Babilonia - Paul Kriwaczek

Babilonia

Paul Kriwaczek

Agradecimientos

La historia que no informa sobre los asuntos cotidianos vale casi tan poco como el desenfrenado coleccionismo de antigüedades.
Quentin Skinner, profesor Regius de Historia Moderna en la Universidad de Cambridge, Lectura inaugural, 1997.

Quiero dar las gracias a mi hermano, Frank Kriwaczek, por haberme facilitado el acceso a documentos y publicaciones que, de otra manera, no habrían estado disponibles para mí, y como siempre, a mi agente literaria y buena amiga, Mandy Little, por su inestimable apoyo y su sabio asesoramiento.

Capítulo 1
Lecciones del pasado
Introducción

Saddam Hussein fue ahorcado el 30 de diciembre de 2006, el primer día de la fiesta del sacrificio, Eid al-Adha. No fue una ejecución solemne. Cuando leí las noticias sobre este espeluznante y chapucero acto de barbarie, suscitado más por venganza que por justicia, y vi las imágenes grabadas en móviles, distribuidas inmediatamente después, creo que no debí ser el único en sentir que el lenguaje periodístico no había sido el adecuado para abarcar estos imponentes y extravagantes acontecimientos.

El ejército del cruel tirano se desmorona. El escapa, desaparece de la vista por un tiempo, pero finalmente es descubierto en estado mugriento, con una gruesa barba y encogido como un animal en un agujero. Se le captura. Se le humilla públicamente. Se le mantiene confinado en soledad durante mil días, y se le procesa ante un tribunal cuyo veredicto era previsible. Cuando sus triunfantes verdugos le ahorcaron, casi le arrancaron la cabeza.

Ocurriera lo que ocurre.

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Como en los tiempos bíblicos, Dios se puso a hablar a los hombres de nuevo, dando instrucciones a los artífices de la historia. Saddam explicó en Kuwait, en un encuentro secreto entre oficiales de alto rango del ejército, ante la proximidad de la primera guerra del Golfo, que había invadido Kuwait siguiendo instrucciones expresas del cielo: «A Dios pongo por testigo, que es el Señor quien quiso que Esta decisión que recibimos vino prácticamente ya hecha de Dios... Nuestra función en la decisión fue prácticamente nula».

En un documental emitido por la BBC en octubre de 2005, Nabil Shaath, ministro de Asuntos Exteriores de la Autoridad Palestina, recordó que el presidente Bush nos dijo a todos: «Tengo una misión de Dios. Dios me dijo: “George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán”. Y lo hice. Y entonces me dijo: “George, ve y acaba con la tiranía en Iraq”. Y lo hice. Y ahora, nuevamente, siento que me vienen las palabras de Dios».

No nos habría sorprendido si el conflicto hubiera empezado con una voz que, retumbando desde el cielo, hubiera dicho: «Oh, presidente Saddam», y hubiera seguido como en el Libro de Daniel (4:29): «La realeza se te ha ido. De entre los hombres serás arrojado, con las bestias del campo morarás». Para retratar los detalles del final de Saddam Hussein en toda su dimensión mítica, se necesita el lenguaje del Antiguo Testamento, quizá del Libro de los Reyes. De esta manera:

Fue en la mañana del sábado antes del amanecer. Y fue llevado a la ciudad, hasta el lugar de su ejecución.
Y le ataron manos y pies tal como era costumbre entre ellos para las ejecuciones. Y le injuriaron diciéndole: mira cómo caen los poderosos, y que el Señor te maldiga.
Y colocaron la soga alrededor de su cuello y de nuevo le injuriaron, alabando los nombres y títulos de sus enemigos y diciendo que Dios te maldiga y te envíe al infierno.
Y respondió él diciendo: ¿Es ésta vuestra hombría? Es la horca de la vergüenza.
Y de nuevo le hablaron diciéndole: prepárate para reunirte con Dios. Y él rezó a Dios diciendo: No hay ningún Dios sino el Señor.
Y entonces fue ahorcado. Y se oyó un gran grito en el lugar de la ejecución y en las calles y en los mercados. Fue en la mañana del sábado, mientras amanecía en las murallas de Babilonia.

Observar la guerra de Iraq de George W. Bush bajo una perspectiva bíblica no es una mera pretensión literaria, sino la reacción de quienes hemos conocido desde la infancia la historia de Oriente Medio a través de la Biblia. El mismo Saddam se vio como sucesor de los gobernantes de la Antigüedad. Concretamente, se modeló a sí mismo a imagen de Nabucodonosor II (605-562 a.C.), conquistador y destructor de Jerusalén y su templo, y al que describe anacrónicamente como «un árabe de Iraq» que, como el mismo Saddam, luchó contra persas y judíos. (Nabucodonosor no era árabe sino caldeo, Iraq no existiría hasta después de 2.500 años y el judaísmo, tal como lo conocemos, aún no existía.) El emblema del Festival Internacional de Babilonia de 1988 mostraba el perfil de Saddam superpuesto al de Nabucodonosor. Según un periodista del New York Times, se le alargó el contorno de la nariz para que se pareciera aún más al rey de Mesopotamia. Saddam veneró también a Hammurabi (1795-1750 a.C.), gobernador del Antiguo Imperio babilónico, célebre por su ley de «ojo por ojo», y puso al batallón más poderoso del ejército iraquí el nombre de Guardia Republicana Hammurabi; otra unidad fue llamada División de Infantería de Nabucodonosor.

John Simpson, de la BBC, dijo que el líder iraquí fue «un empedernido edificador de monumentos a sí mismo», que llevó a cabo grandes proyectos de construcción, imitando de forma consciente a sus ilustres predecesores. El líder iraquí aparecía en imágenes gigantescas que lo mostraban, como a un antiguo monarca sumerio, llevando sobre su hombro una cesta de obrero, pero a diferencia de los antiguos, que eran retratados con la primera carga de arcilla para fabricar ladrillos, Saddam llevaba un cuenco de cemento. Comenzó una reconstrucción masiva del lugar de la Antigua Babilonia, aunque un arquitecto e historiador dijo que su reconstrucción era «un pastiche de mala calidad con errores frecuentes en escala y detalle...». Al igual que los monarcas de la Antigüedad, Saddam había inscrito su nombre en todos los ladrillos. Miles de ellos llevaban este encabezamiento: «La Babilonia de Nabucodonosor fue reconstruida en la época del líder y presidente Saddam Hussein». Y para no hacer gala de un buen gusto innecesario, el texto fue escrito en árabe moderno y no en la escritura cuneiforme de Babilonia.

Las razones políticas que llevaron a Saddam Hussein a preocuparse por establecer conexiones con el pasado lejano y premusulmán del país son obvias. Como en el vecino Irán, en donde en 1971 el Sha hizo las famosas declaraciones de su parentesco con Ciro el Grande, fundador del primer Imperio persa aqueménida, cualquier intento de gobierno en Oriente Medio exige, en primer lugar, que el aspirante neutralice las afirmaciones según las cuales la santa Meca y Medina, en Arabia Saudí, ciudades del profeta, son la única y definitiva fuente de legitimidad islámica.

Es muy irónico que desde la Operación Ajax —para derrocar en 1953 al Primer Ministro laico, Mohammad Mossadeq, elegido democráticamente, en Irán— hasta la Operación Libertad Iraquí —que derrocó al dictador nacionalista laico Saddam Hussein en 2005—, la política angloamericana en Oriente Medio ha servido, en realidad, aunque no intencionadamente, para asegurar la continuidad del poder del Islam en casi todos los países de la región. Por tanto, esto aumenta inevitablemente la declaración de Salafi Islam, que mira hacia los modelos políticos de los sucesores inmediatos del profeta para establecer los únicos principios válidos sobre los que construir un sistema político legítimo.

Quizá Saddam (que a pesar de todo, no era idiota ni poco perceptivo) también reconoció otra verdad aún más grande respecto a los poderes políticos de Oriente Medio. Puede que nuestra manera de vivir y comprender el mundo haya cambiado completamente desde la época antigua, pero nos congratulamos indebidamente si pensamos que nuestro comportamiento es de algún modo diferente o si creemos que la naturaleza humana ha cambiado mucho a través de los milenios.

La historia nos cuenta que la región que los griegos llamaron Mesopotamia porque se encontraba entre los ríos Tigris y Éufrates, fue motivo de lucha para romanos y partos, bizantinos y sasánidas, musulmanes y magianos, e incluso invasores inesperados como mongoles y turcos (conquistadores de la lejana Asia Central y más allá), que la transformaron en un desierto y a eso lo llamaron paz. Nadie con un mínimo de conocimiento en la historia de esta tierra se sorprendería de su vuelta al caos después de que Iraq se liberase del pesado yugo otomano en la década de 1920, o después del colapso de la tiranía moderna del partido Baaz —que unificó las tres provincias previas otomanas, antagónicas entre ellas y aparentemente unidas por la Liga de Naciones— para permitir que las grandes potencias sacasen petróleo.

Sin embargo, los intentos por conseguir el control del fértil llano de Mesopotamia se remontan mucho más allá de la época romana; el doble de tiempo, de hecho. Aunque las antiguas potencias que lucharon por la soberanía desaparecieron hace mucho hasta convertirse en polvo, el ruido de su enfrentamiento aún se oye a lo lejos.

La abarrotada ciudad en auge del suroeste iraní, ahora llamada Shush, con las colinas de las montañas de Zagros sucediéndose hasta la planicie mesopotámica, sólo está a unos 55 km de la frontera iraquí y a unos 70 del Tigris. Las calles se sitúan a cada lado del poco caudaloso río Karkheh; el aire es de un gris azulado a causa de los tubos de escape de coches en mal estado que luchan por abrirse paso entre la muchedumbre de peatones, bicicletas y hombres que empujan pesadas carretas. Shush, la antigua Susa, es el escenario de los bíblicos libros de Nehemías, Ester y Daniel: «Me pareció hallarme en Susa, la capital» declara en la narración de sus visiones, en Daniel 8:2, «y estar durante la visión cerca del río Ulai». Hoy, cuando se visita la calle mayor que circula paralela al río, no se puede escapar a los recuerdos de la gran antigüedad del lugar.

Enfrente, entre la calle y la ribera del río se encuentra la supuesta tumba del propio Daniel: sin ningún atributo hebraico, es únicamente un edificio islámico corriente decorado en su parte alta por un atípico cono espiral en yeso blanco. (Se supone que la historia de Daniel tuvo lugar en algún momento del siglo vi a.C. y este sepulcro data del año 1871). Este lugar sagrado es muy venerado por los musulmanes chiles de la zona. Los visitantes entran en el edificio en un flujo constante, caen arrodillados, recitan oraciones y besan la reja de metal dorado que protege el sarcófago.

Al otro lado de la calle se eleva el gigantesco montículo de tierra donde se encontraba la antigua ciudad, y en cuya cima se encuentran los restos de piedra fragmentada de la capital de invierno de los reyes persas aqueménidas. Al pasear por las ruinas, se pisan fragmentos de ladrillo y cerámica que podrían tener unos 5.000 años de antigüedad. Susa, uno de los más antiguos asentamientos que han sido habitados de forma continua en todo el mundo, fue fundada probablemente no mucho más tarde del año 5000 a.C. Desde la mitad del segundo milenio a.C. fue la capital de un Estado llamado Elam que dominaba esta parte de Irán mucho antes de que llegaran los persas y fue fundada por gente que, por evidencias lingüísticas, podría estar relacionada con los hablantes de lenguas dravídicas como el cañarás y el malabar, el tamil y el telugú, lenguas que en su mayoría se encuentran ahora en el sur de la India.

Justo detrás, en el momento en que yo la visité, en 2001, se hallaba un largo edificio provisional de una sola planta, erigido a lo largo de la acera y a los pies del montículo. Alojaba una macabra exposición en donde se detallaban los sufrimientos de la ciudad durante la guerra entre Irán e Iraq; esta gran lucha comenzó con un ataque a Irán, lanzado por Saddam Hussein en 1980, y acabó cuando el ayatolá Jomeini aceptó de mala gana el alto el fuego en 1988, un acto que comparó con «beber veneno». El New York Times publicó que el último intercambio de prisioneros de guerra no ocurrió hasta el 17 de marzo de 2003, apenas seis días antes de la siguiente catástrofe: el ataque de la «coalición de la voluntad» a Saddam Hussein. Podemos imaginar la experiencia de los ex prisioneros, liberados tras tantos años de amarga prisión sólo para tener que enfrentarse de inmediato con la estrategia de «sorpresa y conmoción» de Estados Unidos.

Shush nunca fue tomada por las fuerzas iraquíes, aunque estuvo a poco más de 3 kilómetros la primera línea de ese brutal conflicto que parecía repetir los peores y más crueles excesos de la guerra europea de 1914-1918: trincheras, bayonetas, ataques suicidas y el uso indiscriminado de armas químicas por parte de uno de los bandos. A estas nuevas y atroces especialidades se añadieron los ataques iraníes en masa y el uso de jóvenes mártires como dragaminas vivientes. Hubo más de un millón de bajas entre los militares y decenas de miles de civiles heridos o asesinados.

La cultura iraní tiene la facultad de hacer del martirio algo sagrado. La exposición de la calle principal de Shush conservaba una de las trincheras defensivas cuando se temía que la ciudad caería ante las fuerzas de Saddam. En el 2001 aún se veían las secuelas del golpe directo recibido por la artillería: un casco de acero grotescamente abollado, una bota ensangrentada hecha trizas y un rifle de ataque aplastado y retorcido. Ante el espectáculo de esas incalificables y horribles fotografías de las víctimas de Shush, los visitantes occidentales recordaban las diferencias culturales respecto a la aceptación de horrores para una exhibición pública. Las exposiciones que pretenden recrear las realidades de la Primera Guerra Mundial, en el Museo Imperial de la Guerra en Londres, son ya bastantes espantosas; pero no pueden compararse con el horror de esta exposición temporal, con el retrato de la grotesca sangría que tuvo lugar aquí no hace mucho más de diez años. Cerca de la salida encontramos una narración del conflicto donde se explica la manera en que Saddam intentó conquistar las provincias de Khuzistán, Elam y Kermanshah para incorporarlas en su blasfemo imperio Baaz; la manera en que Irán resistió valientemente para después tomar la ventaja mediante un gran éxito militar en Iraq y, finalmente, la aceptación del alto el fuego reclamado por la ONU.

Cuando se desciende, como yo hice, desde el lugar de la antigua ciudad en lo alto del montículo, es inevitable evocar el también largo relato de su historia; lo encontramos pintado en un descascarillado cartel cerca de la taquilla de la entrada, y en él se detallan los intentos de los reyes del Imperio suso-elamita por dominar las ciudades-estado de Mesopotamia. Hay incluso una lista con los artefactos tomados como botín por los invasores elamitas, incluida la famosa estela donde están inscritas las leyes del código Hammurabi que los modernos arqueólogos europeos finalmente encontraron en Susa, bajo tierra. La lucha por el poder concluyó de la manera más dramática posible cuando Susa fue destruida por el emperador asirio Asurbanipal en el siglo VII a.C.

Mucho después, cuando pensé en explorar la historia de Mesopotamia más detalladamente, leería la descripción que de estos hechos hizo el propio conquistador, escrita en una tablilla de arcilla que sir Austen Henry Layard desenterró de las ruinas de Nínive:

Capturé Susa, la gran ciudad de culto, sede de sus dioses y lugar de sus misterios. Entré en sus palacios. Abrí sus tesoros, donde se amontonaba la plata, el oro, propiedades y bienes... El zigurat de Susa destruí. Sus cuernos de bronce brillante arranqué... Los santuarios de Elam destruí hasta su desaparición; sus dioses y diosas entregué al viento... Las sepulturas de sus reyes antiguos y modernos... devasté y expuse al sol; sus huesos me llevé a Asiria. Devasté los distritos de Elam y la sal esparcí sobre ellos.

En el British Museum examinaría los bajorrelieves en alabastro que ilustran la conquista: zapadores asirios demoliendo las murallas con palancas y picos, mientras las llamas centelleaban desde la puerta principal y sobre las altas torres de la ciudad, y un torrente de prisioneros y soldados llevaban sus abundantes botines a través del bosque circundante.

Esto muestra que la guerra entre Irán e Iraq no es un enfrentamiento aislado iniciado por un cruel y desquiciado dictador moderno, ni depende de factores locales, personales o temporales. Por el contrario, se trata del acto más reciente de una milenaria y violenta disputa ejecutada durante siglos —y que sin duda continuará en el futuro— por el control de Mesopotamia, ya sea Occidente u Oriente quien controle el valle del Tigris y el Éufrates.

La localización de esta tierra, comprimida entre Arabia y Asia, entre el desierto y las montañas, entre semitas e iraníes, heredera de ambos y mostrando fidelidad a ambos, determinó el destino de la región desde los mismos comienzos de la historia registrada.

Profundizar en los detalles de este lejano pasado no ha resultado una tarea fácil. Pronto descubrí que cualquier persona con deseos de mejorar la comprensión de la geopolítica contemporánea por medio de la lectura de la Antigüedad, se enfrenta inmediatamente con el total despilfarro de la erudición mesopotámica. Desde 1815, momento en que Claudius Rich, el joven residente británico en Bagdad, publicó sus Memoir on the Ruins of Babylon (Diario de las ruinas de Babilonia), un best seller inmediato que desencadenó un vertiginoso interés en toda Europa por los restos de ese mundo desaparecido, de manera continua han surgido de las imprentas tanto libros académicos como populares —monográficos, panfletos, artículos, estudios eruditos, escritos para revistas académicas— y casi a diario aparecen nuevos títulos. En realidad, a pesar de todo lo que ya se conoce sobre la vida de la antigua planicie del Tigris y el Éufrates, queda todavía mucho más por conocer. Sólo se ha explorado una proporción menor de los lugares arqueológicos ampliamente conocidos; sólo se han hecho excavaciones en zonas limitadas; sólo una fracción de los alrededor de mil documentos distribuidos hoy en día en museos y colecciones privadas por todo el mundo se ha estudiado totalmente, descifrado y traducido. Muchos más deben estar esperando ver la luz. En el 2008 se encontró un cono de arcilla grabado que languidecía olvidado dentro de una caja de zapatos en una estantería de la Universidad de Minnesota, y sirvió para documentar el reinado de un rey del antiguo Uruk, anteriormente desconocido.

Se trata de un área del conocimiento en constante cambio. No hace mucho, casi todos los cambios culturales eran atribuidos a la invasión y la conquista. Ahora estamos mucho menos seguros. Hasta hace cuatro décadas se daba por sentado que el primer intento de imperio —llevado a cabo por Sargón de Acad, que se expandió alrededor del año 2300 a.C.— representaba la conquista de los indígenas sumerios por parte del pueblo semita. La mayoría de las pruebas actuales proponen que estas dos comunidades vivieron juntas pacíficamente en la región desde tiempos inmemoriales. Los nombres pueden traer diferentes lecturas. El nombre de un conocido rey sumerio del año 2000 a.C. fue leído en primer lugar como Dungi, y actualmente como Shulgi; el nombre sumerio más popularmente conocido hoy en día es Gilgamesh, al que en 1891 se le leyó erróneamente como Izdubar. Los textos pueden aparecer traducidos de maneras muy diferentes e incluso invirtiendo sus significados. La sentencia de un juicio por asesinato ante la Asamblea de Nippur del siglo XX a.C. fue interpretada por un erudito como una condena a muerte para uno de los acusados, mientras que otro consideró que fue absuelto de todas sus acusaciones.

Las fechas se revisan constantemente. Los antiguos mesopotámicos tenían sus propios sistemas de datación (aunque no pueda darse crédito siempre a sus cálculos, como en los casos imposibles de largos reinados asignados a algunos de sus reyes), pero aún así es muy difícil calcular el equivalente con nuestro propio calendario. La observación precisa del cielo, que fue una de las primeras ciencias establecidas en la Antigüedad, sirve de gran ayuda, ya que la fuerte creencia en presagios y augurios garantizaba que los fenómenos celestiales atípicos fueran registrados cuidadosamente. Como nuestra propia astronomía newtoniana nos permite establecer exactamente, según nuestro calendario, cuándo ocurrieron acontecimientos predecibles como los eclipses de sol y de luna, podemos fechar con precisión los documentos antiguos.

Sin embargo, los textos suelen ser tan enigmáticos y nuestra capacidad para entender el lenguaje tan incompleto (incluso después de un siglo y medio de estudios), que puede ser difícil descifrar exactamente lo que se está describiendo. Un ejemplo lo tenemos en los documentos que aparentemente detallan un eclipse solar, en una tablilla desenterrada en Ras Shamra, Siria, en 1948: «El día de la luna de Hiyaru fue humillado. El sol se fue con su guardián, Rashap» (Rashap podría ser el nombre dado al planeta Marte). Un par de estudiosos relacionó este relato con un eclipse solar que se sabe que ocurrió el 3 de mayo de 1375 a.C.; más tarde, otra pareja de académicos fecharon el acontecimiento en el 5 de marzo de 1223 a.C. Recientemente, el texto ha sido relacionado con los eclipses solares del 21 de enero de 1192 y el 9 de mayo de 1012. Sin embargo, otros investigadores igualmente reputados han arrojado dudas respecto a que las tablillas aludan a un eclipse solar.

Como resultado de estos desacuerdos, el reinado del famoso legislador, Hammurabi, rey de Babilonia, ha variado sus fechas a 1848-1806 a.C. (cronología larga), 1792-1750 a.C. (cronología media), 1728-1686 a.C. (cronología corta) y 1696-1654 a.C. (cronología ultracorta).

No se trata de un problema reciente. Ya en 1923, el editor de la revista Punch, sir Owen Seaman, protestó sonoramente en verso, alegando que su equilibrio mental quedó perturbado cuando Cyril Gadd, el experto en escritura cuneiforme del British Museum, retrasó hasta seis años la fecha de la caída final de la Nínive asiria.

Todavía contaba con el pasado,
Considerándolo firme como una roca;
La Historia, me dije, se mantiene fija;
Y ha sido un choque horrible,
Para mí un golpe amargo, amargo,
Oír estas noticias de Nínive.
 
Nos enseñaron que en el seis cero seis (a.C.)
la ciudad sin dios se vino abajo;
Y ahora datos recién hallados fijan
Una fecha anterior a aquella;
En realidad cayó en el seis uno dos,
Así que lo enseñado no era cierto.
 
El caballero que lo halló,
Lo obtuvo de una tabla de arcilla,
Y ha abrasado mi alma con la duda
De ver las antiguas verdades perecer;
Tal desencanto (provocado por GADD)
Enloquecería sin duda a cualquiera.

Al igual que a sir Owen Seaman, puede que nos haga sonreír el que personas como Cyril Gadd consideren importante observar una diferencia de seis años en períodos de más de 2.500 y dediquen sus vidas profesionales a acumular detalles precisos, recónditas minucias de un mundo que desapareció hace mucho, esos investigadores que persiguen con estajanovismo soviético una actividad que muchos considerarían irrelevante para cualquier interés moderno; pero también debemos reconocer que sin datos no puede haber conocimiento y sin conocimiento no puede haber comprensión. Y cualquier comprensión sobre la manera en que los seres humanos han vivido juntos en el pasado debe arrojar alguna forma de luz tanto al presente como al futuro.

Para conseguir una buena comprensión del alcance de la historia hay que equilibrar la percepción de los pequeños detalles frente a una visión del conjunto. En el caso de la antigua Mesopotamia, aunque los detalles puedan cambiar (y cambian radicalmente), y a pesar de que aún hace falta mucho conocimiento, todavía se reconoce un patrón. Los detalles pueden seguir cambiando, pero aún podemos percibir el esquema global. Al principio emerge una figura tenue y oscura, una silueta que representa la historia en sí del antiguo Oriente Medio; esta figura surge a partir del material recopilado por la labor intelectual infatigable, el entusiasmo inagotable y el empeño irrefrenable de un siglo y medio de eruditos y estudiosos en asiriología (denominación más bien errónea, ya que Asiria sólo es una de las protagonistas de la historia).

La forma que toma me parece sorprendente, llamativa, extraordinaria e increíble.

Su longevidad me parece asombrosa. Si, como dicen muchas definiciones, la historia comienza con la escritura, entonces, el nacimiento, florecimiento y caída de la antigua Mesopotamia ocupa la mitad total de la historia. Lo que se desarrolla en la escritura llamada cuneiforme (los signos en forma de cuña, grabados con un punzón de junco en las tablillas de arcilla) apareció por primera vez en los últimos siglos antes del 3000 a.C. Ese fue el comienzo, el terminus a quo. La Mesopotamia independiente desapareció con la conquista de Babilonia por Ciro el Grande de Persia en el 539 a.C. Ese fue el final, el terminus ad quem. Redondeando, tuvo una duración de 2.500 años. Es la misma distancia que hay desde el 500 a.C. hasta el presente. Desde la perspectiva actual, la victoria del emperador persa está a tanta distancia de nuestro pasado como Ciro del origen de la civilización que venció y heredó.

Su continuidad me parece llamativa. A través de todo ese tiempo (el mismo intervalo que va desde la Grecia clásica al florecimiento y decadencia de Roma, Bizancio, los califatos islámicos, el Renacimiento, los imperios europeos, hasta el presente), Mesopotamia mantiene una misma civilización, con un único sistema de escritura cuneiforme, desde el principio hasta el final, y con una continua y única tradición literaria, artística, iconográfica, matemática, científica y religiosa en evolución. En realidad hubo diferentes culturas en lugares diferentes y en épocas distintas. Un sumerio del 3000 a.C. trasladado a la Asiria del siglo VII a.C., habría experimentado, sin duda, una consternación profunda y un choque cultural. Aunque una de las dos lenguas de esta civilización, el sumerio, dejó de hablarse en las calles, y la otra, el acadio, se dividió en dos variedades dialectales diferentes antes de dar paso al habla de los arameos, ambas siguieron escribiéndose y entendiéndose hasta el final. El último gran emperador asirio, Asurbanipal (685-627 a.C.), se enorgullecía de poder leer «las artificiosas tablillas de Sumeria y el oscuro idioma acadio, que es difícil de usar correctamente; disfrutaba leyendo las piedras grabadas de antes del diluvio».

Su creatividad me parece extraordinaria. En el transcurso de dos milenios y medio, la tradición cuneiforme inventó o descubrió casi todo lo que se relaciona con la vida civilizada. Comenzaron en un mundo de aldeas neolíticas y comunidades agrícolas ampliamente autosuficientes y subsistiendo mediante autoabastecimiento, y acabaron en un mundo, no sólo de ciudades, imperios, tecnología, ciencia, ley y sabiduría literaria, sino de mucho más: lo que se ha llamado un sistema mundial, un tejido de naciones unidas que se comunicaban entre ellas, comerciaban y luchaban, esparcidas por una amplia parte del planeta. Este fue el logro de los escritores cuneiformes.

Su ausencia de etnias me parece asombrosa. Los portadores de esta innovadora tradición no fueron una única nación o un único pueblo. Desde el comienzo, al menos dos comunidades, una semítica y otra no semítica, habitaron esa tierra; una provenía de los desiertos del oeste y la otra, posiblemente, de las montañas del norte. A esa base étnica se añadió la contribución genética de muchos invasores y conquistadores, entre ellos, los gutis, los casitas, los amorreos y los arameos, quienes, en casi todos los casos, asimilaron el lenguaje y la cultura sumerio-acadia, y en muchos casos contribuyeron con entusiasmo al progreso de los avances del estilo de vida adoptado. Los que no contribuyeron son recordados siempre con menosprecio. Los héroes de Saddam Hussein, Hammurabi, un amorreo, y Nabucodonosor, un caldeo, así como otras figuras dirigentes en la historia de Mesopotamia, provenían de familias extranjeras, de castas inmigrantes.

Por lo tanto, la civilización que nació, floreció y murió en esa tierra entre dos ríos no fue la realización de un pueblo en particular, sino el resultado de la convivencia y persistencia a través de los tiempos de una combinación singular de ideas, estilos, creencias y comportamientos. La historia de Mesopotamia es la de una única tradición cultural continua, aunque tuviera protagonistas y propagadores diferentes en diferentes épocas.

Hay, además, otro rasgo inesperado que me impacta poderosamente. Como esta historia acabó hace mucho tiempo y podemos observarla con suficiente distancia, no podemos evitar advertir que la antigua civilización mesopotámica se comportó como un organismo vivo y como si estuviera gobernada por leyes naturales. Es como ver esas secuencias a toda velocidad que ponen sobre programas de la naturaleza en la televisión: semillas brotando, el brote convirtiéndose en planta, la planta creciendo, la aparición de las hojas, flores, la producción de semillas, su propagación, su marchitar y su muerte... y todo en aproximadamente medio minuto.

Pero las sociedades, los imperios y las civilizaciones, ¿no son constructos humanos, un producto de la arbitrariedad, de decisiones contingentes y esencialmente imprevisibles realizadas por sujetos inteligentes e independientes, y no el resultado de ninguna forma de determinismo matemático? Tal vez menos de lo que imaginaríamos. No es difícil observar que si pudiéramos poner en un gráfico la energía, la creatividad y la productividad de la civilización mesopotámica, ésta aparecería en forma de curva acampanada: en un primer momento surge de forma imperceptible desde su base, muestra un crecimiento exponencial hasta alcanzar su punto álgido, mantiene su fuerza y vitalidad durante un tiempo considerable (a pesar de las fluctuaciones), y después, sin aviso, declina rápidamente antes de aplanarse de forma definitiva y alcanzar lentamente su línea de base cero: nacimiento, crecimiento, madurez, declive, senectud y, finalmente, desaparición.

Alrededor del 10000 a.C., poco después de la fusión definitiva de los glaciares continentales, la gente empezó a adoptar, aunque bastante despacio al principio, un modo de vida sedentario, agrupándose juntos en comunidades de aldeas y, en lugar de simplemente explotar las oportunidades ofrecidas por la naturaleza, comenzaron a controlar las plantas y los animales con los que subsistieron. Plantaron cereales, cercaron los rebaños y empezaron a modificar genéticamente la fauna y la flora esencial para su supervivencia por medio del cultivo selectivo, escogiendo el que mejor servía a los objetivos humanos.

En este mundo relativamente uniforme, prácticamente indiferenciado y ampliamente homogéneo, en donde subsistían agricultores y aldeas campesinas, nació la idea de civilización: en un único lugar y tiempo. Desde ese lugar y ese momento, el concepto se extendió a una gran velocidad y conquistó el mundo.

Sin embargo, no todas las comunidades aprovecharon esa oportunidad. Quizá quienes la rechazaron se quedaron atrás por la propia comodidad y eficacia de sus vidas campesinas, con sus rutinas bien establecidas y sus habilidades de supervivencia bien perfeccionadas. Como ocurre en muchos otros ámbitos del empeño humano, parecen haber sido necesarias la incómoda realidad de la planicie aluvial mesopotámica, la resistencia de un entorno poco acogedor, la dificultad de ganarse la vida en este lugar tan poco propicio, para proporcionar el grano de arena a la ostra que se convertiría en el núcleo alrededor del cual cristalizaría el gran salto hacia delante de la humanidad.

Cultivar la nueva tierra de la planicie mesopotámica, que a pesar de ser potencialmente fértil, estaba devastada y árida a causa de las pocas lluvias anuales, exigía a la gente unirse y organizar sistemas de irrigación. Karl Wittfogel, el escritor y pensador germano-americano, acuñó el término «civilizaciones hidráulicas» para las sociedades en las que la necesidad de controlar el agua exigía una acción colectiva y, por tanto, estimulaba el desarrollo de una burocracia organizada que, desde su punto de vista, conduce inevitablemente al típico gobierno déspota oriental. Aunque esta idea influyó mucho a principios del siglo XX, ya no es respetada entre los estudiosos, quienes acusan a Wittfogel de haberse dejado llevar por una teoría atractiva sin tener en cuenta los hechos. No obstante, no se puede negar que el contexto fluvial alrededor de las dos grandes corrientes de Oriente Medio exigió la colaboración en los trabajos de irrigación para garantizar la supervivencia de los habitantes. Y de alguna manera, esto llevó a la creación de la vida en la ciudad.

El resto, como dice el tópico, es historia. Desde su misterioso y oscuro comienzo hasta su final, un final bien documentado, la antigua Mesopotamia actuó como una especie de laboratorio experimental para la civilización, ensayando, con frecuencia hasta la destrucción, muchas formas de religión: desde las tempranas representaciones de fuerzas de la naturaleza hasta un extenso templo de sacerdocio e incluso las primeras inspiraciones de un monoteísmo; una amplia variedad de sistemas económicos y de producción: desde su propia versión de Estado planificado y gobierno centralizado hasta su propio estilo de privatización neoliberal; y también una variedad de sistemas de gobierno: desde la primitiva democracia y la monarquía consultiva hasta la cruel tiranía y el imperialismo expansivo. Casi todo esto tiene rasgos paralelos con nuestra historia reciente. A veces parece como si toda la historia antigua hubiera servido de entrenamiento, un ensayo general para las civilizaciones posteriores, como la nuestra, que se originaría en la Grecia de la Atenas de Pericles, tras la desaparición del último Imperio mesopotámico en el siglo VI a.C., y que nos ha llevado al punto en que nos encontramos hoy.

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Capítulo 2
El reinado desciende del cielo:
La revolución urbana

Antes del 4000 a. C.

§. Eridú
Abandonamos el tráfico moderno, los coches y las emisiones de humo de los camiones de reparto a lo largo de St. Giles y Beaumont Street de Oxford, y llegamos a la recargada fachada neoclásica del Museo Ashmolean. En una de las galerías encontramos una caja de cristal que contiene un objeto de barro cocido, con una sección transversal cuadrada, descolorido, medio roto y cubierto de lo que a primera vista parecen huellas de pájaros. Habría que esforzarse para verlo, ya que sólo tiene 20 cm de altura y 9 cm de ancho.

No parece un objeto de gran importancia, pero lo es. Al mirarlo detenidamente, se retrocede en el tiempo hasta los orígenes de la civilización. Se lo llamó prisma de Weld-Blundell en honor al benefactor que lo compró durante una visita a Mesopotamia en la primavera de 1921. Algunos arquitectos Victorianos (como C. R. Cockerell, que en 1841 se basó en el Templo de Apolo de Bassae para el diseño del Museo Ashmolean) pensaban que habían llegado a las raíces definitivas de nuestra cultura. Pero el prisma nos conduce mucho más atrás, mucho antes de los griegos, del reinado de Salomón, de Moisés, del patriarca Abraham e incluso mucho antes del diluvio de Noé; nos conduce hasta la primera vez en que se imaginaron las ciudades.

Estas raspaduras de pájaro son escritura: dos columnas de texto apretado en cada una de sus cuatro caras que codifican una tempranísima versión de la Lista Real sumeria, una larga y exhaustiva enumeración de las dinastías de diferentes ciudades mesopotámicas y los años de remado de sus gobernantes. Algunos reinados son totalmente improbables —como el de Alulim, que duró 28.800 años, y el de Alalgar, 36.000—, pero la lista registra la sucesión monárquica desde Eridú hasta Badtibira, Larsa, Sippar y Shuruppak, y «después, el diluvio sobrevino». Las marcas fueron grabadas en el prisma por un escriba anónimo en la ciudad de Larsa, en Babilonia, alrededor del año 1800 a.C.

Los textos cuneiformes pueden parecer aburridos y poco atractivos, pero en realidad tienen algo maravillosamente íntimo. No puedo evitar pensar que esas marcas fueron realizadas por una persona que probablemente tenía una familia, una esposa (los estudiosos piensan que los escribas eran en su mayoría hombres) y niños. Sus vidas (adolescentes malhumorados, peleas con el jefe) no pudieron haber sido tan diferentes de la nuestra, incluso en una sociedad y época distinta. Si estuviéramos lo suficientemente familiarizados con la escritura cuneiforme como lo estaban los escribas antiguos, seguramente reconoceríamos su caligrafía personal. Desgraciadamente, ese grado de familiaridad está muy lejos de la mayoría de nosotros. La escritura cuneiforme es muy difícil de leer. Pero, al menos, los estudiosos han podido extraer lo que dice esta tablilla: «Tras descender el Reinado del Cielo, Eridú se convirtió en la sede del Reino».

El escriba de Larsa no se lo inventó. La versión más antigua conocida de la Lista de Reyes fue recopilada mucho antes —casi con total seguridad a partir de las tradiciones orales— por un oficial de alto rango de la corte del autoproclamado «Señor de las cuatro regiones del mundo»; el rey sumerio Utu-Hegal de Uruk, la primera ciudad verdadera del mundo, en el extremo sur de Mesopotamia, en algún momento anterior al año 2100 a.C. Probablemente, su objetivo era político. El rey Utu-Hegal de Uruk dirigió la campaña para expulsar a los gutis, los bárbaros que ocupaban la zona que va desde las montañas iraníes hasta el este; éstos no comprendían ni apreciaban la civilización y habían sumergido el sur de Mesopotamia en un largo siglo de oscuridad. Utu-Hegal estaba impaciente por establecer que sólo había existido una única y legítima ciudad gobernante en toda Sumeria, y que él y Uruk eran los legítimos herederos del reinado en toda la región. Aunque, evidentemente, era una fábula, contenía parte de verdad. Todos los habitantes de la antigua Mesopotamia sabían que la civilización había comenzado en Eridú, en el extremo sur, en las costas del mar del Sur (lo que para nosotros es el golfo Pérsico y Arabia), en un lugar llamado actualmente Abu Shahrein, y que ahora se encuentra a 190 km del agua.

Esta civilización murió 2.000 años después de la época de Utu-Hegal. Eridú cayó en el olvido y se perdió su localización hasta que, en 1854, John Taylor, el agente de una compañía de la India Oriental y vicecónsul británico en Basora, inició una búsqueda para el British Museum entre lo que él llamó los «pantanos de Caldea». Allí encontró una colección de montículos y «un fuerte en ruinas, rodeado de altas murallas con un torreón de vigilancia o torre en un extremo»; todo estaba encima de un pequeño cerro cerca del centro de un lago seco. El lugar estaba medio escondido en un valle de unos 25 kilómetros de ancho que se abría al río Éufrates en su extremo norte. Escribió que casi todo «estaba cubierto de una incrustación nitrosa, pero con unos pocos pegotes de sedimentos aquí y allá, cubiertos en parte por matojos y plantas típicas del desierto». En las proximidades, Taylor también encontró el lastro apenas perceptible de un antiguo canal, de 5,5 metros de ancho, hacia el noroeste. Supo que había encontrado restos importantes porque, como más tarde describiría un excavador, «una característica particular del Shahrein es el “abanico” de desechos que se extiende alrededor de los montículos, y que ha arrastrado consigo hasta el desierto miles de objetos pertenecientes a los estratos más bajos de los propios montículos... Los montículos de arena suelta se agrietan cada invierno a causa de los diluvios... arrastrando consigo restos de todas las épocas».

Taylor, un diplomático sin formación en arqueología, excavó unos pocos agujeros inconexos, pero quedó decepcionado al no encontrar el tipo de artefactos espectaculares que había esperado poder enviar al British Museum (encontró «un atractivo león tallado en granito negro», pero se lo dejó allí por motivos de transporte). Sin embargo, encontró varios ladrillos grabados en escritura cuneiforme. Sólo unos años antes se había conseguido leer algunos de esos signos, pero ya se entendía lo suficiente para saber que Taylor había redescubierto la famosa y antigua ciudad sagrada de Eridú, el lugar en el que, tal y como sabían el Compilador de la Lista de Reyes de Utu-Hegal y todos en la antigua Mesopotamia, había comenzado la civilización.

Abu Shahrein (que significa Padre de las Lunas Gemelas, probablemente porque en los antiguos ladrillos encontrados había grabadas medias lunas, símbolos de un dios lunar) parece un lugar inverosímil para que la humanidad haya dado allí un paso de tal envergadura. Los montículos de color canela (secos, polvorientos y desérticos) parecen tan arrugados como una cama deshecha. Alrededor de ellos, desnuda y sin límite, la arena lisa y solitaria se extiende a gran distancia. No hay nada a la vista que hable de vida, de humanidad, de progreso, de logro. Incluso el río que una vez hizo de Eridú un lugar habitable, está ahora lejos y fuera de la vista.

Para entender la historia de este lugar hay que imaginar un escenario muy diferente. Hay que retrasar los relojes aproximadamente 7.000 años, hasta percibir la marea del Golfo, justo al sur, por donde navegaban barcos desde las actuales Bahréin, Qatar y Omán, cuando las aguas oceánicas filtraban la tierra formando marismas que se llenaban de suficientes peces, carne y aves como para sostener a una creciente población humana. Hay que retroceder hasta el momento en que la arena de desierto de la moderna provincia iraquí de Al-Mutanna era una estepa verde y llena de arbustos que abastecía a los pastores de cabras y ovejas cuando realizaban un trayecto migratorio desde y hacia los resplandecientes lagos de lo que actualmente es el gran mar de arena de Nafud, en Arabia Saudí. Hay que retroceder hasta el momento en que la transitada ruta por la que se transportaban bienes comerciales hasta el sur de Mesopotamia desde las montañas de Irán, al este, era atravesada pacientemente por hombres que llevaban enormes cargas a su espalda, reunidos en grupo para protegerse de los animales salvajes y los asaltantes, incluso en esta fecha tan temprana. (La doma de bestias de carga, incluso el burro, por no hablar del camello o caballo, aún pertenecían al futuro). Hay que retroceder hasta el momento en que este cerro situado en el centro de una depresión de seis metros por debajo del cieno del río (el aluvión), que parece el foco de un cráter provocado por el impacto de un meteorito, era aquel lugar en el que surgían las aguas dulces de un gran lago pantanoso, lleno de peces y mejillones de agua dulce, que atraían a seres humanos y animales desde todas partes. Los sumerios lo llamaban el Apsu y lo consideraban una emanación del océano de agua dulce en el cual flotaba la propia tierra. Hay que retroceder hasta el momento en que el gran río Éufrates (que cambia constantemente su sinuoso curso a través de la llanura, depositando su pesada carga de cieno sobre un terreno que desciende menos de 6 cm cada kilómetro) era un río que discurría cerca y llevaba consigo, tal vez a través de barcas, a esos precursores del norte que ya tenían experiencia en la construcción de diques y canales para controlar las aguas.

Sus destrezas eran muy necesarias. El Éufrates no es un río apacible y manejable como el Nilo; tiene inundaciones precisas al final de cada verano que predisponen la tierra para las plantaciones de trigo del invierno. Los sumerios llamaban al Éufrates el Buranun (hay una etimología popular, muy atractiva pero sin mucho fundamento, que sugiere que el nombre proviene del sumerio y significa la «Gran riada»). Rebasa sus orillas de forma irregular e impredecible en primavera, cuando las semillas, que ya están en la tierra, deben protegerse para que no se hundan bajo la inundación y, más tarde, para que no las seque un sol abrasador que evapora más de la mitad del caudal del río antes de que llegue al mar.

Por lo tanto, las primeras personas que establecieron allí sus hogares no estaban escogiendo el camino más fácil. Construyeron sus chozas de caña en la ribera del río, crearon campos para cosechar el trigo y la cebada, jardines para plantar verduras y dátiles, y llevaron sus animales a pastar en la estepa. Si hubieran querido una vida fácil, se habrían asentado en donde hubiera habido suficientes precipitaciones anuales para hacer más simple la agricultura, por ejemplo, tras la línea invisible que demarca el área en que hay precipitaciones anuales de más de 200 mm, llamada por los geógrafos la isoyeta de 200 mm. Esta línea se curva formando un gran semicírculo desde las estribaciones de los montes Zagros en el este, pasando por la cordillera del Tauro en el norte y hasta la costa mediterránea en el oeste; por la forma que describe, el arqueólogo norteamericano James Henry Breasted lo denominó el Creciente Fértil. En el sur de Mesopotamia, muy en el interior de la curva, apenas llueve durante la mayor parte del año. Aquí, los recién llegados sólo disponían del río para regar sus cereales, e incluso para ello necesitaban reconfigurar primero la propia tierra con malecones, diques, zanjas, reservas y canales.

En otras partes del mundo, durante varios miles de años, muchos hombres y mujeres habían llevado un feliz estilo de vida que apenas cambiaría en sus fundamentos hasta prácticamente nuestra época, a través de una agricultura de subsistencia bien adaptada a sus necesidades y deseos. De hecho, hoy en día se mantiene ese sistema de vida en muchos lugares. Pero no era suficiente para los precursores de la planicie de Mesopotamia. No se había agotado la tierra apropiada para la agricultura tradicional. Las poblaciones humanas eran diminutas y estaban muy dispersas, dejando un amplio espacio para los nuevos asentamientos agrícolas. Pero los que vinieron a este lugar no parecían muy interesados en imitar a sus antepasados y adaptar sus formas de vida al medio natural que se encontraron. Por el contrario, estaban decididos a adaptar el medio ambiente a su forma de vida.

Fue un momento revolucionario en la historia de la humanidad. De forma consciente, los recién llegados aspiraban nada menos que a cambiar el mundo. Fueron los primeros en adoptar el principio que ha conducido al progreso y avance a través de la historia y que sigue motivando a la mayoría en los tiempos modernos: la convicción de que transformar y mejorar la naturaleza, adueñándose de ella, es no sólo un derecho de la humanidad, sino su misión y su destino.

Desde antes del 4000 a.C., y durante los diez o quince siglos siguientes, la gente de Eridú y alrededores sentaron los cimientos de casi todo lo que conocemos como civilización. Se la ha llamado Revolución urbana, aunque la invención de las ciudades fue lo menos importante. Con la ciudad vino el Estado centralizado, la jerarquía de las clases sociales, la división del trabajo, las religiones organizadas, la construcción de monumentos, la ingeniería civil, la escritura, la literatura, la escultura, el arte, la música, la educación, las matemáticas, la ley, por no hablar de la amplia gama de nuevas invenciones y descubrimientos (desde artículos tan básicos como los vehículos con ruedas y los barcos de vela hasta hornos de cerámica, la metalurgia y la creación de materiales sintéticos). Y coronando todo esto se encontraba la enorme colección de nociones e ideas tan fundamentales para nuestra manera de ver el mundo, como el concepto de los números o el peso, independientes de los objetos reales contados o pesados (el número diez o un kilo); solemos olvidar que estas nociones fueron inventadas o descubiertas por alguien hace mucho tiempo. Todo esto se realizó por primera vez en el sur de Mesopotamia.

El escriba que escribió el texto en el prisma del Museo Ashmolean, al igual que el oficial del palacio de la corte del rey Utu-Hegal, sabía cómo había surgido ese gran avance: el reinado había descendido a la tierra desde el cielo. Esto no se halla muy lejos de las propuestas de algunos observadores modernos y desatinadamente descarriados, como Erich von Daniken y Zechariah Sitchin, que achacan todo a extraterrestres del espacio exterior. Otros concluyeron, a partir de prejuicios de su propia época, que la gran revolución fue causada por la llegada de diferentes razas con sus propios caracteres y habilidades. La tradición marxista, como era de esperar, puso el énfasis en los factores sociales y económicos. I. M. Diakonoff, uno de los más grandes asiriólogos soviéticos, subtituló uno de sus libros «El nacimiento de la más antigua sociedad de clases y primeros centros de civilizaciones esclavistas». Actualmente está muy de moda la idea de una causa medioambiental: el cambio climático, épocas más calientes y secas que se alternan con períodos más lluviosos y frescos. Todo esto provocó que los seres humanos adaptaran su modo de vida. Incluso hay algunos que ven el surgimiento de la civilización como una consecuencia inevitable de los cambios evolutivos en la mentalidad humana desde el final de la última edad de hielo.

Sin embargo, antiguos y modernos están de acuerdo en una cosa. Todos tratan a la gente como objetos pasivos, recipientes de influencias exteriores, objeto de fuerzas externas o herramientas obedientes a entidades extrínsecas. Pero nosotros, los humanos, no somos así; no reaccionamos de forma tan irreflexiva.

En la historia real se debería acoger el conflicto eterno entre progresistas y conservadores, entre el avance y el retroceso, entre los que proponen «hagamos algo nuevo» y los que piensan que «las antiguas formas son mejores», los que dicen «vamos a mejorar esto» y los que piensan que «si todavía funciona, para qué arreglarlo». Nunca ha habido un gran cambio en la cultura sin esta disputa.

Esto ya había pasado al menos una vez.

La revolución neolítica que llevó a nuestros antepasados de cazar y reunirse en pequeños grupos familiares hasta el asentamiento (una vida en comunidades de aldeas basada en la agricultura de subsistencia) fue la mayor destrucción en masa de destrezas, culturas y lenguajes que haya ocurrido nunca en la historia humana. Desaparecieron decenas de miles de años de conocimiento acumulado y tradición elaborada. Estudios recientes sobre este período esencial de la historia humana coinciden en que ningún grupo de cazadores-recolectores pudo abandonar simplemente todo lo que sabía y establecer una agricultura sedentaria sin que se hubiera dado una gran batalla de ideas.

La caza y la recolección les habían proporcionado una vida relativamente fácil. Parecía que la nueva manera de vivir era más mucho difícil y menos satisfactoria que la que había sido tan útil para la humanidad durante tanto tiempo.

Para el autor del Génesis, la revolución neolítica significó la caída del hombre: «Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan». El científico Colin Tudge ha actualizado este mensaje recientemente: «Es obvio que la agricultura en la época neolítica era dura: los primeros agricultores eran menos robustos que los cazadores-recolectores que les precedieron, y padecían trastornos de nutrición y desórdenes traumáticos e infecciosos que sus antepasados se habían ahorrado». Bajo esta óptica, parece que el cambio fundamental hacia la agricultura como forma de vida sólo pudo suceder a través de la difusión de una poderosa nueva ideología que, en esa época, sólo podía expresarse y propagarse bajo la forma de una nueva religión: tal y como afirma el prestigioso prehistoriador Jacques Cauvin en su libro The Birth of the Gods and the Origins of Agriculture (El nacimiento de los dioses y los orígenes de la agricultura), se trataba de una «confianza mesiánica en sí mismos».

El siguiente gran cambio de valores e ideas fue el que llevó definitivamente a la humanidad de una agricultura de aldeas a nuestra propia civilización de ciudades. La revolución urbana no destruyó tanto las viejas formas como lo hizo el cambio de la caza y recolección a la agricultura. Pero los que eligieron esta revolución urbana tuvieron que abandonar muchas cosas, incluidas su autonomía, su libertad y su propia identidad como sujetos autosuficientes e independientes. Debió ser muy poderosa la creencia que los persuadió para seguir un sueño cuya completa resolución era imprevisible y estaba imprevisiblemente alejada en el futuro, una creencia que pudo persuadir a hombres y mujeres de que el sacrificio merecía la pena, de que la vida en la ciudad ofrecía la posibilidad de un futuro mejor y de verdad existía algo que se llama el Futuro, que podía ser diferente de lo que hubo antes. Por encima de todo, fue una decisión ideológica.

Los comienzos de esta ideología están enterrados bajo la arena de Eridú. Este es el lugar, más que cualquier otro, en que se pueden observar los procesos que provocaron la aparición de la ciudad antigua.

§. El Dios del Progreso
Con el final de la Segunda Guerra Mundial se hicieron los preparativos para que los británicos cedieran el control de Iraq. Éste iba a ser un acontecimiento trascendental para la región. Tras haber sido gobernada por aqueménidas, griegos, romanos, califas musulmanes, mongoles, safávidas iraníes, otomanos y británicos, Mesopotamia iba a ser verdaderamente libre e independiente por primera vez en dos milenios y medio, desde la conquista de Babilonia por el persa Ciro el Grande en el 539 a.C.

Hace más de 4.000 años, tras la expulsión de los gutis, el rey Utu-Hegal de Uruk había restablecido la independencia de Sumeria, y la legitimidad de su propio reino, al ordenar que se recopilase la Lista de Reyes sumerios desde el reinado de Eridú, decretado por el cielo. En el siglo XX, la Dirección General de Antigüedades de Iraq decidió señalar la próxima independencia del país ordenando una excavación científica de Abu Shahrein, para demostrar «el fuerte hilo de continuidad que corre a lo largo de todo el pasado de Iraq».

Cuando los arqueólogos excavaron en el gigantesco «fuerte en ruinas» de John Taylor, que en ese momento fueron capaces de fechar como del siglo XXI a.C., descubrieron, en un rincón, una construcción anterior y más pequeña, fechada unos dos mil años antes que el fuerte. Por debajo encontraron otros dieciséis niveles de residencia que se remontan al 5000 a.C.; allí hallaron finalmente «una duna de arena limpia» en la que se había erigido por vez primera una «primitiva capilla» de unos nueve metros cuadrados, construida con ladrillos secados al sol, con un pedestal votivo frente a la entrada y una hornacina en bajorrelieve, probablemente para alguna imagen escultórica.

Esta sucesión de niveles fascinó a los arqueólogos pues ya podían seguir la historia del lugar de forma detallada a través de los varios miles de años de su historia. También nos revela algo importante acerca de la gente que lo edificó. El ladrillo secado al sol exige un mantenimiento constante para que no se descomponga de nuevo en la tierra (el motivo por el que la mayoría de las antiguas ciudades sumerias quedaron reducidas a montículos de polvo no fue su destrucción, sino la ausencia de reparaciones). Sin embargo, para los arquitectos de la antigua Eridú, la restauración o renovación no eran suficientes. Cada edificio, siempre más grande y elaborado, se edificaba sobre los restos del anterior, preservados con respeto. Empezaron con la «capilla» de 3,5 por 4,5 metros y acabaron, un milenio después, realizando un templo de proporciones monumentales: la cámara más profunda, la celda, tenía 15 metros de longitud. A diferencia de otros de su época, esta gente nunca fue esclava de la tradición ni quedó satisfecha con el pasado, sino que aspiró a una mejora constante. En el transcurso de unos diez siglos destruyeron y reconstruyeron esas construcciones once veces, un promedio aproximado de una cada noventa años, mostrándose impacientes con lo viejo y dando la bienvenida a lo nuevo casi al mismo nivel que en la Norteamérica moderna.

El templo de Eridú fue el símbolo de una comunidad que creía, o incluso podríamos decir que inventó, la ideología del progreso: la creencia de que era posible y deseable mejorar continuamente el pasado, y la creencia en que el futuro podría y debería ser mejor —y más grande— que el pasado. El poder divino celebrado y homenajeado aquí era la expresión, incorporación y personificación de esa idea: nada menos que el Dios o la Diosa de la Civilización.

¿De qué manera se visualizó aquí por primera vez la deidad del progreso que ayudó a cimentar el mundo moderno en ese lugar actualmente arrasado? Ocurrió antes de la invención de la escritura, pues la propia escritura fue uno de los productos más tardíos de la ideología progresista. Todo lo que tenemos es la muda evidencia desenterrada por los arqueólogos.

Encontraron muy poco. Por supuesto, había cerámica tanto rota como intacta: en esa época, en muchas partes de Mesopotamia se encontraron elegantes utensilios, refinados y bellamente decorados. No se trataba de vajilla cotidiana, sino de vajilla frágil y cara, probablemente fabricada para una elite. También se encontraron algunas cuentas, baratijas, amuletos y figurillas de terracota de poca importancia. Pero sobre todo encontraron enormes cantidades de esqueletos de peces y cenizas, cenizas y esqueletos de peces: bajo los suelos, detrás de muros y en altares; incluso hallaron habitaciones repletas de ellos. Al examinar los esqueletos comprobaron que los peces habían servido de alimento. Podríamos suponer que las comidas de peces sagrados desempeñaban una función en algún tipo de ritual religioso.

Los primeros devotos pudieron haber llegado desde muchos kilómetros hasta las orillas del Apsu, la laguna de Eridú. Los viajeros debieron sentirse atraídos por algo que reconocían como algún tipo de fuerza espiritual o influencia sobrenatural, lo que los griegos llamaron numen, un asentimiento de Dios. El egiptólogo Anthony Donohue ha mostrado que quizá la mayoría de los grandes centros religiosos del antiguo Egipto fueron construidos en sitios en los que los egipcios habían reconocido imágenes de sus dioses en formaciones naturales de los paisajes. En Eridú no hay rocas, sólo hay arena, cieno y sal. Pero tal vez allí ocurrió algún acontecimiento, puede que una gran tormenta con un enorme rayo visible desde todo el valle del Éufrates, o quizá un meteorito que golpeó la superficie con el estruendo de un trueno y penetró la gruesa corteza y dejó salir, como si fuera un milagro, agua subterránea sin sal. Un grupo de investigación de Sudáfrica sugirió un impacto de este tipo. ¿O pudo haber sido el milagro precisamente aquel manantial fresco y suave de agua dulce que se oponía al despiadado sol de las salinas? Suponemos que al principio las visitas serían ocasionales, coincidiendo con las breves estaciones de subida del agua, momento en que el pantano se transformaba en un considerable lago, como aún ocurre a veces. Los visitantes provenían de diferentes grupos sociales y el resto del año habitaban en lugares distantes unos de otros; sus culturas eran diferentes, quizá hablaban diferentes lenguas y, con toda seguridad, sus vidas también eran diferentes. Hoy en día, cualquiera que esté familiarizado con un país en el que las formas antiguas aún perviven (como en Mali, en África Occidental) sabe que el sonido lejano de tambores de un baile de máscaras en un pueblo puede atraer rápidamente a cientos de personas de los alrededores hasta las orillas del Níger: los agricultores hablan bambara; los pescadores, bozo; los pastores, fula, y los comerciantes, songhai.

Es fácil suponer que los que llegaban al sagrado Apsu se reunían para darse un festín ritual con la abundante cosecha del pantano. Entre las capas más antiguas del lugar debían encontrarse multitud de mejillones de agua dulce. Para nuestros antepasados, la comida nunca perdía su significado ritual (como tampoco la pierde para las mentalidades religiosas de hoy en día). En Eridú, con las asociaciones numinosas, la comida sagrada podía suponer un acontecimiento serio, aunque no necesariamente solemne. Y a partir de este evento periódico, tal vez anual, tal vez mensual, junto al pantano sagrado al borde del mar, habría surgido lentamente una nueva identidad de grupo: «los que vienen al Apsu». Su propia presencia y supervivencia, atraídos a la zona desde los asentamientos de pioneros del sur de Mesopotamia, demostró el compromiso por cambiar el aspecto de la tierra y asegurar un futuro diferente y mejor. Los ritos religiosos que practicaban a orillas del agua asociaban siempre el espíritu divino del Apsu con esa creencia.

Un día (precisar cuánto tiempo después es imposible, quizá fueron siglos) se decidió que debería construirse un santuario permanente, en forma de pequeña capilla, a este espíritu acuático del progreso. Su permanencia sería sorprendente a causa del lugar en que estaba situado. Pese a que «los que vienen al Apsu» (como cualquiera del sur de Mesopotamia y como los habitantes de los pantanos árabes actuales) vivían en casas construidas con cañas atadas y tejidas, su monumento iba a construirse con ladrillo. Esta decisión señaló el comienzo de una nueva fase en la historia.

La cultura, como indicó el distinguido arqueólogo británico Colin Renfrew, no tiene por qué ser vista como algo que simplemente refleja la realidad social; por el contrario, puede ser el proceso mediante el cual la realidad llega a existir. En su libro Prehistory, the Making of the Human Mind (Prehistoria: la creación de la mente humana), reflexiona sobre lo que ocurre cuando un monumento permanente se concibe en primer lugar como un proyecto.

Para llevar esto a cabo, el grupo más bien pequeño de ocupantes del territorio en cuestión necesitaría invertir una gran parte de su tiempo. También podría necesitar solicitar la ayuda de vecinos de los territorios colindantes, quienes, sin duda, se animaban a hacerlo ante la expectativa de un festín y una celebración local. Podemos suponer que cuando el monumento estaba acabado, se transformaba en el foco de más celebraciones anuales y días de banquetes. De ahí en adelante servía como lugar de entierro y como foco social de la zona.

Por lo tanto, como resultado directo de esas actividades, el monumento se convirtió en el centro de lo que pronto emergió como una comunidad viva.

Además, un monumento fijo es muy significativo en este rincón del mundo en el que la arena suele llegar a ráfagas desde el desierto y borra todos los rasgos familiares, en donde el curso de los ríos cambia constantemente y las desastrosas inundaciones suelen deshacer toda marca que los seres humanos tratan de hacer en el paisaje. Al incorporarse repentinamente en el calidoscopio siempre cambiante de la vida cotidiana, se proporciona un sentido de continuidad y, por extensión, de historia y de tiempo. Alguien puede observar la construcción, reflexionar que «un antepasado mío ayudó a construir esto», y experimentar un sentido de conexión con las raíces, con el linaje y con un pasado que, en otros sentidos, ha desaparecido. Las continuas ampliaciones y elaboraciones del edificio, a la vez que preservan cuidadosamente las reliquias del pasado, debajo o dentro de su estructura, actúan como símbolo, visible desde lejos, de esa creencia en el progreso y el desarrollo de los que él mismo es el resultado material.

El mensaje llegó a los vecinos de Eridú. El primer monumento, en lo que será Sumeria, servirá como inspiración, ejemplo y modelo de emulación para otros grupos. A lo largo de los años se formarán nuevas comunidades de creyentes en los alrededores y se levantarán otros templos para otros dioses, como semillas propagadas a través de toda la zona por la que transcurren los valles del Tigris y el Éufrates hasta el mar del Sur.

Aún quedan vagas memorias de esa época a través de la versión falseada, idealizada y politizada de la historia que urdieron los sumerios y sus sucesores en mitos posteriores en los que hablaban de sus orígenes y deidades. Desde entonces, durante todo el tiempo que duró Mesopotamia, iban a recordar que cada ciudad había sido inspirada y fundada por una divinidad concreta como si fuera su hogar terrenal. Los nombres de las ciudades se escribían con un signo que denotaba «dios», un signo para el nombre de dios y un signo para el «lugar»: Nippur se escribió como DIOS.ENLIL.LUGAR, y Uruk como DIOS.INANNA.LUGAR. (Los signos cuneiformes sumerios, o logogramas, se representan convencionalmente en mayúscula en el alfabeto romano.)

Desde entonces, la divinidad celebrada en Eridú sería recordada como la inspiradora e incitadora del arte de la civilización. Sorprendentemente, aún se la recuerda así.

Los nombres topográficos, los topónimos con que nombramos los ríos, colinas y valles del paisaje, son unas de las reliquias más arcaicas y conservadoras de la humanidad. Los ríos Humber y Ouse de Inglaterra se llaman así, en una lengua desconocida, desde el neolítico; en Francia, la zona llamada París rememora a los Parisii, la tribu céltica de la Edad de Hierro.

Lo que es verdad para la tierra lo es más para el cielo puesto que cambia menos en el tiempo. Los nombres con los que conocemos las constelaciones y los signos del zodíaco se remontan más allá de la época griega; algunos, como Leo, el león y Tauro, el toro, los heredamos de los babilonios. Y hay uno probablemente mucho más antiguo: existe una historia lejana, apenas perceptible pero cuyo eco aún persiste, que dice que los antiguos hablaban de un dios cuya casa se construyó en Eridú.

Si nos situamos en el hemisferio norte con un mapa de estrellas, entre las nueve y las diez de una despejada noche de septiembre, y miramos hacia el sur en el horizonte, veremos un grupo de pálidas estrellas ordenadas en torno a un triángulo. Forman la constelación de Capricornio. No es fácil percibirlo, pero echando un poco de imaginación, podría verse una especie de cabra marina: mitad cabra y mitad cola de pez. Es posible que fuera una de las primeras constelaciones observadas, probablemente porque en la Antigüedad, el solsticio de invierno (el día más corto del año) coincidía con el momento en que sol estaba en Capricornio. Y quizá también porque la imagen esbozada por las estrellas provenía de la estrella identificada con el dios del progreso de Eridú.

Parte de la magia de la historia de la antigua Mesopotamia consiste en que arroja luz a los orígenes de mucho de lo que hoy en día caracteriza nuestro mundo; en este caso, el mito religioso. Por supuesto, esto no significa que la religión comenzase por primera vez aquí, en la planicie aluvial frente al Golfo. Sin duda, la religión es tan antigua como la propia humanidad, y hasta más antigua, remontándose a la época en que nuestros ancestros homínidos comenzaron a realizar entierros ceremoniales. Pero aquí, en esta nueva tierra, con esta nueva forma de vida, los pobladores seguramente tuvieron que recomenzar y repetir el proceso de creación religiosa. De esta manera podemos al menos observar cómo empezaron a existir algunas historias sobre los dioses. Podemos ver cómo muchas de las divinidades de Mesopotamia nacieron por primera vez a partir de la imaginación humana como personificaciones o hipóstasis de las fuerzas de la naturaleza.

«Yo entiendo poco de dioses; pero me parece que el río es un dios fuerte y pardo: huraño, indómito y adusto», escribió T. S. Eliot. Thorkild Jacobsen, uno de los mayores genios de los estudios sumerios del siglo XX, puso como ejemplo al dios Ningirsu, «dios de Girsu», el mayor asentamiento de la ciudad-estado de Lagash, una deidad asociada con la guerra y la destrucción. «Hay que darse cuenta», dijo,

de que Ningirsu era la personificación del desbordamiento anual del río Tigris. Cada año, cuando la nieve del invierno empezaba a derretirse en las altas montañas de Irán, se vertía por las colinas en numerosos riachuelos haciendo crecer el Tigris. Se vivió como la experiencia teológica del desfloramiento de las colinas vírgenes, Nin-hursag, señora de las colinas sagradas, por la gran montaña, Kur-gal, de mucho más atrás; las aguas de la inundación son su semen. Kur-gal, que también se llama Enlil, es, así pues, el padre de Ningirsu. La madre de Ningirsu es Ninhursag, la señora de las colinas, y se considera que el color caoba de las aguas desbordadas que procede de la arcilla traída por el agua en su paso por las colinas, está provocado por la sangre del desvirgamiento.
La inundación de la que todos hablan, el propio dios Ningirsu, es sin duda impresionante. He visto el Tigris, en Bagdad, cubriendo el amplio valle por donde fluye y elevándose hasta una altura superior a la de una casa de cuatro plantas, una visión difícil de olvidar.

Consideremos el pájaro conocido como Zu, Anzu o Imdugud. El sol resplandece despiadadamente en la planicie sumeria durante la mayor parte del año. Pero en ocasiones surge una repentina tempestad. Primero aparece una nube muy oscura en el horizonte sur y se extiende a una velocidad impresionante hasta que todo el cielo se oscurece y sacude a la Tierra con truenos, relámpagos y lluvia torrencial. Luego, tan rápidamente como surgió, desaparece en dirección contraria. No es difícil comprender por qué los sumerios imaginaron este nubarrón como una gran ave estruendosa y aterradora, con cabeza de león y alas de águila.

Estas imágenes son algo más que meras personificaciones. Interpretar los fenómenos de la naturaleza tan detalladamente como las actividades de los dioses muestra una poderosa imaginación y una sensibilidad poética de primer rango, resaltando el hecho de que las religiones son las mayores obras de arte creadas por el colectivo humano. Con el tiempo, el ímpetu se desvanece, al igual que todas las metáforas. La forma vivida en la que se visualizaba a los dioses degeneró hasta quedarse en mero emblema. El dios celebrado en Eridú, el potencial constructivo, creativo e imaginativo inherente a las aguas fertilizadoras, «la voluntad numinosa del interior de las Profundidades», como escribió Thorkild Jacobsen, «llegó a percibirse como un gigantesco ciervo cuyos cuernos aparecían por encima de las aguas como cañas». De esta manera, Capricornio, que era una cabra con cuernos por encima del nivel del agua y, por debajo, un pez (reflejando también, me gusta pensar, su génesis entre pescadores y pastores), ha pasado a la posteridad con esta imagen a través de la memoria. Otro dios recordado es Apsu (el lago sagrado del que emerge), representado en una pila de agua fresca en todos los templos posteriores de Mesopotamia. Probablemente, aún es recordado en el Wudu, el lavadero de la mezquita islámica y quizá también en la pila bautismal de las iglesias cristianas.

Posteriormente, el dios de Eridú fue representado en los grabados de los sellos con una túnica de lana ondulante y la corona de cuernos de la divinidad junto a dos corrientes de agua llena de peces, que podrían representar a los ríos Tigris y Éufrates, fluyendo de sus hombros. Su nombre nos fue revelado cuando finalmente los escribas sumerios escribieron sus mitos, unos 2.000 años después de la fundación del templo. Según los textos, Eridú fue el hogar del dios Enki, «señor de la Tierra», «rey de Eridú», «rey de Apsu». Incluso más tarde, en el Génesis 4:17-18, se lo nombra como hijo de Caín: «A Henoc [Enki] le nació Irad [Eridú]».

Los mesopotámicos reconocieron a Enki como el dios que trajo la civilización a la humanidad. Otorgó a los gobernantes la inteligencia y el conocimiento; «abrió las puertas del entendimiento»; enseñó a los humanos a construir canales y a planificar templos, «poniendo los cimientos de la fundación en los lugares exactos»; «trae consigo la abundancia en las resplandecientes aguas»; no es el gobernador del universo sino el sabio consejero y hermano mayor de los dioses; es «el señor de la Asamblea»; él es Nudimmud, el «realizador», el creador de imágenes, el patrón de los artesanos. Y, prefigurando la historia de la Torre de Babel, él fue quien dividió las lenguas de los hombres (una interpretación que seguramente realizaron los primeros devotos a causa de la multiplicidad de lenguas habladas).

Enki, Señor de la abundancia, de fiables mandamientos,

El Señor de la sabiduría, quien comprende la Tierra,
El líder de los dioses,
Dotado de sabiduría, el Señor de Eridú,
Cambió el habla en sus bocas, [trajo] la confusión
En el habla del hombre que una vez fue sólo una.

Y aún más importante: Enki era el guardián de los Me, probablemente pronunciado de forma parecida a Meh, una intraducible expresión sumeria que el gran asiriólogo Samuel Noah Kramer explicó como el «conjunto fundamental, inalterable y abarcador de los poderes y deberes, normas y fundamentos, reglas y reglamentos, relacionados con... la vida civilizada». Podríamos definirlos de forma concisa como los principios básicos de la civilización. Esto muestra de qué manera los antiguos mesopotámicos eran autoconscientes de la diferencia entre la civilización y otras formas de vida, y de su superioridad; lo expresaron con un concepto cognitivo totalmente nuevo del que no hay equivalente en nuestra manera de pensar de hoy en día. Recopilados mucho después por los mitógrafos de Babilonia, los Me incluyen diferentes aspectos de cómo gobernar: el sumo sacerdocio, la divinidad, la corona noble y duradera, el trono del reinado, el glorioso cetro, el báculo, la vara de medición y el trono superior. Contiene aspectos relacionados con la guerra, como las armas, el heroísmo, la destrucción de ciudades, la victoria y la paz. Los Me abarcan habilidades y cualidades humanas como la sabiduría, el juicio, la toma de decisiones, el poder y la enemistad. Delinean fuertes emociones como el miedo, el conflicto, el agotamiento y el corazón trastornado. Y contiene artes y oficios como los del escriba, el músico, el herrero, el fundidor, el curtidor de cuero, el constructor y los tejedores de cestos, así como otros muchos oficios sacerdotales, variedades de eunucos e instrumentos musicales.

Los mesopotámicos nunca olvidaron el papel desempeñado por el dios de Eridú en la fundación de la civilización, aunque los detalles de su historia evolucionaron con el paso del tiempo. Unos 4.000 años después de la construcción de la primera capilla junto al Apsu, cuando los griegos gobernaban en Oriente Próximo, un sacerdote babilónico llamado Beroso escribió una historia de su país en la que describía a una criatura intermediaria entre dios y los devotos humanos, que surgió del agua para enseñar a los humanos la civilización: «Les enseñó a construir ciudades, a fundar templos, a recopilar leyes, y les explicó los principios del conocimiento geométrico. Les hizo distinguir las semillas de la tierra y les enseñó cómo cultivar frutos; en resumen, les instruyó en todo aquello que suaviza los modales y humaniza las vidas. Desde entonces no se ha añadido nada material que mejore sus instrucciones».

§. La ciudad y el sexo
Los primeros pobladores del sur de Mesopotamia, al descubrir nuevos dioses en su nuevo hogar, no abandonaron del todo sus anteriores tradiciones religiosas. A sesenta y cinco kilómetros de Eridú, en el otro lado del cambiante río Buranun (por donde sale el sol), se produjo otro asentamiento en torno a otro templo. Primero se lo conoció como Unug, más tarde como Uruk, la tierra de Sumeria, la que un día los hebreos llamarían Erech en la tierra de Sinar (y algunos piensan que de aquí proviene el nombre de Iraq). El santuario de Unug estaba dedicado a un aspecto de la gran diosa, cuyos orígenes primarios se remontan a la Edad de Piedra, una expresión de la divinidad tripartita de la feminidad: virgen, madre y prostituta.

Como madre, era la vaca proveedora, «la bella vaca ala que el dios de la luna bajo la forma de un fuerte toro envió aceites curativos», dice un himno. Su leche divina era el alimento de la realeza; un texto asirio proclama que «Pequeño eras, Asurbanipal, cuando te entregué a la [gran diosa] reina de Nínive; débil eras cuando te sentaste en sus rodillas; cuatro pezones estaban en tu boca». Era la protectora de los prados en donde pastaba el rebaño sagrado, como aquellos que aparecían en los sellos y en un antiguo friso de templo que ahora se encuentra en el British Museum. Su presencia estaba simbolizada junto a la puerta del establo sagrado de las vacas y la reja del sagrado corral: la sublime puerta de la antigua Mesopotamia. El par de haces de juncos que enmarca la entrada, con aros en la parte alta para sostener el poste del que una vez colgó una especie de cortina, se convirtió en el símbolo de la diosa en imágenes y, posteriormente, en escritura cuneiforme de Sumeria. Mucho tiempo después, el recinto sagrado sería recordado como el Bucolium, establo de bueyes en el que, según Aristóteles, tenía lugar cada año el matrimonio simbólico entre la esposa del gobernador de Atenas y el dios Dionisos. La reina del cielo de la Iglesia cristiana daría a luz un día a un bebé redentor, distante en el tiempo, pero descendiente directo del establo de vacas de la madre de la diosa.

En Unug, la gran diosa es celebrada bajo el nombre de Inanna. Pero aquí lo que más se realzaba era su promiscuidad, su aspecto de prostituta. Eso tenía que ser así porque las ciudades, hasta la época moderna, eran más consumidoras que productoras de humanidad. La gente se aglomeraba densamente en condiciones insalubres en las estrechas callejas que hay entre las altas murallas. Esta gente no sobrevivía mucho, pues estaban muy pegados a las aves de corral y al ganado, de donde se propagan la mayoría de las enfermedades humanas. No tenemos registros de la antigua Sumeria, pero en la Oxyrhynchus romana, en Egipto, una ciudad de tamaño similar al de Uruk, «un tercio de los niños moría antes de cumplir un año; la mitad moría antes de los cinco; aproximadamente un tercio de la población tenía menos de 15 años; menos del diez por ciento sobrepasaba los 55... hasta un tercio de los niños perdía a sus padres antes de llegar a la adolescencia; más de la mitad, antes de los 25; el niño de diez años normal no tenía más que una posibilidad entre dos de tener un abuelo». En el sur de Mesopotamia, el lento movimiento de las aguas estancadas de los pantanos, canales y zanjas favorecía altamente las enfermedades provocadas por los mosquitos, la malaria y las fiebres pantanosas.

La infección no ha sido un tema muy debatido por los historiadores como elemento determinante de la historia antigua. Los arqueólogos relatan que las ciudades sumerias fueron abandonadas durante años o décadas, a veces hasta siglos, antes de volver a repoblarse. Al margen de la guerra, la causa se atribuye normalmente a un cambio ambiental: un cambio en el curso del río, un surgimiento o caída de la capa freática, una crecida del desierto o incluso cambios climáticos generales. Sin embargo, me pregunto si no deberíamos considerar que las enfermedades y las plagas, que a veces destruyeron una amplia parte de la población, hicieron insostenible el mantenimiento de la inextricable vida en la ciudad (en la que cada ciudadano era un eslabón de la maquinaria urbana).

Sea esto cierto o no, la colosal tasa de mortalidad probablemente incitó a los hombres y mujeres a reproducirse. La libido, la urgencia de sexo, fue de suprema importancia para mantener la población. Los poderes de Inanna, que controlaba el impulso de copular y a quien en estos días más decorosos se describe como la diosa del amor, eran todo lo que se interponía entre la supervivencia y la extinción. La regla era «ten niños o desaparece». El desastre sobrevino cuando Inanna se ausentó del mundo viviente:

El toro no monta a la vaca, el asno no impregna a la burra,
En la calle el hombre no fecunda a la doncella;
El hombre duerme aparte en su cámara;
La doncella duerme junto a sus amigas.

La persona de Inanna era irresistible. Cuando se acicalaba y «salía con el pastor al corral de ovejas, sus genitales eran asombrosos. Se adoraba a sí misma llena de gozo ante sus genitales». Nadie, ni siquiera otro dios, podía resistirse a sus encantos. Y para los mitógrafos de Sumeria que escribieron la historia de las relaciones entre Inanna y Enki, el encanto sexual fue tan importante para la fundación de su civilización como la ideología de progreso de Enki.

Los mitos sumerios, al menos como aparecen relatados en los textos cuneiformes, son muy diferentes de la mayoría de las historias antiguas, sobre todo de los relatos de la Biblia. Poseen una cualidad encantadoramente mundana y terrenal; sus complejas líneas narrativas y su estilo directo recuerdan mucho más a las telenovelas modernas que a las declaraciones de los antiguos poetas hebreos. El relato de Inanna y Enki no es una excepción.

Inanna decide partir de su casa en Unug: «Dirigiré mis pasos hacia Enki —se dijo—, hacia Apsu, hacia Eridú, y hablaré halagadoramente con él, en el Apsu, en Eridú». Faltan las primeras líneas del texto, por lo que ignoramos cuál fue su objetivo primero, pero pronto queda claro que quiere algo de él. «Pronunciaré un ruego al dios Enki», dijo. A su vez, Enki, «el de excepcional conocimiento, conocedor de los poderes del cielo y de la tierra, quien desde su propia morada sabe siempre las intenciones de los dioses... antes incluso de que la sagrada Inanna estuviera a unos 10 kilómetros... supo todo de su cometido». Le dio instrucciones precisas a su sirviente: «Acércate y escucha mis palabras... cuando la doncella Inanna llegue a Apsu en Eridú... ofrécele una galleta de cebada con mantequilla. Deja que se sirva agua refrescante. Vierte cerveza para ella en la Puerta del León, haz que piense que se encuentra en casa de su amiga, dale la bienvenida como un amigo. Dirige a la santa Inanna palabras de bienvenida a la mesa sagrada». Así hizo el sirviente, y a continuación Enki e Inanna bebieron cerveza juntos, en el Apsu, y disfrutaron el sabor del dulce vino de dátiles. «Las copas de bronce estaban rebosantes», y empezaron una competición etílica.

Falta la siguiente parte de la historia pero, por lo que viene después, queda claro que, conforme ya están más borrachos, Inanna, sin duda utilizando sus encantos sexuales, consigue sacarle a Enki más de cien de sus Me. Kramer, el primero en traducir esta épica, los describió como «los decretos divinos que se hallan en la base del modelo cultural de la civilización sumeria». Cuando finalmente Enki se despierta del estupor alcohólico, ve que Inanna ha desaparecido. Enki se dirige a su consejero Isimud.

—¡Isimud, consejero mío, mi Buen Nombre del Cielo!
—Enki, mi señor, estoy a su servicio. ¿Qué desea?
—Ya que dijo que no se iría aún de aquí... ¿Puedo aún alcanzarla?
Pero la sagrada Inanna había recogido los poderes divinos y se había embarcado en la Barca Celestial. La Barca Celestial ya había salido del embarcadero. Mientras se aclaraba de los efectos de haber bebido cerveza... el rey Enki dirigió su atención a Eridú.

Mira a su alrededor y se da cuenta, consternado, de que le faltaban sus Me; parece que eran percibidos como objetos físicos, probablemente como algún tipo de tablillas grabadas.

—¿Dónde está el oficio del En-sacerdote; el oficio del sacerdote lagar; la divinidad; la corona, grande y buena; el trono real?
—Mi señor se los dio a su hija.
—¿Dónde está el noble cetro, el palo y el báculo, el noble vestido, el pastoreo, el reinado?
—Mi señor se los dio a su hija.

Enki repasa toda su lista de Me y se espanta al descubrir que los ha regalado todos. Así que ordena a su consejero que, acompañado de varios monstruos terroríficos, persiga a Inanna y su Barca Celestial, y la persuada para que devuelva los Me: «¡Ve ahora! ¡Los monstruos de Enki van a atrapar la Barca Celestial!».

Y con eso, llegamos a la persecución.

El consejero Isimud habló con la sagrada Inanna: «Mi señora, su padre me ha enviado... Lo que Enki dijo era muy grave. Sus importantes palabras no pueden ser contrariadas».
La sagrada Inanna le contestó:
—¿Qué te ha dicho mi padre? ¿Qué ha hablado? ¿Por qué no deberían contradecirse sus palabras?
—Mi maestro me habló, Enki me dijo: «Inanna podría viajar a Unug, pero tú vas a traer la Barca Celestial de vuelta a Eridú para mí».
La sagrada Inanna le dijo a Isimud:
—¿Cómo ha podido mi padre cambiar respecto a lo que me había dicho? ¿Cómo ha podido cambiar su promesa respecto a mí? ¿Era mentira lo que mi padre me dijo? ¿Me habló de manera falsa? ¿Juró en falso en nombre de su poder y en nombre de su Apsu? ¿Te ha enviado hipócritamente como mensajero?
Entonces, mientras las palabras de ella aún salían de su boca, cogió a los monstruos de Enki para que capturaran la Barca Celestial.

Sin embargo, Inanna logró escapar. Seis veces más, Enki envía a Isimud y a los monstruos, incluidos los «Cincuenta Gigantes de Eridú» y «todos los grandes peces» para que le quiten la Barca Celestial a Inanna. Y seis veces «Inanna mantiene los poderes divinos que se le dieron y la Barca Celestial». Cuando la Barca Celestial se aproxima a Uruk,

Ninshubur, su consejero, le habla a la sagrada Inanna:
—Mi señora, hoy ha traído la Barca Celestial hasta la Puerta de la Alegría de Unug. Ahora habrá júbilo en nuestra ciudad.
La sagrada Inanna contestó:
—Hoy he traído la Barca Celestial hasta la Puerta de la Alegría de Unug. Pasará gloriosamente a lo largo de la calle. La gente estará en pie en las calles, llena de admiración... El rey sacrificará toros, sacrificará ovejas. Verterá cerveza de un cuenco... Las tierras extranjeras declararán mi grandeza. La gente me alabará.

Desgraciadamente, los bordes de las tablillas de arcilla tienden a despedazarse con facilidad, sobre todo por la parte superior e inferior. Justo cuando esperamos ver cómo termina la disputa entre los dos dioses, el texto se fragmenta y después desaparece del todo. Podemos contar que Enki y otro dios llegan a un concilio. Se anuncia un festejo. Muchos lugares de Unug son denominados de forma conmemorativa: «Ella llamó Embarcadero Blanco al muelle por el que entró la Barca». Pero hasta que no se encuentre otra copia más completa del texto del mito, o al menos la parte que falta de las secciones actuales, no sabremos más de lo que sabemos.

¿Qué sacamos de esta historia? A primera vista parece simplemente un relato que cuenta cómo Uruk aprendió el arte de la civilización a partir de Eridú, para la gloria eterna de la diosa Inanna. Pero el relato deja muchas cuestiones sin resolver. Por ejemplo, ¿por qué Enki se mostraba reacio a dejarse arrebatar los Me?

No hay que olvidar que este mito, tal y como lo tenemos, no es un texto sagrado que se nos revela desde el cielo. Es una obra de literatura, un trabajo humano. Está claro que quien lo escribió tenía un propósito. Pretendía, sin duda, una alabanza a la diosa, la demostración de su ingenio superior. Posiblemente se escribió para que se la cantara acompañada de instrumentos en su templo; esto explicaría los largos pasajes que se repiten palabra a palabra, como el estribillo de una canción.

Sin embargo, puede que también fuera para enfatizar que una civilización no puede darse sin un grado necesario de libertinaje, justificando así la falta de recato de la ciudad (algo de lo que siempre se han quejado los habitantes del país a lo largo de la historia). Probablemente también lo hicieron en los tiempos antiguos, cuando las ciudades eran famosas por sus cortesanas y prostitutas, por los homosexuales y travestís, por «las fiestas de chicos y festivales en donde se cambiaba de hombre a mujer para que la gente de Ishtar (otro nombre de la diosa) le rindiese culto». En el famoso poema épico de Gilgamesh, una de las mejores composiciones literarias del mundo

antiguo, una ramera descarada seduce al arquetipo del primitivo salvaje, el indomable Enkidu, «el que nació en las montañas; con las gacelas pasta en las hierbas, con el ganado bebe agua». Lo hace para arrancarlo de sus orígenes y civilizarlo, para enseñarle el camino del progreso. El aprende bien la lección, a pesar de que llega a arrepentirse. Los antiguos mesopotámicos creían (como puede que aún hagamos) que el sexo y la vida en la ciudad van en pareja. Pensaban que la represión sexual y la moral conservadora de la gente de campo no ayudaban, sino que aplastaban la creatividad, la imaginación y los impulsos de progreso que sirven para mejorar la condición humana.

Todos los mesopotámicos sabían que la civilización había nacido en Eridú, pero su dios Enki había guardado sus bases, los Me, lejos en el Apsu, reservados para uso divino e inaccesibles a los humanos. Sin embargo, cuando la diosa Inanna, la reina del sexo, los libera, ha proporcionado a la gente la ideología del progreso y el desarrollo, haciendo posible que la ciudad de Uruk, en la zona oriental de la Gran Riada, se convirtiera en la primera gran ciudad.

Capítulo 3
La ciudad de Gilgamesh: El gobierno del templo

Entre 3000 y 4000 a.C.

§. Uruk

La muralla exterior brilla al sol como el cobre más resplandeciente;
La muralla interior está más allá de la imaginación de los reyes.
Inspecciona los ladrillos, la fortificación;
Sube por la antigua escalinata hasta la terraza;
Examina su construcción;
Desde la terraza se ven los campos plantados y en barbecho,
Las lagunas y los huertos.
Una legua es ciudad,
La otra, huertos;
Otra más, los campos a lo lejos;
Allí está el recinto del templo.
Tres leguas y el recinto del templo de Ishtar
Componen Uruk, la ciudad de Gilgamesh.

Gilgamesh, gobernador legendario de Uruk, famoso bebedor, mujeriego y luchador contra monstruos, fue un rey Arturo de la Antigüedad mesopotámica que emprendió una búsqueda del santo grial de la inmortalidad. Podría estar basado en una figura histórica. Las inscripciones encontradas en algunas excavaciones prueban que otros reyes a quienes se creía totalmente míticos, habían existido verdaderamente, como Enmebaragesi,

de la ciudad de Kish. Según la leyenda épica, cuando Gilgamesh murió, los ciudadanos cambiaron el curso del Éufrates y lo enterraron en el fondo del río antes de que las aguas cubrieran de nuevo el lugar. El mismo relato exagerado ha sido contado muchas veces por otros, desde el profeta Daniel hasta Atila, rey de los hunos, o Alarico el godo y Gengis Kan. En el 2003, un grupo de arqueólogos alemanes, que dirigió una inspección magnética del lugar, declaró que «en medio del antiguo río Éufrates detectamos los restos de una construcción que pueden interpretarse como una sepultura».

