Breve historia de la medicina - Pedro Gargantilla

A mis hijos, Andreas, Alejandro y Arturo; a mi mujer, Berta, porque todo lo hace posible.

Capítulo 1
La prehistoria: los orígenes de la medicina

Contenido:
Paleopatología
Trepanaciones
Paleomedicina
La figura del chamán
La enfermedad es tan antigua como la vida misma, ya que no es más que una manifestación de la propia vida. Podríamos definir una enfermedad como la respuesta que tiene un organismo frente a un estímulo anormal. Cuando queremos estudiar las enfermedades que afectaron a los primeros seres humanos, aquellos que vivieron en la prehistoria, nos encontramos con dos grandes dificultades: de un lado, los restos de que disponemos son mayoritariamente esqueletos, ya que los demás tejidos se descomponen; y, de otro, cuanto más nos remontamos en el tiempo menos esqueletos tenemos. Por este motivo se nos presentan serios problemas para estudiar enfermedades que no afecten a los huesos.
Pero, antes que nada, hagamos un poco de memoria en torno a los conocimientos que tenemos con respecto de la periodización de nuestro más remoto pasado. La prehistoria es el período de tiempo previo a la historia, el que transcurre desde el inicio de la evolución humana hasta que aparecen los primeros testimonios escritos. La prehistoria, a su vez, ha sido tradicionalmente dividida en dos grandes períodos: la Edad de Piedra y la Edad de los Metales.
La Edad de Piedra se divide, a su vez, en Paleolítico y Neolítico; el Paleolítico es el período más antiguo y su comienzo se remonta a hace unos dos millones quinientos mil años. Durante esta etapa el ser humano fue nómada y se alimentaba de la caza, de la pesca y de la recolección. Fue precisamente durante aquellos tiempos, hace aproximadamente un millón quinientos mil años, cuando empezó a utilizar el fuego. ¿Qué fue lo que marcó el paso del Paleolítico al Neolítico? El descubrimiento de la agricultura, a pesar de que es difícil fijar una fecha de arranque, ya que diferentes grupos humanos llevaron a cabo la denominada revolución agrícola en diferentes momentos, se suele utilizar como punto de partida para datar una época que se remonta unos cinco mil años antes de la era cristiana. En ese momento aparecieron los primeros asentamientos humanos y surgió el tejido y la cerámica.
Al período más reciente de la prehistoria se le denomina Edad de los Metales, dividido en tres grandes etapas, cada una de las cuales recibe el nombre del metal que se utilizó: Edad del Cobre, Edad del Bronce y Edad del Hierro.

§. Paleopatología
¿Cómo podemos acercarnos a los conocimientos médicos y a los remedios que utilizaron los hombres de la prehistoria? A través de dos herramientas de conocimiento, la paleopatología y la paleomedicina. La paleopatología es la rama de la medicina que estudia las enfermedades que se pueden estudiar en restos fósiles y en momias. A pesar de que los conocimientos que nos aporta son limitados y fragmentarios, se ha podido deducir gracias a ella que la enfermedad existía desde antes de que apareciera el hombre. Así, se ha documentado la existencia de enfermedades en restos de animales y plantas que precedieron al hombre en millones de años. Sabemos, por ejemplo, que los reptiles que vivieron durante el Cretácico sufrieron artrosis, enfermedades infecciosas óseas y fracturas; y que los caballos que vivieron durante el Mioceno padecieron enfermedades dentarias.
Sí, pero ¿qué tipos de enfermedades tuvieron los hombres prehistóricos? Las enfermedades que afectaron a nuestros antepasados las podemos agrupar en cinco grandes grupos: traumatismos, artritis y artrosis, enfermedades infectocontagiosas, dentarias y tumorales.
Los traumatismos no son propiamente una enfermedad, ya que consisten en la acción de un objeto, animado o inanimado, contra nuestro organismo. Las consecuencias de los traumatismos tienen una elevada presencia en los restos óseos procedentes de la prehistoria, debido a las condiciones de vida, a las luchas entre los grupos tribales, a los accidentes y a los ritos sacrificiales. Por este motivo, los hallazgos de fracturas y contusiones son frecuentes en los esqueletos. La mayoría de las lesiones fueron causadas por objetos romos, y es que las lesiones óseas producidas por objetos punzantes o afilados no aparecieron hasta el Calcolítico (entre el 2500 y el 1800 a. C.), período intermedio entre el Neolítico y la Edad del Cobre, durante el cual se introdujeron el arco y la flecha. Durante esa época se produjo un aumento demográfico y, con él, la necesidad de expansión, que se tradujo en la lucha entre diferentes grupos de seres humanos.
Por su parte, la amputación se llevó a cabo con fines rituales o sacrificiales y debió de existir en el hombre prehistórico, tal y como actualmente se observa en los bosquimanos o en los indios de Estados Unidos. Entre estos últimos, por ejemplo, existe actualmente la costumbre de amputarse un dedo o una falange cuando muere un familiar en señal de duelo. En las representaciones pictóricas en donde aparecen manos pintadas en negativo (Cueva de las Mil Manos, en la provincia argentina de Santa Cruz; cuevas del Tassili, situadas en Argelia, a unos dos mil kilómetros al sur de la capital, Argel; La Pasiega, en el municipio español de Puente Viesgo, en Cantabria…) podemos comprobar cómo en algunas de ellas faltan dedos o falanges, habitualmente el dedo meñique, lo cual indica que las manos que sirvieron de modelo habían sido mutiladas.

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La Cueva de las Mil Manos se encuentra en el cañón del río Pinturas, en la provincia argentina de Santa Cruz. Los hombres prehistóricos nos legaron numerosas representaciones rupestres, con una antigüedad de 7350 a. C. Desde el punto de vista médico es interesante observar la amputación digital que aparece en algunas manos

En los restos óseos procedentes del Mesolítico, la etapa de transición entre el Paleolítico y el Neolítico, se ha encontrado un elevado porcentaje de artritis (inflamación de las articulaciones) y artrosis (degeneración del cartílago articular). Estas dos enfermedades reumatológicas eran especialmente frecuentes (hasta en un 70 % de los hallazgos) en personas jóvenes, de edad inferior a treinta años y de sexo femenino. Hay que tener en cuenta que durante esta época era la mujer la encargada de moler el grano, y que los molinos prehistóricos consistían en losas de piedra sobre las que las mujeres se agachaban y realizaban su trabajo con la ayuda de un canto rodado. Así pues, fueron las duras condiciones de vida las que aceleraron la aparición de estas enfermedades, que actualmente se diagnostican en personas de edad más avanzada.
De su lado, las enfermedades infectocontagiosas más frecuentes se debieron fundamentalmente a infecciones en las heridas cutáneas, lo cual podía provocar una infección generalizada (sepsis) que facilitaba la diseminación de la infección y que pondría en peligro la vida del enfermo. También durante aquellos tiempos remotos fueron frecuentes las infecciones por parásitos, lo que en términos médicos se conoce como infestación.
Las infestaciones se debieron a la ingesta de alimentos en mal estado, el consumo de animales infectados por parásitos (por ejemplo gusanos como la tenia) o la convivencia entre animales y personas.
Ahora bien, ¿cuáles fueron los primeros gérmenes causantes de enfermedades? Los paleopatólogos han encontrado bacterias fosilizadas en formaciones geológicas que se remontan a más de tres mil quinientos millones de años. La diversidad de bacterias en ese momento debió ser enorme y es bastante probable que no fuesen patógenos (gérmenes capaces de producir enfermedades). Es fácil pensar que su patogenicidad se puso de manifiesto cuando tuvieron que enfrentarse unas especies con otras, y fuera en ese momento cuando se hiciera necesario luchar y establecer mecanismos de defensa. Dado que la datación de los virus es bastante posterior, se puede afirmar que hubo un tiempo en el que no hubo enfermedades virales, pero sí bacterianas.
Al igual que los huesos, las piezas dentarias se conservan bastante bien con el paso del tiempo, por lo que su análisis nos puede aportar gran información, no sólo desde el punto de vista médico, sino también desde el punto de vista social (por ejemplo en relación con el tipo de alimentación). Las pérdidas dentarias debieron ser muy frecuentes en esa época, con la posterior atrofia de los alvéolos dentarios y el desplazamiento de las piezas vecinas.
Llama la atención el hecho de que no se hayan encontrado dientes con caries en el hombre del Paleolítico, probablemente los cambios de alimentación que se produjeron durante el Neolítico favorecieron la aparición de esta enfermedad. Esto no quiere decir que el hombre del Paleolítico no tuviera problemas dentarios, que los tenía y además eran muy importantes. La dureza de la carne cruda y la presencia de restos minerales en los vegetales favorecieron la abrasión dentaria y el desgaste de las encías. Las mandíbulas encontradas están dañadas en su mayoría hasta la raíz, lo cual hace pensar que las infecciones debieron ser bastante frecuentes. Hay que tener presente otro hecho importante; si se produce una degradación excesiva de las mandíbulas y los dientes se reduce de forma importante el consumo de alimentos, debido a que no se pueden masticar correctamente, lo cual puede poner en peligro la propia subsistencia del individuo. En el año 2009 la antropóloga española Teresa Delgado ha dado a conocer los resultados de un estudio realizado en los hallazgos dentarios prehistóricos del barranco de Guayadeque (Gran Canaria), los cuales han permitido conocer hechos muy interesantes y acercarnos más a la sociedad prehistórica. Teresa Delgado ha descubierto que las mujeres tenían mucha mayor incidencia de caries que los hombres, lo cual hace suponer que la dieta de los hombres prehistóricos contenía menos cantidad de azúcares y más proteínas que las mujeres. Los hombres consumían mayor cantidad de carne que las mujeres, lo cual provocaba mayor incidencia de sarro y periodontitis, enfermedades que se han hallado en las piezas dentarias.
Por último, la patología tumoral tiene una presencia muy escasa durante la prehistoria, ya que la esperanza de vida durante esta época estaba en torno a los veinte o treinta años y los tumores suelen aparecer a edades más avanzadas.

§. Trepanaciones
No es infundado el temor que tienen los pacientes del siglo XXI a ser sometidos a una cirugía cerebral, ya que un pequeño error quirúrgico puede provocar dramáticas consecuencias para el paciente. A pesar de todo, la cirugía craneal ya era practicada por los hombres prehistóricos. El término cirugía deriva del griego cheiros, que significa «mano», y de ergon, «trabajo». Literalmente, la cirugía es el arte de trabajar con las manos. El nacimiento de la cirugía se puede fijar a lo largo del Neolítico, durante el cual aparecieron unos «profesionales» que con técnicas y adminículos muy rudimentarios practicaron las primeras trepanaciones (del griego trypanon, «perforar»). Así pues, la trepanación es una técnica quirúrgica que consiste básicamente en perforar el cráneo de un paciente. Es uno de los enigmas más fascinantes de la antropología, que a día de hoy sigue teniendo numerosas preguntas sin resolver.
El arte de trepanar, que no es específico de una región geográfica concreta, es una técnica quirúrgica que fue realizada por multitud de pueblos prehistóricos de nuestro planeta y se han encontrado cráneos trepanados en prácticamente todos los continentes. Este tipo de cirugía debió ser una práctica relativamente frecuente a lo largo de la prehistoria. En un estudio realizado en Francia en un grupo de más de ciento veinte cráneos, con una antigüedad de ocho mil quinientos años, cuarenta de ellos mostraban señales de haber sido trepanados en vida. Además, y esto es todavía más curioso, se han encontrado cráneos en los que se practicaron varias trepanaciones. Uno de los más estudiados es un cráneo con dos trepanaciones realizadas en diferentes momentos y que fue encontrado en un yacimiento de Alsacia, en Francia. Tiene una antigüedad de cinco mil años y el análisis realizado ha demostrado que el individuo murió varios años después de la cirugía.
Este tipo de prácticas no se detuvieron en la prehistoria y se continuaron haciendo a lo largo de siglos, eso sí, utilizando procedimientos operatorios más complejos y ampliando el número de orificios trepanadores. El récord, en cuanto a trepanaciones en un mismo cráneo se refiere, lo tiene un cráneo encontrado cerca de la antigua capital incaica de Cuzco y que data del siglo XI de nuestra era. Se realizaron siete perforaciones, algunas de las cuales fueron practicadas en diferentes períodos de tiempo.
¿En qué zona del cráneo se solían realizar las trepanaciones? No deja de ser asombroso que en prácticamente todos los lugares en los que se han hallado cráneos trepanados el perfil de la persona en la que se realizó sea prácticamente el mismo: en la mayoría de los casos los cráneos pertenecían a varones jóvenes, era excepcional que se hiciese en mujeres o niños. Los orificios se localizan preferentemente en el lado izquierdo del cráneo, probablemente la localización no es casual, ya que es la ubicación que resulta más cómoda para una persona diestra en el momento de realizar la trepanación.

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Actualmente disponemos de más de diez mil cráneos trepanados. El área geográfica de las trepanaciones prehistóricas es extraordinariamente amplia. En el continente americano son especialmente abundantes los cráneos procedentes de Perú a partir del segundo milenio antes de nuestra era. En España se han encontrado cráneos neolíticos trepanados en casi todas las regiones, siendo especialmente numerosos los de la cultura talayótica balear y de las islas Canarias prehispánicas.

En cuanto al hueso en el que se realizaba, generalmente la cirugía se practicaba en los huesos temporal y occipital, y con menos frecuencia en el hueso parietal o frontal. La forma de la trepanación es prácticamente la misma en todas las áreas geográficas, solía ser la de un óvalo o un cuadrado, y sus dimensiones eran reducidas (3-4 cm por cada lado).
Los científicos han identificado dos tipos de trepanaciones: las llevadas a cabo en vida y otras hechas tras la muerte de un individuo (post mórtem). Poder distinguir entre una trepanación realizada en vida y otra post mórtem no plantea grandes problemas para los investigadores, pues basta con analizar si en el hueso se pueden identificar áreas de cicatrización (callo de fractura) y, en tal caso, la trepanación se realizó en vida.
En la perforación de los huesos craneales (calota) los cirujanos empleaban cuchillos o trépanos realizados con obsidiana o sílex. Los resultados de esta práctica son todavía más asombrosos si tenemos en cuenta que no se utilizaba ningún anestésico; el paciente soportaría estoicamente los diez o quince minutos que podía durar la intervención. La técnica llevada a cabo era muy rudimentaria, como no podía ser de otra manera, y consistía bien en el raspado del hueso o en la perforación del mismo, girando para ello, de forma alternativa, los instrumentos. De esta forma se conseguía que los orificios fueran de bordes regulares. En otros casos se procedía a realizar cortes limpios y longitudinales, de forma que formasen un ángulo recto y cruzado, dando lugar a un paralelepípedo.
Es posible que los incas hayan sido los trepanadores más entusiastas de todos los tiempos, en una época correspondiente a la Edad Media europea, concretamente en el siglo XV. Pueden ser considerados unos cirujanos sofisticados, que mejoraron considerablemente la técnica y emplearon un cuchillo de obsidiana denominado tumi, realizado mediante una aleación de oro, plata y cobre. Durante este período era costumbre que los incas, una vez terminada la intervención, recogiesen el polvo del hueso y lo guardasen, ya que le atribuían propiedades mágicas.
Cuando uno piensa durante unos segundos la suerte que correrían los pacientes, sin duda sospecha que la tasa de mortalidad sería elevadísima. Sin embargo, los investigadores han constatado que más de la tercera parte de los sujetos que se sometían a una trepanación conseguían sobrevivir, y la posibilidad de que hubiese complicaciones postquirúrgicas, del tipo de las infecciones, era baja.
¿Qué impulsó a nuestros ancestros a perforar la bóveda craneana? El motivo para excavar un cráneo debía ser distinto si se realizaba en un cadáver o en un vivo. En las trepanaciones post mórtem es posible que su finalidad fuera obtener un fragmento óseo (rondelle), una especie de amuleto al que se atribuirían poderes mágicos. Las rondelles serían poderosos talismanes para ahuyentar a los espíritus. También es posible, como se observa actualmente en los kayaks de Borneo, que el foramen practicado fuese para colgar el cráneo en la pared de la cueva, asimismo como una finalidad mágica, más que decorativa, o que el cráneo se utilizase en los rituales a modo de vaso.

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La trepanación es una de las hazañas médicas más notables de nuestros antepasados, siendo verdaderamente asombroso que los pacientes sobrevivieran a esta intervención. La existencia de cuerpo calloso en los bordes irregulares del orificio es una prueba irrefutable de supervivencia

¿Cualquier cráneo valdría para este fin? Probablemente no, ya que no deja de ser curioso que se haya constatado que las trepanaciones post mórtem se realizaban casi siempre en cráneos en los que se había realizado una trepanación en vida. ¿Por qué razón se elegían estos cráneos y no otros? Es posible que los hombres primitivos considerasen a los supervivientes de una trepanación una especie de santones y, por este motivo, su cráneo tenía un mayor valor mágico.
En cuanto a las trepanaciones realizadas en vivo, podían tener un fin quirúrgico o médico. En el primer caso, la trepanación se realizaría para retirar los fragmentos óseos aplastados tras una contusión craneal. En cuanto a los fines médicos, es posible que la trepanación fuese el tratamiento de la migraña, la epilepsia o la locura. La cuestión que surge a continuación es si estas enfermedades eran frecuentes durante la prehistoria. La epilepsia es un síntoma frecuente cuando existe déficit de vitamina D, enfermedad que era frecuente en el Neolítico. Sobre la locura no podemos especular con cierta solidez científica porque nos es imposible conocer su incidencia. En relación con la migraña, si extrapolamos lo que sucede actualmente, es más frecuente en mujeres jóvenes y, como hemos visto, las trepanaciones se realizaban mayoritariamente en varones jóvenes; por lo que es poco probable que se hiciesen para tratar a estos enfermos. Todo esto nos hace sospechar que la finalidad de las trepanaciones con fines médicos debía tener una fuerte influencia mágica, pues sólo a través de la trepanación se podría eliminar el demonio que había invadido al paciente. El espíritu maligno saldría del cuerpo a través del agujero realizado en su cráneo.
Una vez finalizada la cirugía, la herida se dejaba al descubierto, sería una seña de identidad para el resto de su vida. Es fácil imaginar las complicaciones que se podrían derivar de esta situación mientras cicatrizase la herida. Una de las mejores colecciones de cráneos trepanados se encuentra en el Museo de Ica (Perú) y procede de la cultura Paraca Cavernas (en torno al año 700 a. C.), que se desarrolló en Tajahuana, a orillas del río Ica. En algunos de los cráneos que allí se conservan se ha podido comprobar que en ellos se aplicó bálsamo de Perú, mentol, taninos, alcaloides, saponinas o resina, probablemente para acelerar la cicatrización y reducir la posibilidad de infecciones en la herida quirúrgica.

§. Paleomedicina
Como ya señalamos anteriormente, la otra herramienta que nos permite acercarnos a los aspectos médicos de la prehistoria es la paleomedicina. Consiste, básicamente, en analizar la acción médica a través del estudio de fósiles, momias y restos arqueológicos, por este motivo los testimonios que podemos obtener son menores que los aportados por la paleopatología.
Los hombres primitivos tuvieron, al igual que nosotros, hambre, dolor, cansancio, fiebre, frío o sueño. Fue su instinto de conservación lo que hizo que pudieran luchar y vencer estas situaciones. El hambre les hizo buscar plantas, raíces, frutos y todo aquello que le proporcionase alimento. Como eran seres omnívoros alternaron esta alimentación con la pesca y la caza. El hallazgo de grandes flechas y arpones nos hace sospechar que el hombre primitivo no se contentaba con pequeñas presas sino que aspiraba a cazar animales de gran tamaño. Su contacto con el reino vegetal le permitió conocer, por el método de ensayo y error, qué plantas eran comestibles y cuáles venenosas. No tardarían en conocer cuáles producían vómitos o diarrea pudiéndolas utilizar, si la situación lo requería, como purgantes.
¿Cómo reaccionaba el hombre primitivo frente al dolor y la enfermedad? La medicina prehistórica se caracterizó por ser intuitiva, mágica y religiosa. Para penetrar en la mente del hombre primitivo hay que recurrir a la analogía. Probablemente, el hombre primitivo respondió de la misma forma que reaccionan los animales domésticos y los salvajes. Si un animal se clava una espina en una de sus patas siente dolor y es probable que se lama su extremidad; si se lastima una pata después de una caída tiende a cojear y a quedarse inmovilizado en un rincón. Lo mismo le sucedería al hombre primitivo, pero ¿qué hacía este para aliviar el dolor? Nuestros antepasados, como respuesta al dolor, a una hemorragia o a una herida reaccionarían seguramente de una forma instintiva friccionando la región anatómica, chupando la herida o comprimiendo la hemorragia. A esto se añadiría la frotación y el masaje. En el caso de que tuviera una fractura permanecería en reposo o bien procedería a entablillarse la zona lesionada con restos de ramas, para evitar que el movimiento intensificara su dolor.
Los hombres, como sucede en el reino animal, se prestarían ayuda unos a otros, y no es descabellado pensar que en los primeros grupos humanos debieron de destacar algunos individuos que demostrasen una habilidad especial para extraer espinas o para crear útiles de entablillamiento. Estos primeros manitas no tardarían en convertirse en los sanadores del grupo, a los que se recurriría tras una caída o después de sufrir un traumatismo.
El sentido maternal y la higiene corporal son instintivos. Los monos se espulgan entre ellos quitándose piojos y pulgones; y las aves se quitan con su pico los parásitos que hay debajo de las alas. Es probable que nuestros ancestros recurriesen a estas prácticas para desparasitarse.
Cuando el hombre primitivo sintiera que la temperatura de su organismo era superior a lo normal, es decir, lo que ahora llamamos fiebre, acudiría a las orillas de ríos o lagos a refrescarse, exactamente el mismo comportamiento que siguen los animales. Del mismo modo que al frío respondieron cubriéndose con la piel de los animales que cazaban y mediante el empleo del fuego.

§. La figura del chamán
¿Qué fue lo que propició que surgiesen dentro de las primeras comunidades la figura de un curandero o sanador? Siguiendo con la hipótesis del párrafo anterior, no es descabellado imaginar que hubo una serie de elementos naturales que debieron causar un especial pavor a los hombres primitivos: las tormentas, con sus rayos y truenos, las erupciones volcánicas, las ventiscas, las inundaciones, las sequías y, por qué no, la simple contemplación del sol y la luna, con sus desapariciones periódicas. A todo esto habría que añadir el mundo de los sueños, otra dimensión incontrolable y que conectaba al hombre prehistórico con un mundo incomprensible.
¿Qué explicación podía dar a todos estos fenómenos? Ninguna. Dado que el hombre no podía controlarlos supuso que debía de existir una fuerza superior desconocida, y, así, poco a poco fue surgiendo un pensamiento mágico. Con el paso del tiempo atribuirían a los fenómenos naturales voluntades sobrenaturales, que podrían castigar a su antojo a los hombres, por lo que era preciso rendirles reverencia. La enfermedad pasó a ser entendida como un castigo de espíritus malignos. Mediante una serie de prácticas, el hombre podría congraciarse con todos estos elementos y, de esta forma, protegerse frente a la enfermedad y las fuerzas del mal, habida cuenta de que los espíritus le podrían privar de la salud, del bienestar y, en último término, de la felicidad.
Más importante aún, si cabe, es preguntarnos qué actitud adoptaba el grupo frente a un enfermo. Intuimos que las reacciones eran muy variadas, si la enfermedad era leve se le administraba un tratamiento, pero si la enfermedad era grave o de causa incomprensible se consideraba que el paciente había sufrido un castigo divino, y, en tal caso, podría ser abandonado a su suerte o ser sacrificado a los dioses.
En la medicina primitiva no existía distinción entre enfermedades orgánicas y psicológicas, debido a que el concepto que primaba era el mágico. En la mentalidad reduccionista de aquellos seres humanos, las causas que podían propiciar una enfermedad se resumían al azar (como, por ejemplo, los traumatismos) o a los elementos mágicos. Los pueblos primitivos que conviven actualmente con nosotros distinguen cinco situaciones que pueden producir una enfermedad: la infracción de un tabú, un hechizo maligno, la pérdida del alma, la posesión por un espíritu maligno o la intrusión de un cuerpo extraño. Es de suponer que en la prehistoria estos conceptos también estuvieron presentes.
La infracción del tabú se produce cuando se rompen las normas sociales que intentan preservar al individuo de las impurezas. Habitualmente suele guardar relación con el consumo de determinados alimentos (comidas o bebidas que estén prohibidas, etc.), la conducta sexual (por ejemplo, mantener relaciones sexuales durante el período menstrual o entre personas que compartan lazos sanguíneos) y las relaciones del individuo con la familia y el grupo social (desobediencia a los padres y a los jefes del grupo…). Para obtener nuevamente la pureza lo primero que debía reconocer el enfermo era su culpabilidad, a continuación debía realizar una serie de ritos de purificación (agua, ayuno, purgantes…).
La inducción de la enfermedad por un hechizo dañino es muy característica de algunos pueblos africanos y de algunos grupos étnicos de las Antillas. Consiste en fabricar efigies de madera, arcilla o cera, y traspasarlas con clavos o realizar en ellas mutilaciones, con la idea de que se repitan en los enemigos de la tribu. Esta concepción de la enfermedad explica su rechazo a dejarse fotografiar, ya que piensan que su imagen podría ser utilizada para provocarles una enfermedad.
Hay una creencia ancestral de que existen espíritus buenos y malos que se encuentran localizados en objetos inanimados y en seres vivos. Es necesario realizar determinados rituales a estos espíritus para no ofenderles, puesto que en tal caso podrían invadir al individuo y ocasionarle enfermedades. La intrusión de un cuerpo extraño dentro del organismo es la base de su rechazo a recibir inyecciones y transfusiones.
En todas las culturas primitivas existe la creencia universal de que el alma es la parte esencial del individuo, la que le hace diferente al resto de los miembros del grupo, la que le otorga unas señas de identidad propia; por este motivo es muy importante no perderla. En todas las culturas primitivas hay una serie de situaciones que pueden ocasionar el rapto o la pérdida del alma como, por ejemplo, después de un susto, tras un accidente imprevisto o por un temor desencadenado de forma súbita. En este supuesto el enfermo perdía lo más importante de su ser, debiendo recurrir a un especialista, el chamán, para que saliera a buscar su alma y la obligase a regresar a su sitio. ¿En dónde ubicaban el alma? La localización del alma varía de unas culturas a otras, en algunas se encuentra en las uñas, en otras en el pelo o, incluso, puede localizarse en los excrementos.
Todas estas supersticiones fueron el caldo de cultivo ideal para que apareciera la figura del sanador o chamán, ante la necesidad de buscar intermediarios entre los dioses y los hombres, que terminaran con la acción maléfica de los espíritus. Se trataba de un miembro del grupo con poderes especiales, que era capaz de diagnosticar, tratar y dar el pronóstico de una enfermedad. Para el diagnóstico recurrirían a métodos mágicos, que le permitieran identificar la dolencia. Para ello entraba en trance (después de inhalar polvos de semillas alucinógenas o consumir plantas con estas propiedades, como por ejemplo la Amanita muscaria) o bien examinaba las vísceras de animales sacrificados. El poder curativo se ponía de manifiesto por su capacidad para liberar la fuerza psíquica maligna: podía transferir el maleficio a otra persona o a un animal doméstico (cabra, pollo) o bien proyectar el mal hacia un objeto inanimado, habitualmente un utensilio de madera creado para este fin. Posteriormente, el objeto debía ser llevado lejos del poblado, bien al interior de la selva o bien enviándolo al mar en una pequeña embarcación. En otras ocasiones se recurría a ritos y conjuros (mediante el ruido de sonajeros o tambores se trataba de asustar al espíritu y hacerle huir).
Una de las cuestiones que más han preocupado a los investigadores era conocer el aspecto de los chamanes. El documento gráfico más antiguo que nos ha llegado al respecto es el de la famosa gruta de Les Trois Frères, en las proximidades de Montesquieu-Avantès, en la región francesa de Midi-Pyrenèes. Se trata de una extensa red de cavernas del Paleolítico superior, concretamente del período Magdaleniense (17.000-10.000 a. C.), en donde aparecen numerosos grabados y pinturas rupestres. Una de ellas, el llamado «hombre-bisonte», podría corresponder a la representación de un chamán en trance. Se trata de un grabado situado en un lugar inaccesible, a unos cuatro metros de altura, que representa a un ser antropomorfo, con piernas humanas, patas de oso, cola de caballo, astas y orejas de ciervo y barba de bisonte.

04.jpgLa cueva francesa de Les Trois Frères se encuentra situada en Ariege y es uno de los yacimientos prehistóricos de mayor relevancia de ese país. Fue descubierta en el año 1912 por los tres hijos del conde Bégouen, de ahí su nombre (trois fréres quiere decir «tres hermanos»), y alberga pinturas que pertenecen cronológicamente al período Magdaleniense. Sin lugar a dudas, es la figura del «hombre-bisonte» bailando la más célebre de todas ellas

Así pues, los chamanes deben ser considerados los primeros médicos de la humanidad, que a través de diferentes terapias (hierbas, raíces, sugestión, rituales…) cumplían con la función de curanderos y sanadores de la tribu. Su papel era sumamente importante en las sociedades prehistóricas, hasta el punto de que los antropólogos han establecido que estos hombres además presidían los llamados ritos de transición de una persona (pubertad, fecundidad y muerte), en donde ayudaban a vencer las posibles crisis, y los ritos de intensificación (sucesos que marcaban la vida de la comunidad), con los que se trataba de vencer etapas de hambruna, epidemias o desastres naturales. A lo largo de los siguientes milenios veremos cómo la figura del chamán se fue definiendo y adoptó un papel mucho más definido en las culturas de la Antigüedad.

Capítulo 2
La edad antigua: la enfermedad como castigo divino

Contenido:
Civilización mesopotámica: cuando los enfermos iban a la plaza
Escritura cuneiforme
Antiguo Egipto: el arte del embalsamamiento
Medicina hebrea: la prevención es lo que importa
Medicina hindú: la cirugía se convierte en arte
China antigua: una manera diferente de entender la enfermedad
§. Civilización mesopotámica: cuando los enfermos iban a la plaza
En una región comprendida entre los ríos Tigris y Éufrates, conocida como Mesopotamia y que se ubica en el actual Irak, tuvieron lugar hacia el séptimo y el sexto milenios antes de Cristo una serie de asentamientos neolíticos. Mesopotamia, que significa etimológicamente «región entre ríos» (del griego mesos, «entre», y potmós, «río»), es una región fértil que permitió el devenir de las primeras sociedades humanas organizadas que alcanzaron cierto grado de desarrollo, constituyendo las primeras ciudades-estado de las que tenemos noticia.
Esta región estuvo gobernada inicialmente por el pueblo sumerio (4000 a. C.), al que siguieron el acadio (2600-2400 a. C.) y otros pueblos semíticos, entre ellos los amorritas o babilonios, que fijaron su capital en Babilonia (1800 a. C.). El soberano más importante de este último período fue Hammurabi (1730-1686 a. C.), al que nos referiremos detalladamente más adelante. A su vez, los babilonios fueron invadidos y gobernados por los asirios, que convirtieron a Nínive en su centro cultural (siglos VI-V a. C.).

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Tanto el río Tigris como el Éufrates nacen en Turquía y su cauce crece tras el deshielo de los montes de Armenia entre los meses de mayo y septiembre, inundando la llanura situada entre ellos. El río Tigris fue denominado por los sumerios como Idigna o Idigina, que significa «el río que fluye», en alusión a la velocidad que tienen sus aguas, en contraposición con las del Éufrates, que avanzan más lentamente.

La riqueza natural de Mesopotamia siempre ha atraído a pueblos procedentes de las regiones vecinas más pobres, y su historia es la de las continuas migraciones e invasiones.

§. Escritura cuneiforme
En poco tiempo, en Mesopotamia tuvo lugar un rápido desarrollo científico que se tradujo en la aparición de un elevado número de inventos, tales como la rueda, la polea, la palanca, el arado, el arco, la carroza y el cálculo sexagesimal. También a los mesopotámicos debemos la división del año en 12 meses, la semana en siete días y la hora en sesenta minutos. Pero, sin lugar a dudas, el invento más trascendental se produjo hace unos cinco mil años, cuando los sumerios utilizaron por primera vez un sistema de escritura, que al principio tan sólo se usaba con fines administrativos, y cuyo soporte era la arcilla. El análisis de excavaciones realizadas en las ciudades de Ur y Uruk ha puesto de manifiesto que la primera escritura era pictográfica e ideográfica, y que los sumerios dibujaban preferentemente seres vivos y objetos.
Con el paso del tiempo la escritura evolucionó, desde el valor ideográfico se pasó al fonético y apareció la escritura cuneiforme, que se seguía realizando en tablillas de arcilla con la ayuda de un estilete. En las ciudades de Mari, Nínive y Babilonia se han encontrado miles de tablillas con este tipo de escritura. En ellas se escribieron, por ejemplo, el célebre Poema de la creación o Enuma Elish y el Poema de Gilgamesh.
Fue precisamente la escritura cuneiforme la que se empleó para escribir los documentos médicos más antiguos de que tenemos noticia, que datan del tercer milenio antes de Cristo, y que fueron encontrados por arqueólogos de la Universidad de Roma en la biblioteca del Palacio Real de Ebla (hoy Tell-Mardikh, en Siria) en el año 1974. Se encontraron más de quince mil tablillas cuneiformes, que estaban cuidadosamente almacenadas en estanterías de madera y apiladas de canto. En la actualidad se conservan unas ochocientas tablillas relacionadas directamente con cuestiones de índole médica. Gracias a su análisis hemos podido saber, por ejemplo, que en la cultura mesopotámica persistieron ideas prehistóricas en cuanto a la medicina y a la enfermedad se refiere. Por ejemplo, los antiguos mesopotámicos siguieron conservando la idea de que las enfermedades eran causadas por los dioses, pues esa era la forma con la que estos manifestaban su desagrado ante cualquier transgresión de un código moral. Como curiosidad cabe señalar que el parisino Museo de Louvre alberga una tablilla que debió pertenecer a Ur-Lugal-Edin, un cirujano mesopotámico, a juzgar por los dos cuchillos que aparecen representados junto a su nombre. En la tablilla además se puede apreciar la imagen de dos dioses y la siguiente inscripción: «Oh dios Edin-Mugi, ministro del dios Gir que asiste a las madres durante el parto, Ur-Lugal-Edin, el médico es tu servidor». Los expertos coinciden en afirmar que es probable que se trate de una tarjeta de visita, la más antigua de la que tenemos constancia.

Dioses y enfermedades

El hecho de que aparezcan nombres de dioses junto al nombre del cirujano no es casual ni anecdótico, ya que el ejercicio de la medicina mesopotámica se asentaba en tres pilares: teúrgico, astrológico y aritmético. Cuando un sumerio enfermaba se daba por hecho que bien el propio paciente o bien alguno de sus familiares había cometido un pecado y que la dolencia era la expresión del castigo divino.

06.jpgEstatuilla de bronce asiria que representa a Pazuzu, un ser maligno, dios del viento del suroeste, que traía las tormentas y portaba la peste y las plagas, así como el delirio y la fiebre. A pesar de todo, su imagen era utilizada frecuentemente en amuletos, ya que existía la creencia de que era capaz de rechazar a Lamashtu, un demonio femenino que se alimentaba de parturientas y recién nacidos.

No deja de ser curioso que el vocablo que utilizaban para referirse a una enfermedad fuera shertu, que al mismo tiempo significaba pecado, castigo, impureza moral y cólera de los dioses. El enfermo era considerado una persona impura, hasta el punto de que las leyes sumerias prohibían a los enfermos participar en las ceremonias religiosas, en este sentido.
En todo momento nos estamos refiriendo a divinidades en plural, ya que el panteón sumerio era politeísta. Los sumerios adoraban a una tríada superior o cósmica (Anu, dios del cielo; Enlil, dios de la tierra; y Ea, dios de las aguas), una triada astral (Sin, dios de la luna; Shamash, dios del sol; Ishtar, diosa del amor, de la maternidad y de la fecundidad), dioses secundarios, genios buenos (Lamassu) y demonios (Utukku). En su concepción religiosa tenían divinidades que estaban directamente relacionadas con la salud y las enfermedades; así, por ejemplo, Ea además de ser el dios de las aguas, era también la divinidad relacionada con la purificación, con los oráculos y los exorcismos, por lo que puede ser considerado el primer dios de la medicina. Ninib era hijo de Enlil y era considerado el dios de la salud. Uno de sus dioses, Ningishzida, estaba también relacionado con la salud y se le representaba con una serpiente de dos cabezas, y fue precisamente a partir de su imagen de donde derivó el caduceo.
Además de divinidades protectoras, había espíritus capaces de producir enfermedades, se estima que había unos seis mil espíritus malignos, algunos de los cuales estaban especializados en ocasionar determinadas dolencias. Algunos de los más citados en las tablillas sumerias son Urugal, relacionado con las fiebres y las epidemias; Tin, el espíritu causante de las cefaleas; Labartu, al que se hacía responsable de las muertes de niños y embarazadas, o Namtaru, que era la que provocaba el dolor de garganta.
En cuanto a la astrología se refiere, los mesopotámicos pensaban que los astros ejercían una extraordinaria influencia sobre ellos y que estaban directamente relacionados con la aparición de algunas enfermedades, así como en la exacerbación de ciertas afecciones o en el destino del hombre.

Tabla N° 1
El caduceo
El caduceo, también llamado bastón de Asclepio, simboliza la profesión médica y está formado por un tronco o maza (alegoría de poder), con nudos (dificultades de la ciencia), en el cual se enrosca una serpiente con la cabeza erguida y separada del tronco. La serpiente es un reptil que todos los años muda su piel, por lo que se le atribuye rejuvenecimiento, sabiduría, fertilidad, salud y prosperidad. Habitualmente todo el conjunto está rodeado por dos palmas diferentes, la de la izquierda es de laurel (propiedades narcóticas) y la de la derecha de roble (árbol sagrado en la antigua Grecia).
En 1948, en la I Asamblea Mundial de la Salud, la Organización Mundial de la Salud (OMS) escogió la vara con la serpiente enroscada y las dos palmas como emblema de la organización. Este emblema había sido adoptado en 1898 por el ejército inglés y un año después la armada belga lo incluyó en sus uniformes.

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También consideraban que los números ejercían una función directa en la aparición y curación de enfermedades, no en balde los mesopotámicos consideraban que había días favorables y días adversos para visitar a los enfermos y para administrar medicamentos. Uno de los días más aciagos para estos menesteres eran aquellos que eran divisibles por siete.

Médico-sacerdote

Hemos visto que la salud estaba íntimamente relacionada con la religión, por este motivo la medicina era un arte sagrado para los mesopotámicos, y el médico-sacerdote era uno de los personajes más doctos de la ciudad-estado, sabía leer y escribir, estaba versado en ciencia, religión, literatura, adivinación y astrología.
Los médicos sacerdotes podían pertenecer a cuatro categorías: baru, ashipu, asu y gallup. El baru era el encargado de realizar el interrogatorio ritual y el que se ocupaba del diagnóstico, de las causas de la enfermedad y del pronóstico. El método que utilizaba siempre era el mismo, un minucioso interrogatorio en el que además de indagar en cuestiones relacionadas con la enfermedad, lo hacía para conocer cuál era el pecado que había cometido el paciente, responsable en último término de la enfermedad. No era infrecuente que el médico realizase las siguientes preguntas: « ¿Has dicho sí, cuando querías decir no? ¿Has dado falsas cuentas? ¿Has pisado agua sucia? ¿Has enfrentado a un amigo contra un enemigo? ¿Has usado falsas balanzas? ¿Has excitado al padre contra el hijo?».
A continuación, el baru intentaba llegar al diagnóstico y establecer el pronóstico de la enfermedad, para lo cual se ayudaban de la adivinación, utilizando numerosos métodos entre los que se encontraban la empiromancia (a través del fuego y la llama), la lecanomancia (mediante el comportamiento de los polvos vertidos en el agua de una taza) o la oniromancia (a través de los sueños).
De todas las formas de adivinación que empleaba un baru, la que más información le proporcionaba, además de ser la más costosa, era la hepatoscopia. Esta técnica consistía en la adivinación mediante la inspección del hígado de un animal sacrificado, generalmente un cordero o un cabrito. Los médicos sacerdotes estudiaban la forma, el volumen, el color, los surcos… del hígado del animal sacrificado. ¿Por qué estudiaban con tanta minuciosidad esta víscera y no otra? Porque para los mesopotámicos el hígado era el asiento del alma y el centro de la vida, suponían que la sangre se originaba en este órgano y que desde ella era distribuida al resto del organismo.
Los médicos sacerdotes mesopotámicos estudiaron con tanta meticulosidad el hígado de los animales que llegaron a describir una extensa geografía hepática (montículos, ríos, caminos, un palacio con sus puertas, una mano, una oreja, un diente, un dedo, etc.), y en los templos se conservaban modelos de arcilla de hígados normales para facilitar el proceso de adivinación, lo que correspondería, salvando la distancia, a los atlas de anatomía que utilizan actualmente los estudiantes de medicina.
Por su parte, el ashipu era un sacerdote-exorcista al que correspondía la labor de expulsar los demonios causantes de la enfermedad, función que realizaba siempre junto a la cama de los enfermos.
El asu era el médico-sacerdote que, utilizando las coordenadas actuales, consideraríamos el verdadero médico, ya que entre sus funciones se encontraba la de facilitar los tratamientos más adecuados y realizar las intervenciones quirúrgicas. El asu era conocedor de un gran arsenal terapéutico, pues del análisis de las tablillas cuneiformes se deduce que conocía, al menos, unas doscientas cincuenta variedades diferentes de plantas medicinales (cáñamo, amapola, mandrágora, mostaza, belladona…) y unas ciento ochenta sustancias de naturaleza animal (procedentes básicamente de vísceras y excrementos). En cuanto a la cantidad que debía administrar a cada paciente, no deja de ser curioso que no hubiese ningún criterio de dosificación, ya que el fármaco realizaba su función a través de mecanismos mágicos.
Habitualmente, los tratamientos se administraban por vía oral, en la mayoría de los casos acompañados con cerveza (tenían cinco variedades diferentes), con la intención de paliar el sabor desagradable que tenían; pero también se podían administrar en forma de vapores inhalados, pomadas, enemas o ungüentos. En cuanto al momento del día en que se debía realizar la administración del fármaco eran muy meticulosos, ya que estaban fuertemente influidos por creencias astrológicas, por lo que en muchos casos el médico-sacerdote esperaba a administrarlo hasta que los astros habían adoptado una posición favorable.
En cuanto a las intervenciones quirúrgicas se refiere, el asu podía realizar, entre otras, una cirugía de cataratas, extracciones dentales o evacuar abscesos, y para ello disponía de un material quirúrgico muy elemental, constituido básicamente de cuchillos y lancetas de bronce.
Además de administrar fármacos o realizar intervenciones quirúrgicas, los médico-sacerdotes solían recomendar baños purificadores, indicación cuya justificación, más que por aspectos higiénicos, estaba estrechamente ligada a aspectos mágicos más que a sanitarios.
Por último, se encontraba el gallup, el médico situado en un escalafón inferior, que tan sólo atendía a las clases más humildes realizando funciones básicas de cirujano y dentista.

El Código de Hammurabi

Es lógico pensar que las intervenciones quirúrgicas de los asu no siempre terminaban de forma satisfactoria para el paciente y que esto conllevaría que, en algunos casos, no se quisiesen abonar los honorarios fijados. Este hecho unido a que durante la época babilónica hubo una tendencia a la desacralización y, poco a poco, la medicina adquirió cierta independencia como actividad, favoreció que se promulgase un código de principios que regulasen el ejercicio profesional. Esta labor fue llevada a cabo durante el reinado de Hammurabi (1730-1686 a. C.), el sexto rey de los babilonios. Durante su gobierno se recopilaron leyes y costumbres de épocas anteriores y se promulgó el famoso código que lleva su nombre y que fue descubierto en las ruinas de Susa en 1901, bajo los escombros del antiguo palacio real.
La copia del Código de Hammurabi que disponemos en la actualidad se encuentra en el Museo del Louvre, en París. Se trata de un bloque de diorita negra, cuyas medidas son de 2,25 metros de altura y 1,90 de circunferencia en su base, en la cual se encuentra grabado el texto oficial del código. En la parte superior aparece el rey Hammurabi recibiendo las leyes del dios Shamash, dios del sol y de la justicia, sentado en un trono con escabel y con una tiara de cuernos sobre la cabeza; detrás de él aparecen dos llamas simbólicas. La divinidad dirige su mano derecha, armada de cetro, hacia Hammurabi, que se encuentra de pie, en actitud hierática y reveladora. De las 2.540 líneas originales tan sólo conservamos 1.114 y se compone de tres partes: introducción, texto propiamente dicho y conclusión. La introducción consta de pomposas frases que hacen relación al establecimiento de «la justicia y la felicidad» para todos los súbditos. El texto jurídico contiene 282 artículos en los cuales se abordan aspectos relacionados con los delitos, la familia, la propiedad, la herencia o relativos a la esclavitud. Desde el punto de vista médico, hay trece normas breves relacionadas con la práctica médica y nueve reglas referidas a los honorarios que deben recibir los médicos, según la intervención efectuada y la clase social a la que pertenece el enfermo, o los castigos en caso de error. Es bastante llamativa la severidad con la que se condenan los errores médicos: en algunos casos se castigaba al médico cortándole la mano y en otros, incluso, con la muerte. Algunos aspectos médicos que aparecen en el Código de Hammurabi son los que refleja la tabla 1.
Por todo ello, por la minuciosa reglamentación del acto médico de este código hace que resulte extraño y sorprendente el relato que en el siglo V a. C. recogerá el historiador griego Heródoto cuando señale que los mesopotámicos «no tienen médicos, cuando un hombre está enfermo se le deja en la plaza pública y los transmutes se acercan y si han padecido la misma dolencia o conocen a alguien que la ha sufrido, aconsejan los remedios más adecuados.

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El Código de Hammurabi recoge, entre otros aspectos legislativos, las disposiciones legales de los médicos babilonios. Fija las sanciones que se deben imponer en caso de negligencia y la cantidad de siclos de plata que el médico debe recibir en concepto de honorarios, fijados en función del trabajo realizado y del nivel social del paciente.

No está permitido pasar en silencio por delante de un enfermo sin enterarse de su padecimiento».

Algunos aspectos médicos del Código de Hammurabi
  1. Si un médico opera con un punzón de bronce a un hombre noble por una herida grave y le salva la vida, o si abre con una lanceta de bronce la nube de un ojo de un hombre noble y salva el ojo del hombre, recibirá 10 sidos de plata.
  2. Si se trata de un plebeyo recibirá 5 sidos de plata.
  3. Si fuera un esclavo, el dueño del esclavo entregará al médico 2 sidos de plata.
  4. Si un médico ha tratado a un noble de una herida grave con el punzón de bronce y le ha causado la muerte, o si ha abierto la nube de un ojo de un noble con el punzón de bronce y le ha reventado el ojo, se le cortarán las manos.
  5. El médico que opere con el cuchillo de bronce al esclavo de un hombre libre y le provoque la muerte, restituirá esclavo por esclavo.
  6. Si le abre un tumor del ojo con el punzón de bronce y destruye el ojo, pagará en plata la mitad del precio del esclavo.
  7. Si un médico ha curado un miembro roto de un hombre libre o ha hecho revivir una víscera enferma mediante una operación, el enfermo entregará al cirujano 5 sidos de plata.
  8. Si es un plebeyo, le dará 3 sidos de plata.
  9. Si se trata del esclavo de un noble, el dueño del esclavo entregará al cirujano 2 sidos de plata.

Poco a poco, como hemos visto, la medicina babilónica y, posteriormente, la asiria, intentan dar una explicación a los acontecimientos empíricos y, con ello, elevar la medicina a la categoría de ciencia. La influencia que ejercerán en otras civilizaciones, como tendremos oportunidad de comprobar a lo largo del libro, será enorme.

§. Antiguo Egipto: el arte del embalsamamiento
No existe ninguna civilización en la que el nacimiento, apogeo y fin abarquen un período tan extenso como en el caso de Egipto, al que Heródoto definió como «un don del Nilo». Fue hacia el 4000-3500 a. C. cuando los primeros pobladores se asentaron en la cuenca de este río, en pequeños poblados llamados nomos, que eran regidos por monarcas independientes. Al igual que la civilización mesopotámica dependía de sus ríos, los egipcios necesitaban al Nilo.
No sería hasta el cuarto milenio antes de Cristo cuando uno de ellos, el rey Menes, unificó todos los nomos bajo su persona, iniciando en el 3100 a. C. la primera de las treinta dinastías que perduraron durante casi cuatro mil años. Este primer soberano erigió la capital de su reino en Menfis, una ciudad próxima al actual El Cairo.
Aunque inicialmente, tanto en Mesopotamia como en Egipto, el conocimiento científico fue esencialmente de naturaleza práctica, poco a poco los sabios del antiguo Egipto fueron adquiriendo un enorme prestigio y alcanzaron un elevado nivel de conocimientos. Fue tal su esplendor que no era infrecuente que los griegos viajaran hasta Egipto para ampliar sus conocimientos científicos. De todas las ramas de la ciencia fue, sin duda, la medicina la que mayor desarrollo alcanzó, hasta el punto de que la fama de los médicos egipcios rebasó las fronteras y en más de un caso los reyes de otros países solicitaron su ayuda para solventar enfermedades a las que sus propios médicos no habían encontrado respuesta.

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La civilización egipcia se desarrolló a lo largo del valle del Nilo, una vasta región geográfica de unos treinta y cinco mil kilómetros cuadrados habitables entre desiertos de piedra y arena. El auge de esta cultura comenzó con la unificación de los reinos Alto y Bajo Egipto (3400-3000 a. C.).

