Castellio contra Calvino - Stefan Zweig

Castellio contra Calvino

Stefan Zweig

Introducción

«Celui qui tombe obstiné en son courage, qui, pour quelque danger de la mort voisine, ne relâche aucun point de son assurance, qui regarde encore, en rendant l’âme, son ennemi d’une vue ferme et dédaigneuse, Il est battu, non pas de nous, mais de la fortune; Il est tué, non pas vaincu: les plus vaillants sont parfois les plus infortunés. Aussi y a-t-il des pertes triomphantes à l’envi des victoires…[1]
Montaigne

«El mosquito contra el elefante.» Esta anotación de propia mano, escrita por Sebastian Castellio en el ejemplar de su polémica contra Calvino hallado en la biblioteca de Basilea, resulta en principio extraña, y es fácil suponer que se trata simplemente de una de las habituales exageraciones de los humanistas. Las palabras de Castellio no eran, sin embargo, ni una hipérbole, ni irónicas. Con tan rotunda comparación, este valiente sólo quería dejar claro a su amigo Amerbach hasta qué punto y cuán trágicamente conocía la magnitud del contrincante al que desafiaba, acusando públicamente a Calvino de haber asesinado a un hombre por celo fanático y, con ello, de haber aniquilado la libertad de conciencia en el seno de la Reforma. Desde el momento en el que, en esta peligrosa disputa, Castellio levanta su pluma como si se tratara de una lanza, es consciente de la impotencia de cualquier lucha puramente espiritual frente a la prepotencia de una dictadura armada hasta los dientes y, por tanto, de la inutilidad de su atrevimiento. Pues, ¿cómo habría de enfrentarse, y menos aun vencer, un solo individuo, desarmado, a Calvino, tras el cual se encontraban miles y cientos de miles, además del aparato militar del poder estatal? Gracias a su extraordinaria capacidad organizativa, Calvino logró convertir toda una ciudad, todo un Estado de miles de ciudadanos hasta entonces libres, en una férrea maquinaria de obediencia capaz de exterminar cualquier iniciativa, de impedir cualquier libertad de pensamiento en beneficio de su doctrina exclusiva. Todo aquello que tiene influencia en la ciudad y en el Estado depende de su poder omnipotente: el conjunto de las autoridades y de las competencias, el magistrado y el Consistorio, la Universidad y la justicia, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las cárceles, la palabra escrita, la hablada e incluso la susurrada en secreto. Su doctrina se ha vuelto ley, y a quien se atreva a hacerle la más mínima objeción, la mazmorra, el destierro o la hoguera (esos argumentos con los que toda tiranía del espíritu pone sin más punto final a cualquier discusión), le enseñan rápidamente que en Ginebra sólo se tolera una verdad y que Calvino es su profeta. Pero el poder de este hombre, tan inquietante como él mismo, va más allá de los muros de la ciudad. El resto de las ciudades suizas confederadas le considera su aliado político más importante. El protestantismo universal escoge al violentísimo cristiano como general de los ejércitos espirituales. Príncipes y reyes procuran ganarse el favor del jefe de la iglesia, quien ha creado en Europa la organización más poderosa del cristianismo, junto a la de Roma. Ningún acontecimiento político de la época tiene lugar sin su conocimiento, apenas alguno contra su voluntad, hasta el punto de que manifestar hostilidad hacia el predicador de san Pedro es tan peligroso como hacerlo con el Emperador o con el Papa.
En cuanto a su oponente, Sebastian Castellio, un idealista solitario que en nombre de la libertad de pensamiento desafía no sólo a ésta, sino a cualquier tiranía del espíritu, ¿quién es? Realmente, comparado con el fantástico poderío de Calvino, ¡un mosquito contra un elefante! Un don nadie, un cero a la izquierda en el sentido de influencia pública y, por añadidura, también un desposeído, un hombre de letras pobre como una rata, que difícilmente sustenta a su mujer y a sus hijos haciendo traducciones y trabajando como maestro a domicilio. Un fugitivo en un país extraño, sin derecho de asilo ni de ciudadanía, un emigrante por partida doble: como siempre en épocas de fanatismo universal, el ser humano, impotente, se encuentra solo en medio de los beligerantes zelotes. Durante años, este humilde y gran humanista lleva una existencia miserable a la sombra de la persecución, de la pobreza, siempre oprimido, pero también siempre libre, al no estar unido a ningún partido ni profesar ningún fanatismo. Sólo cuando siente que el asesinato de Servet invoca poderosamente su conciencia y abandona su pacífica labor para denunciar a Calvino en nombre de los ultrajados derechos humanos, sólo entonces, esa soledad se convierte en heroica. Pues, a diferencia de su adversario Calvino, acostumbrado a la guerra, a Castellio no le protege ni le rodea un séquito perfectamente organizado, cerrando filas brutalmente en torno a él. Ningún partido, ni el católico ni el protestante, le ofrece apoyo. Ningún alto dignatario, ningún emperador, ningún rey, extiende sobre él, como en otro tiempo sobre Lutero y Erasmo, su mano protectora. Hasta los pocos amigos que le admiran, incluso ellos, sólo se atreven a infundirle ánimo en secreto y al oído, pues resulta sumamente peligroso, peligroso para la propia vida, ponerse públicamente del lado de un hombre que, imperturbable, mientras en todos los países los herejes son perseguidos y torturados por el delirio de la época como si fueran ganado, alza su voz en favor de esos desposeídos de sus derechos, de esos sojuzgados, y que, más allá del caso particular, niega a todos los soberanos de la tierra, y de una vez por todas, el derecho a perseguir a cualquier hombre a causa de su ideología. Del lado de alguien que, en uno de esos terribles momentos de ofuscación que de cuando en cuando caen sobre los pueblos, se atreve a mantener una mirada serena y compasiva, y a llamar a todas esas piadosas carnicerías, supuestamente libradas a mayor gloria de Dios, por su verdadero nombre: asesinato, asesinato y nada más que asesinato. De aquel que, sintiéndose desafiado en lo más íntimo de su ser, es el único que no soporta seguir callado y grita al cielo su desesperación frente a tamañas inhumanidades, luchando solo por todos y contra todos, pues, debido a la inmortal cobardía del género humano, aquel que eleve su voz contra quienes detentan y administran el poder en cada momento, contará siempre con pocos adeptos. Así, Sebastian Castellio en la hora decisiva no tiene tras de sí más que a su propia sombra, ni más bienes que la única fortuna inalienable que posee un creador cuando lucha: una conciencia indoblegable en un alma intrépida.
Precisamente eso, que Sebastian Castellio fuera consciente desde el principio de la esterilidad de su lucha y que no obstante la emprendiera, contra todo sentido común, justamente ese santo «no obstante», engrandece para siempre a este «soldado desconocido», convirtiéndole en un héroe en la gran lucha por la liberación de la humanidad. Ya sólo por eso, por ser el único en alzarse en apasionada protesta contra un terror universal, el desafío de Castellio frente a Calvino debería ser recordado por todo hombre de espíritu. Pero también en lo que se refiere a la actitud interna frente al problema, esta discusión histórica sobrepasa con creces las circunstancias de la época, pues no se trata de una simple cuestión teológica, ni únicamente del hombre Servet, como tampoco de la crisis decisiva entre el protestantismo liberal y el ortodoxo. Esta decidida polémica suscita una cuestión mucho más amplia, una cuestión intemporal: nostra res agitur. Queda así abierta una lucha que habrá de ser siempre renovada, bajo nuevos nombres y nuevas formas. La teología, en este caso, no es más que la máscara ocasional de la época, e incluso Castellio y Calvino se revelan únicamente como los exponentes más encarnizados de una disyuntiva imperceptible, pero insalvable. No importa cómo quiera uno denominar los extremos de esta tensión permanente —tolerancia frente a intolerancia, libertad frente a tutela, humanismo frente a fanatismo, individualismo frente a mecanización, conciencia frente a violencia—, todos estos nombres expresan una opción que en última instancia es la más personal y la más íntima, la que para todo individuo resulta de mayor importancia: lo humano o lo político, la ética o la razón, el individuo o la comunidad.
Ningún pueblo, ninguna época, ningún hombre de pensamiento se libra de tener que delimitar una y otra vez libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda, ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía. No cabe duda de que en el fondo de la naturaleza humana hay un misterioso anhelo de autodisolución en la colectividad. Nuestra ancestral ilusión de que podría forjarse un determinado sistema religioso, nacional o social que brindara a toda la humanidad la paz y el orden definitivos, es indestructible. El Gran Inquisidor de Dostoievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y responsabilidad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar. Esa nostalgia mesiánica por una existencia libre de problemas constituye el verdadero fermento que allana el camino a todos los profetas sociales y religiosos. Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas. Una nueva ideología —y ése es por cierto su sentido metafísico— establece siempre en primer lugar un nuevo idealismo sobre la tierra, pues cualquiera que brinde a los hombres una nueva ilusión de unidad y pureza, apela a sus más sagradas fuerzas: su disposición al sacrificio, su entusiasmo. Millones y millones, como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar, e incluso violentar. Y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él. Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer aún constituía su mayor alegría, su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota.
Para cualquier hombre de pensamiento no deja de haber algo conmovedor en el hecho de que sea siempre una idea, la más inmaterial de las fuerzas que existen sobre la tierra, la que lleve a cabo un milagro de sugestión tan inverosímil en nuestro viejo, sensato y mecanizado mundo. Con facilidad se cae así en la tentación de admirar y ensalzar a estos iluminados, porque desde el espíritu son capaces de transformar la obtusa materia. Pero fatalmente, estos idealistas y utopistas, justo después de su victoria, se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma. Y, en lugar de conformarse con haber convencido de su delirio personal a tantos hombres, hasta el punto de estar alegremente dispuestos a vivir e incluso a morir por él, todos estos conquistadores caen en la tentación de transformar la mayoría en totalidad y de querer obligar incluso a aquellos que no forman parte de ningún partido a compartir su dogma. No tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, con los eternos colaboradores de cualquier movimiento. No. También quieren que los que son libres, los pocos independientes, les glorifiquen y sean sus vasallos, y, para imponer el suyo como dogma único, por orden del gobierno estigmatizan cualquier diferencia de opinión, calificándola de delito. Esa maldición de todas las ideologías religiosas y políticas que degeneran en tiranía en cuanto se transforman en dictaduras se renueva constantemente. Desde el momento en el que un clérigo no confía en el poder inherente a su verdad, sino que echa mano de la fuerza bruta, declara la guerra a la libertad humana. No importa de qué idea se trate: todas y cada una de ellas, desde el instante en el que recurren al terror para uniformar y reglamentar las opiniones ajenas, dejan el terreno de lo ideal para entrar en el de la brutalidad. Hasta la más legítima de las verdades, si es impuesta a otros por medio de la violencia, se convierte en un pecado contra el espíritu.
Pero el espíritu se comporta de un modo enigmático. Invisible e impalpable como el aire, parece adaptarse fácilmente a todas las formas y a cualquier fórmula. Y eso lleva siempre a las naturalezas despóticas al delirio de creer que se le puede reducir por completo, encerrar y embotellar dócilmente. Sin embargo, con cada represión aumenta su capacidad de reacción, y precisamente cuando es aplastado y comprimido se convierte en un material incendiario, en un explosivo. Toda represión conduce tarde o temprano a la revuelta, pues la independencia moral de la humanidad a la larga resulta — ¡eterno consuelo éste!— indestructible. Nunca hasta ahora ha sido posible imponer de modo dictatorial una única religión, una única filosofía, una sola forma de ver el mundo a toda la tierra, pues el espíritu siempre sabrá resistirse a cualquier servidumbre, siempre se negará a pensar de una forma que le sea prescrita, a que lo conviertan en algo vacío e insípido, a dejarse restringir y unificar. Qué banal y qué vano resulta por ello todo empeño de querer reducir la sublime variedad de la existencia a un común denominador, así como el de dividir de un modo maniqueo a la humanidad en buenos y malos, piadosos y herejes, en obedientes y hostiles al Estado, basándose en un principio impuesto solamente por la ley del más fuerte. Siempre habrá espíritus independientes que se alcen contra semejantes violaciones de la libertad del ser humano: los objetores de conciencia, los que con decisión se insubordinan frente a cualquier coacción ejercida sobre la conciencia. Ninguna época ha podido ser tan bárbara, ninguna tiranía tan sistemática como para que algunos individuos no lograsen escapar a la violencia ejercida sobre las masas y defender el derecho a una opinión personal frente a los violentos monomaniacos y a su verdad única.
También el siglo XVI, exaltado como el nuestro por sus violentas ideologías, conoció tales espíritus libres e incorruptibles. Leyendo las cartas de los humanistas de aquellos tiempos, siente uno fraternalmente su profundo dolor ante los trastornos provocados por el poder. Conmovidos, experimentamos la aversión de sus almas ante las estúpidas proclamas que los dogmáticos gritan en el mercado, pregonando todos y cada uno lo mismo: «Lo que nosotros enseñamos, es cierto, y lo que no, es falso.» Qué grande el espanto que sacude a estos serenos ciudadanos del mundo a la vista de esos inhumanos reformadores de la humanidad que, proclamando con espuma en la boca sus brutales ortodoxias, han irrumpido en su universo, un universo que cree en la belleza. Qué profunda repugnancia sienten ante todos esos Savonarolas, John Knox y Calvinos que quieren destruir la belleza que hay en el mundo y convertir la tierra en un seminario de moralidad. Con trágica clarividencia, todos estos hombres sabios y humanitarios reconocen el mal que esos fanáticos furibundos habrán de traer sobre Europa. Tras sus airadas palabras escuchan ya el fragor de la batalla. Y en su odio presienten la futura y terrible guerra. Pero, aun conscientes de la verdad, estos humanistas no se atreven a luchar por ella. En la vida, los destinos están casi siempre separados: quienes comprenden no son los ejecutores, y quienes actúan no comprenden. Todos esos trágicos y afligidos humanistas se escriben unos a otros conmovedoras cartas llenas de ingenio, se lamentan a puerta cerrada en sus gabinetes de estudio, pero ninguno de ellos sale a escena para hacer frente al Anticristo. De cuando en cuando, Erasmo, desde la sombra, se atreve a lanzar un par de flechas. Rabelais, en medio de feroces risas y oculto bajo el hábito de bufón, reparte unos cuantos latigazos. Montaigne, ese noble y sabio filósofo, encuentra en sus ensayos las más elocuentes palabras. Pero ninguno de ellos trata de intervenir seriamente, ni de impedir aunque sea una sola de esas infames persecuciones y ejecuciones. Con los furibundos, reconocen estos hombres de mundo y, por tanto, prudentes, el sabio no debe pelear. Lo mejor, en tales épocas, es refugiarse en la sombra, para evitar ser apresado e inmolado uno mismo.
Sin embargo, Castellio, y de ahí su gloria inmortal, es el único de entre todos esos humanistas que, con decisión, se sale de la fila, enfrentándose a su destino. Heroicamente, se atreve a alzar la voz para defender a los compañeros perseguidos y, con ello, su vida. Sin ningún fanatismo, aunque amenazado a cada paso por los fanáticos, sin dejarse llevar tampoco por la pasión, antes bien, con una firmeza digna de Tolstoi, enarbola como un estandarte su testimonio sobre los enconados tiempos, en el que declara que a ningún hombre se le debería imponer una concepción del mundo y que sobre la conciencia de un hombre ningún poder terrenal debería tener jamás autoridad. Y como no redacta su testimonio en nombre de ningún partido, sino que lo hace desde el espíritu imperecedero de la humanidad, sus ideas, al igual que algunas de sus palabras, se han mantenido inmunes al paso del tiempo. Las ideas intemporales, válidas para todos los seres humanos, al ser formuladas por un creador, conservan siempre su carácter. La profesión de fe ligada al mundo siempre sobrevivirá a la doctrinaria y agresiva. Pero, sobre todo desde el punto de vista ético, el coraje ejemplar y sin precedentes de este hombre olvidado debe ser un modelo para las generaciones venideras. Cuando Castellio —enfrentándose a todos los teólogos del mundo— califica a Servet, asesinado por Calvino, de víctima inocente; cuando rechaza todos los argumentos de Calvino con estas inmortales palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre», cuando en su manifiesto en defensa de la tolerancia —mucho antes que Locke, Hume, Voltaire, y mucho más brillantemente que ellos— proclama de una vez por todas el derecho a la libertad de conciencia, este hombre empeña su vida a cambio de sus convicciones. Sin embargo, no se trata de comparar la protesta de Castellio por el asesinato legal de Miguel Servet con las mil veces más famosas de Voltaire en el caso Calas y de Zola en el asunto Dreyfus, pues semejantes comparaciones no alcanzan ni de lejos la altura moral de su acción. Voltaire, cuando emprende la lucha en favor de Calas, vive ya en un siglo más humano. Además, el mundialmente célebre escritor cuenta con la protección de reyes y príncipes. Del mismo modo, tras Émile Zola, como un invisible ejército, cierra filas todo un mundo: la admiración de toda Europa. Con su acción, ambos arriesgan su reputación y su comodidad en aras de un destino ajeno, pero, y ésta sigue siendo la diferencia fundamental, no su propia vida, como hace Sebastian Castellio, quien en su lucha en pro de la humanidad sufre la inhumanidad de su siglo con toda su mortífera violencia.
Sebastian Castellio pagó su heroísmo moral hasta con la última gota de sus fuerzas. Resulta estremecedor cómo este heraldo de la no violencia, que no quiso servirse de más armas que las puramente espirituales, es sofocado por la fuerza bruta. Una y otra vez se descubre que, cuando un individuo, sin más autoridad tras de sí que la del derecho moral, se defiende frente a una organización cerrada, la lucha no tiene salida. Cuando una doctrina logra hacerse con el aparato del Estado y con todos sus medios de presión, pone en marcha sin el menor escrúpulo la máquina del terror. A quien ponga en cuestión su poder omnipotente le corta la palabra y la mayor parte de las veces también la garganta. Calvino nunca respondió seriamente a Castellio, prefería hacerle enmudecer. Se destruyen, se prohíben, se queman, se requisan sus libros. En el cantón vecino, imponiéndolo por medio de la extorsión política, se le prohíbe escribir. Y ya apenas puede contestar, rectificar. En seguida, los secuaces de Calvino caen sobre él, difamándole. Muy pronto no se trata ya de una guerra, sino de la execrable violencia ejercida sobre un hombre desarmado, pues Castellio no puede hablar, ni escribir. Mudos permanecen sus escritos en el cajón. Calvino, en cambio, tiene las imprentas y el púlpito, la cátedra y los sínodos, todo el aparato de poder. Y sin piedad lo pone en marcha. Cada paso de Castellio es vigilado. Cada una de sus palabras, espiada. Cada una de sus cartas, interceptada. No sorprende que una organización semejante, con cientos de cabezas, triunfe sobre el individuo. Tan sólo una muerte prematura libró a Castellio del exilio o de ser quemado en la hoguera, aunque el odio frenético de los dogmáticos triunfantes no se detuvo siquiera ante su cadáver. Estando ya en la fosa, arrojan sobre él, como si se tratara de cal viva, calumnias y difamaciones y cubren su nombre de cenizas. La memoria de este individuo, que no sólo luchó contra la dictadura de Calvino, sino en general contra el principio de toda dictadura del espíritu, debía olvidarse y perderse para siempre.
Y el poder ejercido contra este hombre pacífico estuvo a punto de lograr también ese extremo: esa represión metódica no sólo sofocó la influencia temporal de este gran humanista, sino también su gloria póstuma durante muchos años. Aún hoy, un hombre culto no tiene por qué avergonzarse si no ha leído, ni escuchado nunca el nombre de Castellio, pues, ¿cómo conocerle cuando lo fundamental de sus obras, por culpa de la censura, no pudo imprimirse durante decenas de años, incluso durante siglos? Ningún impresor en el entorno de Calvino se atreve a publicarlas, y cuando aparecen, mucho después de su muerte, es demasiado tarde para que obtengan la gloria merecida. Otros, entretanto, han retomado las ideas de Castellio. Bajo diferentes nombres, ha continuado la lucha, en la que él, el primero, cayó demasiado pronto y casi inadvertido. A algunos se les ha condenado a vivir en la sombra, a morir en la oscuridad. Otros, después, han cosechado la fama que le correspondía a Castellio. Y aún hoy día se puede leer en los libros de texto el error de que Hume y Locke fueron los primeros en proclamar la idea de la tolerancia en Europa, como si el heterodoxo manifiesto de Castellio nunca se hubiera escrito, ni publicado. Su hazaña moral, la lucha en favor de Servet, ha quedado olvidada. Olvidada, la batalla contra Calvino: «el mosquito contra el elefante». Olvidadas, sus obras. Un deficiente retrato en las obras completas en holandés, un par de manuscritos en bibliotecas suizas y holandesas, unas cuantas palabras de agradecimiento por parte de sus alumnos, es todo lo que ha quedado de un hombre al que, de común acuerdo, sus contemporáneos no sólo ponderaron como uno de los hombres más sabios, sino también como uno de los más nobles de su tiempo. Aún hoy hemos de saldar una deuda de agradecimiento frente a este olvido y expiar una terrible injusticia.
Pues la Historia no tiene tiempo para hacer justicia. Enumera, como los fríos cronistas, sólo los éxitos, rara vez en cambio los mide con criterios morales. Sólo se fija en los vencedores, dejando a los vencidos en la sombra. Sin el menor escrúpulo, estos «soldados desconocidos» son enterrados en la fosa común del olvido. Nulla crux, nulla corona —ninguna cruz, ninguna corona— celebra su olvidado, su estéril sacrificio. Aunque, en realidad, ningún esfuerzo emprendido con verdadera convicción puede ser calificado de estéril. Ninguna movilización de fuerzas morales se pierde del todo en el universo. Incluso como vencidos, los derrotados, los que con sus ideales intemporales se adelantaron a su época, cumplieron con su misión, pues una idea está viva en la tierra con sólo ganar testigos y adeptos que vivan y mueran por ella. Desde el punto de vista del espíritu, las palabras «victoria» y «derrota» adquieren un significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como Castellio frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo advenimiento de la humanidad a la tierra.

Capítulo 1
Calvino se hace con el poder

El domingo 21 de mayo de 1536, convocados por el ceremonioso sonido de los clarines, los ciudadanos de Ginebra se reúnen en la plaza pública y, levantando unánimes la mano, declaran que desde ese momento quieren vivir exclusivamente «selon l’évangile et la parole de Dieu». Por la vía del referéndum, esa institución archidemocrática vigente aún hoy en Suiza, la religión reformada se implanta en la entonces residencia del obispo como la doctrina de la ciudad y del Estado, como el único credo válido y permitido. Unos pocos años han bastado para que la doctrina católica no sólo sea arrinconada en la ciudad del Ródano, sino incluso aniquilada y extirpada. Amenazados por la plebe, los últimos sacerdotes, canónigos, frailes y monjas huyen de los conventos. Sin excepción, todas las iglesias se limpian de cuadros y demás símbolos de la «superstición». Este solemne día de mayo sella, pues, el triunfo definitivo. De ahora en adelante, en Ginebra el protestantismo tiene no sólo el poder máximo y el predominio legítimos, sino también el poder exclusivo.
Esta radical y absoluta implantación de la religión reformada en la ciudad de Ginebra es en esencia obra de un único hombre, extremista y violento: el predicador Farel. Una naturaleza fanática, con una frente estrecha, pero de hierro. Un temperamento poderoso y al mismo tiempo despiadado. «En mi vida» —dice el indulgente Erasmo refiriéndose a él— «he encontrado a un hombre tan descarado y arrogante.» Este «Lutero gabacho» tiene sobre las masas un poder fatal, represor. Pequeño, feo, con la barba roja y el cabello erizado, con su voz atronadora y el desmedido furor de su naturaleza violenta, arrastra al pueblo desde el púlpito en un torbellino de febriles sentimientos. Al igual que Danton como político, este revolucionario religioso sabe reunir y enardecer los instintos callejeros dispersos y ocultos, para dar el golpe y la embestida decisivos. Antes de la victoria, Farel arriesga su vida cientos de veces: apedreado en las afueras de la ciudad, es arrestado y proscrito por las autoridades. Pero con el primitivo empuje y la intransigencia de un hombre dominado por una única idea, echa abajo violentamente cualquier resistencia. Cual bárbaro, con su guardia de asalto irrumpe en las iglesias católicas cuando el sacerdote está oficiando la misa en el altar y, arbitrario, sube hasta el púlpito para, entre los rugidos de sus secuaces, predicar contra los horrores del Anticristo. Con granujas de la calle forma una organización juvenil paramilitar. Contrata cuadrillas de niños que con sus gritos, berridos y risotadas impiden el recogimiento durante el servicio divino en las catedrales. Al final, envalentonado por la afluencia cada vez mayor de sus secuaces, moviliza a sus guardias para el último asalto, para que allanen los monasterios, arrancando de las paredes y quemando las imágenes de los santos. El empleo de la fuerza bruta produce sus frutos: como siempre, una pequeña pero activa minoría, desde el momento en que muestra arrojo y no hace economías con el terror, es capaz de intimidar a una gran mayoría que, sin embargo, se comporta de modo perezoso. Los católicos asedian al magistrado en demanda de justicia ante tamaña violación de la ley, pero al mismo tiempo se quedan resignados en sus casas. Indefenso, el obispo huye finalmente, dejando la capital del reino en manos de la Reforma triunfante.
Con este triunfo, queda claro que Farel pertenece únicamente al tipo del revolucionario incansable, y aunque dotado, con su ímpetu y fanatismo, para derribar un viejo orden —es decir, para la afrenta—, no está llamado a fundar uno nuevo, no es un organizador. Es un agitador, no un constructor. Capaz de provocar un enconado asalto contra la Iglesia de Roma, de azuzar el odio de las masas insensibles contra frailes y monjas, de destruir con la rabia de su puño las tablas de piedra de la vieja ley, ante las ruinas se queda desconcertado e indeciso. Y ahora que en el lugar de la desbancada religión católica es necesario establecer en Ginebra un nuevo dogma, Farel fracasa por completo. Siendo como es un espíritu puramente destructivo, sólo sabe crear un espacio vacío para el nuevo, pues un revolucionario callejero no puede realizar nada espiritualmente constructivo. Con la destrucción, su misión ha finalizado. Para ocuparse de la reconstrucción, ha de surgir otro.
No sólo Farel sufre en ese momento crítico la inseguridad que se produce tras una rápida victoria. También en Alemania y en el resto de Suiza, los dirigentes de la Reforma, desavenidos e inseguros, vacilan ante la tarea histórica que recae sobre ellos. El propósito original tanto de Lutero como de Zwingli no era más que el de llevar a cabo una depuración de la Iglesia existente, una vuelta de la fe en la autoridad papal y conciliar hacia la olvidada enseñanza evangélica. En un principio, para ellos la Reforma, en el sentido estricto de la palabra, significaba únicamente reformar, es decir, mejorar, purificar, volver a los orígenes. Pero como la Iglesia católica se mantuvo rígida en su punto de vista y no fue capaz de hacer una sola concesión, su tarea creció de modo inesperado, y en lugar de poner en práctica la religión que reclamaban en el seno de la Iglesia católica, hubieron de hacerlo fuera de ella, con lo que enseguida, al pasar del plano de la destrucción al de lo productivo, los espíritus se dividieron. Naturalmente, nada habría sido más lógico que el que los revolucionarios religiosos —Lutero, Zwingli y los demás teólogos de la Reforma— se hubieran unido fraternalmente en una forma unificada de fe y de culto dentro de la nueva Iglesia. Pero, ¿cuándo se ha producido en la Historia lo lógico y lo natural? En lugar de una Iglesia protestante universal, por todas partes proliferan las Iglesias independientes. Wittenberg no quiere adoptar la doctrina de Zurich o de Ginebra, ni las prácticas de Berna. Cada ciudad quiere implantar la Reforma a su manera, zuriquesa, bernesa o ginebrina. En esta crisis se refleja ya proféticamente la presunción nacionalista de los Estados europeos a la escala reducida del espíritu cantonal. Lutero, Zwingli, Melanchthon, Bucero y Karlstadt, todos aquellos que unidos socavaron el gigantesco edificio de la Iglesia universal, derrochan sus mejores fuerzas en pequeñas pendencias, sutilezas teológicas y tratados. Impotente, Farel se encuentra en Ginebra ante las ruinas del viejo orden, eterna tragedia de un hombre que ha llevado a cabo la acción histórica que le estaba encomendada, pero que no se siente a la altura de las circunstancias.
Por eso, para el trágico triunfador es una verdadera suerte enterarse por casualidad de que Calvino, el famoso Jean Calvin, a su paso hacia Saboya, se detiene por un día en Ginebra. De inmediato, le visita en el lugar en el que se hospeda, para pedirle consejo y solicitar su ayuda en la obra de reconstrucción, pues, aunque con sólo veintiséis años, casi veinte menos que Farel, este joven es considerado ya como una autoridad indiscutible. Hijo de un recaudador, secretario del obispo, nacido en Noyon (Francia), educado, como Erasmo e Ignacio de Loyola, en la estricta escuela del Colegio de Montagu, destinado primero al sacerdocio y después a la abogacía, a los veinticuatro años Jean Calvin (o Cauvin) tuvo que abandonar Francia y huir a Basilea, por haber tomado partido a favor de la doctrina luterana. Pero para él, a diferencia de la mayoría, que con la patria pierde la fuerza interior, la emigración supone una ganancia. Precisamente en Basilea, esa encrucijada europea de caminos, en la que se encuentran y enemistan las distintas formas del protestantismo, Calvino comprende, con la mirada genial del lógico perspicaz, lo imperativo de aquella hora. Del núcleo de la doctrina evangélica se desprenden ya tesis cada vez más radicales. Panteístas y ateos, visionarios y exaltados comienzan a descristianizar y recristianizar el protestantismo. En medio de un baño de sangre y horrores, se consuma en Münster la espeluznante tragicomedia de los anabaptistas. La Reforma amenaza con desmoronarse en una serie de sectas independientes y convertirse en nacional, en lugar de erigirse en un poder universal como su adversaria, la Iglesia de Roma. Contra semejante autoparcelación, así lo estima con una seguridad profética este joven por entonces de veinticuatro años, se ha de encontrar un cuerpo doctrinal, un modo de cristalizar espiritualmente la nueva religión en un libro, una fórmula, un programa. De una vez por todas, hay que redactar un manual práctico del dogma evangélico. Así, mientras los verdaderos dirigentes aún lloriquean por nuevos detalles, este desconocido jurista, este joven y resuelto teólogo, con la espléndida audacia propia de la juventud, tiene como objetivo, desde el principio, el conjunto. En un año, con su Institutio religionis Christianae (1535) establece el primer compendio de la doctrina evangélica, el manual y la guía, la obra canónica del protestantismo.
Esta Institutio es uno de los diez o veinte libros del mundo de los que, sin caer en la exageración, se puede decir que han cambiado decisivamente los acontecimientos de la Historia y la faz de Europa. La obra más importante de la Reforma, después de la traducción de la Biblia por Lutero, gracias a su lógico rigor y a su tenacidad constructiva, ejerció desde el primer momento una influencia decisiva sobre sus contemporáneos. Un movimiento espiritual necesita siempre de un hombre genial que lo inicie y de otro que lo lleve a término. Lutero, el inspirador, puso la Reforma en marcha. Calvino, el organizador, la detuvo antes de que se deshiciera en mil sectas. Por eso, en cierto sentido, la Institutio pone fin a la revolución religiosa, como el Código de Napoleón a la francesa. A un movimiento que fluye en masa y que se desborda, ambos le quitan el fuego líquido del principio, para imprimirle forma de ley y estabilidad. Con ello, de la arbitrariedad surge el dogma. De la libertad, la dictadura. De la exaltación anímica, una rígida norma espiritual. Ciertamente, como toda revolución cuando termina, también ésta pierde en su última etapa algo de la dinámica original. Pero a partir de ahora, frente a la Iglesia católica como único poder espiritual en el mundo hay otro, el protestante.
Es propio del ímpetu de Calvino el que jamás suavizara ni modificara la rigidez de su primera formulación. Las posteriores ediciones de su obra suponen únicamente una ampliación, nunca una corrección de sus primeros y decisivos juicios. A los veintiséis años —al igual que Marx o Schopenhauer— antes de cualquier experiencia, ha meditado su ideario minuciosamente, hasta el último detalle. Los años siguientes sólo sirven para imponer sus ideas organizativas en el espacio de la realidad. Jamás modificará una palabra esencial, sobre todo si es suya. No retrocederá ni un paso y nunca saldrá al encuentro de nadie. A un hombre semejante sólo se le puede hacer pedazos. O ser hecho pedazos por él. Cualquier intento de apaciguamiento resulta inútil. Sólo cabe una elección: negarle o someterse a él por completo.
Eso Farel lo percibió de inmediato —y en ello no deja de haber cierta grandeza humana— durante el primer encuentro, durante la primera conversación. Y aunque veinte años mayor, desde ese instante se puso por completo a las órdenes de Calvino. Reconoció en él a su jefe y maestro. Se convirtió desde ese preciso momento en su lacayo espiritual, en su subordinado, en su criado. Jamás, durante los próximos treinta años, se atreverá Farel a expresar una sola réplica en contra del más joven. En cada batalla, en cada cuestión, tomará su partido. Acudirá a todas sus llamadas, desde cualquier parte, para luchar por él y bajo sus órdenes. Farel es el primero en ofrecer el modelo de esa obediencia incuestionable, acrítica, abandonada a sí misma, que Calvino, el fanático de la subordinación, exige en su doctrina de cualquier hombre como el más alto deber. Una única reclamación le planteó Farel en toda su vida, y lo hizo en ese mismo momento: que Calvino, como el único digno de ello, tomara la dirección espiritual de Ginebra y que con su fuerza superior edificara la obra reformadora, para la que él era demasiado débil.
Más tarde, Calvino relató durante cuánto tiempo y cuán fuertemente se resistió a atender ese inesperado llamamiento. Para el hombre de espíritu, abandonar la esfera de lo puramente intelectual para incorporarse a la enrarecida de la política práctica, supondrá siempre una decisión de gran responsabilidad. Este miedo secreto se adueña de Calvino. Vacila, titubea, alude a su juventud, a su inexperiencia, le pide a Farel que le deje en su mundo de los libros y de las ideas. Finalmente, Farel se impacientará ante la obstinación de Calvino a la hora de eludir la misión, y con la fuerza bíblica de los antiguos profetas gritará al indeciso: «Te escudas en tus estudios, pero, en nombre de Dios Todopoderoso, te anuncio que la maldición de Dios caerá sobre ti si niegas tu ayuda a la obra del Señor y te buscas más a ti mismo que a Jesucristo.»
Esta invocación persuade a Calvino y decide su vida, al declararse dispuesto a edificar en Ginebra el nuevo orden: lo que hasta ahora ha diseñado en palabras y en ideas, se convertirá en hechos y obras. En lugar de en un libro, tratará ahora de imprimir su voluntad a una ciudad, a un Estado.
Siempre son los contemporáneos los que menos saben de su propia época. Los momentos más importantes escapan, sin que se den cuenta, a su atención, y los verdaderamente decisivos casi nunca encuentran en sus crónicas la debida consideración. Así, tampoco el acta del Consejo de Ginebra del 5 de septiembre de 1536, que toma nota de la solicitud de Farel de colocar a Calvino de modo indefinido como «lecteur de la Sainte Escripture», considera oportuno registrar ni una sola vez el nombre de ese hombre que dará a Ginebra una fama inconmensurable ante el mundo entero. Secamente, el escriba del Consejo apunta el hecho de que Farel propone que «iste Gallus» —ese galo— pueda proseguir su actividad predicadora. Eso es todo. ¿Para qué molestarse en deletrear el nombre y hacerlo constar en acta? Conceder un pequeño salario a ese predicador extranjero y sin recursos parece una decisión que no compromete a nada, pues el magistrado de la ciudad de Ginebra aún cree que no ha hecho nada más que colocar a un funcionario subalterno, que en adelante habrá de cumplir con su cargo de modo tan discreto y obediente como cualquier maestro de escuela, empleado del fisco o verdugo recién nombrados.
Por supuesto, los honrados miembros del Consejo no son eruditos. En sus horas de ocio no se dedican a leer obras de teología, y seguramente ninguno de ellos ha hojeado siquiera la Institutio religionis Christianae de Calvino, pues en ese caso se habrían sobresaltado, ya que allí, con palabras muy claras, quedaba autoritariamente establecido el alcance del papel que «iste Gallus» reclama para el predicador en el seno de la comunidad: «Claramente se ha de consignar aquí el poder con el que deben ser investidos los predicadores de la Iglesia. Al haber sido nombrados administradores y heraldos de la palabra divina, pueden atreverse a todo y obligar a todos los grandes y poderosos de este mundo a doblegarse ante la majestad de Dios y a servirle. Pueden dar órdenes a todos, desde el más alto al más bajo. Tienen que implantar la ley de Dios y destruir el reino de Satanás, proteger a los corderos y exterminar a los lobos. Tienen que amonestar e instruir a los dóciles; acusar y eliminar a los resistentes. Pueden hacer y deshacer, lanzar rayos y truenos, todo ello conforme a la palabra de Dios.»
Estas palabras de Calvino acerca de que los predicadores «pueden dar órdenes a todos, desde el más alto al más humilde» escaparon, sin duda alguna, a los señores del Consejo de Ginebra. Si no, jamás se habrían apresurado a ponerse en manos de semejante pretencioso. Sin sospechar que este emigrante francés al que contratan en su Iglesia está desde el principio decidido a convertirse en el amo de la ciudad y del Estado, le dan cargo y dignidad. Pero desde ese día, su propio poder toca a su fin, pues, gracias a su energía implacable, Calvino se apoderará de todo. Despiadado, llevará a la práctica sus exigencias totalitarias y con ello convertirá una república democrática en una dictadura teocrática.
Ya las primeras disposiciones dan fe del alcance de la lógica y de la perseverante tenacidad de Calvino. «Cuando llegué por primera vez a esta Iglesia —escribe más tarde sobre esta época en Ginebra—, allí no había nada. Se predicaba, y eso era todo. Se apilaban las imágenes de los santos y se quemaban. Pero aún no había una Reforma. Todo era confusión.» Calvino es un espíritu nacido para el orden: todo aquello que no esté regulado ni sistematizado, repugna a su exacta naturaleza matemática. Si se quiere educar a los hombres en una nueva fe, primero hay que hacerles saber en qué deben creer y qué deben profesar. Han de poder distinguir claramente qué es lo que está permitido y qué lo que está prohibido. Todo reino espiritual necesita, al igual que cualquier reino terrenal, unos límites visibles y unas leyes. Por eso, pasados tan sólo tres meses, Calvino presenta al Consejo un catecismo que, con claridad y concisión, formula en veintiún artículos los principios de la nueva doctrina evangélica. Ese catecismo —en cierto modo, el decálogo de la nueva Iglesia— será aprobado por el Consejo con el acuerdo de la mayoría.
Pero Calvino no se contenta con un simple acuerdo. Reclama una obediencia íntegra y hasta la última coma. No le basta con que la doctrina haya sido formulada, pues con ello al individuo le sigue quedando siempre algo de libertad a la hora de decidir cómo y hasta qué punto se quiere someter a ella. Y Calvino jamás, bajo ningún concepto, tolera la libertad en cuestiones de doctrina o de vida. En lo que se refiere a asuntos intelectuales y religiosos, no está dispuesto a ceder ni lo más mínimo a la opinión particular del individuo. La Iglesia tiene, en su opinión, no sólo el derecho, sino también la obligación de imponer a todos los hombres una obediencia ciega, incondicional, e incluso de castigar implacablemente cualquier tibieza. «Que otros piensen lo que quieran, yo no creo que los límites de nuestra función sean tan estrechos como para que tras haber mantenido nuestra prédica, como si con ello hubiéramos cumplido ya con nuestro deber, podamos quedarnos de brazos cruzados.» Su catecismo no debe representar simplemente una pauta para la fe, sino que debe constituirse en ley orgánica del Estado. Por ello, solicita al Consejo que los habitantes de la ciudad de Ginebra sean obligados por la administración a reconocer y jurar públicamente uno por uno ese catecismo. De diez en diez, como si fueran escolares, los ciudadanos, conducidos por los anciens, tienen que dirigirse hacia la catedral y allí, con la derecha levantada, prestar juramento a lo que el secretario de Estado les lee. Y quien se niegue a prestar ese juramento será obligado de inmediato a abandonar la ciudad. Esto significa claramente y de una vez por todas que, de ahora en adelante, dentro de las murallas de Ginebra no puede vivir ningún ciudadano que en cuestiones espirituales se aparte lo más mínimo de las exigencias e ideas de Calvino. En Ginebra, la «libertad del hombre cristiano» que reclamara Lutero, la concepción de la religión como una cuestión individual de conciencia, ha llegado a su fin. El discurso ha triunfado sobre la ética; la letra, sobre el sentido de la Reforma. Desde que Calvino entró en Ginebra, se ha puesto término a toda clase de libertad. Una única voluntad ejerce ahora el dominio sobre todos.
Una dictadura que no haga uso de la violencia resulta impensable e insostenible. Quien quiere conservar el poder, necesita tener en sus manos los medios del poder. Quien quiere imponerse, debe tener también el derecho a castigar. A Calvino, de acuerdo con el decreto que regula su cargo, no le corresponde el más mínimo derecho a ordenar el destierro por delitos contra la Iglesia. Los miembros del Consejo han contratado a un «lecteur de la Sainte Escripture» para que exponga la Escritura a los fieles, a un predicador para que predique y exhorte a la comunidad a profesar la verdadera fe en Dios. En cuanto a la competencia penal sobre la conducta legítima y moral de los ciudadanos, suponían que naturalmente estaba reservada a su propia jurisdicción. Ni Lutero ni Zwingli, ni ningún otro reformador, habían intentado hasta ahora poner en tela de juicio la autoridad civil de este derecho y de este poder. Sin embargo, Calvino, como naturaleza autoritaria que es, expone enseguida su desmesurada intención de rebajar al magistrado a simple órgano ejecutor de sus órdenes y decretos. Y como legalmente no tiene ningún poder para ello, lo hace por derecho propio implantando la excomunión. En un giro genial, convierte el misterio de la Eucaristía en un medio personal de poder y de presión, pues el predicador calvinista permitirá participar en la «Eucaristía del Señor» sólo a aquellos cuyo comportamiento moral a él personalmente le parezca intachable. Pero todo aquel al que el predicador le niegue la Eucaristía —y aquí se muestra toda la fuerza de esta arma—, queda excluido del derecho civil. Nadie puede hablar con él. Nadie puede venderle o comprarle nada. Con ello, la disposición decretada por la autoridad religiosa, aparentemente sólo eclesiástica, se convierte de inmediato en un boicot social y económico. En el caso de que el excluido siga sin capitular e incluso se niegue a someterse a la sanción pública impuesta por el predicador, Calvino ordenará su expulsión. Por consiguiente, ningún adversario de Calvino, aunque se trate del más respetable de los ciudadanos, puede vivir mucho tiempo en Ginebra. La existencia civil de todo aquel que no cuente con la simpatía del clero está de ahora en adelante amenazada.
Con ese rayo en sus manos, Calvino puede destruir a cualquiera que le ofrezca resistencia. De un solo y audaz golpe se ha hecho con un arma que en otro tiempo ni el obispo de la ciudad pudo utilizar, pues dentro del catolicismo era necesario recorrer un interminable camino, desde la más alta hasta la más baja instancia, antes de que la Iglesia se decidiera a expulsar públicamente a uno de sus miembros. La excomunión era un acto que estaba muy por encima de lo personal, que escapaba por completo a la arbitrariedad de un solo individuo. Sin embargo, Calvino, perseverante e inflexible en su deseo de llegar al poder, pone ese derecho de excomulgar diariamente en manos de los predicadores y del Consistorio, convierte esa terrible amenaza en una pena casi habitual y, como psicólogo que calcula muy bien los efectos del terror, gracias al miedo frente a ese castigo logra acrecentar enormemente su autoridad personal. Con dificultad, consigue el magistrado que la dispensa de la Eucaristía tenga lugar únicamente cada trimestre y no, como pretendía Calvino, mensualmente. Pero nunca más permitirá Calvino que su arma más poderosa le sea arrebatada, pues sólo con ella puede empezar su verdadera lucha: la lucha por la totalidad del poder.
Por lo general, es necesario que pase algún tiempo hasta que un pueblo se dé cuenta de que las ventajas temporales de una dictadura, su rígida disciplina y su creciente empuje colectivo, se pagan siempre a costa de los derechos personales del individuo y que inevitablemente cada nueva ley cuesta una vieja libertad. También en Ginebra esta idea va surgiendo desde el principio de manera paulatina. Con el corazón en la mano, los ciudadanos dieron su conformidad a la Reforma. Voluntariamente se reunieron en el mercado al aire libre para, alzando la mano como hombres independientes, manifestar su reconocimiento hacia la nueva doctrina. Pero su orgullo republicano se rebela frente al hecho de que, de diez en diez y bajo la vigilancia de un alguacil, se les empuje hasta la catedral como si fueran presos enviados a galeras, para que presten allí solemne juramento a cada párrafo escrito por el señor Calvino. No han apoyado una reforma más austera de las costumbres para que este nuevo predicador les amenace diariamente con el destierro y la excomunión por el simple hecho de haber cantado alguna vez alegremente ante un vaso de vino o porque los vestidos que llevaban al señor Calvino o a Farel les parecieran demasiado llamativos o demasiado suntuosos. El pueblo empieza a preguntarse quiénes son al fin y al cabo esos hombres. Esos que se comportan de modo tan autoritario, ¿son ciudadanos de Ginebra? ¿Son gente establecida allí de antiguo, que haya colaborado en el engrandecimiento y enriquecimiento de la ciudad? ¿Se trata de probados patriotas, unidos y emparentados desde hace siglos con las mejores familias? No. Son recién llegados, que como fugitivos han venido desde otro país, desde Francia. Se les ha acogido hospitalariamente, se les ha dado comida, medios de subsistencia y una colocación bien pagada, y ahora ese hombre, el hijo de un recaudador venido del país vecino, que enseguida se ha traído también a su hermano y a su cuñado hasta el nido, se atreve a denostar, a reprender a los habitantes autóctonos. ¡Él, el fugitivo, al que ellos han colocado, pretende decidir quién tiene derecho a permanecer en Ginebra y quién no!
En los comienzos de una dictadura, cuando los espíritus libres aún no han sido amordazados ni expulsados los independientes, la oposición tiene siempre cierto empuje: en Ginebra los que simpatizan con la república declaran que no creían que llegarían a dejarse sermonear «como si fueran ladronzuelos». Calles enteras, sobre todo la rue des Allemands, se niegan a prestar el juramento exigido. Murmuran en voz alta y en franca rebeldía que ni jurarán ni abandonarán su ciudad natal por orden de ese francés advenedizo y muerto de hambre. Aun así, Calvino consigue forzar al Pequeño Consejo, rendido ante él, a que condene al destierro a todos aquellos que se nieguen a prestar el juramento, aunque aún no se atreven a poner en práctica tan impopular medida, y el resultado de las nuevas elecciones muestra claramente que la mayoría de la ciudad ha empezado a protestar contra el poder arbitrario de Calvino. En el nuevo Consejo de febrero de 1538, sus partidarios incondicionales pierden la supremacía. Una vez más, la democracia ha sabido defenderse frente a las autoritarias pretensiones de Calvino.
Calvino ha actuado de un modo demasiado impetuoso. Los ideólogos políticos conceden siempre un escaso valor a la oposición que se fundamenta en la indolencia de la naturaleza humana. Siempre creen que en el plano real las novedades decisivas pueden llevarse a la práctica con la misma rapidez que dentro de sus construcciones mentales. La prudencia debería haber ordenado a Calvino, ya que aún no había puesto de su parte a los poderes terrenales, un comportamiento más benévolo, pues su causa sigue teniendo partidarios. Por otro lado, el recién elegido Consejo le trata sólo con cautela, no con enemistad. Hasta sus más enérgicos adversarios han tenido que reconocer en este corto periodo de tiempo que el fanatismo de Calvino está basado en un deseo absoluto de regeneración de las costumbres, que a este hombre impetuoso no le mueve una mezquina ambición, sino una gran idea. Farel, su hermano en la lucha, sigue siendo el ídolo de la juventud y de la calle. De modo que, si Calvino hubiera puesto en práctica su diplomática astucia y hubiera adaptado sus hirientes y radicales reclamaciones a las prudentes opiniones de la población, la tensión podría haberse suavizado fácilmente.
Pero en este punto choca uno con la naturaleza granítica de Calvino. Con su rigidez de hierro. Durante toda su vida, a este exaltado nada le resultó más ajeno que contemporizar. Calvino no conoce el camino intermedio. Sólo conoce un camino: el suyo. Para él, únicamente existe el todo o la nada. La autoridad completa o la completa renuncia. Nunca llegará a un compromiso, pues para él tener razón y conservarla es una suerte de atributo, de modo que no es capaz de comprender ni de imaginar que ningún otro pueda tener igualmente razón en su terreno. Para Calvino es un axioma que sólo él está llamado a enseñar y los demás a aprender de él. Honrada y sinceramente convencido, dice: «De Dios recibo lo que enseño, y eso ratifica mi conciencia.» Con una alarmante seguridad en sí mismo, equipara sus tesis a la verdad absoluta: «Dieu m’a fait la grâce de déclarer ce qu’est bon et mauvais.» Poseído de sí mismo, siempre que algún otro se atreve siquiera a expresar una opinión contraria a la suya se siente irritado. De por sí, cualquier desacuerdo provoca en él una especie de ataque de nervios. La sensibilidad espiritual salta hasta en lo más profundo de su cuerpo. El estómago se revuelve. Vomita bilis. Y aunque el adversario exponga sus objeciones todo lo objetiva y doctamente que quiera, el mero hecho de que se haya atrevido a pensar de modo distinto lo convierte, a ojos de Calvino, no sólo en un enemigo personal, sino en un enemigo declarado del mundo, en un enemigo de Dios. Este hombre exageradamente comedido en su vida privada califica a los principales humanistas y teólogos de su tiempo de serpientes que silban contra él, de perros que le ladran, de bestias, rufianes y siervos de Satanás. El «honor de Dios» se ve ofendido en la persona de su «servidor» en cuanto se contradice a Calvino, aunque sólo sea de modo totalmente académico. Y la «Iglesia de Cristo amenazada», en cuanto alguien se atreve a acusar al predicador de san Pedro de ambición de poder. Para Calvino, conversar significa que el otro ha de convertirse y aceptar su opinión. Durante toda una vida, este espíritu, por lo demás clarividente, no duda un solo instante de su legitimidad exclusiva a la hora de exponer la palabra de Dios y de ser el único que conoce la verdad. Pero precisamente gracias a esa rígida fe en sí mismo, a esa extraordinaria monomanía, Calvino se salió con la suya en el plano de la realidad. Sólo esa pétrea imperturbabilidad, esa rigidez glacial e inhumana explica el misterio de su triunfo político, pues sólo semejante seguridad en sí mismo, un autoconvencimiento tan espléndidamente obtuso, convierte en la historia universal a un hombre en caudillo. La humanidad, que sucumbe ante lo sugestivo, jamás se ha sometido a los pacientes y justos, sino siempre únicamente a los grandes monomaniacos que tuvieron el valor de anunciar su verdad como la única posible, y su voluntad, como la fórmula de la justicia en el mundo.
Por tanto, a Calvino no le hace la más mínima impresión el hecho de que en el nuevo Consejo de la ciudad la mayoría esté en contra de él y que del modo más amable le sugieran que, en bien de la paz, renuncie a esa manía salvaje de amenazar y excomulgar y que se una a la opinión más moderada del sínodo de Berna. Un intransigente como Calvino, desde el momento en que ha de ceder en el más mínimo punto, desestima la paz aunque pueda obtenerla a buen precio. Para su naturaleza autoritaria, cualquier compromiso resulta imposible, y en el momento en que el magistrado le contradice, él, que para sí mismo reclama de todos los demás la subordinación más absoluta, se convierte sin reparo alguno en un revolucionario frente a la autoridad superior. Abiertamente, insulta desde el púlpito al Pequeño Consejo y declara que «prefiere morir a arrojar a los perros el cuerpo sagrado del Señor». Otro predicador califica en la iglesia al Consejo de la ciudad de «asamblea de borrachos». Como un peñasco, rígido e inamovible, los adeptos de Calvino se enfrentan a las autoridades.
El magistrado no puede permitir semejante sublevación por parte de los predicadores frente a su autoridad. De momento, se limita a dictar una sentencia inequívoca según la cual el púlpito no podrá ser empleado para fines políticos, sino sólo para exponer la palabra de Dios. Pero como Calvino y los suyos, indiferentes, pasan por alto este decreto, no queda más remedio que prohibir a los predicadores el acceso al púlpito. El más arrogante entre todos ellos, Courtauld, será incluso arrestado por hacer un abierto llamamiento a la revuelta. Con ello, la guerra entre el poder eclesiástico y el estatal queda declarada. Calvino la emprende con decisión. Con sus secuaces, penetra en la catedral de san Pedro, ocupando con obstinación el púlpito que le ha sido vedado. Y como partidarios y adversarios de ambos partidos acuden con espadas a la iglesia, unos para forzar el prohibido sermón, otros para impedirlo, estalla un espantoso tumulto y a punto está de producirse una Pascua sangrienta. La paciencia del magistrado ha llegado a su fin. Convoca al Gran Consejo de los Doscientos, la más alta instancia, y plantea la cuestión de si se debe despedir a Calvino y a los otros predicadores que, pertinaces, han desatendido sus órdenes. Una aplastante mayoría contesta que sí. Los clérigos rebeldes serán destituidos de sus cargos y conminados enérgicamente a abandonar la ciudad en el plazo de tres días. La pena del exilio, con la que Calvino amenazó a tantos ciudadanos en los últimos dieciocho meses, se vuelve ahora contra él.
El primer asalto de Calvino contra la ciudad de Ginebra ha fracasado pero en la vida de un dictador un revés semejante no es nada pernicioso. Al contrario, al ascenso definitivo de un déspota absoluto corresponde de modo casi obligatorio el que al principio haya de sufrir un dramático descalabro. El exilio, la prisión, el destierro, nunca suponen un obstáculo para los grandes revolucionarios, sino únicamente un estímulo para su popularidad. Para ser idolatrado por la masa es necesario haber sido mártir, y precisamente la persecución por parte de un sistema odiado procura al líder popular la condición anímica previa para su posterior y decisivo éxito entre las masas, pues con cada prueba la aureola del futuro líder se acrecienta ante el pueblo hasta alcanzar el plano místico. Nada es más necesario para un gran político que el ser relegado temporalmente a un segundo término, pues con su desaparición se convierte en leyenda. Como una nube, la fama glorificadora se cierne en torno a su nombre, y cuando regresa, se le recibe con una expectación centuplicada que, aun sin su intervención, se ha ido formando, como si dijéramos, atmosféricamente. Gracias al exilio, casi todos los héroes populares de la Historia han logrado un poder aún mayor sobre los sentimientos. César en las Galias, Napoleón en Egipto, Garibaldi en Sudamérica, y Lenin en los Urales, se hicieron más resistentes por medio de su ausencia de lo que lo hubieran sido con su presencia. Y lo mismo, Calvino.
Es cierto que, en el momento de la expulsión, todo parece indicar que Calvino es un hombre acabado. Su organización está destrozada. Su obra, malograda por completo. Y de su esfuerzo no queda más que el recuerdo de una fanática voluntad de orden y un par de docenas de amigos incondicionales. Pero en su ayuda vienen, como les ocurre siempre a las naturalezas políticas que, en lugar de pactar, se retiran con decisión en los momentos críticos, los errores de sus sucesores y adversarios. Con verdadero esfuerzo, para sustituir a las personalidades imponentes de Calvino y de Farel, el magistrado ha encontrado a un par de predicadores dóciles, que, por miedo a ser poco estimados por el pueblo a causa de la dureza de sus medidas, prefieren arrastrar con indiferencia las riendas por el suelo a tirar de ellas con fuerza. Con ellos, la construcción de la Reforma iniciada por Calvino en Ginebra de modo tan enérgico, incluso demasiado enérgico, queda muy pronto detenida. Y de los habitantes se apodera una incertidumbre tal en cuestiones de fe que la desbancada Iglesia católica cobra progresivamente valor y, por medio de astutos agentes, intenta reconquistar Ginebra para la fe de Roma. La situación se vuelve cada vez más crítica. Poco a poco, los propios reformados, para los que Calvino resultó demasiado duro y demasiado severo, comienzan a inquietarse y a preguntarse si al fin y al cabo semejante disciplina férrea no es preferible a la amenaza del caos. Cada vez más ciudadanos, e incluso algunos de los adversarios de otro tiempo, exigen que al proscrito se le restituya en su cargo. Finalmente, el magistrado no ve más salida que corresponder al deseo general del pueblo. Las primeras embajadas y cartas dirigidas a Calvino no son más que precavidas demandas, pero se vuelven cada vez más abiertas y apremiantes. De modo inequívoco, la invitación se convierte en ruego. Pronto, el Consejo no escribe ya al «señor» Calvino diciéndole que puede regresar para socorrer a la ciudad, sino que se dirige al «maestro» Calvino. Al final, los desorientados miembros del Consejo piden literalmente de rodillas al «buen hermano y único amigo» que acepte de nuevo el puesto de predicador, incluyendo ya la promesa de que «se comportarán con él de modo que tendrá motivos para estar satisfecho».
De haber sido un hombre de escaso carácter que se conformara con una victoria fácil, Calvino podría haberse contentado con el desagravio de ser llamado tan encarecidamente de vuelta a la ciudad que dos años antes le había expulsado desdeñosamente, pero quien todo lo codicia, nunca se dejará indemnizar con algo incompleto. Para Calvino, en esta cuestión, que para él es la más sagrada, no se trata de su orgullo personal, sino del triunfo de la autoridad. No quiere que ningún otro poder interrumpa su obra por segunda vez. Si vuelve, en Ginebra deberá haber únicamente una voluntad: la suya. Hasta que la ciudad se le entregue por completo y con las manos atadas, y declare concluyentemente que se subordinará, Calvino rehúsa dar una contestación afirmativa, y con aversión estratégicamente exagerada rechaza durante largo tiempo las apremiantes ofertas. «Prefiero cien veces la muerte a empezar de nuevo esas atroces luchas de antaño», le escribe a Farel. No da un solo paso para salir al encuentro de sus antiguos adversarios. Cuando finalmente el magistrado, hincado ya de rodillas, suplica a Calvino que vuelva, incluso Farel, su amigo más próximo, se impacienta y le escribe: «¿Al final esperas que hasta las piedras te llamen?» Calvino, sin embargo, se mantiene firme, hasta que Ginebra se rinde sin condiciones. Sólo una vez que ésta ha prestado juramento de observar el catecismo y la exigida discipline según su voluntad, una vez que los Consejos dirigen cartas humillantes a la ciudad de Estrasburgo, implorando fraternalmente a la ciudadanía de allí que renuncie a ese hombre imprescindible, una vez que Ginebra se ha rebajado no sólo ante él, sino ante el mundo entero, Calvino cede y se declara por fin dispuesto a recibir su antiguo cargo con renovada plenitud de poderes.
Ginebra se prepara para la llegada de Calvino como una ciudad vencida ante su conquistador. Se hace todo lo imaginable para aplacar su enojo. Los viejos y severos edictos son restaurados a toda prisa, sólo para que desde el principio Calvino encuentre sus órdenes espirituales en vigor. Personalmente, el Pequeño Consejo se encarga de buscarle una vivienda con jardín, adecuada para el añorado, y de proporcionarle las comodidades necesarias. El viejo púlpito de san Pedro es reconstruido expresamente, para que cuando él declame le resulte más cómodo y para que todos los presentes puedan ver en todo momento la figura de Calvino. Un homenaje sucede a otro, y antes incluso de que Calvino pueda marcharse de Estrasburgo, le envían un mensajero para que cuando esté en camino le salude en nombre de la ciudad. A costa de la ciudadanía, su familia será recibida con todos los honores. Al fin, el 13 de septiembre, el coche de viaje se acerca a la puerta de Cornavin, y de inmediato se reúnen grandes masas de personas para jubilosamente conducir al que regresa dentro de los muros. Blanda y flexible como si fuera de barro, la ciudad está en sus manos. Y no la dejará escapar en tanto no haya esculpido en ella la obra de arte de un pensamiento organizado. Desde este momento, Calvino y Ginebra, espíritu y forma, el creador y su criatura no se pueden separar.