Comienzo con la historia de Gilgamesh porque es probablemente el único nombre sumerio totalmente conocido por todos en la actualidad, gracias al importante redescubrimiento de su historia en unas tablillas de arcilla desenterradas en 1853 en las ruinas de la biblioteca del rey asirio Asurbanipal, en Nínive. Eran las últimas copias de un texto que fue primero recopilado por un escriba erudito llamado Sin-Leqi-Unninni, alrededor del 1200 a.C., que trabajaba con otro material de unos 800 años antes. No obstante, si Gilgamesh vivió y reinó realmente en Uruk, su reinado habría sido alrededor del 2600 a.C.; e incluso pasaron varios siglos desde esta fecha hasta que su ciudad surgió, floreció y declinó como poder cultural del mundo sumerio y como origen de lo que podría llamarse el gobierno del templo.

Hacia el final del cuarto milenio a.C., cuando la escritura estaba inventándose (aunque aún no podía decirnos mucho), Uruk ya se había extendido unas 400 hectáreas; era más grande en tamaño y población que la Atenas de Pericles o la Roma republicana de tres milenios después. Las investigaciones realizadas en los asentamientos del sur de Mesopotamia muestran que el número de habitantes de la zona de campo decayó precipitadamente, mientras que la población urbana aumentó. Los historiadores medioambientales suponen que el gran desplazamiento de personas del campo a la ciudad fue provocado por un cambio en el clima, que se volvió más seco e hizo muy difícil mantener la agricultura. Pero tal vez exageran esta contingencia y subestiman los incentivos. Había algo profundamente atractivo en Uruk. Conocemos muchas ciudades de nuestro mundo que ejercen un poderoso magnetismo y atraen irresistiblemente a nuevos habitantes de cerca y de lejos; cada uno tiene sus propias razones para migrar, pero todas podrían resumirse en una simple frase: mejorar el estilo de vida. Probablemente llegó mucha gente a Uruk precisamente porque era el lugar al que más deseaban ir.

Según los relatos posteriores y los restos arqueológicos, Uruk fue un lugar de intensa actividad, una ciudad llena de vida social, en donde las barcas y botes repletos de productos abarrotaban los canales que servían como vías principales, como si fuera una Venecia antediluviana; un lugar en donde los mozos elevaban grandes cargas a sus espaldas, dándose codazos a través de las callejuelas abarrotadas de sacerdotes y burócratas, estudiantes, trabajadores y esclavos; allí, las procesiones y las celebraciones rivalizaban en espacio con las prostitutas y las bandas callejeras. A partir de los conductos y depósitos de agua, construidos con ladrillos cocidos al horno y a prueba de agua, algunos estudiosos creen que también hubo jardines públicos, verdes y sombreados. Los templos, los edificios públicos, los santuarios y los lugares de reunión se agrupaban en torno a un recinto llamado Eanna, la Casa del Cielo, conocida posteriormente como la residencia terrestre de la diosa Inanna, y también cerca de otro foco religioso secundario en el que se rendía culto a Anu, el dios del cielo. No existían lugares inaccesibles o secretos a los que sólo pudieran acceder sacerdotes o iniciados, como ocurría en muchas partes del mundo antiguo. En su libro Mesopotamia: la invención de la ciudad, Gwendolyn Leick observa que «la impresión general que se tiene de los monumentos de Uruk es la de espacios públicos muy bien planificados... diseñados para obtener la máxima accesibilidad, y con mucha atención puesta en asegurar una circulación fácil».

A veces debió parecer un gigantesco edificio en obras, con el ruido de fondo de los martillazos y gritos de carpinteros y obreros, fabricantes de ladrillos, yeseros, diseñadores de mosaicos y mamposteros, conocedores del oficio de la piedra, que se importaba desde 80 kilómetros al este. Se usaban enormes cantidades de piedra para erigir algunos de los monumentos de Uruk, y a las soluciones tecnológicas que desarrollaron los arquitectos y constructores no se les hizo sombra durante siglos. El trabajo debió ser incesante porque también los habitantes de Uruk estaban movidos por la pasión por las novedades, el impulso incontenible de dejar atrás lo viejo, renovar e innovar, y esto fue la marca especial de la vida en la ciudad de la antigua Mesopotamia.

A mediados del cuarto milenio a.C., sobre la plataforma central del recinto de Eanna se elevaba un enorme edificio, más grande que el Partenón de Atenas, construido, parcial o totalmente, de piedra caliza. El santuario era aún más impresionante porque el plano de su base se anticipó casi exactamente 3.000 años al diseño de las primeras iglesias cristianas. Tenía una nave central, una planta cruciforme, una arcada o antecámara y un ábside en un extremo flanqueado por dos cámaras que en los santuarios cristianos se llamarían diaconicon y prothesis. A su lado había un magnífico pasillo que conducía hasta una amplia terraza pública. Los enormes pilares incrustados de la columnata, de dos metros de diámetro, construidos de ladrillos secados al sol y reforzados en el interior por haces de juncos estrechamente enlazados, sólo estaban protegidos de los daños externos por una invención exclusiva de Mesopotamia: conos de arcilla cocida con la forma de descomunales soportes de golf de color rojo, blanco y negro, remachados en su parte externa con estructuras totalmente compactas que imitaban los patrones de un grueso tejido de juncos. Al lado había otra construcción, el «templo de los conos de piedra», cuyos muros estaban decorados con grupos de piedras de colores sobre yeso. El templo fue construido parcialmente en piedra caliza, pero también se utilizó un nuevo material sintético inventado a la manera ingeniosa y brillante de Mesopotamia: moldes de hormigón compuestos de ladrillo cocido y pulverizado con emplaste de yeso.

El trabajo realizado con las repetidas reconstrucciones de estos edificios fue inmenso: muchos millones de horas de trabajo. Sólo una idea muy poderosa pudo conducir a los habitantes de Uruk a invertir tanto en la ciudad. Sin embargo, a pesar de la cantidad de textos que tenemos desde tiempos antiguos que describen Uruk y a su famoso rey, ninguna historia nos da indicaciones de cuál pudo haber sido la fuerza motora que subyacía en las espectaculares innovaciones que hicieron de la ciudad de Gilgamesh el primer taller de este mundo.

El auge de construcciones a lo largo de los siglos y por toda la ciudad de Uruk no es comparable con el del antiguo Egipto, poco después, cuando los monumentos estaban dedicados a la glorificación e inmortalización de dinastías de brutales gobernantes. A diferencia de Uruk, las tumbas y templos egipcios fueron construidos para perdurar en el tiempo. Por el contrario, aquí estaban sujetos a la pasión por la reconstrucción continua que caracterizó a todas las tempranas sociedades mesopotámicas. A pesar de los poderosos reyes que a su debido tiempo reinaron en Mesopotamia, todo indica que no se trataba de una sociedad con demasiadas ni grandes distinciones de riqueza o poder.

Sin embargo, podríamos saber más. Las excavaciones se han concentrado demasiado en los alrededores del templo y la mayor parte de Uruk (hoy llamada Warlca) permanece enterrada bajo la arena. Hasta el momento se han desenterrado dos imágenes extraordinarias, creadas en los días en que Uruk era la única verdadera ciudad en la tierra. Una sugiere una comunidad relativamente igualitaria, unida en alabanza hacia su diosa suprema y hacia la idea que ella representaba. Está esculpida en bajorrelieve en una vasija de alabastro de un metro de altura, conocida como «Vaso sagrado de Warka». Cinco tercios de los grabados representan una procesión que lleva ofrendas hasta la entrada del templo de la diosa. La otra podría ser el retrato de la propia diosa: la Máscara de Warka, también conocida como la Dama de Uruk.

La cabeza de tamaño natural y 5.000 años de antigüedad de la Dama de Warka ya estaba deteriorada en los tiempos antiguos. Era oscura, con huecos vacíos por donde los ojos vigilaban; los profundos surcos en la frente con forma de alas de pájaro (que una vez contuvieron sus cejas) están vacíos; la cabellera que una vez cubrió las superficies lisas de su cabeza se fue hace tiempo; la punta de la nariz está golpeada. Sin embargo, pese a todo, pese a los cincuenta siglos que la separan de nosotros, la expresión de su cara es tan impactante y cautivadora como siempre. André Parrot, un destacado arqueólogo francés, lo expresó de una manera más poética: «Parece que captamos un brillo en sus ojos vivos, y detrás de su frente, decorada con las suaves curvas del cabello, percibimos una mente despierta, lúcida. Los labios no necesitan despegarse para que oigamos lo que nos cuenta; su ondulación, a la que se añaden los surcos de sus mejillas, habla por sí misma». Incluso en ese estado de deterioro, la Dama de Uruk debe considerarse como una de las obras maestras del mundo del arte.

Las franjas talladas del Vaso de Warka complementan esta imagen de la gran diosa. Este objeto religioso nos muestra un momento simbólico en la ruta anual a su templo, en el lugar llamado Eanna, en el Uruk del cuarto milenio. De ahí, el sentido de la espiritualidad, de propósito solemne, de tranquila dignidad y serena autosuficiencia que irradian las figuras exquisitamente talladas. A lo lejos, alrededor de la base, fluye el ondulante curso de un canal; probablemente se trata del amplio Éufrates que da vida a la ciudad. Por encima están los campos y los huertos, las cañas de cebada alternándose con las palmeras datileras que representan la fuente definitiva de la salud y el bienestar de Uruk. Por ahí transitaba el sagrado rebaño, las ovejas de lana entre barbudos carneros de enormes cuernos (criaturas consagradas a la diosa del redil). Llega entonces una procesión humana: diez hombres desfilan, desnudos y afeitados, y cada uno lleva una cesta, un cántaro o recipiente de cerámica repleto de frutos de la tierra, de los árboles y de la vid. Tal vez fueran sacerdotes o sirvientes del templo. En la franja alta, el desfile llega hasta el recinto sagrado, indicado por los matojos de junco arqueados de su entrada solemne. La figura femenina que da la bienvenida, la alta sacerdotisa que representa a la diosa, está fuera, de pie, con una toga hasta el tobillo y manteniendo su mano derecha con el pulgar alzado en gesto de saludo o bendición. Recibe un recipiente de ofrendas de las manos del dirigente de los hombres desnudos, detrás del cual hubo una figura cuya imagen se desprendió en la Antigüedad. Todo lo que queda es un pie desnudo, el ribete con orlas de una prenda de vestir y un elaborado cinturón con borlas sostenido debidamente por una criada femenina vestida. Suponemos que debió haber sido un alto sacerdote u otra personalidad de alto rango, posiblemente el rey-sacerdote imaginado por algunos historiadores. Alrededor de estas figuras hay un par de recipientes llenos de ofrendas y dos bandejas con comida. Otros detalles más curiosos son dos jarrones iguales, la cabeza de un toro, un carnero, un cachorro de león y dos mujeres sosteniendo objetos inidentificables. Gwendolyn Leick sugiere que uno de ellos recuerda al símbolo posterior de la escritura de la palabra En, sacerdote. Con toda seguridad, la gente que iba allí a rezar reconocía inmediatamente todo esto, de la misma manera que en el contexto cristiano entendemos que un león simboliza a san Marcos, un águila a san Juan y un ternero a san Lucas. Pero nosotros no poseemos la clave del simbolismo del Vaso de Warka y su significado permanece oscuro.

Algunos sostienen que la imagen describe al gobernante de la ciudad ofreciendo sacrificios a la diosa fundadora. Otros dicen que representa la fiesta estacional de la cosecha. Otros han especulado que muestra la escena de un matrimonio místico, el llamado hieros gamos, en donde dos personas, un alto sacerdote y una alta sacerdotisa, copulan en público emulando a la Gran Diosa y a su esposo. Sin embargo, aunque no haya manera de saber lo que aquí se describe, la escena nos cuenta algo sobre la gente de Uruk y sobre su manera de pensar.

§. Homo ludens
El Vaso de Warka muestra una ceremonia formal, diferente de las danzas de máscaras, espontáneas e improvisadas, y de los ritos chamánicos que habrían sido heredados de tiempos anteriores, a pesar de que también se habrían continuado a lo largo de ese período y el siguiente. Los hombres desnudos de la procesión, incircuncisos pero depilados, están despojados de toda marca de individualidad, estatus o posición. Sus caras están terriblemente serias. Su ausencia de barba, como la de muchos de los hombres que aparecen en estatuillas y figurillas del período, sugiere la falta de pudor sobre una vuelta a la inocencia de la infancia. Cada personaje realiza una determinada función en los procedimientos, recordándonos que el rito religioso, como toda ceremonia, es una especie de obra teatral, con actores que siguen cuidadosamente un guión predeterminado, pero al mismo tiempo se lanzan a la acción con todo el entusiasmo natural y la suspensión de la incredulidad de un niño. El antropólogo británico Robert Marett ha propuesto que el elemento de representación, de simulación, era una característica de todas las religiones tempranas.

El filósofo griego Platón fue incluso más lejos en Las leyes, escritas en el 360 a.C., en donde propuso el ritual religioso como modelo para la totalidad de la vida: «Hay que vivir jugando a ciertos juegos determinados, es decir, sacrificando, cantando y danzando de modo que a uno le sea posible, de una parte, propiciarse el favor de los dioses, y de otra, defenderse contra los enemigos».

En 1938, el historiador y filósofo holandés Johan Huizinga publicó la obra Homo ludens (del latín, Homo ludens se traduce a grandes rasgos como «hombre que juega»), Huizinga definió el juego como «una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de ser de otro modo que en la vida corriente», y mostró que este juego en el sentido más amplio de la palabra es un elemento esencial en la mayoría de los aspectos de la civilización. Sostuvo que la ley, como la religión, las artes y la búsqueda del conocimiento, son un juego. Incluso la guerra tiene elementos de juego. Huizinga cita el Libro Segundo de Samuel 2:14, cuando dos jefes militares, Abner y Joab, se enfrentan en el Estanque de Gabaón:

Dijo Abner a Joab: «Que se levanten los muchachos y luchen en nuestra presencia». Dijo Joab: «Que se levanten». Cada uno agarró a su adversario por la cabeza y le hundió la espada en el costado; así cayeron todos a la vez.

(La palabra hebrea «juego» proviene de la raíz sachaq: jugar, recrearse, reír, disfrutar, festejar.) Incluso en la Primera Guerra Mundial, los oficiales de alto rango de ambos bandos en el Frente Occidental se trataban con respeto y «respetando las reglas del juego», como hicieron los oficiales de la India y Pakistán durante la serie de guerras que llevaron a la independencia de Bangladesh.

Cuando se reeditó el libro de Huizinga en los años sesenta, los pensadores hippies lo tomaron como un libro de referencia durante la más lúdica de las décadas. En 1970, el escritor australiano Richard Neville, el entonces decano de la prensa underground, publicó Play Power (El poder del juego). Defendía que el espíritu del juego recientemente reintroducido en la sociedad occidental podía cambiar el aspecto y la organización de la sociedad más allá de lo reconocible por el conservadurismo. Si tuviera razón, la idea del juego podría iluminar el surgimiento de la ciudad de Gilgamesh, al invitarnos a volver la mirada hacia un lugar inesperado en busca de una época de progresos y cambios similares.

Huizinga fue un académico humanista, nacido en 1872, que vio cómo el mundo que conocía y en el que se sentía cómodo quedó destruido con la Primera Guerra Mundial. Creía que la civilización occidental se estaba desmoronando progresivamente por la ausencia de juego. Escribió que «Podemos decir del siglo XIX que, en casi todas las manifestaciones de la cultura, el factor lúdico ha ido perdiendo mucho terreno. La sociedad tenía excesiva conciencia de sus intereses y empeños... Trabajaba con un plan científico por su bienestar terreno». Sin embargo, creo que Huizinga estaba bastante equivocado. Cualquiera que haya visto alguna vez a niños divirtiéndose reconocerá que el aspecto científico y tecnológico de la civilización es precisamente el resultado de un juego en su forma más pura. De la misma manera en que los niños están constantemente explorando, experimentando, probando y ensayando sin más finalidad consciente que el puro gozo del juego en sí, la ciencia pura y la tecnología aplicada juegan con ideas y se entretienen con los principios y sustancias del mundo; pasan el tiempo diciéndose «imagina por un momento que...» y preguntando «¿qué pasaría si...?».

De hecho, lejos de ser perniciosa con su materialismo estrecho de miras, como pensaba Huizinga, la ciencia suele criticarse por su aparente irrelevancia, por su falta de aplicación práctica. El matemático británico G. H. Hardy estaba más bien orgulloso de este hecho. Es famosa su frase en la que afirma la inutilidad de gran parte de la ciencia: «Por mi parte, ni una vez siquiera me he encontrado en situación alguna en que un conocimiento científico como el mío, al margen de la matemática pura, me haya aportado el más mínimo beneficio».

Esas sociedades en las que el rigor, la tradición, el conformismo y la adhesión a formas de hacer las cosas establecidas desde hace tiempo (y con frecuencia prescritas por un dios) constituyen una ley aplicada de manera estricta, son las que más han prevalecido a lo largo del tiempo y por todo el mundo. Esta gente no era famosa por su sentido del humor o por su mano izquierda; rara vez sonreían. Para ellos, el cambio es siempre sospechoso y normalmente condenable, y apenas contribuyen al desarrollo humano. Sin embargo, tanto el progreso social, artístico y científico como el avance tecnológico se ponen de manifiesto cuando la cultura y la ideología dominantes permiten que los hombres y mujeres jueguen, ya sea con ideas, creencias, principios o materiales. Cuando una ciencia lúdica cambia la comprensión de la gente sobre la manera en que funciona el mundo físico, el cambio político, incluso la revolución, rara vez tarda en llegar.

Por eso, aunque la comparación pueda parecer extraña o insospechada, el equivalente más cercano a esta explosión de creatividad y desarrollo que tuvo lugar en la prehistórica Uruk durante el cuarto milenio a.C., pudo ser la convulsión que cambió el aspecto del planeta a finales del siglo XVIII de nuestra era. En ambos casos se derrocó un sistema de vida respetado y establecido durante tiempo; multitud de gente se desplazó del campo a la ciudad; los nuevos inventos y materiales se sucedían de inmediato, y la propia estructura de la ciudad era reformada de maneras nunca vistas hasta entonces. Como escribió una vez Andrew Sherratt, un importante estudioso de prehistoria: «El entendimiento que se puede obtener al comparar períodos alejados en el tiempo es recíproco: el conocimiento de la revolución urbana nos enseña a interpretar la revolución neolítica y a la inversa... ¿No podrían, a su vez, los historiadores de la revolución industrial sacar provecho de las enseñanzas de estas tempranas transformaciones?».

Lo contrario podría ser incluso de mayor ayuda, ya que se han estudiado en profundidad las ideas que estaban detrás de la creación del mundo moderno, mientras que no sabemos casi nada sobre los detalles de la adoración de la Gran Diosa de Uruk. No sabemos qué ideología representaba en la mente de los mesopotámicos del cuarto milenio a.C. Pero sabemos que sus creencias hicieron posible la explosión del mayor progreso social, material y tecnológico conocido hasta la Revolución industrial de nuestra era. Parece que el cambio se dio tan rápido como los nuestros. En palabras del profesor Piotr Michalowski, uno de los antropólogos más respetados de la actualidad: «Los complejos cambios sociales y políticos que ocurrieron en Mesopotamia en el tardío período de Uruk, hacia finales del cuarto milenio, representan un salto cuántico sin precedentes en sus dimensiones y no un gradual y evolutivo desarrollo histórico».

¿No pudo haber sido esta extraordinaria erupción de creatividad e imaginación el resultado de reconocer el juego, en su sentido más amplio, como una forma legítima de interactuar con el mundo? Probablemente se reían mucho en el cuarto milenio de Uruk.

Yendo al Museo del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago, o a su página web, se puede confirmar la importancia del juego en el mundo de la antigua Mesopotamia. Hay que ver los encantadores juguetes de cuerda extraídos de las arenas de Tell Asmar, la antigua Eshnunna. Uno tiene unos 13 centímetros de largo, y está hecho de arcilla cocida, con una diminuta cabeza de carnero unida a un gran cuerpo cilíndrico. Está montada sobre cuatro finas ruedas y al frente está el hueco a través del cual se enroscaba una cuerda. Nunca pretendió parecer un animal real; la cabeza de carnero sólo era un detalle. (Aquellos que, como yo, siempre pensaron que los juguetes de cuerda estaban diseñados para imitar los raíles de un ferrocarril, observarán que sus huecos cuerpos evocan extrañamente a la locomotora de Tilomas y sus amigos.) Este es un juguete puro y simple, hecho para que disfruten los niños de entre tres y cinco años.

Aunque fue encontrado en las ruinas de un templo y pudo haber tenido un significado religioso, su forma nos obliga a imaginar a un niño arrastrándolo a través del polvo de un patio sombreado o de la animada calle de la ciudad, hace 5.000 años. Al igual que él, los adultos que hay a su alrededor también juegan: idean la larga lista de nuevas creaciones e inventos que ahora aparecen por primera vez en los registros arqueológicos en Uruk y alrededores.

Casi toda la tecnología básica que sustentó la vida humana hasta que la producción industrial se empezó a apoderar de nuestro mundo hace escasamente dos siglos, fue concebida aquí por primera vez. Para el hogar tenían el tonel de cerveza, el horno de cerámica y los telares textiles; para los campos, el arado, la sembradora y la carreta; para los ríos y canales, la veleta y el bote de vela; en música tenían el arpa, la lira y el laúd; en la tecnología de construcción con ladrillo cocido, tenían la bóveda y el arco.

La rueda estaba en todos lados (como en el juguete del museo de Chicago), en las calles, en los campos y en la ribera de los canales como emblema e instrumento de la movilidad humana.

Algunos inventos parecen exigir un repentino chispazo de inspiración, un auténtico jeu d’ésprit, para concebirse. La rueda fue uno de ellos. Los estudiosos han debatido su origen con gran energía e ingenio. Algunos concluyeron que, seguramente, la rueda se desarrolló a partir de los rodillos de madera que se habían usado durante mucho tiempo para desplazar piezas pesadas sobre trineos para cortas distancias. Otros sugieren que la verdadera nueva idea fue el movimiento rotatorio completo en sí. Sin embargo, otros historiadores han indicado, de modo convincente, que la base conceptual del rodillo y la rueda es diferente. Los rodillos son, en realidad, extensiones móviles de la superficie sobre la que se mueve el peso; las ruedas forman parte del objeto móvil en sí. Estos escritores sugieren que la idea proviene de una fuente diferente: el torno, con un pivote en su centro y usado para fabricar vasijas absolutamente redondas; de hecho, aparece en los registros arqueológicos antes que la rueda. Si estos estudiosos están en lo cierto, un día, alguien debió coger el torno para moverlo y, como es lógico, lo puso de canto para desplazarlo. El gran salto hacia delante fue darse cuenta de que cuando lo giraban, el pivote central del tablero permanecía siempre a la misma altura del suelo. Y de ahí surgió el concepto de unir una serie de tornos a la estructura de un trineo, transfiriendo el instrumento del ámbito de la cerámica al del transporte.

Por otro lado, muchos progresos pudieron haber evolucionado de forma gradual. Para los cuidadosos fabricantes de la cerámica elegantemente decorada de esa época debía resultar desalentadores la cocción irregular, las manchas, el tizón y la mugre que se quedaba en sus cerámicas al quemar madera durante el proceso de horneado en un fogón al descubierto. La solución más lógica era separar las vasijas de las llamas. El ensayo y error progresivo los habrían llevado hasta los característicos hornos tipo colmena de Mesopotamia, con una abertura en la parte superior y un fondo perforado que separa el carburante de la cámara de cocción.

No obstante, incluso la evolución paulatina trae sorpresas. Seguramente no fue intencional, pero lo que ocurrió fue que, además de proteger del deterioro a los objetos preparados cuidadosamente, el horno permitía una temperatura de cocción mucho más alta. Y esto convirtió al modesto horno de cerámica

en el principal instrumento de laboratorio del mundo antiguo mesopotámico. De la misma manera que la industria química fue el resultado del descubrimiento accidental de los colorantes sintéticos (más estético que práctico y, por tanto, más en consonancia con el espíritu del juego), el primer logro de los experimentadores de Uruk tampoco fue utilitario.

La roca color azul verdoso llamada lapislázuli era una gema muy estimada en la Antigüedad. Se utilizaba en sellos y joyas, en abalorios y pulseras, y en incrustaciones y decoración para esculturas. En la literatura sumeria, las murallas de la ciudad se adornaban con esta piedra: «Ahora las murallas de Aratta son de verde lapislázuli, y sus muros y sus altísimos enladrillados son de un rojo luminoso». También los templos: «Construyó el templo a partir de metal precioso, decorado con lapislázuli, y lo cubrió abundantemente en oro». Una diosa dio instrucciones al rey Gudea de Lagash: «Abre el almacén y saca toda la madera; construye un carruaje para tu dueño y engancha un burro en él; decora este carruaje con plata refinada y lapislázuli».

Sin embargo, el lapislázuli es poco común; se obtiene sólo en algunos lugares de Asia Central, sobre todo en las montañas de Badakhshan, en el norte del actual Afganistán, a 2.500 kilómetros del sur de Mesopotamia. Resulta totalmente asombroso que pudiera haber un comercio próspero a través de esa gran distancia en una época en que la preciada roca debía transportarse a pie, a través del campo, por las inhóspitas cordilleras montañosas y los terribles desiertos, para satisfacer la vanidad de dioses y reyes de Mesopotamia. Y, no obstante, ese comercio floreció, a juzgar por la gran cantidad de objetos de lapislázuli encontrados en excavaciones por todo Oriente Medio.

Considerando el precio del material y la dificultad para obtenerlo, las mentes creativas pronto se esforzaron para encontrar el modo de reproducir artificialmente ese lustroso color azul. Y lo lograron; al hacerlo, crearon por primera vez el primer material totalmente fabricado por el hombre, no por azar o por observación accidental, sino pensando y experimentando.

Yo mismo he visto este viejo proceso, inventado hace 5.000 años por estos pioneros de la química sintética, utilizándose aún en los años sesenta; en un taller detrás de la mezquita de Herat, en Afganistán, se fabrica lapislázuli artificial, al que erróneamente llaman loza egipcia. En un sucio cobertizo cavernoso, lleno de humo y asfixiantes gases químicos, los finos rayos de luz solar que irrumpen a través de las fisuras del techo, compiten con el destello cegador del candente horno situado en un rincón; un niño bombea aire en el fuego con un fuelle gigante. Y el dueño me enseña con orgullo el resultado: abalorios y baratijas cubiertos de una especie de barniz de un profundo azul verdecillo, algo grumoso.

Podemos suponer de dónde proviene ese invento. La malaquita verde y la azurita azul (minerales de cobre del grupo de los carbonates) han sido utilizadas para crear pigmentos para la decoración de objetos artesanales, probablemente desde la Edad de Piedra. También se usaron para decorar los rostros: mezclaban polvo triturado con grasa para crear una sombra de ojos decente. Si se mantiene una parte de cada mineral al fuego, brillará intensamente en azul y verde. Los antiguos, poco familiarizados con la espectronomía y la piroquímica, pensaron que el calor estaba expulsando el color del mineral hacia la llama. Pudo parecer factible capturar este color y depositarlo en otro objeto. Pero ¿cómo impedir la disipación del color en el aire junto con el humo? La solución fue poner el objeto que iba a colorearse junto al mineral picado en un recipiente cerrado y calentarlos en el horno. Los experimentadores se dieron cuenta enseguida de que el proceso era largo (un día entero) y de que se necesitaba una temperatura muy alta, no mucho menos de 1.000 ºC. Pero funcionaba, como aún lo hace en Herat. El objeto salía del horno revestido de un profundo azul verdoso, duro y reluciente; quizá no tan fino como el auténtico lapislázuli, pero casi igual de bueno.

Darse cuenta de que la mezcla de minerales juntos y sometidos a altas temperaturas podía cambiar totalmente sus propiedades y crear un material completamente nuevo tendría consecuencias trascendentales. El Homo ludens debió ensayar este procedimiento con una gran variedad de rocas, piedras y otros materiales. Y ocurriría (tal vez no siempre, pero lo suficiente como para animarse a continuar el experimento) que el resultado les condujo a algo completamente nuevo, como el método de ladrillos barnizados de sal que se describe con posterioridad en una receta asiria: «Arena, álcali de la planta con “cuernos” llamada Ageratum. Pulverizarlo y mezclarlo todo. Ponerlo en un horno frío con cuatro agujeros para que entren corrientes de aire, y poner la mezcla entre los agujeros. Encender un fuego ligero y sin humo. Sacarlo, dejarlo enfriar, pulverizarlo de nuevo y añadir sal pura. Ponerlo dentro del horno. Encender un fuego ligero y sin humo. En cuanto se ponga amarillo, verterlo sobre el ladrillo. Su nombre es frita».

Hubo otros descubrimientos como el cristal y el cemento, y la fundición del cobre. Después descubrieron que al añadir casiterita al cobre, el mineral cambiaba para mejor las propiedades del metal resultante. La mezcla era más dura, más resistente, su borde se mantenía afilado más tiempo y, lo más importante, se fundía a menor temperatura, haciendo más fácil su moldeado. Finalmente llevó a la gente de Mesopotamia del sur a pasar de la Edad de Piedra a la Edad del Bronce, con todo el profundo cambio cultural, social y político.

§. La herrería de los dioses
En un episodio de la épica de Gilgamesh, Uruk recibe un mensaje del rey Aga de Kish con una amenaza de ataque:

Gilgamesh informó del asunto a las ciudades mayores para buscar una solución:
—¡No nos sometamos a la casa de Kish, emprendamos la guerra!
La asamblea de ancianos respondió a Gilgamesh: «¡Sometámonos a la casa de Kish, no emprendamos una guerra!».
Gilgamesh... poniendo su confianza en la diosa Inanna, no hizo caso de lo que los ancianos dijeron. Informó otra vez del asunto a los ciudadanos jóvenes, buscando una solución: «... ¡No nos sometamos a la casa de Kish, emprendamos la guerra!».
La asamblea de ciudadanos jóvenes respondió a Gilgamesh:
—Quedamos en nuestro puesto, sentarnos a esperar, acompañar al hijo del rey (sostener un burro por los cuartos traseros, como dicen)... ¿Quién de los aquí reunidos tiene aliento para eso? ¡No nos sometamos a la casa de Kish, emprendamos la guerra!
—Uruk, la herrería de los dioses; Eanna, hogar que descendió del cielo: los dioses fueron quienes les dieron forma... ¡Tú eres su rey y su guerrero! Oh, machacador de cabezas, príncipe amado del dios An, cuando lleguen, ¿por qué temer? Su ejército es pequeño con chusma a la retaguardia, ¡sus hombres no nos contendrán!

Gilgamesh dirige a sus jóvenes a la lucha, captura al rey Aga de Kish y luego, en una exhibición inesperada de generosidad, le deja libre para que vuelva a su ciudad.

Se trata de una épica literaria, no de historia, aunque pueda reflejar fácilmente un conflicto real entre Uruk y Kish, una ciudad situada a unos 150 kilómetros al noroeste. El tiempo que transcurrió entre los acontecimientos que pretende describir y la escritura de éstos es tan largo como el que hay entre la época del rey Arturo y la Mesa Redonda y nuestra época. Y como ocurre con la leyenda de Arturo, en ella se cuenta más sobre la época en que fue escrita que sobre la época que describe.

Sin embargo, nos aporta una visión lejana de un momento de la historia de Uruk, pues pasa gradualmente de la Edad de Piedra a la Edad de los Metales («la herrería de los dioses»), Thorkild Jacobsen llamó democracia primitiva al período en que un gobernante aún tenía que consultar con su gente («la asamblea de los ciudadanos ancianos»); monarquía y autocracia, cuando el gobernante hace lo que quiere sin consultar la opinión de nadie; y atribuye la coexistencia pacífica a un estado constante de agresividad bélica («déjanos emprender una guerra»). Todos estos cambios, los buenos y los malos, formaron parte del desplazamiento de la vida aldeana a la completa civilización madura.

Las sociedades aldeanas evolucionan y se adaptan de forma natural a las circunstancias medioambientales y políticas. Por el contrario, las civilizaciones se planifican. En Uruk el mismo enfoque experimental que se aplicó al mundo material se utilizó también para gestionar la manera en que la gente convivía en la ciudad. La ciudad era como una máquina, y sus ciudadanos eran las partes móviles que la ponían en funcionamiento.

Casi todas las familias aldeanas eran muy similares; en la ciudad había jerarquía de estatus. En las aldeas, la pregunta «¿a qué te dedicas?» no era una pregunta necesaria; en la ciudad, conocer la respuesta era muy importante. Para sobrevivir en las aldeas había que pertenecer a algún hogar, aunque fuera como esclavo; en la ciudad surgieron rápidamente nuevas maneras de vivir. La única opción en el pasado era contribuir a la subsistencia de la propia y extensa familia; en cambio, ahora se podía trabajar para el templo o el palacio, y recibir a cambio un salario y no un lugar para vivir. Por los vestigios encontrados, parece que así ocurrió en la ciudad de Gilgamesh.

Los objetos más característicos encontrados, tanto de una pieza como rotos, en las ruinas de Uruk (más de la mitad de toda la cerámica) son recipientes de arcilla cruda y más bien fea conocidos como cuencos de borde biselado, que guardan una gran diferencia con la cerámica pintada de forma delicada y elegante de la época previa. Estas vasijas no se hacían enrollándolas ni girándolas en una rueda; más bien muestran signos de haberse realizado con un simple molde. (Recientemente se han fabricado, a modo experimental, este tipo de vajillas para comprobar el análisis.) Debió ser la primera aplicación del principio de producción en serie para productos de consumo. En las aldeas rurales, los cántaros eran de fabricación familiar, de alta calidad estética y con estilo, y con diseños tradicionales que tenían un significado para sus usuarios. Solían ser muy bonitos. Por el contrario, la producción en masa de cuencos de borde biselado salía de talleres comerciales y sólo se les otorgaba un significado utilitario.

A este cambio se lo denominó Evolución de la simplicidad. Conforme la ciudad crecía, la manufactura se empezó a restringir a un ámbito de trabajadores profesionales, provocando así lo que un historiador describió como «la privación estética de la masa». En ese momento, la cerámica se juzgaba únicamente por su eficacia y economía. Los recipientes estandarizados podían ser feos, pero eran lo suficientemente buenos y baratos para cubrir las necesidades de la nueva sociedad. Se percibe fácilmente que el cambio no fue distinto al del paso del trabajo manual a la producción industrial de la época victoriana, lamentado y baldíamente rechazado, primero por el romanticismo y luego por los movimientos de artes y oficios. Tal vez algunos antiguos mesopotámicos también protestaron.

Resulta mucho más fácil responder a la pregunta de cómo se hacían los cuencos de borde biselado que responder a por qué o para qué se hacían. Por su forma, se parecen a los recipientes rellenos de productos que los caminantes desnudos llevaban en procesión al templo de la diosa, en el vaso de Warka. Pero las vasijas del vaso parecen más bien elegantes. Las cosas reales son tan burdas pero eficaces que nos cuesta imaginar a alguien comiendo en ellas y mucho menos ofreciéndoselas a una diosa. Al ser porosas, no servían para agua o cerveza. Y aparentemente eran desechables, ya que se han encontrado muchas, tanto en una sola pieza como fragmentadas. (Han sido comparadas con los envases de poliestireno para hamburguesas que ensucian hoy en día nuestras calles y playas.) Aunque algunos estudiosos siguen creyendo que las ofrendas se llevaban al templo en los cuencos de borde biselado, la mayoría piensa que probablemente se usaban para repartir cantidades moderadas de pan o cereal como forma de salario o cuotas. Cuando apareció por primera vez la escritura, el símbolo que representa la comida, las raciones o el pan se parece mucho al cuenco de borde biselado.

Los salarios y las cuotas indican la existencia de una mano de obra dependiente que ya no mira sólo por su propia subsistencia, como ocurrió con la transformación del campesinado rural en proletariado urbano en la moderna Europa. Si esto tuvo lugar en Uruk, ¿en qué trabajaba esta nueva clase trabajadora, y para quién? Sin duda había trabajo en la construcción. Los templos, parecidos a los hogares pero a gran escala, tenían sus propios campos, jardines y huertos que exigían un trabajo estacional así como trabajadores hidráulicos y especialistas en la regulación y el mantenimiento de los sistemas de irrigación y protección contra inundaciones. También había pastores y mujeres que cuidaban a las ovejas, las cabras y los bueyes; estaban los fabricantes de artesanías, textiles, cestos y cerámicas, incluidos los cuencos de borde biselado; por no mencionar a los escultores y joyeros, a los experimentadores, a los fundidores de cobre y trabajadores de metalurgia de la Herrería de los dioses.

En contraste con la revolución urbana moderna, no había empresarios independientes compitiendo entre ellos. La primera ciudad en el mundo se desarrolló en torno a sus templos, y sólo posteriormente, los palacios desempeñaron una función. Como en todas las sociedades antiguas, su visión del mundo estaba condicionada por la creencia religiosa totalitaria. Por eso, la imagen que destaca es la de una economía de control teocrático, organizada jerárquicamente, de poder centralizado y regulada según la ideología propagada por un sacerdocio, desempeñando el papel que, 5.000 años más tarde, los marxistas soviéticos llamarían «ingenieros del alma humana». Este era el gobierno del templo.

El sistema económico y social que el sacerdocio mantenía, durante mucho tiempo fue una forma de vida asombrosamente exitosa. En el último período del cuarto milenio, Uruk y otras ciudades del sur de Mesopotamia florecieron extraordinariamente y crecieron cada vez más. Además, a través del mundo mesopotámico y más allá surgieron nuevos asentamientos a lo largo de las rutas comerciales, exhibiendo las típicas características culturales de sus tierras de origen. Sus templos eran del estilo de los de Uruk, los muros se construyeron con ladrillos exactamente de la misma dimensión y, siguiendo el mismo patrón, los solían decorar con similares conos de arcilla cocida; tenían los mismos gustos en alimentación; utilizaban la misma tecnología administrativa; y fabricaban los mismos cuencos de borde biselado, con todo lo que eso implica sobre sus sistemas sociales y sus prácticas de trabajo. La gran distribución de esos inventos típicos de Uruk sugiere que la administración política se exportaba activamente desde la zona sur hasta toda la región, incluso hasta zonas muy lejanas como son la actual Turquía, Siria o Irán, y probablemente con la misma «autoconfianza mesiánica» con la que generaron la revolución neolítica, como observó Jacques Cauvin.

Algunos puestos fronterizos se convirtieron totalmente en nuevos asentamientos construidos en tierra virgen, como réplicas en miniatura de sus ciudades de origen. También había grandes pueblos o pequeñas ciudades que habían seguido bajo la influencia del estilo de vida de la Edad de Piedra y que ahora adoptaban la cultura de Uruk. Sin embargo, también había lugares o distritos de la ciudad en los que los ciudadanos vivían su estilo de vida, mientras que en torno a ellos pervivían tradiciones antiguas.

Para algunos estudiosos, la «expansión de Uruk» sólo indicaba una cosa: se trataba de un imperio colonial cuyo objetivo era la explotación de los recursos naturales que no tenían en el sur, un imperio mantenido por medio del control militar. No obstante, debe recordarse que esta situación surgió antes de que aparecieran esas tecnologías que son un prerrequisito para mantener un vasto imperio unido por medio de la fuerza: las comunicaciones rápidas y efectivas (la escritura se inventó hacia el final del período de dominio de Uruk) y el transporte eficaz utilizando bestias domesticadas (el primero fue el burro, que llegó del norte de África más cerca del período de decadencia de Uruk que de su florecimiento; luego los équidos locales y el asno salvaje u onagro árabe, famoso por su carácter indomable).

Otros arqueólogos interpretan estos hechos señalando que se trataban de estaciones de comercio pacíficas, o incluso como asilo de oleadas de refugiados; estos análisis se basan en la creencia de que los nuevos asentamientos en Uruk estaban poblados por expatriados de la ciudad original. De todas formas, no debemos subestimar el poder de las ideas para atraer nuevos conversos a un estilo de vida de moda, sin utilizar la fuerza. Nuestra historia reciente muestra con claridad la manera en que una ideología de moda, como el marxismo-leninismo, puede ser absorbida ampliamente, y con entusiasmo, aplicándose en muchas autoproclamadas y efímeras repúblicas democráticas socialistas, y sin intimidación. Además, la creencia en la «modernidad» (tecnología occidental, arquitectura occidental, ropa occidental o comida occidental) se extendió rápidamente por todo el mundo, incluso en sitios que nunca formaron parte (o sólo brevemente) del imperio europeo. Hay muy pocos sitios en la tierra en los que no se pueda encontrar una marca occidental, y parece que en el cuarto milenio a.C. ocurrió algo similar. Esto iba a tener consecuencias más profundas que casi cualquier otro hecho de la historia, ya que propició, en última instancia, el surgimiento de la escritura.

En febrero del 2008, el Dr. David Wengrow, del University College de Londres, impactó tanto a la comunidad académica como a la empresarial al publicar un artículo en donde defendía que la civilización de Uruk fue la creadora original de la marca de fábrica. Con la llegada de la producción en masa (de textiles, cerámicas, bebidas y alimentos preparados), los consumidores quisieron estar seguros del origen y calidad de los productos que utilizaban. Estas mercancías llevaban una marca exclusiva para identificar su origen y su fuente. Mientras que nuestra palabra marca proviene de la práctica de grabar un símbolo en algo para mostrar su procedencia, los mesopotámicos usaban piezas de arcilla, marcadas con signos fáciles de identificar para sellar cestos, cajas, jarrones y otros recipientes.

Esto pudo haber comenzado a partir de los amuletos que mucha gente llevaba puestos, en los que se representaban imágenes religiosas o temas mitológicos. Como producto hecho a mano, cada amuleto era diferente y estaba asociado a la persona que lo llevaba o a la persona para quien se hacía. El patrón hecho por el amuleto y estampado en la arcilla identificaba inmediatamente a su propietario.

El siguiente paso lógico fue crear un molde destinado exclusivamente para imprimirse en la arcilla, con el diseño grabado al revés. Estos «sellos impresos» fueron la primera forma de impresión. Sin embargo, crear una imagen de tamaño razonable requería un sello grande, probablemente no para llevarlo puesto; enseguida se dieron cuenta de que si envolvían el diseño en un cilindro y luego lo enroscaban en la arcilla, la impresión resultante sería de más de tres veces el diámetro del cilindro. Así nació el sello cilíndrico, uno de los inventos más bellos y característicos de Uruk, que se siguió usando hasta final de la civilización mesopotámica.

Esos sellos, que no tenían más de una pulgada de altura, se fabricaron con todo el material imaginable: piedra caliza, mármol y hematita; de materiales semipreciosos como lapislázuli, cornalina, granate y ágata; y también de arcilla cocida y loza. Al ser prácticamente indestructibles, los arqueólogos los desenterraban en grandes cantidades al excavar en cualquier parte de la región.

Con el tiempo, los grabados se volvieron tan finos que los historiadores piensan que los talladores de sellos debieron tener dispositivos ópticos, probablemente basados en el principio de la cámara estenopeica (bajo el abrasador sol de Mesopotamia, hasta el agujero más pequeño habría permitido que entrara suficiente luz). También se ha propuesto que, después de la invención del cristal transparente, se usó alguna forma de lente primitiva, a pesar de que los estudiosos de la tecnología antigua no aceptaron como lente una roca de cristal ovalada, desenterrada en la ciudad asiria de Nimrud en 1850.

Para el historiador, el sello cilíndrico es de un valor inestimable ya que las imágenes que produce nos dan por primera vez un retrato de la vida en la antigua Mesopotamia del sur y más allá. Muchos muestran, sin duda, escenas religiosas: dioses y diosas, a menudo inidentificables, entreteniéndose en un paisaje de ríos y montes, palacios y templos, el sagrado rebaño agrupado en torno al establo de junco de la gran diosa (asombrosamente parecido a las casas de cañas construidas hoy en día en los pantanos árabes) o creyentes viajando en barca al templo. Hay grandes momentos de la mitología en donde se nos muestran a probables héroes combatiendo entre ellos o luchando con animales. Otros sellos parecen mostrar instantáneas de la vida cotidiana: animales en los campos, trabajadores en la tienda, tejedores, alfareros y herreros de metal, y, conforme pasa el tiempo, aumenta el número de escenas de batallas e imágenes de violencia militar.

Aunque esos sellos se usaron al principio como logotipos para marcas, rápidamente se convirtieron en marcas de identificación personal, semejantes a las firmas en una sociedad en la que, incluso después de la invención de la escritura, la alfabetización era una destreza reservada para unos pocos. Las impresiones del sello cilíndrico se usaban en documentos variados y para identificar todo tipo de propiedad personal. De hecho, los antiguos explotaron tanto y por todos lados esta escritura que nos recuerda al niño que acaba de aprender a escribir y se empeña en escribir su nombre en todos lados, incluidas las paredes y el mobiliario. Esto nos sugiere que los ciudadanos de Uruk y sus vecinos valoraban el crecimiento de la identidad individual quizá tanto como nosotros. A diferencia de otras muchas culturas, antiguas y posteriores, no les atraía el anonimato; cada persona se esforzaba por dejar su marca personal en el mundo.

Esto sucedió, concretamente, cuando la escritura se extendió a un uso general. Conocemos a más personajes por su nombre propio en Mesopotamia que en ningún otro lugar del mundo antiguo. Escribían nombres en todo tipo de textos: recibos, resguardos de entrega y conocimientos de embarque, en contratos comerciales y sentencias jurídicas, en contratos matrimoniales y en acuerdos de divorcio. El primer y más antiguo autógrafo encontrado fue en un ejercicio de abreviaturas de escribano, en Uruk, alrededor del 3100 a.C., y firmado por detrás: GAR.AMA.

Quizá el ansia por registrar su existencia individual de forma permanente fue lo que llevó a algunos residentes de Uruk a transformar un simple aparato de contabilidad en un sofisticado sistema para grabar las tablillas de arcilla; primero para anotar los primeros acuerdos y contratos, luego sus ideas y creencias, sus canciones y relatos, su poesía y su prosa. Si fue así, el culto a la identidad de los antiguos mesopotámicos cambió el curso del desarrollo humano. La escritura fue, sin duda, el mayor regalo que la ciudad de Gilgamesh dio al mundo.

§. El misterio de la escritura cuneiforme
Según la leyenda, la Septuaginta, traducción griega de la Biblia hebrea, surgió cuando Demetrio de Falero, primer bibliotecario de la biblioteca de Alejandría, en Egipto, instó al emperador Ptolomeo II Filadelfo a adquirir una copia de la Torá judía. En respuesta a la petición del emperador, el alto sacerdote de Jerusalén envió a setenta y dos eruditos (seis de cada una de las doce tribus de Israel) a Alejandría; vivieron en la isla de Faro, haciendo baños rituales cada mañana y, trabajando solos, lograron crear milagrosamente traducciones idénticas. (En realidad, Septuaginta significa setenta, no setenta y dos, pero como dice la vieja broma judía, ¿quién va a contarlos?)

En 1857, probablemente en referencia a esta historia, la Royal Asiatic Society de Londres dio un documento mesopotámico recién descubierto a cuatro de los actuales expertos en el tema de hoy en día: Edward Hincks, Jules Oppert, Henry (más tarde sir Henry) Creswicke Rawlinson y William Henry Fox Talbot (famoso como fotógrafo). Se les pidió que intentaran una traducción sin consultarse entre ellos. El trabajo se presentó sellado y, milagrosamente o no, las traducciones se parecían lo suficiente como para que la Sociedad declarara resuelto el misterio de la escritura cuneiforme: «Los examinadores certifican que las coincidencias entre las traducciones, tanto en sentido general como en la interpretación verbal, fueron muy sorprendentes. En la mayoría de las partes, había una sólida correspondencia en el significado asignado y, a veces, una identidad significativa de la expresión hacia determinadas palabras».

Si los documentos escritos delimitan el comienzo de la historia, el logro de los cuatro descifradores iba a retrasar la fecha de ese comienzo (que hasta entonces se creía que había ocurrido en la época de los antiguos hebreos) hasta miles de años antes de lo que se había imaginado.

La historia de la decodificación de la escritura de Mesopotamia había comenzado medio siglo antes, cuando Georg Grotefend, un profesor alemán de latín de unos veinte años, se apostó con sus amigos en un bar que podía explicar el significado de algunos textos cuneatis qucis dicunt, «es decir, en cuneiforme», reunidos de la antigua ciudad real persa de Persépolis. Su informe a la Royal Society de Göttingen estableció que de los tres tipos de texto diferentes (aunque obviamente relacionados) , uno, escrito en una forma conocida del persa antiguo, era de naturaleza alfabética (cada signo representaba un sonido hablado) y se leía de izquierda a derecha. Mediante la combinación de una indudable genialidad, pura buena suerte y tenaz aplicación, consiguió leer algunos nombres como Darío, Jerjes e Histaspes, y algunos títulos reales.

El segundo paso vino cuando un intrépido oficial de la armada británica, llamado Henry Rawlinson, igual de joven, arriesgó su vida al trepar la ladera de un precipicio en Behistún, en el noroeste de Persia, para copiar una extensa inscripción dejada por el emperador persa Darío, alrededor del 500 a.C. Este texto también resultó trilingüe.

A partir del trabajo de Grotefend, la antigua versión persa del mensaje de Darío pudo traducirse bastante rápido, haciendo posible abordar los otros lenguajes grabados en la roca. El segundo en descifrarse resultó ser escritura silábica; cada símbolo significaba una combinación de sonidos, como «a», «ba», «ab» o «bab», etc. La traducción realizada con la ayuda del texto persa mostró que se trataba de un lenguaje desconocido al que después llamaron elamita, cuando se encontraron otros documentos con esa escritura en una parte de Persia antiguamente llamada Elam.

Sin embargo, la tercera variedad de cuneiforme hallada en Behistún fue mucho más difícil de resolver. Tenía gran cantidad de símbolos, de mayor amplitud que en los otros dos escritos. No era alfabético ni totalmente silábico. Los mismos signos, combinaciones de marcas en forma de cuña, se usaban unas veces como logógrafos (es decir, que se leían como palabras completas, como por ejemplo en el chino moderno), y otras veces como símbolos que indicaban los sonidos del habla. Algunos signos designaban varias cosas diferentes, y se leían también con varios sonidos diferentes. Algunos sonidos estaban representados por varios signos diferentes. Había símbolos que parecían no tener significado por sí mismos, sino que estaban allí precisamente para especificar el sentido general del símbolo que había antes o después; es lo que los filólogos de ahora llaman determinativos o clasificadores. De esta manera, una cuña vertical siempre acompañaba al nombre de la gente; una en forma de estrella, a los nombres de los dioses, y otro código acompañaba a los nombres de los lugares, pero no siempre. El gran asiriólogo francés Jean Bottéro tenía buenos motivos para describir la escritura cuneiforme como «endiablada».

No obstante, los investigadores establecieron finalmente que esta escritura representaba una lengua semítica y, por tanto, relacionada con el antiguo fenicio, el hebreo bíblico y el árabe moderno. Este entendimiento permitió a tres expertos entregar traducciones equivalentes al desafío de la Sociedad Real Asiática en 1857. (Llamaron asirio a esta escritura, por el sanguinario imperio bíblico. Actualmente se denomina escritura acadia, de la que el babilonio y el asirio son los dialectos del sur y del norte.)

Sin embargo, aquí no acaba la historia. Conforme leían más textos, los estudiosos se dieron cuenta de que en el sistema de escritura acadia subyacía otro estrato de lenguaje más antiguo que nadie había sospechado antes. Este descubrimiento surgió a causa de los muchos signos que se usaban igualmente como ideogramas o como sílabas pronunciadas. A veces, el signo que normalmente significaba «buey», expresaba el sonido gud. Otro que significaba «separar», sonaba tar. «Boca» representaba a veces la sílaba ka. Pero no se encontró ninguno de estos sonidos en las lenguas semíticas, en donde «buey» era alp, «separación» era paras y «boca» era pu. Por tanto, los creadores originales de este sistema de escritura tuvieron que ser gente en cuyo lenguaje «buey» fuera gud, «separar» fuera tar y «boca» fuera ka.

Al principio hubo gran resistencia al intento de arrebatar a la lengua semítica su lugar de primera lengua del Oriente Medio. El líder de la oposición fue un francés judío orientalista de Adrianópolis, Joseph Halévy, que se hizo famoso al explorar el sur de Arabia presentándose como un rabino de Jerusalén que recolectaba limosnas para los pobres.

Los judíos europeos sólo se habían ganado el respeto recientemente por estar asociados con los orígenes semíticos de la civilización. Halévy se escandalizó por el desplazamiento de sus antepasados semitas de esa posición y el ascenso en su lugar de una advenediza nación sumeria recién descubierta. Se negaba a creer que hubiera habido tal gente, sosteniendo que la escritura sumeria sólo era un código secreto diseñado por sacerdotes semitas para mantener al pueblo en la ignorancia. La publicación de su libro, Le Sumérisme et l’Histoire Babylonienne (Corrientes sumerias y la historia de Babilonia), en 1900, provocó un famoso altercado cuando dos distinguidos académicos se atacaron con paraguas en el vestíbulo de la École des Hautes Études de París.

El asunto se resolvió en 1905 con la publicación de una traducción coherente y convincente de un conjunto de inscripciones sumerias que lograron reconstruir gran parte de la gramática. El sumerio resultó ser un lenguaje muy extraño que no formaba parte de ningún grupo lingüístico conocido, con una sintaxis poco común y un léxico consistente en su mayor parte de palabras de una sílaba (en algunos casos, hasta diez palabras diferentes, todas pronunciadas igual). De esta manera, «A» significa agua, canal, inundación, lágrimas, semen, descendientes o padre; «E» era casa, templo o parcela de tierra; «U» se traducía como planta, verduras, hierba, comida, pan, pasto, carga, sueño, fuerte, poderoso, alimentar o apoyar. Luego se podían unir para formar más palabras: e (casa) más un (cielo o firmamento) , daba Eanna, Casa del Cielo, el gran templo de la diosa de Uruk; lu (hombre) más gal (grande), creaba lugal (gran hombre, señor o rey).

Los estudiosos han seguido preocupándose por este asunto. Algunos piensan que estas sílabas aparentemente iguales estaban diferenciadas, como en chino, por variaciones en el tono o el acento. A finales de los ochenta, Jean Bottéro sugirió que el vocabulario monosilábico podía ser un espejismo causado por el hecho de que los inventores de la escritura anotaban sólo la primera sílaba de cada palabra: a esto lo llamó «acrofonía». Recientemente, un estudioso danés propuso que el sumerio podría haber sido un lenguaje criollo, el resultado de niños aprendiendo como lengua materna una jerga, un lenguaje mezclado para permitir a los hablantes de distintas lenguas (en este caso, las multi-etnias fundadoras de Eridú, Uruk y sus vecinos) comunicarse entre ellos en un nivel básico. De ahí que posteriormente fuera venerado como el lenguaje de los fundadores de la civilización.

No hay acuerdo total sobre los orígenes de la escritura sumeria. Actualmente, las líneas del debate se perfilan entre aquellos que ven su surgimiento como la culminación de proceso gradual de miles de años, un sistema antiguo de llevar la cuenta de los animales y productos básicos, que originariamente se hacía con guijarros y luego con fichas de arcilla que acabaron por ser selladas en recipientes de arcilla para protegerlas. Al principio, las fichas se imprimían fuera del sobre para mostrar lo que contenía. Posteriormente se dibujaron sus imágenes en la arcilla con una vara puntiaguda. Finalmente, se abandonaron las fichas, dejando sólo el «sobre» en forma de tablilla de arcilla, como registro permanente.

Otros creen que la escritura fue uno de esos saltos cuánticos tan característicos de los innovadores mesopotámicos del sur, que aparecía de repente hacia el final del cuarto milenio a.C. y en unos pocos siglos evolucionó de la taquigrafía rudimentaria a un sistema sofisticado capaz de registrar poesía y prosa literaria, así como contratos y contabilidad de negocios.

Sin embargo, existe un acuerdo general de que, en principio, y de forma bastante irónica, la declaración de Joseph Halévy tenía algo de verdad. Los primeros textos no eran realmente escritura en absoluto, sino que eran, de hecho, una especie de código. Los primeros signos no representan un lenguaje, sino cosas. Hay registros de negocios anotados por medio de dibujos simplificados de artículos entregados o recibidos: animales, gente, productos básicos. El dibujo de la cara de un buey significaba un buey, mientras que una imagen de un cuenco de borde biselado significaba comida. La imagen no tenía que corresponderse con el objeto en sí: un dios era representado por una estrella, y un templo podía querer representar un plano de planta baja.

En sus primeras fases, el sistema sólo proporcionó un memorándum personal simplificado, una mnemotécnica más bien ambigua, como «Dos | Oveja | Templo | Dios | Inanna». Además, los oficiales o administradores que escribían estas notas tenían, sin duda, sus signos preferidos y sus maneras de dibujarlos. Para que los símbolos fueran verdaderamente útiles tenían que hacerlos reconocibles para cualquiera que los viera, debían estandarizarse mediante un acuerdo común. De ahí surgieron las «listas léxicas», los largos registros de títulos, trabajos, animales y productos básicos; eran el equivalente de los diccionarios, que serían la base para la educación del escribano y aseguraban que todos usarían exactamente la misma imagen para un buey, un cuenco de comida, una oveja, un templo o una deidad.

A partir de esta simple fundación, el amplio repertorio de símbolos se acumuló definitivamente a través de los siglos: varios miles. Pero tenía que haber un límite. El número de artículos que necesitaban simbolizar era, en principio, infinito; posiblemente nadie podría haber recordado todos los signos de cada objeto concreto en el mundo. Sin embargo, hubo una fácil solución a este problema; una solución familiar para nosotros desde nuestro mundo y nuestro uso de las imágenes.

Tomemos como ejemplo el icono de un avión. En una terminal de aeropuerto, puede usarse para indicar la zona de llegadas y salidas; en una señal de tráfico, puede significar la dirección del aeropuerto o precaución por aviones volando a baja altura; en un anuncio puede referirse a vacaciones en grupo o a un viaje al extranjero en general. En otras palabras, el significado del icono puede extenderse fácilmente del «avión» a «volar», a «vacaciones», a «viaje» y, sin duda, a otras muchas ideas relacionadas. De la misma manera, en el temprano sistema de signos de Uruk, el dibujo de una pierna reducida podía significar no sólo el miembro en sí, sino también «pie», «andar», «ir», «posición», «patada», etc. El contexto indicaba cuál utilizar. Y cuando no bastaba con ampliar el significado, los signos se combinaban para hacer pequeñas composiciones de imágenes. Un cuenco con comida cerca de una cabeza significaba «comer», y «mujer» más «montaña» (tres pequeñas colinas), al principio significaba «mujer extranjera» y luego, «esclava extranjera».

Se diseñaron algunas combinaciones para distinguir los distintos significados de un signo. Por tanto, el dibujo de un arado se combinaba con el signo de un hombre para significar «labrador» o con el signo de «madera» para referirse al instrumento en sí, que estaba hecho en madera; los nombres de los dioses tenían como prefijo el símbolo de «dios», el de una estrella. A estos signos se los conoce como determinativos y se usaron mucho en el desarrollo posterior de los escritos.

Generalmente aquí trabajaba el Homo ludens, pues hay algo lúdico en la manera en que los signos fueron diseñados. Por ejemplo, son muy divertidas varias combinaciones que incluyen el signo para «cabeza» con el símbolo para «furia»: una cabeza con los pelos disparados de punta. El concepto «mujer» pudo estar ilustrado de muchas maneras, pero alguien eligió representarla por su triángulo púbico, mientras que el signo para «hombre» parece ser un pene eyaculando.

Sin embargo, dibujar a pulso con una herramienta puntiaguda exige una destreza gráfica y no se podía esperar que todos los escribas fueran expertos dibujantes. Con el tiempo, los dibujos se parecían cada vez menos a sus imágenes y parecían cada vez más símbolos estilizados, y finalmente, perderían toda conexión reconocible con los objetos que describían originariamente. En lugar de dibujar con una punta, se grababa en la arcilla con un punzón de sección triangular o cuadrada, que creaba las marcas en forma de cuña de las que proviene el nombre cuneiforme. Y durante el proceso, los signos perdieron cualquier cualidad desenfadada que pudieran haber tenido en su origen.

No obstante, el siguiente paso, que fue el auténticamente revolucionario, esa pérdida se vio recompensada con creces. Y con toda probabilidad debió pasar primero como una broma.

Con todo lo útil que pudiera ser, todo lo que se había inventado hasta el momento era una técnica para anotar cosas, artículos u objetos, pero no un sistema de escritura. Un registro de «Dos | Oveja | Templo | Dios | Inanna» no nos dice nada sobre si la oveja había sido entregada o recibida en el templo, o si están muertas o son bestias vivas, o cualquier otra cosa sobre ellas. Sin embargo, para la finalidad administrativa parecía ser suficiente. La Mesopotamia de los comienzos era una sociedad oral, en donde se valoraba mucho la memoria. Todo lo que se necesitaba era una simple nota, algo tan neutro como un signo de un dedo apuntando a la izquierda, que podía leerse como «ir a la izquierda», «á gauche», «links gehen», «a sinistra», «впево» o « 003.jpg». Para ser más precisos se debería usar el lenguaje de verdad, pero durante mucho tiempo la idea de representar el habla real mediante marcas en arcilla simplemente no se le ocurrió a nadie.

Me parece lo más verosímil que el verdadero salto que hizo avanzar a la escritura desde el registro de cosas hasta el registro de sonidos del habla, o, al menos, la idea que lo inspiró, surgiera inicialmente como puro entretenimiento. El lenguaje sumerio, lleno de homófonos (palabras diferentes pronunciadas igual o más o menos igual), debió ser muy estimulante para los aficionados a los juegos de palabras. El hecho de que, entre cientos de otros ejemplos, la palabra para «flecha» y la palabra para «vida» suenen igual (ti), o que las palabras para «junco» y «renovar» se pronunciaran gi, debió dar pie a muchas burlas orales. Es fácil imaginar a algún gracioso entre los burócratas del templo de Sumeria aplicando el mismo sentido del humor a los signos escritos en una tablilla de arcilla y sacando de la nota algún juego de palabras o un significado cómico, tal vez un equivalente antiguo de un sketch cómico televisivo de los setenta, en el que un cliente que entra a una ferretería lee «tenedores» en su lista de compras, pero el tendero oye «encendedores».

De broma o no, tropezaron con el hecho de que no todas las cuestiones podían registrase con dibujos —cómo se puede hacer una imagen para «vida»— o para lo que no se había inventado ningún signo. En Sumeria había un tipo de tambor llamado tigi; se representaba como una flecha, ti, más una caña, gi. (Es una pena, ya que no podemos hacernos una idea de cómo era el aspecto de un tambor tigi.)

Una vez concebida la idea, se podría pensar que la utilidad de escribir signos no para cosas sino para palabras, y por tanto para representar sonidos, debió haber sido reconocida rápidamente. Sin embargo, parece que transcurrieron varios siglos para que se regularizara el nuevo método. No obstante, con el transcurso del tiempo, el principio de sonidos-no-cosas quedó firmemente establecido, aunque los fonogramas (signos para sonidos) nunca desplazaron completamente a los logogramas (signos para cosas) en los textos escritos, mientras la escritura cuneiforme continuó en uso.

La auténtica utilidad de los fonogramas no estaba en el hecho de poder expresar palabras que no podían retratarse, como «vida» o un «tambor tigi», sino en la expresión de esos elementos del lenguaje que son esenciales pero no tienen significado en sí mismos: «hacia», «con» o «por», por ejemplo, y también en lo que los filólogos llaman morfemas: prefijos, sufijos y partículas que todo auténtico lenguaje utiliza para dar forma a sus frases, para distinguir el singular del plural, el presente del pasado, la activa de la pasiva y, también, para ampliar sus significado, como cuando se añade «idad» a «feliz» para crear «felicidad». Como el sumerio parece que fue un lenguaje muy monosilábico, siempre podía encontrase una palabra para la que existía un signo y que se parecía lo suficiente a la partícula como para representarla por escrito.

De esta manera, con el tiempo se desarrolló una escritura eficaz y elegante, capaz de expresar íntegramente el lenguaje sumerio, aunque nunca fue un sistema simple ni fácil de aprender. Los escribas necesitaron muchos años de estudio y práctica para poder dominar todos sus recursos de forma eficaz, y más aún para hacerlo creativamente. Parece como si esas dificultades se hubieran conservado con afecto. Mientras que los elamitas, los persas, y los ciudadanos de Ugarit simplificaban sus signos y reducían su número, creando finalmente un alfabeto corto en el que cada símbolo representaba únicamente un sonido, los mesopotámicos insistieron en conservar la panoplia completa de las complicaciones barrocas del cuneiforme durante los tres milenios de existencia de su civilización. Los alfabetos debieron parecerles una forma de escritura vacía y empobrecida. La riqueza de los signos cuneiformes, su ambigüedad y sus múltiples significados contribuyeron tanto al efecto general del texto que codificaban como la caligrafía refinada a la literatura del Lejano Oriente.

La escritura cuneiforme, evidentemente, no sólo se usaba para altos fines literarios. También anotó los primeros registros contemporáneos de gente y acontecimientos. En lo sucesivo, todo lo que pase en el mundo nunca será olvidado. Y aunque sería muy apreciado por los arqueólogos 5.000 años después, el verdadero impacto de este desarrollo tuvo lugar en su propio mundo, que fue radicalmente transformado.

También encontramos un escalofriante presagio de nuestra propia época. Al igual que podemos comparar muy de cerca la revolución tecnológica y política de Uruk con nuestra reciente revolución industrial, también puede verse en la evolución de una simple técnica de contabilidad a un medio efectivo de comunicación la prefiguración de la era posmoderna. Un diseño administrativo sin pretensiones, las máquinas tabuladoras de tarjetas perforadas electromecánicas, inventadas por el ingeniero de minas Herman Hollerith para el censo de 1890 de Estados Unidos, inició un proceso que ha conducido, paso a paso, al Un mundo feliz de la era de la información actual. Al final del cuarto milenio a.C., una simple técnica de contabilidad que utilizaba fichas de arcilla fue convertida, en la ciudad de Gilgamesh, en un sistema de escritura sofisticado, versátil y flexible, la proeza que señala el verdadero comienzo de la historia.

Pero en todo nuevo comienzo, hay un final de lo que vino antes. Se dibuja una línea divisoria. Eso fue entonces; esto es ahora.

Capítulo 4
El Diluvio
Una cesura en la historia

§. El relato caldeo de la inundación
Entre la era del mito y el tiempo de la leyenda cae el diluvio; entre la tradición oral y el registro escrito yace el Diluvio. Y entre el asentamiento mesopotámico del origen del mundo en Génesis 1-9 y el relato cananita de los patriarcas nómadas por el desierto que sigue a Génesis 12, la Biblia hebrea nos habla de Noé, su Arca y sus descendientes.

La historia del exterminio divino de toda criatura que respire aire, a excepción de un solo hombre, su familia y lo que éste pudiera rescatar en su gigante bote salvavidas es central en el concepto judeocristiano e islámico de la historia humana. El arzobispo James Ussher, primado de toda Irlanda a principios del siglo XVII, dedujo, en un virtuoso despliegue de matemáticas devotas, que el arca encalló en el monte Ararat el miércoles 5 de mayo de 1491 a.C. Desde entonces, han partido más de doscientas expediciones a Armenia en busca de los restos del Arca; parece que los exploradores esperaban encontrar vestigios de materiales que, según Ussher, habrían sobrevivido a través de 3.500 años de exposición a los elementos. No obstante, unas cuarenta expediciones han vuelto con testimonios de primera mano de estructuras de madera que recordarían a porciones de un navío congelado bajo hielo glacial o incrustado en las rocas.

Incluso los que no aceptan literalmente el relato bíblico ni pueden aceptar la idea de un castigo divino universal por el pecado irredimible de la humanidad, creen que el relato está basado en algún desastre real con un auténtico trasfondo histórico. Una de las propuestas plantea que la historia recuerda a la inundación del golfo Pérsico; éste había sido el valle seco de un río hasta que el mar Arábigo creció y cubrió el suelo rocoso a lo largo del estrecho de Ormuz. Habría ocurrido hacia el 10000 a.C. Otra propuesta sugiere la afluencia del Mediterráneo hacia la cuenca del mar Negro (hace 7.500 años, cuando éste contenía sólo un lago de agua dulce de menor tamaño). Una ponencia presentada ante la Geological Society of America en el año 2003 sugirió: «Es posible que este diluvio afectara a la gente del Paleolítico tardío de manera tan profunda que generara la leyenda del Gran Diluvio».

El convencimiento de que la historia del diluvio de Noé reflejaba acontecimientos históricos fue reforzado en 1827 cuando se anunció que los antiguos asirios también habían contado un relato que presentaba coincidencias asombrosas con el relato del Génesis. Todos los elementos de la versión bíblica estaban ahí: la advertencia al elegido que debía salvarse, la construcción de un bote gigantesco, la tormenta, el diluvio, las aguas en calma, la llegada a una montaña, el envío de aves: una paloma, un cuervo. Y después el sacrificio del que Dios «percibió un grato aroma».

El descubrimiento de este antecedente asirio tuvo un mayor aliciente porque el descubridor fue uno de esos extraordinarios autodidactas aficionados que no suelen darse en la academia inglesa. Se llamaba George Smith. Nació en 1840 y abandonó el colegio a los catorce años para convertirse en aprendiz de una compañía de grabadores de billetes junto al British Museum. Puede que ese trabajo manual tan concienzudo y meticuloso no fuera suficiente para su inquieto intelecto; dedicaba la mayor parte de sus horas de comer y mucho tiempo por las tardes a explorar y estudiar las colecciones de Oriente Medio del Museo. Dos acontecimientos le inspiraron: un encuentro casual con el célebre sir Henry Rawlinson, uno de los hombres a quien se atribuye la decodificación del manuscrito mesopotámico, y el comentario pasajero de un asistente del Museo, que se quejaba de que nadie se esforzaba por descifrar «esas huellas de pájaros» grabadas en las miles de tablillas de arcilla del almacén. Esto le llevó a aprender por su cuenta asirio y acabar leyendo cuneiforme. Los especialistas del Museo estaban atónitos porque el joven trabajador parece que sólo necesitó unos cuantos meses. Observaron que Smith no parecía basar sus traducciones en la familiaridad con el vocabulario y la sintaxis, sino en una especie de segunda mirada, intuitiva e inspirada. Tras su prematura muerte a los treinta y siete años, en su obituario se alababa «el maravilloso instinto por medio del cual el señor Smith establecía el sentido sustancial de un pasaje en las inscripciones asirias, sin ser siempre capaz de dar un análisis filológico de las palabras que contenía; por este motivo recibió el título de “cerrajero intelectual", como se le llamaba a veces».

Smith no tardó en protagonizar varios descubrimientos espectaculares, y Rawlinson, fuertemente impresionado, sugirió a los administradores del Museo que se concediera a Smith un empleo oficial. El joven recibió un puesto de ayudante en el departamento de asiriología y ahí alcanzó fama internacional cuando comenzó a traducir lo que resultó ser parte de la décima tablilla de la Epopeya de Gilgamesh, desenterrada en Nínive, al norte de Iraq. «Al mirar la tercera columna —escribiría más tarde—, descifré la afirmación de que la nave descansaba en las montañas de Nizir, seguida por el relato del envío de la paloma que no encontró asiento y volvió. Vi de inmediato que, como mínimo, había descubierto un fragmento de la versión caldea del Diluvio.»

Lamentablemente, la tablilla que Smith trabajaba estaba rota y se habían perdido algunos versos cruciales. Sin embargo, presentó sus hallazgos en una conferencia en la Society of Biblical Archaeology en 1872, contando con nada menos que el primer ministro Gladstone entre el público. Al presentir una buena tirada, el Daily Telegraph se ofreció a costear una expedición al lugar en Nínive en lo que se podría considerar una misión inútil: localizar el fragmento que se había perdido. De esa manera, Smith partió hacia Oriente Medio y tras muchas aventuras llegó al montículo de Kouyunjik, donde un día se erguía el palacio septentrional del emperador asirio Asurbanipal.

Encontró una imagen de absoluta devastación. Como escribió en su libro, Descubrimientos asirios:

Había una gran fosa hecha por anteriores excavadores de la que habían salido muchas tablillas; esta fosa se había usado como cantera tras clausurarse las últimas excavaciones y de ahí se habían extraído con regularidad las piedras para la construcción del puente Mosul. Ahora, el fondo de la fosa estaba lleno de incontables fragmentos de piedras, cemento, ladrillos y arcilla, todo ello en la confusión más tremenda.

Apartó varias de esas rocas con una palanca e hizo todo lo que pudo por recuperar todos los pedazos de tablillas que encontró, aunque sin demasiada esperanza de obtener algún éxito. Al final del día:

Me senté a examinar la colección de fragmentos con inscripciones cuneiformes de la excavación diurna, sacando y cepillando la tierra de los fragmentos para leer sus contenidos. Al limpiar uno de ellos encontré, para mi sorpresa y satisfacción, que contenía la mayor parte de los diecisiete versos de inscripción pertenecientes a la primera columna del relato caldeo del Diluvio y que encajaban en el único espacio en que teníamos un agujero importante en la historia. Cuando publiqué por primera vez el relato de esta tablilla, había supuesto que a la historia le faltaban unos quince versos y ahora, con este pedazo, podía reconstruirla casi por completo.

(Ese fragmento de la tablilla puede encontrarse en el British Museum, rigurosamente etiquetado en tinta negra como «DT», Daily Telegraph.)

De esta manera quedó comprobado que mucho antes de que se hubiera escrito el Génesis, los antiguos mesopotámicos ya habían contado la historia de un diluvio universal enviado por decreto divino para destruir a la humanidad. Enseguida se descubrirían otros textos con relatos similares en distintas lenguas (sumerio, antiguo acadio, babilonio) y distintas versiones. En la más antigua, encontrada en una tablilla de la ciudad de Nippur (fechada cerca de 1800 a.C. y escrita en sumerio), el papel de Noé lo desempeña el rey de Shuruppak, llamado Ziudsura o Ziusudra, que significa «El vio vida», porque los dioses le habían premiado con la vida eterna. En otra, escrita en acadio en el siglo XVII a.C., el protagonista se llama Athrasis, que significa «Sabio en extremo».

No obstante, las versiones mesopotámicas difieren de la Biblia hebrea en un aspecto importante: los motivos por los que Dios envió el Diluvio. La razón que da el Génesis es la maldad humana. La epopeya de Athrasis, por el contrario, explica que Enlil, el dios supremo, decidió destruir la humanidad a causa del insomnio:

... la tierra se extendió y las gentes se multiplicaron.
La tierra bramaba como un toro, el dios se inquietó con su alboroto.
Enlil oía su rumor.
Y se dirigió a los grandes dioses:
—El ruido de la humanidad se ha vuelto demasiado intenso para mí, con su alboroto se me arrebata el sueño.

Intentó sin éxito distintas maneras de librarse de la humanidad antes de decidirse por un diluvio universal. Hay quien ha intentado darle un sentido ético a este pasaje, entendiendo ese «ruido» como la iniquidad o el pecado. Pero ¿no sería más bien al contrario? ¿No habría demasiada oración y sacrificio por ahí para el descanso de Enlil? Recordemos la reacción de Dios a quienes le molestan en Isaías, 1:11-14.

¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? —dice Yahveh—. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada.
Cuando venís a presentaros ante mí, ¿quién ha solicitado de vosotros esos golpes en mis atrios?
No sigáis trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable. Novilunio, sábado, convocatoria: no tolero falsedad y solemnidad.
Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar.

La Biblia puede no ser concluyente como único testimonio, pero al tener narradores supuestamente independientes que concuerdan en que realmente hubo un diluvio universal, su autenticidad histórica estaría probada. Sólo hacía falta encontrar una confirmación física, y esto ocurrió el 16 de marzo de 1929, cuando el arqueólogo Leonard Woolley anunció en una carta al Times que había descubierto evidencias del diluvio de Noé.

Como más tarde escribiría en su best setter Excavación en Ur, descendía por una fosa hasta que, un metro más abajo, «ya no había fragmentos de vasijas, ni cenizas, sólo simple barro; la obrera árabe del fondo del pozo me dijo que había llegado a suelo virgen». Para Woolley aquello no tenía sentido y persuadió a la trabajadora para seguir excavando. Después de dos metros y medio en donde sólo había lodo, se llegó a un estrato más bajo que mostraba de nuevo signos de ocupación humana.

Otra vez me metí en la fosa, examiné los costados, y para el momento en que tomaba notas, ya tenía bastante claro de qué se trataba. Sin embargo, quería ver si otros llegarían a la misma conclusión. Así que traje a dos miembros de mi equipo y, tras señalarles las circunstancias, les pedí su opinión. No sabían qué decir. Mi mujer vino y echó una ojeada; le pregunté lo mismo y mientras se marchaba comentó con despreocupación: «Evidentemente es el Diluvio». Esa era la respuesta correcta.

Era una historia magnífica que ayudó a Woolley a extender su fama, por la que rivalizaba con el egiptólogo Howard Cárter, cuyo descubrimiento en 1922 de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes lo había convertido en una figura destacada. Sin embargo, la versión de Woolley no era exacta.

Un magnífico ensayo de un estudiante de quince años, Jacob Gifford Head, ganador del Premio Wainwright de Oxford en la categoría de Arqueología de Oriente Próximo, en 2004, señala que en realidad fue el ayudante de Woolley, Max Mallowan (que más tarde se convertiría en «el señor Agatha Christie») quien supervisó la excavación, y sus notas ofrecían una versión diferente, mucho más sobria. El joven ensayista cita la carta de un oficial de Asuntos Internacionales a la Alta Comisión iraquí, en 1928, en la que enfatiza el deseo de «estimular el interés por la arqueología en Iraq y mirar por el incremento de fondos para excavaciones ulteriores». Concluye afirmando que Woolley era un acendrado publicista de sí mismo, cuya versión del Diluvio fue fabricada con el propósito de promoverse «a sí mismo y a su especialidad ante los ojos del público». Cualquier académico que se vea forzado a atraer fondos para su especialidad y se sienta obligado por sus superiores a «publicar o morir», entenderá seguramente las mistificaciones de Woolley. Si hubiera anunciado que no había encontrado pruebas del Diluvio, sino de un diluvio, uno de los (al menos) dos que inundaron Ur con varios siglos de diferencia, ¿quién se habría interesado? Lo mismo pasaría si hubiera dicho que en muchas ciudades del sur (aunque no en todas) podían hallarse estratos de diluvios similares, de diverso grosor, pero fechados en distintos momentos. Algunos lugares, como Eridú, a sólo once kilómetros de Ur, no muestran signo alguno de inundación.

Los creyentes se preguntan por qué todos los colectivos antiguos de Oriente Medio concuerdan (aunque los detalles concretos varíen) en que hubo un diluvio abrumador que asoló por completo su mundo, dejando tan sólo un puñado de supervivientes. Un acontecimiento así, con todo el miedo y terror que conlleva, no podría olvidarse, pasase cuando pasase; el relato debió pasar de generación en generación hasta que finalmente fue escrito en sus varias versiones.

Basada o no en un desastre auténtico, había otra razón más importante para que los mesopotámicos contaran continuamente la historia del Diluvio: desempeñaba una función central en la visión que los antiguos tenían de su historia. Para los sumerios, el Diluvio era el límite de referencia que separaba el período prealfabético del período alfabético, la edad del mito de la edad de la historia. Más aún, era el intervalo de tiempo que había entre la Mesopotamia que seguía el liderazgo cultural e ideológico de Uruk y la siguiente época, momento en que Sumeria, el extremo meridional de la planicie mesopotámica, se convirtió en una región de ciudades-estado autónomas que siguieron su propio rumbo.

Las investigaciones arqueológicas señalan cambios trascendentales en torno al 3000 a.C. Parece que de repente se interrumpió el contacto entre los diversos centros de civilización distribuidos a lo largo de la cuenca mesopotámica. Se cortaron rutas comerciales, como la de las minas afganas de lapislázuli. Los puestos de avanzada de Uruk desaparecieron de toda la región: de Irán, Siria, Anatolia. En pueblos y aldeas meridionales, la gente volvió a las antiguas costumbres; se reincorporaron las dietas alimenticias más antiguas; se abandonó la contabilidad; se olvidó el arte de la escritura. En el corazón de Uruk, los restos enterrados sugirieren que la agricultura fue practicada con menos cuidado: el grano estaba lleno de malas hierbas y el suelo contaminado de sal. Se redujo severamente la esperanza de vida. Los asentamientos rurales fueron abandonados, bien porque la gente se marchó a la ciudad, bien porque adoptó el nomadismo. En la propia Uruk, los campesinos se apropiaron de las tierras que pertenecían a los templos, demolieron las construcciones monumentales del área de Eanna y las reemplazaron por terrazas y construcciones de junco.

Todo apunta al derrumbe de la ideología de Uruk: el sistema social casi igualitario y la administración de la economía del templo que había sostenido con éxito el dominio cultural de la ciudad a lo largo de siglos. Los acusados de causar el desastre fueron los sospechosos habituales. El cambio meteorológico trajo climas más fríos y secos: ya no caía la lluvia necesaria para regar directamente las laderas de las montañas ni para mantener un caudal suficiente de los ríos que propiciase un regadío efectivo. Extranjeros hostiles y codiciosos lanzaron ataques e invasiones: se levantaron numerosas fortificaciones alrededor de asentamientos periféricos. Las murallas siguieron siendo de tres metros de ancho, coronadas con atalayas, atravesadas por puertas y reforzadas por una sólida pared de ladrillo de metro y medio para proteger Habuba Kabira, una antigua colonia de Uruk a orillas del Éufrates, en el norte de Siria.

No obstante, éstos sólo son factores externos vinculados al declive de Uruk. También hay indicios de que las cosas no iban del todo bien en su interior. En nuestro propio tiempo observamos algunas de las presiones que pueden recaer sobre sociedades supuestamente igualitarias que manejan economías controladas; vemos que lo que comienza con la libre conformidad, con una ideología utópica, a menudo puede terminar en rebelión y resistencia. La tiranía que se despierta casi siempre es inestable y suele incrementar la pobreza.

En cualquier caso, el predominio de la perspectiva de Uruk no se había conseguido a través de la persuasión pacífica. Una reciente expedición a cargo de la Universidad de Chicago y el Departamento de Antigüedades sirio en el enclave de Hamoukar, en la Siria moderna, encontró una zona de guerra devastada. Clemens Reichel, el codirector norteamericano, la catalogó como «no precisamente una pequeña escaramuza», sino como «“sorpresa y conmoción” en el Cuarto Milenio a.C.». Las paredes de tres metros de la ciudad habían sido atravesadas por disparos de catapulta, los edificios habían sido incendiados y los habitantes masacrados. «Es probable que los pobladores del sur ofrecieran alguna interpretación a la destrucción de esta dudad. Había numerosas fosas de gran tamaño que contenían mucha cerámica del sur de Uruk incrustada en la metralla que cubría los edificios. La imagen es sobrecogedora. Aunque los habitantes de Uruk no fuesen los que disparaban a las catapultas, sí que se beneficiaban de ello. Se apropiaron del lugar nada más terminar su destrucción.» Más tarde, hacia el final de la era, se necesitaron métodos agresivos para reforzar la autoridad del sistema incluso en territorio sur.

La tablilla de Uruk que contiene la firma más antigua que conocemos es un ejercicio escolar de escriba que enumera una serie de títulos oficiales y profesiones. La primera entrada, presumiblemente el rango más elevado, dice NAM GIS SITA, que significa Señor del Mazo, el arma de corto alcance preferida del momento. Es un título que más tarde significaría rey. Las imágenes de los sellos cilíndricos muestran cómo se administraban castigos severos. Un ejemplo habitual representa las palizas a prisioneros cuyos brazos están atados a la espalda, mientras uno de ellos suplica al oficial a cargo, que observa sosteniendo una lanza. No se trata de una escena bélica; los prisioneros no parecen guerreros sino obreros. Existe la tentación de interpretar el castigo en conexión con la intensificación forzosa de la agricultura que se habría hecho necesaria a causa de la creciente población urbana. Paradójicamente, el resultado fue la reducción de la productividad del suelo, en lugar de su incremento, al igual que ocurrió en el siglo XX con el programa de colectivización de la Unión Soviética.

La salinización, que atrae sales minerales del subsuelo a la superficie del suelo y arruina la tierra de cultivo, es uno de los peligros constantes de la irrigación, como han comprobado los modernos científicos del desarrollo. La salinización fue un problema especialmente grave en la antigua Sumeria porque los grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, llevan una carga de minerales fuera de lo común. Durante muchos siglos, los granjeros mesopotámicos habían aprendido a lidiar con el problema, como hoy en día hacen sus descendientes. Salían adelante dejando los campos en barbecho en años alternos. El profesor McGuire Gibson de la Universidad de Chicago lo explica así:

Como resultado de la irrigación, la capa freática de un campo cercano a la cosecha se halla cerca de medio metro bajo la superficie... Las plantas silvestres obtienen hidratación de la capa freática y secan progresivamente el subsuelo hasta el invierno... En primavera, como el campo no está irrigado, las plantas siguen secando el subsuelo hasta una profundidad de dos metros... Como son legumbres, las plantas además insertan nitrógeno en la tierra y retrasan la erosión eólica de la superficie del suelo. En otoño, cuando el campo se presta otra vez al cultivo, la sequedad del suelo permite que el agua del regadío arrastre la sal de la superficie y se la lleve más al fondo, donde queda atrapada y resulta inocua.

No es difícil imaginar a las autoridades del templo enfrentadas a un número creciente de bocas que alimentar, insistiendo en un Gran Salto Adelante[1] en la producción del grano y prohibiendo lo que les parecía una práctica que desperdiciaba la mitad de la tierra anual disponible (los administradores del templo no sabían mucho de agricultura). Para salirse con la suya, es probable que utilizaran la fuerza. La epopeya de Athrasis describe las inevitables consecuencias:

Los campos negros emblanquecieron, el ancho plano se ahogó de sal.

Un año comieron hierba;
el segundo año sufrieron picores.
Llegó el tercer año.
Su gesto [se torció] de hambre,
[Estaban] al borde de la muerte.

Las sociedades complejas muy organizadas son máquinas delicadas. No se necesita mucho para arruinarlas. «A falta de un clavo... el reinó cayó», como dice una vieja rima. Las civilizaciones que se basan en la ideología son incluso más frágiles que otras. Como nos ha mostrado la historia del siglo XX, el fin se acerca cuando la gente deja de creer en el sistema; no hay coerción que pueda sostenerlo indefinidamente. Cuando los habitantes del Uruk tardío miraban a su alrededor y veían sus campos arruinados, sus compañeros coaccionados, un exterior incapaz de ofrecer resistencia bélica... debieron empezar a cuestionar las convicciones con las que habían sido adoctrinados tan eficientemente durante tanto tiempo. Su mundo se vino abajo tanto por las presiones externas como por la pérdida de fe en los beneficios de sus creencias y en la capacidad de su ideología para asegurarles una vida feliz.

Los súmenos de la época tardía no recordaban (o prefirieron no recordar) nada de esto. No encontramos ninguna referencia explícita en los mitos, leyendas y epopeyas que nos han llegado. Quizá porque la escritura estaba aún en una fase primitiva y se usaba para la contabilidad antes que para el registro de la historia. Parece que sólo disponemos de una oscura indicación de la gran pérdida de fe, conservada en la antigua tradición oral. En la epopeya de Athrasis, el Diluvio se ve precedido por los intentos del dios Enlil de diezmar la población humana con la plaga, seguida de la salinización, la sequía y el hambre. La gente se rebeló:

Llamé a los mayores, a los ancianos.
Comenzad una revuelta en vuestra propia casa,
dejad que la proclamen los heraldos...
Dejad que resuenen en la Tierra:
No adoréis a vuestros dioses,
no recéis a vuestras diosas.