Papiros médicos

Este ambiente de esplendor cultural propició el desarrollo de la escritura; ahora bien, cuando nos referimos a la escritura egipcia rápidamente asumimos que nos estamos refiriendo a la jeroglífica, sin embargo, en la historia de Egipto se desarrollaron tres tipos diferentes de escritura: jeroglífica, hierática y demótica. La primera que apareció fue la escritura jeroglífica, que se empleaba sobre todo en los templos y que constaba de unos seis mil signos, aunque los que se utilizaban habitualmente no superaban el millar. La escritura hierática era la forma abreviada y cursiva de la escritura jeroglífica, y se empleaba de forma rutinaria para escribir en los papiros. Por último, la escritura demótica se utilizaba para los asuntos públicos y representaba una evolución del lenguaje hablado, se escribía en líneas de derecha a izquierda y estaba formada por una combinación de sílabas y sonidos de letras, carente de vocales. Era precisamente este último tipo de escritura la que utilizaban los egipcios para escribir en sus papiros.
La mayoría de los conocimientos de que disponemos de la medicina egipcia los hemos obtenido a través de papiros de contenido exclusivamente médico. Su antigüedad data de entre los años 1900 y 1200 a. C. y, en un principio, pertenecieron a los treinta y dos Libros Herméticos (sagrados), que estaban dedicados al dios Tota, el protector del arte caligráfico. Los Libros Herméticos están constituidos por largas tiras enrolladas que se elaboran con el tallo de la planta del papiro (Ciperas papiros) y se escribían de derecha a izquierda, con tinta de color negro para el texto y de color rojo para los títulos. Se conservaban en los templos y se sacaban en momentos muy especiales, como las procesiones sagradas. En la actualidad se conservan quince papiros médicos que se encuentran localizados, en su mayor parte, en Estados Unidos, Reino Unido y Alemania. En esta obra haremos una mención a los tres más importantes: el papiro de Smith, el papiro de Webers y el papiro de Nahúm. Los nombres de los dos primeros hacen alusión a los arqueólogos que los descubrieron, el egiptólogo estadounidense Edwin Smith (1822-1906) y el alemán George Ebers (1837-1898), respectivamente, mientras que el tercero tomó el nombre del poblado en el que se halló, en el área de El-Fayum.
Los dos primeros fueron escritos hacia el 1600 a. C., durante la decimoctava dinastía, el primero tiene una longitud superior a los 4,5 metros de largo, mientras que el segundo supera los 20 metros. El contenido del papiro de Smith está escrito, aproximadamente, hacia el siglo XVII a. C., es fundamentalmente de tipo quirúrgico, está incompleto y consta, en su mayor parte, del Libro de las heridas, donde se abordan con una extraordinaria precisión descripciones de heridas, fracturas, luxaciones, quemaduras, abscesos y tumores, así como el instrumental quirúrgico que se utilizaba para este tipo de prácticas.
El papiro de Ebers fue escrito hacia el año 1500 a. C., es el más extenso de todos ellos y es un compendio completo de medicina, constituye una recopilación de las más diversas disciplinas médicas e incluye una extensa farmacopea y la descripción de numerosas enfermedades.
El más antiguo es el papiro de Kahum, que fue encontrado por el arqueólogo británico W. M. Flinders Petrie (1853-1942) en el año 1890 y se ha datado en torno al año 1800-1900 a. C., durante el final de la duodécima dinastía. Entre otros temas aborda el tratamiento de las enfermedades ginecológicas, así como los métodos que utilizaban los egipcios para el diagnóstico del embarazo y la determinación prenatal del sexo. En este papiro aparecen las recomendaciones anticonceptivas más antiguas de la historia: la administración vía vaginal de excrementos de cocodrilo mezclados con carbonato sódico o un ungüento fabricado con resina de acacia, leche agria y espigas de acacia. No deja de ser curioso que investigaciones recientes hayan puesto de manifiesto que los derivados de la acacia tienen poder anticonceptivo ya que in vitro son capaces de inmovilizar a los espermatozoides. ¿Cómo pudieron deducirlo los egipcios? Es posible, tan sólo es una hipótesis, que los pastores observaran que en aquellos animales que se alimentaban de estas plantas se reducía su capacidad de reproducción, y de ahí extendieran su uso a los humanos.

El corazón, centro del pensamiento

A través del estudio de estos papiros sabemos que los médicos egipcios clasificaron las enfermedades en tres grandes grupos: las que eran atribuidas a espíritus malignos, las provocadas por traumatismos y aquellas de causa desconocida, atribuidas a los dioses. Uno de los hechos más sobresalientes de la medicina egipcia es que se separaron los elementos mágicos de los religiosos y de los empíricos.
Los egipcios utilizaban para referirse a los médicos el vocablos wnw, que significa «el hombre de los que sufren o están enfermos», y se representaba con un símbolo en forma de flecha, que ha sido interpretado como una evocación de la lanceta quirúrgica.

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El papiro de Ebers lo descubrió en Tebas el egiptólogo alemán Georg Moritz Ebers (1837-1898) y actualmente está archivado en la Universidad de Leipzig. Recoge gran número de remedios y recetas, así como el método para prepararlas y prescribirlas. Entre las numerosas sustancias que se citan destacan el apio, la trementina, el aceite de ricino, la orina humana y los excrementos de animales.

Hombres cultos, los médicos del antiguo Egipto estaban relacionados con las élites sacerdotales y con los escribas de la época.

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El médico más brillante de la medicina egipcia fue Imhotep, que vivió en torno al 3000 a. C. Su figura es equivalente a la de Asclepio en Grecia. Se sabe que fue visir del rey Zoser, de la tercera dinastía, y que tuvo conocimientos de astronomía y de arquitectura, no en vano a él se debió la construcción de la pirámide escalonada de Sakkara.

En varios Libros Herméticos se recoge que dentro de los swnw existía todo un sistema jerárquico, de tal forma que, de menor a mayor rango, se situaban: el médico, el médico jefe, el médico inspector y el médico superintendente. Además, había médicos de palacio y dos médicos que se encontraban por encima de todos ellos, en una situación equivalente a la de los actuales ministros de Sanidad: el médico mayor del Alto Egipto y el médico mayor del Bajo Egipto. Dentro de cada uno de estos escalafones había especialistas y, a través de los papiros, se han llegado a identificar hasta 82 tipos diferentes de ellos. Sabemos que los egipcios tenían especialistas de los ojos, de la dentadura, del vientre, de los fluidos internos e incluso había «un curador o guardián del ano».
Todo egipcio que desease llegar a ser un swnw debía acudir a unas dependencias que se encontraban junto a los templos y que recibían el nombre de Casa de la Vida (Per-Ankh), donde se aseguraba la formación de médicos y sacerdotes. Las más conocidas eran las de Sais, Tebas y Heliópolis. En realidad no se trataba de escuelas médicas en un sentido estricto, pues más bien cabría pensar que se trataba de centros de documentación, ya que en estos lugares se copiaban y se archivaban textos. Se puede decir que eran, en este sentido, verdaderos centros del saber, colegios iniciáticos que constituían verdaderos templos de la sabiduría. Uno de los hechos que más llama la atención es que, en contra de lo que pudiera creerse, la profesión no era privativa del sexo masculino, y es que había mujeres médicos.
A través del papiro de Ebers sabemos que existían tres categorías diferentes de sanadores a los que se podía recurrir: los médicos, que empleaban medicamentos en sus tratamientos; los cirujanos, llamados también sacerdotes de Sekhmet; y los magos o conjuradores de enfermedades. Sekhmet era, dentro del panteón egipcio, la diosa leona, una divinidad con poderes sanadores, conocida como la señora de la pestilencia, a la que se imploraba en un gran número de enfermedades y ante la aparición de epidemias. Tan sólo podían ser cirujanos aquellos sacerdotes consagrados al culto de esta diosa.
La asistencia médica en el antiguo Egipto se llevaba a cabo, generalmente, en el domicilio de los pacientes, si bien en algunas ocasiones los enfermos acudían a los templos en busca de remedios para sus enfermedades. Así, por ejemplo, en el templo hallado en Denderah (capital del nomo VI del Alto Egipto, a unos setenta kilómetros al norte de Luxor) se ha encontrado una especie de sanatorio adosado a las habitaciones dedicadas al culto.
Al igual que sucedía en la medicina babilónica, un médico estaba sujeto a represalias en caso de que hubiera fracaso terapéutico y este se acompañase de fallecimiento del paciente. En ese caso el médico podía ser castigado incluso con la pena de muerte. En cuanto a los honorarios, se cree que la práctica médica egipcia era gratuita o bien que el trabajo médico era retribuido con especias.
En el papiro de Smith está incluido el Tratado del corazón, donde se recoge que este órgano es el más importante del cuerpo y, por tanto, al que mayor atención había que prestar. Su latido se percibe en el pulso, motivo por el cual los médicos egipcios dedicaban bastante tiempo a explorar el pulso de los pacientes. Para ellos el pensamiento y los sentimientos residían en el corazón; hasta el punto de que pensaban que este órgano tenía la capacidad de poder hablar, de poder comunicarse, si bien no era entendido por todas las personas, y únicamente los médicos podían escuchar sus palabras.
Además, el corazón era el centro de un complicado sistema de canales, en número de treinta y seis, que recibían el nombre de met, a través de los cuales circulaban fluidos y aire. Una persona enfermaba cuando se producía un «atasco» en alguno de estos canales. Para los médicos egipcios el estreñimiento o la infertilidad eran el resultado de una obstrucción en uno de los canales. ¿Cómo podían restablecer el flujo? Mediante la realización de sangrías, práctica que, como veremos, será copiada por otras culturas y estará vigente durante siglos. Las sangrías consistían básicamente en realizar una punción en una de las venas del paciente y extraerle una pequeña cantidad de sangre.

Medicina mágico-sacerdotal

Nos hemos referido con anterioridad a la estrecha relación que existía entre medicina y religión, hasta el punto de que en el panteón egipcio, al igual que sucedía en Mesopotamia, había dioses sanadores y divinidades malignas productoras de enfermedades. Los médicos egipcios dividían al cuerpo humano en 36 áreas o regiones, cada una de las cuales estaba tutelada por una divinidad diferente: Duau era la encargada de velar por los ojos; Bes, Tauret y Hathor eran los dioses protectores de las parturientas; a Horus se le invocaba en caso de sufrir una picadura venenosa; Isis era la responsable de velar por la salud del hígado; Neftys, por la de los pulmones… Una de las divinidades médicas más queridas era el dios Toth, patrón de los escribas, al que se solía representar como un ibis. A esta divinidad se la relacionaba con la personificación de la inteligencia divina y se la consideraba inventora de la escritura, de la gramática y de las matemáticas. A Toth le estaba encomendado el cuidado del dios Horus, hijo de Osiris e Iris, el cual estaba reencarnado en la tierra en la figura del faraón. Tenía, además, un importante papel sanador, puesto que los egipcios pensaban que cuando se ponían un enema era realmente el pico del ibis el que se introducía por el ano del paciente y le devolvía la salud.
Esta concepción mágica de la salud y la enfermedad propició la aparición de numerosos talismanes que protegían a los egipcios de todo tipo de males. Las imágenes más utilizadas fueron el udyat («ojo de Horus») que protegía a los niños; las de la diosa Tauret («hipopótamo preñada»), que ayudaba a las mujeres a concebir; una rana, que evitaba los abortos; y el dios enano Bes, que protegía a niños y embarazadas por igual (habitualmente se representa con una expresión horripilante y con la lengua fuera de la boca, con el objeto de espantar a los espíritus malignos). El ojo de Horus era el símbolo por excelencia del poder curativo; según la mitología egipcia el dios halcón Horus (hijo de Isis y Osiris) sufrió el robo de uno de sus ojos por el malvado Seth. En ese instante se apagó la luz celeste y se hizo la noche; su madre Isis acudió a socorrerle y tras devolverle la vista se hizo nuevamente de día. Esta historia se repitió a intervalos constantes, lo cual explica la existencia de días y noches, por lo que en este sentido el ojo de Horus es una alegoría del triunfo de la vida sobre la muerte.

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Uno de los amuletos más apreciados en el antiguo Egipto era el udyat, que simbolizaba el poder curativo y que los médicos egipcios anteponían en sus prescripciones. En la Edad Media evolucionó a la letra latina R (Recipe) que se escribía en las recetas. Al final del Medievo los médicos prefirieron utilizar RR (Responsum Raphaelis), para eliminar todo culto pagano. En la actualidad, RR ha derivado en Rx (abreviatura que significa «recétese»), grafía que aparece en nuestras recetas.

El arte del embalsamamiento

Como vemos, la egipcia era una cultura con unas precisas creencias religiosas, que no sólo marcaban la vida sino también la muerte de cada miembro. Pensaban los egipcios que la muerte no era el fin del alma, ya que para ellos los seres humanos constan del Ka (espíritu que abandona el cuerpo por la nariz en el momento de la muerte) y del Ba (elemento vivificador del alma, que después de la muerte debe ir al más allá para buscar al Ka, en cuya unión hará que el cuerpo recupere una vida eterna). Para no perder el Ba era fundamental que el cadáver no se descompusiese, y con este fin, desde el año 3400 a. C. y hasta el final del siglo III d. C. se practicaron los embalsamamientos.
 

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Esta escena se conoce como el pesaje de las almas o psicostasis y aparece en numerosas representaciones del Libro de los Muertos, una especie de manual que ayudaba a los difuntos a afrontar las pruebas a las que se iban a someter en el más allá. En el supuesto de que el resultado fuese favorable, el difunto era recompensado con la vida eterna, en caso contrario era devorado por Ammit, un monstruo híbrido de león, hipopótamo y cocodrilo.

A pesar de todo, el embalsamamiento no fue una práctica generalizada, pues sabemos que estaba reservado a los faraones y a los nobles. Era un procedimiento complejo, en el que se distinguían varios procesos. En primer lugar, y con la ayuda de un gancho que se introducía por las fosas nasales, se extraía el cerebro, al que no se consideraba de especial importancia y que era desechado. Seguidamente, la cavidad craneal se rellenaba con agua salada. Con un cuchillo de piedra se realizaba una incisión lateral en el flanco izquierdo del abdomen y se vaciaban las vísceras toraco-abdominales, dejando únicamente en su lugar el corazón, ya que, como ya se ha señalado, para los egipcios en él residía el entendimiento y la inteligencia. A continuación, se lavaba la cavidad abdominal con vino y hierbas aromáticas, para rellenarla posteriormente con mirra y arena. Posteriormente, se cosía la incisión y se sumergía al cadáver en un baño de sosa durante setenta días. El cuerpo se cubría con una envoltura de fibra untada con goma y se introducía en el ataúd.
Una vez que las vísceras abdominales eran extraídas, se lavaban con vino de palma y especias y se introducían en cuatro vasos (vasos canopos) que casi siempre eran de alabastro y representaban a unas divinidades llamadas Hijos de Horus, las cuales protegían el contenido de la destrucción. Las divinidades eran: Amset (vasija con tapa en forma de cabeza humana que albergaba el hígado), Hapy (cabeza en forma de papión donde se guardaban los pulmones), Kebehsenuf (con forma de halcón, contenía los intestinos) y Duamutef (tapa en forma de chacal que albergaba el estómago del difunto). Cada vaso estaba protegido a su vez por una diosa titular: Isis, Neftis, Selkis y Neit, y cada uno de los vasos debía estar orientado hacia uno de los cuatro puntos cardinales (el hígado al sur, los pulmones al norte, los intestinos al oeste y el estómago al este).
Tras el embalsamamiento, el cuerpo ya estaba preparado para afrontar el juicio de Osiris, el acontecimiento más importante de un difunto. El espíritu del fallecido era guiado por Anubis (dios con cabeza de chacal) ante el tribunal de Osiris. Allí, Anubis extraía mágicamente el Ib (el corazón) y lo depositaba sobre uno de los platillos de una balanza. El Ib del difunto era contrapesado con la pluma de Maat, símbolo de la verdad y de la justicia universal. Mientras tanto un jurado formado por diferentes dioses le realizaba al espíritu del fallecido una serie de preguntas acerca de su vida; en función de cómo fuesen las respuestas el corazón disminuía o aumentaba su peso. El dios Dyehuty hacía las veces de escriba y anotaba los resultados, para luego entregárselos a Osiris, el cual dictaminaría su sentencia: si era afirmativa, el Ka («fuerza vital») y el Ba («fuerza anímica») podían ir a encontrarse con la momia, conformarían el Aj y el difunto viviría eternamente. Por el contrario, si el veredicto era negativo, el Ib sería arrojado al Ammit, un ser con cabeza de cocodrilo, melena, torso y brazos de león, y piernas de hipopótamo, para que lo devorase.

§. Medicina hebrea: la prevención es lo que importa
La cultura hebrea antigua se puede dividir en dos grandes períodos, uno que abarca la época del Antiguo Testamento (siglo XIII a. C. - siglo II a. C.) y otro, posterior, que recibe el nombre de talmúdico (siglo II a. C. - siglo VI d. C.). Los aspectos médicos de la civilización hebrea estuvieron enormemente influenciados, en sus inicios, por la medicina mesopotámica, hasta el punto de que los judíos pensaban que la enfermedad estaba relacionada con un castigo divino y que, por tanto, era la manifestación externa del pecado. En la civilización hebrea hubo una estrecha relación entre enfermedad y religión, por este motivo para acercarnos al conocimiento de las prácticas médicas hebreas es necesario recurrir a la lectura de los textos bíblicos, en especial al Antiguo Testamento y al Talmud.
El judaísmo asienta sus raíces en el Tanaj o Antiguo Testamento, un compendio de veinticuatro libros que cuenta la historia del hombre y de los judíos, desde la Creación hasta la construcción del Segundo Templo. Sus cinco primeros libros (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) reciben el nombre de Pentateuco o Torá, se considera que fueron escritos por inspiración divina y que, por tanto, son sagrados. Por su parte, el Talmud está formado por la Mishná (tratado de leyes judías) y un voluminoso corpus de interpretaciones y comentarios que reciben el nombre de Guemará.

Medidas higiénicas

Una de las grandes aportaciones de la civilización hebrea al campo de la medicina fue la introducción de medidas higiénicas como prevención en la transmisión de enfermedades. En el Antiguo Testamento se hace referencia a numerosas leyes y rituales relacionados directamente con la prevención de enfermedades, como puede ser la recomendación de aislar a las personas enfermas para evitar el contagio (Levítico 13, 45-46), lavarse las manos después de haber manipulado cadáveres (Números 19, 11-19) o la recomendación de enterrar los excrementos en lugares alejados de las viviendas (Deuteronomio 23, 12-13), prácticas de las que no tenemos evidencia en ninguna otra civilización hasta ese momento. En esta línea, Semuel Aba Hakohén (165-257 d. C.), uno de los maestros del Talmud, escribió: «El lavado matutino de manos y pies es más eficaz que todos los colirios del mundo».
También la higiene sexual tuvo un papel destacado en la cultura hebrea, los médicos consideraban que la mujer era impura durante todo el tiempo que duraba la menstruación y que, por lo tanto, el hombre debía abstenerse de mantener relaciones sexuales con ella. Una vez finalizada la menstruación la mujer debía tomar un baño ritual para poder reanudar su vida sexual.

La figura del médico

Como es bien sabido, la religión judía es monoteísta, pues considera que Yahvé es el único dios, responsable de todo lo creado, de la función sanadora y, al mismo tiempo, de todos los males, que envía para expirar las culpas. En definitiva, dado que para ellos Dios es el médico del alma y del cuerpo, los judíos entienden que la salud es un don divino y que la enfermedad es el castigo por haber cometido un pecado (se recupera la salud mediante la conducta moral, la oración y los sacrificios). Por este motivo, los médicos son un mero instrumento divino y es a través de ellos que Yahvé es capaz de realizar su voluntad y devolver la salud a los enfermos.
En el Talmud se menciona la existencia de dos tipos de médicos: rophe y rophe umman, que equivalían a los médicos no quirúrgicos y los cirujanos, respectivamente. La atención de los enfermos se realizaba en las casas de los pacientes o bien en ciertas dependencias de las sinagogas habilitadas para tal fin. En cuanto a los honorarios, la legislación judía establecía que debían adecuarse a la práctica médica y a los recursos económicos del paciente.

Normas alimentarias

Otro de los aspectos más significativos de la civilización hebrea son las cuestiones relacionadas con la alimentación. La legislación hebrea es muy estricta al respecto y recoge una amplia normativa alimentaria, directamente influida por la religión (Levítico 11,13-20). Clasifican los alimentos en dos grandes grupos: puros e impuros. Consideran que todo alimento es puro si se puede acercar a Dios y, por el contrario, un alimento es impuro si al hombre le parece repugnante o malo, o si cree que desagrada a Dios. Los legisladores hebreos permitían el consumo de animales terrestres que tuviesen la pezuña partida, hendida en mitades y que además rumien, por este motivo se prohibía el consumo de carne de camello, liebre y cerdo.
La prohibición de comer carne de cerdo pudo estar relacionada con la competitividad que hubo entre el hombre y este animal en la utilización del agua y el consumo de grano, hecho que no ocurría con el ganado vacuno y ovino, animales que consumen menor cantidad de agua y que se alimentan de forraje. Gracias a esta prohibición los hebreos no sufrieron ciertas enfermedades parasitarias que se transmiten mediante el consumo de carne porcina.
La prohibición de comer animales también se extendía a los animales acuáticos (estaba permitida la alimentación de aquellos que tienen aletas y escamas) y a las aves (no podían alimentarse de águilas, quebrantahuesos, cuervos, avestruces, gaviotas, cigüeñas ni abubillas).

La lepra, una enfermedad maldita

En la Biblia se mencionan numerosas enfermedades, entre ellas las hemorroides, la hidropesía o las enfermedades gástricas (Lucas 14, 2; 1 Timoteo 5, 23), pero de todas ellas la que más veces se repite es, sin duda, la lepra, a la que se consideraba un castigo del Señor.
El Levítico, que es el libro del Antiguo Testamento en el que se aborda de forma más exhaustiva esta enfermedad, describe en su capítulo 13 las diferentes formas en las que se manifiesta y que permiten su identificación, así como las medidas que se deben adoptar ante toda persona sospechosa de padecer esta enfermedad. Más adelante, aparecen recogidas las recomendaciones para combatirla y las medidas que se deben adoptar para evitar su propagación.
Hay que tener en cuenta que el vocablo que se utiliza en los textos sagrados para definir la lepra es un vocablo griego que significa además escamoso o áspero. Este hecho, unido a que según el Levítico se puede manifestar de formas muy distintas (desde una simple hinchazón hasta una mancha brillante, pasando por una costra), hace sospechar que la «lepra bíblica» no se corresponde estrictamente con la «lepra actual»; es bastante probable que muchas enfermedades cutáneas, como la psoriasis o el acné, fueran etiquetadas erróneamente como lepra por los médicos judíos.

La circuncisión, un pacto divino

Los métodos de tratamiento más utilizados por los médicos judíos eran la dieta, la aplicación de compresas calientes y frías, las curas de reposo, los baños, los cambios de clima, la hidroterapia, la psicoterapia, los masajes y el ejercicio físico. Las medidas quirúrgicas jugaban un papel secundario, pero entre ellas destacaba especialmente una, la circuncisión, es decir, la ablación del prepucio. Es bastante probable que la circuncisión fuese adoptada por los judíos durante el cautiverio egipcio (1280 a. C.), ya que parece ser que los egipcios la practicaban hace unos cuatro mil años.
Para los hebreos, la circuncisión representaba un pacto entre los hombres y Yahvé: «Esta es la alianza entre Yo y tú y tu descendencia, y debes obedecerla: todos los varones de tu pueblo serán circuncidados» (Génesis 17, 1-2, 10-14). Sus leyes establecían que debía realizarse el octavo día de vida del recién nacido por un miembro de su comunidad que recibía el nombre de mohel.

§. Medicina hindú: la cirugía se convierte en arte
Los comienzos de la civilización aria en India se remontan de 25 a 45 siglos anteriores a nuestra era, cuando la invasión del pueblo ario desplazó a los antiguos habitantes que había en esta región. Hacia el tercer milenio antes de Cristo es cuando aparecen las llamadas civilizaciones de Mohenjo-Daro, en el Indo, y de Harappa, en el río Ravi. Desde el punto de vista médico, los dos períodos más importantes fueron el védico (desde el siglo XV hasta el VIII a. C.) y el brahmánico (desde el siglo VIII a. C. hasta el siglo X d. C.).
Hacia el 1500 a. C. los arios invadieron India por Asia central y a ella llevaron el idioma sánscrito. Por este motivo fue durante el período veda (sabiduría) cuando se escribieron los libros sánscritos más antiguos, el Rig-Veda (el libro de los himnos o rezos) y el Atarva-Veda (libro del conocimiento y de las fórmulas mágicas), en el cual hay capítulos que tratan aspectos médicos. En torno al año 800 a. C. se escribió el Ayur-Veda (el libro de las enseñanzas para tener una vida prolongada), en el que se abordan temas relacionados con las ciencias naturales. Los libros médicos adolecen de tener pocos aspectos racionales ya que la medicina que se practicó durante ese momento era eminentemente religiosa (las enfermedades son producidas por espíritus malignos). Abundan los encantamientos contra las brujas y los demonios; era frecuente que los médicos intentasen traspasar la fiebre de sus pacientes a la rana y la ictericia a los papagayos, para así poder curarles. Los hindúes creían que Takman, el demonio del fuego, era el responsable de la fiebre, por ese motivo utilizaban el siguiente conjuro: « ¡Venerado sea el febril, el tembloroso, el irascible, el impetuoso Takman! […] Quiera él marchar al amanecer […] pasar del impío a la rana». No sería hasta el período brahmánico cuando la medicina hindú alcanzó su máximo esplendor y la concepción teúrgica pasó a un segundo plano.
Durante el período brahmánico fue cuando se formuló el llamado Código de Manú, que estableció el sistema de castas que dividía a la población en cinco grandes grupos: brahmanes (sacerdotes), chatrias (guerreros y gobernantes), vaisyas (artesanos, comerciantes y campesinos libres), sudfras (sirvientes) y parias (no tienen casta y son intocables). Además, durante el período brahmánico se desarrollaron dos filosofías que acabarían convirtiéndose en religiones: el budismo y el jainismo. Esta fue la época de mayor brillo y esplendor de la medicina hindú, la cual se encontraba en manos de sacerdotes y letrados; Benarés se convirtió en el centro del saber y educación de la medicina.

Elementos corporales

Fue durante el período brahmánico cuando se sentaron las bases de un complejo sistema médico (en el siglo V a. C. se fundan las universidades de Taxila y Benarés) y en el que destacaron tres grandes médicos: Sushruta (s. VII a. C.), Caraka (s. II d. C.) y Vagbhata (s. VII d. C.). Se concebía al cuerpo humano como un microcosmos, construido a imagen y semejanza del macrocosmos del universo. Caraka escribió una serie de tratados en los que se recoge una doctrina cuyo fundamento es que tanto el hombre como el universo estaban constituidos, a su vez, por los cinco elementos básicos: espacio, tierra, viento, fuego y agua.
El concepto básico de salud consistía en el perfecto equilibrio de los tres elementos corporales: aire (prana), flema (kapha) y bilis (pitta). Estos elementos son físicos corporales, por lo tanto no son espirituales, pero no pueden verse; y cada uno de ellos tiene una misión perfectamente definida.
El aire (prana) regula la zona corporal situada por debajo del ombligo, además circula por el cuerpo y es el responsable de los sonidos vocales y de que la digestión y la evacuación fecal se realicen correctamente. La flema (kapha) es el elemento más estable, se encarga de controlar el correcto funcionamiento de la región anatómica situada por encima del corazón; y es el elemento que mantiene unidos los órganos del cuerpo y regula los movimientos. Por último, la bilis (pitta) se relaciona con el fuego y es la encargada de controlar la región comprendida entre el ombligo y el corazón. La bilis prepara el alimento para que sea digerido, controla los deseos del corazón y mantiene el brillo de la piel en perfecto estado.
La enfermedad se produce como consecuencia de un desequilibrio entre los tres humores y cada uno de ellos es el responsable de enfermedades de diferente índole. Caraka distinguió ochenta dolencias producidas por desórdenes del prana, cuarenta por alteraciones de la pitta y veinte por trastornos de la kapha.
Las enfermedades eran entendidas por los hindúes de la Antigüedad tanto como un castigo de los dioses como el resultado natural de las propias acciones del alma del individuo, tanto en la vida presente como en las precedentes. El padecimiento de una enfermedad ayudaba al desarrollo del alma en su larga evolución progresiva y ascendente.
A pesar del componente mágico-religioso, la medicina hindú hizo grandes aportaciones a la medicina en general: así, el descubrimiento de que la orina de los pacientes diabéticos es más dulce que la de los pacientes no diabéticos y que el paludismo se transmite mediante la picadura de determinados mosquitos.

El desarrollo de la cirugía

Para llegar al diagnóstico de las enfermedades, los médicos hindúes realizaban una exploración minuciosa a los pacientes, en la cual se incluía la inspección, palpación y auscultación. Además empleaban el sentido del olfato (olores corporales y aliento) y del gusto (probaban la orina del paciente). Una vez realizado el diagnóstico, el médico emitía una serie de recomendaciones higiénico-dietéticas, entre las que se incluía el consumo de alimentos vegetales, el culto religioso y los baños. Hacia el año 2000 a. C., en la ciudad de Mohenju-Daro, en Indostán, casi todas las casas disponían de baño y, muchas de ellas, también de letrinas. Su suelo estaba inclinado para poder conducir el agua a una abertura practicada en una esquina, en donde se conectaba, a su vez, a un complejo sistema de desagüe. Esta urbe puede ser considerada una de las más avanzadas de la historia, en cuanto a higiene se refiere.
Si a pesar de este tipo de medidas no se conseguían los resultados esperados, el médico recurría a realizar sangrías o administraba fármacos que favorecían el vómito o irrigaciones vaginales y uretrales.
En cualquier caso, donde sobresalió notablemente la medicina hindú fue en el campo de la cirugía, pues los médicos hindúes contaban con un gran arsenal quirúrgico (escalpelos, sierras, tijeras, ganchos, sondas, fórceps…), con el que practicaban durante su proceso de aprendizaje haciendo incisiones en sacos o calabazas y pepinos o seccionando las venas de animales muertos.
Previo al acto quirúrgico, los médicos hipnotizaban a los enfermos con fines anestésicos. En el Sushruta Samhita, un libro escrito en el siglo VII a. C. y al que nos referiremos más adelante, aparece recogida con todo lujo de detalles la primera descripción de la cirugía de cataratas. Se señala que era frecuente que los médicos perforasen las orejas de los niños para poder sujetar en ellas amuletos que les protegiesen frente a los espíritus malignos. Así mismo, en este libro se describen ocho posiciones fetales anómalas y los métodos que Sushruta recomienda para girar al feto y colocarlo en una posición más favorable, si bien recomienda realizarlas únicamente si el feto está muerto y es necesario salvar la vida de la madre. También se describe cómo realizar una cesárea, intervención que tan sólo se practicaba en aquellos casos en los que la madre fallecía durante el parto, nunca cuando la madre estaba viva, ya que con esta intervención se producía irremediablemente el fallecimiento de la progenitora.
Sin embargo, la operación por excelencia de la cirugía hindú fue la rinoplastia (reconstrucción nasal), que se realizaba para reparar la amputación nasal, un castigo frecuente entre los adúlteros y los ladrones. El método que utilizaban los médicos hindúes consistía básicamente en la colocación de un colgajo de piel procedente de la frente.

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Sushruta describió 121 instrumentos quirúrgicos y señaló que se debían mantener limpios, envueltos en una franela y dentro de una caja. Aclaró que el más importante de todos los adminículos que usaba un cirujano era el que ocupaba el número 101: la mano del cirujano. Pionero en el uso de anestésicos para evitar el dolor quirúrgico, generalmente empleaba cannabis o Hiosyamus niger.

El cirujano hindú de la Antigüedad más prestigioso fue Sushruta, que vivió en el siglo VII a. C. y que es considerado el padre de la cirugía plástica. En su Sushruta Samhita (en sánscrito, Samhita significa ‘colección’), además de describir numerosos instrumentos quirúrgicos, enfatiza que los individuos que deseen estudiar medicina y cirugía, además de ser de buena familia, deben poseer fuerza, autocontrol, buena memoria, pureza de mente y cuerpo, así como una comprensión simple y clara. Sushruta subraya de forma repetida la importancia de la limpieza durante la intervención, una medida que tardó muchos siglos en generalizarse en Europa.
Si bien en la actualidad se piensa que gran parte del contenido del Sushruta Samhita pudo proceder de textos más antiguos, lo que es indiscutible es que tuvo una enorme influencia en cirujanos de épocas posteriores.

§. China antigua: una manera diferente de entender la enfermedad
El origen de la medicina china se pierde en las leyendas y su fundamento se atribuye a tres emperadores legendarios: Fu-Hsi (2900 a. C.), Shen Hung (2700 a. C.) y Huang-Ti (2697-2597 a. C.). Durante el reinado del emperador Fu-Hsi se sentaron las bases de la filosofía china, los principios de dualidad del yin (lado de la sombra) y el yang (lado del sol). El emperador Shen Hung propició la creación de la medicina herbal y de la acupuntura, dos de las bases del arsenal terapéutico. Y Huang-Ti, el llamado Emperador amarillo, fue el autor del texto más antiguo de la medicina china, el Nei King o Canon de la medicina interna, un tratado escrito a mediados del cuarto milenio antes de Cristo en forma de diálogos entre el emperador y su primer ministro Ch’i Po transmitido oralmente durante generaciones.

Yin y yang

Desde el siglo V a. C., el saber médico chino se basa en la teoría cosmológica que considera al hombre un microcosmos que participa de las cualidades del macrocosmos o universo, formado por el dios Pan Ku e integrado por dos principios opuestos (yin y yang). El yin representa el principio femenino y se asocia con la luna, la tierra, la oscuridad, la debilidad… El yang, por su parte, es un principio masculino, asociado con el cielo, la luz, la fuerza, la dureza, el calor… Mientras que el yang es todo lo activo, el yin simboliza lo pasivo.
De la relación dinámica de ambos principios opuestos se genera el curso cíclico de la naturaleza y la salud; el bienestar resulta del perfecto equilibrio entre estas dos fuerzas antagónicas. Simbólicamente se representan como un círculo con dos mitades, una de color blanco y otra de color negro, donde a su vez están contenidas pequeñas porciones circulares del principio opuesto. Los dos principios se distribuyen por el cuerpo a través de doce canales energéticos (chin), a modo de autopistas, por los que circula y fluye la energía del organismo (chi), la cual se concentra en unos núcleos o nudos generadores y propulsores de energía. Básicamente, las enfermedades se producen cuando alguno de estos canales se obstruye.

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Las doctrinas médicas chinas conceden gran importancia a dos principios opuestos, el yin (lo frío, lo húmedo) y el yang (lo cálido y seco). En condiciones normales, ambos principios se distribuyen por los chin en armonía y perfecto equilibrio. Un modo de vida incorrecta crea un desequilibrio entre el yin y el yang.

Además de la dualidad del yin y el yang, la filosofía china gira en torno al simbólico número 5: así hay cinco ciclos, cinco planetas, cinco tonos, cinco sabores, cinco colores y cinco elementos componentes del universo (tierra, madera, fuego, metal y agua). Como el hombre es un pequeño microcosmos, nuestro organismo también está presidido por el número 5: hay cinco vísceras principales (corazón, pulmones, riñones, hígado y bazo) a las cuales están subordinadas otras cinco vísceras secundarias (estómago, intestino delgado, intestino grueso, uréter y vejiga). Además, todos los órganos principales se corresponden con un elemento, un planeta, una estación, un color, un sonido y un sabor.
Los médicos chinos de la Antigüedad consideraban que en nuestro cuerpo había un continuo equilibrio entre las fuerzas cósmicas del yin y del yang. Para ellos, al igual que sucedía con los médicos egipcios, el corazón era el órgano principal, el cual era a su vez una copia en miniatura del universo que se correspondía con el fuego. El corazón era, a su vez, enemigo del riñón, órgano relacionado con el agua, y amigo del hígado, que se relacionaba con la madera. Por este motivo, los médicos interpretaban que si la lengua, que es roja, por tanto fuego, se ennegrecía en los pacientes con enfermedades cardíacas, debía ser traducido como la victoria del agua sobre el fuego, y ser interpretado como un signo de mal pronóstico.
La medicina tradicional china considera que el cuerpo humano es sagrado y, por tanto, está prohibida la realización de autopsias, veto que, evidentemente, propició que sus conocimientos anatómicos permaneciesen estancados y que se cometiesen grandes errores. Creían que los hombres nobles tenían siete cavidades cardíacas, cinco los hombres de talento, dos los hombres normales y tan sólo una los idiotas. Pero, como no podían realizar autopsias, no podían salir de su error.

La importancia del pulso

Quienes ejercían la medicina en la China antigua eran unos verdaderos expertos en diagnosticar y pronosticar mediante el examen del pulso, un arte que llevaba un largo y tedioso aprendizaje ya que eran capaces de distinguir unos doscientos tipos de pulsos diferentes. La exploración se practicaba acompañada de un solemne ceremonial, según el cual en primer lugar el médico tomaba el pulso en el brazo derecho y después de analizarlo concienzudamente pasaba a compararlo con el pulso del lado izquierdo. Seguidamente, el médico lo comparaba con el suyo, anotaba la hora, el día y la estación. En este lentísimo proceso se estima que un médico necesitaba más de una hora para poder examinar a un paciente.
Si el paciente era de sexo femenino el proceso era bastante diferente, ya que la mentalidad china no permitía que un hombre pudiera explorar a una mujer, razón por la que para poder subsanar este problema el médico mostraba a la paciente una figura de cerámica o madera para que ella señalase el punto de su organismo que estaba enfermo. Es fácil imaginar el elevado número de errores que se derivarían de este método.

Acupuntura

El Nei King distingue cinco tipos de tratamientos diferentes: aquellos que curan el alma, la dieta, los fármacos, la acupuntura y la moxibustión. Como se puede comprobar, la cirugía no estaba incluida entre los tratamientos, debido a que la práctica quirúrgica estaba muy limitada por la ética de la doctrina de Confucio (551-479 a. C.), que imponía la obligación moral de mantener intacto el cuerpo recibido de los padres.
Lo primero era la cura del espíritu: el médico debía ayudar al paciente a reencauzar su vida y liberarle de ideas perturbadoras; en este sentido pensaban que las ideas libertinas podían provocar en un paciente la aparición de enfermedades pulmonares y, por tanto, había que ayudarle a eliminarlas.
En segundo lugar, se ocupaban de alimentar al cuerpo, mediante una dieta equilibrada, basada en los cinco sabores elementales (agrio, amargo, dulce, picante y salado); y trataban de restablecer el equilibrio entre el yin y el yang. Al estimar que había ciertos alimentos que tenían mayor cantidad de yang que otros, prescribían a sus pacientes complejas combinaciones dietéticas. Como vemos, hay una reiterada presencia del número cinco en todo lo referente a sus tradiciones culturales y médicas.
En el siglo II a. C., durante la época del emperador Shen Ning, aparecieron los Pent-Tsáo, grandes tratados farmacológicos (constaban de más de cuarenta volúmenes) en los que se recogían 365 medicamentos vegetales, animales y minerales, con los cuales se pretendía restablecer el equilibrio entre el yin y el yang.

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La acupuntura consiste, básicamente, en introducir finísimas agujas en los chin. Esta práctica fue iniciada en el Nei-King, escrito por el emperador Huag-Ti a mediados del cuarto milenio antes de Cristo y perfeccionada durante los siglos siguientes. En el siglo X se introdujo en Corea y Japón, y durante el siglo XVII en Europa.

En estos libros, que pueden ser considerados los primeros vademécum de la historia de la farmacología, las drogas se clasificaban en tres categorías: superior (imperial o tónica), media (ministerial y nutriente) e inferior (asistente o venenosa). Entre los preparados de origen vegetal destacan especialmente dos sustancias: la efedra (cola de caballo) y el ginseng. La efedra se usaba habitualmente como estimulante o como remedio de enfermedades respiratorias; en tanto que el ginseng, que tiene raíz con forma humana, se consideraba casi milagroso y era empleado por los médicos chinos para prolongar la vejez y recuperar la potencia sexual. Si nos referimos a los remedios de procedencia animal, hemos de citar sin duda que se incluía cualquier sustancia que pudiera obtenerse de un ser vivo, desde la orina hasta los órganos, pasando por los excrementos. Utilizaban tinta de pulpo mezclada con vinagre para tratar enfermedades cardiacas, piel de elefante para las llagas persistentes o caballitos de mar pulverizados como remedio contra la gota.

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El ginseng tiene las hojas divididas en cinco lóbulos y su raíz es carnosa y gruesa, y con el paso del tiempo puede adoptar una forma que recuerda a la de la figura humana. La medicina tradicional china le otorgaba numerosas propiedades curativas. En 1610, esta planta fue introducida por los holandeses en Europa.

Los minerales más empleados por los médicos chinos de la Antigüedad eran los derivados del arsénico y del mercurio para las enfermedades cutáneas, el hierro para el tratamiento de la anemia y el sulfato sódico, que empleaban como laxante. Pero fue la acupuntura la que, sin duda, puede ser tenida como la aportación más importante de la medicina china. Esa técnica, ese tratamiento, consiste en introducir en distintas partes del cuerpo agujas muy finas (hasta 388), de una longitud diversa, que variaba entre los 3 y los 24 centímetros. Las agujas pueden estar calientes o frías, y ser de oro, plata o hierro; con ellas se pretende penetrar en uno de los doce canales energéticos (meridianos) por los que circulan los dos principios vitales, con el fin de facilitar el flujo de energía vital y resolver las posibles obstrucciones, restaurando así el equilibrio orgánico total. La técnica es muy compleja y requiere un prolongado adiestramiento.
En cuanto al quinto de los tratamientos señalados más arriba, la moxibustión es un remedio terapéutico asociado a la acupuntura, ya que multiplicaba sus efectos terapéuticos por medio del calor. Etimológicamente, la palabra deriva de moxa, que significa «hierba ardiente», pues básicamente dicho tratamiento consiste en quemar en distintos lugares de la piel pequeños conos de hojas pulverizadas de Artemisa vulgaris mezclados con incienso.
Como ya se ha señalado anteriormente, las contribuciones de la medicina china al campo de la cirugía fueron muy exiguas, ya que sus conocimientos anatómicos eran asimismo muy escasos. Eso sí, debido a que desde la corte había una constante demanda de eunucos, una de las intervenciones más conocidas por los cirujanos chinos de la Antigüedad fue la castración. Después de la operación, los testículos tenían que ser conservados, pues era de obligado cumplimiento que fuesen enterrados con su propietario cuando falleciese.
El cirujano más destacado de esta época fue, sin duda, Hua-T’o (136-208), al cual se le atribuye la introducción de métodos anestésicos previos a la cirugía, que solían ser mezclas de hachís y vino, así como la práctica de incisiones abdominales. Desgraciadamente desconocemos el tipo de intervenciones que realizó, ya que ordenó que todas sus notas fuesen destruidas cuando falleciese, instrucciones que su viuda siguió fielmente.
Con la medicina tradicional china termina nuestro recorrido por las civilizaciones antiguas. A continuación, se producirá un gran salto en la historia de la medicina y se pasará de la concepción mágico-religiosa que hemos venido mostrando a un entendimiento más racional de la práctica médica.

Capítulo 3
La medicina grecorromana: hacia una medicina racional

Contenido:
De Asclepio a la teoría de los cuatro humores
Roma: de la terma al hospital
§. De Asclepio a la teoría de los cuatro humores
La medicina de las civilizaciones antiguas, como ya hemos visto, se caracterizó por fundamentarse en aspectos sobrenaturales, otorgando un papel muy importante a los dioses en la aparición y curación de las enfermedades. Con el paso del tiempo, y en el seno de la civilización griega, fue surgiendo una medicina, a la que denominaremos prehipocrática —esto es, anterior a Hipócrates de Cos (460-377 a. C.), considerado el padre de la medicina, al que nos referiremos más adelante—, en la que coexistirán prácticas sobrenaturales con prácticas empíricas, dicho de otra forma: durante un tiempo convivirán lo mitológico con lo científico.

La cesárea en la mitología griega

La civilización griega desarrolló una elaborada y compleja mitología, con abundantes leyendas y tradiciones, en la que se daba rienda suelta a las pasiones, los odios y los amores. Muchos de los episodios amorosos terminaban en gestaciones no deseadas y en algunas de ellas se tuvo que recurrir a la cesárea, como ahora veremos, para extraer al feto del útero materno. En efecto, la cesárea: la intervención quirúrgica más emblemática de la ginecología.
En sus escritos, el geógrafo e historiador Estrabón (63 a. C. - 19 d. C.) recoge el nacimiento del dios Asclepio; narra cómo Corónide, hija de Felgias, rey de Tesalia, en donde habitaban los lapitas, tenía por costumbre bañarse a orillas del lago Beobes. Cierto día fue sorprendida por el dios Apolo, hijo de Zeus, que inmediatamente se prendó de su belleza y no tardó en cortejarla, seducirla y convertirla en su amante. El fruto de esta pasión no se hizo esperar y, poco tiempo después, Corónide estaba embarazada. Su nuevo estado no fue óbice para que, aprovechando la ausencia de Apolo, mantuviera relaciones con su antiguo novio, el bello Isquis, hijo de Arcadio de Elato. Corónide no podía imaginar que el dios había encargado a un cuervo, de bello plumaje blanco, que la vigilase. Este animal voló hasta Delfos, en donde se encontraba Apolo, para informarle de lo sucedido. El dios encolerizó y lo primero que hizo fue condenar al cuervo y a todos sus descendientes a ser de color negro, por haber permitido que Isquis yaciese con su amada Corónide. A continuación se lo contó a su hermana gemela, Artemisa, la cual se presentó ante Corónide y, para vengar la afrenta de su hermano, la hirió mortalmente con una de sus flechas envenenadas. Cuando Corónide se encontraba en la pira funeraria acertó a pasar por allí Hermes, el dios del comercio, que se apiadó de la criatura que llevaba en sus entrañas y, con la ayuda de una daga, abrió su vientre y extrajo con vida a un niño. Se trataba de la primera cesárea post mórtem de la que se tiene referencia en la cultura europea, aunque sea dentro de la mitología griega. Al niño le impusieron por nombre Asclepio, quien, debido a que Apolo no se podía hacer cargo ni de su manutención ni de su educación, fue entregado al centauro Quirón, que anteriormente se había encargado de educar a Aquiles. Quirón le cuidó como si de un hijo se tratara y le enseñó el noble arte de la medicina.
Este no es el único caso de nacimiento por cesárea dentro de la mitología griega. También nació así Dioniso, el dios Baco de los romanos, hijo de Zeus y de la mortal Sémele. Al parecer la joven reclamaba insistentemente a su amante que le mostrase la auténtica naturaleza de su fuerza, que no era otra que el rayo divino; cuando Zeus satisfizo su curiosidad Sémele quedó totalmente carbonizada. Tal y como había sucedido con Corónide, Sémele se encontraba embarazada en el momento de su fallecimiento, y también fue Hermes el que abrió el vientre de la fallecida, extrayendo una criatura viva y prematura, ya que según la mitología griega cuando Dioniso nació no tenía nada más que seis meses.

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Según la mitología griega, Hermes, el dios del comercio y de los inventos, realizó dos cesáreas divinas mediante las cuales consiguió extraer con vida a Asclepio, el futuro dios de la medicina, y a Dioniso, el dios del vino. Uno de los símbolos de Hermes era el caduceo, una vara sobre la que se enroscaban dos serpientes enfrentadas; con el paso del tiempo se convirtió en el emblema de la medicina, ya que se pensaba que el médico era el «anunciador» de la salud.

Dado que el niño era inmaduro, Hermes lo cosió al muslo de Zeus, su padre, donde permaneció hasta completar los tres meses que le quedaban de gestación. Así pues, el muslo de Zeus fue la primera incubadora divina de la Historia; al cabo de los tres meses Hermes extrajo a Dioniso del muslo, marcando el inicio de su vida. Dionysos, literalmente, significa «nacido dos veces», hecho que sucedió realmente, como hemos visto.
Mitologías aparte, estos dos episodios nos reflejan algunos aspectos ginecológicos que eran conocidos por los médicos griegos prehipocráticos: la realización de cesáreas post mórtem para salvar al feto y la inmadurez que tenían los niños nacidos antes de los nueves meses.
El nombre de cesárea (del apelativo caeso, «cortar») procede de una ley romana que obligaba a los médicos romanos a abrir el vientre materno inmediatamente si la madre fallecía a partir del séptimo mes de gestación, con el fin de salvar la vida fetal. A pesar de que se piensa que el político, general y escritor romano Julio César nació por cesárea esto no es cierto, ya que su madre, Aurelia Cota, murió cuarenta y seis años después de haberle alumbrado, y en esa época no se realizaban cesáreas a mujeres vivas.
En cualquier caso, hay que tener presente que las cesáreas de la mitología griega no fueron las primeras. Aunque también tengan un origen digamos divino, en el libro sagrado de los Vedas (2000 a. C.), al que nos hemos referido al hablar de la medicina hindú, se cuenta que Indra, el señor del cielo, del aire y de los rayos, se negó a nacer de forma convencional y prefirió hacerlo a través de una apertura abdominal que él mismo practicó en el vientre materno.
El nacimiento de Buda (453 a. C.), seguimos con las creencias religiosas y culturales asiáticas, también está adornado por una leyenda. Se cuenta que cuando su madre Maya Levi estaba a punto de dar a luz, en el bosque Lumbini, se apoyó sobre una acacia para descansar. Al momento se le acercó un bello elefante blanco que se apoyó en su vientre ejerciendo una fuerte presión y, segundos después, Maya expulsó a Buda a través de su abdomen.
En estos casos, cronológicamente anteriores, no obstante, vemos una notable diferencia con respecto a la mitología griega: la cesárea no fue post mórtem, puesto que la gestante no había fallecido.

