Arquímedes y la palanca - Paul Strathern

Presentación

Arquímedes fue uno de los tres matemáticos supremos de todos los tiempos, considerado por lo general equiparable a Newton y Gauss. Todos conocemos la historia en la que salta de la bañera gritando «¡Eureka!». Casi igual de célebre es su fanfarronada: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo». Se refería al fulcro y a sus conocimientos sobre las palancas pero, en cierto modo, también a muchas más cosas. Arquímedes movió el mundo, desde luego. Cambió por completo nuestra visión de él. Los antiguos griegos transformaron la concepción primitiva de la matemática y Arquímedes jugó en ello un papel fundamental, llevándola hasta el umbral del pensamiento matemático moderno, punto en el que a todos los efectos languideció durante casi dos milenios. Lamentablemente, nadie recogió el testigo tendido por Arquímedes.
El pensamiento científico de Arquímedes era parte integral de su concepción matemática. Revolucionó la mecánica, inventó la hidrostática y fundó el estudio preciso de sólidos más complejos. Las operaciones que esto requería le llevaron a inventar una forma primitiva de cálculo diferencial y a una comprensión avanzada de la numerología. También destacó en la esfera práctica. Entre sus inventos se cuentan poleas y palancas, una bomba de agua y una forma primitiva del láser. Es muy probable que hubiera otros de los que no se molestó en dejar constancia de ellos, o que desaparecieron para siempre con sus obras perdidas. Arquímedes no valoraba sus creaciones prácticas, y pocas veces se molestó en consignarlas. No obstante, los tratados que sí recogen su obra siguen resultando tan asombrosos y lúcidos como el día en que fueron escritos. Afortunadamente, la mayoría son fáciles de comprender, incluso para los profanos. Estas obras ofrecen una perspectiva singular sobre el funcionamiento de una mente singular.
Pero incluso una mente como la de Arquímedes no surge de la nada. Para comprender lo que él comprendió y para apreciar lo que hizo con este saber, primero hay que conocer cómo era el mundo antes de que él apareciera en escena.

El mundo tal como lo encontró Arquímedes

Las raíces de la ciencia se hallan en el aprendizaje por el método empírico. Tal forma de aprendizaje se aprecia incluso en los animales. La paciente espera del gato a la entrada de la ratonera es una práctica científica. En este caso confía en que se repitan una serie de acontecimientos. (Entretanto, el ratón, al escapar por otro agujero, sigue su propio camino científico).
La causalidad (relación de causa y efecto), la inducción (inferencia de leyes generales a partir de casos particulares) y la ordenación (discernimiento de pautas físicas y temporales) son los impulsos científicos básicos. La ciencia es la búsqueda de significado práctico, es decir, de una explicación que se pueda usar. Ésta ha sido la base de la ciencia humana desde los tiempos prehistóricos hasta la primera parte del siglo XX. (Ciertos aspectos de la teoría cuántica y de la cosmología ya no cuadran con estas normas científicas).
La ciencia del siglo XX lo ha transformado todo, pero en épocas anteriores hubo progresos significativos semejantes. Uno de ellos ocurrió alrededor del 2500 a. C. cuando se erigió Stonehenge en Gran Bretaña y se construyó la Gran Pirámide en Egipto. Ambos monumentos incorporaban ideas religiosas y astronómicas cuya sofisticación no ha sido apreciada plenamente hasta este siglo. La investigación minuciosa de Stonehenge y de las pirámides reveló unos asombrosos conocimientos matemáticos. Los que construyeron ambos monumentos comprendían, en los términos prácticos más sencillos, la relación entre los dos lados y la hipotenusa de determinados triángulos rectángulos (es decir, a2 + b2 = c2). En otras palabras, habían captado el fundamento de lo que conocemos como el teorema de Pitágoras cerca de 2000 años antes de que éste naciera.
La principal fuente de inspiración científica y matemática tanto de los antiguos egipcios como de los británicos megalíticos eran los cielos. Lo que ocurría en este ámbito superior era contemplado con reverencia y espanto. Los sucesos que allí tenían lugar presagiaban tanto espléndidas cosechas estivales como desastres. Allí residía el orden, la regularidad y la certeza inflexible.
Esto fue comprendido simultáneamente en la India y en China, Mesopotamia y Egipto, así como en las Américas. Estas civilizaciones guardaban escasas semejanzas entre sí, y en aquella época, en algunos casos, ningún contacto en absoluto, lo cual hace pensar que la astronomía puede haber funcionado como una especie de catalizador evolutivo. Se ha propuesto un proceso de catalización semejante para dar cuenta de los muchos «saltos» inexplicados, que se han dado y se siguen dando, en fenómenos evolutivos que van desde las células primitivas hasta el genio humano y el genio de los delfines.
La astronomía alcanzó su mayoría de edad alrededor del 2500 a. C. y siguió siendo la «reina de las ciencias» durante los cuatro milenios siguientes. (Quedan ecos de este largo reinado tanto en las actitudes modernas frente a las fantasías astrológicas como ante las «maravillas» de la cosmología moderna). Otro «salto» evolutivo para la humanidad se produjo entre los siglos VI y IV a. C. cuando tuvieron lugar el auge de la Grecia antigua, la fundación del confucionismo y el taoísmo en China y el establecimiento del budismo en la India.
Intelectualmente, el más significativo de estos acontecimientos fue, con mucho, el auge de la Grecia antigua. La civilización occidental ha sido su legado cultural. También fue entonces cuando la ciencia, tal como hoy la entendemos, tuvo sus orígenes. Entonces, ¿qué pasó? La ciencia se escindió de la religión. La astronomía se libró de la astrología. Dominó la razón frente a la intuición. Ahora las explicaciones acerca del funcionamiento del mundo venían respaldadas por la prueba empírica en lugar de por la religión, la superstición o los cuentos de hadas. La demostración llegó a las matemáticas. Los teoremas reemplazaron a los procedimientos habituales. Se derivaron reglas y leyes a partir del estudio de los fenómenos naturales.
La razón por la cual el teorema de Pitágoras lleva su nombre es que él fue el primero en demostrarlo. Los griegos siguieron creyendo en los dioses, pero a partir de entonces el comportamiento divino fue atemperado por la razón. (Con la excepción, claro, de los milagros, cuya ocurrencia no se permitía en presencia de observadores científicos).
Pitágoras fue incluso más allá. Según decía, el mundo tenía que comportarse de forma matemática. Él fue el primero en decirlo, en el siglo IV a. C. y nosotros seguimos creyéndolo, aunque no por la misma razón que Pitágoras, quien creía que, en último término, el mundo se componía de números. A nosotros semejante creencia puede parecemos extraña, o simplemente tonta. Sin embargo, la razón que lleva a la ciencia moderna a creer que en última instancia todo puede explicarse en términos numéricos es en realidad mucho menos convincente. Simplemente es un artículo de fe que tenemos. No hay razón, prueba que lo sustente ni se apoya en algo, es sólo que hemos escogido ver el mundo de este modo.
Puede que Pitágoras fundase la visión matemática del mundo, pero fue el filósofo Aristóteles quien configuró el punto de vista científico de los antiguos griegos. De hecho, estos dos grandes personajes fueron considerados filósofos en su época. La ciencia formaba parte de la filosofía (que en griego antiguo significa «estudio de la sabiduría»). Más tarde, la ciencia llegó a ser conocida con el nombre de filosofía de la naturaleza. Del mismo modo, la palabra matemáticas, empleada por Pitágoras por primera vez, se derivaba de la antigua palabra ματηεμα, que significa «algo que uno aprende», o ciencia. Fue sólo a lo largo de los milenios siguientes cuando las palabras filosofía, matemáticas y ciencia desarrollaron gradualmente sus actuales significados distintivos.
Con todo el saber agrupado bajo el término filosofía, no tardó en llegar la confusión. Si las distintas clases de saber habían de progresar, era preciso separarlas y clasificarlas. Ése fue el gran logro científico de Aristóteles. Estableció las reglas para las distintas ciencias. Por desgracia, el gran amor de Aristóteles era la biología y esto habría de tener un efecto desastroso. Tal como veía las cosas Aristóteles, la biología era fundamentalmente teleológica. A fin de comprender los órganos de las plantas o de los animales debemos averiguar para qué sirven, es decir, su propósito. Quizá fue útil considerar la biología de este modo, pero habría de tener efectos desastrosos sobre las otras ciencias. Aristóteles insistía en considerar el mundo de forma orgánica y no mecánica. Esto suponía que en vez de regirse por la relación causa-efecto, todos los objetos cumplían un propósito, y su comportamiento tendía hacia el fin para el que estaban destinados a servir.
La astronomía no tenía ningún propósito inmediato evidente, así que Aristóteles le impuso uno. Los cuerpos celestes eran por naturaleza divinos, así que su propósito era comportarse de manera divina. Esto significaba que tenían que moverse de una forma perfecta, eterna e inmutable, es decir, tenían que seguir orbitando los cielos en círculos perfectos por toda la eternidad. La Tierra, por otra parte, no era divina, luego no se comportaba de este modo. Por el contrario, permanecía inmóvil, en el centro del Universo, con los cuerpos celestes girando a su alrededor.
Esta visión del Universo habría de predominar durante más de dos mil años. El efecto de Aristóteles sobre la ciencia fue inmensamente beneficioso en muchos campos, pero con el tiempo se convirtió en una barrera que limitaba los progresos ulteriores. En algunos terrenos, como la astrología, resultó perjudicial desde el primer momento. Heráclides, contemporáneo de Aristóteles, ya había concluido que Venus y Mercurio giraban alrededor del Sol y que la Tierra se desplazaba por el espacio. Pocos años después de la muerte de Aristóteles, Aristarco de Samos se dio cuenta de que la Tierra giraba alrededor del Sol y rotaba sobre su propio eje. Por desgracia, estos descubrimientos fueron ignorados porque no concordaban con la cosmovisión teleológica de Aristóteles. Incluso Arquímedes, contemporáneo de Aristarco y astrónomo nada despreciable, se aferró a la visión aristotélica del sistema solar. No es por azar que los principales progresos realizados por Arquímedes tuvieran lugar en las esferas menos afectadas por la teleología orgánica de Aristóteles, concretamente la física y las matemáticas.