La historia oficial sumeria, como aparece resumida en la Lista Real de Hutu-Hegal, ignora este asunto. Sólo explica que el antiguo orden fue borrado de un plumazo: «y después, el Diluvio sobrevino». Parece que los historiadores de la nueva administración quisieron trazar una línea divisoria sobre el pasado: eso era entonces, esto es ahora. El Diluvio simbolizaba el rechazo total de lo que había pasado antes. La era del predominio regional de Uruk había pasado y era mejor que se olvidara. Era la hora de un nuevo comienzo.

Capítulo 5
Grandes hombres y reyes: las ciudades-estado

Del 3000 al 2300 a.C.

§. Todavía visible tras cinco mil años
En abril de 2003 apareció de pronto en internet una historia que afirmaba que «las ciudades iraquíes de Al-Kut y Nasiriya se atacaron mutuamente justo tras la caída de Bagdad con el propósito de establecer su predominio en el nuevo país». Los conquistadores occidentales aliados respondieron con una orden de cese de las hostilidades y confirmando que Bagdad continuaría siendo la capital de Iraq. Se supone que Nasiriya se contuvo inmediatamente. Sin embargo, «Al-Kut situó francotiradores en las principales carreteras hacia el lugar, ordenando que las fuerzas invasoras no debían entrar en la ciudad».

Es difícil saber si es parcialmente cierto o completamente inventado. Las fuentes de la noticia no aparecen por ningún lado. Sin embargo, verdad o mentira, el patrón es familiar. Se remonta hasta cinco mil años atrás, a la primera aparición de las ciudades en Oriente Medio. Hacia el 3000 o el 2900 a.C., conforme la niebla de la prehistoria se empieza a disipar y los detalles de la historia empiezan a vislumbrarse, podemos trazar la configuración de lo que estaba por venir.

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Percibimos un escenario de constantes conflictos. Los mayores centros de población del plano entre el Tigris y el Éufrates nacían enfrentados como enfrentados emergieron Jacob y Esaú del útero de su madre.

A pesar de los reiterados intentos de poner fin a esta rivalidad destructiva, durante la mayor parte del tercer milenio a.C., los conflictos solían acabar arruinando a ciudades enteras y masacrando a los habitantes. Sin embargo, los contendientes por la superioridad sumeria eran conscientes de que compartían una historia y cultura comunes, llegando incluso a enorgullecerse de ello. Algunos intérpretes encuentran evidencias de una coalición o confederación temporal, lo que los griegos llamarían más tarde Amphyctyony (Anfictionía), una liga de vecinos, centrada en el templo del dios supremo Enlil en Nippur. La liga reunía suministros, material e incluso hombres armados para la defensa común de una Liga Kengir (sumeria). Ocurría como en la Italia medieval, donde ciudades nobles como Ferrara, Florencia, Génova y muchas otras estaban en constante guerra entre sí, a pesar de reconocer y admitir una cultura y herencia comunes y a veces aliarse entre ellas frente a enemigos externos.

En su película El tercer hombre, Orson Welles, como se sabe, se burlaba: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas... pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor fraternal, democracia y paz, ¿y cuál fue el resultado? El reloj de cuco». En la Mesopotamia del tercer milenio existían rivalidades y conflictos entre ciudades independientes; había disputas fratricidas, una lucha de todos contra todos por alcanzar la hegemonía; también había guerras, terror y matanzas. Y mientras tanto, ladrillo a ladrillo (de adobe), los fundamentos de nuestra civilización se iban construyendo poco a poco.

Sólo necesitaron unos cuantos siglos para que la ciudad-estado (la que conocemos desde la Grecia clásica hasta la moderna Singapur) tomara una forma terminada, de manera que los señores de la guerra y los reyes sustituyeran a los sacerdotes del templo como poderes dominantes, y se pasara del igualitarismo relativo de la sociedad bajo mando religioso a la fragmentación entre ricos y pobres, fuertes y débiles. Todo ocurrió de forma inevitable como efecto secundario de un sistema agrario muy bien organizado, eficaz, efectivo y productivo, cuyos restos son aún visibles tras cinco mil años.

Desde principios de los años sesenta, la CIA cambió la vigilancia de la Unión Soviética; pasó de los aviones-espía a la observación vía satélite, en particular la serie de satélites Corona, que podía distinguir cualquier elemento de dos metros de ancho sobre el terreno. Además de los políticos de la Guerra Fría, los arqueólogos han sido los grandes beneficiarios de los últimos tiempos; utilizaron las imágenes en tres dimensiones, desclasificadas en 1995, para realizar un estudio detallado y sin precedentes de las vistas aéreas de todo Oriente Medio. De esta manera descubrieron los trazos permanentes dejados por los antiguos habitantes y sus actividades.

Estas imágenes muestran una región salpicada de aldeas, pueblos y ciudades desaparecidas hace mucho tiempo —Eridú y Desuna, Girsu, Isin y Kish, Lagash y Larsa, Nippur, Sillar y Shuruppak, Umma Ur, y Uruk, unas treinta y cinco en total—, todas ellas distribuidas uniformemente y con innumerables asentamientos que completan el espacio entre unas y otras. Cada una comprende un área urbana amurallada, además de sus aldeas dependientes. Están rodeadas de zonas de cultivo, celosamente vigiladas y de estepas salvajes con caminos que partían del centro urbano. Durante miles de años, cada amanecer, los granjeros y pastores dejaban sus residencias y tomaban estos caminos en dirección a sus parcelas. Regresaban al atardecer cuando habían dejado la superficie aplanada, endurecida y medio metro más baja que el resto de la superficie del suelo por el que caminaban. Gracias a la imagen por satélite, más de 5.000 años después podemos ver las impresiones que dejaron.

Las imágenes son tan claras que uno puede imaginarse uniéndose al éxodo diario hacia los campos, a la luz del alba, una mañana del tercer milenio a.C., unos cuantos miles de años antes de la fecha que habitualmente se asigna al patriarca Abraham. Podemos imaginarnos caminando junto a granjeros vestidos con túnicas de lino o lana, llevando azadas, rastrillos, mazas y hoces sobre los hombros; algunos llevarían burros con alforjas o irían con los pies colgando de carros. Estos eran de cuatro ruedas de madera bastante sólidas, cada una de ellas ingeniosamente fabricada en tres secciones: un tablón simple hubiera hecho que la albura del exterior de la rueda se desgastara demasiado rápido.

Sus acompañantes hablarían en uno de los dos idiomas más comunes de esta parte del mundo: el sumerio y la lengua semítica que más tarde será conocida como acadio (como la ciudad de Acad no había sido fundada todavía, aún no se puede llamar así). En el extremo sur de la planicie mesopotámica, colindante con lo que hoy llamamos golfo Pérsico, probablemente se escuchara sumerio; más al norte, donde el Tigris y el Éufrates se acercan más, se hablaría semítico; entre medias, los dos idiomas se usan. Antiguos investigadores sostenían que había una lucha de poder entre hablantes sumerios y hablantes semíticos, y que estos últimos ganaron por medio de la conquista militar. Esa idea ya ha sido descartada; estamos casi seguros de que ambas lenguas se hablaban desde tiempos antiguos, sin mayor antagonismo entre ellas que el que haya entre hablantes de francés, italiano y alemán en los cantones suizos actuales.

¿Cómo podemos saber de algo tan perecedero como el habla cotidiana de unas gentes extinguidas? No lo sabemos por sus documentos ya que en ese período estaban restringidos a aquellos sumerios para quienes se había inventado la escritura, sino por sus nombres, que grababan orgullosos en los sellos y textos. En aquellos tiempos, los nombres eran expresiones piadosas. Sabemos de quien se llamaba «Enlil es mi fuerza», «Mi dios se ha probado cierto», «Yo sigo la pisada de Enki» e incluso «En el centro de tu comida es un esclavo», Sag-garzu-erim en sumerio, lo que parece ser el verso de una oración. Como escribe el estudioso George Barton, «o el padre que les daba este nombre tenía un gran sentido del humor o era un literalista tan falto de humor como algunos de los puritanos que les dieron a sus hijos nombres que consistían en largas frases».

Pasando a través del alto pórtico que atraviesa la impresionante muralla de ladrillo de su ciudad natal, nos encontraríamos con huertos y jardines vegetales, plantados con manzanos y parras para fruta, así como lino y sésamo para tejidos, aceites y una generosa variedad de verduras y legumbres (judías, guisantes, pepino, ajo, puerros, lentejas, lechuga, mostaza, cebollas, nabos y berros). Todo ello junto a diversas hierbas y especias como el cilantro, la menta y las bayas de enebro. Junto a los huertos de verduras había patos y ocas, que ofrecían huevos y carne (a cuya producción se unieron las gallinas cuando llegaron del sudeste asiático). Por todos lados se levantaban arboledas aisladas, en su mayoría de palmeras, ya que eran un elemento importante en la dieta local. También se podían encontrar álamos, sauces, tamariscos y cornejos, utilizados para obtener la leña que siempre necesitaban.

La producción del jardín permite una cocina variada, rica y elaborada, según detallaban varias colecciones cuneiformes de recetas. Las recetas investigadas en 1987 por Jean Bottéro ponían de manifiesto que los antiguos mesopotámicos tenían un sofisticado sentido del gusto. Sin embargo, los textos pecaban de lo que podría llamarse el síndrome-instrucciones-de-la-abuela, merced al cual no se dan instrucciones detalladas sobre cantidades, sino sólo «bastante» de esto, «no mucho» de aquello y «la cantidad justa» de lo otro.

Después de limpiar la harina, hay que ablandarla con leche; cuando esté esponjosa, amasarla, añadiendo siqqu [una salsa de pescado fermentada], e incluir samidu [una hierba cercana a la cebolla], berros y ajo, y suficiente leche y aceite para que la masa se quede blanda. Tener cuidado con la masa al amasar. Dividir la masa en dos porciones: guardar una en la olla y moldear la otra en pequeñas sepetu de pan [quizá una clase de crutón] que habría que cocer en el horno.

Bottéro pudo descifrar completamente la receta para un pastel de pollo, que se cocinó y fotografió para una revista. El periodista afirmó que el resultado fue una «verdadera delicia», aunque en una carta a su traductor, el propio profesor Bottéro confesó «que sólo desearía esas comidas a sus peores enemigos».

Por supuesto, la base de la dieta era un cereal. En el tercer milenio a.C., conforme se dejaba atrás la ciudad se atravesaban campos y campos de cereales que se extendían más allá de la vista, a ambos lados del camino. Ya entonces sus conciudadanos plantaban más cebada que trigo, porque la cebada tolera mejor la sal y la tierra no se había recuperado de la salinización de la era anterior. Una red de canales anchos y navegables, canaletas más estrechas, zanjas apretadas y embarradas, tantean el camino entre los campos para regar el grano que es la base de la vida sumeria.

Si se era instruido y letrado, tal vez se llevase en el bolsillo un ejemplar, listo para la consulta, de un texto tardío del tercer milenio llamado «Las instrucciones del granjero». Es un documento que muestra la pasión protocientífica mesopotámica por la observación precisa y la clasificación cuidadosa. (Aún así, no hay que olvidar que estamos en el antiguo mundo. Para proteger su cosecha de las alimañas, mejor seguir los «ritos contra los ratones».) «Las instrucciones del granjero» es una guía completa, escrita en forma de consejos de un viejo padre a su hijo, y contiene todo aquello que se necesita saber para cultivar trigo con éxito. Empieza con el regreso bienal del barbecho a la producción:

Cuando tenga que preparar un campo, inspeccione los diques, canales y elevaciones que deban levantarse. Cuando deje pasar al campo el agua de la riada, ésta no debería elevarse mucho sobre el terreno. Cuando el campo emerja del agua, observe las áreas donde quede agua; debería cercarla. No deje que las bestias del ganado la pisoteen.
Después de arrancar las malas hierbas y establecer las lindes del campo, nivélelo repetidamente con un azadón delgado que pese dos tercios de una mina [unos 650 g]. Borre los senderos de los bueyes con una azada plana, y barra todo el campo. Debiera pasarse un mazo por los cuatro bordes del campo. Debiera allanarse el campo hasta que se seque.

Siguen instrucciones para preparar herramientas, equipamiento y el buey de la yunta. Y luego:

Después de trabajar el terreno del arado con un arado hardili [tal vez lo que conocemos como un arado cultivador], con un arado tugsaga [quizá una especie de vertedera, para darle la vuelta a la tierra levantada], lábrela con el arado tuggur [probablemente una especie de escarificador]. Escarifique, una, dos, tres veces. Cuando allane las zonas difíciles con un mazo pesado, el mango de su mazo debería estar bien seguro, pues en caso contrario no dará el resultado necesario.

Un arado simple, arrastrado por un buey, labraría entre 130 y 160 acres, o un campo de un kilómetro de largo por un kilómetro de ancho. Este trabajo es realmente agotador. Pero no deje que eso lo detenga:

Cuando su trabajo en el campo se vuelva excesivo, no debería abandonarlo; nadie debería decirle a nadie: «¡Haz ya tu trabajo!». Cuando las constelaciones del cielo sean las propicias, no se lo piense y lleve muchas veces su buey al campo. La azada debería hacer el trabajo.

Si se siguen las instrucciones al pie de la letra, se puede asegurar una cosecha abundante de cebada, fundamental para el estatus en la comunidad, ya que la cebada es esencial para el modo de vida de toda Mesopotamia. Era el alimento básico, el «pan nuestro» de todas las clases. Si la cosecha de cebada se malograba, cundía la hambruna y la sed, pues la cebada también era la materia prima de la bebida mesopotámica más importante, la cerveza; se emborrachaban con ella cada día para apaciguar la sed, y también era utilizada en ocasiones religiosas y ceremoniales.

Aunque aquellos que vivían en las montañas lejanas y en las laderas de montes podían recurrir a arroyos cristalinos y fuentes espumosas, las únicas vías de agua en la planicie eran los ríos, canales y acequias, desagradablemente contaminados o convenientemente fertilizados, depende de cómo se mire. Muy pronto, incluso en la época de Uruk, anterior a 3000 a.C., el alcantarillado se había conectado directamente al curso del agua por medio de un complejo sistema de desechos. Estaba fabricado a base de tuberías de arcilla cocida, por donde se filtraban los desperdicios y el agua de la lluvia hacia una alcantarilla bajo la ciudad, en cada casa. Las tuberías se conectaban formando un sistema urbano de eliminación de residuos con un desagüe que descendía paralelo a la inclinación natural del terreno, y cuya salida final estaba mucho más allá de las murallas de la ciudad (muchas casas en Inglaterra no dispusieron de este recurso hasta mediados del siglo xii). Fue un gran logro de la ingeniería, pero un desastre potencial para la salud pública.

Si las ramblas no eran seguras, los pozos de sondeo y de consumo no podían suministrar agua potable, puesto que la capa freática estaba demasiado cerca de la superficie. Por ello, la cerveza (esterilizada con un contenido bajo de alcohol) era la bebida más segura y, al igual que en el mundo occidental hasta la época victoriana, se servía con cada comida, incluso en hospitales y orfanatos. En la Sumeria antigua, la cerveza también formaba parte de las retribuciones de aquellos que servían a otros para vivir.

Parece que hubo muchas variedades de cerveza mesopotámica, procesadas con distinto vigor y con varios ingredientes para darle sabor, dada la ausencia de lúpulo. La literatura especializada le ha dado muy mala prensa. Como se bebía a través de pajitas en recipientes grandes, muchos académicos (que parecían ser un colectivo de expertos en cerveza) dijeron que debía estar llena de impurezas y partículas, de manera que la pajita serviría para eliminarlas, como en el caso de la umqombothi, el licor espeso de mijo y maíz de las tabernas sudafricanas. Parece una interpretación demasiado severa. En un himno a Ninkasi, la diosa de las bebidas fuertes, fechado hacia 1800 a.C. (pero que reflejaba las prácticas del milenio anterior), se deja claro que la cerveza sumeria se filtraba con cuidado:

La cuba del filtrado,
que forma un agradable rumor,
has de situar adecuadamente
sobre la gran cuba del depósito.
Cuando escancias la cerveza filtrada
de la cuba del depósito,
es como la avalancha
del Tigris y el Éufrates.

En cualquier caso, el valor de una cerveza se demuestra bebiéndola y ha habido varios intentos de probar los métodos detallados en el himno a Ninkasi. En 1988, la Anchor Brewing Company (Compañía Cervecera Anchor), de San Francisco, colaboró con el Dr. Solomon Katz, antropólogo, para resucitar la bebida sumeria, que resultó ser más como el kvas ruso —es como la cerveza pero con una parte de la cebada malteada—; en primer lugar se horneaba en hogazas (o incluso se horneaba dos veces en galletas) y después se hacia puré y se fermentaba. La bebida resultante era bastante sabrosa, con una graduación del 3,5 por ciento de alcohol por unidad de volumen, como muchas cervezas ligeras modernas; de ella se dijo que tenía «un sabor seco, nada amargo, cercano al de una sidra ».

En tiempos sumerios lo hubieran celebrado con una canción de parranda. Todos juntos:

¡La cuba de gakkul, la cuba de gahkull ¡La cuba de gakkul, la cuba de lamsare!
¡La cuba de gakkul, que nos pone de buen humor!
¡La cuba de lamsare, que nos alegra el corazón!
¡La jarra de ugurbal, alegría de la casa! ¡La jarra de caggub, llena de cerveza!
¡La jarra de amam, que lleva la cerveza de la cuba de lamsare!...
¡Conforme le doy vueltas al lago de la cerveza, sintiéndome muy bien,
sintiéndome muy bien, bebiendo cerveza, con un humor estupendo,
bebiendo alcohol y encontrándome lleno de júbilo,
con un corazón alegre y un hígado contrariado,
mi corazón es un corazón lleno de alegría!

§. Proponga lo que proponga, se mantendrá sin cambio
En Sumeria, después del Diluvio, la autoridad de la economía del templo de la anterior época de Uruk había terminado y se había olvidado; desde luego, esto no significa que los sacerdotes del templo hubieran perdido de repente toda su influencia, nada más lejos de la realidad. Pero de ahora en adelante la propiedad privada iba a representar un papel cada vez más significativo en los asuntos económicos y sociales. A mitad de camino hacia el tercer milenio, los documentos empiezan a detallar ventas de tierras, de campos y de palmerales, así como contratos y acuerdos relativos a la herencia de parcelas de padres a hijos, tanto hombres como mujeres. Y donde existe la propiedad privada, con su derecho implícito a comprar y vender, debe existir un mecanismo para fijar un precio. Parece que, por primera vez en la historia, apareció la oferta y la demanda.

Los especialistas han debatido mucho sobre el papel del mercado, en su sentido más amplio, en los primeros tiempos de Mesopotamia. Aquí, más que en otras áreas de estudio, la postura política adquiere un peso fundamental al determinar la posición. Los marxistas y los conservadores interpretan el pasado de maneras muy diferentes; entre los primeros, algunos negaron que las fuerzas del mercado desempeñaran función alguna en la economía sumeria, y entre los segundos, muchos estaban convencidos de que estas fuerzas controlaban los términos del comercio desde el principio. En los registros escritos no encontramos casi nada que refuerce alguna de estas posturas. El profesor Morris Silver, del City College de Nueva York, ha rastreado la literatura en busca de pruebas:

Los textos del tercer milenio [...] se refieren al Lú-se-sa-sa (en acadio, muqallü) que tostaba el grano y lo vendía en el mercado.
Un documento literario cercano a la misma época habla en términos proverbiales de: «el mercader, ¡oh! ¡Cómo ha bajado los precios!».
Un oficial declara en una carta a su rey que ha comprado una cantidad importante de grano (más de 72.000 celemines) para enviarlo a la capital, pero que el precio del grano se ha visto duplicado.

Morris Silver ofrece algunas citas en respuesta a quienes señalan que las ciudades sumerias no tenían mercados en los que intercambiar bienes o afirman que carecían de una palabra para ellos: «en el tercer milenio había vendedores ambulantes de comida, que vendían importaciones como sal y vino, y cerveza doméstica, grano tostado, cuencos y álcali (que se utilizaba para el jabón). El término para las calles (el acadio süqu), que se halla con frecuencia en los documentos, también connota mercado. Hay textos de la segunda mitad del tercer milenio que hablan de bienes que están «en la calle».

Donde hay un mercado, süqu, suq o souk, hay competencia. Donde hay competencia, hay quienes ganan y quienes pierden. Y donde hay quienes ganan y quienes pierden, habrá ricos y pobres, patronos y obreros, empresarios y proletarios. A diferencia de la era anterior, aparentemente igualitaria, las clases sociales ahora empiezan a separarse como manchas de tinta en papel secante. Entre los compañeros del trayecto matutino a los campos, no se ven muchos miembros de las clases más ricas, que ahora pueden permitirse pagar a otros para que hagan el trabajo agrícola en su lugar. En el camino se podrá cruzar sobre todo con minifundistas, asalariados y unos cuantos esclavos, víctimas de la esclavitud en castigo por no saldar una deuda o por una captura bélica. Los ricos se quedan en casa, disfrutando su bienestar recién creado e ingeniando maneras de incrementarlo todavía más. Esto podría incluir la creación de talleres privados ajenos al control de los sacerdotes del templo, donde los textiles, la cerámica, la metalurgia y otros bienes artesanales pueden ser producidos para la venta y la exportación. Estas son las primeras fábricas de la historia, aunque a juzgar por testimonios tardíos, quizá deberíamos llamarlos centros de explotación.

Las consecuencias de esa acumulación de activos serán importantes. El especialista checo Petr Charvát escribió acerca de los nuevos ricos sumerios: «Al intercambiar su excedente por tierra, que después podía distribuirse a sus acólitos, se convirtieron en líderes de grupos sociales enteramente independientes de las comunidades tradicionales que giraban alrededor del templo y en jefes de los Estados primitivos de Mesopotamia». Una nueva estructura de poder iba a pasar a la historia.

Tras unos cuantos kilómetros desde los muros de la ciudad, se llega al final de los campos cultivados; allí comienza la gran estepa, que se extiende desde la falda de los montes Zagros hasta Arabia; esa extensión es conocida en sumerio como edin (algunos creen que de ahí procede el nombre para el jardín de Adán y Eva de la Biblia). Allí hay pasto para los rebaños y las manadas, así como una amplia gama de animales para la caza: jabalíes, venados, gacelas, órice, avestruces, asnos salvajes o bueyes salvajes. También acecha el peligro en un páramo poblado por leones y leopardos, chacales y lobos. La caza del león, un asunto familiar en el arte mesopotámico, era una necesidad, no un capricho, si no querían que las ovejas, cabras y ganado de la ciudad fueran sistemáticamente diezmados. La popular imagen de un león que ataca a un toro o venado en los sellos cilíndricos no era una filigrana o una licencia artística, sino un espectáculo lamentablemente cotidiano.

Los depredadores humanos también representaban un riesgo habitual: asaltantes de las montañas del este o de los desiertos del oeste. A veces, especialmente durante la cosecha, se necesitaba protección armada al alcance. El peligro de ataque era mayor en la planicie pluvial del norte, la de habla semítica. El valle del río Diyala, que discurre a 400 kilómetros desde su fuente en lo alto de los montes Zagros y se une al Tigris justo donde se encuentra Bagdad en la actualidad, ofrece una ruta fácil para merodeadores que descienden de la meseta iraní. Por tanto, no resulta sorprendente que la realeza, el desarrollo político más importante del tercer milenio, se concibiera por primera vez en la historia en esta región; en concreto, en la ciudad que conocemos como Kish. Como dice la Lista de Reyes sumeria, «Después de que el Diluvio hubiera azotado y la realeza hubiera descendido del cielo otra vez, la realeza residía en Kish».

Además de su enclave estratégico, ¿hay algo en Kish que le otorga una consideración especial, diferente de las ciudades de habla sumeria del sur, como Eridú y Uruk, donde se había centrado la historia pasada de la región y donde podríamos esperar que se produjera un desarrollo tan importante? Actualmente, Kish (que no debe confundirse con la isla de vacaciones del mismo nombre en la costa sur de Irán), como tantos otros emplazamientos mesopotámicos famosos, sólo consta de varios miles de hectáreas de lomas polvorientas y despobladas. Sin embargo, hay una diferencia importante entre éstas y las ruinas más al sur: no son tan secas y desérticas. La loma, o montículo, está rodeada de campos aislados porque la zona está sorprendentemente bien provista de agua, no sólo por estar cerca de donde el río Diyala desemboca en el Tigris, sino también por donde el Tigris se acerca al máximo, sólo 50 kilómetros aparte. Si algún lugar estaba en peligro de inundación, era éste, y las excavaciones han revelado que Kish, efectivamente, se inundó varias veces. Sin embargo, el lado opuesto del peligro de diluvio es una irrigación sencilla y el medio de Kish se prestaba a cosechas generosas y ganado bien alimentado. Quizá esto llevó a los bárbaros de las montañas del este a organizar frecuentes escaramuzas, ataques para saquear y privar a los ciudadanos de su producción (un poco como el ataque de los bandidos a la aldea campesina en la película de Akira Kurosawa, Los siete samurais).

Cuando llegaba noticia de que venían salteadores, probablemente avistados por ganaderos que pastaban a sus animales en la foresta, lejos de los muros de la ciudad, se llamaba a los hombres a oponer resistencia. Los granjeros se convertían en una especie de milicia ciudadana, dejando sus palas y azadas por lanzas y porras. Sin embargo, aunque ésta fuera una respuesta defensiva adecuada a grupos pequeños, era insuficiente para rechazar la incursión de un batallón. Para ello se requería un cuerpo entrenado de guerreros semiprofesionales y, al final, un ejército totalmente profesional. Los centros de poder más viejos de la sociedad sumeria, el sacerdocio del templo y la asamblea de ancianos, no hubieran podido reunir el número apropiado de hombres, ni encabezarlos en la batalla. Esa tarea recayó por sistema en la nueva elite económica descrita por Petr Charvát: los «grandes hombres», Lugalene (en sumerio: lu, hombre; gal, grande; ene, sufijo plural), con sus grandes capitales y sus comitivas de acólitos, cuyas economías a gran escala suponían que parte de su fuerza de trabajo era prescindible para un entrenamiento regular en las artes de la guerra. Pero no había fuerza militar que pudiera mandarse con varios generales compitiendo los unos con los otros. Inevitablemente había uno que se erguiría en el Legal principal, el sumo Gran Hombre de Kish, lo que los romanos, milenios más tarde, iban a llamar Dux Bellorum, o Líder de la Guerra. La Lista de Reyes llama al primer Lugal de Kish, Ghushur, seguido por veintidós detentadores sucesivos de la posición, aunque sus reinos, de maravillosa longitud (sumando hasta «24.510 años, tres meses y tres días y medio») difícilmente pueden tomarse como ciertos.

Aunque nunca se escribió una historia de estos tiempos, tenemos una versión muy escondida y codificada en un mito de la creación de Babilonia llamado Enuma Elish, muy posterior. Los dioses se ven amenazados por el ataque de monstruos desatados por la diosa primigenia del agua salada, Tiamat, aquí personificación del caos. Incapaces de sostener el asalto, llaman al joven dios-héroe Marduk para que sea su campeón y defensor. Él accede, pero sólo bajo una condición:

Si debo ser vuestro vengador, vencer a Tiamat y daros la vida, estableced una asamblea, haced mi posición preeminente y proclamadla...
Con mi palabra idéntica a la vuestra, decretaré lo que será. Proponga lo que proponga, se mantendrá sin cambio, la palabra de mis labios no habrá de ser alterada o ignorada.

Probablemente, el Lugal empezó defendiendo su pueblo contra atacantes, pero enseguida se dio cuenta de que las escaramuzas fronterizas contra otros asentamientos vecinos, eran una buena manera de cimentar su posición. Las investigaciones sugieren que Kish no permitió a ninguna otra ciudad en la parte norte de la planicie desafiarla en tamaño o preeminencia. Con el tiempo, su influencia debió ejercerse sobre todo el área, como implica la Lista de Reyes. A partir de entonces, en la historia sumeria, el título de Lugal de Kish era adoptado por cualquier líder que proclamara su hegemonía sobre todo el país.

Sin embargo, Kish no se saldría con la suya para siempre. Las ciudades meridionales, con su larga historia y, sin duda, su gran orgullo cívico, aprendieron finalmente la lección del vecino del norte. Cada ciudad necesitaba un ejército, al menos para mantener, si no extender, su esfera de poder e influencia. No sabemos cuánto tiempo llevó, pero al final, se alzaron Grandes Hombres en cada ciudad. Uruk reunió suficiente personal bélico para desafiar, rivalizar y, finalmente, derrocar a Kish. De esta manera empezó la rivalidad compulsiva, el juego incesante de unas sillas musicales[2] militares devastadoramente destructivas (rasgo tan importante del tercer milenio a.C., al sur de Mesopotamia). Entre la enumeración de la serie de Lugalene de cada ciudad (llamadas «dinastías» por convención, pues casi todos los sucesivos líderes de guerra no pertenecían a la misma familia), la Lista Real sumeria cuenta una historia demasiado explícita. Se dice que las carreras políticas modernas siempre terminan en fracaso; en Sumeria, el lugar temporal de cada ciudad, bajo el sol, acababa en una derrota inevitable:

Kish fue derrotada y el reino se llevó a Eanna [esto es, Uruk]...
Entonces, Unug [Uruk] fue derrotada y el reino se llevó a Ur...
Entonces Ur fue derrotada y el reino se llevó a Awan...
Entonces Awan fue derrotada y el reino se llevó a Kish...
Entonces Kish fue derrotada y el reino se llevó a Hamazi...
Entonces Hamazi fue derrotada y el reino se llevó a Unug...
Entonces Unug fue derrotada y el reino se llevó a Urim...
Entonces Urim fue derrotada y el reino se llevó a Adab...
Entonces Adab fue derrotada y el reino se llevó a Mari...
Entonces Mari fue derrotada y el reino se llevó a Kish...
Entonces Kish fue derrotada y el reino se llevó a Akshak...
Entonces Akshak fue derrotada y el reino se llevó a Kish...
Entonces Kish fue derrotada y el reino se llevó a Unug.

Estas vacías afirmaciones de conquistas no nos dicen nada de lo que en realidad ocurrió. Sin embargo, tenemos una versión detallada de una guerra importante, aunque sólo desde un lado (uno que no se menciona en la Lista de Reyes). Se trata de una disputa entre las ciudades llamadas Lagash y Umma, que duró cien largos años.

Las descripciones que tenemos están expresadas de manera consonante con la cultura y las creencias de Mesopotamia, por tanto, requieren una interpretación. En tiempos medievales, temprano-modernos o incluso plenamente modernos, la política está dirigida por la gente, aunque todos proclamen el apoyo de Dios (un dios, que casi siempre es el mismo para todos). En el antiguo mundo sumerio, la política y, por extensión, la guerra, eran asunto divino; los hombres actuaban sólo en representación de los dioses. De esta manera, la Guerra Sumeria de los Cien Años entre Lagash y Umma fue un conflicto entre el dios Ningirsu de Lagash y el dios Shara de Umma. Los hombres peleaban y morían y las ciudades eran destruidas, pero la verdadera disputa era entre los dioses.

Se disputaban un área de terreno, descrita en las inscripciones como un campo llamado Gu-Edin, el «borde de la estepa». Aunque hacen referencia a un trazo irrigado de suelo arable, probablemente se trataba en su origen de una parte cerrada de la estepa que se usaba para el pastoreo, tal y como sugiere su nombre. En la antigua Mesopotamia, la tierra para el pastoreo de los animales se consideraba un regalo de la Naturaleza; era difícil de obtener y provocaba más disputas que las parcelas para cultivar grano, que eran básicamente creaciones humanas. Como la tierra más próxima a la ciudad estaba invertida en el cultivo del grano, el ganado debía pastar más allá, en la estepa. Pero si se mantiene a reses y ovejas en un área limitada, la dejan inservible. Las reses se comen las hojas verdes de los arbustos y árboles, y en ocasiones las cortezas, mientras que las ovejas mordisquean los nuevos brotes e impiden la regeneración del terreno. Una vez que el herbaje natural de la estepa ha sido destruido por los rebaños, el único uso que se le puede dar es el de la agricultura. Por tanto, dos ciudades que en el pasado se encontraban a una distancia cómoda, terminaban peleándose, no por la tierra cultivable, sino por la estepa residual, usada para el pastoreo.

Esto fue lo que debió ocurrir a Lagash y Umma; dos ciudades separadas por unos generosos 30 kilómetros y, sin embargo, acabaron colisionando. Pero ver este conflicto como un mero desacuerdo sobre las fronteras y el derecho de pastoreo sería darle menos significación de la que realmente se merece. En realidad, las dos ciudades luchaban por la supremacía sobre la propia Sumeria. El desarrollo geoestratégico de la planicie aluvial estaba unido a su destino. A simple vista podría parecer una rencilla bastante trivial, un querella por una pequeña parcela de tierra, pero con cierta perspectiva, después de que el liderazgo continuara desplazándose de un lado a otro en el curso de muchas décadas, había surgido una administración política sin precedentes, una nueva era.

Los detalles específicos de la larga guerra interesan sobre todo a especialistas: tenemos una versión de la manera en que un tal Mesilim, llamado Rey de Kish y, por tanto, señor de toda Sumeria, había recibido la orden de su dios Kadi de arbitrar y delimitar la frontera entre las ciudades. Pero más tarde, «bajo órdenes de su dios, el Ensi [gobernador] Ush de Umma atacó y absorbió el Guedin, la tierra irrigada, el campo más amado de Ningirsu... rebasó el límite de la frontera y cruzó a territorio de Lagash». Lagash respondió emprendiendo una batalla tras su líder, Eannatum, quien, «por la espada del dios Enlil, lanzó la gran red sobre ellos y apiló sus cuerpos en el plano... Los supervivientes se dirigieron a Eannatum, se postraron pidiendo misericordia, y lloraron». Se hicieron tratados de paz que inmediatamente se rompieron. «Eannatum, regente de Lagash, luchó con él en Ugiga, el campo amado por Ningirsu. Enmetena, el amado hijo de Eannatum, lo derrotó. Urluma huyó, pero lo mató en Umma. Sus asnos (que sumaban 60 grupos) fueron abandonados en los bancos del canal de Lumagirnunta. Los huesos de sus ayudantes fueron desperdigados por la planicie».

Todo este derramamiento de sangre nos dejó una de las grandes obras maestras del arte mesopotámico temprano: la Estela de los Buitres, llamada así por las aves carroñeras que aparecen devorando los cuerpos de los muertos. Se trata de una roca redondeada en su parte alta de un poco menos de dos metros de altura. En un lado, aparecen imágenes esculpidas del rey Eannatum de Lagash con su indumentaria de combate, tanto a pie como conduciendo su carro, mientras dirige un grupo de guerreros hacia la batalla. Al otro lado vemos al dios Ningirsu, que ha capturado al ejército de Umma en su gran red de caza y rompe sus cráneos con el mazo. La obra se completa con una inscripción que contiene una descripción detallada de la disputa, y un recuento completo de la maldad y perfidia de los hombres de Umma. No es sorprendente que la estela, ahora en el Louvre, haya tenido que ser restaurada a partir de numerosos fragmentos hallados en Girsu: el monumento fue demolido en la Antigüedad, probablemente por la gente de Umma a quien no debió gustar lo que decía sobre ellos.

Tuvo que invertirse mucho tiempo y energía, así como capital social, en esta guerra. Es imposible saber cuántos hombres servían en combate en conflictos como éste, pero, según la Cambridge Ancient History, «un solo templo en la ciudad de Lagash mantenía de 500 a 600 hombres de sus asistentes como personal militar». Y, probablemente, éste no era uno de los mayores centros. Cuando ejércitos completos luchaban en el campo de batalla, puede que se empleasen un máximo de 10.000 soldados (un número grande, incluso para los criterios contemporáneos).

Al igual que el llamado Estandarte de Ur, la otra gran obra de arte antiguo que presenta a guerreros sumerios y que fue probablemente una caja de resonancia decorada de algún instrumento musical, la Estela de los Buitres muestra a soldados equipados para el combate cuerpo a cuerpo: lanceros protegidos por cascos de madera, capas y escudos, formando en un estrecho batallón, con su Gran Hombre en cabeza, blandiendo una lanza, hacha o un mazo de punta de piedra. Detrás llevaba como refuerzo lo que normalmente llamamos «carros», aunque esa palabra da una impresión bastante falsa de su velocidad y capacidad de maniobra, pues se trataba de torpes vehículos de dos plazas, con cuatro ruedas, arrastrados por asnos: no podían haberse movido mucho más rápido de lo que anda un hombre. Debería pensarse en ellos más bien como armerías móviles, una interpretación apoyada por la gran cubeta frontal que contiene lo que parecen ser jabalinas de repuesto. Si efectivamente se trata de lanzas para arrojar, serían los únicos proyectiles representados en la ilustración, lo cual ha llevado a los especialistas a concluir que los ejércitos sumerios luchaban cuerpo a cuerpo, sin que haya representación de arcos y flechas en escenas de guerra de esta era.

Pero la ausencia de evidencia no es la evidencia de ausencia, y puede no ser más que una convención artística. Restos arqueológicos, como los que se han encontrado en Hamoukar, en la Siria actual, atacada por los habitantes de Uruk en un período más temprano, pueden dar una perspectiva muy diferente y bastante inesperada del arte antiguo de la guerra.

Los descubrimientos en Hamoukar muestran que las fuerzas bélicas de la antigua Mesopotamia tenían mucho más en común con los ejércitos modernos de lo que se había imaginado, en particular en su uso de proyectiles. Desde luego, la «bala» tiene una historia continua desde la antigua Mesopotamia hasta campo de batalla moderno, y era tan importante para el guerrero sumerio como lo es hoy para el soldado de infantería. La diferencia es que las balas de hoy se lanzan desde rifles de asalto; en los tiempos antiguos se lanzaban como tirachinas. Como describe uno de los relatos épicos de aquellos días:

De la ciudad llovieron proyectiles como de las nubes; piedras de tirachinas como la lluvia de todo un año silbaban con estruendo en su descenso de las murallas de Aratta.

Cuando en Samuel 1, 17:50 se describe el enfrentamiento entre David y Goliat, con la victoria de David sobre el filisteo, «Y venció David al filisteo con la honda y la piedra; hirió al filisteo y le mató sin tener espada en su mano», se sugiere que David iba armado con lo que no era más que el juguete de un niño. No obstante, se trata de una interpretación más bien sesgada. En manos apropiadamente entrenadas, la honda es una de las armas más mortíferas.

La correa funciona incrementando la longitud efectiva del brazo del lanzador de piedras. Lanzadores de béisbol o de cricket pueden alcanzar velocidades de hasta 150 kilómetros por hora. Una honda tan larga como el brazo del lanzador doblará la velocidad del proyectil, haciendo que la velocidad de la bala cuando abandona la honda sea de casi cien metros por segundo. Esto ya es bastante más que la de una flecha de un arquero, que va a sólo 60 metros por segundo. Entrenados con intensidad desde la infancia, no hay motivo para pensar que un hondero profesional no pudiera rebasar con cierta facilidad los 100 metros por segundo y quizá incluso empezar a acercarse a la velocidad en el momento del disparo de la bala de una pistola del calibre 45: unos 150 metros por segundo. Lo que es más, el proyectil pulido de una honda tiene un rango de alcance mucho mayor que el de una flecha (como medio kilómetro), pues el emplumado de una flecha produce demasiada resistencia al aire. El récord del mundo moderno en distancia de lanzamiento de piedra con honda fue conseguido por Larry Bray en 1981, que alcanzó los 437 metros y luego dedujo que con una honda y proyectiles de plomo mejores, podía haber sobrepasado la marca de 600 metros.

Se suele pensar que el problema de la honda como arma es su ausencia inherente de precisión, así como la incapacidad de las piedras para perforar una armadura. Pero el descubrimiento de los proyectiles de Hamoukar ha contradicho ambas creencias. Su forma punteada nos dice dos cosas: que podían perforar armaduras y que los honderos debían tener una técnica con la que lanzarlos por medio de un movimiento de rotación, como la bala de un rifle, manteniendo así la dirección adecuada durante su vuelo hacia el objetivo. La precisión de los honderos debía poder medirse con la de los benjamitas zurdos de Jueces 20:16, de quienes se decía que eran «capaces todos ellos de lanzar una piedra con la honda contra un cabello sin errar el tiro». Incluso más tarde, Tito Livio, en su Historia de Roma relató que los honderos de Egio, Patras y Dime, «acostumbraban a lanzar piedras a través de aros de pequeño tamaño, colocados a gran distancia como dianas, y eran capaces no sólo de herir al enemigo en la cabeza sino en la parte de la cara que querían».

Así que deberíamos pensar en una unidad militar sumeria consistente en una fuerza de choque central, una falange bien agrupada de varios cientos, incluso miles, de lanceros. Para controlarlos, dirigirlos y mantenerlos en la formación adecuada, se necesitarían muchos suboficiales con habilidad y buenos pulmones; para mantener su paso, con una marcha determinada hacia adelante o maniobrando a un paso común, habrían necesitado música, quizá un coro de tambores. Y tras esta fuerza de ataque central, hubieran seguido otros honderos en formación más relajada, cerca de mil, zumbando como avispas rabiosas, lanzando tormentas letales de proyectiles, tanto grandes como pequeños, al corazón de las formaciones enemigas, el equivalente a los rifles, fusiles o incluso cañones actuales, apoyados por los carros de combate de los que tiraban asnos y que llevaban la munición de proyectiles.

En una ciudad, el Lugal, el Gran Hombre capaz de reunir un ejército así, debió haber sido una figura formidable.

La palabra sumeria Lugal se traduce normalmente como «rey» al español, porque los glosarios acadios tardíos lo traducían así. No está tan claro exactamente en qué momento el Dux Bellorum se convirtió en monarca en el sentido en que usamos hoy la palabra. Hay una profunda diferencia entre ambos: un líder de guerra es una figura humana: rico, claro; socialmente poderoso, seguro; sin duda, de personalidad carismática y atractiva; pero, aun así, un hombre. Incluso el legendario Gilgamesh necesitó la aprobación de al menos una de las asambleas ciudadanas de Uruk antes de embarcarse en su campaña contra Aga de Kish.

Por otro lado, un rey o reina, al menos oficialmente, están marcados por lo divino. Hasta a finales de la década de 1820, el monarca francés todavía imponía las manos a pacientes para curarlos milagrosamente del «mal del rey» (escrófula o tuberculosis linfática del cuello). Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, el emperador de Japón se vio forzado por los Estados Unidos a repudiar su encarnación divina, aunque nunca negó que descendiera de Amaterasu, una diosa solar. Pasar de un estado a otro, intercambiar humanidad terrena por la semidivinidad celestial, pasar de completamente humano a parcialmente dios, no es una tarea sencilla. Para que los compañeros de uno acepten su nuevo estatus, para que los conciudadanos de verdad crean que uno es ahora diferente de ellos en cuanto a esencia, se necesita que ocurra algo verdaderamente extraordinario. En el sur de Mesopotamia, en la ciudad de Ur, más tarde señalada como la ciudad natal de Abraham, la transformación parece haberse logrado al montar un espectáculo dramático extraordinario, una obra de teatro religioso asombrosa y, como consecuencia inesperada, nos dejó no sólo la institución de una monarquía de atribución divina, que formó desde entonces parte del concepto de Estado, sino también una de las colecciones antiguas de tesoros más gloriosa que se haya descubierto jamás.

§. El teatro de la crueldad
El 4 de enero de 1928, Leonard Woolley telegrafió desde Iraq a sus patrocinadores de la Universidad de Pensilvania (en latín, para asegurar la privacidad) con noticias emocionantes:

«TUMULUS SAXIS EXSTRUCTUM LATERICIA ARCATUM INTEGRUM INVENI REGINAE SHUBAD VESTE GEMMATA CORONIS FLORIBUS BELLUISQUE INTEXTIS DECORAE MONILIBUS POCULIS AURI SUMPTUOSAE WOOLLEY».

En el gastado telegrama del museo de la Universidad, alguien ha garabateado una traducción aproximada: «Encontré la tumba intacta, en piedra y acorazada con ladrillos, de la reina Shubad, adornada con un vestido en que se insertan gemas, coronas de flores y figuras de animales. Tumba repleta de joyas y copas doradas. Woolley».

Las Tumbas Reales de Ur compiten con la tumba de Tutankamón en Egipto y los guerreros de terracota del primer emperador Shi Eluang Di por el título de descubrimiento arqueológico más espectacular del siglo XX. Pero mientras que el hallazgo de Howard Cárter en 1922 no le llevó más que a abrir «una pequeña brecha en la esquina superior izquierda» de una puerta, asomarse con la luz de una vela y ver «cosas maravillosas», el descubrimiento de Leonard Woolley fue el resultado de un período muy largo de trabajo extremadamente duro, en gran parte realizado por Woolley, su mujer y un solo ayudante. En sus propias palabras: «Despejar el vasto cementerio nos mantuvo ocupados varios meses y desde el principio hasta el final no hubo un día que hubiera sido señalado en una excavación común; si uno se acuerda especialmente de las tumbas reales no es porque las otras no fueran interesantes, sino por la labor extraordinaria que supusieron» (ese trabajo pesado fue hecho por un gran grupo de indígenas reclutados en el lugar, de cuya supuesta ignorancia, descuido y deshonestidad Woolley solía quejarse).

Woolley reveló dos cementerios en Ur, de períodos ligeramente diferentes. El primero incluía dieciséis de lo que se llamó Tumbas Reales. Hay dos, identificadas como el lugar donde yació Meskalamdug, «Héroe de la Buena Tierra» y una dama cuyo nombre se leyó antiguamente en sumerio Shub-‘ad, pero ahora en semítico se lee Pu-‘abi, «Palabra de mi Padre», nos dieron algunos de los objetos más bellos que jamás han salido de suelo de Mesopotamia: sellos cilíndricos con diestros grabados, joyería de lapislázuli y cornalina, forjada con delicadeza. Había instrumentos musicales de diseño curioso: arpas y liras, decoradas con conchas blancas sobre un fondo de betún negro y terminadas con cabezas de toro maravillosamente modeladas en metal precioso y extrañamente adornadas con barbas falsas de piedra preciosa. Había armas de cobre y pedernal y abundancia de oro y plata, incluyendo un casco de oro en forma de peluca, labrado primorosamente, como si tuviera ondas, trenzas y mechones de pelo, que Woolley señaló como «la cosa más bella que hemos encontrado en el cementerio» (éste es uno de los objetos que saquearon en el Museo de Bagdad en 2003, del que no se ha vuelto a saber nada). El artesanado era tan exquisito que «nada que se parezca en absoluto ha sido nunca desenterrado en Mesopotamia; tan novedosos eran que un experto reconocido los tomó por trabajo árabe del siglo XIII d.C., y nadie podía culparle por su error, porque nadie podía haber sospechado un arte así en el tercer milenio antes de Cristo».

Pero lo más espectacular que se encontró en la excavación fue la prueba de sacrificio humano a gran escala. Cualquiera que fuera el rango de aquellos que enterraron aquí (todavía se debate el estatus exacto de los enterrados) iban acompañados a la vida de ultratumba con grandes contingentes de hombres, mujeres y animales. Aunque algunos especialistas como Gwendolyn Leick señalan la falta de pruebas de que los sirvientes enterrados murieran in situ y podían haber muerto mucho antes de ser emplazados en las tumbas de sus señores y señoras, parece que la mayoría creen que murieron en la tumba de forma voluntaria. Woolley describió una de estas escenas de entierro, como él creyó que transcurrían:

Hacia la fosa abierta, vacía y sin amueblar, con su puerta y sus paredes acolchadas, desciende una procesión de personas, los miembros de la corte fúnebre del regente; asalariados, sirvientes y mujeres, éstas con sus mejores galas de colores brillantes y tocados de cornalina y lapislázuli, oro y plata; oficiales con la insignia de su rango; músicos con sus arpas y liras y, por último, conducidos o empujados cuesta abajo, los carros conducidos por bueyes o asnos, con los conductores en el carruaje, los mozos de cuadra sujetando la cabeza de los animales de carga; y todos se colocan en su lugar asignado al fondo del agujero y, por último, forman una guardia de soldados en la entrada. Cada hombre y mujer llevaba consigo una copa de arcilla, o acero o metal, el único instrumento necesario para el rito que seguía. Parecía como si hubiera alguna especie de exequias ahí abajo, al menos como si los músicos tocaran hasta el final; entonces, cada uno de ellos bebía en sus copas un veneno que habían traído consigo o preparado allí (en un caso, hemos encontrado una gran fuente de cobre en el centro de la fosa, en la que podrían haberse serado) y se tumbaban y se preparaban para su propia muerte.

Al leer este relato, hay que recordarse constantemente que no son más que conjeturas, pues lo que Woolley de verdad encontró no fue más que una fosa inmensa llena de tierra con restos humanos. Pero el hombre tenía algo más que el ojo de un excelente arqueólogo. Tenía la sensibilidad de un poeta o incluso de un cineasta. Si su descripción de la escena anterior era como el glaseado del pastel de su gran descubrimiento, la guinda fue su explicación para el hallazgo de un lazo de plata, muy bien atado, junto a la mano de una niña, en lugar de atado alrededor de su cabeza, como en otras asistentes. Woolley sugirió que había llegado tarde y tuvo que apresurarse a tomar su lugar en la procesión fúnebre sin tener tiempo de ponerse el lazo en la cabeza como último toque a su atuendo. Como Agatha Christie, casada con el que fuera ayudante de Woolley, Max Mallowan, escribió en su autobiografía: «Leonard Woolley miraba con el ojo de la imaginación: el lugar era tan real para él como lo podía haber sido en 1500 a.C. o incluso unos cuantos milenios antes. Donde quiera que estuviera, él podía devolverlo a la vida... Era su reconstrucción del pasado y él creía en ella, y cualquiera que le escuchara también creía en ella».

Una ilustración vivida de esta escena de entierro, como la describió su descubridor, se publicó en el Illustrated London News y se incluyó en el informe final de Woolley, como se ha hecho en muchos relatos de las Tumbas Reales de Ur desde entonces. Se ha hecho mucho para establecer la imagen común que tenemos de lo que pasó allí hace 5.000 años. No obstante, debemos recordar que los huesos cuentan una historia mucho más ambigua y que los detalles exactos de los ritos desarrollados en la Gran Fosa de la Muerte de Ur están más allá de lo que podemos saber con certeza.

Sin embargo, está claro que el sacrificio humano masivo no acompañaba habitualmente a los ritos funerarios en la Mesopotamia antigua. De hecho, el cementerio de Woolley en Ur, fechado en el comienzo del tercer milenio a.C. (hacia 2600 a.C. o antes) provee el único ejemplo conocido. Los ritos que acompañaron los entierros de la señora Pu-’abi y el señor Meskalamdug deben haber constituido, desde luego, ocasiones muy especiales. ¿Podían señalar el momento de transición en que los Lugalene mortales de Ur se convirtieron en Señores semidivinos?

Los rituales son acontecimientos profundos y misteriosos. Imitan el mundo real, pero con un vocabulario simbólico fuertemente intensificado. Llevar a cabo rituales une y, en algunos casos, como probablemente el de Eridú, incluso crea comunidades. Aunque se asume con frecuencia que los rituales consisten en la realización de creencias, los estudios de las religiones que nos son más conocidas demuestran que la verdad es normalmente la contraria: el rito llega primero y las creencias se desarrollan después para explicarlo y sostenerlo. Se llama teleología.

En el judaísmo, por ejemplo, la festividad antigua de cosecha del trigo, pre-judaica, el Shavuot, fue interpretada como el aniversario de la entrega de la Torá de Dios a Moisés. En el cristianismo, la celebración inmemorial del solsticio de invierno se convirtió en la celebración del nacimiento de Jesús. En el Islam, un antiguo santuario pagano, la Kaaba en la Meca, se ha explicado como creación de Adán, reconstruida por Abraham e Ismael, y a partir de ahí merecedor del peregrinaje anual musulmán, el Ja.

Cuanto menos habituales sean los componentes de un ritual o ceremonia, más memorable será el acontecimiento. Si la experiencia colectiva supone un despliegue imponente de muerte masiva, su impacto, y las creencias que lo expliquen y justifiquen, se convertirán en algo inolvidable. Bruce Dickson, de la Texas A&M University llama a esos sangrientos acontecimientos públicos «Teatros de la Crueldad»: «El poder estatal, unido a la autoridad sobrenatural puede crear “reinos sagrados o divinos” extraordinariamente poderosos», escribe. «Son obligados a practicar actos de mistificación pública, de los cuales las Tumbas Reales parecen ser ejemplos... Las tumbas mismas son parte de un esfuerzo a cargo de los regentes de Ur por establecer la legitimidad de su gobierno, demostrando su estatus sagrado, divino y extraordinario.»

Dickson da muchos ejemplos de actos asquerosamente salvajes, como el terrible castigo público de William Wallace, el líder escocés medieval, que fue arrastrado desnudo por un caballo de la City de Londres al mercado de Smithfield, donde fue colgado, seccionado mientras aún vivía, castrado, destripado, sus tripas ardieron ante sus ojos, antes de ser por último decapitado y mostrar su cabeza en una pica sobre el Puente de Londres. El objetivo era convertir una ofensa habitual (la resistencia militar) en un crimen de proporciones espirituales: traición contra un rey de designio divino.

Por lo tanto, el propósito del sacrificio humano en Ur puede haber sido proporcionar evidencia y prueba de la naturaleza divina de la casa regente. Por otro lado, es probable que las víctimas a sacrificar en Ur caminaran voluntariamente a la tumba. Está claro que Woolley lo pensaba así. Y, dado lo que sabemos de la esperanza de vida sumeria (la señora Pu-’abi rondaba los cuarenta cuando murió) y las ideas mesopotámicas sobre la vida de ultratumba (los muertos vivían en un submundo oscuro y tétrico con mal asiento y nada decente que comer: «la comida de ultratumba es amarga, el agua de ultratumba es insalubre» según dice «La muerte de Ur-Nammu»), no debiera extrañarnos encontrar que los miembros de mediana edad de los órdenes más bajos de la sociedad, intercambiaran alegremente su indeseable destino por un futuro mejor a las órdenes de sus superiores en el reino de los dioses.

Como quiera que interpretemos el significado preciso de estas tumbas, si el objeto de estas exequias sangrientas celebradas en Ur era subrayar la transición del regente de Lugal a rey, de mero mortal a monarca semidivino, parece que tuvieron éxito. De ahora en adelante en la historia sumeria, el título de rey se introduce más en sus hazañas e inscripciones que la designación más simple de Gran Hombre. Por supuesto, más de uno de los sucesores de aquellos enterrados en las Tumbas Reales declaró, explícitamente, ser él mismo un dios.

¿Por qué se practicó el sacrificio humano sólo en Ur? ¿Y por qué sólo durante este breve período histórico? No hay manera de saberlo. Quizás los ciudadanos de Ur eran más resistentes que otros a la deificación de sus Grandes Hombres y necesitaron una serie espectacular de autos de fe para persuadirlos. O quizá la fama de acontecimientos tan fuera de lo común se extendió rápidamente por el sur mesopotámico y tuvo su efecto sin necesidad de réplica.

Fuera cual fuera el significado de las ceremonias en la Gran Fosa de la Muerte de Ur para sus participantes y testigos, a nosotros nos sirve como memorial del momento en que el reino descendió de los cielos, como lo cuenta la Lista Real: un referente histórico para el comienzo de los reinos en un sentido completamente moderno, regido por monarcas cuyos herederos espirituales siguen en el poder en muchas partes del mundo actual. El Derecho Divino de los Reyes se inventó aquí.

La transición de una sociedad dirigida en tiempos de paz por el clero y sólo llevada a la guerra por un Gran Hombre, a un reino totalmente dominado y regido por un monarca de elección divina, o incluso semidivino, implica un profundo cambio social y económico. Las vidas de la gente normal serían las más afectadas, normalmente para peor. Sin embargo, parece haber sido una etapa por la que cada sociedad debe pasar. No hay entidad política antigua que consiguiera mantener un sistema de gobierno totalmente teocrático en tiempos históricos. Desde luego, ningún Estado de la historia escrita ha sido gobernado por una teocracia más que por unas cuantas generaciones, antes de sucumbir a un reino, más pragmático (y autoritario).

Proponer que el reino surge porque hombres poderosos inventan y exageran la amenaza de supuestos enemigos externos para consolidar el dominio de sus propias sociedades (un proceso tan familiar a nuestra propia época) es tentador. Pero en el antiguo Oriente Medio, aunque es difícil para nosotros entender qué atractivo pudo ejercer, el reino parece haber provocado una gran atracción, incluso si sus inconvenientes no eran desconocidos.

Así que, por ejemplo, la Biblia nos cuenta que más de mil años después de que el cambio hubiera ocurrido en Sumeria, las tribus hebreas de Tierra Santa, procuraron cambiar de un gobierno teocrático a uno militar. Se nos describen protestando porque, al contrario que otras naciones, están todavía gobernados por jueces religiosos y no tienen un rey que los mande. Ruegan al profeta Samuel que interceda con Dios para que

les otorgue un regente real. En Samuel 1, 8:11-18, el profeta les advierte de las consecuencias:

He aquí el fuero del rey que va a reinar sobre vosotros. Tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. Los empleará como jefes de mil y jefes de cincuenta; les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros.
Tomará vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores. Tomará el diezmo de vuestros cultivos y vuestras viñas para dárselo a sus eunucos y a sus servidores. Tomará vuestros criados y criadas, y vuestros mejores bueyes y asnos y les hará trabajar para él. Sacará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos.
Ese día os lamentaréis a causa del rey que os habéis elegido, pero entonces Yahveh no os responderá.

Como los hebreos llegaban a la regencia relativamente tarde, Samuel no necesitaba ser profeta para predecir cómo les iba a ir a los hebreos con una monarquía. No tenía más que recordar la experiencia de los sumerios.

En Lagash, por ejemplo, la explotación de la ciudadanía y las expropiaciones de la propiedad del templo por las familias regentes parece haber generado una suerte de revuelta entre el sacerdocio durante un receso de su interminable guerra con la ciudad de Umma. Después de un corto interregno, durante el cual parece que los sacerdotes intentaron extender su control de la propiedad de los dioses, un nuevo regente, un usurpador sin relación con el monarca previo, se hizo con el trono, quizá auxiliado por una facción de la clase sacerdotal. Su nombre era Urulcagina o Uruinimgina (el símbolo cuneiforme, KA, boca, puede ser leído también como INIM, palabra), y basó la legitimidad de su reinado en la afirmación de haber terminado con la explotación de la gente común a cargo del palacio y el templo. El relato de sus famosas reformas se copió con profusión y se ha desenterrado en varias versiones de las ruinas de Lagash.

En su ascenso, Urukagina encontró una situación complicada. La burocracia era culpable de muchos excesos: el superintendente de los barqueros usaba su cargo sólo para beneficio financiero propio; el inspector de ganado se estaba apropiando de ganado pequeño y grande; el regulador de pesqueros no se ocupaba sino de guardarse el dinero. El regente y su familia habían expropiado la mayor parte de la mejor tierra de la ciudad. Mayor lastre eran las tasas que se imponían a todo el mundo. Un proverbio tardío de la antigua Lagash lo deja claro: «Puedes tener un señor, puedes tener un rey, pero es al inspector fiscal a quien debes temer». Cada vez que un ciudadano llevaba una oveja blanca a palacio para la esquila tenía que pagar cinco siclos, como dos onzas de plata. Si un hombre se divorciaba de su mujer, tenía que pagar al regente cinco siclos y uno a su ministro. Si un perfumero creaba una nueva esencia, el regente se llevaba cinco siclos, el ministro uno y el mayordomo real otro, todos de plata. El templo y su tierra eran explotados por el regente como si fueran propiedad privada suya. «Los bueyes de los dioses araban las parcelas de cebolla del regente; los terrenos de cebollas y pepinos del regente se situaban en los mejores campos del dios». Pero el sacerdocio tampoco estaba libre de corrupción. Un sacerdote podía entrar en el huerto de un hombre pobre y talar un árbol o llevarse su fruta si así lo quería. Nada era tan seguro como la muerte y los impuestos. Cuando un ciudadano moría, los dolientes debían pagar por el privilegio de enterrar el cuerpo: siete jarras de cerveza y 420 hogazas de pan; el sacerdote se llevaba medio gur (más de 60 litros) de cebada, una prenda de ropa, una cama y un taburete; el ayudante del sacerdote se llevaba 12 galones de cebada.

Urukagina afirmaba haberle puesto fin a todo esto. Humilló a los burócratas, redujo impuestos y en algunos casos incluso los abolió; restauró la propiedad del templo, pero se aseguró de que los sacerdotes ya no explotaran al pueblo lego. Redistribuyó las relaciones de poder, la opresión del pobre por el rico: «si la casa de un hombre rico está cerca de la casa de un hombre pobre y si el rico dice al pobre “quiero comprarla”, entonces, si el hombre pobre desea vender, puede decir “págame en plata tanto como yo piense que sea justo, o reembólsame con una cantidad equivalente de cebada”. Pero si el hombre pobre no desea vender, el rico no podrá forzarlo». Liberó ciudadanos que habían caído en una deuda irreparable o habían sido falsamente acusados de robo o asesinato. «Prometió al dios Ningirsu que no permitiría a viudas y huérfanos convertirse en víctimas de los poderosos. Instituyó la libertad para los ciudadanos de Lagash».

Los especialistas todavía discuten lo que de verdad significaron para los habitantes de Lagash todas estas afirmaciones de Urukagina. ¿Fueron sus reformas simplemente las acciones de un hombre bueno y justo o fueron más bien el medio por el que establecer la buena fe de un regente que había usurpado el trono de su ocupante legítimo? ¿Era la devolución de la propiedad del templo de verdad un intento por restablecer el papel del sacerdocio en la sociedad de Lagash o fue más bien que, al nombrarse a sí mismo y a su familia para puestos de la jerarquía del templo, como hizo, Urukagina cimentaba su propia posición conforme daba la apariencia de altruismo y generosidad? Nunca lo sabremos. Pero el debate, aunque interesante para los especialistas, en realidad deja de lado algo potencialmente más significativo: los textos que describen los actos de Urukagina introducen varios elementos novedosos en la historia del gobierno.

Aunque la cronología antigua es objeto de mucha disputa, el reinado de Urakagina no fue de ninguna manera posterior al año 2400 a.C. En cualquier otro lugar del mundo, excepto en Egipto y quizá el valle del Indo, en este período todavía estaban viviendo o en grupos seminómadas relacionados por parentesco de cazadores recolectores o (la minoría que había dado el gran salto adelante a la agricultura de subsistencia) reunidos en pequeños asentamientos con linajes de jefes de aldea, sin escritura y sin tecnología metalúrgica. Pero en el sur de Mesopotamia, mucho antes de Platón y Aristóteles, mucho antes de Confucio y Lao-Tsé, mucho antes de Buda y Mahavira, mucho antes de los profetas hebreos, mucho antes de Moisés y Zaratustra, incluso antes de Abraham, los textos utilizan ya los grandes motivos de moralidad y justicia: la preocupación por la equidad, la responsabilidad de proteger a la viuda y al huérfano de los ricos y poderosos. Aquí se usa también por primera vez una palabra que se puede traducir por «libertad»: «Instituyó la libertad, amarga, para los ciudadanos de Lagash».

La implicación ulterior de las reformas de Urukagina es que estaba intentando promover apoyo a su reinado por medio de un principio muy distinto de cualquier principio anterior. Los monarcas previos habían hecho gala de sus éxitos militares y de los cadáveres que apilaron en el campo de batalla; quienes estaban enterrados en las Tumbas Reales de Ur habían justificado su control con su estatus casi divino; otros habían basado su legitimidad en el terror puro que inspiraban entre su gente. Ahora encontramos algo completamente nuevo: los textos sugieren que Urukagina quería la aprobación, e incluso el amor, de su pueblo.

A menudo, damos por hecho que las vidas de los pueblos antiguos eran tan diferentes de las nuestras que no podríamos aspirar a entrar en su cabeza y ver la vida como la veían. Sin embargo, estos documentos contienen evidencias de lo contrario. La historia de Lagash, su larga guerra con Umma y la reforma de su sistema social a cargo de Urukagina, con protección para la viuda y el huérfano y la preocupación por la libertad para los ciudadanos de su dudad, sugieren que las actitudes humanas han cambiado poco en los subsecuentes 4.500 años.

Cualesquiera que fueran los motivos de Urukagina para instituir sus reformas, al final no sirvieron de mucho. Su reinado sobre Lagash duró poco más de ocho años. Mientras se ocupaba de recomponer el Estado, satisfacer las demandas de la ciudadanía y cultivar el favor de su pueblo, a casi 30 kilómetros de distancia, en la ciudad de Umma, enemiga tradicional, un enérgico y ambicioso regente nuevo llamado Lugalzagesi estaba consolidando lentamente su fuerza y sus tropas, abrigando su pasión por la venganza después de muchas décadas de humillación a manos de Lagash. Lanzó entonces un ataque devastador. El lamento compuesto tras la destrucción de Lagash nos cuenta:

El regente de Umma ha incendiado el templo de Antasurra; se ha llevado la plata y el lapislázuli... Ha derramado sangre en el templo de la diosa Nanshe; se ha llevado el metal y las piedras preciosas... El Hombre de Umma, al saquear Lagash, ha cometido un pecado contra el dios Ningirsu... Que la mano que osó levantar contra Ningirsu sea cortada. No hubo falta por parte de Urukagina, rey de Lagash. Que Nisaba, la diosa de Lugalzagesi, regente de Umma, le haga llevar su pecado mortal sobre su cuello.

Palabras proféticas. Pero pasaron muchos años hasta que la maldición final se llevara a cabo. Entretanto, además de Lagash, Lugalzagesi también derrotó a Kish, Ur, Nippur, Larsa y Uruk, que estableció como capital de sus vastos dominios e inscribió en una vasija dedicada al gran dios Enlil en la ciudad-templo de Nippur su afirmación de haber conquistado toda Sumeria así como los países colindantes:

Cuando Enlil, el rey de todos los países, dio el reinado de toda la nación [esto es, Sumeria] a Lugalzagesi, puso los ojos de todos sobre él; postró a los países enemigos a sus pies e hizo que todos se sometieran a él, desde el levante hasta la puesta del sol, del Bajo Mar [el golfo Pérsico] hasta el Alto Mar [el Mediterráneo] a lo largo del Tigris y del Éufrates. Enlil se deshizo de cada enemigo desde donde el sol sale hasta donde el sol se pone. Todas las tierras extranjeras se extienden frente a él en abundancia, como el pasto. Todas las naciones son felices bajo su reino, todos los regentes de Sumeria y los jefes de todas las tierras.

La pretensión de control de todo el Creciente Fértil de Lugalzagesi es, cuanto menos, dudosa. Es posible que sólo obtuviera algún tipo de pacto de no agresión con los poderes circundantes, ciudades como Mari, que podría haber adquirido algún control sobre las tribus de Siria. Pero el orgullo excesivo que expresaba esta inscripción grandilocuente de la vasija iba a conducir necesariamente a una Némesis. Igual que la destrucción de Lagash fue su venganza por la larga humillación de Umma, su caída iba a estar vinculada a una de sus primeras conquistas.

Cuando Lugalzagesi conquistó la ciudad de Kish, depuso a su regente, Ur-Zababa, y el hombre que fue en algún momento escanciador del rey, sería el que hiciera descender el castigo de Nisaba sobre el cuello de Lugalzagesi. Al hacerlo, inició una nueva era, una nueva ideología y un nuevo principio de gobierno: ni miedo ni amor, sino adulación y adoración. El nuevo hombre de la época era Sargón, llamado el Grande. Fundó el primer imperio verdadero.

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Capítulo 6
Los gobernantes de las cuatro regiones: La Edad de Bronce heroica

Del 2300 al 2200 a.C.

§. Ambición imperial
Durante la campaña de excavaciones de 1931, Reginald Thompson, asistido por Max Mallowan, el equipo británico que exploraba la ciudad de Nínive, antigua capital de Asiria, en el norte de Mesopotamia, se encontró con una cabeza de bronce esculpida a tamaño natural. Se dieron cuenta al instante de que habían descubierto una reliquia de un momento crucial de la historia antigua. La figura no se parecía a nada de lo encontrado anteriormente; un paso gigante desde el estilo familiar, más bien rígido y formal, de escultura hierática de los sumerios. La cabeza debió haber representado el rostro de un gobernante terrenal, ya que no portaba ninguno de los signos o símbolos que solían emplearse en la Antigüedad para denotar divinidad. No obstante, su categoría indicaba que la escultura sólo pudo haber representado a un majestuoso personaje.

El pelo está cuidadosamente trenzado, cogido de una estrecha felpa alrededor de las sienes, atada en un elegante moño sujeto con tres aros que cae por detrás en una serie de bucles, a modo decorativo, sobre su cuello. Las trenzas están tan finamente delineadas como las del casco de oro de Meskalamdug, uno de los tesoros descubiertos por Leonard Woolley en la fosa mortuoria de Urak. El mentón queda dividido en dos por una elaborada barba arreglada recubierta delicadamente en formas de rollos y bucles. Aunque el Ozymandias de Shelley, admirado de forma espectacular en su día, pero olvidado por la posteridad, se nos viene inmediatamente a la mente como modelo de un antiguo gobernante, «mirad mis obras, vosotros poderosos, y desesperad», en esta escultura, la ligera sonrisa benevolente, muy humana, y bastante distinta del «labio fruncido y gesto despectivo» de la fría autoridad, oscila en los labios sensuales, casi como si el sujeto se regocijara con la sola idea de la mirada atenta de la posteridad distante.

Este magnífico objeto fue encontrado cerca del templo de Ishtar, en Nínive, en un nivel de destrucción fechado del siglo vil a.C. El equipo arqueológico estipuló que habían descubierto los restos dejados por la devastación y el incendio de la ciudad asiría a manos de los invasores de Media y Babilonia en el 612 a.C., un golpe del que el lugar nunca se recuperó. Pero considerando el material, el estilo y la técnica escultórica, dedujeron que la regia cabeza de cobre había sido creada unos 1.500 años antes. Supuestamente, formó parte una vez de una estatua de cuerpo completo, y debió haber sido cuidada con mucha atención, situada probablemente en un lugar privilegiado del templo, desempolvada con regularidad, engrasada, pulida y siendo tal vez objeto de veneración en ritos periódicos.

La mayoría de los estudiosos coincide en que el rey representado por la cabeza debía ser Sargón, el fundador del primer imperio mesopotámico auténtico. El rey Sargón, Sharru-kinu (no el nombre recibido al nacer sino el nombre asumido al acceder al trono, que en semítico significa «rey verdadero»), había surgido de la nada, en algún momento entre el 2300 y el 2200 a.C. para doblegar el reino de Lugalzagesi, compuesto por Kish, Lagash, Larsa, Nippur, Ur y Uruk, y empezar la construcción de un Estado imperial de habla regional semítica, que en su auge pretendió expandirse desde lo que actualmente es el estrecho de Ormuz en el golfo Pérsico, a través de las regiones montañosas de Irán y las montañas de Anatolia, hasta el mar Mediterráneo, de Sicilia al Líbano.

He escrito «de la nada» más como metáfora que con estricta propiedad. De hecho, Sargón fue probablemente un miembro del palacio. Una leyenda posterior cuenta que llegó como jardinero, trabajando a las órdenes del rey de Kish, Ur-Zababa. La Lista Real sumeria, escrita no mucho después del acontecimiento, nos cuenta que la profesión de su padre fue la de jardinero y que él logró el puesto de escanciador del monarca, un oficio real de cierta importancia, antes de incorporarse en la historia como el auténtico creador del Imperio.

Su señor, Ur-Zababa, enseguida desapareció de la historia, probablemente asesinado o derrocado por Lugalzagesi de Umma, en su búsqueda de la hegemonía sobre toda la planicie mesopotámica. Kish debió haber caído inmediatamente en el desorden y la confusión. Parece que las autocracias antiguas no debían tener un mecanismo establecido para reemplazar al monarca derrocado (ni delegados ni vicerregentes o segundo al mando). Incluso los descendientes del monarca solían tener que luchar, literalmente, por sus derechos al trono.

Sargón, que probablemente alimentó algún tiempo su apetito de poder (lo bastante para reunir el apoyo suficiente que le asegurara el éxito), aprovechó la oportunidad y el trono. Entonces, rápidamente prosiguió con lo que parecen haber sido ambiciones imperiales anheladas durante tanto tiempo. Comenzando por el sur, llegó a Uruk, demolió las famosas murallas construidas por Gilgamesh, venció fácilmente una defensa masiva de cincuenta gobernantes de ciudades sumerias y, según una inscripción que había en el pedestal de una estatua, y conservada en un documento tardío, capturó al propio Lugalzagesi y lo arrastró «con un yugo hasta la puerta de Enlil» en Nippur. Una vez barridas las tierras del sur, lavó simbólicamente sus armas en el «bajo mar» del Golfo.

Esto fue sólo el principio. Un documento posterior de Babilonia, «Las Crónicas Mesopotámicas», cuenta que Sargón,

No tuvo ni rival ni igual. Su esplendor se propagó por las tierras. Atravesó el mar por el este. El undécimo año conquistó la tierra del oeste hasta sus confines. Lo sometió todo a una sola autoridad. Instaló allí sus estatuas y transportó el botín del oeste en barcas. Estableció a sus oficiales de la corte a intervalos de cinco horas dobles y gobernó unitariamente las tribus de las tierras.

Parece que el objetivo de Sargón pudo haber sido acumular riqueza por medio del comercio libre y mercados abiertos, y transportarla de vuelta a la región central. Cuando encontró resistencia, no vaciló en enviar lo que sería el equivalente antiguo de un cañonero, aunque las distancias fueran enormes y los viajes durasen mucho tiempo.

«El rey de la batalla», una leyenda épica escrita con posterioridad, de la que se han encontrado variantes y copias fragmentarias en lugares tan lejanos como Egipto, Siria y Anatolia, nos cuenta cómo fue perseguida una lejana estación comercial en la ciudad de Purush-Khanda, por el rey local. Los mercaderes llaman a Sargón para que venga y los libere de la difícil situación. Sus consejeros militares, más bien por falta de fortaleza, le recordaron que el lugar estaba muy lejos y la ruta era muy arriesgada:

¿Cuándo podremos sentarnos? ¿Descansaremos siquiera un momento cuando nuestros brazos ya no tengan fuerzas y nuestras rodillas estén agotadas por el camino?

Si como creen los estudiosos, Purush-Khanda es actualmente el montículo de tierra llamado Acemhóyük, en la pequeña región central de Anatolia, cerca del gran lago de agua salada llamado Tuz, se extiende a 1.100 kilómetros desde Acad, incluso sobre el mapa (más o menos 1.600 kilómetros a pie). El ejército persa de Jerjes cubrió 450 kilómetros en diecinueve días durante la invasión a Grecia en el 480 a.C. Los soldados de Alejandro Magno pudieron realizar 31 kilómetros en un día, pero contando con los días de descansos regulares, la media se queda en 24. Incluso a esa velocidad, el ejército de Sargón habría necesitado cuarenta o cincuenta días de marcha forzosa para cubrir los 1.100 kilómetros. Las rutas a orillas del río de la planicie mesopotámica, lisas, mantenidas regularmente y bien vigiladas, habrían sido lo suficientemente seguras. Mucho más peligroso habría sido escalar las encrespadas rutas a través de las colinas y meter al ejército a través de los estrechos pasajes de los montes Tauro. No obstante, la leyenda épica nos cuenta que Sargón emprende la marcha, llega y ataca la ciudad, obligando a la rendición al rey de Purush-Khanda, «el favorito de Enlil». Ahí permanece bastante tiempo (tres años) para asegurar que, desde entonces, el gobernante local reconocería sus obligaciones con el jefe supremo imperial.

El relato es más literario que histórico (la aventura es prácticamente inverosímil), aunque sólo sea porque la ausencia de Sargón de su capital, durante tres años, le habría llevado seguramente a perder el trono. Sin embargo, confirma que los emperadores acadios no se lo pensaban dos veces al apoyar sus colonias comerciales más lejanas mediante la fuerza militar

La conquista de un imperio no es simplemente otra etapa en la continua epopeya de aumento del territorio, una progresión natural de jefe de un pueblo a intendente de una ciudad, a gobernador de un país, a rey de un Estado, y a emperador. Es fácil reconocer, incluso compartir, el deseo de un hombre o mujer de ser el líder de su gente. No es necesario un gran paso psicológico para pasar de ser el primero entre los suyos a ser Lugal, Gran Hombre y, luego, monarca. Tampoco nos cuesta ver la atracción que cualquier persona sujeta a la común flaqueza de la humanidad (locura y debilidad) siente por tener el poder de la vida y la muerte sobre sus semejantes y recibir un baño de respeto, adoración y admiración; esto va dirigido, inevitablemente a la figura que representa y simboliza al colectivo de ciudadanos y, al mismo tiempo, actúa como un agente en la tierra del auténtico soberano, el dios de la ciudad. Otra cosa es querer ir más allá de la propia categoría y no someter simplemente a los habitantes de tierras extranjeras, forzándolos a pagar generosos tributos (como se había hecho tantas veces antes) sino, por el contrario, incluirlos entre los seguidores y situarse uno como jefe. Entonces, ya no se es un mero líder de la propia gente sino de una multitud mezclada. Para dar este paso se necesita una nueva manera de verse a uno mismo, restando importancia al origen concreto que uno se atribuye y al servicio hacia un dios particular; esto marca mucho más las cualidades individuales y personales de uno mismo, independientemente de su lengua original o cultura. Dicho de otra manera, ser emperador es salir fuera de lo propio, no quedarse más entre los que son como uno. Esto exige una cierta autosuficiencia heroica.

Y así ocurrió que cuando Sargón estableció su Imperio, reconoció que nunca podría desvincularse de todas las obligaciones del reinado tradicional y de la veneración a Zababa, dios de Kish, sin marcharse y establecer un nuevo centro, una nueva capital: una ciudad que no se asocia ni con semitas ni con sumerios; una ciudad que no fue fundada por un dios, como las otras, sino por el propio emperador Sargón. La nueva capital se llamó Agade, en sumerio, y Acad en semítico. De la ciudad Acad derivó el nombre para toda la parte norte (de habla semítica) de la planicie aluvial; a la variedad de esa lengua semítica se le llamó acadio, y a sus gentes, acadias.

Esto no quiere decir que Sargón ignorase los poderes divinos. Escogió ponerse bajo la protección de Ishtar, descendiente de la prehistórica gran diosa, modelo de la Afrodita griega y la Venus latina, la cual tenía, como otras divinidades del sur de Mesopotamia, a Enki y Ea de las aguas dulces, a Nanna y Sin de la luna, Utu y Shamash del sol, fundidos con su equivalente sumerio, en este caso, Inanna. Sus poderes combinados sobre guerra y amor, lucha y procreación, agresión y lujuria, hicieron de ella la «diosa adrenalina», deidad de la lucha, la evasión y el alboroto, la perfecta dominatriz celestial y la protectora del héroe guerrero de la Edad de Bronce.

Es una suerte que tengamos una imagen del notable hombre que logró todo esto. Y ya que la escultura descubierta por Thompson y Mallowan pudo muy probablemente ser modelada durante la propia época de Sargón (reinó más de cincuenta años), podría incluso mostrar un gran parecido, aunque probablemente más favorecido (es fácil suponer que más valdría que lo fuera, por lo menos en lo que respecta a la salud y bienestar del escultor).

Sin embargo, la cabeza se encontraba seriamente dañada, y el deterioro no fue a causa de la excavación sino que había sido infligido ya en la Antigüedad. Tampoco era accidental. A primera vista, donde mejor se ve lo que sucedió es en los ojos. La incrustación que una vez representó la pupila, probablemente formada por una piedra preciosa, no se encuentra en ninguno de los ojos, pero mientras que la pérdida del lado derecho parece natural (relacionada con la corrosión que dañó una superficie de cobre por lo demás lisa), el lado izquierdo ha sido extirpado obviamente a propósito con un afilado cincel. Puede ser significativo que sólo se mutilara un ojo de esa manera. Además, las orejas han sido arrancadas aparentemente también a golpe de cincel; la punta y el puente de la nariz han sido atacados y dañados, y el extremo de la barba también está roto. Sin duda, todo pudo haber ocurrido de forma accidental durante el saqueo de la ciudad y sus templos. Pero si tenemos en cuenta que Nínive fue vencida en el 612 a.C. por los medos en alianza con los babilonios, estas desfiguraciones particulares sólo nos pueden recordar la imagen de las horribles mutilaciones infligidas a los rebeldes medos, de las que el rey persa Darío el Grande se jactó en su autobiografía inscrita en una roca en Behistún, Irán, sólo unos cientos de años después. Tenemos por ejemplo a un tal Fravatish, que aspiraba al trono de Media en el 522 a.C., y cuya insurrección le costó a Darío varios meses contener: «Fravatish fue capturado y traído hasta mí. Le corté la nariz, las orejas y la lengua, y le saqué un ojo; lo até con unos grilletes en la entrada de mi palacio, y todo el mundo lo contempló. Después lo crucifiqué en Hagmataneh (Ecbatana)». En este caso, se cortaron las dos orejas, la nariz y un ojo. La conclusión plausible es que los daños de la figura de cobre fueron intencionados y simbólicos: la profanación de la imagen sagrada de un héroe nacional venerado, un ataque al orgullo de una nación derrotada, una expresión del menosprecio por las tradiciones y creencias de los asirios de Nínive.

Si éste es el caso, resulta que Sargón el Grande, fundador del Imperio acadio alrededor del 2230 a.C., fue contemplado como una figura semisagrada, el santo patrón de todos los imperios posteriores del área de Mesopotamia, durante, al menos, 1.500 años después de su muerte. De hecho, dos reyes de mucho tiempo después, uno que gobernó en Asiria sobre el 1900 a.C. y otro al final del siglo VIII a.C., adoptaron su nombre oficial, o más bien su título, Sargón, «el rey verdadero», como si así adquirieran algo de su resonancia para ellos.

El hecho de que la fama, el honor y la gloria de un gobernante individual permanecieran puros e intachables durante un milenio y medio ya es bastante extraordinario. Y más aún, el que su leyenda tuviera todavía el poder de impresionar después de 4.000 años.

§. Ella me puso en una canasta de juncos
Durante su (más bien absurdo) Festival Internacional de Babilonia en 1990, Saddam Hussein celebró su cumpleaños. Según la revista Time, «pocas fiestas de cumpleaños podrían competir con el espectáculo representado por el presidente iraquí Saddam Hussein para su 53º aniversario del mes pasado. Saddam invitó a los miembros del gabinete, a importantes cargos del gobierno y a diplomáticos de su ciudad natal de Tikrit para unas derrochadoras festividades que incluían dos horas de desfile y banderas proclamando “Tus velas, Saddam, son antorchas para todos los árabes”».

Las celebraciones llegaron a su punto álgido cuando una cabina de madera fue sacada con ruedas y una enorme multitud vestida a la manera antigua de Sumeria, Acadia, Babilonia y Asiria, se postró frente a ella. Las puertas se abrieron para mostrar una palmera de la que salieron cincuenta y tres palomas volando hacia el cielo. Debajo, un bebé Saddam acunado en una canasta llegó flotando corriente abajo por las orillas del pantano.

Un reportero de la revista Time se quedó particularmente impactado por el tema del bebé en la canasta, al que describió como un «Moisés reinterpretado». Pero ¿por qué motivo querría Saddam Hussein compararse con el líder de los judíos? El periodista no lo había entendido. El tema era una invención mesopotámica mucho antes de que los hebreos la tomaran y la refirieran a Moisés. El dictador iraquí aludía a un tiempo mucho más antiguo y glorioso. Se estaba asociando con Sargón, representándose como un sucesor del más famoso antiguo emperador semita.

Un héroe extraordinario necesitaba una historia extraordinaria como origen. En la leyenda sumeria «La leyenda de Sargón», escrita mil años después de los hechos que relata, aunque antes de la era que se suele adscribir a Moisés, el gran hombre habla de propia voz:

Mi madre fue una sacerdotisa, no conocí a mi padre.
Los parientes de mi padre viven en las estepas.
Mi ciudad es Azupiranu, en las orillas del Éufrates.
Mi madre sacerdotisa me concibió, me dio a luz en secreto.
Me colocó en una canasta de juncos y con betún selló mi tapa.
Me dejó en el río, el cual se elevó sobre mí.
El río me sostuvo y me condujo hasta Akki, el depositario del agua.
Akki, el depositario del agua, me aceptó como hijo suyo y me crió.
Mientras era jardinero, [la diosa] Ishtar me otorgó su amor.

Sin duda, hubo héroes mesopotámicos antes. Los famosos reyes de la temprana Uruk, como Gilgamesh y su padre Lugalbanda, fueron protagonistas de una serie de relatos y cuentos fantásticos de proezas extravagantes que se convirtieron en elementos centrales del canon literario sumerio y fueron copiados y vueltos a copiar en escuelas de escribas y escritorios del palacio durante siglos, a veces, milenios. Sin embargo, pertenecen a la época mitológica más que a la época de las leyendas heroicas; narraban íntimas relaciones sexuales con los dioses, batallas con monstruos aterradores, la búsqueda de la vida eterna y extraordinarias hazañas sobrenaturales. Con la llegada de Sargón, sus hijos y sus nietos, los relatos se vuelven, no necesariamente más verosímiles, pero al menos se centran en el aquí y ahora de la vida terrenal.

A diferencia de la literatura mítica de sumeria, copiada por escribas y estudiantes innumerables veces, los textos acadios se ocupan menos de las vidas de sus gobernantes. Hasta el momento, sólo se han desenterrado pedazos de seis documentos relacionados con Sargón, todos ellos eran copias tardías, y otros seis que hablan de su nieto Naram-Sin. La mayoría se interpretan como un dictado anotado a modo de registro de una representación oral. A partir de esos fragmentos (muchos fueron escritos al menos un milenio después de los hechos que relatan) podemos suponer que bardos y otros comediantes populares seguían representando leyendas épicas sobre Sargón y su dinastía, siglos después de su vida. Hablan de las heroicas hazañas armadas de sus protagonistas, de sus devociones religiosas y de su exagerada preocupación por el mérito personal y el honor; de sus maneras presuntuosas de hacer lo que nadie había hecho antes, e ir a donde nadie había ido antes. Sargón desafía a sus sucesores: «Ahora, cualquier rey que quiera llamarse mi semejante, ¡que vaya también hasta donde yo he ido!».

Sin embargo, los grandes reyes pueden mostrarse, al mismo tiempo, bajo una luz muy humana. En una composición conocida como Naram-Sin y las Hordas Enemigas, tras desobedecer la voluntad de los dioses y, como consecuencia, perder una larga serie de batallas, el rey se sumerge en una introspección shakespeariana.

Estaba confuso. Estaba desorientado.
Desesperado. Aquejado, desconsolado. Me desanimé.
Así que pensé: «¿Qué ha traído dios a mi reino?
Soy un rey que no ha mantenido la prosperidad de su tierra,
Y un pastor que no ha mantenido a su pueblo.
¿Qué me he traído a mí mismo y a mi reino?»

Como indicó el estudioso, Joan Westenholz, la última línea es equivalente a la declaración «La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros», una admirable agudeza para un héroe de la Edad de Bronce, unos dos mil años antes del nacimiento de la filosofía en la antigua Grecia.

