Breve historia de la Belle Epoque - Ainhoa Campos Posada

Breve historia de la Belle Epoque

Ainhoa Campos Posada

Introducción

Qué afortunados somos de vivir el primer día del siglo XX.
Le Figaro, 1 de enero de 1901

Este libro está dedicado a mi profesora Rosario de la Torre del Río, que me prestó Años de vértigo y me animó a adentrarme en la fascinante Belle Époque.

Y a mi compañero, Óscar Sainz de la Maza, sin cuyo esfuerzo y ayuda no habría podido escribir este libro.

Era 1930. El intelectual alemán Stefan Zweig paseaba lentamente por las calles de Londres cuando un súbito rumor formado por voces infantiles le despertó de su ensimismamiento. Era la hora del fin de las clases, y una pequeña multitud de muchachos y muchachas había empezado a salir de la escuela alborotadamente, hablando sin parar unos con otros, sin correr pero a buen paso, como si no pudieran esperar para despedirse por un día del edificio en el que la mañana transcurría de una clase a otra.

Algo llamó poderosamente la atención de Stefan. Algo que para nosotros, habitantes del siglo XXI, es tan cotidiano que no se nos pasa por la cabeza reflexionar sobre ello. Los jóvenes, chicos y chicas, hablaban entre ellos con naturalidad, intercambiaban miradas cómplices y mohines de pretendida indignación ante las bromas.

El contraste con la infancia y juventud de Stefan no podía ser mayor. Acudió a una escuela vienesa sólo para chicos, creció rodeado de sus iguales y desdeñó con ellos la compañía femenina, considerada intelectualmente inferior a la que podían proporcionar los hombres. Chicos y chicas iban a clase por separado, jugaban por separado, aprendían su papel en el mundo por separado. Cuando llegó la pubertad, el abismo que la sociedad había instalado entre los dos sexos parecía infranqueable. Las mujeres de la burguesía, educadas en la ignorancia sobre todo lo relativo al sexo, debían llegar vírgenes al matrimonio si querían conservar el honor. Los hombres de la burguesía podían desahogar discretamente sus necesidades sexuales con las profesionales del ramo, que no tenían ningún honor que salvaguardar.

Un sistema en el que habían vivido las generaciones anteriores a Zweig, y en el que, todo indicaba, vivirían las siguientes. Pero, en el lapso de una generación, todo empezó a cambiar. Para Stefan, «en ninguna otra esfera de la vida pública se produjo un cambio tan radical como en el de las relaciones entre los dos sexos». A ojos del austriaco, las mujeres del nuevo siglo eran incluso más guapas que sus predecesoras, ahora que ya no escondían sus formas femeninas, que caminaban con seguridad y se relacionaban con naturalidad con el sexo opuesto. Así lo expresó en su libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo.

La juventud de Stefan Zweig tuvo lugar en una época en la que los cambios radicales, como el de la relación entre los dos sexos, se convirtieron en algo cotidiano. Entre 1890 y 1914 se transformó el modo en el que se hacía la política; progresaron la economía, la tecnología y la ciencia; las ciudades crecieron enormemente; aparecieron el consumo y el ocio de masas; se pusieron en cuestión los valores tradicionales; las mujeres empezaron a demandar la igualdad y los trabajadores clamaron de mil maneras por la justicia social.

Zweig, un burgués acomodado que tuvo la posibilidad de viajar y conocer mundo, que habitó las ciudades más bulliciosas del momento y se codeó con las grandes personalidades de la época, vislumbró y participó en estos cambios antes que los sectores desfavorecidos de la sociedad. Para un campesino de un pueblo perdido de Francia, la vida era muy parecida a la que habían experimentado sus tatarabuelos. Los cambios se dejaron ver antes en países avanzados como Inglaterra o Alemania que en las atrasadas Rusia y España y estimularon la vida urbana mientras apenas rozaron las zonas rurales. Sin embargo, incluso para nuestro campesino francés, las noticias de los descubrimientos fabulosos y la preocupación por los peligros que representaba el mundo moderno eran el pan de cada día.

Stefan nació en un mundo que parecía completamente sólido, pero para 1914 toda esa solidez se estaba disolviendo en el aire. Entonces llegó la Gran Guerra, que aceleró los cambios; pero éstos ya habían empezado a trastocar el orden establecido décadas antes.

La terrible guerra mundial también alteró la forma en la que se veía el pasado. Cuando las generaciones que vivieron la guerra echaron la vista atrás, idealizaron toda la etapa anterior al conflicto. De ahí que desde entonces la conozcamos como la Belle Époque. Pero si uno se acerca a este período apartando la sombra que proyecta la guerra, se da cuenta de que la Belle Époque tuvo sus luces y sus sombras. La sociedad de entonces era una sociedad convulsa, en la que los acontecimientos políticos se aceleraron, se erigieron barricadas y se reprimieron huelgas, se asesinó a cabezas de Estado y se perpetraron terribles masacres. Pero, a la vez, avanzaron la educación y los valores, aparecieron inventos que facilitaron la vida de las personas, que vivían más y mejor que sus antepasados.

Era un mundo, en definitiva, lleno de contradicciones. Un mundo cuyo aire podemos respirar, porque se parece mucho al del siglo XXI. Nosotros vivimos en una era en la que el cambio es constante; los progresos de la ciencia, que se acumulan año tras año, ya apenas nos sorprenden. Vivimos una vida urbana o marcada por las pautas urbanas, en la que la luz eléctrica borra la diferencia entre el día y la noche, en la que disfrutamos de tiempo de ocio y nos dejamos llevar por el consumo. Vivimos un momento histórico en el que nos parece paradójico que el progreso material del que disfrutamos no lleve aparejado el progreso moral.

Así empezaron a vivir los protagonistas de la Belle Époque, nuestros antepasados. En su mundo están escondidas las raíces del nuestro.

Este libro es un viaje para descubrirlas.

Capítulo 1
El entierro de una época

Contenido:
§. La política ya no es lo que era
§. El despertar de las masas
§. Voces en contra, voces a favor

El siglo XX nació el martes 1 de enero de 1901. Pocos días después, moría en su cama la reina Victoria. La monarca abandonaba el mundo casi a la par que el siglo del que había sido símbolo. Joven y enérgica, accedió al trono en 1837, cuando aún no había llegado a contar veinte primaveras. Octogenaria, acosada por el reúma y con los ojos cegados por las cataratas, lo abandonaba sesenta y tres años más tarde por la única causa que entonces se consideraba legítima para aparcar la corona.

El fastuoso funeral de la reina más poderosa de Europa tardó seis semanas en organizarse. Cuando llegó el momento, las cámaras de Pathé y Lumière, las productoras más importantes de la época, lo captaron todo. Los majestuosos caballos de los regimientos más antiguos del ejército británico abrían el camino marcando el paso. Les seguía un larguísimo desfile de guardias reales ingleses, ataviados con su tradicional traje rojo y su peculiar sombrero revestido de piel de oso. Su paso marcial contrastaba con el caminar desacompasado de los dignatarios internacionales, sombrero de copa en las cabezas.

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El entierro de la reina Victoria en 1901 parecía el de toda una época. Pero las cosas ya habían empezado a cambiar antes de su muerte.

No faltaban en la comitiva miembros de la realeza europea. Acompañaban al féretro a pie, en riguroso orden de importancia. Los primeros eran los hijos de la emperatriz fallecida: el nuevo rey de Inglaterra, Eduardo, y su hermano, el duque de Connaught; acompañados por el mayor de los nietos de Victoria, el káiser Guillermo de Alemania. A poca distancia les seguían los reyes de Portugal, de Grecia, de Bélgica, cinco príncipes coronados y catorce princesas. La mayor parte de ellos eran familiares de la reina que, no nos debe extrañar, era conocida como «la abuela de Europa». Tanta acumulación de sangre azul impresionaba a la gran cantidad de gente que abarrotaba las calles, dispuesta a despedirse de su soberana.

Victoria había querido despedirse de este mundo con las dignidades militares que como hija, esposa y madre de soldados creía merecer. El carro que lentamente llevaba su féretro hacia la capilla de San Jorge era una carreta de transportar cañones. La poderosa reina quiso llevarse consigo al otro mundo varias pertenencias de gran valor sentimental. Una foto del amor de su vida, el príncipe Alberto, cuyo fallecimiento en 1861 la sumió en una profunda depresión que la llevó a alejarse del mundo y reducir al mínimo sus apariciones públicas y otra de su querido sirviente John Bull, sobre cuya relación chispeaban los más variados rumores.

El acontecimiento captó la atención de la gente en todo el mundo: Victoria había vivido tanto y había reinado tantos años que era la única reina de Gran Bretaña que habían conocido muchas personas. La mayor parte de sus súbditos había nacido con Victoria ya ocupando el trono. Tan simbólico era todo que muchos opinaban que la muerte de la reina marcaba el fin de la época a la que había dado nombre. Algunos se enfrentaban con optimismo al nuevo siglo, a la nueva etapa en la que se embarcaba la humanidad. A lo largo del siglo XIX, pensaban, se habían logrado tantas cosas, se habían inventado tantos prodigios, el ser humano había avanzado tanto, que no podían esperar a las maravillas que seguramente depararía el siglo XX. Para otros, en cambio, el rumor del cambio sonaba amenazante. Las cosas debían permanecer tal y como habían sido siempre, con una sociedad que respetara el orden establecido y sancionado por Dios, en la que la riqueza y el poder político quedaran en manos de aquellos aptos para manejarlos, es decir, los nobles, respetando las costumbres que ya habían observado sus padres y, antes que ellos, sus abuelos y, antes, sus tatarabuelos.

Aquellos que veían la sombra del cambio cernirse sobre sus vidas con la llegada del nuevo siglo se equivocaban. El cambio había empezado antes, hundía sus raíces en las profundidades del siglo XIX y había dado un paso adelante que difícilmente podría revertirse en los diez años anteriores al fallecimiento de la reina Victoria. Aquellos que creyeron que con la monarca se enterraba una época, se equivocaban: la sociedad victoriana llevaba ya una década sometida al terremoto de la modernidad y al vértigo del cambio continuo. Y no sólo en Gran Bretaña, también en el resto de Europa la política y la sociedad habían empezado a transformarse desde las décadas de 1880 y 1890.

§. La política ya no es lo que era
Vestido con un elegante traje negro, chaleco interior y cadena de reloj incluidas, como dictaban las normas de la época, un hombre caminaba lentamente por los pasillos neogóticos del palacio de Westminster. Su poblada barba de rizos blancos y la casi absoluta ausencia de pelo en la cabeza delataban su avanzada edad. La enorme barriga, que hacía pensar en la dificultad de la labor que desempeñaban las dos piernas, daba cuenta de una vida repleta de banquetes. Era el 25 de junio de 1895, y el Reino Unido inauguraba una nueva legislatura. Nuestro hombre no podía faltar a la sesión inaugural, porque precisamente era él el primer ministro. Por tercera vez en su carrera, Robert Cecil, marqués de Salisbury, accedía al más alto cargo político de la nación. Su gabinete de ministros, como en las ocasiones anteriores, estaba formado por una retahíla de duques, lores y demás miembros de la aristocracia británica.

En el Parlamento, la compañía de Salisbury y sus ministros era igualmente insigne. Obviamente los miembros de la Cámara de los Lores eran, como indicaba su nombre, nobles. Pero también lo eran 420 de los 670 miembros de la Cámara de los Comunes. La política en sí era un asunto de caballeros. La carrera parlamentaria no estaba pagada; los aristócratas se dedicaban a los asuntos de la nación sólo por prestigio. El coste de presentar candidaturas en una circunscripción electoral era muy alto. Todo esto evitaba que fueran elegidas como representantes políticos todas aquellas personas que tuvieran que trabajar cada día para poner un plato de comida en la mesa.

El círculo de privilegiados que tenía en sus manos el destino de la nación era muy reducido. Entre los ministros, siempre había familiares, compañeros de escuela, cuñados.

Y no porque se practicara el nepotismo, sino porque esa élite se había educado en las mismas instituciones, había entablado relaciones de amistad, se había casado.

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Robert Cecil, marqués de Salisbury, era el símbolo de la política tradicional. Estuvo a la cabeza del último gabinete enteramente aristocrático de la historia de Gran Bretaña.

Eran tan pocos aquellos con posibilidades a acceder a los altos cargos del gobierno, que era prácticamente imposible que no hubiera conexiones entre ellos.

El privilegio no se mostraba sólo en los cargos. La diferencia era incluso física. Cinco de los ministros de Salisbury eran más altos que la media de sus compatriotas. Todos menos dos llegaron a vivir setenta años, siete consiguieron cumplir los ochenta y dos tuvieron la suerte de ser nonagenarios en un tiempo en el que la esperanza de vida de un hombre en el momento de nacer era de cuarenta y cuatro años; si había cumplido los veintiuno, lo normal era despedirse de esta tierra a los sesenta y seis.

Esta situación era común en toda Europa, que no en Estados Unidos. Durante el siglo XIX, la política era una actividad de caballeros, de aquellos situados en la cúspide de la sociedad, cuando no directamente nobles. En Alemania, los junkers prusianos dominaban el Ejército y la política. En Francia e Italia, por ejemplo, donde la nobleza terrateniente tenía menor peso político, era otro tipo de aristocracia la que copaba los asientos del Parlamento y las carteras ministeriales, pero aristocracia al fin y al cabo.

En el resto de Europa, las aristocracias tenían en sus manos gran cantidad de las tierras de sus países. Setenta y tres familias eran propietarias de un quinto de Moravia; en Hungría, menos de cuatrocientas personas tenían en sus manos un 32% de las tierras del reino; en Rusia, los nobles poseían prácticamente la mitad de la tierra cultivable de la parte europea de su país.

La nobleza tenía sobradas razones para sentirse segura. Los aristócratas dominaban los destinos de la nación por la mañana y se dedicaban al ocio por la tarde. Iban a sus carreras de caballos y a sus clubes masculinos a divertirse, como habían hecho siempre. Celebraban espléndidas cenas en sus mansiones, rodeados de sus iguales. Pero lo cierto es que ya había sonado su última hora. El siglo XIX había sido su siglo, pero la última década iba a demostrar que su preponderancia estaba a punto de agotarse. Entre brindis y brindis, muchos quisieron ahogar los rumores del cambio que se avecinaba, del cambio que, de hecho, ya estaba empezando a transformarlo todo.

Mientras preparaba su ceremonia de investidura, lord Salisbury no podía saber que su gobierno iba a ser el último que cumpliera con las tradiciones, el último eminentemente aristocrático. A partir de 1895, la política británica dejó de ser un asunto de caballeros. La transformación fue progresiva, como lo habían sido sus causas, y tuvo lugar en toda Europa, aunque con formas y ritmos distintos.

Primero llegaron las clases medias enriquecidas. Como gran parte de la burguesía no podía aspirar a tener tierras, ya que la mayor parte de ellas estaban en manos de la vieja aristocracia, esta apostó por las actividades industriales y de servicios. A lo largo del siglo XIX, las fábricas, los bancos, y todo tipo de negocios en general subieron como la espuma de la mano de los nuevos inventos, que abarataban la producción, y el aumento de la demanda de productos. Los pingües beneficios de estos sectores económicos hicieron que, a finales de siglo, las abultadas billeteras burguesas superaran con creces las de los aristócratas. Era precisamente esto, el dinero, el que garantizaba el derecho al voto en las primeras formas de democracia. Y como hemos visto, sólo aquellos que no tenían que trabajar para vivir podían sostener una carrera política. Poco a poco, cada vez más hombres procedentes de la clase media podían permitirse dar el salto a una candidatura y ejercerla en caso de que resultaran elegidos.

Mientras tanto, se puso en marcha otra silenciosa revolución burguesa que disputó el protagonismo de los aristócratas en la administración pública. A lo largo del siglo, los estados desplegaron sus redes por todo el territorio nacional en una escala nunca vista. En las épocas anteriores, la presencia del Estado en la vida de la gente había sido en muchos casos anecdótica; las únicas figuras de la administración pública que conocían en toda su vida muchas personas eran los temibles recaudadores de impuestos y reclutadores de soldados. Pero esto cambió durante la era Contemporánea. Herederos de la Ilustración, los gobernantes empezaron a pensar que tenían que trabajar por una idea abstracta: el bien común, y no sólo por los intereses de sus dinastías. Las guerras que galoparon por Europa, más rápido y más intensamente que antes, impulsaron a los estados a engrasar sus sistemas de captar dinero y hombres. La población creció de manera explosiva y se hizo más difícil controlar el orden público. Para todo esto se necesitaban más personas trabajando para el Estado, más instituciones desde las que hacerlo. Así, la administración pública creció; cada vez se abrían más puestos de correos, más escuelas públicas y más instituciones judiciales. Creció la burocracia estatal, fundamentalmente de la mano de hombres de clase media que se convirtieron en funcionarios de la administración. Fue en los años finales del siglo XIX, como en tantos otros aspectos, cuando ese cambio, que se había empezado a desarrollar antes, se aceleró. Entre 1870 y 1900, los funcionarios alemanes pasaron de ser 210 000 a 405 000 y los franceses, que empezaron con 224 000, llegaron a 304 000. En Inglaterra el aumento fue mucho más drástico, y sus funcionarios pasaron de ser apenas 99 000 a 395 000 en esta franja de tiempo.

Entre el ejército de burócratas dispuesto a hacerse con todos los puestos de la administración y la cantidad de burgueses decidida a probar suerte en la política, los aristócratas habían perdido mucho terreno que antes habían considerado exclusivamente suyo. Pero aún tenían que perderlo literalmente. En 1890 se desencadenó una crisis agrícola que desvalorizó muchas de sus tierras. Los nobles rusos se quedaron con sólo una décima parte de la tierra y los irlandeses sufrieron un enorme retroceso.

Esto no era todo. Después de sucumbir al abordaje político y económico de las clases medias, el antiguo orden iba a sufrir un asedio por parte de otro sector de la población: las clases trabajadoras, de la mano de la democratización. De forma más o menos intensa, con mayor o menor poder, las asambleas electivas se convirtieron en la norma en los estados europeos. La campeona de la democracia era Francia, en la que todos los hombres adultos tenían derecho a voto desde 1860. Los súbditos ingleses ocupaban el segundo lugar en la clasificación democrática: podían votar todos los hombres que fueran propietarios de una casa o pagaran un alquiler desde 1885. Esta ley, por cierto, permitía que las mujeres que fueran cabeza de familia votaran en las elecciones municipales. Sobre el papel, Estados Unidos era uno de los países más avanzados democráticamente, ya que había concedido el sufragio universal para todos los hombres adultos desde 1865. Sin embargo, pronto se instauraron leyes en los estados sureños para evitar que votaran los ciudadanos negros. En Italia se exigía pagar una tasa de cuarenta liras para poder votar. Eso sí, sólo podían participar los hombres.

Los países más autocráticos también adoptaron las asambleas electivas. En Alemania, todos los hombres adultos podían votar en las elecciones parlamentarias pero la democracia quedaba en papel mojado por el hecho de que era el káiser, el emperador alemán, el que escogía al gobierno, y no el parlamento elegido por los súbditos germanos. En la autocrática Rusia, el parlamento que el zar Nicolás II aprobó a regañadientes en 1905 tampoco elegía al gobierno.

Ni siquiera los países más avanzados contaron a las mujeres como ciudadanas. Sólo Finlandia y Noruega concedieron el voto a las mujeres durante la Belle Époque, en 1906 y en 1913 respectivamente.

Las elecciones tenían lugar en medio de una enorme expectación. Las cifras de participación eran altísimas; solían superar el ochenta por ciento. Y la participación política no acababa aquí. Mientras los lores ingleses montaban a caballo, mientras los junkers prusianos celebraban banquetes, mientras los nobles españoles iban a la ópera, las clases trabajadoras se organizaban en partidos y sindicatos, participaban en huelgas y manifestaciones.

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En 1884 se colocó la primera piedra del nuevo edificio del Parlamento alemán, el Reichstag. Los regímenes autoritarios como Alemania tenían que dotarse de apariencia democrática para ir con los tiempos.

La movilización de los no privilegiados había comenzado antes, pero alcanzó escalas jamás imaginadas durante la Belle Époque. Se difundieron ideologías como el marxismo y el anarquismo, cuestionando todas ellas del orden establecido, soñando con regímenes nuevos y más justos.

La política tomó un color que no tenía antes. Algunos políticos tradicionales, como el propio lord Salisbury, se dieron cuenta de ello. Las masas habían entrado en la política, pero lord Salisbury tenía una clara línea roja: los privilegios de la aristocracia. El primer ministro del gobierno de 1895 no estaba dispuesto a renunciar a ellos. Muchos otros lores británicos opinaban igual y, mientras el Parlamento fue otro de sus clubes privados, mientras el gobierno de la nación estuvo en sus manos, todas las medidas que tomaron para mejorar la situación de las clases trabajadoras se mantenían lejos de esa línea roja. A partir de 1895, sin embargo, a causa de los cambios que estaban transformándolo todo en la Belle Époque, no sólo las clases medias entraron en la Cámara de los Comunes; también lo hicieron personas de orígenes humildes que, apenas diez años antes, habría sido imposible que se sentaran en la bancada verde.

David Lloyd George fue una de estas personas. Su padre, profesor, murió cuando él tenía un año. Su madre cogió al pequeño David y buscó un lugar para vivir en Gales, en casa de su hermano, un zapatero anglicano muy implicado en la política local y defensor de los liberales. David se crió en este ambiente, fuertemente influido por las ideas de su tío, al que siempre reservó un lugar especial en su vida. Gracias a él, su familia no sufrió las penurias que atravesaban muchos trabajadores en la época, pero David nunca olvidó lo cerca que había estado de la miseria. La idea de que había que ayudar a los que estaban en una mala situación económica estuvo muy presente en la mente del galés mientras estudiaba leyes para convertirse en procurador. Siguió los pasos de su tío, al que admiraba tanto como para adoptar su nombre, y desde muy pronto frecuentó el club liberal del pueblo. En 1890, al comienzo de la etapa que iba a cambiar el mundo, fue elegido diputado por su circunscripción. Como tenía que seguir trabajando para sostener su carrera política, David abrió su propia oficina legal en Londres y compaginó sus labores de procurador con las de miembro del Parlamento.

En 1905 los liberales formaron gobierno, acabando con los diez años de gobierno conservador que había inaugurado el anciano lord Salisbury. Y llegó la gran oportunidad de David Lloyd George, que entró en el gabinete del nuevo primer ministro Henry Campbell. Las ideas de ambos hombres de estado coincidían a la perfección. Un problema grave asolaba la nación, un problema que era necesario atajar cuanto antes: la mayor parte de la población, aquella que tenía que trabajar para sobrevivir, vivía en unas condiciones pésimas. Y dieron con una idea revolucionaria. La clave para mejorar la vida de los trabajadores era cobrar impuestos a los más ricos para que el Estado pudiera pagar seguros sociales. David Lloyd George introdujo estas medidas en el presupuesto de 1909, al que se llamó «el presupuesto de la gente». «Es un presupuesto de guerra —dijo el ministro de Economía al principio de su discurso—; es para reunir dinero suficiente para declarar la guerra implacable a la pobreza y la precariedad». La primera consistiría en que los impuestos serían más altos para las rentas más altas, lo que desde luego no gustó a las grandes fortunas del país. La segunda, que se incrementarían los impuestos sobre el alcohol, lo que iba contra los intereses del partido irlandés. Pero fue la tercera la que hizo saltar todo por los aires y puso en un brete a la política británica durante casi un año. Lloyd George había introducido un impuesto sobre la tierra. Había cruzado una de las líneas rojas más sagradas para los aristócratas.

Los lores reaccionaron cerrándose en banda. Rompiendo una de las reglas no escritas más importantes del sistema político inglés, votaron en contra del presupuesto en su cámara. Se convocaron nuevas elecciones y, durante la campaña, Lloyd George recorrió todo el país dando discursos incendiarios en los que trataba de convencer a las clases medias y trabajadoras de que debían votar al Partido Liberal para vencer la cerrazón de los nobles. Preguntaba a sus audiencias: «¿Deben quinientos hombres ociosos anular la voluntad de millones de personas que participan en trabajos que construyen la riqueza de la nación? ¿Quién ordenó que unos pocos tuvieran en sus manos la tierra de Gran Bretaña? ¿Quién hizo a diez mil personas dueñas del territorio, y al resto de nosotros meros intrusos en nuestra propia tierra?».

La campaña fue, sin duda, efectiva porque volvieron a ganar los liberales. Así, un año después de la propuesta de los Comunes, los lores se vieron forzados a aprobar los polémicos presupuestos. Pero su atrevimiento les saldría caro. Habían demostrado que podían salirse de los márgenes que tradicionalmente habían contenido el poder de la Cámara Alta cuando creían que la situación lo requería. Para evitar que volvieran a entorpecer la puesta en marcha de reformas, el nuevo gobierno liberal propuso la aprobación de una ley que arrebatara a la Cámara de los Lores el derecho de veto sobre los proyectos aprobados por los Comunes. Y de nuevo estalló la crisis. Los insignes miembros de la Cámara Alta volvieron a oponerse frontalmente a la propuesta de la Cámara Baja. Ante el envite de los nobles, los comunes disolvieron el Parlamento y convocaron las segundas elecciones en un año. Los resultados fueron muy parecidos a los de las anteriores. Y los lores se mantuvieron en sus trece. Sólo una amenaza real desenredó la situación. Jorge V dejó clara su intención de nombrar a cuatrocientos nuevos miembros de la Cámara Alta para inclinar la balanza a favor de la ley. El ultimátum surtió efecto: para los lores, era preferible perder su poder de veto que su mayoría numérica.

La política había cambiado. Aquella que había llegado hasta los tiempos de Salisbury estaba desapareciendo lentamente de la mano de la modernidad, con nuevos gobiernos como el de los liberales en Inglaterra, con el auge de partidos socialistas como el Partido Socialdemócrata de Alemania, con la defensa de los principios de igualdad y justicia que ocasionó en Francia el caso Dreyfus. En Estados Unidos, estados como Oregon, Idaho, Washington y Wisconsin aprobaron medidas para que los propios ciudadanos pudieran sugerir leyes o enmiendas constitucionales. El tímido rumor de cambio que algunos habían empezado a escuchar en 1890 era en 1914 un rugido imposible de ignorar. La política había dejado de ser un asunto de privilegiados para tomar otra escala y adaptarse a una nueva sociedad, la sociedad de masas.

El cambio fue tan intenso que para 1914, el año en el que la Belle Époque acabó drásticamente con el estallido de la Gran Guerra, los socialistas eran el grupo parlamentario más grande de Alemania y Francia y su tamaño no paraba de aumentar en Italia. Muchos de los diputados alemanes eran trabajadores, gracias al sueldo que el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), proporcionaba a sus diputados. Los aristócratas retrocedieron en todos los parlamentos, en mayor grado en unos países, como Inglaterra, y en menor en otros, como Austria-Hungría, pero retrocedieron al fin y al cabo.

§. El despertar de las masas
El fuerte olor combinado de tinta, sudor masculino y humo de tabaco casi echó para atrás a Collete cuando entró en la redacción de L’Écho de Paris, donde trabajaba su marido. El bullicio de la redacción no le causó una menor impresión: los periodistas tecleaban frenéticamente en sus máquinas de escribir mientras hablaban unos con otros, fumaban a un ritmo aún mayor del que escribían y daban largos sorbos de Vin Mariani, un vino aderezado con cocaína cuyo consumo entonces se recomendaba como tónico medicinal y hoy habría estado perseguido por la ley.

No debe extrañarnos que los periodistas recurrieran a este brebaje estimulante para sobrellevar la intensa cantidad de trabajo que les esperaba cada día. Las redacciones debían preparar muchas veces no una, sino dos ediciones diarias de sus publicaciones, una por la mañana y otra por la tarde. Y debían hacer frente a una competencia feroz, ya que a finales del siglo XIX se multiplicó de manera exponencial el número de periódicos y revistas que se publicaban en las ciudades europeas. Los parisinos, por ejemplo, tenían treinta y cinco periódicos entre los que elegir a la altura de 1890. Le Petit Journal, un diario ilustrado, vendía cada día un millón de ejemplares. Los kioskos británicos tampoco se quedaban atrás, y ofrecían a sus clientes una enorme variedad de publicaciones que abarcaban todo el espectro de opinión. El Daily Mail, que nació en 1896, se vendía a un precio de medio penique y se anunciaba como «el diario del hombre ocupado». Debía haber muchos hombres ocupados, ya que este diario descaradamente sensacionalista tenía una tirada de medio millón de ejemplares. En el Berlín de fin de siglo circulaban unas seiscientas revistas de diversos tipos y frecuencias, y el Berliner Morgenpost contaba con doscientos mil suscriptores. Incluso en países más atrasados como España hubo una explosión de publicaciones en esta época: en el Madrid de 1914 se publicaban alrededor de medio millón de ejemplares de periódicos y revistas. Al mismo tiempo, el periodismo estaba dejando de ser una ocupación reservada a las élites; cada vez más personas de clase media se convertían en periodistas.

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El papa León XIII adoraba el Vin Mariani. ¿Qué mejor propaganda podía tener una empresa?

La prensa occidental experimentó en esta época una verdadera revolución. Como ocurrió con muchos de los cambios que tuvieron lugar en la Belle Époque, detrás había un invento.

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El negocio de la prensa también benefició a los repartidores de periódicos, que se multiplicaron por todas las esquinas de las ciudades.

Las impresoras rotativas permitieron imprimir más rápido y más barato: mientras que el equipo de 1800 conseguía imprimir treinta hojas a la hora, una rotativa en el 1900 lograba sacar veinte mil hojas en el mismo tiempo. Los estados disminuyeron los impuestos sobre el papel y abarataron aún más los precios. El avance de los regímenes parlamentarios y, con ello, el de la libertad de prensa (o el retroceso de la censura) permitió la variedad. Los periódicos aumentaron espectacularmente su tirada, incluyendo muchas páginas de publicidad que atrajeron aún más ingresos. Las redacciones se instalaron en grandes edificios y se convirtieron en negocios muy beneficiosos.

Pero de nada hubiera servido que fuera más fácil, barato y beneficioso publicar periódicos si no hubiera aumentado la demanda de éstos. A finales del XIX los diarios pasaron de estar prácticamente reservados para la élite a ser objetos de uso y consumo, que se vendían a bajo precio y ofrecían a sus lectores información y entretenimiento. Y todo ello fue posible gracias a que se multiplicó el número de personas alfabetizadas que querían estar bien informadas, entretenerse con el cotilleo más reciente y escabroso y estar al tanto de los acontecimientos deportivos más populares. La demanda de prensa, por tanto, creció enormemente y cambió profundamente: había muchos más lectores potenciales, pertenecientes a todos los estratos de la sociedad y no sólo a los sectores privilegiados. En Francia, Gran Bretaña y Bélgica, el índice de analfabetismo había retrocedido a menos del diez por ciento de la población; el resto de los países tenían cifras más altas, pero en general se les consideraba atrasados, cuando a lo largo del siglo XIX esa había sido una situación normal.

Los periódicos se adaptaron a la emergente sociedad de masas. Otro de los trucos para conseguir y fidelizar lectores era el de publicar folletines por entregas. Muchos autores famosos participaron en esta estrategia. Algunos de estos folletines trataban temas escandalosos que atrapaban fácilmente a los lectores. Le Journal empezó a publicar en 1892 la novela La Nymphomane. Une étude passionnelle (La ninfómana. Un estudio pasional) de Oscar Méténier. Sexo y crimen, los dos reclamos más poderosos, de entonces y de ahora.

La gran circulación que alcanzaron los periódicos en esta época tuvo otra consecuencia enormemente importante. Los periódicos influían en la opinión de sus lectores, unos lectores que cada vez tenían más poder en sus sociedades, ya fuera porque tenían derecho a voto, ya fuera porque estaban organizados política y sindicalmente y podían presionar a sus gobiernos por otros medios, como las manifestaciones o las huelgas. La opinión pública comenzó a tener peso en los estados, lo que dio a la prensa, como generadora de opinión pública, un gran poder.

Se convirtieron en cajas amplificadoras de asuntos que, sin su intervención, habrían quedado olvidados. El pionero en utilizar los medios para impresionar a la población y presionar a las autoridades fue el campeón de las buenas causas William Thomas Stead. En la Inglaterra tradicionalmente parlamentaria, donde primero comenzó el desarrollo económico y demográfico, la edad de oro de la prensa escrita también empezó antes que en el resto de Europa. Stead, periodista, cayó en la cuenta de las oportunidades que ofrecía su profesión para cambiar el mundo. Y si algo quería Stead, era cambiar el mundo.

En el Pall Mall Gazette del 4 de julio de 1885, Stead lanzó una advertencia a sus lectores. Si no querían descender al infierno de Londres, debían evitar la lectura del periódico los siguientes días. Stead consiguió, como era su intención, el efecto opuesto. Millones de ojos horrorizados leyeron como el intrépido periodista se internaba en los bajos fondos de la sociedad londinense y, juntando pieza a pieza, descubría que muchos prostíbulos ofrecían a sus más acaudalados clientes la posibilidad de acostarse con vírgenes que apenas contaban trece años de edad. Este tráfico, que la policía conocía pero fingía desconocer, era frecuente. «Las doncellas, como las llama usted —nosotros las llamamos “chicas no usadas”—, son requeridas constantemente», confesó el dueño de un prostíbulo. Estas niñas, relataba el periodista, generalmente no querían participar en semejante asunto: eran normalmente sus madres las que, hundidas en la miseria y atraídas por la que, para ellas, era una importante compensación económica, forzaban a sus hijas a prostituirse. «En mi establecimiento —contó una madame cuando Stead preguntó si nadie acudía en defensa de las niñas agredidas—, puedes disfrutar de los gritos de la chica con la certeza de que nadie excepto tú los va a poder oír». Cuando la víctima se resistía demasiado, la madame se ofrecía a sujetarla con sus propias manos o, en caso de que esto resultara poco excitante para el cliente, atarla de pies y manos a las barras de la cama.

Para asegurarse de que todo lo que estaba descubriendo era verdad, Stead decidió encargar a Rebecca Jarret, una antigua prostituta, que comprara una de estas doncellas y la llevara a un prostíbulo, donde él demandaría sus servicios. Todo salió como la seda: Rebecca movió los hilos que estaba acostumbrada a manejar y pronto encontró a la víctima perfecta en un cuchitril viejo y sucio del West End londinense. Lily tenía trece años, era virgen y sus padres estaban ahogados en el alcohol y las deudas. Por cinco libras, lo que hoy equivaldría aproximadamente a seiscientas, Jarret pudo llevarse a la niña. Una matrona certificó su virginidad y, apiadándose del destino que supuestamente esperaba a Lily, insistió en que Jarret se llevara también algo de cloroformo para ahorrar sufrimientos a la cría. No hubo ningún problema por parte del prostíbulo, que aceptó a Lily al instante. Tampoco lo hubo cuando Stead solicitó los servicios de la niña esa misma noche. El cloroformo había conseguido adormecer a Lily, pero no lo suficiente: el crujido del suelo bajo los pies de Stead la despertó y la aterrorizó hasta el tuétano. Los gritos desaforados de la muchacha se escucharon por todo el establecimiento, pero sin consecuencia alguna. Afortunadamente, esta vez eran sólo de miedo y no de algo peor. Un triunfal Stead dio por finalizado su experimento en ese momento. Lily había experimentado parte del calvario que muchas otras habían vivido, pero afortunadamente no iba a pasar por la peor parte. Stead la envió a Francia para que quedara bajo el cuidado del Ejército de Salvación.

La fachada puritana de la sociedad victoriana se derrumbó artículo a artículo. Los lectores del Pall Mall Gazette ardieron de indignación al conocer aquello que ocurría cada noche en las calles de su propia ciudad. Los comentarios y chismorreos recorrieron toda la escala social, convenciendo a muchos de la necesidad de impulsar la Ley de Enjuiciamiento Criminal que llevaba meses agonizando en el Parlamento. Y fue en este momento en el que se sintió más que nunca el impacto que una campaña de prensa podía tener en la opinión pública y el impacto que la opinión pública podía tener en sus representantes, los políticos. Los miembros del parlamento comenzaron a pensar que si no hacían caso de la cólera que Babylon, esta serie de terribles artículos, había provocado en sus votantes, estos no volverían a apoyarles en las siguientes elecciones. Por otro lado, si hacían caso a la reivindicación general, se harían populares a ojos de los que debían asegurar el cargo en la próxima cita en las urnas.

Así, en medio de la conmoción que había causado el ímpetu periodístico de Stead, el Parlamento británico aprobó la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la cual, entre otras cosas, elevaba la edad del consentimiento sexual de trece a dieciséis años. El autor de Babylon podía estar orgulloso y, de hecho, lo estaba. Su teoría de que el periodismo podía cambiar las cosas y hacer del mundo un lugar mejor, exponiendo la cara oculta de la sociedad a la opinión pública, había triunfado. Stead supo utilizar a su favor la aparición de eso que los historiadores denominamos sociedad de masas, supo ver que cuando los gobiernos dependen del voto de las mayorías, quien orienta su opinión tiene el poder.

Sin embargo, Stead había molestado a mucha gente. La primera entre los afectados era la madre de Lily, sobre la que había caído la rabia de muchos de los que siguieron en las páginas del Pall Mall Gazette la historia de su hija. Después de que la venta de la «doncella» fuese conocida, su madre denunció a Stead afirmando que ella creyó estar mandando a su hija a ser sirvienta doméstica, no a prostituirse. Otros muchos estaban indignados con la actuación de Stead; algunos círculos políticos, por el hecho de que les hubiera «forzado» a aprobar la ley, y algunos rivales del gremio por la envidia que les producía la popularidad que había alcanzado el Pall Mall Gazette.

El campeón de las buenas causas, Stead, fue llevado a juicio. Como no había ningún documento escrito que probara que la madre de Lily hubiera pagado las famosas cinco libras, Stead y sus cómplices en la «compra de la doncella» fueron encontrados culpables del delito de secuestro.

Stead dio con sus huesos en la cárcel, aunque sólo durante tres meses y en unas condiciones envidiables: incluso contaba con un preso que ejercía de sirviente para él.

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William Stead posó muy orgulloso con su traje de preso.

De todas formas, el periodista tenía razones de sobra para estar contento, ya que había demostrado el enorme poder que tenía la prensa en los tiempos de la opinión pública.

§. Voces en contra, voces a favor
Ningún acontecimiento, ni siquiera la proeza de William Stead, mostró el protagonismo que había adquirido la opinión pública en el mundo de la Belle Époque tanto como el caso Dreyfus en Francia.

Francia enfilaba su camino hacia el nuevo siglo retorcida entre convulsiones internas. Los conservadores, partidarios del Antiguo Régimen, habían perdido su última apuesta contra la República. El golpe del general Boulanger, en el que habían depositado todas sus esperanzas, acabó en un fiasco y un tiro en la sien por parte del general. Profundamente defraudados, los apoyos de Boulanger se habían disuelto, pero aguardaban en silencio la siguiente oportunidad de poner en jaque el sistema que tanto odiaban. La opinión pública general en Francia albergaba sentimientos parecidos, pero en este caso enfrentados a Alemania. La nueva potencia europea les había humillado profundamente al ritmo de los pasos de sus soldados desfilando por París en 1871. La derrota en la guerra franco-prusiana había sido un duro golpe para el orgullo de Francia, que se había visto sobrepasada por el potencial militar de sus vecinos. Para colmo de todos los males, Alemania había tomado como botín de guerra las regiones de Alsacia y Lorena, las cuales llevaba tiempo reivindicando como suyas por cuestiones históricas. Y el fantasma de la dépopulation (la temida reducción de la población que «debilitaría» a la nación) planeaba por las conciencias de ciudadanos franceses de todas las tendencias políticas. Con el fin de siglo, Francia había observado con preocupación cómo su población disminuía mientras que la de su gran adversario, Alemania, no hacía sino aumentar. Muchos comenzaron a pensar que, si la tendencia demográfica continuaba así, pronto la población de Francia estaría compuesta mayoritariamente por ancianos. ¿Cómo podría mantenerse fuerte un país careciendo del impulso y vitalidad de los jóvenes? La respuesta que resonaba en la sociedad francesa era tajante: de ninguna manera. No quedaría más que la sombra de la orgullosa nación que había inaugurado la Edad Contemporánea.

Las tensiones estallaron en 1894. A los servicios secretos franceses llegó una carta rota en seis pedazos. Cuando reconstruyeron la carta, el mensaje que portaba desató todas las alarmas. Estaba dirigida al agregado militar de la embajada alemana en París, y afirmaba que pronto se iban a mandar documentos militares franceses de carácter confidencial. Las noticias llegaron pronto a oídos del ministro de la Guerra, el general Auguste Mercier, que vio en este problema la oportunidad perfecta para acabar de una vez por todas con las frecuentes críticas que la prensa conservadora lanzaba contra él. Se puso en marcha una investigación y pronto se encontró a un sospechoso entre las filas del ejército francés. Se llamaba Alfred Dreyfus, era capitán de artillería, alsaciano y judío. Esas dos últimas características despertaron los recelos de los investigadores. Alsacia era el lugar perfecto para el entrenamiento de espías por parte de Alemania: los alsacianos hablaban alemán y, al menos algunos de ellos, defendían la unión con el país germano. Además, el antisemitismo se había expandido con éxito en Europa durante las últimas décadas; los judíos eran vistos como personas ajenas a la nación, incapaces de integrarse en el sentir patriótico, e inclinados a satisfacer sus propios intereses con facilidad.

Mercier ordenó la detención e interrogatorio del capitán Dreyfus para averiguar si había participado o no en el asunto. Entonces intervino la prensa. El diario antisemita La Libre Parole divulgó la noticia de que Dreyfus había sido arrestado, y aprovechó la ocasión para criticar una vez más al ministro de guerra. Mercier había sido sobornado por los judíos, afirmó el diario, para que pusiera en libertad al acusado. El ministro decidió salir al paso de las acusaciones proclamando en otros periódicos que creía firmemente en que Dreyfus era culpable. Así, incluso antes del juicio, Mercier tejió el primer lazo que unía el prestigio del Ejército a la culpabilidad del capitán.

En el juicio se tejió el segundo. Durante los dos meses previos a su celebración, gran parte de la prensa francesa se había lanzado a comprobar la culpabilidad de Dreyfus, aportando continuas pruebas, falsas pero tremendamente convincentes, para sus lectores. De este modo, la mayor parte de la opinión pública francesa se convenció de que el capitán era el espía que había puesto en entredicho la integridad del ejército francés. En este contexto bien conveniente, el juicio tuvo lugar en sesión cerrada a la prensa. Los altos mandos encargados de la acusación no podían permitir que la absoluta falta de pruebas en contra de Dreyfus saliera a la luz. El capitán no tenía motivo alguno para traicionar a su país, no era su letra la que aparecía en la carta que había iniciado todo el maremagno y, por si fuera poco, no reconocía su culpabilidad. Para inclinar la balanza, el Alto Mando pasó a la acusación y a los jueces un archivo secreto que supuestamente probaba de manera sobrada que Dreyfus era el espía que buscaban. Quebrantando uno de los principios básicos de la jurisprudencia francesa, no dejó que la defensa lo viera.

Como era de esperar, Dreyfus fue encontrado culpable. Se le condenó a la máxima pena posible: cadena perpetua y degradación permanente. Para muchos parecía poco: incluso el pacífico socialista Jean Jaurès se quejó de que un traidor a la patria como el capitán no fuera condenado a muerte.

Con Dreyfus encerrado en la isla del Diablo de por vida, el Ejército podía respirar tranquilo. O no. Un acontecimiento fortuito acabó con la paz en la que confiaban los inquisidores del capitán. El anarquista judío Bernarde Lazare descubrió en una conversación con el guardián de la celda de Dreyfus que este nunca había dejado de proclamar su inocencia. Los periódicos decían todo lo contrario, así que Bernarde pensó que, si la prensa había mentido en eso, podía haber mentido en muchas otras cosas. Entró en contacto con el hermano de Dreyfus, que nunca había dejado de defender su inocencia, y acabó por convencerse de que todo había sido un montaje orquestado para culpar al capitán.

Bernard Lazare y Mathieu Dreyfus publicaron juntos en 1896 el primer panfleto en el que exponían los motivos por los que Alfred era inocente del delito de traición, y el ejército francés, culpable del delito de falsa acusación. El momento no era el propicio: los anti-dreyfusards eran mayoría. La mayor parte de la prensa francesa se alineaba con los presupuestos del Estado Mayor. Sólo Le Figaro había defendido la inocencia del capitán alsaciano desde el principio. En respuesta, se organizó una campaña para cancelar las suscripciones al diario. Tuvo tanto éxito que su director fue despedido. Y es que a los ojos del pueblo, Dreyfus era claramente culpable. Para el pueblo francés, el ejército era una fuente de orgullo nacional. Por su parte, al ejército sólo le quedaba eso: mal pagado, mal pertrechado y aislado en guarniciones en pequeñas ciudades, se refugiaba en ser el símbolo de la grandeza de Francia. Al contrario que en Inglaterra, los soldados franceses llevaban uniforme en todas las ocasiones posibles.

Sin embargo, los movimientos de Lazare y Mathieu empezaron a remover conciencias. Mientras, el nuevo jefe de contraespionaje, Mari-Georges Picquart, descubrió que el comandante Ferdinand Esterházy había sido el verdadero autor del documento utilizado para incriminar a Dreyfus. La revelación impresionó profundamente a Picquart, que desde entonces se puso a la cabeza de una investigación secreta que acabó encontrando más pruebas de que era Esterházy el topo alemán del ejército francés.

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La carta de Panizzardi era una falsificación evidente.

Cuando Picquart contó sus descubrimientos al Estado Mayor, quedó desolado con su cerrazón. Para ellos, reabrir el caso era imposible. Para Picquart, mantener preso a un inocente era abominable. La consecuencia fue que se trasladó a Picquart a Túnez. Para cubrirse las espaldas, el mayor Henry falsificó el contenido de una carta escrita por Panizzardi, para que en esta se mencionara a Dreyfus. Así, comenzaron a acumularse mentiras sobre mentiras para tapar la mala acción del ejército.

Decidido a no llevarse el secreto a la tumba, Picquart escribió un informe dejando instrucciones para que fuera abierto a la muerte del presidente de Francia. Por ello, fue expulsado del ejército y condenado a un año de cárcel, pero su valiente tozudez dio el empujón definitivo a la causa de Dreyfus. Su abogado entró en contacto con el venerable y respetado senador alsaciano Scheurer-Kestner. Ganado para la causa, Scheurer publicó una carta en Le Temps en la que defendía la inocencia del capitán. Sus esfuerzos se unieron a los del diario Le Figaro, que publicó unas cartas incriminatorias de Esterházy a su amante, y a los de George Clemenceau, un veterano político que empezó a escribir sobre el caso y no paró: en los siguientes tres años produjo más de quinientos artículos sobre el tema.

La prensa conservadora contraatacó intentando aprovechar el antisemitismo de parte de la sociedad francesa. El periódico L’Aurore afirmó que detrás de los dreyfusards estaba el Sindicato, una supuesta asociación judía en la sombra. El político católico Albert de Mun compareció en la Asamblea Nacional para denunciar los supuestos tejemanejes de esta asociación. Mientras, los dreyfusards continuaron pagando cara su posición: el senador alsaciano Scheurer-Kestner perdió por primera vez las elecciones a la vicepresidencia del Senado, cargo que había ostentado toda la vida.

No era lo único que les salía mal a los que apoyaban a Dreyfus. El juicio sumario a Esterházy acabó con su absolución por unanimidad; los dreyfusards se dieron cuenta de que la única manera de obtener justicia era mediante un juicio civil. Zola, absolutamente convencido de la inocencia de Dreyfus y de que su historia demostraba la corrupción en la que vivía el estado francés, descargó toda su rabia en una carta al presidente francés en la que exponía crudamente todas las tropelías que se estaban cometiendo contra Dreyfus y sus defensores. En su «Yo acuso», que apareció la mañana del 13 de enero de 1898 en L’Aurore, proclamó con seguridad: «La verdad está en marcha y nada podrá pararla». Pero, desde luego, se hizo todo lo posible para intentarlo. El clamor contra Zola fue atronador. París apareció cubierto de carteles en los que se leía: «La respuesta de todos los buenos franceses a Émile Zola: ¡mierda!». El católico De Mun insistió e insistió que se juzgara a Zola por difamación. Lo acabó consiguiendo, ya que muchos dentro del gobierno compartían su indignación.

El juicio al renombrado escritor se celebró el 7 de febrero de 1898. La turba era tal que Zola tuvo que entrar en el palacio de justicia acompañado de policías y amigos que le hicieron de escolta, envuelto en el estridente sonido de cientos de voces insultándole a la vez. La sala del juicio estaba repleta, llena de cientos de periodistas provenientes de todas partes, siendo muchos de ellos las estrellas de sus respectivos medios de comunicación. Con los ojos del mundo fijos en ellos, siete de los doce jueces decidieron que Zola era culpable del delito de difamación y, por tanto, debía pagar una multa y ser encarcelado un año. Hundido, Zola huyó a Gran Bretaña y sus compañeros intelectuales ardieron de indignación. Aunque había quedado demostrado lo peligroso que podía ser seguir molestando al Gobierno, esta indignación quedó plasmada en un nuevo documento, La protesta de los intelectuales, con tres mil firmas a su fin.

Pero por mucho que pareciera lejana, la verdad estaba cada vez más cerca. Hasta entonces, los socialistas se habían mantenido al margen. Pensaban, como expuso el periódico La Petite République, que los socialistas no tenían nada que decir sobre el asunto: las desgracias de un burgués como Dreyfus eran indiferentes a aquellos que estaban metidos hasta el tuétano en la lucha de clases. Así continuaban sintiéndolo muchos, pero otros estaban empezando a ver en la causa un ejemplo. Jean Jaurès, el político socialista francés, que había criticado la levedad del castigo impuesto a Dreyfus, acabó por convencerse de que había gato encerrado, y escribió un larguísimo artículo en el que explicaba todas las pruebas a favor de la inocencia de Dreyfus. Como Zola, el político pagó el precio de su atrevimiento, aunque sin duda fue un precio menor: no renovó su escaño en la Asamblea francesa. Las bases socialistas le habían retirado su apoyo por defender a un burgués. Pero su texto Les Preuves agitó la conciencia de Godefroy Cavaignac, el ministro de Guerra, y propició el paso definitivo.

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Zola y los dreyfusards navegaron contracorriente en una sociedad nacionalista y antisemita que no quería oír hablar de la revisión del juicio de Dreyfus.

Cavaignac examinó por primera vez los papeles con los que se había incriminado a Dreyfus y comprobó que la carta supuestamente escrita por Alessandro Panizzardi estaba hecha con dos trozos de papel; era, claramente, una falsificación. El ministro de Guerra ordenó el arresto inmediato del responsable de la falsificación, el coronel Hubert-Joseph Henry. La justicia no pudo caer sobre él porque, antes de perder el honor, Henry se suicidó, dejando atrás a su mujer y a su hijo.

A estas alturas, Francia estaba prácticamente partida en dos. Los periódicos publicaban viñetas que bromeaban con esta ruptura, pero muchos pensaban que la situación podía desembocar en un golpe de Estado. La derecha rabiaba ante el suicidio de Henry, al que consideraba una víctima. La tensión era tal que cuando los obreros que estaban construyendo los terrenos de la exposición de 1900 se pusieron en huelga, los rumores de que la derecha iba a dar un golpe de Estado llevaron a los socialistas a formar comités de vigilancia y al duque de Orleans a pedir al pretendiente al trono de Francia que se acercara a la frontera.

La extrema derecha, sin embargo, presionó demasiado. Uno de sus líderes, Paul Déroulède, creía que la situación había llegado a tal punto que, si tenía que haber una guerra civil, así fuera.

Déroulède hizo todo lo que pudo para provocarla, porque trató de aprovechar el funeral del presidente Faure el 23 de febrero de 1899 para dar un golpe de Estado convenciendo a las tropas de que se unieran a la causa.

El golpe fracasó, y aunque Déroulède se «abanicó» con la insignia de diputado que le hacía «inviolable», fue llevado a la fuerza a la comisaría de policía más cercana.

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La revista Caran D’Ache mostraba en esta viñeta los peligros de sacar el tema Dreyfus en la mesa familiar. La moraleja puede ser útil en nuestros días: nunca hay que hablar de política en la mesa.

Esto, unido a que un derechista exaltado había golpeado con un bastón al presidente de la República, Émile Loubet, convenció a muchos moderados de que la derecha se estaba excediendo claramente y a muchos izquierdistas, incluidos los socialistas y los anarquistas, de que la causa de Dreyfus era un proceso que merecía le pena apoyar.

Por primera vez, los partidarios de la reapertura del caso superaban a los de la no revisión, que cada vez parecían más radicales en la escena política. En este ambiente algo más favorable, el tribunal de Casación admitió el caso y pidió que se pusiera en sus manos el «archivo secreto». El ministro de Guerra, en un último acto de cerrazón, se negó a entregarlo y acabó dimitiendo.

El nuevo juicio de Dreyfus tuvo lugar en medio de la mayor expectación jamás vista. Más de cuatrocientos periodistas acudieron al caluroso Rennes en agosto para cubrir el evento: de nuevo, los corresponsales estrella de cada medio de comunicación. Pero el Estado francés, que se había doblegado lo suficiente como para reabrir el caso, no se podía permitir caer aún más en el oprobio reconociendo que había metido la pata desde el principio y, peor aún, había ocultado su error con varias capas de mentiras. Así que Dreyfus fue condenado de nuevo, esta vez con circunstancias atenuantes, y sentenciado a diez años de cárcel, de los que se descontarían los cinco que ya había servido en la aislada prisión de la Guayana francesa. Dreyfus solicitó la apelación, y el exhausto presidente Renné Waldeck-Rousseau pensó que lo mejor para todos era conceder el indulto a Dreyfus. A cambio, el antiguo capitán del ejército francés tenía que reconocer una culpabilidad que había negado desde el principio. Pero llevaba mucho tiempo encerrado en la isla del Diablo, y pensó que esta era la mejor oportunidad que se le podía presentar, quizá en toda su vida. Así que Dreyfus aceptó.

El protagonista de la cuestión que había dividido a Francia volvió a su país, y el ruido que había persistido durante cinco años en torno a su causa se fue apagando lentamente. Sus allegados continuaron el trabajo: Jaurès, Salomon Reinach y Mathieu Dreyfus presionaron durante años hasta que el 13 de julio de 1906, doce años después del arresto que lo inició todo, se restauró en el ejército a Dreyfus y a Picquart. El caso quedó definitivamente cerrado en el aspecto legal, pero no en el corazón de algunos resistentes. Louis Gregori, un periodista de ultraderecha, aprovechó el traslado de las cenizas de Zola al panteón para atentar contra Dreyfus. Afortunadamente, los dos disparos llenos de rabia de Gregori sólo hirieron levemente su brazo. Como en todas las paradojas de las que suele estar llena la historia, Gregori fue absuelto por un acto del que era positivamente culpable contra alguien que fue culpabilizado de un acto que nunca cometió.

La crisis del caso Dreyfus fue la prueba de que la política había cambiado de tono. Las diferentes tendencias de opinión podían movilizar a las masas y ganar fuerza, del mismo modo que las masas podían presionar a los partidos y al gobierno para que rectificaran una determinada postura. En Francia, el caso Dreyfus impulsó la democratización de la política, pero también demostró que había muchos partidarios de una visión mucho más conservadora de la República. Fueran cuales fueran las conclusiones, los propios contemporáneos se dieron cuenta de que la política de la Belle Époque ya no era la de siempre.

Capítulo 2
Las chimeneas del progreso

Contenido:
§. Una revolución que lo cambió todo (o varias)
§. La vida en la ciudad
§. Locos por las compras

Un sabio historiador dijo una vez que si tuviéramos la oportunidad de viajar en el tiempo y aparecer de repente en el 1900, estaríamos en terreno conocido. Seguro que nos haría gracia la forma de vestir de la gente pero, a grandes rasgos, lo que nos encontraríamos no nos iba a sorprender demasiado. Sin embargo, si la misma máquina nos trasladara al año 1870, nos sentiríamos completamente fuera de lugar, incluso si hubiéramos tenido la suerte de aparecer en Londres, el lugar más avanzado de la época.

Este sabio era Geoffrey Barraclough, hombre sistemático y amigo de fumar en pipa. Barraclough murió antes de ver cómo se expandía internet y nacían los teléfonos móviles, por lo que no tuvo oportunidad de ser testigo de otra de las grandes revoluciones que transformarían nuestra forma de vida. Sin embargo, su idea de que el mundo del año 1900 nos resultaría muchísimo más cercano que el de 1870 sigue teniendo validez. La sociedad que encaraba el nuevo siglo era una sociedad cada vez más urbana, en la que cada vez menos personas trabajaban en la agricultura, en la que cada vez más gente tenía acceso a la educación y a la lectura, a los derechos políticos, al ocio y al consumo. Los protagonistas del fin de siglo vivieron una época en la que todo se transformó de forma vertiginosa, en la que cada año surgían nuevos avances tecnológicos y científicos, en la que las costumbres antiguas se desdibujaban para dar paso a las nuevas. El ritmo al que se había movido la humanidad hasta entonces se aceleró. La vida en 1900 no tenía nada que ver con la vida en 1870; esto era chocante, dado que es muy probable que las personas de 1870 estuvieran viviendo de forma muy parecida a las del año 1800.

