Atrapados en el hielo - Caroline Alexander

Atrapados en el hielo

Caroline Alexander

La legendaria expedición a la Antártida de Shackleton, con las impactantes fotografías de Frank Hurley

Para la SEÑORA CHIPPY, pionera del camino

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Blackborow con la señora Chippy

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Sir Ernest Shackleton

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Frank Hurley. El capaz y animoso fotógrafo de la expedición posa para una fotografía de estudio con su capucha y su túnica impermeables de Burberry.

Capítulo I
La Edad Heroica

El capitán del buque, Frank Worsley, siempre recordaría vívidamente aquel día. Corría el mes de julio, a mediados del invierno en la Antártida, y hacía ya semanas que les envolvía la larga noche polar. Alrededor del barco, en todas direcciones hasta el horizonte, estaba el mar de hielo, blanco y misterioso bajo las claras y brillantes estrellas. De vez en cuando el alarido del viento afuera interrumpía las conversaciones. Lejos, en la distancia, el hielo gruñía, y Worsley y sus dos compañeros escuchaban su voz, que se les acercaba a través de las heladas millas marinas. A veces, el pequeño barco se estremecía y gruñía, en respuesta al viento, con sus maderas ensambladas tensas por la presión de millones de toneladas de hielo, a las que alguna lejana perturbación ponía en movimiento, y que al llegar hasta él presionaban su resistente costillaje. Uno de los tres hombres habló:

—Está casi en las últimas. El barco no puede aguantar más, capitán. Más vale que se resigne a aceptar que es sólo cuestión de tiempo. Puede que sean unos meses o sólo unas semanas o hasta unos días, pero lo que el hielo agarra, lo guarda.

Año 1915. Quien hablaba era Sir Ernest Shackleton, uno de los exploradores polares más famosos de la época, y sus compañeros eran Frank Wild, su segundo, y el capitán Worsley. Su buque Endurance se hallaba atrapado a los 74 grados de latitud sur, en las aguas heladas del mar de Weddell, en el Antártico. Shackleton se hallaba comprometido en una ambiciosa misión: había viajado, con sus hombres, hacia el sur para alcanzar una de las escasas metas que quedaban en el mundo de las exploraciones: la travesía a pie del continente antártico.

Desde diciembre de 1914, el Endurance había hecho frente a condiciones excepcionalmente duras del hielo, recorriendo más de mil seiscientos kilómetros desde las remotas estaciones balleneras de la isla San Pedro, a las puertas del Círculo Polar Antártico A unos ciento sesenta kilómetros de su meta, el hielo, cuyo estado había cambiado, detuvo el buque. Un duro vendaval del nordeste, que soplaba desde hacía seis días, presionaba el banco de hielo en que se hallaba atrapado el barco. Días después, la temperatura cayó a doce grados por debajo del punto de congelación, lo que tuvo como consecuencia que las placas de hielo quedaran solidificadas para todo el invierno. Entretanto, la lenta e implacable deriva hacia el noroeste del mar de Weddell arrastraba al impotente Endurance, prisionero de las placas, cada vez más lejos de la tierra que había estado tan cerca de alcanzar.

Cuando Shackleton emprendió su Expedición Imperial Transantártica era ya un héroe nacional, protagonista de dos expediciones polares, una de las cuales le había llevado hasta ciento sesenta kilómetros del Polo Sur, el punto más meridional al que hubiese llegado hasta entonces un ser humano. Aunque, pese al heroísmo de estos intentos anteriores, en ninguno de ellos había conseguido lo que se propusiera. Cuando Shackleton volvió al sur, en 1914, otros habían alcanzado la meta del Polo Sur, razón por la cual se fijó otro objetivo: la travesía del continente antártico, desde el mar de Weddell hasta el mar de Ross. Los preparativos para la expedición del Endurancefueron abrumadores. Obtener fondos para hacerla realidad no fue el menor de ellos. Shackleton contaba ya cuarenta años y había puesto toda su experiencia de explorador y de organizador al servicio de esta ambiciosa empresa. Shackleton todavía no lo sabía, pero la travesía de la Antártida sería otra expedición sin éxito. Sin embargo, iba a ser sobre todo gracias a esta expedición fracasada del Endurancepor lo que sería recordado.

La exploración del Antártico, a comienzos del siglo XX, no se parecía a ninguna otra exploración en cualquier otro punto de la Tierra. No había feroces animales ni indígenas salvajes que cerraran el paso al explorador. El obstáculo esencial era puro y simple: vientos de hasta más de trescientos kilómetros por hora y temperaturas de hasta cincuenta grados centígrados bajo cero. La lucha se establecía entre el hombre y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia. La Antártida era también un lugar excepcional por el hecho de que fue auténticamente descubierta por sus exploradores. Nunca vivieron allí pueblos indígenas y quienes pisaban ese continente podían proclamar con razón que eran los primeros de la especie humana que proyectaban en él su sombra.

Iniciada en 1914 y terminada en 1917, es decir, durante casi toda la primera guerra mundial, la expedición del Endurance fue, según se dice a menudo, la última de la Edad Heroica de las exploraciones polares. Se comprende mejor el significado y la importancia de la travesía transantártica propuesta por Shackleton si se tiene en cuenta el contexto de pruebas de heroísmo —y también de egotismo— que se dieron antes de ella. En realidad, la grandeza de Shackleton como jefe del Endurance debe mucho a los sufrimientos casi demenciales de sus anteriores experiencias antárticas.

La «Edad Heroica» comenzó cuando el navío Discovery, al mando del capitán Robert Falcon Scott, partió hacia el estrecho McMurdo, en la Antártida, en agosto de 1901. A pesar de que se hablaba de progresos científicos, el verdadero objetivo de esta primera expedición continental era, como lo fue de las que la siguieron, llegar al Polo Sur, que nadie había reclamado todavía y conseguirlo para Gran Bretaña. A Scott le acompañaron el doctor Edward Wilson, médico, zoólogo e íntimo amigo, y el teniente Ernest Shackleton, un oficial de la marina mercante de veintiocho años de edad que había viajado ya por África y Oriente. Los tres hombres emprendieron viaje el 2 de noviembre, con cinco trineos cargados y diecinueve perros. Se enfrentaban a un desafío excepcional, un duro viaje de ida y vuelta de más de dos mil quinientos kilómetros, siempre en trineo, a través de lugares enteramente desconocidos que no figuraban en los mapas.

De día, los tres hombres llevaban su carga con o sin la ayuda de los perros, arrastrándola en relevos que les hacían perder mucho tiempo. De noche, dividían meticulosamente sus escasas provisiones en tres partes iguales, y leían en voz alta a Darwin, antes de meterse en sus helados sacos de dormir. Pasaron hambre y padecieron escorbuto. Los perros enfermaban y se caían, hasta que los mataban para alimentar a los supervivientes. Scott y sus dos compañeros llegaron hasta los 82° 17' sur, a casi mil doscientos kilómetros del Polo, antes de aceptar por fin que su situación era desesperada y decidir retroceder. Para entonces, Shackleton escupía sangre, abatido por el escorbuto, y a veces había que llevarlo en el trineo. El 3 de febrero de 1903, tres meses después de haber emprendido el viaje, llegaron de regreso a su barco. La última etapa de esta terrible caminata había sido una carrera contra la muerte. Habían recorrido mil quinientos treinta y seis kilómetros en noventa y cuatro días.

Esta primera incursión antártica estableció el modelo de heroicos sufrimientos que caracterizaría las siguientes expediciones británicas. Sin embargo, aun el más superficial examen de los diarios de los participantes indica que estos sufrimientos eran innecesarios. Menos de tres semanas después de comenzar la expedición, Wilson anotaba: «Los perros se cansan mucho y son muy lentos» (19 de noviembre); «Los perros complican mucho las cosas hoy, y guiarlos resulta una tarea de lo más exasperante» (21 de noviembre); «Los perros, muy fatigados y muy retrasados; guiarlos se ha vuelto una tarea perfectamente atroz» (24 de noviembre). Se puede seguir día a día la espiral descendente de estos desgraciados y exhaustos animales. Resulta penoso leerlo.

El diario del propio Scott da más señales de alarma: «En conjunto, nuestros esquís han sido de poca ayuda... a los perros, que se han convertido en un estorbo, tuvimos que atarlos a los trineos» (6 de enero de 1903). El día siguiente anotó: «Sacamos a los animales de las tiraderas y arrastramos los trineos nosotros mismos durante siete horas, recorriendo dieciséis kilómetros, y los perros caminaron regularmente al lado de los trineos.» Esto nos da una imagen asombrosamente absurda: tres hombres caminando sobre la nieve antártica a cosa de un kilómetro y medio por hora, con los esquís atados a los trineos y acompañados por una jauría de perros. Scott y sus compañeros no se habían tomado el tiempo de aprender bien a esquiar ni sabían cómo guiar a los perros. Sus prodigiosas dificultades eran, pues, consecuencia de su casi inconcebible incompetencia y no de la necesidad. Y los hombres pasaban hambre no porque algún desastre imprevisto hubiese destruido sus raciones sino porque no habían calculado debidamente las raciones de alimentos necesarias. Shackleton, el más corpulento, sufrió más simplemente porque su cuerpo exigía más carburante que el de los otros.

Además, se pelearon. Scott y Shackleton no podían ser, temperamentalmente, más distintos, y de hecho apenas se hablaban. Como producto de la Armada, Scott estableció un orden rígido basado en el rango y las reglas; en medio del Antártico consideró necesario poner grilletes a un hombre por su desobediencia. Shackleton, un anglo-irlandés de la marina mercante, era carismático y se mezclaba fácilmente lo mismo con la oficialidad que con la tripulación. Le habían escogido por su fuerza física para acompañar a Scott. Los largos días de blanco silencio, el implacable tedio, el constante esfuerzo, la abrumadora cercanía de unos a otros, eran factores que debieron de hacer trizas los nervios de los tres hombres. Al parecer, Wilson tuvo que actuar como mediador y pacificador en más de una ocasión. Años más tarde, el segundo de Scott contó que un día, después del desayuno, Scott gritó a los otros dos: «Venid, cabrones.» Wilson preguntó si se dirigía a él, y Scott contestó que no. «Entonces será a mí», dijo Shackleton. «Sí, usted es el cabrón mayor de todos, y cada vez que se atreva a hablarme así me las pagará.» Es una situación irreal, una escena de teatro del absurdo, con tres hombres solos en los confines de la Tierra insultándose.

A su regreso en el Discovery, Scott mandó a Shackleton, enfermo, a Inglaterra. Aunque molesto por su prematuro regreso a la patria, Shackleton fue recibido como un héroe que había penetrado más hacia el sur que cualquier otra persona, y como la única autoridad disponible sobre la expedición, recibió más atención de la que habría recibido en otras circunstancias. Debió de darse cuenta de que este reconocimiento le sería de gran valor si algún día decidía organizar su propia expedición. En todo caso, nunca más volvería a someterse a las órdenes de otro hombre.

Hijo de un médico, Shackleton pertenecía a la clase media acomodada. Nacido en el condado irlandés de Kildare, de niño vivió por poco tiempo en Dublín antes de que sus padres se trasladaran con su familia y para siempre a Inglaterra. Era el mayor de dos hijos y sus ocho hermanas lo mimaban. Se educó en la escuela privada Dulwich, un establecimiento de clase media muy renombrado, antes de entrar, a los dieciséis años, en la marina mercante británica. Cuando se presentó voluntario para la expedición al Polo Sur del capitán Scott, ya había llegado a tercer oficial en una prestigiosa línea mercante. Simpático y apuesto, con expresión soñadora, era un hombre de ambiciones románticas, y, ya maduro, se dejaría deslumbrar por muchos planes frustrados para hacer fortuna. La exploración polar atrajo tanto su naturaleza poética como su impaciente aspiración a ganarse una distinguida posición en un mundo de profundas divisiones de clase. La expedición del Discovery le abrió la puerta de una vida más brillante y agradable para él, que le permitiría salir de la clase media.

En 1904, se casó con su paciente novia, Emily Dormán, hija de un acaudalado abogado y que disponía de medios de vida independientes. Ahora, más que nunca, Shackleton quería hacerse un nombre. Tras fracasar en el periodismo, los negocios y hasta la política, avanzó hacia su destino definitivo. A comienzos de 1907 consiguió algo de dinero para una nueva expedición al Polo Sur. En agosto de ese año, tras menos de siete meses de frenéticos preparativos, su buque Nimrod se hizo a la vela hacia el sur.

Había aprendido mucho con la expedición del Discovery, pero no todo lo que iba a necesitar saber. El Nimrodpartió con diez caballos manchúes y sólo nueve perros, pese a que para entonces las expediciones por el Ártico habían demostrado que los perros constituían el único medio sensato de transporte polar. Además, había avanzado poco en el aprendizaje del arte de esquiar y gran parte de su equipo montañero iba a resultarle inadecuado.

Pese a estos fallos, el 19 de octubre de 1908 salió de su base del cabo Royds, en la Gran Barrera de Hielo, para su segundo viaje al sur. Iban con él tres compañeros y cuatro caballos. Se inició una vez más el arrastre a mano, con los consiguientes sufrimientos. Los caballos resbalaban y caían, a veces hundiéndose hasta el vientre en la nieve. Acabaron matándolos y comiéndoselos. A principios de diciembre, Shackleton y sus tres compañeros —Frank Wild, el doctor Eric Marshall y el teniente Jameson Adams— habían llegado a la lengua de un descomunal glaciar hasta entonces desconocido que descendía de una cordillera de montañas en que se apoyaba la Gran Barrera de Hielo. Shackleton lo llamó el glaciar de Beardmore, por el nombre de uno de los patrocinadores de la expedición. Fue la entrada, para la expedición, desde la plataforma de hielo sobre la que habían viajado hasta entonces a la meseta continental situada detrás de las montañas. Resultó un paso terrible y deslumbrante. Sin espolones para andar sobre el hielo, los cuatro hombres, acompañados por Socks, el único caballo que les quedaba, ya sin herraduras, se abrieron paso por la peligrosa lengua de hielo. El tercer día, el caballo cayó por una hendidura en el hielo y murió. Pese al hambre y a los pies y manos helados, cegados por la blancura de la nieve, avanzaron más allá del Beardmore hasta los 88° 23' sur, a unos ciento sesenta kilómetros del Polo. Shackleton pasó revista con realismo a su reserva de provisiones y al estado físico de los tres y adoptó la amarga decisión de regresar mientras todavía existían posibilidades de sobrevivir. Cerca del final del recorrido, con Adams muy enfermo, Shackleton y Frank Wild descartaron todo el equipo del que podían prescindir, con el fin de ayudar a su compañero acelerando la marcha. Caminaron treinta y seis horas sin apenas descansar, para acabar encontrando desierta la base que tan desesperadamente buscaban. Poco después los descubrieron cuando el Nimrod regresó con un grupo dispuesto a pasar el invierno allí para buscar sus cadáveres.

Shackleton había rebasado en más de quinientos kilómetros el avance de Scott hacia el sur. Aunque él y sus compañeros sufrieron mucho, lograron sobrevivir, gracias en gran parte a la carne fresca de los caballos, eludieron el escorbuto. De vuelta en Inglaterra, Shackleton se convirtió en un héroe nacional y recibió el título de Sir. Aunque hizo planes para otra expedición, esta vez con el fin de explorar la tierra al oeste del cabo Adare, en el mar de Ross, perdió mucho tiempo tratando de pagar las deudas del Nimrod. Durante los dos años siguientes, dio conferencias, dictó un libro, que se vendió muy bien, titulado El corazón de la Antártida, acerca de su más lejano sur, y hasta convirtió el Nimrod en un museo para visitar en el cual había que pagar entrada. Entretanto, otros hacían sus propios planes. Acompañado por las plegarias y los buenos deseos de la nación, Scott se proponía de nuevo llegar al Polo Sur. Shackleton, embrollado en sus obligaciones financieras, tenía que contentarse con leer todo esto en los periódicos y esperar.

El último viaje de Scott fue toda una epopeya. En octubre de 1910, se supo que el explorador noruego Roald Amundsen se había desviado de un proyectado viaje al Ártico y se dirigía al sur, decidido a llegar al Polo antes que los británicos. Había comenzado la carrera. Ambas expediciones emprendieron la marcha en octubre de 1911, la de Scott desde cabo Evans, cerca de su vieja base, y la de Amundsen desde la bahía de Whales, a una cierta distancia al este de la otra. El grupo de Scott se demoró debido a una asombrosa variedad de medios de transporte, como los caballos, que eran inútiles —como ya había demostrado Shackleton—, trineos de motor que no funcionaban y perros que nadie sabía guiar; avanzó lentamente hacia el sur siguiendo la ruta de Shackleton, representando el ya tradicional drama de hambre y sufrimientos. Amundsen y sus cuatro compañeros, con esquís y un grupo de cincuenta y dos perros bien entrenados, consiguió progresar a un promedio de veinticinco a treinta y cinco kilómetros por día, en comparación con los difíciles quince a veinte de Scott. En su viaje de regreso, los noruegos hicieron hasta casi cincuenta kilómetros diarios.

«No puedo entender lo que quieren decir los ingleses cuando afirman que los perros no sirven aquí», reflexionaba Amundsen en su diario. El 16 de enero de 1912, Scott y su debilitado grupo llegaron dando traspiés a los 90° sur, donde descubrieron, entrecruzadas en la nieve, las huellas de la expedición de Amundsen.

«Ha sucedido lo peor... —confió Scott a su diario—. Se han desvanecido todos los sueños.» Al día siguiente, el desanimado grupo continuó hacia el polo, plantó su bandera, tomó notas y fotos y se dispuso a regresar.

« ¡Santo Dios, esto es un lugar espantoso! —Escribió Scott—, Y ahora volver a casa, haciendo un esfuerzo desesperado... Me pregunto si lo conseguiremos.»

No pudieron. Los cinco hombres del grupo de Scott estaban destinados a morir en el hielo. El final llegó con una furiosa ventisca de nieve que obligó al grupo, ya reducido a tres, a guarecerse en su única tienda, a sólo diecisiete kilómetros al sur de un depósito vital de abastecimientos. Scott mostró entonces su verdadera grandeza, no para dirigir expediciones, sino para expresarse.

«Moriremos como caballeros —escribió al tesorero de la expedición, que estaba en Inglaterra—. Espero que esto demostrará que la capacidad de sacar fuerzas de flaqueza y de sufrir no ha desaparecido de nuestra raza.» Su Mensaje al Público es una letanía de excusas conmovedoramente ofrecidas: fracaso del transporte a caballo, el mal tiempo, la nieve, el «hielo terriblemente duro», «una escasez de carburante en nuestros depósitos que no me explico», y la enfermedad del valeroso compañero Titus Oates. Sólo un lector muy cínico no se conmovería ante estas palabras finales escritas en la pequeña tienda de campaña bajo la furiosa noche blanca.

«Si hubiésemos vivido, podría contar una historia de penalidades, resistencia y valor de mis compañeros, que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas apresuradas notas y nuestros cadáveres contarán la historia...»

«Es una lástima —anotó en la última línea de su diario, el 19 de marzo—, pero no creo que pueda escribir más.»

Las últimas palabras de Scott tardarían casi un año en llegar al mundo exterior. Cuando lo hicieron, en febrero de 1913, sumieron en un profundo dolor a todo el Imperio. «Con la única excepción de la muerte de Nelson en su hora de victoria, no ha habido nada tan dramático», escribió un periodista. La tragedia de Scott se conmemoró en la prensa y en el púlpito. El público no sólo olvidó los errores fatales, contumaces, de la expedición, sino que parecieron desvanecerse. Nació un mito, que sería propagado, más tarde, por la publicación de los diarios de Scott, sutilmente revisados por Sir James Barrie, que, como autor de Peter Pan, era un maestro de la prosa sentimental.

Éste era, pues, el telón de fondo de los esfuerzos de Shackleton para organizar su Expedición Imperial Transantártica. Iniciada un año después de la noticia de la muerte de Scott, la expedición del Endurance fue percibida de modo ambivalente, ya como un emocionante acontecimiento nacional, ya como un anticlímax. En la imaginación del público, la Antártida era el escenario propio para aventuras heroicas, pero parecía impensable que cualquier éxito futuro pudiera sobrepasar el glorioso fracaso de Scott.

Los objetivos de Shackleton, expuestos en el folleto sobre su expedición, eran impresionantes: «Desde el punto de vista sentimental es el último gran viaje polar que pueda hacerse. Será un viaje más importante que ir al Polo y regresar, y creo que le corresponde a la nación británica llevarlo a cabo, pues nos han derrotado en la conquista del Polo Norte y en la conquista del Polo Sur. Queda el viaje más largo e impresionante de todos, la travesía del continente.»

Por fin, Shackleton consiguió reunir a duras penas los fondos para la gran empresa. Sus patrocinadores principales fueron el gobierno británico y Sir James Key Caird, un rico escocés fabricante de yute que aportó la magnífica suma de veinticuatro mil libras. Entre otros patrocinadores destacados figuraban la señorita Janet Stancomb-Wills, hija de un magnate del tabaco, y Dudley Docker, de la Compañía de Armas de Fuego Pequeñas, de Birmingham. Donativos menores vinieron de la Real Sociedad Geográfica y de algunas personas, así como los de las escuelas privadas (las public schools) de toda Inglaterra, que sufragaron el coste de los perros de trineo.

Otra fuente de financiación la proporcionó la venta por adelantado de «todos los derechos de noticias e imagen» de la expedición. La Antártida era el primer continente descubierto por la cámara fotográfica. Ya en la primera expedición de Scott, en 1902, la fotografía había captado el lento avance por la vasta e inviolada blancura. Estas fotografías no tenían sólo valor histórico y geográfico, sino que resultaron muy populares. Herbert Pointing hizo un tributo a la última expedición de Scott con su película 90º Sur, todavía favorita del público cuando Shackleton inició su viaje. Dándose cuenta de esto, Shackleton formó el Trans Antartic Film Syndicate Ltd. para explotar los derechos de películas sobre la expedición, aparte de los derechos de noticias vendidos al Daily Chronicle.

Shackleton compró un buque en el famoso astillero noruego Framnaes, que desde hacía tiempo proporcionaba barcos para viajes a los polos. Era una goleta con tres palos, de madera y trescientas toneladas, bautizada Polaris, y que nunca había navegado. De cuarenta y ocho metros de eslora, estaba construido con planchas de roble y de pino noruego de hasta ochenta centímetros de espesor, recubiertas de ocote, una madera tan dura que no podía trabajarse con las herramientas corrientes. Cada detalle de su construcción había sido cuidadoso, casi amorosamente, planeado para asegurar su máxima resistencia. Parecía, por tanto, ideal para resistir el hielo. Shackleton le dio un nuevo nombre, Endurance, pensando en el lema de su familia: Fortitudine Vincimus, «vencemos gracias a la resistencia».

De hecho, se necesitaban dos buques. Shackleton se proponía iniciar su viaje por tierra en el mar de Weddell, pero quería disponer de un barco de auxilio que anclara en su anterior base del cabo Royds, en el mar de Ross. Desde allí, un grupo de seis hombres avanzaría tierra adentro, estableciendo depósitos de abastecimientos para cuando la expedición llegara desde el otro extremo del continente. Para esta tarea se compró el Aurora, un barco para la caza de focas construido en 1876, que había servido a su colega el gran explorador australiano Douglas Mawson.

En agosto, todo parecía a punto. Aunque la prensa británica había mostrado mucho interés por la anterior expedición polar de Shackleton, la salida del Endurance desde los muelles de Londres el 1 de agosto de 1914 quedó eclipsada por una noticia más importante: Alemania había declarado la guerra a Rusia y la guerra en Europa era inminente.

El buque se encontraba todavía en aguas británicas, rumbo a Plymouth desde Londres, cuando el lunes, 4 de agosto, se dio la orden de movilización general. Tras consultar con la tripulación, Shackleton puso el Endurance y su grupo a disposición del gobierno, pues creía «que entre nosotros había bastantes hombres entrenados y con experiencia para tripular un destructor». En secreto, debió de contener la respiración ante la perspectiva de que, después de tantos planes y preparativos, todo se frustrara antes de empezar. Pero la respuesta telegráfica del Almirantazgo contenía solamente una palabra: «Prosiga.» Siguió un extenso cablegrama de Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo, en el cual decía que las autoridades deseaban que tuviera lugar la expedición. El 8 de agosto, el Endurance se hizo a la vela en Plymouth y por fin emprendió el viaje.

Con el ejemplo del éxito del eficaz Amundsen en mente, Shackleton había hecho lo que para un británico eran enormes preparativos. Logró que pusieran a sus órdenes un joven oficial de la Real Infantería de Marina que, si bien oficialmente era el experto en motores, se mostraba lo bastante hábil en el arte de esquiar para instruir a todo el grupo. El Illustrated London News publicó una foto de Shackleton en Noruega, probando concienzudamente sus nuevas tiendas semiesféricas. Consultó con nutricionistas profesionales acerca de las raciones necesarias para expediciones en trineo y, aceptando el firme consejo de los noruegos, contrató la entrega de sesenta y nueve perros de trineo en Buenos Aires, donde el Endurance los recogería en su ruta hacia el sur. Según su segundo, figuraban entre ellos «una mezcla de perros lobos y de casi todas las clases de perros grandes, mastines, gran daneses, pastores, sabuesos, terranovas, perdigueros, airedales ingleses, jabalineros, etc.».

Pese a todo, el grupo no estaba tan preparado como Shackleton parecía creer. Tenía los perros, pero su único entrenador con experiencia, un canadiense, abandonó en el último momento, cuando Shackleton se negó a pagar el cuantioso depósito que le pedía. No llevaba píldoras contra las lombrices, que, como se vería, los perros necesitaron desesperadamente. Los planes para la travesía continental preveían un avance promedio, esquiando, de unos veinticuatro kilómetros al día, mientras que el promedio hecho por Amundsen había sido de veinticinco, y sólo uno de los hombres de Shackleton dejó Inglaterra sabiendo esquiar.

Pero la expedición contaba con un activo intangible, procedente de los anteriores intentos de Shackleton. En 1909, había llegado a los 88° sur, a menos de ciento sesenta kilómetros del Polo y había vuelto la espalda a una gloria segura para guiar a sus hombres en el largo regreso a la patria. Tras recorrer tan duros kilómetros, era desgarrador dejar la victoria a otro, y, para colmo, un rival. Pero Shackleton resistió la tentación de convencerse a sí mismo de que se podían cubrir esos kilómetros que faltaban o de que valían más que la vida misma. De haber estado más obsesionado por la gloria o de haber sido menos dueño de sí mismo, no cabe duda de que Ernest Shackleton hubiese sido el primer hombre en llegar al Polo Sur, y él y sus confiados hombres hubiesen muerto en algún lugar cercano a aquel en que Scott y su grupo perecieron dentro de su pequeña tienda de campaña. La decisión de Shackleton de regresar fue más que un excepcional acto de valor, pues ponía de relieve el terco optimismo que era la piedra angular de su carácter: la vida siempre ofrecía nuevas oportunidades.

«Cabe imaginar que si hubiese sido Shackleton quien perdiera ante Amundsen en el Polo, habría salido al encuentro de los noruegos, al regreso de éstos, y habrían hecho una gran fiesta todos juntos», me dijo una vez un renombrado historiador sobre el Polo. El abatimiento que cayó sobre Scott al perder ante Amundsen era algo desconocido para Shackleton. Diríase que le poseía una obsesión feroz pero muy flexible; una vez decidido a llegar al Polo, tensó todos sus nervios para lograrlo, pero cuando el desafío entrañó la supervivencia, no le perturbaron los demonios de las lamentaciones ni el miedo a que se le considerara un fracasado.

Ya al comienzo de su carrera se le consideraba como la clase de jefe que anteponía el bienestar de sus hombres a todo. Esto les inspiraba una confianza firme en sus decisiones, así como una tenaz lealtad. Durante el regreso de la latitud 88° sur, uno de los tres compañeros de Shackleton, Frank Wild, que no era uno de sus admiradores al comienzo de la expedición, registró en su diario un incidente que cambió para siempre su consideración. Tras una insuficiente comida de carne de caballo y penmican (una mezcla de carne y frutos secos), en la noche del 31 de enero de 1909, Shackleton le obligó a comer una de sus galletas, de las cuatro que constituían la ración diaria de cada hombre.

«Supongo que nadie en el mundo puede darse cuenta de cuánta simpatía y generosidad entrañaba esto», escribió Wild, que subrayó algunas de sus propias palabras: «Yo ME DOY CUENTA, por DIOS, y nunca lo olvidaré. Miles de libras no habrían podido comprar esa galleta.»

Cuando Shackleton se dirigió al sur en el Endurance, en agosto de 1914, Frank Wild era su segundo. Wild nunca olvidó aquel acto de generosidad y su firme lealtad resultó uno de los activos más valiosos de la expedición. Por muy deficiente que fuese la preparación de la Expedición Imperial Transantártica, algo era seguro: sus hombres tenían un jefe que había dado muestras de grandeza. Shackleton fracasó una vez más y no alcanzó los objetivos de su expedición; más todavía, estaba destinado a no volver a pisar el continente antártico Sin embargo, vivió con sus hombres y los guió en una de las mayores hazañas de supervivencia de los anales de la exploración.

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El doctor Macklin peina a Mooch y Splitlip.
Los sesenta y nueve perros de trineo que subieron a bordo en Buenos Aires precisaban cuidados constantes. Fueron puestos en cuarentena en Inglaterra, en el Hogar Hackbridge para perros perdidos.

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Owd Bob.
Los perros de trineo no eran huskies, sino un grupo mixto de perros grandes que habían demostrado en Canadá su adaptación al frío.
«De hecho, no hay uno solo que no sea hasta cierto punto, un perro callejero.»(Lees, diario)

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Soldier.
El jefe del equipo de perros de Wild.

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Frank Wild.
Según Macklin, el leal segundo jefe de Shackleton se mostraba «siempre calmado, sereno o sosegado; tanto si las cosas iban bien como si estaba en un aprieto, era siempre el mismo; pero cuando decía a un hombre que saltara, éste saltaba de inmediato»

Capítulo II
El Sur

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En la proa del Endurance, 9 de diciembre de 1914.
«Tiempo brumoso oculta la vista distante y a las cuatro y cuarto de la madrugada topamos de nuevo con la placa.» (Hurley, diario)

18 de agosto de 1914, el Endurance salió de Inglaterra. Navegó hacia el sur, pasando por Madeira, Montevideo y Buenos Aires, donde estuvieron cargando provisiones durante dos semanas y adaptaron la tripulación a sus necesidades. El propio Shackleton no se unió a la expedición hasta que ésta llegó a la ciudad de la Plata a mediados de octubre. No todo había sido fácil en esta primera etapa hacia el sur. Debido a la escasez de combustible, el Endurance quemó la madera que había de usarse para la cabaña antártica del físico especialista en magnetismo, y bajo las órdenes del temperamental capitán neozelandés Frank Worsley, la disciplina a bordo resultó notablemente laxa. El propio Worsley menciona altercados en Madeira y apunta con cierta fruición que «a Irving le hicieron un corte en la cabeza con una espada y a Barr le rompieron una gran maceta en la cara». Cabe resaltar que poco después de que Shackleton se uniera al barco, los nombres de Irving y Barr desaparecieron del registro del buque, así como el de otros dos tripulantes ya olvidados.

También se unió al Endurance, en Buenos Aires, unos días antes que Shackleton, James Francis Hurley, fotógrafo australiano de gran talento en el que tenía puestas todas las esperanzas la distribuidora de películas de Shackleton. Hurley nació para esta clase de aventuras. Independiente y tozudo desde niño, huyó de su casa a los trece años y encontró trabajo en la fundición local que a su vez le llevó a los astilleros de Sydney. De adolescente compró su primera cámara, una Kodak de quince chelines que pagó a razón de un chelín por semana. Su primer trabajo profesional fue hacer fotos para tarjetas postales, pero pronto consiguió cometidos más importantes.

El 26 de octubre, el Endurance, pintado de negro y cargado de provisiones frescas, así como con sesenta y nueve perros de trineo canadienses, puso vela hacia el Atlántico Sur. La tripulación no se sentía muy tranquila al saber que las fuertes lluvias en Buenos Aires indicaban que el hielo no se había quebrado en el mar de Weddell. Tampoco los fondos, tan escasos como de costumbre, contribuían a la paz mental de Shackleton. James Wordie, el geólogo de la expedición, le había prestado dinero para comprar el combustible y, aunque llevaban un radiotelégrafo, no pudieron comprar un equipo de transmisión. No obstante, el Endurance se dirigía por fin hacia la isla San Pedro, al este de las Malvinas, su última escala.

Como la mayoría de expediciones de esta clase, el barco llevaba una mezcla de oficiales y científicos, por una parte, y marineros, por la otra. En las suyas, Scott había segregado a los dos grupos al estilo naval, pero en la de Shackleton se prestaba poca atención a cuestiones de clase.

«¡Así que me encuentro con que tenemos que trabajar! —escribió el capitán de la marina Thomas Orde-Lees en su diario—. La tripulación no basta para las necesidades del barco y cuando navegamos y alguna vela precisa algún cambio, nosotros, los seis científicos, debemos tirar de las cuerdas... Tirar de las cuerdas hiere las manos y las cuerdas están sumamente sucias y alquitranadas, pero el ejercicio es bueno.»

Lees era el esquiador experto de Shackleton y se hacía cargo de los trineos de motor de aire que, como se vería, no iban a funcionar. Su diario, el más parlanchín e intolerante de todos los de los miembros de la expedición, es también el más informativo. Lees estudió en escuelas privadas de Malborough. A nadie le desagradaban más las tareas manuales y, sin embargo, hasta él comprendía su necesidad. «... siempre se puede uno bañar después, y supongo que, desde el punto de vista de la disciplina, es bueno para uno», aceptó. Y ni siquiera Shackleton sabía cuán vital resultaría esta disciplina para el bienestar de todos.

El Endurance llegó a San Pedro el 5 de noviembre, once días después de salir de Buenos Aires, envuelto en una neblina de ráfagas de nieve que ocultaban una costa irregular y escarpada. La reducida población de balleneros noruegos recibió calurosamente a los expedicionarios, que quedaron impresionados por el nivel de comodidad que sus anfitriones habían conseguido en esta isla tan remota. Disponían de luz eléctrica y agua caliente y en la casa de Fridthjof Jacobsen, el administrador de Grytviken, no sólo había calefacción sino que en sus miradores florecían geranios. Pero este encanto no lograba ocultar la nociva presencia de la industria ballenera: los puertos naturales estaban llenos de desechos grasientos, impregnados del hedor de esqueletos putrefactos de ballenas; además, las aguas de Grytviken estaban rojas.

Los balleneros les suministraron carbón y ropas, compradas a crédito, así como valiosa información. Nadie conocía mejor los mares por los que Shackleton pretendía navegar, y confirmaron los informes de Buenos Aires en el sentido de que aquel año el estado del hielo era extraordinariamente difícil y que las placas de hielo se extendían más al norte de lo que nadie recordaba. Aconsejaron a Shackleton que esperara hasta el verano austral, de modo que lo que iba a ser una corta escala se alargó un mes entero. Al parecer fue un mes agradable durante el cual los hombres se conocieron mejor entre sí y se familiarizaron con sus tareas. Rodeados del magnífico paisaje sub-antártico y de la fauna —elefantes marinos, pingüinos y otras clases de aves—, sintieron por fin que habían iniciado su aventura hacia el gran sur blanco. Los entrenadores llevaron a sus perros a una colina cercana y trataron de evitar que se atiborraran de desechos de ballena y escarbaran en el cementerio de los balleneros; los científicos pasearon por las colinas, observando la abundante fauna y «consiguiendo especímenes». Frank Hurley, ayudado por el capitán Worsley y el primer piloto Lionel Greenstreet, llevó su equipo fotográfico de casi veinte kilos a una cima, desde la que se veía el puerto de Grytviken, y conservó la imagen del Endurance anclado, insignificante al pie del majestuoso círculo de montañas. Lees quiso escalar los picos a solas, cosa característica en él; Shackleton se lo prohibió, como era de esperar. El carpintero se mantuvo ocupado construyendo una protección para el espacio abierto en cubierta mientras los marineros se quedaron en el barco.

Varios miembros de la expedición creían tener mucha experiencia en el Antártico. Alfred Cheetham, el tercer oficial, había navegado por el sur muchas más veces que los otros, a excepción de Frank Wild; primero en 1902, como contramaestre del Morning, el buque de relevo que fue a buscar y aprovisionar el Discovery de Scott; como tercer piloto en el Nimrod de Shackleton y en el Terra Nova de Scott. Nacido en Liverpool, Cheetham era bajo, enjuto y fuerte, alegre y servicial, dirigía las salomas tanto en el Nimrod como en el Endurance. Era un lobo de mar hasta la médula. Se cuenta que cuando Shackleton le pidió que formara parte de la tripulación del Nimrod, aceptó de inmediato y corrió a contar a la esposa de su amigo, Chippy Bilsby, carpintero en el Morning, que éste iba a ir al Antártico de nuevo. Una vez transmitido el mensaje, fue a la casa donde trabajaba Bilsby.

— ¡Eh, Chippy, chico, baja! —le gritó con su fuerte acento de Liverpool—. Vas a venir al Polo Sur conmigo.

—Tengo que hablar con mi esposa primero —replicó Bilsby.

—Ya me he encargado de ella, Chippy. Vamos —contestó Cheetham.

Por supuesto, también Frank Hurley había ido al sur. Contaba veintiséis años en 1911 cuando oyó que el doctor Douglas Mawson, el famoso explorador polar australiano, proyectaba un viaje al Antártico. Estaba resuelto a que le dieran el puesto de fotógrafo de la expedición y, como no tenía contactos que le recomendaran, abordó a Mawson en un compartimento privado de un tren, y le ofreció sus servicios durante el tiempo que durara la expedición. Tres días después, le informaron que había sido aceptado; de hecho, Mawson admiraba su iniciativa. El éxito de la película realizada sobre la expedición de Mawson, titulada Home of the Blizzard, había inspirado en parte la empresa de Shackleton Imperial Trans Antarctic Film Syndicate. A bordo del Endurance se le consideraba «duro como un clavo», capaz de soportar condiciones extremas y hacer lo que fuera para sacar la foto que deseaba. Aunque todos le admiraban desde el punto de vista profesional, no a todos les caía bien. Como había mejorado de posición social gracias a su talento y al trabajo duro, era muy consciente de sus habilidades superiores, susceptible a los halagos, y por esto lo consideraban «bastante ampuloso». Le apodaron el Príncipe.

George Marston, de rostro de querubín, estuvo con Shackleton en el Nimrod, se graduó en una escuela de arte de Londres y formaba parte del círculo de las dos hermanas de Shackleton, Helen y Kathleen, que le animaron a pedir el puesto de artista de la expedición. En la del Nimrod formó parte de tres viajes en trineo, uno de ellos con el propio Shackleton, que se había sentido impresionado por su capacidad física. Hijo de un fabricante de carros y nieto de un carpintero de barcos, Marston poseía, como Hurley, una maravillosa versatilidad, que habría de resultar muy útil.

Se sabe poco del marinero de primera Thomas McLeod, un escocés supersticioso que estuvo con Scott en el Terra Nova y con Shackleton en el Nimrod. Se había fugado de casa para hacerse a la mar a los catorce años, y a la sazón contaba con veintisiete años de experiencia marinera.

Tom Crean era un marinero irlandés, alto y huesudo, uno de los diez hijos de una familia de granjeros de una aldea remota del condado de Kerry. Escaló peldaños en la armada, después de alistarse en 1893, a los dieciséis años como grumete (se añadió dos en la solicitud). Hablaba irlandés e inglés y siempre lamentó no haber estudiado más allá de la primaria. Acaso más que el hecho en sí, lo que le impidió llegar más alto fue su susceptibilidad al respecto. En el Endurance era segundo oficial. No obstante, aunque no por rango, Crean era, según la expresión del propio Shackleton, «una baza». Navegó por el sur con Scott en las expediciones del Discovery y del Terra Nova y en esta última le otorgaron la medalla del príncipe Alberto por su valentía. Y fue uno de los once que en 1911 salieron rumbo al Polo Sur con Scott. Éste no asignaba tareas de antemano, de modo que nadie sabía si iba a ir al Polo o si iba a tener que regresar justo antes de la última etapa, después de haber cargado provisiones a lo largo de muchos y duros kilómetros. El 3 de enero de 1912 Scott dijo a Crean y a dos compañeros suyos, el teniente Teddy Evans y William Lashly, que debían regresar al día siguiente. Si bien habían repartido todas las provisiones y el material entre dos equipos de cuatro, en el último minuto Scott añadió un quinto hombre, Birdie Bowers, al equipo con el que iría al Polo. Esta decisión no sólo contribuyó al fracaso de su grupo, al suponer una boca más a la que alimentar, sino que también supuso un problema para el trío que regresaba, pues cargaban con provisiones y material para cuatro personas. Evans, que ya padecía escorbuto, sufrió un colapso y sus compañeros tuvieron que tirar de él hasta el agotamiento. Entonces Crean se dispuso a recorrer los cincuenta y seis kilómetros que los separaban de la ayuda más cercana, llevándose sólo tres galletas y dos chocolatinas.

«Bueno, señor, me sentía muy débil cuando llegué a la cabaña», escribió en una carta a un amigo. Era un hombre duro de roer. Ya antes, en esa misma expedición, después de una extenuante marcha a través del fragmentado mar de hielo, con los caballos, Crean y sus dos compañeros habían preparado la cena y confundieron curry por cacao. «Crean — recordaría su compañero de tienda— se lo bebió todo antes de darse cuenta de la equivocación.» Mas, por muy duro que fuese, se desmoronó y rompió a llorar cuando a los 87° de latitud sur, a apenas doscientos cuarenta kilómetros de su objetivo, Scott les informó, a él y a sus compañeros, que no tendrían el honor de continuar hasta el Polo.

Varios marineros del Endurance habían faenado en bous o buques de arrastre en el mar del Norte, una de las más brutales ocupaciones. Existen pocos indicios de que fuesen simpáticos, y uno de ellos, John Vincent, antes marinero en la armada real y que había faenado en la costa de Islandia, resultaría un auténtico incordio, un peleón; William Stephenson, uno de los dos fogoneros, había sido miembro de la real infantería de marina y criado de un oficial; Ernest Holmes, el más joven de los marineros, venía del Yorkshire y, al menos según Lees, era «el más fiel a la expedición». Cuatro marineros resultaban especialmente simpáticos: Timothy McCarthy, un joven irlandés, conocido por su exuberante buen humor y sus ingeniosas respuestas. Walter How, londinense, llevaba apenas tres semanas en casa después de un viaje cuando solicitó un puesto en la Expedición Imperial Transantártica; su reciente experiencia en el barco canadiense de investigación auxiliar, a pocas millas del Círculo Ártico en la costa de Labrador, impresionó a Shackleton; era también de carácter alegre y un buen artista aficionado. William Bakewell se unió a la expedición en Buenos Aires; había sido peón, leñador, ferroviario y vaquero en Montana, antes de convertirse en marinero a los veintisiete años; su barco, el Golden Gate, encalló en el Río de la Plata, y él y su ayudante Perce Blackborow se paseaban por los muelles de Buenos Aires buscando el modo de ir a Inglaterra cuando se encontraron con el Endurance.

«Fue amor a primera vista», explicaría al enterarse de que pertenecía al famoso explorador polar Sir Ernest Shackleton, y que éste buscaba sustitutos para su tripulación, los dos jóvenes se presentaron. Complacido con la experiencia de Bakewell en barcos de vela (a diferencia de los de vapor), Shackleton le contrató. (Probablemente, no le perjudicó el que, siendo el único norteamericano de la expedición, se hiciera pasar por canadiense, o sea, ciudadano de una colonia inglesa.) Sin embargo, Shackleton rechazó a Blackborow porque ya tenía suficientes tripulantes. Ayudado por Bakewell y su nuevo ayudante Walter How, Blackborow se escondió en un armario en el castillo de proa. El día después de salir de Buenos Aires lo descubrieron y lo arrastraron frente a Shackleton. Hambriento y asustado, el mareado joven tuvo que soportar una elocuente diatriba del «jefe», perorata que impresionó a todos los que los observaban. El «jefe» se acercó a él y concluyó con: «¿Sabe que en estas expediciones a menudo pasamos hambre y si hay un polizón a bordo, es el primero al que nos comemos?» Esto se interpretó, acertadamente, como una aceptación oficial de su presencia y Blackborow se convirtió en despensero, por tres libras mensuales. De hecho, Shackleton acabó por apreciar al concienzudo y silencioso gales, tanto como a los demás tripulantes.

Henry McNish, conocido por Chippy, el tradicional mote de los carpinteros de barco, uno de los hombres mayores, un viejo lobo de mar sin pelos en la lengua, oriundo de Cathcart, en las afueras de Port Glasgow, provocó recelos en Shackleton desde un principio.

«El carpintero es el único del cual no me siento absolutamente seguro», escribió a su amigo y agente, Ernest Perris, poco antes de salir de San Pedro. McNish era probablemente el miembro más misterioso de la expedición; afirmaba —falsamente— haber navegado por el sur con la expedición escocesa de William Bruce en 1902, si bien era cierto que había viajado mucho. Por razones que aún no se entienden, Shackleton y sus compañeros creían que contaba algo más de cincuenta años, aunque en realidad sólo tenía cuarenta. Aunque no a todos les caía bien, lo respetaban, pues era no sólo un brillante carpintero, sino también un marinero con mucha experiencia.

«Chips no era ni dulce ni tolerante —recordaría un compañero de otra expedición—. Y su voz escocesa podía crispar tanto como un cable eléctrico desgastado», McNish había llevado a su gato, la incontrolable señora Chippy, «de gran carácter», según la descripción de varios tripulantes, cuyo principal deleite parece haber sido tomar atajos sobre los techos de las perreras, pues el astuto felino (se descubrió tardíamente que era un macho) se daba cuenta de que los medio salvajes perros estaban firmemente encadenados.

Un total de veintisiete hombres, sin contar a Shackleton. Formaban un equipo relativamente reducido para librar batalla a través de los miles de kilómetros de océano salpicado de hielo que los separaban de su destino. Cada uno debió de haber examinado minuciosamente la experiencia y personalidad de sus compañeros, y el propio Shackleton no se libró de este escrutinio.

«Un bicho raro, de humor cambiante, y no sé si me cae bien o no», escribió el primer piloto Greenstreet a su padre. A su llegada a Buenos Aires, Shackleton se sentía un tanto deprimido y no parece que estuviera en plena forma durante la estancia en San Pedro. Después de acompañarlo en un corto paseo, Wordie observó que «padecía una fuerte tos y la caminata parece haberlo cansado». A Shackleton todavía le quedaban muchos problemas: las peores condiciones del hielo registradas en la historia reciente no mejoraban y algunos balleneros le sugirieron que no emprendiera la expedición hasta la siguiente estación, pero para Shackleton esto equivalía a renunciar del todo a ella. Atrás había dejado la guerra y numerosos cabos sueltos en el aspecto financiero.

El 5 de diciembre de 1914 por la mañana, el Endurance partió de la bahía Cumberland de Grytviken, con provisiones frescas —incluyendo dos cerdos vivos— y una tripulación descansada, deseosa de emprender la siguiente etapa del viaje. Las montañas de San Pedro seguían a la vista hasta avanzada la tarde, en tanto el Endurance se dirigía en dirección sur cuarta al sudeste. Ya al día siguiente pasaron al lado de numerosos icebergs y el 7 de diciembre se encontraron con los bordes de una placa de hielo.

Durante las seis semanas siguientes, el Endurance se abrió un cauteloso camino hacia el sur, esquivando y rodeando placas y témpanos sueltos, atravesándolos ocasionalmente, forzando el pasaje. Shackleton esperaba que manteniéndose más allá del límite oriental de la placa, podría abrirse camino oblicuamente hacia la bahía Vahsel. La táctica sólo duró por un tiempo y pronto se vio obligado a adentrarse en la placa.

Al continuar su camino hacia el sur, el Endurance entró en campos de hielo cubiertos de nieve, enormes témpanos con una extensión de sesenta kilómetros cuadrados. «Todo el día hemos usado el barco como ariete —escribió Hurley en su diario a mediados de diciembre—, Admiramos nuestro resistente barquito, que parece deleitarse luchando contra nuestro enemigo común, destrozando los témpanos con gran estilo. Cuando hace impacto se detiene, se estremece desde la galleta a la sobrequilla, y entonces, casi de inmediato, a popa el hielo empieza a quebrarse y nosotros, cual una cuña, forzamos la grieta poco a poco hasta poder pasar.»

Los días de espesa niebla cedieron a días claros de radiante sol. En el largo crepúsculo de la veraniega noche austral, las placas resquebrajadas parecían flotar, como otros tantos nenúfares gigantescos en un estanque azul celeste. El barco pasaba junto a focas que se alimentaban de cangrejos y tomaban el sol sobre el hielo, así como a manadas de pingüinos Adelie y Emperador, que surgían inesperadamente en los témpanos y les interpelaban con estridencia. Paulatinamente la superficie de agua abierta se fue reduciendo, hasta que el mar entero parecía un enorme campo nevado, roto aquí y allí por vías y canales.