El mundo tal como lo encontró Arquímedes

Las raíces de la ciencia se hallan en el aprendizaje por el método empírico. Tal forma de aprendizaje se aprecia incluso en los animales. La paciente espera del gato a la entrada de la ratonera es una práctica científica. En este caso confía en que se repitan una serie de acontecimientos. (Entretanto, el ratón, al escapar por otro agujero, sigue su propio camino científico).
La causalidad (relación de causa y efecto), la inducción (inferencia de leyes generales a partir de casos particulares) y la ordenación (discernimiento de pautas físicas y temporales) son los impulsos científicos básicos. La ciencia es la búsqueda de significado práctico, es decir, de una explicación que se pueda usar. Ésta ha sido la base de la ciencia humana desde los tiempos prehistóricos hasta la primera parte del siglo XX. (Ciertos aspectos de la teoría cuántica y de la cosmología ya no cuadran con estas normas científicas).
La ciencia del siglo XX lo ha transformado todo, pero en épocas anteriores hubo progresos significativos semejantes. Uno de ellos ocurrió alrededor del 2500 a. C. cuando se erigió Stonehenge en Gran Bretaña y se construyó la Gran Pirámide en Egipto. Ambos monumentos incorporaban ideas religiosas y astronómicas cuya sofisticación no ha sido apreciada plenamente hasta este siglo. La investigación minuciosa de Stonehenge y de las pirámides reveló unos asombrosos conocimientos matemáticos. Los que construyeron ambos monumentos comprendían, en los términos prácticos más sencillos, la relación entre los dos lados y la hipotenusa de determinados triángulos rectángulos (es decir, a2 + b2 = c2). En otras palabras, habían captado el fundamento de lo que conocemos como el teorema de Pitágoras cerca de 2000 años antes de que éste naciera.
La principal fuente de inspiración científica y matemática tanto de los antiguos egipcios como de los británicos megalíticos eran los cielos. Lo que ocurría en este ámbito superior era contemplado con reverencia y espanto. Los sucesos que allí tenían lugar presagiaban tanto espléndidas cosechas estivales como desastres. Allí residía el orden, la regularidad y la certeza inflexible.
Esto fue comprendido simultáneamente en la India y en China, Mesopotamia y Egipto, así como en las Américas. Estas civilizaciones guardaban escasas semejanzas entre sí, y en aquella época, en algunos casos, ningún contacto en absoluto, lo cual hace pensar que la astronomía puede haber funcionado como una especie de catalizador evolutivo. Se ha propuesto un proceso de catalización semejante para dar cuenta de los muchos «saltos» inexplicados, que se han dado y se siguen dando, en fenómenos evolutivos que van desde las células primitivas hasta el genio humano y el genio de los delfines.
La astronomía alcanzó su mayoría de edad alrededor del 2500 a. C. y siguió siendo la «reina de las ciencias» durante los cuatro milenios siguientes. (Quedan ecos de este largo reinado tanto en las actitudes modernas frente a las fantasías astrológicas como ante las «maravillas» de la cosmología moderna). Otro «salto» evolutivo para la humanidad se produjo entre los siglos VI y IV a. C. cuando tuvieron lugar el auge de la Grecia antigua, la fundación del confucionismo y el taoísmo en China y el establecimiento del budismo en la India.
Intelectualmente, el más significativo de estos acontecimientos fue, con mucho, el auge de la Grecia antigua. La civilización occidental ha sido su legado cultural. También fue entonces cuando la ciencia, tal como hoy la entendemos, tuvo sus orígenes. Entonces, ¿qué pasó? La ciencia se escindió de la religión. La astronomía se libró de la astrología. Dominó la razón frente a la intuición. Ahora las explicaciones acerca del funcionamiento del mundo venían respaldadas por la prueba empírica en lugar de por la religión, la superstición o los cuentos de hadas. La demostración llegó a las matemáticas. Los teoremas reemplazaron a los procedimientos habituales. Se derivaron reglas y leyes a partir del estudio de los fenómenos naturales.
La razón por la cual el teorema de Pitágoras lleva su nombre es que él fue el primero en demostrarlo. Los griegos siguieron creyendo en los dioses, pero a partir de entonces el comportamiento divino fue atemperado por la razón. (Con la excepción, claro, de los milagros, cuya ocurrencia no se permitía en presencia de observadores científicos).
Pitágoras fue incluso más allá. Según decía, el mundo tenía que comportarse de forma matemática. Él fue el primero en decirlo, en el siglo IV a. C. y nosotros seguimos creyéndolo, aunque no por la misma razón que Pitágoras, quien creía que, en último término, el mundo se componía de números. A nosotros semejante creencia puede parecemos extraña, o simplemente tonta. Sin embargo, la razón que lleva a la ciencia moderna a creer que en última instancia todo puede explicarse en términos numéricos es en realidad mucho menos convincente. Simplemente es un artículo de fe que tenemos. No hay razón, prueba que lo sustente ni se apoya en algo, es sólo que hemos escogido ver el mundo de este modo.
Puede que Pitágoras fundase la visión matemática del mundo, pero fue el filósofo Aristóteles quien configuró el punto de vista científico de los antiguos griegos. De hecho, estos dos grandes personajes fueron considerados filósofos en su época. La ciencia formaba parte de la filosofía (que en griego antiguo significa «estudio de la sabiduría»). Más tarde, la ciencia llegó a ser conocida con el nombre de filosofía de la naturaleza. Del mismo modo, la palabra matemáticas, empleada por Pitágoras por primera vez, se derivaba de la antigua palabra ματηεμα, que significa «algo que uno aprende», o ciencia. Fue sólo a lo largo de los milenios siguientes cuando las palabras filosofía, matemáticas y ciencia desarrollaron gradualmente sus actuales significados distintivos.
Con todo el saber agrupado bajo el término filosofía, no tardó en llegar la confusión. Si las distintas clases de saber habían de progresar, era preciso separarlas y clasificarlas. Ése fue el gran logro científico de Aristóteles. Estableció las reglas para las distintas ciencias. Por desgracia, el gran amor de Aristóteles era la biología y esto habría de tener un efecto desastroso. Tal como veía las cosas Aristóteles, la biología era fundamentalmente teleológica. A fin de comprender los órganos de las plantas o de los animales debemos averiguar para qué sirven, es decir, su propósito. Quizá fue útil considerar la biología de este modo, pero habría de tener efectos desastrosos sobre las otras ciencias. Aristóteles insistía en considerar el mundo de forma orgánica y no mecánica. Esto suponía que en vez de regirse por la relación causa-efecto, todos los objetos cumplían un propósito, y su comportamiento tendía hacia el fin para el que estaban destinados a servir.
La astronomía no tenía ningún propósito inmediato evidente, así que Aristóteles le impuso uno. Los cuerpos celestes eran por naturaleza divinos, así que su propósito era comportarse de manera divina. Esto significaba que tenían que moverse de una forma perfecta, eterna e inmutable, es decir, tenían que seguir orbitando los cielos en círculos perfectos por toda la eternidad. La Tierra, por otra parte, no era divina, luego no se comportaba de este modo. Por el contrario, permanecía inmóvil, en el centro del Universo, con los cuerpos celestes girando a su alrededor.
Esta visión del Universo habría de predominar durante más de dos mil años. El efecto de Aristóteles sobre la ciencia fue inmensamente beneficioso en muchos campos, pero con el tiempo se convirtió en una barrera que limitaba los progresos ulteriores. En algunos terrenos, como la astrología, resultó perjudicial desde el primer momento. Heráclides, contemporáneo de Aristóteles, ya había concluido que Venus y Mercurio giraban alrededor del Sol y que la Tierra se desplazaba por el espacio. Pocos años después de la muerte de Aristóteles, Aristarco de Samos se dio cuenta de que la Tierra giraba alrededor del Sol y rotaba sobre su propio eje. Por desgracia, estos descubrimientos fueron ignorados porque no concordaban con la cosmovisión teleológica de Aristóteles. Incluso Arquímedes, contemporáneo de Aristarco y astrónomo nada despreciable, se aferró a la visión aristotélica del sistema solar. No es por azar que los principales progresos realizados por Arquímedes tuvieran lugar en las esferas menos afectadas por la teleología orgánica de Aristóteles, concretamente la física y las matemáticas.

