Breve historia de la vida cotidiana del imperio romano - Lucia Avial Chicharro

A mis padres y a Nacho, que lo son todo para mí.
Y a Marco Antonio, por llenar mi vida de romanos.

Introducción

Cum Romae fueritis, romano vivite more
(Cuando a Roma fueres, como romano vivieres)
San Ambrosio de Milán

Contenido:
§. Eje Cronológico
El Imperio romano tuvo su origen en la ciudad de Roma, que fue fundada el 21 de abril del año 753 a. C. por los gemelos Rómulo y Remo, hijos del dios de la guerra, Marte, y la vestal Rea Silvia. Esta ciudad, que en sus comienzos no era más que una simple aldea de pastores de los montes Albanos y del pueblo de los sabinos, asentada sobre el Palatino, se acabó convirtiendo en el poderoso imperio que llegó a conquistar todas las tierras circundantes del Mediterráneo, llegando hasta los lejanos territorios de Britania y de la Dacia.
Roma dividió su historia en tres fases: la Monarquía (del año 753 a. C. al 509 a. C.), la República (509-30 a. C.) y el Imperio (27 a. C.-476 d. C.), que se subdividía a su vez en Alto (30 a. C.-siglo II d. C.) y Bajo Imperio (s. II d. C.-476 d. C.). Tras la caída de Roma en el año 476 d. C. a manos de los hérulos, el Imperio romano dejó de existir, y quedó de forma residual tan solo en la pars orientalis, la cual poco a poco se fue transformando en el Imperio bizantino, cuyo corazón era la ciudad de Constantinopla.
Aunque la expansión territorial romana había comenzado a finales del período republicano con la anexión de Grecia y de diversos reinos helenísticos, fue durante la etapa imperial cuando alcanzó su máxima hegemonía. Con el emperador Trajano se llegó a dominar la mayor extensión territorial, abarcando un imperio que iba desde las orillas del océano Atlántico en el oeste hasta las orillas del mar Caspio, mar Rojo y el golfo Pérsico al este, y desde el desierto del Sahara al sur hasta la agreste Germania (con los ríos Rin y Danubio como su frontera natural) y Britania al norte.
Es este el marco geográfico del que partimos en estas páginas, el del poderoso imperio que dominó el Mediterráneo. Para nuestra explicación sobre la vida cotidiana en el Imperio romano hemos decidido tomar un año al azar del Alto Imperio sin, por ello, olvidarnos de contar los antecedentes de toda la cotidianeidad de los romanos. Cada mes del año nos servirá de excusa para adentrarnos en los distintos apartados de la vida cotidiana romana, centrándonos en aspectos concretos, intentando acercarnos, aunque sea de forma breve, a la cotidianeidad de aquellos hombres y mujeres que hicieron posible la existencia del poderoso Imperio romano.
El motivo por el que hemos decidido dedicar cada capítulo de este libro a uno de los meses del calendario no es baladí. Cada una de las actividades cotidianas del hombre romano estaba presidida por fuerzas mágicas y divinas. En su día a día, la línea entre la religión y la superstición no siempre estaba definida, lo que explica la gran importancia que les concedían a los augurios y a las fuerzas divinas. Ello fue lo que nos llevó a usar el calendario romano (del que hablaremos brevemente a continuación) como excusa para realizar la capitulación de este libro, confiando en que las fuerzas divinas que protegían cada mes nos ayuden en la labor que nos espera.
Antes de comenzar con nuestro primer mes, queremos dar un breve repaso al calendario romano. Es importante saber que los acontecimientos religiosos romanos se insertaron en un calendario lunar de 344 días, que se consideraba establecido por Rómulo y se dividía en diez meses (de marzo a diciembre). De esos días, 235 eran fastos (es decir, laborables), 192 eran comitiales (se podían celebrar actos públicos) y los otros 109 días serán nefastos, donde debía cesar toda actividad y solo se realizaban fiestas oficiales. El siguiente cambio vino de la mano del rey Numa Pompilio, quien reformó los meses (duraban ahora veintinueve o treinta y un días alternativamente) y añadió dos más (enero y febrero). De esta forma, el año lunar vino a durar 355 días, y tenía que ajustarse cada cuatro años con el ciclo solar añadiendo dos meses intercalares. La última reforma importante vino de la mano de Julio César en el año 46 a. C., quien estableció el llamado calendario juliano. El año tuvo, a partir de entonces, 365 días divididos en doce meses, y era necesario agregar un día bisiesto a febrero cada cuatro años. Pese a estas reformas, en el Imperio romano no existía un solo calendario oficial. Cada ciudad y cada provincia tenían uno propio organizado según el modelo de la capital, que podía modificarse siempre que la situación lo exigiese. Las fechas del calendario se encontraban distribuidas en función del ciclo ganadero y agrícola. Pese a ello, nosotros seguiremos el calendario oficial de la ciudad de Roma para presentar los diversos capítulos de este libro.
El mes se encontraba dividido en un sistema bastante difícil de días, que habían heredado de aquel primer calendario lunar. No estaban numerados del uno al treinta y uno, sino que cada mes tenía tres fechas claves, que eran las kalendae, las nonae y los idus. Las calendas eran el primer día de cada mes, que antiguamente habían coincidido con la luna nueva, mientras que las nonas eran el día cinco, excepto en marzo, mayo, julio y octubre cuando eran el día siete. Los idus suponían el día trece del mes, excepto (de nuevo) en marzo, mayo, julio y octubre, en los que se correspondían con el día quince. Era una fecha móvil, y habitualmente coincidía con la luna llena. El día anterior o posterior se indicaba añadiendo un adverbio (pridie o postridie), que señalaba de tal forma que se estaba «en el día anterior a las nonas de febrero» (que coincidía con el cuatro de febrero). Para las demás fechas, sencillamente se contaban los días que faltaban hasta llegar a la más cercana de esas tres fechas fijas, y se colocaba la expresión ante diem antes del número.
El día romano no se dividía en veinticuatro horas exactas como el nuestro, sino que se basaba en la luz solar. El día duraba doce horas, que variaban en extensión según hubiese luz solar o no, de tal forma que las horas del verano resultaban más largas que en invierno. Las horas estaban expresadas con los números ordinales y era la hora prima la que coincidía con el amanecer, mientras que la puesta de sol la indicaba la hora duodécima. Las horas diurnas se dividían en dos partes, solía hablarse de «antes del mediodía» o «después del mediodía», división que se mantuvo hasta el siglo IV d. C. La noche se encontraba dividida en cuatro partes, denominadas vigilia, que estaban numeradas del uno al cuatro. Para medir las horas podían usar relojes de sol, llamados horologium, o de agua, las clepsidras.
No queremos terminar esta presentación sin aclarar que, a continuación, ofreceremos al lector algunas tablas y un mapa que le ayudarán, sin duda, a seguir la vida cotidiana de los romanos.

§. Eje cronológico
21 de abril del 753 a. C. Fundación mítica de la ciudad de Roma por Rómulo
Monarquía (753-509 a. C.)
509 a. C. Exilio del rey Tarquinio el Soberbio y fin de la monarquía romana
República (509-27 a. C.)
450 a. C. Ley de las XII Tablas
264 a. C. Comienza la primera Guerra Púnica
219 a. C. Comienza la segunda Guerra Púnica con la marcha a través de los Alpes de Aníbal
149 a. C. Comienza la tercera Guerra Púnica
84-82 a. C. Primera guerra civil
60 a. C. Primer triunvirato entre Julio César, Pompeyo Magno y Craso
58 a. C. Julio César inicia la Guerra de las Galias
49 a. C. César cruza el Rubicón. Comienza la segunda guerra civil
15 de marzo del 44 a. C. Asesinato de Cayo Julio César
43 a. C. Segundo triunvirato entre Marco Antonio, Octavio y Lépido
31 a. C. Batalla de Accio
Imperio (27 a. C.-476 d. C.)
27 a. C. Comienzo del reinado de Octavio Augusto
14 d. C. Muerte del emperador Augusto
64 d. C. Incendio de Roma
69 d. C. Año de los cuatro emperadores y fin de la dinastía Julio-Claudia
80 d. C. Inauguración del Coliseo
312 d. C. Batalla del Puente Milvio
313 d. C. Edicto de Milán
380 d. C. El cristianismo se convierte en la religión oficial
395 d. C. El emperador Teodosio divide el imperio en dos partes: Imperio romano de Occidente e Imperio romano de Oriente
476 d. C. Caída del Imperio romano de Occidente

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Mapa del Imperio romano durante el reinado de Trajano. En el período de gobierno de este emperador, Roma alcanzó su máxima expansión provincial.

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Tabla con el calendario romano. Aparecen reflejadas las principales festividades del mundo romano, con los días en los que se celebraban y los dioses a quienes estaban dedicadas.

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Las horas del día. Se dividían de prima a duodécima durante las horas de luz solar, mientras que la noche se encontraba separada en cuatro vigilias.

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El sistema monetario y sus equivalencias. El sistema monetario romano fue variando a lo largo de toda su historia, modificando sus valores y, en ocasiones, el metal con el que estaban elaboradas las monedas.

Capítulo 1
Ianuarius.
La organización del Estado romano y la vida pública del ciudadano

Contenido:
§. Instituciones del Estado romano
§. La publicidad electoral en Roma
§. El gobierno de las provincias
§. La legislación y la justicia romanas
§. La política de protección social del Estado
Con el mes de Ianuarius empezaba el año romano (sobre todo a partir de la reforma del calendario en el año 153 a. C., cuando Ianuarius y Februarius pasaron de ser los últimos meses del año a los primeros), momento que aprovecharemos para acercarnos un poco más a la organización del aparato estatal y burocrático del Estado romano y conocer sus engranajes e instituciones. Este será uno de los capítulos más arduos y complejos de nuestro libro porque, sin duda, el sistema político romano no es fácil de entender, pero creemos que es sumamente necesario realizar este recorrido antes de comenzar con la verdadera vida cotidiana. Además, cada vez que empezaba un año, la mayoría de los cargos, sobre todo los cónsules, tomaban posesión de su puesto y, por ello, este (y no otro) es el mejor mes para acercarnos al Estado. Una vez que conozcamos la organización del Estado, comprendiendo cómo se gobernaban y cómo manejaban sus asuntos públicos, podremos acercarnos mejor a la cotidianeidad de los romanos. También hemos escogido este mes porque Ianuarius es el mes dedicado al dios bifronte Jano, que protegía las puertas, las salidas y las entradas y los inicios, por lo que confiamos en que el dios quiera ayudarnos en el comienzo de este breve viaje a la vida diaria de los romanos.
Hasta la reforma del calendario, los cónsules tomaban posesión de su cargo durante el mes de marzo, momento en que también se abrían las campañas militares. Fue en el año 153 a. C. cuando se decidió adelantar el comienzo del año a Ianuarius para que los cónsules pudiesen tomar su cargo y consiguiesen llegar a tiempo a combatir la revuelta de Segeda, en Hispania. A partir de este momento, el calendario civil comenzó en Ianuarius y no en Martius.

§. Instituciones del Estado Romano
El Estado romano debía ser entendido como la comunidad de los ciudadanos libres, la cual era denominada populus romanus. Asimismo, podía usarse el término de república o res publica (literalmente “la cosa pública”) para hablar del Estado, y servía para denominar el conjunto de intereses del populus, que quedaba (o, al menos, debía quedar) siempre por encima de cualquier asunto o institución. Los asuntos del Estado eran manejados por ciertos individuos concretos, los magistrados. Además de contar con ellos, los asuntos estatales caían en manos de las instituciones del Senado y de las asambleas de los ciudadanos. Todo este aparato se apoyaba en una constitución no escrita, basada en la tradición o el mos maiorum.
Roma elaboró un modelo de ciudadanía específico en el que la pertenencia a la comunidad de derecho era independiente del origen racial de cada individuo. Ello llevó a que la civitas se considerase como una asociación de tipo artificial entre pueblos de orígenes diferentes. La nación romana era vista como una construcción abierta y sin terminar, puesto que para suprimir la identidad del vencido este debía ser integrado en la civitas. En sus escritos, Cicerón sistematizó de forma teórica el Estado romano, presentándolo como una comunidad de tipo moral, ya que consideraba que todo ciudadano romano tenía dos patrias, la de nacimiento y la de derecho.
Para los romanos, lo más importante eran la virtus y la libertas, consideradas como los valores esenciales de todo ciudadano. Se debía tener siempre una conducta virtuosa, que permitiese la conservación de los valores romanos y la preservación de la libertad y la dignidad no solo personales, sino también del Estado. Estas ideas republicanas cambiaron con el Principado (a comienzos del gobierno de Augusto), aunque siempre se trató de que estos valores permanecieran como la auténtica esencia del ciudadano romano. El nuevo régimen había traído consigo diversos vicios, como era el caso de la adulación, que permitieron que surgiesen nuevas virtudes (por ejemplo, la moderación) en contraposición a estos vicios. Esta situación llevó a que muchos autores se lamentasen de la pérdida de los viejos valores republicanos, considerados como los verdaderamente romanos, y denunciasen de forma constante los vicios del imperio.
En sus orígenes, el Estado romano (que fue monárquico hasta el año 509 a. C.) tenía un fuerte componente agrario y territorial, y se organizaba de una forma muy simple y centralista, basando todas sus instituciones en la agricultura. Por ello, podemos hablar de una sociedad de campesinos y pastores que, cuando la situación lo requería, se convertían en soldados y magistrados de su ciudad. Fue durante el siglo IV a. C. cuando se consumó la transformación de este primitivo Estado agrario, debido al desarrollo del comercio y el artesanado, al cual se unió el uso de la moneda. Todos estos hechos provocaron ciertos cambios sociales que generaron una escala de clases censitarias estimadas por mínimos de riqueza. Se vio cómo surgió un ordenamiento aristocrático, basado en la distinción entre patricios y plebeyos, que se perpetuaría a partir de entonces. En este momento, los patricios comenzaron a encargarse de la gestión del Estado, y ocuparon todas las instituciones. Hasta finales de la República fue este el sistema que se siguió, ya que en este momento Roma comenzó a exigir una mayor concentración de poder que la llevó a asimilarse a la monarquía, todo ello provocado por el contexto de crisis política que se estaba viviendo.
Las principales instituciones de las que se componía el Estado romano eran varias. La principal de ellas era el Senado, que agrupaba a la aristocracia detentadora del poder político. En origen se encontraba compuesto por los jefes de los clanes y, durante la República, comenzó a desarrollarse como consejo supremo destinado a asesorar a los magistrados. Se elegía a los senadores dentro del cuerpo de ex magistrados, y su nombramiento adquiría carácter vitalicio. Frente a los magistrados, cuya elección era anual, el Senado era considerado como el núcleo permanente del Estado, el que mantenía estable la política y la sociedad romanas. Además, los senadores adquirían ciertos privilegios, como era el hecho de tener asientos especiales en los teatros, el derecho a usar la latus clavus (una toga orlada de una ancha franja de púrpura) y unas sandalias doradas, y el derecho del ius imaginum, que les permitía conservar y exhibir las máscaras de cera de sus antepasados.
A continuación se encontraban las diferentes magistraturas, que suponían cargos honoríficos gratuitos sin remuneración. Este hecho provocaba que solo pudiesen acceder al cargo quienes tuviesen una posición económica desahogada, ya que eran los únicos que podían permitirse emplear su tiempo en el bien público. Las magistraturas eran cargos temporales, ya que solo se daba un año para que desempeñasen su labor. Además, el requisito de acceso a las diferentes magistraturas era que se dejase transcurrir dos años (como mínimo) entre el ejercicio de una y de otra. Pese a esto, y solo si se consideraba imprescindible, con la prorrogatio imperii podían ejercer otro año más su cargo. Tenían un carácter colegiado obligado y, como instrumento de ayuda a la colegialidad, se creó la potestad de la intercessio o veto, el cual podía interponer un magistrado de igual o mayor rango.
Con la Lex Villia Annalis del 180 a. C. se organizaron correctamente todas las magistraturas que, en orden ascendente, eran las siguientes: cuestura, edilidad curul, pretura y consulado. Los investigadores actuales consideran que también pueden ser clasificadas en ordinarias permanentes (consulado, pretura, edilidad, cuestura y tribunado de la plebe) y en ordinarias no permanentes (censura y dictadura). Las ordinarias permanentes fueron aquellas que formaban parte de la constitución republicana o bien tenían carácter electivo a través de los comitia, mientras que las otras se usaban para las necesidades excepcionales de la república. Otra ordenación que se hizo fue la que dividía a las magistraturas en mayores y en menores. Las mayores eran las que estaban investidas cum imperio, por tanto podían mandar tropas y ejércitos y se elegían por comicios centuriados (añadiéndoles la censura), mientras que las menores carecían de imperium y eran elegidas por los comicios por tribus. Todas las magistraturas que vamos a ver a continuación se encontraban colegiadas (a excepción de la dictadura, que tenía carácter excepcional), con la idea de que se mantuviesen equilibradas y se evitasen los abusos de poder y la corrupción. Sin embargo, a finales de la República se vio cómo estas ideas de igualdad y reparto de poder no se pudieron mantener, y se encuentran casos como el de Cneo Pompeyo Magno, que accedió al consulado sin pasar por el cursus honorum establecido, ya que amenazó al Estado con una guerra civil. Pese a estos abusos, el respeto por las magistraturas se mantuvo durante casi toda la historia de Roma.
Una tribu era una circunscripción territorial a la que se adscribía cada ciudadano romano. Según la tradición romana, Rómulo dividió al pueblo en tres tribus (ramnes, tites y luceres), que se subdividían en diez curias. El sexto rey de Roma modificó la institución tribal y formó cuatro tribus urbanas (suburana, esquilina, collina y palatina) y diez tribus rurales fuera de la ciudad. Con la conquista de Italia, aumentaron las tribus rurales hasta fijarse en el número de treinta y cinco.
La magistratura más importante era la del consulado, a la cual pertenecían dos cónsules con autoridad ejecutiva en un mandato que duraba un tiempo determinado. Su origen se encontraba en la República, tras la expulsión de los Tarquinios (finales del siglo VI y comienzos del siglo V a. C.), cuando el poder en Roma dejó de ser unipersonal y se permitió que el pueblo eligiese a sus gobernantes (los cónsules) en los comicios centuriados. Fue durante ese momento cuando surgió un conjunto de magistraturas ordinarias que quedaban a expensas de la autoridad consular. Los cónsules teníancum imperio, puesto que podían mandar tropas, gozaban de intercessio (que era la posibilidad de veto recíproco) y un gran poder, tanto en Roma como sobre el ejército. Como signo de poder y estatus usaban en la ciudad la toga praetexta (que era blanca y orlada con una franja púrpura), se sentaban en la sella curulis (una silla portátil de marfil sin respaldo), eran precedidos por una escolta de doce lictores (eran los oficiales de la guardia que iban precediendo a los grandes magistrados) que llevaban las fasces y, además, daban nombre al año. El cónsul que había conseguido el mayor número de votos era denominado consul senior, mientras que el otro era llamado consul iunior. Pese a esta distinción, ambos se turnaban diariamente en el ejercicio del poder. Tras expirar su mandato anual podían convertirse en procónsules, a los que se adjudicaba una provincia para que la gobernaran durante otro año más, aunque la duración de su mandato podía ser prorrogable por el Senado si lo estimaban necesario.
Las fasces eran la unión de unas treinta varas (de abedul u olmo, normalmente), que simbolizaban las curias de Roma, y que estaban atadas de manera ritual con una cinta de cuero rojo, sujetando un hacha para decapitar o labrys. Dentro del pomerium no podían llevar el hacha, ya que en la ciudad los magistrados curules solo podían castigar y no ejecutar. El hacha dentro de la ciudad solo estaba permitida para los dictadores.
Durante el Imperio, algunos emperadores perdieron todo el respeto hacia las instituciones, y mostraron su desprecio a través de algunos gestos como el de Calígula, que quiso nombrar cónsul a su caballo preferido, Incitatus. Antes de ello, decidió que debía convertirse en senador, por lo que Incitatus se convirtió en otro miembro más del Senado. Aunque siempre se ha visto como el gesto de un emperador demente, algunos investigadores creen que lo que Calígula quería era mostrar su desprecio hacia las magistraturas e instituciones romanas, demostrando que hasta un animal era capaz de desempeñar su trabajo. De cualquier forma, Incitatus tuvo el honor de ser el primer senador no humano de la historia.

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Retrato de Lucio Junio Bruto, primer cónsul de Roma. Después de la caída de la monarquía, los cónsules como Junio Bruto gobernaban el Estado en colegialidad, tratando de evitar posibles tiranías. Museos Capitolinos. Fotografía de la autora.

Tras los cónsules estaban los pretores, que también eran magistrados superiores con imperium. Destacaban el pretor urbano y el peregrino. El urbano podía convocar los comicios por tribus y sustituía a los cónsules cuando se encontraban ausentes. Podía usar también la toga praetexta y la sella curulis, y era precedido por seis lictores. El cargo de pretor peregrino se creó en el 242 a. C. y básicamente tenía función judicial para los extranjeros. Al acabar su mandato anual, podía ser designado como propretor y se le designaban ciertos territorios para que los gobernase durante un año.
Los ediles podían ser de dos tipos, curules y plebis. Los ediles curules suponían una magistratura colegiada y patricia, y se elegían en los comitia tributa, con jurisdicción de tipo civil y criminal. Como privilegio tenían la posibilidad de sentarse en la silla curul. Los ediles de la plebe eran los magistrados auxiliares de los tribunos de la plebe.
Después encontramos a los cuestores, que no tenían imperium y eran el primer escalón del cursus honorum. Se encargaban de la administración y el control del aerarium populi romani (el fisco o el conjunto de todas las propiedades e ingresos del Estado, ubicado en el templo de Saturno), ejecutando los cobros y los pagos impuestos por los cónsules. En época imperial este cargo se vio engrosado ante el hecho de que, en ausencia de un heredero, cualquier herencia y todo testamento que contuviera alguna irregularidad entrañaba la confiscación de la herencia en favor del emperador, con una gran recompensa para quien denunciase esta situación.
El tribunado de la plebe era otra magistratura con un cierto carácter especial, ya que surgió a raíz de las luchas entre patricios y plebeyos. Incluía, como su propio nombre indica, a los representantes de la plebe, elegidos en concilios que tenían como misión defenderla. Se componía de diez miembros. Sus características eran la sacrosanctitas (su persona era inviolable), el derecho de auxilium (posibilidad de acudir en ayuda de cualquier ciudadano que lo solicitase) y el de intercessio (veto a cualquier magistrado que intentase aplicar alguna medida abusiva o anticonstitucional). Podía convocar y presidir las asambleas plebeyas (concilia plebis). Su carácter protector del pueblo se ve desarrollado por la tribunicia potestas, es decir, la función de velar por el Estado.
La censura era otra magistratura extraordinaria, con carácter colegiado y sin imperium. Se elegían cada cinco años y asumían el control total sobre las costumbres (mos maiorum), lo que los convertía en la más alta autoridad moral del Estado romano. Su misión era elaborar el censo, lo que suponía la inclusión de los ciudadanos en las diferentes centurias y tribus.
La dictadura es la última de las magistraturas extraordinarias, cuyo cargo se designaba en momentos de peligro y tenía carácter único. Asumía de forma temporal la autoridad suprema del Estado, ocupando el cargo un período máximo de seis meses, con la finalidad de preservar la república romana, su orden constitucional y sus instituciones de gobierno ordinario frente a un grave peligro. Por ello, el dictador reemplazaba temporalmente el mandato colegiado de los cónsules y concentraba en su persona todos los poderes.
Para elegir a todos estos magistrados se realizaban las asambleas del pueblo, las cuales se dividían entre comicios centuriados y comicios por tribus. Los comicios centuriados articulaban al populus en cinco clases, compuestas por un número determinado de centurias. Eran los censores quienes controlaban los bienes del ciudadano y lo adscribían en la clase que le correspondía. Los comicios por tribus se organizaban de forma ligeramente diferente, ya que se ve cómo se encontraban ordenadas por tribus o distritos territoriales a los que el ciudadano estaba obligatoriamente adscrito. La tribu quedaba, por tanto, como una unidad de voto. Los comicios centuriados elegían a los magistrados con imperium, y los comicios por tribus al resto. Existían también los comicios por curias, que en los primeros tiempos de la República elegían a los más altos órganos del Estado pero que, con el tiempo, tan solo confirmaban e inauguraban las elecciones de los comicios centuriados.
Tanto los magistrados como el Senado eran quienes soportaban el peso de la función estatal. El populus quedaba subordinado a la aristocracia a través del sistema de clientelas, aunque tenía derecho a votar los diferentes cargos. La clientela era el lazo social mediante el cual el ciudadano tenía la posibilidad de participar de forma pasiva en la vida pública. Se trataba de una relación personal de protección a la que un individuo de mayor prestigio se comprometía con otro de inferior rango. Las personas que se sometían recibían el nombre de clientes y el protector era denominado patronus. Esta relación se apoyaba en el concepto de fides, que debe entenderse como la fidelidad o la confianza. Con ello quedaba formada la llamada clientela política, y (en ocasiones) el patrono quedaba ligado a comunidades o ciudades enteras.

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Tabla con las instituciones romanas. Al cursus honorum solamente podían acceder los miembros de las familias patricias, que deseaban alcanzar las altas magistraturas debido al honor que suponía para su gens.

§. La publicidad electoral en Roma
La publicidad electoral tenía una gran presencia activa en Roma, ya que el cursus honorum (entendido como el núcleo de la vida pública del ciudadano) obligaba a contar con el respaldo del electorado si se quería poder acceder a una magistratura. Ello llevó a que gran parte del esfuerzo que realizaba el candidato se dirigiese a convencer al pueblo de su elección.
Además, estaba la amicitia, que se consideraba la asociación de individuos o familias nobiliarias para una ocasión política determinada. En cada una de ellas se producía la formación de factiones o partidos nobiliarios cuyos intereses, si chocaban entre sí, creaban el efecto contrario a la amicitia, es decir, la inamicitia.
Aquella persona que desease presentarse como candidato a alguna magistratura debía reunir ciertos requisitos, entre ellos el hecho de que debía declarar ante el magistrado que presidía el proceso electoral su intención de ser elegido para un cargo. Normalmente, quienes podían acceder a las diferentes magistraturas eran aquellos que pertenecían a lanobilitas (la cual se dividía entre optimates ypopulares, según fuesen más «conservadores» o no), además de los homini novi, los hombres nuevos sin antepasados importantes que accedían al cursus honorum.
Cuando el ciudadano no cumplía los requisitos, el magistrado le denegaba la inscripción y no podía ser elegible. A continuación, se publicaba una lista de elegidos (aunque en cualquier momento podían renunciar a seguir en el proceso), con una antelación mínima de veinticuatro días a la fecha de la votación, expuesta en sitios tales como el foro (el centro de la vida política, social y jurídica de la urbs) y las contiones (asambleas populares). Estas asambleas no eran decisorias, pero constituían el único lugar donde se podía hacer uso de la palabra, el principal instrumento electoral. Al comenzar la campaña (llamada ambitus), al candidato, que vestía la toga candida de color blanco, se le recordaba que no tenía permitido hacerse propaganda electoral, aunque era una regla que se rompía frecuentemente. Llegado el día, la votación se realizaba en persona, y se tomaba como requisito la oralidad, ya que había que exponer verbalmente el voto. Sin embargo, cuando creció la población, la votación se realizaba ya por escrito (per tabellam) en unas tabellae ceratae donde los que ejercían el ius sufragii (el derecho al voto) indicaban con iniciales los candidatos de su preferencia. La honestidad se consideraba una de las mejores cualidades para poder vencer en las votaciones, ya que, unida a la dignidad del candidato, se interpretaba como una correcta gestión política.

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Publicidad electoral en la Via dell’Abbondanza de Pompeya. Como sucede a día de hoy, las calles de la ciudad eran el mejor escenario para que un candidato se publicitase e intentase darse a conocer a sus posibles votantes. Fotografía de la autora.

La publicidad electoral en Roma era tan importante que hasta las tumbas se usaban como soporte publicitario. Los monumentos funerarios, además, cumplían con la intención de publicitar a la familia, dándole un reconocimiento de dignidad. Sin embargo, estaba mal considerado el hacerse publicidad en actos multitudinarios. Asimismo, podía encontrarse mucha publicidad electoral plasmada en pintadas en las paredes, realizadas sobre una pared previamente preparada con un fondo blanco de cal con colores rojo y negro.
También se recomendaba hacerse publicidad electoral hablando con el pueblo, dándose a conocer como un candidato accesible y preocupado por sus necesidades. Otra buena forma de hacerse publicidad consistía en la solicitud del voto mediante la prensatio, que era básicamente un apretón de manos que servía para crear un vínculo de afinidad. Se exigía al candidato saludar siempre a sus posibles electores y partidarios usando su nombre. Para facilitar su tarea, tenía un esclavo llamado nomenclator, el cual se debía aprender los datos más importantes de las personas relevantes de la ciudad para poder recordárselo a su amo. La presencia de un nomenclátor en una comitiva se consideraba un símbolo de prestigio y poder, de ahí que muchos patricios romanos deseasen tener uno y poder usarlo. Además, era acompañado por su ad sectatio o séquito, el cual escoltaba y arropaba al candidato en su búsqueda de votos. El séquito se encargaba de la salutatio (saludo que se realizaba cada mañana) y de acompañarlo todo el rato en sus diferentes labores. El candidato debía atender a su séquito dándoles regalos y permitiéndoles estar en su compañía.

§. El gobierno de las provincias
Durante su dictadura en el siglo I a. C. Lucio Cornelio Sila creó la diferenciación entre el Gobierno de Roma como urbs, gestionado por los magistrados, y el de las provincias, que se comenzó a asignar a los procónsules y propretores, que recibían el encargo de gobernar y administrar las regiones conquistadas. Los gobernadores de provincia (llamados praetor y que debían de ser rango senatorial) se consideraban la máxima autoridad jurisdiccional de la misma. En las provincias asociadas o clientelares se usaba la figura del praefectus o la del legatus augusti pro praetore para ejercer el gobierno de la provincia. Con ello se consiguió que, además de las magistraturas de la ciudad de Roma, los municipios romanos se encontrasen dotados de instituciones, como la Curia (el Senado local), y de una serie de magistraturas elegidas anualmente en los comicios, que tenían carácter colegiado y que detentaban las élites locales. La edad mínima exigida para participar en ellas eran los veinticinco años, y los magistrados pasaban a formar parte del llamado ordo decurionum. La Curia estaba constituida por los decuriones, que eran elegidos en la lectio senatus cada cinco años por los duunviros quinquenales, que formaban un grupo de cien miembros. Tanto los duunviros como los ediles y los cuestores podían asistir a las reuniones de la Curia, aunque no les estaba permitido votar. El duunvirato era la magistratura suprema a nivel local. Tenía como función la gestión de todos los aspectos básicos de la vida de la comunidad. Podían aparecer reflejados en la epigrafía como los colegas de los aediles, constituyendo el colegio de los quattuorviri. Para aspirar a este duunvirato era necesario haber desempeñado previamente los cargos tanto de edil como de cuestor. Los duunviros, cada cinco años, elaboraban el censo local de todos los ciudadanos, por lo que recibían el nombre de quinquenales. Podían convocar y presidir las asambleas legislativas y electorales, y eran responsables de los fondos comunales del municipio, por lo que se encargaban de la administración de las finanzas municipales. También podemos encontrar a los ediles, los cuales tenían el mismo poder jurídico que los duunviros pero con atribuciones diversas. Entre ellas destacaban la cura urbis (cuyo objetivo era la vigilancia y la seguridad pública), la cura annonae (que abarcaba el aprovisionamiento y la vigilancia general sobre el mercado) y la cura ludorum (que suponía la disposición y regulación de los juegos públicos de la ciudad). La edilidad era el primer escalón en el cursus honorum local. Los quaestores solían ser dos y tenían el derecho de veto entre ellos. Ejercían las funciones de tesoreros en los municipios y poseían competencias en el cobro de impuestos, lo que los ponía en relación con el cuestor provincial. Podían tener adjudicados a su servicio algunos esclavos municipales (servi communes). Asimismo, contaban con apparitores o subalternos municipales, entre los que destacaban los escribas, los cuales controlaban el dinero y las cuentas municipales.
Parte de los actos evergéticos realizados en beneficio de la ciudadanía y efectuados en los municipios eran llevados a cabo por estos magistrados, los cuales pertenecían siempre a las élites locales. El cargo los obligaba a realizarlos a través del pago de la summa honoraria.

§. La legislación y la justicia romanas
Además de las diversas magistraturas que controlaban el Estado, debemos entender la enorme importancia que tenían el derecho y el ejercicio de la justicia dentro del mundo romano, lo que veremos a continuación.
Las primeras leyes que tuvieron los romanos se basaron en el mos maiorum, es decir, en el derecho consuetudinario que reflejaba las costumbres de sus antepasados. Basándose en estas tradiciones legales, la justicia quedó en manos de los patricios, especialmente en la figura del Pontifex Maximus, lo que desarrolló el derecho pontifical. Este tipo de legislación era siempre desfavorable a los plebeyos, quienes comenzaron a reclamar la codificación de las leyes. Para ello, el Senado nombró a una comisión de decenviros, quienes finalmente elaboraron la llamada Ley de las XII Tablas, expuesta en el foro en el año 451 antes de Cristo.
A partir de la Ley de las XII Tablas los pretores asumieron la función jurisdiccional y, cada vez que empezaban su mandato, emitían un edicto en el que indicaban los diferentes delitos y castigos. En ocasiones, asumían como suyos los edictos de sus predecesores, pero en otras, corregían o abolían las leyes anteriores. Si el sistema de derecho romano ya era difícil, siguió complicándose cada vez más ya que los tribunos de la plebe podían elaborar los plebiscitos, en los que trataban asuntos políticos, económicos y jurisdiccionales, mientras que el Senado, a través de los Senatus Consultum, creaba jurisprudencia sobre diversos temas.
Tras la llegada de Augusto al poder y el comienzo del imperio, los emperadores asumieron las funciones de los tribunos de la plebe, lo que les permitió elaborar nuevas leyes a través de los edictos o las constituciones imperiales. Toda esta legislación solamente afectaba a los ciudadanos romanos, ya que, como veremos ahora, los ciudadanos latinos (los habitantes del Imperio romano se dividían en tres categorías: ciudadanos romanos, ciudadanos latinos y los habitantes sometidos con estatus de peregrinus) y aquellos que tenían categoría de peregrinos (por ello no se consideraban ciudadanos) eran juzgados por otros corpus de leyes.
La ciudadanía latina era un estatus intermedio entre la auténtica y plena ciudadanía romana y la categoría de peregrino o no ciudadano, que se regía por el llamado derecho latino. Las concesiones más importantes que hacían en el derecho latino eran la del commercium (el poder poseer tierras en cualquiera de las ciudades latinas y realizar contratos con sus ciudadanos), el connubium (la posibilidad de contraer matrimonio legal) y el ius migrationis (adquirían el origen de cualquier ciudad latina tan solo por residir en ella de forma permanente). Los ciudadanos latinos compartían con los romanos algunas de sus leyes, pero no así sus privilegios.
El derecho latino se convirtió en el paso intermedio que llevaba hacia la obtención de la ciudadanía romana. De hecho, durante la República compartieron con los ciudadanos romanos la mayor parte de sus libertades, a excepción del voto, el derecho a desempeñar magistraturas y a servir en las legiones. Con el imperio, se convirtió en el primer peldaño para aquellos que querían obtener la ciudadanía romana hasta que en el año 212 Caracalla la concedió a todos los habitantes del imperio.
Por último, tenemos el ius gentium, el derecho que correspondería a todos aquellos habitantes libres del imperio que no tenían categoría ni de ciudadano romano ni de ciudadano latino. Cuando Roma comenzó a expandirse, se creó la magistratura del praetor peregrinus, que debía atender todos los casos relacionados con los no ciudadanos. La mayor parte de las solicitudes que recibía se relacionaban con asuntos comerciales, por lo que se vieron obligados a desarrollar un derecho relacionado con estas cuestiones a partir del cual nació el ius gentium.
Este tipo de derecho, al final, recopiló todas las leyes que se aplicaban a las colonias y provincias romanas, divididas entre el derecho referido a las relaciones con la propia Roma (es decir, tratados de paz o de alianza) y las leyes que regían las vidas de estos habitantes.
Por tanto, hemos visto cómo la legislación romana se encontraba separada en tres tipos de derechos diferentes, relacionados con el estatus de los habitantes del imperio. A continuación, pasaremos a conocer cómo se desarrollaban los procesos judiciales romanos.
A comienzos de la época republicana, durante los procesos penales, intervenían el rex sacrorum y los sacerdotes llamados flamines, que se dedicaban al culto de Júpiter. Estos procesos, más que buscar un castigo, trataban de celebrar un acto de purificación ofreciendo a la divinidad al culpable. Para ello llevaban a cabo el acto de la consecratio, con el que se buscaba el restablecimiento de la pax deorum, dejando que fuese el magistrado quien llevase todo el proceso. A la vez, se comenzó a distinguir entre derecho sacro y laico y a diferenciarlos jurídicamente. En un segundo momento, los procesos capitales fueron confiados al populum, reunido en los comicios, el cual tuvo la responsabilidad de conocer las apelaciones de los ciudadanos acusados de pena capital (provocatio ad populum). Además se instituyeron unos tribunales especiales, los cuales estaban formados por los magistrados, el cónsul y los pretores. A principios del Principado se comenzaron a celebrar los procesos tanto privados como públicos a través del empleo de los tribunales. En el proceso privado se sentenciaban las cuestiones de derecho privado que pertenecían al campo de los delicta. El procedimiento público era así denominado porque la acción la podía ejercer cualquier ciudadano en interés del pueblo y del Estado romano.
Las fases del proceso criminal romano eran varias, empezando por la postulatio, que era el permiso que concedía el pretor al acusador para que pudiese llevar a juicio a un demandado. Se seguía con la delatio nominis, mediante la cual el acusador delataba al acusado, quien debía defenderse. Si el acusado se declaraba culpable (confessus) se terminaba el proceso, pero si no era así el acusador debía reunir pruebas de la culpabilidad. Tras ello llegaba la accusatio, por la cual el pretor establecía el día de la comparecencia, los jueces eran elegidos y daba comienzo el juicio. Una vez que el juicio se acababa, los jueces dictaban la sentencia, absolviendo o bien condenando al acusado. En el caso de ser considerado culpable, se aplicaba el correspondiente castigo. Si el culpable pertenecía a una clase social alta, ya fuese un patricio o un caballero, normalmente las penas a las que se enfrentaba eran mucho más leves que si perteneciese a la plebe o a los grupos que no formaban parte de la ciudadanía romana.

§. La política de protección social del estado
Asimismo, dentro de la preocupación que se tenía por los ciudadanos, el Estado podía encargarse de la alimentación de los más pobres. Por ejemplo, existía la institución de los alimenta, una actuación munificente de potentados particulares y de emperadores que se dirigía a la protección y alimentación de los niños de cada ciudad. Esta institución podía establecerse ya en vida del benefactor, o bien hacerse mortis causa, tras el fallecimiento del mismo.
Aparte de los alimenta, existían diferentes modalidades de protección alimentaria entre las que vamos a destacar varias. La annona o cura annonae servía para garantizar el aprovisionamiento de grano anual de Roma y evitar con ello posibles hambrunas. Durante la República, su gestión recayó en la magistratura edilicia, mientras que a partir de Augusto se estableció la oficina annonaria y un praefectus annonae, que se encargaría de controlarlo todo. También se encontraban las frumentiones, las congiaria y las sportulae, que todas juntas componían un conjunto de acciones gratuitas de reparto de alimentos y dinero. Además, durante la República se estableció la costumbre de que los magistrados lanzasen a la plebe, durante los triunfos o los juegos, los llamados missilia, que consistían en regalos envueltos o monedas que servían para comprar los alimentos.
Es la existencia de todas estas instituciones la que nos habla de lo importantes que fueron para el Estado romano sus ciudadanos, a los que debía cuidar porque suponían sobre todo su fuerza de choque militar y los apoyos necesarios para obtener cualquier cargo en el mismo. Además, siempre se mantuvo la idea del gobierno de Roma a través del Senado y por el pueblo, reunido en las asambleas populares, aunque ya hubiese un emperador con todo el poder en sus manos. Esta unión se ve reflejada en el emblema que todos conocemos de Roma, el famoso SPQR, que literalmente significa «El Senado y el Pueblo Romanos» (Senatus Populusque Romanus).

