Cortes, o por mejor decir, aquellos amedrentados procuradores se mostrarían sumisos ante el poder ejecutivo, votando dócilmente todas sus indicaciones.
Nada más lejos de la realidad. Y hasta tal punto que Carlos se vería obligado a comparecer personalmente en su seno, lanzándoles un vehemente discurso que es una de las manifestaciones más interesantes donde queda plasmada su personalidad; un discurso que hay que poner al lado del que había hecho en la Dieta de Worms de 1521, para enfrentarse a Lutero, o de los que después haría —cierto, con mayor resonancia, encontrando más eco— en 1536, ante el Papa en la misma Roma, o en 1555 ante los Estados Generales, en Bruselas.
De momento, al inicio de sus sesiones, las Cortes castellanas de 1523 pudieron oír un largo discurso preparado por Gattinara, como canciller del Imperio, aunque a buen seguro que bien asesorado por los consejeros castellanos del Consejo Real, dadas las frecuentes alusiones a la historia reciente de Castilla.
Y una primera cosa para el recuerdo, un primer punto de reflexión: se trataría del discurso de la Corona más largo de todos los que se leerían en las Cortes carolinas. Lo cual quiere decir que el Consejo Real —y por ello, Carlos V— algo debían saber en cuanto al espíritu de oposición que reinaba en aquellas Cortes; de ahí que se emplearan tan largos razonamientos para convencer a sus procuradores.
El discurso estaba encaminado a conseguir el tradicional servicio de las Cortes al Rey que se libraba cada tres años. Esos se habían cumplido, puesto que las últimas Cortes celebradas lo habían sido en mayo de 1520. Es, por supuesto, un acto de propaganda interno, para dejar bien claro ante la opinión pública que la guerra, que al presente castigaba a la Monarquía, no había sido por planes belicistas del Emperador, sino por las malas artes del rey galo, envidioso de la grandeza de Carlos V. Se trata, pues, de presentar a un César amante de la paz, y para ello se hace un recuento de los grandes acontecimientos habidos en aquel trienio en la Cristiandad. No se olvida en el discurso la referencia al último desastre sufrido con la pérdida de la isla de Rodas, tomada por el Turco en 1522, como tampoco se omite la alusión a las últimas alteraciones de las Comunidades, lo que dará pie a resaltar la clemencia imperial. Y en cuanto al esfuerzo desplegado en la guerra, se recuerda que Castilla no era la única en ayudar al Rey-emperador; otro tanto habían hecho los súbditos de los Países Bajos, para financiar los gastos de la coronación imperial en Aquisgrán, y el Imperio, para poner en pie de guerra un notable ejército contra los franceses.
Esto, en cuanto a sus trazos principales. Un análisis más detenido del discurso nos permite adentrarnos de lleno en aquella hora del mundo carolino, a mediados de julio de 1523.
De entrada, se hace hincapié en la sagrada figura del César. Nada de mandatarios de la república, nada que sonara a lo que los procuradores castellanos habían proclamado en 1518: que el Rey era su mercenario y que existía un contrato callado entre el Rey y el Reino. Aquello de
… mire V. A. si es obligado por contrato callado a los tener e guardar justicia…[515] Todo lo contrario. El canciller imperial Gattinara declararía expresamente, desde un principio, el origen divino del poder real. Los reyes no eran puestos por los pueblos, sino por el mismo Dios:
Bien sabéis que los reyes y príncipes fueron instituidos y ordenados de Dios nuestro Señor en la tierra…
Eso sí, ambas concepciones políticas coincidían en algo, pues en uno y otro caso se proclamaba que los reyes tenían obligaciones para con su pueblo. Si los procuradores castellanos de 1518 hablaban de justicia, no quedaría más atrás Gattinara en 1523:
… fueron instituidos… para regir y gobernar sus reinos y mantener sus pueblos en justicia y paz…
Y, con una expresión poética, reforzaría la imagen de la intervención divina: la mano de Dios entraba en el corazón de los reyes. O por decirlo con las propias palabras del discurso:
… tomó el Señor en su mano el corazón de ellos…
Un mismo objetivo, pues: la paz y la justicia. Pero un muy distinto origen del poder, y aquí veremos que acabará centrándose el forcejeo entre el Rey y el Reino, entre Carlos V y aquellas Cortes castellanas de 1523.
A continuación se toca el punto más espinoso: el de las alteraciones comuneras. Y se hace con gran habilidad, aludiendo más a lo que habían sufrido los súbditos leales, y recalcando la otra virtud que debían tener los reyes: la clemencia. De forma que el Emperador lo había resuelto todo:
… con aquella clemencia, humanidad y mansedumbre que a tan justo rey pertenece…
De ese modo, los buenos súbditos, «sosegados sus corazones», sabían lo que tenían que hacer, pues en definitiva, Carlos amaba a Castilla y Carlos era amado por los castellanos. Y un Reino así pacificado podía entender y atender a los problemas pendientes, para ayudar a su buena solución.
Los problemas pendientes, y el más grave el de la guerra con Francia. Pero dejando bien sentado que no por haberla querido el César. Carlos amaba la paz, buscaba la paz, anhelaba la paz en la Cristiandad. Y eso era lo primero que se quería dejar bien sentado:
… quiere y manda S. A. que se os den a entender dos cosas: principalmente, la primera demostraros cómo S. M. siempre, desde su bienaventurada sucesión en estos Reinos, ha entendido y procurado la paz general en toda la Cristiandad…
No se podía negar que la Monarquía estaba en guerra con Francia, pero no por culpa del César:
… cómo de las guerras presentes no ha sido ni es la causa…
A continuación Gattinara hace un largo y detallado informe de todas las peripecias de la vida internacional, desde que Carlos V se había proclamado rey, subrayando sus continuos intentos por guardar la paz en la Cristiandad, siendo uno de los principales firmantes del Tratado de Londres de 1518 propugnado por el papa León X, cuyo quebrantamiento, de tan graves consecuencias, solo cabía achacar a las ambiciones del rey de Francia, pese a que una y otra vez intentara Carlos apaciguar sus cóleras
… con buenas y dulces respuestas y palabras… Hay aquí una conexión con los anteriores discursos carolinos ante las Cortes de Castilla: si Carlos V quería la paz de la Cristiandad era no solo para que sus Reinos viviesen en orden y sosiego, sino también para poder mejor continuar la guerra contra el infiel, siguiendo la huella marcada por los Reyes Católicos. Estamos, sin duda, ante uno de los puntos más interesantes del discurso de Gattinara:
… porque con ella —la paz— Su Alteza teniendo la Cristiandad en unanimidad y conformidad, viviese gloriosamente en estos sus Reinos y de ellos mejor pudiese entender en las cosas tocantes a la exaltación de nuestra santa fe católica y conquista de los infieles africanos, enemigos de ella y de estos sus Reinos…
Eso era tanto como vincularse a la consigna dejada por Isabel la Católica en su Testamento:
… e que no cesen de la conquista de África e de pugnar por la fe contra los infieles…[516]
Palabras que se esperaba, por tanto, que fueran bien escuchadas por las Cortes castellanas.
En el discurso aparecen otras notas de la concepción política carolina: su mandato no era arbitrario, ateniéndose al dictamen de los miembros de su Consejo regio. Además, aparece su idea de que debía ir a todas las partes de sus Reinos, tanto por conocerlos como porque lo conocieran:
… y así quisiera S. M., luego acabadas las Cortes, discurrir particularmente por todas las ciudades principales…, por conocer y ver su grandeza [y] darles a entender por su real persona el grande y entrañable amor que les ha tenido y tiene, y porque ellos asimismo vieran y conocieran a S. M., y con la vista de su real persona, que tan cara y tan deseada tenían, recibieran alegría y consolación…[517]
Se pedía el apoyo de las Cortes castellanas, y para alentarlas, se mencionaba expresamente lo concedido por los otros Reinos; así, al Imperio había votado el pago de un ejército de 20.000 soldados y 4.000 caballos por medio año, lo que había permitido al conde de Nassau, como capitán general del ejército imperial, combatir a Roberto de la March y a los otros enemigos del Emperador. También los Estados Generales de los Países Bajos le habían servido anteriormente con un millón de florines
… para ayuda de los gastos de su coronación… Lo cual se decía para que las Cortes castellanas entendieran que no habían sido las únicas a la hora de pagar la coronación imperial en Aquisgrán.
Y en cuanto a la guerra con Francia, se relataban los más importantes enfrentamientos tenidos en la frontera de los Países Bajos, en el Milanesado y en Navarra, sin olvidar el revés sufrido con la ocupación de Fuenterrabía. La villa ahora conocida por Hondarribia, era entonces considerada como una plaza de España, y como tal, por la que el Emperador lamentaba su pérdida, a la que no se resignaba:
… cosa que S. M. sintió mucho y siente y sentirá más que ninguna cosa, hasta la recobrar…
Y más adelante se insiste de nuevo:
y teniendo, como tiene fija y asentada en su corazón y pecho real la pérdida de Fuenterrabía, en la recuperación de la cual siempre se desvela y piensa…
Y todavía, a las postres ya del discurso de la Corona:
… por manera que con el ayuda de Dios nuestro Señor espera S. M., no solo de refrenar los ímpetus del dicho rey de Francia y tomar a Fuenterrabía, que por la honra suya y destos Reinos tanto deseaba…
También se reitera la preocupación de Carlos V por satisfacer a Castilla y cumplir su palabra de volver a ella antes de los tres años de su partida, tal como había prometido en las Cortes de Santiago de 1520; quedando aquí constancia de que Carlos V entendía que era preciso hacerlo así para que no tornaran las graves alteraciones comuneras. Y así, cuando en 1521 se le instaba a ir a Italia, para ser coronado por el Papa —lo que le hubiera permitido además visitar sus reinos de Nápoles y Sicilia y organizar el socorro de Hungría, tan amenazada por el Turco— no lo quiso hacer, por el peligro que entrañaba el dilatar su regreso a España:
… de que los malos tomarían osadía y atrevimiento para continuar sus yerros…
Cuáles yerros eran esos, bien se podía entender. Carlos no olvidaba todo lo que había pasado en Castilla, a poco de su partida:
…, acordándose de los trabajos y fatigas que habían recibido [los súbditos de Castilla], en las alteraciones y movimientos pasados, y que aquellas crecerían si con su breve venida no lo remediase…
Por lo tanto, si importante era su coronación en Roma, su visita a los reinos de Nápoles y Sicilia y en especial el socorro a Hungría, aún lo era mucho más la pacificación de Castilla. ¿Y por qué? Porque Castilla era la base y el fundamento de toda su grandeza. Y así, de nuevo el discurso de la Corona, como años antes lo había hecho el obispo Mota, ahora por boca de Gattinara, volvería a cantar a Castilla, pues el Emperador:
… teniendo, como tiene, a estos Reinos por cabeza, la grandeza y fuerza y poder de los cuales basta, no solo para sostener los otros que Dios le dio, mas aún para ganar otros de nuevo, y en acrecentamiento de nuestra santa fe católica poner plus ultra sus columnas…[518]
Como se ve, un intento de atraerse a los procuradores castellanos, halagando su orgullo nacional. Y no se olvidaba Gattinara de destacar lo mucho que Carlos V había hecho por su hermano Fernando, dejándolo como su lugarteniente en el Imperio y haciéndole señor de
… todos los Estados y señoríos que S. M. tenía en ella[519], que son seis títulos de archiduque y duque[520] y muchos marquesados y condados y baronías y señoríos… Todo ello con una renta de 800.000 florines de oro, amén de otros 60.000 ducados que le había asignado en el reino de Nápoles, y dejándole el servicio de armas que la Dieta imperial le había otorgado.
Asimismo, vuelve al final en su discurso Gattinara sobre las Comunidades, para hacer hincapié en el perdón general concedido por Carlos V, aunque reconociendo que con algunas limitaciones:
… en cierta manera…
Era una buena medida para tranquilizar a los castellanos:
… porque los corazones de sus súbditos estuviesen quietos y seguros de los yerros pasados…
Seguros, esto es, que no serían ya castigados, porque el César ya no tendría memoria de aquello:
… para siempre jamás nunca se acordará de ellos, lo puso en olvido…
Y había una razón: no había sido traza humana, el demonio lo había provocado. Es esta una notable explicación propia de aquella mentalidad, y que sin duda ayudaba a solucionar espinosos conflictos, como el de aquella rebelión, dejando a salvo la lealtad de los súbditos. Para ello, nada como echar todas las culpas al espíritu maléfico:
… porque S. A. tiene que aquellos [alborotos] fueron hechos por persuasiones y sugestiones diabólicas y falsas de algunas personas particulares…
Unas pocas personas, ganadas por el demonio, eran las que habían engañado a las buenas gentes de Castilla. Castigadas aquellas, desengañadas estas, volvía a renacer la armonía entre el Rey y el Reino.
Finalmente, y en la extensa relación de las cuestiones internacionales, Carlos V no podía silenciar el penoso resultado de que la Cristiandad estuviese en aquella fratricida guerra, bien aprovechada por el Turco para apoderarse de Rodas. Ese había sido el suceso más destacado del año anterior, llorado por toda la Cristiandad, porque Rodas suponía el antemural en pleno Mediterráneo oriental, para que las fuerzas del Turco no se arrojaran sobre Italia. Carlos V había intentado su socorro, ordenando al virrey de Nápoles que así lo hiciera, y pidiendo al nuevo Papa, Adriano VI, que lo apoyara.
Todo en vano:
Así Rodas, por falta de socorro se perdió, en gran daño y vergüenza de toda la Cristiandad…
Y aún había más, porque Adriano VI, a la vista de aquel lamentable suceso, había pedido a los reyes cristianos que acordasen al menos una tregua de tres años, a lo que tanto Enrique VIII de Inglaterra como Carlos V habían accedido, siendo en cambio rehusada por Francisco I de Francia, que confiaba entonces en adueñarse de Sicilia.
Por lo tanto, la guerra seguía, aunque fuera muy a pesar del Emperador. Y así las cosas, y dado que era preciso defender la Monarquía y recuperar Fuenterrabía, era por lo que se pedía a las Cortes que concedieran el servicio acostumbrado,
… como siempre habéis hecho con S. A. y con los reyes sus antecesores y progenitores…[521]
Bien podría creerse que, después de tan largo como elocuente discurso, aquellos procuradores, bajo los efectos además de la derrota de Villalar, aprobarían al momento y por unanimidad el servicio pedido por el Rey.
Todo lo contrario. Vamos a asistir ahora a un forcejeo increíble entre Carlos V —o sus mandatarios— y las Cortes, entre el Rey y el Reino. En vano Gattinara se había referido también a los otros esfuerzos del Emperador por el buen gobierno de Castilla: el cuidado de las fronteras, la recta administración de la justicia, la adecuada selección de las figuras para cubrir las vacantes en el gobierno central y territorial, e incluso algo que era muy popular: el ahorro en los gastos de la Corte. Sin faltar además la regia promesa de que en un plazo breve, a lo más de veinte días, la Corona daría su respuesta a las peticiones y quejas que formulasen las Cortes.
Y, sin embargo, tanto esfuerzo no fue bastante. Lo primero que hicieron aquellos procuradores fue nombrar una comisión de seis de sus miembros para que pidiera a Carlos V que ante todo diera respuesta a los capítulos que habían aprobado, de acuerdo con los poderes que tenían de sus ciudades, después de lo cual se reunirían para votar el servicio. Por lo tanto, lo primero que la Corona atendiese a sus quejas. Su portavoz sería el licenciado Juan Rodríguez de Pisa, procurador por Granada. En su intervención ante Carlos V le rendiría homenaje, le tributaría las mayores alabanzas, pero a la postre le hizo saber que las Cortes tenían mal recuerdo de lo que había ocurrido en 1520, en las celebradas en Santiago y terminadas en La Coruña. Y también Rodríguez de Pisa aludiría a las anteriores alteraciones de las Comunidades, para señalar valientemente al Emperador que lo primero que la Corona debía hacer para evitar tamaños males, era tener contentos a los pueblos con buen gobierno y con oportunas mercedes; y siendo esto así, lo debía ser también que el César atendiera la petición de las Cortes, dando justa respuesta a las peticiones y agravios que se le presentaban. Después de eso, el votar el servicio se haría de inmediato, como correspondía a súbditos fieles y leales.
Situación inesperada. Y fue entonces cuando se produjo la reacción del César que sorprendió a su vez a todos, por su espontaneidad y viveza. Vamos a asistir a uno de aquellos discursos personales del Emperador que más nos ayudan a comprender su personalidad. Y tan vivo es que nos da la impresión de estar escuchando al propio Carlos V, como si el escribano de las Cortes, Francisco Salmerón, hubiera sido capaz de recogerlo taquigráficamente.
Con un tono personal y un estilo directo, Carlos V hablaría a las Cortes al día siguiente de su convocatoria, y de este modo:
Yo amo y quiero tanto estos Reinos y los súbditos y vasallos dellos como a mí mismo, y con este amor a los procuradores que estáis juntos en esta villa, se os dijo ayer particular y generalmente todas las cosas que oisteis, que creo que nunca jamás se dijeron en ningunas Cortes tan especificadamente, y por ellas habéis entendido las necesidades que se han ofrecido, por donde me he movido a juntar Cortes; y en verdad que desde que desembarqué en Santander me determiné de hacellas, para proveer las cosas que cumplen al bien de todos estos Reinos, y con otras grandes necesidades que han ocurrido, no lo he podido hacer más presto. Yo quisiera excusarme de pediros servicio, porque querría levar a todos los pueblos de los gastos que fuese posible, a deseo de aumentarlos y acrecentarlos; pero como os es notorio, por inducimiento de algunos malos que fueron ocasión de los levantamientos pasados, hánseme ofrecido tan grandes gastos y costas como sabéis, y por esto no me he podido excusar dello; ayer os hablé pidiéndoos el servicio, y ahora quiero pediros, y pues es el primer consejo que os pido, yo os ruego que me le deis bueno, como de vosotros espero; ¿cuál os parece que sería mejor; que me otorgaseis luego el servicio, pues como ayer os lo prometí y ahora de nuevo os lo prometo, yo no alzaré las Cortes hasta haber respondido y proveído todas las cosas que me pidiereis, como sea justo y más cumpla al bien de estos Reinos, y que parezca que lo que proveo y las mercedes que hiciere, lo haga de mi buena voluntad, o que primero os respondiese á los capítulos que traéis, y se dijese que lo hacía porque me otorgaseis el servicio? Y pues sabéis que siempre se acostumbra hablar primero en lo del servicio, y así se hizo con los Reyes mis antecesores, no es justo que pierda la costumbre que hallé; en cuanto a esto les quiero parecer y pasar adelante, y hacer mejores mercedes a estos Reinos, de lo que no podéis tener duda ni lo podéis juzgar hasta ver el fin, y si así lo hiciere me besaréis las manos, y si no, nunca más me creáis. Y pues yo os amo tanto como los Reyes mis predecesores, y como os he dicho, deseo hacer todo bien y merced a estos Reinos, ¿por qué se hará conmigo tan gran novedad? A mí no me va nada en que otorgaseis el servicio de aquí a tres u ocho días; pero por las causas que os he dicho y porque no hay ninguna cosa que todos no lo sepan, y viniendo esto a noticia de los Príncipes, así del Turco como de cristianos, para mi reputación parecería muy mal, que no se hiciese conmigo lo que se ha hecho siempre con los otros Reyes mis predecesores, y los malos se holgarían y tendrían ocasión de decir que lo que os concediere y otorgare lo hago porque me deis el servicio; no me parece que lo debéis hacer, y pues las necesidades que a esto me mueven fueron causa de muchos males, vosotros, que sois buenos y leales, las remediéis haciendo lo que debáis, como yo de vosotros espero[522].
Como puede verse, Carlos V basaba su razonamiento en dos puntos sobre todo: en que se haría novedad si primero la Corona atendía a las peticiones de las Cortes antes de recibir el servicio, y que además, si tal se hiciera, sería con grave perjuicio de su prestigio:
… para mi reputación parecería muy mal…
A buen seguro que Carlos V creyó que su intervención, tan personal, acabaría venciendo la oposición de aquellos procuradores, y en eso se equivocaría. Sería preciso que las Cortes se reunieran otras tres veces, por orden de Gattinara, para que al fin cedieran, votando el servicio que les pedía el Emperador. Eso sí, consiguiendo de Carlos V que sus peticiones se leyeran públicamente, como ocurrió en la plaza de Zocodover de Toledo, el 15 de septiembre de aquel año de 1523.
¿Qué pedían sustancialmente aquellas Cortes castellanas de 1523, las primeras después de Villalar? En política interior, que Carlos V castellanizase su Casa y Corte, afincándose de una vez por todas en Castilla, casándose con princesa portuguesa y reservando todos los oficios del Reino para sus naturales; una renovada Corte castellana en la que se hiciese buena la promesa carolina de reducir sus gastos. Y en cuanto a política exterior, que se sujetase a dos principios fundamentales: paz en la Cristiandad y guerra con el infiel, en particular contra los corsarios berberiscos que tanto atemorizaban en el Mediterráneo.
En general, pues, coincidiendo con lo que Carlos V ya había prometido en el discurso de la Corona, a través de Gattinara.
Salvo en un punto. Pues en cuanto a que castellanizase su corte, Carlos V se mostraría tajante:
A esto vos respondemos que, pues no conviene hacer apartamiento de los miembros que Dios quiso juntar en un cuerpo, entendemos, como es razón, de servirnos juntamente de todas las naciones de nuestros Reinos y señoríos, guardando a cada uno de ellos sus leyes e costumbres[523].
Carlos, el Señor de los Países Bajos, el rey de tantos reinos hispanos e italianos, el Emperador de la Cristiandad, no podía responder de otro modo. Si acaso, podía aumentar la representación castellana, como la pieza más destacada. Pero nada más.
Y de ese modo, con respuesta tan sincera, Carlos V demostró otra vez que era el Emperador de la Europa cristiana.
Todo un Emperador para Europa.

Capítulo 4
Una guerra que no cesa: Pavía

A lo largo de su reinado Carlos V verá cómo se encadenan las guerras con Francia, casi todas bajo el signo de su rivalidad con Francisco I, pero sin que la muerte de su rival supusiera el final de aquel largo conflicto entre los dos países. Por eso, antes de relatar aquel incesante batallar, es necesario hacernos unas reflexiones previas. Y la primera cuestión, si es que para algo sirve la Historia, debiera ser preguntarnos si pudo evitarse la guerra; o, para no caer en descripciones futuribles, de qué forma se produjo el estallido, de modo que nos pueda servir para eludir situaciones similares. Porque una entrada sin más en el relato de las acciones bélicas parece que es la peor educación que pueda darse al lector. La brillante historia de las heroicas victorias es la mejor manera de preparar el ánimo para futuras guerras.
Con lo cual tenemos ya un resultado: la formación de aquellos príncipes descansaba, en gran medida, en los relatos de una historiografía triunfalista, en la que se destacaban las acciones bélicas de los grandes capitanes de la Historia, empezando por los de la Antigüedad, desde Alejandro el Magno hasta Aníbal o Julio César. Y en esas condiciones, aquellos jóvenes príncipes cuando alcanzaban la hora de las decisiones regias, estaban deseando adquirir fama y prestigio con alguna acción sonada. Así es cómo acomete Francisco I en 1515 su invasión del norte de Italia, y así es cómo celebra su primera victoria en Marignano, a poco de ascender al trono de Francia.
No menos ansioso de la gloria militar andaba Carlos V; si acaso, bajo una cierta influencia de la corriente erasmista, tan fuerte en sus Países Bajos natales en los principios de su reinado, sueña con canalizar esos afanes bélicos hacia una gran Cruzada, en la que él, como Emperador, acaudillara a la Cristiandad en una guerra santa contra el Islam. Y eso es lo que le daba un tono de elevación moral sobre su adversario; pues al contrario, para Francisco I la alianza con Turquía se alzaba como una necesidad, a fin de contrarrestar mejor el poderío alcanzado por el Emperador. De esa forma, la paz resultaba inviable. No podía serlo cuando los mismos pueblos no la reclamaban. Sería preciso que la guerra estallase una y otra vez, con sus secuelas de miserias, de destrucción, de hambres y de muertes, para que se oyesen voces, y más que voces, como el clamor popular por una paz entre Francia y España. De ahí que, cuando al fin se firma la que parecía duradera, la de Chateau-Cambresis, se produjera aquel estallido de júbilo bien reflejado en el nombre que el pueblo español dio a su nueva soberana, a la que llegaba de Francia como prenda del fin de la guerra: Isabel de la Paz.
Pero para que llegara ese momento sería preciso casi cuarenta años de guerras, que superarían incluso la vida del César.
¿Presintieron los hombres de aquel tiempo el cúmulo de males que se les echaba encima? Es difícil de saber. Un reflejo encontramos en Sandoval, si bien con la perspectiva de quien escribía medio siglo después de aquellos sucesos. Pero es digno de recoger aquí su reflexión, que acredita su historia carolina como algo más que una crónica del reinado del Emperador:

Quieta estaba la Cristiandad en Europa —nos dice— y con grandes esperanzas de una larga paz, de un siglo feliz y bienaventurado.
Esas eran las perspectivas, hacia 1520. Pero, ¿qué había ocurrido?
Mas la inconstancia de la vida humana en un punto lo alteró, inquietando el mar de pensamientos de los príncipes y repúblicas cristianas con tan larga tempestad de continuas y sangrientas guerras, que duraron todos los días del Príncipe que escribimos, que fueron casi cuarenta años, en que murieron más de quinientos mil personas, la flor de España…[524] Por lo tanto, la guerra entre Francia y España como la gran desgracia, y eso es lo primero que hay que anotar.
Para Carlos V era, además, continuar la última tenida en España, a causa de las alteraciones de las Comunidades de Castilla y los movimientos sociales de las Germanías de Valencia y Mallorca. Tal coincidencia ya la había constatado el Emperador, en especial en cuanto a los contactos entre Francia y los comuneros:
Por cuya causa —la enemistad de Francisco I— y otras pláticas e inteligencias que había en Italia, y en España con las Comunidades, comenzaron en 1521 las guerras entre S. M. imperial y el rey de Francia…[525]
Las Comunidades ya habían sido sometidas, tras Villalar en abril de 1521, y tras la rendición de Toledo, en febrero de 1522; de forma que cuando Carlos V regresó a España aquel verano, ya solo le quedaba cumplir los últimos castigos y pronunciar el perdón general, que ya hemos comentado.
En cambio, todavía seguían vivos algunos rescoldos de las Germanías. No en Valencia, cuya resistencia había sido dominada en el otoño de 1521, mientras Alcira y Játiva —los últimos reductos de los agermanados valencianos— lo habían sido en mayo de 1522; pero sí en Mallorca, en cuya isla, salvo la plaza fuerte de Alcudia, aún se mantenía viva la rebelión en el verano de 1522. Precisamente en el mismo mes de julio en el que Carlos V llegaba a España, entraba en el puerto de Palma el almirante genovés Andrea Doria, entonces al servicio del rey de Francia. Por lo tanto, el peligro de perder la isla era notorio, de ahí que Carlos V ordenara una inmediata expedición militar para recuperar su dominio; no serían muchos, apenas un millar de soldados, y acaso por eso se tardó unos meses en sofocar los últimos reductos agermanados, incluida la capital, Palma, que se entregaba al Emperador el 8 de marzo de 1523.
El duro castigo que recibieron los cabecillas del alzamiento dejó tan atemorizada a la isla, que ya no volvería a levantarse contra el Emperador[526].
Eso permitiría a Carlos V centrar su atención en la guerra contra la Francia de Francisco I.

§.La ofensiva diplomática
No era una guerra fácil, eso lo sabía perfectamente el joven Emperador. ¿Podría él acometerla con sus únicas fuerzas? ¿Qué le había ocurrido a su antepasado Carlos el Temerario, en sus luchas con Luis XI? La pérdida del ducado de Borgoña, ese había sido el balance. Era cierto que Carlos V poseía más reinos, pero también que estaban más dispersos, más alejados, y, por ende, más indefensos. Desde España, malamente podía dirigir la defensa de los Países Bajos o evitar la acometida de su rival sobre Italia.
Por lo tanto, se imponían las oportunas alianzas. En su larga visita a Inglaterra del verano de 1522, Carlos V había asegurado la de Enrique VIII. Eso había dejado más protegido a sus países natales, a las tierras de Flandes. Pero la situación en Italia no era tan clara, con la actitud recelosa de Roma y la enemiga de Venecia.
Y eso era lo asombroso. ¿Cómo la Roma de Adriano VI se negaba a romper su neutralidad? ¿Cómo era posible que aquel que tanto le debía, al que había sacado de su rincón de Lovaina para hacerlo nada menos que regente de Castilla, se le mostrara ahora tan reacio a cerrar filas como su aliado frente al francés?
Sin duda, había ayudado poco la torpe intervención de su embajador don Juan Manuel al tratar al Pontífice como si fuera el antiguo capellán de Carlos V; sin olvidar que el oficio hace al hombre, y que ya no era con Adriano de Utrecht con el que había que tratar, sino con el Papa de Roma, el Papa de toda la Europa cristiana. Tampoco había sido mucho más hábil el propio canciller imperial Gattinara. El 18 de diciembre de 1522 había escrito una dura carta al Papa en la que le reprochaba su neutralidad y en la que llegaba a una clara amenaza si persistía en su actitud, tan contraria de lo que cabía esperar del antiguo vasallo y criado del Emperador[527].
Pero lo que no estaba consiguiendo la diplomacia imperial lo haría el cardenal de Médicis[528], al descubrir una conjura del partido francés en contra de Adriano VI. Eso decidió al Papa a romper su neutralidad, entrando en la gran liga italiana al lado del Emperador, a la que se sumaría Venecia. Y dado que Génova había sido tomada, como resultado de la victoria lograda en Bicoca, y que los Sforza habían sido repuestos en Milán, la ofensiva diplomática imperial parecía haber logrado sus propósitos, de cara a una posterior ofensiva bélica contra Francia, tanto más que se producía por entonces la defección de uno de los nobles más poderosos de Francia: el duque de Borbón.
Estamos ante un punto que bien merece alguna reflexión. Ante aquellas circunstancias bien podría creerse que la suerte de Francia estaba echada, y está claro que eso fue lo que pensaron los aliados. Nada más lejos de la realidad. Ante aquella grave amenaza, Francia supo responder aglutinándose en torno a su soberano. Ya el espíritu nacional era lo bastante fuerte, como para permitir que resentimientos o ambiciones personales de un noble, por muy alto que fuese, superase al sentimiento del espíritu nacional, tan fuerte en Francia desde los tiempos de Juana de Arco.
De ese modo en Francia, aquella guerra que parecía iniciada a causa de las rivalidades de dos Reyes, se convirtió en una guerra patriótica, demostrando pronto que los resabios de los señores feudales habían pasado. Los señoríos, con sus privilegios, podrían perdurar todavía, pero no a costa de la nación. En ese sentido, la Corona se manifestaría más fuerte y más poderosa.
Ni tampoco los aliados lograron sus propósitos en la invasión de Francia. Quizás sea excesivo afirmar, como hace Roger Bigelow Merriman, que en su denuedo defensivo, Francia iba a demostrar, una vez más a lo largo de la Historia, que era el baluarte de la civilización occidental[529]. Pero era evidente que otra vez Francia sabía responder al reto de aquella hora, y en este caso al intento de sus enemigos por deshacer la nación, con una Francia occidental en manos de Inglaterra, otra oriental como premio para el duque de Borbón, y una Borgoña recuperada por Carlos V. De entrada, el ejército anglo-flamenco que penetró por el norte, teniendo como objetivo París, dirigido por el duque de Norfolk y por el conde de Buren, fracasó estrepitosamente. Por su parte, Bonnivet, el almirante francés, lograba mantener una situación de equilibrio en el Milanesado, mientras la amenaza española por la frontera pirenaica resultaba demasiado remota.
Pues, en efecto, Carlos V creyó que podía concentrar sus fuerzas en Navarra, para entrar en Francia por el paso de Roncesvalles. A tal fin se trasladó a Pamplona, rechazando el consejo de quienes trataban de disuadirle, porque la estación ya estaba gastada y el mal tiempo obligaba a una tregua de las armas.
¿Qué era lo que movía a Carlos V a mostrarse tan decidido en una empresa tan difícil? Si hemos de creer a Sepúlveda, a todos los razonamientos de los suyos, desaconsejándole de que tal hiciera, les contestó brevemente
que no los había convocado para deliberar, sino para exhortarlos[530]. En suma, estaba decidido a invadir Francia por aquella frontera pirenaica, tomando él mismo la dirección de la campaña; decisión que hay que tomar como un sentido de obligación ante sus aliados. Pero los obstáculos resultaron invencibles. Una tormenta de nieve, cerrando aquellos puertos de montaña, impidió el avance del ejército imperial.
El Emperador tomó entonces el buen acuerdo de poner su real en Vitoria. Ya que la invasión de Francia había fracasado, había que tantear la recuperación de Fuenterrabía.
Ya para entonces los vaivenes de la guerra en el Milanesado habían obligado a los franceses a retirarse del norte de Italia, y en aquella acción, defendiendo la retaguardia francesa, moriría uno de los soldados más famosos del tiempo: el caballero francés Bayardo. Y es digno de recordarse cómo un noble flamenco, Adrián de Croy, señor de Beaurain, daría la noticia a Carlos V:
Señor —le diría—, aunque el dicho Bayardo era servidor de vuestro enemigo, ha sido una gran pérdida su muerte, porque era un gentil caballero, bien amado de todos…[531]
Se podría pensar: he ahí una guerra caballeresca, como si se tratara de un lance sacado de las novelas de caballerías. De hecho, el marqués de Pescara, que mandaba las tropas imperiales, devolvió el cadáver de Bayardo a Francia con todos los honores militares debidos a tan gran soldado[532].
Y sin duda la anécdota merece ser recogida, siempre que no olvidemos que era una nota particular, dentro de una guerra que, como todas, estaba llena de violencias, de muertes y de miserias.
En cuanto al Emperador, su cambio de objetivo tendría su recompensa. En pleno invierno, a fines del mes de febrero de 1524, Fuenterrabía era recuperada. No por la fuerza de las armas, sino empleando las negociaciones. El condestable de Castilla, que era el que mandaba las tropas imperiales que asediaban la plaza, entró en tratos con su defensor, Pedro Navarro.
Pedro Navarro era hijo de aquel famoso soldado del mismo nombre que tanto había brillado en la guerra de Granada y en las empresas españolas sobre el norte de África, como en la toma de Orán, de Bugía y de Trípoli, entre 1508 y 1511. Y acaso ese origen hispano facilitó las gestiones del Condestable, quien mandó a un joven soldado para que se hiciera cargo de la villa y su fortaleza, en nombre de Carlos V. Se trataba de don Fernando de Toledo, el futuro III duque de Alba.
En cuanto a lo que supuso su recuperación para Carlos V, basta comprobar cómo dio la noticia a su hermano Fernando y cómo lo recuerda en sus Memorias.
En sus Memorias, Carlos V dedica un breve párrafo a los acontecimientos más importantes ocurridos en 1523 y destaca dos: en el exterior, el paso a su servicio del duque de Borbón, y en el interior, la recuperación de Fuenterrabía[533]. En la carta a su hermano, el Emperador es mucho más explícito. Y tanto, que por los detalles que da podemos seguir los diversos pasos del asedio a una plaza fuerte. Durante cuatro días seguidos, Fuenterrabía había sido bombardeada por 60 grandes piezas de artillería, no dejando prácticamente piedra sobre piedra. Faltaba la segunda fase para proceder al asalto: el vaciado del agua de los fosos, tarea dificultada por lluvias torrenciales, y hasta tal punto que hubo que proceder al empleo de las minas, hasta lograr que los sitiados accedieran a la rendición. Carlos V terminaba aludiendo a la importancia de aquella victoria, por lo que suponía Fuenterrabía para la defensa de Castilla y de Navarra[534]. Pero, acaso porque considerase que eso mermaba el prestigio de aquella reconquista, no alude para nada a las negociaciones entabladas para su rendición. Lo que sí resulta evidente es el aire nacional que toma la empresa: Fuenterrabía era el primer baluarte de España frente a la enemiga francesa, y así era tenido por toda Europa.
Un sentimiento bien resumido en la crónica de Sandoval, bien ajeno a que andando el tiempo hubiera quien pusiese en duda que toda aquella tierra era hispana:
Pues desta manera —nos dice— se cobró Fuenterrabía y se hizo en toda España gran demostración de alegría, porque tenían estos reinos por afrenta y ignominia que franceses tuviesen un palmo de tierra en ellos[535].
Recuperada Fuenterrabía, todo el interés de Carlos V se centraría aquel verano en lo que podía dar de sí la defección del duque de Borbón, a quien el Emperador había dado el mando supremo del ejército que tenía en el norte de Italia. Se esperaba que su entrada en Francia iba a provocar poco menos que un alzamiento general contra Francisco I. Por el contrario, la invasión de Provenza realizada por el noble francés al servicio de Carlos V fracasó completamente, pese a que los invasores llegaron a las vistas de Marsella. Para tal conquista hubiera hecho falta un acompañamiento por el mar, pero la armada imperial, mandada por Hugo de Moncada, mostró ser muy inferior a la francesa. La única conquista lograda en aquella empresa fue la plaza de Tolón, y aun esa hubo que abandonarla apresuradamente. La causa, una nueva amenaza de Francisco I sobre Milán, que obligó al duque de Borbón a volver sobre sus pasos.
En efecto, Francisco I había pasado los Alpes con un fuerte ejército, entrando de nuevo en Milán el 26 de octubre de 1524. Y con el vuelco que tal victoria suponía, tanto Roma —donde ya era papa Clemente VII— como Venecia abandonaron la liga firmada con Carlos V para congraciarse con el vencedor, con el que cerraban nueva alianza el 12 de diciembre de 1524.
Todo volvía a estar en el aire. De hecho, solo Antonio de Leyva resistía al empuje francés, atrincherado en la plaza de Pavía.
Pavía: un nombre evocador, donde pronto se daría una de las grandes batallas de aquel siglo y de mayor resonancia.

§. La boda de la infanta Catalina.
Cuando empieza el otoño de 1524 Carlos V ya sabe que la invasión aliada contra Francia, por tantos frentes acometida, había fracasado. Lo mismo el avance sobre París de ingleses y flamencos como la acometida en Provenza del duque de Borbón, no habían hecho más que demostrar la fuerza del espíritu nacional francés y cuán vanas habían sido las esperanzas de acabar de una vez por todas con el poderío de Francisco I, cuya figura se alzaba como el símbolo de aquel pueblo.
Tampoco había sido más afortunado Carlos V en su intento desde Navarra, pero al menos la campaña se había cerrado con un éxito, sin duda importante, de cara a satisfacer la opinión pública hispana, en particular la de Castilla: la citada recuperación de Fuenterrabía.
Fue entonces cuando acudió de nuevo a Tordesillas.
Sería una larga estancia —la mayor de todas las que el Emperador tuvo en la Villa—, que duraría más de un mes, pues el 3 de octubre entraba Carlos en Tordesillas y allí estaría hasta el 5 de noviembre.
¿Qué es lo que entretiene tanto tiempo al Emperador en la Villa del Duero? Las visitas, entre afectivas y protocolarias, a su madre nunca duraban más de unos pocos días; como ya hemos visto que indicaría en una ocasión el cronista Sandoval, el estado mental de doña Juana no daba para más.
Pero ahora era distinto. Ahora —ese ahora del otoño de 1524— Carlos V tiene necesidad de saber toda la verdad sobre su hermana pequeña. Los embajadores portugueses le acosan para que dé su conformidad a un doble enlace entre las dos dinastías de los Austrias y los Avis; un doble enlace que supondría un reforzamiento de aquella vieja alianza entre las cortes de Lisboa y de Valladolid, que la muerte de Manuel el Afortunado y el abandono de la Corte lisboeta por Leonor de Austria parecía que habían enfriado.
Un doble enlace, porque se estaba poniendo ya sobre el tapete la boda de Carlos V con la princesa portuguesa Isabel, y la de Catalina de Austria con el rey Juan III de Portugal. Sobre la suya propia, ya lo veremos, Carlos V aún tiene que sopesar muchos factores, entre otras cosas porque todavía está vigente su compromiso con los Tudor de Inglaterra, firmado en Windsor en el verano de 1522, que le había asignado a una niña —María Tudor—, como su futura esposa. Por lo tanto, eso todavía era preciso sopesarlo, y no poco.
Pero nada había que pensar en el caso de Catalina.
Nada, no. Había que despejar por completo aquellos rumores de su comportamiento irresponsable frente a los comuneros, había que comprobar si aquella Infanta, que se había hecho mujer entre tanta desventura, era capaz de asumir el papel político que Carlos V le tenía asignado.
Hace algunos años lo señalaba yo:
… es en 1524 cuando podemos afirmar que Carlos V trata de afrontar de lleno los problemas suscitados en la Casa de su madre, hasta el punto de que durante más de un mes establece su Corte en Tordesillas…
Y añadía:
Es cuando se convence de quién es su hermana, para ese tiempo toda una mujer a sus 17 años, a la que dará ya toda su confianza: Catalina puede convertirse en la nueva Reina de Portugal…[536]
Y de esa manera, el 2 de enero de 1525 Catalina saldría para la corte de Lisboa, donde sería un personaje ya de primera fila, incluso después de la muerte de su marido, el rey Juan III. Puede decirse que hasta su fallecimiento en 1578, por lo tanto, a lo largo de más de medio siglo, Catalina juega un papel de primer orden en Portugal, incluso por lo tanto veinte años más tarde del óbito de Carlos V en Yuste. Atrás dejaba, en Tordesillas, a la pobre loca, a la reina Juana, su madre, abandonada ya a su soledad. Cambiaba su cautiverio de Tordesillas por la corona portuguesa; una merced inesperada, conseguida gracias a la intervención de su hermano; algo que Catalina ya nunca olvidaría y de lo que daría pruebas constantes en su correspondencia con el Emperador. En realidad, para Catalina, Carlos era algo más que su hermano mayor; era su rey y emperador, y además el que hacía las veces de aquel padre que no había conocido.
A este respecto, los extremos de afecto hacia Carlos V son bien expresivos. Así, con motivo de una grave enfermedad que padece en 1528, recibe la visita de un enviado especial del Emperador, lo que la embarga de emoción, y con esa emoción coge la pluma y escribe:
Don Miguel de Velasco me visitó de parte de V. M. y me dio su carta. Fueron tantas mercedes juntas que no digo mal tan pequeño como el mío, mas otros mucho mayores fueran bastantes para los quitar.
¿Qué podría ofrecerle ella a su hermano? Pero no su hermano
… pues en todas las cosas que podría decir tengo tamaña obligación como a verdadero padre y señor… Las muestras de cariño del Emperador le llenan de gozo. Carlos V le decía que estaba con pena por saber que estaba enferma, y le decía que le pidiera lo que necesitase. Y Catalina se enternece:
… con tantos favores me espanto cómo puedo caber en mí…[537]
Desgajada del resto de su familia, sin haber conocido a su abuelo paterno Maximiliano, olvidada por su abuelo materno Fernando el Católico, desvinculada del resto de sus hermanos, con la triste orfandad vivida en Tordesillas, con la angustiosa compañía de su pobre madre, Catalina veía en Carlos V el único asidero afectivo, hasta que forma su propia familia. Y eso lo resumiría en una breve frase, conmovedora dentro de su sencillez:
… como V. M. me conoció niña…[538]
Una niña harto desvalida, convertida de pronto en reina de la Monarquía más rica de Europa. Y ese cambio tan profundo había sido obra del Emperador; algo que Catalina nunca olvidaría:
… cuando V. M. me casó y mandó para este Reino, de que me hizo Reina…
Reconocimiento que le había de durar toda la vida:
… los días que viviere terné el conocimiento que a V. M. debo…[539]
De ese modo convirtió Carlos V a su hermana, la Infanta olvidada de Tordesillas, en reina de Portugal. Y lo que es más, en una de sus más eficaces colaboradoras en aquel entramado dinástico que tanto le ayudó a su tarea imperial, en particular consiguiendo que la frontera portuguesa fuera una frontera muerta para la guerra y viva para los tratos comerciales y políticos.
En realidad, había sido una boda planteada de antiguo por la corte de Lisboa. Ya en 1522, con motivo del regreso de Carlos V a España, llega a la Corte imperial una lucida embajada portuguesa, de la que nos dará cuenta Martín de Salinas, el enviado de Fernando que con tanto cuidado seguía las novedades de la hora. El 6 de diciembre de aquel año de 1522 Salinas informaba a Fernando:
Ya hice saber a V. A. cómo de parte del rey de Portugal era venida en esta Corte… gran embajada…
¿Qué trataba de negociar Juan III? La doble boda de Carlos V con su hermana Isabel y la suya propia con Catalina. Pero también algo más, pues no hemos de olvidar que estamos en 1522, el año en el que aquel audaz navegante español de Guetaria, Juan Sebastián Elcano, volvía a España después de haber dado por primera vez la vuelta al mundo, provocando un tremendo impacto por su descomunal hazaña.
Pues Elcano había tocado en las islas de las Especias. Gran alarma en Portugal. Y a eso también se referiría Martín de Salinas:
… la tercera —misión de la embajada portuguesa— que S. M. se dejase de la Especiería…[540]
Pero, de momento, atrapado todavía por las cláusulas del Tratado de Windsor que le comprometían con María Tudor, el Emperador solo se decidiría a formalizar la boda de su hermana pequeña con el rey portugués, cediendo —como veremos— en la cuestión de las Molucas, a cambio de una compensación económica, siempre bienvenida para las exhaustas arcas imperiales.
Y de ese modo, la infanta Catalina salió de Tordesillas el 2 de enero de 1525 camino de Lisboa, cuando todavía no había cumplido los 18 años[541]. Y no de cualquier manera, sino como infanta de Castilla, la hermana del Emperador y futura reina de Portugal. Y su rico cortejo sería llevado por los duques de Béjar y de Medina-Sidonia, siendo entregada en Badajoz al cortejo portugués encabezado por el infante don Fernando, hermano del Rey.

§. Las zozobras de un joven Emperador
El triple fracaso de la invasión de Francia, tanto por la frontera norte intentada por el ejército anglo-francés como la realizada por el duque de Borbón en Provenza —que era la que más prometía—, como la dirigida por Carlos V desde Navarra, vino a demostrar la fuerza de la nación francesa. Pero, además, la réplica fulminante de Francisco I, al irrumpir en Lombardía y ocupar de nuevo Milán, puso al descubierto cuán frágil podía ser el dominio de aquella Italia del norte, máxime con la defección de venecianos y pontificios, que olvidándose de su alianza con el Emperador, negociaban a toda furia nuevos acuerdos con el francés.
Por lo tanto, todo iba a decidirse en Italia.
¡Italia! Para los hombres del Renacimiento, artistas, políticos, escritores —humanistas en suma— y soldados, esa era una palabra mágica. Evocaba la grandeza de la Antigüedad, pero también el magisterio de las grandes figuras de aquella hora, cuando Florencia y Venecia rivalizaban con Roma en las artes y en las letras.
Para Carlos V, además, Italia venía a ser la consagración de su magistratura, el poder recibir la tercera corona imperial de manos del Papa, convirtiéndole en verdadero emperador de la Cristiandad, la consagración que le permitiría proponer en vida la elección de su sucesor; esto es, aspirar a una continuidad política, a que su obra perdurase, aparte de lo que suponía contar ya con tal auxiliar en el Imperio: un nuevo rey de Romanos —ese era el título—, que podría proponer a los Príncipes Electores germanos, conforme la Bula de Oro. Era la forma de estrechar más la alianza familiar, consiguiendo que los Príncipes Electores designasen a su hermano Fernando.
Por lo tanto, la idea de ir a Italia ganaba cuerpo cada vez con más fuerza en el ánimo de Carlos V. Esa necesidad ya se había discutido en el seno de su Consejo en 1522, antes del regreso a España. Entonces Carlos V consideró más urgente reencontrarse con los españoles. Estaban demasiado recientes las conmociones de comuneros y agermanados (en realidad, estos todavía sin someter del todo). Estaba pendiente la pacificación de aquella parte de sus dominios que consideraba como la base de su poderío. Y estaba, además, su promesa, aquella palabra dada en las Cortes de Castilla de 1520 de que volvería antes de los tres años. ¿Y cómo podría cumplirla, a poco que se complicaran las cosas en su viaje a Italia?
Y de esa forma, lo de Italia quedó postergado, pero no olvidado. Su propio canciller Gattinara se encargaría de recordárselo en un Memorial que le presentó, en el que se le advertía que podía ocurrirle lo que a su abuelo Maximiliano, que había acometido muchas empresas, pero que no había logrado casi ninguna. Era verdad que para el viaje imperial a Italia hacía falta disponer de unos fondos y que el problema económico no era pequeño, de forma que había que intentar atraerse a las Cortes de Castilla para que colaborasen. En todo caso, el viaje a Italia tenía un objetivo: lograr su dominio. Y eso había que realizarlo con gran habilidad, poco a poco, empezando por el ducado de Milán, de forma que nadie sospechara que se fuera a intentar[542].
Es dudoso que el Memorial de Gattinara, donde dejaba al descubierto su maquiavélico proyecto de hacerse con Milán, influyera decisivamente en el ánimo de Carlos V, al menos por los tortuosos procedimientos que aconsejaba, tan distantes de la mentalidad caballeresca del Emperador. Pero cuando le llegó la noticia de la contraofensiva de Francisco I sobre el Milanesado, de la apurada situación de su ejército en el norte de Italia, con Leyva defendiendo el que parecía el último reducto imperial, en Pavía, y con el agravamiento de cómo se empeoraban las relaciones internacionales, el joven Emperador tuvo una crisis de desaliento.
Es algo que conocemos muy bien porque —conforme a un hábito suyo, de que daría muestras repetidas veces en su vida— plasmaría sus preocupaciones en el papel. Se trata de unas reflexiones íntimas, y por ello del mayor interés. El escrito, conservado en el Archivo de Viena, fue encontrado y estudiado por Brandi, constituyendo una de las aportaciones más notables de su biografía sobre el Emperador.
Ante la azarosa situación en que se hallaba, el primer pensamiento de Carlos V iría hacia la paz. Conseguir la paz con Francia sería una bendición, pero ¿cómo lograrla? La paz no dependía solo de su buen deseo: era preciso que también la otra parte se aviniera a ello. Por lo tanto, era preciso hacer un esfuerzo.
¿Qué quería expresar Carlos V con ello? ¿Qué podemos entender? ¿Qué era para él ese esfuerzo? Sin duda, contestar a la guerra con la guerra, hacer cara a su enemigo. Pero bien sabía Carlos V que eso era más fácil de decir que de hacer, y así lo expresa en su escrito; pues para ello era preciso un dinero que no tenía, con el que poder sostener su ejército.
Y además le estaban fallando sus aliados, empezando por Enrique VIII que no le ayudaba como él esperaba, y siguiendo por los demás, en lo que hay que ver una alusión al papa Clemente VII y a los venecianos; al contrario, todos ellos parecía que deseaban verlo en los mayores apuros.
Por lo tanto, lo más urgente era mandar dinero al virrey de Nápoles, Lannoy, para que pudiera mantener en pie de guerra el ejército con el que dar batalla al francés, para vencerlo y obligarle a que abandonase el Milanesado. ¿Y cómo hacerlo? En suma, ni la paz era posible ni la guerra fácil de afrontar.
Ante esa situación, Carlos V tiene como un desfallecimiento, que traslada al papel: el tiempo se pasaba, el tiempo de hacer algo glorioso que quedara como un recuerdo de su vida.
Era la idea de la imagen que dejaría a la posteridad, la fama de sus hechos, ese bien tan valorado por los hombres del Renacimiento, y que ahora Carlos V, en la intimidad de su cámara, hace como suyo. De ahí su afán de hacer algo grande, algo que le hiciera famoso ya para siempre.
Y para eso no había más que un camino: su campaña personal en Italia; ser, por tanto, el capitán de sus ejércitos. Y como para ello le hacía falta dinero y le era preciso dejar bien gobernada España en su ausencia, la única solución que encontraba era su pronta boda con la princesa de Portugal, que podía facilitarle ambas cosas: su dote, el dinero con que financiar la empresa italiana; y su persona, la posibilidad de dejarla como regente de Castilla.
Naturalmente, eso suponía negociar algunos puntos, pues el acuerdo con Portugal no podía lograrse sin darles satisfacción en lo que pedían sobre la ruta de las islas de las Especias. Y para tratar de boda, había que negociar con Enrique VIII, de forma que él, Carlos, se viese libre de su antigua promesa de casarse con María Tudor, no fuera que el inglés, despechado, la casase con el príncipe de Francia, convirtiéndose de aliado en enemigo.
Ese podía ser el camino para acometer su honrosa empresa en Italia, pasando primero a Nápoles, para preparar desde allí su gran ofensiva, si es que no se conseguía antes una honrosa paz con Francia, que sería el objetivo más deseable[543]. Y en ese momento, cuando tanta zozobra embargaba el ánimo de Carlos V, en aquel mes de febrero de 1525, le llegaría la inesperada nueva: contra todo pronóstico, sus armas no solo habían vencido a Francisco I de Francia, sino que le habían hecho prisionero. Una batalla que sus generales se habían visto obligados a buscar, pues por falta de dinero estaban abocados a tener que licenciar sus tropas mercenarias:
Sire —le escribiría Carlos de Lannoy desde el mismo campo de batalla—, nous donames yer la batalle et plut à Dieu vous donner vitoire, laquelle fut suive de sorte que aves le roy de France prisonier et luy en mes mains…[544][
Y eso ocurriendo en el mismo día en el que el César celebraba su cumpleaños. ¿No era maravilloso?:
Sire, la vitoire que Dieu vous a donné a etté le jour Saint Matieu, quy est jour de votre nativité[545]
§. De Pavía al Tratado de Madrid
Pavía. He ahí una de las victorias más sorprendentes, más espectaculares y menos definitivas. Para el orgullo de la Historia patria, Pavía resuena en todos los tratados escolares como una de las más gloriosas batallas ganadas por España. Y en parte no sin razón. ¡Ahí era nada! Que tres soldados españoles, Juan de Urbieta —ojo, un vasco—, Diego Dávila y Alonso Pita, cogieran prisionero en el campo de batalla nada menos que al mismísimo rey de Francia, a Francisco I, al brillante y todopoderoso vencedor diez años antes en Marignano y reciente conquistador de Milán, resultaba tan increíble, que el hecho se divulgó al punto por toda Europa y quedaría ya recogido en los textos escolares como uno de los acontecimientos más raros del siglo, y en España como prueba de su gran Historia.
Ahora bien, si renunciamos por unos momentos a la historia triunfalista, con esa nube que impide ver las cosas con claridad, al punto nos encontramos con lo siguiente: en primer lugar, que esa resonante victoria —resonante, de eso no hay duda— no fue aplastante ni decisiva. No fue el resultado de una superioridad absoluta entre las dos naciones que con más denuedo pugnaban por el dominio de Italia, del que esperaban conseguir la supremacía del mundo cristiano. Por el contrario, la batalla se inició bajo el signo de la supremacía francesa, y ese poderío no quedaría destruido en aquella acción, si bien resultaba evidente la fuerte posición conseguida por Carlos V, más que porque sus soldados ganaran la batalla, por tener en Madrid y bajo su poder al regio prisionero. Estaba claro que eso le daba una notoria ventaja a la hora de negociar la paz, aunque también podía ofuscarle y llevarle a conclusiones equivocadas.
Pero la victoria podía tener mucho de pírrica si desbarataba el laborioso entramado internacional alzado por la diplomacia imperial para aislar a Francisco I. Hasta entonces, esa diplomacia presentaba al francés como a un rey agresivo, lleno de ambición, que con su afán de dominio amenazaba la seguridad de grandes y pequeños, alterando la paz de Europa.
Ese Rey amenazador había dejado de serlo. Desde el momento en que se había convertido en el prisionero de España, y se había visto reducido a los estrechos límites de su prisión madrileña en la Torre de los Lujanes, ese Rey lo que suscitaba era compasión. Y a la contra, quien lo tenía en su poder era el que aparecía como una amenaza para los demás.
Ese sería el aspecto pírrico de la victoria de Pavía, que más adelante hemos de comentar. Ahora bástenos con añadir que Pavía no fue una victoria exclusiva de España. Eso sería una conclusión inexacta. De hecho, nos encontramos ante un conglomerado plurinacional de soldados españoles, italianos y alemanes, con jefes asimismo de todas las nacionalidades: Charles de Lannoy, de los Países Bajos, y por entonces, virrey de Nápoles; el marqués de Pescara, un italiano; el soldado Frundsberg, el alemán que mandaba los mercenarios alemanes enviados por Fernando de Austria. Y al frente del ejército imperial un francés, el tránsfuga duque de Borbón. Cierto que también estaba allí Antonio de Leyva, al mando de algunos miles de españoles, y que desde su posición de Pavía se convertiría en uno de los héroes de la jornada. Pero, en definitiva, Pavía hay que verla como lo que fue: una victoria del ejército imperial, tan variopinto, más que una victoria del ejército español.
Lo cual no es una consideración vana, no es una mera elucubración fruto de un ensayismo más o menos fácil; es una precisión necesaria para entender el alcance de aquel suceso y para comprender el significado de la personalidad de Carlos V, que una vez más se mostraría como el emperador de Europa, por encima de las limitaciones nacionales.
Dicho todo esto, señalemos los trazos más destacados de aquella victoria imperial.
Lo primero que advertimos fue el vuelco espectacular de un ejército, al que todo el mundo daba por perdido, que acabaría convirtiéndose en vencedor.
En efecto, la situación del ejército imperial, después de la desordenada retirada de Provenza, cuando estuvo a punto de verse copado por el ejército francés que mandaba el mismo rey Francisco I, no podía ser más peliaguda, hallándose en verdadero aprieto; tanto, que el marqués de Pescara tuvo que salir a escape de Milán, refugiándose en Lodi, mientras que Leyva se atrincheraba con un puñado de españoles —apenas los contingentes de un tercio viejo— en Pavía. Eso era dejar el Milanesado a merced del poderoso ejército francés, que ocupó sin la menor dificultad Milán.
Había, pues, un nuevo amo y señor del norte de Italia, con tan solo pequeños reductos imperiales que todavía resistían. De forma que el entramado de alianzas italianas, tan arduamente tejido por la diplomacia imperial, se vino abajo. Tanto Venecia como la Roma de Clemente VII se apresuraron a unirse al nuevo vencedor. Con lo cual Francisco I, viéndose tan dueño de la situación, creyó que era llegado el momento de arrojar a todos los españoles de Italia, empezando por el reino de Nápoles, contra el cual mandó a una parte de sus tropas, acaudilladas por el duque de Albany.
Había llegado el momento crítico en el que se decidiría quién iba a ser el verdadero señor de Italia, si Carlos V o Francisco I. Y acaso, de algo más, pues se tenía por evidente que el dominio de Italia reportaba el predominio sobre toda la Europa occidental.
Y es esa situación la que valora también Carlos V en aquel mes de febrero de 1525 desde Valladolid. Sabe que todo se va a decidir en las próximas horas, pero mientras él se ve tan lejos en Castilla, y sin posibilidad alguna de desplazarse con la urgencia que pedía aquella hora a la Italia amenazada por su enemigo, el rey de Francia, este se hallaba ya allí, al frente de un poderoso ejército, dictando su ley desde la ciudad clave de la Lombardía, desde Milán.
Es cuando hay que tener en cuenta las dificultades de las comunicaciones, ese factor tan decisivo, hoy como ayer, en cualquier guerra. Pues aun cuando Carlos V hubiera podido desplazarse en aquel momento a Italia, habría tardado como mínimo más de un mes en organizar su propio ejército y no menos de veinte días en desembarcarlo en la costa ligur. Eso contando con tener ya a punto los hombres, las armas, y el dinero necesarios.
Eso quería decir que estaba fuera de su alcance llegar puntual a aquella cita histórica. De ahí sus zozobras, bien reflejadas en las que trasladó al papel, que ya hemos comentado.
Y sucedió lo imprevisto, Francisco I prefirió comenzar la liquidación de los reductos imperiales cercando a Leyva, que se defendía en Pavía, contando con que su poderosa artillería lo resolvería en pocos días. Por el contrario, la desesperada defensa de aquel puñado de españoles, con sus auxiliares italianos, dio tiempo a que el marqués de Pescara reorganizara el ejército imperial, desde su refugio de Lodi. Desde Nápoles llegó el virrey, Carlos de Lannoy, mientras el duque de Borbón reclutaba en Alemania 13.000 alemanes y Fernando mandaba también socorros desde Viena.
Y todavía quedaba un escollo que superar: la falta de dinero. Pues ante la imposibilidad de pagar aquellas tropas mercenarias toda la campaña, el ejército imperial se vio obligado a provocar una batalla, so pena de tener que licenciar a la mayoría de aquellos soldados, con tanto esfuerzo reclutados.
Y así fue cómo los imperiales fueron al encuentro de los franceses, entretenidos todavía en el sitio de Pavía.
Lo demás está en todas las historias militares, acaso porque el rey francés cometió algunos de esos errores que en todas las academias militares se destacan para evitarlos. Y el primero, el verse cogido entre dos frentes, teniendo ante sí a los tenaces defensores de Pavía, y a las espaldas, al resto del ejército imperial. Y el segundo, y más funesto, el lanzar su caballería al ataque prematuramente, impidiendo que su poderosa artillería siguiera machacando al enemigo, so pena de que fueran los propios franceses los castigados. Y en el ardor del combate, lo imprevisible: que Leyva, con aquel puñado de defensores de Pavía, saliesen de su reducto para pasar de una defensiva desesperada a una audaz ofensiva, provocando la pinza sobre el ejército francés.
De ese modo los cazadores fueron cazados, empezando por el propio rey Francisco, que se vio de pronto descabalgado y rodeado de españoles, a quienes debió entregar su espada. Y aún tuvo cierta suerte, dentro de su desgracia, porque cuando aquellos españoles reñían más ásperamente sobre quién tenía más derecho sobre tamaña presa, apareció en escena el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, resolviendo el temible pleito prometiendo a todos mercedes y haciéndose cargo del regio prisionero.
Una victoria, pues, tal como nadie podía esperar, empezando por Carlos V, a quien llegó la noticia el 10 de marzo de 1525; por lo tanto, unos quince días después del suceso.
Del impacto provocado por aquella victoria es buena muestra el informe del embajador imperial en la república de Génova, Lope de Soria. Se trata de una carta escrita a Carlos V dos días después de la batalla, en que da la noticia de la derrota francesa.
En principio, Lope de Soria no sabe más que algunos detalles:
… cómo a los 24 del presente, dos horas antes del día, el exército de V. M. asaltó al del rey de Francia y fue con tanta orden y esfuerzo que muy poco pelearon los franceses y luego se pusieron en rota…
La desbandada francesa había sido general, buscando salvación los supervivientes en algunos lugares cercanos como Piacenza. Y con un rumor general: que Francisco I había caído prisionero:
… todos decían cómo el campo del rey de Francia era roto y que pensaban que fuese preso el Rey…
De forma que Lope de Soria tenía presta una galera, para que llevase la información al Emperador, y esperando la orden del virrey de Nápoles. Y en esa espera, le llega a Lope de Soria la confirmación de la estupenda nueva, que anota en postdata a su señor. Era cierto: el rey de Francia había caído prisionero.
Y Lope de Soria, jubiloso, comenta a Carlos V:
A Él —a Dios— damos muchas loores y gracias de la natividad de V. M., que fue en el día de Sancto Matías, y en su mismo día ha sido esta tan noble victoria…
Pero no una victoria más, sino una victoria decisiva:
tan noble victoria con la cual V. M. puede agora poner ley y usar de su preeminencia imperial en toda la Cristiandad[546].
Y esa era la impresión general, sentida por todos, empezando por los que rodeaban a Carlos V.
Que esa fuera la consecuencia inmediata, es lo que hemos de ver. Empezando por los que trasladarían al punto aquella victoria al terreno religioso, y no solo por entender que allí se había visto la mano divina —esa tendencia, tan de todos los tiempos, de meter a Dios en cualquier conflicto—, sino además (lo que sería más significativo) de entender que eso pedía una correspondencia por parte de los beneficiados; un agradecimiento mostrado en buenas obras, lo que curiosamente venía a ser, a esos niveles, una réplica a la tesis luterana. De ese modo fray Francisco de los Ángeles advertiría a Carlos V desde Roma:
… las victorias y favores tan grandes que Dios ha dado a V. M. no se acaben todas en vos, sino que se dé parte alguna a Dios, con obras y no con palabras y deseos, lo cual no bastará a la hora de la muerte sin obras. No se olvide V. M. de alzar los ojos y el cuidado de la reformación de la Iglesia, porque sé que podéis hacer mucho, si queréis. Yo fui tan bien recebido del Papa, que S. S. me dio atrevimiento a darle ciertos artículos sobre esta materia. El trasumpto dellos imbié al Arzobispo de Sevilla. V. M. lo podrá ver, si fuere servido, y enderezarlo todo al servicio de Nuestro Señor[547].
Una advertencia del fraile español que tendremos que recordar cuando asistamos al súbito interés de Carlos V por reducir a los moriscos valencianos al cristianismo.
Pero de eso hablaremos más adelante. Ahora interesa recoger el testimonio del virrey de Nápoles, el flamenco Carlos de Lannoy, como uno de los principales protagonistas de la victoria, por el modo cómo resalta ante Carlos V la parte que en ella había correspondido a los tercios viejos españoles; lo cual, dicho por aquel noble de los Países Bajos, adquiere más valor:
Les espagnols —informaba Lannoy a Carlos V— ont soufferte trois mois sans avoir paye, et en combatant ont fait merveille et ont eté chargé de gagner la bataille…[548]
En este sentido, sí cabría afirmar que Pavía fue una victoria imperial ganada en gran medida gracias a la participación de los tercios viejos, lo mismo que entre los jefes de las distintas formaciones había destacado Antonio de Leyva, el héroe español de aquella jornada.
No quedaba ahí la carta de Lannoy. El virrey de Nápoles también creía adecuado dar su opinión sobre lo que procedía hacer al día siguiente de la victoria: Carlos V debía presentarse en Italia lo antes posible para coronarse allí Emperador por el Papa. Para tal fin Lannoy tenía preparadas las galeras necesarias. Era cierto que también hacía falta dinero, pero eso no le faltaría al César cuando se encontrase en Italia.
En suma, Dios mandaba a cada hombre en su vida un buen agosto, y eso había que aprovecharlo cogiendo en el momento oportuno tal cosecha, no fuera que no se repitiese.
También Fernando de Austria se creería obligado a aconsejar a su hermano desde su refugio de Innsbruck, y en este caso apoyando una acción inmediata contra Francia: era la hora de aniquilarla[549].
Fernando había cooperado eficazmente en la guerra en Italia, y aunque entre los dos hermanos había habido últimamente algunas diferencias —apreciables en la correspondencia publicada por Bauer—, ahora quiere hacer constar lo que ha valido su apoyo, para lo que da unas detalladas instrucciones a su embajador en la Corte imperial, Martín de Salinas: de cómo se había trasladado a Innsbruck, para dar más amparo al bando imperial, en cuanto había sabido que Francisco I había cruzado los Alpes; del dinero y tropas enviadas por él al ejército imperial; de sus negociaciones con los grisones, para que se pasasen del bando francés al imperial, como lo había conseguido.
Después de lo cual, da su opinión sobre cómo debía su hermano, el Emperador, aprovechar su gran victoria. Martín de Salinas debía decírselo claramente a Carlos V, trayéndole el recuerdo de Aníbal, no fuese que se adormeciera en los laureles. Y siendo el francés tan poderoso, nada como recortarle las alas para que no volase ya tan alto como en el pasado:
Iten, decir a S. M. que el parecer de S. A. sería no perder tal oportunidad contra el enemigo, sino executar la victoria, porque no le aconteciese como a Aníbal, cuando venció la batalla de Cana contra los romanos, porque lo cierto es que quedando el enemigo en aquellas fuerzas que hasta aquí, ni dos horas olvidará la afrenta que ha recibido, y procurará de recobrarla; pues decir que se obligará y prometerá, por lo de hasta aquí se puede juzgar cuanto aprovechan sus obligaciones y promesas; y la verdadera promesa sería quitalle algunas plumas de las alas, porque aunque quisiese volar no pudiese, y desta manera sería el Emperador y sus sucesores seguros de haber después perpetua paz[550].
Era la hora de que Carlos V saliera a escena, tanto más que la situación en el Imperio era caótica, con la terrible conmoción social provocada por el alzamiento de los campesinos contra sus señores, que tanto recordaba el que se había producido en Castilla, al calor de las Comunidades:
Iten, debaxo del color desta secta, que ellos llaman evangélica, se han juntado y conjurado pasados 200.000 labradores, e cada día se juntan más e dizen que quieren vivir en ella, y que a sus señores quieren pagar solamente lo que el Evangelio les manda, lo cual ellos declaran a su voluntad, que es no pagar nada a nadie, y que quieren ser libres y que también son hombres de carne y hueso, como los Príncipes y señores…
Y añadía:
No hay infante[551] que quiera por ningún sueldo servir contra los dichos labradores, de manera que están las cosas en harto peligro…
Un argumento más, en efecto, para que Carlos V deseara salir de España, pero no aniquilando a su antiguo adversario, como de tantas partes se le pedía, máxime siendo, como era, su prisionero. Contra eso se rebelaba su alma caballeresca. A su aliado Enrique VIII expresaría su pensamiento, a través de su embajador en Londres Luis de Praet: tenía que ser generoso. Que Francisco restituyese a los aliados —entendiéndose, a Enrique VIII y al Emperador— lo que Francia había usurpado, pero negociándolo cortésmente:
… car il sera beacoup plus honnête l’avoir par douceur, s’il est possible, que par plus grand force et rigueur, faisant la guerre à un prisonnier qui ne peut deffendre, que sembleroit sonner mal[552].
Aquí estaría la clave del comportamiento posterior de Carlos V con Francisco I: estamos ante el rey-caballero, ante el señor de la Orden del Toisón de Oro. ¿Cómo hacer la guerra a un prisionero? ¿Cómo invadir el Reino de quien no podía defenderse? ¿Qué se diría entonces de Carlos V? Ese «sonaría mal» nos define al Emperador y nos hace comprender su actitud hasta lograr el posterior tratado de Madrid de 1526.
A tono con eso está la reacción del Emperador cuando le llega, estando en Madrid, la noticia: nada de grandes festejos ostensibles, pues si Dios le había dado aquella victoria, no se podía olvidar que había sido a costa de la vida de muchos cristianos, y así, como nos transmite el cronista Juan Ginés de Sepúlveda:
… con la gravedad que le era característica, moderó su gozo[553].
Lannoy había informado con toda prontitud a Carlos V, enviándole la noticia con un correo singular: el comendador Peñalosa. Es más, para hacerlo más pronto y más seguro, Peñalosa atravesó Francia, con un pasaporte firmado por el propio Francisco I, y entrevistándose con la reina madre Luisa de Saboya, que a partir de aquel momento tendría un papel tan importante en las negociaciones entre los dos reyes rivales.
Era un buen momento, además, para que se hiciera perdonar en Inglaterra el incumplimiento de aquella cláusula del Tratado de Windsor de 1522, por la que se obligaba a casar con María Tudor. En 1525 el Emperador está ya decidido a atender los ruegos de las Cortes castellanas: su matrimonio con la princesa Isabel de Portugal. Eso era seguir la política de sus abuelos los Reyes Católicos, lo cual aseguraría aún más la frontera portuguesa, le daría una buena aportación económica con la dote de la Princesa (que no en vano era hija de aquel Manuel el Afortunado, que se había convertido en el rey más rico de la Cristiandad), y le permitiría contar de inmediato con quien le representara en España a la hora de su anhelado viaje a Italia; aspectos y cuestiones que no podría conseguir mediante su boda con María Tudor, aparte de que la corta edad de la princesa inglesa, que había nacido en 1516, hubiera obligado a Carlos V a demorar su boda como mínimo cinco años; una espera demasiado larga para el Emperador, que se consumía ya por verse coronado por manos del Papa.
Asegurar la paz con Francia negociando con el regio prisionero era también el consejo que le daba entonces su canciller Gattinara: convertir a Francisco I en amigo, incluso mediante una alianza matrimonial, exigiéndole solo la devolución de Borgoña, pero mostrándose generoso con el regio prisionero; lo cual obligaba a disuadir a Enrique VIII de un plan conjunto de desmembramiento de Francia[554].
En todo caso, unos sentimientos caballerescos muy vivos en Carlos V, sobre los que supo actuar la reina madre de Francia, Luisa de Saboya, con una carta personal que le mandó a través del comendador Peñalosa. En ella, Luisa de Saboya apelaba a la generosidad del joven Emperador y le apuntaba el bien que se podría alcanzar si de enemigos se convertían en aliados y amigos:
… el gran bien que universalmente puede venir a toda la Cristiandad por la amistad y unión de vosotros dos…[555]
Por lo tanto, una tregua de las armas y abrir la vía de las negociaciones diplomáticas; lo cual parecía lo más sensato, dado que continuar la guerra con una ofensiva sobre Francia era una dudosa aventura, teniendo en cuenta el cansancio del ejército imperial. Además, ¿no enseñaba la reciente experiencia, con el fracaso del duque de Borbón sobre Marsella, cuán aventurado resultaba invadir Francia? De forma que Carlos V, una vez que tuvo noticia de que el ejército francés mandado por Albany, con la misión de tomar Nápoles, había sido obligado a embarcar en Civitavecchia, de regreso a Francia, ordenó a todas sus tropas un alto el fuego, absteniéndose de cualquier ataque al país galo.
Fue el momento en que Carlos V daría muestras de su nota religiosa. Tenía que expresar, públicamente, su agradecimiento a lo que consideraba como un gran favor divino. Los cielos estaban con él. Había sido combatido injustamente, y en el momento más crítico, cuando sus tropas parecían perdidas, habían logrado aquella resonante e increíble victoria. Por lo tanto, había que dar gracias a Dios, con una peregrinación a un lugar santo. ¿Cuál sería el escogido? El extremeño santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, conforme por otra parte a una vieja tradición mariana de los españoles; no olvidemos que allí había acudido Colón en 1493, después de salvar el tremendo temporal sufrido a su regreso del gran descubrimiento de las Indias, y que allí iría también Hernán Cortés, en 1527, para dar gracias por su conquista de México.
La noticia de la victoria le llegó a Carlos V a principios del mes de marzo. Sabemos que el 12 ya se lo comunica a la ciudad de Ávila[556]. Veinte días le vemos dejar el alcázar madrileño, camino de Guadalupe[557]. Haciendo su peregrinación en seis jornadas, cabalgaría en torno a seis leguas diarias, con un solo descanso a mediodía para la comida, pernoctando sucesivamente en Casarrubios, Santa Olalla, Talavera de la Reina, El Puente del Arzobispo y Villar Pedroso. El lunes 10 de abril franquea el Tajo para encararse con las primeras estribaciones de la sierra de Guadalupe. Al día siguiente entraba Carlos V en el santuario. Y de ese modo pudo admirar el paisaje incomparable del monasterio guadalupano enriscado en la entraña de aquella sierra.
Era la primera vez que pisaba tierras extremeñas. Aún estaba lejos de pensar que en ellas acabaría su vida.
El Emperador prolongó su estancia en Guadalupe durante siete días, probablemente coincidiendo con la Semana Santa[558]. El 18 saldría para Toledo, donde tenía convocadas las Cortes de Castilla.

§. La prisión de Francisco I
¿Dónde debía permanecer prisionero Francisco I? Su primera prisión, en el castillo milanés de Pizzighettone, bajo la custodia del capitán español Alarcón, era poco segura; de forma que el virrey Carlos de Lannoy decidió llevárselo a España, desembarcando con él en Barcelona, el 19 de junio de 1525, pasando después, siempre por mar, hasta Valencia. Todavía puede admirarse en las cercanías de Valencia el castillo que sirvió de morada a Francisco I, antes de su paso a la meseta.
Por su parte, Carlos V envió un lucido cortejo, presidido por el obispo de Ávila, para recibir a su regio prisionero en Requena. En lentas jornadas, dejaron atrás las tierras valencianas, entraron en Madrid el 12 de agosto, con las gentes agolpadas en las calles. ¡Ahí era nada! ¡Todo un rey francés prisionero de Carlos V! Esa era una caza mayor que no se conseguía todos los días.
Encerrado al principio en la Torre de los Lujanes, según una tradición que ya se oía medio siglo después en el Madrid de las mocedades de su cronista Jerónimo Quintana[559], fue trasladado después al alcázar madrileño, ausente el César pues tenía entonces su Corte en Toledo.
No fueron fáciles las negociaciones. Francisco I se resistía a ceder a las exigencias imperiales. ¡Devolver el ducado de Borgoña! Era tanto como hacer retroceder la historia de Francia en más de medio siglo, llevarla a los tiempos anteriores al reinado de Luis XI. Por su parte, Carlos V consideraba que ese era el precio mínimo para que el Rey recobrara la libertad. Era para él la justa recompensa por la victoria obtenida, el pago por haber desechado la idea de la invasión de Francia. Para él, era la hora de recobrar lo perdido por su bisabuelo Carlos el Temerario.
Dos posiciones antagónicas que resultaba difícil conciliar. De forma que fueron pasando los meses. Y aunque Francisco I estuviera bien atendido, incluso permitiéndosele jornadas de caza que aliviaran su prisión, a fin de cuentas carecía de libertad. Y la fecha de su liberación nunca llegaba.
Y para aquel Rey, prototipo de personaje del Renacimiento, la libertad lo era todo. De modo que enfermó, y enfermó de cuidado. Tanto que su guardián, Hernando de Alarcón, avisó urgentemente a Carlos V: se temía por la vida de Francisco I.
Situación gravísima. Si el Rey francés moría, ¿dónde quedaba la victoria de Pavía? Y, sobre todo, ¿qué se pensaría del Emperador? ¿No aparecería a toda la Cristiandad como un cruel carcelero? Así que Carlos V, volviendo a mostrar su sentido caballeresco de la existencia, cogió la posta y acudió a Madrid para consolar a su rival.
Algo que no podía menos de recordar en sus Memorias, aunque fuese con el lacónico estilo de aquel diario de un soldado:
fue llevado el Rey a España, a Madrid, donde enfermó, y el Emperador le visitó, que fue la primera vez que se vieron…[560]
Los cronistas, como Sandoval, narran la escena con más detalle, como memorable que era: de cómo en cuanto Carlos V supo de la enfermedad del Rey, estando con algunos grandes señores de su Reino, decidió con ellos que era necesario ir a consolarle, poniéndose a punto en camino por la posta. Y al llegar al alcázar madrileño, sin darse reposo, tal como venía de camino, pasó a visitar a su prisionero. Y entrando en su cámara, quitándose el sombrero, llegó a abrazarle en su lecho. Y Francisco I, medio incorporándose, le hizo reverencia, reiterándose una y otra vez como su esclavo; a lo que el César, conmovido, le replicaba:
No, sino libre amigo y hermano[561].
De momento, le indicó el Emperador que no pensase más que en ponerse bien, que todo se arreglaría.
Tal ocurría a fines de septiembre de 1525.
Lo cierto es que Francisco I mejoró ostensiblemente. No fue poco el que llegara por entonces su hermana, Margarita de Angulema, duquesa viuda de Alençon. Traía además poderes para negociar con el Emperador la próxima paz, con liberación del Rey prisionero; pero no en la medida que exigía Carlos V, de forma que todo volvió a quedar en punto muerto.
Y eso también llama nuestra atención: la tenacidad con que Francisco I resiste, rechazando las condiciones que se le imponen. Hace más de treinta años comentaba yo:
Hay algo de verdadera grandeza en aquel rey prisionero que ni siquiera en su grave estado quiere acceder a las exigencias de Carlos V…[562]
Desesperado, Francisco I intentaría la fuga, con una trama sencilla: sobornar a un esclavo negro que entraba en su cámara por las tardes llevándole leña para la chimenea; el esclavo ocuparía su puesto en el lecho del enfermo, y el Rey, tiznada la cara, buscaría la libertad. Pero hubo delación, y la fuga fracasó. Y entonces Francisco I pidió a Carlos V que estabilizara su situación como prisionero perpetuo, ya que jamás podría avenirse a la entrega del ducado de Borgoña, como pretendía el César.

§. El Tratado de Madrid
Mas, de pronto, Francisco I cambió de táctica. A mediados de noviembre empezó a dar muestras de que aceptaba las condiciones imperiales para su libertad. Solo había una dificultad: que para entregar Borgoña era forzoso hacerlo desde Francia, y en plena libertad, pues era imposible que se hiciese de otra forma. Y para garantizar que cumpliría lo pactado, estaba dispuesto a entregar sus dos hijos mayores en rehenes, aparte de que, por supuesto, la alianza entre los dos Reinos quedaría asegurada mediante la boda del Rey con Leonor de Austria, la hermana mayor de Carlos V.
¿Se trataba de una celada? Carlos V, no teniéndolas todas consigo, exigió más garantías: jurar lo pactado sobre el Evangelio y la palabra de honor de caballero de que se restituiría como prisionero, si a los seis meses la devolución de Borgoña no se había efectuado, por las trabas que a ello pusieran los Estados Generales de Francia.
Tal sería, en sustancia, el Tratado de Madrid, firmado el 14 de enero de 1526.
Pero Francisco I se había guardado las espaldas con una protesta notarial, hecha en secreto, solo ante algunos de sus servidores franceses que le acompañaban, dando por nulo aquel Tratado que se había visto obligado a firmar en prisión.
Desde mediados de febrero de 1526, las entrevistas entre los dos soberanos fueron constantes. El 15, el Emperador comió y cenó con Francisco I en Madrid[563]. Y de Madrid salieron juntos, pues el Emperador quiso acompañar a su regio huésped en su primera jornada hasta Illescas, como nos señala la documentación del tiempo:
Llegó con el rey de Francia, donde encontraron —en Illescas— a la reina de Francia[564], y a la reina Germana, acompañadas de la marquesa de Zenete, condesa de Nassau y otras señoras. Fueron a visitarlas después de comer. Las Señoras salieron a recibir al Emperador y al Rey al pie de la escalera, y después de haberlas saludado, subieron juntos a un salón donde, sentados los cuatro bajo un dosel, hablaron mucho entre sí…[565]
Los cuatro, porque a Carlos V y a Francisco I se incorporaron Leonor de Austria y Germana de Foix. Y todos hablando en francés, que curiosamente era su lengua común.
Firmado el tratado de paz, Francisco I es puesto en libertad. Cinco días más tarde se efectuaba su boda con Leonor de Austria en Illescas, si bien Carlos V veló porque no quedasen nunca solos:
El Emperador estuvo muy sobre aviso para que solo les dejasen hablar, pero que no se pudiesen apartar…
¿Por qué? La razón era clara: Carlos V aún tenía sus dudas sobre la sinceridad del francés. El propio cronista nos lo explica:
… porque si después el rey de Francia, puesto en libertad, no quisiese cumplir lo pactado, no quedase la Reina, su hermana, disfamada y él afrentado…[566]
En Illescas, antes de separarse los dos soberanos el 20 de febrero de 1526, volvió Francisco I a prometer a Carlos V que cumpliría todo lo pactado. Es más, le animó a una empresa común en Italia, para someter a Venecia e incluso para repartirse los Estados Pontificios, propuesta rechazada por el Emperador: no quería apoderarse de nada que no fuera suyo.
El 8 de marzo llegaba Francisco I a Fuenterrabía. Para entonces, Carlos V ya se hallaba en Toledo, mientras que Leonor de Austria esperaba en Vitoria a que el Rey cumpliese sus promesas, antes de internarse en Francia. Llegaban, a poco, los hijos del Rey que habían de quedar como rehenes, y Francisco I pudo embarcar en el viaje marítimo más corto y más anhelado de su vida. Y con tanta ansia desembarcó en su Reino, que lo hizo antes de tiempo, cayendo al agua.
Pero no importaba. Eran aguas de Francia y estaba en libertad. De forma que lleno de gozo gritaba sin cesar.
¡Yo soy el Rey! ¡Yo soy el Rey![567].
§. Una consecuencia inesperada de Pavía: La “conversión” de los moriscos valencianos
Las Germanías valencianas habían provocado una situación harto extraña: pues los agermanados, como cristianos intolerantes, habían forzado a los moriscos sujetos a su dominio a ser bautizados. Vencidas las Germanías, los moriscos volvieron a practicar sus ritos religiosos musulmanes, haciendo buena la sentencia de que conversiones forzadas son conversiones falsas. Pero a los inquisidores valencianos se les planteó un problema: conforme a los privilegios de los moriscos, estos no caían bajo su jurisdicción; ahora bien, dado que, velis nolis, habían sido bautizados, la situación había cambiado. Convocada en 1524 una Junta de teólogos, esta acabó sentenciando que, en efecto, los tales moriscos estaban ya obligados a mantenerse en el cristianismo y que la Inquisición podía proceder contra los reacios. Y el Emperador, puesto al tanto de todo, aprobó las decisiones de fuerza en 1524. Eso produjo ya una primera rebelión de los moriscos valencianos, que se alzaron al monte, dispuestos a defender sus creencias con las armas en la mano. Y a ello le ayudaban sus señores que, aunque cristianos, temían el cambio porque con él perdían los tributos que los moriscos les pagaban, en su condición de musulmanes. Eso llevó a las autoridades a entrar en negociaciones, ante la dificultad de someterlos por la fuerza.
Tal ocurría en el otoño de 1524. Pero la sorprendente e inesperada victoria de Pavía hizo reflexionar a Carlos V. Para él resultaba evidente que Dios le había favorecido, dándole aquel triunfo cuando más abatido se hallaba. En consecuencia, de alguna forma tenía que mostrar su agradecimiento a la divinidad. Y hallándose, como estaba, tan caliente el asunto de la conversión de los moriscos valencianos, consideró que era allí donde podía y debía mostrar su agradecimiento a Dios por todo lo que le había concedido. Y no solo ordenando el bautizo de los moriscos valencianos, sino también del resto de España.
Una medida de la que el Consejo de Aragón trató de disuadirle. De hecho, ni siquiera los Reyes Católicos la habían intentado. ¿Hizo reflexionar ese argumento al Emperador? Las crónicas nos traen su respuesta que, teniendo en cuenta su carácter, parece fidedigna:
Las cosas que en sí son grandes —replicó Carlos V a sus consejeros aragoneses— no pueden dejar de tener grandes inconvenientes…
Eso había que darlo por descontado. Pero, ¿había por ello que renunciar a realizarlas? ¡Antes al contrario!

Los Príncipes —añade el César, descubriéndose de cuerpo entero—, cuando quisiéremos emprender alguna que sea grave, no hemos de mirar a los inconvenientes do podemos tropezar. Esto digo porque no dejo de reconocer que la conversión de los moros de Valencia me puede dar enojo y engendrar en aquel Reino escándalos; mas, junto con esto, sé que hago a Nuestro Señor servicio… De esa forma, la decisión era clara:
Venga lo que viniere —concluye el Emperador— y suceda lo que sucediese, que yo estoy determinado, que, pues Dios trajo al rey de Francia, mi enemigo, a mis manos, he de traer yo los moros, sus enemigos, a su fe. Porque no puedo yo dar gracias cumplidas a Dios con alguna cosa, por tantos y tan grandes beneficios como he recibido de su mano, como es de limpiar de infieles y herejes todos mis Reinos[568].
Iniciada la tarea de conversión en la capital valenciana, con relativa facilidad, no ocurrió igual en las villas cercanas, con el resultado de que muchos fueron los moriscos rebelados, alzándose a la Sierra de Espadán, y en tal número y con tanto denuedo que no bastó con las fuerzas que el Emperador tenía en Valencia para dominarlos, siendo preciso llamar a 4.000 soldados alemanes, entonces de guarnición en Perpiñán.
Con ese refuerzo, en octubre de 1525 las posiciones moriscas de la Sierra de Espadán fueron tomadas por asalto, con muerte de muchos de los defensores.
El decreto imperial obligaba en adelante a la conversión o al exilio a los moriscos valencianos antes del 31 de diciembre de 1525. Pero la política religiosa adoptada por el Emperador no quedaría ahí. No tenía sentido tal medida represiva llevada solo en el reino de Valencia. Y de ese modo, un decreto posterior extendía esa obligación al resto de los moriscos hispanos, poniendo por tope el 31 de enero de 1526.
Era la tendencia a uniformar la población hispana bajo el punto de vista religioso. De hecho, resultaba extraño que aquel Emperador que tan celoso se mostraba de las cosas de la religión en toda Europa, tuviese en el seno de sus reinos hispanos tan fuertes reductos musulmanes.
Sin embargo, Carlos V acabaría por transigir, cuando conoció de cerca lo que estaba pasando con los moriscos granadinos. Y ello ocurrió cuando estaba en plena luna de miel.
Y es algo que pronto hemos de ver.

Capítulo 5
Las bodas imperiales

¿Era sincera la diplomacia imperial cuando cerraba en 1522 la alianza con Inglaterra, en el tratado firmado en Windsor con Enrique VIII? Sí, en líneas generales, porque la alianza inglesa era ya como una tradición en la política de la Monarquía Católica desde los tiempos de Fernando e Isabel, y buena prueba de ello era que la esposa de Enrique VIII fuese Catalina de Aragón. Más dudoso resulta que se tomara como muy en firme la boda allí contemplada entre el joven emperador y la jovencísima princesa. Carlos, con sus 22 años, podía desposarse en cualquier momento; pero era evidente que María, la novia inglesa que había nacido en 1516, aún tendría que esperar entre ocho y diez años. Y eso era demasiado tiempo. ¿Qué podía pasar en tantos años? Incluso no parecía prudente, en aquellos tiempos de monarquías autoritarias, en las que la cuestión sucesoria resultaba tan importante, que Carlos V se mantuviera soltero tantos años y sin dar un heredero a la Corona. De hecho, ya antes de partir de los Países Bajos se había planteado la posibilidad de una boda distinta, para afianzar la amistad portuguesa, una boda que era de esperar que supusiese una fuerte inyección económica, tan necesaria siempre para las exhaustas arcas imperiales. Eso, además, suponía dar gusto a las Cortes castellanas que no cesaban en pedirla, siendo por otra parte sumamente sencillo negociarla, porque Portugal ya la estaba solicitando. Era la que había sugerido en su Testamento el propio don Manuel el Afortunado a su hijo Juan III[569].
En cambio, aquel personaje tan influyente en la corte carolina, su tía Margarita de Saboya, otra vez además con el cargo de Gobernadora de los Países Bajos, no ocultaba su abierta inclinación por la alianza inglesa a ultranza como confesaría por entonces a uno de sus allegados más fieles, Berghes:

Vous savez bien que j’ai toujours esté et suis bonne englese…[570]
Por lo tanto, el dilema era: ¿María o Isabel? La princesa inglesa, con el apoyo del poderoso Enrique VIII, siempre tan necesario para la seguridad de los Países Bajos, o bien aquella otra princesa de Portugal, hija del más rico rey de la Cristiandad, aquel a quien ya las crónicas de la época habían titulado como O Venturoso, esto es, como el afortunado. Y ambas expectativas habían provocado notables reacciones. Si María, en la Corte inglesa, ya no quería vestirse más que «a la española», Isabel había adoptado en Lisboa aquel lema del Borgia:
Aut Caesar, aut nihil
La elección estaba en manos de Carlos, quien ya en España parecía mostrarse cada vez más inclinado a la boda portuguesa, si bien con la duda de no saber cómo dar satisfacción a Enrique VIII, cómo evitar su reacción al ver desairada a su hija y considerarse él mismo como agraviado, por el flagrante quebranto de lo estipulado tan solemnemente en el tratado de Windsor.
Por su parte, Portugal hacía su labor desde muy pronto. Ya en 1522, a poco de la llegada de Carlos V a España, informaba Martín de Salinas a Fernando de Austria sobre la llegada a Valladolid de una nutrida embajada portuguesa. Y añadía:
A lo que vienen es a tratar casamientos, así por su Rey como por Su Majestad. Lo que fuere sonará[571].
Pero era muy pronto para forzar la mano del Emperador. Y el propio Martín de Salinas lo recogía un mes más tarde:
La respuesta que se le ha dado no sé qué tal es, pero presumo que con buenas palabras.
Buenas palabras tan solo; esto, en el lenguaje diplomático quería decir que el Emperador mantenía abierta la negociación pero que aún vacilaba, con el consiguiente enfado de los enviados portugueses:
… no van muy contentos…[572]
Sería dos años más tarde, en el otoño de 1524, cuando Carlos V decidiría dar un primer paso, con la boda de su hermana Catalina con Juan III de Portugal, tras aquella prolongada estancia que tuvo en Tordesillas —la mayor de su reinado—. La victoria de Pavía acabaría de decidirle. Cada vez le urgía más y más su paso a Italia, lo que a su vez implicaba su pronta boda, para dejar a su esposa al frente de la regencia evitando así un rebrote del espíritu comunero en Castilla.
Una boda urgente: eso excluía ya a la princesa inglesa, dado que María Tudor aún no había cumplido los diez años. Por otra parte, era la forma de dar satisfacción a las Cortes castellanas, que no cesaban de pedir que la novia fuera portuguesa. En ese sentido, los procuradores de las Cortes de 1525 volverían a la carga, dando ya al Rey la indicación precisa: la infanta Isabel. Curiosamente, los primeros en alabarla habían sido los comuneros; para ellos, la Infanta portuguesa era
… muy excelente persona e muy hermosa… Tenía a su favor el hablar la lengua:
… habla nuestro castellano…
Su carácter era grave y prudente, tanto que recordaba a su abuela Isabel la Católica. Y ese era el mejor elogio[573].
De ese modo, Carlos V decide cerrar las negociaciones de su boda con Portugal. En abril de 1525 envía a su sumiller de corps, el señor de La Chaulx, a la corte de Lisboa.
Pero eso no bastaba. Tal decisión obligaba a un arreglo previo con Inglaterra, que liberase a Carlos V de los compromisos contraídos con Enrique VIII. Y de nuevo Martín de Salinas nos da la más cabal información:
Su Majestad —escribe Salinas a Fernando de Austria el 7 de mayo— ha enviado al comendador Peñalosa en Inglaterra, para hacer saber la voluntad de S. M…
La voluntad de renovar la guerra con Francia, y para ello, contar con cuatrocientos mil ducados ingleses, a cuenta de la dote que en su día habría de percibir la princesa María. Y caso contrario, que tuviese por bien de liberar a Carlos V de sus compromisos, para poderse casar en Portugal.
Se daba por supuesto que Enrique VIII jamás entregaría el dinero pedido, lo que lleva a Martín de Salinas a su particular y divertido comentario:
El rey de Inglaterra, V. A. sabe y conoce cómo no dará un real…[574]
Con lo cual, la solución portuguesa se afianzaba. Isabel desplazaba a María.
Ahora bien, otro suceso vendría a dificultar la tarea de los diplomáticos imperiales y portugueses. Pues en aquel mismo año de 1525, y a la sombra del éxito de la empresa de Magallanes-Elcano, zarpaba de La Coruña, el 24 de julio, una importante expedición con rumbo a las Molucas, al mando de Jofre de Loaisa, llevando por lugarteniente a Juan Sebastián Elcano; noticia que alarmó a la corte de Lisboa, poniendo sobre el tapete lo negociado en el Tratado de Tordesillas en 1494, y hasta qué punto aquella navegación, así como los tratos con las islas de las Especias estaban vedados a los castellanos.
De todas formas, era tan aventurada la empresa de García de Loaisa, a tan largo plazo y de tan inciertos resultados (de hecho, tanto García de Loaisa como Elcano morirían en el intento) que, a la postre, pudieron firmarse las capitulaciones matrimoniales el 17 de octubre de 1525.

§. Las capitulaciones matrimoniales
Las capitulaciones matrimoniales fijaban con precisión los aspectos económicos de aquel enlace, y en especial la dote que había de recibir la infanta de Portugal: 900.000 doblas de oro castellanas de 365 maravedíes la dobla. Asimismo, Juan III de Portugal se comprometía a que su hermana llevara un ajuar acorde con su alta posición y con su nueva dignidad:
… vestidos y atavíos de su persona y cámara y casa, según cuya hermana es y con quien casa…
Esto es, no solo temiendo en cuenta su status de infanta de Portugal, sino con el nuevo y más encumbrado de emperatriz de la Cristiandad.
A su vez, el Emperador, aparte del pequeño gasto que supusiera el conseguir de Roma las oportunas dispensas, dado el estrecho parentesco de los novios[575], se obligaba a dar a la Emperatriz en arras la tercera parte de aquella suma; por tanto, 300.000 doblas de oro castellanas, que en caso de finado o separado dicho matrimonio siempre serían suyas, salvo si la Emperatriz moría antes que el Emperador. De hecho, una cifra más simbólica que real, si el matrimonio transcurría por los cauces normales, y solo exigible si el Emperador moría antes que la infanta Isabel, en cuyo caso esta podía volverse libremente a Portugal
… queriéndolo hacer… Lo que sí se cobraría Juan III, restándolo de la dote de su hermana, eran las cantidades que Carlos V le debía, tanto el préstamo hecho en tiempo de las Comunidades como lo que faltaba por pagar de la dote de su hermana Catalina. En total, 239.668 doblas de oro, lo que dejaba reducida la cifra de la dote de la Emperatriz a la cantidad de 660.332 doblas de oro; sin duda, todavía una bonita suma. ¿Cuál sería su valor actual? He ahí una pregunta que siempre se plantea el lector. Es difícil dar una respuesta precisa, dadas las diferencias del coste de vida, tanto de las necesidades como de las cosas superfluas; diferencias marcadas por el impresionante desarrollo técnico de nuestros tiempos. Fijándonos en los puntos básicos de la comida, del vestido y de los salarios mínimos, podríamos cifrar la paridad entre 1 maravedí y 25 pesetas 1998. En ese caso, la cantidad que recibía el Emperador por la dote de su esposa sobrepasaría los 5.000 millones de pesetas.
Por lo tanto, y en principio, un bonito negocio, y como tal se capitulaba[576]. Lo firmaron primero los comisionados portugueses en la villa de Torresnovas el 17 de octubre de 1525 y siete días después los imperiales, en Toledo. Por su relación se puede comprobar cuál era en esas fechas lo que podríamos llamar el Estado Mayor del Emperador: Mercurino, conde de Gattinara, el primero, y a su lado, Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles, el señor de La Chaulx, Juan de Zúñiga y Hugo de Moncada; a los que podrían añadirse algunos miembros de la alta nobleza, en particular el duque de Calabria que, como veremos a la hora de que la Emperatriz fuera recibida en Castilla, tendría un destacadísimo protagonismo.
En todo caso, las capitulaciones matrimoniales probaban que la Infanta portuguesa procedía del reino más rico de la Cristiandad. Como diría el cronista portugués Damiao de Goes, su dote
… nunca mujer que no fuese heredera trajo tanto en casamiento a su marido[577].
Pero lo que las capitulaciones no podían recoger, en su árida prosa, sería el papel que aquella mujer acabaría desempeñando en la Monarquía Católica. Ese papel, en el otoño de 1525, era una incógnita. Mas en cuanto se celebraron las bodas en Sevilla, pronto se pudo adivinar que sería verdaderamente importante.
Y eso por una razón: porque Isabel lograría enamorar a Carlos V hasta un grado como pocas veces se vería en los matrimonios de Estado de la Europa del Quinientos.

§. Las bodas imperiales
Hay quienes consideran que este aspecto del pasado no merece la pena de ser recogido más que en dos o tres líneas.
Eso carece de sentido. Y por una razón: porque nos hallamos ante uno de los sucesos más importantes en la vida del Emperador. Lo que Isabel, aquella Infanta portuguesa que ya había hecho suya la divisa aut Caesar, aut nihil, supuso en adelante para Carlos V nunca será bastante valorado. Y no solo en el plano afectivo y familiar, sino también en el político.
Por primera y única vez en la historia de los tiempos modernos un rey de España, coronado emperador, se casaba en nuestra tierra con una princesa de Portugal.
Y eso provocaría una formidable expectación.
Era algo vivamente deseado por la corte de Lisboa, desde los tiempos de Manuel el Afortunado. Desde el momento en que Carlos es elegido Emperador por los Príncipes Electores alemanes, el rey de Portugal concibe el proyecto de que su hija Isabel —que por entonces tenía 16 años— se convirtiera en emperatriz. Y ese deseo lo hizo suyo Juan III cuando llega al trono. Y dado que las Cortes de Castilla también lo habían pedido a Carlos V, todo hacía pensar que se acabaría realizando. Pero como tuvieron que pasar seis años antes de que se formalizara, la expectación fue creciendo.
El viaje de la novia a España arrancó de la villa portuguesa de Almeirim. En las fiestas de despedida, se estrenó en la Corte portuguesa una tragicomedia de Gil Vicente, el gran poeta luso, alusivo al nuevo destino de la Emperatriz.
En especial lo eran los versos del romance final:
En el mes era de Abril,
de Mayo antes de un día,
cuando lirios y rosas
muestran más su alegría…[578]
Isabel saldría para la frontera de Castilla con un impresionante cortejo, en el que se hallaban sus hermanos Luis y Fernando,
…e con ellos toda la flor de Portugal…
En la frontera esperaba, para recibirla, el otro cortejo castellano, presidido curiosamente no por un magnate de Castilla o de los Países Bajos, sino por el duque de Calabria; que hasta ese extremo quiso Carlos V señalar cuánto había valorado que aquel antiguo prisionero de Estado se negase a recibir la libertad de manos de los rebeldes agermanados.
La entrega se haría el 7 de febrero de 1526. Veamos cómo la describe la pluma del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo:
Iba la Emperatriz dentro de una litera de brocado muy rico…
Dos caballos muy hermosos la traían…[579]
El encuentro en la raya de los dos cortejos, el portugués que acudía a entregar a Isabel, presidido por los infantes don Luis y don Fernando, y el español que se presentaba a la cita para recibirla, presidido por el duque de Calabria, el arzobispo de Toledo y el duque de Béjar, fue un espectáculo de los que dejan recuerdo: La suntuosidad de los trajes, el lujo desplegado por las dos noblezas, empeñadas en rivalizar en riqueza, el estruendo de las músicas de trompetas y chirimías, todo contribuía a resaltar la ceremonia. Particularmente emotiva fue la despedida, cuando la nobleza portuguesa rindió su homenaje a la infanta que se convertía en emperatriz.
Porque Isabel alcanzaba el más alto estado, pero dejaba atrás su patria, las tierras que la habían visto crecer, sus familiares y amigos y hasta el dulce sonido de su lengua materna.
Todo eso quedaba atrás. Y enfrente, Castilla y un matrimonio del que nada sabía, empezando por desconocer al mismo novio. Como el escritor de su tierra diría siglos después,
¡Y ahora, adiós a todo! ¡España comienza![580]
Porque, por encima y por debajo de los acuerdos políticos, la realidad era que existía un profundo recelo entre los dos pueblos, agravado por las agresiones de una y otra corona en los siglos XIV y XV. En Portugal seguía vivo el recuerdo de la batalla de Aljubarrota (1385), en la que había sido vencido el ejército castellano del rey Juan I, y en Castilla no lo era menos la de Toro (1476), con la que Fernando iniciaría la serie de sus espectaculares triunfos, y en este caso derrotando a las tropas portuguesas de Alfonso V.
Y algo de eso tenía que repercutir en el ánimo de Isabel, aunque aquel nuevo destino que se le abría fuera el escogido por ella misma.
Aut Caesar, aut nihil.
Un mal presagio fue la llegada de un correo imperial con la orden del Emperador de que el cortejo se adentrase lentamente, en cortas jornadas, por España, en dirección a Sevilla, para dar tiempo al Emperador a resolver antes de sus bodas los graves asuntos de Estado en que se hallaba inmerso; se trataba de las negociaciones con el rey de Francia y la despedida entre los dos soberanos en Illescas, a la que antes nos hemos referido, que se había realizado el 20 de febrero de aquel año de 1526. Como el 7 de aquel mes había tenido lugar la ceremonia de la entrega, el retraso de Carlos V era notorio. Es dudoso que esa fuera la razón por la que Sevilla desplazara a Toledo como la ciudad de los esponsales regios, dado que estando Carlos V tan cerca de la ciudad del Tajo había podido de ese modo llegar puntual a la cita, a poco que la Emperatriz demorase su viaje. Más bien da la impresión de que el César quisiese cambiar totalmente de escenario: hasta entonces las dos mesetas habían sido su alojamiento habitual, entre Valladolid, Madrid y Toledo. Para su boda lo había de ser Andalucía, entre Sevilla y Granada.
Pero de momento, la orden de que la Emperatriz alargase su viaje podía parecer un desaire. ¿Estaba el Emperador tan poco ilusionado? ¿Era como aplazar algo indeseado? ¿Acaso la presencia de la Emperatriz podía suponer un obstáculo para las graves cuestiones de Estado? De ahí la airada réplica del marqués de Villarreal, jefe del séquito portugués que acompañaba a Isabel: si aquellos eran sus negocios, respondería al Emperador, esta era su esposa, que no venía a estorbarlos, antes bien a ayudarlos
con su talento y su dote[581].
La primera ciudad española que acogió a Isabel fue Badajoz, entre un gentío venido de todas partes, ansioso de contemplar a su nueva señora, aquella princesa de Portugal de cuya belleza y de cuyas riquezas tanto y tanto se hablaba.
En lentas jornadas, tal como había ordenado Carlos V, la Emperatriz siguió adentrándose en su ruta a Sevilla por Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla y Cantillana. Su última estancia, antes de entrar en Sevilla, fue en el monasterio de San Jerónimo de Buenavista.
Era ya el 2 de marzo y estaba a las vistas de Sevilla, de la que le separaba apenas una legua de distancia.
El 3 de marzo fue la solemne entrada de la Emperatriz en la ciudad del Guadalquivir. Lo hizo por la puerta de la Macarena, bajando de su litera y subiéndose a una hacanea blanca. Iba hermosísima, toda vestida de raso blanco y oro, tocada con una gorra de raso blanco, y en ella una pluma de lo mismo. Las calles y plazas por donde pasaba, todas henchidas de gente, así como ventanas y balcones, y hasta las terrazas atestadas de un público curioso, especialmente de mujeres. Sin duda, la sevillana de la época quería saber cómo era su nueva reina y emperatriz, de cuya belleza y elegancia tanto se hablaba; de forma que pronto como hemos de ver, Isabel impondría la moda. A su vez la Emperatriz, no menos curiosa de conocer cómo eran las damas de Sevilla, aquella inquietante ciudad de que tanto se hablaba en todas partes («quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla»), pidió a un alcalde de la Corte que se despojasen de los sombreros, para contemplarlas mejor.
Para ella, la entrada triunfal en Sevilla era como el primer acto que la vinculaba a su nuevo destino. Escoltada a un lado y al otro por el duque de Calabria y el arzobispo de Toledo, recorrió la calle Real hasta llegar a la Catedral, donde la esperaba su cabildo «con todo el clero y cruces de todas las iglesias de la ciudad». Ante ella se alzaba la imponente traza de la Giralda. Después de rezar en la Catedral pasó al alcázar contiguo, para aposentarse en la torre del Aceite.
Ya por entonces Sevilla era lugar famoso, al que los Grandes de la época querían conocer. Y también la Emperatriz, empezando por aquel fastuoso alcázar alzado por Pedro I con tanto derroche de riqueza:
Otro día, domingo —nos refiere Gonzalo Fernández de Oviedo—, en la tarde, salió [la Emperatriz] de su aposento para ver lo alto del alcázar, vestida de terciopelo negro, y delante della los Grandes, y junto a ellos don Jorge, que era alcaide del alcázar…
Fue entonces como el primer encuentro, fuera del protocolo, de la Emperatriz con el pueblo sevillano. Y así añade el cronista:
Y cómo S. M. salió a unos Corredores que caían sobre el crucero[582]…, el cual estaba tan lleno de gente que apenas cabían de pie, y como vieron asomar a S. M., todos se quitaron los bonetes, y S. M. se rió, porque pareció holgarse de ver tanta gente como allí estaba junta[583].
Por lo tanto, Isabel en Sevilla y alojada en su soberbio alcázar. Lugar espléndido, donde los haya, y bueno para la espera, si es que estas alguna vez son buenas. Porque Carlos V aún tardaría siete días en hacer su entrada.
Pues eso no ocurriría hasta el 10 de marzo de 1526.
De forma que otra vez, aunque por diversos motivos, el hijo tendría un comportamiento similar al padre. En efecto, treinta años antes, en 1496, Felipe el Hermoso no se había presentado a la cita, cuando su prometida Juana, infanta de Castilla, había desembarcado en los Países Bajos. Entonces Felipe, conde de Flandes, tardaría un mes en verse con la madre de Carlos V; este, al menos solo haría esperar a la que ya era su esposa por poderes, una semana.
Aun así, demasiado tiempo. En bodas corrientes lo obligado parece que sea el novio quien aguarde a la novia a la entrada de la iglesia; y cuando la espera se prolonga más de media hora, la gente se asombra. Y no sin razón. En los enlaces oficiales la puntualidad es norma exquisita. Es cierto que en el Quinientos la dificultad en los desplazamientos, cuando la novia procede de un país extranjero, podía alterar las cosas, pero más bien en disculpa de quien salía de su patria y, por lo tanto, en cuanto a lo que podía suceder a la futura Emperatriz. De modo que sus siete días de espera tuvieron que enojarla, encontrándose desairada[584].
Pues el desaire fue evidente y hemos de añadir, deliberado. No de otra manera se puede comprender el que Carlos V, despidiéndose el 21 de febrero de Francisco I, y quedando ya libre para acudir a la cita de sus esponsales en Sevilla, en vez de dirigirse a marchas forzadas hacia el sur, atravesando La Mancha, para penetrar cuanto antes en Andalucía, prefiera dar un rodeo yendo hacia el oeste, en busca de las tierras extremeñas. El 22 dormiría en Talavera la Real, no llegaría a Trujillo hasta el 1 de marzo y el 3 —la fecha en que Isabel hacía su entrada en Sevilla— Carlos V lo haría en Mérida. A partir de ese momento seguiría ya la ruta recorrida por la Emperatriz, por Almendralejo.
Por lo tanto, una dilación calculada. La Emperatriz debía esperar. ¿Era como una norma de la dinastía, doblegar la voluntad de la esposa desde el primer momento, dejar bien claro quién tenía el poder? En Sevilla debían verse dos entradas triunfales, pero la segunda más impresionante que la primera. La entrada de la Emperatriz era como la anunciadora de la que haría más clamorosamente todavía el Emperador. Sevilla tenía que recibir en triunfo a la novia de su rey, pero precisamente por ese título. Aún más debía hacerlo, y lo haría, para vitorear al gran vencedor del rey francés, al rey de las Españas, al emperador de la Cristiandad.
Y para eso, había que dar un respiro al propio pueblo.
No era un desaire, era una táctica, para que la dinastía saliera reforzada. Era un momento único para que el Emperador recibiera el baño popular, el clamor de la multitud, y eso había que prepararlo.
Eso explica la demora de Carlos V. Al fin, haría su entrada en Sevilla el 10 de marzo:
Venía el Emperador en cuerpo —nos informa Ortiz de Zúñiga—, vestido de un sayo de terciopelo con tiras de brocado…, y con una vara de olivo en la mano y en un caballo rodado…[585]
Saludado por las autoridades sevillanas en el monasterio de San Jerónimo, entró bajo palio por la puerta de la Macarena y así fue llevado hasta la Catedral, acompañado por el Nuncio extraordinario mandado por Clemente VII, y por el arzobispo de Sevilla. Y todo entre un gentío inmenso, llegado de todas partes:
Tanta multitud de gente por el campo desde Sevilla a La Rinconada, donde S. M. partió para entrar en la ciudad, que son cerca de dos leguas, que por el camino no había quien pudiera andar, y por defuera de él con mucho estorbo[586].
En aquella entrada Carlos V pasó por debajo de siete arcos triunfales, todos con leyendas cargadas de simbología de lo que el pueblo esperaba de su reinado; no en vano era emperador del viejo mundo y señor afortunado del nuevo. En el primero se celebraba ese inigualable poderío:
Invicto César, gran señor del mundo…
Los sucesivos destacaban las diversas virtudes del príncipe cristiano: Fortaleza, Clemencia, Justicia…; pero también aquellos valores por los que suspiraban los pueblos, como la Paz y —en aquella sociedad tan impregnada de lo religioso— la Fe. Por último, el séptimo arco estaba dedicado a la Gloria, como un intento de hacerla perenne, de que la rueda de la Fortuna, siempre tan veloz, siempre tan mudable, se mantuviese quieta para el Emperador, como se pedía en su lema:
Tu alto merecimiento
que te levantó en mi rueda, me manda tenerla queda[587].
Esto nos prueba hasta qué punto se había imperializado España, en un proceso paralelo a la hispanización de Carlos V. Su clamoroso triunfo sobre Francisco I, aquel hecho inaudito de tenerlo su prisionero, junto con tantos asombrosos acontecimientos que se iban sabiendo —las gestas de Hernán Cortés en Méjico, la primera vuelta al mundo lograda por Elcano—, todo hacía pensar y creer que con Carlos V estaba ocurriendo algo muy especial, algo de lo que la gran historia habría de hablar, porque Carlos V estaba haciendo historia.
Pero puesto que de bodas se trataba, asistamos al encuentro de los novios.
Cuando Carlos V llegó a la Catedral, tras tantos ofrecimientos y tantas ceremonias, ya era entrada la noche. Tampoco la ceremonia religiosa fue breve. Y en todo ese tiempo la Emperatriz aguardaba en su cámara.
Y ahora dejemos la palabra al cronista, que nos hace evocar con más fuerza aquel momento irrepetible; porque hasta ese instante y por encima de todos los compromisos oficiales, estaba latiendo para ellos dos la gran pregunta: ¿Cómo sería su cónyuge? ¿Surgiría el atractivo mutuo, esa chispa casi mágica provocadora de las grandes pasiones? Para mí que lo que en el Emperador era curiosidad —una curiosidad excitante, por supuesto—, en la Emperatriz era ansiedad, por todo lo que se jugaba. ¿Sería capaz de sujetar bajo su atractivo a hombre tan poderoso y tan inquieto? Se decía de él que nunca paraba más de un mes en lugar alguno de la tierra. ¿Qué pasaría, pues?
Pero asistamos ya a ese primer encuentro, de manos del cronista Fernández de Oviedo:
Cuando entró [Carlos V] en el alcázar era ya dos horas de la noche, y entró con muchas hachas. Y cuando llegó al aposento de la Emperatriz e se vieron, la Emperatriz se hincó de rodillas e porfió mucho por le besar la mano. El Emperador se abajó mucho a la levantar, abrazándola, e la besó e la tomó por la mano e se entraron en otra cámara e se sentaron…
¡Pero Carlos V iba con su ropa de camino! Y aunque la ropa de un emperador siempre sea cosa fina, no era, claro está, la de un novio tan principal:
… el Emperador —continúa el cronista— se pasó a su aposento e se quitó la ropa de camino que traía e se vistió muy ricamente, e tornó donde la Emperatriz estaba, e se desposó con ella…, por manos del Cardenal Salviati, legado del Papa.
Aún faltaba la misa de velaciones, antes de que el matrimonio se consumara, pero ya era tan tarde que el Emperador se retiró a su cámara, y toda la Corte hizo lo mismo:
… e todos los Grandes se fueron a sus posadas a reposar.
Y fue entonces cuando surgió lo inesperado. Con astucia —la expresión es del cronista— se aparejó un altar en la cámara de la Emperatriz, cuando ya era la medianoche. ¡Aquella pareja no podía esperar más! Volvía a repetirse la historia, aquel enlace apresurado de los padres de Carlos V, de Felipe el Hermoso y Juana de Castilla:
E como el relox dio las doce, se aparejó un altar en la cámara de la Emperatriz, e dijo la misa e los veló el arzobispo de Toledo, e fueron padrinos el duque de Calabria e la condesa de Haro, viuda, camarera mayor de la Emperatriz. Estuvieron en la misa muy pocos caballeros…
¿Por qué? El cronista nos lo dirá:
… porque fue cosa no pensada, sino ansí fecha de improviso, aunque astutamente…
Acabada la misa, los cónyuges se retiraron a sus aposentos, dando tiempo el Emperador a que su mujer se acostara:
E desque fue acostada, pasó el Emperador a consumar el matrimonio, como católico príncipe…[588]
Y la gran pregunta: ¿cómo era la novia? Ya hemos hablado de su belleza, en términos generales. Pero, sin duda, querríamos saber más. Tenemos la idea general que nos da el retrato de Tiziano, una obra maestra, dentro de los límites en los que trabajó el genial pintor, dado que no llegó a conocerla en vida.
Acudamos, pues, otra vez a los cronistas, y en este caso a quien sí la conoció personalmente, Alonso de Santa Cruz:
Era la Emperatriz blanca de rostro y el mirar honesto… Tenía los ojos grandes, la boca pequeña, la nariz aguileña, los pechos secos, de buenas manos, la garganta alta y hermosa…[589]
Así era, pues, la Emperatriz. Y aquellos ojos grandes, aquellas blancas manos y aquel cuello de cisne fueron suficientes para cautivar al Emperador. Y eso, a las primeras de cambio, y de forma tan acusada, que el embajador de Portugal, Azevedo Continho, bien atento a lo que en la Corte imperial sucedía, comentaría a su compatriota, el conde de Vimioso:
Entre los novios hay mucho contentamiento…
Y aún más, pues nos describe la ceguera de los enamorados, solo atentos el uno para el otro, como si el resto del mundo desapareciera:
En cuanto están juntos —añade Azevedo Continho—, aunque todo el mundo esté presente, no ven a nadie…
Amor pleno, pues, desde el primer momento. El juego amoroso desbordando en felicidad. Algo que no se puede ocultar, que provoca continuas manifestaciones de alborozo incontenible. Y así el embajador-cronista nos da el detalle más revelador:
… ambos hablan y ríen, que nunca hacen otra cosa…[590]
Bien se puede comprender la satisfacción de la Corte de Juan III. ¡Ya tenían en España al mejor de los embajadores! Bastaba con escuchar lo que se contaba de Carlos V, de lo que él mismo hacía público, sin disimulo alguno:
El Emperador está muy satisfecho del Rey, nuestro señor, por el bien que le hizo en darle a la Emperatriz, que le sale por la boca a borbotones, y se ofrece a tanto, que cumplido en la mitad nos bastaba. Y esto no lo dice a nosotros solos, sino a todo el mundo.[591]
Sería un amor que duraría lo que la vida de la Emperatriz. Y de ello daría constantes muestras Carlos V, y tales, que en sus prolongadas ausencias se le vería melancólico y como enfermo. Era el mal de amores, como hemos de ver.
De momento, los tenemos en Sevilla, en una felicidad plena.
Al fin Carlos V había accedido a las peticiones de las Cortes castellanas de que casara con aquella princesa de Portugal.
Era como la primera nota ostensible de su creciente hispanización.
Y en cuanto a Isabel, había logrado su gran deseo:
Aut Caesar, aut nihil
Mas de pronto, una mala nueva les llega: la muerte en los Países Bajos de Isabel, reina de Dinamarca y hermana del Emperador.
La Corte se llenó de lutos[592]. Pasados aquellos días, el marqués de Villarreal tanteó a Carlos, tratando de conseguir que reconociera, de una vez por todas, que las Molucas pertenecían a Portugal.
Era evidente: a la corte de Lisboa le inquietaban grandemente las noticias que le llegaban de la expedición a las Molucas de García Jofre de Loaisa y Elcano, que para entonces ya se habían adentrado en el Pacífico. Pero Carlos V no permitió que su vida sentimental interfiriese sobre los problemas de Estado. Si los cosmógrafos portugueses, y solo entonces, demostraban que las Molucas entraban en la jurisdicción marcada por el Tratado de Tordesillas a favor de Portugal, accedería a ello.
Carlos V e Isabel continuaron su estancia en Sevilla hasta entrado el mes de mayo. Fue entonces cuando el Emperador invitó al duque de Calabria a que se desposase con la reina viuda Germana de Foix (viuda por segunda vez, pues ya lo era también del marqués de Brandemburgo), a lo que el Duque ofreció resistencia.
Y no era para menos, pues aquella gentil princesa gala había engordado espantosamente. Dantisco, el embajador polaco, tendría ocasión de hacer uno de sus comentarios más mordaces:
este buen Príncipe, que cuenta entre sus antepasados ochenta reyes de la Casa de Aragón, forzado por la penuria, ha venido a caer con esta corpulenta vieja, y a dar en un escollo tan famoso por sus naufragios…[593]
¿Cómo era eso? Ya sabemos que Carlos V, reconocido al gesto del Duque de no admitir la libertad de manos de los rebeldes agermanados, le premió largamente convirtiéndole en uno de los principales personajes de su Corte. Y de pronto, le forzaba a un matrimonio tan penoso. ¿Por qué?
Hay una frase, en el comentario de Dantisco, que puede darnos la pista:
… un escollo tan famoso por sus naufragios…
Pues Germana de Foix había sido la amante de Carlos V, desde que el Emperador había llegado a España en su primer viaje, como ya hemos indicado. Y conforme a una vieja tradición, amantes de tal rango había que colocarlas «honrosamente», casándolas con altos personajes de la Corte. Era una forma de licencia generosa, como cabía esperar del Rey-emperador. Y Germana de Foix lo había sido con el marqués de Brandemburgo en 1519. Pero la muerte prematura del Marqués volvía a plantear la cuestión, resuelta de ese modo por el César[594].

§. Luna de miel en Granada
Entrado el mes de mayo los calores arreciaron de pronto en Sevilla, como es frecuente en aquella ciudad por tales fechas, y el Emperador decidió trasladarse a Granada. El viaje lo harían pasando por Córdoba, como si se tratara de unos turistas modernos. Y de hecho sabemos que los personajes que se animaban a viajar, tenían en España como objetivos principales, aparte del camino de Santiago (y en este caso, por motivos religiosos), el conocer las tres principales ciudades andaluzas: Sevilla, Córdoba y Granada.
Granada. La ciudad cantada por todos los poetas, la que describen todos los viajeros que llegan a España en el Renacimiento.
Granada, esto es, y sobre todo, La Alhambra. Jerónimo Münzer, que la había visitado a fines del siglo XV, nos dice:
Vimos salas con pavimento de blanquísimo mármol, jardines deleitosos con limoneros, arrayanes, estanques de marmóreos muros…, tazas de mármol con surtidores de agua…
No se olvida del Patio de los Leones:
… un patio que sostiene en su centro una gran fuente de mármol sostenida por doce leones de la misma piedra, que echan el agua por la boca…
Lo que le haría exclamar:
No creo, en fin, que en Europa se halle nada semejante, puesto que todo es magnífico, tan majestuoso, tan exquisitamente labrado, que ni el que lo contempla puede cerciorarse de que no esté en un paraíso…[595]
Un paraíso perdido, al pie de las soberbias montañas de Sierra Nevada. Esa era La Alhambra, cuya fama corría por toda Europa. Y Navagero, el exquisito humanista contemporáneo de Carlos V, después de su cuidadosa descripción, piensa que ha encontrado el lugar perfecto para el estudioso que quisiera entregarse a los placeres del espíritu; tanta era su hermosura y la paz que en ella anidaban:
En suma —dirá con un deje de pesadumbre, al tener que abandonar tanta belleza—, me parece que no falta a lo apacible y bello de estos lugares sino quien los aprecie y goce, viviendo entregado en reposo y tranquilidad al estudio y a los placeres que convienen a un hombre honrado, sin tener otros deseos[596].
Algo de eso debieron pensar Carlos V e Isabel, pues prolongarían su estancia en Granada hasta fines de aquel año de 1526.
E incluso habrían pasado allí el invierno, si los graves acontecimientos ocurridos en Europa no se lo hubieran impedido. Pero para dejar testimonio de lo que había supuesto su estancia en Granada y hasta qué punto les había enamorado La Alhambra, Carlos V mandaría alzar allí un espléndido palacio renacentista, la obra insigne de Pedro Machuca que, sin embargo —y acorde con sus perennes problemas financieros—, el Emperador no lograría ver terminado.
Y algo más germinó en Granada.
Que fue en Granada donde Carlos V e Isabel engendrarían su primer hijo, a mediados de agosto, aquel Felipe que nacería en Valladolid y que tanto juego daría en la historia de España, y aun en la de toda la Cristiandad, si bien de signo muy diverso.

§. Los moriscos granadinos
Pero en Granada, donde vivió su espléndida luna de miel, tampoco le faltaron problemas a Carlos V. Y uno de los más curiosos fue el de tener que afrontar otra vez el problema morisco.
En aquella ocasión Carlos V lo vivió de cerca, de un modo inmediato, no a través de informes burocráticos. Granada estaba entonces, a los 33 años de su conquista por los Reyes Católicos, plenamente inmersa en la cultura musulmana. El mismo hecho de que muchos de los granadinos que Carlos V conoció en 1526, fueran descendientes de los que habían hecho la maravillosa obra de La Alhambra, tenía que jugar a su favor. Ya no se trataba de rústicos campesinos, como aquellos valencianos que se habían refugiado en la Sierra de Espadán, contra los que se había tenido que emplear a fondo el ejército imperial.
Así que Carlos V escuchó a sus vasallos, los moriscos granadinos. Recibió de ellos un memorial en el que se detallaban todos sus agravios, todos los atropellos que sufrían, acosados por las autoridades cristianas, las civiles y aún más las eclesiásticas. Un memorial tan lastimoso, que Carlos V mandó que una comisión averiguase qué había de cierto en aquellas acusaciones.
El memorial se lo habían entregado al Emperador tres caballeros del patriciado urbano de Granada, dos de ellos de notoria vinculación con la antigua nobleza nazarí: don Fernando Venegas, don Diego López Benajara y don Miguel de Aragón. Y sin duda, eso también influyó sobre Carlos V, llevándole a exigir una investigación.
Sabemos que entre los comisionados por el Emperador estaba uno de los humanistas más destacados de su Corte imperial: fray Antonio de Guevara. Él y sus compañeros hicieron bien su deber, andando y preguntando por buena parte del Reino granadino.
El resultado fue esclarecedor:
Anduvieron visitando el Reino —es Sandoval quien lo refiere— y hallaron ser muchos los agravios que se hacían a los moriscos, y junto con esto que los moriscos eran muy finos moros…
La inmensa mayoría seguían siendo musulmanes:
… 27 años había que eran bautizados, y no hallaron 27 dellos que fuesen cristianos, ni aun 7…
Para poner remedio se nombró una Junta, con dos de los prelados de más renombre: el arzobispo de Sevilla e inquisidor general Alonso de Manrique, y García de Loaysa, confesor del Emperador. Por lo tanto, nada menos que el Inquisidor y el confesor, dos auténticos pesos pesados del estamento eclesiástico. Y las conclusiones de la Junta no pudieron ser más pesimistas: imposible sería adoctrinar a la población adulta granadina. Había que fiarlo todo en la evangelización de la juventud, a través de colegios donde se educara a los niños moriscos.
…porque de los padres, ninguna esperanza se tenía…[597]
Por lo tanto, un proceso lento y costoso, ya que la Monarquía no tenía entonces a su cargo la enseñanza pública, en especial la primaria.
Para una plena asimilación de la población morisca había que obligarles a dejar sus usos y costumbres y su misma lengua; solo de ese modo se podría conseguir que abandonasen su religión musulmana. Y temiendo los moriscos granadinos que se tomasen esos actos de fuerza contra ellos, acordaron hacer un supremo esfuerzo económico, entregando al Emperador una fuerte cantidad: 80.000 ducados.
A cambio, pedían que se les permitiera vivir al modo de sus antepasados. Y lograron su intento, pues Carlos V ordenó que se les concediera un largo plazo, antes de que aquellas nuevas leyes se pusieran en vigor; un plazo tan largo que se fijó en cuarenta años.
Evidentemente, era tanto como dejar ese delicado legado a su heredero, salvo que en ese período de tiempo las autoridades eclesiásticas lograran la conversión de aquellos hispano-musulmanes, para lo que Carlos V creyó conveniente que fueran socorridas por un tribunal de la Inquisición con sede en la capital.
En todo caso, hubo un notorio soborno de los granadinos, y no solo con esos 80.000 ducados para las arcas imperiales, siempre tan exhaustas, sino para los principales consejeros, y entre ellos el conde de Nassau, que por entonces era uno de los mayores privados de Carlos V[598].
Pero lo cierto es que el propio César estaba inclinado favorablemente hacia Granada, y eso tenía que notarse en su clemente actitud con sus habitantes:
… como mirase con curiosidad los edificios antiguos —nos relata Sandoval—, obras moriscas, y los ingenios de las aguas y la fuerza del sitio y la grandeza del pueblo, si bien de todas las ciudades de su reino mostró tener gran contento, de esta en particular recibió mucho gusto…[599]
Por otra parte, aquel pueblo morisco mostró serle fiel al Emperador. Y tanto que, perdido el César en aquellas abruptas montañas, en una desafortunada jornada de caza, a la que era tan aficionado, solo y desamparado de su gente, encontró un guía morisco que le sacó de su apuro, llevándole sano y salvo a Granada. De forma que entre unas cosas y otras, Carlos V cogió tal afición a la tierra, que lo primero que hizo con aquel dinero recibido fue disponer de 18.000 ducados para iniciar el palacio renacentista que deseaba emplazar en plena Alhambra.
Se podía pensar: ¡Qué agravio a tal conjunto monumental! Pero nosotros también hemos de verlo como el signo de la admiración del César, de su deseo de tener allí, si no para siempre (lo que le resultaba imposible), sí para largas estancias, un lugar de refugio y de paz en medio de tanta belleza. Pero lo que ocurrió fue que de nuevo la guerra, encendida en media Europa, le obligaría a salir de aquella ciudad encantada.
Un largo viaje, pues, para él y para la Emperatriz, cuando ya se sabía que Isabel llevaba en su seno un hijo, lo que hacía el viaje tan aventurado, afrontado como se afrontaba de cara al invierno.
En efecto, Carlos V dejaría Granada el 10 de diciembre de 1526, y ya no volvería a verla jamás[600].
Atrás quedaba una etapa feliz, de apenas cinco meses. Acaso la más feliz de su vida.
Pero eso quedaba atrás. Ahora el deber le llamaba. Que no en vano él, Carlos V, era el emperador de la Cristiandad.

Capítulo 6
Roma anhelada, Roma violada

§. Los enemigos se reagrupan: La Liga clementina
La Francia derrotada en Pavía que parecía abocada al desastre, con tantas pérdidas en aquella batalla y con su rey Francisco prisionero, sacó fuerzas de flaqueza. Mostrándose a la altura de su historia, supo acudir al terreno en donde ganaría tantos triunfos: en la diplomacia. Su propia debilidad fue su primera arma, pues nadie podía ya temer sus agresiones, mientras que todos se preguntaban preocupados qué pasaría en Europa si aquella gran nación desaparecía. Sus propios antiguos enemigos, como Enrique VIII de Inglaterra, cambiaban de signo, y de invasores se convertían en aliados.
Y no era el único caso. Aliados se mostraron también súbitamente los pequeños potentados italianos, temerosos del formidable poder que había alcanzado el Emperador; por supuesto, Venecia —siempre recelosa de la pujanza hispana—, pero hasta la misma Roma de Clemente VII. Y eso ocurriendo tan pronto que los enviados vénetos y romanos mandados a Cognac, donde se hallaba Francisco I, para felicitarle por su liberación, llevaban ya instrucciones precisas para montar en torno suyo una formidable alianza con la que poder hacer frente a Carlos V. Y como primer objetivo, expulsarle de la Italia peninsular, tanto de Milán —donde se restauraría plenamente al duque Francisco Sforza— como de Nápoles, que había de quedar en manos de un príncipe italiano. Francia tendría como recompensa que ambos territorios fueran sus feudatarios, con el pago de sendos tributos de 50.000 y 75.000 ducados anuales, y el dominio de Génova. Y para hacer más fuerte su posición, los aliados reunían una poderosa fuerza naval, juntándose, a las galeras de Francia, las pontificias, las venecianas y las que mandaba el genovés Andrea Doria, que ya destacaba como uno de los mejores marinos de aquella hora.
Y, por si fuera poco, ese círculo hostil a Carlos V se cerraba con la intervención del Turco, Solimán el Magnífico. Y ese sí que era un cambio mayúsculo. Unos años antes, cuando lo que se debatía en la Cristiandad era la elección del nuevo emperador, con la duda entre Francisco I y Carlos V, el rey francés había prometido que, en caso de ser elegido, su gran proyecto sería dirigir una impresionante cruzada contra el Turco, en la que esperaba aglutinar a toda la Europa occidental.
Fue entonces cuando se le oyó exclamar:
Si me eligen emperador, dentro de tres años entraré en Constantinopla o habré perecido.
Naturalmente, la elección de Carlos V cambió sus ideas sobre la cruzada. Con Carlos V al frente del Imperio, el Turco dejaba de ser el enemigo potencial de Francia para convertirse en su aliado, y en su aliado más poderoso, sobre todo después del tremendo desastre de Pavía. De forma que a nadie sorprendió que, a los pocos días de la derrota, saliese una misión diplomática francesa camino de Constantinopla para recabar la ayuda de Solimán.
Por lo tanto, incitar al Turco a que renovara, y con todas sus fuerzas, la guerra contra la Cristiandad dominada por el Emperador. Era un remedio que parecía casi sacrílego, pero el único que parecía eficaz para frenar el poderío carolino. Y, aunque con diversas vicisitudes, el mensaje francés acabó llegando a manos de Solimán. ¡Qué oportunidad se abría al Turco! ¡Entrar a saco en la Cristiandad, y no como invasor, sino como liberador! La respuesta dada a Francia es digna de uno de esos relatos orientales cargados de poesía:
Tú que eres francés y rey del país de Francia has enviado a la Sublime Puerta, asilo de soberanos, a tu fiel agente Frangipani…
Alude después a la triste situación en que había caído Francisco I, no solo derrotado sino incluso prisionero, y le anima a mantenerse firme. Y puesto que ha pedido su ayuda para liberarle, estaría presto para hacerlo:
Estamos noche y día con el caballo ensillado y el sable ceñido[601].
Situación tan sorprendente como lamentable, que tendría sus prontas y funestas consecuencias para Europa.
No resultaba menos asombroso que el papa Clemente VII, hasta entonces aliado de Carlos V, abandonase la paz y fuera uno de los primeros en ponerse en pie de guerra. Pues aunque no había sido el primer Papa del Renacimiento en hacerlo —ni sería el último—, siempre provocaba un escándalo que el pastor de la Cristiandad abrazase el camino de la guerra.
Y de tal forma, que la Liga anti imperial firmada en Cognac toma también el nombre de Liga clementina, por haber tenido a Clemente VII como uno de sus más decididos promotores. Y de ese modo se dio la increíble paradoja de que el Turco y el Papa, al guerrear contra el mismo enemigo, el Emperador, se convirtiesen, de hecho, en aliados.
Todos contra Carlos V: esa parecía la nueva consigna. Algo que un español, que veía con ojo atento la disparatada situación en que estaba cayendo la Cristiandad, enjuiciaría de este modo, con tono profético:
Ese es el destino de Carlos: no poder vencer sino enemigos en gran número, para que su victoria sea más sonada[602]
De esa forma daría su comienzo la segunda guerra hispano-francesa. A Francisco I no le impediría acometerla el hecho de haber entregado en rehenes a sus dos hijos, custodiados entonces en Pedraza de la Sierra.
Y es que el Tratado de Madrid había nacido muerto. El Rey francés lo había firmado forzado en su condición de prisionero, mientras en secreto dejaría constancia de que no se vería obligado a cumplirlo. Algo que Carlos V tomaría como un engaño, dado que Francisco I había jurado sobre los Evangelios y dado su palabra de caballero de que cumpliría lo pactado, lo que le obligaba a la entrega del ducado de Borgoña.
Demasiado para que la orgullosa Francia lo consintiera. Al rechazar el Tratado y al vincularse a la Liga clementina, Francisco I no haría sino responder a los deseos de Francia entera.
De ese modo, concitando las mayores fuerzas de entonces contra Carlos V, provocaría dos sucesos de la máxima gravedad: la caída de Budapest en manos turcas y el saco de Roma.

§. El asalto turco a Hungría
No tardó Solimán el Magnífico en cumplir su promesa a Francia, que era tanto como su amenaza a la Cristiandad. Para el Turco, era una ocasión única: ¡el propio Rey cristianísimo le pedía su intervención! Y claro es que no se trataría de una ayuda desinteresada. Al socaire de acudir al amparo del francés, Solimán confiaba en obtener una buena ganancia personal: la ampliación de su Imperio musulmán a costa de la Europa cristiana.
De ese modo, cuando apuntaba la primavera de 1526, Solimán dejaba Constantinopla al frente de un poderoso ejército (en torno a los 100.000 combatientes, asistidos por un fuerte tren artillero de 300 cañones), muy por encima del que podían poner en pie de guerra las naciones cristianas.
Objetivo: Budapest.
Solimán contaba con un excelente punto de apoyo para reorganizar sus tropas para lanzarlas a la ofensiva decisiva: aquella ciudad de Belgrado conquistada en 1521, al comienzo de su reinado. Desde allí resultó fácil la penetración en Hungría. El 18 de julio tomaba Peterwarden, aguas del Danubio arriba. Y a poco, la ciudad fuerte de Esseg, sobre el Drave. Ya era el portillo para irrumpir en la gran llanura húngara, donde había de darse la batalla definitiva en Mohacs.
En Mohacs, donde el animoso rey Luis II de Hungría esperaba con lo mejor de su gente para combatir al invasor.
Una lucha tremendamente desigual que afectaba a toda la Cristiandad. Pues la amenaza no era solo sobre Budapest. Antes había caído Belgrado, sin que la Cristiandad hubiera reaccionado; al contrario, olvidándose del enemigo común, Francisco I había desencadenado la primera de sus guerras contra Carlos V. Cinco años después, no solo mantenía su hostilidad sino que incluso él mismo incitaba al Turco a la gran invasión, cegado por su ansia de desquite contra Carlos V.
Al cual, por otra parte, y en contrapartida, afectaba mucho aquella ofensiva turca, puesto que el reino húngaro era limítrofe con Austria, de modo que Budapest venía a ser como el antemural de Viena. Eran tres las principales ciudades asentadas sobre el gran río Danubio: Belgrado, Budapest y Viena. Belgrado ya era turca. Ahora la amenazada era Buda, a 400 kilómetros, Danubio arriba. Si Buda caía, Viena quedaba tan solo a 250 kilómetros del poderío turco. ¡Y era Viena, la capital de Austria, la cuna de la dinastía!
Recordaremos, además, que Carlos V tenía un estrecho parentesco con el Rey húngaro, pues siguiendo la consigna del abuelo, el emperador Maximiliano, se había establecido un doble enlace entre las dos Casas de Austria y de Jagellón; de esa forma, sus hermanos Fernando y María habían casado con aquellos otros dos hermanos, Ana y Luis II de Hungría.
Las dos jóvenes princesas eran amigas. María y Ana habían coincidido en Innsbruck. Sus bodas se concertaron en 1515. Entonces, María de Austria, la hermana de Carlos V, a la que la Historia conoce ya por María de Hungría, sólo tenía 10 años, puesto que había nacido en 1505. Su prometido, Luis II, ni siquiera eso (n. 1506). Las bodas se consumaron en 1520. Aquellos dos chiquillos, de 14 y 15 años, se enfrentaron de ese modo con su difícil destino. Desde su corte de Budapest sintieron ya, al año de sus bodas, la terrible amenaza turca. Y en 1526 la afrontaron con heroica decisión. Hungría se consideraba el antemural de Europa y tenía que actuar como tal.
Así se llegó a la gran embestida, a la terrible batalla de la llanura de Mohacs, el 28 de agosto de 1526.
Una batalla con dos fases: la primera, bajo el signo de una desesperada acometida de la caballería húngara, con el intento de alcanzar el centro del ejército turco y coger prisionero al propio Solimán; intento desbaratado a la postre, por el fuego de la artillería turca. A partir de ese momento, los genízaros no hicieron más que matar y matar.
Para Solimán la victoria, con el hundimiento de la nación húngara.
Para Luis II la derrota, con la pérdida de su Reino y de la vida. Y con él, más de 20.000 húngaros, dejando la nación inerme, a merced del turco.
Desastre de tal calibre no podía menos de quedar reflejado en el folklore húngaro. Véanse algunas muestras:
¡Mohacs, Mohacs! Antigua
llanura cubierta de sangre.
Cuando me acuerdo de ti,
lloro lágrimas de ira,
noble patria que fuiste
baluarte de Europa…
O bien:
¡Oh, desdicha! Luis, Luis,
¿dónde estás, rey joven,
tan lleno de vida y
de encanto?[603].
A tal desgracia llevó la ceguera de los príncipes cristianos, enzarzados en sus luchas personales. Un desastre de tal magnitud, que la misma España, la más alejada del conflicto, lo acusó. Fernando de Austria envió un correo a uña de caballo para advertir al Emperador, a quien cogió la mala nueva en Granada, cuando se hallaba en su plena luna de miel.
Era la culminación de las consecuencias del Tratado de Madrid. Primero había sido la actitud de Francisco I, atropellando su palabra de caballero; después el Papa, desenvainando la espada, tan en contra de sus deberes de pastor de la Cristiandad. Y, finalmente, la mala nueva de aquel desastre en las llanuras de Mohacs.
Se comprende que Carlos V convocara con urgencia su Consejo de Estado para afrontar la grave situación planteada.
El Consejo de Estado: un nuevo órgano político, quizás como reconocimiento del error político cometido en la personal resolución del Tratado de Madrid, y como una afirmación del Emperador de que en el futuro gobernaría los asuntos de la paz y de la guerra, contando con el consejo de sus ministros más allegados[604].

§. La reacción imperial
En poco tiempo Carlos V, tan jubiloso por aquel doble acontecimiento de haber firmado la paz con Francia y de su propia boda con la mujer de la que se vería tan profundamente enamorado, pasó a la aflictiva de la indignación por el comportamiento de Francisco I y de dolor y consternación ante la mala nueva del desastre de la desventurada nación húngara en Mohacs, en cuyo campo de batalla su hermana María había perdido el esposo y la corona.
En cuanto al cambio de Francisco I, olvidándose de la palabra dada sobre la devolución de Borgoña, actitud agravada con su vuelta a la guerra, era algo difícilmente comprensible para Carlos V, desde su sentimiento caballeresco de la existencia. Para él, dar la palabra era algo sagrado que había que mantener, y le resultaba inconcebible que un rey pudiese quebrantarla. En sus Memorias, expresaría sus sentimientos:
En este mismo tiempo[605] trocó al rey de Francia por dos de sus hijos, conforme a las condiciones de los conciertos hechos en Madrid; el cual, inmediatamente después tornó a renovar la guerra…[606]
Esto es, al recobrar la libertad orilló el francés todo lo prometido.
Pero la indignación del César la conocemos mejor por el testimonio de su secretario de cartas latinas, Alfonso de Valdés.
Estamos ante una página viva del Emperador, contada por su secretario. Antes de separarse de Francisco I, cuando había de partir para sus esponsales en Sevilla, se apartó con el rey de Francia y le dijo cuánto bien esperaba para la Cristiandad de aquella paz que habían firmado y, a la contra, cuántos males sobrevendrían si otra vez se rompía, y de nuevo se encendía la guerra.
Y le añadió, con más ingenuidad de lo que el caso pedía, pero dando muestra de su sentido caballeresco de la existencia:
Y pues estamos aquí juntos donde todo lo podemos remediar, y sabéis cuánto somos a ello obligados, yo os ruego que muy claramente, como de hermano a hermano, digáis lo que sentís acerca desto…
¡De hermano a hermano! ¿Podía ser el Emperador más ingenuo? Alfonso de Valdés hace hablar a su personaje, conforme a lo que se contaba en la Corte: ¿Había alguna duda en su prisionero? ¿Deseaba que algo se rectificase? Que fuese sincero, que lo aclarase todo antes de la separación, cuando todo podía solucionarse entre ellos, para que al fin pasasen de enemigos a amigos:
… digáis lo que sentís acerca desto, y si tenéis intención de serme buen amigo y guardarme lo que habéis prometido o no, porque antes que nos partamos el uno del otro lo dexemos todo concertado, de manera que no quede más causa de rompimiento…[607]
¿Era una trampa que el vencedor tendía al vencido, antes de su liberación? ¡No! Era el caballero, el hombre del Toisón de Oro que se sinceraba con su antiguo prisionero.
El fragmento que sigue es muy probable que en verdad lo pronunciase Carlos V. Solemnemente le declara a su regio y asombrado interlocutor:
… yo os prometo e doy mi fe y palabra real que no por eso dexe yo de poneros en vuestra libertad, hablando vos libremente lo que en esto pensáis hacer[608].
Una postura de absoluta ingenuidad, muy propia del joven Emperador y que mantendría a lo largo de su vida. Correspondía a lo que en verdad sentía: si todo dependía, la paz o la guerra, de la voluntad de ambos, ¿por qué no allanar todas las dificultades? ¿Por qué no cerrar de una vez por todas una estrecha amistad? Cierto que para que eso fuese posible tendría que haber exigido menos de su regio prisionero, haberse olvidado del ducado de Borgoña, renunciar a ser el vengador de su antepasado, Carlos el Temerario. En pura espiral bélica, no le faltaban motivos para ello; pero querer la Borgoña y la amistad de Francisco I, todo aunado, era sin duda demasiado.
Ahora bien, si esa conversación existió, en esos o en parecidos términos, lo que es bien probable dado el carácter de Carlos V, hay para pensar que por un momento el Emperador fue consciente de que exigía demasiado, y queriendo lograr aquella amistad, tanteó a su rival dispuesto a ceder algo para dejarlo contento y amigo. Pero frente a él tenía a un rey del puro Renacimiento, a un príncipe tal como lo podía haber soñado Maquiavelo. ¡La palabra es un gran don, por supuesto, pero para ayudarnos, para protegernos, y, por tanto, para que nos permita disimular nuestros pensamientos!
Y también aquí, por lo que sabemos, y concordando con la reacción posterior de Carlos V, la versión de Alfonso de Valdés parece reflejar la realidad. ¿Qué contestó, pues, Francisco I, ante los apremios del Emperador?
Hizo mil juramentos que tenía entera voluntad de conservar aquella amistad y de cumplir muy enteramente lo que en la capitulación de Madrid había prometido… Y de tal forma, que para asegurar más a Carlos V, viendo una cruz en el sendero por donde cabalgaban, haría su postrer juramento:
Y así lo juró ante una cruz que topó en el camino.
Fue un gesto teatral. Carlos V acusó el golpe, contestando acorde con el tono que le daban:
Lo mesmo os prometo y juro yo de seros buen hermano y amigo y guardaros todo lo que por mi parte se os ha prometido…
Pero, respirando en él siempre el alma caballeresca, le añadió lo que entendía que podía ser la mayor amenaza, no de llevar la guerra a sangre y fuego a sus dominios o de anunciarle otros mil desastres y desventuras; simplemente de descalificarlo como caballero:
También os prometo de teneros por vil y ruin si vos no me guardáis lo que me prometéis…[609]
Eso quería decir, según las reglas de la Caballería, que lo que se planteaba era un duelo personal entre los dos soberanos, un duelo entre Carlos y Francisco, como si fueran dos caballeros cualesquiera. Y así, cuando estando ya en Granada le llegó al Emperador una embajada francesa para pedirle, en nombre de Francisco I, que dejase en libertad a sus dos hijos, a cambio de un rescate, Carlos V se negó airado, diciendo públicamente al embajador francés:
Embaxador: Decid al Rey vuestro amo que lo ha hecho muy ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que él mesmo me dio estando él y yo solos, y que esto lo manterné yo de mi persona a la suya. [[610]
§. La noticia de la ruina de Hungría
A poco llegó a Granada el correo de Fernando, el hermano de Carlos V, con la noticia del desastre de Mohacs, de la muerte del rey Luis II, cuñado del Emperador, y de la caída de casi todo el Reino húngaro en manos del Turco. La gravísima amenaza sobre toda la Cristiandad era evidente. ¿Dónde pararía la ofensiva de Solimán?
Carlos V convocó al Consejo de Estado, el nuevo organismo de la Monarquía, que de ese modo iniciaba sus funciones, al menos de cara a la política internacional.
El Archivo de Simancas guarda el acta de lo que allí se decidió. Lo primero, dar cuenta al Reino de la gravísima situación en que se hallaba la Cristiandad. Que salieran cartas para la alta nobleza, el alto clero y las ciudades para darles la mala nueva:
… la infeliz nueva de la muerte del rey de Hungría y perdimiento de aquel Reino y el peligro de sus hermanos[611] y de las otras provincias de cristianos que son comarcanas…[612]
Y para que todos fueran conscientes de aquel peligro, se debían mandar también los despachos de Fernando[613].
Para dar calor a todo ello, Carlos V debía salir de aquel paraíso granadino y ponerse en el corazón de Castilla, o bien en Toledo, o bien en Valladolid, aunque los consejeros se inclinaban por la villa del Pisuerga, y por una sencilla razón:
… porque en Toledo valen muy caros los mantenimientos…[614]
Y como una de las primeras medidas era socorrer al infante don Fernando con dinero, el Consejo de Estado pide al Emperador que le mandase de inmediato 100.000 ducados.
Por supuesto, debían ser convocadas las Cortes de Castilla. Y ya que la guerra era santa, como contra el enemigo de la Cristiandad, que así lo predicase todo el clero por todo el Reino. Lo cual, y para ser consecuentes, obligaba a suspender toda otra acción bélica.
Es un punto verdaderamente importante, un consejo valiente dado al Emperador:
Otro sí, suplican —los consejeros— a V. A. tome apuntamiento con el rey de Francia, y sino fuese cual sería razón, que se tome conforme al tiempo y a lo que se debe a Dios en semejante perturbación…
Pero también haciendo un llamamiento al resto de la Cristiandad: a los reyes de Inglaterra y Portugal
…y a otros Príncipes cristianos y Señoríos…
Y para dar ejemplo, la Monarquía Católica debía ser la primera, mandando a toda urgencia los tercios viejos que guarnecían Italia «en socorro del señor Infante». Y la razón era clara:
… porque es grandísimo el daño que se sigue de tener guerra, aunque sea justa y justísima, contra cristianos, entrando los enemigos de la fe y estando tan adelante…
No se les ocultaba a los consejeros que desguarnecer Italia, sacando de allí los temibles tercios viejos, podía ser un peligro para el dominio imperial; pero había que establecer prioridades. Lo primero era lo primero, y en aquella hora lo que importaba era socorrer a Fernando de Austria, tan en peligro en Viena:
… porque aunque V. M. reciba daño al presente, hará grandes efectos en servicio de Dios y defensión de la fe y del antiguo patrimonio de sus pasados…
De todas formas, al final el Consejo se cubría las espaldas, añadiendo esta coletilla:
… siendo esto sin notable perjuicio de los negocios de V. M.[615].
También recomendaba el Consejo de Estado que, puesto que la empresa era santa, así se pregonase por todo el Reino, que las fuerzas de guerra estuvieran prestas y que se movilizaran todos los recursos; lo que obligaba a un mayor ahorro, para dar ejemplo, en los gastos de la Casa real, que todo parece indicar que se habían disparado con la Emperatriz:
Parece asimismo que V. A. debe tener por bien —añaden los consejeros, con un toque de alarma ante lo que estaba ocurriendo— de ordenar los gastos de su Casa y Corte y mesa y vestidos della, porque a exemplo desto se ordenará todo el Reino…[616]
Porque había que afrontar lo que se venía encima, y el gasto se suponía enorme. Se pidieron préstamos, acaso por primera vez en el reinado, a Grandes y prelados. El alto clero que se hallaba entonces en Granada, acompañando al Emperador, ofreció 30.000 ducados. El obispo de Cuenca prometió 5.000, como resultado de las presiones de la Corte,
…porque en tal caso no conviene alegar pobreza ni otros gastos…[617]
§. Traslado de la corte a Valladolid
Por otros documentos podemos comprobar la exaltación que se produjo en toda Castilla, ante las noticias divulgadas desde la corte del Emperador. Una propaganda eficaz, gracias a la cerrada red eclesiástica, con las pastorales de los obispos y las predicaciones de los párrocos en ciudades, villas y aldeas. De ese modo, las consignas dadas desde lo alto llegaban a los más recónditos lugares.
El púlpito probaba su influencia. La consigna recibida desde las más supremas instituciones la conocemos por la mandada por el Consejo de Estado en aquel otoño de 1526:
Que se escriba a los Prelados y a los Superiores de las Órdenes para que hagan que los predicadores y confesores prediquen a los pueblos el peligro de la Cristiandad y las crueldades que los enemigos de la fe hacen en la Cristiandad, para los incitar y mover al remedio…
Y no bastaba con la consigna. Era preciso también escoger a los mejores para aquella prédica:
… y que para ello elijan tales predicadores y personas que sean de santa vida y buen exemplo…[618]
Eso produjo un formidable movimiento de la opinión pública. Por toda Castilla se repetían las procesiones, las plegarias, las oraciones. La gente acudía con donativos. El país se ponía en pie de guerra. El obispo de Cuenca informaría al Emperador de lo que ocurría en su obispado, el 12 de diciembre de 1526:
Lo que manda por su primera letra[619] se ha puesto luego en obra, y en todo este Obispado se hace y hará plegaria a Nuestro Señor para que quiera perdonar nuestras culpas y dar favor en esta causa, pues es suya…
¿A quiénes afectaban aquellas medidas? ¿Al mundo del clero? Nada de eso. Salvo los niños, todo el mundo, de un modo u otro, era movilizado:
Todas las personas deste Obispado que tienen uso de razón, harán todos los días sacrificio a Nuestro Señor de oración, ayuno o limosna…[620]
Y todo, para mandar hombres y dinero a Viena, donde se hallaba el infante don Fernando, el que nadie olvidaba que había nacido en plena Castilla, hacía apenas veintitrés años. Y en el mismo tono respondían el resto de los obispos de la Corona de Castilla a Carlos V[621].
Y esto sí que es digno de subrayarse, porque constituye una página prácticamente desconocida de esa historia de Europa que deberíamos escribir algún día: Castilla, la Castilla de Carlos V, la Castilla imperial si se quiere, pero no sobrada de recursos, poniéndose en pie de guerra y vaciando sus bolsillos, no para emprender la conquista de otros Reinos cristianos, sino para acudir en defensa de Viena, amenazada por el Turco.
Viena, una ciudad tan distante, a 2.000 kilómetros[622] de Valladolid o de Toledo, cuya suerte sin embargo era sentida como propia por aquellos castellanos.
Pocas veces Castilla fue más europea que entonces. Una ola de solidaridad con el afligido pueblo húngaro y con el amenazado pueblo austriaco se extendió por todo el país.
Y el artífice de ello, la persona cuyo solo nombre aunaba los ánimos europeístas de Castilla incitándola a los mayores sacrificios, era Carlos V, a quien se veía como el gran Emperador de la Cristiandad.
Como diría el obispo de Palencia:
… que en sus bienaventurados días sea un ovil y un pastor.
Lo cual era como aspirar a una Cristiandad unida, por encima de los estrechos nacionalismos; desear una Europa sin fronteras y sobre todo, sin conflictos. Y así, el buen Obispo añadiría su vivo deseo:
… que los Príncipes cristianos se junten con V. M. en amistad y paz verdadera, como con monarca y señor que es del mundo, para que sean en exterminar y perseguir los paganos e infieles…[623]
Sobre esa Castilla enfervorizada caminaría Carlos V, abandonando su sueño granadino para afrontar la dura realidad desde Valladolid, tal como le había propuesto el Consejo de Estado.
Un viaje largo, afrontado en pleno invierno que además resultaba más arriesgado porque la Emperatriz ya llevaba en su seno el que sería el heredero de la Monarquía.
Carlos V saldría de Granada el 10 de diciembre de 1526, pero antes dejaría constancia de su protección de la cultura. En efecto, sería imperdonable olvidar que promovió un Colegio que albergase y adoctrinase a cien niños hijos de moriscos y que dio la pauta para la fundación de su Universidad, que al fin abriría sus puertas seis años más tarde, en 1535, con su cédula real de 7 de noviembre de 1526 enviada al arzobispo don Pedro de Alba, en que le autorizaba a dictar las ordenanzas
… acerca de la forma e manera como ha de ser el Estudio… que habemos acordado hacer y edificar en la ciudad de Granada…[624]
El Emperador había recibido la noticia del desastre de Mohacs muy entrado el mes de octubre. La tardanza se explica no solo por la distancia, sino porque no le llega directamente, sino a través de su hermano Fernando, que es quien le pide angustiosamente socorro, al tiempo que le da detalles sobre la pérdida del Reino húngaro. Posiblemente el César temiera algo, hasta que le llega la confirmación de la grave amenaza turca desde Italia; lo cierto es que a fines de octubre empieza a reaccionar, difundiendo la mala nueva por España[625], y contestando a Fernando sobre algo muy importante: sus intentos por deshacer la Liga enemiga de Cognac y al tiempo, de negociar con el propio rey de Francia un nuevo acuerdo[626]. En ese notable gesto de Carlos V hay que situar también sus tanteos con el propio papa Clemente VII[627].
Por lo tanto, y eso hay que subrayarlo, Carlos V, abrumado por la magnitud del desastre húngaro, atendió de inmediato a las indicaciones de su Consejo de Estado, tratando de frenar la guerra renovada entre los Príncipes cristianos, para hacer frente al común adversario.
Y en esa línea hay que situar también su traslado a Valladolid, con toda la Corte y, por supuesto, con la emperatriz Isabel, embarazada ya de más de tres meses.
Recientemente detallé ese viaje imperial[628]. En él, Carlos V se adelanta con frecuencia al cortejo que custodia a la Emperatriz, acaso porque no soporte sus lentas jornadas, acaso por los problemas de alojamiento de corte tan numerosa; pero con frecuencia desandará lo andado, para terminar el día al lado de la Emperatriz. El 10 de diciembre pernocta en Pinos-Puente, el 13 ya está en Jaén, el 16 hace noche en Úbeda. El 23 avista Toledo, donde descansará cuatro días. Lo mismo hará en Aranjuez, donde lo encontramos en los primeros días de enero de 1527; no en vano, tanto Toledo como Aranjuez, poseían palacios regios. Del 5 al 10 de enero estará entre Madrid y El Pardo. Franqueará el sistema central a mediados de enero por Somosierra, y el 24 duerme al fin en Valladolid[629]. Se anticipa a su mujer y, conforme a su costumbre, volverá por ella —que ya estaba en Segovia— para acompañarla ya hasta la villa del Pisuerga, aunque entrasen por separado.
Y desde allí, desde ese corazón de Castilla, Carlos V se dispone a afrontar la temible crisis abierta en tantos frentes, convocando a las Cortes del Reino.

§. Las Cortes de Valladolid en 1527
La gravedad de la situación se reflejaría en la llamada a Cortes generales por parte del César, cosa muy poco frecuente, y que no se había hecho desde las de 1480 con los Reyes Católicos[630], pero de lo que no nos cabe duda, por la respuesta de algunos de los convocados. Así, el obispo de Cuenca se disculpa de acudir por su enfermedad y dice:
si es posible, yo querría y suplico que sea relevado deste camino, pues los que concurrirán en las Cortes generales sabrán más de lo que en tal caso conviene que yo. Pero si a V. M. todavía parece que yo no debo rehusar el camino, haré lo que manda, aunque se ponga la vida en peligro…[631]
Es particularmente importante el discurso de la Corona, inspirado sin duda por el gran canciller Mercurino de Gattinara, como presidente de aquellas Cortes. Por él nos enteramos, o si se quiere mejor, nos confirmamos en la idea de que Carlos V pensaba pasar aquel invierno en Granada[632]. Pero sobre todo, dándonos la visión de aquella Europa aterrada por el avance turco.
En el discurso se da cuenta también, como era habitual, de los últimos sucesos más destacados que habían ocurrido en la Monarquía. Es notable, a este respecto, la referencia que se hace a la liberación del Rey francés, dado que a poco había removido otra vez la guerra, y podía tomarse como una ligereza de Carlos V. Y así nos dice cómo el Emperador se mostró clemente, pero previa consulta con sus ministros y con la alta nobleza que se hallaba en la Corte:
… habido sobre ello el consejo y parecer de algunos Grandes de estos Reinos que a la sazón en esta Corte se hallaron y de otras personas de su Consejo…[633]
¿Cómo podía Carlos V haberse fiado tan ingenuamente del Rey francés? También para esto se daba una respuesta honorable:
… juzgando por su corazón el ajeno…
El resultado había sido que Francisco I «pospuesto su honor», se había aliado con el Papa y con otros potentados de Italia para hacerle la guerra, cuando el enemigo común entraba por Hungría. En ese orden de cosas, Carlos V en cambio se comprometía a esforzarse en hacer
… todas las otras cosas que convengan para la paz universal de la Cristiandad…
No se olvida Gattinara de contar a los procuradores lo que había ocurrido con el desastre húngaro de Mohacs: Buda tomada, la tierra asolada, la propia Austria amenazada. Uniéndose a ello la despiadada acción del vencedor: muerte de todos los hombres y mujeres mayores de los trece años, cautiverio de los niños para ser llevados a Constantinopla, la tierra quemada, los templos profanados, las mujeres forzadas primero y después descabezadas. Y lo que era peor: un futuro de nuevas incursiones con nuevos desastres, pues bastaba hacer el recuento desde los pocos años que gobernaba Solimán: 1521, toma de Belgrado; 1522, toma de Rodas; 1523, Moldavia y finalmente Hungría. Nunca se había visto tal poder, ni en los tiempos antiguos, con Alejandro el Magno y con los emperadores romanos, de forma que se podía temer de él que quisiere
la monarquía de todo el mundo…
Y es en ese momento cuando Gattinara extrema su elocuencia, que en otra parte hemos comentado, con ánimo de enfervorizar a las Cortes castellanas para que ayuden a la gran hazaña, puesto que aquella empresa de combatir al Turco en el centro de Europa tanto les afectaba.
… por donde a Su Majestad por la sangre y a sus súbditos y a España principalmente parece este negocio pertenecer…
Empresa arriesgada, dificilísima, asaz aventurada; pero la que solo España podía acometer:
… tanto, que se podrá lícitamente decir aquello: no podrá acabar lo que no quisiere comenzar, y de la gloria que dejare de alcanzar, no a la natura ni a la fortuna, mas a sí misma podrá culpar…[634]
Es más, como la tiranía del Turco era tan grande y los pueblos que había sometido estaban tan desesperados, bastaría una sola victoria para ganar aquel Imperio, incluida la Tierra Santa:
… con sola una batalla ganaría Su Majestad todas las provincias que el Turco posee, y entre ellas, aquella Tierra Santa donde fue el principio de nuestra religión cristiana…[635]
¿Cuál fue el resultado? Solo el brazo eclesiástico se mostró pronto al esfuerzo económico que se le pedía, pero no la alta nobleza ni las mismas Cortes. La alta nobleza porque aquello sería vulnerar sus privilegios, que las dejaban al margen de pagar los servicios. Y las Cortes, porque aún no se habían acabado de pagar los servicios votados en 1525.
Porque esa era la cuestión: las Cortes se reunían cada tres años, y ese plazo no se había cumplido todavía en 1527.
La resistencia de la alta nobleza hay que matizarla: la respuesta que aquellos magnates dieron al Emperador es que no rehusaban acudir con sus armas al servicio del César si se ponía en campaña «con personas y hacienda»; pero que pagar tributo por imposición de las Cortes era contrario a los privilegios ganados por sus antepasados con tantas hazañas libradas en el campo de batalla. En cuanto al clero, si bien tuvo otro comportamiento (30.000 ducados ofrecidos desde el primer momento en Granada por los prelados que estaban en la Corte, 5.000 del obispo de Cuenca, 1.000 del de Palencia, 12.000 por la Orden benedictina), al fin enfriaron su entusiasmo porque al estar Carlos V en guerra con Roma, bien se podía temer que aquello sirviera más para combatir al Papa que al Turco.
Quedaba el pueblo llano, el pueblo pechero, en definitiva, el que solía pagar los servicios votados por las Cortes. Y en aquel caso no eran disculpas por uno u otro signo, sino auténtica penuria. Y de tal modo era así, que los procuradores hicieron ver al Emperador que ni siquiera se había podido pagar el servicio de 400.000 ducados con que se le había servido con motivo de sus bodas, aprobado en las Cortes pasadas de 1525.
Y Carlos V hubo de comprenderlo. Aquí es notable el comentario que Sandoval nos transmite:
… no les dijo palabra desabrida, ni aun les mostró mal rostro…[636]
De ese modo, el entusiasmo inicial del otoño de 1526 para acudir a la guerra contra el Turco fue enfriándose. ¿Por qué? Sin duda, por la presencia de Roma entre los enemigos de Carlos V.
Eso confundió a Castilla.

§. El nacimiento del heredero
La emperatriz Isabel hizo su entrada en Valladolid el 22 de febrero, ante la expectación popular que la vio pasar por sus calles en litera, llevada a hombros de 24 porteadores que se iban rotando. Y con tal gravedad en su marcha, cuidadosos de lo que llevaban, con la Emperatriz ya en estado, que más bien parecía un cortejo fúnebre.
Un testigo comentaría asombrado:
Nunca vi un espectáculo semejante[637].
Y al fin llegó el día tan esperado. Y al punto, Carlos V daría cuenta de ello a la opinión pública. Era la alegría de todo padre de familia, pero era también dar la buena nueva tan anhelada por España entera: había nacido el príncipe de las Españas, y lo había hecho en el corazón de Castilla la Vieja.
En este momento el historiador se ve obligado a alzar su pluma para reflexionar. No puede, sin más, dar cuenta de algo que tan profundamente afectó a la vida de Carlos V.
Aquel joven Emperador de 27 años iba a pasar por uno de los momentos decisivos de su vida: la paternidad. Algo siempre formidable y a la vez inquietante, que nos asombra, nos alegra y nos estremece a un tiempo. Y eso a cualquier ser humano, pero con un significado especial para quien era emperador y rey de las Españas. Incluso más como soberano de la Monarquía Católica que como César, pues era donde aquel nacimiento suponía la sucesión a la Corona.
De ese modo las horas previas fueron interminables con la preocupación añadida de aquellos alumbramientos tan peligrosos. Los primeros síntomas del parto se iniciaron a medianoche del 21 de mayo. Un parto que se prolongó a lo largo de aquella noche y de la mañana siguiente, ¡durante dieciséis horas!
Un parto laborioso, pues, y por supuesto, doloroso. Sin embargo, nadie oyó un solo quejido a la Emperatriz. Con la mentalidad propia de la época de que los altos cargos tenían también servidumbres, tenía bien presente que ella, como Emperatriz, había de sobreponerse al dolor, no podía mostrarse como una parturienta cualquiera. De ahí que su respuesta tenga un cierto significado por encima de lo anecdótico, cuando al ser instada a que no reprimiese sus gritos (lo que, además, le ayudaría al parto de su hijo), replicó:
Antes morir.
Y añadió en su lengua
Eu morrerey, mais non gritarey.
Al fin, a las cuatro de la tarde de aquel 21 de mayo de 1527, Isabel paría su primer hijo. ¡Y era varón! Con qué alborozo recibiría Carlos V la noticia se puede entender; quedaría reflejada en las cartas que inmediatamente hizo circular por toda España:
Porque sé el placer y alegría que dello haréis…
Así empezaban sus cartas, de las que tenemos abundantes muestras[638]. Eran el placer y la alegría que él también sentía, como padre y como rey. No era solo un sentimiento familiar. La nueva tenía una gran carga política, y Carlos lo sabía:
Espero en Dios que sea para su servicio y gran bien destos Reinos…
Pero adviértase que Carlos V no dice nada, en esta primera información, sobre el estado de la Emperatriz; solo la noticia escueta del parto:
… os hago saber que ha placido a Nuestro Señor de alumbrar a la Emperatriz y Reina, mi muy cara e muy amada mujer: parió hoy martes, veinte y uno del presente, un hijo…
Y ello, porque había quedado tan quebrantada que cualquier cosa se podía temer.
Dos días más tarde, cuando el peligro ha pasado, Carlos da ya la noticia completa:
Amados y fieles nuestros —escribiría el Emperador a la ciudad de Barcelona, el 23 de mayo—: A Nuestro Señor ha placido alumbrar a la Serenísima Emperatriz, nuestra muy cara y muy amada mujer, con un hijo, que parió a los XXI del presente…
Y añade más tranquilo:
La cual —la Emperatriz—, aunque ha pasado harto trabajo, queda ya, loores a Dios, muy buena. [639]
No cabía duda: la Emperatriz había pasado «harto trabajo» en aquella tarea suya de dar al Emperador su primer hijo, que había durado nada menos que dieciséis horas. Pero a la postre, todo había salido bien, y Carlos, Carlos el hombre y Carlos el rey, reventaba de gozo y no paraba en hacer proyectos de las más resonantes fiestas. Por lo pronto, en aquella Corte caballeresca, torneos y más torneos con centenares de participantes. ¿Acaso no había nacido el hijo y heredero del emperador de la Cristiandad? Pues en algo se tenía que notar[640].
Por lo pronto, la primera de ellas, la fiesta cristiana: el bautizo del Príncipe. Así se hizo a los quince días de su nacimiento, el 5 de junio y en la cercana iglesia de San Pablo, sacando la criatura por la ventana de su aposento que daba a la iglesia y cuyas rejas cortadas nos dan todavía el testimonio de aquel episodio[641].
Fue un acontecimiento celebrado fastuosamente, para maravillar al pueblo. En realidad, no se trataba de una mera función religiosa, sino que estaba doblada con otra de signo político: ya la Monarquía tenía su heredero, y eso había que hacerlo público y con el mayor boato posible. Era una de las formas posibles de hacer propaganda del sistema, afianzando la Corona en las Españas, al proclamar que se estaba hispanizando la dinastía.
Y, en el fondo, de eso se trataba. En tal cuestión coinciden la propaganda oficial y los testimonios más modestos, lo que está ocurriendo en la Corte y el eco que se produce en los rincones más perdidos del perdido mundo rural. Carlos V lo indicaría en sus cartas del momento; de aquel hijo se originaría
… mucho servicio [de Dios], establecimiento de beneficio público y reposo de nuestros Reinos y Señoríos…[642]

Por lo tanto, el bien común más preciado: la paz, el reposo del Reino, dejando ya para el olvido alteraciones tan graves como las provocadas por las Comunidades castellanas.
Era como si, habiendo dado al país aquel heredero, tenido con la Princesa de Portugal tal como le habían pedido los castellanos, Carlos V hubiera firmado ya un pacto callado con sus súbditos de paz y concordia. Algo que el buen pueblo reflejaría también a su modo, como cuando el humilde párroco rural de Villoruela insertaba la noticia en sus libros sacramentales, a principios de junio de aquel año, diciendo que había nacido:
… el Príncipe de Castilla[643]
Alborozo general, pues, culminado el 5 de junio cuando el Príncipe fue bautizado en la cercana iglesia de San Pablo.
Un fastuoso cortejo se puso en marcha, ante un público expectante, y por un doble motivo: por asistir a espectáculo tan llamativo, de cuyo calado histórico se daba cuenta, y porque la pregunta que estaba en el aire era cuál había de ser el nombre del nuevo cristiano. Si hemos de creer al cronista Sandoval, todos esperaban y deseaban el sonoro de Fernando, que lo ligaba a la figura legendaria de Fernando III el Santo, el conquistador de Sevilla, y al tan reciente de Fernando el Católico, el conquistador de Granada.
Y para hacer fuerza, el duque de Alba lo decía en voz bien alta:
¡Fernando ha el nombre![644][
Pero eso era desconocer a Carlos V y lo fiel que era a sus principios. En su hijo quería rendir el homenaje al padre que tan joven se le había ido.
Y de ese modo, la elección era segura: daba comienzo la historia de Felipe II[645].
Y, en un principio, con tal alborozo, que Carlos V —ya lo hemos visto— no paraba de proyectar más y más festejos, y de los más sonados.
Cuando de pronto, la Corte se vio sacudida por una noticia sorprendente, de esas que confunden y que escandalizan a un tiempo.
Pues había ocurrido que las tropas imperiales habían puesto cerco a Roma y la habían asaltado. El propio Papa había sido cogido prisionero. Y todo se podía temer de un ejército sin control, pues su jefe, el duque de Borbón, había muerto en el empeño.
De ese modo, bruscamente, las luces se tornaron en sombras.

§. Roma anhelada, Roma violada
Por lo tanto, el gran escándalo enturbiándolo todo.
¿Qué había pasado? ¿Cómo había sido posible que las tropas del Emperador de la Cristiandad, que al tiempo era el rey católico de las Españas, hubieran realizado tamaño disparate? A principios del año, hacia enero de 1527, todo apuntaba a que el ejército imperial acudiría a marchas forzadas a la frontera húngara. Eso era lo que se traslucía de la propaganda que hemos comentado, lo que había anunciado el canciller Gattinara ante las Cortes de Castilla.
Entonces, ¿qué había ocurrido?
De entrada, el frente húngaro se había estabilizado. La siguiente ofensiva turca que se temía para la campaña de 1527 no se puso en marcha. Es más, el pretendiente al trono húngaro Juan Zapolya, rival de Fernando I, fue derrotado en la acción de Tolday, mientras la Dieta proclamaba en Presburgo como su legítimo rey a Fernando. Zapolya era el usurpador; un usurpador que, desesperado, buscaría ya abiertamente la protección del Turco.
Por su parte, Francisco I sufriría un proceso distinto. Agobiado por la responsabilidad que le cabía por la ruina de Hungría, permanecería como paralizado, dando un respiro al Emperador. De momento, se mostró más activa su diplomacia que su ejército. Conforme a un esquema casi tan viejo como el hombre para casos similares, presentó a la opinión pública la ruina de Hungría como una consecuencia de la actitud del Emperador. Escondiendo sus tratos con la Puerta, se dolió del desastre de Mohacs donde solo había un culpable: Carlos V.
Es una proclama de Francisco I que muestra hasta qué punto la política del Renacimiento conocía bien la técnica de pasar de ser acusado al papel de acusador:
Carlos ha rechazado condiciones de paz honrosas —declararía el Rey—. Ni las calamidades públicas, ni la muerte de su cuñado, el rey Luis, ni los infortunios de su hermana, la desventurada viuda, logran conmoverle…
Un Emperador, por tanto, inhumano, capaz de sacrificar a su propia familia, de espaldas a los sufrimientos de la Cristiandad, y solo atento a lograr sus ambiciones políticas. Diríase que era Carlos V el que había instado a Solimán a llevar a cabo su ofensiva sobre Hungría.
Y de ese modo, Francisco I concluiría:
Habríamos podido rechazar al infiel reuniendo todas nuestras fuerzas, solo con que el Emperador hubiera querido…[646]
La inactividad del Turco en aquel año; el afianzamiento, momentáneo al menos, del frente húngaro, y el encogimiento de Francisco I, intimidado porque le salpicara la sangre cristiana derramada en Hungría, dejó en libertad de acción al ejército imperial mandado por el duque de Borbón.
El Duque, tras engrosar sus fuerzas con un importante contingente de landsquenetes alemanes, mandados por el luterano Frundsberg[647], desarrolló una fuerte ofensiva: recuperó Milán —la desventurada capital de Lombardía, pasando tantas veces de manos imperiales a las francesas y viceversa— y, repentinamente, tomó rumbo al sur.
Su objetivo, a partir de ese momento, era claro: Roma.
A su vez, otro personaje imperial, Hugo de Moncada, había acudido a la Ciudad Eterna con una misión del Emperador: hacer entrar en razón al papa Clemente VII o, en caso contrario, aliarse con sus enemigos los Colonnas, para hacer la guerra, si fuera necesario, al propio Pontífice.
Hugo de Moncada había obtenido un primer éxito ya en septiembre de 1526, entrando por la fuerza en Roma y obligando a Clemente VII a una tregua de cuatro meses, que le venía a sacar de la Liga de Cognac[648].
No por mucho tiempo. En aquel tejer y destejer, Clemente VII, en cuanto se vio libre de la presión española, rehízo su poder en Roma, fortificó apresuradamente la gran ciudad y procedió a una dura persecución de los Colonnas y sus aliados.
La tirantez entre las dos cabezas de la Cristiandad llegó a tales extremos, que el 12 de diciembre de 1526 el secretario de la embajada imperial en Roma entregó al consistorio cardenalicio un escrito del Emperador exigiendo la convocatoria de un Concilio, como el remedio mejor para salir de aquella crisis.
El Concilio: ese era el fantasma que más asustaba al Papado, y concretamente a Clemente VII, tan vulnerable por su belicosa actitud, que le apartaba de sus sagradas obligaciones de pastor de toda la Cristiandad.
Entretanto, Carlos de Lannoy, el entonces virrey de Nápoles, reuniría un pequeño ejército entre españoles de los tercios viejos y mercenarios alemanes, con el que amenazaba a Roma por el sur.
Y eso fue lo que confundió a Clemente VII, más atento a combatir ese peligro meridional, cuando el gran nublado era el que se iba formando en el norte, donde el duque de Borbón había reunido un temible ejército que, si nos atenemos a las cifras que nos da el fidedigno cronista Santa Cruz, estaba integrado por 18.000 mercenarios alemanes, 10.000 españoles (unos tres tercios viejos), 6.000 italianos y 5.000 suizos, amén de 6.500 caballos y el correspondiente tren de artillería. Y aunque parte de esas fuerzas quedaron con Antonio Leyva de guarnición en Milán, todavía el duque de Borbón pudo acaudillar en torno a los 25.000 soldados, con los que emprendió una audaz incursión hacia el sur. Y con él, otros capitanes destacados: Frundsberg, al mando de los landsquenetes alemanes; el marqués del Vasto, al frente de los tercios viejos españoles; Orange, dirigiendo la caballería ligera y Fernando Gonzaga, comandando los mercenarios italianos.
Una amenaza tan fuerte sobre una Italia prácticamente inerme suponía conquistas fáciles de las opulentas ciudades italianas. Era el señuelo del botín a manos llenas, así que aquel ejército pronto se engrosó con gran número de aventureros, a modo de gigantesca bola de nieve[649].
Un ansia de botín incrementada por la falta de pagas, lo que llevó al amotinamiento de los mercenarios alemanes. En vano se dirigió a ellos Frundsberg para apaciguarlos; sus propios soldados se revolvieron contra él. A partir de ese momento, el ejército imperial, cada vez más enfurecido, se convirtió en una temible banda armada que arrastraba a sus propios jefes. Atravesó Toscana, sorteando Florencia, devastando todo el territorio, con un objetivo fijo: Roma.
Ante la ciudad santa exigieron un fuerte rescate al Papa: 300.000 ducados. Clemente VII solo pudo ofrecerles 150.000. Resultado, el asalto a Roma. Y para colmo de males, en el asalto pereció el duque de Borbón dejando ya Roma a merced de un ejército sin jefe, convertido así en un terrible cuerpo de bandidos: profanaciones de templos, violaciones de mujeres, matanzas indiscriminadas de los romanos, incendios y pillajes sin cuento.
Un auténtico horror que parecía no tener fin, con el Papa cercado en el castillo de Sant’ Angelo.
Sería el saco de Roma, que quedaría ya en el recuerdo de las gentes como uno de los acontecimientos más sangrientos de todo el Renacimiento.
Aquella Roma, tan anhelada por Carlos V, había caído arrasada y violada por sus propios soldados.
Un horror, un error también, un escándalo. Y de todo ello, Carlos V tendría que justificarse.
En los Diálogos de Alfonso de Valdés, el personaje que toma a su cargo la acusación de la Iglesia contra Carlos V, nos da buena idea del estupor producido en la grey cristiana. Después de recordar que los bárbaros habían respetado Roma, añade:
… agora nuestros cristianos (aunque no sé si son dignos de tal nombre) ni han dexado iglesias, ni han dexado monasterios, ni han dexado sagrarios. Todo lo han violado, todo lo han robado, todo lo han profanado, que me maravillo cómo la tierra no se hunde con ellos…
Si tal había hecho el ejército imperial, ¿qué podían pensar los enemigos de la Iglesia, fuesen turcos, moros, judíos o luteranos? De donde el Arcediano del diálogo valdesiano vuelca sus reproches contra Carlos V:
¿Esta era la defensa que esperaba la Sede apostólica de su defensor? ¿Esta era la honra que esperaba España de su Rey tan poderoso? ¿Esta era, la gloria, este era el bien, este era el acrecentamiento que esperaba toda la Cristiandad? ¿Para esto juntaron tantos reinos y señoríos debaxo de su señor?
Y el reproche máximo, el reproche postrero, el que estaba en todas las bocas:
¿Para esto fue elegido emperador?[650].
Ante esa situación tan, tan difícil, era preciso, y a la máxima urgencia, justificar la política imperial. En suma, aplicar el remedio de una propaganda eficaz. Fue la orden que recibió Gattinara, quien encontró el hombre adecuado: el humanista Alfonso de Valdés.

§. La justificación imperial
En efecto, es entonces cuando alcanza todo su protagonismo el hasta entonces modesto secretario de cartas latinas de la cancillería imperial, Alfonso de Valdés. Hoy sabemos que fue al erasmista español al que Gattinara confió la respuesta que el 17 de septiembre de 1526 dio el Emperador al Breve pontificio del 23 de junio en que Clemente VII acusaba tan grave e injustamente a Carlos V[651].
Fijémonos, pues, unos instantes en la figura de ese humanista, en quien va a recaer la defensa del Emperador en momento tan delicado.
Con Alfonso de Valdés nos encontramos con un intelectual integrado en el poder. Evidentemente, para un hidalgo de escasos recursos económicos, el entrar en la nómina del Estado como secretario de cartas latinas —posiblemente gracias al apoyo del prepotente canciller Gattinara— era algo muy deseable, si bien su cargo burocrático era de tono menor, con escaso —o más bien, nulo— poder decisorio. No se trata, pues, de alguien al que se le ofrezca el poder a manos llenas, como sería el caso de su contemporáneo, el inglés Thomas More. Pero en cierta medida podemos afirmar que estaba cercano al poder, lo que hizo que en un momento dado sintiera la tentación —como le ha ocurrido a tantos otros intelectuales, antes y después de su tiempo— de intervenir en el curso de la gran Historia.
La gran Historia, de acuerdo. Pero de momento yo me referiré a otra más modesta, la de aquellos intelectuales que quisieron probar fortuna metiendo su mano en los destinos de los pueblos; una tendencia que tenía ya cerca de dos mil años de existencia cuando Alfonso de Valdés asoma en el panorama político español, desde que el divino Platón lo había intentado en el siglo IV antes de Cristo. Porque, ¿acaso no debe tratar el intelectual de poner un poco de orden en el ámbito político que le toca en suerte vivir? ¿No es su obligación racionalizar, en definitiva, el proceso político? La política es algo muy serio, como suele decirse, para dejarla sin más en manos de los políticos de turno.
Añádase que, en el caso de Valdés, subyacía otra inquietante cuestión: ¿es lícito colaborar con un régimen con el que no se está plenamente identificado? Está claro que él no lo haría por ambición, sino forzado por la necesidad, pero también que era consciente de que la Monarquía autoritaria que regía Carlos V no respondía al ideal político marcado por Erasmo en aquella Institutio principis christiani que había dedicado a su señor en 1516, cuando le vio heredar la Monarquía Católica y convertirse en el soberano más poderoso de la Cristiandad. Aun así, la pregunta resulta inexcusable: ¿le era lícito colaborar con un poder autoritario y belicista, que chocaba frontalmente con sus principios cristianos? ¿Es que sus intentos de cambiarlo, por otra parte claramente ilusorios, no eran más que una justificación para su conciencia?
No intentaremos responder, de momento al menos, a estas interrogantes. Ya veremos, en todo caso, que cuando el poder le utiliza, Valdés se dejará manejar, pero pasando una factura: poniendo en circulación lo mejor y más granado de su idearium erasmista. Y que, desde luego, eso lo haría con alto riesgo, que no en vano acechaba entonces en España los pasos y andaduras de todo intelectual la poderosa Inquisición.
Porque el intelectual, el sabio si se quiere, es el que establece cuidadosamente cuáles son las condiciones que deben darse y cuáles los requisitos que deben pedirse a la República ideal. Y en cuanto eso hace, con gran frecuencia siente la tentación de ir a la aplicación directa de sus fórmulas, interviniendo de lleno en la cosa pública.
Era y será aquello que se lee en La República de Platón:
Construyamos de palabra una ciudad desde sus cimientos.
Para que el pensamiento, claro, preceda a la acción.
Por lo tanto, el pensador convirtiéndose en hombre de acción. Pero también cabía otra fórmula: aquella de la alianza entre ambos. Tal nos lo señala nada menos que Luis Vives, en una reveladora carta dirigida al rey Juan III de Portugal, en la que hace referencia:
… a la convivencia obligada entre los estudiosos y los príncipes, que no son dos clases de hombres que vivan desconocidos e independientes, sino que se impone que estén ligados por una tan estrecha solidaridad, que los unos sean apoyo de los otros y se presten ayuda recíproca…[652]
Y los hechos iban a dar pronto la razón a Luis Vives, cuando se desencadenó en mayo de 1527 la furia del saco de Roma. Pues fue entonces cuando se puso de manifiesto lo que de verdad había en la carta de Luis Vives a Juan III de Portugal; esto es, la importancia que tenían las buenas relaciones entre los príncipes y los humanistas. Pues los príncipes, con su mecenazgo, hacían posible el estudio de los sabios, pero estos estaban en condiciones de dar algo a cambio: los servicios de su pluma.
Evidentemente ese papel de los humanistas, en situaciones como las provocadas por el saco de Roma, adquiría particular importancia. Porque el escándalo producido en toda la Cristiandad había sido de tal magnitud —ahí era nada, que las tropas imperiales hubieran asaltado Roma, poniéndola a infernal saqueo—, que se imponía saltar a la palestra para descargar a Carlos V de tan penosa responsabilidad. Sabemos, por ejemplo, que Juan III de Portugal, que tan entrañablemente estaba unido al Emperador, tanto por su matrimonio con Catalina, la hermana menor del César, como porque su propia hermana Isabel fuera la misma Emperatriz, no se cansa de pedir a su embajador en la Corte imperial, Antonio d’Azevedo, que le dé más y más detalles: ¿Había censurado Carlos V el comportamiento de su ejército? ¿Cuál sería su proceder con el Papa? Y quizá la pregunta más significativa de todas, en relación con el alcance de aquella noticia a nivel europeo: ¿Cómo se suponía que iban a reaccionar las dos grandes potencias de la Cristiandad, Francia e Inglaterra? Tales eran las preguntas que el rey portugués formulaba a su embajador desde Lisboa, el 19 de julio de 1527[653].
El propio Carlos V muestra su disgusto, no exento de un cierto sentimiento de culpabilidad, cuando en sus Memorias recuerda aquellos hechos diciendo:
… que lo que había ocurrido sobre su detención —la del papa Clemente VII— había sido más por culpa de los que le habían obligado a mandar para defenderse tanta gente de guerra (de la que no había sido bien obedecido), que de la suya…[654]
Está claro que el pesar, y no solo el pesar sino también la perplejidad, habían embargado a Carlos V. Al punto mandaría cartas a todos los príncipes de la Cristiandad, cartas escritas en el lenguaje cancilleresco de la época, el latín, en las que daría su propia versión de los acontecimientos, justificándose por supuesto, pero también condoliéndose. Precisamente fue a nuestro humanista Alfonso de Valdés al que correspondió, como secretario de cartas latinas, redactar dichas cartas, de una de las cuales nos daría su versión romance en su Diálogo de Mercurio y Carón, tantas veces citado. Y en ella terminaba haciendo decir a Carlos V:
… que verdaderamente quisiéramos mucho más no vencer que quedar con tal victoria vencedor.
En tal carta el humanista pondría, orgulloso, su nombre debajo del de su señor. El saco de Roma puso a Carlos V en la imperiosa necesidad de defenderse ante la opinión pública. Pues aquel acontecimiento no se podía esconder. Que las tropas imperiales hubieran asaltado la ciudad santa de la Cristiandad, ante cuyos muros se habían detenido con respeto los más fieros invasores de Italia, era algo que resultaba verdaderamente increíble y que, por ello, podía volverse peligrosamente en su contra.
Entonces entraría en juego el humanista. Y así fue cuando Alfonso de Valdés puso su pluma al servicio imperial, creando esos dos monumentos de nuestra lengua del Quinientos, sus célebres escritos: el interesantísimo Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, que resulta además una fuente única para el conocimiento de los entresijos de la diplomacia carolina, y el espléndido Diálogo de Mercurio y Carón, sin duda su obra maestra.
Pero el humanista haría algo más que defender a su señor. Comprendiendo que tenía a su alcance una ocasión inmejorable para poner en circulación todas sus ideas de corte erasmista, tanto sobre religión como sobre política, lo llevaría a cabo con notable arrojo. Lo cual le traería no pocos quebraderos de cabeza, como tendremos ocasión de comprobar.