Vida y obra

Arquímedes nació en el año 287 a. C. en Siracusa, la más poderosa ciudad-estado griega de Sicilia. Siracusa llevaba tiempo aspirando a crear una tradición de aprendizaje y sofisticación, con poco éxito. En el siglo anterior, Platón había pasado allí dos temporadas tratando en vano de infundir algo de cultura al rudo tirano local y al ignorante de su hijo. Siracusa estaba estratégicamente situada entre el Imperio cartaginés norteafricano en expansión y el embrionario Imperio romano: para sobrevivir necesitaba algo más sólido que la filosofía o el arte.
Pese a todo, hubo en la ciudad hombres de cultura, y Fidias, el padre de Arquímedes, fue uno de ellos. Fidias era un aristócrata y un astrónomo de cierto renombre. Con casi toda seguridad era también un excelente matemático. Según su hijo, desarrolló cálculos para cotejar la proporción respectiva entre los diámetros del Sol y la Luna.
Aparte de los retazos dispersos de información contenidos en sus tratados científicos y matemáticos, la mayor parte de lo que sabemos sobre Arquímedes se lo debemos al escritor romano Plutarco, que vivió tres siglos más tarde. Plutarco tenía en gran estima muchos aspectos de la cultura griega antigua, y su obra más conocida, Vidas paralelas, compara a algunos griegos eminentes con sus homólogos romanos. Sin embargo, los romanos sencillamente no estaban tan versados en empeños mayormente teóricos como las matemáticas y la física, y es obvio que, en opinión de Plutarco, Arquímedes no merecía tanto respeto. En la biografía del general romano, que sin querer lo hizo matar, tan sólo se menciona de pasada al mayor científico de la era clásica.
Es posible que Arquímedes fuera pariente del rey Herón II, soberano de Siracusa, y se sabe que mantuvo una estrecha relación con él a lo largo de su vida. Quizá fuera incluso tutor de su hijo.
En su juventud Arquímedes fue a Alejandría a completar su educación. Durante el siglo II a. C. Alejandría se estaba convirtiendo en el mayor centro del saber del mundo mediterráneo, superando incluso a Atenas. No mucho tiempo atrás, en el 313 a. C., Alejandro Magno había fundado la ciudad en el curso de su campaña de conquista del mundo, y allí fue enterrado el mayor megalómano de la historia, en un resplandeciente ataúd de oro, en el año 323 a. C. (El lugar exacto de la tumba de Alejandro se ha perdido en la noche de los tiempos, pero Ptolomeo X lo conocía, y en cierta ocasión en la que andaba mal de fondos reemplazó subrepticiamente el ataúd de oro por una imitación de alabastro).
La famosa Biblioteca de Alejandría fue fundada en torno a la época del nacimiento de Arquímedes. Para cuando él llegó a Alejandría probablemente hubiera llegado ya a albergar al menos cien mil pergaminos, incluyendo la vasta colección de Aristóteles (la mayor biblioteca privada de la época griega). La biblioteca atrajo a eruditos de todas partes del mundo helenístico, estableciéndose rápidamente como el centro de saber predominante. Estaba dirigida por algunos de los mejores eruditos de la época. El gran geómetra Euclides probablemente había muerto antes de que Arquímedes llegase a Alejandría, pero es indudable que éste leyó sus obras y que estudió con uno de sus discípulos.
Los elementos, el libro de texto definitivo de Euclides, sentó las bases de la geometría. Comienza con una serie de definiciones sencillas y evidentes en sí mismas: «un punto ocupa una posición pero no tiene magnitud», «una línea es una longitud sin anchura», «una línea recta discurre uniformemente entre sus puntos extremos» y así sucesivamente. Empleando estas definiciones, Euclides emprende luego la tarea de probar una sucesión de teoremas. Cada nuevo teorema se basa en otro precedente, conformando un sistema de gran rigor. (Inevitablemente, geómetras posteriores descubrieron alguna que otra laguna en esta sistemática obra maestra, pero hasta el siglo XIX, cuando el ruso Lobachevski desarrolló una geometría de las superficies curvas, no se cuestionó por primera vez la universalidad de la geometría euclidiana). Otros libros de Los elementos trataban de la geometría de los sólidos y de la teoría de los números, terrenos ambos en los que Arquímedes habría de descollar.
Mientras estudiaba en Alejandría, Arquímedes conoció a dos matemáticos con los que mantendría contacto toda su vida. Arquímedes pasó la mayor parte de su vida trabajando en solitario en Siracusa, así es que merece la pena conocerla escasa información existente acerca de estos dos espíritus afines a los que Arquímedes consideraba colegas. Ambos eran hábiles matemáticos por derecho propio, aunque no de la categoría de Arquímedes.
Conón de Samos era un amigo que con casi toda certeza conoció a Aristarco, un contemporáneo procedente de la misma isla. Es probable que conociese la teoría heliocéntrica de Aristarco antes de marcharse a Alejandría, en cuyo caso sin duda la habría discutido con Arquímedes. Conón era también un astrónomo relevante y tenía trato con la corte real de Alejandría. Se le atribuye el descubrimiento de una nueva constelación de siete estrellas poco visibles, que bautizó servilmente con el nombre de Mechón de Berenice, en honor de un mechón perdido del pelo de la reina.
Eratóstenes, el otro gran amigo de estudios de Arquímedes, era un personaje mucho más interesante. Era un polifacético que lo estudiaba todo, desde la geografía a la comedia. También confeccionó la primera tabla cronológica de la historia de Grecia que no incluía mitos. Eratóstenes declaró que la historia de Grecia había comenzado con la caída de Troya, que según su osado cálculo había tenido lugar exactamente en el 1184 a. C. (de acuerdo con nuestro sistema de datación). Una fecha notablemente precisa: los pusilánimes académicos modernos declaran que este acontecimiento probablemente tuvo lugar en torno al año 1250 a. C.
Eratóstenes inventó la palabra «filólogo» (que significa «amante del saber», o estudioso) para describirse a sí mismo. Diseñó el primer mapa del mundo (mediterráneo) que incluía latitudes y longitudes. También trazó el primer meridiano, desde Alejandría hacia el sur hasta Siena (hoy Asuán). Por desgracia, este meridiano estaba desviado más de veinticinco grados, algo que podía haberle dicho cualquier marino. (Los primeros eruditos no tenían costumbre de consultar con los expertos en el terreno, tradición que ha venido a ser una de las herencias más duraderas de la intelectualidad de la antigua Grecia).
La imprecisión del meridiano de Eratóstenes afectaría a su mayor descubrimiento, pero no le resta en absoluto brillantez. Eratóstenes fue el primero en hacer un cálculo preciso de la circunferencia terrestre. La forma en que lo logró sigue siendo un sólido testimonio de su genial inteligencia. Eratóstenes sabía que cierto día, a mediodía, el Sol se reflejaba en el fondo de un profundo pozo en Siena, indicando que se hallaba directamente sobre él. Ese mismo mediodía, en Alejandría, clavó un palo en posición vertical y midió la sombra que arrojaba. Correspondía a la quincuagésima parte de una circunferencia. A continuación hizo cálculos basados en el supuesto de que el Sol esté tan lejos que sus rayos llegan virtualmente en paralelo a ambos puntos, un supuesto asombrosamente clarividente para la época. Usando la distancia conocida entre Siena y Alejandría, Eratóstenes pudo determinar que la circunferencia de la Tierra equivalía a 50 veces esa distancia.

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Si tenemos en cuenta la naturaleza de su instrumental (un palo y un pozo), y su información técnica (el meridiano defectuoso y las imprecisas nociones contemporáneas de la distancia), el resultado fue asombrosamente preciso, con un margen de error inferior al 4% respecto de los actuales cálculos.
Eratóstenes se convirtió en director de la Biblioteca de Alejandría, y posiblemente vivió hasta la avanzada edad de 80 años, otra cifra notable para la época. Hacia el final de su vida perdió la vista y ya no podía leer. Esto le condujo a la solución final de cualquier bibliófilo: el suicidio.
Según cuenta la leyenda, cuando Arquímedes abandonó Alejandría, viajó a la Península Ibérica. De ser así, ya debía haberse convertido en un consumado ingeniero e inventor. Según una historia que menciona Leonardo da Vinci en sus anotaciones, Arquímedes fue ingeniero militar del rey Eclidérides de Cilodastri en una guerra marítima contra los ingleses. Se dice que Arquímedes inventó una máquina que disparaba alquitrán en llamas sobre los barcos enemigos. Otro informe más creíble del historiador siciliano Diodoro, que vivió en el siglo I a. C., habla de la utilización del Tornillo de Arquímedes para extraer agua de las minas de plata de Río Tinto en el sur de España. Diodoro sostiene que Arquímedes inventó su tornillo para ese mismo propósito.
Otros escritos hablan de un segundo viaje de Arquímedes a Egipto, donde se encargó de las obras de irrigación a gran escala para controlar las inundaciones del delta del Nilo. Se sabe que las obras en cuestión fueron ejecutadas en este periodo.
Haya o no algo de cierto en estas historias, Arquímedes desde luego inventó un ingenioso tornillo que fue usado como bomba de agua. (El Tornillo de Arquímedes sigue siendo utilizado en el delta del Nilo en la actualidad, y se emplea el mismo principio para cargar grano y arena en buques de carga).
En su forma más sencilla, el tornillo consiste en una vara central con un cordel envolviéndola en espiral. Cuando ésta se inserta en un cilindro y se la hace girar, el agua se eleva por la rosca y se vierte, como en el siguiente artefacto ligeramente más sofisticado.

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La fama inicial de Arquímedes se debió a sus capacidades prácticas como ingeniero y a sus inventos. No obstante, en toda su obra escrita, de la que han llegado hasta nosotros diez tratados, no se hace mención alguna a dichos ingenios. Según Plutarco «no se dignó dejar tras de sí nada escrito sobre tales temas; consideraba la construcción de instrumentos, y en general todas las artes orientadas hacia el uso y el provecho, como algo sórdido e innoble y sólo se esforzaba en aquellas cosas que, por su belleza y excelencia, permanecen fuera de todo contacto con las necesidades cotidianas de la vida».
Este esnobismo intelectual derivaba de Platón, cuya filosofía decretaba que el único mundo real era el de las abstracciones intemporales (o ideas eternas, como las denominaba él). El mundo concreto que nos rodea sería una mera ilusión. Ésta es una actitud imposible de adoptar para cualquier científico, y Arquímedes no hacía caso en gran medida, de su irrealidad. A pesar de ello, ciertos elementos de la misma infectaron su obra. Era la actitud predominante entre los sabios de la época. Sin duda Arquímedes consideraba su trabajo teórico como su verdadero trabajo, y el lado práctico como mera cuestión alimenticia, pero que llegara al extremo de considerar la ciencia práctica como «sórdida e innoble» es otra cosa. Como veremos, Arquímedes era muy consciente de las «necesidades cotidianas de la vida» en el belicoso mundo mediterráneo del siglo III a. C. (La actitud presuntuosa atribuida a Arquímedes por el legado de Platón y Plutarco es otra tradición enraizada que ha seguido obstaculizando el progreso de la humanidad desde los tiempos de la antigua Grecia).
Al volver a Siracusa Arquímedes se dedicó a la matemática pura, invirtiendo las largas y arduas horas de trabajo teórico que habrían de consagrarle como la mejor mente matemática durante casi los dos milenios venideros. Cualquier individuo que pase la mayor parte de las horas de su vida activa enfrascado en una actividad mental obsesiva da pie a las habituales anécdotas manidas y Arquímedes no fue una excepción. Según Plutarco: «Estaba tan embrujado por su pensamiento que siempre se olvidaba de comer e ignoraba su apariencia externa. Cuando las cosas iban demasiado lejos sus amigos insistían en que se bañara y se aseguraban de que después se untase con aceites aromáticos. Aún entonces permanecía ajeno, dibujando figuras geométricas».
Es exactamente la clase de tópico que cabría esperar. Pero merece la pena recordar que en el siglo II a. C. los científicos eran algo tan escaso como los eclipses solares que predecían. Tales características, acompañadas de una conducta por lo demás racional, eran un fenómeno nuevo. La figura del sabio distraído había tenido poco tiempo para desarrollarse, lo cual significa que estas objeciones respecto a la higiene personal de Arquímedes y a su indumentaria podrían muy bien contener algo de verdad. Parece como si Arquímedes hubiese jugado un papel pionero en la creación de este estereotipo, sentando una pauta para los científicos que según todos los indicios lleva camino de prolongarse hasta bien entrado el tercer milenio d. C.
A Arquímedes probablemente le habría parecido bien seguir con su maloliente estilo metafísico pero, evidentemente, el rey Herón debió de pensar que semejante comportamiento daba un mal ejemplo a sus súbditos siracusanos. Según Plutarco, Herón «solicitó y persuadió enérgicamente [a Arquímedes] que se ocupara de algún modo tangible de las exigencias de la realidad». Más concretamente, ordenó a Arquímedes ir a los muelles para ver si podía sacar a sus constructores de barcos del lío en que se habían metido. Acababan de construir un gran barco lujosamente equipado llamado el Siracusa, que Herón quería regalarle al rey Ptolomeo de Egipto. Según noticias de la época, el barco debió de sobrepasar con creces las cuatro mil toneladas (como un moderno destructor de trescientos tripulantes). De hecho, era tan pesado que los constructores eran incapaces de botarlo.
Entra en escena el superhombre Arquímedes. No está claro qué hizo exactamente para botar este leviatán varado, pero presumiblemente recurrió a un sistema de poleas, pues se cuenta que Arquímedes botó el Siracusa él solo. Fue en esta ocasión cuando pronunció su célebre alarde: « Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».