Capítulo 2
Februarius
El trabajo y la economía del mundo romano

Contenido:
§. La economía de las clases patricias
§. La economía de los équites
§. Los impuestos del mundo romano
§. La economía de la plebe
§. Las rutas comerciales del Imperio romano
Februarius, el segundo mes del año, no existía en el antiguo calendario lunar romano (que solo tenía diez meses) hasta que el rey Numa Pompilio ordenó que se agregase. Se encontraba dedicado a Februus o Februo, dios de las purificaciones y guía de los difuntos, y a Februa, madre de Marte, por lo que hasta el 153 a. C. se consideraba el final del año. En este momento, se convirtió en el segundo mes del año, dedicado a las ceremonias para alejar los malos espíritus (sobre todo aquellos que podían perjudicar las cosechas, los ganados y la salud) y, por supuesto, a la purificación.

§. La economía de las clases patricias
Para sustentarse y poder mantenerse en su día a día (sobre todo en el caso de los aristócratas que debían invertir parte de sus riquezas en su carrera política) los romanos necesitaban de una gran cantidad de recursos, entre los que se incluían las cosechas y el ganado que había que proteger durante Februarius, aunque no todos pudiesen acceder a ellos. Por ello, aprovecharemos el segundo mes del año para conocer cómo sobrevivían las distintas clases sociales de romanos, explicando de forma muy breve cómo eran el trabajo y la economía de este momento. Posiblemente, a día de hoy, su vida nos parezca muy dura, sobre todo en el caso de los menos afortunados, pero en muchos aspectos veremos cómo nos recuerda a nuestro propio modo de vida.
Los patricios no podían desempeñar cualquier trabajo, manual o intelectual, que les reportase un beneficio económico directo, puesto que perderían su dignitas, una de las virtudes básicas de cualquier ciudadano que debía ser mantenida siempre. Las únicas actividades que podían realizar eran todas aquellas relacionadas con la política o la guerra, aunque en su tiempo de ocio había quienes se dedicaban a la agricultura, una actividad manual considerada digna y que, en los primeros momentos de la República, era lo que les reportaba un beneficio económico. Pese a todo, aunque ejerciesen como políticos o como militares, lo hacían sin recibir compensación alguna a cambio (aunque ya hemos visto en Ianuarius cómo a veces aprovechaban su cargo para saquear las provincias y enriquecerse), ya que no tenían un salario estipulado, por lo que necesitaban otra forma de obtener sus recursos.
Durante la República la política solo era provechosa para quien participaba en ella hasta alcanzar los más altos rangos. Seguía sin haber un sueldo asignado para estos cargos, y los beneficios indirectos obtenidos de las magistraturas no costeaban lo gastado en el cursus honorum. Sus beneficios provenían, sobre todo, de las posesiones agrícolas y de las que se tenían en las provincias cuando ejercían sus cargos. Las provincias eran auténticas minas de oro para los magistrados corruptos, los cuales se enriquecían a través del robo y de la extorsión. Otra buena fuente de ingresos para las clases altas era el botín de guerra tras las conquistas. Aunque este debía pasar, teóricamente, de forma directa al tesoro del Estado, antes era saqueado por el general en jefe, quien recogía los beneficios que estimase oportuno. La reconstrucción de un territorio devastado por la guerra era otra de las ocasiones que tenían para hacer dinero, pues conseguían ser los únicos pagados por estas actividades.

§. La economía de los équites
Los caballeros o équites pertenecían a la clase social inmediatamente inferior a la de los patricios, aunque en ocasiones eran más ricos que ellos, ya que sí podían ocuparse de los trabajos manuales o intelectuales, y constituían la clase de los negocios. Durante el Imperio llegaron a ocupar algunos puestos administrativos e incluso apareció un cursus honorum regular de los équites. Aunque debían trabajar, la gran cantidad de dinero que manejaban los salvaba de ser estigmatizados por ello, y eran una clase social bastante respetados. Hacia el final de la República, comenzaron a disfrutar de una importante influencia política, ayudando a mediar entre los optimates los populares, ya que les interesaba obtener siempre legislaciones a su favor y gobernadores provinciales benévolos con sus negocios (puesto que en las provincias era donde conseguían la mayor parte de sus ingresos, sobre todo a partir de la recaudación de impuestos por contrato). Para sus negocios en las provincias, se podía ver como los impuestos públicos eran arrendados por parte de los entes administrativos a sociedades (societates publicanorum), las cuales pagaban un tanto anual fijo por este servicio. Aprovechando la presencia de los équites y su labor recaudatoria, haremos un breve paréntesis para hablar de los tipos de impuestos que se debían pagar en el mundo romano, y que esta clase social solía encargarse de recoger.

§. Los impuestos del mundo romano
Los impuestos básicos reclamados por los romanos eran el tributum (impuesto per cápita) y el vectigal (el 20% del rendimiento de las tierras consideradas como vectigal, las arrebatadas al enemigo y las que se encontraban bajo el dominio exclusivo del pueblo romano).
El sistema fiscal romano de época republicana era muy poco uniforme y carecía de la suficiente supervisión. Se servía del sistema de los publicani, los cuales se reunían en asociaciones o sociedades repartidas por las provincias y consistían, básicamente, en compañías privadas de recaudadores de impuestos de las que participaban los équites. Cada una de ellas tenía a su máximo administrador en Roma y negociaba con el Estado las recaudaciones que debía exigir a las provincias. Durante el Principado se adoptó parte del sistema tributario republicano (aunque en las provincias orientales continuó la estructura fiscal de los reinos helenísticos anexionados a Roma), pero se incorporaron dos innovaciones: se eliminaron las compañías privadas de recaudadores (publicani) para el cobro de impuestos y se elaboró un censo de súbditos. Con los impuestos se pagaban los salarios de los funcionarios, se sufragaban los gastos militares, los espectáculos públicos, la construcción de los edificios y el reparto de alimentos.
Fue Augusto quien estableció dos clases de impuestos: por persona física (tributum capitis) y por la propiedad territorial ( tributum soli). El primero de ellos solo se aplicaba a los no ciudadanos y a la población rural. Los pequeños comerciantes ( homines negotiantes) pagaban su tributo (aurum negotiorum) según las ganancias que obtenían en sus negocios. Los judíos pagaban un impuesto especial, que iba destinado al fiscus iudaicus. El impuesto sobre la propiedad territorial era recaudado por los procuradores imperiales y los gobernadores senatoriales. Fue Augusto, además, el que determinó que debían existir obligatoriamente censos en las provincias imperiales, en las cuales se establecieron officinae dedicadas a esta labor.
Otro impuesto muy importante era la annona, de tipo directo, el cual se establecía en forma de diezmo que se guardaba en los almacenes públicos. Se empleaba en la annona militaris (que servía para sufragar los gastos militares y de los funcionarios) y la annona civica (que se usaba en el avituallamiento de Roma).
También existían los impuestos indirectos, como el vectigal (una renta en dinero y en especie que tenían que pagar al Estado los arrendatarios y usufructuarios de algún dominio público), laportoria (impuesto sobre las aduanas y los peajes) o el aurum vicesimarium (impuesto que se pagaba cada vez que se manumitía un esclavo).
Hay que señalar que eran los gobiernos locales los que cobraban y administraban los impuestos municipales, ya que la ciudad era el núcleo de la cultura y de la vida pública económica romana. Por ello, monopolizaba parte de los impuestos locales, aunque en ciertos aspectos debía valerse de la munificencia privada, sobre todo en el aspecto constructivo. Por tanto, vemos cómo el Estado romano se financiaba a través de dos fuentes claras de ingresos: las rentas derivadas de los bienes que dominaba tanto en Italia como en las provincias (es decir, el ager publicus que veremos a lo largo de September) y los tributos y tasas que se imponían a las provincias por ser súbditos de Roma.

§. La economía de la plebe
Tras este breve acercamiento a los impuestos recaudados por el Estado romano, podemos comprender cómo el comercio al por mayor estaba controlado por estos caballeros, mientras que los negocios al por menor eran dirigidos por los libertos y los extranjeros, ya que ciertos trabajos se consideraban poco dignos para los équites. La mayor parte de los ciudadanos que pertenecían a las clases inferiores se dedicaban al pequeño comercio o bien eran alimentados por el Estado, beneficiándose de los repartos de grano gratuito que realizaban. Componían la llamada plebs o plebe, y no podían desempeñar ninguna magistratura porque su fortuna no les permitía tener acceso, aunque se interesaban por la política y apoyaban a determinados candidatos de los que esperaban que mejorasen sus condiciones de vida. Los comerciantes se dedicaban a diversos negocios, entre ellos los relacionados con la alimentación, por ejemplo. La mayor parte de ellos tenían una pequeña tienda en la parte baja de los edificios donde no solo trabajaban sino que incluso vivían. La vida de los pequeños artesanos y tenderos era muy precaria. Lo que ganaban en su trabajo unas veces les reportaba un pequeño beneficio económico y otras, sin embargo, no era suficiente para pagar el alquiler.
En la ciudad de Roma (como en la mayoría de las ciudades del imperio) no existían barrios de oficio como tal, sino que las tiendas se hallaban distribuidas por todo el espacio urbano. Aun así, se podían encontrar calles que aglutinaban cierto número de tiendas con la misma especialidad, como es el caso de la calle de los libreros o la de los plateros.
La mayor parte de los oficios se organizaban en una especie de gremios o cofradías, llamadas collegia, que tenían el objetivo de conseguir que sus miembros desempeñasen de la mejor manera posible su trabajo. Pero no tenían privilegios ni concesiones especiales por pertenecer al gremio, por lo que cada trabajador podía decidir libremente si entraba o no entraba al collegium. Los gremios más antiguos que se conocían eran los de los peleteros, los carpinteros, los orfebres, herreros, alfareros, tintoreros y flautistas, cuyo origen se remontaba a los tiempos del rey Numa Pompilio. Poco a poco fueron surgiendo más según se desarrollaban los diferentes oficios. Los gremios estaban abiertos incluso a libertos o esclavos, y ofrecían a los menos afortunados la posibilidad de promoción social, aunque hay que destacar que cada miembro debía pagar una cuota que iba a parar al tesoro común. Cada uno de ellos tenía su deidad tutelar, con ritos religiosos comunes, y, además, poseían un lugar común para enterrar a sus miembros.

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Relieve con el trabajo de un orfebre. Las clases más elevadas de la sociedad veían con malos ojos a quienes tenían que trabajar con sus manos, como es el caso de este orfebre. Museo della Civilità Romana. Fotografía de la autora.

El horario comercial de las tiendas y las tabernae comenzaba cuando amanecía y duraba aproximadamente hasta la hora de comer, por lo que se habla de jornadas laborales de seis horas. Normalmente, las familias de comerciantes residían en los pisos superiores de sus tiendas o en una pequeña habitación de la misma. Estas tiendas no tenían escaparates, ya que el vidrio y el lapis specularis eran caros y no existía una tecnología que permitiese producir cristales tan grandes. Por ello, tenían toda la fachada abierta a la calle con un gran mostrador que delimitaba la entrada y sobre el que se mostraba el género.
Podemos encontrar también tabernae bajo soportales, ya que bajo sus arcadas podían colocarse pequeñas tiendas en tenderetes que exponían sus mercancías. Entre ellos había un ir y venir de clientes que entraban y salían de los locales y adquirían los bienes que necesitaban. Este sistema de tiendas llevaba a que se prolongase el espacio de comercio en las aceras, algo que provocaba constantes protestas entre los viandantes y la necesidad de regular con leyes el espacio comercial que se debía ocupar. Algunas de las tiendas de las ciudades contaban con un pequeño espacio donde poder elaborar el producto, como ocurrió con muchas de las panaderías, que disponían de una zona para la molienda y la elaboración del pan.
En el caso de las tabernae dedicadas a la alimentación, se encontraban saquitos y ánforas que contenían las distintas especialidades. Lo más común era tener unas ánforas pequeñas y alargadas, las cuales contenían el garum, la salsa elaborada con pescado que tanto gustaba a los romanos. Además de estas ánforas de garum, había otras tantas para almacenar los platos del día que se iban a vender y los distintos vinos que el local podía ofertar a sus clientes.
Otro negocio importante dentro de las ciudades eran las fullonicae o tinctoriae, es decir, las tintorerías que también funcionaban como lavanderías. Se ocupaban de teñir y preparar la ropa, coser nuevos vestidos y el lavado, secado y preparado de la ropa. En estas tiendas se lavaba la ropa con un curioso tratamiento: en las pilas llenas de agua para eliminar las manchas se añadían sustancias de tipo alcalino como la sosa, la arcilla o la orina humana, para la cual se colocaban grandes ánforas en la puerta del establecimiento donde los viandantes podían aliviarse. La ropa luego se aclaraba y se blanqueaba (colocándose sobre un brasero con emanaciones de azufre) y se planchaba. Este tipo de negocios eran bastante fructíferos y empleaban una gran cantidad de esclavos (los fullones) en ellos, ya que se atendía diariamente a un elevado número de clientes.
La fullonica necesitaba un cierto número de tanques para el lavado, el tintado y el aclarado de la ropa, así como una gran cantidad de espacio para secar y planchar. A todo esto había que añadir decenas de pequeñas cubas, utilizadas para los diferentes tintes de uso cotidiano.
Por ello, sus edificios tenían una estructura parecida, presentaban una sala con varias pilas recubiertas de opus signinum (el mortero hidráulico) y un peristilo o terraza donde se secaba la ropa ya aclarada con el agua.

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Zona para la molienda de dos panaderías de Pompeya. Muchos negocios, como es el caso de las panaderías, destinaban parte de su espacio a la elaboración de los productos que vendían. Fotografía de la autora.

Estos negocios eran directamente responsables del cuidado de las valiosas togas de los ciudadanos, de tal manera que si alguna de ellas quedaba dañada tras el lavado, debían pagar a su propietario una elevada compensación. Pese a esto, las fullonicae eran uno de los negocios más rentables de las ciudades romanas, por lo que en época del emperador Vespasiano se enfrentaron a un gravoso impuesto sobre la recolección de orina, el urinae vectigal.
Las barberías o tonstrinae eran negocios también muy solicitados, ya que eran lugares donde los ciudadanos, además de arreglarse, hacían vida social. Como veremos más adelante, afeitarse era casi un requerimiento obligatorio para los ciudadanos romanos, lo que provocaba visitas casi a diario a este tipo de establecimientos de quienes no podían permitirse un barbero particular.
Las cauponae eran establecimientos muy populares también. Consistían en pequeños restaurantes y posadas a la vez, donde se podía encontrar alojamiento. Las habitaciones se encontraban en la planta superior, mientras en que en la inferior estaba el restaurante. En estos locales era muy habitual que los romanos fuesen a comer, dejando el desayuno y la cena para el hogar.
Los locales dedicados exclusivamente a la alimentación eran las popinae, tiendas espaciosas con mesas y taburetes y un mostrador en forma de L con huecos en él. El lado más corto del mostrador se asomaba a la calle, desde donde se servían platos y vasos a los clientes. También contaban, en ocasiones, con pilas con agua corriente que servían de fregadero. Las aberturas del mostrador se correspondían con las embocaduras de grandes ánforas redondas, las cuales contenían los productos que estaban a la venta.

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Fullonica en Pompeya. Las fullonicae eran uno de los negocios más rentables de las ciudades, ya que allí acudían todos sus habitantes a lavar y a teñir sus ropas. Fotografía de la autora.

Algunas popinae tenían frescos decorando sus paredes, en las que aparecían diversos platos, lo que se ha interpretado como una especie de menú que ofrecía el local.
Todas las ciudades tenían, asimismo, un mercado para el ganado y otro para las verduras y hortalizas donde podían ir a adquirir estos productos tan necesarios (en Roma, recibían los nombres de foro boario y foro olitorio, respectivamente). Los mercados tenían sectores especializados, que ofrecían una gran abundancia de productos. La mayor parte de los puestos estaban ocupados por hombres, tanto en el lugar del vendedor como el del cliente, y las mujeres eran escasas.

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Mostrador de una popina en Pompeya. Una popina era el establecimiento que elegían los romanos para ir a comer al mediodía. Algunas de ellas tenían frescos en las paredes mostrando los productos que ofrecían a sus clientes. Fotografía de la autora.

Las que participaban en ello solían ser viudas o mujeres que sustituían a su marido enfermo. Para facilitar la comunicación, los precios se indicaban usando las manos: según se colocasen los dedos de las manos se mostraban los distintos precios que tenía un producto, lo que facilitaba la venta a quien fuese extranjero. Había puestos que contaban con ábacos, que ayudaban también en las transacciones.
En los horrea (unos edificios bajos y alargados) se almacenaban los productos excedentes. Allí podían encontrarse ánforas de vino o de aceite, trigo. Cualquier materia prima acababa en estos almacenes, desde donde se redistribuía, ya fuera para abastecer a los diversos negocios o para los repartos estatales.
Como hemos visto, los ciudadanos del proletariado podían convertirse en trabajadores por cuenta propia. No tenían las ventajas de algunos esclavos (a los que el amo podía convertir en trabajadores independientes, mientras desempeñasen algún oficio) o los libertos, ya que dependían de su propio esfuerzo y carecían de un patrón que los pudiese ayudar o respaldar, lo que llevaba a que su situación fuese una de las más duras, y a estar siempre al límite de la subsistencia.
Los ciudadanos más pobres eran aquellos a los que debía alimentar el propio Estado. Solían denominarse proletariado, ya que su única fuente de riqueza y lo único que tenían era su propia prole, es decir, sus hijos. Contaban con los repartos gratuitos de trigo para alimentarse y, cuando estaban casados, la mujer ayudaba a la economía familiar hilando y cosiendo en casas, lo que les permitía contar con algunas monedas que usaban para complementar su dieta con verdura o queso, o bien para irse a beber vino barato en los establecimientos más arriba descritos. Posiblemente, también venderían su voto al mejor postor, lo que supondría otra fuente de «riqueza» dentro de su maltrecha economía.
Sobre los repartos gratuitos de trigo hablaremos de forma muy breve. La primera intervención del Estado en este aspecto se remonta al año 299 a. C., ocasión en la que Roma tuvo que comprar trigo para venderlo a un precio moderado a sus ciudadanos. Sin embargo, el precio de este producto siempre fue fuente de especulaciones por parte de los patricios, por lo que en el 132 a. C. Cayo Sempronio Graco consiguió promulgar su Lex Frumentaria, por la que el Estado se comprometía a mantener un precio constante y moderado para el trigo. En el año 58 a. C. fue el tribuno de la plebe, Clodio, quien consiguió que la ley cambiase y los ciudadanos romanos pudiesen recibir, mensualmente, una cierta cantidad gratuita de trigo. Para ello debían inscribirse en las listas de ciudadanos que podían recibir esta ayuda, que quedaba limitada exclusivamente a quien allí figurase, en la llamada plebs frumentaria.

§. Las rutas comerciales del imperio romano
Como hemos visto, el comercio era una de las fuentes principales de riqueza de la clase ecuestre y, por ello, no queremos acabar este capítulo sin hacer referencia a las principales rutas comerciales del imperio.
Ya desde los momentos finales de la monarquía existieron unas primeras rutas, terrestres y fluviales (principalmente a través del Tíber), que conectaban Roma con otras zonas de Italia y le permitían abastecerse de los productos que necesitaba. Durante la República comenzaron a surgir otras nuevas rutas, incluidas las de tipo marítimo, que fueron creciendo según lo iban haciendo sus dominios. De esta forma, se ve cómo en el siglo I d. C. todas las provincias del imperio negociaban con enormes cantidades de mercancías, trasportadas en su mayoría por rutas marítimas, debido a que las calzadas no estaban diseñadas para soportar el transporte de bienes pesados a larga distancia. Además, y aunque sufría el problema de la piratería, se escogía el transporte marítimo porque era mucho más barato, reducía los costes en hasta un 60%. Muchas de estas provincias se acabaron especializando en la producción de ciertos productos, como por ejemplo el vino y el aceite en Italia, Hispania o Grecia. Estas redes comerciales permitieron que cualquier ciudadano del imperio pudiese disfrutar (siempre que tuviera recursos para permitírselo) de productos producidos en territorios muy lejanos a él.
Podemos adivinar en la actualidad las diferentes rutas comerciales de época romana estudiando los restos arqueológicos de las infraestructuras existentes en los enclaves portuarios. De esta forma, es posible conocer puertos, rompeolas, almacenes y faros dentro de estas ciudades que nos evidencian la existencia del comercio. Asimismo, el hallazgo de las ánforas es otra buena señal referida a este comercio, ya que ha sido posible localizar, por ejemplo, ánforas de aceite bético en la propia Roma que llegaron a través de las diversas rutas existentes.
Además de este comercio interprovincial, Roma mercadeaba en territorios ajenos a su jurisdicción. De entre ellos, y por su lejanía, destacó el comercio que mantuvo con China y con la India. La ruta marítima hacia la India se abrió en el siglo I a. C., cuando el descubrimiento de los monzones permitió navegar de forma directa a través del océano Índico. Aunque se encuentra descrita en el libro Periplo por el mar Eritreo, redactado un siglo después de su apertura, tenemos referencias de embajadas indias ya en época de Augusto, tal y como nos cuenta Suetonio: «La reputación de fuerza y moderación que esta conducta le formó, determinó a los indios y escitas, de los que solamente se conocía hasta entonces el nombre, a solicitar por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Octavio Augusto, 21).
Además de esta ruta marítima, estas zonas tan remotas se encontraban conectadas por tierra. La elección de una u otra ruta dependía directamente de la situación política en la zona de Oriente Medio, ya que los partos dificultaban siempre el paso romano por esta zona cuando podían.
El comercio a través de las distintas rutas de la seda se practicaba también frecuentemente, llegando hasta China, lo que permitió llevar diversos productos orientales desde allí hasta Roma. Las rutas de la seda se realizaban por tierra y por mar y se desarrollaban en varias direcciones que se perpetuarían incluso tras la caída del propio Imperio romano. Los productos más deseados fueron, sin duda, la seda y las especias, por las que en los mercados romanos se llegaron a pagar elevados precios.
Una vez conocidos los dos aspectos más básicos (y farragosos, no vamos a decir otra cosa) del mundo romano, podemos pasar, con Martius, a conocer realmente cómo era el día a día de los habitantes del Imperio romano.

Capítulo 3
Martius.
La vida cotidiana del hombre romano

Contenido:
§. Las clases sociales del mundo romano
§. El paterfamilias
§. El aseo y el vestuario del hombre romano
§. La religión romana
Martius era el mes dedicado al dios Marte, una divinidad guerrera y de carácter claramente masculino que protegía a los hombres, especialmente a los soldados. Asimismo, era el momento en el que se volvían a abrir las campañas militares tras el descanso del invierno y cuando comenzaba la renovación de la primavera. También fue el primer mes del año cuando en el calendario solo existían los diez meses lunares y antes de ser sustituido por Ianuarius. Pese al carácter guerrero masculino de Martius, este mes también estaba dedicado a las mujeres, ya que se encontraba bajo la protección de la Magna Mater (la diosa madre) y contenía numerosas festividades femeninas, como las Matronalia (las fiestas de las mujeres casadas). Sin embargo, por la vinculación con Marte y con la apertura de la estación bélica, creemos que es la mejor ocasión para acercarnos a la vida cotidiana del hombre romano, protegidos bajo la advocación del dios de la guerra, Marte.

§. Las clases sociales del mundo romano
Comenzaremos con los propios ciudadanos romanos, considerados como hombres libres y adscritos al derecho de ciudadanía romana. La mayor parte de estos eran hombres nacidos libres, que tenían la categoría social de ingenui. Se consideraban superiores a los esclavos, que eran los hombres que carecían de derechos. Sin embargo, hay que distinguir entre los hombres libres, ya que unos eran ciudadanos protegidos por la ley y otros se sometían a ella. Por ello, los romanos seguían un orden social de tipo jerárquico dividido en la base en la que están los humildes o humiliores, que eran los que componían la plebe, y a continuación, los honestiores, considerados como los ciudadanos de bien. Para poder acceder a esta clase social era requisito básico el tener una fortuna mínima de cinco mil sestercios. Esta clase social se dividía entre los que no tenían el rango de ordo y no podían servir al Estado (y que vivían en unas condiciones bastante precarias), la clase ecuestre (que podía mandar a las tropas auxiliares y cumplir con determinadas funciones civiles) y el ordo senatorial, que estaba situado en lo más alto. Este sistema tuvo algunas variaciones durante la época del imperio, momento en el que el príncipe se consideraba como el primer ciudadano entre todos, la personalidad que está por encima del Senado y del pueblo. Era la encarnación de la ley, el vínculo entre los distintos pueblos que formaban el imperio. Después del príncipe vendrían todos los demás ciudadanos, divididos tal y como acabamos de plantear. Estos compartimentos sociales eran movibles, lo que permitía la permeabilidad entre las diferentes capas que la misma sociedad había elaborado.
El sestercio era una de las monedas de plata, que equivalía a un cuarto de denario o a dos ases y medio. La fortuna mínima que se pedía para ser honestior era bastante elevada como se puede ver en los siguientes ejemplos: un legionario podía ganar al mes unos cuarenta sestercios y una túnica nueva de mediana calidad costaba unos diez o quince sestercios. Visto lo visto, para determinadas personas sería muy difícil llegar a amasar esa riqueza.
El ciudadano romano poseía desde su nacimiento una capacidad jurídica innata, que se refería a la capacidad de ser titular de derechos, al contrario que la capacidad jurídica de actuar, que era la que le permitía ejercer todos esos derechos y que tenía que desarrollar. Se consideraba que ser persona romana era sinónimo de ser ciudadano, y al serlo se tenía esta capacidad jurídica junto con un determinado estatus económico, además de quedar ligado a la comunidad en la que se nacía por medio del parentesco. Como muestra de su condición social, portaba en la mano un anillo de oro o de hierro y podía portar una piedra preciosa (en el caso de los más afortunados). Además de ser usado como muestra de su rango de ciudadano, este anillo se usaba como sello, es decir, como el emblema que el portador imprimía en cera cuando quería firmar algún documento. Ser ciudadano romano se consideraba un signo de distinción y de prestigio, por lo que durante la época del Imperio se comenzó a distinguir entre los habitantes de Roma, los de Italia y los de las provincias, distinción que se añadía a las divisiones de clases sociales. Además de ser un signo de prestigio, ser ciudadano romano implicaba ser un hombre público, o lo que es lo mismo, carecer de vida privada, por lo que podía ser difamado, sobre todo cuando tenía un activo papel político. De hecho, las difamaciones eran sumamente comunes, ya que ayudaban a las luchas constantes de poder que se tenían en el mundo romano. Por ejemplo, en uno de los triunfos de Julio César, sus soldados iban entonando algunos versos en los que se hablaba de su gran fama de adúltero, un rumor que sus enemigos aprovecharon en cada lucha por el gobierno que tuvieron: «No respetó más en las provincias de su mando el lecho conyugal, según los versos que cantaban en coro sus soldados el día de su triunfo sobre las Galias: Ciudadanos, esconded vuestras esposas; aquí traemos al adúltero calvo» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Julio César, 51).
Todo ciudadano romano, por el mero hecho de serlo, contaba con cierto número de privilegios (como el de no ser sometido a castigos físicos o poder ser juzgado por los tribunales de Roma), pero los miembros de los ordines (los caballeros, patricios y senadores) tenían aún más. Poseían inmunidades fiscales frente a algunos impuestos y no eran juzgados tan severamente como el resto de los ciudadanos. A excepción de algunos delitos de lesa majestad, relacionados con el emperador, en los que sí podían ser condenados a muerte, del resto solían salir bastante indemnes con condenas tan leves como el destierro eventual.
Los romanos más ricos y con mayor influencia política contaban con un séquito de clientes, los cuales, a cambio de su apoyo, obtenían ayuda, concesiones, dinero… diversos beneficios por tanto. De esta manera, se creaba un grupo de seguidores que les darían apoyo y propaganda cuando se presentasen a cualquier cargo o gestión. Poseer una densa red de clientes era uno de los principales objetivos de las clases altas. Todo hombre poseía un vínculo de respeto y de obediencia con alguien más poderoso, al que llamaba patronus. Normalmente, cada mañana, la clientela de un hombre acudía a rendirle pleitesía, lo que se denominaba la salutatio matutina.
Los ciudadanos que no tenían recursos podían recibir ayuda del Estado romano, el cual los favorecía con repartos gratuitos o a precio muy bajo de los géneros de primera necesidad, como pan, harina, carne, aceite u otros, como hemos podido ver durante Ianuarius. Los escritores latinos muchas veces se quejaron de esta política de subsidios gratuitos a los más desfavorecidos, porque el pueblo romano se acomodó a esta situación y lo único que reclamaban (como veremos en October) era que les concediesen pan y circo, olvidándose de su interés en la política.
La mayoría de los ciudadanos romanos residían en Italia y solo las provincias senatoriales, que eran las más romanizadas, contaban con el resto de ellos residiendo en sus colonias y municipios. A continuación de estos, venían los ciudadanos latinos. No formaban parte de las tribus romanas ni tenían capacidad de decisión política o de poseer tierras que pertenecieran al Estado, pero se les reconocía el connubium y el commercium (el derecho de comprar y vender rigiéndose bajo las leyes romanas).
La gran masa de la población libre del imperio tenía el estatuto de peregrino, regidos por su primitivo derecho consuetudinario en cuestiones de ámbito local pero por el romano para las demás.

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Clases sociales del imperio. Aunque la sociedad se encontraba jerarquizada, la permeabilidad social era muy frecuente y dependía habitualmente del nivel de riqueza que un hombre pudiese llegar a alcanzar.

Durante los dos primeros siglos del Imperio la mayor parte de los peregrinos fueron integrados poco a poco en las dos ciudadanías anteriores hasta que en el año 212 el Edicto de Caracalla concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del territorio romano.

§. El paterfamilias
La mayor parte de los ciudadanos romanos de mayor edad se convertían en pater familias, y tenían sometida a su autoridad a toda su familia, ya fueran adultos, niños o esclavos. En un sentido más amplio, el término de familia se aplicaba a un grupo mayor de personas emparentadas entre sí (llamado gens), y que consistía en todas las familiae cuya descendencia derivaba por línea masculina de un antepasado común.
Los dos rasgos esenciales de la patria potestas que el hombre poseía sobre su familia eran, básicamente, la autoridad absoluta sobre sus descendientes y sobre su mujer. Este poder casi absoluto desapareció durante el siglo II d. C., ya que se empezaron a poner limitaciones legales. El paterfamilias dejó de tener el derecho sobre la vida y la muerte de sus descendientes, pero siguió teniendo (hasta el año 374 d. C.) el derecho de abandonar a sus recién nacidos. En el caso de los bebés que acababan de nacer, una vez que el paterfamilias los tomaba bajo su protección no podía desembarazarse fácilmente de ellos, ya que no podía decidir su venta, su ejecución o su abandono sin un claro motivo, aunque siempre tenía la opción de hacerlo renunciando a su prole.
Con referencia a la descendencia del paterfamilias, si este no la tenía podía optar por dos vías. En caso de que su matrimonio fuera estéril o de que todos sus hijos muriesen antes que él (o incluso por cuestiones políticas), se contemplaban las siguientes opciones: entregarse a sí mismo en adopción y pasar a otra familia (en la que la perpetuación del culto familiar estuviese asegurada) o adoptar un hijo que pudiese continuar con su linaje. Este último proceso se llamaba adoptio y consistía en la entrega que hacía un pariente biológico de la persona que se iba a adoptar a su adoptante, de manera que se transfería a su familia. En el caso de que se adoptase a un paterfamilias, el proceso se volvía mucho más serio, ya que este acto (llamado adrogatio) implicaba la extinción de una familia, lo que era un asunto de Estado que debía ser sancionado por los pontífices. Estos sacerdotes se aseguraban de que el adoptado contaba con los suficientes hermanos como para atender a la familia que iba a abandonar, ya que en caso contrario no se permitía la adopción. Cuando un hombre pasaba a otra familia por adopción, solía tomar los tres nombres de su padre adoptivo y añadía a su propio nomen el sufijo -anus.
Una vez que se entraba en la familia, se adquiría el nombre (eltria nomina). Los nombres de los ciudadanos romanos se componían de praenomen, nomen gentilicium y cognomen. El praenomen correspondería al nombre de pila, mientras que el nomen equivalía a la gens a que se pertenecía. El cognomen es un apelativo similar al actual mote, con el que dos individuos de la misma gens que compartiesen praenomen podían distinguirse. Un ejemplo detria nomina puede ser el de Caius Iulius Caesar, por ejemplo. Caius sería el nombre, mientras que Iulia es la gens a la que pertenece y Caesar el apelativo que le permitía diferenciarse de los demás Caius de su familia. Este cognomen podía hacer alusión a los defectos o características físicas, aficiones, etc. que su poseedor tuviera, como era el caso del cognomen Escauro, que hacía referencia a los ojos verdes, o bien en relación con las gestas políticas o militares que se hubiesen llevado a cabo: «En su infancia se le dio el sobrenombre de Turino, en memoria del origen de sus mayores, o porque poco después de su nacimiento su padre Octavio venció en territorio de Turio a los esclavos fugitivos» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Octavio Augusto, 7).
El uso de los tria nomina se generalizó, sobre todo, a partir de la dictadura de Sila, y se heredaba de padres a hijos. En ocasiones era necesario añadir un cognomen adicional para volver a distinguir a dos personas diferentes. Durante la República había bastado con nombrar a la persona con el primer y el tercer nombre, mientras que durante la dinastía Julio-Claudia se puso de moda usar a la vez los tres nombres. A mediados del siglo I d. C. fue cuando se terminó generalizando solamente el uso del cognomen.

§. El aseo y el vestuario del hombre romano
Los ciudadanos romanos, dado que eran personajes públicos, otorgaban a su imagen una gran importancia. En tiempos republicanos e imperiales se consideraba que llevar barba era un signo indicativo de barbarie (al contrario de lo que pasaba en momentos más antiguos, donde era habitual que tuviesen el pelo largo y la barba poblada), y ello hacía que, todas las mañanas, se afeitasen (los más ricos usaban a un esclavo para esta labor, mientras que los demás tenían que acudir a los puestos de los barberos). Para afeitarse solo se usaba agua y unas navajas con forma de media luna, elaboradas con hierro o bronce. Como es evidente, con este sistema quedaban bastantes pelos superfluos, los cuales eran eliminados con el uso de las pinzas. Muchos hombres podían depilarse también el cuerpo, el vello mediante el uso de estas pinzas o de lociones depilatorias. El cuidado del cuerpo masculino fue creciendo a medida que nos vamos acercando al Imperio, momento en el que tuvieron una cosmética tan desarrollada como la femenina, ya que se teñían el cabello, usaban cremas, cubrían su calvicie, etc. Los ciudadanos más pobres generalmente iban sin afeitar y con el cabello largo, puesto que no tenían para pagar al barbero y no podían permitirse otra opción.
En cuanto a la ropa, la mayor parte de los romanos se vestían de forma bastante similar. Llevaban ropa interior, que consistía en una especie de taparrabos de lino (subligar o subligaculum) atado a la cintura. A continuación se ponían la túnica, que se puede considerar como la ropa base de la sociedad romana. Cubría el cuerpo hasta las rodillas, las mangas llegaban hasta los codos, y se ataba con un cinturón. La túnica se elaboraba con lino o lana (la de lino solía usarse en verano, mientras que la de lana era la preferida del invierno). La túnica era una prenda multiusos, que valía para todo: se usaba como pijama, como prenda para llevar debajo de la toga o como vestido entre las clases más humildes, quienes no llevaban más prendas que esta. La que usaba el ciudadano medio era del color natural que tenía la lana blanca, sin añadirle adornos de ningún tipo. Después se ponían la toga, el símbolo por excelencia de la romanidad, que solo podía ser usado por los ciudadanos ya que tenían prohibido ponérsela los extranjeros, los esclavos o los libertos, de tal forma que suponía un signo de orgullo para el ciudadano: «Los romanos, señores del mundo y gente que vestía toga» (Virgilio, Eneida, 1282).
Consistía en un trozo de tela pesado y blanco, elaborado con lana, que envolvía todo el cuerpo y llegaba hasta los pies. Tenía forma de semicírculo y era tan grande que habitualmente se precisaba la ayuda de un esclavo para poder ponérsela y arreglar los pliegues, aunque en los primeros tiempos de la República su forma era más sencilla y menos incómoda, y quedaba ajustada al cuerpo. Según la persona que la usase podía tener diferentes nombres y colores. Por ejemplo, los senadores y los niños (hasta los catorce o dieciséis años) usaban la toga praetexta, blanca y orlada con una banda de color púrpura (que se extraía del molusco llamado murex), mientras que la mayoría de los ciudadanos la llevaba blanca, del color natural de la lana. Para algunas ceremonias religiosas la toga se llevaba sobre la cabeza desde la parte posterior, lo que recibía el nombre de sinus. Por último, se ponían los zapatos, los cuales podían ser variados: cerrados, abiertos con tiras de cuero, con tachuelas en la suela como las caligae de los legionarios… Los zapatos abiertos, llamados soleae, consistían en una suela de piel o esparto, atada al pie, que se usaba habitualmente en los días más calurosos. Los cerrados o calcei eran los favoritos por su comodidad, ya que permitían una mayor sujeción y agarre. Las clases superiores tenían un calzado especial, entre el que destacan los zapatos de los senadores o calceus senatorius, que eran de color rojo o negro con una media luna de plata. Tenían una suela bastante gruesa, se abrían en la parte interna del tobillo y se ataban con amplias tiras de cuero que iban desde la suela hasta la zona superior dando vueltas alrededor de la pierna.

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Estatua del cónsul Marco Claudio Marcelo. Solo a los ciudadanos romanos libres les estaba permitido usar la toga, que era habitualmente de color blanco, aunque había algunas excepciones como la que llevaban los cónsules, que tenía una banda morada. Museos Capitolinos. Fotografía de la autora.

En tiempos tardíos republicanos comenzó a usarse un manto, llamado lacerna. Fue usado primero por soldados y clases inferiores, pero comenzó a ser usado después por las clases más altas por su gran comodidad. Consistía en un manto de lana ligero y corto, sin mangas y abierto a un lado, pero quedaba fijo a un hombro a través de un broche. A veces podía incorporar una capucha (cucullus), que ayudaba a tapar la cabeza. Para protegerse del frío o incluso de la lluvia usaban la paenula, una tela bastante burda y pesada de lana (o bien de piel o cuero). Era una prenda ancha y sin mangas, hecha de una pieza con un agujero en el centro por donde pasar la cabeza.