Celebraron la Navidad con bizcocho con frutas picadas y budín navideño, coloridas banderas, mesas puestas y cantando villancicos por la tarde. Admiraban las magníficas puestas de sol desde la barandilla y, en el último día de 1914, tras una dura mañana de abrirse paso a través de una placa difícil de romper, el Endurance cruzó el Círculo Polar Antártico, acompañado por la luz de un crepúsculo de ensueño reflejada en aguas tranquilas. La noche del 1 de enero de 1915, el contingente escocés se puso a cantar el Auld Lang Syne y despertó a los «miembros respetables» que se habían acostado, según Lees, quien observó malhumorado que «los escoceses son siempre un incordio en Año Nuevo y su voz no es nada del otro mundo». Por su parte en el puente, Shackleton, Wild, Worsley y Hudson se estrecharon las manos y se desearon un feliz año nuevo. Para entonces el cielo estaba casi siempre encapotado y el Endurance se encontraba con más icebergs, grandes estructuras que se alzaban cual fantásticas esculturas de mármol, blanco azulado por encima de la línea del agua y azul pavo real por debajo.

Los expedicionarios mataban el tiempo con quehaceres domésticos: Lees zurcía sus calcetines y lavaba y cosía su ropa; Hurley sacaba fotos del sol de medianoche; Robert Clark, el biólogo, estudiaba con microscopio los depósitos de diatomita del mar de Weddell. El 6 de enero, por primera vez desde la partida de San Pedro un mes antes, sacaron a los perros a ejercitarse en un témpano adecuado; los canes no tardaron en iniciar una de sus odiosas «peleas» y cayeron al agua a través de una capa más fina de hielo.

El 7 y 8 de enero, las condiciones del hielo les obligaron a desandar el camino a través de la placa con objeto de encontrar una entrada mejor, pero el 10 de enero, a 72° de latitud sur, alcanzaron un importante hito: avistaron la costa de Coats y empezaron a acercarse a su enorme barrera de hielo de treinta metros de altura. El Endurance se hallaba, pues, a apenas una semana de la bahía Vahsel, a condición de que el tiempo les favoreciera. Como todavía esperaban que el barco regresara a Buenos Aires o San Pedro en invierno, los miembros de la tripulación se dedicaron a escribir cartas que pensaban mandar en el barco de retorno.

El 11 de enero empezaron el día desayunando gachas de avena, hígado de foca y beicon. El mal tiempo obligó al Endurance a pairar a barlovento de un gran témpano. McNish, el carpintero, usó la escala para hacer una pequeña cómoda para «el jefe». El propio Shackleton parecía «extenuado»; no había dormido mucho las últimas noches. Los dos cerdos adquiridos en San Pedro (llamados Sir Patrick y Bridget Dennis) engordaban, y una de las perras, Sally, parió tres cachorros; al duro Tom Crean le vieron, divertidos, mimarlos «como un camillero de hospital». El día acabó con una cena de espesa sopa de lentejas, cocido de foca, guisantes de lata y natillas.

Aunque el día 12 amaneció con niebla y nevadas, fue en general una buena jornada.

Clark capturó interesantes especímenes en sus redes y hacia el atardecer pasaron frente a una bandada de jóvenes pingüinos emperador en un témpano cercano. El Endurance, que ahora navegaba con vapor, atravesó las placas hasta mar abierto y llegó a la bahía que marcaba el punto más meridional alcanzado en 1903 por la expedición de William Bruce en el Scotia. Las resonancias de apenas unas ciento cincuenta brazas indicaban la proximidad de tierra firme. Lees, ocupado con las provisiones, descubrió, triunfante, «una caja de mermelada y un par de cosas que Sir Ernest deseaba especialmente».

El 13 de enero, tras toda una noche de rodear una gruesa placa que circundaba la barrera de la costa de Coats el Endurance pudo dejarse llevar de nuevo por la corriente, entre témpanos que no parecían estar a punto de abrirse. Pasaron dos horas buscando una apertura, apagaron el carbón y el barco pairó. El día siguiente, 14 de enero, sin embargo, se encontraba todavía atascado. No obstante, el tiempo era magnífico, el mejor desde su partida de San Pedro, con suaves temperaturas de unos ocho grados bajo cero. Hurley, siempre buscando escenas fotogénicas, describió el entorno como sigue: «Los icebergs y los témpanos se reflejaban en el agua azul oscuro, mientras que el hielo que tanto presionaba, con sus sombras azul oscuro centelleando bajo el sol, ofrecía una de las vistas más espléndidas que he visto en el sur. El hielo semejaba más un serac que una placa, de tan revuelto, quebrado y aplastado. Grandes aristas, formadas por efecto de la presión y que se alzaban metros, demuestran la fuerza y la presión sobrecogedoras que actúan en estas latitudes.» Desde la torre de vigía del barco, Lees observó que en todas direcciones se distinguía la placa que ejercía una tremenda presión.

Con todo, aquella tarde, un creciente viento actuó sobre la placa y antes de medianoche había aparecido una vía de agua al pie de la barrera. Temprano, el día 15 el Endurance prosiguió su camino bajo un cielo brumoso. Aquel día vieron una cantidad extraordinaria de focas, y a las tres de la tarde el barco pasó junto a una banda que se alejaba nadando de la barrera hacia una placa lejos de la costa. Todos los expedicionarios se reunieron en la barandilla y soltaron gritos de admiración al ver cómo se zambullían y jugueteaban en torno al barco, como delfines; todos recordarían este acontecimiento con cariño. Ya avanzada la tarde, el cielo se despejó y se abrió una vía de agua fortuita que les permitió izar las velas y navegar a toda prisa hacia el sur. Más adelante había agua clara. Justo antes de medianoche, a la extraña y perpetua luz del crepúsculo veraniego, el buque encontró una bahía protegida, formada por la protuberancia de un enorme glaciar y la barrera de hielo.

«La bahía habría constituido un excelente lugar de desembarco —escribió Shackleton, refiriéndose a su "muelle natural", hecho de hielo plano, y a su desacostumbrada configuración que la protegía de todos los vientos, menos los del norte—. La llamé bahía Glacier y posteriormente tuve motivos para recordarla con pena.»

El Endurance navegó toda la noche a lo largo del frente del glaciar, y a primen horas de la mañana había llegado a otro desbordamiento glacial, con profundas grietas, cuyo torrente helado caía por un acantilado de unos cien metros de altura. A las ocho y media, una espesa placa puso fin a la espléndida carrera del barco —a ciento veinticuatro nudos—, A esta placa la mantenía fija —o eso supuso Shackleton— la proximidad de unos icebergs asombrosamente grandes. Aprovecharon la oportunidad para realizar investigaciones geológicas informales y acercaron el barco a un pequeño iceberg, que se distinguía por las franjas bien definidas de materia encajada en el hilo que el geólogo James Wordie identificó como biotita. Más tarde, se levantó el viento del este que acabó por convertirse en tempestad. Mientras la presión del viento empezaba a romper y dispersar la placa a sotavento, el Endurance pairó al abrigo de un iceberg. Tener que detenerse después de una carrera tan satisfactoria resulta tedioso. Lees, por su parte, mató el tiempo a su modo característico: ordenó y limpió las provisiones en la bodega.

La tempestad continuó al día siguiente. El Endurance, que no estaba anclado, agitaba en el mar picado, sin dejar de dar vueltas en pequeños círculos. Unas cuantas focas pasaron de largo, aprovechando el ímpetu de las olas, con la cabeza por encima del agua. Desde su litera, Hurley alzó la mirada de su libro para echar una ojeada por una portilla a los enormes icebergs blancos y las nubes bajas.

El 18 de enero la tempestad había amainado lo suficiente para permitir al Endurance izar las velas por la mañana y aprovechar la larga vía que se había abierto en el glaciar delante de ellos. Sin embargo, por la tarde toparon con una placa. Con cautela, se abrieron paso a través de la gruesa capa de escombros hacia mar abierto, disfrutaron de una carrera de treinta y ocho kilómetros antes de meterse entre espesas capas de escombros y grandes témpanos sueltos.

«El carácter de las placas ha vuelto a cambiar —observó Worsley— Los témpanos son muy gruesos, pero están hechos de una mayor porción de nieve; si bien son más o menos quebrados y forman grandes témpanos, los escombros entre ellos tan espesos y pesados que no podemos abrirnos paso por ellos, si no es gastando mucha energía y fuerza... Por tanto, preferimos pairar un rato a ver si la placa se abre al sur cuando este viento del noreste amaine.»

Luchando con el mareo que le provocaba el mar picado, Lees aguantó su turno al timón, donde «caía nieve, soplaba el viento y se estaba en general muy mal». Por la tarde ocupó el tiempo libre en preparar las provisiones para el desembarco, haciendo montones para el «barco» y para la «tierra», pero el retraso aburrió a los miembros menos laboriosos.

«Resulta satisfactorio saber que nos encontramos a apenas ciento treinta kilómetros de la que será nuestra base, Vahsel Bucht —escribió Hurley, refiriéndose a la bahía por su nombre alemán—. Todos deseamos llegar, pues la monotonía nos cansa casi a todos.»

A la mañana siguiente el tiempo era bueno. Sin embargo, las condiciones del hielo habían empeorado y la placa había rodeado al barco durante la noche. Los científicos tomaron especímenes, pero la atención de los demás se centraba en el hielo. La tormenta lo había apretado tanto contra la plataforma continental que no se divisaba nada de agua desde la atalaya. No obstante, los pasajeros del barco se acostaron aquella noche con la esperanza de que un cambio en el viento abriera la placa y les permitiera seguir su camino. El Endurance se hallaba a apenas un día de la bahía Yahsel.

El viento de nordeste que había soplado de modo intermitente desde el 16 de enero se alzó de nuevo esa noche y el día amaneció sombrío y nevado; descubrieron que la placa era más gruesa y presionaba aún más al barco. Con todo, la temperatura de dos grados bajo cero resultaba suave, de modo que, según observó Lees, «no tememos, de momento, quedar atrapados». Como no tenían a donde ir, tampoco tenían mucho que hacer. La emoción del día la deparó Frank Wild cuando disparó contra una foca de casi tres metros, con lo que hubo carne fresca para los hombres, los perros y la señora Chippy. Los científicos cantaron en el camarote de Clark, uno de los puntos de reunión favoritos, pues estaba cerca de las calderas. Hurley siguió escribiendo cartas para que se las llevara el barco cuando regresara a la isla San Pedro, y Lees se mantuvo ocupado lavando y cosiendo su ropa.

El 21 de enero el viento seguía soplando desde el nordeste, arrastrando la nieve de la plataforma continental; en consecuencia, el aire estaba muy húmedo y la condensación humedeció la cámara de oficiales y los camarotes. La presión del hielo contra la caña del timón causó mucha preocupación y la tripulación bajó por un lado para despejarla. Si bien supuso un enorme gasto de combustible, Shackleton ordenó que las calderas continuaran haciendo vapor, a fin de estar preparados para aprovechar cualquier apertura en la placa. Atrapado en el hielo, el Endurance se desplazó con el resto de la placa, impulsados por la corriente circular del mar de Weddell; pronto se vería alejado de tierra firme.

Por fin, el viento del nordeste, que llevaba seis días soplando de modo intermitente, amainó el 22 de enero y el día siguiente amaneció soleado y tranquilo. Hurley aprovechó la luz para sacar unas fotografías y Lees continuó lavando y zurciendo. Una valoración del suministro de combustible determinó que sólo quedaban setenta y cinco toneladas de las ciento sesenta que el Endurance había cargado en San Pedro.

A medianoche del 24 de enero, una grieta en el hielo que los rodeaba abrió una vía en ángulo recto del barco, pero a unos treinta metros de éste. Izaron las velas y, a todo vapor, intentaron llegar a ella, pero el Endurance no consiguió forzar el paso; entonces todos trataron de romper el hielo con cinceles y palancas a fin de abrir un camino hacia la tentadora vía a la libertad. No obstante, aunque veían que el hielo se rompía más adelante, nada pudieron hacer en torno al barco.

«Atrapados en el hielo. No se nota ningún movimiento»; «atrapados todavía y ninguna señal de apertura»; «la vía que tanto prometía casi se ha vuelto a cerrar»; «seguimos atrapados». Estos desencantados comentarios en los diarios de los miembros de la expedición indican que empezaban a darse cuenta de que la decisión de pairar en la placa, tomada la noche del 18 de enero, casi sin pensar, o así lo parecía retrospectivamente, había resultado fatal para sus planes.

«Parece que estaremos atrapados toda la estación —escribía Hurley al fin del 27 de enero—. Una notable bajada de la temperatura a medianoche, registrada a quince grados bajo cero. Esto ha tenido por efecto congelar muchos de los pequeños estanques y cimentar los témpanos, lo cual no augura nada bueno.»

Las resonancias diarias de profundidad indicaban que el barco se alejaba cada vez más de tierra firme. Puesto que las tareas rutinarias se habían reducido para todos, el aburrimiento se instaló inevitablemente. Los partidos de fútbol en el hielo y el cuidado de los perros distraían un poco. En la cámara de oficiales, los científicos se entretenían mutuamente leyendo en voz alta y solían cantar el domingo. El sábado por la noche bebían a la salud de «nuestras novias y esposas» (seguido infaliblemente por el estribillo «que nunca se conozcan»), un ritual que McNish exageró una noche y tuve por resultado un alboroto en el castillo de proa.

Si bien los científicos y los tripulantes estaban dispuestos a viajar juntos por el sur no contaban con pasar todo un invierno polar en su mutua compañía. Aunque 1a posibilidad de pasar el invierno en el barco se había comentado en Buenos Aires, el plan original contaba con que el barco regresara a puerto tras dejar a los expedicionarios y sus provisiones.

«La idea de pasar el invierno en un barco atrapado en el hielo es muy desagradable —escribía Hurley a principios de febrero—, no sólo por el necesario entorpecimiento de nuestro trabajo, sino también por la relación forzada con los marineros que, si bien son amistosos, no simpatizan mucho con el personal científico.»

En varias ocasiones se hicieron ilusiones al ver una vía o un cambio en el hielo y salieron más de una vez a cortar el hielo o a zarandear el barco para liberarlo. El 22 de febrero, el Endurance, que seguía flotando hacia el sudeste, tocó el paralelo 77, el punto más meridional que la Expedición Imperial Transantártica iba alcanzar.

«El verano se había ido —escribiría Shackleton—; de hecho casi no lo tuvimos... las focas desaparecían y los pájaros nos abandonaban. En el lejano horizonte, la tierra parecía disfrutar todavía de buen tiempo, pero ya no estaba a nuestro alcance...» El 24 de febrero ordenó el cese de las rutinas y el Endurance se convirtió oficialmente en puesto de invierno.

Habiendo bregado valerosamente en un plazo de seis semanas a través de más de mil seiscientos kilómetros de placas de hielo, el Endurance había llegado a un día de navegación del lugar donde pretendían desembarcar. Ahora, rendidos por los fútiles intentos de liberar su barco, Shackleton y sus hombres sólo podían observar, impotentes, cómo la corriente los alejaba de la tierra, que ya no podían ni vislumbrar. Este fatal revés afectó más que a nadie al propio Shackleton: no sólo cargaba con la responsabilidad de mantener a sus compañeros sanos y animados durante un invierno polar sino que tuvo que tragarse la amarga desilusión. Contaba cuarenta años y había precisado de considerables energías para preparar la expedición del Endurance. Debido a la guerra en que estaba involucrada Inglaterra, resultaba improbable que tuviese ocasión de regresar al sur en un futuro cercano; ésta era su última oportunidad. Aunque durante cierto tiempo se creyó que era posible, en teoría, avanzar en primavera, cuando la placa se rompiera y liberara el barco, Shackleton era lo bastante realista para saber que cada día que pasaba lo hacía más imposible.

«Veíamos nuestra base y eso resultaba, más que tentador, enloquecedor —escribiría en su diario Alexander Macklin, uno de los dos médicos a bordo—. Fue cuando Shackleton dio muestras de una de sus chispas de auténtica grandeza: no se enfurecía ni daba señales de la más mínima contrariedad; nos dijo, tranquila y sencillamente, que debíamos pasar el invierno en la placa, nos explicó los peligros y las posibilidades; nunca perdió el optimismo y nos preparó para el invierno.»

Entretanto, el navegante Huberht Hudson trataba repetidamente de ponerse en contacto por radio con las Malvinas, donde estaban las estaciones de transmisión más cercanas. En vano. No sólo no avistaban tierra firme, sino que nadie sabía dónde se encontraba.

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Lavando el suelo.
De izquierda a derecha: Wordie, Cheetham y Macklin. «Realmente odio fregar; soy capaz de prescindir del orgullo de casta en la mayoría de las cosas, pero he de reconocer que fregar suelos no es una tarea justa para quienes han sido educados con refinamiento. (Lees, diario)

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Panorama de la isla San Pedro, con el Endurance en el puerto.
Worsley y Greenstreet, en primer plano, ayudaron a Hurley a cargar su equipo fotográfico hasta Ducefell para sacar esta foto.

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T. Orde-Lees.
Cedido por las fuerzas navales británicas, en las cuales era instructor de educación física, el capitán Orde-Lees había servido en China antes de incorporarse al Endurance. Le faltó poco para ser destinado a la segunda expedición de Scott.

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Grytviken, puerto pesquero, visto desde el Endurance.
Fue la última escala del barco antes de dirigirse hacia el mar de Weddell.

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La cabaña Veslegard.
En la isla San Pedro, 28 de noviembre de 1914 Reginald James hizo esta foto de Wordie, Hurley (que sostiene la bolsa de la cámara) y Clark en un viaje de acampada durante la travesía de la isla, que duró un mes.

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George E. Marston.
Un antiguo compañero de barco había descrito al artista de la expedición como alguien con «la complexión y la cara de un boxeador y el temperamento de un ángel caído».

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La cubierta del Endurance en la travesía de ida.
«Al llegar al lado [de la embarcación] vi el nombre en la popa, Endurance, Londres. Una mirada más atenta reveló que no parecía muy ordenado y limpio, pues la cubierta estaba atestada de cajas de todas las formas y tamaños y al menos mil perros.» (Bakewell, autobiografía)

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Clark en el laboratorio de biología.
Sus compañeros le gastaron una broma pesada al meter espaguetis en uno de sus tarros de especímenes.

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El Endurance en una placa de hielo.
«Las placas de hielo podrían describirse como un gigantesco e interminable rompecabezas inventado por la naturaleza.» (Shackleton, South)

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La cubierta superior tras una ligera nevada.
«Es una maravilla que los perros prefieran dormir en la cubierta que en las perreras.» (Lees, diario)

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6 de enero de 1915; ejercitando a los perros.
‹‹ De día sacamos a los perros a correr por el gran tempano al que nos habíamos anclado. El ejercicio les sentó muy bien, pues era la primera vez que salían en casi un mes›› (Hurley, diario)

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Crean con unos cachorros.
«Enfrente de los cerdos hay cinco cachorros y su madre; el "interesante acontecimiento" tuvo lugar hace tres días, pero hasta ahora Tom Crean, que la ha cuidado como un enfermero de hospital, es el único que ha visto a las criaturas, aunque todos oímos sus chillidos. Pronto empezarán a ser divertidos.» (Lees, diario)

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Al pairo, 14 de enero de 1915.
«Amarrados el día entero al témpano... El día fue magnífico. El mejor día desde que salimos de San Pedro y, de hecho, el segundo día soleado que hemos tenido." (Hurley, diario)

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Placa de hielo, 20 de enero de 1915.
Foto tomada el día en que el Endurance quedó finalmente atrapado en el hielo. «Sólo nos faltan ochenta y cinco millas, pero el viento viene todavía del NE y mantiene el hielo duro contra la barrera.» (McNish, diario)

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El Endurance en el hielo, a toda vela
Worsley tituló esta foto «El Endurance con todo el orgullo de su juventud».

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Jugando al fútbol sobre el hielo.
Un pasatiempo popular mientras el barco estaba atascado. Macklin y Clark, ambos escoceses, eran reconocidos como los mejores jugadores. Los equipos estaban formados por la guarda de babor contra la de estribor.

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Una velada semanal con el gramófono, en el Ritz; domingo por la noche.
Algunos marineros llegaron a creer que el gramófono fomentaba la presión.

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Cortando el hielo alrededor del Endurance.
Los días 14 y 15 de febrero de 1915 apareció un pasadizo de agua 360 metros más adelante del barco y la tripulación se afanó por abrir un sendero hacia este tentador pasadizo.

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Tratando de romper el hielo en torno al Endurance.
«Cortar el hielo con picos y sierras ya es difícil de por sí, pero sacar del agua los bloques, algunos de los cuales pesan hasta 130 y 180 kilos, alejarlos a rastras, romperlos... supone una labor muy pesada.» (Lees, diario)

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« Toda la tripulación asalta el hielo de nuevo y conseguimos que el barco avance un tercio del camino hacia el pasadizo.»
(Hurley, diario)

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Tratando de liberar el Endurance.
«Toda la tripulación se afanó hasta la medianoche, cuando se hace un reconocimiento del tercio que queda, unos 370 metros. Se decide de mala gana renunciar al esfuerzo, pues el resto del hielo es impracticable.» (Hurley, diario)

Capítulo III
El colapso

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El barco atrapado en una grieta, 19 de octubre de 1915.
«En aquel momento parecía que el barco sería arrojado de costado sobre su manga. Saqué varías buenas fotografías de nuestro valiente barco.» (Hurley, diario)

El mes de marzo comenzó con una ventisca y temperaturas por debajo de los veintidós grados bajo cero. Las masas de hielo flotante en torno al buque, empujadas por el viento, destrozaron dos trineos desde los que intentaban subir carne de foca a la superficie. Al final de aquel mismo día, Worsley ordenó que todo el mundo permaneciera a bordo, pues la nieve era tan espesa que resultaba peligroso alejarse del buque.

Cuando se aclaró el tiempo, el silencio se llenó con el crujir del hielo y el bufido del caprichoso viento. De noche, mantenía despiertos a los tripulantes la luz que reverberaba en el hielo durante el largo crepúsculo austral. No cabía esperar que el hielo se rompiera hasta la primavera —alrededor de octubre—, dentro de unos siete meses.

Según el plan original de Shackleton, el grupo de la costa, compuesto por científicos y los que estaban a cargo de los trineos, debería haberse ocupado de sus diversas funciones, preparándose para el viaje que empezaría en la primavera. Los que debían quedarse en el barco deberían haberse abierto paso de vuelta a un refugio de invierno.

Pero ahora no podían llevar a cabo los trabajos que habían planeado, y les amenazaba a todos un tedio paralizador. Por propia experiencia, Shackleton conocía bien la tensión psicológica provocada por un silencio fantasmal y el negro vacío del cercano invierno antártico.

Para protegerse de ello se estableció una rígida rutina invernal. En lugar de los habituales turnos de vigilancia, un solo vigía permanecía en su puesto desde las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana, todas las noches, con el fin de que los demás tripulantes pudieran dormir sin interrupción. Para mantener la moral tanto como para protegerse del frío, se distribuyó la ropa de invierno destinada originalmente a los grupos de tierra. Lees había hecho un catálogo detallado de cada pieza: dos camisas de lana y ropa interior larga, guantes de lana, un jersey de lana y, cosa de gran importancia, pantalón y chaqueta de Burberry. Estas últimas prendas, según uno de los tripulantes, no pesaban más que la tela de un paraguas, pero habían sido tejidas de modo tan apretado que el viento no podía penetrar en ellas. Muchos marineros almacenaron sus trajes nuevos en sus cajones, con el fin de poder ponérselos «para presumir» cuando regresaran a la civilización. Sólo se mantuvo aparte la ropa destinada al grupo que debía hacer el viaje transcontinental, por la convicción, o el pretexto, de que todavía tendría lugar.

La preocupación inmediata de Shackleton fue establecer un cómodo cuartel de invierno para todos. Las temperaturas de marzo iban de once a treinta y cinco grados bajo cero, y los camarotes de cubierta donde vivía la retaguardia de científicos y los oficiales del barco eran muy fríos. Shackleton ordenó que se despejara el espacio para almacenaje entre cubiertas, y Chippy McNish empezó a construir camarotes en esta zona más aislada. El 11 de marzo tuvo lugar el traslado al nuevo alojamiento, al que llamaban el Ritz. Cada camarote de dos por metro y medio alojaba a dos hombres, y cada uno recibió de sus ocupantes un nombre irónico, como «el Charco», «el Fondeadero» o «el Descanso de los marineros». En el centro de este espacio se extendía una larga mesa en la que todos comían, y al final se hallaba una estufa portátil. El Ritz no era sólo caliente sino que parecía cómodo y hasta familiar. Crean, Wild, Marston y Worsley se instalaron en lo que antes fuera la cámara de los oficiales, mientras que los marineros permanecían en el castillo de popa, situado entre cubiertas y por ello bastante aislado. Shackleton se quedó donde estaba, solo en la cabina del capitán, en la popa, que era el punto más frío del navío. También se dispuso acomodo de invierno para los miembros no humanos de la expedición. A los perros se les alojó en perreras hechas con bloques de hielo, a las que apodaron «perriglúes», situadas en círculo en torno al buque. Se desembarcó a los cerdos, para instalarlos de modo similar en «cerdiglúes». La señora Chippy se quedó a bordo.

Las noches se alargaban y a finales de marzo había ya tantas horas de luz como de oscuridad. Los cincuenta y tantos perros, grandes, enérgicos, a la vez salvajes y juguetones, se convirtieron en objeto de gran interés y diversión. Su cuidado ocupaba varias horas al día, y sus payasadas y diferentes personalidades mantenían alerta a los hombres. Los animales se acostumbraron bien al hielo y dormían tranquilamente durante las ventiscas, formando bolas de pelo bajo la nieve. «Cuando creen que hay peligro de que sus compañeros humanos los olviden —escribió Worsley—, se sientan, se agitan, cantan y bailan y se enroscan para otro sueño, hasta que llega el PAPEO... todos nuestros perros lo deletrean así.»

A comienzos de abril, Shackleton dividió los perros en seis equipos permanentes, para los que designó jefes, estimulando así en los capitanes un intenso orgullo de equipo. Las rivalidades y carreras entre cada equipo proporcionaron nuevas distracciones. «Mi equipo es uno de los mejores», confió Hurley a su diario, como cabía prever. La salud de los perros era motivo de constante preocupación, pues cierto número había muerto ya, víctima de lombrices intestinales. Abril fue un mes trágico también para los cerdos, que los marineros convirtieron en carne salada.

A la luz menguante del día, los hombres ejercitaban a los equipos de perros, buscaban focas, cada vez menos frecuentes, o emprendían excursiones a través del hielo.

Al anochecer se entretenían cantando, bajo la dirección de Leonard Hussey, meteorólogo muy popular que tocaba muy bien el banjo. A veces, Hurley ofrecía una charla con proyecciones a la linterna de escenas de hielo y nieve de su expedición con Mawson, o de sol y vegetación de sus viajes a Java. Una vez dormida la mayoría, al solitario vigía solían unírsele algunos compañeros para compartir como golosinas unos sorbos de cacao y sardinas en tostada; a estos visitantes nocturnos se les llamaba «fantasmas».

Como el desventurado Endurance, algunos icebergs habían quedado atrapados en el hielo, de modo que el barco y el paisaje iban juntos a la deriva, unidos por la corriente del noroeste. Como objetos familiares en el mundo cambiante de los expedicionarios, muchos de estos icebergs acabaron siendo vistos con afecto. Destacaba entre ellos el apropiadamente llamado Rampart Berg, con el que se toparon en enero, cuando todavía navegaban. De una altura de unos cuarenta y cinco metros, se alzaba ahora majestuosamente sobre el hielo a unos treinta y tantos kilómetros del buque.

El 1 de mayo, el sol desapareció por completo, y no se le vio durante los cuatro meses siguientes. Esto redujo aún más las actividades de los expedicionarios. Continuó el ejercicio con los perros, a pesar de la dificultad de arrastrar los trineos por encima del hielo roto y con una luz incierta, pero ya no se emprendían excursiones lejos del barco. Se recurría a toda clase de entretenimientos. Hurley y Hussey se convirtieron en adversarios en el ajedrez, agradecidos por el estímulo mental del juego. En el castillo de proa, los marineros jugaban a las cartas y a las damas. Se leyeron y discutieron libros y durante un tiempo las adivinanzas estuvieron de moda en el Ritz. A finales de mayo, los hombres sucumbieron a la locura del invierno: se afeitaron la cabeza y posaron para las fotografías de Hurley en medio de la hilaridad general.

Pero incluso en aquellos meses invernales hubo días y noches de intensa belleza mágica, que elevaban la moral y recordaban a algunos la razón por la cual se aventuraron en este mundo tan duro. La extraña mezcla de débil luz diurna y de radiante luna sobre el mar helado volvía el paisaje místicamente luminoso. En la pura oscuridad de las claras noches, las estrellas fulguraban con una fuerza inimaginable, mientras una fugaz aurora teñía el horizonte. Una noche, de regreso de una excursión en trineo, Hurley describió con entusiasmo las sensaciones de marchar por la mismísima faz de la luna.

Los diarios reflejaban, en distinto grado, la satisfacción general del grupo. Hay notas de malhumor y signos de la tensión de vivir tan apretados viendo día tras día las mismas caras, pero ninguna de fricciones de importancia real.

«Nos las arreglamos todos para vivir contentos a bordo, a pesar de los caracteres distintos y del hecho de que la mayoría de los miembros poseen lo que puede llamarse personalidades bastante definidas y son de condiciones diferentes —escribió Lees, siempre consciente de las diferencias de clase. Pero, continuaba—: No hay verdadera necesidad de disputas de ninguna clase con los camaradas. Entre los caballeros las disputas deben evitarse y se evitan, y no hay razón para que no sea así aquí.» Se trata de una afirmación particularmente generosa, si se tiene en cuenta que fue escrita poco después de que Hussey y Hurley le vertieran un puñado de lentejas en la boca abierta mientras dormía, para impedirle que roncara.

La paz general que predominaba en el Endurance no era accidental y se debía en gran medida a cómo Shackleton escogió a sus hombres. Cuando James se presentó para que le entrevistara, el gran explorador le desconcertó haciéndole preguntas que se referían no a si era apropiado para una expedición polar, o sobre detalles de su labor científica, sino sobre si sabía cantar.

«No quiero decir si afina como Caruso —había dicho Shackleton—, pero supongo que puede cantar con los muchachos, ¿no?»

Tal como fueron las cosas, la pregunta resultó asombrosamente adecuada. Lo que buscaba, según se vería, era una «actitud» y no méritos para el papel.

La presencia de Shackleton se dejaba sentir en todo cuanto acontecía a bordo. Por una parte, siempre estaba dispuesto a ser «uno de los muchachos»; se afeitó la cabeza como los demás y se unía, con entusiasmo y desafinando, a los improvisados coros. Estaba nervioso, con tantas cosas sobre las que pensar y planear, pero no exigía la soledad para hacerlo. Siempre se le encontraba entre sus hombres, dando muestras de buen humor, y esto, por sí solo, explica en gran medida la atmósfera de seguridad que prevalecía en las circunstancias más difíciles.

No creía en una disciplina innecesaria, pero, en resumidas cuentas, nada sucedía sin su consentimiento. Se sabía que era, por encima de todo, justo, y por esto se obedecían sus órdenes, no sólo porque eran órdenes sino porque se percibía en general que eran razonables. Prestaba una atención escrupulosa a la tripulación del castillo de proa, algo que pudo verse muy claramente cuando se distribuyó la ropa de invierno. Los marineros la recibieron primero, antes que los oficiales y el grupo de tierra. «Si algo falta, no falta a los marineros», escribió Worsley.

Walter How y William Bakewell, ambos leales marineros y ávidos lectores, podían discutir sobre los libros que habían leído en la excelente biblioteca de a bordo, mano a mano con Sir Ernest Shackleton. El polizonte Blackborow fue obligado a tomar clases y Sir Ernest se tomó un interés personal por este joven concienzudo e inteligente. Pero cuando la situación lo exigía, la personalidad impresionante de Shackleton podía enfrentarse a los individuos más difíciles. John Vincent, un fornido pescador de arrastre, físicamente más fuerte y de mayor talla que cualquiera de la tripulación, era un peleón. Cuando una delegación de marineros se quejó a Shackleton de que maltrataba a la gente de proa, Vincent fue llamado al camarote del capitán, del cual salió tembloroso y sin galones, y ya no causó más problemas. Shackleton no pidió ayuda para esta entrevista, que con un capitán menos decidido habría podido convertirse en peliaguda.

«Podía mirar con un aire desdeñoso que estremecía —según el primer oficial Lionel Greenstreet—. Podía ser muy cortante, si lo deseaba, pero creo que era sobre todo su mirada...»

Por encima de todo, Shackleton juzgaba a alguien por el grado de optimismo que proyectaba.

«El optimismo —había dicho— es el verdadero valor moral.» A quienes no poseían este don los miraba con un transparente desprecio. Así ocurría con el pobre Lees, sin duda el más impopular de los miembros de la expedición, por su esnobismo y su tendencia a hallarse ausente cuando se requería trabajar duro. Para Shackleton, sin embargo, estos defectos importaban menos que la inquietud evidente de Lees acerca del abastecimiento y las provisiones. Le había nombrado encargado del almacén y le correspondía marcar las raciones y llevar la cuenta de lo que se consumía; su eficaz cumplimiento de estas funciones se echaba a perder por una tendencia a atesorar y ocultar nimiedades para su uso personal. Esto sugería a Shackleton que era un pesimista morboso, que le faltaba fe en la disponibilidad de otros abastecimientos futuros y por esto lo despreciaba, pese a la reverencia que Lees mostraba por Shackleton como jefe.

Pero Shackleton no era vengativo. Cuando, ya entrado el invierno, Lees sufrió dolores de espalda después de palear nieve («el primer trabajo que ha hecho desde que partimos de Londres», según observó agriamente McNish), Shackleton hizo que lo llevaran a su propio camarote, controlaba su estado y le llevó de vez en cuando tazas de té.

«Al principio —escribió Lees quejumbrosamente—, me dejaron en mi propio camastro, tendido en medio de la indiferencia y casi todo el día en la oscuridad.» Son palabras propias de un hombre solitario. Se tiene la impresión de que Shackleton percibió algún malestar menos evidente detrás de los síntomas de Lees y que lo apartó de la autocompasión y de las pullas de sus escépticos compañeros, con el fin de reconfortar su amor propio, y todo esto para un hombre que decididamente le desagradaba.

Otro elemento esencial de la alta moral a bordo era Frank Wild, segundo de Shackleton. Nadie habló nunca mal de él. Lees escribió que «tiene un tacto excepcional y la habilidad de no decir nada y conseguir que la gente haga las cosas como él quiere... si tiene que darnos órdenes, lo hace del modo más agradable». Wild tenía la misma edad que Shackleton, cuarenta años. Hijo de un maestro de escuela de Yorkshire, afirmaba que era descendiente directo del gran capitán Cook, aunque esto resultó falso. Antes de su primer viaje al sur, en el Discovery, había servido en la marina mercante y en la armada. Luego declinó la invitación de Scott de participar en la expedición del Terra Nova y se unió, en cambio, a la Expedición Australasiática Antártica de Mawson. Wild era competente con discreción, tenía un trato sencillo y a él se dirigían la mayor parte de las quejas por cosas nimias... que el biólogo Clark no era bastante cortés, que Marston era un peleón... Wild prestaba, al parecer, la mayor atención a cada queja, lo cual tenía por resultado que el quejoso se sintiera satisfecho y apaciguado, aunque no se adoptara ninguna medida. Su lealtad a Shackleton era profunda y entre los dos formaban un equipo formidablemente eficiente.

A pesar de los esfuerzos para encontrar diversiones, el tiempo parecía muy largo a los científicos. James Jock Wordie, el geólogo, y Reginald Jimmy James, el físico y especialista en magnética, eran amigos desde Cambridge. James, serio y reservado, era un académico típico, brillante y consagrado a su especialidad, aunque algo desconcertado e inepto para cuanto quedara fuera de ella. Educado por unas tías solteronas, no había vivido mucho fuera de la universidad. Muy serio en lo referente a su trabajo, rechazó un nombramiento muy deseable a fin de ir al sur. (Los marineros llamaban a su laboratorio «fisilú».) James era buen conversador, capaz de entusiasmarse al hablar de cosas como la vaporización, la presión de los gases y los fenómenos atmosféricos; Greenstreet y Hudson a menudo le provocaban con burlonas preguntas, que le hacían callar. Cosa inesperada, resultó ser uno de los mejores actores en las farsas escénicas que acabaron siendo importantes entre las diversiones de a bordo.

Wordie era de Glasgow, y un miembro popular de la expedición. Su humor seco y sus bromas sin malicia eran muy apreciadas. Había decidido unirse a la expedición cuando aún estaba en Cambridge, a pesar de haber asistido a una cena con lady Scott, la pintoresca viuda del capitán Robert Scott, que «trató de disuadir a todos los posibles candidatos de unirse a Shackleton». Pero Wordie sospechaba que se trataba de la última de las grandes expediciones hacia el sur, y como no había en ella mucho terreno para la geología, se dedicó a la glaciología.

Robert Clark, el biólogo, era hombre seco y de pocas palabras; incluso en las fotos de Hurley destacan su reserva y su contención. Se ganó el respeto de todos por su espíritu laborioso; se podía contar con que se presentaría voluntario para los trabajos desagradables, como palear carbón. Era, además, un excelente jugador de fútbol. Apenas salieron de Inglaterra, se puso a trabajar con sus redes de dragado y siguió cumpliendo con sus tareas científicas cuando llegaron al hielo. Constantemente despellejaba y disecaba pingüinos, una costumbre que hizo correr el rumor entre los marineros de que los científicos buscaban oro en el estómago de los animales.

Leonard Hussey, el meteorólogo, era londinense y sus compañeros le gastaban bromas tachándole de cockney. Después de graduarse en la Universidad de Londres, trabajó en Sudán como arqueólogo, antes de unirse al grupo del Endurance. Shackleton decía que lo había escogido porque le divirtió lo improbable de que alguien viajara desde el corazón de África a la Antártida. La dedicación de Hussey a la ciencia no era, acaso, tan poderosa como la de sus compañeros. «Los caprichos del clima —observó Lees— desorientan a Hussey, pues cuando piensa que ocurrirá algo, ocurre exactamente lo contrario.»

Los dos médicos de a bordo, Alexander Macklin y James McIlroy, tenían mucho trabajo con los perros. Ambos habían sido nombrados jefes de equipos de trineos, y les cayó en suerte ocuparse de los perros acosados por los parásitos. Macklin era escocés, hijo de un médico de las islas Scilly. Aunque se enojaba fácilmente, era en general afable, muy trabajador y, cosa importante, se le consideraba uno de los mejores jugadores de rugby del grupo. Contaba unos treinta y cinco años, era guapo y sarcástico, hombre de mundo que había ejercido la medicina en Egipto, Malaya, Japón y a bordo de buques de pasajeros de las Indias Occidentales o Antillas. Procedía de Irlanda del Norte (una tercera parte de los miembros de la expedición eran irlandeses o escoceses), y su humor podía ser feroz. Una de sus actuaciones de mayor éxito, según contó el propio Lees, fue una imitación de la excesiva deferencia de Lees hacia Shackleton:

«McIlroy (bailando de un modo muy expansivo): "Sí, señor, claro que sí, señor, sardinas, señor, aquí están" (corre a la despensa y vuelve), "y pan, señor, pan... le daré el pan del vigía de noche, señor" (otra salida hacia la despensa y más zalemas). "¿Puedo limpiarle las botas, señor?"»

En la proa, los marineros pasaban buena parte del día en sus camastros. «Duermen para matar el tiempo y parece que nunca buscan algo en qué ocuparse», escribió con desaprobación Lees. Estaban exentos de las guardias de noche, y aunque debían cuidar de su camarote, no se les pedía que ayudaran a limpiar el Ritz. En esto se ve el cuidado que Shackleton ponía en que nadie en las cubiertas inferiores se sintiera agraviado. Se había murmurado que los marineros podían causar problemas, especialmente en lo referente a la comida. Se servía a todos habitualmente carne de foca y de pingüino, pero hubo una gruñona resistencia en proa, so pretexto de que servir foca en lugar de la costosa carne enlatada era «un modo muy mezquino de dirigir una expedición». Pero se atendió a sus prejuicios sólo hasta cierto punto. Una tarde salió de proa el rumor de que uno de los marineros no había encontrado de su agrado el menú del día de espaguetis Heinz con tomate. Shackleton les mandó decir que a él le habían educado para que comiese lo que se le pusiera en el plato.

Louis Rickinson y Alfred Kerr, los dos maquinistas, eran tan silenciosos y faltos de pretensiones que sus compañeros sabían poco acerca de ellos, aunque los admiraban por su eficiencia y pulcritud. Rickinson, de unos treinta años, se distinguía por su experiencia con los motores de combustión interna... y por su hipersensibilidad al frío. Kerr, que pasaba apenas de los veinte, había trabajado en grandes vapores petroleros.

Probablemente nadie tenía tan poco trabajo como los tres hombres encargados de hacer avanzar el Endurance. Frank Worsley, el capitán, era ahora, en realidad, un capitán sin barco. Pertenecía a una familia de colonos cultos (su padre había ido a la escuela de Rugby) que llegó a Nueva Zelanda desde Inglaterra. Se crió en la dura vida al aire libre de los pioneros, y a los dieciséis años siguió a su hermano como marino, de esquilador en los transportes de lana. Ascendió en la marina mercante y acabó regresando a Inglaterra para enrolarse en la Real Reserva Naval. Bullicioso y caprichoso, recordaba a los incansables perros de trineo. Una de las razones por las cuales Shackleton decidió no tomar en consideración su plan de que el barco regresara para el invierno a un fondeadero seguro era que no confiaba por completo en que Worsley pudiera regresar sano y salvo, sin supervisión, en la estación siguiente. Pocos disfrutaban tanto de la expedición en sus aspectos más peligrosos como Frank Worsley. Le gustaba afirmar que su camarote era demasiado caluroso y dormía soportando los diecisiete grados bajo cero del pasillo. Le agradaba asombrar a sus compañeros tomando baños de nieve en el hielo. Sus diarios están llenos de anécdotas cómicas y de descripciones de la belleza del paisaje que le rodeaba. Como Shackleton, era un romántico que soñaba con tesoros ocultos y viajes improbables. Pero, pese a su falta de sentido práctico, era un marino experto y hábil. Antes de marchar a Inglaterra, trabajó durante unos años en el servicio de vapores del gobierno neozelandés, sobre todo en el Pacífico, donde aprendió a navegar en pequeños barcos sobre mares agitados.

Lionel Greenstreet, joven oficial de la marina mercante, se enroló en el Endurance entre dos empleos, obedeciendo a un impulso, cuando el primer oficial contratado se retiró para entrar en la marina de guerra. Su padre era un respetado capitán de la compañía naviera neozelandesa. Perspicaz, crítico y buen trabajador, escogió como compañeros al taciturno Clark y al más bien jactancioso Frank Hurley.

Huberht Hudson, el oficial de puente, hijo de un pastor protestante, se crió en el seno de una familia culta, pero en un barrio londinense muy duro. Dejó la escuela a los catorce años para entrar como aprendiz en el Gremio de Carpinteros. Era ayudante en la marina mercante, pero ya en el Endurance estudiaba a conciencia para llegar a «maestro». Se le consideraba hombre de buen corazón y generoso, aunque a veces algo «chalado». Lees escribió que «nunca se sabe si está al borde de un ataque de nervios o si son manifestaciones de su inteligencia reprimida». Se ganó el apodo de Buda al presentarse envuelto en una sábana, con una tapadera de cacerola atada a la cabeza, durante una fiesta de disfraces celebrada en los comienzos de la expedición. Era el más eficaz de los cazadores de pingüinos para la despensa del barco.

Pese a los contratiempos de la expedición, un puñado de hombres tenían mucho trabajo. Charles Green, el cocinero, y Blackborow, el camarero, se afanaban de la mañana a la noche en la cocina, preparando la comida para los veintiocho hombres, hiciese el tiempo que hiciese. Green era hijo de un maestro panadero y «huyó a la mar» ya con veintiún años, para cocinar en la marina mercante. Cuando estalló la guerra estaba en un transatlántico de la Línea Real de Correos, y llegó a Buenos Aires justo cuando Shackleton cambiaba su tripulación. Al enterarse de que había despedido a su cocinero, Green solicitó el puesto; había conocido a Worsley en Cerdeña. Blackborow era de Newport, en Gales, el mayor de nueve hermanos de una familia de marineros, y se crió en los muelles. Detrás de sus modales afables y sonrientes se adivinaba cierto mal genio y la capacidad de decir sin ambages lo que pensaba. Era, con sus veinte años, el tripulante más joven.

Chippy McNish tampoco holgazaneaba. No era un simple carpintero, sino un maestro artesano y carpintero de buques. Constantemente estaba construyendo o adaptando algo, una mesa de juego, una cómoda, una perrera, la cubierta... «Todo su trabajo era de primera —según su compañero Macklin—. Nunca se le veía tomando medidas. Se contentaba con mirar y luego cortaba las piezas, que siempre encajaban perfectamente.» Hasta Lees, que le detestaba, reconocía que «era un experto carpintero de barcos». Ni oficial ni científico, pertenecía oficialmente a la retaguardia y se alojaba, en consecuencia, no en proa, sino en el Ritz. Para el quisquilloso Lees, comer en la misma mesa que una persona tan poco refinada era como una penitencia («... es un perfecto malabarista cogiendo guisantes con el cuchillo»). Lees se habría asombrado de haber sabido lo que McNish pensaba del grupo de tierra, del que formaba parte Lees: «He sido compañero de buque de toda clase de hombres —confiaba McNish a su diario—, en barcos de vela y de vapor, pero nunca de nadie como algunos de nuestro grupo de tierra, que emplean el lenguaje más soez como expresiones de amistad y, cosa peor, se les tolera.» Y esto lo escribió un viejo lobo de mar cuya franqueza intimidaba a casi todos.

No había tampoco mucho afecto entre McNish y Worsley, pues el primero no ocultaba su opinión acerca de los caprichos y la bulla del capitán. Nadie hubiese adivinado, en aquellos primeros meses del invierno de 1915, que sus vidas acabarían dependiendo de la habilidad de estos dos hombres, el bullicioso capitán y el hosco y áspero Chippy McNish.

El trabajo de Frank Hurley no se vio afectado por el cambio de planes. Siempre se le veía activo con tareas que él mismo se imponía, como hacer una caja para el deshielo destinada a la carne helada de foca, o tallar señales para los distintos camarotes del Ritz; el haber trabajado como electricista en una oficina postal de Sydney le permitía encargarse del pequeño generador del barco. Pero, sobre todo, se ocupaba de su fotografía. Las imágenes obtenidas por Hurley en los primeros días de la expedición, cuando el buque avanzaba por entre los témpanos, son maravillosas; figuras audaces, abstractas, de los mástiles del buque contra un fondo de hielo, o la cruz formada por el mástil y la verga recortada contra una vía de agua... Reflejan lo que debió de ser la embriagadora sensación de tener toda la Antártida como una blanca tela en la que marcar las limpias y firmes líneas del Endurance y de su sombra.

«H es una maravilla —escribió Worsley a finales de enero—. Con alegres blasfemias australianas, vaga solo por todas partes, por los lugares más peligrosos y resbaladizos que encuentra, contento y feliz siempre, pero lanzando tacos si consigue hacer una foto buena o nueva. Permanece con la cabeza descubierta y con el cabello suelto al viento, mientras los demás llevamos guantes y gorro, da vueltas a la manivela lanzando palabrotas de satisfacción y fotos de la vida por docenas.»

Cuando el barco quedó atrapado, Hurley enfocó su cámara hacia la vida doméstica del buque y hacia las visiones del mismo, inmovilizado, en el proteico mundo de hielo. Activo a todas horas, a veces se levantaba a medianoche para hacer fotos, siempre sensible a los diversos y cambiantes juegos de luz, siempre entusiasmado por el espectáculo del cielo, el hielo y las sombras.

La baja temperatura aumentaba las dificultades de todos los aspectos de su labor. Para proteger las cámaras de la condensación que las cubría cuando las llevaba del frío exterior al templado interior del buque, Hurley confeccionó en cubierta una alacena, donde podía guardarlas a una temperatura bastante constante. «Sin embargo... —escribió—, es necesario cuidar los aparatos cada vez que los saco, lubricarlos con petróleo, etc., especialmente el cinematógrafo. La película se vuelve muy quebradiza.»

El revelado se hacía en condiciones que distaban mucho de ser ideales. A finales del invierno escribió que «el trabajo en el cuarto oscuro es muy difícil debido a las bajas temperaturas. Afuera estamos a veinticinco bajo cero. El cuarto oscuro está situado cerca del cuarto de máquinas y una estufa primus eleva la temperatura por encima de diecisiete bajo cero. Lavar las placas es muy engorroso, pues hay que mantener caliente la bandeja, de lo contrario quedan presas en una masa de hielo. Después de varios cambios de agua, las coloco en un bastidor en el camarote de Sir Ernest, que suele estar a una temperatura bastante tolerable. Catalogo cuidadosamente y hago listas de todas las placas secas. El revelado es causa de muchas molestias en los dedos, que se agrietan en torno a las uñas, donde duelen». Comenta secamente en otro lugar que «encuentro dificultades para obtener suficiente agua para las operaciones de lavado». Toda el agua, desde luego, se conseguía fundiendo bloques de hielo.