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El famoso comentario de Arquímedes demuestra hasta qué punto había llegado a comprender el mecanismo del fulcro. Se trata literalmente de un soporte o puntal colocado de tal forma que permite que una fuerza comparativamente pequeña levante un peso comparativamente grande. El fulcro se puede utilizar como punto de apoyo de una palanca o, como en el caso del Siracusa, un sistema de poleas. En una de las mejores obras de Arquímedes, Del equilibrio de los planos, dedicada a las palancas, se indica cómo determinar el centro de gravedad de diversas figuras planas, es decir, bidimensionales. Como en todas sus obras, Arquímedes se ciñó al formato establecido por Euclides. Los postulados (o definiciones) van seguidos de proposiciones (o teoremas) que a continuación son demostrados, y cada demostración se deriva de la demostración anterior.
Primero Arquímedes enuncia el principio fundamental de las palancas, de acuerdo al cual «dos cuerpos se equilibran a distancias recíprocamente proporcionales a sus magnitudes».

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Para que los dos pesos A y B se equilibren en la figura superior:

A es a B como d es a 1.
A:B = d:1 ó A/B = d/1.

Arquímedes introdujo el concepto que ahora conocemos como «centro de gravedad» y mostró la manera de calcularlo.
Es muy posible que fuera conocido por matemáticos anteriores, pero Arquímedes probablemente formalizó la base teórica para su cálculo y desde luego extendió su aplicación. Más adelante en la misma obra, Arquímedes estableció el modo de descubrir el centro de gravedad de los paralelogramos, triángulos y segmentos parabólicos. La mayor parte de esto, si no todo, era trabajo originalmente suyo. Del equilibrio de los planos sentó las bases de la física teórica.
Sin embargo, Arquímedes consideraba que sus aportaciones más importantes se dieron en la geometría de los sólidos. Su tratado De la esfera y el cilindro demostró que la superficie de una esfera ocupa cuatro veces la de su círculo máximo. En otras palabras:

S = 4 p r2.

Arquímedes también demostró que el volumen de una esfera es de 2/3 del cilindro en el que cabe. De este modo pudo mostrar que la fórmula para el volumen de la esfera es:

V=4/3 rp r3.

Arquímedes consideraba su descubrimiento de la relación entre una esfera y el cilindro que la contiene como su mayor logro. Tanto fue así que pidió que se grabase el diagrama de una esfera inscrita en un cilindro sobre su tumba.
Arquímedes hizo otro descubrimiento teórico más en este sentido, a saber, que la superficie de la esfera es igual a la superficie curva del cilindro que la encierra.
Su obra práctica con objetos esféricos es igual de impresionante. Se dice que construyó dos planetarios esféricos tan admirados que fueron llevados a Roma como botín tras la caída de Siracusa. El primero de ellos fue, con casi toda certeza, un hemisferio cuya superficie interna contenía un mapa de los cielos. Aun siendo hermoso, el segundo era sin duda una obra maestra de la pericia mecánica. Consistía en un planetario abierto con partes móviles que reflejaban con precisión el mapa del Universo tal como lo concibió Eudoxo de Cnido, un amigo de Platón que dedicó su vida a la matemática en Atenas durante el siglo anterior.
Según Eudoxo, el Universo consistía en cierto número de esferas concéntricas transparentes, cada una de las cuales sostenía un planeta. A medida que las esferas se movían, así giraban los planetas a lo largo de sus trayectorias. (Eudoxo, adaptando una vieja idea pitagórica, sostenía que el roce de estas esferas entre sí producía una celestial «música de las esferas», tan bella que era inaudible para oídos humanos). La concepción del Universo de Eudoxo, con la Tierra en el centro y los planetas girando a su alrededor, habría de influir profundamente sobre Aristóteles. Y una vez que el gran Aristóteles dejó sentado que la Tierra era el centro del Universo, incluso Arquímedes se sintió obligado a aceptar esta postura. Se dice que su intrincado planetario representaba los movimientos descritos por el Sol, la Luna y los planetas alrededor de la Tierra en relación con la esfera de estrellas fijas durante el curso de un día. También podía disponerse para ilustrar las sucesivas fases de la Luna y los eclipses lunares. Los estudiosos opinan que debe de haber sido impulsado por algún mecanismo semejante a un reloj de agua.
En Roma, el planetario móvil de Arquímedes causó general asombro durante siglos. Tanto Ovidio como Cicerón lo mencionan. En el siglo IV d. C. el sabio latino Lactancio, tutor del hijo de Constantino el Grande, llegó incluso a utilizar esta maravilla de Arquímedes para una de las primeras demostraciones cristianas de la existencia de Dios. Según Lactancio, si la inteligencia de un ser humano era capaz de producir algo tan maravilloso, debía de existir una inteligencia aún mayor capaz de producir el objeto que la inteligencia humana trataba de imitar. (A estas alturas, la circularidad ya no se limitaba sólo a las órbitas de los cuerpos celestes en torno a la Tierra).
El planetario de Arquímedes se perdió con casi toda certeza durante el saqueo de Roma por los visigodos en el 410 d. C., pero la idea errónea sobre la que estaba basado habría de durar otros mil años. La noción aristotélica de un sistema solar con la Tierra como centro fue defendida como artículo de fe por la Iglesia Católica a lo largo de la Edad Media.
En lo relativo al planetario, parece que hasta el propio Arquímedes quedó impresionado con su maestría técnica. Para variar la costumbre de toda una vida escribió un tratado, De la construcción de esferas. Hay varias atormentadoras menciones a ella en fuentes clásicas, pero nunca conoceremos con seguridad la verdadera naturaleza de esta obra maestra de Arquímedes, pues se ha perdido.
Por el contrario, sí ha sobrevivido su pequeña obra maestra titulada Mediciones del círculo, que contiene uno de sus mejores ejemplos de argumentación geométrica, aquélla en la que explica la relación entre la circunferencia de un círculo y su diámetro, lo cual le permitió obtener un cálculo notablemente preciso del valor de pi. El método que utilizó aquí despejó el camino hacia uno de los principales descubrimientos matemáticos.
Arquímedes calculó el área de un círculo descubriendo los límites entre los cuales se hallaba dicha área, y luego estrechando gradualmente esos límites hasta aproximarse al área real. Esto lo hizo inscribiendo en el interior del círculo un polígono regular y circunscribiendo después el círculo en un polígono similar.
Arquímedes comenzó con dos hexágonos. Doblando el número de lados y repitiendo el proceso obtuvo finalmente polígonos de 96 lados. Calculó el área del polígono interior, que proporcionaba el límite inferior del área del círculo. A continuación calculó el área del polígono exterior, la cual proporcionaba el límite superior. Con este método pudo calcular que:

3 10/71 < p < 3 1/7.

En decimales esto da la siguiente ecuación:

3.14084 < p < 3.142858

La precisión de este cálculo puede apreciarse por su proximidad a la cifra que hoy manejamos:

p = 3.1415927

Aquí la principal innovación de Arquímedes fue emplear la aproximación en vez de la igualdad exacta. Euclides había indicado la posibilidad de emplear este método, pero ni lo aplicó a conciencia ni vio sus posibilidades. Arquímedes vio que a menudo bastaba con dar dos aproximaciones relativamente fáciles a una respuesta, que proporcionaban un límite superior e inferior entre los cuales se hallaba dicha respuesta. Cuanto mayor la exactitud requerida, más estrechos los limites. Por ejemplo, en el diagrama anterior, los lados del polígono podían aumentarse hasta un límite superior infinito, reduciendo así la diferencia entre los límites superior e inferior a una cantidad pequeña, infinitesimal. Éste es el origen del cálculo diferencial, aunque pasarían cerca de dos mil años hasta que alguien progresara con la idea. En 1666 Newton formuló los fundamentos del cálculo diferencial e integral.
No obstante, hay quien opina que Arquímedes sí empleó el cálculo integral en su tratado De conoides y esferoides. Este tratado amplió la geometría más allá de los rígidos parámetros impuestos por Platón y su actitud mística hacia las formas, ya fueran matemáticas o de otra índole. (Platón creía que estas formas o ideas eran la realidad última y que de ellas se componía el mundo: un reconocible desarrollo a partir de la creencia pitagórica de que «todo es número»). Platón creía en Dios y en la geometría. Según su célebre aserto: «Dios siempre geometriza». Así fue como Dios formó el mundo. Por tanto, la verdadera geometría se limitaba a las formas ideales, puras figuras atemporales como las que podrían formarse empleando sólo un compás y una regla. (Por qué el instrumental geométrico de Dios debía limitarse a un compás y una regla sigue sin estar claro). Las figuras que no podían diseñarse con esas dos herramientas eran designadas desdeñosamente como «mecánicas», luego sólo podían formarse mediante movimiento mecánico, y por consiguiente, no eran ni eternas ni perfectas. Pertenecían sólo al dominio de la matemática práctica aplicada. Arquímedes optó por no hacer caso de esta arbitraria distinción, pero se encontró prácticamente solo al hacerlo. La geometría habría de permanecer agarrotada por la superstición mística de Platón durante dos milenios más, hasta que Descartes, el filósofo y matemático francés, rompió el molde en el siglo XVII. Es más, esta distinción pervive aún en nuestros conceptos de matemática «pura» y «aplicada».
En De conoides y esferoides, Arquímedes trataba sobre las cuatro secciones cónicas: el círculo, la elipse, la parábola y la hipérbola.
De las secciones cónicas, sólo el círculo es una figura geométrica clásica en el sentido platónico.
Cuando estos segmentos giran sobre su eje, forman sólidos. Por ejemplo, un círculo bidimensional que gire sobre su eje (su diámetro) formará una esfera tridimensional. Una elipse dará lugar a una forma esférica aplanada conocida como elipsoide, y así sucesivamente.
Arquímedes mostró cómo calcular el volumen de tales formas tridimensionales.
En esencia, esto significaba calcular el área bajo la curva en cuestión, y después hacerla girar en torno a su eje para hallar el volumen. (Cómo hallar el área de un semicírculo, para luego calcular el volumen de la esfera formada haciendo girar el semicírculo 360°). El método empleado por Arquímedes para calcular el área bajo una curva partía de una idea muy semejante a la de su cálculo del área de un círculo empleando polígonos inscritos y circunscritos. Podemos emplearlo para calcular el área bajo una curva semicircular, del siguiente modo.
Si dividimos el semicírculo en franjas paralelas de igual anchura, y cortamos las puntas de modo que cada franja sea rectangular, podremos calcular fácilmente el área ocupada por todas las secciones. Cuanto más estrechas sean las franjas, menor será el área que falta por cubrir. A medida que el número de franjas se aproxime al infinito, el área que queda fuera de las franjas se hace infinitamente pequeña, y el área total de las franjas se aproxima al área del semicírculo, que representa su límite superior. Esto, de forma simplificada, es el cálculo integral.
En otro tratado llamado De las espirales, Arquímedes empleó un método muy semejante al cálculo diferencial.
Este tratado versaba sobre otra figura geométrica no platónica, a saber, la llamada espiral de Arquímedes.
Que continúa hasta convertirse en:
Arquímedes definió esta espiral de modo exacto pero arduo, como sigue:
«Si una línea recta trazada en un plano gira de modo uniforme sobre uno de sus extremos, que permanece fijo, y vuelve a girar desde la posición de la que partió, y si al mismo tiempo que la línea gira, un punto recorre uniformemente la línea recta empezando desde el extremo que permanece fijo, el punto describirá una espiral en el plano».
Básicamente, éste sería el camino seguido por una hormiga que recorre la trayectoria desde el centro al borde de un disco giratorio, tal y como lo vería el desconcertado observador que estuviera esperando pacientemente a poder poner un nuevo disco.
Arquímedes resolvió el problema de cómo descubrir la tangente de cualquier punto de la espiral. El cálculo diferencial resuelve el problema de hallar la tangente de cualquier punto sobre cualquier curva. Aquí puede apreciarse que Arquímedes estuvo muy cerca de descubrir el cálculo diferencial. En cualquier caso, los cálculos que realizó con su espiral sí lograron resolver dos de los tres clásicos problemas geométricos que habían preocupado durante largo tiempo a los matemáticos del mundo antiguo. Éstos eran:
  1. Cómo trisecar un ángulo.
  2. Cómo dibujar un cubo cuyo volumen fuera el doble de otro cubo.
  3. Cómo construir un cuadrado igual a un círculo. Arquímedes mostró cómo trisecar un ángulo utilizando su espiral con ingenio.
Para trisecar el ángulo XOA, hay que atravesarlo con un segmento de una espiral de Arquímedes XEFA. (Abrir con movimiento uniforme un compás a lo largo de una regla rotatoria). Se traza un arco de A a B con el centro en O. Se triseca BX en BC, CD y DX. Se trazan arcos con centro O de C a F y de D a E. OE y OF trisecan el ángulo XOA. (Aquí se puede comprobar que la espiral de Arquímedes puede emplearse para dividir un ángulo en cualquier número de partes iguales).
Arquímedes también desarrolló el modo de resolver el tercero de los célebres problemas de la Antigüedad: hacer un cuadrado equivalente a un círculo, es decir, uno cuyos lados sumasen la misma longitud que la circunferencia del círculo. Éste es el famoso problema conocido como «la cuadratura del círculo».
Para lograrlo, Arquímedes también empleó su espiral.
Dicho en breves palabras, Arquímedes procedió de la forma siguiente:
P representa cualquier punto de la espiral. La línea OW forma un ángulo recto con OP. La tangente en P hace intersección con OW en R. El arco PS tiene radio OP e interseca con la dirección inicial de la curva que sale de O.
Arquímedes demostró que OR tiene la misma longitud que el arco PS.
De ello se sigue que OU tiene la misma longitud que un cuarto de la circunferencia de un círculo de radio OT.
Se dibuja este círculo y queda enmarcado por un cuadrado dibujado sobre la base OU.
Aunque Arquímedes resolvió este problema, la cuestión de cómo «cuadrar el círculo» siguió derrotando a todos los contendientes incluso mucho después de la Edad Media. De hecho, sigue sin resolverse hasta hoy. Pero ¿por qué, si Arquímedes halló la respuesta?
Según las reglas de Platón, es decir, las de la geometría clásica, Arquímedes hizo trampa, porque su espiral es una «figura mecánica». No puede dibujarse empleando sólo un compás y una regla.
Nadie ha logrado aún resolver ninguno de los tres célebres «problemas de la Antigüedad» utilizando la geometría clásica (sólo un compás y una regla). Ni se logrará jamás. En 1882 se demostró finalmente que ninguno de estos problemas podía resolverse empleando únicamente un compás y una regla.
Hay una obra más de Arquímedes, llamada Cuadratura de la parábola, relacionada con los tratados anteriores. Como en todos sus tratados, Arquímedes empezaba con una carta. Estas cartas solían estar dirigidas a alguno de sus amigos alejandrinos. De lo que dice se desprende que era consciente de la importancia de su obra, y que no pretendía guardarla para sí. Quería que su obra ocupase su lugar en el creciente corpus de conocimiento científico que se iba acumulando en la Biblioteca de Alejandría, de forma que pudiese circular entre los que allí estudiaban. Viviendo a más de mil seiscientos kilómetros de distancia por mar, en Sicilia, Arquímedes habría estado un tanto aislado de este centro del saber. O eso sugiere la carta que abre la Cuadratura de la parábola. Empieza así:
«Arquímedes a Dositeo, saludos.
Me afligió oír que Conón, que fue mi amigo mientras vivió, había muerto. No sólo fue un amigo, sino además un admirable matemático. He sabido que tenías trato con él, y que también estás familiarizado con la geometría. Por ello te mando a ti las noticias que pensaba enviar a Conón. Se refieren a cierto teorema geométrico que no había sido investigado antes, pero que ahora he investigado yo. Primero descubrí este teorema por medio de la mecánica y a continuación lo demostré por medio de la geometría».
Aquí vemos de nuevo el conflicto entre la geometría clásica y la mecánica. Arquímedes sentía invariablemente la necesidad de demostrar sus teoremas por el riguroso método clásico, aunque, significativamente, fue el método mecánico el que le permitió descubrirlo en primer lugar.
A continuación describe el problema: «cuadrar el segmento delimitado por una línea recta y una sección de un cono de ángulo recto» [en otras palabras, una parábola]. Luego anuncia su descubrimiento: «todo segmento delimitado por una línea recta y una sección de un cono de ángulo recto [una parábola] equivale a cuatro terceras partes del triángulo que tiene la misma base e igual altura que el segmento».
En otras palabras: triángulo ABC x 4/3 = segmento parabólico ABC.
El método mecánico empleado por Arquímedes para descubrir esto suponía hallar el área bajo la curva: de nuevo, un problema que requiere el empleo del cálculo integral.
Pero las «exigencias de la realidad» no dejaban de irrumpir en el mundo de ensueños geométricos de Arquímedes. Una vez más, el rey requirió sus servicios. Esta célebre pero improbable historia proviene de varias fuentes, lo que es un indicio de que puede estar fundada en alguna verdad. La fuente más fiable es probablemente el arquitecto romano Vitruvio, aunque escribió dos siglos después de los acontecimientos que describía. Según Vitruvio, el rey Herón quiso dedicar una guirnalda de oro a los dioses para celebrar su continuada buena suerte. Se la encargó a un artista siracusano, pero cuando el artista volvió con la guirnalda terminada Herón sospechó. Estaba seguro de que el artista había adulterado el oro con plata, más barata, y que se había embolsado la diferencia. Herón hizo que pesaran la guirnalda, pero daba el mismo peso que el oro entregado al artista. Herón llamó a Arquímedes, pero incluso él quedó desconcertado al principio. Se marchó, prometiendo meditar sobre ello.
Una mañana, varios días más tarde, Arquímedes seguía dándole vueltas al problema mientras se disponía a entrar en la bañera (suceso extraordinario, a juzgar por otros relatos contemporáneos). Cuanto más se sumergía en el agua, más y más agua salía por el borde. De golpe comprendió cómo resolver el problema de la guirnalda de Herón.
Según la leyenda, Arquímedes se emocionó tanto con el descubrimiento que saltó de la bañera y corrió enseguida a casa para escribirlo. Mientras corría desnudo por las calles se le oía gritar: «¡Eureka! ¡Eureka!». (¡Ya lo tengo!).
Cierta o no, esta historia permanecerá siempre ligada a Arquímedes. (Como todo el mundo sabe, la historia no narra los hechos tal y como ocurrieron, sino como nos gustaría que ocurrieran). Hasta el día de hoy, los científicos (y los mortales de condición más modesta) se refieren con frecuencia al «momento eureka» cuando de pronto comprenden la solución a un problema. ¿Pero qué es exactamente lo que había comprendido Arquímedes?
Según Vitruvio, Arquímedes solicitó a Herón un lingote de oro que pesara lo mismo que la guirnalda. Lo sumergió en una olla llena de agua hasta el borde, y midió la cantidad de agua desbordada. Después, sumergió la guirnalda en una bañera y midió la cantidad desbordada. Era mayor que la que había desalojado el oro, lo que probaba que el oro de la guirnalda había sido adulterado. Arquímedes había comprendido que sólidos de diferente densidad desalojan cantidades diferentes de agua, pues aun teniendo el mismo peso ocupan cantidades diferentes de espacio.
La historia de Arquímedes saltando de la bañera está ligada tradicionalmente a su descubrimiento del principio de la hidrostática. Éste aparece en el tratado de Arquímedes De los cuerpos flotantes, que suele considerarse la obra fundacional de la hidrostática. En pocas palabras, el principio de Arquímedes afirma que un cuerpo flotante desalojará su propio peso en fluido. A nosotros esto puede parecemos obvio, pero no lo era para los antiguos. Hasta que Arquímedes creó su principio, nadie sabía exactamente lo que significaba flotar. No tenían forma alguna de saber si algo flotaría o no. ¿Pero los constructores de barcos sabrían que los barcos flotaban, sin necesidad de que se lo dijera un matemático? Por supuesto.