Capítulo 2
La «discipline»

En el momento en el que este hombre, enjuto y severo, atraviesa la puerta de Cornavin envuelto en su negro y flotante hábito, comienza uno de los experimentos más memorables de todos los tiempos: un Estado que hasta ahora respiraba a través de incontables núcleos vitales debe convertirse en un rígido mecanismo. Un pueblo con toda su capacidad de sentir y pensar, en un único sistema. Es la primera vez que en Europa se acomete el intento de llegar a la uniformización completa de todo un pueblo en nombre de una idea. Con demoníaco celo, con extraordinaria y sistemática meticulosidad, Calvino pone en marcha su osado plan de convertir Ginebra en el primer Estado divino sobre la tierra: una comunidad sin lo que es común en la tierra, sin corrupción, sin desorden, sin vicios y sin pecados. La verdadera, la nueva Jerusalén, de la que habrá de emanar la salvación de todo el orbe. Esta idea única es desde ahora su vida, estando su vida exclusivamente al servicio de esta única idea. Terriblemente serio, inviolablemente íntegro, este férreo ideólogo está convencido de su grandiosa utopía, y jamás en el cuarto de siglo que durará su dictadura espiritual tuvo la más mínima duda acerca de que al quitarles sin ningún miramiento cualquier libertad individual sólo se favorece a los hombres, pues con todas sus exigencias y sus intolerables pretensiones este piadoso déspota no pretendía más que obligar a los hombres a vivir rectamente, es decir, conforme a la voluntad y los mandamientos de Dios.
En realidad, parece sencillo e indiscutiblemente claro, pero ¿cómo reconocer esa voluntad de Dios? ¿Y dónde encontrar sus instrucciones? En el Evangelio, contesta Calvino. Y sólo en el Evangelio. Allí, en la Escritura eternamente viva, respira y vive la voluntad y la palabra de Dios. No por casualidad hemos recibido los libros sagrados. Dios ha expresado la tradición en palabras para que sus mandamientos fueran reconocidos claramente y tomados en consideración por los hombres. Ese Evangelio existía antes que la Iglesia y está por encima de ella, y no hay otra verdad más allá o fuera de las Escrituras («en dehors et au déla»). Por eso, en un Estado verdaderamente cristiano, la palabra de Dios, «la parole de Dieu», ha de ser la única máxima que rija las costumbres, el pensamiento, la fe, el derecho y la vida, pues es el libro de toda sabiduría, de toda justicia, de toda verdad. Al principio y al final, para Calvino sólo existe la Biblia. En todas las cuestiones de la vida, la decisión se funda siempre en su palabra escrita.
Con la implantación de las Escrituras como la más alta instancia para todo comportamiento sobre la tierra, Calvino parece únicamente retomar el conocido postulado original de la Reforma, pero en realidad da un paso enorme con respecto a ella e incluso se aleja por completo de su primitivo círculo de pensamiento, pues la Reforma comenzó como un movimiento de libertad espiritual y religiosa. Quería que cada hombre interpretara el Evangelio libremente. En lugar del Papa en Roma y de los Concilios, era la conciencia individual la que debía formar su propio cristianismo. Pero Calvino vuelve a arrebatar a los hombres esa «libertad del hombre cristiano» implantada por Lutero, como cualquier otra forma de libertad espiritual. La palabra del Señor resulta del todo clara para él, por lo que, dictatorialmente, exige que se ponga fin a toda explicación e interpretación sutil de la enseñanza divina. De modo inamovible, tal y como los pilares de piedra sostienen las catedrales, la Biblia debe «mantenerse», para que la Iglesia no se tambalee. A partir de ahora, no deberá actuar ni transformarse como el logos spermatikós, como la verdad siempre creativa y siempre cambiante, sino fijarse de una vez para siempre en la exégesis de Calvino.
De hecho, con esta pretensión, se establece una nueva ortodoxia protestante en lugar de la del Papa. Y con razón se ha llamado bibliocracia a esta nueva forma de dictadura dogmática, pues ahora un único libro es señor y juez en Ginebra, dios de los legisladores, y su predicador, el único intérprete competente de esta ley. Él es el «juez» en el sentido de la Biblia de Moisés, y su poder, indiscutible, está por encima de los reyes y del pueblo. De manera exclusiva, la exégesis de la Biblia del Consistorio decide ahora, en lugar del magistrado y del derecho civil, lo que está permitido y lo que está prohibido. ¡Y ay del que se atreva a oponerse lo más mínimo a ese imperativo! Pues todo aquel que se rebele contra la dictadura de los predicadores será juzgado como rebelde contra Dios, y en breve el comentario de las Sagradas Escrituras se escribirá con sangre. Una tiranía dogmática surgida de un movimiento en pro de la libertad es siempre más dura y más severa con respecto a la idea de libertad que cualquier poder hereditario. Precisamente aquellos que deben su gobierno a una revolución, se muestran siempre como los más intransigentes e intolerantes ante cualquier novedad.
Todas las dictaduras comienzan con una idea, pero toda idea adquiere forma y carácter a través del hombre que la lleva a cabo. Inevitablemente, la doctrina de Calvino, como creación espiritual, debe de parecerse en sus rasgos a su creador. Y basta con echar un vistazo a su rostro, para saber de antemano que será ruda, más hosca y menos alegre que cualquier otra interpretación anterior del cristianismo. El rostro de Calvino es como el karst, uno de esos paisajes rocosos solitarios y apartados, cuya silenciosa reserva no tiene en cuenta nada humano, sólo a Dios. A ese rostro de asceta sin edad, que no irradia ninguna bondad, ningún consuelo, le falta todo aquello que hace que la vida por lo general sea fecunda, llena, placentera, floreciente, cálida y sensual. Todo en ese óvalo alargado y sombrío es duro y feo, anguloso y falto de armonía: la frente, estrecha y severa, bajo esos ojos de mirada profunda y trasnochada que refulgen como carbones; la nariz, afilada, de pico, avanza imperiosa entre las hundidas mejillas; la boca fruncida y como cortada a cuchillo, en la que muy rara vez se vio aflorar una sonrisa. Ni el más leve rubor alumbra esa piel desprendida, seca, agostada y de color ceniciento. Igualmente grises y arrugadas, igualmente enfermas y pálidas están sus mejillas, excepto en los escasos segundos en los que la ira las inflama con manchas de tísico, de modo que parece como si una fiebre interna les hubiera chupado vampíricamente la sangre. En vano, la larga y ondeante barba de profeta bíblico, que todos sus alumnos y discípulos imitan obedientemente, busca insuflar cierta apariencia de masculina energía a ese rostro bilioso y amarillo. Pero tampoco esa barba tiene savia ni cuerpo, no mana poderosa como la de Dios Padre, sino que desciende sinuosa en finas guedejas, como una triste maleza brotando en medio de un terreno rocoso.
El de un vehemente visionario, abrasado y consumido por su propio espíritu, ése es el aspecto de Calvino en los retratos de la época. Y está uno a punto de sentir compasión hacia ese hombre agotado, al borde de sus fuerzas, minado por su propio ardor, cuando al bajar la mirada se siente un repentino estremecimiento ante sus manos, desagradables como las de un avaro, esas manos magras, sin carne, sin color, que, frías y huesudas como garras, con sus duras y miserables articulaciones saben retener todo lo que alguna vez pudieron acaparar. Resulta impensable que esos dedos que parecen piernas hayan jugueteado alguna vez delicadamente con una flor, que hayan acariciado el cuerpo cálido de una mujer, que cordial y alegremente hayan ido al encuentro de un amigo. Son las manos de un hombre implacable, y gracias a ellas se presiente la enorme y terrible fuerza de dominio y contención que en vida emanó de este hombre.
¡Qué falto de luz y de alegría, qué solitario y reservado, el rostro de Calvino! Sería inconcebible que alguien quisiera colgar el retrato de este hombre inflexible, siempre con un retador gesto de desaprobación, en la pared de su cuarto. A cualquiera se le helaría la sangre al sentir que la mirada vigilante del menos amable de todos los hombres acechaba constantemente su actividad diaria. Uno puede imaginarse lo bien que hubiera pintado Zurbarán a Calvino, con ese estilo riguroso de la escuela española, tal y como representó a tantos ascetas y anacoretas: oscuros en medio de la oscuridad, aislados del mundo y alojados en cavernas, con el libro ante ellos, siempre con el libro o, a lo sumo, también con una calavera y la cruz como únicos símbolos de una existencia espiritual y religiosa. Y a su alrededor, una soledad fría, negra, impenetrable, pues ese espacio de respeto, inaccesible a los hombres, fue fraguándose durante toda una vida en torno a Calvino. Desde muy joven, vistió siempre de ese mismo negro riguroso. Negro, el birrete sobre la corta frente, mitad capucha de monje, mitad casco de asalto de un soldado. Negro, el traje amplio que le caía hasta los pies, la indumentaria del juez que sin interrupción ha de castigar a los hombres, o la del médico que eternamente ha de curar sus pecados y debilidades. De negro, siempre de negro, siempre del color de la gravedad, de la muerte y del rigor. Calvino apenas se mostró nunca de otra forma que no fuera con las ropas y como el símbolo de su cargo, pues únicamente quiso ser visto y temido por los demás como el servidor de Dios, nunca que le quisieran como hombre, como un hermano. Pero no sólo fue duro con el mundo, también lo fue consigo mismo. A lo largo de toda su vida aplicó la disciplina a su propio cuerpo, concediéndole únicamente lo indispensable en cuanto a alimentación y descanso, reconociendo lo corporal sólo en bien del espíritu. Tres, a lo sumo cuatro horas de sueño por la noche. Una única comida frugal a lo largo del día, y ésta tomada a toda prisa junto al libro abierto. Jamás un paseo, un juego, una alegría, una distracción y, sobre todo, jamás un verdadero placer. En definitiva, en su fanática entrega, Calvino únicamente obró, meditó, escribió, trabajó y luchó por lo espiritual, pero jamás vivió una sola hora para sí mismo.
Esa carencia absoluta de sensualidad, junto con su eterna falta de jovialidad, es el rasgo más característico de Calvino. No es de extrañar que él mismo fuera el mayor peligro para su propia doctrina, pues mientras los otros reformadores creen servir a Dios fielmente cuando, agradecidos, reciben de sus manos todos los dones de la vida, cuando, como seres humanos normales y sanos, se alegran de su salud y disfrute, cuando hasta Zwingli, en su primer destino como párroco, deja un hijo fuera del matrimonio, y Lutero en una ocasión, riendo, repite tres veces «lo que la mujer no quiere, lo hace la criada», mientras todos ellos beben y se hartan de comida y ríen audaces, en Calvino toda sensualidad ha sido reprimida por completo o existe sólo una vaga sombra de ella. Como intelectual fanático sólo vive en la palabra y en el espíritu. Sólo lo que es lógico y claro es para él verdadero. Sólo comprende y tolera lo ordenado, nunca lo extraordinario. Jamás este desapasionado fanático esperó ni recibió placer con nada de lo que provoca embriaguez, ni con el vino, ni con las mujeres, ni con el arte, con ninguno de los dones que Dios ha puesto en la tierra. La única vez que, para responder a las exigencias de la Biblia, pretende a una mujer, la petición se lleva a cabo de una manera tan cómicamente fría y práctica que parece que se trata de encargar un libro o un nuevo birrete. En lugar de ocuparse personalmente de pasar revista a las tropas, Calvino encarga a sus amigos que le busquen una esposa adecuada, con lo que este furibundo enemigo de los sentidos estuvo a punto de encontrarse con una muchacha licenciosa. Finalmente, el desengañado se casa con la viuda de un anabaptista al que él había convertido, pero el destino le ha vedado tanto hacer feliz a alguien como serlo él mismo. El único hijo que su mujer trae al mundo muere a los pocos días, y casi se podría decir que es lógico, teniendo en cuenta la pálida sangre y la frialdad de los sentidos con los que ha sido engendrado. Y cuando poco después su mujer le deja, convirtiéndole en viudo, para este hombre de treinta y seis años, no sólo ha quedado despachado de una vez para siempre el tema del matrimonio, sino también el de la mujer. Hasta su muerte, es decir, a lo largo de los veinte mejores años en la vida de un hombre, este asceta voluntario, dedicado únicamente a lo espiritual, a lo religioso, a la «doctrina», nunca más tocará a una mujer.
Pero el cuerpo de un hombre, al igual que el espíritu, reclama su derecho a desarrollarse. Y quien lo violenta, lo paga caro. Por instinto, en un cuerpo terrenal cada órgano aspira a desplegar plenamente el sentido que por naturaleza le corresponde. La sangre, de cuando en cuando, quiere fluir de un modo más salvaje. El corazón, latir más apasionadamente. Los pulmones, exaltarse de júbilo. Los músculos, moverse. El semen, esparcirse. Y quien con su intelecto contiene permanentemente estos deseos vitales, oponiéndose a ellos con energía, se encuentra con que esos órganos al final se rebelan contra él. La venganza del cuerpo de Calvino contra su carcelero es terrible. Para dar pruebas de su presencia al asceta que los ha tratado como si no existieran, los nervios inventan constantes tormentos contra el déspota. Probablemente, pocos hombres de espíritu hayan sufrido tanto como Calvino y durante toda su vida la revuelta de su propia constitución. En sucesión ininterrumpida, un achaque sustituye a otro. Casi cada carta de Calvino da cuenta del pérfido ataque de una nueva y sorprendente enfermedad. Tan pronto son migrañas, que le postran días enteros en el lecho, como aparecen de nuevo los dolores de estómago, de cabeza, las hemorroides, los cólicos, los enfriamientos, los ataques de nervios y los vómitos de sangre, los cálculos biliares y el ántrax. Tan pronto la fiebre altísima como los escalofríos, reumatismos y afecciones de vejiga. Constantemente, los médicos han de velar junto a él, pues en ese cuerpo delicado y frágil no hay un solo órgano que, malicioso, no le provoque dolor y enojo. En una ocasión Calvino, gimiendo, escribe: «Mi salud es como una muerte incesante.»
Pero este hombre eligió como divisa las siguientes palabras: «per mediam desperationem prorumpere convenit», es decir, con renovadas fuerzas resurgir del abismo de la desesperación. La demoníaca energía espiritual de este hombre no se deja robar ni una sola hora de trabajo. Contrariado continuamente por su propio cuerpo, Calvino le demuestra una y otra vez la voluntad suprema del espíritu. Si no puede arrastrarse hasta el púlpito por culpa de la fiebre, se hace llevar hasta la iglesia en una silla de mano para dar su sermón. Si ha de faltar a la sesión del Consejo, los magistrados se reúnen en su casa. Si está postrado en el lecho, en el paroxismo de la fiebre, con el cuerpo sacudido por los escalofríos y bajo el peso de cuatro o cinco mantas calentadas al fuego, dicta por turnos a dos o tres fámulos que se sientan junto a él. Si se va a pasar un día a la quinta de unos amigos próxima a la ciudad, para respirar un aire más libre, en el coche le acompañan los secretarios, y apenas ha llegado, los mensajeros galopan ya hacia la ciudad y de vuelta. Y una vez más coge la pluma, una vez más se pone manos a la obra. Es imposible imaginar inactivo a Calvino, ese demonio de la aplicación que trabajó durante toda su vida sin una sola pausa. Aún duermen las casas, aún no ha despertado la mañana, y en la rue des Chanoines, en su escritorio, ya está encendido el candil. Y de nuevo, pasada la medianoche, hace ya tiempo que todo está en silencio y aún sigue brillando en su ventana esa luz como quien dice eterna. Su rendimiento resulta incomprensible. Se podría creer que trabajó con cuatro o cinco cerebros al tiempo, pues de hecho este hombre ininterrumpidamente enfermo llevó a cabo la labor de cuatro o cinco oficios. El cargo que de hecho le estaba encomendado, el de predicador en la iglesia de san Pedro, es sólo uno entre los muchos que, con su histérico afán de poder, fue acaparando progresivamente. Y a pesar de que los sermones que dio en esa iglesia llenarían por sí solos un armario entero de tomos impresos y de que un copista necesitaría toda su vida para transcribirlos, se trata tan sólo de una pequeña parte de sus obras completas. Como presidente del Consistorio, que sin él no llega a ningún acuerdo, como compilador de innumerables libros teológicos o polémicos, como traductor de la Biblia, como fundador de la Universidad y promotor del seminario de teología, como consejero permanente del Consejo de la ciudad, como oficial del Estado Mayor en las guerras de religión, como el más alto representante diplomático y organizador del protestantismo, este «ministro de la palabra sagrada» dirige y reúne todos los ministerios de su Estado teocrático en una sola persona. Controla los informes de los predicadores de Francia, Escocia, Inglaterra y Holanda. Organiza un sistema de propaganda en el extranjero. Crea, por medio de impresores y libreros ambulantes, un servicio secreto que se extiende por toda la tierra. Discute con los otros dirigentes protestantes. Trata con príncipes y diplomáticos. Diariamente, casi cada hora, llega alguna visita del extranjero. Ningún estudiante, ningún joven teólogo pasa por Ginebra sin pedirle consejo o presentarle sus respetos. Su casa es como una oficina de correos y un centro de información para todos los asuntos de Estado y privados. En una ocasión, se queja por escrito de que no puede recordar haber pasado dos horas seguidas de trabajo sin que le hayan interrumpido. De los más lejanos países, desde Hungría y Polonia, llegan diariamente las cartas de sus hombres de confianza, pero al mismo tiempo el cuidado de las almas exige su consejo personal a aquellos que, incontables, acuden a él en busca de ayuda. Que un extranjero quiere establecerse y traer a su familia: Calvino reúne el dinero, le busca alojamiento y medios de subsistencia. Aquí uno quiere casarse, allí otro anular su matrimonio: ambos caminos llevan a Calvino, pues en Ginebra ningún acontecimiento religioso tiene lugar sin su aprobación, sin su consejo. Pero, ¿esa vocación autocrática se limita a su propio reino, a las cuestiones de espíritu? Para alguien como Calvino su poder no tiene límites, pues como teócrata quiere que todo lo terrenal se someta a lo divino y espiritual. Enérgico, extiende su mano firme sobre todo lo que ocurre en la ciudad. Apenas pasa un solo día en el que no se encuentre en las actas del Consejo la siguiente observación: en esto habría que consultar al maestro Calvino. Nada escapa, nada pasa por alto a esa mirada vigilante, infatigable, y habría que admirar el prodigio que supone ese cerebro en constante actividad, si semejante ascetismo del espíritu no fuera al mismo tiempo un inmenso peligro, pues quien es capaz de renunciar por completo al disfrute de la vida, querrá e intentará imponer como ley y como norma esa misma renuncia, que en él es voluntaria, a todos los demás. Obligar de modo antinatural a los otros a hacer lo que para él es natural. El asceta, como por ejemplo, Robespierre, es siempre el tipo de déspota más peligroso. Quien no comparte de lleno y espontáneamente lo humano, se comportará siempre de forma inhumana frente a los hombres.
Pero los verdaderos fundamentos sobre los que se asienta el sistema dogmático calvinista son la disciplina y una severidad despiadada. En opinión de Calvino, el hombre no tiene en modo alguno derecho a recorrer esta tierra con la mirada levantada y la conciencia tranquila, sino que debe mantenerse siempre en el «temor de Dios», arrepentido y humillado, doblegado por el sentimiento de su insalvable insuficiencia. Desde el principio, la moral puritana de Calvino impone la idea de que el disfrute despreocupado y alegre es sinónimo de «pecado», y prohíbe como vano y enojosamente superfluo todo lo que hace nuestra existencia bella y floreciente, todo lo que sirve de esparcimiento, elevación, redención y alivio a las almas, y en primer lugar, por tanto, el arte. Incluso en el dominio de lo religioso, estrechamente unido desde siempre a lo místico y al culto, Calvino impone su propio sentido práctico. Sin excepción, todo aquello que pueda distraer los sentidos, ablandar y confundir las almas será apartado de la Iglesia y del culto, pues el verdadero creyente no debe acercarse a Dios con el alma exaltada por el arte, ni envuelto en una dulce nube de incienso, ni fascinado por la música, ni seducido por la belleza de las imágenes y esculturas supuestamente piadosas, en realidad blasfemas. Sólo en la claridad está la verdad. Sólo en las comprensibles palabras de Dios, la certeza. Fuera de la Iglesia, las idolatrías, las imágenes y las estatuas. Fuera de la mesa del Señor, los adornos policromados, los misales y tabernáculos: Dios no necesita ninguna pompa. Fuera con todo lo que voluptuosamente aturde el alma: ni música ni órgano durante el servicio divino. Incluso a partir de ahora en Ginebra las campanas habrán de guardar silencio. El verdadero creyente no necesita que le recuerden sus obligaciones a golpe de metal. La devoción nunca se acredita por medio de signos externos, nunca por medio de ofrendas y donativos, sino únicamente a través de la obediencia interna. Fuera, por tanto, con la misa mayor y con toda ceremonia en la iglesia. Fuera todos los símbolos y prácticas. ¡Hay que acabar con todas las solemnidades y festividades! De un golpe, Calvino elimina del calendario los días de fiesta. Se suprimen la Navidad y la Pascua, que ya en época romana se celebraban en las catacumbas. Son eliminadas las festividades de los santos. Prohibidas, las más antiguas costumbres. El Dios de Calvino no quiere ser festejado, tampoco amado, sino tan sólo temido. Es una arrogancia que el hombre intente importunarle con el éxtasis y el delirio, en lugar de servirle de lejos en actitud de constante respeto, pues ése es el significado más profundo de la transmutación calvinista de los valores: que para conferir a la idea de Dios la más perfecta dignidad, priva de todo derecho y dignidad a la del hombre. Nunca este misantrópico reformador vio en la humanidad nada más que una turba funesta e indisciplinada de pecadores. Y durante toda su vida, los espléndidos e irresistibles gozos que en nuestro mundo brotan de miles de fuentes le causaron un horror y un espanto frailunos. ¡Qué incomprensible la voluntad divina!, suspira Calvino una y otra vez. ¡Haber hecho a sus criaturas tan imperfectas y tan inmorales, inclinadas siempre al vicio, incapaces de reconocer a Dios, impacientes por hundirse en el pecado! Cada vez que mira a sus correligionarios siente escalofríos. Y es posible que ningún otro gran fundador de una religión haya rebajado tan profunda y lamentablemente al hombre en su dignidad, tachándole de «bestia indomable y feroz» y, aún peor, de «inmundicia». En su Institutio religionis christianae escribe: «Si se observa al hombre únicamente desde el punto de vista de sus facultades naturales, no se encuentra, desde el cráneo hasta la planta del pie, la más mínima huella de bondad. Todo lo que hay en él un poco digno de alabanza, viene de la gracia de Dios… Toda nuestra justicia es iniquidad. Nuestros méritos, estiércol. Nuestra gloria, oprobio. Y lo mejor que sale de nosotros, está siempre contaminado y viciado por la impureza de la carne y mezclado con la inmundicia.»
Quien en un sentido filosófico considera al hombre como una obra de Dios tan malograda y díscola, como teólogo y político nunca reconocerá que Dios haya concedido a semejante monstruo la más mínima clase de libertad o de autonomía. Necesariamente, a una criatura como ésta, echada a perder y amenazada por sus ansias de vivir, hay que meterla en cintura, pues «si se deja al hombre abandonado a sí mismo, su alma sólo es capaz de hacer el mal». De una vez por todas, a la arrogante idea del hijo de Adán de que tiene algún derecho a fijar personalmente su relación con Dios y con el mundo terrenal hay que partirle el espinazo. Y cuanto más duramente se quiebre esa obstinación, cuanto más se subordine y contenga al hombre, tanto mejor para él. No ha de tener ninguna libertad, pues siempre abusará de ella. Se trata sólo de quitarle su vanidad e intimidarle, hasta que sin ofrecer resistencia se diluya en el rebaño devoto y sumiso, hasta que todo lo singular haya desaparecido, sin dejar rastro, en el orden general. Y el individuo, en la masa.
Para llevar a cabo esa privación draconiana de los derechos de las personas, ese vandálico desvalijamiento del individuo en beneficio de la comunidad, Calvino emplea un método especial: la famosa discipline, la «disciplina eclesiástica». Y hasta nuestros días, apenas se ha impuesto nunca a la humanidad una rienda represiva más rígida que aquella. Desde el primer momento, este genial organizador acorrala a su «rebaño», a su «comunidad», en una alambrada de púas hecha a base de parágrafos y prohibiciones —las llamadas «ordenanzas»— y al mismo tiempo instaura un servicio encargado de vigilar la aplicación del régimen del terror en las costumbres, el Consistorio, cuya función en un principio se define de un modo sumamente ambiguo: «vigilar a la comunidad, para que Dios sea venerado como es debido». Sólo aparentemente, la esfera de influencia de este cuerpo de inspectores de las costumbres se limita a la vida religiosa, pues, con la total vinculación entre lo mundano y lo ideológico en la concepción totalitaria del Estado por parte de Calvino, a partir de ahora hasta la más mínima manifestación de la vida privada cae automáticamente bajo el control de la autoridad. Expresamente, se ordena a los esbirros del Consistorio, los anciens, que «controlen la vida de cada uno». Nada debe escapar a su atención. Y no sólo «se ha de vigilar la palabra hablada, sino también las ideas y opiniones».
Naturalmente, desde el momento en que en Ginebra queda establecido semejante control universal, ya no hay vida privada. De un salto, Calvino ha restaurado la Inquisición católica, que con todo enviaba a sus agentes y escuchas únicamente cuando existían declaraciones y denuncias. Pero en Ginebra, de acuerdo con el sistema ideológico de Calvino, según el cual el hombre tiende constantemente al mal y, por lo tanto, cualquier persona es vista desde el principio como sospechosa de pecado, todo el mundo debe someterse a vigilancia. Desde el regreso de Calvino, todas las casas tienen ya para siempre las puertas abiertas, y las paredes de pronto son de cristal. En cualquier momento, de día o de noche, puede sonar la aldaba golpeando fuertemente contra la puerta y un miembro de la policía religiosa aparecer para efectuar un registro, sin que el ciudadano pueda rechazarle. Una vez al mes, tanto el más rico como el más pobre, el más respetable como el más insignificante, deben dar cuenta detallada a este fisgón profesional de las costumbres. Durante horas —pues en las ordenanzas se dice que «hay que tomarse tiempo para realizar tranquilamente la inspección»—, hombres de cabellos blancos, honorables y de probada fidelidad han de someterse al examen como si fueran escolares, demostrando que saben las oraciones de memoria y justificando por qué han faltado a uno de los sermones de Calvino. Con catequizar y moralizar, el registro aún no ha terminado, pues esta policía de la moral se mete en todo. Manosea los vestidos de las mujeres, para comprobar que no son demasiado largos ni demasiado cortos, que no tienen plisados innecesarios, ni escotes peligrosos. Examina el cabello, que el peinado no se alce de un modo excesivamente artificioso, y cuenta en los dedos los anillos y en el armario los zapatos. Del cuarto de baño pasa a la mesa de la cocina, para comprobar que el plato único obligatorio no es rebasado ni con una sopita ni con un trozo de carne y que no hay golosinas ni mermelada escondidas en algún rincón. Después, el devoto policía continúa recorriendo la casa. Hurga en el armario para ver si hay algún libro que no tenga el sello de permiso de la censura del Consistorio. Revuelve los cajones, a ver si no hay alguna imagen de un santo o algún rosario escondidos. Interroga a la gente de servicio acerca de sus señores. A los niños, acerca de sus padres. Al mismo tiempo, está escuchando lo que ocurre en la calle, no vaya a ser que alguien cante una canción profana o toque algo de música o incluso se entregue a un alboroto del demonio, pues desde ahora en Ginebra en todo momento se lleva a cabo una batida para acabar con cualquier forma de diversión, con cualquier «libertinaje». Y, ¡ay del ciudadano que sea sorprendido al volver del trabajo visitando una taberna para echar un trago de vino o simplemente divirtiéndose jugando a las cartas o a los dados! Día tras día, tiene lugar esta cacería humana, y ni siquiera el domingo los espías de las costumbres se toman un descanso. Entonces vuelven a recorrer todas las calles y tocan en cada puerta, para asegurarse de que ningún holgazán, de que ningún perezoso ha preferido quedarse en la cama, en lugar de edificarse con el sermón del señor Calvino. En la iglesia hay ya entre tanto otros muchos observadores dispuestos a denunciar a todo aquel que entre demasiado tarde o que abandone la casa del Señor antes de tiempo. Estos guardianes oficiales de las costumbres trabajan en todo momento e incansablemente. De noche, rondan los oscuros cenadores a la orilla del Ródano, vigilando que ninguna pareja pecadora se entregue a pequeñas intimidades. En las posadas, registran las camas y los baúles de los extranjeros. Abren todas las cartas que llegan o salen de Ginebra. Pero esta vigilancia tan bien organizada del Consistorio va mucho más allá de los muros de la ciudad. En coche de punto, en lancha, en barco, en los mercados extranjeros y en las posadas de los países vecinos, por todas partes, hay espías pagados. Informan sin falta de cada palabra que diga cualquier descontento en Lyon o en París. Pero lo que hace aún más insoportable esta vigilancia ya de por sí insoportable es que estos observadores a sueldo con categoría de funcionarios pronto emplean a su vez a otro sinfín de observadores no autorizados, pues siempre que un Estado tiene a sus ciudadanos bajo el régimen del terror, brota la repugnante planta de la delación voluntaria. Allí donde por principio no sólo se permite la denuncia, sino que incluso es bienvenida, hasta los hombres rectos se convierten por miedo en denunciantes. Sólo para apartar de sí la sospecha de «haber actuado en contra de la gloria de Dios», cada ciudadano observa y vigila a su conciudadano. El celo del miedo, el «zelo della paura», avanza impaciente adelantándose a cualquier soplón. Y al cabo de unos años, el Consistorio podría de hecho suspender la vigilancia, pues todos los ciudadanos se han convertido en controladores voluntarios. Día y noche fluye la turbia avalancha de las denuncias, manteniendo en constante movimiento la piedra de molino de la Inquisición religiosa.
¿Cómo sentirse seguro bajo semejante régimen de terror en las costumbres y sin transgredir el mandato divino, cuando de hecho todo aquello que alegra la vida y la hace digna de ser vivida ha sido prohibido por Calvino? Prohibidos, el teatro, las diversiones, las fiestas populares, el baile y el juego de cualquier tipo. Incluso un deporte tan inocente como el patinaje sobre hielo despierta la envidia biliosa de Calvino. Prohibida, cualquier vestimenta que no sea la más sobria e incluso casi monacal. Prohibidas, por tanto, a los sastres las hechuras modernas sin permiso del magistrado. Se prohíbe a las muchachas llevar trajes de seda antes de cumplir los quince años. Y después de cumplirlos, se les prohíbe volver a vestir trajes de terciopelo. Se prohíben los vestidos con bordados en oro y plata, con galones, botones y hebillas doradas, así como cualquier otra aplicación de oro y joyas. Se prohíbe a los hombres llevar el pelo largo. A las mujeres, cardarse y ondularse el cabello. Quedan prohibidos los encajes, los guantes, los volantes y los zapatos abiertos. Prohibidas, las fiestas familiares de más de veinte personas. Prohibido, en bautizos y esponsales, servir más de una determinada cantidad de platos, o incluso dulces, como, por ejemplo, frutas confitadas. Prohibido, beber otro vino que no sea el tinto del país. Prohibidos, los brindis. Prohibida, la caza, la volatería y la empanada. Prohibido a los esposos, hacerse regalos el uno al otro en los esponsales o seis meses después de la boda. Prohibido, naturalmente, cualquier contacto sexual fuera del matrimonio. Tampoco con los prometidos se tiene ningún miramiento. Prohibido a los nativos, entrar en una taberna. Prohibido al posadero, suministrar alimento y bebida a un extranjero antes de que haya hecho su oración, además de que está obligado a actuar como espía de sus huéspedes, de atender «diligentemente» a toda palabra o comportamiento sospechoso. Prohibido, hacer imprimir un libro sin permiso. Prohibido, escribir en el extranjero. Prohibido, el arte en todas sus manifestaciones. Prohibidas, las imágenes de santos y las esculturas. Prohibida, la música. Incluso durante la piadosa salmodia, las ordenanzas mandan «vigilar con cuidado» que la atención no se concentre en la melodía, sino en el espíritu y el sentido de las palabras, pues «sólo en la palabra viva habrá de ser ensalzado Dios». A partir de ahora, a los ciudadanos en otro tiempo libres no se les permitirá siquiera la elección del nombre con el que bauticen a sus hijos. Se prohíben los de Claudio o Amadeo, tan corrientes desde hace siglos, porque no aparecen en la Biblia. En cambio, se imponen otros que sí aparecen en ella, como Isaac o Adán. Se prohíbe rezar el Padrenuestro en latín. Se prohíbe festejar la Pascua y la Navidad. Se prohíbe todo lo que festivamente rompe la gris monotonía de la existencia. Se prohíbe, naturalmente, cualquier sombra o reflejo de una libertad espiritual en la palabra impresa o hablada. Y se prohíbe, como el mayor de todos los delitos, cualquier crítica a la dictadura de Calvino. Explícitamente, se advierte a toque de tambor que no se debe «hablar de asuntos públicos sino en presencia del Consejo».
Prohibido, prohibido, prohibido. Una horrible cadencia. Y uno se pregunta perplejo, ¿qué es lo que entre tantas prohibiciones le está permitido al ciudadano de Ginebra? No mucho. Vivir y morir, trabajar y obedecer e ir a la iglesia. Aún más, lo último no sólo está permitido, sino que está legalmente prescrito bajo la más dura sanción. Pues, ¡ay del ciudadano que no asista al sermón de su parroquia dos veces los domingos, tres a lo largo de la semana, además de la hora de edificación para los niños! Ni siquiera el día del Señor se afloja el yugo de la obligación. Inexorable, avanza la rueda del deber. El deber, el deber. Tras el duro servicio para ganar el pan de cada día, hay que servir a Dios. La semana, para el trabajo. El domingo, para la Iglesia. Así y sólo así puede exterminarse a Satanás en el hombre, y con ello, por supuesto, también cualquier libertad y cualquier alegría de vivir.
Uno se pregunta asombrado cómo una ciudad republicana, que durante años ha vivido en la libertad propia de la Confederación Helvética, pudo soportar semejante dictadura, digna de un Savonarola. Cómo un pueblo, hasta entonces alegre y meridional, pudo tolerar semejante estrangulación de la alegría de vivir. ¿Cómo pudo un único asceta violentar hasta tal punto la alegría existencial de miles y miles de personas? El secreto de Calvino no es nuevo. Se trata del mismo que emplean todas las viejas dictaduras: el terror. No nos engañemos. El poder que no se amilana ante nada y que hace escarnio de cualquier gesto de humanidad como si fuera una debilidad, es una fuerza desmedida. Un terror estatal forjado de manera sistemática y ejercido despóticamente paraliza la voluntad del individuo, disuelve y socava cualquier comunidad. Como una enfermedad consuntiva va corroyendo las almas. Y pronto —éste es su secreto último—, la cobardía general se convierte en su ayudante y alcahueta, pues el sentirse cada uno sospechoso, hace que los demás también lo sean y, por culpa del miedo, los miedosos se adelantan a las órdenes y prohibiciones de sus tiranos aún con mayor solicitud. El régimen del terror siempre ha logrado hacer milagros, y cuando se trataba de su autoridad, Calvino jamás dudó a la hora de llevar a la práctica semejante milagro. Ningún déspota religioso le ha superado en cuanto a inflexibilidad, y el que su dureza, como todos los atributos de Calvino, no fuera al fin y al cabo más que un producto de su ideología, no le disculpa. No cabe duda de que este hombre de espíritu, excitable, este intelectual, sentía el más extremo horror ante la sangre y que, incapaz, como él mismo insiste, de soportar la atrocidad, no estaba en condiciones de asistir a ninguno de los tormentos y quemas que se practicaban en Ginebra. Pero ésa es siempre la mayor culpa de los teóricos, que los mismos que no tienen los nervios suficientes para contemplar una sola ejecución, y menos aún para consumarla —de nuevo, el tipo Robespierre—, en cuanto se sienten internamente protegidos por su «idea», por su teoría, por su sistema, dictan sin vacilar cientos de sentencias semejantes. Mostrarse duro y sin piedad frente a cualquier «pecador», ése consideraba Calvino que era el precepto máximo de su sistema, y poner en práctica ese sistema sin limitación alguna, como un servicio que Dios le había encomendado. Para ello, sostuvo que, en contra de su verdadera naturaleza, era su deber mantenerse inflexible, endureciéndola sistemáticamente por medio de la disciplina, hasta llegar a la crueldad. Se «ejercita» en la intransigencia como si se tratara de un elevado arte: «Me ejercito en el rigor para combatir los pecados universales.» Y hay que reconocer que, para nuestro mal, a este hombre de férrea voluntad esa autodisciplina le salió terriblemente bien. Abiertamente, reconoce que preferiría ver sufrir castigo a un inocente a que un único culpable escapara al juicio divino. Con ocasión de una de las muchas ejecuciones que por torpeza del verdugo se alargaban hasta convertirse en una tortura indeseada, Calvino, disculpándose, le escribe a Farel: «Sin duda, el que los condenados hubieran de sufrir una prolongación semejante de sus torturas no ha sucedido sin el expreso deseo de Dios.» Cuando se trata de la «gloria de Dios», mejor ser demasiado severo que demasiado benigno, argumenta Calvino. Sólo del constante castigo puede nacer una humanidad moral.
No es difícil imaginar lo mortífera que semejante tesis de un Cristo implacable, de un Dios cuya gloria se ha de proteger constantemente, debió de resultar al llevarse a cabo en un mundo anclado aún en la Edad Media. Sólo en los primeros cinco años bajo el dominio de Calvino, en la relativamente pequeña ciudad de Ginebra fueron colgadas trece personas, diez decapitadas, treinta y cinco quemadas, además de setenta y seis a las que les fue arrebatada la hacienda, sin contar los muchos que escaparon a tiempo del terror. Pronto están las cárceles tan llenas en la «nueva Jerusalén», que el alcaide ha de comunicar al magistrado que ya no puede recibir más presos. Y en cuanto a esos horribles martirios, no sólo se aplican a los condenados, sino también a los que simplemente son sospechosos, de modo que los acusados prefieren quitarse la vida antes que dejarse arrastrar hasta la cámara de tortura. Finalmente, el Consejo ha de dictar una disposición según la cual los presos deben llevar esposas día y noche, «para evitar sucesos de ese tipo». Sin embargo, ni una sola vez se tiene noticia de que Calvino haya suprimido tales horrores. Al contrario, por expresa sugerencia suya se incluye en el terrible castigo, junto a las empulgueras y el potro, la quema de las plantas de los pies. El precio que la ciudad ha de pagar por el «orden» y la «disciplina» es terrible, pues Ginebra nunca conoció tantas sentencias de muerte, tantas penas, torturas y exilios, como desde el momento en el que Calvino gobierna allí en nombre de Dios. Con razón, Balzac dice que el terror implantado por Calvino es aún más espeluznante que todas las orgías sangrientas de la Revolución francesa. «La furibunda intolerancia religiosa de Calvino era moralmente más cerrada y más despiadada que la intolerancia política de Robespierre. De haber tenido un radio de acción más amplio que el de Ginebra, Calvino habría derramado aún más sangre que el temible apóstol de la igualdad política.»
Sin embargo, no fue con esas bárbaras sentencias de muerte con lo que Calvino quebró el sentimiento de libertad de los ginebrinos. El verdadero desgaste se produjo con las vejaciones sistemáticas y la intimidación cotidiana. A primera vista, tal vez parezca ridículo en qué futilidades se inmiscuye la discipline de Calvino, pero no menospreciemos el refinamiento de este método. Con intención, Calvino teje una red de prohibiciones tan densa, tan tupida que resulta imposible escapar a ella o permanecer libre. Intencionadamente, amontona las prohibiciones precisamente en lo que se refiere a menudencias y mezquindades, con lo que cualquier individuo se siente en todo momento culpable y se produce un estado de miedo permanente frente a la autoridad omnipotente y omnisciente, pues cuantos más cepos se pongan a un lado y a otro en el camino diario de una persona, más dificultades encontrará para caminar erguida y libremente. Pronto, sentirse seguro en Ginebra resulta imposible, pues el Consistorio declara que es pecado hasta el más despreocupado aliento. Basta hojear las actas del Consejo para apreciar lo refinado del método de intimidación. A un ciudadano que se ha reído durante un bautizo: tres días de cárcel. Otro que, agotado por el sopor veraniego, se ha dormido durante el sermón: a la cárcel. Unos trabajadores han tomado empanada en el desayuno: tres días a pan y agua. Dos ciudadanos han jugado a los bolos: a la cárcel. Otros dos, a los dados, tomando un cuarto de vino: a la cárcel. Un hombre se ha negado a bautizar a su hijo con el nombre de Abraham: a la cárcel. Un violinista ciego ha bailado mientras tocaba: es expulsado de la ciudad. Otro ha alabado la traducción de la Biblia hecha por Castellio: también es expulsado. A una muchacha la pillan patinando; una mujer se ha arrojado sobre la tumba de su marido; durante el servicio de Dios, un ciudadano ha ofrecido a un vecino una pizca de tabaco. A todos ellos: citación ante el Consistorio, exhortación y multa. Y así sucesivamente, sin pausa. El día de Reyes, unos bromistas han metido una habichuela en el roscón: veinticuatro horas a pan y agua. Un ciudadano ha dicho «señor» Calvino en lugar de «maestro» Calvino; un par de labradores, al salir de la iglesia y siguiendo una antigua costumbre, han hablado de negocios. ¡A la cárcel con ellos! Un hombre ha jugado a las cartas: es expuesto en la picota, con las cartas en torno al cuello. Otro, insolente, ha cantado en la calle: es obligado «a cantar fuera», es decir, es expulsado de la ciudad. Dos galeotes se han peleado, sin matar a nadie: son ejecutados. Tres chicos menores de edad, que han hecho indecencias entre ellos, son condenados primero a morir en la hoguera, pero después se les concede la gracia de permanecer públicamente ante la hoguera encendida. Y naturalmente, lo que se castiga del modo más atroz es cualquier movimiento de agitación contra la infalibilidad estatal y espiritual de Calvino. Un hombre que se expresa públicamente en contra de la doctrina de la predestinación de Calvino, es azotado hasta hacerle sangrar en cada cruce de camino de la ciudad y, después, desterrado. A un impresor que, borracho, ha insultado a Calvino, antes de expulsarle de la ciudad, le atraviesan la lengua con un hierro al rojo. Jacques Gruet, sólo por haber llamado hipócrita a Calvino en persona, es torturado y ejecutado. Cada falta, hasta la más nimia, consta en las actas del Consistorio, de modo que la vida privada de cualquier ciudadano está constantemente en evidencia. La policía dirigida por Calvino encargada de vigilar las costumbres no conoce, como él mismo, un solo olvido o despiste.
Es inevitable que un terror como éste, siempre vigilante, acabe por quebrantar la dignidad interna y la fuerza del individuo y de la masa. Cuando en un Estado cada ciudadano ha de contar en todo momento con que puede ser interrogado, examinado o juzgado, cuando sabe que sobre cada una de sus acciones y de sus palabras acecha constantemente una invisible mirada escrutadora, cuando, tanto de día como de noche, la puerta de su casa puede abrirse inesperadamente para un brusco registro, entonces los nervios se ablandan progresivamente y se produce el miedo en masa, al que por contagio sucumben también los más valientes. Toda voluntad de autoafirmación en una lucha tan infructuosa tenía que acabar por desfallecer. Y gracias a su sistema de subordinación, gracias a esa discipline, la ciudad de Ginebra pronto se volvió tal y como Calvino quería. Devota, apocada, desapasionada y sometida sin resistencia a una única voluntad. La suya.
Un par de años con esa disciplina, y Ginebra empieza a transformarse. Como un velo gris se cierne sobre esta ciudad en otro tiempo libre y satisfecha. Los trajes llamativos han desaparecido. Los colores palidecen. Las campanas no tocan ya desde las torres. En la calle ya no se oyen alegres canciones. Todas las casas están peladas y sin adornos, como una iglesia calvinista. Desde que el violín ya no toca para el baile, desde que los bolos no truenan alegremente, ni los dados tabalean ligeros sobre la mesa, las fondas están desiertas. Las pistas de baile, vacías. Las oscuras avenidas, donde en otro tiempo se encontraban las parejas de enamorados, abandonadas. Sólo el espacio desnudo de la iglesia reúne los domingos a los hombres en una comunidad más seria y silenciosa. La ciudad tiene un rostro diferente, severo y hosco, el rostro de Calvino, y poco a poco todos los habitantes, por miedo o por inconsciente mimetismo, adquieren su rígido porte, su sombría reserva. Ya no caminan ligeros y relajados. Sus miradas ya no osan mostrar calidez, por temor a que la cordialidad pueda ser tomada por sensualidad. Se olvidan de ser despreocupados, por recelo hacia el hombre siniestro que nunca muestra alborozo. Incluso en la más estricta intimidad se han acostumbrado a susurrar, en lugar de hablar, pues detrás de las puertas puede haber servidores y sirvientas escuchando, por todas partes el miedo crónico percibe espías invisibles y escuchas a sus espaldas. ¡Pasar desapercibido! ¡No llamar la atención ni por la vestimenta, ni con una palabra precipitada, ni con un gesto alegre! Los ginebrinos prefieren quedarse en casa, donde el cerrojo y la pared siempre protegen hasta cierto punto de las miradas y de la sospecha. Pero, cuando por casualidad ven venir por la calle a los hombres del Consistorio, se asustan, apartándose de la ventana, y se ponen pálidos. ¡Quién sabe lo que el vecino habrá denunciado o dicho acerca de ellos! Si tienen que salir a la calle, se escurren con la mirada hundida, mudos, bajo sus oscuros mantos, como si fueran a asistir al sermón o a un entierro. Incluso los niños, que han crecido en esta nueva y severa disciplina y que han sido amedrentados en las «clases de edificación», ya no juegan en voz alta y alegremente, también ellos se encogen como con miedo ante una invisible amenaza. Mustios y huraños crecen como si fueran plantas, cuyas tristes flores no estuvieran expuestas al sol, sino a una helada sombra. Regularmente, como un reloj, jamás interrumpido por las celebraciones y los días de fiesta, el ritmo de la ciudad se sucede en un triste e impasible tictac, monótono, ordenado y seguro. Quien, ignorante y forastero, atravesara las calles de Ginebra, creería que la ciudad estaba de luto, tan sombría y fríamente miran las personas, tan mudas y tristes son las calles, tan poco festiva y tan abatida es la atmósfera espiritual. Ciertamente, la subordinación, la disciplina, es maravillosa, pero ese severo comedimiento, esa moderación que Calvino ha impuesto a la ciudad, se ha obtenido a costa de una inmensa pérdida, la de todas esas fuerzas sagradas que únicamente resultan del exceso y del entusiasmo. Y aun cuando esta ciudad puede contar como suyos con un sinfín de piadosos y devotos ciudadanos, de aplicados teólogos y serios eruditos, habrán de pasar dos siglos después de Calvino para que Ginebra pueda volver a dar un solo pintor, un solo músico, un solo artista de renombre mundial. Lo extraordinario ha sido sacrificado en aras del orden. La libertad creadora, en aras de un servilismo sin réplica. Y cuando finalmente vuelva a nacer un artista en esta ciudad, toda su vida será una revuelta contra la violación de los derechos del individuo. Sólo con su ciudadano más independiente, con Jean-Jacques Rousseau, Ginebra se liberará por completo de Calvino.