Asclepio se convierte en dios

Volviendo a la mitología griega, sabemos que Asclepio, con la ayuda del centauro Quirón, consiguió hacerse un médico respetable y de reconocido prestigio. Cierto día, la diosa Atenea le entregó dos redomas llenas de sangre de las Gorgonas, en una de ellas la sangre estaba envenenada y en la otra la sangre tenía la propiedad de devolver la vida a los muertos. A partir de ese momento, Asclepio se dedicó a utilizar este regalo para resucitar a los mortales que fallecían, hasta el punto de que llegó un momento en que ningún humano moría.

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La veneración de Asclepio se extendió por toda Grecia e, incluso, llegó a Roma, donde su nombre fue latinizado en Esculapio. Habitualmente se le representa vistiendo un largo manto, con parte del tórax expuesto, y con un largo báculo de madera con una serpiente enrollada.

Este hecho disgustó enormemente tanto a Zeus, que pensaba que iba a alterar el orden del mundo, como a su hermano Hades, el dios del inframundo. Para solucionarlo, Zeus envió un rayo divino con el que fulminó a Asclepio, recuperando el orden cosmológico; solución que irritó a Apolo, el padre de Asclepio, que en venganza mató a los cíclopes, los seres mitológicos que habían regalado los rayos divinos a Zeus. Además, Apolo premió a su hijo ascendiéndolo al firmamento, convirtiéndolo en dios y transformándolo en la constelación de Ofiuco.
Antes de este triste desenlace, Asclepio se había casado con Epiona, con la que tuvo varios hijos: Godalirio, Macaón (que también fue médico y aparece en la Ilíada), Telésforo, Hygia (de la que deriva el término higiene), Panacea (que significa «la que todo lo cura»), Egle (quien ejerció como partera) y Laso (que fue enfermera).
En definitiva, la mitología griega creó un personaje mitad humano mitad divino que alcanzó un conocimiento muy elevado de la medicina hasta el punto de vencer a la muerte y conseguir la inmortalidad para los seres humanos, osadía que fue castigada por los dioses. Este mito no es original de la civilización griega, tiene sus antecedentes en Imhotep, el dios de la medicina egipcia, a quien ya conocemos, que también fue un hombre de carne y hueso que se convirtió en dios. A diferencia de este, Asclepio fue el primero de una gran familia de personajes relacionados de una u otra forma con la ciencia médica, como veremos.
Siguiendo la corriente sobrenatural, los griegos concebían la enfermedad como un acto punitivo de los dioses, que a través de sus flechas castigaban una falta individual (locura, ceguera, lepra) o a un colectivo (epidemias). En el panteón griego hubo varios dioses sanadores, pero sin duda el más importante fue el propio Asclepio, al cual se dedicaron numerosos templos, que recibieron el nombre de asklepeia. El principal de todos ellos estaba localizado en Epidauro, en el Peloponeso; pero había asklepeia en muchos otros lugares colonizados por los griegos, como Cos y Pérgamo (ambas en la actual Turquía), Ampurias (hoy en la provincia de Girona, en España)…
Habitualmente, los asklepeia estaban ubicados en lugares alejados de las ciudades, rodeados de ríos o manantiales y de una naturaleza exuberante; hasta ellos llegaban diariamente multitud de peregrinos aquejados de las más variopintas dolencias. Los sacerdotes consagrados al templo (therapeutes, que es el origen de las palabras terapeuta y terapéutico que empleamos actualmente) los recibían y acomodaban en edificios adyacentes al santuario diseñados para este fin. El paciente recibía un tratamiento ritual, mediante baños, masajes y unciones, con el cual los sacerdotes les iban preparando la curación, la cual tenía lugar en la parte más interior del templo, que recibía el nombre de abaton.

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En el siglo IV a. C., en la colonia griega de Ampurias (Gerona) se construyó un asklepeia, que sería reconstruido dos siglos después e introducido dentro de los muros de la ciudad. El recinto consagrado al dios Asclepio estaba formado por un templo en el que se realizaba el sueño sagrado, tres edificios auxiliares, unas cisternas (para los ritos de purificación) y un pozo, que albergaba las serpientes consagradas al dios.

En las proximidades de esta dependencia se ubicaba una estatua de Asclepio y allí se invitaba al paciente a dormir (incubatio). Los griegos pensaban que durante el sueño el dios se le aparecería al paciente y le sanaría de su dolencia o bien le indicaría la forma mediante la cual podía curarse. A la mañana siguiente, el paciente narraba el sueño a uno de los sacerdotes, el cual lo interpretaba e indicaba al paciente el tratamiento más adecuado para la curación (amuletos, oraciones, pociones…).
En ocasiones, los pacientes pasaban varios días en los asklepeia, durante los cuales los sacerdotes prescribían dietas, ejercicios físicos y baños, ya que los griegos consideraban que la higiene y la nutrición eran parte fundamental del tratamiento de cualquier enfermedad.
En el supuesto de que el paciente se curase de su enfermedad mientras duraba su estancia en el asklepeia, era habitual que dedicara al templo una ofrenda (anatema), representando en metal o en cera el órgano afectado, y que en una tablilla votiva relatase la descripción del caso que le había traído hasta allí.
El culto a Asclepio alcanzó su cénit hacia el 500 a. C., época en la que había más de trescientos templos consagrados a este dios en el mundo helénico.

Las primeras escuelas médicas

Al mismo tiempo que florecía el culto divino a Asclepio surgió una filosofía médica con un matiz verdaderamente científico. En torno al año 700 a. C. se fundó en Cnido (Asia Menor, hoy en Turquía) la primera escuela médica, que rechazaba la medicina sustentada en connotaciones mitológicas y que basaba los diagnósticos en las observaciones realizadas junto al enfermo, en definitiva, en la realización de una historia clínica. Esta contribución revolucionó la medicina hasta el punto de que no ha cambiado sustancialmente, a pesar del tiempo transcurrido. Sin embargo, no siempre fue así, después de la muerte de Hipócrates la práctica de las historias clínicas desapareció, los médicos dejaron de utilizarlas, resurgiendo nuevamente en la Edad Media, gracias a la labor de la medicina musulmana, tal y como se verá más adelante.
En poco más de cien años, a finales del siglo VI a. C., ya había seis escuelas médicas de renombre: Crotona (en la península itálica), Agrigento (Sicilia), Cirene (Libia), Rodas (Grecia), Cnido y Cos (ambas en la actual Turquía).

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Es sabido que Alcmeón de Crotona tuvo contacto con los pitagóricos, pero no todos los investigadores coinciden en afirmar que llegara a ser discípulo de Pitágoras. En cualquier caso, fue uno de los primeros médicos que trató de formular una hipótesis relacionada con el sueño: Alcmeón supuso que era el resultado final de un aumento de la cantidad de sangre que había en nuestro organismo.

Es preciso matizar que a pesar de que empleamos la expresión escuela médica, las instituciones que aparecieron en estas ciudades no eran centros docentes, en el sentido en que los entendemos actualmente, sino que realmente eran agrupaciones de profesionales, donde se compartían un lugar de trabajo y una orientación teórico-práctica. Si utilizásemos el lenguaje moderno, corresponderían a una especie de clínicas.
Habitualmente el aprendizaje de los médicos griegos de esta época era de tipo artesanal: el médico pertenecía al grupo de los artesanos y la enseñanza se realizaba por transmisión oral, habitualmente de padres a hijos.
Los médicos más importantes de este momento fueron Alcmeón de Crotona, Empédocles de Agrigento e Hipócrates de Cos.
Alcmeón de Crotona, que vivió en el último tercio del siglo VI a. C., es el autor del primer libro griego médico del que tenemos constancia y el primero en señalar que el cerebro era el centro vital de nuestro organismo. Defendió que la enfermedad se produce como consecuencia de un desequilibrio entre principios opuestos (húmedo y seco, cálido y frío, amargo y dulce); y de él sabemos que realizó numerosas autopsias a lo largo de su vida, lo cual le permitió constatar que de forma invariable las venas estaban llenas de sangre y las arterias vacías. Alcmeón presupuso, basándose en esta observación, que por las arterias circulaba el aire y por las venas, la sangre; error que se mantuvo vigente hasta que lo corrigió Galeno.
Empédocles (495-435 a. C.) partió de la idea de que en la naturaleza no hay un solo elemento, algo que defendían algunos filósofos como Heráclito o Parménides, y afirmó que, por el contrario, hay cuatro elementos básicos o «raíces» (fuego, agua, tierra, aire). Esta teoría será la base sobre la cual Hipócrates elaboraría la teoría de los humores como más adelante tendremos ocasión de mostrar.

La medicina hipocrática y la teoría de los cuatro humores

La primera medicina científica (la llamada medicina hipocrática) estaría vigente durante aproximadamente trescientos años y su principal hazaña consistió en sustituir la explicación de la salud y la enfermedad con elementos mágicos y sobrenaturales por una teoría circunscrita a la esfera del hombre y la naturaleza.
Hipócrates (460-377 a. C.) fue un médico inquieto que realizó numerosos viajes durante su juventud antes de establecerse definitivamente en su isla natal para dedicarse por completo a la enseñanza y a la práctica médica. Considerado el primer médico que rechazó las creencias populares y los mitos que señalaban a las fuerzas sobrenaturales o divinas como las causantes de las enfermedades, Hipócrates defendió que eran la consecuencia de factores dietéticos, ambientales o estilos de vida, por lo que a partir de ese momento la medicina se convierte definitivamente en ciencia. A pesar de este avance, no se debe dejar de tener en cuenta que el de Cos estableció sus teorías a partir de convicciones anatómicas y fisiológicas incorrectas, pues no olvidemos que la civilización griega prohibía la práctica de autopsias, por lo que en más de una ocasión sus conclusiones fueron desacertadas. Así, sin ir más lejos, creía que la epilepsia era causada por la falta de aire en el cerebro y en las extremidades.
Nadie pone en duda que Hipócrates fuera un médico con una especial habilidad ni que trabajara durante algún tiempo en la escuela de Cos, pero no es tan seguro que fuese el autor del conocido Juramento Hipocrático o de que escribiese en su totalidad el célebre Corpus hippocraticum. La variedad de temas que trata esta obra, los diferentes estilos de escritura y las dilatadas fechas en las que fue escrito (se especula que entre los siglos V y IV a. C.) hacen sospechar que lo más probable es que su autoría correspondiera tanto a médicos de la escuela de Cnido como a médicos de la escuela de Cos, en cualquier caso no a un sólo médico.
Es el único tratado que nos ha llegado de la biblioteca médica de la escuela de Cos y está constituido por 72 obras, entre las que destacan Sobre la dieta en las enfermedades agudas; Sobre los aires, las aguas y los lugares; los Pronósticos; los Aforismos; Epidemias I y II; Sobre las heridas de la cabeza; Sobre las fracturas o Sobre las articulaciones.
Así como en todas ellas se repudia a la medicina basada en la religión, resulta curioso cómo en ellas se clasifican las enfermedades en agudas, crónicas, endémicas y epidémicas, y cómo se emplean términos como recaída y convalecencia; clasificaciones aquellas y términos estos que se siguen utilizando actualmente.

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Archipiélago del Dodecaneso. Aproximadamente un siglo después de que se creara la escuela de Cnido, surgió en sus proximidades una escuela competidora, la escuela de la isla de Cos, situada en el mar Egeo y perteneciente al archipiélago del Dodecaneso. Uno de los directores de esta escuela fue Hipócrates (460-377 a. C.), el médico más importante de la Antigüedad y considerado el padre de la medicina.

El libro de Aforismos, un verdadero manual médico, contiene centenares de sentencias sobre cualquier enfermedad, causa, pronóstico y tratamiento. Además, en él podemos encontrar algunos preceptos éticos y de conducta que debía seguir todo médico. Algunos de esos preceptos son los siguientes:
  1. El arte es largo, la vida breve.
  2. Un médico honorable jamás deberá envidiar a los otros médicos, ello causaría una mala impresión en sus pacientes.
  3. El médico es un servidor de la naturaleza.
  4. El médico que también sea filósofo se asemeja a un dios.
  5. El médico debe mantener limpia su persona, vestir ropas decentes y utilizar perfumes de olor discreto.
Entendimiento y engreimiento son dos cosas distintas. El primero engendra saber, el segundo ignorancia.
Los médicos hipocráticos consideraban que el hombre era un «mundo en pequeño» y que la vida era un continuo cambio de la naturaleza, desde el nacimiento hasta la muerte, existiendo una mezcla de las cualidades primarias (krasis) del organismo y una conexión entre las distintas partes del cuerpo (sympátheia). El mantenimiento de ambas se debía a tres elementos: al calor innato (un agente interno que residía en el ventrículo izquierdo del corazón), a los alimentos y al aire (pneuma), que penetraba en el cuerpo, según los textos hipocráticos, por la nariz, la boca y por toda la superficie corporal.
La medicina hipocrática se basaba en la idea de que en nuestro cuerpo había cuatro humores (sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema), que son activos, constituidos por los elementos de la naturaleza (aire, tierra, agua y fuego) y cuyo equilibrio y armonía permite que estemos sanos. Los humores se agrupan en parejas (sangre y bilis negra, flema y bilis amarilla), con cualidades opuestas, las cuales predominaban en una de las cuatro estaciones del año. De esta forma, la sangre es caliente y seca como el aire y aumenta en primavera; la bilis negra, cálida y húmeda como la tierra y aumenta en otoño; la flema, fría y húmeda como el agua y aumenta en invierno, y la bilis amarilla, fría y seca como el fuego y aumenta en verano. En definitiva, lo que en realidad hacía la doctrina hipocrática no era sino asentarse sobre la teoría de los cuatro elementos de Empédocles de Agrigento.

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Cada uno de los humores es producido por un órgano diferente: la sangre se origina y se renueva en el corazón; la bilis negra, en el bazo; la flema, en el cerebro, y la bilis amarilla en el hígado. Los humores no son ficticios ya que pueden verse: la sangre, en las heridas; la bilis negra, en las deposiciones (cuando hay hemorragia digestiva y las heces adoptan una coloración negruzca); la flema, en las secreciones nasales y la bilis amarilla, en los vómitos.

La salud fue concebida como una mezcla perfecta de los cuatro humores (eyctasía), reflejo de la completa armonía de la naturaleza humana. Si concepto de salud conlleva fortaleza, justicia, equilibrio y belleza, la enfermedad era la consecuencia del desequilibrio de estos humores (dyscrasía); por este motivo los tratamientos debían ir encaminados a restablecer el equilibrio humoral.
El principio básico de la terapia hipocrática rezaba que la naturaleza (physis) era la que curaba al paciente y que el médico era un simple mediador (vis medicatrix naturae) cuya función era facilitar esta tarea, razón por la cual el reposo, la inmovilidad y la limpieza eran aspectos fundamentales del tratamiento. Se consideraba que las acciones de los médicos se debían regir por unos principios elementales: favorecer y no perjudicar, abstenerse de tratar enfermedades producidas por la «necesidad forzosa» (incurables) y emplear remedios con cualidades contrarias al desequilibrio tal que se recomendaban remedios calientes y secos cuando había un exceso de frío y húmedo.
Hipócrates otorgó gran importancia a la dieta como elemento esencial para retornar a la armonía humoral, por lo que es considerado el precursor de la dietética; para ello clasificaba los alimentos según sus cualidades en cuatro grados sobre dos ejes principales: caliente-frío y seco-húmedo. Pensaba que el calor de la digestión transformaba a los alimentos en linfa, que a su vez se convertían en humores; por eso consideraba que era fundamental seguir una dieta adecuada para evitar las enfermedades. Además recomendaba ingerir alimentos en relación inversa al temperamento y variarlos según la estación del año. El vino tinto y la carne, a los que atribuía cualidades calientes y secas, eran buenos para los ancianos, los flemáticos y los melancólicos por ser de naturaleza fría. Por el contrario, el pescado, las legumbres y las frutas, que son fríos y húmedos, eran la alimentación ideal para los coléricos y los jóvenes, personas de naturaleza caliente.
Se oponía a la administración sistemática de sustancias externas a nuestro organismo (phármacon), aunque en algunas ocasiones reconocía que su prescripción era necesaria, ya que tenía la capacidad de atraer sustancias corporales afines a su naturaleza y eliminarlas de nuestro organismo. Los médicos hipocráticos dieron gran importancia a los purgantes, como elemento de purificación (kátharsis) del cuerpo y de eliminación de los humores alterados. Los elementos empleados fueron fundamentalmente de origen vegetal y aparecen recogidos en los textos procedentes de la escuela de Cnido.
Así mismo, y esto resulta especialmente curioso, los médicos hipocráticos opinaban que los cambios o movimientos (kínesis) que ocurrían en la naturaleza podían producirse bien por necesidad (ananke) o bien por azar. En el primer caso, por necesidad, los cambios son inexorables (fatum), son superiores a las fuerzas humanas y, por ese motivo, no pueden ser dominados por el hombre. Hipócrates recomendaba en tales casos no actuar, no realizar ningún tratamiento porque no iba a ser efectivo. Se trataría, probablemente, de pacientes en estado terminal. En el segundo caso, en aquellas situaciones en las que los cambios se habían producido por azar, era cuando el médico podía intervenir, pero siempre teniendo presente el principio de «ser útil o no dañar» (opheléin e me bláptein), precepto que dio origen al célebre primum non nocere («ante todo no dañar»).
La vida de Hipócrates coincidió con la edad de oro de la antigua Grecia, en la que destacaron personajes de la talla de Pericles, en política; Sócrates y Protágoras, en filosofía; Heródoto y Tucídides, en historia; o Esquilo, Sófocles y Eurípides, en teatro.

Juramento hipocrático

Toda persona que quisiera ser médico debía comenzar al lado de un maestro con prestigio reconocido, al que debía pagarle por sus enseñanzas y prestarle un juramento de fidelidad. En los textos hipocráticos se recoge el célebre juramento, que data de finales del siglo V a. C. o de la primera mitad del siglo IV a. C. Básicamente, se trata de una declaración de carácter éticoprofesional y de fidelidad hacia la figura del maestro, en la que se señala, entre otras cosas, que el médico debe ser honesto, calmado, comprensivo y serio (como podremos ver en la tabla 2).
A pesar de que el juramento pertenece al Corpus hipocraticum, no existe la certeza absoluta de que fuese redactado por Hipócrates o alguno de sus discípulos, y más bien se piensa que pudo haber sido obra de los pitagóricos para posteriormente ser añadido al Corpus. Galeno pensaba que fue empleado por Hipócrates cuando se dedicó a la enseñanza de la medicina como una forma de asegurarse que los nuevos médicos fuesen fieles a su persona y siguiesen unos preceptos éticos.
Su empleo estuvo en desuso hasta el Renacimiento, época caracterizada por la veneración de la cultura grecolatina, pasando entonces a utilizarse en las escuelas médicas; costumbre que se generalizó a partir del siglo XIX.
Actualmente, durante la graduación de los licenciados en medicina de nuestro país se acostumbra a celebrar un acto en el que además de entregar los diplomas acreditativos, entonar el Gaudeamus igitur, el himno universitario, se pronuncia simbólicamente el llamado Juramento hipocrático.
Además, en los tratados hipocráticos se recogen las cualidades que debía tener un joven para poder ejercer la profesión: «Habilidad natural, instrucción, un lugar favorable para el estudio, intuición desde la niñez, amor al trabajo, tiempo. Ante todo, se requiere una habilidad natural porque si la naturaleza se opone, todos los esfuerzos serán vanos».
El médico, en su quehacer, debía estar guiado por dos principios básicos: el amor al hombre y el amor a su arte. Se exigía que el médico cumpliese sus deberes frente a la ciudad (polis), frente al enfermo y frente a otros médicos.

Tabla N° 2
Juramento hipocrático
Juro por Apolo, médico, por Esculapio, Higias y Panacea, y por todos los dioses y diosas, a quienes pongo por testigos de la observancia del presente juramento, que me obligo a cumplir lo que ofrezco, con todas mis fuerzas y voluntad. Tributaré a mi maestro de medicina el mismo respeto que a los autores de mis días, partiendo con ellos mi fortuna, y socorriéndoles si lo necesitasen; trataré a sus hijos como a mis hermanos y, si quisieren aprender la ciencia, se la enseñaré desinteresadamente y sin ningún género de recompensa.
Instruiré con preceptos, lecciones orales y demás modos de enseñanza a mis hijos, a los de mi maestro, y a los discípulos que se me unan bajo el convenio y juramento que determina la ley médica, y a nadie más.
Estableceré el régimen de los enfermos de la manera que les sea más provechoso, según mis facultades y mi entender, evitando todo mal y toda injusticia. No accederé a pretensiones que se dirijan a la administración de venenos, ni induciré a nadie sugestiones de tal especie; me abstendré igualmente de aplicar a las mujeres pesarios abortivos.
Pasaré mi vida y ejerceré mi profesión con inocencia y pureza. No ejecutaré la talla, dejando tal operación a los que se dedican a practicarla. En cualquier casa que entre no llevaré otro objeto que el bien de los enfermos, librándome de cometer voluntariamente faltas injuriosas o acciones corruptoras, y evitando, sobre todo, la seducción de mujeres y jóvenes, libres o esclavos.
Guardaré secreto acerca de lo que oiga o vea en la sociedad y no sea preciso que se divulgue, sea o no del dominio de mi profesión, considerando el ser discreto como un deber en semejantes casos.
Si observo con fidelidad mi juramento, séame concedido gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria.

La idea moral culminaba en que el médico debía ser «bello y bueno» (calós cagathós), es decir, debía cuidar su imagen (tenía que visitar siempre a los pacientes perfectamente aseado, bien vestido y perfumado) para que fuese agradable al paciente. Además, se le exigía que gozase de buena salud, para que pudiera inspirar confianza a los pacientes; así mismo, debía hablar con corrección, serenidad y moderación. En los textos hipocráticos se señala que cuando un médico consiga alcanzar todas estas premisas se habrá convertido en noble (aristos).

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Aristóteles nació en Estagira (Tracia) y era hijo de un médico macedonio. A los 17 años se incorporó a la Academia de Platón, donde permaneció hasta el fallecimiento del filósofo, y posteriormente se convirtió en el tutor de Alejandro Magno.

Una vez que el aprendiz había adquirido los conocimientos suficientes se independizaba de su maestro y se disponía a ejercer la profesión, habitualmente para ello debía trasladarse de una ciudad a otra en busca de trabajo.
Cuando el médico llegaba a una ciudad, lo primero que hacía era alquilar una casa que utilizaría como consulta (iatreion, palabra que procede del griego iatros, que es el que se usaba para referirse a los médicos griegos), una de cuyas habitaciones dedicaría al quirófano.
Del término iatreion derivó la palabra iatrogénico, que utilizamos actualmente para designar las enfermedades derivadas de la práctica médica. En tanto que los pacientes que requerían la valoración de un médico debían acudir a esta consulta, únicamente aquellos pacientes con elevado poder adquisitivo podrían ser atendidos en su casa.

Medicina posthipocrática

La figura médica más importante de la civilización griega tras la muerte de Hipócrates fue Aristóteles (348-322 a. C.), el fundador del Liceo, la academia en la que, en un jardín con columnas (peripatos), enseñó la filosofía peripatética. El padre de Aristóteles, Nicómaco, fue médico personal del abuelo de Alejandro Magno, lo cual influyó en que recibiese nociones de medicina. Como es bien sabido fue un pensador creativo que abordó numerosos campos del saber, entre ellos aunque este sea menos conocido que su labor como destacado filósofo, el médico. Sus principales aportaciones en este sentido fueron anatómicas y embriológicas, utilizando para ello embriones de pollo.

§. Roma: de la terma al hospital
Entre la civilización griega clásica y la romana hubo una etapa histórica de enorme esplendor cultural denominada helenística o alejandrina, cuyos límites cronológicos se pueden fijar por dos hechos políticos de enorme interés: la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y el suicidio de Cleopatra VII de Egipto y Marco Antonio, después de ser vencidos en la batalla de Accio (30 a. C.).
Desde el año 336 a. C., en el que Alejandro Magno conquistó Tebas, hasta el año 30 a. C., en el cual Egipto pasaría a ser provincia romana, la ciudad norteafricana de Alejandría experimentó un enorme florecimiento, consolidado cuando Ptolomeo I Sóter (367-283 a. C.), uno de los generales del conquistador macedonio, fundó la dinastía de los Lágidas, más conocida como de los ptolomeos, que se mantuvo en el trono de Egipto durante tres siglos. Durante el reinado de Ptolomeo I, Alejandría se convirtió en la capital de Egipto y desbancó a Atenas como foco cultural, se construyó el Museion (280 a. C.), el principal centro de difusión de la medicina, cercano a la Biblioteca de Alejandría. El Museion contaba con aulas en donde se enseñaba, un zoológico, un jardín botánico y un observatorio astronómico, y estaba dividido en cuatro sectores, cada uno para una disciplina diferente: literatura, astronomía, matemáticas y medicina.
En la llamada escuela de Alejandría de medicina, el médico dejó de ser un filósofo especulativo y se convirtió en un médico-científico que tenía formación anatómica y fisiológica. Esta escuela alcanzó su mayor esplendor en el siglo III a. C., período en el que destacaron dos grandes médicos: Herófilo de Calcedonia (335-280 a. C.) y Erasístrato de Ceos (304-250 a. C.).
Herófilo, que es considerado el primer anatomista de la historia de la medicina, tuvo la oportunidad de realizar numerosas disecciones de cadáveres humanos a lo largo de su vida, así como vivisecciones en los condenados a muerte; un hecho totalmente novedoso que le permitió descubrir campos inexplorados y realizar importantes aportaciones en el estudio del sistema nervioso y del globo ocular, y fue, de hecho el primer médico en distinguir la córnea y la retina.
Erasístrato, por su parte, se opuso con firmeza a la teoría hipocrática de los cuatro humores y postuló que el mecanismo más importante que conduce a la aparición de enfermedades era la plétora, es decir, el exceso de sangre y de materias alimentarias en las venas. Esta situación, según Erasístrato, propiciaba que las venas se hinchasen y acabasen rompiéndose; así mismo, pensaba que cuando un órgano se volvía «pletórico» impedía que entrase el aire (pneuma) en las arterias, lo cual conllevaba a un funcionamiento deficiente de este órgano. Todavía hoy en día empleamos el término pletórico, si bien es cierto que con un significado diferente al de Erasístrato.
Poco a poco, y como consecuencia de las conquistas romanas, la cultura alejandrina comenzó a apagarse y los científicos tuvieron que buscar nuevos horizontes, y creyeron encontrarlos en Roma. En el siglo I a. C. surgió una corriente migratoria que propició la aparición de una colonia de médicos a orillas del Tíber.
Antes de que la civilización romana heredase los conocimientos griegos y alejandrinos se consolidó en la región itálica del Lazio, donde se encuentra la ciudad de Roma, la herencia etrusca, tanto en sus aspectos laicos como religiosos, siendo estos últimos los que ejercieron una influencia más duradera en la medicina romana. El legado etrusco se refleja en la confianza que tuvieron los romanos en la adivinación a partir de las cartas pronósticas etruscas y en el análisis de las entrañas de animales sacrificados, así como en las ofrendas que ofrecían los enfermos a los dioses como muestra de agradecimiento por su curación. Estos hechos supusieron, en cierto modo, un retroceso, pues los avances científicos conseguidos por las escuelas de Cnido, de Cos y la medicina alejandrina se retrotrajeron de alguna manera con los orígenes de la medicina romana basada en aspectos mitológicos. En el panteón romano se incluyeron una serie de divinidades sanadoras que ya tenían los etruscos: Febril, la diosa de las enfermedades de los pantanos; Mefitis, dios de la fetidez, Scabies, diosa de la sarna… Según una leyenda, en el año 293 a. C. una plaga asoló Roma, alarmados por la situación los ciudadanos buscaron en los libros sibilinos (los libros proféticos de la antigua Roma relacionados con la Sibila de Cumas) el modo de vencerla, la respuesta que encontraron es que una delegación debía trasladarse hasta Epidauro en busca del dios griego Asclepio. Los romanos mandaron un navío hasta la ciudad griega, allí debieron establecer contacto con los sacerdotes encargados del culto al dios. A través de ellos supieron que Asclepio aceptó ayudarles a vencer la epidemia, para ello debían llevarse de Epidauro una serpiente. Cuando los romanos regresaron a Roma con la serpiente la epidemia cesó y los romanos, en agradecimiento, construyeron en el año 295 a. C. un templo dedicado a Asclepio. A partir de ese momento, su culto fue en aumento hasta el punto de que se latinizó su nombre, pasó a llamarse Esculapio y se convirtió en el dios de la salud más destacado de la mitología romana.
Poco a poco fueron llegando médicos de diferentes puntos del Mediterráneo, la mayoría procedían de Grecia, que llegaban a Roma en calidad de esclavos. Con el paso del tiempo, los médicos griegos fueron demostrando una habilidad y eficacia con la que consiguieron ganarse la aceptación de los romanos. Sin embargo, hubo voces críticas hacia este sector. Al político romano Catón el Censor (234-149 a. C.) le irritaba especialmente el control que ejercían los griegos en la vida intelectual romana, consideraba que la civilización griega era decadente y deshonesta. Por esta razón arremetió de modo especial contra los médicos griegos en un intento de restaurar las que él consideraba las útiles prácticas romanas, basadas fundamentalmente en la medicina etrusca. Catón aconsejó el uso de la col y el vino para mantener la salud y tratar las enfermedades, y acompañó sus tratamientos con fórmulas mágicas y encantamientos.
Julio César era totalmente contrario a las ideas de Catón el Censor, de hecho concedió la ciudadanía romana a todo aquel médico que probara su eficacia. Este premio se debió fundamentalmente a la actividad que ejerció el médico Asclepíades de Prusa (124-40 a. C.), que vivió en el siglo I a. C. y fue amigo del orador y político romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) y médico de la aristocracia romana. Asclepíades consideraba que nuestro organismo estaba integrado por una serie de partículas invisibles (átomos) por entre las cuales circulaban los humores. Según este médico la salud y la enfermedad estaban directamente relacionadas con la correspondencia que existía entre estas partículas. Además, Asclepíades tiene el honor de haber sido el primero en utilizar el vocablo oncos o «masa» para describir los órganos enfermos, término que daría lugar al vocablo oncología, la rama de la medicina encargada del estudio de los tumores.
No contento con esta medida, Julio César, en el año 46 a. C., en nuevo edicto, concedió la ciudadanía romana a todos los médicos extranjeros libres (medici liberti), lo cual provocó que no tardase en aparecer una terrible competencia entre los médicos nativos y los griegos.
Durante el Imperio romano, la situación de los médicos mejoró considerablemente. En el año 117 d. C. el emperador Publio Elio Adriano promulgó un edicto por el que los médicos estaban exentos de pagar los tributos municipales y de realizar el servicio militar; posteriormente, en el siglo II, durante el mandato del emperador Antonio Pío, se limitaron estos derechos a un determinado número de médicos.
Durante esta época los médicos recibieron el nombre de valde docti y para obtener tal rango debían acreditar conocimientos y experiencia; lo que motivó que fuera necesario que poco a poco se fuesen regularizando los estudios de medicina y que se exigiese, para poder ejercer la profesión, presentar certificados de buena conducta.
Un aspecto importante de la civilización romana fue la importancia que poco a poco fue adquiriendo la mujer dentro de la medicina. Los griegos no reconocieron la figura femenina en el contexto socio sanitario, por lo que no hubo enfermeras en la antigua Grecia, de hecho en el Corpus hippocraticum no se menciona en ningún momento que las mujeres prestasen algún tipo de ayuda a los médicos: «Deja al cuidado del enfermo a uno de tus ayudantes, a quienes darás todas las instrucciones pertinentes sobre la administración del tratamiento y la vigilancia de la enfermedad». La única acción en la que participaron las mujeres de la antigüedad helena fue en el acto de cortar el cordón umbilical, por este motivo a las comadronas griegas se las denominaba onphalotamai (del griego onphalo, «ombligo»). Esta situación cambió en época romana, las mujeres disfrutaron de un estatus distinto, algunas de ellas (las diakonissae) acudían a los templos para atender a los enfermos, tradición que ya aparece recogida en la Biblia. En el Nuevo Testamento se utiliza el vocablo griego diakonia para referirse al servicio que se presta a los demás, dentro del cual se incluye la ayuda física; de esta forma surgió el término diaconisa en relación con las mujeres que se dedican al cuidado de los enfermos. La primera diaconisa (del griego diáconos, «ministro» o «servidor») conocida fue Febé, una diaconisa de la iglesia de Cencreas (Corinto, en Grecia) que vivió en el siglo I d. C. a la que hace referencia San Pablo en una de sus Cartas a los romanos (Ro 16:1-2.).
Sin embargo, las primeras enfermeras de la historia habían surgido en la India, hacia el siglo VI a. C. En el Sushruta Samhita, del que ya hemos hecho mención en el capítulo anterior, se describen cuáles son las cualidades que debe tener toda enfermera: limpia, inteligente, simpática, debe inspirar confianza, no debe ser propensa al enfado, debe saber controlar su genio y debe tener una absoluta fidelidad hacia el médico.
Si, como sabemos, en la Grecia clásica la asistencia médica se llevaba a cabo en los iatreion, una especie de clínicas privadas, en Roma los médicos realizaban su trabajo en las tabernae o tiendas. Se trataba de unos edificios que se encontraban localizados en la zona oeste de los foros romanos. Además existían establecimientos o estancias (apotheca) donde se almacenaban las sustancias con propiedades farmacológicas, las cuales eran preparadas y despachadas en otras dependencias (medicatrinas) que, a semejanza de las actuales farmacias, estaban rotuladas a la entrada y adornadas con los símbolos de Esculapio, para facilitar su localización. En ellas se elaboraban los fármacos y se preparaban moldes para hacer píldoras y cápsulas, mesas de mármol para confeccionar pomadas, balanzas de brazos iguales y de brazos desiguales, y una serie de pesos medicinales. En esta época se introdujeron dos formas farmacéuticas nuevas: los sinapismos, medicamentos elaborados con semilla de mostaza negra que se utilizaban como revulsivo, y los esparadrapos.
Sin embargo, no todos los médicos preparaban medicamentos, ya que en la civilización romana se produce una separación entre aquellos que se dedican a la cirugía (medici chirurgici) y los médicos clínicos (medici clinici), situación que se consolidaría durante la Edad Media. Uno de los cirujanos más famosos de esta época fue Aulio Cornelio Celso (25 a. C. - 50 d. C.), que dividió la terapéutica en dietética, farmacéutica y cirugía, tradujo al latín los términos griegos y otorgó a la cirugía una posición privilegiada. Señaló las cualidades que debía tener todo cirujano: «Debe ser joven o cuando menos no muy viejo, su pulso debe ser firme y seguro, sin que jamás le tiemble. Debe poder usar la mano izquierda con igual destreza que la derecha, su visión debe ser aguda y clara, su mente intrépida y debe sentir la piedad necesaria, no a tal grado que se sienta conmovido por las lágrimas, no debe ni apresurar la operación más de la cuenta, ni cortar menos de lo que fuere necesario, sino hacer todo exactamente como si los gritos del otro no le impresionaran».
Entre sus aportaciones más originales se encuentra la primera descripción de la apendicitis. Es sabido que abogó por la práctica de disecciones como una fase muy importante en el proceso de aprendizaje y, en cierta ocasión, llegó a afirmar: «El arte de la medicina debe ser racional […] abrir los cuerpos de los muertos es una necesidad para los que han de aprender». De Aulio Cornelio Celso tan sólo conservamos uno de sus tratados, titulado De re medica (Sobre la medicina) que formaba parte de su obra enciclopédica De artibus (Sobre las artes). Se trata del libro médico más completo, coherente y homogéneo que se conserva de la Antigüedad.
A él debemos la descripción de los signos de la inflamación: «En verdad los signos de la inflamación son cuatro: tumor y rubor con calor y dolor» (rubor et tumor, cum dolore et calore).

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Una página del libro De re medica (Sobre la medicina). Cornelius Celsus es considerado uno de los mejores médicos de la civilización romana, en su libro hay capítulos como «De la cura de la dificultad de orinar», dedicados a las enfermedades urológicas y describe dos métodos para reconstruir el prepucio después de una cirugía de fimosis.

La teriaca, un remedio milagroso

Dioscórides (40-90) fue un médico de origen griego que ejerció de cirujano en los ejércitos del emperador Nerón, de tal forma que pudo estudiar la flora y la fauna de los distintos países que formaban parte del Imperio romano. Al parecer, cuando las circunstancias se lo permitían, preguntaba a los nativos las virtudes medicinales y los usos terapéuticos de los vegetales que por allí había. Fue el primer médico que se ocupó de la botánica médica, entendida como una ciencia aplicada al servicio de la medicina. Dioscórides llegó a clasificar unas seiscientas plantas de acuerdo con las enfermedades que curaban en su Sobre materia médica, una obra que alcanzó una gran difusión y se convirtió en el principal manual de farmacopea que se utilizaba durante la Edad Media y el Renacimiento. Recomendó la mandrágora mezclada con vino como anestésico, el américo en los trastornos gástricos, la manzanilla para «entrar en calor» y adelgazar, la acadia como astringente, el eneldo como diurético, la cicuta en forma de cataplasma para el tratamiento de los herpes…

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Dioscórides fue uno de los primeros en tener un gran control de las plantas medicinales, el botiquín de la humanidad durante siglos. En su libro Sobre materia medica no sólo se limitó a describirlas y enumerar sus usos terapéuticos, sino que también dibujó la planta para que fuese más fácil identificarla.

Un contemporáneo de Dioscórides fue Andrómaco el Anciano, médico romano que vivió en el siglo I d. C., sirvió asimismo al emperador romano Nerón y fue el primero que recibió el título de arquiatra (jefe de los médicos). Andrómaco sería recordado durante siglos porque perfeccionó uno de los antídotos más potentes, la teriaca, un remedio que había sido elaborado en el siglo I a. C. por Mitrídates VI Eupátor, rey del Ponto, al que añadió nuevos ingredientes (sangre de pato, veneno de víbora, vino y miel) aumentando su efectividad. Durante siglos, la teriaca de Andrómaco se usó como remedio universal contra cualquier tipo de veneno, así como en el tratamiento de algunas enfermedades (cefalea, epilepsia…).

Galeno, el emperador de los médicos

El más importante de todos los médicos romanos fue, sin duda, Galeno, hasta el punto de que actualmente su nombre es sinónimo de médico. Vino al mundo en el año 130 en Pérgamo, una ciudad que, a pesar de localizarse geográficamente en la actual Turquía, en aquel momento formaba parte del mundo helénico, ya romanizado, pero con influencia directa de la antigüedad griega. Nació en el seno de una familia adinerada, su padre era arquitecto, lo cual le permitió tener una sólida educación. Durante diez años estudió en las mejores escuelas de su tiempo, entre las que se encontraban las de Esmirna (también en la actual Turquía), Corinto (Grecia) y, por supuesto, la de Alejandría (Egipto). A orillas del Mediterráneo estudió la anatomía ósea sobre esqueletos humanos, pero no la anatomía de partes blandas, puesto que estaban prohibidas las disecciones en cadáveres humanos, aunque sí en cerdos y monos. De aquí deriva el gran error de Galeno, que se perpetuaría durante varios siglos: el hecho de considerar los órganos humanos como análogos a los de estos animales.
Tras ejercer durante cuatro años como médico de gladiadores en Pérgamo, etapa en la que aumentó sus conocimientos de anatomía y traumatología, se trasladó a Roma, en donde alcanzó gran prestigio y llegó a disfrutar de la protección de los familiares del emperador Marco Aurelio. Hacia el año 166 abandonó la capital imperial para volver tres años después, como médico personal de Cómodo, hijo de Marco Aurelio.
Escribió numerosas obras, que comprenden más de cuatrocientos volúmenes, las cuales constituyen la cumbre de la medicina antigua y el legado más importante de esta.
Durante su estancia en Roma fue testigo de importantes acontecimientos, como la Peste de los Antoninos» (165-170), que describió y relató en sus escritos. El nombre de la peste deriva del linaje de los antoninos, al cual pertenecía el emperador Marco Aurelio, una de las numerosas víctimas.

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La fama de Galeno se debió a los acertados diagnósticos que realizó en algunos patricios romanos. Llegó a relacionar que la parálisis de los tres dedos de una mano de un filósofo con una lesión ubicada en la columna vertebral, y que el insomnio de una matrona romana era debido al mal de amores que sufría por un actor famoso.

Durante siglos se utilizó el término peste para hacer referencia a las epidemias, independientemente de cuál fuera la causa de la misma; de hecho esta peste fue en realidad una epidemia de viruela. Actualmente sabemos que se inició en Roma hacia el año 165 y que, probablemente, el germen fue traído por los soldados que regresaban de Oriente Próximo después de luchar contra los partos.
Con enorme rapidez la epidemia se extendió por toda la península itálica y la Galia. Galeno dejó en sus escritos la sintomatología que manifestaban los afectados: «Ardor inflamatorio en los ojos; enrojecimiento peculiar de la cavidad bucal y de la lengua; aversión a los alimentos; sed inextinguible, temperatura exterior normal que contrasta con una sensación interior de abrasamiento, piel enrojecida y húmeda, tos violenta…».
Se sabe que, además, Galeno realizó numerosas vivisecciones de animales con el fin de poder estudiar la función de los riñones y la médula espinal. En este sentido, puede ser considerado el primer investigador experimental de la historia: «Corto y hábil es el sendero de la especulación, pero no conduce a ninguna parte; largo y penoso es el camino del experimento, pero nos lleva a conocer la verdad».
Galeno, que falleció en el año 200, fue el primero en relacionar el cerebro y la laringe en la emisión de la voz; describió con detalle los dos párpados y los seis músculos oculares, así como muchos músculos de la cabeza, cuello, tronco y extremidades. Afirmó que las arterias y venas se unen entre sí a lo largo de todo el organismo, intercambiándose la sangre y los humores a través de pequeños poros. Tiene el honor de ser el primero en corregir el error de Alcmeón de Crotona, que afirmaba que por las arterias circulaba aire y no sangre.
Galeno consideraba que la sangre no circulaba sino que estaba sometida a un vaivén, otro error que se perpetuará durante siglos. Para él las arterias y las venas tenían funciones diferentes: las venas tenían sangre con sustancias nutritivas, mientras que las arterias llevaban sangre con «espíritu vital», compuesto por sangre y aire.
En cuanto al tratamiento, además de los fármacos, recomendaba la higiene, la gimnasia, los ejercicios respiratorios y la dieta. A diferencia de Hipócrates, creía que los fármacos eran parte importante del tratamiento, por ello recomendaba el empleo de vegetales, minerales y sustancias de origen animal, si bien se mostró bastante escéptico en cuanto a los efectos beneficiosos de estas últimas.

Sexualidad y embarazo

Una de las aventuras más dolorosas y llena de incertidumbres a las que se sometía una mujer en la época romana era, sin duda, asumir un embarazo. De forma convencional, se fijó en doce años la edad mínima para que una mujer romana pudiera contraer matrimonio, una situación destinada a la procreación y, como señalaba el médico Sorano de Éfeso (98-138 d. C.), para concebir tan sólo se necesitaba un «poco de deseo del varón». El poeta y filósofo romano Tito Lucrecio (99-55 a. C.) recomendaba que la pareja adoptase «la postura de las fieras», la de los cuadrúpedos, si la relación sexual estaba orientada a la gestación, puesto que de esta forma «las semillas pueden alcanzar su sede propia, inclinados los pechos hacia abajo y con los riñones levantados». Durante esta época los médicos establecieron que el mejor momento para que una mujer se quedara embarazada era el de los días posteriores a la regla, puesto que era justo entonces cuando había expulsado el exceso de sangre que había en su organismo.
Durante el embarazo se recomendaba que la gestante no tuviera relaciones sexuales, que no hiciese movimientos violentos, que se vendase el vientre y que cuidase su alimentación. En relación con la dieta, se desaconsejaba tomar salsas ni alimentos pesados, estando especialmente indicadas las perdices, los pies y orejas de cerdo, los huevos escalfados y los patos salvajes. Para que el parto se llevara a cabo con normalidad se consideraba decisiva la ayuda de una partera experimentada.
El primer libro de ginecología de que tenemos noticia fue el que, escrito por Sorano de Éfeso, lleva por título De las enfermedades de la mujer, del cual, desgraciadamente, sólo conservamos fragmentos. La primera parte estaba dedicada a las comadronas, y hacía referencia a las cualidades físicas y espirituales que debían tener las mujeres que ejerciesen esta profesión (obstetrix): «Buena memoria, ser industriosa y paciente, moral para inspirar confianza, estar dotada de una mente sana y tener una constitución fuerte y, finalmente, debe poseer dedos largos y delicados, con las uñas cortas». Las parteras de la Antigüedad eran mujeres autodidactas que no tenían ningún tipo de preparación, entrenamiento ni educación especial. Ejercían su profesión siguiendo las normas empíricas que habían recibido por tradición oral de otras parteras, situación que se perpetuó durante siglos.

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Sorano de Éfeso consideró que las comadronas no necesitaban ser madres para comprender cómo se debía asistir a los partos, pero sí que era necesario que supiesen leer y escribir: «Esta debe ser capaz de leer y escribir, para poder comprender el arte a través de la teoría».

A pesar de todo, las primeras lecciones prácticas que se dieron a estas mujeres se remontan a los tiempos de Hipócrates, a pesar de que este médico griego tenía conocimientos anatómicos erróneos y carecía de experiencia. Los romanos asimilaron la creencia griega de que el feto tendía a abandonar el útero materno obligado por el hambre y nacía en virtud de sus propias fuerzas; pensaban que el parto natural era imposible en presentación podálica (de pie), y que había que intentar girarlo dentro del útero hasta que la presentación fuera cefálica (de cabeza), en caso contrario aconsejaba provocar la muerte del feto para salvar la vida de la madre.

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El parto en la época romana tenía lugar en las casas y se llevaba a cabo habitualmente en una silla obstétrica, la cual estaba horadada, abierta al frente y tenía un asiento en forma de media luna. Tras el nacimiento, la matrona cortaba el cordón umbilical a cuatro dedos del vientre de la madre, reconocía al recién nacido y observaba su vitalidad, buscando posibles anormalidades.

En la época romana, justo en el momento antes del parto, la partera liberaba a la parturienta de todo tipo de ataduras, ligaduras o anillos, y a continuación la mujer se ponía bajo la advocación de la diosa Juno Lucina, la protectora de las parturientas.
Tras el parto, la partera cogía al recién nacido y realizaba un baño purificador, ungiéndole en aceite y vendando su cuerpo por completo, para evitar el frío o que se pudiera dañar sus ojos con las manos. Finalmente, el bebé era depositado en el suelo, junto a su madre, siempre y cuando esta lo reconociera como hijo legítimo, pero en caso contrario era expuesto en la calle.
Sorano de Éfeso diseñó un instrumento que todavía se usa en ginecología: el espéculo vaginal (speculum mágnum matrices). En esta época se fabricaba en bronce, tenía tres o cuatro valvas, que se llamaban priapiscos, y su misión era separar las paredes de la vagina para poder explorar el útero. Esta exploración debía ser terriblemente dolorosa porque en los escritos se insistía en que la mujer debía estar «hechizada» o, lo que es lo mismo, previamente debía recibir sustancias anestésicas. Además Sorano de Éfeso señala que el espéculo se debe calentar previamente y que el tamaño del mismo ha de estar en consonancia con la edad y la estatura de la mujer, de lo que se deduce que había varias medidas. Este tipo de instrumento se siguió utilizando hasta bien entrada la Edad Moderna prácticamente sin que existieran variaciones.

Hospitales romanos

Roma hizo, fundamentalmente, tres aportaciones a la medicina: favoreció un mayor desarrollo de la cirugía, así como la construcción de los primeros grandes hospitales y la realización de obras sanitarias.
La sanidad militar fue, sin duda, de gran importancia para el mantenimiento y expansión del orden romano ya que era vital mantener a las tropas en un perfecto estado de salud. Por esta razón uno de los mayores avances médicos se produjo en la cirugía militar; sabemos que cada legión romana (constituida por unos cinco mil soldados de infantería) estaba asistida por 24 cirujanos. Los cirujanos disponían de unos doscientos instrumentos quirúrgicos, entre los que se incluyen fórceps para extraer proyectiles, sondas, espátulas para aplicar ungüentos, pequeñas palas con una cuchilla en el extremo, horcas para separar el tejido muscular, pinzas, agujas tanto curvas como rectas, y tablillas para tratar las fracturas de piernas y brazos.
Todos los cirujanos militares usaron con destreza los torniquetes y las ligaduras para detener la hemorragia, además sabían que la amputación podía prevenir gangrenas mortales. Como es fácil de imaginar, este tipo de cirugía era tremendamente agresiva y dolorosa, por eso los cirujanos utilizaban anestesia, para lograr la cual hacían beber al paciente de unas esponjas que previamente habían sido bañadas en mandrágora. A pesar de todo, no fueron los primeros en usar estos métodos, recordemos que ya se utilizaban desde hacía siglos por los médicos de las civilizaciones asiáticas.
Pero, sin duda, lo que más sorprende es que estos médicos fuesen de los primeros en utilizar métodos antisépticos, pues hervían el instrumental antes de utilizarlo y no lo reutilizaban sin antes haberlo hervido, lo cual no deja de ser curioso, ya que hay que tener en cuenta que faltarán todavía muchos siglos para que los gérmenes sean descubiertos. Además, tenemos la certeza de que lavaban las heridas con acetum, un potente antiséptico.
Durante el Imperio romano se utilizaba la palabra medicus, de la que derivó el vocablo «médico» (en griego, medeor significaba «cuidar»), para referirse al oficial médico de las unidades de combate romanas; por su parte la palabra medicina procede de mederi, «curar», y del sufijo ina, que significa «materia de», por lo que literalmente medicina significaría materia de curación.
Inicialmente, el medicus carecía de todo tipo de experiencia y era escogido de forma aleatoria entre los soldados; imaginamos que trabajaba sobre la base del ensayo-error y que entre los diferentes medicus se transmitían los conocimientos que iban adquiriendo. Con el paso del tiempo, la enseñanza médica militar se reglamentó, y ya a principios del siglo I d. C. se exigía a todos los médicos del ejército la asistencia a la Escuela de Medicina Militar, donde recibían una formación específica.