¿Qué es lo que motivó que la sociedad occidental se transformara de ese modo? Detrás de los profundos cambios que dejaron irreconocible el mundo de 1900 para un ciudadano de 1800 no hubo una, ni dos, ni tres, sino hasta cuatro revoluciones.

§. Una revolución que lo cambió todo (o varias)
Quedaba poco para que se inaugurara el nuevo siglo cuando el pastor estadounidense Josiah Strong escribió un libro titulado El siglo XX. Las primeras palabras de su obra decían: «El siglo XIX ha dado a luz muchas maravillas, pero sin duda ninguna la más grande y característica de ellas ha sido el desproporcionado desarrollo material de la civilización sin precedentes».

El reverendo no se equivocaba. A lo largo del siglo XIX, la productividad agrícola creció a un ritmo impresionante y nunca visto (llegó a alcanzar el 1%). ¿Por qué ocurrió esto? En un principio, las formas de propiedad agrícola eran feudales; gran parte de la tierra estaba en «manos muertas», es decir, formaba parte de los patrimonios de la nobleza o de la Iglesia y no se podía traspasar, dividir ni vender libremente. Los campesinos estaban vinculados a la tierra por una norma u otra.

Las revoluciones y las reformas políticas de principios de siglo XIX abolieron estas formas de propiedad de la tierra que habían sido protagonistas en Europa desde la Edad Media. Ahora, las tierras podían traspasarse, dividirse y venderse. Los campesinos ya no estaban legalmente atados a las tierras de un señor ni tenían que realizar trabajos obligatorios. A los propietarios de las tierras les interesaba sacar el mayor provecho económico de ellas, así que invirtieron en mejoras que produjeran mayores beneficios. Estos se podían reinvertir a su vez en la mejora de las tierras. Los grandes campos medievales dieron paso a pequeños campos cercados que se cultivaban en rotación. Se introdujeron las máquinas, cada vez más rentables al abaratar su coste. Gran Bretaña ya se había sumergido en este modelo desde 1750 y, por tanto, llevaba la delantera. Países como Rusia, que abolieron la servidumbre en 1861, iban a la cola.

Con el desarrollo de los transportes, a partir de 1860 fue cada vez más fácil acceder a nuevos mercados en los que vender los productos agrícolas. Esto, unido a la mayor tecnificación de la agricultura, la convirtió en un negocio muy productivo. A las grandes fortunas les quemaba el dinero en los bolsillos y, cuando levantaron la vista de los fructíferos campos para buscar nuevos lugares en los que invertir sus beneficios, se dieron cuenta de que las fábricas humeantes se estaban convirtiendo en pujantes negocios.

Y es que la revolución agrícola alimentó otra de las grandes revoluciones que transformaron para siempre el mundo: la Revolución Industrial, uno de los grandes fenómenos de la historia de la humanidad. Se ha debatido mucho sobre esta revolución, sobre sus causas y rasgos, pero si el lector quiere tener claro en qué consistió, se trató de lo siguiente: la Revolución Industrial fue una maraña de decisiones personales, de proyectos empresariales, de estrategias de inversión y de gente que decidió cambiar su lugar de residencia. No fue un proyecto planificado y coordinado, por mucho que necesitara un apoyo por parte del gobierno de turno.

Fue un proceso en el que mucha gente tomó parte de un modo u otro, pero que arrasó los cimientos del mundo antiguo; un proceso que lo cambiaría todo. En menos de cien años, los inventos técnicos y las mejoras en la organización —en suma, cómo se producía el producto— lograron una producción industrial crecida y en constante aceleración. Esto llevó a que una sociedad tradicional pasara a convertirse, con el tiempo, en una sociedad moderna que sustituyó el estancamiento por el crecimiento continuo, el campo por la ciudad y las tradiciones por todo tipo de vicios y pecados, incluyendo las ideologías subversivas.

En la actualidad, tendemos a considerar la economía como algo que debe estar en constante crecimiento. Los titulares de periódico se alarman y los columnistas buscan culpables inmediatos si este crecimiento se estanca; no dudamos en calificar la situación de crisis. También nos preocupamos si la población no crece, o nos preocupamos por lo mucho que crezca, dependiendo del país.

Sin embargo, es importante entender que este modelo, el crecimiento continuo, fue la gran innovación que trajo la Revolución Industrial. Antes de la misma, fuera la época que fuera, la población quedaba atrapada en lo que se llama la «trampa maltusiana». Este siniestro mecanismo implicaba que si un avance tecnológico o el buen tiempo facilitaban una mejora de las cosechas, la población viviría más y se reproduciría más. ¡Un crecimiento indudable! Pero esto, a su vez, llevaba a sobreexplotar las tierras, lo que conducía a su agotamiento. Y entonces llegaba el hambre, aquel famoso jinete del Apocalipsis medieval, que mataba o debilitaba a la gente y la hacía pasto de la enfermedad. La situación volvía a la casilla de salida, y así los indicadores sociales parecían congelados en el tiempo, presa de la maldición preindustrial. Tanto un aldeano del 7000 a. C. como un campesino del siglo XVIII francés podían confiar en vivir treinta y cinco años, aproximadamente. Su salud, su renta, las calorías consumidas, etc., apenas variaron, más allá de picos de bonanza y crisis, a lo largo de las épocas. La economía individual trataba siempre de sobrevivir, no de consumir.

La Revolución Industrial acabaría por cambiarlo todo. ¿Pero cómo lo hizo? ¿Qué la detonó? Lo cierto es que los cambios que la impulsaron venían de lejos, realmente, aunque cuajaran a finales del siglo XVIII. Ya se conocía la fuerza motora del vapor en la Alejandría helenística, aunque no fuera rentable aprovecharla, los hombres de Carlomagno ya sabían construir canales y las nuevas formas de tratar el hierro ya eran dominadas por los artesanos de la Renania del siglo XIV; tampoco el capital para inversiones apareció de la noche a la mañana, sino que se acumuló con los siglos.

Fue a partir de que se pudo producir hierro barato y se pudo utilizar carbón en vez de madera como combustible que el siglo XVIII dio el empujón necesario para que comenzara el proceso. Con el tiempo, predominarían las regiones que contuvieran carbón y hierro, es decir, la parte norte del globo, tanto de Europa como de Estados Unidos.

Aquí entró uno de los inventos clave de la revolución: la máquina de vapor. Esta potente fuente de energía llevó directamente hasta el ferrocarril. Ahora, si uno tenía el hierro y el acero necesarios para construir este nuevo medio de transporte, podría disfrutar de un coste de transporte mucho más barato. Por si fuera poco, una región alejada de la fuente de recursos naturales podía acceder a ellos a bajo precio, porque el ferrocarril se lo traería sin mayor problema y con rapidez. El siglo XIX trajo una curiosa variante de lo mismo, el barco de vapor, y se repitió el mismo proceso. Para 1900, el coste de transporte oceánico era la séptima parte de lo que había sido en 1800.

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Los vieneses que saludaron con alegría al primer ferrocarril que entró en la ciudad no podían ni imaginarse todo lo que este medio de transporte iba a cambiar.

Visto esto, se entiende por qué resultaba más rentable dedicarse a la industria. Ahora bien, ¿quién se apuntó a un proceso tan innovador? Desde luego que no fueron todos los países, ni tampoco lo hicieron a la vez. Durante la primera mitad del siglo XIX, sólo Gran Bretaña logró convertirse en país industrializado. No vivía entre guerras y revoluciones, y la psicología emprendedora de sus ciudadanos más pudientes facilitó el cóctel de excedentes agrícolas, población crecida y beneficios del comercio ultramarino.

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Las mujeres también trabajaban en las fábricas: eso sí, cobrando menos que los hombres.

Para 1870, sin embargo, la recién creada Alemania, junto con Francia, Suiza, Bélgica, y Estados Unidos se habían apuntado al «club» industrializado. Londres seguía ganando la partida, pero su ventaja se reducía claramente.

El cambio no sólo se pudo percibir a través de las cifras, sino que alteró el propio paisaje de las naciones. Ahora, largos penachos de humo se extendían sobre los prados, trazados con parsimonia por las locomotoras de vapor. Y la negra ciudad industrial, que concentraba la producción bajos los techos de sus fábricas, exhalaba mil columnas negras que enviciaban el aire a su alrededor. Hay que tener en cuenta, no obstante, que estas grandes concentraciones de trabajadores se daban sobre todo en el sector textil y que, aun a mediados del siglo XIX, la mayoría de los obreros industriales ingleses trabajaban en empresas de menos de cincuenta empleados. Pero la tendencia estaba clara y seguiría en aumento.

La industrialización tuvo otras consecuencias menos pintorescas; el convertir las ciudades en lugares de producción concentrada, y también el hecho de mecanizar muchas labores agrícolas, provocó un gran flujo migratorio desde el campo a la ciudad. Este proceso histórico hizo crecer, sin lugar a dudas, la población urbana de los núcleos industriales. En el año 1800, Londres, París o Berlín tenían cientos de miles de habitantes cada una, pero para 1900, todas ellas superaban los varios millones de almas.

El hogar campestre donde residían todos los miembros de la misma familia pertenecía al pasado. Ahora, grandes construcciones verticales albergaban, en los flecos malditos de la ciudad industrial, a legiones de familias nucleares. Las relaciones sociales se volvieron superficiales comparadas con las de antaño, los trabajadores comenzaron a recorrer distancias mayores para llegar a su trabajo, la mujer se incorporó al mismo mercado laboral que el de sus maridos y los niños fueron reconocidos como tales, planteándose por primera vez la necesidad de formarles académica y laboralmente. Por desgracia, esto se compaginó con una cruel y durísima explotación infantil, que por primera vez encargaba al niño las mismas tareas hercúleas que a sus mayores, desde los cinco o seis años en muchos casos.

En suma, la nueva sociedad urbana e industrial no tenía por qué ser mucho peor que su precedente rural (dependiente del campo y las hambrunas), y es cierto que introdujo a los trabajadores en un mercado no sólo de supervivencia, sino también de consumo, pero no por ello dejó de estar acompañada de unas dosis de miseria y sobreexplotación alarmantes.

Los más conservadores o los más sentimentales vieron mal este cambio en el paisaje. Aborrecían del hollín y las chimeneas, más aún cuando a finales del siglo XVIII se produjo una oleada de nostalgia hacia la estética de lo rural. Lo que es más, se desconfiaba del potencial revolucionario que pudieran tener estas colmenas de trabajadores paupérrimos. O se confiaba en ello, según las preferencias del observador.

Pero más allá de aquellos que hubieran favorecido la revolución social, dos grandes fuerzas ideológicas disputaron el rumbo político de la industrialización desde los pulcros pasillos del palacio o el parlamento. Por una parte, los conservadores, que se oponían a cualquier pérdida de privilegios de la aristocracia pero que creían, al fin y al cabo, en proteger a los trabajadores y en mantenerlos bajo las reglas y tradiciones de la sociedad rural. Por la otra, los liberales, partidarios del laissezfaire (“dejar hacer”) y de la industrialización, que confiaban en la marcha autónoma de los mercados minimizando las interferencias del gobierno, y que se mostraban herederos del racionalismo ilustrado, al tiempo que se oponían a proteger al trabajador frente a una serie de reglas invisibles que consideraban tan lucrativas como inapelables.

Algunos liberales llegarían hasta el extremo, como fue el caso del cónsul británico de Cantón, de afirmar que «Jesucristo es el libre comercio y el libre comercio es Jesucristo». Algunos conservadores, por el contrario, llegarían al extremo del general Mola, golpista español de la primera mitad del siglo XX, que confiaba en destruir la industria vasca para regresar a un panorama idílico de vacas y agricultores obedientes. Lo cierto es que, con el paso de los siglos, la opción liberal acabaría imponiéndose a la de su adversario.

Todos estos cambios en la economía, la agricultura, la sociedad y la política tuvieron un grandísimo impacto sobre la gente común. El cambio más importante fue el de la alimentación. A lo largo de la historia, el sueldo familiar se gastaba casi íntegramente en comida y, dentro de este apartado, el barato pan era el alimento estrella, la base de la alimentación. Una agricultura más productiva abarató los precios de la comida, permitiendo a las economías más precarias comprar más cantidad y más diversidad sin que ello conllevara un enorme sacrificio. Así, para 1900, el porcentaje del sueldo que el francés medio se gastaba en pan era de un nueve por ciento frente al veinte por ciento que suponía en 1850. Y si producir ropa también resultaba más barato, esto significaba que más gente podía permitirse comprar más ropa. El consumo aumentó, aunque la miseria y los piojos seguían dominando el panorama.

Por si dos revoluciones fueran poco, la Belle Époque iba a ser testigo de una tercera: la científica. A finales del siglo XIX se acumularon los descubrimientos científicos más importantes de la historia de la humanidad. La culpa la tuvieron con toda probabilidad la extensión de la educación a cada vez más personas y el interés de los estados por llevar la delantera en la cultura, sin olvidar el dinero privado. Además, no hay que olvidar que la comunidad científica estaba sometida a un fenómeno tan extraño como provechoso: desde 1700, se multiplicaba de manera exponencial cada quince años, por lo que siempre había más científicos vivos que muertos. Las ideas se difundían más fácilmente, así que pronto estos científicos pudieron contar con los trabajos de sus colegas y reforzar el suyo propio.

¿Somos capaces de imaginarnos qué ocurriría si todas las certezas del mundo que conocemos se vinieran abajo? La revolución científica se encargó de ello, a caballo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Empezando por el experimento Michelson-Morley de 1887, que quiso demostrar de manera fiable la existencia de la sustancia que todos sabían conducía las ondas de luz, el éter. Con un problema: demostró claramente su inexistencia. Tanto Michelson como Morley se rascaron la cabeza, confusos, y pensaron que su experimento había fallado en algo, pero cuando la comunidad científica concluyó que no había fallo alguno, la humanidad se enfrentó a uno de los descubrimientos casuales más contundentes, uno que derrumbó una creencia, la del éter, que provenía nada menos que de la antigua Grecia.

La fiesta del saber dio el pistoletazo de salida. Wilhelm Röntgen descubrió en 1895 los rayos X. Para 1903, J. J. Thomson, Ernest Rutherford y Frederick Soddy hablaban ya sobre radiactividad y acertaban al definir el núcleo del átomo. Max Planck y sus investigaciones llevaron a la teoría cuántica, desarrollada por Niels Bohr y un científico de pelos alocados llamado Albert Einstein. Todos sus descubrimientos se estudian hoy, aunque muy perfeccionados, en los libros de texto de cualquier escuela secundaria.

A partir de ahí, la ciencia acabó con la concepción que se tenía del mundo, con las certezas y las leyes inalterables que se suponía que los científicos, mediante la observación, habían escrito en piedra durante el siglo XIX. Todo podía ser sustituido por una teoría más compleja si se tenía la suficiente formación y la posibilidad de demostrarlo mediante experimentos. El propio Einstein rompió en dos la física clásica con su Teoría de la Relatividad en 1905. Ahora, el espacio, el tiempo, la materia y todo parecía provenir de la imaginación humana. Las certezas, el determinismo —en el que se habían basado no pocas ideologías, por cierto—, se venía abajo.

Intelectuales como el francés Charles Émile Picard se desesperaban («¡La objetividad completa de la ciencia es una quimera!») y Vasili Kandinsky se quedó verdaderamente afectado tras leer a Rutherford: «El descubrimiento me golpeó con una fuerza pasmosa. Todas las cosas se volvieron transparentes, sin fuerza o certidumbre».

Pero seamos realistas: sólo una minoría dentro de la minoría estaba al tanto de las implicaciones de los nuevos descubrimientos. Paradójicamente, mientras los físicos teóricos abandonaban toda sensación de certidumbre, la gente de a pie se imbuía de una inquebrantable fe en la ciencia. Y es que, mientras se descubrían los principios de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, la ciencia también avanzaba en campos que afectaban directamente a la vida de las personas. La invención del generador eléctrico y la bombilla iluminó ciudades y fábricas con su cálido hálito anaranjado, además de alimentar medios de transporte como el tranvía. El desarrollo del motor de combustión llenó de coches las ciudades europeas, el utópico carruaje sin caballos, y la invención del ascensor dio vía libre a la construcción de rascacielos: el edificio futurista por antonomasia. Las rotativas imprimían periódicos a toda velocidad gracias a las máquinas rotativas y sus páginas estaban repletas de fotografías gracias a la expansión de la cámara Kodak. El fonógrafo, el teléfono y los proyectores de cine hacían soñar despiertas a las personas de la Belle Époque. Ya se podían ver y escuchar acontecimientos en los que no se estaba presente.

Concretamente, los descubrimientos más prodigiosos, aquellos que en otra época habrían sido achacables exclusivamente a la intervención milagrosa de algún Dios, llegaron de la mano de la medicina. En 1870, se puso nombre y cara al enemigo más poderoso de la humanidad: los gérmenes. Lo permitió el ojo ciclópeo del microscopio. Apoyándose en su invisibilidad al ojo humano, estos seres microscópicos habían acompañado a las personas a lo largo de toda la historia, desencadenando epidemias que de cuando en cuando segaban miles de vidas y aterrorizaban a los supervivientes. Ahora había poderosas armas para combatirlo.

Las mejoras en las comunicaciones y en la educación, desarrolladas a lo largo del siglo XIX, contribuyeron a que se difundiera el conocimiento de esta crucial herramienta de prevención de enfermedades; estas comenzaron a retroceder. La resistencia popular a la higiene, sin embargo, podía ser fuerte. Los médicos se quejaban de que era difícil mantenerla mientras, por ejemplo, asistían en un parto. La mujer parturienta, impresionada, retrocedía con terror cuando el doctor se embutía un par de misteriosos guantes blancos para asistirla, o peor, la emprendía a patadas con él cuando intentaba rasurar su vello púbico antes del parto.

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Gracias al avance de la ciencia se redujeron y controlaron mejor las epidemias. Estos niños británicos habían conseguido superar la viruela; las marcas en sus caras les recordarían siempre lo cerca que habían estado de no contarlo.

Fue precisamente en el campo de los partos donde se dio un avance fundamental. Durante toda la historia de la humanidad, la amenaza de morir dando a luz acechaba constantemente a las mujeres embarazadas. Cuando el bebé se resistía a nacer, practicar una cesárea era prácticamente dictar una sentencia de muerte contra la parturienta. Existía otra solución, la craneotomía, pero esta implicaba la muerte segura del bebé: una vez quedaba claro que continuar con el parto acabaría matando a la mujer, los médicos practicaban una incisión en el cráneo del niño dentro del útero y a través de la vagina para extraerlo sin vida y salvar así a la madre. Llegados a esta desdichada situación, los médicos preferían la craneotomía a la cesárea y solían contar con el apoyo de los maridos. Pero se topaban con la oposición de la Iglesia. Para los clérigos, siempre era preferible salvar la vida de un ser inocente antes que la de uno manchado por el pecado. Pronto, este rifirrafe se hizo menos común, no porque médicos y sacerdotes acercaran sus posturas sino porque los avances médicos transformaron la cesárea en una operación mucho más segura a lo largo de la Belle Époque.

Otros muchos avances contribuyeron a desterrar enfermedades que antes habían puesto en jaque a poblaciones enteras. En 1879 se sintetizó la vacuna del cólera, y esta temible fiebre contagiosa fue eliminada en los países industriales para 1900. Le siguieron la del ántrax en 1881, la de la rabia en 1882 y las del tétanos y la difteria en 1900. Gracias a ellas, ningún país europeo sufrió un brote importante de plaga a partir de 1899.

Mejor alimentadas, mejor vestidas y más conscientes de la necesidad de la higiene, las gentes del siglo XIX comenzaron a vivir más años y en mejores condiciones que sus antepasados. La guerra, otro de los temibles jinetes del Apocalipsis, también había reducido su tradicional demanda de sangre. La guerra había estado prácticamente prohibida entre las naciones desde la caída de Napoleón en 1815 hasta mediados de siglo gracias a las intrigas del Concierto de Europa, una suerte de Organización de las Naciones Unidas decimonónica. Tras 1854-1855, sin embargo, la masacre generalizada de la guerra de Crimea la devolvió a la primera fila del panorama político. Las unificaciones de Italia o Alemania y la guerra franco-prusiana recurrieron constantemente a ella. Sin embargo, se trataba de un tipo de guerra diferente. No se arrasaba el paisaje como en conflictos anteriores. Se luchaba unas semanas, quizá un mes, se dirimía todo mediante una o dos batallas decisivas y, finalmente, se firmaba un tratado que podía resultar aún más pernicioso que la guerra en sí.

Amansadas tanto la enfermedad como la guerra, la segunda mitad del siglo XIX trajo una cuarta —y obvia— revolución: la demográfica. Antes de 1850, en Europa predominaba lo que los demógrafos llaman «ciclo demográfico antiguo». Es decir, el índice de natalidad, muy alto, superaba por poco a un índice de mortalidad también muy alto. Pero a partir de 1880, a las puertas de nuestra época, esto cambió rápidamente. La mayoría de los países europeos entró en lo que lo que se conoce como «ciclo demográfico de transición»: como había una gran tasa de nacimientos y la tasa de mortalidad se había reducido considerablemente, la población aumentó de manera explosiva, especialmente a partir de 1890. Los efectos fueron claros: los ciento ochenta millones de personas que vivían en el viejo continente en el año 1800 se convirtieron en cuatrocientos millones para el año 1900. Europa entraba en el nuevo siglo con más del doble de habitantes que había alcanzado en el anterior. La lucha contra los gérmenes y la mejora de la alimentación y de las condiciones de vida del trabajador medio habían obrado esta transformación singular.

Sin embargo, 1890 trajo consigo un fenómeno algo distinto. Algo varió en el ciclo demográfico de transición. La tasa de fertilidad, es decir, el número de hijos por mujer, estaba declinando. Cada vez nacían menos niños, aunque esto variaba, naturalmente, de país a país.

Tradicionalmente, las familias tenían muchos hijos porque en cuanto crecían un poco se convertían en una valiosa ayuda económica. Podían colaborar en las tareas agrícolas en el campo o ser empleados desde muy pronto en fábricas, minas o el servicio doméstico, entre otros puestos de trabajo. Sin embargo, con la extensión de la educación obligatoria y la puesta en marcha de leyes contra el trabajo infantil, cada vez se extendía más la etapa en la que los hijos eran una carga económica y no un alivio. Otra de las razones por las que en los tiempos pasados se tenían muchos hijos era que la mortalidad infantil era tan alta que, para asegurarse de que algunos de ellos llegaran a la edad adulta y pudieran ayudar a sus padres en la vejez, se tenía el máximo número posible. Por otro lado, algo cambió en la mentalidad de las personas. Con la ayuda de los métodos anticonceptivos, cada vez más presentes, muchas decidieron poner el énfasis en la calidad antes que en la cantidad, y poder proveer mejor a sus hijos teniendo menos.

Los avances tecnológicos conllevaban que, por un lado, no se necesitaran tantas personas como antes para las labores agrícolas y que, por otro, se crearan puestos de trabajo en los sectores industriales y de servicios. La gente fue abandonando progresivamente los pueblos donde habían vivido siempre sus antepasados, trasladándose a las bulliciosas ciudades de finales del siglo. Eso sí, siempre hubo diferencias entre los distintos países; mientras que en Bulgaria, Rusia y Rumanía tres cuartas partes de sus poblaciones seguían trabajando en el campo durante la Belle Époque, en Austria-Hungría, Portugal y España eran tres quintos de la población activa, en Holanda y Bélgica un tercio y en Gran Bretaña, sólo una décima parte.

§. La vida en la ciudad
Las ciudades de la Belle Époque resultaban impresionantes para aquellos que las veían por primera vez, y a nosotros también nos habría pasado lo mismo. Pongámonos, por ejemplo, en el lugar de un campesino francés que abandonaba la pequeña aldea en la que había vivido siempre para buscar suerte en la ciudad. Uno había nacido y crecido en un ambiente marcado por el ritmo de la naturaleza; el trabajo empezaba con la salida del sol y se acababa cuando sus últimos rayos de luz se despedían hasta la siguiente mañana. Todos conocían a todos, cualquier travesura juvenil que se cometiera estaba en boca del pueblo entero a las pocas horas, cualquier desliz amoroso contaba con el reproche general. La propia familia se las arreglaba como podía, fabricando los utensilios que necesitaba e intercambiándolos con otras personas cuando era necesario: uno había visto a su padre tallar cubiertos y a su madre remendar la ropa tantas veces que no se podían contar. Se podían comprar muy pocas cosas, si acaso el pan al panadero o una herramienta especial al herrero. Las oportunidades de diversión estaban en las fiestas regionales, en las que uno bailaba al son de la música y bebía cerveza, o en las visitas a los pueblos más grandes en día de mercado. Una vez caía la noche, la aldea se sumía en la oscuridad y el silencio. La casa se iluminaba con velas, pero por poco tiempo, porque había que evitar gastar demasiado aceite.

Además, se preguntara a quien se preguntara, la vida había sido siempre así, y parecía que nunca iba a cambiar. Los propios padres contaban historias que a ellos les habían contado los suyos, en las que la gente se levantaba con el sol para arar el campo, o viajaba al pueblo de al lado para comprar algo que de otra manera era imposible obtener. Los más listos del pueblo, aquellos que leían los pocos periódicos que llegaban, le hablaban a uno de nuevos inventos, prodigios maravillosos que casi no parecían reales.

Se oía hablar de París como la tierra de las oportunidades. Un primo se había marchado hace tiempo, y le animaba a uno a unirse a él. No había ni que pensárselo. Cogía los ahorros y se marchaba a la ciudad, prometiendo a la madre llorosa escribir a menudo. El viaje era ahora, en 1900, mucho más corto que hacía cincuenta años. Casi no daba tiempo a reflexionar sobre la importancia del paso que se acababa de dar cuando la visión de la ciudad se clavaba en las retinas para el resto de sus días. Uno había visto fotos, pero la imagen estática no refleja ni una mínima parte de la realidad que se tiene enfrente. Edificios altos, chimeneas humeantes, el ordenado amasijo de hierro de la torre Eiffel destacando entre todos ellos. El ruido descoloca, el rugido del motor de los taxis motorizados y de los carros de caballos que se mezclan en las calles, el temblor de tierra y la campana que anuncian la llegada del tranvía; las voces de la gente, tanta gente junta hablando, gritando: «¡Abran paso!», «¡Compren el Petit Journal de hoy!»; se cruzan con uno, andan rápido, algunos cargados, otros no; hombres, mujeres y niños de todas las clase sociales se paran a mirar los brillantes escaparates de las tiendas; uno también se para y se queda maravillado con la cantidad de paquetes, latas y utensilios que hay en el primer escaparate, y no puede evitar sorprenderse al ver la ropa expuesta en el segundo. Las caras que le rodean son todas desconocidas; las calles son largas y laberínticas, le parece que nunca podrá recorrer la ciudad entera; se mira al suelo y se ve un folleto sucio y pisoteado: anuncia un mitin del partido socialista esa misma tarde. Uno levanta la vista y ve un anuncio del Salón del Motor de los Campos Elíseos. Entre mareado y fascinado, se siente que el mundo se abre ante uno mismo. Y cuando llegue la noche y uno camine por las calles iluminadas por las farolas, rodeado por los carteles luminosos de los cabarés, le parecerá que ha viajado a otro mundo en lugar de a unos cientos de kilómetros de su hogar.

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El París de 1900 impresionaba a cualquier visitante.

Cuando Stefan Zweig echó la vista a atrás para describir las ciudades de la Belle Époque en su libro de memorias, su pluma recreó la emoción con la que en su juventud había sido testigo de la evolución urbana. Para Zweig:

Las ciudades se volvían más bellas y populosas de año en año, el Berlín de 1905 ya no se parecía al que yo había conocido en 1901: aquella capital imperial se había convertido en una metrópoli y de nuevo se veía espléndidamente superada por el Berlín de 1910. Viena, Milán, París, Londres, Ámsterdam: cada vez que volvía uno allí, quedaba asombrado y se sentía feliz; las calles eran más anchas, más suntuosas; los edificios públicos, más imponentes; los comercios, más lujosos y elegantes.

Zweig no andaba desencaminado. Las ciudades europeas habían crecido a un ritmo vertiginoso en el último siglo. A la altura del 1800, Londres era la ciudad más grande de Europa, con alrededor de novecientos mil habitantes. Le seguía París con seiscientos mil y, a gran distancia, Berlín, con ciento setenta mil vecinos. El crecimiento de su población había sido lento. En esta época preindustrial, las ciudades sólo crecían por la llegada de inmigrantes: las tasas de mortalidad eran muy altas y la economía urbana no llegaba al nivel del crecimiento autosostenido.

Y entonces llegó la gran aceleración. Un siglo después, el panorama había cambiado por completo. Londres era una enorme ciudad con más de 4,7 millones de almas, París rozaba los 4 millones y Berlín había dado el increíble salto a los 2,7 millones de habitantes. En las ciudades de Glasgow, Moscú, San Petersburgo y Viena vivían ya más de un millón de personas. Como de costumbre, el ritmo de crecimiento se había acelerado en el último tercio del siglo, a partir de 1870. Si en ese momento había setenta ciudades en Europa con más de cien mil habitantes, treinta años después la cifra había subido a doscientos, es decir, más del doble.

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Londres era la ciudad más grande del mundo. Desde las alturas se podía observar cómo se extendían miles y miles de tejados.

Como siempre, había diferencias dependiendo del país: de las veintitrés ciudades de más de medio millón de habitantes, trece pertenecían a cuatro países: Gran Bretaña, Alemania, Francia y Bélgica. Países como España no tenían ninguna ciudad que alcanzara las cifras europeas: Madrid y Barcelona, las dos más importantes, estaban en torno al medio millón.

De todas formas, el fenómeno era tan evidente que los protagonistas de la época no pudieron no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. El clérigo inglés Robert Vaughan dijo que el XIX era el siglo de las ciudades y que, aunque Babilonia, Tebas y Cartago habían sido grandes ciudades, el mundo nunca había estado tan lleno de ellas como entonces. Para la estadística estadounidense Adna Weber, la urbanización era el fenómeno social más importante de la época.

El balance estaba claro. Las ciudades habían crecido de forma espectacular y, para 1900, la mayoría de los europeos vivía en zonas urbanas. ¿Qué había detrás de este fenómeno? Los contemporáneos trataron de encontrar las causas invisibles que habían convertido a la civilización occidental en urbanita. Algunos, como el economista Hubert Llewellyn-Smith, se dejaron llevar por su propio entusiasmo. Para Llewellyn, el responsable del crecimiento de las ciudades había sido «el contagio de los números: la sensación de que algo estaba pasando, los teatros y las salas de baile, las brillantes calles iluminadas y el gentío. En resumen, todo lo que diferencia la feria de Mile End una noche de sábado con el barro negro de los pueblos, sin ningún ápice de gas y con nada que hacer. ¿Quién podría preguntarse por qué las personas son atraídas a estos lugares?».

Desde luego, habían sido miles y miles de personas, como nuestro campesino que emigró a París, los que fueron llenando y haciendo crecer las ciudades. Llewellyn estaba en lo cierto: las zonas urbanas habían crecido tanto porque habían atraído a más gente que nunca. Pero el factor de atracción no había sido la fascinante vida urbana, al menos no para las clases obreras. Detrás de la emigración a las ciudades estaba el elemento que hacía moverse al mundo: el dinero. Campesinos, artesanos y trabajadores de todo tipo se trasladaron a las ciudades en busca de empleo.

La razón para esto era que las ciudades se habían convertido en gigantescos mercados de trabajo. Bien comunicadas por el avance de los transportes, las zonas urbanas habían atraído industria tras industria: situándose en una ciudad, era fácil estar cerca de los mercados de materias primas y cerca de puertos y estaciones de tren desde las que mandar los productos elaborados con ellas. Los dueños de las fábricas, además, se habían dado cuenta de que abarataban costes concentrando a sus trabajadores en un mismo espacio.

Según fueron instalándose cada vez más industrias en las ciudades, según fue creciendo la administración pública, según llegaban miles y miles de personas para cubrir los puestos de trabajo disponibles, se fueron generando nuevas necesidades. Aquellos que se dieron cuenta decidieron prestarse a cubrirlas y a ganar dinero con ello: así se establecieron nuevos bancos, atraídos por el sonido de la calderilla; se abrieron panaderías, carnicerías y pescaderías; así como tiendas de ropa. Médicos y jueces abrieron flamantes nuevos despachos. Todos estos negocios, claro, necesitaban más trabajadores, así que aún más gente se trasladó a las ciudades. El sector servicios creció exponencialmente: en Londres, por ejemplo, los 16 400 empleados que trabajaban en la ciudad en 1850 se multiplicaron por cinco en 1890.

La llegada masiva de personas, negocios y dinero transformó las ciudades. Se convirtieron en centros de actividad económica y cultural como nunca antes habían sido. Si en las décadas anteriores a la Belle Époque se habían reformado las ciudades, se habían tirado las murallas y abierto grandes bulevares, fue durante estos años cuando se transformaron como nunca. Los nuevos progresos tecnológicos se instalaron en sus calles antes que en el resto de sus respectivos países. La oscuridad de la noche dejó paso a la brillante luz eléctrica de las farolas, el telégrafo las conectó al resto del mundo. Victor Hugo veía en las chimeneas de París el progreso ascendiendo al cielo.

Pero el humo del progreso tenía un lado oscuro. Las ciudades no estaban preparadas para la avalancha humana que se les vino encima en esta época: los planes de ampliación se quedaron siempre cortos. A los recién llegados no les quedó otra que dirigirse a los suburbios que rodeaban el centro de las ciudades e instalarse en casas construidas lo más rápido posible, sin reunir las condiciones mínimas de seguridad e higiene. Pero seguía llegando gente para la que seguían escaseando las viviendas, así que cada vez más personas tuvieron que apiñarse en espacios muy reducidos. Familias enteras convivían con otras familias en pequeñas habitaciones Y, debido a que los centros de las ciudades se habían convertido en lugares muy codiciados por los negocios y la gente de dinero, los precios de los alquileres en esta zona alcanzaron niveles astronómicos y las personas humildes tuvieron que dejar sus casas para trasladarse a las afueras. Se calcula que el cincuenta por ciento de la población del Londres de finales de siglo XX vivía hacinada, y esta cifra era aún más grande en París, que en lugar de crecer a lo largo había crecido a lo alto. Por si esto fuera poco, los barrios de los suburbios no avanzaban al mismo ritmo que los del centro de las zonas urbanas: la luz eléctrica que iluminaba las calles principales era un lujo desconocido en estos barrios bajos, y lo único que brillaba en la zona, pero por su ausencia, era la limpieza. Un testigo de la época cuenta que moverse por los barrios bajos de Berlín era retroceder un siglo. El periodista Jack London se refería al East End londinense como una zona perdida de una colonia inglesa, y el filántropo Charles Booth llamaba a estas zonas «la Inglaterra más oscura».

Los habitantes de estos lugares de miseria se partían el espinazo trabajando en las fábricas que, paradójicamente, estaban haciendo rico al mundo occidental. Hombres, mujeres y niños vivían jornadas maratonianas de trabajo ganando el dinero suficiente para sobrevivir hasta el día siguiente.

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Los niños de Ivry-sur-Seine, un suburbio parisino, eran ajenos al progreso de la ciudad.

Una demacrada mujer de los barrios bajos de Londres contó al clérigo Andrew Mearns, interesado en la situación de los parias de la tierra, que cosía pantalones durante diecisiete horas diarias para ganar un chelín. Pero esta no era la peor situación en la que podía caer una mujer: para muchas, la única forma de sobrevivir era ejerciendo la prostitución. En los suburbios de las flamantes ciudades europeas se juntaban miles de prostitutas, obligadas por las circunstancias a hacer la calle, lloviera o nevara. Lo común entre los privilegiados de la época era considerar a las prostitutas como el arquetipo de mujer criminal. Otros, sin embargo, acertaron en su diagnóstico de que lo que llevaba a tantas mujeres a vender su cuerpo era la miseria. Una mujer, en una carta al periódico The Times dio con la metáfora perfecta. Las mujeres que ejercían la prostitución perdían la virtud como se pierde un reloj cuando el reloj te lo roba un ladrón en plena calle. La sociedad agarraba a estas mujeres por el cuello y les amenazaba: «¡Tu cuerpo o la vida!». Cuanta más miseria se diera en un lugar, más prostitutas había. En San Petersburgo, había en 1890 tantas prostitutas como en Viena y París, pero para muchos menos habitantes; se calcula que había una prostituta por cada diez hombres adultos.

Si estas personas apenas tenían para comer, desde luego no podían permitirse comprar ropa limpia. La escritora de Tales of mean streets cuenta que este era un lujo desconocido en el East End londinense. La pobreza, el hacinamiento y las malas condiciones de las infraviviendas formaban un cóctel explosivo que atraía a ese tradicional enemigo de la humanidad: la enfermedad. Las epidemias de cólera, tuberculosis y otras enfermedades infecciosas hacían su agosto con estas personas cansadas, mal alimentadas y peor vestidas. Las cifras de mortalidad en estas zonas eran altísimas, especialmente entre los más débiles, es decir, los niños. Un periódico madrileño, La Época, se quejaba de lo miserable que resultaba la vida en los barrios pobres de la ciudad: se reducía a dar tumbos «por un camino lleno de baches, hoyos y relejes» hasta la tumba.

Esta terrible situación llamó cada vez más la atención de las personas privilegiadas. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, corrieron ríos de tinta cargada de indignación sobre lo que estaba ocurriendo a unos cientos de metros de los pujantes centros de las ciudades. Charles Booth se recorrió Londres entero para cartografiar la pobreza en un mapa. Arnold Toynbee pidió perdón a sus conciudadanos del East End en 1870, dando un vibrante discurso en el que admitió que «en lugar de justicia os hemos ofrecido caridad, en lugar de simpatía os hemos ofrecido consejos irrealizables». A partir de entonces, prometió, él y otros muchos iban a dedicar sus vidas a ayudarles. El francés Octave du Mesnil quiso llamar la atención de las autoridades estudiando en 1890 la mala calidad de las viviendas de los barrios bajos de París, a las que llamaba «viviendas asesinas».

Las autoridades respondieron a las llamadas de atención que llegaban por libros, cartas y artículos periodísticos. Muchos políticos municipales fueron tomando conciencia de lo importante que era mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los habitantes de sus ciudades. Unos, por razones morales y sanitarias; otros, porque temían que de la masa descontenta cobrara forma uno de los más temibles fantasmas de la época: la revolución. De la administración pública y de la iniciativa privada surgieron multitud de sociedades interesadas en construir viviendas de buena calidad y mejorar las ya existentes y, aunque nunca se llegó cubrir la demanda existente, lo cierto es que se construyeron y mejoraron miles de viviendas baratas. En Berlín, por ejemplo, se construyeron más de diez mil viviendas públicas durante la Belle Époque. Se multiplicaron las sociedades caritativas que repartían ropa limpia y comida caliente, acogían a los niños en guarderías los sábados o ponían sus bibliotecas a disposición de todos los ciudadanos.

En la mayor parte de las ciudades grandes y medianas de Europa se mejoraron los servicios públicos entre 1870 y 1900. Se pavimentaron las calles e instalaron tuberías para asegurar el suministro de agua limpia. El prefecto Eugène Poubelle, en París, decidió en 1884 que ya era hora de acabar con la acumulación de basura en las viviendas, y logró aprobar una medida por la cual los propietarios de las mismas estaban obligados a poner cubos de basura para sus inquilinos. A los propietarios la obligación les supo a cuerno quemado y el diario Le Figaro empezó a llamar a estos cubos con el apellido del prefecto. Desde entonces, poubelle es una de las formas con las que los franceses se refieren a los cubos de basura. Pero el prefecto pudo ver con orgullo cómo gracias a esta y a otras medidas sanitarias el cólera no visitó más su bella ciudad después de 1892. Los ciudadanos vieneses también tuvieron mucho que agradecer a un político, Karl Lueger, que desde su posición de alcalde mejoró el suministro de agua de la ciudad y municipalizó el gas y la electricidad. Su imagen quedaría empañada posteriormente, cuando se posicionó como antisemita.

Las cifras de mortalidad retrocedieron en las principales ciudades europeas hacia 1900 y continuaron disminuyendo hacia 1910. En las ciudades de Europa occidental, a la altura de 1910, la tasa de mortalidad estaba entre el once y el dieciséis por mil; sólo Madrid seguía instalada en un veintitrés por mil. Historia diferente era la de las ciudades rusas: en San Petersburgo y Moscú, la tasa seguía en un apabullante veintiocho por mil. Pero, a nivel general, la situación había mejorado.

Desde luego, seguía habiendo pobreza y miseria en los barrios bajos. De ello dieron cuenta muchas de las personas que siguieron luchando por mejorar la situación de los menos privilegiados. Pero poco a poco, las reformas higiénicas mejoraron el ambiente en el que vivían las personas más pobres, y las medidas políticas que se tomaron en esta etapa redujeron el número de pobres de necesidad. Todo ello tomó forma en los albores de la Belle Époque, justo en el momento en el que precisamente más personas decidieron dar a conocer las vergüenzas del progreso y cuando más fuerza estaban teniendo sus críticas.

Además, fue en estos años en los que las fronteras de la ciudad se desdibujaron para las clases trabajadoras. Durante décadas, las personas habían buscado vivienda lo más cerca posible de su trabajo porque, normalmente, no quedaba otra que ir andando hasta allí cada día: el carro tirado por caballos era un auténtico lujo que sólo se podían permitir unos pocos. Cuando el puesto de trabajo estaba a una distancia no manejable a pie, la única solución era mudarse a una zona más cercana. La gente hacía su vida en el barrio: se compraba lo que necesitaba en las tiendas locales y, en las escasas ocasiones de ocio, se visitaba la taberna de la esquina.

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Los autobuses londinenses de dos pisos eran una estampa típica en la ciudad ya en la Belle Époque.

Esta situación, como tantas otras, cambió drásticamente en esta época. Donde había una necesidad, el mercado, ojo avizor, acudía presto a cubrirla. En 1829, George Shillibeer puso un servicio de omnibuses (largos carros tirados por caballos) que iban de Paddington al centro. La brillante idea de Shillibeer fracasó, pero es que este era un negocio que necesitaba mucha demanda para triunfar. Y pronto la tuvo, gracias al desbordante crecimiento de la ciudad. Desde la segunda mitad del siglo XIX surgieron muchas líneas de autobuses en la ciudad, primero tirados por caballos y, según se acercaba el fin de siglo, motorizados.

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El metro de Londres fue el primero de la historia. Nada conecta más a los londinenses de la Belle Époque con los londinenses del siglo XXI que la nada agradable sensación de viajar en un vagón repleto de gente.

En 1860, se inauguró el metro de Londres. La idea de un ferrocarril subterráneo pareció una locura a muchos, pero el tiempo daría la razón a los que apostaron por esta nueva forma de transporte. En 1890 se electrificaron las líneas y su popularidad, la limpieza y el desahogo que facilitaba en la superficie convencieron a otras ciudades de seguir con la experiencia. Le siguieron Budapest y Glasgow en 1896, Viena en 1898, París en 1900, Berlín en 1902, Atenas y Nueva York en 1904.

Como con muchos otros avances tecnológicos, algunos vieron mucho más que solo progreso material: el periódico parisino Le Radical dio la bienvenida al suburbano como agente del progreso moral. Las celebraciones que se organizaron en París con motivo de su inauguración probaron que la ciudad sentía que entraba auténticamente en la modernidad de la mano del metro. Otros, como también solía ocurrir, se mostraban recelosos. Les parecía que debía ser peligroso pasar tanto tiempo bajo tierra, respirando un aire que, creían, estaría viciado, y sujetos al constante peligro de derrumbe. Para introducir las escaleras mecánicas en la línea Picadilly, el metro de Londres tuvo que contratar a un hombre con una pata de palo que se pasara el día subiendo y bajando para mostrar a la gente que no había ningún peligro. El artista Robida, que también temía los efectos que podría tener la introducción de la electricidad en la vida cotidiana, lo bautizó como Necropolitan, ya que le resultaba lo más parecido a estar enterrado en vida, y el Petit Parisien afirmó con rotundidad que este nuevo medio de transporte era claramente un peligro público.

Por ello, cuando un accidente en 1903 mató a ochenta y cuatro pasajeros, muchos creyeron ver sus sospechas confirmadas. El periódico católico La Croix fue más allá y proclamó que el terrible incendio había sido un castigo divino a la arrogancia que los parisinos habían mostrado al construir el metro. Curiosamente, esta sería la misma explicación que se aplicaría años después al hundimiento del Titanic.

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A muchos parisinos les preocupaba que el metro acabara dañando su ciudad. Albert Robida, dibujante, era uno de ellos.

Accidentes y tecnofobias aparte, el metro y el resto de tipos de transporte que se desarrollaron durante la Belle Époque representaban un gran avance en la vida cotidiana para la mayor parte de los ciudadanos. Los buses, tranvías, y metros se multiplicaron durante este tiempo: primero tirados por caballos, luego electrificados y finalmente a motor. Los taxis se convirtieron en una figura común de la mayoría de las ciudades europeas para 1914. Los caballos, antes omnipresentes, lo fueron cada vez menos. Gracias al transporte público, las personas que vivían en los suburbios o en barrios residenciales tenían el centro de la ciudad a unos minutos por el poco dinero que solía costar un billete.

Desde luego, a nadie le gustaban los atascos (el tráfico llegó a ser tan denso que los hacía comunes), viajar apretujado entre otras muchas personas (ciertas líneas se llamaban, humorísticamente, «latas de sardinas»), ni pasar horas cogiendo trenes y buses para llegar al trabajo (en París lo conocían como «la existencia en zigzag», todo el día de un lado a otro). Pero seguía siendo mucho mejor que caminar durante horas o mudarse de casa para poder llegar al trabajo en un tiempo razonable. Con el transporte moderno, las posibilidades de encontrar empleo se ampliaban a toda la ciudad. Y no sólo empleo; ahora era fácil ir al centro en el tiempo de ocio, tomar algo, ir al teatro o simplemente pasear entre los nuevos edificios, los escaparates de las tiendas y las calles iluminadas por la noche.

El transporte motorizado tenía también otras ventajas. Ahora, los camiones de bomberos y las ambulancias podían llegar mucho más rápido a sus vitales destinos. Eso sí, costó lo suyo que algunas personas dejaran de creer que las ambulancias eran carros de la muerte que facilitaban el contagio de las enfermedades recorriendo la ciudad. Al final, los habitantes de las ciudades se acostumbraron a ellas, así como a los camiones de bomberos; igual que también se acostumbraron al tráfico denso y caótico que provocaba la mezcla de transportes de tracción, eléctricos y motorizados, y al ruido que todo ello generaba.

Esta revolución del transporte se acabó viendo como algo natural en el modo de vida urbano, un modo de vida que poco tenía que ver con el que predominaba en las ciudades de hacía un siglo. En primer lugar, el ritmo estaba marcado por los turnos de trabajo, los horarios de los trenes que entraban y salían de la ciudad y los que circulaban por dentro de la misma. Ya no se dependía de la naturaleza: la luz eléctrica permitía que la actividad empezara antes del amanecer y continuara por la noche. La gente empezó a comer tres veces al día, una antes de ir a trabajar, otra en un descanso del trabajo y una última al acabar la jornada, ya en casa. A veces, como no daba tiempo a volver a casa para comer esa vez en medio del día, se compraba lo que se podía en uno de los puestos de comida que empezaron a surgir en las ciudades, y así nació la comida rápida. Por otra parte, uno de los aspectos de la vida urbana que más sorprendió a los campesinos que se mudaron a las ciudades fue el anonimato. En los pueblos, todos conocían a todos y, fueras a donde fueras, tenías varios pares de ojos vigilando tus movimientos. En la ciudad había tanta gente que era imposible no sentir cierta sensación de libertad. Pero eso tenía su lado malo; a veces, todo el mundo necesita refugiarse con gente conocida, sobre todo si está atravesando una mala etapa. En la ciudad era fácil sentirse más solo, desarraigado, cuando las cosas no iban como uno quería.

Lo que más preocupaba a los intelectuales eran las peligrosas consecuencias que podía tener en la salud este nuevo modo de vida. Psicólogos y sociólogos creyeron que el estrés de las ciudades podía derivar en peligrosas neurosis. Otros, como James Cantlie, temían que el aire viciado de las zonas urbanas dañara los pulmones y propagara más fácilmente las enfermedades. Y por supuesto estaba el miedo a que tantos cuerpos juntos provocaran un comportamiento sexual incontrolado, que compartían pensadores como Harry Campbell y Charles Richter.

Desde luego, el principal problema de las ciudades, y de toda la sociedad en general, aunque su acumulación en las zonas urbanas lo hacía más palpable, era que la mayoría de las personas eran pobres. Sin embargo, su forma de vida mejoró durante la Belle Époque, los europeos de estas décadas vivían más y mejor que sus antepasados, y podían considerarse unos privilegiados dentro del mundo de la época. Uno de los signos de que las clases trabajadoras estaban pasando de la miseria a la precariedad era que el comercio de pelo, uno de los recursos de los pobres para sobrevivir en casos extremos, declinó en estos años. Otro es que fue entonces cuando se abrió ante los ciudadanos un nuevo mundo de posibilidades: la sociedad de consumo.

§. Locos por las compras
La mañana que se inauguraron las galerías Dufayel, la rue Clignancourt fue testigo de una gran animación. Era el año 1895, y los parisinos ya habían visto nacer los primeros centros comerciales; Au Bon Marché llevaba funcionando —y creciendo— desde mediados de siglo. Pero las galerías Dufayel eran diferentes. Su fundador tenía muy claro que el mundo estaba cambiando, ofreciendo nuevas oportunidades que se podían aprovechar económicamente. George Dufayel no nació en una familia acomodada, como muchos otros emprendedores. Sus orígenes eran humildes; nunca los olvidó. Tampoco perdió la pista de cómo la clase trabajadora estaba empezando a mejorar su situación, y aunque se podía ganar mucho dinero vendiendo artículos de consumo a las clases altas y medias, se podría ganar aún más centrándose en las bajas: no en vano eran el sector más numeroso de la población.

Dufayel compró un edificio en el barrio obrero de Goutte D’Or y se puso manos a la obra. Cuando acabó, las galerías Dufayel eran un palacio para el pueblo. No es una exageración: el local parecía un verdadero palacio, con una torre central y enormes ventanas en la fachada, y por dentro estaba decorado con doscientas estatuas, iluminado por grandes lámparas colgadas de un techo altísimo, y en cuyas paredes de estuco lucían incontables cuadros. En el centro, una enorme y elegante escalera conducía al visitante a donde éste quisiera ir: al cine de mil quinientas butacas situado en la planta baja o a los pasillos llenos de todo lo que uno pudiera querer comprar, de vasos a juguetes, pasando por bicicletas.

El día de la inauguración, entre compra y compra, se ofrecía a los clientes de las galerías un souvenir muy especial. El señor Dufayel había traído a su negocio una máquina de rayos X, y aquellos que quisieran podían llevarse una radiografía de la mano o del pie. Una muestra de que las galerías eran, como este prodigio técnico, la cumbre de la modernidad. Aquellos que recelaran de los peligros de los rayos X, por una vez, con razón, podían subir al último piso.

Dufayel revolucionó el negocio del consumo. Con su enfoque centrado en las clases trabajadoras, introdujo las rebajas, la posibilidad de devolver lo comprado si uno no estaba satisfecho y la venta a plazos. En las galerías, el cliente pagaba un veinte por ciento del precio del artículo e iba pagando el resto semana a semana. Ni siquiera tenía que volver a pasarse por el local: las galerías tenían contratados a trescientos hombres que iban recogiendo el dinero casa por casa. El mismísimo Víctor Hugo trabajó durante un tiempo como recaudador de dinero.

La estrategia de Dufayel iba más allá de facilitar la compra a aquellos a los que no les sobraba el dinero. Uno de sus principales objetivos era enganchar a las clases menos acaudaladas al consumo, dándoles la posibilidad de participar en esa ostentación de riqueza y éxito que tanto había calado entre los privilegiados. Así que inundó sus tiendas de artículos baratos fabricados en masa que imitaban el lujo de productos exclusivos. Ropa prefabricada con telas baratas que se asemejaban a la seda, pieles de conejo que daban el pego de ser algo más, platos de estaño galvanizado que imitaban el brillo de la plata o libros baratos revestidos con ricas cubiertas, al menos en apariencia.

Diez años después de su inauguración, las galerías habían servido a tres millones y medio de clientes, tenían sedes en todas las ciudades importantes del país y daban empleo a tres mil ochocientas personas sólo en París. La luz que se había instalado en la punta de la cúpula del edificio, casi igual de potente que la de la torre Eiffel, era una de sus mejores estrategias publicitarias. Visible desde diecinueve kilómetros, indicaba claramente la situación de un lugar que los visitantes de la ciudad no se podían perder.

La idea de Dufayel triunfó, y pronto otros negocios imitaron su estrategia. Al principio parecía una locura, sobre todo para aquellos que no estaban tomándole adecuadamente el pulso al siglo. La aparición de galerías comerciales para las clases altas y medias ya había representado una gran innovación, y a la altura de 1890 eran una opción de negocio sólida. Habían surgido a lo largo del siglo XIX, dirigiendo su estrategia de ventas hacia las mujeres de buena posición social. Se presentaban como un lugar en el que las compras eran también una forma de ocio: eran lugares amplios y limpios, donde se podía pasear tranquilamente ojeando las estanterías, parar para tomar un café y, dependiendo del lugar, utilizar la biblioteca. Además, el ocio que ofrecían estas galerías era un ocio respetable, lo cual era muy importante en la sociedad del momento. Las mujeres podían acudir a comprar solas a estos lugares, pasarse horas husmeando entre los distintos artículos o «empolvarse la nariz» en los aseos cuando la ocasión lo requería. Esto último era un eufemismo; no habría sido propio de señoritas mencionar lo que realmente tenía lugar en los aseos.

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Las galerías Dufayel eran puro lujo para aquellos acostumbrados a estrecheces. En la imagen, la escalera central del edificio.

El Au Bon Marché en París, Harrods en Londres, Muir & Mirrilees en Moscú, Holzer & Fischer en Budapest, Tietz en Alemania… todas estas grandes superficies se convirtieron en el lugar ideal para pasar el rato y demostrar que se tenía la posición social y el dinero para comprar cosas lujosas y bonitas.

Hubo un sociólogo estadounidense de origen noruego, Thorstein Veblen, que se dio cuenta de la importancia de este fenómeno y se atrevió a llamar al siglo XIX «la edad del consumo conspicuo». Los privilegiados siempre habían buscado hacer ostentación de su riqueza y poder; Veblen vio que el siglo XIX les había dado ofrecido la oportunidad de hacerlo a través del consumo. La clase ociosa, como Veblen la llamaba, compraba sin parar cosas que valían mucho menos de lo que pagaba por ellas sólo por mostrar al resto que podía hacerlo. Los nuevos centros comerciales eran uno de los lugares en los que pasear el dinero que abultaba los bolsillos burgueses. Para el sociólogo, este consumo desbordado era una pérdida de tiempo y dinero; ambos se podían haber invertido en proyectos más productivos.

Este consumo conspicuo, sin embargo, bien sirvió a los intereses de algunas personas. Por ejemplo, la estrategia publicitaria del champán se centró en convertir a este producto en un elemento de distinción. Antes de la Belle Époque, este vino espumoso de la región francesa de Champagne no era demasiado apreciado. Con el nuevo pulso del fin de siglo, sus productores empezaron a vender el champán como el complemento perfecto de las ocasiones especiales, algo que no todos se podían permitir y que, por tanto, demostraba riqueza y exclusividad. La estrategia tuvo éxito y el champán pasó a ser parte imprescindible de las tradiciones burguesas, como los banquetes nupciales o el bautizo de barcos y aviones.

Ir de tiendas se convirtió en un pasatiempo habitual para los burgueses, y poco a poco fue extendiéndose hacia abajo. Surgieron grandes superficies como Maples, en el Londres de 1896, que presumía de vender muebles desde a las clases medias modestas al zar de Rusia. Lipton tenía, alrededor de 1890, setenta tiendas en Londres, menos aristocráticas que las de Regent y Bond Street, enfocadas hacia un público más selecto.

Con las nuevas técnicas de venta se desarrolló la publicidad. El público, para el que todo esto era nuevo, se sorprendía fácilmente, e incluso se mostraba agradecido con las estrategias publicitarias. Una muestra: cuando se empezaron a poner carteles publicitarios en los trenes de Lyon, algunos pasajeros preguntaron si había que pagar suplemento para viajar en los vagones decorados con esta nueva distracción. Algunos veían en los carteles una forma de pasar el rato durante el viaje; otros, una manera de que los niños practicaran la lectura, lo que en la competitiva sociedad de la Belle Époque significaba adelantar en pragmatismo a los británicos.