§. Alfonso Valdés al servicio del poder: La defensa de Carlos V
Comunicar a las demás Cortes europeas lo que había ocurrido en Roma era del todo punto necesario, pero no suficiente. Era preciso añadir una hábil tarea de propaganda, sobre todo en función del mercado interior. Pues los Estados siempre se han visto obligados a atender la información pública. De la abrumadora serie de noticias que llegan a su seno —muchas engendradas por él mismo— tiene que devolver lo más urgente a la sociedad que le sustenta. En cuanto a las buenas nuevas, se entiende que no hay mayores problemas, si no es el de magnificarlas adecuadamente, para la mayor gloria de quienes detentan el poder; pero con las adversas, otro es el cantar. De buena gana el poder las silenciaría, pero a poco talento que tenga el príncipe —o quien haga sus veces— sabe que eso es más peligroso todavía, porque a la postre la noticia se cuela, y el daño es mayor. Por lo tanto, el problema consiste en devolver lo más hábilmente posible esa noticia. En otras palabras, no se dice todo, y aun lo que se dice se expresa con particular cautela. Porque la propaganda es un arma que hay que saber manejar, dado que el poder ha de tener en cuenta a la opinión pública, y debe asegurársela a su favor, para actuar con un mínimo de eficacia. De otro modo, pueden ser muy problemáticas sus victorias, tanto en el campo de la diplomacia como en el de la misma guerra.
De todo ello existen numerosos ejemplos, algunos que podrían sacarse del propio siglo XVI. Bastaría el contraste entre cómo se orienta ese escándalo del saco de Roma por la Cancillería imperial y cómo lo hace la filipina cuando ha de afrontar otro gravísimo suceso; en este caso, el de la prisión y muerte del príncipe don Carlos. La imagen que todavía campea sobre uno y otro monarca —sobre Carlos V y sobre Felipe II—, tan favorable al primero como dudosa (cuando menos) respecto al segundo es, en buena medida, fruto de una batalla en el campo de la información, resuelta con mejor suerte en los tiempos carolinos que en los de su hijo Felipe.
Con estas consideraciones, comprenderemos mejor que Alfonso de Valdés, bien a petición de sus amigos —como le escribe a Erasmo—, bien bajo la presión del poder — ¿Gattinara?—, tome a su cargo la defensa imperial, a través de sus dos Diálogos ya señalados.
Sabemos cuál será su técnica y cuál su planteamiento. Así, en el dedicado al saco de Roma, tras resaltar la inocencia del Emperador, irá más allá; buscará la verdadera causa de aquel desastre, encontrando los designios de Dios, que de ese modo castigaría las iniquidades de Roma. En el Diálogo de Mercurio y Carón, Alfonso de Valdés busca la defensa de Carlos V por su actitud en un asunto que podría parecer de menor cuantía: en el desafío de que había sido objeto por parte de los reyes de Francia y de Inglaterra. En el fondo, se debate un tema mucho mayor: el de la paz. Y, además, con unos argumentos que se nos antojan muy actuales: sustituir en todo caso la guerra de los pueblos por el combate personal de sus príncipes[655].
Pues habiendo recibido el Emperador un desafío de Francisco I, conforme a los usos caballerescos, pero con el defecto de forma de que el francés no lo podía llevar a cabo, puesto que se hallaba en la situación de libertad condicionada al cumplimiento de lo pactado en el Tratado de Madrid, el Emperador contestaría en estos términos al emisario del monarca galo:
Rey de armas: Aunque por muchas causas y razones el Rey, vuestro amo, debe ser tenido y es inhábil… para un acto como este contra cualquier hombre, quanto más contra mí, todavía por el deseo que yo tengo de averiguar por mi persona estas diferencias, evitando mayor derramamiento de sangre cristiana, consiento que el Rey, vuestro amo, haga este acto y desde agora lo habilito solamente para él[656].
En cuanto al espinoso tema de las responsabilidades por el saco de Roma, el razonamiento de Valdés será terminante: no había sido su señor el culpable, pues siempre había deseado la paz en la Cristiandad, sino quienes declarando la guerra habían desatado todos aquellos males. Y en el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, después de que el Arcediano que viene de allí, contando todos los horrores del saqueo, y después de zaherir fuertemente al Emperador (« ¿Esta era la honra que esperaba España de su Rey tan poderoso? ¿Esta era la gloria, este era el bien, este era el acrecentamiento que esperaba toda la Cristiandad? ¿Para esto adquirieron sus abuelos el título de Católicos?»), Valdés sale en defensa de su señor, diciendo:
… cómo el Emperador ninguna culpa tiene en lo que en Roma se ha hecho. Y lo segundo, cómo todo lo que ha acaecido ha seído por manifiesto juicio de Dios, para castigar aquella ciudad, donde con grande inominia de la religión cristiana, reinaban todos los vicios que la malicia de los hombres podía inventar…
Lo cual, además, tenía un fin: que despertasen los cristianos, y que de una vez por todas viviesen como tales, «pues tanto nos preciamos deste nombre»[657].
Una vez descargado el Emperador de toda culpa, Valdés toma a su cargo hacer su elogio. Los españoles tenían la rara fortuna de ser regidos por el mejor de los príncipes, tanto por su dignidad como por sus sentimientos: «Tiene —España— tal príncipe, que él es causa de toda su felicidad». Tanto imponía su aspecto, pese a su juventud —pues contaba entonces solo veintisiete años—, que nadie osaba reírse en su presencia. Amante de la paz, solo entraba en la guerra cuando era empujado a ella por sus enemigos. Y, en fin, era tanto lo que podía esperarse de él, que Valdés volcará sobre su soberano el desmedido elogio, que tanto censurarían sus enemigos: si Jesucristo había fundado la Iglesia, él, Carlos, era solo quien podía restaurarla. Dicho con sus propias palabras:
… decirse ha hasta la fin del mundo que Jesucristo formó la Iglesia y el emperador Carlos V la restauró…[658]
Se comprende que el nuncio Castiglione reaccionara con tanta indignación ante tales afirmaciones, y que pidiera para su autor el mayor de los rigores inquisitoriales.

§. El erasmismo español intenta captar a Carlos V
Dentro de aquella furia guerrera que trastorna a Europa, se aprecia un curioso intento del erasmismo español por captar a Carlos V en ese final de la década de los años veinte que es digno de recogerse, por lo que nos aclara sobre el Emperador. Tal intento correría a cargo de Alfonso de Valdés. Se ha dicho que de ese modo Valdés no hacía sino seguir los pasos marcados por Erasmo en aquella Institutio principis christiani que el humanista holandés había dedicado a Carlos V en 1516. Pero debemos anotar una diferencia, y no pequeña, pues cuando Erasmo escribe su tratadito se limita a la tarea de un consejero para quien el Rey es un libro en blanco. No hay nada que censurar, puesto que aún no ha comenzado a reinar; mientras que Alfonso de Valdés criticará valientemente el modo de gobernar de quien a los doce años de su reinado no había cesado de guerrear, con notorio daño de la República.
Naturalmente, para tal osadía Valdés se servirá de un hábil recurso: pone en escena la figura de un atolondrado monarca, siempre metido en guerras, que acaba convirtiéndose, merced a los consejos de un criado —en el que adivinamos, sin dificultad, al propio Valdés—, en el modelo del perfecto príncipe cristiano. Tal será lo que nos cuenta del buen rey Polidoro.
La paz y la justicia eran las dos normas principales a que debía sujetarse el buen príncipe; el cual, en el gobierno de su pueblo, debía sobre todo amparar a los pobres y a la menesterosa gente, huyendo de convertirse en el portavoz y en el brazo represor de los poderosos[659].
Para lograr esos resultados Valdés no rechaza la monarquía autoritaria; la acepta, no al modo del despotismo ilustrado del siglo XVIII, como nos advierte Bataillon, sino como un tipo de «realeza iluminada»[660]. En todo caso, siempre que se sujetara a los principios cristianos. En ese sentido, sería censurado el soberano que dejara el poder en manos de terceros; y dado que tenía precisión de ser auxiliado, debería escoger bien sus ministros. ¿Qué ocurriría si no tenía talento para ello? La conclusión era clara: debía dejar el poder. Ya hemos visto que tal indica para el Papa, y ésa era evidentemente una norma que también podía aplicarse a cualquier monarca.
El defecto del sistema anhelado por Valdés estriba en que no encuentra ningún procedimiento de control que permitiese corregir las posibles caídas en la arbitrariedad del príncipe; es, por supuesto, el magno problema de las monarquías autoritarias. Alfonso de Valdés apelará a la justicia divina, al tribunal de la Historia —a la fama, algo a lo que eran tan sensibles los hombres del Renacimiento— y al pacto callado que existía entre el rey y el pueblo:
Cata —es el buen rey Polidoro el que así habla en su lecho de muerte a su hijo y heredero— que hay pacto entre el príncipe y el pueblo; que si tú no haces lo que debes con tus súbditos, tampoco son ellos obligados a hacer lo que deben contigo.
El buen rey Polidoro —esto es, el muy ricamente dotado— añadirá con razón algo que estaba en el forcejeo constante entre los reyes y los pueblos, como era el pago de los tributos:
¿Con qué cara les pedirás tus rentas si tú no les pagas a ellos las suyas?[661].
Diríase que seguía abierto el conflicto dialéctico con las Comunidades de Castilla, cuando las Cortes castellanas pedían a Carlos V que primero atendiera a remediar sus quejas, y después votarían los servicios que habían de pagarle. Y lo cierto es que, para el caso del rey obstinado en su mal gobierno, Alfonso de Valdés dará una solución desesperada:
… el [príncipe] malo hace mucho daño con el mal exemplo, y debe, por tanto, ser de los suyos aborrecido, castigado y aun del reino privado[662].
Aunque la pregunta se mantiene: ¿a través de qué mecanismos pueden los pueblos conseguir eliminar al tirano? ¿Por medio de la rebelión, pura y llana, con los riesgos que tal actitud siempre conlleva? La referencia implícita a la rebelión contra el mal príncipe, que se aprecia en los textos valdesianos, es como una grave advertencia al señor, pero no la cristalización de un sistema adecuado de gobierno. Aquí, lo apuntado por el humanista se nos antoja muy poco para una eficaz transformación de las estructuras políticas cuyos fallos denunciaba.
Pues hay que recordarlo, para dejar la cuestión en sus justos límites: el sueño erasmista de Alfonso de Valdés (ver a su señor convertido en el buen rey Polidoro) jamás se cumpliría. En ese sentido, se mostraron más radicales los comuneros castellanos y los frailes de la escuela de Salamanca, como pudo comprobar el gran historiador Maravall. ¿Por qué? ¿Cómo se entiende esa mayor timidez de Alfonso de Valdés? ¿Acaso porque el humanista del Quinientos, como hemos apreciado en la carta de Luis Vives al rey Juan III de Portugal, dependía entonces en demasía de los poderes constituidos? El humanismo, como la corriente cultural entonces con más futuro —cobijando la que podríamos denominar «progresía» de la época— tenía que refugiarse en una Monarquía fuerte, aspirando solamente a que el príncipe gobernara con el mayor tino posible, poniéndole delante la responsabilidad que tenía ante Dios y el temor por el fallo del tribunal de la Historia. Procurando, en último término, infundir al príncipe respeto por aquello del pacto callado que había con el pueblo, y con la grave advertencia de que si no cumplía con sus deberes y se deslizaba por la pendiente de la descarnada tiranía, podía amanecer un día con el pueblo alzado en armas. Y se nos antoja que eso era lo único que Valdés podía hacer con su pluma.
Ya se puede comprender que Alfonso de Valdés arriesgó mucho al mostrarse tan valiente, pero no porque provocase el enojo de Carlos V, sino por sus opiniones religiosas, que desataron las iras del nuncio Castiglione.
El nuncio acusaría a Valdés de impío hereje, lo que era ya de sospechar por su linaje, con una clara alusión a su ascendencia judía (E se pur nasceste in così mal punto e foste formato dalla natura di così perversa condizione…), reflejada en la palidez de su asqueroso rostro, en sus venenosos ojos y en su hipócrita sonrisa (vi si vede dipinta nella pallideza di quel volto pestilente ed in quegli occhi velenosi e risi sforzati), y como tal lo había denunciado al Emperador y con él volvería a insistir, para el debido castigo, no solo por la justicia imperial, sino también por la misma Inquisición. Castiglione lanza contra Valdés las mayores amenazas, con una cascada de horribles males que se abatirían sobre él: cuervos le sacarían los ojos y canes le devorarían la lengua, las mismas piedras se alzarían para lapidarle y, en fin, en una extraña alianza de los poderes divinos e infernales, encontraría su merecido castigo, pues Dios mandaría contra él todo el fuego del cielo y los espíritus inmundos ascenderían para sumirle en los abismos. Y, por si aún faltaba algo, quedaba la última y más grave, si se quiere —por más real—, de las amenazas: las llamas de la hoguera inquisitorial. Y así, tomando como idea que Valdés hace hablar a sus personajes del Diálogo del saco de Roma en la iglesia vallisoletana de San Benito, concluye Castiglione:
… penso che sia pronostico che un sanbenito abbia da venire a voi e che con quello abbiate da finire la vita[663].
He aquí, pues, cómo Alfonso de Valdés arriesgó, y no poco, al poner su pluma al servicio del poder, pero sin olvidar sus obligaciones sociales y lo que debía a sus propias ideas y a su formación erasmista[664].

§. Equilibrio de fuerzas
Una de las consecuencias del saco de Roma fue legitimar la alianza del francés con el turco. Si el ejército imperial había sido capaz de saquear la cabeza de la Cristiandad, ¿cómo podía escandalizarse Carlos V porque Francisco I estuviera en tratos con Solimán?
Por otra parte estaba el hecho de lo que había ocurrido en los últimos tres años. Si entre 1525 y 1527 las tropas imperiales habían sido capaces de derrotar y de hacer sus prisioneros nada menos que al rey de Francia y al propio Papa, ¿quién sería capaz de oponerse en la Cristiandad a tan formidable poderío? Para nivelar aquella balanza nadie podía encontrar fuerza suficiente entre el resto de los príncipes cristianos. He ahí otro argumento para que el francés buscase su aliado natural más allá de Europa, en sus confines orientales, llamando a las puertas de Constantinopla.
Eso por una lado. Por el otro, resultaría rota la antigua alianza de Carlos V con Inglaterra. Ahora se vería andar estrechamente unido a Francisco I con Enrique VIII. Lo cual suponía para el francés que desapareciese el temido frente norte y poder volcar todos sus efectivos de nuevo sobre Italia.
Curiosamente, la victoria sobre Clemente VII traería otras complicaciones para Carlos V. Pues su hermano Fernando, al verle dueño de Italia, le recordaría que el duque Francisco Sforza se le había mostrado contrario, lo que le permitiría disponer a su antojo del ducado de Milán. Ahora bien, puesto que él, Fernando, había contribuido tan decisivamente al triunfo imperial, aportando tan oportunamente el contingente de mercenarios alemanes mandados por Frundsberg, bien merecía una recompensa. Y esperaba que fuera, por supuesto, la incorporación de Milán a sus dominios[665].
Lo cual puso a Carlos V ante un fastidioso dilema: ¿Qué debía hacer? ¿Conceder a su hermano lo que le pedía, recompensando así a su más firme aliado en el centro de Europa? ¿O bien mostrar su generosidad con el vencido, demostrando a todo el mundo que él no quería nada que no fuera suyo, tal como siempre había pregonado? Con el sentido ético de lo que debía a su cargo imperial, Carlos V no tendría duda: rechazaría la petición de su hermano y restauraría al duque Sforza en su dominio. Que toda Europa comprobase que al llevar la guerra a Italia no le había movido ningún interés de medro personal[666].
Y como Clemente VII seguía preso en Roma, bajo la custodia de Alarcón, el Emperador envió una embajada especial con Pedro de Veyre, señor de Mont Saint Vicent, con las instrucciones para que Lannoy —que seguía como virrey de Nápoles— negociara un acuerdo con el Papa.
En un principio Clemente VII se mostró reticente, confiando en el apoyo de Francia, pues en efecto, Francisco I había enviado una fuerte expedición militar a cargo del duque de Urbino. Pero, a pesar de que el Duque llegó a las puertas de Roma, no se atrevió a librar batalla con los imperiales.
Abandonado a su suerte, Clemente VII se avino a negociar: pagaría 400.000 ducados en tres plazos, repondría en todos sus cargos a los Colonnas y entregaría las plazas de Ostia, Civitavecchia, y las ciudades de Parma, Piacenza y Módena[667]. Era un alivio para el Emperador. De todas formas, ante la imposibilidad de llevar todo en la mano desde Valladolid, a tanta distancia de los tres frentes principales que se le abrían —en la frontera de los Países Bajos, en Milán y en Nápoles—, Carlos V dejó en libertad a sus principales ministros en aquellos territorios: a su tía Margarita, para que negociara como pudiere la paz, y a Leyva y a Lannoy para que movilizaran sus recursos y llevaran la guerra como les pareciese mejor.
Y esto es interesante consignarlo. Carlos V demuestra aquí la gran confianza que tenía, tanto en su tía Margarita como en Leyva y Lannoy, y prueba que era capaz de dejarse convencer por sus consejeros, y en este caso, por Leyva.
En efecto, el veterano héroe de Pavía le había pedido más libertad de acción, frente a cualquier imprevisto, protestando de que se le sujetase a las órdenes de Lannoy, entonces virrey de Nápoles.
La protesta de Leyva es la de un soldado que no tiene pelos en la lengua:
V. M. me remite al Virrey,[668] que proveerá a las necesidades de aquí.
Eso era absurdo, y Leyva lo dirá:
V. M. debe saber que el Virrey está tan lejos de aquí como V. M., y entretanto que la respuesta va y viene, puede perderse el todo. El crédito es perdido con todo el mundo…
Claro, Carlos V estaba con la confianza de quien acumulaba victoria sobre victoria. Pero Leyva sabía mejor que nadie hasta qué extremo había estado todo a punto de irse a pique, tanto en 1525 como en 1527. La suerte había acompañado al Emperador, ¿pero iba siempre a ser así?
V. M. se fía sobre su suerte y tiene razón; pero sería bueno ayudarla y tener en cuenta que Dios no hace cada día milagros.[669]
Un mes más tarde Carlos V atendería tan razonable consejo,
pues por la confianza que tengo en ellos, les remito todo a cada uno en su jurisdicción.
De ese modo expreso se lo comunicaba a su hermano Fernando[670].

§. Campaña de 1528
Aquel verano combatió la peste a Valladolid; y el verbo combatir está cuidadosamente elegido, pues de combate se trataba, y de un combate a muerte, con centenares de bajas. En consecuencia, la Corte luchó contra el mal con uno de los pocos recursos que había en el tiempo: escapando. Carlos V se trasladó con toda presteza a Palencia:
S. M. partió de Valladolid —informaba Salinas a Fernando de Austria— a 23 del presente, porque morían de peste[671].
Y como las dificultades de alojamiento para toda la Corte eran insalvables, se envió al Consejo Real y al resto del Gobierno a Becerril, y los embajadores a Dueñas. Y así se pasó el verano. En octubre, comprendiendo la necesidad de afrontar la situación internacional mejor instalado, Carlos V pasó a Burgos, donde estaría aquel otoño y prácticamente el invierno, negociando previamente, eso sí, que la ciudad aceptase el acomodo de la Corte, dado su privilegio de exención de alojamiento[672].
Era todo un problema para la época, que nos habla de los trastornos que podían surgir en la vida cotidiana de los tiempos con aquella Corte ambulante.
Mientras tanto, el panorama internacional se agravaba por momentos. Y tanto, que Carlos V, ante el temor de un gran descalabro, viéndose cercado por todas partes, optó por negociar a la desesperada con Francia: estaba dispuesto a renunciar a su derechos al ducado de Borgoña y a devolver los Príncipes franceses —que custodiaba como rehenes en Pedraza de la Sierra— por dos millones de ducados, siempre y cuando Francisco I retirase su ejército del norte de Italia.
Eso era aceptar lo ofrecido por Francisco I cuando estaba preso en Madrid, lo cual nos da idea del cambio operado en Carlos V, o lo que viene a ser igual, cuán grave se había vuelto la situación en Italia.
En efecto, un poderoso ejército francés, mandado por Lautrec, penetraba en el norte de Italia por Génova —donde Francisco I contaba con la alianza del poderoso marino Andrea Doria—, se apoderaba de Asti y de Alejandría y ponía en apuros al propio Leyva, asentado en Milán con escasas fuerzas, pues solo contaba con 10.000 soldados y en gran parte dispersos en pequeñas guarniciones por las principales ciudades del Milanesado y tierras limítrofes; así en Pizzighettone, en Novara, pero también en Trento y en Como, guardando los pasos alpinos, por donde le podían llegar los refuerzos de Fernando. El resto de las tropas imperiales se hallaban sobre Roma, al mando del príncipe de Orange (en torno a 15.000 soldados), y los que defendían Nápoles, bajo Lannoy y Hugo de Moncada, que no pasaban de 10.000.
Tal dispersión de fuerzas pudo resultarle funesta al Emperador si otra vez la fortuna no jugase a su favor.
De momento lo que se produjo fue una declaración formal de guerra contra Carlos V, mandando los aliados (Francia, Inglaterra y Venecia) sus reyes de armas a la Corte imperial.
Sería un momento solemne, que nos refleja muy bien la época, tan cargada de símbolos caballerescos, y que nos presenta además a Carlos V con los rasgos de su fuerte personalidad.
Pues el Emperador recibió sentado en su trono a aquellos heraldos y no solo oyó sus discursos, sino que les replicó al punto, improvisando sus respuestas, como en él era habitual. Un acto que sería comentado por toda Europa. Por parte de los aliados, se trataba de intimidar públicamente a Carlos V; pero también era la gran ocasión para que Carlos V dijese ante Europa entera quién era él y qué era lo que había pasado.
Por supuesto, a la petición de los heraldos de hablar con entera libertad, para dar el mensaje de sus Reyes, sin que por ello se les hiciese fuerza alguna, Carlos V dio la licencia pertinente:
El Emperador les respondió que dixesen lo que les era mandado, que sus privilegios les serían guardados, y en sus tierras ningún enojo les sería hecho.
El casus belli principal de los aliados era la prisión del Papa, cuya libertad exigían, como Príncipes cristianos; junto a eso, la liberación también de los Príncipes franceses, a los que, si llegado el caso era, el propio Enrique VIII amenazaba con libertarlos por la fuerza.
Carlos V reaccionó de forma adecuada, en términos muy bien recogidos por el cronista Alonso de Santa Cruz. Al heraldo francés replicó que no poco le extrañaba que su amo se decidiese entonces a tal declaración de guerra, cuando hacía tantos años que se la estaba haciendo; y puesto que hasta entonces se había defendido tan bien, mucho mejor lo haría estando ya prevenido.
Paréceme ser cosa nueva ser desafiado dél —replicó al heraldo francés— habiendo seis o siete años que me hace guerra sin ser desafiado, y pues que por gracia de Dios, me he defendido de él, como él y cada uno ha visto, sin que me hubiese avisado, y considerada la justificación en que yo me he puesto, en que no pienso haber ofendido a Dios, yo espero que ahora que me avisáis mucho mejor me defenderé… Para terminar con un arrebato de arrogancia:
De manera que ningún daño me hará el Rey, vuestro amo, porque pues me desafía, yo me tengo por medio asegurado.
El razonamiento de Carlos V tenía sentido, de cara a la opinión pública, pues venía a poner de manifiesto la contradicción de Francisco I al querer presentarse en 1527 como un rey sujeto a las normas de Caballería —de tanta influencia en la época—, no entrando en guerra sin previa declaración formal, dado el tiempo que llevaba guerreando contra el Emperador, y siempre por propia iniciativa.
Pero todavía nos refleja mejor el carácter y la personalidad de Carlos V la réplica que dio al heraldo inglés, en particular por su amenaza a que iría a liberar a los Príncipes franceses rehenes en España, con las armas en la mano:
Ahora que me decís que el Rey vuestro amo me los hará dar por fuerza —le contestó—, yo responderé de otra manera que hasta ahora he respondido…
Esto es, ante la amenazas ya no cabían respuestas corteses. Y así Carlos V añadió:
… y espero guardarlos de suerte, con el ayuda de Dios y de la lealtad de mis súbditos, que no los restituiré por fuerza, porque no acostumbro yo a ser forzado en las cosas que hago[673].
Altiva respuesta que nos da idea, además, de hasta qué punto estaba orgulloso Carlos V y bien seguro de la lealtad de sus súbditos hispanos.
La hispanización del Emperador era cada vez más manifiesta.
Entre tanto, las negociaciones emprendidas por Clemente VII, a través de fray Francisco de los Ángeles, general de la Orden franciscana, habían dado sus frutos, obteniendo el Papa la libertad, después de siete meses de prisión. Carlos V se había mostrado en principio dudoso, escarmentado por el mal resultado de la liberación de Francisco I, pero accedió al fin, con las condiciones de que el Papa dejase en manos del Emperador la fortaleza de Sant’ Angelo en Roma, y las plazas de Civitavecchia y Ostia, así como el pago de 300.000 ducados. Una liberación del Papa que había tenido lugar antes de la declaración formal de guerra de Francisco I y de Enrique VIII, y que venía a echar por tierra su argumento principal, exigiendo la libertad de Clemente VII.
En febrero de 1528 Carlos V se trasladó a Madrid, donde convocó Cortes. Lo podía hacer, respetando el plazo habitual de los tres años, dado que en las de Valladolid de 1527 nada se había otorgado y dado que las últimas, también en Madrid, se habían celebrado en 1525. Además estaba el motivo, tan importante, de la declaración del príncipe Felipe como heredero de la Corona. Y las Cortes, en este caso, oyeron sus razones, concediendo el servicio acostumbrado de 400.000 ducados.
No silenciaría Carlos V, en el discurso de la Corona, el desafío que había recibido de los reyes de Francia y de Inglaterra; eran los Reyes «desafiadores», como reza el texto. Y el César recordaría justamente el comportamiento, tan lejos de los dictados caballerescos, de Francisco I, mientras que frente a Enrique VIII informaría que existía una nueva causa contra él, por cuanto estaba tratando de romper su matrimonio con la tía del Emperador, Catalina de Aragón[674].
Porque, en efecto, se iniciaba el drama de aquella desventurada Reina, tan desventurada o más aún, si cabe, que su hermana Juana. Y Carlos V se haría eco de ello, conforme a su doble condición de su tan estrecho parentesco, como su sobrino carnal, y de su condición de emperador de la Cristiandad.
Entretanto, la guerra seguiría en todo su furor. Por fortuna para Leyva, el poderoso ejército de Lautrec tomaría rumbo al sur, con la meta puesta en la toma del reino de Nápoles, donde esperaban el apoyo de los poderosos barones, deseosos de verse libres del dominio español. Y la situación llegó a ser verdaderamente alarmante, pese a que Orange se replegó con sus tropas a Nápoles, para ayudar a su defensa. Con el Reino alzado por los barones, con la capital cercada por Lautrec y con el dominio del mar en manos de Andrea Doria —todavía aliado de Francia—, todo parecía perdido. Máxime cuando se habían acabado los recursos para pagar las tropas.
Ante aquella desesperada situación, Carlos V tuvo una de sus reacciones personales, que tanto admiraron a los contemporáneos, por las lealtades que suscitaban: prometió solemnemente a sus soldados que sus pagas les serían entregadas, junto con los socorros necesarios. Y el correo imperial pudo entrar en la ciudad cercada, burlando el bloqueo francés, siendo leído el mensaje imperial al ejército, y con tal fortuna, levantando la moral de los asediados,
que juraron los alemanes, españoles e italianos de antes morir allí todos que entregar una almena a los enemigos[675]. Aquí se podría repetir lo que Braudel nos dice de su hijo don Juan: que también Carlos V era un poco brujo y sabía, cuando era preciso, desplegar sus encantos. Porque con aquella promesa Carlos V venía a basarse en su palabra de caballero, tanto más que en la de rey y emperador; algo en lo que marcaba el contraste con su adversario, el Rey francés, que tan notoriamente había faltado a la suya.
Y Nápoles resistió. Ciertamente la situación resultó tan agobiante que Hugo de Moncada forzó un combate naval en aquellas aguas napolitanas contra las galeras de Andrea Doria, para tratar así de romper aquel estrecho cerco; aunque poco tendría que hacer contra la pericia de uno de los mejores marinos de aquellos años. Resultado, no solo la marina imperial fue derrotada, sino que además Hugo de Moncada perdió la vida y el marqués del Vasto —otro de los grandes personajes carolinos— fue hecho prisionero.
¿Todo perdido, pues, para Carlos V? ¡Al contrario! Con un golpe increíble de la fortuna, de pronto la derrota se convirtió en victoria. El marqués del Vasto entró en negociaciones con Andrea Doria, poco contento de su alianza con Francisco I, y logró lo que parecía imposible: un vuelco de aquella alianza y la vinculación de Andrea Doria a la causa imperial, lo que venía a ser un portillo abierto por mar a favor de los sitiados.
A la inversa, el ejército francés mandado por Lautrec se vio acometido por una peste tan mortífera y tuvo que levantar el asedio.
Sería la última amenaza contra el Nápoles hispano en todo el siglo XVI. Y otra vez para el Emperador la victoria sobre sus enemigos.

§. Hacia la paz de las Damas
Al liberar Carlos V a Clemente VII en diciembre de 1527, después de medio año de tenerlo custodiado en el castillo romano de Sant’ Ángelo, daría comienzo una nueva etapa. En realidad ambos personajes, tanto el Papa como el Emperador, tenían necesidad de llegar a un acuerdo que pusiera fin a la Liga clementina. Habría una compensación económica para el Emperador y la garantía de unas plazas en su poder; pero a su vez, Carlos habría de pagar un precio: el que Florencia, rebelada contra la familia de los Médicis, volviera a caer bajo su servidumbre.
Por supuesto que el rotundo descalabro del ejército francés parecía ayudar al proceso de paz, pero todavía era dudoso que Francisco I desistiese de su belicismo.
¡Y estaba la molesta postura de Inglaterra! Pues precisamente iniciaba entonces Enrique VIII los intentos de anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Ahora bien, eso suponía un enfrentamiento de Inglaterra con Roma, o lo que es lo mismo, la ruina completa de la Liga clementina.
Y fue entonces cuando se montó el primer intento de invasión de Inglaterra, como nos indica Brandi. En efecto, Gattinara esbozó un ambicioso plan, con colaboración de naves castellanas, portuguesas y flamencas que habían de transportar a mercenarios alemanes[676].
Un proyecto muy problemático, que además estaba en contra de los deseos y de los intereses de los pueblos, en particular del flamenco.
Interpretando esas aspiraciones populares actuó Margarita de Saboya; como gobernadora de los Países Bajos cerraba, en junio de 1528, unas treguas con Inglaterra.
Era el primer paso hacia la paz.
Porque aunque todavía Francisco I mandara otro pequeño ejército, al mando del conde de Saint-Pol, con la misión de recuperar al menos el Milanesado, y aunque Carlos V se aprestara a una intervención personal en la contienda —de lo que daría pruebas con su vigoroso y encendido discurso ante su Consejo de Estado, de que daremos cuenta en la cuarta parte de esta obra—, la derrota del francés a manos del invicto soldado español Antonio de Leyva (en la batalla de Landriano, el 21 de junio de 1529) aseguró ya la tarea de los diplomáticos que laboraban por la paz.
Una paz que sería el resultado del buen quehacer de dos grandes mujeres: Margarita de Saboya, la tía del Emperador, y Luisa de Saboya, la madre de Francisco I. De forma que aquella paz, firmada en Cambray en el verano de 1529, bien pudo llamarse también, o conocerse popularmente con toda justicia, como La paz de las Damas[677]. En sus términos, venía a ratificar lo estipulado en el Tratado de Madrid de 1526, con la excepción de que Carlos V renunciaba ya a sus pretensiones al ducado de Borgoña. Esa era la concesión imperial. Por su parte, Francisco I lo haría a los derechos que hasta entonces había sostenido sobre Milán, Génova y Nápoles, e incluso al señorío sobre Flandes.
De ese modo se daba fin a una doble situación carente de sentido: a los ilusorios planes carolinos sobre Borgoña, pero también a que el Emperador, como conde de Flandes, fuera vasallo del Rey francés.
Otros puntos eran consignados, como la cesión por Francia de algunas plazas (en particular, la de Tournay) y, sobre todo, la liberación de los dos Príncipes franceses retenidos como rehenes en Pedraza de la Sierra, a cambio del fuerte rescate de dos millones de ducados.
Y aún había algo más: que Francisco I accediera a que todo se ratificase con una alianza matrimonial; la que ponía a Leonor de Austria, la hermana mayor de Carlos V, en el trono de Francia.
En definitiva, eran las premisas para hacer viable el gran proyecto de Carlos V: su viaje a Italia.
Italia, la Italia del Renacimiento, la Italia siempre opulenta y tentadora, que se presentaba ahora ante sus ojos como la gran aventura.
Pues habiendo dado un príncipe a las Españas y habiendo puesto su hogar en Castilla, Carlos V había proclamado a los españoles que era su rey verdadero, que el proceso de su hispanización era cierto y se estaba cumpliendo.
Ahora era preciso dar un paso más para decir al mundo entero que él era el auténtico Emperador de la Cristiandad.
Y eso solo podía hacerlo plantándose en Italia.

Parte IV
El gran cruzado

Contenido:
1. Italia en el horizonte
2. El regreso al Imperio
3. El último cruzado: Viena
4. El reencuentro con España
5. El último cruzado: Túnez
6. La guerra que no cesa
7. ¿Paz o treguas con Francia?
8. El último cruzado. La Santa Liga
9. Los años aflictivos

Capítulo 1
Italia en el horizonte

§. La emoción de Italia
Desde un primer momento, desde cuando había sido elegido Emperador, Carlos V tenía el proyecto de pasar a Italia. Eso suponía seguir los pasos del gran Carlomagno (y perdónesenos la redundancia). De igual modo que impuso su primera coronación imperial en Aquisgrán, estaba ahora deseando seguir las huellas de su antecesor y presentarse en Roma. Veremos que tendrá que conformarse con hacerlo en Bolonia. Pero en todo caso sería en Italia, y eso ya era importante, porque uno de los objetivos que pretendía alcanzar Carlos V con ese viaje era el de pacificar la Península, alejando ya de ella las guerras por su dominio que tanto habían disturbado a la Cristiandad. Sabía que eso costaría un precio, que lograr la alianza con Clemente VII era un requisito previo imprescindible, y que el Papa exigiría bastante a cambio.
Lo cual quería decir que había que negociar.
Y no eran los únicos objetivos políticos del Emperador. Estaba todavía sin cumplir su sueño de cruzado. Y estaba también aquel gran problema que había aplazado en su calendario desde 1521, cuando le había asaltado en la Dieta de Worms; el problema del luteranismo, que de año en año se hacía más grande.
Y en un plano distinto, no tan grave ni tan acuciante, pero como algo muy anhelado por Carlos V, estaba su deseo de encontrar un buen pintor de cámara al que incorporar a su Corte y que dejara su efigie para la posteridad.
De la necesidad de presentarse en Italia alude en sus Memorias, con la concisión, eso sí, en él tan habitual.
En efecto, al aludir en ellas a la gobernación de su mujer, la Emperatriz, nos cuenta:
… allí —en Toledo— dejó a la Emperatriz para gobernar en su ausencia todos sus reinos de España…
Y añade:
… de donde luego determinaba marcharse, por el deseo que tenía de poner en orden, lo mejor que le fuese posible, los yerros antedichos de Alemania que S. M. había dejado mal remediados a causa de las guerras que le habían sido movidas…
Como se ve, no piensa en la violencia para resolver el problema luterano, sino en la negociación. Y a continuación, alude a las otras cuestiones, que todavía recordaba con viveza cuando dicta sus Memorias en 1550: superar las guerras de Italia, coronarse emperador («las coronas que le faltaban»)[678] y afrontar la ofensiva turca que se anunciaba como verdaderamente temible[679].
Carlos V, conforme a uno de sus rasgos más destacados, haría pública su decisión ante el Consejo de Estado, pronunciando aquel discurso tan comentado por Menéndez Pidal.
Estamos en el viejo alcázar madrileño. Es el 16 de septiembre de 1528. El César habla largamente a sus consejeros. Les dice cuánta es su necesidad de pasar a Italia, pero no por capricho personal o por mero afán de vanagloria, sino porque así lo exige el buen gobierno de Europa, pues había de poner paz en Italia, tan maltratada por las guerras pasadas, y había de remediar la herejía luterana, de forma que así como la Historia consignaría que en sus tiempos se había iniciado, también recogiese que en los mismos, y por su mano, se había resuelto y acabado. Y para ello promovería con el Papa la celebración de un Concilio general que reformara debidamente la Iglesia. En fin, su propósito no era ir como conquistador de otros Estados ni como tirano, sino como pacificador, para establecer sobre Italia una paz perpetua. Y ante las muestras de disconformidad de algunos consejeros, terminaría diciendo que no pedía su aprobación y consejo, sino que les informaba de su decisión, para que le ayudasen a llevarla a buen puerto[680].
Que Carlos V estaba deseando verse en Italia era evidente. Y algo debió de entenderse pronto en Roma, causando general alarma, según informaba Micer May, entonces embajador imperial en la Corte pontificia; acaso porque temieran otra acción violenta como la sufrida en 1527[681]. En cuanto a España, aparte el natural pesar de la Emperatriz, destacaban dos partidos, encabezados por Gattinara, el canciller piamontés, y por el castellano Tavera, entonces arzobispo de Santiago de Compostela y presidente del Consejo Real de Castilla. Para el canciller, la principal preocupación era el predominio sobre Europa, y a él estaban vinculados las principales cabezas de la milicia, como Antonio de Leyva, el héroe de Pavía, quien desde Milán animaría a Carlos V a emprender su viaje a Italia con estos animosos términos, cuando todavía no se habían callado las armas:
V. M. venga en nombre de Dios en Génova, porque de allí se podrá dar orden en lo que más fuere su servicio…
Y eso, pese a que los franceses tratasen de impedirlo:
… y aunque los enemigos fuesen tan gruesos que V. M. no pudiese pasar, se podrá hacer venir tanta gente de Alemania, que por fuerza se echarán los enemigos. Y estando V. M. en Génova está como fuerte en Barcelona.
Leyva se apoyaba en la fortuna del César, al conseguir que los Dorias genoveses, hasta entonces aliados de Francia, se pasaran al bando imperial; de ahí que diera tanto valor a la presencia de Carlos V en Génova:
Y puesto el pie allí, verá V. M. volver toda Italia —concluye— como si se moviese de una parte a otra…[682]
Otra era la opinión de Tavera, cabeza del partido que podríamos llamar africano. Y no porque fuera partidario de la paz, por la que clamaban los erasmistas. En realidad, en aquellos años España —y más concretamente Castilla— estaba inmersa en una atmósfera de expansión imperial, de la que era buena muestra el empuje de los conquistadores lanzados a la aventura indiana. En cuanto a Tavera, su pensamiento estaba puesto en África. Y para acometer esa empresa, el puesto de su señor no estaba en Italia, sino en España, y así se lo diría al prepotente Cobos, tratando de captarlo, para convencer entre todos al Emperador: en España debía hallarse Carlos V,
… donde podrá emplear sus grandes pensamientos y la magnanimidad de su corazón real en conquistar eso de África, donde podrá emplear mejor su juventud y poder y con mayor gloria…
África, y no Italia, según Tavera, en lo que puede rastrearse la influencia de los Reyes Católicos, con el mensaje isabelino dejado a sus hijos en su Testamento:
… e que no cesen de la conquista de África…
Máxime, cuando Argel se mostraba tan amenazadora:
Mayormente agora que la guerra destos moros le es necesaria y aun forzosa…
¿Europa o África? Para Tavera no había duda, apoyado en la secular tradición de su tierra de Castilla:
… y reniegue —Carlos V— de toda [la guerra] de Italia y de Francia, que al cabo esto es lo que ha de durar y quedar a sus sucesores, y lo de allá es gloria transitoria y de aire…[683]
Sin duda, con la amarga experiencia de las correrías de las naos argelinas por las costas mediterráneas españolas, incluido el desastre sufrido por Portuondo (del que en su momento hablaremos), eran no pocos los que pensaban como Tavera. De forma que Carlos V tuvo que escoger entre las dos opciones.
Europa o África, esa era la cuestión, ese era el debate ya hacia 1528, esa era la doble opinión, sin abandonar la proyección indiana, cuando ya el Imperio azteca había caído bajo las huestes de Hernán Cortés. En pura geopolítica la tesis africana parecía la más razonable, la proyección que podía traer conquistas más razonables, y además hechas sobre los infieles y respondiendo con más claridad al título de Católicos heredado de Fernando e Isabel.
Pero Carlos V escogió Europa.
Algo a tener en cuenta, para valorar adecuadamente su personalidad.
De hecho, cuando todavía se mantenía la guerra con Francia, Carlos V apremia a sus dos máximos auxiliares, a su hermano Fernando y a su tía Margarita de Saboya, para un último esfuerzo que doblegase a Francisco I. A Fernando le había hecho un vivo llamamiento ya en marzo de 1528: con la ayuda de Dios, nadie podría contra los dos, puesto que juntos eran tan poderosos como sus enemigos y su causa era la mejor[684]. De modo que, para acabar con la resistencia del francés, nada mejor que una ofensiva sobre el mismo París, coincidiendo con el viaje de Carlos V a Italia.
Eso sería descongestionar el frente italiano, facilitando la aventura italiana del Emperador. Por su parte, Margarita de Saboya —o de Austria— desde su puesto de gobernadora de los Países Bajos, debía colaborar con una activa propaganda en Inglaterra, para que se apartara de su alianza con Francia, minando el prestigio del gran Canciller Wolsey[685].
No eran las únicas medidas de Carlos V. Sabía muy bien que en España sería muy mal vista su nueva ausencia si no dejaba medianamente arreglados algunos problemas pendientes, tales como su visita al reino de Valencia, que había tomado como un grave desaire su olvido en su primera etapa hispana. Estaba también la jura de su hijo Felipe como heredero de la Corona y, por lo tanto, la convocatoria de Cortes, tanto en Castilla como en Aragón.
De ese modo, asistimos a un frenético viajar de Carlos V a lo largo de 1528, que le puso en contacto con sus súbditos españoles de las dos Coronas, señalando su creciente hispanismo.
Había pasado el otoño anterior y la mayor parte del invierno en Burgos, después de abandonar Valladolid por un brote de peste en la villa del Pisuerga. El 19 de febrero se dirigía a Madrid donde llegaría el 7 de marzo. Allí había convocado Cortes para la jura del príncipe Felipe como heredero del Reino, requisito obligado antes de pensar en abandonar España camino de Italia.
No era el único acto a realizar antes de su viaje. Estaba también el dar satisfacción a los valencianos, donde todavía no había puesto su planta el César. A ese fin, Carlos V deja Madrid el 23 de abril llegando a Valencia diez días después, para estar en la capital del Turia algo más de dos semanas. No mucho tiempo, ciertamente, pero al menos lo suficiente para conocer in situ sus problemas, para ver y para ser visto por los valencianos, superando así los anteriores agravios.
Restaba al César presidir otro acontecimiento: las Cortes generales de la Corona de Aragón convocadas en Monzón, donde llegaría el 30 de mayo. Tendría allí una larga estancia de casi dos meses, pues no regresaría a Castilla hasta el 19 de julio, fecha en la que saldría para Madrid, no sin detenerse en Zaragoza cinco días, entre el 22 y el 26 de julio.

§. Las Cortes de Monzón de 1528
Parémonos ahora en esas Cortes del verano de 1528 tenidas en Monzón, porque el discurso de la Corona nos da un testimonio de gran valor para evocar aquel momento, con los principales problemas planteados a Carlos V y los objetivos inmediatos que proyectaba acometer.
Y lo primero que deducimos es que Carlos V sabe muy bien la deuda que tiene pendiente con la Corona de Aragón, porque con su política de ver y ser visto por los vasallos, que era una obligación que tenía muy asumida, era evidente al trato de favor que había dado a la Corona de Castilla, desde su regreso a España en 1522. La misma estancia en Valencia en el mes de mayo de aquel año de 1528 no había llegado a las tres semanas. Un aire de prisas son las que confiesa ante las Cortes generales de Monzón; casi al final del discurso de la Corona, se disculpa Carlos V por ello, pues la guerra que no cesaba, (la enemiga «de los desafiadores») le obligaba a tales urgencias:
… por estar más desocupado para resistir las invasiones y empresas de los desafiadores[686], no podemos detenernos tanto como quisiéramos…
De tal forma que Carlos V delegaría en el duque de Calabria, que entonces gozaba de su máxima confianza para los asuntos de España, para que le sustituyera, hasta la conclusión de las Cortes[687].
No se trató de un largo discurso; también, bajo este sentido, el proceder de Carlos V tiene ese tono de prisa que hemos comentado. Se refiere, eso sí, a la guerra que le hacían sus enemigos, contrariando su voluntad de que hubiese paz en la Cristiandad, para de ese modo poder combatir al Turco:
… que nuestras armas fuesen contra infieles…
Como no podía faltar, se hacía referencia a la victoria de Pavía, con la presa del propio rey Francisco I, llevado a España, donde había sido tratado con toda consideración por el César.
Y he ahí un punto que merece la pena ser comentado. Carlos V querrá dejar bien sentado el contraste entre su caballeroso comportamiento con el Rey vencido, frente a la que tendría Francisco I, una vez puesto en libertad. El Emperador lo trató como un hermano, y como tal le casó con su hermana doña Leonor:
Cierto que si fuera nuestro verdadero hermano, no pudiéramos hacer más con él de lo que habemos hecho, todo a fin de paz, por el buen estado y quietud de la Cristiandad toda.
¿Y cómo había correspondido Francisco I? ¿Cumplió tantas promesas de verdadera amistad, y aun hermandad como había jurado? Antes al contrario, hollaría todas las normas de la caballería:
… olvidándose de la obligación que tenía como rey y caballero…
Encendida de nuevo la guerra, Carlos se había visto en gran necesidad, siendo socorrido de los demás Reinos. Ahora se lo pedía a la Corona de Aragón, puesto que también aquellos Reinos estaban amenazados:
… conviene entendáis con suma diligencia, sin dilación alguna, en que se nos haga el servicio…; teniendo atención, como es muy justo y razonable, a que todo es para la defensión de los reinos de la misma corona de Aragón[688].
§. El desafío
Fue precisamente entonces cuando Carlos V recibió el cartel de desafío de Francisco I, un hecho muy propio de la época y del cual nos hablan los contemporáneos. Ambos soberanos se creían con derecho a ofender públicamente a su adversario. Los agravios personales se tradujeron en ofensas de palabra, sin duda de forma espontánea (al menos, al principio), si bien a la postre se acabara en una verdadera guerra de propaganda. Así, cuando Carlos V comprobó cuán lejos estaba Francisco I de cumplir lo pactado en el Tratado de Madrid, no lo pudo soportar y empleó los más duros términos ante el embajador francés: su amo había roto todos los compromisos caballerescos, había actuado como un hombre sin honor. A su vez Francisco I, junto con Enrique VIII (recordemos el enojo del soberano inglés por la ruptura de la alianza matrimonial entre Carlos V y su hija María Tudor, unido ya a un declive en la influencia de Catalina de Aragón), había mandado sus heraldos o reyes de armas, cuando el Emperador estaba en Burgos, declarando la guerra a quien se había atrevido a poner las manos sobre el Papa. En aquellos dimes y diretes, y como consecuencia de las declaraciones públicas de Francisco I ante toda la Corte, en París, el embajador imperial (que lo era entonces Nicolás Perrenot de Granvela) acabó pagando los platos rotos, siendo encarcelado por el Rey; era como si Francisco I quisiera vengarse en la figura del Embajador de aquellos largos meses pasados en su cautiverio madrileño. Por su parte, Carlos V había llegado a desafiar personalmente a su rival, como alternativa a la guerra entre los dos pueblos; desafío desatendido por Francisco I, el cual a su vez, al cabo del año, sería quien desafiase al Emperador, mandándole su rey de armas en el mes de junio de 1528, cuando Carlos V se hallaba en las Cortes de Monzón.
Un testigo excepcional, Alfonso de Valdés, nos detalla el suceso con un verismo impresionante. En su Diálogo de Mercurio y Carón, a la pregunta de Carón (« ¿Viste tú aquel acto?») contesta Valdés, en figura de Mercurio:
Mira si lo vi.
Hay en esa afirmación un dejo de orgullo, del que se sabe testigo de hechos que después había de recoger la Historia.
Y así, Valdés añade:
Estaba el Emperador en su estrado imperial, y a sus lados todos aquellos señores que le acompañaban. En esto llegó el rey de armas, vestida su cota con las armas del rey de Francia, y fechas cinco reverencias hasta el suelo, se hincó de rodillas ante el Emperador, suplicándole le diese licencia para usar de su oficio, y después facultad para que libre y seguramente pudiese volver al Rey, su amo. El Emperador se la dio muy liberalmente…[689]
Entregado por el rey de armas el cartel de desafío, el canciller Gattinara dio la réplica oficial: nada de aquello disminuía las obligaciones que el Rey francés tenía por lo estipulado en el Tratado de Madrid. Pero a Carlos V no le bastó con ello. A fin de cuentas, se entraba ya en el terreno caballeresco, de forma que sin poder contenerse, dio su propia y personal respuesta, que antes hemos recogido: que aunque Francisco I quedaba fuera de las normas de la caballería por haber faltado a su juramento, aceptaba aquel desafío
por el deseo que yo tengo de averiguar por mi persona estas diferencias, evitando mayor derramamiento de sangre cristiana… Estamos ante un momento muy singular en la vida del Emperador, en que se nos retrata de cuerpo entero. Carlos V, como empujado por una fuerza superior, rompió a hablar.
No estamos ante el político astuto que calla y calla para sorprender con sus actos. Antes al contrario, seguro de la justicia de su causa, se levantará indignado para proclamarla ante todos los presentes, con uno de sus discursos que irán jalonando su quehacer imperial.
Aquí, el relato de Alfonso de Valdés nos refleja de forma viva e incomparable la escena:
Leído, pues, el cartel[690], vieron al Emperador hacer una habla con tanta gravedad, humanidad y bondad que quedaras enamorado de sus dulces e cristianas razones.
Y a la pregunta de Carón (« ¿Qué decía?»), contesta largamente Valdés, como quien todo lo había visto y oído:
Contóles allí brevemente lo mucho que por el rey de Francia había fecho y las malas obras que en lugar de agradecimiento dél había recebido, y que habiendo ya tentado todos los medios que le habían sido posibles para vivir con él en paz, e no habiéndola podido alcanzar, le parecía ya no quedar por hacer…
¿Qué cosa? El combate personal, el desafío entre Rey y Rey, de hombre a hombre:
… ya no quedar por hacer sino que ellos dos por sus personas determinasen estas diferencias, y que por su parte él estaba determinado a poner su vida al tablero, por redemir y rescatar, con derramar su propia sangre, los males y daños que padece la Cristiandad.
Pero añadió más Carlos V. Siendo la materia tan grave, entendía que no debía tomar resolución alguna sin antes oír el parecer de sus consejeros, pues
él no era de aquellos que por su sola cabeza se quieren gobernar…[691] En efecto, Carlos V tomó consejo, y no solo de quienes estaban en la Corte, escribiendo a los Grandes de sus reinos. Y conocemos la respuesta de uno de ellos, el duque del Infantado, para quien
esta ley de honra se extiende a los Príncipes, por grandes que seáis, y a los caballeros, que somos de una mesma manera…[692]
Pocos días después contestaría Carlos V a Francisco I con su propio cartel. Es uno de los documentos más reveladores, tanto por lo que supone aquella época tan cargada de reminiscencias caballerescas, como por lo que respecta a la personalidad de Carlos V. Dicho cartel rezaba de esta manera: «Cartel del Emperador al rey de Francia»
Carlos, por la divina clemencia e[lecto] Emperador de romanos, Rey de Alemaña y de las Españas &c., hago saber a vos, Francisco, por la gracia de Dios Rey de Francia, que a ocho días deste mes de junio por Guiena, vuestro rey de armas, recebí vuestro cartel fecho a xxviii de março, el qual, de más lexos que hay de París aquí pudiera ser venido más presto, y conforme a lo que de mi parte fué dicho a vuestro rey de armas os respondo. A lo que dezís que en algunas respuestas por mí dadas a los embaxadores y reyes de armas que por bien de la paz me havéis embiado, queriéndome yo sin causa escusar os haya a vos acusado: yo no he visto otro rey de armas vuestro que el que me vino en Burgos a intimar la guerra, e quanto a mí, no os haviendo en cosa alguna errado, ninguna necessidad tengo de escusarme; mas a vos vuestra falta es la que os acusa. Y a lo que dezís tener yo vuestra fe, dezís verdad, entendiendo por la que me distes por la capitulación de Madrid, como parece por escrípturas firmadas de vuestra mano, de bolver a mi poder como prisionero de buena guerra en caso que no cumpliéssedes lo que por la dicha capitulación me havíades prometido; mas haver yo dicho, como dezís en vuestro cartel, que estando vos sobre vuestra fe, contra vuestra promessa os érades ido y salido de mis manos y de mi poder, palabras son que nunca yo dixe, pues jamás yo pretendí tener vuestra fe de no iros, sino de bolver en la forma capitulada, y si vos esto hiziérades, ni faltárades a vuestros hijos ni a lo que devéis a vuestra honra. Y a lo que dezís que para defender vuestra honra, que en tal caso seria contra verdad muy cargada, havéis querido embiar vuestro cartel, por el qual dezís que aunque en ningún hombre guardado puede haver obligación de fe, y que ésta os sea escusa harto suficiente, no obstante esto, queriendo satisfazer a cada uno y también a vuestra honra, que dezís queréis guardar y guardaréis, si a Dios plaze, hasta la muerte, me hazéis saber que si os he querido o quiero cargar no solamente de vuestra fe o libertad, mas aun de haver jamás hecho cosa que un cavallero amador de su honra no deva hazer, dezís que he mentido y que quantas vezes lo dixere mentiré, seyendo deliberado defender vuestra honra hasta la fin de vuestra vida: a esto os respondo que, mirada la forma de la capitulación, vuestra escusa de ser guardado no puede haver lugar, mas, pues tan poca estima hazéis de vuestra honra, no me maravillo que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promessa; y vuestras palabras no satisfazen por vuestra honra, porque yo he dicho, y diré sin mentir, que vos havéis echo ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me distes conforme a la capitulación de Madrid. Y diziendo esto no os culpo de cosas secretas ni impossibles de provar, pues parece por escripturas de vuestra mano firmadas, las quales vos no podéis escusar ni negar. Y si quisierdes afirmar lo contrario, pues ya os tengo yo habilitado solamente para este combate, digo que por bien de la christiandad y por evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, y por defender mi justa demanda, manterné de mi persona a la vuestra ser lo que he dicho verdad; mas no quiero usar con vos de las palabras que vos usáis, pues vuestras obras, sin que yo ni otro lo diga, son las que os desmienten, y también porque cada uno puede desde lexos usar de tales palabras más seguramente que desde cerca. A lo que dezís que, pues contra verdad os he querido cargar, de aquí adelante no os escriva cosa alguna, mas que assegure el campo y vos traeréis las armas, conviene que hayáis paciencia de que se digan vuestras obras e que yo os escriva esta respuesta, por la qual digo que acepto el dar del campo e soy contento de assegurároslo por mi parte por todos los medios razonables que para ello se podrá[n] hallar, y a este efecto, y por más prompto e expediente, desde agora os nombro el lugar para el dicho combate, sobre el río que passa entre Fuenterrabía y Andaya, en la parte y de la manera que de común consentimiento será ordenado por más seguro y conveniente, y me parece que de razón no lo podéis en alguna manera rehusar ni dezir no ser harto seguro, pues en él fuistes vos soltado, dando vuestros hijos por rehenes y vuestra fe de bolver, como dicho es, y también visto que, pues en el mismo río fiastes vuestra persona y las de vuestros hijos, podéis bien fiar agora la vuestra sola, pues porné yo también la mía y se hallarán medios para que, no obstante el sitio del lugar, ninguna ventaja tenga más el uno que el otro; y para este efecto y para concertar la elección de las armas, que pretendo yo pertenecerme a mi, y no a vos, y porque en la conclusión no haya(n) longuerías ni dilaciones, podremos embiar gentiles hombres de entramas partes al dicho lugar, con poder bastante para platicar y concertar, assí la igual seguridad del campo como la eleción de las armas, el día del combate y la resta que tocará a este efecto. Y si dentro de quarenta días después de la presentación désta no me respondéis ni avisáis de vuestra intención, bien se podrá ver que la dilación del combate será vuestra, que os será imputado y ayuntado con la falta de no haver cumplido lo que prometistes en Madrid. Y quanto a lo que protestáis que si después de vuestra declaración en otras partes yo digo o escrivo palabras contra vuestra honra, que la vergüença de la dilación del combate será mía, pues que venidos a él cessan todas escripturas, vuestra protestación sería bien escusada, pues no me podéis vos vedar que yo no diga verdad, aunque os pese, e también soy seguro que no podré yo recebir vergüença de la dilación del combate, pues puede todo el mundo conoscer el afición que de ver la fin dél tengo. Fecha en Monçón, en mi reino de Aragón, a veinte y quatro días del mes de junio, de mill y quinientos y veinte y ocho años.

CHARLES[693].

Espectáculo único: que todo aquel batallar de una y otra Monarquía por el predominio de Italia se resolviese en el combate de hombre a hombre entre sus dos soberanos. Pero el rey de armas mandado por Carlos V hubo de esperar casi dos meses en Fuenterrabía, como entonces llamaban los documentos a la actual villa de Hondarribia, a que Francisco I le diese licencia para presentarse en su Corte. Y también en aquella ocasión el Rey tuvo una larga habla ante los suyos para rechazar aquel cartel de desafío, aduciendo que lo único que admitiría era la seguridad del campo, dejando ya las palabras para entrar en las acciones; cosa muy contraria al Emperador, quien quería dejar bien manifiesto a todos cuál había sido el comportamiento de ambos y las claras razones por las que luchaba.
Pues, como si se anticipara un siglo a los versos inmortales de Calderón, también Carlos V parecía pertenecer a aquel linaje de hombres, como aquel Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea la Serena, quien advertía a Juan, su hijo:
No riñas por cualquier cosa:
que cuando en los pueblos miro
muchos que a reñir enseñan,
mil veces entre mí digo:
Aquesta escuela no es
la que ha de ser, pues colijo
que no ha de enseñarse a un hombre
a reñir, sino a por qué
ha de reñir; que yo afirmo
que si hubiera un maestro solo
que enseñara prevenido,
no el cómo, el por qué se riña,
todos le dieran sus hijos[694].
Pero a Carlos V algo le quedó como frustración por no cumplir aquel enfrentamiento armado con su rival. Ya no sabía a qué atenerse. Lo había tenido como el envidiado rey-soldado, a quien había visto al frente de sus ejércitos, lo había tenido también como su prisionero, llegó en una ocasión a esperar trocarlo de enemigo en amigo, de adversario en aliado, de rival en hermano. Y, de pronto, rompía sus juramentos, lo que resultaba increíble para su mentalidad caballeresca. Le desafiaba y le esquivaba. ¿Quién era en verdad Francisco I? Cuando regresa Granvela, su embajador en París, liberado al fin por el rey francés, Carlos V le acosa a preguntas:
No dejaba de preguntarle qué era lo que sentía del corazón del rey de Francia…[695]
§. Preparando el viaje
Carlos V abandonó las Cortes de Monzón, dejando allí para representarle al duque de Calabria, no solo por el gran afecto que le había cogido —recordemos que había sido su padrino de boda—, sino también por el alto cargo que tenía en la Corona de Aragón, como virrey de Valencia.
El 19 de julio dejaba Monzón el César. El 22 entraba en Zaragoza, donde reposaría cuatro días en el palacio-fortaleza de la Aljafería, donde pudo disfrutar de la suntuosidad de sus salones, en particular del mandado construir por sus abuelos los Reyes Católicos, el por ello denominado de Santa Isabel, con su hermosísimo artesonado mudéjar. Continuando su regreso a Castilla en pleno verano, el 3 de agosto llegaba a Madrid y el 16 de octubre a Toledo, donde se reuniría con su esposa, la Emperatriz, y con sus hijos Felipe y María, estos muy niños aún, pues el Príncipe no tenía todavía el año y medio, y la Infanta apenas unos meses.
Y fue entonces cuando una noticia escandalizó a la Corte: el secretario imperial Jean Lalemand había sido detenido, acusado de traición por trato con los franceses y de corrupción, por recibir sobornos. Aunque sería absuelto del primer cargo, Lalemand perdería su alto puesto, con pena de destierro a cinco leguas de la Corte. Pero Carlos V, y eso es digno de tener en cuenta, nunca se ensañó con él, permitiéndole vivir libremente donde quisiera[696].

§. «En medio del camino de su vida»
En medio del camino de su vida, a los 28 años de su existencia, Carlos V puede hacer un balance de lo que había sido su existencia. Era cierto que la opinión pública, dentro y fuera de España, se hacían lenguas de su increíble fortuna, pues si había sufrido algunos graves contratiempos, todos los había superado. Así, en 1521 el temible alzamiento de las Comunidades de Castilla se había resuelto en apenas una escaramuza entre la caballería realista y los infantes comuneros, en un rincón de la estepa castellana de nombre Villalar. Cuatro años más tarde sus tercios viejos, que parecen condenados a la derrota, se alzan con la sorprendente victoria de Pavía, donde logran además apresar nada menos que al rey de Francia. Dos años más tarde el que cae prisionero es un personaje aún más destacado en la Cristiandad: el propio papa Clemente VII. Y aunque Francia no se diera por vencida, mandando otro fuerte ejército sobre Nápoles en aquel mismo año de 1528, el resultado sería que, en este caso, la peste daría buena cuenta de él, de forma que todas las fuerzas, las de los hombres y las que estaban por encima de ellos parecían aunarse a favor del César. Como exclamaría desde su refugio de los Países Bajos Luis Vives, parecía que los adversarios incrementaban sus fuerzas para hacer más grandes las victorias del Emperador.
Y todo ocurriendo mientras un puñado de españoles, como Hernán Cortés y sus huestes, hacían más grande su Imperio conquistando el de los aztecas en México, y cuando aquel navegante portugués a su servicio, Magallanes, acompañado entre otros valientes por el vasco Sebastián Elcano, era capaz de iniciar la primera vuelta al mundo, sin duda la mayor hazaña de todo el Quinientos, a la altura de las gestas colombinas, y una de las mayores de la Historia.
Y, sin embargo, Carlos V no estaba del todo satisfecho. ¿Por qué? Porque en ninguna de aquellas acciones había participado directamente.
Y ahora —ahora, a fines de 1528— es cuando cree llegada su hora de presentarse en medio de Europa, imponiendo su personalidad, jugando como el primer protagonista de su tiempo.
Era algo para lo que se había preparado concienzudamente, haciéndose con lo que eran a todas luces las bases más firmes de su poderío: con los Países Bajos, sus tierras natales, tan ricas, tan exuberantes y tan bien situadas en el corazón de Europa (donde podía contar, además, con el concurso de una gran mujer, su tía Margarita, instalada ya en Bruselas como gobernadora general de aquellas tierras), y asimismo con España, y más concretamente con la Corona de Castilla, que Carlos ha sabido pacificar, no solo con un amplio perdón a las antiguas ciudades comuneras, sino y sobre todo poniendo allí su hogar. Su boda con la princesa portuguesa que le habían pedido las Cortes castellanas, y el nacimiento de aquel príncipe Felipe, en medio de Castilla, habían asegurado ya esa alianza entre el César y su pueblo castellano. Buen signo de ello sería, como ya hemos consignado, que aquel modesto párroco de un rincón rural cercano a Salamanca, el párroco de Villoruela anotara en su libro sacramental la noticia del nacimiento del primogénito de Carlos V de esta manera:
… nasció… el príncipe de Castilla don Felipe…
Los Países Bajos, pues, asegurados primero, con el gobierno firme e inteligente de Margarita de Austria, y después España bajo el control del gobierno imperial. Era como iniciar un círculo en torno a la Europa cristiana.
Sería el momento de tender el siguiente arco hacia Italia, que permitiera cerrar más adelante aquel círculo con el postrero arco sobre Alemania.
¡Italia, por tanto, en el horizonte! El gran objetivo para todas las Cancillerías europeas incluida la turca. La Italia renacentista, la de las Cortes fastuosas y brillantes, la que parecía que su dominio suponía el dominio del mundo. Italia que con Roma tenía la aureola de la Antigüedad y con Florencia y Venecia aportaba además el brillo del Renacimiento. Y los recuerdos del pasado, junto con los estímulos del presente se agolpaban sobre Carlos V que tenía entonces la misma edad que Aníbal cuando había partido de España para franquear los Alpes e irrumpir en Italia. Por entonces, Carlos expresaba así sus afanes más profundos: realizar aquel viaje, que le había de reportar honor y gloria:
J’ai ceste chose autant au coeur… Je diz: ce voyage.
Y añadía, precisando la idea que era ya como una obsesión:
Mon intention se pourra executer selon mon desir, que est: de me trouver en lieu ou je puisse gagner et acroissir honneur et reputation[697].
Ahora bien, tamaña empresa requería dinero, mucho dinero, junto con los máximos apoyos para contrastar las resistencias, en particular de los franceses. Y tras tantos años de guerra los recursos del Emperador, en particular los que recibía de Castilla, eran cada vez menores. A su hermano Fernando se lo diría sin reservas, con una frase que bien podría firmar, pasados los siglos, el propio Napoleón:
Mais, bon frère, vous savez que telles grandes choses ne se peuvent exécuter sans grosse provision d’argente, qu’est le fondement et le nerf pour achever telle emprinse à nostre honneur et prouffit[698].
Antes, ya había solicitado apoyos a los mismos príncipes alemanes, como el que pidió al Elector del Palatinado el 3 de febrero de 1528 con estos expresivos términos que nos recoge Brandi, escritos en alemán por el propio Emperador:
Thut auf diesmal bey myr das best, das Wyl ich bei Euch auch thun.
Y firmaba:
«Carolus»[699].
Porque todo parece poco para asegurar aquel viaje a Italia, contra el que se oponen algunos de sus consejeros, pero que él está dispuesto a emprender por encima de todo.
Eso sí, dejando en Castilla al frente del Reino a su esposa la Emperatriz, con detalladas instrucciones de gobierno.

§. Los poderes de la Emperatriz
Con todo dispuesto para su marcha, Carlos V firmaría en Toledo, el 8 de marzo de 1529, el mismo día en que emprendería su viaje[700], los poderes marcando la sucesión a favor de su hijo Felipe y dejando a la emperatriz Isabel como Regente del Reino, o como indican los documentos imperiales, lugarteniente general, gobernadora y administradora. Lo hace dándole toda la formalidad que pediría el acto en situación normal, «como si fuese fecha y promulgada en Cortes». Se trata, por tanto, de un gesto absolutista («de nuestra cierta sciencia y propio motuo e poderio real absoluto, de que en esta parte queremos usar e usamos, como reyes y señores naturales, no reconocientes superior en lo temporal»), pero justificándolo como algo que cumplía al servicio de Dios y al bien general del Reino[701]. Pero lo que importa es comprobar cómo justifica Carlos V aquella medida: los franceses habían invadido el reino de Nápoles con tal fuerza que estaba en peligro de perderse, y con él todos los otros Reinos que Carlos tenía en Italia. Y aún más: el propio Turco amenazaba con invadir aquellas tierras. De forma que de aquellas partes se le urgía para que se presentase en ellas:
… porque sola la presencia de mí, el Rey, es la que lo puede remediar…
Pues tanto los capitanes como los ministros que en Italia tenía eran unánimes a pedírselo:
… los cuales nos envían a suplicar y requerir, con mucha instancia… vaya con mucha brevedad a socorrer aquello, a donde hay tanta necesidad que sin ella —la presencia de Carlos V— no se puede sostener ni conservar…[702]
Esa era la razón que llevaba a Carlos V a ponerse en aquellos trabajos y peligros; los trabajos de los viajes, y los peligros de la guerra, pues no se olvide que cuando Carlos V iniciaba su ida a Italia, todavía no se había firmado la paz de las Damas con Francia. Ahora bien, no dejaba de apuntarse, además, que existía otra gran amenaza, como era la de la herejía que cada vez tomaba más cuerpo en Alemania, asimismo amenazada por el Turco. Y esa era una grave cuestión que no podía dejarse de lado:
… que aunque los dichos Reinos y Estados no fuesen nuestros, siendo de la religión cristiana, tengo obligación de poner en ello el remedio que pudiese…[703]
De forma que el Emperador ya marca dos objetivos para su viaje: pacificar Italia, luchando contra franceses y turcos, y aquietar Alemania, conturbada por herejías y asimismo amenazada por el Turco. Ahora bien, deja constancia de que, tras cumplir esos deberes, él desea regresar.
En efecto, Carlos V prometerá en aquella proclama su vuelta a España tan pronto como le fuera posible, asentada la paz en la Cristiandad, de modo
que pueda volver a estos Reinos y estar y vivir en ellos como lo deseo…[704]
Junto con esa proclama a sus vasallos de Castilla, Carlos V dejaba también unas Instrucciones a la Emperatriz para la buena ejecución de sus tareas de gobernadora, en especial las de la Justicia; y por ellas sabemos que no era la primera vez que Isabel lo hacía, dado que le insta a que procediera
como yo lo he acostumbrado y fecho siempre y ella lo hizo el tiempo que yo estuve absente el pasado año de quinientos e veinte y ocho en Aragón y Valencia[705].
Con lo cual, algo a tener en cuenta: la frontera que se establece en la propia España entre las dos Coronas de Castilla y Aragón, de forma que al dejar Castilla, aunque no abandonara España, Carlos V ya se cree obligado a nombrar un lugarteniente para Castilla. Pero está claro que eso era mucho más obligado, cuando se trataba de salir de España.
El documento nos da otras referencias nada desdeñables, para conocer el buen gobierno de aquella Monarquía carolina: por ejemplo, la norma de no admitir a nadie en el Consejo Real; a nadie, se entiende, de cualquier miembro de la alta nobleza, siempre tratando de ganar cotas en el poder.
En segundo lugar se cita «el Consejo que dicen de Estado», en el cual coloca Carlos V a cuatro ministros: Fonseca, arzobispo de Toledo; Tavera, arzobispo de Santiago; don Juan de Zúñiga, conde de Miranda y don Juan Manuel, señor de Belmonte; por lo tanto, dos miembros del alto clero y otros dos de la alta nobleza. Él llevará consigo los que entonces gozaban de su máxima confianza: el canciller Gattinara, Nicolás Perrenot de Granvela y Francisco de los Cobos. Es de resaltar también el tono personal de esas Instrucciones desde el primer momento:
La orden que yo deseo que la Emperatriz y Reina, mi muy cara e muy amada mujer, mande que se guarde y tenga durante mi absencia en la gobernación destos Reinos es la siguiente…[706]
No cabe duda: ese alejarse de los términos mayestáticos es lo que da mayor fuerza al documento; Carlos V afirma así, de forma categórica, cuál es su voluntad de cómo se tenía que gobernar Castilla.
Unas Instrucciones, por otra parte, de tipo general, que irían acompañadas de otras ya restrictivas, en particular respecto a las gracias que solía conceder la Corona, en especial en la provisión de oficios que quedasen vacantes, de los cuales el Emperador se reservaba los más importantes, con referencia expresa a una serie de ciudades. Y es aquí donde podemos conocer cuáles eran para Carlos V las más importantes: en Castilla la Vieja, Valladolid, Burgos, Segovia y Salamanca; en Castilla la Nueva tan solo Toledo; en fin, en el sur, las cuatro andaluzas cabezas de otros tantos Reinos: Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada[707].
Y dio comienzo aquel gran viaje, aquella empresa que tenía por fin pacificar Italia, recibir la corona imperial de manos del Papa (pasando así de emperador electo a emperador consagrado, con facultad de promover en vida la elección de su sucesor, con título de rey de Romanos), conciliar las cosas de la religión, tan alteradas en Alemania, y defender a toda la Cristiandad de las temibles oleadas turcas.

§. En ruta hacia Italia
El 8 de marzo salía de Toledo el Emperador, camino de Italia. Era la segunda vez que dejaba España y también, como en la primera, a la búsqueda de una corona imperial. Pero añadiendo otros afanes. Y, sobre todo, en gran contraste.
¡Cuánta diferencia, en efecto, con su marcha en 1520! Entonces Carlos V había dejado una España revuelta, con Castilla tan alterada por el continuo atropello de la camarilla flamenca, con Valencia tan ofendida por el olvido que había sufrido y con la imagen de un soberano extranjero que ni parecía querer a España y que, desde luego, no era querido por España. Y como punto principal del contraste, la propia Toledo, que en 1520 ya estaba en armas contra el César y que ahora, en 1529, no solo lo veía salir en paz sino dejando en su seno y a su confianza y protección a la joven Emperatriz con sus dos hijos de tiernísima edad.
Y ese sí que era un signo claro de la profunda transformación ocurrida: que la principal ciudad comunera, la primera en alzarse en armas y la última en ser domeñada fuera ahora el asiento del hogar imperial.
Por otra parte, el vencedor de Pavía y de Roma se disponía a presentarse en el gran escenario del mundo, y no como un jovenzuelo desorientado y mal asistido por consejeros rapaces, sino como el César triunfante.
Iban a ser unas jornadas cargadas de Historia y la nobleza castellana quiso acudir a la cita. Aquí, el testimonio del cronista es sucinto pero preciso:
Partió de Toledo —Carlos V—…, acompañado de toda la nobleza de Castilla…[708]
Sin duda iba ansioso de arrebatar al destino toda la gloria posible; no diremos que alegre, pues atrás dejaba a la Emperatriz, con la que tan tiernamente estaba unido, y a sus dos hijos tan pequeños, que el mayor aún no había cumplido los dos años. Y, a la contra, no es ocioso añadir que quien quedaba triste y afligida —y acaso agobiada por aquella ingente tarea de gobernar Castilla en ausencia del Emperador— era Isabel, su mujer. De forma que no sería una casualidad que a los pocos días enfermara de cuidado, hasta el punto de hacer testamento[709]. Y todavía el 2 de abril, aunque ya se iniciara su mejoría, Isabel no puede escribir de su mano al Emperador, y solo ponerle esta postdata en su dulce lengua portuguesa:
Não estoa tão mal que via poder fazer ista por minha mão, mas por ficar esvazzida da calentura, fiz não deter este coreo sin que fosse asy. La Reina[710].
Era el 2 de abril de 1529.
Para entonces, Carlos V estaba ya en Zaragoza, donde había llegado el 23 de marzo y donde permanecería casi un mes, hasta el 18 de abril. Los casi 400 kilómetros entre Toledo y Zaragoza los había hecho en 15 días, casi de un tirón, descansando solo dos días en Aranjuez, uno en Calatayud y otro en La Almunia. Por lo tanto, en 12 jornadas, a una media de 5 leguas y media (unos 33 kilómetros).
¿Qué llevó a Carlos V a tan prolongada estancia en Zaragoza, dada su prisa por llegar a Italia? Por supuesto que todavía sería más larga la que tendría en Barcelona, por esperar noticias de la paz que se negociaba con el papa Clemente VII. ¿Y en el caso de Zaragoza? Aquí también nos encontramos con Portugal, en torno al derecho de la navegación hacia las Molucas.
Veámoslo con algún detalle.
Para ello debemos remontarnos a la primera llegada de los españoles a tales tierras, con la famosa expedición iniciada por Magallanes. El marino portugués al servicio de Carlos V había tenido la fortuna —y el arrojo— de descubrir y franquear el estrecho que lleva su nombre, pasando así del Atlántico al Pacífico; pero había muerto ya, antes de que su flota anclase en las Molucas; una flota que había quedado reducida a dos naves —Trinidad y Victoria—, de las que solo la Victoria seguiría rumbo a Occidente, después de cargar abundantes especias en el puerto de Tidore. La llegada de Elcano a Sanlúcar de Barrameda, con solo 18 hombres de los 265 que habían zarpado tres años antes de España, causó sensación, como ya hemos indicado en su momento. Desde entonces, y en parte por las nuevas expediciones que salieron de Castilla y de las Indias hacia las islas de las Especias, el pleito estaba abierto con Portugal, que se creía con derecho al monopolio de aquella navegación. Todo dependía de la medición del globo y de su reparto, conforme al Tratado de Tordesillas de 1494, que si favorecía a los portugueses de cara a su penetración en Brasil, tenía la contrapartida de hacer más problemáticos sus derechos sobre las Molucas, en el Extremo Oriente. De ahí los roces de las dos Coronas. Pero Carlos V resultaba entonces muy vulnerable, porque en 1529, y de cara a su viaje a Italia, le resultaba imprescindible tener asegurada su frontera occidental con los portugueses. No le bastaba con que su hermana Catalina fuese entonces la reina de Portugal ni con que una portuguesa, su esposa Isabel, quedase como gobernadora de Castilla. Nada de eso parecía bastar a Carlos V, ante la imperiosa necesidad de dejar bien seguras sus espaldas[711].
Y estaba también la otra imperiosa necesidad, la de conseguir dinero y más dinero, para financiar la empresa de Italia. De ese modo se llegaría al Tratado de Zaragoza, por el que Carlos V cedía sus derechos a las Molucas, contra el pago de 380.000 ducados, aunque con el acuerdo de retroventa.
¿Qué papel jugó en el Tratado su hermana Catalina? Podría pensarse que ayudando a vencer las resistencias de su marido Juan III de Portugal, que entonces aducía dificultades monetarias, negándose por ejemplo a mandar ninguna ayuda a Fernando, tan agobiado por la amenaza que se le venía encima desde Oriente; pues recordemos que sería en el verano de 1529 cuando Solimán el Magnífico lanzaría su tremenda ofensiva sobre Viena, y que de eso ya se tenían sospechas en la primavera. La propia Catalina daría cuenta a Carlos V de la negativa del Rey, si bien, eso sí, añadiéndole su ruego personal: que el Emperador no dejase de la mano a Fernando:
V. M., por amor de Dios, se acuerde que no tiene otro [hermano] y cuanto siempre le ha servido, y a mí me perdone este atrevimiento, que el mucho amor me lo hace hacer…[712]
El examen de la documentación cruzada entre las cortes imperial y de Lisboa, publicada por Aude Viaud, permite comprobar que no resultó fácil alcanzar un acuerdo, y que Catalina se mostró más bien como lo que era, la reina de Portugal, antes que como favorecedora de los intereses del Emperador. De modo que tratándose de un asunto que movía tantas pasiones en Portugal, Catalina le ruega una y otra vez a Carlos V que acceda a las peticiones de Juan III:
… por lo que mí en eso va…[713]
Esto es, Catalina se estaba jugando su prestigio, y acaso algo más, en la Corte lisboeta y en el mismo seno familiar, si no apoyaba eficazmente a su marido Juan III en sus pretensiones sobre las Molucas:
… me llegaría al alma ver que no se haría cosa tan justa…[714]
Y todo hace pensar que Carlos V no fue ajeno a esa presión de su hermana.
Ese sería, en resumen el Tratado de Zaragoza de 1529, por el que Carlos V cedía sus derechos sobre las Molucas a Portugal; un Tratado mal visto por Castilla, pues como el propio príncipe Felipe señalaría años más tarde, cuando se hizo con el gobierno de España, aquel comercio de las especias rentaba más año tras año que lo que el Emperador había recibido por una sola vez. Ahora bien, sin duda estaban en juego otras consideraciones, aparte de las económicas.
Con ese sentimiento, Carlos V continuó su viaje a Barcelona, de donde tenía proyectado zarpar para Génova. Llegaba a la ciudad condal el 30 de abril y permanecería en ella casi tres meses, hasta su embarque en la armada que le había de llevar a Italia el 27 de julio[715].
Antes de llegar a Barcelona, Carlos V rindió su homenaje mariano al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, en cuyo albergue pasaría la noche del 28 de abril. Dos días después hacía su solemne entrada por la tarde en la ciudad condal, a cuyas puertas acudieron a recibirle los Concellers[716]. Una vez más, conforme con su propósito de comunicarse con sus súbditos, tendría su discurso público («el discurso de la Corona»), para manifestar también allí cuáles eran los motivos que le llevaban a emprender viaje a Italia[717].
Y allí, mientras se iban aparejando las galeras que habían de llevarle a Génova, Carlos V va teniendo buenas noticias, tanto de la marcha de la guerra, como de las negociaciones diplomáticas. Pues por una parte, Antonio de Leyva se encargaba de batir, una vez más, a los franceses, en este caso en Landriano, derrotando a su jefe, el conde Saint-Pol; mientras que al fin se firmaba la paz con Clemente VII y se avivaban las conversaciones en Cambray entre Margarita de Austria, por la parte imperial, y Luisa de Saboya, la madre de Francisco I, por la de Francia.
Todo eran, pues, buenos augurios, hasta el punto que el canciller Gattinara exclamaría que parecía
como si las cosas del Emperador fueran guiadas maravillosamente por el mismo Dios…[718]
Sin embargo, Carlos V estaba demasiado escarmentado por los reiterados ataques de Francisco I para confiarse del todo. Por aquellas fechas, al autorizar desde Barcelona las negociaciones de su tía Margarita con la Reina madre de Francia, no podía menos de expresar sus dudas sobre los resultados[719]. Pero de lo que no las tenía era sobre su viaje. Aunque tuviera que vender la ciudad de Toledo, lo haría, exclamaría ante las dificultades económicas que se le presentaban[720]. Está claro que era una exageración, una forma de expresar su decisión.
En los meses de junio y julio fueron llegando las galeras de España y las genovesas conforme aquella alianza recién estrenada. Todo estaba a punto para el embarque, cosa lenta por otra parte dada la gran cantidad de nobles que acompañaban a Carlos V con su clientela, sin contar los 12.000 soldados de su séquito armado, en su mayoría españoles de las dos Castillas, de Extremadura y de Andalucía[721].
Antes de zarpar, Carlos V procedió a cumplir un ruego de su tía Margarita: la legitimación de aquella hija suya que se criaba en la corte de Bruselas, la que la Historia conoce con el nombre de Margarita de Parma[722].
El 28 de julio salía Carlos V de Barcelona. Con algunos vaivenes, pues le vemos desembarcar en Palamós el 30, al fin se adentra con su escuadra en el mar, bordea la costa francesa y desembarca el 12 de agosto en Génova.
Era la primera vez que el César cruzaba el Mediterráneo y la primera también que llegaba a Italia. Para él, un momento cargado de emociones, de lo que dejaría escueta referencia en sus Memorias.
Para entonces, ya se había firmado la paz de Cambrai con Francia que ponía fin a la segunda guerra con Francisco I. Se sucederían seis años de relativa concordia con la otra gran potencia de la Cristiandad, que Carlos V aprovecharía debidamente.
De momento, le permitiría asentar las cosas de Italia, conforme al plan que llevaba.
Solo una noticia le inquietaba: los turcos habían desencadenado una peligrosa ofensiva sobre la misma Viena, y su hermano Fernando le urgía, pidiéndole socorro. ¿Debería, pues, abandonar su plan inicial, posponiendo su coronación y su entrevista con el Papa?
En efecto, Fernando urgía desesperadamente desde Linz, a mediados de agosto, para que su hermano le asistiese: el Turco avanzaba, Danubio arriba, con temible ejército y Viena estaba en peligro:
… se tiene por cierto que quiere venir derecho a la ciudad de Viena
Y con un ejército aún mayor que el que había llevado para tomar Hungría en 1526. Con lo cual no ya Viena, sino todo el Imperio estaba en peligro:
… si el tiempo le fuere propicio, entiende pasar adelante…
De forma que el peligro era cierto, tanto más cuanto que los recursos del rey de Hungría eran escasos. Y Fernando apela a su hermano:
… me quiera socorrer y ayudar en tan grande necesidad…
E insiste, viéndose sin remedio:
… llegando la, como dicen, agua a la boca…[723]
Carlos V no cambiaría por ello sus planes de entrevistarse con el Papa, de recibir las dos últimas coronas imperiales y de pacificar Italia. A lo único que renunciará, por el momento, sería ir a Roma, demasiado alejada. Decide que su encuentro con Clemente VII sea en Bolonia para que, si las cosas se torcían demasiado, poder acudir al Imperio[724]. Eso le obligaría a otra negociación con el Papa, pues ni Clemente VII ni sus consejeros querían salir de Roma[725].
No era Fernando el único alarmado; también la Emperatriz lo estaba, sobre todo después de la noticia de que Barbarroja se había apoderado del Peñón de Argel. ¿No caería el temible corsario sobre las plazas norteafricanas que poseía la Monarquía? ¿Podrían defenderse Orán, Mers-el-Kebir y Bugía? El propio mediodía español, de Cartagena a Cádiz, pasando por Almería y Gibraltar, estaba en peligro. ¿No sería bueno emplear en su defensa a las Órdenes Militares? Tal sería la misión encomendada a Cobos por Isabel cuando todavía Carlos V se hallaba en Barcelona[726].
De forma que no le faltaron a Carlos V los problemas. Confiando en su buena suerte, esperando que Viena aguantara la ofensiva turca y sin agobiarse por las amenazas que se cernían sobre España, Carlos V mantuvo la cabeza fría: lo primero, salvo un imprevisto mayor y más grave, era su tarea italiana, convertirse en Emperador con pleno derecho, llegar a un acuerdo con el Papa, sosegar de una vez las cosas de Italia.
Y tuvo fortuna. Antes de su entrada en Bolonia le llegó la buena nueva: el Turco había alzado el asedio de Viena y se retiraba a Constantinopla. Quizás habituado a la facilidad con que había emprendido sus otras dos campañas de 1521 y 1526, en esta ocasión Solimán el Magnífico había llegado demasiado tarde a las puertas de Viena. A fines de septiembre se hallaba ante ella. Para entonces ya era el otoño, y un otoño particularmente lluvioso, lo que dificultaría sus conexiones con la retaguardia y el debido aprovisionamiento de sus tropas. Por otra parte, Fernando había preparado cuidadosamente la defensa de Viena, que pudo rechazar los desesperados asaltos de los turcos. El 14 de octubre Solimán ordenaba la retirada. Por aquellas fechas, Carlos V caminaba lentamente por el norte de Italia. En Piacenza se encontraría con Leyva y sus tercios viejos. Para Carlos V fue una jornada muy emotiva:
El Emperador —nos refiere el cronista Pedro Mexía— honró mucho e rescibió con grande alegría [a Leyva], como su persona e sus fechos lo merescían[727].
En Piacenza permanecería Carlos V casi todo el mes de octubre. Esperaba dos noticias: la primera, la retirada de Solimán el Magnífico de Austria; la segunda, la entrada de Clemente VII en Bolonia. Cuando le llegan ambas nuevas, se pone en camino para su encuentro con el Papa.
En sosiego España, confirmada la paz con Francia, asegurada Austria y las tierras del Imperio, era la hora de Italia, la hora de la concordia con el Papa y de decir al mundo entero con sus hechos cómo era el Emperador, cómo era en verdad Carlos V.
Entretanto, Bolonia se aprestaba para recibirle. Hace medio siglo, durante mi propia etapa boloñesa, como colegial del Colegio de San Clemente de los españoles de Bolonia, pude constatar en su Archivo el despliegue de la ciudad para ofrecer su mejor cara a su imperial visitante, y no solo con la limpieza de sus calles y plazas o con el adorno de sus viviendas, pues también sus vecinos habían de ponerse sus mejores galas[728].
Y llegó el día de la entrada triunfal de Carlos V, que fue el 5 de noviembre de 1529. Rompían la marcha 200 hombres de armas con sus caballos bien enjaezados y haciendo sonar sus trompetas. Era el anuncio jubiloso del magno desfile. Seguía un tren artillero de 16 cañones. A continuación la infantería, con 4.000 soldados, y en su centro su capitán, el hombre de leyenda, Antonio de Leyva, llevado en silla, pues que los achaques sufridos en tantos combates así le habían dejado. Luego, otro buen golpe de caballeros borgoñones y flamencos,
muy bien armados e sus lanzas en caxa…
Le seguía parte del séquito imperial, anunciando ya la presencia de Carlos V
en un muy grande caballo encubertado…,
bien acompañado de los magnates de todas las partes del Imperio que se habían sumado a su gloria. Cerraban el desfile la guarda imperial y 3.000 veteranos de los temibles tercios viejos[729].
En la alta plaza de San Petronio y en lo alto de las gradas de la iglesia, esperaba ya Clemente VII, rodeado del colegio cardenalicio. Ante el cual Carlos V pronunciaría su salutación —y esto es algo a destacar— en español[730].

§. La pacificación de Italia
Carlos V podía negociar con Clemente VII en Bolonia, afianzado por la situación internacional, tanto por la paz firmada con Francia como por la retirada turca, tras su fracaso en el asedio de Viena.
La paz con Francia, o paz de las Damas había sido ventajosa para el Emperador, como no podía ser menos, dadas las continuas victorias de sus armas frente a las francesas; venía a ser como un reconocimiento de lo pactado en el Tratado de Madrid, con la ventaja de que al firmarse con Francisco I en libertad podía esperarse que fuera más duradera. Y una de las señales de que todo iba más en serio sería el matrimonio del Rey francés con Leonor de Austria. Por otra parte, el rescate de los dos hijos de Francisco I, hasta entonces custodiados en Pedraza de la Sierra, de dos millones de coronas (menos las 350.000 que Carlos V debía a Enrique VIII), supuso una notable aportación económica a las arcas imperiales, siempre tan necesitadas, al tiempo que se liquidaba la fastidiosa deuda con Inglaterra. Eso sí, Carlos V renunciaba a sus derechos al ducado de Borgoña[731].
En cuanto a las negociaciones de Bolonia con el Papa, suponen un nuevo intento de Carlos V de llegar a un acuerdo con esas entrevistas en la cumbre que prodigaría en su reinado y que es una de sus características más marcadas. Ya lo había intentado con Enrique VIII y ahora lo haría con Clemente VII.
Y lo haría de un modo concienzudo, llevando consigo un papel donde tenía anotado todo lo que debía negociar con el Papa[732].
No serían fáciles. De hecho, se prolongarían hasta bien entrado el mes de marzo, con el paréntesis de la jornada dedicada a la coronación imperial. Como requisito previo, Clemente VII exigió que el ejército imperial sometiese a la rebelde Florencia, que se había alzado contra el señorío de su familia[733]. Fue una penosa contienda, que dejó mala impresión en el ejército imperial. Malo era que el Emperador diese la imagen de un conquistador que sojuzgase otros pequeños Estados, pero que lo hiciese en beneficio de un tercero tampoco era crear una buena estampa. Allí murieron, en aquellos combates, no pocos españoles, y entre ellos uno de los capitanes más nombrados, Juan de Urbina. También perdería la vida el propio general en jefe imperial, príncipe de Orange. Cierto que al menos se procuró que la gran ciudad, maravilla del Renacimiento italiano, sufriese los menores daños posibles, procurando su rendición por asedio y renunciando a la vía rápida de la conquista por asalto. Y aquí es obligada la referencia a Carlos V, consciente de lo que estaba en juego, como lo indica su carta a la Emperatriz de 29 de mayo de 1530:
… en la empresa de Florencia, que aún no es acabada, hase acordado dexar la execución de la fuerza porque es muy bien reparada y tienen mucha gente de guerra…
Por lo tanto, un asalto de dudoso resultado. Pero había algo más, y el Emperador se lo marca a la Emperatriz:
y no podría sino recibirse gran daño, aunque se entrase, ni excusarse la perdición della acabándose desta manera…[734]
Se diría que Carlos V era plenamente consciente de que hubiera sido terrible que su ejército produjera en Florencia otro saco similar al que había sufrido Roma tres años antes. Asoma en él un complejo de culpabilidad ante aquella guerra florentina, y de ahí su disculpa ante la Emperatriz, pues estaba en juego la amistad con el Papa, requisito imprescindible para conseguir la tan anhelada pacificación de Italia:
Todo lo de Italia está muy sosegado —es también Carlos V quien así escribía a la Emperatriz— y en nuestra devoción y amistad y la de nuestro muy Sancto Padre se confirma cada día más; espero que se conservará, porque por mi parte no se faltará a ninguna cosa de las que para ello convengan…[735]
También hay que añadir que antes de poner en marcha las operaciones militares sobre Florencia, Carlos V tanteó un posible acuerdo del Papa con los florentinos, o bien una compensación a favor de Alejandro de Médicis en el ducado de Milán que evitase aquella penosa guerra contra los florentinos, y a tal fin encomendó al duque de Sessa que lo negociara con Clemente VII, encontrándose con la negativa del Papa.
Y no era solo la pacificación de Italia lo que estaba en juego; también la quietud de toda la Cristiandad, pues la única forma de que franceses e ingleses respetaran a Carlos V era viéndole seguro en Italia; así razonaba el Emperador con su hermano Fernando[736].
La alianza, pues, con Clemente VII, como base de su política italiana; pero también llegar a un acuerdo con Venecia y solucionar de una vez el conflicto sobre el ducado de Milán, por cuyo dominio tanto habían forcejeado franceses e imperiales. En cuanto al acuerdo con Venecia, se logró a través de una operación diplomática de alto calado: la Liga defensiva de Italia, en la que entraban, junto con el Papa y el Emperador, la misma Venecia, Fernando (que no en vano se esperaba de él que se convirtiese pronto en rey de Romanos), las repúblicas de Génova, Siena y Lucca, el duque de Saboya y el marqués de Mantua y Monferrato, al que convertiría Carlos V en duque.
Y aún faltaba por integrarse otro Estado, en una operación diplomática que sería clave en aquellos momentos: el ducado de Milán. Había sido el objetivo principal de franceses y españoles, desde que Francisco I lo había conquistado en 1515. Diez años después, la batalla de Pavía parecería haber resuelto la cuestión favorablemente para la Monarquía Católica, pero la Liga de Cognac o clementina, que había coaligado a media Europa occidental contra Carlos V, lo puso todo otra vez en entredicho. Entre los aliados estaban Venecia y el mismo duque Francesco Sforza, cuya casa era la que había señoreado aquel Ducado antes del comienzo de las hostilidades. Ahora bien, dado que Milán era feudataria del Imperio y, sobre todo, dado que las últimas victorias habían sido otra vez favorables al Emperador, podría pensarse ya en una incorporación lisa y llana del Ducado a la Monarquía Católica; era lo que pedían los tercios viejos españoles y su principal capitán, Antonio de Leyva. Si fuésemos a creer al cronista Sepúlveda, contemporáneo de aquellos sucesos y que entonces se hallaba en Italia, Leyva había pronunciado un largo y vehemente discurso ante el Emperador, protestando enérgicamente porque los diplomáticos deshiciesen todo lo que habían conseguido los soldados con su sangre y su esfuerzo[737].
Pero Carlos V pensaba de otro modo: no era el momento de aumentar tan ostensiblemente sus dominios en Italia, sino de conseguir la paz en la Península y de ganar crédito ante aliados y adversarios. Toda la propaganda imperial había estado encaminada a presentarlo como el defensor de la Cristiandad, el César que no quería nada que no fuese suyo, el que deseaba aunar la voluntad de las potencias cristianas, grandes y chicas, para combatir al enemigo común. ¿Dónde quedaría todo eso si se beneficiaba ahora de las victorias de su tropas para desposeer a personajes como el duque de Milán? Antes al contrario, reponiéndole en su puesto daba la mayor prueba de su magnificencia y de su justicia.
De ese modo, Carlos V consiguió algo que tendría después notables consecuencias: la formación de la Liga defensiva de Italia que la liberase de nuevas invasiones, a la que ya hemos aludido; liga que se proclamaría pública y solemnemente en Bolonia el 31 de diciembre de 1529, señalando aquel objetivo primordial, que era
para la defensa y quietud de Italia[738].
Era la paz para Italia, después de tantos años de guerras. Era una buena manera de acabar el año. Carlos V lo había logrado no dejándose llevar de la presión de los acontecimientos cotidianos. Se había encaminado a Italia con aquel objetivo: pacificar Italia. Y eso cuando todavía Francisco I persistía en la guerra y cuando los turcos amenazaban Viena. Y en el momento de firmar los acuerdos con los potentados italianos, Carlos renunciaba a las ventajas conseguidas por sus armas; tan solo obligaría al duque Sforza a una alianza matrimonial y a la presencia de fuerzas españolas en algunas de sus plazas fuertes.
Pero, en conjunto, podía presentarse en verdad como el Emperador de toda la Cristiandad, como el pacificador y liberador, no como el odioso usurpador y conquistador.
Pues lo notable del caso es que Francesco Sforza siguió luchando contra el Emperador hasta que, viéndose totalmente perdido y que todas sus plazas y villas iban siendo tomadas por el ejército imperial, acudió a Bolonia para ver si, con la mediación del Papa, Carlos le perdonaba. Y así fue, como nos refiere el cronista Pedro Mexía:
El Emperador —nos dice— imitando a Julio César, de cuyo nombre se preciaba, tenía determinado de vencer perdonando; entonces lo oyó e trató con mansedumbre y le dio buena esperanza[739].
Y tanta, que en efecto a principios de octubre lo reponía en su ducado de Milán, con la sola garantía de mantener bajo su control con soldados españoles los castillos de la capital milanesa y de Como[740].
Faltaba ya tan solo la jornada de su coronación imperial a manos de Clemente VII para seguir su ruta a las tierras del Imperio.

§. La coronación imperial
Recordemos el ritual: Carlos V ya había recibido en octubre de 1520 en Aquisgrán la primera de las coronas imperiales. De eso hacía, pues, casi diez años. Ahora se trataba de recibir, de manos del Papa, las otras dos, la corona de hierro de Lombardía y la definitiva corona imperial, que le convirtiera en Emperador con la plenitud de sus derechos, incluido el importantísimo de promover en vida la designación de su sucesor, con el título de rey de Romanos.
Dos coronaciones, pues, en dos días distintos. La primera, la de la corona lombarda, realizada el 22 de febrero. La segunda, y más solemne, se haría el 24 de febrero de 1530. Dado que Carlos V llevaba ya casi cuatro meses en Bolonia, la tardanza era notoria, pero en este caso no por dificultades puestas por el Papa, sino por deseo personal del Emperador de hacerla coincidir con el día de su cumpleaños.
Y también eso es algo a tener en cuenta para ir fijando su personalidad.
Asistamos a esa coronación, considerando que estamos ante uno de los momentos estelares de la vida del Emperador. Asistamos como lo hicieron en su día los boloñeses y, entre ellos, un grupo muy particular de españoles: los colegiales del Colegio de San Clemente de los españoles, entre cuyos muros todavía parece oírse el eco de la visita realizada por Carlos V.
El Papa había ordenado el alojamiento de Carlos V cerca del suyo, en el palacio del Podestà, que se alza soberbio en un costado de la iglesia de San Petronio y en la plaza del mismo nombre, incluso con una comunicación directa entre los dos alojamientos, de forma que se pudieran entrevistar reservadamente cuantas veces quisieran. Un puente de madera, galanamente adornado con flores y tapices, unía el palacio con la iglesia.
Nada más apuntar el día, fueron acudiendo a la plaza los soldados españoles de los tercios viejos y los landsquenetes alemanes para montar la guardia en la plaza. Para entonces, toda Bolonia se hallaba engalanada con leyendas en que se cantaban las gestas imperiales.
El primero en salir fue el cortejo pontificio; se vio entonces a Clemente VII, rodeado del Colegio Cardenalicio y de numerosos Obispos. A continuación lo hizo el cortejo imperial, yendo Carlos V entre dos Cardenales y seguido de lo más granado de la nobleza española y flamenca.
Fue un momento de suma expectación, y tanta que el gentío, que ya llenaba la plaza, se agolpó sobre el puente, estando a punto de provocar una tragedia, pues el puente acabó cediendo, a poco de pasar el César, con la consiguiente confusión. Afortunadamente no hubo muertos, lo que se tomó como una buena señal de la fortuna que acompañaba al César en todas sus acciones.
¿Cómo revivir aquellos sucesos? ¿Cómo imaginar lo que aquello suponía para el pueblo de Bolonia, y en particular para los colegiales del Colegio de San Clemente de los españoles vinculado al viejo Estudio boloñés? Es una vivencia muy particular, que aún se siente, como si el colegial de nuestro siglo fuera un eslabón más de una secular experiencia. Salir del almenado Colegio de España, que es a modo de ciudadela dentro de la ciudad, ir por las calles de Bolonia en un día de finales de febrero —aunque sea cuatro siglos después—, desembocar en la plaza de San Petronio, ascender por sus gradas, contemplar, ante la puerta de la iglesia los hermosos bajorrelieves de Jacopo della Quercia, que tanto admiraron al mismo Miguel Ángel, y leer a su entrada la lápida que recuerda el paso de Carlos V, es como incorporarse de pronto a la gran Historia, como si de repente todos aquellos sucesos volvieran a desfilar ante nosotros.
La lápida reza así:
Ad dì 24 febraio 1530, Carlo V, devanti a questa capella, indosava il manto imperiale, prima di recarsi, accompagnato da Cardinali e’ sequito da Principi e da grande stuolo di dignatari di varie nazione, all altare maggiore per recivere la corona dalle mani di Papa Clemente VII.
Previamente, antes de entrar incluso en San Petronio, Carlos V hizo su promesa, con juramento solemne, de constituirse en defensor y amparo de la fe católica y de la Iglesia de Roma. Y no era un mero acto ritual. Para el Emperador era asumir desde aquel momento un sagrado deber, que le llevaría a combatir, a lo largo de su reinado, tanto contra turcos como contra luteranos, si bien no rehuyera, llegado el caso, el llegar a unas treguas con el primero o a negociar un compromiso religioso con los segundos.
Ungido con el óleo consagrado por el cardenal Farnesio, Carlos fue recibiendo después, de manos del Papa, los símbolos de su poder: la espada, el globo, el cetro y, finalmente, la corona imperial. Una consagración que fue seguida desde el exterior por el pueblo, mientras sonaban trompetas y hacían su salva los cañones.
Y el pueblo gritaba, en honor del Emperador:
¡Imperio, Imperio!
Y los españoles replicaban:
¡España, España![741]
Acabada la ceremonia religiosa, tuvo lugar la espectacular cabalgata, que Hoghenberg nos ha transmitido en sus soberbios grabados[742], en los que vemos desfilar a los Príncipes de la Iglesia y de la milicia, a los altos dignatarios de las dos Cortes, la pontificia y la imperial, a lo más granado de la nobleza, tanto de la romana como de todos los pueblos que gobernaba Carlos V, a los fieros soldados de los tercios viejos —y, entre ellos, a su héroe Antonio de Leyva—, a los landsquenetes alemanes, y en medio de todos, a las dos cabezas de la Cristiandad, al papa Clemente VII y al emperador Carlos V, pregonando así a todos los vientos que los antiguos adversarios eran ya amigos y aliados y que la paz volvería otra vez a la Cristiandad.
Y todo ello entre trompetas y tambores.
Era el gran día del Emperador, el de su triunfo.
De todo ello Carlos V daría cuenta a la Emperatriz, a la nobleza y a las ciudades de sus reinos de España[743].
Era como preparar su nueva etapa. Sosegada Italia, creada la Liga defensiva italiana, y realizada aquella anhelada coronación por manos del Papa, resultaba obligado para Carlos V encaminarse al Imperio, para asegurar su defensa frente al Turco, y para negociar con los heresiarcas luteranos, el restablecimiento de la unidad de la Iglesia. Nada, pues, de regresar a España. No, todavía. Ahora le tocaba la vez al Imperio.
Pues aún faltaba trazar el cuarto arco, para que el gobierno de sus cuatro grandes dominios —el flamenco, el español, el italiano y el alemán— se cerrara armoniosamente en un círculo del que él, Carlos V, suponía el centro.

§. El eco en España
¿Cómo se vivía en España toda aquella grandeza imperial? Ya conocemos la opinión de los consejeros que acompañaban a Carlos V y de los soldados que integraban los fieros tercios viejos, y hasta nos hemos podido imaginar lo que sentían aquel puñado de colegiales del Colegio de San Clemente de los españoles. Pero, ¿cómo tomaban aquellas jornadas los que seguían en España, los pecheros castellanos que pagaban los servicios, los levantinos o andaluces, siempre acostándose con la amenaza de una visita por sorpresa de las fustas argelinas, que les llevaban la desolación, cuando no les traía el terrible cautiverio para los que no habían huido a tiempo? Algo de ello encontramos en las cartas que Isabel, la Emperatriz, mandaba entonces a Carlos V, desde Madrid, donde la vemos residir durante aquellos meses.
La realidad para esa España era doble: un gran gasto, por una parte, pues el Emperador no cesaba de pedir dinero y más dinero; y un tremendo peligro por la otra, dado el poderío de Barbarroja en el mar.
Un gran gasto, lo primero.
El 16 de enero de 1530 Carlos V mandaba una detallada relación a la Emperatriz de los asientos que se habían de cumplir de inmediato («agora») con los banqueros, en especial con los Grimaldi, así como los pagos que habían de hacerse para las galeras de Andrea Doria, con un monto total de 400.000 ducados[744]. Para conseguirlo se acudiría, en principio, al clero castellano. Sus representantes fueron convocados por la Emperatriz. Se les pidieron 700.000 florines; solo ofrecieron 300.000. Después de fuertes presiones acordaron dar 420.000 y ni uno más,
con determinación de dexarse antes executar con todo rigor que dar más cantidad, porque dicen que hacen mayor servicio y más señalado que nunca se hizo ni pensaron hacer…[745]
Pero como todo era poco, cuando en la primavera de 1530 hubo que enviar 50.000 ducados pedidos por el Emperador y añadir otros 15.000 para la paga de las galeras de Andrea Doria, solo se pudo acudir a los préstamos, y en la misma Corte:
… los quales se buscaron con tan gran trabajo como V. M. podrá saber, porque fue nescesario pedir mucha parte dellos prestados a vuestros criados y servidores que aquí están[746]
Menos mal que al fin Francisco I pagó el rescate de los Príncipes franceses, retenidos hasta entonces en Pedraza de la Sierra, que aunque en cantidad algo menor de la esperada, supuso una sustanciosa ayuda: 1.200.000 escudos, que se recibieron el 1 de julio, en la misma fecha en que con los Príncipes franceses entraba en Francia, como su reina cristianísima, doña Leonor de Austria, la hermana mayor del César[747].
En cuanto al peligro de los corsarios, era la nota de cada día, en especial desde el desastre de la pequeña armada que llevaba Portuondo. Pues la brillante cabalgada de Carlos V por Italia estaba en notorio contraste con su debilidad en el mar, como lo puso de manifiesto Barbarroja, al mandar a uno de sus lugartenientes —al que los documentos españoles denominan Cachidiablo, y el apelativo ya es bien significativo— que hiciera una razzia por la costa del Levante español. Cachidiablo no se limitó a la zona costera, sino que se atrevió a penetrar en el interior, asaltando y saqueando villas como Murla y Parcent, a unas tres leguas de la costa. En su audaz incursión, Cachidiablo se vio asistido por la población morisca, que poblaba en su mayoría aquel territorio. No pocos de ellos embarcaron en sus naves, prefiriendo vivir libres en Argel; pero Cachidiablo no solo llevó consigo aquellos correligionarios, sino también no pocos cautivos. Contento con aquel botín, recaló en Formentera, cuando regresaba de Italia Portuondo con ocho de las galeras que habían pasado a Carlos V y a su cortejo a Italia. Portuondo, al saber que Cachidiablo se hallaba en Formentera, decidió combatirle.
Todo eso lo contaba la Emperatriz a Carlos V:
… e yendo su viaje, las cinco galeras encallaron y él —Portuondo— con las tres, sin aguardar a que le siguiesen las otras, fue su vía adelante y peleó con los enemigos…
Pero Dios, como se lamentaría la Emperatriz, no estaría de su lado:
Plugo a Nuestro Señor de dalles a ellos la victoria, y muerto Portuondo y perdidas las tres galeras, juntáronlas [los argelinos] con la otra armada y dieron sobre las otras cinco y tomaron las cuatro, de manera que solo una, y esa desbaratada, se salvó…[748]
La alarma que aquel revés produjo fue tan grande que se extendió por todo el reino de Valencia, e incluso alcanzó a Castilla:
Ya puede V. M. juzgar la pena y congoxa en que debo quedar…
Así escribía Isabel a Carlos V. La única solución, y por la que suplicaba todo el Reino, era destruir Argel:
… echar de allí a Barbarroja, que sería el verdadero remedio…[749]
¿Comprendió Carlos V las angustias de España? Sin duda, pues decidió que aquel verano se acometiese la empresa de Argel. Pero algo lo vino a impedir: la obstinada resistencia de Florencia, donde no entraría el ejército imperial hasta septiembre, con lo que tuvo que aplazarse el ataque a Barbarroja.
No sin sentimiento de España, de lo que se haría eco Isabel: el abandono de la empresa había sido por no tomar las medidas adecuadas a su tiempo. Así, pues, que se viese la forma de ser más eficaces en el futuro. Y aun marcando una fecha precisa, en 1531:
Porque esto sería cosa necesaria que V. M. diese orden cómo para el año venidero se haga la dicha armada, y que desde luego[750]  se entendiese en ello, porque no acaesca lo que este año, que por no estar aparejado un tiempo se dexe de efectuar cosa tan necesaria y provechosa como fuera tomar Argel…[751]
Por lo tanto, a seguir la petición de la Emperatriz, Carlos V habría acometido la empresa de Argel en 1531. No fue así, como es tan notorio. Antes al contrario, otros graves asuntos fueron llamando la atención del César. Y pasaría el tiempo y moriría la Emperatriz, sin que lo de Argel se realizase. Hasta que en 1541, diez años más tarde por tanto, Carlos V al fin haría un hueco para cumplir la promesa hecha.
Demasiado tarde.
Por otra parte, lo que Carlos V tiene ante sí en 1530, una vez cumplidas sus jornadas de Bolonia, coronación imperial incluida, era la ida al Imperio, su paso a las tierras alemanas tan amenazadas por el peligro turco y por la escisión interna generada por la Reforma luterana.
De ese modo, España será la sacrificada, en beneficio del resto de Europa.

Capítulo 2
El regreso al Imperio

Decidido a encarar el problema luterano en Alemania, Carlos V salió de Bolonia el 21 de marzo. Tardaría dos meses y medio largos en llegar a Augsburgo, donde había convocado a la Dieta imperial. Su viaje fue, pues, de etapas no muy largas, con paradas en las ciudades más importantes: en Mantua, donde permanecería 23 días, entre el 26 de marzo y el 18 de abril; en Trento, donde reposaría cuatro días; en Innsbruck en donde, como ciudad de su dinastía, estaría todo un mes; en Múnich, en fin, donde descansaría otros cuatro días, alojado y festejando por el duque de Baviera.
Para Carlos V sería la primera vez que franquearía los Alpes centrales, cruzándolos por Bolzano. Particularmente emotiva fue su estancia en Innsbruck, la hermosísima ciudad metida en el corazón de los Alpes y que tanta impresión provoca en los viajeros.
Sin duda también en Carlos V, como su paso por el puerto de Brenner; una belleza que no atenuaba la fatiga de la jornada, como reconocería el propio Emperador a su esposa, a su llegada a Innsbruck:
… el camino ha sido recio y trabajoso…[752]
Y tanto, que el gran canciller Mercurino de Gattinara no lo soportaría, falleciendo el mismo día de la llegada de Carlos V a Innsbruck, el 4 de mayo[753].
En Innsbruck aguardaba a Carlos V su hermano Fernando. Eso explica la larga estancia imperial en la ciudad alpina, pues se trataba de llegar a un acuerdo en cuanto a la política a seguir en el tema religioso que se había de debatir en Augsburgo. Fue también, como se puede comprender, un grato reencuentro entre los dos hermanos, después de tantos años sin verse:
El martes salió al camino el Serenísimo Rey, mi hermano, con quien holgué mucho…
Tal comentaría Carlos V a la Emperatriz[754].
Innsbruck sería un lugar de encuentro, además, con otros príncipes alemanes, que acudieron a rendir homenaje al Emperador; entre ellos, el duque de Baviera. Acompañaban por otra parte a Carlos V el cardenal Campeggio, que iba como legado del Papa, y el cardenal de Trento. Se trataba de llevar bien trazado el plan operativo a desarrollar ante la Dieta imperial de Augsburgo[755].
Pero una cosa le faltaba a Carlos V: llevar la promesa del Concilio, que había de convocar el Papa para el remedio de la Iglesia, pues estaba claro que la protesta luterana no era solo por cuestiones relativas a la fe. Y ese Concilio Clemente VII no lo convocaría, temeroso de que surgiera de su seno una censura contra la Corte pontificia y contra el espíritu monárquico que la presidía.
Fue importante la reunión familiar de Innsbruck, juntándose allí también con los dos hermanos María, la reina viuda de Hungría. Se formalizó un acuerdo de cooperación que resultaría sumamente eficaz en los siguientes años, hasta que la crisis por la sucesión al Imperio de 1551 la pusiera en entredicho. Pero que para el caso de María, se mantendría hasta el final de los días del Emperador. En Innsbruck consiguió Carlos V asegurar la colaboración de su hermana. Se trataba de «colocar» a quien, desde el desastre de Mohacs, había perdido al tiempo marido y reino. María se convertiría, a partir de entonces, en una valiosísima pieza de recambio, de la que pronto podría echar mano Carlos V cuando en el otoño de aquel mismo año se produjo la muerte de su tía Margarita de Austria, que dejaba así una vacante de primer orden: el gobierno nada menos que de los Países Bajos. Eso sí, siempre que María abandonase sus simpatías hacia la Reforma, como hemos de ver.
Peor sustitución tenía, en cambio, la vacante del puesto de Canciller, producida a la muerte de Gattinara, altísimo cargo que pretendería Alonso de Fonseca, como arzobispo de Toledo, alegando que era algo vinculado desde los tiempos medievales por la Corona de Castilla al arzobispado toledano[756]; petición rechazada por Carlos V, aparte de que tal tradición no era vinculante al Imperio, porque a partir de ese momento preferiría ser su propio Canciller, aunque de hecho ordenara a Nicolás Perrenot de Granvela que se hiciera cargo de los papeles de la Cancillería[757].
Muertes y nacimientos, renovándolo todo. Y entre los nacimientos, uno muy esperado: Fernando, el segundo hijo varón de Carlos V, que había nacido el 22 de noviembre, estando ya Carlos V en Bolonia. Al punto, Margarita de Austria acoge la nueva con gran alegría. ¿Por participar, sin más, del alborozo familiar? No, porque era, según sus propias declaraciones, el Infante que Carlos V le había prometido, el que había de educarse en la corte de Bruselas, como futuro gobernante de los Países Bajos. ¡Y que Isabel la Emperatriz accediera a ello! Pues ya presionaría Margarita a su imperial sobrino, para que volviese pronto al hogar familiar y para que fuese diligente en hacerle nuevos hijos a la Emperatriz.
Es una carta deliciosa, y al propio tiempo muy ilustrativa respecto al planteamiento del futuro del Imperio, en especial a la necesidad de que el día de mañana los Países Bajos tuvieran su propio señor natural criado y educado en su seno.
La carta de Margarita de Austria a la Emperatriz, fechada a 15 de diciembre de 1530, reza así:
Señora, humildemente me encomiendo en vuestra buena gracia.
Señora, yo he sabido cómo ha plazido a Dios os dar un lindo hijo a los XXII de noviembre, y que vos y vuestro fruto estáis en buena dispusición, de lo cual yo doy muchas gracias a Nuestro Señor que ha fecho esta gracia al Emperador y a vos, de que ciertamente todos le somos obligados. Y por mi parte no me pudieran venir nuevas que tanto deseara…
¿Por qué se mostraba Margarita tan alborozada? Lo dirá al punto:
Porque, según lo que prometió S. M., yo tengo esperanza que este será mi hijo y caña para mi vejez, que me vendrá a consolar de la pena que yo tengo cada día. Así os ruego, Señora, que no me queráis contradecir. Y yo solicitaré tanto más a S. M. quando le viere, que os vaya a ver para que comience otro, que gracias a Dios él no ha menester otra cosa sino hijos, para poseer los grandes Reinos y tierras que Dios le ha dado[758].
El 6 de junio salía Carlos V de Innsbruck, después de prolongar su estancia en ella un mes por varias razones, y «no la menor, por falta de dinero»[759]. En su ruta hacia Augsburgo pasó por el ducado de Baviera, donde fue «muy servido y festejado» por los Duques «que son ciertos debdos y servidores míos»[760].
El 15 de junio entraba Carlos V en Augsburgo. Daría comienzo una larga estancia en la que Carlos V intentaría una negociación con la facción luterana, que cada vez estaba tomando más cuerpo. Después de dejar tan bien asentadas las cosas de España e Italia, Carlos V confiaba en lograr lo mismo en Alemania, lo que le permitiría afrontar la amenaza turca con mayor firmeza.
Una esperanza engañosa. Pronto comprendió que no pisaba el mismo terreno. En tierras de la Monarquía Católica podría hablar como un monarca con plenos poderes, con expresiones tan de marcado sabor absolutista como las que hemos comentado, cuando proclamaba a su mujer, la Emperatriz, como gobernadora de Castilla y su lugarteniente general,
de nuestra cierta ciencia e propio motu e poderío real absoluto…
En Alemania era el Emperador, cierto, pero un emperador elegido por los Príncipes Electores y tras jurar unas estrechas capitulaciones que condicionaban su mando.
Era el regreso al Imperio, después de aquellas jornadas de Worms, en 1521, cuando había tenido el primer enfrentamiento del Imperio. Sin duda, la situación para Carlos V era más favorable en 1530, manteniendo los Países Bajos en su obediencia, sosegadas Castilla, Valencia y Mallorca, con una Italia que había reconocido su predominio y a la que había sabido aunar en una Liga defensiva y tras llegar a la Paz de las Damas con Francia, una paz que por el momento parecía estable. Ya el hecho de que los antiguos protagonistas de la Liga de Cognac, tanto Clemente VII como Francisco I, hubieran dejado las armas, le daba a Carlos V una mayor firmeza, como hasta entonces no había tenido.
Era una estrella ascendente a la que todos miraban, no pocos pidiendo su protección. De entre ellos, Cristián II de Dinamarca, su antiguo cuñado, que buscaba los medios de recuperar su reino. El propio Enrique VIII, obsesionado por verse divorciado de Catalina de Aragón, tanteó la ayuda imperial, para conseguir el dictamen favorable de Clemente VII; en lo cual se engañaba, pues antes al contrario, Carlos V redoblaría sus esfuerzos en favor de su tía Catalina,
… porque esta cabsa tenemos por propia nuestra, y demás del debdo que hay entre Nos y la Reyna, toca a toda la religión cristiana…[761]
Y tanto sería así que, sabedor Carlos V que Enrique VIII buscaba el apoyo de Universidades que dieran el voto a su favor, procurará que las españolas de las dos coronas de Castilla y Aragón lo diesen en apoyo de Catalina; así se lo encarga a la Emperatriz, teniendo pronto el del viejo Estudio salmantino, con intervención del mismo fray Francisco de Vitoria que dedicaría su cuarta relección a ese tema[762].

§. La Dieta de Augsburgo de 1530
Por lo tanto, vemos a Carlos V entrar en Alemania bajos buenos auspicios. Tiene como meta primera resolver la cuestión luterana, confiando en que ya que se había iniciado bajo su reinado, también pudiera decirse que con él se había solucionado. Había tres opciones: un arreglo pacífico, a través de negociaciones; la convocatoria del Concilio General, y que en dicho Concilio se resolviese, y en tercer lugar, el empleo de la fuerza contra los recalcitrantes. La segunda alternativa, la del Concilio, no estaba en su mano, y la tercera, la de la fuerza, era sin duda problemática, dado el gran poderío militar del pueblo alemán. Así que restaba la vía de la negociación, y Carlos V se aplicará a ella con todas sus fuerzas.
Así lo daría a entender en la Convocatoria de la Dieta imperial del 31 de enero de 1530.
Era una llamada a la concordia, a superar las anteriores discrepancias, a oírse los unos a los otros para vivir en armonía dentro de la misma Iglesia:
… alle Meinungen zu einer einigen christlichen Wahrheit zu vergleichen.[763]
Compartir una única verdad cristiana: he ahí el sueño del Emperador. Y no fueron pocos los que, de un lado y del otro, se dejaron llevar por esa ilusión, entrando sinceramente en el terreno de las negociaciones.
Era como si los ideales conciliadores de Erasmo sobrevivieran, por encima de los radicalismos.
Pero no todos se mostraban inclinados a la negociación. La propia ciudad de Augsburgo trató de impresionar al Emperador con la aparatosa acogida que le hizo el día de su entrada en la ciudad, el 15 de junio de 1530. A tal fin, montó un desfile marcial, con intervención de las tres armas: infantería, caballería y artillería. Todo un pequeño ejército con cerca de 12.000 soldados, lo que llevaría al comentario del cronista Sandoval:
Parece que hicieron tanta demostración de gente de guerra con cautela y malicia, porque, como muchos de ellos eran luteranos, recelábanse del católico Emperador, cuya cristiandad era ya muy sabida…[764]
De todas formas, las primeras impresiones del Emperador no fueron malas. No trató de engañar a nadie, respecto a sus sentimientos; antes al contrario, celebrándose a poco de su llegada la fiesta del Corpus Christi, Carlos V participó:
… anduve en ella como lo acostumbro hacer…
A su ejemplo, muchos Príncipes alemanes le acompañaron:
… porque muy más son los que están como deben en la fe que los otros…[765]
En la convocatoria de la Dieta imperial se planteaban tres grandes cuestiones: la religiosa, la amenaza turca y la reorganización del gobierno de Alemania. De ella, la religiosa era la prioritaria, porque se tenía conciencia de que se estaba fraguando una peligrosa escisión que podía derivar en una guerra civil. No se olvide que, al calor de la rebelión espiritual promovida por figuras de la talla de Lutero y de Zwinglio, se fueron produciendo una serie de conmociones sociorreligiosas que sacudieron gran parte de la nación alemana. Así, los desórdenes de Wittemberg, al principio de los años veinte; después, la guerra de los caballeros, con Franz von Sickingen luchando abiertamente contra el arzobispo de Tréveris, y por último, la gravísima guerra de los campesinos (1524-1525), que puso al descubierto cómo el movimiento liberador de la Reforma podía sacar de su letargo a la masa campesina tan explotada. Por lo tanto, parecía de interés general para los grupos dirigentes de aquella sociedad (y particularmente para los príncipes territoriales, el alto clero y el patriciado urbano) llegar a un acuerdo para mantener el orden social sobre el fundamento de la disciplina religiosa.
Un clima propicio, pues, para las negociaciones que permitieran llegar a un acuerdo entre los teólogos de los dos grandes sectores: los católicos y los luteranos. Sobresalía entre los primeros Juan Eck y entre los segundos, como representante más cualificado de Lutero —el cual tenía prohibido el acceso a la Dieta imperial, por la sentencia en su contra de la anterior Dieta de Worms— la figura de Melanchton.
Fue Melanchton el autor de la propuesta religiosa presentada a la Dieta por los principales príncipes adictos a la Reforma el 25 de junio de 1530, entre los que estaban Juan, príncipe elector de Sajonia, Jorge de Brandemburgo y Felipe de Hesse, así como algunas ciudades ya vinculadas al movimiento luterano, como Nüremberg. Sería «la Confesión de Augsburgo», que podemos considerar como el mayor intento de sincera aproximación de los reformados a la antigua fe[766]. Poniendo en el primer plano las cuestiones más fáciles de armonizar, como la comunión de los fieles bajo las dos especies, hizo posible los primeros intentos de conciliación.
Había, pues, una esperanza, y Carlos V la reflejaría en su correspondencia con la Emperatriz:
Espero en Nuestro Señor —le escribía el 8 de julio— que en todo se hará lo que cumpla a su servicio y bien de la Cristiandad…
Y además, en poco tiempo, lo cual era importante, para así poder atender los otros negocios de sus Estados.
En poco tiempo:
… darse ha en ello toda la priesa que ser pueda, para que con mayor brevedad pueda salir de aquí [767] .
Tan buenas noticias serían bien recibidas por Isabel. Eso quería decir que el Emperador, desembarazado ya de los graves problemas que le habían sacado de España, no tardaría en regresar. Todo parecía seguir conforme a los planes esbozados por Carlos V en Innsbruck, con gran satisfacción entonces de la Emperatriz:
He holgado en gran manera de saber la salud de V. M. —escribía Isabel desde Madrid— y el estado en que están los negocios, así de Alemania como de Italia…
Y añadía, esperanzada:
Plega a Nuestro Señor que tengan el fin que todos queríamos para que con más brevedad V. M. pudiese volver a estos Reinos, con la salud y prosperidad que yo deseo…[768]
Pero las cosas no serían tan fáciles. Para tomar postura frente a la Confesión presentada por los Príncipes luteranos, Carlos V reunió a su Consejo de Estado. Dadas las divergencias entre las dos facciones, se presentaban tres salidas: que ambas partes aceptaran el arbitraje imperial, que se esperara hasta que un Concilio diese las respuestas debidas, o bien, y en último término, aplicar la fuerza contra los disidentes. La primera fórmula pedía mantener vivas las negociaciones, y a tal fin Carlos V ordenó la formación de una Comisión integrada por cuatro Príncipes con sus consejeros respectivos, amén de seis teólogos, tres católicos y tres luteranos.
Pronto las dificultades fueron creciendo. En el fondo, frente a los intentos conciliadores tan claros en Melanchton, estaba la postura más radical, lo mismo de Lutero que de Roma. A mediados de julio Carlos V consideró que se imponía acudir a la segunda vía: al Concilio. De ello dejaría constancia en uno de los documentos más importantes de ese período, que además nos refleja, una vez más, toda su personalidad. Se trata de una carta autógrafa de Carlos V a Clemente VII, enviada desde Augsburgo el 14 de julio.
Carlos V hace un análisis de la situación religiosa, cuando la Dieta entraba en su segundo mes: los Príncipes alemanes fieles a la antigua fe no eran pocos, pero flojos en imponer su credo:
… yo hallé y conocí en los Electores y Príncipes y pueblos del Imperio que se muestran buenos en nuestra fe, mucha voluntad para servirme y muy grande floxedad y tibieza para el remedio de las herejías…
Precisamente, todo lo contrario de lo que ocurría en la facción contraria:
… y en los Electores y Príncipes y villas que están de otra opinión, tanta voluntad y obstinación para llevar adelante su mal propósito…
Resultado, que de ninguna manera aceptarían el arbitraje imperial:
… según lo que de su intención se ha podido sentir y alcanzar, no vernán en ninguna manera en aprobarme por juez en este negocio…[769]
Y aunque de derecho lo fuera y lo podría hacer, estaba la dificultad de la prueba clara de los yerros deslizados en la fe[770].
En resumen, se imponía el Concilio:
… a todos les parece que es el verdadero remedio…
De sobra sabía Carlos V, por haberlo negociado con el Papa durante las largas jornadas de Bolonia, que Clemente VII era reacio a tomar aquella medida; de ahí que terminara su carta con una larga exhortación de fidelidad:
… enteramente se puede confiar en mí que le obedeceré y serviré como obediente hijo…
Pero no basta con ser fiel a Roma. Carlos V sabe perfectamente cuáles son los recelos del Papa, lo que puede suponer la convocatoria del Concilio para su preeminencia en la Iglesia. ¿Quién está por encima, el Pontífice o la santa asamblea de los padre conciliares? Así que tratará de tranquilizarle:
… y miraré y procuraré su autoridad y de la Santa Sede…
Era algo, por otra parte, que ya le había asegurado, y de esa forma se lo recuerda. ¿Cuándo y dónde? Evidentemente en las pasadas jornadas de Bolonia:
… como ge lo tengo prometido de palabra y agora gelo torno a certificar…[771]
Pero Clemente VII no se dejó impresionar por las vehementes razones del Emperador. No tardó en contestarle, antes bien, lo hizo prácticamente a vuelta de correo, pues su respuesta es del 31 de julio de 1530, pero no se compromete a convocar el Concilio tan deseado por Carlos V. Al contrario, solo se expresará con evasivas.
Por aquellas fechas el pintor Amberger nos dará un retrato de Carlos V, en que se nos aparece grave y concentrado, como consciente de la oportunidad que se le estaba escapando de conseguir la recuperación de la unidad de la Universitas Christiana, de que cada vez se hacía más y más difícil aquel anhelo con que se había iniciado la Dieta de Augsburgo, el conseguir que prevaleciera, para todos, la única verdad cristiana:
Einer einigen christiliche Wahrheit zu vergleichen[772]
Y pasaría todo el mes de agosto sin lograr ningún avance en el terreno religioso. Para entonces, ya Carlos V sabía que el Papa no se avendría a la convocatoria del Concilio. Ante aquella doble presión, el Emperador tendría una reacción muy personal y que repetiría más de una vez a lo largo de su reinado en situaciones similares: dirigióse de forma directa a los Príncipes católicos alemanes, en un texto escrito por él mismo en francés y traducido después al alemán con la ayuda del conde Palatino y de su hermano: los Príncipes protestantes se negaban a ceder, aduciendo razones de conciencia. Pues bien, esas mismas podía presentar él, dada su responsabilidad como Emperador. Y a continuación daría el mismo testimonio de su fe que había dado nueve años antes en la Dieta de Worms: que para cumplir con sus deberes imperiales en defensa de la antigua fe, estaba dispuesto a empeñar su vida y todo lo que poseía[773].
En ese estado de ánimo es cuando Carlos V envía a Roma a un mensajero especial: don Pedro de la Cueva. En sus instrucciones, aquel emisario debía señalar al Papa que Carlos V, habiendo ya desesperado de llegar a un acuerdo negociado con los luteranos en materia de la fe, estaba dispuesto al empleo de la fuerza, si se veía asistido por los demás Príncipes católicos y en particular, naturalmente, por el propio Papa.
En sus instrucciones a Pedro de la Cueva Carlos V muestra su desencanto por la actitud de los Príncipes luteranos:
… cómo después de haber trabajado tanto tiempo en la negociación para atraerlos por medio a que se desistiesen y apartasen de sus errores, han faltado todas las esperanzas que dello había y se ha rompido…[774]
Evidentemente, de cara ya al invierno nada se podía hacer por la vía del rigor, pero en adelante sería preciso la convocatoria del Concilio, por una parte, y hacerse con buena copia de dineros, por la otra, para las necesarias fuerzas armadas con que aplicar la represión y castigar a los disidentes; copia de dineros que podían obtenerse vendiendo bienes de la Iglesia,
... pues es para convertirlo y distribuirlo en defensión y acrecentamiento y sostenimiento tan necesario de la fe…[775]
Es cierto que el Papa podría poner el reparo de que en la siguiente campaña se esperaba una temible ofensiva turca contra la Cristiandad; pero Carlos V saldría al paso de ese inconveniente señalando que, antes bien, así podría encontrar la Cristiandad el medio más adecuado para enfrentarse a esa amenaza:
… para el mismo efecto sería el Concilio muy necesario…[776]
Ni tampoco pondría objeciones el Emperador respecto al sitio del Concilio; aquel que escogiera el Papa, ese sería bueno para él; si bien sus consejeros le señalaban Mantua o Milán los mejores, por su cercanía a la Germania, para que los Príncipes alemanes mejor lo aceptasen. Y en cuanto a él mismo, allí estaría, pese a que tanta necesidad tenía de volver a España:
… que aunque por las causas que yo tengo, para el bien de mis Reinos y a todos mis particulares negocios me sería necesaria la breve tornada en ellos, todavía, posponiendo mis cosas de mis Reinos por el bien universal de la Christiandad, estaré presto y aparejado a emplear con mi persona y bienes a todo lo que convenga al buen efecto desta causa[777].
No eran vanas palabras. Era el ánimo decidido de Carlos V por remediar, de una vez por todas, la cuestión religiosa alemana. Pero para cumplir su deseo era preciso el apoyo del Papa, a fin de que el Concilio abierto diese el debido apoyo moral al Emperador.
Ahora bien, Clemente VII jamás convocaría el Concilio. Como diría entonces el anciano cardenal García de Loaysa, entonces en Roma:
… lo que yo alcanzo de la mente del Sumo Pontífice es que le aborresce el Concilio, que ni oír no le querría…
Rotas las negociaciones con los disidentes luteranos, en que tanto confiaba Carlos V, desvanecida de momento la vía del Concilio como algo que solo estaba en manos del Papa su convocatoria, ¿qué restaba a Carlos V? ¿Emplear unilateralmente la fuerza contra los herejes? ¿O bien limitarse a su papel político de Emperador, desligado de deberes religiosos, dado que el Papa le negaba su apoyo?
Interesante disyuntiva. Y la segunda cuestión le sería propuesta a Carlos V nada menos que por un cardenal de la Iglesia, fray García de Loaysa.
Se trata de uno de los documentos más importantes de todo este período.

§. La muerte del Infante don Fernando
No había sido bueno, por tanto, el saldo de las negociaciones de Augsburgo, teniendo que limitarse Carlos V a conseguir algunos avances en los otros terrenos del gobierno de Alemania y de la común defensa del Imperio frente al Turco.
Tampoco, a nivel familiar, habían resultado mucho mejor las cosas. En plena Dieta le alcanza al Emperador una mala nueva: su segundo hijo varón, Fernando, había muerto. El Infante había nacido el 22 de noviembre de 1529, estando Carlos V en Bolonia, donde le llegó la noticia. Su muerte ocurrió el 13 de julio, de forma que aquella criatura, en quien tantas esperanzas tenía puestas Margarita de Austria, apenas si vivió siete meses. El parto había sido bueno y los informes de los médicos esperanzadores:

Nació un infante grande y gordo y hermoso, con una voz tan formada y unos ojos tan abiertos como si fuese de tres meses nacido. Dios sea loado…[778]
Que una criatura recién nacida tuviera «la voz tan formada», y que se expresen así médicos tan sesudos como los de la Corte imperial (uno de ellos nada menos que el famoso doctor Villalobos), no hace sino confirmarnos en la idea de que el halago al poderoso es fruta de todos los tiempos.
En todo caso una criatura que tanto prometía sería víctima de la tremenda mortandad infantil de la época. Esa realidad con la que había que contar, porque ningún hogar estaba a salvo de ella, y el hecho de no haberlo conocido, explican la serenidad con que Carlos V tomó la mala nueva:
El fallescimiento del Infante, nuestro hijo, habemos sentido, como era razón…
De esa forma protocolaria se hace eco de ello. En sus Memorias deja tan solo un sucinto recuerdo[779]. Ahora bien, no mayor sería la referencia a la muerte del Príncipe de Dinamarca, que se criaba con él, y que sabemos que le afectó profundamente[780]. En todo caso, la alarma por la noticia sería grande, puesto que los otros dos hijos eran de tan corta edad que el príncipe Felipe solo tenía tres años y dos la infanta María. Así que Carlos V busca el consuelo y el conformarse con la voluntad divina, confiando en que no habría más muertes en aquella pequeña tropa infantil. Y así añade:
El fallescimiento del Infante, nuestro hijo, habemos sentido, como era razón, pero pues Nuestro Señor que nos lo dio, lo quiso para sí, debemos conformarnos con su voluntad y darle gracias y suplicarle que guarde lo que queda…
Claro, que para una madre poco valen esos argumentos, de forma que Carlos V aludirá al dolor de la Emperatriz, exhortándole en todo caso a que reprimiese sus sentimientos. ¿Estamos ante la exigencia de la suprema potestad? Los que representan al Estado, ¿no pueden mostrarse humanos, como si eso fuera un signo de debilidad que minara su prestigio? Tal parece deducirse del consejo de Carlos V:
Y así os ruego a vos, Señora, muy afectuosamente, que lo hagáis y olvidéis y quitéis de vos todo dolor y pena, consolándoos con la prudencia y ánimo que a tal persona conviene…[781]
§. Los consejos de Loaysa
Fracasadas las negociaciones religiosas con los protestantes en la Dieta de Augsburgo, desvanecidas las esperanzas de que Clemente VII convocase el Concilio, imposibilitado Carlos V de emplear la fuerza para reducir a los herejes luteranos, ¿qué otra salida había? ¿Disimular y aguardar a que cambiasen las circunstancias? Ese era un camino a seguir, puesto que, entre otras cosas, la amenaza de una próxima ofensiva turca a todos afectaba, iba contra toda la Cristiandad, contra el pueblo católico como contra el luterano.
Además había otro planteamiento, y de un tono tan moderno, tan de nuestros días, que llena de asombro: el que Carlos V, desligado como estaba de meterse a fondo en la cuestión, puesto que no se daba la premisa obligatoria de la convocatoria del Concilio, se olvidase de la represión religiosa, permitiese a cada cual vivir conforme a sus creencias y se limitase a ser la suprema cabeza política de todos, fueren católicos, fueren protestantes.
Tales consejos no se los daría al Emperador ningún humanista de corte erasmista, aunque posiblemente los sintieran así hombres como el secretario de cartas latinas Alfonso de Valdés. No. Se los daría un fraile, ascendido a la categoría de príncipe de la Iglesia: el cardenal García de Loaysa, y nada menos que desde el centro de la Cristiandad, desde la propia Roma, donde entonces vivía apartado de la Corte imperial y considerándose un desterrado.
García de Loaysa, sabedor de todo lo ocurrido en las conversaciones religiosas de Augsburgo así como de la actitud del Papa respecto al Concilio, creyó ver en ello una oportunidad de oro para que Carlos V se liberase de aquel problema, así que cogió la pluma y escribió al César el 18 de noviembre de 1530:
Señor: Suplico a V. M. se acuerde que pocas veces fuisteis engañado siguiendo el parecer de este Vuestro siervo, porque el amor suele despertar el entendimiento para que acierte en sus consejos…
El buen Cardenal quiere asegurarse de que va a ser oído por el Emperador. Su mensaje es importante, y además es insólito. Desde Castilla el alto clero pide a Carlos V que arremeta sin contemplaciones contra los herejes. Sin duda, García de Loaysa lo sabe. Para él, otro es el cantar: que el César se limite a una ponderada persuasión, y que no pase de ahí:
… y si quieren ser perros, seánlo, y cierre V. M. los ojos, pues no tenéis fuerza para el castigo ni manera alguna para sanarlos…
Carlos V debía limitarse a su papel político:
Conténtese V. M. con que os sirvan y os sean fieles, aunque a Dios sean peores que diablos…
¿Y la conciencia? ¿Quedaba dañada con ello la conciencia del Emperador por no cumplir sus deberes? En absoluto:
Vuestra conciencia es segura. Trabajad como vuestro Estado no se pierda…
Que pidiera al Papa el Concilio estaba bien, pero si no lo conseguía, que al menos él quedara dueño de Alemania, dejando ya las presiones sobre la religión:
Hasta que se fueron los herejes de Augusta, yo acepté que V. M. hiciese fieros y amenazas algunas veces; pero ya que habéis visto que son palabras inútiles, piense V. M. que todos os obedezcan y sirvan cuando lo hovierdes menester, y no os déis un clavo que ellos lleven sus almas al infierno…
Y por si acaso no estuviera clara su idea, García de Loaysa insiste una y otra vez:
… y cuando ansí lo sean en las obras [buenos súbditos] y os reconozcan por su verdadero señor, y las conciencias sean de turcos…
Al contrario, si Carlos V intentaba perseguirlos, esa podía ser su ruina completa, tanto para él como para el infante don Fernando su hermano:
… y que sea menester no solo dejar Alemaña, pero que vuestro hermano, con toda su Casa, se vaya a vivir a Castilla…
Ese era el gran peligro, que toda Alemania se alzase contra la Casa de Austria:
De forma, señor, que es mi voto que pues no hay fuerzas para corregir, que hagáis del juego maña, y os holguéis con el hereje como con el católico, y le hagáis merced si se igualase con el cristiano en serviros…
En definitiva, nada de conversiones forzadas:
Quite ya a V. M. [la] fantasía de convertir almas a Dios. Ocupaos de aquí adelante, en convertir cuerpos a vuestra obediencia…
Su alma se salvaría con sus propias acciones, no se perdería porque otros se perdieran. Y termina, con firmeza:
Este es mi consejo y ansí lo firmaré de mi nombre[782].
¿Hizo caso Carlos V a su prudente consejero? Sí, de momento al menos. Admitió que no tenía fuerza suficiente para una operación de castigo sin el decidido apoyo del Papa y sin la convocatoria del Concilio. Tendría que cambiar la figura que regía la Iglesia en Roma y tendría que conseguir el César más confianza en sí mismo, con una experiencia directa de las cosas de la guerra —de la cual carecía en absoluto en 1530— para que Carlos V se decidiera a enfrentarse con tamaño enemigo.
El dolor fue que en aquel debate religioso no se llegase a un consenso entre los teólogos católicos y luteranos y que Roma persistiera en su condena de la doctrina luterana de la justificación del cristiano por la fe; precisamente el acuerdo recientemente propugnado por el papa reinante Juan Pablo II y firmado en esa misma ciudad de Augsburgo entre las dos familias cristianas el 31 de octubre de 1999.
Un acuerdo notabilísimo, pero que a Carlos V llegaba con casi medio milenio de retraso. Y uno no puede menos de volver a exclamar: ¡Qué dolor! Y también, ¡qué horror! Porque, ¡cuántas desgracias se habría ahorrado la Cristiandad, si se hubieran evitado las absurdas guerras religiosas de aquel siglo!

§. La reorganización del gobierno en Alemania y en los Países Bajos
La Dieta de Augsburgo supone un serio revés para el Emperador. Habiendo conseguido la alianza de Clemente VII, en paz con Francisco, respaldado por la Liga defensiva de Italia y teniendo en sosiego tanto a las Españas como a sus dominios natales de los Países Bajos, Carlos había confiado en persuadir a los protestantes alemanes. ¡Sus quejas sobre los abusos de la Iglesia serían atendidas! Y en las cuestiones de la fe, puesto que todos anhelaban la verdad y suspiraban por la armonía, que los teólogos buscaran una fórmula de entendimiento. La verdad solo era una. Y esa debía ser para todos.
Era el deseo formulado al comienzo de la Dieta:
Zu eine einigen christlichen Wahrheit zu vergleichen…
La cuestión era, pues, llegar a un acuerdo sobre la única verdad cristiana. Pero ese acuerdo que parecía razonable y en lo que se esforzaron algunos de los mejores hombres de un lado y de otro (entre ellos, el famoso Melanchton) acabó siendo inalcanzable. Y Carlos V tuvo que conformarse con una ratificación unilateral de los principios de la fe católica, con algunos arreglos gubernativos en torno a la suprema cámara de Justicia del Imperio, con aunar voluntades para la defensa del Imperio frente al Turco y con preparar la elección de su hermano Fernando como rey de Romanos.
De momento, eso sería lo más positivo, porque daría más capacidad de maniobra al César. Carlos V tenía que confiar en alguien que le representara en el Imperio cuando se viese obligado a ausentarse, por ir a los Países Bajos, a Italia y sobre todo, a la lejana España.
Una elección de rey de Romanos que colocaba a Fernando en la línea sucesoria al Imperio, prerrogativa dada por la Bula de Oro al Emperador consagrado con las tres coronas imperiales. Ahora bien, para entonces Carlos V tenía ya un hijo y heredero, el príncipe Felipe, de forma que era consciente de que su magno Imperio, al norte y al sur de Europa, quedaría fragmentado, en manos de sus sucesores. Lo cual podía tener sus dificultades, porque claro era que el Príncipe niño quedaba al margen de aquel acuerdo, y nadie sabía cuál sería su reacción cuando le llegase la hora de su propio protagonismo.
En todo caso, la elección se realizó en Colonia el 5 de enero de 1531, venciendo las dificultades puestas por el sector luterano; no olvidemos que el Príncipe Elector de Sajonia era marcadamente protestante. Seis días más tarde, el 11 de enero de 1531, Fernando era coronado en Aquisgrán rey de Romanos, acontecimiento que Carlos V festejó de forma solemne, incluido un impresionante banquete ofrecido a su hermano, de 24 platos[783].
Por lo tanto, algo se había salvado. Y en cuanto a la lucha contra el Turco, la Dieta había sido generosa, concediendo al César una ayuda para sostener un ejército de 40.000 soldados y 8.000 caballos por seis meses[784], que no sería necesario emplear en 1531, año en el que Solimán el Magnífico daría un respiro a la Cristiandad, pero que serviría de precedente para la siguiente campaña de 1532.
No serían solo los asuntos del Imperio los que había que atender. De pronto, una amarga noticia golpeó a Carlos V: la muerte de su tía Margarita de Austria
Madame, ma bonne tante, est norte Margarita era la última representante de la vieja generación que le restaba a Carlos V, si descontamos el caso de Catalina de Aragón, por otra parte ya fuera de juego, desde hacía algún tiempo, por la pasión amorosa de Enrique VIII hacia Ana Bolena. Otra cosa era Margarita de Austria, a cuyo lado se había criado Carlos V desde que sus padres habían salido para España en 1505. Desde entonces, y con el paréntesis de los años en que Chièvres había protagonizado su privanza, Margarita de Austria fue uno de los personajes más destacados y que más influyeron en el Emperador. En los años de su niñez, porque el hogar de Margarita fue su hogar, y allí creció junto con sus tres hermanas: Leonor, Isabel y María. Y a partir de 1521, porque ella fue la gran Gobernadora de los Países Bajos, a los que rigió de excelente modo, culminando sus tareas de gobierno con aquella Paz de las Damas, tan importante en el reinado de Carlos V.
Existe una última carta de Margarita a Carlos V, escrita el mismo día de su muerte, el 30 de noviembre de 1530, que es como un balance de su obra política, y que al propio tiempo tiene una gran carga moral y humana. Margarita se siente morir y dicta su postrera carta a su imperial sobrino. Su gran dolor es que ya no lo volvería a ver, pero muere tranquila porque ha cumplido con la misión que se le había confiado: el buen gobierno de los Países Bajos. Y le da un último consejo: la paz, especialmente con Francia y con Inglaterra.
Una carta conmovedora de una gran mujer[785]. Pero también otro problema, y no pequeño, a resolver: cubrir aquella vacante dejada por su muerte en el gobierno de los Países Bajos. Un cargo que exigía ciertos requisitos, pues representar a la Corona en los Reinos de Aragón o en las piezas italianas podía hacerse —y de hecho, se hacía— por miembros de la alta nobleza o del alto clero; pero no en los Países Bajos, como tampoco en Castilla. Por lo tanto, era preciso un miembro de la familia real; a ser posible, además, que fuera natural de aquellas tierras, y que conociese así su lengua y sus costumbres. Y no cabe duda de que en aquella ocasión Carlos V fue afortunado, pues contaba con la figura adecuada: su hermana María, que había nacido en Bruselas en 1505. María contaba, pues, 25 años, y estaba en la edad adecuada para asumir aquella tarea. Por otra parte, su etapa de Reina de Hungría, en época tan difícil, le había proporcionado una valiosa experiencia. Y también había que valorar en aquel tiempo su título de Reina viuda, porque le daba prestigio.
Solo había un reparo, a los ojos de Carlos V: su hermana, y en particular algunos de los miembros de su cortejo, habían mostrado sus simpatías hacia la Reforma. Es más, el propio Lutero había dedicado a María en 1526 la versión que había hecho de cuatro salmos, lo cual había dado que hablar. De hecho, en las conversaciones familiares de Innsbruck de la Reina con Carlos V y Fernando, algo debió de comentarse, como se deduce de los propios escritos carolinos[786]. Pero sobre las dudas que hubiere, María supo dar las oportunas explicaciones, de modo que Carlos V la llamó a su lado, a mediados de junio de 1530[787]. Y eso cuando nada podía predecir que cinco meses después fallecería Margarita de Austria, dejando la vacante de su cargo como Gobernadora de los Países Bajos. Eso prueba que Carlos V valoraba altamente a su hermana y que la quería tener como consejera[788].
Clausurada la Dieta imperial de Augsburgo y elegido su hermano rey de Romanos, a Carlos V le apremiaba su presencia en los Países Bajos. También aquí, sin embargo, sabe establecer prioridades. Aunque tiene noticia de la muerte de su tía Margarita a principios de diciembre, pospone el paso a sus tierras natales hasta dejar concluidos los asuntos de Alemania con la consagración de su hermano como rey de Romanos en Aquisgrán. Cuatro días más tarde ya toma la ruta de Bruselas por Maastricht, Lieja y Namur. El 24 de enero llegaba a la capital belga, siempre acompañado de su hermana.
Ese aplazamiento no había supuesto abandono de tema tan importante. En realidad, todo el mes de diciembre de 1530 Carlos V había mantenido una viva correspondencia con sus consejeros de los Países Bajos y con la alta nobleza, que le ratifica en su decisión: nombrar a la Reina viuda de Hungría como sucesora de su tía Margarita. En sus consultas, Carlos quiere preparar debidamente el terreno a su hermana, pues ya tenía claro qué era lo que debía hacer. Y el 3 de enero de 1531 así se lo comunica a María, instándole vivamente a que acepte.
Asombroso: Una Reina viuda, que ha perdido su Reino y su hogar, que se ha quedado, como quien dice, en el paro político, poniendo reparos a esa propuesta de su hermano, el Emperador, para desempeñar un cargo de la mayor importancia que le ponía otra vez en el primer plano de la política europea. Ello era porque María hubiera preferido, sin más, estar en la Corte imperial a la sombra de su hermano. Por otra parte, temía que se le exigiera una boda de Estado (de hecho se hablaba de un posible enlace con el rey de Escocia Jacobo V), boda que rechazaba María, bien por el amoroso recuerdo que guardaba de su marido, Luis de Hungría, bien porque temiera la sujeción que conllevaba entonces el matrimonio y sus peligros, de los que era buena prueba lo que le estaba ocurriendo a su tía Catalina de Aragón. Y Carlos V hubo de prometer a su hermana que la respetaría en su condición de viuda. A su vez, eso sí, le indicó la conveniencia de que dejara a sus antiguos servidores, de los que se tenían sospechas de simpatizar con la Reforma: esas serían las instrucciones que el Emperador dio al señor de Bossu, en su misión cerca de María, que se conservan en los Archivos Generales del Reino de Bruselas[789].
Y de ese modo, María acudió a los Países Bajos, obedeciendo al requerimiento de su hermano.
Todo el año de 1531 se vio a Carlos V ir y venir por sus Estados de los Países Bajos. Conforme a su modo de entender sus responsabilidades como gobernante, las obligaciones que tenía con sus súbditos de conocerlos y de ser conocido, estaría en continuo viaje. Le forzaba más a ello el ser consciente de que, cuando se ausentara, pasarían muchos años antes de que pudiera regresar. Visitaría así Lovaina, Malinas, Amberes y, por supuesto, su ciudad natal de Gante. Pero a partir de mediados de junio residiría ya en Bruselas.
Durante aquel año pasado en los Países Bajos, Carlos V aprovecharía para reorganizar su gobierno. Mientras vivió su tía Margarita, confió en ella y respetó su forma de llevar las cosas, sabedor de su lealtad y de su afecto. Evidentemente la situación de María era totalmente distinta, no porque no hubiera afecto ni porque dudara de sus condiciones de gobernante, sino porque ya no tenía Carlos ante sí aquella figura (Madame ma tante) que tanto había respetado, y que en realidad, durante su niñez, había sido como una madre para él. En cambio, María era su hermana pequeña. Y, sobre todo, él era el Emperador, el jefe de la dinastía, el señor de los Países Bajos. De forma que condicionará el quehacer político de su hermana, poniendo a su lado tres instituciones de verdadera importancia: el Consejo de Estado, el Consejo privado y el Consejo de Hacienda.
Un sistema que se mostraría tan eficaz que se mantendría ya a lo largo de la Edad Moderna.
El 4 de marzo recibía Carlos V a su hermana María en Lovaina y el 1 de julio le daba posesión de su cargo de forma solemne, ante los Estados Generales.
Antes de salir de los Países Bajos, Carlos V convocó a capítulo a su querida Orden del Toisón de Oro. Habían pasado muchos años desde la última reunión de la Orden —la tenida en Barcelona el 7 de marzo de 1519—[790]. Allí hubo de escuchar severas recriminaciones: su lentitud en tomar acuerdos, la dudosa competencia de algunos magistrados, la poca valoración del Consejo de Estado e, incluso, la pobre retribución de sus ministros. Pero no todo fueron censuras. Carlos pudo ver recompensados algunos de sus fieles cortesanos, entre ellos —y resulta significativo— el duque de Calabria. Y no debemos perder de vista a los designados con el Toisón de Oro fuera de sus dominios, porque nos da la pista de sus objetivos políticos: así, los reyes Juan III de Portugal y Jacobo V de Escocia. Con ello Carlos V trataba de reafirmar su alianza con el vecino reino peninsular, por un lado, y establecer relaciones con una Escocia que podía servir de contrapunto a la Inglaterra cada vez más hostil de aquel Enrique VIII ya separado de Catalina de Aragón.
Por supuesto, también serían recompensados con el Toisón los Príncipes alemanes que le habían ayudado en la Dieta de Augsburgo, como los Príncipes Electores del Palatinado y de Brandemburgo. En Italia distinguiría a su nuevo aliado, Andrea Doria, y a Ferrante Gonzaga. En los Países Bajos a Luis de Praet, a Felipe Lannoy y a Carlos Lalaing. Finalmente, en España, por supuesto a su hijo, el príncipe Felipe —pese a su corta edad de cuatro años— y a Zúñiga, que por entonces era uno de los nobles castellanos que gozaban de la mayor confianza del Emperador (recordemos que era ayo del Príncipe), y a los duques de Frías y de Alburquerque, junto con el ya citado duque de Calabria.
Eso ocurría en diciembre de 1531.
A poco, Carlos V abandonaba los Países Bajos, dejando en aquel gobierno a su hermana María.
La despedida fue tiernísima.
Era el mes de enero de 1532. Carlos V volvía a tierras alemanas. Había convocado a la Dieta imperial en Ratisbona, pues se tenían informes fidedignos de que Solimán el Magnífico preparaba otra gran ofensiva, Danubio arriba, contra Viena, queriendo vengar su derrota de 1529.
Por lo tanto, el deber llamaba al Emperador para enfrentarse al enemigo común de la Cristiandad. Era una campaña que se anunciaba incierta, llena de peligros. Y María, su hermana, lo acusaría. ¿Volvería a ver a su hermano? Bruselas, donde quedaba al frente del gobierno, era su ciudad natal y los Países Bajos su patria. Pero en su puesto de mando, alejada ya de su hermano, ¡cuánta soledad! Carlos, tras su campaña, iría a España con su familia. Y entonces, llena de pena, coge la pluma y le escribe:
Certes, monseigneur, vous ne l’estes pas seul, car de nôtre coté le somes si très qu’il n’est posible de plus…[791]
El Emperador procuraría consolarla, contestándole a vuelta de correo: También era grande su pena. También le afligía no llevarla consigo, dejándola atrás. Y además, él era quien abandonaba a los Países Bajos, la tierra que le había visto nacer. Mas así estaban las cosas y era preciso conformarse con ello, confiando en que Dios permitiría que volvieran a reunirse[792].
De momento, lo que era cierto es que su deber le obligaba a volver al Imperio. El Turco amenazaba y Carlos V lo sabía.
Daría comienzo su primera campaña militar al frente de sus ejércitos. Solimán el Magnífico, Solimán el Señor de Constantinopla, el otro Emperador que dominaba el Oriente, se preparaba. ¡Qué gran ocasión, pues, para que Carlos demostrase al mundo quién era!
Aspirando a la gloria de los antiguos emperadores de Roma, Carlos V se aprestaba de ese modo a afrontar su propio destino.

Capítulo 3
El último cruzado: Viena

§. Las cartas de la Emperatriz
Estando el Emperador todavía en Gante, el 13 de junio de 1531, comenzó una serie de cartas a la Emperatriz[793] que nos reflejan con todo detalle su estado de ánimo frente a los problemas acumulados en el Imperio, agravados por la rebelde actitud de los Príncipes protestantes, la falta de asistencia de un Papa que no quería saber nada del Concilio y la amenaza, siempre latente, de otra ofensiva turca; todo lo cual obligaba a Carlos V al aplazamiento de su regreso a España:

… la cosa que más deseo…
De pronto, en una extraña mezcla de estilos, conforme a su modo de ser, pasando del directo al indirecto, y como si al Emperador se le deslizara un sentimiento íntimo, incapaz de contenerlo más tiempo, dicta a su secretario
porque demás que por mi contentamiento es la cosa que más deseo mi vuelta, principalmente por verla y estar con ella… Íntima confesión de sus ansias personales que completa con una referencia al hogar, tan lejano:
… y ser ahí mi verdadera casa y entero reposo…
El viajero perpetuo, el que ha de cambiar de morada cada mes, cada semana, e incluso frecuentemente cada día, añora la paz y la quietud, el sosiego de la vida familiar que le está vedado. Pues esa paz y ese sosiego, ese volver al seno familiar, de momento queda lejano. El Papa y el rey de Francia impiden el Concilio, con todos los males que eso supone:
… como ya los de Alemaña ven que el Concilio se dilata, no solamente los malos continúan sus errores, pero cada hora los abmentan y con los dudosos ganan crédito y los buenos no pueden dexar de estar en gran confusión
En resumen, lo de la religión estaba tan mal y se ponía tan mal remedio que todo amenazaba ruina:
… está todo muy al canto de perderse…
Es más, lo logrado con la elección de su hermano Fernando como rey de Romanos también era incierto, porque había surgido la fuerte oposición del duque Juan de Sajonia, Príncipe-Elector; de forma que su hermano le apretaba para que no le dejase tan a solas con el peligro. Por lo tanto, otra razón para quedarse:
… viendo de la manera que dexaría al Rey, mi hermano, que sería a punto de perderse, y que la electión que tanto trabajé y tanto me conviene fuese en balde, y el deshonor…
El deshonor: he ahí otra poderosa razón para el caballero que siempre vive en Carlos V. Aplazamiento, pues, del viaje a España, pero no más allá de marzo de 1532[794]. Meses más tarde, a punto de salir de Alemania, reitera el Emperador a Isabel su propósito del pronto regreso[795].
El 28 de febrero hacía Carlos V su entrada en Ratisbona, donde había convocado a la Dieta. Ya le aguardaba allí su hermano Fernando. Carlos contaba con el apoyo de los Príncipes Electores católicos, pero dado que cada vez era más cierta la amenaza de una ofensiva turca, tantea también el de los luteranos:
… se trata con el duque de Sajonia y con los otros sus adherentes…[796]
Fue entonces cuando le ocurrió al Emperador aquel accidente que tanto alarmó a Isabel, y que Carlos V recuerda en sus Memorias, dándonos una prueba más de su fiabilidad:
En este camino —nos dice—, cayó debajo del caballo, andando de caza, y se hizo mal en una pierna, donde le dio después erisipela, de la que estuvo trabajando todo el tiempo que se detuvo en la dicha ciudad de Ratisbona…[797]
El accidente del Emperador nos lo confirma el doctor Escosiazo, médico de Carlos V, que mandaría su pertinente informe a la Emperatriz:
… en el camino, el caballo cayó con S. M….
Pero eso no había sido lo malo, porque pronto empezó a recuperarse. Lo peor vino después:
una noche tuvo S. M. comezón en la pierna y se la rascó recia y a la mañana, cuando los médicos venimos a la hora que solemos, hallámosela colorada, con algunas ronchas en las partes adonde se había rascado, y más hinchada que antes…
Tuvo, pues, que guardar reposo Carlos V y aun extremar el cuidado en su comida, cuando ya le habían permitido hacer la que acostumbraba:
… aves y carnero y ternera y vino…
Así que se habían puesto serios con el imperial paciente, aunque ya estaba mejor y podía andar en su aposento. Y podría hacerlo fuera, pero todavía no se lo permitían, porque
si los médicos le diésemos lugar para poco, sospechamos que S. M. la ampliaría a mucho. Acordamos de nos resistir todo lo que podemos… Una referencia que nos permite imaginarnos al Emperador impaciente en su cámara, por hallarse bloqueado cuando tantas cosas se le agolpaban. ¡Y además con aquel malestar en todo el cuerpo! Malestar de que el bueno del doctor Escoriazo deja también notoria referencia:
También le ha quedado comenzón en todo el cuerpo, que se rasca de buena gana[798].
No anduvo bueno el César aquella primavera de 1532 en Ratisbona, tardando en recuperarse más de la cuenta, acaso porque sus males le cogían fuera de su hogar. ¿O porque lo que padecía era otro tipo de males? Así lo creían sus inmediatos seguidores, si hemos de creer a un testimonio escrito en aquellas fechas desde Ratisbona por un cortesano cuyo nombre ignoramos y que, al comentar la ofensiva turca que se avecinaba y cómo eso impedía a Carlos V su regreso a España, confiaba en que el Emperador obtuviese una pronta y sonada victoria.
Y añadía:
Porque con doblado contentamiento pueda volver a gozar de su dulce compañía [de la Emperatriz], que ya estaría en camino para allá, si estas nuevas no lo estorbaran…[799]
A continuación, nuestro anónimo cortesano hace una singular alabanza de su Emperador, que acaso pueda parecer excesiva, o ingenua, pero que nos da idea de la excelente imagen que ofrecía Carlos a los suyos:
La verdad, la bondad, la justicia deste hombre no se escribe…
Y añade, maravillado:
Por fe tienen acá que antes desta tierra salga han de ver sus milagros…
Lo cual coincide con los términos con los que García de Loaysa hablaba de Carlos V: un hombre inocente al que era fácil engañar. No de otra forma expresa sus temores cuando ocurre la muerte de Margarita de Austria: ¿Quién sería el sucesor? ¿Acaso Nassau?

En la provisión de Flandes —es Loaysa el que escribe a Cobos desde Roma, cuando conoce la muerte de la Gobernadora Margarita— lo que yo puedo decir es que S. M. ponga la virtud delante de sus ojos y sin mirar a una parte ni a otra dexe gobernar con quien descargue su conciencia, y no le pida Dios los pecados ajenos. Deseo yo que Nassau estuviera lexos de la cámara y conversación de ese nuestro ángel[800] Pues bien, para el anónimo testigo de Ratisbona, una nota a destacar de Carlos V era su castidad:
Pues casto no lo cumple decir…
Y tanto, que sus males los achacaban sus médicos a la fidelidad que guardaba a la Emperatriz. Como si dijéramos: he ahí un Emperador que se consumía de amor:
Y así le aconsejan los médicos que trabaje de volver a España para que acabe de sanar…
Era, en verdad, una pareja enamorada. De ahí la preocupación de Isabel cuando le llega la noticia de aquel accidente:
De saber que la indisposición que V. M. tuvo pasase adelante —le escribe el 13 de mayo— me ha dado mucha pena y cuidado, como quiera que en escribirme V. M. que ya quedaba bueno me ha sosegado algo; pero no por eso estaré sin mucha congoxa hasta saber que la salud se continua…
De forma que le pide al Emperador que al punto le conteste sobre cómo se mejoraba su salud, con lo cual
nos dé alegría y descanso a todos[801].
Superado su mal, Carlos V pudo aplicarse a lo que entonces importaba: conseguir el mayor apoyo posible para afrontar la amenaza turca.
Fue entonces cuando Carlos V sufrió una dolorosa pérdida familiar: la de su sobrino Juan, Príncipe de Dinamarca. Una muerte que al cabo de los años todavía recuerda en sus Memorias[802]. Era el hijo mayor de su hermana Isabel, la casada con Cristian II de Dinamarca. Isabel ya había muerto en 1526 y dada la tumultuosa vida de su cuñado —que para entonces había perdido ya su corona—, Carlos V había acogido bajo su protección al muchacho como si se tratara de su hijo; un muchacho que entonces tenía ya 12 años. Para el Emperador, era el único familiar que vivía con él en su corte itinerante, de forma que sintió más el golpe, tanto o más que la muerte de su propio hijo Fernando, fallecido con apenas unos meses y que no había llegado a conocer; unos sentimientos que al propio Carlos asombran, comentándolos con su hermana María, que por entonces era —ya lo hemos comentado— su gran confidente:
… car je le connaissais plus et était déjà plus grand et le tenait comme pour tel[803].
Por supuesto, algunas otras cuestiones menores también preocupaban al Emperador; así, la boda de un sobrino de Garcilaso de la Vega con Isabel de la Cueva, una dama de la alta nobleza. Una chiquillada —Isabel de la Cueva tenía doce años—, pero que al intervenir como testigo de la boda el gran poeta, le supuso el destierro de la Corte y su confinamiento en una isla del Danubio, donde compondría su hermosa Canción tercera:
Con un manso ruido
de agua corriente y clara,
cerca el Danubio una isla…[804]
Pero, por supuesto, lo que centra preferentemente la atención de Carlos V es la amenaza turca, de cuya ofensiva sobre Viena ya se tenían noticias fidedignas. El 6 de abril el Emperador se lo dice a Isabel:
… las nuevas de la venida del Turco se continúan y por todos los avisos que se tienen se certifica y averigua que hace muy grandes aparejos, así de armada de mar para enviar en los nuestros reinos de Nápoles y Secilia, como de exército de tierra, para venir (con) su persona por la parte de Hungría…[805]
Eran avisos que mandaba el embajador de Venecia en Constantinopla, el cual, además de realizar sus gestiones diplomáticas como tal Embajador, llevaba a cabo ese utilísimo espionaje en favor de la Europa cristiana. Algo que se olvida con frecuencia, respecto al papel de Venecia en la Europa cristiana del Quinientos[806].

§. La Dieta de Ratisbona
A Carlos V se le presentaba, por tanto, la oportunidad de mostrarse a los ojos de Europa como el defensor de la Cristiandad. De toda la Cristiandad, lo que le permite solicitar el apoyo del Imperio, tanto de los Príncipes católicos como de los luteranos. De hecho, el propio Lutero no se le mostraba muy disconforme. Antes al contrario, por entonces hablaba de él como «el querido Emperador Carlos»[807]. En la Dieta anterior de Augsburgo se habían reconocido sus esfuerzos por la paz. Al renovarlos en Ratisbona, Carlos consiguió el apoyo de todo el Imperio.
Pero no solo del Imperio. Carlos V tenía que montar un ejército como hasta entonces no se había visto en su reinado, preferentemente de las dos armas principales: infantería y caballería. Y eso había que financiarlo.
Porque lo que no cabía duda era que Solimán, acaudillando su ofensiva Danubio arriba, lo haría con fuerzas temibles. El propio Carlos, no sin cierta emoción que se trasluce en sus escritos, se lo diría así a la Emperatriz:
… la potencia deste enemigo es tan grande, como es notorio, y si nos hallase desapercibidos, esto de acá y todo lo demás de la Christiandad vernía en mucho peligro…
Así informaba Carlos V desde Ratisbona, entrado ya el mes de abril[808]. Pero dos meses después ya respira más tranquilo: la Dieta le había concedido una ayuda verdaderamente importante, de forma que con los golpes de tropas que le llegaban de las otras partes de la Cristiandad podría superar los 100.000 hombres.
Jubiloso, el Emperador lo comunicaba a su esposa:
Y para la resistencia que se la ha de fazer por tierra, he concluido en esta Dieta que el imperio ayuda con 29.000 mil infantes y cinco mil de caballo, sin otras ayudas particulares que spero que harán los príncipes y cibdades. Ponerse ha diligencia en juntarlo todo y yo de mi parte haré fasta 30.000 infantes y veinte mil de caballo, en cuyo número entrará la infantería española que tengo en Italia y alguna quantidad de italianos, y asimismo hay otro buen golpe de bohemios que agora, en la Dieta que el Rey mi hermano ha tenido, le han ofrescido, que dizen que serán hasta treinta mil hombres, que junto todo (en que se usará de toda diligencia que se pudiere), será un muy buen exército y con el ayuda de Nuestro Señor que en cabsa tan justa y santa, como ésta es, confío que me la dará, y que se le hará la resistencia que es menester[809].
§. El ejército imperial
Aquel joven Emperador de 32 años se aprestaba a poner en orden su ejército. Se veía apoyado por sus Reinos y dominios, y también por el Imperio. Flamencos y alemanes, italianos y españoles. Hasta su hermano Fernando colaboraba con un buen golpe de soldados checos.
Adelante pues.
De los Países Bajos le llegaban los refuerzos que despachaba María de Hungría al mando del conde de Buren y del príncipe de Condé. De Italia, los italianos allí reclutados y los tercios viejos acaudillados por el marqués del Vasto y el ya famoso Antonio de Leyva. El ejército pagado por el Imperio se formaba a las órdenes de Federico del Palatinado. Y ya hemos visto la aportación tan importante de Chequia, donde el protagonista era Fernando. De entre ellos, si no los más numerosos, sí entre los más destacados, los tercios viejos que avanzaban desde Italia. Era la fuerza de choque del Emperador, quien anuncia orgulloso su llegada. A María de Hungría le informaba a mediados de agosto:
Mis españoles estarán esta semana en Innsbruck.
Y a continuación añadía que también se esperaba a las tropas italianas[810].
De España no solo acudían los tercios viejos acantonados en Italia; también destacados representantes de la alta nobleza, con sus seguidores. En primer lugar habría que recordar al duque de Alba que, acompañado de Garcilaso de la Vega, había cruzado toda Francia, para estar al lado del Emperador en Ratisbona. Y así pudo cantar el poeta:
Con amorosos ojos adelante,
Carlos, César triunfante, lo abrazaba
Cuando desembarcaba en Ratisbona[811].
No fue el único el duque de Alba. La Emperatriz anunciaba por entonces a Carlos V:
El duque de Béjar habrá ocho días que partió por la posta a servir a S. M. en esa empresa del turco, y como quiera que otros grandes y caballeros del reino estaban movidos a hacer lo mismo, esta ida del Duque les ha puesto mayor voluntad; y porque en irse muchos del reino y sacar tantos caballos y dineros hay los inconvenientes que con el dicho correo escribí a V. M., yo le suplico me mande avisar con brevedad de su voluntad y dé la orden que es servido con ellos se tenga[812].
Pero también hubo quienes se quisieron apuntar a última hora, como si quisieran participar del prestigio del triunfo más que del peligro. Carlos ordenaría a Isabel que procurase disuadirlos con habilidad, para no ofenderles:
Quanto a lo que escribe que, sabiendo la certinidad de la venida del Turco, muchos grandes y caballeros desos Reynos se han movido y mueven para venir a servirnos en esta jornada y que, como quiera que holgaría que todos viniesen, paresce que sería inconviniente por las causas que dize y pide que le escriba la orden que en esto se terná y lo que se ha de hazer en lo de los caballos y dineros que quieren traer, parésceme muy bien las consideraciones que allá scribe que se han platicado cerca desto; pero yo creo que los que vernán, especialmente de personas que allá podrían hazer falta, si alguna cosa se ofresciese, serán muy pocas, porque los que quando este despacho llegare no fueren partidos, no podrán ya llegar a tiempo que aprovechasen, y lo que los otros ofrescían es para hazer cumplimiento y por esto me paresció que vos, Señora, quando alguna persona que sea de calidad que viniendo acá allá podría hazer falta os pidiere o enviare a pedir licencia para venir acá, agradeziéndole su voluntad, les podréis responder conforme a lo que está dicho, que ya segund las cosas del Turco están acá tan adelante, no podrían llegar a tiempo que no esté hecho lo que se ha de hazer, y el trabajo de su venida sería sin servir y será bien escusarlo; que esto paresce que bastará para que se queden, porque en ninguna manera quiero que por agora se diga determinadamente a ninguno que no venga, si no fuese a alguna persona que estuviese ocupado y con cargo en las fronteras cuya venida pudiese hazer falta. Y será bien que las respuestas que a causa desto se dieren sean de palabra, porque ninguno pueda después mostrar carta para tener escusa de no haber venido[813].
A ese tenor estuvo la cooperación económica. Fueron enviados al emperador 500.000 ducados, que aún quedaban en Simancas del rescate de los príncipes franceses[814]. Las Cortes concedieron ciento ochenta millones de maravedíes, pagaderos en dos años. Se despacharon 70.000 ducados que obraban en poder del virrey de Cataluña. Incluso se acudió al recurso de los préstamos de particulares: la duquesa de Medina-Sidonia dio 50.000 ducados[815]. De Roma se obtuvo bula para que la Iglesia española concediera la mitad de sus rentas, si bien la Emperatriz encontró tan fuerte resistencia en el clero, que hubo de renunciar a ponerla en ejecución:
Dicen que los clérigos están muy puestos en resistir y no pagar…[816]
No fueron los únicos socorros económicos que obtuvo Carlos V. Ya hemos visto lo aportado por la Dieta imperial de Ratisbona. Igual esfuerzo realizaron los Países Bajos, ante los apremios de María de Hungría.
Incluso el propio rey de Portugal contribuyó con 100.000 ducados; eso sí, precisando que únicamente en el caso de que aquella empresa fuera dirigida personalmente por el Emperador:
… habiendo de dar batalla al Turco o yendo en persona a descercar Viena…[817]
Que sería precisamente lo que haría el César.

§. A liberar Viena
En septiembre, Carlos V pone en marcha su ejército, pues se tenía noticias de que las avanzadas turcas llegaban a las inmediaciones de Viena. Pero la heroica defensa de Güns, una fortaleza apenas a 100 kilómetros al sur de Viena, que soportó un duro asedio del 3 al 28 de agosto, salvó a la capital de sufrir un segundo cerco turco. Por otra parte, Viena se hallaba bien pertrechada y defendida, y la situación del ejército turco cada vez resultaba más difícil, tan lejos de sus bases de aprovisionamiento. De forma que cuando Nicolás Jurichitz, el defensor de Güns, entregó la plaza, Solimán se tuvo que conformar con devastar la Estiria y no avanzó sobre Viena, donde solo llegaron a sus cercanías algunas de las vanguardias turcas.
Acaso desanimó también a Solimán la inesperada embajada que recibió de Francia. En efecto, cuando todavía se hallaba en Belgrado se le presentó el diplomático Rincón.
Rincón era un hábil diplomático español al servicio de Francisco I. Llevaba la misión de pedirle al Sultán que anulase su ofensiva sobre Austria. Solimán se negó, pues habiendo iniciado la campaña, podría pensarse que la abandonaba tan pronto por miedo a Carlos de España[818].
¡Carlos de España! Es notable que así conociera ya Solimán al Emperador. Y cuando ordenó la retirada propagó que había iniciado la campaña para guerrear con Carlos de España, y al no encontrarlo, dejaba su avance. Lo cierto es que decidió la retirada entrado ya el mes de septiembre, cuando Carlos V se dirigía a Linz. Por lo tanto, era el Emperador quien avanzaba decidido hacia Viena y el Turco el que se retiraba.
Carlos llegaba a Linz a mediados de septiembre. Desde allí daría cuenta a la Emperatriz de cómo se estaba desarrollando la campaña, con los intentos de Solimán y el castigo que había recibido, cuando su vanguardia se había acercado a Viena.
Pero veamos el propio relato de Carlos V, con su alusión a los heroicos defensores de Güns:
Sereníssima muy alta y muy poderosa Emperatriz y Reina, mi muy chara y muy amada mujer: Ya le screbí mi partida de Ratisbona y la diligencia que se ponía en juntar el exército para que con brevedad yo pudiese salir en campo a resistir al Turco que estaba con el suyo sobre un lugar que se llama Quinz[819] que es doze leguas de Viena. Jorge de Melo me alcançó después, seis leguas de Ratisbona y holgué mucho de saber dél de vuestra salud y del Príncipe y Infante[820], y porque a todo lo que me ha scripto tocante a negocios tengo respondido, despacho este correo para hazelle saber lo que después ha subcedido. Luego a las dichas seis leguas de Ratisbona llegó nueva cómo, después de hauer estado el Turco con su exército veinte y cinco dias allí, y habiéndole dado treze combates y hecho muchas ruinas, y viendo que no le podía tomar y el tiempo y reputación que había perdido, por no perder más hizo tomar asiento con el Capitán del dicho lugar, el qual estaua herido y la mayor parte de su gente muerta; asegurándose dél que no haría daño a las gentes de su exército y prometiéndole que de su parte no le rescibiría y así comencó a mover hacia Víena diziendo que la quería cercar, y vinieron sus corredores hasta dos leguas della, los quales rescibieron harto daño de alguna gente del serenísimo rey Romanos, nuestro hermano, que salió de la dicha ciudad. Y como aquella estaba tan bien proveída y fortalescida y mucha gente de la de nuestro exército allí cerca (porque eran llegados la mayor parte de los del Imperio, mucha della del Rey y de la mía los españoles y algunos italianos y hasta tres mil de caballo y los alemanes míos muy cerca y los otros italianos, asy de caballo como de infanteria, venían a grand priesa) paresce que el Turco, aunque trae tan grand exército de mucha gente, no se atrevió a llegar a Viena, antes comenzó a caminar hazia la provincia de Stiria, que es otro camino que él que truxo para ir a su tierra, y envió algunos caballos para hazer el mal que pudiesen por la comarca, que algunos dellos llegaron cerca de Cremes. A los quales salió de nuestra gente y no los esperaron. Y como él seguía su camino, estando dello certificado el Rey, mi hermano, que había venido delante a Linz, volvió con diligencia hasta Pasao, donde llegamos juntos, a hazerme entender lo que se ha dicho y para que viésemos lo que se debía proveer para el bien de la empresa, dexando proveído que el Capitán General que estaba en Viena fuese a las espaldas del exército del Turco, siguiéndole como lo hizo que fue con hasta quatro o cinco mil de caballo, y asy va en su reçaga, haziéndole el daño que puede. Y como quiera que se tuvo por cierto que él se retiraba, todavía yo acordé de pasar adelante y llegar hasta Viena, por acabar de echar los enemigos de la tierra[821].
El 27 de septiembre Carlos podía dar la buena nueva: el Turco se retiraba.
No se había librado la gran batalla entre los dos Emperadores, pero Carlos podía proclamarse justamente vencedor.
La Europa cristiana podía respirar tranquila. Ya tenía quien defendiera su causa.
Y lo cierto es que a partir de entonces cesó la amenaza del Turco sobre Viena. Solimán el Magnífico cejaría ya en su empeño de domeñar a la perla del Danubio.
Y Carlos podía proclamar, como escribiría jubiloso a la Emperatriz:
… la honra y victoria que Dios nos ha dado en haber comenzado a echar de la tierra [a] este común enemigo de la Christiandad…[822]

Capítulo 4
El reencuentro con España

§. Las congojas de la Emperatriz
Con qué alborozo se recibieron en la Corte de la Emperatriz aquellas noticias, no hay que decirlo. El Turco era la gran amenaza, el gran coco, el que parecía invencible. Un enemigo temible y además crudelísimo. Su ejército era tan numeroso que arrasaba por donde quiera que pasara. La prueba estaba en sus avances fulgurantes de años anteriores, Danubio arriba: 1521, toma de Belgrado; 1526, engullimiento de Hungría, con muerte del propio Luis II, el joven Rey cristiano que osó presentarle cara combatiendo con sus tropas en campo abierto. Era cierto que en 1529 había fracasado en su asedio de Viena, entre otras cosas porque aquel año las lluvias habían sido tan fuertes en el centro de Europa que los ríos húngaros se habían desbordado, y las tropas del Sultán habían avanzado lentamente, para llegar ante Viena cuando ya apuntaba el otoño. Pero la fuerza del enemigo era increíble. Y siempre con resultados escalofriantes: la tierra asolada, las ciudades arrasadas, los hombres descabezados, las mujeres violadas y los niños cautivos, como base de los futuros —y temibles— genízaros. Era una técnica diabólica, tal decían los contemporáneos, por la cual los hijos de los cristianos se convertían en los mayores verdugos de esa misma Cristiandad.
Así que la sola referencia al Turco provocaba algo más que miedo: pánico. Y eso se refleja en las cartas de la Emperatriz. ¡Era el Emperador quien se ponía ahora a ese riesgo increíble!
En lo del Turco —escribía Isabel el 8 de agosto de 1532, cuando ya el combate parecía inminente—, Dios sabe el cuidado en que me tiene su venida, y ver a V. M. en esas partes con tantos trabajos…[823] Y la Emperatriz rezaba. De hecho, lo haría toda España:
Me ha puesto en congoxa —la carta de Isabel es de 4 de septiembre, cuando el gran combate parecía inminente— y no poco cuidado de ver que el exército del Turco estoviese ya tan cerca de Viena…
Y añadía, la acongojada Emperatriz:
Las plegarias y oraciones en las iglesias y monasterios destos Reinos y en los de Aragón y Valencia por la salud de V. M. y por su victoria contra ese enemigo, se continúan…[824]
Conforme pasaban los días, la inquietud de Isabel no hacía sino crecer. Dos semanas más tarde le alivia saber que Güns había resistido valientemente contra las arremetidas del Turco, lo cual había elevado la moral de Viena:
Razón ternán los de Viena, estando tan bien en orden, de no le temer [al Turco], en especial esperando tan buen socorro como el de V. M….
Pero no se trataba de una mera crónica de batallas pasadas. Se trataba de la lucha día a día, en la que cualquier cosa podía ocurrir. Carlos V estaba allí, en el corazón de Europa, para hacer frente a tan terrible amenaza. Era el Emperador, y ese era su deber.
Eso era así y había que aceptarlo, pero para Isabel eran todos los temores. En cualquier momento, podía sobrevenir la catástrofe, máxime cuanto que las noticias sobre la salud del César no eran buenas. Había que confiar en que Dios mirase por los suyos:
Espero en Nuestro Señor que, pues la causa es suya, Él ayudará y favorecerá a V. M. de manera que, con mucha gloria suya, haya la victoria dese enemigo…[825]
Ahora bien, todo eso estaba pasando muy lejos de España. Viena quedaba tan apartada de Madrid o de Toledo, que los correos tardaban veinte y a veces hasta veinticinco días en llegar a la Emperatriz.
Y ese era otro cuidado, una congoja más, una angustia mayor:
Y porque según el estado en que V. M. quedaba para le salir a resistir —es la Emperatriz quien así escribe—, yo estaré con gran cuidado y congoxa por saber cada día nuevas de V. M. y de lo que allá se hace…
Y la afligida Isabel añadía, anhelante:
Yo le suplico que me las mande enviar muy a menudo, porque de otra manera no podré tener descanso…[826]
Y esa era la realidad: para Carlos V las fatigas y los riesgos, para Isabel el no tener descanso, las noches en vela, los días rezando.
Así se puede entender mejor con qué alborozo acoge Isabel la buena nueva de que aquella pesadilla había terminado, que el fiero Turco estaba de retirada, y que el Emperador, «su» Emperador, podía estar de regreso a España, volver a su lado. A mediados de octubre a la Emperatriz le llegan las buenas nuevas, confirmando la retirada del Turco, e Isabel estalla de gozo:
Dios sabe cuánta alegría y placer he yo recibido con ellas[827], así por saber de la salud de V. M. como el estado en que allá quedan las cosas, que siempre tove esperanza en Él que las había de guiar así, para que V. M., con mucha honra y reputación, echase ese enemigo de la tierra[828].
Carlos le anunciaba que pasaría a Viena y a Isabel le parecía bien, pues allí el Emperador podría verse con su hermano Fernando. La entrada en Viena era la culminación de aquella empresa santa, la consagración de Carlos V como el liberador de Viena, como el escudo de la Cristiandad.
Y había más, algo que correspondía ya a los íntimos sentimientos de la Emperatriz: ¡Carlos podía regresar a España!
proveídas las cosas desas partes, podrá V. M. tomar su camino, como escribe, para estos Reinos, a darnos alegría a todos[829]
A mediados de noviembre, Isabel —que cuenta los días— sabe que Carlos V está ya en Italia:
… la alegría que tengo de saber que ya V. M. esté en Italia, y la esperanza que me da de su breve venida a estos Reinos…
Pero como tantas cosas pueden pasar y como Isabel está hecha a tantos aplazamientos, le pide que eso no ocurra ahora:
… suplico a V. M. no dilate [su regreso] por manera alguna…[830]
Aun así, y pese a tan insistentes ruegos, Carlos V sí tendría otra demora. No haría directamente su viaje a España, pues necesitaba entrevistarse de nuevo con Clemente VII aprovechando su obligado paso por el norte de Italia.

§. Nuevas vistas con el papa Clemente VII
Carlos V llegaba a Viena el 23 de septiembre, donde estaría unos días[831]. Con ello marcaba la culminación de su empresa, dado que era la salvaguarda de aquella gran ciudad de la Cristiandad lo que le había movido a ponerse en pie de guerra.
Pero Viena sufría entonces otro ataque casi tan grave como el del Turco: la peste, la temible peste. De hecho, y a consecuencia de ello, allí moriría el gran humanista español Alfonso de Valdés, que como Secretario de cartas latinas había seguido a su señor; y la peste obligaría a Carlos V a dejar Viena[832].
Para Fernando, había sido la gran ocasión para perseguir al Turco y recuperar toda Hungría, pero el Emperador entendió que esa tarea ya no era propia de su persona, pudiendo en cambio perder parte o todo del gran prestigio ganado. Solo accedió a traspasarle los italianos que habían sido reclutados[833]. A él le apremiaba ya el regreso a Castilla, si bien antes decidió entrevistarse de nuevo con Clemente VII, lo que haría otra vez en Bolonia.
Y ello por una razón: se decía que Clemente VII volvía a negociar con Francisco I, y que incluso se hablaba de una alianza formal, mediante la boda de Catalina de Médicis, su sobrina, con un hijo del rey de Francia. Además, Carlos V quería conseguir del Papa la convocatoria del Concilio, que permitiese poner orden en las cosas de la fe. Y le interesaba también ratificar aquella Liga defensiva con los potentados italianos que había logrado firmar en 1530.
De los tratos entre el Papa y Francisco I le informaban desde Roma tanto su embajador, Micer May, como el cardenal de Osma, García de Loaysa. La diplomacia francesa se había movido, y no solo en Italia, sino también de cara a Inglaterra[834].
A fines de diciembre de 1532 entraba Carlos V en Bolonia, entre los cardenales Cibo y Grimaldi, enviados por el Papa, que ya se hallaba en la ciudad. Clemente VII le hizo una solemne acogida, volviéndole a hospedar en el palacio del Podestá[835]. Pero en las negociaciones entre las dos cabezas supremas de la Cristiandad abundaron los recelos. Clemente VII estaba quejoso de Carlos V porque había apoyado las pretensiones del duque de Ferrara a las ciudades de Módena y Reggio. Por su parte, Carlos V quería apartar al Papa de la alianza matrimonial que platicaba con Francisco I, mediante la boda de su sobrina Catalina de Médicis con el segundo hijo del rey francés, Enrique (el que por muerte del delfín acabaría sucediendo en la Corona a Francisco I). Llevaban el peso de las negociaciones por parte del Emperador Granvela, Cobos y el señor de Praet, mientras por parte de Clemente VII actuaban el cardenal Hipólito de Médicis, Guicciardini y Salviati[836]. Finalmente el 24 de febrero, día tan señalado en la vida de Carlos V, se ajustó un tratado secreto entre el Papa y el Emperador, por lo que se ponían de acuerdo en las siguientes materias: en lo religioso, a promover la convocatoria de un Concilio; en lo político, a no concertar alianzas separadas con otras potencias, a mantener elstatu quo italiano y a mutuo auxilio frente al Turco. Ratificada a poco una nueva Liga defensiva entre el Papa, la casa de Austria (Carlos y Fernando) y las principales potencias de Italia, salvo Venecia, con fines defensivos, Carlos V consideró cumplida su misión en Italia, y partió para España.
En cuanto a Clemente VII, se entrevistaría poco después en Marsella con Francisco I y ajustaría con él la citada alianza matrimonial. De lo mucho que desconfiaba Carlos V ya por aquel entonces de las intenciones de Francisco I da una idea el hecho de que prohibiera a su hermana María tener una entrevista con su hermana Leonor, a pesar de que Leonor prometía que no sería con miras políticas[837].
Lo que sí logró el Emperador fue la alianza con el ducado de Milán, mediante la boda de su sobrina Cristina de Dinamarca con el duque Francisco Sforza; boda a la que inútilmente trató de oponerse María de Hungría. Pues María, que estaba entrañablemente unida con las huérfanas de su hermana Isabel, a las que tenía consigo en su corte de Bruselas, temía por su sobrina, dada su corta edad; a lo que Carlos V replicó que en todo caso por quien habría que temer era por el viejo duque Sforza[838]. Y así fue en verdad, pues Francisco Sforza no tardaría en fallecer.