Capítulo 3
Castellio entra en escena

Temer a un dictador no significa en absoluto amarlo, y quien en apariencia se somete a un régimen de terror, aún está muy lejos de haber reconocido su legitimidad. Ciertamente, en los primeros meses tras su regreso la admiración de ciudadanos y autoridades hacia Calvino aún no es unánime. Todos los partidos parecen estar con él, desde el momento en que hay un único partido, y la mayoría, entusiasmada, se entrega por ahora a la embriaguez de la unificación, pero pronto empieza el desencanto, pues, como es lógico, todos aquellos a los que Calvino ha llamado al orden, esperaban secretamente que este enconado dictador, en cuanto estuviera asegurada la discipline, cejara en su draconiano ultramoralismo. En lugar de eso, ven cómo día a día sujeta las riendas cada vez con más fuerza. Jamás escuchan una sola palabra de agradecimiento por lo mucho que han sacrificado en cuanto a libertad y satisfacción personales. Con amargura, tienen que oír que desde el púlpito les llegan palabras como éstas: que hace falta un patíbulo para ahorcar a setecientos u ochocientos jóvenes ginebrinos, para implantar de una vez la disciplina y las buenas costumbres en esa corrupta ciudad. Por primera vez, se dan cuenta de que, en lugar del médico de almas por el que habían clamado, han traído dentro de sus muros a un carcelero. Finalmente, las medidas represivas cada vez más duras indignan incluso a sus más fieles seguidores.
Por tanto, sólo han pasado unos pocos meses y ya hay nuevamente en Ginebra cierto descontento con respecto a Calvino. Vista de lejos, como un ideal, su discipline surtía un efecto notablemente más seductor que en su tiránica presencia. Ahora los colores románticos palidecen, y los que aún ayer gritaban de júbilo, empiezan a quejarse en voz baja. Pero, en cualquier caso, para quebrantar el nimbo personal de un dictador se necesita siempre un pretexto evidente y comprensible para todos, y esa ocasión pronto se presenta. Por primera vez, los ginebrinos empiezan a dudar de la infalibilidad del Consistorio durante una de las terribles epidemias de peste que asoló la ciudad entre 1542 y 1545, pues los mismos predicadores que hasta entonces, amenazando con la más severa pena, exigían que en un plazo de tres días todo enfermo llamara junto a su lecho a un eclesiástico, desde que uno de ellos ha muerto contagiado, dejan consumirse y morir a los enfermos sin prestarles consuelo espiritual. El magistrado ruega encarecidamente que al menos un miembro del Consistorio esté dispuesto «a asistir y consolar a los pobres enfermos en el hospital para apestados». Pero no se presenta más que el rector de la escuela reformada, Castellio, a quien sin embargo no se le confía ese cometido por no ser miembro del Consistorio. El propio Calvino hace que sus colegas le declaren «imprescindible» y asegura abiertamente que «no se trata de dejar a toda la Iglesia en la estacada para ayudar a una parte». Pero también los demás predicadores, que no tienen que llevar a cabo tan decisiva misión, se esconden tenaces en la retaguardia. Todas las súplicas del Consejo ante los temerosos pastores de almas resultan vanas. Uno incluso afirma con toda franqueza que «preferirían ir al patíbulo antes que al hospital para apestados». El 5 de enero de 1543, Ginebra asiste a una escena sorprendente, en la cual todos los predicadores reformados de la ciudad, con Calvino a la cabeza, aparecen durante la reunión del Consejo para hacer públicamente la vergonzosa confesión de que ninguno de ellos tiene valor para entrar en el hospital para apestados, a pesar de que saben que su obligación consiste en servir a Dios y a su sagrada Iglesia en los momentos buenos y en los malos.
Ahora bien, no hay nada que tenga un efecto más convincente sobre un pueblo que el valor personal de sus dirigentes. En Marsella, en Viena y en otras muchas ciudades, aún cientos de años después, se celebra la memoria de aquellos heroicos sacerdotes que durante las grandes epidemias prestaron consuelo en los hospitales para incurables. Un pueblo jamás olvida semejante heroísmo por parte de sus dirigentes, y menos aún su flaqueza personal en los momentos decisivos. Con indignación y desdén, los ginebrinos observan y se mofan de que los mismos que desde el púlpito exigían con patetismo los mayores sacrificios, no estén dispuestos por su parte a hacer lo más mínimo, y de nada servirá que, para disipar la irritación general, monten un infame espectáculo. Por orden del Consejo, cogen a unos cuantos muertos de hambre y los torturan de la manera más terrible hasta que reconocen que, embadurnando los picaportes de las puertas con un ungüento preparado a base de excrementos del diablo, han introducido la peste en la ciudad. En su condición de humanista, Calvino no sólo no se enfrenta con desprecio a semejante chismorreo propio de viejas, sino que, con espíritu cada vez más retrógrado, se muestra como un convencido defensor de ese delirio propio de la Edad Media. Pero aún más que el haber reconocido públicamente su convencimiento de que en verdad han actuado tales «semeurs de peste», es decir, que la peste ha sido deliberadamente transmitida, le perjudica el hecho de afirmar desde el púlpito que, por impío, el demonio ha sacado a un hombre de la cama a plena luz del día y lo ha arrojado a las aguas del Ródano. Por primera vez, Calvino ve cómo sus oyentes no se molestan siquiera en ocultar su sarcasmo frente a semejante superstición.
En cualquier caso, buena parte de esa fe en la infalibilidad, que para cualquier dictador supone un elemento indispensable de su poder, ha quedado destruida durante la epidemia de peste. El desencanto, inequívoco, está en marcha: la resistencia se extiende cada vez con mayor fuerza y en círculos cada vez más amplios. Pero por suerte para Calvino, sólo se extiende, no se reúne, pues en eso consiste en todo momento la ventaja temporal de una dictadura, lo que asegura su dominio cuando hace ya tiempo que numéricamente se encuentra en minoría: el que su voluntad militarizada aparece cerrando filas y organizada, mientras que la contraria procede de distintos frentes y obra por distintos motivos, y nunca o sólo después se forma una única y verdadera fuerza de choque. No sirve de nada que unos cuantos e incluso muchos estén interiormente en contra de una dictadura, mientras esos muchos no actúen bajo un plan unitario y con una estructura cerrada. Por eso, generalmente desde que la autoridad de un dictador sufre las primeras sacudidas hasta que se produce su caída definitiva queda un largo y difícil camino por recorrer. Calvino, su Consistorio, sus predicadores y sus partidarios entre los expatriados representan una voluntad en un único bloque, una fuerza unida y segura de su objetivo. Sus contrincantes, en cambio, se reclutan sin ninguna relación en todas las esferas y clases posibles. Están, por un lado, los antiguos católicos, que secretamente aún apoyan la vieja doctrina. Junto a ellos, los que beben vino, a los que se les ha cerrado la taberna, y las mujeres, a las que no se les permite arreglarse, y también los viejos patricios de la ciudad de Ginebra, exasperados frente a los advenedizos, que, recién llegados de la emigración, se han instalado en todos los puestos. Esta fuerte oposición, numéricamente superior, se forma, por un lado, con los más nobles elementos y, por otro, con los más pobres. Pero en tanto en cuanto a una idea no se una el descontento, seguirá siendo una débil murmuración, una fuerza sólo latente, en lugar de activa. Nunca una turba dividida podrá prosperar frente a un ejército, nunca una insatisfacción desorganizada frente a un terror organizado. Por eso, en los primeros años resulta fácil para Calvino contener a esos grupos dispersos, porque en ningún momento se enfrentan a él como un todo y, así, con un golpe indirecto puede despachar tan pronto a uno como a otro.
Para el portador de una idea, sólo representa un peligro verdadero el hombre que se opone a él con un pensamiento diferente, y eso Calvino, con su sagaz y desconfiada mirada, lo reconoció en seguida, pues, desde el primer hasta el último momento, de entre todos sus adversarios no temió más que al único que espiritual y moralmente era su igual y que con toda la pasión de una conciencia libre se rebeló contra su tiranía: Sebastian Castellio.
Nos ha llegado un único retrato de Castellio y por desgracia se trata de uno mediocre. Muestra un rostro enteramente espiritual y serio, con una mirada, hay que decirlo, franca, sincera, bajo una frente alta y despejada. Desde el punto de vista de la fisonomía, no dice mucho más. No es un retrato que permita ahondar en la profundidad de un carácter, pero, en cualquier caso, el rasgo esencial de este hombre pone inequívocamente de manifiesto su aplomo y su equilibrio. Comparando los retratos de ambos adversarios, de Calvino y de Castellio, la oposición, que más tarde se expresa tan decididamente en el plano espiritual, queda clara ya desde el punto de vista físico: el rostro de Calvino está totalmente poseído por la tensión, por una energía espasmódica y enfermiza, que, impaciente y recalcitrante, quiere descargar, mientras que el de Castellio transmite una delicada y esperanzada serenidad. Una mirada está llena de fuego, la otra se muestra enigmáticamente tranquila. La impaciencia contra la paciencia. El celo impulsivo contra una perseverante tenacidad. El fanatismo contra la compasión.
De la juventud de Castellio sabemos casi tan poco como de su aspecto externo. En 1515, seis años después que Calvino, nace en el territorio fronterizo entre Suiza, Francia y Saboya. Su familia se llamaba Chatillon o Chataillon, quizá también, durante el dominio de Saboya, Castellione o Castiglione, aunque su lengua materna no debió de ser la italiana, sino la francesa. Sin duda, pronto su verdadera lengua es el latín, pues con veinte años Castellio aparece como estudiante en la Universidad de Lyon y, al dedicarse allí al estudio de las lenguas francesa e italiana, se hace también con una absoluta maestría en el dominio de la latina, la griega y la hebrea. Más tarde, aprende también alemán, al tiempo que en otros campos del saber su celo y sus conocimientos quedan demostrados de modo tan sobresaliente que los humanistas y teólogos le consideran unánimemente el hombre más sabio de la época. Al principio, son las artes a cargo de las Musas las que atraen al joven estudiante, que con esfuerzo y de lo más pobremente se gana la vida dando lecciones. De su mano nace entonces una serie de poemas y escritos en latín, pero pronto abraza una pasión mucho mayor que la que le atrajera hacia épocas remotas: se siente cautivado por los problemas de su tiempo. El humanismo clásico, si lo contemplamos desde el punto de vista histórico, tuvo un florecimiento muy corto y glorioso durante las pocas décadas que median entre los fenómenos del Renacimiento y la Reforma. Sólo durante ese periodo, la juventud espera que la salvación del mundo se produzca a través de la renovación de los clásicos y de una educación sistemática. Pero pronto, a los más apasionados, a los mejores de entre esa generación, transcribir una y otra vez la obra de Cicerón y de Tucídides a partir de viejos pergaminos no les parece más que un trabajo de jubilados, un humillante trasiego, mientras que desde Alemania, como si se tratara de un verdadero incendio, una revolución religiosa prende en las almas de millones y millones de seres. Pronto, en todas las universidades se discute más acerca de la vieja y de la nueva Iglesia que acerca de Platón y Aristóteles. Profesores y estudiantes, en lugar de las pandectas, estudian la Biblia. Como ocurrió posteriormente con la ola política, nacional o social, en el siglo XVI toda la juventud de Europa es presa de una pasión incontenible por participar en la reflexión, discusión y apoyo de las ideas religiosas de la época. También Castellio es arrastrado por ella. Una experiencia personal resulta decisiva para su naturaleza humana. Cuando por primera vez asiste en Lyon a la quema de unos herejes, la crueldad de la Inquisición, por un lado, y la entereza de las víctimas, por otro, le impresionan hasta lo más profundo de su alma. Desde ese día, está decidido a vivir y a luchar por la nueva doctrina, en la que encuentra libertad y salvación.
Está claro que, desde el momento en que este hombre de veinticinco años se ha decidido interiormente por la Reforma, su vida en Francia está en peligro. Allí donde un Estado o un sistema reprimen violentamente la libertad de culto, para aquellos que no quieren someterse a la violación de su conciencia, sólo existen tres caminos. Se puede combatir abiertamente el terror estatal y convertirse en mártir. Éste, que es el más intrépido de todos los caminos, el de la oposición abierta, lo escogen Berquin y Etienne Dolet, expiando por cierto su rebeldía en la hoguera. O bien, para conservar la libertad interior y al mismo tiempo la vida, puede uno someterse en apariencia y camuflar su verdadera opinión. Esta es la técnica seguida por Erasmo y Rabelais, quienes en apariencia estaban en paz con la Iglesia y con el Estado, para, ocultos bajo el manto del erudito o cubiertos con la gorra del bufón, lanzarles dardos envenenados por la espalda, esquivando con habilidad el poder y engañando a la brutalidad con una astucia digna de Odiseo. Como tercer camino queda la emigración: el intento de sacar la libertad interior fuera del país en el que es perseguida y proscrita, llevándola sana y salva hasta una tierra en la que pueda respirar sin ser molestada. Castellio, una naturaleza recta, pero al mismo tiempo delicada, opta como Calvino por esta vía, la más pacífica. En la primavera de 1540, poco después de que con el corazón encogido haya contemplado en Lyon la quema de los primeros mártires evangélicos, abandona su patria, para convertirse desde entonces en mensajero y transmisor de esa doctrina.
Castellio se dirige a Estrasburgo, como la mayoría de estos emigrantes religiosos propter Calvinum, es decir, siguiendo a Calvino, pues desde que este hombre, en el prólogo a su Institutio, reclamó a Francisco I con tanto arrojo la tolerancia y la libertad de culto, toda la juventud francesa le considera, aun siendo él mismo joven, el precursor y el abanderado de la doctrina evangélica. De él esperan aprender todos estos fugitivos, víctimas de la misma persecución. De él, que sabe expresar sus exigencias y establecer sus objetivos, esperan recibir una meta en la vida. Como discípulo y alumno entusiasmado, pues la naturaleza liberal de Castellio aún ve en Calvino al representante de la libertad espiritual, Castellio se dirige de inmediato a su casa y durante una semana vive en un albergue para estudiantes que la mujer de Calvino ha instalado en Estrasburgo para esos futuros misioneros de la nueva doctrina. Sin embargo, en un principio no se llega a tan esperado contacto, pues poco después Calvino es llamado a las Dietas de Worms y Hagenau. La ocasión para el primer encuentro se ha perdido, pero que Castellio, que entonces tenía veinticuatro años, ha producido ya una impresión decisiva, queda pronto de manifiesto, pues en cuanto el regreso de Calvino a Ginebra es seguro, el jovencísimo sabio es empleado como profesor en la escuela reformada de Ginebra, a propuesta de Farel y sin duda con el consentimiento de Calvino. Se le concede expresamente el título de rector, se ponen a su cargo dos profesores auxiliares y se le encomienda además la misión de predicar en la iglesia de Vandoeuvres, uno de los distritos de Ginebra.
Castellio justifica plenamente esta confianza, y su actividad docente supone a su vez para él un especial éxito literario, pues para que a los alumnos el aprendizaje del latín les resulte más emocionante, transcribe en forma de diálogo y traducidos al latín los episodios más plásticos del Nuevo y del Viejo Testamento. Pronto, el pequeño libro, que en un principio estaba pensado como ayuda nemotécnica para los niños de Ginebra, tiene una repercusión literaria y pedagógica sólo comparable a la que tuvieran los Coloquios de Erasmo. Y aún siglos después, este manual sigue imprimiéndose, apareciendo no menos de cuarenta y siete veces. Miles y miles de alumnos aprendieron en él los fundamentos del latín clásico. Y aunque desde el punto de vista del humanismo sólo se trate de una obra de segundo orden y circunstancial, este silabario latino es el primer libro con el que Castellio entra en la escena espiritual de la época.
Pero la ambición de Castellio se dirige a más altas metas que la de escribir un manual ameno y práctico para los niños de escuela. No ha renunciado al humanismo para dispersar su fuerza y su erudición en pequeños trabajos. Este hombre joven e idealista lleva en sí un elevado proyecto, que en cierto modo ha de repetir y superar la enérgica hazaña de Erasmo y Lutero: proyecta nada menos que volver a transcribir toda la Biblia al latín y de nuevo al francés. También su pueblo, el francés, debe tener toda la verdad, como la tienen el mundo humanista y el alemán gracias a la voluntad creativa de Erasmo y de Lutero. Con toda la tenaz y tranquila confianza de su carácter, Castellio se pone manos a la obra en esa inmensa tarea. Noche tras noche, este joven erudito, que durante el día trabaja para, con esfuerzo y un mal sueldo, procurar el sustento de su familia, se aplica a ese proyecto sagrado, al que dedicará toda su vida.
Sin embargo, al dar el primer paso, Castellio se encuentra ya con una decidida oposición. Un impresor de Ginebra se declara dispuesto a imprimir la primera parte de su traducción de la Biblia al latín, pero en Ginebra Calvino es el dictador absoluto en todas las cuestiones espirituales y religiosas. Sin su consentimiento, sin su imprimátur, ningún libro puede imprimirse dentro de los muros de la ciudad. La censura es la consecuencia natural de cualquier dictadura.
Así que Castellio va a visitar a Calvino, un sabio a otro sabio, un teólogo a otro. Y de colega a colega, solicita que le conceda el imprimátur. Pero las naturalezas autoritarias ven siempre en los pensadores independientes contrincantes insufribles. La primera reacción de Calvino es de disgusto y de un enojo apenas disimulado, pues él mismo ha escrito el prólogo a una traducción de la Biblia al francés hecha por un familiar suyo y, con ello, en cierto modo, la ha reconocido como la vulgata, como la oficialmente válida para el mundo protestante. Qué «osadía», por tanto, la de este «joven» que no quiere reconocer humildemente la versión autorizada y coescrita por él mismo como la única válida y verdadera y que, en lugar de ello, pretende sacar otra nueva, hecha por él. Claramente, la desazón que la «arrogancia» de Castellio ha despertado en Calvino se trasluce en su carta a Viret. «Escucha ahora la fantasía de nuestro Sebastian: nos da ocasión de reír, pero también para ponernos furiosos. Hace tres días, vino a verme y solicitó mi permiso para publicar una traducción del Nuevo Testamento.» Ya por el tono irónico puede uno imaginar lo cordialmente que recibió a su rival. De hecho, Calvino despacha a Castellio sin más dilación: está dispuesto a darle el permiso, pero sólo con la condición de poder leer antes la traducción y corregir en ella todo aquello que por su parte considere necesario.
Nada más alejado del carácter de Castellio que la presunción y la seguridad en sí mismo. A diferencia de Calvino, nunca ha considerado su opinión como la única acertada, ni su manera de ver cualquier cuestión como intachable e inapelable, y su posterior prólogo a esta traducción representa sin lugar a dudas un ejemplo de modestia científica y humana. Abiertamente, escribe que él mismo no ha entendido todos los pasajes de las Sagradas Escrituras y por ello previene al lector para que no confíe sin más en su traducción, pues la Biblia es un libro oscuro, lleno de contradicciones, y lo que él ofrece es sólo una interpretación, en ningún caso una certeza.
Pero, aun cuando Castellio considere su propia obra de modo tan modesto y humano, como hombre valora por encima de todo la nobleza de la independencia personal. Consciente de que, como experto en las culturas hebrea y griega, como erudito, no está en absoluto por detrás de Calvino, en ese deseo de censurar desde arriba, en esa autoritaria demanda de «corrección», ve con razón una ofensa. En una república libre, en la que tanto un sabio como un teólogo están al mismo nivel que otro, no quiere someterse con respecto a Calvino a una relación de alumno y profesor, no quiere que su obra sea tratada simplemente como si fueran los deberes de un escolar que hay que embadurnar de rojo. Buscando encontrar una salida pacífica y demostrar a Calvino su respeto personal, propone, en cambio, leerle el manuscrito, siempre que a Calvino le convenga, y aclarando de antemano que está dispuesto a tener en cuenta sus consejos y sugerencias en cada punto. Pero Calvino está por principio en contra de cualquier forma de conciliación. No quiere aconsejar, sólo quiere mandar. Sin pensarlo dos veces, rechaza la propuesta. «Le hice saber que, aunque me prometiera cien coronas, no estaba dispuesto a comprometerme a tener encuentros a una hora determinada, para discutir entonces durante dos horas sobre una única palabra. Entonces, se marchó molesto.»
Por primera vez, se han cruzado los aceros. Calvino ha percibido que Castellio no está dispuesto a someterse a él en cuestiones intelectuales y religiosas. En medio del general servilismo adulador, ha reconocido al eterno adversario de cualquier dictadura, al hombre independiente. Desde este momento, Calvino está decidido a privar a ese hombre, que no quiere servirle a él, sino sólo a su propia conciencia, de su empleo y, si es posible, a alejarle de Ginebra.
Quien busca un pretexto siempre sabe encontrarlo. Calvino no tiene que esperar mucho, pues Castellio, que con su miserable salario de maestro de escuela no puede alimentar a su familia, aspira al puesto, más acorde con su carácter y mejor pagado, de «predicador de la palabra de Dios». Desde el momento en que abandonó Lyon, su meta en la vida era servir y pregonar la doctrina evangélica. Desde hace meses, el eminente teólogo predica en la iglesia de Vandoeuvres, sin que en la austera ciudad se formule nunca la más mínima objeción. Ningún otro hombre en Ginebra puede, pues, solicitar con tanto derecho el cargo de predicador. De hecho, la candidatura de Castellio cuenta con el consentimiento claro del magistrado. El 15 de diciembre de 1543 se llega al siguiente acuerdo: «Como Sebastian es un hombre erudito y muy apto para servir a la Iglesia, encarecemos su empleo en el servicio eclesiástico.»
Pero el magistrado no ha contado con Calvino. ¿Cómo? Sin consultarle previa y sumisamente, ha ordenado nombrar a Castellio, un hombre que por su independencia interior puede resultarle incómodo, predicador y, con ello, miembro de su Consistorio. De inmediato, Calvino formula una queja en contra del nombramiento de Castellio y en una carta a Farel justifica su proceder, tan falto de solidaridad, con estas oscuras palabras: «Hay importantes motivos para impedir su nombramiento… Sin embargo, ante el Consejo sólo he insinuado y no expresado esos motivos, aunque al tiempo he salido al paso de cualquier falsa sospecha, para dejar su nombre en paz. Mi intención es respetarle.»
Al leer esas oscuras palabras, misteriosamente hábiles, le invade a uno en primer lugar una desagradable sospecha. ¿No suena en realidad como si hubiera algo injurioso en contra de Castellio, algo que le incapacitara para revestir la dignidad de predicador, alguna mancha que Calvino, indulgentemente, ocultara con el manto de la benevolencia cristiana para «respetarle»? Uno se pregunta, ¿de qué delito será culpable ese sabio tan apreciado y que Calvino, magnánimo, calla? ¿Ha robado dinero ajeno? ¿Ha tenido trato con mujeres? ¿Encubre su irreprochable carácter, conocido por toda la ciudad, algún secreto extravío? Con intencionada falta de claridad, Calvino deja que una indeterminada sospecha penda sobre Castellio, y nada hay más funesto para el honor y el prestigio de un hombre que una «respetuosa» ambigüedad.
Sin embargo, Sebastian Castellio no quiere ser «respetado». Tiene la conciencia clara y limpia, y apenas se entera de que ha sido Calvino quien a sus espaldas quiere echar a perder su nombramiento, da un paso adelante y le exige que públicamente aclare ante el magistrado por qué motivos le ha de ser negado el puesto de predicador. Ahora Calvino ha de quitarse la máscara y exponer cuál es el delito de Castellio. Al fin, uno se entera del crimen que con tan exquisito tacto ha callado Calvino. Castellio, ¡terrible error!, no comparte del todo las ideas de Calvino en lo que respecta a dos interpretaciones teológicas secundarias de la Biblia. En primer lugar, ha expresado la opinión —y en esto todos los teólogos, en voz alta o baja, probablemente son del mismo parecer—, de que el Cantar de los Cantares de Salomón no es una composición religiosa, sino profana. El himno a Sulamita, cuyos pechos brincan por los pastos como dos jóvenes corzos, representa por tanto un poema de amor mundano y en ningún caso una glorificación de la Iglesia. También el segundo motivo de discrepancia es insignificante: Castellio concede al descenso de Cristo a los infiernos un significado distinto al que le da Calvino.
Por lo tanto, el «magnánimamente silenciado» crimen de Castellio resulta demasiado nimio y despreciable como para que por ello le sea denegada la dignidad de predicador. Pero, y esto es lo decisivo, para Calvino no existen minucias ni bagatelas en el ámbito de la doctrina. Para su carácter metódico, que aspira a la unidad y autoridad supremas de la nueva Iglesia, la más pequeña discrepancia es tan peligrosa como la mayor. Calvino quiere que en su edificio lógico, fuertemente afianzado, cada piedra, hasta la más mínima, quede definitivamente en su lugar, y al igual que en la vida política, en las costumbres y en la justicia, también en el plano religioso cualquier forma de libertad le parece por principio insoportable. Si su Iglesia ha de durar, desde la planta hasta el último y más pequeño ornamento deben fundarse en la autoridad, y quien no lo reconozca así, quien trate de pensar de modo independiente en el sentido liberal, para ése no hay lugar en su Estado.
En vano intenta el Consejo persuadir a Castellio y a Calvino para que celebren una entrevista pública, en la que amistosamente pongan término a la diferencia de opiniones. Pues hemos de repetirlo otra vez: Calvino sólo quiere enseñar, no dejarse enseñar ni convertir. No discute jamás, con nadie, él dicta. Ya en sus primeras palabras exhorta a Castellio a «declararse partidario de nuestra opinión», y le previene en contra de «confiar en el propio juicio», actuando así de acuerdo con su concepción de la necesaria unidad y autoridad de la Iglesia. Pero también Castellio se mantiene fiel a sí mismo, pues la libertad de conciencia es para él el supremo don del espíritu, y en este mundo está dispuesto a pagar cualquier precio por ella. Sabe perfectamente que en esas dos minucias insignificantes debería someterse a Calvino, con lo que se aseguraría de inmediato el lucrativo puesto en el Consistorio, pero, incorruptible en su independencia, Castellio contesta que no puede prometer algo que no es capaz de cumplir sin actuar en contra de su conciencia. Así, la entrevista resulta inútil. En estos dos hombres se enfrentan en ese momento la Reforma liberal, que reclama la libertad de cada hombre en cuestiones religiosas, y la ortodoxa. Y con razón, Calvino, tras esa infructuosa polémica, puede escribir acerca de Castellio: «Es un hombre que, hasta donde puedo juzgar tras nuestras conversaciones, tiene de mí tales ideas que resulta difícil creer que alguna vez podamos llegar a un acuerdo.»
Pero, ¿cuáles son esas «ideas» que Castellio tiene con respecto a Calvino? Calvino se delata a sí mismo, al escribir: «A Sebastian se le ha metido en la cabeza que ansío gobernar.» De hecho, la situación no se puede expresar mejor. En poco tiempo, Castellio ha reconocido lo que pronto reconocerán los demás: que Calvino, de acuerdo con su tiránica naturaleza, está decidido a no tolerar en Ginebra ninguna otra opinión que no sea la suya, y que sólo es posible vivir en su mismo ámbito espiritual sometiéndose servilmente, como De Beze y otros seguidores, a cada punto de su doctrina. Pero Castellio no quiere respirar el aire de calabozo de esa represión espiritual. No ha escapado de la Inquisición católica en Francia para someterse a un nuevo control de la conciencia por parte del protestantismo. No ha renegado del viejo dogma para convertirse en siervo de uno nuevo. Para él, Jesucristo no es como lo ve Calvino: un inflexible jurista preocupado por las formalidades. Ni su Evangelio un código rígido y esquemático. Castellio ve en Jesucristo únicamente al más humano de los hombres, un modelo ético que todos, humildemente y a nuestro modo, debemos imitar, sin por ello afirmar temerariamente que él y solo él conoce la verdad. Una decidida exasperación ahoga el alma de este hombre libre al ver con qué arrogancia y con qué seguridad en sí mismos exponen la palabra de Dios los nuevos predicadores establecidos en Ginebra, como si sólo a ellos les hubiera sido revelada de forma comprensible. La indignación le embarga ante esos orgullosos que, sin cesar, se vanaglorian de su sagrada misión y que hablan de los demás como si se tratara de pecadores repulsivos y de personas indignas. Y cuando, en una reunión pública, se comenta la palabra del apóstol san Pablo según la cual «en todas las cuestiones, mediante una gran paciencia debemos mostrarnos como los enviados de Dios», Castellio se levanta de pronto y sugiere a los «enviados de Dios» que, por una vez, podían someterse ellos mismos a examen, en lugar de examinar, castigar y juzgar únicamente a los demás. Probablemente, tenía conocimiento de una serie de cosas (constan también más tarde en las actas del Consejo) que demuestran que la conducta de los predicadores ginebrinos en lo que se refiere a las costumbres de su vida privada no debía de ser demasiado puritana, y por eso le pareció conveniente castigar por una vez públicamente esa hipócrita presunción. Por desgracia, sólo conocemos el texto de la ofensiva de Castellio por la versión que de ella nos transmite Calvino, quien, cuando se trataba de un adversario, nunca tuvo especial reparo en hacer modificaciones. Pero incluso de su parcial exposición se infiere que Castellio se incluyó a sí mismo en esa declaración acerca del general extravío, pues dice: «Pablo fue un servidor de Dios, pero nosotros nos servimos a nosotros mismos. Era paciente, nosotros somos muy impacientes. Él sufrió injusticias por parte de los otros, nosotros perseguimos a los inocentes.»
A Calvino, presente en aquella reunión, el ataque de Castellio parece que le cogió totalmente desprevenido. Un discutidor más apasionado, más sanguíneo, un Lutero, se habría encolerizado de inmediato y habría respondido con un discurso enardecido. Un Erasmo, un humanista, probablemente habría discutido sabia y serenamente. Pero Calvino es, en primer lugar, un hombre realista, un hombre de táctica y de práctica, que sabe contener su temperamento. Percibe el fuerte efecto de las palabras de Castellio sobre los presentes y sabe que ahora no es aconsejable enfrentarse con él, así que se queda callado y aprieta aún más los ya de por sí delgados labios. «De momento guardé silencio —se excusa posteriormente por su singular reserva— pero sólo para no provocar una fuerte disputa ante tantos extraños.»
¿La mantendrá más tarde en los círculos de los íntimos? ¿Tratará de ponerse de acuerdo con Castellio de hombre a hombre, opinión frente a opinión? ¿Le invitará, le exigirá que ante el Consistorio documente con nombres y con hechos su general acusación? De ningún modo. Para Calvino, la lealtad en cuestiones políticas fue siempre algo ajeno. Para él, cualquier intento de crítica no supone una divergencia de opinión simplemente teórica, sino un delito de Estado, un acto criminal. Pero los crímenes son competencia de la autoridad temporal. Y ante ella, en lugar de ante el Consistorio, arrastra a Castellio, convirtiendo una discusión moral en un proceso disciplinar. Su demanda ante el magistrado de la ciudad de Ginebra es la siguiente: «Castellio ha denigrado la imagen del clero.»
El Consejo se reúne de mala gana. No le gustan demasiado esas pendencias entre predicadores, incluso parece que a la autoridad temporal no le importaría que, por fin, alguna vez alguien se atreviera a expresarse con palabras francas y enérgicas en contra de la arrogancia del Consistorio. En un principio, los miembros del Consejo aplazan largo tiempo la decisión, y su juicio definitivo es llamativamente ambiguo. A Castellio se le reprende verbalmente, pero no se le castiga ni se le despide. Sólo su actividad como predicador en Vandoeuvres queda suspendida hasta nueva orden.
Castellio podía haberse conformado fácilmente con una amonestación tan tibia, pero en su interior ha tomado ya una decisión. De nuevo comprueba que junto a una naturaleza tan tiránica como la de Calvino no hay en Ginebra espacio para un hombre libre, así que solicita del magistrado ser exonerado de su cargo. Pero ya en esta primera prueba de fuerza ha conocido la táctica de su adversario lo suficiente como para saber que los hombres de partido siempre tratan la verdad, cuando ha de servir a su política, de manera despótica. Con razón, prevé que su libre y viril renuncia a empleo y dignidad será tergiversada posteriormente, haciendo circular la mentira de que ha perdido su trabajo por algún motivo ilícito. Por eso, antes de abandonar Ginebra, solicita un testimonio escrito acerca del suceso. Con ello, Calvino se ve obligado a firmar un documento, que aún hoy puede verse en la biblioteca de Basilea, en el que se dice que sólo porque se habían producido discrepancias en dos cuestiones teológicas particulares Castellio no ha sido nombrado predicador. El documento dice textualmente: «Para que nadie pueda imputar otro motivo a la partida de Sebastian Castellio, damos fe de que en todos los aspectos dimite voluntariamente (sponte) de su cargo como profesor, que hasta el momento desempeñó de tal forma que le habríamos considerado digno de ocupar el puesto de predicador. Si a pesar de ello no le ha sido concedido, no ha sido en absoluto porque hubiera alguna mancha en su conducta, sino exclusivamente por el motivo arriba mencionado.»
Alejar de Ginebra al único erudito que está a su altura supone una victoria para el despotismo de Calvino, aunque en el fondo no sea más que una victoria pírrica, pues en círculos más amplios la partida de este sabio, que goza de gran prestigio, se considera como una dura pérdida. Públicamente se declara que «por intervención del maestro Calvino se ha cometido una injusticia», y con este suceso en todo el espacio cosmopolita del humanismo queda demostrado que en Ginebra Calvino sólo tolera la presencia de seguidores adocenados. Aún dos siglos después, como prueba decisiva del tiránico comportamiento de Calvino en materia religiosa, Voltaire alude a la represión ejercida contra Castellio: «Se puede calcular por las vejaciones a que sometió a Castellio, que era un sabio mucho más grande que él y al que su envidia expulsó de Ginebra.»
Pero Calvino es muy sensible, hipersensible a la crítica. En seguida percibe el descontento general que ha provocado con el alejamiento de Castellio. Y apenas ha conseguido su objetivo, saber que este hombre único, independiente y de verdadera categoría ha sido expulsado de Ginebra, le agobia el que la opinión pública pueda acusarle de que Castellio vague por el mundo sin ningún recurso. En efecto, la decisión de Castellio ha sido desesperada, pues como enemigo declarado del protestante políticamente más poderoso no puede contar con encontrar dentro de Suiza una pronta ocupación en la Iglesia reformada. Su impetuosa decisión le ha lanzado a la más amarga de las miserias. Como un mendigo, como un muerto de hambre, el que en otro tiempo fuera el rector de la escuela reformada de Ginebra va de puerta en puerta, y Calvino es lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que la pública precariedad de un rival al que ha obligado a alejarse le puede causar los mayores daños. Por eso, ahora que Castellio ya no le estorba con su proximidad, trata de tenderle puentes de plata. Con sorprendente diligencia, para justificarse, escribe a sus amigos carta tras carta, diciendo lo mucho que le preocupa proporcionar una ocupación al pobre y necesitado Castellio, el cual se ha ganado su pobreza y su necesidad únicamente por su culpa. «Quisiera que pudiera encontrar refugio en algún lugar y sin problemas, y por mi parte haría lo que estuviera en mi mano para ello.» Pero Castellio no permite, como esperaba Calvino, que le tapen la boca. Libre y abiertamente cuenta en todas partes que ha tenido que dejar Ginebra ante la ambición de poder mostrada por Calvino, y con ello le da en su punto flaco, pues Calvino jamás ha reconocido su poder dictatorial, sino que siempre ha querido ser admirado como el más humilde, el más modesto servidor en el cumplimiento de su difícil tarea. De inmediato, cambia el tono de sus cartas. De una vez por todas, desaparece la compasión hacia Castellio. «Si supieras lo que ese perro —me refiero a Sebastian— ha aullado contra mí. Cuenta que ha sido expulsado de su puesto únicamente a causa de mi tiranía, para que yo pudiera gobernar solo», se queja a un amigo. En el transcurso de pocos meses, el mismo hombre del que Calvino había suscrito de propia mano que era digno de ocupar el oficio sagrado de siervo del Señor, se ha convertido para él en una «bestia», en un «perro», sólo porque ha preferido la más amarga pobreza antes que dejarse acallar y comprar con prebendas.
Esta pobreza heroica elegida libremente por Castellio despertó ya la admiración de sus contemporáneos. Montaigne considera lamentable que un hombre con los méritos de Castellio haya tenido que padecer semejante miseria. Seguramente, añade, muchos hombres habrían estado dispuestos a ayudarle, de haber tenido a tiempo noticia de ello. Pero en realidad, los hombres no se muestran en absoluto dispuestos a ahorrar a Castellio la más absoluta pobreza. Habrán de pasar años y años antes de que el desterrado obtenga una plaza sólo medianamente de acuerdo con su erudición y su superioridad moral. Por de pronto, ninguna Universidad le da trabajo. No se le ofrece ningún puesto de predicador, pues la dependencia política de las ciudades suizas con respecto a Calvino es ya demasiado grande como para que públicamente se atrevan a dar empleo al adversario del dictador de Ginebra. Con esfuerzo, el proscrito encuentra por fin un medio de ganarse la vida, el de corrector en la imprenta de Oporin, en Basilea. Pero el trabajo resulta insuficiente para alimentar mujer e hijos, y Castellio trata de juntar monedas trabajando también como preceptor, para así poder mantener seis u ocho bocas. Aún habrá de vivir muchos años en una indecible, lamentable miseria cotidiana, una miseria que inhibe el alma y paraliza las fuerzas, antes de que por fin una Universidad se decida a emplear al erudito de formación universal, al menos como lector de griego. Pero tampoco este puesto, más honorífico que lucrativo, brinda a Castellio la libertad con respecto al eterno vasallaje. A lo largo de toda su vida, este gran erudito, calificado incluso por algunos como el más sabio de su tiempo, tendrá que seguir desempeñando una y otra vez humildes trabajos subalternos. Él mismo trabaja la tierra en su pequeña casa en los arrabales de Basilea. Y, como la labor que desempeña por el día no basta para alimentar a la familia, se pasa la noche corrigiendo textos de imprenta, mejorando obras ajenas, traduciendo de todas las lenguas. Las páginas que, para ganarse el pan, transcribió del griego, del hebreo, del latín, del italiano y del alemán para el impresor de Basilea se cuentan por miles y miles.
Pero esa privación de años y años únicamente podrá minar su cuerpo, su débil y sensible cuerpo, jamás la independencia y tenacidad de su alma orgullosa, pues en medio de ese trabajo servil e interminable Castellio no olvida en absoluto cuál es su verdadera tarea. Inquebrantable, continúa con la obra de su vida: la traducción de la Biblia al latín y al francés. Entre tanto, redacta publicaciones periódicas y escritos polémicos, comentarios y diálogos. No pasa un solo día, ni una sola noche, en los que Castellio haya descansado. Este trabajador infatigable no conoció ni el placer de viajar, ni la gracia del esparcimiento, como tampoco la voluptuosa compensación de la fama o la riqueza. Pero este espíritu libre prefiere ser siervo de la pobreza eterna, traicionar su propio sueño, antes que su conciencia independiente. Extraordinario ejemplo de esos héroes secretos del espíritu que, sin que el mundo los vea, incluso en la oscuridad del olvido, luchan por lo que para ellos es sagrado: la inviolabilidad de la palabra, el derecho inalienable a la opinión propia.
Sin embargo, aún no ha empezado el verdadero duelo entre Castellio y Calvino. Dos hombres, dos ideas se han mirado a los ojos y se han reconocido como enemigos irreconciliables. Para ambos resultaba imposible vivir aunque sólo fuera una hora en la misma ciudad, en el mismo espacio espiritual. Pero aun separados de forma definitiva, el uno en Basilea, el otro en Ginebra, se observan celosamente. Castellio no olvida a Calvino, ni Calvino a Castellio, y su silencio es sólo una espera hasta que llegue la palabra decisiva, pues discrepancias tan profundas, que no son simplemente opiniones distintas, sino un odio declarado entre una ideología y otra, no pueden mantener la paz por mucho tiempo. La libertad espiritual no puede sentirse satisfecha a la sombra de una dictadura. Y una dictadura no puede gozar despreocupadamente de la vida, en tanto que un único hombre independiente siga en pie dentro de sus fronteras. Pero para que se produzca la descarga de las tensiones latentes se necesita siempre un pretexto. Sólo cuando Calvino enciende la hoguera para Servet, la palabra acusadora se enardecerá en labios de Castellio. Sólo cuando Calvino declara la guerra a cualquier conciencia libre, Castellio le retará a vida o muerte en nombre de la conciencia.