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Maqueta de un valetudinarium. El personal de los hospitales militares romanos estaba compuesto por médicos, farmacólogos, escribas e inspectores. La responsabilidad de los valetudinaria recaía sobre el optio valetudinarii, un delegado del praefectus castrorum, que solía ser un oficial perteneciente al consejo de este. El valetudinarium más antiguo fue el de Aliso, en Haltern (hoy en la alemana Westfalia), y fue construido antes del año 14 d. C.

Inicialmente, los soldados heridos eran trasladados hasta las ciudades y se alojaban en las casas de los ricos, en donde eran atendidos. Más tarde se erigieron tiendas de campaña separadas de los barracones y, finalmente, se construyeron hospitales (valetudinaria) en todas las guarniciones situadas a lo largo de las fronteras del imperio. Los hospitales romanos fueron los primeros del mundo occidental y no tuvieron parangón en toda la Antigüedad, se denominaron así porque en latín valetudo significa «estado de salud» y «enfermedad». Eso sí, los hospitales más antiguos fueron construidos en el siglo III a. C. en la India, dos siglos antes que los hospitales romanos.
Los restos arqueológicos más antiguos encontrados de los hospitales romanos corresponden al período que va desde el año 9 a. C. hasta el año 50 d. C. Todos los hospitales tenían la misma tipología, eran de planta rectangular y fueron edificados con piedra y madera, y estaban dotados de instrumental, provisiones y medicamentos. Se accedía a las instalaciones a través de un vestíbulo que conducía a una sala. En el centro había un patio interior cuadrado rodeado por salas de columnas y de edificios, en los cuales, a lo largo de una sala mediana se hallaban dispuestas unas celdas individuales alineadas. Además, disponían de baños e inodoros para evitar las epidemias entre los enfermos.

Termas romanas

Una de las señas de identidad del imperio fue la construcción de grandes acueductos, de los que en Roma llegó a haber en funcionamiento catorce que sumaban entre todos una longitud de 2.000 kilómetros y que proporcionaban, teóricamente, a cada persona el consumo de 500 litros diarios de agua.
Durante el mandato del emperador Nerva (30-98), Sexto Julio Frontino (40-103) fue nombrado curator aquarum, esto es, el responsable de la administración de las aguas. Este patricio elaboró un informe donde describía la situación en la que se encontraba el abastecimiento de la ciudad, realizando así la primera auditoría ambiental de la historia.
Junto al abastecimiento de agua, muchas de las ciudades romanas disponían de un sistema de eliminación de las aguas residuales, tenían complejos sistemas de alcantarillado y tuberías colocadas en las galerías subterráneas (cuniculi). En Roma se construyó hacia el año 600 a. C. la Cloaca Máxima, una espectacular obra de alcantarillado, por la que podían circular carros y hombres a caballo, que se mantuvo en perfecto estado durante todo el imperio.

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Letrina romana comunitaria del teatro romano de Mérida (s. I a. C.). Los asientos estaban situados directamente por encima de una cloaca que evacuaba los residuos, sistema que aseguraba una higiene correcta y que preservaba de los malos olores. A los pies de los usuarios, discurría un pequeño canal de agua. Con la ayuda de una esponja fijada al extremo de un bastón se limpiaban a través de la abertura practicada en el asiento.

Las casas romanas (domus) disponían de letrinas, como las que aún hoy pueden visitarse en Éfeso, que consistían en una plancha agujereada sobre dos soportes de mampostería, si bien, en ocasiones era un simple orificio. Así mismo, los romanos podían acudir a las letrinas públicas, que a pesar de ser de uso colectivo eran más lujosas, un espacio comunitario en donde se podía conversar mientras se satisfacían las necesidades corporales. Habitualmente disponían además de una pequeña pila, situada en un rincón, en donde podían lavarse las manos; y estaban equipadas con estufas (hipocaustos) para combatir los fríos invernales.
Los romanos descubrieron la relación existente entre lugares pantanosos y ciertas enfermedades. Ya en el siglo I a. C.

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En el caldearium se producía la transpiración de los cuerpos, y allí solía haber unos servidores que, armados con un strigile, como el que se ve en la imagen, se dedicaban a limpiar el sudor. Vitrubio, un destacado arquitecto que vivió en el siglo I a. C., describió los efectos beneficiosos de las fuentes de agua caliente: «Las fuentes que contienen azufre […] restituyen la función de los nervios, calentando la humedad que daña la salud y secándola del organismo con ayuda del calor».

Marco Terencio Varrón (116-27 a. C.), lugarteniente del general romano Pompeyo, advirtió de los peligros que conllevaba para la salud edificar en zonas próximas a los pantanos: «Porque allí nacen ciertas diminutas criaturas que no pueden verse con los ojos, que flotan en el aire y entran en el cuerpo por la nariz y la boca, causando graves enfermedades».
Por último, otra de las grandes aportaciones romanas a la higiene fue la construcción de baños públicos, un lugar de encuentro entre los patricios romanos. En las antiguas villas romanas los baños se denominaban balnea o balneum (de donde procede el término balneario), y en el caso de que fueran públicos recibían el nombre de thermae o therma. El nombre de termas se aplicó por primera vez a unos baños que mandó construir Agripina la Mayor, nieta del emperador Octavio Augusto, en el año 25 d. C. Con el paso del tiempo el número de baños y termas creció enormemente, hasta el punto de que, para que nos hagamos una idea, en el siglo III d. C. en Roma había 15 termas y 856 baños.

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Reconstrucción de las termas romanas de Murcia. Para mantener la temperatura de todas estas estancias y del agua de las piscinas de agua caliente se empleaba un complejo sistema (hypocaustum) de túneles y tubos de agua caliente y vapor que se extendía por debajo de los suelos de las estancias y piscinas, y que era alimentado por una serie de hornos situados bajo los sótanos.

Los baños romanos siempre seguían la misma disposición; en la entrada existían unas dependencias llamadas apodyterium, a modo de vestuarios, donde los usuarios se despojaban de sus túnicas, que eran confiadas a los guardarropas o capsarii. A continuación pasaban al tepidarium, una habitación con agua tibia, le seguía el caldearium, con agua caliente, y finalmente el frigidarium, con agua fría.
Cuando los romanos salían del frigidarium solían pasar a otra sala (unctorium) en la que tractatores o masajistas se encargaban de distender los músculos, preparándose para que los unctores los untaran con aceites perfumados. Finalmente, el bañista se cubría con su manto y se frotaba la frente con un pañuelo de lino, para eliminar los excedentes de estas sustancias; con frecuencia este pañuelo había sido ungido en un preparado a base de cañas aromáticas, miel, canela, azafrán y mirra.
Además de estas salas solía haber un natatorium, una piscina al aire libre, una palestra, un solarium, para tomar el sol, e incluso una biblioteca.

Capítulo 4
La Edad Media: una época de contrastes

Contenido:
Bizancio: el primer trasplante de la historia
El mundo islámico: la asistencia al enfermo se revoluciona
La Europa medieval: del monasterio a la universidad
§. Bizancio: el primer trasplante de la historia
En el año 395 se produjo el fallecimiento del emperador Teodosio el Grande, el último que gobernara todo el mundo romano; tras cuya muerte se separó definitivamente la parte occidental, con capital en Roma, y la oriental, con sede en Constantinopla, la antigua Bizancio.
Desde sus orígenes, el Imperio bizantino se erigió como un bastión del cristianismo, contribuyendo pronto a defender la Europa occidental de la expansión islámica, y asimiló todo el saber grecolatino, al mismo tiempo que entraba en contacto con el conocimiento árabe de su entorno geográfico, por lo que la cultura bizantina tiene singularidades cristianas e islámicas. La religión católica dominó todas las facetas culturales del Imperio bizantino, incluyendo la medicina, como más adelante veremos.
El más importante de los médicos bizantinos fue Oribasio de Pérgamo (325-403), que lo fue del emperador Juliano y escribió asimismo La gran sinagoga, una verdadera enciclopedia de medicina, constituida por 70 volúmenes, en la que recopiló gran parte del saber grecolatino. Su principal contribución médica fue convencer al emperador para que legislara la obligación de poseer una licencia (symbolon) si lo que se pretendía era poder ejercer la medicina en cualquier punto del imperio.
Además de Oribasio de Pérgamo, destacaron en época bizantina Alexandro de Tralles (525-605), Etión de Amida (527-565) y Pablo de Egina (607-690).
El primero de ellos, Alexandro de Tralles, hermano de Artemio de Tralles, uno de los arquitectos de la basílica de Santa Sofía, fue seguidor devoto de la medicina galénica y un gran enciclopedista que recopiló la mayor parte de la tradición médica anterior. Fue el autor de un enorme tratado titulado Therapeutica, en donde recogió los síntomas, el diagnóstico y el tratamiento de numerosas enfermedades. Como curiosidad, merece la pena señalar que en su libro cita una receta que se utilizaba en ese momento en Hispania como tratamiento de la epilepsia que, elaborada tras machacar los huesos del cráneo de un asno, el paciente debía tomar en ayunas.
En lo que respecta a Etión de Amida, destacó, especialmente, por sus conocimientos quirúrgicos y por generalizar el uso del espéculo vaginal, cuyo empleo recomendaba de forma generalizada para explorar el aparato genital de las mujeres. Debido a que se trataba de una prueba muy dolorosa para las pacientes, Etión aconsejaba que previamente se hubiese frotado la región genital con esponjas impregnadas de ciertas sustancias con poder anestésico. Su nombre, Etión, fue utilizado en el siglo XX para bautizar a un fármaco que se utiliza en el tratamiento de la tuberculosis (etionamida).
Por último, Pablo de Egina fue el autor de una enciclopedia médica de siete volúmenes, titulada Epitome, hypomnema o memorandum, que durante la Edad Media se empleó como libro de texto en algunas universidades europeas.

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El Imperio bizantino durante el mandato del emperador Justiniano I (482-565). En este período el emperador se propuso restaurar las fronteras del antiguo Imperio romano por lo que, una vez consolidada la política interna, inició una campaña militar en el Mediterráneo occidental. En el año 543 se desató una epidemia en todo el imperio —la llamada Peste Justiniana— que fue responsable del fallecimiento de una tercera parte de la población.

Hospitales para peregrinos

Basilio el Grande, obispo de Cesárea, ordenó en el año 372 la creación y mantenimiento de una serie de fundaciones que recibieron el nombre de basleias o xenodoquias, destinadas a ayudar a los enfermos que careciesen de recursos económicos. La primera se creó en Cesárea de Capadocia (en la actual Turquía). Con el paso del tiempo, estas instalaciones recibieron el nombre de hospital, término que derivaba de los términos latinos hospes («huésped») y hospitium («albergue»). La filosofía de ingreso en estos edificios distaba mucho de los actuales hospitales, ya que eran centros de acogida para aquellos extranjeros cristianos que enfermasen y no tuviesen recursos, mientras se encontraban en suelo bizantino.

Los santos Cosme y Damián

En la medicina bizantina se entremezclaron los adelantos técnicos, procedentes de la medicina grecolatina, con la superstición popular, mediada fundamentalmente por la religión ya que la sociedad era profundamente cristiana. Este hecho dio origen a la veneración de reliquias cristianas y a la adoración de santos milagreros; y los más reverenciados durante esta época fueron los hermanos médicos Cosme y Damián, procedentes de Cilicia, en el sur de Anatolia (en la actual Turquía). Según la tradición habían sido martirizados en Egea (hoy Arabia Saudí) en el año 303, durante el mandato del emperador romano Diocleciano.
En muy poco tiempo, la tumba de los hermanos se convirtió en lugar de peregrinación, de manera que hasta Egea viajaban enfermos aquejados de las más diversas dolencias, hasta el punto de que entre los peregrinos destacaría uno especialmente, el emperador bizantino Justiniano I (482-565).
Jacobo de la Vorágine (1230-1298) es el autor de la Leyenda áurea, una recopilación de relatos hagiográficos, en uno de los cuales aparece recogida la vida de Cosme y Damián, que fueron dos médicos que nunca cobraron por su trabajo, lo cual les valió el sobrenombre de anágyroi («sin dinero», en griego) y que realizaron numerosos milagros a lo largo de su vida. Entre las milagrosas curaciones destacaba especialmente una; llegaron a injertar con éxito una pierna, caso que de ser cierto nos diría que estamos ante el primer trasplante de la historia. Al parecer atendieron a un paciente aquejado de un tumor en una de sus piernas y que, a pesar del tratamiento médico que recibía, no había forma de quitarle el dolor. Los hermanos decidieron trasplantarle el miembro inferior de uno de sus criados que acababa de fallecer. La intervención fue un éxito, a la mañana siguiente el paciente se despertó sin dolor y comenzó a caminar con perfecta normalidad. Obviamente, con la perspectiva de la ciencia actual este trasplante es imposible que se llevase a cabo, pues en la época en que presuntamente se realizó no había ningún tipo de desarrollo tecnológico que lo hubiese hecho viable, desde medidas higiénicas hasta avances de microcirugía o fármacos inmunosupresores, que eviten el rechazo del órgano trasplantado.

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El artista castellano Fernando del Rincón Figueroa (1460-1529) pintó en 1517 este óleo sobre tabla expuesto actualmente en el Museo del Prado y titulado Milagro de San Cosme y San Damián. Se representa en él el momento en el que los santos están realizando un trasplante de una pierna, utilizando como donante a un hombre que acaba de fallecer.

La localización geográfica de este milagro es muy discutida, algunos la sitúan en Egea, el donante sería entonces etíope y el receptor un mercader; otros en París, aquí el donante era musulmán y el receptor un presbítero; y otros en Roma, donde el donante sería negro y el receptor un sacerdote. En cualquier caso, el milagro tuvo una gran difusión en los siglos posteriores y aparece representado en numerosas obras pictóricas de los siglos XV y XVI.

§. El mundo islámico: la asistencia al enfermo se revoluciona
El mundo islámico surgió paralelamente a la cultura bizantina, constituyendo uno de los escenarios más importantes de la ciencia de la Edad Media; la medicina islámica estuvo, como más adelante veremos, íntimamente ligada tanto a la religión como a los usos y costumbres de la sociedad.

Medicina del Profeta

El calendario musulmán da comienzo en el año 622 con el viaje (hégira) del profeta Mahoma (570-632) a La Meca, en la actual Arabia Saudí, momento fundacional de una cultura dominada por lo religioso que habrá de llegar hasta nuestros días. Con enorme rapidez, las enseñanzas mahometanas se difundieron desde la India hasta la península ibérica. El Corán es el libro sagrado para los islámicos, en él se recogen las palabras reveladoras de Alá a Mahoma y en él se encomienda explícitamente a los médicos el cuidado de los enfermos. El segundo libro más importante para los islámicos es la Sunna, que significa ‘tradición’ y que agrupa los hadices, breves relatos con hechos, asentimientos y dicho de Mahoma.
Hay que destacar que el islam y la salud son dos conceptos que están intrínsecamente relacionados; de hecho de la raíz árabe s-l-m derivan términos como salam («paz»), salamh («salud»), salim («sano»), islam («sometimiento») o muslim («musulmán»). El islam, más que una religión es una conducta, una serie de normas que se han de seguir para alcanzar la felicidad y, como no hay felicidad sin salud, la medicina disfrutó de un papel muy importante dentro de la sociedad islámica. La enfermedad se entendía, y se entiende, no sólo entre los musulmanes ortodoxos, como una transgresión, una ruptura del equilibrio, motivo por el cual tanto en el Corán como en la Sunna se incluyen aforismos médicos. Estas sentencias fueron reunidas y comentadas en tratados que forman parte de la llamada Medicina del Profeta (Al-Tibb Al-Nabauí), la cual ejerció una notable influencia en la medicina islámica. Quizás el aspecto más destacado de la Medicina del Profeta es su vertiente preventiva o profiláctica: la mayoría de las normas que allí se recogen tienen como objetivo la prevención de enfermedades. Es preciso matizar que Mahoma no hizo una descripción pormenorizada de la medicina, ya que su objetivo no era abordar la salud física sino la espiritual. En los libros sagrados se distinguen dos tipos de enfermedades: las del corazón y las del cuerpo. Las enfermedades del corazón se dividen, a su vez, en dos tipos: la de la incertidumbre y la duda, y las de la concupiscencia y el error. El islam entiende la salud como un estado de armonía y bienestar, no sólo físico sino también psíquico.

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Lucernario del hamman de El Bañuelo (Granada), construido en el siglo XI. El hamman o casa de baños seguía el modelo romano: una sala cálida, una templada y una fría, con hornos por debajo del suelo, para mantener la temperatura. En el siglo X había en Bagdad unos tres mil baños públicos y más de trescientos en Córdoba.

El Corán prescribe de forma estricta una serie de reglas de higiene personal (aseo, uso de ropa limpia…), por lo que los baños(hammanes) tuvieron un gran desarrollo que hoy día es de manifiesta presencia en los países islámicos, así como una enorme importancia cultural e higiénica. Los médicos islámicos recomendaban la asistencia frecuente a los baños porque contribuían a aliviar el cansancio y la apertura de los poros del cuerpo, por donde saldrían los humores superfluos.
La enseñanza médica se llevaba a cabo en escuelas consagradas al estudio de la religión que recibían el nombre de madrasa, que estaban ubicadas dentro de las mezquitas, y en ellas tenían además su residencia los estudiantes de medicina.
Entre los años 637 y 651 los musulmanes se apoderaron de la ciudad sasánida de Gundishapur, en el suroeste del actual Irán, sobre el río Karún. En aquel momento esta ciudad se encontraba en su mayor apogeo cultural, pues hasta allí habían llegado los médicos griegos en el año 529, cuando Justiniano decidió cerrar la escuela de Atenas. Llegaron también algunos de los médicos cristianos que fueron expulsados por los bizantinos de Edesa (en la actual Turquía). De esta forma, en la escuela de Gundishapur se produjo la confluencia del saber griego y helenístico, a los que se añadieron las experiencias persas e hindúes; se tradujeron los escritos de Hipócrates, Aristóteles, Dioscórides y Galeno del griego al árabe, y se creó uno de los centros de enseñanza más importantes de la Antigüedad. Cuando los árabes conquistaron Gundishapur adquirieron todos los avances científicos griegos, y así durante casi dos siglos esta ciudad se convirtió en el centro de estudios más elevado del mundo islámico. Se trataba de una verdadera ciudad universitaria, la primera del mundo en el sentido amplio de la palabra.
En el año 832, el califa al-Mamuun, de la dinastía Abbasí, fundó la Casa de la Sabiduría (Bayt l-Hikma) en Bagdad, un centro intelectual que perduró hasta el siglo XIII y que se convirtió en referente cultural en materias tan variadas como matemáticas, astronomía, medicina, química, zoología y geografía. A Bagdad llegaron profesores y alumnos procedentes de la escuela de Gundishapur, por lo que poco después esta última perdió la hegemonía científica que había tenido tiempo atrás en beneficio de la Casa de la Sabiduría.

Bimaristan

Una de las grandes aportaciones de la medicina islámica fue la creación del hospital civil tal y como lo entendemos en la actualidad, que recibía el nombre de bimaristan (del persa bimar, «enfermo», y stan, «casa»). Se trataba de edificios perfectamente organizados, abiertos las 24 horas del día, como nuestros hospitales actuales, y con unas condiciones higiénicas que no existían en la Europa occidental del momento, hasta el punto de que disponían, por ejemplo, de baños y agua corriente. En el bimaristan convivían en armonía médicos y cirujanos, se atendía a pacientes de ambos sexos, separados en distintos departamentos. Además, al igual que sucede en la actualidad, había diferentes pabellones en los que se agrupaba a los pacientes en función de la dolencia, de tal manera que había pabellones de medicina interna, oftalmología, cirugía y ortopedia. Una parte del bimaristan estaba destinada a la administración, había además un dispensario, una farmacia (se elaboraban recetas), almacenes, huertos, una mezquita y, en ocasiones, incluso una biblioteca. En el hospital los maestros enseñaban a los estudiantes tanto teoría como práctica, basada en la observación clínica, retomando de esta forma las enseñanzas de Hipócrates.
A través de los escritos de la época sabemos que cuando un paciente ingresaba en el hospital su nombre era anotado en una lista para tener constancia de su llegada; sería el primero de los servicios de admisión de enfermos de la historia de la medicina; así mismo en el historial del paciente se registraban el nombre de los alimentos y medicamentos que debía recibir durante su «ingreso hospitalario».
La jornada de los médicos estaba totalmente regulada. Por la mañana pasaban visita a los pacientes y prescribían los tratamientos, los médicos jefes iban acompañados por los médicos subordinados y los estudiantes.

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Plano de un bimaristan. La práctica de la medicina islámica estaba regulada por una oficina religiosa supervisora de profesiones y costumbres, llamada hisba, que curiosamente además de vigilar la buena práctica de boticarios y cirujanos, supervisaba a los vendedores de perfumes. Al terminar los estudios los alumnos debían aprobar un examen para obtener una licencia que les permitiese ejercer.

La tarde la dedicaban a enseñar a los estudiantes, había docencia clínica con lecciones y disputatio, que eran demostraciones clínicas con enfermos. El método de aprendizaje consistía en interpretar los textos con el maestro, memorizarlos y recitarlos, además se discutían mediante un sistema práctico de preguntas y respuestas.
Las recetas prescritas por los médicos se elaboraban en farmacias ubicadas en los propios bimaristan y, como en esta época era relativamente frecuente que los medicamentos fueran adulterados y se sustituyesen algunas sustancias por otras de menor precio, fue preciso crear la figura de un inspector farmacéutico (muhtasib). La función del muhtasib era controlar la calidad de los medicamentos y detectar los posibles fraudes farmacéuticos.
El primer bimaristan se creó en el año 707 en Damasco (la capital de la actual Siria), bajo el mandato del califa al-Walid Mansura, y actualmente sigue en funcionamiento. A comienzos del siglo IX este hospital tenía ya 24 médicos en plantilla.
En 1284 se fundó un hospital en El Cairo, el bimaristan al-Mansuri, uno de los más prestigiosos, que con una capacidad asistencial de 8.000 pacientes ingresados disponía de una mezquita y de una biblioteca para los pacientes y los médicos en formación.
Los médicos árabes también fueron los primeros en construir manicomios: el primero del que se tiene noticia se fundó en Alepo (en el norte de Siria) hacia el año 1157. Se encontraba dividido en tres secciones: inicio, tratamiento y crónicos. Posteriormente, se fundaron otros manicomios: Divrigi (1228), en la actual Turquía, y Edime (1488-1498), donde se utilizaba ya la musicoterapia para tratar a los enfermos (el murmullo del agua o las melodías que un músico ejecutaba con el laúd o la flauta de caña tenían efectos beneficiosos en algunos pacientes).
Mientras la Europa cristiana se encontraba sumida en las tinieblas de la ignorancia, la medicina árabe disfrutaba de una etapa de esplendor científico. Los tres médicos más destacados de este período histórico fueron Rhazes, Avicena y el cordobés Averroes, a los cuales nos referiremos a continuación.

Rhazes

Abu Bakú Muhammed ibn Zakkariya (850-923), más conocido como Rhazes o Razi, en alusión a su ciudad natal, Raj, próxima a Teherán, en el actual Irán, fue el gran clínico de la medicina árabe. De su biografía apenas se conocen datos, su vocación por la medicina fue tardía, inició sus estudios médicos a los 30 años, inicialmente había estudiado filosofía y música, llegando a ser un gran guitarrista.
Durante un tiempo fue director del hospital de Bagdad. Cuando se le preguntó sobre el mejor emplazamiento para construirlo, lo primero que hizo fue colocar trozos de carne fresca en varios lugares de la ciudad. Al cabo de unos días comprobó la ubicación del trozo que se encontraba en mejores condiciones y allí recomendó la construcción del hospital por considerar aquel lugar como el más saludable. Entre las contribuciones de Rhazes a la medicina árabe destacó la utilización de tripas de animales como hilos para suturas (catgut). Además fue el primero en introducir el uso sistemático de preparados químicos en la terapéutica.
Las obras de Rhazes versaron sobre filosofía, matemáticas, física, química y medicina. Es célebre su Kitab-el-Mansuri (El libro de Mansur), un manual de medicina, en donde destacó especialmente la monografía sobre la viruela y el sarampión, la primera sobre esta materia: «En cuanto que se observen las viruelas, especialmente cuando son intensas y numerosas, y contengan gran cantidad de agua, hay que preocuparse de inmediato de las articulaciones. Hay que frotarlas con sándalo, arcilla armenia, rosas, alcanfor, vinagre y agua de rosas…».
Por último, sobre Rhazes es digno de saberse a modo de aval de su polifacética curiosidad que dominó la cítara, que destacó como cantante y que recomendaba a los melancólicos escuchar canciones para aliviar su congoja, tener ante sí objetos muy costosos y dormir muchas horas.

Avicena

Avicena (980-1037), apodado El príncipe de los médicos, escribió su primera obra a la edad de 20 años, una enciclopedia médica compuesta por 20 volúmenes en la que se aborda, de forma ejemplar, la medicina general, los medicamentos, la patología de la cabeza a los pies (a capite ad calcem), la cirugía, la ciencia de la fiebre y la farmacología. En el siglo XII fue traducida al latín por el erudito Gerardo de Cremona, facilitando su difusión por toda Europa. Para que nos hagamos una idea de la trascendencia de su obra, tan sólo baste tal vez citar un dato: fue impresa 36 veces entre los años 1400 y 1600. Dejó un gran número de títulos, el más importante de los cuales es el Canon de medicina, una obra de 50 volúmenes en la que aborda la teoría médica. Se estima que contiene, aproximadamente, un millón de vocablos, y fue el tratado médico que mayor influencia tuvo hasta el siglo XVIII.

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Avicena fue un niño prodigio que con tan sólo diez años recitaba de memoria el Corán y las obras de los clásicos. Primero estudió filosofía, derecho y matemáticas, mostrando especial predilección por la geometría euclidiana. A los 16 años comenzó a estudiar medicina y tan sólo dos años después ya era famoso por sus conocimientos médicos.

Su sepulcro se encuentra en la actualidad en Hamacan, en el actual Irán, y es un lugar de culto y peregrinación entre los enfermos, que acuden allí buscando curaciones milagrosas. Despidamos al gran Avicena con uno de sus aforismos más famosos: «El médico ignorante es el esbirro de la muerte».

Medicina andalusí

Entendemos por al-Ándalus la parte de la península ibérica que estuvo sometida al dominio musulmán durante la Edad Media cuyos límites cronológicos son el año 711 (entrada de los conquistadores islámicos) y 1492 (toma de su último bastión, Granada, por los Reyes Católicos).
Durante la primera etapa (711-821) hubo un cierto vacío en lo que a ciencia se refiere y se recurrió a los humildes conocimientos visigodos. Posteriormente, durante el gobierno de Abd al-Rahman II (821-852), se inauguró la ciencia andalusí que duró hasta la caída del Califato de Córdoba (1031). Durante los gobiernos de Abd al-Rahman III y al-Hakam II llegaron a Córdoba los textos médicos de Galeno y Dioscórides, de forma que la medicina cordobesa ganó altura en comparación con la que se practicaba en los reinos cristianos de la península ibérica, al tiempo que se arabizaba. Los médicos andalusíes no sólo fueron el puente entre Europa y Oriente, pues los hubo que brillaron con luz propia y que realizaron importantes aportaciones a la ciencia de la Edad Media. Uno de los médicos de Abd al-Rahman III fue Abu Yusuf Heysday ben Shaprut, que destacó especialmente en tratamientos dietéticos y regímenes de adelgazamiento.
Ibn Yuyal, médico de cámara de los califas cordobeses Al-Hakam II y Al-Haksam II, fue autor del Libro de la explicación de los nombres de los medicamentos simples tomados del libro de Dioscórides, en el cual realizó una tarea titánica, al indicar al lado del nombre de los medicamentos el mayor número posible de sinónimos, así como la traducción al árabe, latín, persa, siríaco e hindú. También escribió una obra en la que hacía una exposición de los errores más comunes cometidos por los médicos de su época.
En cualquier caso, la madurez científica llegó durante el período de los reinos de taifas (1031-1086), una verdadera era dorada para la medicina y la ciencia andalusí en general. Posteriormente, los médicos y científicos andalusíes migrarán hacia el norte de África, de forma que fueron los magrebíes los herederos de sus saberes. En el siglo IX destacó la figura de Ibn Habib, médico de Granada al que se le atribuye el Mujtasar fi I-tibb (Compendio de medicina), uno de los primeros documentos médicos de prestigio de la medicina andalusí, a caballo entre la Medicina del Profeta y la medicina racional.
Ya en el siglo X, Arib ib Saìd escribió el famoso Calendario de Córdoba, en el que recopilaba nociones de dietética; y el primer tratado andalusí de obstetricia y ginecología, al que bautizó con el nombre de Libro de la generación del feto, el tratamiento de las mujeres embarazadas y de los recién nacidos. El máximo representante de este siglo fue Abu-l-Qasim al-Zahrawi (936-1003), más conocido como Abulcasis, médico de la corte de Al-Hakam II que se hizo célebre por sus tratados de cirugía. Sus obras fueron traducidas a lo largo de la Edad Media al latín, hebreo y provenzal, y serían impresas en varias ocasiones durante el Renacimiento. La más importante de ellas es Al-Tasrif (Libro de la práctica médica), una enciclopedia médica de 30 libros en la que se recopiló un enorme abanico de temas médicos de épocas anteriores. En ella se recogen numerosos aforismos: «No debe usarse la cirugía antes de tener la prueba de que todos los demás remedios no producen efectos. De ningún modo se debe realizar una operación por desesperación, ya que la cirugía sólo es admisible cuando el estado general del enfermo hace probable el deseado éxito de la misma». A Abulcasis, que propugnó el uso de vendajes y la realización de curas impregnadas en vino, se le debe la adopción de sujetar las piezas dentales con un hilo de oro, un método que ya habían empleado con anterioridad los etruscos, pero que él perfeccionó. Fueron especialmente ilustrativas sus descripciones sobre la técnica de la litotomía (intervención para extraer cálculos de la vejiga urinaria) y la litotripsia (eliminación de los cálculos renales).

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Hasta Córdoba acudió el rey leonés Sancho I el Gordo para que Abu Yusuf Heysday ben Shaprut le pautase un régimen dietético. El tratamiento del médico cordobés le fue bastante bien, puesto que después de cuarenta días —durante los cuales la alimentación del monarca estuvo constituida básicamente por infusiones hechas de agua de sal, de toronjas, de menta, arrope de saúco y otros líquidos que le hacían vomitar y tener diarrea—, consiguió eliminar el sobrepeso, aunque eso sí, tal condumio a punto estuvo de costarle la vida.

En el siglo XI, tras la caída del califato cordobés, se produjo una dispersión de la producción intelectual y hubo diferentes focos de intelectuales en los diferentes reinos de taifas. En esa época sobresalió la figura de Ibn Wadif, que vivió en la taifa toledana y destacó en el campo de la farmacología.
Desde finales del siglo XI hasta mediados del siglo XIII se asiste a la etapa de los grandes filósofos-médicos, en la cual destacan especialmente Ibn al-Baytar, Avenzoar, Maimónides y Averroes.
Ibn al-Baytar, nacido en Málaga en 1248, ordenó alfabéticamente 1.400 medicamentos y alimentos, explicando en cada uno de ellos sus cualidades físicas, la forma de prepararse y administrarse sus dosis y sus funciones terapéuticas. Se trata del primer vademécum realizado en la península ibérica.
A finales del siglo XI, al-Ándalus se convirtió en una provincia del Imperio almorávide cuya capital estaba en Marrakech. Dentro de la península ibérica, el gobernador residía en Sevilla, de esta forma el poder y la hegemonía que Córdoba había tenido durante la época Omeya lo perdió en favor de aquella ciudad. Fue precisamente en este momento histórico cuando en Sevilla se estableció la familia Banu Zhur, procedente de Játiva y con una larga tradición médica. Aquí nació uno de sus miembros, Abu Marwán ibn Zhur (1073-1162), más conocido como Avenzoar, uno de los más destacados médicos andalusíes del siglo XII. A pesar de que disponemos de pocos datos biográficos, sabemos que Avenzoar fue médico personal de algunos de los más altos dignatarios de la corte almorávide y uno de los pocos que tuvo el valor de oponerse al galenismo. De su producción científica merece destacar su obra Theizir (Asistencias). A pesar de que durante los últimos años de su vida residió en Marrakech, falleció en Sevilla en 1162.
El discípulo más aventajado de Avenzoar fue Averroes, que nació en Córdoba, y que vivió entre 1126 y 1198. Destacó especialmente por su doctrina filosófica, la cual era un peligro para la ortodoxia católica, ya que negaba la inmortalidad del alma. Fue tenido por el hombre más sabio de la península ibérica de su tiempo. Cuando la enseñanza de la medicina árabe se disponía de forma similar a la de la escuela alejandrina, es decir, se empezaba por las enfermedades de la cabeza y se progresaba hasta llegar a las enfermedades de los pies; Averroes adoptó una forma de afrontarla totalmente original, en su obra Colliget (Libro sobre las generalidades de la medicina) agrupó los estudios en diferentes apartados: Anatomía, Fisiología, Patología, Sintomatología, Farmacología y Dietética, Conservación de la salud y Terapéutica, un plan de estudios que puede ser considerado el antecesor del que se enseña actualmente en las universidades de Medicina.
La obra médica más célebre de Maimónides (1135-1204), más conocido todo hay que decirlo como filósofo que como médico fue Fusul Musa (Aforismos de Moisés), una colección de 1.500 refranes extractados de los escritos de Galeno. Además escribió un tratado sobre las hemorroides, un libro de venenos y antídotos, una disertación sobre el asma y una obra en la que abordó las relaciones sexuales.

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Para Maimónides el asma era una enfermedad relacionada con el cerebro y los pulmones que se manifestaba como cefalea y ataques asmáticos. Pensaba que las causas que propiciaban la aparición de la enfermedad eran los malos hábitos, el ambiente y la exacerbación de los sentimientos.

Si en el siglo XIII se produjo la gran culminación de la tradición farmacológica andalusí que se había iniciado en el siglo X, el XIV supuso el esplendor de la medicina de la Granada nazarí, al tiempo que el comienzo de la decadencia. La medicina granadina fue capaz de mostrar rasgos de creatividad, como la que surgió en los tres tratados escritos por Ib Jatima, por al-Saquri y por Ibn al-Jatib al afirmar que la propagación de la peste negra de 1348 se debía al contagio por contacto, una idea novedosa para la época que sitúa a estos tres médicos en las más altas cotas de la medicina medieval.
En la Granada nazarí se construyeron dos bimaristan, el primero, destinado a los enfermos mentales se edificó entre 1365-1367, y el segundo, llamado de Moriscos, destinado a cualquier clase de enfermos, tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos se convirtió en leprosería.
En la medicina andalusí había diferentes términos para determinar el nivel de experiencia en el ejercicio de las tareas médicas. De esta forma se distinguían tres tipos de médicos, en función de sus conocimientos: el hakim, sabio por antonomasia, que curaba por similitud; el tabib, que era el profesional con una inclinación más evidente hacia la cirugía; y el mutatab, el ayudante de los anteriores.

§. La Europa medieval: del monasterio a la universidad
Habitualmente, los historiadores tienden a considerar que la Edad Media se extiende desde la caída del Imperio romano en el 476 hasta mediados del siglo XV, cuando Constantinopla es conquistada en 1453 por los turcos. A pesar de que abarca un largo período de tiempo, la medicina progresó lentamente y las enfermedades se propagaron con enorme rapidez, ya que el ser humano tan sólo podía confiar en su sistema inmunológico para defenderse de los microorganismos. Por otra parte, la falta de organización sanitaria en las ciudades y el hacinamiento de los hogares propiciaron que las enfermedades infecciosas se extendieran de unas localidades a otras. De las numerosas epidemias que hubo en el medievo destaca especialmente una, la peste.

De la peste de Justiniano a la peste negra

Las epidemias de peste bubónica de la Edad Media no fueron las primeras de la historia, de hecho, el patógeno fue probablemente el responsable de la elevada mortalidad que acabó con gran parte de los filisteos hacia el año 1320 a. C. y de la epidemia que hubo en Egipto hacia el año 100 a. C. En ambos casos se trató de epidemias localizadas, en ningún caso de pandemias (es decir, epidemias que afectan a varios países o territorios geográficos simultáneamente), como en la Edad Media.
Actualmente sabemos que la bacteria responsable de la peste bubónica es la Yersinia pestis, la cual fue aislada por vez primera en Hong Kong en 1894. Se adquiere a través de la picadura de la pulga Xenopsylla cheopis, que se encuentra en la rata negra (Rattus rattus). Las pulgas son más resistentes en los humanos que en las ratas, de forma que puede producir el contagio en las personas que han estado en contacto con una persona fallecida por esta infección. Recibió el calificativo de «negra» porque entre sus manifestaciones estaba la aparición de bubones, unas lesiones cutáneas de color azul oscuro que sangraban con facilidad.
A lo largo de la historia hemos asistido a cuatro pandemias de peste: la de Justiniano (s. VI), la peste negra (s. XIV), la gran plaga (1660) y una pandemia que se inició en Asia en 1855 (llegó a Hong Kong en 1894 y a Estados Unidos en 1898), de las que nos ocuparemos a lo largo del libro, de tal forma que a las dos primeras las veremos ya en este mismo capítulo.
La peste de Justiniano se inició en el año 541 en Pelusium (Egipto), y al año siguiente, a través de Palestina, llegó a Constantinopla, en donde pereció el 40 % de la población. Las mejores descripciones de los síntomas, que eran siempre los mismos, aparecen en los textos del historiador bizantino Procopio de Cesarea, en donde se nos cuenta cómo se iniciaba con fiebre súbita, de gran intensidad, a la que seguían los bubones, es decir, la inflamación de los ganglios (adenopatías) localizados en axilas, ingles y detrás de las orejas. Los pacientes tenían inapetencia, algunos quedaban sumidos en un estado comatoso, otros tenían vómitos con sangre y otras lesiones cutáneas de color negro (pústulas) que supuraban pus. Entre los afectados estuvo el propio emperador Justiniano, que tuvo bubones a nivel inguinal y estuvo gravemente enfermo, hasta el punto de que sus médicos temieron por su vida.
Dado que en aquellos tiempos no se disponía de los suficientes medios clínicos para conocer cuál era la causa de esa elevada mortalidad, el terror se adueñó de las conciencias y se buscaron explicaciones sobrenaturales. Se consideró que era un castigo del Señor y había que buscar culpables y víctimas que calmaran la ira divina. Al principio se acusó a judíos, extranjeros y leprosos de ser los responsables y de haber envenenado los pozos de las ciudades, lo cual se tradujo en focos de violencia contra estos grupos. El 7 marzo de 544, durante la Cuaresma, el emperador Justiniano promulgó una novella en la que instaba a los homosexuales de Constantinopla al arrepentimiento, ya que se creía que su pecado de lujuria era el responsable de aquella plaga divina. Como se esperaba que los pecadores no se arrepintieran de sus culpas, el emperador, en su posición de delegado de Dios en la Tierra llevó a cabo planes coercitivos para que los culpables fuesen castigados de forma adecuada.
A pesar de que resulta difícil señalar el límite cronológico de esta epidemia, se piensa que finalizó hacia el año 590 y durante este tiempo devastó buena parte de Egipto, Siria, el norte de África y el Imperio bizantino y se propagó por el Mediterráneo occidental. La enfermedad llegó también a la península itálica, a las Galias y a Hispania. Los puertos mediterráneos fueron los enclaves más afectados de la península ibérica ya que mantenían relaciones comerciales fluidas con el norte de África.
La segunda gran pandemia, la llamada peste negra, debió surgir en algún lugar al norte de la India, probablemente en las estepas del Asia central y, desde allí, con la ayuda de los ejércitos mongoles, alcanzó Crimea y una colonia que los genoveses tenían en Khaffa, en la actual Feodosiya, una ciudad portuaria del mar Negro. En el año 1348 los genoveses fueron sitiados por los tártaros y en vista de que no podían asaltar sus fortificaciones decidieron catapultar cadáveres de apestados por encima de las murallas. Algunos de ellos habían fallecido a consecuencia de la infección por la Yersinia pestis. Cuando los tártaros abandonaron el sitio, los genoveses embarcaron con destino a Italia, de forma que, a través de los puertos italianos de Génova, Mesina y Venecia, la enfermedad se diseminó por toda Europa. La sintomatología de los enfermos era similar a la de los apestados del siglo VI, la única diferencia era que en esta ocasión, sin que sepamos con certeza la causa, la mortalidad era mucho más elevada. La mayoría de las fuentes citan que la mortalidad alcanzó incluso las tres cuartas partes de la población y que murieron unos veinticinco millones de personas sólo en Europa. Algunas zonas acabaron totalmente despobladas y los escasos supervivientes huyeron a otras, expandiendo aún más la enfermedad. Ciudades como Florencia, Venecia o París perdieron alrededor de la mitad de sus habitantes. Boccaccio, el autor florentino del Decamerón, nos explica en las primeras páginas de su libro por qué los protagonistas huyen de sus casas: «Esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con el fuego a las ramas secas cuando se les acerca mucho […] Casi todos tendían a un único fin: apartarse y huir de los enfermos y de sus cosas; obrando de esta manera creían mantener la vida. Algunos pensaban que vivir moderadamente y guardarse todo lo superfluo ayudaba a resistir tan grave calamidad y así, reuniéndose en grupos, vivían alejados de los demás, recogiéndose en sus casas […] A la vista de la cantidad de cadáveres que día a día y casi hora a hora eran trasladados, no bastando la tierra santa para enterrarlos, ni menos para darles lugares propios, según la antigua costumbre…».

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La pandemia de peste conocida como la peste negra también llegó a la península ibérica, especialmente al reino de Castilla. Los muertos se contaban por millares, entre ellos hay que citar al propio rey Alfonso XI, que enfermó y murió, en 1350, durante el sitio de Gibraltar.

Muchos interpretaron que la peste era el cuarto caballo del Apocalipsis: «Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que decía: “Ven”. Miré entonces y había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía» (Apocalipsis 6, 8). La plaga fue interpretada como un castigo divino, al igual que sucedió con la peste de Justiniano, por la corrupción de las costumbres, los pecados y el apartamiento de la vida recta. Entre las medidas que se llevaron a cabo en toda Europa para calmar el castigo divino destacaron las «procesiones flagelantes», que duraban 33 días y un tercio. La primera de estas procesiones tuvo lugar en 1260, a petición del ermitaño Raniero Fasani, coincidiendo con una época de hambruna. Ese año estaba cargado de connotaciones apocalípticas ya que según las profecías pseudojoaquinistas (similares a la herejía que surgió en el siglo XIII en el norte de Italia) la tercera edad de la humanidad había llegado a su fin. Con las procesiones se intentaba generar el remordimiento social e incrementar el número de adeptos para la causa cristiana. Masas de hombres y mujeres caminaban de noche y día, con velas encendidas, iban descalzos, cargados de cruces, cubiertos de ceniza y sometidos a las más duras disciplinas, debían cruzar regiones y países en actitud penitencial.
A finales del siglo XIII Roma se convirtió en una ciudad peligrosa, era un nido de odio y rencor, por este motivo el papa Benedicto XI abandonó la Ciudad Eterna y se estableció en la ciudad de Perugia, en donde murió. En 1305 su sucesor, Clemente V, aceptó la invitación del monarca francés Felipe II para trasladarse a Aviñón, un territorio papal adjunto a Francia. De esta forma el papado fijó su residencia, de forma temporal, en Aviñón.
En la primavera de 1348 el papa Clemente VI convocó en Aviñón una nueva procesión flagelante, grandes masas de ambos sexos se lanzaron a las calles y recorrieron ciudades. Sin embargo, aquello no tardó en degenerar, el movimiento religioso se convirtió en un cortejo de saqueadores y sus integrantes se alejaban de las buenas costumbres sociales. Por este motivo, tan sólo un año después, en 1349, el papa los declaró herejes e hizo todos los esfuerzos que estuvieron en su mano para eliminarlos. A pesar de todo, las procesiones de flagelantes existieron hasta comienzos del siglo XV, cuando el Concilio de Constanza (1414-1418) decretó su condena más absoluta.
Además, tal y como había sucedido en la peste de Justiniano, se buscaron chivos expiatorios, y dado que la comunidad judía fue tachada de haber provocado la ira divina se retomaron encarnizadas persecuciones contra los hebreos. Los datos sobre las masacres contra los judíos son escalofriantes: en Estrasburgo (Francia), en un solo día de 1349 quemaron vivos a unos dos mil judíos; en Maguncia (Alemania), donde residía la mayor comunidad judía de la Europa medieval, fueron quemados vivos unos seis mil y en el cantón suizo de Basilea sabemos que consiguieron llevar a unos cuatro mil quinientos a una de las islas sobre el Rin para luego quemarles. En definitiva, la Europa cristiana se convirtió en una verdadera hoguera en la que masas histéricas demostraban su xenofobia quemando a miles de judíos. Peor, como ya se ha señalado, estos no fueron el único objetivo de estas turbas enloquecidas, también lo fueron los árabes que guerreaban en la península ibérica y los leprosos.
Pero, y esto es lo que aquí nos interesa saber: ¿qué hizo la comunidad científica? Los médicos adoptaron una serie de medidas higiénicas (bañarse en orina humana, colocar vapores hediondos —animales muertos— en el hogar, beber el líquido que emanaba de los bubones…), además del aislamiento, destinadas a evitar el contagio. Creían que había «algo», pero no sabían qué era, con la capacidad de pasar desde el enfermo hasta al sano. Intuyeron que los objetos inanimados que habían estado en contacto con los afectados también eran fuente de contagio; por este motivo, cuando un apestado moría se ordenaba quemar todos los objetos que hubieran estado en contacto con él y se hacían enjalbegar las paredes de los edificios en los que había estado albergado. Estas medidas motivaron que se perdiesen muchas obras de arte que tenían por soporte los muros de los edificios. Además se prohibió abandonar la región, para evitar el contagio a otras zonas, se recomendaba la purga con aloes y purificar el aire con fuego. Los médicos recomendaban que los bubones de los enfermos se madurasen con cebollas e higos cocidos, y que a continuación se abriesen y se curasen.
Evidentemente, los médicos tenían un riesgo muy elevado de contraer la enfermedad, de modo que para disminuirlo adoptaron un vestuario peculiar: una amplia capa con mangas hasta las manos, guantes, altas botas, un sombrero de ala ancha y una «careta» que cubría todo el rostro y que se prolongaba en una especie de largo pico de ave en cuyo interior se depositaban hierbas aromáticas y medicinales, para combatir los malos olores.
Simultáneamente, las ciudades comenzaron a tomar medidas preventivas de aislamiento. El 17 de enero de 1374 el vizconde italiano Bernabé de Reggio promulgó un decreto contra la propagación de la peste, dictaminando un período de diez días de observación ante toda persona sospechosa de estar enferma que, durante ese tiempo, debía abandonar la ciudad y permanecer en el campo. Así mismo, todas las personas que le hubiesen atendido debían permanecer incomunicadas también diez días. Tres años más tarde las autoridades de la ciudad siciliana de Ragusa elevaron el aislamiento a treinta días. En 1383 en la ciudad francesa de Marsella se estableció por primera vez el aislamiento de cuarenta días, dando origen al término cuarentena, vocablo que se sigue empleando para referirnos al período de observación al que se somete a una persona para detectar signos o síntomas de una enfermedad infecciosa. Sin embargo, actualmente sabemos que pocas enfermedades tienen un período de incubación (desde que el paciente tiene el germen dentro de su organismo hasta que aparecen los primeros síntomas) de cuarenta días.
La peste negra asoló Europa entre 1348 y 1400, no sólo influyó en los órdenes sociales, económicos, demográficos y políticos de la Edad Media, sino también en los culturales. A lo largo del siglo XIV se desarrolló en toda la literatura europea un tema macabro y recurrente: la danza de la muerte. Con él se pretendía reflejar el terror ante la pérdida de los placeres terrenales, la muerte en definitiva era la peste, que no respetaba a papas, obispos, emperadores o sacristanes.