§. El encuentro con Tiziano
No sería corta la segunda estancia de Carlos V en Bolonia, pues duró desde el 13 de noviembre hasta el 28 de febrero; por lo tanto, tres meses y medio. Ese tiempo le permitió algo que sería de más alcance que la inestable alianza con el Papa: el encuentro con Tiziano.
No era la primera vez que el César trataba con el pintor. De hecho, existe un apunte de Tiziano de 1530 que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Besançon en el que aparece Carlos V en su trono tocado con una gorra, y a quien un cortesano presenta al genial pintor.
No parece una casualidad, no parece una escena de rutina cortesana. Diríase que Carlos V, entre los proyectos que tiene in mente cuando decide su viaje a Italia, está el de conseguir los servicios de un pintor de cámara que sepa cumplir bien su oficio de dar a la posteridad la imagen del César. Para su etapa de adolescente había cubierto esa tarea con dignidad Van Orley, como puede comprobarse en el cuadro que posee la National Gallery de Edimburgo. Van Orley era, desde 1518, el pintor de cámara de Margarita de Austria. Suyo es también el que se encuentra en el Museo del Louvre, un cuadro que se ve con agrado, pero no con admiración. Van Orley no era un gran retratista, destacando más en sus pinturas religiosas. Además, era sospechoso de simpatizar con las corrientes reformadoras, lo cual le dejaba fuera de juego como pintor de cámara del Emperador.
Otros pintores del norte a contar por su calidad, en los principios del reinado de Carlos V, eran Lucas Cranach, el Viejo, y por supuesto, el más destacado, Alberto Durero. Lucas Cranach hizo un retrato de medio busto a Carlos V, que puede contemplarse en el Museo Thyssen de Madrid: el joven Emperador, tocado con un gorro puntiagudo, parece que va a salirse de los estrechos límites del marco. Se trata de uno de los cuadros más desafortunados de Cranach, tanto como para que no se volviera a pensar en él.
Quedaba, sí, Durero, el gran Durero que hacia 1519 había hecho un excelente grabado sobre el Carlos V recién elegido Emperador. Ahora bien, Durero moriría en 1528, cuando todavía Carlos V tenía pendiente su anhelado viaje a Italia.
Y de ese modo, uno de los objetivos del Emperador desde su primer contacto con las tierras de Italia, con la deslumbrante Italia de las ricas ciudades renacentistas, sería encontrar un pintor digno de su Corte, un pintor capaz de recoger para la posteridad su imagen, como la del nuevo César redivivo. Y es a poco de su llegada a Bolonia, en 1530, cuando el duque de Mantua le presenta a Tiziano; una audiencia que el pintor querrá recordar con un apunte —sin duda, el esbozo de un futuro cuadro— que es el que custodia el Museo de Besançon. Pero de momento pasan algunos años sin que Carlos V decida nada, y acaso por eso el cuadro deje de realizarse.
Era comprensible el silencio de Carlos V en aquellos años tan decisivos de 1530 a 1532, con las dos Dietas imperiales de Augsburgo y de Ratisbona, la primera con el gran debate de la Reforma tan extendida ya en Alemania, y la segunda enfrentada con la amenaza de la invasión turca Danubio arriba, que ponía en peligro a la propia Viena.
Pero en 1533, aparcado el problema religioso alemán hasta la convocatoria del Concilio y rechazado el Turco a las puertas de Viena, Carlos V podía volver a pensar en su proyecto de encontrar un pintor digno de su persona, a quien incorporar a su Corte como pintor de cámara.
En 1533 Tiziano estaba en la madurez de su genio. Autor de retratos tan admirables como El hombre del guante (Museo del Louvre, 1523) y como el del duque de Mantua (Museo del Prado, 1525), se había convertido ya en el gran maestro de la pintura veneciana. De forma que Carlos V pudo recordar la recomendación del duque de Mantua, haciéndole el encargo de un retrato de cuerpo entero, a lo cortesano, con perro incluido, que podemos admirar en nuestro Museo del Prado.
El encargo era como a modo de un concurso, porque el artista debía atenerse a las líneas de otro cuadro pintado ya por el austriaco Jacob Seisenegger, durante la reciente estancia de Carlos V en Linz en 1532, y que hoy podemos contemplar en el Museo de Bellas Artes de Viena (el Kunsthistorisches Museum vienés): la misma actitud, pierna diestra avanzada, el cetro en la mano derecha y acariciando a un hermoso perro con la siniestra, idéntico ropaje y tocado con gorra similar, sin olvidar el regio adorno del collar de la Orden del Toisón de Oro.
El resultado fue decisivo. El cuadro de Tiziano hizo olvidar al de Seisenegger. Mientras el austriaco no consigue más que una figura histórica, fría, carente de vida, Tiziano logra ya un capolavoro, un retrato luminoso, en el que puede admirarse al Emperador de Europa, al reciente vencedor en la pugna con el Islam, al César reflexivo que se había convertido en el primer personaje de la Cristiandad, y no solo por su título sino también por su heroico protagonismo.
Siendo una obra de encargo es ya algo más que eso: es la obra de un artista de genio. El pintor de la Señoría de Venecia, el que se disputaban las pequeñas cortes renacentistas italianas, y aun de toda la Europa occidental (recordemos su Francisco I del Louvre, pintado en 1538, o el del papa Paulo III, de la Galería Nacional napolitana, de 1543), se convertirá ya en el pintor favorito de Carlos V, así como lo seguiría siendo después de Felipe II.
Y el hecho tendría espléndidas consecuencias para la historia del Arte y para la historia política. Gracias a ese hecho podemos conocer mejor a nuestro Emperador, penetrar en su intimidad, casi entrar en diálogo con él, siempre que nos plantamos ante los cuadros que pintó Tiziano.
Del retrato de 1533 que comentamos se desprende ya el sentimiento de la firmeza, incluso de la arrogancia de quien está convencido de que tiene una gran misión histórica que cumplir y que pondrá en ella todo su afán.
Se comprende que Carlos V, entusiasmado, incorpore a Tiziano de forma solemne a su Corte, y no solo como pintor de cámara, sino dándole el título nobiliario de consejero áulico.
El gran encuentro entre el César y el artista de genio se ha producido. Y cuando quince años después Carlos V necesite a quien ha de perpetuar su espléndida victoria de Mühlberg, su batalla más preciada, acudirá al genial veneciano, pese a sus años.
Algo que en su momento tendremos ocasión de comentar ampliamente.

§. De regreso a España
Al fin, Carlos V inicia su camino de regreso a España. Hacía cuatro años que había abandonado su lugar. Había llegado la hora de volver.
Conocemos bien su itinerario, gracias a la obra capital de Foronda y Aguilera. El César sale de Bolonia el 28 de febrero y va por sus etapas, pero no directamente hacia Génova, que es su puerto de embarque, sino pasando primero por Milán. Y ello porque cualquier movimiento, cualquier viaje, cualquier jornada del Emperador no puede librarse de su carga política correspondiente. Carlos no puede abandonar Italia sin esa visita al duque de Milán, del que ha hecho su nuevo aliado y hasta su pariente, merced a la boda con su sobrina Cristina de Dinamarca.
Así que vemos al cortejo imperial pasar por esa ruta milanesa, de Bolonia a Módena[839], de Módena a Reggio, Parma y Cremona. ¡Y atención en Cremona! Porque Carlos V sabe que tiene ya, al alcance de la mano, aquella villa de Pizzighettone. Y en su castillo, en el castillo de Pizzighettone, sus capitanes habían tenido preso, tras su captura en Pavía, a Francisco I. Y naturalmente, Carlos V pasará su jornada en Pizzighettone, rememorando aquellos hechos.
Y todavía es más significativo que cuando reanuda su viaje y llega a Lodi el 8 de marzo, teniendo ante sí y a una sola jornada, a Milán, donde quiere hacer su entrada triunfal, Carlos V se desvía con toda intención, aplazando esa entrada por un día. ¿Qué es lo que le mueve a hacerlo? Bien puede comprenderse. Al suroeste, y solo a unas cinco leguas, está Pavía.
¡Pavía! ¿Cómo se va a resistir el Emperador a entrar en ella, a evocar todo lo que allí había ocurrido en la memorable batalla que había empezado a cimentar su fama en Europa?
Y, en efecto, el 9 de mayo vemos a Carlos V entrando en Pavía. Era domingo, lo cual era como un motivo más para descansar, o acaso para reflexionar entre aquellos campos donde sus tropas, y en especial «sus españoles», habían asombrado al mundo.
Es un momento muy bien recogido en la crónica de Sandoval:
Quiso —Carlos V— ver Pavía y el parque donde fue preso el rey Francisco, en su ventura y nombre. Holgóse de ver por menudo aquellos pasos…[840]
Al día siguiente entraba Carlos V en Milán. Y de Milán por Alejandría, seguiría a Génova. Su estrecha alianza con la casa Doria, que entonces poseía el señorío de la cuidad, explica que allí permaneciese diez días, aparte de que siempre había que esperar que el tiempo permitiese la travesía.
Al fin, el 9 de abril pasaría a la galera capitana. Embarcaba para España[841].
El Emperador dejaba atrás Italia y sus intentos de afianzar su amistad con el papa Clemente VII. Hubiera querido apartarle de su alianza con Francia, en lo que fracasó, pues a poco se produciría la boda de Catalina de Médicis, sobrina del Pontífice, con Enrique de Valois, hijo segundo de Francisco I de Francia. Por eso, el César no guardaría buen recuerdo de aquellas jornadas, y así lo haría constar en sus Memorias.[842]
De todas formas, algo positivo sacaba de su segunda estancia en Italia: la renovación de la Liga defensiva, con inclusión del duque de Milán Francisco Sforza.
Después de una travesía accidentada, con parada ante las costas de Marsella —donde sería cortésmente tratado por las autoridades francesas[843]—, Carlos V desembarcaría finalmente en Rosas, forzado a ello por el mal tiempo[844][.
A partir de ese momento, todo lo que no fuese reunirse lo más presto posible con la Emperatriz, quedaría borrado de su mente. En veinticuatro horas, cabalgando prácticamente toda la jornada, se plantaría Carlos V en Barcelona.
Eran cerca de 20 leguas, que Carlos V haría, «a toda furia», por la posta.
La ocasión lo merecía. En Barcelona ya le estaban aguardando la Emperatriz Isabel y sus dos hijos Felipe y María.
Pues a su vez la Emperatriz había salido de Madrid el 17 de febrero para aquella cita de Barcelona; cuando Carlos V todavía se hallaba en Bolonia[845]. La Emperatriz llevaba en su acompañamiento media nobleza de Castilla. En Madrid habían quedado los nobles que integraban el Consejo de Estado, bajo la presidencia del cardenal Tavera, para mantener el gobierno del país. Pero casi todas las otras grandes figuras de la alta nobleza acompañaban a Isabel: el Condestable, los condes de Miranda, de Salinas y de Chinchón, los marqueses de Aguilar, Cañete y Lombay, el clavero de Calatrava y, por supuesto, aquel señor de Belmonte, don Juan Manuel, a quien tanto apreciaba Carlos V, así como «otros caballeros mancebos». Y por todas partes, en su viaje a Barcelona pasando por el reino de Aragón, la Emperatriz fue festejada y aclamada:
… he sido recibida con mucha demostración de amor…[846]
Era el viaje tan esperado por la Emperatriz, iba al encuentro que tanto anhelaba. Aquello que pedía Isabel a Carlos V desde que había tenido noticia del buen final de las jornadas de Viena:
… la esperanza que me da de su breve venida a estos Reinos, la cual suplico a V. M. no dilate por manera alguna…[847]
Dos meses después, creciendo su ansiedad conforme se acercaba el regreso del Emperador, Isabel le pediría:
V. M. se desocupe de lo de allá y no se detenga un solo día…[848]
Y cuando tiene ya noticias ciertas de que en Génova se estaba aparejando la armada imperial, Isabel no puede contener su alegría, que se transmite a las cartas que cruza con el Emperador:
V. M. puede juzgar con el alegría y regocijo que yo debo quedar…[849]
Alegría y regocijo de la Emperatriz, camino ya de Barcelona, al encuentro de Carlos V. Anhelo apasionado del Emperador, que le hace tomar la posta nada más poner pie en tierra, a su llegada a Rosas. Es otra nota más de aquella pareja tan singularmente unida, que había trocado un matrimonio de Estado por una relación profundamente amorosa.
Como recordaría Carlos V, pasados los años, en sus Memorias: aquello era
… cosa que deseaba mucho, porque hacía cuatro años que estaba separado de la Emperatriz, su mujer…[850]
¿Con qué se encontraba Carlos V a su regreso a España? Había dejado nominalmente a su frente a su mujer, la Emperatriz; pero de hecho, al gran político español del momento, el cardenal Tavera. Eso en cuanto a los asuntos de Estado. Para la propia Corte, Carlos V contó en seguida con un hombre de suma confianza y de suma lealtad: don Juan de Zúñiga, señor de Peñaranda de Duero y conde de Miranda.
Empecemos por el propio gobierno de España. Era una incógnita cuál podía ser el comportamiento de la Emperatriz. De hecho, Carlos V, le señalaría con toda precisión sus funciones, en particular cómo debía administrar la Justicia, a través del Consejo Real: debía convocarlo todos los viernes, no debía consentir que nadie estuviese presente salvo su Presidente y consejeros (sin duda, el temor a la presión de la alta nobleza está aquí funcionando) y, sobre todo, debía dejar actuar al Consejo Real, sin admitir recomendación alguna:
… no tenga respeto a persona ni suplicación alguna…[851]
Y en cuanto a las cuestiones de las que el Emperador solía tratar, «con los del Consejo que dicen de Estado», esto es, de guerra y defensa del Reino, la Emperatriz debía convocar a sus consejeros: dos miembros del alto clero (los arzobispos de Toledo[852]y de Santiago) y dos miembros de la alta nobleza: don Juan de Zúñiga y don Juan Manuel, el señor de Belmonte:
… y con su parecer, proveer lo que convenga…[853]
En esas tareas de gobernante, Isabel había tenido un breve aprendizaje en 1528 cuando Carlos V se había ausentado de Castilla, para visitar el reino de Valencia y tener las Cortes de la Corona de Aragón, que había convocado en su lugar habitual de la villa de Monzón[854].
No era solo el gobierno de Castilla. Isabel, como lugarteniente del Emperador en España, debía también atender a los problemas que se suscitasen en la Corona de Aragón
cuyo gobierno me dexó a cargo…[855]
En aquella etapa, aparte de las negociaciones con Francia en torno al rescate de los príncipes franceses, que llevaría muy en la mano el Emperador, lo que más destaca es la amenaza de los corsarios norteafricanos, y sobre todo de los argelinos. Y ello sobre todo porque resultaba patente que la ausencia del Emperador y el empleo de la mayor parte de los recursos de la Monarquía en el viaje de Italia, en la coronación imperial y en la defensa de Viena frente al Turco, había sido bien aprovechada por Barbarroja para atacar las indefensas costas españolas. Ya hemos comentado cómo Portuondo, al regresar con sus ocho galeras de acompañar al Emperador en su ida a Italia, había sido sorprendido y desbaratado por las argelinas de Drub el Diablo, con pérdida de siete de aquellas galeras. Con lo cual, el peligro de un asalto de los argelinos a las costas de las Baleares y del Levante español era tan recio que había obligado a una movilización.
Y, sobre todo, cundía cada vez más la opinión de que contrastaba dolorosamente las empresas imperiales con el abandono de las que más interesaban a España.
Algo que Tavera se había atrevido a señalar al César, a raíz del desastre de Portuondo: que había que tomar medidas, pues la situación, de alarmante, podía convertirse en grave. Y lo hace con toda la fuerza que puede:
A V. M. suplico por amor de Nuestro Señor —le insta encarecidamente— que entre las grandes cosas que tiene entre las manos no tenga ésta por la menor…
¿Acaso no lo sabe Carlos V?
Cuáles sean estos inconvenientes dexo de decir, pues V. M. los ve y conoce mejor que nadie…
¡Pero sí que se lo dirá! Solamente diré una cosa que es clara —le añade, valientemente—: que todo el comercio de la mar se perderá desde el Estrecho adelante, sin poderse remediar, si este no se deshace, sin el manifiesto peligro que tienen todos los lugares de África. Y no están sin él los de Granada y toda la costa de Valencia, Islas y el Andalucía…[856] Para Tavera, solo había una solución: acometer enérgicamente a Barbarroja en su nido de Argel, para deshacerlo «por mar y por tierra»[857].
Esa era la cuestión planteada a Carlos V, la más importante y la más acuciante de todas las que presentaba la España a la que llega en 1533. Algo que afectaba a todo el país, pero sobre todo a los Reinos de la Corona de Aragón.
Y eso tenía que reflejarse en las Cortes aragonesas. Carlos V tenía que dar una explicación a sus súbditos, aparte de que intentase también conseguir a cambio alguna compensación económica.
En el mismo sentido se había expresado la Emperatriz. Apenas si hay una carta suya en la que no le plantee el problema de Argel. Anunciada la empresa para 1530 sin que se llevara a cabo, Isabel se pasaría todo el año pidiendo que se tomaran las medidas necesarias con tiempo, para que no ocurriese lo mismo en 1531[858]; pero aquel año también pasó sin que nada se hiciera. 1532 quedaría señalado como el año de la ofensiva de la armada imperial, al mando de Andrea Doria; pero en el Mediterráneo oriental, y en puntos tan lejanos como Corón y Patrás, de forma que lo de Argel tuvo que volver a esperar. Finalmente, la Emperatriz ve una salida: puesto que tenía que levantarse una fuerte armada en 1533 para el paso de Carlos V de Italia a España, que se aprovechase, para a continuación acometer la toma de la plaza argelina:
Ya muchas veces se ha scripto y V. M. está informado —es Isabel quien eso escribe a Carlos V— quánto importa a su servicio y al bien y descanso destos Reynos, que Argel se tomase y aquel corsario se echase de allí. Y pues con poca más costa de la que V. M. ha de hacer en el armada para su pasada, podría dar orden para que, desembarcado en Barcelona, enviar la dicha armada a efectuar la empresa…
Era ganar tiempo y ahorrar dinero. Era una oportunidad única que no debía perderse:
… yo le suplico lo vea y mande proveer, porque si se perdiese tan buena coyuntura sería a muy gran costa de V. M. y daños destos Reynos[859].
Ahora bien, la escuadra imperial, que entraría en Barcelona cinco días después[860], mandada por Andrea Doria, y en la que venía el resto del cortejo imperial (entre ellos, el cardenal García de Loaysa), solo estaba compuesta de 34 galeras; una fuerza suficiente como escolta de la capitana que llevaba al Emperador, pero no tanto como para acometer la toma de Argel.
Y así, aquella empresa hubo de ser aplazada una vez más.
Tampoco parecía adecuado mantener una guarnición fija en lugar tan apartado como Corón, después de la incursión de Andrea Doria en el Mediterráneo oriental, durante el verano de 1532. Aquello había tenido su objetivo, como era el descongestionar al frente turco en el Danubio, preocupando a Solimán con ese ataque a su Imperio. Pero una vez liberada Viena, mal se podía defender Corón, tan lejos de las bases hispanas, aunque allí hubiese quedado un tercio viejo, a las órdenes de Jerónimo de Mendoza. Se trataba de un esfuerzo que no podía mantenerse, y sobre ello también los consejeros de la Emperatriz (y entre ellos Tavera) le harían mostrar su desacuerdo:
… débese mucho mirar —escribiría Isabel a Carlos V— cómo se podrán sostener aquellas cibdades, estando tan lexos…[861]
Por lo tanto, parecía obligado que Carlos V diese una explicación a la opinión pública.
Y eso es lo que haría en las Cortes de Aragón de 1533, convocadas para el mes de junio.

§. Cortes de Monzón
Entretanto, el Emperador reposaría aquella primavera en Barcelona, teniendo a su lado a su mujer y a sus dos hijos.
Un descanso relativo, porque nunca lo hay del todo para un estadista. Dejando aparte un tumulto provocado en la ciudad, alborotado el pueblo contra los soldados imperiales, y tan fuerte que a punto estuvo el César de salir a sofocarlo[862], hay que anotar las nuevas, nada buenas, que le venían de Italia y de Inglaterra; así, del cambio de actitud de Clemente VII, quien seguía adelante con su proyectada alianza con Francisco I, mediante la boda de su sobrina Catalina de Médicis con el futuro Enrique II[863]. Más grave aún era la situación en Inglaterra, de donde llegaban las malas nuevas de la boda de Enrique VIII con Ana Bolena, con la injuria que sufría su tía Catalina de Aragón, la desventurada hija de los Reyes Católicos[864].
Pero bajo el punto de vista sentimental, para ese Emperador que acaba de cumplir los 33 años, era como vivir su segunda luna de miel con la Emperatriz, en una de las ciudades españolas por él preferidas. Se ve festejado por la ciudad. El 23 de abril, al día siguiente de su llegada, asiste a una solemne ceremonia religiosa en la catedral para dar gracias por su feliz regreso, y a ella asisten y le acompañan los concellers de Barcelona. Cuatro días después, el 27 de abril, día de san Jorge, se celebra la gran fiesta catalana, y se ve al Emperador cabalgar, siempre acompañado de los concellers[865]. El 25 de mayo preside, acompañado de la Emperatriz, una hermosa justa montada por el marqués de Astorga[866]. Y no se olvida de la tradicional visita a la Virgen de Montserrat, cuando sale de Barcelona, camino de Monzón.
Detrás dejaba a la Emperatriz, que quedaba algo indispuesta.
Para Barcelona, había sido la seguridad de tener en su puerto la escuadra imperial y sentirse durante unas jornadas capital del Imperio carolino.
El 19 de junio Carlos V abría las Cortes de Monzón con un notable discurso. E insistimos en esa peculiaridad del Emperador. En las Cortes de Castilla suele dejar hablar en su nombre al Presidente de turno, sea el obispo Ruiz de la Mota, como en las de Santiago de 1520, sea el canciller Gattinara, como en las de Valladolid de 1523, sea el comendador Francisco de los Cobos, como en las de Toledo de 1525, o bien sea Juan Pardo de Tavera, entonces arzobispo de Santiago, en las de Madrid de 1528. Excepcionalmente, en una ocasión, en las de Valladolid de 1523, se verá intervenir directamente al Emperador, para tratar de vencer la resistencia de los procuradores castellanos, con aquel breve discurso suyo, tan vehemente, que ya hemos comentado, y que empezaba:
Yo amo y quiero tanto estos mis Reinos…
En cambio, en las Cortes aragonesas, y concretamente en las de Monzón de 1533, el estilo será directo, lo que hace pensar que fuera el mismo Emperador quien leyera el discurso de apertura:
Referiros particularmente lo que ha sucedido en las cosas que habemos tratado, en que nos ocupamos después que partimos de estos Reinos, parecería cosa muy larga y superflua…
Pese a ello, se referiría a su paso a Italia, a sus entrevistas con el Papa, a la pacificación de Italia y a las paces suscritas con Francia por su tía Margarita y, en fin, a todos los sucesos más destacados de los que él había sido protagonista, como la elección de su hermano Fernando como rey de Romanos, o como la feliz defensa de Viena, nuevamente acosada por el Turco, aquel
enemigo común y perpetuo de la Cristiandad… Sería, en esa referencia a su protagonismo en la defensa de la Cristiandad, donde el discurso carolino tomaría más aliento, llevando a las Cortes toda la carga heroica de aquellas jornadas, en las que había aventurado su persona:
Y para resistir por tierra al Turco junté un grueso ejército de infantería y caballería, que se formó de españoles, alemanes e italianos, el cual marchó a Viena, cerca de la cual hizo alto con sus gentes el enemigo común…
Un enemigo común que, temeroso ante el ejército imperial que se les acercaba, decidió retirarse sin presentar batalla:
… sabiendo que nuestro imperial ejército iba determinado de acometer al suyo, el cual se retiró y puso en vergonzosa huida…[867]
Era contar aquellos sucesos bélicos como si se tratara de un relato de los libros de caballerías, tan en boga entonces por España entera, y a los que era tan aficionado el propio Emperador.
Después de esa crónica imperial, Carlos V indicaría cómo había sido su deseo expreso el poner su Corte en Barcelona, llamando a su lado a la Emperatriz y a sus hijos:
… habemos hecho venir a ellos —los Reinos de la Corona de Aragón— a la serenísima Emperatriz y Reina, nuestra muy cara y muy amada mujer, y a los ilustrísimos Príncipe e Infanta, nuestros hijos…
¿Y con qué propósito? Para avivar el mutuo conocimiento, que también será uno de los principios del gobierno carolino:
… para que los vieseis y ellos tuviesen conocimiento de vosotros…[868]
Tras de lo cual sería fácil razonar cuántos gastos había tenido el Emperador y justificar así la petición de ayuda por parte de los Reinos de la Corona aragonesa.
Y también quería pedir otra cosa el Emperador: que en caso de nueva ausencia suya, la Emperatriz pudiera convocar Cortes, como lo había hecho en 1510 la reina Germana, en vida de Fernando el Católico.
Tras de lo cual vendría la promesa imperial de su buen gobierno y justo trato a sus súbditos:
… en todos los tiempos nos acordaremos para favoreceros y tratar bien las cosas destos Reinos, general y particularmente, como es razón y vosotros merecéis[869].
Y de pronto, la bomba: un correo jadeante da al Emperador la mala nueva. Pues a poco de su partida, el mal de la Emperatriz se había agravado, y los médicos temían por su vida[870]. Con el susto en el cuerpo, Carlos V regresó urgentemente a Barcelona cabalgando noche y día. Y con tanta furia que en menos de dos jornadas salvó la distancia que le separaba de su esposa; aquellos cerca de 250 kilómetros —o si se quiere, en términos de la época, de 40 leguas— que hay entre Monzón y Barcelona. Celeridad increíble para la época, pero que está registrada documentalmente:
junio, 19: S. M. salió en postas para Barcelona donde se hallaba enferma la Emperatriz[871].
junio, 20: En la tarde de este día vino por la posta S. M. el Emperador, acompañado de algunos caballeros, para visitar a la Srma. Emperatriz[872].
Pero, felizmente, la Emperatriz se recuperó. El 2 de julio Carlos V acudiría a la catedral para oír la misa dando gracias por ello, y diez días después regresaría a las Cortes de Monzón[873].
Unas Cortes que se alargarían ya todo el año y que obligaron a permanecer a Carlos V en Monzón hasta fines de diciembre, no sin pesadumbre[874].

§. Los problemas de María de Hungría
Como se puede comprender, tantos meses pasados en la villa aragonesa no podían tener a Carlos V descolgado de los problemas internacionales. Particularmente preocuparía a Carlos V la situación del norte, por las noticias que le llegaban de Bruselas y por lo que atañía a Dinamarca.
En efecto, en Bruselas aconteció que su hermana María, con una caída depresiva que hace pensar que no en vano era hija de Juana la Loca, dio en que era incapaz de gobernar: la muerte de su marido —y atención a este hecho, que le ponía en paralelo con su madre— le había debilitado el entendimiento de tal forma, que no le era posible afrontar la carga del gobierno de aquel pueblo.
Era la propia María quien así se expresaba tan afligidamente a Carlos V[875]. El Emperador trataría de animarla. Desde Monzón mantendría una frecuente correspondencia con ella. Ya el mismo 19 de junio (hay que suponer que antes de que llegara la noticia de la gravedad de la Emperatriz) Carlos V le contestaba, y de su propia mano, para consolarla, y para asegurarle que tenía toda su confianza[876].
Pero el estado de salud de María y no solo del cuerpo, se agravó. La información que mandó desde Bruselas uno de los hombres de confianza de la Reina, Antoine de Croy, parece como si describiera un cuadro patológico de los que había sufrido treinta años antes su madre, Juana la Loca: Tampoco María hacía nada por curarse, sin hacer caso de los médicos y sin tomar sus medicinas, cayendo en un estado de postración. Y cada día era peor que el anterior, de forma que Croy temía ya por su vida, pues la Reina no quería vivir:
… de jour à autre on la voit décliner…[877]
La única solución que veía Croy era que Carlos V mandase alguien de calidad a la Reina que la consolase:
Sire —le apremia—, il me semble que V. M. ferait fort bien de la consoler…[878] ¿Se iba a repetir la evolución sufrida por la madre? ¿Estaría Carlos V ante una situación similar que pusiese fuera de juego a su hermana? A buen seguro que al Emperador le vinieron a la imagen las profundas depresiones de la reina Juana, incluso aquellas que había empezado a padecer (¡precisamente en Bruselas!), cuando Carlos andaba por los cinco años. Así que, impresionado por lo que le decían desde la Corte belga, mandó a su hermana un embajador especial, uno de sus íntimos consejeros flamencos, Charles de Poupet, Señor de la Chaulx, su primer sumiller de Corps. Su misión: instar a la reina María para que se pusiera en cura, siguiendo cuidadosamente todas las indicaciones de los médicos. Y haciéndole ver que su curación era deseada fervientemente por el Emperador:
… une des choses de ce monde que singulierement je desire…[879]
Y para no agobiarla, le permitiría que se despreocupase de los asuntos de Estado, dejándolos de momento en manos de sus consejeros[880].
Y el recurso funcionó. Liberada de la presión que había sufrido, María fue recuperándose. Sobre ella habían actuado demasiados contratiempos. A los esfuerzos por mandar a su hermano hombres y dinero en 1532, ayudando a la liberación de Viena, se habían sumado los graves alborotos populares que estallaron en la misma Bruselas en agosto de 1532[881]y las catastróficas lluvias torrenciales que sufrieron los Países Bajos en el mismo año[882].
Otra cuestión preocupaba también a Carlos V sobre la evolución de aquella Europa nórdica: la posibilidad de renovar la amistad con Dinamarca, con lo que ello supondría para el comercio de los Países Bajos en el Báltico. Para tal fin Carlos V pensó que podía jugarse una carta: la candidatura de su sobrina Dorotea, como futura Reina de aquel país[883].
Por lo tanto, no faltaron a Carlos V cuestiones que resolver y asuntos graves que negociar durante su forzosa estancia en Monzón. En aquellos meses tuvo la suerte de ser visitado por la Emperatriz, repuesta ya de su mal, aunque su salud siempre se mostrara frágil. Eso ocurría el 9 de septiembre de 1533[884]. Pero, acaso porque el alojamiento imperial no fuese el adecuado, la Emperatriz salió antes que Carlos V de Monzón, esperándolo en Zaragoza.
Carlos V dejaría Monzón el 30 de diciembre, llegando a Zaragoza el último día del año. Como vemos, sus jornadas de viajero, cuando el destino era encontrarse con la Emperatriz, siempre serían a uña de caballo, pues la distancia entre ambos lugares, y por los malos caminos de entonces, rondaría las 15 leguas[885].

§. La visita a Castilla la Vieja de 1534
Quince días descansaría el Emperador en Zaragoza, para trasladarse después a Toledo, donde permanecería quieto hasta su deseado viaje por Castilla la Vieja y Reino de León.
Era el momento de encontrarse con aquellas tierras de Castilla que, a la postre, le estaban mostrando su fidelidad. El 13 de mayo Carlos V anunciaba su pronta visita a la ciudad de Ávila. De allí iría conociendo a Salamanca y Zamora, para pasar después a Valladolid y Palencia.
Por lo tanto, las tierras más sacudidas en su día por la furia comunera.
Pero por un momento, vamos a invertir los términos. Vamos a presentar esa gira carolina por la meseta norte no bajo la óptica imperial, sino bajo la de las ciudades que visita, tomando un modelo precisamente bien comunero: el caso de la ciudad de Zamora.
Sin duda, el gran acontecimiento que vive la ciudad en los años treinta —y acaso en todo el siglo— es la visita de Carlos V. Interesado por ver cómo una ciudad con un pasado tan comunero acogía al Emperador, acudí a su archivo.
¿Con qué me encontré? Y en primer lugar ¿cómo era aquella Zamora, hacia 1530? Según los censos de población que poseemos sobre la Castilla del sigloXVI, Zamora contaba con unos 1.700 vecinos, de los cuales pertenecían al patriciado urbano y a la nobleza (caballeros e hidalgos) en torno a los 80. Eso quiere decir que no llegaba a los 10.000 habitantes, lo que señala un notorio declive desde los tiempos medievales. Pero tenía dos factores a su favor: un cierto poder político, por su representación en las Cortes de Castilla, privilegio solo compartido en la meseta norte por otras ocho ciudades, y el ser sede de un Obispado.
Otra cuestión contaba a su favor: que enseñoreaba un ámbito rural importante; lo que los documentos de la época denominan «la tierra de la ciudad», con más de 10.000 vecinos.
Pues bien: Es esa Zamora, algo decaída sin duda, a la que llega Carlos V en 1534. Una Zamora que estaba recobrando la vida tranquila que la había caracterizado antes de las Comunidades. Pero no del todo. De hecho, la alta nobleza había sacado partido, logrando un mayor protagonismo urbano. Así vemos que el conde de Alba de Aliste, don Diego Enríquez de Guzmán, mantiene su plaza de regidor de la ciudad, y que la influencia del linaje se hace mayor, con otra regiduría hereditaria vinculada a su familia; de forma que en la sesión del Cabildo municipal del día 7 de abril de 1531, sesión a la que asiste el Conde, se presenta una provisión de la Emperatriz en la que se ordenaba que se diera posesión del puesto de regidor a don Enrique Enríquez Guzmán, por renuncia de su padre, don Pedro Enríquez de Guzmán[886].
¿Cuáles eran las relaciones del Cabildo municipal con la otra gran potencia de la ciudad, el Obispo? Esta es una cuestión que, pese a su notorio interés, suele omitirse en los estudios de las ciudades en el Antiguo Régimen. Para el caso del obispo de Zamora hemos de tener en cuenta que seguía pesando en los años treinta el recuerdo de la fuerte personalidad del obispo Acuña, el Obispo comunero[887]. Quizá por ello, y para atraerse la voluntad de sus fieles, el nuevo Obispo que rige la diócesis de Zamora en 1531, va a tomar una decisión verdaderamente insólita: nada menos que la de hacerse cargo de los pechos que había de pagar la ciudad al Rey. Tal será la generosa medida que toma el prelado don Francisco de Mendoza, con el consiguiente júbilo de los zamoranos. El Ayuntamiento lo celebraría con las típicas «alegrías» de la época, consistentes en luminarias nocturnas por calles y plazas, gastándose 4.600 maravedíes en cera:
la noche de las alegrías —reza el acta capitular— que se hizieron esta Çibdad, por la merçed de que el señor Obispo de Zamora fizo a los buenos honbres çibdadanos desta Çibdad de los pechos que han de pagar de aquí adelante, para los pagar por ellos…[888]
Parece claro que aquella generosidad era inusitada. Quizá el Obispo, a fin de cuentas un Mendoza, se podía permitir tamaño gesto, gracias a su fortuna personal, pues por lo demás, la mitra zamorana no era de las más ricas de España, pues se le calculaban tan solo unas rentas entre 15.000 y 20.000 ducados anuales[889].
Pero el gran acontecimiento que vive la ciudad en los años treinta es evidentemente, la visita del Emperador. Inexplicablemente Fernández Duro, generalmente tan bien informado, la coloca en 1522, a raíz del regreso de Carlos V de su coronación imperial en Alemania, y a poco, por tanto, de la derrota de las Comunidades[890]. Evidentemente, no fue entonces cuando el César se dedicó a recorrer las principales ciudades meseteñas, sino doce años más tarde. En 1522 aún estaba muy reciente el espinoso conflicto comunero y las tensiones aún eran muy fuertes. Ese año estaba marcado en Castilla por el signo de la represión contra los que habían inquietado el Reino. En cambio, en 1534 Carlos V puede considerar que su prestigio está sólidamente consolidado: se ha expulsado a los franceses de Navarra, se ha recuperado Fuenterrabía, se ha mantenido el sur de Italia bajo el predominio español y los éxitos en el exterior han sido continuos, recordando incluso la serie de triunfos ininterrumpidos de la época de los Reyes Católicos: La Bicoca, Pavía, Roma y Viena eran ya otros tantos nombres gloriosos en donde las armas imperiales habían vencido al rey de Francia, al Papa y al Turco. Por otra parte, por esas fechas Carlos V está pensado en lanzar una ofensiva contra Argel y le hacía falta contar con el apoyo de sus pueblos de la Corona de Castilla.
Aunque la visita de Carlos V no se produce hasta bien entrado el mes de junio de 1534, algo se debe saber bastante antes, pues ya en el mes de febrero el Concejo toma medidas de seguridad, sin duda porque, ayer como hoy, las visitas de los Jefes de Estado traen consigo, de inmediato, la exigencia de un mayor control del orden. Y así, en el acta del día 16 de febrero puede leerse:
Acordaron que Holmedo entiende en ber los pobres y bagamundos y mochachos que stán sin amos y ladronçillos…[891]
Esa referencia a «los mochachos que stán sin amos» parece sacada del Lazarillo. («Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un buen amo a quien sirvas»); pero no es esa referencia la que llama la atención, ni tampoco la preocupación por la recogida de pobres y vagabundos, que venía a ser una constante del tiempo. No. Lo que me llama la atención es esa alusión a «los ladroncillos». ¿No está anunciando que se quieren evitar sorpresas, de cara a la visita de la Corte?
Dos meses después, posiblemente porque el viaje del Emperador sufre un aplazamiento, la ciudad quiere salir de dudas, escribiendo nada menos que a Francisco de los Cobos, el todopoderoso ministro de Carlos V, y al zamorano Francisco de Ledesma, que ya estaba en la Corte:
…para que hagan saber a esta ciudad quándo ha de ser la venida del Emperador…[892]
Y siguen los preparativos. Se empieza a tratar sobre «los toros que son menester», pues estaba claro que la visita imperial suponía una gran fiesta y que no podía haber fiesta sin toros[893]. Se piensa en adecentar la ciudad, derribando los muchos saledizos que tenía la Rúa «desde la entrada de la puente»[894]. Y se ordena algo similar en el mismo puente, donde había una especie de castillete o baluarte, medio en ruinas[895]. Y como la visita de la Corte obligaba a puntualizar no pocas cosas (en especial, los alojamientos de los cortesanos), se envía como mensajero al hidalgo Juan Osorio, «para queluego(esto es, pronto) vaya con cierto despacho a Su Mag. sobre su venida a esta Çibdad»[896].
Por supuesto, si el orden había que controlarlo, la limpieza había que extremarla. Puede decirse que Zamora se pone en estado de revista, allanándose las calzadas y limpiándose las calles principales[897]. Se toman medidas para asegurar el incremento extraordinario del abastecimiento que iba a precisarse en pan, vino, carnes, caza «y otras provisiones»[898]. Y Zamora se engalana, con los correspondientes arcos triunfales[899]. A mediados de mayo se acuerda la compra de toros «para el recibimiento de Su Mag.»[900]. Pero de pronto alguien dice que eso no basta y que Carlos V está acostumbrado a festejos más refinados. Estaba bien que hubiera toros, pero no podían olvidarse otros entretenimientos tan propios de la Corte, como los juegos de cañas. Lo cual complicaba sobremanera las cosas, porque los caballeros zamoranos que participaran en ellos tenían que ir decorosamente vestidos, lo que en muchos casos parecía que estaba por encima de sus posibilidades económicas. De pronto, muchos regidores encuentran que en aquello iba el todo del prestigio de la ciudad, que estaba en juego «la honra» de Zamora. Con lo cual ya se había pronunciado la palabra clave, que tan en vilo tenía a los hombres del Quinientos:
Acordaron e mandaron los dichos señores Justicia e regidores —se lee en el acta 15 de mayo— que para la venida de Su Mag. e honra de la Çibdad se den, para el recoçijo, treinta libreas, e se den a treinta caballeros, para que regocijen la fiesta, e para la manera que han de ser, con tanto que sean de los colores de Su Mag.[901].
Con lo cual Zamora tiene que meterse en gastos no pequeños, incluso endeudándose, dado el alto costo de las suntuosas telas que pedían aquellas libreas cortesanas: terciopelo carmesí, paños de brocado, damasco blanco. Eso produce un fuerte debate en el seno del Concejo. Curiosamente serían los regidores del linaje de los Enríquez, encabezados por el mismo conde de Alba de Aliste, los que se opondrían, dando lugar a un conflicto que saltaría a la misma Corte imperial:
El ylustrísimo señor conde de Alba —señala el acta del 18 de mayo— contradixo que no se sacasen para el vestir de los regidores terciopelo carmesí porque es muy costoso e la Çibdad está pobre, e dello recibiría mucho perjuicio…, e ansí lo requirió al señor Corregidor lo probea e mande e no consienta se saque de otra manera, sino que protestaba de se quexar dél a Su Mag[902].
De esa opinión era también don Pedro Enríquez de Guzmán, razonando que si la ciudad estaba pobre y se metía en gastos el Rey se daría por deservido. Y como el Regimiento no atendiese a esas razones, antes bien mandaron dos regidores a Valladolid y a Medina del Campo para comprar los paños de brocado y el terciopelo carmesí anhelados, los Enríquez llevaron su queja a la misma Corte, encontrando un eco favorable en Carlos V, como se puede comprobar a través de la documentación que custodia el Archivo de Simancas, en su sección del Sello.
Era una instrucción general dada por el Emperador a todas las ciudades que iba a visitar, para evitar gastos inútiles cuando los tiempos que corrían distaban de ser buenos[903]. Pero era algo difícil de evitar, porque ¿cómo resistirse a tirar la casa por la ventana, como suele decirse, ante la próxima llegada del César? De hecho, siguieron los preparativos en Zamora para la entrada triunfal de Carlos V. Como su entrada había de ser por el puente románico, dado que venía de Salamanca, no solo lo desembarazaron, sino que aprestaron barcas de particulares para que fuese más lucida la acogida.
Y no solo eso. Vamos a asistir, además, a un curioso intento de resaltar el folklore zamorano, en los trajes de las mujeres de la región, ya fuesen de la Tierra del Pan, de la Tierra del Vino o de la comarca de Sayago. Estaba bien que los regidores vistiesen a la moda cortesana, pero las lugareñas debían dar la nota de sus galas tradicionales, anunciándose premios para las que más galanas se presentasen:
Acordaron e mandaron que a la más galana muger o moça que biniere a las fiestas del Emperador les den cuatro baras de grana de Toledo, ansí la que biniere del partido de Tierra del Vino, y otro tanto a la que fuere de Tierra del Pan o Tierra de Sayago, que les dé otras quatro baras…[904]
En conjunto, se aprecia una febril actividad en Zamora. Puede decirse que a partir del 8 de junio el Cabildo municipal está reunido en sesión permanente[905]. Y cuando se teme que los preparativos no estén a punto, las medidas del mayor rigor se disparan.
Se ordena la compra de pólvora[906]. Se alzan los arcos de triunfo previstos, a la entrada de la ciudad[907]. Se requisa toda la madera de pino y de álamo para levantar los tablados desde los que el Emperador había de presenciar los festejos[908]. Se hacen obras en la alcazaba, sin duda para aposentar más dignamente al Emperador o al Consejo Real[909]. Y, sobre todo, sabiéndose que Carlos V quería visitar el sepulcro de san Ildefonso, se ordena su limpieza[910].
El viaje del Emperador, arrastrando a buena parte de la Corte (el resto permanecía con la Emperatriz y con el Príncipe y las infantas, pues la familia imperial no solía acompañar al César en sus continuas idas y venidas por España) obligaba a una técnica peculiar, para afrontar el problema de los alojamientos. Que de repente se descolgaran sobre una pequeña ciudad —y no digamos sobre los modestos lugares en que a veces había que hacer un alto en el camino— la comitiva imperial, con su aparato burocrático y sus cientos de personajes, era algo que provocaba un agudo problema de difícil solución. Para afrontarlo, con las menores quejas posibles del vecindario afectado, existía una antigua institución: el cuerpo de aposentadores regios. Sus representantes llegan a Zamora el 16 de junio, siete días antes que el Emperador, y el mismo en el que Carlos V hacía su entrada en Salamanca[911].
Carlos V venía de Toledo, donde había pasado aquel invierno. Entrando en Castilla la Vieja por Ávila, le vemos el 12 de junio en Paradinas de San Juan. El 16 está ya en Salamanca, donde permanece una semana. El 22 de junio sale de Salamanca, camino ya de Zamora, pernoctando a mitad de camino en el convento de Bernardos de Valparaíso. El 23 entra en Zamora, donde estará cuatro días (hasta el 26 de junio). De allí saldría para Valladolid, pasando por Toro y, dato curioso, por Villalar. Todo ello conforme a su política de conocer a sus súbditos y de ser conocido por ellos, que practicaría a lo largo de todo su reinado, y que le llevaría a sus continuos viajes por todos sus reinos.
Fue precisamente en Zamora cuando Carlos V terció en un conflicto surgido en el Estudio de Salamanca, donde un Profesor ciego muy popular, el maestro Hernando de la Torre, estaba siendo postergado por otro Profesor de gran influencia: el comendador Hernán Núñez.
Sin duda, Carlos V había tenido noticia, durante su reciente visita a Salamanca, un conocimiento de las camarillas del Estudio y de sus antagonismos, empezando por los existentes entre sus dos cabezas: el Rector (que lo era entonces don Diego de Córdoba) y el Maestrescuela, don Juan Quiñones. Incluso hubo disputa por quién había de hacer el discurso de bienvenida al César[912]. Por otra parte, Carlos V hizo una visita detenida al Estudio, y no meramente formularia, pasándose toda una mañana yendo de un aula a otra, para escuchar a los distintos catedráticos, entre las 10 y las 2[913].
Pero sería desde Zamora donde Carlos V trataría de proteger al maestro ciego Hernando de la Torre. El hecho está consignado en el fidedigno Registro del Sello, del Archivo de Simancas, y es un documento digno de conocerse, tanto por lo que nos revela sobre la Universidad de Salamanca como por lo que nos viene a corroborar en cuanto al sentido ético del Emperador:
Don Carlos, etc. A vos, el Maestrescuela de la Vniversidad del Estudio de la çibdad de Salamanca, salud e gracia: Sepades que el maestro Hernando de la Torre, ciego catedrático de prima en la dicha Universidad, nos hizo relación que siendo como es çiego de anbos ojos, lee y enseña en el dicho Estudio en la Facultad de Gramática, Poesía y Oratoria, con más concurso e fruto de oyentes que hasta agora se ha visto. E como quiera que por esta cavsa llevó la cátedra de prima, por votos de los oyentes, e que según derecho e constituçiones dese Estudio, se le debe el grado de magisterio, pues tiene avilidad y suficiençia para leer y regir la dicha cátedra, aunque no tiene vista corporal, y que vos no le quereys admitir al esamen, diziendo que es ciego e ansy lo haveis pronunciado. Lo qual diz que havéis hecho a ynstancia del comendador Hernán Núñez, que enseña en la mesma Facultad y le tiene odio porque le llevó la dicha cátedra; de la qual dicha sentencia él tiene apelado. Por ende, que nos suplicaba e pedía por merced vos mandásemos que le admitiésedes al esamen, y siendo él ábil e sufiçiente, le diéredes el grado de magisterio, o que sobre ello proveiésemos como la nuestra merced fuese. Lo qual, visto por los del nuestro Consejo, fue acordado que devíamos mandar dar esta nuestra carta para vos en la dicha razón, e Nos tubímoslo por bien, porque vos mandamos que dentro de quinze días primeros siguientes, después que con esta nuestra carta fuéredes requerido, enbiéys el proceso que sobre lo susodicho havéis hecho, al nuestro Consejo, para que en él se vea e provea lo que es en justiçia. E no fagades ende al. Dada en la cibdad de Çamora, a veynte e cinco días del mes de junio de mill e quinientos y treynta y quatro años. El licenciado Aguirre, dotor Guevara, Acuña Licenciatus, el dotor Montoya, el Licenciado Leguízano. Castillo». (Rubricado)[914]
Por lo tanto, Carlos V trató de poner freno, desde Zamora, a los atropellos que en el Estudio salmantino estaba sufriendo un profesor venerable, el maestro ciego Hernando de la Torre; el cual, pese a su incapacidad física, era capaz de atraer a numerosos alumnos a su clase de Poesía y Oratoria. Entiendo que es un notable gesto del gobierno imperial que bien puede salvarse del olvido.
Camino de Valladolid, habiendo salido de Zamora el 26 de junio, y tras reposar dos días en Toro, Carlos pasaría por Villalar[915]. ¡Cómo no detenerse a contemplar el escenario de aquella batalla que le había hecho vencedor de las peligrosas Comunidades castellanas! Y no es difícil imaginar al César, silencioso ante aquella explanada, con los grises cerros testigos que la enmarcan.
En aquel viaje, dos lugares serían los preferidos por el César: Valladolid y Palencia. Su estancia en Valladolid duraría casi un mes. Más larga fue la de Palencia, donde Carlos V pasaría prácticamente todo el verano, entre el 27 de julio y el 5 de octubre[916]. De Palencia saldría ya para Castilla la Nueva, donde tenía convocadas Cortes en Madrid.
Esa fue la notable visita de Carlos V a Castilla la Vieja y León realizada en 1534.
Pero antes de cerrar este apartado debiéramos formularnos dos preguntas. La primera, en torno a doña Juana, la pobre Reina reclusa en Tordesillas. La segunda, en cuanto al objetivo buscado por Carlos V con su peregrinar por aquellas tierras castellanas.
Y en cuanto a doña Juana, porque sorprende que el Emperador no acudiera a ver a su madre, pasando por las cercanías de Tordesillas. En cambio, cuando abandonó Valladolid, no fue directamente a Palencia sino que se desvió hacia el sur, para pasar dos días en una pequeña villa, de nombre Mojados[917]. ¿Por qué ese interés? El cronista Pedro Girón nos dará la respuesta:
Otro día siguiente, que fue día de San Pedro, vino [Carlos V] a Mojados a ver a la Reina, su madre.[918]
En cuanto a su marcha de Valladolid, para poner su Corte en Palencia el resto del verano, también Girón nos lo aclara: porque habían surgido brotes de peste en la villa del Pisuerga[919]. Y esa puede ser también la explicación de porqué doña Juana había dejado su encierro habitual de Tordesillas.
Por último, el objetivo: Carlos V quiere algo más que ver y ser visto por sus súbditos castellanos. Tiene que pedirles un nuevo esfuerzo, aunque conozca que están ya muy alcanzados. Y eso ha de conseguirse en las próximas Cortes, donde aquellas tierras tenían la mitad de los votos.
De forma que, a la postre, nos encontramos con una especie de gira electoralista, de todo un Emperador que trata de ganarse la voluntad de sus súbditos.
Y eso es con lo que nos sorprende Carlos V una y otra vez: él, a quien llamamos el último cruzado, puede ofrecernos también ese tono de modernidad, como si estuviera próximo a nosotros, a nuestros afanes y a nuestros planteamientos.
Bien es cierto que algo le apremiaba. Porque de pronto, el correo le trajo una muy mala nueva: Barbarroja se había apoderado de Túnez y sus naves asolaban el mediodía de Italia.
Por si fuera poco, sufre por entonces Carlos V otra desgracia familiar, pues la Emperatriz, que llevaba con dificultad un nuevo embarazo, acabaría pariendo un hijo muerto; acaso por su débil constitución, dañada aún más con el traqueteo de tantos viajes como sufría aquella Corte nómada, acaso por el sobresalto de la Emperatriz ante la noticia de que la peste hacía estragos en Valladolid, acaso porque tuviera un traspié y una desafortunada caída en el mismo palacio, cuando acudía a ver a su hijo el Príncipe[920].

Capítulo 5
El último cruzado: Túnez

§. La situación en el Mediterráneo
El brillante despliegue de la Monarquía Católica por el norte de África, desde Orán hasta Trípoli, llevado a cabo en los últimos años del reinado de Fernando el Católico, había tenido un parón en 1516 cuando la muerte del Rey había sido aprovechada por un enérgico corsario musulmán para hacerse con Argel; su nombre, Khair-ed-Din, Barbarroja. A partir de ese momento las incursiones de las naves argelinas en las costas hispanas menudearon, con la creciente alarma en la población, pues esas incursiones no se traducían solo en saqueos y devastaciones, sino también en el cautiverio de hombres, mujeres y niños. A partir de esas fechas, el cautivo se convierte en uno de los personajes más desventurados de aquella sociedad. Y todos los esfuerzos por acabar con Argel se mostraron impotentes, desde el fracaso de la expedición mandada por don Hugo de Moncada en 1518.
Estando Carlos V en Barcelona en 1519, las naves argelinas llevaron su audacia a presentarse ante las costas catalanas, lo que decidió a Carlos V a ordenar una operación de castigo, encomendada también a Moncada, y que se dirigió a las Djelbes, sin demasiados resultados prácticos. La larga estancia del Emperador en España, entre 1522 y 1529, dio mayor confianza a la Monarquía en cuanto a ese forcejeo que mantenía con el mundo musulmán norteafricano. Pero el paso del César a Italia en 1529 se reflejó de inmediato en una mayor agresividad de las naos argelinas. Buena prueba sería el desastre de Portuondo, con parte de las galeras que habían llevado a Carlos V a Italia, sorprendidas y tomadas por Cachidiablo, cuando regresaban a España. Por entonces, se perdía también el Peñón de Argel, con lo que la fuerza de Barbarroja se hacía más temible.
Ya hemos visto cómo a lo largo de aquellos años una de las peticiones más fervientes de la Emperatriz al César sería que, como complemento a su lucha contra el Turco, decidiese la campaña de Argel; sin embargo, Carlos V en 1532 (y sin duda, para forzar más al Turco a replegarse ante Viena) había ordenado que la marina imperial atacase en el Mediterráneo oriental, lo que había traído consigo la toma de Corón y Patrás y el establecer un presidio militar en Corón, con un tercio viejo.
De ese modo, la empresa de Argel quedaba nuevamente aplazada. La Emperatriz Isabel había sugerido que la misma gran armada imperial que había de proteger en 1533 el paso de Carlos V de Génova a Barcelona, podía afrontar a continuación la toma de Argel, pero no fue escuchada.
Y a poco, en 1534 dos sucesos volvieron a poner de relieve que la situación no era buena. Pues la guarnición de Corón tuvo que abandonar aquella plaza, que ya en 1533 había sufrido un duro embate turco, mientras que Barbarroja, después de una audaz incursión en las costas del sur de Italia, se había apoderado de Túnez, cuyo rey, Muley Hassan, era feudatario de Carlos V. Eso ocurría el 2 de agosto de 1534.
Para entonces, ya Barbarroja era Almirante de la armada turca, con lo que su amenaza era aún mayor que antes.
A Carlos V le llegaron aquellas malas nuevas cuando estaba en Palencia. Que Barbarroja se hubiera atrevido al asalto de la villa napolitana de Fondi, arrasándola y haciendo cautivos a sus habitantes, le afectó vivamente:

… lo qual lo habemos sentido mucho, y especialmente los cristianos que llevó cautivos…[921]
Que Túnez hubiera caído en manos de Barbarroja agravaba todavía más la situación.
Barbarroja ya no era un mero corsario, el dueño de Argel, sino el Almirante de la flota turca en el Mediterráneo. Con lo cual, todo el poderío de la Monarquía Católica en el sur de Italia quedaba amenazado.
Era demasiado. Carlos V ordenaría de inmediato, una movilización general, para que todas las costas estuviesen apercibidas[922].
Pero había que hacer algo más. Algo que fuese la réplica adecuada a tamaña provocación.
Estaba en germen la campaña personal de Carlos V contra Barbarroja, en su nuevo nido de Túnez. Dado que era el Almirante de la flota turca, aquella empresa era propia de su prestigio. Y para ir canalizándola, convoca al punto las Cortes castellanas.

Las cortes de Madrid de 1534
Las Cortes de Castilla celebradas en Madrid en 1534 eran las primeras que convocaba Carlos V después de su jornada de Viena. Por lo tanto, y como era habitual, los procuradores pudieron oír el discurso de la Corona con todas las particularidades de la gesta imperial: su coronación en Bolonia, su pacificación de Italia, sus esfuerzos por conseguir que el Papa convocase un Concilio general de la Iglesia, su paso al Imperio, con las sucesivas Dietas de Augsburgo y de Ratisbona, sus negociaciones con los Príncipes alemanes para llegar a un entendimiento en las cosas de la fe, y finalmente, y sobre todo, la victoria habida sobre el Turco, tanto por mar[923] como por tierra:
… y lo que en lo último de su jornada hizo en hacer retirar y huir al Turco, enemigo común y perpetuo de nuestra santa fe católica y de la república cristiana…[924]
Es cuando se resalta lo que era algo notorio en la época: que en el ejército imperial la participación española no era grande, aunque sí lo fuera por la calidad de aquellos tercios viejos. De ese modo, en aquella victoria la gloria para España no había sido poca
porque aunque el número de la gente de los ejércitos que S. M. juntó para resistir y ofender al dicho enemigo, como se hizo, fuese grande, la que tenía de la nación española daba mucha reputación y ánimo a toda la demás y ponía temor a los enemigos, y fue de las primeras en seguir y alcanzar los que de ellos fueron muertos, desbaratados y perdidos por tierra…[925]
Y es notable cosa que cuando de tal modo se expresa el discurso imperial ante Castilla se hable de la nación española. Esto es, de puertas adentro podía haber muchas diferencias entre Aragón y Castilla; pero de cara al exterior, lo que contaba era el todo: la nación española.
A través de ese discurso podemos colegir lo que había pasado en las Cortes aragonesas de Monzón, pues el César aludirá a cómo se habían asentado bien las cosas de la Justicia, pero silenciará su fracaso en cuanto a la obtención de unos servicios, que sería precisamente lo que pediría a los más sacrificados súbditos de Castilla.
Bien es cierto que en aquel otoño Carlos ya podía informar de la nueva amenaza turca, con la terrible incursión de Barbarroja por el reino de Nápoles y con la toma de Túnez
el cual dicho Reino es muy cercano y vecino a los nuestros Reinos de Sicilia y Nápoles, y desde allí podría hacer mucho daño en ellos…
Pero no solo en Italia. Carlos V es consciente del agravio que se hacía a España volcando todos sus esfuerzos en empresas lejanas, dejando al descubierto la seguridad de las costas hispanas; de forma que haría hincapié, con habilidad, que tanto poderío de Barbarroja también era un peligro para los Reinos hispanos:
… y en las islas de Cerdeña, Mallorca, Ibiza y en las costas de Cataluña y Valencia[926].
Aquello era puramente la Corona de Aragón; por lo tanto, se viene a declarar la primacía de Castilla, y que también debía afrontar ese peligro como propio.
Fue el momento de hacer público parte de su proyecto: el formar una armada tan fuerte que pudiera medirse con la de Barbarroja y destruirla:
Su Mag. ha determinado de hacer una armada gruesa de muchas galeras…, de manera que sea tan poderosa o más que la de los enemigos, para que se pueda ir a buscar aquella y, con ayuda de Nuestro Señor, romperla y deshacerla, o echarla de los mares de sus Reinos y de la Cristiandad para que queden libres y limpios…[927]
Lo que no desvelaría aún Carlos V era la otra parte de su proyecto, porque sabía que no sería bien visto por aquellos procuradores castellanos: que él mismo quería ponerse al frente de aquella cruzada.
Lo que sí les haría saber era que tamaña empresa requería mucho dinero, de forma que para eso les llamaba: para obtener de Castilla un buen servicio. Y las Cortes, bien gobernadas por Tavera y Cobos, acordaron una ayuda no pequeña: un servicio extraordinario de 200.000 ducados[928].
Carlos V trató también de movilizar, para aquel fin, los hombres y los recursos de las Órdenes Militares. La de Santiago fue convocada a Capítulo en la iglesia de san Jerónimo. Pero el César no encontró el apoyo deseado. De hecho, sus consejeros castellanos más inmediatos, como Tavera y Cobos, se mostrarían reacios.
Afortunadamente para Carlos V una de las cuestiones previas, conseguir dinero bastante para financiar la empresa, le vino facilitada súbitamente, y de forma maravillosa.
Pues de pronto, las naves de Indias vendrían cargadas como nunca de oro y de plata.
Era cuando se daba cima a la conquista del Perú, con sus fabulosos tesoros, muy por encima de lo que habían supuesto los conseguidos por Hernán Cortés en México.
De pronto, en España solo se hablaba de Pizarro y de sus hazañas.

§. El oro del Perú
Así nos lo refiere el cronista Alonso de Santa Cruz:
En este año vinieron de la provincia del Perú, en las Indias Occidentales, muchas naos, y vino en ellas mucho oro y plata, así de Su Majestad como de particulares conquistadores que se habían hallado en la conquista de aquella tierra…, y el emperador mandó tornar a volver a Hernando Pizarro al Perú…, y la ida de Hernando Pizarro fue para recoger del gobernador y de Diego de Almagro…, y de personas particulares españoles y de indios, como por vía de empréstito, todo el más oro y plata que pudiese, y Su Majestad mandó labrar en Sevilla mucha moneda de reales y ducados con las armas acostumbradas que se solían poner en tiempo del rey don Fernando[929].
No olvidemos que en 1533 Pizarro se había apoderado del fabuloso tesoro de los incas y que aquel mismo año de 1534 le había mandado a Carlos V, por su hermano Hernando, la parte que correspondía a la Corona. Aquello fue de un efecto deslumbrante.
A partir de entonces se iban a incrementar de forma notable los envíos de oro y plata de las Indias a España. Para el período 1531-1535, las cantidades recibidas fueron de 1.650.230 pesos (y recuérdese que un peso equivalía a 450 maravedíes), y para los cinco años siguientes, de cerca de cuatro millones de pesos (exactamente, 3.937.892 registrados en Sevilla)[930]. Esto hace una media anual de 300 millones de maravedíes a partir de 1535. Buen momento, que traía consigo la consiguiente euforia en la sociedad hispana. Y el primero en verse afectado por esa corriente optimista era el propio Emperador. Por primera vez parecía que había dinero, y dinero en abundancia, para hacer frente a todas las necesidades y para acometer alguna gran empresa: he ahí uno de los fundamentos de la costosa campaña de Túnez. Los ingresos de Indias pertenecientes a la Corona, el fuerte préstamo recibido de los particulares, que Keniston hace subir a la cifra de 800.000 ducados, el servicio votado por las Cortes de 200.000 ducados, las fuertes cantidades aportadas por el clero y las Órdenes Militares —en particular, la de Santiago—, así como por la Mesta, y el impuesto sobre la seda de Granada; todo hacía un conjunto verdaderamente excepcional para la época, no muy lejos de los dos millones de ducados[931].
El señor de las Indias, era el señor también de sus tesoros. Se hacía buena aquella especie de profecía, cuando el obispo Mota había proclamado ante las Cortes de Castilla que Dios, además de haberle hecho rey de tantos Reinos y Emperador de la Cristiandad, le había dado
otro nuevo mundo de oro hecho para él.
Y era tanto el oro, que Carlos V ordenó a todos sus monederos que acudiesen a Barcelona, donde se había llevado y donde se estaba aparejando la armada imperial, para que lo convirtiesen en escudos[932]. Y acaso por primera vez podía decir a su hermana María que el dinero no le faltaba.[933]

§. El proyecto secreto de Carlos V
El hecho de que Barbarroja se hubiera convertido en Almirante del Turco animó a Carlos V a dirigir en persona la campaña para recuperar Túnez, librando de este modo a Italia de tan peligroso vecino, y así lo proclamaría desde Madrid, antes de su partida:
Considerando la importancia desta empresa —señala el escrito imperial— y lo que en ella va a toda la Cristiandad y principalmente a nuestros reinos y estados, autoridad y reputación, aunque por el gran amor que tenemos a estos dichos nuestros reinos y a los naturales dellos, por su grandeza, nobleza y fidelidad y por el entrañable amor que nos tienen, sienta la soledad, que es razón, de partirnos dellos, he determinado de ir a la ciudad de Barcelona, así para acabar de expedir y poner en orden la dicha armada, como para darla favor y esforzarla y estar más cerca y poder mejor mirar, proveer y hacer desde allí, según las empresas que los enemigos querrán y podrían hacer, lo que conviniere al bien, defensión, seguridad y reposo de nuestros reinos y de la Cristiandad, y para obviar a los inconvenientes y daños que de otra manera podrían subceder, y deenbarcarme si viere ser necesario, para estos efectos u otros que se podrían ofrescer[934].
Por lo tanto, cuando apenas si llevaba dos años en España, el César se disponía de nuevo a otra gran empresa; grande, costosa y peligrosa. Cómo lo tomaría la Emperatriz, no hay que decirlo. Carlos V le prometería su pronto regreso, nada más concluir aquella campaña, y por sus disculpas al no cumplir lo prometido nos podemos imaginar el resto[935].
Tampoco le secundaban sus consejeros, en especial Tavera y Cobos, sin lograr disuadirle. Conforme a su modo de ser, Carlos V los convocó, no para pedirles consejo, sino para mostrarles ya su decisión, pues acometer personalmente aquella guerra era su deber:
… hizo una gran habla, diciéndoles las cosas tan justas que le movían a querer pasar a África…[936]
Aquellos consejeros no se lo podían creer. ¡Otra vez ponerse en camino! ¡Otra vez dejar España! Trataron de quitarle aquella idea de la cabeza, pero en vano[937]. Quien más lo intentó fue el cardenal Tavera, en un largo memorial en el que presentaba al César todas las dificultades de aquella guerra, a la que en todo caso bien podía mandar a sus capitanes, sin exponer su persona; aparte de que conquistar un reino tan lejano era empresa inútil, pues aunque se consiguiese la victoria, no sería posible mantenerla. Y, sobre todo, el riesgo de su vida, con lo que se vendría encima en caso de que ocurriese lo peor:
… mire lo que pende de su persona —le insistía Tavera— y cuáles dexaría estos Reinos si, por nuestros pecados, le acaesciese algún desastre, lo que Dios no permita…
Claro que no era fácil disuadir al César con la imagen de los peligros que afrontaba; eso, al contrario, era como un acicate para su espíritu caballeresco. Por eso Tavera emplearía otro argumento más poderoso: cuán niño era todavía el Príncipe que dejaba tras de sí:
… e ya que no se mueva por sí, con el esfuerzo y animosidad de su corazón real, acuérdese que dexa a su hijo niño…[938]
Curiosamente para un hombre tan transparente, en aquella ocasión Carlos V inició sus preparativos tan en secreto que su decisión de acaudillar él mismo la empresa no la comunicó ni siquiera a su mujer. Hasta pocos días antes de su partida de Barcelona no le anuncia Carlos su determinación de embarcarse con la armada que iba contra Túnez, de forma que sale de Madrid el 2 de marzo de 1535 y no se lo dice ya de forma precisa hasta su carta desde Barcelona el 18 de mayo. Acaso el Emperador quiso evitarse los lloros de la Emperatriz, tal como se trasluce en la respuesta de Isabel:
Y pues V.M. ha determinado su pasada en ella[939], aunque tengo la pena y congoxa que puede juzgar…[940]
Así, en las Instrucciones que deja a la Emperatriz, con fecha de 1 de marzo, solo indica su propósito de ir a Barcelona para mejor vigilar la puesta a punto de la armada:
… para darla favor y esforzarla y estar más cerca y poder mejor mirar…
Eso sí, ya se apuntaba algo más, quizás la conveniencia
de embarcarme, si viere ser necesario…[941]
En todo caso, un secreto difícil de guardar, de modo que el astuto embajador de su hermano Fernando, Martín de Salinas, advertía a su señor, una semana antes de que Carlos V dejase Madrid:
Toda esta corte está alborotada y creen y afirman que S. M. quiere pasar en la dicha armada. Yo por conjeturas creo que será verdad…[942]
A su hermana María, que seguía siendo su gran confidente, le daría más detalles: su proyecto era, además de combatir a Barbarroja, visitar sus reinos de Nápoles y Sicilia, para demostrar que quería liberarlos de tan mala vecindad; que no en vano era también el Rey de aquellos Reinos, con los que debía cumplir su deber:
Et la raison veut —añade a su hermana— que pour chacun de mes Royaumes et pays je fasse mon devoir du mieux que en moi est…
Por otra parte, todos sus Reinos debían apoyarse y sostenerse, no vivir aislados:
Tous se doivent aider, les uns et les autres…[943]
Una empresa, por tanto, que era un deber y en la cual tenía que estar asistido por sus demás Reinos y Estados, aunque se hiciera sobre todo por aliviar a Nápoles y Sicilia, librándoles de tan mal enemigo. Pero también una empresa divinal, una guerra santa contra el enemigo de la Cristiandad, puesto que Barbarroja se había convertido en el Almirante del Turco, y de ese modo lo que él amenazaba era como si lo hiciera el mismo Solimán, y sus conquistas, las del terrible señor de Constantinopla.
Y fue con ese sentido de cruzada con el que el César inició sus preparativos. Emisarios imperiales fueron despachados a todas las partes de sus dominios. Se pidió un esfuerzo conjunto. Se presionó sobre los aliados, y la mayoría respondió al llamamiento del Emperador. El Papa, el primero. Paulo III sentía muy vivos los afanes de cruzada contra el infiel. Su ayuda material se tradujo en el envío de seis galeras, y no más por falta no solo de dinero, sino también por escasez de remeros, hasta el punto que fue preciso ordenar a las justicias de los Estados pontificios que los criminales fuesen condenados a galeras[944]. Pero de otro modo, quizá más eficaz, ayudó Paulo III a Carlos V; y fue presionando sobre Francisco I —pues no se le escapaba que estaba preparando su revancha contra el Emperador— para que no rompiese la paz de la Cristiandad.
Cierto que Carlos V buscó de alguna otra forma asegurarse las espaldas contra el posible asalto francés de que le prevenía su consejero Tavera. En primer lugar, envió 120.000 ducados a su hermana María, para que los tuviese a punto para el caso de que los franceses moviesen la guerra en Europa, lo cual hay que poner en el haber del esfuerzo económico desplegado por Castilla. No contento con eso, despachó al conde de Roeulx con la específica misión de concertar la buena voluntad de los príncipes alemanes, de forma que Francisco I tuviera que temer una ofensiva alemana, si llevaba adelante sus planes bélicos. Para ello había que zanjar la penosa cuestión del ducado de Württemberg, en los últimos años ganado y perdido por su hermano Fernando. Era un sacrificio necesario, y esa fue la aportación indirecta de Fernando a la empresa de Túnez, así como sus negociaciones de alianza con la casa ducal de Baviera[945]. Al tiempo, María tenía órdenes de llevar adelante la boda de su sobrina Cristina de Dinamarca con Federico, conde del Palatinado, y de apoyar sus pretensiones al trono danés.
Esto en cuanto al despliegue diplomático. Al mismo tiempo, en las Vascongadas, en Andalucía y en Cataluña se aprestaban buques y provisiones, mientras se procedía a una leva de 8.000 soldados nuevos en el reino de Castilla, y se reclutaban otros 8.000 landsquenetes alemanes. Igual actividad se desplegaba en las posesiones hispanas de Italia: Leyva en el Milanesado y los virreyes de Nápoles y Sicilia recibían orden de preparar bastimentos, naves y soldados. Los tercios viejos que guarnecían Italia, los probados en la lucha contra el turco en la empresa de Corón, se encaminaban hacia los puertos de embarque, al tiempo que miles de soldados italianos se acogían también a las banderas imperiales. Conforme a la costumbre del Emperador, también aquí se perfilaba un ejército multicolor, en el que tenían cabida la mayoría de los pueblos de la Europa occidental: un ejército que venía a ser un trasunto de la vasta monarquía supranacional regida por el César. A lo que hay que añadir las fuerzas incorporadas por los aliados de Carlos V: por el Papa, como hemos visto; por la Orden de San Juan, que con razón miraba la acción sobre Túnez como cosa propia, y que no hacía sino responder a la relación de vasallaje que mantenía con el Emperador, después de que en 1530 le había cedido la isla de Malta y la plaza de Trípoli. Por Portugal, donde el infante Luis, hermano de la Emperatriz, ardía en deseos de cabalgar a la par del Emperador, y donde el rey Juan mandaría a su doble cuñado 22 naves y un grueso galeón formidablemente artillado, especie de acorazado del tiempo. Por ser la empresa que era, no sin cierta ironía, Carlos pidió al rey Francisco I que le secundase con su armada, si bien conocía de antemano que la respuesta había de ser negativa[946].
Al lado de aquel ejército, que podríamos llamar regular —el ejército del rey, pagado por él—, y cuyas cifras pueden valorarse en unos 30.000 hombres (8.000 alemanes, 8.000 italianos y 14.000 españoles, de ellos 4.000 soldados viejos o veteranos), hay que añadir las mesnadas que llevaban los señores de la corte y los aventureros, es decir, los que se alistaban sin paga alguna, por afán de aventura, con la esperanza del botín. De los caballeros de su Corte, Carlos pudo hacer en Barcelona un fructuoso recuento: sobre los 1.500. Se contaban entre ellos los viejos apellidos de la nobleza española, representados por los duques de Alba y de Cardona, los condes de Benavente, Chinchón, Niebla, Buendía, Ribagorza, Luna y Olivares; los marqueses de Aguilar, Mondéjar, Astorga, Lombay, Mostesclaros y Zenete. Allí también acudió don Luis de Ávila y Zúñiga, típico representante del caballero castellano ganado por la gloria de las gestas imperiales. Allí el inmortal Garcilaso. Y el poderoso Francisco de los Cobos, comendador mayor de León, si bien no tanto por su amor a las armas como por mantener bien caliente su privanza. Quizá por la misma razón vemos entre ellos a un sobrino del arzobispo Tavera.
Pero no solo la nobleza española y portuguesa, sino también la flamenca y borgoñona y la italiana acompañó al Emperador. Los cronistas citan los nombres de Nicolás Perrenot de Granvela, Luis de Praet, Nassau, Orange, entre los primeros, y de Doria, Vasto, Finale y Sarno, entre los italianos[947].
El clero también se hallaba representado. A su cargo estaba el hospital de campaña, con 250 camas, incipiente servicio de sanidad militar que aparece ya en la guerra de Granada con los Reyes Católicos. Santa Cruz nos habla de la presencia de los obispos de Mondoñedo y Guadix, y de cuatro capellanes como mayordomos del hospital.
Así, pues, la movilización del Emperador obligaba a una gran movilización general. Incluso del cuerpo diplomático. El nuncio, por supuesto. Pero también los embajadores de las repúblicas y señoríos de Italia, como Venecia, Génova, Florencia, Mantua, Milán y Ferrara, junto con los de los reyes de Francia e Inglaterra.
Y aquí el cronista podría recordar lo que los cronistas de la Reina Isabel solían decir: «Cuanto el Rey Enrique IV, el Rey jugaba a los dados y todos jugábamos. Ahora Isabel, la Reina, estudia y todos estudiamos».
Pues bien, en 1535 Carlos V se calzaba las botas de soldado y todos, mal que bien, se convirtieron en soldados.

§. Atravesando España
Poniendo a Barcelona como el puerto donde debían concentrarse las naves españolas y portuguesas, Carlos V salía de Madrid el 2 de marzo, atravesando media España por la ruta de Zaragoza, donde descansaría cinco días[948]. Había impuesto su decisión, con desigual adhesión del país. Los cortesanos, en su mayoría, con disgusto, deseosos como estaban de algo más de descanso, después de aquellos cuatro años que habían pasado por el norte de Italia y entre Bruselas, Augsburgo y Viena. Ya hemos visto el contrario parecer del cardenal Tavera, por motivos de altas consideraciones políticas. Ciertamente, él no se movería de España. Su puesto era, y seguiría siendo, al lado de la Emperatriz. De forma que si aun así mostraba sus dudas, cuánto más los que tenían que seguir al César.
Ese era el caso del poderoso Cobos. Con gracia, la pluma del embajador Martín de Salinas nos refleja su decaimiento:
… está tan desabrido desta jornada que no sabe donde tiene pies ni cabeza…
Y no era el único caso. Todo lo contrario:
En esta jornada —es el mismo Salinas quien tal escribe— hay pocos que vayan contentos, porque de lo pasado[949] estaban bien cansados y gastados, y bien descuidados de lo que se ofrece…
Por lo tanto, una empresa que les cogía por sorpresa, que les obligaba a ir de cualquier manera[950].
Otro era el sentir del pueblo, si hemos de creer al cronista Sandoval. El entusiasmo de las clases humildes desbordó todos los cálculos.
La orden de Carlos V había sido que la armada andaluza estuviese a punto a fines de enero, para transportar 8.400 soldados[951], cifra que se superó con creces. Solo de la recluta oficial se llegó a los 9.500; pero se enroló también otro verdadero ejército, sin más esperanza de premio que el afán de aventura y, sin duda también, por el olor del posible botín. Eran los «aventureros». De forma que no pocos abandonaron sus oficios para seguir a las banderas imperiales. Es posible que muchos de ellos pensaran que era buen momento de ejercitarse en el servicio de las armas, si querían más tarde convertirse en conquistadores, lo que entonces era el sueño de media España y la envidia de la otra media.
Otra gente sin paga —nos refiere Sandoval—, aventureros, caballeros y gente de bien, fueron más cuatro mil y quinientos, y más setecientos jinetes andaluces; ¿que iban [de] oficiales de diversos oficios, mercaderes, religiosos y clérigos? Venían todos con tanta voluntad y deseo de hallarse en esta jornada, que sin comparación fueran muchos mas si los admitieran, teniendo por santa esta empresa y que se ganaba con ella el cielo[952].
Por lo tanto, dejando aparte la nota religiosa con que termina el cronista, y que responde al indudable aire de cruzada que tenía aquella gesta, lo cierto es que el español medio vivía en un ambiente cargado de aventura que le electrizaba. Los políticos podían considerar harto arriesgada la conquista de Túnez y poco fecunda, los cortesanos mirarla con el fastidio de quien ha de dejar sus comodidades para exponerse a mil rigores y peligros, pero ese mismo riesgo y el aire de grandeza que presidía la gesta atraía a la juventud.
El 3 de abril entraba Carlos V en Barcelona, punto designado para la primera concentración: la de las fuerzas que habían de partir de todos los reinos hispanos, incluidas las de Portugal. Precisamente fue la armada portuguesa la primera en acudir a la cita, y en forma tal, que se echaba de ver que no lo hacía por mero compromiso. El 28 de abril entraban en el puerto de Barcelona 23 carabelas portuguesas, dos naos y un galeón «tan grande, que puso admiración a todos porque traía 36 tiros gruesos por banda, sin otros muchos pequeños de que no se hacía cuenta»[953]. A su frente iba el capitán portugués Antonio de Saldaña, y en sus filas buen número de nobles portugueses, que un testigo de vista —el embajador Salinas— cifraba en 2.000 caballeros[954]. Lo más granado tomó el camino interior, acompañando al infante don Luis, hermano de la Emperatriz, que quiso seguir al César en aquella jornada; acontecimiento que Carlos V recordaría en sus Memorias, con mayor detalle de lo en él habitual, dejando así constancia de lo que le había impresionado el gesto de su cuñado, y de esta forma:
… habiendo entendido el señor Infante don Luis de Portugal, su cuñado, la dicha jornada que quería hacer Su Majestad, y que era contra los infieles, como príncipe cristiano y de gran ánimo se quiso hallar en ella, y así se vino por la posta, con algunas personas principales del reino de Portugal a la misma ciudad de Barcelona donde estaba el Emperador, que fue la segunda vez que se vieron…
Y añade Carlos V, recordando aquel suceso quince años después:
Su Majestad le recibió y trató durante el tiempo de aquella jornada como un hermano debe tratar a otro, y lo mejor que le fue posible[955].
Poco después se acogían al puerto barcelonés las galeras de Andrea Doria, sujetas a la paga imperial que costeaba Castilla: eran 16 galeras, entre ellas la capitana que albergaría al César. No tardaron en hacerlo las 12 galeras de España que mandaba don Álvaro de Bazán, y las velas que había reunido en Málaga el marqués de Mondéjar, procedentes de Andalucía, de Vizcaya y de Flandes: 90 naos, 20 urcas, 20 pinazas y 6 galeones «con mucha artillería».
Y un dato a señalar: sería Milán, con su industria de guerra, la que suministraría las armas ligeras con que se armarían los más de los caballeros. Y de tan lucido ejército, quiso hacer un alarde Carlos V, tan vistoso que sería recogido en los tapices que después rememorarían la gesta. Tras de lo cual vendría el desfile triunfal por Barcelona:
Acabada la muestra —nos cuenta Salinas—, los puso en orden y entró [Carlos V] con ellos en la cibdad, la guarda de pie delante, y los oficiales y caballeriza tras ellos; y luego un estandarte grande y colorado y en él pintado un crucifixo con la divisa de Plus ultra. Fue esta muestra muy lucida…[956]
Con qué expectación acogería Barcelona aquella concentración es fácil de suponer:
Era tanta la gente noble y común —nos cuenta Sandoval—, que no cabían en la ciudad ni se podía andar por las calles; unos, que venían a ver aquella hermosa armada; otros, que querían ir en ella[957].
Fue entonces cuando Carlos V quiso acallar algunas murmuraciones de los grandes, deseosos de saber bien adónde iban, y sobre todo, a quién pondría el Emperador como jefe de tan notable ejército; distinción ansiada por la mayoría de ellos, deseosos de que al menos el riesgo trajera como compensación el prestigio y la gloria. Pero Carlos V, que otra cosa tenía in mente, les salió al paso con una hábil arenga, si hemos de creer al fidedigno cronista Santa Cruz:
El Emperador se puso delante del escuadrón de los grandes y les dijo cómo ellos le habían enviado a decir que les hiciese saber dónde era su voluntad de ir y que aquello les respondía: que no quisiesen saber el secreto de su señor. Y a lo que más querían saber de quién había de ser su capitán general, que él se lo mostraría. Y a la hora mandó desplegar sus banderas y estandartes y les mostró un rico y devoto crucifijo que en él estaba figurado, y les dijo que aquél había de ser su capitán general y que a él —a Carlos V— habían de obedecer por su alférez…[958]
Dando, pues, a la empresa esa profunda nota religiosa, como de cruzada, Carlos V acudió a la Virgen de Montserrat para impetrar su apoyo. Después de lo cual, estaba ya listo para embarcar.
Al romper la mañana del 30 de mayo las trompetas imperiales anunciaron la hora de zarpar:
Era tanta la priesa de los barcos a recoger la gente —nos dice Sandoval— y de la gente a entrar en ellos, que casi no se entendían[959].
Al día siguiente, la flota imperial zarpó de Barcelona, entre músicas y vítores[960]. Era una jornada de pura caballería, era como un lance sacado de aquellos relatos caballerescos, tan del gusto de la época, hechos realidad.
Carlos V, el último cruzado, salía de nuevo en defensa de la Cristiandad amenazada por el Turco. Y la emoción estaba en que todo aquello era incierto y que cualquier cosa, incluso un desastre, podía sobrevenir.
Atrás dejaba una España en suspenso, entre la esperanza y el temor, desde la Emperatriz hasta el último vasallo, con las plegarias propias de una sociedad tan religiosa.
Al fin la Emperatriz, como España entera, se conformaba con la voluntad del Emperador y ya solo pensaba en que, pues era misión santa, empresa en pro de la Cristiandad, el Dios de las batallas velaría por él:
Y aunque por una parte he sentido su partida quanto es razón —escribiría la Emperatriz—, por otra, viendo cuand grandes son sus fines y que van enderezados en servicio de Dios y bien de la Cristiandad, le doy muchas gracias por las que da a V. M. para las emprender…
Y todo ello, acompañados de rezos por toda la ancha España[961].

§. Las fuerzas imperiales
Como tantos otros grandes capitanes de la Historia, Carlos V era consciente de estar protagonizando una gran jornada, digna de ser conmemorada. De ahí que llevara en su cortejo a un notable pintor, el flamenco Juan Vermeyen, con la misión de recoger en una serie de dibujos los principales sucesos de aquella campaña. De allí saldrían los espléndidos tapices que más tarde encargaría María de Hungría a Pannemaker en Bruselas, una serie de los cuales puede admirarse en el Alcázar de Sevilla. Y el primero de ellos ya alumbra nuestro deseo de conocer los efectivos imperiales. Sobre un mapa del Mediterráneo occidental invertido, Vermeyen nos presenta la armada imperial: las naves de Vizcaya y los galeones de Portugal embocando el estrecho de Gibraltar, los navíos surtos en Málaga, la concentración en Barcelona y la postrera cita en Cagliari (Cerdeña) antes del asalto al reino de Túnez. Con lo cual se echa de ver cuán importante era aquella consigna dada por Carlos V, como señor de tantos y tan dispares Reinos: que los unos se ayudasen a los otros. Y de ese modo el puerto sardo, tantas veces olvidado y orillado, adquirió de pronto un gran protagonismo. En él confluyeron las fuerzas que llevaba el Emperador desde Barcelona con las que aportaba el marqués del Vasto desde Italia, entre las que se hallaban los landsquenetes reclutados en Alemania, las levas hechas en Italia, algunas galeras pontificias, otras tres de la Orden de San Juan, y sobre todo, los tercios viejos desplegados en Italia, junto con los veteranos de Corón y Patrás.
El propio Carlos V nos hará su relación:
De manera que son por todas las galeras que aquí se hallan 74, y habrá otras 30 galeotas, bergantines y fustas de remos, y los navíos serán cerca de 300, con las carabelas, galeón y naos del serenísimo rey de Portugal, nuestro hermano, entre los cuales hay 10 ó 12 galeones muy bien armados y artillados, y otras carracas y naos gruesas también en orden…[962]
No cabía duda: Carlos V había sabido aglutinar todas las fuerzas de las dos grandes penínsulas, la ibérica y la italiana. Allí se darían cita los nuevos galeones del Océano con las viejas galeras del Mediterráneo.
Era la Cristiandad latina dispuesta a no ceder más ante el empuje otomano en el mar. Y en cuanto al peligro de su falta de unidad y a los recelos y diferencias entre tan diversas naciones, Carlos V lo salvó ordenando una tregua, pues él tomaría sobre sí «todas las pasiones»[963].
Carlos V había hecho su ruta hacia Cagliari haciendo escala en las islas Baleares. También aquí se mostró importante el hecho de que la Monarquía Católica tuviese tan notable dominio de aquella parte del Mediterráneo occidental. En los primeros días de junio faltó el viento, y la galera capitana tuvo que navegar a fuerza de remos[964], pero el 3 de junio se alcanzaba Alcudia, en la punta Nordeste de Mallorca, y el 5 se entraba en el puerto de Mahón, donde se haría un alto durante una jornada. El 6 se tomaría ya la ruta de Cerdeña, entrando en el hermoso golfo de Cagliari.
¡Cagliari! A 200 kilómetros al sur, en mar abierto, Túnez esperaba a los expedicionarios. Por lo tanto, la guerra, la empresa incierta y difícil, la victoria o la derrota, el triunfo o la propia muerte. Pero también la gloria de combatir contra el infiel por una causa tenida por santa, no contra otros pueblos cristianos, sino en defensa de ellos.
Sin duda, una emoción especial para aquellos cruzados.

§. La toma de La Goleta
El 14 de junio, a primera hora de la mañana, la flota imperial dejaba las aguas de Cagliari, rumbo a las costas tunecinas. Y al día siguiente avistaban ya las tierras africanas.
Era el momento inicial, el de establecer una sólida cabeza de puente que permitiese el desembarco de todo el ejército para la posterior campaña sobre las dos plazas fuertes de La Goleta y de la misma capital tunecina. Se ocupó así, con poca resistencia de Barbarroja —que prefirió una resistencia ulterior en La Goleta—, Puerto Farina, ante las ruinas de Cartago.
¡Cartago! Era como revivir toda la Historia antigua de la gran Roma, como si Carlos V fuera un nuevo Escipión el Africano[965].
La memoria y la gloria de la antigua Roma, por tanto, unida a la heroica acción de un cruzado. Era cierto que también estaba presente aquella desventurada expedición de san Luis IX de Francia, que partiendo precisamente de Cagliari y desembarcando igualmente a la vera de las ruinas de Cartago, había tenido tan mal fin, con muerte del propio Rey.
Pero de eso hacía más de dos siglos y medio. Y Carlos V confiaba en heredar la gloria del romano y esquivar la desventura del francés, de forma que no san Luis sino él, Carlos, se convirtiese en el último cruzado.
El desembarco imperial se llevó a cabo en dos fases, los días 16 y 17 de junio. El primer día saltó a tierra la infantería veterana que, con la ayuda de algunas piezas de artillería de campaña y de caballos ligeros, logró consolidar la cabeza de puente:
Así como iban desembarcando —nos cuenta Sandoval—, se iban apartando y alargando de la marina con buena ordenanza.
Solo hubo combates aislados con las fuerzas de reconocimiento enviadas por Barbarroja para observar la potencia de su enemigo. Ya en aquel día, sin duda deseoso de entrar en combate, desembarcó el propio Emperador, y con él casi toda la nobleza que le acompañaba. Al día siguiente lo hicieron los soldados españoles bisoños, con el resto de la artillería y de la impedimenta. La suerte estaba echada. Para el Emperador, que ya tenía en el ánimo su próxima visita a los reinos de Sicilia y Nápoles, era mucho lo que estaba en juego. Una victoria suponía reforzar las razones morales de su predominio sobre Italia. Podría presentarse como el escudo de aquellas regiones, tan amenazadas por las razzias turcas y de Barbarroja. En cambio, una derrota podía poner en peligro todo su poderío hasta extremos casi irreparables.
Afianzada la cabeza de puente, era importante mantener abierta la comunicación marítima, pues por el mar esperaba el Emperador aprovisionar a su ejército. Ese era uno de los problemas claves, y en el embotellamiento de la flota de Barbarroja en el puerto de La Goleta, logrado por la eficaz vigilancia de Doria, hay que ver una de las razones del triunfo imperial. La armada auxiliar imperial trabajó sin tregua, transportando bastimentos de Sicilia, Nápoles, Cerdeña, e incluso de España. Sin embargo de lo cual, era tal el consumo de aquel ejército, que la escasez hizo su aparición, y con ella un verdadero mercado negro, como nos lo refleja esta descripción de Sandoval:
Llegó a valer una gallina dos ducados, y de ordinario uno; una vaca pequeña, diez; un carnero, flaco y malo, cuatro; pan fresco ninguno, sino que se valían del bizcocho de los navíos; daban tocino y cecina. Hubo día que los huevos se vendieron por un real. De aquí resultaron diversas enfermedades entre los soldados y gente pobre, por las malas comidas y peores aguas que bebían, y del continuo trabajo que sufrían[966].
Por lo tanto, el tiempo apremiaba a Carlos V. Sin embargo, el avance sobre La Goleta desde la cabeza del puente imperial fue lento. Fue, en primer lugar, una guerra del tiempo; así ocurrió que el propio infante se transformó en gastador. Era preciso acercar el campamento imperial a los muros de La Goleta, para preparar el asalto final. En aquella operación se tardó cerca de un mes, período de tiempo en el cual las escaramuzas con los asediados se hicieron cada vez más frecuentes. Se iba endureciendo la guerra, al tiempo que el calor era cada vez más intenso y las necesidades en el campo imperial mayores. Los soldados se abrasaban de día, la sed les aquejaba constantemente, las molestas armaduras se ponían de tal modo calientes, que derretían a los caballeros; por contraste, las noches eran relativamente frías. Comenzó a apuntar la disentería, al tiempo que los numerosos cadáveres insepultos amenazaban con provocar el estallido del más temible enemigo: la peste.
Aquel peligro, tan cierto, obligó al Emperador a una medida extrema: el asalto de la fortaleza enemiga. Y allí entonces se probaría que la presencia del Emperador no era vana, pues para alentar a sus hombres, Carlos V les arengó con encendidas razones,
pidiéndoles que si en las ocasiones pasadas, que habían sido suyas, se habían mostrado valientes, en esta, que era solo de Dios, cuyo alférez él era, se mostrasen valentísimos, donde el morir sería glorioso; que él sería con ellos en los saltos el primero y en los bastiones y baterías delante. Y vuelto a los españoles, dijo que mirasen hoy a su rey peleando contra los enemigos y corsarios de las costas de España, y procurasen con obras cumplir sus obligaciones, satisfaciendo al nombre que entre todas las gentes del mundo tenían. Tales y otras semejantes razones dijo el Emperador a los suyos, con que se encendieron sus ánimos, deseando ya verse en la pelea[967].
Una intervención del Emperador muy propia de su temperamento, que nos corrobora el otro gran cronista suyo, Alonso de Santa Cruz:
… no dejaré de decir aquí —nos cuenta— con cuánta solicitud y cuidado vino el Emperador a ver la orden que tenían los soldados viejos y las que los otros soldados en su ejércitos, animándolos a todos y a cada nación en su lengua, porque todas las sabía muy bien, con tales palabras que a todos ponía muy grande ánimo…[968]
De todas formas, no se trataría de un asalto alocado a las murallas de La Goleta, que tenían fama de inexpugnables, sino que sería precedido de un fuerte ataque artillero, verdaderamente formidable para la época, porque a los cañones de tierra se unieron los de la armada imperial. Durante seis horas, todos los cañones imperiales estuvieron machacando los muros de La Goleta desde tierra, mientras la armada lo hacía por el mar. Fue preciso, para su mayor eficacia, esperar a que mejorase el tiempo y que la mar se hallase tranquila. La armada se situó de manera que pudo bombardear la plaza ininterrumpidamente, relevándose las galeras de ocho en ocho, «y de esta manera jamás dejaron de batir (La Goleta) por mar y por tierra»[969]. Destacó allí, entre todos los buques, el famoso galeón portugués. Cuatro mil disparos se hicieron en seis horas, cifra ridícula para nuestros días, pero grandísima para aquellos tiempos, y desde luego, la suficiente para cubrir su objetivo militar: abrir brecha en las murallas de la fortaleza y abatir el torreón.
Era el momento del asalto, en el que los españoles más que ningunos otros ansiaban distinguirse a los ojos del Emperador. Tras de obtener su venia, se lanzaron con grandísima furia a la batalla, salvando el foso de la plaza y colocando las escalas para penetrar en la muralla. No sin gran riesgo, por la resistencia que ofrecieron los defensores con todas sus armas disponibles: artillería, arcabuces, y también el consabido aceite hirviendo. Allí se vieron combatir las armas más modernas de la época con las tradicionales, aún en uso en África: los escopeteros turcos al lado de los flecheros berberiscos. Pero fue tal la presteza y la furia en el ataque de los tercios viejos españoles, que nada pudo detenerlos. Como tantas veces en la historia, como antes en la campaña de Granada y como lo habían de probar más tarde en la campaña de Clèves, demostraron también aquí los españoles que eran inestimables como fuerza de choque:
Las primeras personas que entraron en La Goleta fueron Alonso de Toro y un Juan de Herrera y Miguel de Salas, todos tres buenos soldados, y las dos primeras banderas que entraron en La Goleta —nos cuenta con toda particularidad el cronista Santa Cruz— fueron de españoles…[970]
Y un español sería también el que pondría la bandera imperial en lo alto del castillo de La Goleta, proclamando así la completa victoria del Emperador. Su nombre, Pedro Gaitán.
En verdad, no sin que no pocos fueran heridos y otros quedaran para siempre en el camino. ¿Y cómo no recordar ahora los versos del inmortal Garcilaso en su Elegía primera, dedicados a su gran amigo y compañero de armas, don Bernardino de Toledo, hermano del duque de Alba?
Aquellos versos que hablan del reverso de la medalla de las guerras: de las ruinas y de las muertes:
¡Oh miserables hados! ¡Oh mezquina suerte
Y que aluden a la propia experiencia del poeta, herido precisamente en aquel avance imperial sobre La Goleta:
¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vio su vida
perder mil veces y escapar por yerro?
¿De cuántos queda y quedará perdida
la casa y la mujer y la memoria
y de otros la hacienda despendida?[971].
Pero para Carlos V, con la euforia del triunfo, sí había gloria para dar y tomar. Véase si no con qué detalle contaría lo sucedido a sus embajadores, para que la noticia se esparciese por toda la Cristiandad, como lo hizo a don Lope de Soria, su embajador en Venecia:
Don Lope de Soria, del nuestro Consejo y nuestro embaxador en Venecia: A XXX del pasado os scribimos nuestra llegada aquí y lo que hasta entonces se había hecho en esta empresa. Después se continuaron las trincheras y bastiones para llegar y assentar la artillería sobre la fuerça de la Goleta, acabados los cuales y hechos todos los otros proveimientos neçessarios para semejante cosa, porque los enemigos la tenían fortificada con muy buenos reparos y bastiones y mucha gente y mucha y muy gruesa artillería, más de lo que se pensaba, aunque no era poco lo que se entendía y conoscía, habiendo los tiempos por lo que se había de hazer con el armada, dilatándolo algund día, finalmente hoy miércoles, día de la fecha desta, se començó a dar la batería, al puncto del día, por tierra y por mar y se continuó syn cessar muy rezia por seys o siete horas, defendiéndose los enemigos con su artillería todo lo que les fue possible; en cabo de las cuales, con ayuda de Nuestro Señor, se entró y ganó la dicha fuerça por los nuestros por combate y batalla de manos, y los enemigos fueron constreñidos y forçados a desamparalla y huyr quien más podía, syn ninguna orden, parte dellos por tierra, passando una puente que tenían hecha desde la fuerça a tierra firme, y parte lançándose por el estagno que va a Túnez. De los quales en la batería, en el combate y en la huyda, siendo seguidos de los nuestros, han sido muertos y ahogados grand número; y aunque no se sabe de cierto, dizen los que lo han visto que serán más de dos mill. Hanse tomado entre galeras, galeotas, bergantines y otras fustas, hasta setenta o ochenta, y en ellas y en los reparos y fortificaciones, muy grand quantidad de artillería y muy gruessa y buenas pieças. Por tanto, habemos dado y damos muchas graçias a Nuestro Señor, que syn dubda, según el sitio, dispusición, fortificación y fuerças de gente y artillería que había, aunque fueron muy reziamente apretados, ha sido obra de mano de Nuestro Señor haberse assy acabado y con tan poca pérdida de los nuestros, que no passaron de treynta hombres. Esta noche, después de haber reposado la gente, partiremos con nuestro campo para yr a Túnez siguiendo la victoria, y speramos que sy hobiere resistencia, nos la dará, como lo ha hecho en esto. Y os avisaremos de lo que más succediere.
Y firmaba, orgulloso:
En nuestro campo, de La Goleta de Túnez[972].
Añádase que por entonces recibía Carlos V la buena nueva del nacimiento de su hija Juana. Por lo tanto, un triunfo sobre otro triunfo[973].

§. ¡A por Túnez!
La conquista de La Goleta, que era la plaza marítima más fuerte de Túnez, planteó un debate en el ejército imperial. ¿Bastaba con aquello? ¿Debieran limitarse a lo hecho, que les daba ya por vencedores, con el prestigio y la honra inherentes? Aquello de la fama, que tanto alentaba a los hombres del Renacimiento y que con tanta ansia buscaban en el campo de batalla, parecía conseguido. Además, con La Goleta bajo el dominio del Emperador, se aseguraba ya que no partieran de la costa tunecina las naves musulmanas con las que Barbarroja había asolado el sur de Italia en 1534.
Sin embargo, a Carlos V no le pareció suficiente. Para él resultaba insufrible que apenas a dos leguas siguiese Barbarroja enseñoreando la ciudad de Túnez, capital de aquel Reino. En principio, se conformó con la opinión de la mayoría de sus consejeros, «por ser capitán nuevo». Pero pronto cambió de opinión. Y eso lo sabemos por él mismo, gracias a una carta que escribió a su hermana María de Hungría.
Es una carta verdaderamente notable, y por muchas razones. Entre otras, porque es la última que escribiría de su puño y letra, antes de que la gota le imposibilitase para seguir haciéndolo[974].
Es la carta de un capitán victorioso, rezumando orgullo por la difícil gesta conseguida, incluso imponiendo su criterio contra la opinión de la mayoría. Una larga epístola en francés, autógrafa del Emperador —como ya hemos indicado— que en un momento determinado adquiere un tono de literatura castrense, al modelo del gran César romano, como si se tratara de un nuevo fragmento de La guerra de las Galias.
Escogeremos, para deleite del lector y para incorporar así unos textos que tan claramente nos reflejan la personalidad del Emperador, sus fragmentos más significativos, añadiendo que está escrita desde la misma ciudad de Túnez al día siguiente de la victoria imperial, cuando la batalla ganada estaba todavía bien caliente.
Empieza Carlos V refiriéndose a la toma de La Goleta, detallando el botín allí conseguido, y aludiendo al debate del consejo de guerra sobre si debía seguirse adelante, combatiendo la misma ciudad de Túnez:
le conseil de tous fut determiné laisser le voyage et m’embarquer, pour ce pricipalement qu’ils disaient que j’avais achevé ce à quoi était venu, qu’était de desarmer Barberousse…
Todo ello confirmado por el hecho de que le había apresado al temible corsario 85 barcos y más de 200 cañones. Y en principio Carlos V aceptó dicho consejo,
pour être capitain nouveau
Pero no pareciéndole buena la decisión tomada y encontrando el apoyo de los marinos[975], cambió de propósito. Y de ese modo, el 20 de julio, cuatro días después de la toma de La Goleta, se puso con su ejército en marcha sobre Túnez.
Estaba claro que la gran dificultad para el ejército imperial estaba en la misma fecha del año, con el terrible calor africano en puro verano, lo que hacía insufribles las armaduras. Estaba también la gran enemiga de la sed, que obligaría a un combate desesperado por unos pozos de agua, que era en lo que confiaba Barbarroja para desbaratar y repeler el ataque imperial.
Es esa parte del combate donde la prosa del Emperador nos recuerda la de Julio César:
Nous marchions en bon ordre et fîmes de notre bataille et avant garde tout avant garde, et de notre arrière garde bataille, notre bagage au milieu. Il nous tira de son artillerie, nous lui répondîmes, il tira de son arquebuserie, nous fîmes le même, il chargea et nous aussi. Il se retira…
Carlos, después de seguir detallando toda aquella empresa, manda su carta a María con un mensajero que, como testigo de todo lo ocurrido, podía seguir informándole, añadiéndole que ella también había tenido parte en la victoria, por sus oraciones:
Madame ma bonne soeur, qu’il me semble qu’il a plu à Dieu ouir les bonnes prières que par votre lettre du 16 Mai faisiez afin qu’Il me donnâit victoire…
Y terminaba:
Et je fais fin en me récommandant du meilleur de mon coeur à vous, Madame ma bonne soeur, priant Dieu vous donner ce que desirez.
C’est de Tuniz à 26 de Juillet.
De la main de votre bon frère, Charles[976].
El buen hermano Carlos había tenido su bautizo de fuego «como capitán nuevo», y había obtenido aquella sonada victoria. Uno de los caballeros españoles que con él había cabalgado hablaría de su comportamiento en el campo de batalla: en el momento decisivo del combate por los pozos de agua, había cargado con su guardia a caballo contra el enemigo. Y este sería su curioso juicio:
está muy valiente soldado y muy buen capitán y mayor trabajador en la guerra que en la caza…[977]
Y, sin embargo, ganada la batalla en torno a los pozos de agua, aún faltaba lo principal: la toma de la ciudad de Túnez, donde era de suponer que Barbarroja ofreciera una desesperada resistencia.
Y entonces ocurrió lo inesperado, lo verdaderamente asombroso: que los miles de cautivos cristianos que allí tenía Barbarroja, aprovechando la salida del corsario con su gente cuando la batalla de los pozos de agua, lograran romper sus cadenas y alzarse con la fortaleza. Y aquí podemos seguir al propio César, tal como lo refería a su embajador en Venecia, Lope de Soria:
… al puncto de día, veynte y vno del presente, hicimos salir la gente del alojamiento y puesta en sus escuadrones movimos con ellos en orden de batalla para darla, sy a los enemigos hallássemos fuera de la ciudad y para combatirla sy la quisiesen defender. Y llegando cerca della, se entendió que Barbarossa, con los corsarios que estaban con él, se habían salido y huydo, llevando todo lo que pudo de lo que aquí tenía, y que los captivos christianos que en el Alcaçaba estaban, que eran más de quatro o cinco mill, siendo avisados dello por vn renegado con quien tenían intelligencia y plática para libertarse con su medio y ayuda, se habían salido de las prisiones y apoderado della y la tenían por Nos. El exército caminó hasta llegar a los muros de la ciudad, y hallando las puertas cerradas, y visto que aunque no mostraban los de dentro por tener ánimo para defenderla no las abrían, permitimos a la gente que la entrasen y saqueasen, y assí entró mucha de la que venía en los primeros squadrones por los muros, sin ninguna o poca resistencia, y abrieron las puertas para que entrase todo el campo, y se saqueó el Alcaçaba y toda la ciudad[978].
Por lo tanto, el saqueo también, el terrible «saco» en términos del tiempo (recuérdese el de Roma ocho años antes), aquí referido sucintamente, pero que debió de ser así: terrible. Ávila y Zúñiga lo expresaría más gráficamente:
S. M. se vino a él[979] y dio la ciudad a saco, la cual se ha saqueado y se han tomado hartos esclavos y esclavas y mucha ropa y poco dinero…[980]
Una victoria, pues, una gran y sonada victoria. Pero algo faltaba para que fuese completa: la captura de Barbarroja, o al menos el hacerse con su último reducto, como era la ciudad de Argel. Andrea Doria lo persiguió hasta Bona, pero ya Barbarroja había huido de allí con las galeras que en aquel puerto tenía, refugiándose en Argel, y la persecución cesó, sin que sea fácil explicar el porqué. En situaciones similares siempre vemos a Carlos V desistir de apurar su victoria, como si a su espíritu caballeresco le repugnase combatir a un enemigo vencido y en retirada, como si eso ya no fuera digno de su grandeza.
Lo cierto es que, tras de reponer en el trono de Túnez a su vasallo, el rey Muley Hacén, Carlos V abandonaría aquellas tierras para embarcar en dirección a Sicilia.
En La Goleta dejaba, eso sí, una fuerte guarnición de «soldados viejos» españoles, los temibles veteranos de los tercios viejos, al mando de don Bernardino de Mendoza.
¿Cómo tomó España aquella decisión imperial? Después de conocer el triunfo sobre Túnez se esperaba con ansiedad la noticia de que seguiría la marcha de Carlos V sobre Argel. La propia Emperatriz lo expresaría así, cuando le llegaron las cartas del Emperador, en las que le daba cuenta de lo pasado:
Quedo con gran deseo de saber la determinación que V. M. había tomado después de la venida de Jorge de Melo, así con el rey de Túnez como en lo demás que se había de hacer en el armada. Espero en Dios —añade— que será lo que más convenga a su servicio, que lo que acá deseamos es que se acabase de destruir ese corsario, y se le tomase a Argel, pues yendo tan desbaratado paresce que se podría hacer agora con más facilidad que en otro tiempo, demás de acabar de limpiar la mar de las galeras que le quedaron y otras fustas que andan haciendo daño por estas costas. Lo cual se podrá bien efectuar sin poner V. M. en ello su imperial persona[981].
Pero no sería así. Y no tardaría Barbarroja en vengar su afrenta, cayendo sobre Menorca y asolando la isla, mientras Carlos V descansaba ya en Sicilia. Cómo tomaría España tal contraste es fácil de imaginar. En todo caso, la Emperatriz nos lo hará saber:
Me ha desplacido cuanto es razón, así por el daño que se podría rescibir de aquellos enemigos como por ser en tal coyuntura…
Y añadía, haciéndose eco del malestar general:
… lo cual se ha sentido en el reino mucho , porque como las victorias que Nuestro Señor ha dado a V. M. en la empresa de Túnez han gozado más particularmente los reinos de Nápoles y Sicilia y toda Italia, por haberles echado de allí tan mal vecino, así en el daño que se hace en éstos por este enemigo se siente más agora que en otro tiempo. Y de manera que no se habla en otra cosa[982]
En efecto, Barbarroja al frente de 24 galeras y 6 galeotas que aún le restaban se había presentado ante Mahón y había conquistado la plaza, saqueando la isla de Menorca a su placer, llevándose no pocos cautivos. De forma que la réplica a los cautivos cristianos liberados por Carlos V en Túnez y la seguridad que conseguía desde allí para Sicilia y Nápoles, era pagada con ese duro precio de las costas españolas dejadas a merced del enemigo, y con esos cautivos españoles caídos en poder de Barbarroja.
En verdad que el Imperio español, en una de sus horas cenitales, daba ese asombroso comportamiento: los mayores beneficios, para las piezas periféricas de la Monarquía; los grandes sacrificios, recayendo sobre la misma España.
Un asombroso resultado.
¿Se puede reprochar a Carlos V que desoyera las voces localistas de Castilla, aun con todo su valor? Él se movía en un plano más elevado. Hubiera podido argüir, con razón también, que la defensa de Nápoles y de Sicilia interesaba igualmente a Castilla. Y que la preponderancia hispana tenía un precio, y ese precio era el sacrificio de los intereses personales. Con un gesto muy habitual en él, no había apurado la victoria. Se diría que había algo, cuando se llegaba a ese extremo, que repugnaba a su naturaleza caballeresca. ¿Había que dar un respiro al vencido? Lo mismo en Pavía que en Roma, como ahora en Túnez, el Emperador había cedido a la tentación de aflojar su presión, como si para él careciese de interés el acorralar a sus enemigos.
En todo caso, una vez más el enemigo se rehacía y otra vez se encendía la guerra por todo el ámbito del Mediterráneo occidental. Pero no sin que el Emperador quedase en deuda con España. La empresa de Argel quedaba aplazada. Como en tiempos de Fernando el Católico, la lucha por el predominio en Italia desplazaba a la lucha por el dominio del norte de África.
Estaba en marcha la operación de castigo sobre Francia, la Francia de Francisco I que no había dudado en advertir al infiel: de ahí la empresa imperial sobre Marsella.
Y antes, como compensación a todos los sacrificios de Castilla, el Emperador pronunciaría su memorable discurso en español en la corte de Roma.
De ese modo, a raíz de la conquista de Túnez y de su estancia en Sicilia y Nápoles (otoño de 1535 e invierno de 1535 a 1536), Carlos V no abandona los proyectos que se había forjado, en consideración a los deberes que creía tener con todos sus pueblos y con su dignidad imperial; y, obligado por ello, no satisface plenamente a su pueblo hispano. Pero, pese a todo, con justicia puede afirmar Menéndez Pidal que el Emperador se había profundamente hispanizado.
Y no fue uno de los factores menos importantes la admiración que se despertó en su alma de soldado, al ver el comportamiento de aquellos veteranos españoles, cuando llegó la hora de lanzarse al asalto de La Goleta, cuando comprobó el ardor que su presencia encendía en las tropas españolas. Para Carlos la empresa de Túnez fue su bautizo de soldado, y reconoció, entre sus heterogéneas tropas, que en los españoles estaban sus compañeros de armas preferidos. Por algo en los tapices que recuerdan aquella gesta —los diseñados por Vermeyen— es a los españoles a los que se destaca constantemente.
Al César hispanizado hay que añadir, para que la estampa sea completa, la de la España andariega y aventurera que militaba en sus filas, imperializada y orgullosa de acometer las gestas que el Emperador le encomendaba. Pues frente a las quejas de importantes sectores de Castilla, ciertas sin duda alguna, y que habían de reflejarse en las Cortes castellanas, hay que poner este ardor de la España extravertida, a su vez plenamente ganada por el Emperador: la España imperializada[983].

Capítulo 6
La guerra que no cesa

El triunfo sobre Barbarroja no era visto con igual satisfacción por la Europa mediterránea. Solo Italia lo celebraría de inmediato, titulando a Carlos V, Carolus africanus; y con razón, por lo mucho que suponía para su seguridad en particular los reinos de Sicilia y Nápoles. Ya hemos visto, en cambio, cuánto sintió España que aquella campaña sobre Túnez no se redondeara con la toma de Argel, omisión que tendría como contrapartida la asolación de Menorca por Barbarroja. Y en cuanto a la otra nación de la Europa cristiana mediterránea, la poderosa Francia, hubo de sentir con pesar la derrota de Barbarroja, porque debilitaba el eje Marsella-Argel, al tiempo que fortalecía la posición imperial.
Porque lo cierto era que Francisco I solo había firmado la paz de las Damas, de 1529, obligado por los acontecimientos, y como necesitado de tiempo para recobrar fuerzas y volver otra vez sobre su gran designio de agrandar su poderío, con la incorporación del Milanesado. Aquella había sido su preciada conquista en 1515, y veinte años después la seguía añorando. Lo cual suponía, a la corta o a la larga, un nuevo enfrentamiento con Carlos V.
Por lo tanto, la guerra otra vez en el horizonte. Y para ello, una febril reorganización interna y una trepidante diplomacia en el exterior. Es a esta época a la que corresponde la puesta a punto de un ejército nacional francés, las legiones que oponer a los tercios viejos, al tiempo que se fortalecía la posición en el escenario europeo con alianzas con los vecinos más importantes: con la Inglaterra de Enrique VIII, a la que se le prometió la ayuda de la Sorbonne, en el espinoso caso del divorcio del Rey con Catalina de Aragón; con los Príncipes alemanes, a través de la Liga protestante de Schmalkalden y apoyando la ocupación del ducado de Württemberg, donde Felipe de Hesse reponía al duque Ulrico expulsando a las tropas del rey Fernando; y, en fin, con el mismo Papa, logrando la boda de su hijo Enrique (el futuro Enrique II) con Catalina de Médicis, la sobrina de Clemente VII. Siguiendo su política de presionar a Carlos V, Francisco I forzó una entrevista de Leonor de Austria, su esposa, con María de Hungría. Objetivo: indicar a Carlos V que se aviniera a una boda de Cristina de Dinamarca, ya duquesa de Milán, con un hijo de Francisco I. Y eso incluso cuando todavía vivía el duque Francisco Sforza. Con razón pudo María rechazar tal negociación, por mucho que se supusiera que Cristina no tardaría en enviudar[984]. La muerte del duque de Milán el 24 de octubre de 1535 lleva a Leonor de Austria a insistir, escribiendo a Carlos V e informando de ello a María.
Para la Gobernadora de los Países Bajos no podían aceptarse esos tratos, porque permitir que los franceses volvieran a poner su pie en Italia traería gravísimas consecuencias, ya que jamás se contentarían con el Milanesado:
… no cumplen sus promesas…[985]
Las exigencias de Francisco I estaban en consonancia, no solo con su fortalecimiento en el panorama internacional sino también con un debilitamiento del César en el norte de Europa. En efecto, al no ayudar con todas sus fuerzas al rey Fernando, para que recuperase Hungría, y al abandonarle en el forcejeo por el ducado de Württemberg, sin que tampoco Fernando se viese recompensado por el ducado de Milán —una vieja aspiración fernandina, desde la batalla de Pavía—, aquella alianza fraterna parecía debilitada.
Ahora bien, de momento Carlos V tenía ante sí su visita a los reinos de Sicilia y Nápoles y su entrada en Roma. Y lo hacía cubierto de gloria, como el Dux africanus, como lo había hecho en la Antigüedad aquel héroe romano domeñador de Cartago, aquel Escipión el Africano. Carlos iba a cumplir una de sus obligaciones más profundamente sentidas: visitar aquellos dominios suyos, conocer y ser conocido por sicilianos y napolitanos, entrar en sus ciudades, oír a sus tan antiguos vasallos, administrarles directamente justicia, reparar sus agravios y, por supuesto, recibir sus tributos. Pero también disfrutar de la gloria deparada por su gran victoria, ser homenajeado y festejado, recibir el homenaje de los pueblos, el aplauso de los grandes, la admiración también —¿por qué no?— de las damas, de cuya belleza y de cuya pasión tanto se hablaba.
Por lo tanto, Italia de nuevo en el horizonte. Ahora bien, eso era dar de lado a la empresa de Argel, y algo había que decir a la opinión pública.
Y Carlos V lo haría. Cierto que parecía el momento indicado para deshacer, de una vez por todas, a Barbarroja, que había quedado tan mermado en sus fuerzas. Pero había tres dificultades para ello: la primera, la gran distancia que separaba a Túnez de Argel, estando además la estación tan gastada:
… ser la navegación larga para estar el verano tan adelante…
La segunda, el cansancio del Ejército:
… estar la gente cansada y fatigada…
Y, sobre todo, la tercera: carecer prácticamente de bastimentos:
… gastada… tanta provisión de la armada…[986]
Así se expresaba Carlos V, así informaba a sus Embajadores, para la oportuna divulgación de los motivos por los que se había aplazado la empresa de Argel. Pero, por supuesto, lo comunicaría con más detalle a la sociedad española, mediante la impresión de hojas volanderas, en las que se comentaba el triunfo sobre Túnez y el porqué de no ir sobre Argel. Algo que tomaría sobre sí la Emperatriz:
… porque estos Reinos viesen la memoria… y sepan particularmente lo contenido en él[987], mandé que se imprimiese y se enviase a todas las ciudades, Grandes y Pueblos dellas… haciéndoles saber la resolución que V. M. había tomado y las causas que tuvo para no hacerse este año la empresa de Argel…[988]
§. Por tierras de Sicilia y Nápoles
Justificando así su decisión, todo hace suponer que Carlos V salió gozoso de Túnez en dirección a Italia, para saborear las mieles de su triunfo con el pueblo que mejor podía valorar su gesta.
Los primeros días de agosto se pasaron en recoger el ejército imperial, salvo la guarnición que quedaba en La Goleta, al mando de Bernardino de Mendoza. El 17 de agosto era el propio Emperador el que embarcaba, dejando atrás África. Cinco días después desembarcaba en Sicilia, donde sería acogido con entusiasmo. A su entrada en las ciudades (Trapani, Palermo, Mesina), los arcos triunfales ensalzaban al Carolus Africanus. En Palermo, donde el Emperador reposaría un mes, los Estados del Reino le concedieron 150.000 ducados[989].
Aún sería más espectacular la acogida que el Emperador tuvo en el reino de Nápoles donde, desde 1532, gobernaba otra vez un español, después de los Virreyes flamencos impuestos por Carlos V al principio de su reinado. Un español que se haría justamente famoso: don Pedro de Toledo, el «Vicerè di ferro», el Virrey de hierro, que el pueblo de Nápoles todavía recuerda asociando su nombre a la calle principal del Nápoles antiguo.
Aquel cantado por el poeta italiano Luigi Tansillo:
S’io desio di saper come si regga
un Regno ed un esercito…,
o come possa un signore, s’egli è discreto,
farsi immortale…
mirerò l’opre del maggir Toleto
ne le cui man può Cesare deporre
mille regni non che uno, e star quieto[990]
.
Nápoles, ese Nápoles regido por don Pedro de Toledo, acogió jubiloso a Carlos V, porque sentía su triunfo en Túnez como suyo; que no en vano habían sido muchos los napolitanos que le habían seguido en aquella empresa, en la que el marqués del Vasto había tenido el mando en jefe del ejército de tierra (y el de la marina otro italiano, el genovés Andrea Doria), y en donde habían combatido numerosos soldados napolitanos bajo las órdenes de Sanseverino, príncipe de Salerno[991].
Porque ese Nápoles se veía entonces orgullosamente unido a España bajo un común Emperador, cumpliendo «el antiguo sueño» —la frase es de Croce— cantado por tantos, pero también por el poeta Luigi Tansillo:
… un pastor solamente ed un ovile[992].
Así se entiende que el Reino concediese al Emperador una suma tan grande: 1.500.000 ducados[993].
Y también que menudearan los homenajes, las fiestas, los bailes; y posiblemente también, los lances amorosos, como los que gozaron tantos españoles que estuvieron en tierras napolitanas, desde Garcilaso a Cervantes, pasando por don Juan de Austria. Leti nos dice que Carlos V provocó tanto entusiasmo en las damas como celos en los hombres. Y cuenta cómo disfrutó durante días de la hospitalidad de los Príncipes de Bisigniano, dando lugar a un lance que merece la pena ser recordado.
Pues ocurrió que se llegó a tanta intimidad, compartiendo Carlos V la litera de la Princesa (que, por cierto, era una hermosísima mujer) que esta se atrevió a suplicar al Emperador, que fuese perdonado un amigo suyo que estaba preso. Carlos V, conforme a su modo de ser, distinguiendo entre sus placeres y sus deberes, separando al hombre del gobernante, se excusó indicando que en cosas tocantes a la Justicia nada podía hacer. La Princesa no se resignó a tal negativa, y le replicó que de siempre la clemencia era tenida como una virtud y un privilegio de los Reyes. A lo cual, Carlos V, no sabiendo bien cómo zafarse, daría esta respuesta evasiva:
Consultaré con Cobos.
Así las cosas, llegó el carnaval, y el César asistió al baile de disfraces, donde no le fue difícil descubrir, tras su máscara, a la hermosa princesa de Bisigniano, que portaba en la diestra unas flores. El César galantemente se las pidió, y la pícara Princesa encontró la justa respuesta:
Señor, consultaré con Cobos.
Vencido Carlos V, más por el ingenio que por la hermosura, hubo de apresurarse a decir a la Princesa que aquella antigua petición suya estaba concedida[994].
Pronto hubo Carlos V de abandonar la gloria de Nápoles para enfrentarse con la hosca realidad. Pues todos los avisos advertían sobre la enemiga Francisco I y sus aprestos de guerra: había invadido el ducado de Saboya, cuyos Duques eran aliados de Carlos V, incluso con alianza matrimonial, pues la Duquesa, Beatriz de Portugal, era hermana de la Emperatriz.
Esa grave nueva le llegaba a Carlos V el 19 de febrero. Al día siguiente, vibrando todavía de indignación, escribe a la Emperatriz una carta de la que conocemos la minuta, más expresiva aún porque en ella se mezclan el estilo indirecto, propio de las cartas imperiales, con arrebatos espontáneos, propios del Emperador, cuando dictaba los puntos sobre los que debía extenderse la misiva.
En gran medida se trata de una carta disculpatoria: Carlos V había prometido a la Emperatriz su regreso al año de su partida, y cuando ya estaba para vencer el plazo (recordemos que había dejado Madrid el 5 de marzo de 1535), saltaba aquel conflicto que le obligaba a cambiar los planes[995].
Pero la carta del Emperador tiene también otro valor, más destacado: nos prueba la amorosa relación de aquella imperial pareja. Después de aludir a las malas noticias de la ruptura de la paz, con el forzoso aplazamiento de su regreso a España, Carlos tiene un arranque personal, en su afán de consolar a la Emperatriz, abandona el estilo indirecto, y de pronto se vuelca con todo lo que lleva dentro:
… y por eso, Señora, no son menester aquí soledades ni requiebros. Ensanche ese corazón para sufrir lo que Dios ordenare…[996]
¡Cuántas cosas hacen adivinar esas dos palabras: soledades y requiebros! Parecen sacadas de los poemas de Garcilaso. La soledad del amante, cuando se ve lejos de su amada, los requiebros incesantes, cuando se halla en su presencia. Es como adentrarnos en la intimidad de aquella pareja imperial, como asomarnos a los amores que tanto admiraron los contemporáneos. Pues puede afirmarse que buena parte de la popularidad que iría consiguiendo el César, barriendo la primera imagen de un gobernante extranjero y entregado a ministros extranjeros, la daría con ese visible enamoramiento hacia aquella princesa de Portugal que Castilla le había pedido que hiciese su esposa.
No deja el Emperador de consolar también a Isabel por lo que le estaba ocurriendo a Beatriz, su hermana:
Bien sé que sentirá terriblemente lo del Duque (de Saboya) y su hermana[997], mas ¡qué remedio!, contra malos hombres sin temor de Dios, honra mi fe…
La fuerte censura al proceder de Francisco I venía justificada no solo por el ataque por sorpresa a Saboya, sino también porque el Emperador se había apoderado en Túnez de unas comprometedoras cartas del francés a Barbarroja, que probaban la alianza que había concertado con aquel enemigo de la Cristiandad, que ponían de manifiesto el eje Marsella-Argel que ya hemos comentado.
Carlos prometía a la Emperatriz defender a su hermana Beatriz[998] y añadía esperanzado, anunciándole lo que ocurriría en la guerra que se avecinaba con Francia:
Bien creo que será esto de Francia como suele, que a los principios tendrán alguna (ventaja), mas a la postre, con ayuda de Dios, les quebraremos las cabezas…[999]
Otros sucesos, y en este caso dos muertes, iban a afectar a Carlos V, tanto fuera como dentro de España. Pues el 7 de enero de 1536 moría en Kimbolton aquella desventurada Reina apartada del trono por Enrique VIII: Catalina de Aragón. Y no mucho más tarde lo hacía en Tordesillas el marqués de Denia, aquel a quien Carlos V había encargado la custodia de su madre, Juana la Loca. Cada uno de esos fallecimientos traería cambios. Para Carlos V la muerte de su tía Catalina supuso, en cierto sentido, una liberación. De todas formas, de momento el impacto fue grande, pues a Carlos V le habían llegado noticias de un envenenamiento de la Reina[1000], y del gran desamparo en que se hallaba su hija, María Tudor:
De la Princesa, nuestra sobrina[1001] —escribe Carlos V a la Emperatriz— no nos escriben otra cosa sino que queda con el dolor, desconsuelo y pérdida que se puede considerar, mayormente con las obras que le ha hecho, y espera de su padre… Yo me he puesto luto… y no lo dexaré hasta llegar a Roma[1002].
En cuanto a la muerte del marqués de Denia, Bernardino de Sandoval y Rojas, que desde 1518 había tenido la custodia de doña Juana en Tordesillas, planteaba a Carlos V un problema: ¿a quién escoger para reemplazarle? La cuestión la trata con la Emperatriz. De momento, podía hacerse cargo de aquella misión el hijo, el nuevo marqués de Denia. Pero en el modo de tratar el problema por Carlos V se comprueban sus dudas. La designación sería provisional y sin título expreso:
… sea de manera que por lo que escribiere no se les[1003] atribuya nuevo título…
Y concluía advirtiendo el Emperador:
Y vos, Señora, pensaréis en la persona que para adelante os paresce que allí debría estar…[1004]
Y en cuanto a la guerra que se avecinaba con Francia, ¿cómo actuaría el nuevo Papa, Paulo III? Era importante conseguir su alianza y que públicamente proclamase quién era el defensor de la Cristiandad y quién turbaba su paz. A Carlos V le llegaban avisos de que el Papa quería actuar de árbitro entre los dos. De hecho, para conseguir la aquiescencia de Carlos V, le había invitado a su Corte pontificia. Carlos, a su vez, encarga al General de la Orden franciscana una misión: saber a qué atenerse con Roma. Y al menos, el franciscano obtiene algo: Paulo III había conseguido que el francés no comenzara la guerra contra Carlos V hasta saber en qué paraba la mediación pontificia entre las dos partes.
Y ahora viene bien la pregunta, si es que la Historia nos ha de servir para algo más que para un divertimento.
¿Cómo se establece la confianza o cómo se introduce el recelo entre los poderosos de la tierra? He ahí una cuestión que surge frecuentemente ante el examen de cómo se fraguan los conflictos bélicos. ¿Desde un principio los contendientes se lanzan a la lucha, como algo que desean? ¿La creen inevitable? ¿Cuántas veces ocurre que el que da el primer paso hostil lo hace pensando que el adversario está a punto de desencadenarlo? Desde el momento en que se sienta como norma de la diplomacia que el buen diplomático es aquel que sabe disimular sus pensamientos, es imposible asegurar un mínimo de confianza. Así vemos que a poco de esta primera misión del general de los franciscanos, es cuando corren rumores sobre ocultas intenciones de Carlos V, quien, para afirmar más su poderío en Italia, maquinaba entregar el Milanesado —prácticamente en sus manos— «al infante de Portugal», como rezan los despachos de Lunel[1005].
Existe en Simancas un documento sin fecha, que corresponde a los finales de 1535. Se trata de una minuta del hombre que mandaba la guarnición imperial del Milanesado, y que gozaba de la más alta estima del Emperador, don Antonio de Leyva. En ella indicaba aquel gran soldado, a petición de Carlos V, cómo consideraba la situación, dando por cierta la guerra con Francia. A poco que se le ayudara en hombres y dinero, Leyva esperaba aguantar bien la arremetida del francés. Y una vez que Francisco I se hubiera desgastado en Saboya y el Milanesado, podría pasar Carlos V a la ofensiva en Provenza, al tiempo que Leyva obstaculizaba al francés en su retirada.
Leyva confiaba en defender bien Milán contra un primer ataque francés, sobre todo si se le permitía guarnecer la plaza de Vercelli que pertenecía al duque de Saboya. Y añadía:
Proveído esto, es bien dexar que el rey de Francia dé de cabeza en aquel Estado, porque no podrá sino perder mucho tiempo y gastar muchos dineros, y confía que no saldrá con su intención.
De modo que cuando el francés hubiese sufrido tal desgaste sería la ocasión del César, quien debía estar bien provisto de dinero — ¡que España respondiese!— y de soldados, reclutados en Flandes y Alemania. Entonces podría Carlos contraatacar en Francia, al tiempo que la marina imperial, dirigida por Andrea Doria, lo haría por la costa de Provenza.
Consulta que merecería esta anotación marginal ordenada por Carlos V:
Le parece muy bien todo este parecer suyo, como de su prudencia[1006].
Se trataba de una concepción estratégica de guerrear al contraataque, opuesta a la que iba a utilizar el César. Pero nos sirve para comprender lo poco que Carlos V confiaba en la paz, desde el principio de la crisis con Francia. El Emperador nos descubre aún más su pensamiento en su correspondencia con su embajador en Roma, conde de Cifuentes. A las gestiones de los legados pontificios designados para mediar en pro de la paz, cerca del Emperador y de Francia, Carlos responde que por su parte

Dios y todo el mundo conoscerán siempre que no pretendemos ni deseamos ninguna cosa más que el bien común de la Christiandad. Pero añade a su embajador:
Y ha parescido, en cualquier caso, esta respuesta ser conveniente para justificarnos siempre, cuando no se pudiere esperar otra mejoría, de manera que no nos ha obligado ni ligado…[1007]
Por lo tanto, Carlos V acepta entrar en las negociaciones de paz que propugnaba Paulo III, pero desconfiaba notoriamente de su resultado.
Con ese ánimo se dirige a Roma. Sabe que Paulo III ha hecho algo más que mantenerse neutral, pues los preparativos militares de Francisco I han sido posibles, en buena parte, gracias a que había podido disponer de los diezmos eclesiásticos sin protesta del Papa, mientras que se prohibía a Leyva que, pese a su condición de capitán general de la Liga defensiva de Italia, hiciese levas en tierras pontificias. De ahí una tempestuosa audiencia concedida por Carlos V al Nuncio pontificio, en la que apoya a lo hecho por Leyva, mientras que a los intentos apaciguadores del Nuncio, Carlos acababa la entrevista con una velada amenaza:
… hasta agora no había visto sino palabras y que no podía sufrir con paciencia ser tratado desta manera…[1008]
§. La entrada triunfal en roma
Y vino el viaje a Roma, al que Carlos V iba obligado por la presión diplomática de Paulo III, pero que por otra parte ansiaba de todo corazón por el trasfondo renacentista que en él había.
Porque hay dos aspectos de ese viaje bien distintos que hemos de tratar. Veremos al César, amante de la Antigüedad, el Carolus Africanus, el que entra triunfalmente en la Ciudad Eterna, como si se tratara de uno de los héroes de la Roma antigua —tal el mismo Julio César, tal Trajano—, pero veremos también al diplomático, al que tiene otra entrevista en la cumbre con el Papa, y en este caso con Paulo III, protagonizando uno de los sucesos más llamativos de su reinado: su impetuoso —tan impetuoso como inesperado— discurso ante el colegio cardenalicio y el cuerpo diplomático para justificar su actuación, increíble discurso que además haría en español.
Veamos ambas cosas por separado.
El anuncio de que el Emperador se acercaba a Roma, aunque hubiera sido invitado por el Papa, no dejó de alarmar al principio a los romanos, sabedores de que el César llegaba con fuerte acompañamiento bélico. ¡No hacía tantos años del terrible saco sufrido en 1527! De forma que el mismo Paulo III tuvo que tranquilizar públicamente a su pueblo.
Superado ese momento, Paulo III se preparó con tiempo para recibir adecuadamente a su imperial huésped. Para ello impuso a la población romana un impuesto especial, del que obtuvo 50.000 ducados, y durante algunos meses dio las órdenes precisas para embellecer la entrada de Roma por la Vía Apia hacia el Coliseo. Encargó realizar las obras precisas a Latino Giovenale Manetti. Según las referencias de Rabelais, que se hallaba entonces en Roma, Manetti abatió más de doscientas casas y algunas iglesias, para dejar la vía libre, entre la puerta de San Sebastián y el Foro romano; eran, en su mayoría, casuchas de suburbio, y no de la Roma propiamente habitada. Ante todo, se tuvo buen cuidado de limpiar los alrededores del Coliseo, a fin de que aquel grandioso monumento pudiera admirarse en toda su magnificencia. Por todas partes, a lo largo del trayecto que había de seguir el cortejo imperial, se alzaron arcos triunfales profusamente adornados, con poemas alusivos al que se consideraba como la espada de la Cristiandad. El 4 de abril, Carlos V llegaba a San Pablo Extramuros, donde le esperaba el delegado pontificio para darle la bienvenida. El día 5 la comitiva imperial, como en los cortejos magníficos de los emperadores antiguos, hizo su entrada en la Ciudad Eterna.
Estamos ante uno de los momentos cumbres del reinado de Carlos V. En 1530 se había tenido que conformar con ser coronado por el Papa en Bolonia, dados los graves sucesos que se desencadenaban en el mundo germano, y en particular dada la amenaza turca sobre Viena. Pero ahora —ahora, en 1536—, la amenaza otomana se había hecho sentir en el Mediterráneo, y esa amenaza, tan viva sobre Italia, había sido zanjada con el imperial triunfo de Carlos V en Túnez, con lo que había sido además su bautismo de fuego.
Era el Carolus Africanus el que entraba en Roma. Y lo haría el 5 de abril, en esas fechas en que la primavera hace de Roma una ciudad luminosa, refulgente, embriagadora.
Asistamos a esa entrada triunfal.
Abría la marcha una escogida tropa de la infantería imperial: 4.000 veteranos de la campaña de Túnez, entre los que se encontraban algunas formaciones de los famosos tercios viejos españoles, por hallarse sus capitanes en el cortejo imperial, como el duque de Alba y el conde de Benavente; pero también, sin duda, representantes de aquel mosaico que era el ejército imperial, como los infantes italianos y los landsquenetes alemanes. Seguía una representación de la caballería, de 500 jinetes. A continuación iban la nobleza romana y los embajadores acreditados en Roma, que habían acudido a rendir homenaje al Emperador, entremezclados con la nobleza española del cortejo imperial. Luego, como anunciando al Emperador, lo más granado de la juventud romana: cincuenta adolescentes, vestidos de seda violeta.
Era como el anuncio de la figura imperial, que se presentaba aislado, acompañado tan solo de los cardenales Sanseverino y Cupis, que iban explicando al César las singularidades de los monumentos a cuyo lado iba caminando el cortejo. Tras Carlos seguían los demás cardenales, cabalgando pareados. Cerraban la marcha 200 soldados de la guardia imperial. Todos magníficos, todos suntuosos, en particular la nobleza y los cardenales. Todos, salvo el propio Carlos V, que de mano maestra supo dar la nota de la sencillez en su atuendo, aumentando por contraste la grandeza de su personalidad, puesta por encima de la galas cortesanas. Montado en caballo blanco, iba atendiendo cuidadosamente a las indicaciones de sus guías sobre las ruinas y curiosidades de la Roma antigua, conforme a ese aspecto de su carácter renacentista[1009].
Una entrada triunfal comentada brevemente por el Emperador en su carta escrita tres días después a su embajador Lope de Soria:
Entramos a cinco del presente y de Su Santidad y de los Reverendísimos cardenales y de todos los romanos fuimos rescebido con gran demostración de alegría…[1010]
En efecto, a su paso por el Foro romano el pueblo, agolpado en todo el trayecto del cortejo imperial, aclamó a Carlos V. Ya no era la pesadilla de Roma, era su escudo y protector, era el Dux africanus.
En la plaza de San Pedro aguardaba Paulo III al César, entrando con él en la basílica, asistiendo conjuntamente a una función religiosa. Al día siguiente tendría lugar la primera entrevista. En ella, el Emperador presentó todas las quejas que tenía contra Francisco I: mientras el César había empleado su persona y sus recursos y los de tantos cristianos en domeñar a Barbarroja, el francés mantenía tratos con él, se armaba a sus espaldas, invadía Saboya y exigía el Milanesado, primero por medio de la boda de su tercer hijo, el duque de Angulema, con la Duquesa viuda Cristina de Dinamarca, para cambiar después planteando que la boda debía ser con su segundo hijo, el duque de Orleans[1011]. Y se vanagloriaba de hallarse tan armado, que podría conseguir el Milanesado por la fuerza, si es que no se atendían sus pretensiones. Y Carlos V no podía consentir algo tan en perjuicio de su reputación[1012]. Sin embargo de lo cual, Carlos aceptaría negociar, pero con dos condiciones: que la boda a tratar fuera la de Cristina de Dinamarca, su sobrina, con el duque de Angulema, y que Francisco I retirase sus tropas de Saboya[1013].
De hecho, Carlos V tenía ya la guerra como cosa cierta.
Paresce que será inevitable>[1014].
Por lo tanto, desde el primer momento de su estancia en Roma los más graves asuntos de Estado embargan a Carlos V. No en vano estaba ya en juego la paz o la guerra, y cada vez se dibujaba con más fuerza el nuevo conflicto con Francisco I.
Ahora bien, Roma es Roma, y aun con aquella carga, eso no podía olvidarlo Carlos V, así que pasaría dos días visitándola de incógnito, para mejor disfrutar viendo sus maravillas[1015].
También pasó en Roma aquella Semana Santa, y con tanta devoción que el Jueves Santo lavó los pies a doce pobres, conforme a un gesto tan cristiano que hacía que la grandeza imperial se allanase en tal jornada con los desheredados del mundo[1016].
Y transcurrida la Semana Santa, cuando se esperaba ya la salida del Emperador de Roma, surgió lo inesperado: su discurso en español ante el Papa, el Colegio cardenalicio y el cuerpo diplomático, denunciando a Francisco I como perturbador de la paz en la Cristiandad y como aliado del Turco y de Barbarroja.
Un discurso tan vehemente, tan encendido y tan apasionado que provocó un impacto tremendo y que pronto fue divulgado. ¡Además en español! Sería uno de los jalones más señalados del reinado de Carlos V.

§. El discurso imperial en Roma de 1536
En efecto, de pronto el lunes de Pascua 17 de abril Carlos convoca ante el Papa y el Colegio cardenalicio, a los representantes de las naciones extrajeras sitos en Roma. Y ante ellos, y ante su cortejo y multitud de personajes romanos, pronuncia su discurso, que hay que entender como un supremo esfuerzo del Emperador por ganar a Paulo III a su causa, demostrando sus afanes pacíficos y acusando a Francisco I de ser el eterno violador de la paz. Pero no solo intenta Carlos V impresionar al Pontífice, sino también ganarse la opinión pública de Italia. Es un discurso directo, lleno de fuerza, conforme al modo de ser del César. Y lo más notable para los presentes: un discurso pronunciado en español.
Ocurre que Carlos V está indignado con su sempiterno rival, que siempre vuelve a la carga para disputarle su liderato de la Cristiandad, como si se tratara de un soberano más, olvidando un hecho: que él, Carlos, él es el Emperador. Francisco había pretendido la corona imperial, pero había sido derrotado. Y jamás lo había admitido. También había sido derrotado en Pavía e incluso había sido cogido prisionero. Carlos le había devuelto la libertad, por medio de un Tratado que había prometido, solemnemente, respetar cuando volviera a Francia. Y lo que había hecho era renovar la guerra y azuzar al Turco para que invadiera Hungría y después Viena. Derrotado en todos los frentes, accedía —y ahora siendo libre— a una nueva paz, aquella de las Damas, que parecía el final de todas las guerras. Y sin embargo, cuando Carlos ponía su vida en el tablero por la causa del mundo cristiano, en la dura, peligrosa y temible campaña de Túnez, en pleno infierno del verano africano, en las jornadas del corazón de julio, cuando había vencido al enemigo común y liberado a tantos miles de cautivos cristianos —entre ellos, incluso franceses—, ¿con qué se encontraba el César? Con las pruebas inequívocas de la alianza de Francisco I con Barbarroja y con que, a sus espaldas, invadía las tierras de su aliado, el duque de Saboya. Y ahora, ante la inminente guerra entre ambos, Paulo III no hacía distingos, no apreciaba quién era el defensor de la Cristiandad y quién era el que hacía causa común con el Turco, y pretendía permanecer neutral.
Había algo más: como en los juicios medievales, Carlos apelaría a la sentencia divina. Pues, ¿qué otra cosa querían decir las continuas victorias que en aquellas guerras había logrado? Así diría al Papa en aquel improvisado discurso:
… Porque las cosas que en nuestro tiempo han pasado, V. S. y todos son buenos testigos si de ellas yo he sido causa, para lo cual no queráis más pruebas y testimonio de las grandes victorias que Dios de continuo nos ha dado, y muchas veces con tanta desigualdad de gente…, de las cuales cuasi todas más han sido en nuestros señoríos que de nuestros enemigos. De los cual, aunque otra cosa no fuese, cada uno podría colegir [haber sido] las dichas cosas hechas por nuestra parte, más por necesidad de defender lo nuestro que por [que] el deseo de adquirir lo ajeno nos moviese…
Con ello, Carlos V se enfrentaba a la acusación de que era objeto, que quería ser dueño del mundo. En cuanto a la guerra contra el infiel, allí estaba la prueba de cuán distinto había sido el proceder de uno y otro en la campaña de Túnez:
También creo que V. S. sabrá, y si no sépalo, que al tiempo que quisimos partir a hacer la empresa de Túnez, le enviamos a rogar para sólo este efecto nos prestase sus galeras. A lo cual respondió que no lo podía hacer por cuanto Barbarroja era su amigo, y no solamente esto, más yo propio con mis manos tomé en la Goleta estas cartas que tengo en la mano, que las enviaba a Barbarroja en una fragata el rey de Francia, en las cuales hay palabras de tan familiar amistad cuanto en ellas podrá ver quien ver lo quisiere.
No dudaría Carlos V en afrontar el pleito sobre el Ducado de Milán, que tanto ansiaba Francisco I: pues bien, estaba dispuesto a que pasara al duque de Angulema, o incluso al de Orleans, siempre y cuando hubiera garantías suficientes de que no sería abrir la puerta para que el Rey francés ambicionase a continuación Florencia, o cualquier otro Estado italiano. Por lo tanto, haría concesiones Carlos, y no por temor al francés, pues tenía tales vasallos… Pero oigamos al propio César:
Y esto si algunos piensan que yo lo hago por temor, están muy errados, porque yo tengo tales vasallos y que tan bien me han servido y ayudado que, si el rey de Francia los tuviese, a mí sería forzado venir con las manos atadas a lo que él quisiese. Y que esto sea verdad, nos dan testimonio las obras que de sus manos han salido.
Un discurso que parece anunciar la guerra. Sin embargo, había otras salidas, como la planteada en ocasiones anteriores, conforme al espíritu caballeresco de Carlos V: la lucha personal, el desafío entre los dos soberanos, el combate de caballero a caballero:
Y por tanto, yo prometo a V. S., delante de este sacro Colegio y de todos estos caballeros, que presentes están, si el rey de Francia se quisiere conducir conmigo en campo de su persona a la mía, de conducirme con él, armado o desarmado, en camisa con la espada y un puñal, en tierra o en mar, o en una puente o en isla, o en campo cerrado o delante de nuestros ejércitos, o do quiera y como quiera que él querrá y justo sea.
Carlos V, que llevaba un papel en la mano con el apunte de lo que había de decir, para no olvidar nada, terminaría dando un plazo de veinte días a Francisco I para devolver al duque de Saboya su Estado, con esta seria advertencia:
Y con esto, yo me parto mañana para Lombardía, donde nos toparemos para rompernos las cabezas. Espero en Dios que será para el rey de Francia pejora prioribus, y con esto acabo diciendo una vez y tres: ¡Que quiero paz, que quiero paz, que quiero paz!
El asombro con que Paulo III, lo mismo que los Cardenales presentes, así como el cuerpo diplomático, oiría aquellas apasionadas razones del Emperador, no es para dicho. El cronista Sandoval, cuando escribe sobre aquel suceso medio siglo después, describiría al César «encendido en cólera»[1017]. Lo cierto es que el Papa, creyendo que Carlos V había terminado, y tras de expresar su deseo de que el desafío entre los dos soberanos no se realizase, quiso dejar bien sentado su intención de permanecer neutral; eso sí, procuraría calmar al Emperador, reconociendo que siempre se había mostrado amante de la paz. No pudo terminar. Contra todo protocolo, Carlos V le interrumpió, y mirando al apunte que llevaba en la mano para guiarse en su discurso, añadió que se había olvidado algo muy importante: reclamar de Paulo III que públicamente expresara cuál de los dos tenía razón. Si consideraba que la tenía Francisco I, que le apoyase. En caso contrario, él, Carlos V
invocaba contra Francia a Dios, al Papa y a todo el mundo[1018].
Estamos, lo señalábamos antes, frente a uno de los momentos cumbres del reinado de Carlos V y también ante una de las ocasiones en que el César muestra más claramente su personalidad. Como lo había hecho antes en la Dieta de Worms, nos encontramos con una reacción espontánea del Emperador, posiblemente tras una crisis nocturna y que sorprende incluso a sus dos consejeros más cercanos, Granvela y Cobos[1019]. Sin embargo, el gesto imperial tenía su sentido, pues de ese modo justificada su postura ante la opinión pública de la Cristiandad, y además en su caja de máxima resonancia: en Roma, ante el Papa, los Cardenales y los Embajadores. Sabía que su discurso llegaría a todas las Cortes, y muy en particular a las italianas; unas Cortes italianas que le eran muy propicias, como quien había librado aquella terrible batalla contra Barbarroja en tierras de Túnez. Por eso tiene buen cuidado Carlos V de expresar que él no quiere hacer guerras de conquista, y que para él Milán no es prenda de guerra sino de paz. De modo bien ostensible quedaba probado que sus victorias sobre el francés —signo de la justicia de su causa— lo habían sido por defenderse; mientras él, Carlos, había querido siempre la paz de la Cristiandad, Francisco I no había cesado jamás de perturbarla. De ese modo justificaba el Emperador la expedición de castigo que tenía ya proyectada contra Francia, al tiempo que libraba una batalla diplomática, a fin de forzar al Papa a declararse como su aliado. El proceder de Francisco I le convertía en el enemigo interno de la Cristiandad y en una amenaza para el sosiego de Italia. ¿No exigía tal realidad que el Papa la reconociese, saliendo de su neutralidad?
Es de destacar que Carlos V empleara en aquella ocasión tan señalada la lengua española, signo de su hispanismo cada vez más creciente, y que hay que tomar como un gesto de reconocimiento hacia la nación que mejor le estaba sirviendo, que sería la respuesta dada por él al embajador francés, el obispo de Maçon, cuando se atrevió a protestar por ello, aduciendo que era lengua que no entendía:
Señor Obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española; la cual es tan noble, que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana[1020].
Carlos V no conseguiría sacar a Paulo III de su neutralidad. Su comportamiento en Roma, tan fuera de los usos diplomáticos, llenó de asombro a los contemporáneos, entre otras cosas porque el César estuvo más de la hora hablando, lo cual siendo en español no sería bien entendido de todos, incluido el propio Paulo III.
Una de las referencias mejores que tenemos es la del embajador de Fernando I, Martín de Salinas, quien mandaría a Viena un resumen del discurso con este comentario:
Y para con V. M. ella no va tan larga como S. M. la refirió, porque así conviene para se poder mostrar y si fuese menester, imprimir.
Y en ella no se hace mención de las palabras que S. M. dixo en forma de desafío, que fueron que S. M. holgaría, para evitar las muertes de tantas gentes, sería mejor librarlo de persona a persona, con espadas, capas y puñales.
Por lo tanto, los consejeros de Estado que estaban con Carlos V, y sin duda con su conformidad, prepararon un escrito en que se resumía el discurso orillando lo del desafío. Por otra parte, Salinas insistiría en algo evidente: que había sido excesivamente largo, lo cual también iba contra las costumbres diplomáticas del siglo. No había memoria de que un soberano hubiera actuado jamás de ese modo:
La habla fue muy larga —es el mismo Salinas quien nos lo dice— porque en ella se narró desde el tiempo que las guerras fueron criadas en Italia hasta la presente, justificando nuestra partida y narrando los excesos hechos por el rey de Francia…
Que había sido un gesto personal del Emperador, sin consulta ni previo aviso o sus consejeros, también nos lo confirma Salinas:
De esta forma no fueron sabidores el Comendador mayor[1021] ni Granvela y de su propio motu la hizo S. M.
Y añade esta censura:
Yo creo que fuera más limitada si dello fueran sabidores, o a lo menos las palabras del desafío se excusaran…
Terminaba Salinas con un comentario contradictorio:
El Papa y Cardenales y caballeros y todo el resto quedaron muy espantados cómo S. M. la dixo, y a todos ha parecido muy bien, porque lo tienen ser así verdad[1022].
El propio Emperador la referiría a la Emperatriz como algo que había creído necesario hacer para su justificación[1023]. Pero, ¿qué necesitaba justificar Carlos V ante la opinión pública, y precisamente en Italia? Sin duda, la guerra que proyectaba desencadenar contra Francia. Por una vez, él iba a ser el que invadiese el Reino de su enemigo, e iba a llevarlo a cabo partiendo de Italia. Y eso había que explicarlo, había que «justificarlo», por emplear la propia expresión imperial, tanto más cuanto que Carlos V quería estar respaldado por aquella Liga defensiva italiana que tanto trabajo le había costado levantar en 1530.
Ahora bien, si hemos de atenernos a tal como lo recordaría pasados los años en sus Memorias, el Emperador no había quedado del todo satisfecho:
En Roma se trató y platicó esta materia[1024] y pasaron muchas cosas, que no fueron más que palabras sin efecto, de que se siguieron ciertos escritos que S. M. no quiso tomarse el cuidado de responder, como muy poco serios, sino que se determinó de seguir su camino[1025][.
En España, la Emperatriz y sus consejeros vieron con satisfacción lo ocurrido, sobre todo porque se creía que el Papa había aceptado la convocatoria del Concilio[1026]. De igual modo se tomó en Bruselas, pareciendo muy bien al Consejo de Estado la justificación carolina, por lo que hacía a su honor y reputación. Un solo reparo ponía la reina María de Hungría: que su imperial hermano pusiese en peligro su vida desafiando en combate de hombre a hombre al rey Francisco I[1027].

§. La guerra que no cesa
Un desafío que no era la primera vez que se planteaba, y que una vez más quedaría sin cumplir. En cambio, lo que ya parecía inevitable era la nueva guerra entre los dos soberanos, la guerra otra vez encendida con Francia, aquella guerra que nunca cesaba. Ya en febrero, cuando el Emperador tiene noticias en Nápoles de la invasión de Saboya por el Rey francés, la da por tan segura que ordena a la Emperatriz que pusiera en estado de alarma a España entera. Y ya continuaría sus preparativos para la próxima campaña. Ha dado un ultimátum al francés de veinte días, en su mismo discurso de Roma, ampliado a veinticinco en su orden transmitida a su embajador en París, Hannart, pero está bien seguro de que la vía de las negociaciones está cegada y que solo cabe acudir a las armas, para reducir a su sempiterno adversario.
Y con ese ánimo, deja Carlos V Roma para enlazar con su ejército, mandado por Antonio de Leyva, en Lombardía. El 18 de abril se despedía de Paulo III.
A lo largo de su marcha hacia el Norte, Carlos continúa su personal intervención en la política. A su paso por Siena, en los últimos días de abril, le alcanza el cardenal de Lorena, enviado especial de Francisco I. No es que el francés cambie sustancialmente sus condiciones para llegar a un acuerdo pacífico con el Emperador, pero en el tono de su embajador se observa una mayor flexibilidad, mientras que ahora es Carlos el que se muestra más irreductible. El cardenal de Lorena recordó a Carlos V que había prometido entrar en negociaciones con Francia en torno a Milán, siempre que se dieran seguridades respecto a la quietud de Italia, añadiéndole que él, como embajador de Francisco I, tenía poderes para darle todas las seguridades precisas. El Cardenal trató de disuadir al Emperador, apelando a su deseo de acometer una cruzada contra el Turco. ¿Acaso no le era necesario para ello contar con la amistad del rey de Francia, su señor? Sin ella
no podríamos emplearnos contra el Turco, ni tampoco hacer la empresa de Argel[1028].
Es como un último esfuerzo francés por desviar la acometida imperial. Al embajador imperial Hannart se quejaba por entonces Francisco I de que en el pleito que tenía con el duque de Saboya, Carlos defendiese al saboyano, que por su boda con la princesa Beatriz de Portugal era su pariente, cuando Francisco como cuñado lo era más cercano[1029].
El embajador imperial Hannart tenía, en verdad, una delicada misión: dar a Francisco I la versión del discurso de Carlos V en Roma. Obsérvese que Francisco I estaba ya bien informado, hasta el punto de tener una relación en castellano (la que Carlos V mandó a Hannart estaba en francés) y por lo tanto, más directa que la que el propio Hannart poseía. Así puede ironizar con él respecto a que si Carlos V había escrito la primera parte de la Crónica, a él le tocaba acabar la otra mitad. No orilla la cuestión del desafío propuesto por el Emperador, aunque lo trate en burla: las espadas de ambos eran demasiado cortas «para combatir desde tan lejos», por lo que a su vez reta a Carlos V a que se acerque, («si acaesciese que os acercásedes más y le pidiésedes un golpe de él, no os lo rehusaría…»). Estamos ante el contrapunto al discurso de Roma. La carta tiene tanto más valor cuanto que nada aparece sobre ella en Lanz, ni en Brandi.
Pero Carlos V, con la tenacidad que le caracterizaba, no se dejaba apartar de sus preparativos bélicos, disponiendo los detalles de un doble ataque marítimo y terrestre contra Francia. El 4 de mayo envía a Garcilaso de la Vega a entrevistarse con Doria y Leyva, sucesivamente, para ultimar el plan de operaciones[1030].
En Florencia, su yerno el duque Alejandro de Médicis y su hija Margarita de Parma le hicieron un magno recibimiento. Se aposentó el Emperador en el palacio de Cosme de Médicis y estuvo muy atento a ver cómo se aseguraba su yerno en su nuevo Estado, por ser pieza tan importante dentro del mosaico italiano. Con la experiencia que iba teniendo de la política italiana, advirtió Carlos al Duque de los peligros que le acechaban por ser nuevo su señorío y por las intrigas que no dejarían de hacer los desterrados, como si de ese modo —nos dice Sandoval— profetizara Carlos V el triste fin del duque Alejandro[1031].
Mientras tanto, sigue los preparativos de la guerra contra Francia. Moviliza sus fuerzas en España e Italia y recluta 35.000 landsquenetes en Alemania. Ahora bien, los landsquenetes no estarían listos para entrar en acción hasta el mes de abril, de los cuales no todos engrosarían su propio ejército con el que pensaba invadir Francia, pues parte tenía que mandarlos a su hermana María de Hungría.
Y esa era otra cuestión, no del todo fácil. Carlos V pretendía crear un segundo frente a Francia en la frontera belga, contrariando los deseos de sus vasallos de los Países Bajos, que hubieran preferido mantenerse neutrales[1032].
En su avance hacia Lombardía, Carlos llegó a la pequeña villa de Asti donde pondría su campamento. La villa, asentada sobre la orilla izquierda del río Tanaro, estaba en las inmediaciones de la línea de fuego. Era el mes de junio. A 60 kilómetros, en las primeras estribaciones de los Alpes, Leyva había puesto cerco a Fossano, donde se defendían algunos miles de franceses.
Por su parte Paulo III nombraba, en el Consistorio del 9 de junio, dos legados para mediar en la contienda: los cardenales Trivulcio y Caracciolo. Gestión vana. Ambos contendientes iban a recordar los agravios y a poner en primera línea la cuestión de los prestigios personales, conforme a la mentalidad de la época. En cuanto a Carlos V, señalaría a los legados la marcha que tomaban los acontecimientos: su ultimátum desoído, la invasión de Saboya consumada, el embajador imperial expulsado de la corte francesa, e incluso los primeros actos de hostilidad iniciados por el francés,
por donde cada uno puede bien entender cómo de más de lo que había sido ya desde Roma tan provocado y forzado a la guerra, ha sido después constreñido a ella sin poderlo evitar…[1033] Después de lo cual, las últimas declaraciones de que «con seguridades convenientes» estaba dispuesto a la paz, eran una pura ilusión, en la que ni el propio Carlos V creía. Carlos quería no solo que el francés devolviera al saboyano lo que le había arrebatado, sino además, «reducirle a que dexe de molestar a Italia y a la Cristiandad»[1034]. Para ello únicamente había un medio: la guerra. Y comprendiéndolo así, el Emperador mueve su diplomacia, al tiempo que se apresta a la campaña. Ascanio Colonna, gran Condestable del reino de Nápoles, es enviado a todas las cortes italianas, incluida Roma, para dar los últimos toques a la Liga italiana, en la que Carlos quería aparecer como un miembro más, es decir, no como Emperador o rey de España, sino con el título nacional de rey de Nápoles. Él, pacificador de Italia en 1530, veía ahora amenazada su obra por la agresión francesa. Y Ascanio Colonna debía indicar que el propósito imperial de llevar la guerra a Provenza, no era sino un intento por alejar de Italia aquella amenaza. En todo lo cual procede, y así lo declara, «no como Emperador, o como rey de España», sino como rey de Nápoles. Evidentemente, Carlos sabía hablar a sus distintos pueblos en su propio lenguaje[1035].
¿Cuáles eran los efectivos militares con que contaba Carlos V?
Tal ejercito estaba integrado por un núcleo principal de infantería que llegaba a los 60.000 soldados, de ellos 24.000 alemanes, 26.000 italianos y 10.000 españoles aparte la caballería pesada y ligera y la artillería[1036].
Sobre la artillería poseemos detalles más completos. Se aprestan 70 cañones, entre piezas grandes y pequeñas, sacadas de las que había en Milán y Génova con algunas cedidas por el duque de Mantua, y añadiendo las cogidas en La Goleta a Barbarroja. Para tal artillería se llevaba de munición nada más que 9.900 «pelotas» de hierro y 600 de piedra. Por lo tanto, aparte lo que pudiera hacerse con la artillería de la armada —que también entraba en los cálculos del Emperador, como veremos—, la artillería imperial no podía hacer más de 10.500 disparos, cifra ridícula para poder influir en una batalla en campo abierto, pero que no lo era tanto para la misión que por entonces tenía asignada la artillería: la de abrir brecha en las murallas de las fortalezas enemigas, para permitir el posterior asalto de la infantería. Era, por lo tanto, una artillería de asedio, en la que a cada cañón se le asignaban 150 disparos.
Para arrastrar esa artillería eran precisos más de 1.000 caballos, y para la munición y pólvora, 300 carros tirados por otros 1.500 caballos. Lo cual, considerando lo que suponía el caballo en la economía de la época, nos prueba una vez más hasta qué punto la guerra desbordaba el marco nobiliario. Solo el príncipe podía acometer gastos de tal calibre[1037].
Acompañaban al Emperador grandes figuras de la época: Antonio de Leyva y Andrea Doria, como jefes respectivos del ejército de tierra y de la marina, los duques de Saboya y de Alba, don Fernando de Gonzaga y el marqués del Vasto, entre los principales. El rey Fernando, su hermano, se había ofrecido a servirle con un pequeño ejército de 3.000 infantes, 800 caballeros de los llamados de armas, 200 de caballería ligera y 12 piezas de buena artillería, oferta en parte aceptada por Carlos V, pero solo en cuanto a los efectivos militares de infantes y caballeros, no de la artillería por contar ya con suficiente. Y en cuanto a su propia persona, el Emperador le pide a su hermano que siguiera en el Imperio, donde le haría más falta[1038]. Pero sobre todo, lo que animó al campamento imperial fueron los últimos envíos en hombres y dinero llegados de España: 4.000 soldados y 600.000 ducados, que habían traído las galeras imperiales, y que a un cortesano flamenco provocaría este comentario:
Tout se porte bien en Espagne, et y attend l’on merveilleux nombre d’or des Indes…[1039]
§. La ofensiva imperial sobre Provenza
El Emperador celebró un Consejo de guerra en Asti, para decidir el mejor plan de campaña contra Francia. Para Leyva, sin duda la mejor cabeza militar con que contaba entonces, la guerra se debía limitar a dos fases: la primera, expulsar a los franceses del Piamonte; la segunda, recuperar Saboya. De ese modo se despojaba a Francisco I de la plataforma en que se había colocado con su ataque por sorpresa, y se le arrebataban las bazas con que esperaba contar a la hora de entrar en las negociaciones de la paz. Por lo tanto, Leyva quería una guerra subordinada a resolver una crisis política «estrictamente localizada».
Frente a Leyva, Doria sostenía un plan más ambicioso, que no en vano era marino: la toma de Marsella. Andrea Doria se basaba en el decisivo papel que había representado la marina imperial en la jornada anterior de Túnez, y la importancia de la posesión de punto tan clave para el predominio naval en el Mediterráneo occidental; era el natural contrapunto a la conquista tunecina.
¿Aceptó Carlos V el plan de Doria porque estaba más en consonancia con las promesas que había hecho a la Cristiandad en su discurso de Roma, el solemne castigo al quebrantador de la paz de la Universitas Christiana?[1040].
Una minuta de Carlos V nos permite comprobar cuál fue el plan primitivo acordado en el Consejo de guerra de Asti, un plan verdaderamente ambicioso: no se trataba solo de acometer la empresa de Turín y de echar a los franceses de Italia, sino de seguir más adelante, pasando el puerto alpino de Mont-Genèvre, para caer sobre Grenoble e incluso sobre Lyon, la gran ciudad francesa que las referencias de los espías daban como centro principal de donde había partido la última ofensiva gala. Es posible que con ello Carlos V quisiera herir a su rival en uno de sus centros vitales. Quizá pretendiera, asimismo, aproximarse de esa forma al Franco Condado, por cuya seguridad andaba entonces temeroso Carlos V, hasta el punto de que poco antes anotaba marginalmente en una consulta del Consejo de Estado:
… no conviene fiarse ni asegurarse mucho en las provisiones que se han enviado al mariscal y al campo de los alemanes franceses[1041], que me hace temer lo del condado de Borgoña, sobre el cual podría descargar el exército de Francia, visto lo poco que puede hacer en otra parte…[1042]
Pero también hay que tener en cuenta ese duelo personal que Carlos V tenía con Francisco I. Con el plan de Lyon —que fue el primero aceptado—, el Emperador se lanzaba a una valiente ofensiva, que cubría su prestigio personal, por el que tanto miraba. Por ello, y por descongestionar la amenaza que pesaba sobre el Franco Condado (o condado de Borgoña), la última de las herencias de Carlos V, que había pasado a su poder a la muerte de su tía Margarita de Austria, es por lo que el Emperador concierta con su Consejo ese plan de ambiciosa ofensiva.
Pero de pronto surge un serio contratiempo: Fossano. La fuerte resistencia que ofrecía la guarnición francesa al cerco de Leyva amenazaba prolongarse. ¿Qué hacer? ¿Seguir adelante con los planes de invasión de Francia, dejando sobre Turín y Fossano una fuerza de cobertura para salvaguardar sus posibles intentos contra Milán o Génova? Esa solución, sobre ser arriesgada, enflaquecía el grueso del ejército imperial. Por otra parte, esperar a su conquista era perder un tiempo precioso. Carlos, indeciso, envía el 11 de junio a Roeulx, señor de Balançon, desde Asti donde se halla, al campamento de Leyva sobre Fossano. Carlos V piensa en cambiar todo el plan de campaña, pero quiere antes conocer la opinión que más valora en materia militar. Recuerda a Leyva que el plan primitivo era dejar 10.000 soldados y 300 caballos sobre Turín, facilitar 12.000 infantes y otros 300 caballos a Doria para que efectuara incursiones en la costa del sur de Francia, y seguir el Emperador con el grueso del ejército (40.000 soldados y el resto de la caballería, más 50 piezas de artillería), atravesando el Mont-Genèvre para caer sobre Grenoble y Lyon.
Un plan cuidadoso para el que todo estaba a punto: los tercios viejos castellanos, las levas de italianos y landsquenetes, la artillería que dirigía don Pedro de la Cueva, las naves de Doria. Para ponerlo en marcha, un impedimento: la resistencia de Fossano. Era preciso ganar previamente aquella plaza porque «será ganar o perder toda la reputación de lo que adelante habremos de hacer», escribe Carlos V.
Yo soy cierto —añade el Emperador con una entonación personal que su secretario transforma en la fórmula protocolaria nos— que con lo que tiene (Leyva) no dexará de hacer todo lo que pudiere, mas porque podría ser que esto no bastase y que fuese menester más gente y artillería, para lo cual es menester tiempo, le diréis que parece a algunos que habiendo probado las fuerzas que agora él tiene, si con aquéllas él no lo acabase, que sería mejor aguardar a juntar todo lo que para la expugnación sería menester, y todo junto y de un golpe dar en ellos con tales fuerzas, que o las de los enemigos no fuesen bastantes a sufrirlas o ya quedásemos desengañados de ver la imposibilidad de acabar esto por ella…
Incluso cabía el peligro de que los franceses socorriesen a Fossano, presentándose en Italia con tales fuerzas que desbaratasen por completo la ofensiva imperial sobre Francia:
Y quedaría yo —comenta Carlos V— con poca reputación de no haber hecho más.
Por lo tanto, estaba el prestigio del Emperador en juego, aquella reputación militar ganada en Túnez que será en adelante uno de sus mayores cuidados. Carlos, siguiendo probablemente el consejo de algún otro capitán de su cortejo, piensa en otro plan de campaña:
por ser tan adelante el verano y haber dificultades en el camino de León (Lyon) y Grenoble, que para poder dañar al rey de Francia este año, en todos casos será juego forzado tomar el [camino] de Niza o Largentera, para dar en la Provenza.
De esa forma se podría eludir el pasar la artillería por los Alpes, embarcándola en las naves de Doria. Todo lo expone Carlos V a Leyva, esperando su opinión con impaciencia. pues ahora ve dificultosa la campaña y su prestigio de soldado en entredicho[1043].
Por lo tanto, la prolongada resistencia de Fossano le obliga a cambiar el plan primitivo de caer sobre Grenoble por la ofensiva en Provenza, que era la propugnada por Andrea Doria; confiando Carlos V en que tanto desde los Países Bajos como desde Cataluña se ayudara, abriendo otros tantos frentes de combate al francés.
Curiosamente es entonces cuando Carlos V tantea una maniobra diplomática. Pues de pronto, le llega la noticia más deseada de Londres: su embajador, Chapuys, le informaba de la detención de Ana Bolena y su llevada a la Torre londinense[1044]. Para Carlos V, allí se podía ver la mano divina:
Dios ha querido abrir camino…
Y apuntaba a su esposa Isabel, dando por segura la ejecución de Ana Bolena, la posibilidad de nuevas negociaciones con Enrique VIII, con una estrecha alianza matrimonial: la doble boda de Enrique VIII —puesto que ya se habría librado de Ana Bolena— con María de Portugal (la hija de Leonor de Austria) y de María Tudor con el infante don Luis. Esto es, un doble enlace anglo-portugués. Y con un increíble optimismo, incluso confiaba Carlos V conseguir que de ese modo Inglaterra tornara al catolicismo, en lo cual tendría el inglés el apoyo imperial:
… dándole ciertas esperanzas que Nos, por soldar la dicha amistad y estrecharla, ternemos la mano en todo…[1045]
Evidentemente una pura fantasía que nunca tendría lugar. En cambio, seguiría su curso la campaña contra Francia.
Entre el 17 y el 25 de julio franquearía Carlos V los Alpes marítimos, por el collado de Tenda, al pie de punta Argentera. Lo hizo como un soldado más.
Holgaría vuestra merced —nos relata Martín de Salinas— de ver cómo S. M. camina esta jornada. Va vestido de soldado, en calzas y jubón y su corselete vestido y una cuera de seda toda acuchillada y labrada de recamado y sin otra ropa encima, y una banda de tafetán colorado, que es la seña que todos llevamos. Quiere pasar los puertos en compañía de los soldados y a la causa va de este atavío. Es muy grande placer verle tan sano y alegre en estos trabajos, y no es el que menos parte dellos toma. Dios le dé salud y victoria que todos se la deseamos. Sé decir a vuestra merced que va la gente de guerra y la que no lo es, la más alegre del mundo, como si fuesen a jubileo[1046].
¿Recordaba Carlos V las gestas de los grandes Capitanes? ¿Acaso aquel camino de Aníbal, si bien a la inversa, desde Francia sobre Italia? La empresa no sería fácil, siendo el ejército más grande hasta ahora alzado por Carlos V. Delante, abriendo el camino, iba la caballería ligera mandada por Ferrante Gonzaga. Le seguía el duque de Alba con la caballería pesada («la gente de armas»). Finalmente iba el Emperador con la infantería. Las tres formaciones dejaban entre sí un día de marcha. Las jornadas se hacían muy de madrugada, para evitar el calor de aquellos días de mediados de julio:
De día me aso —refiere el embajador Salinas a su compatriota Castillejo— y de noche me hielo, de sereno que hace… Traemos tan gran ejército de pie y caballos que se cubre la tierra; y hasta pasar los montes, o por mejor decir, los infiernos, venimos repartidos [para] rehacernos en Niza… Desde que pasamos Fossano hasta aquí, donde estamos, no ha quedado persona ni ropa en lugar ninguno, y con tan buen hospedaje mire vuestra merced qué vida se pasaría. S. M. mandó, al tiempo que llegamos al pie de la montaña, que todos llevásemos bastimentos para seis días, lo cual se hizo, cada cual como pudo. Y comenzamos a pasar la montaña, lo cual no hay seso de hombre que pueda decir lo que es, así de trabajos como de peligrosa, y de jornadas excesivas de grandes… Y era necesario partir a medianoche y caminar con hachas. Y como el camino fuese tal, una acémila que caía nos impedía, para estar dos horas quedos… Las trompetas empezaban dentro de dos o tres horas antes del tiempo, y desde aquel momento es más que necesario ponerse hombre en orden[1047].
El día de Santiago entraba Carlos V en Niza, mientras su ejército acampaba en las cercanías. En Niza le acogió su cuñada Beatriz, duquesa de Saboya. Tras un breve descanso, se inició la marcha sobre Provenza, siguiendo al principio la línea costera, para ayudarse de la armada imperial que mandaba Doria. Fueron tomadas las pequeñas plazas de Antibes y Cannes, el corazón de la costa azul, entonces convertido en un desierto quemado, por la táctica ordenada por Montmorency, jefe del ejército francés.
El 2 de agosto el ejército imperial entraba en Fréjus, donde Carlos V hizo desembarcar la artillería que mandaba don Pedro de la Cueva. Su designio era avanzar derecho sobre Marsella, abandonando la costa, que a partir de Fréjus se inclina bruscamente hacia Mediodía. Si el francés salía a su encuentro tanto mejor: sería ocasión de librar una batalla decisiva en la que se pusiera de manifiesto la justicia de la causa imperial. Pues Carlos V buscaba el juicio divino, al modo medieval[1048].
Claro es que también buscaba el Emperador castigar a su enemigo, llevando la guerra a sus dominios. Y que esperaba arrebatarle prendas suficientes para forzarle a la paz.
A partir de Fréjus, el alejamiento de la costa impidió a Carlos V contar con la ayuda de la armada de Doria. No pudiendo abastecer su ejército por mar, y encontrándolo todo arrasado a su paso, en su avance por el interior, las dificultades de la intendencia imperial crecieron alarmantemente. Se llegó a estar sin carne ni pan para los soldados y sin forraje para la numerosa caballería. Fue preciso buscar las vituallas lejos del centro de operaciones, con gran peligro. El paisanaje facilitaba a Montmorency abundante información de los movimientos del ejército imperial. Con facilidad, los destacamentos enviados por Leyva en busca de víveres caían en emboscadas preparadas por las guerrillas francesas. Era peligroso apartarse del grueso del ejército en aquella tierra hostil y desértica, pero también era peligroso dejar que el tiempo hiciera su obra. Cada día crecía la penuria en el campo imperial. Los caballos morían a centenares. Un calor africano —propio del mes y del lugar— hacía más penosa la situación. Cualquier intento por buscar víveres tenía que realizarse lejos y con fuerte escolta.
Y otro mal, no pequeño: muchos correos eran capturados por los franceses, con lo que el mando imperial se vio aislado, carente de la necesaria información. Y la táctica francesa de la tierra quemada produjo sus efectos, al no poder el ejército imperial ser abastecido por la marina. Los soldados llegaron a comer la uva, verde aún, y grano sin moler. Resultado, una terrible disentería que amenazaba fundir al ejército antes de que entrase en combate. Sobre Avignon tenía el generalísimo francés Montmorency su campo, formidablemente guarnecido. Los intentos por hacerse con Marsella fracasaron. Y las noticias que llegaban de Flandes no eran mejores, habiendo sido rechazado el conde de Nassau en su marcha sobre París[1049]. Tampoco lo eran las de Italia, donde los aliados de Francia, como el conde Guido Rangone, habían intentado un golpe de mano para apoderarse de Génova.

§. La retirada
Carlos V tuvo que rendirse a la evidencia: era obligado ordenar la retirada, antes de que sus fuerzas se vieran tan mermadas que quedasen a merced del enemigo. ¡Y qué afrenta hubiera sido convertirse en el prisionero del francés, en sufrir el reverso de la medalla de lo que había pasado Francisco I tras Pavía! Eso sí que hubiera sido una pérdida de prestigio irreparable.
De ese modo, el 4 de septiembre Carlos V decidía la retirada y así lo comunicaría a Flandes[1050], aunque sorprendentemente no la iniciara hasta ocho días después[1051]. Lo haría sin contratiempos mayores, sin verse hostigado por el enemigo, todavía aferrado a su consigna de no presentar batalla en campo abierto al Emperador. Era como si todavía flotase en el ambiente el recuerdo de Pavía. Y de ese modo Carlos V pudo alcanzar Italia sin novedad, viendo como a esos efectos seguía funcionando la Liga defensiva con las Cortes del norte de Italia, incluida Venecia[1052].
Pero no del todo sin contratiempos mayores, puesto que en aquella retirada perdería buena parte de su ejército y alguno de sus capitanes más nombrados.
En efecto, sintió mucho la muerte de Antonio de Leyva, quien recibiría el homenaje hasta de sus enemigos, que enviarían una litera para alivio de aquel capitán en su penosa retirada[1053].
Más grave aún sería para España la muerte de otro personaje no menos importante: el tierno poeta Garcilaso de la Vega, muerto en Muy, en un encuentro de escaso relieve, que no lo sería para él.
Por lo demás, y ocultando los escasos resultados de su ofensiva, Carlos podría proclamar algo cierto: la guerra se había librado en aquella ocasión en Francia, lejos de Italia. Algo que Carlos V resumiría en estas palabras:
Sienta —el rey de Francia— el efecto desta guerra en su propio Reino…[1054]
Además, el enemigo no se había atrevido a librar combate en campo abierto; con lo que, en términos caballerescos, la gloria había sido para él y la deshonra para sus enemigos.
Era un juicio, cierto, poco convincente. Así pude comentar yo un día:
Aquella guerra caballeresca no había dado más de sí[1055].

Capítulo 7
¿Paz o treguas con Francia?

En su retirada a Italia Carlos V pasaría por Niza, donde sería alojado por los duques de Saboya. Allí quedaría guarnición española, para salvaguardar la plaza frente a los hostigamientos franceses.
Siguiendo su viaje a Italia, llegaría el Emperador a Génova. Le importaba pasar pronto a España, pero aún permanecería mes y medio en Génova. Le era preciso dejar bien afianzadas sus relaciones con sus aliados italianos, ya que era de temer una contraofensiva francesa. Y había que reorganizar su ejército, empezando por el nombramiento de un nuevo General en jefe que sustituyera a Leyva, puesto que recaería en Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto[1056], que ya lo había sido en la empresa de Túnez; acertada elección, como más adelante tendremos ocasión de ver.
No sería fácil el regreso a España, por los malos tiempos propios de la estación, estando ya tan entrado el mes de noviembre. Pero aun así, juntada ya la armada imperial con 30 galeras y algunas otras naves, el Emperador zarpó para cruzar otra vez el Mediterráneo hacia las costas catalanas.
Tenía prisa por llegar a España, prisa por reunirse con la Emperatriz, prisa, y aun ansia, por encontrar el refugio familiar, tras la penosa experiencia sufrida en Francia. Además, le movía otro deseo: el conocer a su nueva hija, Juana, que había nacido cuando él se hallaba en plena campaña de Túnez.
Y también quería otra cosa, que no deja de llamar la atención: tener una verdadera reunión familiar, incluida su madre, doña Juana, en Tordesillas. ¡Y eso en el mes de diciembre, en plenas Navidades!
El 5 de diciembre desembarcaba Carlos V en Palamós. Al día siguiente, cogiendo la posta, entraría en Barcelona. Pero no tendría en la ciudad condal a la Emperatriz para esperarle, como había ocurrido tres años antes. Al contrario, la Emperatriz tendría orden de ir con sus tres hijos a Tordesillas. Allí la buscaría Carlos V, sin darse tregua en el camino, hasta tal punto que solo estuvo un día en Barcelona.
En efecto, en la ciudad condal quedarían Nicolás Perrenot de Granvela y Francisco de los Cobos, para hacerse cargo de los asuntos de gobierno, y Carlos, dejando durante unos días, por así decir, el poder en sus manos[1057], siguió su camino, siempre por la posta, para plantarse cuanto antes en Tordesillas. El 9 estaba en Lérida, el 12 en La Almunia, entraba en Castilla por Almazán y ya, siguiendo sus jornadas diarias, pasaría por Burgo de Osma, Aranda, Peñafiel y Tudela de Duero, para lograr el encuentro familiar tan anhelado el 19 de diciembre, siempre por la posta, y siempre a uña de caballo.