Capítulo 4
El caso Servet

En determinados momentos, la Historia escoge de entre las masas de millones que forman la humanidad una única figura, para resolver gráficamente con ella una disensión ideológica. En absoluto es necesario que ese hombre sea siempre un genio de primer orden. A menudo, el destino se conforma con sacar de entre muchos un nombre por completo fortuito, para inscribirlo de modo indeleble en la memoria de la posteridad. Tampoco Miguel Servet se convirtió en una personalidad memorable en virtud de un genio extraordinario, sino únicamente gracias a su terrible final. En este hombre singular los talentos se mezclan de modo muy diverso, aunque sin un orden afortunado: un intelecto enérgico, despierto, curioso y tenaz, pero que con luz muy tenue divaga de un problema a otro; un genuino deseo de encontrar la verdad, aunque incapacitado para la transparencia creativa. Francotirador a un tiempo en la filosofía, la medicina y la teología, este espíritu fáustico no encaja plenamente en ninguna ciencia, aunque en todas se inmiscuye. Deslumbrante de cuando en cuando en alguna de sus audaces observaciones, con sus irreflexivas charlatanerías acaba por resultar enojoso. En cualquier caso, en el libro de sus proféticas predicciones brilla por una vez con una observación que verdaderamente abre nuevos caminos: el descubrimiento de la llamada circulación pulmonar de la sangre. Pero Servet no se plantea explotar sistemáticamente su hallazgo, ni profundizar en él desde el punto de vista científico. Este rayo genial se extingue como un único y precoz relampagueo sobre la oscura pared de su siglo. En este solitario hay una gran fuerza espiritual, pero únicamente la determinación a la hora de conseguir las metas transforma un espíritu fuerte en una figura creadora.
Se ha repetido hasta la saciedad que en cada español se oculta una vena quijotesca. En el caso de Miguel Servet, esta observación resulta, no obstante, perfecta y al mismo tiempo penosamente cierta. No sólo atendiendo a su retrato: este aragonés enjuto, pálido y con barba de perilla tiene cierto parecido con el descarnado y magro héroe de la Mancha. Interiormente, está abrasado por la misma pasión sublime y grotesca de luchar por el absurdo y de arremeter con idealismo ciego de ira contra cualquier resistencia que encuentre en la realidad. Prescindiendo por completo de toda autocrítica, siempre descubriendo o afirmando algo, este caballero andante de la teología cabalga contra todos los baluartes y molinos de la época. Sólo le atrae la aventura, el absurdo, lo singular y peligroso, y con intenso placer bélico, irritado, anda a golpes con todos los demás iluminados, sin ligarse a ningún partido ni pertenecer a ningún clan, siempre solitario, al mismo tiempo imaginativo y fantástico, y por ello una figura excéntrica y única en su género.
Quien en tan brusco y alto concepto de sí mismo está siempre solo frente a los demás, necesariamente ha de enemistarse con todos. Aproximadamente de la misma edad que Calvino, siendo aún prácticamente un muchacho, Servet tiene ya su primer encontronazo con el mundo. A los quince años se ve forzado a huir de la Inquisición desde su Aragón natal hasta Toulouse, para allí continuar sus estudios. Estando en la Universidad, el confesor de Carlos V le lleva como secretario a Italia y después a la Dieta de Augsburgo. Allí, como todos sus contemporáneos, el joven humanista es víctima de la pasión política de la época: la gran disensión de la Iglesia. Su espíritu inquieto entra en ebullición a la vista de la controversia entre la nueva y la vieja doctrina. Si los demás pelean, él quiere pelear. Si los demás buscan reformar la Iglesia, él también quiere reformar, y con el radicalismo propio de la juventud este impetuoso considera que todas las soluciones y disensiones de la vieja Iglesia son demasiado pusilánimes, demasiado tibias, demasiado indeterminadas. Incluso Lutero, Zwingli y Calvino, esos audaces innovadores, al aceptar en su nueva doctrina el dogma de la Trinidad, no le parecen ni de lejos lo suficientemente revolucionarios a la hora de depurar el Evangelio. Servet, en cambio, con la intransigencia de un veinteañero, declara el Concilio de Nicea simplemente como nulo y el dogma de las tres hipóstasis incompatible con la unidad de la esencia divina.
Tan radical opinión, de por sí, no sería en absoluto chocante en una época tan exaltada desde el punto de vista religioso. Siempre que los valores y las leyes se tambalean, todo el mundo trata de ejercer su derecho a pensar por su cuenta y sin atender a la tradición. Pero, por desgracia, de todos esos teólogos enfrentados entre sí, Servet no sólo adopta el placer por discutir, sino también su peor atributo, el fanatismo a la hora de tener la razón, pues enseguida el veinteañero quiere hacer saber a los dirigentes de la Reforma que han reformado la Iglesia de modo insuficiente y que sólo él, Miguel Servet, conoce la verdad. Impaciente, visita a los grandes sabios de su época —en Estrasburgo, a Martín Bucero y a Capito; en Basilea, a Ecolampadio—, para exigirles que sin tardanza supriman el «falso» dogma de la Trinidad en la Iglesia evangélica. Puede uno imaginar fácilmente el horror de los dignos y maduros predicadores y profesores al ver aparecer en su casa como caído del cielo a un estudiante español imberbe, que, con toda la terquedad de un temperamento fuerte e histérico, pretende que de inmediato echen por tierra todas sus creencias y que obedientemente abracen su tesis. Como si el mismísimo demonio les hubiera enviado al estudio un infernal compañero, se persignan ante este desenfrenado hereje. Ecolampadio le echa de su casa como si fuera un perro y le trata de «judío, turco, blasfemo y tentado por el demonio». Bucero le ataca desde el púlpito, llamándole siervo del demonio. Zwingli previene públicamente contra el «sacrílego español, cuya falsa y maligna doctrina quiere acabar con toda nuestra religión cristiana».
Pero, del mismo modo que el caballero de La Mancha no se deja desanimar en sus correrías ni por las afrentas ni por las palizas, tampoco este teólogo, compatriota suyo, permitirá que con argumentos o negativas le hagan desfallecer en su lucha. Si los dirigentes no le entienden, si los sabios y juiciosos en sus estudios no quieren escucharle, habrá que continuar la lucha públicamente. ¡Todo el mundo cristiano leerá sus conclusiones en forma de libro! A los veintidós años, Servet junta sus últimos ahorros y publica sus tesis en Hagenau. Entonces la tormenta estalla abiertamente contra él. Desde el púlpito, Bucero declara nada más y nada menos que este sacrílego merece que le «arranquen las entrañas de su cuerpo en vida», y desde ese momento Servet es considerado en todo el ámbito del protestantismo como el emisario escogido en persona por Satán.
Como es evidente, para un hombre que se ha enfrentado al mundo de modo tan provocativo, que al mismo tiempo declara que tanto la Iglesia católica como la protestante están equivocadas, no queda en todo el Occidente cristiano un solo lugar tranquilo. Ni una casa, ni un solo techo. Desde el momento en que, con su libro, Miguel Servet es sospechoso de compartir la «herejía arriana», el que lleva ese nombre es perseguido y amenazado como si se tratara de un animal salvaje. Sólo cabe pensar en una salvación para él: desaparecer sin dejar huellas, volverse invisible y que sea imposible localizarle, despojarse de su nombre como si fuera un vestido ardiendo. El proscrito regresa a Francia como Michel de Villeneuve y bajo este pseudónimo entra a trabajar como corrector en una imprenta de Lyon. Su capacidad de innovación, propia de un diletante, pronto encuentra también en este ámbito un nuevo estímulo para polemizar. Corrigiendo la Geografía de Ptolomeo, Servet se hace geógrafo de la noche a la mañana, dotando a la obra de una detallada introducción. Revisando libros médicos, el voluble espíritu se convierte, a su vez, en médico. Poco después, se toma en serio el estudio de la ciencia médica y va a París para seguir su formación. Junto a Vesalio, trabaja como preparador en las lecciones de anatomía. Pero de nuevo, como anteriormente con la teología, el impaciente, sin haber terminado sus estudios y probablemente sin haber alcanzado el título de doctor, se pone enseguida a querer enseñar y superar a todos los demás. Temerario, anuncia un curso de matemáticas, meteorología, astronomía y astrología en la Escuela Médica de París, pero semejante mezcla entre la ciencia de las estrellas y el arte de curar, así como algunas de sus prácticas, propias de un charlatán, disgustan a los médicos. Servet-Villanovus entra en conflicto con las autoridades y, por último, es acusado abiertamente ante el Parlamento de haber provocado graves desórdenes con su astrología, una ciencia condenada tanto por las leyes divinas como por las de la sociedad burguesa. De nuevo, únicamente para que en el transcurso de la investigación oficial no se descubra su identidad con el buscado hereje, Servet se salva desapareciendo a toda prisa. De la noche a la mañana, el profesor universitario Villanovus ha desaparecido de París, como antaño hiciera el teólogo Servet en Alemania. Durante mucho tiempo no se sabe nada de él. Y cuando vuelve a aparecer, lleva otra máscara. ¿Quién podría siquiera sospechar que el nuevo médico de cámara del arzobispo Paulmier de Vienne, ese piadoso católico que va todos los domingos a misa, es un grandísimo hereje proscrito y un charlatán condenado por el Parlamento? Sin embargo, Michel de Villeneuve se guarda prudentemente de difundir en Vienne sus heterodoxas tesis. Se comporta de un modo tranquilo y pasa totalmente desapercibido. Visita y cura a innumerables enfermos, gana mucho dinero. Sin saber nada, los ciudadanos de Vienne se descubren con respeto cuando, majestuoso y con grandeza española, pasa ante ellos el señor doctor Michel de Villeneuve, el médico de cámara de Su Eminencia el arzobispo. Qué hombre tan noble, piadoso, sabio y discreto.
Pero, en realidad, en este hombre apasionado y ambicioso no ha muerto el gran hereje. En lo más profundo del alma de Miguel Servet vive inquebrantable el viejo espíritu alborotador. Una vez que una idea se ha apoderado de un hombre, domina hasta la última fibra de su pensamiento y de sus sentidos, provocando sin cesar un fuego interior. Una idea viva no quiere vivir y perecer en un único hombre mortal, quiere espacio, mundo y libertad. Por ello, a todo pensador siempre le llega el momento en el que la idea de su vida apremia por salir hacia fuera, como una astilla en un dedo ulcerado, como un niño del cuerpo materno, como un fruto de la cáscara. Un hombre como Servet, con esa pasión y esa seguridad en sí mismo, no soportará mucho tiempo guardando la idea de su vida para él solo. Inevitablemente, pretenderá que al final todo el mundo la comparta con él. Tanto antes como ahora, el tener que presenciar cómo los dirigentes de la Iglesia evangélica anuncian los dogmas del Bautismo de los niños y de la Trinidad, en su opinión falsos, y cómo la cristiandad es mancillada una y otra vez con esos errores «anticristianos», supone un tormento diario para su conciencia. ¿No es su obligación dar un paso adelante y llevar al mundo entero el mensaje de la verdadera fe? Esos años de silencio forzoso debieron de pesarle terriblemente. Por un lado, le apremian las palabras no dichas. Por otro, como proscrito en la clandestinidad tiene que mantener la boca cerrada. En tan penosa situación, Servet intenta por fin —un ansia comprensible—, encontrar al menos un compañero con el que poder mantener un diálogo espiritual en la distancia. Y como donde vive no se atreve a entenderse espiritualmente con nadie, expresa sus convicciones teológicas por carta.
Por desgracia, el obcecado brinda toda su confianza nada menos que a Calvino. Precisamente en ese innovador de la doctrina evangélica, el más radical y el más audaz, Servet espera encontrar comprensión para una exégesis más severa y temeraria de las Escrituras. Quizá con ello sólo restablece un antiguo intercambio verbal de opiniones, pues ya durante la época en la que, teniendo la misma edad, asistieron a la Universidad, se encontraron ambos una vez en París. Pero sólo años después, cuando Calvino es ya señor de Ginebra y Michel de Villeneuve médico de cámara del arzobispo de Vienne, entran en contacto epistolar por intermedio de un librero de Lyon. La iniciativa parte de Servet. Con una insistencia difícil de rechazar, e incluso con impertinencia, se dirige a Calvino, con el fin de ganar a este drástico teórico de la Reforma para su lucha contra el dogma de la Trinidad, y le escribe carta tras carta. En un principio, Calvino sólo contesta disuadiéndole doctrinariamente. Sintiendo que su deber es enseñar a los que se equivocan y, como dirigente de la Iglesia, reconducir a los descarriados de vuelta al redil, trata de demostrar a Servet sus errores. Pero, al final, le irritan tanto lo herético de la teoría como el tono insolente y despótico con el que la expone. «A menudo te he hecho saber que, si admites la monstruosidad de la diferencia de las tres personas divinas, estás en el camino falso.» Dirigirse con estas palabras a una naturaleza tan autoritaria como la de Calvino, al que la más mínima objeción en el más insignificante detalle le revuelve la bilis, equivale a crearse un adversario muy peligroso. Y cuando por fin Servet envía a casa del mundialmente famoso autor su propio ejemplar de la Institutio religionis Christianae, en el que, como un profesor de escuela a su alumno, ha ido marcando en el margen los supuestos errores, puede uno figurarse fácilmente el ánimo con el que el señor de Ginebra recibe tamaña insolencia de parte de un teólogo aficionado. «Servet se lanza sobre mis libros y los embadurna con anotaciones insultantes, como un perro que muerde, que mordisquea una piedra», escribe Calvino a Farel lleno de desprecio. ¿A qué perder tiempo y discutir con semejante exaltado incurable? De un puntapié, despacha los argumentos de Servet: «No presto a las palabras de ese individuo más atención que al rebuzno de un asno» («le hin-han d’un âne»).
Pero el desdichado don Quijote, sin darse cuenta a tiempo de contra qué férrea coraza de arrogancia arremete con su débil lanza, no desiste. Precisamente a ése, al único que no quiere saber nada de él, pretende ganarlo a toda costa para su causa. Realmente, es como si, tal y como escribe Calvino, estuviera poseído por un demonio. En lugar de protegerse de él como del adversario más peligroso que imaginar se pueda, le envía incluso para su lectura las pruebas, aún sin imprimir, de la obra teológica que está preparando. ¡Y si el contenido ha de excitar a Calvino, cuánto más el título! Pues Servet titula su tratado de teología Christianismi Restitutio, para recalcar bien a los ojos del mundo entero que a la Institutio de Calvino había que contraponer una Restitutio. A Calvino, el patológico proselitismo de este adversario y su excéntrica impertinencia le parecen ya demasiado. Hace saber al editor Frellon, que hasta entonces había actuado como intermediario en la correspondencia entre estos dos hombres, que realmente tiene cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con semejante loco engreído. Pero, al mismo tiempo, escribe a su amigo Farel estas palabras, que más tarde tendrán un peso terrible: «Servet me ha escrito recientemente y ha adjuntado a su carta un grueso volumen con sus delirios, asegurando con increíble petulancia que en él habría de leer cosas sorprendentes. Declara estar dispuesto a venir aquí, en caso de que yo lo desee… Pero no quiero pronunciarme sobre ello; pues si viniera, en tanto tenga aún algo de influencia en esta ciudad, no podría permitir que la abandonara con vida.»
No se sabe si Servet tuvo conocimiento de esta amenaza o si el propio Calvino le advirtió en una carta que se habría perdido. En cualquier caso, parece que finalmente presintió en manos de qué mortal odio se había puesto. Por primera vez, le resulta incómodo saber que ese atrevido manuscrito que ha enviado a Calvino sub sigillo secreti sigue en manos de un hombre que tan abiertamente ha proclamado su hostilidad. «Puesto que eres de la opinión» —escribe espantado a Calvino— «de que para ti soy un demonio, acabemos de una vez. Devuélveme mi manuscrito y que te vaya bien. Pero si de verdad crees que el Papa es el Anticristo, debes tener también la certeza de que la Santísima Trinidad y el Bautismo, que forman parte de la doctrina papal, son dogmas del demonio.»
Calvino se guarda de contestar, y menos aún piensa devolver a Servet el comprometedor manuscrito. Cuidadosamente, como si se tratara de un arma peligrosa, conserva el herético escrito en un cajón, para poder sacarlo a su debido tiempo, pues los dos saben que, tras ese último y duro cambio de impresiones, la lucha ha de estallar en cualquier momento. Con sombríos presentimientos, Servet escribe en esos días a un teólogo: «Ahora tengo muy claro que por esta causa me espera la muerte. Pero esta idea no logra anular mi ánimo. Como discípulo de Cristo, avanzo tras las huellas de mi maestro.»
Oponerse a un fanático como Calvino, aunque sea una sola vez y únicamente en una cuestión de segundo orden dentro de su doctrina, es un acto temerario que pone en peligro la propia vida. Muchos lo han sufrido: Castellio, Servet y otros cientos. Pues el odio de Calvino, como todo en su carácter, es rígido y metódico. No se trata del fuego de una cólera que estalla repentinamente y que después se consume de nuevo en su interior, como las furibundas explosiones de Lutero o los groseros arrebatos de Farel. Su odio es un resentimiento duro, agudo y cortante como el metal. No procede, como el de Lutero, de la sangre, del temperamento, de la fogosidad o de la bilis. El frío y tenaz encono de Calvino procede del cerebro, y su odio tiene una terrible y excelente memoria. Calvino jamás olvida a nadie. «Cuando muerde, no suelta a su presa», dice de él el pastor De la Mare. Un nombre, una vez escrito en su interior con ese duro cincel, no se borra de su mente hasta que el hombre que lo lleva no haya sido borrado también del libro de la vida. Así, los años que pasan sin que Calvino vuelva a saber nada de Servet no tienen importancia. No por ello se olvidará de él. En silencio, conserva las comprometedoras cartas en el cajón. En su carcaj, las flechas. En su alma inflexible y dura, el viejo odio inmutable.
De hecho, durante ese largo periodo Servet se comporta de modo aparentemente tranquilo. Ha desistido de convencer al recalcitrante. Toda su pasión se dirige ahora hacia su obra. Con una dedicación silenciosa y verdaderamente conmovedora, el médico de cámara del arzobispo sigue trabajando en su Restitutio, que, como espera, en cuanto a fidelidad habrá de superar con mucho a la Reforma de Calvino, de Lutero y de Zwingli, y redimir al fin al mundo con el verdadero cristianismo, pues Servet en modo alguno fue el «ciclópeo detractor del Evangelio», título con el que más tarde Calvino trató de comprometerle públicamente. Tampoco el audaz librepensador y ateo, tal y como es celebrado a menudo hoy en día. Servet se mantuvo siempre dentro del marco de lo religioso. La invocación que hace en el prefacio de su libro atestigua hasta qué punto se sentía como un cristiano piadoso que debía exponer su vida por la fe en la divinidad. «Oh, Jesucristo, Hijo de Dios, que nos has sido dado por el Cielo, manifiéstate a tu siervo, para que tan grande revelación nos resulte verdaderamente clara. Es tu causa, la que, siguiendo un impulso divino interior, he decidido defender. Ya antes hice un primer intento. De nuevo me veo obligado a ello, pues en verdad ha llegado la hora. Tú nos has enseñado a no ocultar nuestra luz. Por eso, ¡ay de mí si no proclamara la verdad!»
Que Servet era del todo consciente del peligro a que se exponía con la publicación de su libro, lo demuestran las extraordinarias precauciones que se tomaron a la hora de imprimirlo, pues, qué atrevimiento más grande, siendo médico de cámara del arzobispo, mandar imprimir en una pequeña y chismosa ciudad una dura obra de setecientas páginas con un alto contenido herético. No sólo el editor, también el autor y todos los ayudantes se juegan la vida con tan absurda hazaña. Pero con gusto sacrifica Servet el capital reunido con esfuerzo durante sus muchos años de actividad médica, sobornando a los trabajadores indecisos para que impriman su obra en secreto a pesar de la Inquisición. También por precaución, se instala la prensa no en la imprenta propiamente dicha, sino en un edificio apartado que Servet ha alquilado expresamente para ese fin. Allí las personas que son de fiar, que se han comprometido bajo juramento a mantener el secreto, trabajan discretamente en la impresión del herético libro. Como es lógico, en la obra, una vez terminada, no se alude ni al lugar de impresión ni a aquel en el que aparece. Sólo en la última página, Servet manda poner sobre el año de aparición las fatales y delatoras iniciales M. S. V. (Miguel Servet Villanovus), proporcionando con ello a los sabuesos de la Inquisición una prueba irrefutable de su autoría.
Pero Servet no necesita delatarse. De ello se ocupa ya el odio de su inflexible enemigo, en apariencia latente, pero que en realidad, con penetrante mirada, se mantiene al acecho. La extraordinaria organización de espionaje y vigilancia que Calvino ha creado en Ginebra de modo cada vez más metódico y estrecho, llega más allá, a todos los países vecinos, y en Francia incluso con mayor precisión que la propia Inquisición apostólica. En realidad, aún no ha aparecido la obra de Servet, aún están en Lyon prácticamente los mil volúmenes embalados en paquetes, mientras otros ruedan sueltos en los carros de libros que se dirigen hacia la feria de Frankfurt, el propio Servet aún no ha entregado más que unos pocos ejemplares, de los que hoy en día sólo se conservan tres, cuando Calvino tiene ya uno en sus manos. E inmediatamente se pone manos a la obra para aniquilar a ambos. Al hereje y su obra. De un golpe.
Este primer intento, menos conocido, por parte de Calvino de asesinar a Servet, bien mirado y por la alevosía con que lo lleva a cabo es aún más repugnante que el posterior asesinato a cielo abierto, en la plaza del mercado de Champel. Pues, si lo que quería Calvino, al recibir el libro, que consideró como la obra de un heresiarca, era arrojar a su adversario en brazos de la autoridad eclesiástica, habría tenido para ello un camino directo, sin tantos rodeos. No necesitaba más que prevenir desde el púlpito a la cristiandad frente a ese libro, y la Inquisición católica habría descubierto por sí misma en poco tiempo al autor, aun encontrándose a la sombra de un palacio arzobispal. Pero el dirigente de la Reforma le ahorra al Oficio apostólico el esfuerzo de la investigación, y lo hace del modo más pérfido. Es inútil que los panegiristas de Calvino traten de defenderle también en este punto, el más oscuro, pues con ello ignoran profundamente su carácter, haciéndolo palidecer: Calvino, en lo personal sin duda un hombre de sincero fervor y de la más pura voluntad religiosa, se vuelve un ser sin escrúpulos en el momento en que se trata del dogma, de su «causa». Para su doctrina, para su partido, está dispuesto —y en este punto la divergencia con respecto a Ignacio de Loyola se convierte en identidad— a aprobar cualquier medio, en tanto en cuanto le parezca eficaz. Apenas tiene en sus manos el libro de Servet, cuando el 16 de febrero de 1553 uno de sus más próximos amigos, un emigrante protestante llamado Gillaume de Trye, escribe desde Ginebra una carta a Francia, dirigida a su primo Antoine Arneys, quien se ha mantenido en la fe católica de modo tan fanático como De Trye se ha convertido al protestantismo. En esa carta, De Trye se vanagloria primero de un modo muy general de lo admirablemente que se reprime cualquier intriga herética en la Ginebra protestante, mientras que en la Francia católica se permite que esa mala hierba prolifere de modo exuberante. Sin embargo, de pronto, la amistosa charla se vuelve seriamente peligrosa. Por allí, por Francia, escribe De Trye, anda ahora un hereje que merece ser quemado donde quiera que se encuentre («qui mérite bien d’être brulé partout où il sera»).
Instintivamente, siente uno un sobresalto, pues esa frase concuerda peligrosamente con la advertencia que en su tiempo hiciera Calvino de que si Servet entraba en Ginebra, se ocuparía de que no abandonara la ciudad con vida. Pero De Trye, el peón de Calvino, es aún más explícito. Su denuncia ahora es totalmente abierta y clara: «Se trata de un español aragonés, de nombre Miguel Servet, que se hace llamar Michel de Villeneuve y que desempeña el oficio de médico.» A continuación, añade el título del libro de Servet, incluyendo el índice, así como las cuatro primeras páginas. Después, con un piadoso lamento por los pecados del mundo, expide su mortífera carta.
Esta bomba ginebrina ha sido colocada de modo demasiado metódico como para que no explote de inmediato en el lugar deseado. Todo sucede tal y como pretendía esa pérfida carta de denuncia. El devoto y católico primo Arneys, por completo fuera de sí, vuela con el escrito a presentarse ante las autoridades eclesiásticas de Lyon. El cardenal manda llamar a toda prisa al Inquisidor pontificio Fierre Ory. Con inquietante rapidez, la rueda empujada por Calvino se pone en marcha. El 27 de febrero, la denuncia ha llegado desde Ginebra. El 16 de marzo, Michel de Villeneuve es citado a presentarse ante el juez de Vienne.
Pero un amargo disgusto espera a los devotos y celosos denunciantes de Ginebra: la bomba, preparada con tanto método, no explota. Una caritativa mano debe de haber detenido el mecanismo. Probablemente, el arzobispo de Vienne en persona haya dado a su médico de cámara un valioso consejo para que con tiempo tome sus precauciones, pues cuando el inquisidor aparece en Vienne, la prensa tipográfica ha desparecido ya como por arte de magia. Los trabajadores declaran y juran no haber impreso jamás un libro de esa naturaleza. Y el médico Villanovus, que goza de gran prestigio, niega indignado cualquier identidad con Miguel Servet. Curiosamente, la Inquisición se declara satisfecha con esa simple protesta, y esa sorprendente benevolencia confirma la sospecha de que alguna mano poderosa debió de proteger a Servet en aquella ocasión. El tribunal, que otras veces aplica de inmediato las empulgueras y el potro, deja libre a Villeneuve. Sin haber logrado su propósito, el inquisidor regresa a Lyon, donde se informa a Arneys de que, por desgracia, las informaciones por él aportadas no son suficientes para entablar una querella. La conspiración ginebrina, que trataba de desembarazarse de Servet actuando de modo indirecto a través de la Inquisición católica, parece fracasar miserablemente. Y es posible que todo este oscuro suceso hubiera quedado en agua de borrajas, si no fuera porque Arneys escribió por segunda vez a Ginebra, solicitando a su primo De Trye nuevas pruebas, esta vez concluyentes.
Hasta aquí, con la máxima, con la mayor de las indulgencias, se podría aceptar la teoría de que De Trye informó a su católico primo acerca de ese autor, desconocido para él, únicamente por puro fervor religioso y de que ni él ni Calvino tenían idea de que su denuncia podía ser transmitida a las autoridades papales. Pero ahora, una vez que la máquina de la justicia está en marcha y que el grupo de Ginebra tiene que saber muy bien que Arneys se dirige a ellos pidiendo más información, no para satisfacer su propia curiosidad, sino por encargo de la Inquisición, ya no pueden ignorar a quién están prestando servicio realmente. Un clérigo protestante debería estremecerse de horror ante la idea de prestar servicios de espionaje precisamente a aquellas autoridades que a fuego lento han quemado a algunos de los amigos de Calvino. Con razón, Servet espeta más tarde a su asesino la pregunta de «si no sabía que no es competencia de un servidor del Evangelio erigirse en acusador oficial y perseguir a un hombre desde su cargo».
Pero cuando se trata de su doctrina, de nuevo hemos de repetirlo, Calvino pierde toda medida moral y cualquier sentimiento humano. Servet debe ser eliminado, y de momento a este hombre obstinado en su odio le es del todo indiferente con qué armas y de qué manera. De hecho, ocurre del modo más traicionero y denigrante, pues la nueva carta que —sin duda, dictada por Calvino— dirige De Trye a su primo Arneys es una obra maestra en lo que a hipocresía se refiere. De Trye se muestra en principio muy sorprendido de que su primo haya transmitido su carta a la Inquisición. Se la había escrito únicamente a él, «privément à vous seul». «Mi intención era simplemente mostrar de qué clase es el fervor religioso de aquellos que se denominan los pilares de la Iglesia.» Pero, una vez que sabe que ya se está preparando una hoguera, en lugar de negarse a seguir suministrando material a la Inquisición católica, este mezquino denunciante declara con un piadoso abrir de ojos que, como el error ya se ha cometido, «Dios lo ha querido, por el bien de los mejores, para que la cristiandad sea purificada de semejante inmundicia y de semejante peste asesina». Y ahora se produce lo increíble. Tras este perverso intento de mezclar a Dios en una cuestión de humana, mejor dicho, de inhumana enemistad, el valiente y convencido protestante entrega a la Inquisición católica el material más mortífero que cabe imaginar; las cartas escritas por Servet de su puño y letra y algunos fragmentos del manuscrito de su obra. El juez en cuestiones de herejía ya puede empezar su trabajo rápida y cómodamente.
¿Cartas de Servet de su puño y letra? Pero, ¿cómo y de dónde puede De Trye, al que Servet jamás ha escrito, haberse agenciado semejantes cartas? Ahora ya no cabe escudarse en nada más: Calvino tiene que salir del segundo plano, en el que precavidamente ha querido ocultarse en este oscuro asunto, pues es evidente que se trata de las cartas dirigidas a él y de los fragmentos del manuscrito que Servet le enviara. Calvino, y eso es lo decisivo, sabe muy bien para quién las ha sacado del cajón. Sabe muy bien a quién se entregarán esas cartas: a los mismos «papistas» a los que él diariamente y desde el púlpito llama esclavos de Satán, los mismos que torturan y queman a sus propios discípulos. Y sabe muy bien con qué propósito el Gran Inquisidor solicita las cartas de modo tan imperioso: para llevar a Servet a la hoguera.
Por eso es inútil que después trate de falsear los hechos, escribiendo al modo de los sofistas: «Corre el rumor de que he provocado el que Servet fuera arrestado por la Inquisición pontificia, y algunos dicen que no he actuado honradamente, que le he entregado al enemigo mortal de la fe y que le he arrojado en las fauces del lobo. Pero, por Dios, ¿cómo podría yo haberme puesto de pronto en contacto con los satélites del Papa? Eso de que nos tratemos y que esos, que para mí son como Belcebú para Jesucristo, estarían implicados en el complot, resulta poco creíble.» Pero, con todo, este rodeo lógico en torno a la verdad es demasiado torpe, pues mientras Calvino balbucea, preguntando «¿cómo podría yo haberme puesto de pronto en contacto con los satélites del Papa?», los documentos dan una respuesta de una claridad aplastante: por el camino directo de su amigo De Trye, el cual además en su carta a Arneys reconoce ingenuamente la colaboración de Calvino «Debo confesar que me ha costado mucho esfuerzo recibir del maestro Calvino los fragmentos que adjunto, y no porque él no sea de la opinión de que esas infames irreverencias deben ser reprimidas, sino porque considera que es su deber convencer a los herejes por medio de la doctrina y no perseguirlos con la espada de la justicia.» No sirve de nada que el torpe escribano, evidentemente al dictado de Calvino, intente exculpar al único responsable afirmando: «Pero al señor Calvino le he insistido y le he hecho ver de modo tan convincente que, si no me ayudaba, me acusarían de imprudencia, que finalmente ha puesto el material adjunto a mi disposición.» En los documentos, los hechos hablan por sí solos, mejor que cualquier palabra. De mala gana o no, lo cierto es que Calvino ha hecho llegar a los «satélites del Papa» las cartas que Servet le dirigiera a él privadamente, con la intención de que fuera asesinado. Sólo por medio de su consciente colaboración, era posible que De Trye pudiera adjuntar a su carta a Arneys —en realidad, dirigida a la Inquisición pontificia— el material con las pruebas para asesinar a Servet, cerrando el escrito con esta clara indicación: «Creo que os he facilitado un buen material, y ya no existe ningún obstáculo para apresar a Servet y procesarle.»
Se ha dicho que cuando el cardenal de Tournon y el Gran Maestre Ory recibieron estas pruebas definitivas contra el hereje Servet, proporcionadas precisamente gracias a la complaciente diligencia de su enemigo mortal, el gran heresiarca Calvino, en un principio rompieron a reír en sonoras carcajadas. Resulta fácil comprender el buen humor de los príncipes de la Iglesia, pues la estilística santurrona oculta de modo demasiado torpe la mancha indeleble en el honor de Calvino: que por bondad y afabilidad y por fidelidad hacia su amigo De Trye, o por lo que fuera, el dirigente del protestantismo quiso ayudarles a ellos, precisamente a ellos, y de la manera más complaciente, a quemar a un hereje. Tales amabilidades y deferencias no eran lo habitual entre ambas religiones, que combatían furiosamente a hierro y fuego y con la horca y la rueda en todos los países de la tierra. Pero, en seguida, tras ese instante de placentero esparcimiento, los inquisidores emprenden la tarea con energía. Servet es arrestado, ingresa en prisión y es interrogado con urgencia. Las cartas aportadas por Calvino son una prueba tan asombrosa y aplastante que el acusado ya no puede seguir negando la identidad de Michel de Villeneuve con Miguel de Servet, como tampoco la autoría del libro. Su causa está perdida. Pronto arderá la pira en Vienne.
Pero, por segunda vez, la imperiosa esperanza de Calvino de que sus grandes enemigos le liberen de su enemigo personal resulta precipitada, pues o bien Servet, que como médico desde hacía años era muy querido en la zona, contó con una buena ayuda o bien, lo cual es aún más probable, las autoridades eclesiásticas se dieron el gusto de actuar con cierta negligencia, precisamente por el hecho de que a Calvino llevar a ese hombre al suplicio le urgiera de modo tan inaudito. Mejor, piensan, dejar escapar a un hereje sin importancia que complacer al mil veces más peligroso organizador y propagador de todas las herejías, al maestro Calvino. La vigilancia de Servet es sorprendentemente descuidada. Mientras que, por lo general, los herejes son encerrados en estrechas mazmorras y sujetados a la pared con argollas de hierro, a él se le permite algo realmente insólito: pasear todos los días por el jardín para tomar el aire. Y el 7 de abril, tras uno de esos paseos, Servet desaparece. El carcelero encuentra únicamente su camisa de dormir y la escalera con la que ha salvado el muro del jardín. En la plaza del mercado de Vienne, en lugar de al hombre vivo, queman su imagen y cinco fardos de libros. De un modo lamentable, el plan maquinado refinadamente en Ginebra para hacer desaparecer con alevosía y por medio de un fanatismo ajeno a un enemigo personal, espiritual, manteniendo ellos mismos las manos limpias, ha fracasado. Con sangre en las manos y odiado por los seres humanos, Calvino deberá responder él mismo cuando de ahora en adelante brame contra Servet y lleve a un hombre a la muerte únicamente por sus creencias.