El poeta Hesíodo, que debió vivir sobre el 700 a.C., y comparte con Homero el título de fundador de la literatura griega, y por tanto, europea, fue el primero en observar que la apariencia de estos héroes se relaciona con la era que llamamos de Bronce. Para él, el nombre Edad de Bronce no significaba lo mismo que para nosotros ahora. Para él, no tenía nada que ver con la tecnología sino que se trataba simplemente de la tercera etapa en su historia de la decadencia de la humanidad, desde la edad de oro, la edad de plata, la edad de bronce y la edad de hierro. En su obra Los trabajos y los días escribió que, después de las edades de oro y plata:

El padre Zeus creó otra tercera raza de hombres mortales, de bronce, en nada semejante a la de plata, nacida de los fresnos, terrible y vigorosa, a éstos les preocupaban las funestas acciones de Ares [dios de la ferocidad y el derramamiento de sangre] y los actos de violencia, no se alimentaban de pan, pero tenían valeroso corazón de acero. Rudos, gran fuerza y terribles manos nacían de sus hombros sobre robustos miembros.
Broncíneas eran sus armas, broncíneas sus casas y con bronce trabajaban, pues no existía el negro hierro.

Sin embargo, Hesíodo, a modo de apéndice, intercala otro tiempo como contraste, que no va bien con el modelo de la edad metálica de las otras; una edad

... más justa y mejor, raza divina de héroes que se llaman semi-dioses, primera especie en la tierra sin límites. A éstos, la malvada guerra y el terrible combate los aniquilaron... a otros el padre Zeus, proporcionándoles vida y costumbres lejos de los hombres, los estableció en los confines de la tierra. Estos con un corazón sin preocupaciones viven en las islas de los bienaventurados junto al profundo océano, héroes felices, para ellos la tierra rica en sus entrañas produce fruto dulce como la miel que florece tres veces al año, lejos de los inmortales...

El honor y la gloria eran las consignas de esta casta de hombres. No deseaban ni lujuria ni fortuna, sino fama y adulación. Dominaban a su gente por medio de un nuevo principio de gobierno. Los que están dirigidos por esos héroes de tal grandeza, no los seguían por miedo, ni por amor, ni mucho menos por una confianza en la excelencia y eficacia de su administración sino por la fascinación hacia su heroísmo y esplendor, desesperados por bañarse ellos también (aunque sea unos instantes) en el reflejo de la gloria.

Por supuesto, Hesíodo no estaba escribiendo historia sino poesía, no recogía hechos sino mitos. Sin embargo, acertó de algún modo en una conexión entre la Edad de Bronce y la edad de los héroes que resiste una investigación más a fondo. A lo largo de las muchas sociedades, cuyas tempranas épocas hemos podido estudiar gracias a la arqueología y la literatura, en Mesopotamia, Europa y Asia, descubrimos que la edad de héroes se corresponde con la pleamar de la Edad de Bronce, la época en que el desarrollo del metal reemplazó el uso de la piedra como herramienta y arma. Al igual que en otros sitios, Mesopotamia parece prefigurar los desarrollos posteriores del lejano Occidente.

El estudioso Paul Treherne señaló un cambio profundo en la imagen que el hombre tenía de sí mismo en Europa, durante la Edad de Bronce. Aparecieron artículos para el aseo personal como pinzas y navajas de afeitar entre los bienes de las tumbas, algo que nunca antes había ocurrido. Sugiere que son pruebas de un aumento del sentido de la individualidad, y un nuevo énfasis en la decoración corporal masculina. A su vez, lo asocia con la glorificación de la guerra y la caza, con el consumo ritual de alcohol, y un culto a la «belleza del guerrero». Todo apunta al establecimiento de una nueva clase guerrera masculina con un alto estatus social. En Grecia, ésta fue la época en que Homero escribió la historia de la guerra de Troya, con las descripciones de héroes como Aquiles. Treherne, recordándonos la cabeza esculpida de Sargón con su elaborado peinado, escribe que «los guerreros homéricos, como más tarde los espartanos, los celtas o los francos, se dejaban el pelo largo y se deleitaban con sus peinados».

Esta elite no podía surgir en la sociedad mientras la corriente dominante siguiera siendo la tecnología de piedra. La piedra es un material igualitario. Incluso las variedades especiales que se necesitan para fabricar herramientas, se encuentran ampliamente distribuidas y, por una larga tradición que se remonta hasta el comienzo del género Homo, cada hogar fabricaba sus propias herramientas. Sin duda, siempre hubo especialistas que destacaron en la fabricación de artículos concretos, pero en general, la creación de herramientas de piedra era vista como una actividad privada, doméstica.

La introducción del trabajo con metal cambió todo eso. Los materiales requeridos, mineral de cobre y estaño, son poco comunes y debían traerse (encontrase, comerciarse y transportarse) a través de grandes distancias. Se necesitan muchos años de entrenamiento para dominar el arte de fundidor de bronce. El trabajo con metales requiere un equipamiento complejo y caro. No es un trabajo casero sino una especialidad profesional que sólo podía abordar relativamente poca gente. Los productos de bronce fundido, por lo menos al principio, debieron ser muy costosos, sólo accesibles a los más ricos. Y si el uso original del bronce fue para la fabricación de armas, como probablemente fue, los que controlaban la tecnología, organizaban el transporte y pagaban a los armeros, consiguieron rápidamente el poder.

Además, la gloria o el heroísmo conseguidos en la lucha con armas de piedra no eran muy grandes. Es difícil exhibir una despreocupación impersonal o una superioridad espontánea cuando se pelea con una lanza, una maza o incluso con una daga de sílex. La victoria en una batalla en la Edad de Piedra es con frecuencia un logro colectivo que depende ampliamente de la cifra y el ímpetu. Pero la tecnología del bronce posibilitó la espada, el arma por excelencia del combate cuerpo a cuerpo, al que eleva por encima del nivel crudo, sin elegancia y brutal de la pelea a puño limpio. Los guerreros, armados con espadas, ya no formaban una masa indistinguible, sino que sobresalían como luchadores individuales, situándose a un paso más o menos de su contrincante y, en lugar de enfrentarse mano a mano o atacarse como bestias salvajes con un garrote o hacha, intercambian hábilmente técnicas concretas y calculadas de impulso y retirada, estocada y respuesta. Esta forma de lucha puede ser (y ha sido durante mucho tiempo) considerada como un arte con su propia estética.

Junto con las armas de bronce, hay que añadir otro accesorio del guerrero, que aparece por primera vez en los textos e imágenes: el caballo, probablemente domado por primera vez un poco antes, en el tercer milenio a.C., por los nómadas de la estepa que se expande como un mar de hierba desde Ucrania hasta Mongolia. En las imágenes de los sellos cilíndricos de la época en que Sargón estaba estableciendo su Imperio, empezaron a aparecer lo que parecían ser caballos con jinetes en sus lomos.

La utilidad que el caballo puedo haber supuesto para el luchador de la Edad de Bronce es un tema de debate. Sin montura ni estribos (estos últimos no se inventarían hasta pasados dos mil años), es difícil tener un asiento firme en el ardor de la batalla. En cualquier caso, en este momento de la historia, el caballo habría sido un galardón exótico y poco común, de cara adquisición y costoso mantenimiento. Lo que más debió haber atraído al guerrero heroico es lo que se ha llamado «la altivez del cuello arqueado» del caballo. Un poco después, un rey sumerio, el rey Shulgi de la tercera dinastía de Ur, se comparó favorablemente con «un caballo en la carretera principal que sacude su cola».

Lógicamente, los cambios que trajeron la introducción del bronce y los caballos necesitaron tiempo para producir sus efectos. Las nuevas ideas, a pesar de la importancia de su impacto en la sociedad, tardarían muchas generaciones en ser aceptadas como totalmente respetables o incluso admisibles. La espada no aparece en las esculturas o en los diseños de los sellos cilíndricos hasta que se convirtieron, mucho tiempo después, en algo común en el campo de batalla. Siglos después, al rey de Mari, la ciudad-estado de la parte alta del Éufrates, la actual Siria, se le reprochó por montar a caballo en público; una bestia sudorosa y maloliente, un insulto a la dignidad de la monarquía y un inoportuno recuerdo de los orígenes bárbaros y seminómadas del monarca: «Que mi señor honre su reinado. Puede ser rey de los haneos, pero también de los acadios, de manera que mi señor no debería montar a caballo; mí señor debería montar en carruaje o muías kudanu, y así dar dignidad a su reinado».

Y al igual que las estatuas conmemorativas de generales del siglo XIX los muestran normalmente con espadas colgadas de sus cinturones, a pesar de que combatieron en la época de las armas de fuego en los campos de batalla, las obras de arte de la antigua Mesopotamia, que ponen de manifiesto el nuevo carácter del héroe de la época, representan a su figura central llevando las tradicionales armas de la Edad de Piedra, sin ningún caballo o espada a la vista.

Alrededor del 1120 a.C., el rey Shutruk-Nakh-khunte de Elam, el Estado del sudoeste de Irán, invadió territorio babilónico y, como muchos otros líderes victoriosos desde entonces, encargó muchas obras de arte de valor incalculable para que se transportaran por barco a la capital, la ciudad de Susa. Entre ellas había una piedra de arenisca rosa de unos dos metros de altura, ahora ligeramente rota por arriba, así como frustrantemente erosionada, pero probablemente aún intacta cuando la tomaron como botín en Sippar, ciudad del dios sol. Había sido encargada más de mil años antes por Naram-Sin, el tercer sucesor de Sargón, y casi con certeza su nieto. Para muchos asiriólogos, éste fue el más noble de todos los acadios; presidió el Imperio durante décadas, cuando alcanzó su mayor extensión geográfica, y podía proclamar, desde su propio punto de vista, que poseía «las cuatro regiones» del mundo.

La estela conmemoraba la victoria de Naram-Sin sobre los lulubitas, un pueblo de los montes Zagros. Además de ser una obra de arte de éxito extraordinario, ostentando un puesto digno en la lista de las creaciones de la humanidad más impresionantes, un simple vistazo nos muestra lo lejos que se había ido en más o menos dos siglos desde los días del reinado sumerio descritos en la estela de Eannatum, también llamada Estela de los Buitres.

La organización formal de las figuras talladas ha sido abandonada. En la Estela de los Buitres, como en otras esculturas sumerias como el Vaso de Warka, la superficie está listada con grabados horizontales, quizás derivados de las líneas en que se estructura la escritura, como una tira cómica que contara una historia se leyera en el orden adecuado. Aquí, por el contrario, la superficie completa comporta una composición única que pretende expresar, como en una sola toma, el momento triunfal de Naram-Sin. No se trata de un esquema, sino de un retrato.

El escenario es una región montañosa. Naram-Sin y sus hombres están subiendo una pendiente hacia la cumbre. El rey, armado con una lanza, un arco y un hacha de combate, encabeza el camino seguido por dos abanderados y cuatro o cinco guerreros. Los lulubitas han sido totalmente derrotados. Naram-Sin mantiene una pose heroica (es más alto que las otras figuras) mientras aplasta con los pies a dos adversarios. Otros dos de los derrotados, uno de ellos totalmente desarmado y el otro con la espada rota, suplican por sus vidas; otro, por tierra, lucha por sacarse una flecha del cuello, y dos más caen de cabeza por el borde del precipicio. Cada luchador, ya sea entre los vencedores o los vencidos, es retratado de forma individual y no como colectivo indistinguible.

En la Estela de Eannatum, o de los Buitres, la figura más grande e importante es la del dios Ningirsu, que aparece en uno de los lados del monumento en posesión de las fuerzas enemigas capturadas en su gran red. El texto deja claro que el triunfo es del dios; Eannatum es sólo su obediente delegado. En la estela de Naram-Sin, la victoria pertenece al rey. No hay duda de que los dioses aún están ahí, pero sólo representados como dos estrellas en el cielo. Aquí, Naram-Sin lleva el casco con cuernos que representa la divinidad. No es una aberración. En algún momento de su reinado, el nombre del rey empezó a aparecer en los documentos escritos precedido del determinativo DINGIR, el signo cuneiforme que parece una estrella y que indica que la palabra que viene después se refiere a dios. Parece que Naram-Sin se deificó a sí mismo durante su reinado. «Naram-Sin el fuerte, el rey de Acad», explica un texto de fecha desconocida:

Cuando las cuatro regiones del mundo le eran hostiles, por el amor que Ishtar le guardaba, venció nueve batallas en un solo año y capturó a los reyes que se rebelaron.
Puesto que desde la adversidad pudo consolidar los fundamentos de su ciudad, su ciudad pidió a Ishtar en el Eanna [aquí sigue una larga lista de otras deidades de ciudad]... convertirlo en el dios de su ciudad de Acad. Y en el centro de Acad le construyeron un templo.

Por supuesto, no se nos dice nada de lo que pudo haber significado para los habitantes del Imperio la deificación de su gobernante, pero como mínimo tenemos que reconocer que se había producido un cambio crucial en la relación entre el cielo y la tierra, entre los dioses y la gente.

Hasta entonces, la civilización se basaba en la creencia de que la humanidad fue creada por los dioses para sus propios propósitos. Las ciudades, depositarías de la civilización, eran fundaciones divinas que suponemos que comenzaron como centros de peregrinaje. Cada ciudad era la creación y el hogar de un dios concreto. Es como si «la vida real» fuera la que viven los dioses en sus reinos divinos mientras que la de aquí abajo en la tierra fuera una irrelevante atracción secundaria.

La época de Sargón y Naram-Sin alteró todo esto, cambiando el enfoque hacia el mundo humano e introduciendo una nueva concepción del significado del universo: las personas, en vez de los dioses, son los temas principales de la historia mesopotámica. Ahora, la humanidad tenía el control. Los hombres (y las mujeres) se convirtieron en los gobernantes de su propio destino. Sin duda, la gente era aún creyente, seguía presentando sacrificios en los templos, ofreciendo libaciones, representando ritos, invocando los nombres de los dioses cada vez que se daba la oportunidad. Pero la religiosidad de la época tenía entonces un sabor diferente. Cuando Sargón nombró a su hija como sacerdotisa En (tal vez el equivalente de director de gestión o jefe ejecutivo) del templo de Nanna, el dios luna, en Ur, casa materna de todos los templos lunares, ella trajo consigo un elemento del estilo heroico de la Edad de Bronce a la práctica de la religión. Incluso en esto, el énfasis pasa del cielo a la tierra, de los dioses a sus creyentes. La hija de Sargón se transformó a sí misma en la primera autora identificable de la historia, y la primera en expresar una relación personal entre ella y su dios.

§. Zirru, la sacerdotisa del dios Nanna
Aunque el lenguaje de la corte de Sargón, en la zona norte de la planicie aluvial, era el semítico, y su hija recibió seguramente un nombre semítico al nacer, cuando se fue a Ur, el corazón de la cultura sumeria, adoptó un título oficial sumerio: Enheduana, «En» (sumo sacerdote o sacerdotisa); «hedu» (ornamento); «Ana» (del cielo). Se trasladó a Giparu, en Ur, un extenso y laberíntico complejo religioso en donde había un templo, estancias para el clero, zonas de cocina, comedores y baños, así como un cementerio en donde se enterraban a las sacerdotisas En, aunque algunas fueron enterradas bajo el suelo de sus casas. Los archivos sugieren que se seguía llevando ofrendas a las sacerdotisas muertas. Uno de los artefactos más sorprendentes, prueba física de la existencia de Enheduana, se encontró en un estrato fechado varios siglos después de su vida, probando así que la sacerdotisa fue recordada y homenajeada mucho tiempo después de la caída de la dinastía que la nombró dirigente del templo.

La prueba es un disco de alabastro, desenterrado por Leonard Woolley, en 1926. En su parte posterior hay una inscripción: «Enheduana, Zirru, sacerdotisa del dios Nanna, esposa del dios Nanna, hija de Sargón, rey de Kish... construyó un altar y lo llamó “Estrado, mesa del cielo”». Al frente, restaurado a partir de las piezas encontradas por los excavadores, una franja en bajorrelieve que imita los grabados de un sello cilíndrico, muestra a la gran señora misma, vestida con una túnica de lana con pliegues, y dedicada a sus obligaciones religiosas; detrás se eleva la figura de un alto sacerdote desnudo y afeitado realizando una libación. A su derecha hay dos figuras más; una portando una vara, y otra llevando un cántaro con mango o un canasto ritual. Su mano derecha está alzada en un gesto de devoción. La expresión de su cara, de perfil, es severa. Su nariz es carnosa.

Entre los escombros también se encontraron sellos e impresiones en sellos que, por lo demás, confirman su época en el templo, identificándola entre otros: «Adda, mayordomo del Estado de Enheduana», «Oh, Enheduana, hija de Sargón, Sagadu el escriba es tu servidor», y, de forma encantadora, «Ilum Palilis, peluquero de Enheduana, hija de Sargón» (aunque por los artículos tan caros que poseía, como un sello cilíndrico de lapislázuli, probablemente debió ser el supervisor de las pelucas de palacio y el departamento de maquillaje).

Sentada en su cámara o tal vez su despacho, porque el director de una empresa tan grande y prestigiosa como el templo de Nanna, en Ur, seguramente debía estar provisto de la mejor organización, su cabello bellamente peinado por Ilum Palilis y su equipo, dictando a su escriba (probablemente el propio Sagadu, cuyo sello fue descubierto por Woolley), Enheduana procedía a dejar su marca permanente en la historia, componiendo, con su firma, una serie de más de cuarenta extraordinarias obras litúrgicas, que fueron copiadas y reproducidas durante casi dos mil años.

Sus composiciones, a pesar de no haber sido redescubiertas hasta época moderna, sirvieron de modelo para las plegarias de petición durante incluso más tiempo. A través de los babilonios, influyeron e inspiraron las oraciones y salmos de la Biblia hebrea y los himnos homéricos de Grecia. A través de ellos se ha podido escuchar una ligera resonancia de Enheduana, la primera autora literaria de la historia, en las himnodias de la temprana iglesia cristiana.

Su composición más abarcadora, conocida como los Himnos Sumerios, es una secuencia de cuarenta y dos versos relativamente cortos versificando cada uno de los templos de Sumeria uno detrás de otro:

¡Oh, Isin, ciudad fundada por el dios An [dios del cielo]
Construida por él en un llano vacío!
Tu exterior es imponente, tu exterior ingeniosamente construido,
Tus divinos poderes son aquellos decretados por An.
Bajo estrado amado por Enlil,
Lugar en donde An y Enlil determinan todos los destinos,
Donde los grandes dioses comen, llenos de una gran consternación y de terror...
Tu Señora, la gran sanadora de la tierra,
Nininsina, la de hija de An,
Ha erigido una casa en tu recinto, oh, hogar de Isin,
Y ha tomado asiento en tu estrado.

Cada ciudad va siendo abordada de esta manera y descrita con sus detalles apropiados. Únicamente al final de las series recibimos una ligera pista del propósito de toda la composición: la tarea de escribir estos himnos pudo haber sido emprendida como parte de la política imperial de Sargón para ayudar a la unificación de sus tierras, con su multitud de dioses diferentes, y formar una única comunidad confesional. En un verso en el que hace algo más que aludir a la autorrepresentación de su padre Sargón como innovador héroe, la suma sacerdotisa le anuncia: «La compiladora de las tablillas fue Enheduana. Mi rey, aquí se ha creado algo que nunca antes se había creado».

En la obra maestra de Enheduana es donde se expresa con mayor claridad el nuevo espíritu religioso de la edad heroica: una larga oración a Inanna, conocida a partir de sus primeras palabras, Nin-me-sara, «Señora de todos los Me». Nin significa Señora; Me, aquellos principios de la civilización que Inanna le quitó a su guardián Enki, y sara, que aquí significa «todos». La hija de Sargón eligió dirigirse, no a su propio señor y esposo oficial, el rey luna Nanna, sino a la patrona y defensora de su padre, Inanna, la resplandeciente diosa guerrera a quien él llamó Ishtar.

Si acaso pudiéramos traducir correctamente el antiguo sumerio al lenguaje moderno, con toda la riqueza de los múltiples significados y lecturas que la escritura cuneiforme hace posible e inevitable, este apasionante discurso que la sacerdotisa dirige a la diosa Inanna sería admirado entre las joyas de la literatura. Desagraciadamente, sólo podemos conocerla por su contenido y no por su calidad artística. Por ejemplo, la sorprendente descarga de alabanzas y elogios con que comienza la oración (unas cuarenta líneas en la que cada aspecto imaginable de la apariencia de la diosa, sus poderes y sus acciones están descritos y alabados) empieza con «Señora de todos los Me, que te alzas en luz radiante...». Su traductor más reciente,

la doctora Annette Zgoll, señala que el texto cuneiforme contiene también el sentido de «Reina de batallas incontables, que surge como una furiosa tempestad...». Sin embargo, incluso si la belleza de la escritura queda más allá de nuestra comprensión, lo que expresa está bastante claro: una relación totalmente nueva entre sacerdotisa y diosa.

Los devotos sumerios siempre se habían rebajado y postrado ante los dioses como esclavos serviles ante sus propietarios. Enheduana desea ser tomada en serio y exige reconocimiento. Puede no ser más que un ser humano, pero espera ser escuchada por Inanna. Discute con la diosa e intenta persuadirla para que actúe, recordándole el destino habitual de aquellos que rechazan reconocer la autoridad de Inanna.

Reina suprema de todas las tierras extranjeras,
¿Quién puede tomar algo de tu territorio?
... sus grandes puertas incendiaste.
Los ríos corrieron con sangre por ti...
Sus tropas fueron conducidas al cautiverio ante ti...
Las tempestades han llenado los lugares danzantes de sus ciudades.

Y pone como contraste su continuo servicio devoto.

Sabia reina de todas las tierras extranjeras,
Que multiplicas la vida de la gente:
¡Pronunciaré tu santa canción!
Misericordiosa, mujer radiante de corazón,
Enumeraré tus poderes divinos.
Yo, En-hedu-ana la sacerdotisa En,
Pongo mi santo Giparu a tu servicio.

Pero parece que algo ha ido muy mal con el ejercicio de Enheduana en Ur. Un líder rebelde de la ciudad de Uruk llamado Lugal-Ane, de quien sabemos por otras fuentes que dirigió una revuelta contra el nieto de Sargón, Naram-Sin, había expulsado de Giparu, por si acaso, a la tía del rey.

... Trajeron ofrendas funerarias como si yo nunca hubiera vivido allí.
Me aproximé a la luz, pero la luz me abrasó.
Me aproximé a la sombra, pero la tormenta me cubrió.
Mi dulce boca se amargó.

Enheduana insiste en que se informe de su destino a An, rey del cielo.

¡Cuéntale a An sobre Lugal-ane y mi destino!
¡Que An lo repare por mí!
Tan pronto como se lo cuentes, An me liberará.

Porque Lugal-ane ha demostrado ser impío e indigno del apoyo de los dioses.

Lugal-ane ha alterado todo.
Se ha llevado a An del templo de E-Ana.
No se sobrecogió ante la mayor deidad.
Ha transformado este templo,
Cuyas atracciones eran inagotables,
Cuya belleza era infinita,
En un escenario de destrucción.

En lo que concierne a Enheduana, su destino es lamentable.

Se levantó triunfante y me condujo fuera del templo.
Me hizo volar como a una golondrina desde la ventana;
Mi fuerza vital se ha agotado.
Me hizo caminar a través de los arbustos espinosos de las montañas.
Me despojó de la legítima corona de sacerdotisa En.
Me dio un cuchillo y una daga,
Diciendo «Estos son ahora los abalorios apropiados para ti».

Al final, parece que Lugalane entró en razón y a Enheduana le fue restituido su legítimo lugar en Giparu. La recompensa a la diosa por su apoyo es una pródiga oración:

¡Mi amada reina de An,
La radiante sacerdotisa En de Nanna, que tu corazón se tranquilice por mí!
¡Que se sepa, que se sepa!
Que se sepa que eres alta, como el cielo,
Que se sepa que eres ancha, como la tierra,
Que se sepa que destruyes las tierras rebeldes,
Que se sepa que bramas en las tierras extranjeras,
Que se sepa que aplastas cabezas,
Que se sepa que devoras cuerpos como un perro,
Que se sepa que tu mirada es feroz Que se sepa que alzas tu feroz mirada,
Que se sepa que tienes en tus ojos un brillo cegador,
Que se sepa que ni tiemblas ni cedes,
Que se sepa que siempre te yergues victoriosa.

§. Horizontes más amplios
La historia suele registrar únicamente las personalidades y las acciones de los grandes y los mejores... o los muy malos. Es mucho más difícil descubrir cómo habrían experimentado el guerrero y heroico nuevo mundo de la Edad de Bronce los ciudadanos corrientes de una de las ciudades del floreciente Imperio acadio.

Podemos hacer algunas suposiciones razonables. Debió haber sido una sociedad altamente militarizada, con guerreros armados a la vista patrullando las calles con frecuencia, sobre todo en las provincias, de cuya lealtad el centro no podía siempre depender. Sargón escribió que cada día 5.400 hombres, probablemente el núcleo de un ejército estándar, comían delante de él, en Acad. Para los habitantes lo más terrible debieron ser las insurrecciones y rebeliones que estallaban con frecuencia, con líderes patrióticos que pretendían derrumbar el gobierno imperial, como cuando Rimush, el hijo de Sargón, se enfrentó a rebeliones por el rey de Ur y otras cuatro ciudades. En todos los casos, las insurrecciones fueron sofocadas brutalmente. Naram-Sin «salió victorioso de nueve batallas en un solo año»: no está registrado el precio que esas insurrecciones costaron a la inocente población urbana; la pérdida de vidas y propiedades debió haber sido desoladora.

No obstante, ningún imperio puede sobrevivir sin el apoyo o, al menos, el consentimiento silencioso de una gran parte de la población. El malestar por el gobierno imperial tenía sus recompensas. Los ciudadanos de los territorios centrales de Sumeria y Acad habrían reconocido, seguramente, que sus horizontes se habían ampliado de forma desmesurada. Llegaban cantidad de objetos valiosos, bienes y materiales desde lo más amplio de la región. Barcos de lugares tan lejanos como Bahréin (en acadio, Dilmun), Omán (Magán), e incluso Indus (Meluhha), atracaban en los muelles y descargaban los tesoros; marineros extranjeros, hablando con acento extraño se aglomeraban en las calles cerca del puerto; barcas cargadas hasta arriba de cereal proveniente de campos distantes, regados con agua de lluvia, más allá de la planicie aluvial, llegaban a diario al puerto; desembarcaban sus cargamentos y eran rápidamente desmontadas, y la madera se utilizaba como reciclaje en caros proyectos de construcción locales. Sargón llegó incluso a afirmar que había cruzado el «mar occidental», el Mediterráneo (un alarde que se desecha fácilmente hasta recordar que un sello inscrito con el nombre «Apil-Ishtar, hijo de Ilu-bani, sirviente del divino Naram-Sin», fue encontrado en Chipre en la década de 1870).

Probablemente, el sistema económico había cambiado poco desde la práctica de mercado mixto de los primeros tiempos. Los emperadores pueden haber mantenido un poder supremo, pero eligieron seguir la costumbre y la ley establecida. Cuando buscaban tierras para distribuir entre sus seguidores y defensores, puede que forzasen las ventas y que presionaran a los vendedores, pero el palacio pagaba. En una columna de diorita negra del reino de Manishtushu (el hijo de Sargón) se registra la compra de varios grandes Estados, un total de algo menos de 2,5 kilómetros cuadrados, que el monarca parece que tuvo que pagar en plata, más una suma adicional por los edificios, y un regalo de joyería o vestimenta a voluntad. Para tener a todos de su parte, parece que el rey mantenía también («hacía comer») a 190 trabajadores, cinco oficiales de un distrito llamado Dur-Sin, Ciudad del Dios Luna, y cuarenta y nueve oficiales de la capital de Acad, incluyendo gobernadores, un gran ministro, un sacerdote de adivinación, un adivino del templo, tres escribas, un barbero, un portador de copas, así como el sobrino del rey y dos hijos de Surushkin, gobernador de Umma.

Por supuesto, se gravaron impuestos para pagar todo esto, y a una burocracia en expansión junto a la emergente clase artesana. La cultura heroica acadia valoraba la civilización tanto como la guerra, y reconocía que el «arte blando»[3] era esencial para mantener la paz y el orden en sus dominios. A los guerreros de la Edad de Bronce les gustaba la poesía. Podemos asegurar que los bardos, cantantes, músicos y comediantes eran bienvenidos en la corte, sobre todo si cantaban las hazañas heroicas de los gobernantes. Tales producciones fueron evanescentes, pero sabemos que se estimularon otros artes y oficios, a juzgar por el auge conseguido en el diseño arquitectónico, la escultura en piedra y la artesanía del metal. Lamentablemente, los metales preciosos estaban siempre condenados al reciclaje, por eso apenas se han salvado joyas acadias. Pero esta ausencia se ha compensado, en parte, por la gran cantidad de sellos cilíndricos desenterrados por los arqueólogos que demuestran que los talladores de sellos acadios alcanzaron un nivel de perfección casi sin rival tanto en el diseño como en la ejecución. Como indicó Marc van de Mieroop, profesor de estudios del antiguo Oriente Próximo, en la universidad de Columbia: «La impresión que uno obtiene del material de este período es la de destreza, atención al detalle y talento artístico».

Al mismo tiempo se emprendieron los primeros pasos por dar orden al caótico sistema de medición sumerio. Hasta la época acadia, cada ciudad había defendido encarnizadamente sus propios sistemas de peso y medida, así como los modos de registrarlos, y para añadir más confusión, se usaban diferentes sistemas numéricos y diferentes bases para cada artículo y producto básico. En este momento se introdujeron medidas universales de longitud, área, la capacidad de volumen líquido y seco, y el peso; estas unidades fueron el modelo a seguir durante miles de años. Se fijaron nombres oficiales a los años:

El año en que Sargón fue a Simarrum.
El año en que Naram-Sin conquistó...
Y derribó cedros en el Monte Líbano.
El año siguiente al año en que
Shar-Cali-shari fue a Sumeria por primera vez.

Quizá, el cambio más importante y significativo históricamente impuesto por los gobernantes acadios fue el uso del lenguaje semítico en los documentos oficiales, que ahora podemos llamar acadio con propiedad, aunque el sumerio siguió utilizándose hasta el final de la historia mesopotámica como lenguaje erudito y religioso. Sargón y sus descendientes no pretendían sustituir la cultura de Mesopotamia del sur, sino más bien conseguir fama al aumentarla.

Durante algún tiempo, la escritura cuneiforme había ido extendiendo su ámbito para captar tanto el habla semítica como la sumeria. Para un ojo inexperto, el cuneiforme parece todo igual. Pero el nuevo estatus oficial de la escritura acadia ilumina un estrato adicional de complejidad, que se añade al ya de por sí difícil sistema. El significado sumerio de los signos no fue reemplazado sino que marchó de forma paralela con sus equivalentes acadios. Por tanto, cada uno podía leerse como una palabra o frase sumeria, o, de forma alternativa, por sus valores fonéticos; igualmente podía leerse como una palabra o frase acadia, o, de forma alternativa, por sus valores fonéticos. El signo que parece una estrella podía no pronunciarse, significando sólo que la siguiente palabra alude a una divinidad, o podía leerse como Dios o Cielo, en sumerio DINGIR O AN, y en acadio shamum o ilurn; también podía utilizarse para representar los sonidos de esas palabras.

Esto hace que la decodificación de la escritura cuneiforme sea como un dolor de cabeza para los estudiosos de hoy, pero para los nativos de esa lengua estaba, probablemente, mucho más claro. De todas formas, parece que hubo una jerarquía entre los escribas de la época antigua, y los que realizaban tareas prácticas en las que no era necesario conocer o comprender las complejidades más arcanas del sistema. Para asegurar la uniformidad, el estilo estandarizado de la escritura de signos, se enseñaba un económico y elegante «antiguo estilo de escritura acadia» en las escuelas de escribas a lo largo de toda la región, desde las zonas montañosas de Irán hasta las fuentes de los ríos Tigris y Éufrates, en Anatolia, y las costas del Mediterráneo. Y a través de la expansión de esta escritura formalizada, el lenguaje acadio se convirtió en la lengua franca de todo el Oriente Próximo, hasta la aparición del arameo más de mil años después.

De esta manera, el Imperio acadio, anticipándose al Julio César de Shakespeare, tomó el control del estrecho mundo del Creciente Fértil como un coloso: militar, económica, cultural y lingüísticamente. A pesar de levantamientos, insurrecciones y sublevaciones periódicas, Sargón y sus descendientes, todos ellos héroes de la Edad de Bronce, mantuvieron una posición fija durante más de un siglo, extendiendo la civilización acadio-sumeria por toda la planicie mesopotámica, hasta el origen de los valles del Tigris y el Éufrates, así como por todas las tierras circundantes del este, oeste, norte y sur. O como ellos denominaban a los puntos cardinales: las direcciones de «el viento de las montañas, el viento de los amorreos, el viento tempestuoso, el viento de un barco navegando a contracorriente».

Y sin embargo, este mundo que prometía extraordinariamente desapareció en un parpadeo, o eso parece en la longue durée de la perspectiva histórica. Los bárbaros combatieron durante muchos siglos para conducir al Imperio romano de César fuera de la Europa Occidental hasta su último reducto en Constantinopla. El sucesor del Estado romano en Asia Menor, el Imperio otomano, decayó en doscientos años más o menos.

Los Imperios modernos europeos colapsaron en menos de cincuenta años. El imperio de Sargón parece que desapareció por completo en una fracción de ese tiempo.

Desde 1979, un equipo de la Universidad de Yale ha estado haciendo excavaciones en Tell Leilan, en Siria, una vez llamada Shekhna. En los tiempos acadios era un gran centro provincial que dirigía el valle del río Khabur entre las parte alta del Tigris y el Éufrates. Incluso actualmente, surgen por momentos murallas de hasta 15 metros sobre el nivel del suelo. Los arqueólogos han podido establecer con mucho detalle el surgimiento del antiguo asentamiento y su incorporación en el Imperio acadio cuando, a pesar de haber sido una provincia, se convirtió en una pieza principal del Imperio. En la acrópolis se elevaba un grupo de magníficas construcciones, equipadas con todas las comodidades: almacenes para granos, plataformas para el culto religioso, escuela, casa de baños, un amplio bloque fortificado para oficinas administrativas y, en medio, grandes zonas verdes.

Justo en la calle principal, enfrente de la escuela, estaba en marcha un proyecto de construcción enorme que debió aspirar a eclipsar todas las construcciones previas. Porque, además del ladrillo secado al sol y cocido al horno, los muros y cimientos de este ejemplo destacado del poder del Imperio acadio iban a ser de piedra, de dos metros de grosor, revestido de un gran roca de basalto, traída al lugar desde una distancia de al menos 40 kilómetros.

Aparentemente, la construcción iba bien hasta que, por lo que se ve, de la noche a la mañana, el trabajo se detuvo. Los excavadores de Yale encontraron que los cimientos se habían colocado y los muros estaban parcialmente edificados y terminados en el momento en que los trabajadores dejaron sus herramientas de forma abrupta y se marcharon. El doctor Harvey Weiss, jefe del grupo de Yale, informó de que «varias rocas de basalto estaban situadas en la zona sudeste del edificio, cerca de un muro parcialmente construido, abandonadas a varios metros del muro de la esquina. Estas rocas de basalto estaban en varios estadios de preparación, algunas ya eran bloques utilizables, algunos con marcas cinceladas visibles pero aún sin forma utilizable y algunas todavía sin trabajar». Más aún, esta repentina parada en la actividad coincide, como muestran las pruebas, con el hecho de que la vida urbana había cesado completamente en el resto de la ciudad; parece que Shekhna había sido totalmente abandonada para no volver a poblarse hasta pasados varios siglos.

Los arqueólogos que trabajaban entre los montículos y las ruinas de otras partes del norte de Mesopotamia se encontraron también con el fin repentino de las reliquias de la civilización. Justo por encima del nivel asociado a los últimos titulares de la dinastía de Sargón, no había nada; ni artefactos, ni cacharros, ni sellos, ni tablillas escritas. Todo signo de ocupación humana o había desaparecido por completo o se había reducido drásticamente. En Tell Brak, otro antiguo asentamiento cercano se había reducido a un cuarto del área previa.

Había ocurrido algo devastador. Pero ¿el qué? La Lista Real Sumeria se rasga las vestimentas en desesperación: «157 fueron los años de la dinastía de Sargón. Luego, ¿quién fue rey? ¿Quién no fue rey? Irigi fue rey, Imi fue rey, Nanum fue rey, Ilulu fue rey. Los cuatro sólo gobernaron 3 años». Parece que después el Imperio se redujo al área que está inmediatamente alrededor de la ciudad de Acad, donde una soberanía independiente renqueó durante un tiempo, antes de ser definitivamente extinguida por una oleada de bárbaros procedentes de las colinas.

Los antiguos llamaron gutis a la parte inculpada, que hicieron una barrida desde la parte superior del valle Diyala, dejando todo devastado a su paso. «La monarquía fue tomada por las huestes de Gutium, que no tenían rey», dice la Lista Real Sumeria. Una lamentación poética tardía, La maldición de Agade, explica que el dios «Enlil hizo descender de las montañas a aquellos que no se parecen a ningún otro pueblo, ni son considerados parte de la Tierra, a los gutis, un pueblo descontrolado, con inteligencia humana pero con instintos de perro y apariencia de monos».

La catástrofe que alcanzó Acad fue implacable.

Nada escapaba a sus garras, nadie esquivaba sus puños. Los mensajeros ya no viajaban por las carreteras, los barcos de correo ya no circulaban por los ríos... Los prisioneros se ocupaban de la vigilancia. Los bandidos ocupaban las carreteras.
Las puertas de la entrada de la ciudad de la tierra estaban desencajadas por el cieno, y todas las tierras extranjeras lanzaban amargos gritos desde las murallas de sus ciudades.

Los historiadores antiguos, que solían atribuir todo cambio cultural a la invasión y la conquista, tomaron esto como historia y aceptaron como un hecho dado que el Imperio de Sargón y Naram-Sin había sucumbido, simplemente, al aplastante ataque bárbaro. Sin embargo, aunque hay buenas razones para creer que la época imperial acadia fue realmente seguida de largas décadas —o incluso un largo siglo— de edad oscura, cuando las tribus no civilizadas gobernaron en la mayor parte de Mesopotamia, parece poco verosímil que los gutis solos fueran capaces de aplastar al Imperio mediante la fuerza de las armas. Acad había tenido previamente algunas dificultades para resistir el asalto de enemigos mucho mejor organizados.

En línea con su propia visión del mundo, los mesopotámicos culpaban del desastre a la furia de los dioses y a la arrogancia de los emperadores y sus prácticas blasfemas. La consecuencia lógica era un justo castigo, y los dioses habían condenado la arrogancia alterando el curso de la naturaleza y causando la hambruna.

Por primera vez desde que las ciudades fueron construidas y fundadas,
Los campos no produjeron grano,
Las praderas de inundación no produjeron peces,
Los huertos de regadío no produjeron ni sirope ni vino,
Las aglomeradas nubes no trajeron lluvia, el árbol masgurum no creció.
En ese momento, el valor de un siclo de aceite era sólo de medio cuarto,
El valor de un siclo de grano era sólo de medio cuarto...
Quien dormía en el tejado, murió en el tejado,
Quien dormía en la casa, no tenía entierro,
La gente se revolcaba de hambre.

Los estudiosos nos advierten regularmente de que los documentos siempre dicen mucho más sobre la época en que fueron escritos que sobre la época que afirman describir. Como «la maldición de Agade» se escribió mucho después del acontecimiento, su relato sobre la hambruna generalizada nunca se tomó muy en serio. Sin embargo, las excavaciones de Yale, en Tell Leilan, sugieren que podría haber mucha más verdad en los detalles del lamento épico de lo que se creyó al principio.

Los análisis de la capa del suelo de aproximadamente 60 centímetros de grosor, situados por encima de los últimos vestigios de la ocupación humana, únicamente muestran arena fina arrastrada por el viento y polvo, sin ni siquiera agujeros de lombrices o surcos de insectos. Este es el signo inmediatamente reconocible de la sequía, la desertificación. Se encontró el mismo vacío mortal en una extensa zona alrededor de Tell Leilan y en otros lados. Los investigadores pudieron detectar un cambio similar en los fondos submarinos y las tierras circundantes de todo Oriente Medio; lo que ocurrió en Shekhna no fue un mero acontecimiento local. Todo el norte de Mesopotamia se había secado simplemente durante unos 300 años. El doctor Weiss comentó: «la primera vez que un cambio ambiental brusco ha conducido directamente al colapso de una civilización próspera». «Algún tiempo después del año 2200 a.C., las lluvias estacionales escasearon y fueron reemplazadas por débiles tormentas. Vaciaron ciudades y pueblos, desplazando ciegamente a la gente hacia el sur con los pastores nómadas para buscar comida a lo largo de los ríos y corrientes. La desertificación continuó más de cien años, desestabilizando sociedades desde el sudoeste europeo hasta Asia Central.» Las cosechas y los animales perecieron. La gente acabó empobrecida, hambrienta y murió. Cesó el transporte del grano regado con lluvia a Acad y las ciudades del sur, poniendo a Sumeria ante la presión de tener que alimentar a sus masas. Miles de personas dejaron sus hogares en el norte e inundaron las rutas que llevaban hasta las antiguas ciudades, agravando el problema. Pero al haber mucha menos lluvia, los grandes ríos fluían más despacio y superficialmente; por tanto, la irrigación se hizo más difícil y se comprobó que era imposible producir suficiente comida para compensar las pérdidas en el norte.

El siguiente cambio ambiental desestabilizó a los pueblos bárbaros de los alrededores, enviando a los hurritas, a los gutis y a los amorreos desde todas las dilecciones hacia la planicie para apropiarse de lo que pudieran para sobrevivir. En medio de esa agitación, las cosas se desmoronaron y el centro no pudo resistir. La simple anarquía se desató en el mundo. ¿Quién fue rey? ¿Quién no fue rey?

No es difícil imaginar el sufrimiento de los habitantes de Shekhna y de las otras posesiones del Imperio del norte mientras se marchitaban sus campos y su ganado esquelético moría. Hemos visto suficientes desastres similares incluso en el siglo XX.

Como podría esperarse, algunos estudiosos están en gran desacuerdo con la historia de la caída del Imperio acadio que da la Universidad de Yale, acusando a Weiss de exagerar el significado de sus descubrimientos, sobreinterpretar sus resultados y tomarse los textos antiguos de forma demasiado literal. Pero ya fuera destruida por el cambio ambiental, el ataque bárbaro, la presión de la población, el estancamiento burocrático o cualquiera de las razones que se den para relatar su repentina y sorprendente desaparición (o, por supuesto, por una combinación de todas ellas), el hecho es que se colapso.

La entidad política creada por Sargón y sus descendientes, el Imperio de Sumeria y Acad, no tuvo la suficiente fuerza para resistir todas las presiones que recibió, ni más ni menos. El Imperio había extendido sus fronteras y apurado sus recursos hasta el límite de lo posible. A pesar de que había desarrollado una burocracia y mejorado su sistema de contabilidad como nunca se había visto hasta entonces, todavía era una economía agraria, un mundo en que el transporte más rápido de bienes era la carreta de burros, y, probablemente, no se podía recorrer más de 25 kilómetros al día para transportar la mercancía. Sin la infraestructura necesaria, las ambiciones de Acad habían superado su capacidad de llevarlas a cabo.

Si las ciudades y las civilizaciones son como máquinas, es tentador ver el Imperio acadio como un avión de combate de una guerra en mitad del siglo XX, el Spitfire o el Messerschmitt 109, que debían su éxito y su dominio de los cielos al hecho de haber sido diseñados para volar en los propios límites de la estabilidad. Cuando todo iba bien eran magníficos. Si se dañaban en una parte vulnerable, daban un vuelco y se estrellaban contra el suelo. Otros aviones de diseño más conservador, y monótono, podían llegar a casa, con las alas y la cola agujereadas por balas de artillería.

Otra vez, como había pasado con la expansión de Urulc en el cuarto milenio a.C., la sociedad más próspera resultó ser la más frágil. Otra vez, el más cauteloso y tradicional estilo de vida de las ciudades de Sumeria, en las zonas del extremo meridional de la planicie mesopotámica, resultaron ser más estables y más capaces para resistir los impactos de la historia.

El gobernante de la ciudad más conocida del interregno postacadio, Gudea de Lagash, tuvo el cuidado de no denominarse Lugal, rey, sino simplemente Ensi, gobernador, como si, volviendo a la tradición antigua, el verdadero monarca fuera el dios Ningirsu, señor de la maza y el hacha de guerra. Se han recuperado más de dos docenas de estatuas votivas que representan a Gudea, muy parecidas entre ellas, ya que todas representan sin duda al mismo hombre. Todas resaltan su profunda piedad y sus buenas obras: principalmente la construcción y restauración del templo. La artesanía es excelente, las destrezas de los escultores eran magistrales, pero sobre todo, las estatuas de Gudea expresan la vuelta a los valores sumerios: la dignidad, formalidad y serenidad; una reacción contra el estilo humanístico y enérgico de los emperadores acadios, como veíamos en la cabeza de cobre de Sargón, en la estela de la victoria de Naram-Sin.

Mesopotamia no daría de nuevo un paso con confianza en el futuro hasta que el dominio de los gutis pudiera de algún modo disolverse y la tierra recuperara algo del anterior respeto por sí misma.

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Capítulo 7
Sumeria resurge: El Estado dirigista

Del 2100 al 2000 a.C.

§. Devolviendo el reinado a Sumeria
Fue Utu-Hegal («el Dios Sol provee abundancia») quien se arrogó haberse librado de los guti. Debió haber pasado un largo tiempo preparando su revuelta antes de acometer la empresa. Pasó meses, quizá años, reuniendo un grupo de seguidores suficientemente amplio, hombres preparados para arriesgarlo todo por su parte de gloria al liberar la tierra de «la serpiente de las montañas y sus colmillos». Seguramente, debió tener agentes que lo mantuvieran al corriente en su feudo de Uruk, llevándole información privilegiada sobre las condiciones en las áreas sobre las que estos forasteros, «gente que no se consideraba parte de la tierra», ejercía control directo.

Era perfectamente consciente de que los bárbaros habían desechado restablecer la elaborada maquinaria estatal de sus predecesores acadios o habían sido simplemente incapaces de hacerlo. Porque a ellos, como dice una crónica, «la hierba les crecía alta en los caminos de la tierra». En cambio, para su dominio dependía de la debilidad de las antiguas fundaciones sumerias, acuarteladas junto a la parte alta del Golfo, a la que llevó mucho tiempo rehacerse de los desastres que habían acabado con la dinastía de Sargón el Grande. Está claro que a los guti no se les iba a perdonar por no ser como el resto de pretendientes al trono de Mesopotamia, en el sentido de que no tenían interés de recoger el testigo de la civilización y llevarlo hacia adelante. Los cronistas nos recuerdan una y otra vez que éstas eran «gentes infelices que no sabían cómo adorar a los dioses, ignorantes de las prácticas religiosas». Sólo podía ser una cuestión de tiempo antes de que la confianza de las ciudades del sur reviviera y los condujera a un esfuerzo conjunto para librarse de ellos.

Utu-hegal se quiso asegurar de ser quien se llevara el mérito de tal proyecto. Por otro lado, mantener las tradiciones de tiempos antiguos, antes de la edad heroica pre-acadia, no iba a reclamar sólo mérito. Al fin y al cabo, la rebelión ni siquiera era idea suya: Enlil, el rey de los dioses, había decidido que se debía echar a los guti de Mesopotamia y lo había elegido a él para la tarea. Una inscripción conocida a partir de tres copias posteriores nos habla de su famosa victoria, la primera descripción detallada que tenemos de una campaña militar en tiempos antiguos.

Su primera parada fue el templo, para mantener al tanto a su diosa y protectora: «Mi señora, leona en la batalla, que golpea las tierras enemigas, Enlil me ha confiado que traiga de vuelta el reino a Sumeria. ¡Sé tú mi aliada!». La segunda fue conseguir el apoyo de la población ciudadana. «Utu-hegal, el poderoso, se adelantó desde Uruk y levantó su campamento en el templo de Ishkur [dios de la tormenta]. Llamó a los ciudadanos de su ciudad, diciendo: “El dios Enlil me ha concedido Gutium. ¡Mi señora, la diosa Inanna, es mi aliada!”. Los ciudadanos de Uruk y Rulaba se regocijaron y lo siguieron como de una misma voluntad».

Tras obtener la aprobación de sus partidarios tanto celestes como terrenos, Utu-hegal partió con sus tropas de elite y marchó al norte a lo largo del Éufrates, para luego desviarse al nordeste a lo largo del canal de Iturungal. Sus fuerzas peregrinas progresaban unos 12-15 kilómetros al día y acamparon en la ciudad de Nagsu la cuarta noche. Al día siguiente detuvo a sus hombres junto al altar de Ilitappe, donde dos emisarios de Tirigan, rey de los guti, habían venido a departir con él, aunque sólo para verse arrestados y encadenados. La tarde siguiente, el ejército de Uruk levantó campamento en Karkar, pero continuó clandestinamente en mitad de la noche hasta un emplazamiento más allá de las líneas enemigas subiendo el Adab, a unos 80 kilómetros de Uruk, donde prepararon una trampa para el enemigo. En la batalla posterior, el ejército guti fue aplastado.

Tirigan abandonó su carro de combate y huyó a pie, buscando refugio, junto con su mujer e hijos, en un lugar llamado Dabrum. Pero los ciudadanos de esa ciudad, conscientes de que la causa guti estaba perdida, «que Utu-hegal era un rey investido con el poder de Enlil», arrestó al rey derrotado junto a su familia y se los entregó a un representante de Utu-hegal. «Lo esposó y vendó sus ojos. Ante Utu [el dios Sol], Utu-hegal lo hizo postrarse ante él y le puso su pie sobre el cuello... Devolvió el reino a Sumeria» (los guti, sin embargo, iban a obtener su venganza unos 1.500 años más tarde, cuando Ciro el Grande, en el curso de su conquista de Babilonia, mandó tropas de choque gutis antes de que él llegara, unos días más tarde, a interpretar el papel de emancipador magnánimo).

Al «devolver el reino a Sumeria», Utu-hegal sentó las bases para el sistema social más impresionante que jamás se concibiera en la antigua Mesopotamia, aunque él mismo no llegara a presenciar su desarrollo completo.

Los detalles en «La Victoria de Utu-hegal», el nombre que los asiriólogos le dieron al texto del que viene la descripción anterior, sugieren que su versión puede ser bastante fidedigna. Pero estos documentos no los escribían historiadores desinteresados e imparciales, no más que los que hoy escriben las páginas del corazón de la prensa sensacionalista. Algunos eran trabajos de propaganda explícita, incluso descarnada; otros obedecían a un proyecto más sutil. Cuando los Estados obtenían su independencia por primera vez o cuando la recuperaban después de largo tiempo, normalmente intentaban establecer una historia nacional, justificando su existencia y afirmando sus raíces y orígenes.

Durante los años después de que el emperador persa permitiera a los exiliados de Judea en Babilonia volver a Jerusalén a reconstruir su lugar de culto, la Biblia se compiló a partir de muchas fuentes para convertirse en una gran saga hebrea de conquista, asentamiento y gobierno de la Tierra Prometida. Beda el Venerable escribió su Historia eclesiástica del pueblo de los anglos cuando los reyes de Northumbria, la región en la que vivió, comenzó un proceso de siglos que unificaría toda Inglaterra. De manera similar, la primera versión de la Lista Real Sumeria no se compiló, desde luego, mucho después de la expulsión de los guti, intentando demostrar que Utu-hegal, un hombre presumiblemente de ascendencia plebeya, era a pesar de todo heredero del manto de legítimo monarca, el último descendiente de una larga línea de gobernantes que se remontaba hasta los días anteriores al Diluvio.

Para algunas narraciones, la precisión y la verdad no son un problema. Cuando, en este período del resurgimiento sumerio, los escribas anotan las historias del Gran Diluvio, de divinidades como Inanna y Enki, de héroes semidivinos como Lugalbanda o Gilgamesh, de reyes terrenales como Enmerkar y el Señor de Araña, y asimismo cuando escribían la mayoría de los antiguos mitos y leyendas que habían estado en el repertorio de bardos y rapsodas públicos probablemente durante siglos, la razón principal no era la persuasión política, sino la preservación. Es como si el interregno guti hubiera supuesto un gran desconcierto para los guardianes de la cultura sumeria, que enfatizaban la fragilidad de la tradición oral, el peligro de perder sabiduría antigua, subrayando la importancia de traspasar lo máximo posible al medio escrito y permanente. Por las mismas razones se escribió por primera vez el Noble Corán, después de que muchos de los que lo habían memorizado y recitado, el Hufaz, fueran asesinados en las guerras civiles que sucedieron a la muerte del Profeta del Islam. Deberíamos alegrarnos de que los sumerios aprendieran la misma lección. Si los escribas no hubieran codificado diligentemente la historia en tablillas de arcilla que fueron desenterradas miles de años más tarde, no sabríamos hoy nada de ellos.

Sin embargo, cuando los documentos intentan establecer una historia nacional, los lectores deberían estar sobre aviso. Una crónica babilónica, escrita probablemente unos trescientos años después de los tiempos guti y que se preocupa fundamentalmente con la provisión adecuada de ofrendas para un nuevo dios, Marduk, deidad tutelar de una nueva ciudad, Babilonia (y ni Marduk ni Babilonia tenían excesiva importancia, más bien eran prácticamente desconocidos en la época de Utu-hegal), va a atribuir la lucha entre civilización y barbarie, entre sumerios y gutis, a una simple cuestión de pescado hervido: «Utu-hegal, el pescador, pescó un pez en la orilla del mar para una ofrenda. Ese pez no debía haber sido ofrecido a otro dios antes de haber sido ofrecido a Marduk. Pero el guti le arrebató de las manos el pescado hervido antes de que pudiera ser ofrecido. Así que por su augusto mandato, Marduk se deshizo de los guti en el gobierno de su tierra y se lo dio a Utu-hegal».

Es difícil saber qué creer cuando el propio texto dice que «Utu-hegal, el pescador, cometió actos criminales contra la ciudad de Marduk, así que el río se llevó su cuerpo», refiriéndose a una leyenda en la que el rey de Uruk fue arrastrado hacia su muerte mientras supervisaba la construcción de un dique. En las distintas versiones de la Lista Real, tal y como se actualizaron en los tiempos de Utu-hegal, se da a la extensión de su reinado 427 años; otras veces, 26 años, 2 meses y 15 días, o siete años 6 meses y 5 días. Después de lo cual, «Uruk fue derrotado y el reino llevado a Ur». Parece que el gobernador de Ur, de nombre Ur-Nammu (o Ur-Namma), designado por el rey de Uruk, aprovechó la oportunidad del inesperado vacío de poder para combatir, derrotar y anexionar a Uruk. Desafortunadamente, desconocemos los detalles de cómo pasó exactamente.

De lo que podemos estar seguros es de que, en algún momento alrededor de 2100 a.C., la tierra de Sumeria empezó a recomponerse y una ciudad de Ur en auge, bajo su tercera dinastía (conocida como Ur III para la historia), construyó un gran Estado regional imperial. En su apogeo, este Imperio neosumerio abarcó gran parte de Mesopotamia, donde las ciudades anteriormente independientes se convirtieron en provincias y una penumbra de Estados vasallos, bajo gobierno militar, rendía tributos a la capital.

El sumerio fue de nuevo la lengua administrativa (aunque se hablaba acadio en la calle) y el complejo militar-clerical fue devuelto al poder. Las artes también reflejaron un regreso a las formalidades sumerias. Pero si el estilo abierto de la cultura neosumeria era conservador, incluso reaccionario, no hubo abandono alguno de los avances en la ciencia gubernamental que alcanzó la dinastía acadia de Sargón: las mejoras de gestión, organización, economía, política, derecho y cultura escriba, junto a las técnicas matemáticas, astronómicas, calendáricas y protocientíficas necesarias para su funcionamiento. Por el contrario, fueron rigurosamente aplicados y desarrollados aun más, creando un aparato estatal más centralizado, dirigista, de lo que nunca se había intentado.

O así se cree, ante la evidencia del único tipo de texto en el que podemos confiar en alguna medida: el documento administrativo.

El Estado neosumerio nos dejó un gran número de registros burocráticos inscritos en tablas de arcilla. Desafortunadamente, muchos fueron desenterrados ilegalmente y nunca se registró su procedencia. Aproximadamente 50.000 han sido transcritos y traducidos; al menos el triple aguarda para ser estudiado; y al menos cien veces más yace bajo la arena esperando a ser descubierto. Llevaría siglos transcribirlos y traducirlos todos.

Sin intereses políticos que defender, sin otro propósito que el registro de los hechos de transacciones económicas o sociales, las tablillas administrativas hacen posible el informe detallado de la sociedad antigua que nunca fue, por lo demás, abiertamente descrita. Sin embargo, no recibimos una estampa completa a partir de ellas. Estudiar las tablillas de esta época es como abrir una escotilla a los dispositivos internos de un mecanismo intrincado, cuyo propósito y estructura global fuera aún nebuloso. O, por cambiar la metáfora, vemos muchos árboles, pero el bosque se nos escapa. También deberíamos tener cuidado con las impresiones distorsionadas. Puede parecer que los neosumerios están profundamente obsesionados con la burocracia. Está impresión es injusta. Si en nuestra época se conservara milagrosamente cada lista de la compra, billete de tren, recibo de caja, acuerdo de alquiler de coche y factura de tarjeta de crédito, los sabios de un futuro distante podrían pensar lo mismo de nosotros. Más allá, los primeros excavadores, siempre al acecho de hallazgos espectaculares, prestaban más atención a las grandes instituciones del Estado: los templos y los palacios. Así, los registros extraídos bajo suelo siempre van a ser parciales contra las pequeñas escalas, lo doméstico, lo privado. Esto llevó a los estudiosos a escribir sobre la tercera dinastía de Ur como si hubiera sido dirigida por una empresa totalitaria tan controladora y abarcadora que hiciera parecer a la Unión Soviética de Leonid Brézhnev una economía liberal de mercado.

Eloy día se ha abandonado este punto de vista, desplazado por el reconocimiento de que la vida cotidiana del ciudadano común no se termina de reflejar en los documentos que se han rescatado hasta el momento. Por ejemplo, aunque hay varios registros del grano, del pan y a veces de la carne y del aceite que el Estado distribuía para alimentar al populacho, no sabemos cuántas personas obtenían su vestido, sus muebles, sus utensilios de cocina, ni las verduras que iban a la olla ni la fruta que adornaba la mesa. Debió haber algún tipo de comercio, pero como ocurría fuera del sistema estatal, no quedó registrado.

Sin embargo, dicho todo eso, sólo hace falta alejarse un poco y entornar los ojos, como se hace con una pintura ultraimpresionista, para hacerse una idea de este tipo de sociedad. La figura que se forma ante nuestra mirada, al menos ante la mía, resulta sorprendente, como tan a menudo en la antigua Mesopotamia. Los neosumerios prosperaron hace mucho tiempo, al final del tercer milenio a.C., bastante más de mil años antes del principio de la historia de nuestra civilización, anclada como está en la antigua Grecia del año 600 a.C. Vivieron antes de la época de nuestras primeras tradiciones religiosas, como se describe en las leyendas de los patriarcas moradores de tiendas de la Biblia hebrea. No obstante, este Estado sumerio parece haber sido tan complejo, tan elaborado y tan altamente desarrollado que (al margen de la obvia carencia de tecnología de combustible fósil) no sería sorprendente encontrar una entidad política similar en algún lugar del mundo del siglo XXI.

Es cierto que los dispositivos sociales y económicos son parecidos a algunos Estados comunistas de nuestro pasado reciente: la Unión Soviética o la China de Mao, o como mínimo el comunismo como se supone que debe ser: el Estado centralizado del pueblo. Los especialistas apuntarán enseguida que no puede establecerse una verdadera comparación. Los presupuestos ideológicos de los sistemas alcanzan una diferencia excesiva: los comunistas eran ateos militantes, los sumerios era apasionadamente devotos, al menos en público, al servicio de sus dioses; el sistema comunista surge de una revolución y, al menos en la teoría, de la democracia; el sumerio, por evolución y autocracia. Por otro lado, no hay tantas maneras de organizar un Estado centralizado y alguna semejanza debe aparecer. Tanto los Estados comunistas modernos como la antigua Sumeria estaban sostenidos por ideologías totalitarias que se usaban para justificar y explicar sus estructuras sociales y económicas. Ambos desarrollaron economías centralizadas que teóricamente exigían de cada uno según sus posibilidades y daba a cada uno según sus necesidades (aunque en las repúblicas socialistas, como seguramente también en Ur III, algunos eran más iguales que otros). En Sumeria, como en la Unión Soviética, el individuo no tenía voz alguna. «En la antigua Mesopotamia, los habitantes de la ciudad no contaban como ciudadanos —escribe Marc Van de Mieroop—. Las ciudades estaban constituidas por varios grupos, que podían ser de naturaleza familiar, étnica, residencial o profesional. Un individuo fuera de cualquiera de estos grupos no tenía la manera de participar en la vida social y política de la ciudad.»

En ambos sistemas políticos, el Estado poseía toda la tierra y los medios de producción, aunque un debate encarnizado arrecia todavía sobre la importancia relativa de lo público frente a los sectores privados de la economía neosumeria. Resulta más convincente la opinión de que en el Imperio, cada miembro del pueblo estaba bajo la obligación de servir al Estado al

menos una parte del año. El tiempo que le quedara, si le quedaba algo, podía ser aprovechado para el beneficio privado del ciudadano. Un concepto conocido como Bala, que quiere decir algo así como «cruce» o «intercambio», una especie de política impositivo-redistributiva, exigía que cada provincia pagara grano y ganado a una agencia central (que algunos estiman casi en la mitad de su producción). De ahí, cada uno podía extraer suministros cuando los necesitasen. Un centro urbano completo, Puzrishdagan, también conocido como Drehem, se estableció unos 11 kilómetros al sur de Nippur, y se dedicó a la colección y distribución de bienes Bala. Los registros que nos han llegado muestran más de veinte animales entregados o repartidos de allí cada día. Un establo de ovejas estatal cerca de Lagash mantenía más de 22.000 ovejas, casi 1.000 vacas y 1.500 bueyes.

A Piotr Steinkeller, profesor de asiriología en Harvard, esto le «recuerda al sistema de repartos obligatorios que operó, en distintas épocas y maneras diversas, en el bloque soviético, especialmente en la agricultura. De manera muy parecida a la Babilonia de Ur III, en la Polonia comunista el granjero independiente se veía obligado a entregar al Estado parte de su producción, por la que se le pagaba una cantidad simbólica. En teoría, podía vender el resto libremente, aunque no en un entorno de auténtico mercado libre, puesto que el Estado se reservaba el derecho de expropiación y regulaba los precios».

Pero los sumerios fueron mucho más lejos de lo que los comunistas jamás se atrevieron, llevando un recuento de las obligaciones y recompensas de cada individuo; para ello, los burócratas de Ur III usaban un sofisticado y despiadado sistema de contabilidad del balance. Los estratos sociales más bajos, el trabajador no especializado y los esclavos, se consideraban directamente propiedad del Estado y parece que su única tarea era el trabajo diario, al contrario que sus supervisores. Aquí no se trata en absoluto del soviético «nosotros fingimos trabajar y vosotros fingís que nos pagáis». El rendimiento del capataz de una unidad de trabajo era cuidadosamente evaluado y anotado en el balance. En una columna se hacía un inventario de todos los gastos: los bienes, materiales y trabajo (grano, lana, cuero, metales y número de trabajadores) que el Estado había proporcionado al capataz. Después, según los patrones establecidos, se hacía la conversión a días normales de trabajo. Se calculaba la suma total. En la segunda columna, aparecían los haberes, la producción de la unidad. Por ejemplo, la cantidad de harina molida, en el caso de los molineros; textiles tejidos, en el caso de una unidad de tejedores, etc. El número de jornadas de trabajo equivalente a esta cantidad se calculaba, por un lado, dejando margen de maniobra para que parte del tiempo pudiera ser desviado a otros proyectos (a menudo se exigía a grupos de trabajadores que realizaran labores urgentes en otros lugares, como cosechar, descargar naves o mantenimiento de canales) y, por otro lado, por el tiempo de descanso a que los trabajadores tenían derecho: un día de cada diez para los hombres y uno de cada cinco o seis para las mujeres. Al final de cada año contable, se calculaba la diferencia entre haberes y gastos y cualquier beneficio o pérdida se llevaba a la primera entrada del período siguiente.

Las conversiones se calculaban de manera que un beneficio ocurriera muy de vez en cuando, claro. La producción diaria esperada parece haber estado mucho más allá del alcance de las posibilidades de un trabajador normal y muchos, si no la mayor parte, de capataces terminaba llevando una deuda crecientemente abultada con el Estado. Esto podría no haber importado si el sistema hubiera sido un mero instrumento de contabilidad que no se llevara demasiado en serio. Pero nada más lejos de la realidad. El Estado podía exigir el restablecimiento de su deuda en cualquier momento. En un documento bastante común, el capataz de un grupo de treinta y siete trabajadoras del cereal, que normalmente se habrían dedicado a moler el grano con morteros, comenzó el año con un déficit de 6.760 días de trabajo y terminó debiendo 7.420. Su deuda, convertida a siclos de plata, le habría privado de los salarios de dos años. Cuando muriera, la deuda recaería sobre sus herederos, que podrían no haber tenido otro medio de saldarla que el de venderse a sí mismos como esclavos.

§. El complejo industrial
Para hacemos una idea del aire soviético de la vida neo-sumeria, observemos lo que ha sido llamado el «complejo industrial» de Girsu, un centro urbano importante en la provincia de Lagash en el año 2042 a.C., a través del análisis que Wolfgang Heimpel, de la Universidad de California, Berkeley, hizo de una colección concreta de registros administrativos.

En la puerta de la administración de las cocinas, se encuentran los suministros que aparentemente son el derecho de la mayoría o quizá incluso de todos los ciudadanos del Imperio Ur que se dedican a los asuntos del Estado. Las cantidades varían según el rango y etapa de sus vidas. Como corresponde a los arreglos bien organizados de esta institución, un auditor residente, un escriba contable con destrezas escritoras y aritméticas, mantiene el recuento de todo lo que entra o sale del almacén. Es probable que fuera ayudado por un grupo de aprendices, pues no sólo se contabiliza su comida, y se puede observar que algunos de los registros son chapuceros como si hubieran sido compuestos por manos inexpertas.

Hoy es el día 16 del mes de la Cosecha; el auditor está haciendo el inventario de los desembolsos del día a los viajeros de camino:

5 litros de buena cerveza, 5 litros de cerveza, 10 litros de pan para Ur-Ninsun, hijo del rey;
5 litros de buena cerveza, 5 litros de cerveza, 10 litros de pan para Lala’a, hennano del Lugal-magure;
5 litros de cerveza, 5 litros de pan, 2 siclos de aceite para Kub-Sin, en ruta por hoces.

Tanto el príncipe Ur-Ninsun como Lala’a tienen grandes contingentes que alimentar; Kub-Sin se ve acompañado quizá de varios porteadores. Y, por supuesto, a los nobles, a la nomenklatura sumeria, se les da «buena cerveza», y no esa «cerveza» que bebe el pueblo llano. A otros se les dan raciones más habituales:

2 litros cerveza, 2 litros pan, 2 siclos aceite a Sua-zi, en ruta por buen lino;
2 litros cerveza, 2 litros pan, 2 siclos aceite a Usgina, en ruta por vestidos;
2 litros cerveza, 2 litros pan, 2 siclos aceite a Kala, en ruta por cajas de junco.
2 litros cerveza, 2 litros pan, 2 siclos aceite a Adda, el Elamita.

Estos viajeros, o sus representantes, aparecían por la administración de la cocina para solicitar y recoger sus suministros. Asumimos que todos viajaban por asuntos gubernamentales. ¿Cómo probaban quiénes eran y cómo se identificaban a sí mismos como merecedores legítimos de compensación? Sin duda, llevaban algún tipo de sello oficial, o quizá tablillas inscritas con un pase y la impresión del sello de un oficial de alto rango.

Pasa otro flujo de solicitantes mientras esperamos en la puerta de la administración de la cocina. Encontramos a Lugalezen, «guardián de la casa-pájaro» (un palomar, quizás); también hay varias «mujeres amorreas», probablemente prisioneras de guerra; unos cuantos perreros con sus bestias (ahora, como entonces en Oriente Medio, la gente tiende a evitarlos: los perros son sucios y sus encargados pertenecen a lo más bajo de la sociedad). Hay imágenes contemporáneas que muestran criaturas grandes como mastines; al ver la comida que consumían, podemos deducir que eran casi tan grandes como los hombres que los cuidaban. Lo más probable es que se utilizaran como perros guardianes; sus idas y venidas sugieren que también acompañaban a las caravanas.

No todos iban a la cocina a recibir su ración. El auditor anota repartos de pan y carne a otras instituciones de Girsu. Se proporciona comida a constructores de barcos, que fabrican navíos para comerciar con Omán. Esto nos sugiere que había un acceso local a mar abierto, probablemente a través del río Tigris. También recibían suministros los trabajadores de la maderera, un gran almacén de leña que alberga materiales de construcción como brea, junco y paja; y los guardias y trabaja dores del establo de ovejas y el establo de toros, instituciones de cebado de ganado que proveen los animales para las ofrendas; los guardias y presos de las prisiones locales, que parecen haber sido de tamaños distintos, con hasta cinco prisioneros en la más grande, así como al barco-prisión que se usaba para transportarlos desde o hacia su cautividad.

Junto a la prisión hay una casa danna, una casa de descanso gubernamental, una de siete en la provincia. Estos establecimientos (precursores de los bungalows dak del Imperio británico de la India), estaban situados a unas dos horas de camino a lo largo de las grandes rutas principales del sur de Mesopotamia (cada 15 o 16 kilómetros); son lugares donde viajeros de todo tipo pueden descansar, comer, dormir e intercambiar sus muías y asnos por animales de carga descansados. El sikkum, el animal de servicio estatal para el correo oficial, tiene sus establos en casas de descanso de este tipo.

Un alto funcionario real llamado el sabrá-dab, portadores del bronce (signifique lo que signifique ese título) y su gran séquito, ocupaban varios cuartos de la casa danna. Le acompañaban varios soldados, probablemente sus guardias de seguridad, así como un armero, un guía, un escriba personal, tres escanciadores y un cocinero. El comandante Ur-Shulgi, «en ruta a los campos», se quedó ahí durante una semana. Trabaja como gerente estatal para la casa de un templo distante que tiene sus tierras en la vecindad. «Como vemos», escribe el doctor Heimpel, en un giro irónico bienvenido y fuera de lo común, «pasaba bastante tiempo en el campo de acción de su puesto. Obviamente creía en una gerencia activa y no le gustaba sentarse en su oficina a beber cerveza».

También reciben ayuda los miembros más débiles de la comunidad. La cocina alimenta a cuatro «hijos de los que sostienen las cuerdas narigueras del gobernador» (supongo que las cuerdas narigueras iban atadas a los animales del gobernador y no al gobernador mismo) así como a dos «hijos del mulero» que viven en la casa de descanso con sus familias. Las raciones se distribuyen también a un número sorprendentemente elevado de inválidos. Ur-Damu y Urebadu, designados como «impedido para el trabajo», «se sientan» junto a un edificio llamado el Depósito, seguramente como guardias, algo así como los chowkidars ubicuos en la India moderna. Los inválidos también se registraban en varias casas como cultivadores, tropas y conductores de bueyes, mientras que el resto trabajaba en el establo de ovejas o en la maderera. Sus raciones son más pequeñas que las de los trabajadores no impedidos, pero Ur III no se preocupa de su supervivencia. Quizá el objetivo es asegurar la explotación de los recursos económicos más marginales. Pero como resultado, también ofrece un lugar seguro y un estatus en la sociedad a aquellos que, por los motivos que fueran, no podían competir plenamente.

¿Quién diseñó unos sistemas tan complejos? Debió haber muchas y largas reuniones entre burócratas con control de la economía del Estado (aquellos que sabían de agronomía, eran expertos en la cría de ganado e ingenieros de irrigación y pertenecían a la alta clase escribana). Haber diseñado un plan nacional que llevara la cuenta de millones de trabajadores, los distribuyera, pagara y alimentara a lo largo de toda Mesopotamia, con transporte sobre asnos y tecnología de la Edad del Bronce, no es ninguna tontería. Su buen funcionamiento durante décadas demuestra las destrezas de pensamiento, planificación y organización de los comités responsables. Hasta la Edad Moderna, no se ha intentado una economía controlada tan compleja; eso en el caso de que pudiéramos encontrar las anotaciones, los memorandos establecidos en las sesiones de planificación.

Podemos estar casi seguros de que la política de raciones habitual que se detalla en los registros del Complejo Industrial de Girsu se aplicaba a todas las ciudades y territorios independientes de Sumeria y Acad. Hay poco que ofenda más al sentido de equidad y justicia del pueblo que una situación en la que aquello que se recibe depende de dónde trabaje. En cualquier caso, a todos los imperios les gusta imponer uniformidad en su territorio y Ur III no era la excepción. La razón más obvia era la administración eficiente, aunque las vías por las que habitualmente se ejerce el mando suelen ser tanto una expresión de poder como una práctica política.

Con este fin, se estableció un currículum nacional para el entrenamiento de escribas. Se establecieron grandes academias estatales en las ciudades mayores, como Ur o Nippur. Se prescribieron un estilo uniforme de escritura y un repertorio de frases de uso en documentos oficiales. Se regularizaron pesos y medidas: una inscripción nos cuenta que el rey «diseñó la medida de peso de bronce (la sila), estandarizó el peso de una mina y estandarizó el peso en piedra de un siclo de plata en relación con una mina». Estas medidas se convirtieron en la referencia del resto de la historia de la civilización de Mesopotamia. Se diseñó un calendario imperial: todas las provincias tenían que seguirlo cuando registraran asuntos estatales, aunque algunos continuaron con sus tradiciones locales más antiguas cuando se trataba de asuntos exclusivamente locales. Tales reformas habían comenzado durante los días de la dinastía acadia de Sargón, pero los neosumerios llevaron el proceso mucho más lejos.

Sin embargo, en cuestiones de leyes, la uniformidad se hizo aún más importante. En las antiguas Sumeria y Acad, los criminales eran dispuestos frente al gobernador y enviados a juicio en la asamblea de una u otra ciudad. En el proceso por asesinato mencionado antes (famoso entre los mesopotámicos en la medida en que su historia se usó durante siglos para educar a los escribas en el arte de la crónica judicial y famoso entre los arqueólogos modernos como prueba de la dificultad al traducir textos antiguos), tres hombres fueron declarados culpables de asesinar al hijo de un sacerdote. «Nanna-sig, hijo de Lu-Sin; Ku-Enlila, hijo de Ku-nanna, el barbero y Enlil-ennam, esclavo de Adda-kalla el jardinero, asesinaron a Lu-Inanna, hijo de Lugal-urudu, el sacerdote.» El rey los envió a sentencia a la asamblea de Nippur. Respecto a los asesinos, el caso estaba claro: les esperaba la ejecución. Pero el caso era complicado ya que le habían contado a la mujer de la víctima lo que habían hecho y ella no informó a las autoridades. «Cuando Lu-Inanna, hijo de Lugal-urudu había sido asesinado, le contaron a su mujer, Nin-dada, hija de Lu-Ninurta, que su marido había sido asesinado. Nin-dada, hija de Lu-Ninurta no abrió su boca y lo encubrió.» Nueve testigos se turnaron para exigir también la pena de muerte para la mujer: «Ur-Gula, hijo de Lugalibila; Dudu, el cazador de pájaros; Ali-ellati, el plebeyo; Puzu, hijo de Lu-Sin; Eluti, hijo de Tizkar-Ea; Sheshkalla, el alfarero; Lugallcarn, el jardinero; Lugal-azida, hijo de Sin-andul y Sheshkalla, hijo de Sharahar, se dirigieron a la asamblea: “Han matado a un hombre, así que no son hombres vivos. Los tres hombres y la mujer deben morir ante el asiento de Lu-Inanna, hijo de Lugal-urudu, el sacerdote”». Pero dos miembros de la asamblea hablaron en favor de la mujer: «Shuqalilum, el soldado de Ninurta, y Ubar-Sin, el jardinero, replicaron: “¿Acaso mató Nindada, hija de Lu-Ninurta, a su marido? ¿Qué hizo la mujer para merecer la muerte?”».

Tras deliberar, la asamblea emitió su juicio:

El enemigo de un hombre puede saber que una mujer no aprecia a su marido y matar a su marido. Ella supo que su marido había sido asesinado, así que ¿por qué mantuvo silencio sobre él? Es ella la que ha matado a su marido; su culpa es mayor que la de los hombres que lo mataron.
En la asamblea de Nippur, después de que el caso hubiera sido resuelto, Nanna-sig, hijo de Lu-sin, Ke-Enlila, hijo de Ku-Nanna el barbero, Enlil-ennam, esclavo de Adda-kalla el jardinero y Nin-dada, hija de Lu-Ninurta y esposa de Lu-Inanna, fueron entregados a la justicia para ser ejecutados.
Veredicto de la asamblea de Nippur.

La dificultad de leer documentos cuneiformes queda demostrada por el hecho de que en una traducción anterior del mismo texto, a cargo de Samuel Noah Kramer, la mujer era exculpada y liberada.

Cualquiera que fuera el veredicto, está claro que esta asamblea judicial de Nippur no era una reunión de oligarcas, restringida a los grandes y a los poderosos. Los trabajadores normales intervenían en los procedimientos a favor o en contra de los acusados: un cazador de pájaros, un alfarero, un jardinero, un soldado unido al templo de Ninurta, un hombre descrito como plebeyo, el peldaño más bajo de la escala social.

Lajusticia en el Imperio Ur III era, como se supone que es con nosotros, una cuestión de juicio ante los semejantes de uno. Pero a diferencia de nuestros tribunales, el castigo también era decidido por esas gentes comunes, en lugar de por profesionales, como los Asesores del Pueblo de los tribunales de la antigua Unión Soviética, que no sólo tenían el poder de emitir un veredicto, sino también de llamar testigos, examinar pruebas, determinar castigos y otorgar reparaciones.

Ahí estriba la dificultad. Cada ciudad tenía su propia tradición legal y el desenlace de un juicio, el castigo impuesto, podía depender más de dónde se desarrollaba el juicio que de la naturaleza del crimen. Para evitar resultados tan lamentables, las leyes las promulgaba en su lugar el Estado, con castigos específicos para una amplia gama de ofensas criminales, que debían aplicarse a lo largo del Imperio neosumerio.

El primero de estos compendios legales que se conoce es el código de Ur-Nammu, como se llama habitualmente, aunque no se trata de un verdadero código legal (está muy lejos de ser comprensivo) y, según algunos, ni siquiera es obra de Ur-Nammu, sino de su hijo. Ur-Nammu fue el fundador de la dinastía Ur III; su hijo Shulgi fue el más grande de todos los monarcas neo-sumerios. Se tratara o no de un código, aunque sólo tenemos fragmentos, son suficientes para mostrar que las leyes cubrían asuntos civiles y criminales. Entre las provisiones criminales, se especifica qué debe constituir pena capital: asesinato, robo, desvirgar la mujer virgen de otro hombre y el adulterio para la mujer. Para otras ofensas, el castigo era una multa en plata.

Si un hombre comete un secuestro, debe ser aprisionado y pagar quince siclos de plata.
Si un hombre obra con violencia y desvirga a la esclava virgen de otro hombre, ese hombre debe pagar cinco siclos de plata.
Si un hombre aparece como testigo y se demuestra que fue perjuro, debe pagar quince siclos de plata.
Al contrario que en las famosas leyes de Hammurabi, trazadas tres siglos más tarde, con la provisión brutal del «ojo por ojo, diente por diente», las mutilaciones son también compensadas económicamente.
Si un hombre le sacara el ojo a otro nombre, deberá entregar media mina de plata.
Si un hombre le sacara un diente a otro hombre, deberá pagar dos siclos de plata.

Si un hombre, en el curso de una pelea, destrozara un miembro de otro hombre con una porra, deberá pagar una mina de plata.

§. Sea tu poder enaltecido con el debido respeto
Los pronunciamientos legales universales de Ur-Nammu son un buen ejemplo del impulso que identifica a los reyes de Ur: la compulsión por regular todos los aspectos de la vida. El hecho de que el gobernante pudiera cortocircuitar la tradición local e insistir en la conformidad con su dictado, da a entender algo significativo del Estado de Ur III. Mantener un control tan estrecho sobre los múltiples sistemas e instituciones legales, económicas, sociales y educacionales exigía un modo especial de principio gubernamental.

La Tercera Dinastía de Ur ha sido descrita como lo que el gran pensador alemán Max Weber, uno de los fundadores de la sociología moderna, llamaba Estado patrimonial, esto es, un Estado formado sobre el modelo de la familia patriarcal, regido por una figura paternal en la cúspide (frecuentemente con mano de hierro), la población distribuida como en la base de una pirámide y una red compleja de deberes y recompensas que unían todos los intereses.

Para que un Estado patrimonial sea estable con el paso del tiempo, debe gobernarse con consenso, al menos con el de la minoría más amplia, si no por la mayoría. La obediencia instintiva tiene que ser la norma, pues de otro modo hay que invertir demasiado esfuerzo en suprimir el enfrentamiento para alcanzar los objetivos últimos del régimen. No obstante, el consenso no siempre se obtiene fácilmente. El punto de vista colectivo de la mayoría de sociedades es bastante conservador: por lo general, la gente quiere ver cómo las instituciones sociales de su juventud se perpetúan en su vejez. Prefieren que las cosas se hagan como se han hecho siempre. Sospechan de las novedades y son reticentes al cambio. De esta manera, cuando la acción radical se hace perentoria, una carga pesada cae sobre el monarca, la figura paterna, que tiene que contrarrestar esta inercia social y persuadir a los súbditos para que sigan su liderazgo. Para que su voluntad prevalezca, tiene que generar entre el pueblo un inmenso respeto, preferentemente adulación y, si es posible, pura fascinación.

Al igual que Naram-Sin, Shulgi, su predecesor acadio, el segundo y gran rey de la Tercera Dinastía de Ur, fue declarado dios en vida, como lo serían los reyes posteriores de su línea genealógica. Aunque es evidente que era positivo para la autoestima de estos hombres, no está nada claro lo que implicaba en la práctica ser nombrado dios. ¿Era una mera ficción de cortesía, como se burlaba el emperador romano Vespasiano en su lecho de muerte?: «Oh, cielos, creo que me estoy convirtiendo en dios». ¿O creían los súbditos del rey Shulgi que, efectivamente, tenía poderes sobrenaturales? Seguramente no era así para los más próximos, que debían ver a diario su humanidad física. Pero si sólo se trataba de atraer éxito y buena fortuna a su ciudad y a su Imperio, ser proclamado dios no hubiera significado mucho más que ser nombrado un tipo de mascota de la ciudad o la nación (un papel que hoy día interpretan animales de compañía en su mayor parte). Y sin embargo, hay otra manera de entender el fenómeno. Si consideramos lo que el Imperio neosumerio tenía en común con los Estados comunistas del siglo XX, la deificación del rey puede verse como una versión antigua de un instrumento político muy familiar para nosotros: el culto a la personalidad.

Un sistema económico y social enormemente complicado y planificado de manera central sólo puede llevarse adelante si la gente cree en él. Cuando Vladimir Ilich Ulianov (conocido como Lenin) murió paralizado, en enero de 1924, después de dos años de ataques cada vez más severos que se ocultaron con esmero al público, los oficiales del Partido Comunista ruso comprendieron que exigir al pueblo la creencia en el marxismo, el materialismo dialéctico o cualquier otro concepto abstracto, era una causa perdida. Lo que realmente había arrastrado la lealtad del público había sido la personalidad del líder. Como dijo Trotski, «Nos preguntamos, verdaderamente alarmados, cómo recibirían las noticias los que no eran parte del Partido: el campesinado, el combatiente del Ejército Rojo. Porque de nuestro aparato de gobierno, son los campesinos quienes creen sobre todo en Lenin». La respuesta de los jefes del Partido fue, por lo tanto, instituir el culto a Lenin y después a Stalin. Ambos sirvieron para mantener la unidad del imperio soviético durante muchas décadas.

Es evidente que los soviets no pretendieron nunca que sus líderes fueran inmortales. Pero el tratamiento dado a su fundador, Lenin, y, durante un tiempo, a Stalin, se acercó muchísimo a esto, con sus cuerpos momificados y preservados para la exhibición pública en el mausoleo de la Plaza Roja, donde se formaron colas para desfilar reverencialmente frente a ellos durante vacaciones y fines de semana. Los niños en la escuela aprendían a cantar «Lenin vive, siempre vivirá». De hecho, la combinación de culto y ritual, de fe y adoración que se les ofrecía a los líderes muertos de la URSS venía a ser una suerte de religión soviética. Aunque Stalin y Lenin nunca fueran declarados dioses como le pasó a Shulgi, no es fácil decidir cuáles de los versos siguientes fueron compuestos en honor del secretario general de Comité Central del Partido y cuáles para el antiguo rey sumerio. Aquí van los primeros:

¿Quién es tan poderoso y quién te hace sombra?
¿Quién es el que, de nacimiento, fuera tan abundantemente dotado de entendimiento como tú?
Que brille tu heroísmo y sea tu poder, con el debido respeto, enaltecido.

Y aquí van los otros:

Tú que condujiste al hombre a nacer.
Tú que hiciste fructificar a la tierra, tú que restauraste los siglos, tú que hiciste florecer la primavera, tú que hiciste vibrar las cuerdas musicales...
Tú, esplendor de mi primavera, oh, tú, sol que se refleja en un millón de corazones.

De hecho, el primer ejemplo, relativamente sobrio, es el estribillo repetido en uno de los más de veinte himnos escritos a la refulgente gloria del rey Shulgi de Sumeria y Acad, probablemente para ser cantados o recitados en el templo, como el equivalente antiguo a una campaña de relaciones públicas. La segunda selección, más absurda, se dirigía al «Gran Stalin, oh, líder de los pueblos». El poema se publicó en Pravda el 1 de febrero de 1935.

Hay un contraste interesante entre la adulación ofrecida a los dos líderes y separada por más de 4.000 años. Mientras que la alabanza a Stalin era un puro sinsentido, incluso grotesca, dadas las inclinaciones asesinas de Stalin, los compositores del himno a Shulgi (a menudo presentes en primera persona, como si él mismo se jactara de sus logros) se preocupaban por mostrar a su rey de una manera específica. No sólo era un gran regente y guerrero, azote de sus enemigos, castigo de sus rivales, portador de prosperidad y felicidad a su tierra y su gente, sino que, todavía más, era la encarnación misma, e incluso la culminación, de la civilización y la historia de Sumeria. Al combinar en su persona al diplomático, al juez, al estudioso, al músico, al presagio más divino, al avezado escriba, al maestro del aprendizaje y de las artes, el Shulgi de los himnos de alabanza llevó a la civilización sumeria a su ápice.

No me engaño respecto del conocimiento adquirido desde la época en que la humanidad, desde el cielo sobre nuestras cabezas, emprendió su marcha: cuando he descubierto himnos tigi y zamzam de días pasados, nunca afirmé su falsedad y nunca contradije su contenido. He conservado estas antigüedades, sin dejarlas nunca al olvido. Dondequiera que resonaran los tigi y los zamzam, recuperé todo el conocimiento e hice interpretar brillantemente esas canciones šir-gida en mi propia casa. De manera que nunca cayeran en el abandono, hice que las añadieran al repertorio del cantante y encendí de esta manera el fuego y las llamas del corazón de la tierra.