Más allá de estas anécdotas, ¿qué significó la extensión de la sociedad de consumo para las clases trabajadoras?

Aparte de integrarles en una forma de vida que les habría resultado ajena pocos años antes, tuvo consecuencias muy importantes para el día a día.

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Los catálogos publicitarios empezaron a llegar a los hogares. Ahora, si una quería elegir un corsé, no tenía ni que acercarse al Au Bon Marché.

No es lo mismo tener que salir varias veces al día a comprar comida a varios comercios distintos, a veces lejanos entre ellos, que ir a una gran superficie que tiene de todo, o a una tienda moderna cercana a casa en la que se puede conseguir lo que uno necesita no ya para un día, sino para varios. No es lo mismo regatear el precio con el tendero, a veces mucho más alto de lo que uno podía pagar, que pasear libremente por las estanterías ojeando las etiquetas con los precios del kilo de garbanzos y el litro de aceite. Además, la competencia entre las tiendas, cada vez más numerosas, abarataba los precios de la comida, incluso en las tabernas tradicionales. El inglés Arthur Hayward se maravillaba de que uno pudiera comer por tres o cuatro chelines mejor de lo que lo habría hecho en el primer cuarto de siglo, cuando uno se habría gastado cinco veces más.

La venta de prendas baratas puso la ropa al alcance de personas que antes no cambiaban de camisa más que cuando se rompía y el transporte, cada vez más rápido y barato, llevó estos productos fuera de las ciudades. Los campesinos, que siempre habían llevado zuecos, y cuya forma de caminar había quedado marcada por este pesado calzado de madera pudieron ahora hacerse con los mismos zapatos que las personas de la ciudad. Cuando cogían un tren y visitaban la urbe ya no se notaba su origen por su mera apariencia, como ocurría antes.

Los campesinos camuflados como urbanitas y los pobres vistiendo a la manera de los ricos hicieron que algunos se llevaran las manos a la cabeza. Como no podía ser de otra manera, se lo tomaron como un claro síntoma de la decadencia de la sociedad. El consumo había llegado para imponer la homogeneidad social, una verdadera pesadilla para aquellos que querían distinguirse de la masa por encima de todo. Al historiador George d’Avenel, sin embargo, le fascinó la extensión del consumo a las clases bajas, y consideraba que había sido ventajoso para ellas. Frente a las acusaciones de que era un vicio banal, D’Avenel contestó: «No nos quejemos demasiado. Antes no había nada banal, sólo miseria».

Para los que podían comer y vestir mejor, e incluso permitirse algún lujo como unos platos de estaño galvanizado, muy probablemente era preferible la banalidad a la pobreza.

Capítulo 3
Del cancán a la cama

Contenido:
§. Matando el tiempo
§. El sexo, un tabú salvaje
§. Los juicios de la infamia

Una a una, cuatrocientas personas desfilaron por la sala para acercarse a las imponentes máquinas que ocupaban el centro de la estancia. No eran demasiado grandes; llegaban a la cintura de un hombre de altura media. Pero todos los presentes sabían que estaban a punto de conocer uno de los más impresionantes prodigios de la tecnología. Uno a uno, todos acercaron su ojo al visor situado en la tapa superior de la caja de madera que tenían delante. Alguno no pudo evitar un suspiro de admiración cuando llegó su turno: dentro de la caja se veía a tres herreros trabajando en una forja. Tres herreros reales, de carne y hueso —aunque, eso sí, en blanco y negro— sujetaban una pieza de metal y le daban martillazos. De repente, uno de ellos sacaba una botella de cerveza, le daba un trago y se la pasaba a sus dos compañeros. Y vuelta al trabajo de nuevo.

Era el 8 de mayo de 1893, y los excelsos miembros del departamento de física del Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn se habían convertido en el primer público de la primera película de la historia. El aparato que la reprodujo ante sus ojos era un kinetoscopio, patentando por el polifacético y prolífico inventor Thomas Edison. Este quería construir un aparato que consiguiera «hacer para los ojos aquello que el fonógrafo hace para los oídos».

§. Matando el tiempo
Hoy en día, la secuencia de treinta segundos en la que trabajaban los tres herreros nos parece poca cosa, pero en su momento era la cumbre de los avances técnicos del siglo; los titubeantes primeros pasos del cine. Un arte que pronto demostró su potencial como negocio. El primer local en el que se exhibieron kinetoscopios se abrió en Nueva York. Todo estaba planeado para sacar el máximo beneficio: se iba a colocar a una mujer atractiva en la cabina de venta de entradas para atraer al público masculino. Tenían pensando abrir a día siguiente, cuando vieron una larga fila de curiosos enfrente del local. Los socios pensaron: «Bueno, hagamos que nos paguen la cena», y abrieron ese día, antes de lo previsto. Al final se les pasó la hora de la cena, porque estuvieron funcionando hasta la una de la madrugada, pero la caja les compensó con creces: habían conseguido ciento veinte dólares, cuando cada entrada valía veinticinco centavos.

Las salas de kinetoscopio fueron un rotundo éxito. Hombres, mujeres y niños hacían cola para ver las pequeñas películas en las que aparecía un hombre estornudando, una bailarina agitando su falda, o el culturista Eugen Sandow presumiendo de músculos. El siguiente paso, como bien sabían los que estaban trabajando en el sector, era redondear el negocio consiguiendo que las proyecciones no tuvieran que verse en solitario.

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Herreros trabajando: una grabación simple que cambió el mundo.

Ese siguiente paso lo dieron los hermanos Lumière. El 28 de diciembre de 1895 proyectaron varias de sus películas con el cinematógrafo que habían inventado. Ya lo habían probado antes, pero esta vez, en el Grand Café de París, cobraron entrada. La gente la pagó encantada. Un mes después, lanzaron esa famosa película de apenas unos segundos en la que se veía un tren en movimiento. Causó una verdadera impresión. Cada vez que se proyectaba, los periodistas contaban en sus publicaciones que los espectadores se quedaban verdaderamente alucinados al ver pasar el tren ante sus ojos. Uno de ellos comentó: «Anoche, dos señoras de un palco comenzaron a gritar y se desmayaron». El público, desde luego, estaba entregado. En 1896 se proyectó en el Alhambra londinense la grabación del momento en el que Persimmon, el caballo del príncipe de Gales, ganaba el Derby de ese año. La audiencia, enfervorecida, pidió que se repitiera la proyección una y otra vez. Como una muestra de que nuestros antepasados también adoraban los vídeos de gatos, la película de los felinos boxeadores del profesor Welton tuvo mucho éxito.

La atracción por el nuevo invento, sin embargo, se fue desinflando. El propio Louis Lumière llegó a pensar en un momento de bajón que el cine no tenía ningún futuro. Pero lo que estaba ocurriendo es que, una vez la gente se acostumbraba a la impresión de ver imágenes en movimiento tal y como ocurrían ante sus ojos —en blanco y negro, eso sí—, se aburrían con las grabaciones cortas y simples. El estornudo de Otto podía tener gracia la primera vez, pero eso era todo.

Las películas con argumento vinieron a rescatar el mundo del cine. Entre los espectadores de las primeras películas de los Lumière estaba un mago, Georges Méliès, que conocía muy bien el mundo del espectáculo. Méliès fue el primero en contar historias con el nuevo invento y no sólo eso: su experta mano de mago sabía qué trucos engañaban al ojo de la audiencia, así que en sus películas introdujo los primeros efectos especiales. De la Tierra a la Luna fue una de ellas: sus espectadores pudieron vivir en 1902 uno de los sueños más alocados de la humanidad, viendo cómo un grupo de aventureros viajaba a nuestro satélite al más puro estilo de Julio Verne. Otros primeros directores de cine se aventuraron a mover la cámara mientras grababan y editar diferentes grabaciones juntas para contar historias: eran G. A. Smith y James Williamson. Y aunque muchos decían que el público no aguantaría en las salas más de media hora, pronto aparecieron los largometrajes, que fueron un rotundo éxito.

Ya no cabía duda de que el cine iba a convertirse en un negocio exitoso de la industria del ocio. En principio, era un espectáculo itinerante: el proyector se colocaba en una sala de música o en un teatro. Pero pronto empezaron a construirse salas específicamente hechas para el cine, que se multiplicaron con una rapidez pasmosa. En la populosa ciudad de Londres se contaba con quinientas salas en 1911, y en el Manchester obrero ya había once a esas alturas. Países menos industrializados, como Hungría, vieron cómo surgían estas nuevas salas y a la altura de 1912 ya había doscientas setenta. En el Manhattan de 1910, novecientas mil personas pasaban a la semana por las cuatrocientas salas de cine. El cine Dewey batió récords vendiendo catorce mil entradas en el día de acción de gracias de 1908. El alemán Hermann Lemke aprovechó un cálido día de junio para pasear por Berlín y contar los cines que había en la ciudad en 1909. Cuando llegó a doscientos, tiró la toalla; estaba ya demasiado cansado. Era tanta la demanda que, en 1911, se inauguraron en París los cines Gaumont, con tres mil cuatrocientas butacas.

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El cine Gaumont era un verdadero palacio para el pueblo.

Al principio, los precios de las entradas eran demasiado altos para las clases trabajadoras, pero pronto se abarataron. Además aparecieron distintos tipos de entrada; por ejemplo, se vendían unas que no daban derecho a butaca y obligaban a ver la proyección de pie, pero eran mucho más baratas. Las películas eran mudas y, frecuentemente, estaban acompañadas por la música de un piano que a ritmo de ragtime parecía conducir los histriónicos movimientos de los actores. Como para proyectar la película hacía falta estar dando vueltas a la manivela continuamente, cada proyección tenía un ritmo distinto. Las últimas sesiones eran famosas por ser las más rápidas: los encargados del espectáculo querían terminar pronto e irse a casa.

Muchos reflexionaron sobre el poder que iba a tener el cine y, como ocurría con cada invento de la época, les producía fascinación y terror a partes iguales. El psicólogo Hugo Münsterberg vio todas las posibilidades educativas que ofrecía esta nueva forma de entretenimiento: si la gente prefería las imágenes a la palabra escrita, se podía aprovechar esto para difundir información y conocimiento, convirtiendo al cine en un suplemento de la escuela y los periódicos. Robert Donald, sin embargo, opinaba que las imágenes en movimiento acabarían haciendo que la gente se volviera perezosa para leer, lo que afectaría profundamente a su profesión, el periodismo. Por su parte, Louis Harmgard creía que las masas iban a utilizar el cine como una forma de evadirse de sus miserias, que las salas de proyección se convertirían en el nuevo pan y circo que embruteciera a la población. Para otros, el peligro era moral. El pecado acechaba en aquellas oscuras salas de cine, en cuyas butacas se sentaban tanto hombres como mujeres. Los temas les resultaban bastante preocupantes: nada bueno podría salir de que la gente acudiera a ver «asesinatos a sangre fría, duelos, asaltos a trenes y robos».

Estos moralistas no se preocupaban en vano: la salvación de las almas estaba más amenazada que nunca. A finales de siglo y durante la Belle Époque, la gente había ido aumentando su poder adquisitivo; poco a poco, las clases trabajadoras tenían más dinero en los bolsillos después de haber pagado el alquiler, la comida y la ropa. Disponían de algo de tiempo libre, que además estaba estandarizado en el caso de los trabajadores urbanos. Antes de la industrialización, los ritmos eran más laxos: se hacían descansos en medio de la jornada, a veces para ir a ver algo que estuviera ocurriendo en la calle. Ahora, en los centros industriales, el tiempo libre se desplazó al rato de después de la jornada de trabajo y a un día a la semana, generalmente el domingo.

Más dinero y más tiempo para disfrutarlo. Algunos emprendedores lo vieron claro. El ocio de pago tenía que extenderse de las clases privilegiadas hacia abajo, hasta englobar a la mayor cantidad de gente posible; cuantas más personas consumieran ocio, más beneficios obtendrían sus empresas. El popular cine nació en el momento perfecto para convertirse rápidamente en un espectáculo de masas, y surgieron por doquier otro tipo de espectáculos adaptados a carteras poco rellenas. El teatro Britannia, en el poco glamuroso East End londinense, ofrecía entradas a precios bajos que atraían a los vecinos del barrio. A. S. Jasper era un niño en el Londres de 1900, y más tarde recordó cómo su hermana les llevaba a su madre y a él al Britannia cuando sobraba algo de lo que ganaba en la fábrica. Si había suerte, su madre compraba una bolsa de cacahuetes de medio penique que comían lentamente, disfrutando cada uno de los frutos secos mientras veían Sweeney Todd. Mientras, el teatro reservado a aquellos más acaudalados se modernizó: los nuevos avances técnicos trajeron consigo efectos especiales que resultaban espectaculares para el público de la época. La electricidad iluminaba el escenario como si fuera la potente luz del sol, o como la tímida luz de la luna. Si la historia requería un ambiente fantasmagórico, se podían convocar densos jirones de niebla con una simple máquina de vapor.

Como con el teatro, las formas de diversión ya conocidas convivían con las nuevas. La gente acudía a las ejecuciones como si fueran un espectáculo tan fascinante como el cine o el teatro con efectos especiales. Los bares y tabernas tradicionales, en los que, para preocupación de muchos, ahogaban sus penas los trabajadores, compartían el espacio con salas de conciertos. En los pueblos, la gente bailaba las danzas tradicionales de su región en fiestas y festivales mientras que en las ciudades las nuevas salas se llenaban de personas practicando los bailes más modernos. Otra ocasión, por cierto, en la que los más conservadores veían la sombra acechante del pecado. Mary Wood Allen, en su libro de 1899 Lo que una mujer joven debe saber, advertía sobre los peligros de esta forma de ocio:

Bailar es muy divertido, y si se practica en las circunstancias adecuadas, muy agradable. En sí no plantea ningún peligro, pero sí lo que le rodea: las horas tardías, la ropa inapropiada, las cenas pesadas en mitad de la noche, la actitud promiscua y la extraña familiaridad del baile en pareja es lo que hace al baile cuestionable. Sólo si el baile se puede hacer al aire libre, durante el día, con amigas íntimas, sin bailes de pareja, entonces se puede considerar que es un ejercicio beneficioso.

Para mayor preocupación de personas como ella, durante la Belle Époque se puso de moda un estilo de baile rápido y lascivo, en el que las bailarinas elevaban tanto sus piernas que dejaban poco a la imaginación del espectador. El cancán causó un escándalo parecido al del rocanrol en el siglo XX. Pero el cancán había llegado para quedarse. Las mejores bailarinas de cancán probaban suerte en el Moulin Rouge que, fundado en 1889, se convirtió en uno de los más famosos cabarés parisinos. El secreto de su éxito era que el auditorio se había construido para cambiar fácilmente de escenario: quienes iban a ver un espectáculo al Moulin Rouge se quedaban fascinados. Bailarinas como la Goulue y Jane Avril alcanzaron una fama espectacular que sólo rivalizaba con la cantidad de dinero que ganaban; el pintor bohemio Toulouse Lautrec se obsesionó con capturar en sus cuadros los movimientos de sus piernas bajo las voluminosas faldas.

Las cantantes de las salas de música que se extendieron durante estos años no se quedaban atrás. Las voces de Mary Lloyd, las Gaiety Girls o el comediante Little Tich encandilaron a los espectadores y robaron los corazones de todo el público, sin importar la escala social. Ni siquiera la sangre azul era inmune a sus encantos.

La democratización del ocio y los nuevos avances técnicos estaban creando una nueva figura, antes desconocida: la estrella.

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La famosa bailarina de cancán, la Goulue, subía su pierna a una altura legendaria.

Bailarinas, cantantes o actrices como Sarah Bernhardt alcanzaron fama mundial gracias a que los periódicos llevaron sus fotografías a todos los lugares, criticaron sus actuaciones y buscaron conocer todos los detalles posibles de sus vidas para contárselos a la creciente legión de fans.

Los medios de comunicación de masas, que llevaron la imagen de los mejores artistas del momento de un país a otro, también contribuyeron a que las formas de ocio se fueran pareciendo en todos los lugares. Así, durante la Belle Époque hubo una curiosa mezcla de entretenimientos locales con aquellos que traspasaban todas las fronteras. En Múnich, uno podía escuchar a cantantes del lugar entonando canciones folclóricas mientras bebía, cómo no, un buen vaso de cerveza fría, y luego marcharse al cine a ver una película rodada por los Lumière; en Madrid, las zarzuelas ganaban popularidad, mientras el fútbol se convertía en el espectáculo deportivo por excelencia.

Fuera el espectáculo local o extranjero, tradicional o moderno, el ocio estaba generalmente asociado con lo que lo había estado siempre: el alcohol. En Francia, las autoridades estaban muy preocupadas por el creciente consumo de absenta, una bebida tan fuerte que podía causar alucinaciones. Los bares habían ocupado todos los rincones de las ciudades belgas y, para 1890, había uno para cada treinta y un habitantes. Peor aún: ahora también las mujeres de clase media se atrevían a beber en público, para escándalo del sacerdote de Chicago Frederick Hopkins, que decidió dedicar sermones enteros a advertir de los peligros que representaba esta nueva moda. Las Iglesias católica y protestante estaban convencidas de la necesidad de reducir el consumo de alcohol, y en este empeño coincidían con muchos socialistas y anarquistas europeos, que consideraban que la bebida embrutecía a los trabajadores y les distraía de la lucha obrera, que debía ser su principal ocupación. Sin embargo, trabajadores, mujeres y, en definitiva, la mayoría de las personas, seguían bastante dispuestas a disfrutar de su tiempo libre con una copa en la mano. Algunos, de hecho, iban más allá y se enganchaban al consumo de drogas: los fumaderos de opio proliferaron por toda Europa, conseguir heroína no era difícil (incluso te la podía recetar el médico) y el cannabis circulaba entre las clases altas.

«Si no puedes con el enemigo, únete a él», debieron pensar autoridades, clérigos y líderes políticos. Las fiestas con motivo del aniversario de la Revolución francesa, el día de la Blanca Paloma o el primero de mayo eran una ocasión estupenda para ganarse el favor del pueblo y tratar de inculcarle los valores que tocara. Desfiles, conciertos, carreras de sacos y, por supuesto, bebidas alcohólicas hacían que estas fiestas populares fueran inolvidables: aunque eso dependía de la cantidad de alcohol que se ingiriera, todo sea dicho.

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Beber con amigos: una afición que nunca pasa de moda.

Viajar a la ciudad expresamente para ver las calles iluminadas por las farolas eléctricas, pegar la nariz a los esplendorosos escaparates para ver mejor sus artículos de ensueño o acercarse a las vías más concurridas para admirar los nuevos vehículos a motor se puso de moda. Incluso aquellos que tenían menos dinero podían comprar un billete de tren y disfrutar del espectáculo urbano sin consumir nada. Los que sí tenían los posibles para pagar una entrada podían admirar los adelantos técnicos del mundo moderno en exposiciones que iban y venían.

El Club del Automóvil de Francia tuvo la genial idea de montar una exposición de coches en París en 1898. El entusiasmo fue tal que cerca de ciento cuarenta mil personas se acercaron al jardín de las Tullerías para admirar los brillantes modelos de la nueva proeza del siglo. La exposición se repitió catorce veces hasta 1913, siendo siempre un éxito rotundo.

Y si ver los coches en sus expositores era una experiencia religiosa, asistir a una carrera podía ser comparable al éxtasis. La primera carrera de vehículos «sin caballos», como se denominó entonces, tuvo lugar un soleado día de julio de 1894. La organizaba el Petit Journal, con la condición de que los competidores llevaran vehículos fáciles de conducir y no fueran peligrosos. Veintiún coches participaron en la carrera de ciento veintiséis kilómetros entre París y Ruan; en muchos puntos del recorrido se juntaron grandes aglomeraciones de personas que no querían perderse el espectáculo. El conde de Dión llegó el primero a la meta; su coche completó el recorrido en más de seis horas.

Los primeros coches tenían muchos fallos técnicos: de los sesenta y cinco que participaron en la carrera Londres-Edimburgo de 1900, sólo veintitrés llegaron a la meta. Los problemas y averías de estos primeros vehículos podían tener consecuencias mucho más trágicas. La carrera París-Madrid-París arrancó la mañana del 24 de mayo de 1903 en medio de la expectación de las más de doscientas mil personas que fueron a ver arrancar a los estrepitosos vehículos. Una vez se alejaron en medio de una enorme nube de polvo, los asistentes no supieron más hasta que llegaron noticias de Burdeos. La carrera se había parado allí después de que varios coches se hubieran estrellado, hiriendo a muchos espectadores y matando a tres de ellos. Cinco conductores también perdieron la vida en los seiscientos kilómetros que separan París de Bordeaux; entre ellos el hermano de Louis Renault, Pierre. «La locura de la velocidad ya se ha cobrado demasiadas víctimas, lo que reconocen incluso los amantes del autociclismo», sentenció Le Journal el 25 de mayo. Le Petit Journal también admitió que las carreras en campo abierto no podían volver a repetirse, «sobre todo si se trata de velocidades como las alcanzadas en la carrera». Después del fatídico evento, Francia prohibió las carreras de coches fuera de pistas especialmente establecidas para ello.

La sociedad moderna ofrecía entretenimientos algo menos peligrosos. El interés de los estados por extender la cultura y la educación, y hacer gala de su riqueza, hizo surgir museos en todas las ciudades europeas, como el de Historia Nacional y el de Ciencias de Londres o el Museo Arqueológico y el Etnológico en Madrid. Sin duda, los que más éxito tenían eran los de cera: el Grevin de París era uno de los más visitados. A aquellos que temían que el cine acabara por desterrar la lectura, habría que haberles tranquilizado; los países europeos más avanzados como Gran Bretaña, Francia y Alemania se acercaban a la alfabetización universal y los libros circulaban por todas las manos, ricas y pobres, ya fuera en bibliotecas públicas, en ediciones baratas o como folletín por entregas en la prensa. En 1911, la biblioteca para trabajadores de Leipzig contaba con diecisiete mil miembros. La lectura se estaba extendiendo también entre las féminas. Algunas mujeres de clase baja, por ejemplo, se reunían para juntar las entregas de novelas que habían ido consiguiendo a lo largo de la semana y leerlas en grupo, pero en general, las mujeres desfavorecidas no tenían mucho tiempo para leer entre el trabajo fuera de casa y las tareas domésticas, por lo que eran sobre todo las de clase media y alta las que dedicaban sus ratos libres a los libros. Eso sí, siempre con cuidado, porque la sociedad de la época era plenamente consciente de los «peligros» que conllevaba la lectura en la fantasiosa mente de las mujeres: no sólo podía llevar a descuidar las tareas que les tocaba realizar, lo peor era que también podía estimular fantasías amorosas o, Dios no lo quisiera, sexuales.

A veces, refugiarse en un tranquilo museo o en una biblioteca silenciosa no era suficiente para escapar del bullicio de la ciudad. Paradójicamente, mientras algunos cogían trenes para visitar las maravillas urbanas, dentro de la ciudad muchos soñaban con salir a pasar el día en el campo. La expansión de las ciudades había provocado en la sociedad una nostalgia por las bondades de las zonas rurales, los beneficios de respirar aire puro y hacer ejercicio en contacto con la naturaleza.

Para acercar esta un poco más a los vecinos de las grandes ciudades, durante la Belle Époque se multiplicaron los parques urbanos. Por ejemplo, en Londres se pasó de doce parques en 1850, a doscientos en 1898.

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Leer el periódico en el parque era un entretenimiento adecuado a todos los bolsillos.

Uno de ellos, Hyde Park, era considerado en la época «el lugar más democrático de toda la ciudad. Es sorprendente con cuanta tolerancia y buenos sentimientos se sostienen tan extraordinarias mezclas y contradicciones». Pero naturalmente, la mezcla de clases sociales y, sobre todo, la mezcla de hombres y mujeres, podía dar lugar a situaciones peligrosas para el orden moral que vertebraba la sociedad. Desde luego, era inconcebible que hombres y mujeres se bañaran juntos en el lago de Hampstead Heath en los calurosos días de verano; ante las airadas críticas de los nadadores masculinos, hubo que instaurar un día a la semana en el que sólo utilizaban el lago las mujeres. Las quejas sobre parejas que se excedían en sus arrumacos sobre el césped protagonizaban los escritos a la guardia de los parques. Un hombre contó, exaltado, que nunca, en sus veinticinco años de experiencia en los barrios bajos de Londres, contempló tamañas inmoralidades como en Hyde Park. Una pareja de la misma sensibilidad tuvo que abandonar el parque al ver cometerse actos claramente indecentes. Y luego estaba la cuestión de los indigentes que, ante el pánico general, utilizaban los mismos bancos y se tumbaban, ensuciándolo, en el mismo césped que los ciudadanos aseados y respetables. Las autoridades del parque no movieron un dedo en este aspecto, porque, ¿cómo calcular la cantidad de suciedad que permitía o no la entrada de una persona a un parque público?

Las excursiones fuera de la ciudad planteaban menos problemas. Como poco, había que pagar el billete de tren a las afueras, lo que excluía a los pobres de necesidad. Se popularizaron las excursiones al campo los domingos, accesibles a todos los que pudieran permitírselo. Las clases medias visitaban lugares como los baños de Asnières para disfrutar del aire puro y de las limpias aguas del pueblo. Los niños iban de campamento con asociaciones como los Boy Scouts o con instituciones como la Iglesia. El autor francés Jules Claretie lo vio claro: «La necesidad de viajar nace del deseo de escapar de las preocupaciones cotidianas, pero también es síntoma del nerviosismo que nos está dislocando».

Si uno estaba mejor situado en la escala social, podía escapar de ese «nerviosismo dislocador» yéndose de vacaciones. Fue durante la Belle Époque cuando se empezó a desarrollar el turismo, que pasó de estar fundamentado en razones de salud para centrarse en el consumo. Aparecieron verdaderos hoteles para cubrir la demanda de los turistas, y en las zonas costeras se empezó a ver a estos visitantes como una nueva y vistosa fuente de ingresos.

Como siempre, los nuevos fenómenos traían nuevas quejas. Aquellos que antes disfrutaban del ocio sin colas ni aglomeraciones echaban de menos esa época dorada, y se quejaban de cómo la modernidad había empujado a la gente a llenar cual sardinas los cines, teatros y parques. George D’Avenel contestó de manera contundente: desde luego, cada parisino preferiría tener para sí solo el Bois de Boulogne, un enorme y frondoso parque a las afueras de París, antes que compartirlo con otras quinientas mil personas en sus momentos de ocio. Pero el progreso que había creado esta congestión era el mismo que había hecho accesible esta excursión a muchos que antes no se la podían permitir.

§. El sexo, un tabú salvaje
El caso que el policía Luke Hans tenía entre manos parecía pan comido. La Oficina de Telégrafos de Londres había denunciado un robo y habían pillado a un mensajero de catorce años con unos catorce chelines en los bolsillos, muchísimo más de lo que podía cobrar en una semana de trabajo. Hans estaba seguro de que había atrapado al culpable, así que lo llevó a comisaría para interrogarlo. El muchacho, nervioso, acabó confesando la verdad. Y la verdad era bien distinta a lo que esperaban sus interrogadores.

Los catorce chelines no eran de la Oficina de Telégrafos. El chico los había ganado prostituyéndose en un burdel clandestino en el 19 de Cleveland Street. No era el único: en su confesión desveló los nombres de otros dos jóvenes mensajeros que también trabajaban en el local.

La investigación que Scotland Yard puso en marcha reveló que los clientes del prostíbulo masculino eran parte de la flor y nata de la sociedad londinense. Incluso parecía que un miembro de la realeza, el príncipe Alberto de Gales, era cliente del burdel. Para evitar el escándalo que supondría reconocer la homosexualidad de los aristócratas implicados, sólo se llevó a juicio a unos pocos responsables que, después de ser sentenciados a condenas muy ligeras, huyeron del país. El primer ministro británico recomendó a la policía que no pidiera la extradición de los fugitivos y que, si estos se atrevían a regresar a Gran Bretaña, les dejaran en paz. No se podía permitir que el caso se convirtiera en un escándalo público.

La homosexualidad no era el único asunto escabroso sobre el que las sociedades de la Belle Époque tejían un tupido velo de silencio. Todo lo relativo al sexo estaba desterrado de la esfera pública. El joven Stephan Zweig descubrió muy pronto que la sociedad vienesa volvía la espalda a la realidad en lo que a sexo se refería. Entre que llegaban a la pubertad y se casaban, los hombres podían despachar sus necesidades sexuales, cierto, pero de la forma más discreta posible. Como para las mujeres era necesario llegar vírgenes al matrimonio, los hombres debían acudir a las profesionales para desahogar sus impulsos. Todos lo hacían, todos sabían que sus compañeros también lo hacían, pero hacían ver que no era así.

Las mujeres vivían aún más rodeadas de silencio si cabe. La sociedad del fin de siglo reconocía que los hombres tenían necesidades sexuales, pero no que las mujeres estuvieran sometidas al mismo tipo de impulsos. La mujer ideal de la Belle Époque era totalmente ajena al sexo. Las niñas eran educadas en la más absoluta ignorancia. Según la encuesta que Clelia Mosher realizó a cuarenta y cinco mujeres británicas, más de la mitad de ellas no sabían nada del sexo antes de casarse. Las que sí estaban algo informadas se habían enterado a través de libros, charlas con otras mujeres o viendo a los animales de granja dar rienda suelta a sus instintos. No es de extrañar que muchas mujeres llegaran a la noche de bodas sin saber lo que les esperaba. La tía de Stephan Zweig abandonó al hombre con el que acababa de contraer matrimonio cuando éste intentó desnudarla en su habitación de recién casados. Absolutamente escandalizada, regresó a casa de sus padres a la una de la madrugada y les contó que nunca iba a volver a ver a su marido, ya que sus bajas inclinaciones demostraban que debía estar claramente enfermo.

Una vez las chicas pasaban por el altar y descubrían la verdad de la vida, sólo se les permitía tener relaciones sexuales dentro del matrimonio y con la única finalidad de tener descendencia. No se esperaba que una mujer disfrutara de los encuentros sexuales con su marido: no había que manchar la honrosa finalidad de la procreación. Una guía de 1894, Consejos para esposos y esposas, aconsejaba lo siguiente a las nuevas esposas:

La esposa sabia sólo permitirá un máximo de dos encuentros sexuales semanalmente y, según pase el tiempo, deberá hacer todo esfuerzo posible por reducir esta frecuencia. […] De otra manera, lo que podría haber sido un matrimonio correcto puede convertirse en una orgía de lujuria […] La mujer nunca debe permitir que su marido vea su cuerpo desnudo ni que él le muestre el suyo. […] Ella debe tumbarse y permanecer tan quieta como sea posible. Si se mueve, eso puede ser interpretado como excitación sexual por el marido optimista. El sexo, cuando sea imposible evitarlo, tiene que tener lugar a oscuras.

El doctor estadounidense Theophilus Parvin contaba en sus clases de medicina que «cuando la mujer piensa en el sexo, es con horror más que con deseo». Y por mucho que los hombres sí disfrutaran del sexo, se les aconsejaba no deshonrar con frecuencia el sagrado lecho matrimonial. El doctor John Harvey Kellogg, en Plain facts for the old and the young (1910), afirma, aterrado, que los matrimonios se permiten demasiados excesos y deberían acostarse con la misma frecuencia que lo hacen los animales: sólo para la procreación, dejando largos períodos entre estas ocasiones.

La realidad era bien distinta: la fachada victoriana era sólo eso, una fachada que no dejaba ver el interior del edificio. A pesar de las pesadas normas que la sociedad esperaba se cumplieran, algunas parejas casadas sí disfrutaban del sexo. Y desde luego, el deseo femenino existía, por mucho que el puritanismo de la Belle Époque se esforzara en ocultarlo. La doctora estadounidense Mosher cogió lápiz y papel para entrevistar a mujeres de su época y preguntarles por el sexo. La encuesta que realizó muestra que algunas mujeres entrevistadas afirmaban querer tener relaciones con sus maridos, pero por esta misma razón temían que algo fallaba con ellas. Algunas reconocían dormir en habitaciones separadas para evitar la tentación, y no la de sus maridos, sino la de ellas mismas. Otras, incluso, se quejaban de que los hombres no habían sido «correctamente entrenados» para proporcionar placer a sus mujeres. Poco se sabía del clítoris. No aparecía ni siquiera en las guías médicas, que sí incluían dibujos de los órganos sexuales internos femeninos.

Al mismo tiempo, existía un mercado negro de fotografías y relatos que circulaban clandestinamente en las profundidades de esta sociedad que relegaba todo lo sexual a rincones oscuros. Los vendedores ambulantes buscaban a grupos de chavales en los bares y pasaban el material por debajo de las mesas. Los chavales, tremendamente excitados ante la posibilidad de ver a una mujer desnuda, juntaban todos sus ahorros para hacerse con la preciada fotografía. Sólo los más privilegiados, y con ello nos referimos a ricos aristócratas, altos políticos o incluso miembros de la realeza, podían hacerse con una película erótica y disfrutar de ella en la intimidad. Las películas pornográficas nacieron casi a la vez que el cine, y solían mostrar a una mujer desnudándose ante la cámara.

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Edward Sambourne era uno de los fotógrafos que decidió dedicarse al erotismo. Una profesión que no estaba muy bien vista en la Belle Époque. Aquí posa una de sus modelos favoritas, LG.

Las imágenes y relatos eróticos estaban profundamente desaconsejados, ya que podían llevar a una de las prácticas sexuales consideradas más dañinas: la masturbación. Esta estaba muy mal vista; no conducía a la procreación y era muestra de una débil fuerza de voluntad. Aparte, se creía que sus consecuencias eran verdaderamente catastróficas. Mary Wood Allen, en su libro para jóvenes muchachas, advertía con seriedad:

Muchas chicas que caen víctimas de este pernicioso hábito son ajenas a sus peligros. Los resultados del vicio solitario son desastrosos. Destruye el poder mental y la memoria, estropea la complexión física y la visión, quita la fuerza, e incluso puede causar locura. Es un hábito muy difícil de superar y puede no sólo durar años, también transmitirse a la descendencia.

A pesar de la importancia que le daba Wood, se consideraba en general que la masturbación era un problema masculino. Para los chicos era, como decían los libros médicos de la época, una puerta abierta a la homosexualidad y a las más variadas perversiones. Al reducir la cantidad de semen en el organismo de los hombres, les dejaba sin fuerzas y los hacía más propensos a la enfermedad. Los expertos recomendaban agotar a los chicos jóvenes mediante el deporte hasta que estos se convirtieran en adultos responsables que pudieran rechazar el self-abuse (el maltrato contra uno mismo), como era conocida la masturbación.

No tener hijos también repercutía negativamente en el organismo femenino. Al menos, eso creían la mayor parte de los médicos de la Belle Époque. Sin embargo, la experiencia cotidiana de las mujeres mostraba que lo realmente peligroso era tener muchos hijos. Margaret Sangers vio cómo su madre se consumía y moría a los cincuenta años, profundamente debilitada por los once partos y siete abortos que había experimentado a lo largo de su corta vida. Después se formó como enfermera y cuidó de muchas mujeres moribundas que se habían sometido a abortos clandestinos por no poder ocuparse de más hijos. Profundamente indignada, dedicó su vida a defender la idea de que sólo los métodos anticonceptivos podrían evitar estas situaciones y mejorar la posición de las mujeres en la sociedad. Una idea polémica que contradecía los preceptos religiosos y morales imperantes en la época y, en algunos casos, los legales.

En Gran Bretaña había multas y penas de cárcel para aquellos que aconsejaran o publicitaran la contracepción. El British Medical Journal aseguraba en 1901 que «la Medicina como profesión está completamente opuesta a la contracepción». Quienes no lo estaban eran expulsados del Medical Register, como Arthur Albut, autor de un libro, The wife’s handbook, en el que explicaba qué métodos anticonceptivos podían utilizarse. Incluso algún propietario fue multado por vender el libro.

A pesar de todo, las parejas cada vez tenían menos hijos. Los doctores Max Marcuse y Oskar Polano se lanzaron a estudiar cómo se las apañaban para no traer al mundo todos los niños que Dios quisiera. Así que, como Mosher, hicieron una serie de entrevistas a personas de clase obrera. Descubrieron que la marcha atrás era el método anticonceptivo más extendido. No se sorprendieron, ya que era completamente gratuito y no armaba ningún escándalo en una sociedad en la que varios miembros de la familia compartían habitación y levantarse a por un preservativo despertaría seguramente a alguno de ellos. Además, pudieron comprobar que a muchas personas les resultaba un método más natural y por tanto menos pecaminoso que los considerados artificiales. Algunos médicos creían que era dañino para la salud de ambos participantes; cuando los doctores repitieron esta teoría a uno de sus entrevistados, un granjero, este contestó «no lo creo, porque entonces todo el mundo estaría enfermo».

Sin embargo, la marcha atrás nunca ha sido una apuesta segura y entonces lo era aún menos, ya que se había estudiado poco el período menstrual y se creía que los días más seguros para practicar sexo sin riesgo de embarazo eran los de antes y después del período, siguiendo la lógica animal. Pero lo cierto es que en las hembras humanas funciona justo al revés: son más fértiles precisamente en este momento. Al cálculo —erróneo— de cuándo era menos probable quedar embarazada se le conocía como «ruleta vaticana», por ser el único método aprobado por Roma.

Otros métodos mucho más fiables lo tenían difícil en la sociedad de la Belle Époque: la publicidad de preservativos estaba prohibida, circulaban poco y hasta los años finales de la época eran demasiado caros para las clases trabajadoras. Cuando recurrían a algo, las personas solían utilizar los envoltorios con los que los drogueros vendían el jabón, duchas vaginales con lysol, un producto químico muy peligroso —y para las cuales utilizaban las jeringuillas que los médicos les habían llevado alguna vez para curar infecciones vaginales— y esponjas que, para variar, también solían bañar en lysol. Aparte, circulaban toda una serie de mitos sobre métodos alternativos para evitar el embarazo: las mujeres se aconsejaban unas a otras contener la respiración durante la eyaculación o irse a orinar inmediatamente después del coito.

Estos métodos fallaban como escopetas de feria. El aborto, por tanto, estaba muy extendido, a pesar de ser ilegal en todas partes. Las curanderas preparaban infusiones abortivas que vendían a las mujeres desesperadas; otros productos abortivos se anunciaban discretamente en la prensa como soluciones a males propios de señoritas. La venta de Dyachilon, un abortivo, aumentó a partir de 1890. Y, por supuesto, había muchos otros métodos verdaderamente peligrosos a los que las chicas recurrían cuando se veían entre la espada y la pared. Saltos, golpes en el vientre o introducirse objetos punzantes eran algunas de las maneras con las que las mujeres trataban de evitar tener un hijo. Muchas morían en el intento.

Si la masturbación y la anticoncepción estaban tan mal vistas, la homosexualidad era la peor de las perversiones. Bajo la influencia del cristianismo, las sociedades occidentales nunca la toleraron bien, pero en esta etapa llena de profundas ansiedades que fue la Belle Époque, la cosa fue a peor. La puritana sociedad de fin de siglo no podía tolerar la existencia de una inclinación sexual en la que la procreación no fuera ya una prioridad, sino que ni siquiera pudiera producirse. La homosexualidad era la prueba palpable de que el ser humano era un ser sexual y no moral, como se pretendía; era uno de los huecos por los que se rompía el velo que ocultaba la verdad y que tan afanosamente se había tejido para ese fin.

Por ello, durante la Belle Époque se adoptaron leyes que perseguían la conducta homosexual: por ejemplo, la enmienda Labouchere, que se añadió a la ley promovida por William Stead en 1883, calificaba de conducta indecente las relaciones homosexuales, y el artículo 175 del código penal alemán perseguía la sodomía desde 1871. De la homosexualidad femenina ni se hablaba. El silencio con el que se cubrió la existencia de las lesbianas se mantuvo aún después de la Primer Guerra Mundial. Cuando en 1921 se discutió en el Parlamento británico la posibilidad de aprobar una ley que criminalizara el lesbianismo, el fiscal general, lord Desart, reflexionó: «Con ello anunciaríais a todo el mundo que existe tal desviación, se lo haríais saber a mujeres que nunca han oído hablar de ello, nunca llegaron a pensar en ello, nunca soñaron con ello. Creo que sólo va a hacer daño».

Sin embargo, a la sociedad de finales de siglo le quedaba poco para poder mantener esa atmósfera de ocultación malsana que tanto criticaba Stefan Zweig. El que más fuerte tiró de la manta fue el psicólogo austriaco Sigmund Freud. En sus investigaciones, descubrió que la mente racional no era el único timón que gobernaba a las personas. Había algo detrás, algo poderoso, que manejaba a las personas como marionetas que sin embargo se creen dueñas de todos sus actos. Freud descubrió la existencia del inconsciente, la parte irracional de la mente, donde se esconden todos los miedos y deseos ocultos. Y buceando en el inconsciente vio que gran parte de los recelos y anhelos de las personas tenían que ver con el sexo. Como animales que somos, estamos inclinados a procrear para asegurar la supervivencia de la especie. Sin embargo, la sociedad del siglo XIX ocultaba esta importancia del sexo como inclinación fundamental del ser humano y la maniataba con convenciones y formas de comportarse que los niños aprendían desde pequeños en casa y en la escuela. Los impulsos sexuales reprimidos, decía Freud, saldrían a la luz de una manera o de otra; para el doctor austriaco, muchas enfermedades nerviosas presentaban esta causa.

Freud no fue el único que desafió el puritanismo; la Belle Époque vio como cada vez más intelectuales estudiaban de forma seria la faceta sexual del ser humano. El británico Havelock Ellis se hizo médico para estudiar el sexo desde una perspectiva científica, y a las asociaciones que promovían la expansión de los anticonceptivos se unieron los primeros intentos de despenalizar la homosexualidad. El médico alemán Magnus Hirschfield reunió cinco mil firmas para derogar el artículo 175 de la legislación alemana, que convertía en delito las relaciones homosexuales. Albert Einstein y Stefan Zweig estaban entre los firmantes, pero en el Reichstag los únicos apoyos del proyecto eran una minoría del partido socialdemócrata. La iniciativa no tuvo éxito, y el diario Die Vossische Zeitung dijo de Hirschfield que era un bicho raro que estudiaba cosas aún más raras escudándose en la ciencia.

Los avances no llegaron a calar en esta etapa y la Belle Époque se abrió y se cerró con dos importantes juicios a homosexuales. Con ellos, se extendió la idea de que la mejor parte de la sociedad estaba entrando en decadencia, como ocurrió, pensaban, justo antes de la caída del Imperio romano.

§. Los juicios de la infamia
En 1891, era difícil no sentirse atraído por un caballero de treinta y ocho años, elegante, bien vestido y de mirada burlona, que había firmado frases tan mordaces como: «Todos los hombres que cometen una estupidez lo hacen en nombre de los más nobles ideales». El caballero en cuestión era Oscar Wilde, literato brillante y padre de la escandalosa novela El retrato de Dorian Gray. Cuando ese mismo verano se encontró con el joven poeta de veintidós años lord Alfred Douglas, pronto surgió una relación íntima entre ambos.

Lord Alfred Douglas estudiaba aún en Oxford y se mostraba encantado de recibir las atenciones de un escritor tan famoso como Wilde. El asunto, sin embargo, no despertó tanto entusiasmo en Wood, uno de sus amigos, que no había sido tratado demasiado bien por la vida.

Cuando Douglas le regaló uno de sus trajes viejos, encontró en uno de sus bolsillos las cartas que Wilde le había escrito.

Wood decidió que la respuesta obvia era el chantaje y logró sacarle treinta y cinco libras a su autor a cambio de devolverle la mayoría de su correspondencia.

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Oscar Wilde posa con su amante Alfred Douglas.

Este fue el primero de los muchos problemas a los que se enfrentaría Oscar Wilde.

Para 1894, el padre de Douglas, nada menos que el marqués de Queensberry, se enteró de que Wilde era homosexual. Enseguida prohibió a su hijo que siguiera en contacto con él, so pena de desheredarle y cortar su financiación. Douglas respondió, vía telegrama: «Eres un hombrecillo extraño». Cuando el marqués envió una postal acusando a Wilde de sodomía, este y Douglas se decidieron a denunciar al aristócrata por difamación. El marqués fue arrestado y juzgado en el Old Bailey a comienzos de abril de 1895.

Algunos ya habían aconsejado a Wilde en contra de seguir esta vía, y los acontecimientos acabarían dándoles, dolorosamente, la razón. El juicio acabó revelando cómo el escritor había regalado lujosos vestidos o bastones plateados a varios compañeros, que sospechosamente no eran colegas «intelectuales» sino criados, analfabetos, incluso parados.

Cuando la defensa del marqués denunció que existían testimonios escritos que confirmaban que Wilde se había acostado con hombres, el juicio amenazó con volverse en contra del escritor. Este retiró la acusación y se planteó salir del país, pero finalmente no quiso hacerlo. Los testimonios fueron enviados a la autoridad judicial. El segundo juicio se celebró a finales de abril y dio la vuelta al caso.

Wilde y Taylor, el hombre que le había facilitado sus contactos homosexuales, se enfrentaron a veinticinco acusaciones de «grave indecencia», o de incitación a la misma. Jóvenes testigos de la acusación confirmaban las fantasías desvergonzadas del escritor. Las máximas autoridades judiciales decidieron implicarse en el caso. Oscar Wilde acabó encerrado en una celda durante dos años, por homosexual.

Al salir, se exilió rumbo a París. El exilio, de hecho, solía ser más frecuente que la cárcel; tan solo un veintiocho por ciento de los acusados de sodomía en el Reino Unido acababan entre rejas. Pero la persecución contra los homosexuales no era cosa exclusivamente de los británicos, y trascendía tanto fronteras como ideologías. Este fue el caso de Fritz Krupp, magnate de la industria armamentística y acosado por el diario socialista alemán Vörwarts. Y también lo fue, en la misma Alemania, el de otro de los personajes célebres cuyo juicio se recuerda aun hoy en día: el caso Eulenburg.

La joven Alemania acababa de emprender recientemente el camino de la agresividad internacional. Desde la creación de esta nación en los años setenta del siglo XIX, la mano del canciller Bismarck había construido una fina red de pactos oficiales y extraoficiales de cara a protegerla por todos los flancos. Pero con su cese en 1890, fruto de las desavenencias políticas con el nuevo y flamante káiser, el emperador Guillermo II, la política internacional alemana dio un giro radical. La provocación y las presiones para ser incluida en el reparto colonial de África aumentaron. Una de estas maniobras fue la crisis de Marruecos de 1905-1906, un descarado flirteo con el sultán de Marruecos que enervó grandemente al «padrino» colonial de esta región, Francia, y que acabó en un pinchazo diplomático para Berlín.

Uno de los impulsores de esta maniobra fracasada había sido Friedrich von Holstein, un político de calva y blancas barbas freudianas, típico de las camarillas alemanas. Su cese fue la señal que dio el pistoletazo de salida al escándalo. Holstein sospechaba que esto era obra del príncipe de Eulenburg, su taimado rival y aliado suyo en el pasado. Realmente no era así, pero la maquinaria vengativa de Holstein ya se había puesto en marcha. Los archivos íntimos de la policía que guardaba sobre sus colegas acabaron en la mesa de Harden, el director del semanario Die Zukunft, militarista histérico y, como tantos, homófobo declarado.

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La amistad de Eulenburg y el káiser: una amistad frustrada.

Harden inició una campaña de insinuaciones, publicando que la política exterior alemana se volvía débil e ineficaz por culpa de las relaciones íntimas que mantenían algunos miembros del círculo de confianza del káiser, aludiendo indirectamente a Eulenburg y al asesor militar Kuno von Moltke, entre otros. Estos no tuvieron más remedio que responder acusando a Harden de difamación; el disgusto del káiser comenzaba a dejarse sentir en palacio. Pero esto era justo lo que Harden deseaba: un debate público.

Los variados juicios duraron desde finales de 1907 a mediados de 1909, y el público vio anonadado cómo las mentes rectoras de los destinos de su país eran acusados de todo tipo de perversiones, intrigas y presiones. El prestigio de la Corte se vino abajo entre procesos judiciales y amenazas de retarse a duelo, mientras una riada de testigos, que incluía a proxenetas, ladrones, patólogos y esposas divorciadas y rencorosas, relataba infames orgías y daba una y otra vez la vuelta al caso. Las últimas apariciones de Eulenburg frente al tribunal las hubo de realizar tumbado sobre una camilla de hospital, enfermo, caído en desgracia y bajo arresto. Todo ello no pudo sino contribuir a reforzar el disgusto del káiser, que ya desde sus inicios había deseado presentarse ante el mundo como un enfant terrible lleno de ardor guerrero y protector de su pueblo.

Capítulo 4
Letras, electrones y balas de fusil

Contenido:
§. El mundo al alcance de un par de pedales
§. Viajar sin viajar
§. Tecnología oscura: la producción de armas

Los años de la Belle Époque, como bien dijo el historiador Philipp Blom, fueron años de vértigo. Sus protagonistas sintieron que la velocidad de la historia se aceleraba. Algunos, como Stefan Zweig, vivieron este cambio de ritmo con una ilusión intensa, porque cada instante parecía conducir a la humanidad a un futuro mejor. Otros, como Robert Musil, se sentían algo perdidos, como si una ola les hubiera dado mil vueltas en el agua: «No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía». Por su parte, el revolucionario bolchevique Vladimir Ilich Lenin vio en la aceleración de su mundo la prueba evidente de que el sistema capitalista se dirigía al colapso y la hora del proletariado estaba a punto de sonar. Los más pesimistas creían que la velocidad que rodeaba sus vidas era una faceta más de la decadencia en la que estaba inmersa la civilización occidental. Añoraban la que habían idealizado como la vida tranquila de sus mayores, más cercana a la naturaleza, más acorde con los valores que hacían fuerte a una sociedad.

De una manera o de otra, nuestros antepasados no dudaban que su mundo se movía a otro ritmo. Pero ¿por qué les embargó esta sensación? ¿Por qué fueron los años del fin de siglo unos años de vértigo?

Lo primero que cambió durante esta época fue la relación de las personas con el propio tiempo. Los ritmos de trabajo de la moderna sociedad industrial se abrieron paso, dejando atrás los que dominaran las vidas de la gente desde tiempo inmemorial. Ahora ya no se seguía el ciclo del sol, trabajando cuando salía y descansando cuando se ocultaba; ahora, con la luz eléctrica, la jornada de trabajo se dividía en varios turnos establecidos, tanto diurnos como nocturnos. La electricidad había hecho a las personas dueñas de la noche, que ya no era una frontera infranqueable. Las ciudades bullían con los carteles luminosos de teatros, cines y cabarés. Los espectáculos nocturnos, alargaban el tiempo de ocio durante las horas de oscuridad.

Con la Belle Époque llegó la expansión de los nuevos medios de transporte, que no sólo pusieron lugares lejanos al alcance de muchos, también aumentaron la velocidad con la que la gente se desplazaba dentro de las propias ciudades. Un trayecto que antes tomaba una hora de paseo ahora se podía cubrir en quince minutos de metro. Las personas se acostumbraron a los horarios de autobuses, trenes y suburbanos. Si uno no tenía clara la hora que era, o salía de casa tan sólo unos minutos más tarde, perdería el tren que necesitaba coger. Así que los protagonistas de estos años se acostumbraron a vivir plenamente conscientes de la hora que era, más de lo que lo habían sido sus antepasados; para ellos no había sido importante saber si eran las tres o las cuatro de la tarde.

Y entonces llegaron los inventos. Entre 1890 y 1914, la tecnología avanzó a pasos agigantados. Aún no se había apagado la fascinación por la bombilla cuando los hermanos Lumière lanzaron el proyector cinematográfico y nació el cine; aún seguían ejerciendo una atracción especial las radiografías cuando otros hermanos, los Wright, hicieron realidad uno de los mayores sueños de la humanidad y alzaron el vuelo con su prototipo de avión. Con excepción de este último prodigio técnico, los inventos de la Belle Époque pronto pasaban a formar parte de la vida de las personas: la luz eléctrica iluminaba sus calles y casas, y los nuevos medios de transporte les llevaban más rápido y más lejos que nunca.

Parecía que los acontecimientos políticos seguían el ritmo de la época. En los menos de treinta años que componen la Belle Époque, se aprobaron medidas sociales que antes habrían parecido imposibles, y las crisis políticas, nacionales e internacionales, se sucedieron unas a otras, de modo que siempre había alguna huelga, protesta o manifestación. La expansión de la prensa ayudó a reforzar la impresión de que estaban pasando más cosas que nunca en muy poco tiempo.

La Belle Époque parecía moverse al loco ritmo del ragtime. Los avances que estrecharon las distancias físicas entre las personas y los que facilitaron la circulación de la información fueron los músicos de la historia, encargados de tocar las teclas del piano.

§. El mundo al alcance de un par de pedales
Hacía un sol de justicia, típico del sur de Francia en pleno julio. Los campesinos de un pequeño pueblo se afanaban en recoger la cosecha cuando se empezó a oír el eco de un zumbido. Preguntándose qué podía ser ese ruido, los campesinos dejaron la azada y se dieron de la vuelta. Al instante los vieron circular por la carretera: eran los ciclistas del primer Tour de Francia, pedaleando a treinta y cinco kilómetros por hora en una etapa especialmente sencilla. Según cuenta el periodista deportivo que cubría el evento, los deportistas aún tuvieron tiempo de lanzar bromas a los hombres y besos a las mujeres mientras cruzaban el pueblo, camino del siguiente control. Y ahí les esperaba una pequeña multitud de gente, deseosa de ver a los ciclistas que la prensa tildaba de héroes, gigantes y atletas fuera de serie.

Como de costumbre, había sido un periódico el organizador de la competición. En 1903, L’Auto había hecho un llamamiento a los apasionados de la bicicleta del país (y había muchos) para que participaran en la primera competición ciclista por etapas de la Historia. El primer Tour de Francia duró diecinueve días y atrajo a más de sesenta competidores, de los cuáles sólo veinte completaron todo el recorrido. No es de extrañar, ya que el equipo técnico les esperaba en los puestos de control; si en medio de la etapa le ocurría algo a la bicicleta, era el propio corredor el que tenía que arreglarla. Muchos de los que se apuntaron ni siquiera tenían equipo técnico, eran meros aventureros o amantes del ciclismo.

El Tour despertó verdaderas pasiones en un país ya enamorado de la bicicleta. La experiencia se repitió desde entonces cada año, hasta que una lucha menos deportiva distrajo la atención de los franceses en 1914. Mientras, se fue mejorando la competición. En el Tour de 1904 se habían detectado ciertas trampas, debido a la escasez de vigilancia. Algunos corredores dispuestos a todo por ganar se habían enganchado a los coches acompañantes durante kilómetros, desenganchándose antes de llegar al puesto de control. Incluso habían ocurrido episodios más siniestros: los fans del ciclista Faure atacaron a sus competidores a garrotazo limpio, hiriendo a algunos corredores. Después de esto, muchos aseguraron que continuarían la carrera armados con revólveres, así que en las siguientes convocatorias se estrechó la vigilancia.

También se aumentaron las etapas: de las seis de 1903 se pasó a quince en 1914. Los fabricantes de bicicletas comenzaron a patrocinar a algunos de los corredores, que pasaron a ser profesionales del ciclismo.

Estos profesionales eran, casi en su totalidad, personas de orígenes humildes: Maurice Garin, primer ganador del Tour, había trabajado hasta entonces como deshollinador; Trousselier, vencedor en 1904, era vendedor de flores; el aprendiz de carnicero Pottier se alzó con la victoria en 1906; Petit-Breton, mozo de hotel, ganó dos veces consecutivas, en 1907 y 1908.

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Aquí posan emocionados los primeros competidores del Tour de Francia, en 1903.

Los siguientes campeones habían trabajado como obreros de puerto o vendedores de frutas.

Todo ello era la prueba de que la bicicleta se había popularizado incluso entre las clases bajas. Considerado uno de los inventos del siglo, había deslumbrado a niños y mayores desde su aparición en 1885. Al principio era un artilugio caro, que sólo los privilegiados pudieron comprar. Sólo ellos pudieron disfrutar en un principio de la asombrosa sensación de avanzar a toda velocidad gracias al propio esfuerzo. En sus primeros momentos, la bicicleta costaba quinientos francos o más, el equivalente de dos meses de sueldo de un teniente. Pero un nuevo avance, el neumático de Dunlop, sustituyó a las ruedas de goma sólida y abarató enormemente la producción de bicicletas. La más barata de 1893 costaba el equivalente a 1600 horas de trabajo en una fábrica; para 1911, su precio se había reducido al de 357 horas, prácticamente la mitad del de una máquina de coser, lo que la hizo accesible a los mejor situados de la clase trabajadora.

La bicicleta se convirtió en un negocio millonario y en un deporte multitudinario. Imaginemos la sensación de libertad y de poder que debe ocasionar el montar en una bicicleta cuando no se ha experimentado tanta velocidad en la vida, decidir por uno mismo a dónde se va y cuando, tener la posibilidad de desplazarse en una hora a lugares a los que antes no se había podido llegar andando. La bicicleta no era sólo una forma de hacer deporte o de divertirse: era un instrumento de independencia personal. En las novelas de la época, este invento se convirtió en un símbolo del progreso, de la modernidad, de la ruptura, de las costumbres tradicionales.