Capítulo 5
El asesinato de Servet

Tras su huida de la prisión, Servet desaparece unos meses sin dejar rastro. Nadie podrá jamás imaginar ni describir la angustia que sufrió el perseguido hasta aquel día de agosto en el que, montado en un jamelgo de alquiler, entró en el que para él era el lugar más peligroso del mundo, Ginebra, donde se hospedó en la fonda «A la rosa».
Tampoco se aclarará nunca por qué el «malis auspiciis appulsus», como más tarde le llamó el propio Calvino, guiado por una mala estrella, buscó alojamiento precisamente en esa ciudad. ¿Pensaba pasar allí una sola noche, para al día siguiente continuar su huida en un bote hasta el otro lado del lago? ¿Esperaba convencer a su enemigo mortal con un intercambio verbal de impresiones mejor de lo que lo había hecho por carta? ¿O era su viaje a Ginebra tal vez únicamente uno de esos actos insensatos provocados por la sobreexcitación de los nervios, por ese gusto diabólicamente dulce y punzante por jugar con el peligro que a menudo acomete a los hombres precisamente en los momentos de mayor desesperación? No se sabe, y no se sabrá nunca. Los interrogatorios y las actas no esclarecen el misterio de por qué Servet visitó Ginebra, precisamente Ginebra, donde por parte de Calvino sólo le cabía esperar lo peor.
Pero su ánimo desvariado y provocativo lleva al desdichado aún más lejos. Recién llegado a Ginebra, Servet se presenta cada domingo en la iglesia en la que se reúne toda la comunidad calvinista, y —nuevo desvarío—, de todas las iglesias, precisamente en la de san Pedro, donde predica Calvino, el único hombre que le ha visto cara a cara en los días ya lejanos de París. En él sin duda se produce un hipnotismo que escapa a toda explicación lógica: ¿busca la serpiente la mirada de su víctima o es más bien ésta la que busca la mirada de acero de la sierpe, esa mirada que al mismo tiempo que asusta ejerce una terrible fascinación sobre ella? En cualquier caso, la que arrastró a Servet al encuentro con su destino debió de ser una fuerza misteriosa.
Inevitablemente, en una ciudad en la que todos y cada uno están obligados por ley a vigilar a los demás, un desconocido despierta la curiosidad de todas las miradas. Y en seguida ocurre lo que era de esperar: Calvino reconoce, en medio de su piadoso rebaño, al lobo feroz, y sin pérdida de tiempo ordena a sus esbirros arrestar a Servet en cuanto abandone la iglesia. Una hora después, Servet está encadenado.
La detención de Servet es, sin duda, una manifiesta violación de la ley y una grosera infracción del derecho de hospitalidad y del derecho público de gentes, sagrados en todos los países del mundo. Servet es extranjero, es español, ha entrado en Ginebra por primera vez y, por tanto, no puede haber cometido allí ningún delito que justifique su detención. Los libros de los que es autor se han impreso todos en el extranjero, por lo que en Ginebra no ha podido incitar a nadie, ni echar a perder ningún alma piadosa con sus heréticas opiniones. Además, sin que se haya hecho pública una sentencia del tribunal, un «predicador de la palabra de Dios», una personalidad eclesiástica, no tiene ninguna autoridad para mandar arrestar y encadenar a nadie dentro de la jurisdicción de la ciudad de Ginebra. Se mire por donde se mire, el ataque de Calvino a Servet supone un acto de arbitrariedad dictatorial sólo comparable en la historia del mundo, por su abierta burla frente a cualquier reglamento y frente a toda convención, con el ataque y el asesinato cometido por Napoleón en la persona del duque de Enghien. También aquí, con esta abusiva privación de libertad, el proceso iniciado contra Servet no es un proceso regular, sino un crimen premeditado y que no se puede encubrir con ninguna mentira piadosa.
Sin cargos previos, Servet ha sido arrestado y encerrado en prisión, de modo que ahora, aunque sea con posterioridad, hay que construir una culpa. Lo lógico sería que el hombre que tiene esta detención sobre su conciencia —«me auctore», por mi causa, reconoce el propio Calvino—, se presentara también como el acusador de Servet. Pero según la ley en Ginebra, una ley realmente ejemplar, todo ciudadano que acuse a otro de haber cometido un delito debe presentarse en prisión al tiempo que el acusado y permanecer allí hasta que se haya demostrado que su acusación es fundada. Por tanto, para acusar legalmente a Servet, Calvino debería ponerse a disposición del tribunal. Sin embargo, como gobernador teocrático de Ginebra, Calvino se considera demasiado bueno para someterse a tan penoso procedimiento, pues, ¿qué pasaría si el Consejo reconociera la inocencia de Servet, y él mismo, como denunciante, tuviera que permanecer en prisión? ¡Qué catástrofe para su reputación! ¡Qué triunfo para su adversario! Así que Calvino, como siempre diplomático, prefiere encomendar el desagradable papel de acusador a su secretario Nicolás de la Fontaine. Y realmente, formal y silencioso, su secretario deja que le metan a él en prisión en lugar de a Calvino, no sin antes presentar a la autoridad una acusación contra Servet, naturalmente, redactada por Calvino y formulada en veintitrés puntos. Una comedia preludia esta terrible tragedia. De todos modos, tras esa violación evidente de la ley se percibe ahora, al menos superficialmente, la apariencia de un procedimiento legal. Por primera vez, Servet es sometido a un interrogatorio, y en una lista de varios párrafos se le comunican las distintas acusaciones que se le hacen. A esas preguntas y cargos, Servet contesta tranquilo y de modo inteligente. Su energía aún no ha sido quebrantada por el presidio. Sus nervios están intactos. Punto por punto, niega las incriminaciones, y a la imputación, por ejemplo, de que en sus escritos ha atacado a la persona del señor Calvino, contesta que eso no es más que una interpretación tergiversada de los hechos, pues Calvino le ha atacado a él primero y que sólo en vista de ello él ha demostrado que tampoco Calvino es infalible en algunas de sus demandas. Si Calvino le acusa a él, Servet, de aferrarse tenazmente a un par de tesis, él puede acusar a Calvino de la misma obstinación. Se trata, entre Calvino y él, únicamente de una diferencia de opiniones en cuestiones teológicas que no pueden ser decididas ante un tribunal de este mundo y si, a pesar de ello, Calvino le ha mandado arrestar, no es más que un acto de venganza personal. Nada más y nada menos que el jefe del protestantismo le ha denunciado ante la Inquisición católica, y si fuera por ese predicador de la palabra de Dios, hace ya mucho tiempo que a él tenían que haberle quemado.
La base jurídica de esta teoría de Servet resulta hasta tal punto incontrovertible que los ánimos en el Consejo se inclinan bastante a su favor, y es probable que se hubieran contentado con ordenar simplemente el destierro de Servet. Pero, por algunos indicios, Calvino debe de haber notado que la causa no es desfavorable a Servet y que su víctima al final aún podría escapársele, pues el 17 de agosto aparece de pronto ante el Consejo e inesperadamente pone fin a la farsa de su supuesto desinterés. Clara y abiertamente, toma ahora partido. Ya no niega que es él quien verdaderamente acusa a Servet, y solicita del Consejo participar a partir de ahora en los interrogatorios con este hipócrita pretexto: «para poder demostrar mejor sus errores al acusado». En realidad, es evidente, para, al entrar en acción con toda su personalidad, impedir que su víctima se le escape.
Desde este momento, en el que Calvino se entremete de manera despótica entre el acusado y sus jueces, la causa de Servet se agrava seriamente. Calvino, hábil en el ejercicio de la lógica y calificado jurista, sabe acometer el asunto de modo muy distinto a como lo hiciera el insignificante secretario De la Fontaine. Y en la misma medida en la que el acusador muestra su fuerza, se debilita en el acusado la seguridad. El excitable español pierde los nervios a ojos vistas, tan pronto como inesperadamente ve sentado junto a sus jueces a su acusador y enemigo mortal. Frío, severo, plantea las distintas preguntas, simulando una absoluta objetividad, aunque —y Servet lo siente hasta en lo más profundo— férreamente decidido a atraparle y estrangularle con esas preguntas. Un maligno deseo de combatir, una amarga cólera se apodera del indefenso. En lugar de permanecer tranquilo, sin nervios, seguro desde el punto de vista jurídico, deja que Calvino, con sus preguntas capciosas, le lleve al resbaladizo terreno de las discusiones teológicas, poniéndose él mismo en peligro con su celoso afán por tener la razón. Pues una afirmación como la de que el demonio es una parte de la sustancia divina, basta por sí sola para que a los piadosos miembros del Consejo un escalofrío les recorra la espalda. Pero una vez despertada su ambición filosófica, Servet se extiende sin ningún reparo sobre los más espinosos y sutiles artículos de fe, como si los hombres del Consejo que tiene frente a él fueran ilustrados teólogos, ante los que se pudiera discutir la verdad despreocupadamente. Y precisamente ese imperioso deseo de hablar y esa apasionada avidez por la discusión son los que convierten a Servet en sospechoso a los ojos de sus jueces. Cada vez más comparten la opinión de Calvino de que ese extranjero que, con ojos llameantes y con los puños cerrados, habla en contra de las doctrinas de su Iglesia, debe de ser un agitador peligroso para la paz religiosa y probablemente un hereje incurable. En cualquier caso, se hace bien en entablar una exhaustiva investigación contra él. Se decide mantenerle en prisión, mientras que a su acusador Nicolás de la Fontaine se le deja libre. Calvino ha impuesto su voluntad y, contento, escribe a un amigo: «Espero que sea condenado a muerte.»
¿Por qué desea Calvino con tanto ahínco que Servet sea condenado a muerte? ¿Por qué no le basta un triunfo más modesto: simplemente saber que a su adversario se le destierra del país o que se le despacha de alguna otra manera deshonrosa? Inevitablemente, en un principio se produce la impresión de que aquí se descarga un odio del todo privado y personal. Pero Calvino no odia en realidad a Servet más que a Castellio o a cualquier otro que se alce en contra de su autoridad. Para una naturaleza tiránica, el odio incondicional hacia todo aquel que se atreva a enseñar algo distinto a lo que ella enseña, es un sentimiento del todo instintivo. Pero cuando busca actuar precisamente contra Servet, y precisamente en este momento, con la más cortante agudeza de la que es capaz, no lo hace basándose en motivos personales, sino de naturaleza política: ese rebelde frente a su autoridad, Miguel Servet, debe pagar por otro enemigo de su ortodoxia, el ex dominico Jerome Bolsec, al que también quiso atrapar con las tenazas para torturar herejes y quien se le escapó de la manera más escandalosa. Este Jerome Bolsec que, como médico de cabecera de las más distinguidas familias, gozaba de prestigio generalizado en Ginebra, combatió públicamente el punto más débil e impugnable de la doctrina de Calvino: su rígida fe en la predestinación. Con parecidos argumentos a los de Erasmo en la misma cuestión contra Lutero, declaró absurda la idea de que Dios, como principio de todo bien, pueda consciente y voluntariamente determinar e impulsar a los hombres a cometer las más graves fechorías. Se sabe con qué poca complacencia se tomó Lutero las objeciones de Erasmo, los carros de injurias y de escoria que ese maestro de la grosería descargó sobre el viejo y sabio humanista. Pero, aun siendo colérico, ordinario y brutal, Lutero respondió a Erasmo sin abandonar nunca las formas de la polémica espiritual, y nunca, ni por lo más remoto, se le ocurrió acusarle de herejía ante un tribunal de este mundo porque le contradijera en la doctrina de la predestinación. Sin embargo, Calvino, en su delirio de infalibilidad, considera que cualquiera que le contradiga es implícitamente un hereje. La oposición a su doctrina eclesiástica es para él lo mismo que un delito de Estado. Por lo tanto, en lugar de responder a Jerome Bolsec como teólogo, ordena que de inmediato se le encierre en prisión.
Pero, inesperadamente, el intimidatorio ejemplo que esperaba dar con Jerome Bolsec fracasa de la manera más estrepitosa, pues en Ginebra muchos conocían a este médico instruido y sabían que era un hombre temeroso de Dios. Y al igual que en el caso de Castellio, surge la sospecha de que Calvino sólo quiere librarse de un hombre que piensa de modo independiente y que no le sirve por completo, para seguir siendo él el único, el amo exclusivo en Ginebra. La elegía en verso escrita por Bolsec en prisión, en la que expone su inocencia, pasó en copias de mano en mano. Y aunque Calvino acosó con dureza al magistrado, los miembros del Consejo vacilaron a la hora de expresar el veredicto de herejía por él exigido. Para alejar de sí la penosa decisión, se declararon incompetentes en cuestiones religiosas. Se negaron a expresar un fallo, porque esta cuestión teológica sobrepasaba su capacidad de juicio. Primero, en este difícil caso debían solicitar dictámenes judiciales de las otras iglesias regionales de Suiza. Con esta consulta, sin embargo, Bolsec estaba salvado, pues las iglesias reformadas de Zurich, Berna y Basilea, secretamente muy bien dispuestas a propinar un pequeño golpe a la presunción de infalibilidad de su fanático colega, negaron unánimemente haber visto en las manifestaciones de Bolsec la expresión de ninguna opinión blasfema. Así pues, el Consejo le concedió la absolución. Calvino tuvo que renunciar a su víctima y conformarse con que Bolsec, por deseo del magistrado, desapareciera de la ciudad.
Este franco descalabro de su autoridad teológica sólo puede olvidarlo con un nuevo proceso por herejía. Servet ha de pagar por Bolsec, y en este segundo intento las perspectivas de Calvino son infinitamente más favorables, pues Servet es un extranjero, un español. No tiene en Ginebra, como Castellio o como Bolsec, amigos, admiradores, ni gente dispuesta a auxiliarle. Además, desde hace años en toda la comunidad reformada es aborrecido por sus desvergonzados ataques al dogma de la Trinidad y por su arrogante manera de actuar. Con semejante marginado, sin nadie que le respalde, el ejemplo intimidatorio puede llevarse a cabo con mucha mayor facilidad. Desde el primer momento, este proceso es para Calvino una cuestión enteramente política, una cuestión de poder. Una prueba, la decisiva, de su voluntad de establecer una dictadura del espíritu. Si Calvino hubiera querido simplemente librarse de Servet como adversario privado, teológico, las circunstancias se lo habrían puesto muy fácil, pues apenas ha comenzado la investigación en Ginebra, aparece ya un enviado de la justicia francesa para solicitar la extradición a Vienne del fugitivo condenado en Francia, donde le espera la hoguera. Una ocasión única para que Calvino hubiera jugado a hacerse el magnánimo, librándose aún así del odiado oponente. El Consejo de Ginebra sólo tenía que haber aprobado la extradición y con ello habría despachado tan enojoso asunto. Pero para Calvino, Servet no es un hombre vivo, no es un sujeto, sino un objeto con el que quiere demostrar al mundo, y de modo patente, la inviolabilidad de su doctrina. El delegado de las autoridades francesas es enviado de vuelta sin haber logrado su propósito. En su propio ámbito de poder, el dictador del protestantismo quiere conducir y concluir este proceso con la intención de convertir en ley orgánica del Estado el que todo aquel que intente llevarle la contraria pone en juego su vida.
Que para Calvino el caso Servet no es más que una prueba con la que demostrar su poder, pronto lo perciben en Ginebra tanto sus amigos como sus enemigos. Nada más natural, por tanto, que el que estos últimos lo intenten todo con tal de echar a perder a Calvino su ejemplo. Huelga decir que, como ser humano, Servet no les importa a estos políticos lo más mínimo. Para ellos, el infortunado no es nada más que una excusa, un instrumento de laboratorio, una pequeña palanca con la que sacar de quicio el poder del dictador. Y en su fuero interno, les es indiferente que durante el intento la herramienta se les haga pedazos entre las manos. De hecho, estos peligrosos amigos prestan a Servet el peor de los servicios, aumentando con falsos rumores la inestable arrogancia del histérico y enviándole en secreto a la cárcel la noticia de que sólo estando verdaderamente decidido puede oponer resistencia a Calvino. Su único interés es que el proceso sea lo más excitante y lo más espectacular posible. Cuanto más enérgicamente se defienda Servet, cuanta mayor rabia muestre en su ataque al odiado adversario, mejor.
Pero, por desgracia, no es necesario mucho más para que el ya de por sí imprudente se vuelva aún más irreflexivo. El largo y terrible cautiverio hace tiempo que ha surtido su efecto, llevando al exaltado a un estado de furor desmedido, pues Servet —y Calvino debe de saberlo— es tratado en prisión con una dureza consciente y refinada. Desde hace semanas, a este hombre enfermo, nervioso e histérico, que se sabe del todo inocente, se le trata como a un asesino, teniéndole encerrado con cadenas en las manos y en los pies en un calabozo húmedo y helador. Harapientos cuelgan los vestidos de su cuerpo aterido de frío. A pesar de ello, no se le concede una camisa limpia. Los más elementales principios de higiene son desatendidos. Nadie puede prestarle ni la más mínima ayuda. En su inmensa necesidad, Servet se dirige al Consejo pidiendo más humanidad en una conmovedora carta: «Las pulgas me comen vivo. Mis zapatos están desgarrados. No tengo vestidos, ni muda.»
Pero una mano secreta —y uno cree reconocer esa mano dura que como una mordaza evita cualquier oposición— impide que su suerte mejore lo más mínimo, a pesar de que el Consejo, nada más recibir la reclamación de Servet, ordena que tan precaria situación sea subsanada. Como si se tratara de un perro sarnoso sobre un montón de estiércol, dejan que este osado pensador, este sabio de espíritu independiente, se consuma en su húmeda cueva. Y aún más horribles resuenan los gritos de ayuda de la segunda carta, enviada pocas semanas más tarde, pues Servet se ahoga literalmente en sus propios excrementos: «Os ruego, por el amor de Cristo, que no me neguéis lo que concederíais a un turco o a un criminal. De todo aquello que habéis ordenado para mi aseo, no se ha hecho nada. Estoy en un estado aún más lamentable que antes. Es en extremo cruel que no se me dé ninguna oportunidad para remediar mis necesidades corporales.»
¡Pero nada se hizo! ¿Es entonces un prodigio que cada vez que van a sacar a este hombre de su cueva llena de agua, estalle en una verdadera rabia, cuando, con cadenas en los pies y humillado en sus apestosos harapos, ve frente a él, sentado a la mesa del tribunal, frío e indiferente, con su vestido talar negro y bien cepillado, preparado y espiritualmente descansado, al hombre con el que quiso mantener un diálogo de espíritu a espíritu, de sabio a sabio, y que, sin embargo, le trata peor que a un asesino? ¿No es inevitable que, atormentado y aguijoneado por las más vulgares y maliciosas preguntas e insinuaciones, que escarban hasta lo más íntimo de su vida sexual, pierda la razón y la prudencia y, por su parte, ataque al fariseo con los más horribles insultos? Enfebrecido por tantas noches de insomnio, al hombre al que debe ese trato inhumano le suelta directamente en las narices las siguientes palabras: «¿Niegas que eres un asesino? Lo demostraré a través de tus actos. Por lo que respecta a mí, estoy seguro de que mi causa es justa y no temo la muerte. Pero tú gritas como un ciego en el desierto, porque el espíritu de la venganza abrasa tu corazón. ¡Has mentido, has mentido, ignorante, calumniador! En ti espumarajea la ira cuando persigues a alguien hasta la muerte. Quisiera que toda tu magia aún estuviera en el vientre de tu madre, para tener la oportunidad de mostrar todos tus errores.» El desgraciado Servet, en la roja embriaguez de la cólera, se olvida de su propia impotencia. Haciendo sonar sus cadenas, con espuma en la boca, este hombre enfurecido exige del Consejo que ha de juzgarle que dicte sentencia, en lugar de contra él, contra el delincuente Calvino, contra el dictador de Ginebra. «Así, él, mago como es, no sólo será considerado culpable y condenado, sino que habrá de ser expulsado de esta ciudad, y sus bienes recaer sobre mí como compensación por los que yo he perdido por su culpa.»
Como era de esperar, los honrados miembros del Consejo quedan espantados ante tamañas palabras, ante tamaña visión. Ese hombre flaco, pálido y extenuado, con la barba rala y enmarañada, que con ojos ardientes y en una lengua extranjera suelta indomable las más monstruosas acusaciones contra su cristiano director, sin duda debe de parecerles un poseso, un hombre entregado a Satanás. Los ánimos hacia él, de interrogatorio en interrogatorio, son cada vez más desfavorables. En realidad, el proceso ya habría llegado a su fin y la condena de Servet sería ineludible, pero los enemigos secretos de Calvino tienen demasiado interés en alargar y demorar el proceso, pues no quieren concederle el triunfo de ver que su adversario cae víctima de la ley. De nuevo, tratan de salvar a Servet, solicitando, como en el caso de Bolsec, la opinión de los otros sínodos reformados de Suiza, animados con la secreta esperanza de que también esta vez y en el último momento a Calvino le sea arrebatada la víctima de su dogmatismo.
Pero el propio Calvino sabe muy bien que ahora está en juego su autoridad. No dejará que por segunda vez pasen por encima de él. En esta ocasión toma medidas anticipada y diligentemente. Mientras su desdichada víctima se pudre indefensa en el calabozo, él redacta misiva tras misiva a los Consejos eclesiales de Zurich, Basilea, Berna y Schaffhausen, para influir de antemano en su dictamen. Envía mensajes a los cuatro vientos y moviliza a todos sus amigos, para advertir a sus compañeros de cargo que no deben permitir que ese imperdonable blasfemo se sustraiga a su justa condena. Para su unilateral influencia resulta provechoso el que en el caso de Servet se trate de un conocido agitador teológico y que ya desde los tiempos de Zwingli y Bucero se odie al «insolente hispano» en todos los círculos de la Iglesia. De hecho, todos los sínodos suizos declaran por unanimidad que las opiniones de Servet son erróneas y blasfemas. Y aunque ninguna de las cuatro comunidades eclesiásticas reclame abiertamente o siquiera apruebe la pena de muerte, autorizan en principio el empleo de la fuerza. Zurich escribe: «La pena que ha de infligirse a este hombre, la dejamos a la discreción de Vuestra Sapiencia.» Berna ruega al Señor que conceda a los ginebrinos «la sabiduría y la energía necesarias para que sirváis a la Vuestra y a las demás iglesias, liberándolas de esta peste». Pero esta alusión al recurso a la violencia es atenuada a su vez con la siguiente exhortación: «pero de tal modo que a la par no hagáis nada que pueda parecer impropio de un magistrado cristiano». En ninguna parte se incita a Calvino claramente a aplicar la pena de muerte. Pero como las diferentes iglesias han aprobado el proceso contra Servet, aprobarán también, así lo siente Calvino, lo que venga, pues con sus ambiguas palabras le dejan las manos libres para tomar cualquier decisión. Y siempre que se les da libertad, esas manos golpean con fuerza y contundencia. En vano intentan los aliados secretos, en cuanto se enteran del dictamen de las distintas iglesias, aplazar hasta el último momento la inminente sentencia. Perrin y los demás republicanos proponen consultar también a la más alta instancia de la comunidad: el Consejo de los Doscientos. Pero es demasiado tarde. La oposición al adversario de Calvino es ya demasiado peligrosa: el 26 de octubre Servet es condenado por unanimidad a morir quemado vivo en la hoguera. Y el cruel veredicto ha de ejecutarse al día siguiente en la plaza de Champel.
Durante semanas, Servet, entregado en el calabozo a las más delirantes esperanzas, se ha aislado por completo del mundo real. Preso de una fantasía ya de por sí sobreexcitada y confundido además por las insinuaciones secretas de sus presuntos amigos, Servet se embriaga cada vez más vivamente con la ilusión de que hace tiempo que ha convencido a los jueces de la verdad de sus tesis y de que en pocos días expulsarán de allí al usurpador Calvino. Tanto más terrible es su despertar cuando los secretarios del Consejo, con gesto reservado, entran en su celda y ceremoniosamente desenrollan un pergamino para su lectura. La condena cae sobre Servet como un rayo. Rígido, como si no entendiera en absoluto esa monstruosidad, escucha la sentencia, según la cual será quemado vivo al día siguiente por blasfemo. Durante unos minutos, se queda como si estuviera mudo e inconsciente, pero después los nervios de este hombre atormentado se desgarran. Comienza a gemir, a lamentarse, a sollozar. Y, agudo, brota de su garganta este enajenado grito de miedo, proferido en su lengua materna: «¡Misericordia!» Su orgullo, hasta ahora enfermizamente tenso y exaltado, parece escindirse hasta la raíz con esta noticia horrorosa: un hombre destrozado y aniquilado, fuera de sí, mira fijamente al desdichado. Y los predicadores, llevados por su fanatismo, aún consideran que, tras el triunfo mundano, ha llegado la hora de ganar la batalla espiritual sobre Servet, arrancándole, en medio de su desesperación, el reconocimiento voluntario de su error.
Pero, asombrosamente, apenas se roza a este hombre aplastado y prácticamente extinguido en ese punto, el más arraigado de su creencia, apenas se le exige que reniegue de sus tesis, cuando la vieja obstinación vuelve a arder enérgica y orgullosa. Aunque le juzguen, torturen y quemen, aunque le desgarren el cuerpo miembro a miembro, Servet no pagará tributo con su ideario. Precisamente los últimos días de su vida elevan a este caballero andante de la ciencia a la categoría de héroe y mártir por defender sus ideas. Con brusquedad, rechaza la insistencia de Farel, que ha venido corriendo desde Lausana para celebrar el triunfo de Calvino. Servet explica que la sentencia de un tribunal terrenal nunca podrá servir como prueba de si un hombre tiene o no razón en cuestiones divinas. Matar no significa convencer. A él no le han demostrado nada, sólo intentan sofocarle. Ni con amenazas ni con promesas consigue Farel arrancar de la víctima encadenada y vencida ya por la muerte ni una sola palabra por la que reniegue de su fe. Y para demostrar de modo evidente que, aun perseverando en su convicción, no es un hereje, sino un cristiano creyente y que, por tanto, está obligado a hacer las paces incluso con el más mortífero de sus enemigos, Servet se declara dispuesto a recibir en su calabozo y antes de su muerte la visita de Calvino.
Sobre esa visita no tenemos más que la versión de una de las partes: la de Calvino. Pero incluso en su propia representación de los hechos queda de manifiesto de un modo horriblemente desabrido la rigidez interior y la dureza de alma de Calvino. El verdugo desciende hasta a húmeda celda de su víctima, pero no para consolar con su palabra al condenado a muerte, ni para conceder aliento fraternal y cristiano a un hombre que al día siguiente ha de morir bajo los más terribles tormentos. Indiferente y práctico, Calvino abre la conversación con la pregunta de por qué le ha hecho venir y qué es lo que tiene que decirle. Es evidente que espera que Servet se eche de rodillas y se ponga a implorar al todopoderoso dictador para que anule o al menos dulcifique la sentencia. Pero el condenado responde llanamente —y esto ya debería conmover a todo ser humano— que ha mandado llamar a Calvino sólo para pedirle perdón. La víctima ofrece a su verdugo la reconciliación. Pero la mirada petrificada de Calvino nunca querrá reconocer en un adversario político y religioso a un cristiano, ni a un ser humano. Frío como el hielo, dice en su informe: «A eso le contesté simplemente que jamás, como lo demuestra la verdad, he alimentado el odio personal contra él.» Sin entender o sin querer entender lo cristiano del gesto del condenado, rechaza cualquier clase de acuerdo. Servet ha de dejar a un lado todo lo que se refiere a su persona y simplemente reconocer el error que ha cometido contra Dios, cuya naturaleza trina y una él ha negado. Consciente o inconscientemente, el ideólogo Calvino se resiste a reconocer al compañero en este hombre, al que mañana arrojarán a las llamas como si fuera un insignificante haz de leña. Como rígido dogmático, sólo ve en Servet a aquel que niega su personal concepto de Dios y, por tanto, a Dios. Llevado por su fanatismo, lo único que ahora le importa es arrancar al condenado a muerte, antes del último aliento, la confesión de que él, Servet, está equivocado y Calvino en lo cierto. Pero en cuanto Servet se da cuenta de que este inhumano exaltado quiere arrebatarle lo único por lo que sigue vivo y que es inmortal dentro de su vencido cuerpo —su fe, su convicción—, el torturado se rebela. Con decisión, rechaza cualquier compromiso pusilánime, con lo que a Calvino le parece superfluo seguir hablando: un hombre que en cuestiones religiosas no se someta del todo, para él no es un hermano en Cristo, sino sólo un esclavo de Satanás y un pecador, con el que no se ha de desperdiciar ni una palabra de clemencia. ¿Para qué mostrar la más mínima bondad con un hereje? Duramente, Calvino se da la vuelta y, sin decir palabra, ni dirigirle siquiera una mirada amable, abandona a su víctima. Tras él, suena el hierro del cerrojo. Por último, este enardecido acusador cierra su propio informe, que le habrá de acusar por toda la eternidad, con estas terribles e insensibles palabras: «Como no pude conseguir nada, ni con consejos, ni con amonestaciones, no quise ir más allá de lo que me permite mi maestro. Seguí la regla de san Pablo y me aparté del hereje, que se condenó a sí mismo.»
La muerte en la hoguera a fuego lento es el más horrible martirio entre todas las posibles clases de suplicio. Incluso durante la Edad Media, tristemente célebre por su crueldad, sólo se empleó con toda su atroz morosidad en casos extraordinarios. La mayor parte de las veces, los condenados eran estrangulados o narcotizados antes. Sin embargo, precisamente este modo de morir, el más terrible, el más cruel, es el que le fue destinado a la primera víctima de herejía del protestantismo. Y se entiende que Calvino, tras el grito de indignación de toda la humanidad, lo intentara todo para posteriormente, muy posteriormente, apartar de sí la responsabilidad por la especial crueldad con que se llevó a cabo el asesinato de Servet. Tanto él como el resto del Consistorio habrían hecho todo lo necesario, según cuenta él mismo —cuando el cuerpo de Servet hace tiempo que se ha convertido en cenizas—, para cambiar la pena de ser quemado vivo en la hoguera por otra más benévola —la de la espada—, pero que «su esfuerzo había sido en vano»: «genus mortis conati sumus mutare, sed frustra». Sin embargo, en las actas del Consejo no se encuentra una sola palabra acerca de tal empeño. ¿A qué alma cándida le puede aún parecer digno de crédito el que Calvino, quien por sí solo ha forzado este proceso y que incluso ha apretado las clavijas al dócil Consejo para arrancarle la sentencia de muerte contra Servet, precisamente él, se haya convertido de pronto en Ginebra en un particular sin influencia y sin poder suficiente para imponer una ejecución más humana? Literalmente, es cierto que Calvino consideró la posibilidad de suavizar la muerte de Servet, pero únicamente —y aquí es donde reside la maniobra dialéctica de su declaración— en el caso de que Servet comprara esa atenuación con un sacrificio del intelecto, renegando en el último momento. No por humanidad, sino sólo por puro cálculo político, Calvino habría estado dispuesto, por primera vez en su vida, a mostrarse clemente con un adversario. Pues menudo triunfo para la doctrina ginebrina si a Servet antes de morir se le hubiera podido arrancar el tributo de confesar que estaba equivocado y Calvino en lo cierto. Menuda victoria, de haber logrado que, sobrecogido, Servet no hubiera muerto como un mártir por defender su doctrina, sino que en el último momento hubiera anunciado ante el pueblo que sólo la de Calvino, y no la suya, era la verdadera, la única verdadera sobre la tierra.
Pero también Servet sabe el precio que ha de pagar. La obstinación se enfrenta aquí a la obstinación, el fanatismo al fanatismo. Es preferible morir en medio de indecibles tormentos que una muerte menos cruel a costa de reconocer los dogmas del maestro Calvino; preferible sufrir durante media hora de un modo horrible, pero ganar la gloria del martirio espiritual y, al tiempo, cargar al adversario eternamente con el odio provocado por su inhumanidad. Desabrido, Servet rechaza la oferta y se prepara para pagar el precio de su obstinación con todos los suplicios imaginables.
El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo y por última para toda la eternidad, sus ojos ya desacostumbrados ven de nuevo la luz del cielo. Con la barba enmarañada, sucio y desfallecido, haciendo sonar las cadenas, el condenado va dando traspiés. El grisáceo decaimiento de su rostro resulta terrorífico incluso a la luz clara del otoño. Ante los escalones del Ayuntamiento, para que se arrodille, los esbirros empujan brutal y violentamente al que sólo con esfuerzo logra tambalearse. Inmóvil desde hace semanas, es incapaz de andar. Con la cabeza inclinada, ha de escuchar la sentencia que el síndico anuncia al pueblo convocado ante él y que termina con estas palabras: «Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante.»
Estremecido y helado de frío, ha escuchado la sentencia. Con angustia mortal, se acerca hasta los señores magistrados arrastrándose de rodillas y suplica encarecidamente la pequeña merced de ser ejecutado con la espada, «para que lo excesivo del dolor no le lleve a la desesperación». En caso de que hubiera pecado, lo habría hecho por ignorancia. Un único pensamiento le ha movido siempre: alentar la gloria divina. En ese momento, Farel aparece entre los jueces y el hombre arrodillado. De modo que le puedan oír, pregunta al condenado a muerte si está dispuesto a renegar de su doctrina contraria al dogma de la Trinidad y con ello a obtener la gracia de una ejecución más benévola. Pero Servet —y precisamente es en este último momento cuando la figura de este hombre, por lo demás mediocre, crece desde el punto de vista moral— rechaza de nuevo el trato que se le ofrece, decidido a cumplir la palabra que diera en otro tiempo: que por sus ideas estaba dispuesto a soportarlo todo.
Así no queda más que el trágico paseo. La comitiva se pone en movimiento. Delante van el teniente y su ayudante, ambos con el distintivo de su rango y militarmente rodeados de arqueros. Detrás, empujando, la multitud siempre curiosa. Durante todo el camino a través de la ciudad, mientras pasan ante incontables espectadores que recelosos miran en silencio, Farel se pega al condenado. Sin cesar, conmina a cada paso a Servet para que en el último momento reconozca su error y la falsedad de sus opiniones. Y a la piadosa respuesta de Servet de que muere injustamente, pero que aún así ruega a Dios que sea compasivo con quienes le han acusado, Farel, llevado por la cólera dogmática, le increpa con estas palabras: «¿Cómo? Después de haber cometido el peor de todos los pecados, ¿aún quieres justificarte? Si persistes en esa actitud, te entrego al juicio de Dios y no te acompaño más, y eso que estaba decidido a no abandonarte hasta que expiraras tu último aliento.»
Pero Servet ya no contesta. Le repugnan los verdugos y los pendencieros. ¡Ni una palabra más para ellos! Sin cesar, el supuesto hereje y ateo murmura, para en cierto modo aturdirse: «Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí.» Después, elevando la voz, vuelve a pedir a los presentes que recen con él y por él. Y estando ya en el lugar del suplicio, vuelve a arrodillarse para recogerse con devoción. Pero, temiendo que ese gesto hecho por un supuesto hereje pudiera impresionar al pueblo, el fanático Farel grita por encima del hombre que reverentemente se ha arrodillado: «¡Ved el poder de Satán cuando tiene a un hombre entre sus garras! Este hombre es muy sabio y tal vez creyó que obraba correctamente. Pero ahora está en poder de Satanás y a cualquiera de vosotros podría ocurrirle lo mismo.»
Entre tanto, han comenzado los atroces preparativos. Ya han amontonado la madera en torno al palo. Ya suenan las cadenas de hierro con las que habrá de ser colgado Servet. El verdugo ha atado ya las manos al condenado. Entonces Farel vuelve a acercarse a Servet, quien en voz baja gime «Oh, Dios, Dios mío», y le grita estas terribles palabras: «¿No tienes nada más que decir?» Este hombre, en su fanatismo, aún espera que, al ver el lugar en el que va a ser ajusticiado, Servet reconozca la única verdad: la calvinista. Pero Servet responde: «¿Qué otra cosa podría hacer sino hablar de Dios?»
Defraudado, Farel se aparta de su víctima. Ahora sólo resta que el otro verdugo, el de la carne, lleve a cabo su monstruoso trabajo. Servet, extenuado, es suspendido con una cadena de hierro y atado con cuatro o cinco vueltas de cuerda. Entre su cuerpo aún vivo y la soga que le corta de un modo horrible, los mozos del verdugo meten a presión el libro y el manuscrito que Servet enviara a Calvino sub sigillo secreti, pidiéndole su fraternal opinión. Finalmente, le encasquetan en la cabeza una odiosa corona de pasión, impregnada de azufre. Con estos terribles preparativos termina el trabajo del verdugo. Sólo falta encender el montón de leña, y con ello comienza el asesinato.
Cuando las llamas se elevan por todas partes, el torturado lanza un grito tan horrible que por un momento los hombres que están a su alrededor se apartan estremecidos por el espanto. Pronto, el humo y el fuego envuelven el cuerpo que se arquea en medio del tormento, pero del fuego que devora lentamente la carne surgen sin cesar y de modo cada vez más penetrante los alaridos de dolor del que sufre de modo indecible y, al fin, estridente, el último grito pidiendo ayuda con unción: «¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!» Esta lucha con la muerte, espantosa e indescriptible, dura una media hora. Sólo después se extinguen las saciadas llamas, el humo se desvanece y en el poste requemado, de la cadena al rojo vivo, cuelga una masa negra, humeante y reducida a carbón, una horrenda gelatina que no recuerda nada humano. Lo que una vez fuera una criatura pensante y terrestre, que con pasión aspiraba a la eternidad, ha quedado reducido a tan atroz excremento, a una masa tan repugnante y apestosa, que su vista durante tan sólo un instante tal vez hubiera aleccionado a Calvino acerca de la inhumanidad de su arrogante osadía al erigirse en juez y asesino de uno de sus semejantes.
Pero, ¿dónde está Calvino en este terrible momento? Para parecer indiferente o no herir sus propios nervios, se ha quedado prudentemente en casa. Está sentado en su gabinete de estudio, con las ventanas cerradas, dejando que el verdugo y Farel, su brutal correligionario, se encarguen del atroz asunto. Cuando se trató de localizar, acusar, provocar y llevar a la hoguera al inocente, Calvino, incansable, fue siempre el primero. En la hora de la ejecución sólo se ven mozos de verdugo pagados, pero no al verdadero culpable de haber querido y ordenado este «piadoso asesinato». Sólo el domingo siguiente, con solemnidad, sube al púlpito envuelto en su negro vestido talar, para enaltecer, ante la silenciosa comunidad, como grande, urgente y legítima una acción que no ha osado presenciar con sus propios ojos.