El mes de abril, según escribió Shackleton, «no careció de acontecimientos». En dos ocasiones el hielo gruñó en torno al buque, escarchando sus costados y haciéndolo vibrar ligeramente. Era el primer indicio del potencial mortífero de la sólida masa de hielo.

El último día de abril los expedicionarios pudieron presenciar un espectáculo excepcional. Shackleton y Worsley se tomaron un descanso en su inspección del trineo de motor de Lees e, inspirados por un capricho momentáneo, bailaron un majestuoso vals sobre el hielo, mientras los miembros de la tripulación silbaban The Policeman's Holiday. La interpretación que hizo Lees de este improbable acontecimiento fue perspicaz: «Eso es puro Sir Ernest —escribió—. Siempre es capaz de guardarse sus problemas y de mostrar una apariencia valerosa. Su inagotable alegría significa mucho para un grupo de exploradores decepcionados como nosotros. A pesar de su propia gran decepción, y todos sabemos que es desastrosa, sólo se deja ver de buen humor y lleno de confianza. Es uno de los grandes optimistas vivientes... entra en liza cada vez con el estado de ánimo con que todo boxeador entra en el cuadrilátero.»

En junio empezó la parte más oscura del año. Excepto la de la luna y un par de horas de tenue luz diurna a mediodía, no había luz alguna. La temperatura descendió por debajo de los veintinueve grados bajo cero, y vías de agua que el día antes aparecían libres amanecían cubiertas por diez centímetros de hielo.

Durante este período oscuro, de calma chicha, el 9 de junio se manifestaron las altas presiones. A unos quinientos metros del barco, colosales masas de hielo crujían al chocar unas contra otras, estallando de vez en cuando con el apagado tronar de una distante artillería. Guiándose con linternas de mano, varios hombres salieron a observar la presión que iba amontonando enormes bloques de hielo, cada uno de muchas toneladas de peso, uno encima de otro, hasta una altura de cinco metros. El estrépito continuó hasta el 12 de junio, y el tiempo empeoró, lo que hizo imposible emprender nuevas excursiones.

El 15 de junio, todo volvía a estar en calma, y se preparó para el día siguiente una carrera entre equipos de perros. Este derby perruno fue una distracción bien recibida, después del inquietante estallido de presión. Entre dos luces, se iluminó la pista con lámparas de mano y Shackleton ordenó la salida. Había dado día libre a todos y varios de los marineros contribuyeron a la diversión disfrazándose de corredores de apuestas, aunque, según observó Hurley, «como parecen algo fulleros, nadie acepta sus apuestas». Los perros salieron, saludados por los pañuelos y los gritos de aliento.

Venció el equipo de Wild, que cubrió los setecientos metros en dos minutos y dieciséis segundos.

Unos días más tarde, se celebró otra fiesta, el 22 de junio, San Juan, el solsticio de verano, con comida y espectáculo. Hurley levantó un escenario, decorado con colgaduras e iluminado con lámparas de acetileno. La banda tocó la obertura de una Fantasía Discordia en cuatro tiempos y James ofreció la mejor representación de la noche, como Herr professor Schopenbaum, que disertó sobre La Caloría. «Muy aguda y completamente incomprensible», escribió Worsley. Pasada medianoche, todos cantaron el Dios salve al rey y se desearon unos a otros, buena suerte para el futuro.

«Desde la comodidad del Ritz es difícil imaginar que vamos a la deriva, totalmente congelados, en un mar de témpanos de hielo, en el corazón mismo del mar de Weddell —escribió Hurley. Y añadió—: A menudo me pregunto qué será de todo esto.» Sus palabras dan a entender que no se hablaba de ciertas posibilidades, ni siquiera cuando los estruendosos sonidos de la distante presión llegaban por el frío aire hasta el buque atrapado.

Hacia finales de junio, el Endurance había derivado más de mil kilómetros desde que quedó atrapado ciento cincuenta y ocho días antes, y cada kilómetro lo acercaba al mar abierto, más allá de las placas de hielo, y a la perspectiva de la libertad. Ahora aumentaban de manera perceptible las horas de luz diurna y todos esperaban con ganas volver a ver el sol. Los ejercicios con los perros resultaron más fáciles con el regreso de la luz y continuaron los conciertos y las charlas con proyecciones para matar el tiempo.

Tras varios días de calma, el 12 de julio se levantó un fuerte viento que se convirtió en ventisca el día 13. El buque se estremecía al aumentar la presión a su alrededor. Wild y Worsley estaban en el camarote de Shackleton: «El viento aullaba entre las cuerdas —recordó Worsley—, y no podía dejar de pensar que producía el tipo de sonido que puede esperarse de un ser humano si teme que lo asesinen.» En los momentos de calma, los tres hombres escuchaban el rozar del hielo contra los costados del buque. Fue entonces cuando Shackleton compartió con sus dos compañeros lo que sabía desde hacía varios meses.

«El barco no puede vivir con esto, capitán —dijo, deteniéndose en su incesante ir y venir por el pequeño camarote—. Es mejor que se resignen y piensen que es sólo cuestión de tiempo. Puede ser cosa de unos meses o puede ser sólo de unas semanas o hasta de días... pero lo que el hielo atrapa, el hielo se lo queda.»

Worsley escribió que recibió con desesperación e incredulidad esta noticia, y resulta difícil afirmar si, en los pocos meses que siguieron, consideró verdaderamente inevitable la pérdida del buque. A su manera, era un optimista más incurable que el propio Shackleton.

Pero éste lo sabía, y lo que Shackleton sabía, Wild lo creía. Los dos hombres salieron del camarote y volvieron a su rutina sin decir nada.

«Muerde el frío y a nadie se le permite salir del barco —observó Hurley el día siguiente—. Pero no estamos inquietos, porque la comodidad del Ritz es muy tentadora.» Mas en el lado opuesto del Ritz, McNish escribía en su diario: «Hubo un ligero choque anoche o temprano esta mañana. Fue un ruido debajo del fondo de la popa, como si el hielo se hubiese quebrado. Salté a cubierta, pero no pude ver qué era. El jefe cree que fue una ballena, pero yo creo otra cosa.»

El 21 de julio, en vista de las fuertes presiones, Shackleton ordenó que se despejaran las cubiertas, por si hubiera que evacuar a los perros que estaban en el quebradizo hielo, y durante la noche se establecieron guardias cada hora. El día siguiente, Worsley entró corriendo en el Ritz para anunciar que el hielo se había resquebrajado unos treinta metros delante del buque. Todos se pusieron los Burberry y los gorros y corrieron afuera. A unos trescientos metros a babor de la proa una enorme presión amontonaba macizos bloques de hielo como si fueran terrones de azúcar. Se apartaron los trineos y Shackleton, Wild y Worsley hicieron guardias de cuatro horas cada uno durante la noche. Ahora, Shackleton no dormía más allá de tres horas diarias, por la tarde.

En los días siguientes, se almacenaron raciones de emergencia, se prepararon los trineos para que estuvieran dispuestos en todo momento, y el 1 de agosto subieron los perros a bordo, a toda prisa, poco antes de que una oleada de grandes presiones hiciera que unos bloques de hielo aplastaran las perreras y las pulverizaran entre las fauces de los témpanos que se abrían y cerraban. Consiguieron apartar un gran pedazo de hielo que se había metido debajo del timón, no sin que antes hubiese causado graves daños.

Mientras soplaba la ventisca, las presiones sacudían el barco como si fuera un juguete, golpeaban su costado de babor y lo echaban atrás, adelante y de un lado a otro. Resistió sin hacer ruido, pero cuando cesó el ataque, una nueva presión comprimió sus costados, haciéndolo gruñir y tensarse, hasta que sus vigas llegaron a combarse.

«Todos hemos puesto nuestras ropas más gruesas en hatos tan pequeños como podemos —escribió aquella noche McNish—. He colocado las fotos de mis seres queridos dentro de la Biblia que nos obsequió la reina Alejandra, y la coloqué en mi bolsa.»

Alrededor del buque, bloques de hielo acorralados por témpanos saltaban como huesos de cereza apretados entre enormes pulgares e índices. El viento sopló con fuerza toda la noche, al día siguiente cayó, y todo quedó en calma, excepto algún distante tronar. Shackleton calculó que en los tres días que duró, la ventisca hizo derivar el barco hasta casi cincuenta kilómetros al norte.

Durante esta dura prueba, Lees, que se estaba recuperando de su ciática, yacía solo en el camarote de Marston, adonde lo transportaron a petición suya. Desde el camarote de cubierta escuchaba el tronar del hielo y los pasos de los guardias encima de él. Mientras el barco temblaba y se balanceaba, contenía la respiración, hasta ver en cada ocasión cómo se asentaba. El 9 de agosto salió al aire libre por primera vez en tres semanas, más flaco y muy debilitado.

Le esperaba una asombrosa visión: el Endurance estaba en un paisaje enteramente nuevo. Todos los rasgos familiares habían desaparecido o estaban como dislocados, y parecía que el barco hubiese sido empujado un centenar de metros a través de una placa de hielo de dos metros de espesor. «Es casi inconcebible que este pequeño barco haya sobrevivido a este cataclismo —escribió—. Ahora descansa sobre un costado, con el timón dañado y rodeado de grandes montones de bloques de hielo que se elevan a nivel de cubierta. Solíamos salir a pasear por una placa relativamente plana, pero ahora se encuentra uno inmediatamente en un laberinto de bloques de hielo y canales.»

Sin embargo, el Endurance sobrevivió y la presión se desvaneció. Gradualmente, se aclaró el tiempo y al acercarse el invierno a su fin, regresó vacilante el sol, que brillaba varias horas al día. Los ánimos se tranquilizaron al volver a las viejas rutinas. La mayor diversión la proporcionó Crean, que trataba de adiestrar a los cachorros que tan tiernamente había criado. El primer día que les puso el arnés, los perros, que ya pesaban unos treinta kilos cada uno, se tumbaron de espaldas, agitaron las patas en el aire y chillaron. «Sus ladridos y gritos de terror resuenan hasta lejos —escribió Worsley, que fue uno de los muchos que disfrutaron del espectáculo—. Siguen un camino incierto y de través, aunque cada cachorro posee la voz de Jeremías, la panza de Falstaff, y jadean y se caen por la nieve hasta que, con gran alegría suya, se dirigen hacia el barco, y entonces, durante unos pocos minutos, arrastran el trineo casi tan de prisa como un equipo de perros adultos. Crean espera que con dos lecciones más conseguirá enseñarles a arrastrar un trineo sin la ayuda de ningún guía. Entonces, los ascenderán de la categoría de cachorros a la de perros de arrastre.»

El resto del mes de agosto transcurrió sin incidentes, con espléndidos amaneceres que teñían el hielo de color de rosa, y delicadas formaciones de hielo que se deshacían en agua y que parecían campos de claveles. La noche del 17 de agosto, con una temperatura de treinta grados bajo cero, Hurley colocó veinte bombillas de magnesio detrás de los montículos de hielo que rodeaban el buque. «Casi cegado por los sucesivos destellos —anotó—, me perdí entre los montículos, golpeándome los tobillos contra cantos de hielo y hundiendo los pies en charcos helados.» Pero la foto que consiguió era evocadora e inquietante: el Endurance, buque espectral, a la vez valeroso y vulnerable, sobresaliendo del hielo que lo rodeaba.

Se acercaba la primavera. Los expedicionarios empezaban a preguntarse si al poder abrirse camino regresarían inmediatamente a la bahía Vahsel para empezar la travesía transcontinental, o volverían primero a la civilización para abastecerse de nuevo. Se hicieron apuestas sobre la fecha en que se rompería el hielo: Mcllroy sugirió el 3 de noviembre; Lees, pesimista como siempre, pensaba que no era probable que fuese antes de mediados de febrero; Shackleton dijo que apostaba por el 2 de octubre.

La presión volvió en la noche del 26 de agosto. Durante varios días no representó un verdadero peligro, pero en la noche del 1 de septiembre se volvió amenazadora. «En la noche del 2 de septiembre viví uno de los momentos más pavorosos de mi vida —recordó Bakewell—, Estaba tumbado en mi camastro cuando el barco saltó literalmente por el aire y cayó sobre su manga.» Las planchas de hierro del cuarto de máquinas se doblaron, se desencajaron los marcos de las puertas y las vigas se curvaron como si fueran a astillarse. El Endurance luchaba y gemía como si agonizara.

«Hubo momentos en que no creímos posible que el barco lo resistiera», escribió McNish, que había visto cómo se doblaban las vigas encima de él como troncos de bambú. Pero la presión pasó y una semana más tarde McNish estaba construyendo una casilla que protegiera al piloto de la furia de los elementos cuando se pusieran en marcha de nuevo. Entretanto, Shackleton había calculado, en privado, que estaban a unos cuatrocientos kilómetros de la tierra conocida más cercana, y a más de ochocientos del lugar civilizado más próximo.

Septiembre transcurrió sin nuevos contratiempos, aunque raramente estaba ausente el tronar de la distante presión, y los témpanos en torno al buque no cesaban de moverse. Los hombres jugaban sobre ellos al fútbol, entrenaban a los perros y cazaban focas, que regresaban con la primavera. Una noche, una ligera nevada hizo rielar el barco como si estuviera plateado, y el hielo parecía estar cubierto de diamantes.

En la tarde del 20 de septiembre, el acceso de presión más intenso sufrido hasta entonces sacudió el barco de la quilla al mástil, hasta el punto de que pareció que sus costados iban a abrirse. Pero al cabo de una hora la presión descendió.

Llegaron a octubre de 1915. El tercer día del mes hubo una presión muy fuerte a apenas diez metros del buque, que «estaba tan apresado entre los bloques de hielo» debajo del barco «como una roca en un glaciar», según palabras de Lees. Cuando se produjo una breve apertura del hielo, los tripulantes pudieron mirar el agua a los lados y ver, iluminados por el penetrante sol, grandes masas de hielo azulado, a más de doce metros por debajo de la superficie. Una escarcha rosada se elevaba por esos espacios abiertos, teñida de rojo al levantarse el sol, de modo que a veces parecía que el hielo estuviera ardiendo.

La subida de la temperatura, hasta alrededor de un grado bajo cero, provocó, el día 10, un blanduzco deshielo general. Los expedicionarios comenzaron a abandonar el Ritz y el día 13 regresaron a sus camarotes de siempre. La noche siguiente, la placa de hielo en que se hallaba apresado el barco se abrió súbitamente, el hielo se astilló debajo de la quilla y el buque flotó en agua clara por primera vez en nueve meses. Empujado por el viento que se había levantado, avanzó hasta cien metros por la estrecha vía de agua. Pero el hielo volvió a cercarlo y se encontró apresado de nuevo.

Durante los siguientes días, con los témpanos todavía sueltos, Shackleton mandó izar velas y trató de forzar el buque a avanzar, pero no lo consiguió. Poco después del té, el día 16, tras varios ruidosos golpes contra los costados, el barco comenzó a elevarse por encima del hielo escurriéndose entre los témpanos, y luego cayó bruscamente sobre el costado de babor, en un ángulo de unos treinta grados. Las perreras, los perros y los abastecimientos rodaron por cubierta formando montones de los que salían aullidos. Luego, hacia las nueve de la noche, se abatió la presión y el barco volvió a nivelarse.

El día 19, Shackleton hizo llenar las calderas y preparar sus fuegos, al mismo tiempo que se despejaba de pedazos de hielo el contorno del timón y del buque. Se encargó a McNish que construyera una pequeña batea, para navegar por las vías de agua y canales que se abrieran. Durante todo el día cayó intermitentemente nieve ligera, y por la noche apareció una orea en el breve espacio de agua que rodeaba el barco. Su enorme cuerpo pudo verse con claridad a través del agua tranquila y clara, mientras se paseaba tranquilamente alrededor del dañado navío.

En los días siguientes no cesó el trueno de la presión, que a James le parecía como el del tránsito callejero de Londres cuando se está sentado tranquilamente en un parque. Se reanudaron las guardias mientras los témpanos seguían rodeando el buque. Éste se veía ahora constantemente sacudido y batido, pero los expedicionarios se habían acostumbrado a ello hasta el punto de que se mostraban indiferentes a menos que hubiese un ruido o una sacudida muy violentos.

«Personalmente —escribió Worsley— me he hartado de alarmas ante las que no podemos hacer nada.» Los perros, inquietos por falta de ejercicio, aullaban y gemían al oír los amenazadores ruidos procedentes del hielo. «Gracias a Dios que el hielo se abre un poco —escribió Lees el día 23—. Las cosas parecen un poco mejores.» Después de una cena de buey en salazón, zanahorias, patatas hervidas y tartas Banbury, se hizo el tradicional brindis del sábado por la noche, «a la salud de las novias y las esposas». Había, ahora, hasta veintidós horas de luz diurna por jornada.

El sábado, 24 de octubre, pudieron ver cómo avanzaba la presión del hielo, durante un día por lo demás sin incidentes. Después de la cena, Lees acababa de poner The Wearing of the Green en el gramófono cuando un terrible choque sacudió el buque como un terremoto, haciéndolo temblar e inclinarse unos ocho grados hacia estribor. Los hombres acabaron de escuchar la canción, y luego, según Lees, salieron a cubierta «a ver si había ocurrido algo desacostumbrado». Encontraron a Shackleton en el hielo, con cara seria, examinando el codaste. Atrapado entre tres frentes de presión distintos contra su amura y en ambos costados, el Endurance se había doblado. El codaste estaba casi arrancado y ahora goteaba peligrosamente.

Shackleton ordenó inmediatamente que las bombas del cuarto de máquinas aumentaran la presión. Con el agua que iba subiendo peligrosamente, los maquinistas Rickinson y Kerr amontonaron desesperadamente carbón, madera, grasa de ballena, esforzándose en elevar la presión antes de que el agua, que iba subiendo, pudiera apagar el fuego. En menos de dos horas tenían la bomba en acción, pero pronto se dieron cuenta de que no bastaba para hacer frente a la subida del agua. Hudson, Greenstreet y Worsley desaparecieron en los pañoles, donde se almacenaba el carbón, para sacar la bomba de la sentina, que el hielo había inmovilizado todo el invierno. Excavando en el carbón, a oscuras, medio sumergidos en el agua negruzca y helada, consiguieron, a comienzos de la mañana, limpiar la bomba con ayuda de un soplete, y se establecieron turnos para moverla durante toda la jornada.

En los témpanos, los hombres se turnaron para cavar desesperadamente trincheras en torno al buque agonizante. Dentro de éste, el sonido del agua que entraba y el clic— clac de las bombas se elevaba por encima de los gemidos de las torturadas vigas. Abajo, en el cuarto de máquinas, Chippy McNish se ocupaba con feroz energía en construir un compartimento estanco a través de la popa, para contener la entrada de agua. Metido en ésta hasta la cintura, trabajó sin descanso toda la noche. Entretanto, los demás reunían febrilmente vituallas, ropa, comida de los perros, aparejos de los trineos, preparándose para desembarcar en el hielo. Worsley revisó la biblioteca de a bordo, arrancando de los libros que deberían abandonar los mapas, planos, hasta fotos de posibles recaladas. Marston, Lees y James trabajaron sacando vituallas mientras debajo de sus pies sonaba el agua que iba penetrando, y encima de ellos las vigas se curvaban, chirriaban y estallaban como disparos. A la mañana siguiente, Hurley fue a donde estaba McNish, que había trabajado incesantemente en la ataguía, y vio que se había contenido la entrada de agua.

«El agua —escribió— ha llegado a nivel del suelo del cuarto de máquinas, pero se consigue que no suba más. Todavía esperamos sacar con bien a nuestro barquito.»

Era un día encapotado, con neblina. Por todas partes se oía y veía la presión, que elevaba el hielo hasta alturas inimaginables, pero el buque estaba tranquilo. McNish seguía trabajando en el cuarto de máquinas, llenando con cemento el espacio entre los dos baluartes que había construido y reforzándolo con tiras arrancadas de las mantas. «Las cosas parecen algo más prometedoras —escribió Wordie ya entrado el día—. El sol brilla y esperamos que la ataguía dé resultado.» Desde las cuatro de la tarde hasta medianoche las bombas estuvieron constantemente en funcionamiento, hasta que se logró contener la entrada de agua. Se sacó de la popa todo lo almacenado en ella, para que se elevara por encima del agua, cuando se abriera el hielo, y así el barco pudiera flotar de nuevo. Aquella noche sólo se hizo funcionar la bomba del pantoque, mientras los agotados tripulantes echaban cabezadas pese a los leves ruidos que salían del buque. Chippy McNish seguía trabajando en la ataguía.

El día 26 amaneció claro, con algunas ligeras nubes, y el sol brillaba con deslumbrante belleza sobre el hielo. Todavía con el tronar de la presión en los oídos, a Shackleton le impresionó la incongruencia fantasmal de la serena belleza del día y la agonía de su barco. Desde el puente de mando, había visto que la presión lo doblaba, literalmente, como un arco, y a Worsley le pareció que el buque daba como una boqueada para respirar. Volvía a tener vías de agua y los agotados tripulantes se turnaban cada quince minutos en las bombas, medio dormidos de pie. A las nueve de la noche, Shackleton ordenó que se bajaran a un témpano estable los botes y los trineos. La entrada de agua disminuyó, contenida en cierta medida por los movimientos del hielo.

«No hemos abandonado toda esperanza de salvar el barco», escribió Hurley. Sin embargo, tomó la precaución de envolver su álbum de fotografías en tejido impermeable «... puesto que se trata del único registro de mi trabajo que podrá acompañarme en caso de que nos veamos obligados a bajar al hielo». Se había inmovilizado, pero esa tarde ocurrió un inquietante incidente cuando varios marineros estaban en cubierta. Se acercó solemnemente una bandada de ocho pingüinos emperador; era un número mayor que el habitual cuando viajaban en grupo. Miraron intensamente el barco durante un momento, y luego levantaron la cabeza y emitieron un lamento fantasmal. «He de confesar que nunca, antes o desde entonces, he oído un sonido similar al siniestro llanto que emitieron aquel día. No puedo explicarlo.» Era como si los emperadores hubieran entonado el canto fúnebre del barco. McLeod, el más supersticioso de los marineros, se volvió hacia Macklin y le preguntó: « ¿Has oído eso? Ninguno de nosotros volverá nunca a casa.»

Siguieron manejando las bombas toda la noche y la mañana siguiente. El 27 de octubre amaneció claro y despejado, pero frío, con una temperatura de veintidós grados y medio bajo cero. El hielo no había dejado de tronar, pero los hombres estaban demasiado fatigados para prestarle atención. Las bombas iban más y más de prisa y hubo quien improvisó una canción siguiendo su ritmo. La presión aumentó durante el día y a las cuatro de la tarde llegó a su punto culminante. De un golpe, se levantó el buque con la popa en lo alto, mientras un témpano en movimiento arrancaba el timón y la cabina de popa. Luego, el témpano aminoró la marcha y el barco se hundió algo en el agua. Las cubiertas comenzaron a romperse hacia arriba y cuando se desprendió la quilla, el agua penetró torrencialmente por todas partes.

Todo había terminado. A las cinco de la tarde Shackleton dio orden de abandonar el buque. Se evacuó a los perros por deslizadores o toboganes de lona y se bajaron al hielo las vituallas que se habían preparado de antemano. El jefe, desde la cubierta vibrante, miró por el tragaluz del cuarto de máquinas y vio cómo las máquinas caían de lado cuando los tornillos y puntales cedieron.

«Todo ha sucedido demasiado de prisa para que tengamos tiempo de lamentarnos —escribió Wordie—. Esto queda para el futuro.» Los hombres estaban embotados por la fatiga y por lo súbito del fin. Ninguno de los diarios manifiesta preocupación por la seguridad personal de quien lo escribe, pues toda la emoción se centra en la muerte del buque. Desde que quedó atrapado entre placas, habían aclamado su espíritu combativo: noble, valeroso, valiente, barquito con agallas, fueron las expresiones con que orgullosamente lo describieron. Era su primer viaje, y Hurley, que se apoyaba en el hecho de que en inglés los barcos pertenecen al género femenino, escribió que era «una novia del mar».

«Es difícil escribir lo que siento —anotó Shackleton en su diario—. Para un marino, su barco es más que un hogar flotante. [...] Ahora, crujiendo y temblando, su madera se rompe, sus heridas se abren y va abandonando lentamente la vida en el comienzo mismo de su carrera.»

Antes de marcharse definitivamente, Hurley recorrió por última vez el Ritz, que ya estaba hundido más de un palmo en el agua. El ruido de las vigas que se rompían en la oscuridad le alarmó y salió rápidamente. Pero de todos los sonidos e imágenes, fue tal vez el del reloj que seguía con su afable tic-tac en el cómodo camarote común, mientras el agua iba subiendo, lo que más le emocionó.

Shackleton fue el último en marcharse. Izó la bandera azul y los hombres, desde el hielo, lanzaron tres hurras de saludo. Por un cruel accidente, la lámpara de emergencia del barco se había encendido y al interrumpirse intermitentemente su circuito, a todos les pareció como si el Endurance les diera un triste, vacilante y definitivo adiós.

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Hurley y Macklin «en casa».
«Habrá cubículos que alojarán a dos miembros cada uno, de unos dos metros por metro y medio, a lo largo de ambos lados de la bodega. Tendrán cortinas en lugar de puertas.» (Lees, diario). El Billabong contenía dos cubículos, ocupados por Macklin, Hussey, Mcllroy y Hurley.

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Macklin y Greenstreet hierven grasa de ballena para los perros.
Varias estructuras de hielo, incluyendo una cuarentena y hospital para los perros enfermos, formaban el complejo de perriglúes.

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Camarote del Endurance.
El camarote de Shackleton, el ordenado depósito de sus ambiciones.

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El camino hacia el pasadizo.
Formaron una fila de montículos de hielo y los unieron mediante cuerdas ligeras, para que les sirvieran de guía durante las tormentas

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Perreras en torno al barco.
«Se bajó a todos los perros, para su gran deleite. Todas las manos se dedicaron a construir iglúes o perriglúes con bloques de hielo y nieve... Los perros están sujetos con cadenas, uno de cuyos extremos está enterrado en el hielo y allí congelado.» (Hurley, diario)

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Clark regresa de sus ejercicios invernales.
Con los esquíes en brazos, se prepara para entrar en la escotilla principal

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Yo mismo (Hurley) dando una «charla con diapositivas».
«Hurley presenta una sesión de diapositivas de Nueva Zelanda. Como tenía el honor de ser el único neozelandés a bordo, me esfuerzo por pronunciar una conferencia que consiste sobre todo en: "Esto es tal lugar". Tap tap con un palo para que aparezca la siguiente diapositiva. Al concluir, imito un haka o baile de guerra maorí con tres o cuatro excelentes alumnos.» (Worsley, diario)

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Una mañana en el Ritz a mediados del invierno de 1915.
En el fondo, a la izquierda, Blackborow lleva un trozo de hielo que será derretido para tener agua. A la derecha se ve a los científicos trabajando.

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Hussey y Hurley (turno de guardia de noche) se distraen con una amistosa partida.
«Hussey y yo somos los guardias nocturnos. Por la noche jugamos al ajedrez. A ambos nos entusiasma el juego, que ejercita el intelecto, por lo demás estancado.» (Hurley, diario)

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Worsley y James realizan las observaciones en invierno.
“Worsley y James tenían un gran telescopio; lo instalaban y, al observar el momento exacto de la ocultación de las estrellas, eran capaces de determinar la hora con exactitud.» (Macklin, diario)

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R. W. James.
«James era físico, y se dedicaba a las observaciones magnéticas, ocultaciones de las estrellas... Poseía maravillosos aparatos eléctricos que ninguno de nosotros entendía, y una de nuestras bromas, que no le hacía ninguna gracia, era decir que él tampoco los entendía.» (Macklin, diario)

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J. H. Wordie.
«Jock... es otro escocés de Glasgow... En conjunto es a la vez inofensivo y uno de los miembros más populares [de la expedición]. No le agradan las camarillas.» (Lees, diario)

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Robert S. Clark.
«Un día vimos un montón de pingüinos de aspecto envidioso... Clark alcanzó el éxtasis, en la medida que eso es posible para alguien de Aberdeen.» (Macklin, diario)

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Leonard D. A. Hussey.
«Nunca me pareció que Hussey tuviese mucho que hacer, pues todas sus observaciones nocturnas las hacía el guardia de noche; pero si queríamos que saliera y él no quería hacerlo, siempre alegaba la gran presión del trabajo meteorológico.» (Macklin, diario)

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A. H. Macklin.
Digno de confianza y leal, Macklin era el único «novato» antártico escogido para la travesía intercontinental.

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Un hombre comprueba un agujero en el hielo fuera del barco
Es probable que se trate de Clark, que insistía en buscar especímenes durante todo el período pasado en el hielo.

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Los visitantes del vigilante nocturno.
Las tareas del vigilante nocturno consistían en mantener encendidas las fogatas en el Ritz, en la cámara de oficiales de la cubierta superior, en el castillo de proa y en el camarote de Shackleton, además de vigilar a los perros por si se '-soltaban». Por encima de todo, se esperaba que vigilara los cambios en el hielo.

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Un vistazo al castillo de proa.
Se adivina en el trasfondo a How con su ukelele y a Stephenson a su lado; alrededor de la mesa (de izquierda a derecha) vemos a Holmes, a Vincent, a Blackborow y a McLeod.

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El capitán Frank Worsley.
«Los principales caprichos del capitán eran su entusiasmo por anunciar en cada puerto en que nos deteníamos en la ida que éste era "el buque bandera de Sir Ernest Shackleton, el Endurance, con rumbo al Antártico en un viaje de descubrimiento", y su insistencia en declarar que los camarotes, etc., a bordo estaban tan malventilados que tenía que dormir en los pasillos, que es lo que hace; pero está muy cuerdo, a pesar de estas pequeñas rarezas.» (Lees, diario)

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Hudson con crías de pingüinos emperador, 12 de enero de 1915; lat. 74° 45' S, 22° 33' O.
Este navegante se hizo famoso por su capacidad para atrapar pingüinos.

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El cocinero despellejando un pingüino en la cocina.
En el Endurance, la jornada de Creen se iniciaba al amanecer y no acababa hasta después de la cena. Hijo de un maestro pastelero, cocinaba doce barras de pan por día, además de despellejar y preparar la caza capturada en el hielo.

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Frank Hurley.
«Hurley, nuestro fotógrafo, es un personaje interesante. Es australiano —muy australiano— y fue fotógrafo en la reciente expedición australoasiática de Sir Douglas Mawson a la Tierra Adelia, en la Antártica. Como fotógrafo es excelente y dudo que alguien pudiera igualar su obra, ni siquiera Ponting...» (Lees, diario)

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Hurley.
Esta fotografía muestra a Hurley con su cámara de fotos y su cámara cinematográfica

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Hurley en la arboladura y Shackleton en cubierta.
«Hurley estaba muy ocupado con su cámara de fotos y de cine. Fijó su aparato en la punta extrema de la verga del mastelero de juanete para conseguir una vista panorámica de la placa.» (Macklin, diario)

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Hurley con su cámara.

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El Endurance en el hielo, 4 de abril de 1915.
«Durante la noche del día 3 oímos cómo el hielo se trituraba hacia el este, y por la mañana vimos que el hielo fresco se había alzado hasta 2,5 y 3 metros. Fue el primer murmullo del peligro que alcanzaría proporciones amenazadoras en los meses siguientes.» (Shackleton, South)

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Cena a mediados del invierno, 22 de junio de 1915.
«Cena a las seis: cerdo asado, compota de manzanas y guisantes en conserva, con budín de ciruela.» (McNish, diario)

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La tripulación del Endurance.
«La quilla se ha atascado y no hay modo de desatascarla, pero de momento todo está tranquilo y nos estamos quedando atrapados en el hielo otra vez, pero hay muchas grietas en el témpano al que Hurley llevó en grupo a todos los marineros el miércoles.» (McNish, diario)

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Al final del invierno, 1 de agosto de 1915.
«Nuestra posición se volvió sumamente peligrosa, puesto que grandes bloques [de hielo] se movían y se echaban las unos sobre los otros en lo que parecía ser su deseo de arrojar su potencia contra nuestras paredes.» (Hurley, diario)

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Nuevos pasadizos cubiertos de flores de hielo, principios de la primavera.
«Llevé la cámara de fotos de color al pasadizo esta mañana, en un hermoso paisaje como el de ayer y más espléndido todavía, gracias a un buen grupo de flores de hielo que surgían en el pasadizo y que, iluminadas por el sol de la mañana, semejaban un campo de claveles rosas.» (Hurley, diario)

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Los cachorros (de Sally y Sansón).
De izquierda a derecha, Nell, Toby, Roger y Nelson. «Además de su padre adoptivo, Crean, los cachorros adoptaron a Amundsen. Lo tiranizaban de modo implacable. Se le veía a menudo, a él, el perro más grande del grupo, sentado al frío aire libre con expresión de filosófica resignación mientras un corpulento cachorro ocupaba la entrada de su perriglú.» (Shackleton, South,)

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El regreso del sol.
«Lluvia sumamente fuerte de cristales de escarcha durante la noche; se incrustó en nuestros aparejos y algunas cuerdas llegaron a medir casi ocho centímetros de diámetro, pero el efecto es bellísimo.» (Hurley, diario)

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Poniendo arneses a los perros.
«El arnés se parece al que usa Amundsen, consistente en un collar acolchado sujeto a unos tirantes que rodean al perro y se atan con unas cinchas en la panza.» (Hurley, diario)

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Un tiro de perros haciendo ejercicio en el hielo.
«Un buen jefe buscará el mejor camino a través de un terreno duro y quebrado, no permitirá luchas entre su equipo ni se dejará llevar por caprichosas travesuras... Un tiro de nueve perros puede tirar de unos cuatrocientos cincuenta kilos.» (Hurley, diario)

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Los tiros de perros.
«Parece que un tiro padece una enfermedad del corazón y su amo espera obviamente que la creación entera contenga el aliento cuando los ve pasar. Una Persona Vulgar... tuvo el increíble descaro de soltar su horripilante grito de guerra mientras viajaba en el imponente medio de transporte tirado por estas dignas pero nerviosas criaturas; el indignado amo de las criaturas se lo reprochó a esta Persona Vulgar, señalándole el terror que su voz había provocado en los hermosos pero excitables y delicados perritos.» (Worsley, diario)

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El Endurance de noche.
El 27 de agosto de 1915: «De noche tomé una foto del barco asaltado por la presión del hielo. Necesité unos veinte focos, uno detrás de cada montículo, pues se requerían por lo menos diez focos para iluminar satisfactoriamente el propio barco. Casi cegado por los sucesivos destellos, me perdí entre los montículos, golpeándome los tobillos contra cantos de hielo y hundiendo los pies en charcos helados.» (Hurley, diario)

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Se abre una grieta en el témpano, 29 de septiembre de 1915.
«Mi cumpleaños, y espero sinceramente pasar el siguiente en CASA; hay una ligera brisa, un viento del sur de momento y hay una grieta en el témpano de unos diez metros delante del barco; si el viento sigue soplando un rato en esta dirección, abrirá el hielo.» (McNish, diario)

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Una hora más tarde.

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«Ayer, temprano por la tarde, se abrió una grieta en la trinchera cubierta de nieve, de SO cm de ancho, cuya formación se inició el 27 de agosto... Esta nueva grieta era de 20 cm a las seis; a las nueve de la mañana de repente se ensanchó otros 60 cm... Por la tarde, sin embargo, se produjo un gran cambio. Entre las dos y media y las tres y media, la inocente grieta se convirtió en un pasadizo de casi diez metros de ancho.»

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El Endurance se escora.
«De repente, el témpano a babor se rompió y enormes trozos de hielo salieron disparados desde debajo de la sentina de babor. Al cabo de unos segundos el barco se escoró treinta grados a babor.»(Shackleton, South,)

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Escora a babor.
«A las cinco menos cuarto de la tarde, lentamente pero con seguridad, el barco escoró a babor; desde la sala de máquinas nos llegaban toda clase de ruidos raros y luego, de golpe, todas las perreras que no estaban sujetas se deslizaron hacia estribor... En cinco segundos, el barco escoró al menos 30°. Es un mal viento que no trae nada bueno... Hurley salió de inmediato al témpano a fotografiar el barco desde todas las posiciones posibles.» (Wordie, diario)

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A babor del barco, el 19 de octubre de 1915
Shackleton, inclinado sobre la barandilla, tituló esta foto «El principio del fin».

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El naufragio del Endurance.
«Una horrible calamidad ha caído sobre el barco que ha sido nuestro hogar durante más de doce meses.. Estamos sin hogar y perdidos en un mar de hielo.» (Hurley, diario)

Capítulo IV
El campamento Paciencia

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Para la tripulación del Endurance de Alejandra, 31 de mayo de 1914: Que el Señor les ayude a cumplir con su deber y los guíe a través de todos los peligros por tierra y por mar.
«Ojalá vean las Obras del Señor y todas Sus maravillas en las profundidades.» (Inscripción en la Biblia del buque, donada por la reina Alejandra)

Reunión en el témpano: el jefe nos explica la situación y nos retiramos», escribía Wordie. Habían establecido el campamento en lo que parecía un témpano estable, a unos cien metros del barco destrozado. Hasta donde alcanzaba la vista, el hielo se alzaba alrededor, formando colosales fragmentos retorcidos. La temperatura había bajado a veintiséis grados bajo cero.

A cada hombre se le dio un saco de dormir y se le asignó espacio en una de las cinco tiendas de campaña.

«Había sólo dieciocho sacos de piel y los echamos a suertes —escribía McNish—, Por primera vez tuve suerte y me tocó uno.» Mediante un subterfugio que no se le escapó a ninguno de los marineros, a la mayoría de oficiales les tocó los menos deseables sacos de lana Jaeger.

«Hubo trampa en el sorteo —apuntó Bakewell—, pues Sir Ernest, el señor Wild... el capitán Worsley y algunos de los demás oficiales sacaron los sacos de lana. A sus subordinados les tocaron los buenos y calientes sacos de piel.»

Acostados sobre sábanas que no eran impermeables, los hombres escucharon el rechinar y el estruendo de los témpanos, cual truenos distantes, que recorrían el hielo debajo de sus cabezas, un sonido que ya no apagaban las sólidas amuras de madera. Sus tiendas de lino eran tan delgadas que se veía la luna desde dentro. Tres veces, aquella noche, el témpano en el que habían acampado se resquebrajó; tres veces tuvieron que coger las tiendas, los sacos de dormir y las sábanas, para volver a colocarlos.

«Una noche terrible —escribió James—, con el barco sombrío y oscuro recortado contra el cielo y los ruidos de la presión que sufría... parecían los gritos de una criatura viva.»

El propio Shackleton no regresó a su tienda, sino que anduvo de arriba abajo, escuchando la presión, con la vista clavada en su buque. «Cual una lámpara en la ventana de una casita, desafiaba a la noche —anotó—, hasta que, muy temprano por la mañana, el Endurance fue sometido a una presión especialmente violenta. Se oyó un crujido de vigas y la luz desapareció.»

En el helado amanecer, Hurley y Wild se unieron a él a fin de salvar del naufragio las latas de gasolina. Construyeron una especie de cocina, calentaron leche y la llevaron a los hombres en sus tiendas, «sorprendidos y un tanto acongojados —según las secas palabras de Shackleton— por la tranquilidad con que algunos de los hombres aceptaron esta contribución a su comodidad. No entendían bien el trabajo que habíamos hecho por ellos al amanecer, y oí a Wild decir: "Si alguno de ustedes, caballeros, quiere que le limpiemos las botas, ¡póngalas afuera!"»

Después de desayunar, Shackleton volvió a reunir a los hombres y les informó que en unos días empezarían a caminar hacia Cerro Nevado o la isla Robertson, a unos trescientos kilómetros al noroeste.

«Como siempre con él, lo hecho, hecho estaba —apuntó Macklin—, Era agua pasada y él miraba el futuro... Sin emoción, melodramatismo ni excitación, dijo: "El barco y las provisiones han desaparecido... de modo que ahora regresaremos a casa."»

La marcha proyectada requería que cargaran las provisiones básicas, así como dos de los tres botes salvavidas. Habían repartido ropa nueva, equipamiento de invierno y poco menos de medio kilo de tabaco para cada uno. Aparte de esto, tuvieron que limitar el peso de sus efectos personales a un kilo, con algunas excepciones: por ejemplo, Shackleton permitió a Hussey llevar su banjo, porque proporcionaría «un vital tónico mental» a los hombres.

Para dar ejemplo a sus compañeros, Shackleton descartó delante de ellos un puñado de monedas de oro, su reloj de oro, sus cepillos de plata y su neceser; luego, cogió la Biblia que la reina Alejandra había obsequiado al buque, arrancó la guarda y otras páginas y dejó el libro en el hielo. Las hojas que conservó eran las del Salmo 23 El campamento Paciencia y unos versos de Job:

¿De qué entrañas llegó el hielo?
Y la blanca escarcha del Cielo, ¿quién la engendró?
Las aguas están escondidas, como por una piedra
y el rostro de las profundidades está helado.

El montón —compuesto de uniformes de gala, equipo científico, libros, relojes, utensilios de cocina, cuerdas, herramientas, banderas, sextantes, cronómetros, diarios y mantas— creció conforme los hombres echaban en él todas las pertenencias que no fuesen esenciales. McNish ató los botes a unos trineos; otros repartían las raciones, ordenaban su equipo y cosían bolsillos en su ropa, a fin de guardar posesiones preciadas, como cucharas, cuchillos, papel higiénico y cepillos de dientes.

En las dos noches siguientes no llovió ni nevó, pero el 30 de octubre, los hombres se despertaron con una mañana helada y nevada. Todos estaban listos para ponerse en camino, y a la una y cuarto un «destacamento pionero», compuesto por Shackleton, Hudson, Hurley y Wordie, inició la marcha. «¡Ahora vamos a isla Robertson, chicos!», gritó Shackleton, y todos le vitorearon. Esta avanzadilla debía intentar rebajar los montículos, romper los bloques de hielo y los escollos que ejercerían presión sobre quienes se desplazarían en los botes y los trineos tirados por los perros.

A las tres menos cinco, Crean sacrificó a tres de sus cachorros y a la señora Chippy, a la que se consideraba ya la mascota del buque. Macklin tuvo que sacrificar a su perro Sirius, al que no había enseñado a andar con arnés; el siempre amistoso animal saltó para lamerle la mano, que temblaba tanto que Macklin tuvo que disparar dos veces para matarlo. El sonido de los disparos por encima del hielo ensombreció aún más un día ya de por sí amargo.

A las tres de la tarde el resto de la procesión se puso en marcha. Desde la avanzadilla de cabeza hasta el bote con cupo para quince hombres que iba a la cola, la desorganizada fila cubría más de un kilómetro y medio. Siete equipos de perros se relevaban con cargas menos pesadas.

A las seis de la tarde se detuvieron para pasar la noche. Habían recorrido apenas un kilómetro y medio.

«Un día espantoso —escribió Lees a la mañana siguiente—. Fuerte nevada con temperaturas muy altas y todo mojado.» Debido a la nieve no salieron hasta la tarde; habían avanzado menos de un kilómetro cuando el tiempo empeoró, y Shackleton decidió detenerse. El tercer día, el 1 de noviembre, cubrieron menos de medio kilómetro, a veces con la nieve hasta las caderas, antes de rendirse.

«El estado de la superficie es atroz... —apuntó Hurley—. Parece que no haya un solo metro cuadrado de superficie lisa que no esté cubierto por un laberinto de montículos y escollos.» Tras conferenciar con su comité asesor ad hoc, compuesto por Wild, Worsley y Hurley, Shackleton reconoció que sería inútil seguir, y anunció que establecerían un nuevo campamento para esperar la rotura del hielo que les permitiera llevar los botes al agua. Esperaban que la corriente de la placa los llevara rumbo al nordeste, dejándolos al alcance de la isla Paulet, a casi seiscientos cincuenta kilómetros de donde estaban en ese momento. En isla Paulet la expedición sueca de Nordenskjóld construyó una cabaña en 1902, provista con vituallas de emergencia; Shackleton lo sabía porque doce años antes, ¡qué ironía!, él mismo había ayudado a aprovisionar la operación de socorro de esa expedición. Desde allí un pequeño grupo iría a la bahía Guillermina, donde sin duda se encontrarían con balleneros. Entretanto, al nuevo campamento, situado en un sólido témpano de unos seis metros de grosor, a un kilómetro del naufragado Endurance, lo llamaron campamento Océano.

En los días siguientes, equipos de salvamento iban y venían del campamento provisional, donde habían abandonado el barco, a su nuevo cuartel. Muchos de los objetos sacados del buque durante el desastre se habían hundido en la nieve por su propio peso y no se podían recuperar. No obstante, los hombres se alegraron de poder rescatar muchas cosas, incluyendo algunos volúmenes de la Enciclopedia Británica. Sacaron la timonera entera de la cubierta, ahora bajo casi un metro de agua, y la usaron como almacén. McNish cortó una abertura a través de la cubierta encima del Ritz y descargó varias cajas de alimentos, algunas más útiles que otras: las de azúcar y harina se merecieron estruendosos vítores, pero las de nueces, cebollas y bicarbonato sódico sólo recibieron quejas.

Fue durante este tiempo de excavar en las entrañas del buque naufragado cuando Hurley decidió rescatar sus negativos.

«De día —escribió— cortaba con machete las gruesas paredes del frigorífico, a fin de recuperar los negativos guardados en él. Se encontraban bajo más de un metro de hielo más o menos blando; me desnudé de cintura para arriba, me zambullí debajo del hielo y los saqué. Afortunadamente, están soldados en latas de doble forro, por lo que espero que no hayan sufrido con la inmersión.»

Puesto que el nuevo plan requería el uso de los botes, se siguió limitando el peso de las posesiones personales de cada hombre, pero cuando Hurley regresó con sus preciados negativos, Shackleton cedió.

«Pasé el día con Sir Ernest, seleccionando mis mejores negativos de la colección del año —apuntó Hurley el 9 de noviembre—. Volví a soldar ciento veinte y descarté cuatrocientos. Esta desgraciada reducción es esencial, ya que debemos recortar drásticamente el peso debido al espacio muy limitado de que dispondremos en los botes.» Entre los negativos seleccionados, había veinte diapositivas en color y cien plicas de cristal, enteras y medias.

«Acuérdate de poner tu viejo diario en mi bolsa, pues creo que lo llevas con mayor regularidad que yo», había dicho Shackleton a Lees cuando abandonaron e. barco. Se acordaba del libro y de los derechos que le habían pagado por anticipado para financiar la expedición. Las fotografías de Hurley resultarían igualmente valiosas.

Por fin, en trineos tirados por perros, llevaron tres toneladas de provisiones al campamento Océano, y las depositaron en la antigua timonera, ahora apodada «la conejera». El nuevo campamento se fue conformando; en el centro, la nueva cocina, hecha de velas y palos, contenía un fogón que Hurley construyó con un cincel, aprovechando el conducto de cenizas del barco; cerca de ella, en fila, tres tiendas semiesféricas y dos triangulares, y los perros por equipos, atados a palos clavados; una plataforma hecha de tablas de la cubierta y palos servía de vigía; sobre ella ondeaban las banderas del rey y del Royal ClydeYacht Club.

Establecieron una rutina. A las ocho y media desayunaban foca frita, masa de harina cocida llamada bannock y té. En cada tienda había alguien encargado de llevar las comidas de la cocina a la tienda. Después del desayuno, hasta la una y media, unos grupos salían a buscar focas y otros se consagraban a quehaceres en el campamento. Por la tarde se dedicaban a hacer lo que quisieran, por lo general leer, zurcir o pasear. A las cinco y media se servía estofado (hoosh) de pingüino con cacao y, a continuación, todos se acostaban en los sacos de dormir. Durante la noche montaban guardia cada hora, por si los perros «se iban a la deriva» o por si el témpano se rompía de pronto.

Las raciones originalmente pensadas para la travesía continental fueron de los primeros artículos evacuados después del naufragio, y las conservaban escrupulosamente para el viaje en botes, que pretendían realizar al cabo de uno o dos meses. Los cálculos de cuánto tiempo les duraría el resto de los alimentos salvados variaban según la personalidad de cada uno. Hurley pensaba que había «suficiente comida en el campamento, añadidos los pingüinos y las focas, para durar nueve meses». Las estimaciones de Lees, basadas en la experiencia y más realistas, no iban más allá de unos cien días. Shackleton asignó cuatrocientos cincuenta gramos de comida por persona y día, una ración incómodamente frugal, pero no de hambruna. La principal crítica de los hombres en ese momento tenía que ver con la monotonía del rancho.

Shackleton asignó las tiendas con la astucia que cabía esperar de él.

«Puso en la suya a los que creía que no congeniaban con los demás... No era fácil llevarse bien con los que tenía en su tienda... Eran bastante dispares», según Greenstreet. Con Shackleton, en la tienda número uno, estaban Hurley, Hudson y James; estos dos últimos eran fáciles de embromar y aguijonear, y Shackleton los incluyó por su propio bien; en cuanto a Hurley, su vanidad se sentía halagada si estaba con «el jefe». Shackleton recelaba mucho de Hurley, que ya desde el inicio de la expedición se había ganado varios seguidores, gracias a su indudable competencia y a sus excelentes antecedentes profesionales; en cuanto a resistencia mental y física, estaba al mismo nivel que Wild y Crean, pero carecía de su indiscutible lealtad, por lo que Shackleton se esforzaba en «consultarlo» e incluirlo en todas las conferencias de cierta importancia.