La libertad que daba la bicicleta se trasladó a otros campos, incluido el sexual. En la novela Voici des ailes (¡He aquí las alas!), de Maurice Leblanc, creador del mítico ladrón Arsenio Lupin, cuenta la historia de dos parejas que emprenden un viaje en bicicleta por los campos franceses. Confiando en la privacidad de una carretera comarcal, las mujeres llegan a desnudarse de cintura para arriba, pedaleando a toda velocidad con sus pechos expuestos al viento.

La idea de que la bicicleta iba a tener tal efecto en las mujeres era ciertamente exagerada, pero desde luego el nuevo invento dio una libertad desconocida a las féminas al ampliar enormemente su capacidad de movimiento. La activista estadounidense Susan B. Anthony creía que la bicicleta había hecho más por la emancipación de las mujeres que ninguna otra cosa en el mundo.

La cuestión de si era adecuado o no para las mujeres montar en bicicleta era muy espinosa. En primer lugar, estaba la fisiología femenina. Como todo el mundo sabía, el organismo de las mujeres era débil en extremo, por lo que al principio muchos se preguntaron si el pedaleo acabaría resultando perjudicial para el sexo débil. Los médicos descubrieron con horror que esforzarse demasiado podía provocar, con mucha más frecuencia en las mujeres que en los hombres, «cara de bicicleta» permanente: mejillas sonrosadas, labios secos y ojeras. Incluso, como advertían otros médicos, la bicicleta podía hacer que las mujeres se volvieran menos femeninas, bajando el tono de sus voces y causándoles una actitud más brusca.

Sin embargo, pronto hubo un consenso general sobre el hecho de que montar en bicicleta también podía ser beneficioso para la salud femenina, siempre, eso sí, que mantuvieran una buena posición y no hicieran demasiados esfuerzos. Y si no, la sociedad de consumo traía la solución al problema: un poco de Vin Mariani, el vino con cocaína que bebían los intelectuales y, tal y como prometían los anuncios, la mujer ganaría una fuerza y resistencia característicamente masculinas que la capacitarían para subir cuestas a toda velocidad.

Sin embargo, ni el vino con cocaína resolvía uno de los problemas más graves: el de la vestimenta. Si las mujeres montaban en falda, el viento o un excesivo juego de rodillas podrían dejar ver parte de sus piernas; pero que una mujer se pusiera pantalones estaba, en principio, fuera de todo debate. Además, la ropa femenina era en esa época tremendamente complicada. Una verdadera dama debía llevar capas y capas de prendas, compuestas de tela muy gruesa, que escondían la carne, pero exageraban las formas femeninas. El corsé acentuaba las curvas, la ropa interior era larga y pesada, todo ello dificultaba la capacidad de movimiento (y de respirar adecuadamente) de las mujeres. Desde luego, este ideal servía para las mujeres de clase media y alta, no para las trabajadoras, pero las trabajadoras no eran consideras verdaderas damas.

La situación se prestaba a accidentes: las capas y capas de ropa eran propensas a incendiarse. La Sociedad para la Vestimenta Racional, compuesta por un grupo de mujeres en 1888, pedía a sus compañeras que no llevaran más de tres kilogramos de ropa interior. Y resultaba bastante difícil pedalear con tanta ropa encima protegiendo la propia virtud.

Era forzoso renunciar a la virtud para no ahogarse en el intento. La ropa femenina empezó a aligerarse y comenzaron a venderse unos pantalones muy anchos, prácticamente una de las voluminosas faldas de la época cortada en dos partes. Estos pantalones fueron la gota que colmó el vaso de los más puritanos. Para el escritor Octave Uzanne, con la bicicleta había desaparecido el último rastro de modestia femenina. Las autoridades eclesiásticas también estaban ciertamente preocupadas por este aspecto. El párroco de Salisbury creyó que el hecho de que las mujeres llevaran pantalón podría dañar la posición de las féminas en todo el mundo. En el Sunday Herald se publicó un artículo en el que se afirmaba: «Lo peor que he visto en toda mi vida es una mujer en bicicleta, y Washington está lleno de ellas. Antes pensaba que una mujer fumando era lo peor que podía haber, pero he cambiado de idea». Así, no resulta extraño que la primera mujer que se atrevió a montar en bicicleta por Londres, Emma Eades, fuera recibida con piedras y ladrillos. Para evitar que a las ciclistas femeninas se las tomara por mujeres de dudosa moral, la Asociación de Acompañantes de Mujeres proporcionaba la compañía de ciclistas femeninas de buena posición social.

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El verdadero «peligro» para la sociedad occidental eran las mujeres en pantalones. Aun así, algunas se atrevieron a desafiar las costumbres ancestrales y optar por la comodidad del pantalón cuando montaban en bicicleta.

Desde luego, la mayoría de las mujeres ciclistas no pensaban en la liberación femenina cuando cogían la bicicleta. Algunas incluso montaban en ella sólo para ligar; una joven mujer soltera se quejaba amargamente de tener que usarla porque todo el mundo lo hacía, pero odiaba la forma en la que sudaba después de media hora de paseo. Siempre llevaba consigo maquillaje e instrumentos para rizarse el flequillo, pero no encontraba el momento de retocarse porque siempre había hombres delante. Lo cual nos indica que, superadas las reticencias iniciales, el hecho de que las mujeres montaran en bicicleta ya no era sólo normal, sino también deseable; un hábito que atraía a los chicos.

Si esto no ocurriera, no obstante, siempre se podían consolar con el argumento del escritor Eden Phillpotts: «Montar en bicicleta tiende a mantener a las mujeres lejos de las tiendas. Una bicicleta es mucho más barata y sana que una chaqueta de piel de foca. Cuando todos los entiendan este gran hecho, los prejuicios que aún existan desaparecerán».

Debates sobre los peligros para la feminidad aparte, no había duda de que la bicicleta había ensanchado los horizontes de los habitantes del siglo XIX. Este invento se unió a muchos otros en el mundo del transporte; los ferrocarriles se expandieron por toda Europa y entre 1870 y 1914 se construyeron más de cien mil kilómetros de vía. Las empresas ferroviarias se convirtieron en las más grandes e importantes: la alemana era la mayor empresa de Europa en 1914. En las ciudades se instalaron tranvías, trenes y metros, que empezaron a estar electrificados desde 1890. En pocos años las distancias dentro de las ciudades y fuera de ellas se habían reducido enormemente. «Las montañas, los lagos, los océanos, no estaban tan lejos como antes —escribió Stefan Zweig—. La bicicleta, el automóvil y el tren eléctrico habían acortado las distancias y dado al mundo una nueva dimensión».

Con el avance de los transportes, las personas podían moverse mucho más fácilmente, mucho más rápido y gastando mucho menos dinero. Esto repercutió en todos los aspectos de su existencia. Las oportunidades de estudiar, de buscar trabajo o de encontrar pareja se abrieron a sus pies al ritmo de las locomotoras. Ahora, si uno no podía construir su vida en un sitio determinado, tenía mucho más fácil moverse a otro. El flujo de personas y mercancías iba en todos los sentidos: los núcleos más ricos enviaban sus productos a los menos desarrollados y cada vez había más personas educadas en lugares en los que no había universidades. Los estados tenían ahora mucho más fácil implantar servicios como la luz eléctrica o las cañerías del agua en zonas alejadas, porque era más barato y rápido transportar materiales y trabajadores que los instalaran.

La vida cotidiana de las personas tomó otro ritmo: ahora estaba marcada por las horas, los minutos y los segundos, y no por la luz del sol y las campañas de la iglesia. Su mapa mental se transformó, ya que los sitios antes lejanos eran ahora cercanos, y entraban dentro de lo abarcable. La comunidad de al lado ya no era tan extraña y lo que ocurría en ella se sentía más cercano psicológicamente. Cuando se echaba la vista atrás, se recordaba el pasado como un lugar en el que todo transcurría mucho más despacio.

Como siempre ocurre cuando un invento revoluciona la forma de vida de las personas, hay gente que ve en ello la pieza que asegurará el progreso definitivo del ser humano, y gente que teme que el nuevo invento desencadene el infierno en la tierra. Algunos, como el político británico Edward Gladstone, pensaron que, ahora que las personas tenían la posibilidad de viajar más y a mayores distancias que antes, las diferencias entre países se irían hacienda más pequeñas e insignificantes: «Cada tren que cruza una frontera —dijo el optimista Gladstone—, teje la red de la federación humana». Otros echaban de menos los tiempos en los que no había prisa, en los que viajar era lento pero seguro, y temieron que los trenes causaran daños irreparables en la salud.

Los peligros parecían mucho más evidentes en esas ruidosas máquinas que eran los primeros vehículos a motor. Durante toda la Belle Époque, fueron artículos de lujo, que sólo las clases altas y algunas personas de las clases medias podían permitirse. Pero su presencia cada vez mayor en las ciudades y en la imaginación de la gente alarmó a algunos y deleitó a otros.

Los coches eran la prueba palpable de que el ser humano estaba conquistando la naturaleza, utilizando la ciencia en su propio provecho y siguiendo el camino del progreso. Estos aparatos no se parecían a nada de lo que se había visto a lo largo del siglo XIX: los trenes eléctricos eran más rápidos que los de vapor y los vagones del metro iban bajo tierra, pero ambos seguían siendo trenes. En cambio, los coches eran claramente el símbolo de una nueva época. Los caballos, antes omnipresentes en la vida de los europeos y estadounidenses, empezaron a ser más raros. Compartieron espacio con los nuevos vehículos, convirtiendo las calles de las ciudades en una curiosa estampa que mostraba la mezcla de lo viejo y lo nuevo en el mundo de la Belle Époque.

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Los coches eran artículos de lujo con los que todo el mundo soñaba.

Para su uso y mantenimiento se necesitaba un ejército de trabajadores cualificados, mejor valorados que los cocheros que conducían los carros tirados por caballos. Todo el mundo soñaba con tener un coche, y en esa ilusión se basó Henry Ford cuando diseñó un vehículo que los trabajadores de su fábrica pudieran permitirse: el Ford T. Y aunque no fue en esta etapa cuando los coches se convirtieron en objetos de consumo de masas, los taxis y autobuses motorizados dieron la oportunidad a todos de probar lo que se sentía al moverse a las velocidades alcanzadas por estos aparatos. Es difícil que, a día de hoy, impresionaran al lector, pero lo cierto es que entonces parecían salidos de un sueño.

La nueva conquista técnica del ser humano no tardó en mostrar su lado oscuro. El ruido y el humo que provocaban estas máquinas se hizo evidente en cuanto unas cuantas se juntaron en las calles. Los cascos de los caballos no podrían haber llegado a montar tal estruendo. Pero fueron los accidentes de tráfico los que de verdad convencieron a muchos que los coches eran verdaderamente peligrosos.

El estado se vio en la obligación de legislar para contener el peligro que representaban los coches. En 1865, Inglaterra limitó su velocidad permitida a 3,2 kilómetros por hora en ciudad y 6,4 en carretera y, lo más importante, los vehículos motorizados tenían que estar precedidos por una persona que, con una bandera roja, advirtiera a los transeúntes del peligro que se avecinaba. Los coches ingleses tuvieron que circular con estas restricciones hasta 1896, cuando se vio que el muchacho de la banderita entorpecía más que mejoraba el tráfico. Además, se subió el límite de velocidad a veintitrés kilómetros por hora.

El miedo inicial amainaba, porque en 1903 una nueva ley permitió a los coches alcanzar los treinta y dos kilómetros por hora. Las legislaciones cambiaban de país a país. Ni en Italia ni en Francia había límites de velocidad, pero en Alemania algunas ciudades prohibían completamente la entrada de coches para no asustar ni a los niños ni a los caballos, mientras otras restringían la velocidad de los vehículos a motor hasta los seis kilómetros por hora. En Austria, las mujeres tenían prohibido conducir, mientras que en Estados Unidos se aconsejaba a los conductores: «No intentes comprobar cuánto te puedes acercar a los peatones, ni huyas si golpeas a alguien; saldrás mejor parado si te quedas».

§. Viajar sin viajar
La mañana del 16 de abril de 1912, europeos y estadounidenses se despertaron con la noticia de una catástrofe. El barco más grande del mundo, el RMS Titanic, se había hundido en su viaje inaugural a Nueva York y se había llevado consigo las vidas de más de mil quinientas personas. Los hombres de todas las clases sociales quisieron hacer honor al caballeroso principio de «mujeres y niños primero» y pagaron con sus vidas el gesto último de ceder el puesto en la barca de salvamento. Entre ellos se encontraba el campeón de las buenas causas, el periodista William Stead, que revelara al público las monstruosidades de la prostitución infantil unos años antes. Aunque el Titanic pudo mandar un mensaje de socorro, el barco más cercano, el Carpathia, llegó al lugar del accidente dos horas después de que el gigantesco barco lanzara su llamarada, y gran parte de sus tripulantes hubiera desaparecido en las profundidades del Atlántico.

Algunos vieron en el hundimiento del Titanic la prueba de que la humanidad estaba yendo más lejos de lo que debía. Más valía viajar de forma lenta y segura que morir congelado en el océano por la posibilidad de llegar en una semana al continente americano. Otros, sin embargo, se fijaron en que gracias a la telegrafía sin hilos se había podido salvar a setecientas personas. Pero a nadie le sorprendió que el periódico les trajera la noticia: se habían acostumbrado a la velocidad de vértigo de la información y ya no se cuestionaban el por qué de esto.

Aquel mensaje telegráfico tuvo su origen en 1844, cuando la joven Annie G. Ellsworth escribió en un papel un versículo de la Biblia y se lo pasó al inquieto Samuel Morse. El inventor lo tradujo a su código de rayas y puntos y lo mandó a través de su nuevo aparato. Morse estaba en el Capitolio de los Estados Unidos, en Washington. El mensaje fue transmitido por vía eléctrica y recibido en Baltimore, al otro lado del cable que acababa de instalar. Había nacido el telégrafo y venía a revolucionar el mundo de la comunicación.

El invento se extendió por todo el mundo. Tras muchos intentos fallidos y una inversión de miles de millones perdida en el mar, en 1866 se consiguió instalar un cable transoceánico que unía el viejo continente con el nuevo. En 1870, otro cable conectó a Australia con el resto del mundo. Por primera vez en la historia, se podían tener noticias de lo que estaba ocurriendo en la otra punta del planeta de forma prácticamente instantánea.

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Los periódicos acudieron prestos a informar de la catástrofe del Titanic.

Los gobernantes de los países podían mandarse mensajes rápidos cuando la situación lo requería, las redacciones de los periódicos recibían actualizaciones continuas, los ayuntamientos podían comunicarse con el gobierno central y saber cómo reaccionar ante una huelga. Las familias podían avisar a sus seres queridos de asuntos urgentes utilizando los telegramas. Nada que ver con la forma en la que se habían comunicado las personas antes del telégrafo: las cartas tardaban mucho en llegar a su destino, así que para una respuesta había que esperar días o semanas, dependiendo de la distancia. Si había un océano de por medio, la espera sería de meses, en el caso de que la carta llegara.

Pero el telégrafo tenía una pega. Necesitaba cables para transmitirse, así que sólo su instalación permitía el uso del nuevo invento. Fue durante la Belle Époque cuando llegó Guillermo Marconi para mejorar la situación. Marconi había leído los trabajos de Heinrich Hertz sobre las ondas electromagnéticas, que el científico había descubierto recientemente, y estaba convencido de que podrían usarse para transmitir mensajes. En 1895, consiguió transmitir el primer mensaje con su modelo de telégrafo sin hilos a un kilómetro de distancia. Desde entonces, introdujo continuas mejoras en su invento y, para 1899, consiguió que su telégrafo transmitiera información entre Francia e Inglaterra cruzando el canal de la Mancha, un acontecimiento que superó poco después, cuando en 1901 transmitió un mensaje a través del océano Atlántico.

Muchos habían dicho que la curvatura de la tierra hacía imposible estas transmisiones transoceánicas, pero Marconi tenía la razón. Su invento iba a permitir aún mejores formas de comunicación: desde 1913, los científicos estaban cerca de conseguir transmitir voces a través de las ondas electromagnéticas. Uno de ellos, De Forest, utilizaba esto como argumento para vender acciones de su empresa, la Compañía Radio Telefónica. Fue llevado a juicio por publicidad fraudulenta, ya que el fiscal consideraba que ese argumento tan absurdo no podía ser más que una mentira deliberada para mejorar la posición de la compañía. El juez absolvió a De Forest, no sin antes de aconsejarle dejar su trabajo y dedicarse a la jardinería.

Faltaba poco para que la historia diera también la razón a De Forest. Pero la sociedad de la Belle Époque no llegó a conocer la radio como tal. Aún así, estaba absolutamente fascinada por las posibilidades del telégrafo. Los más optimistas vieron que el telégrafo, como el ferrocarril, iba a constituir el paso definitivo hacia la paz mundial. El periódico The Times voló muy alto anunciando que, gracias al telégrafo: «Los corazones del mundo civilizado latirán al unísono». También se pasaron de frenada Charles F. Briggs y Augustus Maverick, los autores del libro La historia del telégrafo, cuando afirmaron que «es imposible que los viejos prejuicios y hostilidades sigan existiendo ahora que hay un instrumento que ha sido creado para el intercambio de ideas entre todas las naciones de la Tierra». El poeta James Russel Lowell, en cambio, no le veía ninguna gracia un aparato que «haciendo que la opinión pública sea simultánea, está inclinándola hacia pánicos ilusorios e impulsos gregarios que transforman a personas, razonables en otros contextos, en multitud descontrolada».

Más o menos las mismas reacciones despertó el teléfono; «Mister Watson, venga aquí, le necesito», fue la primera frase reconocible transmitida por este nuevo aparato. Era el 10 de marzo de 1876, y Alexander Graham Bell llamaba a su ayudante Thomas Watson, a través de cien metros de cable. «Es un invento maravilloso —dijo el presidente Rutherford B. Hayes a Bell—, pero ¿quién va a poder querer usar uno de estos?». En su defensa, se ha de admitir que las primeras llamadas tenían muy mala calidad y era difícil entender lo que le estaban diciendo a uno, así que muchos pensaron que la gente iba a preferir el ya conocido telégrafo.

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Las líneas de teléfono se multiplicaron por toda Europa y Estados Unidos durante la Belle Époque.

En Inglaterra «tenemos muchos mensajeros —reflexionó el ingeniero jefe del sistema de correos británico—, así que no se dan las condiciones que en América hacen necesario el uso de esos instrumentos». Pero la mejora y expansión del teléfono fue muy rápida. En ciudades como Berlín había en 1902 una persona por cada cuarenta y tres teléfonos, y en Nueva York una por cada treinta y cuatro. En total, para 1914 había tres millones y medio de líneas telefónicas en Europa.

Desde luego, el teléfono fue un objeto de lujo durante toda la Belle Époque, pero eso no evitó que se despertaran las ilusiones desbocadas de los más optimistas. Cuando el invento se difundiera, y la experiencia estaba demostrando que las mejoras se socializaban cada vez más rápido, la gente tendría que hablar un mismo idioma para entenderse, lo que borraría las fronteras y uniría a toda la humanidad en una misma hermandad, trayendo la paz mundial de forma definitiva. Los tecnófobos, por el lado contrario, vieron en el teléfono el medio ideal para que se urdieran crímenes en la más absoluta privacidad, la forma en la que los amantes podrían concertar encuentros pecaminosos, el fin de las relaciones sociales cara a cara y el símbolo de que las máquinas acabarían esclavizando a las personas. No en vano había que levantarse a atender al aparato cuando este sonaba.

A la espera de que trajera consigo la paz mundial o la desintegración de la sociedad, por lo pronto, el teléfono facilitó las relaciones con amigos y familiares que estaban lejos, hizo las comunicaciones entre instituciones y países mucho más fáciles y aumentó, aún más, la rapidez con la que las redacciones de periódicos recibían y mandaban noticias. De hecho, en Budapest se ideó un sistema para que las personas que quisieran estar informadas al minuto y que, por supuesto, tuvieran el dinero para permitírselo, recibieran una llamada a casa cuando ocurriera alguna noticia importante. En Estados Unidos se utilizó este sistema para informar de los resultados de las elecciones presidenciales de 1896: «Ha ganado McKinley», anunció una voz a través del teléfono en los hogares de los más privilegiados.

Muchos pronosticaron la muerte de la prensa de la mano del telégrafo o el teléfono, pero lo cierto es que fueron precisamente estos avances los que la hicieron estar más viva que nunca. Las redacciones de los periódicos conocían lo que ocurría en todas partes en tiempo real y podían llamar o mandar un telegrama a sus corresponsales. Gracias a la expansión de la cámara de Kodak, que desde 1888 había lanzado al mercado modelos fáciles de transportar y razonablemente baratos, ahora las redacciones recibían cientos de fotografías, y no sólo de sus periodistas, también de fotógrafos aficionados.

Gracias al telégrafo, cientos de personas se salvaron de una muerte segura en la oscuridad del frío océano Atlántico. Gracias al impacto que generó la noticia del hundimiento del Titanic, los barcos mejoraron sus medidas de seguridad, y eso tampoco habría sido posible sin el desarrollo de la prensa, que hizo que la noticia diera la vuelta al mundo en cuanto se conoció.

La facilidad de las comunicaciones tuvo otras muchas consecuencias. Gracias al tren, al telégrafo y al teléfono, el mundo de la Belle Époque era un mundo globalizado. Los países eran cada vez más interdependientes económicamente: lo que uno no producía de forma barata se lo compraba al vecino, y este vecino podía operar cada vez más lejos gracias a las nuevas formas de transporte. Además, para compenetrarse mejor, se coordinaron las unidades de medida, con la excepción de Estados Unidos y Gran Bretaña; se uniformaron los anchos de vía, en esta ocasión con la excepción de España y Rusia, y se adoptaron los meridianos y la línea del cambio de hora.

Las nuevas formas de comunicación y transporte también ayudaron a que surgieran sociedades internacionales de todo lo imaginable. Hasta el fenómeno fan que se produjo alrededor de Sherlock Holmes tuvo como base la revolución de las comunicaciones: había mucha más gente que antes leyendo los periódicos que anunciaban los libros de Conan Doyle por todos los rincones de Occidente. De hecho, las novelas del famoso detective llegaron a tener en Alemania y Austria-Hungría más fama que los libros policiacos nacionales. No habría habido estrellas del cine y de la canción sin una prensa globalizada, aunque al portentoso cantante italiano Enrico Caruso también le ayudó la existencia del gramófono: ganó millones de dólares por su grabación de un aria en 1910.

Gracias a la prensa, al telégrafo y al teléfono, la conciencia que las personas tenían del presente había cambiado. Ahora, podían estar en varios sitios a la vez sin moverse del sitio. Los métodos de transmisión instantánea de la información habían contraído el espacio y aniquilado la distancia, como dijo el artífice de la división del globo en meridianos, el canadiense Sandford Fleming.

A algunos contemporáneos les fascinaba el cambio de ritmo en el que estaban inmersos. Claudel llamaba al fenómeno que estaban viviendo «el presente en su totalidad» y «poesía simultánea», pero otros intelectuales creían que la rapidez de la vida moderna no podía tener nada bueno. El alemán de origen judío Max Nordau lo tenía claro: la velocidad en la que se movía el mundo dañaría el sistema nervioso humano. No había mucha forma de escaparse, ya que creía que «incluso los pequeños golpes del viaje en tren, aquellos que no percibimos conscientemente, los ruidos perpetuos y las imágenes variadas de la calle en una ciudad dañan a nuestro cerebro». George M. Beard culpaba «al telégrafo, los trenes y el vapor, que han intensificado la competición y acelerado el tiempo» de causar enfermedades como «la neurastenia, la neuralgia, y la caída prematura de dientes y pelo». James Crichton-Brown veía el panorama aún más negro, ya que creía que todo esto había aumentado los ataques al corazón, los cánceres y las enfermedades del riñón.

Además, había quienes pensaban que la rapidez que caracterizaba a las relaciones internacionales no iba a traer nada nuevo. H. G. Wells, el novelista que ideara la máquina del tiempo, describió un panorama aterrador en el que la guerra era declarada en pocos minutos tras el instantáneo intercambio de declaraciones de guerra vía telégrafo. En su libro La guerra desde el aire pintaba un futuro ennegrecido por el poder de las nuevas armas. Como Wells, muchos otros también vieron con temor el desarrollo de avances que podrían traer a la humanidad todo lo contrario al progreso, porque lo cierto era que la Belle Époque también estaba alimentando el lado oscuro de la tecnología.

§. Tecnología oscura: la producción de armas
Hiram Maxim era uno de esos inventores prolíficos que no podía tener las manos quietas. Igual que Thomas Edison, igual que los hermanos Wright, pasó su vida diseñando nuevos prodigios tecnológicos con los que sorprender al mundo. Sin embargo, Maxim no suele figurar en la lista de ilustres inventores de la Belle Époque.

No nos solemos acordar de él porque sus inventos muestran la cara oscura del progreso tecnológico; Hiram Maxim fue el inventor de numerosas máquinas de uso militar, y la más importante de todas ellas fue la ametralladora que lleva su nombre.

La ametralladora Maxim introdujo un «ángel de la muerte» más que eficaz en los primitivos campos de batalla coloniales. Los variados observadores internacionales la miraban preocupados, sabían que pronto podría darse el caso de tener que utilizarla en una guerra entre europeos y su potencial para causar masacres había quedado patente en matanzas como la de Shangani (Rodesia) u Omdurman (Sudán), donde una fuerza inferior equipada con un modesto número de maxims había segado como espigas las vidas de miles de atacantes nativos.

Lo cierto es que, comparada con modelos anteriores, la Maxim poseía un diseño admirable. Sus famosas predecesoras, las Metrallera, Gardner, Nordenfelt y Gatling necesitaban que un soldado accionara una manivela para que varios cañones dispararan sucesivamente una bala. De este modo, no se calentaban en exceso. Si había suerte, el mecanismo permitía que los cañones giraran esperando su turno de disparo. En el caso de la Nordenfelt, se hallaban directamente desplegados en horizontal, al modo de un mortífero órgano parroquial.

Pero la compañía Maxim, para 1884, había logrado un arma de un sólo cañón que no necesitaba manivelas. El propio retroceso se encargaba de expulsar el cartucho para introducir el siguiente. Esto quería decir que mientras un soldado mantuviera su dedo pulsando el gatillo, la ametralladora seguiría vomitando muerte a un ritmo de quinientas balas por minuto que multiplicaba, sin lugar a dudas, el ritmo de sus predecesoras. El invento, aun así, estaría manejado por un equipo de tarea múltiple que se encargaría de transportarla, recargar con rapidez, localizar los objetivos a batir o traer agua para alimentar uno de sus mecanismos más innovadores: utilizaba una «camisa de agua» para enfriarse en vez de facilitar la circulación de aire.

El invento de la Maxim fue el culmen de un final de siglo que parecía haber puesto las bases, de manera caótica y casual, de un inusitado desarrollo de las armas, los ejércitos y la competición militar entre naciones viejas y adolescentes.

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La ametralladora Maxim se utilizó con éxito durante la guerra de los Bóeres.

Para empezar, la revolución demográfica hizo aumentar el total de población que podía ser enviada al frente, una posibilidad que se volvió demasiado real cuando las potencias del continente decidieron seguir el ejemplo alemán e introducir el reclutamiento obligatorio en 1871.

Un ejército no sólo necesita recibir la orden de matar para poder desempeñar su función, requiere que las condiciones materiales se lo permitan. Se necesitaba armar, vestir, abastecer, dar de comer y transportar a esta nueva masa de soldados y esto sólo podría lograrse si el desarrollo de la industria lo permitía. Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que nunca se dio situación más propicia. Las compañías de munición controlaban tanto las cadenas de minas que extraían el preciado mineral como las fundiciones que lo transformaban en un riachuelo de lava depurada, así como los transportes que llevaban el metal hasta donde hiciera falta. Las oportunidades de mercado para la inversión y la ganancia se multiplicaban por doquier. Era posible, y deseable, construir un fructífero negocio gigantesco en torno a los utensilios de la muerte. Los beneficios de Aceros Carnegie, un titán metalúrgico, pasaron de seis millones de dólares en 1896 a cuarenta millones en 1900. Los grandes empresarios formaron carteles y trust, facilitando así la financiación inmensa que necesitaba el sector.

Si la economía favorecía este esfuerzo, la ciencia lo sustentaba. El acero se podía fabricar masivamente y surgió el aluminio, así como otras aleaciones, mezclas de metales que mejoraban sus propiedades originales al combinarse. Otros materiales se inventaron gracias a nuevos procesos que hubieron de descubrirse a su vez para llegar al producto deseado. La energía hidroeléctrica despegaba con fuerza; el motor de combustión interna permitía que el combustible se consumiese dentro de la propia máquina, al contrario que la máquina de vapor, que necesitaba este elemento generado desde fuera. Entre otras cosas, esto permitió poner en marcha la que sería una de las industrias más fuertes del mundo con el paso del tiempo: la industria petrolífera.

Pero los inventos no acababan ahí. El motor diesel y la turbina de vapor permitían vislumbrar una época de máquinas con motores muy potentes. Esto se volvería útil cuando los gobiernos decidieran construir los navíos de guerra más gigantescos jamás diseñados. En resumen, en la década de 1890 el ritmo de invención relativa alcanzó su máximo histórico.

Una de aquellas invenciones tuvo una deriva tan atroz entonces como nos resulta hoy natural. El sueco Alfred Nobel había crecido hasta convertirse en un hombre melancólico y descreído. Su familia se había dedicado toda su vida al negocio de los explosivos, no sólo comercializándolos sino diseñándolos también. Alfred siguió sus pasos y tuvo la oportunidad, aún joven, de conocer al inventor de la nitroglicerina: una sustancia que ofrecía un gran potencial militar dado que era mucho más poderosa que la clásica pólvora pero que tenía un ligero inconveniente: un rayo de sol, un estornudo o cualquier otra variación leve en la temperatura o movimiento la hacían explotar de inmediato.

El joven Alfred pronto fue testigo de esta peligrosa faceta. Su objetivo era encontrar un modo de empleo algo más seguro para una sustancia tan peligrosa. A mediados de la década de 1860, ya había logrado inventar y perfeccionar los detonadores, una pieza clave para poder provocar una deflagración a una distancia segura. Pero su búsqueda de la fórmula para minimizar los riesgos de la nitroglicerina derivó en un episodio inesperado. El 3 de septiembre de 1864, el laboratorio de nitroglicerina de una de sus fábricas suecas voló por los aires. Entre las cinco personas que fueron pulverizadas por la deflagración se hallaba el joven Emil, su hermano pequeño.

Tarde para salvar a su hermano, pero a tiempo para convertir la nitroglicerina en una de las armas más mortíferas jamás diseñadas, los experimentos de Alfred continuaron hasta descubrir la dinamita en 1867 y la gelignita en 1875. Ambas eran enormemente estables, dado que mezclaban la nitroglicerina con elementos que disminuían su posible reacción explosiva. Esto abrió una nueva era de posibilidades en la excavación masiva de las canteras o en proyectos monumentales como el controvertido canal de Panamá. Si en 1867, año de la salida al mercado de la dinamita, se produjeron once toneladas de la misma, para 1897 la cantidad había aumentado hasta las 66 500 toneladas. Claramente, el producto estaba en demanda.

Sería solamente al final de la Belle Époque, con la disolución de aquel mundo vertiginoso en una de las mayores guerras que jamás conocería la humanidad, cuando los inventos de Nobel revelarían su potencial como destructores masivos de vidas. Aun así, y a pesar de poseer numerosas fábricas de armamento, el inventor comenzó a sentir la necesidad de incentivar de algún modo el control a una industria de la muerte que, percibía, estaba desbordándose. Influido también por su amistad con la aristócrata y novelista Bertha von Suttner, una verdadera campeona del pacifismo europeo, acabó decidiéndose a poner su fortuna personal al servicio de un premio, el Premio Nobel, que se otorgaría a quien más contribuyera a la paz entre europeos.

Otra de las invenciones de Nobel es seguramente menos conocida, pero cambió el campo de batalla de manera radical y lo preparó para la era de las ametralladoras Maxim: la pólvora sin humo. Algo ciertamente iba a cambiar cuando las descargas de infantería propias de la guerra de Secesión de Estados Unidos, que desataban unas lenguas de humareda ocre que impedían ver más allá de unos pocos metros, daban paso a pequeños estornudos de apenas un segundo, que en ningún modo obstaculizaban el campo de visión.

Gracias a ello, además, las tropas no podían ser localizadas por las nubes de humo en la lejanía. Otras consecuencias del invento fueron un tiempo de recarga inferior y una mejora en la precisión y el alcance de la artillería, que aumentó de mil a seis mil yardas. Un ejército ya podía ser alcanzado por los obuses antes incluso de poder ver con sus ojos el cañón que los bombardeaba. El descubrimiento de las piezas de artillería con retroceso automático también contribuyó grandemente a esto último y alarmó a unos gobiernos que se veían obligados a gastar dinero para incorporar cada invento a sus filas o jugar al peligroso juego de quedarse atrás.

Los rifles también se perfeccionaron al margen de todo esto y, armados con cargadores mejorados y utilizando un menor calibre, que añadía distancia y precisión al tiro en cuestión, hicieron evolucionar el ritmo y las distancias a las que un puñado de hombres podía hacerse matar. La sufrida infantería napoleónica de 1815 disparaba tres veces por minuto. El soldado de 1900 podía hacerlo unas dieciséis veces, si así lo quería.

Pero las armas terrestres no fueron nunca el único medio a través del que los estados podían medir sus fuerzas, y se produjeron mejoras sorprendentes en el mar y en el aire. En este último caso, resultaba inusitada la utilización de máquinas voladoras en tiempo de guerra, pero los primeros experimentos se realizaron con éxito y los vuelos sobre las líneas enemigas en las guerras balcánicas de 1911 a 1913 confirmaron esta idea. A partir de ahora, los aviones, unos biplanos absolutamente primitivos compuestos de armazones de madera y alambre, se unirían a los zepelines o a las aeronaves no rígidas (una especie de globos abultados con forma de embutido) para embarcarse en pioneras misiones de reconocimiento. En esto, rivalizaban aún con la caballería. La guerra futura pronto les encargaría otro tipo de misiones más letales.

Pero fue de la guerra marítima de donde surgieron las máquinas más formidables de todas y la mayor competición por construirlas. Para 1906, los británicos lograron su primer Dreadnought, el monstruoso acorazado de batalla dotado de mayor tonelaje, velocidad, número de cañones y un potente motor que, aunque funcionaba con carbón, podía transformarse para consumir gasolina.

La creación del Dreadnought fue un gran paso para la industria naval británica, pero significó también su talón de Aquiles. Dejó obsoleto a cualquier navío que le precediera, tanto fue así que estos eran considerados «navíos pre-Dreadnought». A Alemania, que pronto se embarcó en un programa de rearme naval, le bastó con construir unos pocos Dreadnought para amenazar con alcanzar el poderío naval británico, indiscutido hasta entonces. Otro tipo de barco se sumó a la lista de descubrimientos portentosos; el crucero, más rápido y maniobrable y ligeramente menos armado. El gobierno británico Lib-Lab, una combinación de liberales y laboristas que arrasó en las elecciones de 1906, veía con preocupación cómo los Dreadnoughts se llevaban el presupuesto que ellos habían asignado inicialmente a asuntos más sociales, y el ministro Lloyd George sugirió quedarse en cuatro en vez de construir los seis que tenía planeado el Almirantazgo. La oposición fue tajante en su respuesta con la rima «We want eight and we won’t wait», («Queremos ocho y los queremos ahora»).

A la altura de 1914, los británicos habían construido treinta y cuatro dreadnoughts y los alemanes, veintidós. Unidos a los buenos resultados experimentales de minas submarinas, torpedos y submarinos, parecía que la guerra naval tenía la oportunidad de alcanzar unos escenarios de complejidad nunca vistos. El resultado quizás decepcionó un poco, cuando la Primera Guerra Mundial vio solamente un gran encontronazo entre las distintas marinas —la atroz batalla de Jutlandia— y después comprobó como la flota aliada servía más bien para imponer un bloqueo marítimo contra Alemania que costaría cientos de miles de vidas mientras Berlín se decidía a torpedear buques mercantes en el Atlántico norte.

Obnubilados por este progreso imparable en el arte de matar, algunos decidieron que la construcción de máquinas de destrucción podía utilizarse para servir los intereses de la paz mundial. Nacía así un embrión de la teoría MAD (Destrucción Mutua Asegurada, en inglés) usada más tarde en la guerra termonuclear, que establecía que si cada contendiente era capaz de destruir por completo al otro sin evitar su propia destrucción como respuesta, las naciones preferirían no utilizar esas armas para evitar el Armagedón al completo. Así lo llegó a pensar el cada vez más pesimista Alfred Nobel, que llegó a desear inventar una sustancia o máquina tan destructiva que nadie se atreviera jamás a comenzar una guerra, o el olvidado científico de la electricidad, Nikola Tesla, que en plena Belle Époque diseñó un dron —es decir, una máquina no tripulada— cuyo objetivo era «tender a mantener la paz entre las naciones por su poder destructivo ilimitado».

Quizá queden dos armas pertenecientes a esta época de las que se habla menos. La una fue sobrevalorada hasta el suicidio; la otra, infravalorada hasta que se hizo mortalmente necesaria. Ambas obtendrían este diagnóstico brutal en los barrizales de la Gran Guerra pero su potencial, bueno o malo, se demostró en la cruel guerra de los bóeres, a comienzos del nuevo siglo.

La primera fue la caballería, que alcanzó fama inmortal por la gloriosa carga de los jinetes británicos contra las milicias bóer que cercaban Kimberley, la ciudad de Sudáfrica donde se producía el noventa por ciento de los diamantes del mundo.

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El Dreadnought, un verdadero monstruo de los mares.

Si los observadores de la época hubieran sido más objetivos y algo menos patrióticos, habrían tenido que reconocer que la carga de caballería se realizó entre dos posiciones separadas de tiradores Boer; es decir, que pasó entre ellos. No hubo contacto alguno y los contendientes apenas pudieron ver al enemigo en la polvareda que se originó. Desde luego, esta experiencia no iba a ser precisamente útil cuando se ensayaran esas mismas cargas de caballería contra ametralladoras y artillería en la Gran Guerra.

En segundo lugar, la guerra de los bóeres hizo caso omiso, pese a tenerla disponible y en grandes cantidades, de la que sería el arma defensiva más utilizada de las guerras por venir hasta el día de hoy. Un simple instrumento que separaba territorios, repelía al ganado y enviaba una señal contundente al invasor pero que, usada en medio de una batalla, convertía cualquier avance de infantería en un calvario lento y macabro. El arma que nadie quiso reconocer en medio de la época que supuso el desarrollo explosivo de todas las demás fue tan cotidiana, tan obvia, que pasó desapercibida ante los ojos de sus contemporáneos. Se trató, naturalmente, del alambre de espino.

Capítulo 5
La gran competición

Contenido:
§. Mens sana in corpore sano
§. La aparición de la nueva mujer… y la reacción del hombre antiguo
§. Serás un hombre, hijo mío
§. De la fe y la razón

La Belle Époque vivió el partido del siglo. Fue la mayor competición jamás vista pero, en esta ocasión, no fueron dos equipos los que se enfrentaron: fueron todos. Compitieron por la supremacía las clases sociales, las naciones, las edades y los sexos. Comenzaba así el que sería el enfrentamiento definitivo, uno que, muchos años después, seguiría candente y vivo. A modo de alegoría de todo esto, la época inauguraría una inusitada pasión por el deporte. Lo que se narra a continuación es la historia de todos estos enfrentamientos.

§. Mens sana in corpore sano
La expectación se palpaba en el ambiente. Las calles de la ciudad estaban decoradas con banderas y carteles. El espectáculo no empezaba hasta la tarde, pero ya desde por la mañana grandes grupos de personas hacían cola para comprar las entradas bajo la atenta mirada de agentes de la policía que velaban porque no hubiera ninguna reventa ilegal. Miles y miles de personas consiguieron entrar y fueron ocupando los asientos de mármol blanco en medio del jolgorio general. Muchas otras se quedaron sin poder entrar, así que emprendieron el camino a los montes cercanos, desde los que se podría ver todo.

Orgulloso, el rey Jorge I de Grecia bramó ante la multitud: «Declaro inaugurados los primeros Juegos Olímpicos Internacionales de Atenas. ¡Larga vida a la nación! ¡Larga vida al pueblo griego!». El rugido ensordecedor de miles de gargantas gritando de júbilo llenó el estadio Panatenaico de Atenas y, cuando el público se calmó, un coro de ciento cincuenta cantantes entonó el himno que Spyridon Samaras había compuesto especialmente para la ocasión. El aplauso con el que se agradeció su intervención fue tan largo e intenso que el coro tuvo que hacer unos bises antes de marcharse y dar paso al desfile de los atletas, provenientes de catorce países distintos.

Así fue la ceremonia de apertura de los primeros Juegos Olímpicos del mundo moderno. Era el 6 de abril de 1896, aniversario de la independencia de Grecia, y habían pasado casi 2700 años desde la celebración de las Olimpiadas clásicas en el suelo de Atenas. En muchas ocasiones se había hablado de recuperarlos, pero hubo que esperar a la Belle Époque para que se celebraran de nuevo. No en vano, el espíritu de la época coincidía con el lema de los juegos: «Citius, altius, fortius», es decir «más alto, más fuerte, más rápido».

Las dimensiones del acontecimiento impresionaron al mundo, que seguía con gran atención las pruebas a través de la prensa. Durante días, los espectadores en Grecia y los lectores en el resto del planeta asistieron a las distintas pruebas en las que los atletas demostraron sus impresionantes destrezas. Todos ellos eran hombres; el promotor de los Juegos, el francés Pierre de Coubertin, no quiso admitir la presencia de mujeres porque, según su opinión, eso sería «poco práctico, nada interesante, poco estético e incorrecto». La griega Stamata Revithi desafió esta prohibición y corrió la maratón, completándola en el tiempo requerido.

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El impresionante deportista Carl Schumann se convirtió en un héroe del momento.

Sin embargo, no le dejaron entrar en el estadio Panatenaico y mostrar la prueba: un documento en el que aparecía la hora a la que había salido de Maratón, firmada por tres personas notables del lugar.

Revithi y su hazaña permanecieron en el anonimato y, de entre todos los atletas, el que más impresionó fue el alemán Carl Schumann, que ganó cuatro medallas en dos disciplinas diferentes, gimnasia y lucha, y aún se atrevió a competir en levantamiento de peso. Schumann era el símbolo de una nueva era, al igual que la celebración de los juegos: una era en la que los valores del deporte estaban más en boga que nunca.

Durante la Belle Époque se desarrolló una pasión irrefrenable por el mundo del deporte, que se extendió a lo largo de toda la escala social sin importar la edad. Jamás se habían lanzado tantas personas a practicar deportes individuales o de equipo, a la vez que se multiplicaron las competiciones y espectáculos deportivos, y la expectación que despertaban llamó poderosamente la atención ya entonces. El periodista estadounidense James Bryce estaba profundamente impresionado por cómo «el deporte ha conquistado no sólo a los jóvenes universitarios; también a sus padres y a todo el público en general. Los partidos de fútbol y de béisbol provocan un interés que no se puede comparar con el que genera ningún otro evento público».

Pero ¿qué causó esta locura por el deporte en la sociedad del fin de siglo?

A lo largo del siglo XIX, algunos círculos intelectuales desarrollaron una verdadera obsesión por mejorar la raza. En un ambiente en el que se creía que los países competían cada vez más y de manera más intensa, los soldados propios debían ser más fuertes que los del enemigo; los políticos, estadistas y generales debían estar sanos para dedicarse en cuerpo y alma a la gloria de la nación. Practicar deporte parecía una de las mejores maneras de añadir a la mens sana (“mente sana”), de la élite un corpore sano (“cuerpo sano”), como habían aconsejado los sabios antepasados latinos.

Para que todo esto se hiciera realidad, las universidades, entonces reservadas a unos pocos privilegiados, y los colegios más importantes, incluyeron el deporte en sus programas. En Gran Bretaña, estas instituciones empezaron a celebrar competiciones deportivas cuyos valores casaban a la perfección con los que se suponía debía de poseer un gentleman: honorabilidad y fair play (“juego limpio”). Con el tiempo, también en las escuelas femeninas se formarían equipos de atletismo.

Francia, humillada por la derrota ante los alemanes, no estaba para esas finuras. Las sociedades deportivas que nacieron en esta etapa supuraban revanchismo. El club Alpino tenía como objetivo servir de escuela de energía física y vigor moral para la juventud, a la que entrenarían para ser más viril y más apta para la vida militar. La sociedad deportiva Marche tours Touristes vio que, cuando llegara el momento oportuno, sus socios podían ser reclutados en el Ejército como guías. Para desolación de sus creadores, los que se unieron a estas asociaciones parecían más interesados en pasar un buen rato con los otros miembros que en desarrollar sus músculos o su sentido de la orientación para la mayor gloria de Francia.

Mientras los hijos de buena familia se peleaban con rivalidad caballerosa por el control de un balón en las pistas deportivas de Cambridge, las clases bajas tenían poco tiempo y menos ganas para practicar ningún deporte. De hecho, las asociaciones obreras creían que este era un vicio aristocrático, propio de personas ociosas que acababan aburriéndose de no hacer nada con sus vidas. Sin embargo, todo esto empezó a cambiar según avanzaba la Belle Époque. Los trabajadores empezaron a disfrutar de algo de tiempo libre, que además estaba organizado: eran unas horas determinadas al día y un día determinado a la semana. Sus trabajos solían ser pesados y aburridos: después de pasar toda la jornada ajustando tornillos, siempre apetecía despejarse con una actividad emocionante y divertida.

Al mismo tiempo, muchos se dieron cuenta de que podía ser buena idea extender la pasión por el deporte hacia abajo. Los dueños de fábricas vieron que, organizando equipos y competiciones, podían tener a sus empleados mucho más contentos, sanos y atentos en el trabajo. Así, uno de los primeros equipos de béisbol lo fundó el dueño de un molino en Nueva Jersey en 1895; el famoso equipo de fútbol West Ham United surgió en una fábrica londinense en 1895. Las asociaciones caritativas y la Iglesia vieron en el deporte otra forma de alivio de la penosa situación en la que vivían los desfavorecidos: en 1907 se fundó la Unión Regional Deportiva del Suroeste en Francia, y los estados, que llevaban tiempo midiendo las opciones que tenían en su mano para mejorar las condiciones de vida de las clases bajas, se apuntaron al carro. Los partidos y sindicatos también abandonaron sus reticencias hacia «el vicio aristocrático»: las asociaciones deportivas podían ser una forma de asociacionismo obrero como cualquier otra, donde los trabajadores estrecharan sus lazos y ganaran fuerzas para la competición más importante: la lucha de clases. En 1893 se fundaron asociaciones de trabajadores dedicadas a la gimnasia y al ciclismo en Alemania, un club de ciclistas fue fundado por trabajadores británicos asociados al periódico Clarion en 1895, y en el mismo año se formó una asociación alpina en Viena.

Los trabajadores irrumpieron a balonazo limpio en lo que antes había sido un coto privado de las élites. Algunos de los privilegiados asistieron con una mueca de espanto a la llegada de las clases bajas al deporte, especialmente en el caso del fútbol. Eran ellos, los privilegiados, los que habían empezado a jugar a este deporte, habían puesto orden en el caos de reglas que había en cada lugar y habían formado una liga nacional entre 1860 y 1870. Ellos jugaban por pasión y no por dinero, un fin mucho más alto y puro que el de los trabajadores, a quienes los dueños de fábricas contrataban a cambio de que jugaran en los equipos que habían fundado. Y, por supuesto, su forma de competir era caballerosa y limpia, ¡nada que ver con las barbaridades que se veían desde que la Asociación de Fútbol británica admitía a profesionales! ¡Faltas, entradas peligrosas, fingidas lecciones! Todo era responsabilidad de los dueños de los clubes, que habían convertido en un negocio algo que antes era un noble entretenimiento y, para exprimir al máximo los beneficios, alquilaban o compraban pistas muy grandes que luego tenían que llenar con mucha gente para que la inversión se compensara. Los jugadores sabían que tenían que ganar partidos y generar espectáculo para que los espectadores siguieran estando dispuestos a pagar para ver el siguiente encuentro. Ahí se había perdido el juego limpio que caracterizaba al mundo del deporte antes de la invasión de las masas. ¡Incluso se había hecho necesario contratar a un árbitro para que pusiera orden en las broncas entre equipos!

El odio eterno al fútbol moderno, sin embargo, sólo lo sentían unos pocos. La fiebre por este deporte se extendió del mundo anglosajón al resto de Europa: primero en los lugares en los que los que había emigrantes ingleses; luego, entre la población nacional. El fútbol tuvo un éxito impresionante en todas partes, aunque en Francia su acogida fue más tibia: el ciclismo había ocupado ya el corazón de los franceses. Los catastróficos resultados de los equipos galos en los primeros encuentros con los ingleses no ayudaron a que se cogiera cariño a este deporte en Francia; los franceses solían perder por quince, catorce u once goles a cero. Aparte, por este país se había extendido primero el rugby, que tenía un aura más aristocrática; pero en España, Alemania y Bélgica el fútbol despertó fascinación. Pronto se formó una organización internacional, la FIFA, en 1904.

Pasó algo similar con muchos otros deportes. El boxeo, por ejemplo, dejó de practicarse en reuniones clandestinas (sin árbitro y hasta que uno de los púgiles quedaba inconsciente) para pasar a ser un deporte respetable, con contendientes famosos y admirados, que ocupaba líneas y líneas en las crónicas deportivas. Las carreras, fueran de atletas, ciclistas o conductores se convirtieron en uno de los grandes espectáculos de la época. Los deportistas, por su parte, se convirtieron en verdaderos héroes nacionales que levantaban pasiones.

Las oportunidades de negocio que ofrecía el deporte iban más allá de los estadios. Los periodistas se dieron cuenta de que vendían más periódicos cuando escribían largas crónicas sobre el último partido de fútbol o la próxima carrera ciclista. Y los nuevos grandes almacenes llenaron sus estanterías y catálogos con bicicletas, esquíes, guantes de boxeo y trajes de baño. Todos querían imitar a los grandes atletas y cada uno lo hacía como podía. Los que tenían suficiente dinero iban a Macy’s y compraban un balón de fútbol; los que no, tiraban de ingenio: como cuenta George Sims, los niños del East End jugaban en los oscuros callejones de su barrio con balones hechos de papel.

El deporte no sólo era una forma de ocio o un lugar en el que crear nuevas identidades. El deporte también brindó la oportunidad a mujeres que, como Stamata Revithi, querían demostrar que su sexo no las hacía inferiores en nada a los hombres.

Cuando se introdujo el deporte en las escuelas y universidades británicas, hubo mucho debate acerca de la «cuestión femenina»: ¿debían las mujeres hacer ejercicio? ¿Iba contra la naturaleza femenina competir en deportes como el fútbol? En principio, hubo muchas resistencias a poner a las niñas y mujeres jóvenes a trotar o dar patadas a un balón. La actividad física y la competición no concordaban con la naturaleza débil y maternal de las mujeres.

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Estas eran las chicas de Honeyball. Una de las cosas que más escandalizaba a la sociedad era que llevaban pantalones para jugar.

Sin embargo, pronto se empezaron a oír voces que defendían la necesidad de que también las mujeres se ejercitaran; las madres de los futuros ciudadanos del país debían estar lo más sanas posible, así que durante la Belle Époque comenzó a ser común que también las escuelas femeninas introdujeran la educación física en sus programas.

Pero de hacer gimnasia a formar un equipo profesional de fútbol había un trecho considerable. A la intrépida Nettie Honeyball, sin embargo, no le importó caminarlo cuando fundó el British Ladies Football Club en 1895. Nada menos que treinta mujeres respondieron al anuncio que colocó en el Daily Graphic buscando interesadas en formar un club de fútbol. La acaudalada feminista Lady Florence Dixie se ofreció como presidenta y patrocinadora.

Lo tenían todo en su contra. Los médicos del British Medical Journal se llevaron las manos a la cabeza ante la «imprudente exposición a la violencia de unos órganos que la experiencia común de las mujeres ha llevado siempre a proteger». Las crónicas deportivas de los encuentros del British Ladies Football Club (BLFC) eran matadoras. Describían los partidos como una experiencia aburridísima que sólo mejoraba cuando a alguna de las jugadoras se le caía el sombrero que estaba obligada a llevar y tenía que volver a colocárselo, parando el juego. La asistencia de público, decían, se debía sólo al morbo de ver a las mujeres haciendo cosas de hombres. Pocos corresponsales, como el de The Sportsman, defendían a las «chicas de Honeyball»:

Creo firmemente que el público se ha equivocado con las damas futbolistas: o se las condena o se les satiriza. Es cierto, los hombres corren más y chutan más fuerte, pero, más allá de eso, no creo que unos hombres sin experiencia pudieran mostrar mayor conocimiento del juego o más habilidad en su ejecución. No creo que la mujer futbolista se apague a causa de unos cuantos artículos escritos por señores mayores sin simpatía alguna por el fútbol como juego ni por las aspiraciones de las mujeres jóvenes. Si la mujer futbolista muere, morirá dando guerra.

Poca guerra dieron, sin embargo, las chicas del BLFC. Un año después de su fundación, el equipo se dividió y lady Florence retiró su patronazgo. Sin el dinero necesario para sostener su actividad, la aventura del fútbol femenino se ahogó en deudas. Para rematar, en 1902, la Asociación de Fútbol británica prohibió a los equipos masculinos competir con los femeninos.

Lo que había empezado como una forma de dar visibilidad a las mujeres en espacios masculinos acabó rodeado de polémicas que ya nada tenían que ver con la intención original del equipo. El primer asalto de las mujeres a los valores tradicionales acabó muy mal para las jugadoras. Pero la competición no había hecho más que empezar.

§. La aparición de la nueva mujer… y la reacción del hombre antiguo
Denver era una ciudad de calles rectilíneas en la que dominaba la vista de las montañas Rocosas. La aguja de la torre de la estación de ferrocarril, las diez plantas del hotel Brown Palace y el grandioso perfil del teatro Tabor destacaban sobre el resto de edificios planos típicamente estadounidenses. En apenas treinta años, la joven ciudad había pasado de tener cinco mil habitantes a tener cien mil, un crecimiento espectacular que la situó como la segunda mayor del oeste, después de la pujante San Francisco.

Quedaba un año para que la negra nube de la crisis económica se cerniese sobre la próspera Denver. Mientras tanto, a parte de sus habitantes les quitaba el sueño un asunto completamente diferente. Paseando por las calles de la ciudad meses antes de noviembre de 1893, uno podía encontrarse a grupos de hombres repartiendo octavillas a los viandantes masculinos. En las octavillas se leía en letras muy grandes: «contra el sufragio femenino. No dejes de leer esto».

Desde luego, era difícil dejar de leerlo. Con la atención del viandante ya captada, el panfleto narraba cómo la historia demostraba que cada vez que se había otorgado el voto a las mujeres la cosa había acabado bastante mal. En Kansas y en Wyoming, los asuntos políticos marchaban peor que nunca. Si los jóvenes no querían abogadas, doctoras o políticas como esposas, sino mujeres que fueran buenas compañeras, amas de casa, esposas y madres, debían votar en contra de la enmienda a la Constitución de Colorado que, de aprobarse, garantizaría el voto femenino en el Estado. El texto acababa advirtiendo: «No cuentes con que otros voten en contra de este experimento que parece inocente, pero que es peligroso, asegúrate de hacerlo tú. Después de leer esta octavilla, por favor, pásasela a un amigo».

Quizá porque estaban seguros de que el resultado sería el que esperaban, quizá porque no les importaba lo que ocurriera, casi la mitad de los electores se quedaron en casa el 7 de noviembre. Se acercaron 65 000 hombres a las urnas para decidir si compartían sus derechos políticos con las mujeres. El ajustado resultado hizo historia: las mujeres de Colorado habían ganado el derecho a voto. La Belle Époque trajo consigo muchos cambios pero, desde luego, uno de los que más llamó la atención y levantó tanto estruendosos aplausos como críticas feroces, fue este.

Después de siglos de subordinación a los hombres, de minoría legal extendida a lo largo de toda la vida, de profesiones y lugares vedados, las mujeres empezaron a escalar puestos en la sociedad occidental. Para muchos de los que vivieron esta etapa, el cambio había sido repentino, pero estaban bien equivocados. Se habían perdido la revolución silenciosa que previamente había allanado el terreno.

Defensoras (y defensores) de la causa de las mujeres los había habido siempre.

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Las asociaciones antisufragio femenino no faltaron en el mundo de la Belle Époque.

Mary Wollstonecraft había recogido los principios feministas a finales del siglo XVIII, y desde entonces se habían extendido y desarrollado. Sin embargo, la revolución silenciosa tenía otras causas, ocultas en la tela de araña de los cambios económicos, sociales y tecnológicos que cogieron carrerilla a finales del siglo XIX y pasaron a hacer un sonoro sprint durante la Belle Époque.