Capítulo 6
El manifiesto en defensa de la tolerancia

«Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre.»
Sebastián Castellio (1551)

De inmediato, la quema de Servet es considerada por todos los contemporáneos como una desviación de la Reforma, aunque, de por sí, la ejecución de un solo hombre no fuera nada sorprendente en aquel siglo violento. Desde las costas españolas hasta el mar del Norte y las Islas Británicas, incontables herejes arden por esa misma época a mayor gloria de Cristo. En nombre de las distintas iglesias y sectas que se consideran las únicas verdaderas, miles y miles de hombres indefensos son vejados, quemados, decapitados, estrangulados o ahogados en el patíbulo. «Si hubieran sido, no digo caballos, sino simplemente cerdos los que allí perecieron —dice Castellio en su heterodoxo escrito— cualquier príncipe lo habría considerado como una gran pérdida.» Pero se trata sencillamente de seres humanos que son exterminados, y por eso nadie se preocupa de contar las víctimas. «No sé —se lamenta Castellio desesperado— si alguna vez, en cualquier otra época, se derramó tanta sangre como en la nuestra.»
Pero siempre, en cada siglo, uno sólo de entre los innumerables crímenes es el que despierta la conciencia aparentemente dormida del mundo. La llama del martirio de Servet ilumina todas las de su tiempo, y aún Gibbon, dos siglos después, confiesa sentirse «más profundamente estremecido por este sacrificio que por el de los miles que la Inquisición llevó a la hoguera». Y es que la ejecución de Servet —para emplear las palabras de Voltaire— es el primer «asesinato religioso» que se lleva a cabo dentro de la Reforma y, hasta donde sabemos, la primera negación visible de su idea original. De por sí, el término «hereje» es ya un absurdo para la doctrina evangélica, que asigna a cualquiera el derecho a la libre interpretación de las Escrituras. De hecho, al principio también Lutero, Zwingli y Melanchthon muestran un claro rechazo frente a toda medida violenta contra los independientes y los extremistas dentro de su movimiento. Literalmente, Lutero declara: «No me gustan las sentencias de muerte, ni siquiera las merecidas, y lo que me asusta en esta cuestión es el ejemplo que se da. Por eso, de ninguna manera puedo aprobar el que los falsos doctores sean juzgados.» Con memorable concisión, dice: «Los herejes no pueden ser reprimidos o contenidos por medio de la violencia externa, sino sólo combatidos con la palabra de Dios, pues la herejía es una cuestión espiritual que no puede ser lavada por ningún fuego, por ningún agua de este mundo.» De modo igualmente claro expresa Zwingli su rechazo frente a cualquier apelación al magistrado y frente al empleo de la fuerza bruta.
Pero, pronto, la nueva doctrina, que entre tanto se ha convertido también en «Iglesia», ha de reconocer lo que la vieja hace mucho sabía: que con el tiempo la autoridad no se puede conservar sin violencia. Así, Lutero, para aplazar la irremediable resolución, aconseja primero un compromiso, tratando de distinguir entre el «haereticis» y el «seditiosis», entre los «amonestadores», que sólo se desvían de la iglesia reformada en cuestiones espirituales y religiosas, y los sediciosos, los verdaderos «agitadores», que junto con el religioso quieren alterar también el orden social. Sólo contra estos últimos —entre ellos se incluye a los anabaptistas, partidarios de un comunismo social— admite el derecho a la represión por parte de la autoridad. El paso decisivo, la entrega al verdugo de los que piensan de modo distinto y de los que piensan libremente, no se atreve a darlo ninguno de los dirigentes de la Iglesia reformada. Aún tienen vivo el recuerdo de la época en la que ellos mismos, frente al Papa y el Emperador, salieron fiadores de la conciencia como el más sagrado de los derechos humanos. Por eso, la implantación de una nueva Inquisición, una Inquisición protestante, les parece mentira.
Ese paso histórico lo da Calvino con la quema de Servet. De un solo tajo, acaba con el derecho a la libertad de los cristianos por el que luchó la Reforma. De un salto, da alcance a la Iglesia católica, que estuvo dudando más de mil años antes de quemar vivo a un hombre por una interpretación caprichosa en cuestiones de fe cristiana. Calvino, sin embargo, con este acto deleznable de su tiranía de espíritu, deshonra la Reforma ya en la segunda década de su gobierno. Desde el punto de vista moral, su acción es quizás más abominable que todos los crímenes de Torquemada, pues cuando la Iglesia católica expulsa a un hereje de su comunidad y lo entrega a un tribunal de este mundo, en absoluto considera que con ello lleva a cabo una acción de odio personal, sino un acto de purificación, la salvación hacia Dios, desligando el alma inmortal de su cuerpo terreno y pecador. Esa idea de expiación falta por completo en la fría justicia de Calvino. Para él, no se trata de salvar el alma de Servet. La hoguera en la plaza de Champel fue encendida única y exclusivamente para corroborar el carácter sagrado de la interpretación calvinista de Dios. Servet no sufre su amarga muerte como ateo, cosa que nunca fue, sino sólo por haber negado determinadas tesis de Calvino. De ahí también esa inscripción en la lápida conmemorativa que siglos después la ciudad libre de Ginebra dedicó al librepensador Servet y que en vano trata de eximir a Calvino de responsabilidad, al calificar a Servet como una «víctima de su tiempo», pues no fueron la obcecación y el delirio del momento —Montaigne vive en esos mismos días y también Castellio— los que llevaron a Servet a la hoguera, sino única y exclusivamente el despotismo personal de Calvino. Ninguna disculpa puede redimir al Torquemada protestante de esta acción, pues, si bien es cierto que la falta de fe y la superstición pueden estar instaladas en una época, de un crimen aislado es responsable el hombre que lo lleva a cabo.
Desde el primer momento, la creciente indignación por el horrible sacrificio de Servet es inequívoca. El mismo De Beze, el memorialista oficioso de Calvino, ha de dar cuenta de lo siguiente: «Las cenizas del desdichado aún no estaban frías, cuando la cuestión de si los herejes podían ser castigados empezó a discutirse con vehemencia. Unos eran de la opinión de que se les debía reprimir, pero no con la pena de muerte. Otros pretendían que su castigo se debía dejar al criterio exclusivo del juicio de Dios.» Incluso este glorificador absoluto de todas las acciones de Calvino emplea de pronto un tono curiosamente vacilante. Y el resto de los amigos de Calvino, aún más. Por su parte, Melanchthon, al que Servet había atacado personalmente con los más terribles insultos, escribe a su «buen hermano» Calvino: «La Iglesia te da las gracias y el futuro te dará las gracias. Vuestros magistrados han actuado correctamente al condenar a muerte a ese blasfemo.» Y hasta hubo —eterna «traición de los intelectuales»— un celoso filólogo, de nombre Musculus, que compuso un devoto canto con este motivo. Pero, por lo demás, ningún verdadero beneplácito quiere dejarse oír. Zurich, Schaffhausen y los demás sínodos no se expresan sobre el martirio de Servet de modo tan entusiasta como había esperado Ginebra. Aunque en principio recibieran con buenos ojos el que se intimidara a los «espíritus exaltados», sin duda se alegraron de todo corazón de que el primer hereje quemado por el protestantismo no lo fuera dentro de sus propios muros y de que Calvino hubiera de cargar ante la Historia con el odio por haber tomado tan terrible decisión.
Pero al mismo tiempo se elevan otras voces de signo totalmente distinto. El gran profesor de Derecho de la época, Pierre Boudin, emite públicamente el juicio decisivo. «Mi opinión es que Calvino no tenía derecho a organizar una persecución represiva por una cuestión de controversia religiosa.» Pero no sólo están horrorizados e indignados los humanistas librepensadores de toda Europa, también dentro de los círculos eclesiásticos protestantes aumenta el desacuerdo. A una hora escasa de las puertas de Ginebra y protegidos de los esbirros de Calvino únicamente por la supremacía de Berna, los clérigos valdenses condenan desde el púlpito su proceder contra Servet como ilegal y no religioso. Incluso en su propia ciudad, Calvino ha de reprimir la crítica recurriendo a la violencia policial. Una mujer que dice abiertamente que Servet es un mártir de Jesucristo es encerrada en el calabozo. E igualmente un impresor, por haber afirmado que el magistrado ha condenado a Servet para satisfacer a un solo hombre. En señal de protesta, algunos ilustres sabios extranjeros abandonan la ciudad, en la que ya no se sienten seguros desde el momento en que la libertad de conciencia está allí amenazada por semejante despotismo. Y pronto reconocerá Calvino que con su sacrificio Servet se ha vuelto para él mucho más peligroso de lo que lo fue en vida y con sus escritos.
Calvino tiene para cualquier oposición un oído impaciente y nervioso. En Ginebra no sirve de nada guardarse de hablar abiertamente. A través de paredes y ventanas, Calvino percibe la indignación contenida con esfuerzo. Pero el crimen se ha cometido. No se puede pretender que no ha ocurrido. Y como no puede escapar a ello, no le queda más remedio que ponerse a la defensiva. Todos sus amigos, de común acuerdo, le confirman que va siendo hora de que justifique de una vez el espectacular acto de esa quema. En realidad, Calvino se decide contra su voluntad a «ilustrar» al mundo sobre Servet, después de haberle estrangulado él mismo por si acaso, y redacta una apología de su acción.
Pero Calvino, en el caso Servet, tiene mala conciencia. Y con mala conciencia, escribe uno mal. Por eso, su apología, «Defensa de la verdadera fe y de la Trinidad frente a los terribles errores de Servet», escrita, como dice Castellio, «con la sangre de Servet aún en sus manos», es una de sus peores obras. El propio Calvino reconoció que la había esbozado de forma «tumultuaire», es decir, apresurada y nerviosa. Y el hecho de que mande que todos los clérigos de Ginebra firmen también sus tesis, para no cargar él solo con la responsabilidad, demuestra lo indeciso que se siente en su defensa forzada. Es evidente que le resulta desagradable ser considerado como el verdadero asesino de Servet. Y así, en ese escrito dos tendencias contrarias andan revueltas de un modo muy torpe. Por una parte, Calvino, alertado por el general enojo, quiere achacar la responsabilidad a las «autoridades». Por otro, debe reconocer que el magistrado, exterminando a semejante «monstruo», ha actuado correctamente. Para presentarse ante todo como un hombre especialmente benévolo y un enemigo profundo de cualquier violencia, el hábil dialéctico llena buena parte del libro con quejas sobre la crueldad de la Inquisición católica, que condena a los creyentes sin que tengan una defensa y los manda ejecutar del modo más atroz. «¿Y tú? —le contestará más tarde Castellio—. ¿A quién encargaste la defensa de Servet?» Después, Calvino sorprende al estupefacto lector diciendo que «en secreto trató por todos los medios de reconducir a Servet a un modo de pensar más santo» («Je n’ai pas cessé de faire mon posible, en secret, pour le ramener à des sentiments plus saints.») Y añade que, en el fondo, fue el magistrado el que —a pesar de que Calvino se inclinaba a favor de la indulgencia— impuso la pena de muerte, y de hecho la más atroz. Pero esos presuntos esfuerzos de Calvino en favor de Servet, del asesino en favor de su víctima, eran demasiado «secretos» como para que algún alma de este mundo hubiera dado crédito a esa leyenda inventada con posterioridad. Y con desprecio, Castellio constata el estado de los hechos: «Tus primeras exhortaciones fueron insultos. La segunda, la cárcel. Para Servet no hubo más salida que la de ser arrastrado hasta la hoguera y ser quemado vivo.»
Pero mientras con una mano Calvino aparta de sí cualquier responsabilidad respecto al suplicio de Servet, con la otra concede a las «autoridades» todas las disculpas posibles por esa misma condena. En cuanto hay que justificar la represión, se vuelve elocuente. No se trata, argumenta, de dejar a cualquiera la libertad de decir lo que piensa («la liberté à chacun de dire ce qu’il voudrait»), pues eso gustaría demasiado a los epicúreos, ateos y a los que difaman a Dios. Sólo la verdadera doctrina —la de Calvino— puede ser anunciada. Pero semejante censura no significa en absoluto —y los déspotas repiten siempre los mismos argumentos contrarios a la lógica—, una limitación de la libertad. «Ce n’est pas tyranniser l’Eglise que d’empêcher les écrivains mal intentionnés de réprandre publiquement ce qui leur passe par la tête.» Cuando a los que no comparten nuestra opinión se les cierra la boca dándoles muerte, según Calvino y sus iguales, no se está ejerciendo en absoluto la violencia: sólo se ha actuado correctamente, sirviendo a una idea superior. En este caso, a mayor «gloria de Dios».
Pero, en el fondo, no es la represión moral de los herejes el punto que Calvino ha de defender. Hace tiempo que el protestantismo la ha adoptado como tesis. La cuestión decisiva es la de si se puede matar o mandar matar a alguien que piensa de un modo distinto. Como en el caso de Servet, Calvino ha contestado ya afirmativamente con los hechos, ahora tiene que fundamentarla a posteriori, y huelga decir que busca su garantía en la Biblia, para demostrar que ha eliminado a Servet únicamente por «encargo superior» y obedeciendo un «mandato divino». Como los Evangelios repiten demasiado aquello de que debemos amar a nuestros enemigos, registra también toda la ley de Moisés en busca de ejemplos de ejecuciones de herejes, pero no consigue encontrar nada convincente, pues la Biblia no conocía aún el término hereje, sino únicamente el de «blasfemator», es decir, blasfemo, el que niega a Dios. Pero Servet, que entre las llamas aún gritaba el nombre de Cristo, no fue un ateo. Y sin tener en cuenta esto último, Calvino, que siempre se basa en aquellos pasajes de la Biblia que le vienen más a la mano, declara que exterminar a los herejes es un «deber sagrado»: «Así como es culpable un hombre corriente que no saca la espada en cuanto su casa queda manchada por la idolatría y uno de sus miembros se rebela contra Dios, esa cobardía sería mucho mayor en un príncipe que se empeñara en cerrar los ojos cuando la religión fuera dañada.» Se les ha dado la espada para que la empleen «a mayor gloria de Dios», palabras, estas últimas, de las que siempre abusa Calvino en sus llamamientos al empleo de la fuerza. Toda acción que se lleve a cabo con celo piadoso («saint zèle») está, por tanto, justificada de antemano. La defensa de la ortodoxia, de la verdadera fe, disuelve según Calvino todos los lazos de sangre, todos los vínculos humanos. Hay que liquidar incluso a los más próximos allegados, si Satanás los arrastra a negar la «verdadera» religión. «On ne lui fait point l’honneur qu’on lui doit, si on ne préfère son service à tout regard humain, pour n’épargner ni parentage, ni sang, ni vie qui soit et qu’on mette en oublie toute humanité quand il est question de combattre pour sa gloire.» Y ésta sí que es una blasfemia terrible.
Tremendas palabras, que son una prueba trágica de hasta qué punto el fanatismo puede cegar a un hombre por lo demás de claro entendimiento, pues, de un modo espeluznantemente directo, se ha dicho aquí que para Calvino sólo es piadoso quien destruye cualquier sentimiento de humanidad («tout regard humain») en pro de la «doctrina» —su doctrina—, sólo quien voluntariamente entrega a la Inquisición mujer y amigos, hermanos y demás parentela, en cuanto son de una opinión diferente a la ortodoxia del Consistorio, aunque sea tan sólo en una cuestión insignificante. Y para que nadie impugne tan sanguinaria tesis, Calvino echa mano de su último y más querido argumento: el terror. Declara que todo el que defienda o disculpe a un hereje es igualmente culpable de herejía y debe ser castigado. Como Calvino no soporta la réplica, quiere intimidar de antemano a cualquier oponente, amenazándole con el destino de Servet: bien callar y obedecer o bien acabar también en la hoguera. De una vez por todas, Calvino quiere despachar y dar por terminada la discusión, penosa para él, acerca del asesinato de Servet.
Pero la voz acusadora del asesinado, por muy estridentes y furibundas que sean las amenazas que Calvino lanza al mundo, no se deja acallar fácilmente. El alegato de Calvino, con su llamamiento a la persecución de los herejes, no puede causar peor impresión. El horror invade incluso a los más leales protestantes, al ver que la Inquisición es implantada ex cathedra en la Iglesia reformada. Algunos declaran que habría sido más adecuado que una tesis tan sanguinaria fuera defendida por el magistrado y no por un predicador de la palabra de Dios, por un servidor de Cristo. Con magnífica decisión, el secretario del Ayuntamiento de Berna, Zerchintes, que más tarde será el amigo más fiel y el protector de Castellio, responde: «Confieso abiertamente —escribe a Calvino— que también yo soy de aquellos que quieren restringir cuanto sea posible la pena de muerte para los enemigos del movimiento de la fe e incluso para aquellos que voluntariamente están equivocados. Lo que en esencia me mueve a ello no son únicamente los pasajes de la Sagrada Escritura que se pueden alegar en contra del empleo de la fuerza, sino ver cómo se ha actuado en esta ciudad en contra de los anabaptistas. Yo mismo he visto arrastrar a una mujer de ochenta años hasta el patíbulo, así como a su hija, madre de seis hijos, que no había cometido más delito que el de negar el Bautismo. Tras semejante ejemplo, he de temer que las autoridades del tribunal no se mantendrán en los estrechos límites en los que tú mismo quieres encerrarlas, y que castigarán pequeños errores como si se tratara de grandes delitos. Por ello, estimo que es preferible que las autoridades sean culpables de un exceso de indulgencia y comprensión a que se decidan por el rigor de la espada… Yo, por mi parte, preferiría derramar mi sangre antes que mancharme con la de un hombre que no mereciera la muerte con toda seguridad.»
Así habla el pequeño y desconocido secretario de un Ayuntamiento en una época de fanatismo. Y así piensan muchos. Pero todos en silencio. El honrado Zerchintes comparte la aversión de su maestro Erasmo de Rotterdam por las disputas de la época, y sinceramente avergonzado confiesa a Calvino que sólo por carta le comunica su discordante opinión, pero que públicamente prefiere guardar silencio. «No bajaré a la arena, mientras mi conciencia no me obligue a ello. Prefiero guardar silencio, hasta donde me lo permita mi conciencia, que provocar discusiones y ofender a alguien.» Las naturalezas benévolas se resignan siempre demasiado deprisa y con ello facilitan el juego a los violentos. Como ese admirable, pero nada combativo Zerchintes, se comportan todos: callan y siguen callados, los humanistas, los clérigos, los sabios. Unos, porque les repugnan los altercados en voz alta. Otros, por miedo a que se les considere también sospechosos de herejía si no ensalzan hipócritamente la ejecución de Servet como un acto loable. Y ya parece como si el terrible llamamiento de Calvino a la persecución general de todos aquellos que piensan de modo diferente fuera a quedar sin discusión, cuando de pronto se alza una voz muy conocida y odiada por Calvino, para, en nombre de la humanidad ultrajada, denunciar públicamente el crimen cometido contra Miguel Servet: la clara voz de Castellio, a quien nunca ha intimidado una amenaza del déspota de Ginebra y que, decidido, expone su vida, para salvar la de otros muchos.
En toda guerra de religión los mejores combatientes no son aquellos que inician la contienda de un modo fácil y apasionado, sino los que dudan un tiempo, los que en su interior aman la paz, aquellos en los que la determinación sólo madura lentamente, y que sólo cuando han agotado todas las posibilidades de entendimiento y reconocen lo inevitable de un duelo armado, con el corazón oprimido y descontento, forzados, recurren a la resistencia. Precisamente aquellos a los que más les cuesta decidirse a luchar, son luego los más resueltos y decididos. Igualmente Castellio. Como humanista auténtico, no es un luchador nato y convencido. Lo cortés, lo complaciente, lo persuasivo y conciliador concuerda infinitamente más con su naturaleza benévola y religiosa en el más profundo sentido. Como Erasmo, su antepasado espiritual, conoce la diversidad y la ambigüedad de cualquier verdad terrena, de cualquier verdad divina, y no es casualidad que una de sus obras fundamentales lleve el significativo título de De arte dubitandi. Pero ese constante dudar y examinarse a sí mismo no convierten a Castellio en un frío escéptico. Su prudencia le enseña que debe ser tolerante frente a todas las demás opiniones, y prefiere guardar silencio a entrometerse precipitadamente en una polémica ajena. Desde que voluntariamente renunciara a su cargo y dignidad, para salvaguardar su libertad interior, se ha retirado por completo de la política de su tiempo, para con una actividad espiritualmente productiva, con su doble traducción de la Biblia, servir mejor al Evangelio. Basilea, ese último reducto de la paz religiosa, se ha convertido en su tranquilo hogar. Allí, la Universidad aún custodia la herencia de Erasmo. Por ello, a ese último refugio del humanismo, en otro tiempo reinante en toda Europa, han huido todos aquellos que sufrían persecución por parte de las dictaduras eclesiásticas. Allí vive Karlstadt, desterrado de Alemania por Lutero, y Bernardo Occhino, expulsado por la Inquisición de Roma fuera de Italia. También Castellio, desalojado de Ginebra por Calvino. Y Lelio Socino. Y Curione. Y, misteriosamente oculto bajo un nombre desconocido, el anabaptista David de Joris, proscrito en los Países Bajos. Un común destino y la común persecución unen a estos emigrantes, aunque en modo alguno estén de acuerdo en todas las cuestiones teológicas, pero las naturalezas compasivas no necesitan de una coordinación sistemática y hasta en el más pequeño punto de sus idearios, para hermanarse en un intercambio amistoso de opiniones. Todos ellos, que se niegan a prestar servicio a cualquier dictadura moral, llevan en Basilea una existencia silenciosa y privada como eruditos. No cubren el mundo con una montaña de tratados y opúsculos. No sueltan peroratas en sus clases. No se agrupan en ligas ni sectas. Únicamente la común aflicción ante el creciente acuartelamiento y la reglamentación del espíritu mantiene unidos en pacífica fraternidad a estos solitarios «amonestadores», como se llamará posteriormente a estos hombres sublevados frente a cualquier terror dogmático.
Para estos pensadores independientes, la quema de Servet y el truculento panfleto de Calvino defendiéndola suponen, evidentemente, una declaración de guerra. La rabia y el miedo les embargan ante esa temeraria provocación. El momento, y todos lo reconocen en seguida, es decisivo. Si semejante acción tiránica queda sin respuesta, entonces el espíritu libre ha abdicado en Europa y la violencia se ha vuelto legítima. «Después de que de nuevo se hiciera la luz», después de que la Reforma trajera al mundo la demanda de la libertad de conciencia, ¿se ha de volver realmente a las tinieblas? ¿Verdaderamente hay que exterminar, como pretende Calvino, a todos los cristianos que piensan de otro modo con la horca y la espada? Ahora, en el momento de mayor peligro, y antes de que a partir de la de Champel se enciendan otras mil hogueras, ¿no hay que proclamar claramente que a los hombres que piensan de otro modo no se les puede perseguir como si fueran alimañas y torturarles cruelmente como si se tratara de ladrones y asesinos? En voz alta y clara, hay que demostrar al mundo ahora, en el último momento, que toda intolerancia actúa de modo anticristiano y que cuando echa mano del terror, actúa de modo inhumano. En voz alta y clara, todos lo sienten así, hay que emplear la palabra en favor de los perseguidos y en contra de la persecución.
En voz alta y clara… Pero, ¿cómo hacerlo en aquel momento? Hay épocas en las que las más sencillas y claras verdades de la humanidad se ven obligadas a envolverse en la niebla y a disfrazarse para llegar hasta los hombres, pues las ideas más humanas y sagradas deben colarse por las puertas traseras embozadas y encapuchadas como si fueran ladrones, ya que la entrada principal es vigilada por los esbirros y aduaneros al servicio de quienes detentan el poder. Siempre se repite el hecho absurdo de que, mientras se permite dar rienda suelta a las provocaciones por parte de un pueblo o de una creencia contra los demás, todas las tendencias condescendientes, todos los ideales pacifistas y conciliadores resultan sospechosos y son reprimidos con el pretexto de que ponen en peligro alguna autoridad estatal —siempre una distinta— o la divina, de que con su «derrotismo» y su actitud compasiva debilitan el celo religioso o el patriótico. Así, bajo el terror de Calvino, Castellio y los suyos de ningún modo pueden atreverse a mostrar clara y abiertamente sus opiniones. Un manifiesto en defensa de la tolerancia, un llamamiento a la humanidad, tal y como tienen proyectado, sería incautado por la dictadura eclesiástica en cuanto saliera. Al poder sólo se le puede tratar con astucia. En la portada, el nombre del editor es totalmente inventado, Martinus Bellius, y el lugar de impresión que aparece es falso: Magdeburgo, en lugar de Basilea. Pero sobre todo, el llamamiento en socorro de los inocentes perseguidos habrá de enmascararse en el texto como si fuera una obra científica y teológica. Debe dar la impresión de que sólo los eclesiásticos muy doctos, y ninguna otra autoridad, discuten la cuestión desde un punto de vista por completo académico: De haereticis an sint persequendi et omnino quomodo sit cum eis agendum multorum tum veterum tum recentiorum sententiae. Es decir, si los herejes deben ser perseguidos y cómo se ha de proceder con ellos, teniendo en cuenta el parecer de muchos autores, tanto antiguos como nuevos. Y realmente, hojeándolo por encima, a primera vista a uno le parece que entre las manos tiene sólo un pequeño tratado de teoría religiosa, pues en él se encuentran las sentencias de los más célebres Padres de la Iglesia, tanto san Agustín como san Crisóstomo y san Jerónimo, en fraternal armonía, junto a declaraciones escogidas de grandes autoridades protestantes, como Lutero o Sebastian Frank, o de humanistas imparciales, como Erasmo. Parece que aquí se ha reunido únicamente una antología escolástica, una colección de citas jurídico-teológicas de filósofos de los más diversos partidos, para facilitar al lector un juicio individual, imparcial, sobre esa difícil cuestión. Pero si uno lo mira con más atención, se ve que sólo se han escogido aquellos pareceres que unánimemente declaran la pena de muerte para los herejes como ilícita. Y la astucia más ingeniosa, la única maldad de este libro en el fondo terriblemente serio, consiste en que, entre todos los citados, entre todos los que aquí replican a Calvino, se encuentra uno cuya tesis debe de resultarle especialmente enojosa, y que no es otro que Calvino. Su propio juicio, sin duda de la época en la que él mismo era todavía un perseguido, contradice rotundamente la vehemencia de su llamamiento de ahora al fuego y a la espada. Con sus propias palabras, el asesino inflexible de Servet, el propio Calvino, debe ser considerado por Calvino como anticristiano, pues aquí aparecen impresas y suscritas con su nombre las siguientes palabras: «Perseguir con las armas a los que son expulsados por la Iglesia y negarles los derechos humanos, es anticristiano.»
Pero a un libro siempre le da valor la idea que en él aparece desarrollada, y no la opinión oculta, encubierta. Esa idea la expresa Castellio en la dedicatoria preliminar al duque de Württemberg, y esas palabras que abren y cierran el libro elevan de por sí su antología teológica por encima de su época, pues aunque sólo se trate de una docena de páginas, son las primeras con las que la libertad de conciencia reclama carta de naturaleza en Europa. Escritas en aquel momento únicamente en favor de los herejes, son al mismo tiempo un desagravio para todos aquellos que posteriormente hayan de sufrir persecución por parte de otras dictaduras a causa de su independencia política o ideológica. Para siempre, se ha abierto aquí la lucha contra el enemigo jurado de la justicia espiritual, contra el fanatismo estrecho de miras que pretende reprimir cualquier opinión que no sea la de su propio partido, una lucha que, triunfante, se enfrenta a él con esa idea que es la única que puede acabar con toda hostilidad sobre la tierra: la de la tolerancia.
Clara e irrefutablemente, con una lógica desapasionada, Castellio desarrolla su tesis. La cuestión es si los herejes pueden ser perseguidos y castigados con la muerte por un delito meramente espiritual. A esta cuestión antepone Castellio otra decisiva: ¿Qué es en verdad un hereje? ¿A quién se puede calificar como tal, sin ser injusto? Pues, y así argumenta Castellio con intrépida tenacidad: «No creo que lo sean todos aquellos a los que se llama herejes… Esta denominación resulta hoy en día tan ultrajante, tan espantosa, tan despectiva y temible que cuando alguien quiere librarse de un enemigo personal, tiene un camino muy cómodo, a saber, hacerle sospechoso de herejía. Pues apenas tienen noticia de ello los demás, sienten tal miedo ante la mera calificación de hereje que se tapan los oídos y, ebrios de ira, no sólo le perseguirán a él, sino también a aquellos que osen decir una palabra en favor suyo.»
Pero Castellio no quiere juzgar dejándose llevar por semejante histeria persecutoria. Sabe que cada época escoge siempre a un grupo de desdichados para descargar sobre ellos el odio colectivo represado. Siempre un pequeño y débil grupo es elegido por el más fuerte, ya sea a causa de su religión, ya sea por el color de su piel, por su raza, origen, ideales sociales o ideología, para descargar sobre él las energías de destrucción latentes en el ser humano. Las consignas, los pretextos, cambian, pero los métodos de la calumnia, el desprecio y el exterminio son siempre los mismos. Sin embargo, un hombre de espíritu no debe nunca dejarse cegar por ese susurrante tribunal de la insidia, ni dejarse arrastrar por el furor de los instintos de la masa. Con serenidad e imparcialidad renovadas, ha de buscar siempre la justicia. Por eso, Castellio se resiste a emitir un juicio en la cuestión de los herejes, sin antes haber penetrado por completo el sentido de esa palabra llena de odio.
¿Qué es, por tanto, un hereje? Una y otra vez, Castellio se plantea esa pregunta a sí mismo y se la plantea al lector. Y como Calvino y los demás inquisidores se refieren a la Biblia como el único código legítimo, él también la examina página por página. Pero, mira por dónde, en ella no encuentra ni la palabra, ni el concepto. Una dogmática, una ortodoxia, una doctrina única había de venir para inventarla, pues para levantarse contra la Iglesia, antes se tiene que haber fundado una Iglesia como institución. La Sagrada Escritura habla sin embargo de los ateos y de su necesario castigo, pero un hereje no tiene que ser necesariamente un ateo, y el caso de Servet lo ha demostrado. Al contrario, precisamente aquellos a los que se llama herejes —y los más entusiastas son los anabaptistas— afirman ser los auténticos, los verdaderos cristianos y venerar al Redentor como el más elevado y el más amado modelo. Como jamás se ha calificado de hereje a un turco, a un judío o a un pagano, la herejía debe de ser exclusivamente un delito dentro del cristianismo. Por lo tanto, nueva formulación: son herejes aquellos que, aunque cristianos, no siguen el «verdadero» cristianismo, sino que voluntariamente se apartan de la interpretación «correcta» en una serie de puntos.
Aparentemente, con ello se habría dado con la definición definitiva, pero, y esta es una pregunta crucial, ¿cuál es el «verdadero» cristianismo entre todas sus diversas interpretaciones? ¿Cuál el comentario «correcto» de la palabra de Dios? ¿La exégesis católica? ¿La luterana? ¿La de Zwingli? ¿La de los anabaptistas? ¿La de los husitas? ¿La calvinista? ¿Existe realmente una seguridad absoluta en cuestiones religiosas? ¿Es, en efecto, siempre clara la palabra de las Escrituras? Castellio, a diferencia del fanático Calvino, tiene el valor de responder con un discreto «no». Él descubre en la Sagrada Escritura lo comprensible junto a lo incomprensible. «Las verdades de la religión —escribe este espíritu profundamente religioso— son por naturaleza misteriosas, y desde hace más de mil años constituyen la materia de una inagotable controversia, en la que la sangre no dejará de correr hasta que el amor no ilumine los espíritus y tenga la última palabra.» Cualquiera que interprete la palabra de Dios, puede equivocarse y cometer errores, y por ello nuestro primer deber sería el de la tolerancia recíproca: «Si todas las cuestiones fueran tan claras y evidentes como que sólo hay un Dios, todos los cristianos podrían tener fácilmente una sola opinión sobre todas estas cuestiones, así como todas las naciones están de acuerdo en reconocer que sólo hay un Dios, pero como todo está oscuro y confuso, los cristianos no deben juzgarse los unos a los otros. Y si somos más sabios que los paganos, seamos también mejores y más compasivos que ellos.»
De nuevo, Castellio ha dado un paso más en su investigación: se llama hereje a aquel que reconoce las leyes fundamentales de la fe cristiana, aunque no en la forma exigida autoritariamente en su país. El de herejía no es, por tanto, y he aquí al fin la distinción más importante, un término absoluto, sino que es relativo. Está claro que un calvinista es un hereje para un católico. E igualmente, un anabaptista para un calvinista. El mismo hombre que en Francia es considerado ortodoxo, en Ginebra es un hereje. Y viceversa. El que en un país es quemado como un criminal, para el país vecino es un mártir: «Mientras que en una ciudad o región pasas por ser un verdadero creyente, en el siguiente eres considerado por lo mismo un hereje, de modo que si uno quiere vivir hoy día sin ser molestado, debería tener tantas convicciones y religiones como ciudades y países hay en el mundo.» Así, Castellio llega a su formulación última y más atrevida: «Al reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión.»
Estas palabras parecen muy sencillas, en su evidencia casi banales, pero expresarlas abiertamente y sin prejuicios significaba entonces un inmenso avance moral, pues con ellas toda una época, con sus dirigentes, príncipes y clérigos, católicos y protestantes, recibe un latigazo en pleno rostro por parte de un único hombre impotente, que manifiesta que perseguir cruelmente a los herejes es un absurdo y una enajenación asesina, que los miles y miles de personas que han sido perseguidas, colgadas, ahogadas y quemadas lo fueron injusta e inocentemente, puesto que no habían cometido ningún delito contra Dios, ni contra el Estado. No se segregaron de los demás en el espacio real de los hechos, sino únicamente en el virtual de las ideas. ¿Quién tiene, sin embargo, derecho a juzgar las ideas de un hombre? ¿A equiparar sus convicciones internas y privadas con un delito común? No lo tiene el Estado, las autoridades. Del César depende, según la Biblia, únicamente lo que es del César, y Castellio cita expresamente las palabras de Lutero sobre que el reino que es de este mundo sólo tiene poder sobre el cuerpo. En lo que se refiere a las almas, sin embargo, no quiere Dios que ningún derecho terrenal gobierne sobre ellas. El Estado puede reclamar de todos sus súbditos la observancia del orden externo y político. La injerencia de cualquier autoridad en el mundo interior de las convicciones morales, religiosas —y nosotros añadimos, estéticas—, en tanto no representen una rebelión evidente contra la esencia del Estado —nosotros diríamos: una agitación política—, significa una usurpación y una intrusión en los derechos inviolables del individuo. De su mundo interior nadie es responsable ante una instancia política, pues «cada uno de nosotros debe responder ante su conciencia y ante Dios». El poder del Estado no tiene competencia en materias de opinión. ¿A qué entonces ese repugnante delirar con espuma en la boca cuando alguien tiene un modo distinto de ver el mundo? ¿Por qué ese incesante griterío para llamar a la policía del Estado? ¿Por qué ese odio mortal? Sin voluntad de conciliación, la auténtica humanidad es imposible, pues sólo «cuando nos dominamos interiormente podemos vivir juntos y en paz, e incluso si a veces tenemos opiniones diferentes, entendámonos al menos y concedámonos mutuamente entre tanto el amor y la unión de la paz, hasta que consigamos la unión en la fe».
La culpa de esas tremendas matanzas, de esas bárbaras persecuciones, que deshonran la dignidad humana, no la tienen por tanto los herejes, que son inocentes (¿quién sería responsable de sus ideas, de sus convicciones?). El culpable, el eterno culpable del delirio asesino y de la confusión salvaje de nuestro mundo, es para Castellio el fanatismo, la intolerancia de los ideólogos, que sólo quieren reconocer su idea, su religión, su ideología. Implacable, Castellio rebate públicamente esa frenética presunción. «Los hombres están tan convencidos de su propia opinión, o más bien de la falsa certeza que tienen de su opinión, que orgullosamente menosprecian a los demás. De ese orgullo nacen las atrocidades y las persecuciones, pues ninguno quiere seguir soportando a los demás en cuanto no son de su mismo parecer, a pesar de que hoy hay casi tantas opiniones como seres humanos. No obstante, no hay una sola secta que no juzgue a las otras y que no quiera gobernar ella sola. Y de ahí nacen todas esas proscripciones, exilios, encarcelamientos, quemas, ahorcamientos, toda esa infame saña de las ejecuciones y torturas que se practican a diario, y sólo a causa de ciertas opiniones que disgustan a los grandes señores, y a menudo incluso sin ningún motivo determinado.» Únicamente de la terquedad procede el absurdo. Únicamente de la intolerancia espiritual, «ese placer salvaje y bárbaro por cometer atrocidades, y hoy día se ve a algunos tan excitados por esas perturbadoras calumnias que se enfurecen cuando a uno de aquellos a los que mandan ejecutar se le da primero garrote vil, con lo que no se quema a fuego lento en medio de horribles sufrimientos».
Sólo hay una cosa que según Castellio puede salvar a la humanidad de semejantes barbaridades: la tolerancia. Nuestro mundo tiene espacio para muchas verdades y no sólo para una, y simplemente si los hombres quisieran, podrían convivir unos con otros. «¡Tolerémonos los unos a los otros y no juzguemos las creencias de los demás!» Por tanto, ese griterío contra los herejes resulta superfluo. Toda persecución por cuestiones religiosas, innecesaria. Y mientras Calvino instiga en su escrito a los príncipes a que empleen la espada para exterminar íntegramente a los herejes, Castellio les ruega: «Inclinaos más bien hacia el lado de la clemencia y no obedezcáis a aquellos que os incitan al asesinato, pues no estarán a vuestro lado para ayudaros cuando tengáis que rendir cuentas ante Dios. Ya estarán bastante ocupados con su propia defensa. Creedme, si estuviera presente, Cristo jamás os aconsejaría que matarais a aquellos que reconocen su nombre, aunque se equivoquen en algún detalle o vayan por mal camino…»
Imparcialmente, como corresponde a un problema de espíritu, Sebastian Castellio ha tratado de aclarar la peligrosa cuestión acerca de la culpa o inocencia de los llamados herejes. La ha examinado, la ha sopesado. Y aunque cuando reclama paz y refugio espiritual para estos acosados y perseguidos está profundamente convencido de ello, propone a los demás su parecer casi con humildad. Mientras los sectarios cacarean sus dogmas en voz alta y estridente como si estuvieran en el mercado, mientras cualquiera de estos doctrinarios estrechos de miras grita constantemente desde el púlpito, él y sólo él vende a bajo precio la pura, la verdadera doctrina. Sólo en su voz se anuncian palabra por palabra la voluntad y el mensaje divinos. Castellio dice llanamente: «No os hablo como un profeta al que Dios ha enviado, sino como un hombre de la masa que detesta las desavenencias y que sólo desea que la religión no se demuestre por medio de rencillas, sino por medio del amor compasivo, no con prácticas externas, sino en la intimidad de la conciencia.» Los doctrinarios siempre hablan a los demás como si fueran sus alumnos o sus siervos. Quien es humano lo hace como un hermano a otro hermano. De hombre a hombre.
Pero para un hombre verdaderamente humano resulta imposible no irritarse cuando ve que ocurre algo inhumano. Un escritor íntegro no puede esbozar tranquilamente palabras indiferentes y teóricas cuando su alma se estremece ante el desvarío de su tiempo. Su voz no puede permanecer mesurada cuando los nervios arden con justa indignación. Tampoco Castellio puede seguir comportándose mucho tiempo de ese modo, pronunciando simplemente análisis académicos a la vista del suplicio de Champel, en el que un hombre inocente se ha retorcido de dolor hasta morir, un hombre, sacrificado vivo por orden de su hermano espiritual. Un sabio por un sabio, un teólogo por un teólogo. Y ello, además, en nombre de la religión del amor. Con la imagen de Servet torturado, con la atroz y masiva persecución de herejes en su alma, Castellio levanta la vista de las páginas que ha escrito y busca a los autores de esas monstruosidades, que en vano quieren disculpar su personal intolerancia con un piadoso servicio a Dios. Castellio ha calado a Calvino en toda su dureza cuando proclama: «Y siendo estos hechos tan atroces, sus autores aún cometen un pecado mayor cuando intentan cubrir esos crímenes con las ropas de Cristo y pretenden que con ello hacían su voluntad.» Sabe que todos los tiranos buscan siempre embellecer sus actos de violencia con algún ideal religioso o ideológico, pero la sangre ensucia cualquier idea. La violencia envilece cualquier pensamiento. No, Miguel Servet no fue quemado por mandato de Cristo, sino por orden de Calvino, pues en ese caso toda la humanidad habría sido ultrajada con semejante acción. «¿Quién querría ser cristiano hoy día si aquellos que se reconocen como tales son asesinados a fuego y agua y tratados con mayor crueldad que los asesinos y los ladrones…?», exclama Castellio. «¿Quién querría seguir sirviendo a Cristo cuando ve cómo alguien que no está de acuerdo en algún detalle con aquellos que se han hecho con el poder y la fuerza, es quemado vivo en nombre de Cristo, a pesar de que, en medio de las llamas, grita y confiesa que cree en Él?»
Por eso, así lo siente este hombre espléndidamente humano, hay que poner término de una vez a ese delirio según el cual se puede martirizar y asesinar a las personas sólo porque espiritualmente repugnan a los que detentan el poder en ese momento. Y como ve que los que detentan el poder siempre abusan de él y que sobre la tierra nadie más que él, solo, pequeño y débil, se une a los perseguidos y expulsados, desesperado, eleva la voz hacia el cielo, con lo que su llamamiento termina con una lírica huida hacia la piedad: «Oh, Cristo, Creador y Rey del mundo, ¿ves estas cosas? ¿Te has convertido realmente en otro distinto del que eras? Cuando viniste a la tierra, no había nada más apacible, nada más bondadoso que Tú, ninguno que soportara las ofensas más indulgentemente. Insultado, escupido, burlado, coronado con espinas, crucificado entre ladrones, en medio de la más profunda desesperación rogaste por aquellos que te infligieron todos aquellos agravios e injurias. ¿Es cierto que has cambiado? Te lo ruego, por el sagrado nombre de Tu Padre: ¿ordenaste Tú realmente que aquellos que no siguen todos Tus preceptos y mandamientos tal y como postula Tu enseñanza, fueran ahogados, desgarrados con tenazas hasta las entrañas, sus heridas espolvoreadas con sal, mutilados con espadas, quemados en un pequeño fuego y torturados hasta la muerte tan lentamente como fuera posible y con todo tipo de suplicios? Oh Cristo, ¿realmente apruebas esas cosas? ¿Son realmente Tus siervos quienes disponen tales carnicerías, quienes de ese modo desuellan y descuartizan a la gente? Y cuando ponen Tu nombre por testigo, ¿estás Tú realmente en esas atroces matanzas como si tuvieras hambre de carne humana? Si Tú, Cristo, ordenaras realmente estas cosas, ¿qué le quedaría entonces a Satán? Oh, terrible irreverencia, creer que Tú podrías hacer esas cosas, las mismas que él. Oh, audacia infame de los hombres: atribuir a Cristo lo que sólo puede ser voluntad e invención del demonio.»
Si Sebastian Castellio no hubiera escrito más que ese prefacio al libro De haereticis y en ese prólogo únicamente esa página, su nombre tendría que ser inmortal en una historia de la tolerancia, pues cuán solitaria se alza esa voz, qué pocas esperanzas tiene su conmovedora súplica de ser escuchada en un mundo en el que las armas resuenan por encima de las palabras y en el que la guerra se apodera de las últimas decisiones. Pero, aun proclamados innumerables veces por todas las religiones y por todos los profesores de filosofía, los postulados más humanos deben ser recordados siempre de nuevo al olvidadizo género humano. «Sin duda alguna, no digo nada —añade el modesto Castellio— que otros no hayan dicho ya. Pero nunca resulta superfluo repetir aquello que es cierto y justo hasta que se hace valer.» Y como la violencia se renueva adquiriendo nuevas formas en cada época, también la lucha contra ella ha de ser renovada constantemente por los hombres de espíritu. No pueden huir con el pretexto de que el poder es demasiado fuerte en ese momento y de que, por tanto, no tiene sentido oponerse a él con la palabra, pues jamás lo necesario se ha dicho demasiado a menudo, y la verdad, jamás en vano. Aun cuando no venza, la palabra demuestra su eterna actualidad, y quien la sirve en semejante momento ha dado pruebas, por su parte, de que ningún terror tiene poder sobre un espíritu libre y de que incluso en el más inhumano de los siglos hay espacio para la voz de la compasión.