Wild, Wordie, Mcllroy y McNish compartían la tienda número dos: Shackleton incluyó al sombrío carpintero entre hombres que consideraba «sólidos», bajo la mirada atenta de Wild. La tienda número tres, grande y semiesférica, albergaba a los ocho hombres del castillo de proa: How, Bakewell, McCarthy, McLeod, Vincenr Holness, Stephenson y Green, que sin duda esperaban permanecer juntos. Crean estaba encargado de la tienda número cuatro, que por lo general no presentaba problemas; sus compañeros eran Hussey, Marston y Cheetham. Worsley compartía la otra tienda grande, la número cinco, con Greenstreet, Lees, Clark, Kerr, Rickinson y Blackborow.

Los días transcurrían en una total inactividad, aunque no del todo desagradable Aparte de las especulaciones acerca del progreso de la guerra en Europa, las conversaciones más apasionadas tenían que ver con el tiempo, el viento y la velocidad con que se desplazaba el hielo.

«La tormenta continúa y todos esperamos que dure un mes, pues hemos avanzado veintisiete kilómetros en dirección noroeste desde nuestra última observación escribía McNish el 6 de noviembre, día en que se inició la primera tormenta fuerte de nieve. Tanto el rumbo como la velocidad del desplazamiento eran de suma importancia. Lo ideal era que la dominante corriente de noroeste los llevara al largo brazo de la península Antártica, cerca de las islas de Cerro Nevado, Robertson o Paulet; por otro lado, cabía la peligrosa posibilidad de que la corriente fuera en dirección nordeste o este, alejándolos de tierra firme, o bien, por supuesto, que la plica se parara, en cuyo caso tendrían que enfrentarse a otro invierno sobre el hielo.

A mediados de noviembre el tiempo se volvió increíblemente suave: las temperaturas subieron a entre seis grados y un grado bajo cero. Si bien se alegraron porque esto constituía una señal de la inminente rotura de la placa, las condiciones de vida se tornaron menos cómodas. El campamento se llenó de aguanieve por la que teman que vadear, y en ocasiones caían en ocultos charcos de agua. En el interior de las tiendas, la temperatura subía hasta veintiún grados, un calor opresivo en esas circunstancias. Todas las tiendas contaban con suelo de madera, hecho con las tablas de las perreras y del barco, pero ni siquiera esto mantenía los sacos de dormir fuera de los charcos. De noche, la temperatura descendía a dieciocho grados bajo cero, lo bastante fría para que el aliento cayera en forma de polvo de nieve en las tiendas.

Se acostaban como sardinas, los pies de uno contra la cabeza de otro; no había espacio para girar ni para caminar cuando salían o entraban. Inevitablemente, las menores tensiones se exacerbaban.

«Las paredes de las tiendas son muy finas —escribía Lees—, más finas que este papel, y tienen orejas tanto por fuera como por dentro, y se oyen muchos fragmentos de conversaciones que no deberían oírse.» El papel que el propio Lees desempeñaba en el grupo resultó tan fascinante como patético. Aparte de sus demás rasgos irritantes, roncaba, y a principios de noviembre anota en su diario que «hay un movimiento para sacarme de la tienda de ocho hombres para que me vaya a dormir a la conejera». La campaña dio resultado y poco después Lees daba los últimos toques a su dormitorio en el almacén.

«Esta noche se oyen amargos sollozos y lamentos en la tienda número cinco, por la pérdida de su querido "coronel", que se ha ido a dormir a su almacén en la vieja timonera», apuntaba Worsley, irónico. En vista de la obsesión de Shackleton por mantener física y moralmente unido al grupo, asombra que permitiera que Lees se fuera o que lo ahuyentaran. Sin embargo, tenía claros motivos para querer neutralizarlo.

«La dieta normal de un ser humano ha de contener los tres principales ingredientes: proteínas, grasas e hidratos de carbono; en una proporción de 1-1-2, respectivamente, sea cual sea el peso —anotó Lees en su diario, como cabía esperar—, o sea, que debe haber más del doble de hidratos de carbono (alimentos harinosos y azúcar)... Como están las cosas, nuestra harina no nos durará más de diez semanas, a todo estirar...», y así continúa, interminablemente. La visión de su cara abiertamente angustiada, sus incesantes y meticulosos inventarios y sus preocupadas declaraciones acerca de una inminente escasez debieron de sacar a Shackleton de sus casillas.

Y no ayudaba que sus observaciones fuesen acertadas, pues no parece haber captado el aspecto más importante del problema de la tripulación, a saber, que, desde un punto de vista racional, su situación era no sólo desesperada, sino imposible. Por esto, las estrategias de supervivencia no podían basarse completamente en la realidad. Las tácticas de supervivencia que aplicó Shackleton suponían una peligrosa apuesta entre la moral y las necesidades prácticas, y lo que menos precisaba era que los hombres oyeran las sombrías invocaciones a las leves de la ciencia y la razón. Por esto, sólo podía alegrarle la decisión de condenar a Lees al ostracismo o de minar su credibilidad.

No obstante, una de las exigencias prácticas a la que sí prestó atención fue la preparación de los botes para el inevitable viaje.

«He estado ocupado desde el sábado dando los últimos toques al trineo del bote —escribió McNish el 16 de noviembre— y ahora lo estoy alzando treinta centímetros y añadiéndole cubiertas para que pueda transportar a todo el grupo, caso de que tengamos que hacer un viaje más largo del que anticipamos de momento.» Esto lo hizo con las únicas herramientas que le quedaban: una sierra, un martillo, un cincel y una azuela. En menos de dos semanas acabó los tres botes, pero seguía haciendo apaños.

«He empezado a alzar el Dudley Docker el equivalente de una traca, con tranquilidad —apuntó—. Me ayuda a matar el tiempo y hace que el bote sea más navegable.» Todos los que se detenían a observarlo quedaban impresionados. A mediados de diciembre seguía trabajando en los botes para, como decía, «matar el tiempo». En este caso dedicaba sus cuidados al ballenero de siete metros de eslora llamado James Caird en honor del principal benefactor de la expedición y construido en un astillero a orillas del Támesis, siguiendo las especificaciones de Worsley.

«La tablazón era toda de pino báltico, la quilla y la cuaderna, de olmo norteamericano, la roda y el codaste, de roble inglés», según Worsley. Uno de los refinamientos de McNish consistió en añadir listones contra las rozaduras en la amura de proa, a fin «de que el hielo recién formado no lo corte, porque está hecho de pino blanco, que no dura mucho en el hielo». En lugar de los habituales materiales de calafateo, es decir la estopa y la resina, llenó las junturas con mechas de vela y las selló con las pinturas al óleo de Marston. Los clavos que usó eran los de la madera rescatada del Endurance.

El deshielo había provocado cambios sutiles en el paisaje: los contorsionados campos de hielo se habían suavizado y presentaban un entramado de vías de agua. Los días eran muy largos: el sol salía a las tres de la mañana y se ponía a las nueve de la noche. Para matar el tiempo, los hombres cazaban focas entre el hielo medio derretido, jugaban a cartas y discutían sobre artículos de la Enciclopedia Británica. En la tienda número cinco, Clark leía en voz alta pasajes de la obra Science from an easy Chair. Seguían cantando ya avanzada la tarde. Marston cambiaba las suelas de las botas de todos, y Hurley se hallaba absorto en la improvisación de crampones para la marcha hacia el oeste desde la isla Cerro Nevado.

La tarde del 21 de noviembre, poco después de dar de comer a los perros, mientras leían y conversaban tranquilamente en sus tiendas, los hombres oyeron a Shackleton gritar:

— ¡Se va, chicos!

Salieron corriendo y, desde la plataforma de vigilancia y otras posiciones ventajosas, vieron los últimos momentos de existencia del Endurance. Con la popa levantada, se fue a pique con una rápida zambullida, la proa primero.

«Se produjo un silencio raro en el campamento —observó Bakewell—. En cuanto a mí, se me formó un extraño nudo en la garganta y me costaba tragar... Ahora nos encontrábamos muy solos.»

—Se ha ido, muchachos —anunció Shackleton en voz baja desde la plataforma de vigilancia. Y en su diario, escribió: «A las cinco de la tarde se fue a pique de cabeza: la popa, la que había provocado todos los problemas, fue la última en hundirse. No puedo escribir nada más al respecto.»

Según continuaba el deshielo se abrían más vías de agua, de modo que las ocasionales excursiones de salvamento al campamento provisional se volvieron cada vez más peligrosas. Con creciente dificultad, los perros se abrían camino en el siempre cambiante laberinto de canales, a fin de recoger las focas muertas por los cazadores. El témpano en el que habían acampado había girado hasta quince grados este en el hielo que se iba derritiendo. Sin embargo, la placa en sí no parecía estar a punto de quebrarse.

«En realidad, Sir Ernest no ignora la posibilidad de que tengamos que permanecer en el témpano hasta que llegue a las Oreadas del Sur —anotó Lees—. Pero no le gusta que se hable de ello, por temor a crear una sensación de desolación, sobre todo entre los marineros.»

Los ya conocidos hitos flotaban majestuosamente a través del inundado y borroso paisaje. El viejo amigo de la tripulación, el Rampart Berg, que se había acercado y se encontraba a apenas ocho kilómetros, se veía azul oscuro, lo que indicaba que podría estar flotando en mar abierto. Una espesa neblina ocultaba a veces el paisaje; caía aguanieve y, en una ocasión, lluvia. A fines de noviembre, el cielo azul dio paso a granizadas; el ruido del granizo al caer sobre las tiendas recordó a Wordie un chapuzón caído sobre árboles. Flotaban con rumbo noroeste a una velocidad de poco más de tres kilómetros por día.

Diciembre no fue un mes fácil para Shackleton. Hacia fines de noviembre sufrió un acceso de ciática, que empeoró en los días siguientes, hasta que no pudo levantarse sin ayuda del saco de dormir; sin duda no le ayudó el haberse acostado en un saco de lana sobre madera mojada. Lo peor fue que la ciática lo mantuvo apartado de los acontecimientos del campamento. James, que compartía su tienda, observó que «vigilaba siempre por si se producía una baja en la moral, o algún descontento, a fin de remediarlo de inmediato». Lo que Shackleton temía por encima de todo era perder el control de sus hombres. Su enfermedad lo puso nervioso e inquieto, y cuando por fin se recuperó, al cabo de unas dos semanas, no estaba precisamente de buen humor. «El jefe echa la bronca al cocinero por hacer bannocks pastosos», escribió Hurley el primer día que Shackleton se levantó. Los hombres también se sentían inquietos y había preocupantes signos de descontento entre los marineros.

La tripulación controlaba el deslizamiento de su témpano con mayor intensidad que nunca.

«En cuanto hayamos pasado el Círculo Ártico (66° 33') tendremos la impresión de estar a medio camino de casa —anotó Lees el 12 de diciembre—. Y es posible que con vientos favorables lo crucemos antes del año nuevo.» Pocos días después, una fuerte tempestad venida del sur prometía empujarlos más allá de la línea mágica mucho antes de lo que habían previsto, pero el 18 de diciembre el viento cambió y sopló desde el noroeste, impulsándolos por donde habían venido. No obstante, lo que más preocupaba era que la corriente giró sutilmente hacia el este, alejándolos así de una posible recalada. Shackleton discutió con Wild y Hurley la posibilidad de intentar acercarse a tierra a pie, en parte para evitar el ominoso indicio de que flotaban hacia el este, y en parte porque —cosa con la que Wild estaba de acuerdo— «un tiempo de trabajo duro haría bien a todos». El día 20, los tres fueron a comprobar el estado del hielo.

«Encontramos que la superficie y las condiciones eran buenas; aproximadamente el 75 % de la marcha fue espléndido», manifestó el optimista Hurley en su diario.

Shackleton informó a los expedicionarios de que emprenderían la marcha el 23 de diciembre, el día después del solsticio de verano, en que celebrarían la Navidad. El anuncio supuso una noticia desagradable para muchos. «Por lo que he visto, será una marcha horrible —escribió Greenstreet—. La blandura es mucho peor que cuando abandonamos el barco y, en mi opinión, sólo debería hacerse como último recurso; espero sinceramente que olvide la idea de inmediato. En nuestra tienda ha habido fuertes discusiones al respecto...»

Pese a la gran fiesta de «Navidad», no todos estaban de buen humor cuando levantaron el campamento a la mañana siguiente, 23 de diciembre. Shackleton decidió que andarían de noche, cuando el hielo estuviese más duro, y por tanto despertó a los hombres a las tres de la mañana; era un día brumoso, triste. La primera marcha abortada se había iniciado con auténtico optimismo, pero muchos emprendieron ésta, la segunda, con resignada y desganada obediencia.

Dieciocho hombres tiraron con gran esfuerzo de dos de los botes, sobre un hielo precario; luego todos regresaron a guardar las provisiones restantes. Arrastraron tiendas, cocina, provisiones y trineos hasta los botes, y allí acamparon. Dejaron el tercer bote en el campamento Océano. Al final del primer día habían recorrido unos dos kilómetros en ocho horas de marcha.

Los días siguientes transcurrieron con la misma tediosa e ingrata rutina. Nunca del todo descansados, con un hambre nunca del todo saciada y siempre mojados, los hombres andaban a duras penas bajo el peso de sus mochilas, y resbalaban en los montículos y el hielo medio derretido; recorrían un promedio de un kilómetro diario. Shackleton había planeado ir hacia el oeste unos 95 kilómetros, pero hasta él debió de darse cuenta de que nunca lo lograrían.

«Nunca he tenido la desgracia de participar en una marcha más dura y descorazonadora», escribió Bakewell.

El 27 de diciembre se hicieron patentes las dudas silenciosas y los resentimientos.

«El jefe tuvo problemas hoy con el carpintero mientras iba en trineo —apuntó Wordie—. Esta noche nos reunimos en el témpano y el jefe nos leyó las normas del barco.» Tras andar por una sección de hielo especialmente difícil, McNish se paró en seco y anunció, con lenguaje grosero, que no pensaba seguir.

Shackleton iba al frente con la avanzadilla y Worsley, encargado de los que tiraban de los botes, tuvo que tratar con McNish, cosa que no fue capaz de hacer. Siempre hubo tensión entre ellos, y es posible que el incidente no se hubiese producido de haber estado los tiradores de los botes al mando de otra persona. En todo caso, un agitado Worsley mandó llamar a Shackleton, quien regresó a toda prisa a la cola de la columna.

McNish estaba exhausto, empapado, sufría de almorranas y todavía lamentaba la pérdida de su gato, la señora Chippy. Se había quejado durante días enteros de que no le habían dejado rescatar madera del Endurance con la que construir un balandro que los hubiese llevado a todos a la libertad. Otros compartían su desilusión. El viejo lobo de mar, convertido en abogado, alegaba que su deber de obedecer las órdenes se había acabado con el abandono del Endurance.

Shackleton y McNish se dijeron cosas muy duras. Técnicamente, McNish tenía razón. No obstante, Shackleton convocó una reunión y leyó las normas del barco, añadiendo algunas de su propia cosecha: informó a sus hombres de que se les pagaría hasta el día en que llegaran a buen puerto y no, como se acostumbraba, sólo hasta la pérdida del barco. Por consiguiente, dijo, estaban a sus órdenes hasta entonces.

McNish se tranquilizó y la situación quedó resuelta. Sin embargo, Shackleton no olvidó el peligro que había evitado de milagro. Había más en juego que un marinero descontento. No era sólo que McNish hubiese desobedecido las órdenes en un momento en que los ánimos se encontraban en un punto bajísimo, sino que, además, había desafiado las declaraciones optimistas de Shackleton. Ahora resultaba imposible fingir que sus arduos esfuerzos tuviesen la más mínima oportunidad de acabar bien. Quizá tuviesen razón sus críticos; acaso no debieron irse del campamento Océano; tal vez Chippy debió construir el balandro. La breve rebelión de McNish había sugerido lo impensable, o sea, que el jefe era capaz de cometer errores.

En este contexto lleno de tensión, la renuente decisión que tomó de suspender la marcha apenas dos días después fue tan amarga como valiente. Más adelante, el hielo resultaba impracticable, lo que les obligó no sólo a detenerse sino también a desandar ochocientos metros, hasta un lugar más seguro. Los hombres se acostaron a las diez de la noche, sin cenar.

«Me acosté, pero no pude dormir —escribió Shackleton en su diario—. Creía que todo el asunto se había terminado y decidí regresar al hielo más seguro: es lo único seguro... Estoy angustiado... Todos trabajan bien, salvo el carpintero: nunca lo olvidaré en este tiempo de pruebas y tensiones.»

Para el nuevo campamento escogieron un témpano que parecía sólido, pero al día siguiente una profunda hendidura los obligó a trasladarlo de nuevo. Descubrieron que el hielo no era tan estable como el del campamento anterior.

«Todos los témpanos por aquí parecen saturados de mar hasta la mismísima superficie —indicó Worslev en su diario—, tanto que, cuando se corta dos centímetros y medio debajo de la superficie de un témpano de unos dos metros de grueso, el agua aparece casi inmediatamente en el agujero.» Pero estaban atrapados, pues los témpanos a su espalda se habían desintegrado demasiado para poder retirarse a ellos.

En una semana de agotadora marcha, los expedicionarios habían recorrido trece kilómetros. Atrás, en el campamento Océano, habían dejado más provisiones, libros, ropa, una cocina que funcionaba bien, madera para el suelo de las tiendas y... una cómoda rutina. Para colmo, el viaje había dañado los bores que con tanto esfuerzo habían arrastrado.

«Oí al carpintero decir que si teníamos que recorrer mucha más superficie helada, los botes no flotarían cuando encontráramos mar abierto», recordó Bakewell. No cabe duda de que McNish se empeñó en dar a conocer a todos esta información; así se desquitaba, pues lo que los marineros temían por encima de todo eran los daños a sus preciados botes.

Pese a los amargos reveses y los arrepentimientos, debían reanudar la vida en los témpanos. Armaron las tiendas en línea recta sobre la traicionera nieve, paralelas a los perros. «Al campamento lo hemos llamado campamento Paciencia», escribió Lees.

Era enero de 1918, y las placas no daban muestras de quebrarse. Para colmo, el viento había bajado, dejándolos muy cerca del paralelo 66. Los días y las semanas transcurrían con renovado tedio y malhumorada tensión.

«Jugar a esperar está agotando la paciencia de todos», observó Hurley con una impaciencia impropia de él, pues frente a las circunstancias cambiantes solía ser tan resistente como cualquiera de la expedición, o más. A fin de matar el tiempo, los hombres paseaban por el perímetro de su témpano, leían, jugaban al bridge y se tumbaban en los sacos de dormir. McNish hizo gran ostentación de volver a calafatear los botes con sangre de foca. Y ahora analizaban su situación más a fondo que antes.

«En todo caso, el jefe ha vuelto a cambiar de opinión —escribió Wordie—; ahora pretende esperar a que haya vías y cree que las habrá, con tanta firmeza como creía, hace una semana, que la nieve sería adecuada para arrastrar los botes dieciséis kilómetros por día.» El propio Shackleton estaba preocupado e irritable, nada abierto a las sugerencias bienintencionadas. Lees se mostraba abiertamente angustiado por las provisiones y a diario llevaba a cabo excursiones de caza de focas, excursiones no autorizadas, sobre el hielo cada vez más quebradizo; Worsley acabó por tener que «encargarse» de él. A Shackleton le exasperó la sugerencia de Greenstreet de matar y almacenar toda foca y todo pingüino que se acercara al campamento.

Según Greenstreet, le dijo: «Eres un maldito pesimista. Eso mosquearía a los de proa, ¡creerían que nunca vamos a salir de ésta!» Sin embargo, la alimentación se había convertido en un problema realmente preocupante: las focas escaseaban y las provisiones de carne y grasa disminuían.

El 14 de enero sacrificaron a los perros de los equipos de Wild, Crean, Mcllroy y Marston... veintisiete perros. Se consideraba que ya no harían falta y la comida que consumían se había vuelto demasiado valiosa; su pemicán llegaría a convertirse en un ingrediente esencial en la dieta de los hombres.

«Se me encomendó esta tarea, y fue la peor que he tenido en mi vida —informó Wild en su diario—. He conocido a muchos hombres a los que preferiría matar antes que al peor de los perros.» Esta necesidad alteró a todos los expedicionarios.

«Uno de los acontecimientos más tristes desde que salimos de casa», apuntó McNish. Aquella misma tarde, a Hurley y a Macklin se les autorizó a hacer un peligroso viaje con sus perros al campamento Océano. Con cierta dificultad regresaron al día siguiente con cuarenta kilos de provisiones. Fue el último viaje de los perros de Hurley.

«Wild disparó a mis perros por la tarde —anotó y se despidió de su can preferido—. Dios te salve, viejo líder Shakespeare, siempre te recordaré... intrépido, fiel y diligente.»

Por fin, el 21 de enero, tras un mes de calma exasperante, una tormenta llegó del sudeste y los empujó al otro lado del Círculo Antártico hacia aguas familiares. Se encontraban ya a doscientos cuarenta kilómetros de la isla Cerro Nevado, si bien muy al oriente de la misma. Para celebrar la ocasión, Shackleton asignó un bannock adicional a cada hombre. No obstante, una excursión realizada unos días después por Wordie y Worsley a un iceberg cercano reveló que no había señal de la largamente esperada quiebra del hielo.

«Hielo en casi todas partes», observó Wordie, tras subir a la cima del iceberg para otear el horizonte. Debido a la escasez de focas, la provisión de grasa no dejaba de disminuir, de modo que, a fin de conservar combustible, Shackleton redujo la ración de bebidas calientes a una taza de té por la mañana.

A finales de enero, los caprichos de la placa hicieron girar su antiguo campamento Océano y lo acercaron a apenas diez kilómetros; irónicamente, lo pusieron en dirección oeste, rumbo más deseable que el que ellos llevaban. El 2 de febrero, Shackleton autorizó la recuperación del tercer bote, el Stancomb Wills.

«Ha hecho falta mucho tiempo para convencer al jefe —escribió Wordie—, y dudo de que lo hubiese hecho de no ser por el mal humor en el campamento.» Nadie creía que todos cabrían en dos botes. Shackleton se había resistido por un temor morboso a perder hombres en accidentes innecesarios. Sin embargo, con los tres botes a salvo en el campamento, los ánimos mejoraron, y sobre todo los de los marineros, aunque se reconocía también que esta mejora se debía tanto a la gran cantidad de artículos rescatados y metidos en las tiendas como a la llegada del Stancomb Wills.

Los días seguían pareciendo interminables. Shackleton ordenó que sacaran grasa de la pila de huesos, aletas y restos de foca descartados. «El problema de las focas» se volvía cada vez más acuciante, pues se les acababa no sólo la grasa para combustible sino también la carne.

«Así que no hay nada que hacer, salvo meternos en los sacos de dormir y engañar el hambre con cigarrillos —comentó McNish en su diario—, lo que Loyde [sic] George [el primer ministro británico] llama un lujo para los obreros.»

La humedad y la nieve les obligaron a guarecerse en las tiendas, que estaban más empapadas que nunca. Con la sábana del suelo de la tienda número cinco habían hecho una vela para uno de los botes, de modo que lo único que quedaba entre los sacos de dormir y la nieve eran abrigos y pantalones impermeables, dos mantas y una piel de leopardo marino. Las tempestades habían roto varias tiendas, tan delgadas que una racha de viento de exterior movía el humo de los cigarrillos.

A mediados de febrero, Shackleton regañó a Lees por sus comentarios pesimistas.

«Es bueno registrar estos pequeños incidentes de la vida de un expedicionario —escribió Lees, sin rencor—, pues suelen suprimirse en los libros publicados, o como mucho se leen entre líneas.» Shackleton continuó restringiendo sus excursiones de caza, so pretexto —equivocado— de que tenían suficiente carne para un mes. Esta restricción enfadó hasta al leal Worsley y el optimismo del jefe chocaba con el cinismo de varios miembros del grupo.

«El sublime optimismo que ha demostrado todo el tiempo es, en mi opinión, una soberana idiotez —comentaba Greenstreet—. Desde un principio ha alegado que todo saldría bien, no ha hecho caso cuando las cosas no han ido como pretendía, y así estamos.» Cuesta criticar los razonamientos de Shackleton. No podía estar más sintonizado con el estado de ánimo de sus hombres y sin duda no se le escapaba su descontento respecto al problema de la caza. Es más, no era de los que dejan que el orgullo les impida cambiar una decisión equivocada. Su obstinada resistencia a almacenar más comida de la que podían ingerir en unas semanas se debía más bien a una cuestión de ética razonada. Lo que más le preocupaba era la moral de sus marineros, y como ninguno de ellos dejó un diario, resulta imposible saber lo que pensaban. De otros relatos se deduce que se sentían más desanimados y más preocupados de lo que manifestaban abiertamente. Los miembros de la cámara de oficiales, o sea los oficiales y los científicos, sabían que pasarían el invierno en el hielo y que harían excursiones en trineo. Los pensamientos de Lees al inicio de la segunda marcha lo ilustran muy bien:

«De no ser por un poco de angustia natural acerca de nuestro avance, nunca en la vida me he sentido tan feliz como ahora, pues, ¿no es esta existencia la "auténtica", la vida con la que llevo años soñando?» Había soñado con probar las hazañas épicas de la era heroica de Scott y muchos de ellos se unieron a Shackleton precisamente para vivir esa aventura. La vida de los marineros, en cambio, se centraba en el barco, y lo habían perdido. Y aunque también habían venido al sur con Shackleton para vivir una aventura, las epopeyas de estoicismo agotador no entraban en su marco de referencia. No deseaban pensar en la posibilidad de otro invierno en el hielo; querían hacerse a la mar. El primer objetivo de Shackleton consistía en mantenerlos unidos y acaso esto requería unas decisiones al parecer ilógicas.

Hacia finales de febrero, la repentina aparición de una bandada de pingüinos Adelie fue una bendición para los hambrientos hombres. Usaron la carne de los trescientos que mataron para alimentarse y su piel como combustible para la cocina. La temperatura empezaba a bajar y los hombres se quejaban porque sentían frío hasta en los sacos de dormir.

«... no he dormido las últimas dos noches por el frío», escribió McNish.

Shackleton visitaba las tiendas por turno y se sentaba a contar cuentos, recitar poesías o jugar al bridge.

«Ahora lo que más comemos es carne —apuntó Greenstreet—. Bistec de foca, estofado de foca, bistec de pingüino, estofado de pingüino, hígado de pingüino... Hace tiempo que se nos acabó el cacao y el té está a punto de terminarse... También la harina...» Con Lees y el cocinero Green, Shackleton se ocupaba del menú diario; conspiraba con ellos para hacerlo más apetitoso. Cuando contaban con focas y pingüinos celebraban las «ocasiones especiales» a fin de romper la monotonía.

«En honor del Día del Año Bisiesto —anotaba Worsley el 29 de febrero— y de que algunos de nuestros solteros hayan escapado de las garras del sexo débil, tomamos tres comidas enteras con una bebida para cada uno, y esta noche nos sentimos todos bien alimentados y felices.»

La placa se desplazaba a un ritmo de poco más de tres kilómetros diarios. A principios de marzo se encontraban a sólo unos ciento quince kilómetros de la isla Paulet y ya habían dejado atrás la isla de Cerro Nevado.

El 7 de marzo se levantó una tormenta, la peor nevada desde que se adentraran en el hielo. Como hacía demasiado frío para leer o jugar a cartas, los hombres permanecieron en las tiendas, acurrucados en los sacos de dormir que se habían congelado y estaban tan duros como chapas de hierro. Dos días después, mientras desenterraban los trineos y los aparejos de la nieve caída —que alcanzaba unos ciento veinte centímetros—, detectaron un extraño movimiento en la placa: era el oleaje del mar debajo del hielo. El día siguiente, Shackleton organizó prácticas de cómo cargar los botes, con el fin de estar preparados para hacerlo, caso de que su témpano se quebrara.

Esto ocurrió unos días más tarde, pero se cerró muy pronto. Con todo, seguían desplazándose hacia el norte, y se fueron acercando a isla Paulet.

El 21 de marzo fue el comienzo del invierno. Los días se hacían más cortos y la temperatura bajaba. El 23 de marzo avistaron tierra al oeste. «Ha habido dudas por parte del capitán —escribió McNish con sardónica satisfacción—. Porque no ha sido el que la ha visto primero. Después de haber estado vigilando durante estos últimos dos meses y de haber confundido numerosos icebergs con islas, le ha sentado fatal que otro haya avistado tierra antes que él.» Pero se trataba de auténtica tierra firme: eran las crestas recortadas y cubiertas de nieve de la isla Joinville, la primera vez que veían tierra firme en seis meses.

«Si el hielo vuelve a quebrarse podremos desembarcar en un día», escribió Hurley.

Sin embargo, el hielo no se quebró; la placa, demasiado frágil para atravesarla a pie y demasiado sólida para que navegaran, continuó desplazándose hacia el norte. Cada día Shackleton observaba cómo sus peores temores se hacían realidad. Se aproximaban a la punta más alejada de la península Antártica y pronto ya no verían la tierra.

El 30 de marzo sacrificaron a los últimos perros y se comieron a los más jóvenes. En esta ocasión nadie se lamentó, sino que aceptaron la necesidad y el placer de su inesperadamente sabrosa carne. También mataron varias focas grandes y se alimentaron bien por primera vez en dos semanas. Todavía quedaban las raciones reservadas para el regreso en trineo, casi sin tocar.

«Esta vida envejece», apuntó Hurley en su diario.

La noche del 31 de marzo, el témpano se partió y quedaron separados de los botes. Shackleton ordenó una «vigilancia sobre vigilancia», o sea, que estuvieran en guardia en todo momento, por turnos de medio grupo. El hielo se mantuvo firme. Siguieron días de fuertes vientos. Los hombres no tenían nada que hacer, salvo conversar, acostados en los sacos de dormir, mientras el mar golpeaba la placa por debajo, hasta tal punto que Lees se mareó.

Lo que veía Worsley indicaba que el témpano se desplazaba más rápido de lo que lo empujaba el viento; obviamente, fuertes corrientes impelían a la placa, que se iba desintegrando. Al amanecer del 7 de abril, la luz reveló las escarpadas montañas nevadas de la isla Clarence; más tarde, aquel mismo día, los afilados picos de la isla Elefante surgieron apenas al oeste del norte. La corriente los impulsó a una velocidad casi desconcertante hacia el norte, hacia las islas. Pero entonces cambió de modo alarmante, hacia el oeste, llevándolos más allá del alcance de cualquiera de las dos islas, para a continuación seguir hacia el este, dejando a ambas islas justo enfrente. Cada día se presentaban nuevas contingencias que precisaban nuevos planes. La fauna abundaba ya: gaviotas, petreles, golondrinas de mar, en el cielo, y ballenas en las vías de agua.

El 8 de abril por la tarde, el hielo se quebró de nuevo, justo debajo del James Caird. El témpano cabeceó como un barco en el mar, y formó un triángulo de unos 80 por 86 por 104 metros.

«... Me pareció que se acercaba el momento de botar los botes», escribió Shackleton. Después del desayuno, el 9 de abril, levantaron el campamento, prepararon los botes y, por fin, ingirieron una última comida, de pie.

A la una de la tarde, Shackleton dio la largamente esperada orden de botar. Hacía meses que había asignado las posiciones: en el James Caird, el ballenero, iban Wild, Clark, Hurley, Hussey, James, Wordie, McNish, Creen, Vincent y McCarthy, con el propio Shackleton al mando; en el Dudley Docker iban Greenstreet, Kerr, Lees, Macklin, Cheetham, Marston, McLeod y Holness, al mando de Worsley, y en el bote más pequeño y menos seguro, el Stancomb Wills, iban Rickinson, Mcllroy, How, Bakewell, Blackborow y Stephenson, al mando de Hudson y Crean.

A la una y media de la tarde, los botes se hicieron a la mar, en las vías abiertas que discurrían en un errático zigzag entre témpanos que daban bandazos.

«Nuestro primer día en el agua fue uno de los más fríos y más peligrosos de toda la expedición —observaría Bakewell—, El hielo se había desmandado. Costaba mucho mantener nuestros botes en las vías abiertas... varias veces evitamos por los pelos que las masas más grandes nos aplastaran al juntarse.»

Los hombres habían permanecido quince meses atrapados en el hielo, pero su prueba más dura estaba a punto de empezar.

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El campamento provisional. La mañana después del desastre que sufrió el barco.
« Una noche terrible, con el barco sombrío y oscuro recortado contra el cielo y los raídos de la presión que sufría... parecían los gritos de una criatura viva.» (James, diario.) Los hombres pasaron las tres primeras noches en el hielo antes de intentar dirigirse a pie a tierra firme, que se encontraba a 585 kilómetros de distancia.

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Una vista a distancia del campamento
Cuando renunciaron a la marcha, establecieron el campamento Océano en un témpano sólido, a más o menos 2,5 km del naufragio del Endurance, desde donde todavía se veía el barco; la punta de su mástil roto y de la chimenea se vislumbran en el horizonte, hacia la izquierda de la fotografía.

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El naufragio
«El camarote de los oficiales es un montón de leños rotos; en cuanto a la bodega de babor, tío me atreví a entrar en ella por si no conseguía salir de nuevo... Qué triste ver los lugares viejos y familiares destrozados.» (Macklin, diario)

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El campamento Océano a lo lejos
Foto publicada en South con el título de «Soledad».

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El campamento Océano.
En primer plano, maderos rescatados del Endurance, utilizados para construir la nueva cocina. «La mitad de los miembros fueron al barco en trineos tirados por los perros y todo el día llevaron al campamento cargas de madera, cuerdas y diversas provisiones.» (Lees, diario)

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El campamento Océano
La larga estructura de lona es la cocina, hecha de velas y palos; pegada a ésta, la timonera rescatada del barco, utilizada como almacén.

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El campamento Océano.
Shackleton y Wild en primer plano, a la izquierda; la carabina Winchester 30-30 (un rifle de silla de montar que Bakewell compró en Montana) está apoyada al lado de Wild. Más allá, a la derecha, la parte trasera del almacén, hecho de tablas de madera. El equipo fotográfico de Hurley se encuentra en cajas a la izquierda de Shackleton. La mayoría de los marineros se encuentran a la derecha.

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El campamento Océano
«Es inconcebible, hasta para nosotros, que vivamos en una colosal barcaza de hielo, con apenas metro y medio de hielo separándonos de las dos mil brazas de profundidad del océano y yendo a la deriva según el capricho del viento y las mareas hacia Dios sabe dónde.» (Hurley, diario)

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El campamento Océano.
Shackleton, Wildy un miembro no identificado de La tripulación, de pie, de derecha a izquierda. Esta es una de las últimas fotos que Hurley tomó con su equipo profesional, en algún momento entre el 9 de noviembre, cuando los marineros levantaron la torre de observación, que se observa en el trasfondo, con la bandera del barco y la del rey, y el 22 de noviembre, cuando Hurley soldó las lentes de su cámara y los negativos en latas selladas herméticamente. También selló su álbum de fotos reveladas en un recipiente de latón. Después de esto, tomó todas las fotos con su Kodak de bolsillo y tres rollos de película.

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El campamento Océano.
Al fondo se ven los tres barcos salvavidas sobre patines de trineo.

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«Los restos del naufragio desperdigados en angustiosa confusión. Wild, echando una última mirada al barco antes de que éste se hundiera.» (Shackleton, SouthJ Esta foto se tomó probablemente el 14 de noviembre de 1915, cuando Wild y Hurley abandonaron el campamento Océano a fin de echar una última mirada al barco naufragado, apenas siete días antes de que se hundiera del todo.

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El campamento Océano.
Puede que esta foto sea del impresionante campamento Océano durante los preparativos para la «marcha navideña».

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La cocina sobre hielo; Orde-Lees y Green, el cocinero
Con la cara ennegrecida por el humo que despide el fogón que funcionaba con grasa de ballena, Lees y Green preparan una comida en la improvisada cocina, durante la desafortunada marcha desde el campamento Océano al campamento Paciencia.

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Un trineo cargado.
Durante la travesía a pie, los perros tiraban de los trineos cargados de provisiones; en este caso, pienso para los perros y azúcar de caña.

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El campamento Paciencia.
Hurley y Shackleton, sentados en la entrada de su tienda. Hurley (izquierda) despelleja un pingüino para usarlo como combustible para la cocina que él mismo construyó y que se encuentra entre ambos hombres.

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Los cachorros de Sue.
Al principio, los perros fueron únicamente animales de tiro, pero con el paso de los largos meses en el hielo se convirtieron en compañeros y principal entretenimiento de los hombres. Hurley dedica un capítulo entero a «Los perros de tiro amigos», en su libro Argonauts of the South.

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Hussey y Sansón
El miembro más bajo de la expedición y uno de los perros más grandes.

Capítulo V
En los botes

«4-10-1916
»La noche de ayer, noche de tensión y angustia, comparable a la noche de la destrucción del barco... Aumentan el viento y las olas, tuvimos que desembarcar en un viejo témpano aislado y rezar para que permaneciera entero toda la noche. Sin dormir durante cuarenta y ocho horas, mojados y agotados, con una ventisca del NE... No hay tierra a la vista y rezamos para que se termine esta situación abrumadora...»
Frank Hurley, diario

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Primer desembarco en la isla Elefante.
El 15 de abril de 1915: tierra firme, después de 497 días en el hielo sobre el mar. «El jefe, el capitán, el cocinero y Hurley abordaron el Wills y ayudaron a su tripulación a llevarlo por una caleta en las rocas... A continuación, el Wills realizó varios viajes de ida y vuelta al mando de Tom Crean. »(Wordie, diario)

En la penumbra de la primera noche en el mar, Shackleton y sus hombres acamparon en un témpano que medía unos 33 por 66 metros y que se balanceaba ostensiblemente en el mar. La oscuridad llegó temprano, alrededor de las siete de la tarde, pero fue un anochecer suave, con unos cinco grados de temperatura. Después de una cena caliente, preparada por Green en la cocina de grasa de ballena, los hombres se metieron en sus tiendas.

«Una intangible sensación de inquietud me hizo salir de mi tienda hacia las once de la noche, y mirar en torno del campamento... —escribió Shackleton— Eché a andar por los témpanos, para advertir al guardia que vigilara atentamente por si hubiera fisuras, y al pasar delante de la tienda de los marineros el témpano se alzó sobre la cresta de una ola y se abrió por debajo mismo de mis pies.» La fisura se abrió debajo de la tienda de los marineros y arrojó al agua a How y Holness, que estaban aún dentro de su saco de dormir. How logró salir, y Shackleton agarró el saco de Holness y consiguió arrojarlo sobre el hielo antes de que los bordes de la fisura volvieran a unirse.

Ya no pudieron dormir más aquella noche. Hudson ofreció generosamente ropa seca a Holness, que se quejaba de haber perdido su tabaco. Shackleton repartió a todos: leche caliente y nueces, sacadas de las raciones conservadas para cuando viajaran en trineo; todos se apiñaron en torno a la cocina de grasa. Desde la oscuridad del agua que les rodeaba, los resoplidos de las oreas marcaban las largas horas de la noche.

Cuando llegó la aurora, hacia las seis, descubrieron que el témpano estaba rodeado de hielo suelto. Mientras todos esperaban ansiosamente a que se abriera alguna vía, crecía una peligrosa ola, que empujaba los fragmentos a unirse, como anotó Lees, «con una fuerza suficiente para aplastar un yate de mediano tamaño...»

Cuando a las ocho de la mañana bajaron al agua los botes soplaban ráfagas cada vez más fuertes. Durante dos horas remaron contra las olas por una tortuosa red de canales y vías, y luego a través del «hielo superviviente», montículos y astillas de hielo, en las márgenes de la placa. La dieta a base de carne de los últimos meses había debilitado a los expedicionarios, pues le faltaban hidratos de carbono, como señalara Lees, y los hombres que remaban pronto se agotaron.

Una ligera bruma había descendido durante aquel día, por lo demás suave, oscureciendo el punto de desembarco, en Clarence o isla Elefante, que estaban a sólo unos ciento treinta kilómetros. Los botes, sobrecargados y poco manejables, no permitían refinamientos en la navegación. El Stancomb Wills, en particular, era motivo de preocupación, pues le faltaban las velas necesarias para mantenerse al nivel de sus compañeros más navegables. Shackleton había ordenado que los tres botes se mantuvieran bastante cerca unos de otros para poder oír las voces de sus tripulantes, pero esto no siempre se conseguía fácilmente.

Entre altos icebergs de fantásticas formas, los botes iban abriéndose camino y acercándose al borde del hielo. Pero cuando finalmente salieron triunfantes de él, les acogió de cara una mar alta que la placa de hielo no suavizaba, de modo que Shackleton ordenó, rápidamente, que volvieran a meterse entre los témpanos. Incapaces de dirigirse al norte por mar abierto y agitado, pusieron rumbo al oeste, hacia la isla 25 de Mayo.

Al anochecer, los botes llegaron a un témpano circular de unos veinte metros de diámetro, y acamparon en él. Entrada la noche, se levantó el viento dejando caer nieve y sacudiendo el campamento con altas olas. Algunos pedazos del témpano se deslizaron al agua sacudida por el viento, pero Shackleton, que se había quedado toda la noche con el vigía, McNish, consideró que el campamento no corría peligro inmediato y dejó que los hombres durmieran, o lo intentaran. El diario de Hurley indica que dentro de las tiendas nadie se hacía ilusiones sobre la seguridad de su situación.

Al alba, grandes olas corrían bajo un cielo cubierto y brumoso, que dejaba caer ráfagas de nieve. Amplias ondulaciones de hielo se les acercaban. Shackleton, Worsley y Wild se turnaron para subir a la cima de su témpano, con el fin de buscar con la mirada una apertura de agua en el hielo, mientras los hombres permanecían al lado de los botes, esperando. Las horas transcurrían y su témpano iba reduciéndose, al frotarse contra las placas de hielo libres.

«Una de las causas de inquietud, para mí, era la posibilidad de que la corriente nos arrastrara por el espacio de más de ciento treinta kilómetros que hay entre la isla Clarence y la isla Jorge, hacia el océano abierto», escribió Shackleton. A mediodía, las ráfagas habían disminuido y cuando apareció una vía de agua se apresuraron a descender los botes hacia ella. Habían emprendido la marcha ya tarde aquel día, y con la noche cayendo hacia las cinco de la tarde, quedaban pocas horas de luz para navegar. Al llegar la noche, estaban todavía entre placas de hielo sueltas. Como antes, encontraron un témpano apropiado para acampar y desembarcaron la cocina de grasa a cargo de Green. Pero pronto pudieron ver que el témpano no podría acogerlos toda la noche, y Shackleton decidió con renuencia que durmieran en los botes.

Varias horas de remar sin destino claro les llevó a sotavento de un viejo témpano grande, donde amarraron los botes uno al lado del otro.

«La lluvia constante y las ráfagas de nieve ocultaban las estrellas y nos empaparon por completo —escribió Shackleton—. Las espectrales sombras de la nieve y los petreles resplandecían y podíamos oír los resoplidos de las oreas, cuyos silbidos agudos y breves resonaban como súbitos escapes de vapor.» Un banco de oreas se había deslizado lánguidamente junto a los botes, rodeándolos durante la noche entera. De todos los recuerdos que los expedicionarios se llevarían, éste de la lenta y solemne presencia de las oscuras oreas de cuello blanco en las oscuras aguas en torno a los botes fue uno de los más terribles y perdurable. Durante sus largos meses en el hielo, los expedicionarios habían tenido abundantes pruebas de la capacidad de los enormes animales para astillar el hielo. Nadie sabía si atacarían a los seres humanos. Para los expedicionarios, se trataba de prodigios de la misteriosa y malévola profundidad, que, con sus escalofriantes ojos de reptil, poseían una desconcertante inteligencia de mamífero. Mareados y agitados, los hombres daban traspiés entre el hielo y las oreas. Fue aquella noche cuando algunos perdieron su capacidad de resistencia.

Observando a sus compañeros en el frío amanecer siguiente, Shackleton anotó simplemente que «la tensión empieza a manifestarse». Prometió un desayuno caliente y los hombres se pusieron a los remos, en busca de un témpano apropiado. Mientras remaban, de sus helados trajes Burberry se desprendían astillas de hielo. A las ocho de la mañana desembarcaron la «cocina» en un témpano y a las nueve volvían a remar. Alrededor, tomando el bienvenido sol, se veían centenares de focas tumbadas en témpanos que el sol naciente teñía de color de rosa.

Habían estado avanzando hacia el noroeste desde el día en que dejaron el campamento Paciencia. Ahora, bajo el brumoso sol, Worsley se apoyó en el mástil del Dudley Docker para tomar la primera medición que el tiempo había permitido. Se esperaba que hubiesen recorrido muchos kilómetros, pero el resultado fue peor de lo que cualquiera hubiese podido temer. «Terrible decepción», escribió Worsley en su diario. No se había ganado ni un solo kilómetro. Al contrario, habían retrocedido hacia el sudeste, unos cuarenta y cinco kilómetros al este de su posición en el campamento Paciencia. Una fuerte corriente hacia el este, oculta por el fuerte oleaje, combinada con la tortuosa navegación por las sinuosas vías de agua, habían anulado el sentido de orientación.

Shackleton trató de suavizar la mala noticia diciendo que no habían avanzado tanto como esperaban. Eran las tres de la tarde y el crepúsculo llegaba a las cinco. Ahora estaban ya fuera de su alcance las islas 25 de Mayo y Decepción, al oeste. La isla Elefante, la tierra más cercana al norte, se hallaba fuera de la placa, en pleno mar; detrás de ellos, al sudoeste, bahía Esperanza, en la punta de la península Antártica, se encontraba a doscientos kilómetros en agua que, de momento, estaba despejada. Después de consultar con Worsley y Wild, Shackleton decidió aprovechar un viento del noroeste y dirigir los botes hacia el sudoeste.

Al anochecer se encontraban entre fragmentos sueltos de hielo en un mar picado. Hacía cada vez más frío y llovía; como la noche anterior, no hallaban un témpano lo bastante grande para acampar y acabaron por amarrar los botes los unos a los otros a sotavento de un témpano relativamente grande.

A las nueve de la noche, un cambio de dirección del viento despejó las nubes y dejó al descubierto una brillante luna, al mismo tiempo que empujaba los botes hacia la dentada masa de hielo. A toda prisa se cortó la amarra del bote de cabeza, el James Caird, y como no había ningún lugar donde anclar, los tres botes se dejaron deslizar en la noche por un mar de quebradizo hielo. La temperatura había descendido y en la superficie del agua se iban formando bloques de hielo.

Temblando, abrazados, algunos de los expedicionarios trataron de dormir aunque fuese unos minutos, pero otros prefirieron remar o apartar los pedazos de hielo que les salían al paso, o cualquier otra cosa que les hiciera mover los helados brazos.

«Ocasionalmente, desde un cielo casi claro caían rachas de nieve —escribió Shackleton—, que descendían en silencio hasta el mar y ponían una ligera capa blanca sobre nuestros cuerpos y nuestros botes.» Lees, en el Dudley Docker, se había apropiado del único traje de hule completo, que se negó firmemente a compartir. Como indicaban sus ronquidos, era el único que había podido conciliar el sueño.

Cuando un brumoso amanecer puso por fin término a la noche, se descubrió que los botes estaban como envueltos en hielo, por fuera y por dentro. No se tomó la temperatura de la noche, pero por sus efectos se calculó que debió de ser de unos veinte grados bajo cero. Mientras retiraban el hielo con las hachas, los hombres comían algunos pedazos. «La mayoría de los hombres estaban realmente agitados y tensos —escribió Shackleton—. Los labios estaban resquebrajados y los párpados y ojos aparecían rojos en sus rostros incrustados de sal... Era evidente que debíamos llegar rápidamente a tierra, y decidí dirigirnos a la isla Elefante.»

Su decisión de volver a cambiar de rumbo y de dirigirse, como fuese, a la tierra más cercana se debía a que se dio cuenta de que ahora se corría una carrera en la que estaba en juego la vida de muchos de sus hombres. No podía ya permitirse el lujo de ser cauteloso. Mientras los botes, empujados por el viento, se dirigían hacia la isla Elefante, un hombre en la proa de cada uno trataba de apartar las astillas de hielo mientras entraban por las vías de agua en el nuevo y delgado hielo. El viento arreció y los botes se dirigieron otra vez al borde de la placa y hacia mediodía llegaron a aguas de un profundo azul zafiro. Con el sol ya puesto, el viento favorable y fuerte, avanzaron rápidamente hacia su meta.

A las cuatro de la tarde, el viento se había transformado en ventisca y levantaba olas que penetraban en los botes, haciendo así más penosa la situación de los exploradores. El Stancomb Wills no había levantado sus regalas, y el agua cayó sobre los hombres y las vituallas. Shackleton, desde el James Caird, dándose cuenta de la necesidad de levantar la moral, aunque fuese sólo un poco, distribuyó comida extra a todos. Algunos, mareados, no pudieron aprovecharla; muchos padecían disentería, por haber comido penmican sin cocer que había sido destinado a los perros, y tenían que aliviarse agarrados a las regalas.