La lepra, muerte social y marginación

Además de la peste hubo otras epidemias en la Edad Media que merecen una cierta consideración por el número de pacientes al que afectaron y por los remedios que se utilizaron. De todas ellas destacan especialmente dos: la lepra y el fuego de San Antón.
Una de las primeras enfermedades que fueron descritas ya desde la Edad Antigua fue la lepra, en la cual además de las lesiones cutáneas había afectación de los nervios y destrucción de los cartílagos nasales y auriculares, lo que provocaba una deformidad facial típica que durante el medievo llamaron «cara de leño» y que consistía básicamente en que el paciente tenía un aspecto leonino, un estigma imborrable.
Como ya se ha señalado en otro capítulo, el término lepra aparece recogido en numerosas ocasiones en la Biblia, especialmente en el Levítico (capítulos 13 y 14), pero hay que desconfiar de que realmente se refieran a la lepra tal y como la entendemos en la actualidad, pues probablemente englobaba numerosas enfermedades de la piel (psoriasis, vitíligo, dermatitis seborreica, eczema…). El nombre lepra procede de la palabra griega lepein, que significa «pelar», y guarda relación con uno de los síntomas más graves de la enfermedad, ya que en ocasiones la piel se «caía a tiras».
Se cree que los orígenes de la enfermedad hay que buscarlos en el continente africano y que desde allí se extendió a India, China y Europa. Con la ayuda de la paleopatología hemos podido saber que ya existía la lepra en Europa en el siglo III d. C.
A lo largo de la Edad Media, el diagnóstico de lepra lo hacían tanto los médicos como los sacerdotes, y para ello se recurría a inspeccionar la orina, el cuerpo y, si era necesario, a efectuar una sangría para inspeccionar la sangre. Si se pensaba que el paciente tenía lepra, era conducido a una iglesia en procesión, se le acostaba ante el altar, se entonaban cantos funerarios y se le vestía con el traje de Lázaro. Antes de abandonar la iglesia el sacerdote le imploraba: «Ahora mueres para el mundo, pero renaces para Dios». Si el enfermo estaba casado, su matrimonio se consideraba disuelto y todos sus bienes pasaban a manos de sus parientes o de la Iglesia. Así pues, la lepra fue causa legal de divorcio y de la pérdida de todos los bienes.
En el año 549, durante el Concilio de Orleans, la Iglesia cargó con la responsabilidad de mantener a los leprosos, decidiendo ocuparse de su alimentación y vestido. Tras el Concilio de Lyon, que tuvo lugar en el año 583, las autoridades religiosas dictaron una serie de normas relacionadas con el aislamiento de los enfermos: se ordenó que cuando una persona fuera diagnosticada de lepra debía ser expulsada de la sociedad y condenada a vivir extramuros. Al leproso se le prohibía la entrada a las iglesias, mercados o molinos; lavar sus manos o su ropa en los arroyos; salir de casa sin usar su traje de leproso; tocar con las manos cualquier cosa; entrar en una taberna; tener relaciones sexuales; tocar las cuerdas y postes de los puentes, excepto si lo hacía con guantes, e incluso tenían prohibido caminar en contra del viento.
La Iglesia tiñó la enfermedad de calificativos morales, de forma que el leproso era un pecador reprendido por Dios a tiempo, que estaba muerto en vida, pero que tenía la oportunidad de redimir su alma. Estaba, por tanto, más próximo a Dios, ya que sus pecados estaban a punto de ser perdonados, siempre y cuando aceptase su enfermedad y llevase una vida ejemplar, pero fuera de la comunidad.
A partir del siglo XI, para mejorar sus condiciones de vida, se permitió a los leprosos mendigar para pedir ayuda, pero para ello se les obligaba a usar una ropa que les distinguiera (de color grisáceo) y, además, llevar un cascabel o una carraca para advertir de su presencia y evitar el riesgo de contagio.
En 1120 se fundó la Orden de San Lázaro, dedicada al cuidado de los leprosos, en alusión a Lázaro, uno de los personajes del Nuevo Testamento, al que San Lucas (16, 19-31) en la parábola del hombre rico describe como un hombre cubierto de llagas.
Los enfermos eran ingresados en las leproserías en las que además de los rezos se practicaban sangrías, se les preparaban brebajes preparados con ortigas, sal, hierbas aromáticas y caldo de víbora, se les aplicaban ungüentos de mercurio y se les administraba carne de serpiente. La mayoría de las leproserías estaban localizadas en las principales vías de comunicación y rutas de peregrinación; contaban con un huerto, un establo, un cementerio y una capilla, y cada paciente solía tener una habitación o una cabaña individual.
¿Qué tratamiento empleaban los médicos medievales contra la lepra? Uno de los autores medievales que más testimonios nos ha dejado al respecto ha sido Jordanus de Turre (1313-1335), profesor de Montpellier, quien en su libro Tratado de los signos y tratamiento de los leprosos (1313-1320) clasificó y analizó los diferentes tratamientos para la lepra. Señalaba que el tratamiento más eficaz es la flebotomía, que consistía en seccionar grandes venas para «limpiar el hígado y el bazo» de la sangre impura. También recomendaba que el paciente comiese abundante carne de serpiente, ya que «un veneno expulsa otro veneno».
En España las leproserías recibieron el nombre de gaferías (el vocablo gafo significa «agarrotado», en clara alusión a la postura de las manos y los pies de estos enfermos). La primera leprosería o gafería española fue la de Barcelona, en el siglo IX, a la que siguieron otras muchas. En 1471 los Reyes Católicos crearon la figura de los alcaldes de la lepra, los cuales debían asumir las prerrogativas que con anterioridad tenían los jueces eclesiásticos en cuanto a dictaminar el aislamiento de por vida de los enfermos.
El número de leprosos en la Edad Media aumentó de forma alarmante, se estima que aproximadamente el 4 % de la población tenía esta enfermedad. Sin que se conozcan las causas, a mediados del siglo XV la enfermedad fue remitiendo, actualmente se piensa que pudo ser debido a que la peste negra exterminó a la mayor parte de los enfermos con lepra.

El fuego de San Antón

Desde el siglo IX hasta el XIV hubo numerosas epidemias en las regiones orientales de Francia, Rusia y Alemania de una enfermedad con unas consecuencias temibles, incluso peores que las de la lepra. Así por ejemplo, en 1130, se desató una epidemia en Lorena que causó una gran mortalidad. Esta enfermedad recibió varios nombres: fuego sagrado, mal de los ardientes, fuego oculto(ignis sacer) y fuego de San Antón. Este último nombre se dio a partir del siglo XI, momento en que se fundaron monasterios de San Antonio Ermitaño, para atender a los enfermos. Este santo fue un ermitaño egipcio que vivió en el siglo IV, se hizo célebre por sus visiones del demonio y cuya veneración protegía contra las infecciones, la epilepsia y el fuego.
La enfermedad se presentaba bajo diferentes formas, en algunos casos los pacientes aquejaban dolor abdominal muy intenso, en otras el dolor se localizaba fundamentalmente en los miembros. Raul Glaber, un benedictino de la Orden de Cluny, que vivió en la primera mitad del siglo XI, afirmaba que era una enfermedad que «atacaba a los miembros y los separaba del tronco después de haberlos consumido». En el 1089 un monje de Baviera dejó para la posteridad una dramática descripción: «Las entrañas devoradas por el ardor del fuego sagrado, con miembros destruidos, ennegrecidos como carbón, seres que o bien morían miserablemente o bien veían sus pies y sus manos gangrenados separarse del resto del cuerpo».
Habitualmente la enfermedad se presentaba de forma epidémica a comienzos de la estación otoñal, en especial cuando en el verano había habido numerosas tormentas. Los enfermos comenzaban a presentar hormigueos en los dedos de las manos y los pies, en las orejas y la punta de la nariz; además solían aquejar náuseas, vómitos y diarrea. Finalmente, aparecían lesiones cutáneas, en forma de vesículas oscuras terriblemente dolorosas. Los pacientes que sobrevivían al fuego de San Antón lo hacían a costa de sufrir grandes mutilaciones. La enfermedad afectaba a las capas sociales más desatendidas y, en muchas ocasiones, los síntomas mejoraban o remitían tras recibir cobijo y alimentación en los monasterios de los monjes antonianos, que llevaban una T azul sobre el hombro de sus túnicas.

Medicina monástica

Ante el panorama desolador dejado por el hambre y las enfermedades, la única institución capaz de salvaguardar la cultura era la religión, por lo que proliferó en toda Europa la construcción de monasterios. En el año 529, San Benito de Nursia (480-547) fundó el monasterio de Monte Cassino y ocho años después redactó su Regula Benedicti, que hacía del cuidado de los enfermos un deber cristiano. En el capítulo 37 recogía aspectos relacionados directamente con la medicina: dedicación preeminente a los enfermos, normas para las celdas de los enfermos y del enfermero, creación de enfermerías como construcciones anexas a los dormitorios y refectorios, así como creación de hospitales y jardines botánicos. De esta forma se inicia la medicina monástica, una de las prácticas más importantes de la medicina durante la Edad Media.
La regla benedictina contiene disposiciones prácticas que afectan al infirmarius (médico) y al servitor (enfermero), se concedía el permiso a los enfermos de alimentarse de carne, especialmente a los más débiles, para que pudiesen recuperarse. En el capítulo 36 podemos leer: «Sobre todo y ante todo hay que preocuparse de los enfermos. Hay que servirles como al propio Cristo, pues realmente se le sirve a Él a través de ellos».
Pocos años después se crearon otros centros de práctica y estudio de la medicina, los más importantes fueron los de Oxford y Cambridge, en Inglaterra; los de Chartres y Tours, en Francia; y los de Fulda y Sant Gallen, en Alemania. En ellos había distintas formas de albergues: casa de pobres y peregrinos (hospitale pauperum), posada para peregrinos ricos (hospitium) y el hospital para monjes (infirmarium). El monasterio de Sant Gallen, fundado en el siglo VII, constaba de instalaciones especiales para atender a los enfermos, pobres y peregrinos. Disponía de una posada para huéspedes de alto rango (domus hospitum), un albergue para peregrinos (hospitale pauperum) y un alojamiento para hermanos de la orden procedentes de otros lugares. El infirmarium estaba destinado a monjes enfermos, de salud delicada y ancianos. Al lado se levantaba la casa para el médico y una botica. Además había una casa para sangrías y curas, baños y un huerto de plantas medicinales(herbularius). En la tabla 3 se recogen algunas de las plantas que se cultivaban en los monasterios con fines curativos.

Tabla N° 3
Algunas plantas medicinales medievales y sus remedios terapéuticos
  • El melón refresca las entrañas.
  • El hinojo es útil para los ojos y facilita la digestión.
  • El gladiolo elimina las molestias urinarias.
  • La amapola cura de los eructos amargos.
  • La menta elimina la ronquera y es útil para otras muchas cosas.
  • El rábano cura la tos.

Además de la labor asistencial, la medicina monástica tuvo el mérito de reunir los documentos clásicos y evitar que los textos de Hipócrates y Galeno fueran destruidos. Sin embargo, dado que poco a poco los monjes se dejaban llevar por la creciente demanda médica y abandonaban sus deberes religiosos se produjo una discusión que estuvo presente en tres concilios: Reims (1131), Tours (1163) y París (1212). Las conclusiones fueron drásticas, se prohibió a los monjes realizar cualquier práctica médica y, en especial, la cirugía. Esta sentencia se vio reforzada en el siglo XIII ante la aparición de dos órdenes (dominicos y franciscanos) hostiles a la actividad científica. A partir de ese momento la medicina dejó de enseñarse en los monasterios.

Hildegarda: una sexóloga medieval

Dentro de la medicina medieval Hildegarda de Bingen ocupó una situación destacada. Nacida en 1098, pertenecía a una familia señorial de Bermershein y fue educada en el convento de Disibodenberg, donde ingresó con tan sólo ocho años y en donde llegaría a ser abadesa. Todos sus esfuerzos fueron encaminados a convertir su convento en uno de los centros más importantes de culto y estudio de Europa, para lo que desarrolló una importante labor religiosa y científica. Hildegarda se convirtió en una verdadera científica medieval, estudió astronomía, astrología, botánica, zoología y, por supuesto, medicina.
Los libros de ámbito médico que escribió fueron dos: Liber simplicis medicinae (donde abordó el uso terapéutico de plantas, minerales y animales) y Liber compositae (en el cual trató las causas y los síntomas de las enfermedades).
No deja de sorprender que Hildegarda, una mujer mística del siglo XII, fallecida en 1179, abordase con naturalidad cuestiones de índole sexual, describiese el orgasmo o que afirmase que el acto sexual no tiene únicamente una función reproductiva. Además escribió sobre las enfermedades venéreas, la higiene del embarazo, el puerperio y dictó una serie de consejos para reprimir los deseos sexuales. En sus escritos podemos leer: «Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de esta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquel el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar, este fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano».

Caballeros hospitalarios

Entre 1095 y 1291 se libraron las Cruzadas, una serie de campañas militares entre los cristianos y los musulmanes por el control de Jerusalén. Dentro del contingente militar cristiano estaban los caballeros hospitalarios que tenían la peculiaridad de que además de ser guerreros se encargaban del cuidado de enfermos y atendían obligaciones religiosas. En la Edad Media hubo tres órdenes de caballeros hospitalarios: la Orden de San Juan de Jerusalén, los Caballeros Teutónicos y los Caballeros de San Lázaro.
Cuando en el año 1099 los primeros cruzados llegaron a Jerusalén encontraron que treinta años antes el hermano benedictino Gerardo había fundado un hospital junto a la iglesia del Santo Sepulcro para auxiliar a los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Este hospital era atendido por los monjes que se llamaban a sí mismos los hermanos pobres del Hospital de San Juan. Los cruzados entregaron a estos monjes algunos edificios, permitiendo que se pudieran reorganizar y crear una orden religiosa: los Caballeros de San Juan. Sus miembros adoptaron la regla de San Agustín, el hábito negro y una cruz de paño blanco con ocho puntas, en alusión a las bienaventuranzas. A los tres votos del beato Gerardo (pobreza, castidad y obediencia) se añadió un cuarto, combatir a los infieles, no huir del combate y jamás levantarse en armas contra un reino cristiano.

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Escudo de armas de la Orden de San Lázaro. Los caballeros de San Lázaro constituían una institución caritativa dedicada principalmente al cuidado de los leprosos que desapareció en 1244, tras la batalla de Gazza, contra los soldados del sultán de Damasco, en la que perecieron todos sus miembros.

Cuando Jerusalén cayó en manos de Saladino (1138-1193), sultán de Egipto y Siria, los caballeros se trasladaron primero a Tiro, luego a Chipre, y finalmente a Rodas, en donde se establecieron como Estado soberano y construyeron un enorme hospital. En 1522 el sultán otomano Solimán el Magnífico capturó la isla y los expulsó, de forma que acabaron refugiándose en otra isla mediterránea, esta vez en la de Malta, donde edificaron otro hospital y cambiaron su nombre por el de Caballeros de Malta. Mucho después, en 1798, el emperador francés Napoleón Bonaparte conquistó la isla, los expulsó una vez más y se establecieron definitivamente en Roma, donde actualmente tienen su sede.
Los Caballeros Teutónicos siguieron las normas hospitalarias de los Caballeros de San Juan y la estructura militar de los Caballeros de la Orden del Temple, organización que fue fundada en 1118 por nueve caballeros franceses. Divididos en tres clases: guerreros, enfermeros y hermanos espirituales; se distinguían por un hábito negro, encima del cual llevaban una casaca blanca con una cruz negra bordada en oro sobre el hombro.

Hospitales medievales

El progreso más importante de la medicina medieval fue, sin lugar a dudas, la construcción de hospitales, en realidad verdaderos hospicios, lugares destinados a amparar a peregrinos y pobres, estuviesen enfermos o no, y a darles además hospitalidad. Fue precisamente de esta última característica de donde derivó la palabra hospital, si bien no fue hasta el siglo XIII cuando se produjo la transformación del hospicio en hospital. Los hospitales se construyeron dentro de las ciudades, junto a catedrales o iglesias y recibieron el nombre de Hötel de Dieu («casa de Dios»).
En la actualidad tan sólo perduran tres hospitales de origen medieval: el Hospital del Santo Espíritu de Roma, el Hötel Dieu de París y el Hötel Dieu de Lyon. El Hospital del Santo Espíritu de Roma, el más grande de todos cuantos se erigieron durante la Edad Media, fue fundado en el año 717 y disponía de pabellones separados para hombres y mujeres. Por su parte, el Hötel Dieu de París fue fundado en el 651 y estaba regido por las Hermanas Agustinas, que vivían en el propio hospital. Las primeras enfermeras del Hötel Dieu de Lyon, fundado en el 542, fueron mujeres viudas y pecadoras, que trabajaban ayudando a los enfermos como penitencia.
En la península ibérica, el primer hospital se fundó en el siglo VI a cargo de Masona, obispo de Mérida. La ocupación musulmana dos siglos después propició que no hubiese hospitales cristianos hasta tiempos del rey asturiano Alfonso II el Casto, que fundó uno en el año 802 en Oviedo. Posteriormente, el auge de las peregrinaciones propició que se construyeran varios a lo largo del Camino de Santiago, de entre los cuales los más importantes fueron el de Santo Domingo de la Calzada; el de San Marcos, en León; y el de los Reyes Católicos, en Santiago de Compostela.
En el siglo XII, con la aparición de la epidemia de lepra se crearon a su vez los lazaretos, llamados así en honor a Lázaro, el leproso por antonomasia de la Biblia. En pocos años se construyeron centenares en toda Europa, hasta el punto de que se calcula que a principios del siglo XIII había unos diecinueve mil.
En la Edad Media la Orden de San Alejo se dedicó al cuidado de los enfermos psiquiátricos. El manicomio europeo más antiguo del que tenemos noticia es el de Bethlem, que se fundó en Londres en 1247 y que inicialmente albergaba a retrasados, marginados, dementes y lunáticos, ya que no había una clara definición de lo que era una enfermedad mental.
Al hospital londinense seguiría el hospital de los Pobres Inocentes de Valencia (1409), fundado por el padre Joan Gilabert Joffre (1350-1417). La leyenda cuenta que cierto día el fraile iba de camino a una de sus parroquias cuando vio a unos chicos ensañarse con un loco. El padre Joffre desmontó de su burro y corrió a protegerlo y, conmovido por la escena, decidió crear una institución benéfica para acoger a los enfermos mentales. El hospital valenciano daba asistencia a 350 dementes y era atendido por nueve eclesiásticos, cuatro médicos, un cirujano y cincuenta hermanas de la caridad.
En pocos años se multiplicó su número en la península ibérica: Barcelona (1412), Zaragoza (1425), Sevilla (1436), Palma de Mallorca (1456), Toledo (1483), Valladolid (1489) y Granada (1504).

Salerno, la primera escuela médica medieval

En el sur de Italia el retroceso cultural que de alguna manera supuso la Edad Media fue discretamente menor, debido a la ocupación bizantina, en un primer momento, y a la árabe en una segunda oleada. En el golfo de Pesto, a pocos kilómetros al sur de Nápoles, se encuentra la ciudad de Salerno. Las bondades de su clima propiciaron que acudiesen en peregrinación hasta allí enfermos aquejados de las más diversas dolencias, lo cual desencadenó que en el siglo IX se fundase una escuela de medicina. La leyenda cuenta que fue fundada por Elinus, un judío; Pontos, un griego; Adala, un árabe; y Salernus, un latino. No estamos seguros de que estos personajes existiesen realmente, pero de lo que no hay duda es que en la escuela de Salerno hubo una convivencia pacífica e integral de las cuatro culturas.
Esta escuela fue excepcional en varios aspectos: era exclusivamente médica, laica, entre su profesorado y alumnado había mujeres y la medicina y la cirugía no estaban separadas.
Desde el siglo X sus médicos estuvieron libres del control clerical, aunque la mayoría de sus profesores eran médicos clérigos benedictinos y dominicos que aceptaron la doctrina hipocrática de los humores. La época más gloriosa de la escuela de Salerno tuvo lugar durante los siglos XI y XII. Durante esta última centuria adquirió privilegios reales y donativos, y su fama se extendió por toda Europa, hasta el punto de que Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio, ordenó que para ejercer la medicina en el reino de las Dos Sicilias era necesario haber superado un examen confeccionado por los profesores de Salerno: «Teniendo en cuenta la gran pérdida y el daño irreparable que puede venir de la impericia de médicos, disponemos que, a no ser que, tras haber sido aprobado por un tribunal público de médicos de Salerno, se presente con documentos testimoniales de rectitud y de suficientes conocimientos, tanto de los maestros como de las autoridades». Una vez superadas las pruebas los profesores entregaban públicamente al nuevo doctor o magíster un anillo, una rama de laurel, un libro y un beso de paz.
Esta escuela estaba centrada en la práctica, no en aspectos teóricos o especulativos. En los numerosos textos que conservamos hay excelentes descripciones clínicas e indicaciones terapéuticas (ungüentos con mercurio para afecciones cutáneas y algas marinas en caso de bocio). Sin lugar a dudas, una de las principales aportaciones a la medicina de la escuela se Salerno fue la introducción de la uroscopia (el examen detallado de la orina del paciente), hasta el punto de que se afirmaba que el médico podía determinar la naturaleza de la enfermedad observando la orina del paciente. Las enseñanzas sobre la uroscopia fueron extremadamente prolijas: se analizaba la calidad y cantidad de orina, la concentración (se distinguían cinco grados diferentes), el color (había veinte matices), el olor, la transparencia, la presencia o ausencia de espuma…
Uno de los médicos salernitanos fue Arquimateo, que vivió en el siglo XI y del que apenas disponemos de datos biográficos, que elaboró reglas deontológicas que debían seguir los médicos y aconsejaba no fijarse demasiado en la esposa, las hijas y las sirvientas del enfermo, puesto que esto repugnaba al Señor y no favorecía la buena disposición del paciente ni mejoraba su estado de ánimo. Así mismo, recomendaba a los médicos salvaguardar su prestigio personal, para lo que sugería «hablar de la curación al enfermo, pero de la gravedad de la enfermedad a sus familiares. Si no cura no podrán decir que no has previsto su muerte; y si cura, tu gloria crecerá».
Una de las limitaciones de la escuela de Salerno fue la prohibición de la disección de cuerpos humanos, por lo que los conocimientos anatómicos los adquirieron a partir de la anatomía del cerdo.
En el siglo XI llegó a la escuela de Salerno una de las figuras médicas más destacadas, su nombre era Constantino el Africano. Había nacido en torno al año 1020 en Cartago, de ahí su sobrenombre, y su principal aportación fue la traducción al latín de textos griegos y árabes. De esta forma ayudó a divulgar el conocimiento médico árabe y clásico en Europa.
Sin lugar a dudas, la obra salernitana más famosa fue Regimen sanitatis salernitanum, (Regla sanitaria salernitiana) que llegó a tener 1.500 ediciones. El autor de esta obra es aún un misterio y, probablemente, se trate de una obra colectiva, a pesar de que algunos estudiosos atribuyan su autoría a Giovanni Da Milano, uno de los discípulos de Constantino el Africano. Este tratado estaba escrito en verso para facilitar su memorización. Su datación gira en torno al siglo XII y en él se recogen 350 consejos relacionados con la higiene, la dieta y el modo de vida, fruto de las observaciones de los maestros salernitanos que recogemos en la tabla 4. En él se advierte que no conviene abusar de la fornicación, leer mucho en la cama, esforzarse en exceso para mover el vientre o beber demasiado.
Ruggiero Frugardi o Roger de Salerno vivió en el siglo XII, fue profesor de la escuela de Salerno y autor de Chirurgia magistri Rogeri (1170), la primera obra de cirugía del mundo occidental; donde se abordan las luxaciones, las heridas y diferentes intervenciones quirúrgicas y cuya gran aportación fue la técnica de curación de las heridas craneales: desaconsejaba realizar trepanaciones y defendía la necesidad de examinar rigurosamente toda herida abierta, ya que se podía complicar con una hemorragia intracraneal, así como la eliminación de los fragmentos óseos sueltos y clavados en la carne.

Tabla N° 4
Regimen sanitatis salernitanum
De las propiedades del vino (capítulo 10)
Prueba del vino el color, el sabor, el olor y el resplandor. Si quieres un vino bueno y auténtico, deben cumplirse los cinco: energía y color resplandeciente, son dos, frescura, plenitud de aroma y pelas pequeñas, tres.
De las cervezas (capítulo 17)
No debe ser agria, ha de ser fuerte y pura. Preparada de la mejor malta, guárdala de manera adecuada. Sea cual sea la forma como bebas la cerveza: bebe con tragos moderados

La mujer más influyente de la escuela de Salerno fue Trotula de Ruggero (1150-1160), autora de De passionibus mulierum, un libro dividido en 60 capítulos en los cuales se atienden temas de ginecología, obstetricia y cosmética que fue lectura obligada para todos aquellos estudiantes que quisiesen aprender ginecología y obstetricia hasta bien avanzado el siglo XVI. Entre las diferentes técnicas que aparecen recogidas se recomienda la protección perineal durante el parto y la sutura cuando existan desgarros, técnica que se sigue realizando actualmente, así como suministrar analgésicos (opiáceos) a las parturientas para mitigar el dolor. Trotula de Ruggero es considerada la primera ginecóloga de la historia de la medicina.
Con el nacimiento de la Universidad de Nápoles en 1224, la escuela de Salerno empezó a perder importancia y su prestigio se vio ensombrecido con la gloria de otras universidades: Bolonia, Padua y Montpellier.

De las escuelas catedralicias a las universidades

En el año 800 Carlomagno fue coronado emperador de un vasto imperio europeo, el que acabaría por ser conocido como Sacro Imperio Romano Germánico. Para fortalecerlo llevó a cabo una enorme reforma educativa que ejecutó el monje inglés Alcuino de York (735-804): se estableció que el programa de estudios debía incluir una enseñanza literaria o trivium (gramática, retórica y dialéctica) y una enseñanza científica o quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). A partir del año 787 se promulgaron decretos que obligaban a crear escuelas de aprendizaje, bien monásticas (bajo el auspicio de monasterios), catedralicias o episcopales, municipales (al amparo de los ayuntamientos) o palatinas (junto a las cortes regias).
Poco a poco los núcleos de conocimiento se trasladaron de los monasterios a las catedrales o a las grandes sedes episcopales y a las escuelas municipales.
En las escuelas catedralicias el obispo delegó el cometido didáctico al magister shcolarium, que a partir del siglo XII se llamó cancellarius, y era la máxima autoridad de la enseñanza superior; por su parte, el preceptor era el encargado de instruir a los principiantes.
Las escuelas municipales eran organizaciones autónomas en las que los gremios (universitates) de estudiantes (discipulorum) o de maestros (magistrorum) regulaban la enseñanza, estableciendo las costumbres y normas de estudio; en este sentido eran semejantes a otros gremios de personas del mismo oficio. Con el paso del tiempo las escuelas municipales originaron las universidades, las cuales estaban inicialmente integradas por cuatro facultades «mayores» (teología, cánones, derecho y medicina) y una «menor» (artes liberales). En ellas el profesor realizaba la lectio (lectura de las autoridades clásicas traducidas al latín), desde su cathedra(«asiento»), con la aclaración pertinente de palabras y frases, a continuación pasaba a comentar las quaestiones que planteaba la lectura. El vocablo facultas, de donde deriva el actual «facultad», determinó el contenido de la ciencia que se profesaba. Se adjudicó al trabajo manual un matiz peyorativo, motivo por el cual la cirugía quedó excluida de la enseñanza universitaria.
Las primeras universidades fueron las de Bolonia (1088), París (1110), Oxford (1167) y Montpellier (1181). En todas ellas la medicina estuvo inicialmente en manos del clero. En Bolonia se produjo un avance de enorme importancia en la medicina: por vez primera se realizó una autopsia. Uno de los anatomistas de Bolonia, Mondino de Luzzi (1270-1326), escribió en 1316 Anathomia que, basado en las disecciones que realizó, que se convertiría en el libro de texto por antonomasia durante casi tres siglos. Supuso dicha obra una verdadera innovación y debe ser considerada como un manual de disecciones anatómicas que mostraba a los estudiantes de medicina el interior del cuerpo humano.
Desde Bolonia la práctica de la disección de cadáveres humanos se extendió a Montpellier y a otras escuelas médicas o quirúrgicas de la Corona de Aragón, sin embargo en el resto de Europa esta práctica no se realizó de forma regular hasta el Renacimiento. En la península ibérica alcanzó gran prestigio la Escola de Cirurgia de Valencia que se creó en 1433, y que a partir de 1478 obtuvo la autorización real para diseccionar cadáveres humanos.

Tabla N° 5
Aforismos de Arnau Vilanova para conservar la memoria
  • En primer lugar, todo exceso de frío exterior destruye la memoria, y principalmente el frío nocturno por mala cobertura de la cabeza.
  • El calor intenso o muy grande destruye y mata la memoria.
  • El exceso o superfluidad de comida o bebida perjudica mucho a la memoria.
  • El uso o ingestión de cosas muy cálidas, como ajos, o cebollas, o porros, o queso, o legumbres, mucho daña a la virtud memorial.
  • El uso de frutos fríos y húmedos, como melocotones, cerezas y otras cosas crudas, matan la memoria.
  • Las médulas o cerebros de carnero comidos a menudo, por su propiedad, dañan la memoria y la corrompen.
  • Beber mucho vino o agua muy fríos disminuyen el calor natural del cuerpo y, en consecuencia, dañan y debilitan la memoria.
  • Beber después de comer, mientras se hace la digestión, cesa la cocción o cocimiento, por lo que se perjudica la cabeza y la memoria.
  • La ociosidad o reposo adormecen el calor natural, reteniendo y ajustando las superfluidades y, por eso, daña la memoria.
  • Demasiado dormir y demasiado velar dañan la cabeza y la memoria.
  • Dormir inmediatamente después de comer, antes de que la vianda haya alcanzado el fondo del vientre, corrompe y castiga mucho la memoria.
  • Dormir con los pies calzados, principalmente con zapatos, envejece la memoria.

La Universidad de Montpellier fue fundada por ex alumnos de la Universidad de Bolonia y consiguió tener la facultad de Medicina más prestigiosa de la Edad Media. Entre los médicos que allí se formaron destacaron Tadeo Alderotti, Henri de Mondeville y Arnau de Villanova. Tadeo Alderotti (1222-1303) fue un médico florentino que estableció la necesidad de realizar una historia clínica (consilium) a todos los pacientes. Henry de Mondeville (1260-1320) fue profesor de anatomía y cirujano del rey francés Felipe IV el Hermoso, en sus escritos recomendaba lavar y suturar las heridas con sumo cuidado para evitar complicaciones.
Arnau de Villanova (1240-1311) nació en Valencia y estudió en la Universidad de Montpellier. Después de ejercer durante algún tiempo en su ciudad natal se desplazó hasta Barcelona, en donde fue médico de cámara de los reyes Pedro III, Alfonso III y Jaime II. Más adelante, a inicios del siglo XIV, se trasladó nuevamente a Montpellier para ser allí profesor como dijimos de su muy prestigiosa universidad. Se caracterizó por mantener una postura de independencia de la medicina frente a las especulaciones filosóficas, defendiendo la importancia de la observación clínica. Su producción escrita fue extensa y merece la pena destacar un libro que escribió sobre medicamentos (Antidotarium) y uno sobre aforismos (Parabole medicationis). En la tabla 5 se recogen algunos de sus aforismos para conservar una buena memoria.
La Edad Media, desde la óptica de la medicina, no fue únicamente un período de tinieblas y oscurantismo, durante esta época los médicos redescubrieron la medicina griega, inventaron nuevos métodos diagnósticos, adquirieron los conocimientos de la medicina musulmana y desarrollaron la enseñanza universitaria. De esta forma, dejaron allanado el advenimiento de la ciencia médica moderna.

Capítulo 5
Edad moderna: cuando la medicina se convierte en ciencia

Contenido:
El Renacimiento: el siglo de los anatomistas
El Barroco: aparece un mundo desconocido
La Ilustración: el siglo de los cirujanos
§. El Renacimiento: el siglo de los anatomistas
A grandes rasgos, se puede decir que la crisis del siglo XIV, que supuso el fin del feudalismo y el comienzo del mundo burgués, fue una verdadera revolución de ideas y una nueva forma de entender la sociedad, la naturaleza y el hombre. El Renacimiento, término utilizado por vez primera por el literato italiano Francesco Petrarca, significó un reencuentro con la cultura clásica antigua (en latín, rinascita significa «vuelta a nacer»). Este período se inició a finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV en algunos estados italianos y se extendió con fuerza por los principales países europeos en la segunda mitad del siglo XV, y por Hispanoamérica en el XVI.
La ciencia renacentista supone el comienzo de la ciencia moderna, la búsqueda de la explicación de los fenómenos a partir de la razón y de la experimentación. Desde el punto de vista médico, hubo tres acontecimientos históricos que tuvieron una especial relevancia: la conquista otomana de Constantinopla, la invención de la imprenta moderna y el descubrimiento de América.
En el año 1453 se produjo la caída de Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, en manos del musulmán Imperio otomano. Los eruditos bizantinos se vieron forzados a migrar masivamente hacia algunos de los estados italianos —fundamentalmente a Florencia, Ferrara y Milán— llevándose con ellos los conocimientos grecolatinos y árabes. De esta forma, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la toma otomana de Constantinopla favoreció la difusión del conocimiento médico en la Europa occidental.
Esta propagación del saber científico se vio favorecida asimismo por el perfeccionamiento de la imprenta, el medio gracias al cual dejaba de ser necesario copiar los manuscritos a mano, que así permitía que la transmisión se hiciera mucho más rápida, eficaz y barata, incrementándose el número de ejemplares de cada libro.

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Imagen del Códice Florentino en el que se presta atención médica a un enfermo. El Códice Florentino es un manuscrito escrito por fray Bernardino de Sahagún en la segunda mitad del siglo XVI y que se conserva en la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia (Italia). En este códice se percibe la influencia europea en materia médica entre las poblaciones indígenas precolombinas.

Poco a poco el trabajo intelectual se convirtió en una labor colectiva, ya que permitió que los eruditos dispusieran de textos idénticos de forma simultánea. Las primeras impresiones datan de comienzos del siglo XV y eran muy sencillas, básicamente representaciones de naipes y estampas con motivos religiosos.
La impresión se realizaba al aplicar una plancha de madera grabada y embadurnada con tinta grasa, sobre papel o sobre pergaminos. Alrededor del año 1440 el herrero alemán Johannes Gutenberg (1398-1468) perfeccionó en Maguncia, en la actual Alemania, esta técnica e inventó la imprenta moderna con tipos móviles.
El tercer gran acontecimiento se produjo en el año 1492 con el descubrimiento de América, a raíz del cual tuvo lugar el intercambio de nuevas enfermedades y productos medicinales entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
De todos esos productos destacó especialmente uno, la planta del tabaco, que viajó desde la recién descubierta para los europeos América hasta Europa. Y es que, por extraño que nos pueda parecer, y como más adelante tendremos ocasión de demostrar, el tabaco fue utilizado durante mucho tiempo en Europa para tratar multitud de enfermedades (asma, mordeduras de animales, infecciones urinarias, trastornos intestinales…).
Los conquistadores europeos introdujeron en los territorios descubiertos una serie de enfermedades desconocidas hasta aquel momento para los indígenas, entre ellas destacan especialmente las enfermedades infecciosas (viruela, gripe, tabardillo…), las cuales produjeron una altísima mortalidad porque el sistema inmune de los aborígenes no era capaz de responder adecuadamente. Sin lugar a dudas, los agentes infecciosos fueron los mejores aliados en la conquista de América.

Sangrías, purgantes, sinapismos y otros remedios

En 1457 se editó en la imprenta de Gutenberg el primer libro de medicina, de autor desconocido y titulado Calendario de flebectomía y laxantes para los meses del año 1457, nombre que se relacionaba con dos de los tratamientos más empleados por los médicos del siglo XV, las sangrías y los purgantes.
Desde época hipocrática la sangría fue uno de los remedios terapéuticos más utilizados, pero es durante el Renacimiento cuando alcanzará su mayor apogeo. Consistía básicamente en desangrar al paciente, bien mediante lancetas, ventosas escarificadas o sanguijuelas. Mediante el empleo de esta técnica, los médicos renacentistas intentaban devolver el equilibrio de los cuatros humores hipocráticos (sangre, flema, bilis amarilla, bilis negra) ya que persistía todavía la teoría humoral, que postulaba que la enfermedad era consecuencia del desequilibrio entre aquellos. En los casos en los que se deseaba conseguir una mayor eliminación de sangre, porque se suponía que el desequilibrio era mayor, se realizaba la sangría general, también conocida como flebectomía o flebotomía; para ello se utilizaba una lanceta (formada por un mango y dos hojas afiladas) mediante la cual se realizaba una incisión quirúrgica en una de las extremidades o en el cuello. Con esta práctica se trataba la mayoría de las enfermedades de esa época, desde las infecciones (viruela, neumonía…) hasta las hemorragias menstruales, pasando por las cefaleas o incluso las convulsiones; es fácil deducir que con tan variopintas indicaciones médicas en muchas ocasiones no sólo no se conseguía ningún efecto beneficioso, sino que desangrar al paciente le colocaba en una situación de salud más precaria, en algunos casos en la antesala de la muerte.
Los físicos, que con este nombre también se conocía a los médicos de la época, se reservaban el nombre de sangría local para referirse a aquellos casos en los que se deseaba extraer menor cantidad de sangre al paciente, y, por tanto, no se usaban lancetas, sino unos recipientes llamados ventosas, o bien se aplicaban sobre la piel unos gusanos llamados sanguijuelas. Las ventosas tenían forma de vasos, eran de diferentes tamaños y se aplicaban sobre la piel adyacente a la región enferma. Antes de aplicar la ventosa el médico habría escarificado la piel —haciendo unos diez o doce cortes superficiales— para favorecer la hemorragia y habría aplicado un trozo de estopa ardiendo para que, al colocar aquella, se produjese un efecto de vacío que aumentase el flujo de sangre.
La otra variante de las sangrías locales era la aplicación de sanguijuelas. Se trataba de usar unos gusanos que viven habitualmente en las orillas de los arroyos o manantiales y a los que se distingue con relativa facilidad. Hay dos especies, la más frecuente con líneas amarillas a ambos lados del cuerpo y con el dorso de coloración oscura (Jatrobdella medicinales) y otra con el dorso negro y el vientre verdoso llamada Hirudo sanguisuga. Mediante sus potentes mandíbulas las sanguijuelas se adherían a la piel del paciente y chupaban la sangre de esa región cutánea hasta que se saciaban, de esta forma el paciente perdía una cantidad variable de sangre, aunque en cualquier caso siempre inferior a la de la sangría general.
El segundo recurso terapéutico más empleado durante los siglos XV y XVI fueron los purgantes y los lavados intestinales, utilizados no sólo para el tratamiento del estreñimiento sino para otras enfermedades no relacionadas con el aparato digestivo, ya que, al igual que sucedía con las sangrías, se pensaba que con este tratamiento se expulsaba el exceso del humor sobrante y con ello se recuperaba el equilibrio humoral de la teoría hipocrática. En la farmacopea de los médicos renacentistas había numerosas sustancias naturales con propiedades purgantes, algunas de las cuales ya se habían utilizado en épocas anteriores y otras fueron incorporadas durante este período, entre las cuales figuraban el arraclán o ruibarbo de los pobres, la cuachanca (planta importada de América) y la mora (Morus rubra). Estas plantas se suministraban bien con los alimentos o a través de un clíster o enema. Para administrar el remedio natural a través del clíster era preciso soplar a través de un tubo de hueso, de caña o barro un líquido o un extracto de plantas desde la boca del médico hasta el ano del paciente. En otros casos se empleaban calas o supositorios, compuestos por miel y sal, jabón y sal o jabón solo.
Los médicos renacentistas además de sangrías y purgantes utilizaban otros remedios, los más empleados eran los sinapismos, las fricciones y los vejigatorios.
Unos de los más tormentosos eran los sinapismos, que se usaban para numerosas enfermedades, y que consistían en aplicar sobre la piel una cataplasma fabricada con harina de mostaza bañada en agua. El contacto de la cataplasma con la zona de la piel enferma producía un rápido enrojecimiento, picor y dolor lacerante.
Las fricciones consistían en pasar de forma repetida un lienzo áspero por la piel, tratando de no romper la capa superficial de la misma, para que el fármaco penetrase en el organismo desde la epidermis. Aunque este tratamiento no tenía una indicación clínica concreta, a finales del siglo XV se hicieron muy populares las fricciones mercuriales como tratamiento de la sífilis, enfermedad venérea a la que más adelante nos referiremos con detalle.
Por su parte, los vejigatorios se empleaban, fundamentalmente, en el tratamiento de las gastritis. Se rasuraba la piel de la parte superior del abdomen (situada encima del estómago) y a continuación se aplicaba un emplasto formado con polvo de cantárida, ajo o mostaza sobre la zona. Era tal la irritación que provocaba esta mezcla sobre la piel que a los pocos minutos el paciente sufría un dolor desgarrante y en su piel surgía gran cantidad de vesículas de pequeño tamaño, que se llamaban vejiguillas (de donde proviene el término vejigatorio), las cuales hacían pensar a los médicos renacentistas que el tratamiento era efectivo.
La lectura de este tipo de tratamientos puede producir una cierta hilaridad en el lector, pero hay que tener en cuenta que nos separan más de quinientos años y que en esa época no disponían de las técnicas diagnósticas y terapéuticas que tenemos actualmente.

El humo que vino de América

Los expertos en genética vegetal coinciden en afirmar que la planta del tabaco, desconocida en Europa hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo, ya existía entre el año 5000 y 3000 a. C. en una zona geográfica ubicada entre los actuales Perú y Ecuador, y que con gran rapidez su cultivo se extendió por toda Sudamérica. El testimonio gráfico más antiguo que tenemos del tabaco se encuentra en un grabado datado en el siglo V y en el que aparece representado un sacerdote maya fumando en un templo maya de Palenque, en el actual México.
Luis de Torres y Rodrigo de Jerez fueron dos de los marineros que acompañaron a Cristóbal Colón en su primer viaje americano en 1492, y que han pasado a los anales de la historia por ser los primeros europeos en descubrir a unos indígenas fumando. Según se recoge en el diario de Colón el hecho sucedió mientras exploraban una isla que los indígenas llamaban Guanahaní y que los descubridores bautizaron como San Salvador, la cual actualmente pertenece al archipiélago de las Bahamas, en las Antillas. Allí vieron a unos hombres con «hojas secas que desprendían una peculiar fragancia». Los isleños, pertenecientes al pueblo taíno, prácticamente extinguidos a los pocos años de la llegada de los europeos, les recibieron con cortesía y amabilidad, ofreciéndoles numerosos presentes entre los que había frutos secos, lanzas de madera y las plantas que desprendían humo, a las cuales conocían con el nombre de cohiba. Este hecho sucedía el 28 de octubre de 1492.
Como es fácil imaginar, el tabaco no pasó desapercibido a los marineros castellanos y muchos de ellos se aficionaron a su consumo, entre ellos Rodrigo de Jerez. Cuando este regresó a la península ibérica se llevó consigo algunas hojas de la planta del tabaco y continuó con la costumbre que había adquirido en el Nuevo Mundo. El humo que desprendía el tabaco causó cierto recelo en Ayamonte, su pueblo natal en la actual provincia de Huelva, ya que sus conciudadanos no habían visto nunca una cosa igual, hasta el punto de que su mujer no dudó en ponerlo en conocimiento de la Inquisición. El Santo Tribunal calificó esta práctica de pecaminosa e infernal («sólo Satanás puede conferir al hombre la facultad de expulsar humo por la boca»), y condenó a Rodrigo de Jerez a siete años de prisión. Rodrigo no pudo imaginar durante su cautiverio que cuando fuese liberado el hábito de fumar ya no era «obra del diablo» y que el consumo del tabaco se había extendido por gran parte de la península.
El médico Francisco Hernández Boncalo tiene el dudoso honor de haber sido, en 1559, el primero en introducir la primera semilla del tabaco en Europa y sembrarla en un cigarral —finca señorial de recreo— de Toledo. Sería precisamente a partir del término cigarral de donde se originó el vocablo cigarro. A lo largo de los decenios siguientes las plantaciones de tabaco se extendieron por distintos puntos de la geografía castellana.

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Sir Walter Raleigh. Con enorme rapidez el tabaco fue llegando al resto de los países europeos. Francis Drake, por ejemplo, lo introdujo en Inglaterra en 1585 y poco tiempo después sir Walter Raleigh inició la costumbre de fumar en pipa en la corte isabelina.

En 1560 el embajador francés en Lisboa, Jean Nicot —de donde deriva la palabra nicotina— introdujo la planta del tabaco en la corte francesa y recomendó a la reina Catalina de Médicis que la utilizase para combatir sus jaquecas. Al parecer, y según las crónicas de palacio, al poco tiempo de iniciado tan curioso tratamiento los dolores de la soberana desaparecieron, o al menos cedieron temporalmente y la noticia se extendió como la pólvora por la corte francesa. Este hecho facilitó que poco a poco se extendiese la costumbre, por todos los países de Europa, de fumar para combatir cualquier tipo de dolencia, hasta el punto de que en muchos lugares se la llegó a conocer como «hierba santa».
En el siglo XVII el hábito de fumar se extendió a China, Japón y al norte de África. Sin embargo, fue precisamente en este último siglo cuando empezaron a alzarse voces de alarma frente a los potenciales peligros que se derivaban de su consumo, a pesar tanto de la celebridad que había adquirido la planta del tabaco como de la consideración de lo beneficioso de su consumo para la salud. Desde entonces, este hábito fue criticado por reyes, médicos e incluso papas, como ahora veremos.
El primero en rechazar el hábito de fumar, aunque no por razones médicas, fue el padre Bartolomé de las Casas, en cuya Historia general de Indias (1520) se puede leer: «Españoles conocí yo en esta isla Española que los acostumbraron a tomar que siendo reprendido por ello diciéndoseles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar. No sé qué sabor o provecho hallaban en ello…». A él le seguiría el rey inglés Jacobo I, que en 1604 aumentó el impuesto sobre el tabaco e incluso llegó a editar una diatriba con su uso: «Gran vanidad es, y aun menosprecio de los dones del Creador, corromper deliberadamente con un humo hediondo la frescura del aliento de sus criaturas […] una costumbre repugnante a la vista, odiosa para el olfato, dañina al cerebro, peligrosa para los pulmones, y muy semejante por su humo negro y apestoso al humo estigio del infierno».
La Iglesia católica también tomó una postura contraria a su consumo y, en 1621, el papa Urbano VIII dictó una bula según la cual todos aquellos que usasen «una sustancia tan degradante para el alma como para el cuerpo» fuesen excomulgados. Poco tiempo después, en 1634, el médico español Francisco de Leiva y Aguilar publicó Desengaño contra el mal uso del tabaco, la primera obra científica en la que se alerta de los posibles efectos perjudiciales del hábito de fumar, entre ellos expectorar sangre. El siguiente gran hito médico en este sentido se produjo en 1692, cuando el cirujano español Pedro López de León dio a la luz Práctica y teórica de las apostemas en general y en particular, donde describe que no era infrecuente que en las autopsias de fumadores las vísceras adquirieran una coloración negruzca.

La anatomía, el conocimiento del cuerpo

Durante la Edad Media las ilustraciones anatómicas se realizaban de forma muy esquemática, puesto que la intención no era representar de forma fidedigna los órganos de nuestro cuerpo sino facilitar su memorización. En el tránsito hacia el Renacimiento se publicó Anatomia, una obra escrita en 1316 por el médico boloñés Mondino de Luzzi. Este libro puede ser considerado como el primer manual de anatomía, en el sentido de que su finalidad era mostrar de una forma veraz las estructuras anatómicas a los estudiantes de medicina. Si bien supuso una verdadera innovación, estuvo muy lejos de la perfección que alcanzaron las publicaciones renacentistas.
Durante el Renacimiento los artistas rindieron culto al cuerpo humano, consideraron que era algo bello y digno de poder ser representado. Venecia, Milán y Florencia encabezaron este movimiento y en ellas sobresalieron artistas de la talla de Michelangelo Buonarroti (Miguel Ángel), Luca Signorelli, Andrea Mantegna o Andrea di Cione, los cuales nos legaron verdaderas joyas pictóricas con representaciones humanas. Uno de los discípulos de este último artista fue Leonardo da Vinci (1452-1519), el cual sintió una indudable atracción hacia la anatomía humana, no sólo desde un punto de vista artístico sino también como fuente de conocimiento del cuerpo humano y elemento indispensable para entender los misterios de la vida y la generación de los seres vivos. Leonardo fue el primero que introdujo la práctica de los dibujos anatómicos en el arte y a lo largo de su vida realizó más de setecientos dibujos anatómicos de diferentes partes del cuerpo (corazón, musculatura, huesos, feto dentro del útero materno…). Tal era su interés por la anatomía que proyectó editar un tratado de anatomía humana, compuesto por 120 capítulos, en colaboración con el médico veronés Marco Antonio della Torre (1478-1511), profesor de medicina de las universidades de Padua y Pavía. Leonardo pretendía que el doctor della Torre pusiese texto a sus dibujos anatómicos, mas, desgraciadamente, la muerte prematura del veronés truncó el proyecto, que de haberse llevado a cabo habría significado un enorme avance científico.
En las universidades europeas surgió un interés desconocido hasta ese momento por realizar disecciones anatómicas, para analizar desde un punto de vista práctico los textos de Galeno escritos siglos atrás. El método que utilizaban era siempre el mismo: el profesor leía los textos de anatomía galénica desde un estrado al tiempo que un ayudante (cirujano disector) realizaba la disección del cadáver, señalando a los asistentes aquello que el profesor le indicaba. La Universidad de Padua se situó en la vanguardia de este tipo de enseñanza anatómica y de la práctica de las disecciones. Los principales anatomistas del momento (Alessandro Benedetti, Gabriele Zerbi y Berengario di Capri) impartieron en la Universidad de Padua sus enseñanzas.
El médico veronés Alessandro Benedetti (1460-1525) mandó construir, en 1490, en la Universidad de Padua el primer anfiteatro anatómico, un hecho que tuvo una gran relevancia porque permitía a los alumnos seguir con mayor facilidad las disecciones. Gabriele Zerbi (1478-1505) tuvo el honor de ser el primero en agrupar los órganos en sistemas y aparatos, práctica que persiste en la actualidad. Berengario da Carpi (1460-1530) realizó más de un centenar de disecciones y descubrió algunos órganos desconocidos hasta ese momento, entre ellos, por ejemplo, la glándula pineal y la hipófisis. En 1521 escribió Comentaria, que representó el mayor avance anatómico desde Galeno.
A pesar de todos estos anatomistas de renombre, a los cuales se les conoce con el calificativo de prevesalianos, la gran figura del momento fue Andrés Vesalio (1514-1564).

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Andrés Vesalio estuvo al servicio de los reyes Carlos I y Felipe II de España, lo cual favoreció que tuviese contacto con otros anatomistas españoles y que en Valencia se crease una Escuela de Anatomía. Los artífices de este proyecto fueron los doctores Luis Collado y Pedro Ximeno, ambos discípulos de Vesalio.