Capítulo 7
Una conciencia se alza contra la violencia

Precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de forzar la opinión de los otros son los más sensibles ante cualquier oposición hacia su propia persona. Así, también Calvino considera como una monstruosa injusticia que el mundo se permita siquiera someter a discusión el suplicio de Servet, en lugar de elogiarlo con entusiasmo como una acción devota y grata a Dios. El mismo hombre que sin piedad mandó quemar a otro a fuego lento sólo por una disparidad de opinión, exige muy seriamente compasión, no para la víctima, sino para sí mismo. «Si conocieras tan sólo la décima parte de las injurias y ataques —escribe a un amigo— a las que me veo expuesto, sentirías piedad ante mi triste situación. De todas partes me ladran los perros. Todos los ultrajes imaginables caen sobre mí. Más enconadamente que los enemigos oficiales del Papado, me atacan los que en el propio campo me envidian y odian.» Con enojo, Calvino constata que, a pesar de sus citas bíblicas y de sus argumentos, nadie está dispuesto a reconocer en silencio el asesinato de Servet. Los nervios provocados por la mala conciencia aumentan hasta alcanzar una suerte de pánico, en cuanto se entera de que Castellio y sus amigos de Basilea preparan una refutación.
El primer pensamiento de un temperamento tiránico es siempre el de reprimir, censurar y amordazar cualquier opinión contraria. En cuanto se entera, Calvino corre a su escritorio y, sin conocer aún el libro De haereticis, acosa de antemano a los sínodos suizos para que, sea como sea, impidan que salga a la luz. ¡Y ni una discusión más! Ginebra ha hablado: Genava locuta est. Todo lo que ahora quieran decir otros sobre el caso Servet habrá de ser por ello y de antemano un error, un sinsentido, una mentira, una herejía, una blasfemia, pues le contradice a él, a Calvino. Diligente, corre la pluma. El 28 de marzo de 1554 Calvino escribe a Bullinger que, bajo nombre ficticio, en Basilea acaban de imprimir un libro en el que Castellio y Curione pretenden demostrar que no se debe eliminar a los herejes empleando la violencia. Semejante herejía no debe difundirse, pues supone un «veneno defender la indulgencia y con ello negar que los herejes y blasfemos han de ser castigados». Así que rápido: una mordaza para ese mensaje de tolerancia. «Quiera Dios que los pastores de esta Iglesia, aunque tarde, vigilen para que ese mal no siga propagándose.» Pero Calvino no se conforma con haber hecho esa proclama. Al día siguiente su portavoz Théodore de Beze conmina aún más enérgicamente: «Han impreso el nombre de Magdeburgo sobre el título, pero ese Magdeburgo está, creo yo, junto al Rin. Hace tiempo que sabía que allí se discurrían tales infamias. Ahora me pregunto qué queda de la religión cristiana si se tolera lo que esos depravados han escupido en su prólogo.»
Pero ya es demasiado tarde. Entretanto, el tratado ha superado la denuncia, y cuando el primer ejemplar llega a Ginebra, el horror prende allí como la yesca. ¿Cómo? ¿Hay hombres que colocan la compasión por encima de la autoridad? ¿Los que piensan de modo diferente han de ser respetados y tratados como hermanos, en lugar de ser arrastrados hasta la hoguera? ¿Todo cristiano, y no sólo Calvino, puede atreverse a interpretar a su modo la Sagrada Escritura? Con ello, la Iglesia —Calvino, naturalmente, se refiere a «su Iglesia»— estaría amenazada. A una señal, suena en Ginebra el grito de ¡herejía! Una nueva herejía, gritan en todas direcciones, ha sido creada. Una herejía especialmente peligrosa: el «belianismo». Y así denominan a partir de ahora la doctrina de la tolerancia en cuestiones de fe: por el nombre de su apóstol Martinus Bellius (Castellio). ¡Rápido! Hay que apagar, por tanto, ese fuego del infierno. Antes de que se propague por toda la tierra. Y en la confusión de su ira, por encima de esa demanda de tolerancia proclamada aquí por vez primera, De Beze grita: «¡Desde los inicios del cristianismo nunca se habían escuchado tales blasfemias!»
De inmediato, se reúne en Ginebra un consejo de guerra. ¿Hay que contestar o no? El sucesor de Zwingli, Bullinger, a quien los ginebrinos habían pedido con urgencia que reprimiera el libro a tiempo, advierte sutilmente desde Zurich: el libro será olvidado por sí solo. Harán mejor no oponiéndose a él. Pero Farel y Calvino, en su impetuosa impaciencia, insisten en que hay que dar una respuesta oficial. Y como Calvino, tras las malas experiencias sufridas con su primera defensa, prefiere mantenerse en un segundo plano, confía la misión a uno de sus jóvenes secuaces, a Théodore de Beze, para que con el clamoroso ataque contra la «satánica» doctrina de la tolerancia se gane los galones como teólogo y su gratitud de dictador.
Théodore de Beze, personalmente un hombre piadoso y justo, que en pago por tantos años de servicio obediente se convirtió después en el sucesor de Calvino, sobrepasa a éste, como siempre supera el espíritu dependiente al productivo, en su odio contra cualquier hálito de libertad espiritual. De él son aquellas terribles palabras que para siempre lastraron su nombre con la fama del erostratismo: la libertad de conciencia es una doctrina del diablo («Libertas conscientiae diabolicum dogma»). ¡Nada de libertad! Es preferible exterminar a los hombres con el fuego y la espada que tolerar la vanidad del pensamiento independiente: «Mejor tener un tirano, aunque sea atroz —clama De Beze echando espumarajos por la boca— que permitir que cualquiera pueda actuar a su modo… Afirmar que no se puede castigar a los herejes es como decir que no se debe matar al que ha asesinado a su padre y a su madre, cuando los herejes son mil veces más criminales que éstos.» Con esta prueba puede uno imaginar el frenesí con el que la ortodoxa estrechez de miras de este recalentado panfleto trata de persuadir en contra del «belianismo». ¿Cómo? ¿A esos «monstruos disfrazados de hombres» («monstres déguisés en hommes») hay que tratarlos con humanidad? ¡No! Primero la autoridad y después la compasión. En ningún caso y a ningún precio puede un dirigente ceder frente a un arranque de humanidad cuando se trata de la «doctrina», pues semejante caridad no sería cristiana, sino diabólica: «charité diabolique et non chrétienne». Por vez primera, aunque no será la última, se encuentra uno aquí con la teoría militante de que el humanismo —la «crudelis humanitas», como dice De Beze— es un delito contra la humanidad que sólo puede ser conducida hacia determinados objetivos ideológicos por medio de una disciplina férrea y una severidad imperturbable. No se puede «respetar a un par de lobos feroces sin entregarles todo el rebaño creyente de Cristo… Fuera con esa supuesta indulgencia, que en realidad no es más que crueldad externa», grita exaltado De Beze contra los belianistas, y conjura a las autoridades a que «virtuosamente golpeen con la espada» («frapper vertuesement de ce glaive»), Al mismo Dios, cuya piedad en su derroche de compasión invoca Castellio para que ponga fin de una vez a esas bestiales carnicerías, ruega el pastor de Ginebra con la vehemencia del odio que, sólo para que no se ponga término a la masacre, «conceda a los príncipes cristianos suficiente altura de ánimo y firmeza para que exterminen por completo a esos malhechores». Pero a De Beze semejante exterminio de los que piensan de modo distinto no le parece suficiente. A los herejes no sólo hay que matarlos, sino que su ejecución ha de ser también lo más cruel posible. Y con este piadoso consejo, De Beze disculpa de antemano cualquier tortura aún por inventar: «Si hubieran de ser castigados en la medida de sus crímenes, creo que sería difícil encontrar un martirio que correspondiera a la monstruosa medida de sus faltas.»
Tener que repetir tales himnos al terror, semejantes argumentos en contra de la humanidad, resulta enojoso, pero es necesario fijarlos y conservarlos en la memoria, palabra por palabra, para comprender el peligro en el que habría caído el mundo protestante de haber permitido que el odio de los fanáticos de Ginebra pusiera en marcha una nueva Inquisición. Y también, para apreciar lo que arriesgaron aquellos hombres valientes y sensatos al enfrentarse a esos enajenados por el delirio de perseguir a los herejes. Y ello hasta el punto de poner en peligro y sacrificar sus vidas, pues, para que la de la tolerancia se convierta a tiempo en una idea «inofensiva», De Beze exige tiránicamente en su libelo que cualquier amigo de la tolerancia, cualquiera que defienda el «belianismo», como «enemigo de la religión cristiana», debe ser tratado desde ahora como un hereje, es decir, que debe ser quemado. «En su persona se ha de practicar ese punto de la tesis que defiendo aquí: que los ateos y los herejes han de ser castigados por las autoridades.» Y para que Castellio y sus amigos no tengan duda acerca de lo que les espera si persisten en defender a los que son perseguidos por sus ideas, De Beze, cerrando el puño, amenaza también a la supuesta imprenta falsa y al pretextado pseudónimo con que no se «salvarán de la persecución, pues todo el mundo sabe quiénes sois y lo que os proponéis… Os prevengo a tiempo, Bellius y Montfort, y a toda vuestra camarilla».
A la vista está que el libelo escrito por De Beze sólo en apariencia es una exposición académica. Su verdadero sentido reside en esa amenaza. Los odiados defensores de la libertad espiritual deben saber de una vez por todas que con cada nueva exhortación a la humanidad arriesgan su vida, y, en su impaciencia por poner en peligro la cabeza de Sebastian Castellio, De Beze provoca a este valiente, acusándole de cobarde. «Él —se mofa— que por lo general se comporta de modo tan audaz y temerario, se muestra en este libro, que únicamente habla de compasión y clemencia, tan cobarde y temeroso que sólo se atreve a sacar la cabeza cubierto y enmascarado.» Tal vez espera que Castellio, ante el peligro de ser nombrado y reconocido abiertamente, retroceda con prudencia, pero Castellio acepta el desafío. Precisamente el que la ortodoxia ginebrina pretenda ahora elevar a la categoría de dogma y llevar a la práctica su reprobable acción, obliga a este apasionado amante de la paz a la guerra abierta. Sabe que ha llegado el momento de entrar en acción. Si el crimen cometido en la persona de Servet no es llevado ante el tribunal de la humanidad en pleno para que tome la última decisión, con esa hoguera arderán otras mil, y lo que hasta ahora ha sido una maniobra aislada para cometer un asesinato, se consolidará, convirtiéndose en una norma mortal. Resuelto, Castellio deja a un lado su propio trabajo como artista y erudito, para escribir el «yo acuso» de su época: denunciar a Calvino con motivo de un asesinato religioso, cometido en la plaza de Champel en la persona de Miguel Servet. Y esa acusación pública, Contra libellum Calvini, aunque dirigida contra una sola persona, gracias a su fuerza moral será una de las más brillantes polémicas escritas contra cualquier intento de acallar la palabra por medio de la ley; el modo de pensar, por medio de una doctrina; y la conciencia nacida para siempre libre, por medio de la fuerza por siempre despreciable.
Castellio conoce a su adversario desde hace años y años y, por tanto, también sus métodos. Sabe que Calvino convertirá cualquier ataque a su persona en un ataque contra la «doctrina», contra la religión e incluso contra Dios. Por eso, desde el principio Castellio deja claro que en su escrito Contra libellum Calvini ni defiende ni juzga las tesis de Servet y que no quiere meterse en cuestiones religiosas o exegéticas, sino que únicamente eleva una acusación contra el hombre Juan Calvino, que ha matado a otro hombre, Miguel Servet. Con el firme propósito de no permitir de antemano ninguna tergiversación sofística, en sus primeras palabras y claramente, como un jurista, expone la causa que piensa argumentar. «Juan Calvino —así empieza su acusación— goza hoy día de gran autoridad, y yo le desearía una aún mayor si le viera animado por un modo de pensar más apacible. Pero su último acto fue una ejecución sangrienta y una amenaza para muchos hombres piadosos. Por eso yo, que detesto el derramamiento de sangre —¿no debería hacerlo todo el mundo?—, me dispongo a revelar, con la ayuda de Dios, su verdadero propósito y a apartar de su error al menos a algunos de aquellos a los que él ha inducido a compartir su equivocado modo de pensar.»
«El 27 de octubre del pasado año, 1553, el español Miguel Servet fue quemado en Ginebra a causa de sus convicciones religiosas y a instancias de Calvino, pastor de esa iglesia. Esa ejecución provocó muchas protestas, especialmente en Italia y Francia, y como respuesta a esas quejas Calvino acaba de publicar un libro que, según todos los indicios, es hábilmente tendencioso y que tiene como objetivo justificarle por haber combatido a Servet y, sobre todo, demostrar que merecía la pena de muerte. Quiero someter este libro a un examen crítico. Según su costumbre, es probable que Calvino hasta me califique de discípulo de Servet, pero que nadie se lleve a engaño. Yo no defiendo las tesis de Servet, sino que ataco las falsas tesis de Calvino. Dejo a un lado cualquier discusión sobre el Bautismo, la Trinidad y otras cuestiones semejantes. Tampoco tengo los libros de Servet, pues Calvino los ha quemado, y por tanto no sé qué ideas defendió. Sólo en aquellos otros puntos que no se refieren a esas diferencias fundamentales de opinión, expondré los errores de Calvino. Cualquiera puede ver quién es ese hombre al que la sangre ha perturbado. No le trataré como trató él a Servet, al que primero mandó quemar vivo junto con sus libros y a quien, en cuanto estuvo muerto, aún insultó. Cuando, tras haber quemado los libros junto con su autor, su adversario tiene la osadía de remitirnos a esos mismos libros, de los que cita páginas sueltas, su proceder es como el de un incendiario que, tras haber convertido una casa en cenizas, nos invita a inspeccionar el mobiliario de cada habitación. Por lo que a nosotros respecta, jamás quemaremos a un autor, jamás una obra. El libro que combatimos puede leerlo cualquiera. Hay dos ediciones disponibles, una en latín y otra en francés. Y para que no haya réplica posible, especificaré en cada ocasión el párrafo del mismo que me propongo reproducir y anotaré mis respuestas con el número correspondiente.»
No se puede sostener una discusión con mayor rectitud. Calvino ha establecido en su libro su propio punto de vista y Castellio emplea ese documento accesible para cualquiera como lo haría un juez de instrucción con la declaración de un acusado que constara en actas. Palabra por palabra, transcribe todo el libro de Calvino, para que nadie pueda decir que de algún modo ha falseado o modificado la opinión de su adversario. Y para excluir de antemano cualquier sospecha por parte del lector de que ha podido alterar el texto de Calvino abreviándolo intencionadamente, numera cada una de sus frases. Por lo tanto, este segundo proceso en el caso Servet se lleva a cabo con mucha mayor justicia que el primero, que tuvo lugar en Ginebra y en el que al acusado, encerrado en una mazmorra muerto de frío, se le negó cualquier testigo y cualquier defensa. Abiertamente y ante la mirada de todo el mundo humanista, la causa de Servet ha de resolverse aquí como una cuestión moral.
Los hechos están claros y son incontrovertibles. Un hombre que, aun cuando las llamas le rodeaban, con voz inteligible se confesó inocente, ha sido ejecutado de modo atroz por instigación de Calvino y por orden del magistrado de Ginebra. Ahora Castellio plantea la pregunta decisiva: ¿Qué falta cometió en definitiva Miguel Servet? ¿Cómo pudo Calvino, que aún no estaba revestido de ningún cargo estatal, sino únicamente de uno espiritual, transferir al magistrado esa cuestión puramente teológica? ¿Tenía el magistrado de Ginebra derecho a condenar a Servet a causa de ese supuesto delito? Y finalmente, ¿con qué autoridad y bajo qué ley le fue impuesta la pena de muerte a ese teólogo extranjero?
Para responder a la primera pregunta, Castellio examina las actas, las declaraciones de Calvino, para determinar en primer lugar de qué delito acusa a Miguel Servet. Y no encuentra otro cargo que el de que Servet, en opinión de Calvino, «tergiversó el Evangelio de modo temerario y llevado por un inexplicable deseo de innovación». Calvino, por tanto, no acusa a Servet de otro delito que no sea el de haber interpretado la Biblia de modo independiente y caprichoso y el de haber llegado con ello a unas conclusiones diferentes a las de la doctrina de su propia Iglesia. Pero Castellio devuelve el golpe de inmediato. ¿Acaso fue Servet el único que en el seno de la Reforma llevó a cabo una interpretación semejante del Evangelio? ¿Y quién se atreve a afirmar que con ello atentó contra el verdadero sentido de la nueva doctrina? ¿Acaso esa interpretación individual no era una de las premisas principales de la Reforma? Y, ¿qué otra cosa han hecho los dirigentes de la Iglesia evangélica al imponer esa nueva interpretación del mensaje de Dios y de las Escrituras? ¿No fue Calvino, junto con su amigo Farel, el más atrevido y resuelto a la hora de reformar y reconstruir la Iglesia? Y, dice, «no sólo se entregó a un verdadero exceso de innovaciones, sino que las ha impuesto a todos de tal modo que el simple hecho de contradecirle resulta muy peligroso. En diez años ha implantado más novedades que la Iglesia católica en seis siglos». Calvino, el más temerario de los reformadores, no es quien tiene precisamente más derecho a calificar de delito y a condenar las nuevas interpretaciones dentro de la Iglesia protestante.
Pero desde la evidencia de su infalibilidad, Calvino considera sus opiniones como ciertas, y cualquier otra como falsa. Y aquí Castellio plantea la segunda pregunta: ¿Quién ha instituido a Calvino como juez sobre lo que es verdadero y lo que no lo es? «Naturalmente, Calvino califica a todos aquellos escritores que no se limitan a repetir su doctrina de animados por malas intenciones. Por eso exige no sólo que se les impida escribir, sino también hablar, de modo que sólo él tenga derecho a decir lo que considera correcto.» Precisamente eso es lo que Castellio quiere cuestionar de una vez por todas, el que un hombre o un partido reivindiquen el derecho a decir: nosotros somos los únicos que conocemos la verdad, y cualquier otra opinión es un error. Todas las verdades, pero especialmente las religiosas, son discutibles y ambiguas, «por eso, resulta pretencioso debatir sobre los misterios que sólo pertenecen a Dios con semejante celo, como si participáramos de sus más ocultos planes, y es una arrogancia simular y pretender una certeza absoluta acerca de asuntos de los que en el fondo no sabemos nada». Desde que comenzó el mundo, todos los males han venido de los doctrinarios, que, intransigentes, proclaman su opinión y su ideario como los únicos válidos. Esos fanáticos de una sola idea y un único proceder son los que, con su despótica agresividad, perturban la paz en la tierra y quienes transforman la natural convivencia de las ideas en confrontación y mortal disensión. Castellio acusa a Calvino de ser uno de esos instigadores de la intransigencia espiritual: «Todas las sectas edifican sus religiones sobre la palabra de Dios y todas consideran la suya como cierta. En opinión de Calvino, por lo tanto, una tendría que perseguir a las otras. Desde luego, Calvino afirma que su doctrina es la cierta, pero los otros afirman lo mismo. Él dice que los otros se equivocan. Los otros afirman lo mismo de él. Calvino quiere ser juez. Los otros también. ¿Cómo tomar una decisión? Pero, ¿quién ha erigido a Calvino en árbitro sobre todos los demás, confiriéndole el derecho a imponer la pena de muerte? ¿En qué basa su monopolio como juez? En que posee la palabra de Dios. Pero los otros afirman lo mismo. Y si no, en que su doctrina es incontrovertible. Pero, ¿incontrovertible a los ojos de quién? A los suyos, los de Calvino. Pero, ¿por qué escribe entonces tantos libros, si la verdad que él proclama es en realidad tan evidente? ¿Por qué no ha escrito un solo libro para demostrar que, por ejemplo, el asesinato y el adulterio son un delito? Pues porque eso para todo el mundo está claro. Si, en efecto, Calvino ha penetrado y revelado toda la verdad espiritual, ¿por qué no concede a los demás un poco de tiempo para que asimismo la entiendan? ¿Por qué los elimina de antemano y les quita con ello la posibilidad de reconocerla?»
Con esto queda ya constatado algo decisivo: Calvino se ha arrogado unas funciones de juez en materia espiritual y religiosa para las que no tenía ningún derecho. Si consideraba que las opiniones de Servet eran equivocadas, la misión que le habría correspondido sería la de ilustrarle sobre sus errores y convertirle. Pero, en lugar de ponerse de acuerdo de forma amistosa, inmediatamente echó mano de la fuerza. «Tu primera acción consistió en detenerle. Encerraste a Servet y durante el proceso no sólo excluiste a cualquier amigo suyo, sino incluso a todo aquel que no fuera su adversario.» Puso en práctica ese viejo método del que siempre se sirven los doctrinarios cuando una discusión les resulta molesta: se tapan los oídos y amordazan a los otros. Pero que un hombre o una doctrina se oculten tras la censura denota siempre inseguridad moral. Y como si presintiera su propio destino, Castellio apela a la responsabilidad moral de Calvino. «Te pregunto a ti, señor Calvino: si entablaras con alguien un proceso a causa de una herencia y tu adversario consiguiera que el juez sólo le dejara hablar a él, mientras que a ti te prohibiera hacer uso de la palabra, ¿no te rebelarías contra semejante injusticia? ¿Por qué haces a los demás lo que tú mismo no quieres que te hagan? Nos encontramos ante una polémica sobre la fe, ¿por qué nos cierras la boca? ¿Estás tan convencido de lo pobre de tu causa? ¿Hasta tal punto temes ser vencido y perder tu poder como dictador?»
Con ello, ha formulado ya la acusación principal contra Calvino. Se ha arrogado, apoyándose en el poder que le confería el Estado, el derecho a decidir él solo en cuestiones divinas, morales y temporales. De ese modo, ha cometido un abuso contra el derecho divino, que ha concedido a cada hombre un cerebro para que piense de modo independiente, una boca para hablar y una conciencia como la última y más íntima instancia moral. Y, al mandar perseguir a un hombre como si se tratara de un vulgar criminal y únicamente por causa de su diferencia de parecer, ha cometido un abuso contra todo derecho terrenal.
Castellio suspende un momento la sesión para llamar a un testigo. Un teólogo universalmente conocido ha de declarar, en contra del predicador Juan Calvino, que según las leyes divinas la persecución por parte de las autoridades de un delito puramente espiritual es ilícita. Ese gran erudito, al que Castellio concede la palabra, no es otro que el propio Calvino, que es introducido en la discusión en contra de su voluntad. «Aunque declara que todo está confuso, Calvino se apresura a acusar a los demás, para que no se sospeche de él. Pero está claro que esa confusión sólo la ha provocado una cosa: la acción por él cometida como perseguidor. Ese único hecho, el que mandara condenar a Servet, no sólo ha causado escándalo en Ginebra, sino en toda Europa, y ha provocado la alarma en todos los países. Ahora, la culpa por lo que él hizo, trata de achacársela a otros. Pero en otro tiempo, cuando él mismo aún formaba parte de aquellos que sufrían persecución, hablaba un idioma distinto. Entonces escribía largas parrafadas en contra de semejantes persecuciones. Y para que nadie lo dude, transcribo aquí una página de su Institutio
A continuación, Castellio cita las palabras de la Institutio, palabras del Calvino de otro tiempo, por las que el Calvino de hoy probablemente mandaría quemar a su autor, pues ni en una sílaba se aparta el Calvino de otro tiempo de la tesis que ahora Castellio defiende frente a él. Literalmente, en la primera edición de la Institutio, dice que es «un delito matar a los herejes. Mandar eliminarlos a hierro y fuego significa negar todo principio de humanidad». Pero, en cuanto consiguió el poder, Calvino tachó sin demora esa declaración de humanidad. En la segunda edición de la Institutio, su anterior postura, clara y decidida, ya ha sido modificada. Como Napoleón al llegar a cónsul y emperador, quien con el mayor cuidado se deshizo del panfleto jacobino de su juventud, este dirigente de la Iglesia, en cuanto ha pasado él mismo de perseguido a perseguidor, quiere que su adhesión a la indulgencia desaparezca para siempre. Pero Castellio no deja que Calvino se le escape. Repite palabra por palabra esas líneas de la Institutio, llamando la atención sobre ellas. «Que todo el mundo compare ahora esa primera declaración de Calvino con sus escritos y acciones de hoy en día, y se verá que su presente y su pasado son tan distintos entre sí como lo son la noche y el día. Porque mandó ejecutar a Servet, ahora quiere que todos los que no comparten su opinión también sean eliminados. Niega las leyes que él mismo ha implantado, y reclama la muerte… ¿Puede uno asombrarse ahora de que Calvino quiera llevar a los demás a la muerte por miedo a que pudieran poner de manifiesto su inconstancia y sus mudanzas y aprovecharse de ellas? Como ha actuado mal, teme la claridad.»
Pero precisamente esa claridad es la que quiere Castellio. Sin ninguna ambigüedad, Calvino debe aclarar de una vez al mundo por qué motivos él, en otro tiempo defensor de la libertad de opinión, mandó quemar a Miguel Servet en la plaza pública de Champel bajo los más atroces tormentos. Implacable, de nuevo comienza el interrogatorio.
Dos preguntas han sido ya resueltas. El sumario ha demostrado, primero, que Miguel Servet no ha cometido más que un delito espiritual, y, segundo, que el hecho de apartarse de la interpretación vigente no puede ser considerado nunca como un delito común. Y Castellio pregunta: ¿por qué entonces Calvino, como predicador de la Iglesia, ha recurrido a la autoridad temporal para que reprima la opinión contraria en una cuestión teórica y abstracta? Entre hombres de espíritu, los asuntos del espíritu han de dirimirse por caminos espirituales. «Si Servet te hubiera combatido con las armas, entonces habrías estado en tu derecho de pedir ayuda al Consejo. Pero como sólo te combatió con la pluma, ¿por qué has procedido contra sus escritos con el hierro y la espada? Así que di, ¿por qué te ocultaste tras el magistrado?» El Estado no tiene ninguna autoridad en cuestiones de conciencia interna, «no es competencia del magistrado defender doctrinas teológicas. La espada no tiene nada que ver con la doctrina. La doctrina es materia exclusiva de los eruditos. El magistrado no puede más que defender al erudito, como a un artesano, a un trabajador, a un médico o a un ciudadano cualquiera cuando sufren una injusticia física. Sólo si Servet hubiera querido matar a Calvino, sólo entonces la actuación del magistrado al defender a Calvino habría sido legítima, pero como Servet sólo combatió con sus escritos y con argumentos racionales, no se le podían pedir cuentas más que con nuevos argumentos racionales y con nuevos escritos».
Terminante, Castellio rechaza cualquier intento por parte de Calvino de justificar su acción a través de un dictado superior, divino. Para Castellio no existe ningún precepto divino, ni cristiano, que ordene el asesinato de un hombre. Cuando Calvino, en su escrito, intenta apoyarse en la ley de Moisés, que pretende que se extermine a los falsos creyentes con el fuego y la espada, Castellio responde indignado y agudo: «Pero, ¿cómo en nombre de Dios quiere Calvino aplicar esa ley que aquí alega? ¿No tendría entonces que destruir las moradas, los edificios, el ganado y los enseres de todas las ciudades, y, si un buen día tuviera suficiente fuerza militar, atacar a Francia y al resto de las naciones que él considera herejes, y arrasar las ciudades, liquidar a hombres, mujeres y niños, e incluso matar a los niños en el seno materno?» Cuando Calvino, para justificarse, aduce que si uno no tiene el valor de amputarse un órgano podrido, ello supone echar a perder el cuerpo entero de la doctrina cristiana, Castellio le responde: «La segregación del incrédulo del seno de la Iglesia es asunto del clero y significa únicamente que hay que excomulgar a los herejes y expulsarlos de la comunidad, pero no que se les deba quitar la vida.» En ningún pasaje del Evangelio, ni en ningún otro libro moral en todo el mundo, se ha postulado semejante intolerancia. «¿Vas a decir al final que ha sido Cristo quien te ha enseñado a quemar hombres?», increpa Castellio a Calvino, quien escribiera su desesperada apología «con la sangre de Servet en las manos». Y como Calvino insiste una y otra vez en que se vio obligado a quemar a Servet para defender la doctrina, para proteger la palabra de Dios, como una y otra vez trata, como todos los violentos, de disculpar su acto brutal por medio de otros intereses suprapersonales, de una autoridad superior, Castellio, como un rayo iluminador en medio de la noche oscura de aquel siglo, le aborda con estas inmortales palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe.»
«Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre.» Magnífica sentencia, inmortal en su claridad, y del mayor humanismo. Con esta frase, como acuñada en duro metal, Sebastian Castellio condenó para siempre cualquier persecución ideológica. Sea del tipo que sea —lógico, ético, nacional o religioso—, el subterfugio que se simule o pretexte para justificar el hecho de quitar de en medio a un hombre, ninguno de esos motivos exime al hombre que ha cometido u ordenado el crimen de su responsabilidad personal. De un homicidio siempre es culpable su autor, y jamás se puede justificar un asesinato por medio de una ideología. Las verdades se pueden difundir, pero no imponer. Ninguna doctrina será más cierta, ninguna verdad más verdadera, porque grite y se encolerice. Ninguna debería imponerse artificialmente recurriendo a una brutal propaganda. Pero una doctrina, una ideología, serán aún menos verdaderas si persiguen a los hombres por oponerse a su modo de pensar. Las convicciones son vivencias y episodios individuales, que no dependen de nadie más que de aquel a quien pertenecen. No se dejan reglamentar, ni que les den órdenes. Y aunque una verdad invoque a Dios una y mil veces y se declare santa, nunca puede considerar legítimo el destruir el santuario de la vida de un hombre, creada por Dios. Mientras para Calvino, el dogmático, el hombre de partido, tiene poca importancia el que un mortal sea eliminado a causa de una idea que él considera inmortal, para Castellio todo hombre que sufre y muere por sus convicciones es una víctima inocentemente asesinada. La coacción en cuestiones espirituales no sólo es para él un crimen contra el espíritu, sino un esfuerzo inútil. «¡No forcemos a nadie! Pues la coacción jamás ha hecho mejor a un hombre. Aquellos que quieren imponer una fe a los hombres, actúan de modo tan absurdo como alguien que con un palo quisiera alimentar por la fuerza a un enfermo.» Por eso, de una vez por todas, hay que acabar con la represión de los que piensan de modo distinto. «Niega de una vez a tus funcionarios el derecho al empleo de la violencia y la persecución. Concede a todos, como reclama san Pablo, el derecho a hablar y a escribir, y pronto reconocerás lo que es capaz de hacer en la tierra la libertad, una vez redimida de la coacción.»
Los hechos han sido examinados, las preguntas contestadas. A Sebastian Castellio sólo le queda dictar sentencia en nombre de la humanidad ultrajada, y la Historia no ha hecho más que suscribirla. Un hombre, llamado Miguel Servet, un hombre que buscaba a Dios, un «étudiant de la Sainte Escripture», ha sido asesinado. Se acusa de este asesinato a Calvino, como el promotor espiritual del proceso, y al magistrado de Ginebra, como la autoridad que lo llevó a cabo. La instrucción moral ha examinado el caso y declara que ambas instancias, tanto la espiritual como la temporal, se han extralimitado en sus atribuciones. El magistrado es culpable de abuso, «pues no está autorizado para dictar sentencia sobre una falta espiritual». Y aún más culpable Calvino, que le ha cargado con esa responsabilidad. «Basándose en tu testimonio y en el de tus cómplices, el magistrado ha dado muerte a un hombre, estando tan incapacitado para decidir en esa cuestión como lo está un ciego para distinguir los colores.» Calvino es doblemente culpable: culpable tanto de ordenarlo como de que ese acto abominable tuviera lugar. Los motivos que aduce para llevar a la hoguera a ese desdichado son indiferentes. Su acción es un crimen. «Bien has mandado ejecutar a Servet porque pensaba lo que decía, o bien porque, de acuerdo con su conciencia, dijo lo que pensaba. Si le has matado por expresar su convicción interna, entonces le has matado a causa de la verdad, pues la verdad consiste en que, aun estando equivocado, diga uno lo que piensa. Pero si le has mandado matar únicamente por tener una idea equivocada, entonces tu obligación habría sido la de tratar antes de ganarle para la correcta o, con el texto en la mano, demostrar que hay que ejecutar a todos aquellos que de buena fe están en un error.» Pero Calvino ha matado, ha eliminado injustamente a un adversario. Por eso, es culpable, culpable y culpable de un asesinato premeditado…
Culpable, culpable y culpable. El juicio de la época, amenazador, resuena tres veces con el tono metálico de las trompetas. La instancia última, moralmente superior, la humanidad, ha decidido. Pero de qué sirve salvar el honor de un muerto, al que ninguna reparación podrá devolver a la vida. Sirve para proteger a los vivos y para, censurando un acto inhumano, evitar otros muchos. No sólo Calvino ha de ser condenado, sino también su libro, que contiene la terrible doctrina del terror y de la represión. «¿Es que no ves —increpa Castellio al culpable— a lo que llevan tu libro y tus acciones? Muchos afirman que defienden la gloria divina, y ahora, cuando quieran eliminar hombres, podrán apelar a tu testimonio. Siguiendo tu funesto camino, se mancharán de sangre. Como tú, mandarán ajusticiar a todos aquellos que tengan una opinión diferente. No sólo los fanáticos aislados son peligrosos, sino el funesto espíritu del fanatismo. El intelectual, por tanto, no sólo ha de combatir a los hombres duros, que muestran celo por tener la razón y están ávidos de sangre, sino también cualquier idea que adopte una actitud terrorista, pues —profético presentimiento de un hombre en los inicios de una guerra de religión que habría de durar cien años— ni los más crueles tiranos con sus cañones derramarán tanta sangre como la que habéis hecho correr vosotros y aún habrá de correr próximamente con vuestro sangriento conjuro. Que Dios se apiade del género humano y que abra los ojos a los príncipes y a las autoridades, para que de una vez renuncien a su sangriento oficio.» Y al igual que con su indulgente mensaje de tolerancia, cuando no pudo permanecer por más tiempo sereno a la vista de los sufrimientos de aquellos que eran acosados y perseguidos, al igual que entonces elevó la voz hacia Dios en una oración desesperada pidiendo más humanidad en la tierra, en este escrito su voz crece hasta convertirse en una estremecedora imprecación contra todos los que con su odio y su celo por tener razón destruyen la paz del mundo. Encendido por la más noble ira, en contra de todo fanatismo, su libro concluye con este gran canto de cisne: «Esa infamia de las persecuciones religiosas hacía estragos ya en los tiempos de Daniel, y al no encontrar en su modo de vida nada por lo que pudieran atacarle, sus enemigos dijeron: debemos arremeter contra sus convicciones. Del mismo modo se actúa hoy. Cuando no se puede sorprender a un enemigo en su conducta moral, se vuelve uno hacia su “doctrina”, lo cual resulta muy acertado, pues como en esos casos las autoridades no tienen criterio, se dejan convencer mucho más fácilmente. De ese modo se suprime a los débiles, mientras en voz alta se hace sonar la consigna de la “doctrina sagrada”. Ah, vuestra “doctrina sagrada”, ¡cómo habrá de abominar de ella Cristo en el Día del Juicio Final! Pedirá cuentas por la conducta, no por la doctrina, y cuando le digan “Señor, estuvimos contigo, hemos predicado siguiendo tu ejemplo”, él les contestará: “¡Fuera de mi vista, criminales!”»
«¡Ay de vosotros, ciegos! ¡Ay de vosotros, obcecados! ¡Ay de vosotros, farsantes sanguinarios e incorregibles! ¿Cuándo reconoceréis por fin la verdad? Y, ¿cuándo dejarán los jueces de este mundo de derramar ciegamente la sangre de los hombres para complaceros?»