El primero de estos cambios fue el del mercado laboral; las mujeres siempre habían trabajado, en el campo y en la ciudad, pero su labor era invisible a ojos de muchos. Aparte, muchos puestos de trabajo estaban vetados al sexo femenino, y para los que hacía falta educación superior el problema era mucho más grande, porque las mujeres estaban excluidas de las universidades en la mayor parte de los países europeos. Pero llegó la Revolución Industrial y, con ella, el trabajo en la fábrica y la emigración en masa a las ciudades. Las mujeres salieron de sus casas, desde donde trabajaban a distancia, y de los talleres compuestos íntegramente por personal femenino. Se unieron a los hombres en las fábricas, donde las máquinas hacían menos importante la fuerza física. Poco a poco, puestos de trabajo antes cerrados a las mujeres empezaron a admitirlas. En el bullicioso sector servicios, romper la barrera de la tradición era mucho más fácil, porque prácticamente no la había. La máquina de escribir, el telégrafo, el teléfono… Los nuevos inventos generaban nuevos puestos de trabajo que, como nunca habían existido, no estaban necesariamente asociados a uno u otro sexo. Un verdadero ejército de mecanógrafas, secretarias, telefonistas y dependientas tomó las ciudades europeas. En el Londres de 1881 ya había 7000 funcionarias; en 1911, eran 146 000.

Trabajando, las mujeres consiguieron ganar su propio dinero. Siempre menos que los hombres, por supuesto, pero dinero, al fin y al cabo. Algunas decidieron casarse más tarde para poder seguir disfrutando de su independencia económica, ya que en muchos lugares debían abandonar su empleo una vez contraían matrimonio. Otras desafiaron las costumbres y mantuvieron su puesto de trabajo aún casadas. Para las mujeres de las clases bajas esta elección no existía; debían trabajar para aportar a la economía familiar. La independencia económica estaba para ellas fuera de toda posibilidad pero, aún así, en las fábricas y talleres se juntaron con otras mujeres en su misma situación y fueron generando conciencia de la injusticia de su posición. ¿Por qué, si trabajaban las mismas horas que sus compañeros, cobraban mucho menos? ¿Por qué, después de horas y horas de trabajo fuera de casa, les caían horas y horas de trabajo dentro?

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Los puestos de telefonista eran cubiertos mayoritariamente por mujeres. Eso sí, en principio todas solteras, ya que, una vez se casaran, debían abandonar el trabajo.

Estas tareas, por otro lado, eran una jornada laboral en sí misma. La sastre Layena Saltonstall pasaba todas las mañanas trabajando y todas las tardes haciendo tareas del hogar, sin descansar siquiera el domingo. Y esta situación, recuerda Layena, era común a todas las mujeres. Las que no se amoldaban a este papel recibían las críticas unánimes de los que las rodeaban.

La toma de conciencia fue extendiéndose a cada vez más aspectos de la vida femenina. Durante toda la historia, las mujeres que percibían la injusticia de su situación, que querían dedicarse a las ocupaciones masculinas o a estudiar como los hombres, tendían a creerse diferentes al resto de las mujeres. Creían que el hecho de que ellas quisieran romper con el papel que se les había asignado las diferenciaba del resto de su sexo, que en general no se mostraba inclinado a salirse del esquema. Ahora se dieron cuenta de que el factor que marcaba la diferencia era la educación. No se había dado a todas las mujeres la oportunidad de interesarse por lo que había más allá de su papel de esposas, madres y amas de casa; sólo la habían tenido algunas privilegiadas por su posición social y económica. Cuando se abrió la educación a todas las mujeres, cada vez más chicas demostraron que podían llegar a tener las mismas capacidades e inquietudes intelectuales que los hombres.

El trabajo y la educación ofrecieron a las mujeres la posibilidad de ganarse la vida y de querer hacerlo en igualdad de condiciones respecto a los hombres. La difusión de los anticonceptivos, primero entre las clases altas y luego entre los menos acaudalados, dio a los matrimonios la posibilidad de reducir el tamaño de sus familias. Menos niños significaban menos trabajo en casa para las que se encargaban de cuidarlos Y, aunque las tareas domésticas era extenuantes, durante la Belle Époque se hicieron más llevaderas: por ejemplo, ya no había que hacer la compra todos los días o varias veces al día, porque las nuevas tiendas y grandes almacenes estaban bien surtidos y eran omnipresentes en las ciudades, y tampoco era necesario desplazarse grandes distancias a por agua gracias a las nuevas redes de cañerías. Las mujeres tenían más tiempo libre que sus antepasadas, tiempo libre que podían dedicar a descansar, al ocio y también a organizarse en grupos políticos que reivindicaban mejoras.

Todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor les demostró que el cambio era posible y, en algunos casos, inevitable. Así que, ¿por qué no iba a cambiar también su situación? ¿Por qué, si los hombres de a pie estaban consiguiendo convertirse en protagonistas de la política, no iban a poder participar ellas también?

Así, apareció un nuevo tipo sociológico que no dejó indiferente a nadie: la «nueva mujer». Para algunos fue símbolo de progreso, para otros síntoma de la decadencia de la sociedad occidental. Pero lo cierto es que a lo largo de la Belle Époque aparecieron muchas «nuevas mujeres». Eran las mujeres que practicaban deporte, que hacían atletismo o se subían a bicicletas, para escándalo de muchos. Mujeres que denunciaban en revistas de moda que el rígido corsé oprimía el estómago, desviaba el hígado y maltrataba la vejiga, aconsejando su destierro. Mujeres como Marie Astié de Valsayre, que trató de acabar con la normativa parisina que prohibía llevar pantalones a las féminas. Mujeres que, convencidas de que no debían ser relegadas a la condición de ciudadanas de segunda, pedían el derecho al voto.

En algunos estados de Estados Unidos se consiguieron importantes victorias muy pronto, como hemos visto en Colorado. Pero en el viejo continente la cosa iba más despacio.

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Finlandia eligió a sus primeras parlamentarias solo un año después de haber concedido el voto a las mujeres.

En 1906, se concedió a las mujeres plenos derechos políticos en Finlandia: no sólo podían votar, también podían ser elegidas. De hecho, en las elecciones de 1907, los finlandeses eligieron a las primeras parlamentarias de Europa. En el país nórdico la causa femenina estuvo ayudada por el nacionalismo antiruso, que difuminaba la barrera de género.

Esta barrera era demasiado sólida en otros países. Los intentos de las sufragistas británicas por romperla son los que más han llamado la atención desde entonces. La asociación sufragista más importante, la Unión Política y Social de las Mujeres (Women’s Social and Political Union [WSPU]) fue fundada en 1903. En sus inicios mantuvieron una actitud educada típicamente británica. Sin embargo, cuando vieron que el primer ministro Campbell Bannerman, del Partido Liberal, tampoco había hecho caso a sus recogidas de firmas y charlas en favor del voto femenino, decidieron cambiar su estrategia. A partir de 1906, empezaron a interrumpir reuniones y charlas de respetables políticos varones. Christabel Pankhurst y Annie Kenny, corazones del movimiento sufragista, fueron condenadas a pagar una multa por este motivo. Conscientes de la necesidad de atraer la atención del público, se negaron a pagarla y acabaron en la cárcel. En 1908, consiguieron reunir a cerca de quinientas mil personas en un mitin de Hyde Park, aunque ellas mismas reconocían que entre el público había mucha gente que parecía estar allí por curiosidad y no porque apoyara la causa. Sin embargo, no dejaba de ser un éxito haber logrado llamar la atención de tantos, algo de lo que no podían presumir los movimientos sufragistas del resto de Europa y Estados Unidos.

Sin embargo, llamar la atención también tenía su lado malo. El gobierno cada vez estaba más molesto. Una protesta frente al palacio de Westminster fue tan duramente reprimida por la policía en 1910 que pasó a la historia como el Black Friday: las imágenes de una de las mujeres en el suelo, tapándose la cara con las manos salieron en la portada de los periódicos y causaron verdadera indignación. La conservadora sociedad victoriana quizá no podía concebir que las mujeres se salieran del esquema que se les había asignado, pero tampoco podía admitir que un grupo de hombres, por muy policías que fueran, golpearan y redujeran a mujeres indefensas. Algunos, por cierto, también habían aprovechado para agredirlas sexualmente.

En vista de los acontecimientos, Edith Garrud decidió enseñar a sus compañeras jiu-jitsu para evitar que episodios como el del Black Friday volvieran a pillarlas desprevenidas; el movimiento entero decidió recurrir a tácticas más violentas. «Deeds, not words» («Hechos, no palabras»), rezaba la banda que rodeaba la barra de hierro que sujetaba la activista Lenora Cohen, segundos antes de lanzarla contra la vitrina donde se exponían las joyas de la Corona, en la Torre de Londres. Otras compañeras siguieron su ejemplo y rompieron a pedradas escaparates de tiendas en el West End y ventanas de viviendas de parlamentarios y miembros del gobierno, incluidas las del domicilio del primer ministro en Downing Street. El siguiente paso fue el fuego: las sufragistas llegaron a quemar estaciones y edificios públicos. En 1913, pusieron una bomba en la segunda residencia de Lloyd George, en palabras de Emmeline Pankhurst, «para despertarle». La casa estaba vacía, pero el acto marcaba un punto de inflexión en la deriva violenta de las sufragistas. Incluso sus defensores desaprobaban la escalada de los ataques. Las tácticas violentas de la WSPU hicieron un flaco favor a la causa del voto femenino.

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La idea de que las sufragistas se defendieran con Jiu Jitsu dio para muchas bromas. Esta de Punch es del 6 de julio de 1910.

Muchas sufragistas acabaron dando con sus huesos en prisión. La mayoría mantenía el espíritu bien alto: un visitante cuenta como las mujeres de la WSPU entonaban La marcha de las mujeres, el himno compuesto por Ethel Smith, mientras la propia compositora marcaba el ritmo con un cepillo de dientes. Como no se las reconocía como presas políticas, muchas hacían huelga de hambre en protesta. Para evitar que murieran, el gobierno recurrió a alimentarlas forzosamente, un doloroso método que despertó la indignación incluso de aquellos que se oponían a las sufragistas. Así que el gobierno recurrió a la Ley de Libertad Temporal por Mala Salud, conocida como la «ley del gato y el ratón», porque consistía en dejar en libertad a las sufragistas cuando se ponían en huelga de hambre, esperar a que su salud mejorara y volverlas a encarcelar entonces.

A estas alturas, la WSPU había sufrido muchas deserciones. Charlotte Despard había abandonado la organización cuando esta se negó a apoyar a ningún partido político masculino, incluido el socialista ILP. Muchas mujeres renegaron de las tácticas violentas y de la mano de hierro de la líder Emmeline Pankhurst, y como su propia hija, Sylvia, se marcharon para formar sus propias plataformas. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la WSPU vio la ocasión perfecta para volver a ser respetada a nivel nacional y se puso completamente servicio del gobierno, para horror de personas como Charlotte Despard o Sylvia Pankhurst. La cuestión del voto femenino quedó en suspenso; sólo se retomaría una vez acabada la guerra. Paradójicamente, fue el ministro cuya casa habían volado por los aires, Lloyd George, quién aprobó la primera ley de sufragio femenino en 1918, pero aún hubo que esperar diez años más para que hubiera una igualdad total entre hombres y mujeres a la hora de votar.

El sufragio femenino tampoco se consiguió en el resto de los países europeos durante la Belle Époque. En Francia había sufragistas muy activas, como Marguerite Durand, que clamaban por la igualdad total entre hombres y mujeres, incluyendo el deber de ir al frente de batalla en tiempo de guerra; o la extravagante Madeleine Pelletier que, vestida de hombre y con el cabello corto, iba mucho más allá de la reivindicación de derechos políticos: creía que, para que las mujeres abandonaran su posición subordinada, había que introducir cambios radicales en la educación y permitir el aborto libre, entre otras cosas. Sin embargo, la mayoría de los políticos progresistas estaban convencidos de que si se otorgaba el voto a las mujeres, estas votarían lo que les indicara el cura de la parroquia, y esto hundiría la causa de los trabajadores.

Por el contrario, el movimiento obrero alemán abrazó la causa de las mujeres desde muy pronto: el histórico líder August Bebel defendió en 1870 que la opresión de las mujeres era uno de los rasgos del sistema capitalista, nada menos. Las feministas alemanas, como Clara Zetkin, veían en las sufragistas inglesas a burguesas que perseguían de forma egoísta sus propios intereses. Para ella, las mujeres debían defender la causa obrera porque sólo con el socialismo llegarían a ser realmente libres. Y es que el pensamiento feminista alemán creía que no tener derechos políticos era sólo la punta del iceberg del problema femenino: la familia, el matrimonio, la forma en la que la sociedad de la época enfocaba la sexualidad, eran las cadenas que esclavizaban al género femenino. La prueba de ello estaba en casos como el de la desdichada sirvienta de quince años que fue brutalmente violada por cinco hombres en una isla del Elba. El juez, que había absuelto a los asaltantes al descubrir que la chica había mantenido relaciones con uno de ellos antes de la agresión, también multó a la feminista Anita Ausgburg cuando esta consideró, en voz alta, que su señoría era un bestia.

En Austria-Hungría, la situación tampoco era más prometedora. Había mujeres prominentes en la sociedad, veneradas y respetadas por muchos, como la activista Bertha von Suttner, pero la lucha por los derechos femeninos avanzó bien poco en el rígido sistema político imperial. Aún peor lo tenían las rusas; la sociedad rusa era tremendamente conservadora y patriarcal a lo largo de toda la escala social. Cuando las sufragistas trataron de entrar en la Duma, el parlamento que acababa de constituirse y que pronto se clausuraría, los políticos las aconsejaron que se casaran y dejaran que sus maridos velaran por ellas. Los partidos de izquierdas opinaban que la situación era tan grave que resultaba irresponsable distraer la atención del pueblo pidiendo el voto femenino.

Esta no era una situación exclusiva del Imperio austrohúngaro. En general, con la excepción del partido socialdemócrata alemán, los partidos y organizaciones de izquierdas no se movilizaron para defender el voto femenino. A los sindicatos les preocupaba que las mujeres ocuparan los puestos de trabajo de los hombres, o que, como cobraban menos, iniciaran una tendencia a la baja en los sueldos que se pagaban a todos.

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Las sufragistas se manifestaron constantemente durante la Belle Époque. Excepto en Finlandia y en Noruega, en ningún otro país se alcanzó su objetivo.

De hecho, el sindicato de pintores francés expulsó en 1913 a uno de sus miembros por conseguir un trabajo a su esposa. Como las mujeres no votaban, los partidos socialistas podían ignorar sus problemas para centrarse en los que sí votaban, los hombres. Algunos actos organizados por estos partidos excluían a las mujeres y, cuando no lo hacían, las mantenían relegadas. Incluso aquellas que conseguían tener cierta influencia en el partido se cuidaban mucho de defender la causa feminista; el resto de sus compañeros podían acusarlas de ser egoístas o de sembrar las semillas de la discordia dentro del movimiento.

El feminismo tuvo que batirse con una sociedad que veía cualquier cambio en la estructura de las familias como un ataque a las bases de la sociedad. La aprobación del divorcio en la Francia de 1888 causó un verdadero terremoto: aunque muchas feministas lo veían con malos ojos, porque dejaba a muchas mujeres en indefensión económica, también indignó a los conservadores, que creyeron ser testigos de una brutal agresión contra los pilares del país. Las familias debían ser estables y criar muchos hijos sanos y fuertes que se batieran por Francia, llegado el caso. En todos los demás países europeos, se compartía más o menos esta idea: si las mujeres dejaban de atender a sus hijos y maridos porque estaban trabajando fuera, divirtiéndose libremente o metiéndose en asuntos políticos, ¿quién iba a ocuparse del bienestar de las familias?

La amenaza de la nueva mujer era bien grave a los ojos de muchos. La teoría de la evolución de Darwin se había popularizado, difundido, y aplicado en ámbitos como la política y las relaciones internacionales. Las naciones tenían que ser fuertes y competitivas para sobrevivir en un ambiente en el que siempre ganaba el más apto. La evolución se basaba en la especificidad sexual, en la división del trabajo en las especies de acuerdo a su sexo; era lo que había hecho progresar a la especie humana. Si se abandonaba esta división, si se transgredían los límites asociados a hombres por un lado y mujeres por otro, las sociedades occidentales dejarían de ser competitivas y entrarían en decadencia. Si las mujeres se comportaban como los hombres y los hombres como mujeres, se retrocedería a un estado de cultura primitivo. Una situación que no podía ser más peligrosa en un mundo en el que las potencias estaban cada vez más enfrentadas. Los enemigos del sufragismo en Gran Bretaña ganaban apoyos para su causa cuando afirmaban que el feminismo era el mejor amigo de Alemania.

La feminista austriaca Greta Meisel-Hess había visto como la misma cultura que oprimía a las mujeres dañaba profundamente a los hombres. A cambio de ostentar las riendas del poder, los hombres estaban forzados a comportarse de la forma más viril posible, desdeñar la importancia de sus sentimientos, llevar sobre sus hombros la carga de mantener a la familia y defender su honor masculino a puñetazo limpio si era necesario. Unos valores que cada vez tenían menos sentido en una sociedad en la que también las mujeres trabajaban visiblemente fuera de casa y la fuerza física tenía cada vez menos importancia frente al auge de la máquina, tanto en el puesto de trabajo como en el frente de batalla. Los valores típicamente masculinos tenían cada vez menos importancia en la práctica, y las tareas típicamente masculinas estaban empezando a dejar de serlo. Para rematar la faena, la homosexualidad atraía sobre sí un foco de atención que antes no había tenido, de la mano de los juicios a personas tan notables como Oscar Wilde o el príncipe Eulenburg.

Se produjo, entonces, lo que los historiadores han considerado un «rearme de la masculinidad». Los bigotes se extendieron por todas las clases sociales, dejando de ser patrimonio sólo de los hombres de ideología radical como el socialismo o el cartismo, rompiendo con la que había sido la moda imperante desde la Edad Moderna. Se celebraron más duelos por honor que servían para garantizar el honor y virilidad de los contendientes. Se expandió un culto a la fuerza y al músculo que convirtió a figuras como el culturista Max Linder en verdaderos héroes del momento.

El estrés y la impotencia pasaron a ser conocidos como una nueva enfermedad: la neurastenia, causada por la debilidad nerviosa producto de una sociedad en la que todo iba a un ritmo acelerado. Los médicos teorizaron sobre esta enfermedad moderna, que estaba detrás de que los hombres fueran menos viriles y la sociedad se feminizara. Era, para ellos, una dolencia peligrosa, ya que, como recordaba el doctor francés F. Aumont, el vigor del mundo procedía del vigor de sus hombres. Por doquier surgieron tónicos y curas que prometían la cura de esta enfermedad cuyo equivalente en las mujeres era la histeria. Para muchos doctores, sin embargo, la cura radicaba en reforzar los pilares de la virilidad: hacer deporte para estar fuertes y musculosos.

§. Serás un hombre, hijo mío
En la Viena de 1890, todos los jóvenes deseaban parecer adultos. La juventud era, en esa sociedad y en la de los demás países europeos, un obstáculo antes que una ventaja en la vida. El pelo gris era una señal de respetabilidad; los mayores evitaban los gestos de los jóvenes y los jóvenes imitaban la forma de comportarse de sus mayores. En los últimos años de la escuela, los estudiantes dejaban de llevar mochila y empezaban a usar carteras para que no se notara que aún estaban en el colegio. El negocio de los crecebarbas hacía su agosto entre los jóvenes que terminaban sus carreras universitarias y querían empezar a desempeñar su profesión. También se compraban gafas, aunque no las necesitasen, para fingir esa vista cansada que afecta a muchas personas a partir de los cuarenta años.

Stefan Zweig creció en este ambiente, deseando con todas sus fuerzas ser adulto y tomar sus propias decisiones: que los adultos consideraran sus puntos de vista y que algún padre le creyera con la experiencia suficiente como para entregarle a su hija en matrimonio. Pero para cuando cumplió una edad respetable, treinta años, todo había cambiado. La juventud se había convertido en un valor en sí mismo; los jóvenes estaban orgullosos de serlo. Demostraban que aún no eran adultos en su forma de vestir y en sus caras afeitadas. Los mayores pasaron a intentar parecer jóvenes, como antes habían hecho los jóvenes intentando aparentar más edad.

A lo largo de la historia, se había visto la infancia como una especie de madurez deficiente. Las cifras de mortalidad infantil eran muy altas, así que, de forma inconsciente, los padres deseaban con todas sus fuerzas que este período peligroso pasara rápido, lo más rápido posible. Por otra parte, cuanto antes crecieran, antes podrían ayudar a la familia. En las ilustraciones de los libros, los niños llevaban ropa de adultos hasta extremos que hoy consideraríamos ridículos: los chicos con sombreros de copa y bastones, las chicas con tocados elaboradísimos. El mundo de la infancia y la juventud, antes de fines del XIX, imitaba al de los adultos.

Todo esto empezó a cambiar en la Belle Époque. La educación primaria obligatoria se empezó a extender por toda Europa. La mayor parte de los estados empezaron a encargarse de la financiación de escuelas primarias y el pago de profesores para que la educación elemental fuera gratuita. En Alemania se gastaba un doce por ciento del presupuesto nacional en este apartado; en Gran Bretaña un diez por ciento y en Francia un ocho por ciento. Había países considerablemente por detrás, pero incluso en ellos la situación había mejorado. En los Balcanes, donde hasta entonces había dominado el analfabetismo, el número de alumnos de las escuelas primarias se cuadruplicó.

Los años que se pasaban en la escuela acabaron diferenciando el período de la infancia del resto. Es cierto que, incluso en los países con mejores sistemas educativos, las familias pobres preferían que sus hijos trabajaran. Como expuso un inspector británico en 1898: «Además de participar en las cosechas, se emplea a los niños plantando patatas, cogiendo moras, cosechando guisantes… Un niño puede ganar diez chelines en una semana recogiendo moras, así que no es extraño que los padres consideren que es mejor tenerlo empleado que luchando en clase contra los análisis sintácticos». No obstante, la tendencia fue la contraria; cada vez más niños pasaban sus primeros años en un pupitre y no recogiendo patatas en el campo ni utilizando una máquina en una fábrica. Los estados estaban cada vez más interesados en que los futuros ciudadanos estuvieran bien educados para ser más competitivos que el resto de los países y, sobre todo, para inculcarles espíritu nacional. Los niños eran, al fin y al cabo, el futuro del país. Arthur Conan Doyle lo expresó a través de su popular héroe de ficción, el sagaz Sherlock Holmes: «¡Son faros del futuro, querido amigo!», decía el detective a su inseparable compañero Watson, al pasar por delante de un internado: «Cápsulas con miles de semillas dentro, que crecerán para formar la Inglaterra del futuro».

La educación dio un nuevo lustre a la infancia, mientras que la bajada de las tasas de mortalidad provocaba que los padres no tuvieran que cruzar los dedos para que el tiempo pasara rápido y sus hijos no murieran en el intento de crecer. La elevación de la edad de consentimiento sexual supuso el reconocimiento de que el ser humano maduraba física antes que psicológicamente. Ahora, se empezaba a ver a la infancia como un momento clave en el que disfrutar y aprender valores. Los cuentos para niños se multiplicaron: fue en este momento en el que se difundieron los cuentos de Charles Perrault y los hermanos Grimm, que han poblado desde entonces la imaginación de generaciones y generaciones. Surgieron también las asociaciones de niños y jóvenes, que llevaban a sus miembros a desfilar, a hacer excursiones al campo, a cantar y a practicar deporte, como la Wandervogel alemana, los Boy Scout anglosajones o las escuelas de domingo socialistas. Los estados aprobaron leyes que prohibían el maltrato infantil y que especificaban que los menores de cierta edad no irían a las mismas prisiones que los adultos si cometían un delito. Un famoso juez estadounidense dijo en 1909 que los delincuentes juveniles tenían que ser tratados «como un padre sabio y compasivo trata a su propio hijo».

Mientras, la sociedad de consumo aportó su granito de arena. Como las economías familiares estaban mejorando, cada vez había más jóvenes que, trabajando, podían ahorrar el dinero en lugar de utilizarlo para ayudar a sus familias. El mercado, siempre alerta, se dio cuenta, y empezó a ver a la juventud como un grupo específico al que dirigir su oferta, y esta empezó a consumir productos que la distinguían del resto.

Niños y jóvenes comenzaron a tener un espacio propio en la sociedad. Desde ese espacio, como hacen siempre todas las generaciones, analizaron el mundo que les iban a legar sus mayores, y se sintieron profundamente decepcionados. A Stefan Zweig lo que más le molestaba era la hipocresía de la sociedad vienesa, tan puritana como para extirpar el sexo de la esfera pública pero tan dañada moralmente como para recurrir a la prostitución de manera cotidiana.

La rebelión frente a los valores de la vieja sociedad, que se desdibujaba con el avance del ferrocarril y el telégrafo, fue más fuerte en el arte. Artistas como Gustav Klimt, Pablo Picasso o Kandinsky nacieron, como Stefan Zweig, en un mundo que parecía sólido y cuyos rígidos valores encorsetaban sus vidas. Entonces llegó la Belle Époque y todo lo que antes había parecido inamovible empezó a cambiar.

Las cámaras Kodak y los cinematógrafos mostraban imágenes de la realidad tal como era, los coches a motor y los aviones daban al mundo una nueva velocidad, y la aparición del consumo de masas estandarizaba los objetos. Los vanguardistas reaccionaron a esta realidad y se obsesionaron con captar el movimiento en sus cuadros y buscar la originalidad, ya que, habiendo fotografías, la prioridad del artista no era reflejar la realidad.

Siguiendo estos principios, los artistas rompieron con todas las convenciones que habían imperado en el arte occidental.

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Los cuadros abstractos del Salón de Otoño de París, en 1912, también causaron escándalo. Para gran parte de la sociedad de la Belle Époque, los artistas vanguardistas habían ido demasiado lejos.

Kandinsky hizo evolucionar sus composiciones hasta que sólo quedaron líneas y formas de distintos colores, mientras que Picasso y Georges Braque captaron el movimiento a través de las figuras geométricas; Edvard Munch trataba de despertar emociones a partir de una interpretación subjetiva de la realidad y Henri Matisse convertía a sus colores en protagonistas de las pinturas.

Las críticas fueron feroces. Louis Vauxcelles salió tan negativamente impresionado de una exposición de cuadros de Matisse y otros artistas de su misma tendencia que los calificó de bestias. En respuesta, ellos adoptaron esa palabra (fauves, en francés) como nombre para su corriente artística: el fauvismo. Cuando se organizó una exposición de arte moderno en la Nueva York de 1913, la hostilidad de los críticos fue prácticamente unánime. The New York Times dijo que la exposición era «patológica» y que los modernistas eran «primos de los anarquistas», mientras que el New Yorker clamó porque la exhibición se cerrase cuanto antes por su amenaza a la moral pública. Algunos intelectuales, como Max Nordau, vieron en los vanguardistas la prueba definitiva de que la civilización occidental se estaba degenerando. El ataque a los principios estéticos que protagonizaron estos artistas pareció a muchos una agresión a la civilización. Casi tanto o más peligrosa que los ataques a la religión.

§. De la fe y la razón
El británico Charles Booth era un hiperactivo filántropo que, al elaborar su famoso mapa de la pobreza en Londres, se dio cuenta de que entre las cosas de las que carecían los escuálidos habitantes del East End estaba la más importante: Dios. Booth fue testigo de cómo la legión de pobres de este suburbio londinense era fundamentalmente descreída, en parte por su mala fortuna en la vida, en parte porque no habían recibido ningún tipo de educación. Para Charles Booth, estas personas eran una «Inglaterra negra», tan falta de misioneros como África. Las cosas no iban bien para la religión en los rincones oscuros del mundo moderno.

En términos de poder terrenal y de posesión de la verdad (una forma más de poder), había que reconocer que el siglo XIX no había ido demasiado bien para la Iglesia de Roma. Los cambios, como siempre, se habían operado en una pequeña parte de la sociedad, aquella que se interesaba por los más recientes hallazgos científicos, y estos acababan de dinamitar la mayoría de las creencias que se impartían desde textos y púlpitos religiosos.

En 1882 fue enterrado, nada menos que en la abadía de Westminster, el hombre cuya larga barba y frente características han marcado para siempre la respuesta que se le da a la pregunta «¿Por qué estamos aquí?». Había muerto Charles Darwin, y sus teorías sólo iban a fortalecerse con el tiempo. Todo ello implicaba la inevitable destrucción de la explicación creacionista: no parecía que Dios hubiera creado al ser humano de un plumazo, sino que este se había formado poco a poco, durante millones de años, a través de la evolución. Es decir, que dentro de una especie, había numerosas variantes en la apariencia, las capacidades, etc., variantes que se podían heredar. Como la supervivencia era más sencilla para aquellos seres cuyas capacidades les permitían imponerse al cruel entorno —la supervivencia del más apto—, habría más descendencia que poseyera estas mismas capacidades; en suma, serían estas variantes las que se impondrían al resto.

Darwin fue atacado por los conservadores, en algunos casos hasta el día de hoy. Causaba escándalo el rumor de que «viniéramos del mono», cuestión que poco tenía que ver con su teoría. Pero lo cierto es que la explicación católica del origen de la vida se tambaleaba también en otros frentes. Los trabajos de Lyell y de Cuvier, que revolucionaron la geología y la paleontología en otros muchos aspectos, parecían demostrar que la Tierra tenía bastantes más años que los que le había calculado James Usher, importante cargo eclesiástico en Irlanda, en el siglo XVII. Doscientos años después de Usher, parecía claro que el mundo no había sido creado, como pretendía el religioso, en el 4004 antes de Cristo.

Lo más preocupante era que los descubrimientos amenazaban las certezas referidas a la religión en sí. Wellhausen había deducido que una parte de la Biblia se había escrito mucho después de que se sucedieran los acontecimientos que en ella se narraban, y que esta no alcanzó la forma en la que habitualmente se la conoce hasta el 400 d. C. Por su parte, James Frazer afirmaba en su libro La rama dorada, en 1890, que muchos de los elementos que eran patrimonio del cristianismo, como el mártir, el hacedor de los milagros, el hombre del pueblo o el peregrino ya estaban presentes en las religiones anteriores.

Alcanzados por el rayo del descubrimiento científico, tanto en ciencias naturales como sociales, parte de las clases altas, que eran las que tenían acceso a la educación y los últimos hallazgos, se volvieron descreídas. La razón comenzaba a triunfar peligrosamente sobre la fe, al menos en determinados estratos y, como en toda moda cultural, la reacción no se hizo esperar.

Por una parte, algunos artistas e intelectuales decidieron volver con fuerza al redil de la religión cristiana. Este fue el caso de Joris-Karl Huysmans, que desertó de sus anteriores hábitos literarios y estéticos, o el de Charles Péguy, poeta abiertamente socialista que, tras unos años de confuso agnosticismo, derivó hacia posiciones patrióticas y desarrolló una fuerte conciencia católica. El fin de la Belle Époque se lo llevaría consigo; un día antes de la batalla del Marne, una bala le atravesaría la frente en los campos de la Primera Guerra Mundial.

El segundo tipo de reacción fue más llamativo: ¿En qué cree uno cuando desea creer en algo pero los fundamentos oficiales de su institución religiosa se tambalean? Las creencias más extrañas, los espiritismos y misticismos varios, se convirtieron en algo común entre aquellos que se consideraban avant-garde. Los intelectuales esotéricos.

El teosofismo, por ejemplo, se redescubrió y recibió un nuevo impulso cuando gente tan variada como una médium, prima de un importante político ruso, o un coronel de barba infinita que había luchado en la guerra de Secesión, montó en 1875 la Sociedad Teosofista. El objetivo era fortalecer el yo espiritual que, teóricamente, era capaz de percibir las realidades verdaderas que se escapaban a la capacidad limitada de la razón. «No hay mayor religión que la verdad», proclamaba su emblema, mezcla de estrella de seis puntas, serpiente que se mordía la cola, esvástica oriental y jeroglífico egipcio. Para 1911, la sociedad podía presumir de tener dieciséis mil miembros solamente en Gran Bretaña, varias escisiones y un elaborado ritual.

Entre los escindidos se encontraba Rudolph Steiner, un brillante intelectual alemán que aparecía vestido de negro y que hablaba con aforismos rimbombantes. Steiner rompió con la rama alemana del teosofismo a comienzos del siglo XX y fundó un nuevo movimiento, el antroposifismo, basado en tradiciones espiritualistas más occidentales.

En general, los relatos de lo oculto y la lucha entre las fuerzas del bien y del mal ofrecían un relato comprensible de los acontecimientos que desconcertaban a no pocos intelectuales de la época. Sir Arthur Conan Doyle era el inventor de uno de los detectives más racionales de todos los tiempos, Sherlock Holmes, cuyas novelas tenían tanto éxito que, en vano, llegó a intentar acabar con su personaje matándolo en la ficción o subiendo exageradamente el precio que pagaban los editores por ellas. Ni siquiera el padre de un sesudo escéptico como Holmes se pudo resistir a los tentadores efluvios del espiritismo.

Claramente, el pensamiento católico ligado a Roma estaba comenzando a batirse en retirada. Ideologías de nuevo cuño como el socialismo o el anarquismo prescindían de su lejana guía por completo y, lo que era peor, su poder terrenal en forma de los Estados Pontificios había sido absorbido por el imparable reino del Piamonte cuando, de 1859 a 1861, fundó, junto al revolucionario Giuseppe Garibaldi, los diversos reinos de la península itálica en un nuevo Estado: Italia. El Vaticano se negó a reconocer la legitimidad de este país hasta 1929, cuando las concesiones de Benito Mussolini le hicieron suavizar el tono y arreglaron las relaciones entre el Palacio del Quirinal y la Santa Sede.

La primera reacción vaticana, una que claramente precedió a la Belle Époque, fue de cerrazón tajante. El papa, Pío IX, había sido en su día uno de los posibles campeones del liberalismo unificador de Italia, pero su experiencia con las revoluciones de mediados de siglo y la invasión de su territorio por el Piamonte le hicieron encerrarse en un conservadurismo sin fisuras. Su encíclica de 1864 condenaba el racionalismo, el liberalismo político, la cultura moderna, la libertad de culto y la separación entre Iglesia y Estado. El Primer Concilio Vaticano, convocado alrededor de 1870 para combatir las ideas antes mencionadas, acabó por proclamar la infalibilidad papal; es decir, que el papa no podía equivocarse cuando daba la orden de adoptar una doctrina u otra a todos los católicos del mundo. El político liberal británico William Gladstone frunció el ceño ante esto, y condenó lo que para él y otros muchos protestantes era, directamente, el inicio de una tiranía.

Sin embargo, cuando el nuevo y mucho más abierto León XIII subió al trono papal, las cosas cambiaron. Se pasó de la cerrazón a la negociación y se planteó una estrategia menos autodestructiva. El Vaticano se dio cuenta de que se alejaban más de la Iglesia las clases altas que las bajas. Estas últimas, cuyo voto contaba cada vez más según se iba extendiendo lentamente el manto de la democracia parlamentaria, retenían aún mucho apoyo hacia el catolicismo tradicional. Ni el auge de lo urbano ni los embrionarios partidos y sindicatos de la izquierda habían logrado cambiar eso por el momento, así que se trató de ganar su aprobación: Rerum novarum fue una encíclica social que condenaba la explotación de los trabajadores y, aunque condenaba medidas revolucionarias como la abolición de la propiedad privada, también apoyaba de manera sorprendente algunos pilares del liberalismo, como eran la creación de partidos y sindicatos.

Estos cambios encontraron respuesta en gran parte del mundo católico. En Francia, los católicos comenzaron a aceptar la República; llegaba el ralliement, fenómeno que también se benefició del hecho de que su líder más extremo, el general Boulanger, fracasara en sus intentos de tomar el poder y se suicidara finalmente ante la tumba de su amante. En Gran Bretaña, la Young Men’s Christian Association (YMCA), liga juvenil de cristianos que provenía de 1844, creció en importancia. En España, el catolicismo impulsó cada vez más los círculos obreros y sindicatos aunque su éxito fue más bien moderado. En Alemania, los años de dura lucha entre Bismarck y el papado de Pío IX finalizaron en una reconciliación con el nuevo Papa, y el partido de los católicos vio como todo ello provocaba un incremento más que notable en sus perspectivas de voto.

En todo caso, esta especie de «socialismo cristiano» tuvo éxito entre las clases bajas, que visitaron las asociaciones, las clases, las conferencias, las fiestas, las bibliotecas y los repartos caritativos de los nuevos misioneros sociales del catolicismo. De esta manera, la Iglesia logró salvar y, de hecho, reafirmar, su posición de poder espiritual. La Santa Sede podía no controlar ya políticamente a los romanos, pero al menos retenía las almas y simpatías de sus feligreses.

Todo esto, unido a la muerte de un viejísimo León XIII a los noventa y tres años (la edad más avanzada a la que ha muerto jamás un papa), permitió que Pío XI diera nuevamente un giro más conservador a la filosofía de la Iglesia a partir de 1903. Cuatro años después, su encíclica estableció que el modernismo, junto con el racionalismo, etc., era la síntesis de todas las herejías. La evolución ideológica de Roma seguía caminos tan tortuosos como inescrutables. Pero mientras los tira y afloja doctrinales del catolicismo se cocinaban entre los gruesos muros de la Santa Sede, ¿qué actitud adoptaron los protestantes con respecto a las ideas nuevas?

En su caso, no presentaron tanta resistencia. Su atmósfera ideológica era más libre, menos centralizada, y las ideas de Kant sobre lo que se podía conocer o no, habían influido lo suficiente como para disminuir las urgencias doctrinales en la época. Los protestantes permitieron que la teología se nutriera de los avances intelectuales que se consideraran compatibles y se popularizaron las ideas de Adolf von Harnack, que matizaban los dogmas evangélicos y animaban a concebir el cristianismo más como una forma de vida que como un sistema teológico cerrado.

Capítulo 6
La lucha de clases mueve el mundo

Contenido:
§. Los parias de la Tierra
§. Pistolas negras
§. El palo y la zanahoria

Tan sólo cuarenta dólares tenía el joven Jacob Riis en el bolsillo cuando llegó a la ciudad de Nueva York en busca de trabajo. Miles de kilómetros lo separaban de su Dinamarca natal, donde no había logrado ni colocarse como carpintero ni casarse con la chica de la que estaba locamente enamorado. Estados Unidos, un país completamente distinto, se le antojaba como el mejor lugar para empezar de cero, y la vertiginosa Nueva York, el lugar ideal para construirse una nueva vida.

Pero Jacob Riis no estaba solo. Otras muchas personas habían tomado exactamente la misma decisión. Algunas, como Jacob, provenían del exterior y habían emprendido un largo viaje desde el viejo mundo para buscarse la vida. Otras procedían de todos los rincones de Estados Unidos, que acababa de cerrar la sangrienta experiencia de la guerra civil.

Los inmigrantes desbordaban la ciudad de las oportunidades, recorriendo sus sucias calles de arriba abajo, establecimiento a establecimiento, sin encontrar trabajo. Jacob gastó casi todo su dinero en sus primeros cinco días de estancia en Nueva York, empleando todo su tiempo en buscar, sin suerte, un lugar en el que sus habilidades fueran consideradas útiles.

Día a día, Jacob invertía todo su tiempo en esta labor: a pesar de acabar exhausto cada noche, a la mañana siguiente se despertaba con energías renovadas para seguir buscando trabajo. Pero el dinero no se renovaba con la salida del sol, y a los cinco días apenas le quedaban unas monedas. Un dinero insuficiente para seguir pagando la habitación destartalada y mugrienta en la que se alojaba por las noches. Así que empezó a dormir en tumbas vacías recién excavadas y, cuando agotó sus exiguos ahorros, sólo comía las manzanas que caían de los árboles.

Con el estómago rugiendo y la espalda dolorida, Jacob se presentó a una entrevista de trabajo en un periódico. Parecía que al fin la fortuna sonreía al danés, ya que el director del periódico le contrató. Dos semanas después, descubrió que su predecesor había dejado el puesto porque el editor no pagaba los sueldos de sus trabajadores.

Por supuesto, Jacob abandonó el trabajo. Su vida dio continuos tumbos: primero contó con la ayuda de un amigo, empezó un buen negocio como carpintero, sus empleados lo engañaron y acabó de nuevo desempleado y sin dinero. Fue entonces cuando se enteró de que la New York News Association tenía un puesto vacante, y sin dudarlo se presentó en la entrevista. A pesar de su aspecto desaliñado, aceptaron ponerle una prueba: tenía que ir a describir una comida en el hotel de lujo Astor House. La vívida prosa de Jacob conquistó a la asociación, y la carrera de aquel desdichado empezó a despegar para nunca volver a tocar tierra.

La dura experiencia de Jacob antes de convertirse en periodista le marcó profundamente. Durante su carrera, pasó días y noches recorriendo los barrios bajos de Nueva York para fotografiarlos y escribir sobre la forma de vida de sus habitantes, con el objetivo de concienciar a los privilegiados de la necesidad de ayudar a esa pobre gente. En 1890, publicó Cómo vive la otra mitad, un libro repleto de información y fotografías sobre el día a día de los parias de la tierra. Incluía historias tan impactantes como esta:

Me mandaron un mensaje convocándome a una vivienda en la que había una niña tendida en el suelo, agonizando por alguna enfermedad desconocida. La niña se retorcía de dolor y ya llevaba la sentencia de muerte escrita en la cara. Toda la familia, el padre, la madre y cuatro niños harapientos, estaban sentados alrededor, todos con cara de resignación de quien ya hace tiempo que dejó de luchar contra el destino. Con una sola mirada, supe la causa de la enfermedad de la niña. Era desnutrición.

Como la desdichada familia que conoció Riis, muchas personas vivían en la pobreza y la desesperación a finales de siglo XIX. Otras muchas fuentes nos hablan de gente demasiado cansada de luchar para sobrevivir cada día. Parte de la clase trabajadora vivía inmersa en la apatía más oscura, y las tasas de suicidios daban prueba de ello. El periodista inglés Jack London, que pasó varios meses viviendo en el East End de Londres, fue testigo de juicios a personas que habían intentado quitarse la vida sin éxito. Quedó especialmente marcado por el de un chico joven al que una mujer rescató del Támesis con gran dificultad. «Sí, su señoría —testificó la buena mujer—; yo tiraba de él para sacarle del agua, pero él se arrastraba hacia el fondo». El juez hizo una broma sobre la fuerza de la mujer y toda la sala estalló en risas, pero para London era difícil pensar en nada que no fuera el muchacho, en la flor de la vida, empujando con fuerza para ahogarse en una muerte fangosa.

Algunos, como aquel pobre chico que trató de ahogarse en las oscuras aguas del Támesis, habían perdido las ganas de vivir. Otros muchos tomaron consciencia de la injusticia que marcaba sus vidas y decidieron tomar cartas en el asunto. La Belle Époque, que mostraba su cara oscura en las clases bajas, fue testigo de una movilización política y laboral de los trabajadores nunca vista; las huelgas y las manifestaciones se convirtieron en algo cotidiano, nacieron los partidos socialistas y los sindicatos obreros, y la amenaza de la revolución susurró constantemente en los oídos de los poderosos. Todo empezó con los que creían que el tiempo corría a su favor.

§. Los parias de la tierra
Durante la Edad Contemporánea, muchos intelectuales con barba —y sin ella— estudiaron la situación de las capas más desfavorecidas de la sociedad en busca de una solución para sus problemas.

Uno de ellos creyó que la clave residía en la historia. Se puso a leerla detenidamente y se dio cuenta de que estaba escrita en letras de sangre y fuego; la sangre de los trabajadores que se dejaban la piel por un plato de comida y el fuego con el que los poderosos contenían su descontento. Pero su mensaje, no obstante, parecía ser optimista. La historia le había demostrado que cada etapa económica traía consigo los elementos que la acabarían destruyendo y convirtiendo en otra. Así, el desarrollo de las comunidades primitivas había llevado a lo que llamó el esclavismo, que evolucionó hasta dejar paso al feudalismo, una etapa que desembocaría en el nacimiento de la burguesía, la clase cuyo predominio traería una nueva etapa histórica: el capitalismo. Esta etapa, en la que entonces estaba inmersa la sociedad, llevaba dentro de sí las semillas de su destrucción, semillas que con el tiempo acabarían germinando y dando paso al comunismo. En esta fase final y feliz, los trabajadores se unirían por la revolución, arrebatarían los medios de producción a la burguesía (es decir, los campos y las fábricas) y dejarían atrás definitivamente los años de opresión y miseria. Ya no habría más etapas, puesto que al reinar la justicia se pararía el motor que había hecho moverse a la historia desde la aparición del ser humano, que era nada más y nada menos que la lucha de clases.

El intelectual que había descubierto estas claves del pasado, del presente y del futuro era Karl Marx, un alemán de origen judío que había dedicado su vida a estudiar la sociedad y a mudarse de país cada vez que escribía algo controvertido en los periódicos. Murió en Londres en 1880, como un apátrida.

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Jacob Riis retrató en potentes fotografías la situación de los más pobres de Nueva York.

En el discurso que dio en el funeral su amigo Friedrich Engels, al que conoció viviendo en París, afirmó que, si Darwin había descubierto la ley de la evolución de la naturaleza humana, Marx había descubierto la ley de la evolución de la historia.

Marx, Engels y sus trabajos sólo habían empezado a ser verdaderamente conocidos diez años antes. A través de la secretaría de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), que luego sería conocida como la Primera Internacional, Marx expuso sus ideas a través del Manifiesto Comunista y El Capital. Ahí, su paciente teoría chocó con las prisas de su rival, Mijaíl Bakunin. Las diferencias iban más allá de los tiempos de espera: Marx creía que la revolución empezaría en los países más desarrollados, pues era el desarrollo del capitalismo el que conducía a su inevitable caída, mientras que Bakunin defendía que los verdaderos revolucionarios eran los que no tenían nada que perder, como los campesinos sin tierra de Italia, España y Rusia.

Además, Bakunin desconfiaba de los planes que el marxismo tenía para después de la revolución, que consistían en tomar el Estado y dirigir de forma centralizada todos los aspectos de la vida. Bakunin y sus seguidores, los anarquistas, no querían ni oír hablar del Estado. Querían abolirlo y organizar la sociedad a través de una federación de grupos independientes que tuvieran en sus manos los medios de producción. Las tensiones eran tan grandes que la AIT se rompió en dos, y marxistas y anarquistas se separaron para no volver a juntarse jamás.

El sangriento experimento revolucionario de la Comuna de París en 1871, que acabó con veinte mil revolucionarios muertos, otros veinte mil condenados a trabajos forzados y cinco mil expulsados de Francia —esto en una población total de 650 000 personas—, había metido el miedo en el cuerpo a los conservadores. Para Marx, la Comuna había sido un «presagio de la nueva sociedad»; para sus enemigos, era la prueba de que el fantasma del comunismo estaba volviéndose corpóreo. Pero la revolución quedaba lejos. Para muchos trabajadores, las discusiones entre Marx y Bakunin eran disputas de intelectuales que poco tenían que ver con sus vidas.

Apenas había partidos socialistas a la altura de 1880, con importantes excepciones como el Partido Socialdemócrata de Alemania. Pero entonces, como ocurrió en muchos otros ámbitos durante la Belle Époque, el movimiento obrero se desarrolló a una velocidad que quizá ni el propio Marx habría imaginado. A lo largo de la década de 1890 y en los primeros años del siglo XX, se crearon partidos socialistas en todos los países europeos. En 1906, su existencia se daba tanto por hecho que era su ausencia lo que llamaba la atención: el sociólogo alemán Werner Sombart dedicó varios años de su vida a investigar por qué en Estados Unidos no había un partido socialista. Y para 1914, los partidos socialistas se convirtieron en fuerzas de peso en todos los países donde las condiciones lo permitían, verdaderos partidos de masas. Incluso donde no tenían muchos afiliados, arrasaban en votos: en Francia, sólo 76 000 personas estaban afiliadas al partido socialista, pero en 1914 cosecharon 1,4 millones de votos y 103 diputados, mientras que el partido socialista italiano estaba compuesto por 50 000 afiliados y ese mismo año consiguió un millón de votos.

¿Por qué fue durante la Belle Époque cuando el movimiento obrero cobró esta importancia? Los marxistas de la época lo vieron como algo natural; para ellos, era la fase de la historia que tocaba y, por tanto, pasó porque tenía que pasar. Sin embargo, también detectaron otras muchas razones. Las clases obreras estaban más concentradas que nunca; vivían en barrios determinados dentro de las ciudades o en pequeñas ciudades mineras y fabriles donde apenas se cruzaban con nadie que no fuera un trabajador. Estaban viviendo una situación prácticamente nueva, alejados de las formas de vida tradicionales y, en algunos casos, de la influencia de la Iglesia o del cacique de turno que controlara sus movimientos. Por otra parte, a pesar de pertenecer a la clase de los no privilegiados, cada vez más de ellos habían ido un tiempo a la escuela y sabían, como mínimo, leer y escribir. Podían comprar un periódico de los muchos que tenían para elegir, porque el dinero les llegaba para eso, y leer en él las proclamas y discursos de los líderes del movimiento obrero. Podían darse cuenta de que la situación que estos líderes retrataban era la suya, compartirlo con el resto de los compañeros en la taberna, hablar de lo injusto que era vivir para trabajar y llenarle los bolsillos al propietario de la fábrica mientras ellos apenas conseguían comer bien.

Todo ello en un momento en el que por todas partes se veían signos de que la humanidad estaba progresando. El contraste con la miseria que sufrían los trabajadores era más sangrante que nunca, por mucho que su situación hubiera mejorado respecto a mediados de siglo.

Los partidos obreros empezaron a recibir nuevos afiliados y nuevos votos a mansalva. Comenzaron a celebrarse las manifestaciones del Primero de Mayo, empezando en 1890. En los países en los que no había sufragio universal masculino, los partidos socialistas organizaron continuas huelgas y manifestaciones para conseguirlo, pues veían que la democracia, al permitir la movilización de masas oprimidas, era la antesala del socialismo. Siguiendo el famoso dictado de Marx «no tenéis patria, tenéis clase», los socialistas se organizaron con una estructura internacional. En 1889 se retomó la Asociación Internacional de Trabajadores. Nacía así la Segunda Internacional.

La evolución fue distinta dependiendo del país. La trayectoria más original es la de Gran Bretaña, donde el sistema democrático cada vez más extenso convenció a los trabajadores de que era más útil presionar a los partidos existentes que crear uno nuevo. El antiguo minero Keir Hardie fundó el Partido Laborista Independiente en 1893, que tuvo muy poco apoyo. La huelga de muelles de 1899 demostró que la unidad hacía la fuerza, y en 1906 nació el partido laborista. Eso sí, su actitud era bien distinta de la del resto de los partidos socialistas: sus objetivos eran pragmáticos y sus métodos, pacíficos.

En Alemania, a pesar de las leyes antisocialistas de Bismarck, nació el partido socialista más fuerte de Europa; sus miembros eran profundamente marxistas, y defendían con uñas y dientes la ortodoxia de su ideología, pero poco podían hacer a nivel parlamentario, porque en Alemania no había una verdadera democracia.

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La reivindicación obrera por excelencia era la jornada laboral de ocho horas, para así poder dedicar ocho horas a dormir y otras ocho al ocio.

El gobierno era elegido por el emperador y no por los diputados del parlamento. En Francia, el movimiento obrero se dividía entre los anarquistas, partidarios de la acción directa, convencidos de que la paciencia marxista era una pérdida de tiempo, y varios partidos socialistas que se juntaron en 1895. En Italia había una situación parecida: los centros industriales del norte eran profundamente socialistas, pero en las zonas agrícolas triunfaba el anarquismo. El partido socialista ruso tuvo que organizarse en el exilio, lejos de las largas garras del autocrático gobierno del Zar.

Con sus diferencias, el movimiento obrero estaba en auge por toda Europa. Mientras, el proletariado no hacía nada más que crecer, cumpliendo lo que Marx había predicho; todavía faltaba tiempo para que el sector terciario se desarrollara y sus empleados se convirtieran en un ejército aún más numeroso que el del proletariado. Pero el socialismo ya estaba encontrando algunos problemas. La clase trabajadora no parecía homogénea y las lealtades a la religión o a la nación a veces se ponían por delante de la clase. En Alemania, los católicos no querían juntarse con los protestantes dentro de las agrupaciones socialistas. En el Imperio austrohúngaro, las diferentes nacionalidades desconfiaban unas de otras y, aunque los checos habían inundado las filas socialistas, como se negaban a fundirse con sus compañeros de habla alemana, perdían mucha fuerza. De hecho, el emperador José Francisco introdujo el sufragio universal masculino en Austria-Hungría con la mayor calma del mundo, consciente de que las diferencias entre las nacionalidades eran más fuertes que las de clase.

Además, como pudieron constatar con desánimo los miembros del partido socialista, no todo el proletariado estaba con el socialismo. Muchos trabajadores tenían puntos de vista conservadores, reverenciaban a la Iglesia y defendían el orden establecido. Y el proletariado agrícola parecía poco atraído por los principios socialistas y mucho más, en cambio, por los anarquistas: en la parte sur de España e Italia y, en general, en Hungría, había muchos campesinos sin tierras que no podían esperar a que la historia siguiera su curso porque sus vidas les iban en ello.

Lo peor era que la realidad se estaba saliendo del guión. Marx había pronosticado que, según avanzara el capitalismo, los enfrentamientos entre las clases serían cada vez más fuertes, que la burguesía era una anomalía histórica destinada a desaparecer: todos serían o proletarios o capitalistas, que la revolución llegaría en los países en los que el capitalismo estuviera más avanzado, porque precisamente ahí estaba más cerca de alcanzar su destino final: desparecer. Sin embargo, estaba ocurriendo todo lo contrario; la clase media crecía poco a poco y el desarrollo del capitalismo estaba mejorando, también muy poco a poco, el nivel de vida de los trabajadores. En los países más avanzados, como en Alemania o Gran Bretaña, esta mejora del nivel de vida estaba alejando a pasos agigantados la posibilidad de la revolución. Los enfrentamientos entre los proletarios y los capitalistas parecían suavizarse en lugar de agudizarse.

Fue precisamente un político del ortodoxo partido socialdemócrata alemán, Eduard Bernstein, quien se dio cuenta de todo esto. En 1898, se atrevió a ponerlo todo por escrito en un libro, Problemas del socialismo. Su conclusión era que, visto lo visto, no hacía falta una revolución violenta. Se podía llegar al socialismo de forma democrática, usando el sufragio universal, planteando leyes y reformas que mejoraran la situación de forma pacífica. Además, decía Bernstein, había que atraer a aquella parte de la burguesía que quisiera unirse al socialismo. La reacción, por supuesto, no se hizo esperar; su propio partido condenó su revisionismo. La Segunda Internacional lo haría un poco después, en 1904.

Sin embargo, la realidad también era distinta dentro de los propios partidos. Una vez se convirtieron en partidos de masas, vieron que las reformas desde arriba, las mejoras que según la teoría no iban a cambiar la situación de opresión de los trabajadores, eran muy apreciadas por sus votantes. Además, solían estar cada vez más influidos por los sindicatos, que perseguían estas reformas como principal objetivo. Los socialdemócratas alemanes, fieros defensores de la teoría marxista al pie de la letra, estaban siendo cada vez más reformistas en la práctica. Colaboraban con las autoridades locales para mejorar la situación de los trabajadores, y su principal objetivo era ganar votos en las elecciones. En Francia, después del caso Dreyfus, los socialistas se habían dado cuenta de que valía la pena apoyar a la República frente a sus enemigos, y cada vez participaban más en los asuntos nacionales. Eso sí, todavía era un pecado apoyar al estado burgués, así que cuando Alexandre Millerand entró en el Gobierno de Waldeck-Rousseau, fue expulsado del partido y de la Segunda Internacional. En Austria, Suiza y Bélgica, los socialistas también eran ortodoxos en la teoría, pero se apuntaron al carro de las reformas en la práctica.

Mientras, los trabajadores vivían una creciente mejora de sus condiciones, gracias a estas reformas implantadas por el estado. Poco a poco se enganchaban a la sociedad de consumo y, como diría George Orwell, a la revolución la conjuraban el pescado con patatas fritas y el té fuerte. El tiempo de ocio alejado del lugar de trabajo también ayudaba. Desde luego que había muchas injusticias que reparar y muchas vidas que mejorar, pero algunos estaban viendo que el mejor camino para conseguirlo era el juego político. Otros, sin embargo, no podían esperar tanto.

§. Pistolas negras
Para las clases altas, veranear en un balneario era el último grito. Estos establecimientos proliferaron por toda Europa a finales de siglo, convirtiéndose en los lugares perfectos en los que huir del bullicio de las ciudades y del trabajo y, a la vez cuidar la salud.