Recibir cánticos de alabanza de poetas sicofantes palaciegos no es suficiente para un líder, porque éstos son resbaladizos y temporales y, además, no cuestan nada. Para atraer la devoción de su pueblo, el gran líder también tiene que actuar de manera adecuada, lo que la política moderna llama «política de hechos consumados»: evidencia palpable de su superioridad, que aparecería de inmediato en la mente de la gente, en el día a día.

En los años siguientes a su victoria sobre Hitler, Stalin convocó lo que se iba a llamar las Siete Hermanas. Los rusos las llaman «los pasteles de boda de Stalin»: rascacielos monumentales, salpicados por Moscú, diseñados para dominar el horizonte urbano. Stalin dijo «Ganamos la guerra... los extranjeros vendrán a Moscú, pasearán, y no hay rascacielos. Si comparan Moscú con las ciudades capitalistas, será un golpe moral en nuestra contra». Se construyeron según un patrón de bancales superpuestos, cada uno un poco más pequeño que el anterior (de ahí la descripción «pastel de boda») que les da a los edificios una sensación de alzamiento hacia una torre central. El modelo original de este estilo es el diseño ganador de un Palacio de los Soviets de los años treinta, que parece a primera vista una versión modernista, insensatamente grandiosa, del cuadro de Pieter Brueghel de la Torre de Babel. A bastante más de 450 metros, incluyendo la estatua de Lenin de la cima, debió ser en su momento el edificio más alto de Europa. Stalin había exigido que se levantara por encima de la Torre Eiffel.

El Palacio de los Soviets no se terminó nunca. Por otro lado, las Siete Hermanas, los edificios basados en el diseño abandonado, han servido bien a su propósito: todavía devuelven a Stalin a la memoria de los moscovitas.

Hay muchas versiones de las fuentes del diseño de este estilo arquitectónico estalinista. Se citan influencias góticas, neoclásicas y ortodoxas rusas. Tal vez así es como deben verse todos los edificios diseñados para recordar eternamente a sus creadores. Debe ser mero azar que el nombre de una construcción como ésa sea en ruso vysotnoe zdaniye, «alto edificio», y que, al traducirlo al acadio, el equivalente más próximo sea la palabra que pronunciamos zigurat. Sin embargo, no debería sorprendernos que la forma de los monumentos arquitectónicos de Stalin recuerde extrañamente al monumento que mejor conmemora al gobierno sumerio de Ur-Nammu, alrededor del 2100 a.C.: el Gran Zigurat de Ur. Los arquitectos de Ur-Nammu crearon un diseño que, tras ser descubierto por Woolley en 1923, sirvió como modelo de más construcciones destinadas a recordar a la gente la grandeza de su constructor.

Como las Siete Hermanas de Stalin, el Gran Zigurat de Ur ha cumplido también con su cometido. Después de su abandono en algún momento cerca del principio de la era cristiana, el emplazamiento de la ciudad de Ur seguía anunciándose a cualquier viajero a lo largo del plano baldío del desierto, desde millas de distancia, por medio de la elevación marrón que los árabes llamaban el Tell el-Mukayyar o la Elevación del Lugar. Los restos de la gran construcción de Ur-Nammu continúan en pie después de 4.000 años, con los estratos más bajos cubiertos por los detritos de los milenios, miles de toneladas, según su excavador, Leonard Woolley, que desplazó todo en una vagoneta ligera instalada para la ocasión. (Hoy en día, parece algo extraño; como un edificio nuevo pero sin acabar, puesto que la parte inferior de la ruina fue «restaurada» a mediados del siglo XX por la Dirección de Antigüedades Iraquí.)

En otros tiempos, esta escena hubiera aparecido de manera muy distinta. Lo que hoy es una espesura polvorienta, estremecida por los espejismos bajo un sol sin clemencia, debió ser un espectáculo verde y dorado hasta donde alcanzara la vista: campos de grano por los que zigzagueaban brillantes corrientes de agua, adornados con palmeras, alisos y sauces, con la tierra en barbecho, pastados por los rebaños de ovejas lanudas y manadas de ganado pesado. En la distancia, el zigurat se yergue sobre el horizonte, como si mantuviera un ojo vigilante sobre sus tierras, con la superficie exterior recubierta de yeso de cal, quizá en blanco brillante o, más probablemente, cada piso coloreado de un tinte diferente. Si se le hubiera permitido ascender a la cima (lo que le estaba vedado a mortales ordinarios) habría visto otro zigurat similar elevándose, a doce millas de allí, sobre la primera ciudad sumeria, Eridú. Con el paso del tiempo, los zigurates fueron construidos en los centros de muchas otras ciudades mesopotámicas, todos ellos siguiendo el patrón originalmente planteado en Ur, por los arquitectos de la corte de Ur-Nammu.

Puede que sus trabajos no sean tan grandes como los de la Gran Pirámide de Gizeh, en Egipto, o el trabajo telúrico en forma de cono llamado Silbury Hill, en Inglaterra, cada uno de los cuales es algunos siglos más antiguo, pero los zigurates no admiten comparación como grandes obras de arte. Mientras que esos otros monumentos impresionan por su tamaño y la simplicidad extrema de su forma, el diseño de los zigurates expresa genio. Fueron planeados por sus creadores sumerios para permitir que las escalas divina y humana se encontraran momentáneamente.

Aquí en Ur, la planta del edificio ocupa un poco más de 600 metros por 45. Está construido con un sólido núcleo de ladrillos secados al sol, encuadrados en una espesa cobertura de ladrillos horneados bañados en betún. La pared del primer piso es de unos 15 metros de alto; no es de color blanco sino que proporciona un sutil interés visual debido a los contrafuertes superficiales y los huecos que se van alternando. Esta característica del estilo arquitectónico local persiste hasta el siglo XX.

Sobre la primera planta se levanta el siguiente nivel, algo más pequeño que el primero, dejando un amplio pasaje a lo largo del frente y la parte trasera, y una terraza en cada extremo. En la misma cima, nivel tercero, se levantaba el sagrado altar de Nannar, dios de la Luna. Tres escaleras monumentales de cien peldaños se levantaban del suelo al primer piso; una perpendicular a la pared frontal y otras dos paralelas, contra ella. Convergen en el gran pórtico que da a otra escalera, la que lleva hacia el altar. Siempre a la búsqueda de paralelos bíblicos, a Leonard Woolley le recordaba a una historia sobre el nieto de Abraham, Jacob:

Cuando Jacob soñó en Bethel con escaleras (o escalones, la palabra es la misma) dispuestas hacia el Cielo con ángeles que subían y bajaban, seguramente recordaba inconscientemente lo que su abuelo había dicho sobre el gran edificio en Ur, cuyas escaleras subían hacia el cielo (porque ése era, desde luego, el nombre del altar de Nannar) y cómo, en los días de fiesta, los sacerdotes subían y bajaban las escaleras con la estatua del dios en un rito que quería asegurar una cosecha provechosa y el incremento del ganado y de la población.

Woolley quedó muy impresionado al descubrir que las líneas de apariencia recta de la construcción estaban en realidad ligeramente curvadas, diseñadas así para acentuar la perspectiva y dar a todo el edificio la impresión de fuerza combinada con ligereza, como si el colosal edificio no pudiera apenas mantenerse y fuera a elevarse, levantándose a sí mismo del suelo. Antes de la excavación del zigurat de Ur-Nammu, los historiadores de la arquitectura creían que tal aplicación de curvas había sido inventada por los griegos, un milenio y medio más tarde. La llamaban Énfasis. «Todo el diseño del edificio es una obra maestra», escribió Woolley.

Hubiera sido fácil apilar rectángulo tras rectángulo de enladrillado y el efecto hubiera sido feo y desangelado. Tal y como está, las alturas de las distintas plantas están ingeniosamente calculadas, la pendiente de las paredes lleva al ojo arriba y adentro, hacia el centro; la pendiente más pronunciada de la triple escalera acentúa la de las paredes y fija la atención en el altar superior, que era el centro religioso de toda la estructura, mientras que a lo largo, estas líneas convergentes cortan los planos horizontales de las terrazas.

Desde el desenterramiento de los zigurates mesopotámicos, los estudiosos han debatido su propósito exacto: quizá representar la montaña sagrada de la supuesta tierra de origen de los sumerios. Quizá, elevar el altar del dios por encima de la inundación que afligía el sur de Mesopotamia con regularidad. Posiblemente, para mantener a la gente común lo más alejada posible de lo más sagrado de lo sagrado. Sin embargo, sean ciertas una o varias de estas explicaciones, hay que destacar que los zigurates son creaciones artísticas. Como todos los trabajos de arte arquitectónico, su principal función es dejar una marca en el paisaje. Esto lo logran de una manera excepcional, pues siempre nos traen a la memoria al supremo gobernador que ordenó originalmente su construcción: Ur-Nammu.

Sin embargo, los proyectos de grandes edificios necesitan mucho tiempo para completarse. A menudo, un tiempo mayor que el de la vida de quien los inició. De esta manera, les otorgan una fama póstuma. El trabajo de construcción de los zigurates de Ur-Nammu siguió bien avanzado el reino de su hijo, y dejó a Shulgi con el problema de cómo establecer su personaje sobrehumano en la percepción de su pueblo.

Eligió correr unas cien millas desde Nippur, el centro religioso de Sumeria, hasta Ur, la capital del Estado, y regresar en un solo día. Su propósito estaba bastante claro, como lo expresa uno de sus himnos de alabanza: «Para que mi nombre se asentara en días venideros y no cayera nunca en el olvido; para que mi alabanza se extendiera a lo largo de la Tierra y mi gloria fuera proclamada en las tierras extranjeras, yo, el veloz corredor, convoqué mi fuerza y, para probar mi velocidad, mi corazón me impelió a hacer un viaje de ida y vuelta de Nippur a Ur, hecha de ladrillo, como si fuera sólo la distancia de una hora doble». Se proponía oficiar un festival religioso en ambas ciudades el mismo día.

Aunque el himno está acomodado al lenguaje formal de la autoglorificación real, tras él se pueden adivinar las huellas semiborradas de un evento real. El rey se prepara para la carrera llevando el equivalente sumerio de unos pantalones cortos: «yo, el león, de vigor nunca falleciente, manteniéndose firme en su fortaleza, me apreté la pequeña prenda de nijlarn firmemente a mis caderas». Comienza un carrera, «como la paloma huye con ansiedad de una serpiente, extendí mis alas; como el pájaro Anzud elevando su mirada hacia las montañas, adelanté mis piernas». A lo largo de la ruta, los espectadores se reúnen en varias filas ansiosos por ver a su rey (¡su rey!) corriendo como uno de sus mensajeros, pero mucho más rápido y por una distancia muchísimo mayor, que nadie hubiera creído humanamente posible. «Los habitantes de las ciudades que fundé en la tierra, alineados por mí; la gente de cabeza negra, tan numerosos como ovejas, me miraban con dulce admiración.» Llega al templo en Ur, «como un niño montaraz corre a su cuarto». Allí participa en los ritos. «Hice que allí se sacrificaran bueyes; hice que allí se ofrecieran corderos con derroche. Hice que los tambores cem y ala resonaran y mandé que los instrumentos tigi tocaran dulcemente.» Entonces llega el momento para el viaje de vuelta, «para volver a Nippur como el halcón en mi vigor». Pero la naturaleza se vuelve contra él y lo pone a prueba. «La tormenta azotó y el viento del oeste se arremolinaba. El viento del norte y el viento del sur se aullaban uno a otro. El rayo junto con los siete vientos competían unos con otros en los cielos. Las tormentas tronantes hicieron la tierra temblar... pequeñas y grandes porciones de granizo tamborileaban en mi espalda». Sin embargo, sigue corriendo, sin miedo; «avanzaba como un fiero león»; «galopaba como un asno en el desierto» y alcanzó Nippur antes del anochecer. «Atravesé una distancia de quince horas-dobles para la hora en que Utu [el dios solar] iba a dirigir su rostro a su casa. Mis sacerdotes me miraron con admiración. ¡Había celebrado el festival Eshesh en Nippur como en Ur el mismo día!»

¿Pudo de verdad hacerlos? Una generación anterior de asiriólogos creyó imposible la hazaña, desechándola en tanto que ficción. Sin embargo, consideraciones más recientes sugieren otra cosa. Un artículo en la Journal of Sport History (Revista de historia del deporte) cita dos récords relevantes: «durante las primeras cuarenta y ocho horas de la carrera de 1985 entre Sydney y Melbourne, el ultramaratonista griego Yannis Iíouros completó 287 millas (más de 460 kilómetros). Esta distancia impresionante fue obtenida sin pausa para el sueño». En los setenta, un atleta británico que coma sobre pista completó 160 kilómetros en un tiempo de once horas y treinta y un minutos.

No hay motivo para creer que los sumerios fueran menos atléticos. Después de todo, su mundo era mucho más físico que el nuestro: velocidad, fuerza y resistencia debieron ser mucho más importantes para ellos que para nosotros, con nuestro transporte mecanizado y nuestra maquinaria pesada. Varios documentos desenterrados y algunas imágenes de sellos indican el seguimiento entusiasta de deportes de muy distintas clases: lucha, boxeo, carreras, incluso un juego con una bola de madera que se golpeaba con un palo (una variedad de lo que llamamos hockey). Las carreras competitivas eran populares. Los textos se refieren a carreras urbanas regulares y se disponía aceite para que los atletas se ungieran con él. Un poco más tarde, los babilonios llamarían a un período de cuatro semanas el «Mes de las Carreras».

Pero aunque hubiera podido correr de Nippur a Ur y vuelta en un día, ¿por qué lo haría? Después de todo, no se sabía de ningún otro monarca que hubiera hecho algo así. Varias explicaciones se han ofrecido, desde lo religioso hasta lo práctico: quizá el rey quería demostrar lo bien que había dispuesto el sistema de carreteras con sus casas de descanso y sus estaciones de paso. Pero obviamente, la carrera, con toda la atención y publicidad subsiguiente, era un acto político y tuvo que haber un motivo político en ella. A veces, cuando un gobernador está en una situación complicada y quiere aplicar una política difícil o dolorosa contra la oposición, decide hacer una demostración espectacular de su superioridad física como única forma de lograr la autoridad.

Mao Zedong, líder supremo y máximo dirigente del Partido Comunista de China tenía unos setenta años cuando lanzó en 1966 la Gran Revolución Cultural Proletaria. Había estado fuera del dominio público durante más de un año, en guerra con miembros de su propio partido, en peligro de perder la influencia y el poder en el juego de ajedrez, oculto pero letal, en que se había convertido la política china. Su solución fue tirar el tablero, usando grupos de estudiantes de secundaria insatisfechos, la Guardia Roja, jóvenes sin plaza universitaria o la perspectiva de un trabajo decente, como su arma.

Necesitaba un acto simbólico para lanzar su asalto. El 16 de julio de 1966 juntó a 5.000 jóvenes nadadores en la carrera anual a lo largo del río Yangtsé en Wuhan. La prensa china informó con asombro de que había nadado 15 kilómetros en poco más de una hora (algo así como el doble del récord de velocidad olímpico de 2008), un milagro aparente, explicado a partir de que la corriente es fuerte en Wuhan y, básicamente, Mao flotaba. Se distribuyeron por todo el mundo documentales cinematográficos mostrando la pequeña cabeza de Mao subiendo y bajando entre los jóvenes nadadores y grandes banderas agitándose junto a él en celebración de su logro. Combinar la imagen de la propia proeza física de Mao, incluso pasados los setenta años, con la juventud, el espíritu y la energía de los jóvenes fue una jugada maestra. Fue suficiente para darle a Mao la autoridad para iniciar la terrible década de Revolución Cultural que trajo a China tanta miseria, caos y copiosos baños de sangre.

¿Había algo en la estrategia política de Shulgi que pudiera haber exigido su extensamente publicitada carrera? Los detalles de su vida, y los eventos aislados de su tiempo, están mucho más allá de nuestro alcance y probablemente lo estarán siempre. Sabemos que fue el segundo rey de la Tercera Dinastía de Ur, el hijo del primer rey. Sabemos que la famosa carrera tuvo lugar en el séptimo año de su reino. También sabemos que se hicieron grandes esfuerzos para dar publicidad a la hazaña del rey y asegurar así que nunca fuera olvidada: el himno de alabanza contando la historia de la carrera se escribió poco después del evento y, probablemente, se cantó o recitó en templos por toda Sumeria y Acad; todo ello mientras el séptimo año del reino de Shulgi se llamó oficialmente El Año en que el Rey Hizo el Viaje de Ida y Vuelta entre Ur y Nippur en Un Día. También sabemos que el sistema económico y social de Ur III, con sus políticas impositivo-distributivas que hacían de cada ciudadano un siervo del Estado, con su balance, auditado sin remordimiento alguno, del consumo y la contribución de cada ciudadano, no fue completamente introducido hasta bien entrado el largo gobierno de cuarenta y ocho años del gran rey. Parece posible, incluso probable, que la carrera de Shulgi fuera una interpretación calculada dirigida a investir la persona del rey con la autoridad moral y el poder carismático para llevar hasta el final el nuevo régimen político contra la oposición de aquellos que tuvieran algún interés en las costumbres del pasado.

Si ésa era realmente la intención, hay que decir que funcionó muy bien. El momento favorable de la política económica y social de Shulgi se mantuvo durante su reinado y, de acuerdo a la Lista Real, durante el de su hijo, su nieto y su bisnieto.

§. El pueblo gemía
Sin embargo, la fe en un sistema no puede durar para siempre. Los imperios que se basan exclusivamente en el poder y el dominio, pero dejan a sus súbditos hacer lo que quieran con su vida cotidiana, pueden durar siglos. Los que intentan controlar la vida cotidiana de su pueblo son mucho más difíciles de mantener. Al principio pueden ignorarse las dificultades inevitables y las contradicciones internas de cualquier maquinaria económica y social (como las denominaba Karl Marx). Más tarde, se atribuyen al fracaso de individuos específicos o a la enemistad de malvados extranjeros. Pero al final llevan inevitablemente a una pérdida de fe y una pérdida de coraje. Cuando eso sucede, puede pasar rápidamente (desde la elección de Mijaíl Gorbachov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética hasta la disolución completa del imperio soviético sólo transcurrieron seis años).

El Imperio Ur III no tardó mucho más tiempo en colapsar. Los documentos supervivientes nos permiten seguir el proceso como en una cámara lenta estremecedora. En el reinado del último rey, Ibbi-Sin («Sin, el dios luna, lo ha convocado»), los impuestos de las provincias enseguida dejaron de ingresarse. Al principio de su segundo año, los escribas de Puzrish-Dagan dejaron de fechar las tablillas con los nombres de año oficiales del Imperio. La práctica se extendió al cuarto año a Umma, al quinto año a Girsu y al octavo año a Nippur. Para el noveno año, el sistema Bala desapareció como si nunca hubiera existido. Las provincias del exterior declararon su independencia. Los buitres se reunían alrededor de un imperio debilitado, esperando la primera oportunidad de atrapar un pedazo de su carne muerta.

Al este, los enemigos tradicionales de las colinas de los montes Zagros y de más allá de la meseta iraní, contra los que los reyes de Ur III se jactaban de haber enviado incesantemente expediciones bélicas, estaban determinados a desplegar su venganza. Pero el mayor problema estaba al oeste, donde bárbaros de habla semítica, gente a los que el pueblo mesopotámico llamaba «occidentales», amorreos en acadio y martu u, ocasionalmente, tidnum en sumerio (las tribus que la Biblia llama amorreos), interpretaron un rol similar al de los pueblos germánicos 2.500 años después, en la caída del Imperio romano. En tiempos prósperos se infiltraron por medio de inmigraciones pacíficas, en busca de protección y prosperidad. Cuando el Imperio se debilitó, llegaron en compañías armadas, algunas de tamaño considerable, y, como un perro que se vuelve contra su amo, lucharon por el control de segmentos de territorio sumerio.

En el reino de Shulgi, se había construido un muro alrededor del territorio, de más de 250 kilómetros de largo para contenerlos. Se llamaba «el muro para contener a los martu». El segundo sucesor de Shulgi ordenó que se reconstruyera y reforzara, llamándolo Mimq-Tidnum, «amuralla a Tidnum». Pero los muros tienen que tener algún final y los enemigos a menudo pueden flanquearlos. En 1940, Hitler dejó en la irrelevancia la inexpugnable Línea Maginot francesa al mandar a sus tanques por los bosques de las Ardenas. Y ése fue el caso con Muriq-Tidnum. Sharrumbani, el comisario responsable del trabajo de construcción le explicó al rey:

Me presentaste así el asunto: «Los martu han atacado repetidamente nuestro territorio». Me encomendaste construir las fortificaciones de manera que interrumpieran su ruta. Para prevenir que descendieran sobre los campos a través de una brecha en las defensas entre el Tigris y el Éufrates...
Cuando había hecho construir el muro de una longitud de 26 danna [unos 260 kilómetros] y había llegado a la zona entre las dos cordilleras, me informaron de que los martu estaban acampando en las cordilleras debido a mi construcción... Así que me dirigí a la zona entre las cordilleras de Ebih para confrontarles en batalla... Si le place a mi Señor, reforzaré mis obreros y mis fuerzas de combate... En este momento poseo suficientes obreros, pero no fuerzas de combate. Cuando mi rey dé orden de liberar a los obreros para su empleo militar cuando ataque el enemigo, podré así combatirlo.

A pesar de todos los esfuerzos por reforzarlo, el muro no era suficiente para mantener bajo control a los bárbaros occidentales. Continuaron con sus ataques, sumándose a las dolencias del Imperio en decadencia. Sin las subvenciones de las provincias, el precio del grano en Ur se multiplicó por quince; demasiado caro para alimentar con él al ganado. Cuando Ur parecía al borde de la hambruna, su último rey escribió desesperado al general Ishbi-Erra, que estaba al norte del país, implorándole que enviara grano a la capital, no importaba a qué precio. Ishbi-Erra replicó:

Me ordenaron viajar a Isin y a Kazallu para comprar cebada. La cebada tiene un valor de un shekel de plata por kor de cebada. 20 talentos de plata se me han suministrado para la compra de cebada. Los informes recibidos indican que martu [amorreos] hostiles han entrado en su territorio, así que he traído 72.000 kor de cebada, toda la cebada, a Isin. Ahora los martu han penetrado por completo la tierra de Sumeria y han capturado todas las fortalezas del lugar. Por los martu no puedo dar la cebada a la trilla. Son más fuertes que yo.

Se puede debatir el grado de verdad que había en esto. Habiendo decidido, según parece, que el imperio de Ur III estaba perdido, el verdadero propósito del General era la secesión. En el undécimo año del reino de Ibbi-Sin, Ishbi-Erra abandonó a su maestro y formó su propio reino en la ciudad de Isin. Incluso más cercano a Ur, sólo a 40 kilómetros de distancia, un líder tribal amorreo se hizo con la ciudad de Larsa y se declaró su rey. El futuro de Ur parecía ciertamente aciago, con su Imperio reducido a no más de unas cuantas millas cuadradas.

Pero mientras todas las miradas de Ur, como la de un conejo paralizado por los faros de un coche, se fijaban en la rebelión en Isin y la depredación de los bárbaros occidentales que iban avanzando, el verdadero golpe de gracia vino de la dirección contraria. Un nuevo regente se había apoderado de Elam, se había deshecho de la subrogación sumeria y dirigía en ese momento un ejército expedicionario hacia el sur de Mesopotamia, para aparecer con fuerza incontenible fuera de los muros de Ur.

Las puertas fueron atravesadas, la ciudad cayó. El rey Ibbi-Sin fue conducido a Elam y nunca más se supo de él. Había ocupado el trono durante 24 años. Los días de hegemonía de Ur habían terminado.

Las personas se apilaban en las afueras como cascotes. Los muros habían sido atravesados. El pueblo gemía.
En sus pórticos majestuosos, donde la gente se paseó un día, descansaban los cuerpos de los muertos. En los bulevares donde habían celebrado festejos, las cabezas se desperdigaban. En todas las calles en que la gente un día se paseó, los cadáveres se apilaban. En los lugares donde los festejos de la Tierra se habían desarrollado, la gente se amontonaba.

La ciudad sufrió todavía bajo la ocupación de una guarnición elamita durante siete largos años, hasta que Ishbi-Erra logró echarlos. De ahí en adelante, reclamó que la ciudad de Isin fuera la heredera del reino de Sumeria. Aunque fundó una dinastía local que sobreviviría, de una u otra manera, a través de quince gobernantes sucesivos, la pretensión de que Isin ejerciera algún tipo de control sobre el sur de Mesopotamia era una ficción. El territorio se había fragmentado de nuevo en ciudades-estado ferozmente independientes. Más aún, algunas de ellas eran regidas por caciques amorreos.

Los mesopotámicos estaban atónitos por el súbito cambio de la fortuna de Ur. Se preguntaban por qué los dioses habían abandonando por completo su ciudad. La respuesta era similar a lo que dijo Voltaire, cuando le preguntaron por qué terminó el Imperio romano: «Porque todo debe terminar». Casi 4.000 años antes que él, un autor mesopotámico había llegado, básicamente, a la misma conclusión: «A Ur se le dio, decididamente, el reino, pero no era un reino eterno. Durante tiempo inmemorial, desde que se fundó la Tierra hasta que la gente se multiplicó, ¿quién ha visto que el dominio de un reino prevalezca para siempre? El dominio del reino ha sido, en efecto, largo, pero tenía que consumirse».

Por lo tanto, según la opinión casi contemporánea, el Estado neosumerio murió de viejo. Pero se consideró que los instrumentos directos de su destino fueron los bárbaros occidentales, de los cuales, como ocurrió con los guti, no se podía decir nada bueno.

Los martu, que no conocen el grano;
Los martu, que no conocen casa ni ciudad, salvajes del norte...
Los martu, que excavan por trufas...
Los martu, que comen carne cruda.

Su dios, también llamado Amorreo, no tenía una casa que pudiera llamar propia, como dice la Cambridge Ancient History, y tuvieron que proporcionarle un enclave digno y una mujer, antes de poder ser admitido a la sociedad divina.

¿Se trata de un enjuiciamiento justo? Podemos alcanzar una intuición vaga de estos recién llegados amorreos y de su estilo de vida desde su lado de la escisión cultural, pues por fin hemos llegado a un punto de la historia que se cruza con historias de nuestra propia ascendencia religiosa.

En el Génesis 11:31, «Téraj tomó a su hijo Abraham, a su nieto Lot, el hijo de Harán, y a su nuera Saray, la mujer de su hijo Abraham, y salieron juntos de Ur de los caldeos, para dirigirse a Canaán. Llegados a Harán, se establecieron allí».

Aquellos que creen en la Biblia hebrea como historia han buscado desde hace tiempo el trasfondo del cuento de Abraham y de su familia, su paso por el arco del Creciente Fértil, de Ur de los caldeos, en Sumeria, a Harán, en el norte y de ahí al oeste hacia la tierra de Canaán, en los años posteriores al colapso del Imperio Ur. Sugieren que Téraj se llevó a su familia de Ur por la masacre elamita y el subsiguiente traslado del culto lunar de la ciudad del sur conquistada a la más segura Harán, en el norte. La familia de Téraj tienen nombres que coinciden con lugares próximos que sabemos que florecieron en la época: Serug, el abuelo de Téraj, se corresponde con Sarugi, hoy día Seruj; Nahor, el padre de Téraj y también el nombre de su segundo hijo, con Nahur, en el ido Habur; el propio Téraj ha sido identificado con Til Turahi, en el río Balikh; su tercer hijo, Harán, coincide con el nombre de la propia ciudad, unos 50 kilómetros al sudeste de la Sanliurfa (antigua Edesa), en Turquía. Los creyentes proponen que los nombres de estas ciudades documentan asentamientos fundados por las figuras que menciona la Biblia. Más allá, la correspondencia contemporánea se refiere a Harán como el lugar de una tribu conocida como los benjamitas, que significaría «hijos del sur».

La familia de Téraj no era sumeria. Se han identificado desde hace mucho con la misma gente, los amoritas o amorreos, a los que la tradición mesopotámica culpaba de la caída de Ur. William Hallo, profesor de Asiriología en la Universidad de Yale, confirma que «las evidencias lingüísticas crecientes, basadas principalmente en los nombres personales registrados de personas identificadas como amorreos... muestran que el nuevo grupo hablaba una variedad de hebreo ancestral del hebreo tardío, arameo y fenicio». Más aún, tal y como se presenta en la Biblia, los detalles de la organización tribal de los patriarcas, sus convenciones patronímicas, estructura familiar y otros vestigios de vida nómada «son demasiado cercanas a las pruebas más lacónicas de los registros cuneiformes para ser desestimadas como meras invenciones».

Los patriarcas hebreos de los que nos habla la Biblia son muy distintos de los salvajes burdos de los textos sumerios, conforme viajan por la estepa con sus «rebaños y ganados y tiendas» (los camellos de Abraham son un anacronismo: los camellos no se domesticarían hasta varios siglos después). Sus costumbres deben de haber sido distintas de las de la población urbana, pero no menos respetables y honorables.

Sorprendentemente, puede que sepamos qué aspecto tenían algunos de los parientes lejanos de Abraham. Lo amorreos se hicieron con la ciudad de Mari, en las orillas del Éufrates en lo que hoy es Siria y en tiempos antiguos era el puesto de avanzada más distante de la civilización sumeria y un lugar que se creía que tuvo, una vez, sobre el siglo veinticinco a.C., la hegemonía sobre toda Mesopotamia. Aquí, los nómadas recién llegados establecen el centro de un importante reino, donde el rey reside en un palacio de belleza y talla extraordinarias. Unas trescientas habitaciones en cada uno de los dos pisos cubrían un área de unas 2,5 hectáreas.

Incluso después de los estragos de 4.000 años, las composiciones geométricas que decoran los cuartos reales impresionan todavía por su vitalidad. Pero incluso más llamativos son los cuadros brillantemente realizados de la vida en Mari que en algún momento adornaron el bloque administrativo: ceremonias religiosas y escenas de combate, sobre todo. Más cercanos nos son los detalles en las viñetas de personajes más humildes, amorreos de la época de Abraham. Un soldado con un casco blanco y redondo ajustado, con una babera incluida, con una capa con nudos alegremente dispuestos alrededor del cuello, de manera no del todo pasada de moda hoy, se apresura valientemente a la refriega a pesar de las flechas que parecen perforar su cuerpo. Un pescador con pelo negro corto y barba camina a casa abatido, a pesar de que un gran pez se balancea en el palo que lleva a la espalda. Un hombre de gesto serio con sombrero negro y toga formal, dirige un buey sacrificial, la punta de cuyos cuernos está bañada en plata. Desgraciadamente, se han desgastado las cabezas de dos mujeres que trepan a una palmera. Una lleva lo que se parece notablemente a un bikini y la otra una minifalda de corte revelador. Subido a las ramas del árbol —por citar a André Parrot, que condujo excavaciones aquí durante cuarenta años a encargo de los Museos Nacionales Franceses— hay «un pájaro azul magnífico, con alas desplegadas, listo para emprender el vuelo. Siempre hemos considerado al pájaro como la creación de la imaginación del pintor, pero mientras caminábamos por el palacio un día de abril de 1950, descubrimos un gran pájaro de presa casi exactamente igual. Al acercarnos, voló asustado de las ruinas donde tenía su nido».

Si Téraj y su familia eran efectivamente de los amorreos y vivían en ese tiempo, ¿por qué eligieron dejar Sumeria, donde sus ancestros habían llegado probablemente no hacía tanto tiempo, abandonando a sus semejantes y justo en el momento en que sus compañeros de tribu estaban haciéndose con las posiciones de poder de Mesopotamia? ¿Por qué dejarían una vida en la ciudad más avanzada del mundo y volverían a vivir a la estepa? ¿Y por que sería este detalle recordado durante tanto tiempo?

Quizá es para recordarnos que sólo dejando Ur iba a poder Téraj y su pequeña familia mantener su identidad y estilo de vida amorreo, que fue tan importante para la historia hebrea posterior. Si Téraj se hubiera quedado en Sumeria, Abraham hubiera tenido un destino muy diferente. Los conquistadores amorreos demostraron no ser como los guti, que acabaron con el Imperio acadio y a los que llevó tanto tiempo y esfuerzo desterrar. Los amorreos no se iban a ir nunca. En última instancia, se iban a sumergir en la población general de manera tan completa que después de unas cuantas décadas sería imposible distinguirlos de sus predecesores. Probablemente ayudó que hablaban lenguas de la misma familia que la lengua franca acadia de Mesopotamia. Y con mayor probabilidad se vieron fascinados por la extraordinaria valía cultural y riqueza histórica con las que se habían topado y querían ser parte de ellas. Y, sobre todo, reconocieron que las tradiciones de la civilización sumeria podían ser continuadas cualesquiera que fueran los orígenes del hombre sentado en el trono del palacio de la ciudad. Su tarea era recoger el testigo y llevarlo adelante.

Al hacerlo así, los gobernadores amorreos llevarían las artes y ciencias de la civilización a nuevos hitos. Puede hablarse de su tiempo como la verdadera edad de oro de la civilización de Mesopotamia. Forjarían los diferentes grupos étnicos en un nuevo pueblo: los babilonios. Su Estado se iba a centrar en una nueva ciudad: Babilonia.

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Capítulo 8
Antigua Babilonia: La culminación

Del 1900 al 1600 a.C.

§. La maravillosa y mística Babilonia asiria
Y de esta manera llegamos, finalmente, a Babilonia, la dudad más famosa, la más célebre, la más espléndida, la más atacada, la más admirada y la más calumniada de la Antigüedad. Y la que más persiste en la memoria europea.

Su nombre proviene de una versión que hicieron los griegos a partir de una versión acadia de alguna primera designación original. Los acadios racionalizaron su nombre al tomarlo con el significado de Bab-Ilu, la Puerta de dios. El Génesis afirma que proviene de la raíz hebrea Babal, que significa «mezclar», aludiendo a la confusión de lenguas con que fue castigada la arrogancia de los constructores de la Torre de Babel.

Su lugar se lo debe a una importante posición estratégica: cerca del centro de la planicie mesopotámica, próxima al lugar en donde el Tigris y el Éufrates están más cerca (actualmente a unos 500 kilómetros de la parte alta del Golfo).

Puede culpar totalmente de su mala reputación a la Biblia, con su relato del exilio de los judíos de Babilonia, «A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión», y a la visión de san Juan en el Apocalipsis, de una mujer «vestida de púrpura y escarlata [que] resplandecía de oro, piedras preciosas y perlas; llevaba en su mano una copa de oro llena de abominaciones, y también las impurezas de su prostitución. Y en su frente un nombre escrito —un misterio—: “La Gran Babilonia, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra”».

Sin embargo, al mismo tiempo, el nombre de la antigua ciudad ha transmitido asociaciones más positivas, tanto entre los adultos como entre los niños, que aún en nuestra época cantan a veces:

How many miles to Babylon?
Three score and ten.
Will I get there by candle-light?
Yes, and back again.
If your heels be nimble and light,
You’ll get there by candle-light.[4]

Nadie parece conocer el origen o el significado de esa rima infantil, asociadas una vez con algún juego callejero, y que parecen referirse a la duración media de la vida humana (tres veintenas de años y diez), así como al espíritu de la propia vida, representado en una vela parpadeante que ilumina el camino. Nadie está incluso seguro del verso Babylon. En otro tiempo, pudo haberse adaptado como Belén, o algún otro sonido que también consonara con la rima. Sin embargo, para nuestra época, la versión con Babylon triunfó ya hace tiempo, y sigue apareciendo de forma regular en títulos de novelas, obras de teatro, películas e incluso canciones. Los mejores especialistas del mundo en canciones y juegos en habla inglesa, Iona y Peter Opie, concluyeron que la mayoría de las rimas infantiles, no las empezaban cantando los niños, sino que eran los vestigios de lo que una vez fueron baladas populares y canciones tradicionales, de olvidados gritos callejeros y piezas apasionantes, oraciones y proverbios muy antiguos. De algún modo, Babilonia, el nombre de la mayor ciudad del mundo antiguo, a pesar de desaparecer de la superficie de la tierra esos dos milenios, se ha adherido de tal manera al imaginario popular que siguió siendo evocada por niños que jugaban en las calles del siglo XX.

Los centros imperiales del antiguo Egipto o Asiria sólo resultan familiares a los que se han instruido en su historia. La fama de la mayoría de lugares conocidos por judíos y cristianos de la Biblia (Jerusalén, Siquem, Belén, Nazaret) viene de tiempos muy posteriores. Jericó puede ser el más antiguo de todos los centros urbanos habitados, pero en la cultura popular se asocia sólo con la demolición sonora de las murallas de Josué «Joshua fit the battle of Jericho, and the walls came tumbling down»[5]. Por otro lado, Babilonia es recordada fácilmente por su grandeza pagana, sobre todo en Inglaterra, y más concretamente, en Londres.

Ya en el siglo XII, según Peter Ackroyd nos cuenta en su libro Londres: una biografía que había una parte de la muralla llamada Babilonia; «no está claro el motivo de esta denominación; puede ser que los habitantes reconocieran en la ciudad medieval un significado pagano o místico dentro de esa parte de la fábrica de piedra». Conforme Londres creció en tamaño e importancia, el antiguo nombre fue desplegándose cada vez más como metáfora para representar a toda la capital imperial. Podríamos pensar que cuando las metrópolis modernas se referían a Babilonia, lo hacían en sentido peyorativo. Pero no era así. Ackroyd cuenta que el Londres del siglo xviii fue descrito como «cette Babylone» porque daba refugio a los desposeídos: «le seul refuge des infortunés». Al poeta William Cowper, este «creciente Londres», con su variopinta población, le parecía «más diverso que la Babilonia de antaño», y lo decía como una alabanza; mientras que para Arthur Machen, un autor galés de la belle époque, «Londres emergía ante mí, maravillosa, mística como la Babilonia de Asiria, así como llena de cosas inéditas y grandes revelaciones».

Si para la modernizante Gran Bretaña el nombre de Babilonia simbolizaba una megalópolis multicultural misteriosa pero vibrante, otras tradiciones recordaban a Babilonia cada una a su manera.

Para los autores clásicos era una ciudad de este mundo, sin connotaciones místicas. Los escritores griegos y latinos desde Heródoto, en el siglo V a.C. hasta Dión Casio que vivió en la Roma del siglo III, nos dejaron relatos prosaicos, aunque a veces extravagantes, de su historia, su topografía, su suerte posterior y su caída final. Según Dión, cuando el emperador Trajano visitó el lugar en el siglo i, sólo encontró un montón de ruinas. Por otro lado, Teodoreto, obispo de Chipre en el siglo v, declaró que Babilonia todavía estaba poblada (de judíos) en su época.

Para los devotos cristianos, Babilonia siempre sería la prostituta del Apocalipsis, representando todo lo pecaminoso y perverso de la vida urbana. Para los rastafaris, de acuerdo con las enseñanzas de Maxxus Garvey, es el símbolo definitivo de la opresión y el aplastamiento del pueblo negro, desempeñando un papel central en la expresión del sufrimiento y la llamada a la resistencia en la música reggae.

Para el mundo del Islam, en cuyo territorio se situó el lugar después de las conquistas árabes del siglo VII, el nombre de Babilonia no significaba casi nada. Es cierto que algunos importantes geógrafos árabes registraron su previa localización, aunque a veces de forma incorrecta. Pero la actitud general del Islam hacia la época del jahilliyah, la «ignorancia» (de la verdadera fe) fue tan nociva que hizo que nunca hubiera un gran interés en recordar los días en que floreció la antigua ciudad. El Corán sólo alude una vez a Babilonia por su nombre, en sentido totalmente neutro, cuando relata la historia de dos ángeles enviados por Dios a la Tierra para tentar a los humanos con el pecado: «Salomón no dejó de creer, pero los demonios sí, enseñando a los hombres la magia y lo que se había revelado a los dos ángeles, Harut y Marut, en Babel. Y éstos no enseñaban a nadie, que no dijeran que sólo eran una tentación y que, por tanto, no debía dejar de creer». (Sura 2, «La vaca», verso 102).

Los alrededores de Al-Hillah, en donde duermen silenciosamente, a través de los siglos, los montículos desérticos de Babilonia, visibles a kilómetros desde lo que es por lo demás una planicie regular, fueron poblados (en la imaginación de los musulmanes lugareños) por demonios, genios y espíritus malvados, o sus encarnaciones físicas: serpientes y escorpiones. Y junto a ellos estaban los ángeles caídos Harut y Marut, colgando de los pies y chillando como castigo eterno. Era un buen motivo para mantenerse lejos de allí.

Por tanto, quedó en manos de los judíos mantener viva la realidad polifacética del antiguo centro de la civilización en nuestra conciencia cultural occidental, esperando el momento en que un nuevo espíritu investigador llevara a los exploradores europeos a investigar los restos de forma adecuada, y surgiera una nueva disciplina, la arqueología, que empezara a construir el retrato de Babilonia tal y como fue y el nombre de Babilonia fuera aplicado de forma alegórica al nuevo centro de un imperio mundial.

Desde que el rey Nabucodonosor II, después de quemar el templo, exilió a la clase gobernante de Jerusalén a Babilonia, en el 586 a.C., el sur de Mesopotamia ha albergado a la comunidad de judíos más grande e importante. Allí, durante los siglos V, VI y VII de nuestra era, en los pueblos babilonios de Nehardea, Sura y Pumbedita (este último es probablemente la actual Fallujah), se fijaron las dos recensiones más influyentes del Talmud: la recopilación de preceptos legales, historia nacional y cultura popular que aún conforman las raíces de las creencias y la práctica judías. También se encontró allí, la sede de Resh Galuta, el exilarca o jefe del exilio que supuestamente descendía de la línea dinástica del rey David, y gobernante de iure de todo el judaísmo hasta el siglo XI.

Por tanto, no resulta sorprendente que el primer viajero europeo en escribir una narración de una visita a las ruinas de la ciudad de Babilonia fuera un judío: Benjamín, nacido en Tudela, en la Península Ibérica, que viajó por Oriente Próximo desde el 1160 en adelante, recopilando información acerca de las condiciones de sus comunidades judías. Quizá su aspiración fue proporcionar una guía a los potenciales refugiados de la creciente discriminación opresiva contra los judíos de España, después de que la Iglesia cristiana recuperase Navarra en 1119. Tras muchas divagaciones, llegó a Resen, cerca del Éufrates, un lugar mencionado en la Biblia, pero del que se ha perdido su localización geográfica. «Desde allí hay una jornada hasta Babel, que es Babel la Antigua», escribió en su diario de viaje:

... en minas, las cuales tienen una extensión de treinta millas. Todavía se encuentra allí el palacio derruido de Nabucodonosor, y los hombres temen entrar en él debido a las serpientes y alacranes que hay en su interior. Cerca de allí, a una milla de distancia, viven tres mil israelitas, que rezan en la sinagoga Alyiat Daniel —la paz sea con él—: es la antigua camareta que edificara Daniel, construida con piedras y ladrillos. Entre la sinagoga y el palacio de Nabucodonosor está el lugar del horno ígneo donde fueron arrojados Jananías, Mishael y Azarías, y es profundo, conocido por todos.

Si el judío emprendía la marcha, otros le seguían, aunque muchos viajeros en esa zona, incluido Marco Polo, se contentaban con repetir rumores y folclore, en lugar de investigar por ellos mismos. Por el contrario, el noble y aventurero italiano Pietro della Valle visitó personalmente las ruinas cerca de Al-Hillah, en 1616, identificándolas correctamente con las de Babilonia. Está reconocido como el primer europeo en darse cuenta de que los extraños grupos de marcas en forma de cuña sobre los ladrillos, que encontró esparcidos en las arenas de alrededor, no eran decoración sino escritura, y además, de algún modo descubrió que debían leerse de izquierda a derecha. A su regreso a Italia, en 1626, recibió una bienvenida propia de una celebridad y fue distinguido con el título de caballero de la Cámara por el Papa. A pesar de todo, parece que fue en Londres y no en Roma donde tuvieron más interés las revelaciones de Della Valle. Así nos lo dice un inesperado descubrimiento, al final del siglo XIX.

En 1886, un devastador incendio destruyó la iglesia de St. Mary Magdalen y la hilera de casas de viejos mercaderes en Knightrider Street, en la City de Londres; se trata de un estrecho callejón medieval no muy lejos del río Támesis, llamado así porque una vez fue la ruta por la que los caballeros recorrían su camino desde la Tower Royal, en Cannon Street, hasta los terrenos de torneo, en Smithfield. Después de despejar los restos carbonizados, los constructores empezaron a excavar los antiguos cimientos. En un nivel enterrado en lo más profundo, se encontraron con una serie de fragmentos de piedra diorita negra grabados con caracteres cuneiformes. Fueron enviados al British Museum para determinar la fecha y, tal y como informó con satisfacción la prensa, «provienen del reino más antiguo de Babilonia conocido hasta el momento».

Un experto del British Museum, B. T. A. Evetts, observó que las casas (debajo de las que se recuperaron las piedras) databan de la segunda mitad del siglo XVII, y formaban parte del trabajo de reconstrucción emprendido tras la destrucción de la zona en el gran incendio de 1666. Respecto a los fragmentos inscritos, sugirió que «apenas cabe duda de que fueron enterrados entre los cimientos cuando la calle fue restaurada más adelante». Morris Jastrow Jr., el orientalista judío-norteamericano nacido en Varsovia, concluyó que las cartas publicadas por Della Valle habían generado más interés del previsto, así como las especies de ladrillos de Babilonia que se había traído a su regreso.

Las personas enteradas y las sociedades empezaron a interesarse por el tema, y como la superficie de los montículos en Babilonia está por lo general llena de fragmentos esparcidos de piedra, añicos de ladrillos y cerámica, lo más probable es que, como consecuencia del interés despertado por Della Valle, un mercader de Londres se hubiera asegurado algunos especímenes de esas antigüedades para su colección privada de curiosidades. Siendo el origen de los ladrillos a que nos referimos desconocido, el British Museum toma la delantera al Louvre, de cuyas colecciones babilónicas, el artefacto más antiguo fue traído a Europa por Michaux, el botánico, en 1782.

Había realmente bastante rivalidad entre Londres y París. Aventureros de muchas nacionalidades habían participado en exploraciones en el antiguo Oriente Medio durante siglos. Hacia el final de la era victoriana, justo cuando las potencias imperiales europeas habían iniciado el «reparto de África», comenzó, del mismo modo, una agotadora competición entre ellos por conseguir antigüedades del Levante mediterráneo, cada uno peleando por desenterrar y poder llevarse a casa los restos más impresionantes. A finales del siglo XIX, el campo de acción se había reducido a tres, Gran Bretaña, Francia y Alemania, todos con intereses políticos en la región. Gran Bretaña se preocupaba por defender las rutas comerciales hacia su Imperio en India; Francia se había establecido desde hacía tiempo, a través de un pacto, en protectora de los cristianos católicos en el Imperio otomano; el recién unificado Imperio alemán deseaba el apoyo del Sultán contra lo que percibían como las tentativas de Gran Bretaña por mantenerla en su lugar. Hubo innumerables contiendas entre ellos por los derechos a excavar. Había un enfebrecido interés público; los botines fueron espectaculares; se jugaban el orgullo nacional. Se hicieron magníficas exposiciones en el British Museum, en el Louvre de París y en el Vorderasiatisches Museum de Berlín. Sin embargo, a pesar de que las asombrosas antigüedades de toda Mesopotamia atraían cada vez a un mayor número de visitantes, el más alto honor estaba reservado a quien pudiera revivir la ciudad de Babilonia en la imaginación pública.

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A medida que la escritura se desarrollaba y el estilo de dibujo en punta fue sustituido por una sección triangular de caña, los signos se hicieron más esquemáticos.

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A lo largo de los siglos, los signos se simplificaron más hasta que ya no era posible reconocer lo que representaban originariamente.

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«La bella vaca a la que el dios luna, bajo la forma de un fuerte toro, envió aceite curativo»: un tardío himno sumerio a Ishtar sigue expresando la adoración del sagrado pastor de la gran diosa, como muestra un friso del templo de Al ‘Ubaid, construido antes del 4000 a. C.

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Homo ludensi: juguete de cuerda sumerio del cuarto milenio a. C., desenterrado de la arena de la antigua ciudad de Eshnunna, actual Tell-al Asmar.

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Primera forma de impresión: sello de la época de Urk y su impresión, fechado en el cuarto milenio a. C.

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Dioses y diosas divirtiéndose en un paisaje de ríos y montañas: Enki, Inanna y otras deidades pintadas en un sello cilíndrico sumerio de alrededor del 3000 a. C.

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Capricornio, la cabra marina, uno de los más tempranos signos del zodíaco. Antiguamente se asociaba con Enki, también conocido como Ea, el rey de la civilización. Cuando mejor se ve la constelación es en la noche otoñal del norte, saliendo por el horizonte sur.

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El surgimiento de la escritura: una simple “aide mémoire” de alrededor del 3100 a. C., uno de los textos encontrados en los niveles arcaicos del área del templo de Eanna, en la antigua Uruk. La tablilla de arcilla se muestra a la izquierda y a la derecha está su traducción.

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Impresión de un sello acadio mostrando a un jinete, de Kislt, 2330-2200 a. C.

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Impresión de un sello cilíndrico mostrando un jinete, 2100-1800 a. C.

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La Torre de Babel (Gran Zigurat de Babilonia), plano y elevación, a partir de la estela erosionada.

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La forma originaria que pudo tener el Gran Zigurat de Babilonia.

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Mapa de Babilonia en el siglo VII a.C.

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Mapa neo-babilónico del mundo

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La carencia de estética fuera de la élite: cuenco de borde biselado torpemente modelado.

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La celebración de la identidad individual: La primera firma conocida de un escriba llamado GAR.AMA, fechada alrededor del 3000 a. C.

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«Los labios no necesitan despegarse para que oigamos lo que nos cuenta»; André Parrot, conservador jefe de los museos nacionales franceses, describe la escritura de alabastro, probablemente de la diosa Inanna, conocida como “la Dama de Unik”, realizada alrededor del 3100 a. C.

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No se trata de la diosa en sí, sino de la alta sacerdotisa que la representa: El culto de la Gran Diosa de Uruk, alrededor del 3100 a. C., de la parte superior de la inscripción de Warka.

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Miembros de la corte del rey fallecido: El cementerio real conocido como La Gran fosa de la muerte de Ur, fechada del 2500 a. C. aproximadamente, y descubierta en 1928 por Leornard Woolley. La escena del sacrificio humano como fue imaginada por el Illustrated London News.

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Ellos se tumbaban y se preparaban para su propia muerte». La escena de la Gran fosa de la muerte como apareció en el Illustrated London News, después de que los sirvientes reales y criados hubieran tomado la poción venenosa, pero antes de que se rellenara la fosa común.

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Gobernante de las cuatro regiones: cabeza de bronce de tamaño natural que posiblemente represente al rey Sargón de Acad (reinado, 2300 a. C.), desenterrado de la ciudad asiria de Nínive, en 1931.

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Dignidad, formalidad y seriedad: una de las muchas estatuillas votivas de Gudea, Ensi (gobernador) de Lagash alrededor del 2120 a. C. desenterrada del montículo de Telloh, antigua Girsu, la mayor ciudad del estado de Lagash.

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«Tras descender el Remado del Cielo, Eridú se convirtió en la sede del Reino.». El prisma de Weld-Blundell grabado con la Lista Real sumeria, escrito por un escriba anónimo en la ciudad de Lauta, en Babilonia, alrededor del año 1800 a. C.

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«Vencedores en nueve batallas en un solo año». La Estela de la Victoria del rey Naram-Sin, celebrando la derrota de los lulubitas, un pueblo de las montañas (alrededor del 2200 a. C.).

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Los huesos de sus ayudantes fueron desperdigados por la planicie. Fragmento de la llamada Estela de los Buitres, denominada así por los carroñeros esculpidos en uno de los lados. La estela celebra la victoria del rey Eannatum de Lagash sobre el rey Enakalle de Umma, alrededor del 2500 a. C.

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«Deja que el oprimido, que tiene un asunto con la ley, venga y se ponga ante mi imagen como rey de la rectitud»: Del prólogo del Código de Hammurabi. El monumento muestra en la parte superior a Sliamash, el Rey Sol, patrón de la justicia, y a Hammurabi, rey de Babilonia, que gobernó en el 1700 a. C. El monumento fue saqueado de la ciudad de Sippar y llevado a Susa, en Elam, en donde fue descubierto por arqueólogos franceses en 1901.

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La fiesta del jardín: panel del Palacio del Norte de Nínive, desenterrado por Austen Heñí')' Layard, a mediados del siglo XIX; en él aparecen el rey asirio Asurbanipal y su esposa, la reina Ashursharrat, comiendo en su jardín, alrededor del 645 a. C., junto a la cabeza del rey de Elam colgando de un árbol.

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Proyectiles lanzados sobre las cabezas de la infantería: arqueros y honderos asirios en acción en el lugar de la ciudad de Judea de Lachish, en el año 701 a.C. De un panel en el palacio de Senaquerib en Nínive (según el rey, «un palacio incomparable»).

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La caza del león. Cazadores asirios de un panel del palacio de Senaquerib en Nínive del siglo VII a. C. Los jinetes asirios luchaban sentados sobre una manta asegurada sólo por medio de un agarre en el pecho, una cincha y una correa en la cola.

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Sin monturas y sin estribos (detalle de arriba).

En este sentido, Alemania fue la ganadora definitiva. Sus cada vez mejores relaciones con unos otomanos cada vez más mortecinos hicieron posible que Robert Johann Koldewey, un arquitecto e historiador del arte que acabó como arqueólogo, desenterrase y exportase a su tierra natal todo el pórtico ceremonial conocido como la Puerta de Ishtar, así como parte del camino procesional que conducía a ella, reconstruido con los originales azulejos multicolores sacados de la excavación. Parecía que muy pronto se podría establecer con todo detalle la historia completa de Babilonia desde sus primeros tiempos.

No obstante, esas expectativas fracasarían rápidamente. A pesar de que los objetos transportados a Berlín eran, sin duda, espectaculares, enseguida se reconoció que la Babilonia de las excavaciones representaba poco más que los últimos siglos de la existencia independiente de la ciudad: la capital del Imperio del rey Nabucodonosor y del exilio de los judíos. A pesar de que las ruinas descubiertas por Della Valle y sus sucesores eran bellas, fascinantes e históricamente importantes en sí mismas, no eran, en absoluto, tan antiguas, sino que pertenecían a lo que en Grecia sería considerado parte de la era arcaica tardía, de hecho, apenas mucho más antiguas que las construcciones de la Acrópolis de Atenas. Nada de lo que se encontró pudo fecharse de antes del siglo vil o vi a.C. Esto es, más de mil años después del establecimiento de la ciudad como mayor protagonista política entre las nuevas políticas fundadas por los jeques amorreos como consecuencia del declive y colapso de la Tercena Dinastía de Ur.

No se consiguió ninguna evidencia de los estratos más antiguos; demostraron ser antediluvianas en el sentido estricto de la palabra. En el curso del milenio, la capa de agua había ascendido sin pausa, haciendo inaccesible la excavación en todos los niveles de ocupación anteriores. Por tanto, para gran pesar de los asiriólogos, no tenemos un conocimiento arqueológico o documental de la ciudad de Babilonia que se remonte a sus primeros días. Tampoco parece probable que vayamos a tenerlos. Estamos obligados a confiar en las alusiones indirectas y las referencias anecdóticas de otros para nuestra narración de la historia de la temprana Babilonia. Es como si tratáramos de establecer los orígenes del Renacimiento europeo pero habiendo sido la ciudad de Florencia barrida por el río Arno desde hacía mucho tiempo.

La comparación no es tan extravagante como podría parecer. Han ocurrido muchos acontecimientos igual de turbulentos en los varios siglos que separan la caída de la Tercera Dinastía de Ur del establecimiento de Babilonia como principal ciudad del sur de Mesopotamia y centro del punto álgido de la civilización mesopotámica.

§. Ningún rey es poderoso por sí mismo
Durante unos cuantos cientos de años, el caleidoscopio político de toda Mesopotamia se agitaba. Los occidentales (amurru, en acadio) llegaron en una riada imparable. No es que todos ellos fueran una nación; sus nombres nos dicen que hablaban, al menos, dos dialectos semíticos occidentales diferentes. Otros vinieron del este y el norte. Solían luchar unos contra otros. Las dinastías se alzaban y caían. El poder recompensaba intrigas y asesinatos. Una ciudad luchaba contra otra por la superioridad. Hubo grandes batallas. Los reyes entraron en la lucha. Algunos prevalecieron; otros murieron.

Y otros se encontraron con finales extraños y menos comunes. Cuando los presagios eran especialmente desfavorables, era costumbre esconder al monarca en lugar seguro y colocar temporalmente en el trono a un plebeyo que recibiera cualquier golpe duro que el destino le deparara al hombre en palacio. Alrededor del 1860 a.C., el destino habló, probablemente en forma de eclipse lunar, amenazando al rey sumerio Erra-Imitti de Isin. «Para que la dinastía no tuviera fin», explica un texto posterior que los asiriólogos llamaron «Crónicas de los reyes de antaño», el soberano «debe poner al jardinero Enlil-Bani en su puesto en el trono y colocarle la tiara real en la cabeza». Por tanto, de manera legítima, el supuesto rey oficiaba los ritos en el templo y representaba todas las tareas reales.

En circunstancias habituales (que serán familiares a los lectores del antropólogo Victoriano sir James Frazer, en cuya obra La rama dorada trata en gran parte de la supervivencia posterior de esta práctica en la historia europea), había que esperar a que el peligro pasase y después matar al monarca temporal. Pero a veces el destino no está tan ciego y parece capaz de distinguir perfectamente al monarca impostor del auténtico: «Erra-Imitti murió en su palacio después de tragarse un caldo hirviente. Enlil-Bani, que ocupaba el trono, no abdicó y, por ese motivo, se estableció como rey». Enlil-Bali tuvo un éxito impresionante, consiguiendo mantener su gobierno durante casi un cuarto de siglo, y siendo declarado un dios. Quizá el entretenido cuento que nos describe su ascenso al poder era una mera historia para encubrir lo que realmente pasó: una conspiración palaciega, un incidente nada raro en ese violento siglo. Poco después, la ciudad-estado llamada Kurda fue gobernada por cuatro reyes en diez años, en la ciudad Shubat-Enlil, ocurrió igual, y la ciudad Ashnakkum vio cinco gobernantes en la mitad de tiempo. Un oficial de palacio, que escribía desde la ciudad de Mari, confirma que durante su período al cargo «ningún rey es verdaderamente poderoso por sí mismo: de diez a quince reyes siguen a Hammurabi de Babilonia, tantos como siguen a Rim-Sin de Larsa, tantos como Ibal-pi-El de Qatna; pero veinte reyes siguen a Yarim-Lim de Yamhad».

El Estado de Mari, el puesto de avanzada más al noroeste de la cultura del sur de Mesopotamia, situado unos kilómetros al norte de Babilonia, en la parte alta del Éufrates, era antiguo y glorioso, y ostentaba un palacio que debió haber sido el más espléndido de su época. La elaborada decoración de la sala del trono, las cámaras de audiencia, las zonas de recepción y comedores, con sus descripciones pintadas al fresco de la vida abrahámica cotidiana, debieron estar abarrotadas con la cantidad de dignatarios visitantes vestidos de forma exótica: reyes extranjeros que iban a rendir homenaje, vasallos que llegaban con regalos y jeques tribales que iban a rendir tributo. Un enorme séquito de esclavos, sirvientes, personal de asistencia, caballeros y damas a la espera, la mano de obra que diariamente atendía las necesidades del rey y sus varias esposas, se apresurarían con urgencia a través de los estrechos pasillos de los departamentos privados reales, sosteniendo cestos con ropa, bandejas con comida, jarras con bebidas y cajas con documentos. La sección administrativa tuvo que ser una colmena de actividad, con mensajeros, archivistas, contables y revisores de cuentas, con el bullicio de secretarios, subsecretarios, asistentes de subsecretarios y delegados asistentes de subsecretarios, con sus cónsules extranjeros esperando establecer o sellar alianzas políticas, y sus embajadores de vuelta a casa para ser interrogados y recibir nuevas instrucciones.

En una zona, al nivel del suelo, hay un gran escritorio, en donde se hacían copias en limpio a partir de tablillas arañadas, en las que se habían dictado cartas. En otra zona, el archivo de palacio contiene los ficheros, el historial de la correspondencia entre los reyes y oficiales de Mari, y los emisarios de Estados, tanto enemigos como aliados, cercanos y lejanos.

Toda esa vida tan ocupada y productiva acabó repentinamente cuando Mari fue tomada por Elammurabi, el rey amorreo de Babilonia. Cuando las tropas de Babilonia tomaron el control y acabaron con toda la resistencia, el conquistador envió a un inteligente grupo de expertos para que examinaran los archivos. Estos pasaron muchas semanas leyendo los más de 25.000 documentos, clasificándolos por autor, asunto y destinatario, y colocando cada grupo en un receptáculo distinto. Las tablillas con contenido importante para la seguridad nacional de Babilonia (por ejemplo, todas las cartas entre Hammurabi y Zimri-Lim, el gobernante de Mari) se empaquetaban y se enviaban en una caravana tirada por burros a la capital del sur.

Algún tiempo después, probablemente tras un intento de insurrección, Hammurabi había vaciado de gente todo el palacio y había quemado hasta los cimientos. Después, los trabajadores demolieron y nivelaron cualquier muro que hubiera quedado en pie tras el incendio. La tragedia de Mari benefició a los arqueólogos. El archivo de palacio, los documentos clasificados y separados en categorías diferentes, cesto a cesto, para pasar a la eternidad por el incendio final de Mari, estaban enterrados bajo los escombros, en donde permanecieron hasta las excavaciones de unos 4.000 años después, iniciadas en la década de los años treinta por un grupo francés de asiriólogos dirigido por André Parrot. Las más de 23.000 tablillas que recuperaron nos ofrecen un increíble retrato de la vida y época antigua.

Lo más llamativo, más allá de los detalles de las maquinaciones políticas y las continuas rotaciones de alianzas entre los líderes, jefes militares y jefes de la mafia que dominaban entonces Mesopotamia, es que en sus cartas los oyes realmente hablar. No presentan su correspondencia en un modo expresivo formal sino que hablan a lo loco y desde el corazón. Son auténticas voces ancestrales, y la mayoría predicen la guerra.

No es un asunto de discusión; sin embargo debo decirlo ahora y descargar mis sentimientos. Usted es un gran rey. Cuando me pidió dos caballos se los llevé. Pero en cuanto a usted, sólo me envió 9 kilos de estaño.
Sin duda, no me está honrando cuando me envía esta raquítica cantidad de estaño. Por el dios de mi padre, si no hubiera pensado enviarme nada, podría haberme enojado [pero no sentirme insultado].

En Qatna, entre nosotros, el valor de esos caballos es de 4,5 kilos de plata. ¡Pero sólo me ha enviado 9 kilos de estaño! ¿Qué diría quien lo oyera? Posiblemente no podría considerarnos con el mismo poder.

En otras palabras, «¡demuéstrame algo de respeto, tío!». Sin embargo, el quejumbroso gobernante de Qatna había cometido el error de mezclarse con el rey de Ekallatum, hijo mayor de Shamshi-Adad, un capo di tutti capi, recordado durante mucho tiempo con gran honor en la historia tardía de Asiria, que extendió sus tentáculos de poder fuera de su base en la ciudad de Shubat-Enlil. Las relaciones de su padre con su hijo menor, que gobernó en Mari, parecen sacadas de un diálogo de El Padrino. Mientras que el hijo mayor siempre fue alabado por su deseo de combatir, al rey de Mari se le fustigaba y denigraba regularmente: «¿Hasta cuándo tenemos que guiarte en todos los asuntos? ¿Eres un niño y no un adulto? ¿No tienes pelos en la barbilla? ¿Cuándo vas a asumir el mando de tu casa? ¿No ves que tu hermano está dirigiendo enormes ejércitos? Así que tú también debes ocuparte de tu palacio, tu casa». Ahora el viejo mañoso quería que su hijo menor le diera una lección al rey de Qatna: «Mientras tu hermano está aquí consiguiendo victorias, tú estás ahí recostado entre mujeres. Así que ahora, cuando vayas a Qatna con el ejército, ¡sé un hombre! De la misma manera que tu hermano se está creando un gran nombre, créate tú también uno en tu nación».

Aunque podemos leer mucha correspondencia de estas personalidades mañosas, sabemos muy poco de ellos como personas. Es como entrar en medio de un serial de la radio. Oímos palabras, pero no sabemos si las pronuncia alguien alto o bajo, gordo o delgado, mayor o joven, fiable o deshonesto, dado a la exageración o comedido. Sin embargo, si nos quedamos un rato oyendo, podemos empezar a reconocer personajes.

Cuando el profesor Jack Sasson ocupaba el puesto presidencial de la American Oriental Society (Sociedad Oriental Norteamericana), en 1997, se aprovechó del estudio de toda una vida sobre la correspondencia escrita por el último monarca de Mari, Zimri-Lim, que se había apropiado de la ciudad del desafortunado hijo menor de Shamshi-Adad, para ofrecernos un fidedigno esquema en miniatura.

A pesar de todas las limitaciones, a partir de esas cartas hemos podido penetrar en la personalidad de Zimri-Lin. A partir de las ingeniosas o proverbiales declaraciones que se le atribuyen, pudimos determinar que su sentido del humor era más sutil que tosco. También nos enteramos de que no carecía de vanidad, pues incordiaba sin cesar a sus ayudantes de cámara para arreglos específicos de sus vestidos, y reaccionaba con furia cuando se sentía ignorado. No carecía de curiosidad, ya que tenemos un registro de sus abundantes visitas fuera de su reino. Le encantaban los detalles del gobierno; continuamente solicitaba respuestas a cuestiones no satisfechas. Pero también sufría mucho por las disputas internas y los alarmantes escándalos de burócratas compitiendo para ganarse su atención. También es obvio que Zimri-Lin era un hombre religioso y temeroso de dios, que alentaba a su personal para que prosiguieran con las ceremonias religiosas y pedía que se le mantuviese al corriente de los últimos mensajes de los dioses. Sin embargo, no era quejumbroso, sobre todo cuando se le pedían objetos que no quería ceder. Parece que también tenía poca confianza en sí mismo.
No sabemos cómo acabó la vida de Zimri-Lim. Pero su muerte supuso el cierre de un largo y agitado período de entre reinos, entre la tercera dinastía de Ur y un nuevo Imperio babilónico.

§. Un nuevo orden social
Cuando el calidoscopio mesopotámico estaba estabilizándose definitivamente, apareció un nuevo patrón, un patrón muy diferente del antiguo. Centrado en la ciudad de Babilonia, los estudiosos lo llaman la antigua era babilónica.

La realidad del nuevo orden social está ilustrada por una de sus reliquias más conocidas. Si el rey Hammurabi —el sexto gobernador de la primera dinastía de Babilonia y quien consolidó el antiguo Imperio babilónico— es popularmente conocido por algo, es por su Código, inscrito en una columna de diorita negra, que fue recuperado, no de Mesopotamia, sino de Susa, la capital del Estado de Elam, actualmente en el oeste de Irán. Fue tomado como botín de guerra tras la conquista de Babilonia por los elamitas en el siglo XIII a.C., medio milenio después de la vida de su autor.

Coronado por una imagen del rey recibiendo el código de manos de Shamash, el dios sol y patrón de la justicia, este objeto estuvo probablemente situado en un patio público en el templo de Sippar. Se habían encontrado otras copias justo a lo largo del reino del rey, sobre todo en el templo del dios Marduk, en Babilonia, llamado Esagila, Casa que levanta la cabeza, centro de culto de la ciudad de Babilonia y, por tanto, de todo el Imperio. En el texto, el mismo Hammurabi describe el propósito de la estela: «Deja que el oprimido, que tiene un asunto con la ley, venga y se ponga ante mi imagen como rey de la rectitud; deja que se le lea la inscripción en este monumento, que oiga mis valiosas palabras; la inscripción le explicará su caso; descubrirá lo que es justo, y su corazón estará feliz, de manera que dirá: “Hammurabi es un gobernante que es como un padre para sus asuntos”».

Al igual que el temprano código de Ur-Nammu, no se trata de un código en el sentido moderno. No es totalmente comprensible; tampoco establece principios jurídicos. Por el contrario, proporciona una lista de paradigmas, un historial de casos arquetípicos, supuestamente oídos ante el rey, pero que representan probablemente una larga tradición judicial, más bien como el derecho común anglosajón, con su preferencia por la jurisprudencia precedente y su gran aversión a abrazar esquemas como el código de Napoleón continental.

En cualquier caso, el texto cubre una amplia gama de eventualidades. Tras un largo preámbulo, en el que se ensalza a Hammurabi como protector de los débiles y oprimidos, y se detallan las regiones en las que gobernaba, viene una lista de unos 280 juicios relacionados con el derecho familiar, de esclavitud y profesional, comercial, agrícola y administrativo, incluyendo precios estandarizados para los artículos de consumo y salarios para los trabajadores. El apartado para el derecho familiar es el más largo y comprende aspectos como el compromiso, el matrimonio y el divorcio, el adulterio y el incesto, los niños, la adopción y las herencias.

Muchos de los dictámenes sorprenden al lector moderno por lo justos y razonables que son. Por ejemplo:

Si un hombre quiere divorciarse de una mujer que le ha dado hijos o de una esposa que le ha dado hijos, que a esa mujer le devuelvan su dote; además le darán la mitad del campo, de la huerta y de los bienes muebles, y criará a sus hijos; desde que haya criado a sus hijos, que a ella, de todo lo que les fue entregado a sus hijos, le den una parte como a un heredero más, y que se case con el hombre que a ella le guste.
Si una mujer siente rechazo hacia su marido y declara: «Ya no vas a tomarme», que su caso sea decidido por el barrio y, si ella guardó su cuerpo y no hay falta alguna, y su marido suele salir y es muy desconsiderado con ella, esa mujer no es culpable; que recupere su dote y marche a casa de su padre.

Por otro lado, es bien conocido que el código Hammurabi difiere del de Ur-Nammu en que, en lugar de especificar las sanciones económicas, muchas sentencias veneran el principio de la lex talionis, la ley de la pena merecida, conocida también como la ley del «ojo por ojo»:

Si un hombre le saca el ojo a otro hombre, que le saquen un ojo.
Si le rompe un hueso a un hombre, que le rompan un hueso.
Si un hombre le arranca un diente a otro hombre de igual rango, que le arranquen un diente.
Si un albañil hace una casa a un hombre y no consolida bien su obra y la casa que acaba de hacer se derrumba y mata al dueño de la casa, ese albañil será ejecutado.
Si muere un hijo del dueño de la casa, que ejecuten a un hijo de ese albañil.

Se suele declarar que esos castigos aparentemente más crueles exponen un residuo irreducible de la barbarie salvaje, tan intrínseco al semita como opuesto a la noble mentalidad sumeria. Hay un fuerte prejuicio en esa afirmación. Lo más probable es que el código Hammurabi sea un reflejo del impacto de un medio social sin precedentes: el mundo babilónico de múltiples etnias y tribus.

En la temprana época acadio-sumeria, todas las comunidades se sentían como miembros de la misma familia, todos sirvientes del mismo rango ante los ojos de los dioses. En tales circunstancias, las disputas debieron resolverse con el recurso a un sistema de valores aceptado de forma colectiva, en donde la sangre corría con menos facilidad, y se deseaba más una justa restitución que una venganza. Sin embargo, cuando los ciudadanos urbanos se rozaban los hombros continuamente con nómadas que llevaban un estilo de vida totalmente diferente, cuando los hablantes de varias lenguas semíticas amorreas del oeste, así como otras, se mezclaban con las incomprensibles lenguas acadias, debió ser bastante fácil que la confrontación desembocase en conflicto. Las venganzas y los combates sangrientos debían amenazar con frecuencia la cohesión del Imperio. Hoy en día, el severo sistema social de EE.UU., con su aborrecimiento del suministro colectivo de servicios públicos y su persistencia con la pena de muerte, expresa su identidad como nación de inmigrantes y deportados de múltiples lugares y orígenes diferentes. También muestra un fuerte contraste con la predilección por la solidaridad de los mercados sociales y la justicia marcada por la piedad de la Europa continental, hasta hace poco un reino étnicamente más homogéneo; de la misma manera, las draconianas leyes babilónicas, como las similares disposiciones legales de la Biblia hebrea, también reflejan e intentan limitar el potencial de violencia y discordia que continuamente ronda a las sociedades fragmentadas. El contraste con las anteriores recopilaciones jurídicas nos dice que las reglas del juego habían cambiado y que había comenzado un orden social radicalmente diferente.

Había desaparecido la antigua percepción de la tierra como dividida en las esferas de influencia de ciudades-estado separadas, cada una con su propia divinidad reinante; esa noción de hace dos mil años según la cual la tierra, la gente, las cosechas y el ganado son fundación y propiedad de los dioses. De ahora en adelante, el patrón sería uno de los grandes Estados territoriales. Emergerían dos centros mayores: Ashur, que controló definitivamente el norte, y Babilonia que gobernó en todo el sur.

Había desaparecido la sensación de unidad de una población entera que compartía los mismos antepasados acadios y sumerios, las mismas cargas y el mismo destino. Difícilmente podía ser de otra manera cuando tantos gobernantes trazaban sus orígenes en antepasados de alguna otra parte. Persistía una extraña ambivalencia de la actitud hacia la llegada de gente. Al mismo tiempo que los textos literarios estaban mostrando a los amorreos con desprecio, viéndolos como bárbaros hostiles y primitivos, Hammurabi de Babilonia todavía se llamaba orgullosamente a sí mismo Rey de los amorreos. Sin embargo, a pesar de que el famoso código sugiere que la confrontación entre individuos de comunidades diferentes no era infrecuente, parece no haber quedado un legado del conflicto étnico general entre la gente. Es cierto que, no obstante, encontramos rastros de divisiones sociales.

El código Hammurabi nos dice que había tres clases sociales en Babilonia: awilum, «hombre libre» o «caballero», mushkenum, un miembro de orden más baja y wardum, «esclavo». La palabra mushkenum proviene de una forma semítica que significa «lo que es o quien es puesto en su lugar» (aún continúa en uso la misma raíz semítica, aproximadamente 4.000 años después, en algunas lenguas romances modernas, como el francés, en donde mesquin significa bajo, miserable o desgraciado). Aunque no hay auténticas evidencias, resulta tentador interpretar que awilum denotaba en su origen a un miembro de la nueva clase gobernante amorrea, y mushkenum a un nativo de la tierra reducido ahora a un estatus más bajo. Sea cierto o no, se puede decir con seguridad que la pérdida de la uniformidad étnica condujo, como ha ocurrido en muchas épocas y lugares diferentes, a la desaparición de la solidaridad social. El antiguo ideal comunal sumerio estaba muerto y enterrado.

Por lo tanto, se había perdido la atracción sumeria hacia el colectivismo y la planificación central. A partir de ese momento llegó una era de privatización y subcontratación; ya no habría una sociedad como tal, sino hombres y mujeres individuales y familias, unos ricos, otros pobres, unos débiles y otros poderosos. Por supuesto, los grandes templos y propiedades palaciegas permanecieron, pero despidieron a la mayoría de la mano de obra, y con ello su responsabilidad hacia quienes les servían: burócratas y artesanos, así como labradores y pastores. Por el contrario, los trabajadores agrícolas y los artesanos eran contratados y despedidos según la temporada, y se contrataba a empresarios independientes y tasadores agrónomos para mantener los asuntos monetarios y comerciales del Estado.

El resultado fue un sistema económico reconocidamente relacionado con el nuestro, que comprende actividades bancarias e inversiones, préstamos, hipotecas, cuotas y fianzas, compañías comerciales y sociedades de negocios. Fue el primer experimento en la historia del capitalismo mercantilista, con todas sus consecuencias, tanto positivas como negativas.

El resultado positivo fue que mucha gente se hizo rica. En sus excavaciones, Leonard Woolley descubrió lo que ha sido llamado el distrito financiero de Ur, separado del complejo del templo y el palacio por un gran canal que dividía en dos la ciudad. Aunque se le haya descrito como el Wall Street de Ur, no era un lugar especialmente espléndido, lleno de majestuosos edificios por las vías públicas. Sólo había residencias de dos pisos pegadas la una a la otra junto a un laberinto de calles serpenteantes y estrechos callejones, a lo largo de los cuales sólo podía pasar un burro a la vez. Para encontrar cualquier casa particular, había que seguir direcciones complicadas, como fueron satirizadas en una anécdota humorística de la época: «Debería entrar por la Gran Puerta y pasar una calle, un bulevar, una plaza, la calle Tillazida, y los caminos de Nusku y Nininema a la izquierda. Debería preguntar por Nin-Lugal-Apsu, la hija de Kiagga-Enbilulu, nuera de Ninshu-ana-Ea-takla, una mujer jardinera de los jardines de Henun-Enlil, que se sienta en el suelo de Tillazida vendiendo productos. Ella le indicará el camino». Al llegar a la calle que Woolley llamó Niche Lañe, número 3, había una oficina, probablemente la casa del empresario Dumuzi-Gamil, un próspero mercader educado, cauteloso, que prefería guardar los archivos en sus propias manos, desechando emplear a un escriba, tanto por el coste como por el desafío a su propio respeto o el deseo de que sus asuntos se mantuvieran de manera estrictamente confidencial (los escribas contratados tenían fama de no poder mantener la boca cerrada). La cantidad de documentos que se encontraron aparentemente enterrados bajo el suelo prueban que fue un exitoso exponente de la práctica comercial de la antigua Babilonia.

No mucho antes, Hammurabi consiguió consolidar toda Babilonia en un único Estado imperial; él y su compañero de negocios, Shumi-Abiya, tomaron prestada un poco más de una onza de plata del negociante Shumi-Abum. Invirtieron el dinero en panaderías que suministraban pan y granos a los templos y palacios de Ur y Larsa. Woolley rescató un recibo expedido por el rey Rim-Sin de Larsa, Isin y Ur, por un mes de provisión de unos 700 litros de cebada. Los asociados no sólo trataban con las personas más importantes. Prestaban cantidades más pequeñas a un plazo mucho más corto a granjeros y pescadores que necesitaban préstamos urgentes para pagar los impuestos. A su vez, Shumi-Abum, que había avanzado el dinero a sus socios, vendía la deuda a otra sociedad, formada por Nur-Ilishu y Sin-Ashared. Parece que en la antigua Babilonia había un mercado activo de fianzas y de lo que ahora llamamos documentos comerciales. De modo semejante, los archivos de Dumuzi-Gamil presentaban una lista con las sumas de créditos y deudas pertenecientes a otros mercaderes tanto de su ciudad como de fuera. Estos registros podían usarse como instrumentos de comercio, el origen de nuestros billetes. Las inversiones realizadas en expediciones comerciales al extranjero acercaban a los mercaderes babilónicos a lo que hoy conocemos como contratos de futuros productos.

En resumen, el sistema financiero que floreció en la Babilonia de Hammurabi tenía ya las propias técnicas que permitieron (tras ser redescubiertas miles de años después) en primer lugar a los judíos, y luego a los lombardos y venecianos, financiar la expansión de la economía europea durante la Edad Media. Sin embargo, entre los aspectos negativos de esta revolución económica protoliberal se encontraba la estimulación de la deuda, la brecha siempre en aumento entre los que tienen y los que no, así como la reducción de muchos a la penuria y peores situaciones.

El plazo del préstamo de plata de Dumuzi-Gamil era de cinco años; el tipo de interés especificado por ley para la plata era del 20 por ciento. Parece excesivo. Pero el coste del dinero prestado se calculaba de forma diferente en esa época. Podía no permitirse que los índices variasen de manera competitiva, pero como se imponían durante todo el plazo de la deuda y no se calculaban anualmente, variar la fecha del reembolso cambiaba su índice anual correspondiente. Un 20 por ciento de interés en cinco años, como en el caso de Dumuzi-Gamil, equivale a un 3 por ciento al año, lo cual es ya más razonable. Si eso mismo se hubiera cargado en dos años, habría estado por debajo de un 10 por ciento anual. Los registros de Dumuzi-Gamil muestran que cuando hacía préstamos a trabajadores o artesanos, los plazos para el reembolso solían ser de unos dos meses. En un plazo tan corto, el tipo de interés equivalía a más del 800 por ciento del índice de porcentaje anual: altamente remunerador para el prestamista, pero absolutamente imposible para el deudor.

Los recaudadores de impuestos privados que acechaban a la plebe eran inmisericordes. No sólo tenían que recaudar el dinero perteneciente al beneficiario, sino que tenían que aumentar la obligación para asegurarse unos ingresos para ellos. Muchas de sus víctimas tuvieron que venderse o vender a miembros de su familia como esclavos simplemente porque no podían pagar. Al final, la deuda cobró unas dimensiones tan descomunales que hubo que tomar medidas. Las soluciones radicales que se impusieron tendrían una gran resonancia en la historia de las finanzas.

En primer lugar, la ley estableció que la esclavitud por deuda estaría sólo limitada a tres años. El Código de Hammurabi especifica: «Si las deudas se apoderan de un hombre y tiene que vender a su esposa, a su hijo o a su hija, o andar ofreciéndoles para que sirvan por la deuda, que trabajen 3 años para la casa del que los compró o los tomó en servicio; al cuarto año serán libres».

Y era aún más dramático cuando el grado de la deuda general crecía tanto que amenazaba la estabilidad económica e incluso política del Estado; entonces se proclamaba la «absolución de la deuda» general, cuando todos los préstamos se declaraban nulos. Estos decretos, que solían acompañarse de la amnistía para los prisioneros de Estado, eran la norma al ascenso de un nuevo gobernante. Sin embargo, también se proclamaban a veces durante un reinado, como cuando el rey Rim-Sin, más o menos una década antes de que su feudo cayera en manos de Hammurabi, repentinamente declaró nulos todos los préstamos, y al hacerlo destruyó completamente la cómoda sociedad con Dumuzi-Gamil, así como muchos otros negocios de Ur. Hay sugerencias que indican que la remisión de la deuda estaba limitada a los préstamos personales a corto plazo que financiaban el consumo o el pago de impuestos, y que el préstamo para inversiones, así como multas y sanciones, estaba excluido. Esto no fue suficiente para rescatar los negocios de Babilonia, que necesitaron muchos años hasta volver a su nivel anterior de actividad.

Quizá, el descabellado ciclo de negocios impuesto por ese crudo método de control parecía menos perjudicial a quienes lo experimentaron que a nosotros. Los hebreos de varios siglos después asumieron la lección y lo incorporaron en su ley religiosa, en Deuteronomio 15:

Cada siete años harás remisión. En esto consiste la remisión. Todo acreedor que posea una prenda personal obtenida de su prójimo, le hará remisión; no apremiará a su prójimo ni a su hermano, si se invoca la remisión en honor de Yahveh...
Si tu hermano hebreo, hombre o mujer, se vende a ti, te servirá durante seis años y al séptimo le dejarás libre. Al dejarle libre, no le mandarás con las manos vacías.

Y finalmente, resaltando el vuelco político, social y económico absoluto que representaba el antiguo Imperio babilónico, desaparecieron los últimos vestigios del predominio cultural sumerio.

El sumerio estaba acabado como lengua viva. Desde entonces, en Mesopotamia habría una tierra solamente de cultura y habla cotidiana semítica, aunque no sería el semítico occidental de la nueva clase gobernante sino un dialecto de los acadios autóctonos que los filólogos llaman antiguo babilónico. Nadie sabe con certeza en qué momento dejó de oírse en las calles el sumerio. Tal vez fue hacia el final de la era previa de Ur III. Pero esto no significa que todo el uso del lenguaje sumerio desapareciese. Esto no ocurriría hasta el final definitivo de la civilización mesopotámica, unos dos mil años después. Sin embargo sobrevivió en la escritura en vez de en el habla y quedó reservada para la religión y erudición antes que para la comunicación vernácula.

Esta preservación de la escritura sumeria en los últimos tiempos se suele comparar con el papel del latín como lenguaje de enseñanza en la historia europea: desde la caída del Imperio romano occidental hasta casi la mitad del siglo XX, cuando las lenguas clásicas se abandonaron definitivamente en la mayoría de escuelas. La analogía es ligeramente inexacta porque el latín nunca dejó de hablarse sino que siguiendo el proceso común de evolución lingüística, el latín hablado derivó en francés, italiano, español, portugués y otras modernas lenguas romances. Por otro lado, el latín escrito, como lengua de eruditos, se detuvo en la fase en que estaba en el siglo i de nuestra era.

Sería más útil comparar el sumerio con el hebreo. Más de dos mil años después de dejar de hablarse y ser reemplazado en la vida cotidiana primero por el arameo y después por las lenguas locales de la diáspora, el hebreo siguió siendo la lengua religiosa, literaria y erudita de los judíos, y el vehículo para enseñar a leer y escribir a los niños judíos. El alfabeto hebreo era adaptado para representar cualquier lengua que se estableciese en el hogar o en el trabajo. Finalmente sería la base sobre la que se iba a reinventar el hebreo hablado a finales del siglo XIX. De forma similar, el sumerio permaneció como base para la alfabetización en tanto que la escritura cuneiforme continuó escribiéndose.

El sumerio, el latín y el hebreo tienen en común el papel desempeñado como punto de partida, como creadores simbólicos de sus respectivas tradiciones. El dominio del sumerio, a cualquier nivel, era una garantía para formar parte de una continua y gran tradición cultural que entonces en Babilonia (que ignoraba bastante de las continuas «guerras, el terror, el asesinato, y el derramamiento de sangre») estaba llegando a la cima de su desarrollo.

Los nuevos señores de Mesopotamia utilizaban el lenguaje sumerio y su tradición cultural para mantener unidas a las nuevas poblaciones diversas de su reino. Al igual que a los ciudadanos franceses se les enseña la fidelidad a la Revolución y a la Liberté, Égalité, Fraternité, y a los niños de EE.UU. se les enseña la lealtad a la bandera, a la Constitución y a los ideales de los padres fundadores, en la antigua Babilonia, los súbditos del rey, cualquiera que fuera su origen, aprendían a honrar los antiguos mitos, leyendas e historias sagradas, así como las costumbres y la historia (hasta donde se la conocía) de los predecesores sumerios en la tierra. Las creencias religiosas siguieron sin cambio por mucho tiempo, con la única innovación de introducir el panteón del dios Marduk, patrón de la ciudad de Babilonia, que poco a poco ocupó el puesto y los privilegios de Enlil, el primer rey de los dioses. Algunos distinguidos escribas incluso adoptaron nombres sumerios, como esos eruditos europeos de la Edad Media y más adelante, que preferían emplear las formas clásicas en sus nombres y ser conocidos, por ejemplo, como Neander en vez de simplemente Neumann, Melanchthon en lugar de Schwartzerd, o Philippus Theophrastus Aureolus Bombastus, es decir, Paracelso, en vez de Philip von Hohenheim.

Esto hacía que la educación fuera de suprema importancia. En realidad, era un asunto central para la civilización babilónica. El sistema educativo ya no estaba institucionalizado a gran escala ni cuidadosamente regulado por academias estatales, como las establecidas en la época de Ur III, por el rey Shulgi, sino que estaba privatizado como todo lo demás en la nueva Babilonia; sin embargo, nos dejó en herencia un enorme legado de pruebas documentales: un pequeño montón de ejercicios escritos desechados y composiciones de exámenes. Como consecuencia, sabemos mucho más de los años escolares que de otros aspectos de la vida en la antigua Babilonia.