§. La religión romana
Los romanos eran un pueblo bastante religioso, además de supersticioso, aunque su religión se limitó tan solo a la práctica de ritos, ceremonias y fórmulas de culto exteriores, controladas en su mayoría por el propio Estado. Cuando entraban en contacto con pueblos que tenían distintas ideas religiosas o diferentes divinidades, solían asimilar sus creencias, lo que daba lugar a un particular sincretismo. Ello era debido a que, a pesar de que la mayor parte de la población practicaba la religión, no tuvo (hasta llegar al siglo IV d. C.) una que se considerase «oficial» como tal, aunque existieron unas formas de culto de la religión cívica tradicional, que se extendió por las provincias. Su espíritu supersticioso los llevó a dotar de alma y de divinidad a todo aquello que los rodeaba. De hecho, en los tiempos de la monarquía y los comienzos de la República la religión era muy simple, basada en la creencia de espíritus y poderes (los numina) asociados a todo lo que rodeaba a los hombres y a sus actos, y relacionada además con todos los aspectos de la agricultura.
El hombre romano podía ejercer como sacerdote, es decir, como oficiante del culto de un determinado dios. Entre ellos destacaba el colegio de los pontífices, que estaba dirigido por el Pontifex Maximus, y que guardaba la memoria de la ciudad, controlaba el calendario y elegía a las vestales, o en época imperial el colegio de los augustales, encargado de dar culto al divinizado Augusto. Durante las festividades públicas no había sesiones en los tribunales ni reuniones del Senado, y se dedicaban esas horas de trabajo al ocio, sobre todo a los juegos que se celebraban en esos días.
La religión tenía como principal interés buscar la protección del fiel a través tanto del culto como del rito. Se podía entender como un contrato establecido entre el hombre y el dios, ya que, a cambio de los sacrificios y el culto, los dioses protegerían a los romanos. Para conocer sus designios, solían tomar los augurios y consultar a los adivinos para que los ayudasen a interpretar las señales (signa), que era la forma que tenían los dioses de manifestarse. Su marcado carácter supersticioso los llevó a establecer el colegio de los augures (quienes practicaban la adivinación a través de la consulta de los augurios y de los libros sagrados. Era tal su importancia que los magistrados los consultaban para conocer el futuro del Estado) y de los arúspices (colegio de sacerdotes de origen etrusco, quienes examinaban las entrañas de los animales para conocer el futuro, además de interpretar las señales de los rayos y los truenos para conocer las huellas de los dioses), encargados ambos de tomar los designios divinos. El Estado romano contaba también con los llamados libros sibilinos, unos oráculos que fueron entregados por la Sibila de Cumas al rey Tarquinio el Soberbio. Estos libros se guardaban en el templo de Júpiter Capitolino y solamente podían ser consultados en circunstancias muy especiales, con permiso del Senado. Asimismo, daban una gran importancia a los prodigios, los fenómenos considerados sobrenaturales y que suponían una clara muestra de la cólera de los dioses por lo que debían ser expiados para restablecer la pax deorum. Entre estos prodigios se encontraban los eclipses, las malformaciones de los animales o las epidemias, como vemos en este texto:
Dignos de particular admiración son también aquellos prodigios que acaecieron en nuestra ciudad en medio de los inicios y turbulencias de las guerras durante el consulado de Cayo Volumnio y Servio Sulpicio. Por ejemplo, un buey, convertido su mugido en lenguaje humano, aterrorizó por la novedad del portento los corazones de quienes lo oyeron. También cayeron trozos de carne, esparcidos a la manera de un aguacero, de los cuales la mayor parte fue despedazada por aves de buen agüero y el resto permaneció en la tierra durante algunos días sin ser alterado por olores repugnantes o un aspecto deforme. En otra revuelta se dio crédito a portentos del mismo tipo: un niño de seis meses había gritado «triunfo» en el Foro Boario, otro había nacido con cabeza de elefante, en Piceno habían llovido piedras, en la Galia un lobo le había quitado la espada de la vaina al centinela nocturno, en Cerdeña dos escudos habían sudado sangre, en los alrededores de Ancio espigas ensangrentadas habían caído en las cestas de los cosechadores, las aguas de Ceres habían corrido mezcladas con sangre. Incluso durante la Segunda Guerra Púnica quedó constancia de que un buey de Cneo Domicio había dicho «Cuídate, Roma».
Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables, 1.6.5
También fue una religión que nació sin mitos y solo cuando los dioses itálicos se identificaron con los griegos fue cuando asumieron sus funciones y leyendas. A finales de la República y a comienzos del Imperio, los romanos se comenzaron a sentir muy atraídos por los cultos extranjeros, ya que satisfacían mejor sus necesidades, sobre todo aquellas que se encontraban en relación con la felicidad que podían esperar en el más allá y con sus creencias sobre el mundo de ultratumba.
Los tipos de culto que existieron en Roma eran los de tipo popular, familiar y público. El culto popular era el culto agrario primitivo de los plebeyos romanos, mientras que el familiar era el propio de las familias patricias, las cuales contaban con el paterfamilias como oficiante y se basaban en el culto a los antepasados reunidos en torno al fundador de la gens. El culto público consistía en el ejercicio de diversas plegarias y sacrificios, los cuales se realizaban en beneficio del Estado. Se realizaban ofrendas de dulces, flores y frutos para mantener la pax deorum, objetivo principal de la realización de todas las ceremonias religiosas. Este tipo de ofrendas vegetales eran muy importantes dentro del culto. De hecho, en la mentalidad romana existían determinados frutos que se consideraban sumamente efectivos para aplacar la ira de los espíritus. Por ejemplo, durante la ceremonia de los Lemuria, el paterfamilias se levantaba a medianoche y, sin dirigir la mirada hacia atrás, iba arrojando habas negras a los lémures (que eran los espíritus de los difuntos) para aplacarlos y que no hicieran el mal en casa. Dentro del ámbito doméstico se encontraba el culto familiar, donde se veneraba especialmente a los dioses Manes, Lares y Penates. Los romanos sentían una profunda veneración hacia los Lares, a los que representaban en forma de pequeñas estatuas colocadas en los altares llamados lararia . Los dioses Lares velaban por la protección del territorio familiar, encargándose de que nada pudiese perturbarlos. También rendían culto a los dioses Manes, los espíritus de los antepasados, y a los Penates, los dioses protectores de la despensa.
Dentro de lo que podemos llamar (aunque no lo sea exactamente) la religión oficial del Estado, se daba culto a la llamada Tríada capitolina, compuesta por los dioses Júpiter, Juno y Minerva (en los tiempos más arcaicos en vez de Minerva se encontraba Jano, pero fue rápidamente sustituido). A estos tres dioses se les daba culto en templos de todas las ciudades romanas, como representación y emblema del Estado. En Roma tenían su templo en el Capitolio y se consideraba que eran las deidades protectoras de los patricios, ya que los plebeyos tenían otra tríada divina que los protegía y a quien daban culto en el monte Aventino. Esta tríada plebeya, que no tuvo culto a nivel estatal, estaba compuesta por los dioses agrarios Ceres, Liber y Libera. Ceres fue la protectora de la agricultura, frecuentemente confundida con Tellus, la Tierra, mientras que Liber y Libera eran una pareja de dioses que favorecía la fecundidad, tanto la humana como la divina.

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Tríada Capitolina. Los dioses más importantes del panteón romano eran los pertenecientes a la Tríada Capitolina, presidida por Júpiter, acompañado por Juno y Minerva. Museos Capitolinos. Fotografía de la autora.

Ciertos sectores de la población, como los comerciantes, los soldados y los intelectuales, desarrollaron una gran devoción hacia las religiones orientales, las cuales les ofrecían un carácter salvífico, el control del destino después de la muerte y el contacto con la divinidad a través de los ritos mistéricos. Ello llevó a un clarísimo auge de religiones como el dionisismo, el orfismo, los cultos a Isis y Serapis, entre otros.
En las provincias del imperio, los dioses romanos fueron muy bien aceptados por las élites indígenas promocionadas, las cuales se encontraban muy interesadas en escalar puestos en la administración. Muchas veces, encontraremos casos de sincretismo entre los dioses romanos y los indígenas, lo que facilitaba que se les diese culto.
También utilizaban a los dioses, sobre todo a las divinidades de carácter infernal, para lanzar maldiciones sobre sus enemigos. Se conocen diversas tablillas (elaboradas principalmente con plomo, aunque se harían en otros materiales como la cera), llamadas tabellae defixionum, que contienen varias de estas maldiciones en las que se pedía a los dioses que se dañase a alguien en concreto. Tras escribir la tablilla, se enrollaba o doblaba y se colocaba bajo tierra, ya fuera enterrándola en una tumba o arrojándola a un manantial, por ejemplo. En relación con estas prácticas mágicas, muchos romanos consultaban a los distintos adivinos o hechiceros para conocer su futuro, elaborar estas tablillas de maldición o realizar diversas pócimas con los más distintos propósitos. La práctica de la adivinación había recibido un gran impulso gracias a los cultos orientales, que se comenzaron a difundir durante el siglo I d. C., y sus amplios conocimientos de astrología. La mayoría de los emperadores trató de luchar activamente contra estos adivinos y llegaron a prohibir su consulta y a expulsarlos de Roma.
La mayor parte de lo que hemos visto en Martius se correspondería con la vida cotidiana y las costumbres de aquellos hombres que tenían la categoría legal de ciudadano romano, sobre todo aquellos que tenían más posibilidades económicas. La vida de los esclavos y los libertos, ya que era tan diferente a la de los hombres libres, la veremos más adelante, en el capítulo correspondiente, por lo que no adelantaremos nada aquí.

Capítulo 4
Aprilis.
La vida cotidiana de la mujer romana

Contenido:
§. El matrimonio en Roma
§. El divorcio en Roma
§. La matrona romana
§. Las vestales
§. La mujer plebeya
Aprilis es el mes dedicado a la diosa Venus (asimilada a la diosa etrusca Apu, nombre del cual deriva el del mes) pero también se vinculaba con el florecimiento de las flores y de las plantas, por su relación etimológica con la palabra aperire, que significa “abrir”. Por todo ello, creemos que es el mejor mes para acercarnos a conocer cómo era el día a día de las mujeres en la Antigua Roma. Como más adelante nos centraremos en la infancia de los romanos, comenzaremos a conocer a la mujer romana una vez que ya es adulta, es decir, a partir de los doce años aproximadamente.
La sociedad romana era profundamente patriarcal y, como tal, la mujer tenía un papel secundario en ella. Sin embargo, y comparando con otras sociedades de la Antigüedad (sin ir más lejos, con la propia Grecia), las mujeres romanas gozaban de una gran libertad, sobre todo durante la etapa del imperio.
El nombre de la mujer romana, que recibía a los pocos días de nacer, era mucho más simple que el del hombre. Solo recibía el cognomen, derivado del nomen de su padre, aunque en ocasiones podía añadir otro más para diferenciarse de otra pariente con el mismo nombre que ella. Pasaba su infancia en la casa, criándose junto a su madre, aunque en el caso de las mujeres de la élite podían recibir una educación elemental que les permitiese aprender a leer y a escribir. Cuando alcanzaban los doce años pasaban a ser consideradas mujeres adultas y, como tales, podían contraer matrimonio.

§. El matrimonio en Roma
En Roma, el matrimonio era considerado como el momento culminante en la vida de toda mujer, y suponía su principal (y casi único) rito de paso. Era un acto privado, que no necesitaba ser sancionado o regulado por ningún poder público ni tampoco de la intervención de una autoridad civil o religiosa. Pese a estas características, era una ceremonia que sí tenía algunos efectos jurídicos importantes, ya que los hijos engendrados dentro del matrimonio eran considerados como legítimos, por lo que tomaban el nombre del padre y continuaban con su línea de descendencia, heredando el patrimonio. Esto llevó a que los romanos considerasen el matrimonio como la forma adecuada de preservar el estatus de la familia.
El matrimonio se encontraba reservado solo para los hombres libres, ya que los esclavos no tenían derecho a él y sus uniones se consideraban como contubernium, por lo que carecían de reconocimiento legal. Este punto es muy interesante, ya que podemos ver cómo los matrimonios eran clasificados de acuerdo a su legalidad, y surgieron por tanto varios tipos: concubinato, contubernio, unión formada por patricios y plebeyos, el vínculo fuera del matrimonio con una persona deportada o desterrada y la relación surgida en el servicio militar. Según la legislación romana, el matrimonio clásico debe entenderse como la unión de dos personas de sexo distinto con capacidad mental y con la intención de comportarse como hombre y mujer y procrear una descendencia legítima. Se basaba en la convivencia conyugal de la pareja, cuyos elementos constitutivos eran elhonor matrimonii (convivencia entre los contrayentes) y la affectio maritalis (intención recíproca de los cónyuges de tenerse como marido y mujer).
Para la celebración del matrimonio como ceremonia se escogía con sumo cuidado una fecha propicia, evitando tanto los días como los meses de malos augurios. El carácter de los romanos, tan proclive a creer en augurios y signos divinos, hacía que en el día de la boda se mezclase este temor a las fuerzas mágicas desconocidas con la propia veneración a los dioses, lo que provocaba que la mayor parte de los gestos realizados tuviesen un gran valor apotropaico, es decir, de protección.
La noche antes de que llegase la celebración, la novia consagraba a los dioses sus juguetes de la infancia, como signo de que dejaba la niñez atrás y entraba en la vida adulta. A la mañana siguiente, se vestía con el traje nupcial (llamado tunica recta), que debía ceñirse con un cinturón ( cingulum) anudado con el nudo de Hércules, el cual debía ser desatado en la noche de bodas por el marido. En la cabeza se colocaba un velo rojizo (el flammeum) y peinaba su cabello con el peinado nupcial de significado ritual llamado sex crines (que consistía en separar en seis mechones todo el pelo con la lanza denominada hasta caelibaris). La boda se iniciaba entonces con la toma de los auspicios, con el fin de averiguar si la voluntad de los dioses era positiva para la nueva pareja. Si les eran propicios se firmaban a continuación las tabullae nuptiales o contrato nupcial. Tras la firma, la prónuba unía las manos derechas de los cónyuges (la dextrarum iunctio), que se consideraba la forma simbólica de afirmar la unión matrimonial. A continuación, la novia pronunciaba la formula ritual de asentimiento a la unión: Quando tu Gaius, ego Gaia(“Si tú te llamas Gaius, yo me llamo Gaia”. Era una formula ritual, a la que no se le podían cambiar los nombres, que siempre eran los mismos). Asimismo, se entregaba a la novia un anillo de hierro bañado en oro o uno de oro como tal que debía ponerse en el dedo anular de la mano izquierda (aunque algunos autores como J. Carcopino consideran que se colocaba en la derecha, debido a las connotaciones nefastas que tenía la izquierda) como símbolo del matrimonio, ya que se pensaba que estaba unido al corazón a través de un nervio muy fino. El primitivo matrimonio romano poseía un marcado carácter agrario, lo que condicionaba gran parte de la ceremonia. Por ello, los dioses que protegían este rito eran los que se encontraban asociados a la tierra, reivindicando la fertilidad de la misma como símbolo de la fertilidad de la pareja.

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Retrato de Paquio Próculo y su esposa. El matrimonio legal estaba reservado exclusivamente a los ciudadanos libres, los demás habitantes de Roma solo tenían derecho a la unión a través de la fórmula del connubium. Museo de Capodimonte. Fotografía de la autora.

Al acabar estos trámites, se celebraba en la casa de la novia una cena nupcial que servía para festejar la nueva unión. Al finalizar este banquete, se acompañaba a la esposa a la casa del marido, simulando ritualmente el rapto de las Sabinas, el episodio mitológico por el que los fundadores de Roma secuestraron a las mujeres de los sabinos para desposarse con ellas: la novia se arrojaba en los brazos de su madre, resistiéndose a dejar su hogar paterno, mientras que el novio la arrancaba violentamente de allí. Tras consumar este «rapto» simbólico, se marchaban en cortejo (deductio) hacia la casa del esposo. En esta procesión, la novia portaba el huso y la rueca como imagen de la futura actividad doméstica que realizaría, mientras era acompañada por tres jóvenes, los cuales debían tener aún a sus padres con vida. A lo largo de todo el recorrido podían escucharse gritos y cantos nupciales para atraer sobre ella la prosperidad. Estos cánticos recibían el nombre de himeneos (el mismo que recibía el dios del matrimonio) y eran de carácter obsceno. Servían para mostrar que la novia empezaba una nueva etapa en su vida, marcada por la sexualidad. Al finalizarlo, delante de la puerta de la casa de su marido había un grupo de niños esperando que este les arrojase nueces con motivo de la llegada de su esposa. El significado de este gesto es aún dudoso, pero se cree que se realizaba por el valor afrodisiaco o apotropaico que se le daba a las nueces, o bien porque el ruido que hacían al caer al suelo tenía carácter de tripudium solistimum (augurio favorable) que beneficiaría a la novia.
Una vez alcanzado el nuevo hogar conyugal, venía el momento en el que la esposa debía traspasar su umbral. Este instante adquiría un significado especial, ya que se intentaba propiciar la entrada del nuevo miembro de la familia usando ritos y prácticas mágicas. Para ello, el marido debía tomar a su mujer en brazos para alzarla y traspasar con ella el umbral. Con este gesto se evitaba un posible traspié opedis offensio, que en caso de ocurrir traería la desgracia a la pareja. Una vez realizado todo esto, se pasaba a la noche de bodas, en la que se consumaba el matrimonio. Se le entregaba a la recién casada el cocentum, una bebida sedante para facilitar la noche de bodas y cuya ingesta acabó simbolizando el paso de la pubertad a la madurez, como otro rito prenupcial más.
Cuando terminaba la ceremonia matrimonial la mujer abandonaba la tutela de su padre o de sus parientes masculinos vivos, aunque seguían manteniendo sobre ella una fuerte autoridad. Por tanto, la recién casada quedaba sometida a un nuevo poder, llamado manus, y que correspondía al marido si este era el paterfamilias (si el padre del marido aún vivía, la esposa quedaba sometida a la manus de su suegro).

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Relieve con la representación de un matrimonio. Aunque la mayor parte de los matrimonios se hacían por conveniencia, en ocasiones eran por amor, que se reflejaba en las representaciones de sus estelas funerarias. Museo Nacional de Arte Romano. Fotografía de la autora.

Este hecho se debía a que la forma tradicional del matrimonio romano era la llamada conventio cum manu, que provocaba que la patria potestas (antes a cargo del padre de la novia) pasase a ser prerrogativa de su esposo. La justificación que realizaban los romanos para someter a su mujer a la manus era el hecho de que consideraban que sufría de fragilidad de ánimo (levitas animi), por lo que necesitaba una fuerte tutela masculina. Normalmente, eran los matrimonios entre patricios quienes usaban esta forma, mientras que los plebeyos preferían un matrimonio sine manu.
Existían diversos tipos de uniones matrimoniales, que se vinculaban con el hecho de que la mujer quedase sometida a su esposo. La más antigua de ellas era el rito de la confarreatio, con el que a la vez que quedaba constituido el vínculo matrimonial se producía una transferencia de poderes personales, que sometían a la esposa a su marido o suegro. Era un rito sumamente complejo y con el tiempo acabó cayendo en desuso, de tal forma que solo ciertas familias patricias lo mantuvieron. Otro tipo de rito era la coemptio, que suponía la aplicación de la mancipatio, es decir, la forma jurídica que se utilizaba en las épocas arcaicas o clásicas para adquirir las cosas de suma importancia. Así, el rito de la coemptio era al principio un tipo de matrimonio en el que el marido «compraba» a su esposa y esto hacía que quedase bajo su tutela. La ceremonia usada en esta fórmula era una venta simulada de la esposa, en presencia de al menos cinco testigos. Otro tipo de unión matrimonial era la establecida a través del usus, que no era más que la forma de adquirir una propiedad a través del uso. Es decir, después de un año de convivencia y sin haber realizado ninguna de las ceremonias anteriores, el marido adquiría la manus de su esposa, lo que legitimaba su relación.
Sin embargo, a partir del siglo II a. C. comenzó a caer en desuso la costumbre de que la mujer pasase a formar de la familia de su marido cuando se casaba. Poco a poco, las uniones matrimoniales se contraían sin ninguna formalidad constitutiva de forma cada vez más frecuente. Así, durante la época imperial, vemos como para tener un matrimonio válido solo era necesario poseer el derecho del connubium (el privilegio que poseían los ciudadanos de casarse) y la capacidad de los nubendi (es decir, los novios debían alcanzar la edad mínima para casarse, que era, aproximadamente, unos doce años para la mujer y catorce para el hombre). Incluso, durante el Bajo Imperio tan solo sería necesaria la affectio maritalis, la libre elección de la pareja para vivir juntos y, por tanto, para casarse sin necesidad de realizar ninguna ceremonia, como veremos en el orden jurídico de Ulpiano [1], en el que se dice que es la voluntad matrimonial, y no la cópula, la que crea el matrimonio. La affectio maritalis supuso la erradicación de la estructura jurídica del matrimonio del influjo de personas ajenas a la unión de la pareja, lo que facilita la disolución del vínculo matrimonial. Cuando cesaba el amor y el afecto, cesaba el matrimonio.

§. El divorcio en Roma
Incluso antes de que el matrimonio se simplificase hasta este punto, el divorcio en Roma era sumamente fácil de obtener ya que bastaba con que uno de los esposos abandonase el hogar o que el marido declarase su voluntad de separarse pronunciando las palabras: «Tuas res tibi agito» (“recoge lo que es tuyo”). Cuando el matrimonio había sido celebrado cum manu, era el esposo quien debía solicitarlo legalmente, mientras que si se había celebrado sine manu y la mujer carecía de parientes varones cercanos, ella misma podía proceder a la disolución de su vínculo matrimonial. De todas formas, ya a finales de la República, el divorcio de mutuo acuerdo era algo bastante común, ya que era la mejor forma de terminar con una relación matrimonial.
En ese momento, la esposa (ya hubiese sido repudiada o divorciada) abandonaba el domicilio conyugal llevándose consigo la dote que había aportado a la unión pero dejando a los hijos con el padre. Rómulo había establecido, en su momento, el matrimonio como un hecho indisoluble, con la posibilidad de divorcio solo cuando la mujer cometiese los más graves delitos, es decir, el adulterio y el infanticidio. Para él, ni siquiera la infertilidad podía justificar su repudio. Sin embargo, y como acabamos de ver, poco a poco se fue abriendo para el romano la posibilidad de deshacer su vínculo matrimonial con suma facilidad. Esta facilidad y accesibilidad con la que se podía conseguir el divorcio hacía que en Roma los matrimonios fueran consecutivos y disolubles, sobre todo a partir de la época imperial. En este momento, la ley establecía que se restituyese a la mujer divorciada los bienes que había aportado al matrimonio, con excepción de la dote que retenía el marido para el mantenimiento de los hijos que hubiesen quedado a su cargo.
Pese a que el divorcio se convirtió en un recurso utilizado (lo que, unido a la alta tasa de mortalidad derivada de los peligros de la maternidad, implicaba que hubiese una frecuente cantidad de segundos y terceros casamientos), la mujer con un solo marido (la univira) era la que mayor y mejor reconocimiento social tenía, en contraposición a la que se había casado varias veces, ya que se consideraba un exemplum para las demás. La mujer univira se tenía por un modelo de pudicitia, obtenía ciertos privilegios religiosos y libertades, condiciones que la mujer casada en segundas nupcias (bis nuptae) no podía conseguir. Cuando enviudaba ya no pertenecía a las univirae, ya que el estado civil de la viuda era un símbolo de su esposo muerto y seguir perteneciendo a esta categoría iría en contra de los valores religiosos. Con esta condición de univira, la mujer podía acceder a sacerdocios como el flaminado o a ciertos cultos de tipo matronal, ya que los sacerdocios y los actos cultuales eran parte de la estructura familiar patriarcal y se correspondían con el modelo ideal de la familia romana, donde ella mejor encajaba.
Los dos fines principales del matrimonio eran la procreación y la creación de alianzas políticas, aunque entre muchas parejas pudiera nacer el amor antes o después de contraer esponsales (era muy conocido, por ejemplo, el matrimonio entre Cneo Pompeyo Magno y Julia, la hija de Julio César, en el que ambos estaban profundamente enamorados). De hecho, los matrimonios con hombres relevantes fueron una estrategia importante dentro de las familias patricias, y se sirvieron de ellos para sellar alianzas. La familia era la base indiscutible de la sociedad patricia romana, por lo que ser madre era la principal misión de la mujer, y se consideraba además que la maternidad reforzaba la sumisión social de la misma. Además, al igual que a sus maridos, a los hijos se les consideraba los protectores naturales de sus madres.

§. La matrona romana
Una vez que había dado a luz a su primer hijo podía usar el título de matrona. Cuando ya tenía más de dos hijos se la denominaba mater familias, aunque durante el Imperio ambos títulos se generalizaron. Engendrar a los nuevos ciudadanos romanos era el principal propósito de la matrona, aunque el único parentesco legítimo que se reconocía era el de la agnatio (el que crea la descendencia masculina). Hubo que esperar hasta el siglo II d. C. para que se legalizase la cognatio, esto es, el parentesco por rama femenina, aunque ya a finales de la República se le había reconocido el derecho formal sobre sus hijos, y se le había concedido la custodia de su progenitura. Y al igual que iban creciendo los derechos sobre sus hijos, se le iban otorgando otros, como el que permitía que la mujer con tres hijos heredase de su difunto marido mientras este no tuviese otra descendencia o hermanos consanguíneos. Este tipo de leyes y derechos lo que provocaron fue que se socavase la concepción tradicional de la familia romana y se otorgase mayor peso a la filiación por consanguineidad. A finales de la República, la familia romana se basó en la coniuctio sanguinis, y quedó unida por los vínculos de la sangre.
La vida de la matrona se encontraba centrada en su familia, en su domus y en la religión. Tras cumplir con el deber de la procreación, su principal tarea era la educación y el cuidado de los hijos, tanto niños como niñas. De hecho, hasta el momento en que los hijos varones alcanzaban la mayoría de edad, era la madre quien se hacía cargo de ellos y les transmitía el mos maiorum. Se daba por supuesto el fuerte amor incondicional de la matrona hacia su marido e hijos, lo que demostraba a través del afecto, la fidelidad y la dedicación a su familia. Asimismo, la autoridad del paterfamilias tenía su equivalencia en la mater familias, la cual podía ejercer su poder en nombre de su marido dentro del ámbito familiar.
El espacio que tenía la matrona para su dominio era su domus. En ausencia de su esposo o cuando enviudaba, podía ocuparse de todos sus asuntos menos de la participación política. El único ámbito público donde podía participar era el de la religión, implicándose en diversos cultos y festividades, como el de la Fortuna Primigenia (considerada la patrona de las madres y los nacimientos), el de la Mater Matuta, Pudicitia o Juno Lucina entre otros. Estas fiestas religiosas femeninas figuraban en el calendario oficial romano, y se trataban de feriae, que se consideraban fiestas oficiales y públicas las cuales se desarrollaban en los días fasti (consagrados a los dioses) y nefas (que no se podían trabajar). Este tipo de cultos femeninos se dedicaban a dar protección a los ciclos vitales de las mujeres.
Cuando la mujer enviudaba, quedaba bajo la protección de sus hijos varones. La consideración social de la viuda también fue variando a lo largo de la historia de Roma. En época arcaica, se consideraba su presencia como un signo de mal augurio (al menos, mientras cumplía el luto por su esposo) y, de hecho, tenía prohibido volver a casarse antes de que hubieran transcurrido dieciséis meses. En caso de incumplirlo, debía realizar una serie de sacrificios expiatorios que la purificasen. A partir del período clásico, comenzaron a sufrir infamia y estuvieron muy mal vistas. Esta situación comenzó a cambiar a finales de la República, cuando las nuevas costumbres relajaron la consideración de las viudas, las cuales pudieron volverse a casar poco después de enviudar con el hombre que estimasen oportuno.
La sociedad romana creó un modelo ideal de comportamiento femenino que plasmó su estereotipo en el ejemplo de la matrona. De la mujer romana se esperaba que fuese virtuosa, casta y pía. Su castidad y fecundidad daba a la familia el mismo prestigio que los éxitos militares y cívicos de los varones. Para garantizarlas, a la mujer de la élite no se le reconocía el derecho a la sexualidad fuera de la procreación, de esta forma se trataba de evitar la descendencia ilegítima. Esta preocupación por la legitimidad de los hijos provocaba que se legislasen todo tipo de casos para protegerla. Por ejemplo, cuando una mujer enviudaba mientras estaba embarazada, debía dejar pasar al menos diez meses antes de volver a contraer matrimonio, para evitar la llamada turbatio sanguinis, es decir, las posibles confusiones sobre el origen del recién nacido. Asimismo, se esperaba que tuviese el máximo número de hijos posible que perpetuasen la familia y sus glorias. La excepción a este hecho eran las vestales, las sacerdotisas de Vesta, vírgenes que colaboraban con el Pontifex Maximus y se encargaban de salvaguardar el fuego del hogar de la diosa en su templo, entendido como un símil que comparaba el Estado con el hogar.
Dentro de la imagen de la romana virtuosa se destacaba la gran importancia que tenía la vestimenta. Se recomendaba a la matrona que llevase un vestido que denotase su modestia, por lo que solía llevar la stola, la palla y la túnica (y la ropa interior que sujetase el pecho y cubriese sus partes íntimas), además de aconsejarse que se cubriese el rostro con un velo. La vestimenta de la mujer romana varió también, se complicó y se llenó de lujo durante la época imperial, momento en que comenzaron a predominar las nuevas modas en las que abundaba el maquillaje y los complicados peinados. La mujer nunca llevaba la toga, puesto que quienes la portaban solían ser las condenadas por adulterio o las prostitutas. A cambio, su ropa era más colorida (aunque no en exceso, ya que si no corrían el riesgo de ser confundidas con prostitutas) y ligera que la de los hombres, y estaba bordada con distintas decoraciones.
Podemos decir que el modelo ideal de matrona en la etapa republicana era el de una mujer celosa de su virtud, casta, piadosa y recluida en la domus. Las mujeres que cumplían con los estereotipos de matrona eran muy respetadas y alabadas, e incluso el Senado les permitía que recibiesen un elogio fúnebre en el foro cuando morían: «A los doce [años] pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Octavio Augusto, 8).
Este modelo, a partir del año 31 d. C., comenzó a ser transgredido por las mujeres, lo que hizo que muchos autores considerasen que había empezado para Roma un período de decadencia moral.
Durante el siglo I d. C. tuvieron la posibilidad de instruirse y cultivarse en el campo intelectual, y gozar en ese momento de una gran libertad, tanto de tipo sexual como económica y política, al influir directamente sobre sus maridos. Este tipo de mujeres, que comenzaron a transgredir las antiguas normas morales, pertenecían en su mayoría a la aristocracia, ya que solo estas clases podían permitirse el acceso femenino a la cultura y a la vida social. Ejemplos de este tipo de mujeres los podemos encontrar en personajes tan importantes como Fulvia, la mujer de Marco Antonio, que defendió los intereses de su marido reuniendo incluso un ejército para ello (junto con Lucio Antonio, el hermano del triunviro), Servilia, la madre de Bruto y amante de César, o la futura emperatriz Livia, esposa de Augusto. Se comenzó a observar también una cierta relajación de las costumbres, ya que empezaba a haber presencia de mujeres en los banquetes y espectáculos, y se divertían como los hombres. Los divorcios crecieron en número, lo que llevó a que aumentasen las relaciones amorosas extramaritales como un signo de liberación femenina. Como consecuencia de esta promiscuidad sexual, proliferaron los métodos para evitar el embarazo, como los anticonceptivos (entre los que destacaba la aplicación de ungüentos en la vagina o en los genitales del varón, o los métodos de oclusión vaginal), el aborto y el infanticidio. Ninguno de los anteriores se consideraban como un delito, sino que se veían como métodos anticonceptivos, ya que los fetos y los recién nacidos no eran tenidos en consideración. Asimismo, hubo un considerable aumento de mujeres que se maquillaban y vestían con gran lujo, intentando alejarse de la caracterizada austeridad de la matrona republicana. Para ello, contaban con esclavas especializadas en peluquería y maquillaje, denominadas ornatrices, que ayudaban a sus amas a estar lo más bellas y a la moda posible.

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Estela de Lutatia Lupata. Los cambios en la moralidad romana trajeron consigo una gran libertad para las mujeres, que comenzaron a instruirse y a comportarse como los varones, para escándalo de muchos nobles romanos. Museo Nacional de Arte Romano de Mérida. Fotografía de la autora.

Pese a este ambiente de «libertad» el adulterio femenino seguía castigándose por la ley. El marido podía matar impunemente a la mujer adúltera y a su amante (aunque por regla general lo que hacía era denunciarlos) mientras que él salía impune de la misma situación. Una mujer condenada por adulterio era incluida en la categoría de las probosae (es decir, de las prostitutas) y tenía prohibida la boda con su amante. Sin embargo, en época imperial se conocen muy pocos casos relacionados con el adulterio debido a la facilidad con la que se podía obtener el divorcio de la pareja. Pese a ello, hubo emperadores que quisieron seguir dando importancia a los vínculos matrimoniales y a las costumbres, como es el caso de Augusto, quien incluso condenó al destierro a su propia hija Julia (que estaba casada con el futuro emperador Tiberio), tras ser acusada de adulterio:
Mas cuando desterró a su hija dio a conocer los motivos al Senado en un escrito que el cuestor fue encargado de leer en su ausencia; y tanto le avergonzaron sus desórdenes que estuvo mucho tiempo separado del trato de los hombres, y hasta deliberó si le daría la muerte. Habiéndose ahorcado entonces una liberta, llamada Febe, cómplice de los desórdenes de su hija, dijo que preferiría ser su padre a serlo de Julia. Prohibió a esta el uso del vino en su destierro y todas las comodidades de la vida; y mandó que ningún hombre, libre o esclavo, se acercase a ella sin su permiso y sin que conociese edad, estatura, color y hasta las señales o cicatrices que tuviese en el cuerpo.
Suetonio, Vidas de los doce césares,
Octavio Augusto, 65
§. Las vestales
Dentro de este capítulo dedicado a la mujer romana no debemos olvidarnos de hablar brevemente de las vírgenes vestales. Una vestal era una sacerdotisa consagrada a la diosa Vesta y cuya misión primordial era la de mantener siempre encendido el fuego sagrado que simbolizaba la continuidad del Estado romano. Eran el único cuerpo sacerdotal de mujeres dentro del mundo romano (hubo más sacerdotisas, pero casi todas vinculadas con cultos orientales como el de Isis) y su misión se consideraba básica para la seguridad de Roma, ya que del fuego de Vesta dependían los destinos del Imperio, de ahí su gran importancia. También eran las únicas mujeres con un estatus similar al de los ciudadanos, ya que podían testar estando aún vivos sus padres, disponían de sus bienes y herencia a su libre albedrío y no necesitaban contar con ningún tutor masculino, aunque el Pontifex Maximus era el máximo responsable de este colegio sacerdotal.
Las vestales eran escogidas dentro de las familias patricias tras una atenta selección por parte del Pontifex Maximus, mientras eran niñas menores de diez años. Una vez que eran elegidas para ser novicias se separaban de su familia y acudían al templo de Vesta para afrontar la ceremonia de admisión. Dentro de esta ceremonia se les cortaba el cabello, eran suspendidas de un árbol sin que tocasen el suelo (símbolo de la ruptura con su familia) y eran vestidas de vestales. Afrontaban diez años de noviciado formándose como vestales para aprender todo lo necesario sobre el culto, diez años de ejercicio de su función sacerdotal y otros diez enseñando a las nuevas novicias, todos ellos manteniendo celosamente su virginidad. La exigencia de la virginidad de las vestales se debía, en primer lugar, al hecho de estar consagrada a una de las pocas diosas vírgenes del panteón romano, Vesta, y también por la costumbre proveniente de tiempos antiguos, en la que a las muchachas jóvenes y solteras se les encargaba vigilar el fuego sagrado, ya que se consideraba que no tenían familia ni obligaciones que atender. Transcurridos estos treinta años, podían abandonar el sacerdocio y casarse si así lo deseaban, aunque la mayor parte de las vestales prefería permanecer en el templo continuando con sus votos de castidad. Además de su misión de vigilar el fuego sagrado, debían custodiar los objetos sagrados de Roma, como era el Palladium, la estatua de madera de la diosa Palas (es decir, Minerva), que procedía de Troya y había traído el mismo Eneas, y garantizaba la supervivencia de Roma. También guardaban y vigilaban los testamentos de algunos personajes importantes, quienes dejaban depositado en el templo de Vesta sus últimas voluntades, como fue el caso de Cayo Julio César o de Marco Antonio. Otra de sus funciones era la elaboración de la mola salsa, una especie de torta preparada con agua pura y los primeros granos de trigo, que se bendecía con agua del manantial de la arboleda sagrada de Carmenta, y se debía esparcir de forma obligatoria sobre la cabeza de la víctima ( inmolatio) antes de proceder al sacrificio.
Si el fuego de Vesta llegaba a apagarse o la vestal perdía su virginidad, rompiendo así sus votos, era severamente castigada. Normalmente, se ejecutaba a la infractora sin verter ni una gota de su sangre (ya que estaba prohibido derramarla) enterrándola viva, con una hogaza de pan y un candil, en una celda subterránea.
La vestimenta de las vestales era específica y permitía distinguirlas de entre el resto de las mujeres. Utilizaban túnicas de lino blanco, adornadas con una orla de color púrpura y un velo casi transparente en la cabeza. Además de este velo, llevaban la vitta, una banda que rodeaba la cabeza hecha de lana, de color blanco o púrpura y que servía para sujetar sus trenzas (las crinales vittae). Esta banda era utilizada, en ocasiones, como adorno por parte de otras mujeres, pero en el caso de las vestales servía para identificarlas. La vitta se consideraba un signo del pudor de la mujer romana, por lo que no podía ser usada por las libertas o por las prostitutas. Era lo primero de lo que se despojaba la vestal cuando rompía su voto de virginidad o cuando abandonaba el sacerdocio, al finalizar el servicio de treinta años. Además, llevaban una ínfula, que era un largo chal que les cubría los hombros y solía ser rojo con cintas de lana blanca. Se envolvían en la palla, el mismo manto que usaban las matronas romanas y que se sujetaba con un broche llamado suffibulum para permitir que colgase de su hombro izquierdo.
Las vestales estaban cubiertas de honores y gozaban de una gran consideración por parte de todos, precisamente debido a su misión sagrada. Debían presidir las ceremonias, los sacrificios y los ritos más importantes de Roma. Dentro de sus privilegios estaba el hecho de poder viajar en un carro de dos ruedas cubierto (carpentum), siendo precedidas por un lictor que llevase las fasces. Contaban con preferencia de paso y el lictor castigaba a todos aquellos que no se apartasen del camino de la vestal o no le mostrasen el suficiente respeto. También podían liberar a un condenado a muerte y absolverlo de su pena por el mero hecho de cruzarse con él de forma casual. En los espectáculos, como los juegos gladiatorios, tenían asientos reservados situados en los mejores sitios del edificio. Además, su persona era sacrosanta, y se castigaba con pena de muerte a cualquiera que la tocase o hiriese.

§. La mujer plebeya
Casi todo lo descrito anteriormente puede circunscribirse a la vida de la mujer romana de las élites más elevadas. Para la mujer plebeya, la situación es diferente. Desde pequeña, su acceso a la cultura y la educación era limitadísimo, ya que carecía de medios para ello, aunque podía llegar a aprender a leer y a escribir en las escuelas de la ciudad. Cuando alcanzaba la edad adulta, se casaba en una ceremonia muy simple, mediante la forma del usus. En ocasiones, ni siquiera contraían matrimonio legal, ya que a veces se convertían en las concubinas de algún hombre, una unión considerada lícita por las leyes pero de nivel inferior a las nupcias, por lo que no les reportaba los mismos derechos o beneficios que los que adquiría la legítima esposa. Al contrario que las mujeres acomodadas, que dormían en habitaciones separadas a las de su marido como símbolo de estatus, ellas compartían el lecho con su pareja y la habitación con el resto de la familia, sin ningún tipo de intimidad. Si querían controlar la concepción de hijos, no tenían posibilidad de recurrir a las mismas medidas anticonceptivas que las mujeres de elevada posición, por lo que tan solo contaban con la abstinencia sexual, el uso de amuletos o probar suerte con el coitus interruptus. Posiblemente trabajaban para ayudar en la economía doméstica, ya fuese ayudando en los negocios de sus maridos o como sirvientas, mientras que, a la vez, se cargaban de hijos. Si la maternidad era un riesgo entre las clases más altas, para estas mujeres lo era mucho más, pues corrían el enorme peligro de fallecer al dar a luz por las condiciones en que vivían y las infecciones. Si superaban la maternidad, solían alcanzar mayor longevidad que los hombres, pero continuaban viviendo en las mismas difíciles condiciones que antes.

Capítulo 5
Maius.
La vida cotidiana de los niños romanos

Contenido:
§. El nacimiento
§. La educación
§.El paso a la vida adulta
El mes de Maius se encontraba dedicado a la antigua diosa itálica Maya, que acabó asimilada a su homónima griega. Maya protegía y se relacionaba con el crecimiento de los seres vivos, lo que la hace idónea para acercarnos a conocer cómo era la infancia de esos romanos que ya hemos visto en su etapa adulta.