La orden de Shackleton de que los botes se mantuvieran al alcance de las voces de unos y otros resultaba cada vez más difícil de cumplir. El Stancomb Wills estaba hundido en el agua hasta las rodillas de sus tripulantes, y Holness, uno de los marineros, que antes se había ganado la vida desafiando el helado Atlántico septentrional en barcos de arrastre, se cubrió la cara con las manos y lloró de terror y desesperación. Worsley, poniéndose a nivel del James Caird, sugirió a Shackleton que siguieran avanzando durante la noche, pero Shackleton, temeroso como siempre de que se dividiera el grupo, y hasta de que pudieran pasar la isla sin verla en la oscuridad, dio la orden de detenerse. Fue una decisión difícil. «Dudé de que todos los hombres sobrevivieran a esa noche», afirmó simplemente.

Además de todos los contratiempos explicados, no tenían agua. Habitualmente, se cargaba hielo en cada campamento, pero la apresurada salida de la noche anterior no permitió hacerlo. Atormentados por la espuma salada que les mojaba continuamente el rostro, las bocas de los tripulantes estaban hinchadas y sus labios sangraban. El único alivio era aplicarles carne de foca helada.

Se echaron las anclas flotantes, hechas con lona y remos atados, y comenzó la tercera noche en los botes. Durante todos los agotadores días y las largas y terribles horas de oscuridad, los timoneros —Wild y McNish, Hudson y Crean, Worsley y Greenstreet— permanecieron sin moverse de su puesto mientras las olas se abatían sobre ellos, se les helaba la ropa, y el viento y la espuma les golpeaban los exhaustos rostros.

A las cuatro de la madrugada cedió la tempestad y los hombres pudieron contemplar insomnes el espléndido amanecer morado que resplandecía en el horizonte del este. A sólo una cincuentena de kilómetros, la isla Clarence, con su montaña arropada por la nieve, relucía en el alba. Más tarde, ya a plena luz del día, apareció la isla Elefante exactamente donde Worsley había calculado que debía estar, según Shackleton «con apenas desvío mientras seguíamos un camino errático por la placa de hielo y tras dos noches a la deriva a merced de los vientos y las olas». La isla Elefante era la menos abrupta de las dos islas y, además, estaba a barlovento, con lo que podían tener la seguridad de que si los botes fallaban en su primer intento de llegar a tierra, la isla Clarence les ofrecería una alternativa a sotavento.

La noche se había cobrado su precio. «Por lo menos la mitad del grupo estaba como loca —según Wild—, afortunadamente no con una locura violenta, sino simplemente sin esperanza y apática.» El Stancomb Wills se adelantó al Caird para informar que Hudson, después de setenta y dos horas al timón, se había hundido y que Blackborow anunció que «algo le pasaba» en los pies. La continua inmersión en agua salada había provocado la erupción de dolorosos furúnculos en muchos hombres, que estaban maltrechos y con las bocas hinchadas por la sed. Al caer el viento, se pusieron a los remos, cosa penosa debido a sus manos ya llenas de ampollas y ensangrentadas. Sin embargo, a las tres de la tarde los botes se hallaban sólo a quince kilómetros de tierra, donde podían verse, ahora ya en detalle, los cortantes glaciares y las montañas heladas de la isla Elefante. Entonces se encontraron con una fuerte corriente de marea que mantenía a los botes alejados de tierra. Tras una hora de remar con todas las fuerzas que les quedaban, no se habían acercado ni un kilómetro más a la tierra.

A las cinco de la tarde el cielo se oscureció y poco después estalló una tempestad. No habría, pues, desembarco, sino otra noche en los desequilibrados botes. «Las ráfagas de nieve y un mar traidor y agitado, mucho más peligroso para nuestros pequeños botes abiertos y cargados hasta el borde, de lo que lo hubiese sido un mar "verdadero", cuyas grandes y regulares olas podíamos cabalgar, nos bombardearon toda la noche desde distintas direcciones —escribió Worsley—, de modo que los botes nunca podían estar quietos y pilotarlos se convirtió en una obra de arte.»

Ahora había que achicar continuamente los tres botes. En el Stancomb Wills, cuatro de los ocho hombres estaban por completo fuera de combate; Mcllroy, How y Bakewell achicaron toda la noche, para salvar sus vidas y las de sus compañeros, mientras que Crean estaba al timón. En el James Caird, McNish relevó a Wild en el timón, pero al poco se durmió, agotado. Wild, sin vacilar, volvió a ponerse al timón, como Shackleton recordó con afectuoso orgullo, «sus acerados ojos azules mirando hacia el futuro». En el Docker, hacia medianoche, Cheetham oyó que crujía la quilla y todos corrieron a cambiar de lugar las provisiones. Encogido bajo la lona de una tienda, Greenstreet consiguió encender un fósforo, lo que permitió a Worsley recobrar la pequeña brújula. Más tarde, algunos se dieron cuenta de que Worsley mismo no parecía oírlos, que su cabeza se inclinaba sobre su pecho. Cuando por fin lograron convencerle de que pasara el timón a Greenstreet, estaba tan envarado por haberse inclinado durante tanto tiempo sobre la barra, que no podía enderezarse y hubo que dar un masaje a sus rígidos músculos para que pudiera tenderse en el fondo del bote.

«Fue una noche dura», escribió Shackleton. El James Caird tomó a remolque el Stancomb Wills, que a veces se perdía de vista, cuando caía en la parte baja de una ola, para volver a surgir del negro mar en la cresta de otra ola. La supervivencia del Wilb, el menos sólido de los botes, dependía de que mantuviera contacto con el Caird y durante toda la noche Shackleton permaneció sentado, con las manos en la amarra, que se iba cubriendo de hielo. Debía de estar agotado. «Desde que partimos, Sir Ernest había estado de pie día y noche, en la bovedilla de popa —escribió Lees—. Es asombroso cómo resistió su incesante vigilia al aire libre.» Shackleton no había dormido desde que salieron del campamento Paciencia.

Una súbita ráfaga de nieve ocultó a los botes unos de otros, y cuando se aclaró, desde el Caird no se veían señales del Dudley Docker, desvanecido en la oscuridad y las veloces olas. Acaso éste fue, para Shackleton, el peor momento de la travesía. «Fue una noche terrible —escribió Wordie— y entró mucha agua a bordo.» Wordie estaba en el bote más marinero, el Caird. Un golpe de mar inundó el Docker, dejando en su fondo casi veinte centímetros de agua. «Habíamos acumulado mucha agua... —escribió Bakewell, que iba en el Stancomb Wills— cuando una enorme ola blanca se rompió por encima de nosotros y lo llenó casi hasta la borda. Nunca me he sentido tan seguro de algo en mi vida como aquella noche de mi muerte.»

Cuando llegó por fin el alba, el aire estaba tan brumoso que el Caird y el Wills se hallaron bajo los acantilados de isla Elefante antes de que sus tripulantes los vieran. Ansiosos, siguieron la escarpada orilla hasta que a las nueve de la mañana avistaron una estrecha playa en el extremo noroeste de la isla, más allá de una hilera de rocas batidas por las olas.

«Decidí que debíamos aceptar los riesgos de este desembarcadero tan poco atractivo —escribió Shackleton—. Dos días y dos noches sin bebida y sin comida caliente habían hecho estragos en la mayoría de los hombres.» Tenía la garganta y la boca tan hinchadas que sólo podía susurrar, y Wild o Hurley debían comunicar sus órdenes. Pasó al Wills para llevarlo a recalar, y entonces surgió el Docker. «Esto —escribió Shackleton— me quitó un gran peso de encima.»

El Wills tomó cuidadosamente posición enfrente de una abertura en el arrecife y lo pasó en la cresta de una ola hasta la áspera playa pedregosa. Shackleton indicó que Blackborow, como expedicionario más joven, tendría el honor de ser el primero en desembarcar, pero Blackborow se quedó sentado, inmóvil. «... con el fin de evitar pérdidas de tiempo, le ayudé, tal vez con cierta brusquedad, a saltar por la borda —escribió Shackleton—. Inmediatamente se sentó en el agua y no se movió. Entonces me acordé de lo que había olvidado... que tenía los pies congelados, en muy mal estado.»

El Docker siguió al Wills, y luego, en pesados turnos, descargaron el Caird, demasiado pesado para recalar, antes de llevarlo a través del arrecife y ponerlo junto a los otros dos botes. Los hombres bajaron tropezando a tierra. Con su cámara Kodak de bolsillo en mano, Hurley registró la escena y también la primera comida en isla Elefante.

«Algunos de los hombres daban traspiés por la playa, como si hubiesen encontrado en la isla un depósito ilimitado de alcohol», escribió Shackleton. Su tono paternal sugiere una cómica escena de reajuste, pero los diarios señalan el costo real del viaje. «Muchos sufrían una desorientación transitoria —señaló Hurley—, caminando sin meta, y otros temblaban como si sufrieran de parálisis.» McNish indica con su característico estilo directo que «Hudson ha perdido la chaveta».

Hubo quienes se llenaron de pedruscos los bolsillos y quienes se tumbaron y dieron vueltas sobre la playa cubierta de piedras, metiendo la cara entre ellas y cubriéndose con ellas la cabeza.

«...En el Wills sólo dos hombres estaban en condiciones de trabajar —registró Wordie—, Algunos, además, estaban medio locos; uno cogió un hacha y no paró hasta haber matado una decena de focas... En el Caird ninguno sufrió así.»

Habían pasado siete terribles días en botes abiertos, en el Atlántico Sur, a comienzos del invierno antártico, además de ciento setenta días a la deriva en una placa de hielo con comida y abrigo inadecuados, y desde el 5 de diciembre de 1914, hacía cuatrocientos noventa y siete días, ninguno había pisado tierra.

Después de una comida de carne de foca, los hombres tendieron sus sacos de dormir y se acostaron.

«No dormí mucho —recordó Bakewell—, sino que me quedé tendido en mi húmedo saco de dormir y descansé. Me costaba darme cuenta de que estaba de nuevo sobre tierra sólida. Me levanté varias veces, durante la noche, y me uní a los demás que, como yo, se sentían demasiado contentos para dormir. Nos sentábamos en torno al fuego, comíamos y bebíamos un poco, fumábamos y hablábamos de algunas de nuestras aventuras.»

Como iban a descubrir pronto, habían llegado un día excepcionalmente hermoso. la isla Elefante representaba la salvación, pero era difícil imaginar un pedazo de tierra más sombrío u hostil. La estrecha y pedregosa playa a la que habían arrastrado los botes ofrecía escasa protección contra la mar agitada, y a la mañana siguiente de desembarcar, Wild, Marston, Crean, Vincent y McCarthy emprendieron en el Dudley Docker la exploración de la costa en busca de un lugar mejor para el campamento. Wild regresó ya de noche, con la noticia de que había un lugar apropiado a unos diez kilómetros por la costa norte. Al amanecer del día 17, los fatigados hombres cargaron los botes, pero dejaron muchas cajas de raciones almacenadas entre las rocas. Nadie se sentía con energías para cargarlas, y esto, por lo menos, aseguraba un depósito de vituallas para una emergencia, en caso de que fuera necesario un segundo viaje en los botes. Poco después de salir, se levantó otra tempestad, que amenazó con arrojar los botes a mar abierto.

«Pasamos a duras penas lo que hemos llamado Castle Rock, y finalmente hemos llegado a nuestro destino —escribió Wordie—, creo que más agotados que en nuestro anterior viaje en bote.»

El nuevo campamento ofrecía una playa algo mayor, cascajosa, pero de mal agüero.

«Nunca he visto una costa tan salvaje e inhóspita —escribió Hurley al poco de llegar, y evocó—: un promontorio vasto, negro y amenazador, que se eleva desde unas aguas agitadas hasta unos cuatrocientos metros por encima de nuestras cabezas, tan vertical que parece que cuelga encima de nosotros.» Pero había abundancia de animales, como focas, pingüinos anillados y hasta lapas en las aguas poco profundas, aunque no vieron señales de la foca elefante que daba nombre a la isla.

Muchos de los hombres estaban todavía incapacitados; Blackborow era el que se hallaba en estado más crítico, con graves congelaciones, y también se hallaban graves Hudson, con congelaciones y un misterioso dolor en la parte baja de la espalda, y Rickinson, que al parecer sufrió un ataque al corazón; éstos eran verdaderos inválidos; los demás en la lista de bajas por enfermedad eran solamente casos que había que vigilar.

Después de comer carne de foca y beber leche caliente, plantaron las ligeras tiendas de campaña tan lejos de la marca de la marea como pudieron y se acostaron en sus mojados sacos de dormir. Pero por la noche se alzó una tempestad, que hizo trizas la tienda mayor y derribó las otras. Algunos de los hombres gatearon hasta los botes, otros se contentaron con seguir tumbados debajo de las tiendas derribadas, con la fría y mojada tela contra la cara. El viento era bastante fuerte para mover el Dudley Docker, varado en la playa, «a pesar de que es un bote pesado», como señaló Lees. Esta inesperada tempestad les hizo perder objetos importantes, entre ellos cacerolas de aluminio y un saco de ropa interior, arrastrados con destino desconocido.

El día 19, con la tempestad todavía soplando con fuerza, los expedicionarios fueron despertados por Shackleton, que les llevaba el desayuno. «El jefe es estupendo —escribió Wordie—, consuela a todos y es más activo que cualquier otro del campamento.» Por lo menos, ahora abundaba la comida y los hombres consumían prodigiosas cantidades de carne y de grasa de foca. Hurley, Clark y Greenstreet —que estaba en la «lista de enfermos»— se ocuparon de la cocina.

Como no había dónde resguardarse, los sacos de dormir estaban siempre empapados. El calor del cuerpo fundía no sólo el hielo debajo de ellos, sino el helado y maloliente guano de pingüinos sobre el que yacían.

Durante meses, los expedicionarios soñaron con la tierra y lucharon para llegar a ella durante días y noches en los botes. Pero ahora se daban cuenta de la dura verdad: que las condiciones de este pedazo de tierra en que se hallaban no eran una terrible aberración en un mal momento de tiempo atroz, sino que iban a ser así las cosas mientras permanecieran en isla Elefante. El 19 de abril, hubo al parecer entre los marineros una especie de rebelión contra tan crueles circunstancias.

«Algunos de los hombres se mostraban desmoralizados», anotó Shackleton. Se habían olvidado de colocar sus guantes y gorros debajo de sus camisas, durante la noche, con el resultado de que esas piezas estaban heladas y duras al llegar la mañana, lo cual demostraba, como indicó Shackleton, «el proverbial descuido de los marineros», que aprovecharon esta circunstancia como excusa para no trabajar.

«Sólo se les indujo a trabajar mediante algunos métodos drásticos», escribió Shackleton. ¿Qué sucedió? Como en el campamento Paciencia, se tiene la impresión de que no se relatan francamente todos los hechos. ¿Cuál fue la gravedad de este incidente? «Algunos del grupo se desesperaban y su estado de ánimo era el de pensar que ningún esfuerzo valía la pena y hubo que obligarles a trabajar, y no con mucha amabilidad», escribió Wild, y Wordie dijo, como de paso, que «se sacó de sus sacos de dormir a los descorazonados hombres y se les puso a trabajar». Sin embargo, lo anotado por Hurley en su diario es más crudo:

«Ahora que todo el grupo está instalado en una base permanente, reviso su conducta en general durante el memorable salvamento del hielo... Es lamentable constatar que muchos se condujeron de una manera indigna de caballeros y de marineros británicos... De una buena parte estoy convencido de que morirían helados o de hambre si se les dejara a su propia iniciativa en esta isla, pues hay una gran falta de atención hacia su equipo, al que dejan que la nieve lo entierre o que se lo lleve el viento. Los que eluden su trabajo o los que no son capaces de entender lo que es posible no deberían estar en lugares como éste. Nos encontramos en un lugar duro, que exige todo el tiempo y toda la energía para cuidarse y, así, ser tan eficaz y útil como se pueda.»

Tal vez no fue casualidad que Shackleton escogiera el día siguiente, 20 de abril, para reunir al grupo con el fin de comunicarle una importante decisión: un equipo a sus órdenes pronto se haría a la mar en el James Caird y se dirigiría a las estaciones balleneras de la isla San Pedro. Las enormes dificultades del viaje no precisaban explicaciones para los hombres que acababan de llegar a isla Elefante. La isla San Pedro estaba a unos mil trescientos kilómetros, más de diez veces la distancia que acababan de recorrer. Para cubrirla, un bote abierto de siete metros de eslora debería cruzar el océano más formidable del planeta, y además en invierno. Cabía prever vientos de hasta ciento treinta kilómetros por hora y surcar olas —las famosas «aplanadoras» del cabo de Hornos— que medirían hasta quince metros de altura, y si no tenían suerte, podían encontrarse con cosas aún peores. Navegarían hacia una pequeña isla, sin ninguna tierra entre su punto de partida y el de llegada, empleando un sextante y un cronómetro, bajo cielos encapotados que podían hacer imposible cualquier medición para orientarse. La tarea no parecía sólo formidable sino que, como sabían todos, era imposible.

«Hay un grupo de seis que va a San Pedro en el Caird —escribió McNish—. El grupo lo forman: Sir Ernest, el capitán, Creen [sic], McNish, McCarthy, Vincent.» El orgullo con que se escribió esta concisa nota resulta palpable. Después de anunciar su plan, Shackleton llamó a McNish para examinar juntos el Caird, y le preguntó si podía mejorarse. «Primero inquirió si iría conmigo —informó Shackleton—, y pareció complacido cuando le dije que sí.» No hay ningún indicio de que alguno de los hombres escogidos aceptara la prueba con algo que no fuera una decisión y satisfacción que daban por supuesta. Crean, incluso, rogó que se le incluyera, aunque Wild deseaba que se quedara con él. Es cierto que Shackleton, como Lees no dejó de señalarle, hubiese podido esperar el invierno y entonces tratar de ir, del mismo modo que vinieron, a las aguas balleneras de isla Decepción, pero esta opción entrañaba largos e inconstantes meses de espera. Además, el primer viaje en los botes lo había puesto en movimiento, colocándolo en una ruta de la que, al parecer, ya no podía volverse atrás.

«Shackleton sin hacer nada no es Shackleton —escribió Macklin—. Ya lo vimos en el campamento Paciencia.» Además, atento siempre a los marineros, el jefe pudo calcular que no era posible otra espera larga y desmoralizadora y que, psicológicamente, resultaba mejor ofrecer a sus hombres la esperanza de la más improbable de las probabilidades.

La tripulación del James Caird fue escogida con cuidado. Worsley había demostrado que era un navegante hábil. McNish sería útil a la vez como marinero y como carpintero y, pese a su rebelión en el hielo, formaba parte, con Crean, Vincent y McCarthy (y también Marston y Hurley) del grupo que, por su actuación durante el viaje en los botes, había sido felicitado por Shackleton. Este, por añadidura, reunía una vez más a los alborotadores en potencia —Vincent y McNish— bajo su vigilancia directa. Por último, Shackleton sabía que Crean era de los que perseveran hasta el final.

Aunque el tiempo era todavía duro, todos se dedicaron a equipar el bote para su travesía. Durante los días siguientes, mientras soplaba el viento y caía la nieve, McNish trabajó reparando un agujero hecho por el hielo en la amura por encima de la línea de flotación, y construyendo un improvisado puente. La madera disponible, obtenida de la obra muerta del Dudley Docker, no era suficiente para lo que se necesitaba, de modo que en lugar de un puente completo, hizo un marco que cubriría una lona.

«Cheetham y McCarthy trataron de estirar la lona para el puente y no era poco trabajo, pues estaba tiesa a causa del hielo», escribió McNish. La deshelaron, palmo a palmo, colocándola encima de la cocina, con un par de tenazas pudieron pasar las quebradizas agujas a través de la pesada tela. Durante todo el día, mientras trabajaban, estuvo cayendo una nieve pesada y húmeda, y se oyó nada menos que a Wild decir que si el tiempo seguía así «algunos del grupo se hundirán».

El día 22, McNish, que mientras rugía la tempestad había trabajado utilizando unas pocas herramientas y sus manos heladas, ya había terminado su obra. La tempestad amainó por fin, aunque siguió cayendo mucha nieve mientras todos se reunían para contemplar su obra maestra.

«El carpintero ha hecho un buen trabajo con los pocos recursos de que disponía... —escribió Lees—. Ha reforzado el casco del bote atando a lo largo de la quilla, por dentro, el mástil del Dudley Docker.» El Caird llevaba dos mástiles, el mayor, con foque y vela al tercio, y un palo de mesana, también con vela al tercio.

Durante dos jornadas continuó el mal tiempo, pero se moderó el día 24, y Shackleton decidió botar el Caird. Como no tenía quilla de lastre, se le lastró con setecientos kilos de pedruscos introducidos en sacos hechos con mantas, y otros doscientos cincuenta kilos de rocas. Worsley consideró que el lastre era excesivo y temió que el bote navegara muy bajo y cargara agua, pues su obra muerta era de unos sesenta y cinco centímetros. Shackleton, en cambio, temía que un bote ligero corriera el peligro de zozobrar en la mar agitada que sabía que iban a encontrar. El bote llevaba también cuatro remos y una bomba de agua, ésta construida por Hurley cuando estaban en el campamento Océano, utilizando la bitácora del Endurance. Además, se cargaron sacos de aceite de grasa de ballena, para derramarlo en aguas movidas e impedir que rompieran las olas. También se cargaron dos barriles de hielo fundido junto con las provisiones.

Éstas, según Hurley, se componían de:

30 cajas de fósforos
200 litros de petróleo
1 lata de alcohol
10 cajas de cohetes
1 caja de luces azules
2 estufas Primus con punzas
1 hornillo
6 sacos de dormir
ropa de recambio (calcetines, ropa interior, etc.)
Los alimentos eran:
3 cajas de raciones de viaje (300 raciones)
2 cajas de comida con nueces (200 raciones)
2 cajas de galletas (300 por caja)
1 caja de terrones de azúcar
300 paquetes de leche en polvo
1 lata de cubos Bovril
1 lata de sal Cerebos
140 litros de agua
50 kilos de hielo

Entre los instrumentos figuraban: «Sextante, binoculares, brújula, velas de cera, aceite de grasa de ballena, aceite, ancla, cartas marinas, hilo y anzuelo de pescar, hilo y aguja, pedazos de grasa de ballena como cebo, gancho para el bote, aneroide.»

Shackleton llevó también su fusil de doble cañón y algunos cartuchos, así como dos hachas. McNish llevó algunas de las herramientas que le quedaban, entre ellas una azuela de carpintero.

Se calculó que había alimentos para cuatro semanas, «pues si no llegábamos en este tiempo a la isla San Pedro —escribió Shackleton—, seguro que zozobraríamos». Las cartas marinas eran las que Worsley había arrancado de libros de la biblioteca del Endurance antes de abandonar el navío.

Si fracasaba la expedición, Wild tenía órdenes de dirigirse en primavera, con los botes restantes, hacia la isla Decepción. Entretanto, estaba al mando de los hombres que quedaban en el campamento. Él también había rogado que le dejaran tomar parte en el viaje, pero no había nadie más, ni en isla Elefante ni en ninguna otra parte, en quien Shackleton confiara de forma tan absoluta como en Frank Wild. Sabía que no emprendería nada que no hubiese emprendido el propio Shackleton. Los dos hablaron hasta entrada la noche, Shackleton dando sus últimas instrucciones y Wild asintiendo en silencio, imperturbable.

Condujeron el Caird más allá del arrecife, adonde el Stancomb Wills le llevó el cargamento, con acompañamiento de bromas y rudas chanzas.

«Muchos se mostraban solícitos... para que mi conducta al llegar a la civilización estuviera por encima de todo reproche —escribió Worsley—, Dijeron cosas sobre Crean que hubieran debido de sonrojarle, pero lo que pudiera sonrojar a Crean haría que el perro de un carnicero soltara su hueso.» Aprovechando el sol y la limpidez del horizonte, Worsley pasó su última mañana en tierra comprobando su cronómetro.

El agua estaba agitada y Marston, Greenstreet, Kerr y Wild, que llevaban la carga a través del arrecife, se mojaron hasta la cintura. Un incidente casi puso término a la aventura antes de que empezara: mientras su tripulación estaba en cubierta cargando provisiones, el Caird se balanceó y estuvo a punto de zozobrar, arrojando a McNish y Vincent al agua. Hubo voluntarios que ofrecieron cambiar con ellos su ropa seca, pero McNish lo rehusó, pues sólo estaban mojados sus pantalones; Vincent, mojado de pies a cabeza, aceptó cambiar los pantalones con How, pero se negó a quitarse el jersey.

«Su negativa a cambiarse provocó algunos comentarios desfavorables sobre el por qué lo hacía —escribió Lees—, y se dijo claramente que llevaba muchas cosas propiedad de otros ocultas debajo de sus ropas.» Los pantalones mojados de How tardaron dos semanas en secarse. Shackleton lamentó mucho el contratiempo, pues sabía que los hombres que quedaban en tierra lo considerarían de mal agüero.

Durante los días anteriores se había formado, extendiéndose hacia el este, una placa de hielo. Temeroso de que pronto rodeara la isla e impidiera la salida, Shackleton quería ponerse pronto en marcha. Después de fumar con Wild un último cigarrillo, estrechó las manos de sus hombres y a las doce y media, sin ceremonias ni discursos, comenzó el gran viaje.

«Dijimos adiós a nuestros compañeros —escribió McNish—, y nos hicimos a la mar.» Al alejarse el Caird, los hombres en la costa lanzaron tres entusiastas hurras.

Desde la playa, con su cámara de bolsillo, Hurley capturó el momento de la partida, los gorros agitados en el aire, los brazos en alto. Antes de marcharse, Shackleton, siempre empresario, había dado a Hurley instrucciones escritas para explotar «todas las películas y reproducciones fotográficas», de acuerdo con los contratos firmados antes de la expedición; dieciocho meses después de su primera exhibición, los derechos revertirían a Hurley.

Shackleton escribió a Frank Wild una carta algo críptica:

“Isla Elefante, 23 de abril de 1916.”
“Estimado señor: En el caso de que no sobreviviera al viaje en bote a San Pedro, hará cuanto pueda para salvar al grupo. Queda usted al mando pleno desde el momento en que el bote abandone esta isla, y todos los hombres están bajo sus órdenes. A su regreso a Inglaterra, deberá comunicarse con el Comité. Deseo que usted, Lees y Hurley escriban el libro. Cuide de mis intereses. En otra carta encontrará usted los términos concertados para dar conferencias, usted en Inglaterra, Gran Bretaña y el Continente, y Hurley en Estados Unidos. Tengo plena confianza en usted, y siempre la he tenido. Que Dios proteja su trabajo y su vida. Comunique mi amor a mi gente y dígale que siempre traté de hacerlo lo mejor posible.
Sinceramente suyo...
E. H. Shackleton. A Frank Wild.»

* * * *

«Nos quedamos mirándolos hasta que los perdimos de vista —escribió Lees—, lo que no tardó en ocurrir, pues un bote tan pequeño pronto se pierde de vista en el gran océano agitado.»

Cuando el Caird se fue, los hombres regresaron a su solitario campamento en la playa azotada por el viento. Lo que pensaban en este momento no lo revelaron ni siquiera a sus diarios. Las responsabilidades de Wild no eran envidiables. Estaba a cargo de veintiún hombres desmoralizados, parcialmente incapacitados y acaso con ánimo rebelde, con uno de ellos, Blackborow, gravemente enfermo. La roca desierta y desnuda en que iban a vivir se hallaba sometida todos los días a fuertes tormentas y vientos huracanados, como pronto descubrirían. Su ropa era insuficiente y no disponían de lugar alguno donde guarecerse. No tenían ninguna fuente de alimentos ni de carburantes excepto los pingüinos y las focas, y no podían estar seguros de que se encontraran siempre a su alcance. Se hallaban muy lejos de cualquier ruta de navegación. Si el James Caird no tenía éxito, no había, como Shackleton mismo escribió, «ninguna posibilidad de que nos buscaran en isla Elefante.»

Capítulo VI
El viaje del James Caird

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La isla San Pedro
«La vista resultó decepcionante. Miré desde un empinado precipicio hacia un caos de hielo arrugado, cuatro mil quinientos metros por debajo de nosotros.» (Shackleton, South)

«Martes 25 Buena brisa del oeste-sudoeste navegamos todo el día cielo encapotado.

Miércoles 26 Vendaval del oeste-sudoeste y encapotado navegamos 170 km

Jueves 27 Viento del norte encapotado y fuertes ráfagas barco al pairo.

Viernes 28 Vientos ligeros del noroesteoeste brumoso fuerte marejada noroeste

Sábado 29 Fresca brisa del oeste-sudoeste encapotado navegamos en alta mar

Domingo 30 nos pusimos al pairo a las ocho y anclamos a las tres, fuerte espuma rompiendo sobre el barco y congelados.

Lunes 1 de mayo Vendaval de sur-sudoeste nos pusimos al pairo anclamos y bajamos el artimón

Martes 2 de mayo... »

Henry McNish, diario

La historia de los dieciséis días siguientes es la de una pugna suprema en aguas convulsionadas», escribió Shackleton. La tripulación partió en uno de los raros días soleados; el agua rielaba y danzaba bajo el sol; centelleaban con engañosa belleza los picos y las cuestas de los glaciares de isla Elefante que iban dejando atrás. Una hora y media después de despedirse de la fila de oscuras figuras en la solitaria playa, la tripulación del Caird se topó con su viejo enemigo, la placa. De nuevo se adentraron en el espeluznante paisaje de icebergs de fantásticas formas que parecían ir a la deriva. Al caer la noche, un canal fortuito que vieron antes de abandonar la playa les había llevado a mar abierto, entre agitadas placas que hacían un extraño crujido. Aun en este primer día relativamente fácil, el Caird se llenó de agua, salpicado por la espuma y empapado por las olas. La tripulación vestía ropa interior de lana, pantalón corriente, jersey Jaeger, calcetines, guantes y pasamontañas de lana y, por encima, abrigo Burberry y casco.

«Por desgracia, el impermeable y el casco, aunque a prueba de viento, dejan pasar el agua», observó Worsley.

Shackleton esperaba navegar al norte unos días, alejarse del hielo, en donde el tiempo fuera más templado, antes de tomar rumbo al este hacia la isla San Pedro. No era la tierra más cercana —cabo de Hornos lo era—, pero sí la única al alcance, debido al vendaval del oeste que soplaba sobre este océano austral.

Los hombres tomaron su primera comida debajo de la cubierta baja de lona, en medio de un fuerte oleaje, bregando por mantener firme la pequeña cocina de la que dependían para calentar los alimentos. Como no podían sentarse bien, comieron con el pecho casi pegado al vientre. La base de su dieta era el hoosh, hecho de proteína de buey, grasa, gachas de avena, azúcar y sal, raciones que habían guardado para la marcha transcontinental y que ahora sólo quedaba en los márgenes de la memoria, casi de la imaginación. Mezclado con agua, hacía un espeso estofado sobre el que podían desmenuzar los preciados cereales. A excepción de Worsley y McCarthy, todos se marearon. Después de comer, McNish, Crean, McCarthy y Vincent se metieron en sus húmedos sacos de dormir y se tumbaron sobre el lastre de piedras que no dejaban de moverse, mientras Worsley y Shackleton compartían la primera guardia. La Cruz del Sur brillaba en el claro y frío cielo y guiándose por las estrellas navegaron hacia el norte.

Según Worsley, Shackleton le preguntó: « ¿Sabes algo de navegación?», y soltó una carcajada, en esa primera guardia. «"Está bien, jefe", le contesté, "sí sé. Este es mi tercer viaje en barco."»

Worsley relató esta conversación con el fin de rendir homenaje al valor de Shackleton al emprender un viaje tan peligroso para explorar un continente para un hombre que había dejado atrás sus días de navegación. De hecho, sorprende ver cuántos exploradores polares británicos eran marineros experimentados. No sólo Shackleton había servido durante veinte años en la marina mercante sino que cada miembro de la reducida tripulación del James Caird contaba con tantos años de experiencia en el mar que daban por sentada su pericia. Todos se sentían seguros de que cuando «iban bajo cubierta» para meterse en su saco de dormir, los compañeros que manejaban las velas y llevaban el timón sabían lo que hacían, incluso en condiciones sin precedentes.

Al amanecer, cuando Crean subió a encender la cocina, el Caird se había alejado setenta y dos kilómetros de isla Elefante. Prepararon el desayuno bajo cubierta; el mar rompía sobre la lona y el agua se deslizaba por el cuello de los hombres. Por la tarde el viento se convirtió en vendaval del oeste-sudoeste y llenó el mar de peligrosas contracorrientes que sacudían bruscamente el barco pese a estar fuertemente lastrado. Shackleton dividió la tripulación en dos grupos: en uno él mismo, Crean y McNish, y en el otro, Worsley, McCarthy y Vincent, que harían guardia por turnos de cuatro horas.

«La rutina consistía en tres hombres en los sacos de dormir, obligándose a creer que dormían —apuntó Worsley—, y tres "en cubierta", uno de los cuales manejaba el timón un rato y los otros dos, sentados en nuestro "salón" (la parte más grande del barco, donde nos tomábamos el rancho), cuando no estaban achicando o moviendo las velas.» Ir «abajo» suponía un auténtico tormento, pues el espacio entre el cada vez más empapado lastre era de sólo un metro y medio por un metro ochenta y cinco. Para llegar a sus sacos, los hombres debían ponerse en fila india y andar a gatas, en su pesada y empapada ropa, sobre las piedras, debajo de una bancada baja. Con el barco sacudido y haciendo agua, estar atrapados en este estrecho espacio conllevaba todo el horror de estar enterrado vivo y los hombres que dormitaban se despertaban a menudo con la espantosa sensación de estar ahogándose.

«No tuvimos nunca auténtico descanso», escribió Shackleton. Los desgastados sacos de piel de venado perdían pelos por momentos, pelos cerdosos que se encontraban en todas partes, en la ropa, en la comida, en la boca de los hombres. Nada aliviaba las largas horas —de seis de la tarde a siete de la mañana— de oscuridad; llevaban sólo una improvisada lámpara de aceite y dos velas, que proporcionaban una débil y atesorada luz. Aquella primera noche, los chillidos de los pingüinos en la oscuridad del mar les hizo pensar en almas perdidas.

El tercer día, por primera vez, y pese a la nieve y a las tormentas, Worsley vislumbró el sol entre veloces nubes. Se arrodilló en una bancada mientras Vincent y McCarthy trataban de sostenerlo en el agitado barco, y consiguió fijar su sextante y sacar su primera «instantánea». El preciado almanaque y las tablas de logaritmos que usaban para calcular las mediciones se habían humedecido peligrosamente; sus hojas se pegaban las unas a las otras y los números empezaban a borrarse. No obstante, según los cálculos de Worsley, se habían alejado doscientos seis kilómetros de isla Elefante.

No obstante, se encontraban muy lejos de la posición que había calculado anteriormente.

«La navegación es un arte —anotó Worsley—, pero no encuentro palabras que describan mis esfuerzos. Las mediciones, o sea los cálculos de cursos y distancia, se habían convertido en una burla, meras suposiciones... El procedimiento consistía en que miraba desde nuestra madriguera, con el preciado sextante debajo del pecho para que el mar no lo mojara. Sir Ernest aguardaba debajo de la lona con cronómetro, lápiz y libro en las manos. Yo le gritaba, "Prepárese" y me arrodillaba, con dos hombres cogiéndome por cada lado. Bajaba el sol a donde debería estar el horizonte y, mientras el sol saltaba frenéticamente en la cresta de una ola, adivinaba la altitud y gritaba "Ya". Sir Ernest cronometraba el tiempo y yo calculaba el resultado... Teníamos que abrir a medias mis cartas náuticas, pasar de una página a otra hasta encontrar la adecuada, y entonces desplegarla con cuidado para evitar su destrucción total.»

Llevar el timón de noche resultaba especialmente difícil. Bajo un cielo espeso que no dejaba pasar la luz de la luna o de las estrellas, el barco se abría camino en la oscuridad; los hombres lo hacían basándose en cómo «sentían» el viento o viendo en qué dirección ondeaba un pequeño banderín atado al palo. Una o dos veces cada noche verificaban la dirección del viento con la brújula, iluminada con un único preciado fósforo. Y, sin embargo, la navegación era tan esencial como mantener el barco derecho; sabían que si erraban el rumbo hasta por un kilómetro, podrían perderse una recalada y la corriente podría arrastrar el Caird a cuatro mil ochocientos kilómetros de océano.

En la tarde del tercer día, el vendaval cambió de dirección hacia el norte, y entonces sopló sin parar durante las siguientes veinticuatro horas. Las encrespadas olas eran grises, el cielo y las nubes bajas eran grises y todo estaba oculto bajo la niebla. El agitado mar entraba en el Caird por babor. La cubierta de lona se pandeaba bajo el peso del agua y amenazaba con arrancarse de los clavos cortos que McNish había extraído de unas cajas de embalaje. Como para subrayar su vulnerabilidad, los pecios de un naufragio pasaron junto al barco.

«Nos empapábamos cada tres o cuatro minutos —observó Worsley—. Esto duró todo el día y toda la noche. El frío era intenso.» El bombeo era la tarea más odiosa, pues un hombre mantenía la bomba firmemente anclada al fondo del barco con las manos desnudas, posición imposible de aguantar más de cinco o seis minutos.

Por la tarde del 28 de abril, el quinto día, el viento amainó y el mar se estabilizó, con el violento oleaje característico de esa latitud, «las olas más altas, anchas y largas del mundo», en palabras de Worsley; tan altas que las velas del Caird se aflojaban en la calma artificial entre oleadas; a continuación la siguiente ola levantaba la pequeña embarcación y la dejaba caer en pendiente aún más empinada. Al día siguiente un vendaval del oeste-sudoeste agitó y meció el Caird en un encrespado y picado mar, pero lo trasladó setenta y cinco kilómetros en el deseado curso de nordeste. Ahora ya estaban a trescientos ochenta y tres kilómetros de isla Elefante, «pero no en línea recta», como señaló Worsley, pesaroso.

El 30 de abril el vendaval adquirió fuerza y cambió de dirección hacia el sur, procedente de los campos de hielo a sus espaldas, cosa de la cual se percataron gracias al frío creciente. Shackleton quería navegar con el viento a sus espaldas, pero al darse cuenta de que el Caird corría el peligro de verse empujado por el viento de costado contra las olas o de frente hacia mar abierto, dio con renuencia la orden de dirigirse hacia el viento y mantenerse alerta.

«Bajamos un ancla flotante a fin de mantener alta la cabeza del James Caird —escribió Shackleton—. El ancla consistía en una bolsa de lona sujeta a la punta de la boza y dejamos que nos siguiera desde la proa.» El peso del ancla contrarrestaba el desplazamiento a sotavento y mantuvo el barco de cara al viento de modo que encontrara el mar. Hasta ahora, sin embargo, por muchos golpes que recibiera el Caird, por mucho que hiciera aguas, había conseguido avanzar, poco a poco, y cerrar perceptiblemente la distancia que le separaba de San Pedro. Ahora, empapados por la espuma del mar, los hombres esperaban, angustiados en la agitada oscuridad, sabiendo que no avanzaban gran cosa, pese a su sufrimiento.

«Mirando de través —observó Shackleton—, veíamos un hueco, como un túnel formado cuando la cresta de una gran ola caía en el encrespado mar.» La espuma que caía sobre la tambaleante embarcación se helaba casi en cuanto la tocaba, y hacia el final del octavo día, el movimiento del Caird había cambiado de forma alarmante. Ya no se alzaba con las olas sino que parecía estar suspendido en el mar: cada empapado centímetro de madera, de lona y de cable se había congelado. Cubierto por una helada armadura de casi cuarenta centímetros de espesor, convertido en un peso muerto, se hundía.

Debían actuar de inmediato. Mientras el viento aullaba y el mar se quebraba sobre ellos, los hombres se turnaron para arrastrarse por la vidriosa cubierta a fin de quitar el hielo. Worsley trató de describir la inimaginable dificultad y el peligro de la subida en la oscuridad hasta aquella diminuta cubierta frágil y resbaladiza... En un momento en que el barco dio un tremendo brinco, vi a Vincent deslizarse por el helado revestimiento de la lona... Por suerte logró cogerse al mástil justo a tiempo de evitar caer por la borda».

Tres veces tuvieron que quitar el hielo del barco, bien con hacha o con cuchillo, una tarea que requería fuerza pero también gran delicadeza, pues debían evitar dañar la lona a toda costa. Por muy endeble que ésta fuera, constituía su única protección y sin ella no sobrevivirían. Se deshicieron de dos de los odiosos sacos de dormir, que se habían congelado durante la noche, aunque ya antes se estaban pudriendo; Shackleton calculó que pesaban casi dieciocho kilos cada uno. Gracias a estos tremendos esfuerzos, el Cairel subió a la superficie y empezó a moverse de nuevo con las olas.

A la mañana siguiente el barco giró de repente sobre sí mismo por sotavento: un bloque de hielo había separado el ancla flotante de la boza, dejándola fuera de alcance.

Los hombres quitaron a golpes el hielo de la cubierta de lona y se apresuraron a izar las velas congeladas; en cuanto lo consiguieron el Caird navegó con el viento. Aquél fue el día, el 2 de mayo, en que, de pronto, McNish dejó de escribir en su diario.

«Aquel día logramos que el barco se enfrentara al vendaval, y aguantamos como pudimos unas molestias que eran más bien dolorosas», observó Shackleton, refiriéndose, de un modo nada característico en él, directamente al sufrimiento físico. Los hombres se encontraban no sólo calados hasta los huesos, sino que la ropa empapada que no se habían quitado en siete meses les rozaba terriblemente la piel y el agua salada les producía furúnculos. Las piernas y los pies mojados lucían una palidez enfermiza y estaban hinchados. Tenían las manos negras de mugre, grasa, quemaduras provocadas por la cocina, y congeladas. Cada movimiento, por mínimo que fuese, resultaba insoportable.

«Los que montaban guardia permanecían tan quietos como podían... —anotó Worsley—. Si se movían, aunque fuese medio centímetro, sentían la ropa fría y mojada en los costados. Sentados muy quietos un rato, merecía la pena vivir...» Las comidas calientes suponían el único alivio. Shackleton se aseguró de que sus hombres tuvieran alimento caliente cada cuatro horas de día y humeante leche en polvo cada cuatro horas durante las largas guardias nocturnas.

«Al menos dos del grupo estaban a punto de morir —escribió Worsley—. De hecho, podría decirse que [Shackleton] tenía el dedo puesto en todo momento en sus pulsos. Cuando se fijaba en que alguno parecía sentir más frío y temblaba, ordenaba que se preparara más leche caliente y que se sirviera una taza para todos. Nunca dejaba adivinar que era para el hombre en cuestión, por si se ponía nervioso...» Para mantener el frío a raya, bebían también el aceite de la grasa con que habían pretendido calmar el mar agitado. Como observó Worsley, sólo habría bastado para un vendaval y hubo diez días de vendaval.

La dura prueba ya se había cobrado lo suyo con Vincent, que desde fines de abril «dejó de ser un miembro activo de la tripulación», según las enigmáticas palabras de Shackleton. Worsley lo atribuyó al reumatismo, pero parece que el colapso fue tanto mental como físico, pues más tarde en el viaje no estaba del todo incapacitado. En el aspecto, había sido el más fuerte de todos los miembros del Endurance.

McCarthy los avergonzó a todos.

«Es el optimista más absoluto que he conocido —anotó Worsley en su cuaderno—. Cuando lo relevo en el timón, con el barco helado y el agua bajándome por el cuello, me informa con una alegre sonrisa: "Es un día espléndido, señor."»

Entre Shackleton y Crean existía una relación especial. Según Worsley: «Tom Crean llevaba tanto tiempo con Sir E. y había hecho tanto con él que era como un criado privilegiado. Cuando se acostaban se oían murmullos desde la oscura y sombría guarida en la proa; a veces los dirigían el uno al otro y a veces a las cosas en general, y otras a nada en concreto. En ocasiones estaban tan llenos de pintoresca vanidad y los comentarios de Crean eran tan irlandeses, que ya casi explotaba de tanto contener las carcajadas. "Duérmete, Crean, y deja de cloquear como una gallina vieja." "Jefe, no puedo comerme estos pelos de venado. Tendré las entrañas como el cuello de una cabra. Vamos a dárselos al capitán y a McCarthy, que nunca se dan cuenta de lo que comen", y así seguían.»

Pese a las terribles incomodidades, Worsley estaba en su elemento. Sabía que formaba parte de una gran aventura, y ésa era la ambición de su vida. El hecho de que pudiera seguir haciendo comentarios jocosos sobre sus compañeros prueba que conservó el sentido del humor durante toda la dura prueba. Poco hay sobre McNish, salvo por un comentario de Shackleton, en el sentido de que «el carpintero sufría mucho, pero daba muestras de gran entereza y ánimo». Al parecer, McNish aguantó cada día con su habitual resignación práctica y sombría; no nació en un ambiente que prometiera que las cosas iban a ser fáciles. El propio Shackleton se sentía terriblemente incómodo y, para colmo, volvía a padecer la ciática.

El 2 de mayo, a medianoche, relevó a Worsley en el timón, justo cuando un torrente de agua lo había golpeado en el rostro. El vendaval había ido adquiriendo fuerza en las últimas ocho horas y el mar se agitaba, lleno de contracorrientes, bajo una fuerte nevada. A solas en el timón, Shackleton distinguió a sus espaldas una línea de cielo sin nubes y gritó a los hombres, que se encontraban abajo, que por fin se despejaba.

«... entonces, un momento después, me di cuenta de que lo que había visto no era una separación de las nubes, sino la cresta blanca de una ola enorme —apuntó—. En mis veintiséis años de experiencia en todos los estados de la mar, nunca me había encontrado con una ola tan gigantesca, una explosión del océano, algo muy diferente de los mares de olas blancas, esos incansables enemigos que nos habían acompañado durante tantos días. "¡Por Dios, agarraos", grité. "¡Se nos viene encima!"»

Tras una calma sobrenatural, un atronador torrente de espuma se abatió sobre ellos. Tambaleándose bajo la inundación, el barco consiguió «alzarse a medias del agua, hundiéndose bajo el peso muerto, y estremecido por el golpe», según palabras del propio Shackleton. Los hombres achicaron el agua con toda su alma, hasta que sintieron que el Caird flotaba bien, pero tuvieron que seguir achicando durante una hora entera para sacar toda el agua que quedaba.

En la mañana del 3 de mayo, después de soplar con toda su fuerza durante cuarenta y ocho horas, el feroz e implacable vendaval amainó por fin, y el sol apareció entre grandes nubes en forma de cúmulo. Aflojaron las velas y tendieron los sacos de dormir y la ropa en el mástil y en la cubierta, en tanto ponían rumbo hacia la isla San Pedro. A mediodía el cielo se hallaba todavía despejado y brillante, de modo que Worsley pudo calcular la latitud; llevaban seis días sin hacerlo. Sus cálculos revelaron que, pese a las monstruosas dificultades, habían recorrido setecientos catorce kilómetros desde su partida de isla Elefante, más de la mitad de distancia. De pronto, les pareció que lo conseguirían.

El buen tiempo continuó, dándoles «un día de gracia», según Worsley. El 5 de mayo, cuando llevaban doce días navegando, el Caird hizo una carrera excelente, la mejor de todo el viaje, y recorrió ciento cincuenta y cuatro kilómetros en un mar picado que no dejó de zarandear el barco. La isla Willis, al oeste de San Pedro, se encontraba a doscientos cincuenta kilómetros. El 6 de mayo, el mar volvió a encresparse y un viento del noroeste les obligó a ponerse al pairo de nuevo, con un foque rizado. El día siguiente el viento se moderó y recuperaron el curso.

Worsley se preocupaba cada vez más por calcular su posición. Desde que se fueran de isla Elefante, doce días antes, sólo había visto el sol cuatro veces, «dos de ellas —escribió— apenas un vislumbre a través de ligeras aperturas en las nubes».

«Había bruma, el barco brincaba como un mosquito, hacía agua en proa y en popa, y no había "limbo" del sol —fue su descripción de las complejidades que suponía la navegación—. Tuve que adivinar el centro. Astronómicamente, el limbo es el borde de la Luna o del Sol. Si las nubes o la niebla los cubren, no se los puede "bajar" adecuadamente al horizonte. El centro es el punto necesario, de modo que cuando el limbo está demasiado borroso se baja al horizonte el centro del punto brillante detrás de las nubes. Gracias a la práctica y a una serie de "observaciones" se puede llegar a un promedio con un error de no más de un minuto de arco.»

Cuando Worsley informó a Shackleton de que «no podía estar seguro de nuestra posición sin un margen de error de dieciséis kilómetros», decidieron dirigirse a la costa oeste de San Pedro, que estaba deshabitada, en lugar de la costa este donde se hallaban las estaciones balleneras... y la posibilidad de ser rescatados. Con esto, si no veían tierra, los dominantes vientos del oeste los llevarían al otro lado de la isla. Si no conseguían llegar a tierra en el este, los vientos del oeste los llevarían al mar. Si los cálculos de Worsley eran correctos, el James Caird estaba a más de ciento treinta kilómetros de San Pedro.