§. La escuela babilónica
En sumerio, escuela se decía E-Dubba y en babilonio, Bet-Tuppi. Ambos nombres hacen referencia a las tablillas en las que se escribían los documentos. Toda la educación se basaba en la lectura y escritura de textos babilónicos y sumerios. A partir del resumen de un estudiante recién graduado:

El número total de días que he estudiado en la escuela es el siguiente: tenía tres días de vacaciones una vez al mes: y como cada mes tiene tres días de vacaciones en que no se estudia, he pasado, por tanto, veinticuatro días cada mes en la escuela. ¡Y no me pareció mucho tiempo!
A partir de ahora, podré dedicarme a la reproducción y composición de tablillas, llevando a cabo todas las operaciones matemáticas necesarias. De hecho, tengo un exhaustivo conocimiento del arte de la escritura: como situar las líneas en su lugar y escribir. Mi maestro sólo tiene que enseñarme un signo y puedo, de memoria, conectar inmediatamente otro gran número de signos con él. Como asistí a la escuela el número de horas requerido, estoy al corriente del sumerio, de la ortografía y del contenido de todas las tablillas.

Este estudiante no sólo ha aprendido a leer, escribir y versificar, sino que ha adquirido también muchas otras destrezas de oficina:

Puedo componer todo tipo de textos; documentos que se ocupaban de las medidas de capacidad, de 300 a 180 mil litros de cebada; de peso, desde ocho gramos a diez kilogramos; cualquier contrato que se me pueda solicitar: matrimonio, sociedades, ventas del estado real y de esclavos; garantías para obligaciones en plata; del alquiler de campos; del cultivo de bosques de palmeras; incluidos los contratos de adopción. Puedo diseñar todo eso.

Es todo muy impresionante y probablemente cierto, aunque parece como un extracto tomado de un folleto de escuelas modernas. Sin duda, la narración de las habilidades de este licenciado representa un retrato idealizado, poco común dentro del sistema educativo de la antigua Babilonia.

Tenemos una visión diferente, quizá más cercana a la verdad, de un escritor anónimo, una especie de Charles Dickens o Thomas Hughes de la antigua Babilonia. Esta pequeña narración, tan reproducida, fue llamada «Días escolares» por su primer traductor y editor, Samuel Noah Kramer, que hizo una obra conjunta a partir de más de veinte fragmentos separados que están por diferentes museos, y satiriza el carácter aleatorio de la disciplina, la corrupción del profesor y una falta ridícula de correspondencia entre el elogio y el éxito. El héroe no es precisamente un modelo de virtud.

La historia empieza con la narración de los acontecimientos de un día normal. El protagonista va a la escuela, lee un ejercicio, se toma la comida, copia más textos, vuelve a casa y muestra a su padre lo que ha aprendido. Su padre se alegra de sus progresos, y el escolar lo toma como una excusa para convertirse repentinamente en un pequeño monstruo:

Tengo sed, ¡dame una bebida!
Tengo hambre, ¡dame pan!
¡Lávame los pies, hazme la cama!
Quiero dormir.
Despiértame pronto mañana.

Todo esto sirve de contraste con lo que ocurrirá al día siguiente. Al principio todo parece bastante normal. Se levanta pronto, su madre le da un paquete con la comida, y se va. Sin embargo, cuando llega, lo para un supervisor.

«¿Por qué llegas tarde?»
Estaba asustado y con el corazón palpitante.
Entré y me senté, y mi profesor leyó mi tablilla. Dijo: «Aquí falta algo».
Y me castigó.
Uno de los monitores dijo: «¿Por qué abres la boca sin mi permiso?».
Y me castigó.
El encargado de las normas dijo: «Por qué te levantas sin mi permiso?».
Y me castigó.
El portero dijo: «¿Por qué sales sin mi permiso?».
Y me castigó.
El vigilante de las jarras de cerveza dijo: «¿Por qué coges una sin mi permiso?».
Y me castigó.
El supervisor sumerio dijo: «¿Por qué hablas acadio?».
Y me castigó.
Mi profesor dijo: «Tu escritura no es buena».
Y me castigó.

Desconcertado por el repentino cambio de su suerte, el muchacho va a casa y trama un plan. Le sugiere a su padre que invite a cenar a su profesor. Pero no para protestar por el trato a su hijo; la estrategia es más su sutil que eso.

Así que el padre hizo caso a lo que el escolar dijo.
El profesor fue traído de la escuela.
Cuando entró, le sentaron en un puesto de honor.
El escolar cogió una silla y se sentó delante de él.

Desplegó ante su padre todo lo que había aprendido del arte de la escritura.

El padre, con el corazón lleno de gozo, le dice contento al «padre escolar»: entrene la mano de mi joven hijo, haga de él un experto, muéstrele los aspectos más finos del arte de la escritura.

Tras haber llenado cínicamente de alabanzas al profesor, padre e hijo proceden descaradamente a darle abundante comida, bebida y regalos.

Le sirvieron el mejor vino añejo, lo llevaron a un pedestal, vertieron el mejor aceite en su vasija como si hiera agua, le pusieron nuevas prendas de vestir, le dieron un regalo, pusieron un brazalete en su muñeca.

El profesor respondió de forma muy abierta, y tal y como se esperaba.

Porque me dais lo que no estáis obligados a darme,
Me ofrecéis un regalo muy por encima de mis méritos,
Y me mostráis un gran honor,
Que Nielaba [diosa de los escribas], reina de las deidades protectoras,
Sea vuestra deidad protectora,
Que favorezca tu estilete de junco,
Que evite todo error de tus manos al copiar.
Que puedas ser maestro de tus hermanos,
Y superior a tus compañeros, ser su líder,
Que tu puesto sea el más alto entre todos los estudiantes.

Si el mundo escolar nos trae a la mente la idea de un gran edificio, con zona de recreo y muchos alumnos, estamos en un error. Fueran como fueran las academias establecidas en Ur y Nippur por el rey Shulgi, en la antigua Babilonia las clases se daban en estancias privadas, como las escuelas para mujeres de la época victoriana, salvo que aquí eran hombres quienes asistían. A pesar de que algunos arqueólogos creían haber descubierto salas de escuela, como por ejemplo, los restos de una gran sala amueblada con bancos en el palacio de Mari, descubierta por André Parrot, en realidad, las clases se daban en sitios abiertos. El trabajo con un texto cuneiforme tuvo que ser una actividad al aire libre.

Como sigue ocurriendo actualmente, para que sea legible la escritura con tinta en un papiro, pergamino o papel, debe haber un contraste entre una tinta negra o, al menos, oscura, y un fondo blanco o, al menos, pálido. Aunque una buena luz ayuda, no es indispensable. Las marcas de la escritura cuneiforme en la arcilla son tridimensionales. No hay contraste de color o tono entre el signo y su sustrato. Para leer o escribir cuneiforme se necesita una excelente y constante iluminación.

Sin embargo, los interiores de la antigua Mesopotamia eran oscuros. Es un país muy caluroso casi todo el año, exhibiendo una de las más altas temperaturas que se puede encontrar en todo el mundo. Todos los esfuerzos deben ir dirigidos a impedir que entre el sol. En la casas de Babilonia, prácticamente no hay ventanas o están cerradas durante el día. La lectura y la escritura debían enseñarse, y practicarse, en un patio bajo el cielo abierto dentro de la casa, fuera, o quizá en el tejado.

No obstante, aunque las condiciones físicas de una escuela de Babilonia o del siglo XIX sean bastante diferentes, ambas siguen teniendo mucho en común. Por ejemplo, el profesor de «Días escolares» es susceptible de soborno porque es un empleado asalariado, en vez de un equivalente a maestro de aprendices. Los monitores y supervisores que castigaban al protagonista podían ser perfectamente chicos mayores, los llamados «hermanos mayores», formando una especie de sistema perfecto. Y al igual que en el siglo XIX, la educación parece haber sido accesible para todos. No sabemos si los reyes babilónicos como Hammurabi podían leer y escribir, a diferencia del rey Shulgi de Ur, que exhibió su educación y sus habilidades como escriba. Pero los estudiosos creen que la alfabetización estaba mucho más extendida entre la población de la antigua Babilonia que en ningún tiempo anterior o posterior de la historia de Mesopotamia. El conjunto de estudiantes no estaba restringido a ninguna casta en particular, como sacerdotes o burócratas. Como en la época victoriana, enviar a los niños a la escuela estaba, aparentemente, abierto a todos los padres que no necesitaran que sus descendientes contribuyeran a las ganancias domésticas (y también durante bastante tiempo, más de diez años). Para las familias comunes esto habría supuesto un gran sacrificio imposible de realizar. En un texto, un padre que se queja de la actitud de su hijo ante el estudio, le exige que muestre la debida apreciación:

Nunca en toda mi vida te he hecho llevar cañas al cañaveral. Los arbustos de cañas que el joven y el pequeño llevan, tú no los has llevado en tu vida. Nunca te he dicho: «Sigue mis caravanas». Nunca te he enviado a trabajar labrando mi campo. Nunca te he enviado a trabajar cavando mi campo. Nunca te hice trabajar como a un labrador. Nunca en mi vida te dije: «Vamos, trabaja y mantén mi vida». Otros como tú mantienen a sus padres trabajando.

No sabemos de qué manera se pagaba la educación ni tampoco cuánto costaba. En cualquier caso, sólo las mejores familias podían administrarse sin el trabajo de sus hijos, aunque a veces los chicos pobres eran adoptados y enviados a la escuela. Como ocurre en muchas sociedades tradicionales actuales, la lectura y la escritura era un asunto principalmente de hombres, aunque también hubo algunas mujeres escribas, cuyos nombres nos han llegado.

Como en las escuelas europeas hasta hace no mucho, la educación solía estar en manos del clero. Las escuelas privadas se instalaban en las casas de los oficiales del templo, como Ur-Utu, un sacerdote kalamahhum, en la ciudad llamada Sippar-Amnanum, a unos 80 kilómetros de Babilonia, de cuya residencia se recuperaron miles de tablillas de ejercicios de estudiantes. Sin embargo, la gran diferencia entre la religión mesopotámica y la cristiana se ve en la aparente ausencia de educación explícita religiosa. Ningún texto trata sobre la naturaleza de la divinidad, ninguna tablilla registra meditaciones sobre el significado de la vida; no hay documentos que expongan doctrinas teológicas ni prescripciones sobre el culto correcto a los dioses. A pesar de que antiguos mitos religiosos y muchos himnos fueron copiados y reproducidos como ejercicios de escritura, la educación que recibían los estudiantes parece haber sido, en su mayor parte, secular. Esto supone un gran contraste con el sistema educativo de nuestro mundo, que ha necesitado casi 2.000 años para distanciarse de la Iglesia, su benefactor primitivo.

Como la enseñanza babilónica estaba restringida a la elite, destinada a ocupar todas las posiciones que exigen alfabetización, los estudiantes recibían una educación general con un amplio programa de estudios. No se trataba de una restringida educación profesional. A los estudiantes no se les enseñaba únicamente lo que necesitarían para su futuro como escribas, sino que seguían un amplio programa que abarcaba todos los conocimientos del momento. Sin duda, recibían más enseñanzas en lo que sería su definitiva profesión como adultos, cualquiera que ésta fuera. Algunas de las que conocemos son la de contable, administrador, arquitecto, astrólogo, clérigo, copista, ingeniero militar, notario, sacerdote, escriba público, tallador de sellos, secretario, supervisor o profesor.

Queda claro a partir del expediente de un licenciado reciente que la aritmética era tan importante como la lectura y la escritura en la antigua Babilonia. Si miramos con atención la manera en que se enseñaba y se aprendía el arte de trabajar con figuras sabremos más sobre cómo los babilonios abordaban todas las formas de conocimiento.

Para empezar, debemos reconocer que la habilidad con los números era mayor en esa época antigua que en casi todas las épocas de la historia europea. El matemático John Alien Paulos cuenta en su libro Más allá de los números, una anécdota de un negociante alemán medieval que al ser interrogado sobre dónde debería enviar a su hijo para recibir una educación en matemáticas, responde: «Si quiere que domine la suma y la resta», fue la respuesta, «la universidad local será adecuada. Pero si quiere que también domine la multiplicación y la división, tendrá que enviarlo a estudiar a Italia». En las escuelas de Babilonia no se aplicaban dichas limitaciones. Pero tenían una ventaja. La manera en que escribían los números era muy superior a los números romanos que la Europa medieval utilizó hasta la temprana época moderna. Utilizaban la primitiva forma conocida como «Notación posicional» (las «centenas, decenas y unidades» que aprendemos de niños). Sólo difiere de nuestro sistema moderno en que, al usar los llamados números árabes, hacemos que cada posición a la izquierda sea diez veces mayor, mientras que para los babilonios lo era sesenta. Lo que ellos escribían como 038.jpg (1111) representaba, en nuestros números, 216.000 + 3.600 + 60 + 1, que es 219.661. Como bien sabemos, seguimos conservando el sistema numérico babilónico, basado en múltiplos de 60 cuando hablamos de 95.652 segundos como 26 horas, 34 minutos y 12 segundos, o cuando escribimos la dimensión de un ángulo como 26º 34’ 12”. Para los babilonios ese número era 039.jpg.

No tenían signos para el cero y para la coma decimal. Para el cero podían dejar un espacio en el número, pero la mayoría de las veces no lo hacían. Como consecuencia, solamente podían diferenciar por el contexto entre 26, 206, 2006, 260 o 2.600. Pasarían miles de años antes de que los árabes popularizaran la noción india de que un espacio vacío en una fila de figuras podía representarse como cualquier otro número. (Los árabes usaban un punto, «.», para representarlo. Nuestro actual «0» proviene en realidad del libro del rabí Abraham ben Meir ibn Ezra, Sefer ha-Mispar, El Libro del Número, la primera explicación de los números indo-árabes publicada en Europa, y escrita en hebreo, en Verona, en 1146.) De hecho, los mesopotámicos idearon finalmente una manera de marcar un espacio en un número. Sin embargo, no lo hicieron hasta mucho tiempo después, probablemente alrededor del 700 a.C. Y no para usarlo al final de las figuras. Los números babilónicos siempre fueron una auténtica «coma flotante»: 26, 260, 2600, así como 2,6, 0,26 y 0,026, siempre se representaban igual.

Manejarse con una base numérica tan grande como sesenta, en lugar de con una base de diez como hacemos hoy, fue un gran obstáculo para los escolares que intentaban memorizar las tablas de multiplicar. Hasta diez es fácil de memorizar; un poco más de diez también es posible. Antes de que el dinero británico se convirtiera al sistema decimal, los alumnos estaban obligados a memorizar las tablas de multiplicar hasta doce, ya que había doce peniques hasta el chelín. También era común el uso de las docenas, y cada escolar sabía que una docena de docenas era una gruesa. Al comienzo de la era de los ordenadores, era útil escribir números basados en múltiplos de dieciséis, llamado sistema hexadecimal; tuvieron que introducirse seis signos numéricos más: del 1 al 9 siguieron la A hasta la F. Muchos entusiastas de los ordenadores se sabían de memoria las tablas de multiplicar hasta el dieciséis. Pero memorizar tablas para cada número hasta sesenta es pedir demasiado. De manera que si pasásemos por una escuela de Babilonia, probablemente no oiríamos el familiar sonido de los niños cantando «dos por uno, dos; dos por dos, cuatro». Y si ocurriera, seguramente no les oiríamos llegar a «treinta por cincuenta y tres, mil seiscientos cuarenta y tres». Sin embargo, los babilonios tenían recursos para las tablas de multiplicar elaboradas en tablillas de arcilla.

Usando esas tablas, el procedimiento para hacer la multiplicación era relativamente sencillo, incluso para números muy elevados. Sin embargo, la división era un problema. Los babilonios lo resolvieron usando un método análogo que podría reconocer mucha gente que fue a la escuela antes del último tercio del siglo XX. En lugar de consultar, como hacíamos nosotros, las tablas de logaritmos de base diez (que posibilitaban grandes cálculos usando únicamente la suma y la resta), ellos usaban las tablas de recíprocos: uno dividido por el número pertinente. (Por ejemplo, el recíproco de dos es 1/2 o, en nuestro sistema decimal, 0,5. El recíproco de 4 es 1/4 o 0,25. El recíproco de 5 es 1/5 o 0,2.) Teniendo las tablas de recíprocos a mano, podían pasar de la división a la multiplicación porque dividir entre cualquier número es lo mismo que multiplicar por su recíproco (12 dividido entre 4 es lo mismo que 12 multiplicado por 0,25).

También solían usarse otras tablas: listas de potencias al cuadrado y al cubo, así como raíces cuadradas y cúbicas. Con ellas, se suponía que los estudiantes podían resolver realmente bastantes problemas de matemática avanzada. Tenían soluciones para las ecuaciones de primer grado (según observan matemáticos modernos, es un método similar a la eliminación gaussiana), para las ecuaciones de segundo y tercer grado, para el cálculo de la hipotenusa de los triángulos de ángulo recto (teorema de Pitágoras), para deducir el área de polígonos, para trabajar con circunferencias y cuerdas de circunferencias, que ellos llamaban cuerdas de arco. Su aproximación al número п, «pi», era 3 elevado a 1/8, que es 3,125, lo cual no está muy lejos del valor que usamos hoy 3,14159 (en cualquier caso, se aproxima mucho más que el valor 3 que le dio la Biblia unos mil años después).

Si todo lo anterior parece un poco intimidatorio es porque está expresado en el lenguaje abstracto de las matemáticas. Los profesores de Babilonia planteaban los problemas de forma mucho más accesible. Como en los libros escolares Victorianos, los problemas se planteaban en situaciones concretas y prácticas. Igual que se confrontaba a nuestros antepasados del siglo XIX con cuestiones como «si 8 hombres en 14 días pueden segar 45 hectáreas de hierba, ¿cuántos hombres podrán segar 810 hectáreas en 10 días?», los escolares de Babilonia se enfrentaban a «Con un volumen de tierra de 90, voy a capturar la ciudad hostil a Marduk. Desde el pie del desnivel, recorrí 32 longitudes. La altura del desnivel es de 36. ¿Qué longitud debo avanzar para capturar la ciudad?».

Las matemáticas expresadas en forma de problemas aparentemente prácticos se extendían incluso para el álgebra compleja. Hoy preguntaríamos a un estudiante que encontrase el valor de x en una ecuación de segundo grado 11x + 7x = 6,25; un texto del 1800 a.C. diría: «He añadido siete veces el lado de mi cuadrado a once veces su área, y es 6 15». En los números sexagesimales babilónicos, seis y quince sexagésimos representa nuestro 6,25 o seis y un cuarto. El problema que se plantea aquí es encontrar la longitud del lado. (Se ha tomado en términos de una geometría imaginaria en la que uno puede añadir una longitud a un área.) Un matemático moderno aplicaría la fórmula general de la ecuación de segundo grado; la solución de un matemático de Babilonia se lograría de la siguiente manera:

Se coge 7 y 11. Se multiplica 11 por 6 15 y da 1 8 45. Se divide en 7 por la mitad y se obtiene 3 30. Se multiplica 3 30 y 3 30. Se suma el resultado, 12 15 a 1 845, y el resultado 1 21 tiene 9 como raíz cuadrada. Se resta 3 30 (que ha sido multiplicado por sí mismo) a 9 y se obtiene 5 30. El recíproco de 11 no se divide. ¿Qué multiplico por 11 para que de como resultado 5 30? 0 30 es el factor, 0 30 es el lado del cuadrado.

Era típico de los babilonios describir minuciosamente el procedimiento para encontrar la solución, pero nunca lo explicaban y nunca lo reducían a un principio. Un matemático moderno ha sugerido que ese enfoque resultará bastante familiar a cualquiera que recuerde haber estado sometido a un curso de álgebra en una escuela a la antigua, en donde uno aprendía las ecuaciones de segundo grado al realizar una gran cantidad de problemas con coeficientes variantes, en lugar de estar enunciando y comprobando un teorema que muestra de una vez por todas cómo resolver cualquier ecuación de segundo grado que surja.

§. Si esto es así, voy a verificarlo
La preferencia por lo concreto sobre lo abstracto, la práctica sobre la teoría, los ejemplos específicos sobre los principios generales, se extendió a todos los ámbitos de estudio, pensamiento y vida intelectual de Babilonia. Esta es una de las características más significativas de este momento cumbre de la civilización mesopotámica; de hecho, es una característica de toda la civilización mesopotámica, de antes y de después. Esta debió ser una de las razones por la que a los griegos, que favorecían el enfoque contrario, se les ha acreditado siempre la invención y el descubrimiento de muchas cosas que en realidad habían heredado de Mesopotamia. Por ejemplo, la teoría musical de Babilonia se anticipó a Pitágoras y a Platón en más de mil años; pero sus conceptos se expresaban bajo la forma de instrucciones prácticas para aplicarlas a los instrumentos musicales de cuerda.

La base de la ciencia se sitúa bastante antes de Aristóteles. La raíz de todo auténtico conocimiento está en la observación y la clasificación: la taxonomía debe preceder a la zoología; se debe establecer un informe adecuado de la manera en que se organiza el mundo de los seres vivos antes de poder imaginar una teoría de la evolución. Para cada Charles Darwin, debe haber primero un Carl Linnaeus.

Desde la invención de la escritura cuneiforme, la enseñanza de las letras estuvo basada en tablas de palabras, las llamadas listas léxicas. Había largas enumeraciones de plantas y animales, rocas y piedras, de artefactos humanos hecho de diferentes sustancias, de expresiones verbales y formas gramaticales. Los escribas aprendían a reconocer y reproducir todos los signos de la escritura cuneiforme a través de la copia de esas listas (al principio eran unos simples signos compuestos de unas pocas marcas en forma de cuña, más tarde llegaron ortografías más difíciles). Naturalmente, si los estudiantes querían dominar completamente la lectura y la escritura, las listas debían ser comprensivas. Como consecuencia se pusieron en las tablillas casi todos los aspectos imaginables de la vida mesopotámica y su entorno. Los objetos de la lista se organizaban según la disposición de sus marcas en forma de cuña, la similitud del sonido, o se clasificaban según su función, su forma, su tamaño o la composición del material.

Solía afirmarse que aquí se encontraban los comienzos de la ciencia. Se creía que en la ordenación de las listas, los mesopotámicos estaban aplicando los primeros principios de clasificación de las características de su mundo. Sin embargo, los estudiosos reconocen ahora que se trataba de una ciencia, al fin y al cabo, pero no de la realidad externa sino de la escritura. Incluso así, el reconocimiento de la importancia de la regularidad, el patrón y el orden (las listas léxicas muestran que formaba parte de la formación de cada mesopotámico educado) tuvo que tener una influencia en la manera en que veían su mundo.

Esto se aprecia sobre todo en los otros documentos que se suelen encontrar en las recopilaciones de textos babilónicos: las tablillas de presagios, que consistían en catálogos de eventos y acontecimientos raros que les precedieron y fueron concebidas para predecir y advertir. Para nosotros, el hecho de que una cosa suceda seguida de otra, no significa necesariamente que la primera esté de alguna manera conectada con la segunda. Sin embargo, a pesar de los fraudulentos, la creencia en los presagios nos dice algo importante sobre la mentalidad de los babilonios. Para ellos, el mundo estaba basado en leyes y reglas: si esto ocurre, es probable que le siga esto. Desde su perspectiva, los acontecimientos no sucedían, como algunos creyentes religiosos todavía hoy sostienen, porque Dios o los dioses lo decretasen de forma arbitraria de un momento a otro. Los babilonios no pensaban, como muchos cabalistas modernos hacen, que el mundo sólo existe día a día por un milagro. Por el contrario, observaron que había un orden y una lógica subyacente en el universo que podía desvelarse mediante una atenta observación. Es lo que hoy llamamos ciencia.

La astrología, cuya quintaesencia es babilónica, es indudablemente una ciencia, quizá falsificada, y rechazada absolutamente por el moderno entendimiento del universo. Pero sólo es simplemente el punto de vista de nuestra época. Es innegable que la búsqueda del futuro en las estrellas era un estudio basado en leyes, en reglas, en la observación y en la deducción. Y por eso se buscaban presagios en los hígados de animales sacrificados, en las figuras que formaba el aceite vertido en agua, en las formas observadas en el humo ascendente, en las atípicas configuraciones del firmamento de noche, en los patrones de las nubes de tormenta, o en los nacimientos anómalos de personas y animales:

Si el feto es hombre y mujer: es un presagio de Azag-Bau que gobernó la tierra. [Una encargada de taberna que acabó siendo una famosa reina de Kish alrededor del 2500 a.C.] El país del rey será tomado.

Si un feto es hombre y mujer, sin testículos, un hijo del palacio gobernará la tierra o se impondrá ante el rey.
Si es un feto doble, con dos cabezas juntas, ocho piernas y una sola columna vertebral, la tierra recibirá una tormenta destructiva.

Aunque ahora nos burlemos de lo que reconocemos como falsas conexiones, debemos aceptar que los propios adivinos pensaban que estaban trabajando con observaciones empíricas. Trataban sus pruebas con un respeto que sería aprobado seguramente por los investigadores modernos.

Presagio: si un feto tiene ocho pies y dos colas, el gobernador conseguirá un dominio universal.
Un carnicero, de nombre Uddanu, informó de lo siguiente:
Una cerda dio a luz una cría con ocho pies y dos colas. La he conservado en sal y la he guardado en casa.

Los investigadores tampoco dudaban en decir si pensaban que se necesitaba más investigación. Un informe del inusual nacimiento de dos asnos es interpretado como un presagio favorable, pero con reservas: «Si esto es así, voy a verificarlo. Será investigado según las instrucciones».

Las tablillas de presagios demuestran un paso más hacia la ciencia reconocible. Entre las largas listas de prodigios y predicciones, a pesar de que siempre se adherían a lo concreto y específico, vemos la manera en que los augurios empezaban a sistematizar sus descubrimientos y a extrapolarlos para cubrir los vacíos de su conocimiento. Esto lo vemos mejor cuando los catálogos de presagios se amplían para incluir fenómenos puramente teóricos, y en realidad imposibles; eventos que sabemos que no pudieron ser observados, como por ejemplo, eclipses lunares en noches en que el Sol y la Luna están alineados en el mismo lado de la Tierra, de manera que la Luna no puede estar en la sombra de nuestro planeta. Los astrónomos de principios del segundo milenio puede que no fueran conscientes de que los eclipses de Luna sólo se ven en ciertos días del mes, pero seguramente reconocían que ningún babilonio había experimentado lo siguiente: «Si el sol aparece en la noche y el país ve su luz en todos lados: habrá disturbios en todos los lugares del país».

Incluso quienes insisten en desechar la investigación de los presagios, considerándolos absurdos supersticiosos en lugar de ciencia, no pueden decir lo mismo de la aproximación a la medicina que se hizo en Babilonia. El historiador griego Heródoto fue culpable de un escandaloso bulo cuando escribió que «sacan a los enfermos a la plaza, pues no tienen médicos. Se acercan los transeúntes al enfermo y le aconsejan sobre su enfermedad, si alguno ha sufrido un mal como el que tiene el enfermo o ha visto a alguien que lo sufriese; se acercan y le aconsejan todo cuanto hizo él mismo para escapar de semejante enfermedad, o cuanto vio hacer a otro que escapó de ella. No les está permitido pasar de largo sin preguntar al enfermo qué mal tiene».

Quizá fuera una idea atractiva y romántica, pero estaba lejos de la verdad. Por supuesto que había médicos en Babilonia. De hecho, los había de dos tipos: el ashipu, especializado en presagios y exorcismo, y el asu, que hacía diagnósticos físicos y prescribía remedios. Alrededor del año 1800 a.C., el código del rey Hammurabi especificaba la cuota que había que pagar a los físicos, dependiendo del estatus del paciente (y, por tanto, de sus recursos). También se dictaron las sanciones por un fallo del cirujano.

Quizá Heródoto no reconocía a los médicos babilónicos porque, como los mesopotámicos, éstos estaban más interesados en los aspectos prácticos y específicos que los médicos teóricos de la Grecia tardía, que se preocupaban más por desarrollar grandiosas teorías generales de la enfermedad, pero llenas de errores.

Desde su perspectiva, la enfermedad estaba causada por un desequilibrio de los cuatro humores corporales, la sangre, la bilis negra, la bilis amarilla y la flema, que asediarían la práctica de la medicina durante más de dos milenios. Esto contrasta con una carta del rey de Mari a su esposa, que muestra un entendimiento que habría asombrado a la mayoría de practicantes antes del siglo XIX tardío: «He oído que la señora Nanname está enferma. Tiene mucho contacto con gente del palacio. Se reúne con muchas damas en su casa. Por lo tanto, que se den severas órdenes de que nadie beba de su copa, ni se siente en donde ella se sienta, ni duerma en la cama donde ella duerme. No debería reunirse más con damas en su casa. Esa enfermedad es contagiosa».

Los autores de una recopilación y traducción de textos médicos babilónicos, publicada en el 2005, observaron que esos tratamientos mesopotámicos solían ser apropiados porque habían evolucionado a través de cientos de años de cuidadosa experimentación y observación: «Algunos siguen en uso, como el drenaje quirúrgico del pus que a veces se desarrolla entre los pulmones y la pared torácica en los pacientes con neumonía. Sus precisas instrucciones para “hacer una apertura en la cuarta costilla con un cuchillo de sílex” para insertar un tubo de drenaje conectado, coincide bastante con nuestros procedimientos actuales». Lo difícil es juzgar la eficacia de los tratamientos babilónicos allí donde los nombres de las enfermedades no significan nada para el lector moderno: «Un hombre con los párpados hinchados y con lágrimas saliendo de los ojos, tiene [una enfermedad conocida como] “corriente de viento”. Si un enfermo está relajado de día pero desde el crepúsculo en adelante está enfermo, tiene [un estado llamado] “ataque de un espíritu”». Por otro lado, cuando los síntomas son descritos con precisión, podemos reconocer con frecuencia aflicciones con las que estamos bastante familiarizados. Por ejemplo, la artritis: «Si ha estado enfermo durante cinco, diez, quince o veinte días... los dedos de sus manos y pies están inmovilizados y tan rígidos que no puede abrirlos o mantenerlos levantados, [el estado es conocido como] Mano de Ishtar». O la demencia senil: «Su mente está continuamente alterada, sus palabras son ininteligibles, y olvida todo lo que dice, le aflige un viento que viene de atrás; morirá solo como un extraño».

La mayoría de los tratamientos eran, necesariamente, herbales y dietéticos —píldoras y pociones, supositorios rectales y vaginales, parches y emplastos para la piel—, pero no peores por ello. Algunos incluso coinciden con las prescripciones médicas modernas. «Un par de tablillas describen la ceguera nocturna, cuando un paciente puede ver de día pero está ciego de noche», dicen los autores de una colección de textos médicos. «Hablan de cortar un trozo de hígado y hacer que el paciente lo coma. Ahora sabemos que la ceguera nocturna está causada por una carencia de vitamina A, y el hígado está cargado de vitamina A.» Parece que los babilónicos también observaron que la semilla del dátil contiene lo que hoy llamamos estrógeno. Los síntomas del estado que ellos llamaban Nahshatu incluían el sangrado uterino anormal. Para tratarlo «se queman y muelen semillas de dátil, se envuelven en un ovillo de lana que se inserta en la vagina».

De hecho mucha medicina babilónica parece ser suficientemente buena para posibilitar el descubrimiento de algunos tratamientos pasados por alto para tratar algunos estados difíciles de hoy en día. Después de todo, muchas medicinas modernas han evolucionado a partir de la sabiduría popular y las tradiciones médicas no occidentales. No debería sorprender que en el transcurso de 2.000 años y más de experimentos y observaciones, los mesopotámicos llegasen a remedios que nosotros desconocemos.

§. El final de la antigua Babilonia
No hay nada en los documentos de la enorme colección que hemos heredado de la época antigua que trace en detalle alguno la manera en que terminó la floreciente y extraordinaria civilización de la antigua Babilonia. Los géneros literarios babilónicos no incluyen la historia, y el declive y caída de la gran ciudad parece que llegó como una sorpresa repentina. Tampoco se han encontrado documentos que reflejen cómo se sintió la población de la ciudad al ver su cultura (que sabían que era excepcional) y su estilo de vida (en el que se sentían tan cómodos) amenazados por un cambio radical y una definitiva disolución.

En parte debe responder a la falta de interés por expresar ideas teóricas y abstractas tan típicas de la vida intelectual de Mesopotamia. Sin embargo, sugerir, como se suele hacer, que los babilonios no tenían ningún interés en la filosofía, en la exploración de la naturaleza de la existencia humana, es hacerles poca justicia. «El semita ha sido muy improductivo en el campo del pensamiento especulativo», escribió D. D. Luckenbill, de la Universidad de Chicago, en abril de 1924: «Su temprano entorno desértico le hizo astuto, independiente y egoísta. Como sus posibilidades de mejorar en este mundo eran escasas, no es muy probable que desarrollase una perspectiva optimista para la vida del más allá... Es pesimista en cuanto a la vida más allá de la muerte, y cuanto más piensa en problemas como el sufrimiento, más profundamente se hunde en el melancólico abismo».

De hecho, como los ejercicios matemáticos, los diagnósticos médicos y las listas de presagios implicaban claramente (aunque nunca se declarase abiertamente) que existían ciertos principios generales subyacentes, de la misma manera, parte de la literatura escrita en la antigua Babilonia, se estructuraba según nociones que hoy llamaríamos filosóficas. Es cierto que está expresada a la manera mesopotámica, por medio de la descripción de situaciones concretas. Pero no se diferencia tanto de mucha literatura europea. Después de todo, ¿quién acusaría hoy a Voltaire, el filósofo de la ilustración francesa, de ser «poco productivo en el campo del pensamiento especulativo»? o ¿quién compartiría la opinión del historiador británico, Thomas Carlyle, que afirmaba que Voltaire nunca tuvo una idea original en su vida porque en Cándido había plasmado sus meditaciones en forma de novela satírica?

Al no estar familiarizados con la disposición mental babilónica, una gran dificultad es que no podemos captar fácilmente lo que el escritor está tratando de decir, incluso cuando está claro que hay algún tipo de pensamiento especulativo implicado. Es más difícil aún deducir las circunstancias históricas que ocasionaron la obra. Hay un texto típico muy enigmático que muchos estudiosos han estado considerando: un breve diálogo en el que un indeciso señor propone varias acciones a su esclavo, e inmediatamente cambia de opinión. El sirviente, de forma cómica, siempre encuentra un modo de respaldar la decisión de su señor.

Esclavo, ¡escúchame!
—Aquí estoy señor, aquí estoy.
¡Rápido! Trae el carruaje y engánchalo. Quiero ir a palacio.
—Vaya, vaya. Le será beneficioso. Cuando el rey le vea, le recibirá con honores.
Bien, esclavo, ¡no iré a palacio!
—¡No vaya, señor, no vaya!
—Cuando el rey le vea, le enviará Dios sabe dónde,
—Puede que le haga tomar una ruta que usted no conozca,
—Le hará sufrir agonía día y noche.

Y siempre así. El señor propone y luego decide que no quiere ni dar un banquete, ni ir de caza, ni casarse, ni ir a la corte, ni dirigir una revolución, ni hacer el amor, ni realizar un sacrificio, etc. Y el esclavo siempre tiene algo que decir para cada decisión. Al principio parece que el relato es una sátira de la sabiduría popular, como cuando contrasta proverbios como «pensar antes de actuar» con «más vale prevenir que curar». Sin embargo, hay algunos momentos en que el esclavo demuestra casi la profundidad de Elamlet. El señor vuelve a la idea de prestar un servicio público:

Bien, esclavo, no quiero prestar un beneficio público para mi país.
—No lo haga, no lo haga.
—Suba a las viejas colinas y dé una vuelta.
—Vea mezcladas las calaveras de plebeyos y nobles.
—¿Quién es el malhechor y quién el benefactor?

En la parte final del diálogo, cuando el maestro considera el suicidio, el sirviente se vuelve repentinamente místico respecto a los límites del entendimiento humano, y después acaba con un efectivo gesto cómico.

Esclavo, ¡escúchame!
—¡Aquí estoy, señor, aquí estoy!
Entonces, ¿qué es lo bueno?
¿Tener mi cuello y el tuyo roto o arrojarse al río?
—¿Quién es tan alto que llega al cielo?
—¿Quién es tan amplio que abarque el mundo entero?
Bien, esclavo, te mataré y te enviaré a ti primero.
—Vale, pero mi señor no me sobrevivirá seguramente más de tres días.

¿Qué puede significar realmente esta breve historia? ¿Es sólo una broma? O, como diría más tarde Eclesiástico 17:19, ¿sería la expresión de un mundo cansado de la futilidad de toda acción y la falta de sentido de la vida? «Todas sus obras están ante él, igual que el sol, e incesantes sus ojos sobre sus caminos. No se le ocultan sus iniquidades, todos sus pecados están ante el Señor.» El texto es tan breve y económico que sin estar completamente familiarizados con el mundo babilónico, nunca entenderemos realmente la intención del autor. No obstante, tuvo que haber un propósito. Los documentos mesopotámicos no se componían, ni se copiaban seguramente, en momentos desenfadados de abandono creativo. Esta historia no pudo haber sido un simple jeu d’ésprit lanzado irreflexivamente por algún intelectual aficionado en unos minutos de ociosidad. Creo que esta historia debería considerarse como un reproche hacia los que habían deducido que los babilonios eran incapaces de tener pensamientos profundos, y una indicación de que, a su propia manera, y usando sus propios medios de expresión, los antiguos mesopotámicos estaban tan interesados en comprender el significado de la vida humana como cualquier pensador posterior.

Hubo cinco reyes más después de Hammurabi en la línea de la Primera Dinastía de Babilonia, y cada uno reinó más de veinte años. Aunque la antigua Babilonia duró más que la Tercera Dinastía de Ur, los grandes gobernantes sucesores vieron reducirse el territorio que gobernaban desde la capital. Estallaron importantes rebeliones durante el reinado de su hijo, y a pesar de los grandes éxitos militares que obtuvo en el campo, no pudo evitar que ciudades importantes como Nippur se escaparan de su control. Nuevos pueblos que hablaban nuevas lenguas, los hurritas, probablemente originarios del Cáucaso, y los casitas, procedentes de los montes Zagros, estaban penetrando en la región y apropiándose de territorios mesopotámicos.

También estaba pasando algo más: en el corazón de Mesopotamia, la gente estaba en movimiento. La vida en la ciudad se volvió insostenible al fallar el gobierno, estar rotos los transportes y destruida la burocracia. Ur fue abandonada por los ciudadanos; el sacerdocio de Uruk emigró. La gente volvió al campo; la población urbana cayó al mínimo en mil años.

Finalmente, como solía ocurrir, el coup de grâce, tuvo una procedencia totalmente inesperada. Un nuevo protagonista en la historia, el reino de los hititas de Anatolia Central, poblado por incultos hablantes de una lengua bárbara indoeuropea, envió un ejército al valle sur del Éufrates en una amplia razia. Quizás cogieron por sorpresa al ejército de Babilonia. En cualquier caso, saquearon la ciudad y acabaron con su ilustre dinastía.

La intención de los hititas no era ocupar un lugar tan lejos de su hogar y lo abandonaron inmediatamente. El vacío de poder fue rápidamente ocupado por una nueva clase gobernante de inmigrantes recién llegados del este, los casitas, que mantuvieron el control más de cuatrocientos años; otro largo período en el que las artes de la civilización no fueron abandonadas pero, al haber pocos progresos, entraron en animación suspendida. Es cierto que se hicieron grandes esfuerzos para reunir y contrastar la literatura de los años anteriores, para recopilar traducciones de obras canónicas del sumerio al acadio (no al casita) y proporcionar nuevos análisis y comentarios. Las artes menores de tallador de sellos y joyero se perfeccionaron. Pero la Babilonia casita se quedó en una sociedad profundamente conservadora, como si la nueva nación gobernante sintiera que su mayor obligación era preservar lo que encontraron en el lugar al llegar, y asegurar su supervivencia.

Durante el medio milenio siguiente, la fuente de innovación y progreso se iba a encontrar mucho más al norte de la abrasadora planicie mesopotámica, en la tierra lluviosa del origen de los asirios, que mantendrían la tradición de la civilización mesopotámica, dándole un buen directo de derecha y unos dientes más afilados.

Capítulo 9
El Imperio de Ashur: Un coloso del primer milenio

Del 1800 a.C. al 700 a.C.

§. El modelo de todos los constructores de imperios por venir
Junto al centro de Baghdeda, un pueblo en expansión no muy alejado de Mosul al norte del actual Iraq, rodeado por groseros edificios de cemento de cuyos tejados asoman como mala hierba las antenas parabólicas, se levanta un montículo de unos ocho metros de alto, hecho de pedazos de ladrillos secados al sol. Una escalinata de peldaños de piedra lleva al lateral de un antiguo templo dedicado a Mart Shmoni.

No hay nada de la arquitectura de esta iglesia que llame especialmente la atención. Es un edificio achaparrado, de paredes lisas terminadas en adobe, con una torre de cúpula tosca rematada con una cruz metálica. Pero este humilde lugar de adoración supone un vínculo estrecho con un pasado muy distante y ofrece un desafío a alguna de nuestras suposiciones menos meditadas sobre el mundo antiguo.

Nadie sabe cuándo se construyó la presente estructura por primera vez, aunque hay una iglesia en el lugar desde el siglo octavo y, probablemente, desde el cuarto. El diseño sugiere que anteriormente fue una sinagoga; un ábside redondeado al extremo, dirigida hacia Jerusalén debió albergar el aron kodesh, el gabinete cortinado en que descansa la Torá entre sus aparejos ceremoniales.

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Mart Shmoni no era de ninguna manera un santo cristiano. Sus siete hijos y ella fueron mártires de la batalla judía contra la asimilación forzosa a la cultura y religión griegas en el segundo siglo a.C., como se nos cuenta en Macabeos II. El hecho de que los cristianos de esta época honraran a una heroína judía confirma las historias de grandes comunidades judías que vivieron a lo largo del norte de Mesopotamia a principios del primer milenio. Mucho después, cuando Benjamín de Tudela visitó Mosul, en 1165, todavía encontró allí a 7.000 judíos. Puede que las diez tribus de Israel, desplazadas al interior de Asiria en el 722 a.C., después de la destrucción de su reino a causa del emperador Sargón II, no hubieran desaparecido simplemente, como se nos ha venido enseñando.

La historia del emplazamiento de la iglesia Mart Shmoni se remonta incluso a antes. El montículo sobre el que se yergue nos muestra que ahí se encuentra la acumulación de los restos de una serie de ermitas y templos sucesivos, probablemente dedicados en su origen a Sin, el dios lunar, que se remontan al 2000 a.C. Al mantenerse en la tradición mesopotámica, ninguno de ellos fue eliminado, sino que se derruían y luego se volvían a construir. Hoy en día, no como en otras iglesias vecinas, no se pueden excavar tumbas o pozos en el terreno de Mart Shmoni, para evitar la profanación de lo que viniera antes (incluso si la divinidad honrada en esa localización fue originariamente una deidad pagana).

No es raro que se levantaran edificios cristianos donde otros dioses antiguos reinaron. Muchas iglesias inglesas se construyen en lo que fueron un día arboledas sagradas anglosajonas. A menudo, sus nombres delatan sus orígenes precristianos: Harrow on the Hill, por ejemplo, cuando un pasto era una localización sagrada pagana. Pero en la mayor parte de los casos, se ha borrado meticulosamente a la santidad anterior del lugar.

Sin embargo, esta amnesia no se aplicaría al norte mesopotámico, en donde no sólo los edificios reconocen sus antecedentes. Los adoradores que asisten a los oficios religiosos aquí también sienten una orgullosa conciencia de su ascendencia. Se llaman a sí mismos asirios y se ven a sí mismos como cristianos bautizados que descienden de los ciudadanos del Imperio asirio, el coloso del primer milenio hasta su destrucción en el 612 a.C.

También se ha mantenido el nombre de su tierra, o parte de él. Después de su conquista a cargo de Babilonia, la mitad occidental del dominio asirio se llamaba aún la provincia de Asiria (y después, habiendo perdido su vocal inicial, Siria). El Imperio persa retuvo el mismo nombre, como lo hizo el Imperio de Alejandro y su sucesor, el Estado seléucida, así como el Imperio romano, que fue su heredero. El profesor y asiriólogo del período tardío, Henry Saggs, explicó en El poder que Asina fue que tras la destrucción del Imperio asirio,

los descendientes de los campesinos asirios construirían, conforme lo permitiera la ocasión, nuevos pueblos sobre las viejas ciudades y continuaron con la vida agrícola, manteniendo la memoria de las tradiciones de las antiguas ciudades. Después de siete u ocho siglos y después de varias vicisitudes, estas gentes se convirtieron al cristianismo.
Estos cristianos y las comunidades judías que se desperdigaban entre ellos, no sólo mantuvieron viva la memoria de sus predecesores asirios, sino que también las fundieron con tradiciones de la Biblia. La Biblia, claro está, llegó a ser un factor poderoso que mantuvo viva la memoria de Asiria.

Una identidad tan antigua tuvo un precio para sus portadores. A lo largo del tiempo, sus vecinos condujeron campañas violentas de discriminación y represión contra los cristianos asirios, que culminaron con el genocidio de 1914-1920, cuando miles fueron asesinados en nombre del movimiento de los Jóvenes Turcos. También sufrieron penosamente por las recientes guerras del Golfo, atacados por milicias árabes y kurdas e incluso la fuerza aérea turca, desde más allá de la frontera. Un gran número se ha visto obligado a abandonar su tierra de camino al exilio.

¿Pueden de verdad esta gente normal, estos tenderos, sastres, zapateros, doctores, ingenieros y profesores universitarios descender de la gente de la antigua Asiria? Si ello es así, necesitamos revisar nuestra imagen de ese antiguo Impelió. Asiria debió estar entre las peores agencias de prensa de cualquier Estado de la historia. Babilonia puede pasar por un paradigma de corrupción, decadencia y pecado, pero los asirios y sus famosos gobernadores, con nombres terroríficos como Salmanasar, Tiglath-Pileser, Senaquerib, Asarhaddón y Asurbanipal se sitúan en el imaginario popular justo por debajo de Adolf Hitler y Gengis Kan en cuanto a crueldad, violencia y puro salvajismo asesino. La mayor parte de las historias de Asiria citan los versos de Byron sobre «La destrucción de Senaquerib». Yo no voy a ser una excepción: «El asirio descendió como el lobo sobre el rebaño y sus cohortes resplandecían en púrpura y oro».

Pero cuando uno mira más de cerca lo que sabemos de Asiria y sus regentes, que es la historia de cómo Asiria sucedió al Imperio paleobabilonio como centro de la civilización, uno se encuentra con una verdadera paradoja. La reputación de aterradores que se asocia a los gobernadores asirios y su brazo militar parece basarse en la verdad. ¿Qué otro imperialista hubieran solicitado una escultura para su palacio que mostrara a su mujer y a él de banquete en el jardín, con la cabeza cortada y la mano amputada del rey de Elam colgadas de los árboles a cada lado como una extraña fruta o unos adornos de navidad horrendos, como hizo Asurbanipal?

En realidad, la maquinaria bélica asiria no era más salvaje que la de otros Estados contemporáneos. Ni, desde luego, los asirios eran significativamente más crueles que los romanos, que se encargaron de alinear sus carreteras con los cuerpos de miles de víctimas de la crucifixión muriendo en agonía, como después de la revuelta esclava de Espartaco, cuando unos 6.000 cuerpos se dispusieron junto a la vía Apia durante años, hasta que se pudrieron. No hace mucho tiempo, en términos históricos, el castigo para la traición en Inglaterra era ser ahorcado en público, arrastrado y descuartizado. El librepensamiento, la herejía, la brujería o la creencia en la religión equivocada eran castigados con la hoguera. Las cabezas cortadas de los enemigos del Estado se antojaban una decoración adecuada para la vía pública londinense. Incluso en el siglo XX nos ha parecido aceptable bombardear pueblos indefensos desde el aire, incinerar poblaciones urbanas enteras por bombardeo de fuego y tirar bombas atómicas sobre ciudades japonesas.

Y sin embargo, a la vez que llevaba a cabo actos que hoy nos llenan de horror, el Imperio asirio mantenía y desarrollaba el arte mesopotámico y su literatura, teología, ciencia, matemáticas e ingeniería hasta nuevas cotas, y se encargó de la introducción de la Edad de Hierro en el mundo mesopotámico. Los Imperios asirios hicieron avanzar el bienestar y la igualdad de sus súbditos de maneras que ninguna política anterior hubiera jamás intentado. Fuera de la Biblia hebrea, la obligación de abstenerse del trabajo cada siete días se registra por primera vez en Asiria; como el profesor finés Simo Parpóla escribe «las creencias religiosas asirias y sus actitudes filosóficas están todavía bastante vivas en el misticismo y las filosofías judía, cristiana y orientales».

El gobierno asirio sirvió de modelo para todos los futuros constructores de imperios: hay una continuidad directa entre los Imperios asirio, babilónico, persa, helénico y romano. Más allá, este Imperio fue el conducto por que mucho del conocimiento y la cultura mesopotámicos se canalizaron hacia Grecia y se dirigió a Occidente, convirtiéndose así en parte de nuestra herencia europea. El punto álgido del poder asirio coincidió con lo que se conoce como el período oriental de Grecia, cuando la influencia mesopotámica sobre el arte, la literatura e incluso la ley se convirtió en el puente por el que los helenos pasaron de lo arcaico a su era clásica. Uno de los clasicistas más distinguidos de Gran Bretaña, Martin West, ha mostrado «que hay un elemento oriental sustancial en el estrato más antiguo de la mitología griega, en algunas de las formas poéticas del período arcaico temprano, en la teología y la filosofía natural de los siglos séptimo y sexto». Incluso sugiere que las obras de Homero deben mucho a la épica mesopotámica, en particular a la historia de Gilgamesh.

La población de Asiria fue atraída por el mismo grupo semítico que la de Babilonia al sur, o así lo sugieren sus lenguas.

El acadio asirio y el babilónico estaban tan estrechamente relacionados que los filólogos los consideraron dialectos de una misma lengua. Las tradiciones artísticas y científicas de los asirios derivan en su totalidad de la cultura babilónica establecida. Además, su religión era más o menos idéntica con la suma del dios de la ciudad, Ashur, como equivalente o reemplazo del Marduk de Babilonia, en lo que era, por otro lado, un panteón divino mesopotámico universal. Sin, dios lunar, era intensamente adorado. La diosa Ishtar, de Nínive, madre, virgen y prostituta, cuyo planeta era Venus y cuyo símbolo la estrella de ocho puntas, era célebre en todo Oriente Próximo.

Algunos investigadores han determinado que la nación asiria comenzó cuando los recién llegados de las ciudades-estado del sur se asentaron entre y junto a los habitantes indígenas de los valles del norte, estableciendo en última instancia su independencia y, después, su superioridad ante su región de origen. Si esto es así, la herencia de Asiria, en tanto que Estado líder de la nación, que recibió del Imperio paleobabilónico fue en gran medida similar a la progresión estadounidense: de antigua posesión colonial británica a potencia mundial hegemónica. La «relación especial» entre Asiria y Babilonia era extremadamente ambivalente, alternando entre los polos del amor y el odio, la alianza y la enemistad. Por otro lado, Asiria derivó casi toda su cultura de Babilonia y no podía sino reconocer esa deuda. Al mismo tiempo, era un fiero competidor y rival en el comercio y el poder. Asiria asaltó y destrozó la ciudad de Babilonia en varias ocasiones, sólo para verse rápidamente embargada por el arrepentimiento y disponerse a intentar la restitución. Parece como si dos poderosos bandos pugnaran durante largo tiempo por la influencia sobre la política foránea de Ashur: uno fuertemente nacionalista y antibabilónico y otro tradicionalista y probabilónico.

Las diferencias que separaban a Asiria de su vecina del sur resultaban de la vida en condiciones políticas y físicas muy diferentes. El paisaje y el clima moldean las naciones. La gente de la costa no son como los moradores de las estepas; la gente de los bosques no es como los montañeros. Los que sudan bajo el sol azotador del sur tienen poco en común con los que tiemblan entre las nieves del norte. Byron tenía algo que decir al respecto, relacionando el clima nublado de Gran Bretaña con «nuestras frías mujeres» y sosteniendo que «lo que los hombres llaman galantería y los dioses adulterio, / es mucho más común donde el clima es sensual».

El interior de lo que un día fue Asiria, cerca de donde se encuentran las Turquía, Siria e Iraq actuales, se asienta sobre la curva de una gran cordillera montañosa, el Antitauro, que enlaza los montes Tauro al oeste con los montes Zagros de Irán al sudeste. Corren valles estrechos al pie de las montañas hacia el ancho plano que los árabes llaman Al-Jazireh, la Isla. A lo largo, de norte a sur, fluye el Tigris, un río más rápido, de corte más profundo, más peligroso que su hermano, el Éufrates que está a 400 kilómetros al oeste, aunque ambos se levantan el uno junto al otro en las montañas y se unirán de nuevo al comienzo del Golfo.

Los desiertos se expanden más allá del plano, al sur y a la estepa reseca del oeste, pero la mayor parte del Jazireh se mantiene en la isoyeta crucial de los 200 mm, la línea que marca el límite a partir del cual las precipitaciones anuales bastan para la agricultura. Por tanto, no como en Babilonia, los agricultores asirios no se veían impelidos a la acción colectiva constante para mantener el flujo de agua a los campos; no conocían la necesidad creciente de colaborar para cavar y mantener canales, diques, presas, desagües, compuertas y conductos. Aunque los emperadores asirios tardíos llegaron a ordenar la excavación de acueductos, canales y túneles que llevaran agua de las montañas a ciudades recientemente fundadas o expandidas, éstos no eran sino proyectos para su prestigio, lujos, antes que necesidades.

Desde las épocas más tempranas por todo el sur de Mesopotamia, especialmente cerca del Golfo, la exigencia de esfuerzo comunitario y una gran fuerza de trabajo llevó a que ciudades de población numerosa surgieran como hongos después de la lluvia, a veces a la vista la una de la otra. La rivalidad fraternal y lucha fratricida resultante dio forma a la historia durante milenios. Por el contrario, aquí en el norte, además de los emplazamientos sagrados como el templo de la diosa Ishtar en Nínive, que llegó a estar rodeado por la ciudad más poblada de Asiria, sólo había al principio otra ciudad terminada, Ashur, con no más de unos 15.000 habitantes, probablemente. Protegida a la espalda por los acantilados sobre el Tigris y más tarde al frente por una muralla gigantesca con ocho grandes puertas y un foso de unos 15 metros de ancho, Ashur era al mismo tiempo el nombre de un dios, el nombre de su ciudad y, por último, el nombre de la tierra y el Imperio sobre el que presidía. Fuera de estos pocos centros urbanos, Asiria era un país de granjeros individuales, que vivían en asentamientos pequeños independientes, que serían al final fundidos por imperativos políticos y estratégicos en un sistema protofeudal abarcador como el de la Edad Media europea.

El militarismo por el que Asiria ha pasado a la historia surgió a partir de su localización, que era extremadamente peligrosa, haciendo de la autodefensa el primer principio de la supervivencia nacional, de ahí las fortificaciones monumentales de la ciudad de Ashur. Sin protección natural, el área era estratégicamente vulnerable, yaciendo como lo hacía en las que por un lado eran rutas comerciales y objeto de bandidaje, y por otro, se extendían desde el norte y el este, bordeando las montañas, hasta atravesar Siria hacia el Mediterráneo. Poderosos reinos bárbaros se multiplicaron más allá de las fronteras septentrionales de Asiria: los hititas, destructores del reino babilonio antiguo, que hablaban una lengua indoeuropea y tenían su capital en Hattusas, en Anatolia Central. Y los hurritas, quizá del Cáucaso, pero con una clase dirigente indoiraní, que estableció un Estado llamado Mitanni, que forzó a Asiría a un prolongado sometimiento.

Sin embargo, tenía también sus beneficios, en ambas direcciones. Los hititas y los hurritas aprendieron de Asiria las artes de la civilización: sobre todo, cómo escribir sus lenguas, adaptando el cuneiforme acadio para la tarea. A cambio, las naciones del norte lideraron los desarrollos tecnológicos que afectarían enormemente a la historia política. De los hititas, los asirios aprendieron cómo fundir hierro y moldearlo en espadas. De los hurritas, aprendieron a cabalgar y adquirieron un dispositivo que cambiaría el aspecto de la batalla: el carromato, rápido, ligero, de madera flexible, con ruedas radiales en lugar de sólidas.

Pero mientras los reinos bárbaros del norte se presentaron a los asirios con una nueva fuente de ideas inesperadas así como con un desafío que podía enfrentarse en el campo de batalla y, en última instancia, superar, el Jazireh era vulnerable a una segunda amenaza mucho más difícil de soportar. El motivo es que siempre estaba abierto a la infiltración y asalto desde el desierto y la estepa que yacían al oeste y al sur. Después de la domesticación del camello en la segunda mitad del segundo milenio, Asiria iba a tener que lidiar con una nueva ola de inmigrantes semíticos: los beduinos de habla aramea de los desiertos de lo que hoy es Siria. Aunque débiles en la batalla, su número los hacía imparables. Con el tiempo, alteraron profundamente a Asiria.

Esa misma apertura al mundo exterior en todas direcciones ofrecía una oportunidad a los asirios que ellos asumieron desde una época muy temprana. La tierra asiria era mucho menos rica y fructífera que los grandes trechos de la tierra de aluvión que daba tanto grano y de la que Babilonia se había beneficiado a lo largo de su historia. Gran parte del territorio era apto sólo para criar ovejas y cabras. Para complementar sus recursos nacionales, los asirios necesitaban comerciar, ofreciendo tanto bienes lanares producidos localmente en sus rebaños, textiles de la mejor calidad comprados a la vecina Babilonia y mercancías como vetas minerales surgidas de las montañas del este. Los negocios les fueron bien a los asirios. Como a muchas naciones mercantiles de días mucho más recientes (belgas, británicos, holandeses y franceses), las exigencias de los negocios convirtieron a los asirios de forma lenta pero segura de mercaderes en constructores de un imperio.

No están claros los detalles específicos de cómo esta nación de mercaderes errantes se convirtió en el curso de poco más de un milenio en merecedora de asombro y en una potencia imperialista temida del antiguo mundo. Los testimonios son escasos. La arqueología sólo ha podido ofrecer unos cuantos vistazos a la gran epopeya, en diferentes momentos. Afortunadamente, tenemos una perspectiva de los comienzos del proceso, cuando el comercio internacional comenzó la gran aventura de la gente de Ashur. No sabemos de la ciudad de Ashur en sí misma, ni siquiera de la tierra de Asiria. No sabemos casi nada de estos lugares en nuestra época. Nuestra perspectiva se abre a un lugar lejos del hogar de los asirios, en lo profundo de Anatolia.

Hacia finales del siglo XIX, un gran número de tablillas de arcilla, escritas en el dialecto acadio de la antigua Asiria, llegaron al mercado de antigüedades internacional. Por mucho tiempo, nadie supo de dónde estaban saliendo. Finalmente, se rastreó el lugar hasta una localización inesperada, alejada de Mesopotamia: Kültepe, un montículo en las montañas de Turquía Central, cerca de un pueblo llamado Karahyük, próximo a la corriente de agua conocida por los griegos como el Halys y para los turcos como Kizilirmak, el río Rojo. En 1926, el estudioso checo Bedrich Hrozny descubrió que las tablillas en realidad estaban siendo excavadas de un emplazamiento subsidiario a unos 90 metros ele distancia. Estudios más meticulosos revelaron que esto era lo que quedaba de un enclave de expatriados, un asentamiento cerrado en el que se permitía a los mercaderes asirios vivir y continuar negociando con la comunidad nativa. Imperios mercantiles más recientes lo hubieran llamado factoría, como las primeras avanzadillas de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales en Surat, en la costa oeste de India. En antiguo asirio, se había llamado Karum Kanesh, Puerto Kanesh. No era la única factoría en suelo anatolio; había otras. Sin embargo, Kanesh era el cuartel general del comercio asirio en toda Anatolia. Supervisaba y regulaba todos los negocios y actuaba como centro neurálgico de las comunicaciones entre los puestos comerciales dispersos y la propia Ashur, a la que llamaban simplemente «la ciudad». Durante el segundo milenio a.C., floreció enseguida lo que se ha conocido, por motivos lingüísticos, la era del Imperio Asirio Antiguo.

Como los «nabob» europeos que residían en la India, los mercaderes de Kanum Kanesh estaban muy lejos de su hogar. Enviaron a descendientes de las casas comerciales más prominentes y adineradas de Asiria, para vigilar los intereses comerciales de sus familias; recibían consignas de productos enviados desde Ashur y los vendían a los locales a cambio de plata, que luego, de vuelta a su base, reenviaban en los bolsones de viajeros de confianza. Con el tiempo, algunos se establecerían allí, se casarían con mujeres locales y engendrarían descendencia. Al final de sus años en el extranjero, con tal de que pagaran una compensación adecuada tanto a sus mujeres temporales como a su descendencia antes de volver a casa, la ley les permitía divorciarse de esas mujeres locales.

Siglos antes, Sargón de Acad había sido célebre por lanzarse al rescate de los mercaderes mesopotámicos de Purushkhanda, que estaban bajo la opresión de un gobernante local anatolio. En esos días, los negocios internacionales habían sido en gran medida asunto de Estado. Ahora, en los tiempos del Imperio Asirio Antiguo, la iniciativa privada había adquirido prioridad, creando la tradición comercial levantina, que continúa a día de hoy. Está claro que el papel de los mercaderes asirios al ayudar al desarrollo de la economía de Asiria es asombrosamente similar al que interpretaron los judíos al abrir el interior de Europa durante la Edad Media. Quizá no es del todo sorprendente: la cultura y tradición judías, como se describe minuciosamente en el Talmud babilónico, se forjó en gran medida en Mesopotamia.

Durante varias generaciones, las casas comerciales de Karum Kanesh florecieron y algunos se enriquecieron de manera notable, antiguos millonarios. Sin embargo, no todos los negocios se mantenían familiares. Ashur tenía un sistema bancario sofisticado y parte del capital que financió el comercio anatolio vino de inversiones a largo plazo hechas por especuladores independientes a cambio de una proporción de los beneficios contractualmente concertados. Un asirio antiguo reconocería de inmediato los mercados de bienes.

Si nosotros mismos hubiéramos visitado Karum Kanesh en el cénit de la colonia mercante expatriada, en algún momento entre el siglo doce y el dieciocho a.C., habríamos visto por todos lados escenas de intensa actividad comercial. Al exterior de sus almacenes podríamos haber encontrado al joven Puzur-Assur (al que conoceríamos por sus cartas), supervisando la descarga de caravanas que llegaban con mercancías: cincuenta burros o más, la mayoría con finas telas y también una veta de metal, annukum, que la mayoría de estudiosos traducen como hojalata, aunque otros como plomo. Si era hojalata, servía para la fabricación de bronce. Se ha calculado que en el transcurso de unos cincuenta años, al menos 80 toneladas del metal llegaban aquí desde el sudeste en la grupa de un burro, lo suficiente para fabricar 800 toneladas de bronce. Si eran de plomo, como proponen otros, se trataba del ingrediente necesario para refinar plata para el proceso del copelado, que aún sigue en uso. Seguramente, había plata disponible en Anatolia. Por este motivo los mercaderes asirios vendían sus productos.

Los animales y sus conductores estarían exhaustos después de un difícil viaje de seis semanas desde lo alto del Tigris al pie de las montañas, bordeando luego las cordilleras hasta cruzar el Éufrates, para llegar finalmente al largo y arduo ascenso de la meseta anatolia. A lo largo del camino, no sólo tenían que lidiar con la superficie de las malas carreteras y la inclinación del terreno, sino también con el peligro de ataque de los ladrones y bandidos que infestaban el páramo; una ruta llegó a llamarse Marran Sukinim, la Carretera del Peligro. Una carta de un mercader urbano a su agente en el extranjero revela el tipo de riesgo que los viajeros podían encontrar cuando pasaban por los dominios de gobernadores locales, incluso bastante cerca de casa: «Askur-Addu [rey de Karana, un pueblo a unos 80 kilómetros de Ashur] ha permitido entrar una caravana a su tierra. De ella, cincuenta burros y su personal han pasado a Kanesh. Pero el resto se ha quedado en su corte». El destino de los conductores de caravanas podía ser más grave si eran atrapados en transporte de bienes prohibidos. Puzur-Assur recibió una seria advertencia de sus parientes allí en la ciudad.

El hijo de Irra envió su contrabando a Pushu-Ken, pero su contrabando fue interceptado, por lo cual el palacio capturó a Pushu-Ken y fue encarcelado. Los guardias eran fuertes. La reina ha enviado bandos a Luhusaddia, Hurrama, Shalahshuwa y a su propio país en lo que concierne al contrabando, y se han nombrado vigías. Por favor, no contrabandees con nada. Si pasas por Timilkia, deja el hierro que traes contigo en una casa amiga de Timilkia. Deja a uno de tus muchachos, en quien confíes, y ven tú. Podemos discutirlo en profundidad cuando llegues.

El hierro, ashium, era una mercancía valiosa y escasa, probablemente disponible sólo a través de meteoritos en esta época.

Contando con que escaparan a todos los peligros del camino, cuando el convoy llegaba a su destino, los animales se vendían junto con los productos que transportaban; la plata que ganaban los mercaderes se enviaba de vuelta a casa en los bolsones de correos seguros. Probablemente estos eran los mismos mensajeros que llevaban las cartas entre la ciudad de Ashur y sus colonias mercantes.

Los beneficios eran lo suficientemente altos para compensar los riesgos que se corrían: el cien por cien en vetas de metal y el doscientos por cien en tela tejida en Asiria. Pero la tela no siempre estaba disponible de inmediato, sobre todo cuando eventos políticos perturbaban el comercio, como una casa de mercancías de Ashur tuvo que explicarle a su representante en Kanesh:

Respecto a la compra de textiles acadios [esto es, babilónicos] sobre la que me escribió. Desde su partida, los acadios no han entrado en la ciudad de Ashur. Su país está en una revuelta. Si llegan antes del invierno y existe la posibilidad de una compra que le permita un beneficio, lo compraremos por usted y pagaremos con plata de nuestro propio bolsillo.

Ante la ausencia del producto original, se intentó elevar la producción asiria a los mismos niveles de calidad. Inmediatamente, Puzur-Assur tuvo que escribir a su mujer Waqqurtum, de vuelta a la ciudad:

En lo relativo a la tela fina que me enviaste: debes hacer más como ésa y enviármela por medio de Ashur-Idi. Entonces, te enviaré media libra de plata. Haz que la mitad de la tela esté cardada, pero no totalmente afeitada: debería tener una textura firme. En comparación a los tejidos que me habías enviado antes, debes trabajar con una libra de lana más por pieza, pero aun así deben ser finos. El otro lado debe estar sólo un poco cardado. Si aun así se ve peludo, debe ser afeitado, como tela-kutanu. Respecto a la tela-abarné que me enviaste, no me mandes más. Si no hay más remedio, entonces hazla por lo menos como yo me la pongo.

No todos los tejidos se trabajaban en talleres domésticos. Aparentemente, Ashur también tenía un mercado donde se vendían telas.

Si no quieres hacer tú misma las telas, entonces cómpralas y envíamelas. He escuchado que por ahí pueden comprarse en cantidad. Una tela terminada, cuando la hagas, debe tener nueve ells de largo y ocho ells de ancho [unos 4 por 3,5 metros].

Obviamente, cuando las mujeres de los comerciantes volvían a casa, en la ciudad, desempeñaban un papel importante en las iniciativas comerciales de sus maridos: supervisar la confección de la tela, la carga de las caravanas y el envío de las mercancías. La ley asiria tardía mostraba prejuicios importantes contra las mujeres y su bienestar. Como ocurre en muchas sociedades en donde las mujeres acaban teniendo un estatus jurídico inferior al de los hombres, en la práctica del momento estaban dispuestas y preparadas para ejercer su papel lo mejor posible, y no dudaban en manifestar sus críticas y quejas:

¿Por qué me escribes todo el tiempo «¡Las telas que me envías son siempre de mala calidad!»? ¿Quién es este hombre que vive en tu casa y critica las telas que se le llevan? Yo, por otro lado, sigo luchando por producir y enviarte telas para que en cada viaje tu negocio obtenga diez siclos de plata.

Una queja que las mujeres solían repetir a sus maridos, cuando se las dejaba en Ashur, era que no llegaba suficiente dinero a casa, ni siquiera para comida. Las consecuencias parecen muy graves, aunque los maridos no siempre se tomaban las protestas tan seriamente como pretendían sus mujeres.

Me escribes lo siguiente: «Guarda los brazaletes y anillos que tengas; te van a hacer falta para comprar comida». Es verdad que me enviaste media libra de oro a través de Ili-Bani, pero ¿dónde están los brazaletes que tú abandonaste? Cuando te fuiste, no me dejaste ni un shekel de plata. Limpiaste la casa y te lo llevaste todo contigo.
Desde que te fuiste, la hambruna ha azotado la ciudad. No me dejaste ni un litro de cebada. Tengo que comprar cebada todo el tiempo para comer... ¿Dónde está la extravagancia de la que me escribes? No tenemos nada para comer. ¿Nos podemos permitir una indulgencia? Todo lo que había a mi alcance me lo arrebaté para enviártelo. Ahora vivo en una casa vacía y la estación está cambiando. Asegúrate de que me envías el valor de mis telas en plata, para que pueda comprar al menos diez medidas de cebada... ¿Por qué insistes en dar oídos a esas calumnias y me escribes cartas enojosas?

La correspondencia demuestra que hay cosas que cambian muy poco a lo largo de los milenios. Al margen del lenguaje religioso y exótico, nos resulta muy familiar el sentimiento que expresa la siguiente carta, escrita por una mujer que se veía obligada a excusar las largas ausencias de casa de su marido por la necesidad de ganar dinero:

Aquí hemos preguntado a las mujeres que interpretan a los oráculos, la mujer que interpreta los presagios de las entrañas y los espíritus ancestrales. El dios Ashur te envía una seria advertencia: «Amas el dinero. Odias la vida».

§. Una tetrarquía
Al final, la mujer asiría se salió con la suya. Después de tres o cuatro generaciones, la febril industria mercantil decayó y luego paró por completo. Con ella se detuvo la correspondencia entre Ashur y Anatolia. Como siempre, las razones no están muy claras. Quizá se descubrieron localmente nuevas fuentes de vetas de metal. Puede que las telas asirías y babilónicas pasaran de moda. Lo único que sabemos con certeza es que ahí termina nuestro vistazo al Imperio Asirio Antiguo.

Probablemente la culpa fue de los grandes cambios políticos que barrieron la región cerca del comienzo del segundo milenio a.C. De vuelta al norte de Mesopotamia, el señor de la guerra amorrea, Shamshi-Adad, más tarde recordado como el creador del Estado asirio, se había hecho con el control de esas tierras con la ayuda de sus hijos. Después de unas cuantas generaciones, se perdió la mayor parte de su territorio y su línea genealógica. La posterior confusión, durante la cual terminó la actividad comercial de Karum Kanesh, se expresaba lacónicamente en la lista de gobernadores asirios compilada siglos más tarde: «Ashur-Dugul, hijo de un don nadie, que no tenía derecho al trono; reinó por seis años. En la época de Ashur-Dugul, hijo de un don nadie, los siguientes seis hijos de otros don nadie reinaron por períodos de menos de un año: Ashur-apla-idi, Nasir-Suen, Suen-Namir, Ipqi-Ishtar, Adad-Salulu y Adasi».

Hasta ahora, la historia mesopotámica podía contarse sin demasiadas referencias a las potencias circundantes. Desde luego, durante mucho tiempo la gente de los valles del Tigris y el Éufrates podían arrogarse el título de «civilizados» de manera exclusiva. Sin embargo, en los siglos que siguieron al 2000 a.C., otras naciones estaban haciéndose con un nombre en el panorama internacional. Cuatro Estados, una tetrarquía, competían por poder e influencia. Egipto (no mucho más nuevo pero habitado más tiempo que cualquier ciudad mesopotámica, así como igual de avanzado, aunque mucho más conservador tanto en religión como en política) estaba extendiendo su poder por la costa este del Mediterráneo. Ahí, las fuerzas egipcias encontraban resistencia de los hititas de Anatolia, relativamente recién llegados, pero con la habilidad de la forja del hierro; se habían hecho suficientemente poderosos hacia el 1500 a.C. y llevaron a la ruina al Estado del Imperio paleobabilonio. Por su parte, los hititas luchaban con el reino llamado Mitanni, también conocido como Khanigalbat, que había aislado el norte mesopotámico desde cerca del mar del oeste, hasta las montañas del este (del área de Aleppo a la región de Kirkuk), reduciendo Ashur al vasallaje en el proceso. En un asalto muy recordado, el rey de Khanigalbat saqueó Ashur y se llevó un juego fabuloso de puertas de oro y plata para insertarlo en su propio palacio. Mientras tanto, en el centro y el sur de Mesopotamia, Babilonia, regida por su dinastía casita, mantenía una posición de reconocido poder en el concierto de las naciones.

La pequeña nación de Ashur no era igual que esas potencias tan agresivamente militaristas, con sus novedosas armas de hierro y sus caballos y carros de combate. La humillación de ver a su gobernante forzado a someterse a Mitanni fue un gran golpe. La larga depresión económica que sufrió su tierra natal, enseñó a los asirios una lección que nunca olvidarían: la necesidad de mantener bajo firme control las rutas y los pueblos que hacían de puertos libres, sin importar lo lejos que estuvieran. De otra manera, se verían siempre condenados al atraso y la pobreza.

Como resultado, los asirios acabaron percibiendo su mundo como un lugar peligroso, lleno de enemigos sin piedad que sólo deseaban su infortunio. La historia reciente nos ha enseñado lo perniciosa que puede ser una actitud así, llevando a naciones a actuar de manera excesivamente cruel. Un gran sufrimiento no suele hacer que la gente sea más dulce y amable. Las amenazas a la existencia, aquellas que desafían la propia supervivencia de una nación, pueden llevarla a actuar de una manera que la historia condenará rotundamente más tarde. En el caso de Asiria, tenemos suerte de poder seguir la evolución de su paranoia política y estratégica a través de lo más parecido a una cultura popular que nos ha dejado el mundo antiguo.

Casi todo el arte y la literatura desenterrados de Mesopotamia comprenden las obras de la elite, y la representan la manera en que la clase alta deseaba ser percibida por sus propios súbditos y por sus rivales extranjeros y enemigos. El objetivo principal era la propaganda, su mensaje era público. Las obras apenas nos dicen cómo se veían a sí mismos los creadores y qué pensaban de sus vidas. Sin embargo, había una clase de objeto que tenía un significado mucho más personal: el sello cilíndrico. Estas esculturas pequeñas e íntimas, fueron pensadas para identificar permanentemente a sus dueños con una imagen particular y, por supuesto, también eran objetos de la elite: sólo necesitaban sellos aquéllos con propiedad privada que exigiera identificación o aquellos que estuvieran en posición de extender órdenes. Al ser tan personales, nos dicen más de las verdaderas creencias y sentimientos de sus portadores que cualquiera de las artes públicas de palacio.

Los diseños que la comunidad de negocios expatriada utilizaba en sus sellos (nuestros testimonios principales en la era del Imperio Asirio Antiguo), muestran una estrecha continuidad respecto a sus predecesores babilónicos, acadios e incluso sumerios. Portaban dibujos de escenas mitológicas, de dioses y de diosas, a menudo representando a sus dueños de la misma manera en que ellos se presentaban a sí mismos ante sus deidades y buscaban la bendición divina. Los dibujos eran estáticos, dignificados, serenos. Normalmente iban acompañados de largas tiradas en sumerio: himnos y oraciones. Estos sellos actuaban no sólo para identificar a su usuario, sino también como amuleto o talismán con el poder de conjurar el mal por medio de la imagen sagrada y un texto que, como una rueda de oración tibetana, se incorporaba y reproducía sin fin.

Después de la desaparición de Karum Kadesh y el declive de la fortuna de Asiria, el repertorio temático del sello cambió y vemos así la primera aparición del estilo asirio nativo. Las inscripciones son mucho más raras. La energía física y la acción se convierten en la nota característica: el tema predominante es el combate a muerte, con grandes disputas entre fieras salvajes, monstruos feroces y demonios malvados. Dos sellos con el nombre de reyes muestran horribles criaturas aladas imponiéndose a animales más pequeños. La Cambridge Ancient History apunta: «Estas apariciones aladas... llenan los sellos asirios con un mundo de fantástico vigor que parece desentenderse de cualquier interés por contar una historia, sino simplemente mostrar la lucha de horrores mitológicos contra diabólicos campeones de raza humana».

La oportunidad de romper con la debilidad de Asiria no se presentó definitivamente hasta finales del siglo XIV a.C. Los hititas saquearon la capital de Mittani y su gobernador fue asesinado por uno de sus propios hijos en un asalto a palacio. Khanigalbat se sumió en el caos. Tanto los hititas como los asirios reaccionaron rápidamente y actuaron para dividirse la mayor parte del territorio hurrita entre ellos.

Con sus tierras de nueva adquisición, Ashur, liderada por un enérgico gobernante, Ashur-Uballit, no pudo reclamar su lugar en el gran juego de potencias políticas de Oriente Medio. El rey asirio perdió poco tiempo antes de escribir al rey de Egipto, el faraón hereje Akenatón, para anunciar públicamente su nuevo estatus.

Decid al rey de Egipto, que así habla Ashur-Uballit, rey de la tierra de Ashur:
Mis mejores deseos están contigo, tu país, tus carros y tu ejército.
He enviado a mi heraldo a visitarte y ver tu país. Hasta ahora mis mayores no han enviado palabra. Hoy te he enviado personalmente mi palabra. Te he enriado como regalos de buena voluntad una carroza elegante, dos caballos y una joya de auténtico lapislázuli en forma de dátil.
En lo que concierne a mi heraldo, al que he enriado a visitarte, no lo detengas. Déjalo visitar y déjalo partir. Muéstrale tu hospitalidad y la hospitalidad de tu país y entonces permítele marchar.

Akenatón debió responder de manera positiva a la iniciativa asiria, porque más tarde en su reinado, Ashur-Uballit volvió a escribir a Egipto, llamando al faraón «hermano» (un código diplomático para un regente de rango equivalente): «Dile... al Gran rey, rey de Egipto, mi hermano, que así dice Ashur-Uballit, rey de la Tierra de Ashur, Gran rey, tu hermano».

El estatus de igualdad debió ser fieramente defendido. El gobernante asirio resultaba sensible ante cualquier sugerencia de desaire. Allí donde monarcas menos dignos se postraban ante el faraón egipcio en sus cartas («A los pies de mi señor, el rey, me postro siete y siete veces»), Ashur-Uballit adoptaba un tono directo, por no decir irreverente, en su reacción ante un regalo egipcio que no consideraba digno:

¿Es de un gran rey un regalo como éste? El oro es arena en tu tierra; uno simplemente lo amontona. ¿Por qué debería permanecer junto a ti? Pretendo construir un nuevo palacio. Envíame oro suficiente para su decoración y su amueblado.
Cuando mi ancestro Ashur-nadin-ahhe escribió a la tierra del faraón, le enviaron veinte talentos de oro. Cuando el rey de Khanigalbat escribió a tu padre, a la tierra de Egipto, le envió veinte talentos de oro.

Ahora soy igual al rey khanigalbatano, pero me envías solamente... de oro [desafortunadamente, tan importante suma está ilegible en la tablilla]. No basta siquiera para los gastos del viaje de mis mensajeros y su retorno. Si, de buena fe, tu intención es la amistad, envíame mucho oro.

En su carta anterior, Ashur-Uballit plantea explícitamente que no había habido ningún contacto anterior entre Ashur y Egipto. En este mensaje posterior, sostiene que no sólo se había comunicado su predecesor con el faraón de su tiempo, sino que, a cambio, había recibido una gran donación de oro. Vio claramente que su posición era bastante fuerte como para entretenerse en juegos diplomáticos con los hechos de la historia. En cualquier caso, había cosas más importantes que exigían su atención, como el hecho de que sus heraldos habían sido obligados a esperar en el sol durante largas horas, aparentemente con riesgo para su vida. Puede ser que se los hubiera hecho participar en uno de los rituales de adoración al sol de Akenatón. Si ése era el caso, Ashur-Uballit no lo iba tolerar. Su sarcasmo era hostil.

¿Por qué deberían los heraldos ser forzados a aguantar todo el rato el sol y, así, morir de insolación? Si esperar al sol le conlleva algún beneficio al rey, entonces que sea él el que espere al sol y que se muera ahí mismo de insolación (siempre y cuando en ello extraiga el rey algún beneficio).

La asombrosa nueva seguridad de los asirios no pasó desapercibida a las potencias de alrededor. En efecto, el súbito ascenso de esta joven nación alarmó de tal manera a la Babilonia casita, el vecino al sur de Ashur, que el rey babilonio envió una nota urgente al faraón: «¡Los asirios son mis súbditos y no fui yo quien te los envió! ¿Por qué habían de tomarse la libertad de ir a tu país? Si me quieres bien, no les dejes tratar allí asunto alguno sino envíamelos de vuelta con las manos vacías».

No hay señal de que el egipcio hiciera caso alguno.

Pero el gobernante casita de Babilonia debió haber entendido bastante bien la nueva situación. Poco después, convenció a Ashur-Uballit para que mandase a una de sus hijas al sur para convertirse en mujer del príncipe de la corona babilónica. Su hijo medio asirio, medio babilonio, se hizo con el trono tras la muerte de su padre. Sin embargo, después de algún tiempo, una revuelta de nobles casitas concluyó con la muerte del joven, tras lo cual el rey de Asiria marchó sobre Babilonia, aplastó a los conspiradores e impuso a su gobernante de elección en palacio. Se habían tornado las tablas; por primera vez, un monarca babilonio respondía a un señor asirio. Babilonia se encontraba entonces bajo la sombra de Ashur.

La lucha por la hegemonía entre Asiria y Babilonia duraría muchos siglos. Los detalles del conflicto interminable entre ellas, sin mencionar el constante estado de guerra con las potencias de alrededor, grandes y pequeñas, narrados más tarde en epopeyas interminables y anales llenos de jactancias y dudosas pretensiones de victoria, se hizo rápidamente difícil de seguir y problemático de contar. Es un alivio cuando alguna de esas potencias pasa a segundo plano, como lo hizo el Nuevo Imperio hitita tras su caída a finales del siglo XII a.C., simplificando así el panorama. Baste decir que Asiria creció en territorio, poco a poco, aunque con retrocesos frecuentes, hasta alcanzar un punto álgido en la década de 1120 a.C., cuando el rey Tiglath-Pileser I cruzó el Éufrates, capturó la gran ciudad de Carquemís y alcanzó tanto el mar Negro como el Mediterráneo, creando por primera vez un Imperio asirio.

No sobrevivió mucho tiempo. Todo Oriente Medio se vio sumido, una vez más, en un período de gran inestabilidad cuando el goteo de camelleros de lengua aramea del oeste se convirtió en una inundación. Las fronteras del territorio del rey asirio retrocedieron una vez más. Ashur se vio otra vez confinada a su interior durante más de un siglo.

Sin embargo, aunque las victorias territoriales de Tiglath-Pileser fueron efímeras, hubo cambios en la actitud y la fe religiosas en la ciudad que tendrían consecuencias profundas y permanentes. Los herederos asirios de las vastas tradiciones culturales y filosóficas mesopotámicas, que habían comenzado con los sumerios milenios antes, se remodelaron en creencias que iban a proporcionar los cimientos del resto de la historia.

§. Misoginia y monoteísmo
Entre las reliquias mejor conocidas de mediados de esta era asiria están las listas de leyes y decretos de palacio recuperadas durante las intensivas excavaciones de la capital asiria de ciudad de Ashur, hoy llamada Qal’at Shergat, dirigidas por la Deutsche Orientgesellschaft entre 1903 y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. Se hallaron cierto número de tablillas legales que databan de la época de Tiglath-Pileser, aunque sólo tres de los documentos, etiquetados A, B y C, estaban en condición suficiente de ser descifrados y leídos. Las tablillas A y B tratan sobre el crimen y el castigo, la propiedad y la deuda.

Los aspectos más inmediatamente impresionantes de estas leyes eran lo severas y crueles que parecen comparadas incluso con el «ojo por ojo» de Hammurabi, así como el grado de misoginia que exhiben. Los castigos incluían palizas severas, mutilaciones espeluznantes y métodos espantosos de pena capital: por ejemplo, ser desollado vivo o empalado en una estaca, el modelo original para las crucifixiones romanas. Esto es lo que se prescribe a una mujer que intenta abortar: «Si una mujer ha intentado abortar, por su acción, cuando la hayan procesado y condenado, deberán empalarla en estacas sin enterrarla. Si muriera durante el aborto, deberán empalarla sin enterrarla».

Por dañar la fertilidad de un hombre, la pena es la mutilación: «Si una mujer ha aplastado el testículo de un caballero en una pelea, deberán cortarle un dedo suyo. Si el otro testículo ha sido también afectado por haber contraído una infección, incluso si un curandero lo ha cosido o si ella ha machacado también el otro testículo en la pelea, a ella deberán arrancarle los ojos».

El adulterio es un crimen capital o punible con la desfiguración: «Si un caballero ha sorprendido a otro caballero con su mujer, cuando lo hayan procesado y condenado, debe darles muerte a ambos... Pero si el marido le corta la nariz a su mujer, podrá hacer del hombre un eunuco y habrán de mutilarle la cara».

Hay que reconocer que no sabemos hasta qué punto esos castigos se llegaban a poner en práctica. Los gobernantes asirios promovían con entusiasmo su reputación por medio de un salvajismo estremecedor (el historiador Albert Olmstead lo llama «pánico calculado») como herramienta de gobierno y arma de guerra psicológica. Una inscripción de Tiglath-Pileser, que compara al rey con un cazador que «salía antes de que el sol se levantara y caminaba una distancia de tres días antes del amanecer», proclama con orgullo que «trinchaba los úteros de las embarazadas, cegaba a los niños». Acciones horribles, en efecto, pero que no destacan al lado de las que le vaticina al rey arameo Hazael, el profeta Eliseo en Reyes II 12:13: «Pasarás a fuego sus fortalezas, matarás a espada a sus mejores, aplastarás a sus pequeñuelos y abrirás el vientre a sus embarazadas». Es posible que deleitarse en la barbarie que azota a mujeres y niños fuera más un tropo literario que una versión auténtica de hechos reales. Después de todo, nos llegan atrocidades similares sobre la entente cordiale y las potencias centrales en la Primera Guerra Mundial, aunque esta vez se buscara resaltar la culpa antes que la alabanza. Las cruentas disposiciones descritas en la ley del Imperio Asirio Medio pueden haber sido concebidas más como disuasión que como glorificación de la crueldad.