§. Navidades en Tordesillas
¿Estamos simplemente ante un esposo amante y ante un buen padre de familia, anhelante de abrazarse con los suyos?
Por supuesto. Pero sin duda había algo más: el guerrero herido, o al menos, maltratado por la lucha sostenida, está ansiando el meterse en aquel refugio y olvidarse de los negocios de Estado. No es el Emperador que vuelve triunfante, como en 1533 cuando podía jactarse de haber rechazado al Turco, salvando Viena. Es el soberano que ha emprendido una empresa mal calculada y que teme lo peor. Porque el fracaso de la expedición sobre Provenza podía suponer la contraofensiva francesa en sabe Dios qué frente: acaso descargando sobre los Países Bajos (donde su hermana María de Hungría daba la voz de alarma), acaso de nuevo sobre Italia, como tantas veces, pero ahora con más dudoso resultado, puesto que había muerto el héroe de Pavía, aquel que parecía invencible soldado, Antonio de Leyva. Y por si fuera poco, se perdía la opción de ver a su sobrina Dorotea reinando en Dinamarca y se esfumaban los cálculos diplomáticos de una doble boda anglo portuguesa.
Por lo tanto, una tregua para el Emperador que le haga olvidar las amargas horas pasadas, una tregua a disfrutar en el seno familiar, como un hombre cualquiera.
Sería una de las estancias más largas pasadas por Carlos V con su madre, la reina doña Juana, y las únicas Navidades que pasaría con ella, acompañado de su mujer, la Emperatriz, y de sus tres hijos. Unas escenas familiares que podemos evocar muy bien gracias al detalle con que nos las refiere el cronista Pedro Girón.
Cuando llegó Carlos V a Tordesillas, a las cuatro de la tarde del 19 de diciembre, se hallaban allí, conforme a sus órdenes, la Emperatriz y sus hijos y lo más granado de la Corte: los cardenales Tavera y García de Loaysa, el Condestable de Castilla, el ayo del Príncipe (don Juan de Zúñiga) «y otros muchos caballeros». Pero debió de llegar demasiado pronto, cogiéndolos por sorpresa, si hemos de creer al cronista:
Y como se dixo que S. M. entraba, comenzaron a salir y ir a recibirle abaxo al patio, y como eran tantos, cuando los primeros eran llegados al pie de la escalera, ya S. M. era apeado, y llegaba al escalera y allí le comenzaron a besar todos las manos, a quien S. M. las daba muy alegre…[1058]
Carlos V se ve ante sus fieles nobles castellanos, y ante aquel agolpamiento en que se salta el protocolo, expresa su alegría. En lo alto de la escalera le aguarda su hijo Felipe, el Príncipe, ya todo un personaje a sus nueve años, en medio de los dos cardenales Tavera y García de Loaysa. Son, pues, los únicos que han sabido mantener el protocolo cortesano, sin descomponer la figura[1059].
Restaba lo principal: el saludo a la Reina, su madre, y el abrazo a la Emperatriz. Ambas le esperaban en la sala de la casona-palacio donde residía doña Juana. Lo que sigue del relato del cronista, que se nos aparece aquí como testigo de vista, es una prueba del respeto que Carlos V manifestaría siempre hacia su madre, aun con todo que la mantuviera en aquella situación de forzada reclusión:
Pues añade el cronista:
Y fuese ansí hablando con ellos[1060] hasta la sala donde estaban la Reina y la Emperatriz. S. M. se hincó de rodillas y pidió la mano a la Reina, su madre. Ella respondió que se levantase, que ya sabía que no daba la mano. El Emperador se levantó y abrazó a la Emperatriz. Ella le hizo una reverencia baxa. S. M. la alzó y tornó a hablar con la Reina, con quien estuvo un poco hablando…[1061]
¿De qué podría hablar Carlos V con su madre? Evidentemente, no de asuntos de Estado y sí, con toda seguridad, de su salud y de cómo era tratada. En el siempre difícil tema del enclaustramiento de la Reina, estas Navidades que el César quiere pasar con su madre, llevando además a sus seres queridos, nos da la estampa de un hijo respetuoso con aquella pobre mujer que está enferma de un mal que la época no sabe tratar bien. Y siendo como es la Reina, hay que tener sumo cuidado con ella. Ni se la puede suprimir ni se la puede dejar en libertad. Ni puede, ni quiere Carlos aparecer como el hijo que se levanta contra su madre, ni puede ni debe dejarla a merced de cualquier intrigante. Debe tenerla «a buen recaudo», como se lee en los documentos del tiempo; pero nunca dejará de expresarle su respeto. De ahí que esa imagen del César, que nos transmite el cronista Pedro Girón —sin duda, presente en aquel acto—[1062], de un Carlos V hincando su rodilla, reverenciando a su madre, es de gran valor. También aquí la carga ética de Carlos V se pone de manifiesto.
En todo caso, el estado de ánimo de Carlos V por hallarse en el seno familiar queda bien reflejado en las cartas que entonces escribe a las ciudades de Castilla, como la enviada a Burgos, en la que diría:
Yo, a Dios gracias, llegué y estoy bueno, y así hallé a la Reina, mi Señora, y a la Emperatriz y nuestros hijos…
Y añadía el César:
… y estoy con el contentamiento que podéis considerar[1063].
Después de un viaje tan largo y tan fatigoso, Carlos V se retira a descansar; pero aquella noche ha de cenar en público con la Emperatriz y sus hijos[1064]. Era como una servidumbre que tenían entonces los Reyes: ser vistos por el pueblo, al menos, claro, por la Corte.
Al domingo siguiente, por la tarde, Carlos es reverenciado por los magistrados de la Audiencia de Valladolid, con su Presidente a la cabeza —que lo era entonces Fernando de Valdés, el que andando el tiempo se convertiría en el temible Inquisidor General—. Hallaron a Carlos V, como si se tratara de un capitán cualquiera, relatando con entusiasmo la empresa de Túnez; no, ciertamente, la de Provenza, de tan pobres resultados, sino la tunecina de la que estaba legítimamente tan orgulloso. Y también aquí la referencia directa del cronista resulta preciosa:
Hallaron a S. M. en pie, cabe una chimenea. Estaban con él el señor Príncipe, don Felipe, el Condestable, conde de Miranda, conde de Sirvela, don Juan de Zúñiga, ayo del Príncipe. Contábales S. M. lo de Túnez, y como[1065][ el Cardenal y el Obispo[1066] y los otros entraron, besaron las manos a S. M. sin hablar otra cosa, y apartáronse y S. M. tornó a contar lo de Túnez…[1067]
Por lo tanto, el César tiene a su auditorio pendiente de su gran hazaña, de forma que cuando irrumpen en la sala aquellos visitantes, en cuanto cesan las reverencias, Carlos V vuelve al hilo de su discurso preferido: no, claro, la malaventurada (aunque más reciente) campaña sobre Provenza, sino las gloriosas jornadas de Túnez, que habían supuesto, además, su bautismo de fuego, y en las que había participado de forma activa junto con sus soldados.
Pero todo ello no sin riesgo, y además ausentándose tanto tiempo —casi otros dos años— de sus reinos de España. Y así no nos extraña que, acabada su charla, los magistrados tuvieran un aparte con él para darle cuenta de las cosas tocantes a la Justicia y al buen gobierno de Castilla, y que entonces Valdés le hiciera un ruego:
… que ya fuese servido de reposar en estos sus Reinos[1068].
En todo caso, unos días de reposo para el César, que ya no olvidaría. Además, para que la estampa navideña fuese completa, el día de Navidad se pasó nevando:
Amanesció nevando y nevó dos días y medio quasi sin cesar, que fue cosa que los hombres viejos dicen que había más de cuarenta años que nunca se había visto en esta tierra…[1069]
Y fue tanta la nieve caída, que hubo que organizar cuadrillas de hombres para que abriesen caminos por entre la nieve y tomar medidas para el aprovisionamiento de la Corte en Tordesillas, que había quedado como cercada por el temporal[1070].
Pero esto no importó demasiado. Carlos V había querido pasar las Navidades con su familia en Tordesillas para reverenciar a su madre, como recordaría más tarde en sus Memorias. También aquí la cita de Pedro Girón es muy precisa:
Escribió el Emperador a la Emperatriz que se fuese a esperarle a la villa de Tordesillas, porque quería ir allí a besar las manos a la Reina, su madre…[1071]
Y su motivo también nos lo atestiguan otros documentos del tiempo:
S. M. se detuvo en Tordesillas para se holgar…[1072]
Y así pude comentar yo en mi biografía sobre doña Juana:
Después de tan azarosas jornadas, en aquellas Navidades de 1536[1073], Carlos V quiere vivir de lleno la vida familiar, y escoge para ello a Tordesillas, para estar también con su madre…
Y añadía:
Eso no se puede silenciar[1074].
§. Cortes de Castilla de 1537
Después de aquellas Navidades blancas, pasadas con su familia y al lado de su madre, en Tordesillas, Carlos V se trasladó con la Corte a Valladolid el 29 de diciembre de 1536, y allí permanecería hasta entrado el mes de julio[1075]. En un principio, como si sufriera un extraño estado de ánimo cercano a la depresión, se le vio rehuir los asuntos de Estado. Es cierto que en la Corte se suceden las fiestas, los torneos, los saraos y, por supuesto, las corridas de toros, a la usanza de la época. Pero Carlos V, que sufre un fuerte ataque de gota, que aun recordaría pasados los años en sus Memorias[1076], no tiene ánimo para aquellos regocijos cortesanos. Se le ve, por el contrario, aislarse y gustar tan solo de la compañía de su cosmógrafo Alonso de Santa Cruz. Es posible que hubiera llegado a sus oídos la teoría copernicana sobre el movimiento de la Tierra, que en 1527 tanto había asombrado en Roma al papa Clemente VII.
En ese tiempo —nos refiere el mismo Alonso de Santa Cruz—, como S. M. los más de los días estuviese mal dispuesto de la gota, holgábase en platicar con Alonso de Santa Cruz, su cosmógrafo mayor…, en cosas de astrología, y de la esfera, preguntándole siempre muchas cosas de filosofía natural y de la esfera, que trata de los movimientos celestiales, deseando mucho saberlo todo[1077].
En esa línea está su apatía ante las Cortes de Castilla convocadas en Valladolid, y que iniciaron sus sesiones en el mes de abril. Habían pasado los tres años que mandaba la tradición, desde las anteriores de Madrid de 1534, y por lo tanto se podía pedir el nuevo servicio a los procuradores castellanos, tanto más cuanto que la situación internacional no era nada buena. Se temía una contraofensiva francesa, envalentonado Francisco I por la retirada de Carlos V de 1536, así como deseoso de vengar la invasión imperial de Provenza; ataque que tanto podía descargar sobre Flandes como sobre el Milanesado. Desde Bruselas, María de Hungría no cesaba de pedir ayuda, temiendo la ruina de los Países Bajos y que fuesen tomados por los franceses. Ya el 8 de enero de 1537 informaba a su hermano cómo Francisco I, en cuanto supo que el Emperador había licenciado su ejército, había trasladado todas sus tropas a la frontera de Flandes. Y aquella amenaza cogía a la Gobernadora en la peor de las situaciones, desprovista de dinero y endeudada de tal forma que ya se habían gastado en la campaña de 1536 todas las rentas hasta 1539[1078].
Era ya el sistema de vivir sobre un crédito cada vez más alcanzado, con la carga de unos intereses elevadísimos por las sumas adelantadas por los banqueros.
No era mejor la situación en Castilla. Sin embargo, se haría un esfuerzo para mandar alguna partida de dinero a Bruselas. En efecto, el 26 de abril, María acusaría recibo de 100.000 ducados «que habían llegado en muy buena hora», pues ya los franceses habían iniciado sus ataques en la frontera[1079].
De hecho, ya en 1536 la Emperatriz se había visto en grandes dificultades para enviar dinero a Carlos V, logrando al fin despacharle 700.000 ducados. Se había llegado incluso a pedir dinero prestado a los particulares, pero solo entre los más allegados a la Corte: así, el cardenal Tavera había aportado 15.000 ducados, 6.000 el obispo de Sigüenza y 4.000 el conde de Osorno[1080].
Sin duda, las mayores esperanzas seguían puestas en las Indias y en el oro y plata que de allí pudieran llegar, sobre todo desde que en aquellos años se empezaron a sentir los efectos de la conquista del Perú.
Y en ellos confiaba siempre el Emperador, como cuando en 1536 escribía a Isabel:
Busque dineros de todas partes, y si Dios nos visita con unos del Perú, aunque sea de particulares, aprovechémonos dellos…[1081]
Esto es, el dinero que se conseguía de las Cortes, tenía un signo humano; procedía de la buena voluntad de los vasallos. Pero el que llegaba de las Indias, era otra cosa. En ello Carlos V, como ya lo había indicado por su portavoz en las Cortes de 1520, seguía viendo la mano de Dios.
Pero como nada bastaba, hubo que acudir de nuevo a las Cortes de Castilla. Las presidiría el cardenal Tavera, asistido por Francisco de los Cobos. Y fue Tavera el que pronunció el discurso de apertura. Objetivo principal: convencer a las Cortes castellanas que, pese al deseo ferviente del Emperador por acometer la empresa de Argel, la peligrosa animosidad de Francisco I le había obligado a desviar su esfuerzo, con la campaña de castigo sobre Provenza, porque el propósito del rey de Francia era ocupar Saboya —como lo había hecho—, para después invadir el ducado de Milán,
y todo lo que pudiera de Italia y pasar a Nápoles y Sicilia…[1082]
Como se solía hacer en otras ocasiones similares, Tavera haría un recuento de todo lo que Carlos V había llevado a cabo, tanto para preservar la paz como para acometer la guerra. De ese modo, no faltaría la referencia a su discurso en Roma ante el Papa, el Colegio cardenalicio y el cuerpo diplomático allí representado
para que fuesen a todos notorias sus justificaciones…
Un habla que ya corría por Castilla, de forma que quien quisiera la podía conocer,
que está puesta en escrito…[1083]
Y lo que era peor: sin haber conseguido forzar al francés a la paz. Todo lo contrario, pues su alianza con el Turco agravaba la situación. ¡La marina turca había echado anclas en el mismo puerto de Marsella! Era la continua y estrecha inteligencia entre ambos, a la que habían querido incorporar a Venecia, aunque por fortuna encontrando una negativa.
En todo caso, la conclusión era clara: una doble amenaza se cernía sobre los Reinos de Carlos V, por lo que había ordenado nuevas levas de soldados y el tener a punto los presidios militares y las galeras.
Un cuadro sombrío, con una sola pincelada animosa: al menos, todo se hacía para que la guerra se llevase fuera de España:
… allá —en Lombardía— se les haga la resistencia y defensión y se sostenga la guerra fuera destos Reinos…
Eso sí, con unos gastos tan crecidos, que no bastaban las rentas regias, ni los apoyos de los otros Reinos, como Nápoles y Sicilia; máxime cuando era tanto lo que se debía que los intereses se comían ya buena parte de los ingresos:
… se debe grandes sumas de dineros y corren crecidos intereses…
Por ello, y puesto que la amenaza era tan grande y no de uno, sino
de dos tan poderosos enemigos…
toda ayuda era poca.
Había, pues, que hacer un sacrificio para la seguridad de la Monarquía:
… la ayuda destos Reinos, que son el fundamento de todos los otros de S. M….[1084]
Y las Cortes de Castilla respondieron, otorgando un servicio de 204 millones de maravedíes a pagar en dos años[1085].
Ahora bien, se atrevieron a censurar el comportamiento del Emperador: que se dejara de aquellas aventuras fuera de España y que en lo sucesivo residiera en ella, pues era no poco lo que se había sufrido con su ausencia. La administración de la Justicia había dejado mucho que desear. Se había perdido el cuidadoso sistema selectivo de los funcionarios, que tanto habían cuidado los Reyes Católicos. Ni tampoco era bueno el estado de defensa de las fronteras ni de las costas. Se recuerda al César que era mala política apoderarse del oro de las Indias destinado a particulares,
porque con el trato de las Indias se aumentan y enriquecen mucho estos reinos…, y haciendo lo contrario no habrá quien querrá tratar en las dichas Indias ni ir a ellas, ni los que allá están osarán ni querrán venir.
Se le advierte sobre el peligroso aumento de bienes en manos muertas, sobre los abusos de los alcaldes entregadores de la Mesta, del abandono en que se hallaban puentes y caminos por todo el Reino, de las excesivas talas de los montes, de los atropellos de los capitanes encargados de levantar nuevos soldados, de la necesidad de un mejor reparto de los tributos, del general encarecimiento de la vida, y de los muchos fraudes que se observaban en la industria de los paños.
Y también añadían aquellos procuradores una referencia a un problema del tiempo, a la vez económico y social: el de los hidalgos pobres
que por no tener suficiente dote para casar a sus hijas, conforme a sus estados, las meten monjas[1086].
¿Quién no recuerda ahora aquella denuncia de Alfonso de Valdés, en su Diálogo de Mercurio y Carón, escrito pocos años antes, en el que presentaba el caso de «la monja desesperada»? Mas siguiendo con nuestro tema, debemos preguntarnos cómo tomó Carlos V las advertencias de las Cortes: que se corregirían los abusos denunciados, pero en cuanto a su permanencia en España, otra sería su respuesta. Aquello atañía directamente al concepto que el Emperador tenía de su cargo. De modo que, aunque su deseo era vivir en España, eso tenía que estar supeditado a sus deberes imperiales para toda la Cristiandad[1087].
Esto es, una vez más comprobamos que Carlos V, aunque cada vez más consciente de que en Castilla tiene la principal fuente de sus recursos, no se doblegaría nunca a sus peticiones de anclamiento en la meseta; en él primaría sobre todo lo que consideraba su obra imperial.
Él era y se sentirá siempre el Emperador de Europa.
Eso sí, sabía que era Castilla la que le proporcionaba los mejores y más fieles soldados para sus ejércitos y la que le otorgaba más generosamente sus servicios, o dineros; sin olvidar aquello que parecía un milagro: el oro de las Indias. Un oro cada vez más frecuente desde que en aquellos años treinta los conquistadores de las huestes de Pizarro y Almagro se apoderaban del fabuloso imperio de los incas. A partir de ese momento, Carlos lo estará siempre esperando, lo mismo a la hora de iniciar una de sus trepidantes jornadas, como la de Túnez, como cuando debe replegarse en retirada —tal, tras la desafortunada campaña de Provenza— y todo se le torna incierto. A ese respecto, es notable la carta que escribe a sus consejeros flamencos Nassau, Roeulx y Praet desde Génova, a mediados de noviembre de 1536, cuando está tratando de embarcar para España; a España, donde esperaba conseguir el apoyo económico que precisaba.
Y añadía:
… et sommes attendant et en espoir qu’il en viendrá du côté de Perou, que pourra beaucoup servir au propos[1088]
De hecho, las remesas indianas de oro y plata que llegan a Castilla en esos años son ya notables. Si en el lustro de 1526 a 1530 rondaban el millón de pesos de 450 maravedíes, en el de 1536 a 1540 esas cifras casi se cuadruplicarían, rozando los cuatro millones[1089].
Todo sería poco para afrontar la contraofensiva francesa, que se temía poderosa tanto sobre el Milanesado como sobre los Países Bajos. En el Milanesado contaba Carlos V con uno de sus mejores soldados, el marqués del Vasto, que defendería con éxito aquella frontera, recuperando incluso buena parte de las plazas que en el Piamonte había arrebatado Francisco I al duque de Saboya. Más amenazadora parecía la situación en la frontera de Flandes, después del fracaso de la ofensiva lanzada sobre París en el verano de 1536. María de Hungría había hecho sus cálculos sobre la esperanza de una campaña breve, una especie de blitzkrieg, encontrándose con que sus tropas eran incapaces de tomar una plaza secundaria como Peronne[1090]. Y eso cuando las noticias que llegaban de Copenhague tampoco eran buenas, haciendo más difícil el plan de colocar en Dinamarca a su sobrina Dorotea[1091].
Todo lo cual hacía más incierta la situación del frente, cuando apuntaba el verano de 1537. Comprendiéndolo así, Carlos V salió de su postración y, una vez terminadas las Cortes de Valladolid, se decidió a presidir las de la Corona de Aragón, convocadas en Monzón para fines de julio.
Pero antes, y esto es significativo, quiso volver a visitar a su madre en Tordesillas. Pedro Girón nos lo relata:
El Emperador, antes que partiese a las Cortes de Aragón, quiso ir a visitar a la Reina, su madre, y el miércoles cuatro de julio deste año fue a Tordesillas y llegado allá, se fue a su aposento y dende allí envió a decir a la Reina su venida. La Reina se vistió, comió y durmió y después le envió a llamar y estuvieron hablando más de dos horas. Y a la tarde, el Emperador cabalgó y se fue a pasear por la ribera de Duero, y a la noche estuvo con su madre. Otro día, jueves por la mañana, se partió…[1092]
Dejando Valladolid el 23 de julio, entraba el Emperador en Zaragoza diez días después, alojándose en la Aljafería. Cierto, no se resistiría a su pasión favorita de la caza en aquel viaje, pero siempre y cuando no le hiciera perder jornada en su caminar[1093].
¿Olvidamos lo que dejaba atrás? ¿Olvidamos a la Emperatriz que quedaba en Valladolid? ¿Cómo tomaba Isabel la nueva marcha de Carlos V? Pedro Girón, el fidedigno cronista, nos lo dirá:
La Emperatriz sintió mucho la partida de S. M., y ni aquella semana ni la siguiente no quiso hacer consulta de Justicia, y el jueves 19 de julio tuvo un vaguido de cabeza y un vómito, pero luego estuvo buena[1094]
La Emperatriz con vómitos y desmayos. Era lo suyo, pues otra vez estaba embarazada, como el propio Emperador nos recuerda en sus Memorias, con el rudo lenguaje de la época:
S. M., dejando a la Emperatriz preñada, se fue a Monzón, donde tuvo las Cortes…[1095]
El 10 de agosto entraba Carlos V en Monzón, donde se hallaban ya los representantes de los tres Reinos, tanto de las ciudades como de la nobleza y del clero. Fueron unas Cortes laboriosas, difíciles, que pusieron a prueba la paciencia del Emperador. Y hasta tal punto que cuando su hermana María se le quejaba por aquellas fechas de Granvela, Carlos le respondería que muchas veces había que tener paciencia y disimular, como lo hacía él con las Cortes aragonesas,
que je donne au diable[1096].
Sin embargo, la queja de María respondía a una realidad: la impertinencia que observaba en Granvela, al inmiscuirse en asuntos del gobierno de los Países Bajos, lo que hería a la Reina, como Gobernadora que era de aquellos Estados.
¿Qué estaba pasando en el entorno de Carlos V, para que el César lo permitiera? Porque la realidad sería que el Emperador, en vez de apoyar a su hermana, le echaría una seria reprimenda: con pluma apasionada, incluso airada, le diría que le ofendía si creía que consentía que nadie hablase mal de ella en su presencia, y que aún era peor si le tenía por tan torpe que no supiera cuando tal ocurría, aunque fuese con disimulo.
Se trata de una fricción pasajera entre los dos hermanos sin otro valor que darnos esa pista sobre cómo veía el Emperador las Cortes de la Corona de Aragón, tan distintas a las de Castilla, y también porque nos prueba el grado de privanza que estaba adquiriendo entonces Nicolás Perrenot de Granvela. Y así llega a decir a su hermana:
… et si vous n’en avez le contentement qui est de raison, puisque il[1097] manie mes affaires et je les passe par ses mains, et il les traite avec vous et autres mes ministres[1098]
El malestar de María arrancaba de que aspiraba a representar un papel principal en la nueva paz con Francia, en negociación directa con su hermana Leonor, la Reina Cristianísima, al modo como en 1529 lo había hecho la tía Margarita de Austria con Luisa, la reina madre de Francia. Hubiera sido la justa réplica a la paz de las Damas. Pero Carlos V no iba a conceder a su hermana el protagonismo que había permitido a su tía. En la mente tenía una entrevista personal con Francisco I, y por eso prefiere que los preámbulos fueran llevados desde su propia Corte, delegando en sus consejeros inmediatos, Granvela y Cobos.
Por lo demás, Carlos V ha depositado tanta confianza en Granvela que incluso lo que antes trataba directamente con su hermana María, referente a los Países Bajos, ahora pasa por las manos del ministro, que era lo que tenía tan quejosa a la Reina. No era una privanza exclusiva. Granvela había sabido apoyarse en otro ministro, en este caso español, que además de intervenir en las cuestiones internas de la Monarquía, ahora lo hacía también en la política exterior. Ese ministro era Francisco de los Cobos.
En efecto, por aquellas fechas se ve a los dos ministros en tan perfecta armonía que incluso mandan un memorial al Emperador para marcarle pautas de conducta en las relaciones con el norte de Europa, en particular con el duque de Clèves, con el que no se debía emplear la fuerza.
Y terminan:
Ce que dessus pesé, consideré et examiné entre nous, a semblé convenir[1099]
¿De dónde partía esa armonía? Era el propio Emperador quien había designado a los dos, para que negociasen una posible tregua con Francia. De hecho, tanto el resultado de las armas en los dos frentes italiano y flamenco como la falta de recursos invitaban a ello por las dos partes[1100]. Ya María de Hungría había negociado treguas con el Delfín Enrique, en la frontera belga, con la esperanza de que fuesen generales[1101]. Por su parte, Francisco I había designado a dos de sus principales consejeros, el cardenal de Lorena y a Montmorency, como sus representantes para las entrevistas que habían de tener con la comisión imperial entre Narbonne y Perpiñán.
Ahora bien, lo cierto es que tanto Granvela como Cobos empiezan, a partir de ese momento, una actuación en plena armonía que iba mucho más allá de lo que les correspondía como miembros de aquella comisión.
En esa armonía había también una división de influencias: para Granvela, todo lo que se refería a Europa; para Cobos, todo lo tocante a Castilla. Tal se desprende de lo acordado entre ellos, como lo prueba la documentación de Simancas, referente a cómo se había de despachar al embajador Cornelio Schepper mandado por María de Hungría:
… no hay otra cosa que hacer por agora —se acuerda entre los dos consejeros— sino ordenar el despacho de Cornelio, en el cual entenderé yo, Granvela, entre tanto que yo, Cobos, entiendo de los negocios de Castilla[1102].
Pues una cosa hay que destacar: los grandes consejeros flamencos del Emperador de los años veinte —incluidos el propio Gattinara, tan recomendado por Margarita de Austria—, han dado paso a los españoles y a ese representante de un linaje del Franco-Condado, cabeza de una serie de ministros que seguirían dando juego ya a lo largo del reinado de Carlos V e incluso de su hijo Felipe II; no olvidemos que el hijo de Nicolás Perrenot de Granvela sería Antonio, el futuro y famoso cardenal Granvela. Por supuesto, en los Países Bajos seguiría a su frente y como Gobernadora María de Hungría, con sus consejeros flamencos, en Italia continuaremos viendo a grandes personajes italianos, como el marqués del Vasto y como Ferrante Gonzaga. Pero en España y al lado del Emperador, lo mismo que en los reinos italianos, solo españoles, como Cobos y Tavera, junto con ese linaje de los Granvelas.

§. Cortes de Monzón
Mientras tanto, tenían lugar en Monzón las Cortes generales de los tres Reinos aragoneses, donde Carlos V había llegado el 10 de agosto.
Tres días después, y en la iglesia de Santa María, tendría lugar el discurso de la Corona ante los síndicos de las principales ciudades aragonesas, catalanas y valencianas y ante lo más granado de la nobleza y del clero. Allí estaban el duque de Cardona, los condes de Ribagorza y Cocentaina, junto con los representantes de los más altos linajes: los Palafox, Gurrea y Vilanova. Entre el alto clero, los arzobispos de Zaragoza y Valencia y los obispos de Huesca, Vich y Gerona, junto con los abades de los monasterios de Ripoll y Montserrat, y los procuradores de la Orden militar de Montesa. En suma, un despliegue impresionante de personalidades de aquellos tres reinos de Aragón que llenan cuatro páginas de la Crónica de Dormer[1103]. Tan magna representación, añadida a sus particulares fueros, era lo que hacía tan difíciles las negociaciones del Emperador, tan lentas y desesperantes, hasta el punto de provocarle aquella queja:
… que je donne au diable.
En su discurso ante las Cortes, Carlos V —con el tono personal que solía usar ante ellas— les recordó todos sus esfuerzos y todos sus sacrificios para el buen gobierno de sus pueblos. Destacaría, por supuesto, la peligrosa campaña de Túnez, en su lucha contra el Islam, combatiendo allí a Barbarroja. No escondería que había aplazado la otra gran empresa en el Mediterráneo, la empresa de Argel; el Emperador sabía muy bien que eso era lo que más preocupaba a aquellos súbditos, como los que más sufrían las terribles incursiones de Barbarroja:
Quise volver a estos Reinos —les dirá—, así por estar y descansar en ellos y entender y mirar continuamente en la buena gobernación y tratamiento de nuestros leales súbditos y vasallos, y también para aprestarme para la empresa de Argel
La empresa que tan de cerca tocaba a la Corona de Aragón. Y Carlos lo entiende así y lo reconoce públicamente:
… por acabar de quitar de la vista destos Reinos la molestia que los enemigos desde allí, a causa de estar muy cerca, suelen dar.
No había podido ser. Al igual que ante las Cortes de Castilla, Carlos V recordaría lo que lo había imposibilitado: el estar ya la estación muy gastada («el verano estaba adelante»), el carecer del aprovisionamiento necesario y las enfermedades que habían mermado al ejército. Quedaba en pie la pronta vuelta a España, pero ¿cómo podía dejar sin visitar a sus Reinos de Nápoles y Sicilia, siendo la tercera vez que ponía sus pies en Italia? Eso no hubiera sido justo, si quería proceder
… cumpliendo con la obligación de buen Príncipe…
Y así, las cosas se fueron complicando, pues tras esas dos visitas, con las correspondientes convocatorias de Cortes (eso sí, recibiendo una generosa ayuda, «el mayor donativo que hasta entonces se había hecho»), vino la mala nueva de los aprestos franceses para renovar la guerra; de donde todos los esfuerzos del Emperador para preservar la paz, incluida la visita al Papa en Roma, parecían baldíos.
En ese momento, Carlos V volvería a rememorar su habla ante el Papa de abril de 1536:
… deliberamos de hablar públicamente al Papa, en presencia de todo el sacro Colegio de Cardenales y de los Embajadores del rey de Francia y de otros Príncipes y potentados…
¿El motivo? Dar cuenta pormenorizada de las relaciones entre los dos rivales, con las continuas agresiones del francés desde 1521, para justificar su conducta: de cómo siempre había querido la paz y siempre había sido hostigado con la guerra. De forma que, y puesto que tampoco nada había conseguido en aquella ocasión, había decidido invadir Francia:
… determiné de pasar los Alpes y entrar con mi ejército por la Francia…
En suma, Carlos no escondería nada, ni siquiera la poca venturosa campaña de Provenza, donde había tratado de entablar combate con el rey francés, sin conseguirlo. Y así, regresando a Italia y dejando allí las cosas a buen recaudo, para la defensa del Milanesado, se había vuelto a España. Y ello en pleno invierno.
Aquí importa el testimonio de Carlos V por el peligro pasado:
… aunque el invierno estaba muy adelante para navegar, con todo eso nos embarcamos y pasamos la mar, con las dificultades que sabéis…
Esas eran las últimas peripecias pasadas, y el futuro no se presentaba más prometedor, por la terrible conjunción de las fuerzas del Turco con el francés. Carlos no podía dejar en silencio aquella traición a la Cristiandad, aquella increíble alianza:
… sabíamos que el rey de Francia tenía con el Turco continua y estrecha inteligencia y confederación…
Se intercambiaban embajadas, se unían sus armadas, se repartían el botín que ganaban
partiendo entre sí los robos que hacían a los cristianos…
Incluso se había visto a las galeras turcas invernar en Marsella.
Por todo ello, y conociéndose los intentos franceses para atacar por todas las fronteras, en Flandes como en Milán, en Navarra como en Cataluña, era necesario acudir a todas partes para poner el debido remedio.
Flandes, Milán y Navarra en peligro. Pero también Cataluña. ¿Cómo no destacar ahora el esfuerzo de Castilla, cuando había sido tan notorio, enviando tropas a aquella frontera? Carlos V lo proclamaría:
De Castilla hicimos venir la gente que habéis visto pasar para la defensa de Perpiñán…
Era como la última reflexión, para invitar a las Cortes aragonesas a una pronta y buena ayuda[1104].
No muy pronta, pues hubo de pasar aquel verano y buena parte del otoño. Pero, al fin, Carlos V algo consiguió: 600.000 libras jaquesas de 340 maravedíes y en esta proporción: 100.000 a cargo del reino de Valencia, 200.000 al de Aragón y 300.000 al Principado de Cataluña. Es cierto que cuatro novenas partes debían dedicarse a pagos de funcionarios y a mercedes varias, pero aun así, restarían 333.000 libras jaquesas para la Hacienda real.
Tras lo cual, Carlos V renovó sus juramentos de observancia de los Fueros de aquella Corona aragonesa y licenció las Cortes.
Era a mediados de noviembre. Fue entonces cuando un correo, despachado a toda prisa desde la corte de Valladolid, daba a Carlos V una noticia inquietante: la Emperatriz había dado a luz un hijo, de cuyo parto no acababa de recuperarse[1105]. Dejándolo todo, Carlos V regresó por la posta a la villa del Pisuerga lo más rápido que pudo: el 19 estaba en Zaragoza, el 20 en Almazán, el 24 en Aranda y el 27 entraba en Valladolid[1106].
Pero no sería por mucho tiempo. Las nuevas que le llegaban de Cataluña eran acuciantes, y para sus planes en política exterior, esperanzadoras: Francisco I se acercaba con su Corte a Provenza. Una entrevista tan deseada por el Emperador, como medio más eficaz de conseguir una pronta y estable paz, resultaba factible.
Y de ese modo, Carlos V dejaría de nuevo su hogar, posponiendo sus sentimientos personales a sus deberes imperiales, no sin gran pena de la Emperatriz, que le suplicaba que al menos pasase aquellas Navidades con ella en Valladolid:
Todo este tiempo la Emperatriz estuvo muy triste…[1107][
Y hasta el punto que dejó sus galas y se vistió de negro como si estuviera de luto. Tal era su pena[1108].

§. Negociando la paz, bajo el arbitraje de Paulo III
María de Hungría, en sus negociaciones de paz con el Delfín Enrique de Francia, había acordado enviar un emisario especial al Emperador, que pudo atravesar toda Francia, con el oportuno salvoconducto. Sería la misión de Cornelio Schepper. A su paso por París, Schepper apreció claros signos de que aquella Corte deseaba la paz, y así se lo hizo saber a Carlos V, quien ya —disipados en buena medida sus recelos iniciales ante la iniciativa de su hermana María—, le autorizó a proseguir sus negociaciones cerca de Francisco I. A su vez, el rey francés mandaría su propio embajador especial a la Corte del Emperador: Claude Dodieu, señor de Vely. El resultado sería acordar treguas por seis meses y entablar conversaciones para la paz entre dos comisiones hispano-francesas en un lugar cercano a la frontera catalana; los comisionados serían el cardenal de Lorena y Montmorency por parte de Francia, y Granvela con Cobos, por la parte imperial. Para entonces, ya se había perpetrado el ataque turco al sur de Italia que tanta repulsa había tenido en la Cristiandad, provocando la necesidad de una Liga para hacer frente a esa amenaza. Para ello, la paz entre los dos Príncipes más poderosos de la Cristiandad era imprescindible, aunque no fuese fácil resolver sus diferencias: Carlos V exigía al francés que devolviese el Piamonte al duque de Saboya, y Francisco I aspiraba a volver a señorear el ducado de Milán, al menos como prenda en manos de uno de sus hijos.
En cuanto a España, los deseos de paz eran tan grandes que llevarían a la Emperatriz a presionar al César con los más apretados términos:
Aunque yo sé que por parte de V. M. —le escribía a principios de 1538— no se dexará de hacer todo lo que la razón y la honestidad pide, todavía le suplico que esté en ello, como tan católico príncipe y tan llegado a la razón; que todo el mundo vea y conozca que por V. M. no se dexa de efectuar cosa de tanto servicio de Nuestro Señor y bien universal de su religión cristiana[1109].
Fueron negociaciones muy laboriosas, encerradas cada una de las partes en sus exigencias y en sus rechazos. Carlos V persistía en su deseo de una entrevista con su rival, a lo que Francisco I se resistía. El Emperador la había tenido por tan segura, que había arrastrado consigo a lo mejor de la nobleza española, junto con un impresionante equipo regio. Nada menos que ciento cincuenta carretas habían sido necesarias para transportar los tapices y todo el equipamiento con que el Emperador quería deslumbrar al francés[1110]; pero para ello era preciso que la entrevista en la cumbre fuera una realidad. Eso sí, conforme a lo que consideraba como su obligación frente a los pueblos que regía, Carlos V aprovechó aquellos meses, de 1538 para visitar Cataluña, acercándose a la frontera francesa y yendo dos veces a Gerona, donde sería aclamado[1111]|.
Pero, de momento, la deseada cumbre parecía un sueño inasequible.
Fue entonces cuando el papa Paulo III se decidió a intervenir, de forma personal y directa[1112]. Ya a principios de febrero de 1538 se había formado la Santa Liga con el Emperador, su hermano Fernando y la propia Venecia, enfurecida esta por los ataques turcos a sus posesiones del mar Egeo. Una Liga que precisaba el respaldo de la paz en la Cristiandad. Animado de ese deseo, Paulo III acudió a Niza convocando allí a los dos rivales. Ya en el mes de marzo el acuerdo con el Emperador parecía era completo, animado además Paulo III porque conocía la decisión de Carlos V de acometer la cruzada contra el Turco, poniendo en ello su propia persona. De forma que hizo saber al embajador francés en Roma que también esperaba ver a Francisco I,
advirtiéndole que en caso que no viniese, S. M. y la M. Cesárea no faltarían de abocarse y tratar y dar orden en los negocios de la Cristiandad…[1113]
Abocamiento que Carlos V no dudaría, al contrario que Francisco I.
Estaba tan deseoso de dar aquel paso, que de nada servirían las advertencias que desde Castilla le mandaba la Emperatriz, en cuanto a los peligros y gastos que su pasada a Niza traería consigo:
… como V. M. está tan prendado —es el comentario resignado de Isabel—, no hay que decir en ello, sino que quedo con el cuidado que V. M. puede juzgar[1114].
De nuevo se discute en la Corte castellana cuáles serían los medios mejores para mandar dinero al Emperador. Nuevamente se platica sobre la conveniencia de pedir dinero en préstamo a particulares, y de los riesgos de echar mano al dinero que llegaba del Perú. Otra vez se despachan cédulas de cambio libradas sobre mercaderes. A mediados de abril se han enviado al César 177.000 ducados y están a punto de mandársele otros 80.000, aunque existían dudas y se procuraba excusar esta última partida, «porque es grande el interese que estos genoveses ganan en estos cambios, y sería bien que se excusase si ser pudiese»[1115]. Pero aun eso era insuficiente para los gastos del cortejo imperial, y a ese dinero hubo de seguir otra partida de 50.000 ducados. Era la total ruina de Castilla, falta de un estamento que pudiera defenderla de las continuas exigencias imperiales. La Emperatriz anuncia el envío del dinero, al tiempo que se lamenta inútilmente:
Pero es bien que sepa V. M. que todo lo de acá queda acabado, y que esto que agora se toma ha de faltar para el sostenimiento del Estado, y que, como se ha escrito a V. M., ni para ello, ni para las guardas, galeras, África y otras cosas que ordinaria y extraordinariamente se suelen proveer, no hay manera de dónde ni cómo se haga, porque, se ha escrito a V. M., las rentas reales están libradas hasta el año de 1540[1116].
Tampoco había sido bien acogida la decisión del Emperador de tomar a préstamo las remesas indianas que habrían llegado para los particulares:
Escriben de Sevilla —le diría la Emperatriz— que andan por las iglesias retraídos, clamando de lo que con ellos se hace[1117].
Lamentos que no harían mella en el Emperador, siempre imbuido de su creencia de que su obligación era velar por toda la Cristiandad, y que en aquella hora lo que importaba era la paz con Francia para acometer la gran cruzada contra el Turco. Por ello, decide realizar su travesía por el Mediterráneo, para acudir a la cita que le propone Paulo III.
El 25 de abril embarcaba en Barcelona en las galeras de Andrea Doria, acompañado de lo más granado de la nobleza castellana: con él iban los duques de Alba, Alburquerque y Nájera, el conde de Benavente y el marqués de Aguilar. También, por supuesto, sus dos principales consejeros, Francisco de los Cobos y Nicolás Perrenot de Granvela.
Fue un viaje azaroso, por los malos vientos y porque de improviso, al costear el litoral francés, se vio la armada imperial acosada por unas galeras francesas, que rompían de ese modo las treguas acordadas[1118].

§. Treguas con Francia
El 9 de mayo llegaba Carlos V a Villefrance, lugar cercano a Niza. Para entonces, ya estaba Paulo III en Savona. Díez días después, Carlos V se entrevistaría con Paulo III; era la segunda vez que se reunía con el Papa, dos años después de su visita a Roma. Más trabajo le costó moverse a Francisco I, y solo la amenaza del Papa de llegar a un pleno acuerdo con el Emperador sin contar con él, fue lo que le decidió a acercarse con su Corte, poniéndose en Villeneuve. Pero Paulo III no consiguió reunirse con ambos soberanos a la vez, sino solo por separado. Ni tampoco que cedieran en sus pretensiones. Únicamente que acabaran acordando unas treguas por diez años.
Sin duda, Paulo hubiera deseado bastante más, después de tantos esfuerzos personales en pro de una paz duradera. Pero era algo, de modo que aun así se mostró tan contento, casi como cuando había sido elegido Papa[1119].
Eran las tablas diplomáticas, como las enjuiciaría el gran historiador Jover Zamora, en correspondencia con las bélicas a que habían llegado los dos rivales[1120]. Y aunque ambos soberanos no se entrevistaran en Niza, con el Papa, fueron frecuentes los puentes tendidos por Leonor, aprovechando su condición de reina de Francia y de hermana del Emperador. Por dos veces acudió Leonor a Villefrance, «para poder ablandar y conciliar más las voluntades del Emperador su hermano y del rey su marido», como Carlos V recordará en sus Memorias[1121]. Por su parte, Cobos invitaría al cortejo de la Reina, incluida la propia dama favorita del Rey, madame d’Étampes[1122].
En cuanto al Emperador, acompañaría a Paulo III hasta Génova, continuando sus conversaciones sobre el futuro Concilio, así como sobre la suerte de la Santa Liga concertada con Venecia contra el Turco. También se estrecharon los lazos de una alianza familiar, concertándose el matrimonio de su hija natural Margarita —viuda ya de Alejandro de Médicis— con Octavio Farnesio, hijo de Pedro Luis Farnesio y nieto, por tanto, de Paulo III. Además Carlos V obtuvo del Papa los ingresos por cinco años de la Bula de la Cruzada, que se cifraban en unos dos millones de ducados. Pero no consiguió que renunciara a la neutralidad; antes al contrario, su Nuncio hizo saber a Francisco I que estaba dispuesto a establecer parecida alianza familiar con la Corona de Francia[1123].

§. Las vistas de Aigues-Mortes
Lo que no logró Paulo III lo iba a conseguir Leonor de Austria, pidiendo a Carlos V, su hermano, que aceptase la invitación oficial de Francisco I, para que a su regreso, tocara en la costa francesa. Sería, al fin, la entrevista en la cumbre por la que suspiraba Carlos V.
Se fijó el sitio de Aigues-Mortes, pequeña villa enclavada al occidente del gran delta del Ródano. Allí llegaba el 14 de julio la flota imperial. En un principio, no sin grandes dudas por parte de Carlos V. ¿Qué garantías tendría, caso de desembarcar en Francia? ¿No estaría Francisco I tentado a poner mano sobre la persona imperial? No muy seguro de las intenciones francesas, Carlos V envió al duque de Alba, a Cobos y a Granvela, con la misión de proponer a Francisco I que se acercara con su flota, realizándose la entrevista desde las dos galeras soberanas. Pero aquella proposición se vino abajo por un gesto imprevisto del rey francés. Francisco I se aproximó con su cortejo en pequeñas embarcaciones para cumplimentar a Carlos V,
el cual —nos recuerda Carlos V en sus Memorias—, para pagar tan gran cortesía y demostrar la misma confianza, fue también a visitar al rey en la misma villa de Aigues-Mortes, donde estuvo hasta el día siguiente, muy bien tratado y festejado[1124].
De ese modo, el gesto de Francisco I provocó las amistosas jornadas de Aigues-Mortes, que trajeron como una sensación de alivio. Lo que no habían conseguido los diplomáticos de oficio parecía que lo iban a lograr los lazos tendidos entre los dos soberanos. No fueron aquellas jornadas de negociaciones, sino de fiestas y banquetes.
En un ambiente cortesano y caballeresco, se sucedieron los alardes de distinción, como si ambos soberanos quisieran hacer olvidar tantas guerras pasadas y tantas ofensas intercambiadas. Al contrario, ahora rivalizarían en muestras de afecto, incluso más por parte del Rey francés, que llevaría en este caso la iniciativa, tanto en la visita personal que hizo a la galera del Emperador, quedando así a su merced y obligándole a responder con la visita posterior de Carlos V a tierra francesa, como en el trueque de presentes. Y así, sorprendido Carlos V por el regalo de Francisco I de un valiosísimo anillo de diamantes, tendría un gesto propio de él: se quitaría su collar de la Orden del Toisón de Oro para ponérselo a su antiguo rival, quien a su vez daría a Carlos el collar de la Orden de San Andrés[1125].
Como si una euforia general se apoderase de los principales personajes de aquel drama, trascendiendo después al gran coro, todo el mundo se llenó «de una cierta esperanza de paz perpetua», como comenta el cronista[1126] Una gran alegría se difundió por aquellos sufridos pueblos, después de tantos sacrificios como les había reportado la obstinada rivalidad de sus monarcas. Si ahora aquella enemistad se trocaba en alianza, cabía esperar que se sucediera una verdadera edad dorada. Y Carlos V se apresura a comunicárselo a la Emperatriz, aun con los cuidados de aquellas inciertas horas.

He holgado en gran manera —sería el comentario de Isabel— en saber tan particularmente lo que pasó en las vistas con el rey de Francia, en que se conosce bien haber sido guiadas por Nuestro Señor, pues tan buen suceso han tenido… Y V. M. con razón debe tener contentamiento de lo fecho, pues con haberse acabado esta amistad, que tan necesaria era,
se debe esperar que Dios ha de ser muy servido y la Cristiandad reparada[1127]
.
Unas fiestas cortesanas en las que se entrecruzaron los intereses políticos con los asuntos personales, y aun amorosos, si hemos de creer a testigos de aquella jornada.
En efecto, Francisco I no se recataba en ir acompañado de su amante, la hermosa madame d’Étampes. Y a causa de ello, Leonor de Austria, al sentirse postergada y ofendida, pidió a su hermano que festejara en público a la hermosa francesa. Y Carlos V no lo dudó y en la misma recepción galanteó a madame d’Étampes, diciéndole que también quería rivalizar con Francisco I en aquel dulce terreno[1128].
En todo caso, el cortejo francés causó sensación entre los españoles, por la atrevida moda de sus mujeres principales:
Estas damas —comentaría Pedro de Gante— traen los pechos de fuera… ¡No son tan mesuradas como las nuestras![1129].
Y añadamos una anécdota bien reveladora del sentimiento que provocaban tantas guerras encadenadas entre Francisco I y Carlos V. En una de aquellas entrevistas de Aigues-Mortes, el César no pudo menos de exhortar de este modo al Delfín, el futuro Enrique II:
Señor, no seáis vos y mi hijo tan locos como vuestro padre y yo lo hemos sido[1130].

Capítulo 8
El último cruzado. La Santa Liga

El 20 de julio de 1538 Carlos V desembarcaba en Barcelona. Regresaba satisfecho, no tanto por las treguas conseguidas como porque la doble entrevista con Francisco I le había dado la impresión de haber conseguido su amistad. A fin de cuentas, era la primera vez que se habían entrevistado en libertad, yendo el uno a los dominios del otro, y siendo tratado cada uno por su adversario con la más extrema cortesía y liberalidad. Era todo un mundo caballeresco desplegado, en el que no faltaron las fiestas y los banquetes.
Aquella atmósfera, aparentemente tan cordial, ilusionó al César. Seguro también del apoyo del Papa, pudo pensar en acometer la Cruzada. Se repetían las jornadas de 1535, cuando tras el ataque de Barbarroja al sur de Italia, Carlos V había logrado galvanizar a media Cristiandad, para acometer la empresa de Túnez. Y dado que el nuevo ataque de las galeras otomanas al reino napolitano se había producido en el verano de 1537, y puesto que la diplomacia imperial, junto con la pontificia, había logrado cuajar la Santa Liga (con Venecia y contando con la ayuda del rey de Romanos), todo parecía favorecer los planes de Carlos V: al fin, poder asumir personalmente la gran cruzada contra el Turco.
Como escribiría en la primavera de 1538 el marqués de Aguilar a María de Hungría desde Roma:

… la empresa contra el Turco en la cual S. M. quiere ir en persona…
Pero antes, Carlos debía regresar a España. 1538 sería el año de los tanteos por mar y por tierra en el cuerpo del imperio otomano, a cargo de las galeras de Andrea Doria y de los tercios viejos de Francisco Sarmiento, que luego comentaremos, para la gran acción que se preparaba para 1539. Y antes, Carlos V tenía que volver a Castilla, tenía que convocar las Cortes castellanas, tenía que enfervorizar a sus gentes, a la nobleza para que le acompañase en la empresa, al clero, por sus oraciones, y al pueblo, que a fin de cuentas era el que proporcionaba los formidables tercios viejos. Y a todos, para que diesen, sin escatimar sacrificios, su dinero.
Carlos V había dejado en Castilla a la Emperatriz como Gobernadora. Era la quinta vez que lo hacía, pues a las dos ausencias suyas de 1529 y 1535, hay que añadir las breves salidas de 1537, a las Cortes de Monzón, y las de 1538, con motivo de las entrevistas de Niza y de Aigues-Mortes[1131].
Aquel verano de 1538 Carlos V lo pasó en Valladolid, con su esposa e hijos. Desde allí, convocó Cortes generales en Toledo para el otoño, enviando cartas no solo a las ciudades, sino también a la alta nobleza y al clero[1132].
Y, como ya era costumbre en él, antes de abandonar Valladolid pasó a visitar a su madre, la reina Juana, en Tordesillas, pernoctando allí la noche del 20 de septiembre[1133].
Y eso es algo digno de anotarse pues en ese tiempo vemos al Emperador tomar como costumbre su visita, año tras año, a la pobre reclusa de Tordesillas. Era como si la Reina doña Juana, pese a su postración mental, todavía pudiera bendecir y dar alientos al Emperador, para que prosiguiese con sus esfuerzos en pro de la Cristiandad.
De Tordesillas, Carlos V seguiría con la Emperatriz a Toledo, en aquellos primeros días de otoño de 1538. Pasando Somosierra el 26 de septiembre, entraba el César en Madrid el 2 de octubre, en cuyo alcázar descansaría unos días; no olvidándose, eso sí, de las jornadas de caza que le brindaban los boscajes de El Pardo[1134].

§. Las polémicas cortes toledanas de 1538
El 23 de octubre entraba en Toledo, donde había convocado Cortes generales. El motivo, no solo dar cuenta de sus proyectos de cruzada a toda la nación castellana, sino obtener más y más dineros.
Pues, evidentemente, la situación económica no era buena; tal era el informe dado por Francisco de los Cobos, desde su puesto del Consejo de Hacienda, para presentarlo a las Cortes.
Como si se tratara de un plan quinquenal, Cobos hizo un presupuesto de los gastos e ingresos hasta 1542, inclusive, señalando el creciente empeño de la Corona. Los gastos ordinarios anuales ascendían a 1.030.000 ducados, es decir, 456.256.000 maravedíes, en los que no se incluían los altos intereses que se pagaban a los banqueros por sus préstamos, intereses que alcanzaban 140.000 ducados anuales (42.500.000 maravedíes). Para atender a esos gastos, los ingresos propios de la Corona eran totalmente insuficientes, aun contando con el servicio votado por las Cortes de 1537, que llegaban hasta 1539 inclusive. De forma que en 1538, el déficit era ya de 520.000 ducados, a los que había que añadir los de los años sucesivos, lo que haría que en 1542 alcanzase la cifra de 3.153.000 ducados.
Ahora bien, dado que la Corona adeudaba a los banqueros la cantidad de 1.120.000 ducados, cuyo interés anual ya hemos visto que ascendía a 140.000, el total de la cifra que había que alcanzar para poner la Hacienda real a flote era de 4.273.000 ducados, es decir, 1.601.365.000 maravedíes, cifra verdaderamente alta; y más que alta, inasequible para las posibilidades fiscales de la época. La situación parecía mucho más crítica si se la comparaba con el buen estado de la Hacienda real en el período inmediatamente anterior. En solo cuatro años, la campaña de Túnez, la tercera guerra con Francia y los gastos del desplazamiento imperial a Niza y Aigues Mortes habían provocado aquel tremendo desbarajuste económico[1135]. Ello cuando la perspectiva de acaudillar la Cruzada de la Cristiandad contra el Turco imponía nuevos gastos extraordinarios. ¿Cómo hacerlo, sin antes desentrampar a la Corona? Para ello había un remedio casi desesperado: no solo que los procuradores de las ciudades votasen nuevos impuestos, adelantando la convocatoria del nuevo trienio (correspondiente al período 1540-1542), sino haciendo un llamamiento general al reino de Castilla. Que las clases más poderosas, pese a sus privilegios, cooperasen para liberar al Emperador de aquellas trabas económicas.
Pero ocurrió que la alta nobleza castellana, reunida en Toledo, por una gran mayoría, va a decir al Emperador que el mejor medio de remediar su penuria económica era cambiando su política exterior, que a las continuas guerras sucediera una paz general, a los constantes desplazamientos de la Corte, el afincamiento definitivo en los reinos hispanos, y al derroche del boato imperial, la vuelta a las costumbres más austeras, tradicionales en Castilla.
La expectación provocada por la convocatoria imperial fue grande en Castilla; y también el temor, pues ya se había hecho pública la noticia de la firma de la Santa Liga con Roma y Venecia, y podían sospecharse sus alcances: acción en el Mediterráneo oriental a favor de las amenazadas colonias de la República veneciana. Ahora bien, Castilla suspiraba por el ataque a la plaza de Argel, aquel nido del corsario Barbarroja, que tenía en vilo a las poblaciones del litoral levantino y meridional español.
Por su parte, deseosa de manifestar su descontento, la mayoría de la alta nobleza acudió al llamamiento imperial. Muy pocos fueron los que faltaron, como el Almirante, el duque de Medinaceli, el marqués de Astorga, don Juan Manuel y los condes de Feria y de Alba de Liste, quizá por sus enfermedades o por temor de verse comprometidos. Se hallaron también ausentes aquellos que por sus cargos estaban lejos de Castilla, como don Pedro de Toledo, virrey de Nápoles; el marqués de Aguilar, embajador en Roma y el marqués de Cañete, virrey de Navarra. Pero asistieron los más, encabezados por el condestable de Castilla, don Pedro Fernández de Velasco, y los duques del Infantado, Alba, Medina-Sidonia, Nájera, Béjar, Alburquerque y Sessa; en conjunto, más de setenta personajes de aquella alta nobleza, cuyos nombres nos transmite la documentación del tiempo[1136].
También fueron convocados los representantes del alto clero, en las figuras de sus prelados, indicándoseles de antemano en la carta convocatoria «lo gastado y consumido» del patrimonio real, y la necesidad de saber
lo que vos por vuestra dignidad y vuestra iglesia por su parte, podríades ayudar.
Asistieron veinte prelados, y a su cabeza el arzobispo de Toledo, cardenal Tavera. Sin mayores dificultades aprobaron que el socorro solicitado por el Emperador podía obtenerse a través del impuesto de la sisa, «siendo temporal y moderada y en cosas limitadas». Era proponer la sisa en pesos y medidas, de lo que se vendiera en determinados alimentos y telas para vestidos[1137].
No iban a transcurrir tan fácilmente las cosas en la congregación de nobles.
El Condestable fue el primero que se manifestó en contra de la sisa, considerándola como algo que atentaba a los privilegios de la nobleza y en contra de las leyes del Reino, aunque reforzando esta defensa de los intereses de su clase, con otra más generosa en pro de la gente humilde, muy trabajada y consumida por toda clase de impuestos, y a la que la sisa sobre la comida y vestido acabaría de deshacer. En clara advertencia, que sonaba más bien a amenaza, recordó el Condestable que menores novedades habían provocado anteriores levantamientos, de los que la misma Toledo había sido la principal protagonista, como había ocurrido en tiempo de las Comunidades, con harto peligro de que el César perdiera el reino:
si Dios no lo remediara y en ello nosotros no pusiéramos el cuidado que debíamos.
Que hablara en términos tales la principal espada que había vencido a los comuneros, era indicio claro del espíritu de oposición que anidaba en la nobleza ajena a la Corte, concretado no solo en negar la sisa, sino también en pedir al Emperador que no saliera del Reino. Parecer apoyado por la mayoría y únicamente contrarrestado por aquellos que seguían a Carlos V en sus jornadas; la que podríamos llamar nobleza cortesana.
Una delegación, presidida por el Condestable, llevó la respuesta por escrito al Emperador, leyéndola «toda y muy despacio».
Era como un voto de censura contra Carlos V por su proceder durante los últimos años, que solo aquella altiva y poderosa nobleza podía atreverse a pronunciar ante el César. Decía así:
Los grandes y caballeros que por mandado de V. M. son juntados en Cortes han entendido con gran cuidado en buscar los medios que podría haber para que V. M. fuese servido destos reinos para remedio de la mayor parte de las necesidades por V. M. propuestas. Parécenos que el más importante y más debido a nuestra fidelidad es suplicar a V. M. trabaje por tener suspensión de guerras, y de residir por ahora en estos reinos, hasta que por algún tiempo se repare el cansancio y gastos de V. M. y de otros muchos, que le han servido y servirán, pues es cosa notoria que las principales causas de las necesidades en que V. M. está han nacido de los dieciocho años que ha que V. M... está en armas por mar y tierra, y los grandes gastos que a causa destos recrescen, así a V. M. como particularmente a muchos, universalmente a todos estos reinos, de las grandes sumas que se han sacado dellos. El remedio desto es el camino contrario, reparando estos daños con la residencia de V. M. y quietud en estos reinos, e por evitar los inconvenientes que se podrían recrescer, especialmente a la vida y salud de V. M., en la cual está asentado el bien o el mal destos reinos y naturales dellos, porque sería imposible dejar de sentirse (de) tan continuos trabajos, y para aquellos que tan justamente V. M. se suele emplear, adelante queda tiempo para ello. Suplicamos a V. M. con todo el acatamiento posible, y amor natural que tenemos e debemos, V. M. se quiera inclinar a hacer merced y beneficio a estos reinos en residir por ahora en ellos, y aunque para lo susodicho es necesario, lo es para otros muchos e buenos efectos, y para los grandes y caballeros destos reinos por remedio de muchas vejaciones que suelen causar las ausencias de los príncipes. Y ayudando V. M. con esto al reino, y acomodando sus gastos en lo que fuere moderación se sufre, y con acrecentar oficios de por vida, nos parece que siendo V. M. servido, ayuntados los brazos en ella, se podrían ayudar estos reinos para ayuda al desempeño, con menos daño suyo, con haber V. M. por bien que el reino tenga por algún tiempo algunos derechos en cosas que salen fuera…, y por creer que, comunicados los brazos, estarían en esto, y de común consentimiento V. M. podría ser mejor servido en el remedio de las necesidades propuestas, y porque todos los brazos creemos que lo han así de procurar, habemos suplicado a V. M. que permitiese la comunicación dellos, porque de otra manera no nos parecía que justamente podrían venir en medios los unos sin los otros, por ser cosas nuevas, como parece que forzosamente han de ser las que se concediesen y, por excusar que los medios en que los unos viniesen no fuesen reprobados por los otros, y así se haría mejor el servicio y con mayor concordia, la cual los príncipes deben querer entre sus súbditos…[1138]
Había sido una grave derrota de la Corona. La mayoría de la nobleza, reprobando la política exterior del Emperador, sus gastos constantes, sus ausencias y el tren de vida de la Corte, mostraba el descontento de buena parte del país, por el cambio sufrido con el advenimiento de Carlos V; descontento del que el levantamiento de las Comunidades había sido el primer aldabonazo, y no sin intención lo recordaría el Condestable.
Si hemos de creer a Sandoval, Carlos V recibió tal disgusto con la embajada del Condestable, que llegó a increparle, amenazándole incluso con arrojarle de la estancia en que se hallaban. A lo que el Condestable replicaría, con altivez:
Mirarlo ha mejor V. M., que si bien soy pequeño, peso mucho[1139].
Altiva advertencia que tuvo su efecto, con un Carlos V más conciliador, incluso desagraviando públicamente a otro grande, el duque del Infantado, que había sido ofendido por un imprudente alguacil.
No es fácil decir si se había tratado de Cortes generales, pues aunque en algunos textos carolinos así se indica[1140], lo cierto es que el Emperador no accedió a la petición de la nobleza de reunirse conjuntamente con el alto clero y los procuradores de las ciudades, sino que convocó los tres brazos por separado.
Y al negociar con las ciudades, el discurso de la Corona repitió lo dicho ante la alta nobleza: habían sido constantes las guerras y las ausencias, pero el Emperador recordaba que a ello se había visto obligado y que no había regateado esfuerzo por la paz, poniendo su propia persona en ello, tanto en sus viajes por todos sus Reinos, como en sus campañas al frente de sus ejércitos. Y resaltando que en todo caso, la guerra había sido «lejos destos Reinos», y que su afán era acaudillar la Cruzada contra el Turco, «con ayuda de Nuestro Señor»; para terminar con la petición usual: la necesidad de más recursos
porque se deben muy gruesas cantidades de dineros… y crece siempre la deuda…[1141]
Ante tal petición de la Corona, tres de las principales ciudades —Burgos, Salamanca y Valladolid— votaron en contra del servicio extraordinario que se les pedía. Ofrecieron seria resistencia Granada, Segovia y Madrid. Otras ciudades aprobaron el servicio ordinario de 300 millones de maravedíes para el trienio 1540-1542, más otros 150 de servicio extraordinario[1142].
En contrapartida, aquellas Cortes pidieron al Emperador que residiera en Castilla, y le recordaron que las anteriores le habían solicitado, en vano, mayor atención a la administración de la justicia y al buen gobierno interior del Reino. En particular, se mostraron quejosas, una vez más, en cuanto al oro de Indias que se incautaba a particulares, a lo que el Gobierno imperial contestaría con una vaga respuesta: ya estaba proveído lo que se había de hacer[1143]. Más significativo del estado de la opinión pública fue la petición de que no se cargasen a Castilla gastos que correspondían a otras partes del Imperio carolino[1144].
¿Estaba bajando la popularidad de Carlos? Aquel continuo guerrear, aquellas prolongadas ausencias, aquellas constantes demandas de dinero (incluidas las remesas llegadas de las Indias para los particulares), y hasta aquellos lloros de la Emperatriz, no podían sino restar crédito al César. A este respecto, Sandoval recoge un suceso bien significativo, a poco de las Cortes de Toledo de 1538: yendo el Emperador de caza, se perdió tras haber cazado un hermoso venado. No sabía qué hacer, cuando divisó por el monte a un rústico, cabalgando en un pollino. Parándole, le ordenó que alzase el venado para llevarlo en el rucio hasta el próximo lugar. Ante su sorpresa, el poderoso Emperador de dos mundos se encontró con la desabrida respuesta del aldeano: ¿Cómo era tan necio para pedirle tal cosa? Pues harto más joven era, que fuese él quien tal llevara a cabo[1145].
Pero atendamos al propio relato, tal como nos lo transmite el cronista, en el más puro estilo castellano viejo que parece sacado de uno de nuestros clásicos:
Gustó el Emperador del labrador, y trabó pláticas con él, esperando alguno que le llevase el venado; preguntóle qué años había y cuántos reyes había conocido. El villano le dijo: «Soy muy viejo; que cinco reyes he conocido. Conocí al rey don Juan el segundo siendo ya mozuelo de barba, y a su hijo don Enrique, y al rey don Fernando, y al rey don Felipe, y a este Carlos que agora tenemos». Díjole el Emperador: «Padre, decidme por vuestra vida; de esos ¿cuál fue el mejor? ¿y cuál el más ruin?». Respondió el viejo: «Del mejor, por Dios que hay poca duda, que el rey don Fernando fue el mejor que ha habido en España, que con razón le llamaron el Católico. Y quién es el más ruin, no digo más, sino a la mi fe, harto ruin es éste que tenemos, y harto inquietos nos trae, y él lo anda, yéndose unas veces a Italia, y otras a Alemaña, y otras a Flandes, dejando su mujer y hijos, y llevando todo el dinero de España, y con llevar lo que montan sus rentas, y los grandes tesoros que le vienen de las Indias, que bastarían para conquistar mil mundos, no se contenta, sino que echa nuevos pechos y tributos a los pobres labradores, que los tiene destruidos. Pluguiera a Dios se contentara con sólo ser rey de España, aunque fuera el rey más poderoso del mundo.
Viendo el Emperador que la plática salía de veras, y que no era del todo rústico el villano, con la llaneza que este príncipe tuvo, le comenzó a contar las obligaciones que tenía de defender la Cristiandad y de hacer tantas guerras contra sus enemigos, donde se hacían inmensos gastos, para los cuales no bastaban las rentas ordinarias que contribuían los reinos; y díjole más (como si él no fuera), que el Emperador era hombre que amaba mucho su mujer y hijos, y también la gloria de estar con ellos, si no le compelieran las necesidades comunes.
Y estando en esto llegaron muchos de los suyos que venían en su busca, y como el labrador vio la reverencia que todos le hacían, dijo al Emperador: «Aun si fuésedes vos el rey; par Dios que si lo supiera, que muchas más cosas os dijera».
Riéndose el Emperador, le agradeció los avisos que le había dado, y le rogó que se satisfaciese con las razones que en su descargo le había dado de sus idas y gastos. Hízole las mercedes que el labrador le pidió para sí y para casar una hija que tenía, aunque fue bien corto en pedirle[1146].
En esta charla con el rústico labriego castellano también se nos retrata Carlos V de cuerpo entero.

§. Pugna con el turco: el enclave de Herzeg Novi
Muy pronto se divulgó la noticia en 1538: se había formado la Santa Liga entre el Papa, Venecia y Carlos V. Ya el 16 de febrero informaba don Luis de Soria (el embajador imperial en Venecia) a María de Hungría, que era una alianza defensiva y ofensiva, y que en ella se acordaba poner en pie de guerra 200 galeras, 100 naves auxiliares, 50.000 infantes, 4.500 caballeros «a la borgoñona»[1147], junto con la artillería y los demás pertrechos de guerra pertinentes. Y para tales fuerzas acordaban contribuir el Papa con un sexto de los efectivos, Venecia con dos sextos, y la otra mitad el Emperador.
Con lo cual, no se dudaba de la inminente ruina del Turco. La Cristiandad dejaba al fin sus agravios y recelos internos y se disponía a recuperar el terreno perdido ante el otro Emperador, el señor de Constantinopla.
Esto explica el entusiasmo de Carlos V y su afán por entrevistarse con Francisco I. Era preciso arrancar al Rey francés su apoyo o, al menos, su conformidad con aquella Cruzada. Se habló de una posible cooperación de 30 galeras francesas, y que acaso pudieran ir el mismo Delfín, o su hermano[1148].
De ese modo, y como preparación a lo que se proyectaba realizar en el verano de 1539, se llevaron a cabo una incursión marítima en el Mediterráneo oriental por la flota de la Liga, al mando de Andrea Doria, y una penetración en la costa dálmata, con ocupación del punto fuerte Herzeg Novi (el Castelnuovo de los documentos de la Monarquía Católica).
Y en Herzeg Novi quedaría de guarnición un tercio viejo al mando de Francisco Sarmiento.
Daba inicio una de las gestas más singulares del ejército español en todo el Quinientos.
Es evidente que la Santa Liga y las considerables fuerzas marítimas y terrestres que ponía en sus manos le hicieron pensar a Carlos V que era llegada la hora de cumplir con uno de sus proyectos más queridos: el de acaudillar la gran Cruzada de la Cristiandad contra el Turco. Sobre las sinceras intenciones del Emperador a este respecto, no tenemos duda alguna. Brandi, el gran historiador alemán, pudo seguir el entusiasmo del César a través de los informes de los embajadores venecianos. Y todos son unánimes: a lo largo del año 1538, Carlos V sigue ilusionado con la idea de ponerse él mismo al frente de la expedición que había de conquistar Constantinopla. Parecía que reverdecían los ideales que habían hecho posible, en la Edad Media, las grandes Cruzadas de la Cristiandad contra el musulmán. En este caso, además, el Emperador esperaba beneficiarse de la experiencia lograda en 1535, cuando se había apoderado de La Goleta y Túnez.
En mayo de 1538, con motivo de las vistas de Niza, el embajador veneciano Tiépolo lo encuentra absorbido por la idea de la Cruzada, esperando una pronta resolución de Venecia, mientras él, Carlos V, promete pasar a España para obtener de ella el máximo esfuerzo en hombres, naves, vituallas y dinero,
de suerte que para el próximo febrero, a más tardar, pudiese estar en Italia, con los preparativos hechos de todas las cosas necesarias a tal empresa, y dar el asalto al enemigo antes de que estuviese completamente preparado en su defensa…
Serenísimo príncipe —comentaba el embajador veneciano lleno de convicción—, doy por cierto que esta petición la hace con ánimo e intención firme de hacer la empresa [de Constantinopla] el año futuro, gallarda, con su propia persona
, en lo cual demuestra tanto deseo, que más no se puede decir. Y no sólo a mí me lo parece, sino a cuantos con él han hablado de esto…[1149]
Pero los resultados no acompañaron a los sueños. Pese a que las treguas de Niza y las cordiales entrevistas de Aigues-Mortes parecían un paso en firme, la realidad es que los aliados no reunieron más que 131 galeras, con 16.000 soldados, de ellos 11.000 españoles veteranos de las últimas campañas. Cifras insuficientes para pretender el dominio del mar, pues ya Barbarroja, con la ayuda del sultán, tenía bajo su mando 130 galeras, con la indiscutible ventaja de una fuerte estructura y de una disciplina férrea. Por el contrario, en el campo aliado crecían los recelos entre los cuatro jefes principales: Doria, Capelo, Grimaldi y Gonzaga. Enunciando esos cuatro nombres, podría tomarse la campaña como una acción exclusivamente italiana; pero hay que tener en cuenta que si Capelo mandaba las 55 galeras venecianas y Grimaldi (patriarca de Aquileya) las 27 pontificias, Andrea Doria iba al frente de la escuadra imperial, fuerte de 49 galeras. En cuanto a Ferrante Gonzaga, entonces virrey de Sicilia, era el general imperial. En teoría, el mando en el mar lo tenía Doria, mientras Ferrante Gonzaga era el que asumía la jefatura de las operaciones terrestres. Pero en la realidad de los hechos, el almirante veneciano Capelo y el patriarca Grimaldi reunían entre los dos casi el doble de las galeras mandadas por Andrea Doria. En tales circunstancias, el caudillaje del almirante imperial resultaba ilusorio. Por entonces ya se habían iniciado las negociaciones entre la Corte imperial y Barbarroja, con el fin de atraer al corsario al servicio del Emperador. Esto, aunque no fue ocultado a los otros aliados, puso una sombra de sospecha respecto a las verdaderas intenciones del César. Contra los deseos de los venecianos, la armada aliada demoró la ofensiva. Hubo un momento en que, sin embargo, pareció que la victoria —y una victoria fulminante, completa— estaba al alcance de la mano: la flota cristiana tenía embotellada a la de Barbarroja en el golfo de Artá.
Fue entonces cuando el ejército imperial ocupó Herzeg Novi, una ciudad en la costa dálmata que impresiona por la fuerza de la Naturaleza, con la cordillera de la región montenegrina a las espaldas, coronado todo por el majestuoso Orjen de 1.895 metros, cayendo casi a pico sobre las bocas de Kotor, donde está emplazada la ciudad. Fue en ese lugar donde un tercio viejo, mandado por el maestre de campo Francisco Sarmiento, aguantó en el verano de 1539 la acometida de todo un ejército acaudillado por Barbarroja, el temible almirante de la flota turca. Un puñado de los llamados entonces soldados viejos, esto es, de veteranos de las campañas de África e Italia; apenas 4.000 hombres, frente al ejército turco, no inferior a los 50.000 guerreros, asistidos además por toda la flota otomana. Y eso un día tras otro, librando encarnizados combates a lo largo de 15 jornadas, desde las vísperas de Santiago hasta el 7 de agosto; combates en los que perecieron casi todos los defensores, luchando «espalda contra espalda» —según se lee en las crónicas de la época—, para mejor rechazar los asaltos que les venían por todas partes. Hasta tal punto que los pocos supervivientes, a la pregunta de cuántos eran, hubieran podido contestar como aquel espartano, defensor bajo Leónidas, del paso de las Termópilas: «Contad los muertos».
Los efectivos españoles dejados en Castelnuovo no eran escasos, dentro de ese panorama de conjunto; pero resultarían mínimos, a la hora de medirse ellos solos con toda la potencia turca, tras el fracaso de la Santa Liga. El maestre de campo, Francisco Sarmiento, contaba en principio con seis banderas del tercio de Florencia, tres del de Lombardía, dos del Nápoles, una del de Niza, y otras tres mandadas por los capitanes Machín de Monguía, Zambrana y Pedro de Sotomayor. En conjunto, por tanto, unas quince banderas, lo que venía a constituir algo más de un tercio viejo, cuya estructura era de doce compañías. Por tanto, de estar completas sus filas, cosa poco frecuente, podrían ser alrededor de los 4.000 soldados. Para Ferrante Gonzaga, el virrey de Sicilia y jefe del ejército imperial, eran 3.500 soldados,
los mejores y más prácticos.
Su capitán, el maestre de campo Francisco Sarmiento, contaba también con una compañía de caballos ligeros y con una sección de artillería, está harto débil, pues estaba compuesta por quince artilleros, mandados por el capitán Juan de Urres. Incluso contaba Sarmiento con una pequeña marina, aunque más bien era una sombra (una fusta, una fragata y tres barcazas), útil solo para el aprovisionamiento de la plaza, antes de producirse el cerco, o para pedir un socorro, cuando ya la amenaza del asalto turco se hizo evidente. Añádanse algunas formaciones auxiliares que, bajo el título de aventureros, solían acompañar a los ejércitos de la época.
Durante el invierno y la primavera, Francisco Sarmiento mantuvo la plaza con relativa facilidad, con el problema del abastecimiento, para lo que se sirvió de sus pocas naves, que a las veces, en verdad, traspasaron los límites del comercio para entrar en los del corso, contra turcos como contra cristianos[1150].
Y pronto vino la acción de castigo de Barbarroja, con fuerzas muy superiores por mar y por tierra, que hacían imposible cualquier tipo de socorro para los sitiados e inútil cualquier intento de resistencia.
¿Qué ocurrió entonces? El Archivo Real de Bruselas posee un precioso documento a este respecto. Se trata de la relación de dos cabos de escuadra de la compañía del capitán Vizcaíno, unos de los pocos supervivientes a la matanza. Está escrito con un estilo directo, sencillo, propio de soldados. Según ese testimonio, esto fue lo que ocurrió en Herzeg Novi.
El 15 de julio de 1539, se presentó ante Castelnuovo el almirante Barbarroja, con una formidable armada de 130 galeras y 90 naves auxiliares, transportando 20.000 soldados, de los cuales 5.000 eran genízaros; esto es, solo la temida fuerza de choque turca era ya más numerosa, que toda la guarnición española. Al encuentro de Barbarroja llegaba por tierra, además, Ulleman, el gobernador turco de Bosnia, con 30.000 soldados. En otras palabras: se cerraba el cerco, por mar y por tierra. Y se cerraba tanto más implacablemente cuanto que la única ayuda que podía llegarles a los españoles era a través del mar. Y Andrea Doria, el almirante de la flota imperial, solo contaba con 49 naves de combate, en clara inferioridad con la armada turca, al haberse disuelto prácticamente la Santa Liga; de forma que intentar romper el asedio era tanto como arriesgar a la flota imperial a un completo desastre, dejando entonces a toda Italia a merced de los turcos. Consciente de ello, Andrea Doria se refugió en Otranto, teniendo que limitarse a esperar los acontecimientos.
Ahora bien, Francisco Sarmiento tenía la promesa de don Ferrante Gonzaga, el general en jefe del ejército de la Liga y virrey de Sicilia, de ser socorrido cuando fuese atacado por los turcos. Eso lo sabemos por el propio Sarmiento. Cuando la vanguardia turca empieza a combatir a Castelnuovo, el 14 de julio de 1539, manda al punto un correo a Ferrante de Gonzaga; los primeros combates habían sido fáciles, pero una nao que les llevaba provisiones desde el reino de Nápoles, había sido apresada. La situación se tornaba difícil:
… la falta grande que aquí hay de agua y pólvora y todo lo demás, por donde estamos en gran confusión…
Por ello, Sarmiento recordaba al virrey de Sicilia su promesa:
… y pues V. Ex. ha visto lo de aquí y sabe mejor que no yo lo puedo escrebir, por ésta no tengo más que dezir de suplicar a V. Ex. se acuerde de nosotros, conforme a lo que V. Ex. nos prometió quando de aquí fue…[1151]
En un principio, Barbarroja se tomó el asedio con calma. El relato del manuscrito de Bruselas nos refiere cómo Barbarroja se dedicó los primeros días a tomar posiciones sobre Castelnuovo, cerrando con un cinturón de trincheras los accesos a la plaza, y plantando su artillería, que la tenía y muy poderosa, y en la que confiaba para doblegar más fácilmente a los españoles. El 23 de julio, considerando ya ultimada esa fase inicial, mandó un ultimátum al maestre de campo Francisco Sarmiento, para que se rindiera con los suyos, entregando la plaza; un ultimátum con honrosas condiciones: se le facilitaría el paso a Italia con todos sus hombres, y a banderas desplegadas, amén de ofrecerle la golosina de veinte ducados por cada soldado, lo que entonces era una cantidad no despreciable. Solo exigía que abandonase la artillería y las municiones.
Es en ese momento cuando el relato del manuscrito de Bruselas alcanza su máximo interés. Francisco Sarmiento consideró que debía transmitir a sus oficiales las honrosas propuestas de Barbarroja:
El Maestre de Campo comunicó a los capitanes, y éstos a los oficiales, y resolvieron que querían morir en servicio de Dios y de S. M., y que viniesen cuando quisiesen…[1152]
Así de sencillo. Ante una lucha desesperada, sabiendo que no pueden contar con socorro alguno, aquel grupo de españoles prefieren mantener el puesto que se les había confiado. Se les ofrece la vida, y aun en condiciones que a otros podrían parecer honorables. Por otra parte, saben bien que la alternativa supone la muerte y sin embargo:
… se resolvieron que querían morir en servicio de Dios y de S. M….
Así, pues, y quizá no sin cierta jactancia (por otra parte tan española) prestos a todo, añaden la increíble invitación:
… y que viniesen cuando quisiesen…
No tuvo más remedio Barbarroja que lanzar sus hombres al asalto. Para entonces eran las vísperas de Santiago y, ya por la festividad, ya por el ejemplo del Maestre de Campo y de los demás Oficiales, ya por las exhortaciones del obispo de Castelnuovo Jeremías, esos primeros ataques fueron rechazados. La acción del Obispo debió de ser notable:
No hubo soldado en este tiempo —señala el manuscrito de Bruselas— a quien no hiciese confesar y tomar el Sacramento. Andaba con una cruz en la mano en lo más bravo de las baterías, esforzándolos y animándolos como hombre santo.
Los turcos, viéndose rechazados y con sensibles pérdidas, porque habían osado simultanear el fuego artillero con el asalto, con lo cual su propia artillería había matado a no pocos de los suyos («la orden de pelear de estos es extraña —refiere el manuscrito de Bruselas— porque dan asalto y batería juntos, y osan morir como perros»); los turcos, repito, deciden cambiar de táctica. Durante los siete primeros días de agosto, Barbarroja volcó todo su poder artillero sobre el castillo de la plaza, que era la pieza clave de la defensa española, hasta conseguir no dejar piedra sobre piedra:
… tan llano, que podrían entrar a caballo…
Pero aquellos valientes siguieron defendiendo la entrada y los restos que quedaban del castillo; apenas 500 soldados, contra los miles que se les venían encima. Y cuando no pudieron más, se retiraron ordenadamente «en escuadrón», como si estuvieran en una parada militar, hacia el castillo de abajo que defendía el puerto. Aún seguían animándolos el maestre de campo Francisco Sarmiento y los capitanes Juan Vizcaíno, Masquete, Serón, Luís de Haro y Machín de Monguía. Ya no quedaba sino morir, las espaldas contra las espaldas, y así nos lo relata con dramática sobriedad el manuscrito de Bruselas:
Ya la tierra por todas partes era tomada. Y Juan Vizcaino murió allí, peleando como valiente hombre. Y Francisco Sarmiento, andaba a caballo y bien herido. Y queriéndolo [salvar], no quiso, y dio espuelas al caballo, y metióse peleando en la mayor furia de los genízaros. Que no se halló muerto ni vivo, ni saben qué se hizo[1153].
Apenas si hubo supervivientes: algunos pocos que, logrando romper el cerco, encontraron refugio en la cercana República de Ragusa; el resto (tres o cuatro docenas, malheridos los más de ellos) cayeron cautivos como esclavos y fueron llevados como tales a Constantinopla[1154].
Y así acabó la gesta de Castelnuovo. Una gesta que estremece, y que bien puede ponerse entre las más altas y heroicas del heroico siglo XVI español.
¿Fue inútil la gesta de Castelnuovo? No lo creyeron así los contemporáneos. En principio, porque enseñó a Europa entera hasta dónde podía llegar España por defender a la Cristiandad. Cuando Benedetto Croce, el famoso filósofo e historiador italiano, se pregunta el porqué del profundo arraigo de España en Nápoles, señala como una de las razones principales que España era entonces la única que podía proteger a Italia del acoso turco. Y lo cierto fue que ante Castelnuovo desgastó Barbarroja su poderío, cuando ya alardeaba de poner el trono de Solimán sobre Roma. Por eso, ¿nos puede extrañar que los poetas contemporáneos cantasen la gesta de Castelnuovo? Y no solo los españoles, como Gutierre de Cetina, sino también los italianos, como Luigi Tansillo. Pues Tansillo, uno de los poetas más notables vinculados a la Corte del virrey de Nápoles, don Pedro de Toledo, compuso tres sonetos
in lode di quei tre mila soldati spagnuoli, che furon morti da Turchi a Castel Nuovo della Bosna.
Bastaría recordar el más notable de esos tres sonetos, el que comienza con los versos:
Questi, che’l mondo in riverenza tiene et terrá sempre…
La gesta, pues, de aquellos veteranos de los tercios viejos. A la propuesta de Barbarroja de que se rindieran con todos los honores contestaron simplemente que aquel lugar lo tenían por el Emperador, y que por ello se resolvían
en morir en defensa de Dios y de su Rey…
Añadiendo escuetamente:
… que viniesen cuando quisiesen…
Lo que nuestro cronista Sandoval comenta:
… murieron espaldas contra espaldas[1155].
Sí: estamos ante uno de los hechos más notables y más heroicos del heroico siglo XVI. Aquel puñado de españoles morían defendiendo una idea: la Europa cristiana. Se entiende que no solo Luigi Tansillo, el poeta napolitano, les cantase en sus versos. También lo haría el español Gutierre de Cetina.
Su soneto se titula «A los huesos de los españoles muertos en Castelnuovo»:
Héroes gloriosos, pues el cielo
os dio más parte que os negó la tierra,
bien es que por trofeo de tanta guerra
se muestren vuestros huesos por el suelo.
Si justo es desear, si honesto celo
en valeroso corazón se encierra,
ya me parece ver, o que sea tierra
por vos la Hesperia nuestra, o se alce a vuelo.
No por vengaros, no, que no dejastes
a los vivos gozar de tanta gloria,
que envuelta en vuestra sangre la llevastes
sino para probar que la memoria
de la dichosa muerte que alcanzastes,
se debe envidiar más que la victoria[1156].
§. Negociando con Barbarroja
Curiosamente, por aquellos años se entablaron negociaciones secretas con Barbarroja por parte de la diplomacia imperial. Acaso engañado por el resultado que años antes habían tenido las realizadas con Andrea Doria, acaso para ganar tiempo en las confrontaciones que se preparaban en el Mediterráneo oriental, lo cierto es que la documentación sita en Simancas no deja lugar a dudas sobre ese intento de convertir a Barbarroja, del más temible enemigo, en otro vasallo del Emperador. Estos documentos prueban que fue Barbarroja quien las inició en 1537, enviando a un cautivo en su poder, Alonso de Alarcón, para que hablara con el virrey de Sicilia, Ferrante Gonzaga. Este, si bien harto receloso respecto a las intenciones verdaderas del corsario, se apresuró a comunicar el hecho al Emperador, al tiempo que daba cuenta de él al virrey de Nápoles, al Embajador imperial en Roma y al príncipe Doria[1157]; considerando el negocio de importancia, despachó en una nave al tal Alarcón, para que personalmente cumpliera su misión en la Corte imperial.
La negociación, llevada lentamente, no fue sin embargo abandonada. En septiembre de 1538 nos encontramos de nuevo con Alarcón, tratando esta vez de ponerse en contacto con Barbarroja. Era el tiempo en que la Santa Liga estaba en marcha, y ya ha quedado señalado el recelo con que los aliados miraron el ir y venir del caballero español. En definitiva, el pobre resultado marítimo de Prevesa, donde Doria dejó escapar la ocasión de destruir a Barbarroja, cabe achacarlo, en buena medida, a que las negociaciones diplomáticas paralizaron la acción bélica.
En 1539, cuando Barbarroja amenaza con todo su poderío a la guarnición española de Castelnuovo, es Ferrante Gonzaga quien intenta renovar las negociaciones, como un medio desesperado para ayudar a los cercados. En 1540, pese al resultado nulo obtenido hasta el momento, de nuevo los imperiales renuevan los tratos, tomando como motivo negociar la liberación de los cautivos de Castelnuovo. Los tratos los toma a su cargo, entonces, el contador Juan Gallego, y en nuestra Biblioteca Nacional, sección de Manuscritos, existe copia de los mismos[1158].
Las ofertas y exigencias de Barbarroja eran las siguientes: pasar al servicio del Emperador con 50 galeras, con tal de que se le diese el reino de Túnez, con La Goleta, Trípoli y Bugía. La contraoferta imperial era bastante similar: los negociadores de Carlos V tenían orden de ofrecer, en última instancia, Túnez, con La Goleta y Trípoli, siempre y cuando se destruyesen sus fortificaciones, pues se confiaba en que la Orden de San Juan no pondría reparos en ceder Trípoli (que poseían desde 1531, por merced del Emperador). A cambio de lo cual, Barbarroja debía obligarse a ser amigo de amigos y enemigo de enemigos del César —la fórmula del tiempo para las alianzas ofensivo-defensivas—, a limpiar el Mediterráneo occidental de naves corsarias, a dejar a su hijo primogénito en rehenes, a permitir el libre comercio de sus puertos con los de los reinos de la Monarquía Católica, a no dar amparo a los moriscos de Granada, Aragón y Valencia, a poner en libertad a los cautivos cristianos, y a cooperar con la armada imperial en una emboscada, donde quedase destruida la flota turca.
¿Cómo proyecto tal podía prosperar? Por otra parte, el secreto anduvo entre tantas manos, que nadie podía creer que el propio Solimán no estuviese advertido. Así lo suponía, con buen criterio, el arzobispo Tavera, quien escribía a Gonzaga:
En lo de Barbarroja paréscenos que, teniendo seguridad que él no anda doblado en este negocio, y que cumpliría lo que ofresce, que sería una cosa muy a propósito a los negocios de S. M.; pero todos estamos muy dubdosos y con pensamiento que el tracto es doble, por haber sido y ser una cosa pública, y haber hablado Barbarroja con Alarcón y con otros en presencia de turcos, que hace creer que lo que trata es con sabiduría de su amo…[1159]
§. Carlos V abandona la cruzada
No puede dudarse del ánimo con que el Emperador entraba en la Santa Liga. Si los resultados fueron muy distintos a lo que podía esperarse en la primavera de 1538, ello hay que achacarlo a una serie de razones. En primer lugar, a la dudosa actitud de Venecia, cuyos ardores de cruzado eran muy relativos, y siempre condicionados a hacer entrar en razón a Solimán. También a la enemiga de Francia, sobre la cual hemos de particularizar con más detalle. Y asimismo, porque en las Cortes de 1538, contra todo pronóstico, Carlos se encontró con una inesperada oposición castellana. En su lugar hemos mostrado la difícil evolución de aquellas Cortes, así como la resuelta negativa de la nobleza de Castilla a contribuir con el impuesto de la sisa a los planes bélicos del Emperador. Aquí baste tan solo el comentario de que si la empresa de Túnez ya había despertado recelos en los castellanos, por entender muchos de ellos que Argel había de ser el objetivo primero, tanto más tenían que alborotarse con el proyecto de una acción nada menos que sobre Constantinopla, acción de difícil ejecución, de infinitos riesgos, de grandes gastos, de casi imposible sostenimiento y de resultados que, en suma, en el mejor de los casos no redundarían en beneficio de España.
La marcha de las operaciones, en el verano de 1538, también desilusionó a Carlos V.
Y estaba, además, el cambio de actitud de Francia, que en unos meses pasó de mostrar deseo por participar en la Cruzada, colaborando con Carlos V, a una decidida oposición a que aquella empresa se realizara.
De ese modo, ya en octubre de 1538, y a instancias de Francisco I, se reunían con él las dos hermanas, Leonor —su esposa— y María de Hungría, como Gobernadora general de los Países Bajos. El Rey Cristianísimo se mantuvo en la línea amistosa iniciada en Aigues-Mortes, pero no dejó de hacer inquietantes referencias a María sobre los proyectos imperiales de ataque al Turco:
… no pasa un día sin que me pida que os suplique —comunicaba María a su hermano Carlos V— que lo penséis bien, especialmente después de las noticias que ha tenido de la retirada de vuestra flota… Y también, por lo que yo he podido comprender de la intención del Rey, de la Reina y de sus ministros…, que V. M. se decida a entrar en esta paz [con Francia] de por vida, o dejar al Rey y a los suyos en duda…[1160]
La cuestión era demasiado importante para confiarla al azar del correo; María manda a un enviado especial, don Diego Hurtado de Mendoza, con particulares instrucciones sobre todo lo que había transcurrido en la entrevista con los reyes de Francia, Francisco I, se insistía, proponía una estrecha alianza familiar, pero en su lenguaje diplomático había que tomar en serio su consejo de renunciar a la empresa contra el Turco; incluso había insinuado que la Liga se había firmado en contra suya[1161].
Por lo tanto, todo conspiraba contra los sueños de cruzado de Carlos V: el descontento de sus vasallos, las dilaciones de los aliados, los pobres resultados de la campaña de 1538 y, finalmente, la inseguridad del panorama internacional. En abril de 1539, María podía respirar tranquila: el Emperador, su hermano, abandonaba el peligroso proyecto[1162].
Definitivamente, el siglo XVI no vería la gran Cruzada de la Cristiandad contra la Constantinopla de Solimán el Magnífico.

Capítulo 9
Los años aflictivos

§. La muerte de la emperatriz
La emperatriz Isabel, tan notable por su delicada belleza y por su firme carácter, nunca había tenido una gran salud. Y esa quebradiza salud se vio aún más afectada desde su mal parto de octubre de 1537.
El propio Emperador lo reflejaría en sus Memorias:
La Emperatriz quedó tan mal de aquel parto que desde entonces hasta su muerte tuvo poca salud[1163].
Tampoco ayudó a la Emperatriz su continuo estado de gestación. Pues en los doce años de matrimonio, si se tienen en cuenta las varias ausencias de Carlos V, puede decirse que siempre iría de embarazo en embarazo y de parto en parto, sin más respiro que el propiciado por las ausencias del Emperador, en particular la primera que duró cuatro años.
Conocemos con detalle la serie de embarazos y partos de la Emperatriz. Tras las bodas en Sevilla, el 10 de marzo de 1526, tiene un primer hijo el 21 de mayo de 1527, por lo tanto, a los 14 meses de consumado el matrimonio. Sería, claro, el príncipe Felipe. Y 13 meses después le nacería la primera hija, María. Con un poco más de tiempo, a los 17 meses, un nuevo hijo; en este caso, Fernando, el tan anhelado por Margarita de Austria para que le sirviera de consuelo y apoyo en su vejez, que moriría a los pocos meses. La primera gran ausencia de Carlos V, entre 1529 y 1533, traería una tregua, hasta el 29 de junio de 1534, en que la Emperatriz tendría su primer aborto. Pero al año, casi, ya se logra la segunda hija, la infanta Juana, nacida el 24 de junio de 1535. La nueva ausencia de Carlos V traerá consigo que Isabel no tenga otro hijo hasta mediados de octubre de 1537: el infante Juan, que moriría a los pocos días[1164]; sería el último, pues el 1 de mayo de 1539 la Emperatriz abortaría de tres meses, y a consecuencia de aquel aborto, moriría.
Veámoslo mejor en el siguiente cuadro:

La descendencia del emperador
A) Sus hijos con la emperatriz Isabel:

FechaNombreObservaciones
21 mayo1527Felipe[1165]Las bodas imperiales, el 26 marzo 1526.
21 junio1528María[1166] 
9 marzo1529 1ª ausencia de Carlos V (hasta el 22 de abril de 1533)
22 nov.1529Fernando[1167]Muerto a los pocos meses
22 abril1533 Regreso de Carlos V a Barcelona
29 junio1534 Primer aborto[1168] de la Emperatriz
2 marzo1535 2ª ausencia de Carlos V (hasta el 19 diciembre de 1536)
24 junio1535Juana[1169] 
19 dic.1536 Regreso de Carlos V. Navidades en Tordesillas
19 oct.1537Juan[1170]Muerto a los pocos días
22 dic.1537 3ª ausencia de Carlos V (hasta el 28 de julio de 1538)
28 julio1538 Regreso de Carlos V. Encuentro con la Emperatriz el 8 agosto en Valladolid
1 mayo1539 2º aborto[1171] y muerte de la Emperatriz

B) Los hijos ilegítimos:

FechaNombreMadreObservaciones
1519 (?)IsabelGermana de FoixVivía aun en 1536
1522Margarita[1172] de ParmaJuana Van der Gheenst 
1522Juana de Austria? (del entorno del conde de Nassau)Juana muere muy niña en el convento de Madrigal
1522TadeaUrsolina della Penna, la «bella di Perugia»Tadea aun vivía en Roma en 1562
1545Juan de AustriaBárbara de Blomberg 

Por lo tanto, los Emperadores tuvieron cinco hijos, logrando solo tres, a los que hay que añadir dos abortos, el último de los cuales costaría la vida a la Emperatriz[1173]. Lo cual, teniendo en cuenta las ausencias del Emperador, y en particular la primera que duró cuatro años, bien se puede afirmar que la Emperatriz pasaba de un embarazo a otro, sin apenas tregua alguna. Lo más frecuente sería que los partos se sucediesen cada trece o catorce meses. Solo entre diciembre de 1529 y abril de 1533 puede decirse que Isabel vivió unas treguas en aquella guerra amorosa.
Y a ese delicado estado físico, a ese continuo combate hay que añadir el quebranto anímico. Los cronistas (Pedro Girón, Alonso de Santa Cruz) nos hablan de las melancolías y de los llantos de Isabel, en particular cuando dos días antes de las Navidades de 1537 no consiguió que el Emperador dejase su proyectado viaje para entrevistarse con el papa Paulo III en Niza y con Francisco I en Aigues-Mortes. Y eso también nos lo transmite el cronista:
… en todo este tiempo, la Emperatriz estuvo muy triste y hacía grandes demostraciones dello en el rostro y atavío de su persona. Nunca se vistió como solía cuando otras veces el Emperador estaba presente, antes se vestía de negro, como andaba cuando estaba ausente…[1174]
Por otra parte, las ausencias del Emperador suponían otras tantas cargas políticas sobre la Emperatriz, que había de encargarse del gobierno de Castilla, aunque estuviera siempre bien asistida por buenos consejeros, en particular por el cardenal Tavera. Pero no fueron fáciles gobiernos, porque a la incertidumbre de la suerte que tuviera Carlos V en empresas tan peligrosas como la defensa de Viena o las campañas de Túnez y de Provenza, había que añadir las alarmas por los continuos ataques de los corsarios berberiscos a las costas de España y las zozobras para conseguir dinero y más dinero que mandar a Carlos V, siempre necesitado de más fondos.
De forma que la salud de la Emperatriz, entre unas cosas y otras, fue quebrantándose. El golpe final lo pondría el aborto en la primavera de 1539.
Sin embargo, los médicos de la Corte diagnosticaron que la Emperatriz mejoraba. Pero no lo debía creer así el famoso doctor Villalobos quien, acaso por su origen converso, no se atrevió a desmentir a sus colegas cristianos viejos, pero quiso guardarse las espaldas con una carta a Francisco de los Cobos, en la que manifestaba sus dudas dos días antes de la muerte de la Emperatriz.
Carta que es todo un testimonio de las limitaciones de la época.
Dice así:
El doctor D’Alfaro y yo escrebimos a S. M. esa carta para dalle cuenta de la disposiçión en que está la Emperatriz, después que convaleçió de sus terçianas. Vuestra merced nos mande avisar si será bien hazer esto muchas vezes, por estar la Emperatriz preñada, como nosotros lo pensamos, porque yo no querría ser tan entremetido que me acusasen de muy agudo, que hay mil maliçiosos que luego echan la culpa al puto de mi agüelo. Esta çibdad se va un poco dañando, y como hay señora preñada y niños tiernos y de tan alta calidad no querría que esperasen a las estremas neçesidades. Creo que estos señores escriben desto al Emperador. Bien será que vuestra merced esté advertido en ello, para interponer su decreto. Mi hijo, el clérigo, besa las manos a vuestra merced mil vezes. De Toledo, 28 de abril. —Las manos de V. M. besa. — El Doctor Villalobos[1175].
A este respecto, tanto la defectuosa información del cronista Pedro Girón, como la del Embajador de Fernando I, Martín de Salinas, llevan a confusión, aludiendo a un parto de la Emperatriz en el mes de abril[1176]. Pero los partes de los médicos de la Corte y el propio relato de Carlos V en sus Memorias, no dejan lugar a dudas.
En efecto, los doctores Alfaro y Villalobos señalarían el curso de la enfermedad que padecía la Emperatriz desde el día 19 de abril, y aludirían que pensaban que había entrado en el tercer mes de su embarazo[1177].
Y los mismos médicos, en su último parte del 30 de abril de 1539, señalan al Emperador cómo curaban a la Emperatriz,
así en lo que toca a la disposición de las calenturas pasadas como a la conservación de lo que está en el vientre…[1178]
En esas condiciones, lo que sufre la Emperatriz al día siguiente, estando embarazada de tres o cuatro meses, no pudo ser sino un aborto. Y eso es lo que recogerá Carlos V en sus Memorias:
… en cuyo tiempo [1539] creció y apretó tanto el mal de la Emperatriz que, después de abortar su quinto hijo[1179], fue Dios servido de llevársela consigo…[1180]
Moría así aquella notable mujer, la que había protagonizado una auténtica novela de amor con Carlos V, la que, por ello, había sido considerada como la segura prenda de paz entre España y Portugal; la garantía de que, mientras ella alentase, jamás los temibles tercios viejos tomarían la ruta de Lisboa.
¿Era aquello una amenaza vana? A la luz de los documentos íntimos de Carlos V, que hoy conocemos, tal podría entenderse. Ahora bien, la época achacó al Emperador tales ansias de gloria militar como las mismas del antiguo César, que por algo llevaba siempre consigo los Comentarios de aquel gran soldado de la antigua Roma. De todos era sabido que Carlos V amaba la guerra. Martín de Salinas nos lo describe feliz, al pasar los Alpes en el verano de 1536 para atacar Provenza al frente de su ejército: «Va el más alegre hombre del mundo». Alonso de Valdés, aquel secretario de cartas latinas de la Corte imperial, de formación tan erasmista, se cree obligado a inventar un personaje en sus Diálogos, el buen rey Polidoro, que de furibundo amigo de la guerra se convertía en un auténtico príncipe cristiano, amante de la paz; y ello esperando que tal ejemplo pudiera influir sobre su soberano. Por otra parte, no eran pocos los que le incitaban a las grandes empresas bélicas, al dominio efectivo de la Cristiandad, como lo haría Acuña en esos versos tantas veces citados, en los que saluda un nuevo tiempo, una edad gloriosa reservada por los cielos para Carlos V.
Aquello de
un monarca, un Imperio y una espada.
De esos temores participaba nada menos que la propia Emperatriz. Y lo sabemos por su mismo testimonio, dado en su lecho de muerte. Es el mismo Emperador el que nos lo refiere, de modo que no podemos dudar de su autenticidad. En carta escrita a su embajador en Lisboa, don Luis Sarmiento, le informa:
… la Emperatriz, dos días antes que fallesciese, me dixo y encomendó mucho lo que tocase al dicho serenísimo rey [de Portugal], y que siempre le tuviese el amor que hasta aquí, y sus cosas por tan propias como nuestro deubdo y hermandad lo requerían…
¡Increíble! Nos parece estar viendo a Isabel, postrada en su lecho de muerte, angustiada con la visión de los tercios viejos avanzando sobre su amado Portugal, conducidos por aquel esposo suyo tan amante de la gloria de las armas. De forma que se esfuerza por arrancarle la promesa de que tal «no acaescería», que a su muerte no se rompería la paz entre los dos pueblos. Y lo consigue. El Emperador así se lo transmite a su embajador en Lisboa:
Nuestro Señor sabe que ésta [la paz] ha sido y es nuestra voluntad y que así lo cumpliremos, y que si hasta aquí éramos cuñados, de aquí adelante habemos de ser verdaderos hermanos y ambos una cosa, como es razón…[1181]
Para Carlos V, se había ido algo mucho más que la esposa amante, la madre de sus hijos y la guardiana del hogar familiar. Se había ido también la eficaz colaboradora en las tareas de Estado, sualter ego, la que había gobernado Castilla en sus largas ausencias, la que había demostrado dotes de gobierno, haciéndose querer de sus súbditos españoles, al desempeñar con prudencia y dignidad el papel de lugarteniente imperial, durante las ausencias de Carlos V. Y así lo reconoció públicamente el Emperador en el poder dado a Isabel, con ocasión de su campaña de Túnez de 1535, donde proclama
las excelentes virtudes, prudencia y grandes calidades que… concurren en la serenísima, muy alta y muy poderosa emperatriz y reina doña Isabel, nuestra muy cara y muy amada mujer, y el amor que a estos Reinos y súbditos tiene, que es el mesmo que nos lo tenemos, que así por consiguiente es dellos amada, reverenciada y acatada, y la experiencia que tenemos de su buena y loable gobernación y administración en la dicha ausencia pasada que hicimos destos Reinos…[1182]
Ahora, todo aquello era ya solo un recuerdo. La muerte, esa fiera adversaria, había cumplido su oficio. Y en el hogar imperial, en la Corte, en la ciudad de Toledo y en todo el Reino, se acusó el golpe. Todo eran lutos y gemidos. Y Carlos V, doblado por el dolor, incapaz de soportar tanto llanto, buscó la soledad de un convento.
Querer decir aquí el pesar que S. M. sintió con su muerte y desastre —nos refiere un testigo de excepción, el cronista Alonso de Santa Cruz—, sería nunca acabar. Y por no oír tantos lloros y llantos de las damas y otras personas que en su Casa real se hacían, y por estar más recogido, contemplando en el trabajo que en aquel día le había venido, se fue a un monasterio de la Sisla…, donde estuvo algunos días que nadie le vio[1183] Un dolor que Carlos V dejaría reflejado en sus Memorias, aunque de forma breve, como si se tratara de un sentimiento que su alma de soldado tenía que ocultar a la mirada de los extraños. Se haría eco del llanto de la Corte, añadiendo:
Fue esta muerte de gran sentimiento para todos, principalmente para el Emperador…[1184].
Pero sería con su hermana María de Hungría, su gran confidente, con la que Carlos V daría rienda suelta a su dolor. La noticia le había cogido desprevenido fuera de Toledo. Nada hacía temer entonces por la vida de la Emperatriz, en aquellos primeros meses de su nuevo embarazo. El 19 de abril Carlos V se había ido con el Príncipe a Madrid[1185]. Allí le llegan noticias confusas. Se hablaba de un mal parto de la Emperatriz[1186]. Pero la muerte no pide permiso para llegar, golpea cuando quiere, y Carlos V se encuentra con lo irremediable. Y con su hermana se atreve a llorar su desconsuelo, a abrirle su alma, a dejar escapar sus sentimientos, la tristeza que le invade:
Je suis en l’anxieté et tristesse que pouvez bien penser, d’avoir fait une si grande et extrême perte…
Como cualquier otro cristiano, el Emperador acude a su fe para encontrar consuelo:
… et si y a rien que m’en puisse consoler que la consideration de sa bonne et catholique vie et la très saincte et religieuse fin qu’elle a fait.
Ruega a sus vasallos de los Países Bajos que pidan por la Emperatriz. En cuanto a él, tratará de conformarse con su voluntad:
Je ferai le mieux que pourrai pour me conformer au sainct plaisir du Createur, auque je suplie la vouloir avoir en so Sainct Paradis…[1187]
Mientras el cuerpo de la Emperatriz es llevado a Granada, a enterrarse en la capilla real donde yacían los Reyes Católicos, en un impresionante cortejo fúnebre que recorre los caminos de España, escoltado por el alto clero y por la alta nobleza (entre ellos, el marqués de Lombay, el del tan famoso retiro del mundo, para ingresar en la Compañía de Jesús)[1188], Carlos sigue apartado del mundo, en el monasterio toledano de La Sisla.
Y de pronto, cuando vuelve a la vida de la Corte, siente entristecido que la imagen de la mujer que tanto había querido empieza a borrársele. Ansioso, busca entre los cuadros del alcázar madrileño, y nada encuentra.
Entonces, una vez más, acude a su hermana María: Que busque en la pinacoteca de la tía Margarita de Austria, y que le envíe al punto lo que halle,
et de sorte qu’elle ne se gâte au chemin…
Carlos tenía idea de haber visto aquel cuadro en la pinacoteca que Margarita tenía en Malinas[1189]. Y María de Hungría, en efecto, lo encontró y se lo mandó a su hermano. Pero, ¡qué desilusión! Se trataba de un pésimo retrato que en nada se parecía a la dulce Emperatriz[1190].
Y en tan aflictiva situación otra mala nueva le alcanzaría: la rebelión de su ciudad natal de Gante.

§. La regencia de España
Por lo tanto, una nueva ausencia de Carlos V, saliendo otra vez de España. Y ahora —ahora, a mediados de diciembre de 1539— no teniendo ya aquel alter ego que tanto le había ayudado. La muerte de la Emperatriz y la corta edad del príncipe Felipe, con sus 12 años no más, obligan al Emperador a dejar a su hijo con una Regencia nominal, poniendo a su lado a la figura castellana de mayor peso, el cardenal Tavera, como Gobernador efectivo. Y así, las Instrucciones que Carlos V redacta para el Príncipe están pensadas para que, en caso de que él, Carlos, falleciese, pudiera orientarse, en el futuro, en el terreno tan difícil de las relaciones internacionales, y particularmente en el tema de la cesión del ducado de Milán o de los Países Bajos, como dote para la infanta María, en su posible boda con el duque de Orleans, el segundo hijo de Francisco I; pues esa parecía la única forma de superar la constante rivalidad con Francia.
A este respecto, Carlos V —o su consejero más inmediato, posiblemente Nicolás Perrenot de Granvela, pero en todo caso, sintonizando con el Emperador— tendrá un comentario muy revelador, en cuanto a todo lo que le habían hecho sufrir las guerras suscitadas por Francisco I: era hora de olvidar aquello y de pensar en las treguas firmadas. Y así le pide a su hijo:
Y por estas consideraciones señaladamente, el dicho Príncipe olvide enteramente todas las cosas pasadas entre el dicho Rey y Nos, teniendo que Dios lo haya permitido y imputándolo a la desgracia de los tiempos, y persista [Felipe] en la reintegración de la dicha amistad[1191].
La enemistad del rey de Francia había sido una gran desgracia, que había que dar por olvidada. Dios lo había querido así, y había que conformarse, para afianzar una paz más duradera. Y, sin duda, ese sentimiento anima al Emperador a emprender su arriesgado viaje, atravesando toda Francia, exponiéndose tantos días a un cambio de actitud de Francisco I.
Por lo tanto, Felipe II como Regente nominal del Reino, pero a su lado la gran figura de estadista: el cardenal Tavera. Y será a Tavera, como Gobernador efectivo de Castilla, al que Carlos V dejará detalladas instrucciones para el desempeño de sus funciones, de tono similar a las que antes había dejado a la Emperatriz[1192].
Una vez hecho lo cual, el César se dispone a emprender la penosa misión de castigar a Gante.

§. Huésped de París
En efecto, Gante, la cuna de Carlos V, se había enfrentado a la reina gobernadora María de Hungría por los impuestos exigidos en 1537, cuando la amenaza de una invasión francesa se había hecho sentir en todo el país.
A la negativa de los ganteses a contribuir a los gastos comunes de los Países Bajos para defenderse de Francia, se sucedieron una serie de negociaciones por parte de María, quien envió a sus mejores consejeros, como Luis de Schore o el conde de Lalaing. Pero fracasadas las negociaciones, las fricciones entre el gobierno y la ciudad fueron cada vez más intensas, hasta degenerar en declarada rebeldía. El partido radical acabó imponiéndose en Gante, numerosas ejecuciones fueron llevadas a cabo contra figuras de relieve, acusadas de favorecer la política gubernamental, se destruyó públicamente la constitución municipal implantada por Carlos en 1515 y se llegó incluso a solicitar la alianza de Francisco I de Francia. Era algo más que un motín: era una traición de lesa majestad[1193].
No era eso solo lo que preocupaba a Carlos V, ya bien seguro de la lealtad de sus vasallos españoles, sino la urgencia misma del viaje. Franquear el golfo de Vizcaya resultaba arriesgado, de cara al invierno. Rodear por el Mediterráneo y el norte de Italia, demasiado largo.
Quedaba la ruta francesa, aceptando la invitación que le ofrecía, insistentemente, Francisco I, asegurándole que sería tratado con todos los honores y que no se le molestaría con ninguna exigencia política.
Un viaje asombroso. ¿Cómo se podía pensar que el soberano que había tenido a Francisco I tanto tiempo en prisión en Madrid se expusiera a tanto riesgo? ¿Iba el francés a dejar escapar aquella oportunidad de «devolverle el favor», atrapándole durante su travesía entre los Pirineos y Flandes? Y no eran solo las ofensas antiguas. También contaban las recientes. Con ocasión de la muerte del Delfín en circunstancias algo sospechosas, la propaganda francesa había culpado nada menos que al César de haberla instigado. Carlos era entonces el gran agresor, el que había invadido Provenza. ¿Cómo lo recibiría el pueblo francés? [1194].
Por lo tanto, las dudas acometen a Carlos V, pero al fin se decide y acepta la invitación de Francisco I. Será una nueva estampa caballeresca: mientras atraviesa Francia, su antiguo rival se desvivirá en sus muestras de cortesía, para el mayor homenaje a la figura de su imperial huésped. A su entrada en las ciudades francesas se disparaban las salvas de honor de la artillería, mientras resonaban las campanas de todos los campanarios.
Y otro signo de homenaje a su grandeza: los presos eran puestos en libertad, para indicar que en tales jornadas festivas nadie debiera permanecer al margen, todos debían celebrar la fiesta como propia. Carlos V se convertía en el héroe al que todos querían ver de cerca. Aquel que durante tantos años había sido el enemigo a combatir, ahora era el amigo a festejar. Los arcos triunfales, los discursos de bienvenida de los alcaldes, las respuestas corteses de Carlos V; el brillo singular, en fin, de aquella cabalgata, que tanto admiró al mundo de su tiempo.
Un continuo festejo solo ensombrecido por el accidente de Amboise, que conocemos por el propio Emperador: cuando Carlos V entraba en el castillo, la torpeza de unos criados que portaban hachas encendidas provocó un fuego al paso del César, con la consiguiente alarma y la indignación de Francisco I, temeroso de ver manchada su fama con lo que podría creerse que era un atentado permitido por él:
El Rey recibió grande enojo —es el mismo Carlos V quien lo refiere—, porque mostraba tener pena del juicio que se podía hacer contra él, y quería mandar hacer cruda justicia de los que tenían cargo de aquello, pero en fin, lo aplacamos, aunque con dificultad[1195].
Hizo Carlos V su entrada en París el primer día del año, con un recibimiento tal que bien pudo considerar que tantos años de combatir le habían dado al menos una cierta popularidad.
… la presse et multitude estoit si grande —refiere un testigo de vista—,qu’il ne s’en est veue de pareille à Paris de mémoire d’homme, non seulement par la dite Ville, mais aussi parmi leurs champs, depuis le dit St. Antoine des Champs, jusqu’à la porte de la dite Ville par laquelle le dit Empereur entra…[1196]
Otro manuscrito francés presenta a Carlos V severamente vestido de negro, con el solo adorno del collar de la Orden del Toisón de Oro[1197].
Otro testigo del cortejo imperial describe también asombrado lo que supuso aquel viaje de Carlos V por Francia:
… todo el tiempo cazando y monteando y las noches danzando y bailando hasta que era hora de acostar[1198].
Los castillos del Loire, sus fuentes y sus parques maravillan a los españoles, como les llena de admiración y les cautiva la elegancia de la mujer parisina. Y todo el viaje con tantos banquetes, bailes y festejos que el cuerpo ya no podía aguantarlo, hasta el punto de hacer exclamar a otro cortesano español:
¡Ya estamos hartos de fiestas, que las fechas bastan para toda nuestra vida![1199].
Carlos V conoció, pues, también París, el de Notre Dame y la Sainte Chapelle, el París gótico, la ciudad de las mil maravillas que embrujaba ya a quien la veía. Y también la de las hermosas y elegantes mujeres, y tanto, que cuando los españoles dejaron atrás a la capital del Sena y llegaron a la corte de Bruselas, todo les pareció deslucido, y en particular las damas de María de Hungría lo mismo por su porte como por sus tocados:
… en los días de mi vida —comentaría un español del cortejo imperial— vi cosa más fea, ni tanta división de mujeres, cada una vestida a su manera… Ni tampoco se podía decir que estuviesen ricamente vestidas, porque no lo estaban…
Cierto, era la Corte de una viuda, María de Hungría, con la que vivía otra viuda joven, Cristina de Dinamarca, viuda del duque de Milán. Y esa sería la justificación que encontraría el cronista:
esto se echa —la poca elegancia— a que ambas dos Princesas son viudas, y así es la verdad[1200].
§. El castigo de Gante
Para Carlos V, la entrada en Bruselas suponía otra cosa más penosa, una vez concluidas las fiestas en honor de la nobleza francesa que le había acompañado. La experiencia tenida en su viaje a través de Francia había sido muy grata, pero el César no podía olvidar aquello que le había puesto en marcha, arrostrando notorios peligros. El paso por Francia había sido venturoso, pero ahora se imponía el objetivo marcado desde su partida de Toledo: el castigo de Gante. Y para mostrar pronto a todos quién era el soberano, el 14 de febrero entraba Carlos V en la antigua ciudad rebelde con una verdadera demostración de fuerza: su propio ejército, en cuyas filas se contaban cinco mil mercenarios alemanes.
El 17 de febrero, tres días después de su entrada en Gante, daba comienzo la represión: los procesos a los acusados del gravísimo delito de rebelión armada contra su señor natural, los tormentos, propios del sistema judicial de la época, y las ejecuciones de los condenados por traidores.
Fueron días de auténtico terror, conforme al duro sistema judicial de aquel siglo. Y para remate, una zona de Gante fue arrasada para alzar en ella un castillo; el castillo que en lo sucesivo recordase a los ganteses quién era el señor de la ciudad. Y aún hubo más: Gante quedaba despojada de sus bienes y armas, perdía todos sus privilegios y libertades, quedaba denigrada con la supresión de su propio escudo. En vano la ciudad había pedido la mediación de la reina gobernadora María. El César humilló aún más a los ganteses. A los cuatro días, una dramática procesión fue a pedir perdón al Emperador; era un impresionante cortejo en el que estaban representadas todas las clases sociales de la ciudad: nobleza, burgueses y artesanos, vestidos de negro, la cabeza descubierta, los pies descalzos, amén de cincuenta acusados como revolucionarios con la soga puesta al cuello por la mano del verdugo. Cortejo que fue hasta el Prinzenhof donde se alojaba Carlos V, para implorar de rodillas su perdón.
Un testigo anónimo nos relata el suceso con gran vivacidad:
Al tercer día, en cumplimiento de la sentencia, volvieron a palacio donde S. M. los esperaba en el patio, porque cupiesen, en un estrado alto y la Reina[1201]con él…, y allí vinieron alguna copia de hombres desnudos en camisa, con sus cuerdas a los pescuezos, y otros vestidos que pasarían de cuatrocientos, y hincados de rodillas, comenzaron de guidar a S. M.: « ¡Misericordia! ¡Misericordia!». La Reina se levantó en pie y suplicó a S. M. los quisiese perdonar. Y así el Emperador mandó al de Palermo, que es el Canciller mayor de acá, que les dixese que los perdonaba, con tal condición que le sirviesen a él y a la Reina y a sus ministros mejor que lo habían hecho por lo pasado…
Pero les dijo más: si en adelante cumplían como buenos, miraría por ellos; en caso contrario, que se preparasen para lo peor:
… que si ecediesen en la menor cosa del mundo, que tuviesen por cierto que no solamente se contentaría con castigarlos, pero que desharía S. M. la villa hasta los fundamentos[1202].
§. La dieta de Ratisbona de 1541
Solucionado, aunque con tanta dureza —«el ejemplar escarmiento» en términos del tiempo— la rebelión de Gante, Carlos intentará de nuevo una solución negociada al problema de la herejía luterana. Desde que había fracasado su petición de que el Papa convocara el Concilio, el César lo había intentado resolver por sus propios interlocutores, una y otra vez, como lo había hecho en la Dieta de Ratisbona de 1532. Entonces pudo comprobar Carlos V que si dejaba al margen la cuestión religiosa conseguía trabar las voluntades de todo el Imperio. El común peligro turco sirvió de puente para la concordia entre los dos partidos religiosos. A principios de agosto, el Emperador podía comunicar satisfecho a Isabel que se había logrado el acuerdo, alabando el comportamiento luterano. Se había logrado la paz religiosa a base de un sobreseimiento de las causas iniciadas por la Reichskammergericht, y proclamando el principio de tolerancia para los luteranos.
Por otra parte, las dificultades encontradas en la Santa Sede volvieron a Carlos V a su propósito de llegar a una solución pacífica en la enojosa cuestión del protestantismo alemán. A eso responden una serie de misiones, desarrolladas con resultado vario y a partir de 1536, por el vicecanciller Matías Held, el arzobispo de Lund y Nicolás Perrenot, señor de Granvela.
Era evidente que la rápida propagación del luteranismo y la constitución de la poderosa Liga protestante de Schmalkalden obligaban a una mayor prudencia y a seguir la vía de las negociaciones en la cuestión religiosa.
Esa sería la misión encomendada por Carlos V al Vicecanciller del Imperio, el católico Matías Held.
Ahora bien, si Carlos V pensaba por entonces en un arreglo pacífico de la cuestión religiosa, no era ese el deseo de los príncipes católicos alemanes. Held pertenecía al grupo católico más intransigente e iba a dar un giro muy particular a la misión que le había sido encomendada. Las instrucciones del Emperador miraban sobre todo a conseguir un entendimiento en la cuestión religiosa. Con el asesoramiento del rey de Romanos debía Held llevar a cabo su misión con los Príncipes del Imperio. Pero Held, excediéndose en sus funciones, se decidió por una política agresiva, provocando la reacción del campo luterano. Años más tarde, al ser preguntado el cardenal Granvela por el historiador italiano Humberto Foglietta sobre aquellos sucesos, los recordaría de ese modo:
Questo Dottore, essendo l’Imperator in Spagna et non potendolo consultar per la distantia, pigliò da se partito, et quantunche li offitii che gli haueuano commesso, di far douessero esser piaceuoli, conforme alla sua instruttione, o trato dal zelo o per altre cause, li volse far altrimente, vsando di minaccie, et procurò di far vna lega fra li catholici, del ch’impauriti li capi delli protestanti cominciarno anche loro di confederarsi con tutti quelli della lor religione che se li volsero attacar, et mandorno gran numero delli lor deputati in vna terra della Germania chiamata Schamalchaldt [1203].
Así surgió la Liga católica de Nüremberg, en 1538, con el duque de Baviera y Jorge de Sajonia como sus principales jefes. Sorprendentemente, Paulo III no la apoyaría.
Por su parte, Carlos V mostraría sus deseos de llegar a una solución sobre el conflicto religioso alemán. De entrada, sustituiría como Vicecanciller del Imperio a Held por el consejero Naves, que era mucho más moderado, y le autorizaría a entablar conversaciones con los Príncipes luteranos.
Así se llegó al acuerdo del 19 de abril de 1539, por el que el Emperador prometía respetar a los firmantes de la Confesión de Augsburgo de 1530, admitía que la Reichskammergericht sobreseyese los procesos religiosos por seis meses y que se pusiese en pie de igualdad a la Liga de Schmalkalden con la católica de Nüremberg.
Todo ello a la par que se mantenían las treguas con Francia, con las esperanzadoras perspectivas que había abierto el viaje de Carlos V por tierras galas en el invierno de 1540. Aunque Carlos V sabía bien que Francisco I no abandonaba sus pretensiones y que algo había que darle para que aquella nueva amistad se consolidase. Y para resolverlo, le propuso una alianza matrimonial, en condiciones que parecían inmejorables: la boda de su hija María con el duque de Orleans. En efecto, el 24 de marzo de 1540, estando en Gante a poco, pues, de domeñar la ciudad rebelde, Carlos V ordenaba a su embajador en Francia, François Bonvalot, que propusiese a Francisco I los términos de una fuerte alianza entre las dos coronas. Su base, la boda de su hija María con el duque de Orleans. María llevaría en dote no solo los Países Bajos, sino también el Franco-Condado y el Charolais, territorios a los que se podían unir el ducado de Güeldres y el condado de Zutphen. Con lo cual, y dada la notoria importancia de aquella masa territorial, se la podía elevar a la dignidad de Reino, constituyéndose así, sin duda, en uno de los mejores de la Cristiandad. Tal sería la herencia del nuevo matrimonio a la muerte de Carlos V, pero en cuanto el matrimonio fuese consumado, podría residir en los Países Bajos e incluso suplir al Emperador cuando estuviese ausente; de ese modo, se habituarían al país y el país a ellos, como sus futuros gobernantes. La única reserva o restricción que imponía Carlos V era que, en caso de muerte de su hija María sin sucesión, el pacto sería nulo. Pero se sugería que el acuerdo fuese la base de una paz general de la Cristiandad, incitando a firmarla al Papa, a los otros potentados de Italia y a los reyes de Inglaterra, Escocia e incluso de Polonia, pactándose otras alianzas matrimoniales: el archiduque Maximiliano con Margarita de Francia; el príncipe Felipe con una princesa de Albrit, el duque de Saboya con la princesa María de Portugal. Eso sí, Carlos dejaba claro que él no desposaría a Margarita de Francia, como se había apuntado a su paso por Francia, pues su voluntad era de no volver a casarse jamás[1204].
Era un sacrificio sincero al que se decidía el Emperador, esperando así resolver de una vez la pugna con Francia. Quizá le llevó a ello el romper de ese modo el peligroso cerco que se fraguaba alrededor de los Países Bajos y el comprobar la dificultad de socorrerlos desde España, en caso de enemistad con Francia, o desde el Imperio, por el poderío de la Liga de Schmalkalden. Pero Francisco I no aceptó, dudando de la sinceridad imperial y persistiendo en sus demandas sobre el Milanesado. Sin embargo, Carlos estaba decidido a aquel sacrificio; de ahí su asombro porque Francisco I, en vez de admitir aquella propuesta, volviera a su tradicional hostilidad; en sus Memorias lo recordaría de este modo tan expresivo:
Y conforme a la intención que llevaba y deseos que siempre tuvo de ver concluida una buena paz, en cuanto que llegó a los dichos Estados (de los Países Bajos) mandó cartas al rey de Francia, ofreciéndole tan grandes partidos, que se maravilló de que no fueran aceptados por él y de que no se siguiese la paz deseada[1205].
En vista del rechazo francés a su plan de paz general, Carlos V tanteó una mayor aproximación a la Casa hermana de los Austrias de Viena. En octubre del mismo año de 1540 convocó a los principales señores de los Países Bajos para plantearles el futuro de aquellos dominios, pidiéndoles su consejo sobre si debían quedar para su hijo Felipe, o bien como dote para María, que había de casar con el segundo hijo del rey de Romanos, su hermano[1206]. Como contrapunto, tomaría una medida que sería poco grata tanto a Francisco I como a los vieneses: la cesión del Milanesado a su hijo Felipe[1207].
Entretanto, sus ministros iniciaron en Hagenau las conversaciones religiosas que se habían aprobado en los acuerdos de Francfort de 19 abril de 1539. Nunca las dos partes estuvieron más deseosas de encontrar una fórmula que alcanzase la unidad. El grupo de teólogos protestantes estaba acaudillado por Butzer, no acudiendo ni Lutero, que miraba con desconfianza aquel intento de avenencia, ni Melanchton, que por entonces se hallaba enfermo; pero sí Calvino, que acompañaba a los representantes enviados por la ciudad de Estrasburgo. Por el lado católico estaban los teólogos Eck, Faber y Cochlaeus. Las conversaciones siguieron pronto en Worms (noviembre de 1540), incorporándose Melanchton y un grupo de políticos, entre los que destacaban los tres Príncipes que buscaban la vía media: Guillermo de Clèves —que por entonces negociaba ya su ingreso en la Liga de Schmalkalden—, y los príncipes electores Luis V del Palatinado y Joaquín de Brandemburgo. El Emperador estaba representado por Fernando y por Nicolás Perrenot de Granvela, su hombre de confianza para los asuntos del Imperio. El papa Paulo III, que tan a mal había llevado los acuerdos de Francfort, hasta el punto de acusar a la reina María de Hungría de protectora de los herejes, envió, sin embargo, a uno de los representantes más dúctiles y más deseosos de lograr una verdadera concordia religiosa; el cardenal veneciano Contarini, que sustituyó al más inflexible Morone. Todo parecía propicio para una solución definitiva.
Pero las reuniones de Worms no dieron más resultado que el de un aplazamiento hasta la Dieta de Ratisbona. En los primeros contactos debatieron los teólogos protestantes Melanchton y Butzer con los católicos Eck y Mensing, siendo los temas principales tratados el posible matrimonio de los sacerdotes, junto con la comunión bajo las dos especies; cuestiones ambas que solicitaban los protestantes, que el propio rey de Romanos apoyaba y que incluso en su tiempo había pensado conceder Clemente VII[1208]. Asimismo, las espinosas cuestiones de la primacía pontificia y de los bienes eclesiásticos secularizados por los príncipes protestantes, que por afectar a tan decisivos aspectos de la vida política —el poder y la economía— resultaban muy difíciles de conciliar. Contra las esperanzas de los católicos, Melanchton —que tan contemporizador se había mostrado en la anterior controversia de Augsburgo— adoptó una actitud más rígida, en lo que se echaba de ver la influencia de Calvino. Sin embargo, acordándose el aplazamiento de las conversaciones para la Dieta de Ratisbona, ya convocada, las esperanzas de un arreglo siguieron vivas.
El 5 de abril de 1541 se inauguraba la Dieta de Ratisbona, convocada por el Emperador, «para la concordia y remedio de las cosas de la religión», como recuerda en sus Memorias[1209], pues se creía en el deber de dirigir aquellas conversaciones religiosas, como cabeza imperial de la Cristiandad, tanto más cuanto que por lo pronto el Concilio —que Paulo III había convocado el 2 de junio de 1536— había sido aplazado.
El Emperador, a poco de entrar en Alemania, suspendió los procesos que tenía incoados la Reichskammergericht contra los protestantes. Era una verdadera llamada a la paz y al espíritu de concordia. El 23 de febrero entraba Carlos V en Ratisbona.
Tuvo aquella Dieta un doble carácter religioso y político, aunque quizá en ninguna predominase tanto la preocupación teológica como en esta. Entre los Príncipes que acudieron al llamamiento del Emperador estaban el duque de Baviera, Enrique de Brunswick, el conde Federico del Palatinado, Joaquín II de Brandemburgo y Felipe, landgrave de Hesse. El príncipe elector de Sajonia, Juan Federico, se hizo representar por su canciller. Acudió también una representación de la ciudad de Estrasburgo, dirigida por Sturm, en cuyo acompañamiento iba Calvino.
Abiertas las sesiones de la Dieta el 5 de abril, la primera cuestión a resolver fue la de las conversaciones religiosas, siguiendo lo acordado por ambas partes en las reuniones previas de Hagenau y Worms. El propio Carlos V proclamó su afán por conseguir una solución satisfactoria, que incluía la gran reforma de la Iglesia, como solicitaba al Legado apostólico; añadiendo cómo a su entender, hasta que se celebrase el Concilio que lo resolviese, era necesario llegar a un acuerdo en el Imperio, tal como lo consiguieran los teólogos designados por ambas partes[1210]. Fue nombrada una Comisión de seis miembros, compuesta de tres teólogos católicos y otros tantos protestantes. Por el lado católico estaban el conocido y enérgico Eck, Gropper y Pflug; mientras el sector protestante lo integraban Melanchton, Butzer y Pistioro. Las sesiones las presidía el conde Federico del Palatinado y sobre ella influían de un modo indirecto, pero decisivo, otra serie de figuras: Contarini —el Legado pontificio—, Granvela y el propio Emperador. Sobre Melanchton continuaba ejerciendo notable influencia la figura de Calvino.
El partido imperial, bien dirigido por Granvela, había comenzado con fortuna. En lugar de la confesión de Augsburgo, que había redactado Melanchton y que los protestantes deseaban como base de partida, fue aceptado el que se conoce como libro de Ratisbona; se trataba de una serie de principios religiosos redactados en la Corte imperial, con la experiencia de los anteriores debates, y en los que se trataban de sentar los principios de la avenencia posible, con los puntos que podían darse por comunes y aquellos otros en los que era preciso llegar a un acuerdo. A ese respecto contamos con un documento verdaderamente valioso, perteneciente al material que había reunido Pedro Girón para su Crónica de Carlos V. Se trata de un informe «sobre los comienzos de la Dieta de Ratisbona» de 1541. En él se anotan los personajes alemanes que acudieron a la Dieta, y se indican «las cosas que S. M. mandó proveer en la dicha Dieta», y la primera de ellas,
la revisión de las cosas de la fee…
Hubo un momento esperanzador, que registraría el cronista:
Escríbese que en tres veces que se habían juntado —los teólogos de la Comisión sobre las cosas de la fe— estaban concertados en cuatro cosas déstas, las más importantes, las cuales no se publicaban por entonces…
Entre ellas estaban lo del casamiento de los clérigos y lo de «la comunión en dos maneras», esto es, de pan y del vino.
Parecía una puerta abierta a la esperanza, y el documento nos presenta a un Carlos V ansioso de aquella concordia:
Dicen que S. M. lo toma muy prudentemente, porque lo lleva por vía de concordia…
Y añade, sobre el comportamiento del César:
Hace muy gran tratamiento de bueno a todos aquellos Príncipes y señores, por donde se espera muy buen fin. Dios le dé tal cual vee que conviene al ensalzamiento de su santa fe católica[1211].
En efecto, la Comisión, trabajando sobre el libro presentado por Granvela, llegó a varios acuerdos en puntos concretos, como el matrimonio de los clérigos y la comunión bajo las dos especies, que venía a constituir lo concedido a los husitas en la paz de Ihilava, ya que el matrimonio de los clérigos era una cuestión de disciplina.
Más sólido pareció el avance en otro punto que se consideraba como muy espinoso: el de la doctrina luterana de la justificación por la fe. Se logró una fórmula que pareció aceptable a los dos partidos. En cambio, al tocar el tema de la transubstanciación, se chocó irreductiblemente. Tanto Melanchton como Eck mantuvieron sus posturas, respaldados por Calvino y Contarini respectivamente. Ello con la desesperación de Carlos V, que se había hecho muy vivas esperanzas. ¿No existía un verdadero espíritu de concordia en ambos sectores? ¿Y no tenían, acaso, todos el mismo Evangelio? Sin embargo, fue imposible encontrar la vía media, bajo la base erasmista. En realidad, los tiempos caminaban hacia un endurecimiento en la cuestión religiosa, que había de caracterizar todo el período posterior. Y así resultó que, tanto los Estados católicos como los protestantes, rechazaron los resultados conseguidos por la Comisión. Incluso la fórmula de conciliación sobre aquella materia de la justificación por la fe, que había parecido el gran triunfo de la Comisión por tocar a la sustancia de la doctrina luterana, fue igualmente rechazada por Paulo III y por Lutero. Los radicales ganaban la partida a los moderados.
Grande fue el desengaño de Carlos V, tanto mayor cuanto que había puesto muchas ilusiones en un resultado favorable. Había llegado a la Dieta con la salud quebrantada. A los ataques de gota se le habían añadido frecuentes catarros aquel invierno, de forma que ya no se encontraba con tantas fuerzas para trabajar como antes; así se lo confesaría a su hermana. Y una nueva señal de alarma: ¡tenía débiles las piernas! Por si fuera poco, su hermana María le planteaba su deseo de dejar el gobierno de los Países Bajos[1212]. ¡Todo se le juntaba! Apremiado por el tiempo, clausuró la Dieta a fines de julio. Tanto él como su hermano Fernando tenían que acudir a la amenaza del Turco; Fernando en Hungría —se ventilaba la suerte de Budapest, que aquel mismo año caería otra vez en poder de Solimán— y Carlos en el Mediterráneo occidental. Pues había demorado mucho una empresa constantemente solicitada por sus reinos hispanos, la empresa de Argel. En 1536, la había dejado para enfrentarse con la agresión de Francisco. En 1538, la Liga ofensiva con el Papa y Venecia había llevado su escuadra a Castelnuovo, plaza perdida en 1539; precisamente el mismo año de la rebelión de Gante, que le había obligado a desplazar su poderío hacia el norte. Sabiendo que no tardaría en complicarse la situación en aquellas regiones nórdicas y que tan solo había conseguido una tregua, quería Carlos V probar antes la suerte de las armas contra el corsario Barbarroja, atacándolo en su propio corazón.
Por lo tanto, y dado que el verano se echaba encima, desilusionado de su papel de árbitro que con tanta fe había desempeñado, firmó Carlos los acuerdos de la Dieta de Ratisbona el 29 de julio de 1541. Se ratificaba la posición alcanzada por los protestantes en la paz de Nüremberg de 1532, se les hacía concesiones en su participación en la Reichskammergericht, y, si bien se protegía a los monasterios, se les exigía una reforma institucional.
Por lo tanto, la Dieta de Ratisbona supondría una gran decepción. Al entusiasmo de Carlos por arbitrar una solución religiosa, contestaron los Príncipes del Imperio con su abstención, casi en bloque. En sus Memorias, Carlos V dejaría constancia de su desilusión: todo aquel esfuerzo había sido en vano[1213].
Pero algo quedaría: el testimonio de su afán por conseguir pacíficamente la solución al magno problema de la escisión de la Cristiandad.

§. La empresa de Argel
En 1541, solucionado el problema político de los Países Bajos y embrollada en cambio la cuestión religiosa del Imperio, tras los pobres resultados de la Dieta de Ratisbona, Carlos V se plantea un objetivo inmediato que le devuelva el pleno apoyo de España. Intuye que Francia está a punto de romper de nuevo, al rechazar su plan de ceder los Países Bajos, en vez del Milanesado. También hay que temer una acción ofensiva de Solimán sobre la desventurada Hungría; de hecho, Fernando le pide un fuerte socorro, en hombres y dinero, con el que hacer frente a la amenaza turca. Por otra parte, Carlos quiere negociar con el papa Paulo III la próxima convocatoria del Concilio, y para presionarle, una vez dejada Ratisbona, se entrevistará con él en Lucca, dado que también estaba pendiente la forma conjunta de combatir al Turco. Se llegó al acuerdo de mandar 5.000 soldados al rey Fernando (2.000 el Papa y 3.000 el Emperador), ayuda insignificante para lo que se le venía encima al rey de Romanos. De ese modo, Budapest se convertiría en una ciudad musulmana en aquel verano de 1541.
El mismo verano en que los agentes franceses Fragoso y Rincón eran asesinados en Lombardía, dando pie a Francisco I para tomarlo como casus belli.
Ante un panorama tan incierto, Carlos V toma una decisión sorprendente: pasar de la defensiva a la ofensiva. La empresa de Argel estaba en marcha. Y eso cuando el otoño ya se había echado encima.
la estación estaba casi gastada…
Es el propio Emperador quien así lo reconocía. ¿Qué motivos le llevaron a ello? ¿Qué razones le hicieron pensar que era una empresa asequible a su poderío?
En primer lugar, los motivos.
Tenemos a un Emperador que ha cumplido ya los 41 años, y que lleva prácticamente un cuarto de siglo recorriendo los caminos de Europa, debatiendo con los potentados de su tiempo en pro de una Universitas Christiana unida, un Emperador al que le ha tocado vivir al lado de Lutero y de Calvino, con Papas recelosos de su poderío, como León X o Clemente VII, con Reyes tan difíciles de contentar como Francisco I o como Enrique VIII, y teniendo enfrente al poderoso, al temible Islam en el momento de su mayor empuje, con el otro gran Emperador en la cumbre, nada menos que Solimán el Magnífico, el conquistador de Belgrado y de Budapest, cuya espada es la pesadilla de húngaros y de austriacos. Y en el Mar Mediterráneo, en el Marem Nostrum de la Antigüedad romana, el arrojo y la pericia de un hombre de fortuna: Khaired-Din, Barbarroja, el que se apodera de Argel en el mismo año en el que Carlos V inicia su andadura como rey de las Españas.
Argel, un nido de corsarios que devastan las costas del Levante español, refugio de los moriscos rebeldes al poderío imperial. Y su reyezuelo, Barbarroja, alzándose hasta la altura de Almirante, de gran jefe de la poderosísima armada turca, y estableciendo lazos de amistad con los puertos, con los navíos y con los marinos franceses, los sempiternos rivales y enemigos de España.
Primer motivo, por tanto: atender al clamor de España. Porque España entera alzaba su voz pidiendo que Argel fuera domeñada, que una expedición de castigo mejor organizada —y, sobre todo, mejor dirigida— que la que en 1520 había sido encomendada al desventurado Hugo de Moncada, asaltase aquel nido de feroces piratas y terminase con aquella pesadilla.
Era algo prometido por el César, ante los apremios de su pueblo, ante los ruegos de su propia esposa, la emperatriz Isabel. Pues, en efecto, Isabel había hecho presente al Emperador la sinrazón de que mientras Carlos V empleaba los hombres y los dineros de España en combatir al Turco en Viena o en Túnez, con gran alivio de austriacos y de italianos, las galeras argelinas saquearan muy a su placer las costas hispanas, sometiendo a sus poblaciones del litoral a terribles pillajes, como el sufrido por Menorca en 1529.
Cosa en verdad escandalosa.
No se habla de otra cosa en el Reino.
Ese sería el penoso comentario de la Emperatriz.
Por lo tanto, había una deuda contraída por el Emperador. Y la sombra de la Emperatriz parecía recordárselo a cada instante. Y en aquel año de 1541, cuando tan reciente tenía el amargo desengaño de castigar a su ciudad natal, aquella altiva y rebelde ciudad de Gante, cuando todos sus intentos por negociar una solución pacífica al magno problema de la Reforma en Alemania habían resultado inútiles, con el vacío de los Príncipes alemanes que ni siquiera se habían acercado a la Dieta de Ratisbona, con manifiesto desprecio a su poder y a su dignidad imperial, cuando Paulo III seguía mostrándose tan reacio a convocar de una vez por todas el Concilio, y finalmente, ante los signos cada vez más evidentes de que Francisco I deseaba romper la paz y hostigarle ¡otra vez! con la guerra. Y ante todo ese cúmulo de circunstancias adversas, Carlos V miró hacia España como la tierra que era el verdadero fundamento de su poderío y consideró que había llegado el momento tantas veces reclamado por aquellos vasallos suyos: el asalto de Argel.
Cierto, entre unas cosas y otras, el verano estaba muy vencido; la estación «estaba casi gastada». Pero Carlos V confiaba que en aquella lucha contra el Islam, en aquella mini-cruzada no podía faltarle el favor divino:
… considerando que el tiempo estaba en manos de Dios…[1214]
Había, además, algunos signos favorables, que parecían indicar que los encuentros con los argelinos no eran tan temibles. Por una vez parecían volverse las tornas, siendo las galeras españolas las victoriosas. Estaba reciente la búsqueda y captura nada menos que de Dragut, el temible y sanguinario Dragut, el lugarteniente de Barbarroja, sorprendido y apresado por Joanetín Doria en aguas de Córcega. Y en aquel mismo año, en aguas de la isla de Alborán, las galeras de don Bernardino de Mendoza habían derrotado a los argelinos, liberando a cerca de mil galeotes cristianos, puestos al remo de las galeras enemigas.
Todo animaba, pues, al César para acometer una hazaña similar a la conseguida en aguas de Túnez seis años antes.
Sus efectivos no eran pequeños. Del Imperio había traído un buen golpe de alemanes. Contaba con sus fieles tercios viejos de guarnición en Italia, donde además había reclutado 5.000 soldados italianos. A ese ejército, que ya era temible, se incorporaban las formaciones de caballería pesada y ligera, la artillería y las naves convenientes para el transporte y el abastecimiento.
Y había que añadir algo difícil de precisar, tanto por su número como por su eficacia: la nube de aventureros que de pronto se incorporaron al ejército imperial, procedentes sobre todo de España.
Parecía que toda España, en efecto, se ponía en armas y para tomarse la justicia por tantos saqueos sufridos.
Pero no eran solo aventureros. Allí acudían también la pequeña nobleza, los hidalgos y escuderos, y por supuesto, buen número de representantes de la alta nobleza, de aquellos nobles que acompañaban al Emperador en sus viajes y en sus guerras: el duque de Alba, el primero, pero también otros grandes y títulos, como los condes de Feria y de Luna, como don Pedro de la Cueva —el que tenía bajo su mando la artillería—, y como don Martín de Córdoba, el valiente y experimentado soldado de África, como gobernador que era de la plaza de Orán.
Y entre tantos, un personaje de gran relieve, un hombre de la fama, un conquistador ya célebre: Hernán Cortés.
Con tales medios se dispuso Carlos V a emprender la campaña de Argel, entrado ya el verano de 1541.

§. La ruta de la expedición imperial
Con esa confianza, asumiendo a la vez el riesgo de una guerra abierta en la que ponía su propia persona —aquello que decía el poeta:
… puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero…[1215]
después de su entrevista en Lucca con Paulo III, a 20 kilómetros al norte de Pisa, de mediados de septiembre de 1541, se dirigió al puerto de La Spezzia. Allí embarcaría con las tropas reclutadas en Alemania e Italia. La ruta, hacia Palma de Mallorca, para la gran concentración con el resto de la armada y del ejército, procedentes de España, haciendo escala en el puerto corso de Bonifacio, en el sardo de Algher, y en el menorquín de Mahón. Una travesía por fuerza lenta, de modo que hasta el 13 de octubre no fondeaba la escuadra imperial en la bahía de Mallorca. Y el 19, tras el aviso de que el resto de la armada española había llegado ya a Ibiza, Carlos V zarpó con todos sus efectivos rumbo al sur.
Al sur, donde se hallaba en la costa norteafricana, la codiciada plaza de Argel. Apenas 300 kilómetros de mar abierto separaban al Emperador de su última aventura africana, de la prueba de fuego que de él pedía toda España.
El 19 de octubre Carlos V desembarcaba en el cabo Matafú. Argel estaba «a tiro de cañón».
Se iniciaba la gran aventura.
Se trataba de una empresa que parecía asequible. El ejército de Carlos V, con sus mercenarios alemanes e italianos y con los temibles tercios viejos, teniendo el apoyo de aquella fuerte armada al mando del veterano Andrea Doria, parecía mucho más fuerte que aquel con el que Barbarroja contaba para defender la plaza, en el que solo ayudaban un millar de turcos y, eso sí, los moriscos españoles procedentes sobre todo de Valencia y de Granada. Con un emplazamiento fuerte sobre el mar, donde destacaba la famosa Kasba, Argel se había visto beneficiada con el dominio del cercano Peñón —el Peñón de Argel— que habían conquistado en 1529; pero, de todas formas, no podía compararse con Túnez y con la impresionante fortaleza tunecina de La Goleta.
De modo que todo parecía augurar un fácil triunfo imperial. Mas, de pronto, las cosas comenzaron a torcerse.
Oigamos al propio Emperador. Él será el cronista fidedigno que nos detallará el desarrollo de los acontecimientos: el desembarco inicial, los primeros tanteos contra la plaza argelina, el cambio del tiempo alborotando la mar, la tormenta, los desiguales combates con los arcabuces fuera de juego, la penosa retirada, el naufragio de tantos barcos, el consejo de guerra acordando dar por imposible el asalto a la plaza, el reembarque en las galeras y, por último la decisión de volverse a España.
Todo esto escribiría el Emperador, con especial amargura, a uno de sus hombres de máxima confianza: a su embajador en Venecia, don Diego Hurtado de Mendoza.
Veamos sus fragmentos más significativos.
Por ejemplo, el esperanzador embarque en Palma de Mallorca, de cara a Berbería:
Al día siguiente, miércoles 19 por la mañana, nos engolfamos con buen tiempo y aquel día y la noche siguiente se navegó con buen viento, de manera que el jueves amanescimos sobre las costas de Berbería…
§. Tormenta en el mar, desastre en tierra
Pero el buen tiempo duró poco. Ya a las vistas de Berbería comenzó la borrasca:
… el viento se mudó…
El Mediterráneo, de suyo tan sereno, tan en calma, con la furia del viento se encrespó:
… arreció gran viento y gran mar…
Eso obligó ya a dispersarse a la armada, buscando el Emperador el refugio del cabo Matafú, al este de Argel, mientras otra parte de sus naves lo tanteaban al oeste de la plaza. La incertidumbre empezó a campear en los cuadros de mando. No en vano eran bastantes los que habían advertido que esa época del año era muy traidora, y que un fuerte temporal podía resultar temible, si la armada no encontraba un refugio seguro. Con el espejismo de la notable victoria obtenida seis años antes en Túnez, se montó una operación similar sobre Argel. Pero la campaña tunecina se había librado en pleno verano, en el mes de julio, mientras que la empresa de Argel se hacía tan entrado el otoño. De forma que la primera condición era encontrar un puerto que pusiera al abrigo las naves, en caso de temporal, tan propio de la estación. Con lo cual, se ponía de manifiesto que podía haberse seguido un plan alternativo: hacer el desembarco al seguro de los cañones de Orán, la plaza conquistada por Cisneros, y encomendar al ejército la campaña terrestre sobre Argel, con el apoyo siempre que fuera posible de la armada. Pero ese plan también resultaba arriesgado: ¿cómo cubrir los 400 kilómetros que separan ambas ciudades norteafricanas? Imposible lograrlo antes de que se echara el invierno, lo que obligaría al ejército imperial a invernar en territorio argelino. Algo impensable. La técnica bélica del Renacimiento tenía sus limitaciones, que obligaban a una tregua, y no solo en el invierno. De hecho, las campañas solían reducirse a los cuatro meses del verano, y de ahí que las levas de mercenarios, alemanes, suizos o italianos, se hiciesen por ese período de tiempo. Cuando entraba el otoño, los Reyes renacentistas reducían drásticamente sus gastos militares, licenciando la mayor parte de sus efectivos militares. En la Monarquía Católica los únicos soldados que se seguían manteniendo en pie de guerra eran los tercios viejos, que servían de guarnición en los principales dominios italianos.
Por lo tanto, y de cara a la empresa de Argel, dado que se había escogido la acción directa e inmediata sobre la plaza, la clave estaba en que tornase el buen tiempo.
Eso fue lo que pareció a los dos días de que se avistase Argel, como el Emperador recogería en su carta a Diego Hurtado de Mendoza:
El sábado a la noche abonanzó —escribiría el Emperador—, y el domingo 24 del mes por la mañana las galeras… se juntaron…, y se desembarcó la infantería, 6 ó 7 millas de Argel…
Todo parecía enderezarse. Mas, de pronto el tiempo, tornadizo, empeoró otra vez, y tanto que ya fue imposible desembarcar el resto. ¡Y en ese resto estaban los víveres para las tropas! Hubo que buscar un lugar adecuado para acampar, donde al menos hubiera agua, pero ya con las escaramuzas de los caballeros argelinos, manteniendo al ejército en continua alarma, con sus amedrentadores alaridos:
… con grita y vocería…
Para seguridad del campamento, Carlos V hizo tomar un monte cercano por su fuerza de choque: los tercios viejos españoles. Todo dependía de poder abastecer adecuadamente el campo, para ultimar el asalto a Argel.
De nuevo el temporal sería el gran y temible protagonista. Con qué angustia lo sentiría Carlos V se echa de ver en su relato. A fin de cuentas, él había impuesto su criterio de acometer la empresa, frente al consejo de sus capitanes, sobre la base de un ingenuo creyente:
… considerando que el tiempo estaba en manos de Dios…
Ahora bien, no eran menos creyentes los musulmanes argelinos, que podían considerar que Dios estaba de su lado contra aquellos invasores.
Y Carlos V anotaría, entristecido:
A la tarde se comenzó a turbar el cielo, y en anocheciendo comenzó a llover con viento de tramontana…, el cual y el agua fue cresciendo de manera que la noche fue para el campo de tierra[1216] muy trabajoso y para las galeras y armada del mar muy tempestuoso y de gran peligro…
¡Qué oportunidad para el enemigo! Tanto más que con tanta agua como caía, los arcabuceros no podían encender las mechas de sus arcabuces y quedaban a merced de las ballestas argelinas, el arma medieval que en esos momentos resultaba terriblemente efectiva:
… los enemigos, viendo lo que se padescía, así en la tierra como en la mar —sigue Carlos V en su relato—, ayudándose desta ocasión, y conosciendo que con la gran agua que sin ninguna intermisión había llovido y llovía, no podían ser ofendidos de nuestra arcabucería, juntándose todos los alarbes que habían en la tierra, saliendo también los turcos y moros que estaban dentro de Argel en gran número, en un mismo tiempo cargaron con gran ímpetu…
¡De forma que los defensores pasaban a ser los ofensores, llevando la iniciativa del combate! A duras penas el ejército imperial aguantó la acometida, mientras la tormenta seguía creciendo, de modo impresionante
cresciendo siempre la tempestad del agua y viento y la groseza de la mar…
Se vio a las naves arrojar toda la carga (artillería, incluso provisiones), en un desesperado intento de mantenerse a flote, las que lo lograron; pero imposibilitadas por completo de apoyar al ejército, y menos de abastecerle:
De las naves de la armada dieron en tierra todos los baxeles pequeños y algunas de las gruesas, y de otras cortaron y derribaron árboles y las obras muertas, y de todos echaron a la mar para poderse sostener de la victualla y provisión, artillería y municiones y carga que en ellas había…
De ese modo, los sitiadores se convirtieron en sitiados, y el hambre hizo su presencia en el ejército imperial. Se vio a los soldados desbandarse, para arrancar del campo los modestos palmitos con los que poder sobrevivir, y matando los pocos caballos que habían podido desembarcar.
En otras palabras: la situación pronto se convirtió en desesperada. Solo amainó transitoriamente el temporal el miércoles, para otra vez encapotarse el tiempo. Y Carlos V tuvo que batirse en retirada, hasta el cabo Matafú, siempre perseguido por las fuerzas argelinas. Convocado un consejo de guerra, la opinión de sus capitanes fue unánime: se imponía abandonar la empresa y reembarcar los restos del ejército, antes de que el desastre fuera mayor y de que el propio César cayera muerto o en manos de tan encarnizados enemigos.
Llegados aquí —termina el Emperador su relato—…, por no aventurar todo lo que por la clemencia de Nuestra Señora ha quedado, se ha resuelto, dexando por agora la empresa para otro tiempo que, con su ayuda, se podrá más convenientemente hacer, embarcar la gente en las naves que han quedado y irnos a España…
Ya no se habla de Dios, en cuyas manos estaba el tiempo. Como en el relato humorístico, Carlos V también habría podido exclamar (si es que su estado de ánimo se lo hubiera permitido) ¡que las intenciones de Dios ya estaban vistas! Curiosamente, su fe le hace acudir a la protección de la Virgen, la amparadora de los desventurados mortales, acaso pensando en Nuestra Señora de Guadalupe a quien tanto invocaban los marinos a la hora de los temibles naufragios, como lo había hecho, sin ir más lejos, el propio Colón.
Lo que resultaba evidente es que para los capitanes del ejército imperial lo que contaba era salvar al Emperador, que pudiera volver sano y salvo a España. Y eso también lo recoge Carlos V.
Abandono, por tanto, de una campaña mal proyectada, y reembarque inmediato. Esa sería la decisión postrera, tomada el 2 de noviembre.
Solo una voz discordante: la de aquel soldado incorporado como uno más, pese a su brillante ejecutoria. Pues Hernán Cortés abogó porque el ejército se tomara un tiempo, para el último intento de asaltar Argel. Pero no fue oído. En definitiva, se habían perdido naves, armas y víveres, pero del ejército los más entre la pura tropa.
Y eso, para la mentalidad de la época, no era poco. El propio Carlos V lo señalaría:
La gente de las galeras y naves se recogió y salvó por la mayor parte, y en los que se perdieron y fueron muertos, no hubo hombre de cuenta…
Ya no quedaba más que pensar en salvar el resto y en el regreso a España. Porque a la tormenta del mar podía temerse que sucediera la de la tierra, la de la ofensiva de todos los enemigos del Emperador que, al verle tan derrotado, quisieran aprovechar la oportunidad para acabar de abatirle por completo:
… irnos a España —es ya el deseo de Carlos V— para proveer en las cosas della, y también por el inconveniente que de detenernos más tiempo aquí se podría seguir en las otras [partes] de nuestro Estado y del bien público de la Christiandad, para hallarnos donde mejor podamos atender a todas[1217].
De esa manera daba cuenta Carlos a su embajador en Venecia de lo que había ocurrido, y con tanta prisa, que la escribiría antes que la mandada a España.
Y ello por una razón: urgía minimizar el desastre ante la opinión pública italiana, y por ello, ante Europa entera.
La empresa de Argel había fracasado pero Carlos V, con lo mejor de su ejército, se había salvado.
Y eso era lo que contaba, como advertencia para quienes pretendiesen arrancar leña del árbol caído. Porque el árbol imperial seguía en pie y bien erguido.
O, al menos esa impresión quería dejar el Emperador, cuando todavía se hallaba en la costa argelina.
En adelante, abandonaría ya sus afanes de cruzada. Dejaría el resto de sus fuerzas para intentar solucionar las cosas de la fe, las cosas del Imperio.
El cruzado daba paso al Emperador de la Universitas Christiana.
El combate por la Europa unida animaría los últimos años de aquel infatigable luchador.
África quedaría atrás, como un problema irresoluble.
Europa, la Europa cristiana, era la que aguardaba al Emperador. Sería la última etapa de su quehacer imperial, antes de buscar el retiro de Yuste.

Parte V
El forcejeo por el norte

Contenido:
1. La cuarta guerra con Francia
2. Guerra en Germania
3. En la cumbre
4. Los últimos años del reinado
5. Adiós al poder
Entre Argel y Bruselas, entre el desastre ante el nido de Barbarroja y la jornada de la abdicación imperial, pasan catorce años en los que muchas cosas van a cambiar. Son los últimos años del reinado de Carlos V y también los últimos años de aquella pobre Reina que sigue viviendo su reclusión y su locura en Tordesillas.
De momento, para Carlos V España se ofrece como su anhelado refugio donde cobijarse, tras del duro revés sufrido en la costa norteafricana que a punto estuvo de costarle la vida. Allí ya no le aguarda su amada esposa Isabel, pero es donde sigue teniendo su hogar, donde viven sus hijos y donde está seguro de los vaivenes de la guerra.
No tiene mucho tiempo. El césar Carlos sabe muy bien que su decisión de investir a su hijo Felipe como duque del Milanesado le ha traído aparejada la renovada enemistad de Francisco I de Francia, su sempiterno rival. Atrás van a quedar las jornadas festivas, alegres, amistosas si se quiere, de su paso por Francia y la guerra apunta de nuevo contra él, contra sus aspiraciones de dirigir una Europa en paz y de disfrutar algo de sosiego.
Aun así, Carlos confía en contar con algún respiro, con un poco de tiempo, con unos meses, acaso con un año.
Un poco de tiempo que necesita para convivir con su hijo. Le hace falta construir ya su alter ego, convertir al Príncipe en el atento heredero que se incorpore desde España a las tareas de gobierno.
Un poco de tiempo para hablar con aquel muchacho de catorce años del que tiene que hacer un hombre cuanto antes.
Un hombre y un Rey, en suma.

Capítulo 1
La cuarta guerra con Francia

§. El regreso a España
En las horas difíciles es cuando se miden los grandes hombres. Y eso fue lo que ocurrió en el desastre de Argel. Ante la imperiosa necesidad de abandonar la empresa, el César se encontró con que, al haber sido destruidas no pocas naves por el tremendo temporal sufrido, era preciso sacrificar muchas cosas, entre ellas cientos de caballos, para poder reembarcar a todos los soldados; medida extrema a la que se resistían los caballeros que habían llevado a sus mejores corceles. Pero Carlos V se mostró inflexible: no podía embarcar ningún caballo hasta que no lo hiciese el último de sus soldados:

antepuso la vida de un hombre y de muchos a la de un caballo, y caballos sin cuento que fueran…[1218]
Para entender bien eso hay que tener en cuenta el valor que tenía entonces el caballo, y que más de un noble llevaba varios, con lo que perderlos de golpe era como desprenderse de una pequeña fortuna, aparte de la especial relación que se opera entre caballero y caballo. Y así es notable lo que el cronista nos añade sobre Carlos V:
Fue muchas veces él mismo de nave en nave a los hacer echar o desjarretar, que por lindos los escondían…[1219]
Más revelador sobre su carácter es el comportamiento que tuvo a la hora de embarcarse; pues como quiera que hubiese arribado Andrea Doria y el César fuese a recibirlo, la tropa entró en sospechas de que al punto les dejaría abandonados a su suerte, y empezó a revolverse. Sintiéndolo Carlos V, les confortó prometiendo que no les abandonaría:
No temáis, amigos —les dijo—, que no me voy. Yo os prometo que el primero que aquí ha de quedar seré yo, y de no salir destos trabajos hasta teneros a todos fuera de ellos[1220].
Y así fueron embarcando según las diversas naciones, primero los italianos, después los alemanes, y por último los españoles. Pero aunque cada grupo llevaba sus rutas precisas, el mal estado de la mar lo alborotó todo. Como recordaría Carlos V en su Memorias aquellas jornadas, que se le habían marcado a fuego:
La tempestad fue tal que cada uno corrió a donde pudo y muchos fueron en dirección por completo opuesta a donde debían ir…[1221]
Las naves que llevan al Emperador avistan por fin las Baleares. La escuadra fondea primero en Palma de Mallorca y después en la hermosa bahía ibicenca de San Antonio. Ya el César está en España, pero todavía ha de navegar para poner pie en Cartagena. Allí se encuentra con un viejo amigo, don Juan Manuel que ha acudido a recibirle. Le consuela y le dice:
Señor, quien no se pone a nada nunca le acaesce nada[1222].
Es ciertamente el consuelo que le puede dar. A fin de cuentas, el desastre pone el contrapunto a la victoria, marca sus riesgos. Ahora podría valorarse en su justa medida lo que había supuesto el combate por Túnez o la cabalgata por Provenza. España había pedido al César que se acometiera la empresa de Argel, y el César lo había hecho, poniendo su propia persona en ello. Y a punto estuvo de ser cogido cautivo o de morir en la acción. Los gastos habían sido muchos, pero los peligros aún mayores. Y si los gastos recaían sobre los modestos pecheros, Carlos V no rehuía su propia participación.
Y acaso, de alguna forma, España valoró más al César, comprendió su tarea, sus afanes, sus sueños. Lo admiró por ello, perdonó las cargas a que sometía a sus vasallos y lo hizo más suyo.
Por ese camino tan extraño, Carlos consumó su hispanización y España logró su sintonía con el Emperador.

§. El César y el Príncipe
Pronto abandonó Carlos V Cartagena. Ansiaba verse con sus hijos, de los que llevaba separado casi dos años, y que tenían entonces su pequeña corte en Ocaña. Fue un encuentro agridulce, porque era la primera vez que a su regreso no estaba allí la Emperatriz para recibirle.
A partir de ese momento Carlos V se plantearía un objetivo: hacerse con el Príncipe, su hijo. Sabía que no tenía mucho tiempo, porque Francia estaba dando demasiados signos de querer aprovechar la oportunidad del desastre imperial ante Argel para reanudar su sempiterna hostilidad.
Poco tiempo. Apenas año y medio. Pero en esos meses, Carlos tendría a su lado al Príncipe. Debía hacer de él su alter ego, aquella alta función que tan bien había desarrollado su esposa Isabel. El Príncipe cumplía quince años en 1542. En esa edad él, Carlos, ya había sido declarado mayor de edad por su abuelo Maximiliano, haciéndose cargo del gobierno de los Países Bajos como conde de Flandes en la plenitud de sus funciones, libre ya de la tutela de su tía Margarita de Austria.
Y de ese modo, teniéndolo a su lado, en aquel ir y venir por Castilla, por Navarra y por Aragón, haciéndole participar de los grandes debates de Estado, de las reuniones de las Cortes de las dos Coronas, de los avatares de la guerra, pronto encendida en la frontera catalana (aunque sea dudoso que le expusiera al riesgo mismo del conflicto bélico), conversando continuamente con él, marcándole normas de gobierno y pautas de conducta, Carlos pudo quedar relativamente tranquilo: en el hijo encontraría al eficaz auxiliar que precisaba, tanto más cuanto que cada vez se iba imponiendo la necesidad de abandonar otra vez España para enfrentarse con la gran ofensiva que contra él preparaba Francisco I de Francia en la frontera de los Países Bajos.
Como es natural, de aquella etapa de convivencia entre padre e hijo apenas si quedan documentos, y mucho menos cartas cruzadas entre ambos, esas cartas que caracterizan el período posterior. Solo algunas referencias indirectas.
Así las que aparecen en sus Instrucciones sobre lo que habían hablado durante su estancia en el alcázar madrileño en los meses de enero y febrero de 1543. Dado que las Instrucciones son del mes de mayo, se trataba de charlas recientes entre padre e hijo, y Carlos V las recordaba perfectamente. La primera vez cuando justifica su partida. Entonces le dice:
he determinado de ejecutarla, como en Madrid os lo dixe y a los de mi Consejo…[1223]
Y más adelante:
Como os dixe en Madrid, no habéis de pensar que el estudio os hará alargar la niñez…
Igualmente, el César había advertido de viva voz al Príncipe sobre los bandos de la Corte:
Ya se os acordará de lo que os dixe de las pasiones, parcialidades y casi bandos que se hacían o están hechos entre mis criados…
De forma que el Emperador ha tomado muy a pecho iniciar a su hijo en el poder. Y lo hace de persona a persona. Solo más adelante, teniendo escrúpulos de haberse dejado algo, es cuando coge la pluma para añadir o subrayar alguna que otra cuestión, como hemos de ver, y así lo declara entonces:
En lo que me queda que acordaros de lo que os dixe en Madrid…[1224]
§. Preparando la regencia de Felipe II
Carlos V creyó oportuno dejar bien asentadas las cosas del Príncipe, y no solo preparándole para la regencia de España, sino para que se convirtiera en su sucesor, en caso de que el curso de la nueva guerra con Francia le fuera tan contrario que le fuese en ello la vida.
A ese respecto, los temores del César eran grandes. Impresiona el cuadro que presenta a su hijo:
Me meto y hago este viaje, el cual es el más peligroso para mi honra y reputación…
El César va a una guerra de incierto resultado, en la que se jugaba su prestigio frente a Francisco I, su inevitable rival. Pero no solo el prestigio andaba en juego. Después del desastre de Argel cualquier cosa se podía temer. El peligro también alcanzaba a la persona y, por supuesto, a la bolsa:
para mi vida y hacienda…[1225]
Por ello, Carlos considera que su hijo debe entrar de lleno en la vida, como gobernante y como hombre. Dios le había hecho para cumplir los altos deberes, y así se lo advierte:
no embargante que vuestra edad es poca para tan gran cargo…
Él mismo, Carlos V, no era mayor cuando se había hecho cargo del gobierno de los Países Bajos.
Por otra parte, considera que es muy conveniente reanudar la alianza matrimonial con Portugal. Ello le depararía una sustanciosa ayuda, con la dote que llevara la Princesa portuguesa, pero además aseguraba la frontera occidental de la Monarquía Católica y mantenía así aquel status que tan beneficioso se había mostrado mientras había vivido la emperatriz Isabel.
Por lo tanto, una boda en perspectiva. ¿No tenían Juan III de Portugal y Catalina de Austria una hija que andaba por los 16 años? ¿Se iba a perder tal oportunidad? Esa era una edad perfecta para el cambio de estado en la mujer, según todas las consideraciones de la época; baste recordar los mismos personajes literarios, paradigmáticos de la vida amorosa, desde nuestra Melibea de Fernando de Rojas hasta la Julieta de Shakespeare.
Fernando de Rojas nos señalará el porqué de aquellos matrimonios tan tempranos. Como no podía ser de otro modo, la cuestión de la honra andaba por el medio. Así oímos razonar al padre de Melibea, sobre el matrimonio de su hija:
Pleberio:
No hay cosa con que mejor se conserve la limpia fama en las vírgenes que con temprano casamiento…[1226]
Un siglo más tarde, la madre de Julieta, al recordar que su hija estaba a punto de cumplir los catorce años, comentará:
Ladi Capuleto:
Bien: tiempo es ya de pensar en el matrimonio. Otras más jóvenes que vos hay aquí, en Verona, damas de gran estimación, que ya son madres. Si no recuerdo mal, yo misma antes de esa edad en que vos sois todavía una doncella…[1227]
Aparte de la evidente exageración de la madre de Julieta, pues nadie podía ser madre mucho antes de la edad de aquella doncella de los Capuletos, que aún no había cumplido los catorce años, nos encontramos con muchos otros testimonios coincidentes en presentarnos a muchas casaderas en torno a esa edad, tanto en casos históricos como literarios; tal ocurriría con Cristina de Dinamarca, casada con el duque Francesco Sforza de Milán, y de esa manera nos describe Cervantes a Isabela, su personaje femenino de La española inglesa, cuando habla de su próxima boda con Roberto:
A esta razón tenía Isabela catorce [años]…[1228]
Por lo tanto, los 16 años cumplidos de María Manuela ya permitían pensar en aquel matrimonio. Era la Princesa de Portugal, la hija de Catalina, aquella hermana tan unida a Carlos V, lo cual venía a ser un factor más de seguridad, de que tal enlace contribuiría de forma eficaz al asentamiento de la alianza entre los dos pueblos y entre las dos Monarquías, como lo había sido diecisiete años antes el del propio Carlos V con la emperatriz Isabel.
Solo que había un inconveniente, y no pequeño: el extremo parentesco entre ambos novios, que eran primos hermanos en doble grado, y descendientes ambos de Juana la Loca, de la que los dos eran nietos; grave circunstancia que tendría funestos resultados[1229]. Qué pudo cegar al Emperador para montar una boda tan peligrosa no es fácil de explicar. Evidentemente se dieron también motivos económicos, pues se esperaba que la dote de María Manuela de Portugal no fuera pequeña, aunque no llegara, ni con mucho, a la que había llevado en su día la emperatriz Isabel; pero bien sabido es que para la precaria hacienda imperial, cualquier ayuda económica era bien recibida. Aun así, el Emperador no podía ignorar el peligro de enlaces matrimoniales entre primos hermanos, que requerían permiso especial de la Iglesia para poder consumarse.
En todo caso, Carlos V prefiere dejar a su hijo casado, como para cumplir su paso de muchachuelo a la plena virilidad. Tenía necesidad de un hombre que le sustituyera y espera conseguirlo de ese modo.
En las Instrucciones íntimas que le deja, se lo diría muy claro:
Habéis de pensar —le advierte— que os hacéis hombre y con casaros tan pronto y dexaros yo en el gobierno que os dexo, anticipáis mucho el tiempo de serlo, antes que por ventura vuestra corpulencia y edad lo requieren…[1230]
§. El último gobierno directo de Carlos V en España
Durante año y medio aproximadamente, entre diciembre de 1541 y mayo de 1543, tendría lugar el último gobierno de Carlos V, de una forma directa, en España. Es la breve etapa que va desde su desembarco en Cartagena, el 1 de diciembre de 1541, tras el desastre de Argel, y su reembarque en Palamós a principios de mayo de 1543.
En ese tiempo Carlos V, cada vez más convencido de que se le avecina un nuevo conflicto con Francisco I, tratará de poner en orden de defensa la frontera pirenaica, desde las Vascongadas hasta Cataluña, pasando por Navarra, conectará con sus vasallos a través de las respectivas Cortes de Castilla y de Aragón y dejará un buen equipo de gobierno al lado de su hijo, para asegurar debidamente su entrada de lleno en el gobierno de la Monarquía hispana.
De hecho, su primer contacto con España había sido en Palma de Mallorca, donde desembarcaba el 26 de noviembre para un breve descanso. Pero urgiéndole la pronta llegada a la Corona de Castilla, a fin de convocar Cortes, apenas si pararía en Palma de Mallorca. El 27 de noviembre estaría otra vez en el mar, tocaría en la hermosísima bahía ibicenca de San Antonio Abad (el Portus Magnus de los antiguos), para costear después las costas alicantinas y desembarcar en Cartagena, como dijimos, el 1 de diciembre de 1541[1231]. Y sin darse punto de reposo entraría en la meseta por Murcia y Albacete, para alcanzar Ocaña el 18 de diciembre.
Allí le esperaban sus hijos, el Príncipe acompañado del cardenal Tavera, y a las puertas de la Villa, las infantas María y Juana. Un testigo del cortejo flamenco del César comentaría:
Ne says qui avoit plus grande joye de se veoir l’ung l’aultre, ou le père ou les enfants[1232]
Para entonces, ya Carlos V tenía convocadas las Cortes de Castilla en Valladolid, donde llegaría el 26 de enero de 1542.
Pero no sin antes acudir a visitar a su madre, doña Juana, en Tordesillas, pasando con ella cuatro días, del 23 al 26 de enero. Por lo tanto, no sería una visita fugaz, dadas las prisas con que ya se movía el Emperador.
Y eso hay que tenerlo en cuenta, para comprender su personalidad. Carlos V intuye que acaso sea la última vez que pueda ver a la pobre Reina cautiva, y le dedica esas jornadas, haciendo un hueco en su apretado calendario político[1233].
Y es que el Emperador estaba entrando en esa fase tan peculiar de la vida en la que empezaba a despedirse de lugares y de seres queridos a los que probablemente ya no volvería a ver. Y él lo sabía.

§. Cortes en Valladolid
Algo similar le ocurriría con las Cortes castellanas. Sería la última vez que Carlos se presentaría personalmente ante ellas. Presididas por Tavera, asistido por Cobos, se reunirían, según la costumbre, en la iglesia vallisoletana de San Pablo. En el discurso de la Corona se justificaría el buen quehacer imperial y su afanoso trajín por media Europa, sin olvidar la referencia a las aciagas jornadas de Argel: el viaje atravesando Francia, como huésped de su Rey, el apaciguamiento de Gante, los intentos negociadores con los luteranos, en la Dieta imperial de Ratisbona, la entrevista en Lucca con Paulo III, cuando ya preparaba la jornada de Argel. Eso le permitió justificar el retraso que llevaba:
aunque este abocamiento con Su Santidad causó alguna dilación en la embarcación de S. M…[1234]
Curiosamente, también se justificaría la empresa argelina por las noticias que se tenían de estar mal defendida, con Barbarroja fuera, pues se hallaba en Constantinopla. También se aludía a la solidaridad de los Reinos italianos sujetos a la Monarquía Católica, preferentemente a Nápoles y Sicilia, cuya aportación económica había sido tan sustanciosa que había permitido el montaje de la empresa:
una gran suma de dinero, con los cuales sirvieron los dichos Reinos de Nápoles y Sicilia…[1235]
Empresa desventurada
por tempestad y fortuna de la mar…
De ese modo el César se había visto forzado a suspenderla, para refugiarse en España
con la dificultad y trabajos que son notorios…[1236]
Después de lo cual, el discurso de la Corona se centraría en las amenazas que se cernían sobre Castilla, tanto por parte de Francia como del Turco, y la necesidad de que las Cortes votasen los oportunos recursos, como así lo harían, concediendo 300 millones de maravedíes, amén de los servicios extraordinarios, por valor de otros 150 millones de maravedíes[1237].

§. Hacia la guerra
Por lo tanto, un planteamiento de la situación internacional, que iba degradándose de día en día. ¿Qué lo había provocado?
Pues a principios de 1540, después de la triunfal acogida dispensada por Francia a Carlos V, la Europa cristiana podía confiar en que la tregua de las armas acabaría concretándose en una estrecha alianza de los dos antiguos rivales, que pusiera las bases de una paz estable para toda la Cristiandad.
Había pasado la etapa del ímpetu de los años juveniles, y la madurez de ambos monarcas permitía esperar una mayor prudencia en sus decisiones. Aquel terco obstinarse en guerras, que parecían muchas veces inspiradas por razones de prestigio, pero que las mentes más serenas denominaban guerras civiles, pedía un fin. Partidarios de la paz lo eran tanto el poderoso Montmorency en Francia como Granvela en el Consejo del Emperador, y la opinión pública en ambos países estaba cansada del continuo batallar[1238].
Sin embargo, todas las esperanzas resultaron fallidas.
¿Por qué? ¿Dónde radicaba el fallo? ¿Qué era lo que hacía tan irreductibles las posturas de los dos adversarios? Hoy podemos decirlo: Milán.
En efecto, diríase que en el dominio del Milanesado se cifraba la hegemonía sobre Europa. Habiendo fallado sus intentos de conquista, creyó Francisco I en la oportunidad de seguir la vía de las negociaciones. Y aunque durante la estancia de Carlos V en Francia parece ser que solo se habló de una posible boda del Emperador con la princesa Margarita de Francia, sin embargo, tras todos los gestos de amistad y de cortesía del soberano francés se ve apuntar claramente la misma petición: Milán. Cómo soslayar esa petición sin romper la tregua, antes caminando más firmemente hacia la paz, fue la gran cuestión, el gran problema diplomático que tuvo ante sí el Emperador desde el momento mismo en que se puso en camino hacia los Países Bajos. Entonces solo pensaba llegar a un sacrificio relativo respecto a Milán, con tal de contentar a Francia: y era dejarlo en terceras manos, cediéndolo bien al hijo segundo de su hermano Fernando, bien al infante don Luis de Portugal, siempre que el elegido casase con la princesa Margarita de Francia[1239].
Fue después de la rebelión de Gante cuando Carlos V llegó a la conclusión de que era muy difícil mantener sosegados los Países Bajos sin que los gobernara in situ su propio soberano. Y teniendo presente el deseo de la Emperatriz de dejarlos en dote para la infanta María, llega a una conclusión: que Francia se olvide del Milanesado, a cambio de casar al duque de Orleans —segundo hijo de Francisco I— con su hija María, la que tendría como dote no solo los Países Bajos sino también el Franco-Condado e incluso la región de Charolais.
En consecuencia, su embajador en Francia, Francisco Bonvalot, señor de Saint-Vincent, recibe detalladas instrucciones para proponer la paz a Francisco I sobre la base de aquella alianza matrimonial. La oferta se intentaba hacer más deseable mostrando las posibilidades de que el duque de Orleans y María podrían redondear sus Estados con la adquisición del ducado de Güeldres y del condado de Zutphen, con lo que podrían elevar el Estado al título de Reino, que sería uno de los mejores de la Cristiandad. Consumándose el matrimonio, la pareja podría vivir en los Países Bajos, a fin de hacerse con el país, gobernándolo bajo la dirección de Carlos V, «avec bon conseil», y supliendo al Emperador en su ausencia. De ese modo, haciéndose con el país, podrían convertirse en sus soberanos a la muerte de Carlos V.
Pero Francisco I no creyó en la sinceridad de Carlos V, ni tampoco le seducía su propuesta. ¿Podía creerse que el Emperador fuera capaz de ceder las tierras que le habían visto nacer? Por otra parte, lo que siempre había deseado Francisco I, por lo que había combatido desde principios de su reinado había sido Milán. Jamás olvidaría su campaña de 1515, que le había dado su posesión, tras la brillante victoria de Marignano. En cambio, lo que se le ofrecía era un futuro incierto sobre los Países Bajos, a favor de su hijo segundo, quien por el momento había de convertirse en un ministro imperial. De ese modo, Bonvalot no pudo prosperar en su negociación y hubo de notificar a Carlos V que Francisco I rechazaba su propuesta[1240]
Todo ello con asombro de Carlos V, quien creía que había hecho un gran esfuerzo en pro de la paz, lo que nos prueba cuán lejos se hallaban aquellos dos soberanos de llegar a un entendimiento. En sus Memorias —ya lo hemos visto— se sorprende por la negativa francesa.
Y conforme a la intención que llevaba y deseos que siempre tuvo de ver concluida una buena paz, en cuanto que llegó a los dichos Estados [de los Países Bajos] —nos dice—, mandó cartas al rey de Francia, ofreciéndole tan grandes partidos que se maravilló de que no fueran aceptados por él y de que no se siguiese la paz deseada[1241].
Y en parecidos términos se expresa posteriormente, en el discurso de la Corona de las Cortes de 1542, donde se dice que había ofrecido al francés, por beneficio de la Cristiandad y de sus reinos y súbditos,
tan grandes y aventajados partidos, que con razón y honestidad no los debiera rehusar…[1242] Ahora bien, el fracaso del proyecto de Carlos V abría una inquietante interrogante. Ya el cardenal Farnesio pudo escuchar de labios de Francisco I que no podía renunciar a sus antiguos aliados —los turcos y los protestantes— sin saber lo que le deparaba el futuro frente al Emperador. La tregua había dejado de ser un paso para la paz, convirtiéndose en una simple espera para reanudar la lucha en cualquier momento. En octubre de 1540, Carlos V, desengañado de poder conseguir la paz, se decide a ceder Milán a su hijo Felipe, y para compensar la falta de concordia con Francia, piensa en estrechar los lazos con su hermano. En vez de la boda de la infanta María con el duque de Orleans, desposarla con un hijo del rey de Romanos[1243]. A su vez Francisco I, viendo fracasar sus aspiraciones, se consideró burlado por Carlos V. Entendió que el César procedía de mala fe y que su deseo era entretenerle con vagas proposiciones, dilatando una solución tal como apetecía Francia. En consecuencia, decidió renovar su ya tradicional política de alianza con turcos y protestantes; política nunca olvidada, todo lo más soterrada, aun en los días de mayor euforia en las relaciones con Carlos V.
A ese fin se encaminaron los esfuerzos diplomáticos de un español al servicio de Francia, Antonio Rincón, a quien vemos en Constantinopla en el otoño de 1540. Ya para entonces había conseguido Francisco I que, gracias a su mediación, Venecia renovara su tradicional paz con el Turco. En cuanto a Rincón, despachado por Solimán a fines de 1540, hizo su viaje de regreso a Francia por Venecia y Suiza, esquivando el Milanesado. Después de largas entrevistas con Francisco I, tomó de nuevo el camino de Turquía acompañado de otro aventurero, el italiano César Fregoso. Pero esta vez, en lugar de bordear por el norte a Milán, como le aconsejaba el gobernador francés del Piamonte, Du Bellay, se decidió a seguir la ruta más corta, la vía fluvial del Po. En vano Du Bellay le advirtió de que, según sus informes, el marqués del Vasto, gobernador de Milán, tenía tomados los pasos y ejercía una estrecha vigilancia para apoderarse de ellos. Después se perdió su pista. Tardó en saberse que habían muerto cerca de Casal de Monferrato. Era el verano de 1541. Aunque la guerra entre Francia y España tardó aún casi un año en estallar, Francisco I tenía ya el pretexto[1244]. Bastaba solo la oportunidad para que la guerra fuese un hecho. Oportunidad que se la daría el desastre imperial ante Argel.

§. Visita a Navarra y Cortes de Monzón
Acabadas las Cortes de Castilla, partió Carlos V para el Reino de Aragón, acompañado de su hijo Felipe, que debía ser jurado como heredero de aquella Corona. Iban con Carlos V, además del príncipe Felipe, su hijo, el ayo, don Juan de Zúñiga, Cobos y el duque de Alba.
Queriendo dar orden en la fortificación de Pamplona, antes de tener las Cortes de Aragón, visitó Carlos el Reino de Navarra. De Pamplona pasó a Monzón, donde entraba el 22 de junio. Reunidas las Cortes en el habitual sitio, la iglesia de Santa María, leyó el protonotario del Reino, Climent, el discurso real, en el que, de forma aún más extensa y detallada que en el de las Cortes castellanas, se referían a los procuradores aragoneses los principales sucesos acaecidos, la labor realizada por el Emperador en defensa de la Cristiandad y de España, con sus muchas necesidades y la urgencia de ser pronto atendido[1245]. Sin embargo, pese a su impaciencia, hubo de permanecer Carlos V en Monzón todo el verano de 1542, hasta conseguir al fin el servicio acostumbrado de aquellas Cortes generales de Aragón, Cataluña y Valencia, que ascendería a la cifra de 66 cuentos. Al tiempo, aquellos procuradores procedieron al juramento de fidelidad al príncipe Felipe. El viaje de Carlos V, que sigue a continuación por toda la Corona de Aragón, acompañado de su hijo Felipe, formaría parte de su programa preparatorio para la lucha que se avecinaba. Por un lado obtiene de aquellas Cortes los subsidios que le son precisos, mientras por otro pone las bases de su nueva partida. El príncipe Felipe, reconocido y jurado por la ciudad de Zaragoza, acompaña a su padre para serlo igualmente por las de Barcelona y Valencia. Después de lo cual, Carlos V regresa a Castilla.
El tiempo se le echaba encima, tanto más cuanto que Francisco I ya le había declarado la guerra.
Sería la cuarta y última de aquellas guerras entre los dos rivales, que tanto afligirían a sus pueblos.

§. Se desata la guerra
En efecto, el 12 de julio de 1542 lanzaba Francisco I desde Ligny su «grito» o proclama de guerra contra el Emperador: Carlos V era culpable, tanto por no restituir al francés lo que era suyo —alusión clara al ducado de Milán— como por no haber castigado el asesinato de los embajadores Rincón y Fregoso, del que sus ministros no parecían libres de sospecha. En consecuencia, era preciso que el monarca francés vengase aquellas ofensas con la guerra; una guerra total, en la que se daba carta blanca a los franceses para que luchasen por tierra y mar, por todos los medios a su alcance, contra todos los súbditos del Emperador, con una sola excepción: el Imperio. No se respetaba, por lo tanto, la tradicional neutralidad en el terreno comercial, pero se trataba de asegurar a los Príncipes alemanes, para no lanzarlos en brazos del Emperador. La lectura del bando de guerra francés muestra como un odio largo tiempo contenido, al que se le da rienda suelta, como un furor insano del que se veía siempre vencido o burlado por su rival. La réplica de Carlos V, que nos transmite Alonso de Santa Cruz, es más serena, como aquel que solo tiene que justificar su defensa en una guerra que le venía impuesta. Se renovaba una vez más la hostilidad francesa, mostrándose vana la esperanza de una amistad duradera. Dados los caracteres de guerra total con que amenazaba Francisco I, advertía Carlos V a sus súbditos que se abstuviesen de todo trato comercial con Francia, al tiempo que ordenaba el secuestro de los bienes de los franceses que viviesen en sus Estados[1246].
Generalizado el conflicto, solo el papa Paulo III iba a librar una verdadera batalla en pro de la paz. Precisamente se había decidido Paulo III a la convocatoria del tan suspirado Concilio de la Iglesia, fijando su sede en la ciudad de Trento y su fecha para el 1 de noviembre. La guerra suponía un daño irreparable para la Cristiandad, obligando además al aplazamiento del Concilio. Para evitar la ruptura, envió Paulo III a las Cortes de los dos soberanos, a su camarero Juan Ricci; y más tarde, no rindiéndose a la evidencia de los hechos, a los cardenales Sadoletto y Da Silva, como legados pontificios para la paz. Todo fue inútil. Francisco I rechazó, en primer lugar, a Trento como sede del Concilio, y al mismo Concilio, por entender que su celebración beneficiaría la posición de su enemigo, al contribuir a pacificar Alemania. En cuanto a Carlos V, se consideró sumamente agraviado por el hecho de que en la convocatoria pontificia del Concilio se le pusiese en términos de paridad con Francisco I; él, que tantas veces había arriesgado su vida y gastado su hacienda por defender a la Cristiandad contra los ataques del Turco, tratado igual que quien no dudaba en aliarse abiertamente con aquel enemigo, e incluso a incitarle al ataque de la Europa cristiana[1247].
Los franceses desencadenaron la guerra con una triple ofensiva sobre Flandes, el ducado de Milán y Cataluña. Pero fue en este frente donde volcaron sus mayores esfuerzos, presentándose el Delfín Enrique sobre Perpiñán, verdadero portillo del territorio catalán, secundado por el mariscal D’Annebaut, y al frente de un fuerte ejército de 40.000 infantes y 4.000 caballos. Pero ya el duque de Alba había procedido, por encargo y orden expresa del Emperador, a una celosa investigación del estado defensivo de la plaza, haciendo reparar sus muros, completando sus líneas de defensa y acumulando víveres, municiones y soldados en cantidad suficiente como para hacer frente a un largo asedio. Aquello venía a ser como la réplica a la campaña de Provenza de 1536. Ahora se cambiaban los papeles, y frente a la ofensiva francesa y a sus afanes de batalla campal, en la que parecía confiar Francisco I, atento desde Narbona a los movimientos de Carlos V, el ejército imperial se limitará a una acción estrictamente defensiva, con tan buenos resultados como los conseguidos por Montmorency en la anterior protección de la línea del Ródano y en la defensa de Aviñón. El ejército del Delfín, después de cuarenta días de asedio, levantó el campo sin atreverse a un asalto frontal del sólido sistema defensivo organizado por el duque de Alba.
Se temió que Francia intentase un golpe de mano sobre Fuenterrabía o una invasión de Navarra, cuyas defensas quedaron a cargo del Condestable de Castilla, quien puso su cuartel general en Vitoria. En aquella ocasión se pudo comprobar que ya Navarra, pese a que no hacía sino treinta años de su incorporación a la Monarquía Católica, ya estaba plenamente integrada en su seno:
el reino de Navarra —nos refiere el cronista Sandoval— se mostró tan leal, que los que quedaban en sus casas sustentaban a los que iban a la guerra, dando a cada soldado dos ducados cada mes…[1248]
Para aquella nueva guerra con Francia, que Francisco I le hacía con tanta crudeza, Carlos V pidió el apoyo a toda España. A la nobleza, que pagase cierto número de soldados, en proporción a sus posibilidades, si bien en concepto de adelanto, por lo alcanzada que se hallaba la Hacienda real. El mismo esfuerzo se pidió a los prelados y a las ciudades. Los nobles fueron requeridos, además, para acudir personalmente donde se hallase el Emperador, como lo refleja esta carta de Carlos V al conde de Feria:
os ruego y encargo —le pide el Emperador— que estéis apercibido y a punto de guerra, para venir en persona a donde quiera que yo estuviere, cuando os tornare a escribir, porque demás de cumplir lo que debéis y sois obligado a defensión del reino, en esto me tendré de vos por muy servido[1249].
En el Milanesado los franceses trataron de sorprender el dispositivo de defensa del gobernador de Milán, marqués del Vasto. Consiguieron la conquista de la plaza de Cherasco, pero a eso se redujeron sus avances.
Fue en Flandes donde la guerra se encendió con más fuerza. El duque de Orleans logró ocupar el Luxemburgo, tomando su capital. El duque de Clèves, como aliado de Francia, reclutó un ejército de 12.000 hombres que, a las órdenes del capitán Martín van Rossen, asoló los Países Bajos meridionales, si bien fracasando en su intento de ocupar Amberes y Lovaina. Puso en grave aprieto al príncipe de Orange, que tuvo que refugiarse tras los muros de Amberes, pero se vio rechazado por los estudiantes de la Universidad de Lovaina, cuyo ardor suplió a las pobres defensas de aquella ciudad. Todo ello produciendo tales estragos en el país que llevarían después a una política de compensaciones económicas por el gobierno imperial, al menos a favor de los personajes más importantes[1250].