Antes de que oscureciera el 7 de mayo, un pecio pasó flotando. Cada vez más ilusionados, navegaron toda la noche en dirección este nordeste y, al amanecer del decimoquinto día, avistaron algas marinas. Con la emocionada anticipación, casi olvidaron su más reciente revés: habían descubierto que el agua de beber se había vuelto salobre; obviamente, el agua marina se había metido en el tonel cuando casi zozobraron poco antes de salir de isla Elefante. De modo que ahora, para colmo, estaban cada vez más sedientos.

Palomas como las que habían admirado tantos meses antes en Grytviken aparecían cada vez con mayor frecuencia, además de otras aves marinas cuya presencia indicaba la cercanía de tierra firme. Ansioso, Worsley siguió observando el cielo, pero la espesa niebla le ocultaba el sol y todo lo que pudiese haber más adelante del barco. Los hombres vieron dos cormoranes, unas aves que no se aventuraban a más de veinticinco kilómetros de la costa; el mar estaba muy picado y lleno de contracorrientes; cuando la niebla se levantó hacia el mediodía, unas nubes bajas y veloces llegaron del norte nordeste, acompañadas de turbonadas. Luego, a las doce y media, McCarthy gritó que veía tierra.

«Allí delante, entre una apertura en las nubes empujadas por el viento, nuestros agradecidos ojos, empañados por la sal, vieron un alto risco negro con nieve en la ladera, como encaje —escribió Worsley—. Apenas lo vislumbramos cuando quedó oculto de nuevo. Nos miramos con sonrisas alegres y bobas. Lo que más pensábamos era "lo hemos conseguido".» La tierra, cabo Demidov, se hallaba a apenas dieciséis kilómetros, y en el curso que Worsley había calculado.

A las tres de la tarde, los hombres oteaban franjas de matas de hierba entre la nieve en la tierra que tenían delante, la primera vegetación viva que veían desde el 5 de diciembre de 1914, o sea, desde hacía diecisiete meses. Resultaba imposible ir a las estaciones balleneras: la más cercana estaba a doscientos cuarenta kilómetros, una distancia formidable, dadas las condiciones y el viento cambiante. Además, llevaban cuarenta y ocho horas sin agua dulce. Podían elegir entre dos lugares para desembarcar: a Puerto Wilson, al norte, pero a barlovento, era imposible llegar; por su parte, el estrecho King Haakon se abría al oeste, y el oleaje empujado por el viento del oeste rompía en los irregulares arrecifes, alcanzando doce metros de altura.

«Necesitábamos agua y descanso casi desesperadamente —anotó Shackleton—, pero intentar desembarcar en aquel momento habría sido suicida. No nos quedó más remedio que cambiar de rumbo hasta la mañana siguiente, alejándonos del cabo.» Sabía que recalar podía ser la parte más peligrosa de un viaje.

El sol se puso, acompañado de una tormenta, y los hombres se prepararon para pasar las horas de oscuridad en espera. Si bien se sentían sumamente débiles, la boca hinchada y la ardiente sed les impidió comer. Viraron de bordo hasta medianoche, cuando se pusieron al pairo, a treinta kilómetros de la costa. Entonces, en las sombrías primeras horas de la mañana, el viento aumentó y, en tanto el Caird subía y bajaba sobre las olas, se convirtió en un vendaval que los inundó de lluvia y aguanieve. Aunque estaban al pairo con sólo un foque rizado, hacían aguas y tuvieron que achicarla sin cesar. Al amanecer, el Caird se hallaba atrapado en una peligrosa contracorriente con enormes olas que lo empujaban hacia la costa.

Lluvia, granizo, aguanieve y nieve caían sobre ellos como plomo; al mediodía, el vendaval, convertido ya en huracán, les tapaba la costa y sacudía y agitaba el mar que no dejaba de hacer espuma y ocultaba todo signo de tierra.

«Ninguno de nosotros había visto nada parecido antes —observó Worsley—. La tormenta —continuó— nos empujaba, con más fuerza que nunca, directamente hacia esa escabrosa costa. "Una costa de sotavento", pensamos, pero no pronunciamos las palabras tan fatídicas para los marineros.»

A la una de la tarde, las nubes se separaron y revelaron de pronto un escarpado acantilado a sotavento. El rugido de las olas al romper les indicó que se dirigían directamente hacia un acantilado invisible. Desesperado, Shackleton ordenó que izaran las velas rizadas a fin de intentar meterse en el viento y alejarse del devastador curso.

«La vela mayor proel, andrajosa de tanto rizarla, ya estaba izada —escribió Worsley—, y pese a lo reducido del foque y de la cangreja mayor popel, costó un esfuerzo infernal izarlas. Por lo general es algo que hacemos en diez minutos, pero tardamos una hora.»

Luchando por abrirse paso contra el viento, el Caird iba al encuentro de cada ola con un golpe brutal. Con cada azotada, la tablazón de madera del barco se abría, dejando pasar el agua. Cinco hombres bombeaban y achicaban y el sexto lo mantenía en su pavoroso curso. Más que avanzar centímetro a centímetro, la embarcación avanzaba de lado, estrujada por el oleaje.

«A intervalos mentíamos y decíamos: "creo que lo logrará"», apuntó Worsley. Al cabo de tres horas de tanto bregar, el cabo quedó a una distancia segura, pero, de pronto, las montañas cubiertas de nieve de la isla Annenkov se cernieron en la oscuridad, a barlovento. Habían conseguido evitar un peligro sólo para que el viento los empujara hacia otro.

«Recuerdo perfectamente lo que pensé —anotó Worsley—, Me dije: "Qué lástima. Hemos hecho este estupendo viaje en bote y nadie lo sabrá."»

«Creo que muchos de nosotros teníamos la sensación de que el fin era inminente», escribió Shackleton. Oscurecía cuando el Caird se adentró, dando bandazos, en la resaca de las olas que rompían en la costa escarpada de la isla. De repente, sin previo aviso, el viento cambió a sudoeste. El barco viró en la espumosa y confusa corriente, y se alejó de los peñascos y del peligro. Al anochecer amainó el huracán con el que tanto habían luchado.

«Estábamos de nuevo apartados de la costa, rendidos, casi apáticos... —fue la descripción de Shackleton—. La noche transcurrió con lentitud. Nos sentíamos muy cansados. Anhelábamos la llegada del día.»

El 10 de mayo amaneció casi sin viento, pero con un mar picado, lleno de contracorrientes. Después del desayuno, que se metieron por entre unos labios resecos y masticaron con dificultad, condujeron el Caird hacia la bahía King Haakon. Habían descubierto que las pocas cartas de que disponían eran incompletas o contenían errores, y se dejaron guiar en parte por el instinto de Worsley.

Pusieron rumbo hacia la bahía, se acercaron a un serrado arrecife que, según palabras de Shackleton, cual «dientes ennegrecidos», parecía impedir la entrada en la cala. Mientras se dirigían hacia lo que se les antojó un hueco propicio, el viento volvió a cambiar, hacia fuera de la bahía. Como no podía acercarse directamente a ésta, dieron marcha atrás y trataron de virar de bordo, en busca de una entrada. Cinco veces lo hicieron y, por fin, el Caird cruzó un hueco y entró en la boca de la bahía.

Era casi el anochecer. Una pequeña cala resguardada por un arrecife surgió al sur. De pie en proa, Shackleton dirigió el barco a través de una estrecha entrada en el arrecife.

«...al cabo de un par de minutos nos encontrábamos adentro —escribió—, y en la creciente oscuridad el James Caird se dejó llevar por una ola y tocó la playa.»

Saltó fuera, cogió la boza desgastada y tiró, luchando contra la corriente que empujaba la embarcación hacia afuera; cuando el bote volvió a entrar con la marea, los demás hombres desembarcaron, tambaleantes, y lo aseguraron mal que bien. El sonido de agua los atrajo hacia un arroyuelo que se hallaba casi debajo de sus pies. Cayeron de rodillas y bebieron hasta saciarse.

«Fue un momento espléndido», observó Shackleton.

El trabajo de McNish había resistido todos los elementos que se les habían echado encima.

En los diecisiete días de duras pruebas, Worsley nunca había dejado que su mente se relajara ni de hacer cálculos. Juntos, los seis hombres habían mantenido una rutina, una estructura de mando, un horario de guardias. Habían prestado atención a su experiencia náutica en las peores condiciones a que puede enfrentarse un marinero.

No sólo habían aguantado, sino que habían dado muestras de gran pericia bajo una presión infernal.

Sin duda se daban cuenta de que acababan de hacer un viaje fantástico; más tarde se enterarían de que un vapor de quinientas toneladas había zozobrado, con toda su tripulación, víctima del mismo huracán que ellos acababan de resistir. Sin embargo, de momento, probablemente no sabían —ni les habría importado— que el viaje del James Caird fuera, en opinión de futuras generaciones, uno de los más magníficos llevados a cabo.

Capítulo VII
La isla San Pedro

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Había trabajo que hacer. A duras penas, entre las olas rompientes y con piernas poco seguras, los hombres descargaron las provisiones, el equipo y gran parte del lastre del Caird con objeto de llevarlo a tierra. Pero incluso casi vacío, no pudieron moverlo, ni siquiera entre todos.

«Estábamos rendidos —escribió McNish, que había retomado su diario—. Lo dejamos en las olas esa noche, con un hombre de guardia.» Shackleton había visto una cueva a un lado de la cala y en ella entraron tambaleándose para pasar la noche. Mientras los demás trataban de descansar sobre cuatro sacos de dormir empapados y con la ropa en igual estado, Shackleton se encargó de la primera guardia y se hizo reemplazar por Crean a la una de la mañana, cuando sintió que se quedaba dormido. Costaba mucho sostener, por la corta y desgastada amarra, al Caird, que no dejaba de balancearse en la oscuridad. A las tres de la mañana la boza se soltó de las manos de Crean y tuvieron que despertar a todos para tirar del bote. Estaban tan agotados que ni siquiera pudieron girarlo con el fin de llevarlo a la playa, de modo que tuvieron que esperar hasta el amanecer.

Por la mañana, para aligerar un poco más el barco, McNish quitó las tracas y la cubierta superior, y por fin, con gran esfuerzo, lograron arrastrarlo hasta más allá de la marca de la marea alta. Por fin podían descansar; sin el Caird estarían perdidos, ya que el único modo de salir de la cala era por mar.

La bahía King Haakon era un profundo estrecho flanqueado al norte y al sur por glaciares. La cueva se encontraba en un nicho de un peñasco saliente al fondo de la cala, en la punta meridional de la bahía. Al pie de las montañas crecían matas de gruesa hierba que los hombres esparcieron en el suelo de la cueva. Enormes carámbanos que colgaban en la boca de la cueva, como cortinas, rompían el viento, protegiendo así la hoguera que hicieron con madera llevada por las olas.

Shackleton y Crean fueron a revisar una colina cubierta de matas de hierba que se alzaba por encima de la playa, y regresaron con crías de albatros que encontraron en nidos desperdigados. Con cuatro aves de unos seis kilos cada una prepararon un estofado, espesado con cubitos de Bovril.

«Su carne era blanca, suculenta, y sus huesos, que aún no estaban del todo formados, casi se nos derritieron en la boca —anotó Shackleton—. Fue una comida memorable.» Después se tumbaron en los sacos mientras secaban tabaco en las ascuas y lo fumaban.

«No nos hemos sentido tan cómodos en las últimas cinco semanas —observó McNish, satisfecho—. Comimos tres crías de albatros y un adulto con una pinta de salsa; fue mejor que cualquier sopa de pollo que haya comido en mi vida. He estado pensando en lo que dirían nuestros compañeros si tuviesen comida como ésta.»

El día después de su llegada a la cala, Shackleton ya había anunciado la siguiente etapa del rescate. La bahía Stromness, donde estaban las más cercanas estaciones balleneras, se hallaba a unos doscientos cuarenta kilómetros por mar, pero en vista de lo traicionero del tiempo y de la costa, era demasiado lejos para el barco y la debilitada tripulación. Ya no viajarían en barco. Shackleton había decidido que él y otros dos irían a pie a una de varias estaciones en Stromness, a unos treinta y cinco kilómetros por tierra, es decir treinta y cinco kilómetros en línea recta. De hecho, no existía ningún camino recto en la isla San Pedro. Si bien los picos más altos no alcanzaban los tres mil metros, el interior era una confusión de serrados levantamientos rocosos y traicioneras grietas, cubiertas de varios centímetros de gruesas capas de nieve y hielo. Para mayor complicación, nadie lo había recorrido antes. No había mapas que les guiaran.

«... nuestro conocimiento de las condiciones del interior era mínimo —escribió Shackleton—, Ningún hombre había penetrado más allá de un par de kilómetros de la costa de San Pedro, y los balleneros que yo conocía lo consideraban inaccesible.» En el esbozo de mapa que llevaban, el interior de la isla estaba en blanco.

Shackleton dio a los expedicionarios cuatro días para secarse, descansar, dormir y comer. No sólo se sentían exhaustos y debilitados por la exposición a los elementos sino que les dolían las heridas superficiales debidas a la congelación y a las rozaduras en las piernas. Mentalmente, tampoco se habían recuperado del todo. En la noche del 12 de mayo, según Worsley, Shackleton «nos despertó a todos [de repente], gritando: "¡Cuidado, muchachos, cuidado!"» Había estado soñando con la gran ola que tan cerca estuvo de tragárselos.

Sin embargo, por muy cansados que estuvieran, dos días después del desembarco, Shackleton, Worsley y Crean fueron a explorar, y McNish se dedicó de nuevo a reparar el Caird. Al interior de la isla sólo se accedía desde la cabeza de la bahía, donde empezaba un desfiladero que atravesaba las montañas. Y a la cabeza de la bahía sólo podía llegarse en bote.

«Todavía estoy ocupado con el barco —comentó McNish en su diario—. Mientras el capitán se las da de Nimrod para traer comida, Vincent se tumba junto a la hoguera y de vez en cuando viene a por más madera, mientras el jefe y Creen [sic] vigilan la preparación de la comida y McCarthy es mi ayudante. Comimos cuatro crías de ave y luego pensamos en los tiempos duros.»

El día antes de abandonar el refugio de la cala, McNish se dio un paseo.

«Subí a la cumbre de la colina y me tumbé en la hierba y esto me hizo pensar en los viejos tiempos en casa, sentado en la ladera y mirando el mar.»

Este último día también sucedió algo inesperado que tomaron por un buen augurio. Habían perdido el timón del Caird en el desembarco y ahora, mientras McCarthy se encontraba en la línea de la marea, ese mismo timón, «con todo el Atlántico en el que navegar —en palabras de Shackleton— y las costas de dos continentes en las que descansar, regresó, saltando, a nuestra cala».

El 15 de mayo amaneció con ráfagas de viento del noroeste, bruma y un aguacero. Después de desayunar a las siete y media, cargaron el Caird y, navegando a través de la estrecha entrada de la cala, salieron hacia la bahía. El sol apareció un momento y, aunque el mar estaba algo picado, todos se sentían animados. Aproximándose a la costa norte, poco después del mediodía, oyeron el rugido de los elefantes marinos y no tardaron en desembarcar en una playa de arena, entre centenares de dichos animales.

El tiempo había vuelto a cambiar, de modo que bajo una fina llovizna arrastraron el barco hasta más allá de la marca de la marea alta y le dieron la vuelta; lo cubrieron de hierba, levantaron un costado, apoyado sobre piedras, formando así la entrada de un refugio bastante cómodo. Lo llamaron campamento Peggotty, en honor al homólogo barco-cabaña de Dickens. Un elefante marino les proporcionó comida y combustible para la noche. Desperdigado en poco más de una hectárea había un montón de madera llevada por el mar, ya seca: mástiles, trozos de mascarones de proa, chapas de latón, remos rotos, leña, «un cementerio de barcos», fue la descripción de Worsley en su diario. Cuando salió la luna, Crean gritó que había visto una rata.

«Nos burlamos de él —comentó Worsley—, y con voz llorosa le imploré que me diera algo de lo que le había hecho ver ratas; pero cuando, un rato después, el carpintero también creyó ver una, ya no nos burlamos tanto.» Concluyeron que las ratas habían llegado con los naufragios.

Debido al mal tiempo, de nieve y granizo, se quedaron tres días en su nuevo refugio, y Shackleton se sentía cada vez más inquieto. En una ocasión él y Worsley salieron a explorar el desfiladero que seguirían por las montañas, pero una repentina tormenta de nieve les obligó a regresar.

«Capitán, no volveré a participar en ninguna expedición», afirma Worsley que le dijo Shackleton. Querían salir mientras hubiera luna llena, pero no podían hacerlo si no mejoraba el tiempo. El invierno descendía a marchas forzadas, y con él se reducían sus probabilidades de éxito.

El momento les llegó a las dos de la mañana del 19 de mayo. La luna llena brillaba en un claro y calmado cielo y Shackleton supo que no contarían con mejores condiciones. Él, Crean y Worsley desayunaron estofado y, al cabo de poco más de una hora, emprendieron la marcha. Parece que Vincent y McCarthy se quedaron tumbados en sus sacos, pero McNish les acompañó los primeros doscientos metros.

«No podía hacer más», escribió Shackleton, sencillamente. En las últimas páginas en blanco del diario de McNish, Shackleton había escrito una última orden, con una letra fuerte y confiada:

«16 de mayo de 1916

»San Pedro

»Señor

»Estoy a punto de tratar de llegar a Husvik en la costa este de esta isla para que rescaten a nuestro grupo. Le dejo a cargo de este equipo, compuesto por Vincent, McCarthy y usted. Se quedarán aquí hasta que llegue a rescatarlos. Tienen amplias provisiones de carne de foca y pueden complementarla con aves y pescado, según sus habilidades. Le dejamos un rifle de doble cañón, cincuenta balas, entre cuarenta y cincuenta raciones de Bovril, entre veinticinco y treinta galletas, cuarenta raciones de nueces; también tienen todo el equipo necesario para un tiempo indefinido. Caso de que yo no vuelva, cuando acabe el invierno trate de navegar hasta la costa este. La dirección que sigo hasta Husvik es al este magnético.

»Confío en que en unos días les rescataremos.

»Sinceramente,

»E. H. Shackleton

»A H. McNish»

McNish regresó al campamento Peggotty y los tres hombres pasaron junto al cementerio de barcos, bajo una luz de luna que arrojaba largas sombras sobre los centelleantes picos de las montañas y los glaciares. Pronto empezaron a subir por una ladera nevada que surgía al norte de la cabeza de la bahía, desde un paso entre las cadenas de montañas. En un primer momento Shackleton pretendía llevar un pequeño trineo hecho por McNish para transportar los sacos de dormir y el equipo. Sin embargo, cuando lo probaron el día antes de partir, vieron que este medio no era adecuado para el terreno.

«... tras consultar, decidimos cargar nosotros los sacos de dormir y andar en fila india —explicó Shackleton en su diario—. Llevaríamos raciones para tres días, que empacaríamos en tres pares de calcetines, para que cada uno pudiera cargar las suyas.» También llevaban la lámpara de aceite con aceite para seis comidas calientes, cuarenta y ocho fósforos, la pequeña cacerola para preparar estofado, dos brújulas, un par de binóculos, quince metros de cuerda y la azuela de McNish, que usarían como piqueta. Además del cronómetro del barco todavía colgado del cuello, Worsley llevó también un artículo al parecer menos útil, el cuaderno de bitácora. Un trozo de madera de la antigua cubierta del Caird hacía las veces de bastón.

«No tenía suerte en cuanto al calzado, pues había regalado mis sólidas botas de Burberry en el témpano, y las que llevaba puestas eran relativamente ligeras y muy gastadas —escribió Shackleton—. El carpintero me ayudó a poner varios tornillos en la suela para que pudiera andar mejor en el hielo.» Los tornillos procedían del James Caird.

Con Worsley como guía, iniciaron el ascenso del nevado levantamiento; pronto descubrieron que la dura nieve apretada de dos días atrás se había ablandado, y con cada paso se hundían en ella hasta los tobillos. Al cabo de dos horas habían ascendido treinta metros, lo bastante alto para ver la costa y darse cuenta de que el camino hacia el interior no sería de suaves campos de nieve, sino de formidables ondulaciones de nieve, rotas por traicioneras montañas escarpadas. Mientras subían hacia el paso, una espesa niebla les ocultó la luna. Se ataron los unos a los otros y siguieron avanzando con tenacidad a través de la opaca bruma. Shackleton iba al frente y Worsley indicaba por dónde ir desde atrás.

En lo alto del paso, a la luz del alba, la bruma se disipó un poco, permitiéndoles un vislumbre parcial de lo que parecía un lago congelado. Se detuvieron un momento a comer una galleta y entonces se dirigieron hacia el lago, pues según Shackleton resultaría más fácil andar sobre él que en las alturas. Al cabo de una hora notaron señales de grietas y advirtieron que caminaban sobre un glaciar nevado. Avanzaron con cautela hasta que la bruma se disipó y reveló que se trataba no de un lago, ni agua helada, como les había hecho creer la luz, sino de bahía Posesión, un brazo del mar en la costa oriental, más o menos paralela a la bahía King Haakon en la costa occidental. Como sabía que era imposible ir por la costa, no tuvieron más remedio que desandar el camino. Fue una equivocación, pues bahía Posesión se hallaba claramente marcada en su mapa, aunque da una idea de la falta total de referencias en que se movían.

El sol se levantó en un día tranquilo y despejado que prometía un raro y continuado buen tiempo; debían apresurarse para aprovecharlo. Sin embargo, de día, la superficie de la nieve se ablandaba y hubo momentos en que se hundían en ella hasta las rodillas; avanzaban con tanta dificultad que Shackleton y Crean debieron de recordar las agotadoras marchas en trineo de hacía tanto tiempo. A las nueve de la mañana se detuvieron a desayunar; llenaron la cazuela de nieve y Crean encendió la lámpara; una vez derretida la nieve, le añadieron dos raciones y se comieron el estofado tan caliente y tan de prisa como pudieron.

Continuaron andando, con descansos de un minuto cada cuarto de hora, tumbados en la nieve, boca arriba, con brazos y piernas en cruz. Desde que partieron del campamento Paciencia el 9 de abril, habían tenido pocas oportunidades de estirar las piernas y, de esas seis semanas, veinticuatro días los pasaron en los botes zarandeados. Sus pies helados aún no habían recuperado la sensibilidad y su ropa, saturada de agua salada, les rozaba la irritada parte interior de los muslos. Así pues, se agotaron muy pronto en su escalada con nieve hasta las rodillas.

Dos horas después del desayuno llegaron a una cadena de cinco riscos que, como dedos rechonchos de una mano alzada, se elevaban ante ellos. Las quebradas entre los riscos parecían ofrecer cuatro pasos a la tierra que había detrás. Encaminándose hacia el más cercano, el más meridional de éstos, Shackleton fue delante, cortando escalones en la ladera con la azuela. Así se acercaron a la cumbre.

«La vista era decepcionante —informó Shackleton—. Miré por un escarpado precipicio hacia un caos de hielo resquebrajado cuatrocientos cincuenta metros más abajo. No había modo de bajar.» Un risco les impidió cruzar al siguiente desfiladero y no les quedó más remedio que volver a descender por la larga pendiente que habían tardado tres horas en subir.

Deseosos de recuperar el terreno perdido, iniciaron sin dilación el ascenso por el segundo risco y se pararon sólo para comer a toda prisa. Pero al llegar al «desfiladero» se desilusionaron de nuevo.

«Nos encontrábamos entre dos gigantescos riscos negros que parecían haberse abierto paso hacia arriba a través de su cubierta de hielo... —escribió Worsley—, Ante nosotros se hallaba la cadena Allardyce, un pico tras otro, coronados de nieve y majestuosos, centelleando a la luz del sol. De sus flancos surgían magníficos glaciares, nobles a la vista, pero que, como nos dimos cuenta, amenazaban nuestro avance.»

Cansados, entumecidos, se batieron en retirada, bajando de nuevo, y pusieron sus esperanzas en el tercer desfiladero.

«Cada uno de los sucesivos ascensos era más empinado que el anterior —anotó Worsley— y ése, el tercero, que nos llevó a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, nos dejó extenuados.» Llegaron a la cima de la tercera quebrada a las cuatro de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse, dejando paso al frío de la noche. Pero abajo la perspectiva no era mejor que desde las demás quebradas. Como señaló Worsley, todos los esfuerzos de la tarde habían sido en vano. Llevaban unas treinta horas caminando y el cansancio les había dejado entumecidos. Sin embargo, diríase que no se les ocurrió acostarse para descansar, o simplemente rendirse. Shackleton sabía que sus dos compañeros no se arredrarían ni se quejarían. Por su parte, ellos sabían que él continuaría buscando un camino e iría a la cabeza del grupo hasta llegar al límite de sus fuerzas. Durante todas las largas horas de caminar a trompicones formaron una fuerte y resueltamente leal unidad.

Ahora, al mirar hacia el desfiladero situado más al norte, el último, vieron el modo de bajar y, sin dilación, deshicieron el camino y cobraron ánimos para un cuarto ascenso.

Al pie del último desfiladero encontraron un enorme abismo de unos sesenta metros de profundidad que el viento había tallado en la nieve y el hielo, un espeluznante recuerdo de lo que eran capaces de hacer los vendavales a esas alturas. Lo rodearon con cautela e iniciaron el ascenso de una escarpada pendiente de hielo que subía hacia la última quebrada. A sus espaldas, una espesa niebla se posaba sobre la tierra y lo ocultaba todo. Subieron a la cima del puerto y observaron el paisaje, mientras unas volutas de niebla empezaban a envolverlos. Tras una caída en picado, la tierra empalmaba con una larga cuesta de nieve, el pie de la cual se hallaba enmascarado por la bruma y la creciente oscuridad.

Según Worsley, Shackleton dijo: «No me gusta nada nuestra posición.» La noche se cerraba y corrían el peligro de congelarse a esa altitud. El jefe guardó silencio unos minutos, reflexionando.

«Tenemos que arriesgarnos —comentó por fin—, ¿Estáis dispuestos?»

Pasaron la cumbre y emprendieron el penoso descenso. Shackleton tajaba puntos de apoyo para los pies y, así, avanzaron centímetro a centímetro. Al cabo de media hora apenas habían recorrido noventa metros y habían llegado a la cuesta de nieve. Shackleton volvió a meditar sobre su situación. Sin sacos de dormir y con harapos por ropa, no sobrevivirían a una noche en las montañas, de modo que detenerse resultaba imposible. Atrás no había esperanzas de encontrar un camino, por lo que no podían regresar. Debían continuar. Lo que les impelía en todo momento era el miedo a un cambio de tiempo.

«Bajaremos deslizándonos», dijo Shackleton por fin, según Worsley. Echaron la cuerda para abajo, se sentaron, uno detrás del otro, rodeando el cuerpo del de delante con brazos y piernas, Shackleton al frente y Crean detrás, y, con un impulso, bajaron hacia el pozo de oscuridad de abajo.

«Parecía que nos arrojábamos al espacio sideral —escribió Worsley—. Se me pusieron los pelos de punta y de pronto sentí como un resplandor ¡y supe que estaba sonriendo! ¡Me divertía! Grité, entusiasmado, y vi que Shackleton y Crean también gritaban.»

Cuando se redujo la velocidad del deslizamiento, advirtieron que la cuesta se nivelaba y se detenía junto a un montón de nieve. Se pusieron en pie y se estrecharon las manos con solemnidad. En pocos minutos habían avanzado cuatrocientos cincuenta metros.

Reanudaron la marcha, anduvieron casi un kilómetro por un altiplano de nieve y se detuvieron a comer. A las ocho de la noche la luna se levantó y extendió su luz sobre una escena majestuosa.

«Las grandes tierras altas nevadas centelleaban ante nosotros —escribió Worsley—. Enormes e impresionantes picos se cernían a nuestro alrededor; al sur se hallaba la línea de negros despeñaderos y al norte, el mar plateado.» El que se hubiesen perdido en las alturas les dio, al menos, una buena idea de la configuración de la isla.

Descansaron un breve momento para comer y echaron a andar de nuevo. Hacia medianoche se encontraron con una larga y bienvenida bajada poco empinada. Caminaron con mayor cautela que nunca, por temor a dar un traspié.

«Cuando un hombre está tan cansado como nosotros... —anotó Worsley—, tiene los nervios de punta y cada uno ha de esforzarse por no irritar a los otros. En esta marcha nos tratamos con mucha más consideración de la que hubiésemos tenido en circunstancias normales. Los viajeros experimentados nunca se apegan tanto a la etiqueta y a los buenos modales como cuando están en un aprieto.»

Al cabo de dos horas de descenso relativamente fácil, vieron que se aproximaban a una bahía que tomaron, exaltados, por Stromness. Cada vez más entusiasmados, señalaron hitos familiares, como Blenheim Rocks, cercana a una de las estaciones balleneras. Casi mareados por la esperanza, siguieron andando hasta que la repentina presencia de unas grietas les indicó que se encontraban sobre un glaciar.

«Sabía que no había glaciares en Stromness», apuntó un sombrío Shackleton. En el inicio mismo de la marcha se habían dejado seducir por la promesa de una ruta relativamente fácil... y equivocada. Cansados, desconsolados, dieron la vuelta y tomaron una tangente hacia el sudeste.

Les costó casi tres horas llegar a la misma altitud que antes, al pie de las estribaciones de la cadena. Eran las cinco de la mañana del 20 de mayo; faltaban pocas horas para el amanecer y había empezado a soplar un viento helado, que, debilitados como estaban, los caló hasta los huesos. Shackleton ordenó un breve descanso y en unos minutos Worsley y Crean se quedaron dormidos, abrazados para calentarse.

Shackleton permaneció despierto.

«Comprendí que sería desastroso que durmiéramos todos —escribió—, pues en estas circunstancias el sueño se funde con la muerte. Al cabo de cinco minutos los sacudí para que volvieran en sí, les dije que habían dormido media hora, y di la orden de reemprender la marcha.»

Tan tiesos por el desacostumbrado descanso, tuvieron que andar agachados hasta que los músculos se les calentaron, se dirigieron hacia una cadena de picos que veían más adelante. Ahora sí que se adentraban en territorio familiar y reconocieron en la cadena una que se iniciaba en bahía Fortuna, a la vuelta de la esquina de Stromness. Mientras subían a duras penas la cuesta que los llevaría a un desfiladero, se toparon con una ráfaga de viento helado. Cruzaron el desfiladero al alba y se detuvieron a recobrar el aliento.

Justo debajo se hallaba bahía Fortuna; pero allí, al otro lado de una cadena montañosa al este, vieron las retorcidas formaciones rocosas de la bahía de Stromness. Guardaron silencio y, por segunda vez, se volvieron y se estrecharon las manos.

«En nuestra mente el viaje había terminado —observó Shackleton—, aunque todavía debíamos atravesar diecinueve kilómetros de terreno difícil.» Pero ahora sabían que lo conseguirían.

Crean preparó el desayuno con el poco combustible que les quedaba y Shackleton subió a un pico más alto para obtener una mejor vista. A las seis y media creyó oír el silbato; sabía que era la hora en que se levantarían los balleneros. Bajó corriendo y se lo dijo a sus compañeros; si no se equivocaba, a las siete deberían oír el silbato que llamaba a los balleneros al trabajo. Con una intensa emoción, esperaron, sin apartar la mirada del movimiento de las manecillas del cronómetro de Worsley. A las siete y un minuto oyeron el silbato. Era el primer sonido del mundo de los hombres que oían desde el 5 de diciembre de 1914, y les reveló que la estación funcionaba; a unas horas de donde se encontraban había hombres y barcos y, con ellos, el rescate del grupo en isla Elefante.

Abandonaron la cocina Primus que tan bien les había servido e iniciaron el descenso de la montaña, a trompicones en la nieve más profunda que hubiesen visto en todo el viaje. El descenso se volvió más empinado y la nieve dio paso al hielo azul. Worsley sugirió que regresaran por un camino más seguro, pero Shackleton insistió en seguir adelante. Llevaban veintisiete horas caminando y se les acababan las reservas de energía y resistencia. Además, el posible mal tiempo suponía, como siempre, un peligro; aun ahora, un repentino vendaval o una tormenta de nieve podría matarlos.

Con cautela al principio, fueron cortando escalones con la azuela, pero luego Shackleton, impaciente, recostó la espalda en la pendiente y fue cavando puntos de apoyo en el hielo, a puntapiés, a medida que bajaba, mientras Worsley hacía como que lo sostenía con la cuerda desde su precaria posición arriba; de hecho, si Shackleton hubiese resbalado, habría tirado de todos hacia abajo.

Tardaron tres horas en recorrer la corta distancia que les separaba de la playa de arena de bahía Fortuna y un cenagal que succionaba sus botas. Aquí también encontraron indicios de la presencia del hombre, «cuya obra —comentó Shackleton— era, como ocurre tan a menudo, de destrucción». Lo que vieron fueron los cuerpos desperdigados de varias focas con heridas de bala; los rodearon y se dirigieron hacia el lado opuesto de la bahía.

A las doce y media habían cruzado la loma del lado opuesto, y sobre una meseta afortunadamente plana se abrieron camino hacia la última montaña que les separaba de la estación de Stromness. De pronto, Crean cayó por lo que resultó hielo debajo de sus pies; la «meseta» era un pequeño lago de montaña, congelado y cubierto de nieve. Lo sacaron, mojado hasta la cintura, y prosiguieron con cautela hasta llegar a salvo a la orilla.

Una hora después, desde la cima de la última montaña miraron hacia abajo, hacia bahía Stromness. Vieron un buque ballenero y luego un velero; vislumbraban diminutas figuras moviéndose en torno a las cabañas de la estación. Por última vez en ese viaje, se estrecharon las manos.

Recorrieron las últimas etapas andando mecánicamente, demasiado cansados para pensar. Buscando el modo de bajar al puerto, siguieron el curso de un arroyuelo, metidos hasta los tobillos en el agua helada. El arroyuelo terminaba en una cascada de unos ocho metros; sin pensárselo siquiera, decidieron subirlo. El tiempo se les acababa, iban perdiendo fuerzas y agudeza mental; incapaces ya de hacer cálculos o idear estrategias, no podían hacer otra cosa que avanzar. Ataron una punta de la cuerda desgastada a un canto rodado; Crean fue el primero en bajar por el borde y desapareció del todo bajo la cascada. Siguieron Shackleton y luego Worsley, que, en palabras de Shackleton, era «el más ligero y ágil del grupo». Dejaron la cuerda colgada y avanzaron tambaleándose.

A las tres de la tarde llegaron a las afueras de la estación de Stromness. Habían caminado treinta y seis horas sin descanso. El humo de la grasa de foca les había ennegrecido el rostro barbudo y su cabello enmarañado y apelmazado por el agua salada les llegaba casi a los hombros; su ropa mugrienta estaba hecha un harapo; Worsley había tratado, en vano, de sujetarse el trasero de los pantalones, destrozado al deslizarse montaña abajo. Cerca de la estación se encontraron con los primeros seres humanos que habían visto, aparte de su propio grupo de expedicionarios, en casi dieciocho meses: dos chiquillos, un niño y una niña, que huyeron espantados. Como en un sueño siguieron andando, a través de las afueras de la estación hacia el muelle, y dando a cada detalle, por muy banal que fuera, una importancia enorme. Un hombre los vio, se sobresaltó y pasó de largo, a toda prisa; probablemente pensó que el harapiento trío era de marineros abandonados y borrachos. A nadie se le habría ocurrido que había náufragos en la isla de San Pedro.

El capataz de la estación, Matthias Andersen, se hallaba en el muelle. En inglés, Shackleton le pidió que los llevara con el capitán Antón Andersen, el administrador de invierno cuando el Endurance se hizo a la mar. El capataz los miró de arriba abajo y contestó que el capitán Andersen se había ido, pero que los llevaría con el nuevo administrador, Thoralf Sorlle. Shackleton asintió con la cabeza; conocía a Sorlle, quien les había brindado su hospitalidad dos años antes, cuando la expedición desembarcó en Stromness.

Discreto, sin hacer preguntas, el capataz los llevó a los tres a casa del administrador.

«El señor Sorlle vino a la puerta y preguntó: "¿Y bien?" —apuntó Shackleton en su diario—. "¿No me conoce?", le dije. "Conozco su voz" —contestó en tono dubitativo—, "Usted es el piloto del Daisy."»

Un anciano ballenero noruego que estaba presente dio su versión de la reunión, en un inglés chapurreado.

«Administrador decir: "¿Quién diablos es usted?" Y terrible hombre barbudo en el centro de los tres, decir muy bajo: "Me llamo Shackleton". Yo... yo me vuelvo y lloro.»

Habían hecho de todo y ahora aquello con que tanto habían soñado se hacía realidad. Baños calientes, los primeros en dos años; afeitado, ropa limpia y nueva y todos los pasteles y la fécula que pudieran comer. La hospitalidad de los balleneros no tenía límites. Tras una copiosa comida, enviaron a Worsley en un buque, el Samson, a por el resto del grupo en la bahía King Haakon, mientras Shackleton y Sorlle hacían planes para rescatar a los hombres en isla Elefante.

El tiempo empeoró por la noche. Tumbado en su camastro en el Samson, Worsley escuchó el vendaval.

«Si hubiésemos estado navegando aquella noche —escribió—, nada nos habría salvado.» McNish, McCarthy y Vincent se encontraban en el refugio del Caird volteado cuando Worsley desembarcó al día siguiente y fue a saludarlos. Aunque encantados de que los rescataran, rezongaron porque ninguno de los suyos había ido a por ellos, dejando la tarea a los noruegos.

«Pues yo estoy aquí —dijo Worsley, según él mismo, obviamente divertido—. Me miraron asombrados. Llevaban dos años conmigo, pero no me reconocieron después de un baño, un afeitado y un cambio de ropa.»

Lo que quedaba de la tripulación del James Caird recogió sus escasas posesiones y subió a bordo del Samson. McNish sostenía en la mano su diario. Worsley había decidido llevarse también el Caird. Los hombres no sentían por ese barco lo que habían sentido por el Endurance, que les alojó y protegió cuanto pudo, pero, aunque el Caird no les había proporcionado muchas comodidades, habían luchado juntos por su vida y habían ganado.

Un vendaval y una tormenta de nieve cayeron sobre el Samson cuando se acercaba a Stromness, por lo que tuvo que permanecer dos días más en alta mar. No obstante, sin hacer caso del tiempo, los hombres comieron y descansaron cuanto quisieron.

En casa de Sorlle, acostados en su cama, Shackleton y Crean escuchaban cómo la nieve golpeaba las ventanas. Ahora sabían qué pocas posibilidades habían tenido de llegar a salvo. El domingo, 21 de mayo, Shackleton navegó a la estación de Husvik, también en la bahía de Stromness, a fin de pedir prestado un barco adecuado, el Southern Sky inglés, para ir de inmediato a isla Elefante. El capitán Tom, otro viejo amigo de los tiempos del Endurance, se hallaba en el muelle y ofreció sus servicios, mientras que los balleneros se presentaron voluntarios para tripular el buque.

Cuando el Samson atracó, los hombres de la estación fueron a recibirlo; se congregaron en torno al James Caird y lo cargaron a cuestas.

«No nos permitieron tocarlo», escribió Worsley. Aquel mismo lunes por la noche, Sorlle celebró una recepción para Shackleton en el club e invitó a los capitanes y oficiales de su flota ballenera.

«Eran "perros viejos" —anotó Shackleton—, de rostro arrugado y marcado por las tormentas de medio siglo.»

Según Worsley, la sala del club «estaba azul y brumosa por el humo de cigarrillos. Todos se pusieron en pie y un elegante capitán de cabello blanco, al que habían escogido para que los representara, fue a estrechar la mano de Shackleton y luego la de cada uno de nosotros. Entonces pronunció un corto discurso en noruego que el administrador tradujo. Dijo a Shackleton que él y sus hermanos marineros admiraban mucho la travesía que habíamos hecho y el recorrido por San Pedro. Como hombres de mar, camaradas nuestros, conocían bien las tormentas y los mares de esa región y les parecía un gran triunfo haber llevado el James Caird tan lejos».

Se consiguió pasaje a Inglaterra para McNish, Vincent y McCarthy. Al parecer la tensión entre McNish y Vincent continuó hasta el último momento. La descripción que hizo McNish de Worsley «dándose aires de Nimrod», una referencia socarrona al gran cazador bíblico, prueba que no había perdido su fino sarcasmo en el viaje. Su seca observación de que Vincent se quedaba en el saco de dormir, fumando, mientras otros trabajaban, sugiere que no había cambiado de opinión acerca de este jovencito pescador de arrastre. Shackleton y Worsley no manifestarían hasta mucho más tarde lo que sentían por los dos hombres. Juntos, los seis habían llevado a cabo un prodigio de navegación y valor, pero se separaron como se habían juntado, viejos lobos de mar, duros, independientes y nada sentimentales. Los tres que regresaban en aquel momento a Inglaterra no volverían a verse, como tampoco volverían a ver a los demás miembros de la tripulación del James Caird.

El 23 de mayo, sólo tres días después de su llegada a Stromness, Shackleton, Worsley y Crean salieron en el Southern Sky hacia isla Elefante. Éste era el momento por el que Shackleton había vivido a lo largo de los recientes difíciles días. Navegando constantemente contra los familiares vendavales del oeste, el Southern Sky llegó a ciento sesenta kilómetros de la isla, pero entonces se topó con hielo; avanzó sesenta y cinco kilómetros y tuvo que pararse en seco.

«Habría sido un suicidio intentar forzar al desprotegido ballenero de metal a través de las placas de hielo con que nos enfrentábamos», observó Worsley. Rodearon la placa durante muchos kilómetros, pero el carbón empezó a escasear peligrosamente, por lo que se vieron obligados a regresar; fueron a por otro buque a las Malvinas, desde donde Shackleton pudo enviar un telegrama a Inglaterra.

La noticia de que había sobrevivido causó sensación. Los titulares de los periódicos anunciaban la historia y el rey envió un telegrama de felicitación a las Malvinas:

«Me alegra saber llegada a salvo a Malvinas y confío sus compañeros en isla Elefante sean rescatados pronto. George, R. I.»

Se dice que hasta Kathleen Scott, siempre pendiente de la reputación de su marido, comentó: «Con o sin Shackleton, creo que es una de las aventuras más maravillosas sobre las que he leído, magnífica.»

Pero a pesar de tanto entusiasmo, el gobierno británico no pudo ayudar en el rescate, pues el país estaba en guerra todavía y no le sobraban barcos, y menos aún uno equipado para navegar entre el hielo. El único buque disponible era el Discovery, el de Scott, pero no estaría preparado hasta octubre.

Esto no bastaba. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico pidió ayuda a los gobiernos de Uruguay, Argentina y Chile, mientras Shackleton, desesperado, registraba los puertos meridionales en busca de un buque de madera adecuado. Más que nadie, sabía lo difícil que resultaría encontrarlo, pues el resistente y pequeño Endurance era único. El 10 de junio, el gobierno uruguayo ofreció un pequeño barco de vigilancia, el Instituto de Pesca N.° 1, con todo y tripulación y sin cobrar. Tres días después llegó lo suficientemente cerca de isla Elefante para verla, pero el hielo no lo dejó aproximarse más. Seis días después de hacerse a la mar, regresó trabajosamente a puerto.

En Punta Arenas, la Asociación Británica hizo una colecta y alquiló el Emma, una goleta de cuarenta años hecha de roble, y una improvisada tripulación multinacional. El Emma se hizo a la mar el 12 de julio y también llegó a ciento sesenta kilómetros de isla Elefante, antes de que el hielo y las tempestades la obligaran a regresar.

«Algunos miembros de la tripulación improvisada estaban deshechos por el frío y las fuertes sacudidas», escribió Shackleton, con la contenida ironía de un veterano del James Caird. La ferocidad del tiempo mantuvo al Emma en alta mar durante tres semanas y no atracó antes del 3 de agosto. De nuevo en Punta Arenas, Shackleton prosiguió con su desesperada búsqueda. Cosa impensable: las semanas de espera se alargaban y se convertían en meses.

«El desgaste de este período fue terrible —anotó Worsley—. A Shackleton casi lo sacó de sus casillas. Las arrugas se fueron profundizando en su rostro, día tras día; su espeso, oscuro y rizado cabello se volvía plateado. Cuando hicimos el primer viaje de rescate no tenía una sola cana y ahora, en el tercer viaje, era todo canas.»

Además, cosa nada característica en él, había empezado a beber alcohol. En una fotografía tomada por Hurley en el campamento Océano, Shackleton está sentado sobre el hielo, preocupado, pero extrañamente jovial. En una fotografía de Shackleton, Crean y Worsley, tomada por los balleneros en Stromness, el jefe está meditabundo, cansado, pero todavía obviamente resuelto. En cambio, en una fotografía tomada en este período de búsqueda de un barco, resulta irreconocible. Su rostro, chupado por la tensión, es el de un anciano. Estaban a mediados de agosto, ¡cuatro meses desde la partida del James Caird!

Desde Chile, Shackleton mandó otro telegrama al Ministerio de Marina, rogando que le enviaran un buque de madera. La respuesta anunciaba que el Discovery llegaría hacia el 20 de septiembre, pero daba a entender escuetamente que el capitán del buque estaría al mando de la operación de rescate, que Shackleton no sería sino un pasajero y recibiría órdenes del capitán. Shackleton no se lo podía creer. Envió un telegrama al Ministerio de Marina y otro a su amigo y agente Ernest Perris, pidiendo que se lo aclararan.

«Imposible responder a tu pregunta salvo para comentar actitud de incomprensión hacia tu bienestar personal... —contestó Perris—, y habitual actitud de armada hacia marina mercante, que parece resultado del deseo Ministerio de Propaganda para su propia expedición rescate.»

Entre los noruegos y los sudamericanos, Shackleton no obtuvo más que generoso apoyo; sólo en Inglaterra el deseo de «ponerlo en su sitio» fue más importante que la preocupación por la situación de sus hombres. Esta respuesta le impulsó a actuar de modo frenético y suplicó al gobierno chileno que lo ayudara de nuevo. A sabiendas de que estaban en juego, ya no sólo el honor, sino también la vida, le prestaron el Yelcho, un pequeño remolcador de vapor hecho de acero, del todo inadecuado; pero el 25 de agosto, Shackleton, Crean y Worsley se hicieron a la mar con una tripulación chilena, con rumbo a isla Elefante.

En un momento de introspección, al final del relato del recorrido por San Pedro, Shackleton había escrito:

«Cuando miro hacia atrás esos días, no me cabe duda de que la Providencia nos ha guiado, no sólo a través de los campos de nieve sino a través del mar picado y blanco que separaba isla Elefante del punto de desembarco en San Pedro. Sé que durante esa larga y extenuante marcha de treinta y seis horas por las montañas sin nombre y los glaciares de San Pedro a menudo me pareció que éramos, no tres, sino cuatro. No dije nada a mis compañeros en aquel momento, pero después Worsley me dijo: "Jefe, tuve la curiosa sensación de que había otra persona con nosotros." Crean confesó haber tenido la misma impresión.»

Ahora, de nuevo en el mundo de los hombres, diríase que aquella presencia que les guiaba había huido; y la gracia y la fuerza que les había llevado tan lejos de nada servirían, si, cuando llegaran por fin a isla Elefante, encontraban aunque fuera un solo hombre muerto.

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En la isla Elefante.
El James Caird, el Dudley Docker y el Stancomb Wills, a salvo en el cabo Valentine de la isla Elefante. Los hombres tiran del Caird hacia un terreno más alto; se distinguen dos figuras, una en la distancia, sentadas a la izquierda del barco; probablemente uno de ellos es Blackborow, afectado por congelación de los pies. Se distinguen asimismo provisiones descargadas, en la playa, más allá de los barcos.

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En la isla Elefante; las primeras bebida y comida calientes en tres días y medio.
De izquierda a derecha: Lees, Wordie, Clark, Rickinson (que más tarde sufriría un ataque cardíaco), Hoiv, Shackleton, Bakewell, Kerr y Wild.

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La isla Elefante
Se cree que el nombre de cabo Valentine se debe a que el cazador de focas y explorador que puso en el mapa las islas Shetland del Sur, a principios del siglo XIX, pasó por allí el día de San Valentín. «El paisaje de nuestro entorno actual es de lo más grandioso que haya visto en mi vida. Acantilados que llevan sus serradas escarpas trescientos metros hacia el cielo se mezclan con glaciares que se arrojan al mar en forma de cascadas agrietadas. Aquí presentan muros de hielo azul de entre 30 y 55 metros de altura.» (Hurley, diario)

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La isla Elefante.
«Nunca había visto una costa tan salvaje y poco hospitalaria. Sin embargo, hay una profunda grandeza en estos acantilados, con las nevascas y las nubes que los ocultan... Pensé en los versos de Service: "Una tierra de grandeza salvaje / que mide a cada hombre por lo que vale."» (Hurley, diario)

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El 17 de abril, Shackleton llevó a los hombres de vuelta al mar; hicieron un rodeo hacia una punta a once kilómetros al oeste del lugar en que habían desembarcado, punta descubierta por Frank Wild. El segundo campamento en la isla llegó a conocerse como campamento Wild —cabo Condenado Wild, para los marineros— en honor tanto de su «fundador» como del tiempo Wild significa también «salvaje»]. Después del desembarco sufrieron el azote de la tormenta durante cinco días.