§. El nacimiento
El parto de un hijo se desarrollaba normalmente en la misma casa, donde la mujer era atendida por una comadrona, que estaba acompañada de una ayudante. Este se realizaba sentada, sobre la llamada silla gestatoria, sin nada que pudiese aliviar los dolores y con la comadrona ayudándola a dar a luz mientras su compañera la sujetaba desde atrás. Dar a luz era uno de los momentos de mayor peligro al que se enfrentaban la madre y el recién nacido, ya que un alto porcentaje de los alumbramientos acababa con la muerte de uno de ellos o de ambos. Los patricios podían contar con el servicio de médicos, además de las ya mencionadas comadronas, pero eso no aseguraba la supervivencia, tal y como le ocurrió a Julia, la hija de César y esposa de Pompeyo Magno, que falleció mientras daba a luz.
Las prácticas ginecológicas solían quedar restringidas al ámbito femenino, ya que se consideraba poco pudoroso que otro hombre anduviese en las partes íntimas de la mujer. Ello llevó a que este campo de la medicina quedase en manos de comadronas y médicas.
Si conseguía superar la prueba del parto, el bebé romano se depositaba a los pies del padre, en lo que suponía el acto más determinante de su vida, ya que si el padre lo levantaba lo reconocía como su hijo, mientras que si lo dejaba en el suelo era abandonado a su suerte. Con esta práctica de levantar al niño vemos que no se tenía un hijo sino que «se cogía» un hijo (tollere). El padre romano no se sentía en la obligación de aceptar a todos sus hijos, ya que la ley lo amparaba en su derecho a reconocerlo o no, lo que convertía los abandonos en una práctica habitual y legal ( ius exponendi). Normalmente, el abandono de niños, sobre todo los legítimos (nacer o no como fruto de un vínculo matrimonial legítimo influía sobre el estatus social del hijo, sus derechos, obligaciones y pertenencia a la comunidad), venía motivado por el hecho de haber caído en la miseria o por su política patrimonial. Estos niños abandonados podían ser recogidos y criados por otras personas, integrados en una nueva familia o como víctimas de los negocios de la esclavitud y la prostitución. Esta práctica debió estar regulada o, por lo menos, vigilada por el Estado, que, en ciertos momentos, mostró preocupación por el abandono de niños, al menos los sanos. Un reflejo de esta preocupación es la llamada Ley de Rómulo, que nos narra Dionisio de Halicarnaso, y muestra el interés del Estado en fomentar la crianza de nuevos ciudadanos romanos, siempre que los niños estuvieran sanos y sin defectos:
En primer término estableció la obligación de que sus habitantes criaran a todo vástago varón y a las hijas primogénitas; que no mataran a ningún niño menor de tres años, a no ser que fuera lisiado o monstruoso desde su nacimiento. Sin embargo, no impidió que sus padres lo expusieran tras mostrarlos antes a cinco hombres, sus vecinos más cercanos, si también ellos estaban de acuerdo. Contra quienes incumplieran la ley fijó entre otras penas la confiscación de la mitad de sus bienes
Dionisio de Halicarnaso,
Historia Antigua de Roma, 2.15.2
Los niños que nacían deformes, inútiles o débiles, o bien eran hijos de algún esclavo y el amo no los quería, solían ser eliminados directamente por regla general, sin que hubiese necesidad de exponerlos. Hubo que esperar a la llegada del cristianismo para que esta situación cambiase, ya que la exposición de niños fue muy duramente condenada por esta nueva religión. Sin embargo, hasta ese momento fue tan común que incluso en Roma existía un sitio específico para abandonar a los bebés, que era la columna Lactaria (situada delante del templo de Pietas). En otras ciudades del imperio, los niños eran expuestos sin más, probablemente delante de algún templo pero también en sitios como los estercoleros públicos, como nos relatan ciertos textos. La mayoría no sobrevivía a la exposición, y generalmente morían. El derecho de abandonar al hijo aún continuaba pasado este momento de reconocimiento, ya que el padre podía desentenderse del hijo a través de la mancipatio, que consistía en la entrega del niño a la servidumbre, con lo que quedaba desheredado. Este ritual descrito se realizaba habitualmente con los niños, ya que las niñas eran directamente amamantadas sin tener que pasar ese trámite aunque, por supuesto, también podían correr el riesgo de ser expuestas si su padre así lo quería.
Si el recién nacido había tenido suerte y era acogido en la familia, recibía su nombre a partir del octavo o noveno día de su nacimiento ( dies lustricus), dependiendo de si era niño o niña. Aunque el sistema de los nombres ya se ha explicado anteriormente, no por ello queremos dejar de mencionar los tria nomina romanos. El nombre de los varones se componía del praenomen, del nomen y del cognomen, mientras que las mujeres solo tenían dos nombres, que eran el praenomen (que era el nombre de su padre, pero en versión femenina) y el nombre de la familia. En ocasiones, se les podía añadir los adjetivos de maxima, minor, secunda o tertia para indicar el lugar que ocupaba entre sus hermanas.

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Bulla de oro. A los recién nacidos se les colocaba en el cuello un amuleto, hecho de diversos materiales, con el que se protegían contra el mal de ojo. Al cumplir la mayoría de edad, lo depositaban en su larario familiar como ofrenda.

Recibía también el niño (o bien el día de su nacimiento o bien el dies lustricus) la bulla, un amuleto contra el mal de ojo que se colgaban del cuello, según relata Plutarco en sus escritos. La bulla podía elaborarse con diversos materiales, que iban desde el cuero hasta el oro, aunque los más pobres sustituían este colgante por un nudo en el cinturón que realizaba las mismas funciones protectoras. Inicialmente, la bulla había sido privilegio solo de los jóvenes patricios cuyos padres se habían distinguido con alguna magistratura curul, pero después de la segunda Guerra Púnica se permitió su uso a todos los recién nacidos de origen libre. Las niñas recibían otro amuleto, denominado lunula, que debía protegerlas hasta el día antes de contraer matrimonio.
Los primeros juguetes que tenía un niño romano eran los sonajeros ( crepitacula), muy similares a los actuales, aunque según crecían iban teniendo otros, como las muñecas o las canicas. En el caso de las familias más adineradas, la lactancia y los primeros cuidados del bebé eran confiados a una nodriza, quien criaba al niño hasta que cumplía los siete años. En el caso de que la familia no se lo pudiera permitir, el niño pasaba sus primeros años siendo educado por su madre. Cuando alcanzaban esta edad, pasaban a manos del pedagogo o de su padre, si este no se lo podía permitir, quien se encargaba ahora de él. Los niños patricios se relacionaban más con los esclavos domésticos, la nodriza y el pedagogo que con su propio padre al que, de hecho, llamaban domine (“señor”).

§. La educación
A los siete años se empezaba también a ir a la escuela. La educación quedaba circunscrita de forma exclusiva a la población ciudadana y libre del imperio, por lo que quedaban excluidos los esclavos (aunque algunos de ellos podían recibir cierto tipo de instrucción, si esta les era necesaria para desempeñar sus funciones). A la escuela podían acudir tanto niños como niñas, quienes eran separados en las aulas a los doce años, ya que se consideraba que no era necesario que las niñas acudiesen a una educación superior porque les bastaba con saber leer, escribir y contar y, además, se las consideraba adultas a partir de los doce o catorce años. Quienes se encargaban de educar a los niños eran, habitualmente, gentes de baja condición social, esclavos o libertos. Si el alumno pertenecía a una familia con recursos o tenía una posición social superior, trataba a su maestro como correspondía a una persona de rango inferior, lo que dificultaba la labor del educador. En el caso de que fuesen de origen modesto, tampoco tenían consideración alguna hacia él, lo que nos evidencia la poca autoridad que podían tener los maestros.
Los educadores (llamados ludimagistri o litteratores) tenían bastante mala reputación debido a la indiferencia que el Estado mostraba hacia su trabajo, las adversas condiciones en las que realizaban su tarea (por ejemplo, en un mismo local debían reunir a niños y niñas de entre siete y catorce años) y a la brutalidad con la que debían mantener la disciplina entre su alumnado, ya que eran bastante frecuentes los azotes para castigar los fallos y las distracciones, además de las casi constantes faltas de respeto hacia su persona. La retribución de estos maestros corría directamente a cargo de los padres de los alumnos, pero ganaban tan poco (unos ocho ases) que se veían obligados a buscarse otros empleos, como el de escriba.
Las escuelas se encontraban abiertas desde el amanecer hasta el mediodía. Su ubicación era bastante variada, aunque generalmente se localizaban bajo el porche de una tienda, donde les estorbaba el ruido de la calle ya que solo se aislaban con unas cuantas lonas. Estaban muy poco amuebladas, ya que contaban solamente con una silla para el maestro y unos cuantos bancos o taburetes para los alumnos. Funcionaban durante todo el año, con excepción de las nundinae, es decir, los días de descanso (cada ocho días había uno de estos, dedicado al ocio y al mercado), las grandes festividades como los Quinquatrus (Festividad dedicada a Minerva que se celebraba los cinco días posteriores a los idus de marzo) y las vacaciones de verano. Lo máximo que se esperaba de esta educación era que los niños aprendiesen a leer, escribir y a contar, sin que el maestro aspirase a enseñarles nada más. La mayor parte de las escuelas romanas tenían carácter urbano, aunque gracias a las fuentes podemos conocer que algunas de ellas se establecían en las aldeas, siempre en una proporción menor que en la ciudad.
Entre los catorce y los quince años, los niños pudientes continuaban su educación y pasaban a manos del grammaticus y el rhetor, con quienes estudiaban a los autores clásicos y aprendían retórica, es decir, todo lo necesario para realizar una futura carrera en la vida pública. Estas enseñanzas ya no tenían lugar en la calle o en los maltrechos locales anteriormente descritos, sino que se daban en las casas de los estudiantes o en ciertas aulas especiales. Asimismo, también realizaban estancias en las principales ciudades helenísticas (Atenas, Alejandría o Antioquía), con el objetivo de empaparse de su cultura y poder reproducirla en Roma cuando volvieran. Los menos afortunados comenzaban a trabajar, generalmente acompañando a su padre en su oficio para poder aprenderlo. Como en la gran mayoría de las sociedades antiguas, el trabajo infantil no estaba mal visto, por lo que no estaba penado.
Antes de seguir este sistema de enseñanza, la antigua educación romana se basaba en el respeto a las costumbres ancestrales (conocidas como mos maiorum), que se transmitía a los más jóvenes, los cuales se encargaban de mantenerlas. Eran los padres (o en caso de no tenerlo, los parientes varones del niño) quienes debían enseñar a sus hijos todo lo necesario para el desempeño de sus futuras tareas y educarlos en los tradicionales valores romanos, que debían mantener en todo momento. Hubo que esperar al siglo II a. C. y a la presencia en Roma de numerosos preceptores y filósofos griegos para que la educación cambiase y surgiera el sistema explicado anteriormente.
Los emperadores del siglo II d. C. comenzaron a preocuparse por las escuelas primarias e intentaron que se expandieran por las provincias más lejanas del imperio alentando (prometiéndoles la inmunidad fiscal) a los pedagogos a instalarse en recónditos lugares. Asimismo, los senadores comenzaron a favorecer la creación en Roma de escuelas de influencia helenística, que se encontraban preparadas para enseñar siguiendo el método griego, puesto que el dominio de este idioma se consideraba como un símbolo de alto estatus.

§. El paso a la vida adulta
No existía una mayoría de edad legal como tal, los niños se convertían en adultos cuando su padre decidía vestirlos en una ceremonia formal con la toga virilis. Aun así, era un hecho muy frecuente que hasta el matrimonio los jóvenes se asociaran en su collegium iuvenum y practicasen actividades grupales, pero lo abandonaban en el momento en el que contraían finalmente nupcias. Por tanto, se iniciaba la edad adulta con el acto formal del abandono de la toga praetexta infantil (orlada en púrpura, como la de los senadores) para tomar la mencionada toga virilis, que era de color blanco para los ciudadanos libres. La noche antes de celebrar esta ceremonia, el joven dormía con una túnica especial (llamada tunica recta) y, a la mañana siguiente, abandonaba los signos de la infancia (dejándolos ante el altar de los Lares), que eran la bulla (el amuleto que llevaban al cuello contra el mal de ojo) y la mencionada toga praetexta, objetos que recibían el nombre de insigniae pueritiae. Tras vestirse con la toga virilis, se acompañaba al joven hasta el foro, en un cortejo conformado por amigos y parientes, y era en este lugar en donde mostraba su nueva condición de adulto y se inscribía su nombre en la lista de ciudadanos. La ceremonia terminaba con un banquete en la casa paterna y entonces comenzaba el llamado tirocinio, que básicamente consistía en una especie de «aprendizaje» de la vida de los adultos y que duraba un año, al cabo del cual se enrolaba en el ejército. Era costumbre (aunque no obligatorio) elegir para la ceremonia el día en que se celebraba el banquete en honor al dios Liber (la fiesta llamada Liberalia, celebrada cada 17 de marzo) más cercano al momento en el que se cumplían años.

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Sarcófago infantil con retrato de niño. Aunque muchas veces a los niños no les amparaba el mismo derecho funerario que los adultos, los hijos de los patricios eran enterrados en lujosos monumentos que permitieran su recuerdo. Museo Arqueológico Nacional. Fotografía de la autora.

Legalmente, los límites entre la niñez y la edad adulta no estaban tan definidos en Roma como en la actualidad. De hecho, Varrón consideraba que se era puer hasta los quince años, mientras que la adolescencia duraría desde los quince hasta los treinta años, y la juventud iría desde los treinta hasta los cuarenta y cinco, por lo que se era plenamente maduro a partir de esta edad. Esta visión no fue compartida por otros autores, por ejemplo, san Isidoro de Sevilla, en el siglo VII d. C., nos muestra una visión más cercana a la que tenemos actualmente, ya que consideraba que se podía hablar de infancia hasta los siete años, de pueritia desde los siete hasta los catorce, de adolescencia desde los catorce hasta los veintiocho, y de juventud desde los veintiocho hasta los cuarenta y cinco. Esta excesiva prolongación de la adolescencia y de la juventud se debía a la patria potestas, la cual otorgaba el derecho sobre la vida y la muerte de los hijos al padre. Esto provocaba que, hasta que no fallecía el padre, el hijo no podía considerarse un paterfamilias. Al quedar bajo su potestad, los padres podían organizar todas las fases de la vida de sus hijos hasta que morían. Pese a este tipo de consideraciones y aunque podían recibir distintos nombres según la edad que tuviesen, a los quince años (de forma aproximada) era cuando tomaban la toga virilis y, por tanto, pasaban a encargarse de los asuntos del mundo adulto.
Las mujeres, en cambio, seguían una clasificación muy diferente. Se las consideraba físicamente virgines antes del matrimonio, socialmente uxores tras contraer nupcias, y matronae si tenían hijos. Cuando alcanzaban la vejez, eran llamadas anus. El único rito de tránsito que tenían era el matrimonio, tras el cual se consideraba que habían alcanzado la madurez.

Capítulo 6
Iunius.
La vida cotidiana de los esclavos y de los libertos

Contenido:
§. Los esclavos
§. Los libertos
El origen del mes de Iunius no está excesivamente claro. Hay quienes consideran que se llamaba así por estar dedicado a los más jóvenes ( iunior) y otros que lo vinculan con la diosa Juno, la cual protegía todo el mes. Sin embargo, otra interpretación considera que fue llamado así en honor a Junio Bruto, quien expulsó al último rey de Roma y fue proclamado primer cónsul. Nosotros nos vamos a quedar con esta idea, que vinculaba Iunius con la libertad adquirida por el pueblo romano gracias a la acción de Junio Bruto, de tal forma que en este mes veremos a los esclavos, quienes deseaban la libertad que habían obtenido los libertos, el otro grupo que conoceremos aquí.

§. Los esclavos
Los esclavos romanos eran un grupo social muy heterogéneo que se dividía entre los esclavos domésticos y los rurales, los comprados en los mercados greco-orientales o los vernae, los que trabajaban en un taller o en una mina. La ley no los clasificaba como personas, sino que tenían la categoría jurídica de cosas. Su amo podía hacer lo que quisiera con ellos, incluso matarlos, sin que la ley interviniese (sobre todo en los primeros momentos del mundo romano, pues a partir del siglo I a. C. se empezaron a elaborar leyes a su favor).
Se agrupaban en las llamadas familiae, es decir, conjuntos de esclavos que eran propiedad de un mismo amo. Existían dos tipos de familiae, la urbana (que componían los esclavos de la ciudad) y la rustica (los esclavos del campo).
La relación entre el amo y su esclavo era muy compleja y delicada. El amo podía azotar a su esclavo cuando quisiese (o incluso matarlo, como hemos dicho) pero, a la vez, lo cuidaba, lo amaba y lloraba ante sus desgracias y su muerte. Por ello, los esclavos mostraban gran deferencia hacia los buenos amos, mientras que en las casas donde eran tratados con gran dureza intentaban pagar con la misma moneda mostrándose más rebeldes que de costumbre.
La ley permitía a un propietario dejar en alquiler a un esclavo, y embolsarse el salario que pudiese ganar por el desempeño de la actividad para la que el esclavo era alquilado. Algunos amos dotaban a un esclavo habilidoso con una cierta cantidad de dinero para que se estableciese como artesano o como comerciante. Acababa siendo una situación muy beneficiosa ya que, si el negocio funcionaba, ambos ganaban con ello. Incluso era posible que el esclavo llegase a ahorrar el suficiente dinero como para comprar su libertad.
En las ciudades existía el mercado de esclavos, lugar donde se los podía comprar y vender de forma pública, aunque también se podía hacer en otros lugares como el foro o ciertas tiendas. Sobre unos entarimados de madera se exponía a los diferentes esclavos, quienes portaban al cuello un cartel en el que se detallaban todas sus características y habilidades. La mercancía había que valorarla y regatearla como si se comprase cualquier otra cosa y no una persona. A menudo, los tratantes de esclavos los vendían por distintas categorías según los días, separando los oficios y las características de su mercancía. El mercado de esclavos estaba bien reglamentado, de hecho el comerciante tenía que pagar un derecho de importación y exportación, además de un impuesto sobre las ventas. En general, eran mercaderes de origen oriental y eran bastante despreciados por la sociedad.
Los precios de los esclavos podían variar mucho; desde los quinientos sestercios (moneda romana de plata, que en época imperial se acuñó en bronce) los más baratos hasta los dos mil quinientos denarios (moneda romana de plata). Si tenemos en cuenta que, de promedio, el salario medio de un obrero especializado estaba entre los setecientos y los dos mil sestercios, vemos que podían llegar a ser bastante asequibles. De cualquier forma, los precios dependían de la oferta, la demanda y las características o aptitudes de los esclavos. Los que habían sido prisioneros de guerra previamente eran los más baratos, ya que tenían tendencia a rebelarse, a huir o a suicidarse. Los precios más elevados podían alcanzarlos los esclavos con una buena formación (como un buen grammaticus) o las chicas jóvenes y expertas.
Sin embargo, durante la República, la mayor parte de los esclavos habían sido, en origen, prisioneros de guerra. Su venta estaba dirigida por un cuestor y los compradores eran tratantes de esclavos al por mayor, quienes acompañaban al ejército para poder comprar esta mercancía en cuanto fuese capturada. Los tratantes reunían a los esclavos comprados en unos almacenes y cuando tenían el número que querían, marchaban a Roma o a ciudades grandes para negociar allí la venta. Durante el Imperio, un gran número de esclavos llegó a través del comercio de artículos habitual, siguiendo las mismas rutas que otros productos. Algunos de ellos seguían siendo cautivos capturados en las guerras que Roma mantenía en sus fronteras, pero eran ya una cantidad insignificante; otros habían sido esclavos ya en su propio lugar de origen y sencillamente cambiaban de dueño. Algunos también eran víctimas de los cazadores de esclavos o bien nacían con esta condición, porque eran hijos de una pareja de esclavos (o de una mujer esclava). Asimismo, podían llegar a esta situación los criminales condenados y los niños no deseados, que eran abandonados en la calle y luego criados por gentes que los destinaban a la esclavitud. Luego había personas normales, que contraían determinadas deudas y eran «vendidas» por sus acreedores a un tratante de esclavos, aunque legalmente tenían una consideración superior a estos y cuando saldaban su deuda recuperaban su libertad. Y, por último, estaban las personas nacidas libres que eran tan pobres que se auto vendían a los demás.
Se consideraba que acabar en las minas o en las fincas agrícolas de un rico patricio era uno de los peores destinos que podía tener un esclavo. Los esclavos del campo eran los que vivían en peores condiciones, con poca comida y con una precariedad laboral que llegaba a rozar a rozar la extenuación. Su vida era la peor con diferencia, se encontraban a las órdenes de un ex esclavo, quien gestionaba por cuenta del amo la propiedad o factoría agrícola y solía ser más cruel incluso que el propietario. Dedicaba todo el día al trabajo, sin tiempo para descansar. En esas condiciones, no tenían ni la capacidad de emparejarse: el capataz decidía incluso si el esclavo podía tener relaciones y con quién.
Los esclavos procedían de las regiones más remotas del imperio e, incluso, de más allá de sus fronteras, por lo que pertenecían a etnias muy diversas. En el imperio no se discriminaba a nadie por raza u origen, lo que marcaba las diferencias era el estatus: si se era ciudadano romano, extranjero ( peregrinus) o esclavo.
La esclavitud fue siempre conocida en Roma, al igual que en todo el mundo antiguo. En los primeros tiempos de la República se usaban esclavos básicamente en las granjas o en las explotaciones rurales para trabajar en el campo. También estaban bastante mal tratados y considerados, y se daba poco valor a su vida. Sus condiciones de vida eran muy extremas, lo que justificó las diversas rebeliones de esclavos que se dieron, como la del famoso Espartaco. Sin embargo, durante el último siglo de la República (debido al desarrollo cultural y a la influencia de las diversas filosofías) comenzaron a ser tratados como seres dotados de alma y raciocinio, y dejaron de ser vistos como meros objetos. Su presencia comenzó a ser admitida entre la de los ciudadanos libres, y se permitió incluso que participasen en determinados cultos. En ese momento, el trabajo manual, las actividades comerciales y las profesiones liberales quedaban en manos de los esclavos (y de los libertos), quienes, a veces, podían tener más formación que los ciudadanos libres y pobres. A comienzos del Imperio se desarrollaron leyes, como la Lex Petronia (la cual prohibía que se enviase a un esclavo a las fieras sin someterle antes a un juicio) o el Edicto de Nerón (que ordenaba al prefecto de la ciudad a atender e instruir las causas en las que los esclavos se quejasen de las injusticias de sus amos), que ayudaron a facilitar la vida de los esclavos. Fueron adquiriendo otros tantos derechos como el quedarse con el dinero que ganasen o «casarse» con quien quisieran (aunque sus hijos seguían manteniendo la condición servil). Los malos tratos se fueron reduciendo y se acabó prohibiendo su ejecución por parte del amo.
Durante el siglo II d. C. la casa romana mantenía, generalmente, varios esclavos. Por lo que reflejan las fuentes, ocho era el número adecuado de esclavos para un ciudadano medio, aunque los más ricos podían llegar a tener hasta decenas de ellos, divididos en esclavos de ciudad y de campo. Los de la ciudad se subdividían, a su vez, en servidores domésticos y servidores para las tareas situadas fuera del hogar. Ambos grupos se repartían en decurias (grupos de diez esclavos) para facilitar su funcionamiento. Estos no tenían cuartos individuales en sus casas, dormían en los pasillos, o bien apiñados todos juntos en algún pequeño cuarto. El esclavo de confianza del amo podía dormir delante de su dormitorio, a modo de perro guardián.
Sus condiciones de vida volvieron a empeorar durante la tardo antigüedad debido a la situación de inestabilidad social, económica y política que atravesaba el imperio. De hecho, existían grandes masas de esclavos, junto a algunos colonos e, incluso, algunos magistrados municipales como los decuriones, que decidieron huir de sus hogares, todo ello provocado por las diversas crisis.
Los esclavos no tenían derecho al nombre y recibían el que su amo quisiera ponerles, fuese cual fuese. Generalmente eran nombres extranjeros, y podían señalar la nacionalidad del esclavo, alguna característica física o una palabra que agradase a su propietario. Los niños esclavos, sobre todo los nacidos en la casa del amo, tenían el mismo esquema nominativo que seguían los individuos de origen servil (tal y como veremos a continuación con los libertos).
Tener muchos esclavos era considerado un sinónimo claro de riqueza, puesto que habían podido pagarlos y mantenerlos. En las casas privadas era fácil encontrar un número aproximado de entre cinco y doce esclavos, aunque hubo patricios que poseían más de mil solo en sus factorías agrícolas. Existían esclavos públicos, que eran propiedad de una ciudad o del Estado, y los que poseía el emperador. Trabajaban en todo lo que era público, desde las termas hasta la construcción, aunque gran parte de estos esclavos se empleaban en asuntos relacionados con la administración y las finanzas, ya que se trataba de personas que sabían leer y escribir, hecho que los convertía en esclavos muy bien valorados.
En relación a la fuga de esclavos, se intentaba evitar colgándoles un cartelito o poniéndoles un collar en el cuello con el nombre de su amo escrito, de tal forma que, si se escapaban, quienes los encontrasen sabían a quién se los tenían que devolver. A un esclavo capturado después de una fuga se le grababa en la frente la inscripción FVG (fugitivo). También se les marcaba cuando se les pillaba robando, en esta ocasión con la inscripción FVR.
Cualquier señor romano se acostaba con sus esclavas, por lo que su casa a veces se veía llena de niños concebidos con ellas, pero sobre los que no podía expresar que eran hijos suyos ni sentirlos como tal. Pese a que era algo muy frecuente, los amores con la servidumbre esclava estaban muy mal vistos, ya que se creía que conducían a la degeneración moral de la aristocracia. Cuando a un amo le gustaba especialmente una de sus esclavas, podía liberarla. Aunque a partir de ese momento era una liberta, el amo era consciente de que le seguiría debiendo respeto y sumisión, por lo que se mostraría dócil y fiel. Además, sabía que si tenía hijos con ella era posible adoptarlos, borrar de esta forma cualquier signo de ilegitimidad que tuvieran y convertirlos en sus hijos reconocidos, a los que podía transmitir su nombre y su herencia. Normalmente llegaban a esta situación cuando la presencia de las esclavas creaba graves problemas entre los matrimonios legítimos, puesto que provocaba que hubiese adulterios dentro del mismo domicilio conyugal. Pero no solo eran los hombres quienes abusaban sexualmente de sus esclavos; se conocieron casos en Roma de amas que obligaban a sus sirvientes a mantener relaciones con ellas, como nos cuenta Marcial: «Su mujer le llama corruptor de criadas, cuando ella va detrás de los mozos de literas» (Marcial, Epigramas, VIII, 71,6).

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Estela de la esclava Iucunda. Segóbriga. Algunos esclavos, sobre todo aquellos que eran hijos de su amo como Iucunda, conseguían ganarse su amor y su afecto, y entablar una relación muy cercana. Fotografía de la autora.

Aunque ambos casos estaban mal vistos por la sociedad y se consideraban como un signo de decadencia moral, en esta sociedad patriarcal las mujeres que mantenían relaciones con sus esclavos siempre fueron juzgadas más severamente.
Paradójicamente, y pese a esta consideración que se tenía sobre los esclavos, a los que se trataba como meros objetos, existían otros a los que se admiraba. Eran los famosos gladiadores o los aurigas, esclavos que participaban en los espectáculos públicos (que veremos en el capítulo relativo a November) y que recibían el amor y el respeto de los asistentes a los juegos. Su categoría jurídica seguía siendo la de un esclavo, pero si eran muy hábiles en su oficio podían alcanzar pronto la libertad o amasar grandes fortunas, y convertirse en verdaderas estrellas a la manera en que un futbolista de élite lo es hoy en día. De ellos hablaremos más adelante, pero era importante no olvidarnos de su existencia en este capítulo dedicado a los esclavos.

§. Los libertos
Un liberto era un esclavo liberado que se encontraba ligado a su antiguo amo, al que llamaba patronus, por un respeto casi filial (el obsequium). Alcanzaban la libertad a través de la manumissio, es decir, la emancipación legal. El amo podía oficializarlo con una carta, mediante su testamento o acudiendo a las oficinas para inscribirlo como ciudadano romano en las listas de los censores. Por este acto, el esclavo se convertía en liberto, uno de los tantos hombres libres del imperio. Su estatus dependía del de su amo, y se podía convertir en peregrino, ciudadano latino o ciudadano romano y adquirir los derechos de la clase social de la que pasaba a formar parte. Pero le seguía debiendo ciertas obligaciones a su amo, quien se convertía ahora en su patrono. Aunque la ley favorecía las manumisiones, evitaba que se produjeran en exceso para no crear disturbios sociales estableciendo un número máximo de esclavos que podían ser liberados por el mismo amo.
A partir del hecho de que su liberación o manumissio hubiese sido legalmente establecida (bien ante el pretor durante un proceso de reivindicación, bien por llevar un lustro inscrito en los registros de los censores o bien en virtud de una cláusula testamentaria) el antiguo esclavo obtenía el nombre y la dignidad de ciudadano romano. Sus descendientes de tercera generación ya podían ejercer los derechos políticos de cualquier hombre libre. Los antiguos dueños de estos libertos tenían sobre ellos una enorme influencia y poder, lo que se manifestaba claramente en toda la estructura social. Los libertos constituían un grupo muy dinámico, ya que, pese a su origen, sus miembros se promocionaban en el mundo romano mediante la prosperidad económica.
El emperador Augusto estableció un sistema para las liberaciones de esclavos; situó la edad mínima en dieciocho años y la máxima en treinta, además de regular las manumisiones testamentarias. Creó también una categoría de semi ciudadanos (a los que denominó latini juniani), protegidos por los derechos del ius latii. Con el tiempo, y para luchar contra el descenso de la natalidad, debió conceder la ciudadanía de pleno derecho a los latini juniani que fuesen cabeza de familia.
Los libertos conservaban regularmente el nombre individual que habían tenido como esclavos y, además, recibían el nomen de su dueño con cualquier praenomen que este les asignara. Después se colocaba el nombre individual, que se consideraba como una especie de cognomen. El liberto de una mujer tomaba el praenomen de su padre. Por supuesto, el dueño podía no seguir esta costumbre e imponerle el nombre que él quisiera, aunque no era lo más habitual. Estos nombres individuales fueron abandonados por los descendientes de los libertos, los cuales estaban ansiosos por ocultar cualquier huella que mostrase el origen inferior del que provenían.
Los esclavos y los libertos carecían del derecho del connubium (matrimonio legítimo), que tenían prohibido, por lo que sus uniones solo se reflejaban en el contubernium. Pese a ello, podían mantener un núcleo familiar, y existían familias de esclavos que dependían de su dueño pero mantenían sus vínculos afectivos.
Los libertos copaban muchas de las profesiones y oficios, sobre todo aquellos que eran despreciados por los hombres libres, quienes no querían desempeñarlos. Algunos libertos estaban bien educados y eran cultos, y podían ser expertos en algún oficio que hubieran aprendido durante sus tiempos de esclavo. Muchos de ellos consiguieron enriquecerse desempeñando estos trabajos, y esta situación los convirtió en objeto de burlas y críticas que reflejaron muchos escritores. Aunque llegaron a ser muy ricos y poderosos (de hecho, alcanzaron importantes cargos administrativos que les permitieron ser parte del orden ecuestre), nunca tuvieron la misma consideración que los ciudadanos genuinamente libres.

Capítulo 7
Quintilis/Iulius
La ciudad romana

Contenido:
§. La distribución de las ciudades
§. Las viviendas romanas
§. Los edificios públicos
El mes de Quintilis había recibido este nombre sencillamente por ser el quinto dentro del antiguo calendario lunar romano. Fue denominado así hasta que el cónsul Marco Antonio le dio el nombre de Iulius en honor al dictador perpetuo Cayo Julio César, quien había nacido el undécimo día de este mes y, además, había sido el reformador del calendario y había establecido el llamado calendario juliano. Escogemos el mes de Julio César para hablar sobre la ciudad romana, acercándonos un poco más a su organización y urbanística.
Muchas de las ciudades romanas de las diversas provincias tenían como origen el establecimiento de un campamento romano, lo que influía notablemente en su planificación, que seguía, en muchos casos, el mismo patrón urbanístico. Normalmente las ciudades de nueva planta seguían el mismo esquema, el cual trataremos de ver a continuación, mientras que las que ya existían previamente intentaban adaptarse a la planimetría romana.

§. La distribución de las ciudades
Las ciudades se encontraban organizadas en diversas calles a partir de las dos principales, que eran el Decumanus Maximus y el Cardus Maximus.

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Calle de Pompeya. Las principales calles de una ciudad romana se llamaban Decumanus Maximus y Cardus Maximus A partir de ambas, se establecía la planimetría de la ciudad. Fotografía de la autora.

Dentro de los distintos tipos de calles se podían encontrar las viae, que eran las más anchas y medían entre 4,8 y 6,5 metros (lo que permitía que dos carros se cruzasen o adelantasen sin tocarse), el actus (camino por donde solo podía pasar un carro), los vici (las callejuelas estrechas), los angiporti (pequeños callejones), los semitae (auténticos senderos urbanos) y los itinera (caminos para peatones). Las calles en cuesta podían recibir, asimismo, el nombre de clivi. Algunas de estas calles podían desembocar en pequeñas plazas con fuentes, bancos y templos, que se convertían en un auténtico lugar de esparcimiento para el viandante.
Las calles también podían encontrarse empedradas o incluso tener aceras. Para cruzar de una acera a otra existían unos rudimentarios pasos de cebra, consistentes en grandes bloques de piedra colocados uno junto a otro. Su uso era clave en los días de lluvia (ya que las calles se convertían en verdaderos ríos) porque permitían cruzar sin mojarse. Además, estos pasos y aceras tan elevadas eran muy útiles cuando las ciudades estaban construidas en pendiente, puesto que para limpiarlas se soltaba el agua sucia (de las letrinas o de las termas, por ejemplo), que corría por las calles llevándose la inmundicia, cuyo hedor nos sería muy difícil de soportar en la actualidad. En las encrucijadas de todas estas calles se situaban pequeños altares dedicados a los Lares Compitales, los dioses que protegían los cruces de caminos y el barrio donde habitaban. Se les representaba siempre jóvenes, yendo emparejados, y se les rendía culto durante la festividad de los Compitalia.

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Paso de cebra de una calle en Pompeya. La existencia de los «pasos de cebra» romanos tenía como finalidad evitar pisar el suelo sucio o mojado. Fotografía de la autora.

En su mayor parte, las calles no tenían luz, por lo que se quedaban a oscuras por las noches. Cuando salían, los ciudadanos ricos llevaban esclavos con antorchas que iluminaban y, además, protegían a su amo. En la ciudad había cuadrillas de vigilantes nocturnos que portaban antorchas, que recibían el nombre de sebaciaria, y trataban de mantener la tranquilidad y la seguridad. En cambio, durante el día las calles estaban sumamente atestadas, con un gran tránsito y constantes ruidos, mientras que por la noche desfilaban las bestias de carga, los carreteros y los carruajes de las provisiones, a los que les estaba prohibido circular mientras hubiese luz solar. La situación de las calles romanas durante el día se encuentra bastante bien descrita en la obra de Marcial, quien se quejaba constantemente de los ruidos:
Te impiden vivir los maestros de escuela por la mañana, por la noche los panaderos, los martillejos de los caldereros todo el día; por aquí, un aburrido cambista sacude su vulgar mesa con un montón de monedas neronianas, por allí, la batihoja de polvo de oro hispano machaca la piedra desmenuzada con su brillante mazo; y no para la caterva posesa de Belona, ni el parlanchín náufrago con su torso vendado, ni el judío enseñado a mendigar por su madre, ni el legañoso vendedor de material de combustible. ¿Quién es capaz de contar las agresiones a un sueño relajado? […] A mí me despierta el ajetreo de la gente que pasa, y Roma está pegada a mi cama. Exhausto por el cansancio, cada vez que me apetece dormir me voy a mi quinta.
Marcial, Epigramas, 12.57
Además de estas calles, es importante saber que, para la administración y comercialización del Imperio romano, se necesitó de una amplia red de conexiones viarias. Esto llevó a que se articulase el territorio de la mejor forma posible, usando redes viarias que, en ocasiones, se basaban en un modelo establecido en época prerromana. Esta red anterior fue ampliada con el viario romano y se estableció un trazado jerárquico de las comunicaciones. A través de ello se conformaron las grandes calzadas, que comunicaban las principales ciudades, las calzadas secundarias y los caminos vecinales (privata itinerata), los cuales se relacionaban con la explotación de un territorio y formaban un entramado reticular que unía los distintos establecimientos.

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Calle de Pompeya. La mayor parte de las calles de una ciudad quedaban a oscuras por las noches, lo que creaba una situación de gran inseguridad que hacía que la mayor parte de los ciudadanos evitase salir cuando caía el sol. Fotografía de la autora.

§. Las viviendas romanas
En estas calles se ubicaban los diversos edificios que componían la ciudad. Los edificios de viviendas, por ejemplo, se dividían entre domus e insulae. Domus era un término que evocaba para el romano la idea de una propiedad de tipo hereditaria, lo que le llevaba a pensar en ella como una casa particular en la que solo podía vivir la familia del dueño. Se encontraba formada por una serie de habitaciones, normalmente de proporciones fijas y previstas para un uso determinado, que solían alinearse siguiendo un orden establecido, que explicaremos más adelante. Se construían normalmente usando ladrillos, que se estucaban para imitar el mármol cuando se quería dar una imagen de opulencia. La entrada principal estaba formada por un alto portón de madera a dos batientes, generalmente decorado con grandes tachuelas de bronce y una aldaba metálica en el centro, decorada con figuras. Detrás de la entrada estaban las salas llamadas fauces, que consistían básicamente en una especie de garita donde se establecía el esclavo que ejercía de portero. Tras pasar estas salitas, se abría el acceso al atrium, una sala rectangular con una gran abertura en el techo por la que entraba la luz y el agua. Esta última caía sobre un impluvium en el suelo, que la recogía para transferirla a un depósito subterráneo que era la reserva hídrica de la casa. A ambos lados del atrio se abrían algunas habitaciones, que se llamaban cubicula y eran los dormitorios de los dueños de la casa. Eran muy pequeños y oscuros, porque solo quedaban iluminados por candiles y lucernas. El mueble principal era la cama, que se encontraba cerrada por tres lados y cuyo colchón se apoyaba directamente sobre unas tiras de cuero que conformaban el somier. El colchón estaba cubierto por dos mantas, la primera para proteger el colchón y la segunda para tapar a quien allí durmiese. Luego se decoraba con una colcha o cubrecama, que estaba elaborada con los más finos tejidos siempre que pudieran permitírselo. Para protegerse del frío y la suciedad del suelo se colocaba en la habitación una alfombrilla, normalmente de la misma calidad que la colcha de su cama.

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Entrada a los cubicula de una domus en Pompeya. Los dormitorios de las domus eran muy pequeños y oscuros, y servían exclusivamente para dormir, por lo que se hacía vida en el resto de estancias del hogar. Fotografía de la autora.

En caso de que la domus tuviera un segundo piso, allí vivían la servidumbre y parte de las mujeres de la familia. También cerca del atrio se abría una sala delimitada con paneles de madera y con una gran mesa y silla y algunos asientos. Esta sala tenía el nombre de tablinum, y se usaba, básicamente, como el despacho del paterfamilias, en el que recibía a sus clientes. La domus podía contar también con un peristilo, que consistía en un amplio jardín interior decorado. La cocina era un espacio totalmente secundario dentro de la casa, ya que nunca ocupaba un espacio preciso y podía situarse debajo de una escalera o en cualquier rincón. Estas casas contaban con corrientes de aire y eran bastantes frías, por lo que para calentarlas se necesitaban braseros portátiles en todos los ambientes. Los muros solían tener grandes vanos, los cuales, o bien no dejaban pasar la luz y el aire, o bien cegaban y ventilaban en exceso las habitaciones. Las ventanas se protegían con telas o pieles en general, mientras que los más ricos usaban el caro lapis specularis o incluso el vidrio.
Algunas de las domus más ricas podían contar con unas thermae o un balneum propio, lo que les permitía bañarse de forma privada en su hogar. La diferencia entre ambos espacios está clara, ya que las thermae contaban con un hipocausto que les servía como sistema de calefacción, mientras que el balneum carecía de él. Además, las termas tenían habitualmente un tamaño superior a los balnea, lo que suponía otro elemento claro de diferenciación. A menor escala, los baños domésticos reproducían los mecanismos técnicos habituales de las instalaciones públicas, aunque se concibiesen como espacios privados. Otras casas más afortunadas podían tener letrinas privadas, ubicadas en ocasiones junto a la cocina (si esta contaba con espacio físico considerado como tal) para aprovechar el agua sucia que allí se generaba, creando canales de drenaje y desagües, aunque podían tener también pozos negros, los cuales se vaciaban periódicamente. Las domus que contaban con este tipo de estancias tenían conexiones de agua corriente privadas que les permitían traer el agua de los acueductos y usarlas para su consumo personal, para lo que instalaban unas tuberías de plomo o de cerámica que facilitaban la conducción desde el lugar donde se almacenaba. Por supuesto, siempre había quien hacía conexiones ilegales de agua para abastecer su hogar, pero estaba severamente penado por la ley.
El mobiliario romano se componía, sobre todo, de un lecho para dormir (los más pobres usaban camastros) y otro para comer, ambos elaborados en madera tallada. También contaban con mesas de diversos materiales, como la madera o el mármol (donde se exponían objetos de gran valor), veladores de madera o de bronce, bancos, taburetes y sillas plegables para sentarse y demás posibles objetos. El resto del mobiliario se componía de fundas para los asientos y las camas, alfombras, cojines y demás utensilios para la vida.

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Atrio de una domus en Pompeya. El atrio presentaba una abertura en el techo, lo que permitía que cayera la lluvia al impluvium y se transfiriese el agua al depósito del hogar. Fotografía de la autora.