Este anatomista nació en Bruselas en el seno de una familia de médicos que durante generaciones habían estado al servicio de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico; muy pronto destacó por sus méritos personales y fue nombrado profesor de cirugía y anatomía de la Universidad de Padua, donde realizará personalmente las disecciones de los cadáveres.
En 1543, Vesalio publicó De humani corporis fabrica (Sobre el edificio del cuerpo humano), una obra revolucionaria en la que, además de describir la morfología, separaba la forma (anatomía) de la función (fisiología), algo que no había sucedido hasta entonces. Este texto tenía además otra particularidad, las descripciones anatómicas se acompañaban de numerosas ilustraciones, cuya finalidad era favorecer la compresión de los textos.
De humani corporis fabrica constituye uno de los tratados fundamentales de la historia de la medicina, pues con él se instauró el método moderno de la investigación anatómica, basado en la práctica de la disección sobre el cadáver humano. Con Andrés Vesalio se inició el método y el camino de la anatomía moderna.
Contemporáneo de Vesalio fue también el anatomista segoviano Andrés Laguna (1511-1560), que se graduó en París, ciudad en la que publicó Anatomica methodus(Método anatómico) en el año 1535. Se trata de una obra revolucionaria en el sentido de que Laguna se atrevió a criticar abiertamente el método tradicional de enseñar la anatomía.

Los cirujanos asisten a las universidades

En la Edad Media los enfermos disponían de tres tipos de profesionales a quienes acudir en caso de tener una enfermedad: el médico universitario, con orientación galénica o arabista; el cirujano-barbero, carente de formación universitaria; y el curandero o charlatán, un embaucador que prestaba sus servicios de forma itinerante. Los curanderos basaban sus tratamientos en ungüentos, talismanes, sangrías y realizando cirugía menor. Con el propósito de conseguir el monopolio de la cirugía y evitar el intrusismo profesional, en el año 1311 un grupo de nueve cirujanos se reunieron en París y fundaron la Hermandad de San Cosme. Con ella pretendían excluir a los barberos de las prácticas quirúrgicas. Su proyecto recibió el apoyo regio, ya que tan sólo un año después el rey francés Felipe IV el Hermoso publicó un edicto en el que se señalaba que nadie podría ejercer la cirugía sin haber sido examinado y aprobado por los miembros de la hermandad.
Los barberos se sintieron amenazados y por eso formaron su propia corporación que, curiosamente, también obtuvo el apoyo real para poder tratar heridas menores, úlceras y tumefacciones. En definitiva, se volvió a la situación inicial, retrocediendo lo que se había avanzado.
A lo largo del siglo XV el pleito entre cirujanos y barberos se mantuvo sin resolverse, y no fue hasta 1515 cuando se aceptó que los cirujanos podían cursar estudios universitarios y obtener grados universitarios, de forma que se podrían equiparar al resto de los médicos y distanciarse de los barberos.
En el siglo XVI su instrucción tenía dos vertientes, por una parte un período de aprendizaje, que oscilaba entre cinco y siete años, junto a un cirujano experto; por otra, la asistencia a clases de anatomía, curaciones y vendajes en las facultades de Medicina. Al final del período de aprendizaje el aspirante a cirujano debía pagar unas elevadas cuotas y superar un examen para adquirir la licencia que le facultaba para poder ejercer su profesión.
Uno de los cirujanos más famosos del momento fue el francés Ambroise Paré (1510-1590), conocido como El padre de la cirugía francesa. Comenzó siendo aprendiz de barbero y a los 17 años logró ser admitido en el Hötel Dieu (Casa de Dios), un famoso y viejo hospital parisino fundado en el siglo VII, al que ya hemos hecho referencia y que, en ese momento, tenía unas condiciones higiénicas pésimas y en él los enfermos estaban hacinados sin distinción de sexo, no existían salas de operaciones y en muchas ocasiones las intervenciones se realizaban en los pasillos. En este inhóspito ambiente Paré aprendió, durante tres largos años, todo lo que necesitaba antes de pasar a formar parte del grupo de cirujanos militares de los ejércitos franceses.
En los campos de batalla, Ambroise Paré tuvo la oportunidad de comprobar las lesiones corporales que provocaban las armas de fuego. Debido a que en esa época el alcance de las armas era escaso, el disparo se debía realizar a poca distancia y esto provocaba grandes quemaduras cutáneas. En el Renacimiento se pensaba que la pólvora envenenaba la herida y, por lo tanto, que el tratamiento más idóneo era verter aceite de saúco hirviendo sobre la herida para eliminar el veneno; práctica que, lejos de curar, producía verdaderos destrozos en la piel de los heridos.

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Además de obtener éxitos quirúrgicos, Ambroise Paré también jugó un papel destacado en el desarrollo de la obstetricia, al demostrar que era posible girar al feto antes del parto cuando se presentaba en una posición anómala (nalgas o pies), de esta forma conseguía que la primera zona anatómica en salir por el canal del parto fuese la cabeza, reduciendo así el número de complicaciones tanto en la mujer como en el recién nacido.

En la batalla de Vilaine, en la que en 1537 se enfrentaron los soldados franceses de Francisco I a las tropas españolas del rey español y emperador Carlos V, los médicos franceses se quedaron sin aceite de saúco, no pudiendo tratar a los heridos, motivo por el cual Paré tuvo que improvisar y emplear, de forma empírica y sin bases científicas en aquel momento, una pomada preparada por él compuesta de yema de huevo, aceite de rosas y trementina, un remedio verdaderamente novedoso. El cirujano francés escribió en su diario: «Esa noche no pude dormir bien pensando que por no haberlos cauterizado encontraría a todos los heridos en los que no había usado el aceite muertos por envenenamiento, lo que me hizo levantarme muy temprano para revisarlos. Pero en contra de lo anticipado, me encontré que aquellos en quienes había empleado el medicamento casual que había aplicado tenían poco dolor en la herida, no mostraban inflamación o tumefacción y habían pasado bien la noche, mientras que los que habían recibido el aceite mencionado estaban febriles, con gran dolor e inflamación en los tejidos vecinos de sus heridas. Por lo que resolví no volver a quemar tan cruelmente las heridas de soldados, producidas por arcabuces». A partir de ese momento se extendió por toda Francia el remedio inventado por Paré y pocos años después su uso se generalizó al resto de los ejércitos europeos.
La curación de las heridas por arma de fuego no fue la única contribución médica de Paré, a él también se debe el diseño de bragueros para contener las hernias inguinales o la invención de unas rudimentarias prótesis para sustituir los miembros amputados de los heridos en combate. Paré recogió sus principales aportaciones al campo de la cirugía militar en un libro aparecido en 1545, titulado Método de tratar las heridas causadas por arcabuces y otros bastones de fuego.
En 1549, Paré hizo otro gran descubrimiento, en esta ocasión durante el sitio a Bolonia: decidió no cauterizar el muñón de los amputados para cohibir la hemorragia, tal y como se venía haciendo hasta ese momento, y optó por ligar lo vasos arteriales y venosos seccionados, con lo que impidió que el herido muriese desangrado y evitó una vez más las complicaciones de la cauterización.

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El primer texto ginecológico escrito en castellano, obra del ginecólogo mallorquín Damián Carbón y de título Libro de arte de las comadres (1541), fue impreso en Palma de Mallorca y abordaba aspectos relacionados con la concepción, el parto, la esterilidad y las enfermedades de los niños.

Como curiosidad, cabe señalar que a pesar de que Paré era un hombre de ciencia, compartía muchas de las supersticiones de su tiempo, por ejemplo creía que las brujas eran causas de desgracias, que los astros influían en la aparición de determinadas enfermedades o que las plagas eran castigos divinos.

Ginecología y obstetricia

Por sorprendente que pueda parecer hasta el Renacimiento los médicos tenían prohibida la asistencia a los partos, campo reservado exclusivamente a las comadronas. Tan sólo de forma excepcional y cuando se preveía la muerte de la madre o del niño se solicitaba la ayuda de un cirujano. Sin embargo, los libros de ginecología eran escritos por médicos que nunca habían atendido a parturientas e iban dirigidos a comadronas experimentadas. Como es fácil de imaginar, los autores se copiaban unos a otros, no había aportaciones y las recomendaciones, tanto para parturientas como para comadronas, eran muy generales.
En 1513 Eucharius Roesslin, un médico de Fráncfort, escribió Jardín de rosas, un libro destinado a las comadronas y a las mujeres embarazadas, en donde, a pesar de que nunca había asistido al nacimiento de ningún ser humano, añadía una serie de recomendaciones encaminadas a evitar las complicaciones obstétricas. Así, por ejemplo, insistía en la importancia de lubricar manualmente el canal del parto o en que para estimular los dolores del parto, necesarios según las creencias de la época para estimular el nacimiento del feto, se hiciese estornudar a la madre dándole a oler pimienta molida.
Uno de los lectores de este libro fue el ginecólogo hamburgués Wertt a quien imaginamos sorprendido por lo que allí leyó, pues comprendió que la única forma de entender lo que sucedía en realidad durante el parto era asistir a uno. Sin embargo, su inquietud chocó con la legislación de la época, ya que las leyes no permitirían el acceso de los hombres a los partos. En 1522, Wertt decidió disfrazarse de comadrona y asistir de esta forma a lo que la legislación le prohibía por ser varón, mas desgraciadamente fue descubierto y un tribunal le condenó a la hoguera, horrible pago por saciar su curiosidad.
Otro de los libros ginecológicos más importantes de la época fue publicado en 1544 por Jacobo Rueff, cirujano y obstetra de Zúrich, y su título se puede traducir al castellano como Muy alegre librito de aliento relativo a la concepción y nacimiento del hombre, a sus frecuentes accidentes, estorbos… Dicha obra añadía un curioso apéndice dedicado a los monstruos y a las deformidades en los recién nacidos. El autor atribuía las malformaciones al trato carnal que había existido entre una embarazada y el demonio. En este libro además se recogía otro hecho curioso: se defendía que las deformidades faciales de los niños recién nacidos eran provocadas por deficiencias en la calidad del semen del progenitor.

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En Christianismi Restitutio Miguel Servet realizó la primera descripción de la circulación pulmonar de la sangre. Un gran número de ejemplares de este libro ardieron con su autor en la hoguera, afortunadamente pudieron salvarse tres de ellos, uno que se conserva en la Biblioteca Nacional de Austria, otro en la Biblioteca Nacional de París y un tercero en Edimburgo (Escocia).

Un médico en la hoguera

En Villanueva de Sijena, en la actual Huesca, nació Miguel Servet (1511-1553), uno de los médicos españoles más importantes de toda la historia. Desde bien joven se interesó por la medicina y la religión. Al finalizar sus estudios de medicina en París al lado de los grandes anatomistas de la época, comenzó a impartir clases en la universidad parisina, sin embargo, no tardó en enfrentarse con la comunidad científica al defender postulados opuestos a los que allí se aceptaban, como el uso de jarabes para tratar enfermedades. Los continuos choques con las autoridades académicas provocaron que Servet se viese obligado a abandonar París y, tras recorrer varias ciudades francesas, afincarse en Lyon, ciudad en la que escribió la que sería su obra cumbre: Christianismi restitutio (Restitución del cristianismo). Este libro fue publicado en 1553 y firmado bajo una falsa identidad, Villeneuve. Servet utilizó un seudónimo porque realmente había escrito un tratado de teología en el que defendía una postura próxima al panteísmo («Dios está en todas las cosas»). ¿Por qué razón hacemos alusión a este tratado si realmente aborda temas teológicos? Porque curiosamente en su Libro V contiene un texto revolucionario desde el punto de vista médico: Servet describe en él, por vez primera, la circulación pulmonar. El médico oscense postula que la sangre llega a los pulmones a través de la arteria pulmonar, en aquellos órganos se liberan los «vapores fuliginosos» y la sangre adopta una coloración rojiza. A continuación, y a través de la vena pulmonar, la sangre regresa nuevamente al corazón desde donde saldrá hacia al resto del cuerpo. Una concepción anatómica-fisiológica que no ha cambiado sustancialmente desde que Servet la describió. Con sólidos argumentos rebatía los supuestos fisiológicos de Galeno, negando la existencia de unos poros interventriculares que conectarían el ventrículo derecho y el izquierdo, evitando el paso por los pulmones.
¿Por qué esta descripción formaba parte de un libro de teología y no de un tratado de fisiología, que sería lo esperable? Porque Servet defendía, desde sus hipótesis teológicas, que el alma era una emanación de la Divinidad que se encontraba en la sangre, gracias a la cual aquella podía estar en todo nuestro organismo.
El planteamiento teológico que postuló Miguel Servet en Christianismi restitutio fue el motivo por el cual fue detenido en la ciudad suiza de Ginebra, acusado de herejía por los seguidores del teólogo Juan Calvino y, finalmente, quemado en la hoguera, en donde ardió con numerosos ejemplares de su atrevida publicación. A título de curiosidad la sentencia que se dictó contra él fue la siguiente: «Contra Miguel Servet del reino de Aragón, en España: porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las Escrituras decir que Jesucristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes. Por estas y otras razones te condenamos, M. Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo».

Un alquimista que hizo historia

Aureolus Theophrastus Bombastus von Hockenheim (1493-1541) era el verdadero nombre de Paracelso, el pensador más original del siglo XVI. Desde pequeño ayudó a su padre, un médico que se dedicaba por completo a la atención de los mineros, en los tratamientos que realizaba. Aleccionado por él decidió estudiar medicina, pero en lugar de continuar con la consulta paterna, una vez que obtuvo el título se dedicó a viajar por gran parte de Europa, adquiriendo vastos conocimientos médicos, hasta que finalmente se afincó en la península itálica y se doctoró en Medicina en la Universidad de Ferrara. Tuvo la suerte de atender a personajes importantes de la época, entre ellos a Erasmo de Róterdam, los cuales influyeron en las autoridades académicas para que se le concediese un puesto de profesor en la Universidad de Basilea, en la actual Suiza. Desde el estrado de las aulas Paracelso se dedicó a exhortar a su audiencia en contra de la herencia médica de Galeno y Avicena, rechazó abiertamente la teoría humoral y defendió los tratamientos naturales.

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Paracelso murió en Salzburgo y en su epitafio podemos leer: «Aquí yace Phillipus Teophrastus, distinguido doctor en medicina, que con artes maravillosas curó horribles heridas, lepra, gota hidropesía y otras enfermedades contagiosas del cuerpo, y dio a los pobres los bienes que había obtenido y acumulado. En el año del Señor 1541, a 24 de septiembre dejó la vida por la muerte».

A Paracelso debemos la introducción de remedios químicos en la terapéutica médica: promulgó los valores médicos del azufre, antimonio, plomo, hierro, cobre y sus derivados. En cierta ocasión afirmó: «El objeto de la alquimia no es transformar metales innobles en plata u oro, sino crear un remedio contra todas las enfermedades»
A Paracelso se le atribuye la frase: «en las correas de mis zapatos hay más sabiduría que en estos libros». Con esta afirmación nos podemos hacer una idea de su compleja personalidad y de su naturaleza rebelde y provocadora. Como médico, defendió una terapéutica basada en el estudio de la naturaleza, el hombre y la astronomía, prefiriendo la experiencia directa al estudio de los libros.

Una nueva filosofía de hospital

A lo largo del Renacimiento las instituciones hospitalarias sufrieron profundos cambios. A medida que avanzó el siglo XVI, el hospital comenzó a ser un centro de asistencia exclusiva para enfermos y dejó de prestar cobijo a pobres y mendigos. Simultáneamente se fomentó la secularización de los hospitales y cambió su orientación, pues a partir de entonces se atendería al enfermo por razones médicas y no en función del mandato cristiano de la caridad. A lo largo del Renacimiento proliferaron tres centros hospitalarios especializados: nosocomios, hospitales para enfermos incurables y hospitales militares. Los nosocomios estaban destinados exclusivamente a la asistencia de los enfermos mentales, dentro de los hospitales monográficos para enfermos incurables tuvo una especial difusión el destinado a los enfermos de sífilis, por razones que más adelante abordaremos. Los hospitales militares proliferaron a consecuencia de las múltiples guerras en las que estaban inmersos los estados europeos, y el primero que se creó en España fue el de Granada (1484), durante el reinado de los Reyes Católicos.
Desde un punto de vista arquitectónico el hospital renacentista adoptó el modelo del palacio florentino, con una estructura cruciforme o cuadrangular con un patio central. Con esa nueva estructura se concedía una mayor monumentalidad y capacidad de hospitalización, al tiempo que se mejoraba la ventilación y la luminosidad.

Sífilis, la enfermedad con nombre de pastor

Dejemos por un momento los hospitales y los avances terapéuticos del Renacimiento para ocuparnos de la sífilis, probablemente la enfermedad más importante de aquellos tiempos, al menos en cuanto al número de personas a las que afectó. La sífilis o lues, que significa simplemente «epidemia», es una enfermedad infecciosa de transmisión sexual que causó estragos en los siglos XV y XVI, hasta el punto de que se estima que fue la responsable de miles de fallecimientos en toda Europa durante ese período. Para que nos hagamos una idea de la magnitud de la enfermedad, William Cloves, un médico del Hospital San Bartolomé de Londres, afirmaba en 1585 que uno de cada dos pacientes que acudían a su hospital eran sifilíticos y creía que a lo largo de los últimos cinco años había tratado a más de un millar de pacientes aquejados de esa enfermedad, un número muy elevado de enfermos.
Durante mucho tiempo no se dispuso de un tratamiento eficaz para tratarla, motivo por el cual el único remedio que tenían los sifilíticos a su alcance era la plegaria, ya que la enfermedad era considerada, como tiempo atrás lo había sido la peste, un castigo divino. Para ayudarles en tal menester, el Vaticano incorporó al santoral uno de los catorce santos de urgencia: San Dionisio, al que se le otorgó el patronazgo de estos enfermos. A este santo rezaron con devoción papas como Bonifacio VIII, Alejandro VI, Julio II o León X, y es que la sífilis afectó a todas las capas sociales, desde mendigos hasta papas nadie parecía estar libre de sufrir los estragos de esta enfermedad.
Fueron tanto los enfermos sifilíticos que, como ya hemos señalado, fue necesario crear hospitales monográficos destinados a acogerlos gratuitamente. Paralelamente algunos personajes pseudocientíficos aprovecharon la situación para lucrarse de los enfermos, eran los charlatanes y los curanderos que pertenecían a una categoría especial, los llamados «engrasadores de pústulas». Al parecer los remedios terapéuticos que ofrecían estos «engrasadores» se basaban en ciertos emplastos (ungüentos sarracenos) que provocaban un intenso sudor en el paciente, al cual se le atribuía la eliminación de la causa responsable de la enfermedad.
La sífilis tenía una sintomatología muy amplia y variada, además cursaba en diferentes estadios evolutivos, por lo que podía haber muchos enfermos con diferente sintomatología e incluso el mismo enfermo podía tener a lo largo de su enfermedad diferentes síntomas. Para complicar aún más la situación durante las primeras fases, la enfermedad podía pasar inadvertida.
Actualmente sabemos que la sífilis está causada por un microorganismo llamado Treponema pallidum, una bacteria alargada, pequeña y que afecta exclusivamente al ser humano, pero en aquella época este hecho se desconocía totalmente. Sobre el origen de la enfermedad los investigadores no llegan a ponerse de acuerdo, hasta el punto de que en el momento actual todavía sigue debatiéndose si la enfermedad estaba presente en Europa antes del descubrimiento de América o si la trajeron los descubridores en el viaje de regreso.
La teoría unitaria defiende que el microorganismo produjo los primeros casos de sífilis en África hace miles de años y que desde allí la enfermedad, conocida como yaws, se extendió hacia el este y el norte del continente gracias al tráfico de esclavos. En un momento indeterminado de la historia, desde Egipto pasó hacia Mesopotamia, desde donde finalmente penetró en Europa con las Cruzadas.
La otra teoría surgió a comienzos del siglo XVI cuando los médicos europeos defendieron que si la corteza del guayaco, que se importaba de las Indias, curaba la enfermedad era porque la sífilis procedía de la zona «en la cual su remedio crece». De esta forma se extendió la idea de que fueron los marineros que descubrieron América los que importaron la enfermedad de la isla caribeña de La Española.
Sea cual sea su origen, lo que no deja lugar a dudas es que surgió en Europa bruscamente a finales del siglo XV con tres elementos diferenciales de otras enfermedades: su capacidad para producir epidemias con enorme difusión, la transmisión por vía sexual y el hecho de que cursaba clínicamente con una sintomatología aparatosa y grave. La enfermedad alcanzó proporciones epidémicas en el año 1495 y, tan sólo tres años después, el médico español Francisco López de Villalobos escribió: «Fue una pestilencia no vista jamás / en metro, ni en prosa, ni en ciencia ni estoria / muy mala y perversa, y cruel sin compás / muy contagiosa y muy sucia en demás».
Inicialmente se conoció a la enfermedad con varios nombres: Morbus italicus, Morbus hispanus, Morbus germanicus o Morbos gallicus, es decir, «enfermedad de los italianos», «de los españoles», «de los alemanes» o «de los franceses». El nombre lo atribuían los países vecinos con tintes peyorativos, así por ejemplo los ingleses la llamaron Morbus gallicus («enfermedad de los franceses»), los portugueses Morbus hispanus («enfermedad de los españoles») y los franceses Morbus italicus («enfermedad de los italianos»). De todos estos nombres el que predominó fue el de Morbus gallicus, debido a que el primer brote documentado en Europa apareció en 1493-1494 cuando las tropas francesas de Carlos VIII asediaron Nápoles. Durante el sitio los soldados mantuvieron relaciones con las prostitutas napolitanas, adquirieron la enfermedad y, una vez que terminó la contienda y regresaron a Francia, facilitaron la difusión en su país de origen.
El nombre de sífilis lo empleó por vez primera el médico y poeta veronés Girolamo Fracastoro (1478-1553), quien utilizó este vocablo como parte del título de un poema que publicó en 1530:Syphilis sive morbus gallicus (Sífilis o la enfermedad francesa). En la primera parte de este libro el autor defendía la tesis del origen francés de la enfermedad y su relación con la contienda en suelo napolitano, y además rechazaba la tesis de que la epidemia tuviera su origen en el Nuevo Mundo.
Además Fracastoro consideraba que había muchos factores implicados en su diseminación y pensaba que era posible que hubiese «partículas» responsables del contagio, que estarían latentes durante siglos esperando las condiciones óptimas.

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Girolamo Fracastoro tiene el honor de haber sido el primer médico que estableció con claridad el concepto de enfermedad contagiosa, propuso una forma de contagio secundaria a la transmisión, lo que él denominó seminaria contagiorum («semillas vivas») y distinguió de forma precisa entre infección (causa) y epidemia (consecuencia).

En la segunda parte del libro defendía que la recuperación de la enfermedad estaba directamente relacionada con llevar una vida reglada y sana, por ello recomendaba que los enfermos afectados realizasen ejercicios vigorosos, dietas saludables y frugales, así como que se abstuviesen de mantener relaciones sexuales. No deja de ser curioso que la última recomendación la relacionase con el gasto de energía que se produce cuando una persona mantiene relaciones sexuales y no porque Fracastoro pensase que era realmente la promiscuidad sexual la fuente del contagio. Además, como complemento terapéutico, el médico italiano recomendaba la práctica de sangrías, baños de vapor y purgantes.
En ambas partes del libro entremezcla temas mitológicos con aspectos médicos, entre ellos figura, por ejemplo, la historia de un pastor llamado Syphilis o Syphilus que durante una cacería mató uno de los venados sagrados de la diosa Diana. El dios Apolo se enojó por la afrenta cometida y como castigo envió al cazador un humor, el cual le produjo el Morbos gallicus. Así pues, inicialmente sífilis no era el nombre de la enfermedad, sino el del cazador enfermo.
En 1546 Fracastoro reconoció el origen venéreo de la sífilis en su obra De contagione et contagiosis morbis et eorum curatione (Del contagio y de las enfermedades contagiosas y su tratamiento). En esta publicación se disculpaba por algunos de los errores que había cometido en su poema anterior, alegando que habían sido fruto de su juventud; así mismo describía el modo de transmisión de la enfermedad —sexual— y señalaba que las madres enfermas también podían transmitirla a sus hijos (al nacer o bien durante la lactancia). En su libro se puede leer: «la infección ocurre solamente cuando dos cuerpos se unen en contacto mutuo intenso como ocurre en el coito». Además, describía los signos y síntomas de la enfermedad y defendía que era causada por la acción de unos seres muy pequeños, a los que bautizó con el nombre de semillas (semina).
A Fracastoro además hay que reconocerle el mérito de ser el primero en establecer claramente el concepto de enfermedad contagiosa, ya que postuló que las enfermedades infecciosas se debían a la transmisión de seminaria contagiorum («semillas vivas») que mediante diferentes vías de infección causaban enfermedades en los humanos. Fracastoro distinguió tres mecanismos de contagio: por contacto directo, a través de fomites que transportan los seminaria prima (por ejemplo las ropas de los enfermos) y por inspiración del aire (miasmas infectados con los seminaria).
A mediados del siglo XVI la Iglesia católica, basándose en las recomendaciones de Fracastoro y de otros médicos de la época, propuso como medio más eficaz para combatir la sífilis la abstinencia sexual. Siguiendo esta recomendación y para evitar posibles tentaciones el papa Pablo IV decretó en 1556 la expulsión de todas las prostitutas de Roma y de los Estados Pontificios. Esta medida levantó acaloradas protestas entre la población romana, acostumbrada a la presencia y al servicio de estas mujeres que, por ese motivo, fueron realojadas al otro lado del río Tíber, en la actual Trastevere, en unas casas llamadas «de tolerancia».

Un invento revolucionario: el termómetro

Santorio Santorius (1561-1636) fue uno de los más famosos médicos italianos de su siglo, tuvo la fortuna de ser discípulo de Galileo Galilei y eso le permitió conocer de primera mano el método científico hipotético-deductivo. Santorius fue profesor de las universidades de Padua y Florencia, tarea que compaginó con su faceta investigadora. En 1614 publicó su obra más conocida: Ars de statica medicina (Arte de la medicina estática), en la que reunió los resultados de todas sus experiencias médicas, entre las que destaca especialmente una, la medición de la temperatura corporal. A Santorius le corresponde el mérito de haber diseñado el primer aparato para medir la temperatura corporal, al que denominó instrumentum temperatorum. Estaba constituido básicamente por una columna de agua graduada en la cual el paciente tenía que exhalar su aliento, por lo que su precisión dejaba mucho que desear.
Durante años Sartorius se esforzó por mejorar su invento y diseñó nuevos aparatos, pero todos ellos con similar precisión. En el siglo XVII el termómetro fue perfeccionado por el físico holandés Christiaan Huygens, pero a pesar de todo no fue incorporado a la práctica clínica hasta el siglo XVIII, cuando el médico holandés Hermann Boerhaave (1668-1738) predicó las bondades de su utilización en el diagnóstico de determinadas enfermedades.

§. El Barroco: aparece un mundo desconocido
El término barroco es un concepto estilístico de las artes plásticas que se ha hecho extensivo a la poesía, a la música, a la historia y a la ciencia, y que se prolongó a lo largo del siglo XVII. Durante este período se creó un gigantesco escenario sobre el que se terminó con la mayoría de los dogmas medievales y sobre el que se sentaron las bases políticas, sociales e intelectuales del mundo moderno.

Circulación de la sangre

Si el Renacimiento, desde el punto de vista médico, fue la época gloriosa de la anatomía, el Barroco será la era de la fisiología, la ciencia que se ocupa del estudio de la función de los órganos. El mayor descubrimiento en este campo se lo debemos al médico inglés William Harvey (1578-1657), descubridor de la circulación mayor de la sangre. Este médico describió por vez primera el recorrido que realiza la sangre en nuestro organismo: el ventrículo izquierdo del corazón es el encargado de impulsar la sangre hacia la aorta (la arteria de mayor calibre de nuestro organismo) y a través de arterias de menor diámetro consigue llevar la sangre a todas las partes del organismo. Desde los órganos regresa nuevamente al corazón (a la aurícula derecha) a través de las venas. Uno de los hechos más relevantes de este hallazgo es que el doctor Harvey no llegó a ver la circulación de la sangre, simplemente dedujo su existencia a partir de la experimentación, del análisis crítico y de complicados cálculos matemáticos. A partir de este descubrimiento se inició una revolución científica encaminada a solucionar problemas fisiológicos mediante experiencias físicas, químicas y/o mecánicas.

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En cierta ocasión, William Harvey afirmó: «La sangre se mueve constantemente en sentido circular, como consecuencia de los latidos del corazón». Esta aseveración, por simple que nos pueda parecer actualmente, fue una verdadera revolución en el siglo XVII.

En 1628 Harvey divulgó su hallazgo con la publicación de Exercitatioanatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus (Práctica anatómica relativa al movimiento del corazón y la sangre en los animales), un libro de tan sólo 72 páginas. La comunidad científica no reaccionó como cabría esperar y, en lugar de alabar su contribución científica, los médicos de la época se dedicaron a realizar todo tipo de críticas al método empleado y a los resultados obtenidos. Ello no fue óbice para que Harvey continuara experimentando con serpientes, ovejas y cadáveres humanos y observase con sus propios ojos que el corazón seguía latiendo después de haber sido extirpado, lo cual era para él un hecho irrefutable de que el corazón era el músculo encargado de bombear la sangre a través de las arterias.
Miguel Servet y William Harvey descubrieron la circulación de la sangre en el organismo tal y como la entendemos actualmente; el primero describió la circulación menor (pulmonar) y el segundo, la circulación mayor. No deja de ser curioso que ninguno de los dos recibiera el reconocimiento que se merecían.
El único enigma que quedaba por resolver era la aparente falta de conexión entre las arterias y las venas. ¿Qué era lo que conectaba ambas estructuras anatómicas? Harvey no fue capaz de dar una explicación satisfactoria. El hallazgo de los capilares —unos finísimos vasos que hacen posible la unión entre arterias y venas— fue descubierto por Marcello Malpighi, al que nos referiremos más adelante, cuatro años después de la muerte de Harvey.

Los fórceps, el secreto mejor guardado

El fórceps es un instrumento obstétrico utilizado para la extracción del feto y que está compuesto por dos cucharas (ramas) articuladas entre sí por un mecanismo a modo de bisagra. Las ramas del fórceps son curvas, de modo que se puedan ajustar a la cabeza del bebé en aquellos partos en los que se precisa la ayuda del obstetra para facilitar su paso a través del cuello del útero.
El inventor del primer fórceps fue el doctor Guillaume Chamberlen, un médico francés que vivió a mediados del siglo XVI. Durante su adolescencia se trasladó a Inglaterra y se estableció en Southampton, en donde llegó a ser un partero reconocido, ya que podía «hacer parir a mujeres que nadie más lo podía hacer». El modelo del fórceps que utilizaba el doctor Chamberlen difería en pequeños detalles de los que se usaban por aquel entonces.
El hijo mayor del doctor Chamberlen, Peter el Viejo (1560-1631) también fue obstetra, pero en lugar de seguir con la consulta de Southampton se estableció en Londres, donde adquirió cierto renombre. Durante toda su vida mantuvo oculto el secreto de los fórceps y tan sólo se lo transmitió a su dos hijos (Hugh y Peter), ambos también obstetras y continuadores de la tradición paterna.
Hugh Chamberlen afirmó en cierta ocasión: «Mi padre, mi hermano y yo somos los únicos que practicamos en Europa un medio de dar a luz que no causa perjuicios a la madre ni al chico, todo ello gracias a la bendición de Dios y a nuestros esfuerzos personales».

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Fórceps de Chamberlen. El inventor de los fórceps protegía celosamente su invención: cuando se trasladaba a la casa de una parturienta llevaba una caja de enormes dimensiones envuelta en paños negros, para despistar a la concurrencia, y exigía que le dejasen a solas con aquella, a la cual cubría con una sábana para evitar que pudiera contar cómo era el codiciado instrumental que utilizaba.

Los fórceps permanecieron en manos de la familia Chamberlen durante más de un siglo, hasta que Hugh vendió una de las ramas del fórceps a un obstetra holandés, el doctor Roonhuysen, quien, a su vez, puso la invención en conocimiento de un cirujano flamenco, Jean Palfyn (1650-1730), que era profesor de la Universidad de Gante, en la actual Bélgica. Durante años, Palfyn se dedicó a perfeccionar el fórceps y, con la ayuda de un herrero, creó la segunda cuchara, y para unir ambas ramas ideó una mordaza. En 1720, el doctor Palfyn viajó hasta París y presentó su aportación ante la Academia Francesa de las Ciencias, atribuyéndose su invención y bautizándolo con el nombre de tire-tête («extractor de la cabeza»), razón por la cual, durante mucho tiempo, se le atribuyó erróneamente la paternidad de los fórceps.
Durante unas décadas la utilización de los fórceps fue anecdótica, ya que no se conocía con exactitud en qué tipo de situaciones debían emplearse. En 1752 el obstetra inglés William Smellie (1697-1763) dio un paso hacia delante en este sentido al hacer públicas sus experiencias con los fórceps y describir los síntomas que hacían recomendable su empleo. Además, Smellie añadió un nuevo detalle al diseño, al revestir de cuero la empuñadura de los fórceps para que el sonido metálico no asustase a la madre.

El primer higienista de la historia

Hasta el siglo XVII ningún médico se había preocupado por estudiar en profundidad qué tipo de medidas sociales o urbanísticas se podían llevar a cabo para poder mejorar la salud de una ciudad o un estado. En 1654 nació en Roma Giovanni Maria Lancisi, médico personal de los papas Inocencio XI, Clemente XI e Inocencio XII, y consejero del rey francés Luis XIV; en 1705 se le encomendó que estudiara cuáles eran las causas de un elevado número de muertes bruscas e inexplicables que había en Roma en aquel momento. Durante dos años estudió los historiales clínicos y las autopsias de los fallecidos, y su investigación se materializó en la publicación De subitantis moribus(Muerte súbita), en donde relacionaba el hecho de tener un corazón grande (cardiomegalia) con la posibilidad de fallecer por muerte súbita, esto es, de forma repentina sin haber padecido ningún tipo de síntomas con anterioridad.
Doce años después publicó De noxiis paludum effluvis (De los nocivos palúdicos), obra en la cual se asocia por vez primera que en las zonas con aguas estancadas haya una mayor incidencia de fiebres palúdicas entre los lugareños. Además, en este libro se baraja la posibilidad de que el paludismo pueda transmitirse mediante la picadura de los mosquitos (en la actualidad sabemos que se transmite por la picadura del mosquito Anopheles). Para evitar esta enfermedad infecciosa, Lancisi insistía en la necesidad de sanear los terrenos anegados y pantanosos.

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Microscopio inventado por Van Leeuwenhoek. Este comerciante fue el primero en descubrir «pequeños animales» microscópicos, lo que actualmente conocemos con el nombre de bacterias y protozoos. También hizo visible la estructura microscópica de las plantas y fue el primero en ver los espermatozoides humanos.

Los primeros microscopios

Los avances conseguidos en el campo de la física posibilitaron que se progresara en innovaciones diagnósticas médicas y, en este sentido, uno de los inventos más importantes de esta época fue la aparición del microscopio, que permitió a los médicos descubrir un mundo desconocido hasta ese momento. Desde la Antigüedad, se sabía que cuando los objetos se observan a través de una esfera de cristal parecen de mayor tamaño de lo que son, pero no fue hasta finales del siglo XVI cuando el óptico holandés Zacharías Janssen (1580-1638) consiguió fabricar el primer microscopio. Se trataba de un aparato rudimentario que consistía en un tubo con unas lentes de 8 centímetros, soportado por tres delfines de bronce. Las lentes que utilizó Janssen eran de tan mala calidad que las imágenes que se obtenían eran borrosas.
Antón van Leeuwenhoek (1632-1723), un burgués holandés que se dedicaba al comercio de paños, perfeccionó el primer microscopio utilizando unas lentes de mejor calidad con las que conseguía 200 veces de aumento. A lo largo de las décadas siguientes perfeccionó su invento, tallando lentes biconvexas y consiguiendo imágenes más nítidas. Leeuwenhoek fue el primero que consiguió ver los espermatozoides, los glóbulos rojos, algunos tipos de bacterias y las fibras musculares.
Con la ayuda de este invento, un profesor de Medicina de la Universidad de Pisa, Marcello Malpighi (1628-1694), logró en 1660 ver las uniones entre las arterias y las venas (capilares) en las alas de un murciélago, de manera que, con ello, conseguía la respuesta que con tanto ahínco buscó Harvey. Durante los años siguientes profundizó en el estudio microscópico de los pulmones y riñones humanos, descubriendo los alvéolos pulmonares y los glomérulos renales (la unidad anatómica y funcional del riñón). Por todos estos hallazgos, Malphigi es considerado el fundador de la histología (ciencia de la medicina encargada de estudiar los tejidos) y la anatomía microscópica.

La teoría de los miasmas

A lo largo del Renacimiento pudimos comprobar cómo la teoría humoral de Hipócrates seguía plenamente vigente, en el siglo XVII se va a producir un gran cambio en este sentido, un médico inglés, Thomas Sydenham, postula una nueva teoría sobre la forma de entender las enfermedades, como ahora veremos.
El gran clínico de la medicina barroca fue Thomas Sydenham (1624-1689), apodado El Hipócrates inglés. Su concepción de la medicina supuso, como ahora veremos, un cambio radical en la conducta del médico ante el paciente, ya que retomó la idea hipocrática de lo importante que es realizar un análisis minucioso de los síntomas del paciente para llegar a un diagnóstico correcto.

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En su tratado sobre la gota, Thomas Sydenham escribió: «Ataca en la mayoría de los casos a aquella gente mayor, que en tiempos anteriores vivió de manera opulenta, con comidas abundantes acompañadas de vino y otros licores, y que luego se volvieron más perezosos, dejaron de lado el ejercicio físico, al que estaban acostumbrados en su juventud…».

Defendía que unas enfermedades pueden distinguirse de otras a partir de una serie de síntomas y signos característicos, los cuales constituyen un cuadro clínico, al que Sydenham denominó especie morbosa. En definitiva, rechazó la teoría de los cuatro humores y sentó las bases de la actual medicina clínica.
Sydenham desarrolló una teoría en la que distinguía enfermedades agudas y crónicas, de modo que la separación entre ambas no sólo se basaba en la duración de la sintomatología, sino también en la evolución clínica de la enfermedad.
Postulaba que muchas enfermedades se producían por emanaciones fétidas —a las que denominó miasmas—, procedentes de materia en descomposición, de aguas estancadas o bien procedentes del cuerpo de personas enfermas. Los miasmas serían los responsables de que las personas sanas tuviesen enfermedades. Además fue el primero en distinguir enfermedades tan frecuentes en aquella época como la gota, el sarampión, la histeria, la viruela, la neumonía o la escarlatina. Su tratado sobre la gota, titulado Tractatus de podagra et hydrope (Tratado de podagra e hidropesía) es considerado su gran obra maestra.

Bachilleres, licenciados y doctores

Las principales facultades de Medicina de España durante este período fueron las de Salamanca, Valladolid, Alcalá de Henares, Barcelona, Zaragoza, Lérida y Valencia. Únicamente en ellas existían todas las cátedras que se consideraban imprescindibles para obtener una formación médica completa. La docencia era fundamentalmente teórica y se impartía leyendo los textos de los autores clásicos y comentando las cuestiones que se planteaban de su lectura: la enseñanza práctica se limitaba a las autopsias.
En las universidades españolas se concedían, tras haber superado las pruebas de evaluación, tres títulos: bachiller, licenciado y doctor. El primero, el de bachiller, se obtenía después de completar los estudios universitarios, mas era un título insuficiente para desarrollar la práctica médica. Al bachiller se le exigía realizar lo que ahora llamaríamos prácticas, que consistían en acompañar durante al menos dos años a un médico experimentado (que cobraba por estas enseñanzas). Una vez terminado este proceso de aprendizaje, el bachiller regresaba a la universidad, en donde era examinado para poder comprobar su pericia y, si pasaba con éxito la prueba, obtenía una licencia —de ahí el nombre de licenciado— con la que podía ejercer la medicina. Si el licenciado estaba interesado podía prolongar sus estudios durante algunos años más, hasta que, superando un nuevo examen, obtuviese el grado de doctor, que le permitía acceder a la enseñanza médica.
La palabra doctor originalmente no se refería a un grado académico sino a un estatus social, ya que deriva del vocablo latino docto, que hace alusión a la persona que ha adquirido más conocimientos que los ordinarios. Como ya hemos visto en otros capítulos, los médicos de las civilizaciones de la Antigüedad poseían conocimientos en muchas otras disciplinas (aritmética, historia, geometría…) además de los propios de su profesión, lo que propició que se empezasen a utilizar como sinónimos los vocablos médico, sabio y docto, manteniéndose hasta la actualidad el de médico y doctor.

Los polvos de la condesa

Una de las enfermedades que hizo estragos en la Europa del siglo XVII fue la fiebre palúdica, la cual se manifestaba con fiebre intermitente, cefalea y aletargamiento intenso, y en muchos casos desembocaba en la muerte del paciente. Esta enfermedad también era conocida con otros nombres: tercianas, cuartas o fiebres intermitentes. Los médicos de la época no conocían ningún remedio eficaz para combatirla y tenían que recurrir a las sangrías y a los purgantes, que en muchas ocasiones no sólo no tenían ningún efecto beneficioso para el paciente sino que aceleraban su muerte.
En 1638 el rey español Felipe IV envió como virrey del Perú a Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, cuarto conde de Chinchón. El noble viajó hasta Sudamérica acompañado de su segunda esposa, Francisca Enríquez de Rivera. Al poco tiempo de la llegada la condesa se sentía indispuesta, cansada y fatigada, síntomas que los galenos del virrey atribuyeron al largo y pesado viaje desde España.

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Planta corteza de la quina. En 1742 el botánico sueco Charles von Linneo (1707-1778) bautizó la planta de la quina con el nombre científico de Chinchona officinalis, en honor a la condesa de Chinchón.

Sin embargo, la aparición de fiebres intermitentes no dejó dudas diagnósticas, la virreina había enfermado de tercianas. A pesar de los esfuerzos del médico personal del virrey, Juan de la Vega, las fiebres no cedían y la situación se hacía cada vez más crítica, se temía por la vida de la virreina. El confesor del virrey, Diego Torres de Vázquez, comunicó a Juan de la Vega que los nativos empleaban la corteza del árbol de la quina para curar las fiebres tercianas. El temor de que aquel remedio (unos polvos) pudiese causar daños irreparables en la salud de la virreina hizo que se probase primero entre los enfermos del hospital de Lima, para analizar sus efectos. Cuando Juan de la Vega observó que los enfermos mejoraban espectacularmente no tuvo ninguna duda en administrárselo a la virreina.
A los pocos días de haber empezado con el tratamiento las fiebres de la virreina remitieron. De esta forma la condesa de Chinchón se convirtió en la primera europea en recibir la quina para tratar las fiebres palúdicas. Al año siguiente, Juan de la Vega regresó a España llevándose algunos ejemplares de la corteza de quina consigo e introduciendo el tratamiento en Europa, donde fue conocido como «los polvos de la condesa».
Hay otras versiones que ponen como protagonista de esta historia a Ana de Osorio, la primera esposa del conde de Chinchón, sin embargo, esta mujer nunca llegó a viajar al Nuevo Mundo ya que falleció antes de que su marido fuese nombrado virrey de Perú.
En poco tiempo la difusión de la corteza de la quina como tratamiento antipalúdico se extendió como la pólvora por los países europeos y fue un jesuita, el cardenal y filósofo Juan de Lugo, el que la introdujo en Roma. Este religioso se la regaló al médico del papa Inocencio X, que en ese momento estaba enfermo de fiebres palúdicas. El pontífice comenzó a restablecerse pocos días después de empezar el tratamiento y, como muestra de agradecimiento, no sólo respaldó su administración en los países católicos sino que emitió una cédula papal en la que se especificaban las instrucciones para su uso y se concedía a los jesuitas el monopolio de su distribución por Europa. Por este motivo la quina pasó a llamarse «corteza de los jesuitas» o «polvo de los jesuitas». Esta nueva denominación fue contraproducente ya que en muchos países protestantes su uso fue prohibido, tal y como sucedió en Inglaterra. Fue precisamente Sydenham, al que nos referimos anteriormente, el primero en utilizarlo en la corte inglesa.

Transfusiones de sangre

Retrocedamos algo en el tiempo. El primer intento de transfusión sanguínea del que tenemos noticia ocurrió en 1492, cuando el papa Inocencio VIII entró en coma y los galenos romanos pensaron, sin que existiera ningún tipo de evidencia científica y cuando todos los tratamientos de la época habían fracasado, que lo único que podría devolverle la salud al pontífice sería la administración de sangre humana.

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Grabado en el que se muestra la transfusión del cirujano francés Jean Baptiste Denis. En su diario escribió el desenlace del experimento: «Estaba en el proceso exitoso de recibir la transfusión… pero algunos minutos después… su brazo se calentó, su pulso aceleró, el sudor brotó sobre su frente, se quejaba de fuertes dolores en los riñones y en el estómago, su orina era obscura, negra de hecho… luego murió…».

No se sabe por qué motivo los médicos pontificios eligieron sangre humana y no la de cualquier otro animal, suponemos que la elección tendría su fundamento en que se trataba de un paciente egregio. Como en aquel momento todavía no se conocía la circulación sanguínea, se decidió desangrar a tres niños de diez años y se dio a beber la sangre al pontífice. El resultado fue la muerte del papa y de los tres niños.
Los médicos volvieron a retomar la posibilidad de realizar transfusiones de sangre cuando William Harvey descubrió la circulación mayor y se dispuso de jeringuillas para poder canalizar una vena y una arteria. En febrero de 1665, el anatomista inglés Richard Lower transfundió a un perro la sangre de otro perro. Pocas horas después de la transfusión ambos animales fallecieron. Este fracaso no fue óbice para que tan sólo dos años después se administrase a un paciente la sangre de un cordero, en esta ocasión nuevamente la transfusión fue un fracaso y el paciente falleció.
En 1667, el cirujano francés Jean Baptiste Denis, médico del rey Luis XIV de Francia, realizó en la Universidad de la Sorbona una transfusión a un hombre joven, Antoine Mauroy, aquejado de locura. En esta ocasión el donante fue una oveja pero el resultado fue el mismo que en los anteriores intentos.
Como quiera que en aquella época no se conocían los grupos sanguíneos no es de extrañar que en todas las transfusiones falleciera irremediablemente el receptor de la sangre. Esta falta de éxito provocó que en 1670 se prohibieran por ley estas prácticas terapéuticas en Francia, prohibición que fue secundada por el papado y el Parlamento inglés.

Estadística vital

Una de las grandes novedades epidemiológicas del siglo XVII fue la aparición de las estadísticas demográficas. Un ciudadano inglés llamado John Graunt (1620-1674) publicó en 1662 Natural and political observations (Observaciones naturales y políticas), en donde recogió datos estadísticos verdaderamente interesantes: un tercio de los niños nacidos vivos fallecía antes de los 5 años, 2 de cada 9 personas morían por una enfermedad aguda y 70 de cada 229 lo hacía por una enfermedad crónica. Estamos ante los primeros datos epidemiológicos sanitarios de la historia. Además, Graunt observó que el 7 % de la población fallecía a una edad avanzada y que sólo una de cada 4.000 personas lo hacía a causa del hambre en Londres.

§. La Ilustración: el siglo de los cirujanos
El siglo XVIII fue una época de numerosos avances científicos y de desarrollo de teorías filosóficas, químicas y físicas que, como más adelante veremos, repercutirían positivamente en los avances de la medicina.
Período de grandes cambios, en él la moral y la fe fueron sustituidas por la razón y la ciencia. No obstante, no todo fueron avances y la superstición y el curanderismo no desaparecieron totalmente. En este sentido, por ejemplo, un papa, Benedicto XIV (1740-1758), utilizó por vez primera el término influenza para referirse a la gripe, ya que tenía la certeza absoluta de que la enfermedad estaba provocada por la «influencia» de los astros.
En el campo médico se produjeron grandes adelantos en el área social, se mejoraron las condiciones higiénicas de las ciudades, surgió el concepto de prevención de enfermedades y las condiciones de vida de las personas empezó a ocupar un lugar destacado en el estudio de las enfermedades. A lo largo de este siglo poco a poco el clima —el factor más importante de la medicina hipocrática— pasó a ocupar un segundo plano. En este sentido, el médico italiano Bernardo Ramazzini (1633-1714) fue un pionero de la medicina social ya que ideó y desarrolló la salud ocupacional y la medicina del trabajo. Su contribución más importante fue la publicación en 1700 de una obra titulada De morbis artificum diatriba (Enfermedades de los trabajadores), en la que describió de forma pormenorizada un elevado número de enfermedades profesionales. Este libro es considerado el primer tratado de medicina laboral, un hito de la investigación de los factores sociales que causan y favorecen la aparición de enfermedades. Fue el fruto de un largo estudio en el que Ramazzini analizó cuáles eran las enfermedades propias de más de cien profesiones diferentes, entre las que se encontraban los artesanos sucios (curtidores, queseros, jaboneros, enterradores, comadronas), los artesanos polvorientos (panaderos, molineros, tabaqueros), los artistas y artesanos que permanecen de pie, sentados o deambulando, los soldados, los médicos, los trabajadores del agua (pescadores, navegantes)… El estudio de Ramazzini abrió las puertas a un campo nuevo, se comprobó cómo al modificar los factores sociales y laborales se puede disminuir un elevado número de enfermedades propias de una profesión.

Un escocés derrota a la peste del mar

Ramazzini señaló que entre las causas que hacían fracasar las grandes travesías marítimas se encontraban los peligros del mar, las enfermedades de los marineros y la hambruna. La dieta de la tripulación de aquella época carecía casi por completo de vitaminas, especialmente de vitamina C, de manera que a las pocas semanas de comenzar un viaje transoceánico un gran número de marineros tenía los síntomas característicos de este déficit: debilidad, sangrado de encías, lesiones cutáneas, hinchazón de miembros inferiores… Actualmente sabemos que estos síntomas son debidos a una enfermedad denominada escorbuto y que es producida por la falta de vitamina C, pero en aquel momento se desconocía cuál era su causa y, por tanto, la forma de combatirla. El escorbuto provocaba tantas muertes entre la tripulación que también fue denominada la peste del mar.
Una de las mejores descripciones de esta enfermedad fue realizada en 1535 por el navegante francés Jacques Cartier: «Esa enfermedad desconocida empezó a hacer estragos entre nosotros, bajo una forma muy rara de la que nunca habíamos oído hablar y que jamás habíamos visto. De tal manera que algunos enfermos perdieron por completo las fuerzas y no se podían sostener de pie.
Luego se les hincharon las piernas, los músculos se atrofiaron y se pusieron negros como carbón. Otros tenían la piel cubierta de manchas de sangre púrpura desde el tobillo hasta la rodilla, en los muslos, hombros, brazos y cuello. Les apestaba el aliento y las encías estaban tan pútridas que la carne se desprendía hasta en la raíz de los dientes que se descarnaban casi todos».