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El 20 de abril, Shackleton anunció que intentaría pilotar el James Caird, de seis metros de eslora, hasta San Pedro, a unos mil trescientos kilómetros de allí. McNish se afanó de inmediato en adaptar el barco para la monumental travesía. El 21 de abril, McNish escribió en su diario: «Toda la tripulación está ocupada despellejando y almacenando pingüinos; algunos, reparando los aparejos del Caird dos, cosiendo lona para la cubierta. Marsten, McLeod y yo estamos preparando el Caird... Hay cinco en la lista de enfermos, algunos con problemas de corazón, otros con síntomas de congelación y uno chiflado.» El negativo de esta foto ha sido retocado, pero al parecer más para destacar los detalles que han perdido nitidez que para cambiarlos.

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«El capitán», teniente F. A. Worsley, reserva de la Armada Británica.
Shackleton eligió con sumo cuidado la tripulación para el trascendental viaje. Worsley ya se había distinguido como navegante al llevar los tres barcos a buen puerto en la isla Elefante. Había servido varios años en el Pacífico en el servicio de vapores del gobierno de Nueva Zelanda, donde se convirtió en un experto en pilotar embarcaciones pequeñas y en recalar en islotes.

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Tom Crean
Wild quería que permaneciera con él en la isla Elefante; Shackleton quería tenerlo en el Caird. Todos sabían que la presencia de este duro marinero, que había ganado la medalla Albert a la valentía en la última expedición de Scott, sería una ventaja en cualquier causa a la que sirviera. Crean era, quizá, tan indestructible como puede llegar a serlo un hombre.

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El contramaestre del Endurance remienda una red, 1915.
Antiguo marinero de bou que había trabajado en el Atlántico Norte, John Vincent era probablemente el hombre más fuerte a bordo del Endurance desde el punto de vista físico. Su actitud provocadora ya había causado ficciones, pero soportó con mayor entereza que la mayoría el primer viaje a la isla Elefante. Shackleton quería tenerlo a bordo del Caird por su fuerza y su capacidad como marinero, y también para asegurarse de que no causara problemas en la isla Elefante.

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La botadura del Caird.
«Lunes, 24 de abril. Bonita mañana. Empecé a trabajar en el barco al amanecer y acabé a las diez de la mañana. Luego se reunió toda la tripulación y lo botamos.» (McNish, diario). Los últimos detalles de la cubierta del Caird se terminaron en la mañana del 24 de abril y, como el tiempo era bueno, Shackleton decidió hacerse a la mar en la mayor brevedad posible. Aquí, los hombres rodean el barco, preparándose para botarlo. A la derecha se encuentra el Stancomb Wills, que se usó para llevar provisiones al Caird.

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La botadura del Caird.
«Tuvimos muchos problemas para mantenerlo alejado del laberinto de rocas y escollos que abundan en esta traicionera costa.» (Hurley, diario.) El Caird llevaba dos mástiles, y aunque no existen fotografías ni descripciones de sus velas, se cree que eran velas al tercio, o sea, de forma trapezoidal, que se mantenían apartadas del mástil con un peñol oblicuo.

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La botadura del Caird.
«Cuando lo sacábamos de la playa, llegó una fuerte oleada y, como no podíamos sacarlo de la playa, el barco casi zozobró porque estaba vacío. Sólo estábamos Vincent y yo a bordo.» (McNish, diario)

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Cargando el Caird.
Se transportaron unos novecientos kilos de guijarros y cantos rodados del Stancomb Wills hasta el Caird, para que hicieran de lastre. Aquí, los hombres llevan al Wills, en relevos, sacos (hechos con mantas) llenos de guijarros; apenas se distingue la proa del Wills frente al grupo de hombres. El Caird, anclado aún, espera las provisiones.

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Hurley tituló esta fotografía «El desembarco en la isla Elefante», pero por el paisaje (y el patrón idéntico de la nevada) se nota que la tomó el día en que botaron el Caird. De hecho, muestra el Stancomb Wills preparado para salir en su cuarto y último viaje de aprovisionamiento del Caird. El objeto atado sobre el agua es una de las dos botas de agua, que flotaba a remolque. Es probable que la figura en la proa (de cara a la costa), a la que se ve sosteniendo la cuerda de remolque, sea Shackleton.

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El Stancomb Wills aprovisiona al Caird.
«El Wills se topaba con mal tiempo cada vez que regresaba a la costa y la mayoría de la tripulación se mojaba al cargarla.» (Wordie, diario). Hurley tituló esta foto «Rescate de la tripulación en la isla Elefante», pero la embarcación es inconfundiblemente el Stancomb Wills, y la fotografía forma parte de la secuencia de la carga del Caird.

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La isla San Pedro.
«En recuerdos éramos ricos. Habíamos penetrado el barniz de la superficie. Habíamos "sufrido, padecido hambre y triunfado; nos habíamos humillado y, sin embargo, habíamos tocado la gloria, habíamos crecido con la grandeza del todo". Habíamos visto a Dios en Su esplendor, oído el texto que interpreta la naturaleza. Habíamos alcanzado el alma desnuda del hombre.» (Shackleton, South, al describir el final del recorrido de la isla San Pedro.)

Capítulo VIII
La isla elefante

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Una cabaña en la isla Elefante.
Mantón y Greenstreet sugirieron que se convirtiera en cabaña a los barcos que quedaban, el Stancomb Wills y el Dudley Docker. Pusieron los barcos al revés sobre muros de piedra de cinco palmos de altura y en este refugio vivieron los veintidós hombres durante cuatro meses. Los restos de las tiendas se utilizaron como «falda» rompevientos en torno a las paredes.

Lanzamos tres hurras entusiastas y nos quedamos viendo cómo el bote se volvía más y más pequeño en la distancia —escribió Wild sobre la partida del James Caird—. Y viendo que algunos lloraban les puse inmediatamente a trabajar. Yo también estaba emocionado. Oí cómo uno de los pocos pesimistas decía "Es la última vez que los vemos" y estuve a punto de derribarle con una roca, pero me contenté con dirigirle algunas frases en el brutal lenguaje de cubierta.»

El Caird partió a las doce y media del mediodía, y a las cuatro Wild subió a una atalaya en las rocas, desde donde, con ayuda de binoculares, vislumbró el bote justo antes de que se desvaneciera entre los hielos.

Todos se habían mojado, por entero o parcialmente, en la carga del Caird, y después de una comida caliente escurrieron tanto como pudieron sus sacos de dormir y se acostaron para el resto de la jornada.

A la mañana siguiente, la bahía estaba llena de témpanos, de modo que el Caird salió justo a tiempo. Después del desayuno, Wild se dirigió a todos «concisa pero adecuadamente acerca de su comportamiento futuro», según el informe aprobatorio de Hurley. Aunque Shackleton se había marchado, Wild dejó claro que aún había quien daba las órdenes. Los hombres estuvieron ocupados despellejando focas y cavando hoyos en la nieve para resguardarse. Se había confiado mucho en estas «cuevas de nieve», antes de que se descubriera que el calor del cuerpo humano elevaba la temperatura hasta fundir la nieve, con lo cual todo quedaba más mojado que antes.

La tierra a su disposición era un estrecho y rocoso promontorio que emergía de la abrupta costa de unos doscientos a doscientos treinta metros. A tres metros por encima de la marea alta, no tenía más allá de treinta y tres metros de anchura. Un glaciar al oeste dejaba deslizarse con frecuencia enormes fragmentos de hielo. Al este se hallaba una estrecha playa pedregosa, donde se reunían focas y pingüinos. Estaban, pues, muy expuestos a los elementos.

«Rezamos para que el Caird llegue sano y salvo a San Pedro y nos traiga ayuda sin demora —escribió Hurley, que seguía siendo uno de los miembros más resistentes del grupo—. La vida aquí, sin chozas ni equipo, es casi insoportable.» Era el último día de abril; hacía sólo seis días que había partido el Caird.

Marston y Greenstreet sugirieron que se construyera un refugio empleando los únicos materiales disponibles, es decir, los dos botes. Esto implicaba dejarlos inservibles para navegar y que lo almacenado en cabo Valentine sólo podría recuperarse si en primavera se llevaba a cabo un segundo viaje, en caso de que fracasara el Caird. Este fracaso era impensable y la necesidad de albergue, inmediata.

«Debido a la falta de hidratos de carbono en nuestra dieta, todos nos sentíamos terriblemente débiles —escribió Lees—, y este trabajo resultó muy costoso y nos llevó el doble de tiempo de lo que nos habría costado de gozar de buena salud.» Finalmente, se levantaron dos muros de cinco palmos de altura, a seis metros uno de otro, entre dos rocas que sirvieron para contener el viento. Los dos botes se colocaron encima de los muros y se les pusieron piedras para mantenerlos firmes. Encima de los botes se dispusieron viejos pedazos de madera, como si fueran vigas y, finalmente, todo el conjunto se cubrió con una de las tiendas mayores. Se cortaron otras tiendas para formar con los pedazos los muros exteriores, y un fragmento sirvió de puerta.

Cuando el «salón» quedó terminado, Wild distribuyó los camastros. Diez hombres, entre ellos todos los marineros, en los bancos de remeros de los botes, y el resto en el suelo. El «suelo» de la choza se había limpiado tanto como se pudo, pero todavía quedaban hielo y guano helado. Durante la primera noche, una ululante ventisca reveló todas las debilidades de la choza. Los hombres se acostaron con la reconfortante esperanza de que por lo menos se habían asegurado un refugio, pero al despertarse se encontraron cubiertos por varios centímetros de despojos arrastrados por el viento.

«Qué desagradable despertar —escribió Macklin—. Todo cubierto de nieve, el calzado tan endurecido por el hielo que sólo podíamos ponérnoslo poco a poco, y ni un par de guantes secos entre todos nosotros. Creo que esta mañana pasé la hora más desgraciada de mi vida... todo lo que intentábamos parecía sin esperanza y diríase que el Destino estaba absolutamente decidido a hacernos fracasar. Los hombres se sentaron y maldijeron, no a gritos, pero con una intensidad que mostraba su odio por esta isla en la que habíamos buscado refugio.»

Pero Wild perseveró y poco a poco se descubrieron las hendiduras por las cuales se infiltraron la nieve y el viento, y las sellaron con los restos de un viejo saco de dormir. Más tarde, Hurley llevó una pequeña estufa de grasa de ballena, que colocaron en el triángulo entre las popas de los dos botes.

«Desde ahora estaremos siempre negros por el humo, pero esperamos que secos», escribió Wordie. La comodidad aumentó con algunos refinamientos conseguidos con pruebas y fracasos y nuevas pruebas. Kerr construyó una chimenea con una lata que había contenido galletas, y esto permitió librarse de gran parte del humo. Marston y Hurley hicieron lámparas para grasa de ballena que podían iluminar a unos cuantos palmos. Hurley y Greenstreet vigilaron la construcción de una cocina, con un muro de piedras más o menos circular de dos metros de alto, cubierto con la vela del Dudley Docker. Un remo sirvió de asta, del cual colgaba, con optimismo, la enseña del Royal Thames Yacht Club, y dio un toque final al conjunto.

Wild estableció una estricta rutina para el campamento. A las siete de la mañana, apenas al alba, se levantaba el pobre Green de su camastro encima de algunas cajas de vituallas. Bajo el cielo gris, se dirigía a la cocina, donde encendía el hornillo de grasa de ballena y se pasaba dos o tres horas preparando gruesos bistecs de foca. A las nueve y media, Wild despertaba a todos al grito de: «¡En pie! El jefe puede llegar hoy.» Los hombres enrollaban sus sacos de dormir y los guardaban entre los bancos de los botes. Después de desayunar, se permitían quince minutos para fumar, mientras Wild asignaba las distintas tareas de la jornada: caza, despellejar y preparar pingüinos y focas, reforzar el «salón», remendar la ropa y demás. A las doce y media, se comía y luego se empleaba la tarde en las mismas ocupaciones que por la mañana. La cena, de caldo de foca, se servía a las cuatro y media, tras lo cual todos se sentaban en cajas colocadas alrededor de la estufa. Una estricta rotación del lugar aseguraba que cada uno consiguiera una vez por semana sentarse cerca de la estufa.

«Es una escena increíble —escribió Hurley—, La luz de la lámpara ilumina, como candilejas de un escenario, rostros que surgen del humo. Los ojos y los vasos de aluminio relucen, el cono de luz que deja entrar la puerta abierta forma extrañas sombras danzantes sobre el interior de los botes; me hace pensar en una reunión de bandidos festejando una huida en una chimenea o una mina de carbón.»

Después de fumar, las cajas que servían de asiento se reunían para formar la litera de Green, concesión al hecho de que su saco de dormir de lana estaba más empapado que los demás. Los que ocupaban los camastros superiores trepaban con una agilidad debida a la práctica, mientras los demás extendían sus sacos. Hussey a menudo cerraba la velada con media hora de canciones y música de banjo. Continuaban las conversaciones a media voz hasta que llegaba el sueño alrededor de las siete. Durante la noche, la condensación de los alientos formaba en las paredes capas de hielo de casi un centímetro de espesor.

El 10 de mayo, Hurley sacó una fotografía del grupo. «El conjunto más desaliñado y variopinto que se haya proyectado en una placa», escribió. Estaba mucho más animado desde que se instalaron en la choza, y volvía a sentirse impresionado por la severa belleza de la luz cambiante sobre el glaciar y los acantilados.

«Un amanecer de brillantes nubes rojas reflejadas en la quietud de la bahía. No soy capaz de describirlo —escribió—. La vasta fachada de hielo sobre el mar adquirió un brillante tono verde guisante con aisladas zonas de esmeralda... Tonos violeta y púrpura quedaban en las laderas nevadas... Las rocas, habitualmente de un gris negruzco, conservan su color natural pero parecen brillar con un barniz dorado...» «¡Oh, ojalá tuviera mis cámaras!», escribió también. Todas sus placas de vidrio y su película cinematográfica, almacenadas en latas herméticamente selladas, se guardaban en un hoyo en la nieve, junto con el diario de navegación, los informes científicos de la expedición y el álbum de fotografías.

Había llegado el invierno. Mayo es el equivalente de noviembre en el hemisferio sur, y a mediados de mes la playa pedregosa estaba oculta bajo una capa de hielo, y un palmo de hielo se extendía a ambos lados del promontorio. Todo aparecía cubierto de nieve. Las temperaturas de isla Elefante, situada por encima del Círculo Antártico, no eran tan severas como las que encontraron en los témpanos y menos de veinticinco grados bajo cero se consideraba baja, pero como estaban constantemente mojados y expuestos a vendavales de hasta ciento treinta kilómetros por hora, a menudo les parecía que el frío era mayor de lo que marcaba el termómetro.

No pasaban hambre, pero siempre tenían ganas de comer, y la implacable monotonía de la dieta carnívora afectaba su estado de ánimo igual que a su organismo. De vez en cuando, Wild distribuía raciones especiales de lo que quedaba en las eclécticas reservas que todavía conservaban. Lo último que quedaba de un pudin de cebada perlada con jamón, por ejemplo, causó una gran impresión. Lees se horrorizó ante este exceso, y anotó que hubiera debido hacerse durar varios días, en vez de devorarlo en una sola comida. Pero la reacción de Hurley justifica esta tolerancia: «Buen pudin de cebada con los restos de jamón —escribió—. La comida fue para nosotros un gran placer, tanto más cuanto que no hemos tenido un menú de cereales desde hace dos meses y medio.» La sensación casi olvidada de sentirse satisfechos al terminar una comida, junto con la de que era una ocasión «especial», parece que causó muy buen efecto en la moral y así, en cierto sentido, el ágape tuvo resultados que iban más allá del estómago.

Los días se acortaban, con sol sólo desde las nueve de la mañana a las tres de la tarde. El grito de Wild para despertarlos ya no servía ahora para esto, pues como pasaban hasta diecisiete horas en los sacos de dormir, no era preciso cortarles el sueño. Una oscuridad tan larga hacía más difícil leer y limitaba aún más las pocas distracciones disponibles.

«Todos pasan el día pudriéndose en sus sacos con humo de grasa de ballena y de tabaco —escribió crudamente Greenstreet—. Y así transcurre otra maldita podrida jornada.» Además de varios libros de náutica y ejemplares de Walter Scott y Browning, se salvaron de la biblioteca del Endurance cinco volúmenes de la Enciclopedia Británica. Pero lo que daba mayor rendimiento por página era el libro de cocina de Marston, el Penny Cookbook, que inspiraba muchos banquetes imaginarios.

Hacer trueques con comida se convirtió en el principal pasatiempo. Lees, en particular, era muy hábil en esto, pues su propensión a guardar cualquier cosa, por insignificante que pareciera, y su acceso a las reservas hacía que siempre dispusiera de algo con lo que negociar.

«McLeod cambió un pedazo de pastel de nuez con Blackborow por siete filetes de pingüino, pagaderos a medio filete diario a la hora del desayuno —escribió Lees—. Wild cambió sus filetes de pingüino, anoche, por una galleta, con Stephenson. El otro día, Stephenson me preguntó si le daría un pedazo de pastel de nuez por seis terrones de azúcar a la semana, y Holness hizo lo mismo.»

Al ir aumentando las horas de oscuridad, las canciones acompañadas por el banjo de Hussey adquirieron mayor importancia. Mientras afuera soplaba el viento, los hombres, tendidos en sus sacos de dormir, vestidos con su ropa perpetuamente húmeda, entonaban las canciones familiares que evocaban tiempos pasados, más cómodos, a bordo del Endurance. Canciones de mar, como Captain Stormalong o A Sailor's Alphabet figuraban entre las favoritas, especialmente si las entonaba la buena voz de bajo de Wild o la de Marston, que tenía la mejor voz de todo el grupo. Inventar nuevas canciones e improvisar nueva letra para melodías familiares, cosa en la que Hussey era un maestro, les permitía desahogarse burlándose unos de otros sin que nadie se ofendiera:

Cuando las caras palidecen bajo el hollín y la mugre, cuando los ojos miran con terror como si los sorprendieran en un crimen, cuando rogamos de rodillas que nos perdonen esta vez, entonces sabes que Kerr ha amenazado con cantar.

La salud del grupo no era tan buena como en el campamento Paciencia. Lees afirmaba que no había nadie que no estuviera dispuesto a cambiar por el seco frío de los témpanos el frío húmedo de isla Elefante. Se registraron algunos casos de heridas infectadas, y Rickinson, al recuperarse más o menos de su afección cardíaca, sufrió de diviesos causados por el agua salada que no se curaban. Hudson estaba todavía «desanimado» y le había salido un enorme y doloroso absceso en la nalga izquierda. Greenstreet sufría congelaciones, aunque no tan graves como las de Blackborow.

Blackborow había estado tan grave que Macklin y Mcllroy, que lo cuidaban, se habían preparado para la eventualidad de tener que amputarle los pies. Hacia junio, su pie derecho parecía estar fuera de peligro, pero los dedos del pie izquierdo presentaban síntomas de gangrena y hubo que cortárselos. Como sus escasas reservas de cloroformo no podían vaporizarse a muy bajas temperaturas, esperaron hasta que llegara un día suave para realizar la operación.

El 15 de junio echaron de la choza a todos, menos a Wild, Hurley, How y los que estaban inválidos, y el «salón» se convirtió en quirófano. Una plataforma de cajas de comida cubiertas de mantas sirvió de mesa de operaciones, y Hurley llenó la estufa con pieles de pingüino, con lo que consiguió elevar la temperatura a veintiocho grados. Se hirvieron los escasos instrumentos quirúrgicos en una cacerola. Macklin y Mcllroy se desnudaron hasta quedar en calzoncillos, que eran las prendas más limpias que poseían. Mientras Macklin administraba la anestesia, Mcllroy llevó a cabo la cirugía. Hudson apartó la mirada; Hurley, que no era quisquilloso, lo encontró todo fascinante, lo mismo que Greenstreet, que yacía cerca, recuperándose de reumatismo.

«A Blackborow le operaron los dedos de los pies, hoy —escribió Greenstreet—; le cortaron todos los dedos del pie izquierdo dejándole muñones de medio centímetro. Fui uno de los pocos que siguieron la operación y fue muy interesante. El pobre chico se comportó espléndidamente.»

Wild, que ayudó en la operación, no mostró repugnancia mientras Mcllroy abría y separaba la piel del pie de Blackborow, Macklin miró casualmente a Wild y se fijó en que ni siquiera parpadeaba. «Un tipo duro», escribió Macklin.

Terminada la operación, se dejó entrar a los que estaban fuera, mientras Blackborow dormía todavía bajo los efectos del cloroformo. Era el favorito de todos, y todos admiraron sus muestras de alegría tanto antes como después de la operación. También a Lees le impresionó su ánimo, pero la operación le había preocupado por razones personales.

«Prácticamente se gastó toda la anestesia de que disponemos —escribió—. De modo que si tuvieran que cortarme la pierna, y no es que le ocurra nada ahora... tendrían que hacérmelo sin anestesia.» Su consternación inspiró unos versos de Hussey:

Mientras los doctores

bailan con cara alegre,

afilan los cuchillos

y sacan las sierras,

cuando Mack se escupe en las manos

y Misk se estira los tirantes

entonces ya sabéis

que el coronel ha enfermado.

Algunas reformas —varias ventanas hechas con una caja de cronómetro y pedazos de celuloide que Hurley había sacado de entre las páginas de un libro— permitieron que entrara en la choza algo de mortecina luz, lo que hizo que los hombres se fijaran en las mugrientas condiciones en que vivían. La grasa, el humo y el hollín de la grasa de ballena, pelos de reno, sangre de focas y pingüinos y guano que se fundía se habían metido en todas las fisuras y las fibras de la choza y de las escasas pertenencias de sus habitantes. Pedazos de carne caídos en la oscuridad se pudrían en el suelo sin que nadie los hubiese visto. De noche, una lata de petróleo de diez litros se usaba como orinal, para evitar que los hombres dieran traspiés entre dos filas de sacos de dormir camino de la helada noche de afuera. Wild había dispuesto que el hombre que llenara la lata hasta cinco centímetros de su borde debía sacarla y vaciarla, pero todos se aficionaron a medir el volumen que quedaba libre en la lata escuchando el ruido que se hacía al llenarla, y si sonaba como próxima al límite de los cinco centímetros, cada uno esperaba tumbado a que le precediera alguien con una necesidad más urgente.

El 22 de junio, día del solsticio de invierno, se celebró, como se había hecho en el Endurance, con una fiesta, canciones y escenas burlescas, todo ello representado y presenciado sin salir de los sacos de dormir. Como hiciera Shackleton, Wild trataba de aliviar la monotonía con cualquier pretexto para celebrar algo. Se hicieron brindis al rey, al regreso del sol, y al jefe y la tripulación del Caird, todo ello con un nuevo brebaje que consistía en un noventa por ciento de espíritu de metileno de Clark (un líquido para conservar muestras de animales), azúcar, agua y jengibre, una lata del cual se cargó por error, pues se creyó que contenía pimienta. Este «cosecha del 1916» se hizo muy popular, especialmente con el mismo Wild. Y los sábados seguía bebiéndose a la salud de «novias y esposas».

El mes de julio trajo un tiempo más cálido y más húmedo. El gran glaciar del fondo de la caleta dejaba caer grandes bloques de hielo, que se estrellaban con el sonido de un tiro de rifle y levantaban enormes olas al chocar con el agua. Un problema más serio, sin embargo, era el que presentaba la acumulación en el suelo de la choza de nieve y hielo fundidos con el guano de pingüino.

«El agua del deshielo llegó a convertir el suelo en un lodazal, nos pusimos a la maloliente tarea de limpiarlo y volver a cubrirlo —escribió Hurley—, Por un sumidero quitamos unos cuatrocientos litros de líquido fétido.» Esta desagradable tarea se repitió todo el mes.

Contribuía al nerviosismo general el hecho de que se había terminado el tabaco de todos excepto el de los más frugales y capaces de imponerse disciplina.

«Holness, uno de los marineros, se sienta todas las noches afuera, en el frío, una vez han entrado todos, y se queda mirando intensamente a Wild y Mcllroy, con la esperanza de que uno de ellos le dé la parte infumable de un cigarrillo hecho con papel higiénico», escribió Lees. Esta crisis provocó que entre los marineros se manifestara un ingenio hasta entonces ignorado. Con el entusiasmo de un científico de laboratorio, probaron metódicamente cada fibra combustible como un posible sustituto del tabaco. Se pusieron grandes esperanzas en un plan de Bakewell, que recogió las pipas de todos y las hirvió en una cacerola junto con la hierba de son que se usaba para aislar las botas, basándose en la teoría de que la nicotina residual de las pipas impregnaría la hierba con su sabor.

«Un fuerte aroma a fuego de la pradera domina la atmósfera», escribió Hurley. El experimento fue un fracaso, pero Bakewell, por lo menos, se mostró filosófico: «De haber tenido mucha comida y mucho tabaco, nuestra mente se hubiese fijado en nuestro peligro auténtico... —escribió—. Y esto hubiese sido una amenaza para la moral del campamento.»

Fumar no era el único placer del que se encontraban privados los hombres. Wild puso término a los canjes de comida, después de que Lees hubiese conseguido comprometer muchas semanas de raciones de azúcar de los poco previsores marineros; invocando la opinión de los médicos, Wild informó a Lees que el hidrato de carbono que tan asiduamente había atesorado era necesario para el bienestar de los hombres. En julio aumentaron los brindis con mezclas de metilato, pero las reservas del mismo disminuían, cosa que también ocurría en las más importantes de galletas y pasteles de nuez. La leche en polvo se había terminado. Pronto sólo podrían esperar foca o pingüino en cada comida. Pero no era sólo la monotonía o la composición de la dieta lo que preocupaba, sino que también desazonaba la interminable necesidad de efectuar matanzas.

«Unos treinta pingüinos llegaron a la costa, y me alegré de que hiciera demasiado mal tiempo para salir a matarlos —escribió Hurley—. Estamos hartos de vernos obligados a matar cuanto pájaro llega a tierra en busca de alimento...»

El 13 de agosto fue un día tan luminoso y suave que se practicó una limpieza general y se tendieron afuera, a secarse, los sacos de dormir y los suelos de las tiendas de campaña. Sacaron a Blackborow para que disfrutara del sol; había pasado todos los días de los cuatro meses que llevaban en isla Elefante dentro de su saco de dormir, y sin ni una queja. El buen tiempo continuó y varios hombres se dedicaron a recoger algas y lapas de los charcos de marea baja, para hervirlos en agua de mar, lo cual aportó una bien recibida novedad a la dieta.

El tiempo seguía variando imprevisiblemente, con más días buenos seguidos por ventiscas del nordeste cuya nieve formaba montones de más de un metro de altura alrededor de la choza. El 19 de agosto había tantos témpanos que no se veía agua alguna desde la atalaya. El ánimo esperanzado con que comenzó el mes dio paso ahora a una creciente inquietud, pues siempre habían pensado que agosto sería, en el peor de los casos, la fecha más lejana para que los rescataran.

«Todos empiezan a sentirse preocupados por la seguridad del Caird, pues, dando un amplio margen para cualquier contingencia, [un barco] ya debería hacer su aparición —escribió Hurley—. El tiempo es desastroso. Una calma chicha del océano y del aire por un igual, el primero oscurecido por una masa de témpanos y de densa niebla, cuelga como una mortaja sobre tierra y agua. El silencio es muy opresivo...»

Ahora, por primera vez, se habló abiertamente de la posibilidad de que Shackleton no regresara. Cosa más preocupante todavía, Wild había dado orden de que se almacenaran con cuidado todas las cuerdas y clavos, por si acaso había que hacer un viaje en bote hasta la isla Decepción.

El día 21 tuvieron un tiempo húmedo y bochornoso, que fundió veinte centímetros de nieve, hasta por debajo de los botes. Se había rumoreado que el pie de Blackborow todavía no mejoraba, pero ahora se supo que la hinchazón y la inflamación indicaban osteomielitis, es decir, infección del hueso.

El tiempo seguía siendo cálido y el 24 Marston tomó un baño de sol. Luego, el 25, hubo humedad y cielo gris y el 26 volvió a llover. Durante aquellos días, ni un asomo de viento agitó el aire o el agua. El 27, Wild, previendo un deshielo, puso a los hombres a quitar la nieve de alrededor de la choza. Este trabajo continuó el día 28 y aunque era arduo, muchos disfrutaron con el ya desacostumbrado ejercicio.

El 29 de agosto fue claro, con fuerte viento. «Se hacen preparativos para enviar uno de nuestros dos botes —escribió Lees—. Wild lo tiene todo previsto y ha revelado sus planes a unos cuantos favoritos. Él y cuatro más irán en el Dudley Docker y avanzarán cuidadosamente a sotavento de tierra, de isla en isla de las Shetlands del Sur... hasta que lleguen a isla Decepción a unos cuatrocientos kilómetros a nuestro sudoeste.» Según este plan, el bote se haría a la mar el 5 de octubre, con el fin de alcanzar a los balleneros que faenaban alrededor de la isla Decepción.

Aunque muy simple en teoría, el plan representaba algo que nadie deseaba. La idea de otro viaje en bote era abrumadora en el mejor de los casos. En aquella situación era peor, y dado que el equipo más valioso había partido con el Caird, y que quedaban solamente una vela foque y viejas lonas de tienda para ocupar el lugar de una vela mayor, y un total de sólo cinco remos, y que hasta el mástil del Dudley Docker se había usado para reforzar la quilla del Caird, poco les quedaba. Además, y por encima de todo, la partida del Dudley Docker de isla Elefante equivaldría al reconocimiento de que en algún lugar del vasto océano del sur, el Caird y todos sus tripulantes habían naufragado.

El 30 de agosto amaneció claro y frío. Todos estaban todavía quitando nieve, pero a las once de la mañana aprovecharon la marea baja y el mar en calma para ir a buscar lapas para la cena. A la una menos cuarto, la mayoría regresó para el hoosh-oh, un almuerzo consistente en lomo de foca hervido, mientras Marston y Hurley se quedaron fuera limpiando las lapas.

Wild estaba sirviendo la comida cuando se oyeron los pasos apresurados de Marston afuera; sin duda se había retrasado. Momentos después introdujo la cabeza por la puerta de la tienda, jadeando.

«Wild, hay un barco», dijo entusiasmado. « ¿Hacemos una fogata?»

«Antes de que nos diera tiempo de contestar, todos corrieron afuera, empujándose unos a otros —informó Lees—, y derramando el caldo de lapa con tanta prisa que desgarraron la puerta de tela.»

Afuera, Hurley, mañoso como siempre, encendió parafina, grasa de foca y hierba de son, formando así una llama explosiva pero con poco humo. No importaba; el buque se dirigía a cabo Wild.

«Ahí estaba —escribió Lees—, a apenas menos de dos kilómetros en el mar, un barco negro muy pequeño, al parecer un remolcador de vapor, nada parecido al rompehielos polar de madera que esperábamos.» Mientras lo miraban maravillados, Macklin corrió al asta de la bandera e izó su chaqueta Burberry tan alto como le fue posible, es decir, a media asta. Entretanto, Hudson y Lees llevaron afuera a Blackborow, y llegaron a tiempo para ver que en el misterioso buque izaban, con gran asombro de todos, la enseña naval chilena.

Lanzando grandes gritos de alegría, vieron, emocionados, que el buque se acercaba. El pequeño remolcador echó ancla a unos doscientos metros de la costa y arriaron un bote; en él los hombres reconocieron la figura pesada y sólida de Shackleton y a su lado la de Crean.

«Casi me eché a llorar y no pude hablar durante varios minutos», escribió el leal Wild.

«Luego lanzamos un hurra entusiasta», recordó Bakewell. Conteniendo el aliento, los hombres esperaban mientras Shackleton se acercaba y cuando estuvo cerca, le gritaron a coro: «¡Todo va bien!»

Worsley estaba con Shackleton a bordo del Yelcho cuando divisaron la isla. Se les encogió el corazón al ver una bandera a media asta, pero mirando con penosa intensidad a través de los binoculares, Shackleton contó las veintidós figuras en la costa.

«Metió el binóculo en su estuche y se volvió hacia mí, con la expresión más emocionada en el rostro que cualquiera que le hubiese visto antes —escribió Worsley—. Crean se había unido a nosotros y no pudimos pronunciar ni una palabra... Parece un lugar común, pero lo cierto es que allí mismo, delante de nosotros, pareció que se le quitaban años de encima.»

Al cabo de una hora, todo el grupo de isla Elefante y sus escasas pertenencias estaban a bordo del Yelcho. Hurley cargó con sus latas de placas y películas y Greenstreet con el libro de a bordo del Endurance. Shackleton, que tenía siempre presente el traicionero hielo, resistió las invitaciones a desembarcar para visitar el «salón», pues se hallaba deseoso de encontrarse cuanto antes al otro lado de los témpanos.

Lees fue el último en dejar la isla. Había permanecido en la choza para guiar al jefe en su visita al «salón». Sólo cuando se inició el último viaje de la barca apareció en la playa agitando frenéticamente los brazos y casi se echó de cabeza en el bote al volver ésta a acercarse.

Desde el puente del Yelcho, Worsley seguía atentamente con la vista el rescate.

«Las dos y diez. ¡Todo va bien! —anotó—. ¡Por fin! Dos y quince. Adelante a toda máquina.»

La aventura había terminado, y casi de inmediato empezaron a pensar que las cosas no habían sido tan terribles como les había parecido. De hecho, en la dirección cotidiana del campamento, Wild había conseguido que su situación les pareciera más incómoda que desesperada.

«No soy muy susceptible a las emociones... —escribió Hurley—, Pero cuando esos nobles montes se desvanecieron en la niebla, no pude contener un sentimiento de tristeza al dejar para siempre la tierra que nos había dado sus bienes y había sido nuestra salvación. La choza, solitaria reliquia de nuestra estancia, se convertirá en un centro en torno al cual grupos de pingüinos se reunirán para mirarla con curiosidad y discutir sobre su origen. ¡Bendita isla Elefante!»

Shackleton tenía mucho que contar tanto a sus hombres como al mundo en general. Pero la carta que escribió apresuradamente a su esposa, al desembarcar de nuevo en Punta Arenas, sólo explicaba lo esencial:

«Lo he conseguido. Maldito Ministerio de Marina... No se ha perdido ni una vida y hemos pasado por el infierno.»

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Un agujero en el hielo.
Los veintidós hombres que se quedaron después de la partida del Caird todavía no contaban con un refugio. Cavaron una «cueva» en la cuesta nevada, pero la cueva no resultó satisfactoria. «Ya hemos cavado una cámara de buen tamaño, lo bastante grande para que en ella duerman ocho hombres, pero está demasiado mojada para que alguien se atreva a hacer el experimento.» (Lees, diario)

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Delante de la cabaña en la isla Elefante.
Frank Hurley descansa, apoyado en el «salón». «[La cabaña] supone una decidida mejora y constituye un paso hacia una existencia más fácil de soportar en condiciones climáticas tan duras. Los veintidós miembros del grupo duermen en este reducido espacio, cómodamente pero como sardinas.» (Hurley, diario)

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La isla Elefante, despellejando pingüinos.
« Con la carne de foca que nos queda y las provisiones que tenemos, un pingüino al día entre cada dos hombres bastará de sobras. Esto significa once pingüinos al día para todo el grupo o un total de unos mil trescientos pájaros en el período de mayo a agosto, ambos incluidos. De momento nos limitamos a comer lo que tenemos y nos queda una reserva muy escasa.» (Lees, diario)

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El grupo bloqueado en la isla Elefante.
Hurley tomó este retrato del grupo el 10 de mayo de 1916: «El conjunto más desaliñado y variopinto que se haya proyectado en una placa.» (Hurley, diario.) En la última fila: Greenstreet, Mcllroy, Marston, Wordie, James, Holness, Hudson, Stephenson, McLeod, Clark, Lees, Kerr, Macklin; en segunda fila: Green, Wild, How, Cheetham, Hussey, Bakewell; en primera fila: Rickinson (debajo de Hussey). Blackborow estaba acostado en su saco de dormir, incapacitado.

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La isla Elefante.
«Hago esta anotación en el punto más alto de la cala de nuestro campamento... El tiempo es una delicia: sol brillante y cálido y calma chicha. EL cabo Wild es un estrecho cuello de tierra que sobresale unos doscientos o doscientos treinta metros de tierra firme... El océano termina en un escarpado acantilado protegido por un islote rocoso que presenta una cara plana pero serrada de trescientos palmos de altura, al que llamamos Gnomon... Hago fotografías.» (Hurley, diario)

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Estalactitas de hielo.
«5 de julio de 1916: agradable, aunque aburrida calma todo el día. De mañana me paseo con Wild. Visitamos una cueva vecina en el glaciar, adornada con magníficos carámbanos. Finas y espectaculares estalactitas cubrían las paredes y el techo estaba adornado con estalactitas grabadas con aspecto de pie.» (Hurley, diario)

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A punto de ser rescatados después de veintidós meses.
30 de agosto de 1916: el Yelcho se encuentra casi en el horizonte. Tres días antes, Wild había dado la orden de retirar un montículo de nieve solidificada en torno a la cocina, para evitar que la temperatura más cálida provocara una inundación. Los picos y las palas de los hombres se distinguen donde los dejaron. Sus escasas posesiones están amontonadas, listas para ser cargadas.

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El rescate de la tripulación en la isla Elefante.
30 de agosto... Miércoles... Día de maravillas.» (Hurley, diario)

Capítulo IX
«A mis compañeros»

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El Yelcho, victorioso. Esta fotografía, que capta el regreso del pequeño remolcador al puerto, la hizo el señor Vega, que, según Hurley, era el principal fotógrafo del pueblo. «3 de septiembre, domingo. Hermoso amanecer con espectaculares efectos de la bruma sobre las colinas y distantes montañas que rodean Punta Arenas. Poco después de las siete de la mañana, Sir E. remó hacia tierra y telefoneó anunciando nuestra llegada a Punta Arenas, de modo que La gente pudiera venir a saludarnos después de misa, ya que debíamos llegar a las doce del mediodía. El Yelcho estaba decorado con banderas... Al acercarnos al embarcadero nos ensordecieron los silbidos y los vítores de las lanchas de motor, de los que se hizo eco la vasta multitud reunida en los muelles.» (Hurley, diario)

Hacia el profundo mar abierto emprendí el viaje, con un único barco y esa pequeña banda de compañeros que nunca me habían abandonado.

Dante, «Viaje de Ulises», L'Inferno

Dígame, ¿cuándo se acabó la guerra?», preguntó Shackleton a Sorlle, al llegar a la estación de Stromness, tras atravesar San Pedro. «La guerra no ha acabado —contestó Sorlle—, Hay millones de muertos. Europa está loca. El mundo está loco.»

Durante la terrible experiencia en el hielo hablaban con frecuencia de la guerra y lo que más preocupaba a los hombres era que se la habrían perdido cuando llegaran a casa. Antes de abordar el Yelcho, Shackleton se había afanado en recoger el correo que les esperaba en San Pedro, así como periódicos, a fin de que se hicieran una idea de lo que se habían perdido en los casi dos años de estar desconectados del mundo.

«Las opiniones han cambiado en toda clase de temas —dijo Shackleton a sus hombres a bordo del Yelcho, según Lees—. Ahora, a la lista de víctimas, la llaman lista de honor.»

«Acaso el lector no se percate de cuán difícil nos resultaba imaginar casi dos años de la guerra más impresionante de la historia —escribió Shackleton en su libro South—, Los ejércitos luchando en las trincheras, el hundimiento del Lusitania, el asesinato de la enfermera Cavell, el uso de gas venenoso y fuego líquido, la guerra con submarinos, la campaña de Galípoli, el centenar de incidentes de la guerra... nos dejaron casi atónitos al principio... Supongo que nuestra experiencia era única. No había hombres civilizados que pudiesen haber ignorado tan a fondo los acontecimientos que estremecían al mundo como los ignorábamos nosotros al llegar a la estación ballenera de Stromness.»

La guerra lo había cambiado todo y, más que nada, el ideal del heroísmo. Con millones de jóvenes europeos muertos, a los británicos no les interesaban mucho los relatos de supervivientes. La noticia de la expedición del Endurance resultaba tan extraordinaria que no podía sino figurar en primera plana, pero la recepción oficial que se le dio a Shackleton fue notablemente fría. Fingiendo describir su llegada a Stanley, en las Malvinas, tras el fracaso de la misión de rescate del Southern Sky, el periódico John Bull publicó el siguiente artículo socarrón:

« ¡Ni un alma en Stanley parecía interesarse en lo más mínimo [por su llegada]! No izaron ninguna bandera... Un anciano de las Malvinas comentó que "debería haber ido a la guerra hace tiempo en vez de andar haciendo el tonto en icebergs".»

En Punta Arenas, el recibimiento a Shackleton y sus hombres fue casi desenfrenado: las personas de las distintas nacionalidades que allí vivían, incluyendo los alemanes, con los que Gran Bretaña estaba en guerra, salieron a recibirlos con bandas y banderas. El astuto Shackleton se había detenido en Río Seco, a unos diez kilómetros de Punta Arenas, para avisar que estaba a punto de llegar. El Ministerio británico de Asuntos Exteriores reparó en seguida en el valor publicitario de la popularidad de Shackleton y le animó a pedir ayuda a todos los gobiernos. Así pues, en compañía de un puñado de sus hombres, Shackleton fue a Santiago, Buenos Aires y Montevideo, pero, intencionadamente, no a las Malvinas británicas.

La expedición del Endurance terminó el 8 de octubre de 1916, en Buenos Aires, pero a Shackleton le quedaban todavía cosas que hacer. La otra mitad de la Expedición Imperial Transantártica, la del grupo que se encargaba del almacén en el mar de Ross, iba a la deriva, literalmente, pues su bote, el Aurora, se había soltado del amarre y las placas de hielo le habían impedido regresar a «puerto». Otra epopeya de supervivencia, una de las hazañas más formidables de la exploración antártica, un agotador recorrido en trineo, se desarrollaba en la nieve y el hielo donde Shackleton adquirió renombre por primera vez como explorador polar. Habían perdido tres vidas. Por tanto, Shackleton se sintió obligado a regresar al Antártico a rescatar lo que quedaba de su expedición.

En la estación de ferrocarriles de Buenos Aires dijo adiós a sus hombres, que habían ido a despedirlo. Aquélla fue la última vez que se reunieron tantos miembros de la expedición.

«Nos hemos separado», observó Macklin. Con pocas excepciones, la mayoría regresaría a Gran Bretaña. Blackborow se encontraba hospitalizado en Punta Arenas, sometido a los mimos de la población femenina, y Bakewell se quedó.

«Cuando me uní a la expedición, pedí que me pagaran en Buenos Aires al regresar —escribió Bakewell—, Sir Ernest lo aceptó y ahora estaba a punto de separarme. Debía despedirme del mejor grupo de hombres con quienes he tenido la suerte de estar.»

Hudson, el inválido, el indispuesto, el de la «depresión general», ya se había marchado, deseoso de alistarse y servir a su país. En isla Elefante, los dos médicos habían drenado su terrible absceso, que era del tamaño de una pelota de fútbol, operación que según parece le ayudó a curarse. El estupor indiferente en que pasó la mayor parte de la estancia en isla Elefante puede haber sido resultado de la inevitable fiebre que acompaña a infecciones tan graves como la suya.

Hurley, que se cansó pronto de las recepciones de celebración, pasó largos días en el cuarto oscuro que un generoso fotógrafo local le prestó.

«Todas las placas que quedaron expuestas en el naufragio hace casi doce meses han salido excelentes —anotó en su diario—. La película de la pequeña Kodak ha sufrido por el tiempo, pero podrá revelarse y publicarse.»

Desde Punta Arenas, Shackleton telegrafiaba largos artículos al Daily Chronicle en Londres.

«Alivio para los exploradores abandonados»; «Shackleton a salvo»; «Los hombres de Shackleton, rescatados»; los artículos se publicaron hasta bien entrado el mes de diciembre.

Hurley llegó a Liverpool el 11 de noviembre.

«Los trámites de aduanas requirieron un tiempo considerable —escribió—, sobre todo por la película; la pesaron, un método de estimar su longitud, y me cobraron cinco peniques por pie. La película entera les proporcionó un ingreso de ciento veinte libras.» Viajó a Londres en tren y fue directamente a las oficinas del Daily Chronicle, donde entregó la película a Ernest Perris. Durante los tres meses siguientes, se dedicó exclusivamente a revelar las fotografías, las películas y las diapositivas que se usarían para conferencias y a preparar los álbumes de imágenes escogidas. Algunos periódicos (el Chronicle, el Daily Mail, el Sphere) publicaron espectaculares fotos a doble página y Hurley se sintió muy satisfecho con una exposición de sus fotografías a color en el Politécnico. Allí, proyectado en una pantalla de sesenta metros cuadrados, el Endurance surgía de la oscuridad bajo un luminoso pero helado cielo, dispuesto de nuevo a bregar con su destino.

Ya el 15 de noviembre Hurley había decidido regresar a la isla San Pedro a hacer fotografías de la fauna salvaje, fotografías como las que se había visto obligado a abandonar en el hielo. La estancia en Inglaterra resultó agradable, pese a que «Londres posee uno de los peores climas que he experimentado en mi vida, porque provoca resfriados y enfermedades». En este período veía a menudo a sus antiguos compañeros de barco, como James, Wordie, Clark y Greenstreet.

El viaje a la isla San Pedro tuvo éxito y en junio de 1917, tras varias semanas de trabajar con su característica intensidad, regresó a Londres para entregar a Perris otro montón de películas y placas. La película "En las garras de la placa polar" se estrenó en 1919, después de la guerra, y fue muy aclamada.

A Shackleton nunca le cayó bien Hurley; de hecho, desconfiaba profundamente de él; se había esforzado en atender a su vanidad mientras estuvieron en el hielo, incluyéndolo de modo ostensible en todos los consejos privados. No se sabe con certeza por qué desconfiaba de él; Hurley, en cambio, expresaba abiertamente y en privado la admiración que sentía por Shackleton. Era un hombre tramposo, presumido, arrogante, altanero, con el que no resultaba fácil llevarse bien, pero, por encima de todo, era sumamente capaz. Cocinas, instalaciones eléctricas, improvisadas bombas para achicar, paredes de piedra para la cocina y numerosos inventos que beneficiaron a los expedicionarios fueron obra de sus enormes manos. ¿Sería éste el problema?

¿Acaso pensaba Shackleton que este australiano de múltiples talentos, duro y engreído, era la clase de hombre que en ciertas situaciones se consideraría demasiado superior para ceder a su autoridad?

Con la película se pagaron una gran parte de las deudas que esperaban a Shackleton cuando por fin regresó a Inglaterra en 1917. Después de rescatar al grupo en el mar de Ross, Shackleton hizo una rápida gira de conferencias en Estados Unidos, que acababa de entrar en la contienda. Y ahora lo que más le preocupaba era participar en la guerra.

Si bien a sus cuarenta y dos años estaba exento del servicio militar y se encontraba agotado, sabía que para que en el futuro apoyaran cualquier nueva empresa suya, necesitaba ayudar en algo. Su regreso a Inglaterra había merecido poca atención y de momento no habría más héroes que los de la guerra.

Transcurrieron varios meses. Treinta de sus hombres, tanto del mar de Weddell como del mar de Ross, se habían alistado, pero Shackleton aún no encontraba una misión. Bebía mucho, se sentía inquieto y pasaba poco tiempo en casa; en Londres se le veía a menudo en compañía de su amante, la norteamericana Rosalind Chetwynd. Al cabo de un tiempo, gracias a la intervención de Sir Edward Carson, ex ministro de Marina (y antiguo abogado del marqués de Queensbury, acusado de difamación por Oscar Wilde), a Shackleton se le encomendó una misión de propaganda en Sudamérica. Se le encargó vagamente levantar los ánimos, dar a conocer el esfuerzo de guerra británico e informar sobre la propaganda que ya se estaba realizando.

Salió hacia Buenos Aires en octubre de 1917 y regresó a Inglaterra en abril de 1918, sin haber tenido la satisfacción de lucir el uniforme. De nuevo inició una ronda de entrevistas para obtener una misión adecuada, pero en vano. Una serie de pequeñas misiones lo llevaron a Spitzbergen y a Murmansk, en Rusia, con el título oficial de «funcionario encargado del transporte ártico». Al menos estaba con algunos viejos compañeros: a petición suya, liberaron a Frank Wild del servicio en Arjánguelsk y lo nombraron ayudante de Shackleton. A Mcllroy, gravemente herido en Ypres, le dieron la baja por invalidez; lo acompañaban asimismo Hussey, y luego Macklin, que había luchado en Francia; también enviaron a esta avanzada polar a varios hombres que habían participado en las expediciones de Scott y que sentían antipatía, cuando no abierta hostilidad, por Shackleton. Todavía se negaba oficialmente que Scott y sus hombres hubiesen muerto de escorbuto, pues esto suponía una mala gestión por parte de Scott; en cambio, los hombres de Shackleton habían pasado casi dos años en el hielo sin el menor indicio de esa enfermedad, gracias a la insistencia de Shackleton, desde el momento en que el Endurance quedó atrapado en el hielo, en que comieran carne fresca.