Frente a esta pobreza de mobiliario, las domus se encontraban abundantemente decoradas tanto en paredes como en suelos, tanto por pinturas como por mosaicos o diversas esculturas. En los armarios (que se pueden considerar como un invento romano) se guardaban los objetos más frágiles y valiosos. El vestuario y la ropa de cama se metían en arcas de madera, que recibían el nombre de arcae vestiariae. También era muy habitual ver un gran uso de los cortinajes, que servían para proteger del sol o del viento. Muchos de los objetos decorativos de las domus tenían un cierto valor de estatus, como ocurría con las vajillas, las cajas fuertes o los abaci, para realizar las cuentas.
Aunque aquí hemos presentado la planimetría de una domus clásica, los problemas de espacio y de hacinamiento, sobre todo en Roma, provocaron que se pudiesen encontrar casas «mutiladas», a las que les faltaba algún espacio, como el atrio.
Además de las domus se encuentra la insula, la cual se define como el edificio de alquiler que se encontraba dividido en un determinado número de pisos o cenacula. Tenía ventanas a la calle y, a veces, se edificaba alrededor de un patio cuadrado, al que se abrían tanto puertas como ventanas. Cada piso podía estar ocupado por un solo inquilino o una familia completa. Una insula debía incluir unos cinco o seis cenacula, consistentes en viviendas independientes con habitaciones para distintos usos, y en cada uno de ellos podían vivir como mínimo cinco o seis personas. Cada insula pertenecía a un propietario, el cual encargaba a un administrador profesional el cobro de los diversos alquileres, y con el que se repartía las ganancias. Para mantener el orden en el edificio había una especie de cuerpo de vigilancia, formado por esclavos y porteros, que se encontraba a las órdenes de un esclavo que hacía las veces de jefe y que seguía las directrices del propietario o del administrador.
Este modelo de vivienda nació en el siglo IV a. C. debido a la imperiosa necesidad de alojar a una población en continuo crecimiento. Poco a poco, estos edificios fueron adquiriendo cada vez más altura, lo que conllevaba una serie de riesgos, entre ellos el de la frecuencia de los derrumbamientos. Esto provocó que, ya en época imperial, se desarrollase un reglamento, el cual prohibía la edificación de insulae que superasen los setenta pies de altura (unos veinte metros aproximadamente).
Las insulae se encontraban divididas en una suntuosa planta baja concebida como toda una vivienda, puesta a disposición de un único propietario, que gozaba del prestigio y de las ventajas que otorgaba una casa aislada (que también podía llegar a denominarse domus, aunque no fuese una como tal), o bien una serie de tiendas y almacenes (tabernae), a los que se sumaban las distintas viviendas. Las tabernae contaban con el espacio justo para alojar el almacén de un comerciante, el taller de un artesano o el mostrador o puesto de cualquier vendedor. En uno de sus ángulos había una escalera con cuatro o cinco peldaños de ladrillo [2] o de madera, que se prolongaba con otro tramo de madera y subía a una habitación, empleada como vivienda o almacén. Los inquilinos de una de estas tabernae nunca ocupaban más de una habitación para ellos, y dedicaban el resto del espacio a su negocio. Solían tener habitualmente ciertas dificultades para pagar el alquiler, lo que llevaba a los propietarios a usar determinadas técnicas (como la que de quitar la escalera de madera que comunicaba con la vivienda para dejarlos aislados) hasta que conseguía sus rentas.

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Taberna adosada a una domus en Pompeya. Las tiendas romanas no solo servían como establecimientos comerciales, sino que por las noches se transformaban en la casa de su propietario. Fotografía de la autora.

A continuación de estas tiendas venían los cenacula como tal, los cuales se encontraban superpuestos y comunicados por escalones. Las paredes de las zonas comunes podían verse pintadas con los más diversos grafiti, que anunciaban desde el precio de una prostituta hasta los dibujos de combates gladiatorios. El precio de los alquileres se consideraba elevado, al menos en la Urbs, lo que llevaba a que los inquilinos subarrendasen habitaciones de sus casas, hecho que traía consigo graves problemas de hacinamiento. Todo esto, unido a la pobreza constructiva de los materiales, provocaba que hubiese una total falta de intimidad entre los habitantes de una insula. La división en cenacula de las insulae impedía que las casas tuvieran atrium en el que se pudiese encender un fuego que calentase los hogares. Las insulae, de forma habitual, carecían de lo que podemos llamar «calefacción central», ya que no tenían chimeneas ni estufas. Las casas, por tanto, se debían de calentar con infiernillos, en su mayoría de tipo portátil, realizados en bronce o en cobre, lo que incrementaba los riesgos de sufrir incendios.
Todas estas insulae se parecían bastante entre sí, puesto que mostraban una fachada uniforme. Las que se construyeron durante el período imperial eran más elegantes que las del período anterior, y mostraban cierto tipo de detalles de buen gusto (sobre todo, en la domus de la planta baja). Tenían numerosas puertas y ventanas, que estaban decoradas con un revoco de ladrillos que dibujaban un pequeño arco y donde se podían colocar macetas, y había amplias tabernae protegidas y disimuladas por un pórtico. Los edificios de las calles más anchas exhibían en sus fachadas o bien pergulae, sobre las que reposaban los pórticos, o bien unos balcones (maeniana), por donde trepaban las plantas. También en la planta baja podían encontrarse suelos revestidos con baldosas o mosaicos, muros cubiertos con pinturas o habitaciones separadas por paneles de madera. Al contrario de lo que sucedía en las domus, las principales habitaciones de las casas más lujosas de las insulae buscaban la luz colocando en la fachada unos amplios ventanales o incluso un pequeño balcón.
En el resto de viviendas del edificio se podía observar cómo la construcción mostraba muy poca solidez, había escasez de mobiliario y deficiencias de iluminación, calefacción e higiene lo que lo convertían en un edificio muy endeble. Además, no tenía equilibrio entre la base y su altura, hecho que provocaba constantes peligros de derrumbamiento. Los constructores economizaban en la construcción, reducían la resistencia de la obra y rebajaban la calidad de los materiales. Otro grave problema que sufrían estas edificaciones eran los incendios, provocados por la mala consistencia de la construcción y la existencia de infiernillos portátiles para caldear la casa, velas, lámparas de aceite o antorchas, como hemos comentado. Estos problemas de las insulae los denunciaron escritores tan importantes como el propio Juvenal, quien se quejaba de la fragilidad de las construcciones: «Nosotros vivimos en una ciudad sostenida en gran parte por puntales esmirriados, pues es así como el casero previene un hundimiento. Cuando ha tapado la rima de una grieta antigua, dice: “podéis dormir tranquilos”. ¡Y el derrumbe está encima!» (Juvenal, Sátiras, 3193-196).
Estas insulae tampoco se encontraban dotadas de agua corriente, ya que la conducción de esta se encontraba limitada a los servicios públicos. Existían canalizaciones desde los depósitos de agua de las ciudades hasta algunas viviendas particulares, pero solo podían realizarse con permiso expreso del Estado y previo pago de un canon. Estos casos específicos se encontraban limitados a las casas de las plantas bajas, las cuales eran alquiladas por personas acomodadas. Para las demás viviendas existía la posibilidad de ir a buscar el agua a las fuentes públicas o que se la llevase el aguador (el cual tenía una pésima consideración, ya que se le consideraba como uno de los desechos de la esclavitud). Los aguadores eran necesarios para el desarrollo de la vida colectiva de cada edificio, porque formaban parte de él y pasaban como parte de la propiedad en una transacción de alquiler o de venta. Los aguadores, al igual que los encargados de la limpieza y los esclavos-porteros, estaban tan vinculados al funcionamiento de las insulae que, incluso, se vendían en bloque con el edificio. La ley obligaba a que hubiese una reserva de agua en cada casa para evitar los posibles incendios, que era usada también para las necesidades básicas.

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Lucerna. Los hogares romanos podían iluminarse mediante el uso de antorchas o de pequeños candiles de aceite, llamados lucernas. Museo Nacional de Arte Romano. Fotografía de la autora.

Para combatir los incendios el emperador Augusto creó en el año 6 d. C. el cuerpo de los llamados vigiles, cuya función era sofocarlos, además de encargarse de la vigilancia nocturna. Estaba formado por diversos esclavos que, tras seis años de servicio, obtenían su libertad. Antes de su existencia, se distribuían esclavos en puntos estratégicos de la ciudad y cercanos al agua para poder apagar los posibles incendios.
§. Los edificios públicos
Además de los edificios de habitación, podemos encontrar otros diferentes en las ciudades romanas. Debe saberse que no eran zonas habitables aquellas en las que estaban ubicados los edificios públicos, los santuarios, las basílicas, almacenes, termas, circos o teatros, al igual que ocurría con los parques y jardines públicos. Tanto las termas como los circos, teatros y anfiteatros los veremos en otro capítulo, cuando hablemos del mundo del ocio de los romanos.
Por ejemplo, estaban los horrea o los macella. Los horrea eran, básicamente, los almacenes destinados a guardar las cosechas de las zonas agrícolas circundantes a la ciudad, y estaban gestionados por las administraciones principales. Se trataba de edificios de planta rectangular, que contaban con un patio interno en torno al cual se disponían diversas salas de almacenaje. Los macella eran los mercados de la ciudad, desde los que se vendían las mercancías que se distribuían en los horrea. Tenían la misma disposición que los almacenes, con planta rectangular y distintas estancias.
También contaban las ciudades con letrinas públicas, lugares donde la gente se citaba, charlaba o se encontraba, además de poder aliviar sus necesidades mientras el agua corría en regueros delante de una veintena de asientos. Usar estas letrinas costaba aproximadamente un as (unidad monetaria de bronce, la moneda más usada por el pueblo romano), que recaudaban los conductores foricarum, es decir, concesionarios del fisco que además llevaban la contabilidad pública. Quienes no querían pagar para aliviarse podían hacerlo en las tinajas de las fullonicae (las tintorerías), las cuales pagaban un impuesto por la orina y por ello ponían estas vasijas a disposición del público. Otra opción que tenían era vaciar sus vasijas o retretes en las tinas o dolia, que se situaban en las escaleras de los edificios.

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Dos imágenes de la mensa ponderaria (con las medidas y pesos oficiales) del mercado de Pompeya. Para evitar problemas y posibles acusaciones de estafa, las autoridades de la ciudad establecían cerca de los mercados el sistema de pesos y medidas oficial. Fotografía de la autora.

Si no había, tenían que ir a tirar el contenido de sus orinales a los vertederos, pero para evitarse el desplazamiento la mayoría tiraba por la ventana sus excrementos.

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Letrinas en Ostia. Al igual que las termas, las letrinas eran un lugar de encuentro social, donde se charlaba con los amigos o conocidos. Fotografía de la autora.

La letrina consistía en una gran sala con un banco de mármol o de madera, el cual tenía aberturas en forma de cerradura. Bajo el banco había un profundo canal con agua corriente que se llevaba todos los excrementos. El banco tenía otra abertura situada entre las piernas del usuario, que servía para introducir la varilla con esponja con la que se limpiaban las partes íntimas. Las letrinas carecían de toda privacidad o intimidad, lo que las convertía en otro lugar más de encuentro social. Algunas letrinas podían tener hasta calefacción en invierno, mediante un sistema de hipocausto o de circulación de aire caliente.
Las aguas fecales de las letrinas iban a parar a un complejo sistema de canalizaciones subterráneas, que formaban una red de alcantarillado bajo las calles y edificios de la ciudad.

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Parte de la red de alcantarillado de Ostia. Los romanos aprendieron de los etruscos cómo realizar las redes de alcantarillado de una ciudad y tomaron la cloaca Máxima como ejemplo. Fotografía de la autora.

Las cloacas de la ciudad, que seguían el trazado de las calles mediante el empleo de bóvedas subterráneas, suponían un sistema eficaz para evacuar la inmundicia de las domus, las casas bajas de las insulae y las letrinas públicas (a través de las tuberías que conectaban estos edificios con los colectores). También estaba la curia, que era donde se reunía el Senado (ya fuera el Senado de la Urbs o el Senado local de una ciudad de provincias), los templos más importantes y el tabularium o archivo de la ciudad, además de elementos decorativos como columnas o arcos de triunfo.

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Basílica de Pompeya. La basílica era el lugar donde se administraba la justicia y su planta sirvió de inspiración para muchos cristianos, que se basaron en ella para realizar posteriormente sus templos. Fotografía de la autora.

Esta red de alcantarillado era el sistema de limpieza de las ciudades de nueva planta, que se basaban en el modelo de la metrópoli. No todas las ciudades contaban con un alcantarillado como el de la cloaca Máxima de Roma, por lo que gran parte de las aguas negras acababan en fosas o pozos sépticos, que debían ser vaciados periódicamente.

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Templo de Saturno. Los templos podían tener más funciones aparte de las religiosas, como es el caso del templo de Saturno, que además sirvió como depósito del erario del Estado. Foro romano. Fotografía de la autora.

El centro de la ciudad romana se consideraba que estaba en el foro, lugar donde se ubicaban los principales edificios y templos. Se situaban allí las basílicas, edificios dedicados a la administración de la justicia. Su interior se dividía en tres o cinco naves, y la central era más ancha y alta que las otras, lo que permitía que se celebrasen varios juicios a la vez.

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Dos fuentes públicas en Pompeya (arriba) y Herculano (abajo). En casos de sequía, el agua de las fuentes era la única que no se cortaba y servía como punto de abastecimiento para los ciudadanos. Fotografía de la autora.

La ciudad constituía el marco de pensamiento político de la gente y en ella apareció el fenómeno del evergetismo, que se trataba de un mecenazgo dedicado, no a la cultura, sino a lo político y a lo social.
Consistía en hacer regalos a los conciudadanos (en forma de monumentos o de espectáculos, por ejemplo) sin la intención de ganarse su favor, agasajándolos colectivamente. Servía para poner también de manifiesto la excelencia y riqueza del evergeta. Fue el foro parte importante de esta magnificencia de quienes deseaban enriquecer de esta forma a sus conciudadanos y a su ciudad.
Toda buena ciudad romana tenía conexiones directas con las zonas de agua a través del empleo de los acueductos. La conducción del agua, que se almacenaba en su lugar de origen en la construcción llamadacaput aquae, discurría por un canal (specus) realizado en opus signinum y tapado con tejas (que evitaban que el agua se ensuciase), desde su origen hasta la ciudad. En ocasiones, este specus podía cerrarse facilitando la conducción del agua bajo tierra. También podían realizarse arcos individuales para llevar el agua y salvar de esta forma los desniveles y los cambios de altitud. Estos arcos son la imagen arquetípica que se tiene en la actualidad de un acueducto romano, pero a lo que en realidad hace referencia este término es a la propia conducción del agua desde su origen hasta el castellum aquae. Por tanto, podemos encontrarnos acueductos con estas arcadas pero también acueductos subterráneos o tallados incluso en la propia roca. Era bastante común en los acueductos romanos la existencia de varios canales de aporte que desembocaban en un depósito colector cubierto y revestido de hormigón hidráulico (llamado castellum aquae), desde donde el agua sería llevada hasta la ciudad para quedar almacenada en otro castellum aquae, no sin antes pasar por la piscina limaria, lugar en el que el agua se decantaba para eliminar las impurezas. A través de este depósito se distribuía en la ciudad mediante tres salidas principales: una para el abastecimiento de agua de los ciudadanos (en pozos o fuentes), otra para los edificios públicos como las termas, y la última para el consumo particular o las fuentes decorativas. En caso de sequía, se cortaban las tuberías que abastecían las casas particulares o las fuentes ornamentales y, si este problema persistía, se cortaban también las de los edificios públicos, de tal forma que los ciudadanos siempre tuvieran agua en las fuentes públicas.
Evidentemente, una ciudad romana también contaba con numerosas tiendas, por ejemplo las famosas tabernae que hemos visto durante el capítulo de Februarius, por lo que creemos que no es necesario repetirlo, tan solo dejar un breve recuerdo de que esos negocios formaban, asimismo, parte de la planimetría de la ciudad.

Capítulo 8
Sextilis/Augustus.
El ejército romano

Contenido:
§. Los orígenes
§. Las legiones
§. Los cuerpos auxiliares
§. La función del ejército
§. La religión de los soldados
Los ciudadanos romanos libres que no se consideraban patricios o caballeros se dividían en dos clases, podían ser proletarios o soldados. Durante el mes de Sextilis (renombrado Augustus por un decreto del Senado para homenajear al emperador Augusto, ya que antes recibía su nombre por ser el sexto mes del año) nos acercaremos a conocer un poco más cómo era la vida de esta parte tan importante del pueblo romano, los soldados.

§. Los orígenes
A comienzos de la República, el ejército estaba conformado por campesinos-soldados, los cuales durante la campaña militar (que se desarrollaba durante los meses de primavera y verano) acudían a luchar, para luego volver el resto del año a cultivar sus granjas. Este modelo de ejército, tan eficaz en los primeros tiempos, se volvió inoperante según crecieron los dominios de Roma, por lo que fue necesario reorganizarlo, tarea que recayó sobre Cayo Mario a comienzos del siglo I a. C. Con esta nueva organización, los soldados se alistaban por un plazo de veinte años, recibían un sueldo estipulado y ciertos privilegios cuando eran licenciados con honores. Pese a esta profesionalización del ejército, sus filas estaban vetadas para los esclavos y los criminales, y se admitían tan solo ciudadanos romanos que pudiesen demostrar sus buenos orígenes. Los extranjeros podían servir en el ejército, pero no eran considerados legionarios sino que formaban parte de las filas de tropas auxiliares. Cuando había problemas en el territorio romano que requerían la presencia de todos los hombres válidos o activos dentro del servicio militar, se podía alistar a todos estos varones para que ejerciesen como soldados. Asimismo, también era obligatorio el cumplimiento del servicio militar si se pensaba desarrollar una carrera dentro de las magistraturas. Sin embargo, no todo el mundo estaba dispuesto a ser parte de la leva obligatoria de tiempos de guerra o a cumplir con su parte del servicio militar, por lo que usaban distintos métodos para evitarlo, como pagar a otro por cumplir con lo que ellos debían hacer por la patria o amputarse un miembro (ya que no se permitía el reclutamiento de aquellos que estuviesen mutilados, cojos o con defectos físicos): «A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Octavio Augusto, 24).

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Escultura del dios de la guerra, Marte. El dios Marte fue uno de los más reverenciados por el pueblo romano, ya que era el padre de los gemelos Rómulo y Remo. Museos Capitolinos. Fotografía de la autora.

§. Las legiones
Así pues, los requisitos que se debían cumplir para ser soldado romano eran los siguientes: tener la ciudadanía romana, ser soltero (no se podían alistar los hombres casados; al hacerlo, se consideraba que era una declaración unilateral de divorcio), tener buena salud y todos los miembros del cuerpo, medir un mínimo de 1,70 metros y contar con la recomendación de alguien vinculado al ejército. Aunque no era requisito imprescindible para alistarse, saber leer y escribir también se consideraba importante, sobre todo para aquellos que querían subir en los puestos del ejército.
Tras alistarse y pasar unas pruebas, el recluta realizaba el juramento militar, por el cual se convertía en soldado dispuesto a obedecer todas las órdenes recibidas por un período de veinte años. Romper un juramento militar o desertar estaba castigado con las más graves penas que se podían recibir. A continuación, eran identificados, se registraba en los archivos su aspecto y sus características físicas, y recibían el signaculum, una pequeña tablilla de plomo, similar a las actuales chapas de identificación de los soldados, donde aparecían sus datos. Por último, se incorporaban a su unidad, donde posiblemente pasarían la mayor parte de su vida en activo.
El ejército romano, por tanto, se componía de las legiones y de las tropas auxiliares (entre las que estaban la caballería, la marina y los cuerpos auxiliares que veremos más adelante), y era clave para el correcto funcionamiento del imperio. Los cuerpos legionarios de Roma se usaban para establecer y mantener la pax romana sobre todos los pueblos, además de colaborar en el ejercicio de la justicia. También proporcionaban una mano de obra especializada, abundante y a bajo precio, lo que ayudaba a los diversos gobernantes a mostrar su carácter de bienhechores del pueblo.
Una legión era un cuerpo permanente de seis mil cuatrocientos hombres, todos ciudadanos romanos, bajo el mando de un legatus. Cada legión tenía su propio número y nombre —como por ejemplo la I Minerva o la XIII Gemina—, que llevaban escrito en el estandarte que portaban cuando marchaban. A la legión hay que añadirle la existencia de las unidades auxiliares, que componían la infantería y la caballería (en la que destacaban los catafractarii, que formaban la caballería acorazada) e iban acompañándola. La legión estaba formada por unidades tácticas inferiores, ya que tenía diez cohortes, numeradas del I al X. A continuación, cada cohorte constaba de tres manípulos, y cada uno de ellos estaba formado por dos centurias. La centuria era la unidad básica, a la que pertenecían ochenta hombres, divididos por contubernios de ocho hombres cada uno.
El legionario puede definirse como un infante pesado bien protegido, cuya función era la de enfrentarse cuerpo a cuerpo contra la infantería enemiga. El soldado romano vestía una amplia túnica de lino o de lana con las mangas largas que le llegaba hasta la parte más alta de la pierna y se sujetaba con un cinturón, donde quedaría colgada la espada, sujeta con unas anillas o pasador. Se cubría con una capa, que le ayudaba a abrigarse en invierno y podía usarse como manto para dormir, y calzaba unas caligae (el emperador Calígula recibió su sobrenombre debido a las pequeñas caligae que llevaba cuando era niño junto a su vestuario militar infantil, de tal forma que podemos traducirlo como «botitas»), las botas legionarias con clavos en la suela que le permitía marchar durante kilómetros. Se protegía la cabeza con un yelmo con visera y el cuerpo con una armadura formada por láminas yuxtapuestas de hierro (generalmente la lorica segmentata, aunque los legionarios podían usar otros dos tipos de coraza: la lorica hamata, “cota de malla”, y la lorica squamata, “coraza de escamas”) y un escudo o scutum. El escudo, en principio, fue rectangular, con forma de teja, pero se acabó transformando en uno rectangular semicilíndrico que pesaba cinco kilos y medio. Se colocaba un refuerzo de cuero en los bordes y, además, estaba provisto de un umbo circular de metal en el centro. Las armas ofensivas eran el gladius (espada corta, dividida en hoja y empuñadura), el puñal, llamado pugio, y una espada o spatha, la cual sustituyó al gladius. La espada legionaria tenía un gran valor simbólico, ya que los soldados la consideraban como el genio protector del juramento militar. Los legionarios se ponían el gladius a la derecha, pero los centuriones a la izquierda. Y las armas defensivas consistían en el pilum (una jabalina con larga punta de metal, que medía entre sesenta y noventa centímetros aproximadamente) y una lancea (jabalina más ligera, con una punta menor y con un propulsor de tiras de cuero). El escudo de las tropas auxiliares de infantería era oval y plano y vestían un uniforme similar al del legionario. Aunque esta era la apariencia estandarizada de todo legionario, se debe decir que, durante todo el Imperio, el Estado no contó con grandes fabricae que suministrasen a los soldados todo el equipo necesario para el combate. Ello provocó que muchos soldados tuviesen que adquirirlo por sí mismos en los diversos talleres. De hecho, hasta finales de la República (e incluso durante el Imperio) el legionario (según sus posibilidades económicas) debía equiparse a sí mismo y, en caso de un grave conflicto armado, cada ciudadano tenía la obligación de conseguir por sus propios medios una panoplia militar, aunque fuera en su más mínima forma.
La versión más antigua del gladius está relacionada con una variante ibérica de la espada de doble antena de La Tène, usada por los mercenarios celtibéricos durante la guerra contra Aníbal. En ella se inspiró el gladius romano, por lo que su modelo más antiguo recibió el nombre de gladius hispaniensis.
Los legionarios debían cargar con todo su equipo a la espalda cada vez que marchaban, por lo que a su indumentaria y armas debían añadir otros tantos objetos necesarios, de tal forma que acababan llevando encima unos veinticinco kilos. Sus objetos los transportaban usando la furca, una pértiga rematada en un travesaño de donde cuelga una bolsa de cuero enrollada. Junto a ella llevaban la dolabra, una herramienta para cavar que usaban con gran frecuencia. Dentro de su bolsa de cuero llevaban los objetos que no querían perder y que necesitaban día a día, como la patera donde cocinaban y comían, su cuchara, o las raciones de comida. Además, también cargaban con su cantimplora, llena de varios litros de agua, que les permitiría hidratarse durante la caminata. Con todo este equipo debían marchar durante horas, transportándolo todo encima, costumbre que viene desde la reorganización de Cayo Mario, quien prohibió que al ejército lo acompañasen largas caravanas de bestias de carga y dictó que en su lugar fuesen los legionarios quienes llevasen su equipaje. Esta situación provocó que a los legionarios se les conociese como las «mulas de Mario», idea que perduró a lo largo de todo el Imperio: «Así, la infantería va tan cargada como los mulos» (Flavio Josefo, La guerra de los judíos, 3.95).
Dentro del ejército existían diversas categorías de soldados. El munifex era el soldado sin graduación ni privilegio alguno, normalmente el rango que adquirían los reclutas. A continuación, estaban los immunes, soldados rasos con responsabilidades especiales. Dentro de estos encontramos por ejemplo al cornicularis (el responsable de la corneta) o el signifer (encargado de portar el estandarte de la legión). Por encima de ellos estaban los principales, primer paso para llegar a ser centurión y a donde solo llegaban los mejores soldados. Ejemplos de principales eran el tesserarius (encargado de repartir las guardias) o el optio (que desempeñaba las funciones de centurión cuando este no podía hacerlo). A continuación venían los rangos superiores. El primero era el de centurión, que dirigía la centuria. Existían unos sesenta centuriones en cada legión y el principal centurión era el primus pilus, cargo que había obtenido por su arrojo y valor. Luego se encontraban los tribunos militares, de los que había cinco por legión. En principio eran hombres que se alistaban solo para impulsar sus carreras políticas, pero finalmente fueron soldados formados que dirigían una o dos cohortes. Tras ellos se podía encontrar al praefectus castrorum, el centurión más antiguo de la legión y encargado de organizar el campamento. Por último estaban los dos más altos cargos, que eran el tribunus laticlavius y el legado legionario. El legado tenía el mando de la legión, mientras que el tribunus era quien debía sustituirle si algo le pasaba. Obviamente, los cónsules (sobre todo en época republicana) y el emperador eran quienes tenían el mando supremo de todo el ejército y quienes decidían sobre él, y recibían el nombre de imperator cuando comandaban tropas.

§. Los cuerpos auxiliares
Además de la infantería pesada que componían los legionarios, podemos encontrar otros cuerpos dentro del ejército. Entre ellos estaba el de la caballería, sobre todo el de la caballería legionaria, estrechamente vinculada (como su propio nombre indica) a las legiones. Eran muy útiles, sobre todo como exploratores, es decir, como jinetes que se adelantaban al ejército tratando de averiguar lo máximo posible sobre el terreno y sobre los soldados enemigos, además de como mensajeros. La mayor parte de la caballería de combate formaba las alae, los flancos de la infantería a la que debían proteger. Otra de sus funciones era la de hostigar y perseguir al ejército enemigo una vez que era derrotado en el campo de batalla.
Otro de los cuerpos auxiliares del ejército era la marina, donde se encontraban las diversas flotas romanas, compuestas sobre todo por trirremes y quinquerremes.
Los barcos recibían su nombre en función del número de filas de remos que tenían en cada borda. Así pues un trirreme contaba con tres filas y un quinquerreme con cinco, pero existían barcos más grandes que incluso llegaron a tener diez filas.
Para entrar en la marina tan solo se exigía tener buena forma física y permanecer alistado unos veinticinco años, y al licenciarse se recibía la ciudadanía romana. Las diversas flotas recibían el nombre del lugar donde estaban estacionadas, de tal forma que nos encontramos con que existían laClassis Misenensis (establecida en Miseno), la Classis Ravennantis (Rávena), la Classis Pannonica (en Panonia), la Classis Moesica (situada en el curso inferior del Danubio, cerca del mar Negro), la Classis Germanica (en el Rin) y la Classis Alexandria (en Alejandría):
A Italia la guarnecían dos flotas, situadas en uno y otro mar, en Miseno y en Rávena, y la costa más cercana de la Galia la cubrían las naves de guerra capturadas en la victoria de Accio, que Augusto había enviado a Frejús con una fuerte dotación de remeros. Ahora bien, el grueso de la fuerza estaba junto al Rin, como guarnición común frente a germanos y galos.
Tácito,
Anales, 4.5
Otra parte importante del ejército eran los cuerpos auxiliares o auxilia, consistentes sobre todo en la infantería ligera no ciudadana, aunque dentro de ellos se podían englobar los cuerpos especializados, como los arqueros. El servicio duraba unos veinticinco años y, al licenciarse, obtenían la ciudadanía romana. Dentro de esta categoría siempre se englobó a los mercenarios reclutados para dar ayuda a las tropas y a los ejércitos de los Estados aliados que luchaban con Roma. Las tropas auxiliares servían en cohortes de cuatrocientos ochenta hombres cada una, aproximadamente, y carecían de todo el aparato burocrático de la legión. Recibían por regla general el nombre del lugar donde estaban estacionadas, aunque también podían tenerlo por su afiliación tribal o por el emperador reinante, por ejemplo.
A continuación, gracias a las palabras de Tácito, podemos ver cómo se organizaban los distintos cuerpos del ejército antes de una batalla, comprobando cómo colaboraban entre ellos y cómo las legiones eran el grueso de las tropas de choque: «Los auxiliares galos y germanos al frente, tras ellos los arqueros de a pie; luego cuatro legiones y las tropas ligeras con los arqueros de a caballo y las demás cohortes de aliados» (Tácito, Anales, 2.16).
Y, por último, mencionaremos brevemente otro cuerpo especial dentro del ejército: los pretorianos o la guardia pretoriana, dirigidos por un prefecto pretoriano. Constituían la mayor fuerza militar de la ciudad de Roma, donde estaban acantonados, y solo la dejaban cuando el emperador salía de marcha militar. Su paga era mucho más alta y su servicio militar más corto (duraba tan solo dieciséis años), por lo que el suyo era el destino envidiado por los demás legionarios: «¿Acaso las cohortes pretorianas, que ganaban dos denarios por día, que a los dieciséis años eran devueltas a sus hogares, corrían más peligro? No pretendía —alegaba— denigrar a las guarniciones urbanas; pero él, entre pueblos salvajes, veía desde las tiendas al enemigo» (Tácito, Anales, 1.17).
Los emperadores procuraron siempre asegurarse su lealtad, de tal forma que los trataban con mayor mimo que al resto de sus tropas. La mayor parte de los pretorianos se alistaban en su juventud, y se prefería a los ciudadanos italianos frente a los provinciales para componer sus filas.

§. La función del ejército
El principal objetivo de las legiones era combatir por Roma, contribuyendo a engrandecerla y a defender sus fronteras. En tiempos de guerra, marchaban hasta donde se situaba la refriega para combatir contra los enemigos de Roma. Si sufrían una derrota, suponía una ignominia para ellos (por ejemplo, el caso de las tres legiones comandadas por Quintilio Varo, que fueron exterminadas en el bosque de Teotoburgo y su número quedó vacío en la lista de las legiones durante todo el Imperio), pero si salían victoriosos eran compensados y premiados. Tras eso, hacían recuento de todos los enemigos muertos y esperaban que el número obtenido les permitiese celebrar un triunfo en Roma. En resumen, las condiciones para realizarlo eran las siguientes: haber matado al menos a cinco mil enemigos, la batalla debía haber servido para culminar una campaña militar, además de haber resaltado la grandeza de Roma, y, por supuesto, no haber combatido contra enemigos propiamente romanos. Durante la República, cualquier general victorioso podía recibir un triunfo (siempre que cumpliera con los requisitos y se lo concediera el Senado), pero durante el Imperio, el único que podía celebrarlo era el emperador.
Para celebrar un triunfo, el general y las tropas debían marchar a Roma, ciudad que se engalanaba con flores para recibir a los héroes victoriosos. Cuando llegaban, se reunían delante del templo de Belona y se dirigían en marcha hacia la Porta Triumphalis, mientras el general victorioso (llamadotriumphator) iba con ellos, montado en un carruaje, vestido con la toga picta, toda púrpura y cubierta con bordados de oro, y con la cara pintada de rojo, mientras un esclavo sujetaba encima de su cabeza una corona de laurel y le repetía: «Recuerda que solo eres mortal». Era muy habitual que los soldados desfilasen entonando canciones no demasiado respetuosas sobre su general, algo que en estos momentos les estaba más que permitido debido a su hazaña. Por ejemplo, en uno de los triunfos de César, sus soldados marchaban cantando ciertos versos en su honor:
En fin, el día de su triunfo sobre las Galias, los soldados, entre los versos con que acostumbran a celebrar la marcha del triunfador, cantaron los conocidísimos:
César sometió las Galias y Nicomedes a César.
He aquí a César que triunfa porque sometió las Galias
y Nicomedes, que sometió a César, no triunfa.
Suetonio, Vidas de los doce césares,
Julio César, 49
Al llegar el desfile al templo de Júpiter, se ofrecían los pertinentes sacrificios y se celebraban las ejecuciones de los líderes enemigos. Por último, se daba comienzo a las fiestas, que podían durar hasta seis o siete días e incluían juegos y espectáculos. Como hemos visto, el triunfo era la máxima condecoración que podía obtener un general en batalla, pero existían otras formas de recompensar la buena labor de los demás soldados. Las condecoraciones de época republicana consistían, básicamente, en coronas que se subdividían en varios tipos. Podemos encontrar, por ejemplo, la corona cívica, que se elaboraba con hojas de roble y se entregaba cuando el soldado había salvado la vida de un compañero, o la corona vallar, que premiaba al primero que asaltara la posición enemiga. En época imperial se añadieron otras, que eran las phalerae (discos ornamentales de metal que se dividían en nueve discos dispuestos en filas de tres y enganchados, y se superponían en la lorica del legionario), las armillae (brazalete de metal que podía tener decoración incisa) y la torques (collar rígido y redondo, abierto en la parte anterior). Los altos cargos podían obtener otro tipo de condecoraciones, como lanzas de plata o coronas y estandartes pequeños de oro, que ganaban siempre que mostrasen su valía dentro del campo de batalla.
Si acabamos de ver cómo las legiones eran premiadas por su buena labor en el campo de batalla, en caso de una ignominiosa derrota, de desobediencia o de amotinamiento podían ser castigados de muy diversas formas. El castigo más terrible al que se enfrentaban era la llamada decimatio, que se aplicaba en situaciones excepcionales o casos de amotinamiento militar.
Consistía en reunir a las cohortes seleccionadas para el castigo y dividirlas en grupos de diez soldados, en los cuales uno de los soldados, elegido por sorteo, sería ejecutado por los nueve restantes, con independencia de su rango.

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Relieve con el saqueo del templo de Jerusalén en el arco de Tito. Cuando una legión resultaba vencedora, le estaba permitido participar durante un día o dos en el saqueo de la población derrotada. Roma. Fotografía de la autora.

El resto de los castigos al lado de la decimatio eran mucho más leves e iban desde suprimir de s dieta la carne y el trigo para tener que comer obligatoriamente cebada (cereal usado como forraje para el ganado) hasta el licenciamiento de forma deshonrosa del ejército, entre otros:
Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que solamente obedecía murmurando […]. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba y solamente le daba cebada. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron su puesto. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.
Suetonio, Vidas de los doce césares, Octavio Augusto, 24
En cambio, en tiempos de paz, uno de sus principales objetivos era el establecer asentamientos fortificados y el levantamiento de las defensas en las fronteras. Los soldados combinaban sus tareas bélicas con diversos proyectos arquitectónicos y relacionados con la ingeniería (tanto civil como militar). La obra de ingeniería más importante en la que empleaban sus principales esfuerzos era la construcción de la red viaria, que comunicaba todas las ciudades y ciertos asentamientos. La estructura viaria quedaba dispuesta tras el sometimiento del territorio o bien después de su incorporación a una provincia, ayudando así a establecer la comunicación con la Urbs. Estas vías se catalogaban como viae publicae, en oposición a las llamadas viae militaris, que deben ser consideradas como itinerarios de interés estratégico. Existían diversas causas para la creación y la mejora de la red viaria, entre las que destacaban las estratégicas o militares (para favorecer el desplazamiento de las tropas), las económicas (pues ayudaban a contribuir al desarrollo económico de todas las áreas que cubrían; el ejército era una herramienta de la política comercial imperial ya que daba organización, seguridad y canalización al tráfico) y las propagandísticas. Existían varios métodos de financiación para la realización de las vías por parte de los soldados, pero la principal era la que venía de los erarios públicos. Los proyectos de arquitectura y de ingeniería que realizaba el ejército estaban supervisados por los arquitectos militares, a quienes asistían los miembros del personal técnico con categoría de soldados (aunque exentos de trabajos pesados).
Otro de los papeles importantes del ejército romano era el de servir como estímulo del comercio a larga distancia, con el fin de favorecer los intercambios entre las provincias cuyas economías se complementaban entre sí. Además, el ejército podía consumir un amplio repertorio de productos procedentes de otras provincias, ya que requerían de una serie de suministros básicos para su subsistencia. Las unidades militares se aprovisionaban de aquellos productos que proporcionaba su entorno inmediato, basándose en la explotación de sus propios recursos, los impuestos, las confiscaciones y el comercio con civiles. Evidentemente, no eran suficientes y se necesitaba de un comercio con otras provincias para asegurarse un suministro regular. Quienes se encargaban del aprovisionamiento de grano eran los denominados frumentarii. El aprovisionamiento a larga distancia necesitaba de una adecuada red de comunicaciones, que estaba bajo control civil y militar. El control administrativo de los suministros se realizaba con especial cuidado para evitar los fraudes, trabajo realizado por los beneficiarii, considerados como figuras clave del aprovisionamiento militar. La figura de los beneficiarii era sumamente importante dentro de las rutas fluviales, terrestres y marítimas, ya que las controlaban todas para asegurar los suministros de los legionarios. Actuaban como enlace entre la administración financiera de la provincia (la cual estaba en manos de los procuratores, quienes pueden ser considerados como la autoridad central que mantenía y coordinaba el fisco y el erario militar) y los mandos y el personal administrativo de las tropas destacadas en cada provincia, facilitando un control y un flujo regular de los productos obtenidos fuera de la jurisdicción militar. Pese a esto, el intercambio a larga distancia se encontraba limitado por los costes excesivos del transporte. El Estado romano intervenía directamente en el comercio interprovincial usando, sobre todo, el mecanismo redistributivo de la annona.
Dentro de cada provincia, la máxima autoridad financiera era el llamado procurator augusti, el cual tenía toda la responsabilidad del abastecimiento militar, además de encargarse de recaudar los impuestos, tanto de tipo directo como indirecto, que formaban parte del fiscus imperial. El procurator podía asignar unas cantidades proporcionales a los mandos de las unidades para que se pudieran proveer de todo lo necesario en los mercados locales. Además, cada destacamento tenía su propio administrador de finanzas, que llevaba un registro de todas las transacciones realizadas por la unidad.
El ejército también se ocupaba de la seguridad política, reprimía las posibles revueltas que se pudiesen provocar y evitaba los disturbios.

§. La religión de los soldados
Los soldados (como la mayor parte de los habitantes del imperio) eran muy supersticiosos y rendían culto a abstracciones y divinidades menores, como las ninfas o la propia victoria. También rindieron culto a las divinidades orientales con carácter salvífico, entre las que destacaban Mitra, Esculapio y Salus (estos últimos dioses sanadores griegos, al haber sido asimilados de Asclepio y su hija Hygieia) e Isis y Serapis (quienes prometían a sus fieles la salud, la felicidad y la vida en el más allá). Tanta importancia daban a sus dioses y entidades protectoras que el valetudinarium (una de las edificaciones del campamento que cumplía las funciones de hospital militar) era el único lugar donde se erigían inscripciones a las divinidades que eran distintas a las oficiales.
De hecho, el ejército tenía la obligación de seguir la religión cívica y el culto imperial, ya que se consideraban como las mejores formas de cohesión entre los distintos individuos. Así, los actos de culto oficial del ejército formaban parte de la vida cotidiana de los soldados, los cuales tenían la obligación de rendir culto a los divi, que eran los emperadores divinizados. También era sumamente importante el acto del sacramentum, el juramento de lealtad que hacían al emperador y a los dioses del imperio y que daba comienzo a su vida militar. Si incumplían su juramento eran juzgados por un delito de traición y por un acto de impiedad. El dios más importante del ejército era Iuppiter Optimus Maximus, protector supremo de Roma y con quien se relacionaban las diversas insignias militares: las aquilae eran símbolo de Roma y del legionario. Se realizaban de oro o de plata y cada legión tenía la suya, portada por el aquilifer. Perder las águilas era el mayor deshonor que se podía sufrir en el campo de batalla. Los signa eran los estandartes de cada centuria, decorados con guirnaldas o discos. Cada signum era llevado por un signifer. El vexillum era la bandera que marcaba la posición del general en el campo de batalla. Por último, el draco, que era una cabeza de animal, generalmente de un dragón, realizada en bronce y con las fauces abiertas.
Los soldados romanos rendían culto a las insignias militares por ser un objeto directamente relacionado con Júpiter. Los signa eran sagrados por sí mismos, tanto cuando eran usados en marcha como cuando estaban en el campamento, ya que santificaban el lugar en el que se encontraban. Dentro del campamento se depositaban en el aedes, una especie de capilla cuadrangular donde también se guardaban las imagines imperiales y las estatuas de los dioses.
Sin duda, lo que hizo grande a Roma y le permitió dominar un territorio tan vasto que abarcaba todo el Mediterráneo fueron sus legiones, compuestas por los ciudadanos romanos capaces de mantener la férrea disciplina militar en (casi) todo momento, y a las que hemos intentado acercarnos brevemente en estas páginas.