Sin embargo, incluso si los castigos draconianos eran más teóricos que prácticos, no puede negarse su tono antifeminista. Los hombres podían divorciarse libremente de sus mujeres y echarlas de casa sin nada; las mujeres no tenían derecho al divorcio. Las mujeres eran responsables de las deudas de sus maridos y se las castigaba por los crímenes de aquéllos; los maridos no eran responsables de las infracciones de sus mujeres. Aunque ninguna sociedad antigua puede ser descrita como un paraíso feminista, las reglas del Imperio Asirio Medio fueron mucho más allá en la opresión a las mujeres de lo que se había hecho hasta entonces. Es casi como si el otro sexo fuera entendido como otra raza o incluso otra especie. La separación pública de los géneros se aplicaba con rigor. La primera imposición conocida de que la mujer vista lo que hoy se llama hiyab se encuentra aquí:

Ni esposas ni mujeres que salgan por la calle deben llevar la cabeza descubierta. Las hijas de los nobles... deben cubrirse, sea con un chal, una toca o un manto... Cuando salgan solas a la calle, deben cubrirse. Una concubina que sale a la calle con su señora debe cubrirse. Una prostituta sagrada, casada con un hombre, debe cubrirse en la calle, pero una a la que un hombre no ha desposado debe llevar la cabeza descubierta en la calle; no debe llevar velo. Una prostituta no debe llevar velo; su cabeza debe estar descubierta. Prostitutas y sirvientas que se cubran habrán de ver sus prendas confiscadas, habrán de soportar cincuenta azotes y habrán de ver betún arrojado sobre sus cabezas.

Una joven esclava que cometió la temeridad de portar velo vio cómo le arrancaban la ropa y le cortaban las orejas. Más aun, quien presencie cualquier trasgresión de estas reglas debe actuar y denunciarlas, bajo pena de incurrir en delito ellos mismos:

El que haya visto una prostituta con velo debe arrestarla, encontrar testigos y llevarla al tribunal de palacio; no deben arrebatarle sus joyas, pero el que la arreste puede llevarse su ropa; la azotarán cincuenta veces con mimbre y derramarán betún sobre su cabeza.

Ni siquiera los hombres de clase alta estaban exentos de castigo si se los encontraba culpables de negligencia en el ejercicio de ese deber:

Si un caballero es visto con una prostituta con velo y la deja marchar sin llevarla al tribunal de palacio, azotarán al hombre cincuenta veces con mimbre; agujerearán sus orejas, las unirán con un cordel y las atarán a su espalda. Habrá de trabajar para el rey todo un mes.

Debe decirse que los wahabitas[6] más fervorosos o los talibanes afganos más severos hubieran pensado probablemente que las leyes del Imperio Asirio Medio iban un poco lejos en cuanto a la represión de la mujer. Los Decretos de Palacio iban más lejos aún. Su asunto eran las mujeres de la realeza; su propósito, circunscribir y limitar cada una de las actividades de aquellos que residían en el ala femenina de palacio, así como aquellos que entraban en contacto con ellas. Se trataba del prototipo de lo que hoy conocemos como harén. Pensemos en las habitaciones de las mujeres del Topkapi otomano, «Puerta de cañón», un palacio en Estambul, con sus pasajes estrechos y sinuosos, sus puertas secretas y ventanas con barrotes, sus patios ocultos y sus cámaras selladas.

Los apartamentos de las mujeres en la corte real asiría, en los que las mujeres y concubinas de los reyes pasaban toda su vida, estaban siempre cerrados con llave, para que los hombres no entraran y las mujeres no salieran. Estaba estrictamente prohibido que nadie entrara en la zona de las mujeres sin permiso expreso del mayordomo de palacio. Ir a cualquier parte del palacio desde la que se pudiera ver a las mujeres, como afuera, en el tejado, era un crimen grave. Las restricciones se aplicaban incluso en el palacio de los eunucos, de los que, por lo visto, había muchos.

Cuando el eunuco era enviado al harén por algún asunto, como todo el mundo, primero debía solicitar permiso al encargado, que entonces tenía que quedarse en la entrada para asegurarse de que el eunuco salía. Y cuando estuviera dentro, un eunuco debía tener mucho cuidado con su comportamiento: nada de escuchar lo que hablaban las mujeres, nada de oírlas cantar. Un eunuco que escuchara a las mujeres discutiendo era condenado a que le amputaran una oreja y a que le dieran una paliza de cien azotes. Cuando le exigían hablar a una de las mujeres sobre algún asunto oficial, un eunuco no podía acercarse a menos de siete pasos; si la conversación duraba más de lo necesario, incluso si era una mujer la que iniciaba la conversación, se lo azotaba y le quitaban la ropa. Era un crimen capital que un hombre entablara conversación con una mujer de palacio sin testigo alguno. Si alguien, un cortesano o alguna mujer de palacio, presenciaba una contravención de las normas y no la denunciaba al rey, se los arrojaba a un horno encendido, quizá del mismo tipo que «el horno de fuego ardiente» en la que fueron arrojados Sadrak, Mesak y Abed Negó, según nos cuenta el profeta Daniel.

Los principios de reclusión femenina extrema que se desarrollaron aquí en la antigua Asiria serían un modelo para muchas sociedades futuras. En efecto, hay una continuidad directa entre el harén del antiguo Palacio de Ashur, pasando por las eras babilonia, persa, o la griega, hasta la corte real bizantina, de la que, por su parte, el Islam imperial heredó su preferencia por la invisibilidad pública de las mujeres. Pero la enseñanza del Islam se introdujo para traer la justicia social. Las decisiones se extendían democráticamente para incluir a todas las mujeres, no sólo a la nobleza. En Asiria, como en Bizancio, las mujeres de clase baja tenían estrictamente prohibido cubrirse; en el Islam no había diferencia entre mujeres respetables y no respetables. Reinas, princesas, nobles, esposas, concubinas, hijas solteras, artesanas, trabajadoras y esclavas, todas debían arreglarse de manera modesta sin importar el medio social. Ante sí misma, la exigencia islámica de recato femenino universal no se veía como una restricción, sino como una liberación.

No sirve como explicación achacar el tono discriminatorio contra la mujer de las leyes y Decretos de Palacio del Imperio Asirio Medio al chauvinismo machista innato semítico, como han hecho algunos. Las cartas a y desde Karum Kanesh habían mostrado que las mujeres interpretaban un papel importante en la sociedad asiria, tomando responsabilidad activa en aspectos sustanciales de los asuntos empresariales de sus maridos. Incluso antes de eso, las mujeres habían sido importantes en la religión mesopotámica. Desde la época de Sargón de Acad, la mayor de las hijas de los reyes había sido designada para puestos de máximo rango, como el de altas sacerdotisas del templo de la luna en Ur, la casa central de todos los templos lunares. El hecho de que las vidas de las mujeres fueran entonces tan distintas es sólo un síntoma de una alteración fundamental y profunda del pensamiento religioso, un cambio radical de la manera en que los asirios entendían las fuerzas que regían el mundo y, en consecuencia, del lugar de los hombres en el esquema último de las cosas.

Este cambio en la creencia religiosa tendría dramáticas consecuencias para la historia del mundo, la primera etapa en una revolución que ha hecho de nuestro mundo de hoy lo que es. Presidió el desplazamiento de una fe en dioses inmanentes, representaciones espirituales de las fuerzas de la naturaleza, deidades que habitan el mundo y portan los fenómenos naturales que representan como un traje, a los dioses de la trascendencia, deidades fuera, más allá y por encima de la naturaleza, antes que una parte de ella.

No deberíamos permitir que el lenguaje complicado («inmanencia», «trascendencia») oscureciera la enorme importancia de ese cambio en la perspectiva religiosa. Aquí apareció una nueva visión que, en última instancia, haría a la humanidad romper con la creencia en una tierra sagrada, de la cual, cada elemento (cielo, tierra y mar, montañas, valles y ríos, así como las plantas y animales que los habitan) está investido de poder sobrenatural, y pasar a una fe en un universo material desacralizado que es controlado, como los titiriteros manipulan las cuerdas de marionetas sin vida, por fuerzas divinas escondidas detrás de una cortina de apariencias que un místico anónimo cristiano llamó «la nube del no saber».

En tiempos mesopotámicos tempranos, los dioses habían sido concebidos como personificaciones, hipóstasis, de la naturaleza y sus fuerzas. Enlil, el Señor Aire o el Señor Atmósfera (hoy lo podríamos llamar el Señor Biosfera) era el regente supremo del reino divino. Su hijo, Enki, Señor Tierra, más tarde conocido como Ea, espíritu de las aguas dulces que manan para fertilizar el suelo de cultivo, era el proveedor de civilización de la humanidad. Anu era el Señor Cielo; Nanna, más tarde llamada Sin, era la Luna; Utu, más tarde Shamash, el Sol. Inanna, a quien los semitas identificaban con Ishtar, era la diosa de la adrenalina, presente siempre y en todos los lugares en que los hombres peleaban o fornicaban. Incluso cuando se introducían nuevas deidades (como los babilonios cuando incluyeron al dios de su ciudad, Marduk, en la asamblea divina) cada intento se hacía de manera que se integrase en el antiguo patrón. Así, de Marduk se decía que era hijo de Ea, Señor de la Civilización, con quien reinaba en armonía. De acuerdo con su historia en el Enuma Elish, se le otorgó las competencias, las prerrogativas y poderes de Enlil, rey de los dioses.

Ahora bien, en la época asiria, presenciamos a través de lo sellos y esculturas la manera en que se iba debilitando la conexión entre los dioses y la naturaleza hasta romperse por completo. Previamente, los dioses se representaban con forma humana, llevando la corona con cuernos de la divinidad y rodeados por sus atributos, como por ejemplo en la escena de la investidura del rey de Babilonia por Shamash, el dios solar, que adorna la cima de la estela con el código de Hammurabi. De ahora en adelante los dioses iban a ser representados como distanciados del mundo, dispuestos como ídolos sobre pedestales y podios y, por último, no se representarían en absoluto sino que serían reemplazados por símbolos: un sol para Shamash; una luna para Sin; el planeta Venus, como una estrella, para Ishtar, Un asombroso santuario, recuperado de un templo en Ashur y que ahora está en un museo berlinés, presenta a Nusku, el mensajero de los dioses, en forma de una tablilla de escritura y un estilete, dispuesto en un atril como si esperara a un poder invisible que inscribiera sobre él una bendición o una profecía. Ashur aparecía como un disco alado que lleva la imagen divina elevándose sobre el universo, un símbolo que más tarde adoptarían los persas, cuya comunidad zoroástrica todavía lo exhibe actualmente para indicar la adoración de su dios supremo, Ahura Mazda. Entre las más impresionantes representaciones divinas sin imágenes (anicónicas) tenemos la serie de enormes pisadas de dios (de un metro de largo) que se acercan al sanctasanctórum de un templo descubierto en ‘Ain Dara, a 64 kilómetros de Aleppo, en Siria; el único signo terrenal de una presencia en cualquier otro aspecto invisible.

La creencia en la trascendencia en lugar de la inmanencia de lo divino tuvo importantes consecuencias. La naturaleza se desacralizó, se banalizó. Como los dioses están fuera y por encima de la naturaleza, la humanidad (de acuerdo con la creencia mesopotámica, creada a imagen y semejanza de los dioses y sirvientes de los dioses) también debe estar fuera y por encima de la tierra natural. En vez de ser una parte integral de la tierra natural, la raza humana era ahora su superior y su señor. Esta nueva actitud se resume en el Génesis, 1:26 «Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpentean por la tierra”».

Todo eso está muy bien para los hombres, como se hace explícito en ese pasaje. Pero para la mujer supone una dificultad insuperable. Mientras que los hombres pueden engañarse a sí mismos y decirse unos a otros que están por fuera y por encima de la naturaleza y que son sus superiores, las mujeres no pueden distanciarse de esa manera, porque su fisiología las hace clara y obviamente parte del mundo natural. Engendran hijos de sus úteros y producen comida para sus infantes de sus pechos. Sus ciclos menstruales las vinculan a la luna. En la sociedad actual, la noción de que, para la mujer, la biología supone un destino se mira justamente con horror. En tiempos asirios, era un hecho evidente que las excluía de una humanidad plena.

No es ningún accidente que incluso hoy día, esas religiones que ponían el mayor énfasis en la suprema trascendencia de Dios y la imposibilidad de incluso imaginar su realidad, releguen a la mujer a una esfera inferior de la existencia y su participación en el rito religioso público sea sólo permitida a regañadientes, si se permite siquiera. Es bien sabido que los judíos ortodoxos rezan cada mañana «Bendito seas Tú, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo, que no me hizo mujer». Más aún, la bajeza de las mujeres es aparentemente contagiosa, amenazando con arrastrar a los hombres a su nivel, sobre todo en épocas en que su naturaleza física es innegable: inmediatamente después del parto y durante la menstruación; según los Decretos del Palacio del Imperio Medio Asirio, al igual que para los judíos y musulmanes ortodoxos de hoy en día, es en esos momentos cuando se las consideraba especialmente impuras. No se toleraba la presencia de mujer que menstruara ante el rey asirio. Los sacerdotes debía ser especialmente cuidadosos: todo contacto sexual, incluso con sus propias mujeres, exigía que se purificaran ritualmente lo antes posible. Las mujeres eran un peligro para la naturaleza semidivina del hombre. El sexo femenino no empezó a reconquistar una parte de respeto religioso hasta que los cristianos llegaron a creer en un Dios que había nacido naturalmente, como un ser humano, en el mundo físico a través del útero de una mujer terrena.

Y esta dislocación entre el reino de los dioses y el dominio de la naturaleza tuvo otra consecuencia inestimable. Si dioses diferentes ya no estaban directamente conectados con los aspectos del universo material, había menos razones para imaginar que hubiera tantos. Y si ya no se pensaba en los dioses como imbuidos en la naturaleza y en particular en los lugares sagrados en los que se les podía rezar (capillas, templos y santuarios) se los liberaba para hacerse omnipresentes. Uno podía rezar a Ashur no sólo en el templo en la propia ciudad, sino en cualquier lado. Conforme el Imperio asirio extendía sus fronteras, se encontraba a Ashur incluso en los lugares más distantes.

De la fe en un dios omnipresente a la fe en un dios único no hay un largo trecho. Como El estaba en todos lados, la gente llegó a entender que, de alguna manera, las divinidades locales no eran más que manifestaciones diferentes del mismo Ashur. Varios estudiosos han señalado que los asirios tendían a fundir todos los dioses en una sola figura como figura retórica. Otros apuntan la manera en que los escritos mesopotámicos muestran que estos antiguos experimentaban una sola deidad universal como presencia distante tras cada uno de los dioses particulares a los que rezaban. Como escribe Simo Parpóla en la introducción a su colección Assyrian Prophecies (Profecías asirias): «todas las distintas deidades concebidas como poderes, aspectos, cualidades o atributos de Ashur, al que a menudo se refieren como (el) Dios». Aunque la afirmación de Parpóla de que gran parte de la metafísica judía está basada en la profecía asiria ha sido rechazada de plano por sus colegas, incluso uno de sus críticos más feroces, Jerrold Cooper de la Universidad Johns Hopkins, está de acuerdo con que «para un mesopotámico, “el dios” y “los dioses” eran fundamentalmente el mismo poder divino que determinaba los destinos». Los fundamentos del monoteísmo que las tribus hebreas iban a hacer patrimonio del mundo estaban siendo dispuestos aquí en asiria, al final del segundo milenio a.C.

Esto no significa que los hebreos tomaran prestada la idea de un solo Dios omnipresente y ubicuo de predecesores asirios. Pero su nueva teología no era ni mucho menos un movimiento religioso radicalmente revolucionario y sin precedentes. La tradición judeo-cristiana-islámica que empezó en Tierra Santa no fue una ruptura total con el pasado, sino que creció a partir de ideas religiosas que ya habían arraigado en el norte mesopotámico en la Edad de Bronce tardía y la primera Edad del Hierro: la visión del mundo del reino asirio, que extendería su fe, así como su poder a través de Asia Occidental durante el curso de los siglos siguientes.

§. Ideología e imperio
Mientras tanto, los arameos seguían llegando a Mesopotamia desde el desierto y la estepa, arrebatando un territorio de la Asiria imperial que fue adquirido con tanto esfuerzo. En el siglo XXI, no nos resulta demasiado difícil imaginar cómo se sentían los asirios al respecto.

Hay momentos en la historia en que parece como si todo el mundo estuviera cambiando; parece que en el presente vivimos en ese tipo de mundo. Según las Naciones Unidas, «entre 1960 y 2005 se ha hecho más que doblar el número de migraciones internacionales, pasando de unos estimados 75 millones en 1960 a casi 191 millones en 2005». Más aun, nadie sabe cuántas migraciones ilegales y sin registrar deberían añadirse a ese total. Quizá tantas como un cuarto o un tercio más.

Estos desplazamientos de grupos e individuos son bastante diferentes de los desplazamientos históricos de pueblos enteros respaldados por fuerzas militares, como la entrada de germanoparlantes a mediados del primer milenio o las conquistas de Asia Central y Occidental a cargo de hablantes de turco durante la primera mitad del segundo. Las incursiones armadas pueden, por principio, resistirse militarmente. La migración resulta, al final, una fuerza más poderosa, porque es en última instancia irresistible: las leyes que introducen las naciones para limitarla no pueden desarrollarse.

Asiria no tenía más esperanzas de detener el flujo humano que las que tiene el gobierno británico de impedir las entradas ilegales al Reino Unido, aunque un foso natural rodee las islas británicas. Hay pocas esperanzas de que el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos tenga más éxito con su muro fronterizo que el del rey Shulgi de Ur y sus sucesores, cuya «muralla para mantener en el exterior a los amorreos» no consiguió prevenir la invasión última de los inmigrantes de toda la baja Mesopotamia y la fundación del Imperio paleobabilonio.

La región había experimentado oleadas regulares de inmigrantes semíticos de las estepas y los desiertos al oeste. En tiempos prehistóricos muy tempranos, los hablantes de lo que se convertiría en el lenguaje acadio habían llegado para unirse a los sumerios en la explotación de la fertilidad potencial de la planicie aluvial del Tigris y el Éufrates. Más tarde llegaron los semitas occidentales llamados amurra, amorreos. En la época de los asirios era el turno de los arameos.

Las migraciones masivas son resultado de dos fuerzas: una hacia adelante y otra hacia atrás. Los emigrantes han tenido siempre motivos para abandonar sus lugares de origen y apuntan a destinos que son particularmente atractivos. En nuestro propio tiempo, dejan sus hogares por el desempleo y la pobreza, la opresión política, económica y religiosa, la inestabilidad social y la guerra. Su objetivo es llegar a lugares que ofrezcan mejores perspectivas de futuro. Razones parecidas deben haber impulsado a los hablantes semíticos al Creciente Fértil en un flujo ininterrumpido desde el comienzo de la historia escrita. Pero aquello a lo que se enfrentaban los asirios cerca del final del primer milenio a.C. era una llegada de mayor magnitud, una campaña ocasionada por varios cambios severos del clima que volvieron inhabitables las tierras de alrededor.

Hay bastantes pruebas de que durante aproximadamente dos siglos, sobre el 1200 a.C., al este del Mediterráneo, las precipitaciones decrecieron aproximadamente un 20 por ciento y la temperatura media subió 2-3°. Eso habría sido suficiente para causar una hambruna generalizada entre aquellos que habitaban las estepas y los márgenes del desierto. Esto hizo que las tribus huyeran desesperadas en busca de supervivencia en todas direcciones: al norte hacia Asiria, al este, a la baja Mesopotamia, y al oeste, hacia la costa mediterránea; allí formaron pequeñas agrupaciones en tierras arrebatadas a sus antiguos ocupantes enemigos, ellos mismos debilitados por la hambruna debida al cambio climático. Una crónica asiria, escrita no mucho después, nos cuenta que «durante el trigésimo segundo año del rey Tukulti-apil-Esharra [1082 a.C.] el hambre era tan intensa que la gente se comía la carne unos a otros... Los clanes arameos inundaron la tierra, asediaron los caminos y conquistaron y tomaron muchas ciudades fortificadas de Asiría. Los ciudadanos de Asiria huyeron a las montañas... para salvar sus vidas. Los arameos se quedaron su oro y su plata y sus propiedades».

El cuadro se parecía incluso desde el otro lado del par étnico. Fue durante estos siglos de sequía, hambre y desplazamiento de población, los años en que los arameos inundaban la región, cuando la Biblia sostiene que los Hijos de Israel reclamaban lo que sería después conocido como Tierra Santa. Estas líneas del Deuteronomio 26 se leían anualmente durante el Festival de las Primeras Frutas en el Templo de Jerusalén: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como los inmigrantes, siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa». El gobierno egipcio se tomó mal lo que percibieron como una amenaza en un enemigo interior que se multiplicaba rápidamente. «Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre.» Así, continúa la Biblia, los hebreos fueron conducidos por Dios fuera de Egipto hacia la tierra de Canaán, donde se aprovecharon de la debilidad temporal de las principales potencias regionales para hacerse con el terreno para ellos. «Y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel.» Después de varias generaciones de vida tribal bajo el mando de jueces religiosos, de acuerdo a la tradición judía, el rey Saúl fundó un reino hebreo no mucho antes de 1000 a.C.

Los estudiosos discuten si se trata de historia o de un mito. Pero es cierto que en la tierra de Canaán empezó a formarse una identidad israelita, justo en el momento en que asiria estaba en su momento más débil y los textos se quejaban de la llegada de nuevas gentes al Creciente Fértil. En cualquier otro momento, no hubiera sido probable que se permitiera a las Doce Tribus establecerse como los señores de la Tierra Prometida.

Una vez más, las fronteras de asiria debían retroceder hasta rodear un núcleo irreductible. Mucho de lo que había sido territorio asirio durante varios siglos se dividía ahora entre lo que ellos consideraban reinos bárbaros. Una vez más, la ciudad de Ashur había perdido mucho de su interior más querido así como el control de las rutas de comercio que habían apuntalado su prosperidad y permitido su lujo. Ashur se veía reducida casi hasta la penuria.

La enseñanza que los gobernantes asirios extrajeron del desastre era que la única seguridad residía en poseer un poder militar incontestable. La guerra era demasiado importante para dejarla a la heroicidad romántica de reyes y generales. Si los métodos de combate tradicionales no podían imponerse siquiera a un enjambre de pastores de ovejas subidos a sus camellos, los gobernantes de Ashur se iban a concentrar en diseñar y construir una nueva maquinaria de guerra, una que nadie pudiera contrarrestar. Más aún, la única manera segura de impedir a la gente que inmigraba a Ashur era conquistar sus tierras de origen y regirlas con mano de hierro. El Imperio era una necesidad, no un lujo. Si ello causaba la impopularidad, que así fuera. Como lo iba a expresar un lema latino, supuestamente uno de los favoritos del enloquecido emperador romano Calígula, oderint dum metuank que me odien, mientras me teman.

El proceso de crear un ejército invencible no podía alcanzarse del día a la noche. Además, costaría mucho dinero, dinero que Ashur no tenía, con una base demasiado pequeña y demasiado pobre. Su único recurso era empezar por exigirles tributo a sus vecinos usando las fuerzas que le eran inmediatamente disponibles. Al menos al principio, los asirios compensaban la falta de hombres, material y técnica del ejército con ferocidad extrema.

Asiria descubrió pronto una verdad dolorosa: los imperios son como estafas piramidales, fraudes fiscales en que los primeros inversores obtienen sus pagos de los depósitos de nuevos inversores. El coste de mantener el territorio imperial puede sostenerse sólo con saqueos y tributos extraídos con nuevas conquistas. Los imperios deben seguir expandiéndose si no quieren venirse abajo. Así que, desde el principio del siglo x a.C., Asiria se propuso el proyecto de recuperar sus antiguas posesiones. Y entonces rebasarlas, abarcando una superficie mayor que cualquier imperio que se hubiera conocido hasta entonces. Se consiguió en el siglo VIII, durante el reinado del rey Tiglath-Pileser III. Se lo conoce por Pul en Reyes II 15:19, que debe haber sido su nombre personal y no real, donde obtiene la primera aparición de un emperador asirio en la historia bíblica: «Pul, rey de Asiria, vino contra el país».

La época de monarquía independiente en Israel y Judea coincidió con la época de mayor reexpansión imperial asiría, por eso la mayoría de nombres de los gobernantes que dominaron Asiria durante sus días de gloria nos son conocidos a través de sus aproximaciones bíblicas. Conocemos Salmanasar en lugar de Shulmanu-Asharidu, «(el dios) Shulmanu es el más grande»; Sargón en lugar de Sharru-kin, «el rey verdadero»; Senaquerib en lugar de Sin-Ahhe-Eriba, «Sin (la luna) ha reemplazado a mis hermanos; Asarhaddón en lugar de Ashur-Ahhe-Iddina, «Ashur me ha dado un hermano»; y Tiglath-Pileser, en lugar de Tukulti-apil-Esharra, «Mi confianza está en el heredero de Esharra», que era el gran templo del dios Ashur en Ciudad de Ashur.

El asalto de Tiglath-Pileser sobre Israel pasó en algún momento alrededor del año 740 a.C., durante el reinado de Menajem, decimosexto gobernante del reino hebreo del norte. No es que la violencia le fuera desconocida: Menajem se había hecho con el trono por medio de asesinatos y un golpe de Estado. En su lucha por consolidar su gobierno, el registro bíblico (siempre en contra del reino de Israel y a favor del reino de Judea) le atribuye atrocidades estremecedoras: «Entonces hirió Menajem a Tappúaj y a todos los que había en ella y a su territorio, a partir de Tirsá porque no le abrieron las puertas; a todas sus embarazadas abrió el vientre» (Reyes II 15:16). Sin embargo, incluso él se hubiera amilanado ante la visión del ejército de campo asirio alineado en plena formación de combate fuera de su ciudad capital de Shomron, no muy lejos de la Nablus actual.

Hasta entonces, varias generaciones de emperadores habían reformado el ejército asirio hasta convertirlo en la primera máquina de combate verdaderamente moderna, un modelo para todos los ejércitos futuros hasta la introducción de la mecanización y las armas de fuego. Las fuerzas habrían sido considerables, contando entre 30.000 y 50.000 hombres, equivalentes a cinco divisiones modernas, un contingente enorme para los criterios del día. Sin duda, el rey Menajem ascendería para ver mejor la línea de combate asiria, que se extendía hasta 2,5 kilómetros de largo y casi 200 metros de grosor, a la cima de la gran muralla de albañilería de piedra trabajada, erigida por su predecesor, el rey Omri, a lo largo de la acrópolis de la ciudad.

Habría visto, en el centro de la formación, el cuerpo principal de infantería, falanges compactas de lanceros, con la punta de su arma brillando al sol, cada una dispuesta en diez filas de 20 soldados. Se habría maravillado (y quizá estremecido) con la disciplina y precisión de sus maniobras, en contraste con el estilo un tanto relajado de ejércitos anteriores, porque las reformas habían introducido una estructura de mando altamente desarrollada y efectiva. Los hombres de infantería luchaban en escuadras de diez, cada una de ellas encabezadas por un suboficial y agrupadas en compañías de 5 a 20 escuadras bajo el mando de un capitán, un Kirsu. Todos estaban bien resguardados e incluso mejor equipados, porque asiria estaba poniendo sobre el campo de batalla a los primeros ejércitos con hierro: espadas de hierro, puntas de lanza de hierro, yelmos de hierro e incluso fragmentos de hierro como armadura en sus túnicas. Las armas de bronce no suponían una auténtica competencia: este material nuevo, que era más barato, más resistente, menos frágil, podía clavarse más hondo y mantenía una hoja más afilada durante más tiempo. Las vetas de metal no se encontraban al norte de Mesopotamia, así que no habían escatimado esfuerzos por poner bajo control asirio todas las fuentes cercanas del metal.

Los lanceros asirios eran también más ágiles que sus predecesores. En lugar de sandalias, ahora llevaban una invención militar asiria que se convirtió posiblemente en una de las más influyentes y más duraderas de todas: la bota militar. En este caso, las botas eran calzado de cuero hasta la rodilla, de suela gruesa con tachuelas y placas de hierro para proteger las espinillas, que hacía posible por primera vez luchar en cualquier terreno, al margen de su aspereza o su humedad, montaña o pantano, y en cualquier estación, invierno o verano. Se trataba del primer ejército para todo el año, para cualquier clima.

Tras las filas de lanceros marchaban los arqueros y honderos, mucho de ellos auxiliares extranjeros, también divididos en compañías, disparando sus proyectiles por encima de las cabezas de la infantería. Los arqueros estaban ahora equipados con un arma nueva, el arco compuesto, otra innovación asiria, construido al pegar varios materiales: madera, cuerno y resina. A pesar de que sufría más en tiempo húmedo que los arcos tradicionales hechos de una sola pieza de madera, exigía mucha más fuerza para cargar (según algunos investigadores, más allá del alcance de las habilidades deportivas modernas) y se necesitaba a dos hombres para encordar, se podía obtener un arma mucho más potente y, por tanto, más mortífera que las armas anteriores, completamente de madera.

A la cabeza iban las tropas de asalto: formaciones de carros, plataformas de proyectiles móviles, el equivalente antiguo de tanques. Ya no tiraba de ellos a paso lento un asno, sino unos animales mucho más rápidos, grandes y resistentes: los caballos. Cada carro era reforzado por hasta cuatro bestias y tripulado por un conductor que, conforme avanzaban las destrezas ecuestres, a veces montaba uno de los caballos y manejaba a los otros con un sistema de arneses, dejando sitio en la plataforma al arquero y dos escuderos para que combatieran con mayor libertad. Estos hombres iban también armados con lanzas, espadas y hachas, así que después del primer asalto podían desmontar y luchar como infantería pesada mientras el conductor devolvía su vehículo a terreno seguro.

La propia carrocería misma habría sido novedosa para el rey israelita. Por supuesto, los hebreos del norte destacaban en el uso de vehículos de combate tirados por animales. En el siglo siguiente, los carroceros israelitas figuraban prominentemente en la nómina de altos oficiales y oficiales ecuestres del ejército asirio, conocida como las Listas de Caballos. Pero probablemente le habría resultado desconocida otra innovación bélica que perduraría, introducida por los asirios: la caballería.

Si un conductor podía montar uno de los caballos del carro, entonces también podía montar un caballo sin un carro adosado. Estos guerreros, que llevaban espadas o arcos, montaban con bridas de estilo moderno, pero sin sillas ni estribos, que todavía no se habían inventado. En su lugar, se sentaban en mantas, fijadas en su lugar con cinchas, sostenes y fustes, y controlaban sus monturas con la presión de sus talones. Los caballos eran entonces tan importantes para la línea de combate asiría, que se importaban de lugares lejanos como Nubia, la Tierra de Kush (irónicamente, los israelitas estaban entre los intermediarios más importantes de este comercio) y las fronteras del Imperio habían sido reconfiguradas y agrandadas para incluir los mejores territorios de cría de caballos. Cada provincia tenía todo un organismo de oficiales, musarkisi, dedicados a proveer monturas para el ejército. Según los documentos que se han recuperado de la ciudad de Nínive, fueron capaces de asegurar unos 3.000 animales al mes, de los cuales un 60 por ciento estaban destinados a los cuerpos de carros, el 30 por ciento a la caballería y el resto a sementales. Un siglo más tarde, el emperador asirio Salmanasar III dijo haber empleado en combate unas fuerzas de unos 35.000 hombres, que comprendían 20.000 soldados de infantería, 1.200 carros y 12.000 jinetes. Se han podido exagerar perfectamente los números totales por su efecto propagandístico, pero las proporciones relativas probablemente reflejan la verdad.

Lo que Menajem debió ver desde lo alto de su muralla no fue sino la punta del iceberg. Reunir, aprovisionar y mantener en el campo de batalla una gran fuerza de combate como ésta habría requerido cambios profundos en la sociedad asiria, que para la época de Tiglath-Pileser III había sido militarizada por completo. El ejército se había convertido en el sentido de toda la nación asiria. Cada hombre adulto tenía el deber de servir a no ser que mandara un sustituto o pagara por su exención. Los tres rangos militares más altos, Comandante en Jefe, Comandante de la Derecha y Comandante de la Izquierda, eran también gobernadores de provincias. Los oficiales militares eran tratados en correspondencia con su título civil y parece haber poca o ninguna diferencia entre las categorías, como en la Edad Media europea, cuando títulos como duque, conde, caballero y señor se relacionaban al principio con el rango en el campo de batalla. Y, como en los días de la Edad Media, a los aristócratas asirios el rey les otorgaba tierras en premio al servicio militar del oficial: un sistema protofeudal.

Menajem sabía mucho de todo esto conforme miraba al ejército enemigo frente a su ciudad. Sabía demasiado bien lo que había pasado a aquellos que se habían resistido, puesto que los asirios se aseguraban siempre de que nadie permaneciera ignorante del castigo. De acuerdo con el principio de oderint dum metuant, el tatatarabuelo de Tiglath-Pileser había proclamado ante el mundo:

Construí una columna frente a las puertas de la ciudad y desollé a todos los jefes que se habían rebelado y cubrí el pilar con sus pieles. A algunos los empalé sobre estacas en la columna y a otros los até a estacas alrededor de la columna... Amputé los miembros de los oficiales... que se habían rebelado... A muchos cautivos... los quemé con fuego y a muchos los tomé como prisioneros. A algunos les corté la nariz, las orejas y los dedos; a muchos, les saqué los ojos. Hice una columna con los vivos y otra con cabezas, y clavé sus cabezas a troncos de árboles alrededor de la ciudad. A sus jóvenes y a sus doncellas los quemé con fuego... Al resto de sus guerreros, los hice consumirse de sed en el desierto del Éufrates.

Menajem pensó que no podía arriesgarse a la derrota ante un enemigo tan brutal y, en su lugar, pagó una generosa indemnización. En cualquier caso, pensaba que el apoyo de la superpotencia mundial reforzaría su capacidad de retener el trono del reino hebreo contra todos los contendientes, de que había cada vez más: «Menajem dio a Pul mil talentos de plata para que le ayudara a él y afianzara el reino en su mano. Menajem exigió el dinero a Israel, a todos los notables, que habían de dar al rey de Asiria cincuenta siclos de plata cada uno. Entonces se volvió el rey de Asiria y no se detuvo allí, en el país» (Reyes II 15:19).

La decisión y el gran coste merecieron la pena. Gracias al apoyo asirio, Menajem fue el único gobernante israelita durante este período anárquico que logró retener su posición y morir de causa natural en su cama. La transacción se confirma de manera lacónica en una de las inscripciones propias del rey de Asiria: «Recibí tributo de Kustashpi de Comagene, Rezón de Damasco y Menajem de Samaría [deletreado en cuneiforme como Me-ne-khi-im-me Sa-me-ri-na-a-a]».

Por el momento, el reino de Israel, al que los asirios llamaban Samaría (o a veces, la tierra de Omri, el poderoso fundador de la cuarta dinastía israelita, padrastro de la reina Jezabel, que había construido Shomron como su capital) estaba incluido entre los Estados que eran clientes del Imperio, sin llegar a ser incorporados materialmente en la propia Asiria. La política inicial del Imperio era permitir a aquellos cuya lealtad estuviera asegurada mantener su autonomía nominal, como los Estados principescos que seguían subsistiendo durante el Imperio británico en la India.

Como la Compañía Británica de las Indias Orientales, Asiria creció con la conquista y aseguración de puntos de la mayor importancia estratégica y económica, rutas comerciales y centros de distribución, y con el rodeo de lugares de menor importancia en la medida que no suponían amenaza a los intereses asirios. Más que un sólido bloque uniforme de posesiones, el Imperio siguió siendo una red abierta hasta bastante avanzada su historia. Como un historiador del período lo describe: «El imperio no es una tierra que se extiende, sino una red de comunicaciones sobre la que se transportan bienes materiales».

Por un largo período de tiempo hubo una distinción entre Asiria propiamente dicha, un territorio uniforme administrado de manera centralizada desde la capital, conocido para sus gobernantes y su gente como Mal Ashur, «la tierra de Ashur», y las zonas exteriores serviles pero distintas al dominio de Ashur. Sin embargo, si algún gobernante tributario rechazaba sus obligaciones o conspiraba para atacar o dañar los intereses de Ashur, era inmediatamente depuesto y se anexionaba su reino.

Con el tiempo, los huecos se iban rellenando a medida que la resistencia y la rebelión de los gobernadores sometidos menos maleables llevó a los emperadores asirios a atraer bajo su control directo a más reinos teóricamente independientes, como pasó cuando Oseas, rey de Israel (tres reinados pero sólo diecisiete años después de Menajem) dejó de pagar el tributo y empezó a conspirar junto al faraón egipcio para deshacerse del yugo asirio. Como se explica en Reyes, II, 17:4:

Pero el rey de Asiria descubrió que Oseas conspiraba, pues había enviado mensajeros a So, rey de Egipto [probablemente Orsokon IV, de la Dinastía XXII], y no pagó tributo al rey de Asiria, como lo venía haciendo cada año; el rey de Asiria lo detuvo y lo encadenó en la cárcel.
El rey de Asiria subió por toda la tierra, llegó a Samaria y la asedió durante tres años. El año noveno de Oseas, el rey de Asiría tomó Samaria.

Sargón mismo describió así el evento: «Cerqué y conquisté Samaría. Expulsé a 27.920 de sus ciudadanos; de entre ellos, formé un contingente de 50 carros. Hice que los que quedaran asumieran posiciones sociales. Nombré sobre ellos uno de mis hombres y les impuse el tributo del antiguo rey».

Era el fin del reino hebreo del norte y (según la tradición religiosa) de las diez tribus que lo habitaban. Se trajo a gente de otros lugares para reemplazar a los que habían deportado. El propio territorio se incorporó a la misma Asiria y perdió su identidad. Los anales reales asirios solían narrarlo así: «a la tierra de Ashur he sumado tierra, a su gente, he sumado gente».

Así, para el final de sus días, el Imperio Asirio Nuevo se había convertido, por accidente o deliberadamente, en un simple bloque de territorio enorme que incorporaba casi todo el Oriente Próximo, extendiéndose a lo largo y ancho del Creciente Fértil, de la costa mediterránea a la cima del Golfo, de Egipto a Elam, un terreno en que cada habitante era considerado ciudadano asirio; como en el Imperio romano, después del emperador Caracalla, cada habitante libre podía decir civis Romanus sum (soy ciudadano romano). Porque los imperios no pueden sostenerse sólo por la fuerza. La población sometida sólo se someterá al poder militar por un tiempo. Debe haber también una creencia; debe haber unos principios. El Imperio Asirio Nuevo descansaba sobre una firme ideología que siguió siendo un modelo para el imperialismo a lo largo de la historia.

Debe haber sólo una tierra. Todo territorio asirio, no importa si conectado directamente con el territorio central o separado por Estados serviles, era considerado una provincia igual de «la Tierra», como parte segura del patrimonio nacional de la ciudad de Ashur. Imperios anteriores habían permitido a sus posesiones aisladas retener un sentido de identidad étnica y los habían gobernado a través de elites locales al servicio del sistema imperial. El menor signo de debilidad del centro terminaba en revueltas e insurgencia. El Imperio asirio era una unidad simple, sus partes constituyentes estaban tan integradas en la madre patria como lo estaban las posesiones imperiales de ultramar de la Francia moderna.

Debe haber un solo pueblo. Todos los que vivían en Asiria eran asirios, sin importar el lenguaje que hablaran o las costumbres que siguieran. Todos estaban sujetos a las mismas obligaciones y derechos, los mismos impuestos y reclutamiento. De ahí las más conocidas penas impuestas a los Estados conquistados: la deportación de la población y su reemplazo por otros residentes, habitantes de algún otro lugar del Imperio. Desde el punto de vista asirio, esto no era un castigo. Era el crisol asirio, una manera de asegurarse de que, con el tiempo, se olvidase cada etnia que no fuera asiria y cada lealtad que no fuera al Imperio. La desaparición de las Diez Tribus de Israel en la población asiria general demuestra lo bien que funcionaba esta medida, incluso con gente tan enconadamente dedicada a preservar su identidad como son los hebreos.

Sólo puede haber un líder. Gobernantes mesopotámicos anteriores habían sido admirados, idolatrados e incluso deificados. Se presentaban a sí mismos como sirvientes, así como representantes terrenales de autoridades divinas, que eran los verdaderos agentes de la historia. Por el contrario, los emperadores asirios eran la expresión última de su nación: Asiria personificada. La imagen de los emperadores asirios como déspotas de la peor clase, que se permitían una crueldad vil y un lujo depravado, como los describen los autores griegos clásicos y los representaban los pintores orientalistas como Delacroix en La muerte de Sardanápalo, está muy alejada de las versiones que encontramos en los documentos asirios. «Para los asirios, un rey que se mezclara en excesos y crueldades hubiera sido una abominación», escribe Simo Parpóla, «su realeza era una institución sagrada arraigada en los cielos y su rey era un modelo de perfección humana, entendida como un prerrequisito para la salvación personal del hombre». Israel Finkelstein, profesor de arqueología de la Universidad de Tel Aviv, sugiere que para una imagen de lo que parecía la corte asiria durante finales del siglo VIII y el siglo vil a.C. (de los reinados de Tiglath-Pileser III a Asurbanipal), uno no tiene más que mirar al Libro de los Reyes y su descripción del rey Salomón, su riqueza, su sabiduría, sus mujeres. Esta imagen, considera Finkelstein, tiene poco que ver con la realidad de un cacique rústico de las montañas del siglo x; en realidad representa «una visión de la realeza asiria como el ideal último». El gobernante de la Tierra de Ashur era conocido como «la persona perfecta», la misma expresión que hoy se aplica en árabe, al-Insan al-Kamil, al Profeta Mahoma.

Sólo puede haber un dios. Ashur era omnipresente a lo largo del Imperio. Tenía un solo templo, el Esharra, en su propia ciudad; también era un modelo para los hebreos de Judea, pues «quitó los altos, derribó las estelas, cortó los cipos» (Reyes II 18:4), y por primera vez centralizaron su fe en el templo del Señor en Jerusalén. Sin embargo, al mismo tiempo, Ashur puede ser (debe ser) honrado en cualquier lugar y en todos los lugares: la primera divinidad misionaría. Tiglath-Pileser escribió en la historia de una de sus victorias: «Impuse sobre ellos el pesado yugo de mi impelió. Los uní al culto de Ashur, mi Señor». Cierto, los dioses retenían a sus seguidores. Los ritos de Ishtar continuaban en Nínive; el culto a Sin, la luna, no cesó en Harrán. Pero se animaba al Imperio entero a comprender que éstos eran de alguna manera reflejos, aspectos, manifestaciones de una sola mente divina, omnipotente, omnipresente y universal, crecientemente identificada con Ashur. Fue Ashur quien proveyó la lógica del Imperio. Como el Dios cristiano de los bizantinos y el Dios musulmán de los califas, El había decretado que su culto y su adoración se extendieran a lo largo de la región. Y su representante terreno era el emperador asirio.

Así que podríamos, quizá tendenciosamente, resumir la ideología imperial asiria en la sucinta frase «una tierra, una gente, un líder». Suena más familiar en alemán: Ein Reich, Ein Volk, Ein Führer. Sin embargo, aunque hubiera habido sólo una tierra y sólo un líder, la desafortunada división de los súbditos de Hitler en Arier y Untermenschen, arios e infrahumanos, habría sido considerada por los asirios como una traición criminal. Como demuestran los textos, todos los asirios eran considerados iguales, fueran deportados extranjeros o de ancestros nativos, como las qinnate sha Nimia labinita, las «familias de tiempos antiguos de Nínive». A los recién llegados se les explicaban sus obligaciones. «A las gentes de los cuatro [límites del mundo], de lenguas extranjeras, distinto acento, habitantes de regiones montañosas y de los valles... a las órdenes de Ashur, mi señor, volví de una lengua y así las acordé. Nombré nativos de Asiria, señores de todas las artes, que los supervisaran y comandantes que les enseñaran buenas maneras y reverencias al dios y al rey.»

El éxito de esta política queda demostrado en los nombres extranjeros que llevan los oficiales. Grisapunu, gobernador de Rasappa, debió ser un fenicio, como lo fue el famoso Ahiqar, «guardián del grabado del rey y consejero de toda Asiria» bajo el reinado de Asarhaddón (su historia iba a convertirse en un clásico de las literaturas siria, árabe, etíope, armenia, turca y eslava) . Los gobernadores provinciales y de distritos, Gulusu, Arbaya y Adad-suri tenían nombres arameos. También Hanunu, «comandante de la guardia de eunucos»; Salamanu, «comandante de la guardia de la Reina Madre» y Abdi-ili de Ashkelon, «tercer hombre del carro del eunuco jefe». Qu’yah, Hilqi-yah, Giri-yah y Yah-suri, oficiales «residentes de las fortalezas», según muestran sus nombres, debieron ser adoradores israelitas del Dios hebreo.

Sin embargo, esta política de inclusión e igualdad para todos iba a tener profundas consecuencias. Los nuevos asirios, hablantes de arameo, pronto sobrepasaron en número a los antiguos. De esta manera, no pasó mucho hasta que los usuarios del dialecto acadio original de Asiria se redujeron a una minoría en su propia tierra. Por supuesto, los estudiosos y los académicos se adhirieron tenazmente a sus tradiciones, aunque no podían detener el lento pero inexorable progreso de la nueva lengua, que se convirtió primero en una lengua oficial alternativa y, finalmente, en el principal lenguaje político del Imperio.

Por lo tanto, la política y los principios imperiales se encargaron de que el arameo condujera a su fin a dos mil años de civilización levantados sobre las lenguas sumeria y acadia. Pero paradójicamente, aseguró al mismo tiempo su inmortalidad.

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Capítulo 10
Pasando el relevo: Un final y un principio

Después del 700 a.C.

§. El arma secreta
Un erudito asirio, escritor de épicas y anales de la casa real, como el recopilador de la Crónica de Tiglath-Pileser II, inscrita en una tablilla de arcilla rojiza (cuya parte superior está ahora en el British Museum, etiquetada como k3751), versado en las tradiciones del pasado de Mesopotamia, convencido de la superioridad de su civilización sobre otras formas de vida, y observando que los hablantes arameos prometían convertirse en mayoría dentro de la población del Imperio, podría haberse consolado con el pensamiento de que no era nada nuevo. Durante miles de años, los forasteros habían entrado en Mesopotamia como conquistadores o inmigrantes; gutis, elamitas, amorreos, casitas y otros más. Todos ellos, o fueron expulsados o quedaron tan completamente absorbidos que desaparecieron como grupos étnicos discretos, y contribuyeron al progreso de la cultura acadio-sumeria que habían adoptado.

Sin embargo, esta vez, con la nacionalización de los hablantes arameos como ciudadanos asirios, el resultado iba a ser muy diferente. El motivo es que los arameos trajeron un arma secreta tan abrumadoramente poderosa que era capaz de detener la larga tradición mesopotámica, aplastarla de manera definitiva y tapar los restos tan completamente como para hacer desaparecer de la superficie de la tierra toda evidencia directa del esplendor de dos milenios y medio. Y al mismo tiempo empezar la siguiente etapa de la historia, cuyo final vivimos ahora nosotros, pasando el relevo de la civilización a otros y estableciendo las bases del mundo moderno. El arma con el que este logro colosal se efectuó fue una manera completamente nueva de inmovilizar en el tiempo la evanescente habla: el alfabeto. La letra «K», escrita por el British Museum en el borde superior de la Crónica de Tiglath-Pileser, simboliza la victoria de la nueva escritura sobre la antigua y, por tanto, del nuevo mundo sobre el antiguo.

Actualmente se piensa que, así como el cuneiforme se inventó en primer lugar por los contables y luego fue desarrollado por los escribas y eruditos, parece que el alfabeto tuvo unos orígenes mucho más plebeyos. Los últimos descubrimientos arqueológicos sugieren que la escritura alfabética fue la brillante idea de un grupo de trabajadores semitas expatriados que residían en Egipto a principios del segundo milenio a.C. Inspirados por el sistema de escritura pictográfica egipcio (hoy llamados jeroglíficos: signos sacerdotales), inventaron una taquigrafía para usarla en su propio lenguaje. John Wilford, profesor de estudios de Oriente Próximo en la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, dijo que fue «la genialidad accidental de ese pueblo semita, al principio iletrado, que vivió en una sociedad ultraletrada. Únicamente un escriba instruido durante toda su vida podía manejar tantos tipos de signos diferentes en la escritura formal. Por eso, esa gente adoptó un sistema de escritura primitivo en el interior del sistema egipcio; algo que podían aprender en unas horas y no en el curso de una vida. Fue un invento utilitario para soldados, comerciantes y mercaderes».

A partir de este humilde comienzo, se desarrollaron cada uno de los alfabetos y los sistemas de escritura silábica (símbolos que representan sílabas completas en vez de letras individuales) que se utilizan en todo el mundo: desde nuestro alfabeto latino, griego y ruso, hasta la escritura de la India, el Tíbet y Mongolia. Naturalmente, muchos signos alteraban su forma en el proceso de transformación, por ejemplo, al alfabeto latino o griego, aunque no todos. Nuestra letra «A», que una vez representaba la cabeza de un buey con cuernos vista de frente, se invirtió, pero es aún reconocible; la «L», la «M» y la «N» tampoco han cambiado mucho. Cuando llamamos alfabeto a la lista de letras, estamos recordando las palabras semíticas con las que denominaron a las letras; la primera se refería a aleph (buey), y la segunda a bet (casa).

La utilización de esta taquigrafía de obreros se extendió rápidamente entre los hablantes de la costa este del Mediterráneo, los cananeos y los fenicios; gracias a su difundido imperio comercial, lo extendieron a lo largo de toda la región, en donde cada lenguaje adaptaba sus principios a sus propias necesidades.

La escritura aramea estaba asociada con la gente común trabajadora, mientras que el cuneiforme se asociaba con los eruditos y la élite; al tener relativamente pocos signos (menos de treinta), podía aprenderse en una pocas semanas, a diferencia del cuneiforme que exigía un intenso estudio de años para dominarlo. Podía escribirse en casi cualquier superficie, tintado en fragmentos de vasijas, hojas o huesos, escrito con tiza en los muros, rascado en el polvo con un palo afilado, así como caligrafiado formalmente en pergaminos o papiros; en cambio, el cuneiforme exigía cierta destreza y experiencia incluso para preparar las tablillas de arcilla. No es extraño que el alfabeto se extendiera mucho más rápido que antes y de forma más amplia a través de la sociedad.

El hecho de que el arameo pudiera escribirse fue lo que hizo que no desapareciera como el habla de los grupos de inmigrantes anteriores. El hecho de que los hablantes arameos superaran en tanto a los hablantes acadios garantizó que el nuevo lenguaje se estableciera rápidamente como segunda lengua nacional y finalmente como principal lengua oficial del Imperio e instrumento del gobierno; también se convirtió en la lengua franca de toda la región, relegando al acadio al mismo papel que había tenido antes el sumerio: el lenguaje de la diplomacia, de la erudición y de la religión. La común analogía que se hace entre el uso del lenguaje sumerio por los mesopotámicos y el uso del latín en la época medieval, debería cambiarse. Si el acadio era el nuevo latín, entonces el sumerio fue lo que el griego representó para la Europa medieval.

Durante mucho tiempo, los asirios más cultos debieron ser totalmente bilingües, desenvolviéndose igual en arameo y en asirio. Empezaron a representarse parejas de escribas en esculturas, muros y frescos; uno inscribiendo en la tablilla de arcilla, y el otro en piel o papiro. Por supuesto no se trataba de un registro fotográfico; podía ser más simbólico que realista, y los estudiosos difieren en su interpretación. Pero como cada clase de escritura está restringida a su propio lenguaje (el asirio siempre se escribió en cuneiforme y el arameo alfabéticamente), si los escribas de alfabeto y de cuneiforme realizaban un dictado juntos, uno de ellos debía estar haciendo traducción simultánea de lo que se estaba dictando.

Cuando se reemplazan las lenguas oficiales de un Estado, siempre hay grandes repercusiones. En este caso, no sólo afectaron a los asirios de la época antigua sino a los modernos arqueólogos: el cambio de lenguaje y escritura significó el inminente final de nuestra rica herencia de textos antiguos. Las tablillas de arcilla son prácticamente indestructibles, sobre todo si están horneadas en terracota, intencionadamente o en una conflagración, como ocurrió con muchas durante la violenta destrucción de edificios en los que estaban almacenadas. Aunque estuvieron abandonadas durante milenios, conservan perfectamente los textos que estaban grabados en su origen. Esto no ocurría con los materiales orgánicos, el papiro o la piel, en los que se registraba el arameo. Aunque no ardan, esos soportes se corrompen y desaparecen normalmente en pocas décadas o menos. Como consecuencia, nuestro conocimiento de los últimos siglos de la civilización mesopotámica está limitado. Salvo pocas excepciones, sólo sabemos que los antiguos prefirieron escribir en lo que luego se convirtió en el lenguaje de eruditos, sacerdotes y anticuarios. Para los asirios, fue la advertencia de un desenlace devastador: la pérdida para el mundo de toda su historia.

No tenemos ejemplos en la época moderna para comparar e intentar comprender las consecuencias de lo que estaba pasando en las letras asirias. Lo más cercano que tenemos es la reforma del lenguaje turco de los años veinte, introducida por Mustafá Kemal, posteriormente llamado Atatürk, fundador y primer presidente de la moderna República Turca que reemplazó al antiguo Imperio otomano de casi 500 años. En 1928, fue prohibido en el país el uso de la grafía árabe y fue sustituida por un alfabeto latino modificado. Aunque al principio hubo resistencia, las reformas se llevaron a cabo en un plazo corto. En un año, el uso de la escritura árabe se convirtió en un delito. Por tanto, todo el país se convirtió de golpe en analfabeto. El propio Atatürk viajó por toda Turquía con una pizarra y una tiza, improvisando clases para leer y escribir en plazas comerciales y estaciones de tren. Más tarde, con el establecimiento, en 1932, de la Türk Dil Kurumu (la Sociedad de la Lengua Turca), se erradicaron numerosas palabras y expresiones árabes y persas, usadas en la época otomana, y fueron reemplazadas por el habla popular turca y nuevas formas acuñadas. Todos los turcos tuvieron que aprender de nuevo a hablar. Las generaciones siguientes, a las que sólo se les había enseñado la nueva grafía y el nuevo lenguaje «purificado», no podían leer textos escritos antes de 1928. Como resultado quedó abolido todo el pasado de la nación turca y se erradicó la época otomana de la conciencia popular. Y éste era, para bien o para mal, el pretendido objetivo de Atatürk.

¿Pudieron sospechar los asirios que les llegaría una situación así? A medida que se producía la invasión del arameo, ¿pudieron imaginar que todo el conocimiento de la larga historia de sus logros se perdería algún día? Parece que sí lo pensaron; tuvieron un presentimiento de que la larga tradición acadio-sumeria (de la que eran orgullosos herederos) estaba por primera vez bajo una seria amenaza.

El primer signo del miedo a que los logros del pasado pudieran perderse, o incluso olvidarse su propia existencia, fue el establecimiento de la Biblioteca Real en el palacio de Nínive, por el último gran emperador asirio, Asurbanipal, que reinó aproximadamente entre el 668 y el 627 a.C. Esta no fue ni la primera ni la única gran recopilación de documentos que se había hecho en la antigua Mesopotamia, pero parece que fue especialmente fundada para preservar la herencia del pasado. La preocupación del rey por conservar los abundantes escritos de su cultura cuneiforme, que serían leídos por eruditos de un futuro lejano, se ve claramente por el colofón que aparece junto a muchas de las tablillas almacenadas: «Por los días lejanos».

No sabemos cuántos gobernantes asirios eran cultos o capaces, al menos, de leer cartas y enviarlas sin tener que depender de secretarios que se las leyeran en voz alta. Esta destreza pudo ser muy apreciada, pero no para demostrar una cultura superior en los reyes o su prodigio mental, sino para estar más seguros de lo que realmente pasaba a su alrededor. Es fácil imaginar a los escribas filtrando con cuidado lo que le dicen al monarca. Muchos pudieron tener miedo de ser los portadores de malas noticias, sobre todo si el monarca era irascible, propenso a explosiones de mal carácter, y castigaba al mensajero por el mensaje. Esta censura poco conocida se hace explícita en la advertencia que encabezaba una carta dirigida al palacio: «Quienquiera que seas, escriba que vas a leer esta carta, no ocultes nada al rey, mi señor, para que los dioses Bel y Nabu hablen amablemente de ti al rey».

Asurbanipal fue más allá de la mera habilidad de leer, y afirmó su dominio completo de todas las artes de la escritura.

Yo, Asurbanipal, en el palacio, conocedor de la sabiduría de Nabu [dios del aprendizaje]. Todo el arte de la escritura... de cualquier tipo dominé por mí mismo... Leo las astutas tablillas de arcilla de Sumeria y el oscuro lenguaje acadio, que es difícil de utilizar correctamente; me deleitaba leer piedras inscritas de antes del diluvio.

No sólo podía leer sino también escribir.

Escribí en tablillas lo mejor del arte de la escritura, obras como las que ningún rey que me precedió nunca aprendiera, recursos de cabo a rabo, selecciones no canónicas, enseñanzas sabias, todo lo perteneciente al dominio médico de [los dioses] Ninurta y Gula y lo revisé, cotejé y deposité en mi palacio para examinarlo atentamente y leerlo.

(Puede que haya pruebas reales de su destreza para la composición en cuneiforme: han sobrevivido algunas tablillas con la inscripción «Asurbanipal, rey de Asiria», que claramente no parecen de un experto.)

Parece que este monarca culto y bien instruido no reunió su biblioteca por mera vanidad. Escribió a las cuatro regiones de su Imperio dando instrucciones de que cualquier texto que estuviera disponible en la zona, debería enviársele a Nínive. Por ejemplo, tenemos su carta al gobernador de Borsippa, una antigua ciudad cercana a Babilonia: «Comunicado del rey a Shadunu: Me encuentro bien. Estese tranquilo. El día que reciba mi tablilla, coja a Shuma, el hijo de Shum-ukin, a su hermano Bel-Etir, a Apla, el hijo de Arkat-Ilani, y al experto de Babilonia que conoce; saque todas las tablillas que hay en sus casas y aquellas depositadas en Ezida [el principal templo de Borsippa, la ciudad del dios Nabu]». No sólo estaba preocupado por amasar la colección más grande posible, sino que quería asegurarse de que hubiera copias de cada obra importante en el canon mesopotámico. La carta continúa con una lista de oraciones, conjuros y otros textos identificados, como solía hacerse en la época antigua, a partir de las primeras palabras. Quiere la serie de tablillas llamadas «Batalla» y «Su sangre»; «Que en la batalla la lanza no llegue cerca de hombre alguno» y «Descansad en campo abierto y volved a dormir en el palacio». Además, ordena que Shadunu recopile todo lo que pudiera faltarle a la biblioteca del palacio.

Busque y envíeme... rituales, oraciones, piedras grabadas y todo lo que sea útil para la realeza, como textos expiatorios para las ciudades, para evitar el mal de ojo en momentos de pánico, y cualquier cosa que se necesite en palacio, todo lo que esté disponible, y también tablillas raras de las que no existan copias en Asiría.
He escrito al supervisor del templo y al magistrado principal diciendo que va a colocar las tablillas en su almacén y que nadie le oculte ninguna tablilla. Y en caso de que viera alguna tablilla o texto ritual que yo no haya mencionado y que sea apropiado para el palacio, examínela, tome posesión de ella y envíemela.

Por medio de un feliz golpe de suerte, el objetivo de Asurbanipal de preservar en su archivo los frutos literarios de la cultura acadio-sumeria «por los días lejanos» tuvo éxito. Su biblioteca se encuentra entre los primeros descubrimientos realizados por los pioneros de la arqueología mesopotámica en las décadas de 1840 y 1850, cumpliendo con la expectativa del rey de que su colección ayudaría, un día, a devolver a la memoria la riqueza intelectual de su civilización. La excavación en lugar de la antigua Nínive, el moderno Kouyunjik, proporcionó una base de textos y fragmentos de textos, unos 30.000 en total, con miles de documentos independientes: anales, mitos, épicas, oraciones, conjuros, glosarios, listas de presagios, ejercicios matemáticos, tablas astronómicas y tratados médicos; un regalo para los eruditos que trabajaban entonces en la decodificación y traducción del cuneiforme. Había incluso un detallado catálogo de las adquisiciones, en el que anotaban la procedencia de los objetos de la colección del rey. Por ejemplo: «Una tablilla en una sola columna contra la brujería, [escrita por] Mushezib-Nabu, hijo de Nabu-Shum-Ishkun, escriba del rey de Babilonia. Dos de “Lamentaciones”, una del “Libro de sueños”, en total ciento veinticinco tablillas, [escritas por] Arrabu, exorcista de Nippur».

Sin embargo, el lado negativo del temprano descubrimiento de la biblioteca de Asurbanipal fue que las técnicas primitivas de excavación y la carencia de una adecuada administración de registros provocaron que tablillas procedentes de diferentes construcciones, e incluso de excavaciones distintas, acabaran irremediablemente mezcladas. Hoy en día continúa el trabajo de clasificación del desorden, y el de encontrar coincidencias entre los fragmentos y reunirlas.

El hombre a quien se atribuye el descubrimiento de la Biblioteca de Asurbanipal fue Austen Henry Layard, un aventurero británico de origen francés, diplomático y político, cuyas excavaciones en las ciudades enterradas de Asiria, a pesar de darle fama mundial, ocuparon poco más de cinco años de su larga y exitosa vida. La mayor parte del trabajo fue muy convenientemente organizado y supervisado (y continuado, después del regreso a la política de Layard) por una persona de etnia asiria es decir, un lejano descendiente del propio pueblo de Asurbanipal. Layard escribió elogiosamente de Hormuzd Rassam en su relato de las excavaciones: «Al señor Hormuzd Rassam, que me acompañaba normalmente en mis viajes, le fueron confiadas, como antes, la supervisión general de las operaciones, el pago de los trabajadores, el arreglo de las disputas, y otras tareas; sólo podía llevarlo a cabo alguien tan familiarizado como él con los árabes y los hombres de varias sectas empleados en los trabajos, y con gran influencia personal sobre ellos».

No hay pruebas de la condescendencia e incluso el desprecio con el que los «orientales», por definición sucios, débiles y poco fiables, fueron tratados por los europeos del siglo XIX. Sir Henry Rawlinson, que desempeñó un importante papel en la decodificación del cuneiforme, sólo sentía desdén hacia Rassam, y se esforzaba por excluirlo de cualquier función oficial en las excavaciones. Layard, el futuro subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, mostraba una actitud muy diferente hacia quien era su mano derecha asiria.

Por sus infatigables esfuerzos, y el fiel y puntual desempeño de todas las obligaciones que se le imponían, por su inagotable buen humor, unido a su necesaria determinación, por su completo conocimiento del carácter árabe, y por el afecto con que fue considerado hasta por el más salvaje de los hombres con quienes tuvimos contacto, los fideicomisarios del British Museum le deben, no sólo gran parte del éxito de estas investigaciones, sino la economía con la que pude realizarlas. Sin él, habría sido imposible lograr la mitad de lo que se ha hecho con los medios que disponía.

No es difícil imaginar la emoción que ambos sintieron cuando ellos y su equipo se convirtieron en las primeras personas en dos mil quinientos años que exploraron los restos de los suntuosos palacios de los emperadores asirios, para descubrir pasadizos y grandes cámaras protegidos por colosales toros alados con cabeza humana, lamassu, portando la corona con cuernos de la divinidad, y revestidos con exquisitos, aunque frecuentemente macabros, bajorrelieves. Al final de un túnel se encontraron con dos figuras enormes, de las que sólo permanecía la mitad inferior, pero en las que se reconocía al instante a los servidores vestidos de pez de Enki o Ea, el dios de Eridú, el primero en enseñar a la humanidad el arte de la civilización. Ése fue el momento histórico en el que las glorias de la literatura antigua estaban a punto de introducirse en el mundo moderno.

La primera entrada, vigilada por los dioses-pez, conducía a dos pequeñas cámaras abiertas la una a la otra; en su momento estuvieron recubiertas de bajorrelieves, pero la mayor parte han sido destruidos. Layard, en primer lugar, explica lo que en su día fue una noción nueva para el gran público: los antiguos mesopotámicos usaban tablillas de arcilla como instrumento para su escritura, porque faltaba tiempo todavía para que el desafío que la Royal Asiatic Society planteara a cuatro hombres descifrar el cuneiforme.

Parece que las cámaras que estoy describiendo fueron utilizadas como almacén del palacio de Nínive para estos documentos. Estaban llenas a partir de una altura de unos 30 centímetros desde el suelo; algunas tablillas estaban enteras, pero la mayoría rotas en muchos fragmentos, probablemente al haberse caído de la parte alta del edificio. Las había de diferentes tamaños; las más grandes eran planas y medían unos 23 centímetros por 160; las más pequeñas estaban ligeramente abombadas, y algunas no medían más de dos centímetros y medio, pero contenían una o dos líneas de escritura. En la mayoría de ellas, los caracteres cuneiformes estaban marcados de forma extraordinaria y muy bien definida, pero en algunas ocasiones tan minúsculo que casi se hace ilegible sin unas lentes de aumento.

Como en tantas ocasiones, el descubrimiento de la colección de documentos de Asurbanipal se lo debemos a una catástrofe: la destrucción del palacio en el que se albergaban, «el derrumbe de la parte superior del edificio» y su milenario entierro bajo los montones de escombros. Sin embargo, sabemos cómo era el aspecto de la habitación gracias a un archivo fechado probablemente un siglo después, que contenía 800 tablillas, intactas y conservadas en estanterías encasilladas que se alineaban en las paredes de la habitación, cuidadosamente clasificadas y claramente etiquetadas. Este archivo fue descubierto en 1986 en las ruinas de la ciudad de Sippar, al norte de Babilonia. Contiene pocos documentos nuevos para los estudiosos, pero su perfecto estado de conservación prometía cubrir los huecos de los textos ya conocidos: «el tipo de descubrimiento que uno espera cien años para ver», dijo el conservador de la colección babilónica de la Universidad de Yale.

Como la política del siglo XIX para el envío de estos documentos en masa a los museos europeos había sido abandonada mucho tiempo, la biblioteca de Sippar formó parte de la incomparable colección de tablillas de más de 100.000 documentos del Museo Nacional de Antigüedades de Iraq. Fue saqueada tras la caída de Saddam Hussein; se forzaron las cajas de madera que contenían la colección y se quemaron los catálogos que registraban sus contenidos. No hay mucha esperanza de recuperarlos. «Pones esas cosas en la parte trasera de un camión y conduces por una carretera llena de baches», se lamentaba un arqueólogo, «y muy pronto tienes un saco de polvo».

Así fue como los enemigos de Asiria fracasaron definitivamente en su objetivo cuando devastaron Ashur y Nínive en el 612 a.C., sólo quince años después de la muerte de Asurbanipal: borrar a Asiria de la historia. La antigua destrucción fue tan completa que cuando el historiador griego Jenofonte y su ejército mercenario se retiraron del lugar de Nínive en el 401 a.C., no fueron conscientes de ella. Según el escritor

satírico Luciano, un asirio que escribía en griego, «Nínive está tan destruida que no es posible decir dónde estaba. No queda ni rastro de ella». Era la consecuencia prácticamente inevitable de la política del imperio de oderint dum nietuanl: Que me odien mientras me teman. Porque cuando se supera el miedo, el odio permanece. Fue una lección completa para los Estados, incluso los de hoy en día, cuyas relaciones con los vecinos están basadas en el mismo principio.

§. Una terrible derrota sobre un gran pueblo
El principal factor, y beneficiario, de la conquista de Asiría y la destrucción de sus ciudades fue la tierra con la que los imperialistas del norte habían tenido una relación ambivalente durante mucho tiempo: Babilonia. Los gobernantes asirios lo intentaron todo para dominar y controlar a sus vecinos del sur. Algunos, como Tiglath-Pileser III, impusieron un control directo, al crear una monarquía dual, denominándose a ellos mismos rey de Asiria y Babilonia; otros lo intentaron colocando en el trono de Babilonia a un familiar cercano (y con la esperanza de que fuera leal); incluso, otros seleccionaron a un nativo de Babilonia como rey interpuesto. Al final, ninguna de estas opciones resultó un éxito; las rebeliones y revueltas fueron muy frecuentes y fueron sofocadas con gran severidad.

Las dificultades de Asiria eran generadas por el hecho de que en Babilonia, al igual que en Asiria llegó un torrente de nuevos inmigrantes nómadas semitas. En el sur, los principales inmigrantes fueron personas emparentadas con los arameos, aunque no idénticas: los kaldi, los caldeos. Se definían a sí mismos como defensores de la independencia de Babilonia y lucharon arduamente contra la dominación asiria. La compleja, caótica y violenta historia política de la época se ejemplifica en los turbulentos acontecimientos que tuvieron lugar en los cien años siguientes a la anexión israelí de Asiria, en el 721 a.C.

Todo comenzó en la época de la campaña asiria del emperador Sargón II. Un príncipe caldeo y líder del clan Bit-Yakin, llamado Marduk-Apla-Iddina, cuyo nombre bíblico es Evilmerodac Baladan, tramó la ocupación del trono de Babilonia durante unos diez años, en desafío a los intentos de expulsarlos que llevó a cabo el rey asirio. Finalmente, Sargón consiguió conducirlo al exilio en Elam, y se proclamó rey de Babilonia. Pero tras la muerte de Sargón en combate, Marduk-Apla-Iddina regresó enseguida. Senaquerib, el hijo de Sargón, dirigió su ejército contra este atacante reiterado, que se retiró a su base en los pantanos que rodean la parte alta del Golfo, mientras que el rey asirio intentaba apaciguar la susceptibilidad de los babilonios, nombrando rey a un tal Bel-Ibni, un nativo de Babilonia, aunque era un aristócrata que había pasado su infancia en los palacios asirios de Nínive. Sin embargo, Bel-Ibni también se rebeló contra la hegemonía asiria, y Senaquerib fue obligado a reemplazarlo con su propio hijo, Ashur-Nadin-Shumi. Mientras los asirios intentaban conducir a Marduk-Apla-Iddina hasta su reducto en las húmedas tierras del sur, el rey de Elam, el eterno enemigo de Mesopotamia, aprovechó la ocasión para organizar un ataque a Babilonia, imponer un gobernante elegido por él, y llevarse encadenado al hijo de Senaquerib (nunca se volvió a oír de él). Senaquerib regresó a Babilonia, capturó al arribista elamita y luego se encaminó al este para castigar a los elamitas con un asalto a Susa, su capital. Si embargo, mientras él estaba ocupado, otro príncipe caldeo trepó al trono de Babilonia. En un ataque de furia, Senaquerib cercó la ciudad durante quince meses y cuando se abrió paso a través de las murallas, capturó al impostor, a su familia y a otros distinguidos caldeos, saqueó todos los objetos de valor de los palacios y los templos, y se llevó a rastras la estatua del dios Marduk, protector y deidad gobernante de Babilonia. Después, excavó los canales que iban directamente a través del centro de la ciudad e inundó toda la zona urbana para que nadie saliera con vida de nuevo.

Al menos, eso fue lo que afirmó en sus inscripciones.

La ciudad y sus casas, desde sus cimientos hasta sus murallas, he destruido, devastado e incendiado. La muralla interna y externa, el templo en forma de torre, hecho de ladrillos y tierra, los templos y los dioses, tantos como hubiera, los he devastado y volcado al canal de Arahtu. He excavado canales que atraviesan el centro de la ciudad, he inundado el lugar, y he destruido sus propios cimientos. Esta destrucción fue más completa que la de una inundación. Para que en los días venideros, el lugar de la ciudad, sus templos y dioses no pueda recordarse, lo he borrado completamente con torrentes de agua, haciendo que parezca un prado.

Una y otra vez leemos relatos de la destrucción total de ciudades mesopotámicas y, sin embargo, parece que vuelven a surgir, en un intervalo de tiempo relativamente corto, como si nada hubiera pasado. Babilonia es una en cuestión. Sesenta años después de ser completamente destruida por el emperador asirio en el 689 a.C., en vez de no ser recordada, floreció incluso más que antes. ¿Cómo es posible? ¿Será que en realidad su destrucción nunca fue tan grande como nos hicieron creer?

Quizá deberíamos recordar la historia de nuestro siglo XX. A finales de 1945, fueron destruidas, casi por completo, muchas ciudades europeas. Berlín era un mar de ruinas; Minsk aparece en las fotografías como un océano de escombros pulverizados, kilómetro cuadrado a kilómetro cuadrado; en Japón, Hiroshima y Nagasaki fueron aniquiladas completamente por las primeras bombas atómicas. Sin embargo, en pocas décadas se repararon los daños en gran medida, y las ciudades se volvieron a edificar, siguiendo casi siempre los planos de su arquitectura original. Parece que, en gran parte, eso fue lo que ocurrió en Babilonia.

Tras el asesinato de Senaquerib, en un golpe palaciego, y la subida al poder de su hijo Asarhaddón, el nuevo rey permitió que regresaran los deportados, ordenó que las estatuas de los dioses volvieran a colocarse en los templos y, en general, hizo todo lo que pudo para deshacer el daño causado por su padre. Intentó estabilizar las relaciones entre Asiria y Babilonia designando a su hijo menor, Asurbanipal, como su sucesor en el trono asirio, y a su otro hijo, Shamash-Shumu-Ukin, como rey de Babilonia.

Pero esta solución también fracasó. Poco después de la muerte de Asarhaddón, estalló una amarga guerra civil entre los hermanos, que acabó cuando Asurbanipal sitió Babilonia, atravesó las puertas, y descargó su ejército contra el populacho. Shamash-Shumu-Ukin murió en el incendio de su palacio. Asurbanipal instaló un nuevo rey meramente nominal, y luego se volvió contra los rebeldes aliados de su hermano.

Aquí cometió un grave error político, aunque no viviría para ver las desastrosas consecuencias. Elam había apoyado al rey de Babilonia en su contra, así que, a modo de venganza, Asurbanipal atacó Susa, la capital elamita, y decidió dar una lección ejemplar con ello: despojó los palacios de todos sus objetos valiosos, demolió templos, destrozó el zigurat, hizo pedazos las estatuas de los anteriores reyes elamitas y profanó sus tumbas. Después dirigió su atención hacia las zonas remotas de Elam. «En los días de un mes, arrasé todo Elam. Despojé los campos del sonido de voces humanas, huellas de vacas y ovejas, el estribillo de las alegres canciones de cosecha. Lo convertí en pasto para asnos salvajes, gacelas y toda forma de animal salvaje». Al final, Susa fue restaurada, pero Elam nunca volvió a ocupar su puesto como principal potencia de la región.

Fue una victoria en cuanto a la táctica pero un error estratégico descomunal. Al destruir Elam, Asurbanipal no sólo quitó una barrera que protegía a Mesopotamia de un ataque del este, sino que acabó con el poder que había impedido durante mucho tiempo que los nuevos pueblos establecieran el control en la meseta iraní. Con Elam derrotada, los seminómadas de Asia Central podían ahora tomar el control: medos y persas, hablantes de lenguas indoeuropeas, que habían entrado en Irán a través de rutas por las montañas del norte, se establecieron rápidamente como los nuevos caudillos de las regiones montañosas iraníes. Los vigorosos guerreros medos empezaron de inmediato a desafiar el poder asirio. En el 612 a.C., sólo unos quince años después de la muerte de Asurbanipal, como consecuencia de la sucesión de emperadores cada vez más débiles que permitían que la frontera de Ashur retrocediera cada vez más, las fuerzas medas aplastaron la defensa asiria y, apoyados por el rey de Babilonia, que, con astucia, llegó al campo de batalla demasiado tarde como para participar en la lucha, condujeron al Estado de Ashur a un violento, repentino e inesperado final.

Tras las operaciones de trámite que duraron varios años, las provincias asirias fueron repartidas entre los vencedores; los medos gobernaron en Anatolia y el noreste, y los babilonios reinaron en todo el Creciente Fértil y la mitad norte de Arabia. En efecto, Babilonia, dirigida por su nuevo rey, un jeque caldeo que adoptó el nombre acadio de Nabu-Apla-Usur (Nabopolosar), que significa «Nabu protege al heredero», había tomado el control del antiguo Imperio, su rival. Había nacido lo que los asiriólogos llaman el Imperio neobabilonio.

No duró mucho tiempo: aproximadamente setenta años, una vida humana, o lo que duró la URSS en el siglo XX, un intervalo cuya brevedad ha recibido una enorme atención a causa de los grandes hallazgos de la reciente arqueología.

En 1956, un erudito británico, el doctor David Storm Rice, investigaba una mezquita del siglo xii de la antigua ciudad de Harán (una vez la ciudad del dios luna) construida por orden de Saladino, el general kurdo que recuperó Jerusalén de los cristianos que la ocupaban en las cruzadas del año 1187. Rice trataba de confirmar su creencia de que el antiguo paganismo siguió reinando en Harrán hasta final de la Edad Media. En cada una de las tres entradas a la mezquita, encontró grandes tablas de piedra que mostraban signos de ser más antiguas que el resto del edificio. Al darles la vuelta, descubrió esculturas que representaban al rey de Babilonia en el acto de adoración a Sin, simbolizado como una luna creciente. Las piedras se habían colocado hacia abajo para que el creyente caminara sobre ellas cuando iba a la oración, simbolizando la victoria definitiva de la fe en Alá frente al culto a la luna.

Esto era bastante sorprendente, pero el texto cuneiforme que acompañaba la imagen, nombraba al rey retratado como Nabodino, el último rey de Babilonia, e incluía una biografía de su madre. A pesar de la inverosímil duración del reinado que se atribuye a los antiguos reyes de Sumeria, y la imposible duración de las vidas de los patriarcas bíblicos, aquí tenemos la primera auténtica prueba documentada de un antiguo centenario: «Soy la señora Adda-guppi, madre de Nabu-na’id [Nabodino], rey de Babilonia». Vivió «desde el vigésimo año de Asur-Bani-Apli [Asurbanipal], rey de Asiria, durante cuyo reinado nací, hasta el año 42 de Asur-Bani-Apli, hasta el tercer año de Asur-Etillu-Ili, su hijo, hasta el vigésimo primer año de Nabu-Apla-Usur [Nabopolasar], hasta el año 43 de Nabu-Kudurri-Usur [Nabucodonosor], hasta el segundo año de Amel-Marduk [El malvado Merodach], hasta el cuarto año de Nergal-Sharu-Ussur [Neriglisar]». Más aún, se mantuvo en excelente buena forma hasta el final:

Sin, el rey de los reyes, me escogió e hizo famoso mi nombre en el mundo, al añadir muchos días y años de capacidad mental en relación al intervalo normal de vida y así me mantuvo viva desde la época de Asurbanipal, rey de Asiria, hasta el sexto año de Nabu-na’id, rey de Babilonia, el hijo de mi vientre, es decir, durante 104 felices años. De acuerdo con lo que Sin, el rey de los dioses, me había prometido, mi vista fue aguda, mi oído excelente, mis manos y pies en condiciones perfectas, mi dicción bien escogida, la comida y bebida me hacían bien... Tenía buen ánimo.

El apéndice dice:

En el noveno año de Nabu-na’id, rey de Babilonia, murió de muerte natural, y Nabu-na‘id, rey de Babilonia, el hijo de su vientre, el favorito de su madre, depositó su cuerpo en el féretro, cubierto de lana fina, reluciente ropa blanca... piedras preciosas y caras. Roció su cuerpo con aceite perfumado. Colocó el féretro en una sepultura segura, y enfrente sacrificó una vaca y una gran oveja, y congregó en presencia de él a los habitantes de Babilonia y Borsippa.

Esta asombrosa dama vivió desde la época de esplendor del poder asirio hasta apenas seis años antes del definitivo final del Imperio neobabilonio, un siglo que demostraría ser uno de los más influyentes de toda la historia. ¿Por qué? Porque durante la época del segundo gobernante de la dinastía caldea, el hijo de Nabopolasar, Nabu-Iiudurri-Usur, «Nabu conserva al primogénito», al que conocemos en la Biblia con el nombre de Nabucodonosor, el diminuto Estado satélite de Judea, tras una sublevación poco inteligente, fue anexionado finalmente al dominio de Babilonia. Se destruyó el templo de Jerusalén, se dejó ciego al rey Sedequías, se ejecutó a sus herederos, se exilió a toda la clase gobernante a la capital imperial, y en un rápido gesto de reforma populista de la tierra, se entregaron sus Estados al pueblo. Probablemente el informe más preciso no sea el relato motivado por aspectos políticos o teológicos que aparece en el Libro de Reyes y en Crónicas, sino el testimonio de primera mano del profeta Jeremías:

Los caldeos incendiaron la casa del rey y las casas del pueblo y demolieron los muros de Jerusalén; cuanto al resto del pueblo que quedaba en la ciudad, a los desertores que se habían pasado a él y a los artesanos restantes los deportó Neburazadán, jefe de la guardia, a Babilonia. En cuanto a la plebe baja, los que no tienen nada, hízoles quedar Neburazadán, jefe de la guardia, en tierra de Judá, y en aquella ocasión les dio viñas y parcelas (Jeremías 39: 8-10).

Cuando el Imperio neobabilonio cayó ante los persas, menos de cincuenta años después, se permitió que regresara la nobleza de Judea a Jerusalén y que comenzara a reconstruir el templo, pero desde entonces, sólo serían considerados judíos los que se habían exiliado en Babilonia. Aunque la gente corriente que se había quedado atrás en Judea, «los pobres», se acercaron a los que regresaban y suplicaron formar parte en el trabajo de restauración, se les dijo, de forma brusca, que se fueran:

No podemos edificar juntos nosotros y vosotros una casa a nuestro Dios: a nosotros solos nos toca construir para Yaveh, Dios de Israel, como nos lo ha mandado Ciro, rey de Persia (Esdras 4:3).

En cualquier caso, sólo una minoría de la gente de Judea quiso restablecer su anterior patria provincial y empobrecida en otro lado. La mayoría prefirió permanecer en Mesopotamia, para seguir disfrutando de los beneficios de vivir en el corazón de la civilización. Durante siglos, Babilonia, y no Jerusalén, alojó a las grandes comunidades de judíos de todas partes. Y en las academias babilónicas se creó el Talmud, el texto que da forma al judaísmo hasta hoy en día. Sin la conquista de Nabucodonosor y la deportación, nunca hubiera existido el judaísmo tal y como lo conocemos, y por tanto, tampoco el cristianismo ni el Islam.

Por supuesto, estas profundas y remotas consecuencias nunca fueron previstas por aquellos que, como Adda-guppi, vivieron en la época neobabilónica. De hecho, muy pocos reconocían el gran cambio que se produjo cuando Asiria fue reemplazada por el poder babilónico. Como tantas otras veces en la historia mesopotámica, se trató de una toma de control más que de una conquista.

Desde el comienzo, la historia de la civilización mesopotámica recuerda a la de las grandes empresas industriales del mundo moderno, que pueden cambiar de propietarios y accionistas, pero siguen siendo la misma empresa, promocionando las mismas marcas, creando los mismos productos, sin que importe quién calcula los números y prepara los informes económicos anuales. Para quien no perteneciera al pueblo llano de Ashur y Nínive, cuyas casas fueron borradas del mapa, poco podría parecer haber cambiado: los agricultores, artesanos, comerciantes no pertenecientes a la clase gobernante, por no mencionar a los esclavos. Siguieron en su lugar los mismos burócratas; se siguió utilizando el mismo lenguaje cancilleresco, el arameo; se tocaba la misma música; se cantaban las mismas plegarias; se veneraba a los mismos dioses (con la excepción de la divinidad Ashur, patrón de Asiria, que perdió todo). De hecho, lo único que debieron sentir los mesopotámicos fue que la dirección de sus tradiciones se había repatriado a su origen. Algunos observadores, como el historiador griego Heródoto, que vivió sólo un siglo después de los gloriosos días de Babilonia, todavía consideraban el Imperio como asirio, y la victoria de Babilonia como un mero cambio de domicilio de los gobernantes: «Asiría tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas ellas la más famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y los palacios reales después de que Nínive fue destruida».

Babilonia, con su historia de bastante más de mil años, foco urbano elemental de la tierra de Acad, heredera de los fundadores sumerios de la civilización, volvía a ser entonces el centro del mundo. Nabucodonosor marcó el estatus reconquistado de la ciudad, haciendo que floreciera como nunca. Creó la ciudad más grande, espléndida, y para muchos, fascinante, que hubiera habido en el mundo.

Heródoto continúa:

Situada en una gran llanura, viene a formar un cuadro, cuyos lados tienen cada uno de frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda ella es de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las más perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un foso profundo, ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas que tienen de ancho cincuenta codos reales, y de alto hasta doscientos.

Puede que Heródoto no visitara el lugar. Sus amplias dimensiones son imposibles: una muralla de doscientos codos de altura habría sobresalido unos 100 metros. Y como los restos de la ciudad se ven claramente en la tierra, sabemos que, por muy grande que fuera (unos 9 km), su circunferencia no era de unos 80 kilómetros, como afirma el antiguo historiador, sino de unos 10.

La ciudad encontrada por los modernos arqueólogos es probablemente el resultado de los costosos y amplios proyectos de reconstrucción de Nabucodonosor. Pero esto no significa que la ciudad cambiara de un modo verdaderamente significativo. Los reconstructores de Babilonia se preocupaban por no alterar lo que ellos consideraban la forma establecida por su dios. De hecho, en el caso de Mesopotamia, los estratos arqueológicos amontonados uno encima de otro, y utilizados por los historiadores para determinar la historia del lugar, no son resultado de la descomposición natural y la restauración, sino fruto de una política consciente de conservación cuidadosa de lo antiguo dentro del marco de lo nuevo, que se remonta a la construcción y reconstrucción de la sagrada Eridú, más de 3.000 años antes.

Así, cuando Nabopolasar restauró la muralla defensiva denominada Imgur-Enlil, «Enlil es pródigo», dijo que había «buscado y encontrado su antigua plataforma de base». Se describió a sí mismo como el que «busca antiguos cimientos... descubre ladrillos del pasado, reconstruye... la plataforma original». Varias décadas después, Nabodino, el último rey de la dinastía, reconstruyó el templo de Ishtar de Agade, afirmando que su enladrillado fue reconstruido directamente «sobre la base original... sin permitir que sobresaliera ni un dedo de ancho, ni permitiendo que retrocedieran un dedo de ancho».

La reproducción exacta de la antigua estructura de Babilonia, una vez restaurada y reconstruida, fue de suprema importancia porque la ciudad representaba simbólicamente toda la historia acadio-sumeria. Desde cualquier dirección, los viajeros habrían vigilado primero las murallas y el zigurat desde lejos. Al acercarse, habrían visto que las murallas parecían surgir desde un pantano, tal y como se describe en los antiguos mitos la creación de la tierra de Acadia y Sumeria: emergiendo de las aguas subterráneas llamadas el Apsu, hogar del dios de la civilización Enki/Ea, lejos del sur de Eridú, cerca de la parte superior del Golfo. «Ele amontonado grandes bancos de tierra a lo largo de Babilonia —escribió Nabucodonosor—. Hice correr a su alrededor grandes torrentes de agua destructiva, como enormes olas de mar. Lo rodeé con un pantanal.»

Al pasar por la doble muralla interna de la ciudad, cerca de la orilla este del Éufrates, a través de la fuerte puerta de vigilancia llamada con el nombre del dios Urash, y también conocida por el epíteto «aquí se aborrece al enemigo», los visitantes llegan al distrito comercial llamado Shuanna, y enseguida encuentran otra puerta, la Puerta del Mercado. Según un topógrafo contemporáneo de la ciudad, «desde la Puerta del Mercado hasta la Gran Puerta, se llama Eridú». En el barrio que lleva este divino nombre que representa los orígenes de la antigua Sumeria, conocida por todos como la fuente de la civilización, se encuentra el edificio religioso más importante de Babilonia: Esagila, del sumerio, «Templo de techo elevado», residencia terrestre del dios Marduk, fundador y protector de Babilonia, así como príncipe de todos los dioses. Esagila fue el propio nombre transmitido por el santuario de Enlci en Eridú. La construcción más famosa se encuentra separado de él por una plaza de 75 m de ancho; se trata de Etemenanki, «Casa donde se funden el cielo y la tierra», con el gran zigurat de Babilonia de 90 metros de altura, que sirvió de inspiración para la historia de la Torre de Babel. El autor bíblico debía conocer su nombre acadio cuando escribió: «Y dijeron: Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos» (Génesis 11:4). El no siempre fiable Heródoto la describió así:

En medio de él se ve fabricada una torre maciza que tiene un estadio de altura y otro de espesor. Sobre ésta se levanta otra segunda, después otra tercera, y así sucesivamente hasta llegar al número de ocho torres. Alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que suben. En la última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella una gran cama magníficamente dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No se ve allí estatua ninguna, y nadie puede quedarse de noche, fuera de una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge Dios, según refieren los caldeos, que son sus sacerdotes.
Dicen también los caldeos, aunque no les doy crédito, que viene por la noche el dios y duerme allí en aquella cama.