Sin embargo, los barcos se estaban haciendo más grandes y mucho más sofisticados. Como ya hemos visto, el Siracusa del rey Herón era semejante en tonelaje a un destructor moderno, como también lo era el antiguo barco de guerra griego, el trirreme, así llamado porque tenía no menos de tres hileras de remos (cada uno de ellos impulsado por una fila de galeotes sudorosos). En tiempos de Arquímedes ya existían las quinquerremes, que tenían cinco hileras de remos. Los estudiosos consideran muy improbable que, en este caso, las hileras de remos estuviesen una encima de otra. No obstante, es posible que así fuera en el primer prototipo botado, que inevitablemente zozobraría (al igual que su constructor antes de ser decapitado). Antes de que Arquímedes descubriera el principio de la hidrostática, los constructores no tenían modo de saber si su barco flotaría, o desalojaría agua de tal forma que permaneciera a flote y vertical.
Pero esto no es lo único que dejó sentado Arquímedes en el nuevo campo de la hidrostática, que estaba creando él solo en su tratado De los cuerpos flotantes. Algo quizá más interesante para los lectores modernos es su afirmación: «La superficie de cualquier fluido en reposo es la superficie de una esfera cuyo centro es el mismo que el de la Tierra». En otras palabras, ni la superficie del mar ni la superficie del agua en una bañera son planas. Se curvan, alineándose como un segmento de un círculo en torno al centro de la Tierra. Y esto lo respaldó con una demostración matemática.
Los antiguos eran muy conscientes de que la Tierra era un globo y la superstición que dictaba que si se navegaba hasta los confines del horizonte uno terminaba cayéndose del borde del mundo se consideraban como cuentos de marinos viejos. La persistencia de tales supersticiones durante la Edad Media se debía simplemente a ideas confusas y a la introducción de conceptos religiosos y cuasi aristotélicos en el terreno científico. Como podemos ver, tanto Arquímedes como su amigo Eratóstenes ya suponían que la Tierra era un globo en sus demostraciones matemáticas del tercer siglo a. C.
Las leyes de la hidrostática, tal como las estableció Arquímedes, habrían de permanecer sin respuesta (o ignoradas) durante mil ochocientos años, hasta que fueron mejoradas por el matemático y pensador religioso francés Blaise Pascal. Ningún otro campo científico ha sido inaugurado para luego quedarse plantado donde estaba durante casi dos milenios.
En el libro segundo de De los cuerpos flotantes, Arquímedes creó una de las mejores obras de razonamiento matemático puro producidas en todos los tiempos. Trata sobre los paraboloides de revolución (formados cuando se hace girar una parábola alrededor de su eje). Arquímedes demostró las posiciones en las que estos paraboloides flotarían en líquidos de diferentes densidades. Un ejemplo de la sutileza de sus proposiciones ofrece sólo una sospecha de la sutileza de su procedimiento matemático: «Dado un segmento regular de un paraboloide de revolución más ligero que un fluido. Si el segmento se coloca en el fluido de modo que su base esté totalmente sumergida, jamás descansará en tal posición que la base toque la superficie del fluido en un solo punto». En otras palabras, jamás flotaría como en el diagrama siguiente (y esto pudo demostrarlo).
De los cuerpos flotantes fue la obra de uno de los matemáticos más grandes de todos los tiempos en la cima de sus facultades, dirigida a la hermandad de los matemáticos de todos los tiempos. Los portentos afilan sus colmillos con tales obras; otros acaban en el dentista. Más digerible para el lego es el más popular de los tratados de Arquímedes, el arenario. Estaba dedicado al rey Gelón de Siracusa, que sucedió a su padre, el rey Herón II, en el 216 a. C. Es más que probable que Arquímedes hiciese alguna vez de tutor de Gelón. Parece haber tenido una idea clara de la capacidad intelectual de Gelón, que al parecer era desacostumbradamente apta para el hijo de un tirano. El arenario puede estar pensada para el profano, pero en modo alguno trata al lector con condescendencia. Al contrario, es una de las obras breves más imaginativas e inspiradoras jamás escritas sobre el número (es evidente que no es un campo sembrado en exceso de tales obras).
El arenario logra ser a la vez poético y rigurosamente matemático desde el mismo comienzo de su carta introductoria, que merece la pena citar con cierto detalle:
«Hay algunos, rey Gelón, que piensan que el número de granos de arena es infinito en número; por arena no me refiero sólo a la que hay por Siracusa y en el resto de Sicilia sino también a la que hay en todas las regiones, ya estén habitadas o deshabitadas. También hay quienes no la consideran infinita, pero piensan que nunca se ha nombrado una cifra lo suficientemente grande como para sobrepasar su multitud. Y está claro que aquéllos que sostienen este punto de vista, si imaginasen una masa hecha de arena, por lo demás tan grande como la masa de la Tierra, incluyendo en ella todos los mares y huecos de la tierra rellenos hasta una altura igual a la de las montañas más altas, estarían muchísimo menos dispuestos a reconocer que se pudiera decir un número que sobrepasase la multitud de la arena así considerada. Pero yo intentaré mostrarle mediante demostraciones geométricas que podrá seguir, que de los números mencionados por mí y dados en la obra que envié a Zeuxipo, algunos no sólo sobrepasan la masa de arena de igual magnitud que la Tierra rellenada del modo descrito, sino también la de una masa de magnitud igual a la del Universo».
En El arenario, Arquímedes se propuso superar los límites del sistema numérico griego. Por lo que nosotros podemos saber, éste era esencialmente un sistema decimal tomado de los egipcios. No se concebía el cero, y tenía un límite superior. El número más elevado era una miríada, que en notación moderna equivaldría a 10.000. (Los antiguos griegos, por supuesto, no lo habrían expresado de esta forma, con ceros). Arquímedes argumentó en perfecta lógica que si había nombres tradicionales para los números hasta llegar a la miríada, era también posible expresar números hasta llegar a la miríada de miríadas (100.000.000). A estos números los denominó números del primer orden. Después continúa:
«Supongamos que el número 100.000.000 sea la [primera unidad] del segundo orden, y dejemos que el segundo orden se componga de números que vayan desde esa unidad hasta (100.000.000)2.
Que ésta sea a su vez la (primera) unidad del tercer orden de números acabando en (100.000.000)3; y así sucesivamente hasta llegar al 100.000.000 orden de números terminando con (100.000.000)100.000.000, al que llamaremos P.»
Después Arquímedes procede de igual manera hasta llegar al número P100.000.000. Éste es tan grande que si fuera escrito por entero no habría suficiente espacio en el Universo para contenerlo.
Con esto Arquímedes estaba haciendo una afirmación revolucionaria. Estaba demostrando que las matemáticas eran más grandes que el Universo. Como había prometido en su carta introductoria, Arquímedes pasó a demostrar que las matemáticas podían incluso numerar los granos de arena necesarios para llenar el Universo, y que aún le sobraban números.
Probablemente fuera Arquímedes el primero en elaborar en detalle las matemáticas de grandes cifras. Desarrolló cálculos que mostraban que «el número de granos de arena que podían contenerse en una esfera del tamaño de nuestro "Universo" [es decir, lo que nosotros llamaríamos nuestro sistema solar] es inferior a 1000 unidades del séptimo orden de números». En otras palabras: 1051.
¿Y cómo llegamos nosotros a esta última cifra? Según Arquímedes, el segundo orden de números va de 100.000.000 a (100.000.000)2.
De modo que el séptimo orden de números tiene que ir desde el (100.000.000)6 al (100.000.000)7.
Pero el comienzo del séptimo orden: (100.000.000)6 = 1048.
Así que 1000 (103) unidades de 1048 = 103 × 1048 = 103 + 48 = 1051 (demostrando así que es posible para la mayoría de nosotros manejarnos con números macromatemáticos si nos ponemos a ello). A fin de realizar estos cálculos, Arquímedes partió de varios supuestos. Entre ellos: «El perímetro de la tierra en ningún caso será mayor a alrededor de 3.000.000 estadios». (Un estadio medía aproximadamente doscientos metros: según los cálculos modernos el Ecuador mide 64.000 estadios). «El diámetro de la Tierra es mayor que el diámetro de la Luna, y el diámetro del Sol es mayor que el diámetro de la Tierra». (A esas alturas la mayoría de los astrónomos antiguos habían llegado a esta conclusión). «El diámetro del Sol es de unas treinta veces el diámetro de la Luna y no mayor». (Algunos cálculos anteriores lo habían situado en veinte veces mayor en tamaño. En realidad es cuatrocientas veces mayor). Lo más notable no es tanto la relativa precisión de tales cifras, sino el mero hecho de que Arquímedes las empleara para hacer cálculos. En esta época la forma más avanzada de transporte terrestre era el carro, el único instrumento de observación el ojo humano, y los confines del mundo conocido se esfumaban en torno a los márgenes de la Europa noroccidental y las fronteras de la India. Esto nos da un indicio de hasta qué punto el saber teórico griego había dejado atrás a las aplicaciones prácticas del saber. Semejante discrepancia jamás ha vuelto a producirse en toda la historia del conocimiento humano, con la excepción del presente siglo.
En El arenario Arquímedes también esbozó el esquema heliocéntrico del Universo propuesto años atrás por Aristarco de Samos. Arquímedes sacó la acertada conclusión de que las ideas de Aristarco implicaban que «el Universo era muchas veces mayor de lo que hasta ahora se suponía». Lamentablemente, rechazó tales conclusiones. Quizá resulte indicativo señalar que el pensamiento desacostumbradamente confuso de Arquímedes en este punto contiene los dos defectos que habrían de afear gran parte del pensamiento científico griego. Argumenta de forma abstracta, sin referencia alguna a las observaciones, y también parece asumir las nociones aristotélicas de un Universo armonioso y teleológico.
Es difícil comprender cómo Arquímedes hizo cuadrar este último punto de vista con su revolucionaria comprensión de que el Universo entero podía ser contenido y descrito por las matemáticas. La concepción que Arquímedes tenía de esto era muy semejante a la nuestra, muy avanzada respecto de la mística pitagórica del «todo es número». Hacia el siglo III a. C. las matemáticas se habían convertido, en parte gracias a la contribución del propio Arquímedes, en un instrumento de una sutileza y una sofisticación muy por encima de las nociones aristotélicas de armonía y teleología. No obstante, en determinados terrenos vitales, predominaban los antiguos esquemas mentales. Ni siquiera Arquímedes había obtenido un éxito completo a la hora de prescindir de las viejas anteojeras. (Tan curiosa resaca no es algo singular entre las grandes mentes. Newton siguió creyendo en la alquimia durante toda su vida, y en fecha tan tardía como el siglo XIX, el filósofo alemán Hegel sostuvo que sólo podían existir siete planetas por las mismas razones místicas que Pitágoras).
Todas las obras de Arquímedes anteriormente mencionadas salvo De la formación de las esferas sobrevivieron de una forma u otra hasta la Edad Media, y hasta nuestros días. Se sabe que muchas otras desaparecieron, entre ellas su Método de los teoremas mecánicos, Las referencias medievales y antiguas a este tratado indican que era sin duda una de las obras principales de Arquímedes, quizá incluso la más importante.
En 1899, un estudioso griego que trabajaba en la biblioteca del monasterio del Santo Sepulcro de Jerusalén hizo referencia de pasada a un palimpsesto medieval. (Un palimpsesto es un rollo de pergamino en el que el escrito original se ha borrado y deja sitio a un segundo texto). El palimpsesto contenía un texto del siglo XIII con ritos y oraciones de la iglesia ortodoxa griega. Por debajo podía leerse aún con dificultad un texto previo que contenía símbolos matemáticos. Una referencia a este manuscrito llamó la atención del filólogo clásico danés J. L. Heiberg, uno de los más grandes historiadores de la matemática. Heiberg logró finalmente localizar el manuscrito en Constantinopla (Estambul) en 1906, lo que le permitió hacer varios descubrimientos sensacionales. El escrito original del palimpsesto contenía textos pertenecientes a la obra de Arquímedes que databan del siglo X. Entre ellos se encontraba su obra maestra, desde hacía mucho tiempo desaparecida, el Método de los teoremas mecánicos. Otros textos confirmaron que El Estomaquión, tanto tiempo descartado como obra de Arquímedes, incluso por el propio Heiberg, era después de todo obra suya.
El contenido del Método demostró ser no menos sensacional que su descubrimiento. Estaba oportunamente dirigido al más brillante colega de Arquímedes, Eratóstenes de Alejandría, y desvelaba nada menos que los secretos de su genialidad. Es la obra en que Arquímedes muestra cómo hizo sus descubrimientos, la forma en que su mente se abría camino hacia verdades matemáticas, mucho antes de que pudiera demostrarlas.
Antes del descubrimiento de este tratado, los matemáticos ya habían advertido la falta de este factor en las obras de Arquímedes. Todos sus teoremas estaban respaldados por demostraciones rigurosas, pero era evidente que no podía haber empleado estas demostraciones para descubrir las verdades que contenían. Sólo al leer el Método se aprecia que en gran medida Arquímedes dependía del método «mecánico» para llegar a muchos de sus descubrimientos. Utilizó este método antecesor del cálculo, que entrañaba manejar cantidades cada vez más pequeñas, para «agotar» espacios de los que no podía dar cuenta. Por ejemplo, al estrechar las franjas oblongas bajo una curva.