Capítulo 9
September
El mundo rural romano

Contenido:
§. La consideración social de la agricultura y sus orígenes
§.
La organización del territorio agrícola
§. Las villae
El mes de September (o Septembris) era el séptimo mes de aquel antiguo calendario establecido por Rómulo, posición a la que debe su nombre. Germánico, hijo del emperador Claudio, le dio su nombre a este mes, pero este cambio solo duró hasta el reinado de Domiciano, momento en el que se volvió a renombrar como September. Hemos escogido este mes para tratar el campo y el mundo rural romano, debido a que en esta fecha se celebraba la vendimia, ocasión propicia para conocer cómo era la agricultura.

§. La consideración social de la agricultura y sus orígenes
Dentro del mundo romano, la agricultura se consideraba la principal fuente de riqueza y de diferenciación económica y social. La sociedad romana se encontraba muy vinculada a las labores del campo, y la agricultura y el oficio de agricultor eran muy apreciados y valorados. El agricultor se tenía por un miembro imprescindible dentro de la comunidad política. El trabajo de la tierra se sometía a la valoración social y jurídica y, de hecho, la cultura agrícola requería de la actividad de los pontífices, puesto que seguía unas normas religiosas y se amparaba bajo las leges regiae. Dentro de las Leyes de las XII Tablas (tabla 1, 4) vemos la gran importancia que tenía el campo para el hombre romano, ya que imponía penas graves para todo aquel que destruyese los cultivos de un terreno. Su enorme influencia se veía reflejada en la gran cantidad de festividades rurales que se encontraban dentro del calendario romano, e incluso este se había elaborado siguiendo los ciclos agrícolas. Además de la agricultura, la explotación económica del territorio se basaba en la ganadería, dentro de la cual existían sistemas de trashumancia y pastos públicos.
En los tiempos arcaicos de Roma la carne había sido la principal fuente de alimentación, como ocurre habitualmente con los pueblos pastoriles. Sin embargo, la agricultura comenzó a crecer en importancia, y productos como los cereales o las aceitunas acabaron sustituyendo a la carne como alimentos básicos de la sociedad. También eran muy importantes las diversas frutas, como la manzana o la pera, debido a su abundancia y a su precio barato, por lo que parte del campo se dedicó a la explotación de los huertos frutícolas.
La implantación rural más antigua se componía de pequeños asentamientos (que medían unos dos iugera, es decir, una media hectárea aproximadamente) situados cerca de poblaciones mayores. Este tipo de granja era trabajada fácilmente por el propio dueño con su familia y unos dos o tres esclavos, lo que nos da una idea del pequeño tamaño que tuvieron.
Trabajaban a mano, usando a lo sumo herramientas muy sencillas, y se dedicaban sobre todo al cultivo intensivo de verdura o cereal.

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Mosaico del dios de la vegetación y los frutos, Vertumno. La agricultura dentro del mundo romano se consideraba como la fuente principal de riqueza, y prueba de ello es que la mayor parte de las festividades del calendario se relacionaban con el ciclo agrícola. Museo Arqueológico Nacional. Fotografía cortesía de Ignacio Carracedo Justo.

Eran estos campesinos los mismos que, cuando daba comienzo la campaña militar y se necesitaban soldados para los combates, se enrolaban en el ejército y volvían a sus tierras cuando el conflicto terminaba. Hasta finales del siglo IV a. C. los cultivos se orientaban hacia el consumo y el sostenimiento de la propia familia, produciendo lo suficiente como para abastecer al país, pero con el uso de la moneda se comenzaron a producir excedentes. La producción de estos excedentes (junto a otros interesantes factores, como la destrucción de Italia por Aníbal durante la segunda Guerra Púnica) llevó a un cambio dentro de la agricultura, la cual se dirigió ahora hacia la producción y el mercado, y llevó a la aparición de los grandes propietarios. Todos estos nuevos cambios provocaron que el tipo de propietario rural medio comenzase a sucumbir. Además, se vio un gran auge del sistema de producción esclavista que colaboró con este aumento de la agricultura extensiva. Muchos agricultores se vieron obligados a vender sus propiedades, lo que contribuyó a la aparición de latifundios, controlados por las clases patricias. Estos antiguos campesinos tuvieron que trabajar en las mismas fincas que habían vendido como colonos a cambio de un exiguo salario, lo que trajo consigo un grave problema social. La situación fue tan preocupante que los hermanos Graco (Cayo y Tiberio Sempronio Graco) intentaron realizar una reforma social que permitiese el resurgimiento de esa clase de campesinos-guerreros que había engrandecido Roma, pero se encontraron con la fuerte oposición del Senado. Fue en este momento de crisis cuando se comenzó a generalizar el uso del arado ( aratra), pequeño y ligero, que podía hacerse en madera o en metal y que mejoró el sistema de labranza.
Los problemas de las tierras de cultivo perduraron durante la etapa de las guerras civiles, hasta que la llegada de la paz a manos de Augusto apaciguó la situación y permitió los repartos en todas las provincias del imperio. Además, justo antes del Principado de Augusto, en la época del último triunvirato, la sociedad romana ya había sufrido el influjo de la cultura griega, lo que volvió a cambiar la forma de ver la agricultura y contribuyó a que la situación se pudiese apaciguar. Surgieron textos, como las Geórgicas de Virgilio, que trataron de promocionar la idea de restituir la plebe urbana a la tierra para intentar recuperar al primitivo pequeño campesinado que cultivaba la tierra y guerreaba cuando el Estado le necesitaba. Pese a ello, entre los siglos I y II d. C. la agricultura se encontró dedicada a la producción de excedentes, a través de la ampliación de las áreas puestas en explotación y la diversificación de los asentamientos. Se siguió la estrategia de explotación rural, que se basaba en la especialización agrícola del paisaje. Finalmente, y para tratar de paliar estos problemas de crisis, se decidió asentar a los veteranos en colonias de las provincias para que cultivasen las tierras, aunque el crecimiento de las grandes propiedades fue ya imparable.
La gran importancia que llegó a tener la agricultura dentro del mundo romano se vio también reflejada en las numerosas monedas acuñadas con decoraciones de espigas, que hacían alusión a uno de los recursos más importantes de la ciudad. Este tipo monetario tuvo su época de mayor arraigo durante la República, aunque nunca dejó de usarse.

§. La organización del territorio agrícola
La organización del territorio agrícola se basaba en el sistema de la parcelación, aunque, salvo que se asumiese una conquista o una confiscación de tierras con su posterior repartimiento, es bastante difícil de explicar la formación de una parcelación romana en terrenos ya roturados y en uso de antiguo. Por ello, preferimos no entrar en excesivos detalles acerca de cómo se organizaba la parcelación, y solo la dejaremos mencionada. Los cultivos cambiaban según el tipo de los suelos que se trabajasen, por ejemplo en las vegas de los ríos se solía cultivar habitualmente el cereal, ya que para este se preferían unas tierras poco elevadas y bien drenadas. Otros agricultores, en cambio, preferían usar la rotación de cultivos. Primero se plantaba el trigo, y después el centeno, la cebada y la avena. El segundo o el cuarto año se podían plantar judías o guisantes, o bien alfalfa. El tercer año (o el año anterior a la siembra de trigo) se solía dejar en barbecho. Con el tiempo, se ampliaron el número de campos roturados, y los primeros quedaron dedicados a la producción de los cereales.
Se seguía un modelo jerárquico de ocupación rural, ya que existía una distribución organizada de villae y de establecimientos secundarios. Por ello, podemos clasificar las explotaciones rurales según una cierta tipología, basada en el tamaño:Además de esta organización, existía el llamado ager publicus, que era la tierra comunal propiedad del Estado, trabajada por los esclavos públicos, que servía para abastecer los mercados. En el ager publicus se podían incluir también todas aquellas tierras conquistadas por los ejércitos romanos.
Esta organización en villae y asentamientos menores llevó a que se ampliasen las redes de comunicación y a tener una gran expansión agrícola, distribuyendo el poblamiento de forma adecuada. Asimismo, y poco a poco, las villae suburbanae comenzaron a rodear las ciudades, acercándose cada vez más a las zonas urbanas. < br>
§. Las villae
Las granjas más pequeñas solían componerse de la casa de campo (que recibía el nombre de villa rustica) y de algunos edificios con todo lo necesario para la explotación agrícola dentro de un mismo recinto, denominado cohors. Este esquema compositivo lo seguirían las villae más grandes, que añadieron otras construcciones que veremos a continuación.
Dentro del hábitat rural, los establecimientos más importantes eran estasvillae. Una villa se encontraba dividida entre la pars urbana (correspondiente a la vivienda del propietario, la cual contenía decoración musiva, parietal y escultórica, y que constituía la zona más grande y lujosa de la villa), la pars rustica (zona donde vivían y ejercían diversas tareas los trabajadores vinculados a la explotación) y la pars fructuriae (dedicada a la obtención y transformación de los productos agropecuarios). Podía tener también las viviendas para los esclavos (cellae familiae) y un pequeño calabozo, llamado ergastulum, que, en parte, era subterráneo y tenía puertas con barrotes, y era el lugar donde se encerraba a los esclavos más díscolos. Su ubicación era extraurbana siempre, y quedaba en estrecha asociación con el pagus (la organización territorial base del sistema y donde se encontraban los diferentes asentamientos que conformaban el paisaje rural de época romana) que la rodeaba. Podían ser concebidas como una simple granja, como un centro de explotación rural o como un lugar placentero de ocio o una residencia en el campo. La villa se ha considerado tradicionalmente como la unidad básica de explotación agrícola del territorio. Podía definirse por la aparición de uno o varios edificios, tanto de tipo residencial como agrícola, pero desde la perspectiva fiscal constituía una circunscripción inferior a la del vicus. El espacio de la villa respondía a una lógica de apropiación privada de una parte del suelo para la producción y la residencia, mientras que el vicus estaba constituido por un hábitat agrupado o aglomeración que ofrecía servicios administrativos, con sus propios cargos municipales y servicios económicos o religiosos.
Por tanto, vemos como las villas romanas tenían espacios de almacenaje, conocidos como horreum o apotheca, espacio social y espacio destinado a la vida privada del dueño. Las casas de campo de las élites romanas tenían una influencia helenística directa. El carácter de las casas de campo de los grandes propietarios de época clásica griega preparó la concepción de las villae como una vivienda lujosa en ámbito rural con tres grandes elementos distintivos: una torre cuadrada o redonda como símbolo de prestigio (sobre todo a partir de la generalización de la pax romana), tumbas familiares y salas con un tamaño y una decoración especial dedicadas a los simposia.
Las villae tardo republicanas fueron comparadas con los castra militares por su arquitectura fortificada y las torres que las protegían (Séneca, Ep. 51, 12; 86, 4). Estos elementos tenían unas funciones básicas de protección y de prestigio, a las que se añadía una diversidad de funciones que dependían de las variables de cada edificio, como era el caso de la situación geográfica, su destino como ámbito residencial o productivo, los contextos de inseguridad… De hecho, en época republicana, lo habitual era ver una granja fortificada, debido a los problemas de inseguridad sobre todo en las zonas en las que predominaban los maleantes.
Sin embargo, vemos como durante el Alto Imperio surgió un nuevo tipo de villa, que recibió la denominación de villa panorámica, que se abría con galerías al exterior y daba mayor importancia a la pars urbana que a la rustica. Otro tipo de villa que vamos a encontrar a partir de este momento era la llamada villa de plan diseminado. Las diferentes instalaciones, ya sean las residenciales o las productivas, se edificaban de manera aislada, de tal forma que los graneros, los almacenes, los establos o las termas se construían al margen de la edificación principal. Este modelo se encontraba muy presente en sitios como Galia, Germania, Britannia y parte de Hispania, pero no tanto en Italia como en las provincias orientales. Durante el reinado de los Antoninos se promulgó una ley que permitió que todo aquel que hubiese trabajado sus campos tuviera derecho a disfrutarlos en usufructo hereditario, lo que sin duda facilitó ligeramente las condiciones de los campesinos.
Además de las villae, existían otras formas de ocupación rural que trataremos de ir explicando a continuación. Este sistema de implantación territorial que vamos a ver comenzó a transformarse durante el siglo III d. C., momento en el que la ciudad perdió gran parte de su autonomía y comenzaron a crecer los asentamientos rurales. Podemos encontrar la villula (un dominio agrícola de pequeña extensión, dotado de un edificio modesto), el vicus (hábitat rural agrupado que dependía de una ciudad, pero que tenía cierta autonomía y responsabilidades políticas, religiosas, administrativas y fiscales, y que presentaba una cierta planificación urbana), el forum (centro cívico situado en un espacio rural disperso, dotado de funciones administrativas, políticas y comerciales, que permitía a las autoridades organizar grandes territorios sin necesidad de establecer una colonia), el conciliabulum (lugar de reunión donde se celebraba una asamblea de ciudadanos con una finalidad administrativa o política, constituyendo centros cívicos referentes de una población rural dispersa), el oppidum (hábitat agrupado o lugar central de un territorio o principal asentamiento de una civitas o un pagus, en el que se encuentran rasgos propios de una ciudad) o el castellum (entidad de poblamiento que articulaba el espacio rural en el marco de una civitas fortificada, que poseía magistrados y administración). Durante el Bajo Imperio, con la crisis y los problemas militares, vemos cómo la autarquía económica favoreció a las villae que poseían una economía diversificada, que fueron las que resistieron bastante bien todos los embates de esta época difícil.
También dentro de los establecimientos vinculados al hábitat rural se podían encontrar las diferentes edificaciones aisladas, pero vinculadas a la red viaria, que recibían el nombre de mansiones o mutationes. Eran establecimientos, dotados de establos, dedicados al hospedaje, alojamiento y posada de los viajeros durante una noche o un breve espacio de tiempo.
Arqueológicamente, es posible detectar la función agropecuaria de un edificio por la planta que este tiene y por los materiales localizados. El registro material habitual que aparece son las cerámicas de almacenaje, cocina y de mesa. Dentro de las cerámicas de almacenaje las más comunes son los dolia, los cuales se encuentran enterrados de forma parcial (lo que proporcionaba una cierta estabilidad a los recipientes y evitaba que se cayeran). Entre las alineaciones de los dolia se documentan una serie de estrechos pasillos excavados en el terreno, que se interpretan como las zonas de paso y de limpieza de los lugares donde se elaboraban los distintos productos. Los dolia pueden encontrarse vinculados a la producción del vino (ya que son los recipientes donde se produce la fermentación), pero también al aceite. La producción de aceite se relaciona con el hallazgo de diversos contrapesos y pies de prensas usados para producirlo. Si además asociamos la existencia de diversas piletas con zonas de almacenaje, se puede hablar, sin dudar, de un complejo dedicado a la elaboración del aceite. La extracción del aceite requería de un par de fases productivas que no necesitaban otros productos (como el vino) para su elaboración: la molturación y la decantación. Además, la dureza de la aceituna exigía una molienda previa, que se realizaba con diversos molinos rotatorios cilíndricos. También era muy importante la decantación olearia, para la que se necesitaban las piletas mencionadas anteriormente, que tenían forma rectangular y estaban conectadas entre sí con opus signinum para trasvasar el líquido por la zona baja.
La viticultura experimentó un importante desarrollo entre los siglos I a. C. y III d. C., aunque pervivió durante la Antigüedad tardía, hecho que se reflejaba en la fabricación de los recipientes vinarios. Vemos cómo un vino selecto podía alcanzar un precio sumamente elevado que solo era asequible a la élite, mientras que un vino de poca calidad y de bajo precio se destinaba al consumo masivo.
Existía una gran pluralidad de modos de organización y de integración del artesanado dentro del medio rural. La forma que se encontraba más extendida era la de un taller vinculado a las necesidades de una explotación. Los talleres que se asociaban a una villa permitían la existencia de trabajos coordinados y a mayor escala dedicados al comercio. Los alfares vinculados a las villae fabricaban repertorios diversificados, que incluían la producción de ánforas y dolia destinados al vino y al aceite.
Como hemos visto, la vida del pequeño campesino romano no debía ser fácil, aunque los escritores trataron de componer un retrato idílico de ellos en sus textos. Trabajaban todos los días de la semana, a excepción de las nundinae, los días en los que estaba establecido el mercado. Sufrían todo tipo de vicisitudes, desde sequías hasta inundaciones, en ocasiones eran absorbidos por los latifundios al no poder mantener sus propiedades, y su subsistencia siempre estaba al límite. Aunque siempre fueron considerados como la columna vertebral del Estado romano, su situación nunca fue sencilla y tuvieron que batallar constantemente para continuar sobreviviendo en estas condiciones.

Capítulo 10
October.
Las culturas orientales del imperio

Contenido:
§. Antecedentes de la situación del Oriente romano
§. La vida cotidiana de las provincias orientales
§. Egipto
§. La provincia de Judea
§. La situación del Oriente romano
El mes de October u Octobris recibió este nombre por ser el octavo mes de aquel primer calendario lunar. Su nombre llegó a ser cambiado por el del emperador Domiciano, pero a su muerte (y tras la damnatio memoriae—práctica política consistente en condenar y borrar el recuerdo de alguien, considerado un enemigo, tras su muerte— que sufrió) volvió a recobrar su antigua denominación. Durante October haremos un breve viaje por las provincias orientales del Imperio romano, tratando de comprender cómo, pese a que sufrieron el influjo de la romanización, siguieron manteniendo parte de su cultura anterior.

§. Antecedentes de la situación del Oriente romano
Ni geográfica ni culturalmente el Oriente romano formaba una entidad única, sino que se componía de una serie de territorios totalmente diferentes entre sí. Las fronteras orientales del imperio se trazaron siguiendo ciertas circunstancias políticas, las cuales primaron por encima de las condiciones geográficas o culturales. Dentro de esta área podemos encontrarnos dos grandes sectores: el septentrional (que se corresponde con Asia Menor) y el meridional (que iba desde el Éufrates hasta el mar Rojo, pasando por la parte costera del Levante mediterráneo), a los que podemos añadir Egipto. La zona norte mantuvo su origen hitita, mezclado con distintas aportaciones culturales que se fueron añadiendo a lo largo de la Antigüedad. Esta fue la base étnica de los capadocios, los comagenios y los armenios. Mientras, en la zona sur vemos como continuó existiendo un sustrato cultural y étnico de tipo semita. Al norte de dicha área se encontraban los arameos, los cananeos y los amoritas, mientras que al sur se localizaban los fenicios y los judíos. Por último, en las zonas interiores de Siria y en los desiertos del sur habitaban tanto los árabes nabateos como los safaitas. Pese a la diversidad cultural y étnica de toda esta área se fue imponiendo, de manera progresiva, una unidad de tipo lingüística, cuya base fue el arameo. A esto hay que añadir la fuerte influencia griega que recibieron los mencionados territorios durante el período helenístico. Pese a ello, hay que aclarar que la helenización fue siempre menor en las zonas rurales y agrícolas que en las ciudades, las cuales, por su abierto carácter cosmopolita, recibieron con más fuerza el influjo cultural griego, como se ve en el hecho de que algunas de ellas adoptaron el griego como idioma principal. El mundo helénico actuó como catalizador y transmisor de las influencias sirio-palestina, egipcia y fenicia, que acabaron pasando al Imperio romano.
Todo esto provocó que encontremos en Oriente, en lo que luego fueron las provincias orientales del Imperio romano, una mezcla diversa de gentes, ya que al sustrato autóctono hay que añadirle la huella helena, persa, árabe y, por supuesto, occidental. En Asia Menor, por tanto, existía un gran mosaico de etnias y culturas sobre las que Roma actuó como cohesionador.
Oriente era para la economía romana un lugar de privilegio debido a sus actividades industriales y comerciales, ya que era muy fácil encontrar en estas provincias tintorerías, talleres de vidrio, metalurgia o talleres cerámicos. La posición estratégica de Oriente y el gran número de ciudades con buenas comunicaciones hizo que esta zona fuese un enorme emporio comercial, que controlaba las rutas mediterráneas y las del extremo oriental.
La presencia romana en Oriente empezó con la guerra de Mitrídates. Su presencia creó tensiones con el Imperio parto, en especial tras la conquista de Armenia. La derrota de Craso en Carrae, en el año 53 a. C., supuso una enorme humillación para Roma, que acabó marcando para siempre toda la política oriental durante el Imperio.
Existían relaciones de hospitium o de hospitalidad entre familias romanas y extranjeras, pero con carácter privado. Su origen era bastante antiguo, se remontaba a los primeros tiempos de la República. Cuando Roma comenzó a extenderse por el Mediterráneo, este tipo de relaciones cambió y se desarrolló una forma de clientela basada en un beneficium que concedía el ciudadano romano, o bien, en un tipo de tratado formal entre las dos partes. La obligación que tenía el patrono era, básicamente, la de facilitar las relaciones diplomáticas entre Roma y el Estado-cliente.
El último rey de Pérgamo, Atalo III, dejó su reino en herencia al pueblo romano, lo que provocó que Roma actuase como factor permanente dentro del mundo helenístico, interviniendo en su política exterior. Hasta la intervención de Roma, el mundo helenístico vivió en un precario equilibrio, dirigido por los tres grandes Estados que surgieron a raíz de la herencia de Alejandro Magno (Egipto, Macedonia y el reino Seléucida), sobre los que basculaba el resto de Estados y ciudades libres de Oriente. Por ello, se puede decir que Roma sustituyó el antiguo orden internacional por un nuevo equilibrio pluriestatal.
Cneo Pompeyo Magno declaró a Siria como provincia romana y mantuvo cordiales relaciones con el reino de Judea, considerado como un territorio importante para los romanos, ya que era la puerta a la provincia de Egipto y se usaba como base de operaciones contra el peligro parto. Entre Pompeyo Magno y Augusto se conquistaron la mayor parte de las provincias orientales que se conocieron durante la época imperial.
Augusto reorganizó las provincias orientales y, para ello, usó la combinación de provincias y de reinos vasallos que habían existido ya de forma previa. Mantuvo un gran respeto hacia los judíos, a los que reconoció libertad de culto y además les concedió el derecho a no prestar servicio militar y a acuñar monedas que no tuviesen la efigie del emperador. Pese a esta cuidada política de Augusto, la realidad quedó plasmada en una nefasta gestión administrativa sobre Judea que trajo consigo una serie de conflictos entre los judíos, los griegos y los samaritanos, y entre la población judía y el grupo aristocrático de los sumos sacerdotes, grupo que colaboró con Roma de forma activa. Todo ello llevó a la rebelión de Judea en el año 66 d. C.
Con la llegada de los Flavios al trono del imperio, el control romano de Oriente quedó plenamente consolidado. Roma fijó un sistema de defensa fronteriza, con destacamentos militares, y, para asegurar la movilidad del ejército, construyó una red de calzadas que se apoyaba en las viejas rutas comerciales. La situación se mantuvo más o menos estable, pese a que el Imperio romano tenía siempre el objetivo de proseguir su expansión territorial hacia Mesopotamia y, además, se conquistó Arabia. Con el emperador Caracalla creció el peso de Oriente en la política romana y aumentó su importancia.
Se produjo una reorganización de las provincias, que ahora se dividieron en senatoriales (solían ser las más pacificadas y tenían un procónsul y propretor) y en imperiales (en las cuales el gobernador tenía rango de praefectus o de legatus augusti pro praetore y contaba con la presencia de tropas).
Desde el año 244 d. C., con la crisis general del imperio, encontraremos la descomposición del Oriente romano. Ello conllevó un vacío de poder con una serie de usurpaciones y las segregaciones del antiguo territorio.
Al contrario de lo que ocurrió en Occidente, toda esta zona tuvo ya una tradición urbana ancestral. La llegada de la monarquía helenística de los Seleúcidas trajo consigo una serie de fundaciones urbanas, que acabaron adquiriendo el carácter griego de las polis. Por tanto, con la llegada de Roma se vio que eran comunidades de ciudadanos con una determinada organización y ciertos privilegios que se asentaban siguiendo una urbanística occidental. Esta tradición de nuevas fundaciones urbanas fue mantenida por los emperadores romanos, quienes canalizaron todo su esfuerzo urbanístico en la zona meridional, donde aprovechaban los licenciamientos de los soldados para asentarlos. Hubo, por tanto, en Oriente una serie de colonias de veteranos, cuya lengua oficial era el latín, que se situaban en zonas donde el resto de la población era mayoritariamente de habla griega.

§. La vida cotidiana de las provincias orientales
Como hemos podido ver, las características de Oriente hicieron que esta zona fuese sumamente especial y tuviese ciertas diferencias con Occidente, diferencias que se plasmaron sobre todo en su vida cotidiana. Pese a ello, en muchas de las ciudades orientales ya preexistentes, Roma intentó dejar su impronta. Esto provocó que comenzasen a surgir teatros, termas, templos, columnatas, acueductos, anfiteatros o circos, los cuales eran una forma de adecuar estas ciudades al plano urbanístico romano, además de acercarlas a la cultura de los conquistadores.
Entre las diferencias que hay en las dos zonas del imperio, podemos ver como, por ejemplo, la escuela pertenecía al sector de la vida pública, al contrario que en la zona occidental, donde recaía en ámbito privado. Además, la educación se desarrollaba casi siempre en el marco de la palestra o del gymnasium. Sobre todo, se enseñaba griego, los autores clásicos, la retórica y la filosofía, a la vez que se incentivaba la práctica deportiva. Dado que era una institución sufragada directamente por los ciudadanos, no todos los niños podían tener el acceso a la educación, que quedaba tan solo al alcance de unos pocos.
Se podían encontrar otras diferencias en la forma de desarrollar los espectáculos. Por ejemplo, en los países semitas nunca se consiguió implantar los combates de gladiadores debido al gran rechazo que mostraban ante este tipo de espectáculos. Tampoco tuvieron apenas éxito en Egipto o Siria, ya que estos países se mostraban bastante indiferentes a todos los espectáculos extranjeros, lo que incluía cosas como el teatro o los juegos atléticos. En cambio, en Grecia algunas de las diversiones romanas tuvieron gran éxito, como las luchas gladiatorias. Sin embargo, con excepción del teatro y del atletismo, los espectáculos romanos no tuvieron nunca el mismo éxito en Oriente que en las provincias occidentales.
Asimismo, algunas de las leyes preexistentes se respetaron. Los magistrados romanos actuaron igual en todas partes; podían respetar el derecho nativo que tuviesen, pero en su presencia obligaban a que se sometiesen al procedimiento romano.
Dentro del mundo rural podemos encontrar cómo la granja griega, por ejemplo, era diferente a la villa romana que hemos visto anteriormente. En el caso del mundo griego, estos establecimientos se componían de una casa (oikia), un patio (aule), un jardín ( kepos) y una torre (pyrgos). Además, en el mundo griego, al contrario de lo que ocurría en las provincias occidentales romanas, se podían encontrar numerosas torres en las zonas rurales. Se han interpretado como posibles prisiones para los esclavos que trabajaban las propiedades en ausencia del dueño, que se encontrarían enmarcadas dentro de una explotación agrícola a escala industrial.
También se encontraban propiedades imperiales muy extensas, mientras que en algunas zonas la propiedad pública se proyectaba sobre otros bienes. La mayoría de los investigadores creen que las tierras imperiales derivaron de la herencia de las posesiones seleúcidas. Parte de estas tierras acabó distribuida entre los veteranos, y de esta forma se creó la pequeña y la mediana propiedad, vinculada a los valores genuinamente romanos que tendrían los soldados asentados. Pese a ello, en las zonas rurales orientales predominaban los grandes propietarios, los cuales tenían campesinos (tanto arrendatarios como jornaleros) que cultivaban sus tierras. De hecho, podemos decir que Judea, Galilea y Samaria componían un pequeño país de campesinos, donde predominaba el rico propietario de tierras o de grandes rebaños, con sus campesinos, pequeños propietarios o artesanos.

§. Egipto
Egipto fue una de las provincias orientales que presentó más particularidades locales. De hecho, no fue anexionada como provincia, sino que quedó solo como una agregación a Roma con categoría de dominio heredado y considerando, de hecho, al emperador como el sucesor del faraón. No tenía como gobernador a un senador, sino a un eques al que se denominaba praefectus Alexandriae et Aegypti, mientras que el mando del ejército recaía también en prefectos ecuestres, ya que se consideraba como patrimonium principis, es decir, dominio particular del príncipe. No se concedió a ninguna de las ciudades la autonomía administrativa, sino que sus autoridades eran nombradas por el gobernador, y pudieron mantener el sistema administrativo ptolemaico.
Fue un país fundamentalmente campesino, ya que se consideraba como un centro privilegiado de producción agrícola. El trigo egipcio era fundamental para poder alimentar a toda Roma e Italia, lo que provocó que se preocupasen por la agricultura y por el sistema impositivo, ya que hubo una gran variedad de impuestos en metálico y en especie sobre la tierra, con la capitación y los impuestos sobre el transporte y los oficios.
Dentro de las aldeas de los nomos (las subdivisiones territoriales egipcias) se podían encontrar muy pocos rasgos sociales del mundo grecorromano. Sus habitantes eran los típicos campesinos surgidos en época de los faraones, aunque existían clases privilegiadas con cargos superiores e, incluso dentro de este grupo, había una clase aún más favorecida que ocupaba el funcionariado.

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Mosaico de tema nilótico. Egipto fue la provincia romana que presentó más particularidades; de hecho, se consideraba como propiedad privada del emperador, a quien se le debía pedir permiso para visitarlo. Museo Arqueológico Nacional. Fotografía cortesía de Ignacio Carracedo Justo.

Los grupos sociales egipcios tenían un claro carácter estanco, y dentro de ellos era muy difícil la movilidad social. Se distinguía entre los egipcios, los ciudadanos de origen griego, los alejandrinos y los romanos, y estaba prohibido el matrimonio entre los distintos grupos. Los egipcios tenían estatus de población sometida, y se consideraban dediticios, por lo que no podían recibir la concesión de la ciudadanía.
La población de Alejandría era sumamente turbulenta, lo cual creaba disturbios constantes. En la ciudad se enfrentaban, sobre todo, dos comunidades, que eran la griega y la judía, la cual contaba con su propia organización, con una gerusía y un jefe o etnarca. Pese a estos problemas, que creaban disturbios casi de forma constante, Alejandría contaba con un papel intelectual preponderante en el Mediterráneo, ya que sus instituciones culturales y científicas se consideraban las más prestigiosas. Todo esto llevó a que Egipto se considerase un destino turístico preponderante para los senadores y los intelectuales romanos.

§. La provincia de Judea
Judea era otra de las provincias orientales que más particularidades presentó. Se convirtió en una provincia romana procuratoria, controlada por un procurator Caesaris, que residía en la ciudad de Caesarea marítima. Controlaba el territorio y tutelaba los demás reinos circundantes de la zona. Para poder desarrollar bien su tarea, contaba con una guarnición de infantería y de caballería, además de con la ayuda del legatus augusti de Siria, a cuyo poder se encontraba subordinado.
En la zona de Jerusalén, a principios del siglo I d. C., se desarrolló el fariseísmo, un fenómeno social y religioso que se consideraba más urbano que rural. Básicamente consistía en una fuerza social menor que representaba los intereses del templo y cuyos integrantes servían como funcionarios y escribas. La aristocracia de Jerusalén estaba compuesta por una minoría de ciudadanos ricos e importantes, muchos de ellos sacerdotes. Los sumos sacerdotes tenían el poder del gobierno en Jerusalén y en Judea, con plena autonomía en los asuntos del templo. Atacar al templo era atacar el corazón del pueblo judío y el centro de su vida religiosa, social y política. Quien ponía en peligro el poder del sumo sacerdote, uno de los más fieles servidores de Roma en la provincia, ponía en peligro la paz, por lo que desafiar el sistema del templo era desafiar, a la vez, el orden público y la propia pax romana. Por ello, la aparición del movimiento de los fariseos fue muy importante para mantener el orden dentro de Judea, ya que se contraponía a la de aquellos grupos que intentaban deshacerse del dominio de Roma.
Con textos como los propios Evangelios o los Hechos de los Apóstoles se puede conocer y ver cómo era la vida de los habitantes judíos en las aldeas y en las pequeñas ciudades de Judea y de Galilea, sobre todo bajo la tetrarquía de Herodes Antipas (hijo del rey Herodes el Grande), por lo que no nos pararemos a analizar en profundidad la vida de estas poblaciones.
En toda esta zona, los matrimonios solamente podían celebrarse siguiendo el rito de los contrayentes. Las parejas de religión mixta o los ciudadanos laicos necesitaban salir de esta zona para poder contraer matrimonio civil laico, e iban a lugares como Rodas o Chipre. Las reglas comunes del derecho internacional privado establecían el reconocimiento de los matrimonios contraídos conforme a un derecho ajeno y fuera del país con la indispensable condición de que dicho reconocimiento fuese conforme al orden público interno.
Oriente presentaba una gran riqueza cultural, pero también religiosa. La conquista romana respetó las religiones ya preexistentes pero, a partir de Augusto, se incluyó y estructuró el culto imperial. Se organizaron los santuarios, los sacerdotes y los juegos en honor al emperador. De hecho, el culto al emperador se tomó en las provincias orientales como un acto de reconocimiento de la autoridad romana y todos debían participar de él, con excepción de los judíos, quienes estaban exentos. Se puede comprobar cómo la administración romana permitió el culto religioso particular de cada territorio siempre y cuando practicasen el culto imperial como forma de integración.

§. La situación del oriente romano
Por tanto, en Oriente subsistían culturas y religiones a las que hay que añadir las diversas lenguas que estos pueblos hablaban. Al este del imperio se hablaba sobre todo griego, considerado como la lengua internacional de las élites cultas. Se conocía el copto en Egipto, y en Oriente Próximo la gente del campo hablaba primordialmente arameo. Por ello, se puede decir que en las provincias los campesinos seguían inmersos en su cultura preexistente, aunque ya no existiese políticamente. Al contrario que el pueblo común, las élites se encontraban plenamente romanizadas, que en Oriente es lo mismo que decir helenizadas. Podemos poner como ejemplo de lo que suponía la vida cotidiana en el Oriente romano a la aristocracia egipcia, que empleaba a la vez las lenguas griegas y coptas, vivía al estilo griego e incluso iba al gimnasio, pero, por ejemplo, sus entierros seguían empleando los antiguos ritos egipcios. Su pronta aculturación se puede ver en la rápida difusión que tuvo el uso de nombres latinos y la gran extensión de la ciudadanía, la cual requería de la adopción del conocido tria nomina. Comenzaron a verse formas híbridas, y se mezclaban nombres latinos con indígenas en la composición del triple nombre. Aun sin recibir la ciudadanía, muchos individuos que querían adaptarse a la cultura romana adoptaron algunos nombres latinos sencillos. Estas clases más elevadas conocían y hablaban el latín, pero poco a poco el pueblo llano comenzó a incorporarlo en su día a día hasta que el emperador Claudio se propuso hacerlo obligatorio para todos los habitantes del imperio.
Se puede decir que la cultura grecorromana acabó penetrando en todas partes, con mayor o menor facilidad, aunque su introducción y su aceptación fueron más rápidas en las ciudades que en el campo, como ya hemos señalado. Los propios romanos se encargaron de promocionar la cultura helenística, ya que consideraban que lo griego se había convertido en un modelo a seguir por su nivel cultural, lo que facilitaba la existencia de un sustrato propio. En Oriente se mezclaba la cultura preexistente con este nuevo acervo cultural, y coexistían de forma pacífica, por lo que se mezclaban lenguas, costumbres y religiones. Si exceptuamos a los judíos, no hubo ninguna revuelta notable contra la romanización; el hecho de que existiese un «nacionalismo cultural» no provocó que se crease otro de tipo político o étnico. Dentro del marco político romano, sobrevivieron la mayor parte de las culturas indígenas, algunas con más fuerza que otras. Ya hemos dicho que no cambiaron ni sus costumbres ni sus lenguas, mientras que Roma no se preocupó excesivamente por imponer sus propios valores culturales y, por lo general, se limitó a dirigir el imperio. Roma absorbió, por tanto, todo el pasado y la riqueza cultural de los diferentes pueblos orientales sin que ello supusiese un problema o generase ningún conflicto de interés, aunque los hubiese conquistado a la fuerza.

Capítulo 11
November.
El ocio en el mundo romano

Contenido:
§. Los juegos de azar
§. La literatura
§. Las termas
§. La prostitución
§. Los espectáculos de masas: el teatro, los juegos circenses y gladiatorios
§. Los banquetes
El ocio siempre ha sido muy importante a lo largo de la historia; el hombre siempre ha intentado buscar actividades lúdicas que le divirtiesen en su tiempo libre. Los romanos no iban a ser menos, y llenaron su ocio con distintos pasatiempos, como podían ser los juegos de azar, los espectáculos públicos, el acudir a las termas o, incluso, la prostitución. En el mes de November o Novembris (cuyo nombre tan solo indicaba que estaban en el noveno mes del año) daremos un breve repaso a todo aquello que entretenía al romano a lo largo de su vida.
Cuando eran niños, preferían jugar con canicas (unas bolitas hechas de diferentes materiales como la piedra, el hueso o el vidrio) y con muñecas (las puppae). Además, muchos de sus juegos incluían la imitación de los adultos, por lo que jugar a ser soldado, por ejemplo, era uno de los entretenimientos más habituales de los niños.

§. Los juegos de azar
Los romanos fueron un pueblo muy aficionado a los juegos de azar, especialmente a los dados y a las apuestas con estos. Los dados se fabricaban en distintos materiales, como el hueso, el metal o el marfil, y muchas veces se trucaban, lo que obligó al uso de los cubiletes para lanzarlos y evitar las trampas. Tal fue la afición de los romanos por los dados que las leyes perseguían a los jugadores, castigaban su juego y solo lo permitían en festividades como las Saturnales (dedicada a Saturno que se celebraba del 17 al 23 de diciembre, días en los que se celebraban diversos banquetes, alguno de ellos público, se hacían intercambios de regalos y se le daba mayor libertad a los esclavos). Pese a ello, la afición no decreció, y se conocen emperadores como el propio Augusto o Claudio que jugaban y apostaban a los dados con frecuencia:
He cenado, mi querido Tiberio, con las mismas personas. Vinicio y Silio, el padre, han venido a aumentar el número de los convidados. Hemos jugado a los dados como viejos, durante la cena, ayer y hoy. Se tiraban los dados y cada vez que uno hacía el tiro del perro o el seis, pagaba un denario por dado; y el que hacía el tiro de Venus, ganaba todo.
Suetonio, Vidas de los doce césares Octavio Augusto, 71
Además de los dados, era frecuente ver dibujadas en las calles romanas tableros de juegos. Fueron realizados por las propias personas que jugarían con ellos. Buscaban distintos objetivos, que iban desde tratar de sacar provecho económico de los incautos que jugasen hasta poder disputar una partida con un amigo. Los tableros de juego (que recibían los nombres de tabulae lussoriae, alveoli o abaci) podían elaborarse con distintos materiales, como la madera, la cerámica, el mármol o la piedra, además de los que aparecían dibujados en las aceras de las calles. Junto a ellos se encontraban fichas, las cuales solían recortarse sobre cerámicas, aunque también se realizaban de piedra o de mármol.

§. La literatura
La literatura era una forma de ocio reservada a los grupos más elitistas de la sociedad, por cuanto presuponía el acceso a la educación, y debido al precio que alcanzaban los libros, al ser copias realizadas a mano. Pese a esta situación, algunos emperadores trataron de fomentar la literatura abriendo grandes bibliotecas públicas a las que podían acceder todos los interesados. Los romanos preferían la comedia y el mimo, ya que no les gustaba la narración desnuda de la experiencia como tal, aunque entre sus escritores figurasen poetas como Virgilio. El interés por la lectura decreció durante el Bajo Imperio, momento en el que las élites mostraron muy poco interés por la cultura en general.

§. Las termas
A través del contacto con la cultura griega, el romano se aficionó al uso de los baños, cuyos establecimientos recibieron el nombre de thermae o balnea, aunque estrictamente estas últimas solo servían para acudir a bañarse y no como lugar de esparcimiento. Se impusieron también en las provincias conquistadas, y se convirtieron en una medida higiénica y social. El uso que se hacía de los baños provocó que se diversificasen los servicios que ofrecían, a la vez que se iban convirtiendo en un lugar de esparcimiento, ocio y contactos sociales y políticos.

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Detalle de la decoración de las termas de Pompeya. La mayor parte de los edificios termales presentaba una cuidada decoración, con mosaicos, pinturas o esculturas de exquisito gusto. Fotografía de la autora.