§. Carlos V abandona España
Fuerte en sus posiciones meridionales, tanto de España como de Italia, de la frontera pirenaica como del Milanesado, Carlos V comprobó lo que siempre había temido: que sus tierras natales, los Países Bajos, sí que eran sumamente vulnerables ante un vigoroso ataque francés.
Por lo tanto, urgía ponerse en camino, dejando España en manos de su hijo, bien asistido, eso sí, por sus mejores ministros: Tavera —ya para entonces Inquisidor General—, como primera figura y como príncipe de la Iglesia por su capelo cardenalicio, Francisco de los Cobos, el hombre indispensable para todo lo referente a la Hacienda, el fiel Zúñiga, como consejero inmediato del Príncipe para la vida cotidiana de la Corte, y el duque de Alba, como la primera espada de la Monarquía, al que se ponía al frente del ejército, para organizar la defensa ante el ataque que se avecinaba. Ya en la campaña de Cataluña, en torno a Perpiñán, el Duque había dado muestras de su talento militar, en unas acciones en las que se pudo rechazar a los franceses, y en las que, pese a su cercanía, no intervendría Carlos V, como si quisiera así seguir el ruego de las Cortes castellanas: que dejara la aventura de la guerra para sus capitanes[1251].
Tampoco parece probable que permitiera el César que lo hiciera su hijo, el joven Príncipe, lo que hubiera sido un riesgo innecesario y casi temerario[1252].
Carlos V saldría de Madrid, en ruta para Bruselas, el 1 de marzo de 1543. Hasta Alcalá de Henares, en su primera etapa, sería acompañado del Príncipe y de las Infantas[1253]. Siguiendo la ruta aragonesa (Guadalajara, Sigüenza, Medinaceli, Calatayud, La Almunia), a mediados de mes entraba en Zaragoza, donde se detendría cinco días. Después, por sus etapas —Fraga, Lérida— llegaría al santuario de Montserrat, donde pernoctaría ante la imagen venerada.
Con la solemnidad de siempre, Carlos V entraría en Barcelona el 10 de abril, siendo recibido por los concellers y los diputados. Durante veinte días, mientras se aprestaba la armada, el César reposaría en la ciudad condal. Era también la última vez que tal haría. El 30, con vientos favorables, embarca rumbo a Génova.
De pronto, un cambio del tiempo obliga al Emperador a buscar refugio en la pequeña cala de Palamós. Durante unos días ha de permanecer ocioso, esperando a que mudaran los vientos.
Y en esa espera coge la pluma y escribe a su hijo, el Príncipe, unas instrucciones íntimas que constituyen uno de los mejores y más reveladores documentos que nos confirman sobre la carga ética que Carlos V ponía en todas sus acciones.
Es un momento tristísimo. El Emperador se ve como cercado. Desde los Países Bajos, su hermana María le llama angustiada: las tropas francesas y de sus aliados han devastado medio Brabante, la propia Lovaina ha estado a punto de caer, salvándose in extremis por la defensa vigorosa de los estudiantes.
No eran mejores las perspectivas en el Mediterráneo, donde funciona con penosa eficacia la alianza franco-turca, y donde los venecianos —gracias precisamente a la intervención francesa— han hecho las paces con el Sultán. Y en esa situación, las posibilidades de Carlos V de superar tamañas pruebas se tornan más difíciles porque no hay dinero para nada; no lo tiene el César, endeudado hasta las cejas, y no lo tiene Castilla, empobrecida tras tantos años de guerras.
Y eso lo sabe Carlos V. De forma que ve que, a fin de cuentas, todo le ha salido mal y que podría ser que su hijo viniese a heredar menos dominios y estos sin recursos algunos.
Es eso lo que aflige su corazón. A la salida de Barcelona ha firmado las instrucciones generales para el buen gobierno del Príncipe al frente de la Monarquía, durante su ausencia; pero los días que está inactivo en Palamós no hace más que pensar en qué lamentable situación quedaba todo.
Es cuando coge la pluma y se desahoga con el Príncipe, para justificar su salida de España:
Hijo, pues ya mi partida destos Reinos se va allegando y cada día veo cuán forzosa es…
Todo parecía perdido. Con qué tristeza escribe —o dicta— el César las siguientes palabras no es para dicho:
que sólo este remedio tengo para probar que tal le podré dar en los cargos que Dios me ha dado…
Esto es, a una máxima autoridad, a los mayores títulos y dignidades —conde de Flandes, rey de la Monarquía Católica, emperador de la Cristiandad— se correspondía también una mayor responsabilidad. ¿Y qué había ocurrido? ¿Cuál era la situación? Ruina y quebranto:
pues tanto contra mi voluntad y forzosamente he empeñado y empobrecido la hacienda que os tengo de dexar, que por mi culpa y por dexar de hacer lo que debía y podía[1254], no os dexase menos herencia que de mis padres heredé…
Es un documento que rezuma tristeza. Y que nos vuelve a confirmar que lo escrito no es sino un remachar lo ya tratado de viva voz. Y así añade el César:
he determinado de executarla[1255], como en Madrid os lo dixe y a los de mi Consejo…[1256]
A continuación Carlos V particularizará a su hijo cómo debía comportarse en sus nuevas tareas de regente del Reino. Religión y Justicia debían ser sus nortes. Se advertirá contra la herejía, recomendándole que favoreciese «la Santa Inquisición» y le exhortará a ser «muy justiciero», si bien templando la Justicia con la misericordia:
mezclad estas dos virtudes, de suerte que la una no borre la otra, pues de cualquiera dellas de que se usase demasiadamente, sería hacerla vicio y no virtud.
Teme a los arrebatos de su hijo, a su afán de rodearse de «locos» (esto es, de bufones) y a su despego hacia los estudios. Así le encomienda:
Guardaos de ser furioso y con la furia no executéis nada…
Y más adelante:
No haréis tanto caso de locos como mostráis tener condición a ello, ni permitiréis que vayan a vos tantos como iban…
Y en cuanto a los estudios, Carlos V muestra su pesar por lo poco que había logrado su maestro Silíceo:
En el Obispo de Cartagena conocéisle y todos lo conocemos por muy buen hombre…
Sí, muy buen hombre, pero mal maestro:
Cierto que no ha sido ni es el que más os conviene para vuestro estudio. Ha deseado contentaros demasiadamente…[1257]
Se nota al César preocupado. Su hijo, apenas un muchacho, iba a desposarse. ¿No había allí otro peligro escondido? ¿Y si se le desataba la furia carnal? Al punto le viene el recuerdo de lo que, según la tradición familiar, le había pasado a su tío, el príncipe don Juan, y se lo dice abiertamente: ¡cuidado con la vida amorosa! Qué desgracia, si por esa vía lo fuera a perder:
Y es, hijo, que por cuanto vos sois de poca y tierna edad y no tengo otro hijo si vos no, ni quiero haber otros, conviene mucho que os guardéis y que no os esforcéis a estos principios[1258], de manera que recibiésedes daño en vuestra persona, porque demás que eso suele ser dañoso, así para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas, muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos y quita la vida, como lo hizo al Príncipe don Joan, por donde vine a heredar estos Reinos…[1259]
El César deja junto a su hijo los mejores ministros con que contaba, llevando solo en su compañía a Nicolás Perrenot de Granvela, como insustituible consejero en política exterior. Con el Príncipe quedan los otros grandes ministros: Tavera, Cobos, Zúñiga, Alba… ¿Es suficiente para que Carlos V quede tranquilo? ¡En absoluto! De pronto, al Emperador le entra una inquietud. ¿No acabará siendo el Príncipe juguete de unos políticos, siempre ambiciosos, siempre deseosos de más y más poder? ¡Habrá que abrirle, pues, los ojos! Que sepa con quién se juega los cuartos.
Y de ese modo le añadirá unas instrucciones íntimas y confidenciales, en las que le pone de manifiesto los defectos y las ambiciones de aquellos personajes. No debía fiarse ni siquiera del cardenal Tavera, aunque entrase «con humildad y santidad». Del duque de Alba y de Cobos incluso le advierte que podían intentar ganarle la voluntad por el sexo:
y aunque sea por vía de mujeres —le dirá del Duque— creo que no lo dexará de tentar
Y de Cobos:
como ha sido amigo de mujeres, si viese voluntad en vos de andar con ellas, por ventura antes ayudaría que estorbaría…[1260]
Ahora bien, si conocedor de las debilidades de sus ministros, Carlos V no olvidaba sus buenas cualidades, para cumplir con eficacia sus tareas ni olvida su lealtad. De ahí que les dé siempre su apoyo.
Esa sería una constante en Carlos V: sus principales consejeros, los hombres del Emperador, siempre cuentan con la confianza del César y jamás le traicionan. Desde Chièvres hasta Granvela (padre) y Cobos, pasando por Gattinara, todos siguen en su puesto hasta que les llega la muerte[1261].
En todo caso, documentos que nos prueban el grado de confusión e incertidumbre con que Carlos V dejaba España, para afrontar aquella cuarta guerra con Francisco I de Francia.
Aquella alma de soldado ya estaba cansada de tanto pelear. Era como si no supiera bien por lo que debía hacerlo. Y así termina diciendo al Príncipe:
Bien sé, hijo, que muchas otras cosas os podría y debería decir…; las que debería están tan oscuras y dudosas que no sé cómo decirlas ni qué os debo aconsejar…[1262]
Con ese ánimo tan turbado dejaba Carlos V España.
Ante él tenía una campaña incierta, en la que temía arriesgar, no solo la vida, sino también la honra, como hubiera sido que su gran enemigo le arrebatase los Países Bajos, la preciada herencia de su padre y las tierras que le habían visto nacer.
Esa inseguridad de Carlos V responde a una duda personal, una duda sobre su propia conducta. Dado que había puesto la empresa de Argel en manos de Dios, su fracaso le venía a indicar que algo iba mal, que algo se había hecho contra los designios divinos, y que eso era lo que había traído como resultado la cólera del Señor. ¿Qué podía ser? Pronto salió de dudas: el comportamiento de la Corona en el trato de los conquistadores con los indios. ¿Acaso no protestaban los profesores del Estudio salmantino contra los excesos de «los peruleros»?
Son hechos conocidos que responden a una dinámica del poder. En un principio Carlos V llevó muy mal la intervención reiterada del padre Vitoria, quien tanto en público como en privado no cesaba de denunciar los abusos de los conquistadores, en especial los del Perú (los peruleros, en términos del tiempo). El inicuo apresamiento de Atahualpa y su más inicua ejecución provocó la repulsa de las mentes honradas y la Universidad salmantina actuó entonces conforme a su deber, levantando su voz de protesta. En 1534 escribía Vitoria en contra de la conquista del Perú y, sobre todo, rechazando la forma en que se estaba realizando. Después de largos razonamientos contra la guerra que allí se hacía, terminaba con esta enérgica condena:
Si yo desease mucho el arzobispado de Toledo, que está vaco, y me lo hobiesen de dar porque yo firmase o afirmase la inocencia destos peruleros, sin duda no lo osara hacer.
Y, para que no cupiese duda alguna de sus sentimientos, terminaba:
Antes se me seque la lengua y las manos que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad…[1263]
Se trata de una carta escrita por el dominico al padre Miguel Arcos desde Salamanca el 8 de noviembre de 1534, publicada por el benemérito estudioso Vicente Beltrán de Heredia; por lo tanto, a poco de los sucesos que terminaron con la muerte de Atahualpa. Firme en sus ideas, Vitoria acabaría dictando el célebre curso de 1539 sobre la conquista —su famosa relectio De Indis, que con tanta razón se viene considerando como el principio del moderno derecho de gentes—, donde todo parecía ponerse en entredicho, empezando por los títulos del Emperador como señor del Orbe. No puedo entrar, ni siquiera someramente, sobre un tema que nos llevaría no ya unas páginas, sino todo un libro, tema que por lo demás es suficientemente conocido en sus líneas generales. Digamos, eso sí, que la prédica de Vitoria, realizada en enero de 1539, tuvo enorme eco en la Corte y que el Emperador, encolerizado por las repercusiones que podía tener en América, paralizando la conquista, con el cese de las remesas de metales preciosos, llegó a pronunciar públicamente aquella frase, en la que dejaba bien a las claras cuál era su indignación: « ¡Que callen esos frailes!». Y para no dejarlo en un mero desahogo, escribió una amenazadora carta al padre prior de san Esteban el 10 de noviembre de aquel mismo año de 1539, en donde le decía:
haber sido informado que algunos maestros religiosos de esa Casa han puesto en plática y tratado en sus sermones y en repeticiones del derecho que Nos tenemos a las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, y también de la fuerza y valor de las composiciones que con la autoridad de nuestro muy santo Padre se han fecho y hacen en esos Reinos…
Por todo lo cual, el prior de san Esteban debía tomar declaración a los tales predicadores y enviarla a la Corte[1264]. Era una seria advertencia del poder, siempre receloso ante quienes osan criticarle. Pero esa actitud cambiaría, y eso también es digno de subrayarse, porque nos demuestra lo que antes habíamos afirmado: la carga ética que había en Carlos V, en cuanto a los límites a que debía sujetar su acción política. De ahí que se promulgasen las Leyes Nuevas de Indias de 1542, como un serio intento de frenar las violencias de los conquistadores, en las que la influencia de la doctrina del padre Vitoria es tan evidente. La causa inmediata de esa «conversión» de Carlos V, que de buena gana la hubiera firmado Alfonso de Valdés si hubiera vivido para aquellas fechas, considero que hay que verla en el desastre sufrido ante los muros de Argel por el ejército imperial, acaudillado por el propio Emperador en persona. Aquel fracaso, en una operación que se entendía que debía ser grata a la Divinidad, solo podía comprenderse porque algo iba mal, algo que había provocado la cólera divina y traído la derrota; y ese algo bien podía ser aquel consentir las violencias desatadas de los conquistadores, contra las que predicaban los frailes de Salamanca.

§. El viaje por Italia: entrevista con Paulo III[1265]
Resueltas así las cosas, la salida de España se impone.
Me meto y hago este viaje —le confiesa a su hijo—, el cual es el más peligroso para mi honra y reputación, para mi vida y hacienda que pueda ser…[1266]
Tan grande consideraba Carlos V que era el peligro en que se metía. Incluso de caer prisionero; así, para tal caso dejó unas instrucciones que habían de ser solemnemente leídas en Cortes.
En Palamós Carlos V se encuentra abatido, con la penosa impresión de cómo deja España en manos de su hijo el príncipe Felipe, todavía un muchacho que no ha cumplido los dieciséis años, y con la incertidumbre de lo que le espera en su cuarto enfrentamiento con su eterno rival Francisco I. Sin embargo, pronto cobrará ánimos, como si al ponerse otra vez en acción se reavivara su capacidad de lucha. Pronto presta su atención a todo lo que le rodea. No se le escapa la difícil situación por la que pasa Cataluña, donde un bandolerismo en alza se ve apoyado por lo más alto de la nobleza catalana. Pues la plaga del bandolerismo catalán no es un mal que brote en el reinado de Felipe II[1267]; de hecho, cuando el pequeño cortejo que va con Adriano VI atraviesa la zona, en 1522, ya lamenta sus consecuencias[1268]. Veinte años después el problema se ha agrandado, y Carlos V dejará constancia de ello, ordenando el confinamiento en la Corte nada menos que del duque de Cardona, para romper su vinculación con el bandolerismo de su tierra. Añadiendo el César:
que no hay dubda sino que él y otros de su calidad dan, como sabéis, gran ocasión para que estos bandoleros hagan lo que hagan, de que se siguen tan grandes daños e inconvenientes, los cuales deseamos en todo caso que se remedien por el beneficio y quietud desta tierra y de los naturales della[1269].
Por lo tanto, Carlos V no olvida lo que debe a sus pueblos, pese a la vorágine en que se ve envuelto. Incluso en cosas que acaso pudieran parecer menores. Como el mal tiempo obliga a su escuadra a refugiarse también en la bahía de Rosas, el ojo atento del César no puede menos de admirar tanta maravilla. Solo tenía un defecto: ¡era de señorío! En efecto, pertenecía al duque de Segorbe. Había que hacer algo para convertirlo en realengo, y así lo ordena a sus consejeros[1270].
Y desde Rosas pasa a Cadaqués y ya, habiendo mejorado el tiempo, Carlos V zarpa para Italia. Como señalan los documentos del tiempo, «se engolfa», terminología precisa, pues en efecto cruza el golfo de León en seis días de navegación. Pasa cerca de las costas francesas, no sin algún peligro, si bien la flota del Emperador es importante y puede repeler cualquier ataque; son 140 naos, de ellas 50 galeras; que nada menos supone el paso del cortejo del Emperador, al que acompaña un buen golpe de la nobleza española y algunos cientos de soldados.
Seis días de navegación. El 23 de mayo la flota avista Savona. El 25, Carlos V desembarca en Génova, la república amiga, bajo el señorío de los Dorias, los más firmes aliados del César en Italia.
Y allí recibe Carlos V una visita imprevista: el duque de Castro. Le trae una embajada especial del papa Paulo III: que ceda el Milanesado a cambio de la entrega de dos millones de ducados. Y para vencer los recelos del Emperador, dada la importancia estratégica del Ducado, le promete que los puntos fuertes del Milanesado, tanto en la capital como en el Ducado, seguirían en sus manos.
Era una propuesta sumamente tentadora, pero el Emperador no quiere dar una respuesta concreta hasta saber el parecer de sus hermanos, Fernando y María de Hungría. Posiblemente en relación con ello está la misión encomendada a Granvela en la Corte de Viena, y la carta urgente mandada a su hijo Felipe II[1271].
Sorprendentemente, el duque de Castro Horacio Farnesio acabaría con una expresión evasiva: no llevaba comisión expresa de Paulo III sino que actuaba por su cuenta.
Admiración de Carlos V:
hallando extraños estos términos le diximos que aunque no hubiese tenido comisión de S. S., todavía sería con su sabiduría…
¿Era o no verdadera aquella propuesta? Horacio Farnesio respondería con otra evasiva: a fin de cuentas, también el Papa podía pensar que Carlos V no quisiera negociar con él sino entretenerle para ganar tiempo.
Eso era demasiado para el Emperador:
No sabemos Nos usar destas formas, sino clara y sinceramente…[1272]
Y así zanjó aquella entrevista, aunque no la echara en saco roto, pidiendo al punto la opinión de España.
No era el único el Papa a proponerle negocios al Emperador. También el duque de Florencia lo haría, pues deseaba tener en su poder las fortalezas de Florencia y Liorna que Carlos V mantenía en su poder desde su toma en 1530, pues aquella situación parecía marcar una desconfianza de Carlos V y desde luego era signo de escasa reputación, algo tan valorado por los hombres del Renacimiento[1273]. Pero nada comparable a la negociación pontificia sobre el Milanesado, que además estaba afianzada por el hecho de que el duque de Camerino, Octavio Farnesio, era nieto de Paulo III[1274], y estaba casado con Margarita de Parma, la hija natural de Carlos V[1275].
Una propuesta sumamente tentadora: ¡dos millones de ducados! Eso era resolver todos los problemas económicos de Carlos V, en aquel año tan agobiante. Ese mismo verano Cobos, que venía a ser el mago de las finanzas imperiales, se lamentaría desde Castilla, ante las presiones de su señor para que acelerase el envío de dinero:
La dificultad del dinero es tan grande que nunca se oyó lo que pasa, porque crea V. M. que por ninguna vía se puede hallar manera para haber dineros…[1276]
Pero por otro lado, cuestión tan delicada como la cesión del Milanesado, Carlos V no se atreve a decidirla sin oír a sus hermanos: a Fernando, el rey de Romanos, que siempre se había mostrado muy interesado por su dominio; a María de Hungría, por ser acaso su mejor consejera. Y, sobre todo, a su hijo, a quien en principio parecía destinarse aquel territorio, desde los acuerdos imperiales de octubre de 1540.
Era la primera cosa de verdadera importancia que se consultaba al joven Príncipe en su recién estrenada Regencia de España. En su respuesta al Emperador, aunque de la mano del Secretario, se trasluce la emoción que le invade:
Yo hice luego[1277] juntar los del dicho Consejo de Estado, como V. M. me lo envió mandar, y en mi presencia se leyeron las razones que V. M. mandó escribir…
Con todo detalle aquellos consejeros debaten sobre el pro y el contra de aquella negociación sobre el Milanesado. Son más de dos folios del documento. Y la consulta final es digna de destacar, que podríamos resumir en esta palabra: ¡Adelante! Adelante con la negociación, pues que el Papa diera tanto dinero, dejando los castillos en manos imperiales y siendo el Ducado para quien era, parecía algo inmejorable:
que la negociación es tal y tan aventajada que cuasi paresce que no se puede creer…[1278]
Y a continuación recordaba el Príncipe las dificultades que había para hacerse con algo de dinero:
cuán gastadas, consumidas y exhaustas se hallan sus rentas y patrimonio real y cómo ya no se hallan expedientes ni formas para haberse dineros…[1279]
Una respuesta que tardaría en llegar a Carlos V; tanto que cuando le alcanza ya había tenido su entrevista con el Papa.
Fue una breve entrevista celebrada a lo largo de cuatro días, en la pequeña localidad de Bussetto, cercana a Cremona. Ambos tenían quejas que reprocharse. Carlos V, porque el Papa había convocado el Concilio, poniéndole en paridad con Francisco I, lo que no se correspondía con la dignidad de ambos, y sobre todo, con el hecho de cuánto había combatido Carlos V al Turco, mientras que el francés mantenía su escandalosa alianza con el común enemigo de la Cristiandad.
A su vez, Paulo III había llevado muy a mal la reciente alianza que Carlos V había firmado con Enrique VIII de Inglaterra. Una alianza que el Emperador había suscrito forzado por la necesidad, pero de la que ya había advertido al Papa, que la haría si este no le ayudaba frente al francés:
diximos expresamente a S. S. que estando las cosas públicas de la Cristiandad y las nuestras como estaban, si el rey de Francia nos rompiese la guerra y no fuésemos asistidos de S. S., no podríamos quedar solos y miraríamos lo que convenía…[1280]
Tras una semana de estancia en Génova, explicable porque Carlos V esperaba nuevos refuerzos que fueran incrementando su guardia personal[1281], y otra en Pavía, donde el Emperador sería visitado por su hija Margarita, al fin vendría la entrevista en Bussetto con Paulo III. Para el Papa era la ocasión de mostrar al mundo sus afanes de paz, con su papel de intermediario entre Carlos V y Francisco I, marcando su estricta neutralidad; de ahí que negara, contra toda evidencia, que el francés fuera aliado del Turco. Es cierto que aún faltaba algo más de un mes para que las fuerzas coaligadas del duque de Enghien y de Barbarroja tomaran Niza, haciendo miles de cautivos cristianos, que los franceses no disputarían a los turcos. Por lo tanto, nada se podía esperar de aquella entrevista, salvo el cubrir unas apariencias y el tanteo sobre aquella posible venta del Milanesado. En sus Memorias, Carlos V dejaría bien reflejada su decepción:
viendo el poco efecto que de aquella entrevista resultaba, prosiguió su camino hasta Alemania…[1282]
Por una parte, decepción: Carlos V no podrá verse asistido del Papa en su guerra contra el aliado del Turco. Por la otra, urgencia: el verano ha comenzado y todavía le queda mucho trecho antes de poder acometer su primer objetivo, la lucha contra el duque de Clèves. ¡El tiempo jugaba en su contra!
Por lo tanto, es preciso salir de Italia y dirigirse al frente de guerra. Ya va lo suficientemente armado como para no temer nada, aunque poco antes el pasar por territorios fuera del control español resultaba peligroso. Granvela, que procedente del norte caminaba para reunirse con Carlos V en Trento, no disimulaba su inquietud, pues se hablaba de que los franceses querían vengar la muerte de Rincón y Fragoso atentando contra los ministros del Emperador. Diego Hurtado de Mendoza, el embajador imperial en Venecia y que por sí solo era una verdadera potencia, le tranquilizaría:
No hay inconveniente en la venida de vuestra Señoría desde Innsbruck a Trento por tierras del Rey[1283], aunque por la buena voluntad destos bellacos, no quedaría de tentar cualquier traición.
¿Cómo era eso? Porque el Embajador tenía sus propias partidas que vigilaban aquellos pasos:
Yo tengo tomados los caminos por personas que me avisan, de manera que no puede pasar un hombre que no me caiga en las manos[1284].
Si tal podía Hurtado de Mendoza, sin duda de la estirpe de los mejores capitanes de los tercios viejos, ya se entiende que Carlos V iría seguro. Su problema, evidentemente, era llegar a tiempo para emplear aquel verano en la guerra contra Francia y sus aliados, a cuyo efecto ya había gastado tantos recursos en alzar un ejército y en ponerse él mismo en camino. Eso explica que no hiciera alto alguno en Milán. De Bussetto pasaría otra vez a Cremona y desde allí se dirigiría al norte, franqueando los Alpes por Trento, Bolzano y el paso del Brenner; un espectáculo grandioso, máxime en pleno verano, aunque también harto fatigoso, no hay que decirlo. Acaso por eso, así como por disfrutar de la acogida familiar, Carlos V reposaría cuatro días en Innsbruck, donde pudo conocer a sus sobrinas, las Archiduquesas de Austria, las hijas de su hermano Fernando, que allí le acogieron.
Cuatro días en Innsbruck entre el 9 y el 12 de julio. Era la segunda vez que el Emperador estaba en aquella bellísima ciudad plantada en medio de los Alpes, con cimas con nieve todavía en el estío y que con sus dos mil metros sobre la propia urbe, parecen como enormes gigantes que vigilan sus sueños. Pero Carlos V ya no es el mismo que aquel que en 1530 las había visto por primera vez. Entonces era el Emperador recién coronado por el Papa que aparecía a los ojos de todos como el salvador de la Cristiandad, el que había forzado al francés a la paz de las Damas, el que había sellado la amistad con Clemente VII, el que se esperaba que lograse una avenencia entre católicos y luteranos, el que había de defender a Viena, de una vez por todas, de la amenaza turca.
En cambio, trece años después, ¡cuántas cosas han cambiado! De entrada, el Papa se le muestra hostil y más inclinado al francés, que ha vuelto a desatar la guerra. La amenaza del Turco se mantiene, incluso más fuerte, y pocos creen que Carlos sea capaz ya de lograr la gran reconciliación entre todos los cristianos, mientras su fama de invencible ha sido seriamente tocada tras el desastre de Argel.
Por lo tanto, urge dejar aquel refugio familiar. Se espera la prueba de fuego de poner otra vez en alza su prestigio, el valor de sus armas, el conseguir otra victoria sobre sus enemigos que demuestren a toda Europa que no es un Emperador acabado.
Y, sin embargo, tardará todavía un mes en cruzar Alemania. El 12 de julio sale de Innsbruck. El 22, después de pasar por Ulm, llega a Stuttgart. El 12, al mes justo de su partida de la ciudad austriaca, alcanza Maguncia. En fin, el 20 de agosto ya está en Bonn.
En Bonn. A 50 kilómetros se encuentra Düren, una de las principales plazas fuertes de su enemigo el duque de Clèves, el que había osado hacerle la guerra en Flandes como aliado de Francisco I.
Era una de las principales fortalezas de Europa. Por añadidura, el duque de Clèves ha sido precavido, y la tiene suficientemente protegida, con abundante guarnición y bien abastecida de víveres y municiones. Tiene fama de ser una plaza inexpugnable, que con toda facilidad puede soportar un fuerte asedio, incluso durante toda una campaña, a lo largo de todo un verano. ¡Y aquel verano ya estaba bien avanzado! A Carlos V solo le resta apenas un mes antes de que el otoño obligue a una tregua de las armas.
Por lo tanto, el Duque puede estar tranquilo.
¿Tranquilo? El 22 de agosto Carlos V planta su campo frente a Düren. Ha juntado un ejército en torno a los 45.000 infantes y 6.500 caballos, con un poderoso tren de artillería. Allí están los españoles e italianos que llevaba consigo el César, los alemanes reclutados en el Imperio y los flamencos y valones que le aportó desde los Países Bajos el príncipe de Orange (estos, en torno a los 13.000 infantes y 2.500 caballos). El 24, dos días después, a las primeras luces de la alborada, su artillería de asedio inicia el bombardeo de las murallas. A las dos de la tarde se da la orden de asalto. Y en unas horas, los tercios viejos lanzados al combate imponen su ley: asaltan, penetran, derriban, matan sin piedad. La ciudad es puesta a saco. Solo se salvan las mujeres y los niños, a los que Carlos V da la orden expresa de respetar.
Es una victoria fulminante, una auténtica blitzkrieg. Las demás plazas fuertes del Ducado ya no ofrecieron resistencia alguna: Jülich y Roermond cayeron a los pocos días. Y cuando el Emperador puso su campo sobre Venloo el propio duque de Clèves vino a entregarse.
Fue una escena memorable. El Duque había llegado al campamento imperial el 6 de septiembre, siendo alojado por Granvela. Al día siguiente, a las 10 de la mañana, el Emperador, acompañado de lo más granado de su Corte, lo recibió en su tienda[1285]. Una escena que Carlos V no olvidaría:
se vino a echar a los pies de S. M. reconociendo su culpa…[1286]
Eso era suficiente para Carlos V, que una vez más quiso demostrar cómo quería vencer: lo repuso en su Estado (con la merma, eso sí, de Güeldres y del condado de Zutphen, incorporados a los Países Bajos) y lo casó con una hija del rey de Romanos, su hermano, sellando así una alianza familiar con el antiguo enemigo:
Con cuyo casamiento se acrecentó la obligación del dicho Duque para con S. M. y el amor de S. M. hacia el mismo[1287].
Carlos V había puesto al mando del ejército a un italiano, por entonces el más destacado de su Corte: Ferrante Gonzaga, virrey de Sicilia. Y entre los españoles, pudo contar con un capitán de verdadero renombre: Álvaro de Sande. Entre las pocas bajas, una cualificada: el príncipe de Orange, al que sucedería un mozo a quien Carlos V distinguiría con su aprecio y que desempeñaría un papel de primer orden en el siguiente reinado: Guillermo de Orange.
Otra vez Carlos V parecía recuperar su prestigio como soldado. En aquel éxito de su ejército multinacional, con alemanes en su mayoría, pero también con valones, flamencos, italianos y españoles, de nuevo había podido contar con aquella máquina militar, acaso la más contundente del siglo: los tercios viejos. De ahí la rendición inmediata de las otras plazas fuertes del Ducado, al solo aviso de la aproximación del ejército imperial; era un auténtico terror. Los pocos supervivientes que lograron escapar del asalto de Düren fueron los primeros que prepararon el terreno de aquella fulminante campaña. Era inútil luchar contra los españoles:
fueron tan amedrentados los que escaparon de Dura —nos refiere Sandoval—, que en las otras plazas donde se acogieron, que tenía fortificadas el duque de Clèves, decían que ellos no habían peleado con hombres, sino con diablos; que los españoles eran unos hombres pequeños y negros, que tenían los dientes y uñas de un palmo, que se pegaban a las paredes como murciélagos, de donde era imposible arrancarlos[1288].
Para Carlos V supuso, además, recuperar la confianza en sí mismo, rehacer su ánimo tan maltrecho después del revés de Argel: con un instrumento militar tan poderoso, podía atreverse a cualquier empresa.
Así quedaría plasmado en sus recuerdos, cuando años más tarde dictara sus Memorias[1289].
Empezaba a convertirse en realidad lo que Carlos V había prometido al famoso historiador italiano de su tiempo, Paolo Giovio, cuando lo recibió en las jornadas de Bussetto: que afilara bien su pluma, porque pronto tendría mucho sobre qué escribir.
Ya tan solo restaba doblegar a Francisco I para que el éxito de aquella campaña fuera completo.
Tampoco eran malas las noticias que llegaban de España, donde se habían rechazado varias incursiones marítimas realizadas por los franceses.
Era repetir la fortuna que se había tenido en 1542, cuando unas naos francesas habían intentado asaltar la villa asturiana de Luarca. Fernando de Valdés, entonces Presidente del Consejo Real de Castilla, informaría del suceso al secretario Eraso:
El corregidor de Asturias me escribe que tiene cuarenta franceses que allí tomaron en unos navíos, presos hasta que S. M. mande lo que fuere servido.
Y añadía, con sospechoso sentimiento:
Hame pesado mucho que me han dicho que en un puerto de Asturias que se dice Luarca, llegaron unas zabras del armada francesa a combatir, y los del lugar se defendieron y echaron al fondo la una dellas y tomaron nueve franceses, y dícenme que los azotaron y desorejaron, que a mí me paresce fue mal hecho[1290]
Aquellos luarqueses no se las gastaban menos. ¡Que nadie fuera a hacerles cosquillas!
Un año después, la acción ocurría en Galicia, en la cala de Finisterre. Sería Felipe II quien daría la noticia, jubiloso, al Emperador. El autor de la hazaña, un marino que luego llenaría los hechos de la marina de guerra en el siguiente reinado; su nombre, don Álvaro de Bazán:
Estando escribiendo ésta, ha llegado un capitán enviado por don Álvaro de Bazán, capitán general de la armada que anda en el mar de Poniente, con el cual nos escribió que habiendo tenido nueva cómo cierta armada del rey de Francia había saqueado un lugar que se dice Lancha y a Finisterre y otros casales y iglesias y hecho muchos daños, y muerto muchas mujeres y hombres, y rescatado otros y que estaban en plática con un lugar que se dice Muros, que les daba dos mil ducados porque no lo saqueasen; sacó la gente de cinco navíos pequeños y metióla en los deciséis mejores y el día de Señor Santiago por la mañana, se topó con ellos en una cala del Cabo Finisterre, donde conforme al tiempo les paresció que debían estar, y peleó con ellos de manera que los rompió y les tomó deciséis navíos que traían de batalla y en ellos dos compañías de infantería del rey de Francia que estaban en la guarda de Bayona, en que había quinientos y cincuenta arcabuceros, sin la otra gente de pelea que venía en el armada, en la cual tomó alguna artillería y libertó mucha gente que llevaban presa. Ha sido tan buena nueva, que V. M. debe con razón holgarse de ella, que acá ha dado universal contentamiento a todos, y es justo que V. M. escriba a don Álvaro, dándole las gracias dello y ofreciéndole mercedes, como es justo que se le hagan habiendo lugar[1291].
En cambio, no eran tan buenas las nuevas que llegaban del Mediterráneo occidental, donde la conjunción de las galeras de Barbarroja y de los franceses imponía el terror, desde el sur de Italia hasta el Levante español[1292]. Barbarroja, después de saquear Reggio en junio, se unía a la flota francesa mandada por el duque de Enghien, asaltando la ciudad de Niza (entonces del duque de Saboya), aunque sin lograr apoderarse del castillo, bien defendido por su guarnición española.
Tal había ocurrido el 20 de agosto. A poco, la marina turca fondeaba en Tolón, donde invernaría, ante el asombro y la indignación de la Europa cristiana.
Y eso favorecería a Carlos V, para alzarse una vez más como el campeón de la Cristiandad.
Francisco I era el enemigo a combatir.

El avance sobre París
En efecto, ya solo restaba doblegar a Francisco I.
Libre de la guerra de Clèves, Carlos V se dispuso al ataque directo contra Francia. Hizo algunos tanteos en el otoño de 1543, cuando el mal tiempo dificultaba el movimiento de las tropas. Fueron una serie de escaramuzas alrededor de la plaza de Landrecies. Cercada por el ejército imperial, fue socorrida por Francisco I.
Carlos V buscó entonces una batalla decisiva contra Francisco I, yendo él incluso al frente de su ejército. Era un poco el jugarse el todo por el todo, para acabar cuanto antes con aquella pesadilla[1293]. A su hijo se lo diría: entraba con sus soldados en Francia, pese a lo avanzado de la estación, tan entrado el otoño[1294]. ¡Dios estaba con él, y la victoria, si el francés se atrevía, era segura![1295].
Solo una cosa faltaba, y cada día que pasaba se sentía con más urgencia: el dinero. Y Carlos V, para presionar —e impresionar— más a su hijo, cogió él mismo la pluma y escribió en aquella carta del 27 de octubre una larga postdata, donde refleja todo lo que pasaba entonces por su cabeza. Por falta de dinero, ¿se iba a perder todo lo hasta entonces conseguido?
Hijo —le dice—: Vos veréis lo que en ésta os escribo y estoy muy cierto que viendo cuanto me va en ello, que haréis todo lo que podréis, como buen hijo es obligado, para no dexar a vuestro padre en necesidad en tal coyuntura, y así conviene que lo hagáis y os lo encargo mucho y que sea a tiempo que la tardanza no fuese tan dañosa como la falta…
Le recuerda cuántas veces había ocurrido algo similar, aunque se saliera al fin con bien:
Sucedió mejor, mas grandes sobresaltos no son para vivir descansado…
Y razona a lo creyente: Si Dios le había ayudado hasta entonces, ¡ahora era preciso ayudar a Dios! Y lo dirá casi con esas mismas palabras:
Pues Dios lo ha hecho tan bien, es necesario ayudarle para que lo acabe mejor y que con la honra que agora me ha dado me dé en lo de por venir el fruto y provecho que de tal Señor se puede esperar.
Por lo tanto, había que echar el resto. Y así termina:
Para esto, esforzáos por hallar de ayudarnos y no os descuidéis ni dexéis de enviarme el dinero y soldados que os he escrito y escribo…
Porque, además, había otro último argumento: la victoria en la frontera de Flandes era asegurar la vida en España:
Y con esto confío que lo de acá se hará de manera que allá estaréis seguros.
Y firmaba:
Yo, el Rey[1296].
Impresionante y revelador. Carlos V, eufórico ante la reciente victoria sobre Clèves, apremiado por el dinero y queriendo más españoles entre sus filas —aquellos fieros tercios viejos tienen que reforzarse— acude una vez más a España, pero no a sus ministros tan probados, sino al propio Felipe. El Príncipe no tiene más que 16 años, recién cumplidos. Pero es suficiente. Para Carlos, es ya su gran sostén, su esperanza, su apoyo.
Y así tiene sentido ese documento publicado por Keniston, en el que Cobos comenta la reacción del Príncipe ante una frase del duque de Alba; el cual, tratándose en Consejo de Estado sobre la gravedad e incertidumbre de aquella cuarta guerra desatada por Francia, había dicho que entre el Emperador y él presto la acabarían.
La réplica del Príncipe, ofendido en su orgullo, sería inmediata, dejando las cosas en su sitio:
Después del Emperador, mi señor, ninguno ocupa lugar antes que yo. Y soy de parecer que quien esto no sabe entender e se alaba en mi presencia, o no me conoce o procura mi descontentamiento. Y éste [descontentamiento] puede hacer me conozca muy bien[1297].
Estaba claro que aquel muchacho de 16 años había madurado muy pronto. Ya no era solo el Príncipe. Era a todos los efectos, el Regente de España.
Sin embargo, no iba a ser fácil cumplir los deseos del Emperador (más dineros, más españoles). El Príncipe, asistido por el Consejo de Estado, daría otra respuesta: ya que Carlos V llevaba la victoria en la mano y dado que el país estaba tan consumido, ¿no era el momento de proponer la paz? Es una larga carta en la que Felipe trata sobre los negocios de Estado y los familiares, incluida la referencia a su reciente boda. Está fechada en Valladolid a 4 de febrero de 1544, y en ella se debate también, como no podía ser menos, la cuestión de la guerra con Francia; se intentaba hacer acopio de dinero y se le mandaban al César los 5.000 españoles que pedía, pero la paz se imponía:
Consideradas todas estas cosas y el estado en que se halla lo destos Reinos —escribe el Príncipe— y que no hay cosa que no esté exhausta y consumida y que los enemigos de la fee están tan cerca y que para lo que conviene proveer para su resistencia no hay forma de haber ni hallarse dineros, y que V. M. acabados estos que agora se le proveen con la dificultad, trabajo e imposibilidad que está dicha, no tiene de dónde ser socorrido, a lo menos destos Reinos para lo de adelante, porque aunque todos tienen grandísima voluntad para hacello, y así se vee en ellos, no hay forma ninguna para ello, se platicó en Consejo de Estado en mi presencia y todos fueron de parescer que no hacían lo que debían a V. M., si como fieles vasallos y súbditos no le avisaban de todo lo que acá pasa, y de las grandes y extremas necesidades que se ofrescen, y del poco o ningún remedio que hay para ellas, si Dios de su poderosa mano no lo envía, y que debían suplicarle que así, por lo que toca al bien y sosiego de la Cristiandad, que está en el estado que V. M. mejor que nadie sabe, como por evitar los males y daños que se esperan en ella, como también por el beneficio destos y de todos sus Reinos, y aún porque es necesario y forzoso, si V. M. no quiere caer en algún inconveniente irreparable, pues Nuestro Señor había sido servido de tenerle de su mano y darle tan señalada victoria en lo de la recuperación y reductión del ducado y estado de Güeldres y le había querido dar tanta honra contra el rey de Francia, en hacerle huir con tanta vergüenza, tuviese por bien de condescender a una honesta paz o tregua; mayormente, pudiéndola hacer con tanta ventaja y reputación, estando poderoso y con las armas en la mano…[1298]
No lo entendió así Carlos V. Lo que sí tuvo pronto muy claro fue que para vencer a la Francia de Francisco I hacía falta algo más que los coletazos postreros de una campaña. Convencido de ello, Carlos V empleó bien el tiempo durante la tregua a que obligaba el invierno. Estrechó más su alianza con Enrique VIII de Inglaterra, obligándose ambos a un ataque común contra Francia y a no hacer la paz por separado. El ejército inglés debía atacar desde sus bases en el continente, auxiliado por un buen contingente de soldados flamencos mandados por el conde de Buren, y algunos cientos de españoles.
Aprovechando la indignación que produjo en toda la Cristiandad la acogida hecha a la escuadra de Barbarroja en los puertos franceses del Mediterráneo, logró Carlos V atraerse la opinión pública alemana, consiguiendo de la Dieta imperial reunida en Spira una amplia ayuda bastante para pagar un ejército de 24.000 infantes y 4.000 caballos durante seis meses.
De ese modo, podía confiar Carlos V en una operación decisiva, cargando todos los esfuerzos sobre París. Sin embargo el primer éxito fue de los franceses, si bien en otro frente; pues en el norte de Italia el duque de Enghien obtuvo una resonante victoria en Cerisoles sobre el ejército imperial mandado por el marqués del Vasto, en abril de 1544. Por fortuna para Carlos V, el norte de Italia era entonces un frente secundario. De todas formas, el contratiempo no era pequeño, como dejaría reflejado en sus Memorias:
fue en mal tiempo y ocasión…[1299]
La derrota de Cerisoles no produjo ninguna modificación sustancial del plan de campaña imperial. Un intento francés de marcha sobre Milán fue fácilmente detenido en el río Scrivia, cerca de Tortona, quedando el frente italiano estacionado. Más fecunda en consecuencias fue la reconquista del ducado de Luxemburgo, llevada a cabo por Fernando de Gonzaga, capitán general del ejército imperial, auxiliado por los tercios de don Álvaro de Sande, empresa lograda en los primeros días de junio. Eliminado aquel entrante enemigo en sus Estados, pudo Carlos V desencadenar su ofensiva sobre París. En Metz concentró Carlos V sus fuerzas. Contaba con más de 40.000 soldados, con abundante artillería y escogido servicio de zapadores. Conforme a los diversos Estados que regía, aquel ejército de Carlos V era un verdadero mosaico de nacionalidades: alemanes, flamencos, italianos y españoles. La base numérica más importante la constituía la parte alemana, pero el nervio de aquel ejército lo era el conjunto español, 7.000 hombres de los aguerridos tercios viejos, siempre en vanguardia.
El ejército imperial se fijó un objetivo: París. Una internada rápida le puso sobre Saint-Dizier, a orillas del Marne. Entonces aún constituía un principio intocable de la táctica militar no dejar fortalezas enemigas a la espalda. Reducir a Saint-Dizier, plaza fuerte valerosamente defendida por su guarnición francesa, costó a Carlos V más de un mes. Después de lo cual volvió a ponerse en marcha el ejército imperial, corriéndose a lo largo de la orilla derecha del Marne. Entraba en Épernay el 3 de septiembre, y pocos días después en Château-Tierry. La caballería ligera imperial llegaba hasta las cercanías de Meaux lo cual era tanto como tener París al alcance de una o dos jornadas militares. Eso provocó el pánico en la capital francesa, donde nada estaba preparado para la defensa. Se produjeron entonces esas escenas tan frecuentes en las guerras, en las que la población civil, aterrorizada, puede comprometer un frente militar. Intentando la salvación a través de la fuga, taponando todas las vías de acceso, en su afán de escapar del peligro de un asedio y de un asalto, estuvieron a punto los parisienses de provocar un colapso en la marcha de las operaciones defensivas ordenadas por Francisco I. Fue un momento crítico para Francia, salvado por la pasividad de Enrique VIII. Pues el inglés, quizá celoso de los éxitos imperiales, no acudió a la cita de París, prefiriendo centrar sus esfuerzos en la conquista de la plaza costera de Boulogne. Aquella falta de entendimiento en las operaciones militares entre los aliados dio un respiro a Francisco I. El mismo Carlos V, aunque parecía tener en su mano la conquista de París, no dejaba de comprender los peligros que entrañaba una profunda internada en el corazón de Francia, pues la falta de víveres era cada vez más acuciante en el campo imperial.
Tampoco sobraba el dinero, con lo que se resentían las pagas de la tropa. Ni acababa de llegar la respuesta de Enrique VIII para la acción conjunta sobre París. De ese modo, todo se volvía más incierto, cuando se estaba más a punto de conseguir la victoria decisiva.
Carlos V recordaría aquellos momentos, no sin pena, pocos años después, refiriéndose a sí mismo en tercera persona:
Todo considerado por S. M., y sobre todo, que a los soldados se les estaban debiendo ya algunas pagas…, casi obligado por la necesidad, determinó… marcharse del dicho Château-Tierry tomando el camino de Soissons…[1300]
Pero más agobiado se hallaba todavía Francisco I, temeroso sin duda de la amenaza que se cernía sobre el mismo París.
Y de ese modo, los emisarios franceses llegaron también a Soissons: Francisco I pedía el cese de la campaña.
La paz parecía cercana.
Y era tiempo. Desde España, Felipe no podía encarecerla más. En un despacho firmado el 17 de septiembre de 1544, y con unos términos que hacen pensar en el cardenal Tavera como principal inductor, el Príncipe diría sin paliativos a su padre cuál era la dura realidad: todo estaba a punto de perderse, si la guerra continuaba. Que el César, pues, viera de acomodar sus grandes ideales a la realidad que se vivía:
Y se reduzga a algunas buenas condiciones de paz, si Dios fuese servido de abrir el camino para ellas. La cual importa tanto para el bien y remedio de la Cristiandad y aún destos Reinos, que están tan necesitados y exhaustos que no sé con qué manera de palabras se lo pueda encarescer, sino con certificarle que sólo ésta y su vuelta a estos Reinos, puede ser el verdadero remedio para todo. Y de otra suerte está en evidente peligro y trabajo, porque todos los medios, formas y expedientes son acabados; los dineros del servicio, así ordinario como extraordinario, consignados; las otras consignaciones del todo consumidas. Y de dónde se haya de proveer lo que no se puede excusar, no se puede alcanzar. V. M., que lo sabe y entiende mejor todo, lo puede considerar si fuere servido, que de acá no paresce que se puede dexar de acordárselo, para que desengañado de lo de adelante, pueda medir las cosas según lo que se podrá y no según sus grandes pensamientos, pues para éstos podrían ofrescerse otras ocasiones cuando V. M. y sus Reinos estuviesen más descansados[1301].
El 18 de septiembre, coincidiendo casi sin saberlo (aunque bien podía estar seguro de ello) con el deseo de sus consejeros españoles, Carlos V firmaba por fin la paz de Crépy con Francisco I.

§. La paz de Crépy
Ya cuando Carlos V entró en Saint-Dizier comenzaron las pláticas de la paz, movidas por los franceses, quienes exigían la boda del duque de Orleans con María, hija de Carlos V, quien había de llevar como dote Flandes y Milán. Era, sin duda, demasiado pedir por quien tenía sobre sí la amenaza de dos ejércitos mandados por sus soberanos. Hay que pensar que el Rey francés conocía bien las dificultades económicas del Emperador, quien al informar a su hijo sobre el último dinero pedido a los banqueros alemanes Fúcar y Welser, a pagar por Castilla —100.000 escudos— empleaba este tono suplicante:
… afectuosamente os rogamos proveáis y mandéis que así se haga, y que sus factores sean bien tratados y se les dé contentamiento en lo que se pudiese, que aunque habemos deseado aliviar los dessos reinos, por tener entendido de la manera que están, no se ha podido excusar, porque están las cosas en tal punto que sería perder lo pasado y aventurar todo el buen suceso desta jornada y nuestra reputación y autoridad, que es lo principal, y no desayudaría poco para las pláticas que se traen[1302].
Carlos V estaba obligado a no hacer la paz con Francia sino de mutuo acuerdo con Enrique VIII. Ahora bien, la inactividad del soberano inglés, dedicado a la conquista de Boulogne y renunciando a la ofensiva sobre París, parecía liberar al Emperador de todo compromiso. Sin embargo, puso buen cuidado en advertirle que aprobase las negociaciones de la paz o que participase más activamente en el esfuerzo de la guerra. Esa fue la misión de un hombre que empezaba entonces su carrera política y que acabaría siendo uno de los principales personajes del siglo XVI: Antonio Perrenot de Granvela, obispo de Arras. Enviado al campo inglés, debía presentar a Enrique VIII las condiciones imperiales:
… avisar al rey de Inglaterra de lo que en verdad pasaba, ofreciéndole que si con sus fuerzas y gente quería por su parte entrar más en Francia, que el Emperador por la suya continuaría su camino y empresa, hasta que se vinieran a juntar los dos ejércitos hacia la parte de París o donde mejor pareciese; o que, en defecto de esto, consintiese en que Su Majestad negociara la paz…[1303]
No menos agobiante era la situación de Francisco I. La profunda internada del ejército imperial, la carencia de una fuerza militar que oponer al enemigo, la amenaza conjunta de Carlos V y de Enrique VIII, el peligro en que se hallaba su propia capital, todo se le unía para hacerle pedir la paz.
Así se llegaría a la paz de Crépy, firmada el 18 de septiembre de 1544. Fue el último intento de aquellos dos soberanos por superar sus viejas rivalidades, mediante el tradicional sistema de la alianza matrimonial: en este caso, la boda del duque de Orleans, segundo hijo de Francisco I, bien con la infanta María, hija de Carlos V, bien con una hija del rey de Romanos don Fernando. La primera aportaría en dote los Países Bajos y el Franco Condado. La segunda el Milanesado. Era volver a la alternativa planteada por Carlos V en 1539-1540. En aquella ocasión el Emperador se había decidido por la cesión de los Países Bajos. Considerada su propuesta como insincera, había provocado la reacción hostil de Francisco I, y con ella todo el desencadenamiento de los males de la guerra; ahora el resultado era volver al punto de partida, y no deja de producir una mezcla de asombro y de agobio ver tan encarnizadas guerras por tan escasos motivos y para tan pobres resultados.
En un plazo de cuatro meses debía Carlos V decidirse entre la cesión de los Países Bajos o del Milanesado. A cambio, Francisco I devolvía sus conquistas de Saboya y del Piamonte, y renunciaba de nuevo a sus derechos sobre Flandes y Artois.
Existían otras cláusulas secretas. Por ellas, Francisco I se obligaba al apoyo de la política imperial, tanto frente al Turco como en el aspecto religioso. De ahí dos consecuencias de verdadero calibre: la inauguración del Concilio de Trento y la guerra de Carlos V contra el protestantismo alemán.
Carlos V envió a España a uno de sus hombres de confianza: el secretario Idiáquez. Este debía informar por menudo al príncipe Felipe de todo lo negociado con Francia, y obtener su parecer, así como el del Consejo de Estado. Pues las dudas de Carlos V no se referían solamente a cuál de los dos Estados había de ceder, sino a cuestión de mayor importancia: a si su sacrificio sería inútil y solo serviría para hacer más poderoso al francés y para ponerle en mejores condiciones de declararle de nuevo la guerra. Por una parte, meter a los franceses en el Milanesado era tanto como despertarles el apetito por Nápoles y Sicilia, tierras a las que siempre se habían mostrado inclinados; sin contar con el descrédito del Emperador y el apartamiento que provocaría en no pocos potentados italianos la presencia de franceses en Milán.
Si arriesgado era ceder Milán, no era más fácil para Carlos V pensar en que sus tierras natales acabarían en manos de Francia. Con la cesión de los Países Bajos se cerraba, además, la boda de María con el duque de Orleans, por donde apuntaba un nuevo peligro; ya que en caso de fallecimiento del príncipe Felipe sin herederos sería María la sucesora, y con ella, su marido el duque de Orleans podía convertirse en el nuevo rey de España.
Ese era el no pequeño problema en que andaba metido el Emperador tras la paz de Crépy, y sobre el que debía indicar su parecer el Consejo de Estado[1304]: había que renunciar a algo para contentar a Francia, aunque no existiera seguridad alguna de que sirviera de mucho. Además, ¿era aconsejable ceder unas tierras tan de siempre unidas a la Casa de Austria, como lo eran las de Flandes, tan ricas, tan importantes, acrecentando con ello el poderío de la rival eterna, la pujanza de Francia? ¿Lo era acaso abandonar Milán, bastión de Italia, puerta de comunicación entre los Estados imperiales, defensa de Nápoles y de Sicilia, dogal frente a las mil ambiciones de los pequeños potentados italianos, territorios, en fin, por cuyo dominio tanta sangre y tanto dinero había derrochado España?
El Consejo de Estado español se mostró dividido en sus opiniones. Loaysa, el viejo consejero, el antiguo confesor del César, que nunca había tenido reparos en hablar conforme a rigurosos criterios de conciencia, se atrevió a distinguir entre los intereses del soberano y los intereses de España; notable apreciación, que no matiza ningún otro, según la cual a Carlos V podía interesarle más la conservación de Flandes, pero a España le interesaba más la de Milán. Por su parte, los dos principales ministros del Príncipe, los que constituían la cabeza de los dos partidos rivales que luchaban por el poder —Tavera y Cobos—, darían un mismo consejo: ceder Milán. Es la voz del cortesano que no busca sino seguir el gusto de su amo. Con más nobleza, el duque de Alba aporta el criterio del soldado, como antes lo habían hecho don Diego Hurtado de Mendoza, Antonio de Leyva y Mercurino Gattinara: era preciso mantener Milán a toda costa bajo el dominio de la Monarquía Católica.
Pese a todo lo cual, Carlos V acabó adoptando el criterio que más concorde iba con sus interese dinásticos: conservar los Países Bajos y abandonar Milán:
Nos habemos resuelto en dar el Estado de Milán al duque d’Orleans con la hija segunda del dicho Serenísimo rey de Romanos, conforme al tractado de la paz[1305].
Pero con cuánta repugnancia había llegado a tal decisión nos lo demuestra la satisfacción con que acoge la noticia de la muerte del duque de Orleans, que ponía fin a aquel dilema:
nueve días antes del plazo que se puso en la paz de Crépy… —nos dice en sus Memorias— vinieron nuevas de que el dicho Duque era muerto, la cual muerte vino a tiempo que, siendo natural, pudo parecer que fue ordenada por Dios por sus secretos juicios[1306].
Ya no había lugar a cumplir lo pactado en Crépy. Esa era una ventaja. No había que olvidar, sin embargo, que los mismos motivos que habían provocado las guerras anteriores seguían estando en pie. En cualquier momento podía volver a encenderse la vieja rivalidad. Y lo cierto fue que a partir de 1546 se vio a Francisco I reanudar sus antiguos lazos con todos los enemigos del Emperador, hasta el punto de que a principios de 1547 volvían a correr rumores sobre una nueva guerra inminente entre Carlos V y Francisco I.
Tampoco ayudaba, por supuesto, la pésima situación financiera. Carlos V se entera de que Francisco I había conseguido una ayuda especial de su Reino. ¿Era posible que en Castilla se encontrara tanta resistencia, cuando no había sufrido en su propio suelo la guerra? Así que no puede menos de coger la pluma, para poner esta apretada postdata en su carta del 17 de febrero de 1545:
Hijo, vos veréys lo que arriba digo y creed que sy a esta vez no se haze de lo imposible pusible, que es impusible poder sostener los negocios que tengo en manos y que no puedo soltar ny escusar y no piense nadye que con faltarme en ello y en tal tiempo fuesse esso remedyable, antes serya dar conmigo y con la carga tan redonda en el suelo que nunca nos levantaryamos. Tomen todos exemplo en lo que haze un reyno comido de amigos y enemigos y que ha sostenydo tantos exércytos en él. Y pues los míos no son comidos ny passan estos trabajos, no me la den mayor que mis enemigos me lo han podydo dar. Esforçaos, hijo, y mandad a todos que se esfuerçen porque no cayamos todos en tan grande inconvenyente en el qual verdaderamente cayese sy no soy socorrido y bien presto. Y no lo haziendo no solamente me dan forma como buelua allá, más hazerse ha de manera que será cerrarme el passo de poder bolver y el modo de poder estar ny acá ny en ninguna parte. Vos veréys lo que he mandado añadir sobre la venyda de Juanetín Dorya y la paga y entretenymiento de las galeras del príncipe Dorya. Esto es cosa tan necessarya que no se puede en ninguna manera del mondo [sic] escusar, y por esto hazed y mandad a todos que entiendan en ello de manera que no haya falta.
Yo el Rey[1307].
La comparación era tan injusta que el Príncipe, bien asesorado sin duda por Tavera, le daría una cumplida réplica:
Y porque viene a propósito no quiero dexar de decir a V. M. que la comparación que hace del servicio quel reino de Francia ha hecho agora a su Rey, estando consumido de amigos y enemigos, no es igual para en todos los Reinos, porque demás que la fertilidad de aquel Reino es tan grande que lo puede sufrir y llevar, la esterilidad destos Reinos, es la que V. M. sabe, y de un año contrario queda la gente pobre de manera que no pueden alzar cabeza en otros muchos. Cada Reino tiene su uso, y en aquél es la costumbre servir de aquella manera, y en éstos no se sufriría usar de las misma, porque también se ha de tener respecto a las naciones, y según la cualidad de la gente, así ha de haber diferencia en el tractamiento, mayormente, que estos Reinos sirvieron el año pasado con cuatrocientos y cincuenta cuentos, que es una notable suma, y que con lo que pagan de otras cosas ordinarias y extraordinarias la gente común a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria que muchos dellos andan desnudos sin tener con qué se cubrir. Y es tan universal el daño, que no sólo se extiende esta pobreza a los vasallos de V. M., pero aún es mayor en los de los señores que ni les pueden pagar sus rentas, ni tienen con qué. Y las cárceles están llenas y todos se van a perder. Y esto crea V. M. que si no fuese ansí, que no se lo osaría escribir[1308].
Entretanto, las cosas en España no sucederían como había esperado Carlos V. Cada vez le llegaban nuevas que le preocupaban, en torno a la vida familiar del Príncipe. Todo apuntaba a que la princesa María Manuela, su esposa, no era el ideal femenino capaz de ilusionar a Felipe II, cuyas salidas nocturnas se empezaban a comentar demasiado[1309]. Y aunque la noticia del embarazo de la Princesa le animó («habéislo hecho mejor de lo que yo esperaba», escribiría a su hijo, no sin humor), aquel mismo año le llegaría la penosa nueva: María Manuela había muerto a causa del parto. ¡Que Dios tuviera de su mano, al menos, al hijo!
A Él plega de guardar lo que queda…[1310] Con esas perspectivas, entre satisfactorias en Europa e inquietantes en España, encaraba Carlos V el nuevo año 1545.
El año en que se iniciaría el Concilio de Trento.

Capítulo 2
Guerra en Germania

Con la paz de Crépy de 1544 parecía que se habían cerrado las incesantes guerras con Francisco I. Por otra parte, Carlos V había abandonado ya sus afanes juveniles de cruzado. A la altura de 1545, cuando ya estaba cercano al medio siglo, el César sabe que no cuenta con demasiado tiempo, no tanto por sus años como por sus dolencias, como tendremos ocasión de comprobar.
Por lo tanto, hay que escoger. De hecho, lo que Carlos V dejaba atrás era algo que siempre había odiado: la guerra con Francia. ¡Qué gran oportunidad, pues, para resolver, de una vez por todas, el conflicto religioso alemán! Como se comprueba en sus escritos, su gran deseo entonces, hacia 1545, es afrontar de lleno aquella tarea que tenía aplazada desde su encuentro con Lutero en 1521.
Aquello de que se pudiera decir que si en sus tiempos había surgido la herejía luterana, también en ellos se había remediado.
Ahora bien, Carlos V era consciente de que el eco tan favorable que había tenido en Alemania la rebelión del fraile agustino contra Roma tenía una causa: el descontento contra los abusos de Roma y el escándalo que provocaba en los fieles la conducta de la jerarquía eclesiástica. Por lo tanto, que no se podía poner remedio a lo uno sin hallarlo para lo otro. Era preciso, y con urgencia, reformar la Iglesia.
Y también en eso Carlos V creía que tenía una misión que cumplir, tal como había señalado Alfonso de Valdés en sus famosos Diálogos:

decirse ha hasta la fin del mundo que Jesucristo formó la Iglesia y el Emperador Carlos Quinto la restauró…[1311]
Y para ello era necesario que se celebrase el Concilio de la Iglesia, que diese además las bases ideológicas con las que asentar la paz religiosa en Alemania.
Ese deseo de Carlos V venía a coincidir con el que manifestaban la mayoría de sus consejeros castellanos. Y eso desde muy pronto, pues ya en 1521, con motivo de saberse en España que Carlos V había convocado en la Dieta de Worms a Lutero, se le insta al César para que cumpliera su deber ante la Cristiandad.
En efecto, el 13 de abril de 1521 se había reunido el Consejo Real en Burgos, bajo la presidencia del arzobispo de Granada, don Antonio de Rojas. Asisten los Consejeros don Alonso de Castilla, el marqués de Cuéllar, los doctores Guevara, Cabrera y Beltrán y los licenciados Cruz y Santiago.
Al Consejo Real ha llegado la noticia de la Dieta de Worms, donde ha sido convocado Martín Lutero. Bajo la presión de Roma, que ha movilizado sus recursos diplomáticos hasta la misma Castilla, el Consejo Real acuerda enviar un despacho urgente al Emperador:
Por Breves del nuestro muy Santo Padre y cartas del Cardenal de Tortosa, Gobernador destos Reinos y de otras partes —señala el Consejo Real— habemos entendido los errores y herejías que Martin Luter, alemán, ha levantado contra nuestra sancta fe católica…
Ya está, pues, el nombre de Martín Lutero resonando en el ámbito español. Y con alarma, ocioso es decirlo, pues el Consejo Real subraya a continuación a Carlos V:
Lo que V. A. hizo y lo que Su Santidad contra este hereje proveyó y mandó no ha bastado hasta agora para le apartar de sus errores.
Por todo ello, el Consejo Real, cuidando las formas pero firme en sus obligaciones («… por cumplir con Dios y con V. A. y con la obligación que como cristianos tenemos…»), le recuerda al César sus deberes, primero como rey de España y después como Emperador de Alemania. Notable advertencia donde se echa de ver que Castilla se consideraba entonces la representación genuina de España, y que su puesto no cedía ante el Imperio. Hay algo de esa altivez de un pueblo cuando se considera en su hora de plenitud:
traemos a la memoria de V. M. la que tiene como rey católico desta nuestra España y después como Emperador de Alemania…
¿Era preciso traerle también la imagen de sus antepasados, en tan crítico momento? Así lo entendieron aquellos consejeros:
que es también muy grande la obligación que en ello tiene como rey y señor destos Reynos y sucesor en ellos,
como nieto de aquellos gloriosos y cathólicos reyes don Fernando y doña Ysabel, vuestros agúelos…

El redactor del documento —quizá el doctor Guevara— tiene entonces un momento de cierta inspiración. Se sale del camino trillado de denostar al «malvado hereje», para hacer hincapié en algo que había llenado de admiración al mundo entero: la increíble fortuna de Carlos V, con el cúmulo de Estados que había ido recibiendo. Eso tenía un misterio, que no era otro sino el de los designios divinos, lo que obligaba más al César:
y no sin cabsa y misterio prepuso Dios a V. M. en tan alto trono, sino porque fuésedes más poderoso para defensión de su Iglesia y castigo de los herejes…
Orgullosa Castilla, sí, que se consideraba portavoz de España entera, en su momento de plenitud. Sin embargo, curioso detalle, ya se tenía por cierto que Alemania amaba la guerra — ¡oh manes de Tácito!— y que era conveniente aprovechar su fuerza:
mande [V. M.] que la belicosa y cristiana gente alemana de vuestro Imperio se levante y mueva poderosamente y con mano armada a prender este hereje y entregarle preso a nuestro muy sancto padre…
Entre tanto, aclaraba el Consejo, se había dado orden de quemar todos los escritos de Lutero, y que nadie osase en tratar sobre sus herejías[1312].
Tordesillas, 14 de abril de 1521. Las tropas imperiales están a punto para el combate decisivo con los comuneros. Estamos a siete días antes de Villalar. Todo el Reino está en gran tensión. Sin embargo, los gobernadores apartan un momento su atención del problema interno y piden al obispo de Oviedo —el único prelado que se hallaba entonces en Tordesillas— que escriba al Emperador instándole a extirpar «la pestífera secta de Martino Lutero», para que se borrase de sus dominios septentrionales y no alcanzase a los meridionales. Y otra vez Castilla vuelve a hablar en nombre de España.
Suplico a V. R. M. —es la carta del prelado de Oviedo[1313]— que como cristiano Emperador, Rey Católico y señor protector y defensor de la Iglesia Católica, procure y mande echar de todos sus Reinos e señoríos setentrionales tan detestable abominación, e no permita ni dé lugar que pase a nuestra región occidental a infiçionar estos sus Reinos e señoríos de España…[1314]
Ambos documentos llegarán a Carlos V, por supuesto, cuando ya él ha condenado públicamente la herejía de Lutero y este ha sido expulsado de la Dieta imperial. Por lo tanto, no cabe hablar de que los españoles —al menos, los que entonces gobernaban España en su nombre— influyeran en la decisión imperial; pero quizá por ello esos testimonios alcancen más valor, dado que demuestran hasta qué punto Carlos sintonizaba ideológicamente con España.
Pero para combatir al luteranismo, con un mínimo de eficacia, era preciso hacerlo en nombre de una Iglesia reformada, para lo cual se imponía la convocatoria del Concilio.

§. El concilio de Trento
Uno de los principales efectos de la paz de Crépy fue la de obligarse Francisco I a pedir al Papa la convocatoria del Concilio, como así lo hizo por su Embajador. Con ello desaparecía la principal dificultad con que hasta entonces había tropezado la idea conciliar. Paulo III, fiel a su programa reformador, lo convocó finalmente el 19 de noviembre de 1544 (bula Laetare Hierusalem, en la que se manifestaba la legítima alegría de la Iglesia). Se fijaba el lugar: Trento. Y la fecha: 15 de marzo de 1545, que posteriores complicaciones retrasarían hasta el 13 de diciembre del mismo año.
Al fin, uno de los más profundos anhelos del Emperador se veía cumplido.
Él mismo nos recuerda en sus Memorias cuánto había batallado por conseguirlo, no dejando de pedirlo insistentemente tantas veces cuantas se había entrevistado con el papa Clemente VII lo mismo que con Paulo III, y haciendo que constantemente mantuvieran vivo el negocio sus embajadores:
es de saber que…, desde el año 1529, que fue la primera vez que pasó a Italia y se vio con el papa Clemente, nunca dejó de solicitar (todas las veces que se vio así con el mismo papa Clemente como con el papa Paulo, y en todos sus caminos y Dietas que había hecho en la dicha Germania, y en todos los otros tiempos y ocasiones) ora en persona, ora por medio de sus ministros, el Concilio general para remedio de la dicha Germania y de los yerros que se iban multiplicando en la Cristiandad[1315].
En 1530, después de asistir a las sesiones de la Dieta de Augsburgo, envía a Roma aquel Embajador especial, don Pedro de la Cueva, que momentáneamente consigue el triunfo de que el colegio cardenalicio apruebe unánimemente la convocatoria del Concilio; aunque ya García de Loaysa advertía cuán pocas esperanzas cabía albergar por aquel entonces.
La vinculación de Carlos V al Concilio de Trento es verdaderamente impresionante. Ya hemos visto cuántas veces se refiere a él en sus Memorias. Había sido uno de los puntos a tratar permanentemente en sus entrevistas con los Papas, tanto con Clemente VII —siempre reacio a su convocatoria— como con Paulo III, más propenso, aunque también más inclinado a Francisco I, con el asombro y la indignación del Emperador, que no concebía que se tratara con el mismo rasero a quien había expuesto su vida por defender la Cristiandad frente al Turco con quien tantas veces había sido su estrecho aliado.
Para Carlos V, la celebración del Concilio era la mejor solución al conflicto religioso entre el antiguo credo de Roma y las abiertas discrepancias de los reformados, empezando por los que seguían a Lutero. Por lo tanto, y dado que él había sido testigo de aquel gesto de enfrentamiento del gran heresiarca con Roma, en la Dieta de Worms de 1521, puede decirse que el César llevaba un cuarto de siglo esperando y anhelando el Concilio. Que una voz más alta pusiera fin a las discrepancias de unos y otros y que fuera capaz de volver a la Iglesia a su primera vocación austera, de sacrificio y pobreza, abandonando sus hábitos mundanos. Pues era evidente que lo primero para que Roma se hiciera respetar es que fuera digna de ese respeto, que hiciera desechar de una vez por todas el popular dicho italiano: «Roma veduta, fede perduta».
Y hay otra nota a destacar en estas reflexiones en torno al Concilio, y que no suele subrayarse suficientemente: el estrecho lazo que a través del Concilio se conseguiría entre el Emperador y España. Pues se suele hablar del rey-soldado y del rey-viajero, cuando se traza la personalidad de Carlos V; y es justo. Pero debiera añadirse esa otra nota del rey-creyente, del que se sabía cabeza política de la Cristiandad, que tenía que estar muy atento, por ello, a sus problemas religiosos. Y en ese sentido, lo mismo que en el campo de batalla Carlos V confiaba sobre todo en sus fieros tercios viejos, de igual forma en las materias de la fe, que tantos embates estaba sufriendo en la Europa de la Reforma, en esa otra guerra ideológica, tan peligrosa como la que se libraba en los campos de batalla, Carlos V confiaba plenamente en los hombres de religión hispanos, en su teólogos españoles. Curiosamente, unos y otros le daban firmeza, pero también no pocos quebraderos de cabeza. En cuanto a los tercios viejos, tan insustituibles en sus campañas militares como la fuerza de choque de primer orden que eran, porque a la hora de la paz, y cuando habían de servir como guarnición en las ciudades, eran mirados con recelo por sus vecinos.
Veamos cómo nos lo refleja María de Hungría, precisamente en aquel año de 1544 en que se firmaría la paz de Crépy. Se trataba de poner guarnición en la plaza fuerte de Thionville. Los soldados de la tierra eran flojos y los alemanes no habían dado resultado. ¿Podría poner españoles? Dudoso, porque tendrían en contra a los burgueses de la ciudad
tant pour la façon de vivre, qu’est diverse, que pour non les entendre[1316]
Y podía haber añadido: por sus abusos. De hecho, cuando al fin se llevan españoles, la Gobernadora pediría al Emperador que los pusiera bajo una mano dura, como la de don Álvaro de Sande[1317].
Pues en cuanto a los frailes y teólogos españoles, también ellos daban sus quebraderos de cabeza a Carlos V queriendo convertirse en su conciencia, sobre todo en relación con lo que se estaba haciendo en las Indias. Ya hemos visto cómo el César, encolerizado en una ocasión, ante el eco de lo que se proclamaba en el viejo Estudio de Salamanca contra los excesos de los conquistadores, acabaría dando aquella gran voz:
¡Que callen esos frailes!
Ahora bien, aquellos beneméritos frailes, y entre ellos el famosos padre Vitoria, no se callarían, sino que acabarían por hacerse oír, con el espléndido resultado de las Leyes Nuevas de Indias de 1542.
Por lo tanto, Carlos V valoraba a sus frailes españoles. De forma que cuando Paulo III anunció la apertura del magno Concilio de la Iglesia, que había de tenerse en Trento, al punto daría órdenes a su hijo Felipe para que se pusieran en marcha los mejores teólogos que había en las Universidades hispanas, desde los prelados hasta los frailes profesores universitarios.
¡Trento! Ese era el destino. Lo cual suponía, para los meseteños, atravesar toda España, embarcarse generalmente en Barcelona, cruzar el Mediterráneo occidental para llegar a Génova, y desde allí seguir por tierra, pues aún les esperaban no pocas jornadas hasta alcanzar Trento, a más de 200 kilómetros del puerto genovés.
El Emperador había negociado que fuera aquella ciudad tan cercana a los Alpes la sede del Concilio, como un gesto de buena voluntad para que acudiesen a ella más libremente los teólogos alemanes[1318].
Por lo tanto un viaje difícil, penoso, como lo eran entonces todos ellos —salvo los fluviales— e incluso arriesgado, pues había que exponerse a caer en manos argelinas, al cruzar el Mediterráneo. Viajes más para ser afrontados por rudos soldados, por diplomáticos ambiciosos, por emprendedores comerciantes o por despreocupados estudiantes que por trabajados frailes y viejos Obispos.
Sin embargo, España acudió a la llamada del Papa y del César, y lo hizo con entusiasmo. Incluso en el caso de que la carga de años y los muchos achaques impidieran hacerlo, se aprecia el pesar de los ausentes por no ser capaces de superar una situación tan adversa.
Tal fue el caso de uno de los más famosos, el padre Vitoria, casi un moribundo, cuando le llega la orden de ponerse en camino a Trento. Pero Vitoria más estaba para caminar para el otro mundo que para otro viaje cualquiera, así que haciendo un esfuerzo coge la pluma y escribe al Príncipe de su mano:
Muy alto y muy poderoso Señor:
Yo recebí la cédula de V. Alteza con otra cédula de S. M del Emperador, nuestro señor, en que S. M. me manda que yo vaya a esta santa convocación de Concilio que, con la gracia de Dios, se ha de tener en Trento. Demás del servicio que a S. M. en este trabajo yo hiciera, que fuera grand buena ventura y consolación para my, cierto yo deseaba mucho hallarme en esta Congregación, donde tanto servicio a Dios sé que se hará, y tanto remedio y provecho para toda la Cristiandad; pero, bendito Nuestro Señor por todo, yo estoy más para caminar para el otro mundo que para ninguna parte déste, que ha un año, que no me puedo menear solo un paso, y con grand trabajo me pueden mudar de un lugar a otro, y vengo de quince a quince días a llegar al punto que ningún arte me pueden mudar, y he estado seis meses como crucificado en una cama. Cierto yo no dexaría esta jornada por respecto de ningún trabajo si alguna forma se pudiera tomar en mi ida, pero no la hay. Su Majestad y V. A. serán servidos de aceptar mi excusa, y nuestro Señor la vida de S. M. y la de Vuestra Alteza, siempre prospere para bien de la Cristiandad, con acrescentamiento de mayores estados a su servicio. Besa los reales pies de V. A., Fray Francisco ed Vitoria[1319]
.
Es un documento venerable. Vitoria es consciente de la importancia del Concilio, «donde tanto servicio a Dios se espera que se hará y tanto remedio y provecho para toda la Cristiandad»; pero él no era otra cosa que un enfermo terminal, como se dice hoy día[1320].
Ahora bien, incluso en esa ausencia y en los términos en que se da, se aprecia el extremo fervor religioso de aquella España. Son legión los santos españoles del Quinientos, cosa que no se destaca lo suficientemente en los manuales al uso —salvo en los de la Historia de la Iglesia, claro—. Los fundadores de nuevas Órdenes, como San Ignacio de Loyola, los misioneros, como san Francisco Javier, los que abandonan la Corte, como san Francisco de Borja, los que se entregan a los desvalidos enfermos sumidos en su dolor y en su extrema pobreza, como san Juan de Dios —aquel portugués afincado en Granada—, los que alcanzan las más altas cotas de lo místico, como Santa Teresa y como san Juan de la Cruz[1321]. Y ese grado de fervor religioso fue valorado por Carlos V, que también aquí encontró el apoyo de una España que cada vez le era más fiel.
También es de señalar la buena información que tenía Carlos V en cuanto a las mejores cabezas de la Iglesia española, de las que esperaba su participación en Trento. Y así ordenaría a Felipe II desde Bruselas:
Por ser, como es, nescesario que vengan otros algunos teólogos particulares y por la buena relación que tenemos del provincial fray Antonio de la Cruz, y del maestro fray Francisco de Vitoria, catedrático de Prima en Salamanca, les screbimos partan y vengan al dicho Concilio, y porque podría ser que el dicho fray Francisco por sus indispusiciones se excusase, en tal caso, converná que venga otro en su lugar, y que sea fray Domingo de Soto, catedrático de Vísperas y prior en Salamanca, y ordenamos que cualquier dellos que sea, que traiga por su compañero, o a fray Bartolomé de Miranda, que está en el colegio de S. Pablo de Valladolid, o fray Domingo de la Cruz que reside en Hita o en Ávila[1322].
De modo que ya aparecen aquí los nombres de aquellas grandes figuras de la Iglesia española. Y aunque a Vitoria su grave enfermedad le impediría acudir a aquella cita histórica, sí lo harían tanto Soto como fray Bartolomé de Miranda; esto es, el venerable profesor del Estudio salmantino y el que luego sería arzobispo de Toledo y protagonista sufrido de una penosa persecución, más conocido con su apellido de Carranza. Felipe II se lo podía asegurar al Emperador en mayo de 1545, en la misma carta en la que aludía a la grave enfermedad de Vitoria:
Fray Domingo de Soto ha respondido que irá…, y espera que le dé licencia la Universidad, sobre lo cual yo les he scripto. Llevará por compañero a fray Bartolomé de Miranda…[1323]
De forma que España respondió a la llamada del Emperador. Y eso pese a que Carlos V exigía esfuerzos cada día más duros, en especial en el terreno económico, pidiendo dineros y más dineros, en particular a sus Reinos de Castilla.
En eso, Carlos V se mostraba insaciable. Lo cual era más grave todavía porque coincidía con unos años particularmente malos en la Corona de Castilla; es la época de la Castilla famélica que se refleja en el relato del Lazarillo de Tormes.
Se trata de una constante ya entre el Emperador y España, entre las exigencias pecuniarias de quien está forjando proyectos sobre Europa que hay que financiar y una España —y sobre todo, Castilla— cada vez más necesitada, más hundida en su penuria.
Veamos cómo aparece esa singular relación en este momento entre guerras, en esos meses que anteceden a la apertura del Concilio de Trento. Para ello tenemos un material informativo de primer orden: la correspondencia cruzada entre Carlos V y Felipe II, entre el gobierno imperial, entonces en Bruselas, y su filial hispana, entonces en Valladolid.
Ya hemos visto cuán apretadamente apremiaba el Príncipe a su padre, a comienzos del otoño de 1544, porque firmara la paz con Francia
con toda la instancia que es posible…[1324]
Y la paz se firmó, pero los agobios económicos del César no cedieron, y consiguientemente los de Castilla. La penuria es tanta, que la Hacienda real no puede hacer frente a la consignación fijada para la Casa de la princesa María Manuela. Llega a faltar dinero para lo más elemental, para la despensa, y sus oficiales tantean el vender o empeñar sus joyas. Para evitarlo, lo que hubiera sido un escándalo, Francisco de los Cobos adelanta 2.000 ducados, no sabemos si de su bolsillo particular[1325].
Se comprende que el Emperador pidiera que se buscasen medios para remediar la Hacienda. ¿Por qué no anticipar la convocatoria de las Cortes y obtener nuevos servicios?
Respuesta del Príncipe:
en cuanto al llamar Cortes paresció a todos que se debía dilatar para otro mejor tiempo, pues lo que con ellos en ausencia de V. Md. se podría tratar era solamente servicio ordinario, el qual como V. Md. sabe está otorgado y aún quasi gastado hasta en fin del año quarenta y ocho, y como demás deste servicio cargan en los mismos años quantidades de los pasados, la gente que suele pagar los servicios está con grand necesidad, y no aprovecharía ninguna cosa para que pudiesen pagar más, y aun en lo que está repartido se teme que haurá mucha falta por ser los años contrarios y haber tan falta de moneda que hay infinita gente que han quebrado por esta causa y ni pueden pagar los servicios y encabezamientos ni los arrendamientos ni otras cosas que deben; y esto no solamente es en lo de V. Md., pero en lo de muchos Grandes y Prelados y personas principales destos Reinos[1326].
Había un sistema sencillo y eficaz: moderar los gastos
porque son tan excesivos que ninguna cosa de cuantas sucediesen bastaría para cumplillos…
El Príncipe había consultado con sus consejeros y estos había sido bien sinceros:
porque ellos no cumplirían con lo que debían al servicio de V. M. y a su fidelidad si no declarasen y dixesen la verdad del estado en que están las cosas…
Para terminar con esta valiente advertencia al César:
pues ya iba a lo postrero de todo…[1327]
¡Pero no tan postrero, que para algo estaban las ubérrimas Indias! A Carlos V llegan informes de cómo las naos que venían de las Indias traían un rico cargamento en oro y plata, parte de la Corona, pero sobre todo de los mercaderes y otras personas particulares. Ya estaba la solución: que los Oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla se incautasen de todo y no se tocase en ese dinero hasta que se diese nueva orden:
… por ser tan grandes y crecidas las necesidades e importar tanto como importa en nuestro servicio y conservación del estado de las cosas y aun para lo de la paz y los negocios que del tratado della dependen y venida del Turco y bien de lo que se ha de tratar en la Dieta y todo lo demás que se podría ofrescer, va tanto (por todas estas causas y otras muchas que podréis considerar) tener una buena y gruesa suma de dinero junto y de respeto, sin tocarse a ello…[1328]
¡Pero eso hubiera sido el desastre, la ruina de aquellos mercaderes, la destrucción de todo el comercio indiano! Al punto, el Príncipe convoca a sus consejeros:
Luego, a la hora, mandé juntar el mismo día que llegó el correo, a los del Consejo de Estado que aquí se hallaban… y también al Presidente y a los del Consejo de la Hacienda…
Casi todos fueron unánimes: No se podía cumplir esa orden sin la ruina total. Que el César lo reconsiderase[1329].
Y, en efecto, Carlos V lo reconsideró y anuló su orden[1330]. Lo cual, dado el sistema político de Monarquía autoritaria, fue tomado «… como de su clemencia se esperaba…»[1331].
El remedio vendría, en parte, de un pobre indiano que regresaba con un fuerte capital ahorrado por él (en torno a los 100.00 ducados), y que fallecería en la nave que traía a España, acaso a las vistas de sus costas; un drama personal de esos que dan pena, pero que alivió en parte la penuria de la Hacienda regia, que se incautaría de la mitad de esa suma, junto con 180.000 de particulares[1332].

§. La guerra en Germania: la campaña de 1546
De una forma u otra, Carlos V estaba dispuesto a afrontar aquel último reto, la reducción del protestantismo alemán, o por la vía de las negociaciones o por la fuerza de las armas. Y lo tomaba como una obligación de su cargo imperial, que no en vano en su consagración como Emperador de la Cristiandad había jurado que no consentiría herejías en el Imperio.
Era una empresa que se había tenido por imposible, dada la fuerza de la Liga de Schmalkalden, que aglutinaba a los Príncipes alemanes adictos a la Reforma, entre ellos al Príncipe Elector de Sajonia y a Felipe de Hesse. ¡Había, además, que combatir en suelo alemán! Luchar contra aquella aguerrida nación, la temible Germania que traía a la memoria la que había dado tanto que hablar en la Antigüedad y tanto que escribir al gran Tácito. Pero Carlos V, después de su fácil triunfo sobre el duque de Clèves pudo comprobar que tenía en las manos el mejor ejército de su tiempo, con el cual se podía atrever a cualquier hazaña.
Era lo que luego recordaría en sus Memorias, dudando de que diesen resultado las negociaciones entre los teólogos y los diplomáticos:
Pero como Su Majestad tenía entendido y vista la gran soberbia y obstinación de los protestantes, dudaba que de buen ánimo hiciesen cosa alguna que fuese conveniente. Y por cuanto Su Majestad había tenido siempre (y muchos otros tenían para sí) que era imposible dominar por medio de la fuerza un tan obstinado y grande poder cual era el que los protestantes tenían, se hallaba perplejo acerca de lo que podría hacer para remediar cosa que tanto convenía e importaba. Pero Dios, que jamás desampara a los que a El recurren, aun que no lo merezcan, no se contentó de hacer al Emperador la merced que le hizo de darle Güeldres en tan poco tiempo, mas con la experiencia de lo que pasaba le abrió los ojos y le alumbró el entendimiento, de suerte que de allí en adelante no sólo no le pareció imposible poder por vía de fuerza dominar tan grande soberbia, sino que lo tuvo por muy fácil, emprendiéndolo en tiempo y modo conveniente[1333].
Pero había una nota preocupante: su estado de salud. No había sido mala durante la campaña del verano de 1544. Por entonces, la expresión que encontramos en sus cartas a su hijo Felipe era tranquilizadora:
Me hallo bueno…
Tal escribiría desde su campo sobre Saint Dizier a mediados de agosto de 1544, en plena campaña contra Francisco I de Francia[1334].
Pero llegó el húmedo diciembre y pronto se resentiría la frágil salud del César, acaso porque Carlos V no era solo un gotoso, sino también un reumático. Estando en Gante sufriría un fuerte ataque, que anotaría como su undécimo ataque de gota, a la que por primera vez trataría de combatir poniéndose a dieta[1335]. Posiblemente, insistimos, no se trataba de gota sino de ataques reumáticos. Los que los hemos sufrido parece que leemos la descripción de nuestros propios males:
me dio la gota en un rodilla —escribía Carlos V a Felipe II desde Gante, a mediados de diciembre— y después en la mano y muñeca derecha, tan recio que los primeros días me tuvo con harto desabrimiento y trabajo…[1336]
Eso le llevaría al lecho. Mejoraría y volvería a tener una recaída aún más severa, de lo que se lamentaría con su hijo:
A los 15 del dicho me hallaba entonces más aliviado y empezaba a levantarme, después tornó el dolor de la gota en el brazo y espalda isquierda tan recio que cierto me tuvo algunos días en gran trabajo y sentimiento y de manera que casi no me podía menear, ni sufrir que me tocasen, pero con los remedios que se han usado y con haberme purgado quedo, a Dios gracias, levantado y en buena dispusición y parece se va afirmando y continuando la salud, aunque con flaqueza y nescesidad de convalescer[1337].
Evidentemente, eso no podía menos de afectar a la toma de decisiones políticas, en particular porque en los momentos agudos de la enfermedad todo quedaba bloqueado. El propio Carlos V lo reconocería de ese modo a su hijo en postdata autógrafa a su carta del 13 de enero de 1545, escrita a duras penas y haciendo un gran esfuerzo porque había una buena noticia que celebrar: el embarazo de su nuera, la princesa María Manuela de Portugal:
Hijo, este correo se despacha no con la priesa que convenía mas con la que mi indispusición ha dado lugar, la qual es tal que aún no me la da para responder a vuestras cartas, lo qual haré desde Bruselas, donde placiendo a Dios me partiré después de mañana, para ver si me irá mejor allá que acá. Tampoco scribo a mi hija, la Princesa, por la misma causa, y porque ha mucho que ella no tiene recebida carta mía, haced mis disculpas. Sea mucho enhorabuena su preñado, del qual me he holgado como es razón; habéislo hecho mejor de lo que yo pensaba, porque os daba otro año de término. Plega a Dios de alumbrarla y os enderece en todas vuestras cosas como lo desea vuestro padre.
Yo el Rey[1338].
La dieta alimenticia le alivia, y él mismo lo reconoce[1339], pero no será constante y el mal vuelve, otra vez en diciembre[1340].
Un mal que le hace añorar España. Aún tiene que atender a las cosas de Germania, pero su mente está ya pensando en el asentamiento definitivo en su patria de adopción. Así hablaría de
otras cosas forzosas y muy importantes, que convienen en todo caso dexar remediadas para poder estar y residir en esos Reinos, sin tener necesidad, si fuese posible, de volver a salir más dellos, que según me hallo, ya veis el trabajo y desasosiego que me causaría[1341]. Con este continuo quebrantamiento de sus fuerzas físicas, pero animoso y confiado en que era la ocasión propicia para resolver el magno problema religioso del Imperio, Carlos V abandonó los Países Bajos a principios de mayo de 1545. El 5 entraba en Aquisgrán y el 15 en Worms.
Estaba decidido al empleo de la fuerza si fallaban las negociaciones, de las que poco se fiaba. Para entonces, ya había recibido la promesa de Paulo III de apoyo efectivo, en hombres y en dinero.
¡Gran alarma en España!
Beso las manos a V. M. —le escribiría el Príncipe— por lo que manda avisar del estado de los negocios públicos y de lo que se ha tractado con el Papa, y de la buena voluntad y conformidad que en él se halla para seguir y ayudar a V. M., specialmente en la buena reduçión y remedio de los desviados de la fe, que tanto conviene a la Christiandad, en lo qual V. M. haurá tenido y terná delante las consideraciones y buen parescer que tan grande y arduo negocio requiere. Y de acá no podemos decir más de suplicar a Nuestro Señor que dé a Su Santidad y a V. M. tan camino, medios y fuerzas como son menester para tan grand remedio, y acordar a V. M. que mire mucho, como se cree que lo hace, lo que en esto emprenderá, para que sea con la seguridad y fuerzas que para su buena salida son menester, que aunque sea bien usar, como V. M. dice, de la voluntad y ayuda que agora ofesce Su Santidad, estas cosas a las veces suelen faltar, y después el peso y el trabajo de todo podría quedar sólo a V. M.[1342].
Tan madura reflexión del joven Príncipe, que además saldría tan cierta, no cabe achacársela a él sino más bien a Cobos, el veterano ministro de la Corona, ya que Tavera hacía poco que había muerto.
Pues, en efecto, Tavera, el viejo ministro de tantos años, el puntal más firme del Consejo que Carlos V había dejado junto a su hijo, había fallecido. Dejaba vacante nada menos que el arzobispado de Toledo y el cargo de mayor confianza de la Corona: la presidencia del Consejo de la Inquisición. Todavía, cuando los funerales celebrados por la princesa María Manuela, se encontraba bien. Y, de pronto, unas ligeras calenturas («livianas») inician su galopada y dan cuenta de él en una semana.
Una gran pérdida para España que el Príncipe notificaría a su padre:
El día que se acabaron las honras de la Princesa le sobrevino al Cardenal de Toledo una calentura tan liviana que no se pensó que fuera nada, después le fue cresciendo de manera que le acabó en siete días, y al primero deste por la mañana fue Nuestro Señor servido de llevársele para sí, de que me desplugo, aunque acabó muy bien, porque V. Mag. perdió en él un muy gran servidor y yo le quería mucho por esto, y su autoridad y experiencia ayudaba mucho en los negocios…[1343]
Un personaje difícil de reemplazar. Y en poco tiempo se sucederían, como veremos, las de los otros dos en quienes tanto confiaba Carlos V: Cobos y Zúñiga.
Una nueva etapa se abría para el Príncipe, mientras el Emperador se aprestaba a intentar aquella restauración de la unidad de la Cristiandad quebrantada por Lutero. Eso suponía, de nuevo, afrontar una nueva guerra. Ahora bien, no sin antes apurar las negociaciones para llegar a un acuerdo religioso, tanto en la Dieta de Worms de 1545 como en la de Ratisbona de 1546, a las que hay que añadir el coloquio religioso de Ratisbona, intentado por Carlos V a principios de 1546. La Dieta de Worms se abrió el 15 de diciembre de 1544, pero sus sesiones no tuvieron lugar hasta marzo del siguiente año, prolongándose hasta el 4 de agosto. La cuestión palpitante era la del Concilio de Trento, ya convocado por bula de Paulo III, tras el consistorio cardenalicio del 14 de noviembre de 1544, para el 15 de marzo de 1545. La proposición imperial leída a la Dieta el 24 de marzo de 1545 suponía una seria advertencia para Roma: en caso de que la Dieta terminase sus sesiones sin que el Concilio iniciase las suyas, para remediar de una vez los abusos denunciados y llevar a cabo una verdadera reforma de las costumbres, sería convocada una nueva Dieta imperial que entendería en tales cuestiones, en lo referente a Alemania[1344].
Pero el ambiente no era nada propicio para el diálogo, empezando por la actitud de los grandes heresiarcas, todavía vivos. Pues, tanto Lutero como Calvino habían compuesto sendos y violentos ataques contra el Papa y el Concilio. Detrás de Lutero estaba Federico de Sajonia, como una muestra de la posición de los Príncipes protestantes frente al Concilio. Aquellos libelos, cuyas injurias llegaban a términos increíbles, fueron impresos y repartidos profusamente por los protestantes en la misma Dieta de Worms. Era bastante para dar idea al Emperador de lo que podía esperar de los medios pacíficos.
El 16 de mayo entraba en Worms y al día siguiente lo hacía el cardenal Farnesio, enviado especial de Paulo III. Es entonces cuando Carlos V inicia con Roma unas negociaciones secretas.
Farnesio llevaba una embajada de buena amistad, con oferta de 100.000 ducados para que fueran destinados en la guerra contra el Turco, los cuales fueron depositados en Augsburgo. Sin duda, Paulo III quería atraerse al Emperador para que se mostrara benévolo con sus proyectos de tan marcado nepotismo en favor de su hijo Pedro Luis; probablemente esperando también el apoyo imperial en los problemas que trajese consigo el Concilio. El asombro del cardenal Farnesio fue grande cuando Carlos V y su hermano Fernando le declararon sus propósitos bélicos:
en vista de que los modos y medios suaves y de concordia no tenían lugar y la obstinación e insolencia de los protestantes iba creciendo cada día, de suerte que ya no se podía sufrir…[1345]
Por lo cual, y para dominar la situación por las armas, como estaban dispuestos, pedían la ayuda del Pontífice, dado que iban a reducir la herejía en el Imperio. Con gran asombro oyó el cardenal Farnesio aquella propuesta de Carlos V por cuanto en Roma se tenía por imposible que el César se atreviera a enfrentarse con la Liga de Schmalkalden; de tal modo que no traía poderes suficientes para cerrar aquellos tratos[1346]. Hubo de volverse a Roma, queriendo ser él mismo el mensajero de tan importante misión, para recabar de Paulo III los poderes suficientes. Pero aunque el Emperador había insistido en que se guardara el mayor secreto, a Farnesio le fue imposible conseguirlo. En efecto, al conocer los proyectos imperiales, Paulo III llamó a consistorio, donde se debatió ampliamente por los cardenales el pro y el contra de la alianza que ofrecía el Emperador. Al fin se aceptó: se concedería a Carlos V una ayuda económica de 200.000 ducados —en los que iban incluidos los 100.000 depositados en Augsburgo por el cardenal Farnesio— y una ayuda militar de 12.000 infantes y 500 caballos ligeros, pagados por cuatro meses. Juntamente con esto, Carlos V podría recoger 400.000 ducados de la mitad de las rentas anuales del clero español y otros 500.000 enajenando bienes monacales, también españoles[1347]. El cardenal Farnesio fue designado legado, y su hermano, gonfaloniero de la Iglesia,
y luego se nombraron la mayor parte de los capitanes y se tocaron los atambores para juntar gente de guerra, publicando que iban a esta santa empresa y a tomar venganza del Saco de Roma[1348].
Como no podía ser menos, pronto llegaron a Alemania rumores poniendo en gran alarma a los Príncipes protestantes. Por otra parte, faltaban aún muchos cabos por atar, en particular el de la alianza con Baviera, cuyo Duque se mostraba reacio. Carlos V aplazó su empresa para el año siguiente, enviando el 6 de julio a su sumiller Andelot con orden de indicar en Roma por qué juzgaba el Emperador necesario diferir la guerra. Andelot debía, además, indicar a Paulo III la conveniencia de que el Concilio no iniciara sus sesiones en momento que pudiera precipitar la ruptura de la paz en Alemania, antes de que se hallase preparado para afrontarla, y asimismo, que dedicara su atención en primer lugar a la reforma de la disciplina eclesiástica y a cortar los abusos contra los que clamaba la Cristiandad, antes de proceder al examen del dogma.
Un decreto imperial convocaba a teólogos católicos y protestantes en la ciudad de Ratisbona, donde se había de proseguir la Dieta. Mientras, seguían los preparativos de guerra. Se aseguraba la frontera húngara mediante una tregua con el Turco, firmada en noviembre de 1545, gracias en parte a la mediación de Francisco I. Y como en septiembre de aquel mismo año había muerto el duque de Orleans, lo que ponía otra vez sobre el tapete la cuestión de la paz con Francia, la diplomacia imperial abre negociaciones en París sobre una posible boda del príncipe Felipe —ya viudo de María Manuela de Portugal— con la princesa Margarita de Valois.
Al fin, el 13 de diciembre de 1545 abría sus sesiones el Concilio de Trento, bajo la presidencia de los legados pontificios Del Monte, Cervino y Pole. Estaba en marcha aquella magna asamblea de la Iglesia, por la que tanto había batallado el Emperador y que había de ser decisiva para el afianzamiento del catolicismo en Europa frente a la Reforma.
Por su lado, la Liga de Schmalkalden se reunía en Francfort, entre diciembre de 1545 y febrero de 1546. Felipe de Hesse patrocinaba prepararse para la guerra, sin lograr convencer al Príncipe Elector de Sajonia, Juan Federico, que no creía en los propósitos bélicos de Carlos V.
El César, no teniendo aún a punto su ejército, se decidió a entrar en Alemania con escasísima escolta. Era como ponerse a merced de los Príncipes protestantes, cuyos territorios había de atravesar y que se hallaban mucho mejor armados. Se fiaba sin duda del prestigio que tenía la dignidad imperial y que ninguno se atrevería a tal desacato a su persona. Por otra parte, esa podía ser la mejor prueba de sus intenciones pacíficas. Así pudo enfrentarse con los enviados de los Príncipes protestantes, que habían acudido a Maastricht para preguntarle sobre sus proyectos, porque
habían sido advertidos que Su Majestad venía a mano armada a Germania, cosa nueva y que mucho escandalizaba a la mayor parte de ella… Carlos V les hizo ver el escaso acompañamiento militar que llevaba, asegurándoles que su deseo era remediar las cosas del Imperio por medio de la concordia y no de la guerra, si ello le era posible; y en sus Memorias insiste en la sinceridad de sus palabras[1349]. Era lo mismo que había prometido a su hermana María, antes de despedirse de ella en Flandes[1350].
Ahora bien, conforme a sus temores, el coloquio religioso de Ratisbona fracasaba totalmente, por abandonar la ciudad los teólogos protestantes. La Dieta de Ratisbona, abierta en junio, amenazaba con iguales resultados. Y la conducta rebelde de la Liga de Schmalkalden se manifestaba por la ausencia de sus miembros.
La tensión crecía en Alemania.
En aquella situación, Carlos V supo aprovechar bien el tiempo. El 6 de junio firmaba una alianza secreta con la Casa Wittelsbach de Baviera. El Duque bávaro se comprometía a poner a su disposición sus dominios. No le enviaría soldados, pero eso era suficiente para la libertad de acción que precisaba en la región danubiana. El 7 de aquel mismo mes aceptábala ayuda de Paulo III, casi en los mismos términos propuestos el año anterior: 12.000 infantes y 500 caballos ligeros, pagados por el Papa durante seis meses; 200.000 ducados, la mitad de las rentas anuales eclesiásticas de España —por una vez— y 500.000 ducados a sacar de la venta de bienes monacales españoles.
Era hora. En aquel mismo mes firmaban Francia e Inglaterra la paz de Guines. Eso, sin duda, complicaba las cosas y hacía mucho más indeciso el resultado de la empresa. Antes de aquella paz se temía en España que Francisco I renovase la guerra; temores no compartidos por Carlos V, que ignoraba que Francisco I ya había enviado una sustanciosa ayuda económica a los Príncipes alemanes de la Liga de Schmalkalden. ¿Acaso podía contemplar Francia la ruina de la Liga de Schmalkalden, a la que consideraba como su natural aliada? Cuánto pesaría tal consideración en el ánimo de los políticos franceses no tardaría en comprobarse, si bien no ya con Francisco I, ya acabado y próximo a la muerte, sino con su hijo y sucesor Enrique II[1351]. Sin embargo, el Emperador estaba decidido a correr todos los riesgos. El 20 de julio, un decreto imperial declaraba como proscritos al príncipe elector Juan Federico de Sajonia y al landgrave Felipe de Hesse.
La guerra contra la Liga protestante alemana era un hecho.
La diplomacia imperial había trabajado activamente para atraerse a buen número de aliados entre los Príncipes alemanes, incluidos no pocos de los protestantes; entre ellos los Príncipes de las Casas ducales de Wittelsbach y de Clèves, cuyos representantes desposaron con dos hijas del rey de Romanos, precisamente en aquellas jornadas de Ratisbona que antecedieron a la guerra. Al mismo tiempo se declararon por el Emperador los margraves Hans de Brandemburgo-Kustrin y Alberto Alcibíades de Brandeburgo-Kulmbach, el duque Erick de Brunswick-Kalemberg y el hijo del famoso Sickingen, que había muerto veintitrés años antes en lucha con Felipe de Hesse. El príncipe elector Joaquín de Brandemburgo había prometido su neutralidad. Y, finalmente, el ambicioso Mauricio de Sajonia se había unido a la suerte del Emperador, pese a su estrecho parentesco con los principales caudillos de la Liga de Schmalkalden. La ambición había sido aquí más fuerte que los sentimientos religiosos. Era muy antigua la rivalidad entre las dos Casas de Sajonia, las ramas ernestina y albertina. Tanto Juan Federico como Mauricio codiciaban los obispados de Magdeburgo y Halberstadt. Pero el supremo argumento imperial para seducir al duque Mauricio fue la promesa del electorado sajón. En cuanto a la cuestión religiosa, Mauricio se comprometía, con algunas limitaciones, a aceptar lo que dispusiera el Concilio de Trento, poniéndose bajo la protección del Emperador.
¿Con qué fuerzas contaba Carlos V? Para la campaña de 1546 llegó a juntar un ejército en torno a los 65.000 soldados, ligeramente inferior al que tenía la Liga de los Príncipes protestantes. Se trataba de unas tropas multinacionales, en claro contraste con el germánico de la Liga protestante, como puede apreciarse por el siguiente cuadro[1352]:

Infantería

Alemanes20.000
Italianos12.000
Flamencos10.200
Españoles10.000
Total52.200

Caballería

Alemanes5.000
Flamencos5.000
Italianos500
Total8.500

Artillería

48 piezas, para las que hay que calcular un servicio aproximado de 200 carros, 2.000 caballos y otros tantos artilleros

 
La participación española era superior de lo que podría deducirse por la comparación de las cifras citadas, pues la infantería española solo admitía entonces comparación con la suiza. Su lealtad la hacía doblemente valiosa a los ojos del Emperador, y así lo pudo comprobar Carlos V a lo largo de las dos campañas sucesivas del Danubio y del Elba. Los italianos que pagaba Paulo III actuaban solo durante una campaña; pero ya a mediados de octubre comenzaron las deserciones. A lo largo del invierno desertaron también no pocos alemanes y flamencos, de forma que en la campaña del Elba (primavera de 1547), el ejército imperial no pasaba de 25.000 soldados, de los que por lo menos una tercera parte eran españoles y su nervio indiscutible. En cuanto al soporte económico, ya hemos indicado cuánta importancia tenía la ayuda española. No solo cooperó con las cantidades señaladas, así como con las votadas por las Cortes de Castilla, sino que incluso acudió con un fuerte préstamo otorgado por los Grandes, las ciudades y el clero[1353].
La mayor desventaja de Carlos V, en especial durante las jornadas iniciales de la guerra, estribaba en lo sumamente alejado que estaba de sus principales bases militares. Los soldados procedentes de los Países Bajos habían de pasar el Rhin, línea militarmente ocupada por la Liga de Schmalkalden. Los italianos que enviaba Paulo III habían de franquear los Alpes, lo mismo que los tercios españoles de guarnición en Lombardía y Nápoles. Los alemanes se reclutaban con mil dificultades, por la proximidad de los territorios protestantes. Más facilidad tenían los soldados españoles que defendían Hungría, siendo los primeros que alcanzaron la Corte imperial, donde llegaron en el mes de julio mandados por don Álvaro de Sande[1354].
¿Cuál era el soporte económico del Emperador? Aparte del apoyo pontificio, en dinero contante y en facilidades para obtenerlo de la Iglesia española, Carlos esperaba obtener socorros principalmente de Castilla, pero también de Nápoles y de los Países Bajos. María de Hungría, su hermana, le mandaría 300.000 ducados desde Bruselas[1355]. En Castilla se llegaría al extremo, después no pocas veces repetido, de acudir a los préstamos a particulares: a la alta nobleza, al alto clero y a los hombres de empresa, aquí personalizados en los mercaderes de Sevilla y de Burgos. La relación que custodia Simancas nos permite comprobar la valoración que hacía la Corte de las grandes fortunas del reinado. A los más opulentos nobles, como los duques de Medina-Sidonia y del Infantado, se les pedía 10.000 ducados, al igual que al Almirante de Castilla o al conde de Benavente. Del alto clero solo el arzobispo de Sevilla tenía asignada tan elevada cantidad, pues la reciente muerte del cardenal Tavera dejaba fuera de juego al arzobispado de Toledo. En cuanto a los mercaderes, se esperaba más de los de Sevilla, a los que se les pedían 30.000 ducados frente a los 20.000 asignados a los burgaleses[1356]. Era un procedimiento mal visto en el país que ponía en evidencia la fragilidad de la Hacienda imperial.

§. La guerra en 1546
Pese a la notoria ventaja que tenían sobre el Emperador, los Príncipes de la Liga no se atrevieron a sorprenderle mediante un ataque directo sobre Ratisbona, en los primeros días de la guerra. Se limitaron, por lo pronto, a una mera labor estratégica, para encerrarle en la región danubiana. Vigilando los pasos del Rhin, esperaban rechazar al conde de Buren, que mandaba las fuerzas de los Países Bajos. Adelantándose al Emperador en el sur, confiaban al propio tiempo en dominar los pasos alpinos e impedir la llegada, tanto de las tropas pontificias como de los tercios españoles de Lombardía y Nápoles. En ese forcejeo inicial se puede decir que estribó la esencia de la campaña danubiana de 1546.
La propaganda imperial destacaría por todos los medios que la guerra se hacía no por motivos religiosos, sino políticos. Precisaba hacerlo así Carlos V porque algunos de sus aliados eran protestantes y buena parte de sus levas alemanas estaban sacadas de territorios asimismo notoriamente protestantes. El intento de Carlos V era reducir la herejía, pero hace la guerra so color de castigar a algunos príncipes rebeldes —el elector sajón y el landgrave de Hesse—, y así se lo dice a su hijo Felipe II[1357] mientras a los representantes de la Liga que le preguntaron en Ratisbona si era cierta la fama que corría de que se preparaba para la guerra, les contestó
que él no quería hacer la guerra si no era forzado a conservar su autoridad, contra la cual veía que cada día se atentaba y trabajaba por abatirla[1358]. Por su parte, la Liga desencadenaría una propaganda muy activa contra el Emperador, tildándole de extranjero. Carlos V, en aquellas hojas volanderas difundidas con profusión por casi toda Alemania, ya no era sino Carlos de Gante, o bien el español. Y cuando sus fuerzas marcharon sobre los pasos alpinos en el verano de 1546, proclamaron que querían impedir la entrada en el Imperio de fuerzas extranjeras, tratando así que su causa religiosa se convirtiese en causa nacional:

publicaron —informaría Carlos V a su hijo— que iban a estorbar el paso a los que han de venir de Italia…
Esto es, a los tercios viejos españoles y a los italianos mandados por Paulo III. Y añadían:
por no consentir que en sus tierras entren gentes extrañas a hacerles la guerra…[1359]
Por lo tanto, ya tenemos un nuevo factor entrando en juego: el nacionalista. Cuando un lustro después se propague que el príncipe Felipe, español de cuna y formación, aspira al Imperio, ese factor sería decisivo y la gran protesta germana se pondrá en movimiento.
Ahora bien, ambas partes buscaron apoyo en el exterior, pues si Carlos V había conseguido la de Paulo III, la Liga obtuvo la de Francia, aunque solo económicamente: 100.000 escudos facilitados por Francisco I, que les habían ayudado a levantar su ejército[1360].
La guerra tendría dos fases: la campaña del Danubio, realizada en el verano y otoño de 1546, y la del Elba, librada en la primavera de 1547. En cuanto a la campaña por el dominio del Danubio, había para Carlos V un problema previo: el de la concentración de sus fuerzas, que le tenían que llegar de tan distintas y tan distantes partes: de rincones alejados de Alemania, de Flandes, de Italia, de Hungría… Incluso en España se hacían levas para sustituir a los tercios de guarnición en Italia. Ahora bien, aquella dificultad del Emperador estaba contrarrestada por una asombrosa pasividad reinante en el campo de la Liga. Según la doctrina luterana, solo era lícita una defensa pasiva. Debido a ello no se decidieron a ir contra el Emperador en los primeros días de julio, cuando Carlos V no podía oponer más que muy escasas fuerzas a las por ellos reclutadas. También influyó el temor de la Liga a que una invasión de Baviera arrojase al duque Guillermo de Wittelsbach en las filas imperiales; en lo que se echa de ver la importancia de haber guardado en secreto el pacto firmado el 7 de junio entre las Casas de Austria y Wittelsbach.
Al desencadenar los de la Liga su ataque contra los pasos alpinos, solo contaba Carlos V con el tercio español de don Álvaro de Sande, que había acudido desde Hungría a marchas forzadas, las coronelías reclutadas en Alemania por Madruzzi y Renspurg y 700 caballos; en total, un pequeño ejército que no pasaba de los 9.000 hombres, sin nada de artillería.
Poco a poco, aquella desventajosa situación que condenaba al Emperador a una peligrosa inactividad, fue mejorando.
Utilizando otros pasos alpinos —el Tarvis, el Splügen— fueron llegando los tercios viejos procedentes de Nápoles y Milán, así como las tropas pontificias, estas bajo el mando de Octavio Farnesio.
A su vez los protestantes, dirigidos por Schertlin, ocupaban Donauwörth, posición fortísima sobre el Danubio, donde se concentraban todas las milicias de la Liga de Schmalkalden. A fines de julio se hallaban allí el príncipe elector Juan Federico de Sajonia y el landgrave de Hesse con sus tropas en pie de guerra que, unidas a las reclutadas por las ciudades protestantes de la Liga, ascendían a unos 90.000 infantes, 10.000 caballos y 100 piezas de artillería, lo que constituía un poderoso ejército para aquellos tiempos, y desde luego, infinitamente superior al que tenía entonces junto a sí el Emperador. Supo Carlos V que sus enemigos pretendían ocupar la ciudad de Landshut, en Baviera, lo que hubiera supuesto cortar sus comunicaciones con el sur.
El Emperador, comprendiendo que de la unión de todas sus fuerzas estribaba el éxito de la campaña, decidió afrontar el riesgo, pues
se había propuesto y asentado dentro de sí el quedar emperador de Alemania vivo o muerto[1361].
Y así, salió de Ratisbona y ocupó Landshut. Allí hizo su capitán general al duque de Alba, quien organizó la defensa de la ciudad, en previsión de un ataque protestante, antes de que llegaran los refuerzos italianos y españoles que se esperaban. El ejército de la Liga penetró a su vez en tierras de Baviera, en dirección a Ingolstadt. Y como una costumbre de los tiempos medievales, el Príncipe Elector y el Landgrave enviaron a Carlos V una carta ofensiva por conducto de un trompeta y un paje. Era declaración oficial de guerra.
A mediados de agosto Carlos V había recibido los fuertes refuerzos de tropas pontificias y españolas. Ya su ejército ascendía a cerca de 45.000 soldados, con el que se podía intentar alguna empresa de provecho.
Un veterano de casi todas las campañas imperiales dejaría claro testimonio de ello:
Ya había en nuestro campo forma de ejército… [con] harta buena caballería…; mas la infantería no la he visto tal a mi parecer, porque yo vi los alemanes que Su Majestad llevó a Viena, cuando fue contra el Turco, y éstos que agora llevaba eran mejores, y vi los españoles que allí iban entonces, y éstos eran mejores; y ansimismo los italianos, y ésta era más hermosa banda. También vi los alemanes, españoles e italianos que Su Majestad llevó a Túnez, y los que después llevó a Provenza, y los que después llevó a Güeldres, y hizo retirar al rey de Francia con su campo de Cambrasi; mas no me parece que ninguna de las bandas de aquellas tres naciones se igualase con éstas de agora, por buenas que eran. Lo mismo dicen los que con el Emperador se hallaron en la guerra de Sandesi [campaña de 1544] y vieron el campo que en ella tuvo, y parece ser que estos soldados eran mejor gente que la otra, aunque era muy escogida, lo cual yo no vi por estar ausente[1362].
Ante sí tenía el César un objetivo muy concreto: enlazar con las fuerzas que mandaba la reina María desde los Países Bajos, que constituía un buen contingente de cerca de 20.000 soldados, entre los que iban cuatro banderas españolas.
La campaña del Danubio de 1546 se caracterizaría por una serie de marchas y contramarchas, en la que el ejército imperial, mandado por el duque de Alba, demostró poder equiparar su inferioridad numérica con una superior concepción táctica. Sin abandonar la línea del Danubio, yendo y viniendo entre Ingolstadt, Neuburg y Donauwörth, colocando siempre el ejército en disposición ventajosa para el combate, dio oportunidad al conde de Buren para cruzar el Rhin por Bingen, cerca de Maguncia, avanzar a través del Estado de Württemberg, burlando las fuerzas contrarias, y unirse finalmente al Emperador en su campamento cercano a Ingolstadt, el 15 de septiembre. En todo aquel tiempo el propósito de Carlos V había sido estar lo más cerca posible del ejército enemigo, a fin de proteger el avance del conde de Buren. Tenía determinado —dice en sus Memorias—, yendo por detrás de los protestantes, hacer jornadas tan adecuadas y ocupar siempre posiciones tan fortificadas, que los protestantes no pudiesen pelear con el Conde sin que súbito no tuviesen también que venir a las manos con Su Majestad; o, si virasen sobre Su Majestad, que el Conde quedase con el camino libre y desembarazado para poder venir a reunirse con Su Majestad[1363]. La parte principal de la campaña del Danubio estaba realizada.
El Emperador había dado constantes muestras de un sereno valor, manteniéndose al frente de sus tropas en toda aquella serie de marchas y contramarchas, y sufriendo con ellas el efecto del fuego enemigo. Notable fue, a este respecto, la acción artillera desplegada en una ocasión por el ejército protestante sobre el imperial, que lo soportó estoicamente en campo raso, animado por el ejemplo del César.
Carlos V dejaría constancia de aquella proeza en sus Memorias. El caso no era para menos:
desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde arrojaron de ochocientos a novecientos kilos de artillería gruesa, cosa hasta aquel tiempo nunca vista, pues hasta entonces ninguna gente de guerra había sufrido ser de tal modo batida en tierra llana, sin que las trincheras la protegiesen, lo que sin embargo los soldados del Emperador aguantaron y sufrieron tan bien que en ninguno se vio temor…[1364]
Fue el Emperador el primero en arrostrar el peligro del fuego artillero enemigo, lo que le hizo muy popular entre sus soldados. Entonces circularon aquellas alabanzas en lengua alemana sobre el nuevo César que nos recoge Brandi:
Der Kaiser ist ein ehrlich Mann[1365]
Sí, un hombre de honor porque siempre estaba el primero a la hora del peligro, siempre dando ejemplo, siempre animoso a la hora del combate. Con él, la victoria parecía segura:
Da sprach der edle Kaiser gut:
«Wir wölln uns nit ergeben»[1366].
Superado aquel duro enfrentamiento artillero, en el que la Liga era superior, el ejército imperial fue mejorando sus posiciones, ocupando a fines de septiembre sin demasiadas dificultades las ciudades de Neuburg y Donauwörth, haciendo más fuerte su posición sobre la línea básica del Danubio. Pero el otoño se mostró muy crudo, haciendo padecer a los dos ejércitos. El 18 de octubre abandonó el cardenal Farnesio el ejército imperial, y con él no pocos de los soldados que pagaba el Papa. Las bajas y deserciones minaron la eficiencia del ejército imperial. Carlos V se veía con escasez de medios. Él mismo sufrió un violento ataque de gota en un pie, a consecuencia probablemente de las humedades sufridas, teniendo que cabalgar con la pierna enferma y puesta sobre un lienzo[1367]. La inclemencia del tiempo empezó a hacerse sentir, con lo que la vida del ejército, en campamentos a veces inundados de agua y lodo, se hizo muy penosa. Sin embargo, Carlos V se mantuvo en campaña porque sabía que la Liga pasaba por dificultades semejantes. Esperaba también noticias del norte, pues se había proyectado un ataque conjunto de su hermano Fernando, rey de Romanos, y del duque Mauricio de Sajonia contra las tierras del príncipe elector Juan Federico. Ese ataque se efectuó a principios de noviembre. Pretendía con ello Carlos V escindir el campamento de la Liga, obligando a Juan Federico a salir con sus fuerzas para defender su propio Principado amenazado.
En aquellas condiciones, cuando la época del año impedía ya librar una gran batalla, el triunfo de la campaña había de ser para aquel de los dos contendientes que aguantase más tiempo en pie de guerra y a campo abierto, sin pensar en el descanso de los cuarteles de invierno. En una palabra, el triunfo sería del más tenaz. Y Carlos V pronto demostró serlo. Pese a sus achaques, no consintió en abandonar el campamento. Se le veía constantemente animando a sus soldados. El duque de Alba organizó entonces el único sistema que podía mostrarse eficaz: el de las pequeñas acciones de sorpresa, el de las «encamisadas» nocturnas y otros parecidos ardides de guerra, con el que mantenía a un tiempo alto el espíritu de sus tropas y amilanaba no poco el de las contrarias. En aquel terreno se mostró utilísima la infantería española, tan ducha en tal tipo de guerra.
Y así fue cómo el triunfo de la campaña del Danubio quedó para el Emperador. El Landgrave entró en negociaciones, las fuerzas protestantes comenzaron a dispersarse y, finalmente, el príncipe Juan Federico abandonó la lucha con todas sus fuerzas, para volver a Sajonia. El sur de Alemania quedaba para Carlos V. Las ciudades de Suabia se le rindieron, de forma que pudo despachar al conde de Buren con sus hombres a los Países Bajos y acuartelarse por unos días en Rothenburg.
La campaña del Danubio había terminado.
Ello no había sido sin riesgo. La crudeza del tiempo había sido extraordinaria. He aquí cómo relata el estado del campo en una de las últimas jornadas de 1546, un testigo presencial, el caballero Ávila y Zúñiga:
Era ya amanecido y día claro, mas la nieve que había caído desde antes que amaneciese y caía entonces era tan grande, que estaba sobre la tierra de dos pies en alto, y desta causa toda nuestra infantería estaba tan fatigada y tan esparcida, buscando dónde calentarse, por ser el frío terribilísimo, que eran gran lástima vella; y los caballos estaban muy trabajados de la mala noche, porque allí no habían tenido qué comer y toda ella habían estado ensillados…[1368]
El momento crítico resultó cuando la retirada del enemigo dio al ejército de Carlos V la ilusión de que la primera campaña había terminado. Casi todos sus capitanes fueron de opinión que el ejército invernase sobre Nördlingen y las otras plazas conquistadas en la línea del Danubio. Pero el Emperador, teniendo noticia de que el propósito de los protestantes era ocupar Franconia, para hacerse allí con los recursos de sus obispados, con lo que volverían a rehacerse y quedaría en nada todo el esfuerzo hasta allí hecho, no lo consintió. Y así se puso con todo su campo sobre Rothenburg, cortando el camino de Franconia a los protestantes y obligándoles a retirarse.
En toda esta serie de marchas y contramarchas no se libró ninguna verdadera batalla entre los dos ejércitos. Eso fue de verdadera importancia para el Emperador, que se hallaba con muchas mayores dificultades que sus enemigos para rehacer su ejército. Prácticamente, Carlos V operaba sin reservas. Una batalla, por lo tanto, cuando la fuerza de los Príncipes y de las ciudades rebeldes estaba aún tan entera, podía resultarle fatal, aun en caso de una victoria; tanto más si quedaba indecisa o si le era adversa. El éxito de la empresa estribó, precisamente, en obligar al enemigo a retirarse de la Alta Alemania, mientras el ejército de Carlos V seguía con toda su potencia bélica. Eso ponía a su merced a todas las grandes ciudades de la Liga: Ulm, Augsburgo, Francfort y Estrasburgo, sin contar las otras más pequeñas. Y a tres de los Príncipes más poderosos: el conde del Palatinado, Ulrico de Wurttemberg y el arzobispo hereje Herman de Wied, de Colonia.
La primera en iniciar negociaciones para su rendición fue la rica ciudad de Ulm, que, como las otras de la Liga, había sufrido mucho con la guerra, a causa de la paralización de sus negocios y del crecido gasto en el mantenimiento del ejército. No quería hacerlo sin antes recibir garantías muy expresas en materia religiosa, a lo que accedió Carlos V. Sin embargo, las negociaciones continuaron. En la Corte imperial, Granvela era un decidido partidario de la paz, y en tal sentido aconsejaba a su señor. Carlos V, a su vez, sabía la importancia de mostrarse clemente, porque de su rigor o clemencia estaban pendientes todas las demás ciudades rebeldes, y le importaba no entregarlas a la desesperación; ni estaba tan irritado contra las ciudades como contra los Príncipes, en particular contra Juan Federico de Sajonia y Felipe de Hesse. De esa forma, y después de concederle unas condiciones en cuestión religiosa parecidas a las que se habían estipulado para Mauricio de Sajonia y para los Hohenzollern de Brandemburgo, Carlos V consiguió la rendición de Ulm, que se efectuó el 23 de diciembre. Pocos días después, Buren —que había sido despachado por el Emperador, para que regresara con sus tropas a los Países Bajos— se apoderó al paso de la importante ciudad de Francfort del Main. En el mes de enero se entregaron Augsburgo y Estrasburgo; la primera, gracias a las negociaciones entabladas por los Fugger. Querían los de aquella ciudad que Carlos V perdonara, juntamente con ellos, a Schertlin von Burtenbach, el que había sido general de las milicias alzadas por las ciudades de la Liga y antiguo alabardero del Emperador; pero no lo pudieron obtener, y Schertlin hubo de exiliarse.
De los Príncipes, el conde Federico del Palatinado fue el primero en darse a la merced del Emperador. Y le importaba hacerlo con prontitud, pues tenía pendiente nada menos que la pérdida de su categoría de Príncipe Elector, que ambicionaba la casa de Wittelsbach. En los capítulos del tratado con Baviera, el 7 de junio de aquel año, firmado en Ratisbona, se había estipulado aquel cambio en caso de que el conde Federico mantuviera su rebeldía y hubiera que domeñarlo por la fuerza de las armas.
Notable destino el de aquel Príncipe. La vida le había enfrentado por dos veces con su señor. La primera cuando, hacía treinta años, había pretendido a la princesa Leonor, atrevimiento inaudito por el que no pasó Carlos V, para el que sus hermanas tenían un inconmensurable valor, como bazas seguras en su política dinástica. Y después de tanto tiempo, de nuevo el conde Federico se enfrentaba con su Emperador, y en materia más grave aún, como era la de ayuda armada a los protestantes rebeldes. Y ello pese a estar el Conde estrechamente unido a la Casa imperial, por su casamiento con Dorotea, la princesa danesa sobrina de Carlos V, hija de su hermana Isabel y de Cristián II de Dinamarca. Federico había sido educado en la corte borgoñona, había recibido constantes favores de Carlos y sido uno de los principales personajes de su Corte. Cuando Carlos fue elegido Emperador, el conde Federico le llevó la noticia, en embajada especial, a Barcelona, donde por entonces se hallaba el César. Con motivo de la defensa de Viena, en 1532, contra la amenaza de Solimán el Magnífico, Carlos le designó General en Jefe del ejército imperial. De ese modo, cuando el Conde pidió ser recibido estando el Emperador en Halle (Suabia), pudo Carlos V recordarle todos aquellos extremos en una recepción severa.
Primo —le reprendió el César—, a mí me ha pesado en extremo que en vuestros postrimeros días, siendo yo vuestra sangre y habiéndoos criado en mi Casa, hayáis hecho contra mí la demostración que habéis hecho, enviando gente contra mí en favor de mis enemigos, y sosteniéndola muchos días en su campo; mas teniendo yo respeto a la crianza que tuvimos juntos tanto tiempo y a vuestro arrepentimiento, esperando que de aquí adelante me serviréis como debéis y os gobernaréis muy al revés de como hasta aquí os habéis gobernado, tengo por bien perdonaros y olvidar lo que habéis hecho contra mí. Y así espero que con nuevos méritos mereceréis bien el amor con que agora os recibo en mi amistad[1369]
No cabía duda: el César quería vencer no solo con las armas sino también mostrándose generoso y clemente cuando la ocasión lo pedía, recibiendo y perdonando al antiguo servidor desleal. Fue una escena patética que impresionó a los presentes, como a Luis de Ávila y Zúñiga:
El Conde de nuevo comenzó a dar disculpas, a su parecer muy bastantes; pero las que al mío y al de los que allí estaban más lo eran, fueron las lágrimas y la humildad con que las daba; porque ver un señor de Casa tan antigua, primo del Emperador, y tan honrado y principal, aquellas canas descubiertas, las lágrimas en los ojos, verdaderamente era cosa que daba grandísima fuerza a su descargo y gran compasión a quien lo veía. De allí adelante Su Majestad le trató con la familiaridad pasada, aunque entonces le había recibido con la severidad necesaria[1370].
Otro fue el caso del duque de Württemberg, el mismo duque Ulrico que en el año 1519 había sido expulsado de su Ducado, y a quien las habilidades de Felipe de Hesse se lo habían devuelto por la paz de Kadan de 1534. Fernando, el rey de Romanos, que había tenido el dominio de aquel Ducado, presionó sobre su hermano Carlos para que se anulase lo acordado en la paz de Kadan, a la vista de la ayuda que el Duque había prestado a la Liga de Schmalkalden, como miembro de la misma que era. Para forzarle a la rendición hubo de conquistar el duque de Alba toda la parte llana de su Estado; pero Carlos V, sabiendo que toda Alemania estaba pendiente de sus actos, no quiso que se le achacase que hacía aquella guerra movido de pasiones particulares. Por otra parte, para tomar las principales plazas fuertes del Ducado habría sido preciso mucho tiempo; de ahí que el Emperador, deseoso de una rápida pacificación de todo el sur, accediese al perdón que le pedía el duque Ulrico, con la condición de que entregara tres de sus principales fortalezas y una contribución de guerra de 300.000 florines.
Otros resultados notables de aquella campaña del Danubio fueron el restablecimiento del catolicismo en el principado electoral eclesiástico de Colonia, con la deposición del arzobispo herético Herman de Wied, y el que uno de los más fieles aliados alemanes de Carlos V, el duque Enrique de Brunswick, recuperase su Ducado.
Aquellos sucesos ocurrían en el mes de febrero de 1547. Por entonces Carlos V, aquejado de un fuerte ataque de gota, se había detenido en Ulm para ponerse en cura.
No pudo reposar mucho tiempo. Noticias alarmantes del norte, con los éxitos conseguidos por Juan Federico de Sajonia sobre su hermano y sobre el duque Mauricio, hicieron comprender al Emperador que la lucha contra la Liga de Schmalkalden aún no había concluido.

§. La campaña de 1547
Al comenzar el año 1547, Carlos V, atormentado por la gota, envejecido prematuramente por las ingentes preocupaciones que le ocasionaban sus múltiples Estados y los trabajos de tantos caminos y de tantas jornadas bélicas en que se había visto obligado a empeñarse —a todo lo que habría que añadir el dañino régimen alimenticio, producto de las ideas de la época—, esperaba poder reposar, para reponerse de las últimas fatigas.
En principio creyó que la alianza de Fernando, su hermano, con Mauricio de Sajonia daría buena cuenta del príncipe elector Juan Federico, llevándole la guerra a sus Estados. Mas en contra de tales esperanzas, las noticias que le iban llegando daban cuenta de los éxitos inesperados del duque de Sajonia. En efecto, Juan Federico, desplegando gran actividad y dando muestras de una extraordinaria presencia de ánimo —en contraste con el abatimiento en que había caído la otra cabeza de la Liga de Schmalkalden, el landgrave Felipe de Hesse—, se había dedicado a reconquistar sus Estados, invadidos por Fernando y por Mauricio, y con tal fortuna, que se hizo incluso con casi todas las tierras de su primo, es decir, las de la Sajonia albertina.
En peligro no menor se halló Fernando, ante una peligrosa sublevación de sus vasallos bohemios, excitados por el carácter religioso de la guerra, tan cercana entonces a su frontera. Los utraquistas bohemios llegaron a pedir auxilio a Juan Federico. La muerte de su mujer, la reina Ana, debilitó más la posición de Fernando. Sus propias hijas eran tratadas como prisioneras en el castillo de Praga.
Para remediar aquella situación despachó Carlos V al margrave Alberto Alcibíades de Brandemburgo-Kulmbach con 2.000 caballos y unos 6.500 infantes; pero aquel refuerzo fue interceptado por Juan Federico. En la batalla de Rochlitz, a orillas del río Mulde, Juan Federico derrotó e hizo prisionero al Margrave. Fue un duro descalabro para las armas imperiales. Carlos V, al recibir la noticia, vaciló entre mandar otra parte de su ejército o acudir él en persona. Se hallaba tan enfermo de la gota, que en principio pensó en mandar al marqués de Marignano y a don Álvaro de Sande con sus hombres; pero comprendiendo lo grave que sería dividir su ejército, decidió hacer un esfuerzo:
viendo el inconveniente que podía resultar de la excesiva tardanza, de esa forma indispuesto, en litera y como pudo, se puso en camino…[1371]
Para ello le fue preciso despreocuparse de las mil llamadas que le venían de las partes más lejanas de sus Reinos. Ya no podía contar con la alianza de Paulo III, quien, al contrario, conspiraba contra él en toda Italia: en Génova como en Venecia, en Siena como en Nápoles. Pese a las súplicas de Carlos V, había retirado sus tropas del ejército imperial, e incluso había mostrado alegrarse de los éxitos de Juan Federico. Se había cumplido el vaticinio de quienes temían que Paulo III vería con gusto a Carlos V meterse en la empresa de la guerra contra los protestantes, para abandonarlo en el momento más crítico.
Tampoco eran tranquilizadoras las noticias que se recibían de Francia sobre las nuevas intrigas de Francisco I, de cuya muerte —ocurrida el 31 de marzo de aquel año— no tendría noticia Carlos V hasta el 10 de abril.
Estando scripto hasta aquí —escribía a su hijo Felipe— ha llegado correo de Francia en que nos avisan de la muerte del rey, y aunque entonces no se sabía nada si había alguna mudanza en las cosas, de lo que avisará el Embajador, todavía dice que piensa que el Delfín terná harto que hacer este año en poner en orden lo que toca a la gobernación y estado de su reino…[1372]
Había muerto el gran rival, el que había puesto tantos obstáculos en su camino; pero también aquel con quien, en más de una ocasión, creyó el César que podía hacer amistad. Y le sucedía en Francia, aquel príncipe Enrique que había estado recluido en Pedraza de la Sierra como rehén tras el Tratado de Madrid. No se podía, pues, confiar en él, y solo que durante un tiempo, como indicaba el Embajador imperial, los propios asuntos de Francia le mantuvieran sujeto.
En cuanto al ejército imperial, era muy inferior al que Carlos V había logrado reunir en su campaña del Danubio. No pudiendo contar ya ni con las tropas pontificias ni con los soldados de los Países Bajos, veía su infantería reducida a tropas exclusivamente alemanas y españolas. De las cuatro coronelías alemanas, dos habían sido dejadas de guarnición en Ulm y Augsburgo, mientras en Francfort quedaban doce banderas de los neerlandeses que mandaba Buren. Para completar aquel mermado ejército mandó hacer Carlos V otro regimiento alemán. Sus fuerzas, cuando abandonó Ulm, se pueden calcular en unos 25.000 infantes y 2.000 caballos. Llevaba consigo todos los españoles: los tres tercios que mandaban don Álvaro de Sande, Arce y Alonso Vivas, junto con las cuatro banderas del sitio de Boulogne, llevadas por Buren, fuerzas españolas que por las bajas sufridas en la anterior campaña, pueden cifrarse en unos 9.000 soldados.
A este pequeño ejército hay que sumar las tropas de Fernando, Mauricio y Juan de Brandemburgo —hijo del príncipe elector Joaquín—, que se reunieron con Carlos V en Eger. Todas estas eran exclusivamente de caballería.
Fernando llevó 1.700 caballos, de ellos 900 húngaros, caballería ligera muy apreciada. Mauricio, 1.000 y el margrave Juan de Brandemburgo 400. En total, 3.100 caballos. Con ellos juntó Carlos V un ejército de unos 25.000 infantes y 5.000 caballos. La proporción española venía a ser la de una tercera parte. Constituía la verdadera columna vertebral del ejército imperial y su acción sería decisiva en aquella campaña.
Pasó Carlos V la Semana Santa en Eger; transcurrida la cual, todo el ejército se puso en marcha en busca del enemigo, adentrándose en el corazón de Sajonia. Daba comienzo la campaña del río Elba.
Iba delante el duque de Alba con toda la infantería y alguna caballería, para limpiar el camino de los destacamentos dejados por Juan Federico, con tal arte, que no quedó ninguno que pudiera inquietar al Emperador. Era el deseo de Carlos V avanzar tan rápidamente, que pudiera sorprender al Príncipe Elector con el grueso de su gente y obligarle a la batalla que decidiera de una vez quién era el dueño de Alemania.
Tenía el Príncipe Elector consigo un ejército que no era inferior en número al imperial, con la ventaja de poder disponer de mayores reservas. Por eso su táctica era esquivar la batalla y gastar al ejército imperial en pequeños combates, haciéndole adentrarse en su territorio, hasta tenerlo a su merced. A mediados de abril se hallaba con su campamento cerca de Meissen, en la orilla derecha del río Elba, que a su crecido caudal ordinario sumaba el propio de la estación. Se creía, por lo tanto, a resguardo de un ataque por sorpresa.

§. La batalla de Mühlberg narrada por el propio Carlos V
Aquí sí que cuentan, más que nunca, las Memorias del Emperador, tantas veces citadas. Pues esas Memorias, aunque arrancando de los tiempos juveniles en los que Carlos se había hecho con el poder en Flandes, estaban pensadas para acabar como un diario de campaña, en el que se recogieran por menudo todos los detalles de la guerra de Alemania.
Con lo cual, Carlos V seguía más que nunca el modelo de Julio César.
¿Cómo vio, cómo sintió, cómo vivió Carlos V la última campaña, la del año 1547? Estaba tan orgulloso de lo conseguido que nos lo dirá con detalle.
Empieza por recordar que, sin darse descanso, en el mes de abril se puso con todo su ejército a perseguir al que mandaba el duque Juan Federico de Sajonia.
Durante nueve días mantuvo esa persecución, al cabo de los cuales ordenó Carlos V acampar para dar descanso a los suyos, cerca del río Elba; pero mandando a la vanguardia que reconociera el terreno, para traerle noticias del enemigo, si es que daban con él.
Los enviados lo hicieron tan bien que vieron cómo acampaban las tropas de la Liga, no muy lejos, como a unos 20 kilómetros,
en un lugar que estaba en la otra orilla, llamado Mühlberg…
¡Mühlberg! Ya aparece en el escrito carolino el nombre del lugar ceñido a su recuerdo, donde había de ganar su gran victoria. Cuando Carlos V lo supo, ya empezaba a caer la tarde. Era el 22 de abril. Al punto convocó a consejo a la cumbre de su ejército: a su hermano Fernando, al duque Mauricio de Sajonia, y al duque de Alba, a quien había dado el mando del ejército.
Carlos V, excitado con la inminencia del choque, hubiera querido alzar el campo y lanzarse contra el adversario; pero el resto del Consejo fue de contrario parecer. La noche se echaba encima, y eso resultaría temerario:
como era ya de noche, no podía dejar de haber gran confusión y desorden…
De ese modo, se aplazó la empresa para el día siguiente. Ahora bien, para acometerla a las primeras horas del día.
A más no era capaz de esperar el Emperador. A medianoche ya estaba en pie
y luego[1373] hizo dar la orden de ensillar y de poner todo en orden para partir en rompiendo el alba.
¿Qué hora era? Hasta eso recordaría Carlos V: las tres de la mañana. Cinco horas después todo el ejército imperial se encontraba a la otra orilla de Mühlberg, frente al ejército de la Liga. Una espesa niebla había favorecido al Emperador, ocultando sus movimientos al enemigo:
la niebla, que al caminar había sido perjudicial a Sus Majestades[1374], se les volvió favorable, porque lo que había aún era bastante para impedir que los enemigos descubriesen antes de tiempo al ejército imperial…
El ejército de la Liga enfrente y desprevenido. ¡Qué ocasión para iniciar el combate! Solo que había un impedimento, y no pequeño: cruzar el río Elba.
Ahora bien, el Elba es un río caudaloso, y más a fines del mes de abril. Y aunque el ejército imperial tenía ya su sección de pontoneros, eso no bastaba si se quería dar presteza a la acción.
Por lo tanto, era obligado encontrar un vado.
Eso no lo dejaría Carlos V a ningún inferior. Él mismo, acompañado de su hermano, trató de informarse:
Y así Sus Majestades se fueron a una pequeña aldea, la más cercana, para buscar alguna persona que les diese noticia del vado…
Y hubo fortuna, topando con un muchacho que lo había acabado de pasar:
Y tuvieron tanta suerte que encontraron un mancebo del campo sobre un jumento, en el que lo había pasado la noche anterior, que se ofreció a mostrarlo…
Era el momento para que la vanguardia de los arcabuceros españoles diera prueba de lo que eran capaces:
para que, en cuanto se alzase[1375] la niebla, comenzase la fiesta…
He ahí la expresión de un soldado. En esa frase se nos retrata Carlos V de cuerpo entero, el rey-soldado, el que amaba las armas al modo de los grandes capitanes que en la Historia han sido; si bien él siempre procuraba que la acción militar se subordinara a un fin elevado. Y para Carlos V entonces eso pasaba por su intento de rehacer la unidad de la Universitas Christiana.
Pero volvamos a nuestro relato, o por mejor decir, al relato imperial, cuando nos anuncia lo inminente del combate, en cuanto se alzase la niebla.
Y en efecto, así ocurrió: al levantarse la niebla el ejército de la Liga descubrió lo que no esperaba, la presencia en la otra orilla de Carlos V con todo su ejército, y al punto les acometió el pánico. De forma que en vez de defender el paso del río, que les hubiera sido más ventajoso, levantaron el campo para escapar huyendo:
cuando vieron lo que no esperaban…, comenzaron a plegar las tiendas y pabellones, a subir a caballo y a ponerse en orden de caminar…
Era la fuga manifiesta, el tratar de evitar el choque inmediato con el ejército imperial. La razón era clara: el tiempo jugaba a favor de la Liga, por cuanto actuaban en su tierra y las reservas para mantener las tropas en sus cuadros completos eran, prácticamente, inagotables; todo lo contrario de lo que le ocurría a Carlos V que había visto cómo los 65.000 soldados con que había iniciado la guerra en 1546, se habían reducido a 25.000, eso sí manteniendo casi todos los contingentes españoles de los tercios viejos.
Carlos V apreció la situación y ordenó que sus arcabuceros «iniciaran la fiesta». Había que acelerar el paso del río:
Entonces el Emperador mandó a su general[1376] que hiciese adelantar los arcabuceros…, los cuales luego volvieron al río, donde muchos entraron bien dentro, y se dieron tanta maña en disparar, que los adversarios, pese a la resistencia que hicieron con su arcabucería y artillería, fueron constreñidos a dejar los puentes, que algunos arcabuceros españoles, lanzándose a nado con las espadas en las bocas, trajeron a la orilla donde estaban Sus Majestades…
Ya aparece en el relato del Emperador aquella increíble hazaña contada después por los cronistas y pintada por los pinceles del tiempo; como en los murales mandados decorar por el tercer duque de Alba en el torreón de su castillo-palacio de Alba de Tormes. Montado después el puente, encontrado también el vado, el ejército imperial franqueó el río Elba para impedir que se les escapara el ejército de la Liga; una operación más sencilla de lo que pudiera temerse, porque el enemigo había desistido de estorbarlo, no pensando más que en la fuga.
Era la ocasión para asestar el golpe definitivo. El César lo vio claro: la victoria era suya:
conociéndose en el enemigo un cierto pavor y viéndose en el modo de hacer cualquier cosa que andaban como atónitos y pasmados, determinó con la gente de caballo que le acompañaba hacer lo que debía…
Ya solo faltaba el último asalto, el golpe decisivo, la carga postrera:
Sus Majestades con el duque Mauricio y la vanguardia cargaron sobre la caballería adversaria, de suerte que los rompieron, y éstos rompieron a los de a pie, y los que escaparon se pusieron en fuga…[1377]
Era la victoria.
Fue aquella batalla ganada el día 24 de abril de 1547, víspera de san Marcos y pasado san Jorge. Se libró entre las once de la mañana y las siete de la tarde, y el césar Carlos la celebró con su frase famosa, en la que se aunaban el recuerdo de la Antigüedad y su espíritu religioso: «¡Vine, vi y Dios venció!»[1378].
Quedó deshecho, y en buena parte prisionero, el ejército protestante, con escasísimas bajas por parte del ejército imperial. Fue grande el botín de guerra, en especial de piezas de artillería. Pero la más segura prenda de la victoria fue coger prisionero al propio príncipe elector Juan Federico. Mandó Carlos V al duque de Alba que lo llevase a su presencia. Desabridamente contestó al saludo de su prisionero y ordenó al duque de Alba que lo tuviese bajo su custodia.
A los dos días, Carlos V mandaría la noticia, con un correo especial, don Luis Quijada, a su hijo, «como persona que se ha hallado presente a todo».
Es una escueta relación de la batalla, que bien merece la pena ser recogida:
Su Majestad, habiendo juntado su exército en Egre y teniendo allí la Pascua, partió a buscar al enemigo a los 13 de abril y en diez jornadas sin parar, habiéndose usado de toda la diligencia posible, tomándose en el camino catorce banderas que estaban de guarnición repartidas en algunas tierras del contorno, se llegó tres leguas pequeñas del exército del enemigo, donde se reposó un día porque la gente lo había menester, y también por reconoscer el sitio de su campo que a la sazón estaba en Miosén, donde y después en el reconocer el paso de la ribera, hubo algunas escaramuzas y se truxeron aquella noche algunos presioneros. Otro día, a los veinticuatro, que fue día de San Jorge, en amanesciendo partió nuestro campo, habiéndose levantado la noche antes el suyo, de donde estaba y puéstose de la otra parte del río Albis[1379], que es una grande y ancha ribera, para impedir el paso de nuestro exército. Y algunos caballos ligeros que iban en la vanguardia con mucha parte de la arcabucería española que la hicieron adelantar del escuadrón para este efecto, llegaron a la ribera del río con seis piezas de artillería, y estando de la otra parte buen golpe de caballos de los enemigos y parte de su arcabucería con dos o tres piezas de artillería, porque todo lo otro había comenzado a marchar y retirádose desde que el golpe de nuestra gente comenzó a recostarse a la ribera, se tiraron de una parte a otra algunos tiros y jugó el arcabucería por espacio de dos horas, haciéndoles desamparar tres trozos de una puente de barcas que tenían echada y llevaban ya por el río abaxo comenzada a quemar. Y entrando a nado cuatro o cinco soldados españoles que llevan sus espadas desnudas en las bocas, y otros tantos a caballo, tentando el vado con el arcabucería que siempre jugaba desde la orilla, y también lo del enemigo aunque más a su salvo por estar cubierta de unos céspedes y la nuestra en lo raso, se le tomaron los dichos tres trozos con la muerte de algunos soldados que venían dentro dellos, la presteza de lo cual que no fue sin mucho riesgo y peligro, por lo que de la otra parte trabajaban por defenderlo, y la diligencia que algunos caballos se dieron a tentar y pasar el vado, que le hallaron en muchas partes no poco hondo, y que era menester nadar y a escaramuzar de la otra parte con los enemigos, fue causa que se comenzasen a retirar y así su Majestad y el serenísimo rey de Romanos, su hermano, habiendo primero pasado los caballos ligeros y los húngaros con algunos arcabuceros españoles en grupa, y el duque d’Alba con el duque Mauricio y su caballería, pasaron luego con el resto de la caballería con tanta presteza que en espacio de poco más de una hora se halló toda de la otra parte del río. Y sin aguardar a la infantería ni artillería, porque era necesario echar primero puentes, que aunque se usó en ello de todo extremo de diligencia, se perdiera mucho tiempo, caminó en seguimiento de los enemigos a gran trote, yendo la vanguardia escaramuzando siempre con ellos, hasta casi tres leguas, adonde viendo ya los enemigos que nuestra caballería les iba tan cerca y que les era forzado hacer rostro y resistir la furia, antes que aquélla les desbaratase por la demasiada priesa con que se retiraban, se pusieron en escuadrones de batalla para pelear, haciendo uno de infantería y cinco de los caballos, dos de vanguardia y tres de retaguardia, y la infantería con su artillería, teniendo un bosque a las espaldas. Y el duque d’Alba que estaba en la vanguardia, como siempre la ha llevado en toda la jornada, escaramuzando con ellos y entreteniéndolos dio dentro con una gruesa carga de hasta mil doscientos caballos de los del duque Mauricio y la gente d’armas de Nápoles, de tal manera que los enemigos comenzaron a desmayar y a conoscerse de nuestra parte la mejoría, tanto que con moverse el escuadrón de su Majestad y el dicho Serenísimo Rey con el suyo, que ambos iban muy juntos, sin romper lanza, fueron luego rotos y puestos en huida una hora antes que se pusiese el sol, yendo los nuestros en su alcance toda la noche y parte del día seguiente, matando y hiriendo en ellos hasta no quedar hombre en el campo que hiciese resistencia, tomándoseles su artillería y municiones y carruajes. Y fueron muertos, según lo que verisímilmente se puede averiguar, pasados de dos mil hombres y presos muy muchos, y entre ellos el duque Juan Federico de Saxonia, el duque Ernest de Branzuio[1380] que fue el que prendió al Marqués Alberto de Brandamburg, con otros muchos barones y personas principales, sin haber muerto de nuestra parte diez hombres, que no es pequeña señal de lo que Dios Nuestro Señor ha mostrado en esta su causa[1381].
Un tribunal imperial condenó al príncipe elector Juan Federico a la pena de muerte. Algunos, en la Corte imperial, creían que esa era la intención de Carlos V[1382]. Se engañaban. No correspondía al carácter del Emperador llegar a ese extremo de severidad.
Trató el César que su prisionero se comprometiese a reconocer los decretos que formulase el Concilio de Trento en materia religiosa, pero pese a las fuertes presiones sobre él ejercidas, el príncipe Juan Federico dio muestras de una gran presencia de ánimo en el infortunio, así como de la sinceridad de sus sentimientos religiosos, negándose de lleno a ello. Por fin se firmaron las capitulaciones de 19 de mayo, por las que perdía el Electorado y la mayoría de sus bienes, pero conservaba la vida, y en materia de fe se comprometía solo a lo que se acordase en las Dietas imperiales. El día 23 capitulaba Wittemberg, la cuna del luteranismo[1383]. Ya por entonces avanzaban mucho las negociaciones para la rendición del landgrave Felipe de Hesse. En ellas tomaron parte importante el obispo de Arras, Antonio Perrenot de Granvela, y el duque Mauricio de Sajonia, que el 4 de junio aceptaba el Electorado sajón. Probablemente sobre el orgulloso Landgrave influyo más la persuasión de su yerno Mauricio que el dramático desenlace de su aliado el príncipe Juan Federico. Llevado de un error, creyó que el Emperador no le privaría de la libertad. En realidad, los papeles que se cruzaron previamente no le daban pie para considerarlo así; Carlos V nunca se comprometió a ese extremo de clemencia, sino solo a que su prisión no sería perpetua.
Efectuadas las ceremonias de la rendición y leídas públicamente las capitulaciones de la misma, Carlos V ordenó al duque de Alba que lo hiciese prisionero y lo tuviese bajo su custodia. Protestaron el Landgrave y el duque Mauricio, junto con el príncipe elector Joaquín de Brandemburgo, pero el Emperador rechazó sus reclamaciones. No era aquella prisión arbitraria, ni se realizaba atropellando los artículos capitulados. Al contrario, Carlos V estaba en su derecho, y con su característica tenacidad se mantuvo firme en su decisión[1384].
Vencedor en el campo de batalla, le restaba a Carlos V resolver la cuestión religiosa para que su victoria fuera completa.
Sería rehacer la unidad de la Universitas Christiana.
Para ello, el 1 de septiembre de 1547, abría la Dieta de Augsburgo, con un verdadero alarde de fuerza militar, donde figuraban los temibles tercios españoles. Pero pese a ello y a la presencia reverente de los Príncipes Electores, de los demás Príncipes seculares y eclesiásticos y de los representantes de las ciudades imperiales, Carlos V no trataría de imponer sin más el catolicismo en todo el Imperio. Durante medio año trata de que el Concilio regresara a Trento. Al fracasar las negociaciones con Roma, Carlos V considera imprescindible dar paso a su plan de concordia religiosa, en lo que se echa de ver que no habían muerto del todo sus proyectos de 1530 y 1541. Nombró a principios de 1548 una comisión de dieciséis miembros, encargándoles estudiar los medios para conseguir un modus vivendi, hasta que se volviese a reunir el Concilio. Nada efectivo se hizo por aquel procedimiento, y es entonces cuando surge el Interim, del propio seno de la Casa imperial. Su corte erasmista revela bien cuáles eran las ideas carolinas a este respecto. Trabajaron en él los teólogos Pflug, Helding, Billick, Soto, Malvenda y el capellán protestante Agrícola. Constaba el Interim de veintiséis artículos, en su mayoría redactados con sentido católico, aunque buscando en los puntos más delicados aquel lenguaje que menos molestase los sentimientos protestantes. Silenciaba la doctrina católica sobre el purgatorio y hacía caso omiso de la que había forjado ya Trento sobre materia tan crucial como la justificación; pero en cambio sustentaba claramente el punto de vista católico respecto a la obediencia debida al Papa y a los obispos, así como el culto a la Virgen y a los santos. Otra de las cuestiones más espinosas era la de la misa, que en el Interim se trataba de modo poco preciso, y como para contentar tanto a católicos como a protestantes. A estos se les hacían tres concesiones principales: la comunión bajo las dos especies, el matrimonio de los sacerdotes y, a los Príncipes, la posesión de los bienes eclesiásticos. Pudo el mismo Emperador encontrar tales concesiones adecuadas, por cuanto que conocía suficientemente que la Santa Sede, bajo el pontificado de León X, había llegado a pensar en otorgar las dos primeras, que eran las más delicadas. Por otra parte, sobre la comunión bajo las dos especies existía el precedente del pacto de Ihilava, en el que se otorgaba dicho privilegio a los utraquistas bohemios, tras las terribles guerras husitas, en pleno siglo XV.
El Interim fue concluido el 12 de marzo de 1548. Pero si Carlos V tenía muchas esperanzas sobre su resultado, pronto hubo de desengañarse. Las mayores dificultades las encontró en el campo católico, en particular en la Casa Wittelsbach de Baviera. Carlos V fue acusado de atribuirse funciones que solo competían a la Iglesia, haciéndose hincapié en aquellos puntos en que, como en el de la justificación, existía doctrina declarada por el Concilio de Trento. El Emperador prometió que el Interim solo obligaría a los protestantes, declarando que su propósito era atraerlos por aquel medio de modo paulatino al catolicismo, rehaciendo la unidad de la Cristiandad.
En principio consigue la aquiescencia de los príncipes electores Federico del Palatinado y Joaquín de Brandemburgo, así como de las ciudades de Ulm, Augsburgo y Nüremberg. Pero sus forcejeos resultaron inútiles con Mauricio de Sajonia, que solo se obligó a título personal, pero no por su Electorado. A su antiguo aliado en la guerra contra la Liga de Schmalkalden, Hans de Brandemburgo-Kustrin, se ve obligado a expulsarlo de Augsburgo. A las ciudades que se muestran recalcitrantes las amenaza con medidas severas. Logra del landgrave Felipe de Hesse su aprobación, pero nada consigue de su otro principesco prisionero, Juan Federico de Sajonia, que se mantuvo firme en sus principios religiosos en la hora de la adversa fortuna. De todas formas, esperando contentar al grueso de la opinión pública protestante con un proyecto de reforma del clero católico, Carlos V logró que la Dieta declarase el 30 de junio de 1548 el Interim como ley del Imperio. Con ello esperaba resolver, con ayuda del tiempo, aquel magno problema iniciado un cuarto de siglo antes, cuando Lutero se había afianzado en su rebeldía frente a Roma, en la Dieta de Worms de 1521.
Pero el tiempo no jugaría a favor de Carlos V. Él había procurado seguir la vía de la conciliación, incluso después de su victoria en el campo de batalla, como si todavía estuviera presente el espíritu de Erasmo.
Por el contrario, Europa caminaba hacia un radicalismo religioso que arrollaría las buenas intenciones del César.

Capítulo 3
En la cumbre

Entre la primavera de 1547 y la primavera de 1552, en esos cinco años transcurridos desde la que parecía decisiva victoria de Mülberg y la penosa fuga de Innsbruck, transcurre la etapa más ilusionada de la vida del Emperador.
Ilusionada, porque Carlos V podía creer que había logrado razonablemente sus objetivos, planteados treinta años antes, cuando había recibido la primera corona imperial, en las solemnes jornadas de Aquisgrán en el otoño de 1520. Había pacificado los dominios que había heredado, tanto en Flandes como en España y en Italia, y los había defendido con eficacia de los ataques de sus enemigos, ya fueran franceses, ya turcos, ya berberiscos. Era cierto que las guerras con Francia no habían cesado y que sus pueblos apenas si habían gozado los beneficios de la paz, de forma que él mismo se había lamentado con el Delfín francés, en 1538 de cuán locos habían sido él y su rival Francisco I, al haber caído una y otra vez en aquella pesadilla de la guerra. Pero también lo era que siempre se había encendido, no porque Carlos V quisiera atropellar a Francia, sino porque el francés no podía consentir el papel de segundo orden que le había sido asignado, desde que los Príncipes Electores alemanes habían preferido la figura del Rey Católico a la suya para el supremo cargo imperial.
También era cierto que Carlos V no había podido acaudillar aquella magna cruzada contra el Islam, que le hubiera llevado a liberar los Santos Lugares y a recuperar Constantinopla para la Cristiandad, con los territorios de la Europa oriental que habían caído bajo el Imperio turco. Incluso era obligado recordar su fracaso ante los muros de Argel, en las penosas jornadas de 1541.
Pero una cosa era innegable: una y otra vez, Carlos V había puesto su vida al tablero para defender a la Cristiandad de las crueles invasiones turcas, lo mismo en Viena en 1532, que en Túnez en 1535. Que Viena no hubiera sufrido la misma suerte que Belgrado o Budapest, había sido un gran logro del Emperador; asistido, eso sí, por un español digno de ser recordado: su hermano Fernando, aquel hijo que Juana la Loca había dado a la luz en Alcalá de Henares en 1503. Y que el sur de Italia se mostrara, en su conjunto, Sicilia como Nápoles, fiel al Emperador, al que recibían en triunfo tras la campaña de Túnez de 1535, es porque había la evidencia de todo lo que Carlos V había hecho, para ahuyentar al peligro turco de sus tierras.
Por eso, con las treguas firmadas con el Turco en los años cuarenta, Carlos V pudo considerar que en aquella brega por la Europa cristiana había cumplido sobradamente con su deber.
Quedaba la cuestión religiosa. Era otra de las obligaciones imperiales, aquello que había prometido resolver, como Emperador de la Cristiandad: rehacer la unidad de la Universitas Christiana. Y eso se ceñía, particularmente, a la disidencia encabezada por Lutero. Otros grandes heresiarcas del Quinientos también inquietaban Europa, en particular Calvino; pero Carlos V asumió casi exclusivamente lo que afectaba al Imperio, donde lo que campeaba, sobre todo, era la obra de Lutero.
El luteranismo se había extendido rápidamente, en aquellos años de su reinado, por la mayor parte de Alemania. Carlos V podía afirmar que había hecho todo lo posible por lograr una salida negociada desde la Dieta de Worms de 1521, a la que había convocado al mismo Lutero, hasta las discusiones de 1530 y 1541 en Augsburgo y en Ratisbona. El Emperador había incitado a ese acuerdo, convocando a teólogos católicos y protestantes. Su fracaso le llevó al convencimiento de que debía emplear la fuerza, y lo hizo con la moral suficiente para superar la prueba, pese a su precaria salud que le incitaba más al reposo que a la acción.
La victoria le llevó a la soledad de la cumbre; tanto más que los otros dos reyes más importantes del período que acababa de terminar habían fallecido. Enrique VIII moría el 27 de enero de 1547 y dos meses después, casi día por día, Francisco I. Y el año anterior también había fallecido Lutero.
Eso parecía hacer más segura la victoria de Carlos V, más incuestionable su liderato de la Europa cristiana, con un rey-niño en Inglaterra, Eduardo VI, y con un rey-mozo en Francia, Enrique II.
Sería así por cierto tiempo. Hasta que el rey-mozo francés encuentre la oportunidad de golpear en la estructura alzada por Carlos V.
Por lo tanto, solo un corto tiempo estará Carlos V disfrutando de su victoria como Emperador sin discusión de la Universitas Christiana. Un Emperador que entonces rondaba el medio siglo; lo cual no era mucho, si no fuera que su salud estaba tan quebrantada.
De ahí que el problema más grave que se le presenta entonces es el de la sucesión, el de asegurar las cosas para que la Europa que él ha soñado, y que está a punto de forjar, se afiance, sobreviviendo a su reinado.
Que su obra política perdure, he ahí la cuestión planteada a Carlos V, a raíz mismo de su gran, espectacular y deslumbrante victoria de Mühlberg.

§. El mundo hacia 1548
Cuando apunta el nuevo año, Carlos V ve agudizarse sus males. Había pasado un otoño relativamente bueno. En septiembre, había disfrutado de unos días de caza, invitado por el duque de Baviera. Manteniendo su estancia en Augsburgo, se le había visto convocar a los caballeros de la Orden del Toisón de Oro y celebrar el gran banquete dado a los caballeros el 30 de noviembre[1385]. En las Navidades y en el día de Reyes todavía se le vería asistir a las funciones religiosas.
A poco, las fuerzas le faltarían de tal modo que creyó acabar. Y hasta tal punto que, considerando que en cualquier momento le sobrevendría el final, en cuanto sintió un poco de mejoría quiso dejar unos consejos a su hijo, en los que venía a resumir su larga experiencia de la política internacional.
Es lo que viene en llamarse el Testamento político de Carlos V y que nos permite ver cómo era el mundo de las relaciones internacionales, a raíz de la batalla de Mühlberg.
Se trata de un magno documento propio de un gran hombre de Estado, en el que Carlos V da muestras de su dominio de la política internacional y, a la vez, de su profundo sentido ético de la existencia. Ningún alarde de consejos o sugerencias de prácticas realistas, al modo de las que había ya acuñado, veinte años antes, Maquiavelo. Simplemente lo que ocurre es que el César quiere legar a su hijo ese tesoro de conocimientos sobre política exterior que posee[1386].
Desde las primeras palabras, Carlos V sabe dar el tono de gravedad debido a sus instrucciones[1387].
Hijo: Porque de los trabajos pasados se me han recrescido algunas dolencias, y postreramente me he hallado en el peligro de la vida, y dudando lo que podría acaecer de mí, según la voluntad de Dios, me ha parescido avisaros por ésta de lo que para en tal caso se me ofrece…[1388] Carlos V ve muy quebrantada su salud como consecuencia de aquellas difíciles campañas de los años pasados; y no solo de las desarrolladas en tierras alemanas, sino también de las anteriores en los Países Bajos y en Francia.
De hecho, habían sido unos años de trepidante batallar, siempre en campaña, siempre a caballo —bien, no siempre, porque en ocasiones sus males le habían obligado a desplazarse en litera—, siempre exponiendo la vida. La única tregua había sido en 1545, una vez firmada en Crépy la paz con Francia a fines de 1544. Pero en 1546 otra vez en guerra, una guerra que en este caso se alargaría hasta entrado el invierno, pasando calamidades sin cuento.
Esos habían sido «los trabajos pasados» a que se refiere Carlos V. Después de lo cual vendrá la primera advertencia moral: lo hacía para ayudar de ese modo al Príncipe a gobernar bien en el futuro:

por el amor paternal que os tengo y deseo que acertéis por el servicio de Dios y descargo de mi conciencia y vuestra…
Pero se trata de una advertencia obligada. Lo que verdaderamente está acuciando a Carlos V es ese mismo hecho de haber llegado a la cumbre. Como si dijéramos, el temor de que después del ascenso pueda venir un rápido descenso. Y eso es lo que Carlos V quiere evitar. Como si tratara de fijar la rueda de la fortuna, Carlos cree haber encontrado la fórmula de su predominio en Europa en la firme alianza de las dos ramas de la Casa de Austria. La victoria sobre la Liga de Schmalkalden, que parecía imposible —vencer a los alemanes en su tierra era algo impensable; desde la Antigüedad venía la imagen de la feroz Germania descrita por Tácito, como el pueblo con el que había que pactar y al que no se podía combatir—, se había logrado porque ambos hermanos habían unido sus esfuerzos. La estampa de Fernando cabalgando a su lado para luchar contra los Príncipes de la Liga se había quedado grabada en el ánimo del Emperador. Por ello, y desde un primer momento, lo señalará a su hijo, más como una orden que como un consejo:
La principal y más cierta amistad y confianza que debéis tener —le advierte— es con el rey de Romanos, mi hermano, y mis sobrinos, sus hijos…
Y le añade:
procuraréis su bien y de los suyos con toda y entera sinceridad y favoreceréis su autoridad imperial y sus cosas como de buen tío…
He subrayado a intento esa referencia de Carlos V a la dignidad imperial, porque yerran, a mi modo de ver, quienes afirman que Carlos V está planeando desplazar a la rama de Viena y que fuera su hijo quien recibiera también el título imperial. Eso, y de una forma escalonada, vendrá después, y como una ambición del Príncipe, no como un solapado proyecto carolino. En 1548 para Carlos V no hay más que un futuro Emperador que le suceda, y ese era su hermano Fernando. De ahí que se refiera a él con su título de rey de Romanos, que era precisamente el que le daba esa categoría. Desde 1531 eso era ya algo fijado, cuando Carlos V había promovido su elección. Y puesto que Fernando sería el futuro Emperador, Felipe tenía que tratarlo como tal, con el mayor respeto, y así se lo dirá textualmente:
con el respeto que un buen sobrino debe a un tan alto tío…
Carlos declarará también a su hijo los beneficios que esa estrecha alianza y cordial parentesco reportaría a las dos ramas de la Casa de Austria:
porque demás que es esto lo que conviene, y según Dios y obligación de parentesco tan cercano, esta conjunción y unión será causa que los que no ternán buena voluntad dexen de mostrarlo contra él y vos…
Para terminar la frase con esta sentencia:
y la grandeza del uno favorecerá y reputará el otro…
Él, Carlos V, era quien había hecho a su hermano Fernando su sucesor en el Imperio, y así se lo recordaría a su hijo:
Y ansí he hecho todo lo que he podido para que fuese elexido en la dignidad de rey de Romanos y establecido en él y enderezado para que en mi ausencia y caso de fallecimiento pueda gobernar esta Germania.
No cabe duda: Carlos V está viendo a su hermano como el futuro Emperador, y se muestra orgulloso de haberlo ayudado en sus dificultades[1389]. Todo lo cual lo había hecho
para que pueda gobernar en ella [Germania] con debida autoridad…[1390]
Precisamente, para afirmar más y más esa alianza familiar es por lo que Carlos V decide, precisamente entonces, que su hija mayor María despose con el archiduque Maximiliano, el hijo primogénito de su hermano Fernando. Y lo decide con firmeza, imponiendo su voluntad sobre lo que deseaban sus hijos en España; pues María se inclinaba más a no salir de la Península y a que su matrimonio fuera con el príncipe Juan Manuel de Portugal, deseo apoyado por el príncipe Felipe.
Y en eso Carlos V sería terminante, por los altos intereses de Estado que defiende; aparte de que la diferencia en las edades de aquella pareja tampoco lo hacían aconsejable[1391]. En Simancas encontré yo unas instrucciones del Emperador al duque de Alba que muestran claramente la discrepancia de Carlos V con sus hijos, y su firme voluntad de que aquello no siguiera adelante:
Lo primero —le advierte al Duque—, ya tenéis entendido la inclinación que el Príncipe ha tenido a que la dicha Infante [María] casase con el Príncipe de Portugal…[1392]
No era el marido que Carlos V quería para su hija:
… habiendo discurrido y mirado las personas que al presente podría haber que conviniesen con la edad y las otras consideraciones que se deben tener, teniendo larga experiencia de la virtud y loables costumbres del ilmo. príncipe Maximiliano, archiduque de Austria, nuestro sobrino…
Maximiliano llevaba un año a su prima, y a sus 21 años parecía el novio perfecto. En eso Carlos V argumentaría como cualquier otro padre de la época: eran ellos los que mejor sabían con quién habían de casar sus hijos:
Y puesto que soy cierto se conformará [María, su hija] con mi voluntad, como es razón que lo haga, pues yo más que nadie, por lo que la quiero y amo, he de mirar por su descanso y contentamiento…
Aun así, Carlos V no las tenía todas consigo. Teme dificultades en la corte de Valladolid, y encomienda al Duque que apremie al Príncipe para que secunde el proyecto imperial, e incluso le encarga la propia visita a la infanta María, sí aún ofrecía resistencia:
y si conviniese que vos en persona fuésedes a hablarle en ello de nuestra parte y del Príncipe, tenernos hemos por muy servido queráis tomar este trabajo…[1393]
Y tan ajeno está entonces Carlos V al proyecto de que su hijo se vincule a la sucesión del Imperio que le señala una clara ventaja: no tendrá ninguna obligación económica para la defensa de Germania, aunque la atacara el Turco:
ni vos menos terníades la posibilidad de asistir al dicho Reino después de mi fallecimiento, ni los Reinos ni Estados[1394] lo querrían hacer, como no sería justo, siendo gastados como están y teniendo aun continuo gasto en otras partes contra infieles, sin los otros vecinos y potentados de quien podréis tener siempre recelo y estar sobre aviso…
Por eso, al final casi de las Instrucciones, declara lo que ya había indicado al duque de Alba: su voluntad de que su hija María casase con el archiduque Maximiliano:
no veo para ella partido más a propósito, ni aun que convenga, como el del archiduque Maximiliano, mi sobrino…
Por ello, había que rechazar el absurdo proyecto de que casara con el príncipe Juan Manuel de Portugal, aquel enfermizo muchacho que aún no había cumplido los once años:
porque cuanto a casarla en Portugal con el Príncipe [Juan Manuel], mi sobrino, ni las edades convendrían[1395], ni sería honesto ni razonable ir contra lo que he tratado de su hermana [doña Juana] con el dicho Príncipe
En su panorámica de las relaciones internacionales, el Emperador pasaría, después de aquella referencia tan destacada a la dinastía, a tratar del estado de las relaciones con Turquía, «Germania», Roma, otras potencias de Italia, Francia y berberiscos. Hace un inciso para referirse a los problemas de las diversas piezas de la Monarquía Católica —Flandes, Franco-Condado, España y sus Indias—, y vuelve a tocar las cosas de Saboya, Inglaterra, Escocia y Dinamarca. Le parece que algo grave ha dejado de tratar sobre las Indias, y torna al tema, para entrar finalmente en la cuestión de los matrimonios de sus hijos. Terminará con una recomendación a favor de sus dos hermanas, Leonor y María.
El talante ético de Carlos V destacaría en su párrafo de alusión a Turquía. ¡El Turco! Aquel cruel imperio otomano que tenía tan aterrorizada a la Cristiandad, pero con el que se había terminado por concertar treguas. ¿Era lícito un doble juego con él? ¿Era lícito tratar de engañarle? Veamos la sentencia del César, el consejo que da a su hijo:
cuanto a la dicha tregua que he por mí ratificado, miraréis que ella se observe enteramente de la vuestra…
¿Por qué? ¿Lo justificará el Emperador? Cierto que sí:
… porque es razón que lo que tratado y tratéis se guarde de buena fe con todos, sean infieles o otros, y es lo que conviene a los que reinan
y a todos los buenos…
A todos los buenos. Es el rey-caballero, el gran maestre de la Orden del Toisón de Oro el que aquí se pronuncia. Prometidas y firmadas las treguas con Turquía, había que respetarlas, había que ser fiel a la palabra dada.
En cuanto al Imperio —«Germania», en el texto carolino— otra vez dejará constancia Carlos V de que era algo alejado del horizonte político de su hijo.
Aun así, quien había de heredar tantos Reinos y tan distantes, siempre debía mantener las mejores relaciones posibles con los Príncipes alemanes:
que es cosa que no puede sino convenir y será al propósito del que ternéis[1396], señaladamente en la parte de Italia[1397] y hacia Flandes…
A continuación Carlos V llevaría sus ojos a Italia, empezando por su máxima potencia: el Papa. Todavía lo era aquel Paulo III que tanto le había prometido en 1545, como ayuda para reducir por la fuerza a los Príncipes protestantes alemanes y que después se había echado atrás, incluso ordenando a los padres del Concilio que abandonaran Trento; penosa maniobra más política que religiosa que Carlos V lamentó profundamente, porque era anular radicalmente la posibilidad de cualquier negociación con los reformados alemanes.
Y, sin embargo, Carlos V no mostraría gran resentimiento; no olvidaba lo pasado, pero a fin de cuentas el Papa era el Papa y a él debería tener siempre respeto su hijo:
y cuanto al Papa presente, Paulo III, ya sabéis cómo se ha habido conmigo —diría Carlos a su hijo— y señaladamente cómo ha mal cumplido lo capitulado por esta última guerra y dexándome en ella, y la poca voluntad que ha mostrado y muestra a las cosas públicas de la Cristiandad, y especialmente en lo de la celebración del Concilio…
Y eso pese a que el Emperador había accedido a la boda de su hija Margarita con el duque Octavio, el nieto del Papa. Pero aun así, había que pensar en la dignidad que representaba:
Mas, con todo esto que ha pasado, os ruego que, teniendo más respeto al lugar y dignidad que el dicho Papa tiene que a sus obras, le hayáis todo el tiempo que viviere el debido acatamiento…
Estaba, sí, aquel oscuro suceso de Piacenza, con la muerte violenta de Pier Luigi Farnese, el hijo natural de Paulo III, con la incorporación de la ciudad, rebelada contra el Duque, por el Gobernador de Milán Ferrante Gonzaga; un asesinato del que el Papa había culpado al Emperador, como si hubiera sido hecho por su instigación. Carlos V se mostraría como por encima de tamaña acusación, separando los dos hechos, lamentando el primero pero aprobando el segundo:
y cuanto a lo sucedido en Placencia, hame desplacido de la muerte del duque de Castro; pero cuanto a lo demás hecho por don Fernando de Gonzaga, como mi ministro y en mi nombre, pretendo que con buen derecho y razón la pueda y deba tener…
Pormenorizará sobre las relaciones que se tenían con la serie de pequeños Estados que troceaban entonces el mapa político de Italia, para resumirlo todo en este consejo general:
Con los otros potentados de Italia no ternéis querella ni pretensión alguna que sepa, ni pienso habelles dado ocasión della…
Bastaba, pues, mantener esas buenas relaciones que ya se tenían con ellos, así como el tratado y Liga hecha con Venecia. De ese modo Italia viviría en paz, y los dominios de la Monarquía Católica, desde el Milanesado hasta Sicilia, sin olvidar Cerdeña, estarían a salvo.
Particular mención haría a Francia. Carlos V tenía muy presente cuántas veces había visto la paz hollada por su eterno rival Francisco I, pese a todos sus intentos por llegar incluso más que a un cierto entendimiento, a una franca y sincera amistad[1398]. Pero imposible. Siempre había rebrotado aquella inquina del que no perdonaba haber sido desplazado del Imperio y del Milanesado.
Y así, con un deje de amargura, Carlos le confiesa a su hijo:
Cuanto a Francia, yo he hecho siempre todo lo que se ha podido, desde que comencé a reinar, por vivir en paz con el rey Francisco difunto y muchas buenas obras…
Por eso, había firmado con él no pocas paces y treguas; pero, ¿con qué resultado? Lo dirá al punto:
las cuales —paces y treguas— nunca ha guardado,
como es notorio…
Era la misma evidencia. A ese respecto, la experiencia del Emperador no podía ser más amarga:
las cuales nunca ha guardado, como es notorio, sino por el tiempo que no ha podido renovar guerra, o ha querido esperar de hallar oportunidad de dañarme con disimulación…
¿Qué se podía esperar del nuevo monarca, su hijo, aquel Enrique un tiempo rehén retenido en el castillo de Pedraza de la Sierra? Poco o nada, pues por todo lo que negociaba se veía que iba tras las huellas de su progenitor:
está puesto en seguir las pisadas y heredar la dañada voluntad de su padre…
Era como una constante en la línea de conducta de la Casa de Valois hacia la de Borgoña.
Y aun así, Carlos V pedirá a su hijo que mantuviera la paz con Francia, siempre que le fuera posible; esto es, que nunca fuera el agresor, limitándose en caso extremo a una guerra defensiva, pues la paz con Francia era lo que más necesitaban sus reinos y ese era el verdadero bien para la Cristiandad.
Es una reflexión importante, porque cuando se hace balance del reinado carolino, una de las cuestiones que saltan inmediatamente y que golpean nuestra conciencia es la desatinada serie de guerras entre los dos países, los esfuerzos malogrados, la sangre derramada, la herida siempre abierta en el costado de la Cristiandad, los padecimientos de tantos inocentes; los males sin cuento, en suma, que provoca cualquier guerra. ¿Era de ello consciente el Emperador?
Pues bien, esa pregunta, necesaria, inevitable, nos la viene a responder el César en estas Instrucciones: nada pudo hacer por evitarlo, porque la ambición del rey de Francia no podía consentir el fulgor ascendente de la estrella carolina. Y tal parecía que era la política que iba a seguir el nuevo Rey, Enrique II, hasta el punto de que ya proclamaba que para él carecían de valor las renuncias que su padre había hecho tan solemnemente a los reinos de Nápoles y Sicilia, al ducado de Milán y a los Estados de Flandes.
Eso llevaría a un Carlos V, desengañado, a aconsejar a su hijo que no cediera ninguno de aquellos territorios, bajo la falsa promesa de que obtendría la paz.
Aquí, la acusación de Carlos V parecía fundada:
y si afloxásedes en cosa alguna desto, sería abrir camino para tornar a poner todo en controversia, según la experiencia ha siempre mostrado que estos Reyes, padre y hijos y sus pasados, han querido usurpar de continuo de sus vecinos…
Si esa era la situación, la conclusión no podía ser otra: ya que a la postre había que defenderse de la agresión francesa, mejor hacerlo por el todo que tras haber cedido una y otra parte:
Pues esto es ansí, será mucho mejor y lo que conviene —tal sería el definitivo consejo carolino—, sostenerse con todo, que dar ocasión a ser forzado después a defender el resto y ponerlo en aventura de perderse.
Lo que había que temer del francés era su primer ímpetu, la fuerza con que irrumpía en cada guerra; de ahí la importancia que tenía, para la salvaguarda de Italia, un Milán bien defendido, con abundante artillería, como la que Carlos V había mandado de la capturada en la guerra de Alemania, y un cierto golpe de gente española.
No cabe duda: Carlos V seguía teniendo muy presente lo que los tercios viejos habían supuesto en la formación de su Imperio. De ahí que advirtiera a su hijo que por muy endeudada que estuviera su Hacienda nunca dejara
de tener siempre alguna gente española en Italia… Ese era «el verdadero freno» contra los que quisieren combatir a la Monarquía en tierras italianas. Y por eso precisamente había ordenado que los españoles que tenía consigo en Augsburgo fuesen de guarnición a Milán. De igual modo, para la seguridad del Mediterráneo, era imprescindible mantener la alianza con la república de Génova; entre otras cosas, para que no se pasasen a los franceses, lo que pondría todo aquel mar en peligro, salpicando a los dominios en Italia y a la propia Cataluña y resto del Levante español.
Lástima le daba a Carlos V lo que el duque de Saboya había perdido por las usurpaciones de Francia. El Emperador recordaba así al cuñado de la Emperatriz, al casado con Beatriz de Portugal; pero advertía a su hijo que no fuera a la guerra con Francia por aquel motivo, si bien debía estar advertido de que por aquella vía podían intentar los franceses penetrar en Milán y seguir al sur para invadir Nápoles y Sicilia. En eso no cabían engaños:
Se ve claramente por todas sus pláticas que es ésta su intención y no se podría poner límite a su ambición…
Por eso le parecía tan importante mantener el dominio de Niza, donde entonces había una guarnición española que defendía su castillo.
No tenía gran preocupación Carlos V por Flandes, al que consideraba bastante fuerte y bien fortificado como para poder resistir cualquier ataque francés. Más vulnerable era el Franco-Condado, pero allí confiaba el César en que se mantuviera su tradicional neutralidad, apoyado como se hallaba por su Liga con los cantones suizos. Tampoco la tenía en cuanto a España, incluida Navarra, como se demostraba por lo fácilmente que se había defendido contra las anteriores invasiones galas, de forma que era algo que le inquietaba tan poco que apenas si le dedica unas líneas.
En cuanto a la defensa de las Indias, lo mejor era mantener la estrecha alianza con Portugal, así como hacer frente, desde el primer momento, a cualquier agresión francesa:
y aunque ellos hayan emprendido muchas veces de ir allí, se ha visto que sus armadas no han durado, y demás desto, cuando se les resistiese, luego afloxan y se deshacen, y ansí hace mucho al caso serles presto a la mano.
Después lanza Carlos V su mirada al norte, para referirse a tres pueblos cuyas relaciones importaban como complemento a la defensa de los Países Bajos y a los intereses generales de la Monarquía: los ingleses, los escoceses y daneses. Era preciso seguir manteniendo la buena amistad con Inglaterra, conforme a los últimos tratados con Enrique VIII, aunque solo fuera
para tener suspensos a los franceses. Respecto a los escoceses, para garantizar el comercio y la navegación en aquellos mares, y con los daneses, para evitar un conflicto con aquella nación, de forma que lo mejor era olvidarse de las anteriores pretensiones que pudieran tener sus sobrinas las danesas Cristina y Dorotea.
Después de hacer esas reflexiones sobre la política internacional, Carlos V añadiría aún algo más, que merece la pena recordar, para tocar otras tres cuestiones que le inquietaban: el buen gobierno de las Indias, el futuro de los Países Bajos y los aspectos familiares.

§. El eco de las Indias
También en este importante documento nos encontramos con una reveladora referencia a las Indias.
Las empresas de Ultramar, en general, y las Indias ya, de forma particular, tienen sobre Carlos V un triple efecto, una triple relación. La primera de ellas es un a modo de seducción: las hazañas de los navegantes y las gestas de los descubridores y de los conquistadores eran de tal calibre, que bien podía decirse que igualaban, e incluso superaban en ocasiones, a los más fantásticos relatos de las novelas de caballerías, que era la apasionante lectura de los hombres del Renacimiento.
Y uno de ellos era Carlos V. De forma que al tiempo que se entretenía con las aventuras de los caballeros andantes —oídas o leídas—, se maravillaba con lo que escuchaba sobre aquellos audaces marinos y descubridores, que en aquellos pequeños barcos de madera eran capaces de internarse por las peligrosas aguas del Océano, rumbo a lo desconocido. A lo que había que añadir, para que el interés fuera mayor, que desde muy niño sus cortesanos le dicen que las tierras de donde eran aquellos hombres, muy pronto serían suyas, y aquellos personajes de tan formidable talante, sus mismos súbditos. Además, y esto no era lo menor, se decía que aquellas tierras, hasta entonces desconocidas, abundaban en oro.
Era ya la estampa de las ubérrimas Indias, volcando generosamente sus riquezas sobre la vieja Europa.
Seducción, pues, incrementada por el brillo del oro, es el primer eco que las empresas de Ultramar despiertan en Carlos V. Algo que muy pronto dejará su huella en los documentos carolinos, como en aquel discurso que, en su nombre, pronunciaría el obispo Mota ante las Cortes de Castilla de 1520, con aquella frase que ya hemos comentado: aquella significativa frase sobre
otro Nuevo Mundo de oro, fecho para él, pues antes de nuestros días nunca fue nascido…
Pero la seducción fue mutua, porque muy pronto la sintieron, a su vez, nautas y conquistadores, atraídos por la increíble fortuna de su joven señor. Que aquel que había nacido simplemente como conde de Flandes, heredase la pujante Monarquía Católica y que de pronto, en plena juventud, se convirtiese en el Emperador de la Cristiandad, era también como otro libro de aventuras. Se hablaría muy pronto de la nunca vista fortuna del nuevo César. Y bajo esa bandera, bajo esa fortuna tenida ya por cierta, bajo esa confianza, una nueva oleada de nautas y de conquistadores se aprestarían a las más arriesgadas empresas. De forma que no es una casualidad que la época de los Magallanes, los Elcanos, los Hernán Cortés y los Pizarros, por no citar más que a las cumbres, pertenezcan al reinado de Carlos V. Uno de ellos lo dirá por todos: Hernán Cortés, quien anunciaría al César una de sus victorias en tierras aztecas, con esta frase:
con la ayuda de Dios y de la real ventura de Vuestra Alteza, siempre los desbaratamos[1399].
Porque Carlos V era afortunado. Se le reconocía la suerte de que suelen gozar los vencedores. Y eso cobijaba a sus vasallos, como si algo de esa fortuna fuese también la suya. En los momentos más difíciles, cuando lo más sensato parecía ser abandonar la empresa, renacía en aquellos hombres la esperanza:
Yo les animaba [a los desesperados] —nos dice Hernán Cortés— diciéndoles que mirasen que eran vasallos de Vueltra Alteza…[1400]
De ahí que sea tan importante el recuerdo de los encuentros personales de Carlos V con aquellos nautas y conquistadores, su apoyo directo, el ánimo que fue capaz de insuflarles. Porque la gran expansión por Ultramar fue obra del pueblo español, bien canalizada desde muy pronto por la Corona, a través del Consejo de Indias —por cierto, una creación carolina— y por la Iglesia. Su comentario, por extenso, escapa sin duda a lo que trata de ser una biografía del Emperador. Pero esos contactos, esa creciente ligazón del César con todo lo que se refería a las Indias, es un apartado indispensable de su vida, que siempre hay que tener en cuenta, entre otras cosas porque nos ayuda a precisar su perfil de gobernante.
Y en ese recuento hemos de tener en cuenta, junto con los contactos y los apoyos directos de Carlos V a los nautas y conquistadores, lo que para él empieza a ser como una extensión que se le añade a sus funciones de Emperador de la Cristiandad. Todavía, cuando firma con Magallanes sus capitulaciones para su gran navegación hacia las Indias Orientales, en marzo de 1518, lo hará como rey de la Monarquía Católica; pero cuando recibe a los supervivientes de aquella fabulosa aventura, en 1522, ya lo hará como Emperador, y no sin orgullo podrá conceder a Juan Sebastián Elcano aquel escudo de armas con el glorioso lema: «Primus circundedisti me». Exige a los portugueses que liberen a los trece marinos que habían apresado en Cabo Verde y recibe a todos los supervivientes en su Corte, con la firme creencia de que todo formaba parte de un designio divino; su cronista Pedro Mexía nos lo diría, como algo sentido por toda aquella sociedad:
Esta excelencia y preeminencia, entre otras muchas, tuvo Dios guardada para el Emperador que se hiciese en su tiempo y por su mandado, lo que los hombres nunca habían hecho, ni aun bien entendido, después que Dios creó el mundo.
Porque algo maravilloso se estaba operando ante los hombres del tardío Renacimiento. Era la apertura de lo ilimitado. Era hacer realidad los sueños más atrevidos. Y en ello le cabía buena parte a Carlos V, como aquel que lo había impulsado.
Aquello de que:
se hiciese en su tiempo y por su mandado…
Y que los conquistadores se encontraban tan ligados, en su aventura, a la ventura del Emperador, acaso nos dé la mayor prueba aquel gesto de Gonzalo Jiménez de Quesada, cuando sale en defensa de Carlos V, maltratado por el historiador italiano Paulo Giovio, escribiendo en su defensa su notable obra, cuyo título ya lo dice todo: El Antijovio.
Y junto con esa seducción mutua, que se opera entre el Emperador y los conquistadores, esas otras dos cuestiones que nos hacen sentir el eco de las Indias en la Corte imperial: la llegada, año tras año, de las remesas de oro y plata a la Casa de Contratación, que ayudan a Carlos V en sus empresas del Viejo Mundo y que le dan ese prestigio tan particular ante las demás Cortes europeas —el señor del Nuevo Mundo—, pero también la creciente carga de responsabilidad que el Emperador va asumiendo, en relación con sus deberes frente a sus nuevos vasallos de Ultramar.
Que el oro de las Indias era como una ayuda divina, siempre esperada y siempre —no hay que decirlo— bien recibida, quedaría reflejado en la frase del Emperador cuando está a punto de acometer la campaña de Provenza contra Francisco I:
si Dios nos visita con unos [dineros] del Perú…
Ahora bien, a partir de 1542, el ansia por ese oro irá acompañado por un sentimiento cada vez más acusado de responsabilidad, bien reflejado en la promulgación de las Leyes Nuevas de Indias de 1542. Se continuará insistiendo a los Gobernadores que le representan en Castilla —sea su hijo Felipe, sean María y Maximiliano—, que arbitren todos los medios posibles para allegar más y más oro, pero añadiendo la advertencia de que por formas y maneras
que sean lícitas y justas…
Es más: se insistirá en que se cumpliera lo nuevamente legislado:
Del Consejo de las Indias haréis lo mismo, y mandaréis que las Ordenanzas que postreramente hice, sean bien guardadas y executadas…[1401]
Estamos ante algo insólito en la historia del poder: cómo los mismos que lo detentan son capaces de rectificar su comportamiento, sensibles a las denuncias que les llegan de fuera; en este caso, a través del vozarrón del Padre Las Casas, pero también, a mi juicio, por la presión de los frailes del Estudio de Salamanca, y más concretamente del Padre Vitoria.
Porque sabemos que Carlos V llevó muy mal, al principio, la intervención del Padre Vitoria, que en 1539 se había atrevido a dictar su relección De Indis, en que se ponía en entredicho la obra de los conquistadores en las Indias. « ¡Que callen esos frailes!»; así manifestaría su cólera[1402].
Pero esa reacción, tan propia del poder de todos los tiempos, que rechaza las críticas a su gestión, cambió radicalmente, y de tal modo que parecía como si aún viviera Alfonso de Valdés para influir sobre Carlos V.
Es cierto que el Emperador ya se había mostrado sensible a defender la libertad del indio. Durante los meses que pasa en Granada dictará una ley prohibiendo terminantemente la esclavitud del indio:
mandamos que ninguna persona, en guerra ni fuera della, pueda tomar, aprehender, no ocupar, vender ni cambiar por esclavo a ningún indio, ni tenerle por tal, con título de que le hubo en guerra justa…[1403]
Pero ahora se tratará de poner coto a los excesos de los conquistadores. Y es esa preocupación de sus deberes hacia sus nuevos súbditos lo que rebrota con particular fuerza en las Instrucciones de 1548.
Aquí vemos de nuevo el talante moral del César, la sensibilidad de un Emperador que no ha olvidado las denuncias hechas por frailes como el Padre Las Casas o como el Padre Vitoria. Recojamos in extenso los dos importantes párrafos dedicados a ello, en los que se aprecia cómo Carlos V tiene conciencia de los atropellos cometidos —y no solo por los conquistadores— y lo que importaba conseguir que los indios fueran gobernados con justicia:
Y señaladamente, cuanto al gobierno de las Indias, es muy necesario que tengáis solicitud y cuidado de saber y entender cómo pasan las cosas de allí y de asegurarlas por el servicio de Dios y para que tengáis la obediencia que es razón, con la cual las dichas Indias serán gobernadas en justicia, y se tornen a poblar y rehacer; y para que se obvie a las opresiones de los conquistadores, y otros que han sido allá con cargo y autoridad y so color desto, con sus dañadas intenciones, han hecho y hacen; y para que los indios sean amparados y sobrellevados en lo que fuere justo, y tengáis sobre los dichos conquistadores, y sus haciendas, la autoridad, superioridad, preeminencia y conocimiento que es razón y conviene, para ganar y haber la buena voluntad y fidelidad de los dichos indios, y que el Consejo de las Indias se desvele en ello sin otro respecto alguno particular y como cosa que importa muy mucho.
Y cuanto al repartimiento de los indios, sobre lo cual ha habido diversas informaciones y avisos, se ha platicado muchas veces y tenido diversos respectos y pareceres, y últimamente escripto y mandado a don Antonio de Mendoza como visorrey en la Nueva España, para que se informase y enviase el suyo. Como habréis entendido, la cosa es de mucha importancia para agora y en lo venidero, y será bien que tengáis gran advertencia en la determinación que en esto hiciéredes, por los dichos respectos tocados en este otro capítulo de arriba. Y ansí, no dexaréis, habida la dicha información, de examinarla muy bien y consultar muy bien con hombres de muy buen juicio no interesados, y que entiendan las cosas de allá, y que tengan principal fin y respecto de guardar la preeminencia real, y lo que toca al bien común de las dichas Indias, y con esto el repartimiento que se hará sea moderado y menos perjudicial que ser pueda.
Y yo diría que algo de esa preocupación carolina, algo de sus últimos afanes por proteger al indio le llegó a este, como puede comprobarse por el hecho sorprendente de que todavía en sus danzas ancestrales, en las que salen a relucir las crueldades de la conquista, se presenta al Emperador como la última esperanza frente a la tiranía de los conquistadores[1404].