Como se ha mencionado antes, la gran innovación de este método «exhaustivo» era que hacía uso de la aproximación. Antes de esto, los matemáticos sólo habían pensado en términos de respuestas exactas. Un cálculo era acertado o erróneo. Este concepto de aproximarse cada vez más a la respuesta, o de estrechar los límites entre los cuales reside la respuesta, era completamente nuevo. Tanto era así, que no fue aceptada como demostración según los rigurosos patrones en los que insistían los griegos. Hasta el propio Arquímedes consideró este método «mecánico» sólo como «una estratagema heurística», es decir, útil para llegar a la verdad.
Pero Arquímedes era muy consciente de la importancia de su descubrimiento. Como explicó a Eratóstenes: «Considero necesario exponer este método por dos razones. En primer lugar, ya te lo he mencionado sin explicar en qué consiste, y no quiero que pienses que estaba presumiendo. Además, estoy convencido de que será sumamente valioso para la matemática. Mis contemporáneos y mis sucesores podrán emplearlo para descubrir nuevos teoremas que a mí no se me han ocurrido». Arquímedes no se equivocaba. De hecho, con el tiempo su profecía habría de cumplirse más allá de toda expectativa. El cálculo, desarrollado a partir de su método, ha sido descrito como «la herramienta matemática más útil jamás inventada para describirlos procesos del mundo real».
Otras obras «perdidas» de Arquímedes no han sido redescubiertas aún, y con casi toda certeza no lo serán jamás. Muchos creen que los originales de estas obras se convirtieron en humo cuando la Biblioteca de Alejandría ardió en el 47 a. C. Este singular desastre cultural habría de proyectar su larga sombra, jugando un papel nada despreciable en el retraso intelectual de la Edad Media. Es fácil pensar que de haber estado disponibles al principio del segundo milenio todas las obras de Arquímedes, podrían haber inclinado la balanza, por lo que el pensamiento medieval habría sido más riguroso en lugar de ritual.
Son diversas las fuentes que hacen referencia a las obras perdidas de Arquímedes, y van desde Ovidio a Lucrecio. Pero éstas rara vez dan más que alguna pista sobre su contenido. Resulta intrigante el tratado sobre catóptrica, que trata del reflejo y los espejos. Se dice que en él investigó la refracción (aproximadamente un milenio y medio antes de que a nadie se le ocurriera examinar científicamente este fenómeno). Según un contemporáneo, el geómetra alejandrino Papo, Arquímedes también escribió un tratado sobre poliedros semirregulares. Se trata de figuras tridimensionales convexas cuyas caras se componen de dos o más tipos de polígono regular, que son idénticos en sus vértices. (Se emplea un principio semejante para fabricar balones de fútbol). Un cubo truncado representa un ejemplo simple de poliedro semirregular.
Más complejo es un dodecaedro truncado: un sólido regular de doce lados con las esquinas cortadas.
En conjunto, Arquímedes investigó trece figuras de este tipo, que ahora se conocen con el nombre de poliedros de Arquímedes en su honor.
Varias fuentes hacen referencia a un desafío matemático que se supone Arquímedes envió a Eratóstenes, retando a los matemáticos de Alejandría para que lo resolvieran. Se trata del célebre «Problema del Ganado». El problema nos ha llegado en forma de poema que de ninguna manera pudo haber escrito Arquímedes, que en materia de poética era más bien manazas. Esto ha suscitado la duda acerca de si Arquímedes fue el inventor del problema, pese a que su sola complejidad habla en favor de tal supuesto.
El poema comienza con engañosa sencillez arcádica: «Helios, el dios del Sol llevó su rebaño de vacas y toros a la isla de Sicilia y los puso a pastar en las colinas».
Este ganado era de cuatro colores diferentes. Algunos eran blancos, algunos grises, otros marrones y otros moteados.
La cantidad de toros moteados era inferior a la cantidad de toros blancos en una proporción de 5/6 de la cantidad de toros grises.
Ésta era inferior a la cantidad de toros grises en 9/20 de la cantidad de toros marrones.
Ésta era inferior a la cantidad de toros marrones en 13/42 de la cantidad de toros blancos.
La cantidad de vacas blancas era de 7/12 del total de vacas grises y toros grises.
La cantidad de vacas grises era de 9/20 del total de vacas marrones y toros marrones.
La cantidad de vacas marrones era de 11/30 del total de vacas moteadas y toros moteados sumados.
La cantidad de vacas moteadas era de 13/42 del total de vacas blancas y toros blancos.
¿Cuántas vacas y cuántos toros de cada color había en el rebaño de Helios, el dios del Sol?
Sólo podemos hacer conjeturas acerca de la reacción de los sabios alejandrinos ante este desafío a su virilidad, o feminidad, matemáticas. (Aunque fueran pocas, se sabe que durante este período hubo algunas mujeres matemáticas. Quizá la más célebre fuera Agnodice, quien tuvo que disfrazarse con ropas de hombre para estudiar en Alejandría; Axiotea, por otra parte, adoptó dicha apariencia por propia voluntad cuando daba clase en la Academia de Platón. Se dice que otra erudita alejandrina, Ingenia de Cos, demostró que una demostración de su tutor, el gran geómetra Papo, era en realidad fraudulenta).
Pero volviendo a la cuestión de las reses, el Problema del Ganado de Arquímedes puede expresarse en fórmulas que requieren ocho incógnitas. Se trata de un problema de análisis indeterminado, lo cual significa que existe más de una serie de respuestas correctas. Sin embargo, los indicios apuntan a que incluso a Arquímedes esto le planteó dificultades. Puede que lograra desconcertar a sus rivales alejandrinos, pero también logró desconcertarse a sí mismo. Hasta la serie más baja de respuestas correctas requiere cifras de millones. Por ejemplo, la cantidad correcta más baja de toros blancos es 10.366.482 y la de vacas blancas 7.206.360. Las respuestas más bajas (y las únicas) de Arquímedes son alrededor de ochenta veces estas cifras y aún así no son del todo exactas. (¡Y esta vez no tenía la excusa de estar usando una forma primitiva de cálculo aproximativo!). De una u otra forma, este problema parece haber generado una cantidad comparable de la sustancia que el inmenso rebaño de toros de Helios debió depositar en gran abundancia por las colinas de Sicilia.
Parece ser que Arquímedes vivió la excéntrica vida normal de un matemático. Tranquilo, solitario, y discretamente chiflado, con sólo alguna espectacular incursión ocasional en la vida pública (correr desnudo por las calles gritando «¡Eureka»!, botar sin ayuda de nadie al precursor siracusano del Titanic, etc.). Pero al final de su vida parece que los acontecimientos de la vida real volvieron a superarle; y una vez más se vio obligado a ocupar, con renuencia, un lugar en la escena pública.
Durante las últimas décadas del siglo tercero a. C. el área mediterránea estaba sometida a una lucha de poder entre las dos superpotencias locales: Roma, que se expandía más allá de la Península Itálica, y Cartago, que se expandía más allá de las costas del Norte de África. En el 218 a. C. este conflicto volvió a estallar desembocando en la segunda guerra púnica, la ocasión en que Aníbal cruzó los Alpes con sus elefantes para atacar Roma. Sicilia era de vital interés estratégico para ambos contendientes, y en el 214 a. C. el general romano Marcelo sitió Siracusa.
Para entonces Arquímedes era un anciano septuagenario, una edad venerable en una época en la que la gente que alcanzaba la treintena podía considerarse afortunada. Pese a esto, le fue encomendada la defensa de Siracusa. Los muros de la ciudad llegaban hasta el borde del mar, pero seguían siendo vulnerables al ataque de la poderosa flota romana. Arquímedes supervisó personalmente las operaciones militares desde estos muros.
Haciendo pleno uso de su ingenio científico, construyó una máquina que lanzaba grandes piedras contra la flota enemiga. Debió de tratarse de algún tipo de catapulta. También construyó grúas que asomaban desde los muros y dejaban caer grandes rocas que reventaban la cubierta de los barcos romanos. Empleó un dispositivo similar para deslizarlo bajo la proa de los barcos y alzarlos fuera del agua.
El comandante romano Marcelo decidió tomar los muros por asalto. Ordenó que sus quinquerremes fueran atadas unas a otras y que sus mástiles fueran atados con correas a uno y otro lado de las sambucas (anchas escaleras que se deslizaban contra los muros). Entonces remaron a toda velocidad hacia los muros, con las cubiertas abarrotadas de soldados. Parece que Arquímedes tenía| esto previsto, y empleó alguna clase de dispositivo con garfios (de nuevo, probablemente con grúas) para retirar las sambucas de los muros antes de que a los soldados les diese tiempo a escalarlos.
Lo más ingenioso de todo era un aparato formado por multitud de pequeños espejos planos que podían enfocar los rayos de sol sobre los barcos romanos. Este aparato podía funcionar «a la distancia de un tiro de flecha» según Plutarco, «haciendo que el aire se volviese tan denso que se incendiaba y prendía fuego a los barcos». El relato de Plutarco suele descartarse por fantástico. Sin embargo, se dice que una «máquina arquímedea» sospechosamente similar fue empleada durante el sitio de Constantinopla, en el año 514 d. C. En 1774, el naturalista y constructor de máquinas estrafalarias francés, el Conde de Buffon, decidió poner a prueba estos testimonios. Construyó un plato cóncavo con 168 espejos. Descubrió que eran capaces de incendiar la madera a 50 metros de distancia, y que podían incluso fundir el plomo a una distancia menor.
Se dice que el comandante romano, Marcelo, quedó muy impresionado por las hazañas de su adversario científico. Tanto fue así que cuando la ciudad fue tomada por fin en el 212 a. C. ordenó que a Arquímedes se le perdonara la vida. La historia que sigue es casi tan conocida como el «incidente de ¡Eureka!», y de igual modo varía según la fuente. El relato más impresionante representa a Arquímedes profundamente inmerso en cálculos matemáticos mientras las tropas romanas saqueaban la ciudad. Pese a los disturbios que tenían lugar en las calles, continuó dibujando círculos en su bandeja de arena fina (el equivalente de entonces del ordenador personal). Arquímedes fue interrumpido por la sombra que vio proyectarse sobre sus dibujos. Levantó la vista y vio a un soldado romano. «Por favor, no interrumpas mis cálculos», dijo admonitoriamente al soldado. No parece que el soldado, cansado de la batalla, estuviera de humor para demostraciones matemáticas. Blandiendo su espada, ordenó a Arquímedes que le acompañara. Arquímedes se negó a partir hasta que no hubiese terminado sus cálculos. El exasperado soldado romano descargó un golpe con su espada que mató al obstinado anciano.
Esta escena está representada en un famoso mosaico desenterrado en Herculano, la ciudad que fue destruida junto a Pompeya por el Vesubio en el 79 d. C. Difícilmente puede considerarse el mosaico como testimonio de algún testigo presencial. (Los reporteros, incluso en tiempos de los romanos, no ilustraban sus informes con mosaicos). Pero sí sugiere que la legendaria historia de la muerte de Arquímedes puede haber estado basada en hechos reales.
Marcelo se sintió profundamente disgustado cuando oyó lo que le había sucedido al matemático de 79 años de edad, que era reconocido, incluso entonces, como la mente científica más brillante que había dado el mundo hasta la fecha. Como compensación, se dice que Marcelo confirió honores a la familia de Arquímedes, lo cual hace pensar que probablemente estuvo casado. Marcelo también ordenó que en la lápida de Arquímedes se grabase una esfera dentro de un cilindro, como había sido su deseo.
Este último detalle de la leyenda se corresponde con los hechos. Lo sabemos por los escritos de Cicerón, el orador y estadista romano. En el 75 a. C. Cicerón fue nombrado cuestor (pagador general) de Sicilia. En ellos describe cómo un día salió a investigar los muros de Siracusa, en busca del supuesto lugar de la tumba de Arquímedes. En sus propias palabras: «Finalmente descubrimos el cementerio. Estaba rodeado de espesos arbustos y cubierto de zarzas. Yo sabía lo que buscaba, pues había oído que en su tumba había escritos algunos versos. Recordé que éstos determinaban que una esfera y un cilindro habían sido inscritos sobre su tumba. Hay un gran número de tumbas en la Puerta Agrigentina, y tuve que buscar un largo rato. Entonces me fijé en una pequeña columna que asomaba por encima de los arbustos. Sobre ella apenas pude vislumbrar la inscripción de una esfera y un cilindro. Mandaron esclavos con guadañas, y cuando abrieron un camino entre la maleza nos acercamos a la columna. El verso grabado apenas podía descifrarse; sólo la mitad de las líneas resultaban legibles, pues la última mitad estaba muy desgastada».
Aparte del famoso mosaico, cuyo parecido es dudoso, el único retrato conocido de Arquímedes se halla en una moneda siciliana de alrededor de finales del siglo tercero a. C. Es imposible evaluar la semejanza de este retrato. Sin embargo, el retrato de la mente de Arquímedes que nos ha llegado a través de sus escritos es inconfundible. Sólo un genio matemático supremo pudo haber creado tales obras. Este retrato de Arquímedes sobrevivirá mientras existan las propias matemáticas.