Ello llevó a que se engrandeciese cada vez más el espacio termal, puesto que empezó a cubrir otras necesidades como el ejercicio gimnástico en la palestra, las tertulias o la lectura en la biblioteca.
La mayor parte de las termas tenían carácter municipal, por lo que su funcionamiento era vigilado por los ediles locales. Las termas más simples (conocidas como de tipo pompeyano) solo tenían la sala del caldarium (con el agua caliente), el tepidarium (con el agua templada) y el frigidarium (de agua fría), con un pequeño apodyterium (vestuario con una serie de nichos para dejar las pertenencias) y una palestra donde poder practicar deporte. Las termas de época imperial tenían como principal característica su concepción monumental, que ordenaba los espacios alrededor de un eje horizontal simétrico. Las estancias eran de mayor tamaño, y surgieron nuevas salas especializadas como el laconicum (similar a la sauna), las bibliotecas o las salas de reposo, entre otras.
El caldeo del agua y del aire en las termas se obtenía mediante unos espacios subterráneos, llamados hypocausta, sostenidos por pequeñas torres de ladrillo, donde se mantenía permanentemente encendido un fuego de leña. Las tuberías de cerámica o de plomo llevaban el aire caliente por el suelo y por las cámaras huecas de las paredes hasta llegar a las piscinas o paredes.
Las termas consumían mucha del agua que traían los acueductos, además de una ingente cantidad de leña. El abastecimiento de agua era fundamental en la planificación de una ciudad romana debido a la importancia de su uso público en fuentes, ninfeo, industrias y el saneamiento de las cloacas. El agua que llegaba a estos edificios se consideraba de primera necesidad y, en caso de sequía, era la última que se cortaba.

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Termas de Complutum . Estos edificios se mantenían calientes gracias al sistema de los hypocausta , pequeñas torres de ladrillo que sostenían el suelo y permitían el paso del calor. Fotografía cortesía de Ignacio Carracedo Justo.

El arrendatario de las termas tenía una serie de obligaciones que cumplir. Debía mantenerlas abiertas todo el año y, a diario, debía servir agua caliente, lo que provocaba que el hypocaustum estuviese en permanente funcionamiento. El horario de apertura era el siguiente: se podía acudir desde el amanecer hasta las ocho de la tarde. Las mujeres iban a bañarse hasta las dos, y desde ese momento hasta el cierre iban los hombres. El precio era de medio as para los hombres y, para las mujeres, un as. Los libertos, esclavos, soldados y niños entraban gratuitamente. Pese a que existía la separación de sexos en distintos tramos horarios, en ocasiones no se cumplía, por lo que se podían encontrar mujeres compartiendo espacio con los hombres, sobre todo en época imperial.
Sin embargo, hay que señalar que, aunque supusiesen para los romanos uno de los métodos de higiene personal más difundidos, las termas no eran tan limpias como parecían. La mayor parte de los focos de suciedad acababan en la misma agua donde se bañaban sus usuarios, quienes contribuían a ello entrando en las piscinas con toda la suciedad, el maquillaje o los ungüentos que durante el día les acompañaban: « ¿Qué os han parecido los baños? Aceite, residuos asquerosos, agua cenagosa, todo repugnante» (Marco Aurelio, Meditaciones, 8.24).
El agua de las piscinas tampoco se cambiaba con frecuencia debido a los limitados sistemas hidráulicos con los que contaban, aunque durante el Imperio se produjeron distintos intentos de introducir en las termas flujos ininterrumpidos de agua nueva y limpia que aliviaran la situación de suciedad.
Sin embargo, pese a estas circunstancias, la mayor parte de los romanos iban a las termas con total tranquilidad, ya que para ellos era una de las pocas ocasiones en las que podían asearse y, además, era una forma de relajarse y hacer vida social muy barata, por lo que la asistencia a las termas fue constante a lo largo de todo el Imperio.

§. La prostitución
El mundo del ocio en Roma incluía también la prostitución. Los romanos despojaron a la prostitución de cualquier tipo de componente religioso que hubiese tenido en otras culturas y mantuvieron el comercio sexual, ejercido sobre todo por las mujeres (aunque también había hombres desempeñando este oficio, sobre todo si eran esclavos). Asimismo, también situaron a las personas que ofrecían su cuerpo por dinero en los espacios más despreciables de la sociedad.
La prostitución en Roma fue un potente negocio en amplio desarrollo, sobre todo durante el Imperio. Era tan importante que se llegaron a registrar, solo en la ciudad de Roma, unas 32.000 prostitutas oficiales. El concepto de prostitución se ligó al beneficio económico, de modo que se despreciaba a la prostituta no tanto por mantener relaciones sexuales como por el hecho de comerciar con ellas y obtener ciertos ingresos. El control de la riqueza que podía generar la prostitución hizo surgir diversas reglamentaciones para imponer tasas a los burdeles. La recogida de una parte de los ingresos por la prostitución implicaba la elaboración de un censo, llevado a cabo por los aediles, con lo que se creó, de esta forma, un registro de burdeles.
En la sociedad romana, la infamia era el principal rasgo que caracterizaba a este oficio, ya que se consideraba que las prostitutas carecían de dignidad moral precisamente por el hecho de ejercer la prostitución. La infamia que cometían estas mujeres radicaba en el hecho de que ponían a la venta su cuerpo sin dedicarlo exclusivamente a la procreación, como hacían las demás mujeres. Ello llevaba a que las prostitutas no se pudiesen vestir como las matronas, sino que debían llevar telas transparentes o de colores muy llamativos y las togas de los varones. Tampoco podían ir a los templos, y se les podían aplicar castigos corporales cuando la ley así lo exigiese.
Existían varias palabras para referirse a las prostitutas. Estaban, sobre todo, la meretrix, que era la que se ganaba la vida ella misma y no necesitaba de un proxeneta, y la prostituta, que vendía y alquilaba por horas su cuerpo, respondiendo a una necesidad apremiante por parte del que lo solicitaba (la del sexo libre). Las prostitutas solían ser mujeres sin medios para ganarse la vida o, en la mayoría de los casos, esclavas obligadas a ejercer como tales en los distintos burdeles. También lo ejercían algunas mujeres libres, e incluso ciudadanas, además de pordioseras o personas con origen penal (estaban condenadas por delitos). Asimismo, podían caer también en la prostitución jóvenes violadas que se veían marginadas (sufrían un estigma social que las culpaba a ellas de la violación en vez de a su agresor) o mujeres emancipadas que querían ser independientes y no tenían otra profesión que ejercer. Su oficio era aceptado, pero, en cambio, a quien trabajaba de prostituta se le tenía en baja estima. La aceptación de la prostitución se debía a que se consideraba algo necesario para el buen funcionamiento del orden establecido, ya que preservaba a las mujeres decentes de los peligros del adulterio o de la violación. Los rasgos que definen a este oficio como tal eran la promiscuidad, el pago y la indiferencia emocional. La prostituta disponía libremente de su cuerpo, por lo que no cometía adulterio y no podía ser castigada por ello.
Además, se consideraba que existían diferentes categorías de prostitutas. La primera era la cortesana (una profesional de lujo que podía mantener una relación larga e íntima con el cliente), otras eran las mesoneras (que no eran prostitutas como tales, ya que este oficio no era su único modo de vida, sino solamente una forma de satisfacer a los clientes que buscaban alojamiento en su establecimiento, por lo que formaban parte de los servicios del mismo), las mujeres que, sin ser prostitutas como tales, ejercían la prostitución de forma esporádica porque su posición era muy precaria, y las esclavas obligadas a vivir en un burdel y a trabajar como rameras.
El precio de una prostituta podía variar; cobraban (por adelantado) dos ases como mínimo y dieciséis (el equivalente a un denario de plata) como máximo. Las cortesanas de lujo cobraban mucho más, pero se vinculaban de una forma muy estrecha con su cliente, y mantenían con él una relación prácticamente exclusiva. Asimismo, determinadas especialidades (como la fellatio) tenían una tarifa más elevada que debía ser abonada aparte.
Los lupanares (fornices) eran muy fáciles de identificar. Se encontraban decorados en su exterior con falos de piedra (pintados de rojo bermellón y colocados sobre la aldaba de la puerta), ya que, además de como reclamo para los burdeles, el pene erecto se consideraba un símbolo de buena suerte, llamado fascinum, por lo que era muy habitual encontrarlo como amuleto también y con carteles que indicaban los servicios que allí se ofrecían. Era muy frecuente encontrar también grafiti en las paredes del local, con representaciones obscenas, realizados por clientes. Además, las prostitutas se encontraban habitualmente en la calle tratando de atraer a los hombres. Para llamar más la atención y distinguirse de las mujeres decentes, vestían túnicas de colores y llevaban el pelo teñido (generalmente de colores como el azul, el naranja o el rojo) con una espesa capa de maquillaje. La elección de su vestuario no es casual, ya que la ley reflejaba que debían diferenciarse de las otras mujeres a través de su ropa y aspecto, como hemos visto anteriormente.

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Escena erótica de un burdel pompeyano. Era muy habitual ver decorados estos edificios con las especialidades de las prostitutas que allí trabajaban. Fotografía de la autora.

El prostíbulo tenía distintas estancias, entre las que destacaban las pequeñas cellae donde daban sus servicios, y estaba decorado con todo tipo de pinturas de escenas eróticas. Estaba regentado por el leno, que era quien llevaba el negocio y solía quedarse con la mayor parte de los ingresos de las rameras.
En Roma se habían vulgarizado unas pequeñas fichas, llamadas tesserae, que se utilizaban como entradas para el circo o para otros actos. Estas fichas llegaron al ámbito sexual y, durante el reinado de Tiberio, surgieron las spintriae, elaboradas con metal (generalmente, de bronce o de latón) con una forma parecida a las monedas, aunque el Estado no se encargase de su acuñación. En ellas se representaban una gran variedad de escenas sexuales, acompañadas por un número que iba del I al XVI. Aunque existen varias teorías sobre la utilidad de estas fichas, la más sostenida es que se trataba de los precios que cada servicio tenía. Por tanto, las imágenes de las spintriae facilitaban las relaciones entre los romanos y las prostitutas extranjeras, indicando los servicios que se querían y las tarifas. Sin embargo, el hecho de que solo se acuñasen durante el reinado de Tiberio y la escasa circulación que tuvieron ha llevado a algunos investigadores a considerar que, en vez de una ficha-moneda de los burdeles, se tratase de una medalla conmemorativa que el emperador ordenó.
El uso y consumo de la prostitución era muy frecuente en el Imperio romano, pese a la consideración de infame que tenían quienes la ejercían. Asimismo, las prácticas homosexuales (vinculadas o no con la prostitución) se encontraban bastante extendidas. En la Roma de Catulo era muy frecuente tener un favorito o un grupo de jóvenes esclavos con los que el hombre disfrutaba de diversas relaciones sexuales. Lo que estaba mal visto era el posible acto amoroso realizado con los hombres o muchachos libres. La peor acusación que se le podía hacer a un ciudadano era la de ser poco viril, es decir, actuar como pasivo en el amor, ya que se creía que su papel debía ser siempre activo. Este tipo de consideraciones llevaron al hecho de que se considerase como indigno al hombre que practicaba la fellatio o el cunnilingus, ya que adoptaba un rol inferior que no era el suyo. Pese a estas consideraciones, prácticas como las mencionadas se reflejaron muy frecuentemente en el arte, por lo que debían realizarse con cierta frecuencia.

§ . Los espectáculos de masas: el teatro, los juegos circenses y gladiatorios
Otra forma (y una de las favoritas para los romanos) de llenar sus ratos de ocio era acudir a los ludi. Estos eran los espectáculos de masas destinados al entretenimiento de la sociedad. Podían dividirse en ludi scaenici o teatrales y gladiatorum o circenses. También se incluían las competiciones atléticas, entre las que destacaban los ludi pugilum. El origen de estos espectáculos se vinculaba con las ceremonias fúnebres celebradas para los difuntos o con los rituales en honor a los dioses, con un importante carácter ritual que fue perdiéndose poco a poco en el tiempo. Fue en el año 105 a. C. cuando el Estado instituyó como espectáculos los juegos gladiatorios, dándoles primero el nombre de munus, palabra que expresó su primitiva y funesta función de aplacar con sangre a los muertos. Finalmente se convirtieron en meros juegos o deportes (y se llamaron también ludi, además de munus), que acabaron usándose como instrumentos políticos o, con motivo de las festividades religiosas, para honrar a los dioses.
La importancia que tenían los espectáculos en Roma era tal que, durante los días destinados a su celebración, se suspendía todo tipo de actividad profesional, comercial y pública, lo que facilitaba la asistencia de la población a los actos. Esta situación llevó a que los espectáculos se convirtieran en el Imperio en un fenómeno político y social de primera magnitud, y el hecho de que el Estado y los magistrados los organizaran gratuitamente (o cobrando una entrada a precio irrisorio) para los más desfavorecidos hizo que los ciudadanos pronto los consideraran como un derecho más, que las autoridades procuraron satisfacer, evitando de esta forma las posibles revueltas. Junto con los repartos gratuitos de trigo, los espectáculos ayudaron a que la plebe perdiese casi todo el interés por la política y se preocupara tan solo del famoso «pan y circo» que denunciaba Juvenal: «Desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y solo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo» (Juvenal, Sátiras, 10.77-81).
Es interesante señalar que, pese a la idea que siempre se nos ha transmitido que todos los romanos disfrutaban con los espectáculos sangrientos como las luchas de gladiadores, hubo algunas voces (relacionadas con las élites intelectuales) que condenaban los juegos. Sin embargo, siempre fueron un sector minoritario frente a la gran mayoría de la población que disfrutaba acudiendo a los ludi: « ¿Qué placer puede representar para una persona culta ver cómo un hombre débil es despedazado por una fiera fuerte y gigantesca o cómo un hermosísimo animal es atravesado por una jabalina?» (Cicerón, Epístolas Familiares, 1).
En los teatros se organizaban los ludi scaenici, que podían incluir las obras de los poetas, las pantomimas, los mimos y las atelanas que explicaremos a continuación. A finales de la República se representaban sobre todo traducciones de obras griegas, pero ya a comienzos del Imperio vemos cómo surgieron las primeras comedias y tragedias genuinamente romanas. Los autores romanos se valían de la técnica conocida como contaminatio (la superposición de una obra griega a otra, bien sea mezclando las dos o bien tomando una como base para añadirle diversas variantes) para elaborar sus propias obras, aunque debemos reconocer que surgieron algunas completamente originales, sobre todo aquellas relacionadas con la comedia. La comedia y la tragedia se conocían con el nombre de fabulae y eran las preferidas por el público más culto. La tragedia, en concreto, recibía los nombres de fabula cothurnata yfabula praetexta, y la comedia los de fabula palliata y fabula togata.

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Teatro de Pompeya. Dentro de los teatros se realizaban los ludi scaenici, donde se veían representadas las cultas obras de los poetas, pero también otras de menor valor literario como los mimos. Fotografía de la autora.

Además de la comedia y la tragedia se interpretaban también atelanas (dramas improvisados), los mimos (representación grosera en la que podía haber crítica política e individual) y las pantomimas (una especie de mimo más completo), que eran las representaciones favoritas de las clases populares. En el período imperial se pusieron de moda los espectáculos coreográficos acuáticos (denominados actualmente tetimimos), en los cuales se celebraban mimos con licenciosas exhibiciones de desnudos femeninos.
En la ciudad de Roma se representaban las obras de los poetas más importantes y conocidos, mientras que en las ciudades del Occidente latino lo que se representó fueron las obras de los poetas menores, que vendían sus trabajos a las compañías teatrales. Este tipo de obras contaban con la existencia de un coro y de unos músicos, además de la de los propios actores que interpretaban a los personajes. En cambio, las pantomimas y los mimos eran más simples, ya que las primeras apenas llevaban texto (salvo los cánticos en el coro) y en los segundos la mayoría de los personajes y de las acciones eran fijos, y los diálogos se improvisaban.
Acompañando a los ludi scaenicise encontraban las missilia, las obras menores que sirvieron de entretenimiento en los intermedios del espectáculo. También se incluyeron los acroamata o citarodia, espectáculos escénicos menores para ser escuchados, una especie de recitales de música o de canto.
Al ser un espectáculo de masas, las obras se adaptaban generalmente al público, y tenían en su trasfondo motivos políticos que los espectadores entenderían sin mayores problemas. La gente se entretenía con el teatro, ya que se consideraba el único género literario que reflejaba de forma más o menos acertada la vida diaria. Ello hacía que los magistrados, quienes debían organizar estos espectáculos, usasen las obras teatrales para obtener el apoyo de la plebe y favorecer así su carrera política.
Los actores profesionales (histriones) estaban organizados en compañías (caterva) poco numerosas —por lo general cuatro o cinco actores se repartían todos los papeles de una obra— bajo la dirección de un patrono (dominus). La mayoría tenían la condición jurídica de esclavos o libertos, y procedían sobre todo del Mediterráneo oriental, si bien también hay atestiguados actores occidentales, en particular de Italia. Recibían dinero por sus actuaciones, pero los salarios variaban sustancialmente en función de la fama de cada uno de ellos, y muchos vivían de manera muy frugal, ya que casi siempre el patrono se embolsaba la mayor parte de sus ganancias. Al cabo del año, solo se celebraban unas pocas representaciones teatrales en cada ciudad, de modo que los actores debían complementar sus ingresos con otras actividades artísticas y mediante «giras teatrales» por diversas ciudades.
En general, los actores eran vistos como personajes vulgares y moralmente repudiables, hasta el punto de que fueron tratados por la ley romana como infames y su profesión se consideraba ignominiosa. Sin embargo, existieron notables excepciones. Se conocen en época tardo republicana actores como Roscio Galo y Clodio Esopo que llegaron a ser famosos en su época, convertidos en estrellas capaces de reunir grandes fortunas y bien vistos incluso entre los círculos aristocráticos. Los actores eran siempre hombres, ya que no estaba bien visto que las mujeres participasen en el teatro y solo podían actuar en los mimos o tetimimos, y algunos tenían que representar varios papeles en la misma obra. Por ello, tanto los papeles masculinos como los femeninos eran interpretados por hombres, vestidos con pelucas o máscaras adecuadas para cada papel representado. Se sabe que los actores romanos llevaban en ocasiones máscaras, pero no está claro si lo hacían siempre o solo en algunas representaciones. En todo caso, se considera que el uso de la máscara era menos frecuente que en el teatro griego. En la comedia, generalmente, no usaban máscaras, sino que se maquillaban y se caracterizaban sin recurrir a ellas. Cuando no utilizaban máscara, el atavío y las pelucas, que eran blancas para los ancianos y pelirrojas para los esclavos, servían para caracterizar a los diversos personajes. Las máscaras eran de tamaño superior a la cabeza del actor y se las colocaban sobre la testa como si fuesen cascos.

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Máscara teatral que representaba al dios Pan. Muchos actores empleaban máscaras para ayudar a mostrar los sentimientos del personaje al público, por lo que estos objetos se convirtieron en un elemento decorativo más de los teatros. Museo Arqueológico de Córdoba. Fotografía de la autora.

El tamaño permitía que el actor fuese más visible para el público, lo que ayudaba a seguir mejor la obra. Las bocas abiertas de las máscaras contenían un megáfono de latón para proyectar la voz y que se oyese desde cualquier punto del teatro. No solo eran más visibles los actores sino que los agujeros para ver hacían que el que las llevase pudiese ver a grandes distancias. Sin embargo, la inmovilidad de la expresión facial suponía un esfuerzo por parte del público para imaginar el cambio del estado de ánimo del personaje mediante el diálogo.
Por ello, en Roma comenzaron a utilizar la máscara doble, compuesta por un lado sonriente y otro airado que servía para enseñar al público la que conviniese en cada momento. Generalmente este tipo de máscaras se utilizaba en comedias y pantomimas.
En los anfiteatros se celebraban, principalmente, los espectáculos gladiatorios, donde se enfrentaban varias clases de combatientes. Los primeros gladiadores que surgieron se encontraban vinculados a los combates funerarios, por lo que su nombre era bustuarii. Habitualmente eran esclavos y combatían a muerte en honor del fallecido, portando tan solo un gladius y un pequeño escudo. Cuando los combates se convirtieron en espectáculo, los bustuarii desaparecieron. Estos guerreros podían ser tanto profesionales (los más valorados por el público) como esclavos o condenados a muerte (cuando estos últimos luchaban se consideraba que eran munera sine missione, donde no habría supervivientes). Se conocían bastantes tipos de armaturae dentro de los gladiadores, es decir, se diferenciaban por las armas, tanto ofensivas como defensivas, y por armamento pesado o ligero. Eran el murmillo, el retiarius, el traex, el secutor, el provocator, el essedarius, el contrarete, el hoplomachus, el samnis (que desapareció ya en época julio-claudia), el eques, elpaegnarius, el gallus, el cataphractarius, ellaquerarius, el scissor, el andabata, elcrupellarius, el iaculator, el sagittarius, el tunicatus y el dymachaerus. Los seis primeros eran los gladiadores mayoritarios, mientras que era más difícil encontrar al resto en los combates. El murmillo, el contrarete y elsecutor presentaban las mismas armas y solían enfrentarse al retiarius (quien usaba las armas propias de un pescador, el tridente y la red), y este era el combate preferido por el público. Los paegnarii se consideraban más combatientes bufonescos para divertir al público en los intermedios que un tipo de gladiador serio en sí mismo. A continuación traemos al lector un breve resumen con las características de los diferentes gladiadores para que pueda distinguirlos en las representaciones: Con independencia del tipo de gladiador, todos compartían ciertas piezas del equipamiento. Llevaban un subligaculum, es decir, el taparrabos que sujetaban con el cinturón, las protecciones hechas con tiras de cuero en las piernas y brazos, y la mayoría usaba la manica (protector para el brazo hecho con láminas de metal y acolchado en su interior) y se cubrían con un casco o un yelmo. La finalidad del yelmo no era la de proteger el rostro del gladiador, sino la de ocultarlo para que los espectadores, al no verle la cara, no sintiesen piedad durante la lucha. Asimismo, combatían descalzos, evitando así posibles resbalones.
No vamos a terminar de describir los diferentes tipos de gladiadores sin antes referirnos a uno de los temas más polémicos, la presencia de mujeres luchando en la arena. Siempre se ha visto las luchas entre mujeres en el anfiteatro como una licencia histórica, pero es cierto que (aunque escasas) existe un cierto número de fuentes literarias donde se nos relata la existencia de estos combates.

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Anfiteatro de Pompeya. Como en los estadios de fútbol modernos, el público se peleaba dentro de los anfiteatros, lo que provocaba que a veces Roma cerrase una temporada el edificio como forma de castigo, algo que ocurrió en el de Pompeya. Fotografía de la autora.

Tal y como ocurría con los hombres, el origen de la gladiatura femenina se encontraba en los combates rituales funerarios, lo que podemos ver en el siguiente texto de Nicolás de Damasco:
Los romanos presentaban los juegos de gladiadores, una práctica que les fue dada por los etruscos, no solo en los festivales y en los teatros, sino también en sus banquetes. Es decir, algunas personas a menudo invitaban a sus amigos a comer y a otros pasatiempos agradables, pero además podía haber dos o tres parejas de gladiadores. Cuando todos habían bebido lo suficiente, llamaban a los gladiadores. En el instante en que la garganta de alguno era cortada, aplaudían con placer. Y a veces resultaba que alguno había especificado en su testamento que las más bellas mujeres que había comprado debían enfrentarse entre sí, e incluso otro podía haber decretado que dos chicos, sus favoritos, debían hacer eso.
Nicolás de Damasco, Atlética, 4153
A los romanos no les escandalizaba el hecho de que una mujer pudiera combatir como un hombre, sino el hecho de que fuera una mujer libre quien decidiera hacerlo. En el caso de las esclavas o de las prisioneras de guerra, esta situación no tenía la menor importancia, ya que se veía como un entretenimiento, pero si era una ciudadana libre pensaban que estaba pervirtiendo los valores y la moral de la sociedad.
Los romanos no tenían un término concreto para referirse a estas mujeres (de hecho, la palabra gladiatrix es un invento moderno), por lo que solían denominarlas mulier o femina. Por el uso de ambas palabras, parece que las mujeres de cualquier clase social se entrenaban para los combates gladiatorios. Las mujeres de clase alta, las feminae, probablemente no entrenarían para luchar como tal en el anfiteatro, y tampoco lo harían por dinero, sino que sería para ellas una manera de pasar el tiempo libre y mantenerse en forma dentro de ese ambiente de libertad del siglo I d. C. que vimos en Aprilis. Las de clase baja, llamadas mulieres, si decidían entrenarse como gladiadoras lo hacían para conseguir dinero, y buscaban posibles combates en los que lucirse. Normalmente, se vinculaban a un empresario especializado en los entrenamientos de gladiadores, quien les proporcionaba comida y un lugar donde practicar, aunque recibían menos dinero por combate que los hombres.

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Anfiteatro Flavio. El anfiteatro más grande de todo el imperio fue el Anfiteatro Flavio de Roma, construido por la dinastía Flavia en los antiguos terrenos de la Domus Aurea de Nerón, y que podía cobijar unos cincuenta mil espectadores. Recibió más tarde el nombre de Coliseo por la cercana estatua del coloso de Nerón, y con este nombre ha perdurado hasta la fecha. Roma. Fotografía de la autora.

Se entrenaban con los mismos medios y armas que los hombres, pero si combatían en las monomachia (enfrentamientos en los que luchaba una pareja de gladiadores) solo podían hacerlo contra otra mujer. Esto era debido a que se buscaban siempre luchas igualadas, y si se enfrentaban a un hombre, este presentaría una mayor ventaja física. Cuando se realizaban enfrentamientos grupales, sí luchaban junto y contra hombres, aunque usaban un carro y un arco como arma, ya que se creía que así la contienda sería más igualada. También está bastante discutido si combatían con el pecho desnudo, como sus compañeros, o si por el contrario sujetaban sus senos con una banda de tela. Lo más probable, sobre todo si usaban coraza, es que se sujetasen el pecho, lo que las ayudaría a combatir de una manera cómoda para ellas.
Las fuentes relacionaban las luchas de gladiadoras con el lujo y el exotismo, debido a que los romanos pensaban que los pueblos exóticos eran los únicos que adiestraban a sus mujeres en la guerra. Esta relación con el lujo hizo que los combates femeninos fuesen muy caros, de tal forma que la mayor parte de los munera en los que aparecían gladiadoras solo podía costearlos el emperador. Además, sus combates siempre presentaban ciertas condiciones excepcionales, ya que la mayor parte se realizaban por la noche y se iluminaban con antorchas, lo que ha hecho dudar a los historiadores de que se tratase de luchas regladas, pues las consideran exhibiciones espectaculares realizadas de manera puntual.
Parece ser que fue el emperador Septimio Severo quien, en el año 200 d. C., prohibió a cualquier mujer, ya fuese libre o esclava, luchar como gladiadora, acabando por tanto con los combates femeninos.
Los festejos gladiatorios eran pagados por los magistrados de cada ciudad, ya que las leyes los obligaban a ello, y así se permitía que el acceso a los mismos fuese gratuito y para acceder a los espectáculos era necesario tener una tessera, una especie de ficha de hueso que llevaba grabados los datos del asiento. Los juegos de las ciudades provinciales solían ser más baratos que los de Roma, ya que no intervendrían gladiadores itálicos (mucho más caros), sino locales. Asimismo, era posible abaratar el precio de los ludi si los combates no eran a muerte, lo que permitía recuperar la inversión sobre los gladiadores. Costaba mucho dinero entrenar y mantener a un gladiador, por lo que no era habitual que muriesen en la arena, como habitualmente se cree. Era una inversión muy cara para perderla en un combate, aunque es evidente que muchos de estos guerreros perdían la vida en la arena, ya que el público así lo reclamaba. Sin embargo, es importante insistir en que estas muertes no eran lo más frecuente. Pese a estas maneras de abaratar costes, los precios de los combates se elevaron tanto que en el siglo I d. C. los emperadores tuvieron que tomar medidas para moderar los espectáculos. Sin embargo, continuaron subiendo tanto de precio que algunos magistrados se arruinaron organizando este tipo de espectáculos. Dos eran los mayores gastos de estos combates: la contratación de los profesionales y la compra del material necesario para llevar a cabo los ludi. En función de la calidad de lo adquirido, podía variar ligeramente el precio de los espectáculos.
A primera hora de la tarde daban comienzo los juegos gladiatorios:
Por casualidad, a mediodía asistí a una exhibición, esperando un poco de diversión, unos chistes, relajarme… Pero salió todo lo contrario… Estos peleadores de mediodía salen sin ningún tipo de armadura, se exponen sin defensa a los golpes, y ninguno golpea en vano… Por la mañana echan los hombres a los leones; al mediodía se los echan a los espectadores. La multitud exige que el victorioso que ha matado a sus contrincantes se encare al hombre que, a su vez, lo matará, y el último victorioso lo reservan para otra masacre. Esta clase de evento toma lugar estando casi vacías las gradas… Al hombre, sagrado para el hombre, lo matan por diversión y risas.
Lucio Anneo Séneca, Cartas a Lucilio, 7.3
El combate empezaba con un simulacro de lucha con armas de madera ( arma lussoria), que suponía una especie de preparación para los gladiadores. Se tocaba el cuerno para dar comienzo al enfrentamiento entre dos tipos diferentes de gladiadores, y se seguía hasta el momento del triunfo final por parte de uno de ellos. El combate estaba vigilado en ocasiones por árbitros y mientras el público animaba enfervorecido a su favorito. En ese momento, se preguntaba al magistrado organizador de los espectáculos y al público si se debía matar o no al vencido, el cual ya había pedido clemencia levantando la mano y extendiendo el dedo índice.

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Mosaico de la Casa de los Gladiadores. Las luchas de gladiadores fue uno de los temas preferidos dentro del arte romano, las cuales podemos encontrar tanto en lucernas como en pinturas o mosaicos. Kourion (Chipre). Fotografía de la autora.

Debido al alto coste de estos espectáculos, no morían tantos gladiadores como se pensaba, pero los que lo hacían eran adiestrados para morir con dignidad y sin oponer resistencia, ofreciendo el cuello de forma voluntaria para ser degollados por su oponente:
¿Qué gladiador mediocre ha dejado escapar un lamento, cuál ha mudado alguna vez su rostro? ¿Cuál se ha comportado ignominiosamente, no ya cuando resistía en pie, sino una vez caído a tierra? ¿Cuál, una vez caído a tierra, ha retirado su cuello ante la orden de recibir el golpe? Tal es la fuerza del entrenamiento, la preparación y la costumbre.
Cicerón, Tusculanas, 2.17
Los vencedores recibían en premio palmas, coronas adornadas y una cierta cantidad de dinero. Cuando se les otorgaba como premio una espada de madera (rudus), se consideraba que podían abandonar la profesión de gladiador, y se convertían en rudiarii. Los que morían en la arena eran sacados por esclavos, que arrastraban sus cuerpos con unos ganchos por la Porta Libitinaria (momento en el que se aseguraban que hubiesen muerto realmente al quemarlos con un hierro candente) y los enterraban en uno de los cementerios destinados a su profesión.
La gladiatura se consideraba en Roma una ocupación infamis, y por ello el gladiador tenía sus derechos limitados. Por esta razón, a muchos gladiadores, sobre todo los esclavos, los prisioneros de guerra o los fugitivos, se les marcaba. Esta marca podía ir desde un simple tatuaje hasta una marca hecha a fuego en la piel, que se hacía con un hierro al rojo en algún lugar visible, como la cara. La marca consistía habitualmente en las iniciales de la escuela a la que pertenecían, ya que si se escapaban se sabía a dónde devolverlos.
Pese a estos estigmas, gozaban del apoyo y de la admiración del público, lo que vemos en las numerosas representaciones que protagonizaban, por lo que, en muchos casos, se trataba de un oficio vocacional (a no ser que se tratase de un criminal condenado a ser gladiador).
Cuando un hombre libre decidía ser gladiador acudía al lanista (empresario especializado), quien lo formaba y luego lo alquilaba para la celebración de los espectáculos.

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Mosaicos con luchas de gladiadores donde se pueden ver los signos que acompañaban a sus nombres, como el de obiit . Con este tipo de signos se indicaba quién había ganado la batalla o, incluso, qué gladiador había perdido la vida en ella. Museo Arqueológico Nacional. Fotografía cortesía de Ignacio Carracedo Justo.

Luchar era su obligación desde ese momento y, en caso de cobardía, podía ser azotado o marcado con hierros candentes por faltar a su palabra. En el arte (tanto en los mosaicos, como en la pintura parietal o la decoración de objetos como las lucernas) se ve a los gladiadores, generalmente combatiendo, y junto a ellos podían aparecer sus nombres. Al lado del caído en el combate se observaba también un signo, que era habitualmente la O cruzada de obiit (murió). Cuando era perdonado, en ocasiones se colocaba la M de missus, y a los vencedores los acompañaba normalmente la abreviatura VIC, de victor.
Los juegos gladiatorios, como todos los espectáculos, se convirtieron en un gran negocio. Aparecieron comerciantes de esclavos, los lanistas, que fundaron escuelas de gladiadores (llamadas ludus), donde formaban a estos y los alquilaban para los diferentes juegos. A dichas escuelas podían acceder también personas libres que deseasen formarse como gladiadores para buscar en la arena fama y gloria. Los ex gladiadores, que habían conseguido sobrevivir, se convertían frecuentemente en entrenadores de nuevos gladiadores, y quedaban a las órdenes de algún lanista, aunque si habían conseguido ahorrar el suficiente dinero compraban esclavos para formarlos, y se convertían ellos mismos en lanistas.
Dentro de los anfiteatros se celebraban también acosos de fieras o se simulaban cacerías de animales salvajes (las venationes o munus venatorum), espectáculos que se realizaban por la mañana como «aperitivo» previo a las luchas gladiatorias. Estos acosos podían ser variados: a veces se exhibían solo fieras, otras luchaban entre sí (nunca se enfrentaban dos mismas especies sino diferentes animales como el toro o el elefante) o contra hombres, los cuales recibían el nombre de bestiarius y podían ser criminales, prisioneros de guerra que eran ejecutados y servían como alimento a las fieras (la llamada damnatio ad bestias) o guerreros contratados:
Ahí está entrando en la arena un oso de la Caledonia. Se acerca. Mirad cómo ataca con sus garras aquel vientre desnudo. Descubre sus vísceras. Los miembros lacerados aún vivos manan sangre, el cuerpo destrozado no parece siquiera un cuerpo humano.
Marcial, De Spectaculis, 7


Como costaban muy caros los animales para el mantenimiento de las fieras destinadas a los espectáculos, las alimentaba con la carne de los criminales, echándoselos vivos para que los devorasen; cierto día en que visitaba las prisiones, ordenó, permaneciendo en el rastrillo y sin consultar siquiera el registro en que constaba cada pena, que en presencia suya echasen indistintamente a todos los prisioneros a las fieras.
Suetonio, Vida de Calígula, XXVII
Los condenados eran conducidos al anfiteatro desnudos o semidesnudos, y llevaban las manos atadas a la espalda. A veces, podían convertirse en las víctimas sustitutorias de los sacrificios que debían hacerse en honor a los dioses, por lo que entonces salían a la arena vestidos como sacerdotes. Existieron grupos o familias de bestiarios que se adiestraban en escuelas especiales, como la creada por Domiciano a finales del siglo I d. C. Las primeras fieras que se vieron en Roma procedían de África, lo que evidencia que, además de animales autóctonos, se importaban otros, como se comprueba en el hecho de que en el 58 a. C., durante las fiestas organizadas por Escauro, se exhibieran cocodrilos e hipopótamos. Aun así, los espectáculos animalísticos son anteriores en Roma, ya que el primero que se conoce fue el celebrado por Fulvio Nobilior para celebrar la victoria romana sobre los etolios en el año 186 a. C.
Los acosos de fieras fueron creciendo en importancia, ya que con el munus venatorum se enfrentaban la audacia inteligente del cazador y la violencia y fuerza bruta del animal. Abundaban los animales de una sola especie poco común que se presentaban al público, lo que nos habla de un comercio de fieras a gran escala perfectamente organizado y muy rentable. El cazador de los animales era, además, el propietario de los mismos, y el que podía comerciar con ellos. Los elefantes eran una excepción, ya que sus cacerías solo podían realizarse con previo permiso del emperador debido a que su posesión se consideraba un privilegio exclusivo. Los emperadores también se reservaban el privilegio de cazar leones o autorizar su captura; estos eran, junto a los elefantes ya mencionados, los únicos animales que no se podían cazar de forma libre. Roma llevó a las provincias el gusto por los espectáculos de fieras invirtiendo grandes sumas de dinero en ellos y organizando diversas redes de transporte de animales que los llevasen de sus lugares de origen hasta los anfiteatros. La muerte de las fieras se consideraba que tenía un significado mágico, ya que con ella se glorificaba al dominus que organizaba los juegos, y se le otorgaba una protección sobrenatural contra las fuerzas del mal. Por ello, se consideraba que las escenas decorativas donde se veía la caza de estas bestias tendrían el mismo efecto mágico y profiláctico, reflejándose el sentido virtuoso de la caza y el influjo de las fuerzas misteriosas y victoriosas que se localizaban en el anfiteatro.
También podían representarse en los anfiteatros otros espectáculos, como las pantomimas o las naumaquias. En las pantomimas de los anfiteatros los actores eran criminales condenados a muerte que se entrenaban durante un tiempo para poder desarrollar el espectáculo. Una de las modalidades favoritas de la pantomima consistía en que llevasen puestos vestidos que se incendiaban, por lo que morían abrasados. Otra consistía en la representación de mitos más alegres u obscenos que servían para distraer al público, aunque acabasen igualmente con la muerte de los actores. También se representaban las lusiones, espectáculo anfiteatral vinculado a combates incruentos de tipo preparatorio o clasificatorio.
La arena podía inundarse de agua para celebrar los combates navales o naumachiae. Quienes se enfrentaban en este tipo de combates recibían el nombre de naumachiarii y habitualmente eran condenados a muerte. Solían ser espectáculos sumamente costosos, por lo que su representación era bastante infrecuente: «Igualmente organizó batallas navales, en las que se enfrentaron casi verdaderas flotas, en una gran extensión de agua que había hecho formar a orillas del Tíber y luego rodear de gradas, y siguió el espectáculo hasta el fin, bajo un chaparrón torrencial» (Suetonio, Vidas de los doce césares, Domiciano, 4).

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Escena de venatio. Para las luchas de fieras, Roma organizó toda una red comercial a gran escala que permitiese importar cualquier tipo de animal a las ciudades donde se celebrasen estos espectáculos. Museo Arqueológico Nacional Romano. Fotografía de la autora.

El atletismo no gozó de gran fama en la parte occidental del imperio, zona en la que se conocen pocos estadios permanentes, lo que provocó que estos juegos se celebrasen en circos, anfiteatros o palestras de las termas. Roma recibió de los etruscos la concepción de las pruebas atléticas, en las que sobresalía el pugilato y predominaba la idea de diversión sobre la competición (los ludi pugilum), mientras que solo puntualmente adoptó el espíritu competitivo griego. De ahí que en el occidente del imperio las pruebas atléticas se celebrasen dentro de los espectáculos del circo, durante los intermedios de las carreras de carros. En cambio, en Oriente, se concebía el atletismo en forma de agon o certamen gymnicum, donde predominaban los elementos competitivos frente al espectáculo, y sus protagonistas (athletae) eran hombres libres cuyo orgullo ciudadano era el de ser laureados en estas competiciones. Por tanto, la concepción lúdica de los romanos hacía que el objetivo de las pruebas fuese la diversión del público, lo que acabó traduciéndose en el predominio del pugilismo frente al atletismo.
Dentro de las pruebas pugilísticas existían tres tipos de combate cuerpo a cuerpo: lucta, pugilatus y pancratium. La lucta tenía como objetivo derribar e inmovilizar al contrario en el suelo tres veces. En el pancratium se permitían todo tipo de golpes con puños y piernas. El pugilatus supone un precedente del boxeo moderno, pero era muchísimo más violento. Los combatientes se enfrentaban por sorteo y no por categorías de peso, lo que hacía que el combate fuese desigual en ocasiones. Los golpes se concentraban en la cara y tenían unas posiciones fijas en el ring. Se combatía con los guantes (caestus), que consistían sobre todo en tiras de cuero enrolladas con refuerzos de metal, y que en ocasiones terminaban en pinchos. No había delimitación de tiempo ni división en asaltos, sino que la lucha duraba hasta que el árbitro declarase el knock out o hasta que uno de los púgiles se retirase. La violencia de estos combates hizo que casi todos los púgiles fuesen esclavos, pertenecientes a pequeñas compañías, ya que solían terminar con la cara desfigurada. El coste de estos espectáculos no debía ser excesivo y el premio que obtenía el púgil pasaba a ser de su propietario.