§. La cuestión sucesoria: El viaje del príncipe
En enero de 1548 Carlos V ha decidido ya varias cosas importantes, aunque en otras aún se muestre dudoso: la primera, que los Países Bajos han de quedar para el príncipe Felipe, y en consecuencia que es preciso que el Príncipe acuda a ellos para ser recibido como heredero; además, ha decidido también que su hija mayor, la infanta María, se case con Maximiliano de Austria, su primo, y no con el príncipe Juan Manuel de Portugal, como se pretendía en la corte de Valladolid.
Todo esto es bien conocido, porque además será lo que se llevará a cabo. No lo es tanto, porque no se ha leído con cuidado la documentación pertinente, que en aquellas fechas Carlos está llamando al tiempo a sus dos hijos mayores, Felipe y María, para que cumplan en Bruselas los cometidos que les ha confiado. Es un plan que luego se abandonará, pero que es importante tener en cuenta para interpretar correctamente el proyecto del Emperador y que, por ello, no podemos silenciar.
En efecto, en las Instrucciones carolinas de 1548, ya comentadas, se dice textualmente:
Demás de esto, ofreciéndose vuestra venida acá, podréis traer con vos la dicha vuestra hermana, y no se podría haber ocasión ni medio más conviniente para que venga honradamente, y como se requiere a vuestra calidad, y aunque no hubiéredes de venir vos, no se debría dejar su venida, ni diferir más el dicho matrimonio; y ansí, os ruego que tengáis por bien que se haga, y os lo encomiendo y encargo cuan encarecidamente puedo[1405].
Por lo tanto, Carlos V está promoviendo entonces el viaje de su hija, incluso aunque hubiera que aplazar el del Príncipe:
aunque no hubiérades de venir vos…
Y da la razón: para casarla cuanto antes con el archiduque Maximiliano:
no se debía dejar su venida, ni diferir más el dicho matrimonio…
Ya en las Instrucciones que daba Carlos V al duque de Alba de cómo había de proceder para persuadir al príncipe Felipe de que desistiera de la boda de la infanta María, su hermana, con el Príncipe portugués, el Emperador alude a que ya había concertado con el rey de Romanos Fernando, su hermano, la boda de María con Maximiliano:
se ha platicado y asentado entre Nos y el serenísimo rey de Romanos, nuestro hermano, lo que toca a este matrimonio…[1406]
Son unas instrucciones del Emperador para precisar los detalles en torno al viaje del Príncipe a los Países Bajos.
Y añade Carlos V:
lo que toca a este matrimonio, según lo lleváis entendido, para que trayendo acá [el Príncipe] a la dicha Infante doña María, con su gracia y bendición se concluya…[1407]
Que a principios de enero esté obsesionado Carlos V con el próximo viaje de la infanta María, incluso más que con el del príncipe Felipe, tiene una explicación: porque en el matrimonio de la Infanta con el archiduque Maximiliano cifraba la garantía de aquella alianza familiar de las dos ramas de la Casa de Austria; una alianza que había logrado el gran triunfo sobre los Príncipes protestantes.
Y había algo más: porque para entonces, su hermana María de Hungría le había expresado su voluntad de dejar el gobierno de los Países Bajos, y ese puesto era preciso cubrirlo con un Príncipe de la sangre. Y ahí podía entrar en juego la nueva pareja, aunque no sin dudas.
Y todo ello aparece en esa documentación carolina, como si Carlos V pensara en voz alta y, tras acariciar una idea, se alarmara con las peligrosas consecuencias que podía acarrear.
Veámoslo de su mano:
Ansimismo se ha platicado que haciéndose este matrimonio del dicho mi sobrino, el archiduque de Austria Maximiliano, con la dicha vuestra hermana mayor, se le podría encomendar el gobierno de los Estados y tierras de la parte de Flandes, porque, como se ha visto y entendido, los de allí no pueden bien sufrir ser gobernados por extranjeros, ni tampoco entre los suyos de la misma nación se podría hallar persona a este propósito, ni sin envidia y pasión y ansí se ha siempre proveído de alguna de nuestra sangre. Y no se ha dejado de apuntar que metiendo al dicho Archiduque en este cargo, ni faltaría quién pusiese en su cabeza de tener fin y de vuestra dicha hermana y emprender de quedarse con los dichos Estados, y por no poder vos residir en el dicho, ni visitarlos muchas veces, la gente dellos se podría aficionar a los dichos Archiduques y vuestra hermana, quanto más dándoles Dios hijos; aunque es de creer que ellos harían con vos lo que deben, todavía, siendo la cosa tan grande y de tanta importancia, se podrían dexar persuadir con el tiempo. Por este respecto no he querido tomar en ello resolución hasta vuestra venida, y que hayáis visto las dichas tierras, y sepáis la importancia dellas y los humores de allí y que conozcáis y platiquéis al archiduque Maximiliano. Es verdad que si pudiese acabar con la reina viuda de Hungría, mi hermana, que continuase en el dicho cargo, que ha tanto tiempo tenido, sería lo que más convernía, porque ella lo ha hecho muy bien en paz y en guerra. Mas está puesta en descargarse de él; en fin, se determinará todo con vuestra venida, placiendo a Dios[1408].
En definitiva, Carlos V había ya decidido que los Países Bajos quedaran para Felipe y que María casase con Maximiliano. Y en cuanto al futuro Gobernador de los Países Bajos, aplazar la resolución hasta que Felipe II los visitase y valorase y que él mismo tomase el pulso de su primo Maximiliano y viese si era o no de fiar para dejarlo al frente de aquellas tierras.
Ahora bien, el proyecto de que los dos hermanos, Felipe y María, viajasen juntos a los Países Bajos tenía una dificultad, y no pequeña: ¿quién podía quedar en España al frente de la Regencia? No había entonces una figura en el clero de suficiente personalidad. Nada comparable, no digamos a Cisneros, pero ni siquiera al cardenal Tavera. Ni tampoco era posible pensar en la infanta Juana, con sus trece años.
A ese respecto, la opinión de Carlos V era reciamente negativa. A principios de abril de aquel año de 1548 refiere todas sus dudas a Felipe, su hijo, y en cuanto al protagonismo de las Infantas antes de casadas, muestra su decidida repulsa:
en ninguna manera convernía ni sería cosa decente, no sólo lo de la Infanta doña Juana por su poca edad y otros respectos que en éste se deben tener, pero tampoco aunque se pudiese hacer lo de la Infanta doña María por sí sola, porque en ninguna manera conviene al bien de los negocios, ni jamás me pudo cuadrar que mujer entendiese en gobernación no siendo casada y teniendo edad que hobiese tomado tocas, no olvidado lo que trae consigo la juventud…[1409]
Ahora bien, cuando le llegan nuevas de Castilla de lo mucho que se sentiría la salida del Príncipe y de la infanta María, cambia de plan: que el Archiduque se trasladara a España, realizara allí la boda con la Infanta y que ambos quedaran al frente del gobierno del Reino durante la ausencia del Príncipe. O bien otra variante, pues de pronto el Emperador apunta a sus ansias de regresar a España[1410].
El texto no deja lugar a dudas, y pone las cosas en su sitio: el viaje de Maximiliano a España no es fruto de una maquinación imperial para que Felipe II se alce con la sucesión a la corona imperial. Eso no está todavía en la cabeza de Carlos V:
y por esto habemos pensado la orden que se podría tener, e mirando en lo que se ofrece nos ha venido a la memoria que así como teníamos determinado que viniese con vos la Infanta doña María, será cosa más conviniente que fuera allá el príncipe Maximiliano, mi sobrino, a efectuar el matrimonio que se ha tratado; lo cual será de mayor contentamiento para ella, porque entretanto que hoviesen destarse tomaría la plática e costumbres de allá, que cabsarían más conformidad e satisfacción entre ellos, y dexar a ambos juntos en la gobernación destos Reinos[1411].
Ese nuevo acuerdo de Carlos V —que sería el que acabaría realizándose— lo había consultado con su hermano Fernando, que lo había dado por bueno[1412]. Aun así, el Emperador esperaba la respuesta de Felipe[1413], apremiándole en ello para que, si lo veía bien, Maximiliano se pusiese cuanto antes en camino. Impaciente, diez días después insta apretadamente al Príncipe para que responda[1414]. Finalmente, el 25 de abril el acuerdo es firme, y se pone en marcha la boda de la Infanta con su primo por poderes[1415], que tendría lugar a mediados de junio[1416].
¿Cuándo piensa Carlos V en que su hijo puede ser algún día Emperador? ¿Y por qué llega a ese proyecto, que hemos visto que no se había planteado en enero de 1548? ¿Por su propio afán de engrandecer a su hijo, actuando con doblez frente a sus parientes vieneses, pretendiendo nada menos que Fernando renunciara a sus derechos a la sucesión imperial? [1417] La documentación aportada por la historiografía de media Europa, desde mediados del siglo XIX, nos dará alguna pista. Sabemos que a principios de 1548 estaban reunidos en Augsburgo los tres hermanos: Carlos, Fernando y María. Eran la cúpula de aquella dinastía, la Casa de Austria, que en aquellos momentos aparecía como la gran dominadora de la Europa cristiana, con el dominio efectivo de España, los Países Bajos, la mayor parte de Italia, el centro de Europa (Austria, Bohemia, y parte de Hungría) y con la dirección del Imperio alemán y la posesión de las Indias occidentales. En tregua con Turquía (el gran Turco estaba entonces más pendiente de lo que ocurría en Asia), habiendo desaparecido Barbarroja en el Mediterráneo y Francisco I, Enrique VIII y Lutero en la Europa occidental, nada ni nadie parecían inquietar al poderío de aquellos hermanos.
Solo el futuro, por su propia esencia, constituía una incógnita. Todo aquel poderío, toda aquella fuerza, todo aquel predominio se cifraba en la alianza familiar, representando a muy diversos y distantes pueblos: María, que como Gobernadora de los Países Bajos aglutinaba y dirigía las energías de un pueblo emprendedor, colmado de riquezas; Fernando —aquel español nacido en Alcalá de Henares—, aglutinando y dirigiendo las energías del belicoso pueblo germano, así como de checos y magiares. Y, en fin, Carlos (tras del cual se pronunciaba cada vez más la sombra de Felipe, el Príncipe nacido en Valladolid), en la cúspide de aquel triángulo familiar, representando y dirigiendo a castellanos y catalanes, a milaneses, sardos, napolitanos y sicilianos; pero también el señor efectivo de los Países Bajos, el Emperador del Sacro Imperio Germánico y el dueño de las Indias occidentales, con sus deslumbrantes tesoros.
La alianza de aquellos tres personajes parecía indestructible e invencible. Pero, ¿qué ocurriría si alguno de ellos fallecía? ¿Cuál sería la situación? ¿Había piezas adecuadas de recambio? Se sabía: detrás de Carlos V estaba su hijo, el príncipe Felipe de España, y detrás de Fernando el archiduque Maximiliano. Pero, ¿sería lo mismo aquella alianza entre Felipe y Maximiliano que entre Carlos y Fernando? ¿Entre dos primos carnales que no se habían visto nunca, que entre aquellos dos hermanos tantas veces reunidos, que habían combatido juntos, que habían cabalgado juntos y juntos habían triunfado en los campos de batalla a lo largo de 1547? Por otra parte, tanto Felipe como Maximiliano ya no eran ningunos chiquillos, ambos eran ya dos hombres de 21 años, ambos nacidos en 1527, pero criados en ambientes totalmente distintos. Y lo que era más significativo: con ambiciones encontradas.
Por lo tanto, la grave enfermedad de Carlos V, que le llevó a sus Instrucciones de 1548, con la decisión de dejar los Países Bajos a Felipe y de llamar allí a sus dos hijos, Felipe y María, también fue la causa de que el Emperador tratara de fijar el futuro, asegurando la continuidad de la alianza familiar, con la boda de Maximiliano y María; de ese modo, se procuraba hermanar a los dos Príncipes, se les convertía en cuñados.
Esos serían los planes del Emperador, tal como se prueba en la documentación que hemos comentado. Ahora bien, su grave enfermedad dispararía otras expectativas, pondría en funcionamiento otras alarmas. Y la primera, en Viena, donde Maximiliano querría ver asegurada su condición de sucesor del rey de Romanos, como hijo que era de Fernando. ¿No sería más factible negociarlo en vida de Carlos V, aprovechando su influencia y su poderío, tan grande en el Imperio tras su aplastante victoria de Mühlberg? Esa sería la petición de Fernando a su imperial hermano, que inquietaría, y no poco al Emperador. De pronto, se ponían en primer plano las ambiciones de unos de los representantes de la nueva generación. Era la voz del Archiduque austriaco. ¿Qué pensaría de todo ello el Príncipe español? Y así Carlos V contestó a Fernando que no podía apoyarle sin oír primero a su hijo[1418].
Fue el comienzo del agrietamiento de aquel muro familiar, que hasta entonces parecía a prueba de cualquier conmoción. Pronto se echó de ver que había no pocas cuestiones que separaban a los dos Príncipes, pues uno y otro ambicionaban los Países Bajos y el Milanesado. En ambos casos, el Emperador lo había resuelto a favor de su hijo. ¿Ocurriría algo similar con la corona imperial?
Y de ese modo, los recelos fueron creciendo y la tensión entre las dos Cortes aumentando. Y eso no escapó al ojo atento del embajador francés, Marillac: algo estaba cambiando, algo grave enfrentaba por primera vez en aquellos años a Viena y a Valladolid: era la sucesión imperial. El príncipe Felipe no es que quisiera desplazar en el futuro a su primo Maximiliano, es que pretendía hacerlo a su mismo tío Fernando[1419].
Y eso lo cuarteaba ya todo.
Filtrada la noticia, propagado el rumor de las ambiciones filipinas por los Príncipes Electores y por el embajador francés Marillac, todos alborozados ante las perspectivas que abría aquella inesperada pugna familiar encendida entre los Austrias, el rumor pronto llegó a oídos de Fernando cuando Felipe ya se había presentado en tierras alemanas; alarmado, creyó lo mejor tantear a María de Hungría el 29 de marzo de 1549. ¿Qué estaba ocurriendo?
María trató de tranquilizar a su hermano: podía estar seguro de que mientras viviese el Emperador nada se innovaría ni se trataría sobre la sucesión imperial sin contar con él.
Pero nos aclara más. En un viejo libro sobre Fernando I, publicado por el historiador austriaco Bucholtz hace casi dos siglos, se recoge esta correspondencia cruzada entre María y Fernando, que custodia el Archivo imperial de Viena. En esas cartas se ve a un Fernando receloso, advirtiendo que si se insiste en cambiar el plan sucesorio al Imperio sería tanto como provocar la ruina de las dos familias; un Fernando indignado por el rumor que había en la Corte de España, y que se había extendido por todo el Imperio, de que el príncipe Felipe pretendía incluso desplazar a Fernando de su dignidad de rey de Romanos; tanta era su ambición.
¿Alarma injustificada? Quizás; en todo caso, que el Príncipe anhelaba un cambio a su favor, al menos en detrimento de su primo Maximiliano, nos lo prueba María de Hungría, que como mediadora entre las dos familias, llamada para ello por el propio Carlos V, sabía bien a qué atenerse. Y en su carta de 1 de mayo de 1550, escrita desde Bruselas a su hermano Fernando, María señala que era la ambición del Príncipe la que lo había movido todo, mientras que el Emperador aún estaba indeciso. Felipe argumentaba que puesto que en su día su padre había preferido para sucederle a su hermano Fernando, por encima de su propio hijo, ahora —ahora, en 1549— era Fernando el que debía hacer un sacrificio semejante, a favor de su sobrino, poniéndolo por delante de su hijo Maximiliano.
He aquí uno de los fragmentos más significativos de esa carta de María de Hungría a su hermano Fernando:
Comenceray par vous donner à connaitre ce que j’ay peu (sic)aprendre de la volonté de S.M. et de mons. le Prince sur ce dit affaire, quy est que, cant audit sgn. Prince, je le vois très encli de aspirer de se asseurer de l’Empire après vous, donnant ses raisons très grandes: qu’il luy semble estre necessaire pour le maintenement de toute nôtre Maison. L’Empereur y trouve plus de pro et contra, par où il a delessé à s’en determiner quy ne foit avec vous pour lors conclure par ensemble…[1420]
Es en ese tenso ambiente, sobrecargado por las ambiciones políticas, donde hay que situar los dos viajes: el primero, el de Maximiliano a España, para desposar a María y para hacerse cargo con ella del gobierno de la Monarquía, y el segundo, el de Felipe a los Países Bajos, pasando por Italia y Alemania; éste tratado por mí recientemente con la extensión que merecía[1421], y que aquí enfocaremos desde el punto de vista del Emperador. Digamos solamente, ante la distorsión que se ha querido dar últimamente al viaje del Príncipe, que no se trató en ningún momento de un viaje cultural sino esencialmente político, aunque se comprende que con tan notable experiencia, al recorrer países tan distintos y al conocer ciudades tan importantes —Génova, Milán, Trento, Innsbruck, Múnich, Augsburgo, Bruselas, por citar las más importantes— Felipe quedaría fuertemente impresionado y todo ello acabaría reflejándose en su formación personal.
Es un viaje que se ha narrado mil veces, con el apoyo del testimonio de los cronistas de aquellas jornadas, como Calvete de Estrella[1422]. En mi reciente libro sobre Felipe II, yo me apoyé en una notable documentación encontrada por mí en la Biblioteca de Palacio de Madrid[1423]. Ahora, naturalmente, no voy a repetir lo allí dicho ni tampoco, claro, a dejar pasar aquel importante viaje; pero lo haré bajo la perspectiva de Carlos V, de cómo el Emperador fue recibiendo noticias de la marcha de su hijo, a través de las cartas publicadas por mí en el Corpus documental de Carlos V, al que tantas veces he aludido.
Felipe II, de acuerdo con la nueva decisión del Emperador, hubo de retrasar su viaje hasta la llegada de su primo Maximiliano, quien llegaría a Valladolid el 13 de septiembre de 1548, para desposarse con la infanta María y hacerse cargo del gobierno de España. Quince días después, Felipe II dejaría la villa del Pisuerga e iniciaría su largo viaje, que le había de poner en Bruselas el 1 de abril de 1549. Un dilatado viaje, pues, durante seis meses, con la vista puesta ya, no solo en que algún día sería el señor de los Países Bajos, sino también en su nueva ambición: convertirse en el futuro Emperador. No queriendo desplazar a su tío Fernando —aunque así lo propalaría la propaganda francesa y la misma de los Príncipes protestantes alemanes—, pero sí al primo Maximiliano.
Por lo tanto, el protagonismo del Príncipe crece de día en día. Carlos V mismo se lo va dando, y en no pocas ocasiones declara que no quiere tomar decisión sin oír su parecer. Pero, por supuesto, las líneas magistrales de conducta a tener en cuenta por Felipe, las espera de su padre. Todavía, estando en Valladolid a punto de iniciar su viaje, escribe al Emperador:
Dios sabe lo que me ha penado ver que S. M. se halla alejado[1424], porque se me habrá de alargar algo más el poder besar las manos a V. M., pero yo entiendo darme tal prisa en el camino que se enmiende en parte la diferencia que hay en las distancias de los lugares[1425].
Y también escribía el Príncipe en la misma carta a su padre:
Y en lo de mi pasada, cuando llegare —placiendo a Dios— a Italia, V. M. será servido de enviarme a mandar cómo me he de haber, para que, conforme a aquello, me rija[1426].
Por el mismo Príncipe sabemos de su triunfal entrada en Milán y de la gran acogida que le habían hecho sus gobernadores, Ferrante Gonzaga y su mujer; hasta tal punto que tuvo que aplazar su salida de la ciudad:
Todavía no quiero dexar de decir con el alegría universal que fui recibido en el estado de Milán…
Las grandes atenciones de los Gobernadores:
fui muy acariciado y con fiestas, y hospedado de don Hernando de Gonzaga y del la Princesa, su mujer…
Forzoso le fue detenerse más de lo pensado:
… los de la ciudad me lo pidieron con mucha instancia…

Por el Príncipe también confirmamos lo que Tintoretto pintó de forma magistral: su entrada en Mantua:
Llegué a Mantua el domingo, donde el Duque y don Fernando me recibieron con palio…[1427]
Un viaje ostentoso, desplegando toda la magnificencia la Corte española, con la nueva etiqueta borgoñona y con el cortejo de los grandes de Castilla que acompañan al Príncipe en aquella aventura. Pero por supuesto costosa, de forma que hay que conseguir siempre más dinero, con la variante que ahora es el Príncipe quien lo pide. ¡Y en qué términos! Había que satisfacer los cambios hechos por su mandato en Génova, y Vázquez de Molina, que era el nuevo hombre fuerte de las finanzas castellanas, y sucesor en el Consejo de Hacienda del fallecido Francisco de los Cobos[1428], recibirá la apremiante orden:
tenemos por cierto que viendo lo que importa la conservación del crédito, vos ternéis la mano en que a su tiempo se cumpla. Todavía os lo habemos querido encargar de nuevo para que tengáis más particular cuidado…, porque me pesaría mucho entrar perdiendo crédito, la primera vez que lo pruebo…[1429]
De forma que las resistencias para gastar dinero fuera de España, cuando lo pedía Carlos V, desaparecen. Ahora es el Príncipe quien lo reclama. Había una novedad, y sin duda importante: se trata de su propia persona. Y Carlos V le apoya, pues su hijo ha de aparecer ante Europa como la futura estrella. En el norte de Italia no se presumen dificultades; como se esperaba, todos, grandes y chicos, acudirían a ver y a reverenciar al Príncipe de España. Más problemático era el paso por el sur de Alemania, en especial porque se suponía que Mauricio de Sajonia iba a pedir a Felipe que intercediera con el Emperador para que liberase al Landgrave, Felipe de Hesse.
Eso quiere decir una cosa: que aunque abundasen las fiestas, los recibimientos triunfales, los saraos, e incluso las cacerías, el viaje del Príncipe fue fundamentalmente político. Y eso desde su desembarque en Génova. Ya allí se le plantea un problema: el príncipe Doria le propone una mayor vinculación con la Monarquía —incluso se llegará a sugerir una anexión al Milanesado, que el Emperador rechazará de lleno—, con la construcción de un castillo bajo el control de España. Eso dará lugar a unas difíciles negociaciones, planteadas por Doria, miradas con recelo por Carlos V, y en las que se deja ver el creciente protagonismo de Felipe, hasta el punto de soslayar las advertencias del César.
En ese sentido, los documentos no dejan lugar a dudas. El 5 de febrero de 1549 Carlos V escribía al Príncipe sobre aquello y le decía:
habemos particularmente entendido la resolución que tomaste cerca de lo de Génova, no obstante las dificultades que de acá se os representaron…
Eso sí, el Emperador se daba por satisfecho con las explicaciones de su hijo[1430].
Lo que parece claro es que todo lo que corresponde a la Monarquía Católica se hace teniendo en cuenta su parecer, ya sea una posible expedición contra Dragut[1431], ya el nombramiento de nuevo Virrey para Cerdeña[1432], ya el tan delicado de Virrey para Perú, que aclarase la situación de aquel importante Virreinato, tras las alteraciones de Gonzalo Pizarro, al fin resueltas por Pedro Lagasca, pero que al regresar este a España obligaba a esa designación. Y el Emperador le pide urgentemente su consejo:
Por ser el negocio de la calidad e importancia que es, os lo habemos querido comunicar. Y así os rogamos que con éste[1433], que no va a otra cosa, nos enviéis vuestro parecer, para que mejor nos podamos resolver…[1434]
Y lo que asoma en esta correspondencia es, no solo el protagonismo del Príncipe, sino su prepotencia. Su paso suscita adhesión en unos, temor en otros, pero en todos la sensación de estar viendo el nuevo poder, la nueva estrella, como el gran heredero de Carlos V. Por decirlo así, todos se precipitan a verlo, todos quieren conocerlo, muchos para ofrecérsele sumisos, otros para observarle preocupados. Las autoridades de Piacenza, deseosos de mantenerse bajo la reciente adquirida protección española, le presentan una preciosa réplica en plata de su ciudad; es un regalo verdaderamente simbólico: Piacenza se declara súbdita del joven Príncipe[1435]. Los de Mantua llegan a más.
Llegan —ya lo hemos dicho, pero el hecho merece su comentario— a recibirlo bajo palio. Ahora bien, eso era tan sagrado, como lo que se hacía al Santísimo Sacramento, que quedaba reservado para las primerísimas autoridades, religiosas o civiles. Era, por tanto, algo desmesurado, hasta tal punto que Felipe se consideraría obligado a justificarse con su mismo padre:
llegué a Mantua el domingo, donde el duque de Mantua y don Fernando me recibieron con palio, y aunque yo lo quise excusar, todavía como porfiaron en ello, y no había los inconvenientes que en lo de Milán, los dexé hacer como lo quisieron…[1436]
Eso venía a usurpar la preeminencia del Emperador, de modo que él podía ser el ofendido. Y lo cierto es que en su respuesta deja entrever un ligero reproche, aunque al fin todo lo dé por bueno[1437].
En Mantua iría también a reverenciarle el duque de Ferrara, de conocida inclinación francófila. Tenía un deseo: pedir al Príncipe que procurase la paz con Francia y que sobre ello influyese sobre su padre, el Emperador; como si Francia y sus aliados temiesen que el viaje del Príncipe fuera fruto de una gran ambición; acaso, además de conseguir la sucesión a la corona imperial, llevar una guerra de aniquilamiento contra la Francia de Enrique II[1438]. Poco después serían los venecianos, por vía de su Embajador y del Capitán de la guarnición de Verona, los que irían a reverenciarle, acompañándolo en su ida a Trento[1439]. Y en Trento es cuando Felipe recibe la visita de Mauricio de Sajonia, quien llevaba la misión que hemos comentado y que era del dominio público: pedir al Príncipe que intercediera ante su padre, el Emperador, para que liberase al landgrave Felipe de Hesse. El Príncipe, apercibido, le daría una respuesta cortés, pero negativa: que lo mejor era confiar en la justicia del César, quien tenía sin duda graves motivos para mantener prisionero al Landgrave[1440].
Aquel viaje tan ceremonioso del Príncipe tendría un alto cuando Felipe, tras atravesar los Alpes en pleno invierno por el Brenner, entró en Innsbruck; allí se encontró con sus primas, las Archiduquesas de Austria, y por unos días vivió en un ambiente más familiar y relajado. Otra cosa sería su paso por Alemania, donde nunca estaría seguro de las demostraciones de sentimiento de sus habitantes, empezando porque ya sufriría la fastidiosa barrera del idioma, sin olvidar las costumbres, cada vez más distintas. Sin duda, tendría un cierto respiro al ser huésped de los duques de Baviera, como corte de vieja raigambre católica, y al ser invitado por su pariente, el conde Palatino, tan deseoso de congraciarse con la familia imperial, desde la severa reprimenda que le había hecho Carlos V.
Todo eso se lo contaría el Príncipe a su padre:
yo no pude excusar de venir aquí[1441], por habérmelo enviado a pedir el conde Palatino y la Princesa, su mujer[1442]. Llegué el jueves y heme detenido con ellos hasta hoy. Hanme hospedado muy bien y con mucha demostración de amor…[1443]
Se acercaba el momento del encuentro con su padre, y Felipe piensa en algo emotivo: no aguardar a la entrada oficial en Bruselas, sino anticipar su llegada haciéndolo de incógnito, para abrazar a su padre en secreto y dejar para más tarde todo el ceremonial cortesano. Naturalmente, eso no puede hacerlo sin el consentimiento imperial, y para ello le manda a Carlos V un emisario especial: el Comendador mayor de la Orden de Alcántara, don Luis de Ávila y Zúñiga. Y el César se mostró contrario: agradecía el gesto, como de tan buen hijo, pero lo rechazaba: podía traer complicaciones, porque sería imposible guardar el secreto, y al punto eso daría lugar a toda clase de comentarios[1444].
Por otra parte, el día del encuentro entre padre e hijo estaba próximo. En efecto, el 1 de abril entraba Felipe II en Bruselas, aunque no pudo abrazar a su padre hasta entrar en su misma cámara, pues un nuevo ataque de gota le tenía recluido en su aposento[1445].
Durante más de un año Carlos V disfrutó de la compañía de su hijo en aquellas tierras de Flandes que tanto deseaba que conociera Felipe y también que fuera conocido por sus naturales, como quien había de heredarlos. Serían los meses de las entradas triunfales (las «joyeuses entrées») por los diversos Estados, para ser recibido como heredero y para jurar sus privilegios. Fue también cuando María de Hungría organizó en sus palacios de Binche y de Mariemont las espectaculares fiestas en honor de su sobrino, luego recogidas en pinturas de la época.
Eso ocurriría en pleno mes de agosto de 1549[1446].
Vinieron después los meses de recogimiento en Bruselas, en los que se mantendrían las negociaciones con Fernando de Austria, en torno a la sucesión al Imperio; unas negociaciones que cada vez parecían más difíciles, aunque las relaciones se mantuvieran guardando las apariencias. Así, Felipe II escribiría a su primo y cuñado Maximiliano —que entonces estaba gobernando España en su ausencia— pidiéndole nuevas sobre el preñado de su hermana, queriendo dar a la carta un tono festivo, como si no existiera aquella tensión entre ellos: que se lo preguntaba a él
porque mi hermana es tan vergonzosa que no me lo querrá decir, aunque hombre se lo pregunte…[1447]
Y por esas fechas, mandaría Carlos V una embajada a su hermano para pedirle que fijara el lugar de la entrevista que debían tener para resolver de una vez la cuestión sucesoria al Imperio, con la inclusión del príncipe Felipe como futuro rey de Romanos; pero también para disipar las dudas que Fernando pudiera tener en cuanto a lo que se estaría tramando en su contra:
qu’il scet l’amour plus que fraternelle que luy pourtois et que nous tenons pour certain qu’il se confiertant de nous, que nous en vouldrions en rien du monde exceder l’honnesteté en chose quelconque, tant moins en son endroit, et que nous croyons fermement que cela souffit pour luy faire descroire tout ce que l’on pourroit dire en cecy[1448].
Fernando se hallaba entonces en Praga. Los términos de su respuesta, cuyo autógrafo posee el Archivo imperial de Viena, no podían ser más humildes. Era la carta de un obediente y sumiso hermano menor, que firmaba:
Vôtre tres humble et tres obeissant frère, Ferdinandus[1449].
Pero a la hermana común, María de Hungría, Fernando declararía más abiertamente su pensamiento: que no quería que en su presencia se tratase por Carlos V nada que pudiera redundar en perjuicio o disminución de su honor, ni en perjuicio o disminución del Imperio. Y que si tal fuera a ocurrir, que prefería no tener entrevista alguna con el Emperador. Y como ese era el rumor que corría, le pedía que intercediese como buena hermana, para evitarlo[1450].
De día en día se mostraba más abierta la separación entre los dos hermanos. Y como consecuencia, tanto los enemigos de Carlos V como sus dudosos aliados —tal Mauricio de Sajonia— buscaban la amistad de Fernando, quien en agosto de aquel año se pasaría veinte días de cacería, invitado precisamente por Mauricio de Sajonia.
No eran unas jornadas de mero disfrute, unas jornadas inocentes, sino la ocasión para tratar los temas políticos más candentes, como las dificultades en imponer el Interim imperial en materia religiosa, o el dudoso cerco a la rebelde ciudad de Magdeburgo; evidentemente, no podía menos de salir el tema de la sucesión, en unas jornadas que se prolongaban con tantos extremos de amistad de los duques de Sajonia, que así ponían cerco a la voluntad de Fernando:
la tres instante prière du dit Electeur et de la Duchesse, sa compaigne…
Y así se lo expresaba el rey de Romanos a su hermano Carlos V[1451].
Ese distanciamiento entre los dos hermanos, los crecientes recelos de la rama de Viena y los achaques físicos de Carlos V, cada vez más atenazado por la gota[1452], harían que aquellas negociaciones sobre la sucesión al Imperio se eternizasen. A mediados de noviembre Carlos V decide su ida al Imperio, deseoso de resolver todos los asuntos pendientes antes de su regreso a España, cosa de la que por entonces se mostraba muy ansioso, si bien queriendo mantenerlo en secreto:
pour eviter les discours que ceuls de l’Empire ont accostumé faire pour conduire leurs négotiations selon leurs desseigns, quant ils saiven que je suis constraint de harter la besoigne pour passer oultre[1453]
En vista de lo cual, Fernando se resignaría a la entrevista pedida por Carlos V, pero atreviéndose ya a decirle lo que antes había expresado a María de Hungría: que esperaba que en ella no se tratase nada que no fuera en bien de la Cristiandad y que no contribuyese a que se suscitasen los temores, propagados por el Imperio, de que el Emperador quería convertir la corona imperial en hereditaria:
avoir regard à la jalousie que aucuns Estats du dite Empire ont desià cidevant demostrés, comme se l’on voulut faire icelluy hereditable ou le desmembrer…[1454]
La cuestión se complicaba, porque Carlos V hubiera querido resolverlo todo mano a mano con su hermano, dejando a un lado a Maximiliano. Un notorio abuso, porque él se veía asistido por su hijo Felipe, de cuya ambición política veremos más de una prueba, mientras que entraba en sospechas cuando se entera de que su hermano Fernando mandaba un emisario especial, el conde de Lodrón, para que se viera con Maximiliano en España, lo que obliga a Fernando a una larga serie de disculpas con la eterna intermediaria, María de Hungría: nada había tratado con nadie sobre la sucesión imperial, y sobre ello daba su palabra:
sur nôtre honneur, parolle et verité[1455].
Dos meses después sería otro alto personaje alemán, el duque de Brunschwick, el que iría a España, con el achaque de su pasión por una dama de la Corte de Maximiliano y María; lo cual, claro, provocaría el asombro de Carlos V, reflejado en esta curiosa carta a su yerno:
según nos han dicho, no debe ser la menor causa lo de las damas, a alguna de las cuales dicen que está aficionado…
Y en postdata, autógrafa, añadía el Emperador a Maximiliano:
Hijo: Los negocios del Duque son, a lo que yo creo, de tan poca importancia que yo quisiera que él excusara este trabajo. Es tan mozo, que lo toma por descanso. Bien será que le enderecéis y que tenga más reposo y mire más por sus negocios, porque si no lo hace, presto se verá al cabo dellos.
Vuestro buen padre
Yo el Rey[1456].
No hemos de menudear más sobre este tema, del que existe tanta documentación que abruma. Diremos que el 31 de mayo Carlos V salía de Bruselas, después de una emotiva despedida de sus hermanas, Leonor y María[1457]. Le acompañaba su hijo Felipe, camino del Imperio. El 1 de mayo, en que se cumplían los diez años de la muerte de su mujer, la emperatriz Isabel, había tenido unos solemnes funerales en el monasterio de Groenendal[1458]. Lo había hecho rodeado de su hijo Felipe y de sus dos hermanas, mostrando así cuán dentro seguía manteniendo el entrañable recuerdo de su esposa.
Ya en Alemania, el Emperador haría aquel viaje por el Rhin, tan plácido, que le permitiría dictar sus Memorias a su ayuda de cámara Van Male.
Estaba en la cumbre de su reinado y tenía el deseo de perpetuar sus recuerdos; en especial, aquellas jornadas militares culminadas en su victoria de Mühlberg.
Pero iba también a entrar, sin saberlo, en un callejón sin salida: el de las reuniones familiares de Augsburgo, para dilucidar la cuestión sucesoria al Imperio. Chocaría con la resistencia de su hermano Fernando, quien en todo caso impuso la condición de que allí fuera llamado su hijo Maximiliano. De ese modo, en un ambiente familiar cada vez más crispado, teniendo que llamarse a la eterna mediadora, María de Hungría, se llegó al forzoso acuerdo de la sucesión alternada al Imperio: a Carlos V sucedería —como ya estaba legislado— Fernando, el cual promovería la elección en su día de Felipe como rey de Romanos, y este, cuando pasara a Emperador, la de Maximiliano, para rey de Romanos.
Era la sucesión alternada entre las dos ramas de la Casa de Austria que provocaría tanto descontento en el Imperio; sin eliminar los recelos de la corte de Viena, que ya no tendría seguridad alguna sobre las verdaderas aspiraciones de Felipe II[1459].
Quedarían, acaso, estas preguntas: ¿Cómo se disparó aquel proceso? ¿Quién fue el primero en querer cambiar lo establecido? Para Gachard, ya lo hemos indicado, todo partió de Maximiliano, quien ante la noticia de la gravedad de Carlos V, a principios de 1548, creyó conveniente apremiarle para que ejerciese su influencia en el Imperio a su favor, como futuro rey de Romanos. Maniobra política que no podía dejar indiferente a Felipe. Él era el hijo del Emperador, y no tenía por qué quedar al margen de tal operación política. Antes al contrario. Y Carlos V le apoyaría.
De esas ambiciones del Príncipe sí tenemos pruebas documentales.
Está, por ejemplo, la intervención de María de Hungría, en la fase última de las negociaciones familiares de Augsburgo, cuando presiona sobre Fernando y sobre su hijo Maximiliano para que cedieran, si no querían provocar la ruina de su casa[1460]. Y está también un texto posterior de Carlos V. El Emperador, en carta a su hijo de 2 de abril de 1553, en la que se debate ampliamente sobre el nuevo matrimonio de Felipe, alaba a su hijo por haber elegido como candidata a la princesa María de Portugal, hija de Leonor de Austria. Pero —le añade— había una dificultad: que según los acuerdos familiares de Augsburgo el Príncipe debía casarse con una Archiduquesa de Viena.
Y es cuando el Emperador escribe estas reveladoras líneas a su hijo:
mas como el término del cumplimiento desto[1461] está puesto para cuando seáis elegido [1462] y es cosa de que hay al presente poca esperanza, entretanto que lo de acá está tan alterado como agora, demás de que no aclarándose no me determinaría en aconsejaros aceptásedes el Imperio aunque se os diese…[1463]
De modo que el panorama en el Imperio en 1553 era tal, que Carlos V aconseja al Príncipe que renuncie a él aunque se le ofreciera. Y lo hace sin ningún género de disculpas, a las que estaría obligado, si hubiera sido el promotor de la idea. A mi juicio, en el tono de la carta carolina está la prueba de quien decide al fin aconsejar al hijo que desista de su ambición. La decisión es de Felipe. Carlos V, su padre, se limita a dar su consejo. Aquello había entrado en un callejón sin salida, en el que Felipe se había metido por su propia voluntad, de forma que el César ni siquiera se plantea disculparse por un fallo del que no es culpable. Es el hombre de Estado quien al fin da su consejo: que el Príncipe se olvide del Imperio.
Otra cosa era que Felipe llegase en su ambición a querer desplazar a su propio tío, pretensión en la que, en todo caso, encontraría sin duda el rechazo de su padre, el Emperador. Pero el rumor existió, propalado —como era de esperar— por todos los enemigos de Carlos V; por el embajador de Francia y por los Príncipes protestantes preferentemente. Y llegó hasta el mismo Fernando y hasta Maximiliano, que lo creyeron a pie juntillas, con el consiguiente recelo, sintiéndose víctimas de una artera maniobra filipina.
Un recelo difícil de desvirtuar, por cuanto era evidente que, cuando menos, las ambiciones de Felipe dañaban el futuro de Maximiliano. El viaje del Príncipe al Imperio y el apartamiento de Maximiliano a España apuntaban en la misma dirección. La misma representación iconográfica de Felipe II iba decididamente en el mismo camino, como una propaganda subsidiaria; y no tanto por el cuadro pintado por Tiziano en Augsburgo en 1551, en el que aparecía el Príncipe con media armadura, como siguiendo los pasos de su padre, el rey-soldado (a quien el propio Tiziano había ya inmortalizado como el gran vencedor a caballo, cabalgando sobre los campos de Mühlberg), como por la estatua en bronce que le hacían los Leoni en Milán, en la que Felipe se presentaba según el modelo de Augusto, con armadura romana, tal como la que lucía Augusto en la estatua divulgada en la Antigüedad. Eso era emplear un lenguaje sencillo y directo: si a Carlos V se le veía como el nuevo César y Felipe II se presentaba como el renovado Augusto, eso venía a decir que Felipe de España era el que se preparaba para suceder al viejo Emperador.
Y así lo entendió Europa, provocando la natural alarma en el Imperio, bien aprovechada por Enrique II de Francia:
Toda Alemania —informaba el embajador francés Marillac a la corte de París— parece no tener otra esperanza…, y aquí[1464] muchos diputados de las ciudades y Príncipes me han declarado abiertamente que no podían alegrarse bastante de que el Rey[1465] estuviera en paz… para poder enfrentarse con los deseos del Emperador[1466].
A su vez, la resistencia ofrecida por Fernando era mal llevada, tanto por parte de Felipe como por la del Emperador. Del disgusto creciente del Príncipe se haría eco el obispo Granvela, quien el 22 de julio de 1550 escribía a la reina María de Hungría que el peligro estaría que en el futuro la Monarquía Católica se desentendiera de los problemas del Imperio, si no se apoyaban las pretensiones de Felipe II, añadiendo estas significativas palabras:
et même selon que nôtre jeune seigneur prent les choses…
Y más añadiría:
Or nos deux maitres, et le père et le fils, sont fort ardents en ceste negotiation, et la mènent toutes fois doucement pour ce comencement; mais S. M. Imp. m’a dit que si le Roy n’y marche de bon pied por seconder son désir, qu’il parlera à luy de sorte qu’il luy fera clairement et naifement entendre la faulte qu’il feroit en ceci…[1467]
Era forzar demasiado las cosas y el resultado no podía ser otro que el distanciamiento entre los dos hermanos. De pronto, se vio a Fernando obstaculizar en la Dieta imperial que se celebraba en Augsburgo, las propuestas carolinas.
Una actitud inesperada para Carlos V y que le dolería amargamente, dejando escapar esta queja a su confidente y hermana María de Hungría, en una postdata autógrafa a su carta de 16 de diciembre de 1550:
Madame ma bonne soeur: Je vous eusse voulontiers escript ceste de ma main. Et combien que je me pourroy escuser, que si longue escripture fut estée damgereuse pour ma goutte, je vous veulx confesser que je en l’ay tant laissé à ceste occasion que j’ay fait pour le travail que mon esprit et entendemente eussent souffert à l’escrire. Car je vous puis certifier que je n’ay jamais tan sentie ny en sens chose que le Roy de France mort en me hay fait, en ce que cestuy cy me voudroit faire, ny toutes les braveries dont le connetable use à present, comme je fait et fait veoyr les termes de quoy le Roy, nôtrer frère su envers moy…
Y lo que más le dolía: que cuando se veían no encontraba en su rostro ningún signo de arrepentimiento o de vergüenza. De forma que era urgente que dejara Bruselas para que, si no podía convencer a Fernando, al menos le consolara a él, a Carlos V[1468].
En efecto, de poco sirvió la mediación de María de Hungría. Fue necesario consentir en la exigencia de Fernando, incorporando a Maximiliano a las difíciles negociaciones familiares. Al fin, se llegó al acuerdo de ir traspasando la dignidad imperial entre Viena y Madrid, de forma que a Fernando sucediera el príncipe Felipe, y a Felipe, en su día, Maximiliano, como ya hemos indicado[1469].
Era, hay que insistir en ello, forzar demasiado las cosas. Aparte de que se caía en el grave error de desconocer los deseos de los pueblos, estaba el hecho de que la Casa de Viena no podía ser fiel a unos acuerdos que tanto la lesionaban. Lo natural, dado que se venía a sustituir un sistema electivo por el hereditario, que el heredero fuera un miembro de la siguiente generación. Pero, ¿qué garantía podía haber para Maximiliano de heredar a Felipe II, dado que habían nacido el mismo año? De hecho, el rey de Bohemia moriría veintidós años antes que el príncipe de España.
De ese modo, las ambiciones de Felipe II, pronto secundadas fervientemente por su padre Carlos V, solo servirían para romper aquella alianza familiar que tan eficaz —y tan poderosa— se había mostrado en la guerra contra la liga de Schmalkalden.
Y lo que sería mucho más grave: que de esa forma se propiciaría la ofensiva conjunta del rey de Francia Enrique II y de Mauricio de Sajonia, el otrora aliado de Carlos V, convertido de pronto en rebelde y enemigo.
Eso que conocemos como la crisis de 1552, que ensombreció los últimos años del reinado del Emperador.

Capítulo 4
Los últimos años del reinado

Con un gran esfuerzo, y dejando tras de sí muchos recelos, Carlos V consigue arrancar a su hermano Fernando, y a su sobrino Maximiliano, en marzo de 1551, los acuerdos familiares de Augsburgo que trataban de garantizar una sucesión alternada en el Imperio, a caer de forma rotatoria entre las Casas de España y de Austria. Aunque los signatarios se comprometían al secreto, las filtraciones fueron numerosas, empezando por el rey de Romanos y por el rey de Bohemia, deseosos de justificar su conducta ante la opinión pública alemana y preparándose para un futuro bien distinto al pretendido por Felipe II con la ayuda paterna[1470].
En estos últimos años del reinado, entre el verano de 1551 y el otoño de 1555, veremos al César gozar todavía de unos meses de euforia, aunque cada vez más alarmado por las noticias que le llegaban de Francia y de Alemania. Asistimos a la dispersión familiar de los Austrias. María de Hungría regresa a su corte de Bruselas, Fernando a Viena, Maximiliano irá a recoger a su mujer a España, para regresar también con ella a la corte de Viena, Felipe irá a instalar su corte en Madrid y Carlos V, no sin fuertes dudas, acabará por instalarse en Innsbruck para dar más calor a las sesiones del Concilio de Trento.
Mientras, algo se iba moviendo en Alemania, profundamente alterada ante la noticia de que los acuerdos de Augsburgo iban a suponer que Felipe II se convirtiera en el futuro Emperador.
Se incubaba la gran crisis que arruinaría todo lo conseguido en la guerra contra la Liga de Schmalkalden; una crisis alentada además por Enrique II de Francia, que seguía con ojo atento las reuniones familiares de Augsburgo[1471].

§. La gran rebelión
Después que Carlos V dio por terminada la reunión familiar de Augsburgo, se marcó dos objetivos: el primero, que aquellos nuevos planes dinásticos de sucesión al Imperio fuesen aceptados por los Príncipes alemanes; el segundo, conseguir de la Dieta imperial que se nombrasen representantes alemanes en el Concilio, aprovechando que el nuevo pontífice, Julio III, había accedido a que prosiguiese sus sesiones en Trento; decisión que apoyó inmediatamente ordenando a obispos y teólogos españoles que acudiesen de nuevo a la ciudad del Concilio[1472]. Por un momento parecía que se hacían realidad las esperanzas imperiales. Pero pronto el panorama cambió. Los mismos enviados de Carlos y Fernando, que tenían por misión informar a los Príncipes Electores de lo aprobado en Augsburgo entre los dos hermanos sobre los nuevos planes dinásticos, no obtuvieron la aprobación terminante que buscaban. Entretanto, en el norte se iba fraguando la oposición contra el Emperador. Su triunfo había suscitado no pocos resquemores. La oligarquía principesca, el sentimiento protestante de gran parte de la nación alemana, los deudos y familiares de los Príncipes prisioneros —en particular Guillermo, el hijo del landgrave de Hesse— eran otros tantos enemigos cada vez más irreductibles.
Así las cosas, el 26 de febrero de 1550, los duques Juan Alberto de Mecklemburgo y Alberto de Prusia, junto con el marqués Hans de Kustrin —el antiguo aliado de Carlos V, al que el Emperador había ofendido gravemente, al expulsarle de la Dieta de Augsburgo en 1548 por no sujetarse al Interim—, firmaron una Liga en Könisberg, a la que pronto se unieron Guillermo de Hesse, Alberto Alcibíades de Brandemburgo y Mauricio de Sajonia. Proclamaban su deseo de combatir por la libertad germana, la defensa del protestantismo y la liberación del Landgrave.
Un descontento profundo se extendía por toda Alemania. Las guarniciones españolas esparcidas por las principales ciudades y castillos y la altivez de aquellos viejos tercios daban la impresión a los alemanes de haber caído bajo un poder extranjero. Se divulgó el deseo del Emperador de separar casi por completo a los Países Bajos del Imperio, incorporándolos a la Monarquía Católica. Y sobre todas las cosas estaba el temor de los Príncipes al poderío imperial, agravado por el rumor de que quería imponer a su hijo Felipe, el Príncipe español, como nuevo Emperador.
No tardaron los Príncipes alemanes rebeldes en negociar con Enrique II de Francia, que anhelaba vengarse de sus años de prisionero en España. Contra aquella temible combinación de fuerzas había siempre luchado Carlos V. Mientras había vivido Francisco I, su espíritu se había mantenido alerta. La muerte de su rival hizo que Carlos V se olvidara de aquella amenaza. Con razón Mignet ve en la rivalidad con Francisco I una de las causas de la grandeza del Emperador, que comienza a cometer sus mayores errores cuando su rival desaparece. Eso es lo que ocurre en 1551. En octubre de aquel año un enviado del rey cristianísimo, el obispo de Bayona, firma un tratado con los Príncipes alemanes coaligados, en Lochau (Sajonia); tratado que se ratificaría por Enrique II en Chambord, el 15 de enero de 1552. El Rey francés se comprometía a contribuir con 80.000 coronas mensuales a los gastos de la Liga, durante los tres primeros meses, y con 70.000 los restantes. A cambio, los Príncipes le cedían las plazas del Imperio donde no se hablaba alemán: Metz, Toul y Verdún.
Aun así, les faltaba a los coaligados una cabeza que dirigiese la rebelión con posibilidades de éxito, una figura rodeada de misterio, por los planos contradictorios en que se mueve. De uno de los principales aliados del Emperador y de los que más habían contribuido a su victoria sobre la Liga de Schmalkalden, pasa ahora a ser el principal personaje de la rebelión de los Príncipes. Aunque protestante, puede afirmarse que se mueve exclusivamente por ambiciones políticas y necesidades económicas. Tras haber conseguido del Emperador el Electorado sajón, su ambición llegó a un punto en que el poderío y los planes del propio Emperador le suponían un estorbo. El viaje de Felipe II y su estancia en el Imperio entre 1549 y 1551 le alarmó profundamente. Al aceptar de Carlos V la misión de reducir la ciudad rebelde de Magdeburgo —que se negaba a aceptar el Interim—, en el otoño de 1550, Mauricio pudo organizar, sin sospechas de la Corte, su ejército personal pagado por la Dieta. Pronto se convirtió en el Príncipe más poderoso de Alemania, a lo que contribuían sus notables cualidades de soldado y de diplomático.
Comprendiendo la importancia de una sólida alianza con Francia, Mauricio de Sajonia envió un emisario a la corte de París, Reiffenberg, con el encargo de obtener un fuerte apoyo económico de Enrique II, y comprometiéndose a cambiar la alianza de defensiva en ofensiva.
Mauricio era lo suficiente cauto para iniciar aquellas negociaciones con Francia en un momento favorable. Las divergencias familiares, a partir de 1550, parecían haber anulado al Emperador. No solo no intuía el peligro que sobre él se cernía, sino que se ponía en trance de perder la alianza de su hermano Fernando. Mauricio se mantenía en las mejores relaciones con el príncipe Maximiliano —entonces ya nombrado rey de Bohemia—. Por otra parte, Carlos debilitaba su posición rompiendo las treguas con Turquía, al tomar el virrey de Sicilia la ciudad de Mahdia (Túnez), lo que trajo como réplica la conquista de Trípoli por los turcos. Pues no olvidemos que aquella preciada conquista de Fernando el Católico, que durante más de cuarenta años había sido un bastión de la cristiandad en el Mediterráneo oriental, se perdía en 1551. Todo, pues, parecía favorecer la conjura del duque Mauricio. Además, durante un tiempo siguió un doble juego, negociando al tiempo con el rey francés y con Carlos V. En noviembre de 1551, a poco de firmarse, por lo tanto, el tratado de Lochau, entraba Mauricio en Magdeburgo, que se le había rendido. Oficialmente lo hacía en nombre del Emperador; pero, en secreto, la ciudad le reconocía a él como su señor, a cambio de su protección en la cuestión religiosa, comprometiéndose el Duque a permitirles el mantenimiento del protestantismo. Así, sin tener que forzar un asalto a la ciudad, pudo Mauricio mantener intacto su ejército y aun aumentarlo con parte del de la ciudad sitiada. Continuando su política ambigua, envía sus representantes al Concilio de Trento, conforme al deseo de Carlos V, y continúa sus relaciones con él hasta tal extremo, que sus propios aliados temen que cambie de actitud. Habiendo sido llamado por Carlos V, sale oficialmente hacia la Corte imperial, para cambiar de ruta, dirigiéndose a Hesse, donde en febrero concierta con el representante de Enrique II las bases ya citadas del dinero que había de entregar Francia: 240.000 coronas durante el primer trimestre y después, 70.000 mensuales. Es entonces cuando Mauricio se cree en condiciones de rebelarse abiertamente contra Carlos V, y cuando Enrique II invade la Lorena, al frente de un ejército de 35.000 hombres, y se apodera con la mayor facilidad de las plazas de Metz, Toul y Verdún. Era el mes de marzo de 1552.
A los pocos días, los Príncipes rebeldes concentraban sus fuerzas bajo la dirección del duque Mauricio, constituyendo un ejército de unos 30.000 soldados, que avanzó resueltamente sobre Augsburgo.
Entretanto, ¿qué ocurría con el Emperador? ¿Cómo le sorprendían aquellos sucesos? Se podría recordar la sentencia antigua: los dioses ciegan a los que quieren perder. No escucha los mil avisos que le llegan de todas partes sobre las intrigas de los Príncipes y las negociaciones con Francia. Es cierto que encuentra harto extraña la conducta de Mauricio en el sitio de Magdeburgo; pero basta una carta del Duque-elector para que se disipen sus recelos. Puede decirse que hasta marzo de 1552 no entra en verdadera alarma Carlos V. No es que no supiera ya de la enemistad declarada del Rey francés. De hecho, desde septiembre de 1551 le están llegando muy malas noticias, tanto de los Países Bajos como de España sobre las primeras hostilidades de Enrique II. Así, María de Hungría daba cuenta del secuestro de navíos españoles por los franceses, y en tal número que no podía ser sino una
clara demostración de querer romper y hacernos guerra…[1473]
Para María de Hungría no era una sorpresa. Sabía que Enrique II estaba esperando una oportunidad, y así había dado la voz de alarma nada menos que un año antes.
En efecto, en el verano de 1550, cuando ya corría el rumor de las divergencias entre las dos ramas de la Casa de Austria, comunicaba María sus temores a la Corte imperial, concretamente a Granvela hijo, obteniendo esta respuesta: que tenía razón en cuanto a los peligros que se cernían,
y cierto, como V. M. escribe, nuestros vecinos están con los ojos abiertos…[1474]
Cuando Felipe II regresa a España en el verano de 1551, para hacerse cargo de su gobierno, teme que el nublado caiga sobre él y que la ofensiva francesa se vuelque sobre la frontera pirenaica. De forma que nada más llegar a Valladolid convoca a toda urgencia los Consejos de Estado y de Hacienda. La noticia de haber roto la guerra Enrique II le coge en Nava, lo que le hace apresurar su viaje[1475]. Y las conclusiones no pueden ser peores, porque la amenaza era grandísima y faltaba el dinero:
cuán consumido y gastado está lo de acá…
De forma que el Príncipe se lamenta desconsoladamente ante su padre:
Dios sabe la pena y cuidado que a mí me queda dello…
No era solo el daño del país. Era también su prestigio lo que andaba en juego:
… demás del daño que podrían rescebir estos Reinos, yo sentiría mucho, hallándome en ellos, no perder resistirlos y ofenderlos como sería razón, siendo hijo de V. M…[1476]
Fue a fines de marzo, ante el empeoramiento visible de la situación, cuando Carlos V envía a España un mensajero: el caballero Juan Manrique de Lara, clavero de la Orden de Calatrava, mayordomo del Emperador, al que recientemente había nombrado Carlos V su capitán general de la artillería. Saliendo a fines de marzo de Innsbruck —sus instrucciones están fechadas a 29 de aquel mes—, debía dirigirse a escape a Génova, donde el príncipe Doria le tendría preparada una nave en que pasar directamente a España, y allí, por la posta, correr a uña de caballo hasta la Corte del príncipe Felipe.
Por entonces, ya Carlos V se halla en Innsbruck. La elección de la capital tirolesa como el nuevo emplazamiento de su Corte la hace en un mar de dudas. Obligado a licenciar buena parte de sus tropas, no se encuentra seguro en Alemania. ¿Dónde ir, entonces? El 18 de septiembre, todavía en Augsburgo, muestra su perplejidad a su hermana María, piensa en Innsbruck y le pide —una vez más— su consejo.
Es una carta larguísima, atribulada, haciéndose eco de los afanes belicistas de los franceses:
demostrand leur volonté d’entrer en guerre…
Una vez más, Carlos V es el agredido y el francés quien rompe la paz; aquella paz por la que siempre había clamado el Emperador (recuérdese su gran grito en la Roma de Paulo III).
¿Qué hacer? ¿Dónde acudir? ¿Cuál sería el mejor sitio para hacer frente al peligro? Porque ahí radicaba una de las ventajas del enemigo: que al tener frontera con tantos dominios de Carlos V, podía preparar un golpe por sorpresa, cogiendo a contrapié al Emperador:
je me suis trouvé perplexe de ce que je devroi faire quant à ma personne…
Ese es el lamento de Carlos V, su confidencia a su hermana. Y si se decide al fin por Innsbruck es por estar cerca de Trento, donde se reabría el Concilio, pero también por temer que Enrique II estuviese preparando una invasión de Italia:
pour voir ce que le Roy[1477] fera quant à sa personne, pour s’il passe en Italie…
Además, Innsbruck formaba parte de los antiguos dominios de la Casa de Austria, era como estar en casa, con su buena residencia palaciega; eso sí, obligando a que sus sobrinas, las Archiduquesas, la dejasen libre. Pero en todo caso, ya cerca de su hermano, y por lo tanto en lugar seguro[1478].
Y en eso se engañaba. En lo primero, porque, como veremos, su hermano le dejaría abandonado. Y también lo estaba en cuanto a la dirección del ataque francés, y sobre todo, al no sospechar nada sobre su alianza con Mauricio de Sajonia.
Al fin, Carlos V se convencía de la traición de su antiguo protegido y aceptando de una vez como buenos los avisos que recibía de su hermana María desde Flandes, así como los que le llegaban de Alemania, de Roma y de Lorena, sobre la conjura y los movimientos de tropas, tanto francesas como de los Príncipes rebeldes. Para entonces, corría ya el mes de marzo. Cuando firma las instrucciones para Juan Manrique, a fines de mes, aún no conocía la pérdida de Metz, Toul y Verdún, pero tenía ya por cierta la Liga entre el duque Mauricio, el marqués Alberto Alcibíades de Brandemburgo y Francia, sospechando que en ella estaban complicados muchos otros Príncipes alemanes, puesto que en la apurada situación en que se hallaba, ninguno le había ofrecido su apoyo. Rumores diversos corrían sobre el objetivo que se propondrían los coaligados: ¿La invasión de Flandes? ¿La captura del Emperador? Indeciso, enfermo, sin dinero y sin fuerzas bastantes para hacer frente a tamaña tormenta, Carlos toma como primera decisión consultar con su hermano Fernando, enviándole a mediados de marzo al señor de Rye: incluso en su desesperación llega hasta a sospechar también de su lealtad[1479]. Nombra capitanes de infantería y de caballería para que estén prontos para levantar gente de guerra en cuanto reciban la orden, pues la falta de dinero le impide por el momento reclutarlos. No lo consigue de sus banqueros habituales —Fugger, Welser— y en ello cree ver la mano de los Príncipes rebeldes. Vacila entre marchar a los Países Bajos, ponerse en Augsburgo, o ir hacia Viena. El viaje a los Países Bajos hubiera sido la mejor medida, pero resultaba irrealizable, ante la amenaza de encontrarse con el camino cortado por los franceses. Aunque Carlos V no lo menciona en estas instrucciones de lo que Juan Manrique de Lara debía decir a su hijo Felipe, es muy probable que temiese caer prisionero de Enrique II, en el que tenía peor enemigo que en su padre Francisco. En cuanto a ponerse sobre Augsburgo o Ulm, con tan escasas tropas como tenía consigo, era estar a merced de los Príncipes rebeldes. En ningún caso quería el Emperador buscar su seguridad en Italia o en España; eso sería dejar el Imperio. Y abandonar el Imperio sabía muy bien que era perderlo totalmente. Si todavía tenía alguna probabilidad de rehacerse sería a base de resistir. Por fin se resuelve a esperar en Innsbruck hasta saber más claramente las intenciones de sus enemigos; y en caso de que fueran contra él, salir a reunirse con su hermano Fernando en Viena. Y dadas las pocas fuerzas armadas que le acompañaban, entretenerlo todo con negociaciones, hasta que se hallase en situación de tomar la ofensiva.
Urgía el apoyo de hombres y de dinero de Castilla, tanto más cuanto que Carlos sabía que no era posible contar con que le llegase nada de Flandes o de Italia. Solo Castilla podía auxiliarle.
El Emperador suspira por el dinero del Perú, del que se había propuesto guardar una fuerte cantidad de oro para atender a un caso de emergencia; pero las últimas guerras de Italia se lo habían llevado todo. Propone Carlos a su hijo, como el mejor arbitrio, la venta de pueblos de la Corona a particulares de sus Reinos de Castilla —grandeza, prelados, caballeros, etc. —. Mas no podía esperar a que se realizasen tales ventas, por el agobio en que se hallaba. De la pronta llegada de dinero contante y sonante dependía que pudiera hacer frente a todo lo que se le venía encima. Por eso manda al Príncipe que pida a los particulares del Reino dinero y que nombrase 20 capitanes de infantería, señalándoles sus términos para que reclutasen cada uno 300 infantes, para tenerlos a punto de emplear donde más fuere necesario. Aparte de estos 6.000, que quedarían como en situación de reserva, se habían de despachar con brevedad los 1.000 que se habían llamado para las guarniciones del Piamonte, y otros 4.000 para el Reino de Nápoles, donde se temía un ataque del Turco. Pues todo parecía ponerse en contra de Carlos V.
Esa sería la misión de Manrique de Lara en España. Un texto tan revelador de la gravedad de la crisis producida que pide la inserción de algunos de sus párrafos más significativos: Después de una larga referencia sobre todos los avisos que le llegaban, añadía el Emperador:
En fin, no hay que dudar sino que la liga entre todos tres está hecha y concluida, y que otros muchos príncipes de Alemania deben ser comprendidos en ella…[1480]
Esos tres eran Enrique II de Francia, el duque Mauricio de Sajonia y el marqués Alberto de Brandemburgo. Y el propio Carlos V reconoce que, aunque le habían llegado avisos desde hacía tiempo, respecto a la traición del Duque, nunca lo había podido creer:
nunca por entonces nos pudimos persuadir a que tuviese fundamento…[1481]
¿No habían combatido juntos en la campaña de 1546? ¿No habían cabalgado uno junto al otro en los campos de Mühlberg? Para el César —siempre su tono caballeresco—, Mauricio de Sajonia era un compañero de armas, y su lealtad estaba fuera de dudas.
No lo podía creer. No lo quería creer. Solo la inminencia del peligro le abre los ojos, cuando ya los conjurados descubren sus planes.
Y el saberlo le hace prorrumpir en amargas quejas. ¿Cómo era posible que los Príncipes alemanes facilitaran el ataque francés al Imperio? ¿Qué locura había sido esa que había acabado con la paz que se vivía en Alemania desde hacía cuatro años? Además, por mano de quienes él tanto había ayudado:
siendo la ingratitud de aquellos a quienes he honrado y favorescido tanto, sin habérseles dado causa que bastase para usar de tan aborrecible término, en querer meter e introducir al dicho rey [Enrique II] contra lo que deben a la fidelidad que han hecho en el imperio, con tales títulos, por sus intereses particulares, y revoltar e inquietar lo que estaba pacificado y en buena orden, procurando de deshacer el Concilio y forzar a ello, siendo la cosa que más habemos deseado la conclusión y reformación, por bien de la Christiandad[1482].
No tardaron en llegar noticias a Innsbruck de la entrada de los Príncipes rebeldes en la ciudad imperial de Augsburgo, la sede de los banqueros Fugger. Y de cómo el duque Mauricio, sin tomarse punto de reposo, se encaminaba con su ejército sobre el Tirol. Carlos V no tenía fuerzas suficientes para defender los pasos alpinos. La situación se hacía desesperada:
Ha llegado hoy aviso —diría Carlos V a su hijo, sintiéndose acorralado— que partieron ayer y que vienen la vuelta de Frissen, de donde no se sabe el camino que harán, pero débese creer (según lo que por todas partes se entiende) que será para venir donde estuviere nuestra persona, con propósito de hacernos desamparar lo de Alemaña…[1483]
¡Y a buen seguro que no era para reverenciar al Emperador! Así que Carlos V, volviendo otra vez su mirada a la lejana Castilla, despacha diez días después otro correo que, forzando la marcha, ha de alcanzar a Juan Manrique de Lara y entregarle nuevas instrucciones, más apremiantes aún: el príncipe Felipe no ha de conformarse con reclutar los 6.000 soldados que se le pedían. Era preciso que se hiciesen las mayores levas posibles, encargándolas a gente principal. Asimismo se habían de embargar todas la naves de particulares que hiciesen falta para el paso inmediato de aquellas fuerzas a Italia, aprestando las provisiones correspondientes. Era, en resumen, todo un plan de movilización general, en la medida en que lo permitían los tiempos. Las cosas habían llegado a tales términos, que el Emperador se decide a lanzar sobre el campo de batalla todo el ímpetu de Castilla.
Ya, en esos difíciles momentos, es en lo único que confía.
Y no sin razón.
Y la reacción del Reino de Castilla fue tal como la esperaba su rey y Emperador.
En efecto, como si la traición del duque Mauricio de Sajonia, que tanto debía al Emperador, sublevara a Castilla, una ola de indignación sacudió al país. Por otra parte, ¿no había sido ocasionada la rebelión alemana por la ambición del Príncipe queriendo convertirse en el nuevo Emperador? Pues ahora debía volcarse en ayudar a su padre. Y eso alguien tenía que decírselo.
Alguien, que no sería un político al uso, sino un hombre de conciencia, el obispo de Cuenca, haciéndose eco de lo que se hablaba por todo el Reino. Se lo diría,
como hombre que le ama más que a sí mismo y que desea que V. A. en todo exceda a todos los Reyes y príncipes del mundo…
Era un sentir general:
V. A. está en trance, según las cosas presentes, de ganar o perder reputación del valor de su persona para siempre, porque por ventura no se ofrecerá en la vida otro tiempo ni ocasión tan grande como agora para mostrar su valor y poder…
Todos —todos en Castilla, se entiende— pendientes de lo que haría el Príncipe:
Y V. A. tenga entendido que se halla en esto y que todos esperan lo que V. A. hará, y que en esto especialmente que en otras cosas, le miran a las manos…
Que pusiese el Reino en pie de guerra, para combatir al francés:
entrar poderosamente por Francia…
¿Qué es lo que movía al obispo de Cuenca a dar tal consejo, siendo —como era— lego en materias de guerra? Amor al Príncipe y lástima por el César:
el amor que tengo a V. A. y pena de oír lo que ha sucedido a S. M…[1484]
El Príncipe no echó en saco roto aquellos consejos. Y así, respondiendo con premura a la petición de ayuda de su padre, Felipe hizo volver a Juan Manrique de Lara con medio millón de ducados, tras un requisa de los fondos existentes en la Hacienda y en la Casa de Contratación, a los que añadió otros procedentes de monasterios y aun de particulares, conforme a la indicación del Emperador, destacándose entre estos la aportación del duque de Escalada. Era un primer socorro para atender a las necesidades más urgentes. Al tiempo le anunciaba el envío del duque de Alba con 5.000 soldados. Inmediatamente se alzaron levas de hombres por las dos Castillas y se embargaron las naves de particulares precisas para su paso a Italia[1485]. Al hacer pública la penosa situación en que se hallaba Carlos V, a causa de la rebelión de los Príncipes protestantes y la traición de Mauricio de Sajonia, Castilla entera se aprestó a la lucha. El duque de Alba, pese a que por entonces se hallaba quejoso del trato recibido en la Corte[1486], lo olvidó todo para acudir en auxilio del César, anunciándole su llegada con estas palabras, en las que se halla el eco de las victoriosas jornadas que juntos habían alcanzado:
Plega a Dios que cuando lleguemos hallemos a Vuestra Majestad con la salud que la Christiandad ha menester, que con ella no habrá cosa que no se acabe[1487].
El marqués de Denia, sito en Tordesillas al servicio de la reina doña Juana, le pide licencia para irse también a servirle en aquella jornada y aun para vender dos lugares suyos del Reino de Valencia, por los que le ofrecían 130.000 ducados, que ponía a disposición del Emperador[1488]. El obispo de Cuenca le mandaba 10.000 ducados, recogidos entre sus deudos, familiares y amigos sobre su crédito[1489]. Por una carta de Raimundo de Tassis a Granvela, sabemos que al partir Juan Manrique de Lara en junio llevaba consigo dos millones
en moneda labrada de contado y plata por labrar, de Su Majestad y particulares,
acompañándole en las mismas galeras el duque de Alba y 5.000 soldados, así como otros muchos caballeros que iban a servir a Carlos V con sus vidas y haciendas[1490]. Esfuerzo que Castilla hacía con notorio perjuicio de sus propios intereses cuando la amenaza del Turco en el Mediterráneo era una realidad insoslayable.
Toda Castilla estaba pendiente —como le había indicado el obispo de Cuenca— de lo que decidiese el Príncipe y pronta a seguirle si se proponía sacar al Emperador del aprieto en que le tenían sus enemigos. Felipe II estuvo dispuesto a empeñarse con su persona en tal empresa, y así se lo indicó Juan Manrique de Lara a Carlos V, no yendo en las mismas galeras por no retrasar su regreso, pero estando presto a ponerse en camino, bien por el Mediterráneo, bien por el Océano y Flandes, si la armada turca le estorbaba el paso hacia Italia; para lo cual alzó nuevo ejército, nombrando nuevos capitanes encargados de reclutar las correspondientes compañías de infantería, y dando aviso a Doria para que tuviese las naos aparejadas.
Pero Carlos V no lo aceptó. Empresa tan incierta no la quería para su hijo, más siendo la primera en que se metía, y por ello donde tanto se jugaba su prestigio[1491].
Tan incierto, porque incluso era posible que los conjurados contra su poder contaran con el apoyo del rey de Romanos y de su hijo Maximiliano. De Maximiliano se sabía que había tenido una sospechosa entrevista con el duque Mauricio. Entre ellos dos no se había roto la antigua amistad. Al contrario, Maximiliano de Austria podía contemplar, satisfecho, cómo el compromiso de Augsburgo, que tanto le alejaba del trono imperial, se desbarataba, y eso se debía a Mauricio de Sajonia.
En cambio, la ira de Felipe II no podía ser mayor, y no se recata en manifestarla a su primo, acaso como dándole un aviso:
Algún día —le escribe a principios de junio de 1552— espero que estos nuestros enemigos han de pagar lo que hacen. Y el abrirme las cartas no han sido poca parte para desear esto…
Cierto, dando una de cal y otra de arena, le añade que ya tenía noticias de lo bien que se había comportado en aquella crisis:
… no diré más sino que agradezco [?] a V. A. las mercedes que me ha hecho en estar tan bien en estas cosas que se han ofrecido, como don Juan[1492] me ha dicho. Y sin esto, me sabía yo que lo había V. A. de hacer[1493].
En esas circunstancias, ya se puede comprender que una de las primeras cosas y más urgentes para Carlos V era aclarar la conducta de su hermano Fernando. Para ello le envía a principios de marzo a un hombre de toda su confianza: Roeulx, señor de Balançon, que tantos años llevaba a su servicio inmediato. Las instrucciones del señor de Balançon están fechadas a 3 de marzo de 1552, escritas de puño y letra de Granvela, y probablemente dictadas por el propio Carlos V. La gravedad de su tono da idea del secreto que se quería guardar. Carlos V necesitaba el consejo de su hermano sobre los graves acontecimientos que se habían producido en Alemania. Necesitaba también su pronta ayuda, y Balançon debía hacerle ver cuánto más urgía hacer frente a la rebelión de los Príncipes alemanes que a la lucha contra el Turco en Hungría, pues una vez resuelta la cuestión alemana se podía volver con toda la fuerza del imperio contra Solimán el Magnífico. Pero sobre todo, el señor de Balançon debía observar qué había de cierto en las relaciones de Fernando con Mauricio[1494].
No sin motivo, pues a su vez mandaba Fernando a su canciller Von Plauen a la corte de Mauricio. El 16 de marzo se entrevista Von Plauen con el Duque en Leipzig y acuerda con él una próxima reunión en la ciudad austriaca de Linz.
Pero Mauricio prefiere la rendición de Augsburgo y entra en la ciudad de los Fugger, una de las más agraviadas del sur de Alemania por la presencia de las tropas españolas después de la guerra contra la Liga de Schmalkalden. La alarmante noticia le llega al Emperador a uña de caballo. Lo cierto es que dos días después, el 6 de abril, intentó Carlos V dirigirse a los Países Bajos, abandonando aquella noche Innsbruck en el mayor secreto, disfrazado y sólo en compañía de cinco servidores. Pero ya era tarde. Las tropas de los Príncipes rebeldes tenían tomados todos los pasos.
¿Darían resultado las negociaciones con Mauricio en Linz? El 18 de abril se reunieron en aquella ciudad con el Duque, Fernando y sus hijos Maximiliano y Fernando, el duque de Baviera, el obispo de Passau, representantes del príncipe elector de Brandemburgo y los consejeros de Carlos V, Joaquín de Roeulx, señor de Balançon y Von Schvendi. Los enviados del Emperador propusieron, en nombre de su amo, la libertad de Felipe de Hesse, quince días después de que los Príncipes hubieran licenciado sus tropas y con la promesa de que no engrosarían el ejército francés. En religión, las instrucciones de Balançon eran bien estrictas: ninguna alteración de lo concluido en la última Dieta. Todo lo más, dejarlo en suspenso hasta lo que decidiese la próxima Dieta. Mostrándose admirable en la desgracia, Carlos V no cede una pulgada en lo que le era más caro, la cuestión religiosa, mientras procura apartar a los Príncipes de la alianza francesa. Tiene ya en la mente su contraofensiva contra Enrique II, de la que espera conseguir la recuperación de su dominio del imperio. Ninguna persuasión logra apartarle de estos principios, como no lo lograría después el propio Fernando, durante las negociaciones de Passau.
Mientras, Mauricio prepara un audaz golpe de mano sobre Innsbruck.
Sorprendentemente, Fernando coopera a los planes del príncipe rebelde. Acude a Innsbruck para convencer a su hermano de que acepte el aplazamiento del armisticio hasta el 26 de mayo, al tiempo que ordena a las autoridades del Tirol, bajo su mando, que se mantengan neutrales.
Por su parte, resuelto a llevar hasta el fin su rebelión, Mauricio se dirige el 18 de mayo hacia el sur, al tiempo que deja a su aliado el marqués Alberto Alcibíades de Brandemburgo, frente a Nüremberg. El 18 de mayo toma Fussen. El día 19, sus avanzadas ganan por sorpresa el paso de Ehrenberger, cogiendo por la espalda a la guarnición imperial que lo guardaba, guarnición compuesta de 4.000 soldados alemanes y de una compañía italiana. Solo se salvan, en la retirada sobre Innsbruck, cuatro banderas —unos 1.500 hombres— que provocan el pánico en la Corte imperial. Entonces se produce la dramática fuga del viejo Emperador y toda su Corte, para escapar de las tropas de Mauricio, atravesando los pasos alpinos del Brenner y del Toblach entre una furiosa tormenta de nieve, como si estuvieran en pleno invierno. El cronista Sandoval resume lo precipitado de la fuga diciendo que por una puerta del palacio imperial salía Carlos V con los suyos, mientras entraba Mauricio por la otra. Esquemática visión, pues la realidad fue que Mauricio no entró en Innsbruck hasta el día 23. Para entonces ya Carlos V había pasado del Tirol a la región del Alto Drave. El 24 de mayo se hallaba en Lienz y el 27 en Villach (Carintia). Tremendo esfuerzo para su quebrantada salud y amargas horas al verse amenazado por su súbdito y antiguo compañero de armas, a quien tanto apreciaba.
En Villach, sabiendo ya a qué atenerse, Carlos recupera toda su energía habitual. Desde su residencia envía órdenes a las partes más alejadas de sus Reinos, preparándose a devolver los golpes recibidos, con la confianza de recuperar las plazas ocupadas por Enrique II de Francia y en volver con su antiguo poderío sobre Alemania.
Mientras sus diplomáticos negociaban en Passau con los Príncipes rebeldes, para apartarlos de la alianza con Francia, Carlos V seguía aprestándose para la guerra[1495].
Entretanto, ¿cómo quedaban las relaciones con los Austrias de Viena? Las indudables conexiones de Maximiliano con el duque Mauricio, el desvío de Fernando hacia su hermano, cuando lo ve tan agobiado en Innsbruck, eran ofensas que no podían pasar desapercibidas. Sin embargo, tanto Carlos V como su hijo Felipe procurarán orillarlas, manteniendo las formas. Cuando el Emperador tiene noticias de que Maximiliano está enfermo, se apresura a mandarle su médico, el doctor Cornelio[1496]. Y en cuanto a Felipe, son constantes las cartas mandadas a su cuñado donde nada deja traslucir, como si nada hubiera ocurrido. Sirva de muestra la que le envía desde Madrid a principios de abril de 1552; cierto, cuando todavía no conocía la traición del duque de Sajonia. Después de indicarle que hacía tiempo que no tenía cartas del Emperador, se muestra rendidísimo tanto hacia su tío como al mismo Maximiliano:
Suplico a V. A. —le dice— que, pues ya estará con el Rey[1497], bese a S. M. las manos de mi parte y que le diga V. A. que es…[1498], que se le acuerde de la voluntad que tengo de servirle. Y V. A. no se le olvide que tengo la misma para servir a V. A….[1499]
Es evidente que habla el Príncipe que todavía aspira al Imperio y trata de desvanecer los recelos de la corte de Viena.
En cambio, curiosamente será Maximiliano quien se descubra, mandado continuas disculpas a Carlos V, queriendo desmentir lo que corría sobre su comportamiento. El Emperador, que las recibe en Villach cuando vuelve otra vez a reorganizar su ejército (lo que da qué pensar respecto a la sinceridad de Maximiliano), las acepta:
y lo que más escribís —le contesta— de que estoy bien cierto, que aunque mons. de Rye no me lo certificara, sé que habéis siempre de corresponder a lo que meresce el amor que os tengo, y en esto no hay más que tratar ni que decir…[1500]
Un año después Maximiliano insiste: es falso que haya obrado contra el Emperador. Y Carlos V lo acepta, pero dejando entrever que estaba bien informado:
He entendido lo que decís cerca de lo que algunos han querido publicar en las cosas que se han ofrescido, y no había necesidad de satisfacerme en este artículo, que yo estoy tan satisfecho de vuestra bondad y del amor que me tenéis, que no hay que suplicar, sino que en mi presencia no se ha tratado cosa desta calidad, ni en ninguna manera lo permitiera. Y en ausencia, ya veis cuán dificultoso es poderlo remediar especialmente en aquellos que con mala intención traen por oficio sembrar estas cizañas, por sus fines y propósitos…
¿Se iban a tomar en consideración tales «liviandades»? También se le achacaban otras al propio Carlos V:
y así lo conosceréis por lo que en Alemania se certifica que yo hago en lo del marqués Alberto, como lo he dicho a Martín de Guzmán.
¿Qué se debía hacer? ¡Dejar correr esas miserias!
… lo que conviene es pasar por estas cosas, cuando está fundada la buena voluntad y correspondencia, porque no sirven sino de causar descontentamiento…
Y en postdata, ya de su propia mano, añadiría el César:
Hijo: Por satisfacer por ésta a estas liviandades que dicen, no me alargaré más en estos renglones de decir más de aseguraros que siempre me hallaréis vuestro buen padre[1501]
Pero ya la antigua armonía no se recuperaría. De hecho, cuando Carlos V se preparaba para su postrer viaje a España, en 1556, le costaría gran trabajo conseguir despedirse de su hija María, por las dificultades puestas por Maximiliano[1502].

§. La campaña contra Francia: Metz
Por lo tanto, de nuevo alzando un ejército.
Otra vez Francia, una Francia enemiga, obstaculizaba sus planes. Otra vez el Rey francés se mostraba su radical adversario. Ya no era Francisco I, sino su hijo Enrique II, pero con más ímpetu y con más fortuna, para desventura del Emperador, que su padre.
Desde Villach fijaba Carlos a su hijo los términos del ejército que era preciso levantar en armas: en Alemania reclutaba 90 banderas de infantería alemana, que hacían 36.000 soldados; en Italia, 4.000; llamaba al tercio español de guarnición en Württemberg y a la compañía de arcabuceros del capitán Alonso de Vargas. En cuanto a caballería, reclutaba en Alemania 6.000 caballos y 2.000 ligeros en Polonia, haciendo acudir a las cinco compañías de caballos ligeros que guarnecían el Milanesado. Preparaba la artillería, municiones y demás pertrechos de guerra para aquel ejército. Todo ello sin contar la fuerza que esperaba de España: los 5.000 soldados que iban con el duque de Alba. Tal ejército requería grandes sumas de dinero. También a este respecto volvió Carlos a mostrarse el gran catalizador de capitales que había sido durante toda su vida. Antonio Fugger, que le acompañaba en las duras jornadas de Innsbruck a Villach, le adelantó 400.000 ducados. El virrey de Nápoles le envió 200.000 y aún le anunciaba el envío de otra remesa. De Castilla le llegaba, con Juan Manrique de Lara, medio millón de ducados. También acudía el animoso duque de Alba. ¡Era un verdadero respiro para el Emperador!
La llegada del duque de Alba —informaría un español del séquito imperial a Gonzalo Pérez— con los españoles y el dinero nos ha animado y alegrado harto, que estábamos todos muy marchitos…[1503]
Con tal acompañamiento bélico, Carlos V atravesó Baviera y entró en Augsburgo. Engrosando siempre su ejército, caminó hacia las ciudades fieles de Ulm y Estrasburgo. Presentándose a los ojos del Imperio como campeón de la causa alemana, se situó finalmente sobre Metz. Sus efectivos eran entonces 64.000 infantes y 14.000 caballos, de los cuales 6.000 infantes, 200 arcabuceros a caballo y 500 caballos ligeros eran españoles. Llevaba por capitán general al duque de Alba. Ahora bien, aquel ejército ya no era el de las campañas de 1544 o de 1546 y 1547. Los achaques del Emperador le impedían animarlo con su propio ímpetu. Por su correspondencia con Felipe II sabemos los constantes ataques de gota que sufrió el Emperador aquel otoño. Cuando se dirigía sobre Metz se vio precisado a detenerse diecisiete días en Landau. De ese modo no se formalizó el sito de Metz hasta bien entrado el otoño. Ni la tenacidad del Emperador ni los esfuerzos del duque de Alba lograron vencer la encarnizada resistencia que supo oponerles el duque de Guisa. Finalmente, Carlos V reconociendo la inutilidad del esfuerzo, alzó el sitio el 1 de enero de 1553, de lo que se lamentaría con su hijo, quien procuró consolarle:
beso las manos a V. M. —es Felipe quien le contesta— por la razón particular que me mandó dar de todo ello, y de las causas que le han movido a levantar el campo de sobre Metz, que me parescen harto bastantes, y no es de maravillar que esta jornada no haya sucedido según se esperaba, pues (como V. M. mejor sabe) no todas veces las cosas de la guerra, aunque vayan bien guiadas y se haga en ellas por las que las tractan todo lo posible, que estoy cierto se ha hecho en ésta, tienen el fin que se pretende, mayormente habiendo habido tantas y tan grandes dificultades para no poderse conseguir, a que se puede justamente atribuir no haber salido con ella…[1504]
§. Defendiendo Flandes
Recogido en Bruselas, teme una gran ofensiva de todos sus enemigos. Corren rumores de que el príncipe Mauricio de Sajonia, que ha regresado ya de su campaña en Oriente, está preparando sus tropas en la Alemania occidental. Francia es su aliado, e incluso hay quien afirma que existe un tratado secreto del Príncipe rebelde con Maximiliano, el sobrino del Emperador. Parecen desatadas todas las ambiciones, como si se tratara de los personajes de un drama shakesperiano. En tales condiciones, Carlos V supo resistir.
No le fue fácil alcanzar Bruselas a través de las heladas campiñas belgas. En la primera jornada, tras alcanzar el Mosela en Thionville, se ve obligado, por su estado de salud, a prolongar allí su estancia durante diez días. El día 13 sale para Luxemburgo, donde llega tan enfermo, que ha de permanecer en la capital del Ducado hasta fines de mes. Un poco repuesto, se pone en ruta hacia Bruselas, a través de la desolada región de las Ardenas cubiertas de nieve, por Bastogne —ese pequeño lugar tan combatido en la última guerra mundial— y Laroche. Atraviesa el Mosa por Namur y finalmente entra en su capital de los Países Bajos el 6 de febrero. Había empleado treinta y siete días, lo que en condiciones normales habría hecho en ocho o diez, es decir, cuatro veces más de lo habitual[1505].
Tal era su estado de postración, tales sus achaques.
Durante los primeros meses de 1553, Carlos se muestra como hastiado de los negocios de Estado. Se ve acometido por insomnios y melancolías. Su añeja afición a los relojes se transforma en una manía obsesiva, que no le abandona ni a altas horas de la noche[1506]. Acaso porque sepa que tanto su hermano Fernando como su sobrino Maximiliano están colaborando con Mauricio de Sajonia, con el pretexto de pacificar Alemania, muy alterada por las acciones de bandidaje del típico noble-bandolero rebrotado en la figura del marqués Alberto de Brandemburgo. ¿Le ayudarían después también si Mauricio se revolvía de nuevo contra él? De hecho, pasado algún tiempo, el rey de Romanos se disculparía con su hermano de tales acusaciones[1507]. También Maximiliano se considera obligado a una declaración de lealtad, e incluso pide al Emperador que para salir al paso a los maldicientes le concediera un cargo importante, que fuese como el testimonio vivo de que gozaba de su confianza[1508]. En la respuesta de Carlos V podemos deducir lo que deseaba: busca la paz familiar, pero se libra mucho de hacerse eco de la petición de su sobrino. Sabía deslindar, en una palabra, el aspecto íntimo y familiar de la materia propiamente de Estado[1509].
Y de pronto, la muerte, ese terrible personaje de la Historia, provoca un vuelco de aquella situación. En efecto, con cinco días de intervalo se producen dos fallecimientos que hacen cambiar el panorama político europeo, tanto al occidente como al oriente del Emperador: el 6 de julio fallece en Inglaterra el joven rey Eduardo VI; a poco, en los campos alemanes y después de derrotar a su enemigo el marqués Alberto, muere en el mismo campo de batalla el príncipe Mauricio de Sajonia. Se deshacía la gran conjura contra Carlos V, de la que el ambicioso príncipe elector de Sajonia era la cabeza visible. No solo no cabía ya nada que temer del lado alemán, sino que Enrique II de Francia volvía a quedar aislado. Y junto con todo ello pronto se dibujó en Londres como la rotunda vencedora, tras el simulacro de reinado de Juana Grey, la prima del Emperador: María Tudor. Todo aquello era suficiente para despertar de nuevo las energías del viejo Emperador. Era preciso actuar, y actuar a toda prisa[1510].
Saliendo de aquella peligrosa pasividad en que había caído después del fracaso ante Metz, se decide a cambiar a su Embajador en Londres, John Scheique, hombre gris y poco eficaz, mandando en su lugar a un equipo de diplomáticos, entre los cuales se hallaba la figura clave: el borgoñón Simón Renard. Y cuando el triunfo de María Tudor queda asegurado, Carlos V se decide a proponer a la nueva Reina una alianza matrimonial. Podía recordar que en los primeros años de su reinado los diplomáticos habían considerado la cuestión, y que en los tratados con Inglaterra de aquella época figuraba él mismo como futuro esposo de María Tudor. En 1553, Carlos V, viudo, puede renovar la petición. Pero el Emperador no ve en el matrimonio inglés un medio para fortificar su posición en Europa, sino la oportunidad para preparar el terreno a su hijo. Cuando Carlos se decide a proponer como candidato a su heredero, lo hace sabiendo que él es un hombre acabado. La boda de Felipe II con María Tudor hay que ponerla, por lo tanto, en la misma línea de las jornadas de la abdicación imperial en Bruselas, de 1555, y de su retiro inmediato a Yuste. Y la euforia que siente el Emperador, cuando comprueba que su proyecto se va fraguando, es la propia de quien ve asegurada la continuidad de su política y de quien logra afianzar a su hijo en la vida y ponerle en condiciones de defenderse en un pronto futuro. Cuando Carlos comprueba que todo marcha en Inglaterra conforme a sus deseos, respira tranquilo.
Por primera vez desde hacía años su ánimo se rejuvenece:
Gracias a Dios me encuentro bien[1511].
No cabe duda: el feliz resultado de las negociaciones con Londres consolidan al César.
Otra vez Carlos V parece doblegar un destino adverso.
Y no porque no tuviera que luchar con dificultades. A las previstas —intrigas de los franceses, recelos del partido nacionalista inglés— hubo que añadir la penosa interferencia de la rama menor de los Austrias de Viena. De nuevo, como en las jornadas de Innsbruck, como en la reciente amenaza de Mauricio de Sajonia, también ahora en el negocio de Inglaterra la actitud de Fernando se muestra poco clara. Por los Países Bajos pasa un enviado de Fernando, el licenciado Gámiz —un español, hombre de confianza del rey de Romanos—, que va camino de Inglaterra para negociar la boda de María Tudor con el archiduque Fernando. Es un rival que le ha salido inesperadamente al príncipe Felipe[1512]. Pero Fernando fracasa en su proyecto, intentado a espaldas de su hermano el Emperador. En aquellos momentos el ánimo de María Tudor estaba ya completamente ganado por el partido español. El 29 de octubre, María declara a Simón Renard su firme propósito de aceptar la propuesta imperial. Lo único, pues, que Fernando consigue es aumentar las sospechas de Carlos V, confirmándole en su idea de que a partir de su propuesta reformando la sucesión al Imperio se había roto la leal colaboración de Viena. Carlos no tiene empacho en reprochar a Fernando que desde hacía dos años se le estaba mostrando hostil. ¿Dónde había quedado la fraternal armonía de antaño?[1513].

§. Las últimas campañas
Ahora bien, la alianza inglesa no libró a Carlos V de tener que seguir combatiendo en la raya de Francia. En pleno invierno, el Gobernador francés de Picardía, duque de Vendôme se apoderó de la plaza fuerte de Hesdin, desde donde amenazaba tanto al Flandes occidental como a los dominios ingleses de la zona de Calais.
Entonces inició sus servicios de armas en el ejército imperial un italiano que había de destacar: Manuel Filiberto, duque de Saboya. La réplica imperial, desencadenada por aquel notable soldado, fue rápida. En una breve campaña primaveral se tomaron y arrasaron las plazas de Thérouanne y de Hesdin. La guerra tomó de pronto un giro brutal y despiadado, que había de continuar en la campaña siguiente. Sin duda, el forcejeo por aquella zona, de importancia estratégica de primer orden, había sido tenaz a lo largo de todo el reinado del Emperador. Ya Carlos V en sus Memorias cita, como uno de los primeros hechos de armas que recuerda, la toma de Thérouanne por su abuelo Maximiliano. Pero la destrucción total de la que había sido ciudad floreciente a todo lo largo de la Baja Edad Media, fue un gesto cruel que motivó un terrible endurecimiento de la guerra.
Replicó el ejército francés, dirigido por el condestable Montmorency, amenazando a Cambrai en el mes de septiembre, plaza que defendía el capitán imperial Ponce de Lalain de Bugnicourt. Pero ya Carlos V había salido de Bruselas, pese a sus achaques, para dar calor a las operaciones militares, tanto más cuanto que por parte francesa se había incorporado Enrique II al ejército asediador de Cambrai. Carlos V asentó su cuartel general en Mons y obligó pronto a batirse en retirada al Rey Cristianísimo, no sin que la arcabucería española efectuase algunas de sus temibles emboscadas. El plan del Emperador era librar una batalla decisiva con el monarca francés, que le obligase a una paz duradera, para estar él en condiciones de efectuar su abdicación, y a ello hace referencia en su discurso posterior de 1555; pero no pudo conseguirlo. La monarquía francesa había aprendido en una amarga experiencia a no jugarse el todo por el todo en una batalla campal con el César, cuya pericia y fortuna aún seguían siendo formidables a los ojos de sus adversarios. Y así, Enrique II prefirió iniciar la retirada, buscando el refugio de los fuertes de San Quintín y de Chateau-Cambresis. A poco, lo avanzado de la estación inmovilizó a los dos ejércitos.

Capítulo 5
Adiós al poder

§. El Emperador hace testamento
El 6 de junio de 1554, probablemente por dejar las cosas a punto, de cara a la campaña contra Enrique II de Francia que se mostraba harto difícil, Carlos V decide hacer testamento[1514].
El Testamento del Emperador puede dividirse en tres grandes apartados: el religioso, el dedicado a la política interior y el vinculado a la política exterior. Bien entendido que no siempre guardando un orden riguroso, de modo que las fórmulas de tipo religioso pueden aflorar en cualquiera de sus partes.
Hay que añadir las cláusulas finales, con los testamentarios que aparecen como testigos, lo que nos dará lugar a encontrarnos con los personajes más allegados a Carlos V, entonces en Bruselas.
Se trata del último Testamento de Carlos V, al que el 9 de septiembre de 1558 —pocos días antes de su muerte— añadirá un Codicilo del mayor interés, como veremos, por referirse en él a los últimos graves sucesos ocurridos en la Corona de Castilla.
El Testamento está escrito en dos versiones: en latín y en castellano. Es un dato a tener en cuenta, máxime que el Emperador lo firma en Bruselas. Sin duda, que haya renunciado a su lengua nativa en momento tan solemne, prefiriendo la de sus antepasados maternos, precisamente haciéndolo en Bruselas, es una prueba de su hispanismo creciente, en sus últimos años. Eso permite comprender que la influencia del Testamento de Isabel la Católica sea tan notoria. De todas formas, aparecen algunos galicismos en el texto, que hace pensar en que, algunos párrafos al menos, fueran traducidos de un original francés. Es significativo que refiriéndose a joyas y cosas antiguas se lea en el texto carolino: «Joyas y cosas ancianas».
Carlos V había hecho otros testamentos, el primero de ellos en sus años juveniles. Reciente estaba el penúltimo, firmado también en Bruselas el 19 de mayo de 1550, cuando todavía pensaba que su hijo Felipe podía recibir algún día la corona imperial. Pero en 1554 esas esperanzas se han esfumado y Carlos pensará ya solo en sus dominios hereditarios, en los que considera como problemas principales, como hemos de ver, la cuestión de Flandes y la del ducado de Milán.
Lo que empuja a Carlos V a su nuevo testamento es, como hemos indicado, la guerra abierta con Francia. Dada la dura campaña de 1553, con el arrasamiento de Thérouanne por el ejército imperial, cabía temer una feroz réplica francesa para la campaña de 1554. Había que estar preparados para lo peor. Y una forma de realizarlo es testando de nuevo, teniendo en cuenta las transformaciones políticas operadas en los dos últimos años, en particular el abandono de las aspiraciones sobre Alemania, y las perspectivas abiertas con la alianza matrimonial inglesa.
Es con ese ánimo como Carlos V otorga su último Testamento.
Las fórmulas religiosas que encabezan el Testamento carolino, habituales en la época, van acompañadas de unas mandas pías que, al ser comparadas con las que encontramos en el Testamento de Isabel la Católica, permiten algunas consideraciones. Y la comparación con el Testamento de la reina Católica resulta obligada, porque es el único al que se alude en el del Emperador, y en varias ocasiones.
Hay que pensar, por supuesto, en algún secretario a cuyo cargo queda la redacción material del Testamento, que con Isabel sería Gaspar de Gricio, y con Carlos V, Francisco de Eraso. Pero, en cualquier caso, las fórmulas religiosas se acomodan al modo de ser de cada soberano, pues mientras las de Isabel constituyen a modo de pequeño tratadito de literatura ascética, las de Carlos V se despachan a paso de carga, como corresponde al talante de un soldado.
Así se empieza con una sencilla invocación a la Santísima Trinidad y a la Virgen; sencilla invocación que se completa con la consabida referencia a
todos los santos y santas de la corte Celestial.
Lo que en Isabel constituye dos páginas del Testamento, aquí se abrevia en tres líneas. Isabel, repetimos, es la inspiradora de la reforma religiosa castellana de fines del XV, y eso aflora en su prosa testamentaria, que alcanza aquí alturas del más alto fervor religioso. Similar es la referencia a la muerte, aunque también más tosca en la versión carolina.
Donde Isabel señala:
Porque así como es cierto que habemos de morir, así nos es incierto quándo ni dónde moriremos, por manera que debemos vivir e así estar aparejados, como si en cada hora hobiésemos de morir.
Carlos, a su vez, lo expresa de esta forma:
Conociendo que no hay cosa más cierta a los hombres que la muerte ni más incierta que la hora della, queriendo hallarme y estar prevenido para ir a dar cuenta a quien me crió siempre que por el fuere llamado, de lo que por su infinita bondad en este mundo me tiene encomendado.
En este caso, la referencia carolina es más larga, y apunta en ella algo que es preciso destacar: su sentido providencialista. Carlos cree en el principio del poder absoluto de la Corona, principio de autoritarismo político que viene templado por el sentido de la responsabilidad de quien considera que el poder lo recibe de Dios, y que a Dios debe dar cuentas de su gestión en la tierra, a la hora de su muerte. Está concorde con la sentencia que los Reyes Católicos expresaban públicamente una y otra vez ante las Cortes, como en las de Madrigal de 1476:
A quien más da Dios, más le será demandado…
Después de esa declaración, que es como la presentación del personaje, en la cual se enumeran todos sus títulos, desde el más alto de Emperador hasta el de señor de pequeñas villas o ciudades, como Molina y Malinas —pasando, naturalmente, por la larga enumeración de sus reinos y dominios en Europa y en las Indias—, viene la solemne declaración de fe, la vinculación de Carlos V a la Iglesia de Roma, que en la edad de la Reforma adquiere particular gravedad:
Lo primero, confesando firmemente, como creemos y confesamos, todo lo que la Santa Madre Iglesia cree, tiene y enseña…
No se crea, por ello, que la confesión de fe de Carlos V es más intensa que la de Isabel, cuyo Testamento en esta fase logra una de las fórmulas religiosas más encendidas y, por decirlo así, menos protocolarias:
… Creyendo e confesando firmemente todo lo que la Santa Iglesia Católica de Roma tiene, cree e confiesa e predica…
Viene a continuación una detallada referencia a lo enumerado en el Concilio de Nicea, y añade Isabel con unos términos tan vehementes y apasionados, que parece ser ella la contemporánea de la Reforma:
en la cual fe e por la cual fe estoy aparejada para por ella morir, e lo recibiría por muy singular e excelente don de la mano del Señor, e así lo protesto desde agora…
Para concluir con este párrafo de quien con serenidad contempla la muerte ya cercana:
e con esta protestación ordeno esta mi carta de Testamento e postrimera voluntad, queriendo imitar al buen rey Ezequías, queriendo disponer de mi casa como si luego se hobiese de dexar.
Estas sentidas referencias religiosas están ausentes del Testamento carolino, donde se empalma ya directamente con la recomendación de su alma a la misericordia divina, para lo que se impetra aquí la protección de la Virgen, del arcángel san Miguel y de un grupo de santos. Es naturalmente en esta enumeración de santos donde se percibe la particular piedad del Emperador, que difiere de la de Isabel. La reina Católica era particularmente devota del apóstol Santiago, de san Francisco, de san Jerónimo, de santo Domingo y de María Magdalena, y los enumera como sus particulares abogados. El Emperador no cita a ninguno de ellos, y en cambio enumera a san Felipe, san Andrés, san Carlos, san Jorge y san Jacobo —que no sé si podría identificarse con Santiago—, así como a Magdalena —lo que coincide con Isabel—, santa Ana y santa Catalina.
Este es el preámbulo de le declaración de fe, que Isabel ha de prolongar con otro largo e inspirado párrafo impregnado de religiosidad, ausente del lenguaje castrense, podríamos decir, de Carlos V.
Y, a continuación, se enumeran las disposiciones testamentarias, vinculadas con esa fe religiosa: el lugar del enterramiento, traza de los funerales, el número de misas, las mandas pías, y el pago de las deudas contraídas.
Es en el lugar que prefieren para ser enterrados donde coinciden ambos soberanos. Los dos citan a Granada. Y Carlos se referirá precisamente a los Reyes Católicos, junto con su padre y esposa, por estar allí enterrados. Para Isabel, Granada suponía la clave de su obra política; para Carlos, el panteón familiar. Y así la referencia a su esposa adquiere particular emotividad:
Y cerca de mi cuerpo se ponga el de la Emperatriz, mi muy cara e muy amada mujer, que Dios tenga en su Gloria…
Siguiendo a Isabel, Carlos ordenará a sus testamentarios que sus funerales se hagan llanamente:
que las obsequias funerarias sean celebradas y fechas devotamente a servicio y honra de Dios, sin pompa…
Segunda cláusula: el número de misas que se habían de oficiar para pedir por la salvación de su alma. Isabel había señalado 20.000 misas. Carlos elevará la cifra a 30.000, prefiriendo las Órdenes reformadas, aunque también podrían hacerse en las parroquias; en todo caso, en España y Países Bajos, y especificando la limosna concreta que había de darse: un real en España, y tres placas en los Países Bajos, que era su valor equivalente. Por lo tanto, Carlos V manda disponer de 30.000 reales para este fin. Veremos que para limosnas señalará diez veces más.
En todo caso, una cuestión a señalar: Isabel la Católica —y quizá su época— precisa menos la cuantía de estos gastos. Para las misas manda que se pague en limosnas lo que a los testamentarios pareciere, y en cuanto al resto de las mandas pías solo marca con exactitud lo que se había de dar para dote de doncellas menesterosas o para las doncellas pobres que quisieran entrar en un convento: un cuento de maravedíes en cada caso; por lo tanto, 2.000.000 de maravedíes. Pero para los apartados clásicos de pobres y de cautivos, solo indica que se vistiere a 200 pobres «porque sean especiales rogadores a Dios por mí», y se redimiera a 200 cautivos «de los necesitados» en poder de infieles, pero sin aclarar la cuantía que para tal operación debía destinarse.
En todo esto, Carlos V es mucho más preciso. Ya hemos visto que deja fijada la cantidad que había de gastarse en las misas: 30.000 reales, esto es, algo más del millón de maravedíes (exactamente, 1.020.000 maravedíes). Y para limosnas, un total de 30.000 ducados; esto es, 11.250.000 maravedíes.
Esa cantidad había de repartirse en partes iguales: 10.000 ducados para redención de cautivos, 10.000 ducados para dote de doncellas pobres y los otros 10.000 ducados para dar a pobres.
Pero existen matices en las mandas pías del Emperador. En primer lugar que aquí sí que aparece el talante del soldado, y en segundo lugar el que de algún modo está influido por las corrientes erasmistas. Y así, de lo primero que se acuerda es de socorrer a los cautivos, cuestión tratada en último lugar por la reina Isabel. Pero como él había emprendido tan señaladas campañas en el Mediterráneo, se acordará especialmente de sus compañeros de armas, que habiéndole seguido en aquellas jornadas habían tenido la desgracia de caer cautivos. Y así ordenará:
Otrosí, ordenamos y mandamos que dentro del dicho año de nuestro fallecimiento, se distribuyan treinta mil ducados de limosna en esta manera: los diez mil para redimir captivos en tierras de infieles, los que más justo pareciere, prefiriendo los que hobieren sido captivos en armadas nuestras, donde nos hayamos hallado presente, y después los que en otras armadas nuestras hobieren sido captivos…
En cuanto a los 10.000 ducados destinados para dotes de mujeres pobres, también Carlos mostrará su personalidad: todo este cuerpo de limosnas será para casar mujeres menesterosas, grave problema social de aquel tiempo, y nada se destinará a las que quisieran ingresar en conventos. Por otra parte, aquel lector de relatos de caballería andante, de cuyos ideales participaba como quien era gran maestre de la Orden del Toisón de Oro, se acordará aquí especialmente de las doncellas pobres:
… las que fueren huérfanas y de buena fama…
¿No estamos aquí ante la estampa del caballero andante, que acude en socorro de las doncellas huérfanas que, acosadas por la vida, podían ver en peligro su buena fama?
Y en cuanto al olvido en que se tiene a las que quisieren profesar en conventos, frente al anterior planteamiento de Isabel la Católica, cabe pensar en la influencia erasmista, conforme a su frase: monachatus non est pietas.
Por último, también una sugerencia respecto a la limosna a dar a los pobres. En el Testamento isabelino esa limosna se reducía a vestir 200 pobres «porque sean especiales rogadores a Dios por mí», quedando al criterio de los testamentarios la calidad del vestuario, que posiblemente sería de ropa vieja. En todo caso, una nota que nos habla de la miseria de los tiempos, de esa estampa de los pobres harapientos, con la ropa hecha jirones.
Ahora bien, esos pobres con frecuencia eran pícaros, que hacían de la mendicidad una profesión, como el ciego del Lazarillo de Tormes. Conforme al sentimiento religioso de la época, bien recogido en el Testamento isabelino, esos pobres no se limitaban a pedir, tenían algo valioso que ofrecer, a cambio de la limosna: su oración; puesto que se tenía por bueno y sentado que sus oraciones eran mejor atendidas en el cielo:
porque sean especiales rogadores a Dios por mí…
Pero Carlos V, aquí también en la línea ideológica que había marcado Erasmo, y que podía seguirse en tratados de los moralistas de su tiempo, como en el famoso de Luis Vives «Del socorro de los pobres» (De subventione pauperum), en donde se hace cita expresa de aquellos «que soportan como pueden sus necesidades vergonzosamente en sus casas»[1515], quiere que esos 10.000 ducados sean destinados expresamente:
… para pobres envergonzantes, que más necesitados serán.
Ahora bien, ¿en qué medida Carlos V tenía seguridad de que su testamento sería cumplido? ¿No podía ocurrir que sus sucesores lo respetasen tan poco como él mismo había hecho con los de sus antecesores? Esto no se escapa a su juicio, y lo teme particularmente por lo que hacía a sus mandas pías; de forma que al final vuelve sobre el tema, precisando que pare los 30.000 ducados que habían de repartirse entre cautivos, doncellas huérfanas y pobres vergonzantes, se echase mano de los que había mandado depositar en el Archivo de Simancas, para que
no se difiera, ni en ella —la limosna— haya estorbo, dilación ni impedimento alguno, por ningún respecto ni causa, ni que se diga que no hay dineros prestos para ello y que sean menester que se hayan…
§. Las deudas
Capítulo aparte, aunque con sus naturales conexiones y dentro de esta mentalidad de la época, merece el tema de las deudas. No solo aquellas en que había incurrido Carlos V, que no eran pocas, como es bien sabido, sino el no haber cumplido enteramente con lo ordenado en sus testamentos por Felipe el Hermoso, su padre, y por sus abuelos, tanto los maternos, los Reyes Católicos, que serán citados en primer lugar (lo que no deja de ser significativo), como por los paternos, Maximiliano y María. A este respecto, Carlos recordará expresamente que no había construido la capilla que Felipe, su padre, había mandado levantar en su palacio de Bruselas. A continuación de lo cual ordenará que se pagasen todas sus deudas, dondequiera que las hubiese contraído, afrontando el desembolso con todos sus bienes, haciendo almoneda de ellos. Ahora bien, como entre los mismos había joyas y tapices de valor vinculados de antaño a la Casa Real, esos podían apartarse para el príncipe Felipe, pagando por ellos «un precio moderado».
¡Extraña estampa de la hacienda imperial! Asombrosa estampa para el que no conozca la magna obra de don Ramón Carande sobre Carlos V y sus banqueros[1516] o cualquiera de sus escritos de divulgación del tema, como la conferencia que pronunció en París, con motivo del centenario de la muerte del Emperador[1517]: la Casa imperial puesta en almoneda pública, para con su venta hacer frente a las deudas del César. Estamos, ni más ni menos, que ante la estampa de un hombre arruinado, acosado por las deudas, que debe afrontar vendiendo su propio ajuar. Cierto que el Emperador justifica su conducta: aquellas eran deudas inevitables, en las que había caído por enfrentarse a tantas guerras, bien contra el Turco «enemigo de la Cristiandad», como contra otros Príncipes cristianos, añadiendo en su descargo:
a nuestro parecer, sin culpa nuestra…
Entre esas deudas había que incluir, y en lugar preferente, los atrasos debidos a los criados, prefiriendo los pobres a los ricos:
teniendo respeto a que los pobres y personas que tuvieren más necesidad sean preferidos a los ricos, para ser primero pagados…
Por otra parte, no debían establecerse diferencias entre los españoles y los demás —advertencia que marca el temor imperial a que sí se hiciese—; antes bien, se debía tener especial consideración
que los que estovieren fuera de sus tierras y querrán volver a ellas, sean satisfechos con la mayor presteza que ser pueda…
§. Las directrices de la política interior
Tres son las líneas fundamentales que marca Carlos V en su Testamento, en relación con lo que podríamos denominar política interior: la Hacienda, la Justicia y las relaciones con la Iglesia. A estas líneas principales podrían añadirse, en este capítulo, las instrucciones morales y religiosas que brevemente apunta a su hijo, para su buen gobierno.
De esas directrices fundamentales, las dos primeras están tratadas en el Testamento no tanto como un programa de política interior, sino en función de los problemas de conciencia del Emperador, consciente de los fallos de su gobierno, tanto en la materia hacendística como en la administración de la Justicia. En cambio, las referencias a la religión, lo que podría denominarse el pacto entre la Corona y el Altar, ciertamente ya aparece como una consigna clave, como un eje fundamental del futuro reinado, siguiendo la tradición secular de la dinastía; una tradición reforzada en la época de los Reyes Católicos.
La cuestión de la Hacienda era básicamente la recuperación del patrimonio regio, malbaratado bien por las rentas reales dejadas en poder sobre todo de la alta nobleza, bien por mercedes nuevas, bien por la gran cantidad de juros vendidos o donados, cuyos intereses devoraban buena parte de los ingresos. En este sentido, veremos al Emperador apoyarse en el Testamento de Isabel la Católica. También aquí aludirá a un caso concreto, sin duda por su importancia: a las mercedes de la Corona con la casa ducal de Alba.
Naturalmente, nada nuevo nos enseña a este respecto sobre la Hacienda de Carlos V, nada más que añadir a lo que ya sabemos gracias al estudio de Carande sobre el tema, en su libro ya mencionado (Carlos V y sus banqueros), corroborado por los documentos publicados en el Corpus documental de Carlos V. Si acaso, la conciencia que de ello tenía el Emperador y su deseo de que se pusiera el adecuado remedio. Un testamento es, en buena medida, un balance de lo que ha de heredar el sucesor, y en este terreno la situación era harto difícil. En efecto, en 1554 estamos en plenos «años aflictivos» en el orden económico, por emplear la terminología de don Ramón Carande.
De todas formas, Carlos V puede iniciar el tema con la referencia a un dato positivo, logrado en su reinado: la incorporación a la Corona real de los tres Maestrazgos de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, conseguida por negociaciones con los papas León X y Adriano VI:
y así fueron encorporados perpetuamente, lo cual es claro y cierto haber sido y ser en mucha utilidad y provecho de la dicha Corona Real y bien y pacificación de aquellos Reinos…
Por lo tanto, un doble éxito inicial en su reinado, ya que con aquella incorporación, iniciada por los Reyes Católicos —como es bien sabido—, se había obtenido a un tiempo un incremento de las rentas de la Corona y un apaciguamiento de los temibles bandos. Y Carlos V lo recordará para ordenar que se dedicaran las rentas de nueve años para el pago de las deudas en que se hallaba hundido:
pues que las dichas deudas provienen de lo que habemos sido y somos forzados para gastar por el bien público, defensión y conservación de la Cristiandad y de sus nuestros Reinos…
Ahora bien, en un recuento de las rentas de la Corona, hecho por la burocracia carolina en ese mismo año de 1554, se cifraban los ingresos procedentes de los Maestrazgos de las tres Órdenes Militares en 279.113 ducados; sobre esa base, lo que podría obtenerse en nueve años rondaría los dos millones y medio de ducados, cifra que estaba muy por debajo de las deudas contraídas. El costo de un ejército por una campaña de cuatro meses, de unos 30.000 infantes y 10.000 jinetes, con la artillería correspondiente, superaba ya largamente esa cifra[1518]; si se tiene en cuenta que los gastos y los ingresos ordinarios estaban prácticamente nivelados, se comprende lo que tal gasto extraordinario suponía para la Hacienda Real, dado que en junio de 1554 Carlos V aún ha de afrontar otra campaña militar. Además, aquel año de 1554 había sido particularmente difícil, porque hubo que atender a otro gasto extraordinario de la Corona: el viaje de Felipe II a Inglaterra. Así se puede comprender que la princesa doña Juana, que gobernaba España, por la doble ausencia del padre y del hermano, le tuviera que advertir a su padre a fines de 1554 que todo estaba empeñado hasta 1560.
Por lo tanto, ni siquiera emplear nueve años de rentas de los Maestrazgos de las tres Órdenes Militares bastaba para liberar a la Corona de deudas, y Carlos V lo sabe:
Y porque puede ser que por razón de los grandes gastos y costas que habemos tenido por las dichas guerras, que no habemos podido excusar, por ventura de los sobredichos bienes muebles, frutos y rentas y consignaciones señaladas no bastarían para pagar y satisfacer los cargos y deudas que así debiéremos…
¿Qué debía hacerse, pues? Incorporar a tal cantidad tanta suma del resto de las rentas del Reino como fuere necesario.
Cierto que con ello se podría pagar a los deudores, pero sería desnivelando el presupuesto, ya tan deficitario. Por lo tanto, era preciso aumentar los ingresos de la Corona, rescatando las rentas reales que se hallasen en manos de la alta nobleza, en particular las alcabalas, tercias y pechos. Aquí Carlos se vincula a lo dispuesto por Isabel la Católica en su Testamento:
la cláusula que dexó en su Testamento la Católica Reina, mi señora y abuela…
Se disculpa de no haberla podido cumplir «a causa de las muchas necesidades que nos han ocurrido». Señala el estamento que las estaba disfrutando, tanto en Castilla como en Aragón:
algunos Grandes y caballeros…
Y sobre el principio político de su poderío real absoluto «de que en esta parte queremos usar y usamos, como rey y soberano señor, no reconociente en lo temporal superior en la Tierra», revocaba tal tolerancia, a fin de poder él y sus sucesores reincorporar a la Corona las dichas alcabalas, tercias, pechos y derechos reales; eso sí, dando por bueno lo que hasta entonces hubieran obtenido:
mas por los hacer merced les hago gracia y donación de lo que hasta aquí han llevado, para que en ningún tiempo a ellos o sus herederos les sea pedido ni demandado.
En otro párrafo posterior vuelve a aludir al Testamento de Isabel la Católica, para anular como ella las mercedes de las cosas que se hubieren hecho pertenecientes a la Corona Real.
En esa línea está también la orden de rescatar la mayor parte de los juros y bienes vendidos o empeñados, tanto en las Coronas de Castilla y Aragón, como en los Países Bajos.
A este respecto, aunque ya en las cláusulas finales del Testamento hay que insertar la referencia que el Emperador hace al duque de Alba, y a la merced que le había hecho de perpetuarle el juro de un millón de maravedíes, sobre las rentas de las Indias, que después de la guerra contra la Liga de Schmalkalden, y para premiar sus servicios en dicha guerra, le había consignado: 136.000 ducados sobre las rentas de las Indias. Suma asombrosa (51.000.000 de maravedíes), que permite a Carlos ordenar que se rasgue el juro que la Casa ducal de Alba venía disfrutando.
Tales términos vienen a demostrarnos la mala conciencia que Carlos tenía, en cuanto a cómo había malbaratado la hacienda regia; y precisamente por ello busca su disculpa en las guerras que por defender la Cristiandad había tenido. Pero lo cierto es que la recomendación que hace a su hijo Felipe, para que mirase por la conservación del patrimonio real, quedaba ya como mera fórmula; Carlos V no tenía autoridad moral para pronunciarse en estos términos:
Otrosí, encargo al dicho príncipe, mi hijo y heredero, que mire mucho por la conservación del patrimonio real…, y que no venda, ni enajene ni empeñe alguna de las cibdades, villas y lugares, vasallos, jurisdicciones, rentas, pechos y derechos ni otra cosa alguna perteneciente a la Corona Real…
La norma era buena, pero el Emperador la había vulnerado tantas veces que dada por él carecía de valor. ¿Acaso creía Carlos que su hijo podría realizar lo que él no había conseguido?
Lo que no cabe duda es que el Testamento refleja claramente el pobre estado de la Hacienda imperial, y la mala conciencia que el Emperador tenía sobre ello. Es como una falta, como un pecado cometido, y que reconoce como quien ha de dar cuentas ante un más alto Tribunal.
Algo similar observamos en la administración de la Justicia, ese Norte de todo Estado, y más cuando ha de justificar así la necesidad de una estructura política autoritaria, en donde el rey hace declaraciones de principios absolutistas, y donde gobierna asesorado por Consejos, sin más limitaciones que las costumbres, fueros y privilegios que ha jurado respetar al asumir la Corona. Una monarquía autoritaria, pues, con marcada tendencia al absolutismo, en particular en la Corona de Castilla, donde las Cortes ya habían sido relegadas, desde 1523, a un plano de sumisión y de control prácticamente completo por parte de la Corona.
En este terreno, Carlos parece ceñirse únicamente a lo que estaba ocurriendo en Castilla. Por una parte se refiere a «algunos Grandes y caballeros», como atropelladores de los vasallos de señorío; y por la otra, a las chancillerías, que eran —como es notorio— los más altos Tribunales de Justicia que tenía la Monarquía en Castilla. El problema residía en que los vasallos de señorío pleno caían bajo la administración de la Justicia señorial, con lo que su situación frente a los desmanes señoriales era casi desesperada. Tenían, eso sí, derecho de apelación ante los superiores Tribunales de Justicia del rey; esto es, en Castilla, ante las Audiencias y chancillerías respectivas. Siempre dudé, por la documentación manejada, que ese derecho fuera accesible a los vasallos de señorío, temerosos de las represalias señoriales. Y el Testamento carolino lo viene a confirmar, en términos a mi juicio inequívocos:
Otrosí, por cuanto yo he sido informado que algunos Grandes y caballeros de mis reinos y señoríos, por formas y maneras que han tenido, han dado, hecho y puesto impedimento a los vecinos y moradores de sus tierras, para que no apelasen dellos ni de sus ministros de Justicia para Nos y nuestras Chancillerías…
Ahora bien, el Emperador conoce esa situación, y no ha hecho nada por remediarla. Hoy día calculamos que aproximadamente dos terceras partes de España caían bajo la jurisdicción señorial, de forma que la situación de atropello ante la Justicia afectaba a varios millones de vasallos. Carlos V reconoce tal situación de hecho y su gravedad, tanto por la disminución del poderío regio como por el daño de los mismos súbditos. ¿En qué medida él mismo era responsable de no haber puesto el adecuado remedio? También aquí se aprecia en el Testamento una situación de mala conciencia:
por ende, por descargo de mi conciencia digo y declaro que si algo de lo susodicho ha pasado y quedado sin remediar, ha sido por no haber claramente venido a mi noticia. Y encargo y mando al príncipe, mi hijo, y mis herederos, o sus tutores, que no consientan, ni permitan, y pongan diligencia en saber la verdad de lo que en esto ha pasado y lo remedien y enmienden como convenga…[1519]
Lo que no queda claro es por qué el propio Carlos V no había puesto la misma diligencia que pide a su heredero en saber la verdad y en remediar tales desmanes, pues podía producirse además otra consecuencia: que al pasar tanto tiempo sin que el vasallo de señorío pudiese apelar a la Justicia real, la costumbre se convirtiese en nuevo privilegio señorial. Al reconocerlo así, Carlos está dando la prueba de que los abusos señoriales en materia de Justicia —que venían, sin duda, de más atrás— se habían prolongado a lo largo de su reinado. De ahí que se vea obligado incluso a invocar el principio del poderío absoluto de la Corona, para ponerle coto:
Y por la presente, de mi propio motu y poderío real absoluto, caso, anulo y doy por ninguno y de ningún efecto y valor cualquier uso y costumbre que sobre esto haya habido, para que de él no se puedan los dichos Grandes, caballeros ni otras personas aprovechar, ni alegarlo en tiempo alguno, para efecto de prescripción, ni dejar de incurrir en las penas en que caen los que usurpan o impiden la jurisdicción real.
En relación con estos límites que trata de poner a los abusos señoriales nos encontramos con el apoyo que proclama en pro de uno de los grupos sociales en clarísima crisis: el de los hidalgos. Se trata de una referencia breve, pero no por ello menos significativa. Carlos ordena a su hijo:
Que guarde y mande guardar a los hijosdalgos sus libertades y exemptiones, como su gran lealtad y fidelidad lo merecen…
Finalmente, dentro de estas normas de política interior cabe recoger las que Carlos V da a su hijo Felipe de tipo religioso y moral. Son muy breves. Están contenidas en un único párrafo. De ellas se deduce, por un lado, lo que podría denominarse el pacto del trono con el altar, que Carlos V había por supuesto heredado, y que vuelve a poner de manifiesto: Felipe debía amparo a la Iglesia, mostrándose buen católico: lo que suponía cumplir sus mandamientos, proteger las libertades —esto es, los privilegios— del estamento eclesiástico. Se debía favorecer la reformación de las Órdenes religiosas, lo cual era seguir las directrices marcadas por Isabel la Católica. Y de igual modo la Inquisición, cuyo apoyo es recomendado particularmente por Carlos V:
Especialmente le encargo que favorezca y haga favorecer el Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad y apostasía, por las muchas y grandes ofensas de Nuestro Señor que por ella se quitan y castigan.
En el Codicilo, como veremos, será más explícito, porque los supuestos brotes luteranos de que se le informa a principios de 1558 le ponen en gran alarma. Por otra parte ya sabemos que, con la Inquisición, la Corona contaba con un formidable instrumento de control ideológico sobre la sociedad española, y Carlos advierte así a su hijo de la necesidad de mantenerlo, puesto que lo que también heredaba Felipe —y esto es una consideración nuestra— era el caudillaje católico de la pugna religiosa a nivel europeo, entre ortodoxos y protestantes. Y el apoyo que Carlos V quiere conceder a la Inquisición se revela en su proyecto de darle una autonomía económica. Bien sabido es que el sistema de financiar el Tribunal de la Inquisición con los ingresos procedentes de sus procesos era harto dudoso. Carlos pretende que los Inquisidores tengan rentas propias, asignándoles las correspondientes canongías:
procurar con nuestro Santo Padre que se disputasen y afectasen tantas canongías en las iglesias catedrales de España, en los obispados principales donde residen los inquisidores contra la herética pravedad, para que cada uno dellos toviese una prebenda en el Obispado principal del partido donde residiese…
Por lo demás, la brevedad de las referencias al buen gobierno que debía tener el Príncipe se explica por las extensas instrucciones que a este respecto le había dejado en mayo de 1543, y algo similar podremos ver en cuanto a la política exterior, que había sido objeto de particular atención por Carlos V en enero de 1548[1520].
De todas formas, y dentro de esa brevedad, sí creo que puede destacarse el espíritu caballeresco, a que antes hemos aludido, como de quien sentía los ideales de la Orden del Toisón de Oro. Y así le dice a su hijo:
que con todo corazón ame la Justicia, la cual haga a todos administrar sin acepción de personas, teniendo, como es obligado, mucha vigilancia y cuidado de la buena gobernación de los Reinos y Señoríos, en que después de Nos sucederá, y de la paz y sosiego dellos, y que sea muy benino y humano a sus súbditos y naturales, y no consienta que sean fatigados ni les sean hechos agravios.
Y añade:
Y señaladamente le encomiendo la protección y amparo de las viudas, huérfanas, pobres y miserables personas, para que no permita que sean vexados o presos, ni en manera alguna maltratados de las personas ricas y poderosas, a lo cual los reyes tienen grande obligación[1521][
Frente a frente el puñado de poderosos y la muchedumbre de «las miserables personas», Carlos viene a reconocer los atropellos de los primeros, y proclama el deber de la Corona de proteger a los segundos.

§. La política internacional
Lo que es de destacar, como variantes principales frente a la panorámica de 1548 —año en el que Carlos se considera el árbitro indiscutible de los destinos europeos—, es la renuncia al bloque hispano-alemán, y la tendencia a segregar los Países Bajos de la Monarquía Católica, mediante el traspaso a los descendientes que Felipe II tuviera con María Tudor.
Por lo demás, junto con esa normalización que se da a la integración de Navarra en la Monarquía Católica, cabría destacar otros dos aspectos, siendo el primero las interesantes referencias que se encuentran sobre Italia, y en particular sobre el ducado de Milán, y la anexión de Piacenza; y el segundo, la omisión, que asombra, sobre las plazas africanas.
En cuanto al ducado de Milán, Carlos V tiene que justificar ante la opinión pública su cesión a su hijo Felipe, realizada en 1546. Las razones que da son la muerte sin descendencia del último duque soberano, Francisco Sforza, la dificultad de que el Ducado se defendiera por sus propias fuerzas contra las apetencias de sus poderosos vecinos, el hecho de que por ello rebrotara constantemente la guerra en la Cristiandad, el dinero que España había gastado y los súbditos que de todo su imperio habían muerto en su defensa:
considerando lo mucho que la sustentación del dicho Estado ha costado a nuestros reinos de la(s) Corona(s) de Castilla y Aragón, y los muchos vasallos y súbditos muertos de todas partes que sobre la defensa dél han muerto y derramado su sangre…
Para llegar a tal resolución, Carlos asegura en el Testamento no haberla tomado arbitrariamente, sino después de consultar con personalidades de Alemania y de otras partes,
todas devotas y aficionadas al Sacro imperio y deseosas de la paz y bien de la Cristiandad…
¿Es preciso que nos dé sus nombres? La fórmula sirve para cubrir, con un legalismo no muy claro, una decisión personal del Emperador. Desde luego que contó con el parecer de Antonio Perrenot de Granvela, futuro Cardenal, y que en 1546 había tratado el asunto con su padre, el famoso Nicolás Perrenot, sin duda su hombre de confianza para las materias de política internacional. Por otra parte, las largas deliberaciones tenidas en 1544 con motivo de la paz de Crépy con Francisco I de Francia, que permitieron a Chabod un estudio tan lleno de sugerencias[1522], hacía buena la expresión imperial de que había celebrado amplias consultas sobre el futuro del ducado de Milán. Su decisión, en todo caso, se ratifica en 1554, como una garantía para su hijo de que aquella pieza estratégica de primer orden aseguraría a España el dominio de Italia, y no solo frente a las ambiciones francesas. Esto es, en 1554 ya se perfilaba un imperio bajo los Austrias de Viena, cuyas ambiciones de expansión hacia el sur italiano eran bien conocidas.
En esa ratificación de la cesión del ducado de Milán a Felipe II, se hace mención expresa de sus principales ciudades: Milán, Cremona, Alejandría, Lodi y Pavía. También se inserta la reciente adquisición de Piacenza,
si al tiempo de nuestro fallecimiento estoviere, como ahora están, en nuestro poder y gobierno…
Pero la ocupación de Piacenza había constituido uno de los episodios más turbios de aquellos últimos tiempos. Había existido una conjura, cuyo resultado había sido un alzamiento popular contra su señor Pier Luigi Farnese —hijo del papa Paulo III—, con asesinato del mismo. En tales sucesos había intervenido el Gobernador imperial de Milán, Ferrante Gonzaga. El mismo Carlos V tuvo noticia de lo que se preparaba, si bien no contaba con la muerte de Pier Luigi Farnese, aunque el dolorido Papa se la atribuyese. La ciudad, liberada así del dominio de la Casa Farnese, se entregó en manos del Emperador. Todo eso había ocurrido en 1547, uno de los años más tensos en la historia de las relaciones entre Carlos V y Roma.

El suceso lo recordaba el emperador en sus Memorias en estos términos:
Su Majestad… tuvo nuevas de cómo algunas gentes de Piacenza, por el rigor y malos tratamientos, según ellos decían, que el duque Pedro Luis, hijo del dicho Papa Paulo, les hacía, se levantaron contra él y, matándolo, se hicieron señores de la dicha ciudad, prometiendo darla a quien les asegurase mejor partido; de lo que siendo avisado el Gobernador del Estado de Milán, de parte de Su Majestad, antes que otros entrasen, aceptó el partido que le ofrecían. Después Su Majestad, por las causas dichas, y también por conservar y guardar el derecho del imperio, aceptó y confirmó el dicho tratado…[1523]
Pero Carlos V no tenía la conciencia tranquila de la forma en que había adquirido aquella plaza. Y eso se refleja en el Testamento, donde después de referirse al suceso, y a las negociaciones posteriores de Paulo III para que se devolviese Piacenza a la Casa Farnesio, se añade:
Todavía, por descargo de nuestra conciencia y porque no es ni ha sido nuestra intención ni voluntad que por Nos, ni por los que de Nos hobieren título e causa, sea retenida cosa alguna sin justo título, y deseamos que en esto de Plasencia se aclare la verdad y se haga lo que fuere justicia, ordenamos y mandamos, y así afectuosamente lo encargamos al dicho Serenísimo príncipe don Felipe, nuestro hijo, que si al tiempo de nuestro fallecimiento no estoviere determinado y dado asiento en lo que toca a la dicha ciudad de Plasencia y sus pertenencias, que con la mayor brevedad que ser pueda se averigüe, determine y declare lo que se debe hacer de justicia. Y siendo conforme a ella determinado que Nos no la podemos retener ni dexar a nuestros sucesores, ni pertenece al dicho Estado de Milán, se haga luego della restitución llanamente a la Iglesia romana y sus ministros, en su nombre, y no a otra persona particular alguna, por conjunta que sea a Nos, haciendo en esto el recado que conviene, con la solemnidad que se requiere.
Cosa extraña: el Emperador marca ya las líneas de la sentencia, como si de antemano supiera que su acto de fuerza no podía tener otra respuesta.
Nada más digno de mención se encuentra en el Testamento de Carlos V, en relación con la política exterior. Podría llamar la atención que se omita toda referencia a la defensa de la Cristiandad contra el Turco, y que tampoco aparezca ninguna referencia a los dominios africanos de la Monarquía. Tal omisión podría explicarse, en parte, porque Carlos V había tocado el tema suficientemente en sus Instrucciones de 1548, sobre todo en relación a Solimán el Magnífico. Y en cuanto a los propios dominios africanos, lo cierto es que después del desastre de Argel de 1541 la atención imperial se había desviado de África, centrándose en la Europa germánica. Fruto de ello fue el empeoramiento de la situación hispana en el Mediterráneo, con pérdidas tan importantes como Trípoli (1551) y Bugía (1555).
Finalmente habría que considerar el peso de España en el ánimo imperial, reflejado en el Testamento, tanto a la hora de recordar a los Grandes y sus abusos señoriales, como a la de pensar en proteger a los hidalgos, grupo social netamente hispano.

§. Referencias personales
Muy poco es lo que cabe anotar a este respecto. Carlos V era de carácter reservado, y así se refleja hasta en su propio Testamento. La única referencia personal que hace es a su hija natural, Margarita de Parma, subrayando que la había tenido en sus años mozos:
Iten, por cuanto estando en estas partes de Flandes, antes que me casase ni desposase, hube una hija natural que se llama Madama Margarita…
Por lo tanto, el Emperador declara esa hija natural, cosa que era conocida y notoria, pero cuidando mucho de matizar que la había tenido cuando aún no estaba casado; es decir, como una nota de respeto hacia la memoria de la Emperatriz.
También aquí cabe destacar una omisión: la de don Juan de Austria, el secreto de cuya existencia solo conocía, por entonces, su íntimo don Luis de Quijada, el señor de Villagarcía de Campos.

§. Cláusulas finales: los testamentarios
El Emperador designa dos equipos de testamentarios, según se trate de los dominios de la Monarquía Católica o de Flandes. El primero está encabezado por su propio hijo Felipe, y el segundo por su hermana María de Hungría, como Gobernadora durante tantos años de los Países Bajos, aunque también incluyendo al Príncipe. Y con ellos, a sus altas personalidades, entre las que encontramos algunos de los personajes más allegados a Carlos V, pero no a todos; así, para el caso de España, no aparecen ni don Luis de Quijada ni don Luis Ávila y Zúñiga.
El equipo castellano aparece menguado, por las últimas pérdidas de algunos de sus más íntimos colaboradores: Francisco de los Cobos, el Secretario y Consejero de Estado, muerto en 1547: Juan Pardo de Tavera, el Cardenal, dejado como Gobernador en 1539, muerto en 1545, y Zúñiga, el que había sido ayo del Príncipe y su reloj-despertador. Estos son los principales personajes castellanos, recordados en las Instrucciones de 1543, que en 1554 habían desaparecido. Y así, Carlos V los sustituirá por estas otras figuras, sin duda de menor relieve, pero que ocupaban en 1554 los cargos más destacados: Fernando de Valdés, el primero, como Inquisidor General —aunque sabemos que Carlos V no tenía muy buen concepto de él—; Antonio de Fonseca, como Presidente del Consejo Real; el Regente Juan de Figueroa, como personalidad política vinculado a la Corona de Aragón; Juan Vázquez de Molina, el sobrino de Francisco de los Cobos, y su sucesor en la burocracia castellana; el consejero y licenciado Diego Briviesca de Muñatones, y el duque viejo de Gandía. En este último caso sí nos encontramos con uno de los personajes más queridos de Carlos V, pues no cabe duda de que se está refiriendo a san Francisco de Borja, el cual ya por entonces había ingresado en la Compañía de Jesús, renunciando a su título; por eso el Emperador lo designa de esa curiosa manera: «el duque viejo». Sabido es que Carlos V no había sentido ninguna simpatía hacia la nueva Orden religiosa de la Compañía de Jesús, pero seguía manteniendo gran afecto y amistad hacia san Francisco de Borja, al que poco después, cuando se halle en Yuste, le confiará delicadas gestiones diplomáticas en la corte de Lisboa.
Por lo que hace al equipo de Flandes, sí nos encontramos con los más allegados a Carlos V, empezando por el entonces obispo de Arras, Antonio Perrenot de Granvela —después cardenal Granvela—, seguido por don Luis de Praet, varias veces embajador de Carlos V en Londres y en París; por el conde de Lalaing, por Jean de Lannoy, señor de Molembais (hijo de uno de los primeros consejeros flamencos de Carlos V, Charles de Lannoy); por Odoardo de Brissac, preboste de Saint-Omer, y por el conde de Berlaymont, uno de los personajes que poco después Felipe II destacaría más, al nombrarlo en 1559 presidente del Consejo de Hacienda en los Países Bajos.
En cambio no aparecen ni Guillermo de Nassau, al que encontramos entre los testigos, ni tampoco el conde de Egmont, que había representado a Felipe II en la ceremonia inicial de la boda por poderes con María Tudor.
Lo que se aprecia, en su conjunto, es que el Testamento carolino es como una ventana abierta que permite ver la Europa de su tiempo y asomarnos a los afanes del Emperador en el último tramo de su reinado.

§. Adiós al poder: El último discurso del Emperador
En la primavera de 1555 la muerte de una desvalida mujer, en una villa perdida de Castilla, haría que Carlos V tomase una decisión que ya estaba pensando hacía algún tiempo: su abandono del poder.
¿Quién era esa mujer? Juana la Loca, la desventurada Reina recluida en Tordesillas, cuyo fallecimiento se había producido el 12 de abril de 1555[1524]. Desaparecía aquella dualidad en la cumbre de las Coronas de España. Ya Carlos V se convertía en el único rey de Castilla y de León, de Aragón y de Valencia, etc., etc. Podía disponer libremente de su futuro. Por otra parte, abandonado el Imperio en manos de Fernando, defendidos los Países Bajos, asegurada Italia y establecida la alianza firme con Inglaterra, nada parecía impedir que Carlos V llevase a cabo su viejo proyecto de abdicación.
¡El adiós al poder de Carlos V!
Estamos ante una de las grandes jornadas de la Historia, comparable con la muerte de Julio César o con la patética escena de Napoleón en Fontainebleau, despidiéndose de sus compañeros de armas. Solo que la jornada de Bruselas está nimbada con el círculo luminoso que se desprende de las renuncias, cargando los actos de un hondo sentido emotivo. Brandi piensa, por ello, que únicamente una época como la del Renacimiento era la adecuada para encuadrar tan magno suceso; en cierto modo más bien cabría encajarlo en un barroquismo incipiente, como una función teatral a la que han sido invitados los más destacados personajes de aquella brillante Corte imperial, dentro del marco social de los ricos Países Bajos. Una función teatral cuyo principal protagonista, por no decir único, es el propio Emperador. Ciertamente no está solo. Viene rodeado de sus familiares y servidores. En primer lugar de su hijo Felipe II, el heredero, representante de un futuro incierto, contra el que ya empieza a formarse en aquellas tierras un serio partido de oposición. También le acompaña su hermana María, la que durante un cuarto de siglo se ha mostrado tan fiel como eficaz compañera en el gobierno de los Países Bajos; y asimismo su hermana mayor Leonor, figura de menos relieve, pero tiernamente amada por el César. De aquella tropa infantil que hacía medio siglo había crecido bajo la atenta mirada de la tía Margarita, solo falta Isabel, la desgraciada reina de Dinamarca, muerta en plena juventud. Es, por tanto, como la despedida de toda una época que, con un profundo sentido del ritmo de la historia, deja paso a las nuevas generaciones.
Carlos entraría apoyado sobre el hombro de Guillermo de Orange, esto es, en quien se había de convertir en la cabeza más tenaz, más irreductible y más lúcida de la oposición contra el heredero español. ¿Ironías de la historia? ¿Fue una casualidad que el César tuviera aquel gesto con el futuro gran enemigo de su hijo? ¿No habría querido, con ello, obligar y como ceñir a sus planes al personaje más inquieto y del que más podía temer que acabase desbaratándolos? Hacía más de un año que Carlos había denunciado a su hijo la existencia de un peligroso partido de oposición en los Países Bajos, contrario a la unión con la corona hispana y tan fuerte, que Carlos creía de todo punto necesaria la inmediata presencia de Felipe[1525]. ¿Y no había advertido antes el fiel secretario Eraso a su señor de aquel riesgo? El 23 de diciembre de 1553 le escribía desde Bruselas estas significativas palabras:
Hay señales mortales de que, si Dios dispusiese de S. M., estando V. A. ausente de aquí, esto correría peligro…[1526]
Por lo tanto, una situación tensa, porque todos los presentes saben que con la marcha de Carlos V una etapa de la Historia quedaba irremisiblemente atrás, y con el nuevo gobierno de Felipe II, el rey nacido en Valladolid, todo se tornaba incierto. Estaba, por otra parte, la renuncia voluntaria al poder de quien durante tanto tiempo había sido la primera figura de la Europa occidental. Tales renuncias son siempre miradas como algo insólito. De forma que todos los presentes se hallaban inquietos.
Asombrados también. Los allí convocados se preguntan por las razones del Emperador para tomar aquel paso. ¿Su salud, tan quebrantada? ¿Impaciencias del heredero por hacerse con el poder? ¿O acaso que en el viejo César —más que viejo, envejecido— se estaba operando un proceso de melancolía, como el que había apartado a su madre del trono, cincuenta años antes? Se rumoreaba que los Cardenales romanos, moviendo burlonamente la cabeza, se decían los unos a los otros: « ¡Cómo se ve que es el hijo de Juana la Loca!».
Y, sin duda, hubo un poco de todo eso: la salud, más que débil, agotada, consumida; impaciencias de las nuevas generaciones; melancolías heredadas. Todo ello pesó, en cierto grado, sobre el Emperador, al iniciar su gesto de despedida. Pero lo que realmente resultó decisivo fue su fuerte sentido ético de la existencia y el considerar que, en lo político, su obra estaba cumplida. Su presencia en el tablado europeo ya no era necesaria; al contrario, en los últimos años más de uno pudo pensar que constituía una rémora. Cuando a fines del verano de 1552 un fuerte ataque de gota le imposibilitó realizar una rápida marcha sobre Francia, para recuperar por las armas la perdida plaza de Metz, su médico trató de disuadirle de cualquier nuevo intento de ponerse en campaña,
porque entiende que no tiene salud para ello —es de nuevo el secretario Eraso quien nos informa—, y que embaraza y porná mayores impedimentos que si no estuviese presente[1527].
Es evidente que aquel médico no hacía sino hacerse eco de un estado de opinión dominante en el ejército imperial. Se comprende que el Emperador quisiese jugar aquella última baza para restablecer la situación.
S. M. le respondió —continúa informándonos Eraso— que como quiera que sea determina ir y seguir su camino[1528]. A Carlos V, empeñar su salud, ya tan gastada, no le importaba. Sin embargo, algo le faltaba por aprender. La lección de Metz sería decisiva, por cuanto que comprendió que más que su salud lo que ponía en riesgo era la victoria. Por eso desde entonces llama una y otra vez a Felipe. Incapaz de recuperar el terreno perdido en Alemania, manteniendo un difícil forcejeo con Francia, observando cómo se ensombrecía la situación en Italia, el Emperador ya no tenía más esperanzas sino que la generación nueva viniese a hacer frente a los viejos problemas. Su hijo era el refuerzo, el príncipe cuidadosamente preparado, el discípulo formado en largos años de intervención en los negocios públicos. Eso era una tranquilidad, una garantía. Y, por supuesto, las razones de tipo religioso. Carlos hace años que está deseando desligarse del mundo. Un deseo que ha de esperar a ver cumplido, porque muchas circunstancias se lo impedían. Pero en 1555 las ligaduras habían ido soltándose. La vocación del claustro crece. El afán de levar anclas, en busca de una nueva singladura, se impone definitivamente. Es la despedida, el adiós solemne al mundo, para el cual el mundo ha sido convocado.
Pero no todos los convocados estaban presentes, pues faltaba su hermano, el rey de Romanos, que no se deja conmover por las patéticas llamadas del Emperador, poniendo así un gesto final de disensión, poco paliado con el envío de su hijo Fernando. Están, eso sí, junto con su hijo y sus hermanas, sus sobrinos la duquesa de Lorena y el duque Manuel Filiberto de Saboya. Están también los caballeros de la Orden del Toisón de Oro, la amada Orden de la que Carlos es soberano. Están sus consejeros y ministros, y como más principal entre todos ellos, el obispo de Arras, después cardenal Granvela. Están los Gobernadores de las diecisiete provincias, la nobleza, el alto clero, los representantes de las principales ciudades de aquellos Estados de los Países Bajos. Está, en fin, el cuerpo diplomático en pleno, como gran notario que ha de registrar para el mundo entero aquel suceso; para la posteridad, también.
El 25 de octubre, a las cuatro de la tarde de un húmedo día otoñal, cruza el Emperador el parque de su palacio de Bruselas. Va caballero en pacífica mula, pues sus achaques no le permiten otros alardes; cabalgadura que es, por otra parte, como un anuncio de su próximo despojo de las grandezas del mundo. En la sala del palacio, donde todo está preparado para el acto público, los espectadores son tantos que desbordan por pasillos y corredores. Al fondo de la sala está, algo en alto, el trono imperial. Aparece Carlos V apoyándose en las juveniles fuerzas de Guillermo de Orange. Va vestido de negro. Sobre el negro destaca no más que el brillo del collar de la Orden del Toisón. La multitud, expectante, acoge con un murmullo el paso del Emperador. Al sentarse el César, inicia el juego escénico Filiberto de Bruselas. Es el presidente del Consejo de Flandes y a él le incumbe, como tal, exponer las razones que han llevado al Emperador a la abdicación. Habla primero de su amor a la paz y, pese a ello, de cómo las guerras constantes le han ido envolviendo. Refiere los peligros en que no ha dudado en ponerse, por amor a sus vasallos y del agradecimiento que les tiene, por el amor y fidelidad con que le han servido. Les habla después de cómo el Emperador hubiera deseado acabar su vida por ellos y entre ellos, si las fuerzas no le faltaran; no por la edad, sino por la enfermedad que le acosa, enemigo invencible que no soltaba su presa ni de día ni de noche. Y siéndole los aires húmedos de Flandes contrarios, ha de partir en busca del sol de España. Le duele apartarse de las tierras que le vieron nacer, pero le consuela saber que entre ellos queda su hijo, para bien gobernarlos. Una cosa sobre todas les encarece: que conserven intacta la fe de sus mayores.
De la emoción de los asistentes nos da buena idea el cuadro que nos pinta Sandoval:
Admirados y con los ánimos suspensos —nos relata—, mirándose, unos a otros sin hablar, espantados de la determinación nunca pensada del emperador[1529][.
Se alzó entonces el César, nuevamente apoyado sobre el príncipe de Orange, e inició su discurso. Conforme a su añeja costumbre llevaba en la diestra un papel, donde tenía apuntado a guisa de guión todo lo que tenía que decir. De tal modo había actuado hacía ya treinta y cinco años ante la Dieta de Worms, y no otro había sido el sistema seguido ante la Corte pontificia en 1536, cuando pronunció su asombroso discurso en español. De igual modo sabemos que actuó de esa manera ante las Cortes de Castilla.
Estamos ante uno de los momentos más solemnes del reinado de Carlos V, ante una de sus decisiones más graves y de mayores consecuencias, como fue la de apartarse del poder voluntariamente, tres años antes de que la muerte le forzara a ello.
De los tres discursos imperiales más conocidos, el que ahora pronuncia tiene un particular significado. En 1521, y ante Lutero, el gran heresiarca, Carlos V proclama rotundamente su fe religiosa, su vinculación a la fe de sus mayores. En 1536, y ante Paulo III, Carlos V proclama su ansia de paz y denuncia ante el Colegio cardenalicio al gran perturbador, el rey de Francia Francisco I. Ahora, en 1555, tiene que justificar su abandono del poder, tiene que explicar ante sus súbditos de los Países Bajos —y en realidad, ante el mundo entero, y si se quiere, ante la misma posteridad— las razones que tiene para tomar una decisión tan insólita, como es la dejar voluntariamente el poder.
Conocemos ese discurso en sus grandes rasgos. Lo hizo en francés y ya hemos visto que sirviéndose, conforme su costumbre, de un apunte anotado en un papel que llevaba en su mano diestra.
Oigamos su propia voz, tal como la transmitieron pronto los cronistas, en la versión castellana que recogería medio siglo después el fidedigno Sandoval.
Empezó el Emperador agradeciendo al Presidente del Consejo, Filiberto de Bruselas, sus palabras en que anunciaba aquella decisión imperial, pero pronto dio muestras, como en él era habitual, de que también entonces quería expresar su propio pensamiento:
os quiero decir algunas cosas por mi propia boca…
Y también, conforme su costumbre —tal había hecho al dictar sus Memorias sobre la guerra de Alemania—, se remontaría a los principios de su carrera política, cuando cuarenta años antes su abuelo Maximiliano le había emancipado, sacándole de la tutela de su tía Margarita de Austria. Entonces recordaría cómo un año después moría su otro abuelo, Fernando el Católico, dando así comienzo su reinado en España
porque mi muy amada madre, que ha poco que murió, desde la muerte de mi padre quedó con el juicio estrazado, de manera que nunca tuvo salud para poder gobernar…
Hagamos un alto en este momento, porque esas palabras del Emperador lo están pidiendo: Carlos V nos da el testimonio de cuál había sido la causa de la locura de su madre: su hondo pesar por la muerte de Felipe el Hermoso, su marido. Por lo tanto, una desgracia tan grande que la había sumido en la mayor postración, lo cual era dignificar, por la vía del dolor, aquella apatía de la Reina, y era dejar bien sentado, de una vez por todas, que eso, y no cualquier otra razón interesada y vituperable, era lo que le había obligado al César a salir de su patria camino de su nuevo destino:
Y así, en el año diecisiete de mi edad, por este nuestro mar Océano fui a España.
De igual modo, a la muerte de su otro abuelo, Maximiliano, se había producido la vacante imperial, cuando él era todavía casi un muchacho:
era muy mozo…
Muy mozo, pero el elegido como nuevo Emperador. Y ante aquel recuerdo, Carlos V rememora aquellos momentos y proclama, con la sinceridad que siempre había sido la norma de su conducta, el porqué había aceptado la nueva y suprema corona:
No la pretendí con ambición desordenada de mandar muchos reinos, sino por mirar el bien y común salud de Alemaña, mi patria muy amada, y de los demás mis reinos, particularmente los de Flandes, y por la paz y concordia de la Cristiandad…
No podía faltar, en ese momento, una alusión a sus afanes de cruzado:
en aumento de la religión cristiana contra el Turco.
Objetivos bien claros, bien precisos: la paz en la Cristiandad, la cruzada contra el Turco. Esa era la Europa soñada por Carlos V. Pero la realidad sería muy otra:
no pude ejecutarlo como quisiera…
Las guerras desatadas por sus enemigos y el desasosiego producido en las tierras del Imperio por el crecimiento de la herejía había trastocado todos sus planes, obligándole a un continuo ir y venir por toda la Europa occidental.
Sería entonces cuando Carlos V haría el recuento, no sin cierto orgullo —como el que está bien seguro de haber cumplido una gran hazaña—, de los muchos viajes que había hecho en su vida, tantos como ningún otro soberano, ni antes, ni en su tiempo, los había acometido.
Sería una relación impresionante, uno de los momentos cumbres de su discurso, porque por todos era sabido lo que tales viajes suponían, no ya en cuanto a molestias, sino de verdadero riesgo para la misma vida.
Pero oigamos al Emperador:
Nueve veces fui a Alemaña la alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandes, cuatro, en tiempo de paz y de guerra, he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra África, las cuales todas son cuarenta…
¡Y eso que no había dicho todas sus jornadas, sino las principales!
sin otros caminos de menor cuenta, que por visitar mis tierras tengo hechos…
De todo lo cual destacaría, como más arriesgados, las muchas veces que había navegado:
ocho veces el mar Mediterráneo y tres el Océano de España, y agora será la cuarta…
No podía faltar la referencia a la realidad permanente de su reinado: la guerra. Las constantes guerras que se habían ido encadenando. Carlos V era un rey-soldado, era notorio que amaba la milicia y que admiraba a los grandes capitanes de la gloriosa Antigüedad, y en particular a Julio César. Sin embargo, sabía también y lo había comprobado una y otra vez, cuántos desastres provocaban las guerras. De forma que tenía que justificarse ante su pueblo:
La mitad del tiempo tuve grandes y peligrosas guerras, de las cuales puedo decir con verdad que las hice más por fuerza y contra mi voluntad que buscándolas ni dando ocasión para ellas…
¡Él había sido el agredido, no el agresor! Por lo tanto, continuos esfuerzos, continuos quebrantos y no pocas pesadumbres. Y, con todo, la mayor estaba por llegar: el tener que despedirse de sus tierras natales.
Aquí el tono del discurso imperial se hace más íntimo, mostrando su dolor:
Digo que ninguno de estos trabajos me fue más penoso ni afligió tanto mi espíritu como el que agora siento en dejaros…
Pero, ¿qué remedio? Las fuerzas le faltaban, lo que iba en perjuicio del gobierno. Por lo tanto, el abandono del poder se imponía por puro sentido de la obligación, de la responsabilidad que tenía como gobernante ante su pueblo. Asistamos a la impresionante sinceridad de Carlos V:
Sé que para gobernar y administrar estos Estados y los demás que Dios me dio ya no tengo fuerzas, y que las pocas que han quedado se han de acabar presto…
No era algo nuevo, pero mientras su madre seguía en su triste estado y su hijo era demasiado mozo, había sacado fuerzas de flaqueza. Mas en aquel otoño de 1555 otra era la situación: la Reina madre doña Juana había muerto, con lo que Carlos V podía disponer libremente de las coronas de España, y su hijo Felipe era ya el rey de Nápoles y Sicilia, el Príncipe que con sus 28 años había dado pruebas evidentes de su capacidad para gobernar, tras muchos años de ser el alter ego del Emperador en los reinos hispanos.
Y así vino la despedida del Emperador, su adiós al poder y su adiós a aquella asamblea que con profundo respeto y en un impresionante silencio, le estaba escuchando.
Tras aludir a los últimos hechos de armas, con sus postreros esfuerzos por defender aquellas tierras de los ataques franceses, Carlos V manifestó cuán agotado estaba por el esfuerzo hecho. Y eso dicho con una voz tan quebrada que ponía más dolor en los que le escuchaban:
Y porque ya en este tiempo me siento tan cansado, que no os puedo ser de ningún provecho, como bien veis cuál estoy tan acabado y deshecho, daría a Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta si no hiciese lo que tengo determinado, dejando el gobierno…[1530]
He ahí la razón suprema, que le había inspirado como gobernante: el poder no estaba para su provecho y disfrute, sino que era él quien estaba al servicio del poder. Y si las fuerzas le faltaban para cumplir bien su oficio, lo justo era dejar el poder. ¿No advertimos aquí el claro sentido ético del príncipe cristiano? ¿No nos parece estar escuchando aquellas reflexiones de Alfonso de Valdés cuando hacía decir al buen rey Polidoro palabras similares?
Si no pudieres defender tu reino sin gran daño de tus súbditos, ten por mejor dexarlo, ca el príncipe por la república y no la república por el príncipe fui instituido[1531]. Sí, hay un cierto sabor entre senequista y erasmista en esta despedida de Carlos V. El cual, después de volverse a su hijo para pedirle que fuera un buen príncipe para sus súbditos, se volvió a estos para acabar con un gesto de humildad: pidiendo perdón si en algo había faltado, acaso en un principio por sus verdes años, o después por estar mal informado, pero nunca con deseo expreso de agraviar a nadie:
y si alguno de esto se puede quejar con razón, confieso y protesto aquí delante de todos que sería agraviado sin saberlo yo y muy contra mi voluntad, y pido y ruego a todos los que estáis presentes me perdonéis…[1532]
¿Quién podría resistir la emoción? Después de la misma tensión provocada por la convocatoria a que habían sido llamados, tras un discurso tan emotivo, aquel postrero ruego del Emperador provocó ya la general descarga. Nadie era capaz de mostrarse insensible, y como si se tratara de un general contagio, la asamblea rompió en lágrimas y en sollozos por pocos contenidos. Sandoval nos transmite la emoción de aquellos momentos:
Oyeron todos lo que el emperador dijo con mucha atención y lágrimas, que fueron tantas y los sollozos y suspiros que se daban, que quebraban corazones…
Una emoción que iba de una parte a otra, de Carlos V a la asamblea, y de la asamblea a Carlos V:
y el mismo emperador lloró con ellos, diciéndoles: «Quedaos a Dios, hijos, quedaos a Dios que en el alma os llevo atravesados»[1533].
De ese modo dejaba Carlos V la política y las armas. Era su adiós como rey-soldado y como rey-viajero.
Era su adiós al poder.
No se iba solo. Le acompañaban, en su retirada del mundo, sus dos hermanas Leonor y María. Y aunque Leonor podía decirse que se había visto obligada por la misma fuerza de los acontecimientos, al enviudar de Francisco I y al tener que dejar tan desairadamente la corte de Francia, donde era tan mal vista por el nuevo rey Enrique II, la marcha de María era también como otra abdicación, otra despedida del poder, otra renuncia al mundo.
Algo que Brandi comentaría de forma magistral:
Wo erlebt es die Weltgeschichte sonst, dass eine ganze Generation freiwillig vom Schanplatz abtritt? Und in solcher Form. Das Jahrhundert der Hochrenaissance gab auch seinen Weltgeschichtlichen Szenen ihren Stil.[1534]

Parte VI
El hombre de Yuste

Contenido:
1. El último viaje
2. Atravesando España
3. La etapa de Jarandilla
4. La entrada en Yuste
5. El séquito imperial
6. Las relaciones con la comunidad jerónima
7. Las visitas
8. Otra vez la gran política
9. La muerte del Emperador

Capítulo 1
El último viaje

El 25 de octubre es la jornada de la abdicación de Carlos V, con toda la solemnidad que ya hemos marcado. Políticamente, y en sentido literal, solo había sido la renuncia de los Países Bajos en favor de su hijo Felipe. El de las coronas hispanas de Castilla y Aragón se aplazaría formalmente hasta el mes de enero de 1556 y algo más tarde el de la corona imperial, a la que accedería su hermano Fernando, como rey de Romanos[1535]. Pero, de hecho, Carlos V ha dejado ya el poder, aunque todavía tarde en abandonar los Países Bajos y en realizar su último viaje, en busca de su anhelado refugio de Yuste, en la extremeña Vera de Plasencia.
Podría llamar a engaño el tiempo que todavía pasa Carlos V en Flandes; casi un año, pues no embarcaría en Flesinga hasta mediados de septiembre de 1556. ¿Cómo pudo ocurrir, dada la impaciencia de Carlos V por dejar el poder? Precisamente por eso, dado que cuando se realiza la ceremonia de la abdicación, el 25 de octubre, ya no se puede pensar en una marcha inmediata a España. El otoño ya está tan avanzado que obligaría a esperar a la primavera, y bien avanzada, para encontrar una mar en bonanza y vientos favorables. De hecho, por lo tanto, lo que había ocurrido era que la abdicación había sido aplazada. La noticia de la muerte de la reina Juana, su madre, no le llegó a Carlos V hasta entrado el mes de junio, y aunque a partir de entonces trató de acelerar su abdicación, para partir hacia España aquel mismo verano como le indica a su hermano Fernando, eso resultó imposible. El Emperador había animado al rey de Romanos a que acudiera a Bruselas, para darle el abrazo de despedida, pero Fernando se desentendió, acaso temeroso de caer en una trampa, pues desde la crisis de 1552 el recelo de la corte de Viena seguía vivo[1536]. Cierto que esa ausencia no obstaculiza los planes del Emperador, pero sí que Felipe, su hijo, no pueda dejar Londres hasta el 9 de septiembre, y claro está que sin Felipe no había ceremonia, puesto que lo que se trataba de poner en marcha no era un mero abandono de Carlos V sino todo un relevo en el poder.
Por lo tanto, había que esperar.
No ayudaba tampoco el que las obras del palacete de Yuste, donde había de alojarse Carlos V, estuviesen paralizadas, por haber castigado el General de la Orden jerónima a fray Juan de Ortega y a fray Melchor de Pie de Concha, que eran los que las dirigían[1537]. Ni, por supuesto, los muchos achaques del Emperador[1538]. Después vendrían, además, las dificultades de encontrar un buen tiempo, aquello de los vientos favorables que en el verano de 1556 se hicieron esperar más de lo corriente. Ni tampoco era posible embarcarse, sin más, en cualquier nao que se dirigiera a España. El Emperador, aunque ya hubiera abdicado, tenía que hacerlo en una flota correspondiente a su dignidad y seguridad, y eso requería también tiempo y dinero.
De forma que Carlos V hubo de esperar todo aquel invierno, la primavera e incluso los primeros meses del verano, antes de salir de Bruselas. Unos largos meses que, al menos, le ayudaron para poder despedirse de su hija María, que parecía secuestrada en Viena.
Fue un penoso asunto familiar, coletazo del distanciamiento entre las dos Cortes, desde las crispadas negociaciones de Augsburgo de 1551. Aparentemente, las relaciones se mantenían afectuosas, pero los hechos decían otra cosa. Para muchos efectos, Carlos V era como si hubiera muerto y como si sus herederos se disputaran su herencia. La política ya había quedado fijada, con la cesión a Felipe II de los Países Bajos y de la Monarquía Católica y con los Estados patrimoniales de Austria y el Imperio para Fernando y sus herederos.
Pero quedaban otras cosas, de mucha menor cuantía, aunque significativas para permitirnos calibrar la tensión familiar existente. Cosas, por supuesto, mucho más personales.
Una de ellas era la capilla musical que el Emperador tenía en Bruselas. Era de suponer que quien se había desasido del poderío del mundo dejara también detrás de sí aquel tesoro[1539]. Todos los Austrias, de una y otra rama, eran unos melómanos de primer orden, de forma que Maximiliano, el yerno, se atrevió a pedirla, y acudió para ello a su primo y cuñado Felipe, encontrándose con esta respuesta:
Señor: Este criado de V. A. me dio una carta suya de 26 de Octubre sobre lo de los cantores de Su Majestad. Y aunque Su Majestad se piensa ir y no llevar su capilla, me ha mandado que yo la tenga en pie, como se está, sin disminuir [nada] della. Y por esto no puedo hacer luego lo que V. A. me escribió sobre esto.
Eso sí, tal negativa no impedía mantener las formas correctas en la despedida:
V. A. vea lo que manda, pues sabe que en todo le tengo de obedecer. Guarde Nuestro Señor la real persona de V. A. como deseo. De Bruselas, a 29 de Noviembre de 1555.
Buen hermano de V. A.
El Rey. [rubricado][1540].
Más doloroso era para Carlos V que aquellas diferencias familiares impidieran a su hija María acudir a Bruselas. Las cosas llegaron a tal punto que Felipe II se decidió en mayo de 1556 a presionar sobre Maximiliano. Es una carta en la que se alude a las dudas sobre si María acompañaría a Maximiliano en su viaje a Bruselas:
Y suplico a V. A. —decía Felipe II a Maximiliano II— que tome a buena parte lo que escribo a mi hermana. Cierto, yo lo digo muy llanamente, como siempre trataré con V. A. Y si la venida pudiere ser en Junio, sería grandísimo contento el mío, y si viniese mi hermana, no había más que pedir…[1541]
Esa carta se cruzaba con otra de Maximiliano, enviada desde Viena el 21 de mayo, en la que anunciaba su salida con María, pero con una velada amenaza: acaso, si el tiempo apremiaba por ser inminente la partida de Carlos V, iría él a toda prisa, dejando a María en Innsbruck, dado que ir con la Reina y su cortejo de damas siempre hacía más lento el viaje:
el embarazo de llevar mujeres podría causar estorbar algo… dexaré la Reina atrás, la cual irá entonces a Yspruque…[1542]
Tres días después, Maximiliano volvería a insistir en la conveniencia de ir solo a Bruselas, sin que le acompañara su esposa[1543] Que al fin cambiara de parecer hay que achacarlo, en buena medida, a las presiones de Felipe II, sin duda también deseoso de verse con su hermana. Maximiliano se disculpaba con que era la propia María la que se mostraba contraria al viaje, lo que en la corte de Bruselas no se podía creer. De ahí la insistencia de Felipe II con Maximiliano:
Suplico a V. A. cuanto puedo —le escribiría ya en marzo de 1556— que procure de traer consigo a mi hermana, que a todos será de grandísimo contentamiento y a mí el mayor que en este mundo puedo tener. Y suplico a V. A. me mande luego avisar de lo que V. A. y el Rey en esto determinaren.
Felipe II no podía engañarse. Era claro que la negativa partía de Fernando y de Maximiliano, de forma que a ellos iría su ruego:
Y suplico a V. A. me mande luego avisar de lo que V. A. y el Rey[1544] en esto determinaren, y que me perdone osar suplicarle esto. Yo creo bien que será cosa que se podrá acabar con mi hermana, si V. A. mucho se lo ruega…[1545]
Al fin, ambos llegarían a Bruselas. Una noticia esperada por toda la familia imperial y de la que se haría eco hasta la propia María Tudor desde Londres, en una curiosa carta escrita en español, a mediados de julio[1546].
Poco después, el Emperador dejaba Bruselas. Era el 8 de agosto de 1556. Bien sabía que era una despedida definitiva y que lo que sus ojos estaban viendo serían estampas familiares que ya no se repetirían, que quedarían ya para el recuerdo. Acaso por eso, será un viaje lento hacia la costa flamenca, un viaje amoroso, como si el Emperador tratara de despedirse de aquellas tierras natales suyas. En Gante, hasta donde le acompaña su hijo Felipe, pasará veinte días[1547]. El 15 de septiembre embarca al fin en Flesinga, donde ya está concentrada la flota de 56 navíos que le ha de llevar, a él y a su cortejo, todavía de 150 personas, sin contar los de sus hermanas Leonor y María. Pero los vientos aún le son contrarios, lo que permite a Felipe II volver a visitarle, como sabedor de que sería la última vez que le viera en vida.
El 17 de septiembre el tiempo cambia. Soplan vientos favorables y zarpa la escuadra imperial. Pronto Carlos V ve cómo quedan atrás las costas de su patria flamenca. Él va ya hacia otras tierras, hacia otras luces, hacia otros paisajes. Atrás queda el imperio del mundo, con todo su trasiego.
Le espera la paz de un lugar perdido en el corazón de Extremadura, el sosiego de Yuste.
A la altura de Dover, una escuadra inglesa mandada por su prima María Tudor, rinde homenaje a su paso, con las salvas de su artillería. Era como el último reconocimiento del mundo oficial a la grandeza de aquel Emperador.
El 28 de septiembre, tras doce días de feliz navegación, Carlos V desembarcaba en Laredo, treinta y nueve años después de aquel primer viaje suyo a España, casi día por día.
Pero, ¡cuánto habían cambiado las cosas! Entonces se trataba de un adolescente de 17 años que llegaba ilusionado para reinar en unas tierras desconocidas, iniciando así un reinado lleno de esperanzas.
Ahora —ahora, en 1556— se trataba del retorno de un Emperador, más que viejo, envejecido, en busca de paz y de sosiego, anhelante de olvidarse de las inquietudes y de las responsabilidades del poder.

Capítulo 2
Atravesando España

Al desembarcar en Laredo, Carlos V tendría un gesto que pronto se convertiría en leyenda, pues se postraría y besaría aquella tierra de España, diciendo la famosa frase:

¡Dios os salve, oh mi querida madre! Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo me vuelvo a ti, como mi segunda madre[1548].
Y para hacer más ciertas sus palabras, apenas había nada preparado en Laredo para recibirle, descuido grande achacable a su hija Juana.
Ningún alto personaje estaba allí para acoger al César, pese a que desde mediados de junio Juana de Austria tenía noticias ciertas de que el viaje de su padre ya estaba a punto para aquel verano[1549]. Hasta el 2 de octubre no recibiría don Luis Quijada la orden de incorporarse al séquito imperial para hacerse cargo del mismo. Así no es de extrañar que el Emperador se mostrase dolido con tales muestras de olvido, de lo que su secretario, Martín de Gaztelu, nos dejaría un testimonio bien rotundo:
S. M. está bien mohíno —escribiría al Secretario de Estado, Juan Vázquez de Molina, entonces la primera figura de política en Valladolid, al lado de la princesa Juana de Austria— del mucho descuido que ha habido en no haberse proveído muchas cosas que fuera razón, y de ahí discanta y dice otras cosas bien sangrientas…[1550]
De pronto, después de tanto tiempo esperando aquel suceso, la llegada del Emperador les había cogido a todos desprevenidos. Y no porque su travesía fuera más rápida de lo corriente. De hecho, había durado dos días más que su primer viaje a España[1551].
Pero, por una u otra razón, en 1556 solo estaba en su puesto un alcalde de casa y corte, Durango, quien se encargaría de poner en marcha la impedimenta del César, con el acopio de todas las cabalgaduras y carros que eran necesarios.
Todo ello llevando un tiempo, de forma que Carlos V no se adentraría en España hasta una semana después.
Para entonces Luis de Quijada, su antiguo compañero de armas y uno de los nobles más allegados a su persona, ya le había alcanzado en Laredo[1552]. El fiel caballero había cumplido su promesa, haciendo en cuatro días las 44 leguas que le separaban de su señor, lo que entonces solo se podía hacer por la posta, lo cual a sus años no era poco[1553].
En cuanto a Carlos V, le vino bien la semana que hubo de esperar en Laredo antes de ponerse en camino hacia Yuste. Los doce días de navegación le habían fatigado, y aún tenía muchas jornadas por delante hasta llegar a su destino, que por el momento sería Jarandilla, dado que las obras de su palacete de Yuste todavía no habían terminado.
Unas obras sobre las que hacía proyectos, anhelando ya verse calentado por el sol de aquellos parajes de que tanto le habían hablado:
Quiere que el sol bañe las piezas —indicaba Quijada a Vázquez de Molina—, y también quiere sombra para salir alguna vez…[1554]
Esto es, cámaras soleadas donde reposar, pero asimismo buenas sombras por donde pasear en el buen tiempo; he ahí el sueño de un hombre fatigado por los incesantes problemas de Estado, que anhela vivir sus últimos días como un hombre cualquiera:
Viene tan recatado de tratar[1555] ni que le hablen negocio, que ni los quiere oír ni entender…[1556]
Hemos hablado algo del cortejo imperial: en torno a las 150 personas —aparte la pequeña guardia de alabarderos—, en su mayoría integrantes del servicio personal de Carlos V (casi todos ellos flamencos) y junto con ellos un puñado de nobles, entre los que destacaban tres de los Países Bajos: Jean Poupet, señor de La Chaulx, Florys de Montmorency, señor de Hubermont[1557], y el conde de Roeulx. Un pequeño cortejo a cuyo frente se pondría don Luis Quijada, señor de Villagarcía de Campos, en quien tanto fiaba Carlos V hasta el punto de confiarle entonces su gran secreto: aquel hijo, Jeromín, a que antes hemos aludido.
Todo a punto, pues, para el último viaje, para adentrarse en España, con un otoño que se anunciaba lluvioso.
Carlos V afrontó las molestias del camino con buen ánimo. No en vano se había convertido en el mayor viajero que recordaba la historia, acostumbrado a las inclemencias del tiempo y a las molestias que entonces suponía cabalgar o andar, cambiando cada noche de alojamiento, encontrándose con desiguales albergues y afrontando lo que cada jornada podía deparar de viento, lluvia, lodos o calores. Para el Emperador ya todo importaba poco, porque tenía la vista puesta en su etapa final: Yuste.
Y de ese modo fue franqueando la cordillera cantábrica, saliendo de Laredo el 8 de octubre y llegando a Medina de Pomar el 9. En Medina hubo de descansar, indispuesto por una indigestión, pero el 11 ya estaba otra vez en camino, para llegar a Burgos el 13, donde sería alojado regiamente por el Condestable.
Venía a ser como un desagravio hacia el otrora tan poderoso Emperador, que llegaba tan parco de cortejo:
Viene solísimo —exclamaría Quijada—. Espántame ver la poca gente que trae…[1558]
Pues nadie ha querido nunca —nadie en la política, se entiende— quedarse con los que abandonan el poder, sino los que se ven obligados a ello, y aun estos no ven la hora de desertar, salvo raras excepciones. No otra cosa pasaría con los que entonces seguían a Carlos V, una situación que no se podía escapar al afligido Quijada:
Todos éstos vienen descontentísimos —observa— y ninguno sabe qué ha de ser de sí…[1559]
Por lo tanto, un cortejo reducido y descontento. Incluso algunos caen enfermos, como les ocurriría a los tres nobles flamencos La Chaulx, Roeulx y Montmorency. Cosa que no podía ocurrir, al menos en ese número, a los españoles, pues Quijada sería el único en seguir al Emperador[1560]. De ese modo, cualquier atención hacia su figura (incluso rústicos presentes de comidas) era muy bien acogida por el fiel Quijada, quien comentaría a Vázquez:
… al menos, por las gentes…[1561]
Al entrar en la meseta las cosas fueron cambiando. En Medina de Pomar la mano solícita de la hija, la princesa Juana, acaso pesarosa del descuido anterior, le tenía preparada una grata sorpresa: dos baúles de víveres. El César al punto mandó abrirlos para disfrutarlos a su sabor; pues en él podía más su ansia de comida, muestra evidente de su propia enfermedad. Y hasta tal punto que en ocasiones no quería compartir con nadie —ni siquiera con su íntimo Quijada— de lo que la hija le iba obsequiando, lo que provocaba los naturales comentarios:
No dio ninguna parte a Luis Quijada, ni a ninguno de los otros, como algunas veces suele…[1562]
Estamos, por lo tanto, ante uno de los temas que podrían parecer menores: la comida del Emperador. En Burgos se siente bien y muestra antojo por las truchas[1563]. Y, en contraste, su fastidio por la vida mundana. Acepta, mal que bien, las atenciones que el Condestable le depara en Burgos; pero cuando el virrey de Navarra se anuncia, pretendiendo ser recibido en audiencia, se niega rotundamente, teniendo que conformarse el Virrey con ser recibido en visita privada, al margen de todo protocolo. Quizá por eso, cuando se avecina la entrada en Valladolid, Carlos V muestra su deseo de pasar desapercibido.
A partir de Burgos el itinerario del Emperador sería el más directo, adelantándose generalmente al cortejo de sus hermanas Leonor y María: Torquemada, Dueñas, Cabezón… En Cabezón, a la vista como si dijéramos de Valladolid, se plantea la cuestión del protocolo, pues Carlos V insiste en que quiere pasar de incógnito. Y Quijada tiene que hacerle reflexionar. Le hace ver que en la villa donde había tenido tantos años su Corte, la villa donde había nacido su hijo Felipe, todo el mundo esperaba su visita. La noticia de la llegada de Carlos V, del Emperador que había dejado el poder y que se dirigía a un rincón perdido en la Vera de Plasencia, se había corrido por media España. Y la gente quería ver, por última vez, a quien había llenado con sus hechos la historia de Europa durante casi cuarenta años, al sempiterno viajero que ahora hacía su último viaje.
El pueblo quería verlo y tenía derecho a ello:
Yo le dije ayer —es Quijada quien informa al secretario Vázquez de Molina— que S. M. mirara que lo deseaban ver y que no era justo que entrase tan escondido, sino que todos le viesen…
Y Carlos V accedió, porque aquellas razones eran para él irrebatibles, ya que se había pasado media vida recorriendo sus reinos para ver y ser visto por sus súbditos:
… y ansí le pareció que yo decía bien, y se resolvió conmigo que le llevase por donde quisiere, con tal que no fuese por la Puerta del Campo…[1564]
En Valladolid descansaría el César dos semanas, antes de reanudar su viaje. Era la última vez que vivía unas jornadas familiares, con su hija Juana, con sus hermanas Leonor y María y hasta con su nieto Carlos, al que conocería precisamente en aquella ocasión.
Para el Emperador era un momento deseado. Allí estaba su nieto preferido, el que llevaba su nombre, el que se suponía que algún día heredaría toda la Monarquía Católica. Sin embargo, no sacó buena impresión. El alocado muchacho, que entonces contaba once años, de enclenque desarrollo, preocupaba y no poco por las intemperancias de su carácter, y el Emperador tuvo ocasión de comprobarlo; pues al preguntar al César por sus campañas de soldado, cuando Carlos V acabó refiriéndose al peligro pasado en Innsbruck en 1552, cuando había estado a punto de ser cogido prisionero por las tropas rebeldes de Mauricio de Sajonia, logrando su salvación mediante la fuga, el nieto no lo pudo sufrir. ¿La fuga ante el enemigo? En vano Carlos V le hacía presente que él se hallaba desarmado, sin fuerza alguna con la que poder resistir a sus enemigos.
En vano. Una y otra vez el muchacho replicaría tercamente:
¡Yo jamás me habría fugado![1565]
Fue allí, cuando ordenó a don Luis Quijada que fuera a Villagarcía a por el hijo que cuidaba doña Magdalena de Ulloa, y que lo tuviera por paje, para así verlo ya a su lado.
En Valladolid, donde sería aclamado por el pueblo y donde sería reverenciado por la alta nobleza castellana, Carlos V recibió también una visita especial: la de tres monjes jerónimos, fray Francisco Tofiño, General de la Orden, fray Juan Ortega, el antiguo General, y el que había de acompañarle ya durante su estancia en Yuste, el prior del monasterio. Con ellos trataría, sobre todo, una cuestión que interesaba mucho al Emperador: la recomposición de la capilla musical que no le hiciese echar demasiado en falta la que había dejado en Flandes[1566].
Entraba ya el temido mes de noviembre, en el que el otoño, tras algún que otro resplandor, empieza a mostrar su rostro húmedo y desapacible. ¿Convendría esperar en la cálida corte familiar vallisoletana a la llegada de la primavera? Tal se atrevía a indicar algún que otro consejero. Pero el Emperador está demasiado ansioso de representar su nuevo papel. Para él es en Valladolid, en la antigua Corte, donde ya no encaja, donde está a disgusto.
Yuste gravitaba ya sobre su ánimo.
Así, tras despedirse de los suyos, de su hija, de su nieto y de sus mismas hermanas —que tomarían la ruta de Castilla la Nueva, para asentarse en el palacio que en Guadalajara poseía el duque del Infantado[1567]—, Carlos V salió de Valladolid y en Valdestillas tomaría ya solo su personal destino. Objetivo, Yuste. Ya nada le arredraba, aunque de pronto los días se cargaron de lluvias. «El peor tiempo del mundo», se lamentaría Quijada[1568], pero no el animoso Emperador a quien verse ya cada vez más cerca de su destino, parece rejuvenecer[1569]. En Medina tiene su último alojamiento digno de un César, como le prepara el consejero de Hacienda Rodrigo de Dueñas. Atraviesa la meseta por una ruta cuajada de pinares: Madrigal —de tantos recuerdos[1570]—, Paradinas, Peñaranda de Bracamonte. En Peñaranda duerme el sábado, 7 de noviembre. Y sin tomarse descanso, el domingo 8 ya está en Alaraz, el lunes 9 en Gallegos Solmirón, dejando a Piedrahíta a Levante. Todo en etapas en torno a las cuatro leguas (unos 25 kilómetros). El 10 de noviembre alcanza El Barco, al pie del impresionante sistema montañoso que es la cordillera de Gredos. La altura del lugar y lo avanzado de la estación hace que reciba con gratitud unas fuertes prendas de abrigo. ¡Hay que aprestarse a subir el Puerto de Tornavacas, a casi 1.300 metros! Por supuesto, lo hará en litera. Al anochecer del 11 de noviembre duerme en el pueblo del mismo nombre, a la vera del río Jerte, del que podrá saborear unas ricas truchas.
¡Ya se podía decir que estaba a la vista de Jarandilla! Su primera mansión, dado que las obras del palacete de Yuste aún no están concluidas.
En efecto, entre el pueblo de Tornavacas y la villa de Jarandilla apenas si hay 15 kilómetros, o dos leguas y media si empleamos las medidas del tiempo; distancia que se transforma en más de 100 kilómetros si hay que ir por el camino llano, hasta Plasencia, cogiendo desde allí la ruta de La Vera. ¡Pero eso serían como mínimo tres jornadas, acaso cuatro! Demasiado tiempo para un Emperador que está ansioso por alcanzar su destino.
Y de ese modo da una de sus últimas órdenes, que recuerdan al soldado a quien ningún obstáculo arredraba en sus campañas: atravesar el puro monte, por malos caminos, franqueando la fragosa sierra de Tormanto, entre alturas que bordean los 2.000 metros, para llegar en una durísima jornada a Jarandilla.
No podría hacerlo en litera, sino en silla de manos, y en ocasiones, a cuestas de los propios lugareños. Pero lo haría. Y por el entonces llamado Puerto Nuevo.
Es cuando pronunciaría otra de sus frases ya legendarias:
¡Ya no franquearé otro puerto que el de la muerte!
Y de ese modo, agotado[1571] pero feliz a su manera, Carlos V llegaba al castillo-palacio del conde de Oropesa, en Jarandilla, que aquel magnate había puesto a su disposición hasta que pudiera pasar a Yuste.
Era al caer la tarde del 12 de noviembre de 1556.
Comenzaba la etapa de Jarandilla. Y parecía comenzar con buen pie, porque allí le entregaría un presente de doña Magdalena de Ulloa aquel muchacho cuya vista tanto alegraba al Emperador: Jeromín, el futuro don Juan de Austria.

Capítulo 3
La etapa de Jarandilla

He vuelto a Jarandilla. He vuelto a alojarme en el viejo castillo que fue del conde de Oropesa, el mismo que recibió a Carlos V en aquella tarde otoñal del 13 de noviembre de 1556. He querido así revivir las últimas jornadas del Emperador, evocar sus últimos días, porque también hay que tener en cuenta la geografía, como un documento más que nos lleva al pasado, en especial cuando las cosas permanecen prácticamente intactas.
Y tal es el caso de los formidables muros del castillo, y tal es el caso de las impresionantes cimas de esta zona de la Sierra de Gredos en cuya falda se recuesta Jarandilla, con picos como la Cruz del Fraile, Picorzo o El Bercial, todos rondando los 1.500 metros.
En Jarandilla, donde le esperaba para rendirle homenaje y ofrecerle su mansión, el conde de Oropesa, Carlos V pudo respirar tranquilo; quien había andado tantos caminos, quien había cruzado Flandes, navegado por el mar de Poniente y atravesado media España —incluida aquella Sierra de Gredos—, podía dar por seguro que su objetivo, alojarse en el cercano palacete de Yuste, que apenas si distaba dos leguas, era cosa resuelta.
Y, sin embargo, tardaría más tiempo en cubrir aquellas dos leguas que en todo el recorrido anterior. La causa, la demora en las obras de su palacete, debido como siempre a la escasez del dinero.
Un mal que lo complicaba todo, pues incluso terminado Yuste, Carlos V se encontró con que le faltaban recursos para dar la última paga a todos los que debía licenciar, en su mayoría flamencos que regresaban a su patria. Eso prolongó más de lo debido la estancia imperial en Jarandilla, a lo largo de aquel invierno, hasta los primeros días de febrero de 1557.
Y ocurrió que el mal tiempo sacudió también a La Vera. Lluvia y niebla. Durante dos días no dejó de llover[1572]. Eso en un pequeño lugar hacía la vida insufrible para quienes no tuviesen el ansia de soledad de Carlos V. ¿Qué no sería en pleno extravío, como se aparecía Yuste?
Hoy ha esclarecido algo el tiempo, pero todos reprueban la estada aquí y ninguno aprueba la ida a Yuste…[1573] Todos menos uno: el Emperador. Incluso ante su fiel Quijada, que consideraba todo aquello un desatino, se mantenía en su decisión:

No responde sino que en todas partes en España ha visto hacer frío en invierno y llover, y con esto se nos salva…[1574]
Para defenderle contra el frío, sobre todo cuando caía la tarde, se le abrió una chimenea en su cámara, pudiendo así disfrutar de un buen fuego en aquel desapacible invierno, en el que la nieve blanqueaba las cercanas montañas. A la contra, cuando empezó a ceder el frío, el Emperador comprobó que no era falsa la información que le había llegado sobre el clima excepcional de La Vera. Su cámara daba a una galería bañada por el sol, desde la que se veía una hermosa campiña, con la flora mediterránea creciendo al pie del castillo. Y de tal forma que el propio secretario Gaztelu, de suyo tan prosaico, se siente inspirado y nos manda, a través de los siglos, como un perfume de las tierras donde crecen el naranjo y el limonero. Vemos al Emperador, al viejo o envejecido Emperador, disfrutando aquellos momentos ante la exuberante naturaleza de La Vera, y lejos del trepidante gobierno del mundo.
Tiene [el César] junto, pegado con su cámara, un corredorcillo donde bate el sol todo el día —es Gaztelu quien nos lo cuenta— y se está la mayor parte del [tiempo] allí, de donde tiene bien larga y alegre vista de huertas y verdura… Y añade, ya en plena inspiración:
… y debajo dél, un jardín, cuyo olor de cidras, naranjos, limones y otras flores se siente arriba…[1575]
¿Quién no es capaz de evocar ahora a Carlos V tomando el sol en aquel corredorcillo, mientras la vista se lanza hacia la lejanía y mientras le llegan desde abajo todos los olores de la incomparable flora mediterránea?
Sí, allí estaba, en su mirador de Jarandilla, reposando a su placer, el hombre que había recorrido medio mundo, que había combatido en los tórridos arenales de Túnez en pleno julio, cabalgado en las campiñas de Mühlberg o cruzado los puertos nevados de los Alpes, siempre yendo presuroso de un lado a otro, siempre inquieto, acosado por sus enemigos, bombardeado sin cesar por las novedades que sobre él caían; buenas, malas, increíbles algunas, pero todas obligándole a un esfuerzo de concentración, a una lucha constante para afrontarlas.
Ahora todo eso quedaba atrás.
Definitivamente, parecía que el Emperador había dado paso a un hombre sencillo que podía disfrutar, a su antojo, tomando el sol y dejando pasar el tiempo plácidamente, conformándose con la vista de la campiña de La Vera y con el perfume de sus cidras, sus naranjos y sus limones.
Por lo tanto, nada de renunciar a su retiro. El 25 de noviembre Carlos V se acercó a Yuste, para ver por primera vez aquel sitio «tan aislado» y comprobar la marcha de las obras, que parecía que nunca habían de acabar.
Volvió contento a Jarandilla:
¡No es tan fiero el león como lo pintan!
Tal fue su animoso comentario[1576].
¡El Emperador en La Vera! La noticia, como antes por Castilla la Vieja, corrió ahora también por Extremadura. Y los Grandes, pero también la gente menuda de los pueblos, dieron en mandarle presentes. Pero, ¿qué se podía mandar a aquel César que lo había tenido todo y que lo había dejado todo? ¿Qué a quien había sido el dueño de medio mundo y ahora vivía en casa ajena?
Muy sencillo: comida. En Carlos V, dejado el manto imperial, subsistía el hombre. Y un hombre a quien gustaba la comida, en ocasiones que comía con ansia, con voracidad; probablemente por efecto de una enfermedad[1577].
De modo que pronto empezaron a circular por los caminos de La Vera correos portando paquetes, más que cartas, para la cocina del Emperador.
Los envíos llegaban de sitios próximos, como la misma Plasencia, pero también de los más alejados, pues pronto la hija Juana, desde su Corte y centro de gobierno de Valladolid, procuraría hacerlo con asiduidad, y con ella empezaron a competir Grandes y prelados: el duque de Béjar, el arzobispo de Toledo —aquel Silíceo a quien Carlos V había confiado las primeras letras del príncipe Felipe—, el marqués de Denia. Llegaron presentes hasta de Zaragoza y de Sevilla, e incluso de Lisboa, donde su hermana Catalina le recordaba con tanto cariño. Pero, sobre todo, del monasterio jerónimo de Guadalupe, como hemos de ver.
A partir de esos momentos, uno de los capítulos que mejor conocemos es el de la mesa imperial.
Abundancia de platos exquisitos (carnes, pescados, confituras) que excitaron la añeja gula del Emperador. Con lo cual se le agravó su vieja enfermedad: la gota. En vano Quijada le repetía a su amo (tal el término del tiempo) que había un viejo refrán castellano: «la gota se tapa con la boca». Al César le sobrevino un fuerte ataque en diciembre, afectándole a medio cuerpo, y sobre todo a las piernas, para las que Carlos V encontró un remedio: baños de agua rosada y vinagre. Y eso lo sabemos, una vez más, por su fiel Quijada:
Halla descanso —le diría a Vázquez de Molina— en lavárselas con vinagre y agua rosada; y con esto, y con mojar unas calcetas de lienzo y ponérselas, descansa…[1578]
No fue solo la gota a mortificar al Emperador. También tuvo un ataque de hemorroides. Y como no cedían, el César acudió a un médico italiano, Giovanni Andrea Mola, que lo primero que ordenó fue la supresión de la cerveza. Con poco acierto, pues la cerveza estaba demasiado arraigada en la dieta imperial. Y así obtuvo la inevitable respuesta:
Y S. M. respondió que no lo haría[1579].
Así las cosas, entre achaques y atisbos de mejorías, vino lo que entonces más anhelaba el Emperador: el dinero. Y eso cuando avisaban del monasterio que las obras del palacete imperial estaban concluidas.
Era a fines de enero de 1557. Se podía organizar el traslado a Yuste.
Se podía pensar: ¿tan apartado estuvo ya Carlos V de la política que todo lazo quedó roto entre el Emperador y los negocios de Estado? Veremos que ese será uno de los temas principales de su estancia en Yuste hasta su muerte. En Jarandilla lo que le preocupó, sobre todo, fue atender a un requerimiento de su hermana Leonor. En efecto, Leonor de Austria recordó de pronto que en Portugal había dejado una hija: aquella princesa María, hija última de Manuel el Afortunado, que vivía en la corte de Lisboa, al lado de su hermanastro el rey Juan III y de su tía, Catalina de Austria.
Doña Leonor pretendía que María le acompañase en los últimos días de su vida; anhelo cada vez más fuerte en ella, pensando que era su única hija.
Pero había algunos inconvenientes, y no pequeños, pues María estaba demasiado ofendida. Ya podía considerarse un agravio, desde su punto de vista, el que su madre la hubiera abandonado a los pocos años de edad, para volver a la Corte imperial. Entre unas cosas y otras, hacía más de treinta años que María no veía a su madre; habría crecido como una huérfana, si no hubiera sido por el trato afectuoso de su hermanastro, el rey Juan III, y de su tía Catalina de Austria. Y lo que aumentaba más el agravio era el trato último recibido, cuando aquella Princesa había sido requerida para que se aprestase a ser la nueva esposa del príncipe Felipe y futura reina de España. Y eso había ocurrido recientemente, entre fines de 1552 y principios de 1553. Y las cosas habían llegado tan lejos, que se habían discutido pormenorizadamente los detalles del contrato matrimonial, la dote de la Princesa, etcétera. Y, de pronto, la bomba: la Corte imperial, ante la subida al trono inglés de María Tudor, había cambiado de idea; de forma que la Princesa se veía desplazada por la Reina.
Que, con tales antecedentes, se esperase que la corte de Lisboa atendiese a los deseos de Leonor de Austria, era harto problemático, aunque lo pidiese Carlos V[1580].
Sin embargo, el César lo hizo. De hecho, esa fue la primera y única misión que tanteó desde Jarandilla, el mismo día 12 de noviembre en que llegó al castillo del conde de Oropesa[1581]. Como resultado, el 14 de enero una embajada portuguesa entraría en Jarandilla. A su frente, el embajador Lorenzo Pires, el cual llevaba una contraproposición: que la Infanta saliera de Portugal, pero para casarse con un miembro de la Casa de Austria de Viena, ya con el mismo emperador Fernando I, dado que era viudo, o ya con cualquiera de sus hijos, los Archiduques todavía solteros[1582].
Por lo tanto, no faltaron a Carlos V los problemas incluso en su etapa de Jarandilla. De hecho, parecía que los echaba en falta, si hemos de creer a su secretario Gaztelu, cuando a fines de 1556 empezó a complicarse la situación internacional, tanto en la frontera de Flandes con Francia, como en Italia. Los rumores llegan hasta Carlos V, quien pide más y más información:
Porque huelga de entender estas cosas, y aun otras desta calidad[1583].
El viejo Emperador, aquel que se había pasado toda su vida entre los más graves problemas de Estado, volvía por sus fueros.