Epílogo

En el momento de la muerte de Arquímedes, la Magna Grecia caía en manos del Imperio Romano. A mediados del siglo siguiente, Roma había dominado la propia Grecia, y la gran era de la cultura griega antigua llegó a su fin. El Imperio Romano consideraba el pensamiento griego como un mero ornamento. No cumplía ninguna finalidad práctica. El genio romano se manifestaba en la ingeniería, el ordenamiento civil y el militarismo. Su contribución a la matemática sigue siendo una laguna. El único romano que jugó un papel en la historia de las matemáticas fue el soldado que mató a Arquímedes.
La influencia de Arquímedes en las generaciones siguientes fue mínima. Sencillamente se pasó por alto la enormidad de sus logros. Aunque sus fórmulas, como por ejemplo las del área de la superficie y el volumen de la esfera, se convirtieron en parte del canon matemático establecido. Igualmente también se adoptó su aproximación fácilmente inteligible de pi como 22/7 que se aproximaba tres décimas al valor correcto, más que suficiente para los romanos. Aunque Arquímedes había esperado que su «método mecánico» (que implicaba operaciones exhaustivas, límites y demás) conduciría a nuevos descubrimientos matemáticos. No sería así. Sólo cuando las obras de Arquímedes se tradujeron al árabe durante el siglo VIII sus esperanzas empezaron a hacerse realidad. Mientras que Europa languidecía en las tinieblas, fueron los árabes quienes hicieron arrancar de nuevo a las matemáticas, que habían permanecido en hibernación durante un milenio.
Así fue como las obras de Arquímedes sobrevivieron de una u otra forma durante la Edad Media y posteriormente. Sus ideas prácticas no parecían contradecir la ortodoxia aristotélica, con lo cual eran aceptables para la mentalidad medieval. ¿Pero qué uso dio a las obras de Arquímedes la mentalidad medieval? Casi ninguno, se diría. En Europa las matemáticas siguieron adormecidas. ¿O no? Cierto número de estudiosos sigue convencido de que en algún lugar de Europa alguien tuvo que estimar las obras de Arquímedes por su valor real, y haberse sentido inspirado para continuarlas. Las matemáticas no requieren tradición social alguna, pueden ser practicadas con la misma facilidad por un monje solitario en una apartada comunidad isleña que por un estudioso en una universidad o un sabio cortesano. Lo único que habría hecho falta eran las obras de Arquímedes, y alguien con inteligencia suficiente para emplear su método. Un sólo genio sin ayuda podría fácilmente haber hecho avanzar las matemáticas él solo (y quizá hubiese podido transmitir sus obras, ahorrándole a la civilización siglos de estancamiento intelectual). Sin embargo, no se han hallado indicios de la existencia de ese genio perdido.
En general, las matemáticas siguieron siendo útiles sólo como herramienta práctica. La facultad humana para el pensamiento matemático abstracto siguió sin explorarse, salvo quizá para calcular la cantidad de ángeles que cabe en la cabeza de un alfiler. El impulso hacia la abstracción se vio desviado hacia la estéril especulación teológica. Esta situación apenas cambió hasta la llegada del Renacimiento. Hasta mediados del siglo XVI Arquímedes no inspiró a los grandes espíritus tales como Kepler y Galileo. Aún así, habría de pasar un siglo hasta que Newton hiciera progresos respecto del método de Arquímedes y crease el cálculo. Cuando le preguntaron cómo había realizado sus grandes descubrimientos, la célebre respuesta de Newton fue: «Si yo he visto más lejos sólo ha sido porque me aupé a los hombros de gigantes». Pero tanta modestia era sólo aparente. Newton era plenamente consciente de ser un gigante, incluso entre gigantes. Y el único gigante al que reconocía como su igual era Arquímedes.