Cuando la guerra se acabó, Shackleton volvió a encontrarse a la deriva. Todavía en Nueva Zelanda, había dictado las partes esenciales del libro "South" a Edward Saunders, quien colaboró también en su primer libro. En 1919, se publicó por fin "South", redactado por Saunders, basándose en lo que Shackleton le había dictado y en los diarios de los expedicionarios. Es un relato asombrosamente verídico, aunque algunos nombres y fechas se confunden, así como, de vez en cuando, el orden de los acontecimientos (como el viaje del James Caird); resta importancia a varios episodios, si bien, sorprendentemente, omite pocos y no se menciona la rebelión de McNish, por ejemplo. Shackleton dedicó el libro «a mis compañeros».

Fue aclamado por la crítica y se vendió bien. No obstante, Shackleton no recibió ningún pago por derechos de autor, pues asignó a los ejecutores de uno de los patrocinadores de la expedición, Sir Robert Lucas Tooth, que murió en 1915, que lo perseguían para que devolviera su aportación, todos los derechos de "South", su único activo.

Al final de la guerra, Shackleton se hallaba en quiebra, como cabía esperar; su salud no era buena y no sabía qué hacer consigo mismo. Rara vez se le veía con su esposa, por quien seguía expresando devoción, y vivía en el apartamento de su amante, en Mayfair. En contra de todas sus inclinaciones, se vio obligado, por motivos económicos, a dar conferencias, en las que explicaba la fracasada expedición del Endurance en salas medio llenas, mientras detrás de él, las diapositivas de Hurley evocaban recuerdos obsesivos. Al preparar estas diapositivas, Hurley había perfeccionado un ingenioso método de componer las imágenes, superponiendo fotografías de la fauna silvestre a desiertas franjas de hielo, por ejemplo, o poniendo varias escenas contra un fondo de nubes espectacularmente iluminadas, paisajes que constituían su sello personal. El propósito de estas fotos siempre fue comercial y Hurley no parece haber sentido ningún remordimiento al manipularlas.

En 1920, Shackleton anunció de repente que anhelaba regresar a las regiones polares, le daba igual que fuese del Polo Sur o del Polo Norte. Por última vez anduvo por Londres, buscando quien lo patrocinara, hasta que por fin un viejo amigo de la escuela, John Quiller Rowett, le ayudó y aceptó garantizar en su totalidad la mal definida empresa.

Más animado de lo que había estado en años, Shackleton mandó informar a la tripulación del Endurance que se dirigía de nuevo al sur. Mcllroy y Wild llegaron de Nyasalandia, en África austral, donde cultivaban algodón; Green regresó en calidad de cocinero; Hussey acudió con su banjo, así como Macklin, que se había convertido en uno de los mejores amigos del jefe; McLeod, el viejo marinero que lo había acompañado desde la expedición del Nimrod, regresó, como también lo hicieron Kerr y Worsley, que sería el capitán.

Su buque, el Quest, un pesado y antiguo ballenero, precisaba reparaciones en cada escala. No llevaban perros de trineo, sino sólo un can de compañía, Query. Al salir, todavía no sabían bien hacia dónde se dirigían, o cuál era el objetivo de la «expedición». Los planes iban desde circunnavegar el continente antártico hasta buscar el tesoro del capitán Kidd. Daba igual. Todos a bordo querían disfrutar de un ambiente de aventura, o de los recuerdos.

El Quest partió de Londres el 17 de septiembre de 1921, acompañado por los vítores de una gran multitud. En las películas de la expedición figura Shackleton, un hombre de mediana edad, algo corpulento, con tirantes. Sus compañeros advertían que ya no era el mismo, y Macklin y Mcllroy se preocuparon en serio por su salud. En Río de Janeiro, Shackleton sufrió un ataque cardíaco, pero se negó a que le examinara un médico, ya no digamos a regresar. Se recuperó y el Quest continuó su camino hacia el sur.

El 4 de enero, después de navegar en medio de una tormenta, llegaron a San Pedro.

«Por fin —escribió Shackleton en su diario—, anclamos en Grytviken. Cuán familiar nos parecía la costa: vimos con gran interés los lugares que habíamos recorrido con tanto esfuerzo después del viaje en bote... El familiar olor a ballena muerta lo impregna todo. Es un lugar extraño y curioso... Una velada magnífica.

En el ocaso vio una solitaria estrella cernirse,

cual una gema, sobre la bahía.»

«El jefe dice... con franqueza, que no sabe qué haremos después de San Pedro», había anotado Macklin cinco días antes.

En San Pedro, Shackleton encontró a varios hombres de gran experiencia que todavía servían en la estación. Fridthjof Jacobsen, todavía administrador de Grytviken, le recibió calurosamente, y los hombres desembarcaron para ver los lugares donde habían pasado un mes, mientras aguardaban, con el Endurance anclado. Pasearon por las colinas, se sentaron y observaron las gaviotas y las golondrinas de mar, disfrutando del magnífico tiempo. En el lugar donde habían ejercitado a los perros de trineo, echaron palos a Query.

Al final del día, regresaron al barco y cenaron a bordo. Después, Shackleton se puso en pie y anunció, en son de broma: «Mañana celebraremos la Navidad.» A las dos de la mañana, el pito hizo que Macklin fuera al camarote del jefe.

«Me fijé que, aunque era una noche fría, llevaba sólo una manta y le pregunté si tenía otras —escribió Macklin en un pasaje revelador, que sugiere que llevaba cierto tiempo actuando como enfermero furtivo del jefe—. Contestó que estaban en el cajón de abajo y que no quería molestarse en sacarlas. Empecé a hacerlo, pero me dijo: "Olvídate de eso esta noche, puedo aguantar el frío." Sin embargo fui a mi camarote, le llevé una pesada manta Jaeger de mi camastro y lo envolví en ella.»

Macklin se sentó a su lado, en silencio, y aprovechó la oportunidad para sugerir que se tomara las cosas con más calma.

«Siempre quieres que renuncie a algo —respondió el jefe—, ¿A qué quieres que renuncie ahora?» Fueron sus últimas palabras. Sufrió un repentino ataque cardíaco masivo y murió a las tres menos diez de la mañana; contaba apenas cuarenta y ocho años. Según Macklin, en quien recayó la desagradable tarea de llevar a cabo la autopsia, la muerte se debió a «una ateroma de las arterias coronarias», una afección antigua exacerbada, en opinión de Macklin, «por esforzarse demasiado en un período de debilidad». Macklin pensaba no tanto en la dura prueba de la expedición del Endúrame, como en la de 1909, la del lejano sur.

Hussey se prestó voluntario para acompañar el cuerpo de Shackleton a Inglaterra, pero en Montevideo recibió un mensaje de la esposa de Shackleton, Emily, que pedía que enterraran a su marido en San Pedro; no soportaba la idea de encerrar su inquieto espíritu en la estrechez de un cementerio británico. Hussey regresó, por lo tanto, y el 5 de marzo sepultaron a Shackleton con los balleneros noruegos que fueron, acaso, quienes mejor entendían sus logros. El reducido grupo de hombres que estuvieron con él hasta el fin asistió al sencillo funeral. Hussey tocó la Canción de cuna de Brahms al banjo y a continuación dejaron que el alma de Shackleton descansara en la dura majestuosidad del paisaje que había forjado su grandeza.

Si bien Shackleton había soñado toda la vida con una existencia de éxitos en circunstancias corrientes, las del hombre de a pie, parecía haber entendido que nunca lo conseguiría.

«A veces pienso que no sirvo para nada que no sea estar en regiones salvajes e inexploradas con otros hombres...», había escrito a su esposa en 1919. Se le recordaría menos por su logro, el de la expedición de 1909 que alcanzó el punto más lejano al sur, que por lo que era capaz de sacar de la personalidad de los demás.

«La popularidad de Shackleton entre los que dirigía se debía al hecho de que no era la clase de hombre que pudiera hacer solamente cosas grandes y espectaculares —escribió Worsley—. Cuando la ocasión lo precisaba, se encargaba personalmente de los detalles más nimios... A veces los más irreflexivos podían pensar que era quisquilloso y sólo después entendimos la suprema importancia de su incesante vigilancia...» Detrás de cada palabra y cada gesto calculados yacía la obsesiva y obstinada determinación de hacer lo mejor para sus hombres. En el centro de su capacidad de liderazgo en épocas de crisis, se hallaba la resuelta convicción de que los individuos más corrientes eran capaces de hazañas heroicas si las circunstancias lo requerían; los débiles y los fuertes podían y debían sobrevivir juntos. La mística que Shackleton adquirió como líder puede atribuirse en parte a que hacía aflorar en sus hombres una fuerza y una resistencia que nunca se imaginaron que poseían. Los ennoblecía.

Shackleton no obtuvo tanto reconocimiento como Scott. En el panteón de Inglaterra cabía un solo gran explorador polar, y después de la guerra europea, el recuerdo de un héroe trágico muerto mientras buscaba el honor de su país encajaba mejor con el duelo nacional.

No obstante, Shackleton ocupó un lugar inesperado en la imaginación colectiva. Su relato de la misteriosa presencia que les había guiado, a él, a Worsley y a Crean, por San Pedro, obsesionó a T. S. Eliot, quien lo evocó en su poema "La tierra yerma":

¿Quién es el tercero que anda siempre a tu lado?

Cuando cuento, sólo estamos tú y yo, juntos,

pero cuando miró hacia adelante en el camino blanco

siempre hay otro que anda a tu lado.

Tras la muerte de Shackleton, el Quest continuó su camino, al mando de Frank Wild. Al final de su viaje un tanto serpenteante, avistaron isla Elefante, aunque no desembarcaron.

«Pocos de nosotros pensamos, cuando la abandonamos la última vez, que volveríamos a verla—escribió Macklin—. ¡Ay, qué recuerdos, qué recuerdos...! Caen sobre uno como una gran inundación y le llevan lágrimas a los ojos, y mientras me siento e intento escribir, me invade una gran emoción y veo que no puedo expresarme, no puedo expresar lo que siento. De nuevo veo el barquito, la cabaña de Frank Wild, oscura y sucia, pero un cómodo refugio. De nuevo veo los viejos rostros y oigo las viejas voces... viejos amigos desperdigados por todas partes. Pero me es imposible expresar todo lo que siento.»

Aunque el mundo al cual regresaron Shackleton y sus hombres había cambiado mucho, comparado con el que dejaron atrás, hemos de reconocer que «la vieja era», sus habilidades y valores, ya empezaban a caer en decadencia cuando el Endurance partió de Londres en 1914. Mientras Shackleton estuvo en Buenos Aires, buscando sustitutos para su tripulación, se alegró de encontrar a Bakewell, cuya experiencia en veleros comenzaba a escasear en una época en que los barcos de vapor empezaban a apoderarse de los mares. Hasta el método empresarial que usó Shackleton para financiar la expedición indicaba un nuevo orden, en que los hombres enérgicos y ambiciosos buscaban crear sus propias oportunidades, con o sin el patrocinio de que gozó Scott. Los noruegos no construyeron el Endurance para realizar hazañas heroicas sino para llevar a turistas ricos por el Ártico; por eso era un barquito tan cómodo, tan bien equipado. De igual modo, en esa era cada vez más compleja, los derechos de fotografía y de publicación de la aventura resultante se habían vendido por adelantado; y la tripulación no olvidó nunca que se publicaría un libro sobre su experiencia, y Shackleton se aseguró de que quienes llevaban un diario no dejaran de hacerlo en los momentos más críticos y de que Hurley conservara sus fotos.

«Con un barco... podíamos llegar hasta las focas que veíamos ocasionalmente en los témpanos —escribió Lees en junio de 1916, mientras se encontraban en isla Elefante—. Pero si teníamos todo lo que queríamos, no sufríamos privaciones de las que escribir y eso sería una grave pérdida para "el libro". Las privaciones hacen que un libro se venda como nada.»

Muchos de los miembros de la tripulación del Endurance tuvieron éxito en su vida posterior a la expedición, pero otros no consiguieron adaptarse a la pérdida del viejo orden que la guerra se había llevado consigo. Las vidas de los hombres que participaron en una de las más brillantes historias de supervivencia expedicionaria tomaron cauces muy distintos.

En febrero de 1918, el Telegraph de Londres publicó un artículo de media columna titulado «Expedición antártica: la medalla polar», en el que figuraba una lista de los miembros de la Expedición Imperial Transantártica y un breve relato de su ardua prueba. Una de las medallas ya era póstuma, pues cinco meses después de desembarcar en la isla San Pedro, Tim McCarthy murió al pie del cañón en el canal de la Mancha. No mucho después, Alf Cheetham, de quien se decía que había cruzado el Círculo Antártico más veces que nadie, se ahogaría cuando un submarino alemán torpedeó su dragaminas en el río Humber, pocas semanas antes del armisticio.

Cosa sorprendente, faltan cuatro nombres en la lista. Shackleton no recomendó a Stephenson ni a Holness, ni a dos miembros de la tripulación del James Caird, Vincent y McNish. A Vincent, la depresión, y a McNish, la breve rebelión, les costaron caro. Puesto que no hubo una ceremonia de entrega de medallas, la mayoría de miembros de la expedición no se enteró, hasta años más tarde, de que habían excluido a algunos de sus compañeros. Macklin, que intimó mucho con Shackleton, se quedó desconcertado cuando lo supo y resultan instructivas sus opiniones sobre la razón de esta exclusión.

«De todos los hombres del grupo, nadie merecía más reconocimiento que el viejo carpintero —escribió a uno de los biógrafos de Shackleton—. Era no sólo un carpintero muy hábil sino también un marinero con muchos conocimientos. Todo lo que hacía era de primera calidad... y sus esfuerzos por salvar el aplastado Endurance, que se hallaba casi todo el tiempo en agua helada, eran merecedores de toda clase de alabanzas... La actitud de Chippy era desafortunada... y no se mordía la lengua para replicar a quien no estaba de acuerdo con él, incluyendo Shackleton, a quien no creo que le importara mucho, pero sobre todo a Worsley, cuyo temperamento errático y acciones alocadas no admiraba en absoluto, cosa que no dudaba en dejar claro. Como resultado, McNish caía mal a Worsley, una antipatía mutua que provocó el incidente en el témpano. Creo que en esto Worsley influyó en Shackleton en las últimas etapas de la expedición, cuando pasaron tanto tiempo juntos.«Considero que el no otorgar la medalla polar a McNish fue una gran injusticia. Creo también que no otorgársela a los tres pescadores de arrastre fue bastante duro. Quizá no fuesen los personajes más simpáticos, pero nunca fallaron a la expedición.»

Tras volver a Inglaterra, McNish salió de nuevo a la mar. En todo su diario figuran apartes afectuosos dirigidos a su «amada» y a su hija, pero esta mujer desconocida de Cathcart, en Escocia, no parece haber seguido formando parte de su vida. Se jubiló y vivió unos años con su hijo y la familia de éste, antes de anunciar, un día, de pronto, que se iba a Nueva Zelanda.

«¿Y en qué está pensando usted... un hombre de su edad?», le reprochó su nuera. «No te preocupes, muchacha, tengo un trabajo allí», le contestó Chippy. Unos días después, llegó un carro a recoger su viejo baúl. Fue la última vez que su familia supo de él.

McNish se quejaba de que después del viaje en el James Caird siempre le dolían los huesos. Debido a la mala salud y a la bebida no podía trabajar y acabó sus días en la indigencia más absoluta. Pero para los marineros de los muelles, sin embargo, el carpintero del James Caird era un héroe, y el vigilante de noche hacía la vista gorda cuando el anciano se metía en algún cobertizo y dormía bajo una lona alquitranada. La hermandad de los trabajadores del muelle hacía una colecta mensual para él y para otros desafortunados; con eso vivió hasta que, dos años antes de su muerte, le encontraron un lugar en la residencia Ohiro, en Wellington.

Al final de su vida, a McNish lo embargó el resentimiento contra Shackleton, no porque no lo recomendara para la medalla polar, ni por haberlo dejado de lado, sino porque había matado a su gato. La gente que lo conoció en esta época recuerda que en todas las conversaciones conseguía hablar de la señora Chippy. Solo, paupérrimo, con el sueño abstracto de su heroísmo, los pensamientos de Chippy McNish se volvieron hacia su único verdadero compañero, que, según había alardeado ante otro marinero, «era un animal tan especial que todos en la expedición la conocían como señora Chippy».

McNish murió en 1930 y recibió un entierro extraordinario para un mendigo. Los portadores de su féretro formaban parte de la tripulación de un buque de la armada británica y el ejército neozelandés proporcionó un carro de cañón para transportarlo al cementerio de Karori, donde fue enterrado en una tumba sin nombre, y en 1957 la Sociedad Antártica de Nueva Zelanda erigió una lápida en su honor. La única posesión de valor que dejó fue el diario que escribió en el Endurance.

Vincent se convirtió en capitán de barco de arrastre y murió de pulmonía, en su camastro, en fecha desconocida. Sólo se conoce un resto de su vida posterior a la expedición: una carta inesperadamente amable en la que asegura a la madre de Hudson que su hijo estaba bien y nunca había dejado de poner todo de su parte; de hecho, la última vez que lo vio, la exposición al frío en isla Elefante le había causado hipotermia y se hallaba del todo incapacitado. Holness también volvió a los bous y cayó por la borda en una tormenta. Stephenson murió de cáncer en un hospital en Hull.

Tom McLeod se fue a vivir a Canadá y pasó dos años pescando cerca de la isla Bell. No se casó, so pretexto de no tener «suficiente dinero para comprar una casa en la que meter una esposa». Sin que Shackleton se enterara, había rescatado la Biblia que el jefe depositó en el hielo tras el siniestro del Endurance, pues creía que dejarla les daría mala suerte. La regaló a la familia que lo cuidó en Punta Arenas y ésta la regaló a la Real Sociedad Geográfica británica muchos años después; todavía puede verse, sin las páginas del Libro de Job. McLeod murió a los ochenta y siete años en una residencia de ancianos en Canadá.

Blackborow llegó a Gales a finales de diciembre, varios meses después de que lo hicieran sus compañeros, y su calle entera lo recibió con entusiasmo y una fiesta. Trató de alistarse en la marina, pero fue rechazado por razones médicas, de modo que volvió a la mar hasta el fin de la guerra, cuando empezó a trabajar con su padre en los muelles de Newport. A menudo le invitaban a hablar de sus experiencias, pero no le apetecía mucho hacerlo y se refería más bien a sus compañeros. Calzaba un zapato especial en el pie herido pero no lo mencionaba y se había entrenado para no cojear. Mantuvo el contacto con Bakewell y How, y hoy día los descendientes de los tres siguen escribiéndose. Blackborow murió en 1949, a los cincuenta y cuatro años, de problemas del corazón y una bronquitis crónica.

Bakewell se quedó en Sudamérica; estuvo un año criando ovejas en la Patagonia; después trabajó en buques mercantes, de guardagujas en los ferrocarriles y de ganadero. En 1945 fue a vivir en Dukes, en Michigan, donde trabajó en una granja lechera y crió a su hija. Sus vecinos de Michigan no sabían nada de sus aventuras: puesto que se trataba de una expedición británica, supuso que no les interesaría. Murió a los ochenta y dos años, en 1969.

Tras servir en la marina durante la guerra, Rickinson se convirtió en arquitecto naval e ingeniero asesor, y murió en 1945. Kerr siguió en el servicio mercante hasta jubilarse. Hussey, a quien acaso la meteorología nunca interesó del todo, sirvió en dos guerras mundiales y se convirtió en médico. Daba frecuentes conferencias sobre la expedición. Estaba casado, sin hijos, pero antes de morir donó sus apuntes y sus diapositivas a un joven al que nombró heredero, con el mandato de «mantener vivo el recuerdo del Endurance».

Marston colaboró con Hurley en varias composiciones de fotografía y pintura. En 1925 se hizo miembro de una organización cuyo propósito era regenerar y apoyar las industrias rurales. Murió en 1940, a los cincuenta y ocho años, de trombosis coronaria.

Hudson, después de servir en buques misterio o «Q» durante la guerra, se afilió a la Sociedad de Navegación de la India Británica. Las heladas de la expedición le habían deformado las manos y padecía necrosis en la zona lumbar. Al morir, durante la segunda guerra mundial, era comandante en la Reserva de la Marina Real. Había regresado de un convoy ruso y le pidieron que llevara otro a Gibraltar. Podría haberse negado, pero no lo hizo, y lo mataron cuando regresaba.

Tras servir en un dragaminas durante la guerra, Clark aceptó un puesto de investigador en un criadero de peces en Aberdeen, donde vivió hasta su muerte, en 1950. En la zona se le conocía por sus hazañas en fútbol y criquet.

En 1937, James emigró a Sudáfrica, donde ocupó la cátedra de física de la Universidad de Ciudad de El Cabo, de donde llegó a ser rector. Durante su ejercicio defendió públicamente el derecho a admitir a estudiantes no europeos en la universidad. Murió en 1964, a la edad de setenta y tres años.

Wordie, posteriormente Sir James Wordie, se convirtió en un eminente geólogo y director del Saint John's College en la Universidad de Cambridge. Continuó con sus investigaciones polares en el Ártico y animó a varios exploradores polares de la siguiente generación.

Macklin se estableció en Aberdeen y, al cabo de un tiempo, fue nombrado jefe de los servicios de salud para estudiantes de la universidad de esa ciudad; mantuvo estrecho contacto con Clark. Llegó a ser uno de los «historiadores» más importantes, tanto acerca de la expedición del Endurance como de la vida de Shackleton posterior a la expedición. Mcllroy trabajó en la Línea de Oriente después de la guerra y se encontraba en un navío torpedeado en la segunda guerra mundial. Soportó un nuevo viaje incierto en bote, antes de que le rescataran los franceses de Vichy y lo llevaran a un campo en Sudán. Murió a los ochenta y tantos años, soltero, pero, según se dice, con novias hasta el final.

Con la ayuda de Shackleton, Lees consiguió, mientras todavía se encontraban en Punta Arenas, un cargo en el Real Cuerpo de Aviación, en el que se sumó a la causa de adquirir paracaídas para los pilotos, innovación a la que se resistían los oficiales superiores, so pretexto de que la posibilidad de salvarse minaría el espíritu combativo de los pilotos. Para demostrar su eficacia, Lees saltó con paracaídas desde el puente de la Torre, hazaña de la que hablaron los periódicos londinenses. Más tarde se casó con una japonesa; vivió en Japón y Nueva Zelanda y durante la segunda guerra mundial fue espía, una ocupación que encajaba muy bien con su naturaleza cotilla y sigilosa. Quizá fuese la persona más despreciada en la expedición, pero resulta difícil despreciarle de modo póstumo. Sin su angustiado parloteo y sin su compulsiva franqueza, el relato de la expedición sería más pobre. Murió a los setenta y nueve años en un manicomio; la causa oficial de su muerte en el certificado de defunción era «bronconeumonía. Veinticuatro horas. Degeneración cardiovascular. ¿Senilidad?. Obviamente, ni siquiera sus médicos lo entendían. Lo enterraron en la sección de los veteranos del cementerio de Karori, en la misma franja en que enterraron a McNish. Los dos hombres se odiaban.

A su regreso de la expedición del Quest, Frank Wild se estableció en Sudáfrica. donde cuatro años de sequía e inundaciones destruyeron su granja algodonera. Sin embargo, lo que le perdió de veras fue la bebida; su inquietante celo al hacer brindis con las bebidas más fuertes en isla Elefante siempre divirtió a sus compañeros. Un periodista le descubrió en una aldea zulú haciendo de barman por cuatro libras mensuales. Al enterarse de la situación de un hombre al que consideraba compañero y gran explorador polar, «Teddy Evans», cuya vida Crean salvó en la última expedición de Scott, le ayudó a conseguir una pensión, pero era demasiado tarde, pues Wild murió en 1939, a los pocos meses.

Tom Crean regresó a Annascaul, donde había nacido; se casó, abrió un pub llamado The South Pole Inn y formó una familia. «Nos lo pasamos mal los últimos doce meses —fue su sucinto resumen de los meses en los témpanos, de los dos viajes en bote y de la travesía de la isla San Pedro, en una carta a un antiguo compañero del Terra Nova—, y debo decir que el jefe es un espléndido caballero y que he cumplido mi deber con él hasta el fin.» Llevaba una vida organizada, disciplinada; trabajaba en el pub y en su jardín, y cada tarde paseaba hasta el mar en la bahía Dingle con sus dos perros Fido y Toby, a los que llamó así por los cachorros que perdió en el Antártico. Quienes le conocían decían que admiraba a Scott y quería a Shackleton. Murió de una perforación del apéndice en 1938 y fue enterrado en las afueras de Annascaul.

Worsley pasó la mayor parte de su vida tratando de volver a experimentar la emoción y la audacia de la expedición del Endurance. Durante la guerra, mientras capitaneaba un «buque misterio», hundió un submarino alemán y recibió su primera medalla por servicio distinguido. Se unió a Shackleton en Rusia, se quedó allí después de la guerra para luchar contra los bolcheviques y recibió su segunda medalla por servicios distinguidos. Después de la expedición del Quest, codirigió una expedición ártica y parece haber pasado mucho tiempo tratando de volver a vivir la experiencia a bordo del Endurance—, tal vez con ese fin quedó atrapado en el hielo, casi adrede. En 1934 fue en busca de un tesoro en el Pacífico, cosa que Shackleton y él se habían prometido hacer juntos. En la segunda guerra mundial, fue oficial de un buque mercante, pero lo despidieron cuando se descubrió que tenía casi setenta años. Murió de cáncer de pulmón en 1943, poco antes de cumplir los setenta y uno.

Acabada su responsabilidad para con la expedición del Endurance, Hurley fue nombrado fotógrafo oficial y capitán honorario de las Fuerzas Imperiales Australianas. A los pocos días empezó a cubrir la batalla de Ypres. Sus fotografías revelan cuánto se acercaba a la acción y algunas son pequeñas obras maestras que muestran la desesperación más absoluta y fangosa. Sus diapositivas en color de este período están entre las escasísimas imágenes en color de la guerra europea. Sus superiores diferenciaban entre las fotografías históricas y las que usaban con fines de propaganda, y Hurley eligió las segundas. En este período se excedió en su pasión por las fotos compuestas: gloriosos paisajes celestes, la explosión de proyectiles, humo inquietante, nubes de aviones primitivos como libélulas, todo superpuesto libremente sobre las imágenes originales.

Después de la guerra continuó con el mismo ritmo exigente, en expediciones fotográficas a Papúa Nueva Guinea y Tasmania, y en la segunda guerra mundial lo enviaron a Palestina. Se casó con una hermosa cantante de ópera franco-española a los diez días de conocerla y tuvieron tres hijos, para quienes fue un padre cariñoso pero estricto. Al término de la segunda guerra mundial publicó un gran número de libros de fotografías, a fin de dar a conocer las distintas regiones de Australia. Viajaba incansablemente para tomarlas y todas son buenas, pero cuesta reconciliar estas alegres imágenes dignas de una tarjeta postal con las audaces, elegantes y a veces emocionantes fotos de la expedición del Endurance. Al final de su vida publicó varios libros sobre flores de Australia y Tasmania.

A los ochenta y seis años, mientras cumplía una misión, regresó a casa con su pesado equipo fotográfico a cuestas y dijo a su esposa que se sentía mal. Esta queja era tan anormal que la familia se preocupó. Se envolvió en su bata, se sentó en su sillón preferido y se negó a moverse. Llamaron al médico, pero Hurley lo despidió con un gesto brusco. Todavía se encontraba en su sillón a la mañana siguiente, librando una sombría, tenaz y silenciosa batalla con la muerte inminente. Hacia el mediodía de esa misma fecha, el 16 de enero de 1962, murió por fin.

En 1970, los tres supervivientes de la expedición fueron invitados a una ceremonia de conmemoración del desarme del Endurance, como se llamaba un buque de la marina. En la foto aparecen tres ancianos sentados en sillas de tijera debajo de la bandera británica.

Walter How regresó a su casa en Londres, tras servir en la marina mercante. Pretendía unirse al Quest pero en el último momento decidió quedarse con su padre, que había enfermado. Si bien iba perdiendo vista, se convirtió en pintor aficionado y fabricante de barcos en botellas; fue también uno de los más leales a la expedición e hizo todo lo posible por mantenerse en contacto con todos sus miembros. Murió a los ochenta y siete años.

Green, el cocinero, había escrito a sus padres cuando Shackleton lo contrató en Buenos Aires, en 1914, pero el buque que llevaba el mensaje fue torpedeado, de modo que nadie sabía dónde se encontraba. Al regresar a la civilización en 1916, tuvo que encontrar el modo de regresar a casa, al igual que «otros de los hombres» —los oficiales y los científicos regresaron en transatlántico— y finalmente consiguió pasaje en calidad de «marinero en apuros». En Inglaterra descubrió que sus padres habían cobrado su seguro de vida y que su novia se había casado. Se fue por tanto a vivir a Hull con sus compañeros, los antipáticos pescadores de arrastre. Después de la guerra continuó trabajando de cocinero de barco y daba conferencias con diapositivas sobre la expedición. Algunos pasajes de una entrevista hacen pensar que sus conferencias contenían detalles excéntricos y equivocados (¡toda la comida se perdió cuando el barco se ladeó!, por ejemplo). Estaba dando una conferencia en Wellington, en Nueva Zelanda (donde su barco había hecho escala), cuando entre el público distinguió a McNish, al que habían permitido salir para la ocasión. Lo invitó al podio y el carpintero tomó la palabra y «dio el viaje en barco». Green murió de peritonitis a los ochenta y seis años, en 1974.

Lionel Greenstreet sirvió en ambas guerras mundiales y se fue a vivir a Devon, aunque siguió siendo miembro de su club en Londres. Conservó su despreocupado y cáustico sentido del humor hasta el final. En 1964 se le dio equivocadamente por muerto, y se divirtió informando a los periódicos de que su obituario era prematuro. Murió en marzo de 1979 y fue el último de los supervivientes del Endurance. Si bien no cuesta evocar los acontecimientos de la expedición de hace ya tanto tiempo, la imaginación se queda corta al tratar de concebir la posibilidad de que un hombre que navegó con Shackleton en el bergantín Endurance viviera para ver que otros caminaban sobre la faz de la luna.

De las fotografías del Endurance hechas por Hurley, quizá la más memorable y representativa sea la de una fila de hombres andrajosos de pie en la playa de isla Elefante, vitoreando alegremente al ver surgir el bote salvavidas del Yelcho. Hurley la llamó «El rescate». Pero cuando Worsley la incluyó en sus memorias, Endurance, la llamó «La marcha del James Caird de isla Elefante». Sin embargo, en el negativo original, que se encuentra en los archivos de la Real Sociedad Geográfica, el Caird ha sido borrado con violencia, y en su lugar se ha pintado un elegante botecito salvavidas. La explicación es sencilla: las conferencias requerían un apropiado final fotográfico culminante.

La predilección de Hurley por «retocar» sus imágenes solía ser inofensiva, pero en este caso cometió una grave indiscreción, pues la imagen original, irrecuperable, era mejor. En ella había captado las dos caras de esta historia imposible, el equilibrio entre éxito y fracaso, la trascendental partida y la paciente valentía de quienes se quedaban atrás, aguardando, con las manos alzadas en señal de una resuelta, resignada y valerosa despedida.

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J. A. Mcllroy.
Mundano y afable, Mcllroy había viajado mucho por Oriente antes de convertirse en cirujano del Endurance.

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Greenstreet mostrando los carámbanos formados por el aliento.
«Algunos de sus chistes y cuentos son decididamente divertidos y, después de todo, no se puede esperar que mantenga el nivel de un salón en un grupo tan variopinto como el nuestro.» (Lees, diario)

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Hurley filmando desde el mástil.
Hurley es un guerrero con su cámara; iría adonde fuera y haría lo que fuese para obtener una foto.» (Carta de Greenstreet a su padre)

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La partida del James Caird de la isla Elefante.

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Competición de corte de cabello.
«Los perros no han salido hoy, pues está demasiado oscuro; tripulación, hielo, barco, todos nos hicimos rapar el cabello y luego nos hicimos fotografiar en el Ritz. Parecemos un hatajo de convictos y de momento poco nos falta para serlo.» (McNish, diario)

FIN

 

Agradecimientos

Son muchas las instituciones y las personas que me han ayudado con este libro. Primero quisiera agradecer al American Museum of Natural History su colaboración, tanto con este libro como con la exposición sobre esta aventura. En la exposición, El Endurance: La legendaria expedición de Shackleton, figurarán casi todas las fotografías hechas por Frank Hurley que sobrevivieron a la expedición, así como todos los objetos que se sepa que han sobrevivido, incluyendo, gracias a Dulwich College, el James Caird. La exposición es posible gracias una importante donación del señor Joseph F. Cullman III y su esposa. Por esto y por su entusiasmo e interés, me siento más agradecida de lo que puedo expresar.

También debo agradecimiento a Ellen V. Futter, presidenta del museo, y a Anne Sidaman-Eristoff, presidenta de su Consejo de Administración, por el apoyo que han otorgado a la exposición. Quisiera expresar mi agradecimiento especial por su arduo trabajo y su entusiasmo al doctor Craig Morris, decano de Ciencias, y a Marón L. Wasman, director adjunto de Publicaciones Especiales, así como a mis colegas David Harvey, director de Exposiciones, Joel Swemler, coordinador de Exposiciones, Ross MacPhee, conservador de Mamiferología, y Cynthia Woodward. Mi buena amiga Jenny Lawrence, directora de Natural History, actuó como consejera durante las primeras etapas, tanto de la redacción del presente libro como de la exposición. Rose Wadsworth también me guió en estas primeras etapas. Quiero dar las gracias también a María Yakimov, secretaria general, a Pat Dandonoli, director ejecutivo de Planificación institucional y Producción de Publicaciones e Información, y a Paul De Pass, que colaboró con el Departamento de Exposiciones.

La mayoría de las fotografías se han revelado por cortesía de la Real Sociedad Geográfica, de Londres, a partir de los negativos y los clichés de Frank Hurley. Desde su fundación en 1830, la Real Sociedad Geográfica ha organizado y financiado numerosas expediciones de descubrimiento, y financió parcialmente la expedición de 1914-1916 de Shackleton en el Endurance. El fondo fotográfico de la Sociedad posee un valor incalculable y legendario. Sin embargo, la Colección Hurley ocupa en él un lugar de honor. Debo mi gratitud a la doctora Rita Gardner, presidenta de la Sociedad, así como a Nigel de N. Winser, director adjunto de la Sociedad, quien se mostró receptivo y alentador cuando la exposición era tan sólo una idea en mi mente. Gracias especiales a Joanna Scadden, gerente de la biblioteca de fotografías, por supervisar el revelado de las fotos. El doctor A. F. Tathan, archivero de la Sociedad, me proporcionó documentos y varios objetos, ¡incluyendo la Biblia que Shackleton creyó haber dejado atrás en el hielo!

El Instituto Scott de Investigaciones Polares, de la Universidad de Cambridge, me proporcionó la segunda parte de la Colección Hurley y permitió que reprodujera algunas de las magníficas y menos conocidas fotografías publicadas por el Instituto en un álbum. Gracias, por lo tanto, al servicial personal del Instituto, sobre todo al doctor Robert Headland, archivero y conservador de la asombrosa colección de documentos, fotografías y manuscritos que posee el Instituto. En el curso de mis visitas al mismo, el doctor Headland me guió a través de los numerosos diarios y documentos y en todo momento me brindó generosamente sus consejos y comentarios. También agradezco especialmente a Philippa Hogg, encargada de la biblioteca de fotos, por ayudarme, con entusiasmo y eficacia, a obtener fotografías y detalles para mi investigación.

En el Instituto Scott de Investigaciones Polares leí los diarios de Sir Ernest Shackleton, Reginald James, Lionel Greenstreet (en microfilm), Thomas Orde-Lees y Frank Worsley, así como la correspondencia de muchos de estos hombres, los papeles de los biógrafos de Shackleton, Margery y James Fisher, y las memorias inéditas de Lees, Atrapados por icebergs y témpanos. También allí leí el manuscrito mecanografiado de las memorias de Worsley acerca de las dos travesías en barco y el recorrido de la isla de San Pedro. Todas las citas de estas obras aparecen con la amable autorización del Instituto.

Barbará y Michael Gray, del museo Fox Talbot, reprodujeron todas las fotografías que figuran en el presente libro y en la exposición. Les estoy profundamente agradecida por su soberbio trabajo y por la información que me proporcionaron sobre los métodos fotográficos de Hurley.

La biblioteca Mitchell, de la biblioteca del Estado de Nueva Gales del Sur, en Sydney, Australia, me proporcionó microfilms del diario de Frank Hurley y de las memorias de Frank Wild, cuyos originales forman parte de su colección. También de su colección se ha reproducido la fotografía que hizo Frank Hurley de John Vincent (el original, en color Paget). Estoy asimismo sumamente agradecida a Tim Lovell Smith, de la biblioteca Alexander Turnbull de Wellington, Nueva Zelanda, por el préstamo de la copia en microfilm de los diarios de Frank Worsley (por cortesía del Instituto Scott de Investigaciones Polares), Henry McNish y Thomas Ordes-Lees, cuyos originales se encuentran en la colección de dicha biblioteca. Las citas de estos diarios se reproducen con la amable autorización de estas instituciones.

Por encima de todo, mi agradecimiento va a las familias de los miembros de la expedición y a varios estudiosos independientes. Ningún proyecto en el que yo haya trabajado ha suscitado tan generosos e incondicionales ofrecimientos de ayuda. Pusieron a mi disposición, sin condiciones, diarios y documentos que habían permanecido guardados celosamente durante muchos años. Otros compartieron conmigo el fruto de muchos años de trabajo privado o el contenido de obras que estaban redactando y todavía inéditas; ninguna de estas personas pidió siquiera figurar en los créditos del presente libro. Sin la información y el material que estas familias y estudiosos me proporcionaron me habría resultado imposible escribirlo.

Alexandra Shackleton, nieta del gran explorador, se mostró muy generosa con su tiempo y con las posesiones de su familia; además, resultó una persona muy interesante.

Peter Wordie y la señora Alison Stancer me proporcionaron una copia, que hasta entonces nadie más había leído, del diario de su padre, un documento fascinante y muy preciso en el cual me apoyé mucho. También fueron muy generosos con otros documentos y fotografías.

La familia Blackborow al completo —el hijo, el nieto y la biznieta, así como, increíblemente, la hermana y el hermano del polizón de Shackleton— me brindaron una calurosa bienvenida y mucha información acerca de Perce Blackborow.

Thomas McNish no sólo me proporcionó información y registros de su abuelo, sino que, con su esposa Jessie, fue un hospitalario anfitrión cuando visité su hogar. Isabel y Donald Laws, así como Iris Johnstone, de otras ramas de la familia de McNish, se convirtieron en infatigables investigadores del tan interesante como misterioso Chippy McNish.

El doctor Richard Hudson me recibió amablemente en su hogar, donde me permitió ver el sextante que su padre prestó a Worsley para que pilotara el Caird, además de dejarme hojear los numerosos papeles que su padre dejó.

La familia Macklin me ofreció generosamente usar el diario de su padre, así como su voluminosa correspondencia y otros papeles. Tuve también la suerte de hablar de ciertos miembros de la tripulación con la difunta Jean Macklin, esposa del doctor Alexander Macklin.

La señora Doris Warren me envió amablemente copias de los papeles y las fotografías de su padre, Walter How.

La señora Toni Mooy se mostró generosa con los vividos recuerdos que guardaba de su padre, Frank Hurley, y me permitió citar los diarios de éste.

Julián Ayer me permitió con gran amabilidad el acceso a los negativos fotográficos de su abuelo Thomas Orde-Lees poniéndome al corriente de aspectos de su vida.

Estoy profundamente agradecida al padre Gerard O'Brien, nieto de Tom Crean, así como al ahijado de Crean, John Knight, por la información que me dieron acerca del gran explorador. El Ayuntamiento del condado de Kerry me proporcionó amablemente copias de documentos de Crean.

Richard Greenstreet me dio material biográfico sobre su tío y las citas de la correspondencia de Lionel Greenstreet se reproducen con su amable autorización.

Roy Cockram me proporcionó un maravilloso material biográfico y anecdótico acerca de Charles Green, su tío.

Agradezco a Roland Huntford tanto la información y los consejos que me dio en las primerísimas etapas de mi «descubrimiento» de Shackleton, como sus obras magistrales acerca de Scott, Amundsen y Shackleton. Otras dos distinguidas historiadoras del Antártico, Ann Shirly y Margaret Slythe, me ayudaron mucho al ponerme en contacto con personas y fuentes.

Estoy más agradecida de lo que pudiera expresar a Margot Morrell por haberme obsequiado generosamente sus transcripciones de los diarios de Hurley y Orde-Lees. Shane Murphy compartió conmigo los frutos de sus muchos años de estudio de la Colección Hurley de la expedición del Endurance, estudio que se publicará con el título de According to Hoyle.

Maureen Mahood compartió conmigo su meticulosa obra sobre los hombres que se quedaron atrás en la isla Elefante, la cual se publicará en un libro titulado Counting the Days. Los documentos, las fotografías y las numerosas referencias que me mandó tan generosamente han resultado muy valiosas.

Leif Mills me proporcionó mucho material biográfico sobre Frank Wild, que se publicará dentro de poco con el título de Wild. John Bell Thomson, autor de Shackleton's Captain: A Biography of Frank Worsley (Gazard Press, 1998), me ofreció abundante material acerca de Worsley; su libro, recién publicado, constituye el único estudio completo del legendario navegante.

Agradezco a Geoffrey Selley y a Ralph Gullett la información sobre Léonard Hussey y los versos del poema humorístico de Hussey.

Mary DeLashmit, de la biblioteca de Holderness, me proporcionó incontables libros y microfilms a través del Servicio de Préstamos Interbibliotecarios; no sé cómo me las habría arreglado sin su eficiente ayuda.

Harding Dunnett, presidente de la Sociedad James Caird, en Dulwich, Inglaterra, fue mi ángel de la guarda. Su memoria enciclopédica y precisa me ahorró semanas de trabajo en numerosas ocasiones. Le estoy muy agradecida por enseñarme el Caird, expuesto en el Dulwich College, una experiencia profundamente conmovedora.

De Robert Burton, encargado del museo ballenero de la isla de San Pedro, recibí documentos, fotografías e información; ha sido un aliado muy útil. James Meiklejohn, secretario del club de ex balleneros de Salvesen, en Noruega, me proporcionó material fascinante acerca de los balleneros noruegos en la isla de San Pedro. Thomas Binnie Jr. también me facilitó material de San Pedro. Dan Weinstein fue una especie de gurú para mí cuando empecé con este tema y me guió hacia numerosas fuentes.

Agradezco a Badén Norris del museo de Canterbury, en Christchurch, la información acerca de los últimos años de «Chippy» McNish. Dos artículos me fueron de gran ayuda: «Thomas Crean», Polar Record 22, núm. 140 (1985): 665-678, de Judith Lee Hallock, y «George Marston», Polar Record 33, núm. 184 (1997): 65-70, de Stephen Locke.

También quisiera darles las gracias a Laura Bemis Rollison, George Butler, Isobel Crombie, Philip Cronenwett, Richard Kossaw, Ivo Meisher, Gael Newton, Jeff Rubin, Sarah Scully, Peter Speak y Robert Stephenson.

Van mis gracias también a George Andreou, mi editor, y a Peter Andersen y Andy Hughes, el tan sufrido diseñador y el director de producción de este libro, respectivamente, de la editorial Knopf.

* * * *

Varios libros publicados ofrecen la oportunidad de explorar más a fondo la historia de esta expedición. Shackleton, de Roland Huntford (nueva edición de Atheneum, 1998), constituye la biografía más completa de Shackleton y fue mi principal fuente en lo referente a los años transcurridos entre las expediciones del Endurance y del Quest. El libro anterior de Huntford, Scott and Amundsen (edición revisada, Atheneum, 1983), que proporciona unos vividos antecedentes de la empresa de Shackleton, constituye un hito en el tema; no guarda ninguna moderación en cuanto a Scott, razón por la cual se le ha alabado tanto como criticado, según de qué lado se sitúa el lector frente a la rivalidad entre Scott y Shackleton, ¡pues los sentimientos acerca de ambos hombres son todavía muy profundos! Como tiendo a apoyar su punto de vista, el libro me resultó fascinante y valioso. Shackleton, de Margery y James Fisher (James Barrie Books, 1957), se escribió cuando muchos de los miembros de la expedición aún vivían y podían ser entrevistados.

El relato del propio Shackleton sobre sus aventuras, South (Heinemann, 1919), es sin ninguna duda un clásico. Tampoco deben pasarse por alto los dos libros de Frank Worsley, Endurance (Philip Alien, 1931) y Shackleton's Boat Journey (recién reeditado por W. W. Norton). Menos conocidos son los dos libros de Frank Hurley, Argonauts of the South (G. P. Putnam's Sons, 1925) y Shackleton's Argonauts (Angus and Robertson, 1948). South With Shackleton (Sampson Low, 1949) de Leonard Hussey también resulta interesante. Shackleton's Last Voyage: The Story of the Quest (Cassell and Company, 1923), de Frank Wild, es la historia del último viaje.

Endurance: Shackleton's Incredible Voyage (Carroll y Graf, 1986. Versión castellana de Elena de Grau, La prisión blanca, Mondadori, Barcelona, 1999), de Alfred Lansing, constituye una narración muy viva del épico viaje del Endurance. Shackleton's Boat: The Story of the James Caird (Neville y Harding, 1996), de Harding Dunnett, narra de principio a fin la fascinante historia de la legendaria embarcación. Dos valiosos libros hablan de la trágica y heroica historia de la mitad menos conocida de la expedición: The Ross Sea Shore Party, 1914-1917, de R. W. Richards (Scott Polar Research Institute, 1962) y Shackleton's Forgotten Argonauts, de Lennard Bickel (Macmillan, 1982).

En Australia se han publicado un buen número de libros acerca de Frank Hurley y su obra: In Search of Frank Hurley, de Leonnard Bickel (Macmillan, 1980), y Once More on My Adventure, de Frank Legg y Toni Hurley (Ure Smith, 1966). Hurley at War: The Photography and Diaries of Frank Hurley in Two World Wars (Fairfax Library en asociación con Daniel O'Keefe, 1986), incluye ejemplos de valiosas imágenes en color de la primera guerra mundial. Frank Hurley in Papúa: Photographs of the 1920-1923 Expeditions, de Jim Specht y John Fields (Robert Brown and Associates, 1984), presenta las que probablemente sean las mejores obras de Hurley, aparte de las fotografías de la expedición del Endurance.

Un comentario acerca de las fotografías

Un artículo publicado en la Australasian Photo-Review del 22 de agosto de 1914, poco antes de que Hurley partiera con la expedición del Endurance, describe su equipo fotográfico:

«El jefe de la expedición dejó enteramente en manos del señor Hurley la elección de los aparatos y del equipo fotográficos para todo el viaje, y demuestra hasta qué punto han llegado a ser perfectos los suministros locales el hecho de que la sucursal de la Kodak (Australasia) en Sydney tuviera entre sus existencias todo lo que él precisaba...

»Se incluían cámaras graflex y una cámara cuadrada de placas con fuelle y trípode para cuando el peso no importe. Para los equipos de trineo dependería enteramente de Kodaks de varios tamaños, entre ellos una V. P. K. (de bolsillo), una número 3 y tres F. P. K., además, por supuesto para usar con estas últimas, de un amplio surtido de los siempre fiables rollos de Kodak N. C. Para las cámaras de placas, disponía de un gran surtido de placas Austral Standard, así como placas para diapositivas Austral, a fin de poder revelarlas in situ. La mayoría de las cámaras tienen lentes Cooke de varios enfoques y aperturas, incluyendo la conocida lente Portrait de 12 pulgadas f/3.5. Para ciertos trabajos especiales, una Ross f/5.4 Telecentric de 17 pulgadas.»

Cuando el Endurance se hundió, Hurley consiguió salvar placas enteras (6-1/4" x 81/2") y medias (4-1/4" x 6-1/2"), que ahora forman parte de la hemeroteca de la Real Sociedad Geográfica británica. También salvó un álbum de fotografías que ya había revelado; las fotos de este álbum contienen principalmente retratos de la vida a bordo antes del desastre. El álbum se encuentra en los archivos del Instituto Scott de Investigaciones Polares, de la Universidad de Cambridge. Veinte transparencias Paget de color que sobrevivieron y que constituyen un valioso ejemplo de las primeras fotografías en color, se encuentran en la biblioteca Mitchell, de la biblioteca del Estado de Nueva Gales del Sur en Australia. Finalmente, Hurley hizo treinta y ocho fotografías con su pequeña Kodak de bolsillo, después de verse obligado a abandonar su equipo en el campamento Océano; se encuentran igualmente en la colección de la Real Sociedad Geográfica británica.

Las fotografías reproducidas en el presente libro se han hecho a partir de las placas y los negativos originales, así como interpositivas sacadas directamente del álbum de fotografías. Las reproducciones en doble tono se equipararon dentro de lo posible al revelado que el propio Hurley hizo de sus negativos poco después de la expedición del Endurance. La mayoría de los textos en negrita en los pies de foto fueron redactados por el propio Hurley. La exposición en el Museo Americano de Historia Natural, El Endurance; La legendaria expedición de Shackleton, es la más completa que se haya montado de la obra de Frank Hurley referente a la misma. Bárbara y Michael Gray hicieron, en su estudio cerca de Bath, todas las reproducciones, tanto para la exposición como para el presente libro. Michael Gray es el conservador del National Trust del museo Fox Talbot, en Lacock, Inglaterra.