Capítulo 4
La entrada en Yuste

Antes de salir de Jarandilla Carlos V procedió a licenciar a todos los que ya no le habían de acompañar en su retiro de Yuste. Casi un centenar de antiguos servidores flamencos que habían de regresar a los Países Bajos, fueron despedidos, entre ellos los tres nobles que hasta entonces le habían acompañado: La Chaulx, Roeulx y Hubermont[1584].
Fue una despedida cargada de emoción. Como diría Quijada, testigo de excepción:

Es lástima ver partir una compañía de tantos años…[1585]
No menos emotiva fue la marcha de la escolta de 99 alabarderos que hasta entonces habían acompañado al Emperador. Los cuales, al ser licenciados del servicio imperial, arrojaron sus alabardas al suelo. Era el rudo lenguaje de la milicia, pero expresivo: a nadie más servirían, después de haberlo hecho a Carlos V.
De ese modo, aquellos soldados rendían su último homenaje al César.
Por fin, Carlos V en litera —que no de otra manera podía viajar—, abandonó Jarandilla, para salvar las dos leguas que le separaban de Yuste. A su lado, el conde de Oropesa, La Chaulx y Quijada, como representantes de la alta nobleza. Su cortejo, unos 50 criados para su servicio personal.
Lentamente, como lo exigía su quebrantada salud, fue avanzando Carlos V hacia su retiro. A las cinco de la tarde, entre el repiqueteo de las campanas del monasterio que anunciaban aquel acontecimiento, Carlos V alcanzaba el monasterio de Yuste. Su primera medida fue ir a la iglesia del monasterio para dar gracias por haber cumplido finalmente su viejo deseo, tan firmemente mantenido.
Allí estaba, ante la puerta de la iglesia, para darle la bienvenida, el padre Prior con toda la comunidad jerónima. Y tanta fue la emoción del Prior que al ver ante sí a personaje tan famoso, tanto se turbó que solo fue capaz de saludarle al modo frailuno:
Vuestra paternidad…
De ese modo tan gracioso, en momento que pudiera esperarse tan solemne, Carlos V hizo algo más que llegar a su destino: ingresar, aunque fuera únicamente por esa vía indirecta e inesperada, en la misma Orden jerónima.
Y sin duda todo ello le haría sonreír, benévolamente.
A continuación entró en la iglesia, rezó ante su altar mayor[1586], pasó al convento que visitó detenidamente, para al fin retirarse cansado a su nueva morada.
Por fin, Carlos V estaba verdaderamente en Yuste.
Era el 3 de febrero de 1557.

* * * *

También yo he vuelto a Yuste. ¿Cómo iba a faltar a esa cita?
Sí, he vuelto a Yuste. Ahora mismo contemplo, desde la mesa que mis amigos Rafael y Adolfo me han preparado, el pequeño jardín, los árboles centenarios y, si me asomo al mediodía, dejando por un momento la pluma y el cuaderno, el mismo estanque que el propio Emperador mandó construir al pie de su palacete.
Estoy en Yuste, hoy 23 de junio de 1999 para escribir desde aquí sobre los últimos momentos del César. Marcharé cuando termine lo que estoy haciendo, que es evocar los últimos momentos de Carlos V.
Si lo quieres, amigo lector, es mi homenaje personal al Emperador. Porque eso está claro: el mejor documento que nos habla de Carlos V en Yuste no está en Simancas, ni en las cartas recogidas por Mignet o por Gachard hace ya más de un siglo, y después tantas veces citadas por unos y otros. No. Todo eso es necesario e importante, pero nada puede compararse a la fascinación que provoca esta reliquia histórica: el palacete imperial adosado a la iglesia jerónima, en este perdido rincón de La Vera.
Aquí, en esta paz, en este sosiego, es como si uno se zambullera en el pasado y como si el Emperador surgiera de pronto para hablarnos de sus últimos anhelos.
De esa forma, una cosa se impone: el mismo Yuste.
Hablemos, pues, de Yuste; de su entorno, del palacete carolino, de la iglesia y del convento jerónimos.

§. El lugar
Yuste está a un cuarto de legua del lugar más cercano, Cuacos, y a siete leguas de Plasencia.
Por lo tanto, un lugar perdido, como lo fue hasta hace muy poco; no hay que insistir hasta qué punto lo sería a mediados del siglo XVI. De forma que las preguntas se disparan. ¿Por qué Yuste? ¿Cómo decidió el Emperador que ese era el lugar adecuado para su retiro? Y esta otra: ¿Desde cuándo dio en ello el César? Confieso que no poco tiempo estuve sin encontrar unas razonables respuestas. Y, sin embargo, están en los antiguos y recogidas por algunos de los modernos.
En efecto, Sánchez Loro en su libro La inquietud postrimera de Carlos V, comenta un texto de fray José de Sigüenza en su historia de la Orden Jerónima en el que dice cómo el César había ya ordenado en 1542 que una comisión eligiese un sitio y un convento adecuados para retirarse del mundo; y examinando varios (entre ellos el de Salvatierra de Barros), se decidieron por Yuste, como más apartado y de clima menos riguroso[1587]. Y lo cierto es que en ese año de 1542, estando Carlos V en las Cortes aragonesas de Monzón, tuvo la visita del duque de Gandía, aquel noble tan prendado de la Emperatriz y que había acompañado su cadáver desde Toledo hasta su primer enterramiento de Granada. Y ambos, el César y el Duque se hicieron sus confidencias, de cómo cada vez les pesaban más las cargas mundanas y cómo ambos deseaban cambiar de vida.
Acaso, también, el Emperador prefirió Yuste, sin conocerlo, por ser convento jerónimo y por las alabanzas que de La Vera le hizo alguien en quien mucho confiaba y que conocía bien la tierra; con lo cual estoy apuntando a don Luis de Ávila y Zúñiga, el compañero de armas de Carlos V en la guerra de Alemania[1588], marqués de Mirabel y vecino de Plasencia, donde tenía un hermoso palacio, que todavía hoy podemos admirar en la ciudad del Jerte. Pues Ávila y Zúñiga conocía bien La Vera y el César a buen seguro que habló con él inquiriéndole información sobre el lugar, sobre su apacibilidad y sosiego y sobre la bondad de su clima.
Insisto, y más ahora cuando escribo estas líneas de cara al jardín que se extiende a los pies del palacete imperial de Yuste, bajo la sombra de sus gigantescos árboles centenarios, hijos a buen seguro de aquellos otros que vieron los ojos del César: Yuste está inmerso en la Naturaleza. Un arroyo o garganta que baja de la sierra de Tormanto da nombre al monasterio, que se construye al refugio inmediato de esa sierra, de forma que el monte está literalmente encima de su cara norte. Es más, la sierra de Tormanto hace aquí un recodo para más abrigo del convento, tanto hacia el norte como hacia poniente, mientras el cerro de San Simón, que se alza al mediodía, entre Cuacos y Yuste, acaba de completar lo que podríamos denominar casi un circo natural en que se refugia el monasterio.
El refugio que buscaba el Emperador.
Un lugar en verdad paradisíaco.
El verde del follaje te envuelve por todas partes. Brilla el sol y ningún ruido rompe la armonía. Nada discanta. Solo se siente, como una música lindísima, el piar de los pajarillos. Aquí el naranjo, el limonero y el olivo se dan por doquier. El término medio de días soleados es muy alto, mientras que los arroyos corren y la arboleda es espesa. Lo cual quiere decir que el invierno depara muchas tardes soleadas y el verano sombras frescas y acogedoras.
Hace años, impresionado ante su vista, pude escribir:
… el sitio es de una agreste belleza y tiene un aire de paraíso perdido lo que, sin duda, era lo que el César andaba buscando y lo que acabó por atraerle…[1589]
§. El palacete de Carlos V
Yuste era un lugar perdido, ya lo hemos dicho, al que había que llegar tras un cuarto de legua de continua ascensión, donde solo había un convento de la Orden Jerónima con su iglesia construida en la Baja Edad Media, bajo el patrocinio de los condes de Oropesa. Y nada más. Ni siquiera cuatro casuchas de aldeanos. Por lo tanto, vida monacal en medio de la Naturaleza. Por lo tanto, soledad.
Allí, adosado a la iglesia conventual, ordena Carlos V alzar su nueva y postrera morada. Se asciende a ella por una rampa, no por escalinata alguna; no para subirse a caballo, como en alguna ocasión se ha dicho por gente escasamente informada[1590], sino como últimamente se traslada en sus viajes: en litera o en silla de mano.
El palacete[1591] consta de dos plantas semejantes, alta y baja, con una misma distribución: cuatro piezas en cada una, separadas por un pasillo central con el que todas se comunican. Por lo tanto, nos basta con describir la más alta, en principio pensada para el invierno, pero que sería prácticamente la usada casi todo el año. A la izquierda del pasillo están la antecámara y la cámara imperial; esta con ventana dando sobre el interior de la iglesia, de forma que el Emperador pudiera asistir a los oficios divinos los días en que sus achaques le tenían postrado en el lecho. Al otro lado del pasillo nos encontramos con otras dos piezas, más luminosas, como dando al mediodía: la que serviría de comedor y la que sería utilizada como sala de audiencias. Y, de cara al estanque, la solana desde donde gozaba el César de la vista hacia el mediodía, entre árboles bien espesos, con el estanque al pie, y con algún arroyuelo más al pie todavía, donde según la leyenda gustaba de pescar sus buenas truchas.
Otras cuatro piezas puede contemplar el visitante: dos de ellas a un lado y otro de la solana; se trata de dos piezas pequeñas, una que serviría de retrete y otra donde pudiera el César aislarse con algún visitante que pidiera conversación más secreta.
La tercera pieza obliga a pasar por otra terraza. Es muy recogida y fácil de caldear. Era la estufa, donde Carlos V combatía mejor el frío. Se encuentra al sudeste, adosada al segundo retrete[1592].
La cuarta pieza que falta por reseñar es la que pudo servir como dormitorio a Felipe II cuando, al visitar el lugar, tras la muerte del Emperador, no quiso utilizar la cámara de su padre, como un homenaje a su memoria. Está al pie de la antecámara y debió de tener igual destino para quienes velasen el sueño del Emperador día a día.
En cuanto al cortejo más vinculado al servicio cotidiano de Carlos V, se habilitó una parte adosada al claustro nuevo, en el ángulo nordeste del palacete, pero cegando sus accesos al monasterio; alojándose el resto de la servidumbre en los lugares cercanos, en particular en Cuacos, donde también se instalaría en el verano de 1558 doña Magdalena de Ulloa con aquel muchacho, Jeromín, de trece años de edad[1593], que tanto alegraría alguna de las últimas jornadas imperiales.
Como hemos dicho, la parte alta del palacete se alcanza por una rampa, que permitía al Emperador subirla en litera. Está a poniente, con amplia marquesina sustentada por graciosas columnas y adornada con una graciosa fuentecilla; de forma que no solo servía de cómoda entrada a las piezas destinadas al Emperador, sino también para que en ella pudiera reposar al aire libre y a la sombra en los días calurosos del verano; de lo que tenemos buena constancia, puesto que comiendo en ella el postrero día de agosto de 1558, le acometió el mal del que ya no sería capaz de recuperarse.
En conjunto, estamos ante una pequeña mansión, que se adornaría con ricos tapices flamencos, pero que por su traza nos recuerda más a las villas de campo que la nobleza italiana alzaba entonces cerca de sus ciudades. En todo caso, un palacete que asombra más por su sencillez que por otra nota, como señalarían los mismos que en sus principios la vieron, comparándola con el suntuoso castillo-palacio de Jarandilla.
Un palacete, en suma, de traza sencilla, conforme al coste total de su obra: algo más de cinco millones de maravedíes[1594]. Pero en su conjunto, parecía englobar algo de los cuatro pueblos más vinculados al Emperador: adornado con el águila imperial que recordaba las tierras germanas, tenía una traza de villa renacentista italiana, estaba profusamente adornado con tapices flamencos y se hallaba asentado en ese corazón de España que es el Yuste extremeño.
De ahí que todo este Epílogo pueda llevar este título: El hombre de Yuste.

Capítulo 5
El séquito imperial

Un notable documento recogido por el cronista Sandoval nos permite asomarnos con gran fiabilidad a la vida cotidiana del Emperador en Yuste. Se trata de la nómina de los servidores que hasta allí le habían seguido, y que Carlos V envía a su hijo, para que, en su día, le fuesen pagados sus servicios. En esa nómina aparecen no solo los nombres, marcando su nacionalidad, sino también sus oficios.
En su conjunto, interesa confrontar ambas cosas: los oficios, porque eso nos da una visión de la vida cotidiana del Emperador, y las nacionalidades, lo que sin duda merece también su comentario. Teniendo en cuenta que la vida religiosa de Carlos V iba por otros cauces, quedando a cargo de la comunidad jerónima del monasterio, así como la que podríamos denominar su pasión musical. Pero el resto de las necesidades del César quedarían a cargo de ese cortejo. De ahí que su análisis sea tan revelador.
Nos encontramos con 51 personas. Empecemos por lo que podría denominarse pequeño Estado Mayor, presidido por don Luis Méndez de Quijada, el señor de Villagarcía de Campos. Es el único miembro de la alta nobleza que acompaña en Yuste a Carlos V, un noble castellano plenamente entregado al Emperador y en quien el César confía tanto que hasta le hace depositario de su gran secreto[1595], como ya hemos indicado. Con don Luis, o con Quijada, como es frecuente que aparezca en la documentación, Carlos V será con quien comente los sucesos más graves de la Monarquía, cuando muy pronto empiece esa información a llegar a Yuste.
A ese pequeño Estado Mayor hay que incorporar a Martín de Gaztelu, a quien Carlos V señala con este importante título: «mi secretario». Asimismo, al que ponía en limpio las cartas imperiales, otro Martín —Martín de Soto—, «que me sirve de escribiente», como especifica el Emperador. Por lo tanto, un pequeño Estado Mayor de tres personas y todas españolas.
El cuidado de la salud de Carlos V corría a cargo del doctor Enrique Mathys, «mi médico», un flamenco, como lo eran los cuatro barberos que, conforme a los usos del tiempo, hacían algo más que cuidar de las barbas del Emperador; una prueba más, entre otras muchas que tenemos, del valor que se daba entonces a la Medicina de los Países Bajos. También eran flamencos el boticario, Van Overstraeten, si bien tenía por ayudante a un español: Pedro Guillén.
Los aspectos culturales caían bajo la jurisdicción de un ayuda de cámara, hombre de letras, el flamenco Guillermo Van Male, a quien ya hemos visto ayudando al Emperador a escribir sus Memorias, en aquella jornada fluvial sobre el Rhin en junio de 1550; y el hecho de que le veamos acompañando al César a Yuste nos hace pensar en que Carlos V tenía el propósito de continuar aquellas Memorias, si bien no lo acabaría haciendo. Y junto con Van Male, hay que citar ahora a un italiano, el matemático Giovanni Torriano, experto en algo que atraía fuertemente al César: los relojes. De forma que Carlos V, cuando se refiere a él en la nómina de los criados, que le acompañan en Yuste, diga de él «mi relojero», y que aluda al
… pie de reloj que me ha hecho… Este Torriano tenía su ayudante, probablemente otro italiano, Jorge de Diana «mozo de Juanelo, mi relojero». Habría que añadir otro relojero flamenco, Jean Balin, que nos prueba que Carlos V quería tener bien atendida su colección de relojes.
Los servicios palatinos estaban todos a cargo de flamencos: cuatro ayudas de cámara —incluido el citado Van Male—, con un ayudante; Guyón de Morón, «mi guardarropa», y Jean Martin Ester, su «guardajoyas».
Y entramos ya en todo lo concerniente a la mesa del Emperador. Aquí nos encontramos con la gruesa de su servidumbre: dos cocineros, tres panaderos, uno al frente de la cava (esto es, del agua y del vino), un cervecero, un tonelero, un pastelero, un salsero, un frutero, un gallinero, un cazador y un hortelano, en su mayoría con sus ayudantes respectivos. En total, veinte personas, casi todas ellas flamencas, salvo dos de los panaderos, uno alemán y el otro español. También eran españoles uno de los cocineros (Enrique de la Puerta), con su ayudante, el cazador Juan Ballestero, y el hortelano Pascual Gómez (estos dos últimos, acaso de La Vera). Por lo tanto, 16 flamencos, 6 españoles y un alemán.
Quedaban algunos otros servicios, como el cerero (tan indispensable en aquella época), a cargo del flamenco Jean Geatan. Caso aparte era todo lo concerniente a la lavandería, donde aparecen las dos únicas mujeres del servicio de Carlos V en Yuste, una de ellas la esposa de Van Male, Hipólita Reynier, que cuidaba de lo que se llamaba lavandería de «corps», mientras la segunda, Isabel Plantin, lo hacía con la «lavandería de boca».
Además hay que citar los encargados de los traslados de Carlos V, quien, como tan gotoso, apenas si se podía mover más que en litera. La nómina nos da aquí tres nombres (dos de ellos españoles y el otro flamenco), con el título de «ayuda de litera».
Aún restan otros cuatro personajes, en cierto sentido no tan vinculados al servicio directo del Emperador: el franciscano Jean de Hals, «natural de Flandes», que era el confesor de la servidumbre flamenca; y los tres que en Cuacos velaban por la Justicia, los cuales, por supuesto, eran todos españoles: el licenciado Murga, el escribano Juan Rodríguez y el alguacil Francisco de Malaguilla.
Lo reseñado sirve para dejar esclarecido que la mesa de Carlos V estaba bien servida, de una forma directa, sin más conexión con el monasterio jerónimo que algún esporádico intercambio[1596]. La cocina imperial en Yuste tenía su propia estructura. También sus propios aprovisionamientos, ya de la comarca misma (de ahí ese hortelano y ese cazador que aparecen en la nómina), ya gracias a los envíos, con frecuencia suculentos, llegados de diversas partes. Estaban los mandados por la princesa doña Juana a su padre desde Valladolid, los hechos por el arzobispado de Toledo, los ofrecidos por magnates de la zona, como el conde de Oropesa y como don Luis de Ávila y Zúñiga (este desde Plasencia), y, sobre todo, los notables presentes que hacía de modo regular, cada semana, la comunidad jerónima de Guadalupe, que se sentía tan vinculada al Emperador[1597].
Curiosamente, también nos encontramos aquí con los cuatro pueblos sobre los que gobernó Carlos V: flamencos, españoles e italianos y un alemán. Ahora bien, como en su ejército, tampoco asistimos a una mayoría española, pues las cifras son palmarias: 34 flamencos, 14 españoles, 2 italianos y un alemán.
Y ya, precisando la participación nacional en cada oficio, añadir que la asistencia médica, las ayudas de cámara y la cocina estaban prácticamente en manos flamencas, que lo que hemos denominado pequeño Estado Mayor, así como la Justicia y el transporte lo acaparaban los españoles (con alguna inserción en la cocina y en esas dos funciones tan de la zona, como era la caza y la huerta), quedando la participación italiana y la alemana reducida a los casos singulares del matemático Giovanni Torriano (con su ayudante), y del panadero alemán Martin Arch[1598].
Y una última consideración: esa nómina no era para el abono de los haberes de aquellos «criados»[1599]del Emperador, sino para marcar las cantidades que se les debía pagar anualmente de por vida, a raíz de la muerte del César. Y así se lo indicaba Carlos V a su hijo:

… la pensión que… les he mandado señalar, para que gocen de ella durante su vida, desde el día que Nuestro Señor sea servido de disponer de mí en adelante…[1600]
Tal pedía Carlos V a su hijo Felipe II.
De ese modo quería recompensar el César a quienes le habían seguido hasta su retiro de Yuste.

Capítulo 6
Las relaciones con la comunidad jerónima

La comunidad jerónima de Yuste cubriría dos necesidades del Emperador: la fundamental de atender a su vida religiosa, más otra muy reveladora de su personalidad, como era su pasión musical. Para esos dos cometidos fueron cuidadosamente escogidos los 38 frailes jerónimos llevados a Yuste.
En cuanto a la vida religiosa, puede decirse que quedaría a cargo sobre todo de cinco frailes. El primero, y sin duda el más destacado, fray Juan Regla, con la delicada misión de ser el confesor. El segundo, fray Bernardino de Salinas, tenía a su cuidado las lecturas piadosas; era el lector. Los otros tres se turnaban como predicadores: fray Francisco de Villalba, fray Juan de Azaloras y fray Juan de Santander. A citar también el que fue Prior, fray Martín de Angulo, a quien la princesa Juana encargaría que escribiese la crónica del Emperador en Yuste[1601]. De todos ellos, y con mucho, el que vivió más estrechamente con Carlos V fue, como se puede suponer, su confesor, el citado fray Juan Regla, un hombre sencillo y, a la vez, de notable formación teológica, que ya había estado en las primeras sesiones del Concilio de Trento.
La otra cuestión, la capilla musical que Carlos V quiso tener en Yuste, trató de lograrse escogiendo y llevando allí a los frailes jerónimos de los distintos monasterios hispanos con fama de buena voz. De forma que en una relación mandada por Quijada y Gaztelu al Rey, sobre los jerónimos de Yuste dignos de recompensa, aparecen tres frailes tenores, dos contraltos, dos contrabajos y hasta dos de voz atiplada; y, por supuesto, un organista[1602].
¿Asistió Carlos V a las sesiones de música sagrada de aquellos frailes jerónimos? Sin duda alguna, ya yendo a la iglesia, ya desde su propia cámara, en los días en que estuviera más aquejado de sus dolencias; otra cosa es que acudiera al coro, para escuchar allí a los frailes cantores, sentándose a la derecha del padre Prior, como quiere la tradición de la Orden[1603]. Quizá lo haría alguna vez, y de forma muy excepcional, en cuyo caso tendría que haber sido bien asistido para subir aquellos escalones; pues no se puede pensar de otro modo, dada su quebrantada salud y la dificultad que tenía para moverse, atenazado como estaba por la gota. Pero, de una forma u otra, disfrutó de la música religiosa cantada por aquellos jerónimos, y bien se puede creer que alabase o censurase sus diversas actuaciones, como se desprende del testimonio de fray Martín de Angulo, tal como nos lo transmite Sandoval:

… y, si alguno se erraba, decía consigo mismo: « ¡Oh, hideputa Bermejo, que aquel erró!», o otro nombre semejante[1604].
§. Un día de Carlos V en Yuste
Podemos evocar un día cualquiera de Carlos V en Yuste, uno de aquellos en los que, relativamente liberado de sus dolencias, hacía lo que podríamos entender como una vida, hasta cierto punto, normal.
Ante todo conviene recordar, a este respecto, que el interior de su palacete estaba confortablemente amueblado, dentro de lo que permitía la época; con habitaciones abrigadas con profusión de tapices flamencos y adornadas con algunos cuadros —entre los que destacaba nada menos que «La Gloria», de Tiziano—, conteniendo abundancia de mapas y, sobre todo, de relojes; y también donde podían verse algunos libros, en su mayoría piadosos, pero con algún otro profano, como El caballero determinado, de Olivier de la Marche, y como Los Comentarios de Julio César.
Pues bien, con los debidos matices, según fuese la estación del año y según amaneciese el tiempo, podríamos presentar así un día en la vida del Emperador en Yuste. Al despertar, lo primero era una colación, y no pequeña; tal lo exigía su enfermedad, esa ansia de comer y beber, fruto probablemente de la diabetes que presumiblemente le afectó en sus últimos años; y eso hasta tal punto que gozaba de un Breve pontificio para hacerlo en los días en que comulgaba, pese a que entonces —como hasta hace bien poco— la norma eclesiástica exigía el ayuno antes de comulgar, como es tan sabido. A continuación entraba fray Juan Regla en su cámara, para rezar con él las primeras oraciones. Después de lo cual se entretenía frecuentemente con sus relojes: era la hora de Giovanni Torriano. A las diez se aseaba y vestía, auxiliado por sus barberos y sus ayudas de cámara. La primera salida que hacía por la mañana era para oír la misa en la iglesia del convento. Comía a mediodía, bajo la vigilante mirada del doctor Mathys. Era una hora de conversaciones profanas, tanto con Mathys como con Van Male, a quien ya hemos visto que hacía las veces de secretario privado. A continuación entraba fray Juan Regla, quien le leía algún texto piadoso, para comentarlo más tarde con el Emperador. Sobre las dos de la tarde, Carlos V se echaba una ligera siesta, conforme a la costumbre española, más imperiosa sobre todo en la época estival. A las tres se levantaba. Los miércoles y viernes había sermón en la iglesia del monasterio, y Carlos V gustaba de asistir a ellos; los otros días de la semana corría a cargo de fray Bernardino de Salinas cumplir con su tarea de lector. A partir de aquella hora, los cuidados del jardín, la pesca en el estanque, en ocasiones, y, sobre todo, las visitas, llenaban las más de las tardes del Emperador, que a buena hora se retiraba para hacer su última colación y descansar.
La tradición entre la comunidad jerónima señala que Carlos V, en los días buenos, se acercaba a visitar la ermita de la Virgen. En cuanto a su afición a la pesca, no es fácil que lo pudiera hacer desde la solana, ya que el estanque queda algo apartado; en todo caso lo haría sobre un regatillo que entonces discurría al mediodía del palacete.
¿Gustaba de cabalgar por aquellos alrededores tan hermosos, por el boscaje que hay entre la sierra de Tormanto y el cerro de San Simón? Que tuviera ese deseo es una cosa; que pudiera realizarlo, otra muy distinta. De hecho, se desprendió prácticamente de todos sus caballos, salvo una jaquilla, quedándose solo con algunas mulas. Y si hemos de creer a fray Martín de Angulo, una vez que quiso montar la jaquilla lo pasó tan mal, que al punto pidió auxilio:
… comenzó a dar voces que le bajasen, que se desvanecía, y como iba rodeado de sus criados le quitaron luego[1605]
Con lo cual, se le quitaron al Emperador las ganas de volver a cabalgar. En ese sentido, el texto es bien preciso:
… y desde entonces nunca más se puso en cabalgadura alguna…[1606]
Ya no parecen tan seguras otras anécdotas, que nos transmite Sandoval, como la de celebrar sus funerales en vida, aunque resulte chispeante su conversación con el barbero:
—Nicolás, ¿sabes qué estoy pensando?
Respondió: — ¿Qué señor? —Que tengo ahorradas dos mil coronas y quería hacer mis honras con ellas.
Y como Nicolás replicase (que era hombre decidor): —No se cure S. M. de eso, que si muriese, nosotros le haremos las honras.
Díjole: —Oh, cómo eres necio; igual es llevar el hombre la candela delante que detrás…[1607]
Más apariencia de verdad tiene la llegada de los visitadores generales a la Orden, para hacer su inspección al monasterio de Yuste; los cuales hicieron también sus cargos al Emperador, en particular por los presentes, en comida o en dinero, que había hecho a los monjes; lo cual turbó no poco a Carlos V[1608].

Capítulo 7
Las visitas

Al principio, la vida en Yuste era de infinita soledad, mejor apreciada por Carlos V que por los que le acompañaban, en particular por Quijada, triste por la separación de su esposa[1609] y por tener que dejar todas sus cosas. De ahí su lamento, a poco de llegar a Yuste:

Muy sola es la vida de aquí y muy triste. Si S. M. ha buscado soledad, a fe que la ha hallado[1610].
Pero pronto empezaron a llegar las visitas.
Los más asiduos visitantes de Carlos V fueron los nobles cercanos: el conde de Oropesa don Fernando Álvarez de Toledo, atraído por la personalidad de Carlos V desde su estancia en Jarandilla, donde había sido su huésped, y don Luis de Ávila y Zúñiga; que tenía su casona-palacio en Plasencia. Particularmente, Carlos V gustaba de la conversación del noble placentino, su antiguo camarada de armas, con quien podía recordar las comunes hazañas bélicas, en particular las campañas de la guerra de Alemania. El fiel soldado era un gran entusiasta de Carlos V, lo que le llevaba a exagerar desmesuradamente sus victorias, y esto hasta tal punto que el propio Emperador tenía que irle a la mano. Así, Zúñiga le dijo cómo estaba decorando su casona de Plasencia con unos murales[1611], en los que se pintaban escenas de las últimas campañas contra los franceses de 1554 en torno a Renty, con su desordenada y humillante retirada; y el César le pidió que mandase al artista rectificar la escena, pues no cabía hablar de retirada vergonzosa de los franceses sino, por el contrario, de muy honrosa. Y lo cierto es que la documentación sita en Simancas prueba el alivio que aquel día sintió el César cuando, ante su sorpresa, los franceses abandonaron la lucha[1612].
De igual modo podrían recordarse otras dos visitas, en este caso de dos santos: san Pedro de Alcántara, el gran santo extremeño fundador de la congregación de Franciscanos Descalzos de tan extremado rigor, y san Francisco de Borja. El santo extremeño debió de admirar a Carlos V por su vida tan austera, siendo fama que le pidió que se aviniera a quedar a su lado, para tenerlo como confesor[1613].
En cuanto a san Francisco de Borja, todo contribuía para que Carlos V disfrutara con su compañía, ya que era un viejo conocido, como caballero que había sido de su Corte, desde los tiempos en que vivía la Emperatriz. La estrecha vinculación del santo a la casa imperial se probó cuando fue el encargado de acompañar el cuerpo de la Emperatriz desde Toledo hasta su enterramiento en Granada. También debía de ser notoria su admiración por aquella mujer que tenía enamorada a toda la Corte, desde el Emperador hasta el último de los pajes, y bien conocida es la leyenda de la forma en que su muerte afectó al futuro santo, llevándole a dejar el mundo. De forma que si con Zúñiga departía gustoso el César sobre sus hechos de armas, con san Francisco de Borja —aparte de los asuntos de Estado, que más adelante hemos de ver— gustaba de hablar sobre temas espirituales. Hacía años —en 1542— que ambos se habían hecho la confidencia de su hastío del mundo. Carlos V veía en el noble duque de Gandía a quien, como él, había sabido despreciar las galas cortesanas. En aquel terreno, ambos habían hecho una promesa y ambos la habían cumplido. Fue a san Francisco a quien el Emperador confesó sus escrúpulos por haber caído en el pecado de vanidad, si tal se podía llamar por haber escrito sus Memorias[1614].
A partir del verano de 1558 otra visita, y muy especial, animaría a Carlos V: la de aquel muchacho, criado primero toscamente en Leganés y puesto más tarde en las amorosas manos de doña Magdalena de Ulloa, aquel Jeromín que entonces ya era un muchacho de gentil aspecto con sus trece años cumplidos, a quien ya hemos visto entregarle un presente en Jarandilla. En aquel verano, el Emperador ordenaría a Quijada que fuera en busca de su esposa y que volviera a traer a Jeromín, con gran sentimiento del fiel cortesano, por la dificultad que había en alojar debidamente a doña Magdalena en aquellos contornos. Pero a todas las evasivas de Quijada, Carlos V insistía con su deseo, contestándole
… que es verdad todo lo que digo, y más otras cosas, mas que conviene a su servicio que yo venga, y con mi casa…[1615]
Ese debate ya se tenía en 1557, de forma que Carlos V tardó en conseguir su deseo, hasta que al fin lo vería logrado meses antes de su muerte. Procurando, eso sí, el mayor de los secretos sobre la paternidad de aquel muchacho, aunque estuviese ya en boca de todos; pero el buen Quijada lo procuró, de forma que en su correspondencia, incluso con Felipe II, nada deja escapar, salvo alguna velada alusión, como cuando le informa de estar ya en Cuacos con su esposa doña Magdalena de Ulloa:
Después de haber hecho en Valladolid lo que S. M. me envió a mandar…, me volví a mi casa, de donde partí lo más brevemente que pude…
Y añadía, con cierta ingenuidad:
… con doña Magdalena y lo demás…[1616]
Nunca, en dos palabras tan sencillas, se metió una personalidad tan grande. En todo caso, Carlos V pudo recibir a doña Magdalena acompañada del futuro don Juan de Austria, siendo aquella visita uno de sus últimas alegrías. Y como era algo que tenía tan en su corazón (asegurar su noble linaje), fue también una de las últimas misiones que encargó a Quijada; de forma que, cercana ya su hora postrera, ordenó salir a todo el mundo para quedarse a solas con su fiel amigo e indicarle lo que había de pedir en su nombre al Rey, su hijo. Y Quijada se lo adelantaría por carta a Felipe II:
… lo que más sobre esto me dijo[1617] y sobre lo que V. M. sabe que está a mi cargo, quedará para cuando V. M. venga…[1618]
De esa forma procuraba Quijada guardar el secreto del Emperador.
En vano. Cuando muerto Carlos V se presenta con su casa en Valladolid comprueba acongojado que era algo del dominio general, y así se lo expresa, apenado, a Felipe II:
Hallo tan público aquí lo que toca a aquella persona que V. M. sabe que está a mi cargo, que me ha espantado…[1619]

Capítulo 8
Otra vez la gran política
[1620]

Aunque Carlos V tuviera tan sincero deseo de abandonar el mundo y que el mundo se olvidase de él, pronto las cosas ocurrieron de otra manera. Es un tema muy bien señalado por los historiadores del siglo XIX, en particular por el belga Gachard y por el francés Mignet, que pudieron utilizar el acopio documental que sobre Carlos V en Yuste custodia el Archivo de Simancas y que había copiado aquel infatigable archivero de principios de siglo que se llamó Tomás González. Yo mismo estudié el tema con cierto detenimiento[1621], recogiendo, en suma, lo siguiente:
En primer lugar que se aprecian dos focos diferentes que enumeraré conforme fueron apareciendo (luego se entrecruzarían): el portugués, entre familiar y político, que afectará al Emperador desde un principio, y el de la complicación internacional, con la alianza de Roma y Francia contra su hijo (que recordaba la que él mismo había padecido treinta años antes).
La cuestión portuguesa arrancó desde el primer momento en el que Leonor de Austria decidió acompañar a su hermano a España, junto con María de Hungría; pues la que había sido reina de Portugal y esposa de Manuel el Afortunado dio en pensar que allí había dejado una hija, la princesa María, y que ya que ella había decidido pasar los últimos años de su vida en España, bueno sería que aquella hija abandonase la corte de Lisboa para vivir con su madre.
Ahora bien, las relaciones con la corte de Lisboa se habían enfriado desde que el Emperador había negociado la boda de la princesa María con su hijo Felipe; boda rota, cuando estaba a punto de consumarse, porque en el horizonte diplomático apareció una nueva estrella, María Tudor, reina de Inglaterra. Y sabido es que las princesas por muy ricas (y la portuguesa lo era) y por muy hermosas que sean, palidecen todas ante una Reina. Así las cosas (Felipe II convertido en rey-consorte de Inglaterra y la Princesa portuguesa compuesta y sin novio), bien se puede comprender que tal cambio provocó un profundo malestar en la corte de Lisboa. Sarmiento, el embajador imperial, no sabía cómo allanar las cosas. De hecho, no era nada fácil, y el propio Carlos V lo resumiría a Felipe II con este juicio sobre lo que había contestado al embajador portugués Bernardino de Zamora:

Y en lo de la infanta doña María, en que también habló, apuntando su descontentamiento y la causa que tenía, habiendo pasado tan adelante la plática del matrimonio, le replicamos lo necesario, sin querer justificar ni ahondar la materia, en lo del cumplimiento de la dote ni en lo demás…
Era evidente: de cara a Portugal la situación era sumamente embarazosa y Carlos V la resumiría con esta frase:
… porque cuando estas cosas son pasadas, lo mejor es disimular…[1622]
Eso refleja bien la situación. Para Carlos V lo mejor era olvidar aquel desaire; estaba por ver si la parte agraviada pensaba lo mismo. En todo caso, la petición de su hermana Leonor, tan deseosa de verse con su hija, sería apoyada por el César desde un principio, y para tal fin mandaría un emisario especial a Lisboa nada más llegar a Jarandilla el 12 de noviembre de 1556. Sería la misión de don Sancho de Córdoba, a que antes hemos aludido.
No tardaría en llegar la respuesta de Portugal: la princesa María solo abandonaría Lisboa si era para casarse como su dignidad requería. Y eso, a juicio de Juan III, solo podía ser nada menos que con el nuevo Emperador, Fernando de Austria (¿acaso no había enviudado?) o, en su defecto, con cualquiera de sus hijos, los Archiduques austriacos. Juan III se hacía solidario, de ese modo, con la postura de su hermanastra[1623], que sentía viva repugnancia a entrar como princesa soltera en un país al que había sido designada para hacerlo como la futura reina.
Pese a tales dificultades, Carlos V tomó muy a pecho apoyar a su hermana. Fue un forcejeo diplomático, en el que el tacto político de Carlos V logró el triunfo: al fin Juan III accedió a consentir en la salida de la infanta María.
En ello tuvo gran efecto la gestión del Emperador con la reina Catalina, su hermana, a quien escribiría en estos apretados términos:
… le ruego, cuanto puedo que, pues ha trabajado tanto en este negocio y la Reina, nuestra hermana, viene en su edad hacer lo que dice por ver a su hija, que ponga V. A. la mano en ello tan de veras que se consiga lo que pretende con la brevedad que ella desea, que en ello recibiré mucho placer[1624].
Cuando las negociaciones habían llegado a ese buen término, la muerte del soberano portugués vino a demostrar que otra voluntad más difícil de reducir se oponía a la solución deseada por la reina Leonor. Todas las presiones realizadas sobre la Princesa fueron inútiles. Lo más que se pudo lograr fue que consintiera en tener una entrevista con su madre en Badajoz, la cual se celebró a principios de 1558, pero sin que por ello la reina Leonor —que había ido acompañada de su hermana, la reina María de Hungría— lograse enternecer a su hija, que regresaría a Lisboa.
La triste decepción acabó por quebrantar la salud de la reina Leonor; el 18 de febrero de 1558 moría en el pequeño lugar extremeño de Talaveruela[1625], sito a una jornada de camino de Badajoz. Tal desgracia había de repercutir dolorosamente en el ánimo de sus hermanos Carlos y María:
Halo sentido la majestad de la reina de Hungría de manera que es lástima vella —nos informa Quijada, a quien Carlos V había enviado con toda urgencia, cuando tuvo noticia de la grave enfermedad de su hermana mayor—, porque habiendo de comunicar conmigo cosas que S. M. mandaba, y deseándolo S. M., jamás pudo hablar, porque las lágrimas y los sollozos eran tantos que nunca pudo acaballo consigo[1626].
Un golpe que también afectó vivamente a Carlos V, pues no en vano había sido Leonor la hermana preferida, la compañera de los juegos infantiles en la Corte de su tía Margarita en Malinas, la que le había acompañado, gozosa, en aquel primer viaje a España de 1517, tan lleno de esperanzas e ilusiones.
Ahora, doña Leonor había muerto:
Sintiólo cierto mucho —escribe Gaztelu, que fue quien le dio la noticia— y se le arrasaron los ojos, y me dijo lo mucho que él y la de Francia se habían siempre querido, y por cuán buena cristiana la tenía, y que le llevaba quince meses de tiempo y que, según él se iba sintiendo, de poco acá podría ser que dentro dellos le hiciese compañía…[1627]
Fue entonces cuando María de Hungría se alojó, con cuatro de sus damas, en la misma morada de Carlos V en Yuste, en los aposentos de la parte baja del palacete imperial; la única que tal consiguió, por el deseo del Emperador de consolarse con su hermana.
Al cabo de unos días, María de Hungría abandonó Yuste, para instalarse en Cigales, el lugar cercano a Valladolid, dejando aquel palacio de Guadalajara que de tan mala gana les había cedido —a ella y a su hermana doña Leonor— el duque del Infantado, cuando la princesa Juana se lo había pedido, como Gobernadora del Reino[1628].
Por entonces, la muerte de Juan III de Portugal en 1557 traería consigo dos problemas que Carlos V trataría de resolver: el primero, quién había de hacerse cargo de la Regencia del Reino, dado que también había muerto el príncipe Juan Manuel de Portugal y dada la corta edad del nuevo rey don Sebastián, un niño entonces de tres años.
También en aquel caso la corte de Lisboa tenía sus agravios, pues la princesa Juana no había tenido reparos en dejar a su hijo, con solo unos meses[1629], cuando había sido llamada para gobernar España, por la ausencia de Felipe II, camino de Inglaterra, como futuro esposo de María Tudor. Ahora, Juana de Austria aspiraba a sustituir el interino gobierno de España, que había de abandonar cuando Felipe II regresase, como se esperaba en breve, por la Regencia portuguesa de tan larga duración, dada la tierna edad de su hijo don Sebastián. Pero ocurría que aquella Regencia la había empezado a ejercer, con el contento de todo Portugal, la abuela del Rey-niño, doña Catalina de Austria, que tan querida era por los portugueses: eso era, además, lo que había ordenado en su testamento el difunto rey Juan III.
Y ahora Juana de Austria, creyéndose con mejores derechos, como madre de don Sebastián, tantea hacerse con la codiciada Regencia. A tal fin, despacha un embajador, don Fadrique Enríquez de Guzmán, para negociar en Lisboa con la reina Catalina y con los más altos personajes de la Corte portuguesa. Pero Carlos V seguía siendo la indiscutible cabeza de familia de los Austrias hispanos, y don Fadrique tenía orden de pasar por Yuste antes de entrar en Portugal. Es posible que doña Juana esperara contar con el apoyo de su padre. En todo caso, no fue así. El Emperador sabía muy bien el prestigio que había logrado su hermana menor en el Reino vecino, y qué gran aliada tenía en ella la Monarquía Católica. Nada más impopular y menos hacedero que pretender desbancarla en el puesto en que la había dejado el difunto Rey, para sostener la candidatura de quien había abandonado hijo y Reino, atraída por la Regencia de Castilla. En consecuencia, Carlos V anuló las instrucciones de su hija y despachó a Enríquez con otras más pertinentes. Nunca había dejado de estar al tanto de cómo se desarrollaba la crisis de Lisboa, y el secretario Juan Vázquez había recibido órdenes suyas de informarle muy particularmente de todo lo que supiera[1630]. Y a su hija reprocharía la inhábil maniobra política que había pretendido. Como señor indiscutible, cuyas normas en el orden familiar no admitían réplica alguna, anuncia a su hija que, muy lejos de apoyarle en sus pretensiones, había dado a su embajador instrucciones contrarias, pero más en consonancia con el respeto que debía Juana a la hermana del Emperador, que además había sido su suegra. De esa forma, don Fadrique Enríquez, de ser embajador de la princesa doña Juana, se transformó en embajador del Emperador:
Hija: con otro que despacharé brevemente responderé a vuestras cartas; ésa se hace solamente para decir que habiendo llegado aquí don Fadrique Enríquez y oído a la letra la instrucción que le distes de lo que ha de hacer en Portugal, le dixe y ordené que en ninguna manera me parecía que tratase de vuestra parte con la Reina, mi hermana, ni con los demás para quien le distes cartas, ni usase dellas en lo que toca a lo de la gobernación de aquel Reino durante la menoridad del Rey, vuestro hijo, ni de la casa que se le ha de poner, ni criados que ha de tener, porque esto podría traer en este principio muchos inconvenientes y no convernía; pero por la instruçión que lleva mía, cuya copia se os envía, le ordeno en este caso lo que debe hacer, porque para lo demás tiempo habrá adelante. Y es bien en estas cosas y entre hermanos ir con mucho miramiento por todos respectos. Y más vos, siendo hija[1631].
Eso sí, no lo podría hacer con carta personal y autógrafa, como pedirían las circunstancias para herir menos a la Princesa, porque otra vez la gota le había dejado inútil la mano diestra; de lo que se lamentaría, disculpándose, en esta reveladora postdata sobre sus achaques:
Hija: ésta no va de mi mano, porque se me han tornado a abrir los agujeros del dedillo, que casi estaban cerrados, y duéleme harto…[1632]
Otro problema, y sin duda más importante, inquietaba a Carlos V respecto a Portugal; la posible unidad peninsular, desde el punto y hora de que el trono de Lisboa estaba ocupado por aquel niño de tres años. ¿Qué pasaría si fallecía? Que se rompería la sucesión directa. Por lo tanto, podía abrirse ahí una oportunidad para el hijo de Felipe II, como hijo de la Princesa portuguesa María Manuela, nieto de Juan III y biznieto del gran Rey, don Manuel el Afortunado. Ese cuidado de Carlos V daría lugar a otras negociaciones con Portugal verdaderamente importantes, y la prueba de que el Emperador seguía siendo en Yuste muy sensible para todas aquellas cuestiones relacionadas con la más alta política de su tiempo.
En efecto, las muertes sucesivas del príncipe don Juan Manuel —padre de don Sebastián— y de Juan III dejaban a la dinastía Avis sin más descendencia directa que la del niño rey don Sebastián. Dada la quebradiza salud de aquel niño, en tiempos en que la mortandad infantil era tan elevada, no era muy temerario suponer que en Portugal podía abrirse un grave problema de sucesión. Para salir al paso de cualquier eventualidad, realizó Carlos V una importante maniobra política desde Yuste, encomendando al padre Borja una secreta misión: se trataba de conseguir un reconocimiento de los derechos del príncipe don Carlos a la sucesión de Portugal por parte de la Corte lusa. Mucho confiaba el Emperador, para lograr su propósito, en los buenos oficios de su hermana Catalina, a la que sabía muy sensible a su influencia. De suyo se comprende cuánto desbarataba planes tan ambiciosos la inoportuna pretensión de la princesa Juana a la Regencia de Portugal; sin eficaz resultado alguno, se ponía en trance de perder la mejor aliada con que Carlos V podía contar en Lisboa.
El padre Borja logró un éxito completo en sus gestiones: Catalina prometía su apoyo a los planes de su hermano, añadiendo que creía muy factible el reconocimiento portugués a los derechos sucesorios del príncipe don Carlos, así como un posible enlace en el futuro entre don Sebastián y una nieta de Carlos V, hija de los reyes de Bohemia. Cierto que Catalina se engañaba en cuanto a sus posibilidades de maniobra política, frente al suspicaz nacionalismo portugués, y cierto también que los acontecimientos tomaron muy distinto rumbo al pretendido por Carlos V, sobre todo en el terreno de los esponsales del rey don Sebastián. Pero, al menos, cuando surgió la crisis de Alcazarquivir en 1578 —al año precisamente de la muerte de la reina Catalina, lo cual no deja de ser significativo—, y se abrió el problema sucesorio de Portugal, es evidente que la sombra de Carlos V se proyecta sobre su hijo, y que éste tuvo muy en cuenta los designios imperiales a la hora de tomar sus decisiones. De ese modo puede afirmarse que Carlos V abrió el camino para uno de los hechos más importantes del siglo XVI: el de la unidad peninsular.
Es más, para estrechar en todo caso las relaciones entre las dos dinastías, Carlos V propondría un plan que no acabaría cuajando: que el Rey-niño se prometiera ya con una hija de la reina de Bohemia[1633][, y que la que fuese elegida, fuera enviada a Lisboa para criarse en la Corte portuguesa; de todo lo cual, Carlos V daría cumplida cuenta a su hijo Felipe[1634].
Ahora bien, diríamos que el frente diplomático portugués no era el primordial. Era importante, por supuesto, mantener la firme alianza con Lisboa y seguía considerándose correcto el aprovechar cualquier oportunidad que pudiese deparar la unidad peninsular; pero, en general, no resultaba una fuente de preocupaciones, ni mucho menos de conflictos insalvables.
Otra cosa era lo que ocurría con Francia. Y eso afectaba a Carlos V, rompiendo su deseo de reposo y sosiego, su afán de retirarse del mundo. Ya a poco de estar en Jarandilla quiere saber qué cosas están pasando en el Norte y de qué manera está peligrando la seguridad de Felipe II. De momento, la información le llega indirectamente, a través de lo que sabe su secretario Martín de Gaztelu, que mantiene correspondencia frecuente con la corte de Valladolid, en particular con el secretario Juan Vázquez de Molina. Así conoce cómo se había formado una peligrosa alianza del rey Enrique II de Francia con el papa Paulo IV; era como si volvieran los difíciles tiempos de la Liga clementina que tantos quebraderos de cabeza le había dado a él treinta años antes:
Conozco que la resolución de Flandes y lo de Italia le tienen puesto en algún cuidado, y ansí será bien que habiendo algo desto lo mande vuestra merced avisar —indica Gaztelu a Vázquez de Molina—, porque todavía huelga de entender estas cosas, y aun otras desta calidad[1635].
De pronto, vuelve el Emperador a sentir el tirón de la política, y acosa a Gaztelu con sus preguntas:
Siempre en estas cosas —dirá el secretario— dice que si no hay más…[1636]
Fue entonces cuando Antonio de Borbón, duque de Vendôme, le mandó un emisario, un navarro llamado Ezcurra, proponiéndole una alianza para combatir a Francia. Sería una alianza ofensiva-defensiva, por la que Vendôme pretendía el Milanesado, a cambio de su renuncia al reino de Navarra, al que se consideraba con derecho, como heredero de la Casa Albret. Ezcurra se puso en contacto con Carlos V cuando el Emperador llegaba a Burgos, en su camino hacia Yuste. Y aunque la propuesta resultara poco fiable, las negociaciones quedaron abiertas hasta que la victoria de San Quintín pareció tan decisiva. Según aquel plan, el duque de Vendôme invadiría Francia desde su reino navarro, esperando que Carlos V le apoyara haciendo lo mismo desde España.
La noticia, hecha pública por la princesa Juana, se extendió rápidamente. Castilla creyó por un momento que el Emperador volvía otra vez por sus fueros de viejo soldado. Don Luis de Ávila y Zúñiga, dejándose engañar probablemente por sus propios deseos, exclamaba que el Emperador se había criado en la guerra, y que no podía por menos de volver a ella. Sin embargo, no hay que creer mucho en los propósitos bélicos de Carlos V, sino más bien en una estratagema de diversión. Quijada, que conocía entonces mejor las intenciones de su señor, reflejaba el estado de ánimo del César en términos bien contrarios a los del comendador mayor de Alcántara:
En lo demás que por esas calles dice el vulgo —escribía a Vázquez de Molina, desde Yuste, a fines de agosto de 1557—, del salir de aquí, yo no hallo novedad ninguna, antes muy gran reposo y asiento en todo; y podría ser —añade con certero juicio— que si alguna cosa se ha dicho, será por manera de cumplir, y no para más, si no es a más no poder.[1637]
Eso sí, el viejo soldado volvía a revivir, con las noticias de la guerra, tanto del frente de Flandes como de Roma. En particular, criticaba lo que en el frente romano estaba haciendo el duque de Alba, máxime cuando supo que se le había escapado el duque de Guisa, con el grueso del ejército francés[1638]. Era como si brotara la vieja rivalidad de quién de los dos era el mejor soldado, el César o el Duque, ya visible en la guerra contra la Liga de Schmalkalden.
Conocida es la reacción imperial contra la lentitud del avance español sobre París después de la victoria de San Quintín. Lo cierto es que le hubiera gustado saber que su hijo se había hallado presente en la batalla:
Siento dél —nos informa Quijada, en carta a Juan Vázquez de Molina— que no se puede conortar de que su hijo no se hallase en ello, y tiene razón. ¡Malhayan los ingleses que le hicieron tardar! [1639]
Hace constantes cábalas sobre cuál sería la ruta que tomaría Felipe II para caer sobre París, y espera ansioso los correos que le han de traer noticias[1640].
Cuando supo que Enrique II reorganizaba sus fuerzas en el otoño de 1557, al punto teme un golpe de audacia del francés, incluso en pleno invierno. Y escribe, alarmado, a su hija Juana:
Podría ser que, juntando el rey de Francia su campo, quisiese este invierno… recuperar alguna de las plazas que ha perdido, o ganar otras de nuevo…[1641]
Por lo tanto, el abandono del poder no había hecho a Carlos V perder su olfato de político y, en este caso, de soldado. A poco, la pérdida de la plaza de Calais, el 8 de enero de 1558, vino a confirmar sus temores. Lo consideró como un desastre, adivinando sin duda lo que dañaría a la alianza con Inglaterra que tan trabajosamente había forjado:
Lo sintió como quien lo entiende y me dijo a solas —es Quijada quien así escribe a Vázquez de Molina— (esto va para vuestra merced), que aunque en su vida había tenido malas nuevas, ninguna a su parecer tanto como ésta…[1642]
Más importa ver a Carlos V como consejero de su hijo y como su mejor auxiliar, cuando Felipe II se hallaba en aprietos y acudía al socorro de España. Entonces será frecuente la llegada de emisarios especiales, mandados por Felipe II a Yuste, para solicitar el apoyo de su padre. En dos ocasiones lo haría el que podríamos denominar privado de Felipe II, el portugués Ruy Gómez de Silva. Y también lo haría, en el verano de 1558, el propio arzobispo de Toledo, el célebre fray Bartolomé de Carranza.
Por su parte, vemos alterarse a Carlos V cuando tiene noticia de la llegada de buenas remesas de plata indiana a Sevilla, sin que los oficiales de la Casa de Contratación consigan apartar sumas importantes con las que socorrer al Rey. Ciego de cólera, Carlos V escribirá a su hija Juana para que lo remedie:
… yo estaba para escribiros sobre esta negra suelta de este dinero que estaba en Sevilla —le dice— y dejélo de hacer hasta agora, así para saber dél [de Ruy Gómez de Silva] si era posible que fuese verdad tan gran bellaquería como ésta, como por ver si con el tiempo se me pasase la cólera que desde que lo supe he tenido, la cual, por ser tan justa, no solamente no se me pasa, mas cada día se me acrescienta más, y se me acrescentará hasta que yo sepa que los que tienen culpa en ella lo remedien de manera que el Rey, mi hijo, no venga a recibir la afrenta que recibirá, si no se remedia, y muy de veras y de raíz y muy presto.
Es una de las pocas veces que amenaza con salir de su retiro, para realizar personalmente en Sevilla la indagatoria necesaria que pusiese en claro aquellas ocultaciones, descubriendo los culpables y recuperando el dinero, y no por vía ordinaria de justicia, sino por los procedimientos más expeditivos, con los que juzgaría a los culpables, confiscándoles su hacienda como primera medida. Con lo cual recordaba el César situaciones análogas por las que él había pasado, y así exclama:
Digo esto con cólera y con mucha causa, porque estando yo en mis trabajos pasados, con el agua hasta encima de la boca, los que acá estaban muy a su placer, cuando venía un buen golpe de dinero nunca me avisaban de ello, que juntamente no me avisasen que ya él era suelto…[1643]
Pero no solo el remedio, sino el severo castigo de los culpables, en términos como nunca había ordenado en sus tiempos de rey-emperador:
Me dijo que escribiese —transmite Gaztelu a Vázquez de Molina— que en prendiéndolos [a los oficiales de la Casa de Contratación que se encontrasen culpables] los metiesen en la cárcel, y que luego con grillos y cadenas, en bestias y a mediodía, por afrentarlos, los traigan a Simancas, y metan, no en cámara ni en torre, sino en una mazmorra…[1644]
Los esfuerzos de Carlos V no fueron vanos. Puede decirse que cuando Ruy Gómez de Silva regresó a Flandes con buena cantidad de dinero, ello se debió, en buena parte, a los apremios del Emperador ante los responsables.
En cuanto a la visita del arzobispo de Toledo, aparte que con ella Felipe II quisiera tenerle en Castilla, para que pudiese ser controlado por la Inquisición[1645], su misión era muy distinta a la de Ruy Gómez de Silva. Se trataba de conseguir que el Rey encontrase un representante que le sustituyese en el gobierno de los Países Bajos, dado que Felipe II estaba ya planeando su regreso a España. Y para tal función, nadie mejor que la antigua Gobernadora, la reina María de Hungría. Ahora bien, la Reina había declarado expresamente que jamás volvería a la política. Y solo había una persona que pudiera convencerla de lo contrario: Carlos V.
Era materia ingrata para el César, pues había prometido a su hermana respetar su voluntad. Pero ante los apremios de su hijo, acaba pidiéndoselo. Y lo consiguió, después de muerto.
En efecto, sería el 8 de octubre de 1558, a las dos semanas largas del fallecimiento de Carlos V, cuando María de Hungría aceptaría volver a ocupar su antiguo puesto de Gobernadora de los Países Bajos[1646].
Era, evidentemente, un rasgo generoso, en memoria de su hermano. Pero la muerte, una vez más, cambiaría las cosas. Pues diez días más tarde fallecía en Cigales aquella gran Reina, obligando a Felipe II a buscar otro personaje para recomponer el cuadro de sus estructuras políticas en el norte de Europa.
Sería la oportunidad de su hermanastra Margarita de Parma. ¿Le apuntó esa posibilidad Carlos V a su hijo? No lo sabemos.
En verdad, lo que agobiaba a Carlos V en sus últimos días era otro problema: la noticia de que en Castilla y en Andalucía habían surgido brotes luteranos.

Capítulo 9
La muerte del Emperador

De los dos grandes apartados de la política exterior que todavía afectan a Carlos V, las relaciones con Portugal y la guerra, siempre renovada con Francia, Carlos V pudo controlar todavía, con su figura de jefe indiscutible de la dinastía, los conflictos portugueses, en particular la pugna por el poder que estalla entre su hermana Catalina y su hija Juana. Más dificultad tuvo con respecto a la guerra con Francia y Roma, porque eran acontecimientos que escapaban a su control, por lo que todas las noticias que de aquel conflicto le venían le alteraban profundamente, viéndose incapaz de ayudar a su hijo como él quisiera; por eso cuando tiene noticia de que los oficiales de la Casa de Contratación no se habían mostrado tan eficaces, como él hubiera querido, a la hora de juntar del dinero de las remesas indianas, que había de mandarse a Bruselas, entra en ese estado de viva indignación que ya hemos señalado.
Y eso iba dañando, cada vez más, su salud, ya de por suyo tan quebrantada. Bien lo sabían tanto Quijada como Gaztelu, que procuraban silenciarle los sucesos más graves, como cuando fueron llegando malas noticias del norte de África, donde el repliegue de la Monarquía parecía irremediable. En 1551 se había perdido Trípoli —si bien era plaza cedida a la Orden de san Juan— y en 1555 Bugía. En 1557 el peligro se cernía sobre la misma Orán, la preciada conquista del cardenal Cisneros. Eso ya eran palabras mayores, así que el secretario Gaztelu, que es el primero en saberlo, trata de ocultárselo:

No le he querido decir que los turcos de Argel estaban cabe Orán porque sé que daña a su salud…[1647]
Pero Carlos V se entera y se alarma profundamente: ¿Viviría para conocer aquel desastre? Con su hija Juana comenta su pena:
… si se perdiese, no querría hallarme en España…
¿En España? Ni siquiera en el Nuevo Mundo, ese viaje que jamás se planteó Carlos V y que ahora podría parecer un cierto refugio. Pero no, ni siquiera allí podría esconderse Carlos V:
… no querría hallarme en España ni en las Indias, sino donde no lo oyese, por la grande afrenta que el Rey recibiría con ella y el daño destos Reinos…[1648]
De igual modo ocurrió cuando se perdió la plaza de Calais. Entonces fue Quijada el que trató de ocultarle la mala nueva al César:
No se le ha dicho nada de este correo, porque duerma S. M. con más reposo y porque sentirá mucho esta nueva…[1649]
Pero era inútil, pues Carlos V acababa por enterarse, ya que los servidores flamencos —si hemos de creer a Gaztelu— no tenían el mismo cuidado[1650].
Por disgusto menor hemos de considerar el robo de un audaz ratero, que se atrevió a entrar en la cámara imperial, llevándose la bolsa que aquel día Carlos V iba a repartir como limosna a los pobres que periódicamente acudían a Yuste[1651]. En cambio, sí le enojó vivamente el desacato del corregidor de Plasencia, que se atrevió a poner la mano sobre el alguacil imperial asentado en Cuacos, so pretexto de que aquel lugar entraba bajo su jurisdicción. Hubo que hacer intervenir al presidente del Consejo Real, que lo era entonces don Juan de Vega, solucionando el conflicto desgajando a Cuacos y su término de la jurisdicción del Corregimiento de Plasencia[1652].
Gran brecha hizo en su organismo la muerte de su hermana doña Leonor. Pero lo que más acongojó su espíritu, entrado el año 1558, fue el conocer los brotes luteranos en Castilla y Andalucía. El pesar que siente Carlos V estaba en relación con todo lo que había supuesto su pugna con la Reforma en el Imperio, donde al fin había tenido que ceder, dejando a su hermano Fernando que negociase la paz religiosa de Augsburgo en 1555, el mismo año de su abdicación.
Hoy sabemos que Carlos V, cuando regresa a España en 1556, lo hace no solo buscando reposo y un clima mejor, sino también por acabar sus últimos días en unas tierras que consideraba libres de toda sospecha de herejía. De forma que, sin entrar ahora en los móviles que llevaron al Inquisidor General Valdés a exagerar el problema, lo cierto es que el Emperador sufrió un duro golpe, y así se lo diría entre indignado y entristecido, a su hija doña Juana:
… creed, hija, que este negocio me ha puesto y tiene en tan grande cuidado y dado tanta pena, que no os lo podría significar…[1653]
Desde el primer momento en que le llega la noticia, pide el más severo de los castigos, conforme la legislación de la época marcaba contra los herejes, y que se pusiera todo en manos del Inquisidor General Fernando de Valdés, que así pasaba de ser persona non grata[1654], a indispensable como quien había de dirigir la cruel represión:
… os ruego quan encarecidamente puedo —escribiría Carlos V a su hija Juana— que, demás de mandar al arzobispo de Sevilla que por agora no haga ausencia desa Corte, pues estando en ella se podrá proveer y prevenir a lo de todas partes, le encarguéis y a los del Consejo de la Inquisición muy estrechamente de la mía que hagan en este negocio lo que veen que conviene y yo dellos confío para que se ataje [sic] con brevedad tan gran mal. Y que para ello les deis y mandéis dar todo el favor y calor que fuere necesario, y para que los que fueren culpados sean punidos y castigados con la demostración y rigor que la calidad de sus culpas merecerán. Y esto sin excepción de persona alguna, que si me hallara con fuerzas y dispusición de podello hacer, también procurara de esforzarme en este caso a tomar qualquier trabajo, para procurar por mi parte el remedio y castigo de lo sobredicho, no embargante los que por ello he padecido[1655].
A partir de ese momento, el conflicto luterano se convertirá en una grandísima obsesión para Carlos V, que se agranda día tras día, hasta llegar a los extremos de su carta de 25 de mayo y de lo que expresará en su Codicilo. Carlos V no olvidaba lo que la Reforma le había hecho sufrir en Alemania. ¿Y ahora le asaltaba en aquella España que había tomado como su refugio postrero para bien morir?
…agora, que he venido a retirarme y descansar a ellos[1656][ y servir a Nuestro Señor, sucede en mi presencia y la vuestra —le dice a su hija— una tan gran desvergüenza y bellaquería, y incurrido en ello semejantes personas, sabiendo que sobrello he sufrido y padecido tanto en Alemaña tantos trabajos y gastos y perdido tanta parte de mi salud que ciertamente si no fuese por la certidumbre que tengo de que vos y los de los Consejos que ahí están[1657] remediarán muy de raíz esta desventura…, no sé si toviera sufrimiento para no salir de aquí a remediallo…[1658]
No menos indignado se mostraba el César con su hijo, el Rey:
Hijo, este negro negocio que acá se ha levantado me tiene tan escandalizado cuanto lo podéis pensar y juzgar…
Y le añadía, como cabeza ya del Reino:
Es menester que escribáis y que lo proveáis muy de raíz y con mucho rigor y recio castigo…[1659]
Y el 9 de septiembre, cuando las ansias de la muerte crecen, firma el Codicilo a su Testamento, renovando la exigencia de los más recios castigos contra aquellos luteranos:
Primeramente, puesto que luego como entendí lo de las personas que en algunas partes destos reinos se habían preso y pensaban prender por luteranos, escribí a la princesa mi hija lo que me pareció para el castigo y remedio dello, y que después hice lo mismo con Luis Quijada, a quien envié en mi nombre a tractar desto. Y aunque tengo por cierto que el Rey, mi hijo, y ella y los ministros a quien toca, habrán hecho y harán las diligencias que les fueren posibles, para que tan grande daño se desarraigue y castigue, con la demostración y brevedad que la calidad del caso requiere, y que la Princesa, conforme a esto y a lo que últimamente le escribí sobre ello, mandará proseguir en ello hasta que se ponga en execución, todavía por lo que debo al servicio de Nuestro Señor, ensanchamiento de su fee y conservación de su Iglesia y religión cristiana, en cuya defensión he padescido tantos y tan grandes trabajos y menoscabo de mi salud, como es notorio, y por lo mucho que deseo que el Rey, mi hijo, como tan católico, haga lo mismo, como lo confío de su virtud y cristiandad, le ruego y encargo con toda la instancia y vehemencia que puedo y debo, y mando como padre que tanto le quiere y ama, por la obediencia que me debe, tenga desto grandísimo y especial cuidado, como de cosa más principal y en que tanto le va, para que los herejes sean pugnidos y castigados con toda demostración y rigor, conforme a sus culpas, sin excepción de persona alguna, ni admitir ruego ni tener respeto a nadie…[1660]
¿Es en este contexto en el que hay que colocar el comentario de Carlos V con el prior de Yuste, fray Martín de Angulo, lamentándose por haber respetado el salvoconducto dado a Lutero en 1521? Estando incluso pesaroso de no haberlo mandado ejecutar:
… yo erré en no matar a Lutero…[1661]
Aunque tengamos dudas de todo lo que Sandoval recoge del manuscrito de fray Martín, parece verosímil que, en aquel estado de encolerizamiento en que le habían puesto los brotes luteranos en la Corona de Castilla, Carlos V pronunciara esa frase, u otra similar.
Ahora bien, era el Carlos V de Yuste, el hombre ante la visión de la muerte, el agobiado por verse de nuevo ante un problema, como el de la Reforma, que tanto confiaba haber alejado de sí, al escapar del norte de Europa.
Nada que ver, en suma, con aquel otro personaje, con el joven Emperador que en 1521 había sido fiel a su palabra y fiel también al sentido ético que se había impuesto como norte en su quehacer imperial.

§. La muerte del Emperador
Penas familiares tan grandes como la muerte de su hermana Leonor, preocupaciones sin cuento que le alteraban el sueño, como la caída de Calais o la amenaza turca sobre Orán, pesadumbres inesperadas, como que la sombra de Lutero le persiguiera hasta Yuste: todo fue quebrantando, más y más, aquel cuerpo ya tan lastimado por la gota —y acaso por otras enfermedades—, como le ocurría a Carlos V.
La gota del Emperador. Un mal terrible que comienza su labor destructiva muy pronto. De hecho, Carlos V la recordaría en sus Memorias, como si se tratara de un huésped cada vez más incómodo que se iba apoderando de su cuerpo. Entonces, en 1550, creía que el primer ataque que había sufrido había sido en 1528. Después recordaría otros dieciséis ramalazos de gota, cada vez más dolorosos. De forma que le habían ido convirtiendo en un tullido, incapaz casi de andar e incapaz de manejarse con sus manos.
Conocida es la anécdota de cómo en 1556, antes de salir de Flandes, le había sido imposible abrir las credenciales que le presentaba el almirante Coligny, para concertar las treguas de Vaucelles.
Es cierto que pasaba días más tranquilos, como cuando, ya en Yuste, decidió hacer una ofrenda con gran fiesta religiosa, en la iglesia de Yuste, el 24 de febrero de 1557, para celebrar, así no solo su cumpleaños, sino también los otros aniversarios de la victoria de Pavía y de su solemne coronación en Bolonia. En aquella ocasión se había atrevido a entrar por su pie en la iglesia para hacer su ofrenda en el altar,
… es verdad que ayudándole un poquito…
como refería Quijada al secretario Juan Vázquez de Molina[1662]. Pero lo más frecuente es que se viese aquejado por aquellos crueles ataques de gota, en una época en que no se conocían buenos remedios, no ya para la enfermedad[1663], sino además para el dolor, que había que sufrir sin que el enfermo se viese aliviado por ningún tipo de anestesia. De ahí los frecuentes lamentos del enfermo, que se deslizan en sus cartas, como cuando se disculpaba con su hija Juana por no escribirle de su mano,
… porque se me han tornado a abrir los agujeros del dedillo, que casi estaban cerrados…
añadiendo el sufrido Emperador:
… y duéleme harto[1664].
Aquel «duéleme harto», que nos trae directamente la imagen atormentada del César, iba a ser un lamento cada vez más frecuente. Mediado el mes de agosto de 1558 sufrió otro ataque de gota. También padecía de hemorroides, sin que fuera capaz por ello de abandonar su costumbre de beber cerveza en las comidas. Por otra parte, su falta de dientes le impedía masticar bien lo que le provocaba muy laboriosas digestiones. Era todo un proceso irreversible de ruina de su organismo. Sin embargo, no serían esos males los que acabarían con él, si bien contribuyeron a debilitarle, sino una enfermedad muy frecuente entonces en La Vera: el paludismo. El postrero día de agosto[1665] Carlos V quiso comer al aire libre, a la sombra de la marquesina sita a la entrada de su palacete. Y allí estuvo después reposando la comida, cuando de pronto, a las cuatro de la tarde[1666], se sintió muy indispuesto, con un fuerte dolor de cabeza, pesadez de estómago y mucha sed, acaso por el calor propio de la época del año. La noche la pasó mal, con sueño intranquilo. Al día siguiente los ramalazos de frío, con fuertes temblores, se fueron alternando con una fiebre alta, haciéndole delirar[1667].
Eso no era ya la gota. Eran las fiebres palúdicas, que acabarían con su vida. Para ayudar al doctor Mathys acudió desde Valladolid otro antiguo médico del Emperador, el doctor Cornelio. Por desgracia, el remedio que le aplicaron fue el tan habitual de la época como demoledor: las sangrías. Y de ese modo, Carlos V fue debilitándose más y más. Las calenturas arrecian, las tercianas se tornan en dobles y los accesos febriles siguen alternando con fríos intensos.
Es cuando Carlos V, consciente de que se acerca el final, ordena su Codicilo, firmado el 9 de septiembre. Ese mismo día quiere dejar resuelta su deuda con todos sus servidores, enviando al Rey, su hijo, la nómina de su pequeño séquito de Yuste que ya hemos comentado.
Era también una forma de ponerse en paz con los que le asistían y le cuidaban, de ponerse en paz con su alma.
Poco a poco el enfermo deja paso al moribundo, despreocupado ya hasta de su propia presencia física, hasta el punto de que el fiel Quijada le vea casi desnudo. Y lo que peor era: tan consumido que mostraba bien a las claras cuán poco faltaba para el final. A mediados de mes ya no es capaz de probar bocado. El fiel Quijada le apremia, pero en vano:
Apretándole para que coma —informaría Quijada a Vázquez de Molina— dice que hace la fuerza que puede, y que no puede más[1668].
Los delirios cada vez son más frecuentes. En un momento de lucidez pide que le lean su Testamento y afronta la cuestión de su enterramiento, que en principio desea que fuera en la iglesia de Yuste, debajo de su altar. Incluso pide que sea llevado allí el cuerpo de la Emperatriz.
Quijada procuraría disuadirle:
… por no tener esta casa las calidades que se requieren para dos Príncipes tan grandes…
Al fin, Carlos V lo dejará al criterio de su hijo, aunque de momento quedara en la iglesia de Yuste.
El 18 aparece una ligera mejoría. Era como una tregua antes de la batalla postrera. El 19 recibe la extremaunción, con gran dolor de Quijada que ve cómo en el Emperador asoma el temor físico a la muerte. El 20 entra en la agonía. Pide que los monjes le lean los salmos. Se toma el pulso y lo halla tan débil que él mismo comprende que ya nada tiene remedio. Pide el crucifijo con el que había muerto su mujer, la Emperatriz, y ordena que se enciendan las velas de los moribundos, entre el dolor de todos los que le rodean.
A poco, muere[1669].
Eran las dos de la madrugada del 21 de septiembre de 1558, día de san Mateo. Y de ese modo, su vida transcurre entre dos apóstoles: san Matías presidiendo su nacimiento, san Mateo su muerte.
Así acabó en Yuste el que tanto había luchado en Europa por defenderla contra sus enemigos de dentro y de fuera.
Así murió Carlos V, el último Emperador de Occidente, el único Emperador del Viejo y Nuevo Mundo.

Epílogo

He vuelto a Yuste, es cierto. Lo hice muchas veces, a lo largo de mi vida. La primera en los años cincuenta — ¿1955, 1956? no lo recuerdo con precisión, pero sí que entonces monasterio y palacete eran una auténtica ruina—. La naturaleza era el único testimonio auténtico, con el formidable murallón de la sierra de Tormanto a las espaldas y el cerro de San Simón alzándose a mediodía.
La vista de las ruinas producía desolación, un no sé qué de tristeza por un mundo desaparecido, acaso glorioso, acaso deslumbrante, pero que apenas si se podía vislumbrar a través de aquel abandono.
Sí, aún tengo fresca en la memoria aquella mi primera visita a Yuste. Era en el mes de mayo. Al fondo se alzaban los picos, aún nevados, de la sierra. En el valle, en hermoso contraste, bajo un sol espléndido, se desplegaba la flora mediterránea: almendros, naranjos, olivos… Así caminé por La Vera hasta llegar a Cuacos, nombre sonoro y familiar donde reposé la jornada. Al día siguiente, en cuanto amaneció, cogí el camino, monte arriba, que me llevaba a Yuste, bordeando la sierra de Tormanto. El monte se hacía cada vez más y más cerrado. De pronto, en un muro que cerraba un bosquecillo hacia Levante, divisé un gran escudo de piedra. Allí, entre ramajes, se veían el águila bicéfala, el collar de la Orden del Toisón de Oro y las columnas de Hércules.
No cabía duda: era el escudo del César, mandado grabar, poco después de su muerte, por su hijo, el rey Felipe. En la gastada piedra centenaria pude deletrear esta leyenda:
En esta santa casa de San Hierónimo de Yuste se retiró a acabar su vida el que toda la gastó en defensa de la fe y en conservación de la Justicia, Carlos V, emperador, rey de las Españas, cristianísimo, invictísimo. Murió a 21 de Septiembre de 1558.
¡Carlos V cristianísimo, invictísimo! El emperador y rey de las Españas, así, en plural, algo para meditar. El soberano que, habiendo nacido en Flandes, deja su tierra natal para buscar el rincón más perdido de Extremadura donde aguardar sosegadamente a la muerte.
Ahora he vuelto a Yuste. He vuelto a su iglesia, me he asomado a los dos claustros de su monasterio y he subido por la rampa que lleva a la parte alta del palacete de Carlos V, a ese amplio pórtico de esbeltas columnas con una fuentecilla en un costado, ese pórtico o galería cubierta, donde una inscripción nos recuerda que allí fue donde al César le acometió el mal que había de llevarle a la sepultura.
Yo, entrando en su casa-palacio, apoyado sobre el barandal de su solana, con el tranquilo estanque del Emperador a mis pies, viendo el jardín y el bosquecillo que se abren a mediodía, me preguntaba si la paz que allí se respiraba, explicaba el ansia de Carlos V por alcanzar Yuste, o si había algo más. Por ejemplo, si Carlos V había sentido muy pronto que algo muy especial le ligaba a los hombres y a las tierras de España. ¿No había sido en España cuando había librado su gran batalla para ser proclamado Emperador, como si la tierra hispana le diera más seguridad, incluso más, como si se lo exigiera? Porque, aparte las resistencias iniciales de los comuneros, hay una frase de Alonso de Santa Cruz, el fidedigno cronista del Emperador que lo conocía bien, el cual nos dice que Carlos V:
…tenía por afrenta que sus abuelos hubiesen alcanzado el imperio con sólo ser señores de la casa de Austria, y que él lo perdiese, teniendo el mismo señorío, y más siendo rey de España…
Y en 1523, tras su regreso a España y ante las Cortes de Castilla, Carlos V proclama que tenía a los Reinos hispanos por cabeza de todos sus dominios, que en ellos estaba la base de todo su poder; de igual modo que antes había declarado que anhelaba el título imperial, no por afán de poseer más y más tierras, pues tantas eran las que ya tenía, sino para poner su esfuerzo en pro de una Europa unida, en paz y armonía, para combatir al enemigo de la Cristiandad y para restaurar la unidad de la Universitas Christiana.
Y pienso que ese fue el gran legado de Carlos V: la unidad espiritual de Europa, en cuya defensa consumió su vida entera, y no solo como el esforzado soldado, poniendo siempre su vida al tablero, sino también como el infatigable viajero.
Porque, en verdad, durante cuarenta años Europa entera contempló cómo aquel Emperador recorría sus caminos, acudía a sus fronteras y atravesaba sus naciones. Lo vio plantarse ante Viena, en 1532, para ahuyentar al Turco, siempre agresivo. Pero también lo vio avanzar sobre las ardientes arenas de Túnez, para combatir a Barbarroja. Y entrar como amigo en Londres o en París, para buscar la alianza de sus soberanos, Enrique VIII de Inglaterra o Francisco I de Francia.
A lo largo de su reinado se le vio pasar del Tajo al Sena, del Danubio al Elba, de las aguas del Atlántico hasta las del Mediterráneo. La galera y la nao en el mar, el caballo o la litera en tierra; todos los sistemas de transporte de la época para este Emperador que año tras año, casi día a día, se esfuerza de ese modo por soldar los fragmentos de la Europa libre que tiene entre sus manos. Y así, su ir y venir sin tregua es como un hilo invisible con el que tratará de coser la vieja túnica europea.
Pues en verdad que se puede hablar de una geografía histórica y sentimental del César que abraza toda la Europa occidental. La orgullosa águila bicéfala de su escudo contempla desde hace medio milenio lo mismo al viajero que franquea la Porta Capuana de Nápoles que la toledana Puerta de la Bisagra. Y en esa geografía carolina, ¡cuánta parte corresponde a España!
De aquí arranca para sus grandes empresas: para la coronación imperial en Aquisgrán, cuando corría el año 1520, como para la de Bolonia diez años más tarde; para la conquista de Túnez, en 1535, como para sus grandes campañas del norte de Europa, en 1543. Y es a España donde se retira en la hora triste de los desastres, lo mismo cuando vuelve desalentado de Argel, que cuando decide abdicar en los Países Bajos.
Sin embargo, minimizaríamos su quehacer imperial si lo viéramos tan solo como el rey de las Españas, pues Carlos V siempre sintió su misión europea. Es un estadista que no puede medirse a nivel nacional, sino a nivel continental.
Dos notas se aprecian en su quehacer político: la caballeresca, con el cumplimiento de la palabra dada, y un sentimiento ético de la existencia. Eso es lo que le hace aspirar a la paz en la Cristiandad y a gobernar con justicia en sus reinos y señoríos. Y cuando siente que las fuerzas le faltan y que ya no es capaz de ser el rey-soldado que defiende a Europa, ni el rey-viajero que vela por sus súbditos, comprende y acepta que le ha llegado la hora del relevo, la hora de dar paso a la nueva generación.
La hora, en suma, de su adiós al poder.
Y fue entonces cuando el pueblo español lo admiró más, comprendiendo el alcance supremo de aquella magna lección del buen gobernante. El pueblo español que se agolpa a su paso, cuando franquea la meseta camino de Yuste. Nadie recuerda ya a los rebeldes comuneros. Ya todos están entregados a ese hombre que, habiendo cumplido su misión en Europa, en la medida en que sus fuerzas se lo habían permitido, aspiraba sólo a morir en silencio, sin ruido alguno.
Y esa, al final, sería la épica grandeza de Carlos V.
La grandeza de aquel enamorado de una Europa espiritualmente unida, cifrada en el signo de Roma y basada en el esfuerzo de todos sus pueblos: el flamenco como el italiano, el alemán como el español.
En ese sentido, los contemporáneos —ávidos como todos los hombres del Renacimiento de la gloria de las armas— destacaron los pros y los contras de sus hechos de armas. Sin embargo, Carlos V no pasa a la historia como uno de los grandes capitanes que en el mundo han sido. Algunas de sus victorias más espectaculares —como la Bicoca o como Pavía— las consiguieron sus capitanes. Él las tuvo notables, cierto, como en Túnez y sobre todo, la lograda en los campos de Mühlberg, aunque bien sabido es que el duque de Alba la ponía en su haber. Pero no se puede ocultar que tuvo reveses y de magnitud: la mal preparada empresa de Argel, la fuga de Innsbruck, el fracaso ante los muros de Metz, que minaron su prestigio de soldado.
Eso sí, en todo caso nunca dudó, sano o enfermo, joven o ya cuarentón, e incluso cincuentón, en poner su vida al tablero, tomándolo como un deber, y que casi siempre cogió las armas o para defender a Europa acosada por el Turco o para defenderse él mismo de sus enemigos.
Más penoso fue que dejara escapar la oportunidad de gobernar a sus súbditos respetando sus ideas religiosas. Y no cabe decir aquí que la tolerancia no era fruto de la época; ya hemos probado que su confesor, García de Loaysa, le aconsejaba precisamente eso: que se limitara a gobernar los cuerpos, dejando libres los espíritus. Algo a tener en cuenta porque aunque la tendencia general fuera de intolerancia, en eso se distinguen los grandes hombres de Estado: en ir por delante de su tiempo. De todas formas, hay que recordar que antes de emplear la violencia contra los luteranos alemanes, buscó con ahínco la vía negociadora. Y también que aquí hay que recordar solo en su medida el rigor que pide a gritos desde Yuste, contra los supuestos luteranos españoles; para entonces, Carlos V no era ya el Emperador lúcido, en la plenitud de sus funciones, sino un moribundo aterrado por los tendenciosos informes del Inquisidor General Fernando de Valdés, ansioso de asegurarse en el poder y de hacerse perdonar su falta anterior por su desasistencia económica a la Corona[1670]. Y una cosa a resaltar, en cuanto a las obras pías marcadas en el Testamento, que también nos viene a reflejar la personalidad del Emperador. Para hacerlas efectivas, así como para pagar sus deudas, Carlos V había depositado 30.000 ducados en Simancas, y había ordenado a sus testamentarios que hiciesen almoneda de sus bienes. Tres meses después de su muerte, el 10 de enero de 1559, los tres testamentarios, Juan de Figueroa, Juan Vázquez de Molina y el licenciado Briviesca de Muñatones, despacharon a Martín de Gaztelu para que informase a Felipe II de cómo se estaba procediendo a cumplir lo ordenado por Carlos V y para pedirle que permitiese continuar aquella tarea.
Por ese despacho sabemos que ya se había dado parte de la limosna señalada para los pobres «envergonzantes» y que se estaba tomando información respecto a las doncellas pobres y para el rescate de los cautivos. Asimismo queda claro que en Yuste, salvo alguna joya y los cuadros —no olvidemos que había varios de Tiziano—, lo demás no valía mucho; la misma plata estaba muy gastada —«es blanca y muy usada»—, los muebles eran «de poco valor», y en cuanto a la ropa, «todo es traído y vale muy poco»; lo cual nos prueba que, salvo tapices y cuadros, en Yuste no había lujos. Pero más importante es comprobar que, estando detenida la testamentaría por orden del Rey, los testamentarios le pedían que la desbloquease para que se pudiera seguir cumpliendo la voluntad del César y para descargo de su conciencia y la de ellos mismos.
Y añadían (lo que no deja de ser significativo, en cuanto a cómo Castilla seguía recordando a Carlos V) que también había que contentar a la gente:
…satisfacer al pueblo, que está a la mira de lo que en esto se hace…[1671]
De forma que, como si tomara otra vez de modelo a Julio César, Carlos V hace del pueblo su principal heredero.
¿Qué es, pues, lo que destacaríamos, en este juicio final sobre Carlos V? Su comportamiento caballeresco, su respeto a la palabra dada, su sacrificio personal en pro de sus pueblos, demostrado tanto en aquel modo de vivir como el rey-soldado que como el rey-viajero. En suma, su sentido ético de la existencia, que tanto llamó la atención a Menéndez Pidal, tan por encima del comportamiento de sus brillantes rivales —Francisco I como Enrique VIII—, y que pondría a prueba hasta el final, con su patético adiós al poder, cuando ya reconoce que le faltan las fuerzas para gobernar como él creía que un Emperador debía gobernar a su pueblo.
Y es por esa razón por la que Carlos V sigue siendo tan importante en la historia de Europa. Por eso sigue teniendo tanto que decirnos a los hombres del siglo XXI, a los hombres de la generación del año 2000.
Por eso podemos seguir titulándolo como lo hice yo hace un cuarto de siglo; algo que recuerdo ahora con orgullo.
En efecto, en 1976 decía de él:
«Carlos V. Un hombre para Europa».
Pues bien, hoy, de cara al nuevo milenio, entiendo que podemos recordarlo de modo similar:
«Carlos V, el único Emperador del Viejo y Nuevo Mundo; un hombre para la Europa del año 2000».


01.jpgLa gran reina Isabel seria, reflexiva, consciente de su papel histórico, la verdadera fundadora del Imperio. Óleo de Juan de Flandes. Academia de la Historia (Madrid).


Fernando el Católico el más astuto de su tiempo y el que admiró a Maquiavelo. Óleo anónimo. Museo de Bellas Artes (Poitiers)02.jpg


03.jpgEsta hermosa mujer de generoso escote nada hace prever su dramático destino. Juana la loca, por Juan de Flandes, Museo de Historia (Viena)


Margarita la tía de Carlos V, en cuya corte de Malinas creció y se educó el emperador. Óleo de Bernard van Orley. Colección de Mme. Tudor Wilkinson (París)04.jpg


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La cuna de Carlos V, Gante, ciudad donde el 24 de febrero de 1500 nacía el Emperador. Óleo conservado en el museo Byloke

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Los seis hijos de Juana la Loca juntos, sin duda, por un deseo materno pues Fernando y Catalina crecieron separados de sus hermanos. Anónimo flamenco. Museo de Santa Cruz (Toledo)

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Primera representación conocida del Emperador, de niño, con sus hermanas Leonor e Isabel. Anónimo flamenco. Museo de Historia (Viena)

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En Malinas puso su corte Margarita de Austria, la tía de Carlos V y en ella pasó su niñez el Emperador. Grabado de la época.

09.jpgEl grupo familiar de los Austrias presidido por el emperador Maximiliano. Óleo de Bernard Strigel en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)

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Este es el pequeño puerto asturiano de Tazones, el que vió Carlos V en su primer viaje a España en 1517.

11.jpgCarlos V sentirá un particular afecto por su hermana pequeña, quien tan penosamente se había criado en Tordesillas, luego gran reina de Portugal. Grabado de Franz Huys, Biblioteca Nacional (Madrid).


Fernando I es el hermano en quien Carlos V confía para mantener la hegemonía de la casa de Austria sobre Europa, pero tras la crisis de 1552 todo se vuelve incierto. Óleo de Bernard van Orley. Colección particular (Madrid)12.jpg

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Carlos V quería mostrarse como el heredero del legendario Carlomagno, quien tenía en Aquisgrán su corte y donde Carlos V fiel a la tradición pidió ser coronado. Vista general de la catedral

14.jpgEnrique VIII pasó de ser uno de los más fieles aliado de Carlos V como marido de Catalina de Aragón a uno de sus adversarios, hasta que la muerte de Ana Bolena permitió entablar nuevas relaciones. Óleo de Hans Holbein, Museo Tyssen, Bornemisza (Madrid).


La rebelión de las comunidades de Castilla fue el suceso más grave ocurrido en España a comienzos del reinado de Carlos V. En el documento se lee la sentencia de muerte es sus cabecillas, Padilla, Bravo y Maldonado. Archivo de Simancas.15.jpg


16.jpgLutero el gran heresiarca, uno de los personajes más importantes del siglo, cuya doctrina tanto repercutió en la Europa de su tiempo. Óleo de Lucas Cranah. Museo de Nüremberg

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Momento histórico: la presencia de Lutero en Dieta imperial de Worms, en 1521, donde surgió su definitivo aparcamiento de Roma. Salvoconducto expedido en favor de Martín Lutero.

Guillermo de Chièvres fue el único valido quien tuvo Carlos V. Cuando muere, en 1521, el emperador se convertirá en su propio valido. Óleo anónimo. Museo de Bellas Artes (Bruselas)018.jpg


019.jpgNicolás Perrenot de Granvela afianzó su carrera tras su paso como embajador imperial en París. Fue el consejero de Carlos V para la política exterior. Óleo de Tiziano en el Museo de Bellas Artes de Besançon


El que sería cardenal Granvela bajo Felipe II, también tuvo un destacado papel en la corte imperial en los últimos años del reinado de Carlos V. Retrato de Antonio Perrenot de Granvela. Grabado de Lambert Suavius. Biblioteca Real (Bruselas)020.jpg
021.jpgFrancisco de los Cobos fue la figura que dirigió la Hacienda Imperial ayudando eficazmente al Emperador aunque también a su casa. Tuvo fama de corrupto. Óleo anónimo. Colección de los duques de Alba (Madrid)


El duque de Alba. Óleo de Antonio Moro. Museo Real de Bruselas022.jpg


023.jpgEl cardenal Tavira en la figura más importante en la Corte hispana, en especial durante la primera regencia de Felipe II, en 1543. Grabado de la época. Biblioteca Nacional de Madrid


La increíble victoria de Pavía, con procesamiento del mismo rey Francisco primero en Francia, suscitó las más diversas reacciones. En su carta al emperador, el almirante de Castilla le advierte sobre el peligro de no aprovecharla al fondo archivo de Simancas024.jpg


025.jpgEn la geografía sentimental de Carlos V, la villa de Tordesillas tendría una importancia especial por estar allí recluida su Madre Juana la Loca


Hermoso bajorrelieve de Jean Mone, en el castillo de Gaesbeck, en el que aparece el emperador abrazando a la emperatriz mientras su diestra busca la mano de la amada027.jpg

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La villa de Madrid todavía no se había convertido en la capital de la monarquía, pero en su alcázar vivió muchas jornadas Carlos V y en ella firmó con Francisco I el tratado que lleva su nombre. Grabado del siglo XVI.

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Sevilla nos trae al punto la imagen de la boda imperial celebrada en la primavera de 1526 grabado de la obra Civitatis Orbis Terrarum, de Jorge Braun

029.jpgLa natural elegancia de la emperatriz Isabel quien la patente en esta soberbia escultura de León Leoni que custodia el museo del Prado (Madrid)

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En Granada y como prueba de su admiración por la Alhambra, Carlos V mandó edificar un hermoso palacio renacentista que sigue llevando su nombre. Vista de la ciudad en el siglo XVI. Grabado de Heylan

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Don Carlos y la emperatriz Isabel en un lienzo que Rubens copió de Tiziano. Colección de los duques de Alba (Madrid)

Francisco I, el rey renacentista, el protector de Leonardo da Vinci, pero también el sempiterno rival de Carlos V. Museo del Louvre (Paris)032.jpg

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Roma, como capital de la cristiandad, tenía que atraer al Carlos V. Allí pronunciaría ante el Papa y el colegio cardenalicio su famoso discurso en español en 1536. Grabado que representa el asedio al castillo de Sant'angelo 1527, Biblioteca Nacional de Madrid

034.jpgEste grabado de Nicolás Hogenberg nos muestra las dos cabezas de la cristiandad, Clemente VII y Carlos V en su triunfal desfile en Bolonia con motivo de la coronación imperial de 1530


Felipe II, en los tiempos en que el príncipe heredero aspirante al imperio. Óleo de Tiziano museo del prado (Madrid)035.jpg

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Bruselas nos evoca las jornadas de 1555 cuando Carlos V abandonó el poder más vencido por los achaques que por sus enemigos. Vista de la ciudad en el siglo XVI. Grabado en la Biblioteca Real de Bruselas.

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Viena nos trae el recuerdo del terrible cerco sufrido en 1529 frente a Solimán el Magnífico. Tres años después el César acudiría Viena ante la amenaza de un nuevo asalto turco, convirtiéndose así en el defensor de la universitas Christiana. Grabado de Cuerenhert en la biblioteca real de Bruselas

038.jpgEl retrato que convierte a Tiziano en el pintor de Carlos V. Es la gallarda postura del que acaba de liberar a Viena del acoso turco. Museo del Prado (Madrid)

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Las tropas desfilan en Barcelona ante el emperador, prestas para el combate que habían de protagonizar las ardientes arenas de Túnez, en aquel verano de 1535. Tapiz de la conquista de Túnez. Palacio Real (Madrid)

Delicioso retrato de María de Austria cuando todavía era joven reina de Hungría. Después se convertiría en la mejor consejera de Carlos V. Óleo de Hans Knell en el Museo del Estado de Baviera040.jpg


041.jpgLa muerte del emperatriz Isabel fue el golpe más duro sufrió por Carlos V. En su carta a Cobos el médico de la corte Villalobos deja traslucir su reservas sobre cómo se trataba a la enferma temiendo que por hablar más se le acusara "de agudo" y el que se acordasen del "puto de mi agüelo". Archivo de Simancas

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Toledo fue la principal cabeza de la rebelión comunera. Sin embargo, el César escogió con frecuencia para su morada y el asiento de España. Grabado de la obra Civitatis orbis Terrarum, de Jorge Braun

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Visita de Argel en el siglo XVI documento conservado en el archivo de Simancas

Iglesia vallisoletana de San Pablo, donde se reunieron las primeras Cortes de Castilla, convocada por Carlos V en 1518.044.jpg


045.jpgLa reina Germana de Foix en su juventud con esbelta figura muy lejos de la obesidad que más tarde padecería. Museo de Bellas Artes (Valencia).


El secretario de turno recoge "los cabos" del testamento de la reina Germana de Foix, poniendo en segundo lugar el collar de perlas dejado "a la Serenísima Señora Infanta doña Isabel, hija de su majestad". Archivo de Simancas046.jpg

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La mayor gesta de todo el siglo: la vuelta al mundo realizada por Magallanes y Elcano, patrocinada por Carlos V. Mapa del viaje de Magallanes por Batista Agenese, 1545

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Paralelo al vuelo imperial en Europa es el despliegue de los nautas y conquistadores en América, y no ajeo a ellos Carlos V, que si en 1519 había apoyado a Magallanes en 1528, lo hace nada menos que a los dos principales figuras de la conquista, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, que coinciden en España en ese año, siendo bien recibidos por el emperador. Galeón del siglo XVI, por Brueghel

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El concilio de Trento, de tanta importancia en la historia de la iglesia, fue apoyado con toda su fuerza por Carlos V, con el envío de obispos y teólogos españoles. En este caso, siendo imposible que acudiera Vitoria aquejado ya de enfermedad mortal. Grabado de la época.

050.jpgAunque Carlos V logró que Pablo III convocara el concilio de Trento, jamás consiguió que se apartara de la neutralidad en las guerras con Francisco I. Óleo de Tiziano en la Galería de Arte Antiguo en Roma
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La obra maestra de Tiziano. Carlos V a caballo galopando lanza en ristre por los campos de Mühlberg a solas con su victoria. Museo del Prado (Madrid)051.jpg


052.jpgTiziano nos deja también la estampa del emperador postrado en un sillón más que viejo envejecido por tantos achaques y tanto bregar en los campos de la Media Europa. Óleo en la pinacoteca de Münich.

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De Innsbruck tan vinculada a su abuelo Maximiliano I, hubo de salir Carlos V en 1552, ante el peligro de ser cogido prisionero por Mauricio de Sajonia. Interior de la iglesia palatina o de los franciscanos

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Este es el postrer refugio de César: Yuste, un lugar perdido en la región extremeña de la Vera. Al lado del palacete de Carlos V, el convento jerónimo para mostrarnos los profundos sentimientos religiosos del emperador