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Mosaico con escena pugilística. Para hacer los combates de boxeo más violentos aún, los púgiles llevaban en sus guantes pinchos, que servían para herir y tratar de desfigurar al oponente. Ostia. Fotografía de la autora.

En el circo se celebraban los ludi circenses, que consistían en carreras de carros o de caballos. Empezaban con una procesión religiosa, acompañada por diversos músicos, danzantes o carros con estatuas de dioses, y que terminaba en la propia arena del anfiteatro. El inicio del espectáculo se marcaba con la aparición del patrocinador del mismo, que recibía los agradecimientos por su organización. Los juegos circenses eran bastante caros, y se gastaba la mayor parte del dinero en la contratación de caballos, ya que su coste era elevado. Un buen caballo podía costar lo mismo que la organización de unos juegos, y si se accidentaba había que pagar al propietario su valor. Además hay que tener en cuenta que en un solo día de carreras participaban casi un centenar de caballos, lo que nos hace tener una idea del enorme desembolso que hacía el editor de los juegos. Sin embargo, como en el caso de las luchas gladiatorias, existían ciertos «trucos» para abaratar precios, como era el alquilar los caballos a diferentes cuadras. Pese a esto, la suma pagada debía ser enorme.
Se daba la señal de comienzo arrojando una tela blanca (mappa) a la arena. A continuación, salían los diversos carros, representados por los colores de su facción, y daban siete giros alrededor de la spina (el eje central) del circo, lo que equivaldría a unos ocho mil doscientos metros. Aunque parece una prueba fácil, no solía serlo, los accidentes eran muy frecuentes y la violencia también marcaba este espectáculo: los conductores se agredían entre ellos, había empujones para desestabilizar los carros, las ruedas de algunos carros llevaban pinchos con los que herir a los caballos del contrario… Como en casi todos los espectáculos del mundo romano, había bastante violencia y sangre, que era lo que atraía de ellos al público. Los carros podían estar tirados por dos, tres, cuatro o incluso seis, ocho o diez caballos, pero cuatro era lo más habitual. El mejor caballo se enganchaba en la parte izquierda del carro, ya que facilitaba el giro de la spina, el momento más arriesgado de la carrera. Los caballos laterales (funales) eran más veteranos y veloces que los que iban sujetos al timón (iugales). Los carros se dividían en facciones, apoyadas por un cierto número de seguidores. Durante la República solo existieron la blanca y la roja, a las que se añadieron durante el Imperio la verde y la azul. Domiciano añadió las facciones púrpura y áurea, pero desaparecieron a su muerte. A finales del siglo III d. C. los rojos fueron absorbidos por los verdes, y los blancos por los azules, lo que aumentó su poder e influencia y provocó una rivalidad aún más encarnizada. La aristocracia y la clase pudiente eran generalmente partidarios de los azules, mientras que la plebe (y los emperadores calificados como populistas) lo fueron de los verdes. Los partidarios de cada facción eran verdaderos hooligans, se enfrentaban a los contrarios y apoyaban sus colores con auténtica pasión:
Al principio solo había dos colores, el blanco y el rojo: el blanco estaba dedicado al invierno, por el recuerdo del candor de la nieve; el rojo al verano, porque recordaba el fulgor del sol; la cosa con el tiempo tomó otro desarrollo, la superstición llevó a que algunos dijeran que el rojo era el color de Marte, el blanco lo consagraron a los Céfiros; a la Madre Tierra dedicaron un color entre verde y amarillo y por tanto a la primavera; al cielo, al mar y al otoño dieron el azul.
Tertuliano, De Spectaculis, 9
El auriga ganador de la carrera recibía una bolsa de dinero junto con una corona de laurel y una palma que mostraban con orgullo al enfervorecido público que le había apoyado. Para animar las carreras, durante los intermedios podían verse competiciones de atletismo o exhibiciones de jinetes acróbatas (los desultores) que mostraban sus habilidades con los caballos, saltando de uno a otro mientras los animales corrían a gran velocidad.

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Escena de cuadriga victoriosa. Tanto los aurigas como los caballos victoriosos eran muy apreciados por el público, al que le gustaba incluso representarlos en mosaicos u otros objetos. Museo Arqueológico Nacional Romano. Fotografía de la autora.

La mayor parte de los aurigas eran esclavos y solían proceder de la provincia donde competían, además de ser (en ocasiones) propiedad del editor que organizase los juegos. Pese a su condición esclava, adquirían gran fama, y eran conocidos por el público al igual que los mejores caballos. Conocemos muchos nombres de aurigas y de caballos, que eran considerados verdaderos héroes que hacían ganar grandes de sumas de dinero y honores a las cuadras y los colores por los que competían: «Yo, el famoso Marcial, conocido por las gentes por mis versos de once pies y de once sílabas y por mi mucho salero […] no soy más conocido que el caballo Andremón» (Marcial, Epigramas, 10.9).
Como se ha mencionado, también podían incluir en los intermedios competiciones de atletismo, sobre todo si la ciudad no contaba con un estadio, y exhibiciones de jinetes acróbatas, llamados desultores, que mostraban sus habilidades con los caballos.

§. Los banquetes
La última forma de ocupar el ocio que tenían los romanos (por lo menos los de las clases pudientes) eran los banquetes, celebrados con ocasión de la cena. La mayor parte de ellos se celebraban en privado, pero también en público, sobre todo en relación con determinadas festividades. Para su organización se derrochaban auténticas fortunas y se servían los más extravagantes alimentos y bebidas. En época imperial, podían durar entre ocho y diez horas, y prolongarse hasta casi el amanecer. El banquete se entendía como el acto social donde se reunía un grupo de personas con la intención de agasajar a los invitados a través de la comida y el lujo, reafirmar los contactos sociales y el poder y la abundancia del anfitrión, y rendir culto a los dioses.
El banquete daba comienzo con el recibimiento en el hogar del anfitrión de los invitados, que iban acompañados de algún esclavo de confianza para que los ayudase durante el mismo. Eran recibidos por los esclavos, que los ungían de perfumes y aceites y coronaban con flores y hojas. A continuación, pasaban a la sala de banquetes acompañados por el esclavo nomenclator (que indicaba a los invitados su lugar en el banquete); allí se habían colocado los triclinios (lechos que permitían comer reclinados a los invitados) y las mesas en las que se ponían los diversos platos, los cubiertos, los recipientes con el vino y el agua caliente y la crátera para mezclarlos, ya que el vino debía beberse con agua porque tomarlo puro era un signo de barbarie. Hubo que esperar hasta casi el año 100 d. C. para que las mesas se cubriesen con manteles. Las servilletas eran suministradas por el anfitrión, pero había quien prefería llevar la suya propia. Las mujeres, en época republicana, no podían acompañar a sus esposos en el triclinio y se sentaban en escabeles o taburetes. Sin embargo, ya durante el Imperio pudieron ocupar uno de estos lechos.
Se comía con los dedos o bien usando las cucharas (ligulae) y los cuchillos. Los buenos modales indicaban que había que comer usando la punta de los dedos, intentando no mancharse ni manos ni cara. Mientras, eran servidos por distintos esclavos, que escanciaban el vino o bien recogían los desperdicios, arrojados por los comensales debajo de la mesa.
Los banquetes podían componerse de hasta siete platos diferentes. Para comenzar, se servía la gustatio, compuesta de entremeses ligeros que estimulaban el apetito, y en la que se bebía el mulsum (vino mezclado con miel). A continuación, se servían tres entradas y dos asados, que componían los platos fuertes del festín. Los productos que podían formar parte del banquete de una persona adinerada eran bastante exóticos. Se traían alimentos desde los confines más remotos del imperio, y se elaboraban siguiendo recetas como las de Apicio:
Avestruz estofado a la mostaza.
Tritura 6 granos de pimienta, la misma cantidad de aligustre, 2 cucharaditas de tomillo o ajedrea y 1 cucharadita de mostaza en grano. Mézclalo con 2 cucharaditas de miel, 1 cucharada de vinagre, 2 cucharadas de salsa de soja, 2 cucharaditas de liquamen y 4 cucharaditas de aceite. Traspasa todo a una cazuela.
Rompe 50 gramos de semillas de alica y añádelas a la salsa. Coloca 500 gramos de carne de avestruz en un solo trozo, cruda o escaldada, en una cacerola y cúbrela de agua hasta el borde. Cuécelo en una cacerola tapada a fuego bajo.
Cuando la cocción haya finalizado, filtra la salsa y dispón la parte sólida en forma de corona sobre un plato de servicio. Coloca en el centro la carne de avestruz escurrida y riega con la parte líquida de la salsa.
Marco Gavio Apicio, De Re Coquinaria Libri Decem, 6.1.2
Los postres o secundae mesae se componían de varios dulces para terminar la comida, y podían ser tan extravagantes como el resto de platos del menú:
Dulces a la pimienta.
Pon a remojar 12 granos de pimienta con 1 cucharada de salsa de soja y 1 cucharadita de liquamen.
Después de dejarlo en remojo una noche, pulveriza la pimienta, mézclala bien con el líquido de remojo y añade 20 gramos de dulce de membrillo o 2 higos secos pero blandos. Mezcla todo bañándolo con un poco de Marsala dulce o un vino añejo. Habrás preparado así un piperato.
Añade al piperato 4 cucharaditas colmadas de miel, 4 cucharadas de vino tinto fuerte, 4 cucharadas de vino añejo y 4 hojas de ruda bien desmenuzada. Mézclalo con 100 gramos de piñones y 100 gramos de nueces trituradas. Añade 100 gramos de alica hervida durante media hora con poca agua. Dale forma de pastas.
Tuesta ligeramente en una sartén 50 gramos de avellanas. Tritúralas ligeramente y decora con ellas los confites.
Marco Gavio Apicio, De Re Coquinaria, 7.13.4
Tras acabar los dulces se daba comienzo a la degustación del vino, la llamada commisattio, donde se bebían diversas copas siguiendo las instrucciones de la persona que presidía la mesa tras realizar una libación a los dioses. Existían distintos tipos de vinos dentro del mundo romano, que variaban de precio según su calidad. El líquido que salía tras el prensado y pisado de la uva se llamaba mustum vinum (vino nuevo), y se consumía sin fermentar. Podía mantenerse dulce sellando su recipiente tras untarlo con pez y depositándolo en agua fría o cubriéndolo con arena húmeda. El vino fermentado (vinum) se elaboraba tras recoger el mustum en unas grandes tinajas, que se depositaban en las bodegas. El vino más barato se servía directamente desde los dolia, pero los más selectos se depositaban en pequeñas ánforas otro año más. Se tomaba el vino mezclado con agua o especias. Su consumo en estado puro o sin diluir se consideraba como algo propio de bárbaros o de locos, de ahí la gran importancia de reducirlo con agua durante los banquetes. Quien podía permitírselo tomaba el vino frío, conservado en trozos de hielo depositados en sótanos aislados. Una variedad del vino muy apreciada y bebida con frecuencia era el mulsum, que se elaboraba mezclando cuatro partes de vino y una de miel. En los banquetes la mayor parte de los vinos que se tomaban eran de muy buena calidad, y normalmente iban acompañados de especias que les daban sabor.
En el transcurso de estos banquetes, la comida solía amenizarse con música o exhibiciones de bailarines. Después del postre y durante la commisattio, se jugaba a las adivinanzas o a los dados apostándose grandes sumas de dinero. Una vez terminada la velada, los invitados retornaban a sus casas acompañados por los regalos que se sorteaban durante el transcurso del banquete.
Como hemos visto a lo largo de November, el ocio de los romanos era bastante similar al nuestro, aunque ellos, si podían elegir, preferían sin duda los espectáculos violentos donde cuanta más sangre corriese ¡más diversión había!

Capítulo 12
December
El fin de la vida

Contenido:
§. La concepción de la muerte
§. El funus romano
§. Los monumentos funerarios
§. El luto
§. El suicidio
Con December o Decembris tenemos el fin del año y, para nosotros, será el fin de la vida, por lo que en este mes explicaremos cómo vivían la muerte los romanos. Además, supondrá el fin de este pequeño (pero intenso) recorrido que hemos realizado, tratando de entender mejor cómo era el día a día de todos aquellos habitantes del Imperio romano. Antes de dar comienzo al mundo de la muerte debemos decir que December debe su nombre al hecho de ser el décimo mes del año según el primer calendario romano, aunque con las posteriores reformas pasaría a ser el decimosegundo. En este mes se celebraban diversas fiestas como las Saturnales o aquellas que se relacionaban con la regeneración de los dioses solares (que volvían a nacer en el solsticio de invierno). Es la misma regeneración y esperanza de vida que se tenía tras el fallecimiento de un ser querido, por lo que es un buen mes para conocer cómo vivieron la muerte los romanos.

§. La concepción de la muerte
Para los romanos de la Edad Arcaica, los muertos seguían viviendo en sus tumbas, lugar en el que el alma adquiría forma de sombra, manteniéndose en relación directa con el cuerpo y habitando la morada que era su sepulcro. Durante los primeros años de la República, los difuntos pasaron a ser considerados una colectividad de seres divinos que, si se les convocaba correctamente, podían acudir en ayuda de sus descendientes. Si no se les daba culto correctamente se transformaban en seres nocivos (llamados instintivamente Lemures o Larvae) a los que solo les preocupaba atormentar a los vivos. En el siglo I a. C. se observan ya las primeras referencias a los dioses Manes, considerados más apropiadamente como almas individuales que mantenían su identidad corporal propia. Comenzaron a ser asociados con los difuntos, lo que supone la divinización de estos.
Además, durante el siglo I d. C. se desarrollaron diferentes concepciones acerca de la ultratumba que se fueron vinculando a las distintas corrientes filosóficas. Estas ideas no consiguieron arraigar en la base de la sociedad romana, la cual continuaba imaginando a sus muertos a la manera arcaica, viviendo en la tumba, donde su «vitalidad» debía ser renovada frecuentemente mediante ofrendas de comida, bebida, aceites e incluso sangre (que se consideraba el alimento preferido de los muertos).
Los romanos creían que era más importante morir bien, manteniendo intacta su dignitas y su virtus, que el hecho de cómo o cuándo morir. Era más relevante haber vivido bien y tener una muerte digna que morir joven o enfermo: «Morir más pronto o más tarde no tiene importancia: morir bien o mal sí la tiene. Y morir bien es evitar el peligro de vivir mal» (Lucio Anneo Séneca, Epístolas, 6-8).
La Ley de las XII Tablas (elaborada durante el siglo V a. C.) reflejaba la prohibición de realizar los funerales dentro de la ciudad, y trataba de evitar con esta medida los incendios y las posibles infecciones que traían los muertos. Antes de esta ley, los romanos enterraban a los difuntos en el interior de sus casas, ya que creían que su alma permanecía viva entre sus descendientes y se convertía en un espíritu familiar. Esta antigua costumbre quedó reflejada, tras la Ley de las XII Tablas, en la posibilidad de seguir enterrando intramuros a aquellos adultos que hubieran conseguido este privilegio (solo el Senado declaraba quiénes podían ser enterrados dentro de las ciudades, y lo hacía en función de lo virtuoso que hubiese sido el difunto en vida. Por ejemplo, el emperador Augusto pudo ser enterrado dentro de los muros de Roma por todo el bien que había hecho al pueblo y al Estado) y, en el interior de las casas, a los niños que hubiesen fallecido con menos de cuarenta días de vida. Los niños menores de cuarenta días no eran considerados individuos por el Ius Pontificium, por lo que no tenían derecho al funeral como tal. Ello llevaba a que se les colocase en las subgrundaria, las cavidades situadas en los aleros de los tejados o en las puertas exteriores de las casas, para mantenerlos cerca de su familia y evitar que la tierra donde iban a descansar se convirtiese en un locus religiosus.
Una ley posterior a las XII Tablas declaraba que, para el enterramiento del resto de la población, se habilitasen áreas cementeriales fuera del pomerium de la ciudad, ya que este límite se consideraba un espacio profiláctico de separación entre los vivos y el reino de la muerte. En esa misma ley también se penalizaba la violatio sepulchris, que era la profanación de la sepultura, la cual había adquirido la categoría de locus religiosus (se convertía en un lugar sagrado por contener los restos del difunto).

§. El funus romano
El funeral romano o funus se define como todo el conjunto de ritos funerarios (que se deben considerar como una de las más solemnes obligaciones religiosas), los cuales culminaban con el sepelio, bien por cremación (como símbolo de purificación por el fuego), o bien por inhumación (el retorno a la tierra). El funeral era de máxima importancia y debía realizarse obligatoriamente, ya que con ello quedaba asegurado el tránsito al más allá, aunque no todos recibían el mismo tipo de ceremonia. Por ejemplo, los ciudadanos de clase inferior no recibían ninguna ceremonia pública a la hora de su funeral (el llamado funus plebeium), mientras que los de rango más elevado tenían el funus que describiremos a continuación. Una persona que no era enterrada siguiendo los ritos provocaba que los Manes se negasen a acoger su alma entre ellos, lo que la condenaba a vagar sobre la Tierra tras tomar la forma de un fantasma maligno. El deber máximo de una familia era el de dotar a sus difuntos de un funeral adecuado y de una sepultura. Era tanta la importancia que esta última tenía que la negación de la sepultura era uno de los mayores castigos que se podía aplicar a los criminales, ya que los muertos nunca debían quedar a la luz del día, sino que debían retornar obligatoriamente a la tierra.
Cuando una persona estaba a punto de expirar, se la depositaba desnuda sobre la propia tierra como una forma de cerrar el ciclo de la vida, que comenzaba con su nacimiento, cuando tras ver la luz era sometida a un rito parecido, antes de ser reconocida y alzada por su padre. No se sabe realmente si este proceso se realizaba antes o después de morir, ya que hay autores como Ovidio que explican que lo que se depositaba realmente en el suelo era el cadáver y no la persona agonizante. El cadáver se consideraba como algo impuro, y su familia se convertía en una familia funesta, por lo que debían purificarse tras el funeral.
Otro de los ritos que se realizaban en el mismo momento de la muerte era cuando un familiar acogía con un beso el último suspiro del moribundo. Se creía que cuando se producía el fallecimiento, el alma del difunto escapaba por la boca, de ahí la costumbre de que fuera un familiar el que captara con un beso el último aliento. A continuación, se iniciaba la lamentación fúnebre (llamada conclamatio), en la que se le llamaba por su nombre, al menos tres veces, y, al no responder, se le daba por muerto y se le cerraban los ojos. El cadáver se lavaba y se perfumaba añadiéndole ungüentos (que se elaboraban con sal, miel y mirra), que ayudaban a facilitar su conservación durante los ritos. Si había desempeñado alguna magistratura curul, se realizaba una máscara de cera imprimiendo en ella sus rasgos faciales, y esta era guardada y expuesta en el atrio de la casa familiar (y podía ser exhibida en los funerales de otro miembro de su gens). Tras el aseo ritual, era adornado con una corona o guirnaldas entrelazadas y se le introducía una moneda en la boca (o bien se colocaba sobre los ojos), para que pudiese pagar el viaje a Caronte. También se le vestía, generalmente de blanco, ya que era el color que se asociaba con la pureza (solamente el cuerpo de los indigentes, esclavos o delincuentes era cubierto con un sencillo tejido negro). A continuación, era expuesto tumbado sobre un lecho, con los pies mirando hacia la puerta, y sobre el lecho se colocaban adornos florales, antorchas y velas encendidas. Todos estos preparativos podían realizarlos los miembros de su familia (incluyendo a sus esclavos), pero también existían profesionales de las pompas fúnebres (los libitinarii), que se encargaban de la preparación del cuerpo y todas las ceremonias posteriores.
Tras la exposición del cadáver, se organizaba el cortejo fúnebre que debía llevar al difunto a su última morada. Hasta los tiempos tardo republicanos, este cortejo se hacía de noche para evitar, de esta forma, que los magistrados y sacerdotes pudiesen verlo y quedasen contaminados con la impureza que traía el cuerpo. La modalidad del entierro nocturno se mantuvo, pero solo fue usada en los entierros infantiles o con los muertos prematuros y los más pobres. Los demás pasaron a celebrarse de día, aunque siempre se mantuvieron algunos aspectos del cortejo nocturno, entre los que se contaba el uso de antorchas o la efusión de sangre (destinada a satisfacer a los difuntos) a través de los sacrificios o de heridas en las mejillas. El féretro era llevado por los familiares y los amigos más cercanos del fallecido, todos ellos hombres vestidos generalmente de negro. En ocasiones, y dependiendo de la importancia del fallecido, se sumaba a la pompa fúnebre un desfile de personajes, los cuales portaban las máscaras de cera de los antepasados mientras eran acompañados por música y cánticos. Además, si el difunto había sido un personaje relevante dentro de la sociedad romana, podía recibir una laudatio funebris, que consistía en un elogio público realizado en la tribuna del foro. Asimismo, si su capacidad adquisitiva lo permitía, la familia podía contratar a unas plañideras profesionales (llamadas praeficae), que a lo largo de todo el cortejo estarían lamentándose y llorando el fallecimiento.
Una vez que el cortejo llegaba a la tumba se procedía a la cremación o a la inhumación del difunto, aunque antes de ello se consagraba ritualmente el lugar donde iba a reposar a partir de entonces. Durante parte de la República y los siglos alto imperiales, la cremación predominó de forma casi absoluta y fue el ritual preferido para los difuntos, mientras que, a partir del siglo II d. C., se vio un cambio en las costumbres hasta el dominio absoluto de la inhumación, ritual que había sido predominante en los primeros tiempos de Roma. Sin embargo, los más pobres, las víctimas de los juegos y los esclavos fueron, casi siempre, inhumados en grandes enterramientos colectivos o bien arrojados a fosas comunes, llamadas puticuli, consistentes en agujeros en el suelo sin ningún tipo de señalización o de adorno. Algunos de estos puticuli se realizaban incluso dentro de vertederos (como el que existió en el Esquilino, en Roma), sobre los que se mezclaban los cuerpos de animales muertos y todos los desechos de la propia ciudad. Los condenados a muerte no eran jamás enterrados, y sus cuerpos se abandonaban en el mismo lugar de su ejecución (o cerca de él) para que fuesen pasto de los animales carroñeros.
Para realizar la cremación, se colocaba una pira elaborada con una mezcla de leña y papiro. Cuando se colocaba sobre ella al difunto, se le debían abrir los ojos para que pudiese contemplar por última vez el cielo, y se le rodeaba de sus objetos personales y de ciertas ofrendas. Antes de encender la pira, los familiares y amigos pronunciaban su nombre para, a continuación, aplicarle fuego con las antorchas. En ocasiones, los animales domésticos que tenía eran sacrificados sobre la pira para que pudiesen acompañarlo en su ultratumba. Como vemos, la ceremonia del funus se acompañaba de todo tipo de ofrendas que, o bien se arrojaban al fuego con el cuerpo, o bien se depositaban en la tumba para componer con ello el ajuar funerario. Entre las ofrendas, lo más habitual era encontrar vajillas (que podían contener los alimentos para el difunto que le nutrirían en el más allá), ungüentarios o lacrimatorios de vidrio, clavos de hierro (con sentido de protección contra el mal de ojo), lucernas (que servían para alumbrar el camino hacia la ultratumba) o monedas (usadas, o bien como amuletos, o bien como pago para el infernal barquero Caronte).

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Urna cineraria. Algunas de las urnas cinerarias eran dobles, lo que permitía el enterramiento conjunto de un par de personas, como un matrimonio o un padre y un hijo. Museos Capitolinos. Fotografía de la autora.

Cuando el cadáver se consumía en cenizas, la pira y estas se regaban con vino y se cubrían con tierra para apagar el fuego. Se recogían los huesos cremados y las cenizas, que se colocaban sobre una tela blanca para depositarlos dentro de la urna. Habitualmente, para satisfacer la primitiva costumbre inhumatoria, la cual había vinculado a los difuntos con la tierra, se enterraba un dedo cortado previamente al cadáver ( os resectum).
En el caso de que no se pudiese enterrar el cuerpo, por el motivo que fuese, bastaba con derramar sobre el mismo tres puñados de tierra, lo que era suficiente para cumplir con la ceremonia funeraria que permitía el descanso del espíritu del muerto.

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Necrópolis vaticana. Las necrópolis se encontraban a lo largo de las principales vías de acceso a la ciudad, y se componían de diversos monumentos funerarios. Fotografía de la autora.

Era recomendable, asimismo, en caso de que no fuese posible recuperar el cuerpo, construir en su memoria un cenotafio (una tumba vacía), donde se pudiesen ejercer los ritos en su honor y donde su recuerdo perviviese.
Para dar por concluido el funeral o funus, la familia del fallecido debía someterse a una suffitio, que era, básicamente, un rito de purificación mediante el uso del agua y del fuego. Tras este ritual se daba inicio a un período de ceremonias (las feriae denicales) de carácter purificador. En la tumba se celebraba un banquete fúnebre, elsilicernium, que se repetía nueve días después ( cena novendialis) para dar por finalizado el duelo. Durante este banquete se vertía sobre la tumba una libación de vino a los Manes con la que se los alimentaba y se trataba de conseguir su protección. El uso del vino dentro de los funerales romanos era casi constante, ya que se asociaba a la regeneración y representaba, de esta forma, la vida contra la muerte.
En ocasiones, los funerales podían ir acompañados de combates rituales, los cuales tenían sus raíces en las ceremonias religiosas que honraban y alimentaban al difunto con el derramamiento de sangre de las víctimas. De estos combates rituales derivaron los juegos gladiatorios, los cuales olvidaban su primitivo significado, consistente en satisfacer al muerto con la sangre de las heridas, para proporcionar espectáculo a las masas.

§. Los monumentos funerarios
Tras los funerales, se debía cuidar la tumba del fallecido. Estos monumentos, sobre todo los que contenían algún texto que rememorase a quien allí descansaba, presuponían un desembolso económico que no se encontraba al alcance de todos los ciudadanos. Además de servir como memoria del difunto, se usaban para recordar a quién se transmitía la herencia y las obligaciones que tenían sus herederos, aunque en ocasiones no les estaba permitido enterrarse en la tumba, como vemos a continuación:
Deseo que en torno a mis cenizas crezcan toda clase de árboles frutales y viñas en abundancia. De hecho, nada es más absurdo que tener, cuando se está vivo, una casa bien abastecida y nada de esto allí donde debemos habitar por un período de tiempo mucho más largo. Y es por esta razón por la que, antes que ninguna otra cosa, deseo que añadas esta cláusula: este monumento jamás podrá tornar a mis herederos.
Petronio, El Satiricón, 71
Las tumbas se adornaban habitualmente con flores, como imagen de la renovación y de la felicidad que se podía obtener en la ultratumba, y muchas de ellas contaban con sus propios jardines, ya que las almas de los difuntos encontraban en estos lugares un sitio donde poder descansar felices: «[…] los huertos de frutales en torno a las tumbas sirven para que, después de la muerte, las almas encuentren reposo en un lugar agradable» (Deutero-Servius o Servius Danielinus, Comentario a la Eneida, 6764).
Era frecuente que también en días o festividades concretas (como las Parentalia, del 13 al 21 de febrero) se acudiese a la tumba para realizar los banquetes fúnebres que perpetuaban el recuerdo del difunto, además de para alimentarlo. Para ello, tanto las urnas como los sarcófagos tenían pequeños orificios (a veces con un tubo de cerámica que conectase el interior con el exterior) a través de los cuales se vertían las libaciones (de leche, miel, agua o vino generalmente) y las ofrendas de alimentos.
Las tumbas se erigían a la salida de las ciudades, normalmente junto a las vías más transitadas, de tal forma que los viajeros que salían de la ciudad lo hacían entre dos hileras de sepulcros. Estas vías formaban auténticas necrópolis, con sus calles y divisiones, que componían un reflejo de la vida que estaba dentro de la ciudad.

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Sepulcros de la vía de Herculano en Pompeya. La mayor parte de los monumentos funerarios contenían inscripciones con el nombre de su propietario y una llamada al transeúnte para que recordase al fallecido. Fotografía de la autora.

De esta manera, podían leer todos los epitafios y recordar a quienes allí yacían. La idea de escribir epitafios en las tumbas traía consigo la implicación de que iban a ser leídos, por lo que se concedía gran valor al texto que debía escribirse, ya que ayudaría a perpetuar el recuerdo del difunto durante la posteridad: «Riega mis cenizas de vino y de perfumado aceite de nardo, oh huésped, y añade bálsamo a las rosas rojas. Mi urna no llorada goza de una perpetua primavera. No he muerto: solo he cambiado mi mundo» (Ausonio, Epitaphia, 31).
Quienes no podían permitirse costearse un monumento propio solían enterrarse en enterramientos colectivos, que pagaban en vida. Cuando la incineración fue el rito mayoritario, se levantaron los columbarios, unas enormes estructuras que sirvieron para albergar gran número de urnas y que fueron llamadas así por su gran parecido con los palomares.

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Reproducción de la pared de un columbario. Las personas más pobres se asociaban en los collegia funeraticia, lo que les permitía contar con los ritos funerarios y un monumento donde descansar cuando falleciesen. Museo Nacional de Arte Romano. Fotografía de la autora.

Habitualmente, estaban parcialmente enterrados y tenían forma rectangular, con una gran cantidad de nichos alineados. Alrededor de la pared, en la zona de la base, se colocaba un pódium que servía para depositar los sarcófagos de aquellos que no habían deseado ser incinerados. Por encima o por debajo de los nichos se colocaba, normalmente, un trozo de mármol que servía para inscribir el nombre de quien allí reposaba (titulus).
A comienzos del Imperio, se formaron asociaciones cuya finalidad era la de afrontar los gastos de los funerales de todos sus miembros y construir columbarios donde poder reposar. Estas asociaciones, que recibieron el nombre de collegia funeraticia, se comenzaron a formar entre personas del mismo gremio o entre aquellos que desempeñaban el mismo oficio, como es el caso de los gladiadores. Sus miembros pagaban una misma cuota cada cierto tiempo, que era asequible incluso para los menos afortunados, de tal forma que cuando morían se sacaba del tesoro común una cantidad de dinero con la que cubrir los gastos de su funeral.

§. El luto
Las mujeres y los hombres romanos tenían la costumbre de llevar luto tras la muerte de una persona querida, de hecho, en el derecho clásico se reflejaba la obligación que tenían las mujeres de llevarlo, no solo por su marido, sino por cualquier otro miembro de su familia. Para ello, solían vestir la llamada toga pulla, que era de color oscuro y solo se llevaba en esos momentos o cuando se sufría alguna calamidad. Los hombres, además, para demostrar que estaban de luto, se dejaban crecer el pelo y la barba como signo de tristeza. Según Plutarco, el luto fue establecido por el rey Numa Pompilio, quien consideró que había que darle una duración máxima de diez meses. En esos momentos, la viuda que no lo respetase debía expiar su culpa sacrificando una vaca preñada. Séneca afirmaba que el período de un año de luto fue introducido por los maiores, es decir, por la costumbre, para limitar su duración, lo que nos encaja con los datos dados por Plutarco, puesto que en período arcaico un año duraba diez meses lunares: «Nuestros antepasados establecieron un año de luto a las mujeres, no para que estuvieran de luto todo ese tiempo sino para que no estuvieran nada más. Para los hombres no hay tiempo alguno legal porque ninguno es decoroso» (Séneca, Epístolas, 63.13).
Tras la derrota romana en la batalla de Cannas (año 216 a. C.), el Senado estableció la duración del luto en tan solo treinta días. Ello se debía a que necesitaban celebrar el sacro aniversario de la diosa Ceres y, para ello, no debía haber personas de luto en la ciudad, puesto que su presencia se consideraba algo nefasto. Abandonar el luto y sus manifestaciones era una de las condiciones necesarias para poder participar en el culto de los dioses; por ello, se permitía que se acortase cuando era preciso festejar algún evento importante para la sociedad. La persona que llevaba luto quedaba necesariamente excluida de los actos de la vida social, debido a motivos religiosos y a ciertas convenciones que se tenían, puesto que se creía que la participación en cualquier acto alegre suponía una ofensa para el difunto.

§. El suicidio
También debemos hablar, aunque solo sea brevemente, de la consideración que se tenía en el mundo romano hacia los suicidas. Tanto los romanos como los griegos tenían el recuerdo de que, en sus épocas más antiguas, los suicidas producían espanto y eran enterrados de los modos más deshonrosos que se conocían. Este sentimiento estaba provocado por el miedo, ya que el suicida era culpable de poner, de forma deliberada, la muerte delante de los ojos de todos, lo que traía consigo una fuerte condena moral hacia su acto. Su gesto se percibía, por tanto, como una agresión a los otros, que los obligaba a considerarse funestos sin necesidad. Un dicho latino decía que un suicida era un peligro público, ya que un individuo capaz de dar muerte al ser que más ama en el mundo (uno mismo) podía ser capaz de asesinar a cualquiera. Esta situación fue cambiando con el paso del tiempo, ya que cada romano adquirió la libertad para vivir y para morir bajo su única y exclusiva responsabilidad. Los juristas, llegado el caso, podían hablar del suicidio sobre todo cuando se relacionaba el derecho de sucesión y, entonces, se enumeraban todas las causas posibles: enfermedad dolorosa, demencia, pérdida de un ser querido, una derrota militar o una bancarrota eran las más habituales y las que podían llegar a tener justificación, ya que traían la deshonra. La expresión taedium vitae (hastío de vivir) resumía para un romano el acto del suicidio, sobre todo a partir de los momentos finales de la República. El hombre libre tenía el derecho al suicidio meditado y a una muerte decidida de forma personal. Estas muertes meditadas se hicieron muy frecuentes entre los aristócratas, sobre todo durante el Imperio, y entre ellos merecían aprobación y admiración. Se empleaba el suicidio como una forma de eutanasia meditada, para evitar que el hombre perdiese su dignitas y su honra. Sin embargo, el suicidio también se empleaba de otra forma, ya que, para librarse de la vieja aristocracia sin caer en la impopularidad, los emperadores mandaban acusar a los nobles de algún delito y estos, para evitar la infamia, se suicidaban.
En la Roma arcaica, pese a la gran repulsa que se tenía hacia el suicidio, se conocía y admiraba el momento en el que un guerrero ponía fin a su vida como una forma de inmolarse por la patria. Esta idea fue la que se perpetuó en el tiempo, y vemos cómo las guerras civiles de finales de la República provocaron numerosos suicidios entre los jefes derrotados, algo admirable a ojos de los demás.
Como hemos visto, los romanos, ese pueblo supersticioso y con gran respeto por las costumbres (aunque estas pudiesen ir cambiando con el transcurrir del tiempo), mostraban la misma actitud hacia la muerte. Para ellos, era un tránsito desconocido, peligroso, del que debían protegerse y al que debían respetar si no querían que su espíritu nunca alcanzase la paz y el reposo que les esperaba en el más allá.
Para un romano, la vida era un ciclo que empezaba cuando era depositado en el suelo para ser alzado por su padre y comenzar su recorrido como ciudadano, y que acababa cuando era también depositado en el suelo, antes de ser consumido por las llamas o encerrado en su sarcófago. Para ellos, suponía un paso efímero por el mundo que se reflejaba muy bien en algunos textos como este de Marco Aurelio en el que se lamenta por el destino de los grandes hombres del pasado. Y con su lamento terminamos nuestra aventura, esperando que entre nuestras páginas estas personas hayan podido encontrar su recuerdo.
Recuerdo a los hombres famosos del pasado: Alejandro, Pompeyo, Julio César, Sócrates y tantos otros; y me pregunto: Ahora, ¿dónde están? ¡Cuánto han luchado, para luego morir y volverse tierra!
Marco Aurelio, Meditaciones, 3.3

Epílogo

Con la caída del Imperio romano en el año 476 d. C. y la deposición de su último emperador, Rómulo Augústulo, asistimos también al cambio paulatino de la vida cotidiana de toda esa gente que habitaba el antiguo mundo romano. La llegada de los pueblos bárbaros de origen germano, junto con la crisis económica y la implantación del cristianismo como religión oficial del imperio, modificaron gran parte de todas estas costumbres romanas que hemos estado viendo durante nuestra breve aventura. Aunque la llegada de los pueblos bárbaros siempre se ha visto como un momento de ruptura radical, debemos aclarar que no fue así, ya que asistimos a un proceso de transformación cultural complejo en el que los invasores traen su propia cultura pero a la vez intentan adaptarse a la de la civilización que acaban de conquistar. Esta asimilación de culturas, en la que incide el afianzamiento de la religión cristiana (que a la vez que mantuvo algunas costumbres romanas acabó con otras, como los juegos gladiatorios, y se convirtió en la única referencia moral y religiosa de los hombres) fue lo que permitió que algunos gestos cotidianos de los romanos hayan perdurado a lo largo del tiempo. Asimismo, no se debe responsabilizar únicamente a los nuevos invasores de estos problemas del imperio, dado que desde el período de la anarquía militar se asistió a un punto de no retorno dentro de la cultura grecorromana, ya que cambiaron tanto los valores éticos como los ideales políticos, los gustos estéticos y los modelos intelectuales propios del mundo romano anterior. Ello se debió a que los sectores sociales relacionados con el poder tuvieron que alejarse de sus intereses culturales y políticos, provocados por este entorno de crisis e inseguridad. Sus nuevas inquietudes se centraron en la supervivencia y en el mantenimiento de la estructura imperial, y se despreocuparon de los valores del pasado. Si a esta situación le añadimos los nuevos cambios sociales que trajeron consigo el cristianismo y la cultura de los pueblos germanos invasores, tendremos la situación propicia para encontrarnos con la decadencia del Imperio romano.
El Imperio romano no debe considerarse tan solo como un ente político, unido por el gobierno del emperador y los funcionarios romanos. También suponía una cultura y una civilización común, nacida de la propia Roma y de todos los pueblos que fue asimilando. Los bárbaros que se asentaron en el occidente romano, como acabamos de comentar, intentaron asimilar estas prácticas culturales, mucho más avanzadas que las suyas, pero no pudieron conseguirlo y poco a poco surgió la nueva cultura de la Edad Media, en la que los logros romanos sirvieron de base. Por ello, en vez de una caída totalmente radical, debemos hablar de una transformación cultural compleja en la que participaron los nuevos elementos invasores con los antiguos pobladores romanos.
Agradecemos al curioso lector que ha iniciado con nosotros este viaje a lo largo de las costumbres de todos los romanos. Confiamos en que sea el comienzo de una nueva inquietud, que lleve a todo aquel interesado a conocer más sobre nuestros antepasados romanos. Esperamos que haya disfrutado acercándose a su cotidianeidad, llena de hazañas que hicieron grande a Roma y que la convirtieron en el imperio que fue, pero también llena de pequeños gestos, mundanos y tan cercanos a nosotros que, a veces, nos da la sensación de que nada ha cambiado.

Agradecimientos

Un libro no se escribe solo, sino que necesita de la ayuda y paciencia de muchas personas que merecen tener su huequecito en él.
Mi primer agradecimiento tiene que ser para Jorge García, mi director de tesis, el cual no solo me orienta en este largo camino del doctorado, sino al que además debo agradecer todas las oportunidades que me brinda, entre ellas, el poder haber escrito este libro.
Agradezco a todos mis amigos el apoyo y cariño que me proporcionan. Raquel (y ahora el pequeño Diego) y Macarena, gracias por estar ahí desde tiempos inmemoriales, sois las mejores. Laura, Israel, Gonzalo, José Luis y Víctor, gracias por ser los mejores amigos-arqueólogos que me podía haber encontrado. A Bea, por ser mi chica Duet favorita. A mi amigo Nacho, gracias por seguir ahí pese a la distancia. A todos mis amigos de Hala Sultán Tekke (Sigourney, Nicolás, Elena, Saskia y Marcus), ¡recordad que tenemos una cita anual con nuestra isla!
Mi familia es mi todo, la parte más importante de mi vida, y por ello es justo que les rinda tributo en este pequeño rincón tan personal. Os quiero muchísimo a todos, lo sois todo para mí. Gracias a mi hermano, a Carla (mi luz desde que nació), mis abuelos y mis tíos por vuestro amor y vuestro apoyo.
Y gracias especiales a tres personas. Gracias papá y mamá por todo, es vuestro esfuerzo el que hace posible que todos mis sueños se cumplan. No tengo palabras para agradeceros todo lo que hacéis ni para deciros todo lo que os amo. Y por último, gracias a mi Nacho. Gracias por estar en mi vida, eres lo más bonito que tengo en ella. Te quiero. Os quiero a todos.

Bibliografía


Notas:
[1]Ulpiano, Digesto, 24.1.32.13.
[2]Cuando los primeros tramos de la escalera son de ladrillo y e resto de madera se considera que se debe a una medida económica n(ahorrando en los materiales) y también que servía como medida anti incendios.