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En 1753 después de revisar todo lo que se había publicado en torno al escorbuto, James Lind escribió: «No es sencillo desarraigar los prejuicios […] resultó esencial mostrar una visión completa e imparcial de lo que hasta ese momento se había publicado sobre el escorbuto […] De hecho, antes de que el tema se pudiera explicitar clara y correctamente, fue necesario eliminar una gran cantidad de basura».

James Lind (1716-1794) fue un médico escocés que, a bordo del buque Salisbury, tuvo la oportunidad de observar en 1746 y 1747 cómo el escorbuto hacía estragos en la armada inglesa, diezmando la tripulación de los barcos: durante dos travesías que duraron diez y once semanas, respectivamente, contabilizó el fallecimiento de 280 marineros de los 350 que habían enfermado de escorbuto. Aquellas experiencias debieron sobrecogerle profundamente y hacerle pensar de qué forma se podían evitar todas aquellas muertes. Fruto de sus reflexiones fue la puesta en marcha de un experimento innovador. El hecho sucedió el 20 de mayo de 1747, día en el cual Lind decidió dar diferentes alimentos a 12 marineros que habían contraído el escorbuto a bordo del buque Salisbury. Estamos ante el primer ensayo clínico de la historia de la medicina y se produjo a bordo del buque Salisbury: « […] todos tenían las encías podridas, manchas en la piel, laxitud y debilidad de las rodillas y tuvieron la misma dieta: gachas endulzadas con azúcar, caldo de cordero, budines, galleta cocida con azúcar, cebada, arroz, pasas y vino. Dos de estos enfermos recibieron diariamente, de forma extra, un cuarto de galón de sidra tres veces al día, otros dos tomaron dos cucharadas de vinagre tres veces al día; dos de los más graves recibieron media pinta de agua de mar; otros dos recibieron dos naranjas y un limón al día. Dos más recibieron 25 gotas de elixir de vitriolo tres veces al día. Los dos enfermos restantes tomaron semilla de nuez moscada tres veces al día y una mezcla de ajo, semilla de mostaza, bálsamo del Perú y resina de mirra…».
El resultado del estudio fue espectacular: al cabo de seis días de iniciado el tratamiento uno de los enfermos de los dos que habían recibido naranjas y limón pudo reanudar su trabajo y el otro que recibió este tratamiento tuvo una recuperación rápida y completa a lo largo de los siguientes días. El resto de los marineros empeoraron, a excepción de los dos marineros que habían recibido la sidra, que tuvieron una leve mejoría. La conclusión que Lind obtuvo de este experimento fue que los cítricos ayudaban a combatir el escorbuto, si bien es cierto que desconocía por qué motivo.
El médico escocés dio a conocer sus resultados a la comunidad científica en 1753, seis años después de su primer ensayo, con la publicación de Tratado sobre la naturaleza, las causas y la curación del escorbuto, donde recalcó la efectividad de los jugos de los cítricos contra dicha enfermedad. A pesar de la eficacia del tratamiento la noticia fue acogida con escepticismo, tanto entre la clase médica como en el gobierno inglés, y por razones inexplicables los cítricos no fueron incluidos en la dieta de los marineros hasta 1789. A partir de ese momento los marineros enfermos por escorbuto disminuyeron drásticamente a bordo de los barcos ingleses, motivo por el cual la medida fue copiada por el resto de los países europeos.

La primera vacuna

El escorbuto fue una enfermedad que causó numerosas bajas entre la marinería de la época pero nada comparable con la terrible mortandad que ha ocasionado la viruela a lo largo de la historia. La viruela es una enfermedad infecciosa que está causada por el virus variola, el cual, según estudios paleontológicos, es posible que surgiera hace más de tres mil años en algún lugar de la actual India, desde donde debió extenderse al resto del planeta. Sin embargo, la primera prueba tangible de la existencia de esta enfermedad procede del análisis de algunas momias egipcias pertenecientes a la decimoctava dinastía (1580-1350 a. C.). El término viruela procede del vocablo latino varus, que significa «postilla», en alusión a las costras que aparecían en la piel de los pacientes afectos de esta infección. Generalmente la enfermedad cursaba con fiebre elevada y con la aparición de lesiones sobre elevadas en la piel con líquido en su interior (vesículas). Lejos de ser una enfermedad benigna, durante siglos fue responsable de una altísima mortalidad, hasta el punto de convertirse en una de las principales causas de muerte, de tal modo que en algunas civilizaciones de la Antigüedad no daban nombre a los niños hasta que no contraían la enfermedad y sobrevivían a ella. Se estima que a finales del siglo XVIII fallecían en Europa unas cuatrocientas mil personas a causa de viruela todos los años y la mayoría de los enfermos que sobrevivían a ella quedaban con secuelas para el resto de su vida, habitualmente en forma de cicatrices faciales que les afeaban el rostro, pero en otros casos las secuelas eran más graves, llegando a producir ceguera. A pesar de que en la actualidad es una enfermedad que está totalmente erradicada del planeta en la India a los recién nacidos todavía hoy se les llama genéricamente kumará, que en hindú significa «muere con facilidad» (del hindú ku, «fácil»; y mará, «muerte»), en alusión a la altísima mortalidad infantil por viruela.
Sin duda, el progreso médico más importante del siglo XVIII que el desarrollo de una vacuna efectiva y segura contra la viruela, gracias a la cual se redujo de forma considerable la mortalidad, sin embargo, este tratamiento no fue el primero que se usó para combatir la enfermedad intentando estimular el sistema inmune de nuestro organismo. Al parecer el tratamiento se inició en algún punto no determinado de la actual Turquía hace muchos siglos, algunos estudiosos se inclinan a pensar que se inició en la época de Mitrídates VI, rey del Ponto, que vivió en el siglo I a. C., al que ya nos hemos referido en otros lugares de este libro. El tratamiento recibió el nombre de variolización y consistía en administrar a personas sanas, y que nunca habían pasado la enfermedad, una pequeña cantidad del líquido que contenían las vesículas de los pacientes con viruela. Al parecer las personas inoculadas desarrollaban una forma leve de viruela, que se caracterizaba por ser menos letal y dejar menos secuelas, pero que al mismo tiempo las protegía frente a la enfermedad.
Esta práctica era desconocida para los europeos hasta que llegó a Constantinopla Mary Wortley Montagu (1689-1762) en calidad de embajadora inglesa. El personal que trabajaba para ella debió de explicarle en qué consistía y los beneficios que se obtenían, porque cuando regresó en 1718 a Inglaterra trató de hacerla extensiva. La variolización no obtuvo los adeptos entre los médicos ingleses de la época que la aristócrata había pensado, ya que no se conocía cuál era la cantidad idónea de líquido que se requería para conseguir la protección frente a la enfermedad y porque además existía el riesgo de que una persona sana desarrollase una forma severa de aquella y falleciese. Por este motivo este tratamiento cayó en el olvido.
Algunos años después Edward Jenner (1749-1823), un médico rural inglés, observó que en las manos de las mujeres que ordeñaban las vacas enfermas de una patología benigna llamada vaccina o vacuna (en inglés, cow pox), bastante similar a la viruela humana, aparecían unas erupciones similares a las que había en las ubres de las vacas. Las lesiones de las manos de las ordeñadoras desaparecían en pocos días y las mujeres, de forma «milagrosa», quedaban protegidas frente a la viruela.
Jenner, que además conocía la variolización que había tratado de difundir lady Montagu, dedujo que la viruela bovina y la viruela humana eran dos afecciones idénticas y que, por algún motivo que desconocía, cuando el ganado vacuno infectaba al ser humano la enfermedad era mucho más leve. Por ese motivo, Jenner decidió realizar un experimento que tendría una trascendencia importantísima en la historia de la medicina: el 14 de mayo de 1796 inoculó a un niño llamado James Phipps parte del líquido de una vesícula de una granjera que había adquirido la enfermedad de las vacas (vaccina). Al principio el niño presentó fiebre elevada, lesiones cutáneas (vesículas) y malestar general, pero al cabo de pocos días comenzó a recuperarse hasta que se curó. Era evidente que James había padecido la viruela de las vacas, pero no de forma directa sino tras el contagio de un ser humano, ahora a Jenner le quedaba saber si el niño estaba protegido frente a la viruela humana, para ello algunos días después inoculó a James líquido procedente de vesículas de un paciente con viruela humana. En esta ocasión el niño no enfermó, por lo que se podía concluir que estaba protegido contra la enfermedad, ahora diríamos inmunizado. Jenner repitió durante los meses siguientes este experimento y obtuvo resultados similares; no había duda, el tratamiento era efectivo para prevenir la viruela.
La palabra vacunación no fue utilizada por Jenner en sus publicaciones, sino que fue acuñada en 1880 por el científico francés Louis Pasteur, al que nos referiremos más adelante.

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Edward Jenner. Aunque aparentemente su hallazgo pueda parecer similar a la variolización, se diferencia en que el líquido que se inocula a la persona sana no era de vesículas de virus de la viruela humana, sino de virus de la viruela vacuna.

El término vacuna deriva del vocablo latino vaccine, que significa ‘de la vaca’, clara alusión al trabajo realizado por Jenner, que había inmunizado a personas sanas a partir de la viruela bovina. La efectividad del método fue reconocida, alabada e incorporada en la práctica totalidad de los países europeos en muy poco tiempo.

Aparece la percusión

No todo fueron adelantos terapéuticos, también los hubo diagnósticos, entre ellos el más importante fue el de la percusión. Su introducción en la práctica clínica como método auxiliar para el diagnóstico clínico se lo debemos al médico austriaco Leopoldo Auenbrugger (1722-1809), hijo de un posadero. Durante su niñez y adolescencia tuvo la ocasión de ver cómo su padre golpeaba los toneles de vino para determinar el nivel de la bebida. Cuando acabó sus estudios médicos aplicó ese sistema para conocer si en la cavidad torácica o en la cavidad abdominal de sus pacientes había líquido, sus hipótesis eran confirmadas en aquellos pacientes que fallecían con la autopsia. De esta forma Auenbrugger pudo desarrollar su teoría y, en 1760, la sintetizó en su obra Inventum novum (Nuevo invento), un opúsculo de 95 páginas en donde no sólo se limitó a explicar en qué tipo de enfermedades podría ser útil, sino que además recomendaba cómo debía realizarse: de forma suave, con las puntas de los dedos juntas, a manera de martillo, y con el tórax del enfermo cubierto con la camisa o con un pañuelo. Auenbrugger explicaba en su libro que el sonido del pecho sano es análogo al de un tambor golpeado a través de un grueso paño de lana, mientras que si existe algún tipo de enfermedad el sonido puede ser «más alto, más profundo, más claro, más oscuro o, simplemente, estar abolido».
A pesar de que se trataba de un método innovador y barato pasó totalmente inadvertido y no tuvo ningún tipo de interés médico hasta que en 1809 uno de los doctores del emperador francés Napoleón Bonaparte, Jean Nicolas Corvisart, al que tendremos ocasión de referirnos más adelante, reconoció su importancia y facilitó su difusión. En el momento actual la percusión es uno de los métodos exploratorios más utilizados por los clínicos para el diagnóstico de enfermedades torácicas y abdominales.

Magnetismo animal

Como hemos visto, James Lind, Edward Jenner o Leopoldo Auenbrugger demostraron la eficacia de tratamientos o herramientas diagnósticas desconocidas hasta ese momento a partir de experimentos clínicos en los cuales a partir de una hipótesis de trabajo se analizaban los resultados obtenidos. Sin embargo, no todos los tratamientos que surgieron a lo largo del siglo XVIII respondían a este esquema de trabajo.
Las revolucionarias técnicas curativas que propuso el médico austriaco Franz Anton Mesmer (1734-1815) convulsionaron los círculos médicos de la Europa de finales del siglo XVIII. Este galeno afirmaba que era capaz de lograr la curación de numerosas enfermedades únicamente pasando extrañas cubetas sobre el cuerpo de los pacientes o bien mediante la imposición de sus manos.

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En 1775, Anton Mesmer desarrolló un sistema de magnetización colectiva, que consistía en colocar en el interior de una gran cubeta agua, limaduras de hierro, azufre, imanes y vidrio molido, unidos por alambres. Los pacientes debían hundir en ellos unas varillas de hierro y aplicar el extremo libre sobre sus zonas afectadas. Los resultados que obtenía en los enfermos respaldaban las hipótesis del galeno austriaco.

En contra de lo que pudiera pensarse, Mesmer no era un charlatán o una persona sin formación académica, se había doctorado en Medicina por la Universidad de Viena en 1766. Durante varios años se dedicó a estudiar y desarrollar su teoría del magnetismo animal, según la cual afirmaba que las fuerzas de atracción de los cuerpos celestes influían en el sistema nervioso humano.
En 1774 decidió poner su teoría en práctica y aplicó varios imanes sobre las piernas doloridas de una paciente, al cabo de unos minutos la enferma refirió una clara mejoría de su sintomatología, lo cual afianzó su creencia de que en todos los cuerpos astrales y en todos los seres vivos existe un fluido universal, una fuerza que se relaciona con el magnetismo terrestre y que influye en los fenómenos fisiológicos de nuestro organismo.
Mesmer pensaba que si actuaba de forma adecuada sobre esa energía podría curar numerosas enfermedades. Durante los años siguientes abandonó los imanes y pasó a aplicar directamente sus manos sobre los pacientes. El éxito que cosechó Mesmer en su país hizo que ampliase sus miras científicas y, por ello, se trasladó en 1778 a París en busca de una mayor clientela y de un reconocimiento internacional. En la capital francesa publicó Mémoire sur la découverte du magnétisme animal (Memoria sobre el descubrimiento del magnetismo animal), que fue un verdadero éxito y que convirtió al magnetismo en un tratamiento de moda. Por la consulta de Mesmer pasaron hombres tan influyentes como el marqués de La Fayette, el barón de Montesquieu o el rey Luis XVI.
En 1885 la facultad de Medicina de París inició una campaña de desprestigio contra Mesmer, oponiéndose frontalmente a la falta de experimentación de los tratamientos del médico austriaco. Lograron que se generara una enorme oposición por parte de la opinión pública francesa y que sus sesiones fuesen prohibidas en todo el territorio francés. La comunidad científica emitió un comunicado en el que afirmaba de forma tajante que no existía ningún fluido universal y que los resultados obtenidos por Mesmer se debían únicamente a la imaginación de los pacientes. El médico austriaco se vio obligado a dejar Francia y sus tratamientos cayeron en el olvido muy poco tiempo después.
Anton Mesmer, lejos de pasar a la historia por ser un curandero o charlatán, merece tener su reconocimiento por ser uno de los precursores de la moderna psiquiatría, ya que el mesmerismo sentó las bases de la hipnosis, un tratamiento con bases científicas, como tendremos ocasión de comprobar en el próximo capítulo.

Escuelas para cirujanos

Abandonemos a los clínicos y pasemos a ocuparnos de los anatómicos y de los cirujanos. El anatómico más influyente del siglo XVIII fue el francés Marie-François Xavier Bichat (1771-1802), creador del método anatomoclínico, vigente en la actualidad, que no era sino una nueva manera de entender las enfermedades basada en la relación que existe entre los síntomas (cuadro clínico) y las lesiones que se producen en los órganos. Desarrolló la teoría de que los seres vivos no son una simple asociación de órganos que están próximos entre sí, sino que son una intrincada red de tejidos, una forma de entender las enfermedades que persiste en la actualidad.
A pesar de los numerosos avances clínicos a los que hemos hecho referencia si algo caracterizó al siglo XVIII en lo que a la medicina se refiere fueron las innovaciones quirúrgicas. En esta centuria se crearon centros superiores de enseñanza destinados exclusivamente a la formación de cirujanos, en los que se impartían unos conocimientos similares a los de las universidades, pero con la diferencia de que el alumnado estaba formado exclusivamente por futuros cirujanos. Con esta filosofía se crearon en Francia las Escuelas Prácticas de Cirugía en París, Chopart y Desault. En España los centros de enseñanza quirúrgica recibieron el nombre de Reales Colegios de Cirugía, y surgieron en varias ciudades españolas, el primero que se fundó fue el de Cádiz (1748), al que siguieron el de Barcelona y el de San Carlos en Madrid. Poco a poco los cirujanos dejaron de ser considerados médicos de segunda división y se equipararon al resto de los médicos. En esta época destacaron cirujanos de la talla de William Cheselden, Percivall Pott, John Hunter, Jean-Louis Petit, y Antonio Scarpa.
William Cheselden (1688-1752) fue un cirujano británico que defendió a capa y espada la formación universitaria quirúrgica y consiguió que se separasen definitivamente los cirujanos ingleses de los barberos. Este médico fue un verdadero entusiasta de las disecciones anatómicas, consideraba que eran valiosísimas para la docencia de los futuros cirujanos. Se cuenta que Cheselden compraba cadáveres para poder realizar en ellos las autopsias e impartir docencia a los alumnos y que en alguna ocasión las autopsias las realizó en el comedor de su casa.
El discípulo más famoso y aventajado de Cheselden fue Percivall Pott (1714-1788) quien, además de ser un excelente cirujano, fue un clínico observador y meticuloso. En 1775 publicó un ensayo titulado Chirurgical observations (Observaciones quirúrgicas) en el que relacionó una profesión (deshollinador) con padecer una mayor incidencia de cáncer de escroto; establecía por vez primera un vínculo directo entre el alquitrán y un tumor.
John Hunter (1728-1793) nació en Long Carderwood, cerca de Glasgow, en Escocia, en el seno de una familia de agricultores pobres. Durante su juventud se trasladó a Londres y se formó en el hospital de Chelsea con los doctores Cheselden y Pott. Hunter entendía que el cirujano era un profesional que aspiraba a la concepción científica de su labor manual, por lo que en su actividad profesional compaginó la investigación anatómica con la cirugía. A lo largo de su vida publicó artículos sobre hemorragias, coagulación de la sangre, heridas, aneurismas, inflamaciones arteriales… que tuvieron una enorme repercusión en la comunidad científica. Se puede decir que ningún cirujano ha influido tanto y de una forma tan profunda y generalizada a lo largo de toda la historia de la cirugía.
Uno de los cirujanos franceses más brillantes fue Jean-Louis Petit (1674-1760), que ejerció como cirujano en el hospital de la Charité de París, en donde también dio clases de cirugía. Se cuenta que sus clases gozaban de tal fama que a ellas asistían alumnos extranjeros. Petit fue el primer médico en demostrar que el cáncer de mama se extiende a los ganglios de la axila cuando la enfermedad está avanzada. El nombre de Scarpa es familiar para los cirujanos y anatomistas actuales ya que este apellido se emplea para describir al menos diez estructuras anatómicas, de las cuales la más conocida es el triángulo de Scarpa, que se encuentra en la ingle. Esta región anatómica trasciende de vez en cuando a los medios de comunicación ya que algunos toreros han fallecido a consecuencia de las lesiones producidas por las astas de toro en la arteria femoral que pasa por el interior del triángulo de Scarpa. Este nombre está en relación con un cirujano e investigador italiano, Antonio Scarpa (1752-1832), que además de describir la anatomía de las hernias amplió la anatomía ocular.

Las primeras ambulancias

En el siglo XVIII se produjo el invento de las ambulancias, una de las aportaciones médicas modernas que más ha colaborado a disminuir la mortalidad en los campos de batalla. La primera evidencia que existe de una ambulancia data del siglo X y fue construida en Inglaterra. Como cabe imaginar era muy elemental, constaba de una hamaca encajada dentro de un carro que era tirado por caballos. La ambulancia tenía como única finalidad el transporte de heridos en el campo de batalla. Durante los siglos siguientes el transporte de heridos de guerra se realizaba en carretas sin techo, los soldados no eran atendidos en el campo de batalla sino que eran transportados hasta el hospital más cercano, habitualmente situado a varios kilómetros de distancia, en donde recibían la atención médica que precisaban. La demora en el tratamiento, habitualmente de horas, era la responsable de la elevada mortalidad de los combatientes.
La situación cambió en 1792, cuando el cirujano militar francés Dominique-Jean Larrey (1766-1842), médico de los ejércitos napoleónicos, diseñó lo que él denominó ambulancias volantes, que hacía referencia tanto al medio de transporte como al personal de acompañamiento para prestar una mejor atención médica a los heridos. Ese año había estallado la guerra contra Austria y Larrey pudo comprobar con sus propios ojos las numerosas bajas que se producían en el campo de batalla sin que nada se pudiera hacer: «He descubierto lo difícil que nos resulta desplazar las estaciones de vendaje u hospitales militares. Según las ordenanzas, debían mantenerse a unos cinco kilómetros del ejército. Los heridos debían quedar en el campo de batalla hasta el cese de la lucha…».
Para afrontar este problema, el cirujano francés decidió formar pequeños grupos de militares constituidos por tres cirujanos, que iban a caballo, y dos personas que transportaban canastas para trasladar a los enfermos. En lugar de esperar a que finalizase la contienda para atender a los heridos los cirujanos acudían al campo de batalla, realizaban una primera atención médica y a continuación trasladaban a sus compañeros heridos en carruajes ligeros (una cámara cerrada unida a un carro de dos ruedas ensambladas por medio de muelles metálicos). Estos dispositivos recibieron el nombre de ambulancias volantes y fueron un verdadero éxito, ya que disminuyeron notablemente el número de muertos en el campo de batalla. Larrey fue premiado por esta invención y el emperador Napoleón Bonaparte le nombró barón y cirujano honorífico del cuerpo de guardia del emperador en la guerra y en la paz. Los resultados de este invento fueron tan brillantes que la idea fue copiada por la mayoría de los ejércitos europeos, todos los cuales pocos años después disponían de ambulancias volantes en sus ejércitos, disminuyendo con ello de forma significativa la mortalidad en los campos de operaciones.
Así pues, las primeras ambulancias surgieron como un invento para disminuir la mortalidad de los heridos en el campo de batalla. Para disponer de ambulancias civiles habría que esperar al año 1832, cuando tuvieron que ser utilizadas para trasladar al hospital al elevado número de enfermos que hubo durante un brote de cólera que se produjo ese año en Londres.

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Ambulancias volantes de Dominique-Jean Larrey. Fue una de las grandes innovaciones de la medicina militar de la época. Eran tiradas por caballos y su misión era socorrer y transportar a los heridos con la máxima rapidez. Napoleón Bonaparte legó a Larrey 100.000 francos y en su testamento se refería a él como el hombre más virtuoso que había conocido.

Todos los avances a los que hemos hecho mención sentaron las bases definitivas para que en la centuria siguiente el ejercicio de la medicina fuese cada vez más científico, más independiente de la experiencia y de la habilidad del médico. Así mismo, los avances médicos y quirúrgicos se perfeccionarán en aras de una medicina más moderna, basada cada vez más en la tecnología, como a continuación veremos.

Capítulo 6
Edad contemporánea: Tecnología aplicada al conocimiento médico

Contenido:
El siglo XIX: una época de grandes cambios
El siglo XX: nuevos tiempos, nuevos tratamientos
El siglo XXI: del fonendoscopio a la terapia génica
§.El siglo XIX: Una época de grandes cambios
En el siglo XIX la medicina siguió el rumbo que había iniciado en la centuria anterior y se produjeron innovaciones quirúrgicas muy relevantes al conseguir superar las tres barreras que tenían cercenada su evolución: el dolor, la hemorragia y la infección. Además, es en ese siglo cuando surgieron nuevas teorías médicas que dieron lugar a terapias totalmente revolucionarias.

La célula es la parte más elemental de los seres vivos

En 1837, el botánico alemán Jacob Matias Schleiden (1804-1881) descubrió que las células eran los elementos fundamentales de todos los vegetales y además distinguió tres estructuras o regiones características dentro de ellas: núcleo, membrana y citoplasma.
Este concepto sería ampliado también al reino animal en 1839 gracias a los estudios de su compatriota Theodor Schwann (1810-1882), el cual llegó a la conclusión de que la célula también era el constituyente básico de los animales.
En 1852, el alemán Rudolf Virchow (1821-1902) formuló su teoría de la patología celular, según la cual las células son las unidades más pequeñas del organismo capaces de sobrevivir aisladas si las condiciones del medio son favorables. Además, demostró que cada una de sus partes (núcleo, mitocondria, membrana) no es capaz de sobrevivir de forma aislada a pesar de que haya condiciones óptimas. Esto le hizo suponer que el lugar anatómico en el que asienta la enfermedad es la célula, no el tejido como se pensaba hasta ese momento. Este concepto se mantendría vigente durante más de un siglo.
La teoría celular tan sólo tenía una excepción: el sistema nervioso central. Durante la mayor parte del siglo XIX prevaleció la idea de que el cerebro era un entramado en forma de red que carecía de células. A finales de ese siglo el español Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) demostró que semejante hipótesis era falsa y que, por el contrario, el sistema nervioso estaba formado por diferentes células individuales (neuronas) conectadas entre sí a través de una estructura a la que denominó sinapsis.
El perfeccionamiento de los microscopios no sólo permitió profundizar en aspectos celulares sino que además posibilitó que se pudieran descubrir seres invisibles a simple vista.

Se descubren enfermedades causadas por seres microscópicos

A pesar de que durante siglos se había sospechado que pequeños seres diminutos e invisibles a simple vista podían provocar enfermedades, nadie lo había podido demostrar. El italiano Agostino Bassi (1773-1856) tiene el honor de ser el primero en comprobar experimentalmente que un agente biológico es capaz de producir una enfermedad epidémica. Fue la conclusión a la que llegó en 1835 después de estudiar durante veinticinco años cierta enfermedad del gusano de seda (el llamado mal del segno). Demostró que las manchas blanquecinas que aparecen en la superficie del gusano se debían a la invasión del hongo Botrytis bassiana.
Cinco años después, el alemán Jacob Henle (1809-1885) dio otro paso en este sentido al plantear la teoría de que las enfermedades infecciosas están causadas por seres vivos invisibles y para que un agente biológico sea considerado el responsable de una enfermedad es condición imprescindible que se aísle in vitro a partir de los tejidos afectados.
A mediados del siglo XIX una enfermedad, la pebrina, se diseminó por los criaderos del gusano de seda de toda Europa y amenazó la producción ya que los gusanos se morían de forma alarmante y los pocos que quedaban producían muy poca seda. El químico francés Louis Pasteur (1822-1895) aceptó el reto de estudiar la causa de esta rara epidemia y, en 1869, con la ayuda del microscopio, llegó a identificar al protozoo Nosema bombycis como el causante de la enfermedad. Mediante una serie de medidas de control consiguió que la epidemia remitiese de forma espectacular. Era otra muestra más de que las enfermedades infecciosas estaban provocadas por microorganismos vivos.
La aportación definitiva a esta teoría la realizó el médico alemán Robert Koch (1843-1910) al descubrir nuevas técnicas de estudio y medios de cultivo microbiológicos más eficaces. A lo largo de su vida realizó numerosas misiones sanitarias por casi todos los continentes tratando de mejorar el conocimiento de las enfermedades endémicas y epidémicas. Uno de los logros más importantes que consiguió fue el descubrimiento en 1882 del vibrión colérico —el microorganismo responsable del cólera— y el del bacilo de la tuberculosis.

Aparece el primer estetoscopio

Además del perfeccionamiento de los microscopios se produjeron otros avances científicos que mejoraron las posibilidades diagnósticas a lo largo de este siglo, los dos más importantes fueron el estetoscopio o fonendoscopio y la radiografía, dos herramientas diagnósticas que se siguen empleando hoy en día.
Hasta el descubrimiento del estetoscopio por el francés René Théophile-Hyacinthe Laënnec (1781-1826), la única forma que tenían los médicos de oír los sonidos cardiacos era colocar su pabellón auricular sobre el tórax de los pacientes, sistema de exploración que recibía el nombre de auscultación inmediata. En 1819, este médico publicó un libro titulado Traité de l’auscultation médiate (Tratado de la auscultación mediata) en el que relataba cómo llegó a este descubrimiento: « […] consultado por una joven que presentaba síntomas generales de enfermedad del corazón, y en la cual la aplicación de la mano y la percusión daban poco resultado a causa de su leve obesidad.

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Laënnec descubrió y fabricó los primeros estetoscopios. El primer estetoscopio (del griego stethos, «pecho», y scopos, «explorar»), construido a partir de un rollo de papel, evolucionó hacia un cilindro de madera que mejoraba la audición.

Como la edad y el sexo de la enferma me vedaban el recurso a la auscultación inmediata, vino a mi memoria un fenómeno acústico muy común: si se aplicaba la oreja a la extremidad de una viga se oye muy claramente un golpe de alfiler dado en el otro cabo. Imaginé que se podía sacar partido, en el caso de que se trataba, de esa propiedad de los cuerpos. Tomé un cuaderno de papel, formé con él un rollo fuertemente apretado, del cual apliqué un extremo a la región precordial. Poniendo la oreja en el otro extremo, quedé tan sorprendido como satisfecho, oyendo los latidos del corazón de una manera mucho más clara y distinta que cuantas veces había aplicado mi oído inmediatamente». De esta forma tan original, mediante un simple rollo de papel consiguió mejorar la audición de los latidos cardiacos sin necesidad de colocar su pabellón auricular sobre el pecho de la paciente. El estetoscopio o fonendoscopio, como se conoce actualmente, no ha dejado de utilizarse desde entonces, hasta el punto de haberse convertido en el instrumento diagnóstico más empleado actualmente por la profesión médica.

La primera radiografía de la historia: una mano

El otro gran avance diagnóstico al que antes hacíamos referencia fue la invención de la radiografía y se produjo por azar, como muchas veces sucede en ciencia.

62.jpg Radiografía de la mano de la esposa de Röntgen. Además de las estructuras óseas se puede observar el anillo que llevaba en el dedo anular. El científico alemán fue premiado por el descubrimiento de los rayos X con el Premio Nobel de Física en 1901.

El hecho sucedió el día de Nochebuena de 1895 cuando el científico alemán Wilhelm Röntgen (1845-1923) se dio cuenta de que una pantalla cubierta con sales de bario y situada a más de un metro de la emisión de rayos catódicos se iluminaba. La distancia era muy grande para pensar que fuera producida por los rayos catódicos. Además observó unos rayos desconocidos hasta ese momento —por lo que decidió llamarlos x—, capaces de atravesar multitud de materiales sin desviarse: desde naipes hasta libros, pasando por una escopeta de caza. ¿Qué sucedería si tuvieran que atravesar una estructura humana? Para responder a esta pregunta expuso a la radiación de rayos X la mano izquierda de su esposa Bertha durante 15 minutos. Roentgen se quedó sorprendido al comprobar que se obtenía una imagen nítida de los huesos de la mano, era la primera radiografía de la historia.

El lavado de manos es importante

Sin duda alguna, estos dos avances diagnósticos permitieron afinar en el diagnóstico clínico de enfermedades y, por lo tanto, en el tratamiento de la mismas, disminuyendo la mortalidad. A pesar de todo, esta seguía siendo muy elevada y no se hubiera podido reducir sin el descubrimiento de la asepsia (medidas higiénicas que se llevan a cabo para reducir el número de patógenos) por parte de un ginecólogo húngaro, como veremos a continuación.
Hasta el siglo XIX un elevado número de parturientas tenían fiebre elevada durante los días siguientes al parto y un número nada despreciable de estas pacientes fallecían sin que nada se pudiera hacer. La fiebre puerperal, que así es como se conoce a esta enfermedad, campaba a sus anchas en todo el mundo sin que se supiera cuál era su causa. El Hospital General de Viena no era una excepción. Allí trabajaba en la década de 1840 un joven médico húngaro de origen judío llamado Ignaz F. Semmelweis (1818-1865), el cual había observado que la fiebre puerperal afectaba a casi el 40 % de las parturientas y que la mortalidad era mucho más elevada en el pabellón que era atendido por médicos y estudiantes (18 %) que en el pabellón donde las comadronas eran las encargadas de atender los partos (3 %). En otras palabras, era tres veces más probable que una embarazada falleciera después del parto si era atendida por los médicos que si era atendida por las comadronas. Semmelweis se dedicó a estudiar a qué se debía esta enorme diferencia y analizó varias hipótesis: estado social, presencia de miasmas, ropa sucia, influencias climáticas e incluso influencia de índole religioso (si pasaba el sacerdote para bendecir a las parturientas).
También observó que los médicos y estudiantes que atendían los partos lo hacían después de realizar las autopsias. Mientras analizaba estos hechos el 13 de marzo de 1847 se produjo la muerte de uno de sus compañeros, el profesor austriaco Jacob Kolletschka, que falleció casualmente con los mismos síntomas que los que tenían las mujeres con fiebre puerperal tras haber sido pinchado por error por un estudiante mientras realizaba una autopsia.
La conjunción de ambos hechos le hizo sospechar que la causa de la mortalidad de las parturientas estaba ligada a algún tipo de germen que llevaban los médicos en las manos y, por eso, el 15 de mayo de 1847 obligó a los miembros de su equipo a lavarse las manos con cloruro de cal después de realizar las autopsias y antes de atender los partos. El resultado fue espectacular: la mortalidad no sólo igualó a la de las matronas, sino que llegó a descender hasta el 1 %.
A pesar del éxito cosechado y lo sencillo que era combatir la fiebre puerperal hubo una enorme resistencia y hostilidad entre sus colegas, que no dejaban de burlarse de él y ridiculizarle, sin reconocerle el mérito de haber sido el introductor de la asepsia.

Un nuevo concepto de autopsia

Acabamos de ver cómo los médicos que realizaban los partos eran los mismos que practicaban las autopsias, debido a que el interés del examen post mórtem era exclusivamente estudiar aspectos anatómicos en el cadáver. En el siglo XIX este concepto cambió radicalmente; mediante la autopsia se trata de obtener información sobre la causa, la extensión y las complicaciones de la enfermedad que acabó con la vida de una persona, de forma que se llega a un diagnóstico médico definitivo, que en muchas ocasiones no fue posible realizar en vida del paciente.


Semmelweiss con algunos de sus colaboradores en el Hospital de Viena. Mediante una sencilla recomendación (el lavado de manos antes de atender a una parturienta) consiguió reducir la mortalidad entre estas pacientes.

Esta innovación revolucionaria se la debemos al austriaco Carl von Rokitansky (1804-1878). Durante su vida llegó a realizar unas treinta mil autopsias y demostró que los hallazgos del cadáver se correlacionaban con los síntomas y enfermedades que el fallecido había tenido en vida. Este hecho supuso un gran avance en dos aspectos: por una parte ayudó a comprender cómo se producían algunas enfermedades y, por otro, abrió el camino hacia nuevos tipos de tratamientos.

Suturas con tripas de gato

Además de estos avances se produjo en aquel siglo XIX otro hecho que disminuyó de forma drástica la mortalidad quirúrgica: la reducción de las infecciones en las heridas posquirúrgicas. Hasta este momento las suturas que se realizaban para cerrar las heridas se hacían habitualmente con seda o hilo y, por regla general, durante los días siguientes a la intervención quirúrgica la herida de los pacientes se infectaba y supuraba pus. En 1867 el cirujano inglés Joseph Lister (1827-1912) utilizó seda que previamente había sido desinfectada con una solución de ácido fénico y, de esta forma, pretendía eliminar los posibles gérmenes que en ella pudiera haber. Inicialmente no se atrevió a probar en humanos y prefirió hacerlo con la herida del caballo al que curó de forma extraordinaria y no supuró durante los días siguientes. Cuando en lugar de un animal utilizó este método en un paciente humano el resultado fue similar.
A continuación, Lister empezó a ensayar en sus pacientes el empleo de otro tipo de material para suturar las heridas: filamentos obtenidos a partir de los intestinos de los gatos (catgut). Los resultados no se hicieron esperar y los pacientes en los que se usaba el catgut no sólo se infectaban menos que en aquellos en los que usaba seda o lino sino que este material era reabsorbido por el organismo del paciente. Este nuevo tipo de sutura reabsorbible se usaría durante más de una centuria por cirujanos de todo el mundo.

Los guantes del amor

En el campo quirúrgico, además de emplear el catgut para suturar heridas se produjeron grandes avances que hoy nos pueden sorprender que hasta el siglo XIX no se hubiesen incorporado a la práctica diaria. Hasta que los guantes quirúrgicos de goma no fueron introducidos definitivamente en 1890 por el cirujano estadounidense William Steward Halsted (1852-1922) su uso era esporádico y estaban fabricados de algodón. Hasta ese momento los cirujanos empleaban, de forma esporádica, guantes de algodón, que esterilizaban al vapor y usaban de forma repetida en varias intervenciones. Halsted pidió a la empresa estadounidense Goodyear que fabricase unos guantes para que su enfermera ayudante, Carolina Hampton, pudiera evitar la dermatitis que le salía en sus manos cada vez que tocaba los antisépticos (bicloruro de mercurio) que en aquella época se empleaban para esterilizar el material de instrumental quirúrgico. Gracias a los guantes de goma fabricados por Goodyear, la señorita Hampton pudo seguir desempeñando su labor al lado de Halsted, que además de su jefe era su novio.
Durante los meses siguientes a implantar el uso de los guantes de goma Halsted observó asombrado que las infecciones en los pacientes intervenidos eran menos frecuentes que cuando se usaban los guantes de algodón o cuando no se empleaba ningún tipo de guante. Por este motivo, Halsted ordenó que se usasen los guantes de goma de forma generalizada en todo tipo de intervenciones.
Otro de los grandes adelantos quirúrgicos se produjo en 1897, cuando el cirujano polaco Johann von Mikulic-Radecki (1850-1905) usó por vez primera una mascarilla y un gorro durante una intervención quirúrgica para evitar que los microorganismos de su boca y fosas nasales o bien los pelos de su cuero cabelludo pudiesen caer en el campo quirúrgico. En el momento actual la mascarilla, los guantes y el gorro son parte del vestuario de todos los cirujanos del mundo.

Se opera sin dolor

Todos los adelantos tecnológicos a los que nos estamos refiriendo mejoraron considerablemente las condiciones quirúrgicas, tanto de los profesionales como de los propios pacientes. Pero, probablemente, el que más agradecieron estos últimos fue la aparición de la anestesia. En 1799 un auxiliar de farmacia, el inglés Humphrey Davy (1778-1829), inhaló accidentalmente protóxido de hidrógeno, un gas descubierto pocos años antes y que se obtenía al calentar a fuego lento nitrato de amonio. Tras la inhalación, Davy experimentó un estado de euforia, por lo que no tardó en repetir la inhalación y comprobar que cuando la exposición al gas era más prolongada quedaba insensibilizado a los golpes. En 1800 Davy recomendó a la comunidad médica que empleasen este gas, de forma inhalada, como anestésico. Sin embargo, el protóxido de hidrógeno en lugar de utilizarse con fines médicos quedó relegado para uso en las reuniones de la aristocracia, ya que su inhalación producía carcajadas (durante mucho tiempo fue conocido como el gas de la hilaridad).
Pasarían más de cuarenta años hasta que la anestesia volviese a hacer su aparición en el campo quirúrgico, si bien en esta ocasión el gas anestésico no sería el protóxido de hidrógeno. El 11 de diciembre de 1844 el dentista estadounidense Horace Wells (1815-1848) demostró los beneficios anestésicos del óxido nitroso en sí mismo, al dejarse extraer uno de sus dientes tras haberlo inhalado. Durante las semanas siguientes lo empleó como anestésico en 14 pacientes, obteniendo resultados favorables en 12 de ellos, si bien en dos no consiguió una anestesia completa. A finales de enero de 1845, convencido de los excelentes resultados logrados, realizó una demostración pública en el Hospital General de Massachussets, en la ciudad estadounidense de Boston extrayendo un molar de un paciente. Sin embargo, durante la intervención el paciente se quejó y la demostración fue considerada un rotundo fracaso.
En 1846 el dentista estadounidense William Morton (1819-1868) utilizó otro gas —el dietiléter— para anestesiar a un paciente que iba a ser sometido a una cirugía erradicadora de un tumor cervical en el Hospital General de Massachussets. En esta ocasión la anestesia fue todo un éxito y durante los siguientes años su empleo se difundió por diferentes países.
En 1847 un cirujano escocés, James Young Simpson (1811-1870), administró como anestesia cloroformo a una parturienta momentos antes de alumbrar, reduciendo de forma significativa sus dolores. La anestesia preparto no fue aceptada por todos los miembros de la profesión médica y provocó una enorme polémica en su país. Los más conservadores estaban a favor de que la mujer experimentase dolor durante el parto ya que se consideraba que era un «mandato celestial». Todavía hoy, si bien no existe este concepto religioso, sí hay algunos sectores de la sociedad y de la comunidad científica que abogan por el parto natural, sin anestesia y sin fármacos estimulantes del parto.

Brotes de cólera en Londres

A lo largo del libro hemos visto que en cada época de la historia ha estado dominada, desde un punto de vista médico, por una enfermedad infecciosa, sobre la que no se disponía de un tratamiento efectivo y provocaba elevada mortalidad. En el siglo XIX esa enfermedad recibió el nombre de cólera.
En otoño de 1854 se desató un brote epidémico de cólera en Londres y en menos de diez días murieron más de quinientas personas. El cólera era una enfermedad muy temida en esta época ya que producía una elevada mortalidad y no se disponía de ningún tratamiento capaz de combatirla. La comunidad científica estaba dividida entre los contagionistas, que afirmaban que el contagio se producía tras el contacto con otros enfermos, y los que apoyaban la teoría miasmática, que defendían que el viento llevaba los miasmas contagiosos de un lado a otro favoreciendo la aparición de la enfermedad. Show establecería las bases de una tercera teoría que afirmaba que el agente causal de la enfermedad estaba en las aguas y no en el aire.
Hay que tener en cuenta que por aquel entonces las medidas higiénicas eran muy deficientes, incluso en la populosa, desarrollada y poderosa Londres, hasta el punto, por ejemplo, de que los desechos humanos eran vertidos de forma indiscriminada al río a través de un sistema de alcantarillado.
Después de realizar una encuesta hogar por hogar, el inglés John Snow (1813-1858) demostró que todos los casos estaban muy concentrados y que los enfermos utilizaban el agua procedente de un pozo de Broad Street.
Al revisar los certificados de defunción observó que unos días antes de la epidemia había fallecido una niña de cinco meses y que el agua del lavado de sus ropas había sido arrojado a un desagüe cercano al pozo, por lo que dedujo que ambos hechos estaban relacionados. Snow puso en conocimiento de las autoridades estos hechos y el mango de la bomba de extracción fue retirado y la epidemia comenzó a descender de forma rápida.

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Mapa de Londres en el que se pone de manifiesto la clara relación que existía entre la bomba de extracción de agua situada en Broad Street y los fallecidos por cólera durante el brote epidémico que asoló la capital inglesa en 1854.

Ese mismo año se desencadenó un segundo brote de cólera en Londres. Conviene saber que en esta época dos compañías (Lamberth y Sothwark-Wauxhall) se encargaban de abastecer a la ciudad extrayendo agua del río Támesis mediante bombas de extracción. Casualmente la compañía Lamberth cambió su ubicación y se trasladó hacía la zona norte del río, donde las aguas eran más salubres, mientras que su rival permaneció en la zona habitual. Snow observó que el cambio de extracción supuso que las muertes por cólera en el área abastecida por la compañía Lamberth disminuyeron drásticamente, mientras que el número de fallecidos en el área suministrada por Sothwark-Wauxhall se mantuvo. De esta forma Snow demostró definitivamente que el cólera se contagiaba a través del consumo de agua contaminada.

Se sientan las bases de la herencia

Abandonemos el campo de las enfermedades infecciosas para entrar en otro totalmente diferente, el de la herencia. Desde la época del filósofo Aristóteles se pensaba que el hombre estaba preformado en el semen varonil (el homúnculo) y que con las relaciones sexuales se depositaba en el útero de la mujer, que actuaba a modo de incubadora natural y permitía que el ser humano creciese.
En el siglo XVIII se produjo el primer ataque a esta teoría cuando el científico francés Moreau de Maupertuis (1698-1759) postuló que en la herencia participan tanto el padre como la madre, aunque no pudo demostrarlo científicamente.
El punto de partida de la genética moderna lo marcaron los descubrimientos del monje Gregor Mendel (1822-1884) nacido en Heinzendorf, en la actual República Checa. Sus célebres experimentos con guisantes los realizó entre los años 1856 y 1863 cuando estudió la forma de transmisión de los caracteres de las semillas del Pisum sativum: forma (redonda o rugosa), color (verde o amarillo) y longitud del tallo (gigante o enano). En 1866 publicó sus conclusiones en los Anales de la Sociedad de Historia Natural de Brün, donde describió las leyes científicas que llevan su nombre y que todavía siguen vigentes en la actualidad. No obstante, sus descubrimientos no fueron conocidos por la comunidad científica hasta 1900, dieciséis años después de su muerte, cuando el botánico holandés Hugo de Vries (1848-1935) encontró la publicación de Mendel y la dio a conocer.
De Vries tiene el mérito no sólo de redescubrir las leyes de Mendel sino también de ser quien introdujo el concepto de mutación, pues denominó así a los cambios bruscos, repentinos y espontáneos que se producen en el genoma de una persona.

La Dama de la lámpara

A lo largo del libro hemos hecho mención de grandes mujeres que han permitido que la medicina haya dado pasos de gigante, una de las figuras más relevantes fue Florence Nightingale (1820-1910). Tenía 34 años cuando estalló la guerra franco-rusa en la península de Crimea, el conflicto que marcaría el destino de su vida. Cuando Nightingale supo de las deficientes condiciones sanitarias de los heridos en el frente de batalla ofreció sus servicios al secretario de guerra británico.
Tras obtener una respuesta afirmativa partió al frente de batalla acompañada de otras 38 mujeres con la misión de ayudar a los heridos británicos. Cuando llegó al Hospital de Üskudar, en la actual Estambul (Turquía), pudo ver con sus propios ojos cómo los soldados se amontonaban entre barracones, en pésimas condiciones higiénicas, sin alimentos ni medicinas. Estas mujeres atendieron durante el tiempo que duró el conflicto a más de cinco mil heridos, consiguiendo disminuir de forma importante la mortalidad en el ejército inglés. Durante este tiempo Nightingale recibió el sobrenombre de Dama de la lámpara, debido a que solía deambular por las noches vigilando la evolución de los heridos acompañada de una lámpara.
Una vez hubo terminado el conflicto bélico regresó a Londres y en el Hospital de Santo Tomás fundó una escuela de enfermería y diseñó el uniforme de las alumnas compuesto de una cofia almidonada, falda ascua y delantal blanco, un uniforme que tendría una utilidad común hasta tiempos muy recientes. Además escribió Notas sobre enfermería: qué es y qué no es (1860), el primer libro de texto escrito por y para enfermeras. Por todo esto, Nightingale es considerada la madre de la enfermería moderna.

La Cruz Roja

Medidas como las de Florence Nightingale redujeron considerablemente la mortalidad en los campos de batalla, pero no eran suficientes. Las numerosas guerras del siglo XIX llevaron a muchos hombres de ciencia a alzar su voz ante el potencial humano que se perdía en cada una de ellas. La gota que colmó el vaso se produjo en 1859. El 24 de junio de ese año en las cercanías de una pequeña ciudad italiana de Lombardía llamada Solferino se enfrentaron dos poderosos ejércitos, de un lado las tropas del Imperio austriaco de Francisco José I, de otro los soldados del Segundo Imperio francés de Napoleón III y las del reino de Cerdeña comandados por su rey Víctor Manuel II; todo ello en el contexto de lo que se ha dado en llamar lucha por la unificación de Italia. Se estima que en tan sólo nueve horas que duró la contienda fallecieron más de cinco mil soldados y hubo más de veintitrés mil heridos.
Uno de los testigos de las secuelas de aquella masacre fue el banquero suizo Henri Dunant (1828-1910). Fue tal el impacto que le produjo aquella guerra que le llevó a escribir en 1862 un libro titulado Un recuerdo de Solferino, en el que reclamaba la creación de un cuerpo humanitario que socorriese a los heridos de guerra. A partir de ese momento, Dunant se dedicó en cuerpo y alma a viajar por Europa para promocionar esta idea. Sus esfuerzos se vieron recompensados en 1864 cuando representantes de 14 naciones se reunieron y celebraron la Conferencia Internacional de Ginebra, el primer paso del nacimiento de la Cruz Roja. Con la intención de proteger a médicos y enfermeros que actuaban en el campo auspiciados por este organismo se decidió crear un símbolo que los identificara como neutrales, y en homenaje a Dunant se optó por una cruz roja sobre fondo blanco —la bandera suiza invertida—. Desde entonces, la Cruz Roja no ha dejado de realizar labores humanitarias, tanto en períodos de paz como de guerra.
Al principio hubo tres emblemas oficiales: la cruz roja, la media luna roja, y el león y el sol rojos. La media luna roja fue usada inicialmente por el Imperio otomano en la guerra ruso-turca (1877-1878) y en 1929 resultó incorporado por la Cruz Roja Internacional como segundo emblema, acordándose que podía ser utilizado por los países musulmanes en lugar de la cruz roja. El emblema del león y el sol rojos fue propuesto por Persia, actual Irán, en 1899 y fue usado por la Sociedad Nacional de Irán hasta 1980, año en que pasó a utilizar la media luna roja.
Actualmente la Cruz Roja está integrada por el Comité Internacional de la Cruz Roja, Sociedades Nacionales de la Cruz Roja y la Media Luna Roja y la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.