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Notas:
[1] Cit. por Francisco de Laiglesia: Estudios históricos, I, pág. 376; es un texto revelador, que en su momento glosaremos con el detalle que merece.
[2] Un problema tremendo para la juventud universitaria de entonces, en cuyo Bachillerato lo normal era estudiar solo la lengua francesa.
[3] G. Heine, Briefe an Kaiser Karl V, geschrieben von seinen Beichvater in dem Jahren 15301532 (Berlin, 1848).
[4] J. J. Döllinger, Dokumente zur Geschichte Karls V und Philipps II und ihre Zeit (Ratisbona, 1862).
[5] A. von Druffel, Beiträge zur Reichsgeschichte (1546-1555)(Múnich, 1873-1882, 4 vols).
[6] L. Gachard, Correspondence de Charles V et d’Adrien VI(Bruselas, 1859).
[7] Del mismo, Retraite et mort de Charles Quint au monastère de Yuste: Lettres inédites (Bruselas, 18545-1855, 3 vols).
[8] W. Bradford, Correspondence of the Emperor Charles V and his ambassadors at the Courts of England and France (Londres, 1850).
[9] Reiffenberg, Lettres sur la vie intérieure de l’Empereur Charles Quint de Guillaume van Male (Bruselas, 1843).
[10]Isabel de Portugal (Madrid, 1951, con largo Apéndice documental en que recogen 114 cartas de la Emperatriz a Carlos V entre 1528 y 1538, sitas en el Archivo de Simancas).
[11]Korrespondenz Ferdinands I (Viena, 1912-1977, 5 vols).
[12] Lisboa-París, 1994.
[13]El emperador Carlos V y su Corte, según las cartas de don Martín de Salinas, 1522-1539 (Madrid, 1903).
[14] Madrid, Alianza Editorial, 1994
[15]Codoin, vol. XIV, págs. 5-284 y XCVII, págs. 213-284
[16]Ibídem, vol. LXXXVIII, págs. 512-521.
[17]Ibídem, vol. LI, págs. 563 y 574.
[18]Memorial Histórico Español, tomos XXXV a XL. Para la autoría de Tomillo véase el importante estudio de Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, Las Comunidades como movimiento anti-señorial, Barcelona, 1973, pág. 82. Se trata de un caso muy frecuente en que el historiador de turno acude al archivero para que realice esa tarea como experto, sin después mencionarlo. Hay ahí materia suficiente para toda una Tesis Doctoral, el día en que un joven (o una joven, claro) archivero de Simancas se decida a ello. De ahí el marcado contraste que ofrecen no pocos estudios de esta época, entre el anodino texto y el suculento apéndice documental, como es el caso de la obra de Mazarío Coleto ya mencionada.
[19]Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla publicados por la Real Academia de la Historia, Madrid, 1882-1903, vols. IV y V.
[20] Francisco de Laiglesia, Estudios Históricos (1515-1555), Madrid, 1918, 3 vols.; en particular, para los discursos carolinos ante las Cortes, el vol. I, págs. 335-486.
[21] La breve, pero personalísima intervención de Carlos V ante la Dieta de Worms está publicada por A. Wrede en: Reichstagsakten, II, (Gotha, 1896), págs. 594-596. Es el texto francés escrito por el propio Emperador, según la copia, confrontada con el original, realizada por el secretario Jean Lallemande.
[22] A. Morel-Fatio, «L’espagnol, langue universelle» (en Bul. Hispanique, 1913, XV, págs. 207225). Salvador de Madariaga corrigió este texto, incorporándolo como documento anejo a su ensayo sobre el Emperador, Carlos V, Barcelona, ed. 1980, págs. 137 a 142.
[23] Puede seguirse el texto recogido por el cronista Sandoval,Historia del emperador Carlos V, Madrid, ed. Carlos Seco, 1956, III, págs. 478-481.
[24] Madrid, 1914. El lector podrá apreciar en qué medida soy deudor de la ingente tarea de aquel benemérito estudioso carolino, gracias al ejemplar que me facilitó desde el primer momento la Fundación Academia Europea de Yuste. Recordemos que el constante viajar de Carlos V ya había sido recogido por Jean de Vandenesse entre 1510 y 1551, publicado por W. Bradford (Londres, 1850).
[25] Pedro Mejía, Historia de Carlos V, ed. crítica con estudio preliminar de Juan de Mata Carriazo, Madrid, 1945.
[26] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. Blázquez y Beltrán, Madrid, 19201925, 5 vols. Para las relaciones entre Carlos V y Alonso de Santa Cruz, véase la obra del profesor Carriazo, Alonso de Santa Cruz. Crónica de los Reyes Católicos, ed. crítica, Sevilla, 1951, vol. I.
[27] Sandoval, Crónica del emperador Carlos V, ed. con estudio preliminar de Carlos Seco, Bibl. Aut. Esp., vols. LXXIX-LXXXII, Madrid, 1956.
[28] Juan Ginés de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. crítica y traducción de Elena Rodríguez Peregrina; estudio histórico y notas a la traducción de Baltasar Cuart Moner (Pozoblanco, 19951996, 2 vols. aparecidos, que llegan hasta 1532; la Real Academia de la Historia publicó la ed. latina).
[29] Gonzalo de Illescas, Jornada de Carlos V a Túnez, Bibl. Aut. Esp., vol. XXI, págs. 451-458
[30] Luis de Ávila y Zúñiga, Comentario a la guerra de Alemania, Bibl. Aut. Esp., vol. XXI, págs. 409-449.
[31] César Girón, Crónica del Emperador, ed. crítica de Juan Sánchez Montes, Madrid, Escuelas de Historia Moderna, 1964.
[32] Francisco López de Gomara, Anales del emperador Carlos V, ed. crítica de R. B. Merriman, Oxford, 1912.
[33] Francisco de Zúñiga, Crónica de Carlos V, Bibl. Aut. Esp., vol. XXXVI, págs. 9-62; reed. crítica, con introducción y notas de Diane Pamp de Avalle-Arce, Barcelona, 1981.
[34] L. Dolce, Vita dell’Imperatore Carlo Quinto, Venecia, 1561.
[35] Florencia, 1550-1552, ed. castellana de Gaspar de Baeza, Salamanca, 1562-1563, 2 vols.
[36] Gonzalo Jiménez de Quesada, El Antijovio, ed. dirigida por Rafael Torres Quintero, con prólogo de M. Ballesteros Gaibrois, Bogotá, 1952.
[37] Pierre de Bourdeille, Señor de Brantôme, fue un curioso personaje de la segunda mitad del siglo XVI (1537-1614), de vida aventurera. Su obra ha sido recientemente traducida, con estudio crítico, por Juan Quiroga (seud.), Gentilezas y bravuconadas de los españoles, Madrid, ed. Mosand, 1996.
[38]Relazioni degli ambasciatori veneti al Senato (ed. por Alberi, Florencia, 1839-1836). Informes muy divulgados a través de la obra de Gachard, Relations des ambassadeurs vénitiens sur Charles Quint et Philippe II (Bruselas, 1856), si bien en ella no se recoge la del embajador Contarini (véase mi estudio «Cuatro semblanzas de Carlos V», en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, 1958, núms.107-108, págs. 183-194).
[39] Leipzig, 1877.
[40]Rivalité de François Ier et de Charles Quint, París, 1875, 2 vols.
[41]The history of Charles V, Londres, 1897, 2 vols.
[42]Charles-Quint, publicado en la colección belga Biographies nationales, III, Bruselas, 1872, págs. 523-960.
[43]Carlos V, el emperador y el Imperio español en el Viejo y Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1940.
[44] Karl Brandi, Kaiser Karl V: Werden und Schickal einer Persönlichkeit und eines Weltreiches (Múnich, 1.ª ed. 1937, 2 vols.); existe trad. Española del vol. I de M. Ballesteros Gaibrois (Madrid, 1943), pero no del II, dedicado a las fuentes carolinas.
[45] Aparecidas en las Nachrichten von der Gesellschaft der Wissenschaften zu Göttingen desde 1930 y recogidas después con el título Berichte und Studien zur Geschichte Karls V (Göttingen, 1941-1942, 2 vols.) con trabajos, entre otros, de F. Walser, Otto Adalbert Graf Looz-Corswaren, Franz Stick y el propio Karl Brandi. Para mí resultó de inestimable valor la regesta de la correspondencia de Carlos V con Felipe II entre 1539 y 1556, sita en Simancas, realizada por LoozCorswaren (Berichte…, op. cit., II, 1936, págs. 227-268). Útil también el estudio de Franz Stix sobre varias claves de la correspondencia cifrada de Carlos V (Ibídem, 1936, págs. 207-226 y 1937, págs. 61-70).
[46] Madrid, Espasa Calpe (Col. Austral), 1942; 1.ª ed. inglesa, 1938.
[47] Göttingen, 1957.
[48] París, Albin Michel, 1969; con un Apéndice a cargo de Gérard Walter sobre las fuentes carolinas que no aparece en la traducción española de Ignacio Gaos (Barcelona, ediciones Grijalbo, 1980). También se adjuntan las Memorias del Emperador, posiblemente por decisión de la editorial, pero teniendo en cuenta la pobre edición de Kervyn de Lettenhove (Bruselas, 1862); cf. mi estudio «Las Memorias de Carlos V», en Poder y sociedad en la España del Quinientos, Madrid, Alianza Universidad, 1995, págs. 138-141.
[49] Henri Lapeyre, Carlos V, Barcelona, ¿Qué sé?, 1972.
[50] Londres, 1956; ed. española, El Emperador Carlos V, Barcelona, Editorial Juventud, 1976.
[51] Martyn Rady, Carlos V (Madrid, Alianza Editorial, 1991; 1ª ed. inglesa, 1988). Sobre algunos defectos en cuanto a las fuentes, cf. que utiliza la edición de Leonard Simpson de las Memorias del Emperador (Londres, 1862), orillando las posteriores de A. Morel-Fatio y la mía misma; caso similar del traductor español, que recurre a la versión de Luis de Olona, también de aquellos años (véase sobre esto lo que indico en mi libro Poder y sociedad…, op. cit., págs. 138-141).
[52] H. G. Koenigsberger, «El Imperio de Carlos V en Europa» (Historia del mundo moderno, de la Universidad de Cambridge, ed. española, Barcelona, ed. Sopena, 1970). Son solo 25 páginas, pero verdaderamente excelentes, en un tomo dedicado a la época de la Reforma que tuve el privilegio de poder prologar para la edición española.
[53] Pierre Chaunu, L’Espagne de Charles Quint (París, 1973); ed. española, La España de Carlos V, Barcelona, 1976-1977, 2 vols
[54] Joseph Pérez, Carlos V, Madrid, 1999. También J. Pérez intenta realizar algo más que la biografía del Emperador, hasta tal punto que el capítulo dedicado a las Indias supone la quinta parte del libro.
[55] Buenos Aires, Espasa Calpe (Col. Austral), 1946; 1.ª ed., 1937. En el mismo tomito se incluyen otros estudios dedicados a Carlos V, Felipe II y el príncipe don Carlos, de forma que la parte dedicada a la Reina apenas abarca 80 páginas.
[56] Michael Prawdin, Juana la Loca, Barcelona, Juventud, 1953.
[57] En todo caso, véanse las págs. que le dedico en mi reciente libro Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1998; 9ª ed., abril, 1999, págs. 19 y sigs.
[58] Garrett Mattingly, Catalina de Aragón, Buenos Aires, 1942; 1.ª ed. inglesa, Boston, 1941.
[59] Hayward Keniston, Francisco de los Cobos, Secretario de Carlos V, Madrid, Editorial Castalia, 1980.
[60] Sevilla, 1997; se trata de un trabajo premiado por la Diputación Provincial de Sevilla en 1958, con motivo del IV Centenario de la muerte del Emperador, y ahora publicado con Introducción de Antonio Domínguez Ortiz. Es un estudio muy erudito, aunque no fácil de leer.
[61] Barcelona, Crítica, 1992; 1.ª ed. inglesa, 1988
[62] Madrid, Espasa Calpe, 1940; publ. en la Col. Austral con otros ensayos. De ahí arranca la célebre polémica en torno al idearium político de Carlos V (véase, sobre esto, mi estudio Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., págs. 51 y sigs.
[63] R. Menéndez Pidal, «Un Imperio de paz cristiana» (Introducción al t. XX de la Historia de España de su nombre, Madrid, Espasa Calpe, 1996, 6ª ed.; 1ª ed. de 1966, págs. XI-LXXII. ¿Cómo no recordar yo ahora aquel verano de 1964 en el que pasé jornadas tan emotivas con el insigne maestro, cuando don Ramón tenía en sus manos el Prólogo a mi libro carolino? Con una agilidad increíble para su edad —pues ya había cumplido los 95 años—, aún era capaz de subir los peldaños necesarios para alcanzar cualquier libro que deseara mostrarme, en aquel amplio despacho cuyos ventanales daban a un hermoso jardín; tan hermoso que un día le dije: «¡Qué gran jardín para sus paseos!». Y me contestó, de inmediato: «Para mí, no. Yo no tengo tiempo para eso. Para mis nietos». O acaso me dijo que para sus biznietos, ya no lo recuerdo bien.
[64] En Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid, 1958, núm. 113, págs. 93-117).
[65] Madrid, Inst. Est. Políticos, 1958. No puedo menos de aprovechar esta oportunidad para rendir mi homenaje personal a aquel gran historiador, a quien encontré con apoyo decisivo, en dos momentos importantes de mi vida intelectual: cuando me fue concedido el Premio Nacional Historia de España en diciembre de 1985 (como supe después por otros miembros del Jurado), sin que ni siquiera entonces tuviéramos trato alguno, y al ser el primer firmante para mi candidatura como académico (en unión de otros dos eminentes historiadores, los profesores José María Jover Zamora y Carlos Seco Serrano), el 9 de mayo de 1986.
[66] Un tema, el de las Comunidades castellanas alzadas contra Carlos V a principios de su reinado, al que por otra parte dediqué tantas horas y no pocas investigaciones, y que está además unido al recuerdo de la primera Tesis Doctoral que dirigí: la del catedrático hoy de la Universidad Complutense, el profesor Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, defendida en 1971 y publicada poco después con el título Las Comunidades como movimiento antiseñorial (Barcelona, Planeta, 1973), que tuve la satisfacción precisamente de prologar. En todo caso, a recordar la magistral obra de Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla(Madrid, 1971; 1ª ed. francesa de 1970) así como para las Germanías valencianas el mejor estudio es el de Ricardo García Cárcel, Las Germanías de Valencia (Barcelona, 1975) que, como en el caso de Gutiérrez Nieto, constituyó su Tesis Doctoral. Y en cuanto a Mallorca, los estudios de José Juan Vidal, empezando por «Una aproximación al estudio de las Germanías de Mallorca» (Bol. Cámª. de Comercio, Ind. y Nav. de Mallorca, 1973, núm. 681, págs. 141-188).
[67]The cloister-life of the emperor Charles the Fifth (Londres, 1851).
[68]Charles Quint; son abdication, sa retraite, son séjour et sa mort au monastère de Yuste (París, 1852).
[69]Retraite et mort de Charles Quint au monastère de Yuste(Bruselas, 1854). Gachard aporta además otra documentación simanquina.
[70]La inquietud postrimera de Carlos V (Cáceres, 1957-1958).
[71] El ocaso del Emperador (Madrid, 1995).
[72]Miscelánea Comillas, 1958.
[73] Afortunadamente todas publicaron magníficos Catálogos: Charles-Quint et son temps, Gante, Museo de Bellas Artes, 1955.Sonderausstellung Karl V, Viena, Kunsthistorisches Museum, 1958.Carlos V y su ambiente, Toledo-Madrid, 1958. Añádase la exposición organizada en Barcelona por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, con su publicación Carlos V y su época: Exposición bibliográfica y documental, Barcelona, 1958.
[74] He aquí el índice de sus trabajos: Bataillon, La Cour découvre la Nouveau Monde; Terlinden, La politique de Charles-Quint et les enseignements d’Erasme; F. A. Yates, Charles Quint et l’idée d’empire; P. du Colombier, Les triomphes en images de l’empereur Maximilien Ier; S. Anglo, Le Camp du Drap d’Or et les entrevues d’Henri VIII et de Charles-Quint; Paul Kast, La musique et les musiciens de la chapelle de Fancois Ier au Camp du Drap d’Or; H. Baillie, Les musiciens de la chapelle d’Henri VIII au Camp du Drap d’Or; H. Heusch, Le Sacre de Charles-Quint à Aix-la-Chapelle; J. Robertson, L’Entrée de Chales-Quint à Londres en 1522; A. Rodríguez-Moñino, Vasco Díaz Tanco témoin du couronnement de Charles-Quint; A. Chastel, Les Entrées de Charles-Quint en Italie; V. L. Saulnier, Charles-Quint traverse la France: ce qu’en dirent les poètes français; N. Bridgman, La participation musicale à l’entrée de Charles-Quint à Cambrai en 1540; P. Brachin, La «Fête de Rhétorique» de Gand (1539); A. van Eislander, Les Chambres de Rhétorique et les fêtes du règne de Charles-Quint; L. van Puyvelde, Les Joyeuses Entrées et la peinture flamande; M. Lageirse, La Joyeuse Entrée du Prince Philippe à Gand en 1549; A. Corbet, L’Entrée du Prince Philippe à Anvers en 1549; D. Devoto, Folklore et politique au Château Ténébreux; D. Heartz, Un Divertissement de palais pour Charles-Quint à Binche; S. Speth-Holterhoff, Le Palais des Bergen op Zoom; S. Williams, Les Ommegangs d’Anvers et les cortèges du Lord-Maire de Londres; C. A. Marsden, Entrées et fêtes espagnoles au XVIe siècle; J. Jacquot, Panorama des fêtes et cérémonies du regne. (Fêtes et cérémonies au temps de Charles-Quint, París, CNRS, 1960).
[75]Charles-Quint et son temps, París, 1958
[76]Karl V. Der Kaiser und seine Zeit, Colonia, 1960
[77] El Instituto de Cultura Hispánica tiene recogidas las principales ponencias en volumen tirado a multicopista (Madrid, 1958), que merecería la pena fuesen impresas, al menos en su mayoría.
[78] Libros de homenaje a Carlos V fueron impresos por las Universidades de Granada y Barcelona. Asimismo las revistas de Archivos, Bibliotecas y Museos, Cuadernos Hispanoamericanos e Historia lanzaron números especiales. Una relación muy completa de los estudios aparecidos fue publicada por E. Benito Ruano, Hispania, LXXXIII, Madrid, 1958, págs. 742-782.
[79]Carlos V (1500-1558). Homenaje de la Universidad de Granada, Granada (1958). Estudios carolinos, Universidad de Barcelona, 1958.
[80]Charles-Quint et son temps (París, 1959).
[81]Karl V. Der Kaiser und seine Zeit (Colonia, 1960).
[82]Carlos V…, op. cit., págs. 219-232.
[83]Ibídem, págs. 111-208.
[84]Ibídem, págs. 41-77.
[85]Ibídem, págs. 461-467
[86]Ibídem, págs. 257-270
[87]Ibídem, págs. 595-641.
[88]Ibídem, págs. 331-372.
[89]Ibídem, págs. 17-25.
[90]Ibídem, págs. 26-39.
[91]Estudios carolinos, op. cit., págs. 53-65.
[92]Ibídem, págs. 37-51.
[93]Ibídem, págs. 95-113.
[94]Charles Quint…, op. cit., págs. 1-8.
[95]Ibídem, págs. 9-22.
[96]Ibídem, págs. 61-76.
[97]Ibídem, págs. 203-225.
[98]Ibídem, págs. 77-92.
[99]Ibídem, págs. 37-50.
[100]Ibídem, págs. 191-202.
[101]Ibídem, págs. 93-112.
[102]Ibídem, págs. 177-190.
[103]Karl V…, op. cit., págs. 1-20.
[104]Ibídem, págs. 21-37.
[105]Ibídem, págs. 104-117
[106]Ibídem, págs. 138-143.
[107]Ibídem, págs. 94-103
[108]Ibídem, págs. 211-217. Un ensayo brillante, como de aquel gran maestro, si bien con algunos errores en la cronología carolina, a salvar por el lector.
[109] Madrid, Rialp, 1987 (1.ª ed., 1963). Un libro que tuve la fortuna de prologar, gracias a la generosa amistad de su autor, con el que me unían grandes lazos de admiración y afecto, desde la etapa en que fui su profesor adjunto, cuando el profesor Jover se incorporó como Catedrático de Historia Moderna a la Universidad Complutense
[110] Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1943-1967, 3 vols. Difícilmente se podrá expresar lo que fue la obra de Carande, no ya para el mejor conocimiento del reinado de Carlos V, sino como un nuevo modo de enfocar el pasado. A partir de entonces, Carande se convirtió en el maestro de muchos historiadores españoles; yo mismo por tal lo tuve, aun sin conocerle. De ahí que me atreviera a pedirle que aceptase el ser propuesto como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca en 1984, cuando ya don Ramón andaba por los 96 ó 97 años. Y don Ramón aceptó, por pura bondad. ¿Qué suponía en su Curriculum aquella distinción, cuando estaba tan cargado de honores y distinciones? Pero aceptó, y así pude tener el privilegio de ser su padrino en aquel acto (véase la publicación de la Universidad de Salamanca, Doctorado Honoris Causa del Excmo. Sr. Don Ramón Carande y Thovar, Salamanca, 1984, donde se inserta acaso el último discurso pronunciado por aquel tan eminente como longevo historiador).
[111] A quien le interese esta cuestión con más detalle puede ver las páginas que le dedico en mi reciente libro Poder y sociedad en la España del Quinientos (op. cit., págs. 117 a 141).
[112] Exactamente de 1620.
[113] Kervyn de Lettenhove, Commentaires de Charles Quint (Bruselas, 1862).
[114] Leipzig, 1862.
[115] Londres, 1862.
[116] Madrid, 1862.
[117] Alfred Morel-Fatio, Historiographie de Charles Quint. Première partie suivie des Mémoires de Charles Quint (París, 1913).
[118] Leopold Ranke, «Bemerkung über die autobiographischen Kaisers Karls V» (en Deutscher Geschichte im Zeitalter der Reformation, ed. por P. Joachimsen, Múnich, 1926, VI, pág. 79; ensayo que apareció por primera vez en 1868).
[119] Karl Brandi, «Die Politischen Testamente Karls V» (en Berichte und Studien zur Geschichte Karls V, op. cit., Gotinga, 1930, pág. 288).
[120] Como indico en mi libro Poder y sociedad…, no se puede ser severo con lo hecho por Luis de Olona, un escritor de mediados del siglo XIX especializado en la traducción de «vaudevilles» franceses para atender la demanda del público madrileño de la época, y sin la menor preparación como historiador para acometer aquella tarea. Había sido movido por la notoria oportunidad del tema, al conocer la noticia en aquel mismo año de 1862.
[121] Por pena, con el dolor de que el profesor Alcázar no pudiese verlo (m. en 1958). Por eso se lo dediqué a su memoria: Manuel Fernández Álvarez, Carlos V. Memorias, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1960, con una Introducción de 33 págs., 96 notas al texto e índices de personas y lugares citados por Carlos V.
En 1979 las incorporé al Corpus documental de Carlos V, en el vol. IV, págs. 459 a 567, elevando su aparato crítico a 209 notas.
Hemos citado ediciones en francés, alemán, inglés y español. Desde 1976 también contamos con otra en italiano, a cargo de Bruno Anatra (Florencia, 1976), con breve, pero importante Introducción. Finalmente debemos a un infatigable investigador, Vicente de las Cadenas, la reproducción fotográfica del manuscrito portugués custodiado en la Biblioteca Nacional de París, en su estudio Las supuestas «Memorias» del Emperador Carlos V, Madrid, 1988.
Y una observación postrera: pese a tantos esfuerzos, con frecuencia editores y autores siguen basándose en las malas ediciones del siglo XIX, como en el caso citado de la editorial francesa que publicó el ensayo de Madariaga sobre Carlos V, sea en la breve biografía inglesa de Martyn Rady todavía ceñida a lo hecho en 1862 por Simpson, sea en la traducción española de ese libro, donde se cambia la versión de Simpson por la de Olona con esta ingeniosa explicación: «El deficiente conocimiento del portugués de Lettenhove, unido a la “retraducción” de Simpson han hecho que para ajustarnos lo más posible a la intención del autor hayamos escogido la edición de Olona y no ediciones más modernas y más ajustadas al manuscrito original» (op. cit., pág. 109, nota).
Para terminar, añadiré que dediqué muchas jornadas a investigar en los principales archivos españoles, tratando de encontrar el original u otra copia de las Memorias del Emperador (cf. mi libro citado, Política mundial de Carlos V y Felipe II, págs. 5 a 12), sin resultado alguno.
[122] Especialmente, en los Archivos Generales del Reino
[123] En los fondos de ms. españoles de la Biblioteca Nacional parisina.
[124]Política mundial de Carlos V y Felipe II, con importante Prólogo del profesor Vicente Palacio Atard, Madrid, Escuela de Historia Moderna del CSIC, 1966.
[125] Era importante, en efecto, confrontar la veracidad o falsedad de las supuestas Instrucciones de Carlos V a Felipe II de 1555, que tanto juego habían dado en la educación de los príncipes de la Europa moderna. Publicadas en 1699, en versión francesa, por Teissier (Instruccions de l’Empereur Charles V à Philippe II, del que nuestra Biblioteca Nacional posee la segunda edición de La Haya, 1700), auténticas según el profesor austriaco Bruno Stübel, quien a su vez publicó en 1905 una copia alemana de las mismas, con ligeras variantes (en la revista Archiv für östereichische Geschichte, Viena, 1905, t. XCIII, pág. 181-248), habiéndose preocupado anteriormente por el tema en su estudio publicado en la rev. Mitteilungen des Instituts für österreichische Geschichtsforschung (t. XXII, 1902, págs. 611-638); pero falsas según E. W. Mayer que hizo un erudito estudio de las mismas, a través de todas las copias manuscritas que se conocían (en la rev. alemana Historische Zeitschrift, 1919, t. CXX., págs. 452-494). Poco más tarde, Josef Karl Mayr vuelve sobre estas Instrucciones de Carlos V, de 1555, manteniendo la tesis de un núcleo original del texto, con interpolaciones posteriores (en Historische Bläter, herausgegeben von Haus - und Staatsarchiv Wien I/2, págs. 218-251). Esa es también la opinión de otros notables historiadores, como Häbler y Merriman. La controversia tiene tanta más importancia cuanto que de ser auténticas las Instrucciones de 1555, habría de enfocarse de modo muy distinto la personalidad del Emperador y su idea imperial. Eso llevó a Karl Brandi a un nuevo análisis del problema en Berichte und Studien zur Geschichte Karls V (publ. en Nachrichten von der Gesellschaft der Wissenschaften zu Göttingen, I, págs. 258-293), donde llega a conclusión semejante a la de E. W. Mayer respecto no solo a su falsedad, sino también a lo poco probable de que hayan existido jamás otras cualesquiera instrucciones, a raíz de la abdicación de Carlos V. Ahora bien, que Teissier quisiera adoctrinar a mediados del siglo XVII a su principesco discípulo luterano con unas supuestas instrucciones políticas de Carlos V nos demuestra, al menos, el alto magisterio que seguía manteniendo el Emperador un siglo después de su muerte, en el terreno de la ética política.
[126] Contrato que firmaban, por la Fundación Juan March, D. Cruz Martínez Esteruelas, por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, D. Ángel González Álvarez, y por la Universidad de Salamanca, D. Pablo Beltrán Heredia (en representación de otro gran Rector, D. Julio Rodríguez Villanueva).
[127] En total, más de 800 documentos inéditos, en su gran mayoría transcriptos por mí mismo; esta aportación documental llena cuatro volúmenes, sumando unas 2.500 páginas. Cada volumen lleva su estudio introductorio. Procuré anotar cada documento, para resaltar sus puntos principales o para aclarar sus partes dudosas. Las 2.700 notas que empleé a tal fin prueban la seriedad con que tomé mi trabajo y el tiempo dedicado a ello. De ese modo, fueron saliendo los tomos, uno cada dos años. Y como la tarea se inició en 1958 y no se concluyó hasta 1981, puede decirse que tardé casi un cuarto de siglo en culminarla. Y lo señalo porque los historiadores jóvenes tienden a citar el Corpus sin más, como si fuera un fruto de la Naturaleza, olvidándose del tremendo trabajo que hay detrás de esa publicación.
[128] Madrid, Editora Nacional, 1982.
[129] Manuel Fernández Álvarez, El siglo XVI. Economía, Sociedad, Instituciones (Historia de España Menéndez Pidal, t. XIX, Madrid, Espasa Calpe, 1989, XXVIII + 749 págs.).
[130] Manuel Fernández Álvarez, La España del Emperador Carlos V (Historia de España Menéndez Pidal, t. XX, Madrid, Espasa Calpe, 1996, 6.ª ed. —la 1.ª de 1966—, con LXII págs. de la Introducción de don Ramón Menéndez Pidal, y 999 de mi texto.
[131] Madrid, Inst. Cult. Hisp., 1976; reeditado recientemente por Espasa Calpe en su Colección Austral, Madrid, mayo, 1999, 3.ª ed. (1.ª ed., febrero de 1999).
[132] Manuel Fernández Álvarez, Charles V. Elected emperor and hereditary ruler, Londres, Thames and Hudson, 1975.
[133] Manuel Fernández Álvarez, Imperator Mundi: Karl V. Kaiser des Heiligen Römischen Reiches Deutscher Nation, Stuttgart y Zúrich, 1977. Esta biografía tuvo muy diversa suerte. En España, pese a que ya habían aparecido los dos primeros tomos de miCorpus documental carolino, puede decirse que pasó prácticamente desapercibida, durmiendo los ejemplares en los sótanos del Instituto de Cultura Hispánica. En Inglaterra encontró una buena acogida y en Alemania se sucedieron las ediciones, sin que la editora alemana me lo notificara, por tratar el asunto directamente con la editora inglesa; ello aceptando el inevitable inconveniente: el de retraducir de la traducción inglesa en vez de acudir al original español; esa fue la tarea encargada por la editorial alemana a Ulrich Bracher, auxiliado por Ursel Bracher. Y aunque mi compensación económica por ese interés alemán fue prácticamente nula, tuve al menos la satisfacción de que mi libro circulara por todo el mundo germánico, tanto en la edición de lujo como en la de bolsillo.
[134] Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca (Palencia, 1994; agotado. La editorial Espasa Calpe está preparando una segunda edición).
[135]España y los españoles en los tiempos modernos (Salamanca, Universidad, 1979).
[136]La sociedad española del Renacimiento (Salamanca, Anaya, 1970; 2.ª ed., 1974).
[137]La sociedad española en el Siglo de Oro (Madrid, Editora Nacional, 1984; 2.ª ed., editorial Gredos, Madrid, 1989, 2 vols.). Esta obra recibió el Premio Nacional Historia de España en 1985.
[138] «María de Hungría, consejera imperial» (en Economía, Sociedad y Corona. Ensayos históricos sobre el siglo XVI, Madrid, 1963)
[139] «El Memorial de Luis de Ortiz» (Economía, Sociedad y Corona, op. cit., págs. 52-68. El mismo Memorial, en el Apéndice, págs. 375-462).
[140] «La época de Carlos V» (en Poder y sociedad en la España del Quinientos, Madrid, Alianza Universidad, 1995, págs. 117-225).
[141] El ya citado de Política mundial de Carlos V y Felipe II.
[142] Quiero salir así al paso a un reproche que hizo a mi Felipe II y su tiempo un destacado profesor, Gelabert: Yo no conocía bien la obra de otros historiadores, ¿en particular de los jóvenes? Y acaso no le faltase razón, pues de igual manera que a principios de la carrera —pongamos por ejemplo la Tesis Doctoral— toda la bibliografía acumulada, en especial la de los grandes maestros, nos parece poca, cuando la carga de los años es tan grande, lo que se anhela es dar a conocer lo que uno mismo lleva dentro. Ahora bien, esa experiencia es fruto, en gran medida, de los cambios de impresiones que se han ido teniendo, curso tras curso, con los compañeros de cátedra y los colaboradores. De ahí que ahora quiera y deba citarlos.
[143] También llama la atención que la Embajada alemana decidiera reunir los restos de los soldados alemanes muertos en España en las dos guerras mundiales y enterrarlos en las primeras laderas de Yuste, como para ponerlos al amparo y a la sombra del gran Emperador.
[144] Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, Palencia, Diputación Provincial, 1994, págs. 61 y 62.
[145] Véase mi libro Juana la Loca, op. cit., pág. 41.
[146] En Gante
[147] O acaso no tan ingenuamente.
[148] El rey Fernando el Católico.
[149] Isabel la Católica.
[150] Lorenzo de Padilla, Crónica de Felipe I, llamado el Hermoso (en Colección de documentos inéditos para la Historia de España—Codoin—, vol. VII —Madrid, 1846—, págs. 67 y 68).
[151] El Rey, puesto que Felipe el Hermoso ya lo había sido de Castilla, como marido de Juana.
[152] Véase mi libro La España del emperador Carlos V [en Historia de España Menéndez Pidal (HEMP)], t. XX, Madrid, 1981 —5.ª ed.—, págs. 47 y sigs.
[153] Ese era uno de los pocos libros que Carlos V tenía en Yuste. El Emperador había leído también otras obras de Olivier de la Marche, como la Vida de Felipe el Atrevido (Vie de Philipe le Hardi). (Augustín Redondo, Antonio de Guevara, Ginebra, 1976, pág. 305, nota 7.)
[154] Huizinga, El otoño de la Edad Media, Madrid, Revista de Occidente, 1945, pág. 372.
[155] Cit. por mí en Juana la Loca, op. cit., pág. 58.
[156] Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, op. cit., pág. 59.
[157] Así lo señala, certeramente, Karl Brandi: «Karls wesenhafte Frömmigkeit kann wohl nur hier ihre Wurzeln haben.» (Karl Brandi,Kaiser Karl V. Werden und Schicksal einer Persönlichkeit und eines Weltreiches, Múnich, 1964-7.ª ed., pág. 39).
[158] Instrucciones de Carlos V a Felipe II, Palamós 4 de mayo de 1543 (en Corpus documental de Carlos V, ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, Salamanca, 1973-1981, 5 vols., II, pág. 99).
[159] Luis Vives, De disciplinis (en Obras Completas, ed. Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948; II, pág. 339).
[160] Chièvres.
[161] Carlos V a Cisneros y Adriano, 7 de septiembre de 1517 (B. N., Ms., leg. 1.778, fol. 28 v); cf. Manuel Fernández Álvarez, Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 76.
[162] Así conocida como viuda, en último término, del duque de Saboya.
[163] Pedro Mártir de Anglería, «Epistolario», ed. López de Toro, en Documentos inéditos para la historia de España, vol. X, Madrid, 1955, pág. 164.
[164] Isabel la Católica, Testamento, Valladolid, ed. 1944, pág. 28.
[165] El segundo, abuelo del famoso III duque de Alba.
[166] Cit. por Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, Doña Juana I en Tordesillas, Valladolid, 1984, pág. 13.
[167] Se dijo que por tomar algunas hierbas, con la esperanza de lograr sucesión de Germana de Foix. Y acaso no las hierbas, pero sí el abuso carnal con su joven esposa tuvo la culpa del funesto resultado.
[168] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. Blázquez y Beltrán, Madrid, 1920-1925, 5 vols.; vol. I, pág. 93.
[169] Alusión a la Chancillería de Valladolid, que era la más antigua e importante, con jurisdicción sobre toda la Corona de Castilla al norte del Tajo.
[170] En realidad algunos menos, si contamos desde 1474.
[171] La carta de Valladolid a Carlos V, de 1516, recogida por Sandoval en su Crónica del emperador Carlos V, Madrid, ed. Carlos Seco, 1956, 3 vols.; vol. I, pág. 120.
[172] Sanz y Ruíz de la Peña, Doña Juana I en Tordesillas, op. cit., pág. 14.
[173] Es mi propio caso. Véase mi libro Juana la Loca, op. cit., pág. 154.
[174] Recordemos, en efecto, que la hija póstuma de Felipe el Hermoso había nacido el 14 de enero de 1507.
[175] Véase mi Juana la Loca, op. cit., págs. 154 y 155.
[176] En efecto, Cisneros había nacido en 1436. Un hombre, pues, de pleno siglo XV que prolongaba su longevidad hasta bien entrado el siglo XVI.
[177] Como tal lo titula Joseph Pérez, en su estudio La revolución de las Comunidades de Castilla, Madrid, 1977, pág. 115.
[178] Jerónimo Quintana, Historia de la grandeza de Madrid, ed. facsímil, Madrid, 1984, fols. 306 y 307.
[179] Pedro Navarro había caído cautivo de los franceses en la batalla de Rávena, en 1512; Fernando el Católico se negó a pagar el rescate exigido por Francia, lo que empujó a Pedro Navarro a pasarse al servicio de la corte de París. Fue una mezquindad del tacaño Rey Católico, olvidado de los notables servicios que le había prestado Pedro Navarro en las campañas de África
[180] Laurent Vital, Relación del primer viaje de Carlos V a España(en García de Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, Madrid, 1952, pág. 662).
[181] Los otros dos fueron, para el ilustre historiador, el desembarco de los árabes en Andalucía en el 711 y el de Colón, claro, en América en 1492.
[182] La frase en la Crónica de Laurent Vital, op. cit., pág. 675.
[183] Laurent Vital, op. cit., pág. 678: «Un gran aguacero refrescó al cortejo…»
[184]Ibídem, pág. 691.
[185] Laurent Vital, op. cit., pág. 694.
[186] Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, Palencia, 1994, pág. 163.
[187] Carlos V, Memorias, ed. crítica cit., pág. 49.
[188] Así sabemos que durante el primer viaje de los archiduques a España, en 1502, doña Juana sirvió de intérprete en la primera entrevista que Fernando el Católico tuvo con su yerno Felipe el Hermoso.
[189] En Laurent Vital, Relación del primer viaje de Carlos V a España, op. cit., pág. 700.
[190] Laurent Vital, op. cit., pág. 700
[191] Laurent Vital, op. cit., pág. 703.
[192] «Eius viri obitus hoc gravior castellanis et molestior accidit…» (Juan Ginés de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. de E. Rodríguez Pereña y Baltasar Cuart, Salamanca, 1995, vol. I, pág. 38; sigo, pues, la traducción del texto latino ofrecido en esta edición crítica, a cargo de Rodríguez Peregrina)
[193] De Cisneros con Carlos V.
[194] Santa Cruz, Crónica de Carlos V, op. cit., I, pág. 161.
[195] «… luego que llegó esta carta al Cardenal recibió tanta alteración y le tomó tan recia calentura que en pocos días lo despachó…» (Alonso de Santa Cruz, op. cit., I, págs. 161 y 162; Sandoval sigue aquí, casi al pie de la letra, la versión de Santa Cruz).
[196] Vicente de la Fuente, Cartas de los secretarios de Cisneros, Madrid, 1875, pág. 193
[197] Fernando el Católico.
[198] Carlos V, Memorias, ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, Madrid, 1960, pág. 49; cf. Corpus documental de Carlos V, vol. IV, Salamanca, 1979, págs. 487 y 488.
[199] Juana la Loca.
[200] Carlos V a Fernando, su hermano, Middelburg, 17 de septiembre de 1517 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 71-74).
[201] «… mostró la buena y humilde voluntad que hacia el Rey, su hermano, mostraba». (Laurent Vital, op. cit., pág. 704).
[202] Error del cronista, pues eran nietos de Maximiliano I.
[203] Maximiliano I.
[204] Puede que se refiera aquí, más que a Fernando el Católico, a Felipe el Hermoso, pues Laurent Vital está recordando a las grandes figuras de su patria flamenca.
[205] Laurent Vital, op. cit., pág. 704
[206] Laurent Vital, op. cit., pág. 708.
[207] Su carta postrera a Carlos V es para recordarle que, habiendo podido disponer de sus reinos de Aragón de otra manera, se los había dejado a él; que lo único que le pedía, a cambio, es que cuidara de aquella viuda que dejaba, Germana de Foix, de forma que las rentas que le había señalado en el reino de Nápoles, le fueran satisfechas. (Real Academia de la Historia, fondo Salazar, A 16, fol. 4; copia)
[208]Calendar of State Papers, Spanish, II, pág. 281; doc. 246; cf.Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 49, nota 4.
[209]Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 50, nota 4.
[210]J Jerónimo López de Ayala, conde de Cedillo, El cardenal Cisneros, Gobernador del Reino, Madrid, 1921, II, doc. 277.
[211] J. Ernesto Martínez Ferrando, Privilegios otorgados por el Emperador Carlos V en el reino de Nápoles, Barcelona, 1943; cf. José Martínez Cardós, «La política carolina ante las Cortes de Castilla» (Revista de Indias, julio-diciembre 1958, núm. 73-74, págs. 357 y sigs.).
[212] Esa es la versión que nos da en su Crónica Pedro Mexía, Historia de Carlos V, Madrid, 1945, ed. Juan de Mata Carriazo, pág. 90.
[213] Laurent Vital, op. cit., pág. 723.
[214]Ibídem, pág. 746.
[215]Ibídem, pág. 747.
[216] Cortes de 1518, discurso de la Corona (en F. de Laiglesia, Estudios históricos, Madrid, 1918, I, pág. 336).
[217] Se entiende, pues, que Carlos estaba presente en la primera sesión de las Cortes, si bien fuera Mota, como presidente de las mismas, el que hablara en su nombre.
[218]Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, Madrid, 1882, IV, pág. 261.
[219]Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, op. cit., IV, págs. 262 y sigs.
[220] Una medida que estaba en estrecha relación con la seguridad del país, como ahora podía tratarse de las armas de guerra.
[221] Véanse sobre esto las sugestivas páginas de Merriman, Carlos V, Madrid, Espasa Calpe, 1960, págs. 39 y 40.
[222] Así lo declara Carlos V en su discurso a las cortes de Zaragoza el 20 de mayo de 1518: «… fuimos subvenidos del dicho reino de Castilla en doscientos cuentos…» (Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., pág. 435).
[223] Laurent Vital, op. cit., pág. 755
[224] Véase mi estudio Juana la Locaop. cit., págs. 167 y sigs.
[225] Laurent Vital, op. cit., pág. 774
[226] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 134.
[227] Fernando el Católico a Carlos V, Últimas recomendaciones a su nieto, enero de 1516 (en Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 49).
[228] Laurent Vital, op. cit., pág. 711. Lo cual viene a coincidir con la confidencia que por aquellas fechas hacía Carlos V a su amigo Heinrich von Nassau: su interés por una dama (Karl Brandi: Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 68).
[229] Laurent Vital, op. cit., pág. 711. 
[230] Archivo Simancas, P. R., leg. 29-59; cf. mi libro Fray Luis de León, Madrid, 1991, págs. 75 y sigs.
[231]Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 56.
[232]Ibídem, pág. 51.
[233] Merriman, Carlos V, op. cit., pág. 40.
[234]  Era lo pactado en el tratado de Noyon, al que ya hemos hecho referencia, pronto olvidado.
[235] Segismundo I el Viejo, casado con Bona Sforza, duquesa de Bari, feudataria del reino de Nápoles.
[236] El discurso de la Corona, en Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., págs. 435-438.
[237] Merriman, Carlos V, op. cit., pág. 40.
[238] Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., I, pág. 480.
[239] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 200; cf. mi estudio Poder y sociedad en la España del Quinientos, Madrid, Alianza Universidad, 1995, págs. 171 y sigs.
[240] Puede verse una notable reproducción en el libro-catálogoCharles Quint et son temps, Gante, 1955, ilustración 119.
[241] Robert-Hermann Tenbrock, Historia de Alemania, Múnich, 1968, págs. 83 y sigs.
[242] Los recibiría en 1521, el año en el que casaría con Ana de Jagellón, la hermana de Luis II de Hungría.
[243] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 193
[244] Santa Cruz, op. cit., I, pág. 193.
[245] Roma hubiera preferido la candidatura sajona, en parte para que se diera un mayor equilibrio, buscando un trípode continental (imperio, Francia, España), en parte para obtener su apoyo para combatir a Lutero, cuya doctrina se estaba difundiendo rápidamente por el ducado de Sajonia (Ludwig Pastor, Historia de los Papas, VII, págs. 260 y sigs.; cf. Ranke, Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation, Múnich, 1925, I, pág. 284).
[246] Pastor, op. cit., VII, pág. 262.
[247] Solo Joaquín de Brandemburgo mostró una cierta discrepancia, al indicar que lo votaba por temor, más que por conciencia. (Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 92).
[248] Citados por Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 90.
[249] Exactamente 845.692. (Véase la nota detallada en mi libro La España del emperador Carlos V, op. cit., pág. 178).
[250] Cit. por Juan Reglá, «Carlos V y Barcelona» (en Estudios carolinos, Barcelona, 1959, págs. 40 y 41).
[251] Esto es, al momento.
[252] Carlos V al virrey de Cerdeña, Ángel de Vilanova, Barcelona, 6 de julio de 1519 (Real Academia de la Historia, Fondo Salazar, A-18, fol. 71)
[253] El Memorial de Gattinara estaba fechado a 12 de julio de 1519, seis días después, por tanto, de la llegada de la noticia (Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 93).
[254] Un lance que había provocado en 1516 la rápida intervención de Carlos, que desde un principio tuvo a sus hermanas como bazas para las alianzas matrimoniales con las casas reinantes europeas
[255] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, ed. Juan de Mata Carriazo, Madrid, 1945, pág. 112
[256] Fernando Valls-Taberner y F. Soldevila, Historia de Cataluña, Barcelona, 1957, II, págs. 166 y 167.
[257] Los concellers de Barcelona a Carlos V, Barcelona, 20 de noviembre de 1520 (cit. por Juan Reglá, «Carlos V y Barcelona», en VV. AA., Estudios carolinos, Barcelona, 1959, pág. 42)
[258] Cortes de Barcelona de 1519, en Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., I, pág. 483.
[259] Cit. por Merriman, Carlos V, op. cit., pág. 43.
[260] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit. de Carlos Seco Serrano, I, pág. 374.
[261] «… el rey de Francia.., habiendo sentido grandemente la elección ya dicha, pensando todavía estorbar el efecto della, escribió a Carlos e movió tratos en Italia contra el Emperador, de las cuales algunas vinieron a sus manos. Y con pensamiento de poder hacer algún movimiento en Nápoles y Sicilia y ocupar aquel Reino, con color de hacer guerra a los infieles, envió al conde Pedro Navarro con una gruesa armada, con la cual vino a desembarcar muy cerca del dicho reino de Nápoles. A cuya causa fue necesario que don Hugo [de Moncada] con la suya se retirase a defender los dichos Reinos…» (Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., págs. 111 y 112).
[262] Sobre esa llegada tan oportuna del primer oro mejicano enviado por Hernán Cortés, véase el libro de Roger Bigelaw Merriman,Carlos V, op. cit., pág. 45, con las notas por él señaladas. Pero no puede ser el descrito por el conquistador en su primera carta-relación, que sería entregado a Carlos V en Valladolid el 1 de abril de 1520.
[263] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 117.
[264] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 203.
[265] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 221.
[266]Ibídem, I, pág. 206.
[267] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 124
[268]Ibídem, pág. 136.
[269] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 137.
[270]Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, op. cit., IV, págs. 285 y sigs.
[271] Discurso de Mota ante las Cortes de Santiago de 1520 (en Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., I págs. 338 y sigs.).
[272] Recogido por Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., págs. 342 y 343.
[273] Ahora bien, no pensaban así las Cortes, como lo dirían los procuradores de Córdoba: Era un claro reproche a Carlos V. ¿Acaso no había en Castilla nadie que fuera digno de representarle en su ausencia?
[274]Cortes de León y Castilla, op. cit., IV, pág. 316.
[275] Garrett Mattingly, Catalina de Aragón, Buenos Aires, 1942, págs. 176 y sigs.
[276] Carlos V, Memorias, ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, op. cit., pág. 48.
[277] Secretarios y embajadores rondaban ávidos por las afueras de aquel cerrado círculo familiar, pero no cazaron ni una frase…» (Garrett Mattingly, Catalina de Aragón, op. cit., pág. 257)
[278] Carlos V, Memorias, ed. cit., pág. 50.
[279] Cit. por Garrett Mattingly,Catalina de Aragón, op. cit., pág. 258.
[280] Edward Hall (cit. por Mattingly, Catalina de Aragón, op. cit., págs. 261 y 262).
[281] Sigo aquí la detallada descripción hecha por el historiador alemán Hermann Heutsch en su ponencia «La coronación de Carlos V en Aquisgrán», presentada en el Congreso Conmemorativo del IV Centenario de la muerte de Carlos V celebrado en Madrid en 1958.
[282] La primera corona de emperador electo, pues la coronación definitiva quedaba reservada al Papa, cosa que ocurriría diez años después.
[283] Recogido por Hermann Heustch, ponencia cit. del Congreso de 1958 del IV Centenario de la muerte de Carlos V.
[284] Citado por E. G. Rupp, «Lutero y la Reforma en Alemania hasta 1529» (en Historia del Mundo Moderno de la Universidad de Cambridge, Barcelona, 1970, II, pág. 49).
[285] Lucien Febvre, Martín Lutero, un destino, México, ed. Fondo Cultura Económica, 1966
[286]Ibídem, págs. 42 y 43.
[287] Prólogo a la edición de sus Obras Completas de 1545, en la ed. de Teófanes Egido, Lutero: Obras, Salamanca, 1977, pág. 370.
[288]Ibídem, pág. 371.
[289] Ranke, Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation, ed. Joachimsen, Múnich, 1925, I, pág. 364.
[290] «¡Dios me ayude! Amén». El texto en Karl Brandi: Kaiser Karl V, op. cit, pág. 108.
[291] El texto de Carlos V, transcripto por su secretario Jean Lalemand, está publicado por A. Wrede en Deutsche Reinchstags Akten, II, Gotha, 1896, págs. 594-596.
[292] El Consejo Real a Carlos V, Burgos, 13 de abril de 1521 (A. G. Simancas, E., leg. 9, fol. 1)
[293] Creo que se trata de D. Diego de Muros (cf. González de Novalín, Fernando de Valdés, Oviedo, 1968, I, pág. 79)
[294] A. G. Simancas, E., leg. 9.
[295] Manuel Fernández Álvarez, «La Zamora comunera en 1520» (en Studia historica, núm. 3, 1983, págs. 12 y sigs.). Trataremos aquí los aspectos más relevantes de las Comunidades castellanas, en cuanto a su embate contra la Monarquía carolina, dado que lo que ahora intentamos presentar es una biografía del Emperador; en cambio, cuando se trató de escribir la historia de España en la época de Carlos V, le dimos entonces mucha mayor extensión, al igual que al tema de las Germanías valenciana y mallorquina. (Véanse mis capítulos «Las Comunidades» y «Las Germanías», en la Historia de España Menéndez Pidal, op. cit., t. XX, Madrid, 1996 —6.ª ed.—, págs. 215-278 y 279-297).
[296] Danvila, Historia crítica y documental de las Comunidades de Castilla, Madrid, 1897, I, págs. 520 y 521.
[297] Para todo esto véase mi biografía Juana la Loca, Palencia, 1994, págs. 183 y sigs.; cf. Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla, Madrid, 1977, págs. 180 y sigs.
[298] Danvila, Historia crítica y documental de las Comunidades de Castilla, op. cit., I, págs. 37 y sigs.; cf. Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, Las Comunidades como movimiento antiseñorial, Barcelona, Planeta, 1973, págs. 160 y sigs.
[299] «Poder de Carlos V a los Gobernadores», Malinas, 22 de septiembre de 1520 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 83 y 84).
[300] Las otras dos veces habían sido con dos hijas de los Reyes Católicos, Isabel y María.
[301] Instrucciones de Valladolid a sus procuradores en la Santa Junta (Danvila, El poder civil en España, t. V, págs. 223 y sigs.; cit. por Joseph Pérez: La revolución de las Comunidades…, op. cit., pág. 534).
[302] En Manuel Danvila, Historia crítica y documental de las Comunidades de Castilla, op. cit., II, pág. 5.
[303] Germana de Foix
[304] El discurso de doña Juana, en Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, Doña Juana I en Tordesillas, Valladolid, 1948, pág. 24.
[305] Cit. por Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades…, op. cit., pág. 192.
[306]Ibídem, pág. 195, nota 36.
[307] En ese sentido se manifestaban también los capítulos de Valladolid. Véase lo recogido por Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades…, op. cit., págs. 559 y sigs.
[308] José Antonio Maravall Casesnoves, Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1979.
[309] Al menos, no lo haría Felipe II con el enviado flamenco Montigny, en la época de las alteraciones de los Países Bajos.
[310] Adriano de Utrecht a Carlos V, 16 de noviembre de 1520 (Archivo de Simancas, Patronato Real, leg. 2, fol. 1; cf. mi Juana la Loca, op. cit., págs. 199 y sigs).
[311] Cit. por A. Rodríguez Villa, Bosquejo biográfico de la reina doña Juana, Madrid, 1874, pág. 127
[312] Todavía en fecha tan tardía como en 1558 se seguiría recordando a aquellos que se habían significado en el movimiento comunero, al debatirse en la secretaría regia las mercedes que debían repartirse entre los procuradores de las Cortes castellanas. (Corpus, op. cit., IV, págs. 372 y sigs).
[313] Cit. por Félix de Llanos y Torriglia, Doña Catalina de Austria, discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, Madrid, 1923, pág. 21
[314]Ibídem; cf. mi estudio, Juana la Loca, op. cit., pág. 208 y sigs
[315] A Tordesillas.
[316] Cit. por A. Rodríguez Villa, Bosquejo biográfico de la reina doña Juana, op. cit., págs. 134 y 135.
[317] El Memorial de Catalina a su hermano, en A. Rodríguez Villa,Bosquejo biográfico de la reina doña Juana, op. cit., págs. 137 a 142
[318] Véase sobre esto mi comentario, en mi libro Juana la Loca, op. cit., págs. 216 y sigs.
[319] Carlos V, Memorias, en Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 490.
[320] Está en el Museo de Bellas Artes, de Besançon.
[321] Alonso de Santa Cruz, Crónica del Emperador Carlos V, ed. de A. Blázquez y R. Beltrán, Madrid, 1920, II, págs. 37-40.
[322] Laurent Vital, Relación del primer viaje de Carlos V a España,op. cit., pág. 630.
[323] Laurent Vital, Relación del primer viaje…, op. cit., pág. 632.
[324]Wenn die alte Sage ihre Helden schildert, gedenkt sie zuweilen auch solcher, die erst eine lange Junge hindurch untätig zu Hause sitzen, aber alsdam, nachdem sie sich einmal erhoben, nie wieder ruhen, sondern in unermüdlicher Freudigkeit von Unternehmung zu Unternehmung fortgehen. Erst die geammelte Kraft findet die Laufbahn, die ihr angemessen ist. Man wird Karl V mit einer solcher Natur vergleichen könnte… (Ranke, Die Osmanen und die spanische Monarchie im sechszehnten und siebzehnten Jahrhundert, 3.ª ed., Berlín, 1875, pág. 131)
[325] Traduzco directamente del texto italiano publicado por Alberi, «Relazioni degli ambasciatori veneti al Senato», ser. I, vol. II, Florencia, 1840, págs. 60 y sigs.
Esta relación de Contarini no se inserta en la obra de GachardRelations des ambassadeurs vénitiens sur Charles-Quint et Philippe II (Bruselas, 1856), aunque comenta en el prólogo algunos aspectos de la misma. Sí la recoge, en cambio, traduciéndola, García de Mercadal, en su Viajes de extranjeros por España y Portugal (Madrid, ed. Aguilar, 1952), aunque con algunos defectos de bulto; así cuando Contarini dice de Carlos V que no era nada inclinado a los placeres (alle voluttà), juicio que García de Mercadal traduce por «nada inclinado a la voluntad» (pág. 907); frase que en mal castellano parece entenderse por falto de voluntad, cosa tan contraria al carácter del César. Algunas más podían señalarse.
[326] Pedro Mexía, Historia del Emperador Carlos V, ed. crítica de Mata y Carriazo, Madrid, Espasa Calpe, 1945, págs. 3-5.
[327]Relazioni degli ambasciatori veneti…, op. cit., ser. I, vol. III, Florencia 1853, págs. 222 y sigs.; por la extensión de la descripción de Badoaro traduzco solo algunos fragmentos. Cf. Gachard, Relations des amhassadeurs vénitiens…, op. cit., pág. 19 y sigs., quien recoge la relación de Badoaro según los Mss. de la Biblioteca Nacional de Madrid, de la Bibl. Real de Bruselas y de la Bibl. Nat. de París (trad. española del Dr. Pérez Bustamante, Madrid, 1944 pág. 23 y sigs.).
[328] Alonso de Santa Cruz, Crónica del Emperador Carlos V, ed. de la Real Academia de la Historia, por A. Blázguez y R. Beltrán y Rózpide, Madrid, 1920, II, págs. 37-40. (Los pasajes incompletos o de sentido dudoso se deben al deterioro del ms).
[329] Al advertir Carlos V a Felipe II que vele por mantener Italia al margen de las apetencias francesas, le dice: «Y aunque os sea necesario mirar en ahorrar quanto pudiéredes, según quedaréis adeudado y vuestros Estados alcançados, no por esto se podrá excusar de tener siempre alguna gente española en Italia…, porque será el verdadero freno para ynpedir ynnovamiento de guerra y que no se hagan ympressas para cobrar tierras…» (Instrucciones de Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 18 enero 1548; publs. por Ch. Weiss, «Papiers d’Etat du Cardinal de Granvelle», en Collection de documents inédits su l’histoire de France, 44, III, París, 1842, pág. 290; cf. Laiglesia, Estudios históricos, 1515-1555, I, pág. 105; cf. mi Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 581.
[330] Carta del cardenal Sigüenza a Granvela, Roma, 18 de noviembre de 1558: «Esta muerte del Emperador que aya gloria, será causa para que S. M. abreuie su yda a Spana. Cada día siento más su muerte, y tengo mucha razón por las merçedes y buen tratamiento que siempre me hizo, y el mundo conocerá aora quien era Carlos Quinto, Nuestro Señor le tenga en su gloria, que allá deve de estar». Biblioteca de Palacio. Ms. Papeles de Granvela, leg. 2260, fol. 122.
[331] Reitero aquí, básicamente, lo indicado en algunos estudios míos sobre la personalidad y la obra de Carlos V, en particular en mi libro Política mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid, CSIC, 1966.
[332] Huizinga, El otoño de la Edad Media, Buenos Aires, 1947, págs. 91 y sigs.
[333] La frase cit. por Croce, La Spagna nella vita italiana durante la Rinascenza, Bari, 1949, pág. 126.
[334]Cortes de los antiguos reinos de Castilla y de León, IV, pág. 294.
[335] Pedro Mexía, Historia del Emperador Carlos V, Madrid, ed. crítica de Juan Mata Carriazo, 1945, pág. 117.
[336] Carlos V a María, Colonia, 28 de enero de 1532 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 47, folio 36; cop. del siglo XVIII).
[337] «Don Fadrique de Toledo, duque de Alba, al tiempo de bautizar al príncipe y que preguntaron cómo ha nombre, siempre él respondía: Hernando ha nombre, porque él y otros muchos quisieran que se llamara así, por la buena memoria del rey don Fernando el Católico, y por la de los demás reyes de este nombre que ha habido en Castilla, que ellos y los once Alonsos merecen este amor y estar como natural en los corazones de los verdaderos castellanos». (Sandoval, II, 248).
[338] Fernández Alvarez, Pensamiento y acción en la política imperial de Carlos V, en Rev. Arch., Bibl. y M., LXIV, 2-1958, pág. 398; cf. mi Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., págs. 29 y sigs.
[339]Cortes de los antiguos Reinos de Castilla y León, IV, 293; cf. Martínez Cardós, La política carolina ante las Cortes de Castilla, en Revista de Indias, núms. 73-74, págs. 357 y sigs.
[340] Archivo de Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 509.
[341] Manuel Gómez Moreno, Las águilas del renacimiento español (1517-1558), Madrid, 1941.
[342] Sandoval, III, pág. 11.
[343] Higinio Anglés, La música en la corte de Carlos V, Barcelona, 1944, pág. 84.
[344] Gachard, Retraite et mort de Charles V, Bruselas, 1854, I, págs. 424 y sigs.
[345] «De donde, mirando a su alrededor, por si estaba presente el Canciller…»
[346] En el libro de Antonio Fontán y Jerzy Axer, Españoles y polacos en la Corte de Carlos V, Madrid, Alianza Universidad, 1994, pág. 172.
[347] Rodríguez Villa, El Emperador Carlos V y su Corte según las cartas de don Martín de Salinas, embajador del Infante don Fernando (1522-1539), Madrid, 1903, pág. 717.
[348] Un tema que traté con particular detalle hace años en mi libroPolítica mundial de Carlos V y Felipe II, ya citado; recogeré aquí, glosándolo, lo más sustancial.
[349] En Nachrichten von der Gesellschaft der Wissenschaften zu Göttingen, 1933, págs. 219-260.
[350] «Die ‘Kaiseridee Karls V.’ist diejenige Gattinaras —nos dice—, und die Rede von 1528 ist im besten Fall bei Karl der Durchbruch in dem motorischen Untergrunde seiner Vorstellungen und Handlungen». (Brandi, op. cit., pág. 239).
[351] «Seine Kaiseridee ist immer zuerst auf Italien bezogen, aber doch zugleich universal, alles wie bei Dante. Die Universalmonarchie und die Pflichten gegen die Kirche liegen für den Erben der Römer selbsverständlich mit darin». (Ibídem, pág. 255)
[352] Ramón Menéndez Pidal, «Idea imperial de Carlos V», conferencia dada en La Habana, 1937, y publicada por primera vez en la Colección Austral, 1941; reed. en su España y su historia, Madrid, 1957. Para una crítica más detallada de la tesis de Menéndez Pidal, véase mi estudio citado Política mundial de Carlos V y Felipe II, págs. 52 y sigs.
[353] Carlos V, Memorias, ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1960; reed. más ampliamente comentada en el Corpus documental de Carlos V, vol. IV (Salamanca, 1979, págs. 459-567. Véase también mi último estudio, Poder y sociedad en la España del Quinientos, Madrid, Alianza Editorial, 1995, en especial las págs. 138-141
[354] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Salamanca, 1979), págs. 535 y 536, nota 158.
[355] Es cierto que Quintanilla alude a la guerra que estaba en marcha («la guerra que hay»), pero nada permite asegurar que se refiera con esa expresión a la guerra de Granada. Podría muy bien tratarse de la campaña napolitana, iniciada por el Gran Capitán en 1495.
[356] Andrés Bernáldez, Memorias del reinado de los Reyes Católicos, ed. Gómez Moreno y Carriazo, Madrid, 1962, págs. 516 y sigs.
[357]Ibídem, pág. 519.
[358] Pedro Mártir de Anglería, Epistolario, ed. López de Toro, vol. X, pág. 178.
[359] Felipe Ruiz Martín, «La población española al comienzo de los tiempos modernos» (en Cuadernos de Historia, anexos de la Revista Hispania, 1, Madrid, 1967, págs. 189-202).
[360] Véase su artículo, «Demografía eclesiástica» (Diccionario de Historia eclesiástica de España, Madrid, 1972, págs. 682 y sigs)
[361] Podía pensarse en otra explicación: que la Contaduría Mayor de Cuentas solo hubiera hecho el recuento de los lugares de realengo; pero a este respecto, la investigación realizada por Felipe Ruiz es terminante. Los empadronados eran tanto los pecheros de los lugares de realengo como de señorío. (Estudio cit., pág. 192).
[362] Guillermo Céspedes del Castillo los fija en 1.587 (América Hispánica, t. VI de la Historia de España dir. por M. Tuñón de Lara, Barcelona, Labor, 1983, pág. 180).
[363] Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, Madrid, 1965, I, págs. 70 y 71.
[364] Manuel Fernández Álvarez, Corpus documental de Carlos V, II, Salamanca, 1975, págs. 209 y sigs.
[365] Archivo de Simancas, Estado, leg. 59, fol. 185.
[366] El presupuesto de 1544 solo anota el de las galeras del Mediterráneo, cifrado en 220.000 ducados. Había que añadir las cantidades asignadas para los galeones de Indias. En el presupuesto de 1555 eso suponían otros 235.000 ducados.
[367] Véanse esos datos en mi edición crítica de las Memorias de Carlos V, op. cit., IV, pág. 535, nota 158.
[368] Remito al lector, a tales efectos, al estudio magistral de Ramón Carande, ya citado, Carlos V y sus banqueros, Madrid, 3 vols., 1965-1967. Referencias generales en mi libro, España y los españoles en los tiempos modernos, Salamanca, 1979, y en mi último estudio Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe,
[369] Véase el presupuesto del tesorero Morales en el libro de Tarsicio Azcona, Isabel la Católica, Madrid, BAC, 1964, pág. 732.
[370] Earl. J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, Barcelona, Ariel, 1975, pág. 47; advierto que doy los precios ligeramente redondeados.
[371] Sobre ese tanteo, al final rechazado, por estimar los teólogos consultados que era en monopolio con perjuicio de los demás negreros, véase mi estudio, La sociedad española del Renacimiento, Salamanca, 1970, págs. 183 y sigs.
[372] H. G. Koenigsberger, «El Imperio de Carlos V en Europa» (enHistoria del Mundo, Cambridge University, II, Barcelona, Sopena, 1970, pág. 207).
[373] Anteriormente lo había sido del príncipe don Juan, el malogrado hijo de los Reyes Católicos.
[374] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 152.
[375] Véase mi libro España y los españoles en los tiempos modernos, Salamanca, 1979, pág. 138.
[376] La obra clave, para su estructura, es la de Salustiano de Dios, El Consejo Real de Castilla, Madrid, 1982. Del mismo autor, Fuente para el estudio del Consejo Real de Castilla, Salamanca, 1986.
[377] Cierto, también podría ser recordado como el fundador de la Universidad de Oviedo. Sobre Valdés, el mejor estudio sigue siendo el de González Novalín, El Inquisidor General Fernando de Valdés, Oviedo, 1968-1971, 2 vols.
[378] De las Órdenes Militares.
[379] Manuel Fernández Álvarez, «Valdés y el gobierno de Castilla a mediados del siglo XVI» (en el libro de VV. AA., Simposio «Valdés-Salas», Oviedo, 1968, pág. 84).
[380]Ibídem, pág. 85.
[381] Archivo de Simancas, Pat. R., leg. 26, fol. 23.
[382]Ibídem.
[383] Con el cardenal Tavera y con Cobos, en el Consejo Real.
[384] Y, por tanto, en el Consejo Real.
[385] Instrucciones secretas de Carlos V a Felipe II, Palamós, 6 de mayo de 1543 (Corpus documental de Carlos V, II, Salamanca, 1975, pág. 109).
[386] El secretario Juan Vázquez de Molina a Felipe II, Valladolid, agosto de 1554 (Archivo Simancas, Estado, leg. 103, fol. 196)
[387] Esto es, del Consejo Real.
[388] La renuncia a tal pretensión de entrar en el Consejo con aquel noble.
[389] Felipe II a Vázquez de Molina, Londres, 2 de septiembre de 1554 (Archivo Simancas, Estado, leg. 103, fol. 212).
[390] Véase mi estudio cit., «Valdés el Gobierno de Castilla a mediados del siglo XVI», pág. 85.
[391]Ibídem, pág. 86.
[392] Sobre esto, cf. mis observaciones en mi obra citada, El siglo XVI. Economía, Sociedad, Instituciones (en Historia de España Menéndez Pidal, XIX, Madrid, 1989, págs. 539 y sigs.).
[393] Cierto que la situación de la Monarquía era ya tan desesperada, que también se oyeron voces de protesta (véase mi estudio «La política exterior de las Cortes de Castilla en el siglo XVI», en Las Cortes de Castilla y León en la Edad Moderna, Valladolid, 1989, pág. 364).
[394] En el Consejo Real de Castilla el presidente solo tenía un voto de calidad frente a los consejeros, mientras que los inquisidores eran hechuras del Inquisidor General, acatando sin más sus decisiones, ratificadas por la Corona.
[395] Véase mi estudio El siglo XVI. Economía, Sociedad, Instituciones, op. cit., págs. 570 y 571
[396] Cit. por Juan Antonio Llorente, Memoria histórica acerca del Tribunal de la Inquisición, Madrid, 1812; reed. por Valentina Fernández Vargas, Madrid, 1967, pág. 161.
[397] Carlos V a Fernando de Valdés, Ratisbona, 31 de julio de 1546 (cit. por González Novalín, El Inquisidor General Fernando de Valdés, op. cit., II, pág. 104)
[398] Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 11 de febrero de 1548 (enCorpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 598).
[399] Véase mi libro El siglo XVI, op. cit., págs. 575 y sigs.
[400] Felipe II al presidente y oidores de la chancillería de Valladolid, 8 de marzo de 1553 (Archivo Histórico Nacional, fondos de la Inquisición, I, leg. 245, fol. 58 v.; cop.).
[401] A la reina doña Juana y a las Infantas.
[402]Corpus documental de Carlos V, op. cit., pág. 49. La advertencia se mantiene por el Emperador a su hijo Felipe II, en las Instrucciones de 1543 (Ibídem, II, pág. 89).
[403] Cobos a Carlos V, Valladolid, 7 de agosto de 1543 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., pág. 152).
[404] Archivo de Simancas, Castilla, leg. 14, fol. 7; original.
[405] Instrucciones de Carlos V a Maximiliano y María, Bruselas, 29 de septiembre de 1548, Corpus documental de Carlos V, op. cit., III, pág. 33: «Que el Consejo Real se haga siempre en palacio, como se acostumbra, y asimismo los Consejos de Estado…». Y también se indica una cierta periodicidad: «Quanto toca de juntarse los del Consejo de Estado algunos días por ordinario, fuera de los que será necesario, según la exigencia de los negocios que ocurrirán…».
[406] En 1554 Carlos V dejó como consejeros de Estado al lado de su hija doña Juana al Inquisidor General y arzobispo de Sevilla, Fernando de Valdés, al presidente del Consejo Real y obispo Antonio de Fonseca, a los marqueses de Mondéjar y de Cortes y a otros dos nobles: don Antonio de Rojas y don García de Toledo, este seguramente a petición de la Princesa, dada la privanza con que le honraría.
[407] En la Recopilación de leyes de los Reinos de Indias, libro II, título II, leg. 1; cf. reedición del Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1943, I, pág. 228.
[408] Véase mi libro España y los españoles en los tiempos modernos, op. cit., pág. 139.
[409] Martín de Salinas al tesorero Salamanca, ministro de Fernando I, Valladolid, 8 de febrero de 1523 (en A. Rodríguez Villa, «El Emperador Carlos V y su Corte (1522-1539)», en Boletín de la Real Academia de la Historia, XLIII, págs. 84 y 85).
[410] Biblioteca del Monasterio del Escorial, signª &II, 7, fol. 122
[411] Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, op. cit., II, pág. 70
[412] Ibídem, pág. 74.
[413] Véase mi estudio El siglo XVI, op. cit., págs. 694 y sigs.
[414]Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 574. (El subrayado es mío).
[415] Primero había estado casada con el duque de Florencia, Alejandro de Médicis.
[416] Bien sabido es que después de la crisis de 1552 se produjo un distanciamiento entre Carlos y Fernando.
[417]Memorias de Carlos V, ed. crítica cit., Corpus documental de Carlos V, IV, pág. 517; recuérdese que las Memorias van redactadas en tercera persona.
[418] Instrucciones de Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 18 de enero de 1548 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 573).
[419] Los que poseía de la Monarquía Católica.
[420] Las cosas del Imperio, y en particular la amenaza turca.
[421] Sigo aquí el texto de Sandoval, pues Carlos V parece referirse a su hermano Fernando.
[422] De España, se entiende.
[423] Instrucciones cits., de 1548 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 574). Obsérvense los continuos galicismos, acaso por influencia de Nicolás Perrenot de Granvela, que recogiera al dictado las Instrucciones del Emperador.
[424]Ibídem, pág. 580
[425] Particularmente en el de la emperatriz Isabel.
[426] Todo este párrafo subrayado debe ir seguido; corrijo así la transcripción hecha en 1975
[427] Instrucciones de 1548 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 591).
[428] Los datos sobre la aportación de los Países Bajos (las tropas mandadas por el conde de Buren, en la crónica de Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., III, pág. 258. Las otras referencias en Ávila y Zúñiga, Comentarios de la guerra de Alemania (en Biblioteca de Autores Españoles, XVI, págs. 412 y sigs.). Para Brandi, las cifras eran inferiores: 40.000 infantes y 10.000 caballos. Merriman, en cambio, da un recuento bastante aproximado, tras la incorporación del conde de Buren con sus 20.000 soldados aproximadamente. (Sobre esto, ver mi comentario en la ed. crítica de las Memorias de Carlos V, Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 535, nota 158).
[429] Archivo de Simancas, Estado, leg. 34, fols. 16-18.
[430] Real Academia de la Historia, Fondo Salazar, A-48, fols. 156 y 157, or.
[431] Datos que algunos historiadores destacan como una novedad, pero que ya los había puesto yo de manifiesto hace cerca de cuarenta años, que se dice pronto.
[432] Instrucciones de Carlos V a Felipe II de 1548 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 581).
[433] Así lo anunciaba la emperatriz Isabel a Carlos V en diciembre de 1535 (Carmen Mazarío, La emperatriz Isabel, op. cit., págs. 24 y 35).
[434] Véase supra, fol. 322
[435] Así ocurre en las levas mandadas hacer en 1548 (Arch. Simancas, Estado, Castilla, leg. 135, fols. 196 y sigs.; véase también, para la movilización hecha en 1542, el leg. 56 de la misma Sección de Simancas).
[436] Véase mi trabajo, para los años cuarenta, «Valdés y el gobierno de Castilla», op. cit., págs. 85 y 86.
[437] Al otro día, al romper el alba, el Emperador puso en orden su ejército y marchó sobre la dicha ciudad de Túnez, y ni Barbarroja, ni su gente pudieron impedir que Su Majestad entrase en ella…» (Carlos V, Memorias, ed. crítica cit., en Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 502).
[438] Francisco Escudero y Pedroso, Tipografía hispalense, Madrid, 1864; cf. mi estudio La sociedad española del Renacimiento, Salamanca, 1970, pág. 43
[439] Segunda carta-relación de Hernán Cortés a Carlos V (ed. crítica de Mario Hernández-Sánchez Barba, Madrid, Historia 16, 1985, pág. 80).
[440] Hernán Cortés, Cartas de relación, ed. cit., pág. 169.
[441] Luis Vives a su amigo Cranevelt, Brujas, 10 de junio de 1526 (en sus Obras Completas, ed. Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, pág. 1774).
[442] «… con la experiencia de lo que pasaba [la rápida conquista de Güeldres]…, no solo no le pareció imposible poder por vía de fuerza dominar tan grande soberbia [de la Liga de Schmalkalden], sino que lo tuvo por fácil…» (Memorias de Carlos V, ed. cit. ,Corpus documental de Carlos V, IV, pág. 527).
[443] Brantôme, Gentilezas y bravuconadas de los españoles, ed. crítica de Juan Quiroga, Madrid, ed. Mosand, 1995, pág. 34; lo entrecomillado, en español en el texto francés.
[444] Ávila y Zúñiga, Historia de la guerra de Alemania, op. cit., págs. 442 y 443.
[445] J. H. Elliott, The old World and the New, Cambridge, 1970. Cito por la edición inglesa que es la que recoge íntegra la imagen de aquel español del siglo XVI, el compás en la diestra sobre un globo terráqueo, la siniestra sobre el pomo de la espada, y al pie esa sugestiva leyenda.
[446] Tal la que sintió aquel noble de su Corte, el extremeño Luis de Ávila y Zúñiga, que tan patente dejaría en el patio de su casona-palacio de Plasencia, cuyo patio renacentista haría coronar con un busto del Emperador.
[447] Una niña, si hemos de creer al cronista Andrés Bernáldez: «… mal parió sin días una hija…» (Memorias del reinado de los Reyes Católicos, Madrid, ed. Gómez Moreno y Carriazo, 1962, pág. 378)
[448] Las de la princesa Isabel y la del príncipe don Miguel, su hijo
[449] Aunque es difícil la equiparación con la moneda actual, no bajaría de los 6.000 millones de pesetas.
[450]  Carlos V a sus vasallos de Castilla, Madrid, 1 de marzo de 1535, (en Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 411).
[451] Catalina de Austria a Carlos V, 12 de febrero (s. a.) [A. G. S., E., leg. 369, fol. 122; publ. por Aude Viaud, Lettres des souverains portugais à Charles Quint et à l’Impératrice (1528-1532), París, 1994, pág. 70].
[452] Fonseca a Carlos V, Madrid, 10 de julio ¿1530?: De cómo por merced antigua de los Reyes de Castilla el cargo de Canciller estaba vinculado al Arzobispo de Toledo. No lo había suplicado antes por estar designado Gattinara y porque «V. M. holgaba de servirse dél he dejado de hablar en ello. Hagora que el oficio es vaco, parésceme faltaría mucho a la obligación que tengo a esta dignidad sino trujexe eso a la memoria de V. M…». (Real Academia de la Historia, colección Salazar, G-23. 96, cop.)
[453] Por algo existe una copia de la época en el Archivo de Besançon, la capital del Franco-Condado, de donde eran oriundos los Granvela.
[454] Recordemos que Carlos V dicta sus Memorias hablando en tercera persona.
[455] La de Worms de 1521.
[456]Memorias de Carlos V, ed. cit., pág. 490.
[457] Para el gran historiador alemán Karl Brandi la generosidad de Carlos V con su hermano Fernando era seguir la pauta marcada por el canciller Gattinara; más bien hay que pensar en una actitud personal del Emperador, que se inspiraría en todo caso en las directrices marcadas en su día por el abuelo Maximiliano. (Karl Brandi, «Der Ratgeber war Gattinara…»; en Kaiser Karl V. Werden und Schicksal einer Persönlichkeit und eines Weltreiches, Múnich 1964, 7.ª ed., pág. 111).
[458] «… sie war von Haus nicht imperialistich im Sinne der Eroberung». (Karl Brandi, op. cit., pág. 110).
[459] Carlos V, Memorias; ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, en Corpus documental de Carlos V, t. IV, pág. 490.
[460] Carlos V a Francisco I.
[461] Enrique de Labrit.
[462] Alonso de Santa Cruz, Crónica de Carlos V, op. cit., I, pág. 433.
[463]Ibídem.
[464] Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, ed. J. F. Montesinos, Madrid, Clásicos Castellanos, 1954, pág. 183.
[465] Suele afirmarse que Carlos V procedió así a la muerte de Chièvres, su tan destacado privado, que era enemigo de Margarita; sin embargo, en sus Memorias, Carlos asegura haber puesto a su tía Margarita en los Países Bajos a raíz de la coronación en Aquisgrán, por tanto cuando todavía vivía el valido: (Carlos V, Memorias, ed. cit., pág. 409)
[466] Existe un notable testimonio de uno de sus familiares, el canónigo Blas de Ortiz, que nos puntualiza las zozobras de Adriano VI cuando le llegó a Vitoria la nueva de su elección al papado, en su obra Itinerarium Adriani Sexti (Vitoria, ed. de 1950 a cargo de I. M. Sagarna)
[467] Manuel Fernández Álvarez, La España del emperador Carlos V(en Historia de España Menéndez Pidal, t. XX, op. cit., pág. 350)
[468] El 7 de marzo de 1522 (Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 198)
[469] Instrucciones de Carlos V a don Lope Hurtado de lo que debía decir al papa Adriano (B. N., sección de Ms., leg 9442, fol. 51 v. a 53 v).
[470] Carlos V a Adriano VI, 7 de marzo de 1522 (en Lanz, op. cit., I, pág. 58).
[471] Adriano VI a Carlos V, Zaragoza, 3 de mayo de 1522 (Lanz, I, pág. 60). Es posible que en el distanciamiento de Adriano VI jugara también la desafortunada gestión de don Juan Manuel, el embajador imperial en Roma, que orgulloso por haber hecho triunfar a su candidato, se creyó que podía recomendar al nuevo Papa sus pautas de comportamiento, como príncipe temporal; esa es la tesis de Karl Brandi (en su libro Kaiser Karl V, op. cit., pág. 137).
[472] Adriano VI a Carlos V, Tarragona, 27 de julio de 1522 (Lanz,op. cit., I, pág. 63).
[473] Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, ed. J. F. Montesinos, Madrid, Clásicos Castellanos, 1954, pág. 178.
[474] De 1521.
[475] Las referencias en Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 191.
[476] «Das Kind trug Margaretes Namen —nos dice Brandi—, und wir wissen, dass sie sich seiner auch im kleinen annahm». (K. Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 136).
[477] Archivo de Simancas, Estado, Castilla, leg. 5; publicada en CODOIN, op. cit., LXXXVIII, págs. 510 y 511.
[478] Cit. en mis diálogos luisianos patrocinados por la Universidad de Salamanca, Fray Luis de León, Madrid, Espasa Calpe, 1991, pág. 72.
[479] El conde de Nassau.
[480] En mi Fray Luis de León, op. cit., pág. 73.
[481] Para el que quiera conocer la última documentación, hasta ahora inédita, sobre esa doña Juana de Austria, véase el libro de María Remedios Casamar, Las dos muertes del rey don Sebastián, Granada, 1995; cf. mi último estudio Felipe II y su tiempo, Madrid, 1998, págs. 931 y sigs.
[482] En Fray Luis de León, op. cit., págs. 73 y 74.
[483] Archivo de Simancas, Estado, leg. 12, fol. 270, original; cit. por Quirino Fernández, «Las dos agustinas hijas de Fernando el Católico» (en Analecta agustiniana LI —1988—, págs. 44-46); cf. mi estudio Fray Luis de León, op. cit., pág. 74.
[484] Archivo de Simancas, Estado, leg. 142; documentos publicados en CODOIN, op. cit., t. LXXXVIII, págs. 512-519.
[485] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 198
[486] Martín de Salinas a Gabriel de Salamanca, Brujas, 22 de mayo de 1522 (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 201).
[487] Cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 201.
[488] Garrett Mattingly, Catalina de Aragón, Buenos Aires, 1942, pág. 267.
[489] Cit. por K. Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 139.
[490] Un día, de Corpus Criste, se celebró la fiesta de La Jarretera… S. M. vino a misa y traía vestido el manto de la Orden». (Martín de Salinas a Gabriel de Salamanca, tesorero de Fernando I, Windsor, 21 de junio de 1522; cit. por Foronda, op. cit., pág. 203)
[491] En Foronda, op. cit., pág. 203.
[492] La cuarta porque la primera había sido en 1515, cuando Enrique VIII estuvo en los Países Bajos como aliado de Maximiliano I en la guerra que entonces tenía el emperador con Francisco I; y las otras dos, las ya comentadas tenidas en 1520.
[493] --------
[494] Carlos V, Memorias, ed. cit., pág. 491.
[495] Cit. por Foronda, op. cit., pág. 202. Martín de Salinas era simplemente el hombre de confianza de Fernando I en la Corte de España, pero todo lo que tiene contacto con las cosas de la mar, al punto adquiere una carga poética, como si aquí el diplomático adivinara el relato cervantino; aquello de «la del alba sería…»
[496] Carlos V a los concellers de Barcelona, 16 de julio de 1522, anunciándoles su llegada a Santander (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 205).
[497] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 8.
[498] Sobre esto, véase mi Juana la Loca, Palencia, 1994, pág. 199.
[499] Cit. por Manuel Danvila, Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla (en Memorial histórico español, tomos XXXV-XL, Madrid, 1897-1900, vol. II, pág. 5).
[500] Y lo hice zambulléndome en la documentación inédita de su archivo, unos fondos documentales ignorados por los tres principales estudiosos del tema: Maravall, Joseph Pérez y Gutiérrez Nieto. Algo comprensible, pues se trata de unos documentos de dificilísima lectura, pero que por ello me atraían más, como si se tratara de un tesoro guardado en caja fuerte con cerradura en clave que había de descifrar.
[501] (En «La Zamora comunera en 1520», Studia Historica, 1983, I, 3, págs. 7 a 27)
Algo que yo comentaba, tras el detenido examen de las actas zamoranas de diciembre de 1520:
De ese modo, aquel estudio de las fuentes zamoranas, orilladas por los estudiosos de la época, demasiado centrados en la investigación de la documentación que emanaba del poder, me hacía llegar a esta conclusión:
Lo que me llevaba al juicio postrero.
[502] La frase en la crónica de Pedro Mexía. Para Joseph Pérez, en todo caso Carlos V la haría buena (La revolución de las Comunidades de Castilla, op. cit., pág. 588).
[503] De gran moderación, a juicio de Joseph Pérez, el mejor conocedor del tema (op. cit., pág. 588). Compárese este comportamiento con las miles de ejecuciones llevadas a cabo por orden de Felipe II en los Países Bajos (en torno a 12.000 para algunos autores, como Koenigsberger), durante los primeros años del gobierno del duque de Alba, con juicios en los que intervenían Vargas y Del Río, dos jueces que condenaban a sus víctimas sin entender francés ni flamenco, manejando en todo caso un mal latín macarrónico, del que dejarían el grotesco recuerdo de aquella frase suya frente a las reclamaciones de la Universidad de Leuven por el secuestro del hijo de Guillermo de Orange: Non curamos privilegios vestros (cit. por Pieter Geyl, The revolt of the Netherlands, Londres, ed. 1966, pág. 102).
[504] Cit. por Félix de Llanos y Torriglia, Doña Catalina de Austria, discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, Madrid, 1923, pág. 21.
[505] Marqués de Denia a Carlos V, Tordesillas, 25 de enero de 1522 (publ. por A. Rodríguez Villa, est. cit., págs. 143-146).
[506] Prudencio de Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 10.
[507] Archivo de Simancas; documento fotocopiado en mi estudio, junto con Ana Díaz Medina, Los Austrias mayores y la culminación del Imperio (1516-1598) (en Historia de España, de VV. AA., Madrid, Gredos, 1987, pág. 177).
[508] Dantisco a Segismundo I, Valladolid 25 de febrero de 1523 (publ. por Antonio Fontán y Jerzy Axer, Españoles y polacos en la Corte de Carlos V, Madrid, 1994, pág. 154).
[509] Sandoval, op. cit., II, pág. 19.
[510] Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla, op. cit., págs. 567-628.
[511] Un examen de los fondos españoles del archivo imperial de Viena permite comprobar un goteo de españoles, antiguos comuneros; no en vano habían mirado a Fernando como su señor natural, el infante nacido en Castilla.
[512] Juan Ginés de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. crítica de Rodríguez Peregrina y Cuart Moner, Salamanca, 1995, I, pág. 101.
[513] El cronista Sandoval las sitúa en Palencia, pero el acta del escribano de las Cortes, Francisco Salmerón no deja lugar a dudas.
[514] Foronda, Estancias y viajes… op. cit., págs. 217 y 219.
[515] Véase mi estudio «La España del Emperador Carlos V» (enHistoria de España Menéndez Pidal, t. XX, Madrid, 1996, sexta ed., pág. 149).
[516] Isabel la Católica, Testamento, ed. Valladolid, 1944, pág. 28.
[517] Cortes de Castilla de 1523, discurso de la Corona (publ. por F. de Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., Madrid, 1918, I, pág. 347).
[518] Cortes de 1523, discurso de la Corona (en el est. cit. de Laiglesia, I, pág. 355).
[519] En Alemania, pero también en Austria.
[520] Los archiducados austriacos y el ducado de Württemberg.
[521] Todo el discurso de Gattinara, en la obra de Francisco de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., I, págs. 345-360.
[522] Recogido por F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., I, págs. 361 y 362.
[523]Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla (Madrid, Real Academia de la Historia; 1882, vol. IV, pág. 366).
[524] Prudencio de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., I, pág. 457.
[525] Carlos V, Memorias, ed. crítica cit., pág. 490.
[526] Los doce considerados más culpables fueron atormentados con hierros candentes, hechos cuartos sus cuerpos y sus cabezas expuestas en el rollo de la plaza mayor de Palma (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 12).
[527] Gattinara a Adriano VI, 18 de diciembre de 1522 (publ. por Gachard, Analectes historiques, VII, pág. 210).
[528] El futuro papa Clemente VII.
[529] R. B. Merriman, Carlos V, el Emperador, y el Imperio español en el viejo y nuevo mundo, Madrid, 1960, pág. 159.
[530] Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. cit., I, pág.106. La noticia también en Santa Cruz, de quien posiblemente la tomaría Sepúlveda (véase mi estudio La España de Carlos V, op. cit., pág. 356).
[531] Cit. por Gachard, Analectes historiques, op. cit., IV, pág. 56.
[532] Santa Cruz, Crónica del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 70.
[533] Carlos V, Memorias, ed. cit., en Corpus documental de Carlos V, IV, pág. 492.
[534] Carlos V a Fernando, Vitoria de 2 de marzo de 1524 (publ. por Karl Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., pág. 95).
[535] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 40.
[536] Véase mi libro Juana la Loca, op. cit., pág. 218
[537] Catalina a Carlos V, Almeirín, 24 de marzo de 1528 [publ. por Aude Viaud, Lettres des souverains portugais à Charles Quint et à l’Impératrice (1528-1532), París, 1994, pág. 92].
[538]Ibídem, pág. 73
[539] Cit. por Aude Viaud, op. cit., pág. 70.
[540] Cit. por Juan de Mata Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador, reed., Sevilla, 1997, pág. 78.
[541] Recuérdese que había nacido el 14 de enero de 1507.
[542] Comentado por Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., págs. 169 y sigs.
[543] Karl Brandi traduce al alemán casi por entero el escrito de Carlos V. (Véase su op. cit., I, págs. 181 y sigs).
[544] Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles, a Carlos V, Pavía, 25 de febrero de 1525 (publ. por K. Brandi, en Berichte und Studien zur Geschichte Karls V, XVII, pág. 185).
[545]Ibídem, pág. 187.
[546] Lope de Soria a Carlos V, Génova, 26 de febrero de 1525 (P. A. de 27); en Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 96-98.
[547] Fray Francisco de los Ángeles a Carlos V, Roma, 26 de agosto de 1526 (A. Simancas, Estado, Roma, leg. 847, fol. 172; original).
[548] Lannoy a Carlos V, febrero de 1526 (cit. por Lanz, op. cit., I, pág. 151).
[549] Fernando a Carlos V, Innsbruck, 14 de marzo de 1525 (publ. por Bauer, Korrespondenz Ferdinands I, Viena, 1912-1938, 3 vols., I, pág. 131).
[550] Instrucciones de Fernando a Martín de Salinas sobre lo que debía tratar con el Emperador, Innsbruck, 2 de abril de 1525 (en Bauer, op. cit., I, pág.136; cf. Lanz, I, pág. 683). Fernando aconsejaría también a Carlos V que aprovechase la oportunidad para pasar a Italia, para recibir la tercera corona imperial de manos del Papa, si bien con las debidas garantías para que no se recrudeciera el alzamiento comunero.
[551] En el sentido de soldado.
[552] Carlos V a Luis de Praet, Madrid, 26 de marzo de 1525 (en Lanz, op. cit., I, pág. 157).
[553] Juan Ginés de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. cit., I, pág. 122. También Alonso de Santa Cruz se hace eco del gesto imperial: «No consintió que en su Corte se hiciesen alegrías profanas…» (Alonso de Santa Cruz, Crónica de Carlos V, op. cit., II, pág. 102).
[554] Brandi, op. cit., I, pág. 185. Quedaba en pie la satisfacción que se debía al duque de Borbón, para el que se asignaría la Provenza.
[555] La carta de Luisa de Saboya, traducida al español, en Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 102.
[556] Archivo Municipal de Ávila, leg. 258; cit. por Foronda, Estancias y viajes del Emperador, op. cit., pág. 251.
[557] Foronda, op. cit., pág. 252.
[558] Acaso por ello vemos también por esas fechas en Guadalupe a una dama de la Corte de la categoría de doña María de Mendoza, la esposa del secretario Cobos (Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 106). Añadamos que esta peregrinación a Guadalupe, tan significativa de la personalidad de Carlos V, pasó desapercibida a Karl Brandi.
[559] «Así lo dice Gil González en su Teatro, y es tradición recibida…» (Jerónimo Quintana, De la grandeza de Madrid, Madrid, ed. facsímil de 1984, fol. 336).
[560] Carlos V, Memorias, Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 492.
[561] Prudencio de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 109.
[562] Véase mi estudio «La España del emperador Carlos V» (en Historia de España Menéndez Pidal, t. XX, op. cit., pág. 378).
[563] Foronda y Aguilera, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 267.
[564] Así titulaban ya los cronistas a Leonor, la hermana de Carlos V.
[565] Foronda, op. cit., pág. 268.
[566] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 221.
[567] Tal nos lo describe Santa Cruz, y es bien posible que esa frase, u otra muy similar, la pronunciara Francisco I (Santa Cruz, op. cit., II, pág. 224.
[568] El discurso de Carlos V, en Sandoval, crónica cit., II, pág. 122.
[569] Juan de M. Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador, Sevilla, reed. 1997, pág. 74.
[570] Cit. por Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 134.
[571] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 78
[572]Ibídem.
[573] José Martínez Cardós, «La política carolina ante las Cortes de Castilla» (en Revista de Indias, núms. 73 y 74, julio-diciembre 1958, págs. 374 y 375).
[574] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 79.
[575] Eran primos carnales, dado que las madres, Juana y María, eran hermanas. Por lo tanto, los dos contrayentes eran nietos, por vía materna, de los Reyes Católicos.
[576] Las capitulaciones, firmadas en el mes de octubre de 1525, publicadas en el Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 100-115.
[577] Cit. por María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 36.
[578] Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador, ed. cit., pág. 83.
[579] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 88.
[580] El curioso, pero significativo lamento del héroe de la novela La ciudad y las sierras, la obra póstuma de Eça de Queiros, en la que la malquerencia a España es la nota constante del autor.
[581] Mazarío, op. cit., pág. 42.
[582] Posiblemente el patio de las Doncellas.
[583] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 107.
[584] María del Carmen Mazarío, op. cit., pág. 46. Carriazo también comenta el desaire sufrido por la Emperatriz (op. cit., pág. 107).
[585] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 108.
[586]Ibídem
[587] Carriazo y Arroquia, op. cit., págs. 109 y sigs.
[588] La crónica de Fernández de Oviedo, en Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador, op. cit., págs. 113 y sigs.
[589] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 115.
[590] La traducción de la carta portuguesa, en Mazarío, op. cit., pág. 48.
[591] Azevedo Continho al conde de Vimioso, carta traducida del portugués por Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 48.
[592] Carlos V dice en sus Memorias haber tenido la noticia durante su viaje a Sevilla (Memorias, ed. crítica cit., en Corpus documental de Carlos V, IV, págs. 492 y 493: «… en el camino tuvo nuevas de la muerte de la reina de Dinamarca…»). Pero posiblemente se trataría de algún anuncio de su enfermedad postrera. El marqués de Villarreal alude en sus cartas al 21 de marzo (cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., pág. 120).
[593] Cit. por Carriazo y Arroquia, op. cit., págs. 118 y 119
[594] No de otra manera, siguiendo así el ejemplo paterno, haría Felipe II con sus amantes de cierto rango, como Eufrasia de Guzmán, casada con el príncipe de Ascoli, o como con la misma princesa de Éboli
[595] Cit. por mí en mi libro Relatos de viaje desde el Renacimiento hasta el Romanticismo, Madrid, 1956, pág. 72.
[596]Ibídem.
[597] En Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 173.
[598] Ya hemos visto cómo Nassau era el protector de aquella mujer que en 1522 había dado una hija a Carlos V; su influencia sobre Carlos V era muy mal vista por los españoles, y de ella diría pestes el confesor imperial García de Loaysa (véase sobre esto mi estudio La España del emperador Carlos V, op. cit., págs. 332 y 333).
[599] Sandoval, op. cit., pág. 173.
[600] Foronda y Aguilera, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 281.
[601] La referencia en el viejo, pero sugestivo estudio de Rambaud, «El Imperio Otomano. El apogeo» (en Historia Universal, dir. por Lavisse y Rambaud, IX, Valencia, s.a., pág. 435).
[602] Luis Vives a Cranevelt, Brujas, 10 de junio de 1526 (en «Epistolario», en Obras Completas, ed. Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, pág. 1774).
[603] Largos fragmentos de ese folklore recogidos en la Historia Universal de Lavisse-Rambaud (op. cit., IX, pág. 380).
[604] Aunque hay indicios para considerar que el Consejo de Estado inicia algo antes su andadura (y concretamente, cuando las capitulaciones matrimoniales del Emperador), lo cierto es que su primera gran intervención, como veremos, es con motivo del desastre de Mohacs (véase, sobre esto, mi estudio Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., págs. 82 y sigs. y en especial la pág. 287, donde publico esa primera consulta del Consejo de Estado).
[605] En 1526.
[606] Carlos V, Memorias (en, Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 493).
[607] Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, ed. de J. F. Montesinos, Madrid, Espasa Calpe, 1954, pág. 49.
[608]Ibídem, pág. 56.
[609] Alonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, ed. cit., pág. 56.
[610]Ibídem, pág. 55.
[611] De Fernando y Ana, como señores de Viena, a unos 250 kilómetros de Budapest, pero a no más de 100 kilómetros de las correrías turcas.
[612] Consulta del Consejo de Estado, Granada, otoño de 1526. (Publ. en mi libro Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 287).
[613] «… enviando el traslado de las Cartas del señor Infante…» No olvidemos que entonces todavía Fernando era el sucesor de Carlos V, caso de que el Emperador muriese sin hijos.
[614] Recuérdese que un cuarto de siglo después también el autor anónimo del Lazarillo indicaría la carestía de Toledo.
[615] En mi libro Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 288. (El documento en el Archivo de Simancas, Estado, Castilla, leg. 14, fol. 7; or).
[616] Ibídem. La biógrafa de la Emperatriz, María del Carmen Mazarío, coincide en el gran gasto de Isabel en su vestuario (véase su estudio Isabel de Portugal, op. cit., pág. 89).
[617] Obispo de Cuenca a Carlos V, Cuenca, 12 de diciembre de 1526 (en mi estudio Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 289).
[618] Consulta citada del Consejo de Estado, Granada, otoño de 1526 (en Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 287).
[619] En el sentido de carta, por supuesto.
[620] Obispo de Cuenca a Carlos V, Cuenca, 12 de diciembre de 1526 (en Política mundial…, op. cit., pág. 289).
[621] Véase, por ejemplo, la del obispo de Palencia, en la misma obra, Política mundial…, op. cit., pág. 290.
[622] Distancia formidable entonces, que medida en jornadas a caballo rondaban el medio centenar, y por la posta, no menos de treinta.
[623] Obispo de Palencia a Carlos V, Valladolid, 12 de diciembre de 1526 (en Política mundial de…, op. cit., págs. 290 y 291).
[624] Véase el estudio de Emilio Orozo y J. Bermúdez-Pareja, «La Universidad de Granada desde su fundación hasta la rebelión de los moriscos (1532-1568)». (En la obra Carlos V. Homenaje de la Universidad de Granada, Granada, 1958, pág. 571).
[625] Así, informando a los grandes personajes, como el condestable, y también a las ciudades de Castilla, como lo hizo a la de Ávila (Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 280).
[626] Carlos V a Fernando, Granada, 30 de octubre de 1526 (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 280).
[627] Carlos V al comendador Aguilera, Que enviase a Roma a César Ferramosca para negociar con el Papa una paz universal (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 280).
[628] En mi obra Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1998, págs. 619 y sigs.
[629] Estas referencias, como todas de los viajes de Carlos V, en la valiosísima obra tantas veces citada de Foronda y Aguilera, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 281 y sigs.
[630] J. Martínez Cardós, «La política carolina ante las Cortes de Castilla», est. cit., pág. 376.
[631] Carta de 12 de diciembre de 1526, cit. (Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 290).
[632] Que había dejado la ciudad de Granada «donde, con la Emperatriz y reina, nuestra señora, tenía acordado invernar…» (Discurso de la Corona publ. por Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., pág. 379).
[633] Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., pág. 373.
[634] Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., pág. 378.
[635]Ibídem, pág. 379.
[636] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 235.
[637] La referencia nos la da el embajador polaco Dantisco (Antonio Fontán y Jerzy Axer, Españoles y polacos en la Corte de Carlos V, Madrid, 1994, pág. 196).
[638] Véase, por ejemplo, la carta de Carlos V a la ciudad de Úbeda, que posee su archivo municipal, publ. por Fernández y Fernández de Retama en su libro La España de Felipe II (en Historia de España Menéndez Pidal, XXI-1, Madrid, Espasa Calpe, 1954, pág.
[639] Esos textos, comentados en mi obra Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 621 y sigs.
[640] Así lo indicaba Martín de Salinas al infante don Fernando (María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 60)
[641] Se ha dicho que para sortear problemas de jurisdicción parroquial, dado que la puerta del palacio quedaba bajo otra feligresía.
[642] Carlos V a la ciudad de Barcelona desde Valladolid, a 23 de mayo (en mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 622 y 623)
[643] Recojo el texto completo en Corpus documental de Carlos V, op, I, pág. 124, nota 44.
[644] Prudencio de Sandoval, Historia de Carlos V, op. cit., II, pág. 248.
[645] Para más detalles de aquella fastuosa ceremonia, aparte de la prolija narración de Sandoval, véase mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 619 y sigs.
[646] La proclama de Francisco I publicada por A. Rambaud, «El Imperio otomano» (en Historia Universal de Lavisse y Rambaud, op. cit., IX, pág. 436, nota).
[647] Gracias a la intervención de Fernando, que para el pronto reclutamiento de aquellos mercenarios alemanes llegó incluso a empeñar sus joyas (véase mi estudio La España de Carlos V, op. cit., XX, pág. 404).
[648] L. Pastor, Historia de los Papas, Barcelona, 1921, IX, págs. 268 y sigs.
[649] La expresión es de Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 209.
[650] Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, ed. J. F. Montesinos, Madrid, Col. Clásicos Castellanos, 1956, págs. 11 y 12.
[651] Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 207.
[652] Carta de Luis Vives a Juan III de Portugal, en la introducción de su discurso «De disciplinis» (en Obras completas, ed. de Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, pág. 339).
[653] Carta de Luis Vives a Juan III de Portugal, en la introducción de su discurso «De disciplinis» (en Obras completas, ed. de Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, pág. 339).
[654] Carlos V, Memorias, ed. crítica de Manuel Fernández Álvarez, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica 1960, pág. 54; puede verse también en mi ed. del Corpus documental de Carlos V, Salamanca, 1979, IV, pág. 494.
[655] Eso, que en cuanto al juicio de Dios que se suponía implícito, podría parecer muy medieval, también es muy moderno, porque viene a recoger algo que está en el ánimo popular: que las guerras dinásticas se las ventilen los poderosos. ¿No encontramos tal sugerencia nada menos que en la obra maestra de Remarque, en Sin novedad en el frente? Recordemos con qué fruición dialogan aquellos soldados alemanes, en una jornada de tregua, sobre si en vez de combatir ellos contra los franceses, que nada les habían hecho, lo hicieran el Kaiser y el presidente de la República francesa. Pues algo de tal actitud encontramos en los diálogos valdesianos, si bien anotándolo como mérito personal de Carlos V.
[656] Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, op. cit., pág. 205. Por supuesto, el subrayado es nuestro.
[657] Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, op. cit., pág. 14.
[658]Ibídem, pág. 155.
[659]Diálogo de Mercurio y Carón, op. cit., pág. 172.
[660] Marcel Bataillon, Erasmo y España, op. cit., I, pág. 470.
[661]Diálogo de Mercurio y Carón, op. cit., pág. 180.
[662]Ibídem, págs. 92 y 93.
[663] La «lunga risposta» de Castiglione, que ocupa 52 páginas, puede verse en la edición que hace Bruno Maier de Il libro del Cortegiano (Turín, 1969).
[664] Algo que viene a ser, en suma, una lección permanente. Algo que nos prueba que la Historia no solo nos enseña los errores en los que no debemos volver a caer, sino también las audacias que podemos afrontar.
[665] Fernando a Carlos V, Praga, 30 de mayo de 1527 (publicada por Bauer-Lacroix, Korrespondenz Ferdinands I, Viena, 1912-1938, 3 vols.; II, págs. 67 y sigs.
[666] Carlos V a Fernando, Palencia, 27 de agosto de 1527 (Bauer-Lacroix: op. cit., II, pág. 95).
[667] Pastor, Historia de los Papas, op. cit., IX, pág. 341; cf. Brandi, págs. 215 y sigs.
[668] A Lannoy
[669] Leyva a Carlos V, Milán, 4 de agosto de 1527 (en Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, Leipzig, 1844-1846, 3 vols.; I, pág. 235).
[670] Carlos V a Fernando, carta cit. desde Palencia, a 8 de septiembre de 1597.
[671] Salinas a Fernando, Palencia, 31 de agosto de 1527 (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 295).
[672] Foronda, op. cit., pág. 296.
[673] Alonso de Santa Cruz, op. cit., II, págs. 326-331. En términos muy parecidos lo recoge Alfonso de Valdés en su Diálogo de Mercurio y Carón (ed. cit., págs. 144-146).
[674] El discurso regio ante las Cortes de 1528, en Laiglesia,Estudios históricos, op. cit., págs. 381-383; la referencia a la reina Catalina, en la pág. 383.
[675] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 404.
[676] Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., pág. 232
[677] Debemos destacar aquí el notable protagonismo de Margarita de Austria (o de Saboya), por su noble afán de lograr aquella paz. Bien merecedora, por ello, de ser recordada, como lo está en el Palacio de Justicia de Brujas, junto con los bustos de Carlos V y de Lannoy; en una sala en que se quería conmemorar el triunfo del Emperador, no podía faltar el recuerdo a su tía y tan notable colaboradora.
[678] Esto es, la corona del reino lombardo, y la que le consagraba como Emperador efectivo, a manos del Papa.
[679] «… para poder resistir al Turco, que se decía que venía contra toda la Cristiandad». (Carlos V, «Memorias», en Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 495).
[680] El discurso está recogido en la crónica de Santa Cruz, y en estilo tan pulido y literario, que para Menéndez Pidal es un trasunto de lo que en aquella reunión del Consejo de Estado existió, pero ni siquiera de la mano de Santa Cruz, sino de un escritor de la Corte más cultivado, que para don Ramón no pudo ser otro que fray Antonio de Guevara, el célebre autor del Relox de Príncipes, precisamente un libro conocido por el Emperador, que lo había leído en 1524; de ese modo, sería posible que fray Antonio de Guevara hubiese recibido el encargo imperial de redactar aquel discurso para tal ocasión. (Véase la «Introducción» de R. Menéndez Pidal a mi libro La España del Emperador Carlos V, t. XX de la Historia de España Menéndez Pidal, op. cit., págs. XLVI y XLVII).
[681] Embajador May a Carlos V (Archivo de Simancas, Estado-Roma, leg. 848, fol. 27; original).
[682] Leyva a Carlos V, Milán, 13 de mayo de 1529 (Archivo de Simancas, Estado, leg. 1553, fol. 322; original).
[683] Tavera a Carlos V, otoño de 1529 (Bibl. Nac., ms., leg. 1778, fol. 155). El arzobispo incluso llegaba a tramar casi una conjura, para hacer regresar a Carlos V de Italia: «Digo más —le añadía a Cobos— que cuando no seamos merecedores deste bien que S. M. se quiera volver luego, que procuréis todos de sacalle de Italia, y seáme Dios testigo desto, y holgara que vuestra merced lo comunique con el señor Confesor y con el señor García de Padilla…»
[684]Toutes fois il fault pousser oultre de manière que, à l’aide de Dieu, n’y aure avantaige à nos ennemis contre nous deux, qui sommes aussi puissans que eulx et si avons tant bonne et juste cause de nous deffendre de leur vindication desraisonnable… (Carlos V a Fernando, Madrid, 20 de marzo de 1528, en Bauer y Lacrois, op. cit., II, pág. 164).
[685] Bauer y Lacroix, op. cit., II, pág. 149.
[686] Los reyes de Francia e Inglaterra, que le habían mandado un cartel de desafío, que ya hemos comentado.
[687] El discurso de la Corona en las Cortes de Monzón de 1528 recogido por F. Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., págs. 439-442.
[688] Discurso de la Corona en las Cortes de Monzón de 1528, en F. Laiglesia, Estudios históricos, op. cit., pág. 441.
[689] Alfonso de Valdés, Discurso de Mercurio y Carón, op. cit., pág. 204.
[690] El que había mandado Francisco I.
[691] Alfonso de Valdés, Discurso de Mercurio y Carón, op. cit., págs. 206 y 207.
[692] Real Academia de la Historia, col. Salazar, 44, fols. 322 y sigs.; cf. mi libro La España del Emperador Carlos V, op. cit., pág. 433.
[693] Alfonso de Valdés, Discurso de Mercurio y Carón, op. cit., págs. 216-219. Parece claro que el secretario de cartas latinas, pero también el notorio humanista, es el que recoge el pensamiento caballeresco de su señor, redactando la carta que luego firmará el César; eso sí, con su nombre inicial («Charles»), que recuerda los anteriores documentos enviados por el Emperador al rey de Francia cuando todavía no era más que conde de Flandes.
[694] Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea, jornada II, escena 21, vv. 722-735.
[695] La referencia en la Crónica de Santa Cruz.
[696] Primero se le alivió de su condena de destierro, iría a Bruselas para impetrar la gracia imperial, volvería a España y después a Borgoña, aunque nunca consiguió recuperar su cargo de secretario (Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., págs. 108 y 109).
[697] K. Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., II, págs. 193 y 194.
[698]Ibídem, II, pág. 194.
[699] «Portaos bien conmigo esta vez y yo también lo haré con vos. Carolus» (en Brandi, op. cit., I, págs. 221 y 222).
[700] «8 de marzo de 1529: comió en Toledo, cenó y pernoctó en Aranjuez» (Foronda y Aguilera, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 321)
[701] En esos mismos términos se expresa el documento imperial.
[702] Proclama de Carlos V a sus vasallos de la Corona de Castilla (en Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 137-142).
[703]Ibídem, I, págs. 138 y 139.
[704]Ibídem, I, pág. 139.
[705] Instrucciones de Carlos V a la Emperatriz, Toledo, 8 de marzo de 1529 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 148). En realidad la ausencia había sido al revés: primero había ido Carlos V a Valencia y más tarde a las Cortes de la Corona aragonesa tenidas en Monzón, como ya hemos reseñado.
[706] Instrucciones de Carlos V a la Emperatriz de cómo había de regirse en el despacho de los negocios de Estado en su ausencia (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 148-150).
[707] Restricciones de Carlos V a los poderes de la Emperatriz (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 151-154).
[708] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. de Carlos Seco cit., II, pág. 328.
[709]Ibídem, II, pág. 329.
[710] María del Carmen Mazarío Coleto, Isabel de Portugal, Emperatriz y Reina de España, op. cit., pág. 244.
[711] Una de las claves de la expansión española por Europa en el Quinientos imperial se basó en esa frontera dormida con Portugal; algo que se perdería a mediados del siglo XVII y que ya no se recuperaría en toda la Edad Moderna.
[712] Catalina de Austria a Carlos V, Lisboa, 23 de marzo de 1529 (en Aude Viaud, Lettres des souverains portugais à Charles Quint et à l’Impératrice [1528-1532]), Lisboa-París, 1994, doc. 42, pág. 127).
[713] Catalina a Carlos V, Lisboa, 8 de marzo de 1529 (en la op. cit. de Aude Viaud, doc. 48, pág. 133).
[714] Catalina a Carlos V, carta cit. de 2 de julio de 1529.
[715] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 324-327.
[716] «En este día —30 de abril— los honorables Concellers salieron a recibir a S. M…, que entró a las 5 de la tarde con gran solemnidad…» (En Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 324).
[717] «En el discurso del Trono —4 de mayo— dijo el Emperador que su venida la había motivado el designio que tenía de pasar a Italia con la armada…» (Ibídem).
[718] K. Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 235.
[719] Carlos V al príncipe de Orange, Barcelona, 9 de junio de 1529 (en Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 325).
[720] K. Brandi, op. cit., pág. 227.
[721] La aglomeración producida en Barcelona provocaría una demanda de bastimentos con la consiguiente subida de los precios que se notaría hasta en la lejana Zaragoza, y de tal forma que cundió el descontento entre el pueblo: «Cada uno se alza con lo que tiene —informaba don Juan Jacobo de Bolonia a Carlos V, ya desde Zaragoza el 25 de mayo de aquel año— y lo esconden y ponen los precios que quieren. Y habiendo mucha carestía…, si no se remediase por V. M. se podrían seguir inconvenientes y alborotos…» (Archivo de Simancas, Despachos Diversos, leg. 1554, fol. 334, original)
[722] Legitimación hecha el 9 de julio de 1529 (Foronda, op. cit., pág. 327).
[723] Instrucciones de Fernando al conde de Noguerol, de lo que había de informar a Carlos V (Corpus documental de Carlos V, ed. cit., I, págs. 159 y sigs).
[724] Así lo haría constar en sus Memorias: «Y por quedar Su Majestad más libre para resistir al Turco y por dejar quieta Italia, tomó sus coronas en la dicha ciudad de Bolonia…» (Corpus documental de Carlos V, IV, pág. 496).
[725] Pastor, Historia de los Papas, op. cit., X, pág. 36.
[726] Instrucciones de la Emperatriz a Cobos de lo que debía decir al Emperador, Toledo, 18 de julio de 1529 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 156 y ss).
[727] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 535.
[728] Así lo ordenaban los bandos del Ayuntamiento del 14 de octubre de 1529. (Arch. di Stato di Bologna, Regg. Provv. Años 1529-1535, fol. 22).
[729] La descripción, en Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 536. Asombrosamente, Sepúlveda, que con tanto detalle nos refiere otros lances, pasa de largo sobre la entrada imperial, limitándose a una mera alusión, pese a que él había sido testigo de todo ello.
[730] Así lo recoge el bien informado Pastor (Historia de los Papas,op. cit., X, pág. 42).
[731] La sala del Palacio de Justicia de Brujas está dedicada a conmemorar esta paz, que suponía el triunfo de los altos personajes de Flandes en aquella pugna con Francia; allí pueden verse, junto al busto de Carlos V, los de Lannoy y Margarita, esto es, del que había recibido en Pavía la espada de Francisco I y de la que había negociado la paz de Cambrai
[732] Uno de esos apuntes fue encontrado por Karl Brandi en Simancas; se anotaban cuestiones tan diversas como la situación en que se hallaba la reina de Inglaterra, Catalina de Aragón, la confirmación del maestrazgo de las tres Órdenes Militares castellanas o incluso beneficios espirituales para la hora de su muerte (Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 239). También lo sabemos por el Papa, quien comentaba ese cuidadoso proceder del Emperador.
[733] Recordemos que Clemente VII era un Médicis.
[734] Carlos V a Isabel, Innsbruck, 29 de mayo de 1530 (Corpus documental de Carlos V, ed. cit., I, pág. 214).
[735] Carlos V a Isabel, carta cit. de 29 de mayo de 1530 desde Innsbruck.
[736] Carlos V a Fernando, Bolonia, 11 de enero de 1520 (cit. por K. Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, págs. 236 y sigs.). Para Brandi, esa reflexión era propia del canciller imperial Gattinara.
[737] «Nunca hubiera creído, César Carlos, que nos habíamos de ver abocados a aprietos tales…». Tal era el comienzo de la queja de Leyva ante el Emperador, «en un incontenible ataque de cólera». (Juan Ginés de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. cit., II, págs. 86 y sigs).
[738] Arch. Est. Bolonia, Regg. Provv., años 1529-1535, fol. 25 v.; cf. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., X, pág. 46.
[739] Pedro Mexía, Historia de Carlos V, op. cit., pág. 520.
[740] Una posterior alianza matrimonial reforzaría aquel acuerdo, con la boda del Duque con una sobrina de Carlos V, Cristina de Dinamarca, hija de Isabel de Austria, que estaba educándose en la corte de Bruselas, con María de Hungría.
[741] Frente al silencio de Sepúlveda, toda la ceremonia es contada detalladamente por Pedro Mexía,Historia de Carlos V, op. cit., págs. 554 y sigs.
[742] Una colección de esos grabados, en la Biblioteca Nacional. Se imprimieron cuidadosamente con motivo del IV Centenario de la muerte de Carlos V (La coronación imperial de Carlos V, Madrid, 1958).
[743] Así, por ejemplo, la carta dirigida al Condestable de Castilla el 7 de marzo (Bibl. Nacional, ms. 991, fol. 557; original). Las cartas dirigidas por esas fechas a la Emperatriz, tan magistralmente estudiadas por José María Jover Zamora en uno de sus libros más brillantes (Carlos V y los españoles, Madrid, Rialp, 1987, 2.ª ed.), en el Arch. Simancas, Estado-Italia, leg. 1455.
[744] Memorial a la Emperatriz de lo que se había de cumplir con asentistas y otros gastos, Bolonia, 16 de enero de 1520 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág.199). Lo que más preocuparía a Carlos V sería la paga puntual a Doria: «Para el cumplimiento desto —escribía a la Emperatriz el 7 de mayo— se tomen los dineros de cualquier parte que los haya y con cualquier interese que sea menester, de manera que no haya falta ni dilación». (Corpus documental de Carlos V, I, pág. 211).
[745] Isabel a Carlos V, Madrid, 29 de marzo de 1530 (en María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 269).
[746] Isabel a Carlos V, Madrid, 1 de abril de 1520 (en Mazarío, op. cit., pág. 271).
[747] Isabel a Carlos V, Madrid, 9 de julio de 1530 (en Mazarío, op. cit., pág. 285). Los recelos hacia la sinceridad de Francia eran tan grandes, que en un principio se dudaba en Castilla si Leonor de Austria debía ser enviada: «… a todos comúnmente parece que la Reina va en la mayor peligro del mundo, y esto se habla por todo el Reino…» (Isabel a Carlos V, Madrid, 25 de febrero de 1530; en Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 265).
[748] Isabel a Carlos V, Madrid, 16 de noviembre de 1529. Se trata de una de las pocas cartas inéditas, no recogidas por María del Carmen Mazarío (Archivo Simancas, Guerra Antigua, leg. 2, fol. 16; carta en parte en cifra).
[749] Cit. por J. M.ª Jover Zamora, en su espléndido estudio Carlos V y los españoles, Madrid, 1987, 2.ª ed., pág. 96.
[750] Isabel a Carlos V, Madrid, 22 de junio de 1530 (en María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 284).
[751] Isabel a Carlos V, Madrid, 22 de junio de 1530 (en María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 284)
[752] Carlos V a Isabel, Innsbruck, 7 de mayo de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 209).
[753] La cita, en Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 342.
[754] Carlos V a Isabel, carta cit. de 7 de mayo de 1530.
[755] Carlos V a Isabel, Innsbruck, 29 de mayo de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 213).
[756] Alonso de Fonseca a Carlos V, Madrid, 10 de julio de [1530] (Real Academia de la Historia, Col. Salazar, G-23, fol. 96).
[757] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 342.
[758] Margarita de Austria a la emperatriz Isabel, Bruselas, 15 de diciembre de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 185 y 186).
[759] Carlos V a Isabel, Augsburgo, 8 de julio de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 217).
[760]Ibídem.
[761] Carlos V a Isabel, Augsburgo, 8 de julio (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 220).
[762] Sería su relección titulada De Matrimonio, dedicada a defender la causa de Catalina de Aragón (Vicente Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria, Barcelona, 1939, págs. 78 y sigs.).
[763] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 254.
[764] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 397.
[765] Carlos V a Isabel, Augsburgo, 8 de julio de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 217).
[766] Teófanes Egido, «La Reforma», en V.V. A.A., Gran Historia Universal, XIV, pág. 160.
[767] Carlos V a Isabel, Augsburgo, 8 de julio de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., pág. 218).
[768] Isabel a Carlos V, Madrid, 22 de junio de 1530 (en María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 281).
[769] Carlos V a Clemente VII, Augsburgo, 14 de julio de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., pág. 228).
[770] «… que aunque de derecho lo soy —juez— y de hecho lo podría mandar, la execución de lo que se acordase sería dificultosa, así por los muchos que están en ello, como por no ver ni entender los otros algunos de los hierros que tienen…» (Ibídem).
[771]Ibídem, pág. 230. Brandi comenta también ampliamente este revelador documento carolino (Kaiser Karl V, op. cit., I, págs. 257 y sigs.). El texto también en G. Heine, Briefe an Kaiser Karl V(1530-1532), Berlín, 1848, pág. 283. El manejado por mí es una copia sita en el Archivo de Simancas (Estado, leg. 635, fols. 85 y sigs.).
[772] Véase supra, pág. 435.
[773] Brandi, op. cit., I, pág. 260.
[774] Carlos V a don Pedro de la Cueva, Instrucciones de lo que había de tratar en Roma, Augsburgo, 30 de octubre de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 243).
[775] Instrucciones cits. a Pedro de la Cueva, Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 244.
[776] Carlos V a Clemente VII, Augsburgo, 30 de octubre de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 248).
[777]Ibídem, págs. 249 y 250.
[778] Los médicos de la Corte Doctor Alfaro y Doctor Villalobos a Carlos V, Madrid, 22 de noviembre de 1529 (Corpus documental de Carlos V, op. cit.,
[779] «… en el mismo lugar —Bolonia— supo cómo la Emperatriz había parido a Fernando, su segundo hijo, de cuya muerte tuvo nuevas el año siguiente en Augsburgo». (Memorias de Carlos V, enCorpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 496).
[780] «… y allí murió —en Ratisbona— su sobrino, el Príncipe de Dinamarca». (Memorias, en Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 499).
[781] Carlos V a Isabel, Augsburgo, 31 de julio de 1530 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 232).
[782] García de Loaysa a Carlos V, Roma, 18 de noviembre de 1530 (en CODOIN, op. cit., XIV, págs. 100 y sigs.).
[783] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 350.
[784]Ibídem.
[785] Karl Brandi la comenta ampliamente en su Kaiser Karl V, op. cit., pág. 266; cf. Gachard, Analectes belgiques, op. cit., pág. 378, y en Lanz, I, pág. 408.
[786] Carlos V a María, Augsburgo, 18 de junio de 1530 (Arch. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 5).
[787]Ibídem.
[788] Carta cit. de Carlos V a María de 18 de junio de 1530.
[789] Archives Gen. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 8.
[790] Según Brandi, en 1518 (Brandi, Der Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 266); error manifiesto, pues en ese año todavía Carlos V no había llegado a la ciudad condal.
[791] «Cierto, Señor, vos no estáis solo, mientras que yo lo estaré tanto que no podrá ser más…» María a Carlos V, Bruselas, 22 de enero de 1532 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 34).
[792] Carlos V a María, 28 de enero de 1532 (ibídem, leg. 47, fol. 36).
[793] Brandi las comenta en su biografía, anunciando su publicación como algo importante para el estudio del Emperador. Sin embargo, la vida se le acabó antes de que pudiera llevarlo a cabo. El lector interesado en ello puede verlas en nuestra edición crítica de la documentación carolina, tantas veces citada (Corpus documental de Carlos V, Salamanca, 1973-1981, 5 vols., I, págs. 292 y sigs.). Y, por cierto, para Brandi nada asoma en ellas de la vida íntima del Emperador; considero que el lector formará otra opinión, si las lee atentamente. Cierto que sus confidencias personales las tenía preferentemente con su hermana María. Al día siguiente de esta carta a Isabel, manda otra a María en la que toma a risa su riña porque corriera demasiado a caballo —en las cacerías, se entiende—, pues no otra cosa hacían ambos hermanos cuando cazaban juntos (A. G. R., Brus, E. A., leg. 47, fol. 42) y dos meses después le cuenta su vida cotidiana en términos sencillos y familiares: «… je me leve matin et couche tempré, dine à dix heures et soupe. Je vais à la chasse sans courir trop, et ait fait ce matin demie lieue à pied, qu’est un bon miracle et le plus beau de tous, si par ce moyen je devenais diligent. Je ne sais si durera, mais j’en ai bone volonté…» (Carlos V a María, Ratisbona, 7 de mayo de 1532; A. G. R., Brus, E. A., leg. 52, fol. 72). No por ello dejaba de tratar con su hermana María los más serios asuntos de Estado. Poco después y ante la hostilidad de la Hansa, le ordena tomar las debidas represalias contra las naves, personas y bienes de los naturales de Lübeck y sus confederados, y aprestar naves de guerra por si era preciso forzar el paso para el tráfico marítimo de los Países Bajos en el Báltico (Carlos V a María, Ratisbona, 10 de julio de 1532; ibídem, leg. 47, 81). Y es que siempre tenía ante sí los problemas de cada uno de sus dominios, y muy particularmente los de su país natal, de forma que cuando María se lamenta por su ausencia, con una pena que cree invencible, la consuela recordándole la suya, aún mayor, puesto que había dejado atrás la tierra que le había visto nacer (María a Carlos V, Bruselas, 22 de enero de 1532: «… certes, monsieur, vous ne l’étes pas seul, car de notre coté le sommes si très qu’il n’est posible de plus…»; A. G. R., Brus, E. A., leg. 47, fol. 34. Y la respuesta de Carlos V, desde Colonia a 22 de enero de 1532: «…ne laisse-t-il de me desplaire de alonger celles que j’ai tant de raison de desirer et être toujour present, qu’est vous et le pays où naquis et ai pris ma nourriture…»; ibídem, leg. 47, fol. 36.
[794] Carlos V a María, Gante, 13 de junio de 1531 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 292-294).
[795] Carlos V a Isabel, Bruselas, 17 de enero a 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 341 y 342).
[796] Carlos V a Isabel, Ratisbona, 7 de marzo de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 342 y 343)
[797] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 498).
[798] Doctor de Escoriazo a Isabel, Ratisbona, s. f. (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 334 y 335). Aunque sin fecha, debe de ser de 7 u 8 de marzo de 1532, a tenor de la carta que sobre el mismo tema escribía Cobos a la Emperatriz el 8 de marzo, haciendo referencia al informe del doctor Escoriazo (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 344 y 345). Una vez más comprobamos que con quien muestra más confianza es con su hermana María. Al menos en cinco cartas le da cuenta de la evolución de su mal; a la erisipela se le había añadido un ataque de gota a las piernas, y tan fuerte que —no sin cierta dosis de humor— le hace pensar si no sería mejor tenerlas de madera, aunque acabe confesando que prefería las suyas propias. (Carlos V a María, cartas de 18 de febrero, 8 y 12 de marzo, 5 de abril y 3 de mayo de 1532; A. G. Royaume, Bruselas, E.A., leg. 52, fols. 17 y 64; y leg. 47, fols. 42, 48 y 62).
[799] Real Academia de la Historia, col. Salazar, A-44, fol. 245; cop. del siglo XVI.
[800] García de Loaysa a Cobos, Roma, 21 de diciembre de 1530 (Arch. Simancas, Estado-Roma, leg. 849, fols. 121 y 122; or.).
[801] Isabel a Carlos V, Medina del Campo, 13 de mayo de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 338).
[802] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus documental de Carlos V, IV, pág. 499).
[803] «… pues lo conocía más y era ya mucho mayor y lo tenía como tal». (Carlos V a María, Ratisbona, 13 de agosto de 1532; en Arch. Gen. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 116)
[804] Véase el amplio comentario, con la documentación de la Corte, que hago en mi libro La sociedad española en el Siglo de Oro, op. cit., I, págs. 443 y sigs.
[805] Carlos V a Isabel, Ratisbona, 6 de abril de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 349).
[806] Véase mi comentario a este respecto sobre una Venecia que era algo más que una República de mercaderes, pues en esa labor de espionaje había no poco riesgo (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 363, nota 181).
[807] Escribía siempre del «Lieben Kaiser Carolus» (Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 271).
[808] Carlos V a Isabel, Ratisbona, 22 de abril de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 356 y 357).
[809] Carlos V a Isabel, Ratisbona, 11 de junio de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 361).
[810] «Mes espagnols seron cette semaine à Innsbruck et j’attende les italiens avant la fin de ce mois». (Carlos V a María, Baños de Ratisbona, 13 de agosto de 1532; A. G. Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 116). Los contemporáneos ya tenían bien presente dos cosas, respecto a los tercios viejos: que su participación numérica era menor, en el conjunto del multinacional ejército imperial, y que era muy apreciada por su calidad. Tal lo vemos en la crónica de Sepúlveda refiriéndose precisamente al ejército formado por Carlos V en 1532: «estos —los tercios viejos—, aunque eran pocos numéricamente, pues no pasaban de ocho mil, sin embargo, infundían no poca confianza a los nuestros e inspiraban no poco temor al enemigo, tanto por su experiencia bélica y porque los más de ellos iban armados de mosquetes de mayor tamaño, llamados “arcabuces”, y eran muy diestros en su manejo…» (J. G. de Sepúlveda, Historia de Carlos V, ed. cit. de Rodríguez Peregrina y Baltasar Cuart, II, pág. 109).
[811] Garcilaso, Égloga segunda, vv. 1502/1504
[812] Isabel a Carlos V, Medina del Campo, 21 de julio de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 343).
[813] Carlos V a Isabel, Ratisbona, 9 de agosto de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 376).
[814] Naturalmente, por orden de Carlos V, que pedía el máximo secreto, para que se le siguiese creyendo señor de aquel tesoro; a lo que la Emperatriz advertía que eso era muy difícil de conseguir: «es dificultoso tener secreto en cosa de tal calidad». (Isabel a Carlos V, Medina del Campo, 13 mayo de 1532; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 340).
[815] Isabel a Carlos V, Segovia, 4 de septiembre de 1532 (ibídem, pág. 352).
[816] Isabel a Carlos V, Madrid, 19 de noviembre de 1532 (ibídem, pág. 365). La razón era clara: se les pedía arguyendo la peligrosa ofensiva turca sobre la Europa cristiana, cuando se sabía que el Turco se había puesto en retirada.
[817] Juan III de Portugal a su embajador en la Corte imperial Pedro Mazcarenhas, s. f. (1532) (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 336).
[818] «No quería que se dijera que la dejaba por miedo a Carlos de España»; respuesta de Solimán a la embajada de Rincón. (Cit. por Rambaud, «El Imperio otomano», en Historia Universal, dir. por E. Lavisse y A. Rambaud, IX, pág. 438).
[819] Güns.
[820] El príncipe Felipe y la infanta María.
[821] Carlos V a Isabel, Linz, 21 de septiembre de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 399).
[822] Carlos V a Isabel, Linz, 21 de septiembre de 1532 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 400).
[823] Isabel a Carlos V, Medina del Campo, 8 de agosto de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 346).
[824] Isabel a Carlos V, Segovia, 4 de septiembre de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 352).
[825] Isabel a Carlos V, Segovia, 17 de septiembre de 1532 (ibídem, pág. 355).
[826]Ibídem, carta cit. de 17 de septiembre.
[827] Las cartas de Carlos V en que le avisaba sobre la retirada del Turco.
[828] Isabel a Carlos V, Segovia, 13 de octubre de 1532 (ibídem, pág. 362).
[829]Ibídem, carta cit. de 13 de octubre.
[830] Isabel a Carlos V, Madrid, 19 de noviembre de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 365).
[831] Se ha puesto en duda la estancia de Carlos V en Viena, pero existen pruebas documentales irrefutables. Así es el propio César quien alude a ello en sus cartas de 11 de octubre de 1532, escritas desde Leoben a la Emperatriz y al cardenal Tavera (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 402 y 403). También Isabel se hace eco del viaje del Emperador a Viena (carta cit. de 13 de octubre). Por otra parte, tenemos las fechas precisas que nos consigna Foronda y Aguilera: Carlos V entró en Viena el 23 de septiembre donde estaría hasta el 4 de octubre (Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 365). Pero sobre todo contamos con un mazo de cartas escritas por Carlos V desde Viena a su hermana María de Hungría, que custodia el Haus, Hof und Staatsarchhiv de la capital austriaca (Belgie, P-A, 25); son las cartas originales escritas por el Emperador en francés a su hermana, de que hay copias en los A. G. R. de Bruselas. En la de 27 de septiembre —e insisto, desde Viena— Carlos V anuncia a su hermana la retirada del Turco, y firma «Votre bon frère, Charles». En la del 4 de octubre le avisa de que ya puede volver a España, de forma que daba órdenes a Doria para que se dirigiese a Génova, donde embarcaría (aunque tardaría medio año en hacerlo). (A. G. R., Bruselas, G. A., leg. 47, fol. 149; cop. del siglo XVIII).
[832] Carlos V a María, Leoben, 11 de octubre de 1532 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 47, fol. 163; cop. del siglo XVIII).
[833] Una ayuda poco eficaz, pues la mayoría de los italianos prefirieron desertar a servir a Fernando en la campaña de Hungría (Carlos V a María, 11 de octubre de 1532, A. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 163).
[834] Así le indicaba María de Hungría desde Bruselas: Enrique VIII buscaba apoyos en su forcejeo por divorciarse de Catalina de Aragón, al tiempo que Francisco I quería volver a su antiguo protagonismo. (María a Carlos V, Binche, 15 de octubre de 1532; A. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fol. 166).
[835] Carlos V a María, Bolonia, 20 de diciembre de 1532 (A. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 52, fol. 93).
[836] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., X, pág. 150.
[837] María a Carlos V, Mons, 27 de noviembre de 1532, y respuesta de Carlos V a María, Mantua, 6 de diciembre de 1532 (A. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 47, fols. 180-182).
[838] Carlos V a María, 27 de enero de 1533 (A. G. du Royaume, Bruselas, E. A., leg. 53, fol. 95). No sin razón se alarmaba María, pues su sobrina Cristina apenas si tenía doce años.
[839] ¡Y cómo olvidar ahora que quien esto escribe se pasó todo un curso yendo y viniendo entre esas dos ciudades, cuando era un joven doctorado de la Universidad boloñesa, como colegial del Colegio San Clemente de los españoles de Bolonia! Tal ocurrió en el curso 1950. Todas las mañanas cogía el tren que me dejaba en Módena donde estaba investigando en su Archivo de Estado, para regresar a mediodía al viejo Colegio de España.
[840] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., II, pág. 455.
[841] «Embarcó para España» (Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 373).
[842] «Su Majestad, continuando su camino por la provincia de Friul, llegó a Bolonia y se vio con Su Santidad la segunda vez, donde no resultó el efecto completo de lo que S. M. pretendía…» (Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 500).
[843] Carlos V se mantendría a bordo de su galera, donde sería cumplimentado por el Gobernador francés de Provenza. Sí pasarían a Marsella, festejados por el Gobernador, algunos de los principales ministros que le acompañaban, como el marqués de Vasto y Cobos (Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 373).
[844] Carlos V a María de Hungría, Barcelona, 25 de abril de 1533: Que había desembarcado en Rosas porque los vientos contrarios y la mar tan alterada le habían obligado a ello (Arch. G. R., Bruselas, E.A., leg. 48, fol. 16).
[845] «Me partí de Madrid a 17 del pasado…» (Isabel a Carlos V, Almunia, 2 de marzo de 1533; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 376).
[846]Ibídem, pág. 377.
[847] Isabel a Carlos V, Madrid, 19 de noviembre de 1532 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 365).
[848] Isabel a Carlos V, Madrid, 5 de enero de 1533 (ibídem, pág. 368).
[849] Isabel a Carlos V, Madrid, 20 de enero de 1533 (ibídem, pág. 371).
[850] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 499).
[851] Instrucciones de Carlos V a Isabel, Toledo, 8 de marzo de 1529 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 148).
[852] Ese era entonces el cardenal Tavera.
[853] Instrucciones cits. de 28 de marzo de 1529 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 148).
[854] Véase mi estudio La España del emperador Carlos V, op. cit. (HEMP, XX, pág. 481).
[855] Isabel a Carlos V, Madrid, 22 de diciembre de 1529 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 257).
[856] El peligro argelino.
[857] Cardenal Tavera a Carlos V, Madrid, 15 de noviembre de 1529 (Corpus, op. cit., I, pág. 173).
[858] Véanse las cartas de Isabel a Carlos V de 16 de septiembre, y 10 de diciembre de 1529; 29 de marzo, 14 de abril, 22 de junio, 9 de julio, 16 de agosto, 16 de septiembre, 13 de octubre y 27 de noviembre de 1531; 12 de enero y 5 de diciembre de 1531; 19 de febrero, 27 de marzo y 17 de septiembre de 1532, en la cit. de Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., págs. 250 y sigs.
[859] Isabel a Carlos V, Madrid, 20 de enero de 1533 (en Mazarío, op. cit., pág. 372).
[860] «El Viernes siguiente, que fueron veinticinco de abril, llegó toda el armada de S. M., que eran 34 galeras…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. J. Sánchez Montes, Madrid, C. S. I. C., 1964, pág. 31).
[861] Isabel a Carlos V, Madrid, 5 de enero de 1533 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 368).
[862] «S. M. estuvo tan enojado que se quiso armar y salir al ruido, pero por consejo de todos lo dexó…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 32).
[863] Carlos V a Fernando, Barcelona, 11 de mayo de 1533 (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 375).
[864] Carlos V a Fernando, Barcelona, 20 de mayo de 1533 (ibídem).
[865] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 374.
[866]Ibídem, pág. 375.
[867] Cortes de Monzón de 1533, discurso imperial (cit. por F. Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., págs. 44 y sigs.).
[868]Ibídem, pág. 445.
[869]Ibídem, pág. 446.
[870] «Luego que comenzó las Cortes, vínole nueva cómo la Emperatriz estaba muy mala, y partió por la posta y llegó a Barcelona, donde halló a la Emperatriz muy mala y de unas calenturas muy recias. Y habíasele hecho un apostema cabe el oído y llegó a tanto su mal que los médicos no le daban más de dos horas de vida…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. J. Sánchez Montes, Madrid, C. S. I. C., 1964, pág. 33).
[871] Cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 376.
[872]Ibídem.
[873] Un viaje más tranquilo, que haría ya en cuatro jornadas y en silla de postas saliendo de Barcelona el 12 de julio y llegando a Monzón el 15 (ibídem, pág. 377).
[874] «El Emperador nuestro Señor está muy bueno y con algún trabajo por la ocupación y largueza que han tenido estas Cortes». (Martín de Salinas al rey Fernando, Monzón, 27 de diciembre de 1533; cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 381).
[875] María a Carlos V, Bruselas, 31 de mayo de 1533: «… les desplaisirs qui m’a fallu passer de la mort du Roi mon mari et depuis, m’ont comme lors vous dis tellement affaibli l’entendement…, que à la verité, Monseigneur, je ne sai supporter ce que pour ma charge dois faire». (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 48, fol. 18).
[876] Carlos V a María de Hungría, Monzón, 19 de junio de 1533 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 48, fol. 23; autógrafa).
[877] Antoine de Croy a Carlos V, Bruselas, 18 de diciembre de 1533 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 48, fol. 51).
[878]Ibídem.
[879] Carlos V a María, Medina del Campo, 25 de enero de 1534 (A. G. R, Brus., E. A., leg. 48, fol. 51).
[880] Carlos V a María, Toledo, 27 de marzo de 1534 (ibídem, pág. 66).
[881] Indignado por aquel motín popular, Carlos V daría instrucciones secretas a María: que reclutase tropas con las que dominar a los rebeldes, castigando ejemplarmente «très bien ces vilains». (Carlos V a María, Baños de Ratisbona, 21 de agosto de 1532, A. G. R., Brus., E. A., leg. 47, fol. 118; autógrafa de Carlos V, cop. en el siglo XVIII).
[882] María a Carlos V, Binche, 15 de octubre de 1532: graves inundaciones en Frisia, Holanda, Zelanda, Flandes y Over-Yssel. La mayor parte de Frisia y Zelanda estaba bajo el agua, y en Holanda seis de las ocho partes. Y los embates del mar tan fuertes que se habían llevado hombres, animales y muebles, de forma que la desolación era general. Que había mandado a sus principales consejeros a las partes más afectadas. Necesidad de dinero para reconstruir los diques (A. G. R., Brus., E. A., leg. 47, fols. 166-168). Toda la correspondencia de ese año refleja aquel desastre, con las medidas tomadas por el Emperador, mandando a María que se trasladase a Gante o Brujas para llevar directamente las tareas de reparación del mal sufrido (Carlos V a María, Bolonia, 17 de diciembre de 1532; ibídem, fol. 193 v.).
[883] Se trata de una larga recapitulación del César sobre las posibilidades de Dorotea, como candidata al trono danés, que Carlos V manda a su hermana María desde Monzón el 29 de noviembre de 1533 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 48, fol. 59).
[884] Carlos V a María, Monzón, 9 de septiembre de 1533 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 48, fol. 30; cop. del siglo XVIII).
[885] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 381.
[886] Arch. H. Prov. de Zamora, Libros de Acuerdos Municipales, V, fols. 2 y sigs.
[887] A. M. Guilarte, El obispo Acuña, Valladolid, 1979.
[888] A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 4.
[889] Guilarte, El obispo Acuña, op. cit., pág. 75.
[890] C. Fernández Duro, Memorias históricas de la ciudad de Zamora, II, pág. 231.
[891] A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 187.
[892]Ibídem, fol. 194.
[893]Ibídem
[894]Ibídem, fol. 195 v. Orden que se reitera el 15 de mayo (ibídem, fol. 197 v.).
[895] «Acordaron e mandaron que se derribe el baluarte que está en la puente para caer, por la venida del Emperador». (A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 196). Su estado ruinoso debía de ser tal que el procurador por la Tierra del Vino, Cepeda, también pediría su demolición, porque impedía el paso de las carretas y constituía un peligro, dado ese pésimo estado (ibídem)
[896]Ibídem, fol. 197.
[897] Así se dispone con la calzada del Sepulcro y con la calle de la Plaza (ibídem).
[898] A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 205 v.
[899] «Cometieron del poner de los arcos para la entrada de S. M. a los señores Francisco Ruiz y Juan Mella, regidores, para que vean de la manera que se han de hazer y lo provean e se hagan…» (Ibídem, 197 v.)
[900]Ibídem.
[901]Ibídem, fol. 198 v.
[902]Ibídem, fol. 199.
[903] Así hizo, por ejemplo, con Ávila, «mandando que en el recibimiento no hiciesen gastos ni exceso alguno, que sería su llaneza el mayor servicio que le podían hacer». (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit. de C. Seco, II, pág. 476).
[904] A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 204.
[905] He podido constatar reuniones los días 8, 10, 12, 15, 16, 17, 19, 20 y 22; todo un récord.
[906] A. H. P., Zam., Libr. Ac. Mun. V, fol. 207 v.
[907]Ibídem, fol. 198.
[908]Ibídem, fols. 202 y 208.
[909]Ibídem, fol. 204 v.
[910]Ibídem, fol. 210.
[911]Ibídem, fol. 207.
[912] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 42.
[913]Ibídem, pág. 43
[914] Archivo Simancas, Registro del Sello, 1534, fol. 141.
[915] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 390.
[916] Foronda, op. cit., págs. 391 y 393.
[917] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 390 y 391.
[918] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, op. cit., pág. 44.
[919] «La pestilencia comenzó a crescer de tal manera que S. M. determinó de salirse de Valladolid…» (Pedro Girón, op. cit., pág. 44). Es lo que nos confirma Carlos V en sus Memorias: «De allí —de Valladolid—, a causa de la peste que había en dicho lugar, se fueron a Palencia…» (Memorias, ed. cit., Corpus, op. cit., IV, pág. 500).
[920] Esas tres causas son apuntadas por Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 44.
[921] Carlos V a su embajador en Venecia Lope de Soria, Palencia, 2 de septiembre de 1534 (Corpus, I, pág. 405).
[922] «S. M. mandó a todos los señores y caballeros que tenían tenencias de las fortalezas de la costa que se fuesen a ellas y tuviesen en ellas el recaudo de gente y bastimentos y armas y otras cosas necesarias para la defensa dellas…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 47).
[923] Se refería aquí a la ofensiva de la armada imperial mandada por Andrea Doria, y tomando Corón y Patrás en las costas griegas.
[924] F. Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., pág. 387
[925]Ibídem, pág. 388
[926]Ibídem, pág. 390.
[927]Ibídem, pág. 391.
[928] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 160.
[929] Alonso de Santa Cruz, Crónica de Carlos V, ed. cit., III, pág. 224.
[930] E. J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, Barcelona, Ariel, 1975, pág. 47.
[931] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 168.
[932] Martín de Salinas a Castillejo, 7 de marzo de 1535: «Ha ordenado [el Emperador] de venir en esta cibdad [Barcelona] los monederos de todos sus reinos y hecho traer el oro y plata de las Indias, para que aquí se labre por escudos, y desta moneda será proveído y servido. Aquí se han traído las tinajas del oro y plata para ser labrada la moneda». (En A. Rodríguez Villa, Bol. R. Ac. H., XLV, pág. 66).
[933] Carlos V a María, Barcelona, 12 de mayo de 1535 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 52, fol. 125).
[934] Carlos V a sus vasallos de la Corona de Castilla, Madrid, 1 de marzo de 1535 (en mi Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, págs. 408 y sigs.).
[935] Véase infra, la parte dedicada a la estancia de Carlos V en Sicilia, Nápoles y Roma.
[936] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 237.
[937] «Como los del Consejo le respondiesen, no muchos conformándose con su voluntad, les tornó Carlos V a replicar cómo él estaba determinado, con la ayuda de Dios, de ir en persona a la ciudad de Barcelona para proveer en la armada…» (Santa Cruz, ibídem).
[938]El Memorial de Tavera publicado en 1932 por F. Walser, Berichte und Studien zur Geschichte Karls V, op. cit., págs. 167-172.
[939] La armada que se preparaba en Barcelona para la empresa de Túnez.
[940] Isabel a Carlos V, Madrid, 24 de mayo de 1535, en respuesta a la carta del Emperador del 18 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 395). También hay que tener en cuenta el avanzado estado en que se hallaba la Emperatriz. Recuérdese que un mes después, el 24 de junio, nacería su hija Juana.
[941]Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 410.
[942] Martín de Salinas a Fernando I, Madrid, 21 de febrero de 1535 (Rodríguez Villa, op. cit., Bol. Ac. H., XLV, pág. 49).
[943] Carlos V a María, Barcelona, 12 de mayo de 1535 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 52, fol. 125).
[944] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, pág. 208, nota 3
[945] Carlos V a María, Barcelona, 19 de abril de 1535 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 48, fol. 111). Las Instrucciones al conde de Roeulx publicadas por Weiss, Papiers d’Etat du cardinale de Grandvelle, II, págs. 337 y sigs.
[946] En Weiss, op. cit., II, pág. 267.
[947] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., pág. 224.
[948] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 401.
[949] Se refiere a las anteriores jornadas de Bolonia, Augsburgo, Bruselas, Ratisbona y Viena, entre 1529 y 1532.
[950] «Y juntamente ser con apresuración la partida por donde no han tenido lugar de se proveer de lo necesario». (Salinas a Castillejo, Barcelona, 7 de marzo de 1535; en Rodríguez Villa, op. cit., Bol. R. A. H., XLV, pág. 54).
[951] «V. M. escrebió que estuviese el armada para los 8.400 hombres presta para fin de Henero…» (Isabel a Carlos V, Madrid, 1 de abril de 1535; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 387). No sería con tanta presteza, sino a principios de abril.
[952] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., II, pág. 492.
[953] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 255.
[954] En el est. cit. de Rodríguez Villa, Bol. R. A. H., XLV, pág. 66.
[955] Carlos V, Memorias (en Corpus, op. cit., IV, pág. 501).
[956] Salinas, en el est. cit. de Rodríguez Villa, pág. 70.
[957] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., II, pág. 492.
[958] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 257.
[959] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., II, pág. 495.
[960] «Partió con tanta música que dio grandísimo gusto a todos…» (Ibídem).
[961] «… se ha scripto —a los reinos— para que continuamente hagan plegarias y oraciones y devociones a Nuestro Señor…» (Isabel a Carlos V, Madrid, 17 de junio de 1535; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 398).
[962] Carlos V al marqués de Cañete, virrey de Navarra, Cagliari y en su galera capitana, 12 de junio de 1535 (en Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., II, pág. 496).
[963] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 263
[964] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 404.
[965] Cartago es el nombre que la Emperatriz recoge en sus cartas de esas fechas, «… su buena llegada en salvamento a Cartago…» (Isabel a Carlos V, Madrid, 26 de julio de 1535; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 403).
[966] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 511.
[967] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 538.
[968] Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., III, pág. 271.
[969] Santa Cruz, op. cit., III, pág. 274.
[970]Ibídem, pág. 275.
[971] Garcilaso de la Vega, Elegía primera, vv. 85-90. Más pesimista que su imperial señor, Garcilaso dudaría de aquella gloria, (Elegía primera, vv. 91-93)
[972] Carlos V a Lope de Soria, 14 de julio de 1535 (Corpus, op. cit., I, pág. 434).
[973] El César no podía dejar de recordarlo en sus Memorias. Así, tras referirse a la conquista de La Goleta, añade: «En este tiempo, el Emperador tuvo nuevas de cómo la Emperatriz había parido a la Infanta doña Juana, su segunda hija». (Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 501). Algo que no podía omitirse en las crónicas del tiempo, como en la de Pedro Girón, en la que podemos leer en el texto dedicado a 1535: «A 24 de junio, miércoles, víspera de San Juan, entre las doce y la una del día, parió S. M. una hija que llamaron doña Juana». (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., págs. 56 y 57).
[974] El propio César se disculparía con su hermana María por tardar tanto en escribirle, puntualizándole el porqué de la tardanza, así como el nuevo sistema que emplearía: «Madame ma bon soeur, J’ai reçu tant de vos lettres que, outre ma negligence acoustumé, il faut que je vous confesse la presente est survenue par laquelle il m’est impossible de pouvoir plus écrire comme je soulais, et à cette cause ne réponds à icelles de ma main, mais ayant baillés les points à Grantvelle pour y répondre et dire mon intention, lui ai commandé le faire par autres lettres, aux quelles me remets, vous priant les tenir comme si elles étaient écrites de ma main…» (Carlos V a María, Castelnuovo de Nápoles, 21 de enero de 1536, A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 8, copia).
[975] «… toutesfois je ne le trouvais bon, comme ne faissaient plusieurs de l’armeé de mer, que voulait que mieux se fit…»
[976] A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 48, fol. 128; cop. del siglo XVIII; publ. por Lanz, op. cit., II, pág. 194. Cf. también en Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, pág. 210.
[977] Luis de Ávila y Zúñiga al obispo de Orense, de la Alcazaba de Túnez a 23 de julio de 1535 (en Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 180).
[978] Carlos V a Lope de Soria, desde la Alcazaba de Túnez, 25 de julio de 1535 (Corpus, ed. cit., I, pág. 439).
[979] Al castillo o alcazaba de la ciudad
[980] Carta cit. al obispo de Orense, en la Crónica de Pedro Girón, ed. cit., pág. 180.
[981] Isabel a Carlos V, Madrid, 26 de agosto de 1535 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 407).
[982] Isabel a Carlos V, Madrid, 24 de septiembre de 1535 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., págs. 410 y 411).
[983] Sigo aquí mi texto en La España del Emperador Carlos V, Madrid, Espasa Calpe, 1996, en la H. E. M. P., t. XX, 6ª ed., pág. 555.
[984] María a Carlos V, Bruselas, 31 de agosto de 1535: Alegría con que se habían visto las dos hermanas, sin estar presente Francisco I. Cómo Leonor sacó al punto la cuestión de la tensa relación entre los dos soberanos, tocando lo del Milanesado: que Carlos V debía hacer alguna oferta al francés, como la posible boda de Cristina con el duque de Angulena, contestando María que cómo se podía tratar tal asunto viviendo el duque Francisco Sforza. (A. G. R., Brus., E. A., leg. 48, fol. 137; cop).
[985]Ibídem
[986] Carlos V a Lope de Soria, su embajador en Venecia, La Goleta de Túnez, 16 de agosto de 1535 (Corpus, op. cit., I, págs. 441 y 442).
[987] El tratado con el rey de Túnez, por el que se declaraba Muley Hacén vasallo de Carlos V.
[988] Isabel a Carlos V, Madrid, 30 de septiembre de 1535 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 413).
[989] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág 166.
[990] Cit. por Benedetto Croce en su precioso estudio, ya clásico, La Spagna nella vita italiana durante la Rinasceza, Bari, 1949, págs. 236 y 237.
[991]Ibídem, pág. 216.
[992] Cit. por Benedetto Croce, op. cit., pág. 259
[993] «El Parlamento deste Reino —informaría Carlos V a la Emperatriz desde Nápoles, el 18 de febrero de 1536— se ha ya concluido y nos ha servido y socorrido con quinientos mil ducados, que se pagarán este año, par ayuda a los gastos pasados y presentes, y con un millón de ducados en ciertos años venideros…». Y añadía Carlos V, satisfecho: «… que ha sido buen servicio, según los trabajos que el Reino ha tenido…» (Corpus, op. cit., I, pág. 471). (Cf. Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 171).
[994] El divertido lance, en Leti, recordado por Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 168.
[995] De todas formas, Isabel ya hacía un mes que tenía noticia de que el Emperador, en vez de regresar de inmediato a España, visitaría antes al Papa: «Dice V. M. que el Papa hace gran instancia para la ida de V. M. a Roma, para tratar y dar orden el las cosas públicas de la Cristiandad». (Isabel a Carlos V, Madrid, 27 de enero de 1536; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 436).
[996] Carlos V a la Emperatriz, Nápoles, 2 de febrero de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 474).
[997] Beatriz. Y véase que Carlos V vuelve al estilo indirecto.
[998] «Y por una manera o por otra no dejaré de hacer por ellos más que lo posible, por ser la Infanta quien es y su hermana y quererla yo tanto». (Ibídem, págs. 475 y 476). Entre el Emperador y los duques de Saboya existía una relación directa, como lo prueba el amplio epistolario cruzado entre los dos por estas fechas (Fornaseri, Beatrice di Portogallo, duchessa di Savoia, 15041538, Cuneo, 1957; cf. el notabilísimo trabajo de José María Jover Zamora, Carlos V y los españoles, Madrid, 1987, 2ª ed., pág. 257, nota 7).
[999]Ibídem, pág. 476.
[1000] Garrett Mattingly, Catalina de Aragón, op. cit., págs. 509 y sigs.
[1001] Curioso error, pues era su prima.
[1002] Carlos V a Isabel, Nápoles, 1 de febrero de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 463).
[1003] En plural, porque se está refiriendo al nuevo marqués y a su madre, la viuda de don Bernardino.
[1004] Carlos V a Isabel, Nápoles, 5 de marzo de 1535 (Corpus, op. cit., I, págs. 481 y 482). Obsérvese el estilo directo que aflora en este párrafo, como en otros de esta carta.
[1005] El infante don Luis de Portugal, hermano de la Emperatriz, al que vimos acompañar a Carlos V en la jornada de Túnez.
[1006] A. G. S., Estado, Castilla, leg. 35, fol. 266.
[1007] Carlos V al conde de Cifuentes, Nápoles, 6 de enero de 1536 (A. G. Simancas, Estado, Despachos Diversos, leg. 1.564, fol. 2; minuta). En cuanto a Leyva, acompaña su memorándum con una relación del armamento preciso para la empresa, en el que se hace patente que para la artillería, la Monarquía dependía en buena parte del Milanesado (Corpus, op. cit., págs. 447y sigs.).
[1008] Así lo refieren Cobos y Granvela, en un despacho mandado al conde de Cifuentes, desde Nápoles el 24 de marzo de 1536, poco antes de la salida del cortejo imperial hacia Roma (A. G. Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 37).
[1009] Véase un buen relato de la entrada del César en Roma, en L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., X, págs. 222 y sigs.
[1010] Carlos V a Lope de Soria, Roma, 8 de abril de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 483).
[1011] Lo era entonces Enrique, el que acabaría siendo Rey a la muerte de Francisco I.
[1012] Esas quejas ya las señalaba Carlos V a María desde Nápoles. (Carlos V a María, Nápoles, 2 de marzo de 1536; A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 29).
[1013] Carlos V a Lope de Soria, Roma, 8 de abril de 1536.
[1014] Así se refería a su embajador en Venecia, añadiéndole que debía instar a la República a que colaborase con el Emperador, en conformidad con lo pactado en la Liga defensiva de Italia. (Carta cit. de 8 de abril).
[1015] «Anduvo disfrazado por Roma y, para mejor poder mirar su antigua grandeza, subió encima de la Redonda, maravillado de tan suntuoso edificio». (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 11).
[1016]Ibídem. No sería la única vez, de lo que hay pruebas documentales.
[1017] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., III, pág. 12.
[1018] Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, pág. 228. En cuanto al discurso de Carlos V la mejor versión es la hecha por A. Morel-Fatio, en su estudio «L’espagnol langue universelle» (en Bul. Hispanique, XV, págs. 212 y sigs.).
[1019] Para Keniston, tanto Cobos como Granvela se quedaron tan sorprendidos como contrariados por el arranque de Carlos V (Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 175).
[1020] Referido por Brantôme en sus célebres «rodomontades» (Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, Gentilezas y bravuconadas de los españoles, ed. crítica de Juan Quiroga [seud.], Madrid, 1995, págs. 85 y 86).
[1021] Francisco de los Cobos.
[1022] Salinas a Fernando I, Roma, 22 de abril de 1536 (en Rodríguez Villa, El Emperador Carlos V y su Corte según las cartas de don Martín de Salinas, Madrid, 1903, pág. 713).
[1023] Que, ante las falsedades que sobre él decían en Roma los Embajadores de Francisco I, para malquistarlo con el Papa y el Colegio cardenalicio, «nos paresció convenir hablar y hablamos a Su Santidad lo que, Señora, verá por la copia…; lo cual era necesario par manifestar nuestra justificación. Y a lo que hemos podido comprender ha sido tomado y juzgado en bien de todos, y se han quitado muchos de la inclinación que, por no saber las cosas pasadas, tenían de ocurrir a Francia…» (Carlos V a Isabel, Roma, 18 de abril de 1536; en Corpus, op. cit., I, págs. 488 y 489).
[1024] El conflicto con Francia, por su invasión de Saboya.
[1025] Carlos V, Memorias (en Corpus, op. cit., IV, pág. 503). Ya hemos indicado que la mejor edición del discurso imperial, es la de Morel-Fatio. La versión resumida que Carlos V mandó a su embajador en Francia, Hannart, el 17 de abril de 1536, la publicó Karl Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V (op. cit., II, págs. 223 y sigs.). Un buen resumen en L. Pastor, Historia de los Papas (op. cit., XI, págs. 225 y sigs.). Cf. asimismo Karl Brandi, Kaiser Karl V, II: Quellen und Erörterungen, op. cit., págs. 258 y 259. Para Menéndez Pidal este discurso, pieza clave en el ideariumpolítico de Carlos V, viene a demostrar que el Emperador ha hecho ya de España la base de su Imperio, al tiempo que reprocha al Papa su neutralidad, y el no romper con una Francia que de tal forma obstaculizaba y rompía la armonía de la Universitas Christiana (en HEMP, t. XX, Introducción, págs. L a LII).
[1026] Así, respondía Isabel a Carlos V el 20 de mayo de 1536: «Rescibí la carta de V. M. de XVIII del pasado cerrada a XXV dél, y la que después me screbió de XXVI del mismo, y la copia de las que V. M. mandó scribir a su embaxador en Francia; y por ella he entendido el buen recibimiento que se hizo a V. M. en Roma, así por Su Santidad como por el colegio de los cardenales y pueblo romano, y lo que V. M. allí trató sobre los negocios públicos de la cristiandad, remedia de la fe, provisión contra el turco, común paz de la cristiandad, y la buena respuesta y voluntad que V. M. halló en Su Santidad para todo ello, y cómo, mostrando aquélla, havía determinado otro día en consistorio la conbocación del concilio, para lo cual tenía la voluntad del rey de Francia. De lo que he holgado, por el bien unibersal que dello se podrá seguir a la cristiandad. Nuestro Señor lo enderece como vea es menester». (Isabel a Carlos V, Madrid, 20 de mayo de 1536; en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 469).
[1027] María a Carlos V, Bruselas, 19 de mayo de 1536 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 46). Adviértase cómo casi coinciden en sus fechas las respuestas al Emperador de la Emperatriz y de la reina María de Hungría.
[1028] A. G. Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 503.
[1029] Jean de Hannart a Carlos V, Montboisson, 1 de mayo de 1536: «El dicho señor Rey decía que se maravillaba que queríades favorecer la parte del duque de Saboya contra él por ser vuestro cuñado, y que él lo era también, y más cercano que no él…» (Corpus, op. cit., I, pág. 494).
[1030] A. G. Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 183.
[1031] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 13.
[1032] Así lo indicaba María a su hermano, replicando Carlos V que sería una neutralidad engañosa, pues Francisco I solo la observaría mientras le fuese útil; aparte que solicitarla ya era dar un signo de debilidad y como un incentivo para el ataque enemigo. Y, sobre todo, era perder reputación, esa obsesión de los hombres del Renacimiento. (Carlos V a María, Nápoles, 2 de marzo de 1536; A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 20).
[1033] «Y por decir la verdad misma, nos ha invadido como enemigo y saqueado algunas de mis tierras de Flandes…» (Carlos V a los cardenales Trivulcio y Caracciolo, 9 de julio de 1536; Corpus, op. cit., I, pág. 510).
[1034] A. G. Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 57.
[1035]Ibídem, fol. 509.
[1036] «De manera que el campo imperial era de sesenta mil infantes y cien piezas de artillería…» (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 15).
[1037] A. G. Simancas, Estado, leg. 35, fol. 269.
[1038] Antoine Perrenin a María de Hungría, 30 de mayo de 1536 (A.G.R., Bruselas, E. A., leg. 52, fol. 173)
[1039] Así se expresaría Antoine Perrenin en la carta cit. a María de Hungría de 30 de mayo de 1536.
[1040] José María Jover Zamora, Carlos V y los españoles, op. cit., págs. 326 y sigs.
[1041] Esto es, los alemanes reclutados por Francisco I.
[1042] Consulta del Consejo de Estado, con anotaciones marginales dictadas por Carlos V (Corpus, op. cit., I, pág. 499).
[1043] A. G. Simancas, Estado, leg. 1.564, fol. 147
[1044] G. Mattingly, Catalina de Aragón, op. cit., págs. 510 y sigs
[1045] Carlos V a Isabel, Burgo de Saint-Clonin, 18 de mayo de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 505). Es de notar que un día después de escrita esa carta, rodaba la cabeza de Ana Bolena.
[1046] Cit. por Rodríguez Villa, El Emperador Carlos V, op. cit., pág. 717.
[1047]Ibídem, pág. 765. Tan gran ejército, para la época, era difícil poner en marcha para atravesar los Alpes, por su excesiva impedimenta, no escaseando las cortesanas, tal como señalaba el propio Salinas: «S. M. ha traído su ejército en orden y nosotros nos desordenamos, porque es tanto el bagage y putas, que son más que las estrellas». (Ibídem).
[1048] «… la más resuelta subordinación que cabe imaginar de la concepción técnica de la batalla, propia de los tiempos modernos, a una concepción caballeresca de la misma que parece escapada de un cantar de gesta». (J. M.ª Jover Zamora, Carlos V y los españoles, op. cit., pág. 333).
[1049] María de Hungría a Carlos V, Bruselas, 21 de agosto de 1536. Dificultades del avance de Nassau sobre París, con unas tropas indisciplinadas que sometían al campesinado a terrible pillaje. Por otra parte, María insistía en la gravedad de la situación en el Báltico, donde Copenhague era atacada por el duque Holstein (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 87). En efecto, Copenhague caería diez días después, pese a la ayuda de Federico del Palatinado, que había puesto en ello sus esperanzas, como marido de Dorotea de Dinamarca, la sobrina de Carlos V.
[1050] Carlos V a Enrique de Nassau, Aix, 4 de septiembre de 1536 (en Lanz, Correspondenz..., op. cit., II, pág. 248).
[1051] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 430.
[1052] Sobre la campaña de Provenza, Bourrilly, «Charles Quint en Provence» (Rev. Hist., t. 127, 1918, págs. 236 y sigs.).
[1053] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, págs. 316 y 317. Era como la misma réplica caballeresca con que los españoles se habían comportado a la muerte de Bayardo en 1524.
[1054] Carlos V a su embajador el conde de Cifuentes, Zaes, 5 de septiembre de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 524).
[1055] En mi estudio La España del Emperador, op. cit., pág. 590.
[1056] Sobrino de otro importante personaje de la Corte, el marqués de Pescara; más tarde sería designado Gobernador de Milán (1538), donde seguiría hasta su muerte en 1546.
[1057] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., págs. 180 y 181.
[1058] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 82.
[1059] «Y ansí subió [Carlos V] hasta el corredor, y a la puerta de la escalera estaban el señor Príncipe don Felipe y los dos Cardenales, y allí el Príncipe besó la mano a S. M. y él se la dio con señales de amor, y lo mismo hizo a los Cardenales…» (Ibídem).
[1060] Carlos V con el Príncipe y los Cardenales.
[1061] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit. pág. 82.
[1062] Llama la atención que de toda la documentación que el cronista recogió sobre aquellos años, nada tuviera sobre la jornada del César en Tordesillas en 1536; a mi entender, porque la podía transmitir como testigo de vista de los sucesos; lo que concuerda, además, con la frescura con que están recogidas algunas escenas, como la de los nobles precipitándose escaleras abajo cuando sienten que ha llegado el Emperador. O la del Príncipe, ya muchacho de nueve años, recibiendo gravemente a su padre en lo alto de la escalera y entre los dos Cardenales.
[1063] Carlos V a Burgos, 21 de diciembre de 1536 (cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 433, nota).
[1064] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit. pág. 82.
[1065] Quizás mejor «cuando».
[1066] Tavera, cardenal, y Fernando de Valdés, obispo de Oviedo.
[1067] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 83.
[1068]Ibídem.
[1069]Ibídem.
[1070] «… que alguaciles fuesen a los lugares a hacer traer bastimentos, y a los molinos a que moliesen pan para la Corte, y con esto cesó la necesidad…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 84).
[1071]Ibídem, pág. 81; lo resaltado es mío.
[1072] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 433.
[1073] Rectifico aquí la fecha, pues en el texto publicado en 1994 se pone 1537, lo que es un notorio error. Cf. Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 433.
[1074] Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, op. cit., pág. 219.
[1075] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 433-442.
[1076] «… fue la sexta vez muy gravemente atacado por la gota…» (Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 504).
[1077] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., II, pág. 465.
[1078] María de Hungría a Carlos V, Bruselas, 8 de enero de 1537 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 158), donde da cuenta de algunas concesiones de dinero de varios de los Estados, Hainaut, 60.000 florines; Artois, 41.000, Lille y Douay, 20.000, y Brabante, 1 florín por fuego y vecino.
[1079] María de Hungría a Carlos V, Bruselas, 26 de abril de 1537 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 171).
[1080] Isabel a Carlos V, Valladolid, 17 de agosto de 1536 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 487).
[1081] Carlos V a Isabel, Nápoles, 20 de febrero de 1536 (Corpus, op. cit., I, pág. 474).
[1082] F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., pág. 395.
[1083] Esto es, impresa. Recuérdese que ya la Emperatriz había ordenado su publicación.
[1084] El discurso de Tavera en la obra cit. de F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., págs. 393-400.
[1085] Martínez Cardós, «La política carolina ante las Cortes de Castilla» (en Rev. de Indias, núms. 73-74, 1958, pág. 380).
[1086]Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, IV, págs. 635 y sigs.
[1087] «A esto vos respondemos que vos agradecemos y tenemos en servicio vuestra voluntad, y que deseamos lo mismo, y siempre miraremos lo que más convenga al servicio de Dios, Nuestro Señor, y bien de la Cristiandad y de nuestros reinos y señoríos» (ibídem).
[1088] Carlos V a Nassau, Roeulx y Praet, Génova, 14 de noviembre de 1536 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 103).
[1089] Exactamente, según las cifras establecidas por Hamilton, 3.937.892. (E. J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, op. cit., pág. 47).
[1090] María a Carlos V, Bruselas, 21 de agosto de 1536 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 49, fol. 87).
[1091]Ibídem. En efecto, quince días después María avisaría a Carlos V de la rendición de Copenhague (A. G. R., Brus., E. A., leg. 49, fol. 93).
[1092] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 109.
[1093] En tres ocasiones la documentación nos recogerá esas cacerías en Valbuena, en Ventosilla y en Aranda, pero añadiendo siempre «no perdiendo jornada». (Cf. Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 442 y 443). También Pedro Girón recoge en su crónica esas cacerías de Carlos V, «… andubo cazando…» (Crónica del Emperador, ed. cit., pág. 109).
[1094] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 110
[1095] Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 504.
[1096] Carlos V a María de Hungría, Monzón, 6 de noviembre de 1537 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 50, fol. 23).
[1097] Granvela.
[1098] Carlos V a María de Hungría, carta cit. de 6 de noviembre de 1537
[1099] Cobos y Granvela a Carlos V, Barcelona, 26 de julio de 1537 (A. G. R, Bruselas, Audience, leg. 73, fol. 56, or.).
[1100] Sobre esas negociaciones, cf. Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., págs. 186 y sigs.
[1101] María a Carlos V, Brujas, 11 de agosto de 1537 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 50, fol. 10).
[1102] Simancas, Estado, K., leg. 1484, fols. 97 y 98; cit. por Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 198.
[1103] Dormer, Anales de la Corona de Aragón, Zaragoza, 1697, págs. 659 y sigs.
[1104] No solo para él, sino para el bien público de la Cristiandad. (Véase el estudio de F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., págs. 447-454).
[1105] «No esta bien dispuesta después de su alumbramiento e que podía llegar a tiempo que su persona fuese necesaria…» (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 124). Sandoval nos precisa más sobre la suerte de aquel Infante: de nombre Juan, había nacido en Valladolid el 19 de octubre, muriendo en marzo de 1538 (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 49). Carlos V lo recordaría en sus Memorias: «Acabadas las dichas Cortes, S. M. se tornó por la posta a Valladolid para ver a la Emperatriz, que acababa de alumbrar a su cuarto hijo, el Infante don Juan, el cual murió poco después, y casi en el mismo tiempo murió también la Infanta doña Beatriz de Portugal, duquesa de Saboya. A su vez, la Emperatriz quedó tan mal de aquel parto que desde entonces hasta su muerte tuvo poca salud». (Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, op. cit., IV, pág. 504).
[1106] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 446.
[1107] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 125.
[1108] Ibídem. También Santa Cruz recoge la pena de la Emperatriz: «Y la partida del Emperador sintió mucho la Emperatriz, porque nunca pudo hacer con S. M. que siquiera se detuviese a estar con ella las fiestas de las Pascuas, que se venían cerca, y así todo el tiempo que el Emperador con ella estuvo ni hizo sino llorar…» (Crónica, ed. cit., III, pág. 467).
[1109] Isabel a Carlos V, Valladolid, 2 de enero de 1538 (en Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 511).
[1110] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 201.
[1111] Battle y Prats, «Viaje de Carlos V a Gerona en 1533 y la pequeña tregua hasta junio, antecedente de la de Niza», en Hispania, 1949, XXXIV, pág. 88.
[1112] Era la coronación de todas sus gestiones mediatorias, desde las iniciadas en diciembre de 1535, cuando se abre la crisis que da paso a la tercera guerra entre los dos soberanos rivales. Entonces había mandado Paulo III a su hijo, Pedro Luis Farnesio, para que influyera sobre Carlos V en pro de la paz. A poco le envía a los cardenales Piccolomini y Cesarini. En abril de 1536, aprovechando la estancia de Carlos V en Roma, presiona sobre su imperial huésped. En junio trata de evitar la guerra que se perfila cada vez más amenazadoramente, despachando al cardenal Caracciolo a la Corte de Carlos V, y al cardenal Trivulzio a la Corte francesa. En agosto, en plena guerra, cuando el ejército imperial ha invadido ya la Provenza, envía a los dos contendientes a su secretario Ricalcati y al letrado Manetti. En octubre, nuevamente Pedro Luis Farnesio llega con misión de paz a la Corte imperial, entonces en Génova. En febrero de 1537, cuando la amenaza del turco se hace sentir, por los avisos que llegan de Constantinopla de sus grandes preparativos contra Italia, Paulo III envía al obispo de Rieti y a César de’Nobili, para hacer presente a los dos soberanos cuán grande es su responsabilidad si persisten en poner sus querellas particulares por encima de los intereses generales de la Cristiandad. Confirmados los temores del Papa, realizado el ataque turco al sur de Italia a fines de julio de 1537, llevando en sus naves al embajador francés, Paulo III mueve sus hilos para concitar al menos la común voluntad de las principales potencias italianas afectadas. En noviembre envía a Miganelli y al Baldassare y un mes después a los cardenales Pío de Cargoi y Jacobazzi; tales fueron sus esfuerzos en pro de aquella paz (Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, pág. 215). Eso sin contar las constantes gestiones encomendadas por el Papa a su dos Nuncios en ambas Cortes.
[1113] Marqués de Aguilar, embajador imperial, a María de Hungría, Roma, 11 de marzo de 1538 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 50, fol. 51).
[1114] Isabel a Carlos V, Valladolid, 21 de mayo de 1538 (Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 518).
[1115] De la misma al mismo, Valladolid, 17 de abril de 1538 (Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 521).
[1116] De la misma al mismo, 26 de mayo de 1538 (Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 525).
[1117]Ibídem.
[1118] El suceso sería ampliamente recordado por Carlos V en sus Memorias, dando muestras de su indignación: la armada imperial replicaría apoderándose de cuatro de las galeras francesas atacantes, «y reprendió gravemente a los capitanes de las galeras tomadas por la culpa que cometieron…» (Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 506).
[1119] Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, págs. 256 y sigs.
[1120] J. M.ª Jover Zamora, Carlos V y los españoles, op. cit., págs. 371 y sigs.
[1121] Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 506.
[1122] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 211.
[1123] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XI, pág. 260.
[1124] Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, VI, pág. 506
[1125] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 205.
[1126] P. de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 52.
[1127] Isabel a Carlos V, Valladolid, 25 de julio de 1538 (Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., pág. 535).
[1128] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 203.
[1129] Pedro de Gante, Relaciones (en Keniston, op. cit., pág. 203).
[1130] Citado por Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., p. 206
[1131] Los poderes dejados por Carlos V a la Emperatriz, tanto en 1537 como en 1538 pueden verse en el Corpus documental de Carlos V, ed. cit., I, págs. 533 y 542. Está claro que Carlos V ya lo había hecho también en 1537, pensando en una posible salida de España.
[1132] Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 142.
[1133]Ibídem.
[1134] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 460.
[1135] F. de Laiglesia, Estudios Históricos, II, pág. 263. En 1525, el embajador veneciano Contarini valoraba los ingresos de la Corona en 1.100.000 ducados, y los gastos ordinarios, en 700.000. El superávit, y aún más, se derrochaba en los gastos extraordinarios, haciendo este gráfico comentario: «… si che si può dire a capo dell’anno essersi a capo dell’entrata, massime ora che le cose non sono ordinate, anzi da poi che Cesare ebbe questi regni, s’è proceduto di disordine in disordine, da questi in guerre civili, e dalle guerre civili in guerre esterne» (Relazioni, ed. de Alberi, 1.ª serie, II, pág. 439).
[1136]Cortes de León y Castilla, op. cit., V, págs. 27 y sigs. Pedro Girón también recoge los presentes y los más destacados de los ausentes (entre estos, don Juan Manuel), Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., págs. 143 y sigs.
[1137] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 61.
[1138] Texto recogido por el conde de Coruña, publ. en Cortes de León y Castilla, op. cit., V, pág. 89. Cf. Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 67, que lo reproduce, probando que con frecuencia tiene acceso a las fuentes de la época.
[1139] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, op. cit., III, pág. 70.
[1140] Tal, en el discurso de Tavera ante la corporación de la alta nobleza: «ha mandado —Carlos V— convocar y celebrar Cortes generales del Reino» (en F. de Laiglesia, Estudios Históricos, I, pág. 405).
[1141]Ibídem, págs. 401-405.
[1142]Cortes de León y Castilla, op. cit., V, pág. 101.
[1143]Ibídem, op. cit., V, pág. 140
[1144]Ibídem, op. cit., V, pág. 156.
[1145] «Respondióle el labrador con donaire, diciendo: “¡Por Dios, hermano, que sois muy necio!… Veis que el ciervo pesa más que el borrico y la leña, ¿y queréis que lo lleve a cuestas? Mejor haréis vos, que sois mozo y recio, tomarlos a entrambos a cuestas, y caminar con ellos”». (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 73).
[1146]Ibídem
[1147] Esto es, la caballería pesada.
[1148] La rf. en Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 206.
[1149] Tiépolo, Relazioni… (ed. Alberi, Florencia, 1840, 1.ª serie, II, págs. 101 y 102). Ya el marqués de Aguilar anunciaba lo mismo a María de Hungría desde Roma el 11 de marzo de 1530 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 50, fol. 51)
[1150] Prof. Budor, «La gesta de Castelnuovo» (Rev. del Dept.º de Español, Univ. de Zágreb, 1990 (?), págs. 128-148).
[1151] A. G. de Simancas, E., leg. 1.030, fol. 122; original.
[1152] «Avisos de lo de Castelnuovo», (A. Simancas, E., leg. 1.030, fol. 133, cf. A. G. B., Brus., E. A., leg. 1520, fol. 278, que recoge la misma información).
[1153] A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 1.520, fol. 278.
[1154] A. G. Simancas: «Memorial de los esclavos que están en poder del Gran Turco en Constantinopoli y de Barbarroja…, que se perdieron en Castilnovo» (A. G. S., Nápoles, leg. 1.036, fol. 4). Cf. J. Graciliano González Miguel, Presencia napolitana en el Siglo de Oro español: Luigi Tansillo (1510-1568), Salamanca, Universidad, 1979, pág. 342, nota 10. Carlos V se interesaría por la suerte de aquellos cautivos. Todavía en 1546 el virrey de Nápoles, don Pedro de Toledo, contestaba al Emperador: «En lo que toca a los presos de Castilnovo se hará lo que V. M. me envía a mandar, y ya a Luis de Haro y a su padre que lo solicitaba aquí, se han pagado hasta mil y quinientos ducados por lo de su rescate…» En su carta, el Virrey da otras noticias sobre aquellos míseros cautivos (A. Simancas, E., leg. 1.036, fol. 3). Y es de recordar que en su Testamento, Carlos V dejaría una manda de 10.000 ducados para redimir cautivos «prefiriendo los que hubiesen sido captivos en armadas nuestras donde nos hayamos hallado presente, y después los que en las otras armadas nuestras hubiesen sido captivos…» (Testamento de Carlos V, ed. crítica de M. Fernández Álvarez, Madrid, 1982, pág. 5).
[1155] P. de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 80.
[1156] Sobre esta gesta de Castelnuovo versó mi conferencia en la Real Academia de la Historia, en acto presidido por don Juan de Borbón, el 31 de enero de 1985. Una referencia más completa puede encontrarse en mi estudio «La gesta de Castelnuovo» (Historia 16, núm. 111 —julio 1985—, págs. 37-42). Cuando se estaba preparando aquel acto, que había organizado con gran entusiasmo mi buen amigo D. Félix Rodríguez Madiedo, en homenaje a nuestro Ejército, y para el que había pedido mi colaboración como conferenciante, me llamó el entonces Secretario perpetuo de la Real Academia, D. Dalmiro de la Válgoma, para indicarme que había una dificultad, para él insalvable, pues nunca se había autorizado que en la Casa diese conferencia alguna quien no fuese académico (yo no lo sería hasta dos años después). Le contesté que me parecía muy razonable, y que por mí no se preocupase, pues no tenía más interés que el de prestar la colaboración que se me había pedido; aunque dudaba que la Academia se negase a dar su autorización para acto de tal significado, presidido además por don Juan de Borbón. Y así sería, de lo que la Prensa nacional daría amplio testimonio
[1157] Ferrante Gonzaga a Carlos V, 24 de abril de 1537 (cit. por Capasso, «Il goberno di don Ferante Gonzaga in Sicilia dal 1535 al 1543», en Arch. St. Siciliano, XXXI, 1906, págs. 432 y sigs).
[1158] B. N., Ms. 783, 1-18; cf. Col. Doc In., op. cit., I, pág. 207.
[1159] Cit. por Lafuente, Historia General de España, Madrid, ed. 1869, XII, pág. 187, nota. Lafuente considera haber sido el primero en conocer estos tratos imperiales con Barbarroja; sin embargo, ya se habían publicado documentos sobre ellos en la célebre Col. Doc. In. para la Hist. de España, I, págs. 207 y sigs.
[1160] «Et aussi de que j’ai pu comprendre de l’intention du seigneur Roi, Reine et de ses ministres et guit le tout, Monseigneur, à ce qu’il me semble, que V. M. se determine d’entrer en cette paix à vie, ou de laisser le dit Roi et les siens en doubte…» (María de Hungría a Carlos V, Avesnes, 28 de octubre de 1538; A. G. R., Brus., E. A., leg. 50, fol. 98).
[1161] Instrucciones de María de Hungría a Diego Hurtado de Mendoza de lo que había de decir a Carlos V sobre la entrevista de la Reina con Francisco I y doña Leonor: Que había tenido una gran acogida por Francisco I, pero que le había insistido en que el Emperador debía renunciar a su campaña contra Turquía, aplazándola para mejor ocasión. Se trató de posibles alianzas matrimoniales, en relación con la cesión del Milanesado, y de una posible nueva entrevista entre los dos soberanos en Francia; en cuyo caso, Francisco I iría a recoger a Carlos V a Burgos (Avesnes, 29 de octubre de 1538; A. G. R., Brus., E. A., leg. 50, fol. 101, doc. extractado por Lanz —II, pág. 686—, que no da idea de su importancia)
[1162] María de Hungría a Carlos V, 4 de abril de 1539 (ibídem, leg. 50, fol. 137).
[1163] Carlos V, Memorias (Corpus, op. cit., IV, pág. 504).
[1164] Carlos V, Memorias, «… la Emperatriz que acababa de alumbrar a su cuarto hijo (varón), el Infante don Juan, el cual murió poco después…» (ed. cit., Corpus, IV, pág. 504).
[1165] Todos los partos y abortos de la Emperatriz los recuerda Carlos V en sus Memorias. Recogeré textualmente las citas en cada caso, que en el de su heredero es así: 1527: «… nació su hijo Felipe, príncipe de España». (Carlos V, Memorias, en Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, pág. 493).
[1166] 1528: «La Emperatriz, que hacía poco que había parido a la infanta doña María, su primera hija…» (Ibídem, pág. 495).
[1167] 1529: «Supo —en Bolonia— cómo la Emperatriz había parido a Fernando, su segundo hijo, de cuya muerte tuvo nuevas al año siguiente, en Augsburgo». (Ibídem, pág. 496).
[1168] 1534: «… se fueron a Valladolid, donde la Emperatriz abortó un hijo…» (Ibídem, pág. 500).
[1169] 1535: «En este tiempo, el Emperador tuvo nuevas de cómo la Emperatriz había parido a la infanta doña Juana, su segunda hija». (Ibídem, pág. 501).
[1170] 1537: «S. M. se tornó por la posta a Valladolid, para ver a la Emperatriz, que acababa de alumbrar a su cuarto hijo, el infante don Juan, el cual murió poco después…» (Ibídem, pág. 504.). Obsérvese que va especificando el número de hijos varones o de hijas. Y es el cuarto hijo varón, porque en 1534 la Emperatriz había parido un hijo. Así, Pedro Girón, en su Crónica del Emperador, nos dice: «1534: Este día de san Pedro parió la Emperatriz un hijo muerto» (Pedro Girón: Crónica del emperador Carlos V, op. cit., pág. 44).
[1171] 1539: «… en cuyo tiempo creció y apretó tanto el mal de la Emperatriz, que después de abortar su quinto hijo, fue Dios servido de llevársela consigo…» (Ibídem, pág. 507).
[1172] Legitimada por Carlos V, a petición de su tía Margarita de Saboya, el 9 de julio de 1529.
[1173] Siempre me llamó la atención que Carlos V se refiriese a los dos últimos partos de la Emperatriz como su cuarto y quinto hijo, creyendo que había una confusión del César. No hay tal. El Emperador recordaría en sus Memorias los siete partos de la Emperatriz, incluyendo los dos abortos, distinguiendo las dos hijas de los cinco varones, Felipe, Fernando, Juan y los dos abortados.
[1174] Pedro Girón, Crónica, ed. cit., pág. 125.
[1175] Dr. Villalobos a Francisco de los Cobos, Toledo, 28 de abril de 1539 (Corpus, op. cit., I, pág. 548; la carta a que alude Villalobos también en el cit. Corpus, I, pág. 547).
[1176] Confusión reflejada en la obra de María del Carmen Mazarío, Isabel de Portugal, op. cit., págs. 186 y 187.
[1177] Doctores Alfaro y Villalobos a Carlos V, Toledo, 25 de abril de 1539 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 547).
[1178] Doctores Alfaro y Villalobos a Carlos V, Toledo, 30 de abril de 1539 (Corpus, ed. cit., I, pág. 549).
[1179] Quinto hijo varón, se entiende: Felipe, Fernando, Juan y los dos abortos citados.
[1180] Carlos V, Memorias (ed. cit., Corpus, IV, pág. 507). También Sandoval recogerá en su crónica el malparto de la Emperatriz: «Parió un niño muerto y con él dio el alma a Dios…» (P. de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 75).
[1181] Carlos V a su Embajador en Lisboa Luis Sarmiento, Toledo, 4 de mayo de 1539 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., I, pág. 550).
[1182] A. Simancas, P. R., leg. 26, fol. 36; cf. Corpus, ed. cit., I, pág. 411.
[1183] Alonso de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, op. cit., IV, págs. 24 y sigs.
[1184] Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 507. En cuanto a la Corte, a los lamentos por la muerte de la Emperatriz sucederían los no menos grandes por el cierre de su casa, que dejaban en la calle a no pocas familias: «Hubo grande llanto —refiere Pedro Girón— y tanto que fue mayor que el día que enterraron a la Emperatriz». (Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., pág. 307).
[1185] Martín de Salinas informaría a Fernando I de unas jornadas imperiales de caza en Aranjuez, cosa no muy segura; en todo caso, hubiera sido El Pardo (la noticia cit. por Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 466).
[1186] Así lo dice el propio Emperador a su hermana María, en carta del 2 de mayo, asombrosa confusión pues los partes médicos no dejan lugar a dudas. (Carlos V a María, Toledo, 2 de mayo de 1539; en Gachard, Analectes historiques, V, pág. 29).
[1187] Carlos V a María de Hungría, carta cit. de 2 de mayo de 1539.
[1188] Una notable descripción de aquella marcha fúnebre en la crónica de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, págs. 75 y 76.
[1189] Carlos V a María de Hungría, 1 de julio de 1539 (A. G. R., Brus., E. A., leg. 50, fol. 147, cop. de la carta autógrafa sita en Viena)
[1190] Carlos V a María, Madrid, 3 de noviembre de 1539: Que no había merecido la pena el envío del cuadro, porque no tenía ningún parecido con Isabel (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 52, fol. 250).
[1191] Instrucciones de Carlos V a Felipe II, Madrid, 5 de noviembre de 1539 (Corpus, op. cit., II, págs 32 y sigs. Se trata del documento existente en Simancas, cf. con el publicado por Ch. Weiss de los fondos de Granvela, Papiers d’Etat du cardinal de Granvelle, París, 1841-1843, 4 vols., II, págs. 549-561).
[1192] Poderes, instrucciones y restricciones de Carlos V a Tavera para el gobierno de Castilla (Corpus, op. cit., II, págs. 43-53). Rectifico aquí lo indicado por mí en el Corpus como instrucciones «para el gobierno de España». El texto dice claramente para todos los Reinos «de la corona de Castilla».
[1193] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 357.
[1194] Saulnier, «Charles-Quint traversant la France» (en Fêtes et céremonies au temps de Charles Quint, París, 1960, págs. 207 y sigs.)
[1195] Carlos V a Tavera, Orleans, 21 de diciembre de 1539 (Corpus, op. cit., II, págs. 56 y 57).
[1196] Bibl. Nacional de París, Ms., Franc. 18515, fols. 49-53.
[1197] «… vestu de drap noir, ayant son petit Ordre de la Toison, monté sur un cheval noir caparossonné de drap noir…» (Bibl. Nac. de París, Ms., Franc. 4328, fol. 86).
[1198] Relación del viaje de Carlos V por Francia, recogido en la ed. de la Crónica de Pedro Girón, ed. cit., págs. 336 y sigs.
[1199] Carta anónima recogida en la Crónica de Pedro Girón, ed. cit., pág. 344.
[1200] Carta cit. recogida en la Crónica del Emperador, de Pedro Girón, ed. cit., pág. 344.
[1201] María de Hungría.
[1202] Carta anónima al cardenal Loaysa, inserta en los documentos de Pedro Girón, Crónica del Emperador Carlos V, ed. cit., págs. 351 y 352. La sentencia contra Gante publicado por Ch. Weiss, Papiers d’Etat…, op. cit., págs. 352-355.
[1203] «Este doctor, estando el Emperador en España y no pudiendo consultarle por la distancia, siguió su criterio y, aunque la misión que se le había encomendado debía ser de atracción, conforme a sus instrucciones, bien arrastrado por su celo o por otras causas, actuó de modo muy distinto, empleando amenazas. Procuró hacer una liga entre los católicos, de lo que se espantaron los jefes protestantes…, que comenzaron también a confederarse con todos aquellos de su religión que se quisieron unir, y mandaron gran número de diputados a un lugar de Germania llamado Schmalcalda…» (Granvela a Humberto Foglietta, Abadía de Cercamps, 5 de noviembre de 1558; Bibl. de Palacio, Madrid, ms. de Granvela, t. 2304 —sin fol.—, min).
[1204] Ch. Weiss, Papiers d’Etat du cardinale de Grandvelle, op. cit., II, pág. 562.
[1205] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, op. cit., IV, pág. 510). Ya a principios de junio Carlos V tenía noticia del rechazo francés a su propuesta (Carlos V a François de Bonvalot, Bruselas, 9 de junio de 1540; publicado por Ch. Weiss, Papiers d’Etat du cardinale de Grandvelle, op. cit., II, pág. 597).
[1206] Propuesta de Carlos V a la alta nobleza de los Países Bajos, Bruselas, 2 de octubre de 1540 (A. G. R, Bruselas, E.A., leg. 53, fol. 252).
[1207] Ch. Weiss, Papiers d’Etat…, op. cit., II, pág. 599.
[1208] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., X, pág. 106.
[1209] Carlos V, Memorias (Corpus, op. cit., IV, pág. 510).
[1210] Propuesta de Carlos V a la Dieta de Ratisbona de 1541 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 53, fol. 25).
[1211] Informe inserto en la ed. cit. de la Crónica de Pedro Girón, op. cit., págs. 356-358.
[1212] Carlos V a María de Hungría, Spira, 5 de febrero de 1541: Que si dejaba el gobierno de los Países Bajos le causaría un gran trastorno, pues tanto sus hijos Felipe como María eran todavía muy jóvenes para regir aquellos dominios (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 51, fol. 10).
[1213] Carlos V, Memorias (Corpus, op. cit., IV, págs. 510 y 511).
[1214] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 511).
[1215] Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre, vv. 385-388.
[1216] Esto es, para el ejército desembarcado.
[1217] Carlos V a don Diego Hurtado de Mendoza en su galera, en el cabo Matafú argelino, a 2 de noviembre de 1541 (Real Ac. Historia, Col. Salazar, A-48, fols. 12 a 14; publ. en Corpus, op. cit., II, págs. 71-75). Carta muy similar a la enviada el día siguiente por el Emperador al cardenal Tavera (publ. en CODOIN, op. cit., I, pág. 234).
[1218] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 112.
[1219]Ibídem.
[1220]Ibídem.
[1221] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, VI, pág. 512).
[1222] Fernández Duro, La Armada española, Madrid, 1895, I, pág. 259
[1223] Instrucciones personales de Carlos V a Felipe II, Palamós 4 de mayo de 1543 (Corpus, op. cit., II, pág. 92).
[1224] Carlos V a Felipe II, Instrucciones secretas, Palamós 6 de mayo de 1543 (Corpus, op. cit., II, pág. 108). De forma que en tres ocasiones se refiere Carlos V a sus conversaciones en Madrid con su hijo.
[1225]Instrucciones de Carlos V a Felipe II (Corpus, op. cit., II, págs. 105 y sigs.; cf. mi Felipe II y su tiempo, op. cit., pág. 661).
[1226] Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Julio Cejador. Clásicos Castellanos, Madrid, 1954, II, pág. 146.
[1227] W. Shakespeare, La tragedia de Romeo y Julieta, salón en casa de Capuleto, Acto I, escena III.
[1228] Miguel de Cervantes, La española inglesa, ed. Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1982, pág. 52.
[1229] Sobre esto, véase lo que indico en mi reciente libro Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1998, págs. 398 y 677.
[1230]Corpus documental de Carlos V, ed. cit., II, pág. 99.
[1231] M. Foronda, Estancias y viajes del Emperador, op. cit., pág. 505.
[1232]Ibídem, pág. 507.
[1233] Véase mi estudio Juana la Loca, op. cit., pág. 219.
[1234] Discurso de la Corona ante las Cortes de Valladolid de 1542 (en F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., pág. 413).
[1235]Ibídem, pág. 413.
[1236]Ibídem, pág. 414.
[1237]Cortes de León y de Castilla, op. cit., V, pág. 258.
[1238] J. Sánchez Montes, Franceses, protestantes y turcos. Los españoles ante la política internacional de Carlos V, Pamplona, 1951, pág. 54.
[1239] F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., I, pág. 36.
[1240] De ello se haría eco el Emperador con su embajador (Carlos V a Bonvalot, Bruselas, 9 de junio de 1540; en Weiss, Papiers d’Etat…, op. cit., II, pág. 597).
[1241] Carlos V, Memorias (Corpus, op. cit., VI, pág. 509).
[1242] F. de Laiglesia, Estudios Históricos, op. cit., I, pág. 412.
[1243] Eso como alternativa a que quedasen para Felipe II, confiando que en su día tuviese hijos varones que fueran los señores naturales de aquellos dominios. (Proposición de Carlos V a los príncipes señores de los Países Bajos; Bruselas, 2 de octubre de 1540; Arch. G. du Royaume, E. A., leg. 52, fol. 252).
[1244] Carlos V había lamentado aquella violencia de sus ministros en el Milanesado, hasta el punto de declarar a Canciano, secretario de Paulo III, al referirse a la represalia de Francisco I mandando detener al arzobispo de Valencia y fijando su rescate en 25.000 escudos, «… que lo habían detenido por causa de César Fragoso y Rincón, los cuales [25.000 escudos] y muchos más hubiéramos pagado de buena voluntad por ello y por excusar los daños y retornar a la guerra que se han seguido…» (Carlos V a Canciano, Génova, 30 de mayo de 1543; A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 434, fol. 46).
[1245] F. de Laiglesia, Estudios Históricos, I, pág. 455.
[1246] Alonso de Santa Cruz, Crónica, ed. cit., IV, págs. 160-167.
[1247] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XII, pág. 117. La carta de Carlos V a Paulo III, mostrándose agraviado por aquel trato paritario con el francés, enviada desde Monzón el 25 de agosto de 1542 (Pastor, ibídem, XII, pág. 122). Su mal recuerdo reflejado en sus Memorias (ed. cit., Corpus, IV, págs. 513 y 514).
[1248] Sandoval, Historia del Emperador, ed. cit., III, pág. 124.
[1249] Carlos V al conde de Feria, Monzón, 20 de julio de 1542. De igual forma a otros Grandes y Títulos (Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, ed. cit., IV, pág. 171)
[1250] Ya se había hecho tras las treguas de Niza, aunque de forma desigual. Carlos V advertiría a su hermana María que se tuviera cuidado en aquella nueva ocasión, pues anteriormente había salido injustamente beneficiado el duque de Arschot (Carlos V a María, Barcelona, 3 de noviembre de 1543; A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 51, fol. 152).
[1251]Cortes de León y Castilla, op. cit., V, pág. 223.
[1252] Rectifico aquí lo indicado en mi Felipe II y su tiempo, op. cit., pág. 660.
[1253] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 540 y 541.
[1254] Culpa, si no procuraba poner el debido remedio, afrontando la situación con aquel viaje a los Países Bajos.
[1255] La empresa de pasar a los Países Bajos.
[1256] Instrucciones personales de Carlos V a Felipe II, Palamós, 4 de mayo de 1543 (Corpus, op. cit., II, págs. 90 y sigs).
[1257]Ibídem, págs. 92 y sigs.
[1258] En la vida conyugal.
[1259]Corpus, op. cit., II, pág. 100.
[1260] Instrucciones secretas de Carlos V a Felipe II, Palamós, 6 de mayo de 1543 (Corpus, ed. cit., II, pág. 109 y sigs.). Este notabilísimo cuerpo de instrucciones quedará en poder de Cobos, que aún permanecería algún tiempo en Barcelona; y, por eso, se las mandaría inmediatamente al Príncipe. Pero lo haría enviándoselas primero a Zúñiga, que se hallaba junto al Príncipe en Madrid. Rectifico aquí el error deslizado en mi Corpus carolino, donde señalaba que Cobos mandaba a Zúñiga con las Instrucciones. No es Zúñiga el que viaja (no se movería del lado del Príncipe), sino el que recibe aquella importante documentación, como se deduce de una carta de Cobos a Felipe II desde Barcelona, a raíz de la partida del César, «… envío al Comendador mayor de Castilla los poderes principales e instrucciones que para ello [la gobernación de Castilla] dexa a V. A. Y a los Consejos…» (Cobos a Felipe II, Barcelona, 20 de mayo de 1543; Corpus, ed. cit., II, pág. 123).
[1261] Algo bien visto por Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 249
[1262]Ibídem, II, pág. 117.
[1263] Vicente Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria, Barcelona, 1939, pág. 121.
[1264]Ibídem, pág. 131
[1265] Básicamente sigo aquí mi texto La España del Emperador Carlos V, op. cit., págs. 704 y sigs.
[1266] Carlos V a Felipe II, Instrucciones secretas cits. de 6 de mayo de 1543 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 105).
[1267] Esa fue la tesis de Juan Reglá, Bandoleros, piratas y hugonots, Barcelona, 1969.
[1268] Blas de Ortiz, Itinerarium Adriani Sexti, Vitoria, ed. crítica de Sagarna, 1950.
[1269] Carlos V al duque de Alba y a Francisco de los Cobos, Palamós, 10 de mayo de 1543 (Corpus, ed. cit., IV, págs. 119 y 120).
[1270] «Habemos visto este lugar, el cual nos parece muy importante…» (Carlos V al duque de Alba y a Francisco de los Cobos, Corpus, ed. cit., II, pág. 121).
[1271] Carlos V a Felipe II, Cremona, 19 de junio de 1543 (Corpus, ed. cit., II, págs. 125-134).
[1272]Ibídem.
[1273] El Duque ofrecía entre 150.000 y 200.00 ducados a las vacías arcas del Emperador (Carlos V a Felipe II, Cremona, 19 de junio de 1543; Corpus, ed. cit., II, pág. 129).
[1274] Era hijo de Pier Luigi Farnese, a su vez hijo natural de Paulo III.
[1275] Margarita de Parma (n. 1522) había casado en 1536, cuando tenía 14 años, con Alejandro de Médicis; matrimonio brevísimo, pues su marido sería asesinado en 1537. Al año siguiente, la jovencísima viuda de 16 años casaría en segundas nupcias con Octavio Farnese, o Farnesio, después duque de Parma, de cuyo enlace nacería el famoso Alejandro Farnesio, una de las personalidades más importantes del siguiente reinado.
[1276] Cobos a Carlos V, Valladolid, 7 de agosto de 1543 (Corpus, ed.cit., II, pág. 150).
[1277] Esto es, al momento.
[1278] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 7 de agosto de 1543 (Corpus, ed. cit., II, pág. 140).
[1279]Ibídem.
[1280] Carlos V a Canciano, secretario de Paulo III, Génova, 30 de mayo de 1543 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 434, fol. 46).
[1281] Solo había traído 1.000 españoles con las galeras, incorporándosele a poco el tercio de Sicilia y el maestre de campo Luis Pérez de Vargas con sus hombres; en total, unos 4.000 españoles, a los que se sumarían 4.000 italianos reclutados por aquellas fechas (Carlos V a Felipe II, carta cit. de 19 de junio;Corpus, ed. cit., II, pág. 130).
[1282] Carlos V, Memorias (Corpus, ed. cit., IV, pág. 510).
[1283] El rey de Romanos, Fernando.
[1284] Diego Hurtado de Mendoza a Granvela, Venecia, 15 de mayo de 1543 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 434, fol. 32). Tres días antes ya había avisado don Diego a Carlos V de las amenazas de los amigos de Francia: «El conde de Mirándola y Pedro Strozi y el Embajador de Francia que está aquí, tienen orden de prender o matar todos los ministros que pudieren haber de V. M., y señaladamente spiar a mons. de Granvela, cuando venga, y a mí cuando vaya a V. M.» (Ibídem, fol. 44).
[1285] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 552.
[1286] Carlos V, Memorias (Corpus, ed. cit., IV, pág. 517).
[1287]Ibídem.
[1288] Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 149.
[1289] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 527).
[1290] Fernando de Valdés a Eraso, Valladolid, 20 de septiembre de 1542 (cit. en mi estudio «Valdés y el gobierno de Castilla a mediados del siglo XVI», Simposio Valdés-Salas, Oviedo, Universidad, 1970, pág. 86).
[1291] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 7 de agosto de 1543 (Corpus, ed. cit., II, pág. 145).
[1292] En España se temía que invadiesen Cataluña e incluso atacasen Barcelona, «… paresció que el rey de Francia principalmente importaba era hacer la empresa de Rosellón y Cataluña y que teniendo agora el armada del turco a su disposición…, no le faltaría medio para juntar exército y venir a cercar a Perpiñán o a Barcelona…» (Felipe II a Carlos V, carta cit. de 7 de agosto de 1543, ibídem, pág. 146).
[1293] Granvela a María de Hungría, Avesnes, 29 de octubre de 1543: Que pese a sus consejos en contra, el Emperador estaba decidido a ponerse al frente de sus tropas si Francisco I pasaba de Cambrai (Gachard, Analectas historiques, V, pág. 216).
[1294] La carta era de 27 de octubre de 1543.
[1295] «Así el dicho campo camina la vuelta de Francia y esperamos en Nuestro Señor que guiará y enderezará nuestras cosas de manera que tengamos el buen suceso que deseamos y que viniendo el rey de Francia a darnos la batalla, como dan a entender que lo quiere hacer (aunque lo dudamos) será servido de darnos la victoria…» (Carlos V Felipe II, Avesnes-les Aubert, 27 de octubre de 1543;Corpus, ed. cit., II, pág. 170).
[1296] Larga postdata autógrafa de Carlos V a su carta cit. de 27 de octubre de 1543 (Corpus, ed. cit., II, págs 172 y 173). Tres semanas después, en otra postdata similar, Carlos V volvería a insistir en lo mismo con su hijo (Carlos V a Felipe II, Cambrai, 15 de noviembre de 1543; Corpus, ed. cit., II, pág. 183).
[1297] Keniston, Francisco de los Cobos, op. cit., pág. 258.
[1298] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 4 de febrero de 1544 (Corpus, ed. cit., II, pág. 192).
[1299] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 520).
[1300] Carlos V, Memorias (Corpus, ed. cit., IV, pág. 524).
[1301] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 17 de septiembre de 1544 (Corpus, ed. cit., II, págs. 270 y 271).
[1302] Carlos V a Felipe II, 14 de agosto 1544 (A. Simancas, Estado, leg. 500, fol. 44).
[1303] Carlos V, Memorias (ed. cit., Corpus, IV, pág. 523).
[1304] Carlos V envió, en efecto, al secretario Idiáquez a España, para dar cuenta a Felipe II de todo lo negociado con Francisco I y para que se le mandara la consulta del Consejo de Estado y el parecer del propio Príncipe, manteniendo el César ese tono de confianza y de querer apoyarse en su hijo, algo que Felipe agradecería en extremo: «Y beso las manos de V. M. —le contestaría— quán humildemente puedo, por querer entender mi parecer y voluntad en cosa tan importante, en lo cual V. M. ha mostrado el amor y respeto que me tiene, y yo lo estimo en lo que es razón». Y a continuación le da el parecer de los consejeros de Estado, convocados para ello como Carlos V había pedido (Felipe II a Carlos V, Valladolid, 24 de diciembre de 1544; Corpus, ed. cit., II, págs. 299-311). Sobre aquella alternativa versó un excelente estudio de uno de los mejores especialistas italianos de la época, Federico Chabod, «¿Milán o los Países Bajos? Las discusiones en España sobre la alternativa de 1544». (En el libro de VV. AA., Carlos V. Homenaje de la Universidad de Granada, Granada, 1958, págs. 331-372).
[1305] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 17 de febrero de 1545; enCorpus, ed. cit., II, pág. 337.
[1306] Carlos V, Memorias; Corpus, ed. cit., IV, págs. 529 y 530.
[1307] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 17 de febrero de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 343)
[1308] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 25 de marzo de 1545 (ibídem, pág. 357).
[1309] Sobre esto, véase mi capítulo «Un galán desta Villa, la boda» (en mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 677 y sigs.).
[1310]Ibídem, pág. 686. Y lo guardaría, en efecto, pero para acrecentar sus preocupaciones, conforme a la sentencia popular, «hijos criados, desvelos doblados».
[1311] Alfonso de Valdés, Discurso de las cosas ocurridas en Roma, op. cit., pág. 155.
[1312] Consejo Real a Carlos V, Burgos, 13 de abril de 1521 (A. G. Simancas, E., leg. 9, fol. 1).
[1313] Creo que se trata de D. Diego de Muros (cf. González de Novalín, Fernando de Valdés, Oviedo, 1968, I, pág. 79)
[1314] A. G. Simancas, E., leg. 9.
[1315] Carlos V, Memorias (Corpus, ed. cit., IV, pág. 525).
[1316] María de Hungría a Carlos V, Cambrai, 2 de febrero de 1544 (A. G. R., Bruselas, E. A., leg. 55, fol. 44).
[1317] De la misma al mismo, 17 de febrero de 1544 (ibídem, leg. 55, fol. 74).
[1318] Trento caía entonces dentro de las circunscripciones del Imperio.
[1319] Fray Francisco de Vitoria a Felipe II, [Salamanca, 1545], Archivo Simancas, Estado, leg. 72; fol. 60; autógrafo (cf. Corpus, ed. cit., II, pág. 322).
[1320] De hecho, moriría el 12 de agosto de 1545, antes de que el Concilio abriera sus puertas. Una notable visión de aquellos últimos momentos del padre Vitoria, en la biografía de Vicente Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria, Barcelona, Labor, 1939, págs. 143 y sigs. La carta de Vitoria va sin fechar, pero sabemos que es de mediados de marzo, porque el 25 escribía Felipe II a Carlos V: «A fray Francisco de Vitoria envié la carta de V. M. y le escribí lo que me paresció convenir. Responde lo que podrá V. M. mandar ver por su carta que irá con ésta, y sé cierto que no tiene salud para levantarse de una cama…» (Corpus, ed. cit., II, pág. 363)
[1321] Véase sobre estos dos santos mi ensayo: «Teresa de Jesús y Juan de la Cruz» (en Poder y sociedad en la España del Quinientos, Madrid, Alianza Editorial, 1995, págs. 324 y sigs.).
[1322] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 17 de febrero de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 341).
[1323] Felipe II a Carlos V, carta cit. de 25 de marzo de 1545 (Corpus, II, pág. 363).
[1324] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 28 de septiembre de 1544 (Corpus, ed. cit., II, pág. 282).
[1325] «Quanto al gasto de la casa de la Princesa paréscenos bien la orden que distes en proveer de aquellos dos mil ducados para la despensa, porque no se tratase de vender o empeñar sus joyas como dezís que sus oficiales lo querían hazer y ellos lo trataban de manera que qualquier reprehensión que les hiziésedes lo merescen muy bien». (Carlos V a Cobos, Bruselas, 30 de noviembre de 1544,Corpus, ed. cit., II, pág. 295).
[1326] Felipe II a Carlos V, Valladolid 13 de diciembre de 1544 (Corpus, ed. cit., II, págs. 312 y 313).
[1327] Felipe II a Carlos V, carta cit. de 13 de diciembre de 1544.
[1328] Carlos V a Felipe II, Gante, 15 de diciembre de 1544 (Corpus, ed. cit., II, pág. 316).
[1329] «Y aunque algunos fueran de parescer que sería bien consultar a V. M., sin renovar la orden que estaba dada, por ser esto en tan grandísimo daño destos Reinos y total destrucción y perdición de los mercaderes y de muchos particulares pobres y viudas cuyos dineros traen, y de otros que deben ya las cuantidades que les vienen, todos los demás fueron de parescer que de efectuarse esto que V. M. manda, no podrían dexar de seguirse grandísimos inconvenientes, mayormente revocándose lo que yo con tanto acuerdo, consejo y deliberación había proveído tan poco había. Y que podría ser causa de algún escándalo, viendo que se les hacía tan presto novedad en ello, y que era hacer quebrar a todos los mercaderes y toda la contratación deste Reino, que con la falta que hay de dineros está en lo último, demás del daño que se seguiría a las Indias, porque no habría ninguno que quisiese aventurarse a ir a ellas, creyendo que se había de usar lo mismo que agora, y sería en disminución grandísima de las rentas de V. M. Y aunque habiéndose de dar juros por este dinero importarían a lo menos cerca [de] veinte cuentos de renta, los cuales sería dificultoso de hallar donde se pudiesen consignar, y otras muchas dificultades que sería prolixidad decillas…» (Felipe II a Carlos V, Valladolid, 27 de diciembre de 1544; Corpus, ed. cit., II, pág. 318)
[1330] Carlos V a Felipe II, Gante, 13 de enero de 1545 (Corpus, ed.cit., II, pág. 326, «… tenemos por bien que se execute lo que estaba acordado, antes que llegase nuestra carta de 15 del pasado…»
[1331] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 8 de febrero de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 332).
[1332] «… que se podrían tomar hasta ciento ochenta mil ducados de todos en universal, y en particular hasta otros cincuenta mil, de cien mil que traía un tal Arnani que murió viniendo de las Indias en esta armada…» (Felipe II a Carlos V, carta cit. de 26 de diciembre de 1544).
[1333] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 527).
[1334] Carlos V a Felipe II, Campo sobre Saint Dizier, 14 de agosto de 1544 (Corpus, ed. cit., II, pág. 258).
[1335] Así lo recordaría en sus Memorias: «… le dio la gota de tal suerte que desde principios de diciembre hasta la Pascua estuvo siempre muy trabajado, por más que se puso en régimen y dieta, que fue la primera vez que la usó y la undécima vez que tuvo la gota». (Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, pág. 525). Es reveladora la correspondencia de esos textos de las Memorias, con las cartas de Carlos V, otra prueba grandísima de la autenticidad de las Memorias del Emperador. La impresión que da es que Carlos V tenía a la mano las minutas de la correspondencia con su hijo, cuando dicta sus Memorias a Van Male en el verano de 1550.
[1336] Carlos V a Felipe II, Gante, 15 de diciembre de 1544 (Corpus, ed. cit., II, pág. 316).
[1337] Del mismo al mismo, Gante, 13 de enero de 1545 (Corpus, ed.cit., II, pág. 325).
[1338] Carta cit. de Carlos V a Felipe II, Gante, 13 de enero de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 332).
[1339] «… estos días pasados me tornó un poco el dolor al hombro izquierdo; ya, a Dios gracias, quedo sin él y me siento más aliviado y conozco que este beneficio que se me hace es causa de mucho provecho…» (Carlos V a Felipe II, Bruselas, 3 de marzo de 1545,Corpus, ed. cit., II, pág. 348).
[1340] «Me dio un dolor algo recio en el brazo izquierdo y especialmente en el codo, que me tuvo trabajado, y con los beneficios que se me han hecho, me hallo en buena disposición…» (Carlos V a Felipe II, Bois-le-Duc, 17 de diciembre de 1545;Corpus, ed. cit., II, pág. 440). Diríase que el Emperador solo se ponía a dieta cuando sufría algún ataque de gota, o de lo que él y sus médicos tenían por tal.
[1341] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 17 de febrero de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 339).
[1342] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 3 de septiembre de 1545 (Corpus, ed. cit., II, págs. 418 y 419).
[1343] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 13 de agosto de 1545 (Corpus, ed. cit., II, pág. 408).
[1344] L. Pastor, Historias de los Papas, op. cit., XII, pág. 172.
[1345] Carlos V, Memorias (ed. cit., Corpus, II, pág. 528).
[1346]Ibídem.
[1347] L. Pastor, Historia de los Papas, op. cit., XIII, pág. 181
[1348] Carlos V, Memorias, ed. cit., pág. 528.
[1349] «… y que esto era cosa cierta, conforme a su intención y deseo, porque jamás quiso usar de las armas sino después de haber desesperado de todos los otros medios y de verse forzado y constreñido a usarlas». (Carlos V, Memorias, ed. cit., pág. 531).
[1350] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 451. Sin embargo, Brandi cree que no era del todo sincero con los representantes de los Príncipes alemanes pues en su fuero interno estaba ya decidido a la guerra como lo escribía a Felipe II. Juzgo que aquí existe un matiz que conviene considerar: Carlos V pensaba en la guerra porque suponía que los Príncipes protestantes no se avendrían a negociaciones, y, con una elemental prudencia política, no dejó traslucir sus pensamientos; lo que no quiere decir que si en Ratisbona hubiera visto mayor sumisión en los confederados de Schmalkalden siguiese pensando en la guerra. No cabe hablar de la historia que no fue, pero, en todo caso, sí recordar que Carlos V fue a la guerra después de más de un cuarto de siglo de negociaciones, lo que deja fuera de duda su buena voluntad respecto a la paz.
[1351] De hecho, Felipe de Hesse se consideraba tan obligado a Francia, que cuando no tiene más remedio que rendirse al Emperador, como hemos de ver, se disculpará ampliamente con Enrique II, ya rey de Francia (Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., II, pág. 653).
[1352] Las cifras que da un veterano de aquella guerra, Luis de Ávila y Zúñiga, son en torno a los 40.000 infantes, 3.000 caballos y 36 piezas de artillería; a los que habría que añadir el contingente a las órdenes del conde de Buren, enviado desde los Países Bajos por María de Hungría (Comentarios de la guerra de Alemania, Bibl. Ant. Esp., XXI, págs. 441 y sigs.). Para Brandi, habría que cifrarlas en 30.000 infantes y 5.000 caballos (Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 460).
[1353] Carlos V a Felipe II, Campamento imperial, 24 de octubre de 1546 (Archivo Simancas, Est., leg. 642, fol. 82; original).
[1354] Carlos V a Felipe II, Ratisbona, 31 de julio de 1546 (Archivo Simancas, Est., leg 642, fols. 71 y 72). Las dificultades de la empresa en que se metía el Emperador quedan bien reflejadas en una carta posterior del cardenal Granvela, en la que describe al historiador Humberto Foglietta aquellos sucesos: la nación alemana era grande y belicosa, con mejores condiciones y aptitudes que ninguna otra para levantar ejércitos y para armarlos; los protestantes controlaban con su Liga buena parte del país, y el Emperador se veía obligado a formar su ejército con gran número de alemanes, no estando muy seguro de los italianos mandados por el Papa y teniendo lejos de sí a los flamencos y españoles.
[1355] Todavía, en noviembre de 1546 se debatía en la corte de Bruselas el modo de pagar los 339.000 ducados que se debían por los 300.000 enviados al Emperador (Memoria sobre dicho pago, A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 70, fol. 140).
[1356] Relación de los préstamos pedidos en Castilla en 1546 (Corpus, ed. cit., II, págs. 494-499).
[1357] Carlos V a Felipe II, Landshut, 10 de agosto de 1546 (Simancas, Est., leg. 642, fol. 82; orig.).
[1358] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, ed. cit., IV, pág. 536).
[1359] Carlos V a Felipe II, Ratisbona, 31 de julio de 1546 (Corpus, ed. cit., II, págs. 480 y sigs).
[1360] Todavía cuando Felipe de Hesse se disculpa con Enrique II por verse obligado a rendirse a Carlos V, le agradecería aquel apoyo (Felipe de Hesse a Enrique II de Francia, Kassel, 15 de junio de 1547; en Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., II, pág. 643).
[1361] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 538)
[1362] Luis de Ávila y Zúñiga, Comentarios de la guerra de Alemania, op. cit., pág. 415.
[1363] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 543).
[1364] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 541)
[1365] «El Emperador es un hombre de honor…» Brandi recoge la balada completa (Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 462).
[1366] «Allí habló bien el noble Emperador: “Nosotros no nos rendiremos”
[1367] Carlos V, Memorias: «Mas la gota le atormentaba de tal manera que fue forzado a poner un lienzo sobre el arzón de la silla en que reposase el pie, y así lo tuvo todo el día». (Ed. cit., Corpus, IV, pág. 544). Luis de Ávila y Zúñiga, testigo de aquellas jornadas, también recogería el accidente: «Su Majestad cabalgó luego, y por tener la pierna derecha muy mala de su gota, llevaba por estribo una toca de camino; y desta manera anduvo todo el día». (Comentarios…, op. cit., pág. 423).
[1368]Comentarios, op. cit., pág. 430.
[1369] Luis de Ávila y Zúñiga, Comentarios, op. cit., pág. 432.
[1370]Ibídem.
[1371] Carlos V, Memorias, ed. cit. (Corpus, IV, pág. 556).
[1372] Carlos V a Felipe II, Eger, 19 de abril de 1547 (Arch. Simancas, Estado, leg. 644, fol. 8; or.).
[1373] Recordemos su sentido de «pronto, inmediatamente».
[1374] En plural, pues el rey Fernando cabalgaba al lado de Carlos V.
[1375] Corrijo aquí mi traducción de 1960. No se esperaba a que la niebla cayese, sino evidentemente a que se alzase.
[1376] El duque de Alba.
[1377] Carlos V, Memorias, ed. cit., Corpus, IV, págs. 557-562.
[1378] Luis de Ávila y Zúñiga, Comentarios, op. cit., pág. 444.
[1379] Elba.
[1380] Ernesto de Brunswick.
[1381] Archivo Simancas, Estado, leg. 644, fols. 9 y 10 (Corpus, ed.cit., II, págs. 531 y 532).
[1382] Señor de Bavé, Secretario imperial a María de Hungría, Campamento del Elba, 25 de abril de 1547, le informa sobre la batalla, con elogio a Juan Federico por su valor en el combate y por la arrogancia con que se había presentado al Emperador, añadiendo que creía que Carlos V tenía intención de que se le degollara (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 64, fol. 113).
[1383] No sin algunas tensiones en el ejército imperial, pues Carlos V había prometido 16.000 infantes al duque Mauricio para aquella acción pero los soldados de los tercios viejos protestaban por ello, siendo constantes las fricciones entre los soldados alemanes y los españoles (Antonio Perrenot de Granvela a María de Hungría, Campamento imperial ante Wittemberg, 20 de mayo de 1547; A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 125, fol. 2).
[1384] Así lo recuerda en sus Memorias: «… el Emperador pudo hacer lo que hizo y que lo que hizo fue conforme al documento…» (Corpus, ed. cit., IV, pág. 563). Cf. Brandi, Kaiser Karl, op. cit., I, pág. 477: «Der Kaiser bestand auf seinem Recht». Sin embargo, a muchos les pareció entonces que la prisión vulneraba lo estipulado previamente para la rendición del Landgrave. Al menos, los príncipes intermediarios Joaquín de Brandemburgo y Mauricio de Sajonia, no la esperaban. «Da fuhren die beldem Vermittler mit heftigen Vorwürfen auf, dass der Kaiser sein Wort gebrochen, den Landgrafen nicht gefagen zu halten; aber bei einer näheren Erörterung der Sachlage musste sie selbst es anerkennen, dass sie den Kaiser nur dazuverpflichtet hatten, den Landgrafen nicht für immer gefangen zu halten» (Maurenbrecher, Karl V, und die deutschen Protestanten. 1545-1555, Düsseldorf, 1865, pág. 144; donde por cierto, el historiador alemán no utiliza el testimonio del Emperador, a través de sus Memorias, quizá porque todavía muchos dudaban de su autenticidad).
Tenemos otra prueba evidente de la sinceridad de Carlos V; su carta a Fernando, su hermano, de 28 de junio de 1547 en la que alude largamente a la prisión del Landgrave, con la reclamación de los príncipes electores Joaquín de Brandemburgo y Mauricio de Sajonia, y cómo les convenció de que no había fallado a su palabra (la carta en el Haus Hof und Staats Archiv, de Viena, publ. por Druffel, op. cit., I, pág. 106).

 
[1385] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 596.
[1386] De ese modo, estas Instrucciones de 1548 vienen a completar las que en 1543 había dejado Carlos a su hijo, entonces de tono personal y ceñido al gobierno de España y a las relaciones con sus consejeros.
[1387] Posiblemente dictándolas al que hacía las veces de Canciller, su ministro Nicolás Perrenot de Granvela. Eso explicaría que una de la copias más completas de esas Instrucciones (cuyo original se ha perdido) se hallen en los papeles de su hijo, el cardenal Granvela, que publicaría Ch. Weiss, Papiers d’Etat du Cardinale de Granvelle (op. cit., III, págs. 267-318).
[1388] Instrucciones de Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 18 de enero de 1548 (en Corpus, op. cit., II, pág. 569).
[1389] Recuérdense las recientes alteraciones de Bohemia, pacificada con la ayuda del Emperador a su hermano.
[1390] Carlos V, Instrucciones cits. de 1548 (Corpus, II, pág. 573).
[1391] En 1548, don Juan Manuel de Portugal (1437-1554) tenía solo once años; Carlos V rechazaba que su hija María, una mujer ya de 20 años, se casara con aquel muchacho, casi un niño.
[1392] Carlos V al duque de Alba, Instrucciones sobre su misión con el príncipe Felipe en 1548 (Arch. Simancas, P. R., leg. 26, fol. 97, cop.; en Corpus, ed. cit., II, págs. 564-569).
[1393]Ibídem.
[1394] De la Monarquía Católica hispana.
[1395] Es cierto que Carlos V no pondría reparos pocos años después, todo lo contrario, a la boda de su hijo con la reina María Tudor, que le llevaba once años; ahora bien, Felipe era ya un hombre con 27 años, lo que hacía cambiar las cosas por completo.
[1396] El dominio, se entiende.
[1397] El Milanesado, la parte de Italia cercana al Imperio.
[1398] Véase sobre esto mi cap. «Francia vista por Carlos V» (en Poder y sociedad en la España del Quinientos, op. cit., págs. 152 y sigs.).
[1399] Hernán Cortes Cartas de relación, ed. Mario Hernández, Madrid, 1985, pág. 169.
[1400]Ibídem, pág. 96.
[1401] Carlos V a María y Maximiliano, Restricciones al poder dado en 1548 (Corpus documental de Carlos V, op. cit., II, pág. 95).
[1402] Vicente Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria, op. cit., pág. 131.
[1403] Recopilación de las Leyes de los reynos de Indias, Madrid, 1791, libro VI, título II, ley 1; ed. facsímil, Madrid 1943, II, pág. 201.
[1404] Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista (1530-1570), Madrid, Alianza Editorial, 1976, pág. 68.
[1405] Instrucciones carolinas cits. de 1548, Corpus, ed. cit., II, pág. 591.
[1406] Instrucciones de Carlos V al duque de Alba sobre el viaje del Príncipe (Corpus, ed. cit., II, pág. 564).
[1407] Asombra que esta documentación, que es el punto de arranque de todo lo que después vendrá, en relación con la cuestión sucesoria, haya sido pasada por alto por investigadores de la talla de Gómez-Centurión y de Mía Rodríguez-Salgado. Para Gómez-Centurión, Carlos V había decidido la boda de la Infanta con el Archiduque, para que quedaran como Regentes de España, supliendo a Felipe. Pero no fue así. Eso adelanta algo que se decidiría posteriormente (Carlos Gómez-Centurión, «El felicísimo viaje del Príncipe Felipe. 1548-1551», en VV.AA., Felipe II, un monarca y su época, Madrid, 1998, pág. 82). Por el contrario, Carlos lo que quería solucionar entonces era el gobierno de los Países Bajos, barajando la posibilidad de dejar en ellos al joven matrimonio. Pero no es de extrañar la confusión, porque Gómez-Centurión ni siquiera cree necesario asomarse al Corpus documental de Carlos V, para realizar su estudio. En cuanto a la profesora Mía Rodríguez-Salgado, autora de trabajos tan excelentes sobre el siglo XVI, tampoco parece haber manejado el Corpus para las páginas que dedica a este tema en su, por otra parte, notable estudio, Un Imperio en transición. Carlos V, Felipe II y su mundo (Barcelona, Crítica, 1992, pág. 67). Ninguno de los dos conoce mi trabajo ¡de 1961! publicado en la revista Hispania, «María de Hungría y los planes dinásticos del Emperador» (Hispania, 1961, LXXXIII, págs. 45-56; recogido después en mi libro Economía, Sociedad y Corona, Madrid, 1963, págs. 117-149). Así, en estos estudios de ambos historiadores, se superponen dos cuestiones, los planes de Carlos V hacia enero de 1548, como lo que se decide meses después, con el viaje de Maximiliano a España y el de Felipe —sin su hermana— a los Países Bajos; comprensible en el caso de la profesora Rodríguez Salgado porque se trata de una síntesis introductoria de lo que es el verdadero cuerpo de su trabajo. Para ello, no cabía suponer que le fuera útil un trabajo mío publicado treinta años antes. Eso sí, con su peculiar sentido del humor, el profesor Gelabert (en ¿Qué leer?) invierte los términos: soy yo el que me he olvidado de los trabajos de mis jóvenes colegas, que en 1961 no sé si habían nacido.
[1408] Instrucciones cits. de 1548 (Corpus, ed. cit., II, págs. 591 y 592).
[1409] Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 9 de abril de 1548 (en Corpus, ed. cit., II, pág. 612).
[1410] «… puesto que mi intención es de abreviarlo todo lo posible —el dejar resueltas las cosas del Imperio—, por lo que deseo tornar a esos Reinos y asentar y dar orden en las cosas dellos, y reposar de los trabajos tan continuos que se han pasado por acá…» (Ibídem, pág. 613).
[1411]Ibídem, págs. 612 y 613.
[1412] «Y así, habiendo comunicado y dado parte de todo lo sobredicho al serenísimo rey de Romanos y las otras personas que ha parecido, se han conformado ser esto lo más conveniente y acertado…» (Ibídem, pág. 613).
[1413] «… no he querido acabarme de resolver sin tener primero vuestro parecer…» (Ibídem).
[1414] Carlos V a Felipe II, Augsburgo, 19 de abril de 1548 (Corpus, ed. cit., II, pág. 621).
[1415] Del mismo al mismo, Augsburgo, 25 de abril de 1548 (Corpus, ed. cit., II, págs. 622 y 623).
[1416]Ibídem, pág. 636.
[1417] Esa es la tesis de la profesora Mía Rodríguez-Salgado: «Carlos solicitó que Fernando renunciara a sus pretensiones a la sucesión imperial…» (Un Imperio en transición, op. cit., pág. 69).
[1418] P. Gachard, Charles Quint (en Biographies Nationales, Bruselas, 1872, págs. 523-960; pág. 787). Quiero destacar aquí esta notabilísima biografía del gran historiador belga, uno de los que mejor y más a fondo conoció el mundo documental carolino, cuya obra bien merecería la pena que fuera más divulgada, con la oportuna reedición crítica. Es una tarea que sugiero a los jóvenes historiadores belgas, si es que no han decidido ya (como bien podría ser) acometer tal empresa.
[1419] Según Gachard, esa había sido la ambición despertada en Felipe, cuando se puso en viaje hacia Alemania y los Países Bajos, en 1548 (Gachard, Charles Quint, op. cit., pág. 788).
[1420] F. B. von Bucholtz: Geschichte der Regierung Ferdinands des Ersten, aus gedruckten und ungedruckten Quellen, Viena, 1831-1838, 9 vols.; vol. IX, págs. 495 y sigs.; en cuanto a los posibles defectos en la transcripción del documento, se deben tener en cuenta las peculiaridades del francés de la época.
[1421] Véase mi estudio Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1998; op. cit., págs. 695 y sigs.
[1422] J. C. Calvete de Estrella, El felicísimo viaje del príncipe don Phelippe, Amberes, 1552.
[1423] M. Fernández Álvarez, Felipe II y su tiempo, Madrid, Espasa Calpe, 1998 (9. ª ed.), págs. 695 y sigs.
[1424] Alejado, porque Carlos V le había anunciado al Príncipe que dejaba Alemania y se refugiaba en los Países Bajos.
[1425] Felipe II a Carlos V, Valladolid, 25 de septiembre de 1548 (Corpus, ed. cit., II, pág. 663).
[1426]Ibídem.
[1427] Felipe II a Carlos V, Dolce, 20 de enero de 1549 (Corpus, ed.cit., III, págs. 63 y 64).
[1428] Pertenecía a su clientela familiar, pues era sobrino de Cobos.
[1429] Felipe II a Juan Vázquez de Molina, Trento, 29 de enero de 1549 (Corpus, ed. cit., III, pág. 76).
[1430] «… a que habéis abundantemente satisfecho…» (Carlos V a Felipe II, carta cit. de 5 de febrero de 1549; Corpus, ed. cit., III, pág. 87).
[1431] Carlos V a Felipe II, Bruselas, carta cit. de 11 de enero de 1549 (Corpus, ed. cit., III, pág. 60).
[1432] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 5 de febrero de 1549 (Corpus, ed. cit., III, pág. 89).
[1433] Correo.
[1434] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 26 de enero de 1549 (Corpus, ed. cit., III, pág. 71). Y ciertamente, el recomendado por Felipe II, don Antonio de Mendoza, sería el elegido (ibídem, págs. 85 y 86).
[1435] Felipe II a Carlos V, Dolce, 20 de enero de 1549 (Corpus, ed.cit., III, pág. 64: «Lo que me pidieron en sustancia fue que los tuviese por muy encomendados y los favoreciese con V. M. para que no les dexase de su mano.»).
[1436] Felipe II a Carlos V, carta cit. de 20 de enero de 1549.
[1437] «La causa porque os detuvistes en Mantua y permitistes ser rescibido con palio nos ha parescido suficiente…» (Carlos V a Felipe II, Bruselas, 1 de febrero de 1549; Corpus, ed. cit., III, pág. 82).
[1438] Felipe II a Carlos V, carta cit. de 20 de enero de 1549.
[1439]Ibídem.
[1440] Felipe II a Carlos V, carta cit. de 20 de enero de 1549. Carlos V se mostraría complacido, aunque creía que el Duque no haría aquella gestión (Carlos V a Felipe II, carta cit. de 1 de febrero de 1549, Corpus, III, págs. 82 y 83). En eso se engañaba, pero el Duque no conseguiría el apoyo del Príncipe a sus deseos, «Petición de Mauricio de Sajonia al príncipe Felipe de España y respuesta de Felipe» (en Karl Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., II, pág. 622). Allí se larvaría la enemistad que luego se manifestaría entre ambos.
[1441] A. Heidelberg.
[1442] Dorotea de Austria, hija de Isabel, la hermana de Carlos V.
[1443] Felipe II a Carlos V, Heidelberg, 10 de marzo de 1549 (en Corpus, ed. cit., III, pág. 103).
[1444] «Cuanto a lo que de vuestra parte me dixo —el Comendador mayor de Alcántara— cerca del adelantaros por verme, y tornar a salir para ser recibido aquí, aunque lo decís muy bien y como quien me tiene tanto amor, parece que lo podéis excusar, pues no importa la dilación del poco tiempo que pasará de lo uno a lo otro, mayormente que no podríades entrar tan secretamente que no fuese luego público y causaría alguna manera de hablar y aun quitaría parte de lustre en lo de vuestra entrada en esta tierra». (Carlos V a Felipe II, Bruselas, 18 de marzo de 1549; en Corpus, ed. cit., III, pág. 107).
[1445] Sobre ese emotivo encuentro, véase mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 708 y sigs.
[1446] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 611.
[1447] Felipe a Maximiliano, Bruselas, 11 de julio de 1549 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hof Korrespondenz, leg. 1, fol. 140; autógrafa).
[1448] Instrucciones de Carlos V a Chantonay para su misión en Viena (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Belgien, P. A., 6, leg. 2, fol. 112; publ. por Druffel, Beiträge zur Reichsgeschichte (1546-1555), Múnich, 1873-1882, 4 vols.; I, núm. 315).
[1449] Haus, Hof und Staats Archiv —Viena—, Belgien, P. A., 9, fol 99, autógrafa en francés; un breve extracto en Druffel, op. cit., I, núm. 320.
[1450] Fernando a María de Hungría, Praga, 27 de julio de 1549 (Druffel, op. cit., I, núm. 321).
[1451] Fernando a Carlos V, Praga, 21 de agosto de 1549: Que nada más marcharse Chantonay, el enviado imperial para tratar la cuestión sucesoria, se había ido veinte días de caza, invitado por Mauricio de Sajonia. Es una notable carta en francés, cuyo original pude leer en el Archivo imperial de Viena. Está en Druffel (op. cit., I, núm. 330).
[1452] Carlos V a Fernando, Bruselas, 10 de noviembre de 1549: Que entre las visitas a los Países Bajos y sus indisposiciones físicas por la gota que sufría, le habían impedido resolverse sobre la respuesta mandada por Fernando a la embajada de Chantonay. Que en cuanto había podido, se había reunido con su hijo Felipe «et aultres qu’il ma semblé convenir». (Druffel publica íntegra esta reveladora carta, op. cit., I, núm. 347).
[1453]Ibídem.
[1454] Fernando a Carlos V, Praga, 25 de noviembre de 1549; carta original que también custodia el citado Archivo imperial de Viena (Belgien, P. A., 9, fajo 3.º, fol. 106. Está publ. por Druffel, op. cit., I, núm. 354, págs. 304-306).
[1455] Instrucciones de Fernando a su embajador en Bruselas, Praga, 2 de diciembre de 1549 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 97, fol. 149; documento que está en uno de los pocos mazos que escaparon a la requisitoria hecha por el gobierno austriaco, cuando se llevó a Viena los documentos fernandinos, sitos en su mayoría en el cit. Archivo imperial).
[1456] Carlos V a Maximiliano, 11 de febrero de 1550 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hof Korrespondenz, 1, fol. 151; original).
[1457] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 617.
[1458]Ibídem, pág. 616.
[1459] Sobre esta cuestión, que tanto daño haría al Emperador, puede verse con más detalle mi capítulo «Aspirante al Imperio» (en mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs. 713 y sigs.).
[1460] Gachard, op. cit., pág. 801; cf. mi estudio Política mundial de Carlos V y Felipe II, op. cit., pág. 140.
[1461] La boda con una Archiduquesa.
[1462] Rey de Romanos.
[1463] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 2 de abril de 1553 (Corpus, III, pág. 583).
[1464] En Augsburgo.
[1465] Enrique II.
[1466] Druffel, op. cit., I, pág. 454; traduzco el texto francés.
[1467] Granvela a la reina María de Hungría, Augsburgo, 22 de julio de 1550 (Druffel, op. cit., I, pág. 450).
[1468] Carlos V a María, 16 de diciembre de 1550 (Karl Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., III, pág. 15).
[1469] Véase sobre esto, y para más detalle, mi capítulo «Aspirante al Imperio», en mi libro Felipe II y su tiempo, op. cit., págs 713 y sigs.
[1470] Que Felipe II había estado detrás de ello lo prueba, aparte de las referencias documentales que ya hemos aportado, esta confidencia de Antonio Perrenot de Granvela (el futuro cardenal) a María de Hungría: «… msr. nôtre Prince dit très prudentement qu’il confesse qu’il desire parvenir à son prentendu extrêmement, main qu’il vouldrait qu’il se fit du bon grey du Roy [Fernando] et des siens, et donnant le moins de peine qu’il seroit possible et d’alteration à S. M. Imp». (Granvela a la reina María de Hungría, Augsburgo, 29 de julio de 1550; en Druffel, op. cit., I, pág. 447).
[1471] Enrique II a su embajador Marillac: Que veía difícil oponerse a los designios de Carlos V en la Dieta imperial de Augsburgo, salvo que sobreviniese un conflicto entre el Emperador y su hermano Fernando, a consecuencia de la sucesión al imperio (carta de 10 de agosto de 1550; en Druffel, op. cit., I, pág. 468).
[1472] La mayoría de los obispos españoles no debía de tener demasiado entusiasmo por el Concilio, como se observa por la respuesta que dan en febrero de 1551 a María, la hija mayor de Carlos V, entonces gobernadora del Reino por la ausencia de Carlos, Felipe y Maximiliano. Mientras los simples teólogos aceptan la orden de ponerse en camino hacia Trento, sin discusión, la mayoría de los obispos lo hace con disgusto, señalando estos inconvenientes principales: su falta de salud, o su pobreza, o sus muchos años, con la incomodidad de los caminos para sus achaques, así como el daño que su ausencia haría en sus diócesis. De dieciséis respuestas que he podido estudiar en Simancas, la cuarta parte contesta negativamente (Toledo, Zamora, Coria y Plasencia); dos esperan nuevas órdenes (Canarias y Málaga), y ninguno muestra un encendido entusiasmo (A. G. S., Estado, leg. 81, fols. 98-142; or.). Sin duda, en muchos casos las razones de los obispos eran de peso. Pero tan general resistencia indica la poca confianza en los resultados del Concilio, evidentemente por la experiencia de cómo había terminado la primera etapa. Y lo quiero destacar para que resalte la más alta visión del Emperador.
[1473] María de Hungría a Carlos V y Felipe II, 1 de septiembre de 1551 (Corpus, ed. cit., III, pág. 356).
[1474] Granvela a María de Hungría, Augsburgo, 10 de agosto de 1550 (Druffel, op. cit., I, pág. 467).
[1475] «Y sabida esta nueva y que los franceses habían quebrado la paz…, me di prisa en mi camino… Y así llegué a Valladolid a primeros del presente y luego mandé juntar a los del Consejo de Estado y a los de Hacienda…» (Felipe II a Carlos V, Toro, 27 de septiembre de 1551; en Corpus, ed. cit., III, pág. 360).
[1476]Ibídem, pág. 361.
[1477] Enrique II.
[1478] Carlos V a María de Hungría, Augsburgo, 18 de septiembre de 1551 (A. G. R, Bruselas, E. A., leg. 64, fol. 177; original en francés, dictada por Carlos V a Granvela). En postdata autógrafa indica el César también sus dudas sobre volver a los Países Bajos. Y María le contesta no menos perpleja, en otra larguísima carta, seis días después (ibídem, leg. 664, fol. 189; ambas extractadas en Lanz, op. cit., III, págs. 75 y 76).
[1479] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 506
[1480] Instrucciones de Carlos V a Manrique de Lara de lo que debía decir al príncipe Felipe, Innsbruck, 28 de marzo de 1552 (en mi libro Política mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid, C. S. I. C., 1965, págs. 306-317; pág. 309).
[1481]Ibídem.
[1482] Instrucciones cits. de Carlos V a Manrique de Lara.
[1483] Carlos V a Felipe II, Innsbruck, 9 de abril de 1552 (Corpus, III, pág. 421).
[1484] Obispo de Cuenca a Felipe II, Valladolid, 25 de junio de 1552 (Corpus, op. cit., III, págs. 459 y 460).
[1485] Felipe II a Carlos V, dándole cuenta del socorro que se le mandaba, Madrid, ¿mayo de 1552? (Corpus, op. cit., III, pág. 422 y sigs.).
[1486] Parecer de Felipe II sobre el dinero que se había de dar al duque de Alba, fechado el 30 de junio de 1551 (A. G. S., Estado, Flandes, leg. 504, fol. 115; min. autógrafa del Príncipe). En él recomienda a su padre dar al Duque lo que pedía, «para no tener con él más importunidades de las que ha tenido, que han sido hartas»; cfr. con carta de Ruy Gómez de Silva a Eraso, fechada en Madrid el 5 de abril de 155: «El duque de Alba se vuelve a su casa y Su Alteza le dio licencia con intención de llamalle si fuere menester. El duque anda descontento y no tiene razón, porque el Príncipe le hace harto favor y le da parte de todo lo que hay, sin faltar nada, y lo de su casa lo comunica con él…» (Ibídem, leg. 89, fol. 129; cop. autógrafa)
[1487] Duque de Alba a Carlos V, Madrid, 11 de mayo de 1552 (A. G. S., Estado, Castilla, leg. 89, fol. 310; or.).
[1488]Ibídem, leg. 80, fol. 340; or.
[1489] Obispo de Cuenca a Felipe II, Cuenca, 27 de mayo de 1552 (A. G. S., Castilla, leg. 89, fol. 349; or.).
[1490] Tassis a Granvela, Madrid, 9 de junio de 1552 (Biblioteca Nacional, ms., Papeles de Granvela, leg. 7.915, caja 12; carta or.).
[1491] Instrucciones de Carlos V a Juan de Figueroa (Archivo Simancas, Estado, Castilla, leg. 89, fol. 109; minuta).
[1492] Manrique de Lara.
[1493] Felipe II a Maximiliano, Madrid, 8 de junio de 1552 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hofkorrespondenz, 1-3.º, fol. 52; autógrafa).
[1494] Las instrucciones de Carlos V al señor de Balançon publicadas por Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., III, pág. 107 y sigs.
[1495] Las negociaciones de Passau se desarrollaron entre el 1 y el 24 de junio de 1552. A ellas acudieron Fernando, rey de Romanos, los duques Mauricio de Sajonia y Alberto de Baviera, el joven landgrave Guillermo de Hesse, el marqués Hans de Kustrin, los Príncipes eclesiásticos arzobispo de Salzburgo, obispo de Wurzburgo y obispo de Eichstadt, y representantes de los príncipes electores de Brandemburgo, Palatinado, Colonia, Maguncia y Tréveris, así como de los duques de Württemberg, Jülich, Brunswick y Pomerania. A Carlos V vuelve a representarle Rye, señor de Balançon, al que se le une el vicecanciller del imperio Seld. Por su parte, Enrique II envió a Juan de Fresse. Ni el tremendo trance de la fuga de Innsbruck ha doblegado al Emperador. Sus condiciones son las mismas que en Linz: libertad de Felipe de Hesse quince días después del licenciamiento de las tropas por los príncipes, ruptura de estos con Francia y aplazamiento de la cuestión religiosa hasta la próxima Dieta. De estos tres puntos el más factible resultó el de la separación de los Príncipes de la alianza francesa, cuyo Embajador acabó abandonando Passau. Aunque discrepaba en la cuestión del landgrave, era punto sin duda accesorio. De mayor trascendencia y verdadero caballo de batalla fue el tema religioso. Mauricio de Sajonia, a todas luces la figura principal del congreso, comprendiendo la imposibilidad de un triunfo radical del protestantismo alemán, dada la oposición irreductible del Emperador, y quizá temeroso ya de sus preparativos, propuso y consiguió de la mayoría de los otros Príncipes, la fórmula de avenencia entre las dos religiones, luterana y católica, que había de tomarse como modelo para la paz posterior de Augsburgo. Pero Carlos V, fiel a su conciencia, no la aceptó. Se mantuvo firme en que la cuestión religiosa quedara aplazada para la próxima Dieta, y fue Mauricio quien acabó por ceder.
[1496] Carlos V a Maximiliano, Innsbruck, 30 de enero de 1552 (Corpus, op. cit., III, pág. 402).
[1497] Fernando, rey de Romanos.
[1498] Ilegible, por roto del documento.
[1499] Felipe II a Maximiliano, Madrid, 5 de abril de 1552 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hofkorrespondenz, 1-3.º, fol. 44; autógrafa).
[1500] Carlos V a Maximiliano, Villach, 12 de junio de 1552 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hofkorrespondenz, 1-3.º, fol. 54; original).
[1501] Carlos V a Maximiliano, Valenciennes, 20 de septiembre de 1553 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hofkorrespondenz, 1-4.º, fol. 5).
[1502] Así se lo pediría muy vivamente, en carta autógrafa, Felipe II desde Bruselas, entrado el mes de marzo de 1556 (Haus, Hof und Staats Archiv, Viena, Spanische Hofkorrespondenz, 1-3.º, fol. 95, original)
[1503] Luis de Orejuela a Gonzalo Pérez, 28 de julio de 1552 (Archivo Simancas, Estado-Alemania, leg. 647, fol. 30, original).
[1504] Felipe II a Carlos V, Madrid, 17 de mayo de 1553 (Corpus, op. cit., III, pág. 564).
[1505] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., págs. 639 y sigs.
[1506] R. B. Merriman, Carlos V, op. cit., pág. 266.
[1507] Karl Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., III, pág. 580.
[1508] J. J. von Döllinger, Dokumente zur Geschichte Karls V und Philipps II und ihre Zeit, op. cit., pág. 208.
[1509] Véase la carta cit. de Carlos V a Maximiliano de 20 de septiembre de 1553.
[1510] Véase, sobre este aspecto de las perspectivas abiertas con la subida al trono inglés de María Tudor, mi reciente libro Felipe II y su tiempo, el cap. 10 de su tercera parte titulado «La aventura inglesa» (págs. 710 y sigs.).
[1511] R. B. Merriman, Carlos V, op. cit., pág. 269.
[1512] La noticia en carta de Fernando a Carlos V, Viena, 29 de diciembre de 1553 (Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., III, pág. 596).
[1513] Carlos V a Fernando, Bruselas, 2 de febrero de 1554 (Lanz, op. cit., III, pág. 605).
[1514] Estudiamos el original español que conserva el Archivo de Simancas, cuya edición crítica publicamos en 1979 (Corpus, ed. cit., IV, págs. 66-98). No estamos ante ninguna copia, sino ante el ejemplar auténtico, firmado por el Emperador, así como por los principales personajes de su Corte (Antonio Perrenot, obispo de Arras, después cardenal Granvela, Guillermo de Nassau, don Fernando de la Orden, el señor de Montmorency, don Luis de Zúñiga y don Juan de Figueroa). Igualmente lo confirman las firmas de los secretarios imperiales, que aquí actúan como notarios públicos: Francisco de Eraso, Diego de Vargas y Joos Bane. Finalmente, como requisito obligado en tal tipo de documentos, por su tono solemne, aparece estampado en su última hoja el sello imperial. Ese es el Testamento de Carlos V que su hijo Felipe mandará depositar en el Archivo de Simancas, junto con el de la gran reina Isabel y con el suyo propio. Otra prueba podría añadirse, en cuanto a la originalidad del Testamento, y es su estilo. Pues también en él encontramos el típico giro de los escritos carolinos —Instrucciones a su hijo Felipe, cartas—, ya advertido por Karl Brandi; es un estilo peculiar del Emperador, por el que la idea se completa mediante el pareamiento de sinónimos: «hacer y ordenar», «ordenamos y mandamos», «ni cumplir ni executar», «digo y declaro», «tolerancia y disimulación», «formas y maneras», etc. De este Testamento existen varias copias manuscritas del siglo XVI, que pueden encontrarse en las principales bibliotecas. Sánchez Alonso cita una existente en nuestra Biblioteca Nacional (B.N., ms. 18642). Yo mismo localicé otra copia en la Bibliothèque Nationale de París («Fondos españoles», ms. 23038, fols. 189-246). El cronista Sandoval lo tuvo sin duda en sus manos, insertándolo así en su conocida Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, aparecida por primera vez en Valladolid en 1604-1606, reeditada en 1956 por Carlos Seco Serrano, con notable estudio preliminar (Madrid, BAE, 1956, 3 vols.); pero inexplicablemente, Sandoval cometió no pocos errores en su publicación, alterando incluso el orden de algunas partes del Testamento, como señalo en mi edición crítica citada, publicada en el Corpus documental de Carlos V. No fue el único Testamento del César. El primero que conocemos lo firmaría en Brujas, el 22 de mayo de 1522. El segundo en Toledo, el 3 de marzo de 1529, al que añadiría un codicilo en Bruselas, el 14 de enero de 1532. El tercero en Metz, el 21 de junio de 1544, poco antes de su ofensiva contra París, con un codicilo en español. Si tenemos en cuenta el llamado «Testamento político» de 1548, estaríamos ahora ante el quinto y postrero Testamento del Emperador.
[1515] Luis Vives, «Del socorro de los pobres», en Obras Completas, ed. Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1974, vol. 1, pág. 1392.
[1516] R. Carande, Carlos V y sus banqueros, Madrid, 2. ª ed., 3 vols., 1965-1967.
[1517] R. Carande, «Carlos V: viajes, cartas, deudas», en Charles Quint et son temps, París, 1959, págs. 203-225.
[1518] Véase mi España y los españoles en los tiempos modernos, Salamanca, 1979, pág. 176.
[1519] El subrayado es nuestro.
[1520] Véase mi estudio «Las instrucciones políticas de los Austrias Mayores. Problemas e interpretaciones», en Gesammelte Aufsatze zur Kulturgeschichte Spaniens, v. XXIII, Münster, 1967, págs. 171-188.
[1521] El subrayado es mío.
[1522] Federico Chabod, «¿Milán o los Países Bajos? Las discusiones sobre la alternativa de 1544», en Carlos V. Homenaje de la Universidad de Granada, Granada, 1958, págs. 331-372.
[1523]Memorias de Carlos V, ed. de M. Fernández Álvarez, Madrid, 1960, págs. 129 y 730; cf. Corpus, op. cit., IV, págs. 565 y 566 y nota 206.
[1524] Véase mi reciente biografía Juana la Loca, Palencia, 1994. También en el Corpus carolino recojo varios documentos en relación con la muerte de la desventurada Reina: por supuesto, la carta de la entonces gobernadora de Castilla, Juana de Austria, a Carlos V, al día siguiente de su muerte, fechada en Valladolid a 13 de abril de 1555; pero también otra de san Francisco de Borja al Emperador, tanto o más notable, cuanto que el santo la atendió en sus últimos momentos. Asimismo, la que podría llamarse notificación oficial dada por el marqués de Denia desde la misma Tordesillas (Corpus, op. cit., IV, págs. 206, 214 y 216). Curiosamente, a quien no quería ver la Reina era a su nieta y tocaya, como sabemos por la propia Princesa: «Con los correos pasados escribió a V. Md. el marqués de Denia la indispusición en que quedaba la Reina, mi señora y como yo vi que estaba así envié a pedir licencia a Su Al. para irla a visitar y aunque se excusó dello, todavía (viendo que el mal iba tan adelante) fui allá y la vi. Y porque parescía que recibía pesadumbre con mi estada allí me volví con su licencia…» (Carta cit. a Carlos V de doña Juana, Corpus, IV, pág. 206).
[1525] Carlos V a Fernando, Bruselas, 28 de junio de 1554 (A. Simancas, Estado, leg. 508, fol. 154).
[1526] Eraso a Felipe II, Bruselas, 23 de diciembre de 1553 (ibídem, Estado, leg. 90, fols. 147 y 148).
[1527] Eraso a Felipe II, Landau, 27 de septiembre de 1552 (A. Simancas, Estado, leg. 90, fols. 97 y 98).
[1528]Ibídem.
[1529] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, págs. 478-481.
[1530] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, págs. 478-482.
[1531] Alfonso de Valdés, Discurso de Mercurio y Carón, ed. cit., págs. 179 y 180.
[1532] Sigo aquí la versión de otro hombre del siglo XVII, Francisco González de Andía, marqués de Valparaíso, en su obra El perfecto desengaño (Madrid, ed. de María Dolores Cabra Loredo, 1983, págs. 24 y 25).
[1533] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 481
[1534] Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 529. «¿Cuándo ha ocurrido en la historia de la humanidad que toda una generación se retire voluntariamente del poder? ¡Y de qué modo! También así el siglo del gran Renacimiento marcó su sello, con esta impresionante escena propia de la gran historia mundial».
[1535] El 16 de enero de 1556, en un acto sencillo realizado en la casita del parque del palacio de Bruselas, donde se alojaba, en presencia tan solo de sus dos hermanas Leonor y María, de Manuel Filiberto de Saboya y de algunos Grandes de España, entregó Carlos V al Secretario Francisco de Eraso el acta de abdicación a favor de su hijo de todos sus reinos de la Monarquía Católica, junto con los dominios de las Indias. Felipe II sería proclamado rey por su hijo don Carlos en Valladolid, el 28 de marzo de 1556. En cuanto a la corona imperial, Carlos V enviaría su cese a Fernando, su hermano, el 12 de septiembre de 1556, pero se demoraría su reconocimiento hasta la Dieta imperial celebrada en Frankfurt en marzo de 1558; de lo que Carlos V tendría noticia estando ya en Yuste, en mayo de aquel año.
[1536] Fernando a Carlos V, Augsburgo, 9 de julio de 1555 (en Lanz, Korrespondenz des Kaisers Karls V, op. cit., III, pág. 662).
[1537] Juan Vázquez de Molina a Felipe II, Valladolid, ¿enero?, 1556 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 253).
[1538] Juana de Austria a Felipe II, Valladolid 11 de febrero de 1556: Que había recibido su carta, de 24 de diciembre, dándole cuenta que el Emperador aplazaba su viaje por sus indisposiciones (Corpus, ed. cit., IV, pág. 258).
[1539] Bruselas era entonces, junto con Roma, uno de los centros musicales de mayor importancia, y la capilla musical del Emperador justamente famosa.
[1540] Carta encontrada por mí en 1960 en el Archivo imperial de Viena, que pude mostrar al P. Sopeña, que le dio un gran valor (Haus, Hof und Staatsarchiv, Viena, Spanische Hof-Korrespondenz, leg. 1, 3. º, fol. 138, original; Corpus, ed. cit., IV, pág. 249). En todo caso, que al día siguiente de la fecha señalada para la abdicación imperial, se lanzara Maximiliano a esa petición, ya dice bastante sobre los apetitos despertados sobre las posibles herencias.
[1541]Ibídem, Spanische Hof-Korrespondenz, leg. 1-4. º, fol 11; autógrafa.
[1542] Maximiliano II a Carlos V, Viena, 21 de mayo de 1556 (Archivo de Simancas, Estado, leg. 112, fol. 106, autógrafa; Corpus, ed. cit., IV, pág. 267).
[1543] Maximiliano a Carlos V, Viena, 24 de mayo de 1556 (ibídem, leg. 112, fol. 108, original).
[1544] Fernando, rey de Romanos, pues ya hemos visto que todavía Carlos V no había renunciado a la corona imperial.
[1545] Felipe II a Maximiliano II, Bruselas, 18 de marzo de 1556 (Archivo imperial de Viena, Spanische Hof-Korrespondenz, 1, 4. º, fol 11; autógrafa).
[1546] María Tudor a Maximiliano II, Londres, 16 de julio de 1556 (ibídem, Spanische Hof-Korrespondenz, 1, 4.º, fol. 20, original en español)
[1547] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 655.
[1548] En estos términos recordaría aquella frase el señor de Brantôme: Gentilezas y bravuconadas de los españoles, ed. cit. de Juan Quiroga, Madrid, 1995, pág. 37. De forma parecida reza la inscripción en piedra con que la villa de Laredo recuerda el hecho.
[1549] «El Serenísimo rey, mi hermano, me ha scripto por sus últimas cartas la determinación con que V. M. estaba de venirse a estos Reinos y que se embarcaría V. M. por Julio…» (Juana de Austria a Carlos V, 13 de junio de 1556; Corpus, ed. cit., IV, pág. 270). En esa carta Juana de Austria proponía al Emperador que aplazase su viaje cuarenta o cincuenta días para que lo hiciera acompañado de Felipe II: «podrían venir juntos, que sería lo mejor y más acertado, y excusarse ha la costa de otra armada…».
[1550] Cit. por L. P. Gachard, Retraite et mort de Charles Quint au monastère de Yuste, Bruselas, 1854, pág. 6.
[1551] En efecto, en su primer viaje la flota de Carlos V había zarpado el 8 de septiembre alcanzando la costa asturiana de Tazones el 17.
[1552] Foronda, Estancias y viajes de Carlos V, op. cit., pág. 656.
[1553] «… me partí al punto y por la posta…» (Luis de Quijada a doña Juana de Austria, carta cit. de 2 de octubre de 1556).
[1554] Quijada a Vázquez de Molina, 8 de octubre de 1556 (cit. por Gachard, op. cit., pág. 11).
[1555] Se entiende: de política.
[1556] Quijada a Vázquez de Molina (cit. por Gachard, op. cit., pág. 70).
[1557] Más tarde caballero del Toisón de Oro y barón de Montigny, que bajo Felipe II tendría tan trágico destino, a raíz de las alteraciones de los Países Bajos.
[1558] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 83.
[1559]Ibídem, pág. 9. De las no pocas obras dedicadas a esta etapa última de Carlos V, aparte las ya citadas publicadas en el siglo XIX —como las de Mignet y Gachard, sobre todo—, cabría recordar la muy erudita de Domingo Sánchez Loro, La inquietud postrimera de Carlos V (Cáceres, 1957) y la más reciente y de mejor estilo de Agustín García Simón, El ocaso del emperador (Madrid, 1995). En todo caso, ambas apoyándose con provecho en la documentación carolina publicada por los grandes historiadores decimonónicos citados. A recordar también la reedición que hizo M.ª Dolores Cabra Laredo del manuscrito del marqués de Valparaíso, El perfecto desengaño (Madrid, 1983), incorporando no poca documentación, sacada en buena parte de mi Corpus documental de Carlos V.
[1560] «Españoles, no viene ningún caballero —comentaría Gaztelu, añadiendo escandalizado—: que en esto lo hicieron cortamente muchos». (Ibídem, pág. 18).
[1561] Quijada a Vázquez de Molina, cit. por Gachard, op. cit., pág. 26.
[1562] Gaztelu a Vázquez de Molina, 11 de octubre de 1556 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 17).
[1563] «S. M. llegó aquí muy bueno y tal que, trayendo antojo de truchas las cenó y de muy buen apetito…» (Ibídem, pág. 21).
[1564] Evidentemente, el Emperador no había olvidado la afrenta de 1520, con la algarada popular y el intento del pueblo vallisoletano, apostado en aquella Puerta del Campo, de impedir la salida de Carlos V camino de Galicia, para embarcar hacia el Imperio. La carta de Quijada a Vázquez de Molina, en Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 31.
[1565] Esa es la versión que nos da el embajador veneciano Badoaro, que parece muy verosímil (cit. por Mignet, Charles Quint, son abdication, son séjours et sa mort au Monastère de Yuste, París, ed. 1957, pág. 151).
[1566] Mignet, op. cit., pág. 152.
[1567] En efecto, a petición de doña Juana el Duque lo cedería a las dos Reinas, si bien con un enfado descomunal.
[1568] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 33.
[1569] «Siempre la lleva —la salud— buena y come y duerme muy bien…» (Quijada a Vázquez de Molina, ibídem, pág. 36).
[1570] Y no tanto por estar allí el convento de las agustinas que había regentado su tía María de Aragón como por estar enterrada allí su hija natural Juana de Austria.
[1571] … aunque algo cansado…» (Gachard, op. cit., pág. 115).
[1572] «Aquí ha llovido dos días sin que, de la gran niebla, se viesen los hombres a dos pasos…» (Gaztelu a su colega Vázquez de Molina, cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 46).
[1573]Ibídem.
[1574]  Ibídem, pág. 52.
[1575] Cit. por Gachard, op. cit., pág. 42.
[1576] Mignet, op. cit., pág. 63.
[1577] Acaso la diabetes.
[1578] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 93.
[1579]  Cit. por Mignet, op. cit., ed. española, pág. 190, nota 1.
[1580] Ya Juan III había dejado bien sentado que no consentiría tal cosa, considerándola como una ofensa: su hermana, a la que había criado como una hija, no podía salir de la Corte sino para casarse. Tal hacían las infantas de Portugal. Y si Leonor de Austria tenía tanto anhelo por vivir con su hija, la solución la tenía en la mano: que se trasladase a la corte de Lisboa (Mignet, El emperador Carlos V, su abdicación, su residencia y su muerte en el monasterio de Yuste, ed. española, Cádiz, 1855, págs. 199 y 192). 
[1581] Envió para ello un emisario especial, don Sancho de Córdoba
[1582] Mignet, Carlos V…, ed. esp. cit., págs. 193 y sigs. Doña Leonor no acudió solo a Carlos V, sino también a su hermana Catalina, como Reina entonces de Portugal; aunque, eso sí —lo que no deja de ser extraño— a través de María de Hungría, a la que Catalina contestaría cuán imposible era aquello en una interesantísima carta publicada por mí hace veinte años:
«Señora: V. A. me escribió sobre la ida de la señora Infante, mi sobrina, que la señora Reina, su madre, deseaba tanto ver para su consolación. En todo deseo yo mucho servir a V. A., mas es ésta materia de tal cualidad que, siendo estos mis deseos tan grandes, tengo por mucho mayores las razones della. Y puede V. A. creer que en muy pocas cosas confesaría yo esto, ni puedo dexar de pensar que después que V. A. las oyere no le parezca que tengo yo razón. Y porque yo escribo largamente a la señora Reina lo que en esta materia entiendo, hacerme ha V. A., muy gran merced querer ver mi carta, porque por excusar enfadamento a V. A. lo dexo de escribir en ésta. Y pues en las cosas de la señora Reina V. A., con razón, es tan gran parte, yo sé muy bien cuanto en ésta y en todas puede hacer. Besaré las manos de V. A. por quererle persuadir lo que el rey, mi señor, manda decir y lo que yo le pido, en lo cual hará S. A. y a mí muy gran merced. Y certifico a V. A., que estimarlo ansí es más por lo que importa a la señora Infante que por lo que puede tocar a S. A., y con esto acabo rogando a Nuestro Señor, etc.» (Corpus, ed. cit., IV, págs. 287 y 288).
[1583]Ibídem
[1584] La Chaulx todavía permanecería algunos días más en Yuste.
[1585] Cit. por Mignet, op. cit., ed. esp., págs. 207 y 208, nota 5.
[1586] Es posible, por supuesto, que hubiera el obligado Te Deum reservado para tales visitas.
[1587] Domingo Sánchez Loro, La inquietud postrimera de Carlos V, Cáceres, 1957, sobre todo las págs. 40 y 67.
[1588] Y recordemos que sobre aquellas campañas escribiría don Luis un libro muy divulgado entonces por Europa entera: Comentarios de la guerra de Alemania (Amberes, 1. ª ed., 1550).
[1589] Véase mi estudio La España del emperador Carlos V, op. cit., pág. 915.
[1590] Hacía tiempo que el César no estaba para ningún alarde caballeresco. Por otra parte, ha desechado ya los caballos, salvo una jaquilla, prefiriendo las mulas.
[1591] Un buen estudio es el del Prof. Juan José Martín, «El palacio de Carlos V en Yuste» (en Arch. Esp. de Arte, 1950, XXVIII, págs. 27 y sigs.
[1592] Atención. Sueñan las campanas del monasterio cuando esto escribo. Tal las oiría el César cada jornada.
[1593] Recordemos que había nacido el 24 de febrero de 1545.
[1594] La cifra exacta del coste del palacete de Yuste nos la da el Prof. Juan José Martín González: 5.360.068 maravedíes («El palacio de Carlos V en Yuste», art. cit., pág. 47).
[1595] El de su hijo natural, el futuro don Juan de Austria. 
[1596] Al menos, hay referencia de un obsequio culinario del Emperador a la comunidad jerónima.
[1597] «… retirado a nuestro monasterio de Yuste, le visitaba el Prior una vez todos los meses…, y porque su cesárea Majestad gustaba de los carneros que le cebaban en ella, tuvo el cuidado de enviarle todas las semanas el número competente para que no le faltase este regalo». (Fr. Francisco de San José, Historia… de Nuestra Señora de Guadalupe, Madrid, 1743, pág. 127, referencia que debo a mi buen amigo fray Sebastián García, archivero-bibliotecario del Real Monasterio de Guadalupe).
Por su parte, fray Arturo Álvarez, en su comunicación presentada al congreso del IV Centenario de la muerte del Emperador, en 1958, recogía este texto de fray Hernando del Corral: «… casi a cada día, el convento y prior de Guadalupe… cada semana le enviaba un carnero criado a pan y cada quince días una ternera y hasta las guindas y otras frutas…» (IV Congreso de Cooperación Intelectual, Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1950, pág. 159; ejemplar tirado a ciclostil. Cf. con su artículo: «Carlos V y el Real Monasterio de Guadalupe», en Miscelánea Comillas, 1958).
[1598] Esta interesantísima nómina, que tanto esclarece sobre la vida de Carlos V en Yuste, fue recogida por Sandoval en su Historia del emperador Carlos V (ed. cit. de Carlos Seco, III, págs. 559561), y está fechada en Yuste y firmada por el Emperador, a 9 de septiembre de 1558, por lo tanto cuando ya arreciaba su mal, prueba de que Carlos V quería cumplir, como un deber moral, con lo que se debía a los que allí le servían. Pero no está en el Codicilo; rectifico, así, lo que señalé en mi edición crítica del Testamento del Emperador (Madrid, 1982, pág. XXXVI). Se observará que en ella no aparece ningún soldado. Eso podría llamar la atención, máxime cuando la tradición local nos muestra en Garganta la Olla un prostíbulo —«la Casa de las Muñecas»—, ya de aquella época, como fruto de las necesidades eróticas de los soldados del Emperador. Sin duda existió pero correspondiendo a la primera etapa, la de Jarandilla, cuando Carlos V tenía todavía aquella guarda de alabarderos. Licenciados estos, en febrero de 1557, el prostíbulo pudo seguir funcionando con la nueva clientela, el resto de la servidumbre imperial, cuyos varones a buen seguro tenían poco de monjes, viviendo muchos de ellos en la cercana villa de Cuacos.
Lo que no hay duda es de que, cuando Carlos V abandona Jarandilla, desaparece el elemento militar de su entorno. El Emperador no precisaba de guarda alguna en Yuste, ni eso correspondía al nuevo estado por él escogido.
[1599] En el sentido que entonces se daba a esa voz, sin ninguna carga peyorativa. 
[1600] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 556.
[1601] Esa crónica serviría a Sandoval para escribir las últimas páginas de su Historia del emperador Carlos V, como él mismo nos dice: «La misma relación original que fray Martín envió a la Princesa y firmada de su nombre tengo, y la quisiera poner aquí como el Prior la escribió; mas temo usar tanto de este estilo y entiendo que ya se dará entero crédito a mis relaciones como a los originales…» (Op. cit., III, pág. 493).
[1602] Gachard, Retraite et mort…, op. cit., págs. 424 y sigs.
[1603] Así me lo refirió el hermano Alfonso en la última visita que hice al monasterio el 24 de junio de 1999. Y he de confesar que no resistí a la tentación de sentarme yo también en la silla del coro, tallada por Rodrigo Alemán, tal como la tradición jerónima decía que lo había hecho Carlos V.
[1604] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 498; rectifico aquí el texto, que escribe bermejo, con minúscula, como si se tratara de un color, cuando parece claro que el Emperador se refiere a un monje determinado.
[1605] Esto es, inmediatamente.
[1606] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 494.
[1607] En Sandoval, ibídem, III, págs. 495 y 496.
[1608] «… le parecía que nunca había habido tanto temor como cuando le vio —al visitador más viejo— el papelejo en la mano y le dijo que le quería hacer cargos…» (Ibídem, III, pág. 498).
[1609] Recordemos que Magdalena de Ulloa no iría a Cuacos hasta el verano de 1558.
[1610] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 126.
[1611] Recordemos lo ya dicho: de cómo, en su veneración por Carlos V, Zúñiga nos ha dejado un buen testimonio, como puede comprobar cualquiera que visite hoy día su palacio de Plasencia donde, adornando su gran escalera, se puede contemplar un busto del Emperador.
[1612] La referencia en Mignet, op. cit., pág. 282. En cuanto a la documentación de Simancas, véase la carta de Carlos V escrita desde su campamento a Felipe II de 25 de agosto de 1554. En su postdata, Carlos V añadía alborozado: «Hijo: Dios ha guiado esto como suele hacer todas mis otras cosas, y si algún yerro ha habido ha sido nuestro, e todavía lo ha remediado mejor que sperábamos que se pudiera remediar, sino pusiera la mano en ello. Bendito Él sea por todo, y Él os dé su favor, como os lo desea vuestro buen padre. Yo, el Rey». (Corpus, op. cit., IV, pág. 121).
[1613] Debo esa información a fray Sebastián García. No sería de modo permanente, pues resulta dudoso que Carlos V procediera de ese modo, con inevitable ofensa para la comunidad jerónima de Yuste; pero sí pudo serlo de forma ocasional, aprovechando el César algo más aquella visita, deseando que se repitiera.
[1614] P. Ribadeneyra, «Vida de San Francisco de Borja» (en Historias de la Contrarreforma, Madrid, BAC, 1954, pág. 739).
[1615] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 168.
[1616] Quijada a Felipe II, Cuacos, 28 de julio de 1558 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 511).
[1617] Carlos V, se entiende.
[1618] Quijada a Felipe II, Yuste, 30 de septiembre de 1558 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 411). Recuérdese que entonces Felipe II se hallaba todavía en Bruselas
[1619] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit…, pág. 450. Añadamos que Carlos V, a la espera de lo que decidiese «a mayores» Felipe II, había dejado un legado para don Juan y también para su madre, Bárbara Blomberg, asegurando así su futuro. (Karl Brandi, Kaiser Karl V, op. cit., I, pág. 535. En el especial afecto del Emperador hacia su último hijo natural, de los cinco que había tenido, influyó sin duda, más que su condición de varón, el hecho de que hubiera nacido el mismo día que él, el 24 de febrero de 1545.
[1620] Una de las cosas que más sorprenden del cronista Sandoval, en general tan bien informado, es que silencie por completo la actividad política desplegada por el Emperador desde Yuste. Y esa fue una de las más sorprendentes revelaciones de los investigadores de la historia carolina, cuando en el siglo XIX, al estudiar la documentación de Simancas, se encontraron con que la realidad había sido que Yuste se había transformado en un centro importante de la política europea, adonde iban y venían los correos, así como personajes principales con importantes misiones, para pedir consejo y orientación al viejo Emperador.
Era natural que así ocurriese, dado el respeto y la admiración que Felipe había demostrado siempre por su padre. ¿Cómo iba a renunciar a su orientación en los graves conflictos en que se vio metido a poco de dejar Carlos V los Países Bajos? En iguales circunstancias se hallaba su hija, la Regente, en Valladolid. La guerra con Francia, la enemiga de Paulo IV, los focos luteranos de Castilla, la escasez de dinero y tantos otros acuciantes problemas, estaban pidiendo el consejo del Emperador.
Ahora bien, ¿cómo es posible que Sandoval, que manejó tan abundante y fidedigna documentación sobre el César, nada supiese a este respecto? Más bien hay que creer que este cronista, tan verídico en lo demás, quiso atenerse en el período de Yuste, a la estampa de un asceta desligado por completo del mundo. En esa estampa no encajaba un Carlos V manejando aún los hilos de graves asuntos. ¿Es esa la razón por la cual Sandoval prefirió ignorar tales documentos? ¿Acarició la idea de que la posteridad se hiciese la imagen del soberano convertido en asceta? Es muy posible; con ello encajaría la descripción que hace de la morada de Carlos V, muy lejos de la verdad; una morada desnuda de toda comodidad. Y, sin embargo, no hacía tanto tiempo de la muerte de Carlos V. Todavía existía la tradición oral, al menos en grado suficiente para que el cronista la tuviese en cuenta, como, por ejemplo, en el caso de los enseres del Emperador, vendidos en almoneda a poco de su fallecimiento.
[1621] Véase mi estudio La España del emperador Carlos V, op. cit., págs. 927 y sigs.
[1622] Carlos V a Felipe II, Bruselas, 13 de marzo de 1554 (Corpus, ed. cit., III, pág. 667).
[1623] Recuérdese que los dos eran hijos de Manuel el Afortunado.
[1624] Carlos V a Catalina de Austria, Yuste, 13 de noviembre de 1557 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 362).
[1625] Talaveruela, y no Talavera la Real, como por error se indica en mi texto cit. La España del emperador Carlos V, pág. 932.
[1626] Quijada a Vázquez de Molina, 21 febrero de 1558 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 273).
[1627] Gaztelu a Vázquez de Molina, Cuacos, 21 de febrero de 1558 (ibídem, pág. 271).
[1628] «Con Felipe de Atienza —contesta el Duque a la princesa Juana— recibí la carta de V. A. y con ella muy grand merced en mandarme en qué la sirva. Y aunque esto es tan recia cosa, como V. A. puede pensar, andar yo agora de nuevo a buscar donde vivir, pues V. A. lo manda y el emperador nuestro señor pienso que también dello es servido, no hay cosa que para mí no sea ligera, y así digo que daré la casa a las señoras reinas, como V. A. lo manda…» (Duque del Infantado a la Princesa Juana de Austria, Guadalajara, 10 de noviembre de 1557; Archivo de Simancas, Estado, leg. 135, fol. 8.)
[1629] Don Sebastián había nacido el 20 de enero de 1554.
[1630] Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 156.
[1631] Carlos V a Juana de Austria, Yuste, 5 de julio de 1557 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 333
[1632] Carlos V a Juana de Austria, Yuste, 5 de julio de 1557 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 333).
[1633] María, la hermana de Felipe II.
[1634] «Ya sabréis lo que los días pasados os scribí sobre la ida del padre Francisco a Portugal; y lo que demás de aquello hay que decir es que, habiendo venido aquí, le mandé que allende de visitar a la Reina, mi hermana, de mi parte le dixese las cosas que había entendido que decían en aquel Reino sobre lo de la sucesión del Príncipe, mi nieto, y la dispensación del rey don Manuel con la reina doña María, en que el cardenal de Viseo me habló, como os dixe, poniendo duda de no ser bastante, y el impedimento que por esta causa había; lo qual siendo así el rey don Joan y sus hermanos y los demás no podrían pretender el Reino. Y que porque asimismo decían quel embaxador de Francia, que en aquella sazón había ido a residir en aquella corte, llevó comisión de tractar casamiento entre una hija del Rey, su amo, con el rey don Sebastián, mi nieto, que también le diese a entender que me parecía sería bien quéste fuese con una de sus hijas de la reina de Bohemia, vuestra hermana, qual pareciese. Y que efectuándose se podría traer a aquel Reino para que se criase en él, hasta que fuese de edad, y que procurase d’encaminar la venida de la Infanta para estar con su madre, porque aunque en vida del Rey hice instancia en ello por dar contentamiento a la Reina, su madre, visto después de la muerte del Rey que lo que yo pensé que era muy secreto que había dicho el dicho Cardenal es tan público en Portugal y que esto había hecho levantar los pies a la Infanta, para persuadirse a creer algunas cosas que no debría, me paresció que era más conveniente su venida por quitar estos embarazos. Y habiendo el dicho padre Francisco propuesto lo sobredicho, volvió aquí y me dio quenta dello y de su viaje y de lo que la Reina le respondió que es:
Que en lo que toca a la dispensación del rey don Manuel con la reina doña María, es bastante y que no tiene ella duda ninguna. Ni tampoco en lo de la sucesión del príncipe don Carlos, mi nieto, por estar muy claro, y que así lo tienen todos entendido, y que dentro de pocos días se publicará la Pregmática que sobrello estaba hecha y aprobada por los del Consejo». (Carlos V a Felipe II, Yuste, 31 de marzo de 1558; Corpus, ed. cit., IV, pág. 413). En el curso de aquellas importantes negociaciones se cruzó una correspondencia en cifra entre san Francisco de Borja y Carlos V. Y es interesante consignar que el nombre que en la misma se daba a Felipe II era el de Santiago de Madrid. Parecía como si de ese modo se anticipase la estrecha unión que había de existir entre Felipe II y la villa que él había de transformar en capital de España.
[1635] Gaztelu a Vázquez de Molina, Jarandilla, 15 de noviembre de 1556 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 42).
[1636]Ibídem, pág. 45.
[1637] Gaztelu a Vázquez de Molina, Jarandilla, 15 de noviembre de 1556 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 167).
[1638] Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 212.
[1639]Ibídem, pág. 170
[1640]Ibídem, pág. 176.
[1641]Ibídem, pág. 210.
[1642] Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 256.
[1643]Ibídem, pág. 137.
[1644] Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 148.
[1645] Es posible, como algo muy propio de la forma de gobernar de Felipe II, como daría después tantas pruebas a lo largo de su reinado.
[1646] María de Hungría a Felipe II, Cigales, 8 de octubre de 1558 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 417).
[1647] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 272.
[1648] Carlos V a su hija doña Juana, Jarandilla, 31 de enero de 1557 (Corpus, ed. cit., IV, págs. 296 y 297).
[1649] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 254.
[1650] «… estos flamencos —se quejaba Gaztelu— tienen poca cuenta con ello y mucha con decille lo que ven y oyen, y aun lo que no; que es causa y el mayor contrapeso de los que aquí se padecen…» (Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 272).
[1651]Ibídem, pág. 245.
[1652]Ibídem, págs. 241 y sigs.
[1653] Carlos V a doña Juana, Yuste, 25 de mayo de 1558 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 425, nota 700).
[1654] Persona no grata porque se había negado a prestar dinero con que ayudar a Felipe II en su guerra contra Francia en 1557, por lo tanto unos meses antes de que se aireasen aquellos conflictos religiosos en Castilla, que en principio no se reducían a focos luteranos, sino que se hablaba también de problemas con los moriscos castellanos, e incluso con un foco de judaísmo en Murcia (véase sobre esto el libro de José Luis González Novalín, El Inquisidor General Fernando de Valdés, Oviedo, 1971, II, págs. 187 y sigs.; y sobre el conflicto entre la Corte y Valdés, en este caso como rico arzobispo de Sevilla que no quería dar ninguna ayuda, las págs. 172 y sigs.
[1655] Carlos V a doña Juana, Yuste, 3 de mayo de 1558 (Corpus, ed. cit., IV, págs. 424 y 425).
[1656] Los reinos de España
[1657] Por lo tanto, no solo el de la Inquisición, sino también el Consejo Real.
[1658] Carlos V a doña Juana, Yuste, 25 de mayo de 1558 (Corpus, ed. cit., IV, pág. 425, nota 700).
[1659] Cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 303.
[1660] Véase mi edición crítica del Testamento y Codicilo del emperador, Madrid, Editora Nacional, 1982, págs. XXXIV y 97.
[1661] Sandoval, Historia del emperador Carlos V, ed. cit., III, pág. 499.
[1662] La cita en Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 127.
[1663] Al menos, para la gota sí se conocía el más sencillo: la dieta, evitando las comidas copiosas, en particular la carne. Ya hemos mencionado el dicho de la época: «La gota se tapa con la boca».
[1664] Carlos V a Juana de Austria, carta cit. de 5 de julio de 1557.
[1665] Rectifico aquí la fecha que señalo en mi estudio La España del emperador…, op. cit., pág. 950.
[1666] En ese lugar, y sobre un busto del Emperador, puede leerse la inscripción en piedra que recoge ese momento: «Su Magd el emperador estaba asentado quando le dio el mal, a los treinta y uno de Agosto, a las quatro de la tarde. Fallesció a los veinte y uno de Setiembre, a las dos y media de la mañana. Año del Señor de 1558».
[1667] Relación del doctor Mathys, cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 322.
[1668] Quijada a Vázquez de Molina, Yuste, 15 de septiembre de 1558 (cit. por Gachard, Retraite et mort…, op. cit., pág. 367).
[1669] Acompañaban a Carlos V, en sus últimos momentos su confesor, fray Juan Regla, con otros monjes de Yuste, su médico, el doctor Mathys, su fiel mayordomo, don Luis Quijada, los nobles don Luis de Ávila y el conde de Oropesa, y otro gran personaje cuya particular actuación provocaría no pocos comentarios: Carranza. El arzobispo de Toledo estaba puesto bajo sospecha, después de las acusaciones del Inquisidor Fernando de Valdés. El propio Carlos V había prohibido su acceso a Yuste; pero cuando el César entró en la agonía, nadie se atrevió a impedir su entrada en la cámara imperial al arzobispo de Toledo. Carranza trató entonces de consolar al moribundo con palabras piadosas, que para algunos de los presentes tenían marcado sabor herético. Don Luis de Ávila y Zúñiga le oyó decir, cogiendo un crucifijo: «Este es quien pagó por todos. Ya no hay pecado, todo es perdonado». Eso pondría una sombra en los últimos momentos del Emperador, que podría explicar la enemiga posterior de Felipe II contra el Arzobispo, si bien para Tellechea, máximo especialista sobre el tema, nada hubo de reprochable en el comportamiento de Carranza ante la muerte de Carlos V. Tellechea, «Así murió el emperador», (Bol. R. A. Historia, 1958, CXCM, pág. 166).
[1670] De igual modo, no es lícito corregir al Carlos V de Worms, cuando en 1521 respeta el salvoconducto de Lutero, con el que en Yuste se muestra arrepentido ante los frailes del convento, por creer entonces que tenía que haberlo mandado matar; entre otras cosas, porque a los políticos, como a cualquier hombre, hay que juzgarlos por sus hechos, no por sus intenciones.
[1671] Instrucción de los testamentarios de Carlos V a Martín de Gaxtelu sobre lo que había de decir a Felipe II. (Archivo de Simancas, P. R., leg., 32, fol. 38, cop.; cf. Corpus documental de Carlos V, op. cit., IV, págs. 454-457)