El balneario de Santa Águeda, situado en el montañoso pueblo de Mondragón, era uno de los refugios favoritos de la buena sociedad madrileña. A finales de siglo, cada vez más anuncios y reportajes proclamaban los múltiples beneficios de «tomar las aguas» de santa Águeda: su cualidad sulfurosa las hacía especialmente adecuadas para relajar los nervios de aquellas personas sometidas a una actividad frenética durante el año. Además, recordaba la prensa madrileña, las habitaciones del establecimiento eran excepcionalmente cómodas, y su delicada comida, apta para los finos paladares de las clases privilegiadas.

Entre los más fieles al veraneo en Santa Águeda estaba don Antonio Cánovas del Castillo, huésped algo particular, dado que no era otro que el artífice de la Restauración, líder del Partido Conservador y presidente del Gobierno de España durante buena parte del final de siglo (la otra parte le tocaba al cabeza de partido de los progresistas, Sagasta).

Don Antonio no rehuía la habitual quincena en el balneario una vez al año; como no podía dejar de lado las obligaciones que conllevaba su posición, santa Águeda se convertía cada verano en una extensión del Congreso y el desfile de personajes políticos para despachar con Cánovas era continuo. Para el balneario, la presencia de tan excelso personaje era un filón publicitario que no se dudó en aprovechar. Si santa Águeda era el lugar en el que se relajaba uno de los hombres más poderosos de España, ¿qué mejor lugar para descansar podrían desear los hombres de negocios? ¿Qué establecimiento podía parecer más prestigioso a ojos de las clases altas?

Rozando los setenta, don Antonio no faltó a su cita en el balneario guipuzcoano en agosto de 1897. Siempre vestido de negro, el líder de los conservadores seguía una rígida rutina que llegó a ser conocida por todos los demás veraneantes. Como buen cristiano practicante, los domingos acudía a misa en la iglesia local a las once, y el domingo, día 8, no fue una excepción. A su vuelta, los dueños del establecimiento le comunicaron que había recibido un telegrama. Con paso lento pero firme, acompañado por un negro bastón, Cánovas enfiló las escaleras que llevaban a su habitación. Se sentó en la cama y se recolocó las gafas sobre la nariz, un gesto automático y mil veces repetido. Sus manos, nervadas por la edad, rasgaron el sobre del telegrama. Era el ministro de Gobernación pidiéndole consejo de nuevo. Parecía que España no podía moverse sin que Cánovas diera permiso.

Una vez garabateada la contestación, Cánovas se cogió del brazo de su mujer Joaquina, treinta años menor que él, y juntos bajaron las escaleras hacia el comedor. Una amiga paró a Joaquina en medio del descansillo; don Antonio se excusó y bajó al claustro, donde se sentó a leer el periódico mientras las dos mujeres charlaban. Inmerso en la lectura, sólo levantó la vista cuando oyó unos pasos acercándose. No era Joaquina. Los tres tiros resonaron en el amplio claustro abierto al exterior. Cánovas se desplomó sin poder proferir palabra, ahogado en sangre y con el dolor de las balas desgarrándole el pecho. Nadie pudo hacer nada por el presidente del Gobierno.

Antonio Cánovas del Castillo no fue el primer político que cayó ante una pistola anarquista; antes que él, había sido asesinado el presidente francés Marie-François-Sadi Carnot. Tampoco fue el último.

Los anarquistas tenían una ideología de izquierda radical, revolucionaria, que rechazaba el marxismo y a los partidos que, según su opinión, se servían de él como excusa para no hacer la revolución. Las reformas y mejoras que pedían los socialistas les parecían migajas comparadas con la promesa de un futuro sin Estado. El sueño del movimiento obrero, la jornada de ocho horas, les resultaba indiferente: «Ocho horas de trabajo para el patrón son ocho horas de más». Les seducía por la idea de Bakunin de que no había que esperar a que llegase la revolución: había que prender la mecha, y la indignación general estallaría por sí sola.

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El asesinato de Cánovas del Castillo conmocionó a la opinión pública mundial.

Según se acercaba el año 1900, cierto milenarismo se apoderó de los anarquistas. El mundo estaba progresando y el siglo había protagonizado enormes descubrimientos; ¿por qué no iba a encaminarse hacia ese horizonte ideal que llevaban en sus corazones? Piotr Kropotkin se mostraba igual de ilusionado: paseaba por Londres y veía cada vez más museos gratuitos y parques públicos; leía el periódico y comprobaba cómo surgían organizaciones de solidaridad internacional como la Cruz Roja. Salía a tomar una cerveza y se encontraba con miembros de nuevos sindicatos. El ser humano, no cabía duda, se dirigía a ese paraíso terrenal que iba a ser el comunismo libertario. Así que, ¿por qué no propinarle un empujón?

La celebración del Primero de Mayo de 1891 se tiñó de sangre en Francia. La policía abrió fuego contra una manifestación por la jornada de ocho horas en Fourmies, matando a nueve personas; en Clichy se arrestó y se golpeó brutalmente a tres anarquistas, que fueron juzgados por causar incidentes en otra manifestación, siendo condenados dos de ellos a penas de cárcel. François Claudius Koënigstein, conocido como Ravachol, militante anarquista de treinta y dos años, decidió pasar a la acción en respuesta.

Su infancia había sido desdichada y nunca conoció otra situación en la vida que no fuera la pobreza desesperada, así que tenía poco que perder. Fabricó unas bombas caseras y las colocó en la casa del juez que presidió el juicio, Léon Bulot, y del fiscal de la corte. La explosión no causó heridos y Ravachol fue detenido gracias a un informante. En la cárcel se descubrió su implicación en otros asesinatos, donde Ravachol reconoció de forma siniestra: «¿Veis esta mano? Ha quitado la vida a más burgueses que los dedos que hay en ella». El implacable Ravachol fue condenado a muerte. Antes de enfrentar su destino, se negó a aceptar los servicios de un sacerdote: «Vuestro Cristo no me importa una mierda. Si me lo muestras, le escupiré en la cabeza». Intentó gritar: «¡Vive la révolution!», pero la navaja de la guillotina fue más rápida que su voz.

La venganza no se hizo esperar. El día antes de que empezara el juicio a Ravachol, sus compañeros ya habían puesto una bomba en el restaurante Very, donde trabajaba Lherot, el camarero que le había delatado a la policía y que llevaba desde entonces relatando una y otra vez su hazaña a la prensa. La explosión no pilló a Lherot, pero sí mató a su hermano.

Kropotkin había dicho alguna vez que un solo hecho era mejor propaganda que mil panfletos. A partir de 1890, algunos de los seguidores del anarquismo decidieron imitar a Ravachol y sus compañeros, ponerse manos a la obra y empezar a difundir este tipo de «propaganda por el hecho». En noviembre de 1892, un anarquista puso una bomba destinada a hacer volar por los aires las oficinas de la odiada compañía de minas de Carmaux. Cuatro policías murieron intentando desactivarla. Auguste Valliant lanzó una bomba en el congreso de los diputados francés y, aunque no logró matar a nadie, fue condenado a muerte: se usaba por primera vez en el siglo XIX la pena capital sin que el penado hubiera quitado la vida a nadie. En retribución por los asesinatos y torturas de varios anarquistas en Jerez de la Frontera, el anarquista español Paulino Pallás atentó contra la vida del general Martínez Campos. Sus dos bombas mataron a un caballo, a un soldado y a cinco paseantes, pero no a su objetivo. En Barcelona, la siguiente venganza cambió por primera vez de objetivo: la bomba en el Liceo, el 8 de noviembre de 1893, segó las vidas de veinte personas que no tenían ningún cargo político, ni eran parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Un año después, en febrero de 1894, Émile Henry atentó contra el Café Terminus, matando a una persona e hiriendo a veinte. Cuando le detuvieron, Henry explicó que el objetivo de los atentados anarquistas debía ser esa masa de pequeños burgueses más reaccionarios que sus amos, que odiaban a los pobres y se aliaban con los fuertes; esa gente que, según su opinión, se estaba convirtiendo en el mayor obstáculo para la revolución.

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Así quedó el Café Terminus después de que estallaran las bombas de Henry.

Cundió el pánico. Los atentados anarquistas siempre habían causado miedo entre aquellos que temían verse cerca de uno de sus objetivos, y por esta razón algunos propietarios echaron a sus inquilinos si estos eran policías. Pero esta nueva tendencia hizo que nadie se sintiera seguro. Los gobiernos reaccionaron: en Gran Bretaña, que había sido el refugio de los exiliados políticos, se aprobó una ley por la cual no se permitían más mítines anarquistas, y en Francia las «leyes aceleradas» convirtieron en un crimen hacer apología de actos terroristas o asociarse para cometerlos, y como consecuencia se cerró el periódico La Révolte.

Fue entonces cuando algunos anarquistas decidieron apuntar a la cabeza del Estado. A puñaladas acabó con la vida del primer ministro francés, Sadi Carnot, el anarquista italiano Sante Geronimo Caserio en 1894. Cánovas del Castillo, como hemos visto, cayó en 1897. Un año después, la emperatriz Isabel de Baviera, conocida como Sissi, fue asesinada con un fino estilete casero mientras daba un paseo por el lago Lemán de Ginebra. Al rey italiano Humberto I de Saboya le intentaron asesinar en 1897, a lo que respondió, muy filosóficamente, que esos eran los gajes de su oficio. Después, Gaetano Bresci tendría más suerte, y mataría al monarca de cuatro disparos en 1900. Incluso un presidente estadounidense, William McKinley, perdió su vida a manos de un anarquista, León Czolgosz. Para justificarse, Czolgosz adujo que su víctima era un enemigo de la clase obrera.

Estados Unidos condenó a León a morir en un nuevo y flamante invento: la silla eléctrica, que apareció en 1889. Apenas se disipó el humo que acompañó la ejecución, el Congreso discutió la aprobación de medidas que cortaran de raíz el problema anarquista y, en 1903, aprobó una ley de inmigración que prohibía la entrada a personas que difundieran la oposición a todo tipo de gobierno organizado.

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Luigi Lucheni fue fotografiado con esta mueca de satisfacción justo después de haber asesinado a la emperatriz Sissi.

El prolífico pastor Lyman Abbott respondió que el odio a la ley y al gobierno provenía de que la ley y el gobierno operaban de manera injusta.

Con el asesinato de McKinley se acabó la «propaganda por el hecho» en Estados Unidos y en casi toda Europa. Los anarquistas partidarios de la acción directa estaban empezando a darse cuenta de aquello en lo que ya había caído Kropotkin: las instituciones, con sus raíces centenarias, no se podían destruir con unos cuantos kilos de dinamita. Sin embargo, la lucha sindical estaba consiguiendo mejoras inmediatas a través de reformas. Así, el anarcosindicalismo ganó mucha fuerza entre 1905 y 1914, y las pistolas y la dinamita dejaron de utilizarse para abrir el camino a ese mundo de justicia y libertad con el que soñaban los anarquistas.

La excepción fueron dos países europeos, dos países en los que la situación de los trabajadores era tan desesperada y la posibilidad de reformas tan lejana, que había mucha gente dispuesta a todo. España y Rusia fueron los países en los que más caló la idea cruda del terrorismo anarquista. Bakunin creía que la revolución estaba más cerca en estas zonas atrasadas que en los lugares donde el capitalismo se había desarrollado intensamente, y la historia acabó dándole la razón. La «propaganda por el hecho» siguió sembrando víctimas en ambas naciones, donde la situación para muchos era desesperada.

En España el anarquismo había logrado unir a los trabajadores industriales más adelantados con el proletariado rural más atrasado. El Estado resultaba una maquinaria algo obsoleta que no podía cubrir adecuadamente cada rincón del territorio y su actitud paranoica ante cualquier tipo de discurso social desde los tiempos de la insurrección de los cantones de 1873, desembocaba en una política de fieros zarpazos y tímidas reformas que sólo sirvió para hacer ganar fuerza a los elementos más extremistas y violentos. Así, los anarcoterroristas dejaron un reguero continuo de víctimas hasta su conversión al sindicalismo en 1910.

Las víctimas fueron muy variadas ya que, a fin de cuentas, la bomba Orsini no era el método más preciso para quitarle la vida a nadie, pero su lista negra incluyó figuras de renombre. El día de la boda del rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia de Battenberg, en 1906, un anarcoterrorista lanzó un explosivo camuflado en un ramo de flores contra el carruaje real. El vestido de la novia se tiñó de sangre, pero no era la suya sino la de las veinticinco personas que murieron por la explosión. El momento está inmortalizado en una famosa fotografía de la época. Aparte de Cánovas del Castillo, otro presidente del gobierno, Canalejas, fue acribillado a bocajarro en 1912 mientras curioseaba la prensa en la madrileña Puerta del Sol.

En Rusia la situación era peor si cabe. El ochenta por ciento de su población vivía en el campo, con una mayoría de campesinos que rozaba la pobreza. Los campesinos ricos eran sólo un doce por ciento de la población, y el proletariado industrial era mínimo: tres millones de personas en una población de ciento treinta millones. No obstante, estaba muy concentrado: el 54% trabajaba en fábricas de quinientos trabajadores, cuando en el resto de Europa y Estados Unidos el porcentaje de concentración era mucho menor. El sistema político ruso era completamente cerrado: el zar era un monarca absoluto, que gobernaba apoyado en una burocracia muy efectiva y un aparato represivo muy duro. Sólo después de la revolución de 1905 hubo una cierta apertura, con la inauguración de un parlamento, la duma, que tenía muy poca influencia política. Como en el caso de Alemania, era el zar el que elegía a los ministros, y no los diputados de la Duma. Además, el zar se reservaba el poder de cancelarla y convocar nuevas elecciones cuando desease.

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El atentado de Mateo Morral contra el Liceo de Barcelona en 1893 dio la vuelta al mundo. Casi diez años después, la violencia anarquista continuaba en España.

La teoría marxista no se aplicaba bien a Rusia. Si, como afirmaba el socialista Gueorgui Plejanov, había que esperar a que se desarrollara el capitalismo para que hubiera una revolución, quedaban décadas por delante. Lenin veía todo esto absurdo. Rusia era tan distinta que había que aplicar la teoría de Marx de manera diferente. Un partido de masas era imposible en la autocrática Rusia, por lo que era mucho más útil mantener un núcleo ideológico bien entrenado, una vanguardia obrera clandestina que fuera insuflando conciencia obrera al proletariado y que, llegada la hora, liderara la revolución. Sus partidarios, los bolcheviques, se acabaron imponiendo en el partido socialdemócrata.

Pero otros muchos revolucionarios preferían la acción directa. El propio hermano de Lenin había sido ejecutado por intentar asesinar al zar Alejandro III en 1887, cuando el futuro líder bolchevique era muy joven. La represión que siguió fue tan brutal que los grupos revolucionarios rusos no pudieron volver a actuar hasta la llegada del nuevo siglo. No eran anarquistas, pero seguían su método de la «propaganda por el hecho» porque creían que era la única forma de despertar la insurrección general. Entre 1901 y 1904, estos grupos asesinaron al ministro de Educación, Nikolay Bogolepov, al de Interior, Dimitri Sipiagin, que dirigía la temible policía secreta, al gobernador de Ufa, Nikolay Bogdanovitch, y al siguiente ministro del Interior, Wenzel von Plehve. En venganza por la matanza de miles de manifestantes pacíficos que en enero de 1905 se habían acercado al Palacio de Invierno a pedir una constitución al zar, el revolucionario Ivan Kaliev lanzó una bomba contra el carruaje del gobernador de Moscú, el gran duque Sergei, que fue desintegrado por la explosión.

Muchos de estos revolucionarios quisieron ver en la revolución de octubre de 1905 la prueba de que la chispa había acabado avivando las llamas de la ira popular. Desde luego, así lo parecía. Una oleada de huelgas suicidas, combinada con la derrota de las tropas zaristas frente a las bayonetas de Japón, produjo una vorágine de barricadas, motines navales y algún atentado que otro. Las fuerzas revolucionarias de Rusia mostraban su músculo por primera vez y con fuerza, pero carecían de coordinación y liderazgo. Las victorias de la revolución se apagaron rápido, y la tremenda represión que siguió volvió a dejar temblando a todos aquellos grupos que apoyaban la insurrección.

La última víctima fue Piotr Stolypin, un ministro de Interior que había intentado implantar reformas mientras manejaba con mano dura a la oposición, una mano tan dura que la soga de los ahorcamientos empezó a conocerse como la corbata de Stolypin. Un disparo del radical Dmitri Bogrov en la Ópera puso fin a su vida. Su política había fracasado mucho antes: al contrario que el resto de estados europeos, no había sabido encontrar el equilibrio perfecto entre la represión y las concesiones y los sectores conservadores se habían enemistado tanto con él que se ha llegado a dudar de la implicación de la propia policía secreta en su asesinato.

§. El palo y la zanahoria
Al hábil y calculador canciller alemán, Otto von Bismarck, se le había ocurrido una idea. Era difícil que la situación política se le fuera de las manos, porque el Parlamento alemán, elegido por sufragio universal, en realidad no pintaba nada en las decisiones del Gobierno. Pero en el ambiente de cada vez mayor competición internacional, lo más deseable era tener unos ciudadanos leales a la patria. Y mientras, el partido socialista no paraba de ganar apoyos insistiendo en que la clase era la única patria de los trabajadores.

El canciller sabía qué hacer. «Es una política conservadora que tiene como fin alentar entre las clases desposeídas la opinión de que el Estado no sólo es necesario —proclamó en el Reichstag en 1884—, también es benéfico». Luego añadió que, si no hubiera habido un partido socialista, ni mucha gente asustada con ese partido, no estarían hablando de ese tema.

Con el discurso de Bismarck se inauguraron diez años de reformas sociales. Lo primero fue un seguro de enfermedad para obreros industriales, que se extendió a los trabajadores de la agricultura y a los de los transportes años después. Le siguieron una ley de accidentes de trabajo cubierta por los patronos y un seguro de vejez pagado por el patrono, el estado y el empleado para aquellos que, habiendo cumplido los setenta años y trabajado cuarenta y siete, no superaran los dos mil marcos. Después de que Bismarck abandonara la política forzado por el káiser Guillermo II, se aprobaron más medidas sociales: en 1891 se estableció la jornada laboral de once horas, reducida a diez para las mujeres y los niños, y en 1895 se introdujo un impuesto progresivo sobre la renta.

Alemania no fue el primer país en introducir estas medidas. Antes, algunos países habían aprobado leyes que atendían algún tipo de prestación, como la belga de 1844 o la italiana de 1861, con un sistema de jubilación reducido. Pero el sistema alemán fue el más extenso: ni en Francia ni en Gran Bretaña se aprobaron tantas medidas en un espacio de tiempo tan corto. Pero pronto siguieron su estela, como también hicieron otros países europeos.

Así, para finales de la Belle Époque, trece países europeos habían introducido seguros de accidente, enfermedad y vejez que, en total, cubrían al dieciocho por ciento de la población activa. Pero las medias son siempre traicioneras, y esconden las diferencias: mientras Alemania cubría al cuarenta y tres por ciento, Suecia, Gran Bretaña y Dinamarca estaban por encima del treinta por ciento, y el resto de países por debajo del veinte por ciento. Unos porcentajes que podrían hablar por sí solos. Ni siquiera el país más avanzado en esta materia llegaba al cincuenta por ciento de sus trabajadores. Por otro lado, en muchas ocasiones las leyes acababan en papel mojado. Ocurrió en el caso de Italia, que prohibió la mano de obra infantil en 1866 pero que en 1902 aún tenía niños trabajando en las minas. O en el de Austria-Hungría, que había aprobado una legislación fabril muy avanzada que raramente se cumplía.

Sin embargo, aunque no afectaran directamente a las vidas de muchos trabajadores, estas reformas tuvieron dos repercusiones importantes; mejoraron las condiciones de parte de la clase trabajadora, que ahora tenía un ejemplo al que aspirar, y demostraron que se podía conseguir mucho de los estados.

Por eso la conflictividad obrera no sólo no descendió en esta etapa, sino que aumentó. En Gran Bretaña se organizaron mil quinientas huelgas sólo en el año 1913, en Alemania hubo veintiséis mil entre 1890 y 1910, y Francia y España iban a una media de mil quinientas al año entre 1900 y 1914.

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Las huelgas se convirtieron en algo cotidiano entre 1890 y 1914. Las de mineros, como estos británicos, eran las que más temían los gobiernos.

La gran mayoría de estos episodios fueron pacíficos y estuvieron centrados en conseguir mejoras concretas. Los estados, poco dispuestos a perder el control de la situación, en ocasiones reaccionaron con dureza. Por ejemplo, durante la huelga de mineros de 1906, el gobierno francés mandó a nada menos que 95 000 soldados para mantener el orden y arrestar a sus líderes. En Italia, el ejército mató a varios mineros que estaban manifestándose en la ciudad de Buggerru, provocando la huelga general de 1904 que se extendió a otros muchos países europeos.

A pesar de la política del palo y la zanahoria que utilizaron los gobiernos, el movimiento obrero continuó creciendo a lo largo de esta etapa. Muchos trabajadores mantuvieron la esperanza de que, algún día, el mundo sería suyo, ya que —no debemos olvidarlo— la historia estaba de su lado. Los que no, al menos sabían que el cambio social y político era posible: lo habían vivido en primera persona durante la Belle Époque.

Capítulo 7
La pistola de madame Caillaux

Contenido:
§. ¿Una sociedad violenta?
§. El apogeo del uniforme
§. Unidos por la paz

Hileras e hileras de trabajadores recorrían las oscuras calles de Londres en plena madrugada para empezar su jornada laboral. El trabajo en los mercados y fábricas comenzaba mucho antes de que amaneciera, y llegar tarde era muy peligroso para sus empleados. El carretero Charles Allen Lechmere no quería arriesgarse a perder el empleo que le daba de comer, así que a las cuatro menos veinte de la mañana ya estaba empujando su carro rumbo al trabajo, como todas las noches. Pero algo ocurrió en esa ocasión que la diferenció de todas las demás. Era el 31 de agosto de 1888, y Charles pasaba por Buck’s Row cuando un gran bulto en la entrada de un establo llamó su atención. La zona no estaba bien iluminada, así que hasta que no se acercó no se dio cuenta de que el bulto era en realidad una mujer tirada en el suelo. Justo entonces apareció uno de sus compañeros, Robert Paul, que dejó su carro y se acercó al cuerpo junto a él. Su postura no era la de una persona dormida; ambos temieron que la mujer estuviera inconsciente, o peor, muerta. En cualquier caso, había que avisar a la policía. Charles y Robert fueron en busca de un agente, le contaron lo que acababan de ver y continuaron su camino al trabajo. Ocurriera lo que ocurriera, no podían arriesgarse a llegar tarde.

Los agentes de policía lo constataron: la mujer estaba muerta. El cirujano calculó que Mary Ann Nichols había perdido la vida tan sólo media hora antes. La causa de la muerte ponía los pelos de punta: alguien había rajado la garganta de Mary Ann de lado a lado y su abdomen estaba abierto de arriba a abajo con una incisión profunda y violenta. La sangre brota a borbotones en ese tipo de heridas; si en la zona en la que apareció el cadáver de la desdichada víctima sólo había una pequeña cantidad, era porque el asesinato se tenía que haber cometido en otro lugar.

No se consiguió descubrir al misterioso autor del terrible asesinato. Mary Ann fue enterrada sin que se hubiera hecho justicia, como otras muchas personas cuyo asesino nunca sería descubierto. Apenas dos días después del entierro, apareció un nuevo cadáver. Otra mujer, Annie Chapman, había sido brutalmente asesinada. Su cadáver revelaba una horrible coincidencia: le habían infligido las mismas terribles heridas que a Mary Ann, pero a Annie también le habían extirpado el útero. Los investigadores concluyeron que ambas mujeres habían sido víctimas del mismo cuchillo. Un asesino en serie andaba suelto por el oscuro y maloliente East End de Londres.

Mientras la policía emprendía la búsqueda del culpable, los violentos crímenes saltaron a la prensa. Eran los primeros años de la prensa como medio de comunicación de masas, y ya se sabía que explotar los asesinatos, violaciones y otros abominables delitos subía las ventas como la espuma.

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La carta que el supuesto Jack el Destripador enviaba «desde el infierno» sigue helando la sangre más de cien años después.

Algún periódico incluso se atrevió a señalar al presunto culpable, John Pizer, un judío polaco que acabó siendo puesto en libertad por falta de pruebas e indemnizado por el periódico.

Los asesinatos continuaron. Las crónicas también. Aparecieron los cadáveres brutalmente mutilados de Elizabeth Stride y Catherine Edowes, mientras las redacciones de los periódicos recibían cientos de cartas supuestamente escritas por el resbaladizo y salvaje asesino. El 27 de septiembre, la Agencia Central de Noticias recibió una firmada por quien se presentaba como Jack el Destripador. Poco después, George Lusk, el presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel abrió con horror un paquete que chorreaba sangre. Un pedazo de riñón la había manchado entera, pero se podía leer perfectamente el tétrico mensaje de la carta que lo acompañaba: «Te envío la mitad del riñón que cogí de una mujer, la otra mitad la cociné y me la comí, y estaba deliciosa». La carta, decían sus temblorosas letras rojas, estaba escrita «desde el infierno».

En todos los corrillos, la gente se preguntaba quién podría ser el asesino. Las madres prohibían a sus hijas salir de casa. Las personas que tenían que caminar por las oscuras calles de Londres andaban a paso rápido y, al más mínimo ruido, volvían la vista atrás, temerosas de descubrir a Jack en medio de la neblina, bajo la fantasmagórica luz de las farolas. Pero la vida seguía su curso. Los habitantes del East End trabajaban durante todo el día y salían a beber por las noches para ahogar sus penas. Mary Jane Kelly, una atractiva muchacha rubia de ojos azules se emborrachó a base de bien la noche del 8 de noviembre. La última vez que vieron a la joven Mary Kelly, eran las dos de la mañana y estaba acompañada por un misterioso hombre al que parecía conocer. Nadie se inquietó.

Sólo se pudo saber que el cadáver era de Mary cuando se apartaron las vísceras que habían esparcido por su cara. Esta vez, el asesino había tenido todo el tiempo del mundo para jugar con su cuchillo, y no lo había desaprovechado.

Mary Jane Kelly fue la última víctima del misterioso asesino de Whitechapel. «Atrapadme si podéis», había fanfarroneado en su carta, escrita desde el infierno. La verdad es que las autoridades nunca pudieron atraparle: jamás se descubrió su identidad. Pasó el tiempo y, poco a poco los londinenses dejaron de ver a Jack el Destripador en cada sombra.

La Belle Époque nació acompañada de la navaja de Jack. Cuando estaba a punto de terminar, otro crimen sacudió a la opinión pública. En marzo de 1914, Henriette Caillaux, la esposa de un político francés, había estado esperado pacientemente en la redacción de Le Figaro hasta que su director, Gaston Calmette, salió a atenderla. Su marido se había presentado ante el público como el gran defensor de un proyecto de reforma fiscal, pero había conspirado en secreto para derrumbarlo, y Calmette había publicado la historia en su periódico. Madame Caillaux apenas cruzó unas palabras con Calmette cuando sacó las manos de su manguito de piel negro y le descerrajó seis tiros con la pistola Browning que tenía oculta.

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Henriette Caillaux salió indemne del juicio por el asesinato que, obviamente, había cometido explotando su condición de mujer. La sociedad de la época no podía concebir que las mujeres pudieran ser asesinas a sangre fría.

Calmette murió seis horas después. En el juicio que se celebró por su asesinato, Henriette Caillaux fue absuelta. Su abogado utilizó un argumento que tuvo mucho éxito: el débil corazón femenino de Madame Caillaux no había podido controlar los intensos sentimientos de odio hacia Calmette por dañar la reputación de su marido, a quien tanto amaba.

Sin embargo, muchos se sorprendieron de que una mujer hubiera sido capaz de cometer tal crimen. Además, si echaban la vista atrás, se acordaban de los terribles asesinatos del Destripador en Londres y de todos los demás crímenes violentos que habían tenido lugar entre medias, de los que se habían enterado leyendo el periódico. Parecía que la conclusión estaba clara: el mundo se había vuelto un lugar más violento y peligroso.

§. ¿Una sociedad violenta?
Los criminales eran, según los pensadores del siglo XIX, personas que se habían echado a perder, quizá por falta de educación o por haber llevado una vida disipada, que podían ser recuperadas para la civilización. Podían volver al redil de los buenos ciudadanos, porque su inclinación al mal la habían adquirido a lo largo de su vida. No habían nacido ya criminales. Muchos de los reformistas que abogaron por mejorar las condiciones de las ciudades, como Henry Mayhew, defendían esta idea.

La fascinación por la evolución, por los genes y la raza dio al traste con esta explicación. Cada vez más decididos a encontrar una explicación científica al crimen, filósofos, psicólogos, médicos y abogados tiraron de los conceptos que entonces estaban de moda. La criminología nació en la Belle Époque, porque cada vez había más personas interesadas en estudiar el crimen. Pero nació contaminada de darwinismo social, de ideas sobre la herencia de los malos comportamientos y la degeneración de la raza.

Morel y Lucas fueron de los primeros en ver el comportamiento criminal como algo que se podía heredar. Era el principio de la teoría de la degeneración: una vida de sexo disipado y mucha bebida estropeaba no sólo al que la llevaba, también a su descendencia.

Entonces llegó el italiano que inauguró la criminología dedicando su vida a estudiar qué distinguía a los delincuentes de las personas normales. Cesare Lombroso estaba convencido de que la evolución podía dar marcha atrás; si las personas con mala conducta se reproducían, sus hijos serían fácilmente delincuentes. Las pruebas que delataban que uno era un delincuente se podían encontrar no sólo en su comportamiento, también en su apariencia física. Lombroso creyó descubrir que la forma del cráneo, las líneas de la palma de la mano, los niveles de presión arterial, la longitud del segundo dedo del pie o el tamaño de la nuez de Adán mostraban estos retrocesos de la evolución humana y eran claros indicativos de la criminalidad de un individuo.

Hoy pueden parecernos ridículas, pero las ideas de Lombroso circularon por toda la sociedad occidental con mucho éxito. Psicólogos como el alemán Paul Nacke quedaron convencidos de que la piscina hereditaria estaba tan contaminada que todas las personas podían convertirse en criminales dependiendo de su entorno.

Eso parecía explicar a la perfección los continuos y terribles crímenes que dejaban horrorizada a la sociedad de la Belle Époque. La raza occidental estaba tan degenerada que había más criminales que nunca. En Francia, la banda de los apaches, unos peligrosos delincuentes juveniles, se hacía cada día más grande, según afirmaba Le Petit Journal. Sangrientos asesinos sembraban el pánico en los suburbios de Londres. Toda Europa temblaba ante las pistolas y la dinamita de los anarcoterroristas. Los crímenes pasionales parecían aumentar exponencialmente con los divorcios. «Nunca antes el cuchillo, el ácido y el revólver han servido tan frecuentemente al rencor de las esposas», dijo Charles Turgeon. A ojos de los criminólogos, era la vida moderna y el ambiente viciado de la ciudad los que expandían la degeneración y, por tanto, multiplicaban la criminalidad.

Sin embargo, los datos no apoyaban estas ideas. Lo sabemos gracias al trabajo del criminólogo estadounidense Arthur McDonald, que comparó las estadísticas oficiales de crimen de los países europeos. Vio algo que coincidía con lo que había pasado siempre: en los años de buenas cosechas y temperaturas hay menos crímenes contra la propiedad, pero aumentan los ataques a las personas, mientras que el frío y la escasez hacían que los crímenes contra la propiedad se incrementaran, a la par que disminuyen los cometidos contra personas. Una buena cosecha de uva y, por tanto, un vino abundante y barato, nublaba el juicio y llevaba a más asaltos y lesiones. Nada que no se llevara siglos sospechando. Pero es que, además, los datos mostraban que, en Francia, los crímenes más serios habían disminuido entre 1880 y 1900, y que sólo habían aumentado los pequeños, aquellos que no eran considerados crímenes sino ofensas. En Gran Bretaña, de hecho, habían descendido notablemente y, aunque habían aumentado las personas encarceladas en Alemania, se incluían entre los motivos ofensas al emperador, resistencia a la autoridad o crímenes contra la decencia pública, los cuales, en general, no eran violentos. Entonces, ¿por qué tenían la impresión los europeos del fin de siglo de que vivían en una sociedad mucho más violenta que la de sus padres?

Primero, porque la policía era mucho más eficiente. Los policías de la Belle Époque poco tenían que ver con sus predecesores. Eran más, lo cual es siempre una ayuda, y tenían mejores medios: podían llegar al lugar de los hechos montados en los veloces vehículos nuevos, identificar a los criminales gracias a fotografías —y desde 1890 con las huellas dactilares— y se comunicaban con sus compañeros dentro y fuera de sus jurisdicciones con una facilidad antes inimaginable.

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Los periódicos franceses advertían del crecimiento arrollador de la banda de los apaches. Sus fuentes de información, sin embargo, no eran muy sólidas…

Después de haber cometido un asesinato, el doctor Crippen y su amante, Ethel le Neve, fueron atrapados en plena huida porque el capitán del SS Montrose les reconoció y aviso a Scotland Yard vía telégrafo sin hilos en 1910. Pero en lugar de creer que la policía estaba atrapando más criminales porque funcionaba mejor, la gente estaba convencida, simplemente, de que había más criminales.

Además, ahí estaba la prensa. Se había convertido, como en muchos otros negocios, en uno que vendía un producto barato, pero que por eso mismo tenía que vender más. Para vender más, para convertirse en medios de masas, los periódicos multiplicaron el espacio dedicado al deporte y al crimen. Desde 1860, cada vez había más crónicas de sucesos, e incluso nacieron publicaciones especializadas en el crimen. Para 1900, el doce por ciento de las páginas del Petit Journal, el diario más vendido de Francia, estaba dedicado a los sucesos. Mientras, algunos periodistas añadieron a su papel de reporteros el de investigadores: desgranaban los casos para sus lectores, analizaban detalladamente las pruebas y lanzaban sus propias explicaciones. En muchos casos se equivocaban, pero ¿qué más daba? Miles de lectores contenían el aliento mientras leían todos los escabrosos detalles del último asesinato múltiple. Las críticas de periódicos como el satírico L’Assiette du Beurre a este sensacionalismo caían en saco roto.

Además, ahora una persona en Lyon podía estremecerse con las fotos de las víctimas de Jack, y un aristócrata alemán podía alucinar con los extremos a los que llegaban las mujeres como Henriette Caillaux cuando se dejaban llevar por las emociones. Gracias al avance de las comunicaciones, los periódicos tenían información internacional en tiempo real.

Las personas se sentían especialmente atraídas por los acontecimientos impregnados de valores grandilocuentes: pasión, honor, violencia… Los tradicionales duelos reunían todos los ingredientes para atrapar la atención de la sociedad. Entre 1900 y 1914 hubo muchos más duelos que en los treinta años anteriores, pero había un cambio fundamental. Aunque los duelistas llevaban preparado el testamento por si perdían y el plan de fuga por si ganaban, la mayoría de estos enfrentamientos por honor paraban las estocadas a la primera sangre. Si se utilizaban pistolas, hacía tiempo que se tendía a usar munición no letal.

Naturalmente, el escándalo que acompañaba a un duelo entre dos personajes famosos ocultaba este importante dato. Los franceses se quedaron boquiabiertos de admiración cuando el político radical Georges Clemenceau se batió en duelo con el derechista Paul Deroulède por el escándalo de Panamá y con Édouard Drumont por el asunto Dreyfus. Todos los ojos estaban puestos en el escritor Tommaso Marinetti, fundador del futurismo, porque retó a duelo a uno de sus críticos, Charles Henri Hirsch. Pero el bullicio era tremendo cuando, contraviniendo todas las normas, las protagonistas del duelo eran mujeres. Marie-Rose Astié de Valsayre, una famosa feminista que había pedido a la Asamblea Francesa que retirara la prohibición de llevar pantalones a las mujeres, se batió con miss Shelby en 1886. Miss Shelby se había atrevido a decir que las médicos estadounidenses eran mucho mejores que las francesas y, cuando Astié de Valsayre la contradijo, miss Shelby le contestó con un sonoro «¡Idiota!». Para limpiar su honor y el de su país, Astié de Valsayre citó a la estadounidense en el simbólico lugar de Waterloo, y ambas chocaron sus espadas hasta que miss Shelby fue levemente herida en un brazo y se excusó ante su oponente. La prensa enloqueció y el asunto no se quedó dentro de las fronteras francesas. Tanto el The Daily Telegraph de Londres como el The New York Times publicaron la impactante noticia, y es que los duelos femeninos no eran un asunto nada común: la feminista Caroline Rémy de Guebhard, mucho más conservadora en este aspecto, mandaba a su marido a pelear por ella cuando alguien la ofendía.

Noticias escandalosas aparte, todo parece indicar que la sociedad de la Belle Époque estaba más sensibilizada ante la violencia. La sociedad preindustrial era una sociedad cruel en la que se veían como algo normal los crímenes por honor, las agresiones del marido a la mujer y las de los padres a los hijos. Las capas y capas de ropa que protegían a la gente del frío en sus casas sin calefacción también resultaban muy útiles como escudos ante los cuchillos y puñales. La violencia física se consideraba algo natural.

Pero según avanzó el siglo XIX, llegó un momento en el que casi todas las personas pasaban en su infancia por la escuela, donde se les inculcaban valores ciudadanos. La expansión de la prensa y de la lectura en general ayudó a que estos valores descendieran de las clases altas y medias a las bajas. Además, el avance de la jurisdicción del Estado ayudó a que la gente dejara de tomarse la justicia por su mano y confiara en la policía y en los jueces locales cuando tenía un problema.

De hecho, en los lugares donde la administración pública era más débil, continuaron con fuerza las violentas formas de justicia popular. En Rusia se incendiaban las casas de los campesinos que habían ofendido a la comunidad, mientras que en Irlanda los whiteboys atacaban a los que estaban mejorando a expensas de sus vecinos. Pero, precisamente, el hecho de que estas formas violentas de solucionar los asuntos se restringieran a las zonas donde el Estado aún no había podido implantarse con fuerza nos indica que en el resto de lugares estaban retrocediendo, y que iban a seguir disminuyendo conforme avanzaba la administración pública.

La sociedad de la Belle Époque era, a pesar de las apariencias, una sociedad mucho más sensible hacia la violencia. A lo largo de estos años surgieron asociaciones y movimientos que hicieron suya la causa del prójimo, incluso cuando este se encontraba en las lejanas colonias.

Uno de ellos lo protagonizó Emily Hobhouse. Su familia parecía llevar la solidaridad en la sangre. Leonard Trelawny Hobhouse y su primo, Stephen Henry Hobhouse, dedicaron gran parte de sus vidas al activismo por la paz. Ambos educados en las instituciones más prestigiosas de Inglaterra, empezaron desde muy pronto a defender las libertades civiles. Emily Hobhouse mostró las mismas inclinaciones, pero no pudo dedicarse a defenderlas al mismo tiempo que sus familiares masculinos a pesar de ser la mayor de los tres. Mientras, su hermano Leonard se formaba en Oxford y se convertía en un fellow o miembro de Merton College, Emily cuidaba de su padre, un pastor anglicano bastante delicado de salud. Su madre había muerto cuando ella contaba con veinte años, dejando a Emily, como única mujer de la familia, responsable de las tareas que se asociaban con su sexo. Sólo cuando su padre murió, pudo Emily abandonar la casa y ponerse a viajar. Pronto se convirtió en una importante activista, y entre las causas que defendió con uñas y dientes estaba la de encontrar una solución pacífica a la guerra de los Bóeres. Se unió al comité de conciliación que se había fundado en Londres y empezó a hacer campaña por la paz.

Pero todo le parecía poco a Emily, así que en 1901, provista de una carta de recomendación, embarcó rumbo a Ciudad del Cabo decidida a interferir en la guerra. Su carta le abrió las puertas de la casa de Alfred Milner, astuto gobernador de los estados bóeres en nombre de su majestad, al que emboscó en un sofá después de la comida. Milner, avasallado, accedió a dejarle visitar los campos de concentración en los que estaban recluidos las mujeres y niños bóeres, en un gesto que a Emily le hizo pensar que, a pesar de que la gente decía que Milner no tenía corazón, ella había dado con los «atrofiados restos de uno». Lo más probable, sin embargo, es que Milner quisiera aparentar que no tenía nada que esconder. Pero lo tenía, como pudo comprobar una horrorizada Emily Hobhouse en su viaje.

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Emily Hobhouse, una persona que nació para ayudar a los demás.

Los campos estaban compuestos de tiendas repletas de personas malnutridas y enfermas que carecían hasta de sillas en las que sentarse. Cuando tenían sed, debían beber de fuentes contaminadas; cuando llovía, el campamento se inundaba por completo. Los británicos habían llevado a estas mujeres y niños tan rápido a su destino que muchos habían perdido a sus familias. Hobhouse vio con sus propios ojos como la gente moría masivamente de hambre. Inmediatamente, se puso manos a la obra para ayudar a estas personas, ordenando a los sorprendidos funcionarios británicos que repartieran las mantas, la leche y las cosas que había traído consigo. Descargó toda su rabia en cartas que envió a la prensa británica y, gracias a sus palabras, la opinión pública descubrió el horror que escondían estos campos de concentración.

Cinco meses después, tras haber recorrido la tétrica geografía de los campos, Hobhouse volvió a Inglaterra para continuar su labor de concienciación. Con el mismo ímpetu con el que había acorralado a Milner, consiguió reunirse con el Secretario de Estado para la Guerra y dedicó dos horas a contarle todo lo que había visto en Sudáfrica. Se enfrentó a los insultos, piedras e incluso sillas que le lanzaron los asistentes a las veintiséis reuniones públicas que organizó para hablar de la situación de los bóeres. Meses después, a pesar de los intentos de Milner por evitar que embarcara, Emily volvió a Ciudad del Cabo. Pero el gobernador había tenido suficiente; prohibió a Emily permanecer en Sudáfrica y le ordenó que montara en un barco de tropas que volvían a Inglaterra. La incansable Emily se negó rotundamente, hasta el punto de que un grupo de soldados tuvo que atarle las manos y cargarla a sus espaldas para cumplir las órdenes de Milner. En un gesto puramente victoriano, el coronel encargado de su arresto tapó los pies de la belicosa mujer para evitar que se vieran sus enaguas.

La ropa interior de Emily Hobhouse permaneció oculta, pero las vergüenzas del imperio británico quedaron expuestas. El clamor popular fue tal que el gobierno tuvo que nombrar a una comisión que estudiara las acusaciones hechas por Hobhouse. Encabezada por Millicent Fawcett, la comisión recorrió los campos de concentración entre agosto y octubre de 1901. Y sus conclusiones coincidieron punto por punto con las de su predecesora. El secretario colonial Joseph Chamberlain, que había descalificado la campaña de Hobhouse como el producto de la histeria de una solterona, ordenó a Milner la mejora inmediata de las condiciones de los campos de concentración. Las medidas higiénicas, el reparto de raciones de comida adecuadas y el envío de personal médico redujeron de manera decisiva la tasa de mortalidad. Pero ya era tarde para veintiocho mil personas, la mayoría mujeres y niños, que perdieron la vida en estos campos.

§. El apogeo del uniforme
William Ewart Gladstone nació con el siglo XIX y empezó a apagarse con su fin. Gladstone dedicó toda su vida a la política británica: empezó como miembro del Partido Conservador y se pasó al Liberal, fue ministro de Economía y tres veces primer ministro. El Grand Old Man, como se le llamaba cariñosamente, continuaba al pie del cañón de la política cuando ya era octogenario, y a los ochenta y dos años aceptó ser primer ministro por cuarta vez. Dos años después renunció, pero no a causa de que los males de la edad hubieran hecho presa de él, sino porque estaba radicalmente en contra de aumentar el presupuesto de la Armada. Ocupó su asiento de diputado, hasta que, con ochenta y cinco años, decidió retirarse definitivamente de la política.

El orgulloso Gladstone no quiso admitir que la edad le pesaba. Enfermo de cáncer y medio ciego, iba todos los días con su mujer a misa, concedía entrevistas a la prensa y recibía visita tras visita. Rozaba el mundo el 1900 y él agotaba sus últimos días de vida cuando le confesó a un amigo que, a pesar de que no podía predecir el futuro, cada vez le preocupaba más el crecimiento del «espantoso espíritu militar» que inflamaba a Europa. «Lo que domina su pensamiento es el jingoísmo, el extremismo patriótico (en el nombre del imperialismo) —anotó su antiguo secretario Edward Hamilton—, que está tan en boga hoy en día».

El gigante de la política británica murió en 1898. Le dio tiempo a diagnosticar cuál era el mayor de los peligros que se cernía sobre Europa, pero afortunadamente no fue testigo de cómo ese espíritu militar acababa con la vida de su nieto en las trincheras del norte de Francia poco más de quince años después.

El militarismo no era nada nuevo. En Alemania, formaba parte del aire que se respiraba; los nobles alemanes no se despegaban del uniforme nunca, que lucían siempre en público con la excepción del príncipe Günther Victor, a pesar de que aparezca uniformado en la foto con la que pasó a la posteridad. Cuando las tropas prusianas estaban preparándose para desfilar triunfales tras haber derrotado a Austria en 1866, se toparon con un problema: Otto von Bismarck, el flamante nuevo canciller, no era militar. Rápidamente se le nombró jefe de un regimiento para que pudiera presidir uniformado la marcha de la victoria. Y es que para los alemanes, los militares tenían un prestigio inigualable para el resto de la sociedad. Un militar era una figura que despertaba el respeto de sus compatriotas por allí donde pasaba. Si una mujer se encontraba en la acera con un hombre uniformado, era ella la que tenía que apartarse del camino para cederle el paso, lo que rompía con los códigos de caballerosidad de la época. Si uno se atrevía a insultar a un oficial, le procesarían por un delito de lesa majestad.

El káiser Guillermo II no podía estar más cómodo en este ambiente. Cuando entonó su primera proclama real, la dedicó «a mi ejército» y no «a mi pueblo», como había hecho su padre.

El hombre destinado a ser uno de los más poderosos del mundo nació con una deshonrosa discapacidad.

Su brazo izquierdo terminó paralizado a causa de un parto difícil y se quedó quince centímetros más corto que el derecho. Victoria, su madre, siempre se sintió culpable y forzó al pequeño Guillermo a hacer todo lo que se esperaba de los otros niños, a pesar de lo difícil que se lo ponía su brazo.

Con grandes esfuerzos, Guillermo consiguió montar a caballo, pero siempre necesitó ayuda para comer o vestirse.

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William Gladstone posando con su nieto y tocayo, William. Su padre murió muy joven, así que era el único heredero de los Gladstone.

Durante toda su vida trató de ocultar su maltrecho brazo: solía llevar guantes blancos que lo alargaban visualmente, y en las fotos posaba siempre tapando con el brazo bueno su brazo malo. Para compensar esta mancha en su virilidad, Guillermo se volvió impetuoso y bravucón, y desarrolló una pasión inacabable sobre todo lo militar. Cuando a los veintiún años se enroló en el Regimiento de Guardias de Postdam, sintió que por primera vez encontraba a su familia, a sus amigos y sus verdaderos intereses. En definitiva, el ejército le dio «todo aquello de lo que antes carecía». Desdeñaba a los ministros civiles y se rodeaba de asesores militares a los que apreciaba verdaderamente. Diseñaba uniformes y poseía una colección de hasta seiscientos de ellos, que elegía ponerse según el acto que presidiera o el país que visitara.

Guillermo II soñaba con una Alemania que se convirtiera en la potencia más poderosa del mundo, pero eso no le diferenciaba de otros líderes empeñados en llevar sus naciones a lo más alto. Lo que sí le distinguía de los demás era su tendencia a dejarse llevar por su espíritu belicoso cuando hablaba en público. Los asesores de prensa del emperador sabían que, cuando Guillermo II improvisaba un discurso, les tocaba correr detrás para arreglar el desaguisado. En 1900, tuvieron que mandar a la prensa una versión editada de la fiera arenga que había lanzado a las tropas alemanas que estaban a punto de embarcar en Bremerhaven rumbo a China para poner fin a la rebelión de los boxers, unos feroces insurrectos que habían puesto cerco a las embajadas en Pekín. Todo para evitar que se difundiera la parte en la que el crecido emperador decía:

Así como los hunos, hace mil años, bajo el caudillaje de Atila, adquirieron aquella fama merced a la cual les recuerda la historia, así tenéis que hacer que la palabra «alemán» sea recordada en China durante mil años, de forma que ningún chino vuelva a atreverse siquiera a mirar mal a un alemán.

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El káiser Guillermo II tenía todo un repertorio para posar ante las cámaras sin mostrar su brazo atrofiado.

El historiador Heinrich von Treitschke, sordo desde muy joven, era un político nacionalista convencido de la superioridad de Alemania. Difícilmente podía participar en debates, pero contaba con la pluma para transmitir sus ideas. Treitschke dedicó su vida a escribir la historia de Alemania en el siglo XIX; publicó el primer tomo en 1879, pero la muerte no le dejó ir más allá del volumen 17. La historia del siglo se quedó justo a la mitad, pero fue suficiente para que Heinrich von Treitschke defendiera vehementemente que la espada había sido la protagonista de la gloria de Alemania. Y si lo había sido en el pasado, debía continuar siéndolo en el futuro. Alemania nunca debería renunciar a la guerra si su interés nacional o su honor lo requerían, pero es que, además, tenía otras utilidades: era una fuente de patriotismo, de fuerza, para los ciudadanos de a pie. La paz era, según Treitschke, una situación estancada y decadente que no proporcionaba a la gente el impulso necesario para mejorar.

En los años finales de la Belle Époque, las ideas de Treitschke se habían reforzado. Un general prusiano, Friedrich von Bernhardi, quiso darle una aura científica a los argumentos del historiador. Aprovechando que estaba de moda en Europa, utilizó, como muchos otros, el darwinismo para explicar que la guerra era una verdadera necesidad biológica. La paz perpetua era decadente porque permitía a los más débiles sobrevivir; la guerra, eliminando a los más débiles y fortaleciendo a los más aptos, mejoraba la humanidad. El libro de Von Bernhardi, Alemania y la próxima guerra, fue un éxito. Los oficiales alemanes brindaban «por el día», y con ello se referían al día en que por fin entraran en guerra.

Poco diferenciaba a estos intelectuales y militares alemanes de los franceses, los rusos o los italianos. El escritor Romain Rolland clamó en 1898: «Preferiría dar mi vida en combate antes que aguantar esta calma y este soporífero estupor de nuestros días. ¡Que Dios me dé luchas, enemigos, todo el combate que pueda resistir!». En Francia, muchos sentían que se estaba acercando la hora de la revancha, el momento en el que se vengarían de la humillación sufrida bajo la bota alemana en los años setenta y recuperarían Alsacia y Lorena. En Italia surgió una corriente artística que era a la vez una declaración política. El extravagante Filippo Tommaso Marinetti, un poeta italiano nacido en Egipto, fundó en 1909 el movimiento futurista, que tenía como objetivo «glorificar la guerra, única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer».

Por todos los rincones de Europa surgieron organizaciones juveniles que preparaban a los muchachos para la guerra, en todos los países tomaron la palabra intelectuales defendiendo el militarismo y en todos los lugares se empezó a reverenciar el uniforme. Gran Bretaña, cuya cultura había sido esencialmente civil, también fue golpeada por la ola del espíritu militar. Los conservadores británicos ganaron las elecciones de 1900 utilizando un eslogan que caló en un electorado fuertemente influido por la guerra en Sudáfrica: «Cada escaño ganado por los liberales es un escaño ganado por los bóeres». Según avanzaron los años, en las islas británicas se extendió el miedo a la invasión alemana en caso de guerra; pero, si el ataque llegaba, el país tenía que estar preparado para repelerlo. El periodista Henry Nevinson, aunque luego se arrepintió tras ser testigo de la carnicería, proclamó que no le gustaría vivir en un mundo sin guerra.

La guerra pasó a ser la forma en la que recuperar los valores de la valentía y la virilidad que se estaban desdibujando en la sociedad industrial. Una forma de vengarse del poder de la máquina sobre el músculo, revalorizando el combate físico y glorificando el derramamiento de sangre en el campo de batalla.

El espíritu militar no fue sólo cosa de las élites. El ejército era una institución cada vez más importante en la vida de los ciudadanos. Excepto en Gran Bretaña y Estados Unidos, el resto de países adoptaron el servicio militar obligatorio. Hacer la mili se convirtió en un rito de paso para los hombres, una señal de que el niño era ya un adulto. El nacionalismo extendió en todas las clases sociales la idea de que la patria de uno debía salvaguardar su honor y expandir su poder fuera como fuera. Por otro lado, los valores militares se identificaron con los valores masculinos en un momento en el que estos parecían estar en riesgo. En tiempos en el que el resto de identidades tradicionales estaba desvaneciéndose poco a poco. Un hombre sin oficio ni beneficio que se uniera al ejército adquiría de repente valor social. Atraía a las mujeres, que antes ni le habrían mirado.

Otras muchas personas, sin embargo, no participaron en aquella ola de «espantoso espíritu militar» que tanto preocupó a Gladstone en sus últimos días.

§. Unidos por la paz
Bertha von Suttner nació en el seno de una familia aristocrática venida a menos. El resto de nobles rechazaban a sus padres, que se habían casado a pesar de la diferencia de estatus que había entre Franz von Wchinitz, descendiente de una de las familias nobles más importantes de Praga, y Sophie von Körner, la hija de un oficial de caballería. Entre ellos había una gran diferencia de edad, y Franz murió cuando su esposa, de treinta y cinco años, estaba embarazada de Bertha. Desde entonces, las penurias económicas fueron la norma en casa de Bertha; su madre no sabía gestionar bien el dinero y, para colmo de males, caía en el vicio de las apuestas una y otra vez.

Bertha era una mujer con una voluntad de hierro. Siendo muy joven, y a pesar de que con ello habría solucionado la situación económica de su familia, rechazó el compromiso con el rico periodista Gustav Heine von Geldern porque sintió verdadera repulsión cuando el hombre, treinta años mayor que ella, intentó besarla. Viendo que casarse por dinero no era lo suyo, Bertha intentó labrarse un futuro como cantante de ópera. Sin embargo, no había contado con un contratiempo fundamental: era ponerse delante del público y quedarse paralizada de miedo, lo que hoy conocemos como pánico escénico.

Resuelta a ganarse la vida de una manera o de otra, ya cumplidos los treinta años consiguió trabajo como acompañante de las cuatro hijas de Karl von Suttner. Las chicas le cogieron un enorme cariño, pero su hermano Arthur, el hijo mayor de Von Suttner, se enamoró localmente de ella. Bertha le correspondía, pero sabía que lo suyo era imposible: los von Suttner nunca aprobarían su matrimonio. Como ya estaba acostumbrada a hacer, cogió las riendas de su vida y cambió de rumbo. Respondió al anuncio que Alfred Nobel había colocado en los periódicos en busca de una secretaria personal, consiguió el empleo y se marchó a París. Entre Bertha y Alfred hubo un entendimiento instantáneo, quizás algo más, pero permanecieron como amigos el resto de sus vidas, principalmente porque pocas semanas después de haber empezado a trabajar para el inventor de la dinamita, Bertha volvió con Arthur y ambos se fugaron juntos después de casarse en secreto.

A los enamorados les rehuía el dinero. Se mudaron a Tiflis, la capital de Georgia, donde apenas llegaban a fin de mes con el dinero que Bertha ganaba escribiendo artículos periodísticos y con el que Arthur sacaba impartiendo sus clases de francés y equitación. Eso no impidió a Bertha convertir su casa en un hospital para acoger a los heridos del conflicto ruso-turco de finales de la década de 1870. Le habían impresionado profundamente los horrores de la guerra.

Convertida en una activista por la paz, Bertha pudo moverse mucho más cuando la familia de su marido les perdonó el matrimonio, diez años después de que se hubieran fugado juntos. En 1891, consiguió formar en Viena una rama de la Asociación Internacional de Arbitraje de Londres y, en su manifiesto de creación, Bertha escribió que la guerra era moralmente imposible porque los hombres estaban perdiendo su anterior brutalidad, y físicamente imposible porque las nuevas armas eran demasiado destructivas.

El movimiento pacifista estaba cobrando en la Belle Époque una gran importancia. Cada vez había más personas que creían que la etapa de progreso en la que estaban viviendo acabaría implicando el total destierro de la guerra. Cuando aparecía un nuevo invento, los más optimistas lo veían como un nuevo paso en el camino hacia la paz mundial. La creciente sensibilización de la sociedad hacia la violencia les parecía otro buen síntoma. «Durante quince años, entre 1890 y 1905 —escribió Julien Benda—, los hombres de mi generación de verdad creyeron en la paz». Influido por Bertha, y aterrado cuando las necrológicas del periódico confundieron la muerte de su hermano con la suya propia y le bautizaron Mercader de la Muerte, el gigante industrial Alfred Nobel se decidió a instaurar sus famosos premios, convencido de que conseguir la paz mundial sería cosa de treinta o treinta y cinco años.

Si se quería verlos, había muchos signos de que la causa de la paz avanzaba.