Nuevas formas de curar

No podíamos abandonar el siglo XIX sin tratar dos formas terapéuticas que aparecieron en esa centuria y que encontraron su continuidad durante la siguiente, nos referimos al psicoanálisis y a la homeopatía.
Los antecedentes del psicoanálisis hay que buscarlos en el magnetismo animal que propugnó Mesmer, al cual ya hicimos mención anteriormente. El cirujano escocés James Braid (1795-1861), conocedor de esta teoría, realizó algunas experiencias con su mujer y ayudante que le llevaron a afirmar que la fijación sostenida en la mirada de una persona era capaz de paralizar los centros nerviosos de los ojos y producir un estado de sueño en la otra persona. A esta situación Braid la denominó hipnosis.
Esta nueva terapia fue empleada en el Hospital de la Salpêtrière de París por el francés Jean Martin Charcot (1825-1893) como tratamiento de la histeria. Su experiencia le llevó a afirmar que por medio de la hipnosis podía inducir la parálisis propia de los pacientes histéricos en sujetos normales.
En el año 1880 el austriaco Joseph Breuer (1842-1925) utilizó la hipnosis para tratar a una de sus pacientes, una joven de 21 años que ha pasado a la Historia con el pseudónimo de Anna O —su verdadero nombre era Bertha Papenheim—. Con la hipnosis pretendía hacerla recordar cuál había sido el inicio de su extravagante sintomatología (anorexia, alteraciones del lenguaje, parálisis y disminución de la visión). Breuer descubrió que cada vez que recordaba la paciente que todo había empezado cuando su padre se había puesto enfermo —lo cual era el origen de la enfermedad— la sintomatología desaparecía y la paciente quedaba liberada emocionalmente. A este innovador tratamiento el doctor Breuer lo denominó catarsis, que en griego significa «purgación». Anna O ha pasado a la historia por ser la primera paciente tratada mediante la catarsis, el germen del psicoanálisis.
Uno de los colaboradores de Breuer fue el neuropsiquiatra vienés de origen judío Sigmund Freud (1856-1939). Freud aplicó la catarsis a sus pacientes y descubrió que en ocasiones la causa de los problemas radicaba en los deseos y fantasías reprimidas e inconscientes, y que en muchos casos estas eran de naturaleza sexual y, por tanto, inaceptables desde el punto de vista social. De esta forma Freud fue modelando la teoría del psicoanálisis; según él el inconsciente se encuentra formado por los recuerdos olvidados y reprimidos del consciente, lo que en ocasiones puede provocar la aparición de una florida sintomatología.
El psicoanálisis trata de ahondar en la mente del sujeto, en el subconsciente, mediante la asociación libre y la interpretación de los sueños para ayudarle a comprender cuáles son las causas de su comportamiento. El psicoanálisis supuso una verdadera revolución sobre las teorías de la sexualidad y se convirtió en una de las herramientas diagnósticas por excelencia de la psiquiatría moderna.
La otra novedad terapéutica del siglo XIX fue, como adelantamos, la homeopatía, cuyas bases fueron establecidas por el alemán Samuel Friderich Christian Hahnemann (1755-1843), quien descubrió que al aplicar el extracto de la quinina —el remedio que se empleaba para tratar la malaria— en su propio organismo se producía una sintomatología similar a la malaria, es decir, lo que para algunos era la base del tratamiento para él supuso la génesis de una enfermedad. Esto le llevó a concluir que diferentes sustancias químicas (procedentes de minerales, animales o plantas) pueden ser curativas y, al mismo tiempo, producir enfermedades. El término homeopatía deriva de las palabras griegas homoios («similar») y pathos («enfermedad»): se trata de un método terapéutico que utiliza como tratamiento —pero en cantidades ínfimas— las mismas sustancias que han producido la enfermedad, esto es, se basa en el principio de la similitud, que asegura que lo similar se cura con lo similar.

§. El siglo XX: nuevos tiempos, nuevos tratamientos
A lo largo del siglo XX la medicina consiguió mayor número de progresos que los conseguidos desde los tiempos de Hipócrates hasta ese momento, todo ello, como había sido hasta entonces pero ahora en una progresión geométrica, gracias al apoyo constante de las demás ciencias.
La creación de los seguros sociales y la existencia de una medicina socializada, en la órbita de la extensión de lo que el avance propiciado por el movimiento obrero y auspiciado por el auge de las políticas socialdemócratas había logrado, fueron otros de los rasgos singulares de la medicina del siglo pasado.
El 24 de octubre de 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, 51 países firmaron la Carta de las Naciones Unidas y fundaron la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con sede en Nueva York.

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James Watson y Francis Crick. Dos de los científicos más importantes del siglo XX gracias a su descubrimiento de cómo se dispone la información genética a nivel celular, y cómo esta puede pasar de una generación celular a otra.

Tres años después se creó la Organización Mundial de la Salud (OMS), con sede en la ciudad suiza de Ginebra, cuyo fin sería el de promover la cooperación técnica en materia de salud entre diferentes países, aplicar programas para prevenir y erradicar enfermedades y, además, mejorar la calidad de vida de las personas.

Se descubre el ADN

Uno de los grandes logros médicos de este período fue el descubrimiento del ADN, el soporte físico de la herencia y su disposición en el interior del núcleo celular. Anteriormente se habían hecho tímidos avances en este campo, siendo el más relevante el que hizo el biólogo suizo Johan Friedrich Miescher (1844-1895). Este investigador realizó trabajos en glóbulos blancos y a partir de ellos logró aislar una sustancia química que denominó nucleína.
En 1952 dos científicos estadounidenses Alfred Hershey y Martha Chase después de realizar una serie de experimentos en virus llegaron a la conclusión de que el soporte físico de la herencia se encuentra en los núcleos de las células, tal y como había supuesto Miescher, pero no en las proteínas sino en un ácido nucleico, el ácido desoxirribonucleico (ADN). Sin embargo, no supieron explicar cómo el ADN conformaba los genes. Para responder a esta pregunta hubo que esperar un año más. En efecto, en aquel 1953 el científico estadounidense James Watson y el biólogo británico Francis Crack publicaron un complejo modelo de interpretación de cómo se dispone el material genético dentro de las células que sigue vigente hoy y que supuso una verdadera revolución.

Avances en la psiquiatría

Si consideramos la historia en su conjunto, el concepto de enfermedad mental es muy reciente. En la Edad Antigua los médicos pensaban que se trataba de una maldición divina, durante el Medievo se pensó que los pacientes estaban endemoniados y durante la Edad Moderna, que eran alienados sociales. Dependiendo de la cultura y de la época los enfermos psiquiátricos fueron castigados, aislados, marginados o recibieron exorcismos.
En 1934 el húngaro Ladislas Meduna asoció por vez primera esquizofrenia y epilepsia, al observar que un elevado porcentaje de sus pacientes epilépticos acababan teniendo esquizofrenia y a la inversa, que muchos pacientes esquizofrénicos mejoraban su sintomatología después de un ataque epiléptico. Por este motivo, Meduna comenzó a tratar a sus pacientes esquizofrénicos con un fármaco, el metrazol, que provocaba ataques epilépticos.
Cuando el tratamiento con metrazol estaba en pleno auge, un italiano, Ugo Cerletti, observó que en el matadero de Roma se empleaba la corriente eléctrica para provocar ataques epilépticos en los cerdos, antes de degollarlos. Cerletti sustituyó el metrazol por descargas eléctricas —lo que se ha denominado electroshock— para inducir crisis epilépticas en los pacientes esquizofrénicos. El método era sencillo —mediante electrodos colocados en las sienes— barato y rápido, por lo que rápidamente empezó a generalizarse su uso.

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Ugo Cerletti, el inventor del electroshock. Durante las décadas de 1940 y 1950 se usó sin relajante muscular, por lo que algunos pacientes tuvieron graves efectos secundarios. En 1951 se comenzó a administrar un sedante, un barbitúrico anestésico.

Con el electroshock se trató de dar respuesta terapéutica a la esquizofrenia, pero aún quedaba toda una amplia gama de enfermedades sin solución. En 1949, el psiquiatra australiano John Cade empezó a utilizar con éxito las sales de litio en el tratamiento de la fase maníaca de enfermos con trastorno maníaco-depresivo. Cade administró orina de pacientes maníacos a cobayas y observó que los animales de laboratorio enfermaban y que cuando se les administraba urato de litio se atenuaban los efectos, lo cual sugería un efecto protector del litio. No tardó en comprobar que las sales de litio producían efectos similares cuando se administraban a los pacientes.
Tan sólo tres años después los psiquiatras franceses Jean Delay y Pierre G. Deniker emplearon por vez primera la clorpromazina en el tratamiento de la psicosis. Su descubrimiento fue totalmente accidental ya que estaban buscando un fármaco que pudiese antagonizar los síntomas del electroshock, cuando observaron que la clorpromazina producía somnolencia y disminuía las reacciones ante estímulos ambiéntales sin provocar pérdida de conciencia. Muy poco tiempo después el psiquiatra estadounidense Nathan Schellenberg Kline publicó las virtudes de otro neuroléptico, la reserpina, una sustancia que se aisló a partir de una planta procedente de India llamada Rauwolfia serpentina que significa «hierba contra la locura» y que desde tiempos inmemoriales era usada por los médicos hindúes para tratar la locura.
El descubrimiento de los antidepresivos también fue casual y se produjo en la década de 1950, cuando un grupo de científicos observó que la iproniazida además de tener efectos positivos en el tratamiento de la tuberculosis mejoraba notablemente el estado anímico de los pacientes.

Una «extraña» enfermedad cerebral

Continuamos con las enfermedades mentales. Y la patología sobre la que más se ha publicado e investigado es, sin duda, la enfermedad de Alzheimer. Su nombre hace alusión a su descubridor, Alois Alzheimer, nacido en 1894 en Marktbreit, una ciudad de Baviera (Alemania). En 1883 inició sus estudios de medicina en Berlín y cinco años después comenzó a trabajar como asistente en el sanatorio municipal para dementes de Fráncfort, una institución reconocida por su labor investigadora en aquellos momentos.
En 1903 el doctor Emil Kraepelin, un conocido psiquiatra alemán, fue nombrado director de la clínica psiquiátrica de Múnich y ofreció al doctor Alzheimer el puesto de jefe de anatomía patológica. Uno de los pacientes que allí estaban ingresados era Augusta Deter, una mujer de 51 años que sufría una enfermedad caracterizada por una rápida y progresiva pérdida de memoria, alucinaciones, desorientación en tiempo y espacio y trastornos de la conducta. Durante los cinco años que estuvo ingresada hasta su fallecimiento ninguno de los médicos que la atendieron pudo llegar a un diagnóstico clínico. A través del estudio post mórtem del cerebro de la paciente, Alzheimer observó que había padecido lo que él pensaba en aquellos momentos que era una rara enfermedad, y que luego resultó ser la causa más frecuente de demencia, caracterizada por una disminución del número de neuronas en el nivel de la capa más externa del cerebro, el córtex cerebral. A pesar de todos los esfuerzos científicos realizados hasta el momento no disponemos de un tratamiento curativo ni preventivo de la enfermedad.
Otro padecimiento neurológico que hizo su aparición en el siglo XX fue la enfermedad de las vacas locas, llamada así porque el daño neurológico que se produce en el cerebro del animal hace que se comporte de forma anómala, como si estuviera loco. El primer caso se detectó en 1985, y los veterinarios que trataron al animal no consiguieron llegar a un diagnóstico preciso. Nadie podía imaginar que aquella extraña enfermedad llegaría a detectarse en más de ciento ochenta mil reses y que su origen estuviera en las harinas de engorde.
El nombre científico de esta enfermedad es encefalopatía espongiforme bovina, que como su propio nombre indica afecta al sistema nervioso central de las vacas produciendo daños irreversibles. Actualmente sabemos que esta enfermedad es producida por una proteína defectuosa que se denomina prion y que provoca que las proteínas normales modifiquen su estructura y se vuelvan defectuosas.
En 1995 falleció Stephen Churchill, una joven de 19 años, a consecuencia de la variante humana de la enfermedad de las vacas locas, también conocida como enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Desde ese momento y hasta finales del siglo XX murió casi un centenar de personas en Gran Bretaña y tres en Francia, la mayoría de ellas con edades comprendidas entre los 14 y los 55 años.
En el momento actual esta enfermedad no tiene curación y el tratamiento consiste en aliviar la sintomatología del paciente.

Un descubrimiento revolucionario: la insulina

Afortunadamente no en todas las enfermedades existe un nihilismo curativo y, contrariamente, en muchas de ellas se producen avances en el arsenal terapéutico con relativa regularidad, como sucede en la diabetes, la enfermedad por antonomasia del campo endocrinológico.

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Frederik Grant Banting y Charles Best. Sus experimentos en perros diabéticos les llevaron a descubrir la insulina, la hormona que se encuentra disminuida en los pacientes con diabetes mellitus, propiciando que poco tiempo después se pudiera empezar a utilizar en el tratamiento de esta enfermedad.

En 1902, los británicos William Bayliss (1860-1924) y Ernest Henry Starling (1866-1927) descubrieron la secretina, la primera sustancia que recibió el nombre de hormona —derivado del griego hormon, que significa «impulsar»—, esto es, una sustancia producida por una glándula del organismo que realiza su acción en un lugar anatómico diferente.
Bayliss y Starling realizaron un experimento que consistía en perforar el intestino de un perro anestesiado y observar cómo al mezclarse el ácido clorhídrico con la comida se formaba inmediatamente una sustancia (la secretina), que al entrar en contacto con el páncreas estimulaba la secreción de otras sustancias en el conducto pancreático.
En el verano de 1921 los canadienses Frederik Grant Banting (1891-1941), un médico de 30 años de edad, y Charles Best (1899-1978), un estudiante de segundo año de medicina, realizaron un experimento en el laboratorio de Toronto que consistió en administrar a perros diabéticos insulina obtenida del páncreas de perros sanos. Comprobaron que tras la administración de insulina descendían los niveles de azúcar en sangre y orina y además desaparecían los síntomas típicos de la enfermedad.
Para finalizar con este revolucionario avance cabe decir que, en 1926, Johan Jacob Abel (1857-1938), profesor de farmacología del Hospital Johns Hopkins de Baltimore (Estados Unidos), sintetizó la insulina y poco tiempo después comenzó a usarse como tratamiento de la diabetes.

La peor pandemia de todos los tiempos

La gripe es una de las enfermedades más frecuentes en todo el mundo, anualmente se infectan miles de personas y la gran mayoría se recuperan sin ningún tipo de secuelas. Sabemos que hay tres tipos de virus de la gripe (A, B y C) y que cada uno de ellos tiene varios subtipos, los cuales se diferencian entre sí por unas proteínas que se denominan H y N.
A pesar de que la pandemia que ha causado el mayor número de muertos de la historia se conoce con el nombre de gripe española, el primer caso del que se tiene noticia ocurrió el 11 de marzo de 1918 en la base miliar estadounidense de Fort Roley, en Kansas. En una semana ingresaron en el hospital de la base 522 hombres aquejados de la misma enfermedad. Durante las siguientes semanas se produjeron brotes similares en otros estados, en todos ellos curiosamente parecía afectar más a los militares que a la población civil.
Las tropas estadounidenses enviadas a combatir en la Primera Guerra Mundial llevaron consigo el virus a Europa y la enfermedad se extendió con la misma virulencia en todos los ejércitos que participaron en el conflicto.

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Enfermos con gripe española en un hospital de Kansas (Estados Unidos). Es difícil calcular el número de muertos como consecuencia de esta pandemia, en la actualidad se estima que entre 25 y 39 millones.

La censura de la guerra hizo que se restringiera la información sobre el número de fallecidos para que el enemigo no pudiera aprovechar las cifras en beneficio propio. Los periódicos españoles, que no estaban censurados, informaban abiertamente de los miles de españoles que habían fallecido como consecuencia de la gripe, lo que propició el nombre con el que ha pasado a la historia. Esta pandemia estuvo ocasionada por el subtipo H1N1, el mismo que originará la pandemia del año 2009, a la que tendremos ocasión de referirnos más adelante.
El primer paso que se dio en la prevención de la gripe se produjo en 1944, cuando el estadounidense Thomas Francis Jr. descubrió que el virus de la gripe se debilitaba y perdía virulencia cuando se cultivaba dentro de huevos de gallina. Esta observación permitió a un grupo de investigadores estadounidenses desarrollar la primera vacuna antigripal que estuvo disponible tan sólo un año después. Desde entonces, las compañías farmacéuticas fabricantes de vacunas desarrollan anualmente una vacuna que contiene las variedades del virus que creen que causarán la próxima temporada de gripe.
Dado que la gripe está producida por un microorganismo viral, el tratamiento con antibióticos —fármacos diseñados para el tratamiento de enfermedades bacterianas— carece de efectividad.

Los primeros antibióticos

Precisamente la aparición de los primeros antibióticos fue otro de los grandes avances terapéuticos del siglo XX. Su descubrimiento se lo debemos al químico alemán Paul Ehrlich (1854-1915), quien, a comienzos de la centuria, sintetizó unos compuestos químicos que eran capaces de atacar de forma selectiva a microorganismos infecciosos sin dañar los tejidos humanos. A estos compuestos novedosos los denominó balas mágicas, una de ellas fue el salvarsán, que en ese momento era el único tratamiento efectivo contra la sífilis.
En 1928 un bacteriólogo del hospital Saint Mary de Londres, Alexander Fleming (1881-1955), descubrió accidentalmente la penicilina en el curso de unas investigaciones que estaba realizando sobre la gripe. Fleming observó que el moho que contaminaba una de sus placas de cultivo había destruido una bacteria (estafilococo) cultivada en ella. A pesar de la magnitud del descubrimiento tuvo que pasar más de una década para que el bioquímico británico Ernst Boris Chain (1906-1979) y el patólogo Howard Florey (1898-1968) descubrieran la forma de producir penicilina en grandes cantidades. En 1941 Albert Alexander, un contador de Oxfordshire, se convirtió en la primera persona en recibir una inyección de penicilina. Este descubrimiento revolucionó la medicina permitiendo el tratamiento a gran escala de enfermedades infecciosas que hasta mediados de siglo no tenían curación.
A comienzos de la década de 1930 el investigador alemán Gerhard Domagk (1888-1964) descubrió que un tinte rojo (prontosil) protegía al ratón de una bacteria (estreptococo). El prontosil era el primero de una familia de antibióticos que recibieron el nombre se sulfamidas y que todavía se utilizan en el tratamiento de algunas infecciones.
El siguiente avance importante en el campo de los antibióticos se produjo en 1944, cuando el médico ucraniano Selman Abraham Waksmann (1888-1973) obtuvo la estreptomicina, el primer fármaco eficaz frente a la tuberculosis.
A lo largo de las siguientes décadas del siglo XX aparecían nuevas familias de antibióticos y se perfeccionarían las ya existentes.

Sida, la epidemia del siglo XX

La aparición de los antibióticos permitió el control de las enfermedades bacterianas, pero no de las víricas. El paradigma de este tipo de infecciones es el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida).
En el año 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos creó la Oficina Nacional para el Control de la Malaria, con sede en la ciudad de Atlanta (Georgia). Durante las décadas siguientes, este organismo recibió diferentes denominaciones hasta que en 1980 pasó a llamarse Centro para el Control de las Enfermedades (CDC), nombre que se mantuvo hasta 1992. Desde entonces se denomina Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, manteniendo las mismas siglas que en su anterior denominación. El CDC es una agencia federal estadounidense cuya función es prevenir y controlar las enfermedades, especialmente las de carácter infeccioso, de los estadounidenses.
La era del sida se inició de una forma explosiva el 5 de junio de 1981, cuando el CDC convocó una rueda de prensa para describir cinco casos de neumonía en pacientes hospitalizados en tres hospitales de Los Ángeles por un germen muy infrecuente(Pneumocystis carinii) en este tipo de infecciones. Los tres pacientes tenían en común que eran homosexuales activos. Durante los días siguientes dos de los pacientes fallecieron a consecuencia de la infección.
Tan sólo un mes después se constataron varios casos de un tumor también muy infrecuente y conocido con el nombre de sarcoma de Kaposi. En agosto de 1981 se informó al CDC de la existencia de 111 casos de neumonía por Pneumocystis carinii por lo que se decidió llevar a cabo un registro nacional en Estados Unidos. Se comprobó que la mayoría de los pacientes eran drogadictos haitianos, homosexuales, hemofílicos o heroinómanos, por lo que la enfermedad pasó a denominarse la enfermedad de las 4H.
En 1982 el CDC decidió referirse a ella con el más científico nombre de síndrome de inmunodeficiencia adquirida y en diciembre de ese mismo año el gobierno de los Estados Unidos anunció que se había detectado el primer caso en un paciente que había sido transfundido, alertando del riesgo de enfermedad en pacientes que tenían contacto con productos derivados de la sangre.
En ese momento empezaron a barajarse varias hipótesis sobre el origen de la enfermedad, una de las más aceptadas fue la promiscuidad y el consumo de poppers, una droga muy usada en ambientes homosexuales.
Dos años después, en 1984, se aisló por vez primera el virus responsable de la enfermedad, lo hicieron de forma independiente el estadounidense Robert Gallo (lo llamó HTLV-3) y el francés Luc Montagnier (lo bautizó con el nombre de LAV). Posteriormente se comprobaría que HTLV-3 y LAV eran el mismo virus. En 1986 un equipo de investigadores decidió unificar los criterios y bautizar al virus causante del sida con el nombre de virus de la inmunodeficiencia humana (VIH).
A mediados de la década de 1980 aumentó la alarma social y se extendió la creencia de que la enfermedad se contagiaba en fuentes, lavabos públicos y restaurantes, y aparecieron los primeros casos de discriminación, debido a que la mortalidad era muy elevada y no se disponía de un tratamiento para combatir la enfermedad (hasta 1987 no estuvo disponible el primer fármaco antiviral, el AZT).

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El lazo rojo fue creado en 1991 por el grupo Visual AIDS en Nueva York y actualmente es el símbolo internacional de la toma de conciencia frente al VIH. El día 1 de diciembre se celebra el Día Mundial contra el sida ya que el primer caso de sida fue diagnosticado en este día de 1981.

A pesar de que nunca hubo pruebas científicas de que una sola persona hubiera podido generar la enfermedad, durante un tiempo Gaetan Dugas fue considerado el Paciente 0, esto es, el origen de la epidemia. Dugas era un auxiliar de vuelo canadiense, homosexual y extremadamente promiscuo, que reconoció haber tenido más de mil compañeros sexuales. A partir del VIH aislado en su sangre se consiguió identificar a más de cuarenta casos de pacientes infectados con VIH de idénticas características en diferentes países del mundo, lo cual ponía de manifiesto que la enfermedad era muy contagiosa y que ciertas prácticas de riesgo facilitaban su difusión. En 2007 se pudo comprobar que la infección se produjo por vez primera en 1969 en un joven estadounidense de 16 años —conocido como Robert R. —, que sufrió un sarcoma de Kaposi.
En la actualidad disponemos de tratamientos efectivos frente al VIH —fármacos antirretrovirales— que frenan el progreso de la enfermedad y previenen la aparición de enfermedades asociadas al sida, lo cual ha cambiado el concepto de la enfermedad y la ha convertido en una patología crónica y compatible con una vida casi normal.

La era de los trasplantes

El ser humano siempre ha estado interesado en trasplantar partes del cuerpo humano con la intención de sustituir un órgano enfermo por otro. Ya explicamos en su momento el milagro de los santos Cosme y Damián y su difusión en el arte. Sin embargo, esto no fue tecnológicamente posible hasta el siglo XX. El arsenal antimicrobiano, que permitía tratar las infecciones, las mejores técnicas anestésicas y los adelantos tecnológicos se tradujeron en grandes avances en el campo quirúrgico y posibilitaron la aparición de los primeros trasplantes.
El primer trasplante que se realizó fue el de riñón y lo llevó a cabo en 1902 el austriaco Emerich Ullmann (1861-1937): extirpó un riñón a un perro y, por cuestiones técnicas, se lo injertó en el cuello del mismo animal. El trasplante fue un fracaso y el animal falleció pocos días después.
Durante los siguientes años se realizaron otros intentos en animales, hasta que en 1933 el ruso Yuri Voronoi llevó a cabo en la ciudad de Kherson, en la actual Ucrania, el primer trasplante renal en humanos, el receptor fue una joven y el riñón procedía de un donante varón de 60 años. Pocos días después del trasplante la paciente falleció. Aunque a este siguieron otros trasplantes durante los meses inmediatos, en todos los casos se observó que un fenómeno biológico desconocido hasta ese momento provocaba el rechazo de los órganos y el fallecimiento de los pacientes. No fue hasta catorce años después cuando un equipo de cirujanos de la ciudad de Boston consiguieron realizar con éxito el primer trasplante renal, que por razones técnicas tampoco se implantó en su lugar anatómico, sino que se eligió el codo del paciente.
Hasta este momento los resultados eran bastante insatisfactorios, ya que por razones no todavía esclarecidas el organismo reaccionaba contra el órgano y provocaba el rechazo. La situación cambió en 1951, cuando el británico Peter Brian Medawar descubrió que la cortisona tenía funciones inmunosupresoras, esto es, que era capaz de disminuir la actividad del sistema inmune. Al administrarse cortisona a un paciente que iba a ser trasplantado aumentaban las posibilidades de éxito y disminuían las de rechazo.
Durante las siguientes décadas la investigación farmacológica se centró en descubrir fármacos inmunosupresores más potentes y de esta forma aparecieron la 6-mercaptopurina, la azatioprina y la ciclosporina. El arsenal inmunosupresor propició afrontar el trasplante de otros órganos más complejos, el siguiente fue el de hígado. En 1963 el cirujano Thomar Starzl, de la estadounidense Universidad de Miami, realizó el primer trasplante hepático a un niño de tres años con una malformación en la vía biliar. Tan sólo cuatro años después, en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), Christian Barnard realizó el primer trasplante cardiaco en el ser humano. La donante fue una joven que presentaba lesiones cerebrales muy graves tras sufrir un atropello y el receptor fue un varón de 54 años con una enfermedad cardiaca (miocardiopatía isquémica) en estado terminal. El trasplante fue un éxito y a los diez días de la intervención el paciente que había recibido el corazón caminaba por la habitación, sin embargo, una infección respiratoria acabaría con su vida pocos días después.
A estos órganos seguirían los de páncreas, pulmón, intestino delgado, manos, pene e incluso cara, como veremos más adelante. Pero ¿para cuándo el trasplante de cerebro? Actualmente este trasplante es inviable por motivos técnicos, ya que es imposible conectar el cerebro a la médula espinal y, en el caso de que se pudiera conseguir, estaría por ver qué sucede con la información cerebral.

Cirugía plástica

A lo largo de la historia hemos visto cómo las guerras han favorecido algunos de los más importantes avances médicos, especialmente en el campo quirúrgico, y las grandes guerras del siglo XX no fueron menos.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) marcó una etapa crucial en la evolución quirúrgica de las heridas de guerra. Hasta ese momento se pensaba que las lesiones producidas por las balas eran poco destructivas y tenían una escasa tendencia a la infección, por este motivo la actitud más común entre los cirujanos era esperar a que la herida curase por sí misma, siendo excepcional que se interviniese a los heridos. Durante la Primera Guerra Mundial los médicos militares franceses comprobaron que esta conducta era totalmente inapropiada y que cuando los heridos eran introducidos en quirófano y sometidos a una intervención de urgencia en donde se extraían los proyectiles y se limpiaban las heridas el número de muertos descendía sensiblemente.
Los progresos en el arsenal bélico (granadas, minas…) propiciaron que aparecieran heridas desconocidas hasta ese momento y que los destrozos faciales de los soldados hiciesen necesaria la aparición de un nuevo tipo de cirugía: la plástica.
Etimológicamente el nombre de cirugía plástica deriva de dos vocablos griegos: girurguiki («cirugía», «mano», «obra») y plastikos («moldear»), por lo que literalmente significaría «moldear con las manos». Sir Harold Gillies (1882-1960), un otorrinolaringólogo neozelandés afincado en Londres, y destinado al hospital francés de Rouen durante aquel horrible conflicto, perfeccionó los instrumentos que se empleaban hasta ese momento en la cirugía plástica y los injertos cutáneos. Gillies además fue el primer cirujano en realizar los registros pictóricos pre y postoperatorios de reconstrucción facial.
Durante el período entre las dos grandes guerras mundiales nació una nueva especialidad quirúrgica, la cirugía estética, gracias a los esfuerzos del estadounidense Vilray Papin Blair (1871-1955), creador del primer servicio de cirugía plástica del mundo en el Hospital Barnes de Washington.
Las transfusiones sanguíneas se habían iniciado en la Primera Guerra Mundial, pero de forma rudimentaria. Es a continuación, en el citado período de entreguerras cuando se perfeccionaron enormemente y de hecho llegó a ser una de las medidas que más contribuyó a salvar vidas durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Al comienzo de este conflicto bélico estaba claramente establecido que los heridos en el campo de batalla debían recibir el tratamiento lo más precoz posible, que había que administrarse sueroterapia por vía venosa y preparar al herido para una adecuada evacuación. Gracias a las investigaciones en transfusiones del estadounidense Charles Drew (1904-1950), el empleo de plasma se masificó y se administró en el mismo campo de batalla, disminuyendo de forma llamativa la mortalidad. Y uno más de los grandes avances que contribuyeron a mejorar el pronóstico de los heridos fue el empleo de los antibióticos, descubiertos pocos años antes, como hemos tenido ocasión de analizar anteriormente.

Cirugía sin puntos de sutura en la piel

Otro de los avances quirúrgicos del siglo, en esta ocasión no relacionado con la medicina militar, fue la cirugía laparoscópica, técnica que mediante un sistema visual permite ver el abdomen sin necesidad de realizar una cirugía abierta. Inicialmente se utilizó únicamente con fines diagnósticos, y más adelante se amplió a fines terapéuticos.
El nacimiento de esta técnica se produjo en 1929 gracias a los trabajos del alemán Heinz Kalz, que aprovechó el gran desarrollo de la industria alemana del vidrio y desarrolló un complicado laparoscopio que introducido dentro del cuerpo del paciente permitía una visión de 135 grados. En 1951 publicó su enorme experiencia: había realizado 2.000 laparoscopias con fines diagnósticos y ninguno de los pacientes había fallecido.
El cirujano holandés Henk de Kok comenzó en 1971 a utilizar la laparoscopia con fines terapéuticos, realizando inicialmente pequeñas intervenciones quirúrgicas. Seis años más tarde publicó un artículo en donde presentaba los resultados de sus 30 primeros casos de apendicectomía (extracción del apéndice) mediante cirugía laparoscópica. De Kok demostró que a través de una cirugía mínimamente invasiva era posible quitar el apéndice sin necesidad de realizar incisiones en la pared abdominal, de forma que se reducía considerablemente el número de complicaciones posquirúrgicas.
En 1987 se dio un paso más cuando el francés Phillipe Mouret realizó la primera extracción de vesícula biliar (colecistectomía) por laparoscopia. Ese mismo año se repitió con éxito este tipo de intervención en otras ciudades francesas y norteamericanas.

Avances ginecológicos

En el siglo XX se produjeron grandes avances en el campo de la ginecología, dos brillan con luz propia: la aparición del primer anticonceptivo oral y el desarrollo de métodos de fecundación in vitro.
La píldora, como pronto pasó a ser denominada, debido a su pequeño tamaño, contiene unas hormonas que inhiben la producción de óvulos. Su origen fue fruto del azar, cuando en la década de 1930 el estadounidense Russel Marker, profesor de química de la Universidad Estatal de Pensilvania, descubrió en las selvas tropicales de México que un grupo de esteroides vegetales (sapogeninas) se podía transformar en la hormona sexual femenina (progesterona), encargada de inhibir la ovulación.

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Puerto Rico fue durante décadas el laboratorio de pruebas de los anticonceptivos orales estadounidenses. Con el paso del tiempo se utilizaron dosis más bajas, pero con igual efectividad, lo que permitió disminuir los efectos indeseables de estos fármacos.

Marker comprobó además que el ñame silvestre mexicano (un tubérculo comestible) era una rica fuente de sapogeninas.
Entre 1955 y 1956 el químico estadounidense Gregory Pincus (1903-1967) probó, sin apenas garantías, los efectos de una píldora anticonceptiva en 1.308 mujeres puertorriqueñas. Los resultados fueron totalmente satisfactorios y el 23 de junio de 1960 la píldora fue aprobada por la Food and Drug Administration (FDA) norteamericana (Agencia para el Control de Alimentos y Fármacos) aprobó la comercialización del primer anticonceptivo de la Historia (Enovid®). Se trataba de todo un hito en la sexualidad, ya que de esta forma la mujer podía mantener relaciones sexuales y controlar su fecundidad.
Como ya hemos señalado, el otro campo en el que la ginecología evolucionó considerablemente fue en el de la fertilidad: conseguir que parejas infértiles pudieran tener descendencia. El 26 de julio de 1978 nació en Oldham (Lancashire), al norte de Londres, Louise Brown, gracias a los esfuerzos de dos médicos británicos, el ginecólogo Patrick Steptoe y el fisiólogo Robert Edwards. Lesley, la madre de Louise, llevaba nueve años intentando tener un hijo pero una obstrucción en las trompas de Falopio se lo impedía.

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Fecundación in vitro. Esta técnica ha permitido conseguir embarazos en parejas cuya esterilidad parecía definitiva e irreversible, si bien ha despertado un cúmulo de interrogantes y objeciones éticas y morales.

Los médicos fecundaron en un laboratorio un óvulo de la madre de Louise Brown y lo devolvieron al útero de la mujer, dando lugar al nacimiento del primer bebé probeta de la historia, un auténtico hito en la historia de la humanidad, y por supuesto en la de la medicina. A partir de ese momento numerosos países desarrollados llevaron a cabo fecundaciones similares, hasta el extremo de que en la actualidad la fecundación in vitro ha dejado de ser noticia en los medios de comunicación.

Angioplastia y antitumorales

El desarrollo de los antibióticos y la mejora de las condiciones sanitarias fueron determinantes para que las enfermedades infecciosas resultaran desplazadas, en los países occidentales, como la causa más frecuente de mortalidad. Esa posición fue tomada por las enfermedades cardiovasculares y las tumorales, lo cual propició enormes avances en ambos campos.
El primer intento para combatir la enfermedad coronaria fue la cirugía. En la década de 1960, el argentino René Gerónimo Favaloro (1923-2000) llevó a cabo la primera cirugía coronaria de revascularización (bypass), que consistía en utilizar la vena safena de los miembros inferiores para «puentear» (eso quiere decir bypass) la obstrucción.
Las complicaciones de la cirugía, habitualmente el cierre de la vena, hicieron necesario buscar otras técnicas alternativas. En 1977, el suizo Andreas Gruentzig realizó en Zúrich la primera angioplastia con balón: procedimiento por el cual se inserta un balón en la arteria coronaria y se dilata hasta restablecer el flujo de sangre. Durante los años siguientes se observó que un elevado número de angioplastias acababan cerrándose, por lo que fue necesario perfeccionar la técnica mediante la colocación de un soporte a modo de «muelle» (stent). De esta forma se ha incrementado notablemente la eficacia de la técnica.
En cuanto a los tumores, es evidente que los seres humanos han batallado contra ellos a lo largo de toda la historia, pero no ha sido hasta el siglo XX cuando se han tenido las armas terapéuticas capaces de combatirlo. El primer medicamento antineoplásico —dirigido frente a las células tumorales— no fue fabricado con este fin: se trata del gas mostaza y fue empleado como arma biológica durante la Segunda Guerra Mundial. Los científicos observaron que disminuía considerablemente la cifra de los glóbulos blancos de la sangre en los soldados que estaban expuestos al gas mostaza, y se pensó que esta sustancia podía tener el mismo efecto sobre las células tumorales. A finales de la década de 1940 se empezó a administrar en el tratamiento de linfomas —tumores derivados de las células sanguíneas— con beneficios evidentes. A lo largo de las siguientes décadas el arsenal de quimioterapia —tratamiento antineoplásico mediante fármacos— fue aumentando y, en la actualidad, supera la centena, existiendo fármacos dirigidos contra tumores específicos, algunos capaces de curar determinados tipos de tumores.
La radioterapia, el otro tipo de tratamiento antitumoral, se basa en la administración de determinados tipos de radiaciones para destruir las células tumorales. Para encontrar el origen de esta disciplina hay que remontarse hasta 1898, cuando la polaca Marie Curie descubrió el radio. Los dos grandes avances que se han producido en este campo aparecieron en la década de 1950, a raíz del invento del acelerador lineal para emitir radiaciones, y se empezó a utilizar el cobalto. En el siglo XXI han aparecido sistemas de radioterapia 4D o guiada por imagen, que tienen la capacidad de analizar los movimientos fisiológicos de los órganos, mejorando la eficacia del tratamiento.

Un fármaco contra la impotencia

No podíamos terminar el recorrido histórico del siglo XX sin referirnos a uno de los fármacos sobre el que se han escrito ríos de tinta: el Viagra®. En 1985 dos químicos de la empresa farmacéutica estadounidense Pfizer, Simon Campbell y David Roberts, emprendieron la tarea de encontrar un fármaco para controlar la tensión arterial. Comprobaron siete años después que el fármaco estudiado no satisfacía las expectativas deseadas en los pacientes con hipertensión arterial, pero que en un elevado número de casos provocaba erecciones peneanas prolongadas, por lo que decidieron cambiar la línea de investigación. Tan sólo cuatro años después el fármaco fue patentado con el nombre de sildenafilo —más conocido por su nombre comercial: Viagra®— y en marzo de 1998 fue aprobado por la FDA estadounidense para el tratamiento de la disfunción eréctil, convirtiéndose en uno de los fármacos más empleados en el siglo XX (entre 1999 y 2001 sus ventas anuales excedieron el billón de dólares).

§. El siglo XXI: del fonendoscopio a la terapia génica
Los avances médicos más importantes de la primera década del siglo XXI se han producido fundamentalmente en el campo de la biología molecular y, aunque muchos de ellos carecen todavía de aplicaciones clínicas, se espera que se produzcan en un futuro no muy lejano. Estamos asistiendo a una verdadera revolución médica hasta el punto de que es posible que en no muchos años se reestructure la clasificación de las enfermedades tomando como base la genética. Se prevé que enfermedades tan diferentes como son, por ejemplo, el asma (enfermedad respiratoria), la diabetes (patología endocrinológica) o la psoriasis (enfermedad cutánea) entren a formar parte de un mismo grupo. Y, a la inversa, enfermedades que cursan con síntomas muy parecidos y que ahora se encuentran clasificadas dentro de un mismo grupo pueden diversificarse: así, es posible que las enfermedades respiratorias sean separadas en diferentes grupos puesto que las alteraciones moleculares que las producen son muy diferentes.
Por otra parte, la revolución informática está modificando de forma importante la relación médico-paciente, y es que actualmente la telerradiología —sistema de envío informático de imágenes en tiempo real— permite emitir un diagnóstico sin que el médico tenga una relación directa con el paciente.

Se desvela el secreto de la vida

El siglo XXI no podía comenzar de mejor forma cuando el 6 de abril de 2000 la comunidad científica anunció que el primer borrador del genoma humano ya estaba terminado. Tan sólo un año después se publicó en dos revistas científicas de gran impacto su secuenciación definitiva con un 99,9 % de fiabilidad.

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La terapia génica, en síntesis, consiste en insertar una copia normal de un gen en el lugar exacto del genoma en el que existe un gen defectivo o ausente y, de esta forma, restaurar la función normal del organismo y eliminar los síntomas de la enfermedad. Se prevé que la terapia génica esté disponible dentro de unos años y sea la solución de casi cualquier enfermedad.

El genoma humano es la secuenciación del ADN contenido en los 23 pares de cromosomas que forman parten de nuestras células, en otras palabras, es lo que hace a un ser humano diferente del resto de los seres humanos. Para comprender la complejidad del genoma baste señalar que cada persona tiene entre 20.000 y 25.000 genes. La consecución de este proyecto supuso un enorme avance médico al permitir que en un futuro no muy lejano cada paciente pueda recibir un tratamiento totalmente a su medida.

Bacterias asesinas

Desgraciadamente no todo han sido buenas noticias en este siglo, en el año 2000 la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó de la aparición de un número elevado de resistencias bacterianas (capacidad que tiene un microorganismo para evitar ser destruido por los antibióticos). Esta modificación microbiológica es una verdadera amenaza para la humanidad y podría llegar a ser una catástrofe sanitaria, puesto que podría suceder que no tuviéramos fármacos para combatir algún tipo de enfermedad infecciosa.
En este sentido ya hemos sufrido las consecuencias de brotes infecciosos de lo que se ha dado en llamar «bacterias asesinas», que realmente son bacterias multirresistentes a la mayoría del arsenal terapéutico. De todas las bacterias asesinas destaca especialmente una, el Staphiloccocus aureus meticilin resistente (SAMR), que ya se ha cobrado numerosas vidas.

Amenaza sanitaria: el bioterrorismo

Además del problema de las multirresistencias, los microorganismos pueden ser origen de otro problema de enorme magnitud: el bioterrorismo, que consiste, básicamente, en el empleo de microorganismos dotados de gran capacidad invasiva en el ser humano, los cuales pueden provocar la aparición de graves enfermedades con tendencia a manifestarse en forma de epidemias.
Si los microorganismos que se pueden emplear en bioterrorismo son varios, de todos ellos hay dos que preocupan especialmente por su elevada mortalidad: el bacilo del carbunco o ántrax y el virus de la viruela.
Pocos meses después del terrible atentado múltiple de las Torres Gemelas de Nueva York y otros en territorio estadounidense, que tuvieron lugar el fatídico 11 de septiembre de 2001, un caso de bioterrorismo mantuvo en alerta a Estados Unidos durante semanas. Lo que inicialmente se creía que era un grupo terrorista islámico envió siete cartas con esporas de ántrax a diferentes lugares del país norteamericano. Uno de los primeros casos se detectó en Boca Ratón, en Florida, y el enfermo falleció de forma fulminante. En total hubo 22 personas infectadas, de las cuales cinco fallecieron. Poco a poco la sensación de pánico se fue generalizando y se temió que se pudieran producir nuevos casos en otros puntos del planeta. Afortunadamente estos augurios no llegaron a cumplirse y la alerta por ántrax desapareció tal y como había surgido.
La viruela es otra de las enfermedades a las que se alude cuando se piensa en bioterrorismo, se trata de una enfermedad erradicada en todo el planeta desde 1977 y que, por tanto, no figura en las campañas de vacunación de ningún país. Sin embargo, el virus responsable de la enfermedad no ha sido erradicado, se guardan cepas del microorganismo en dos laboratorios, uno en Siberia (Rusia) y otro en Atlanta (Estados Unidos). Existe la duda razonable de que el virus haya sido «adquirido» por otros países y que pueda ser utilizado como arma biológica. La magnitud de esta alerta sanitaria hizo que en el año 2005 la OMS ampliase a 2,5 millones la producción de dosis de vacuna contra la viruela, una cifra muy elevada teniendo en cuenta que la enfermedad no existe.

Una nueva enfermedad aterroriza al mundo

Siguiendo en la línea de las enfermedades víricas, en marzo de 2003 el infectólogo italiano Carlo Urbani identificó una enfermedad desconocida hasta ese momento en un empresario estadounidense que había sido ingresado en un hospital de Hanoi (Vietnam). Durante las siguientes semanas detectó nuevos casos y alertó a la OMS. La enfermedad fue catalogada con el nombre de neumonía atípica o síndrome respiratorio agudo severo (SARS) y, posteriormente, se pudo saber que estaba causada por un tipo de virus (coronavirus). El brote epidémico se había iniciado en noviembre de 2002 en Foshan, una pequeña ciudad industrial de la provincia de Guangdong (China) desde donde se propagó a las vecinas Vietnam y Hong Kong. El 12 de marzo del 2003 la OMS emitió la Alerta Global (máximo nivel de alerta) de la enfermedad, ya que se había convertido en una pandemia. Al final de ese año se cifró en más de setecientas personas las fallecidas en todo el mundo por la nueva enfermedad, entre ellas su descubridor, el doctor Urbani.

Resfriados mortales

A finales de 2003 y comienzos de 2004, mientras los medios de comunicación se hacían eco de que el peligro del SARS había pasado, la OMS alertó de que el virus de la gripe H5N1 había aumentado de forma alarmante su virulencia. Al año siguiente este virus se hizo resistente frente a la mayoría de los fármacos antivirales, lo cual parecía presagiar que una pandemia estaba próxima.
A comienzos de 2006 su capacidad infectiva en humanos era muy alta y se comprobó que a través de las migraciones de las aves el virus era capaz de llegar a zonas muy alejadas, por este motivo la enfermedad pasó a denominarse gripe aviar.
Desde ese momento ha habido un total de 394 infectados y 250 fallecidos, una cifra muy baja en comparación con los miles de casos que hay en el mundo de gripe estacional.
En el año 2009 hubo un nuevo brote pandémico del virus de la gripe, en este caso del tipo H1N1, el mismo que causó la pandemia de 1918 (la gripe española que vimos un poco antes). Se trataba de un patógeno con un genoma muy variopinto, ya que había mezcla de genes del virus de la gripe porcina, del virus de la gripe aviar y del virus de la gripe humana. La pandemia comenzó el 21 de abril cuando Estados Unidos alertó de que se había detectado un brote de gripe procedente de México. En tan sólo tres semanas hubo casi un millar de personas infectadas y 18 muertes.
Desde Estados Unidos y México la enfermedad se diseminó por todo el planeta y, de forma sorprendente, y esto es lo que más preocupaba a las autoridades sanitarias, las formas más graves se producían en personas jóvenes, si bien es cierto que en la mayoría de los casos afectaba a personas que tenían otras enfermedades añadidas. Como sucedió con la pandemia del virus de la gripe aviar la mortalidad fue mucho menor de la esperada.
La alarma social que ha generado la gripe A puso de manifiesto una vez más, de forma palmaria, si cabe, lo susceptible y manipulable que es una sociedad mal informada y sobreinformada como la que vivimos. Los mensajes de intranquilidad y el exceso de información pueden generar más perjuicios (automedicación, medidas profilácticas injustificadas…) que la propia pandemia.
A lo largo de 2009 se trabajó a ritmo frenético, y al final se consiguió tener preparada una vacuna frente al virus de la gripe A (H1N1) a final de año. Este avance terapéutico estuvo acompañado de una enorme polémica, debido a los posibles efectos secundarios que podría derivarse de su utilización.

Vacunas para combatir el cáncer

Las vacunas no sólo se pueden utilizar para prevenir la aparición de enfermedades infecciosas, como en el caso de la gripe, sino también para tratar algunos tipos de cáncer, bien para tratar cánceres ya existentes (vacunas terapéuticas) o bien para evitar la aparición de algún tipo de cáncer (vacunas profilácticas).
Dentro del grupo de las vacunas profilácticas, en el año 2006 la FDA de Estados Unidos aprobó la primera vacuna frente al virus causante de la mayoría de los casos de tumores de cuello uterino (el virus del papiloma humano.
Las vacunas terapéuticas constituyen una novedosa estrategia pues, con ellas, se pretende potenciar la respuesta del organismo frente a las células tumorales. Hasta la fecha la FDA todavía no ha aprobado ninguna vacuna terapéutica pero existen más de un centenar de ensayos clínicos con resultados prometedores en tumores tan diferentes como el de piel, el renal o el pulmonar.

Sangre artificial

Abandonemos el mundo de las enfermedades infecciosas para ocuparnos de las transfusiones. En el año 2007, el químico británico Lance Twyman, un investigador de la Universidad de Kent, anunció que había desarrollado unas moléculas huecas de forma cuadrada a las que denominó porfirinas, y que eran extremadamente similares a la hemoglobina, la proteína que se encarga de transportar el oxígeno en la sangre. Este descubrimiento posibilitará que se pueda transfundir sangre artificial de forma rápida y en grandes cantidades sin tener que depender de campañas de donación de sangre. Además este tipo de transfusiones tiene otras ventajas, como son su esterilidad, la ausencia de riesgo de contraer enfermedades infecciosas y la posibilidad de almacenarla de forma fácil, ya que se puede mantener a temperatura ambiente.

Nuevos trasplantes

En otro orden de cosas, en el caso de las mejoras relativas a los trasplantes, en la primera década del siglo XXI se ha conseguido obtener éxitos en dos nuevas regiones anatómicas: cara y pene. En noviembre de 2005, Isabelle Dinoire, una ciudadana francesa nacida en 1967, se convirtió en la primera persona en recibir un trasplante de cara, después de que años atrás un perro le hubiera desfigurado el rostro. La intervención fue realizada por un equipo dirigido por Bernard Devauchelle, jefe del Servicio de Cirugía Oral y Maxilofacial del hospital de Amiens. Isabelle Dinoire recibió los pómulos, la nariz y los labios de una mujer en estado de muerte encefálica. Tan sólo tres años después, en el Hospital de Cleveland (Estados Unidos), la doctora Maria Siemionow llevó a cabo un trasplante de cara del 80 % en una mujer de 46 años que había sido disparada por su marido y tenía el rostro totalmente deformado.
El primer trasplante de pene fue realizado por el chino Weilie Hu, cirujano del Hospital General de Guangzhou, en el año 2006. El receptor fue un hombre de 45 años al que se le trasplantó el órgano de un joven de 22. A pesar de que la cirugía fue un éxito, días después de la intervención fue necesario extirpar nuevamente el órgano por problemas de índole psicológica.
No podíamos terminar este libro sin señalar que en la primera década del siglo XXI han sido varios los grupos de investigadores que han trabajado en el desarrollo in vitro de un nuevo sistema terapéutico, la nanotecnología, que permite transportar los medicamentos por el organismo (protegidos por una membrana que impida su destrucción) y liberar su contenido de forma gradual en el punto deseado. En un futuro no muy lejano asistiremos a la aparición de nuevas familias de fármacos que permitirán tratar enfermedades de una forma más óptima y con menos efectos secundarios.
En ningún momento de la historia de la medicina el futuro fue tan esperanzador como el que se nos plantea en este momento, por la enorme cantidad de avances que se espera que se produzcan en los próximos años.

Bibliografía