No obstante, Heródoto no es todo lo que tenemos para seguir. Cuando se intenta imaginar la apariencia del edificio, sólo se nos viene una imagen contemporánea. En una estela rota de color negro (conservada en su mayor parte en una colección privada), hay una representación del plano de la torre y su altura, con el rey Nabucodonosor de pie a su lado, y una inscripción que declara: «Etemenanki, la construí para el asombro de las gentes del mundo. Elevé su cima hasta el cielo, creé puertas en las entradas, y las cubrí con betún y ladrillo». El relieve corrige a Heródoto al mostrar no ocho sino seis plantas, con un «amplio templo» en la cima.

Hoy en día, no tenemos ni siquiera restos de donde Etemenanki elevó la cima hasta el cielo. Alejandro el Grande de Macedonia, después de sus conquistas en Asia, pretendió hacer de Babilonia la capital de su Imperio. Modelando los actos reales según la tradición mesopotámica, decidió restaurar la torre de Babilonia, y comenzar a desmantelar la estructura envejecida, como preparativo para su reconstrucción. No vivió lo suficiente para lograr su proyecto, por eso, todo lo que encontramos actualmente en lo que fue el barrio de Eridú, en Babilonia, son cimientos inundados.

Más allá de Esagila y Etemenanki, los visitantes cruzan otra puerta para entrar en el barrio adyacente: «Desde la Gran Puerta hasta la Puerta de Ishtar, se llama “Ka-Dingir-ra”», según informa el itinerario. Ka-Dingira se dice en sumerio, y en acadio, Bab-Ilum, Babilonia, cuyo significado se interpreta como Puerta de Dios; probablemente esa zona fue el núcleo original de la fundación urbana. Por tanto, Eridú, el lugar originario de la cultura mesopotámica, y Babilonia (su definitiva y más gloriosa expresión), estaban simbólicamente unidas aquí en la base.

El barrio de Ka-Dingir-ra contenía el más espectacular de los proyectos de renovación urbana de Nabucodonosor: sus magníficos palacios, el camino procesional, las murallas grandiosamente decoradas con leones de brillantes azulejos, que llevaban al templo de Marduk a través de la magnífica Puerta de Ishtar de 18 metros de altura, con sus almenas de protección, sus relucientes fachadas azules adornadas con toros y leones en blanco y ocre, y una inscripción hecha por el propio rey:

Al haberse reducido cada vez más esta calle de Babilonia, he rebajado las puertas y recolocado sus cimientos al nivel de la mesa de agua con asfalto y ladrillos. Las he reconstruido con ladrillos de piedra azul en los que se han diseñado maravillosos toros y dragones. He cubierto los techos con majestuosos cedros a lo largo de ellas. He fijado las puertas con madera de cedro, decorados con bronce en todas sus puertas. He colocado toros salvajes y feroces dragones en las entradas y las he adornado con esplendor lujoso para que la humanidad pueda observarlas con asombro.

§. Miedo al futuro
La preocupación por reproducir el pasado y asegurarse de que el simbolismo de la ciudad de Babilonia sobreviviría en el futuro puede ser visto como la continuación de una duradera tradición mesopotámica. Sin embargo, así como el establecimiento de la biblioteca de Asurbanipal «por los días lejanos» reflejaba una nueva preocupación de que el pasado pudiera desaparecer por completo, los gobernantes del primer milenio de Babilonia también tuvieron la misma preocupación.

La mayoría de las culturas bien miran con anticipación hacia el futuro, bien vuelven la mirada hacia el pasado. Rara vez hacia ambos. Cuando el futuro es radiante, cuando lo que va a llegar parece de lo más apasionante, la historia se mantiene normalmente por sí misma. Los fundadores germánicos de la Europa Occidental dejaron descomponerse la mayoría de las ciudades romanas: pusieron cobertizos de madera en el foro, corrales en el circo, y pocilgas en los baños públicos. Los constructores de catedrales medievales mostraron poco respeto por las capillas primitivas de sus antepasados. Los arquitectos Victorianos, durante la industrialización, al modernizar Gran Bretaña, con el rápido desarrollo de la ciencia y las grandes hazañas de ingeniería, apenas pudieron esperar para demoler todas las espantosas terrazas georgianas pasadas de moda. Es cierto que fueron reemplazadas con frecuencia por edificios diseñados en una versión ensoñadora de estilo medieval, pero en el programa del siglo XIX nunca estuvo el mantener lo antiguo en su lugar.

Incluso durante la década de 1940, cuando el historiador de arte suizo, Siegfried Giedion, estaba investigando el período revolucionario durante el cual la industria norteamericana marcó los nuevos rumbos de la producción en masa, dijo: «yo mismo visité una gran fábrica en las afueras de Boston en donde se armaron por primera vez relojes de pie y de pulsera a partir de partes estandarizadas, poco después de 1850 (posteriormente, este principio se utilizó ampliamente en la fabricación de automóviles). Los primeros productos de esta fábrica fueron mencionados por algunos observadores europeos de la década de 1870. Quería ver ejemplos y estudiar los primeros catálogos de la compañía. No había ningún catálogo antiguo (en principio, la compañía los destruía cuando pasaban tres años) y los únicos relojes antiguos que tenían eran los que habían llegado para reparaciones».

Por el contrario, las épocas obsesionadas por mantener el pasado, mediante la conservación y preservación, la genealogía, la investigación y el descubrimiento de la prehistoria, suelen ser las que tienen un futuro incierto e incluso amenazante, como nuestra época.

La atmósfera de mediados del primer milenio a.C. debió tener algo en común con la nuestra. Los mesopotámicos mostraron siempre atención hacia sus antepasados y sus tradiciones, pero ahora destaca una pasión positiva por la antigüedad ancestral. De hecho, puede decirse que la Babilonia de los siglos VII y VI a.C. realmente inventó el estudio de la arqueología tal y como lo entenderíamos. La profesora Irene Winter, una distinguida historiadora de arte, en Harvard, ha señalado que la mayoría de criterios por los que entendemos la arqueología moderna fueron establecidos por gobernantes del Imperio neobabilonio. Organizaron operaciones de campo y realizaron grandes esfuerzos para exponer restos arquitectónicos. Algunos de sus registros no desmerecerían junto a los informes de los exploradores de Mesopotamia del siglo XIX. Nabonido fue a una expedición a Agade, en busca de las ruinas del templo de Ishtar: «Perseguí reconstruir este templo; y para hacerlo, he abierto la tierra de Agade y buscado sus cimientos». En otro lugar, escribe: «Kurigalzu, rey de Babilonia que me precedió, buscó los cimientos de Eulmash [el templo de Ishtar], en Agade, que no se habían conocido desde la época de Sargón, rey de Babilonia, y su hijo Naram-Sin [de hecho, su nieto]... pero no los encontró. Escribió y colocó una inscripción que decía: “Busqué incesantemente los cimientos de Eulmash, pero no los encontré”». Nabonido acreditó entonces que Asarhaddón de Asiria, su hijo Asurbanipal, y Nabucodonosor de Babilonia también habían buscado, sin éxito, la construcción. «Nabucodonosor convocó a sus numerosos trabajadores y buscaron sin cesar... cavó hondas zanjas, pero no halló los cimientos.» Finalmente, la implacable perseverancia dio sus frutos, y Nabonido obtuvo el éxito: «Durante tres años, excavé en la zanja de Nabucodonosor... miré a derecha y a izquierda... por delante y por detrás de la zanja... Después cayó un aguacero y abrió un cauce... y dije: “abrid una zanja en ese cauce”. Excavaron en el cauce y hallé los cimientos de Eulmash.».

Gomo otros gobernantes neobabilonios, también exploró las ruinas en busca de textos antiguos, y las estudió atentamente: «Observé los antiguos cimientos de Naram-Sin, un rey anterior, y leí las tablillas de oro, lapislázuli y cornalina que hablaban sobre el edificio de Ebabar [templo del dios sol]». Luego añadió su propio texto y devolvió las tablillas a sus lugares originarios. También encontró una imagen muy deteriorada de Sargón de Acad, la restauró en su taller, y la puso de nuevo en su lugar en el templo.

Se guardaron otros artefactos de diferentes períodos en la residencia real. Los excavadores han recuperado objetos de las ruinas del palacio del norte de Babilonia, con fechas que van desde el tercer milenio a.C. hasta la época de Nabucodonosor. ¿Habrían constituido una especie de palacio-museo? Cualquiera que fuese su propósito, demuestran, una vez más, la preocupación neobabilónica por preservar el pasado frente a un creciente futuro incierto.

Existe también una tradición posterior, expuesta por Beroso, el sacerdote de Marduk, quien había descrito anteriormente al dios-pez que enseñó a los hombres el arte de la civilización, y había ejercido a principios del tercer milenio a.C. cuando los macedonios gobernaban en Mesopotamia; según esta tradición, el propio Nabucodonosor había previsto la caída del mundo babilónico. Las obras de Beroso se perdieron hace tiempo, pero están resumidas en escritos de autores posteriores, entre ellos, el padre eclesiástico Eusebio de Cesárea, que vivió entre los siglos III y IV de nuestra era, y nos dijo:

Nabucodonosor, tras subir al tejado de su palacio, fue arrebatado por una inspiración divina, y rompió a hablar de la siguiente manera: «Yo, Nabucodonosor, os vaticino, Oh, babilonios, la calamidad que está punto de acaeceros; Bel [el dios], mi antepasado, y la reina Beltis no pueden hacer nada para evitarla. Vendrá una muía persa, acompañada por sus dioses, y os esclavizará, con su cómplice, un medo, el orgullo de los asirios.

Por supuesto, esto no era más que un juicio a toro pasado proyectado sobre el gran emperador caldeo. No obstante, sugiere que en la época de Beroso, y tiempo después, se creía que las últimas dinastías de Mesopotamia eran dadas a premoniciones de muerte del Imperio, al sentimiento de que la gloria y el sueño habían acabado; en resumen, que la perspectiva de futuro de Babilonia no era muy optimista.

Sería maravilloso saber si los neobabilonios estaban subordinados a las efusiones de profetas del destino y adivinos de desastres, como los que suelen rellenar las páginas de los periódicos actuales. Por no mencionar a los desaliñados que caminan arrastrando los pies por la calle Tillazida, llevando carteles con el lema «El final está cerca», por supuesto, en cuneiforme. Hemos heredado una fracción tan pequeña de escritos babilónicos, que no podemos saberlo (además, no estaban escritas en el lenguaje cotidiano arameo). En cualquier caso, la familiar resistencia de los antiguos a expresar sus ideas en forma de teorías y especulaciones, más que de forma sutil y elíptica, como relatos de los dioses y sagas épicas, esconde mucho de su mentalidad a nuestras modernas mentes más prosaicas y menos inclinadas a la metáfora.

Sin embargo, a veces, un erudito logra romper la nube de ignorancia. Hace unos sesenta años, el difunto Neis Bailkey, un profesor de la Tulane University, en Nueva Orleans, publicó un artículo con el provocador título de «Un filósofo de la historia babilónico», mostrando de qué manera el estudio intenso y la lectura atenta de un texto puede ofrecernos, a veces, un mensaje subyacente. El documento en cuestión parece a primera vista una típica historia mesopotámica de dioses, llamada de distintas formas, «Mito del dios de la plaga, Irra, el rey de todas las moradas» o «La leyenda de Dibarra». (Bailkey lo databa de la época de Hammurabi o poco después. Ahora, los estudiosos están seguros de que fue escrito mucho después; o en la época tardía asiria o en la neobabilónica.) De hecho, el texto no es nada típico.

El texto nos cuenta que un mensajero del dios Irra-Nergal, Señor de la peste y la muerte, y gobernante del inframundo, «le reveló el poema de noche [en un sueño] al autor, Kabiti-Ilani-Marduk, hijo de Dabibu. Cuando se despertó por la mañana no dejó sin poner ni una línea; tampoco añadió ninguna». Por tanto, no se trata de poesía sino de profecía. Kabiti-Ilani-Mardulc no se preocupaba, como otros de su época, en repetir simplemente historias antiguas y preservar la memoria del pasado. El ha recibido un mensaje para la humanidad que predice el futuro y, lo que es más importante, lo explica.

Es un poema largo; tiene más de seiscientos versos, repartidos en tres actos. En el primer acto nos cuenta cómo el dios plaga intervino en el cielo, frente a alguna oposición saludable, para persuadir a los otros dioses para que dejaran sus puestos, abandonaran a sus protegidos en la tierra y permitieran a Irra desatar la total devastación en las tierras de Acadia y Sumeria. Previamente, los mesopotámicos habían atribuido los desastres ocurridos de forma regular a las acciones imprevisibles de los dioses caprichosos. Sin embargo, Kabiti-Ilani-Marduk presenta la justificación de Irra, en palabras que, aparte del nombre de la divinidad, parecerían salidas de la boca de un profeta hebreo: «Porque no han temido mi nombre y han rechazado la palabra de Marduk, el príncipe, y porque siguen sus propios corazones, desafío al príncipe Marduk, le insto a levantarse del trono y a aplastar a la humanidad». La destrucción no estaría limitada a Babilonia, la ciudad del propio Marduk; tendría un alcance tan amplio como el gran Diluvio, esa anterior división en la historia mesopotámica. «El mar no perdonará al mar, ni Subartu a Subartu, ni el asirio al asirio, ni el elamita al elamita... ni la tierra a la tierra, ni la ciudad a la ciudad, ni el hogar al hogar, ni un hermano a un hermano. Se matarán unos a otros.»

En el segundo acto, tras un argumento convincente, Irra-Nergal se salió con la suya. Desencadenó su terrible furia.

Abrid el camino. Tomaré la ruta.
Los días están acabados, el tiempo fijo ha pasado. Lo ordenaré.
Quitaré al sol su esplendor;
Cubriré la luna en la noche...
Diezmaré la tierra y la reduciré a minas.
Destruiré ciudades y las convertiré en tierras baldías.

La catástrofe es total. Pasaje tras pasaje, vemos a Irra destruir ciudades, asolar campos, reducir a despojos la humanidad y aniquilar completamente la civilización. Llamó a todos los dioses y alardeó:

Callad todos, y escuchad mis palabras...
Mi corazón se encolerizó tanto que diezmé a los pueblos...
Como quien planta árboles sin fruto, no me canso de destruirlos.
Como el saqueador que no distingue entre fidelidad y maldad, las persigue;
Como un león hambriento de cuya boca no arrebaten cadáver alguno.
Y donde uno pereció de miedo, otro no le pedirá consejo.

Finalmente, en el tercer acto se nos muestra el motivo y objetivo de toda esta devastación. El mundo va a ser reedificado, la humanidad restablecida, las ciudades reconstruidas, y los campos y arboledas, rebaños y pastores volverán a ser de provecho. Como escribió el profeta hebreo Isaías, en otro contexto: «Pues he aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria». En la visionaria versión de Babilonia, Irra-Nergal ordena:

Restaurarás los dioses de la tierra, que están enfurecidos,
A sus tronos.
El dios de los rebaños y la diosa del grano harás
Que desciendan a la tierra.
Harás que las montañas den sus productos
Y el mar su tributo.
Harás que los campos secos mantengan sus productos.
Los gobernadores recibirán su fuerte tributo traído a Babilonia
Desde todas las ciudades.
Los templos que han sido destruidos,
Como el resplandor del sol brillarán sus censores.
El Tigris y el Éufrates enviarán aguas de abundancia.

¿Para qué fue entonces todo ese terror y agonía? ¿No tenía una finalidad? No, insiste Kabiti-Ilani-Marduk. La devastación no fue un acto deliberado de vandalismo divino. Limpiar el pasado permite que crezca un nuevo futuro. Tras la destrucción viene la reconstrucción. Pero esta vez no se trataba de una mera reconstrucción de la anterior Edad de Oro, ya que el nuevo mundo iba a ser mejor que antes. El objetivo de limpiar el pasado se hizo para que un orden superior ocupara su lugar. En palabras del profesor Bailkey: «La verdadera naturaleza y finalidad de la obra destructiva de Irra-Negal, el hecho de que cambio y progreso son características fundamentales de la historia humana, nos será ahora revelada a todos y estará expresada en forma de alabanza al dios que ha desempeñado el papel protagonista en el drama de la historia, haciendo su primera aparición en el segundo acto bajo la forma de un diabólico villano, y revelándose, en el tercer acto, como el héroe de toda la acción».

Kabiti-Ilani-Marduk está promocionando un concepto sorprendente, casi darwiniano, incluso nietzscheano: que la muerte y la destrucción, lejos de ser enemigas de la humanidad, son la fuerza positiva y creativa que mueven toda la historia. Sin ellas, no puede haber progreso alguno. Y ese cambio, ese progreso, esa constante trascendencia de sí mismo, es la única verdadera tarea de la existencia humana. El profeta de Babilonia le dice a su auditorio: «Sí, el final está llegando. Sí, la tierra que conocéis y amáis será destruida. Pero resurgirá de sus cenizas un mundo nuevo y diferente, que llevará el desarrollo de la civilización a su siguiente etapa». Al promover este mensaje, Kabiti-Ilani-Marduk está siendo realista respecto a esa confianza en el futuro, en la creencia mesopotámica en un desarrollo sin fin, que era conocida, todos esos años antes, por quienes se reunían alrededor del milagroso estanque de agua dulce, dedicado a Enki, el dios del progreso, cerca de los pantanos de Eridú, muy hacia el sur, al lado del mar.

La independencia mesopotámica sobrevivió a Nabucodonosor por menos de un cuarto de siglo. Tras su muerte natural vino un reinado de cuarenta y tres años; su sucesor fue su hijo, que adoptó el nombre real de Amel-Marduk (Hombre de Marduk), Evilmerodac, en la Biblia. Dos años desempeñando una política beligerante condujeron a su asesinato y sustitución por Nergal-Sharu-Ussur (Oh Nergal protege al rey), a quien los griegos llamaban Neriglisar. A su muerte, su hijo menor, La-Abashi-Marduk (que no sea destruido, oh Marduk), heredó el gobierno imperial. Sin embargo, enseguida fue eliminado, asesinado en otro coup d’état palaciego. Un documento conocido como Profecía Dinástica explicaba que había sido incapaz de ejercer su autoridad pues era joven y no había «aprendido cómo actuar». No está claro quién le mató. Los conspiradores colocaron en el trono a Nabu-na’id (Nabu sea alabado), Nabonido para los griegos, que debía tener entonces una edad mediana. Fue asistido por su ambicioso hijo Bel-Sharu-usur (Bel protege al rey), Baltasar en el Libro de Daniel.

Entretanto, los medos, que habían provocado la caída asiria, habían sido destronados como soberanos de la meseta iraní por sus primos los persas, bajo el mando de Ciro, yerno del rey medo. Después, Ciro dirigió su atención al oeste. En el 539 a.C., después de una breve campaña en la que ciudad tras ciudad fue cayendo ante los persas, fue tomada la propia Babilonia.

Nos han llegado varios relatos sobre este acontecimiento decisivo, de manera que podemos construir un retrato de lo que debió significar para quienes lo vivieron.

§. La caída final de Babilonia
El día 15 del otoñal mes de Tashritu (12 de octubre), en la ciudad más grande de la tierra, el tiempo había sido placenteramente cálido; un cielo azul y sin nubes, y no amarillento (como en verano, a causa de la arena levantada por el desierto), con las primeras ráfagas vacilantes del Ishtanu, el viento invernal del norte, removiendo perezosamente los desechos de los pasadizos entre las casas, sacudiendo la piel de los hambrientos gatos que rondaban los caminos y saltaban repentinamente ante cualquier vestigio de paja o tallo de junco arrastrado por la brisa.

Las calles, siempre ruidosas, debieron estar silenciosas y desiertas aquel día; las tabernas de vino y cerveza, habitualmente abiertas, estaban cerradas; las plazas comerciales extrañamente vacías; los puestos de pescadores y vendedoras ambulantes, estaban plegados y amontonados en callejones sin salida color caqui. Los mostradores de comida rápida estaban vacíos, sus cántaros tapados y no había servidores parados esperando a clientes. En Bet Thuppi, la escuela de escribas, no había jóvenes estudiantes que recitaran sus ejercicios de lectura ni aullaran cuando recibieran un golpe fuerte con la vara por haber hecho un trabajo chapucero, haber tenido un despiste o estar soñando despiertos. Era un día especial.

No obstante, la ciudad no estaba en calma. Desde cualquier lugar, se podía oír el alboroto que provenía del templo de Esagila: el sonido de miles de voces cantando y celebrando, acompañado por el estruendo y la resonancia de cientos de instrumentos. Era un día de fiesta. El olor a santidad, a carne muerta flotaba en el aire procedente del recinto del templo, pues fueron sacrificados docenas de bueyes y ovejas; los sacerdotes y servidores corrían de arriba a abajo por las escalinatas de la torre que controlaba toda la panorámica de la ciudad.

El cruce de bulevares, que terminaba en los altísimos templetes y la muralla con almenas, flanqueando el muelle comercial del río Éufrates que dividía en dos la ciudad, también estaba vacío; las puertas de las murallas, desiertas de guardias o de agentes aduaneros. Por ese motivo nadie vio que el nivel de la corriente llevaba horas cayendo rápidamente, y que en ese momento el agua alcanzaba sólo hasta medio muslo de un hombre.

Los ciudadanos no tardarían en darse cuenta.

Desde ambos extremos del río, corriente arriba y abajo, aparecieron guerreros fuertemente armados, caminando a través de lo que quedaba de la corriente, dirigidos por un solo pelotón hasta que se dieron cuenta de que los ciudadanos no les habían percibido y llamaron a los de detrás para que avanzaran. Más de la mitad del ejército había chapoteado hasta allí, pues el comandante había enviado antes a la otra parte corriente arriba para abrir compuertas y desviar el río hacia un gran depósito excavado por orden de una reina anterior para proteger a la ciudad de las inundaciones de primavera. Los arqueros y espadachines treparon por los escalones del muelle, avanzaron a través de las puertas del río, se dispersaron por las calles y aseguraron su retirada.

Heródoto: «Si los babilonios hubiesen sabido lo que Ciro pretendía o hubiesen advertido el peligro, nunca habrían permitido a los persas entrar en la ciudad, sino que los habrían destruido completamente; porque habrían cerrado todas las puertas que dan al río y habrían subido por las paredes que dan a sus orillas, de manera que habrían cogido al enemigo en una especie de emboscada. Pero los persas aparecieron por sorpresa y tomaron así la ciudad».

El general Gobrias, previo gobernador de la provincia de Guti (que se extendía desde la ribera oriental del río Tigris hasta los montes Zagros), cambió posiciones para convertirse en comandante en jefe del ejército del rey persa Ciro. Cualquier ambición que hubiera alimentado, este día superaba sus sueños más ilusorios. Había conquistado la mayor ciudad de la tierra, la cuna de la civilización, el centro del mundo. Y sin que se dieran cuenta sus ciudadanos, dice Heródoto: «Según dicen los habitantes de la ciudad, estaban ya prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el centro no se daban cuenta a causa del tamaño de la ciudad, y como casualmente tenían una fiesta, durante ese tiempo bailaban y se regalaban, hasta que se dieron cuenta de todo». Dos semanas después, el propio Ciro llegó y tomó a Nabonido como prisionero.

No obstante, Heródoto había nacido cincuenta años después de los acontecimientos que narra. Los que vivieron en esa época cuentan historias diferentes. Un sacerdote del templo de Marduk, el cronista oficial del reino de Nabonido, describió una ocupación totalmente pacífica, y muy bien recibida por unos ciudadanos desesperados por un cambio, tras años de grotesco mal gobierno por un monarca escandalosamente impío y casi siempre ausente que, además, había robado el trono asesinando al rey anterior.

No mostraba ningún respeto hacia el dios Marduk y prefería el culto a Ishtar, a Shamash (el Sol) y, sobre todo, a Sin (la Luna). Se ausentó muchos años de la capital y residió en Taima, un oasis árabe; esto supuso que el festival anual Akitu, el Año Nuevo asirio, la fiesta religiosa más importante del calendario, que exigía la presencia y participación del monarca (y de la que dependía la seguridad y buena fortuna del Estado de Babilonia) no podía celebrarse. Dejó en su puesto a su hijo y corregente, Baltasar.

Por otro lado, Ciro había prometido devolver a Marduk a su legítimo puesto todo el año, y había confirmado su intención de apoyar un culto adecuado para todos los dioses. Fue especialmente alabado por el cronista oficial por enviar escuderos alrededor del templo de Marduk (a diferencia del conquistador de Iraq de nuestro siglo XXI), con sus abundantes archivos, bibliotecas irremplazables y valiosas antigüedades, para prevenir saqueos y robos en los caóticos disturbios de la ocupación.

El sacerdote del templo fue incluso más positivo respecto al encantador gran Ciro, y compuso el romántico relato en verso de la conquista. Fue completamente cáustico respecto al anterior gobernante:

Mezcló los ritos,
Confundió los oráculos.
Mandó que acabara
El más importante de los rituales.
Miraba las imágenes sagradas del templo de Esagila Y pronunciaba blasfemias.

Todos coincidían en que Ciro era un rey digno, un ejemplo de virtud, un devoto siervo de dios, que había capturado la ciudad sagrada sin actos de violencia.

Por otro lado, un mes después de haber sido incorporada al Imperio persa, la muralla que estaba alrededor de la entrada más vulnerable de la ciudad fue destinada a una rápida restauración de los daños sufridos durante la ocupación. La destrucción fue enorme y la reparación cara. El recibo del contrato firmado por cuatro testigos, narra siete días de trabajo:

Nurea, hijo de Bel-iqisa, de la familia del sacerdote Nanaia, ha recibido un pago de 19 shekels [aproximadamente media libra] de plata, de Marduk-Remanni, hijo de Iddin-Marduk, de la familia de Nur-Sin, por el trabajo realizado en la muralla de la Gran Puerta de Enlil, desde el día 14 del mes Tevet [18 de diciembre] hasta el 6 de Adar [27 de febrero],

Ciro había invertido mucho esfuerzo en la guerra psicológica. Meses antes de la invasión, quizá incluso años, sus representantes habían estado difundiendo la noticia de que el rey de Babilonia había demostrado ser una amenaza para sus vecinos y un opresor para su pueblo, y que debía ser destituido para restablecer la libertad y la justicia en Babilonia. Proclamaron la generosidad de Shahanshah, y su preocupación por los derechos fundamentales. Enviaron cartas secretas al comité de dirección de Esagila y a Shatammu, su jefe, para asegurarles la firme intención de Ciro de respaldar el culto a Marduk y a todas las deidades sagradas de las ciudades de Mesopotamia. Confirmaron a los dirigentes de los pueblos desplazados y deportados por Nabucodonosor que la intención de Ciro era permitir su retorno. Prometieron a los que estaban en la corte de la ciudad de Nehardea (que habían servido a los hijos de Joaquim, el último rey legítimo de Judea), y al mayor agitador religioso y propagandista (conocido por la posteridad como el segundo Isaías), que Ciro se vengaría de la ciudad que había humillado a Jerusalén. Enviaron agentes a merodear en los bares y tabernas para animar a los ciudadanos disgustados a abandonar su lealtad hacia Nabonido y dar la bienvenida al nuevo gobernante que restablecería todas las tradiciones antiguas descuidadas por el usurpador del inmortal trono de Nabucodonosor, y ofrecer misericordia y justicia para todos.

Para los nobles de Babilonia, como el cronista oficial que dictaba la historia en su despacho del templo, la conquista de la ciudad por el persa, no representaba una amenaza para su estilo de vida, sobre todo considerando las generosas garantías de Ciro. Esto sólo significaba otro nuevo cambio de dirección, y muy bien recibido. En el transcurso de su larga historia, la tierra de Sumeria y Acadia había sido gobernada por reyes de muchas nacionalidades: amorreos, casitas, elamitas, asirios y caldeos. Todos habían asimilado la cultura mesopotámica y se volvieron más acadios que los acadios, más babilonios que los babilonios. Ahora el trono iba a ser ocupado por un persa. ¿Qué diferencia podía haber? No podía desplazar al país de su posición (como muestran los mapas) como centro del universo, ni su papel desempeñado como mayor fábrica del progreso que ha habido nunca en la historia.

Si eso era lo que pensaba el cronista oficial, se equivocaba. La pérdida de confianza en el futuro de Mesopotamia, observada por primera vez en la época asiria, recalcada por la pasión neobabilónica hacia las antigüedades, y abiertamente expresada por Kabiti-Ilani-Marduk, indicaba que estaba en marcha un verdadero cambio. Por primera vez, los monarcas del reino prefirieron no localizar su capital en Babilonia, sino que se contentaron con gobernar desde sus tierras de origen, es decir, desde Pasagarda, Ecbatana (la moderna Hamadan), Persépolis (la moderna Takht-e-Jamshid) y desde Susa (la moderna Shush), primera ciudad principal de Elam, antigua ciudad enemiga de Mesopotamia. De cualquier modo, Babilonia había perdido su irresistible encanto.

¿Podemos decir que aquí llegamos al final de la civilización mesopotámica? ¿Se trata del fin del gran arco de desarrollo que había comenzado aproximadamente 3.000 años antes, en los ricas tierras aluviales alrededor del extremo norte del Golfo, que se erigió con los primeros experimentos de construcción imperial de Sargón de Acad, planificación centralizada con el rey Shulgi de Ur, cumbre de la empresa libre en la época de la antigua Babilonia, que experimentó el último gran florecimiento, el modelo del Estado imperial moderno, bajo el gobierno asirio?

En realidad, no. Una tradición de más de 2.000 años no desaparece en un día, ni en un año, ni en una década, ni siquiera en un siglo. Durante un buen tiempo, los negocios siguieron prosperando entre los muchos pueblos que habían sido el Imperio neobabilonio; se siguieron adorando y sirviendo a los mismos dioses, se siguió observando los cielos, leyendo presagios, estudiando antiguos textos, y las ciudades siguieron llenándose con muchedumbres multinacionales, multiculturales y multilingües de Anatolia, Egipto, Grecia, Judea, Persia y Siria.

Aunque Mesopotamia quedó reducida al estatus de mera provincia (a pesar de seguir conservando el prestigioso nombre de Asiria) en un Imperio que se extendía unos diez mil kilómetros cuadrados, los persas nunca intentaron sustituir sus propias tradiciones por las de sus súbditos provinciales. ¿Cómo podrían hacerlo, si su propia cultura en comparación con la otra era tan escasa y su historia tan corta? En realidad, el intercambio fue en sentido contrario. Los persas adoptaron el cuneiforme para crear sus inscripciones en su propio lenguaje, anteriormente no escrito; utilizaban el babilónico y el acadio para propósitos formales o eruditos; adoptaron el arameo mesopotámico (en adelante conocido como arameo del Imperio persa) como lenguaje de la diplomacia y el comercio, incluso en su Persia natal.

Sin embargo, los babilonios no fueron, ni mucho menos, los únicos a quienes los nuevos gobernantes de Asia Occidental tomaron algo prestado para enriquecer su civilización. Su arquitectura es un claro ejemplo de cómo empleaban artesanos de todos lados para embellecer las ciudades de su vasto Imperio: de Babilonia, Asiria, Anatolia. Egipto, Grecia, y otras naciones aparecen con gran detalle ofreciendo sus obsequios en los paneles esculpidos que embellecían la construcción en piedra de la nueva capital solemne del Imperio persa, Persépolis. La famosa inscripción autobiográfica de Darío el Grande, en Behistún, que detalla su lucha por el trono, y que ofrece la clave para descifrar el cuneiforme, fue ilustrada con bajorrelieves de inspiración asiria, pero escritos en persa antiguo, babilónico y elamita, el lenguaje de los anteriores gobernantes de las tierras iraníes. Los persas gozaban de un amplio criterio para escoger a sus mentores.

La toma de poder de Babilonia por los asirios, había enmascarado un cambio trascendental en la ecología de la antigua civilización: Mesopotamia ya no era el único faro del desarrollo para el mundo bárbaro. Por todos lados, las nuevas culturas desafiaban el puesto central de Babilonia en la historia del progreso. Otros Estados de alrededor se habían puesto a la cabeza y estaban desarrollando rápidamente su propia versión del desarrollo de la civilización, en concreto, los griegos, cuya visión de la vida, del universo y de todo, había empezado con una perspectiva muy diferente, y desde el siglo VIII a.C. en adelante, fueron en una dirección muy distinta.

El contraste entre el modelo de sociedad persa y griego condujo rápido al conflicto: primero de manera intelectual, con autores griegos estableciendo la cultura persa como el eterno arquetipo futuro del despotismo oriental; después, de manera física, en la batalla. El conflicto duró toda la vida del Imperio persa: poco menos de dos siglos. Las partes en conflicto estaban demasiado equiparadas como para que se llegara a una victoria fácil.

De la misma manera que se llamó a los rudos amorreos para establecer el antiguo Imperio de Babilonia, y a groseros inmigrantes arameos para labrar una mejor Asiria, se necesitaron la energías bárbaras y el ingenio de un recién llegado al poder griego, el rey de Macedonia, que finalmente inclinó la balanza y ganó una victoria decisiva para el modo de vida griego, helenístico. Alejandro de Macedonia, llamado Alejandro Magno por esas mismas batallas, se impuso en las batallas de Issos y Gaugamela, y persiguió a Darío III, rey de Persia, desde el centro de su reino para encontrarlo apuñalado a manos de uno de los suyos. Alejandro marcó el momento histórico incendiando la gloriosa Persépolis hasta reducirla a cenizas ante la provocación de un cortesano ateniense, según nos cuenta el escritor Diodoro de Sicilia.

Si hubiera que elegir un día en que la primera mitad de la historia acabó y la segunda mitad comenzó, en que la idea original de cómo debería vivir la humanidad urbana fue suplantada por una visión nueva y diferente, en que la primera civilización, que se expresó por medio de la escritura cuneiforme, fue dominada por una segunda, que se expresaba a través del alfabeto (y hacia el final de la cual vivimos), ese día sería el 1 de octubre del año 331 a.C.

Por supuesto, volvemos a repetir, el estilo de vida largamente establecido no desapareció de la noche a la mañana. Si se representa el arco de la civilización en un gráfico, la línea que representa su, digamos, vitalidad, se mida como se mida, la curva en forma de campana surgiría primero gradualmente desde su base, luego crecería abruptamente cada vez más hasta su punto álgido; al final, la curva iría cayendo, primero de forma brusca y después cada vez más despacio, antes de acercarse definitivamente al punto cero. Cuando una civilización da paso a otra, sus gráficas se superponen, a veces, durante siglos, coincidiendo el declive de una con el florecimiento de la otra. Y éste es el caso.

Por tanto, mucho antes de que sus milenarias tradiciones desaparecieran por completo, los mesopotámicos ya habían comenzado a entrar en un nuevo mundo, con nuevas ciudades helenísticas surgiendo por todos lados, con nuevos tipos de edificios públicos, en construcción febril: templos con columnas, basílicas, gimnasios; con una población sobrecogedoramente cosmopolita: persas, indios, griegos, egipcios y judíos viviendo codo a codo con babilonios, asirios, armenios, escitas; y con clases de gente totalmente nuevas, sin equivalente en el antiguo orden: empresarios sospechosos, carismáticos aventureros, mercenarios, pensadores sin compromisos, escritores, sacerdotes independientes, revolucionarios religiosos.

Sin embargo, aunque continuase el anterior estilo de vida en las antiguas ciudades, el cambio era inevitable. Gwendolyn Leick, en su libro Babylonians (Babilonios), nos cuenta:

Casi todos los documentos de este período tratan sobre la venta de esclavos, venta de tierras y de oficios del templo, con este último como lo que parece que era una forma altamente lucrativa de inversión. Sin embargo, cuando las autoridades griegas decidieron tasar esas actividades, comenzando al principio por la venta de esclavos, la administración del templo ya no se encargaba de registrar esas transferencias y los nuevos registros se escribieron en materiales más perecederos como el papiro. El babilónico ya no se hablaba cotidianamente, y el aprendizaje del cuneiforme se volvió cada vez más especializado para ocuparse de asuntos astronómicos y adivinación. En occidente, a quienes practicaban esas artes, se les conocía como caldeos, magos y astrólogos, que pertenecían a unas pocas familias destacadas de escribas. Las últimas tablillas cuneiformes datan del siglo I d.C., y se ocupan de observaciones astronómicas.

Resulta apropiado que esos últimos registros cuneiformes vengan de Uruk, en donde había comenzado la larga y brillante historia mesopotámica de la invención de la civilización, unos 3.000 años antes, cuando sus principios, los Me, fueron llevados allí desde Eridú.

No debemos sucumbir a la creencia de que entonces todo estuviera perdido; ni pensar que cuando las antiguas ciudades se hundieron definitivamente bajo las arenas en la época subsiguiente, sus logros se redujeron a la nada, o que de su gente, en palabras de Eclesiástico «no ha quedado recuerdo, desaparecieron como si no hubieran existido, pasaron cual si a ser no llegaran, así como sus hijos después de ellos». La nueva civilización guiada por conquistadores macedonios, nunca fue puramente griega. El helenismo era una cultura profundamente sincrética, que tomó prestado mucho de los antiguos y ofreció mucho a lo nuevo. Concretamente en Mesopotamia, el helenismo siempre fue una compleja mezcla de cultura griega, asiria y persa. El mayor legado helénico al mundo, el cristianismo, surgió de muchas fuentes: judaísmo mesopotámico, paganismo helénico y el zoroastrismo persa.

Las ideas babilónicas y asirias, los motivos literarios, los conceptos filosóficos, las formas musicales, la astronomía, la astrología, la medicina y las matemáticas, habían viajado durante mucho tiempo hacia el oeste para ser incorporadas en los fundamentos de la nueva civilización alfabética. Y, en la medida que puede defenderse que la cultura helenística sobrevivió, a pesar de los muchos cambios consecutivos en el dominio político (de hecho, de forma magnífica) a través de tiempos macedónicos, seléucidas, romanos y partos, transformándose al final en la civilización bizantina, que después de muchos siglos siguió reflejando el modelo original asirio de dirección imperial establecido por Tiglath-Pileser I en el siglo XIX a.C. podemos decir (de forma sólo un poco tendenciosa) que el enfoque del mundo mesopotámico duró, de un modo u otro, hasta 1453, cuando Mehmet el Conquistador introdujo Constantinopla en el Imperio otomano. O incluso, puesto que los otomanos heredaron mucho de los bizantinos, podemos decir que duró hasta la fundación del moderno Estado secular de Turquía, en la década de 1920.

¿Qué podemos aprender, entonces, de la larga saga que hemos analizado desde sus comienzos antes del 4000 a.C. hasta el presente? Que tiene una forma y un estilo inconfundibles.

El analista de sistemas italiano, Cesare Marchetti, ha mostrado, a través de un trabajo continuo de brillantes documentos y artículos argumentados, cómo se puede aplicar la matemática estadística a los datos sociales, en particular con ecuaciones desarrolladas en la década de los veinte para definir la relación entre la cantidad de población de las especies depredadoras y sus presas. El método de Marchetti fue un éxito para mostrar fenómenos tan dispares como la propagación de la peste en Londres, la historia de la Iglesia católica, la fuerza cuantitativa del ejército británico e incluso la producción creativa de toda una serie de artistas, escritores, músicos, científicos e inventores de acuerdo con patrones matemáticos predecibles. Esto significa, por ejemplo, que pudo demostrar que cuando Mozart murió con treinta y cinco años, probablemente ya había compuesto casi todo lo que podría haber escrito si hubiera vivido más tiempo. Puede que nos burlemos, pero recordemos que Rossini, que nació un año después de la muerte de Mozart, completó su obra a la edad de treinta y siete, a pesar de que vivió hasta la madura edad de setenta y seis.

Cuando aplicó su sistema a los fenómenos a largo plazo, como el crecimiento y decadencia de los imperios, Marchetti también descubrió que las matemáticas funcionaban de forma espléndida: «El hecho de que el crecimiento de un imperio siga a una única... ecuación durante cientos de años, sugiere que todo el proceso está supeditado al control de mecanismos automáticos, mucho más que al capricho de un Napoleón o un Gengis Kan». Sus conclusiones nos ofrecen la apasionante posibilidad de que siguiendo matemáticamente el florecimiento y caída de la civilización mesopotámica, podríamos aprender algo sobre las leyes naturales que delinean todas las civilizaciones, incluida la nuestra.

No obstante, los resultados de Marchetti dependen de una acumulación enorme de conjuntos de datos. Por ejemplo, representó la curva de Mozart poniendo en un gráfico la suma acumulada de las obras del compositor frente a los años de composición, mientras que su exploración de la vitalidad de la Iglesia católica depende de la buena documentación histórica, fechas y números, de la canonización de santos y la construcción de catedrales. Hasta ahora, ningún estudioso se ha dedicado al problema de seleccionar y acumular suficientes datos para aplicar los principios y el procedimiento de Marchetti a la antigua era mesopotámica.

Pero si Marchetti está en lo cierto, y el surgimiento y caída de las civilizaciones también se corresponde con leyes matemáticas predecibles, deberían poderse aplicar a nuestra propia civilización.

Esto nos haría pararnos a pensar, ya que también nosotros vivimos el final de una era. Muchos aspectos de nuestra época recuerden bastante a los últimos siglos de gobierno asirio y neobabilonio. Nuestra sociedad muestra claros signos de pérdida de confianza en el futuro: una obsesión por el pasado, un celo agotador por preservar y conservar, una pasión por la cultura del museo, por la genealogía y por la historia, de lo que este libro es probablemente un buen ejemplo. Sabemos que el estilo de vida de la segunda mitad de toda la historia, basado como está en la explotación sin restricciones de los recursos de la tierra, no es sostenible para siempre. Reconocemos que el mundo no puede sobrevivir si cada campesino indio y chino aspira al opulento estilo de vida occidental. Comprendemos que el continuo crecimiento de población, en el índice exponencial actual, abrumará sin duda al planeta. También percibimos que la civilización alfabética de 2.500 años, que nos ha convertido en lo que somos, por primera vez está siendo desafiada por las primeras convulsiones de una nueva administración, lo que podemos llamar la Civilización Digital, que comenzó en la década de 1890 con la máquina tabuladora de Hollerith. Como escribió el compositor de Lamento por la destrucción de Sumeria y Ur, sobre el 2000 a.C., «¿Quién ha visto el dominio de un reino que prevalezca para siempre? El dominio del reino ha sido, en efecto, largo, pero tenía que consumirse».

Si esto es así, deberíamos reconfortarnos con la moraleja esbozada por primera vez por el filósofo Kabiti-Ilani-Marduk, autor del Mito del Dios-Plaga Irra, de la época asirio-babilónica: según esta moral, éste es un mundo en el que el declive, el colapso y la destrucción presagian siempre alguna forma de renacimiento; en donde lo nuevo no puede nacer si no se barre lo antiguo; y donde, a través de todos los altibajos, nada que merezca la pena se pierde totalmente, aunque los creadores puedan olvidarse. Quizá, cuando tarde o temprano, nuestra civilización esté agonizando en la cuneta, algunos de nosotros, como nos enseñaron los antiguos mesopotámicos, estemos aún mirando a las estrellas.

Lectura adicional

Cuando empecé a investigar la historia de la antigua Mesopotamia busqué consejo académico. Me dijeron: «Para la temprana Mesopotamia, puede comenzar con J. N. Postgate, después con los libros recientes de Marc Van de Mieroop, repletos de una útil bibliografía». No pude recibir mejor consejo.

A History of the Ancient Near East, ca. 3000-323 BC, de Mark Van de Mieroop, profesor de Historia Antigua de Oriente Próximo en la Universidad de Columbia, fue publicado por Blackwell en el 2004 y reeditado en el 2007. Este libro no está escrito con una narrativa árida sino muy accesible, y debe situarse en el ámbito del lector lego junto a la ligeramente anacrónica historia de Ancient Iraq, de Georges Roux, una obra académica independiente cuya tercera edición fue publicada por Penguin en 1992. Para una perspectiva más amplia, véase también el primero de los tres volúmenes de la segunda edición de The Cambridge Ancient History, aunque aún se quede rezagado a causa de los recientes descubrimientos arqueológicos y esté recargado con un sistema de anotaciones idiosincrásico.

Para la historia cultural, económica y social, la obra de J. N. Postgate (entonces profesor de Estudios Mesopotámicos en la Universidad de Cambridge), Early Mesopotamia: Society and Economy at the Down of History, publicada por Routledge en 1994, es inmejorable aunque no abarque todo el período. Para una historia completa desde los primeros días hasta el final de la Mesopotamia independiente, hay que añadir la obra académica de Mark Van de Mieroop, The Ancient Mesopotamian City (edición en pasta blanda publicada por Oxford University Press en 1999), así como la amena Mesopotamia: la invención de la ciudad, de Gwendolyn Leick, una independiente guía de turismo académica y cultural editada por Penguin en el 2002.

La historia del arte sumerio está totalmente organizada en la maravillosa Sumer: the Dawn of Art (un volumen de la colección Arts of Mankind de la editorial francesa Gallimard), en la edición inglesa de Thames and Hudson. Aunque se publicó en 1960, es una fuente indispensable para el estudio de la escultura y pintura de la antigua Mesopotamia gracias a sus magníficas ilustraciones y al texto de André Parrot, entonces conservador jefe de los Museos Nacionales franceses y director del Louvre.

En la siguiente sección hay más detalles sobre mis fuentes. Observe que la mayoría de artículos están actualmente disponibles en internet, ya sea parcial o totalmente, aunque algunas revistas exigen prepago o ser miembro de una biblioteca implicada. Mediante una búsqueda asidua se pueden localizar todos de forma rápida.

Notas bibliográficas

Lecciones del pasado

Varios autores han escrito sobre Saddam Hussein y su interés por presentarse como sucesor de los monarcas de la antigua Mesopotamia, sobre todo una escritora en nómina del New York Times, Elaine Sciolino, The Outlaw State: Saddam Hussein’s Quest and the Gulf Crisis', ed. en inglés en John Wiley, 1991 y The Wars against Saddam: Taking the Hará Road to Baghdag, ed. en inglés en Macmillan, 2003.

Saddam Hussein ha sido citado diciendo que Dios le había ordenado invadir Kuwait en «Does History Repeat Itself? The Ideology of Saddam and the Mesopotamian Era», Scientia Militaría: South African Journal of Military Studies, 33, 2005. La historia de la inspiración divina de George Bush aparece en el documental de Norma Percy, Mark Anderson y Dan Edge, Elusive Peace: Israel and the Arabs; versión inglesa retransmitida por la BBC el 10, 17 y 24 de octubre de 2005. La crítica de la restauración de Babilonia de Saddam se encuentra en «Letter from Baghdag», Architectural Review, marzo de 2003.

La historia del descubrimiento de un rey de Uruk desconocido en un cono de arcilla olvidado se cuenta en la revista en línea (2008) de la Escuela de Artes Liberales de la Universidad de Minnesota: http://cla.umn.edu/discoveries/language. php?entry=138909

El profesor finés Simo Parpóla ha sugerido que los súmenos están de algún modo relacionados con los hablantes de lenguas urálicas como el finés y el húngaro, que se originaron, según cree, en la región norte del Cáucaso.

Los versos de «On the Instability of Things», de Owen Seaman, se publicaron en Punch el 18 de julio de 1923.

El reinado desciende del cielo

Los informes de las expediciones arqueológicas a la antigua Eridú de los que cito, pueden encontrarse en Explorations in the Bible Lands during the 19th Century, publicado originalmente en 1903 de H. V. Hilprecht, y H. R. Hall, «The Excavations of 1919 at Ur, el-‘Obeid, and Eridu, and the history of Early babilonia», publicado en Man: Journal of the Rojal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland, 25 (enero de 1925). Una versión actualizada y excelente del descubrimiento de las muchos estratos de civilización en Eridú se encuentra en Mesopotamia: the Invention of the City, de Gwendolyn Leick, Penguin, 2002. (Hay ed. esp.: Mesopotamia: la invención de la ciudad, Paidós, 2002.)

Los apuntes de Colin Tudge sobre la dificultad de la revolución agrícola vienen de Neandertales, bandidos y granjeros: cómo surgió realmente la agricultura, Weidenfeld & Nicolson, 1998. (Hay ed. esp., Crítica, 2000.)

El argumento de Anthony Donohue a favor de emplazamientos religiosos egipcios localizados en lugares donde reconocían imágenes de sus divinidades en rasgos del terreno se publicó como «The Goddess of the Theban Mountain», en Antiquity, 66, 1992.

La sugerencia de que un meteorito pudo haberse estrellado en los pantanos del sur de Mesopotamia fue planteada por S. Master en «A Possible Holocene Impact Structure in the Al ‘Amarah Marshes, near the Tigris-Euphrates confluence, Southern Iraq», en Meteoritics and Planetary Science, 36, 2001.

Colín Renfrew explica su punto de vista sobre la conexión entre la realidad cultural y social en Prehistory: The Making of the Human Mind, ed. en inglés en Weidenfeld & Nicolson, 2007.

Thorkild Jacobsen ha descrito cómo Capricornio tiene su origen en Eridú en Towards the Image of Tammuz and Other Essays on Mesopotamian History and Culture, ed. en inglés en Harvard University Press, 1970.

El pasaje que empieza «Enki, Señor de la abundancia» tiene de la epopeya Enmerkar y el Señor de Aratta, traducida al inglés por S. N. Kramer y J. R. Maier en Myths of Enki, the Crafty God, ed. en inglés en Oxford University Press, 1989.

Una lista más completa de Me aparece en Inanna, Queen of He avén and Earth: Her Stories and Hymns from Sumer, ed. en inglés en Harper, 1983. «Pastoreo, reinado, sacerdotisas de la princesa, sacerdotisas de la reina divina, sacerdote de los encantamientos, sacerdote noble, sacerdote de las libaciones, verdad, descenso al submundo, ascenso desde el submundo, el kurgarra, la daga y la espada, el atuendo negro, el atuendo coloreado, soltarse el pelo, atarse el pelo, el carcaj, el arte de hacer el amor, el beso del falo, el arte de la prostitución, el arte de la aceleración, el arte de hablar claro, el arte del hablar difamatorio, el arte del hablar florido, la prostituta culta, la taberna sagrada, el santuario sagrado, la sagrada sacerdotisa del cielo, el instrumento musical resonante, el arte del canto, el arte de los ancianos, el arte del héroe, el arte del poder, el arte de la traición, el arte de la rectitud, el arte de saquear ciudades, el despliegue de los lamentos, el goce de corazón, el engaño, la tierra rebelde, el arte de la amabilidad, el viaje, el habitar un lugar seguro, la técnica del carpintero, la técnica del cuprero, la técnica del que trabaja el cobre, la técnica del herrero, la técnica del peletero, la técnica del batanero, la técnica del constructor, la técnica del que trabaja el mimbre, el oído atento, el poder de la atención, los ritos de la purificación sagrada, el abrevadero, el amontonamiento del carbón caliente, el establo, el miedo, la consternación, el desánimo, el león de diente amargo, el encendido del fuego, el apagado del fuego, el brazo cansado, la familia unida, la procreación, el encendido de las disputas, la calma consejera del corazón, emitir juicios, tomar decisiones.»

La demografía de la antigua Oxyrhynchos se detalla en City of the Sharp-Nosed Fish: Greek Lifes in Román Egypt, Weidenfeld & Nicolson, 2007. (Hay trad. esp.: La ciudad del pez elefante: la vida de los griegos en el antiguo Egipto, Ed. Debate, 2009.)

Los versos que explican qué sucedía cuando Inanna se ausentaba del mundo y que describían la laxitud sexual de la ciudad están traducidos en Myths from Mesopotamia, Oxford University Press, 1989. La historia de cómo Inanna robó los Me a Enki está adaptada de la epopeya Inanna and Enki, según la traduce el Corpus de Textos electrónicos de Literatura Sumeria de la Universidad de Oxford, disponible en línea en <http://etcsl.orinst.ox.ac.uk>.

La ciudad de Gilgamesh

El entierro de Alarico el Godo en Cosenza, al sur de Italia fue descrito por Edward Gibbon en The Decline and Fall of the Roman Empire (hay trad. esp.: Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Turner, 2006): «Con el trabajo de una multitud cautiva, desviaron por la fuerza el curso del Busentino, un pequeño río que baña los muros de Cosenza. El sepulcro real, adornado con espléndidos botines y trofeos de Roma, fue construido en el lecho disponible; las aguas fueron entonces devueltas a su cauce natural». Si la historia es cierta, quizá es posible que el tesoro con que se hizo el general (y más tarde emperador) romano Tito en el templo de Jerusalén pueda todavía encontrarse bajo las aguas del río Busento. Una versión de la expedición alemana para investigar restos bajo el Éufrates aparece en Geophysical Research Abstraéis, 5, 2003.

La reacción de André Parrot a la Dama de Uruk, también conocida como la Máscara de Warka, está en Sumer: el amanecer del arte, Thames and Hudson, 1960.

Robert Marett desarrolló su idea de que todas las religiones tempranas implicaban un factor de representación en The Threshold of Religión; ed. en inglés en Cambridge University Press, 1940.

La afirmación de Piotr Michalowski de que Uruk experimentó un desarrollo revolucionario y no gradual se encuentra en «Tokenism», publicado en American Anthropologist, 95, 1993.

Las referencias al lapislázuli que se usaba como adorno de los muros de la ciudad, templos y carros vienen de los textos Lugalbanda and the Anzud Bird (Lugalbanda y el pájaro Anzud), Enki ’s Journey to Nibru (El viaje a Nibru de Enki) y The Building of Ningirsu’s Temple (La construcción del Templo de Ningirsu).

El influyente ensayo de Thorkildjacobsen en el que introdujo la idea de una democracia primitiva se titulaba «Primitive Democracy in Ancient Mesopotamia» y se publicó en el Journal of New Eastem Studies, 2, 1943.

La exploración de «la privación estética de la masa» se publicó como «The Evolution of Simplicity: Aesthetic Labour and Social Change in the Neolithic Near East», en World Archeology, 33, 2001. El artículo en que se propone que la civilización Uruk fue la inventora original de la marca es «Prehistories of Commodity Branding», Current Anthropology, 49, 2008. La opinión del profesor Andrew Sherratt (1946-2006) de que los paralelismos entre el Neolítico y las revoluciones urbanas e industriales merecen mayor estudio se cita en el mismo ensayo.

El informe completo de la Royal Asiatic Society sobre el desciframiento del cuneiforme, incluyendo las traducciones hechas por Fox Talbot, Hincks, Oppert y Rawlinson, se encuentra disponible, en el momento en que escribo, en <www.let. leidenuniv.nl/iaa/ rascuco.pdfx

El razonamiento detrás del descubrimiento de que subyacente en el sistema de escritura acadia debía encontrarse otro estrato lingüístico más antiguo está adaptado de Mesopotamia: Writing, Reasoning and the Gods, University of Chicago Press, 1992. (Hay trad. esp.: Mesopotamia: la escritura, la razón y los dioses, Cátedra, 2004.)

El estudioso danés que propuso que el sumerio pudo ser una especie de criollo es Jens Hpyrup. Su sugerencia aparece en el artículo «Sumerian: The Descendant of a Proto-Historical Creóle?» en AIQN: Annali del Dipartimento di Studi del mondo Classico e del Mediterráneo Antico, Sezione lingüistica, Istituto Universitario Oriéntale, Napoli, 14, 1994.

El diluvio

Una versión magnífica del valor del Diluvio en la escritura de la historia es Noah’s Flood: The Génesis of Story in Western Thought, ed. en inglés en Yale University Press, 1999.

Una lista de las expediciones en busca de restos del Arca de Noé aparece en línea en <http://www.noahsarksearch. com/expeditions.htm>.

La ponencia leída ante la Sociedad Geológica de América en 2003, sobre la afluencia del Mediterráneo sobre el Bósforo, se titulaba «Late Glacial Great Flood in the Black Sea and Caspian Sea», de Andrey Tchepalyga, Instituto de Geografía, Academia Rusa de la Ciencia.

Se ofrece una versión breve, pero iluminadora, sobre George Smith y sus descubrimientos en «The Great Good Luck of Mister Smith», de Robert S. Strother, publicado en Saudi Aramco World, enero/febrero de 1971. El obituario de George Smith a cargo del reverendo Archibald Sayce fue publicado en Nature y reimpreso en Living Age, 14 de octubre de 1876. Lo recuperé en <http://cdl.library.cornell.edu/ moa/browse.journals/livn,1876.html>. Las propias versiones de George Smith sobre su trabajo se encuentran en Assyrian Discoveries: An Account of Explorations and Discoveries on the Site of Niniveh, during 1873 and 1874 y The Chaldean account of Génesis, 1876.

El «ensayo impresionante» de un estudiante de quince años es «To what extent can Sir Leonard Woolley be better described as an imperial orientalist than a scientific archaeologist?», de Jacob Gifford Head, Escuela City of London, 2004.

Los cambios trascendentales que acontecieron alrededor del 3000 a.C., cuando se desmoronó la ideología Uruk, son detallados por «The Kish Evidence and the Emergence of States in Mesopotamia», de Petr Charvát, en Current Anthropology, 22, 1981, y en «Holocene Climate and Cultural Evolution in Late Prehistoric-Early Historie West Asia», de M. Saubwasser y H. Weiss, en Quatemary Research, 66, 2006.

La expedición reciente al emplazamiento de Hamoulcar, en la Siria actual, fue emprendida por la Universidad de Chicago y el Departamento de Antigüedades Sirio. Sus hallazgos se detallan en «Earliest Evidence for Large Scale Organized Warfare in the Mesopotamian World», nota de prensa de la Universidad de Chicago, el 16 de septiembre de 2005.

El fracaso del proyecto respaldado por Estados Unidos de regenerar para la agricultura el valle del Helmand por irrigación se describe en The Helmand Valley Project, 2004. Lo conseguí en <http://www.institute-for-afghan-studies.org/foreign%20 affairs/us-afghan/helmand_0.htm>.

La explicación de las técnicas tradicionales de salinización, del profesor McGuire Gibson, está en «Violation of Fallow: an Engineered Disaster in Mesopotamian Civilization», en Irrigation’s Impact on Society (Impacto de la irrigación en la sociedad), edición en inglés en University of Arizona Press, 1974.

Grandes hombres y reyes

Un ejemplo de las historias, ampliamente difundidas en Internet, de las ciudades iraquíes de Al-Kuty Nasiriya atacándose mutuamente es el de <http://en.wikipedia.org/wiki/2003_invasion_of_iraq>.

Los comentarios de George Barton sobre la onomástica sumeria pueden hallarse en «Religious Conceptions Underlying Sumerian Proper Names», en el Journal of the American Oriental Society, 34, 1915.

La demostración de 1987 de Jean Bottéro a la Sociedad Oriental Americana sobre cocina mesopotámica fue publicada

como «The Culinary Tablets at Yale», en el Journal of the American Oriental Society, 107, 1987. La receta de pastel de pollo que Bottéro pudo descifrar se cocinó y fotografió para un reportaje en la revista francesa Actuel, n.º 69-70, junio-julio de 1985.

Las citas de Las instrucciones del granjero se consiguieron en el Corpus de textos electrónicos de Literatura Sumeria: <http://etcsl.orinst.ox.ac.ulo.

Los detalles de la antigua fontanería sumeria se dan en «Mass, Sitte und Technik des Bauens in Habuka Kabira Süd», en Actes du colloque ‘Le Moyen Euphrate, zone de contacts et d’échanges, ed. J.-Cl. Margueron (edición con artículos en inglés, francés y alemán) en E. J. Brill, 1980, y en «Habuba Kabira Sud 1974» en Les Anuales Archéologiques Arabes Syriennes, 25, 1975, citado en el Short Historical Dictionary on Urban Hydrology and Drainage, 2006 de Jean-Luc Bertrand-Krajewski, disponible (en inglés) en <http://jlbkpro.free.fr/shduhdfromatoz/habuba-kebira.pdf>.

El experimento para recrear la cerveza de la antigua Mesopotamia lo describen Miguel Civil, «Modern Brewers Recreate Ancient Beer», en Chicago University Oriental Institute News and Notes (1991), y Gregg Glaser, «Beer from the Past», en Modern Brewery Age, 31, marzo de 2003.

La canción de parranda sumeria se consiguió en el Corpus de textos electrónicos de Literatura Sumeria: <http://etc-sl.orinst.ox.ac.uk>.

El profesor Morris Silver da pruebas de mercados antiguos en «Karl Polanyi and Markets in the Ancient Near East: The Challenge of the Evidence», Journal of Economic History, 43, 1983.

Petr Charvát describe a los nuevos ricos sumerios en «The Kish Evidence and the Emergence of States in Mesopotamia», Current Anthropology, 22, 1981.

Los extractos de Enuma Elish están adaptados de la traducción de L. W. King en The Seven Tablets of Creation, publicada en 1902.

Dwight W. Young propone que la notable longitud de los reinados que da la Lista Real Sumeria se derivan de ejercicios matemáticos de escribas en «A Mathematical Approach to Certain Dynastic Spans in the Sumerian King List», en el Journal of Near Eastem Studies, 47, 1988.

Detalles sobre los cien años entre Lagash y Umma pueden encontrarse en Ancient Iraq, de Georges Roux, como Mark W. Chavalas en The Ancient Near East: Historical Sources in Translation, ed. en inglés en Blackwell, 2006 y C. J. Gadda, «The Cides of Babylonia» en The Cambridge Ancient History, vol. 1, capítulo 13, 1971.

La descripción de los proyectiles cayendo como lluvia sobre los muros de Aratta viene de la epopeya que los especialistas llaman Enmerkar and the Lord of Aratta (Enmerkar y el Señor de Aratta). Otras descripciones clásicas de la aplicación bélica de la honda pueden encontrarse en la Bibliotheca Histórica, Libro XIX, 109, de Diodoro Sículo. Un análisis más detallado de la lucha con hondas puede encontrarse en The Sling, Especially in África, de K.G. Lindblom; ed. en inglés en Stockholm: Staten Etnografsika Museum, 1940, y en <http://www.lloydianaspects. co.uk/weapons/sling2.html>.

Las narraciones de las excavaciones de Woolley de las tumbas reales de Ur se citan a partir de Treasures from the Royal Tombs of Ur, ed. en inglés en University of Pennsylvania Museum, 1998, de Richard L. Zettler, Lee Home, Donald R Hansen y Holly Pittman; en las propias memorias de sir Leonard Woolley, Excavations at Ur, ed. en inglés en Ernest Benn, 1954, y en An Autobiography, Collins, 1977. (Hay trad. esp., Ur: la ciudad de los caldeos, en Fondo de Cultura Económica, 1966.)

El artículo del profesor Bruce Dickson sobre los teatros de la crueldad es «Public Transcripts Expressed in Theatres of Cruelty: The Royal Graves at Ur in Mesopotamia», en el Cambridge Archeological Journal, 16, 2006.

«La comida de ultratumba es amarga, el agua de ultratumba es insalubre» es un verso de la epopeya conocida como The Death of Ur-Nammu (La muerte de Ur-Nammu).

Los fragmentos que detallan las reformas de Urukagina están adaptados de Iscrizioni Reali Dal Vicino Oriente Antico, traducidos por Giuseppe Del Monte, Universitá di Pisa, Facoltá di Lettere e Filosofía, 2004, en <http://history-world.org/re-forms_of_urukagina.htm>, y de History Begins at Sumer, de

S. N. Kramer, University of Pennsylvania Press, 1956. (Hay trad. esp.: La historia comienza en Sumeria, Alianza, 2010.)

El proverbio sobre los señores antiguos, reyes e inspectores fiscales ha sido tomado del Corpus de Textos electrónicos de Literatura Sumeria, <http://etcsl.orinst.ox.ac.uk>.

Los gobernantes de las cuatro regiones

La descripción de las celebraciones del quincuagésimo tercer cumpleaños de Saddam Hussein de la revista Time apareció el 21 de mayo de 1990.

El alarde de Sargón, «Ahora, cualquier rey que quiera llamarse mi semejante, ¡que vaya también hasta donde yo he ido!» viene de la historia conocida como The Chronicle of Early Rings {La crónica de los primeros reyes).

El estudioso que señaló que «¿Qué he traído a mí mismo y a mi reino?» es como decir «La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros» fue Joan Goodnick Westenholz, en «Heroes of A Idead» en el Journal of the American Oriental Society, 103, 1983.

El estudio de Paul Treherne «The Warrior’s Beauty: The Masculine Body and Self-Identity in Bronze Age Europe» se publicó en el Journal of European Archaeology, 3, 1995.

La «altivez del cuello arqueado» y el reproche al rey Mari por montar a caballo en vez de una muía se citan en The Horse, the Wheel and Language: How Bronze-Age Riders from the Eurasian Steppes Shciped the Modem World, ed. en inglés en Princeton University Press, 2007. El rey sumerio que se comparó a «un caballo en la carretera que sacude su cola» fue el rey Shulgi de la dinastía Ur III.

El extracto que describe la deificación de Naram-Sin está citado de A History of the Ancient Near Easl; ed. en inglés en Columbia University, 2004; segunda ed., 2007 de Marc van Mieroop.

El «traductor más reciente» del «Nin-me-sara», «Señora de todos los Me», de Endehuana es la Dra. Annette Zgoll. Las diferentes interpretaciones posibles son descritas en su Der Rechtsfall dern-hedu-Ana im Lied Nin-me-sara, Ugarit-Verlag, 1997.

El sello inscrito con el nombre «Apil-Ishtar, hijo de Ilubani, sirviente del divino Naram-Sin» fue hallado en Chipre en la década de 1870 por el coronel de la guerra cuál de Estados Unidos, arqueólogo aficionado y primer director del Museo Metropolitano de Arte en Nueva York, Luigi Palma di Cesnola.

Los detalles de la lista de invitados para la celebración de la compra de varios Estados por parte de Manishtushu están en la Cambridge Ancient History.

La impresión de Marc van Mieroop de que los restos materiales del período de Sargón muestran «destreza, atención al detalle y talento artístico» está elaborada en su libro A History of the Ancient Nearast.

Los nombres oficiales de los años del Imperio acadio están citados en Mesopotamia temprana: sociedad y economía en el amanecer de la historia, de J. N. Postgate.

Los puntos cardinales sumerio-acadios están citados a partir de la Cambridge Ancient History.

El informe de la expedición de la Universidad de Yale a Tell Leilan está en «Imperial Responses to Environmental Dynamics at Late Third Millenium Tell Leilan», Orient-Express, París, 4, 2000. La relación entre cambio climático y el colapso de la civilización fue divulgada en el New York Times el 15 de julio de 1993. Su artículo «Desert Storm» apareció en The Sciences, mayo/junio, 1996.

Sumeria resurge

Los detalles de la victoria de Utu-hegal sobre los guti vienen del texto conocido como La victoria de Utu-Hegal. El texto babilónico que adscribe la caída de los guti a su robo del pescado hervido de Marduk se conoce como la crónica Esagila y también como la Crónica Weidner.

La irrelevancia del individuo en la antigua sociedad sumerja está descrita en La ciudad de la antigua Mesopotamia.

La comparación de Piotr Steinkeller entre la economía de Ur III y las disposiciones del antiguo bloque soviético está

tomada de «Towards a Definition of Private Economic Activity in the Third Millenium Babylonia», en Commerce and Monetary Systems in the Ancient World: Means of Transmission and Cultural Interaction, editado por Robert Rollinger y Christopher Ulf en Franz Steiner Verlag, 2004.

El sistema Bala de la Tercera Dinastía de Ur está descrito en Provincial Taxation and the Ur III State, ed. en inglés en Cuneiform Monographs, vol. 26, (E. J. Brill, 2004), de Tonia M. Sharlach.

El establo estatal de ovejas se describe en la Cambridge Ancient History.

El documento que describe la deuda laboral de un capataz de treinta y siete trabajadoras del cereal está detallado en «Hard Work Where Will It Get You? Land Management in Ur III Mesopotamia», en el Journal of Near Eastern Studies, 50, 1991, de Robert K. Englund.

El análisis de Wolfgang Heimpel sobre los registros administrativos del «parque industrial» de Girsu se titula «The industrial Parle of Girsu in the Year 2042 B.C.: Interpretation of an Archive Assembled by P. Mander» en el Journal of the American Oriental Society, 118, 1998.

La descripción de la homogeneización de pesos y medidas de Ur III viene del preámbulo al Código Legal de Ur-Nammu.

La historia del proceso por asesinato en que se acusaba a una mujer de no denunciar el asesinato de su marido está adaptado de La ciudad de la antigua Mesopotamia, de Marc van Mieroop, que cita a Thorkild Jacobsen en «An Ancient Mesopotamian Trial for Homicide» («Un antiguo proceso mesopotámico por homicidio»), Analecta Bíblica, 12, 1959, traducido según J. N. Postgate en Mesopotamia temprana. La traducción alternativa, en que la mujer fue absuelta, está en La historia empieza en Sumer, de S. N. Kramer.

Artículo 103 de la Constitución de 1936 de los Estados de la URSS: «Los asesores del pueblo funcionan como “jueces de hecho”, con el poder de decidir la inocencia o la culpabilidad, pero también tienen todos los derechos y poderes del juez profesional, incluyendo el derecho a revisar todos los documentos de la investigación, llamar e interrogar a testigos, examinar

pruebas, señalar castigos y conceder daños». Ver Reforming the Russicin Legal System, de Gordon B. Smith, ed. en inglés en Cambridge University Press, 2008.

La inquietud de Trotski sobre las consecuencias de la muerte de Lenin aparece citada en Lenin Lives! The Lenin Cult in Soviet Russia, de Nina Tumarkin, ed. en inglés en Harvard University Press, 1997. El verso de A. O. Avdienko, ensalzando a Stalin como «tú que condujiste al hombre a nacer. / Tú que hiciste fructificar la tierra» aparece citado en Stalin and Stalinism, de Martin McCauley, ed. en inglés en Longman, 2003. El poema de alabanza del rey Shulgi, «Himno Shulgi B», fue obtenido del Corpus de Textos electrónicos de Literatura Sumeria, <http://etcsl.orinst.ox.ac.uk>. La demanda de Stalin de rascacielos se atribuye en Wikipedia a Хмельницкий, Дмитрий, ‘Сталин и архитектура’, гл.11, citando a Dimitry Khmelnitsky en «Stalin and Architecture», capítulo 11, disponible Online en chttp:// www.archi.ru>.

La similitud entre el estilo de construcción vernáculo en el Iraq moderno y sus antecedentes sumerios es descrito en «Survivals of Sumerian Types of Architecture», de Raymond P. Dougherty, en el American Journal of Archeology, 31, 1927.

La referencia de Woolley a Jacob, nieto de Abraham, y sus sueños de ángeles que suben y bajan por el zigurat de Ur y su alabanza a la sutileza de la arquitectura del zigurat, se encuentra en sus Excavations at Ur.

La historia de la carrera del rey Shulgi de Nippur a Ur y de vuelta a Nippur está en el «Himno Shulgi A», tomado del Corpus de Textos electrónicos de Literatura Sumeria, <http:// etcsl.orinst.ox.ac.uk>. Deane Anderson Lamont describe las ultramaratones modernas en «Running Phenomena in Ancient Sumer», en el Journal of Sports History, 22, 1995.

La historia del general Sharrum-bani sobre su construcción del muro llamado Muriq-Tidnum, «amuralla a Tidnum» y del fracaso del general Ishbi-Erra a la hora de llevar grano a Ur, se extraen de El antiguo Oriente Próximo, de Mark M. Chavalas.

La descripción de la destrucción Ur a cargo de Elam está tomada del texto conocido como Lamento por la Ciudad de Ur.

La inevitabilidad del fin del remado de Ur viene del Lamento por la destrucción de Sumeria y Ur.

La condena de los bárbaros Martu está en Ancient Iraq, de Georges Roux.

La identificación de los amorreos con los ancestros de los hebreos del profesor William Hallo, está detallada en la entrada de Mesopotamia en la Encypledia Judaica.

Antigua Babilonia

London: A Biography (Londres: una biografía), de Peter Ackroyd fue publicado en 2000. (Hay trad. esp. en Edhasa, 2002.)

The Itinerary of Benjamín of Tíldela, Critical Text, Translation and Commentary, de Marcus Nathan Adler, fue publicado por Oxford University Press en 1907. (La edición más reciente del Libro de viajes de Benjamín Tudela es la de Ediciones y Libros, de 2002.)

Un extenso informe de prensa del descubrimiento de la diorita bajo Knightrider Street, de Morris Jastrow Jr., apareció en el New York Times el 11 de enero de 1891.

La carta del oficial de palacio Mari con el encabezamiento «ningún rey es verdaderamente poderoso por sí mismo», la queja del gobernador de Qatna al rey de Ekallatum y la descripción de la personalidad del rey Zimri-lin según se revela en su correspondencia, vienen de «The Ring and I: A Mari King in Changing Perceptions», discurso presidencial a la Sociedad Oriental Americana, en Miami, 1997. Las críticas de Shamsi-adad a su hijo menor aparecen en A History of the Ancient Near East, de Marc van Mieroop, y en Ancient Iraq, de Georges Roux.

Las indicaciones para encontrar el camino a una casa particular en Ur («debería entrar por la Gran Puerta») están citadas de The Political Landscape: Constellations of Authority in Early Complex Polities, ed. en inglés en University of California Press, 2003.

En Society and Enterprise in Oíd Babylonian Ur, ed. en inglés en Dietrich Reimer Verlag, 1992, de Marc van Mieroop, aparecen los detalles de los negocios de Dumuzi-Gamil, que son los que cita William N. Goetzmann en Financing Civilisation (Financiar la civilización), en <http://viking.som.yale.edu/will/ finciv/chapterl ,htm>.

El fragmento del currículum de un escriba babilónico recién graduado está tomado Jean Bottéro en Ancestor of the West: Wnting, Reasoning and Religión in Mesopotamia, Elam, and Greece, ed. en inglés en University of Chicago Press, 2000, de Jean Bottéro, Clarisse Herrenschmidt y Jean Pierre Vernant.

Los fragmentos de la historia titulada «Días de clase» («Schooldays») por su primer traductor, Samuel Noah Kramer, están adaptados de «Texts, Tablets and Teaching: Scribal Education in Nippur and Ur», en Expedition, 40, 1998. La queja del padre de que su hijo muestra poco aprecio por su educación está adaptada del texto conocido como «El escriba y su perverso hijo» ('«The Scribe and his Perverse Son»), citado en Daily Life in Ancient Mesopotamia, ed. en inglés en Greenwood Press, 1998.

El matemático moderno que ha sugerido que el acercamiento babilónico a los problemas matemáticos sería familiar a los que se acordaran de los cursos antiguos de álgebra de secundaria fue Asger Aaboe, en Episodes from the Early History of Mathematics, ed. en inglés de la Mathematical Association of America, 1997.

Los ejemplos de los nacimientos anómalos que se interpretaron como presagios son de Morris Jastrow Jr. en Babylonian-Assyrian Birth-Omens, ed. en inglés en Alfred Topelman Verlag, 1914.

Las instrucciones del rey de Mari de que se alejara a la señora Nanname de cualquiera por su condición contagiosa surge de Daily Life in Ancient Mesopotamia, de liaren Rhea-Nemet-Nejat. Los autores de la colección de textos médicos babilónicos le contaron su historia a William Mullen en «Assyrian and Babylonian Medicine Was Surprisingly Advanced» en el Chicago Tribune, el 24 de octubre de 2005.

El magistral relato de Henry W. F. Sagg, The Might That Was Assyria fue publicado por Sidgwick &Jackson en 1984.

Las ideas un tanto controvertidas de Simo Parpóla sobre la transmisión de creencias y filosofías asirias a los misticismos cristiano, judío y oriental son propuestas en la introducción de Assyrian Prophecies, Archivos Estatales de Asiria, vol. 9, ed. en inglés en Helsinki University Press, 1997. La crítica severa de Jerrold Cooper hacia el punto de vista del profesor Parpóla fue publicada como «Assyrian Prophecies, the Assyrian Tree, and the Mesopotamian Origins of Jewish Monotheism, Greek Philosophy, Christian Theology, Gnosticism, and Much More» en el Journal of the American Oriental Society, 120, 2000.

M. L. West, miembro emérito del All Souls College, en Oxford, escribe sobre la transmisión de la mitología y forma poética asirias a Occidente en «Near Eastern Material in Hellenistic and Román Literature», Harvard Studies in Classical Philology, 73, 1968 y en The East Face of Helicón, West Asiatic Elements in Greek Poetry and Myth, ed. en inglés en Clarendon Press, 1999.

Los extractos de las cartas de los mercaderes asirios de Karum Kanesh y sus mujeres están citados de Mesopotamia temprana: sociedad y economía en el amanecer de la historia, de J. N. Postgate, A History of the Ancient Near East, de Marc de van Mieroop y «The Oíd Assyrian Merchants» («Los antiguos mercaderes asirios»), en Tracle, Traders and the Ancient City, editado por Helen Parkins y Christopher John Smith (Comercio, comerciantes y la ciudad antigua, ed. en inglés en Routledge, 1998).

Las citas de las leyes y decretos reales del Imperio Asirio Medio fueron adaptadas de Ancient Near Eastern Texts Relating to the Oíd Testament, ed. en inglés en Princeton University Press, 1969, de James B. Pritchard y de The Assyrian Lazos, ed. en inglés en Clarendon Press, 1935, de G. R. Driver y J. C. Miles.

El profesor A. T. Olmstead acuñó la frase «pánico calculado» en el título de su artículo «The Calculated Frightfulness of Ashur Nasir Apal» en el Journal of the American Oriental Society, 38, 1918. La inscripción de Tiglath-Pileser que comparaba al

rey con un cazador que destripara mujeres y cegara chiquillos está detallada en «Ripping Open Pregnant Women’ in Light of an Assyrian Analogue», en el Journal of the American Oriental Society, 103, 1983.

La iniquidad contra las mujeres en las leyes y la costumbre asirías es descrita en Women, Crime and Punishment in Ancient Law and Society, vol. 1: The Ancient Near East, ed. en inglés en Continuum International Publishing, 2005.

Las cifras sobre desplazamientos de población recientes vienen del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, Sección de Población, Trends in Total Migrant Stock: The 2005 Revisión. El flujo de nómadas arameos inmigrantes a Asiria es explicado por el cambio climático en «Climatic Ghange and the Eleventh-Tenth-Century Eclipse of Assyria and Babylonia», en el Journal of Near Eastern Studies, 46, 1987.

El dibujo de un arco compuesto más allá de las posibilidades de los atletas contemporáneos se propone en «An Approach to the Study of Ancient Archery using Mathematical Modelling», de B. W. Iíooi y C. A. Bergman en Antiquity, 71, 1997.

Las Listas de Caballos asirías y los aurigas israelitas del ejército asirio están descritos en «Foreign Chariotry and Cavalry in the Armies of Tiglath-Pileser III and Sargon II», Iraq, 47, 1985. El papel de los caballos en el ejército asirio y los arreglos para alimentarlos y mantenerlos se describen con detalle en The Grecil Amiies of Antiquity (ed. en inglés en Greenwood Press, 2002), de Richard A. Gabriel. Los detalles de los rangos militares asirios están en «The Invention of the Officer Corps», en el Journal of the Historiad Society, 7, 2007.

La cita de Ashurnasirpal (el tatatarabuelo de Tiglath-Pileser) que detalla cómo castigó a una ciudad rebelde está en Ancient Iraq de Georges Roux.

«El imperio no es una tierra que se extiende, sino una red de comunicaciones sobre la que se transportan bienes materiales» es una cita de «The Growth of the Assyrian Empire in the Habur/Middle Euphrates Area: A New Paradigm», en State Archives of Assyria Bulletin, 2, 1988.

La descripción a cargo de Simo Parpóla de la realeza asiria viene de «Sons of God: The Ideology of Assyrian Kingship», en Archeology Odissy Archives, diciembre de 1999.

La sugerencia de que todos los asirios, incluso los deportados extranjeros, eran iguales se encuentra en una carta al rey asirio que se halló en Nínive y en una inscripción de Sargón II. Estas, y los detalles de nombres de los extranjeros a que respondían altos oficiales están citados de «The Aramaization of Assyria: Aspects of Western Impact», de Hayim Tadmor, en Mesopotamien und seine Nachbam: Politische amd kulturelle Wechselbeziehungen im Alten Vorderasien vom 4 bis zum 1 Jahrtausend vor Chr, editado por H. J. Nissen y J. Renger, ed. en inglés en Dietrich Reimer Verlag, 1982.

Pasando el relevo

La descripción de la invención de la escritura alfabética como «invento utilitario para soldados, comerciantes y mercaderes» es de John Noble Wilford en «Discovery of Egyptian Inscriptions Indicates an Earlier Date for Origin of the Alphabet», en el New York Times, el 13 de noviembre de 1999.

La advertencia a un escriba para que no esconda nada al rey y la proclamación del propio Asurbanipal de su habilidad escritora están citadas a partir de A History of Reading, ed. en inglés en Reaktion Books, 2004.

La carta de Asurbanipal a Shadanu, gobernador de Borsippa, encomendándole que acumulara documentos para su biblioteca está citada a partir de The Library of Alexandria: Centre of Learning in the Ancent World, ed. en inglés en I. B. Tauris, 2004.

El encomio de Austen Layard a Homuzd Rassam y su versión del desentierro de la biblioteca de Asurbanipal están tomados de su libro, Discovenes among the Ruins of Niniveh and Babylon, ed. en inglés en Harper & Brothers, 1853.

El curador de la colección de Babilonia de la Universidad de Yale, cuya respuesta al descubrimiento de la biblioteca de Sippar fue publicada por el Washington Post el 19 de abril de 2003, se llama Benjamin Foster.

La jactancia de Asurbanipal sobre la destrucción de Elarn está citada de la Cambridge Ancient History, vol. 1, capítulo 21, «Babylonia in the Shadow of Assyria». La historia de la vida de Adda-guppi, madre de Nabu-na’id, está adaptada de Ancient Near Eastern Texis Relating to the Oíd Testament, de James Pritchard.

Las historias de las investigaciones arqueológicas de los gobernadores babilónicos están tomadas de «Babylonian Archeologists of the (ir) Mesopotamian Past», en Proceedings of the First International Congress of the Archeology of the Ancient Near East, editado por P. Matthaie, Alessandra Enea, Lúea Peyronel y Francés Pinnock en Dipartment de Scienze Storiche, Archeologiche e Antropologiche dell’ Antichitá Universitá degli Studi di Roma «La Sapienza», 2000.

La visita de Siegfried Giedion a la fábrica de relojes de Boston está descrita en su libro Space, Time and Architecture: The Growth of a New Tradition, Harvard University Press, 1941. (Hay trad. esp., Espacio, tiempo y arquitectura, en Ed. Dossat, 1982.)

La versión del sacerdote Berosos de la profecía de Nabucodonosor sobre la caída de Babilonia está citada a partir de Eusebio, Προπαρασκευή Ευαγγελική (Praeparatio evangélica, Preparación para el evangelio). Por su parte, se lo cita en The Testimony of the Truth of the Scripture: Historical Illustrations of the Oíd Testament, Gathered from Ancient Records, Monuments and Inscriptions, ed. en inglés en Boston, 1898, de George Rawlinson. Rawlinson citaba a Eusebio, que citaba a Berosos, que citaba a Nabucodonosor: un ejemplo perfecto de una fuente cuaternaria.

El recibo por el trabajo realizado en la muralla de la Gran Puerta de Enlil está traducido en «An Episode in the Fall of Babylon to the Persians», en el Journal of Near Eastern Studies, 52, 1993.

Las ecuaciones que modelan la relación entre la magnitud de la población de una especie depredadora y su presa fueron desarrolladas por Alfred Lotka y Vito Volterra, a partir de los cuales se les dio nombre. Expresan una función en forma desconocida como curva logística. Un archivo de la mayor parte de las publicaciones de Cesare Marchetti es accesible en línea en <http://cesaremarchetti.org>. Merece la pena buscar los trabajos sobre «Action Curves and Clockwork Geniuses» («Curvas de acción y genios relojeros»), de 1985; «Looking Forward, Looking Backward: A Very Simple Mathematical Model for Very Complex Social Systems», de 1996; e «Is History Automatic and Are Wars á la Carte? The Perplexing Suggestions of a System Analysis of Historical Time Series», de 2005. Le debo al difunto Rex Malik que me introdujera al trabajo del Dr. Marchetti.

INTERNET

Los enlaces a algunos eventos, localizaciones, artefactos, personas y edificios descritos en el texto:

El incendio de Susa:

http://en.wikipedia.org/wiki/file:susa-destruction.jpg El emplazamiento de Eridú:

http://www.atlastours.net/iraq/eridu.html El Vaso de Warka:

http://oi.uchicago.edu/oi/iraQ/dbfiles/objects/14.htmk Senderos antiguos por Tell Brak:

http://www-news.uchicago.edu/releases/03/oicorona/oicorona-02.jpg

El estandarte de Un http://commons.wikimedia.org/wiki/file:standard_of_ur.jpg Proyectiles de honda:

http://mvw.newscientist.com/dala/images/ns/cms/dn8472/dn-8472-l_650.jpg

Enheduanna, la hija de Sargón:

http://wtvtv.arth.upenn.edu/smr04/101910/slide2.19.jpg El Gran Zigurat de Ur:

http://farml.static.flickr.com/29/46769923_a35c9ac3b5.jpg Un fresco del Palacio Mari:

http://commons.wikimedia.org/wiki/file:mari_fresco_investitu-re_zimri_lim_0210.jpg Templo de Mart Shmoni, en Baghdeda:

http://wmv.atour.com/education/20040419a.html

Símbolo del Dios Ashur:

http://en.wikipedia.org/wiki/file:sumerian_symbology.jpg Huella de Dios en el Templo Ain Dara:

http://commons.wikimedia.org/wiki/file:sYrie_294.jpg Escribas asirios:

http://wvw.aina.org/images/scribesl.jpg Nabonido, el último rey de Babilonia:

http://commons.wikimedia.0rg/wiki/file:nabonidus.jpg


Notas:
[1] Fue una serie de medidas económicas, sociales y políticas implantadas en la República Popular China por el gobierno del Partido Comunista de China (PCCh) a finales de 1950 y principios de 1960 con la intención de aprovechar el enorme capital humano del país para la industrialización. (N. de la T.)
[2] Las sillas musicales es un juego competitivo en el que la música marca el ritmo y la emoción. (N. de la T.)
[3] El «Arte blando» es el término aplicado a la escultura de los años sesenta y setenta que se sirve de materiales no rígidos, tales como vinilo, cuerda, goma, etc. (N. de la T.)
[4]¿ Cuántos kilómetros hay a Babilonia? Tres veintenas de años y diez. ¿ Lograré llegar con la luz de una vela ? Si, y regresar de nuevo. Si tus talones son ágiles y ligeros Llegarás con la luz de una vela.Se trata de una popular canción británica para niños. (N. de la T.)
[5]Josué organizó la batalla de Jericó y las murallas se vinieron abajo.Se trata de la canción de Elvis Presley Joshua fit the battle. {N. de la T.)
[6] Fundamentalistas islámicos.(N. de la T.)