En 1888 se había formado una Unión Interparlamentaria en París con el propósito de juntar a diputados del todo el mundo para arbitrar los conflictos, que organizaba congresos cada año.

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La labor de Bertha von Suttner fue recompensada con un premio Nobel de la Paz en 1905.

Las asociaciones pacifistas crecían en todos los países; Alemania, el país del militarismo rampante, también acogía el movimiento por la paz más importante. El libro en el que Bertha von Suttner describió magistralmente la destrucción que traía consigo la guerra, Adiós a las armas, emocionó a millones de lectores y se convirtió en un auténtico superventas. Los partidarios del arbitraje estuvieron a punto de celebrar la firma de un tratado entre Estados Unidos y Gran Bretaña en 1897, comprometiéndose a arreglar sus desacuerdos por este método. Pero le faltaron tres votos a favor en el Senado estadounidense para poder ratificarse. A punto había estado de aprobarse, pensaron los más optimistas, así que el camino a seguir estaba claro.

Entonces, en agosto de 1898, el zar Nicolás II lanzó una llamada a todas las naciones del mundo para celebrar una conferencia de limitación de armamentos. El déspota ruso criticaba «el gasto de cientos de millones en adquirir terribles máquinas de destrucción, mientras la cultura, el progreso económico y la producción de riqueza quedan paralizadas». Aquellos que llevaban la causa de la paz en el corazón se emocionaron ante un gesto que creían puro y noble, pero en las cancillerías europeas hubo muchos recelos. ¿Por qué estaba interesada Rusia en esto?, se preguntaron los gobiernos de todas las naciones. Algún interés tenía que haber para querer poner freno a la carrera armamentística.

Los escépticos tenían razón. La iniciativa del zar escondía un motivo mucho más pragmático que la consecución de la paz mundial. Rusia se estaba quedando atrás en la competición por armarse hasta los dientes, y parar a los demás era su única manera de ganar tiempo. Además, a todos los países les pareció que era el peor momento para proponer una cosa así. Para Alemania, le daría la oportunidad a su rival, Gran Bretaña, para asentar definitivamente su poder. Para Gran Bretaña, Alemania podría coger impulso y adelantarse. Francia no quería dejar de prepararse para recuperar Alsacia y Lorena y limpiar su maltrecho honor nacional. Y Estados Unidos acababa de empezar a participar en las guerras de conquista más allá de su territorio, acribillando a conciencia las fuerzas de la decadente España. Nadie estaba dispuesto a dar ventaja a sus enemigos.

Viendo que el mundo titubeaba, Nicolás II lanzó una nueva circular en 1899. Y entonces, el movimiento pacifista se puso en marcha para presionar a sus respectivos gobiernos; no en vano la Belle Époque había demostrado que era posible hacerlo. El periodista británico William Stead estuvo entre los que quisieron asegurarse de que la conferencia se celebrara. Convencido de su capacidad por todo lo que había logrado en su campaña contra la prostitución infantil, Stead viajó por todo el mundo para entrevistarse con los principales líderes del momento. Ni el káiser Guillermo II, ni el rey de los belgas Leopoldo, ni el papa León XIII quisieron verle. Sólo le recibió el zar Nicolás, que le causó una muy buena impresión. Cegado por su entusiasmo, Stead quedó completamente convencido de las buenas intenciones del zar ruso, así que se dedicó en cuerpo y alma a hacer campaña por la paz. Miles de ciudadanos anónimos se unieron en su empeño: el Ministerio de Asuntos Exteriores británico recibió unas setecientas cincuenta resoluciones animando al Gobierno británico a unirse a la conferencia por la paz desde ayuntamientos y otras instituciones, pero también de grupos de personas que se habían juntado para discutir la cuestión.

El 18 de mayo de 1899, el día del cumpleaños del zar, comenzó la tan ansiada conferencia. Los ciento ocho escépticos delegados de veintiséis países se reunieron en la Casa de los Bosques de La Haya, un hermoso palacio con techos de ladrillo rojo y ventanas de un blanco roto. No sólo había diplomáticos; muchos observadores se habían trasladado a La Haya para contar al mundo qué salía de las negociaciones. «La conferencia ha traído aquí la escoria política de todo el mundo —escribió el embajador de Alemania en París, el conde Münster—; periodistas de la peor calaña como William Stead, judíos bautizados como Ivan Bloch y mujeres fanáticas del pacifismo como madame Von Suttner».

Conscientes de ser el centro de atención internacional, los delegados se pusieron a negociar. Poco se pudo sacar de las arduas discusiones. La moratoria en la fabricación de armas fue un fracaso, y sólo se pudo poner de acuerdo a todos los estados en la prohibición de la guerra aérea durante cinco años. Todos los delegados, excepto el de Estados Unidos, votaron a favor de restringir el uso de gases químicos.

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Los delegados que acudieron a la Conferencia de la Haya en 1899 no tenían ninguna fe en su misión.

La cuestión del Tribunal de Arbitraje, que era el corazón de la conferencia, fue de las más espinosas. Llegado un momento, se consiguió el acuerdo de todos los países excepto Alemania, a la que finalmente se presionó para aceptar. El káiser, sin embargo, afirmó que en la práctica iba a confiar sólo en Dios y en su afilada espada, y seguidamente dijo «cagarse» en todas las resoluciones de la conferencia. Los hábiles delegados alemanes tradujeron sus ásperos palabras al idioma algo más sutil de la diplomacia y todos se dispusieron a redactar el tratado de arbitraje. Parecía que habían salvado la situación y que podían mostrar al menos un resultado a la expectante opinión pública mundial, cuando los delegados estadounidenses anunciaron que no podían aprobar el artículo 27, que establecía que los signatarios debían considerar su deber recordar a los países en disputa la existencia del tribunal. En Estados Unidos esto se veía como la puerta a la interferencia de Europa en sus asuntos, que arrastraría a su país a los conflictos europeos. Sólo accedieron a firmar cuando se añadió una cláusula aclarando que los estadounidenses no estaban obligados a mezclarse en la política europea. Y la Convención del Arbitraje fue finalmente aprobada.

A pesar de ello, el resultado había sido totalmente decepcionante. «Fríos, fríos son todos los corazones. Fríos como la corriente que entra por las chirriantes ventanas —escribió Bertha von Suttner en su diario el día de la clausura—; estoy helada hasta el tuétano». Tres meses después, Gran Bretaña empezó la guerra de los bóeres; la historia parecía empeñada en demostrar a los pacifistas que sus anhelos eran imposibles.

Pero si algo tienen los idealistas convencidos es que no se desaniman fácilmente. Vieron el acercamiento entre Francia e Inglaterra sellado con la Entente de 1904 como un símbolo de que los países optarían poco a poco por la amistad en lugar de los enfrentamientos. En el mismo año, Inglaterra y Rusia, en lugar de ir a la guerra a causa del bombardeo accidental de un pesquero inglés por parte de navíos rusos, resolvieron el conflicto diplomático llevándolo ante el Tribunal de Arbitraje. Rusia pagó voluntariamente una compensación a los pescadores, y el conflicto se evitó. Y en 1905, Noruega se independizó de Suecia sin que se derramara una gota de sangre. Para colmo, los dos países firmaron un tratado de arbitraje. Todo parecía indicar que, por fin, el ser humano estaba abandonando su lado salvaje. El ímpetu pacifista ganó un nuevo impulso y, tras muchas presiones, se consiguió celebrar una nueva conferencia de paz en la Haya en 1907.

Fueron 44 naciones y 256 delegados los que participaron en esta segunda conferencia, muchos más que en la primera. Pero, ya desde el principio, se puso un límite a sus objetivos: las reticencias habían sido tantas que la cuestión del desarme ni siquiera se planteaba como parte de las discusiones. Poco se avanzó durante los cuatro meses que duró la conferencia: sobre todo, se establecieron reglas para la guerra, como en el uso de minas, en la guerra marina o la aérea. Pero se rechazó la idea de convertir el Tribunal de Arbitraje en una institución permanente; como había dicho el pensador estadounidense William James: «La guerra contra la guerra no va a ser un paseo de rosas». Los activistas de la paz tenían que consolarse y mirar con esperanzas a la siguiente reunión, que los delegados nacionales habían convenido en celebrar dentro de unos ocho años. Al fin y al cabo, ¿quién podía asegurar que no se fueran a lograr más avances en la futura conferencia de 1915?

Capítulo 8
Susurros en Whitehall

Contenido:
§. La guerra, de pecado a herramienta
§. Codazos bajo el sol
§. Una peligrosa competición

Empecemos por el final: la política exterior de las naciones en la Belle Époque acabó en una escena dantesca. En 1916, en el Somme, una convulsa marea de soldados trepaba para salir de sus trincheras embarradas, entre pitidos y amenazas de sus oficiales al mando. Cargando entre gritos, cánticos, lloros y vomitonas, se lanzaban a recorrer los metros que les separaban del objetivo a batir: otra línea de trincheras, esta vez enemiga, desde donde se escupía una verdadera tormenta de balas. Todo ello en medio de los estampidos infernales causados por la artillería, que llenaban el campo de batalla de vaharadas negruzcas y grandes cráteres salpicados de miembros amputados.

Resulta muy difícil hablar sobre la política exterior en la Belle Époque sin planteárselo todo como una gran y lógica pregunta. ¿Qué hizo la humanidad para llegar a la Primera Guerra Mundial? El hecho de que generaciones de europeos acabaran teniendo que construirse primitivas mazas con pinchos para exterminarse mejor en las distancias cortas, sobre el barro ceniciento de las trincheras de Francia, supone una conmoción para cualquier persona que investigue la historia de Occidente. Por eso mismo, cualquier estudio de las relaciones entre países previas a aquella carnicería industrializada tiende a cuestionarse qué hicieron las distintas naciones para acabar de aquella manera.

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Tropas austrohúngaras fusilan prisioneros durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). La pregunta de cómo llegó el mundo a este conflicto atroz persigue cualquier análisis de la diplomacia en la Belle Époque.

Puede que los pasos previos a la Gran Guerra llevaran directamente hasta ella y puede que no; en todo caso, hay que admitir que las tensiones, las amenazas, las fricciones, las provocaciones, todo ello había ido en aumento. La guerra entre muchas naciones parecía desde luego algo mucho más probable que cuando comenzó la Belle Époque, no digamos ya medio siglo antes. Y este dato no deja de sorprender, puesto que hacía exactamente un siglo, las potencias occidentales más importantes habían puesto en pie un sistema que pretendía —y que logró, durante cierto tiempo— evitar la guerra entre ellas a toda costa.

§. La guerra, de pecado a herramienta
La cosa no era para menos. Si en 1814 las potencias buscaban no pelear nunca más entre ellas (una especie de rara y primitiva ONU, basada en conferencias internacionales cada cierto tiempo), eso era porque se habían peleado previamente. Y mucho. Los últimos veinte años habían supuesto una guerra total e interminable en la que Francia, capitaneada por una serie sucesiva de gobiernos insólitos, que ni siquiera se habían llevado bien entre sí, había logrado poner en jaque a casi todos sus rivales. También, por desgracia para ella, había logrado aunarlos como nunca antes.

Nos referimos a los gobiernos surgidos de los brutales vaivenes internos de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico, que eran la culminación algo apocalíptica de los problemas que ya habían empezado a finales del siglo XVIII. Si uno fuera un diplomático británico de 1790, engalanado, emperifollado y empolvado, no podría dejar de poner un gesto preocupado ante lo que estaba viviendo el mundo y, particularmente, su país. Poco después de la guerra de los Siete Años, un conflicto clásico, al fin y al cabo, entre dos coaliciones europeas lideradas por Francia y Gran Bretaña, las colonias estadounidenses se desgajaban violentamente de Londres en un claro ambiente de revolución idealista. Y antes de que se pudiera digerir este nuevo golpe, la monarquía absoluta francesa se despeñaba en medio de una revolución que tardó apenas tres años en declararle la guerra a medio planeta y cuatro en instaurar una dictadura mesiánica y radical que comenzó a predicar, a golpe de guillotina, horizontes de subversión total: la destrucción de la política y de la sociedad tal y como se conocían.

Por si fuera poco, cuando los regímenes acabaron por ahogarse en su propia inestabilidad, el régimen militar que le siguió fue aún más peligroso en asuntos internacionales. Napoleón Bonaparte podía haber acabado con la inestabilidad interna, pero, de cara al exterior, se reveló como un genio militar que simplemente continuó cosechando éxitos en el campo de batalla y adoptando objetivos cada vez más megalómanos. Las viejas monarquías comenzaron a caer como moscas mientras el mapa ardía y cambiaba sus fronteras por los cuatro costados.

Por esto mismo, cuando Bonaparte fue derrotado y apartado al fin del mando de sus interminables divisiones de soldados de hojalata, políticos tan variados como el maquiavélico Metternich, un austriaco autocrático, o el más pragmático Castlereagh, un británico parlamentario y parlamentarista, se unieron para diseñar un orden de Viena que aportase estabilidad en Europa y evitara que se repitieran los excesos recientes. Este acuerdo, en el que participaron Austria, Prusia, Rusia y Gran Bretaña y al que, finalmente, se incorporaría Francia una vez se aseguraron de que no tenía intención de provocar guerras mundiales en el futuro inmediato, no fue el más armonioso de los pactos aunque sí logró sus objetivos. Absolutistas como Metternich lo pensaban como una manera de evitar revoluciones internas mediante la garantía de paz externa. A los británicos, por otro lado, les era indiferente que se produjera una revolución de más o de menos mientras nadie interviniera y la paz internacional se mantuviera intacta. Pero dejando las contradicciones aparte, su objetivo era evitar conflictos entre potencias y lo logró durante cuatro largas décadas.

No obstante, y antes de contar cómo se vino abajo ese sistema y cómo surgió otro mucho menos preocupado por la paz mundial y mucho más cercano a las políticas internacionales de la Belle Époque, hay que hacer una precisión. El sistema de Viena no triunfó siempre; puede que se evitara que las potencias se pelearan entre ellas, pero el orden interno no se mantuvo con tanta facilidad. Por mucho que quisieran evitarlas, los mandatarios de 1815 no pudieron escapar a la revolución, empezando por el propio Metternich, la «araña» del espionaje y de las maniobras de salón, que acabó cayendo políticamente en la última de todas ellas. Más de una nación cambió de nombre, bandera, o líder durante aquellas cuatro décadas.

Esto fue porque si las «fuerzas del orden» se organizaron, también lo hicieron, poco a poco, los revolucionarios. Puede que no desataran una guerra global, pero lograron hacer tragar saliva a más de un monarca. Ya fuera como liberales (sobre todo, en Francia) o como nacionalistas (Alemania, Hungría, Italia, Grecia, Polonia, etc.), los revolucionarios contraatacaron por oleadas. Unos cuantos brotes en la década de 1820, una epidemia contagiosa en la de 1830 y una verdadera pandemia en 1848 que no pudo ser reprimida en menos de un año, y sólo en medio de la violencia más extrema. Entre medias, estallidos espontáneos como el de 1834, cuando el entierro del muy querido caballero de Lamarck canalizó las revueltas parisinas que aparecen en Los miserables. Gentes de tez polvorienta y mirada hundida blandiendo tricolores y banderas rojas en medio de las descargas de la artillería gubernamental.

Fue después de todo esto cuando se inauguró el orden entre las naciones que reconoceremos durante la Belle Époque, uno que afectó a toda la segunda mitad del siglo XIX. Para empezar, la guerra entre las naciones volvió a estar permitida. ¿Cómo no iba a estarlo? De 1853 a 1856, Francia, Gran Bretaña y Austria se enfrentaron a Rusia en una carnicería prolongada a la que se denominó guerra de Crimea. Lejos quedaron las antiguas lealtades (de hecho, Rusia había ayudado a Austria a aplastar a sus revolucionarios en 1848) y el paisaje pasó a convertirse en una serie de cenagales ensangrentados, como el de Sebastopol; los uniformes coloridos de las tropas, sus alegres gorrillas, manchadas de barro y rotas por la metralla, como en la guerra que estallaría más de medio siglo después.

Una vez que la guerra volvió a ser una opción más, se generalizó como instrumento político durante la segunda mitad del siglo. Estaba permitido, incluso era deseable utilizarla. Ahora bien, eso no significaba que hubieran de repetirse luchas atroces y larguísimas como las de Crimea. Si las guerras de la segunda mitad del siglo XIX se caracterizaron por algo, fue por ser «de uso fácil». Rápidas, apenas unas semanas o meses, a lo sumo, salvo excepciones, y resueltas por una batalla definitiva que no tenía por qué ser una masacre y por un tratado de paz más bien doloroso. Esta convicción de que una batalla decisiva y corta acababa con la guerra fue una idea que resultaría peligrosa cuando, en medio de la Primera Guerra Mundial, las potencias buscaron concluirla mediante una ofensiva final: la batalla del Somme en 1916 costó en su primer día más vidas que toda la guerra Franco-prusiana.

Con la guerra como mecanismo aceptable, estados fuertes como el Piamonte o Prusia no dudaron en utilizarla para expandirse. Para ello, recurrieron a la causa nacionalista para justificar sus avances: en el primer caso, unificar Italia y, en el segundo, Alemania. Así nacieron ambos estados: el nacionalismo ya no era el motor de unas cuantas sociedades secretas que esperaran detonar algaradas y revoluciones, sino que se convirtió en bandera de verdaderos maquiavelos, fuertes hombres de estado que supieron utilizarlo a su favor.

Según se acerca uno a la Belle Époque, durante la década de 1880, se puede observar como estos mismos líderes tenían claro que la guerra podía ser también una amenaza, por muy corta y limpia que fuera. Sobre todo, si se perdía en el campo de batalla. El gobierno italiano pudo verlo cuando, auxiliando a los prusianos en su expansión contra Austria de 1866 (la que daría lugar a Alemania durante los siguientes cinco años), sufrió contundentes derrotas por tierra y por mar, y tuvo que confiar en que sus aliados prusianos fueran algo más efectivos en el arte de la guerra. El gobierno prusiano-alemán, por su parte, concluyó la unificación aplastando a la Francia impulsiva de Napoleón III, otro césar parisino surgido de la necesidad de acabar con el caos revolucionario, y sabía perfectamente que los estados rivales comenzaban a temerlo y podían, en una nueva guerra, darle la vuelta a su situación de poder indiscutido. El titánico canciller Bismarck, un astuto político prusiano que había sabido aprovechar cada ocasión para mover sus peones y unificar (más bien, dominar) la nueva Alemania, ideó entonces un plan para evitar la posibilidad de un conflicto futuro.

Quizás esto fue la clave de la política exterior de la época, una que, de haberse mantenido intacta, habría impedido que Alemania se peleara con sus vecinos, dato importante si tenemos en cuenta cómo empezó la Primera Guerra Mundial. Bismarck tejió, como una araña paciente, una red de pactos oficiales así como de acuerdos secretos desde finales de los setenta hasta finales de los ochenta. Diez años en los que trató de imponer un nuevo principio en las relaciones internacionales, a fin de proteger su país: que todos prefirieran ser amigos de Alemania y que todos prefirieran ser adversarios entre sí. En último caso, que todos dejaran de lado a Francia, el enemigo potencial de Berlín.

¿Llegó a lograrlo? Lo cierto es que le costó, y hubo que improvisar mucho y ejecutar maniobras muy delicadas pero, para 1890, la seguridad de Alemania parecía garantizada por aquella tela de araña. En primer lugar, formó la Liga de los Tres Emperadores —ruso, austrohúngaro y alemán—, que sobrevivió a diversos bandazos. Por otra parte, incorporó a Italia a una alianza con Austria y con ella misma. Por ahora, parecía que Francia quedaba lejos de cualquier amistad peligrosa; desde luego, los británicos no se iban asociar con ella, dado que competían por mares y colonias.

Pero las fricciones y las crisis acechaban a la vuelta de la esquina. Debemos recordar que la influencia rusa en los Balcanes (a través de Bulgaria, estado cliente desde 1878) provocaba sus fricciones con Austria y Gran Bretaña. También lo hacía la cuestión, cada vez más candente, de quién influiría más sobre el moribundo e inestable Imperio otomano, con los rusos aprovechando para intervenir en la zona cada vez que los turcos reprimían una revuelta cristiana. Esa había sido la causa inicial de la guerra de Crimea y la amenaza de conflicto entre británicos y rusos por ver quién ejercía más control sobre territorio turco seguía viva.

Uno de los momentos más delicados que vivió Bismarck, por ejemplo, se dio cuando Bulgaria, el estado cliente ruso, decidió moverse por libre y unificar (expandir) su territorio en 1885. A Rusia no le hacía ninguna gracia perder a su amigo en la zona pero Austria y Gran Bretaña estaban encantados y apoyaron a los nacionalistas búlgaros. Sólo este apoyo exterior logró evitar la ocupación rusa. Pero Bismarck se enfrentó a un grave problema; Rusia le acusó de algo de lo que ya le había acusado antes: de abandonarla frente a sus enemigos. Existía el riesgo de que decidiera aliarse con París en vez de con Berlín, y eso supondría una doble pesadilla para Alemania. No sólo se acabaría el aislamiento al que había logrado someter a Francia, sino que una alianza franco-rusa significaría que Alemania estaría rodeada de enemigos en potencia. Finalmente, Bismarck logró salvar la situación ofreciéndole a Rusia una oferta que difícilmente podía rechazar: incrementar su influencia sobre Constantinopla. La situación se había salvado pero había estado cerca de desbaratar todo el sistema bismarckiano.

En general, Bismarck contó con un aliado importante para su política de aislar a Francia: el mar Mediterráneo. El Mediterráneo era otra esfera de influencia, una por la que competían Francia, Gran Bretaña e Italia. Si Francia ocupaba Túnez en 1881, por ejemplo, Italia se resentía. Si Londres aprovechaba una crisis nacionalista en el canal de Suez al año siguiente para ocupar Egipto, entonces era Francia la que se resentía. Bismarck se frotaba las manos en la distancia.

Para 1890, Alemania había logrado controlar o contener el panorama internacional. París seguía aislado; Berlín era el oportuno amigo de todo el mundo. Tampoco hay que pecar de optimistas; esta tela de araña era fina y frágil, y tan enrevesada que un choque entre dos de sus protagonistas podía arrastrar con facilidad a todos los demás, justo lo que ocurriría en la Gran Guerra. Rusia había estado cerca de aliarse con Francia y eso habría amenazado a Alemania por dos frentes. De hecho, los acuerdos del Mediterráneo de 1887, que firmaban una alianza entre Gran Bretaña, Italia, Austria y Alemania sólo servían para contener la influencia de Rusia en el Bósforo y los Dardanelos y de Francia en el Mediterráneo occidental, y esto facilitó que rusos y franceses acercaran posiciones. En general, ambas naciones eran rivales de Londres y esto era la base de una amistad potencial. Por otra parte, la propia Alemania tuvo sus crisis con Rusia, como ya hemos visto, e incluso con Francia: en 1887 llegó a respirarse una atmósfera de guerra entre París y Berlín.

Pero salvando el período algo descontrolado de 1885 a 1887 y algún que otro problema menor, la estrategia de Bismarck funcionó y la paz se impuso, a veces, por miedo a una guerra que parecía ya más cercana. En todo caso, los líderes civiles predominaron sobre los militares durante aquella etapa: Bismarck sobre sus generales y los políticos moderados franceses sobre patriotas radicales, como el general Boulanger, que pasó rápidamente de la derrota al suicidio. La paz y la seguridad de Alemania parecían sobrevivir en el centro de aquella delicada tela.

Hasta que, en 1890, el nuevo emperador de Alemania hizo dimitir a Bismarck.

§. Codazos bajo el sol
El nuevo emperador, o káiser, se llamaba Guillermo II. Era un hombre cuya nostalgia iba en ambas direcciones. Por una parte, añoraba su propio pasado como oficial de un regimiento de élite; rara vez vestía de civil, salvo cuando blandía en sus manos una escopeta de caza. Por otra, ahora que era emperador, soñaba con un futuro nacional de gloria a través de las armas.

Su militarismo no sólo era consecuencia de una personalidad temperamental, o del hecho de que su brazo hubiera crecido atrofiado y deforme, presionándolo para demostrar su hombría y fortaleza a través de sus dotes de mando. Para Guillermo II, la pasión por lo militar se combinaba perfectamente con un deseo de satisfacer a su pueblo en lo social. El era el «padre» de los alemanes y, como tal, debía asegurarles comida en el plato y gloria en ultramar. Siguiendo el ejemplo de Napoleón III, que ya se había lanzado a desastrosas aventuras coloniales en la década de 1860, él quería ser el Julio César de sus súbditos.

Ambas posturas, la militarista y la partidaria de lo social, chocaron frontalmente contra un Bismarck que llevaba treinta años como ingeniero de la grandeza y la estabilidad prusianas.

Las políticas de Bismarck eran las de una araña calculadora, que propinaba zarpazos en el interior a los «peligrosos» católicos y socialistas, y que había paralizado los impulsos belicistas de media Europa con su intrincada red de pactos.

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Caricatura de la revista británica Punch: «Abandonando al piloto». La salida de Bismarck del gobierno alemán marcó el fin de la política de equilibrios para dar paso al enfrentamiento entre bloques hostiles.

El nuevo káiser difícilmente apoyaba cualquiera de estas actitudes, y el choque entre ambos hombre fue tan solo cuestión de tiempo. La revista británica Punch ilustró la dimisión del supercanciller en una viñeta satírica: «Abandonando al piloto». En ella, el káiser miraba indolentemente como el piloto Bismarck bajaba la escalerilla del buque para quedarse en un bote de reducidas dimensiones. Para los políticos alemanes, Bismarck estaba anticuado y sus políticas eran demasiado autistas, alejadas de la gloria que una nación vital como Alemania debía buscar en el exterior. Era el fin de una era, y las multitudes berlinesas así lo percibieron. Invadieron el andén para despedir al que siempre había sido su verdadero líder y llenaron la sala de espera de flores. Entre ellas, un globo terráqueo con un premonitorio crespón negro.

Lo cierto es que Guillermo II pretendía cambiar su política internacional de arriba abajo: deploraba el hecho de que Alemania hubiera llegado tarde a la carrera colonial, una que marcaba la época de la que hablamos. La población alemana era la más grande de Europa Occidental y, sin embargo, su prestigio como Imperio no parecía estar a la altura. No podía haber escogido mejor época para poner en práctica sus opiniones. Aunque el nacionalismo había dejado su huella durante todo el siglo XIX, primero como motor de líderes revolucionarios y luego como aliado de los estados expansionistas, era ahora, en el último tercio del siglo, cuando se popularizaba entre la gente común.

No sólo se popularizó el nacionalismo; también lo hizo el imperialismo. En 1889, ocho pabellones coloniales complementaban a la novedosa torre Eiffel en la Exposición Universal de París. En 1890, en la siguiente exposición universal celebrada en la capital, estos pabellones habían aumentado su número hasta catorce. Este incremento mostraba tanto la voluntad de propaganda del Estado francés como la creciente popularidad que todo lo colonial y exótico arrastraba consigo.

Y no era para menos; ¿acaso no llenaba de orgullo el hecho de creer que la propia nación pertenecía a una raza claramente superior, punto que Dios se había encargado de dictar previamente y las fuerzas armadas del propio país de demostrar, en medio de cargas gloriosas y asedios mitificados? La clave de esta popularidad era saberse especial, escogido. Cuando en los desfiles, coronaciones y funerales de Estado, se mostraba al mundo «bárbaro» al servicio de estas naciones selectas —en forma de maharajás dóciles, o de tropas nativas como los bigotudos rashputs o los feroces gurkhas—, el entusiasmo de la multitud era patente. Sin embargo, el colonialismo no era un fenómeno nuevo; ya había pasado bastante tiempo desde que Colón, por ejemplo, desembarcara en lejanas playas y, víctima de un leve error de cálculo geográfico, decidiera lanzarse alegremente a la colonización del continente americano. ¿Qué había cambiado para que ahora constituyera uno de los furores del momento?

Lo de establecer un imperio más allá de las propias fronteras venía de lejos; recordemos que, para 1494, las coronas española y portuguesa se estaban dividiendo el mundo con tiralíneas. Cien o doscientos años después, las trifulcas entre potencias por esta o aquella colonia holandesa, británica, francesa o española eran más que frecuentes. Se había desarrollado un colonialismo comercial en Asia, que se centraba en asegurar nuevas rutas comerciales, y uno político en las Américas, más basado en la difícil tarea de derrocar los regímenes políticos existentes, sustituyendo las plumas aztecas por morriones abollados, y estableciendo un problemático gobierno colonial.

Una vez llegado el siglo XIX y la entronización de las nuevas potencias capitalistas, su supremacía colonial dentro de sus respectivas esferas de influencia era indudable. Pero otra cosa muy diferente es que estos países se lanzaran de cabeza a un proyecto organizado para conquistar primero, anexionar después y administrar finalmente los territorios del mundo. Esto fue lo que se dio a finales del siglo XIX. Esta fue la primera diferencia con los colonialismos de antaño.

La segunda diferencia fue que ahora, las maniobras de los países en sus imperios resultaban clave para las relaciones entre ellos dentro de Europa. En la Belle Époque, sin embargo, un contingente de tropas que cruzara una frontera o una simple competición de bravuconadas entre dos exploradores europeos podía dar lugar a graves crisis diplomáticas en embajadas y cancillerías dentro del continente, tanto que los problemas europeos propiamente dichos parecían quedar en un lugar secundario. En otras palabras, si había fuego en la periferia colonial, el centro europeo elevaba su temperatura. Tanta importancia tuvo el asunto colonial que se comenzaron a formar partidos coloniales y a proponer doctrinas coloniales. Las escuelas privadas británicas preparaban el despegue de la carrera de los retoños de la burguesía orientándolos hacia el prestigioso Indian Civil Service. La palabra «imperialismo», que entraba dentro del abanico ideológico de los políticos británicos desde la década de 1870, se popularizó en la de 1890 y, para los diez últimos años del siglo, andaba en boca de cualquier europeo. Los poemas de Rudyard Kipling, el afamado periodista y escritor que creció escuchando los relatos cotidianos de los barracones de Lahore, celebraban el imperio en su faceta más romántica y eran memorizados por no pocas personas a lo largo y ancho de la escala social.

Profundicemos en el fenómeno. Para ello, volvamos a ponernos en la piel de un diplomático británico de la Belle Époque. En esta ocasión, el diplomático no vestiría con tanto adorno y maquillaje, sino que haría alarde de frac, chaleco y elegante chistera. Ese diplomático tendría una serie de razones por las cuales el imperialismo sería para él una cuestión de Estado, un imperativo de cualquier británico que deseara servir bien al gobierno de su majestad. En primer lugar, el factor económico. La tecnología dependía de materiales que, por un azar del clima o la geología, se encontraban en estas remotas regiones. Por ejemplo, el motor de combustión interna funcionaba con petróleo y caucho. El caucho se extraía de las crueles explotaciones del Congo y del Amazonas, mientras que el petróleo, aunque se importaba mayoritariamente de Estados Unidos, Rusia o Rumanía, se hallaba en grandes cantidades en un Oriente Medio que ya empezaba a ser foco de rivalidades. Las industrias eléctricas o automovilísticas, por su parte, necesitaban imperiosamente el cobre, que se concentraba en Chile, Perú, el Congo y Zambia. La demanda de metales preciosos nunca estaba satisfecha; ahí entraba Sudáfrica. Además, el crecimiento del consumo de masas forzó también a explorar los mercados de ultramar: un respetable ciudadano británico consumiría, con puntualidad irreprochable, su dosis diaria de té. Eso significaba una importación de 101,6 millones de kilos de té en 1900, comparada con los escasos 44,5 millones de kilos que se importaban en 1860.

La segunda razón por la que nuestro diplomático británico consideraría necesario seguir salvaguardando cada rincón del imperio sería la geoestrategia. Las razones económicas del imperialismo son obvias pero, en ocasiones, sus críticos se han centrado demasiado en ellas y se han olvidado de este factor; no hace falta que haya petróleo en un territorio para que sea conveniente controlarlo. Basta con que ese territorio controle un paso estratégico por donde puedan marchar tus tropas o por donde no convenga que marchen las del contrario. Los británicos tenían que proteger las rutas marítimas hacia el subcontinente de la India, verdadera joya de la corona.

En ocasiones, la desintegración del poder local en lugares estratégicos, como sucedió en el caso de Egipto en 1882, forzó al gobierno a ocupar el territorio sin que se hubiera pretendido hacerlo antes de la crisis. De todas formas, lo geoestratégico no tenía por qué ir separado de lo económico. África era un foco de proyectos económicos, fundamentalmente, y las rutas hacia la India protegían una joya de la corona que también tenía un incalculable valor económico. En cuanto a la tercera razón, puede ser menor pero no por ello era menos importante: un proyecto colonial exitoso en el exterior distraía de las crisis domésticas. No se iba a criticar igual a un gobierno que acabara de lograr una victoria aplastante contra hordas de tribus negras como el carbón que a uno que acabara de perder todas sus colonias, aunque ambos tuvieran graves problemas en casa que necesitaran de reformas urgentes. Es por esto que el magnate y político colonial Cecil Rhodes declaró en 1895 que había que convertirse en imperialista si se quería evitar la guerra civil. Aunque muchos liberales y radicales de izquierda se oponían al mismo, y es difícil comprobar si la clase obrera lo veía con buenos ojos, es cierto que el imperialismo era extremadamente popular entre los trabajadores administrativos, así como entre muchos estudiantes y las nuevas clases medias.

No obstante, a nuestro diplomático británico no le bastaría con tener claro que el imperialismo era deseable; también tendría que tener cierta idea sobre cómo implementarlo, cómo hacerse con el territorio militarmente, cómo administrarlo y, finalmente, cómo defenderlo de cualquier posible rival, nativo o extranjero. Pues bien, esto se podía lograr de dos maneras. El imperialismo formal consistía en derrocar al poder político existente en un territorio e instaurar a gobernadores propios; el imperialismo informal, por el contrario, era mucho menos conflictivo; bastaba con controlar la política exterior del territorio y su economía, pero sin alterar el gobierno que teóricamente lo regía.

Era frecuente pasar del imperialismo informal al formal, sobre todo cuando el gobierno títere de turno se negaba a satisfacer los caprichos de la capital imperialista. Esto ocurrió a lo largo del siglo XIX, cuando las potencias decidieron entrometerse cada vez más en el control del territorio colonial. Gran Bretaña comenzó desplegándose en la India de manera informal pero, tras la rebelión de 1857-1858, decidió asentar su posición de manera más indiscutida. Para 1876, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de la India.

El imperialismo formal se desató tras la Conferencia de Berlín de 1884, presidida por un Bismarck que hasta entonces había tenido pocas tentaciones coloniales, en la que las potencias pactaron caballerosamente qué parte del África occidental correspondía a cada cual, al modo de un juego de tablero bien reglamentado y jugado por turnos.

Así se jugó este juego, enviando a rincones remotos a los peones del imperialismo: exploradores intrépidos que descubrían rutas antes vistas como imposibles, expediciones militares que aseguraran la zona y enviaran una clara señal a posibles rivales, una reducida población europea que se encargaba de influir o de gobernar directamente el territorio de la colonia y una variada tropa de misioneros. Estos últimos servían de apoyo a no pocas expediciones coloniales: el jefe zulú Cetshwayo sentenció: «Primero un misionero, luego un cónsul, y luego llegar ejército». Es cierto que imponían la cultura de la potencia ocupante pero, al mismo tiempo, algunos de ellos se llegaron a convertir en verdaderos frenos a la explotación cruel de los nativos, incluso hasta el día de hoy.

La conquista y dominio de nuevas tierras no sólo tuvo consecuencias para los peones de aquel juego sino para los alfiles, los reyes y las reinas. En la potencia ocupante en cuestión, simbolizaba una supremacía incuestionable, una fuente de orgullo nacional y étnico. Para 1890, poco más de seis mil funcionarios británicos gobernaban a casi trescientos millones de hindúes, siempre con la inestimable ayuda de setenta mil soldados europeos (sobre todo, mercenarios irlandeses) y muchas más tropas de origen nativo. Este ejemplo, algo extremo, demuestra una fuerza que impresionó incluso a los rivales más acérrimos. Cuando el fervoroso Rudyard Kipling agonizaba en su cama con una neumonía, el propio káiser alemán envió un telegrama de condolencia. Años después, Adolf Hitler, siempre sensible a los logros de cada «raza», seguía admirando en su fuero interno al imperio británico por su capacidad para dominar el planeta.

El mundo del imperialismo, sin embargo, también produjo sus elementos incómodos. Su cultura occidental quedó impresa en las élites nativas, y no serían pocos los miembros de estas que usarían esta formación occidentalizada para plantar cara a Occidente y acabar por echar a la potencia colonial. Cuando uno piensa en Gandhi, por ejemplo, vestido con taparrabos y sujetando un huso en la mano como protesta contra la industrialización, lo último que se le ocurre es que este líder nacionalista estuviera financiado por las fábricas algodoneras de Ahmedabad y que su pensamiento tomara prestadas ideas tan poco hindúes como las de Ruskin o Tolstoi. En general, estas élites se veían obligadas a occidentalizarse por no querer quedarse atrás, y se empaparon de antiguas ideas occidentales; las que florecieron entre la Revolución francesa y la primera mitad del siglo XIX. El positivismo fue un buen ejemplo de esto, y a él se apuntaron alumnos tan variopintos como los gobiernos de Brasil, México o los revolucionarios turcos.

La segunda espina en el costado del imperialismo la generó la vida parlamentaria y la libertad en el debate que la potencia colonial permitía en su seno, pero negaba en sus dominios extranjeros. Nuestro diplomático habría contemplado con disgusto como la izquierda se oponía al imperialismo en la India, Egipto, Irlanda, la guerra de los bóeres, el Congo y las plantaciones de cacao en las islas africanas. Sólo una minoría del movimiento obrero veía con buenos ojos la política imperialista.

Eso no quería decir que la vida fuera fácil para los izquierdistas que se atrevieron a denunciarla; hubo socialistas que tuvieron que escapar subiéndose a un ómnibus tirado por caballos, haciendo caer a pisotones a las hordas patrióticas que intentaban atacarles desde la calle. El liberal Lloyd George, que pronto entraría en el gobierno, sufrió verdaderos calvarios durante sus mitines contra la guerra de los bóeres, siendo interrumpido su discurso por bandas que tocaban el himno nacional y turbas que compraban tres ladrillos al precio de un penique para poder bombardear sus discursos. En una ocasión, tuvo que escapar vestido de policía por una puerta de atrás. En otra, menos afortunada, fue golpeado en la cabeza con fuerza. Mientras, los ciudadanos de su propio distrito electoral quemaban sus efigies.

Sin embargo, los socialistas nunca intentaron organizar la resistencia activa de los nativos coloniales, algo que habría supuesto un paso adelante mucho más comprometido, y traicionero, que quedaría reservado a su futura escisión comunista. Y para los obreros sindicalizados, la injusticia y las atrocidades del mundo colonial claramente constituían una preocupación secundaria, ninguno vio en todo ello potencial para sumar fuerzas revolucionarias; una vez más, de eso se encargaría Lenin. Desde las filas del movimiento sindical e izquierdista, de hecho, se veía a las personas de color como una amenaza al obrero nacional, dado que representaban la mano de obra más barata, sumisa y no organizada en sindicatos. Ejemplos de ello fueron las campañas de «Australia blanca» y «California blanca», entre 1880 y 1914, en las que se restringió la inmigración a estos dos países. En Lancashire, paralelamente, se unieron sindicatos y empresarios del algodón en sus presiones para mantener a la India fuera de la industrialización.

De 1880 a 1940, casi dos terceras partes de la humanidad vivieron como colonias de diferente tipo bajo gobierno británico, francés, belga, holandés, alemán, danés, español, portugués, italiano, ruso, japonés y norteamericano. Sólo Gran Bretaña dominaba la cuarta parte del planeta y la tercera parte de su población. Atendiendo exclusivamente a la Belle Époque, entre 1875 y 1914, una cuarta parte aproximada del planeta fue distribuida o redistribuida como colonias entre apenas media docena de estados: El Reino Unido había ganado unos diez millones de kilómetros; Francia, nueve; Alemania, dos y medio; Bélgica e Italia, algo menos; Estados Unidos, unos doscientos cincuenta mil (fundamentalmente, a costa de España), cantidad parecida a la que consiguió Japón; Portugal, setecientos cincuenta mil; Rusia se expandió por los territorios limítrofes.

En paralelo, el imperialismo premiaba al fuerte y despojaba al débil también dentro de su propio campo. Según sus doctrinas, las potencias menores, las menos «vitales», no tenían derecho a participar del botín. España fue el claro perdedor de esta partida de ajedrez, aunque logró hacerse con territorios áridos y hostiles en el norte de África cuya conquista le saldría muy cara. Por otro lado, se llegó a discutir la posibilidad de repartirse las posesiones portuguesas en África. A Leopoldo II se le permitió hacerse con un dominio privado en el Congo, pero a cambio de que fuera accesible a todos los demás: nadie quería renunciar a la cuenca del río del mismo nombre. Otros prefirieron no entrar en aquella loca carrera. Suecia vendió la única colonia que conservaba a Francia, y Dinamarca actuó de modo parecido, quedándose sólo las gélidas Islandia y Groenlandia. Holanda se centró en conservar discretamente sus antiguas y ricas colonias del sureste asiático. Y un territorio que, según todos los pronósticos, debía ser colonizado, Etiopía, llegó a convertirse en uno de los últimos estados africanos libres cuando las mesnadas de su emperador arrollaron a las tropas italianas. Lo cierto es que ni la destreza militar ni el fracaso de la política de emigración en Italia ayudaban demasiado a su causa imperial.

§. Una peligrosa competición
Si retrocedemos nuevamente hasta 1890, en medio de aquel afán de invasión, dominio y competición por tierras lejanas, la decisión del nuevo káiser de ganar a sus rivales por la mano sólo pudo contribuir a enrarecer la atmósfera internacional, la cual, ya de por sí, se mantenía tensa.

Puede que Bismarck también hubiera apoyado las tensiones internacionales, los faroles y los miedos, de cara a ganar unos cuantos kilómetros cuadrados más de tierra (aunque estaba muy lejos de manifestar un espíritu propiamente colonialista) pero, desde luego, el canciller tenía muy claro dónde podía pisar y expandirse y dónde no. La estrategia del káiser parecía ser más caótica, y convencía a sus enemigos de que sus ansias de confrontación podían no tener límites tangibles.

La primera señal de alarma fue, quizá, la más determinante, porque este gesto derrumbó, de un plumazo, todo el complicado sistema de equilibrios que el viejo excanciller había armado con objeto de proteger las fronteras alemanas que tanto había costado montar. En 1890, Holstein, el oscuro intrigante palaciego, presionó a favor de abandonar los malabares diplomáticos de Bismarck: se había planteado la renovación del acuerdo entre Alemania y Rusia (una pieza clave para que Berlín jamás pudiera ser rodeada por rusos y franceses, cada vez más cercanos en sus posiciones), y Holstein y el nuevo gobierno concluyeron que se arriesgaban a irritar a su aliado austriaco. Era hora, pensaban, de dejar de jugar a ambas bandas y declarar con solidez de parte de quién estaban. El tratado con los rusos nunca fue renovado, y esto detonó lo que Bismarck había intentado evitar durante veinte años: que Francia encontrara un aliado, y que lo encontrara en la retaguardia alemana. Rusia titubeó inicialmente y siguió intentando la alianza; al fin y al cabo, los zares detestaban al gobierno republicano francés, del que temían un contagio revolucionario que daría al traste con el primitivo Imperio ruso. Pero cuando la Triple Alianza, el eje Berlín-Viena-Italia, se reafirmó una vez más, no pudieron sino rendirse a la evidencia. 1892 vio como Rusia y Francia firmaban su acuerdo y, por primera vez desde que Bismarck decidiera impedirlo, el mundo occidental se dividió en dos bloques claros.

Quedaba por aclarar la postura británica, que ciertamente había tenido roces con Francia y Rusia en el pasado, por lo que no presentaba aliados claros o inmediatos. Las iniciativas y ocurrencias del gobierno alemán les ayudaron, sin duda, a decidirse. Uno de los gestos que causó más preocupación vino, para variar, de la esfera colonial. Mientras los exploradores ataviados con rifle y salacot, los mercaderes y los misioneros comenzaron a pasearse por nuevos y remotos dominios alemanes, una decisión del káiser causó, particularmente, una gran indignación y una gran alarma entre los probos lectores de la prensa británica.

Al otro lado del mundo, en el extremo sur de África, las tensiones afloraban entre las colonias británicas y las regidas por los bóeres. Los bóeres eran descendientes de inmigrantes holandeses que habían conquistado su territorio durante el siglo XIX luchando contra la fiebre amarilla, las tribus negras de la zona (con las que un gesto diplomático equivocado podía desembocar en una noche de masacre), y las propias tropas británicas, poco amigas de la iniciativa autónoma en la región. En 1886, las ricas colonias británicas observaron con envidia como se descubría el mayor yacimiento de oro del mundo en territorio bóer.

En un principio, Londres confiaba en que el flujo de colonos anglosajones a los que atrajo el oro acabara por controlar políticamente aquel territorio —los bóeres jamás darían el voto a la mayoría negra—, pero esta ilusión estalló en mil pedazos cuando el tosco e inmenso Paul Kruger, presidente de la nueva República de Sudáfrica limitó su poder de sufragio todo lo que pudo. A Londres le tocaba recurrir a la astucia militar: facilitó una intentona de estos colonos, en 1895, auxiliada por un contingente de árbitros británicos. Fracasó estrepitosamente y le costó el puesto al líder de la colonia británica.

El fracaso de la llamada «incursión de Jameson» tuvo muchas consecuencias, entre otras la llegada de una de las más astutas mentes de la política exterior británica al sur de África y la gestación de una segunda y atroz guerra contra los bóeres, la de la famosa carga de caballería en Kimberley, que lograría doblegarlos finalmente. Pero una de las consecuencias menores, y la que provocó la irritación del público inglés, fue el envío de un telegrama firmado por el káiser en el que felicitaba a Kruger por haber sabido defender «su independencia» frente a las «bandas armadas» sin haber recurrido a «la ayuda de potencias amistosas». La provocación apenas causó unos cuantos cristales rotos y hematomas, pero los diplomáticos londinenses desconfiaron de la nueva actitud berlinesa.

Y no era para menos. Ya en 1897, el gobierno alemán dio rienda suelta a una carrera armamentística en el punto sensible del Reino Unido: la flota. Probablemente, como afirmara el almirante Alfred von Tirpitz, su objetivo no fuera el de destrozarse a cañonazos contra la Royal Navy, sino, simplemente, aumentar su potencial de poder naval como para que sus reivindicaciones coloniales fueran tomadas en serio. Pero la consecuencia inmediata fue la alarma del espionaje, la prensa, la opinión pública y el gobierno británicos. A esta carrera naval le acompañaba una carrera armamentística general. Las cifras muestran cómo los costes militares se duplican o se cuadruplican; una oportunidad de oro para las compañías de armamento, que no dejaron de frotarse las manos con el proceso. A comienzos del nuevo siglo, una empresa alemana que fabricaba ametralladoras logró publicar en el diario francés Le Figaro que París estaba dispuesto a multiplicar por dos el número de ametralladoras que tenía en su ejército. La información no tardó en conseguir el efecto deseado; Berlín ordenó un pedido de esas armas de 1908 a 1910 por valor de cuarenta millones de marcos y elevó los dividendos de la empresa del veinte por ciento al treinta por ciento. Industrias Krupp, el rey de los cañones, tenía veinticuatro mil empleados en la Alemania de 1890 y llegó a setenta mil en 1912.

Esta tensión acabó por facilitar la más imposible de las alianzas, la del Reino Unido con sus enemigos tradicionales, la República francesa y el zar de Rusia. Gran Bretaña se había mantenido en un «aislamiento espléndido» hasta que la experiencia de la guerra de los bóeres, con guerrillas de jinetes castigando de manera impenitente a sus tropas por las áridas llanuras africanas, les hizo replantearse su posición de fuerza. Máxime cuando Alemania amenazaba con infligir bastantes más daños que las tropillas de milicianos afrikáner.

Sus potenciales aliados no eran los más indicados, desde luego. Con Rusia habían surgido tensiones (felizmente indoloras desde la guerra de Crimea de 1853-1856) cada vez que el oso zarista intentaba afianzarse en el patio trasero de un Imperio otomano moribundo. Con Francia, las tensiones coloniales por los territorios del África misteriosa eran insoportables y, lo que era peor, extremadamente recientes. La última de ellas había ocurrido a punto de concluir el siglo XIX. Los mahdistas, seguidores de un iluminado que había logrado unificar a los enemigos de la injerencia extranjera, habían logrado expulsar a los egipcios y a sus padrinos británicos de Sudán. Sus hordas, vestidas con blancas túnicas y turbantes que contrastaban con el negro intenso de su piel, habían masacrado a no pocas guarniciones.

En 1896 se decidió que lord Kitchener capitaneara una expedición para recuperar el país. Sus ametralladoras Maxim barrieron a sus enemigos, como se ha visto anteriormente (a esta guerra pertenece el sangriento episodio de Omdurman), y Kitchener persiguió a los mahdistas por el Alto Nilo.

Pero al mismo tiempo, Francia había enviado allí a su propio regimiento colonial, que llegó con un puñado de soldados senegaleses algo antes que Kitchener.

La maniobra era tan inoportuna como intencional: el estatus de Egipto, como el de Marruecos, eran puntos calientes en la rivalidad entre París y Londres.

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«Si no me das el hueso, al menos déjame las sobras», le pide el perro francés al inglés. Los dominios de ultramar servían para abrir y cerrar enemistades; cualquier alianza había de pactarse mediante cesiones coloniales.

Este episodio se conoció como el «incidente de Fashoda», y basta decir que se resolvió sin llegar a las armas. Sin embargo, si Francia e Inglaterra querían acercarse —e Inglaterra tendía cada vez más a ello, visto que el poderío naval alemán se multiplicaba rápidamente—, las cuestiones coloniales tenían que ser resueltas. Los gendarmes franceses tenían que despejar todos los días los alrededores de la Embajada británica de multitudes enfurecidas y, cuando el liberal lord Rosebery viajó a París para ver una afamada representación teatral, los abucheos le forzaron a abandonar la sala. Son sólo dos ejemplos de un sentimiento nacional que tuvo muchas ocasiones de dejar clara su opinión.

El acercamiento, por tanto, se logró cuando los políticos de uno y otro lado del canal de la Mancha pactaron que Egipto quedaría en la esfera británica y Marruecos en la francesa, amén de algunos ajustes más de las tuercas coloniales. Así nació la Entente cordiale, una alianza que parodiaría la película Aquellos chalados en sus locos cacharros (1965), cuando el piloto francés besara a la hija del empresario británico que organizaba la carrera: ante su ira, el piloto se excusa: «¡Es la Entente Cordial! —a lo que el empresario responde—: ¡Demasiada Entente, y demasiado cordial!».

Bromas aparte, la nueva e inverosímil alianza reforzó el frente antialemán. Berlín hizo bien en preocuparse, máxime cuando una pieza de su propia Triple Alianza se desgajó hacia una incierta neutralidad: Italia. Una vez más, lo que redefinió las lealtades fueron las colonias, utilizadas por el Bismarck francés, Théophile Delcassé, como pago por cambiar la postura diplomática de los italianos.

Berlín, amenazada, decidió pasar a la acción: la Wilhelmstrasse, el tortuoso centro de la política exterior alemana, decidió ganarle por la mano a Whitehall, su homólogo británico. ¿Cómo? El plan era arriesgado pero podría funcionar. Darle un giro de ciento ochenta grados a todo lo hecho desde 1890 y volver a la política bismarckiana sólo que, en este caso, aislando a Gran Bretaña, el nuevo enemigo. ¿Sería esto posible? Podría ser. Holstein, la araña de Wilhelmstrasse, se encargó de planear esta ardua maniobra. Rusia no se llevaba demasiado bien con Londres; sus relaciones con Francia variaban según París se acercara o no a los británicos. Por ejemplo, Fashoda supuso un acercamiento París-San Petersburgo, mientras que la Entente Cordial llevó a un alejamiento. La Wilhemstrasse había observado esto; también había observado que la moneda para cambiar las posturas diplomáticas eran las colonias. Combinando estos dos elementos, quizá se podría poner en marcha su maquiavélico plan: armar primero un pacto Alemania-Rusia (los dos emperadores se seguían llevando bastante bien) y ofrecer a Francia una cesión colonial a cambio de que se incorporara al mismo. Gran Bretaña quedaría aislada, de esta manera. ¿Pero qué podía ofrecerle Alemania a Francia? No mucho. No obstante, sí podía crearle problemas en su esfera colonial para luego «venderle» una solución a los mismos a cambio de su adhesión.

El plan era tan magnífico como sinuoso. Para ponerlo en práctica, el káiser, disfrutando de un crucero por el Mediterráneo en 1905, hizo una oportuna parada en Marruecos, la colonia que Francia quería asegurar a toda costa. Sólo hizo falta un discurso presentando al sultán como un «soberano completamente libre» para despertar la alarma francesa. Inmediatamente, Berlín logró que el sultán propusiera una conferencia internacional para resolver ese conveniente conflicto de poderes. El gobierno francés se rompió: algunos decidieron caer en la trampa y trabar una nueva amistad con Alemania a cambio de asegurar Marruecos. Delcassé, el Bismarck francés, se olió la estratagema —dijo que era un farol— y quiso plantarle cara a Berlín con el apoyo de sus nuevos socios británicos. Pero el gobierno francés se inclinó por seguirle el juego a Alemania y esto le costó el cargo al astuto ministro. Por ahora, la partida estaba siendo jugada a la perfección por Berlín.

El segundo paso también prometía; Alemania echó mano de la amistad entre los dos emperadores para cimentar ese pacto ruso-alemán al que luego añadirían a Francia. Guillermo II se encontró con el zar aprovechando, una vez más, un viaje en yate, en este caso del emperador ruso. Entre ellos acordaron el tratado; sin embargo, el plan, justo cuando estaba al borde del éxito, se quedó ahí. El gobierno ruso dudó de que Francia fuera a someterse a una alianza dominada por Alemania y se opuso a la misma; el gobierno francés no quiso firmar nada porque su opinión pública era demasiado antialemana. Cuando llegó la famosa conferencia, en Algeciras, en 1906, Alemania se quedó sola. Apenas contó con el reticente apoyo de su aliado austrohúngaro. La derrota de Berlín fue evidente y, del mismo modo que había logrado la liquidación política del astuto Delcassé, esta vez fue Holstein, el tejedor de la Wilhelmstrasse, el que perdió su cargo.

Por si fuera poco, la maniobra alemana logró exactamente lo contrario de lo que pretendía; el susto de una posible alianza entre Alemania y Rusia llevó a Inglaterra y a Francia a proponer un pacto a tres con el zar. Este difícilmente podía negarse; entre 1904 y 1905, Rusia había sido atacada por sorpresa por un Japón adolescente y agresivo. Cañoneras humeantes destruidas a cañonazos y asedios donde la infantería del sol naciente, ataviada con bayonetas y gorras de plato, demostró su voluntad de morir por la ya repetitiva causa de la expansión colonial. Rusia perdió la guerra y se enfrentó a una nueva en su propia casa: la revolución de 1905 en la que, para asombro de un Lenin que llegó demasiado tarde a presenciar el tumulto, se desataron manifestaciones y barricadas, ardieron edificios enteros y se fusiló a un incontable número de obreros. El famoso acorazado Potemkin se amotinó y alzó la bandera roja, y su efecto contagio pareció no tener fin hasta que todas las rebeliones fueron suprimidas, finalmente, a sangre y fuego. Realmente, Rusia tenía que pensar en hacer reformas internas para mantener su precario equilibrio social, no en competir con Inglaterra. El pacto era inevitable. El convenio se firmó en 1907, concesiones coloniales mediante, y el bloque Rusia-Francia-Reino Unido se vio listo para plantarle cara a las potencias de Europa central.

A partir de entonces se sucedieron los incidentes, mucho más preocupantes. Las maniobras, más o menos, fueron las mismas. Los bloques se amenazaron unos a otros, y Alemania trató de generar grietas en la alianza de sus enemigos, pero sin éxito. En 1908, Austria-Hungría decidió anexionar Bosnia-Herzegovina, la última amputación al agonizante paciente otomano, un imperio decadente que estaba, a su vez, asediado por una revolución constitucionalista interna. Al modo de un siniestro preludio de 1914, Viena anunció sus intenciones y Alemania le animó a ello. Rusia se opuso y tanto sus tropas como las tropas austrohúngaras se movilizaron. En esta ocasión, París y Londres no secundaron a Rusia y el ultimátum alemán acabó por imponer la solución austriaca. La moraleja no podía ser peor: las amenazas de guerra habían logrado el triunfo de los objetivos de Viena en los Balcanes. Seis años después, esa misma moraleja colapsaría y desembocaría en la Gran Guerra.

No pasó mucho tiempo antes de que otro incidente agravase aún más la situación. El verano de 1911 vio como una cañonera alemana, la Pantera, desembarcaba tropas en Marruecos aprovechando que Francia había hecho lo propio, en ambos casos para proteger a sus respectivos colonos de las posibles iras de los grupos rebeldes que, arma en mano, se habían sublevado contra el sultán. A cambio de su retirada, exigía cesiones exageradas en el Congo. Tanto París como Londres o Berlín consideraron abrir la caja de Pandora, pero negociaron finalmente. Mientras tanto, las opiniones públicas exigían contundencia.

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Soldados búlgaros arrollan, bayoneta en mano, a sus enemigos turcos en la guerra balcánica de 1912. La desintegración del Imperio otomano provocó una pelea por ver quién se quedaba con sus restos que acabaría desembocando en la Primera Guerra Mundial.

Los lectores de prensa de la clase media blandían sus puños con rabia en las discusiones mantenidas en los elegantes cafés de las avenidas europeas y las potencias se atrincheraban en sus bloques de alianzas correspondientes, mirándose frente a frente, cada vez más asustados por las posibles agresiones del contrario.

En los Balcanes, entonces, la situación saltó por los aires. Esta vez, el Imperio otomano fue expulsado de la península balcánica; su media luna tembló contra una coalición que, una vez lograda la victoria, comenzó a pelear entre sí. Bulgaria se llevó la peor parte y Serbia, para preocupación de Viena, su rival en la región, incrementó su población en doscientos mil ciudadanos. Las potencias occidentales se mostraron cautas en esta ocasión; el único ejército de europeos que se movilizó fueron las hordas de corresponsales de guerra que cubrieron con sus cinematógrafos el conflicto desde todos los ángulos. Así lo reflejó en una fascinante ilustración de portada el Petit Journal parisino el 3 de noviembre de 1912, la cual mostraba a dos periodistas, ataviados con gorra, camisa a cuadros y bufanda, librándose por escasos metros de la metralla de un proyectil enemigo: «Dos operadores que se han librado por los pelos».

La situación difícilmente iba a cambiar; los Balcanes no podían ser contenidos y los dos grandes bloques se miraban a los ojos, acostumbrados a hacer de la amenaza y la posterior concesión colonial su única forma de trato. En esa situación, sólo hizo falta la mano de un chapucero terrorista estudiantil en 1914 para elevar las tensiones una vez más. Esta vez, sin embargo, sería la última, porque de tanto amagar y calcular los golpes a tiempo, las potencias habían perdido la conciencia de la desastrosa magnitud que podría tener el hecho de que cualquiera de sus bravuconadas se convirtiera en realidad. La Belle Époque, un bello nombre, estaba al borde de su fin, y el mundo de entonces, las actitudes, las mentalidades, los partidos, las coronas, la economía… todo ello iba a sufrir, en cuestión de poco tiempo, la más brutal de las transformaciones.

La historia no siempre se entiende a vista de pájaro; una vez se comprenden las maniobras de unos y otros, aquella intensa partida de ajedrez que tantos riesgos conllevaba, queda observar las pequeñas historias, triunfos y derrotas de las regiones implicadas. O, en algunos casos, de un puñado de individuos. Una de estas historias, una de tantas, fue la que se vivió en torno a la sangrienta cuestión del Congo.

La competición por el pastel africano fue haciéndose más intensa conforme acababa el siglo XIX. Las veteranas Francia, Inglaterra y Portugal rivalizaban ya con las ambiciones coloniales de Alemania cuando la joven Bélgica entró de lleno en el escenario. Su rey, Leopoldo II, ávido de poder, gloria y riquezas, fijó su atención en una de las pocas zonas no conquistadas por los europeos: el Congo. Poco a poco, fue tejiendo la red en la que estaba determinado a atrapar esa porción de territorio del tamaño de Europa.

La coartada principal, aquella en la que creían firmemente muchos europeos, era la misión civilizadora del hombre blanco. Leopoldo supo aprovecharla en su beneficio. El primer paso de su estrategia fue crear un comité de estudios del Alto Congo en 1878 y contratar al intrépido explorador Henry Morton Stanley para que liderara una expedición en la zona. Un joven e idealista funcionario inglés, Roger Casement, se unió a ella con toda la ilusión posible. Casement estaba convencido de que los europeos debían ayudar a aquellos seres humanos que aún vivían inmersos en la barbarie, mejorar sus condiciones de vida, liberarlos de prácticas salvajes como el canibalismo e instruirlos en la religión verdadera (el cristianismo). Y durante aquella expedición, creyó dar por hecho que Leopoldo II era la persona adecuada a la que confiar la tutela del primitivo Congo.

Stanley, que no sólo era un avezado explorador sino también un hábil hombre de negocios, cumplió con su parte. Consiguió que los jefes locales de la región traspasaran su soberanía a la Asociación Internacional del Congo que había fundado poco antes su patrono, el rey de los belgas. Quedaba ahora la parte más dura: conseguir que el resto de países interesados en expandir sus banderas por el África negra reconocieran legalmente lo que Leopoldo II ya había conseguido en la práctica. Las negociaciones en la Conferencia de Berlín (1884-1885) no resultaron nada fáciles pero, como bien sabía Leopoldo, todo el mundo tiene un precio. Tras compensar adecuadamente a sus socios europeos y forzar a ceder a Portugal con un ultimátum conjunto, el Estado Libre del Congo fue reconocido internacionalmente como colonia de la Asociación Internacional del Congo.

Todo esto era pura fachada. Leopoldo II era dueño de la Asociación, que de Internacional tenía poco. Por tanto, el Congo era en realidad una colonia privada del monarca, que debía contentarse con ejercer de monarca constitucional en su país pero que ahora detentaba el poder absoluto sobre su nueva adquisición. Y tenía grandes planes para su colonia personal. Al mismo tiempo que Leopoldo movía los hilos desde Bruselas para hacerse con el Congo, en Irlanda, el veterinario John Dunlop fabricaba el primer neumático de caucho para el triciclo de su hijo.

La felicidad del crío con su nuevo juguete no fue la única manera en la que Dunlop se vio recompensando; sin pretenderlo, había dado con un invento millonario. El neumático de caucho era perfecto para todo tipo de vehículos, barato y resistente. Leopoldo II tenía buen ojo para los negocios, y supo ver que su pedazo de África era rico en caucho. Así, el monarca convirtió a su colonia en el primer productor mundial de este material. Si alguna vez tuvo la intención de cumplir con la cacareada «misión del hombre blanco» y mejorar las condiciones de vida de los salvajes habitantes del Congo, esta se desplomó ahora, definitivamente. Los funcionarios belgas enviados por el rey no tenían como misión principal administrar la zona, sino conseguir caucho de la forma más barata posible. Estos comisionados de Leopoldo II se pusieron manos a la obra con ímpetu, ya que existían incentivos económicos para aquellos que aportaran aún más caucho del que se les había pedido. La Force Publique, un ejército mercenario de diecinueve mil hombres formado por mandos blancos y soldados rasos negros, estaba ahí para garantizar que no hubiera problemas en su extracción y comercio.

El negocio le salió redondo al rey belga; en el curso de las negociaciones, se estableció una zona de libre comercio en la colonia a la que las empresas europeas podían acceder en régimen de monopolio durante diez o quince años para extraer caucho. Leopoldo II era inversor en estas empresas: no parece que existiera manera de hacer negocios con el Congo en la que no participara el monarca, que se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo. Este tomó muchísimas precauciones para ocultar sus ingresos coloniales, así que aún hoy no sabemos cuánto dinero ganó con su colonia, pero sí sabemos que una de las empresas concesionarias, la Anglo-Belgian India Rubber and Exploration Company, obtuvo unos beneficios del 700% en 1897. Si tenemos en cuenta que fue la hacienda belga la que puso buena parte de la inversión inicial, podemos concluir que el margen de beneficio de su majestad pudo ser mucho más amplio.

¿Cómo se sostenía este negocio redondo? ¿Cuál era el secreto de tan abultada cuenta de resultados? El resto de países no estaban teniendo tanta suerte como el rey Leopoldo; en muchas ocasiones, era tan costoso administrar y mantener las colonias que la explotación de los recursos no conseguía siquiera sufragar los gastos. ¿Por qué era tan diferente entonces el Congo?

Edmund Morel respondió a todas estas preguntas. Era uno de los contables de Elder Dempster, una empresa de Liverpool que se encargaba de transportar material entre el Estado Libre del Congo y Amberes. Morel, cuyo padre era francés, dominaba este idioma, así que su empresa le enviaba frecuentemente a Bélgica para supervisar la carga y descarga de los barcos procedentes del Congo. Las estadísticas oficiales mostraban que el caucho y el marfil africanos se intercambiaban por objetos de uso cotidiano fabricados en Europa, pero Morel descubrió que la verdad era muy distinta al consultar los libros de cuentas de su compañía: los barcos procedentes de Bélgica iban al Congo cargados de armas, munición y cadenas, no de objetos con los que comerciar. «Los números —escribió Morel más tarde—, contaban su propia historia. Sólo el trabajado forzado y continuo podía explicar tal cantidad de beneficios. Me había topado con una sociedad secreta de asesinos con un rey a la cabeza».

Antes que Morel, otras personas se dieron cuenta de que algo fallaba en la colonia personal del rey; un político estadounidense, George Washington Williams, quedó espantado con lo que vio cuando viajó por el Congo en 1890. A su vuelta publicó la Carta abierta a su serena majestad Leopoldo II, rey de los belgas en la que explicaba que se había engañado y coaccionado a los jefes locales para que cedieran su territorio quemando pequeños montones de hierba con una lupa para después amenazar con repetir el proceso en una aldea entera. Los jefes congoleños, que no habían visto una lupa en su vida, creyeron que esta confería un inmenso poder destructivo a los recién llegados. Mejor ceder sus aldeas antes que verlas reducidas a cenizas. No fue el único en poner el grito en el cielo; los misioneros occidentales William Henry Sheppard y Mary Kinsgley también criticaron la penosa situación de la colonia.

Pero fue el enérgico Morel quien más hizo porque el resto de la sociedad descubriera el sucio pastel del rey Leopoldo. Tenía veintiocho años cuando los números le desvelaron la realidad atroz del Congo. Lo primero que resolvió fue renunciar a su trabajo, a pesar de que había sido ascendido a director de comercio con el Congo. Sabía que la prensa, como ya había demostrado Stead, el malogrado campeón de las buenas causas, tenía un inmenso poder de convencimiento y arrastre, así que se convirtió en periodista. Primero trabajo para el West Africa y, más tarde, en un semanario fundado por él mismo: el West African Mail. Morel hizo de la causa del Congo el centro de su vida y pasó los siguientes tres años recolectando información sobre la terrible situación de la colonia y exponiéndola en continuos artículos, discursos y cartas. La prensa europea y estadounidense se hizo eco, y la opinión pública volvió a rumiar esa indignación que tanto asustaba a los políticos. La Oficina Colonial inglesa no pudo seguir haciendo oídos sordos y encomendó a su cónsul en Boma la investigación de las acusaciones.

El cónsul en Boma no era otro que Roger Casement, aquel muchacho que, ilusionado, había acompañado a Herbert Stanley en la exploración encargada por el rey Leopoldo. Lo que vio en este nuevo viaje de 1904 tornó su ilusión en náusea. Durante los dos meses y medio en los que recorrió la colonia a bordo de un barco de vapor, Casement comprobó de primera mano como los congoleños estaban viviendo un auténtico infierno. Hechos un manojo de nervios o tremendamente fatigados por las jornadas maratonianas de trabajo, contaron al cónsul británico que cada aldea tenía que entregar a las autoridades una determinada cantidad de caucho y alimentos. Si no cumplían con la cuota, relataban mientras se reflejaba en sus rostros la sombra del miedo, lo mejor que les esperaba era el chicote, un látigo hecho de piel de hipopótamo especialmente doloroso.

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Edmund Morel, un idealista de los que hay pocos en la historia.

Sin embargo, los métodos de la Force Publique, el ejército colonial, podían llegar a ser mucho más crueles. El desfile de hombres, mujeres y niños sin una mano, sin un pie, sin una oreja, era continuo. Cualquier transgresión de las normas impuestas por las autoridades podía acabar con la mutilación de algún miembro. Pero esto no era todo. En algunas ocasiones, la Force Publique se llevaba a todas las mujeres de la aldea y las retenía hasta que les fuera entregado el caucho que se había requerido a la población. Estas mujeres eran sometidas a maltratos y vejaciones, pero su suerte podía ser mucho peor. Si la aldea no llegaba a cumplir con la cuota estipulada, las desgraciadas rehenes eran asesinadas. La aldea también corría el peligro de ser reducida a cenizas; precisamente el escenario que habían querido evitar los jefes locales cuando entregaron sus tierras al rey Leopoldo.

Casement pudo ver cómo este implacable sistema de explotación había destrozado la sociedad indígena. Los pequeños pueblos prósperos que había conocido hacía quince años se encontraban ahora prácticamente despoblados. Lukolela, que contaba con 5000 habitantes cuando Casement la había visitado en 1887, acogía a apenas 352 en 1904. Para sorpresa del cónsul británico, las víctimas del negocio colonial belga se quejaban no del hecho de imponérseles cuotas, sino de la imposibilidad de cumplir con ellas. Descubrió que, en muchas ocasiones, los funcionarios inflaban estas cuotas para quedarse con parte de lo entregado y venderlo en el mercado negro. Leopoldo no era el único dispuesto a hacerse rico con la sangre, sudor y lágrimas de los congoleños.

Pero si muchos estaban determinados a mantener este sistema en su propio beneficio, Casement estaba determinado a acabar con él. Redactó un informe de cuarenta páginas repletas de información y veinte más de anexos, lo entregó a la Cámara de los Comunes en Westminster y lo reconvirtió en un libro que fue publicado en 1904. Así proporcionó el impulso definitivo a la campaña contra la explotación del Congo, considerada la primera campaña por los Derechos Humanos de la historia. Casement conoció a Morel, la persona que había hecho posible su investigación, y le convenció para fundar, junto al doctor Henry Grattan Guinness, la Congo Reform Association, una de las primeras ONG.

A través de ella organizaron charlas y conferencias, publicaron artículos en periódicos importantes y consiguieron llamar la atención de personajes influyentes. Mark Twain retrató al rey de los belgas profundamente enrabietado con las críticas en su satírico Soliloquio del rey Leopoldo, de 1905. Arthur Conan Doyle recogió toda la información disponible y escribió El crimen del Congo, un libro publicado en 1909 en el que instaba a la gente a actuar de la manera que les fuera posible para acabar con la barbarie que tenía lugar en la colonia. Conan Doyle daba ejemplo ya que, por un lado, los beneficios que obtuvo con el libro se destinaron a reimpresiones del mismo en inglés y alemán y, por otro, instaba a sus lectores a prestar sus ejemplares para que la historia llegara al máximo número de personas posible.

Un invento, el neumático, convenció a Leopoldo II de lo lucrativa que podría resultar la explotación del caucho en el Congo. Paradójicamente, fue otro invento el que hundió definitivamente la imagen del rey de los belgas. Los misioneros John y Alice Harris hicieron un nuevo viaje al Congo y trajeron con ellos lo que muchos consideraban la prueba tangible de lo que estaba ocurriendo allí: fotografías. Por primera vez, los lectores podían ver en imágenes lo que Morel, Casement y otros habían descrito con palabras. Hombres, mujeres y niños sin manos, con la espalda surcada de cicatrices provocadas por el azote del chicote, con el rostro quebrado por el cansancio y el miedo. Arthur Conan Doyle se mostró optimista: «Tenemos la evidencia incorruptible de la cámara Kodak», proclamó. Por su parte, Mark Twain imaginó el enfado del monarca belga, y en el famoso soliloquio puso en su boca la siguiente frase: «La máquina Kodak ha sido una dolorosa calamidad».

Mientras tanto, el industrioso Leopoldo II había iniciado su propia campaña. Sobornó a periodistas y periódicos para que dejaran de publicar las acusaciones de sus enemigos, algo que consiguió en el National Zeitung. Formó una comisión compuesta por misioneros que recorrió zonas del Congo donde apenas había explotaciones de caucho y, por tanto, negó los datos presentados por el Informe Casement. Invitó a personalidades como Mary Sheldon a viajar por el Congo. Estos invitados, conducidos por recorridos idílicos, quedaron favorablemente impresionados, y Mary Sheldon llegó a afirmar que había sido testigo de más atrocidades en las calles de Londres que en la colonia.

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Edmund Morel y Roger Casement pusieron en un verdadero aprieto al rey de los belgas, Leopoldo II.

Sin embargo, la campaña de Leopoldo II no fue tan exitosa como la de la Asociación para la Reforma del Congo. En primer lugar, el grandilocuente rey se equivocó de público objetivo; sus esfuerzos se centraron en convencer de su inocencia a personajes relevantes de la sociedad, mientras que Morel, Casement y el resto de sus enemigos lanzaron su mensaje al resto de la escala social, aquella que tenía mayor capacidad de presión sobre el gobierno en una sociedad democrática. Encerrado en la burbuja propia de las clases privilegiadas, Leopoldo no había sabido tomar el pulso a la sociedad de masas. Por otro lado, sus maniobras de persuasión y soborno quedaron al descubierto cuando Henry Kowalsky, que había trabajado a su favor en los Estados Unidos, vendió toda la información que conocía al gran magnate de la prensa, William Hearst. Leopoldo II tendría que haber estado más atento a la renovación el contrato con Kowalsky para evitar su airada traición.

A la presión internacional se unió la nacional: el diputado socialista Van de Velde comenzó a insistir con la cuestión del Congo en el Parlamento belga. Acorralado, Leopoldo II se vio obligado a constituir una comisión independiente formada por tres jueces para que investigara el caso. La comisión corroboró todas las pruebas aportadas por el momento y, en una de las sesiones, vio cómo uno de los magistrados no podía soportar la dureza de los testimonios y se derrumbaba. Paul Costermans, gobernador general del Congo y lógico blanco de las acusaciones, acabó suicidándose en un momento de despiste de los médicos que le vigilaban en el hospital en que estaba ingresado. Muchos oficiales fueron juzgados y castigados por los crímenes cometidos; en su defensa, alegaron que sólo cumplían órdenes.

Al rey belga no le quedó otra que ceder, y traspasó la propiedad del Estado Libre del Congo a Bélgica en 1908. No pudo haber momento más oportuno para deshacerse del problema; las empresas extractoras de caucho se estaban trasladando a las explotaciones de la Amazonia, mucho más productivas. Además, Leopoldo ya se había hecho más rico de lo que jamás hubiera podido imaginar, con el coste de unos diez millones de vidas que poco le importaban y por las que nunca rindió cuentas. A su muerte, pocos años después, se erigieron estatuas en su honor a lo largo y ancho del pequeño país. Su figura sigue siendo objeto de gran controversia aún en nuestros días: en 2004, se estrenó un documental de la BBC titulado Rey blanco, caucho rojo, muerte negra que el gobierno belga calificó de «diatriba silenciosa».

A pesar de ello, Edmund Morel, Roger Casement, el matrimonio Harris y muchos otros tuvieron sobrados motivos para considerar que su campaña había sido un éxito. Desafiaron a un rey y vencieron, preparando el camino para la expansión de la movilización ciudadana y la solidaridad internacional.

Casement siempre estuvo profundamente orgulloso de su papel en la campaña. Por desgracia para él, no se detuvo en el asunto del Congo. Su nueva causa sería la de devolver Irlanda a los irlandeses. Ocho años después de la capitulación de Leopoldo II en 1908, el Levantamiento de Pascua de 1916 contó con su ayuda para trasladar armas alemanas a manos de los rebeldes independentistas de Dublín. Fue apresado y juzgado por traición en medio de un ambiente de Guerra Mundial, y posteriormente condenado a muerte.

Muchas personas influyentes a lo largo y ancho del mundo presionaron por la conmutación de la pena. Incluso el Senado de los Estados Unidos pidió al gobierno británico que perdonara a Casement, pero este amplio abanico de apoyos comenzó a diluirse cuando los siempre oportunos periódicos ingleses publicaron extractos de los diarios de Casement, donde quedaba claro que era homosexual. Para la sociedad de la época, la traición era algo perdonable; la desviación sexual no. Casement fue ahorcado en la prisión de Pentonville el 6 de agosto de 1916. Justo antes de enfrentar su triste destino, le escribió a un amigo: «He cometido terribles errores, he hecho muchísimas cosas mal y he fallado en muchas otras, pero lo mejor de todo fue el Congo».

Capítulo 9
El síndrome de la bola de cristal

Contenido:
§. El futuro como paraíso… y el futuro como pesadilla
§. Los antídotos de la decadencia
§. Sangre y banderas

Presa de la emoción, Charles Fontaine comenzó a hacer ondear la bandera de la República francesa en el acantilado desde el que se divisaba el castillo de Dover. En un principio, había creído que el ruido que oía era producto de su imaginación; si el Daily Mail había ofrecido mil libras a quien fuera capaz de acometer semejante empresa es que esta era prácticamente imposible. Sin embargo, su vista de lince detectó al poco rato una mancha en el horizonte que, sin duda alguna, se movía hacia el corresponsal de Le Matin.

Unos cuantos curiosos se habían acercado a la zona en el momento anunciado, la mayor parte de los cuales estaban convencidos de que tendrían que regresar a casa sin haber presenciado nada fuera de lo común. Pero los nerviosos movimientos de Fontaine con la bandera tricolor desataron la agitación entre las personas reunidas en la línea de la costa, que empezaron a intercambiar expresiones de asombro. ¿Conseguiría el avión del aviador francés Louis Blériot cruzar el canal de la Mancha por primera vez en la historia?

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El piloto francés Louis Blériot, posando seductor desde su avión en 1907.

Al cabo de un rato, lo que había parecido imposible apenas unos minutos antes se convirtió en una realidad palpable para los afortunados espectadores. El aviador francés consiguió aterrizar su aparato en tierra inglesa y, una vez pudo salir del mismo, se vio rodeado por las expresiones de afecto y los gritos de júbilo de quienes habían ido a recibirle, cuyo número aumentaba por momentos.

Charles Fontaine se apresuró a tomar una fotografía del histórico suceso para después echar mano de su bloc de notas y apuntar todos los detalles que utilizaría en la crónica encargada por Le Matin. Era el 25 de julio de 1909 y, de nuevo, una gesta relacionada con la tecnología se convertía en noticia a nivel mundial. El vuelo de Blériot sobre el canal de la Mancha haría correr ríos de tinta en los meses siguientes. Se había roto una de las barreras impuestas por la naturaleza al ser humano, y parecía que el imparable progreso científico no haría otra cosa en los años venideros. Louis Blériot se convirtió en un verdadero héroe popular en todo el mundo, inspiración para otros muchos aventureros que decidieron repetir su gesta e incluso superarla.

§. El futuro como paraíso… y el futuro como pesadilla
Se había avanzado mucho desde que los hermanos Wright decidieron, aún sin haber cursado estudios superiores, diseñar un aparato a motor que volara. Orville y Wilbur tenían un local de bicicletas en Dayton, Ohio, que les funcionaba muy bien, pero querían ir más allá. Probaron una y otra vez, diseñando distintos tipos de alas y reajustando los cálculos cada vez que estos fallaban y sus creaciones se estrellaban. Su tenacidad tuvo recompensa: el 17 de diciembre de 1903 lograron que su avión a motor volara durante cincuenta y siete segundos. Dos años después, su prototipo había mejorado tanto que podía mantenerse en el aire durante más de media hora, para fascinación de los periodistas que se acercaron a cubrir la prueba.

De ahí a las seis horas de vuelo de Blériot pasaron sólo cuatro años. Los aviones mejoraban a pasos agigantados. En 1909, se empezaron a celebrar las primeras carreras aéreas, que se convirtieron en espectáculos multitudinarios: la de Reims de ese mismo año reunió a medio millón de curiosos que deseaban ver los nuevos prodigios surcando el aire.

Sin embargo, al avión no le dio tiempo a convertirse en algo cotidiano para la gente de la Belle Époque. Lo mismo ocurrió con los zepelines, que tenían la peligrosa tendencia a incendiarse incluso cuando estaban parados en el hangar. El negocio de viajes aéreos alemán, el DELAG, transportó pocos pasajeros entre 1909 y 1914.

Estos prodigios técnicos no tuvieron un impacto real en la sociedad del momento, pero sí en su imaginación. Los aviones se quedaron como muestra de las cosas por venir, una de las más emocionantes. Las parejas acaudaladas que nunca viajaron en avión contrataban un servicio de fotografía delante de uno. Los productores de champán hacían todo lo posible para asociar sus vinos con los vuelos. Todos querían que el aura de progreso que envolvía a estas máquinas les iluminara.

La Belle Époque había convencido a muchos de que el progreso había llegado para quedarse. En 1895, Petitjean personificó al siglo que estaba a punto de nacer y dijo de forma grandilocuente: «Soy el siglo de la electricidad, y vengo a continuar el trabajo de paz y progreso empezado por el siglo del vapor». Cuando Blériot alzó el vuelo, Stefan Zweig quedó convencido de que las fronteras acababan de convertirse en cosa del pasado. Otros, con un ojo puesto en el lado oscuro de la tecnología, temieron que los inventos del futuro trajeran algo bien distinto a la paz y el progreso. En La guerra desde el aire, H. G. Wells aventuró que los aviones y los zepelines se usarían para devastar ciudades lanzando terribles bombas. Y no le faltaba razón.

Había otro tipo de personas que no creían que las máquinas fueran a pavimentar el camino hacia la paz ni tampoco a traer el Armagedón sobre la humanidad y que, en todo caso, se lamentaban al ver que los avances científicos y tecnológicos no iban de la mano de la solidaridad y los buenos sentimientos. El escritor Arthur Conan Doyle rabió al ver que, en el siglo en el que la civilización occidental había echado a correr hacia delante en tantos ámbitos, fueran posibles masacres como la perpetrada por el rey de los belgas en su colonia africana:

¿Qué es el progreso? ¿Es ir un poco más deprisa en un automóvil de motor? ¿Escuchar cómo farfulla un gramófono? Eso son juguetes de la vida. Pero si el progreso es algo espiritual, entonces no progresamos. Hace cincuenta años no habría sido posible un horror como el de Bélgica en el Congo. Había más decoro y principios en aquellos días más lentos. Vivimos una época de prisas, pero no llamemos progreso a eso. La historia del Congo ha hecho de esa idea un pequeño absurdo.

Se acercaba el siglo XX, aunque no llegó para todos al mismo tiempo. El impetuoso káiser alemán quiso estrenar la nueva etapa de la humanidad antes que nadie y anunció la llegada del siglo XX en 1900, mientras el resto de países europeos esperaron a que se cumpliera el plazo dado por los astrónomos y lo hicieron en 1901.

No era difícil, creían muchos. Sólo hacía falta mantener el nivel al que se había llegado en los últimos años. El diario francés Le Figaro escribió el 1 de enero de 1901: «El siglo que nos dejó ayer alcanzó muchas glorias con sus mecanismos de vapor, sus barcos, los antisépticos y los anestésicos. El siglo que viene sólo tiene que continuar esas glorias para alcanzar la grandeza».

Durante la Belle Époque, se pensó en el futuro como nunca antes a lo largo de la historia. Los avances tecnológicos y los cambios sociales y políticos habían sido tan intensos que todos se preguntaban qué consecuencias traerían en los años venideros, en los que, suponían, los avances y cambios seguirían produciéndose a una velocidad cada vez más vertiginosa. Cuando intentaban pronosticar el futuro, la mayoría se ponía de acuerdo en que las máquinas acabarían haciendo todo el trabajo pesado y las personas tendrían tiempo de sobra para dedicarse a otras cosas: Oscar Wilde creía que la humanidad pasaría la vida «leyendo libros bonitos» y el Knoxville Journal se mostraba convencido de que las tareas domésticas serían tan divertidas «como ir de picnic».

La calidad de vida sería cada vez mejor, porque, como dijo el director de la British Medical Association en su discurso de 1899, en el siglo XX la guerra contra las enfermedades sería más intensa que nunca. The Magazine of the Future aventuró que en el año 2000 habría un complicado mecanismo que permitiría a las personas conversar con sus amigos de todo el mundo, ver cualquier parte de la tierra e intercambiar noticias de forma tan sencilla como ahora hablamos por teléfono; internet y los smartphones, pronosticados en 1891.

Además, la Belle Époque había demostrado que todo se podía convertir en un negocio. La gente estaba deseando saber cómo iba a ser el futuro, y varias empresas europeas quisieron aprovecharlo. En 1900, una compañía de tabacos francesa encargó que se dibujara el mundo dentro de cien años en ochenta y siete postales, que planeaba incluir en las cajas de cigarrillos como estrategia publicitaria. La compañía, sin embargo, quebró, y las imágenes no salieron a la luz hasta que Isaac Asimov, profesor y famosísimo autor de ciencia ficción, las encontró en 1986. Idéntica idea tuvo la compañía chocolatera alemana Theodore Hildebrand and Son, que en 1900 metió doce coloridas postales que representaban el mundo del año 2000. Y ya en 1914, otra chocolatería, la moscovita Sociedad Einem, se encargó de dibujar las predicciones de cómo sería Moscú ya no en el año 2000, sino en el 2100.

Resulta curioso ver cómo todas ellas coinciden en algunos aspectos. Los aviones habían fascinado como ningún otro invento, así que cuando estos artistas cogieron sus lápices para dibujar el futuro, imaginaron un cielo lleno de vehículos alados de mil tipos. La policía, los bomberos o incluso el ejército tendrían sus propios aparatos voladores y el correo lo traería el cartero utilizando una especie de bicicleta con alas; unos aparatos con rayos X permitían a la policía ver el interior de los bancos y evitar el saqueo de los ladrones; otros traían el cine a casa para entretener a las personas, que ya no tenían que trabajar porque las máquinas hacían todo el trabajo duro.

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Visiones de Francia en el siglo XXI desde el año 2000.

Comparadas con nuestras propias visiones del futuro, en las que nuestros lejanos descendientes irían vestidos de la forma más extravagante posible, es curioso ver cómo en estas predicciones la gente viste igual que en el 1900.

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Visiones de Alemania en el siglo XXI desde el año 2000.

No se ve a una sola mujer en pantalones. Cuando W. Cade Gall imaginó la moda del futuro para la revista Strand en 1893, dibujó a las mujeres cercanas al siglo XXI vistiendo extraños sombreros y faldas que, a pesar de tener una forma extravagante, llegaban al tobillo y eran bien voluminosas.

Las predicciones también dieron para varios reportajes alrededor del mundo. Algunos se centraban en un solo avance: en 1912, el periodista de The Independent, S. C. Gilfillan, pronosticó que en las llamadas del futuro no sólo se oiría la voz del interlocutor, sino que también se vería su imagen, y que las fuerzas del cinematógrafo y del fonógrafo se unirían para traer las películas con sonido, tan baratas que todos los hogares tendrían un Home Theatre en casa.

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Visiones de Moscú en el siglo XXI desde el año 2000.

Otros, como el de Thomas Anderson para el Boston Globe, cuidaban hasta el último detalle: «En los días que están por venir, habrá cambios maravillosos. La población de la ciudad más grande podrá llegar a ocho millones de personas, enormes barcos llevarán a nuestra gente y a nuestros productos hasta Europa en cuatro o cinco días». Anderson explicó, emocionado, como en el futuro todo el mundo tendría su propio coche, los atascos de tráfico se acabarían gracias al transporte aéreo dentro de la propia ciudad de Boston, los nuevos métodos de generar energía acabarían con el ruido y la contaminación y, lo mejor de todo, los partidos de béisbol podrían jugarse por la noche. Eso sí, la ciencia aún no habría encontrado la solución para el tiempo cambiante de la ciudad atlántica, y la única solución para aquellos a los que no les gustara el tiempo sería la misma que la de los bostonianos del 1900: esperar diez minutos.

Los londinenses tendrían mucha más suerte, según la visión de futuro de Joseph Darby en el Bristol Mercury del 17 de febrero de 1900: cada vez que apareciera una nube o creciera la niebla, unas enormes pistolas especiales dispararían a la atmósfera, disolviendo al instante estos molestos fenómenos meteorológicos. Además, este sería el único uso de las armas en el año 2000, ya que, para entonces, todos los países habrían disuelto sus ejércitos y renunciado definitivamente a la guerra, resolviendo todas sus disputas gracias al civilizado arbitraje. La sociedad en sí, veía Darby, sería mucho más pacífica y justa. El Brooklyn Daily Eagle lo veía de la misma manera: en cien años, las mujeres obtendrían el voto y serían iguales a los hombres en la literatura, en las artes y las ciencias, en casa, en la Iglesia y en el Estado.

Sin embargo, para otros, el panorama no sólo no sería paradisiaco, sino que sería aterrador. Un mundo en el que las máquinas se encargaran de todo podía fallar a la mínima y de forma catastrófica. La tecnología que tanto alababan algunos amenazaba con aislar cada vez más a las personas, que se centrarían en usar estos nuevos aparatos y no en hablar con sus familiares, vecinos y amigos más cercanos. Tantos entretenimientos visuales vacíos distraerían a las personas de la verdadera cultura, haciendo que la humanidad fuera cada vez más ignorante y manejable.

Aun así, los cambios que más se temían no eran los tecnológicos, sino los sociales y políticos. El nuevo papel de las mujeres en la sociedad y la legalización del divorcio convencieron a muchos de que la familia se estaba diluyendo sin remedio.

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«Desarrollo de la telegrafía sin cables. Escena en Hyde Park. Estas dos personas no se están comunicando entre ellas. La dama está recibiendo un mensaje amoroso y el caballero los resultados de las carreras». El miedo a que los teléfonos nos aíslen de la sociedad no empezó con los smartphones.

Para el diputado de extrema derecha Paul de Cassagnac, el divorcio había hecho que su época fuera lamentable, destruyendo la vida familiar y trayendo el caos a muchos hombres, mujeres y niños. El sociólogo Émile Durkheim llegó a la conclusión de que el divorcio llevaba, en muchos casos, al suicidio masculino.

La bajada de las tasas de natalidad se tomó como el preludio de la catástrofe, especialmente en Francia. En este país se escribieron hasta ochenta y dos libros sobre el tema de la temida dépopulation (la despoblación nacional) entre 1890 y 1914; se creía que las causas del fenómeno eran el feminismo y el individualismo. Causaba tanta preocupación porque se temía que una población francesa cada vez más reducida no fuera capaz de enfrentarse a sus enemigos. Alemania, la eterna adversaria, parecía no parar de crecer mientras Francia enflaquecía.

Pero los miedos a que la población disminuyera también afectaban a este otro país. El doctor Alfred Grotjahn advirtió a sus conciudadanos que no debían temer ni al armamento francés ni a los Dreadnoughts ingleses, sino al crecimiento exponencial de los eslavos. Grotjahn estaba pensando en Rusia, un país que aún no había entrado en el ciclo demográfico moderno y cuya población crecía a un ritmo que ningún otro país europeo podía igualar. La llamada «apisonadora rusa».

Todos estos peligros palidecían ante el que muchos consideraban el peor de todos. Durante la Belle Époque se había producido la irrupción de las masas en la política, lo que estimuló un intenso debate sobre las consecuencias de la democracia. Para los más conservadores, el sufragio universal rebajaría el tono de la política, anteriormente asunto de caballeros. Dar la misma capacidad de decisión sobre los problemas de la nación a los sectores educados de la población, que además sabían manejar negocios, y a quienes ganaban lo justo para subsistir y, como mucho, habían aprendido a leer y escribir, les parecía más que arriesgado.

El traspaso del poder a las máquinas, la disolución de los valores tradicionales, la despoblación y los inicios de la democracia no dejaban espacio para la duda, según la opinión de algunos: la civilización occidental estaba siendo destruida. Había que tomar medidas para salvarla o el futuro sería una pesadilla.

§. Los antídotos de la decadencia
Como muchos jóvenes de buena posición, Max Nordeau estudió Medicina. Las opciones respetables eran pocas, y el Derecho no le llamaba nada. Nordeau se graduó en la Universidad de Budapest en 1872, pero lo que le apetecía entonces no era ejercer su profesión. Quería viajar y ver mundo. Aunque su familia era judía ortodoxa, el joven Nordeau era agnóstico: sus horizontes eran más amplios de lo que cabía en la Torá.

En sus viajes por Europa descubrió París y quedó profundamente enamorado de la ciudad. La eligió como lugar de residencia y empezó a trabajar como corresponsal parisino del Neue Freie Presse, un periódico vienés.

Pero Max Nordeau ya no podía dejar de ver el mundo desde sus gafas de médico. El arte vanguardista del que tantas veces tuvo que hablar en sus artículos le parecía el síntoma de una grave enfermedad; la vida en la ciudad, con su velocidad vertiginosa y su ruptura de las costumbres establecidas, era la causa. Para 1892, estaba tan convencido de que la sociedad occidental estaba gravemente enferma que escribió Degeneración. En él, defendía que la sociedad degenerada estaba produciendo un arte decadente que no hacía más que aumentar el hundimiento de la sociedad. Un auténtico círculo vicioso.

Nordau no era el primero en creer ver que la sociedad occidental se estaba corrompiendo. Otros muchos doctores y criminólogos habían tenido la misma idea, y habían dedicado sus vidas a estudiar a personas de la peor calaña para entender los motivos por los que eran así y a encontrar métodos para evitar su expansión. Pero mientras que otros doctores tenían que medir el cráneo o el lóbulo de la oreja de una persona para ver si era una enferma mental y, por tanto, un peligro genético, Nordau contaba con una ventaja: podía leer sus libros, ver sus cuadros y escuchar su música. Y cuando leyó a Oscar Wilde y escuchó los estridentes compases de Stravinsky desde su apartamento parisino, no le quedó la menor duda de que todos ellos padecían algún tipo de histeria. «Las novelas de Zola no prueban que las cosas de este mundo son malas —escribió Nordau—, sino que el sistema nervioso de Zola está descompuesto». La epidemia, juzgó el doctor, podía ser peor que la peste negra en la Edad Media.

Un buen médico receta una cura eficaz contra la enfermedad, y Nordau la tenía clara. Había que censurar y reprimir a estos artistas y organizar una academia de profesionales —psicólogos, jueces, profesores y políticos— que se aseguraran de que nunca ninguna otra persona se atreviera jamás a jugar con la inmoralidad.

Paradójicamente, uno de los pacientes involuntarios del doctor Nordau también estaba convencido de que la civilización occidental estaba débil y enferma. O lo había estado, porque, para cuando se publicó Degeneración, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche había perdido completamente la cabeza y permanecía ajeno al mundo en los amorosos brazos de su madre y su hermana, justo cuando sus ideas se expandían como la pólvora; los libros que había escrito en la década de 1880 se pasaban de mano en mano diez años después, sus aforismos se citaban antes de empezar un capítulo y su filosofía era el centro de sesudas tesis doctorales.

Nietzsche, que ya no era Nietzsche, se apagaba lentamente mientras sus ideas iluminaban al mundo. Había sido un prometedor y joven filósofo con una cátedra en la universidad de Basilea cuando se dio cuenta de que los valores de la sociedad occidental eran una ficción. Todo, absolutamente todo, estaba encorsetado por estos valores: las nuevas ideas no podían avanzar si los cuestionaban. El ser humano era mucho más que la Razón, pero la sociedad no le dejaba ir más allá. La civilización occidental no podría progresar si no rompía con todos esos valores y creaba unos nuevos, basados en la espontaneidad, en el instinto; en definitiva, en todo lo que no fuera la manida Razón. Ninguna universidad quiso volver a contratar a Nietzsche una vez lanzó estas controvertidas ideas.

Nordau vio la sombra de la locura en cada frase del filósofo alemán pero, en lo que respectaba a la sociedad del momento, ambos compartían diagnóstico. Un diagnóstico al que también habían llegado los darwinistas sociales.

En el siglo en el que la ciencia estaba mostrando que lo podía todo, era lógico que se intentaran aplicar sus principios a todas las disciplinas. Incluido, por supuesto, el estudio de la sociedad. Según Darwin, las especies evolucionaban porque, en la naturaleza, sobrevivían los mejor adaptados a su entorno: aquellos que eran más fuertes que los demás, que corrían más rápido, que aguantaban mejor las temperaturas del ambiente. En cambio, creyeron estos intelectuales, el avance de la civilización humana había puesto en jaque a la selección natural, manteniendo vivos a aquellos que en un estado natural habrían muerto. En la sociedad, los menos aptos, es decir, los pobres, los enfermos y los criminales, tenían las mismas posibilidades de reproducirse que los más aptos. De hecho, se reproducían más, porque las capas bajas de la población tenían más hijos que las altas. La consecuencia, según ellos, era que la especie humana empeoraba gradualmente, en lugar de mejorar.

Había que pasar a la acción. Francis Galton, el primo de Darwin, no era médico, pero se ofreció a encontrar la cura definitiva a esta enfermedad tan grave. Si la selección natural no funcionaba, habría que poner en marcha algún tipo de selección artificial. La mejor forma de conseguirlo, creía Galton, era favoreciendo la reproducción de los elementos superiores de la sociedad y evitar la de los inferiores. Así nació la eugenesia, una rama de la ciencia a la que se apuntaron personas de todas las tendencias políticas. «El hombre algo compasivo lanza una moneda al vagabundo; el que es aún más compasivo le edifica un asilo para que no tenga que seguir pidiendo en la calle —dijo el sexólogo Havelock Ellis—, pero quizás el más compasivo de todos es el que evita que el vagabundo nazca».

Muchos otros médicos recibieron con escepticismo las ideas eugenistas. ¿Por qué iba ser más efectivo gastar millones en estimular un linaje sano que utilizar el mismo dinero en mejorar la salud pública? Pero los defensores de la eugenesia tenían en sus manos un arma nueva: la genética. Dotado de una paciencia infinita, el monje agustino Gregor Mendel se dio cuenta de que al cruzar distintos tipos de guisantes, el resultado mostraba las características de sus predecesores. Sus trabajos quedaron en el olvido hasta que otros científicos los rescataron en la Belle Époque y descubrieron que la razón de este fenómeno estaba en los genes, fragmentos de material biológico que determinaban la aparición de caracteres hereditarios. La genética dio alas al mundo de la eugenesia.

Para los eugenistas, la cosa estaba clara: si las características de una persona venían marcadas en sus genes (y para ellos, las tendencias criminales o perezosas de la misma entraban en esta categoría), mejorar el ambiente en el que crecía y vivía no iba a tener ningún impacto sobre ella. De hecho, para que la especie humana no degenerara, habría que proporcionar una buena educación y una sanidad apropiada a todas las personas débiles, generación tras generación. Un esfuerzo que los eugenistas creían mucho mayor que el controlar simplemente la reproducción humana.

Las ideas eugenistas combinaban muy bien con otra moda intelectual de la Belle Époque, el racismo. Los pensadores del siglo XIX, el siglo en el que Europa se lanzó a la conquista del mundo, empezaron a estar cada vez más convencidos de que había razas superiores y razas inferiores. El biólogo alemán Ernst Haeckel lo mismo analizaba y dibujaba detalladamente varios tipos de anémonas que dividía a la humanidad en doce tipos de especies distintas de acuerdo a su cercanía o lejanía al mono. Las más bajas debían, según Haeckel, ser consideradas prácticamente animales, y estaban abocadas a la extinción, mientras que aquellas situadas en la cúspide estaban destinadas a dominar el mundo. El Homo mediterraneus era claramente esa especie a la cabeza de la humanidad. Así, el racismo resultó extremadamente útil para justificar el dominio europeo del mundo.

El doctor Nordau podía haber estado contento de que sus ideas fueran compartidas por tanta gente, de que muchos otros quisieran evitar el colapso que la civilización llevaba tiempo anunciando. Pero, por desgracia para él, hubo otra corriente de pensamiento que culpaba a los judíos de todos los males de la sociedad y recetaba para su cura la completa exclusión de estos. Y Max Nordau, aunque no era practicante, era judío.

El antisemitismo no era nada nuevo en Europa. La persecución a los judíos había sido constante desde la Edad Media y, aunque fue haciéndose menos violenta en Europa occidental conforme avanzó la modernidad, seguía estallando en forma de brutales pogromos en Europa oriental. Durante los pogromos, a veces impulsados por las autoridades para dirigir la rabia del pueblo hacia un objetivo que no fuera el Estado, morían cientos de judíos.

En plena Belle Époque, los judíos se convirtieron en la cabeza de turco que anidaba en todos los fenómenos decadentes de la sociedad. Así, aquellos que creían que era el avance del capitalismo o el poder del dinero el que había estropeado la sociedad tradicional, veían a los judíos detrás de ello, como cabezas de grandes empresas y mayores fortunas; para los que, por otra parte, pensaban que eran las ideologías como el socialismo las que estaban dando al traste con el orden que había funcionado siempre, entonces los judíos eran los principales promotores de estas ideas; y para aquellos que creían que los intelectuales y artistas decadentes los que estaban contaminando la civilización, era fácil pensar que, o bien estos eran judíos, o estaban a sueldo de judíos. En resumen, un aristócrata vienés podía ser tan antisemita como un anarquista español.

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Fotografía de los participantes en el Congreso Sionista de 1907. Max Nordau está en el centro de la imagen: es el hombre de la larga barba blanca.

«¡Muerte a los judíos!», gritó la multitud enfervorizada en la puerta del juzgado en el que se degradó al capitán Dreyfus: «¡Muerte a los judíos!». Max Nordau estaba allí ese día, y por eso se convenció de que los judíos nunca podrían integrarse en la sociedad europea. Junto a Theodore Herzl, otro compañero periodista del Neue Freie Presse, fundó la organización sionista, que abogaba porque los judíos abandonaran la idea de convivir con el resto de los occidentales y buscaran un territorio en el que construir un país propio. Además, Nordau incluyó al antisemitismo entre su larga lista de causas de la degeneración de la sociedad.

Las ideas de Nordau, Nietzsche y los eugenistas fueron muy populares, pero sólo en círculos reducidos. Por el contrario, el racismo y el antisemitismo sí que se extendieron por todas las clases sociales. Una ideología, sin embargo, logró arrastrar a las masas más que ninguna otra en su empeño por evitar la decadencia; esta ideología fue el nacionalismo.

§. Sangre y banderas
En el mundo del pasado, los vecinos de una comunidad se ayudaban los unos a los otros, trabajaban honradamente para ganarse la vida y respetaban las normas de comportamiento que habían instaurado sus lejanos antepasados. Como su vida se basaba en la tierra, la respetaban profundamente. Cuando tocaba ir a la guerra, los hombres, valerosos y cumplidores, acudían a la llamada de su país mientras sus llorosas mujeres los despedían henchidas de orgullo. Todo iba bien, hasta que la modernidad irrumpió al ritmo de una locomotora. Las personas perdieron los lazos con la tierra y se trasladaron a las ciudades, donde todas las antiguas costumbres fueron aplastadas sin piedad. Los hombres se hicieron más débiles y las mujeres quisieron dejar de ser mujeres. Surgieron nuevas ideologías que convencían a sus seguidores de que su sexo o su clase eran más importantes que su patria.

Así era como veían la historia reciente intelectuales nacionalistas como Gabriele d’Annunzio, Charles Maurras o Georg von Schönerer. Creían que la industrialización había hecho perder el contacto a los ciudadanos con sus raíces y que esta era la principal causa de la degeneración que afectaba a sus sociedades.

La solución, en todo caso, estaba clara. Sólo un verdadero sentido del patriotismo podía salvar a sus países; sólo extendiendo el nacionalismo se podrían recuperar esas sólidas relaciones entre ciudadanos que habían dominado en el mundo de antes de las fábricas y las ciudades.

El nacionalismo no era un invento de la Belle Époque; de hecho, ya había sido la ideología protagonista del siglo XIX. Una especie de nacionalismo republicano había brotado de las inmensas columnas de bayonetas de la Revolución francesa y, desde luego, el Imperio napoleónico sólo pudo reforzar ese fenómeno. Paradójicamente, las invasiones napoleónicas de otros países hicieron aflorar en ellos, una vez rotas y derrotadas sus autocracias tradicionales, espontáneos sentimientos nacionalistas, como en Alemania o en España. Una vez impuesto el orden desde Viena en 1815, el nacionalismo fue el combustible, junto con el liberalismo, que usaron no pocas sociedades secretas para atacar de manera tan continuada como suicida a las fuerzas del Antiguo Régimen. No pocos revolucionarios cayeron bajo las balas de fusil, pistola en una mano, bandera nacional en la otra.

Cuando se pasó el ecuador del siglo XIX, sin embargo, el nacionalismo fue utilizado por actores mucho más eficientes. Los estados, astutos y fuertes, del Piamonte y de Prusia, cuyas expansiones conducirían respectivamente a las unificaciones de Italia y Alemania. También se empapó de nacionalismo un país mucho más débil, la Francia del emperador Napoleón III, cuyas aventuras dentro y fuera del continente resultaron poco provechosas en el mejor de los casos y un absoluto desastre en el peor.

Fue durante la Belle Époque cuando el nacionalismo se convirtió en un movimiento de masas. Por todos los países surgieron asociaciones nacionalistas, como la Liga Pangermánica o Acción Francesa; el interés por la historia propia se redobló y se edificaron monumentos a los héroes y a las glorias nacionales; en Francia, por ejemplo, comenzó el culto a Juana de Arco.

Los críticos al nacionalismo pusieron de moda la palabra «jingoísmo» para criticar el patriotismo extremo de los gobernantes, pero los orígenes del término indicaban que este sentimiento se estaba extendiendo por todas las clases sociales. «¡Por Jingo!», era una manera de decir «¡Por Dios!» sin manchar el buen nombre del Altísimo. Durante la guerra ruso-turca (1877-1878), en las salas de conciertos británicas se cantaba con bravuconería: «No tenemos que ir a la guerra… ¡pero por Jingo que iremos!». La canción se volvió todo un éxito y fue coreada durante años.

El primer responsable de que el nacionalismo se convirtiera en un fenómeno de masas fue el Estado. Durante todo el siglo XIX, había hecho constantes esfuerzos por imbuir de espíritu nacional a los ciudadanos, en la escuela y en el servicio militar, ya que necesitaba una especie de religión cívica que garantizara la obediencia de creciente población. Además, necesitaba que la lealtad a la nación fuera más fuerte que las demás lealtades que una persona pudiera tener: a la religión, al género o a la clase.

Quizás este espectáculo doctrinario no habría funcionado tan bien si el público no hubiera estado tan dispuesto a aplaudirlo. Fueron muchos los que se sintieron inseguros en un mundo que vivía en constante cambio; muchos de los antiguos campesinos echaron de menos el sentimiento de comunidad que era difícil encontrar en las ciudades; muchos hombres se vieron perdidos en un mundo que cuestionaba los valores masculinos. El nacionalismo vino a llenar el vacío que había dejado la industrialización al transformar tan rápidamente la vida de las personas. Daba valor a todos los ciudadanos en tanto que miembros de la patria y les hacía sentir parte de algo más grande, algo que ya estaba ahí antes de que ellos nacieran y que seguiría estándolo una vez murieran.

En cada país, el nacionalismo se desarrolló de acuerdo a su situación. En Francia, estaba alimentado por el deseo de revancha con los alemanes; en Alemania navegaba viento en popa, impulsado por los continuos logros de la nación y sus histéricos hagiógrafos, y en Gran Bretaña se aferraba, nervioso, a su superioridad imperial cada vez más contestada. El nacionalismo estatal era, en muchas ocasiones, contrarrestado por otro que, dentro de las fronteras del estado, pugnaba por adquirir derechos, autonomía o incluso la independencia. Estos movimientos nacionalistas también ganaron fuerza durante la Belle Époque: la liga Gaélica se formó en 1893 para defender el idioma del pueblo irlandés, un recuerdo del renacimiento literario gaélico del siglo XVIII, inflamado ahora por los vientos de autonomía política.

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«Aquí se lee La Revancha. Alrededor de 5 céntimos el número». En Francia, el espíritu de la revancha seguía bien presente desde 1870: el cartel es de 1886.

El movimiento de la joven Gales surgió en esta época, liderado por Lloyd George, y el Partido Nacionalista Vasco se fundó en 1890. Su ideólogo, Sabino Arana, culpaba a los inmigrantes que habían ido a trabajar en la pujante industria vasca de trastocar las costumbres esenciales de su pueblo.

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Sabino Arana, el fundador del Partido Nacionalista Vasco, estuvo en la cárcel en 1895 por apoyar la independencia de Cuba.

El historiador francés Ernest Renan observó detenidamente el avance del nacionalismo en sus días y lanzó su propio pronóstico: «Las naciones no son eternas. Tienen un inicio, y por tanto llegarán a un final. Una confederación europea las sustituirá en el futuro. Pero ese no es el espíritu de la época en la que vivimos».

Stefan Zweig, que pasó toda su juventud convencido de que la paz mundial estaba a la vuelta de la esquina, acabó por darse cuenta de que su sueño no figuraba tampoco en el espíritu de los tiempos. Era la primavera de 1914, y Zweig estaba de vacaciones con una amiga, visitando la ciudad de Turena. Por la tarde les apeteció ver una película, así que se acercaron a un pequeño cine de barriada de Tours, muy distinto de los enormes y lujosos cines de las grandes ciudades. El público también era diferente: obreros, soldados y verduleras llenaban la sala gracias al bajo precio de las entradas.

Antes de que empezara la película, se proyectó un noticiero. El emperador austrohúngaro Francisco José I caminaba por la estación de tren de Viena, y sus pasos torpes de anciano provocaron algunas risas. Un tren llegó a toda velocidad a la estación, y cuando se abrieron sus puertas, el ambiente en la sala de cine cambió por completo. Del tren había salido Guillermo II. Hombres, mujeres y niños abuchearon al káiser alemán con todas sus fuerzas, y el eco de los insultos no dejó de sonar hasta que empezó la película.

Zweig se quedó completamente horrorizado. ¿Cómo podían guardar los habitantes de un pequeño pueblo francés tanto odio al emperador de Alemania? ¿Qué podría llegar a pasar si también estaba tan extendido el patriotismo agresivo entre los más humildes?

La respuesta a estas preguntas no le dejó dormir en toda la noche.

Epílogo
Senderos de gloria

El sucesor de la monarca más longeva que había tenido Gran Bretaña sólo reinó nueve años; Eduardo VII murió en 1910 y, a pesar de haber llevado la Corona tan poco tiempo, fue un rey muy popular. Por eso nadie se extrañó de que su funeral fuera aún más multitudinario que el de su madre, la reina Victoria, ni de que acudieran a despedirle aún más miembros de la realeza europea.

Los nueve reyes que posaron con gesto solemne ante la cámara en el funeral del rey Eduardo VII sabían que el mundo había cambiado. Habían vivido los turbulentos años de la Belle Époque y ya no podían refugiarse en la ignorancia de los que tanto temieron que la muerte de la reina Victoria conllevara la muerte de una época. El viejo mundo estaba resquebrajándose ante el empuje del nuevo, causando un verdadero terremoto para los que vivían en él. Algunos se enfrentaron a ello con un optimismo desbordante: casi no podían esperar a que pasaran los años para ver que les deparaba el futuro. Otros se sintieron inseguros y perdidos cuando vieron que la realidad para la que se habían preparado se estaba transformando en otra.

Los protagonistas de la Belle Époque se acostumbraron a un mundo en el que el cambio era la norma. Si se ponían a pensar en el futuro, ya no podían concebir que este fuera indistinguible del presente. Para bien o para mal, vivían inmersos en una realidad cambiante.

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Nueve reyes acudieron al funeral de Eduardo VII en 1910. De izquierda a derecha, de pie, están: Haakon VII de Noruega, Fernando I de Bulgaria, Manuel II de Portugal, Guillermo II de Alemania, Jorge I de Grecia y Alberto I de Bélgica; sentados en la primera fila: Alfonso XIII de España, Jorge V de Inglaterra y Federico VIII de Dinamarca.

Todo era posible.

La Belle Époque fue, de hecho, una etapa llena de posibilidades. En los años que la componen se alcanzaron unos impresionantes conocimientos científicos y tecnológicos, se impulsó un progreso material que mejoró la calidad de vida de millones de personas y se defendieron, con más medios que nunca, ideales como la justicia, la solidaridad y la paz. Sin embargo, también se desarrollaron ideologías que ponían en peligro todos estos valores, y millones de ciudadanos se convencieron de que, en determinadas ocasiones, era necesario recurrir a la violencia. El poder destructivo que tenía la humanidad era el mayor conocido hasta entonces.

Muchos se atrevieron a predecir lo que había a la vuelta de la esquina, pero pocos acertaron. Los nueve monarcas no podían ni imaginarse que tan sólo diez años después del funeral al que estaban asistiendo, varias de las coronas europeas desaparecerían para siempre, entre ellas la del sobrino de Eduardo VII, el káiser Guillermo II. La Primera Guerra Mundial, que segó millones de vidas, también arrasó con reinos e imperios.

Nunca podremos saber qué habría sido de aquel mundo si no hubiera habido una Gran Guerra, pero cuando nos acerquemos a él, tendremos que vivirlo como lo hicieron sus protagonistas, que podían atisbar la sombra que se avecinaba, pero nunca verla del todo. Sólo así podremos recuperar el mundo de la Belle Époque tal y como era antes de que las luces se apagaran.

Bibliografía