Capítulo 8
El triunfo de la fuerza

Rara vez se ha escrito una polémica tan decisiva contra un déspota espiritual, y probablemente nunca una con tan intensa pasión como el Contra libellum Calvini de Castellio. Con su verdad y transparencia debía informar incluso a los más indiferentes de que la libertad de pensamiento del protestantismo y, por encima de él, la del espíritu en Europa estaba perdida, si no se defendía a tiempo de la Inquisición ginebrina. Por eso, cabe esperar con toda probabilidad, que, tras esa argumentación sin fisuras de Castellio en el caso Servet, todo el mundo firme unánimemente el juicio condenatorio. Quien ha sido atrapado y derribado por mano semejante en semejante batalla, parece acabado para siempre. Y el manifiesto de Castellio, un golpe mortal para el intransigente dogmatismo de Calvino.
Pero en la realidad no sucede… nada. Ni la deslumbrante polémica de Castellio ni su magnífico llamamiento a la tolerancia tienen el más mínimo efecto en el mundo real. Y ello por la más sencilla y terrible de las razones: porque el Contra libellum Calvini no llega a la imprenta, pues, antes de que pueda despertar la conciencia de Europa, este libro es interceptado por la censura a instancias de Calvino.
En el último momento —en Basilea ya circulan copias en la más estricta intimidad, la imprenta ya está preparada—, los gobernantes ginebrinos, servidos por buenos delatores, se huelen el peligroso ataque que Castellio prepara contra ellos. Y de inmediato se ponen manos a la obra. En semejantes circunstancias, la prepotencia autoritaria de una organización estatal frente al individuo se muestra terrible. A Calvino, que ha cometido la atrocidad de quemar vivo a un hombre que pensaba de modo diferente, sometiéndole además a los más horribles tormentos, aún se le permite, gracias a la estrechez de miras de la censura, defender su delito sin ninguna traba. Sin embargo, a Castellio, que quiere elevar una protesta en nombre de la humanidad, se le niega la palabra. La ciudad de Basilea no tenía ningún motivo para prohibir a un ciudadano libre, a un profesor de la Universidad, el derecho a mantener una polémica literaria, pero Calvino, como siempre magistral en la táctica y en la práctica, hábilmente pone en marcha los resortes de la política. Provoca deliberadamente un incidente diplomático. No es Calvino quien eleva una queja por un ataque contra la «doctrina», sino la ciudad de Ginebra ex officio. El Consejo de la ciudad de Basilea y la Universidad se encuentran con ello ante un penoso dilema: revocar el derecho de un escritor libre o entrar en conflicto con la poderosa ciudad confederada. Como siempre, el elemento imperialista triunfa sobre la moral. Los miembros del Consejo prefieren sacrificar al individuo y promulgar una prohibición que impida que se publiquen ciertos escritos que no son del todo ortodoxos. Con ello, se evita la aparición del Contra libellum Calvini de Castellio. Y Calvino puede estar contento: «Es una suerte que los perros que ladran, ya no nos puedan morder.» («Il va bien que les chiens qui aboient derrière nous ne nous peuvent mordre.»)
Como a Servet con la hoguera, a Castellio se le hace callar con la censura. Una vez más, la autoridad en la tierra se ha salvado recurriendo al terror. A Castellio le cortan la mano con la que lucha: el escritor no puede escribir más. Y lo que es aún más injusto y más terrible: en el caso de que los adversarios triunfantes le ataquen ahora con redoblada ira, no puede seguir defendiéndose. Habrá de pasar casi todo un siglo, antes de que el Contra libellum Calvini pueda aparecer impreso. Las premonitorias palabras de Castellio en su tratado resultan ser una terrible verdad: «¿Por qué haces a los demás lo que tú mismo no quieres que te hagan? Nos encontramos ante una polémica sobre la fe, ¿por qué nos cierras la boca?»
Pero contra el terror no hay justicia ni jueces. Allí donde impera la fuerza, el vencido no tiene a qué apelar. Allí el terror es la primera y al mismo tiempo la última instancia. Con trágica resignación, Castellio ha de conformarse con sufrir una injusticia. Pero siempre que la violencia se alza por encima del espíritu, el soberano desprecio del vencido resulta reconfortante: «Vuestras palabras y vuestras armas son las propias del despotismo con el que soñáis, esa soberanía más temporal que espiritual, que no está fundada en el amor de Dios, sino en la coacción. Pero no os envidio vuestro poder ni vuestras armas. Yo tengo otras: la verdad, el saber que soy inocente y el nombre de Aquel que me ayudará y me dará la gracia. Y aun cuando en determinadas épocas la verdad sea sometida por el ciego juez que es el mundo, nadie tiene poder sobre ella. Dejemos a un lado el juicio de un mundo que ha matado a Cristo, que no nos preocupe su justicia, ante la cual siempre triunfa la causa de la violencia. El verdadero Reino de Dios no es de este mundo.»
Una vez más, el terror se ha salido con la suya. Y lo que es aún más trágico, el poder exterior de Calvino no se ve quebrantado por su peor acción, sino que sorprendentemente se ha fortalecido. Resulta del todo inútil buscar en la Historia la moral piadosa y la justicia sentimental de los libros de texto. Hemos de resignarnos. La Historia, esa sombra terrenal del espíritu del siglo, no actúa ni moral ni inmoralmente. No castiga el crimen, ni premia a los buenos. Como en su sentido último se basa en la fuerza y no en la justicia, la mayoría de las veces concede la ventaja aparente a los poderosos, con lo que la temeridad desmedida y las decisiones brutales en la lucha temporal antes redundan en beneficio que en detrimento de culpables y criminales.
También Calvino, atacado a causa de su dureza, ha reconocido que sólo se puede salvar de una forma: con mayor dureza, con una violencia aún más despiadada. Siempre se cumple la misma regla, según la cual quien en una ocasión recurre a la fuerza, ha de seguir empleándola. Y a quien se ha iniciado en el terror, no le queda más remedio que intensificarlo. La oposición que Calvino ha encontrado durante y después del proceso contra Servet no hace más que confirmar su idea de que para un gobierno autoritario la contención por vía legal y la simple intimidación del partido contrario son métodos insuficientes, y que sólo hay un modo de asegurar la totalidad del poder: mediante el exterminio total de cualquier oposición. En un principio, Calvino se conformó con neutralizar a la minoría republicana de Ginebra por vía legal, manipulando soterradamente y a su favor el reglamento electoral. En las reuniones de la municipalidad, un número cada vez mayor de emigrantes protestantes procedentes de Francia, que material y moralmente dependían de él, se convirtieron en ciudadanos de Ginebra, incorporándose con ello a las listas electorales. De ese modo, el ánimo y la opinión del Consejo habían de inclinarse progresivamente a su favor: todos los cargos pasan a manos de aquellos que muestran una obediencia ciega y se aleja a los viejos patricios republicanos de los puestos de influencia. Pero pronto esa sistemática infiltración extranjera resulta demasiado obvia para los ginebrinos patriotas. Tarde, demasiado tarde, los demócratas, que han derramado su sangre por la libertad de la ciudad de Ginebra, empiezan a inquietarse. Celebran reuniones secretas. Deliberan sobre cómo se podrían defender los últimos restos de su vieja independencia frente al ansia dominadora de los puritanos. Los ánimos están cada vez más excitados. En la calle se producen duros enfrentamientos entre autóctonos y extranjeros. Finalmente, tiene lugar una pelea a brazo partido, aunque bastante inocente, en la que en total dos personas resultan heridas a pedradas.
Pero Calvino sólo estaba esperando un pretexto como ése. Ahora al fin puede llevar a cabo ese golpe de Estado largamente concebido que le asegure la totalidad del poder. Enseguida, la pequeña bronca callejera se hincha hasta convertirse en una «terrible conspiración» que sólo pudo frustrarse —lo más repugnante de tales prácticas es la ética falsa y el santurrón cerrar de ojos— por la «gracia de Dios». De repente, los dirigentes del partido republicano, que nada tenían que ver con esa pelea arrabalera, son encarcelados y torturados cruelmente, hasta que confiesan lo que el dictador necesita: que se había planeado una noche de san Bartolomé, que Calvino y los suyos iban a ser asesinados, y que en la ciudad tenían que haber entrado las tropas extranjeras. Basándose en la «confesión», conseguida únicamente bajo los más horribles tormentos, de ese proyecto de «rebelión» y la inventada «traición a la patria», el verdugo puede al fin comenzar su trabajo. Todos los que se hayan opuesto, aunque sea lo más mínimo, a Calvino, si no han huido a tiempo de Ginebra, serán ejecutados. Una sola noche, y en Ginebra no habrá más partido que el calvinista.
Tras una victoria tan completa, tras haber barrido tan radicalmente a sus últimos adversarios en Ginebra, Calvino podía haberse mostrado despreocupado y, por ello, magnánimo. Pero desde Tucídides, Jenofonte y Plutarco sabemos que en todo tiempo y lugar, tras su triunfo, los oligarcas se vuelven siempre más intransigentes. Forma parte de la tragedia de todos los déspotas el que teman aún más al hombre independiente una vez que le han debilitado desde el punto de vista político y le han hecho enmudecer. No les basta con que calle, con que tenga que callar. El simple hecho de que no diga que «sí», de que no les sirva y no se humille ante ellos, que no forme parte activa del rebaño de aduladores y siervos, hace que su existencia, el mero hecho de que aún exista, sea para ellos un motivo de disgusto. Y precisamente porque Calvino, tras su brutal golpe de Estado, se ha deshecho de todos sus oponentes políticos y sólo ha quedado ése, el moral, toda su agresividad se vuelve con multiplicada dureza contra ese único oponente, contra Sebastian Castellio.
La única dificultad para llevar a cabo ese ataque consiste en sacar al pacífico erudito de su seguro silencio, pues Castellio, por su parte, está cansado de la controversia abierta. Las naturalezas humanistas o erasmistas no son luchadoras permanentes. La fanática insistencia del hombre de partido y su tenaz cacería de prosélitos les parece algo indigno de un hombre de espíritu. Confiesan una vez su verdad, pero, tan pronto como han hecho pública su ideología, les parece superfluo tratar de convencer una y otra vez al mundo de un modo propagandístico de que es la única cierta y la única válida. Castellio, en el caso Servet, ha expresado su opinión. A pesar de todos los peligros, se ha encargado de la defensa del perseguido y se ha enfrentado a ese terror que violenta las conciencias de modo más decidido que cualquier otro hombre de su época. Pero los tiempos estaban en contra de la libertad de su mensaje. Ve que, de momento, ha triunfado la fuerza. Por eso se decide a esperar tranquilamente la ocasión en la que la batalla decisiva entre la tolerancia y la intolerancia pueda ser retomada. Profundamente decepcionado, pero en absoluto doblegado en sus convicciones, retorna a su trabajo. La Universidad, al fin, le ha nombrado profesor. La gran labor de su vida, la doble traducción de la Biblia, se acerca por fin a su término. Durante los años 1555 y 1556, una vez que le han arrebatado el arma, el uso de la palabra, Castellio ha enmudecido por completo como polemista.
Pero Calvino y los ginebrinos saben por espías que, en la intimidad, Castellio sigue manteniendo sus opiniones humanistas. Aunque le hayan atado las manos para escribir, no permite que le tapen la boca. Con irritación, los cruzados de la intolerancia se dan cuenta de que su odiado llamamiento a la tolerancia y sus irrefutables argumentos en contra de la doctrina de la predestinación encuentran cada vez mayor acogida entre los estudiantes. Un hombre moral influye con su sola existencia, pues su carácter crea en torno a él una persuasiva esfera, y, aun cuando aparentemente limitada a un estrecho círculo, esa influencia interna sigue propagándose como el embate de las olas, de un modo imperceptible e incontenible, pero cada vez más lejos. Como Castellio sigue siendo peligroso y no quiere doblegarse, su ascendiente debe ser destruido a tiempo. Con mucha astucia, se le tiende una trampa, para atraerle de nuevo a la polémica en torno a los herejes. Uno de sus colegas en la Universidad se ofrece voluntariamente para ese servicio, actuando como agente provocador. En una carta muy amable y como si se tratara únicamente de una cuestión teórica, se dirige a Castellio con el ruego de que le exponga sus opiniones acerca de la doctrina de la predestinación. Castellio se declara dispuesto a mantener una discusión pública, pero cuando está pronunciando sus primeras palabras un oyente se levanta y le acusa de herejía. Castellio se da cuenta en seguida de la intención. Y en lugar de caer en la trampa y defender su tesis —con lo que se tendría material suficiente para incriminarle—, interrumpe la discusión, y sus colegas de la Universidad impiden cualquier otra medida contra él. Pero Ginebra no se rinde tan fácilmente. Después de que haya fracasado este solapado truco, rápidamente cambia los métodos. Como Castellio no se deja llevar al terreno de la controversia, tratan de provocarle con rumores y panfletos. Se burlan de su traducción de la Biblia. Se le hace responsable de anónimos pasquines y de libelos difamatorios. A los cuatro vientos se difunden las más odiosas calumnias. Como obedeciendo a una señal, le atacan desde todos los frentes.
Pero, entre tanto, por ese mismo exceso de celo, a todos los que son imparciales les resulta obvio que, tras haberle quitado la posibilidad de expresarse libremente, a ese sabio grande y en verdad piadoso lo que en definitiva quieren quitarle es la vida. Precisamente la perfidia de la persecución procura al perseguido amigos en todos los frentes. De pronto, inesperada y abiertamente, el precursor de la Reforma alemana, Melanchthon, se pone de parte de Castellio. Como en otro tiempo a Erasmo, le repugnan las escandalosas intrigas de todos aquellos para los que el sentido de la vida no está en la reconciliación, sino en la lucha, de modo que espontáneamente dirige una carta a Sebastian Castellio. «Hasta ahora —dice en ella— no te he escrito, porque en medio de las ocupaciones, cuya cuantía y contrariedad me agobian, me queda poco tiempo para este tipo de correspondencia que tanto me gusta. Lo que después me retuvo fue que, cuando veo los terribles malentendidos que se producen entre quienes se jactan de ser los amigos del saber y de la virtud, me embarga una enorme tristeza. Sin embargo, siempre te he valorado por tu manera de escribir… Y quiero que esta carta sea un testimonio de adhesión y una muestra de sincera simpatía. Ojalá que nos una una eterna amistad.»
«Al presentar una queja no sólo por la diversidad de opiniones, sino también por el odio atroz con el que algunos persiguen a los amigos de la verdad, no haces más que acrecentar un dolor que yo mismo siento constantemente. La leyenda cuenta que de la sangre de los Titanes surgieron los Gigantes. Así, de la simiente de los monjes han surgido los nuevos sofistas que tratan de gobernar las cortes, las familias y al pueblo, y que se creen estorbados por los sabios. Pero Dios sabrá proteger al resto de su rebaño.»
«De modo que hemos de soportar con prudencia lo que no podemos cambiar. En mi caso, la edad no hace más que mitigar mi dolor. Espero formar parte pronto de la Iglesia celestial, muy lejos de los furibundos ataques que tan atrozmente sacuden la Iglesia aquí abajo. Si sigo con vida, me gustaría hablar contigo de muchas cosas. Que te vaya bien.»
Esta carta, que en seguida circuló en copias de mano en mano, está pensada como salvoconducto para Castellio y al mismo tiempo como advertencia para Calvino, para que de una vez abandone la persecución absurda contra este gran erudito. De hecho, las palabras de reconocimiento por parte de Melanchthon tienen un poderoso efecto en el entorno del mundo humanista. Ahora hasta los amigos más próximos de Calvino exigen la paz. El gran erudito Baudoin escribe lo siguiente a Ginebra: «Ahora puedes ver hasta qué punto Melanchthon condena el encono con el que persigues a ese hombre, y al mismo tiempo lo lejos que está de aprobar tus paradojas. Realmente, ¿tiene sentido seguir tratando a Castellio como si fuera un segundo Satanás y a la vez venerar a Melanchthon como a un ángel?»
Pero, ¡qué error! Creer que a un fanático se le pueden abrir los ojos o aplacarle. Paradójica o lógicamente, la protectora carta de Melanchthon ejerce sobre Calvino el efecto contrario, pues el hecho de que incluso se tributen elogios a su adversario, no hace más que acrecentar su odio. Calvino sabe muy bien que para su belicosa dictadura estos pacifistas espirituales son más peligrosos que Roma o Loyola y sus jesuitas, ya que con éstos únicamente se enfrentan el dogma con el dogma, la palabra con la palabra, la doctrina con la doctrina, mientras que con el postulado de libertad defendido por Castellio, siente que se cuestionan los principios de su voluntad y de su actuación, la idea de la autoridad centralizada, el sentido de la ortodoxia. En cualquier guerra, el pacifista dentro de las propias filas resulta más peligroso que el enemigo más militante. Por tanto, precisamente porque la carta de Melanchthon aumenta el prestigio de Castellio ante el mundo, Calvino no tiene ya otro objetivo que no sea el de destruir su nombre. En este momento empieza la verdadera lucha. La lucha a muerte.
Que ahora se trata de una guerra de exterminio, lo demuestra el hecho de que Calvino en persona entre en escena. Como en el caso Servet, en el que, en cuanto fue necesario dar el último golpe, el decisivo, apartó a un lado a su hombre de paja, Nicolás de la Fontaine, para blandir él mismo la espada, ahora tampoco se sirve ya de su peón De Beze. Para él, ya no se trata de algo justo o injusto, de la palabra de la Biblia o de la interpretación de la misma, de si algo es verdadero o falso, sino tan sólo de una cosa: acabar con Castellio íntegra y rápidamente, de una vez por todas. De momento, no tiene un motivo justo por el que atacarle, pues Castellio se ha recluido en su trabajo. Y como no pueden encontrar ninguna excusa, se inventan una y, al azar, cogen un palo con el que golpear al que tanto odian. Calvino utiliza como pretexto un pasquín anónimo que sus espías han encontrado a un comerciante venido de fuera. No existe la más mínima prueba de que el autor de ese escrito fuera Castellio, y de hecho no lo escribió él, pero «Carthaginem esse delendam». Castellio tiene que ser eliminado y por eso Calvino necesita ese impreso, que en absoluto ha escrito Castellio, como excusa para, como autor del mismo, denostarle con los más vulgares y furibundos insultos. Su diatriba Calumniae nebulonis cujusdam ya no es el libro de un teólogo contra otro, sino simplemente un rabioso ataque de ira. Castellio es presentado con los injuriosos calificativos de ladrón, rufián, blasfemo, recibiendo un trato mucho peor del que cualquier carretero podría dar a otro. Al profesor de la Universidad de Basilea se le echa en cara nada menos que el haber robado madera a plena luz del día. Página tras página, a lo largo del sañudo opúsculo, el odio enajenado va en aumento, hasta terminar echando espumarajos con este colérico grito: «¡Que Dios te aniquile, Satanás!»
Este libelo difamatorio de Calvino puede servir como uno de los más memorables ejemplos de hasta qué punto la furia partidista puede envilecer a un hombre de espíritu elevado. Pero al tiempo representa una advertencia acerca de lo poco políticamente que actúa un político cuando no sabe poner freno a su pasión, pues, bajo la impresión de la terrible injusticia con la que aquí se arremete contra un hombre respetable, el Consejo de la Universidad de Basilea levanta la prohibición de escribir que pesa sobre Castellio. Para una Universidad de rango europeo, el que un profesor nombrado por ella sea acusado ante todo el mundo humanista de haber robado madera, de ser un canalla y un vagabundo no puede resultar compatible con su dignidad. Como es evidente que ya no se trata de una discusión sobre la «doctrina», sino de una calumnia privada y de una vulgar maledicencia, el Senado autoriza expresamente a Castellio para dar pública respuesta.
La réplica de Castellio se perfila como un modelo ejemplar y verdaderamente conmovedor de polémica humana y humanista. Ni la más extrema hostilidad puede instilar el veneno del odio en este hombre profundamente tolerante. Ninguna grosería, volverle vulgar. ¡Qué tranquilidad y qué nobleza en el tono ya desde el principio! «Sin entusiasmo, me interno por la vía de la discusión pública. Hubiera preferido ponerme de acuerdo contigo fraternalmente y siguiendo el espíritu de Cristo, y no al estilo de los labriegos, con insultos que sólo pueden ser perjudiciales para el prestigio de la Iglesia. Pero como tú y tus amigos habéis hecho que mi sueño de un trato pacífico sea imposible, creo que no es incompatible con mi deber cristiano responder con moderación a tu apasionado ataque.» En primer lugar, Castellio pone al descubierto el desleal proceder de Calvino, quien en la primera edición de su escrito sobre el «nebulo» aún le designaba públicamente como autor de aquel panfleto, mientras que en la segunda, sin duda aleccionado acerca de su error, no le atribuye ya esa paternidad literaria, no sin alegar también su lealtad al declarar que no ha habido mala intención en su sospecha contra Castellio. Con un duro golpe, Castellio pone ahora a Calvino contra la pared: «¿Sí o no? ¿Sabías que me atribuías el escrito injustamente? Yo mismo no puedo determinarlo. Pero o bien has presentado tu acusación en un momento en el que ya sabías que no era cierta, y entonces se trata de un engaño, o bien todavía no lo sabías, y entonces tu acusación al menos era negligente. En un caso como en el otro, tu actitud no fue elegante, pues todo lo que aduces es falso. Yo no soy el autor de ese opúsculo y jamás lo envié a imprimir a París. Si su divulgación era un delito, entonces es a ti a quien corresponde acusar de ese delito, pues tú eres el primero que lo ha dado a conocer.»
Sólo después de haber revelado con qué burdos pretextos le ha atacado Calvino, Castellio se vuelve contra la rudeza con la que ha sido atacado. «Eres muy fecundo en insultos y tus labios hablan desde el fondo de tu corazón. En tu libelo latino me llamas sucesivamente blasfemo, calumniador, malhechor, perro ladrador, ser descarado lleno de ignorancia y bestialidad, corruptor impío de la Sagrada Escritura, loco que se burla de Dios, detractor de la fe, persona desvergonzada, de nuevo perro sucio, ser lleno de irreverencia e indecencia, espíritu sinuoso y pervertido, vagabundo y mal sujeto. Ocho veces me calificas de canalla —así traduzco para mí la palabra “nebulo”—. Toda esa malevolencia la despachas con gusto a lo largo de dos pliegos y titulas tu libro “Calumnias de un canalla”. Su última frase dice así: “¡Que Dios te aniquile, Satanás!” El resto es del mismo estilo. ¿Y esos son los modales de un hombre de fervor apostólico, de cristiana mansedumbre? Ay del pueblo al que diriges, si se deja inspirar por semejantes sentimientos, y caso de que se demuestre que tus discípulos son como su maestro. Pero a mí todos esos insultos no me afectan en absoluto… Un día resucitará la verdad crucificada, y tú, Calvino, tendrás que rendir cuentas ante Dios por los improperios con los que has cubierto a alguien por quien Cristo también murió. En verdad, ¿no sientes ninguna vergüenza? ¿Ni en tu alma las siguientes palabras de Cristo: “Quien sin motivo se enfurezca contra su hermano, será juzgado” o “Quien califique a su hermano de mala persona, será arrojado a las tinieblas”?» Casi de buen humor, desde el soberano sentimiento de su inviolabilidad, Castellio aclara después la acusación principal que le hace Calvino de haber robado madera en Basilea. «Sería, en efecto —se burla— un delito muy grave, presuponiendo que yo lo hubiera cometido. Pero igualmente grave es el de la calumnia. Supongamos que fuera cierto y que realmente yo hubiera robado, porque —y aquí viene una deslumbrante invectiva contra la doctrina de la predestinación de Calvino— estuviera predestinado a ello, tal y como tú enseñas, ¿por qué me insultas entonces? ¿No deberías sentir más bien compasión hacia mí, ya que Dios me ha reservado ese destino y ha hecho que me sea inevitable no robar? ¿Por qué llenas entonces el mundo con tu griterío acerca de mi robo? ¿Para qué en el futuro desista de robar? Pero si lo hago forzado, si robo como consecuencia de una predestinación divina, entonces en tus escritos debes absolverme considerando la presión que pesa sobre mí. En ese caso, abstenerme de robar me resultaría tan imposible como lo es añadir una pulgada a mi estatura.»
Sólo una vez que ha demostrado lo absurdo de esa calumnia, describe Castellio lo verdaderamente ocurrido. Como otros cientos, durante una crecida del Rin pescó con un arpón la madera que flotaba en la corriente, lo que evidentemente no sólo estaba permitido por la ley, pues es sabido que tal madera es en todas partes de libre propiedad, sino que se trataba de una actividad expresamente recomendada por el magistrado, pues durante las crecidas esos montones de madera ponen en peligro los puentes. Castellio puede incluso demostrar que, al igual que los otros «ladrones», recibió del Senado de la ciudad de Basilea quaternos solidos —aproximadamente la cuarta parte de una moneda de oro— como recompensa por ese «robo», que en realidad fue un arriesgado servicio. Tras esta declaración, ni la camarilla de Ginebra se atrevió a repetir esa estúpida calumnia, que no desacreditaba a Castellio, sino a Calvino.
No sirve de nada retractarse ni disimular. Calvino, en su furor por liquidar a cualquier precio a un enemigo político, a un enemigo ideológico, ha tratado de forzar la verdad de modo tan temerario como en el caso Servet. Jamás se ha conseguido encontrar la más mínima mancha en el comportamiento de Castellio. Y Castellio puede responder tranquilamente a Calvino: «Cualquiera puede emitir un juicio sobre lo que he escrito, y no temo la opinión de ningún hombre, en tanto me juzgue sin odio. La pobreza de mi vida personal puede confirmarla todo el que me conozca desde la niñez, y si fuera necesario, puedo aportar innumerables testigos. Pero, ¿es realmente imprescindible? ¿No basta con el testimonio amañado por ti y con el de los tuyos?… Incluso tus propios discípulos han tenido que reconocer más de una vez que no se puede albergar la más mínima duda acerca de la austeridad de mi conducta. Como mi doctrina se apartaba de la tuya, tuvieron que limitarse a asegurar que yo estaba en un error. ¿Cómo te atreves, pues, a divulgar tales cosas sobre mí y, al hacerlo, a invocar el nombre de Dios? ¿Es que no ves, Calvino, lo terrible que es apelar al testimonio divino en unas acusaciones que han sido inspiradas exclusivamente por el odio y la rabia?»
«Pero también yo invoco a Dios, y si tú invocas a Dios para acusarme ante los hombres de la manera más salvaje, yo le invoco porque tú me has acusado falsamente. Si yo mintiera y tú dijeras la verdad, entonces pido a Dios que me castigue en la medida de mi falta, y a los hombres que me quiten la vida y el honor. Pero si he dicho la verdad y tú me has acusado falsamente, entonces ruego a Dios que me proteja de las tretas de mi adversario y que a ti en cambio te conceda la oportunidad de que, antes de tu muerte, te arrepientas por tu comportamiento, para que el pecado no perjudique un día la salvación de tu alma.»
¡Qué diferencia! ¡Qué superioridad la del hombre libre e imparcial frente al que se muestra envarado por el sentimiento de su propia seguridad! El eterno contraste entre la naturaleza humana y la doctrinaria, entre el hombre sereno, que no quiere más que conservar su propia opinión, y los que siempre han de tener razón y no pueden soportar que alguien se resista a convertirse en uno de sus adocenados seguidores. Allí habla una conciencia pura y clara de modo mesurado. Aquí, el ansia de poder se desgañita soltando amenazas y juramentos. Pero la verdadera claridad no permite que ningún odio la altere. Las acciones más puras del espíritu nunca proceden del fanatismo, sino que son el resultado del autodominio y la moderación.
A los hombres de partido, en cambio, lo que les importa no es la justicia, sino sólo la victoria. No quieren dar la razón, sino únicamente tenerla. Apenas ha aparecido el escrito de Castellio, empieza de nuevo el asalto. Las difamaciones personales contra el «perro», contra la «bestia» Castellio y el ingenuo cuento de su supuesto robo se han desmoronado de modo vergonzoso, y ni siquiera Calvino puede atreverse a seguir tirando de la misma cuerda. Por ello, los ataques se trasladan sin demora a un plano distinto: el teológico. De nuevo, las imprentas de Ginebra, húmeda aún la tinta de las últimas calumnias, se ponen en marcha, y por segunda vez se envía por delante a Theodor de Beze. Más fiel a su maestro que a la verdad, antepone en su prólogo a la edición oficial de la Biblia en Ginebra (1558) un ataque contra Castellio con tan malas intenciones delatoras que en ese pasaje él mismo produce el efecto de ser un blasfemo. «Satán, nuestro viejo enemigo —escribe De Beze— que al fin ha reconocido que no puede como en otro tiempo detener el avance de la palabra de Dios, actúa ahora de un modo aún más peligroso. Durante mucho tiempo no hubo una traducción de la Biblia al francés, al menos, ninguna traducción de la Sagrada Escritura que merezca ese nombre. Ahora Satán ha encontrado tantos traductores como espíritus imprudentes y audaces hay en el mundo y, si Dios no lo impide a tiempo, tal vez incluso halle aún más. Si se me pidiera un ejemplo, señalaría la traducción de la Biblia al latín y al francés por Sebastian Castellio, un hombre conocido en nuestra Iglesia tanto por su ingratitud y arrogancia como por los esfuerzos que en vano se han hecho para conducirle al buen camino. Por eso, consideramos como un deber de conciencia no silenciar por más tiempo su nombre, como hemos hecho hasta ahora, sino prevenir en adelante a todos los cristianos para que se protejan de semejante hombre, al que Satán ha escogido.»
Más clara e intencionadamente no se puede denunciar a un sabio ante el Santo Oficio. Pero Castellio, el «escogido» por Satán, ya no tiene que seguir callando. Repugnado ante la bajeza de los ataques y alentado por la carta de Melanchthon, el Senado de la Universidad ha concedido de nuevo la palabra al perseguido.
Una tristeza profunda y, se podría decir, francamente mística impregna la respuesta de Castellio a De Beze. En el humanista puro, el que los hombres de esa clase espiritual puedan odiarse tan enconadamente, no despierta más que compasión. Sabe que para los calvinistas no se trata de la verdad, sino únicamente del monopolio de su verdad, y que no descansarán hasta que no le hayan quitado de en medio, tal y como hasta ahora han hecho con todos sus adversarios espirituales o políticos. Pero su noble ánimo se resiste a caer en semejantes bajezas provocadas por el odio. «Acosáis y alentáis al magistrado para provocar mi muerte —escribe con profético presentimiento—. Si eso no estuviera documentado públicamente a través de vuestros libros, yo no me atrevería a hacer semejante afirmación por escrito, aunque estoy convencido de ello, pues, una vez muerto, no podré responderos más. El que aún esté vivo, es para vosotros una verdadera pesadilla, y como veis que el magistrado no cede a vuestra presión, o al menos no cede aún —ya que eso puede cambiar pronto—, tratáis de proscribirme y de presentarme como odioso a los ojos del mundo.» Consciente de que sus enemigos atentan abiertamente contra su vida, Castellio arremete contra su conciencia. «Decidme —pregunta este servidor de la palabra de Cristo— ¿en qué sentido puede vuestro comportamiento hacia mí remitir a Cristo? Incluso en el momento en el que el traidor le entrega a los esbirros, él le habla lleno de bondad y aún en la cruz ruega por su verdugo. ¿Y vosotros? Porque en determinados dogmas y opiniones me aparto de vosotros, me perseguís con rencor por todos los países de la tierra y azuzáis a los otros para que actúen contra mí con la misma hostilidad… ¡Qué secreta amargura debéis de sentir, cuando vuestro comportamiento merecería por parte de él una condena tan completa como la de que “quien odia a su hermano, es un asesino…”! Esos claramente son los preceptos de la verdad, accesibles para cualquiera, en cuanto se los libra de toda ocultación teológica, y vosotros mismos los enseñáis con vuestra palabra y en vuestros libros. ¿Por qué no los reconocéis también en vuestra vida?»
Pero De Beze, eso lo sabe Castellio, es sólo un hombre de paja. Ese odio asesino no procede de él, sino del déspota de las conciencias, de Calvino, que quiere prohibir cualquier intento de interpretación que no sea la suya. Por eso, Castellio le habla directamente a él, por encima de De Beze. Sin irritación, mirándole a los ojos, se opone a él. «Te otorgas a ti mismo el título de cristiano, reconoces el Evangelio, clamas a Dios y alardeas de hacer valer sus designios. Afirmas conocer la verdad evangélica. Entonces, ¿por qué cuando instruyes a los demás, no te instruyes tú mismo? ¿Por qué, si desde el púlpito predicas que no se debe calumniar, llenas tus libros de calumnias? ¿Por qué me condenáis, al parecer, para anular definitivamente mi orgullo, con tanta soberbia, arrogancia y presunción como si estuvierais sentados en el Consejo de Dios y Él os hubiera revelado los secretos de su corazón?… Volveos de una vez hacia vosotros mismos y preocupaos de que no sea demasiado tarde. Procurad, si es posible, dudar un momento de vosotros mismos, y veréis lo que ya otros muchos ven. Deponed ese amor propio que os consume, y el odio hacia los demás, especialmente el que tenéis hacia mi persona. Rivalicemos en indulgencia y descubriréis que mi impiedad es tan irreal como la vergüenza con la que buscáis cargarme. Permitid que me aparte de vosotros en algunos puntos de la doctrina. ¿Es que no se puede llegar a que entre hombres piadosos haya al mismo tiempo diversidad de opiniones y conformidad del corazón?»
Nunca un espíritu humano, conciliador, ha contestado con mayor benevolencia a fanáticos y doctrinarios. Y si bien Castellio se muestra magnífico en sus palabras, en esta lucha que le viene impuesta pone en práctica la idea de la tolerancia de un modo probablemente aún más ejemplar con su actuación. En lugar de responder al desdén con desdén, al odio con odio, prefiere intentar una vez más poner punto final a la pelea llegando a un acuerdo, como en su opinión debería ser posible siempre entre intelectuales: «no conozco ninguna tierra, ningún país, al que pudiera huir, de haber dicho contra vosotros cosas similares a las que vosotros habéis dicho de mí». Una vez más, ofrece a sus adversarios la mano para firmar la paz, a pesar de que ellos ya le apuntan con el hacha de guerra. «Os pido por el amor de Cristo que respetéis mi libertad y renunciéis al fin a cubrirme con falsas acusaciones. Dejad que profese mi fe sin coaccionarme, tal y como se os permite a vosotros la vuestra y como yo espontáneamente la reconozco. De todos aquellos cuya doctrina se aparta de la vuestra, no supongáis que están en un error, y no les acuséis acto seguido de herejía… Aunque yo, como otros muchos devotos, interprete la Escritura de un modo distinto a como lo hacéis vosotros, profeso con todas mis fuerzas la fe de Cristo. Seguramente uno de nosotros está equivocado, pero precisamente por eso amémonos el uno al otro. El Maestro revelará un día la verdad al que está equivocado. Lo único que sabemos con seguridad, tú y yo, o al menos deberíamos saber, es el compromiso de amor cristiano. Practiquémoslo y, al hacerlo, cerremos así la boca a todos nuestros adversarios. ¿Consideráis que vuestra interpretación es la correcta? Los demás piensan lo mismo de la suya. Que los más sabios se muestren, por tanto, como los más fraternales y que no permitan que su saber les vuelva arrogantes, pues Dios lo sabe todo y doblega a los orgullosos y ensalza a los humildes.»
«Os dirijo estas palabras llevado por un gran anhelo de amor. Os ofrezco el amor y la paz cristiana. Os hago un llamamiento al amor. De que lo hago con toda el alma, pongo a Dios por testigo y al espíritu de vida.»
«Si a pesar de ello, continuáis combatiéndome con odio, si no permitís que os someta al amor cristiano, no puedo más que callar. Que Dios nos juzgue y que, en la medida en la que le hemos sido fieles, decida entre nosotros dos.»
Resulta inconcebible que un llamamiento a la conciliación tan arrebatador y tan hondamente humano no aplacara a un adversario espiritual. Pero forma parte del absurdo de la naturaleza terrenal el que precisamente los ideólogos que han jurado una única idea sean por completo insensibles a cualquier otra que no sea la suya, aunque se trate de la más humana. La parcialidad en el pensamiento lleva inevitablemente a la injusticia en el modo de proceder. Allí donde un hombre o un pueblo están poseídos por el fanatismo de una única ideología, nunca hay espacio para el entendimiento y la tolerancia. A alguien como Calvino, el conmovedor requerimiento de ese hombre que sólo anhela la paz, que no predica en público, que no hace propaganda y no litiga, al que no mueve ni la más pequeña ambición de imponer por la fuerza su modo de pensar a cualquier otra persona sobre la tierra, no le hace la más mínima impresión. La devota Ginebra rechaza esa exhortación a la paz cristiana como si se tratara de una «monstruosidad». De inmediato se inicia un nuevo fuego graneado con todos los gases tóxicos del desprecio y de la instigación. Ahora sacan a escena una nueva mentira, probablemente la más pérfida de todas, para hacer sospechoso a Castellio, o para al menos ponerle en ridículo. Mientras que al pueblo de Ginebra se le prohíben severamente todos los espectáculos teatrales, considerados como un pecado, en el seminario de Ginebra los discípulos de Calvino ensayan una comedia «piadosa», en la que, como primer sirviente de Satanás, Castellio aparece bajo el evidente nombre de «parvo Castello» y en cuya boca ponen estos versos:
«Quant à moy, un chacun je sers
Pour argent en prose ou en vers
Aussi ne vis-je d’aultre chose…»
Incluso esta última calumnia, la de que este hombre que vive en apostólica pobreza vende su pluma por dinero y que sólo lucha en pro de la doctrina de la tolerancia como agitador pagado por algún papista, es propalada desvergonzadamente con el permiso de Calvino y sin duda alguna por instigación de este dirigente de la cristiandad, de este predicador de la palabra de Dios. Pero el hecho de que sea verdad o se trate de una calumnia, hace tiempo que resulta indiferente para el odio de partido calvinista. Todos ellos tienen una única idea: arrancar a Castellio de la cátedra en la Universidad de Basilea, quemar sus escritos y, si es posible, también a él.
Por eso, para estos rencorosos furibundos supone un agradable descubrimiento el que, durante uno de los habituales registros domiciliarios que se llevan a cabo en Ginebra, se sorprenda a dos ciudadanos con un libro que no está provisto —y esto ya sí que es una acción delictiva— del solemne imprimátur de Calvino. En ese pequeño escrito, Conseil à la France désolée, no aparece el nombre del autor ni el lugar de impresión, lo que hace que la obra huela aún más a herejía. Ambos ciudadanos son arrastrados de inmediato ante el Consistorio. Por miedo a las empulgueras y al potro de tortura, confiesan que un sobrino de Castellio les ha prestado el escrito, y ya están los cazadores siguiendo la pista aún fresca con fanático desenfreno, para de una vez capturar al animal acosado.
De hecho, este «libro dañino por estar lleno de errores» es una nueva obra de Castellio, quien ha vuelto a caer en su viejo e incurable «error» de apremiar con solicitud erasmista al arreglo pacífico de la disensión eclesiástica. No quiere ver en silencio cómo en su querida Francia el motín religioso empieza al final a dar sus sangrientos frutos y cómo los protestantes, secretamente alentados desde Ginebra, cogen allí las armas contra los católicos. Y como si pudiera presentir la noche de san Bartolomé y el horror de la guerra de los hugonotes, se siente obligado a mostrar de nuevo y en el último momento lo absurdo de tales derramamientos de sangre. Ni una doctrina ni la otra, declara, es en sí falsa. Lo equivocado y criminal es únicamente el intento de imponer por la fuerza a un hombre una fe en la que no cree. Todos los males de la tierra vienen de ese «forzar las conciencias», de los intentos, siempre renovados y siempre sedientos de sangre por parte del fanatismo estrecho de miras, de violentar las conciencias. Pero obligar a alguien a adherirse a un credo que interiormente no profesa, señala Castellio, no sólo es inmoral e ilícito. Es, además, disparatado y absurdo, pues el reclutamiento forzoso dentro de una ideología no produce más que creyentes que sólo lo son en apariencia. El método de las empulgueras empleado por cualquier propaganda coercitiva aumenta los miembros de ese partido únicamente hacia fuera y en número. Pero en realidad, una ideología que haga prosélitos de ese modo, con sus falsos números no engaña tanto al mundo, sino sobre todo a sí misma. Pues, y estas palabras de Castellio tienen validez para cualquier época: «Aquellos que sólo quieren tener el mayor número posible de partidarios, y por ello necesitan muchos hombres, son como un loco que tiene un gran recipiente con poco vino dentro y que lo llena de agua para obtener más vino. Con ello, en modo alguno aumenta el vino, sino únicamente echa a perder el bueno que tenía dentro. Nunca podréis afirmar que aquellos a quienes habéis obligado a reconocer un credo como propio, lo profesan también de corazón. Si se les dejara en libertad, dirían: creo de corazón que sois unos tiranos injustos y que lo que me habéis obligado a creer no tiene valor. Un vino malo no será mejor porque se obligue a la gente a beberlo.»
Castellio, por tanto, repite de nuevo su idea y lo hace con renovada pasión: que la intolerancia lleva de modo inevitable a la guerra, y únicamente la tolerancia, a la paz. Una ideología no puede imponerse por medio de las empulgueras, el hacha de guerra y los cañones, sino sólo individualmente y desde la convicción interna. Sólo a través del entendimiento pueden evitarse las guerras y unirse las ideas. Hay que dejar, por tanto, que quienes quieran ser protestantes sean protestantes y que sigan siendo católicos los que sinceramente se confiesan como tales. No hay que forzar ni a unos ni a otros. Anticipándose una generación a la reunión de ambos credos en Nantes para firmar la paz sobre las tumbas de cientos de miles de hombres sacrificados de modo insensato, un humanista solitario y trágico esboza ya el edicto de tolerancia para el territorio francés. «El consejo que te doy, Francia, es que dejes de violentar, de perseguir y de eliminar las conciencias, y que en lugar de ello permitas que en tu tierra a todo aquel que crea en Cristo se le conceda el derecho a servir a Dios no según una doctrina ajena, sino según la suya propia.»
Evidentemente, esta propuesta de entendimiento entre católicos y protestantes franceses es considerada en Ginebra como el crimen de todos los crímenes, pues la diplomacia secreta de Calvino en ese mismo momento se dedica a atizar brutalmente la guerra de los hugonotes en Francia. Por lo tanto, a su agresiva política eclesiástica nada puede parecerle menos oportuno que este pacifismo humanitario. De inmediato se ponen en marcha todos los mecanismos para reprimir el escrito de paz de Castellio. Los mensajeros corren en todas direcciones. Se escriben cartas conminando a todas las autoridades protestantes. Y de hecho, con esa agitación organizada, Calvino consigue que en el sínodo general reformado de agosto de 1563 se llegue al acuerdo siguiente: «La iglesia informa de la aparición del libro Conseil a la France désolée, cuyo autor es Castellio. Se trata de un libro muy peligroso y hay que guardarse de él.»
De nuevo, el fanatismo ha logrado impedir la difusión de un «libro peligroso», cuyo autor es Castellio. Y ahora le toca al hombre, a ese antidogmático y antidoctrinario inquebrantable e indoblegable. Hay que acabar con él de una vez. Y no sólo hay que taparle la boca de una vez, sino que hay que romperle para siempre el espinazo. De nuevo, se recurre a Théodore de Beze para dar a Castellio el golpe de gracia. Su Responsio ad defensiones et reprehensiones Sebastiani Castellionis, dedicado a los pastores de la iglesia de Basilea, muestra ya de por sí, con esa dedicatoria a las autoridades eclesiásticas, dónde ha de ponerse en marcha el mecanismo contra Castellio. Ya es hora, insinúa De Beze, de que la justicia eclesiástica se ocupe de este peligroso hereje, de este amigo de herejes. En salvaje confusión, el piadoso teólogo ataca a Castellio, acusándole de mentiroso, blasfemo, de ser el peor de los anabaptistas, y calificándole de deshonra de la doctrina sagrada, apestoso sicofante y protector no sólo de todos los herejes, sino también de todos los adúlteros y criminales. Al final, y de lo más amablemente, se le llama también asesino, y se dice que ha preparado su defensa en el taller de Satanás. Con la precipitación de la rabia, todos los insultos posibles se han amontonado sin orden, de modo que unos y otros se contradicen y anulan. Pero una cosa resulta clara en medio de todo este airado tumulto: el criminal deseo de hacer callar de una vez a Castellio y preferiblemente matarle. De una vez por todas.
El escrito de De Beze supone la acusación hace tiempo anunciada ante el tribunal del Santo Oficio. Sin pudor, la intención denunciante se muestra ahora en toda su provocadora desnudez. Pues, de modo categórico, se invita al sínodo de Basilea a que acuda inmediatamente a las autoridades civiles para que prendan a Castellio como si se tratara de un vulgar malhechor. De Beze en persona aparece por unos días en Basilea para agilizar la rueda de la justicia. Por desgracia, una mera formalidad contraría su impaciencia. Según las leyes de Basilea, para que un proceso pueda ponerse en marcha, es necesario dirigir antes una denuncia nominal y por escrito a las autoridades. Y como tal, no sirve un libro. Lo natural, lo lógico, sería que, si Calvino y De Beze querían en efecto acusar a Castellio, presentaran ahora ante las autoridades esa denuncia escrita con su propio nombre, pero Calvino se mantiene en su viejo método, tan eficaz en el caso Servet: prefiere urdir una acusación por medio de un complaciente tercero, antes que dirigirse a las autoridades bajo su propia responsabilidad. El hipócrita procedimiento que se puso en marcha en Vienne y en Ginebra se repite exactamente igual: en noviembre de 1563, inmediatamente después de la aparición del libro de De Beze, un hombre del todo incompetente, un tal Adam von Bodenstein presenta por escrito y ante el magistrado de Basilea una acusación de herejía contra Castellio. Este Adam von Bodenstein es el último que puede atreverse a presumir de defensor de la ortodoxia, pues no es otro que el hijo del tristemente célebre Karlstadt, al que Lutero expulsó de la Universidad de Wittenberg por considerarlo un peligroso exaltado. Discípulo del igualmente impío Paracelso, tampoco sirve como ejemplo de recto pilar de la Iglesia protestante. Con todo, parece que De Beze en su visita a Basilea consiguió de alguna manera ganar a Bodenstein para que realizara el lamentable servicio, pues en su carta al Consejo este último repite literalmente toda la confusión de argumentos de su libro, denostando a Castellio de un lado como papista y de otro como anabaptista, en tercer lugar como librepensador y en cuarto como ateo, además de como protector de todos los adúlteros y criminales. Pero, sea esto verdadero o falso, con su carta de acusación, que aún hoy se conserva y que oficialmente va dirigida al magistrado, se da el primer paso por la vía judicial. Como existe un documento protocolario, el tribunal de Basilea no tiene más remedio que iniciar una investigación. Calvino y los suyos han logrado su objetivo. Castellio, acusado de herejía, se sienta en el banquillo.
Para Castellio habría sido fácil defenderse del disparatado batiburrillo de acusaciones, pues con un ciego exceso de celo Bodenstein le incrimina al mismo tiempo de cosas tan contradictorias que con ello queda al descubierto su inverosimilitud. En Basilea, además, conocen muy bien la irreprochable conducta de Castellio. Hacer prisionero, encadenar y torturar con preguntas a Castellio no resulta tan fácil como lo fue con Servet. Primero hay que exhortarle a que, como profesor de la Universidad, se defienda ante el Senado de las acusaciones que se le han hecho. Y a sus colegas les basta con que, de acuerdo con la verdad, declare que su acusador Bodenstein es un hombre de paja y que exija que si Calvino y De Beze, los verdaderos promotores, quieren acusarle, lo hagan personalmente. «Como se me calumnia con tanta pasión, os ruego con toda el alma que me permitáis defenderme. Si Calvino y De Beze actúan de buena fe, deberían presentarse ellos mismos y demostrar ante vosotros los delitos de los que me acusan. Si son conscientes de haber actuado correctamente, entonces no tienen que temer al tribunal de Basilea, puesto que no han albergado ninguna duda al acusarme ante el mundo entero… Sé que quienes me acusan son grandes y poderosos, pero también Dios es poderoso, Él, que juzga sin hacer distinción entre unas personas y otras. Sé que soy pobre, un hombre oscuro, muy humilde y sin renombre, pero precisamente Dios vela por los humildes y no permite que su sangre sea derramada injustamente.» Él mismo, Castellio, reconoce al tribunal. Si se demuestra una sola de las contradictorias acusaciones, él mismo ofrece su cabeza para recibir el merecido castigo.
Como es lógico, Calvino y De Beze se cuidan de aceptar tan leal ofrecimiento. Ni él ni De Beze se presentan ante el Senado de Basilea. Y ya parece como si la pérfida denuncia fuera a fracasar, cuando una casualidad brinda a los adversarios de Castellio una ayuda inesperada, pues en ese preciso momento sale a la luz un oscuro y fatal asunto, que confirma peligrosamente la sospecha de herejía y de confraternidad con los herejes por parte de Castellio. En Basilea ha ocurrido algo singular. Bajo el nombre de Jean de Bruge, un rico aristócrata extranjero ha vivido allí durante doce años, en su castillo de Binningen, siendo muy apreciado y querido por su generosidad. Cuando ese noble forastero muere en el año 1556, toda la ciudad asiste solemnemente a sus fastuosas exequias. El féretro es inhumado en el lugar más digno de la iglesia de san Leonardo. Entretanto pasan los años, hasta que un día se difunde el rumor, a duras penas creíble, de que ese noble extranjero no fue ningún extraño aristócrata o comerciante, sino nada más y nada menos que el temido y proscrito heresiarca David de Joris, el autor de Wonderboeks, quien durante la atroz masacre que tuvo lugar en Flandes entre los anabaptistas desapareció de forma misteriosa. Qué escándalo para la ciudad de Basilea haber concedido públicamente a este enemigo incurable de la Iglesia los mayores honores tanto en vida como una vez muerto. Y como desagravio por haber abusado fraudulentamente de su hospitalidad, las autoridades inician un proceso contra el que ya hace tiempo que ha muerto. Tiene lugar entonces una espantosa ceremonia: sacan de su cenotafio el cadáver medio descompuesto del hereje y lo cuelgan en el patíbulo, antes de quemarlo, junto con un buen acopio de escritos heterodoxos, en la gran plaza del mercado de Basilea y ante miles de personas. También Castellio, en compañía de otros profesores de la Universidad, ha de asistir al nauseabundo espectáculo. Cabe imaginar con qué sensación de abatimiento y repugnancia, pues una gran amistad le unió durante todos esos años a ese tal David de Joris. Juntos trataron en su momento de salvar a Servet, e incluso es muy probable que David de Joris, el heresiarca fuera también uno de los anónimos colaboradores del libro de Martinus Bellius De haereticis. En cualquier caso no cabe duda de que Castellio nunca tuvo al señor del castillo de Binningen por el simple comerciante por el que él mismo se hacía pasar, sino que desde el principio tuvo conocimiento del verdadero nombre del supuesto Jean de Bruge. Pero, tolerante en la vida como en sus escritos, no pensó denunciar, ni negar su amistad a un hombre sólo porque hubiera sido proscrito por todas las iglesias y autoridades del mundo.
El súbito descubrimiento de esta relación con el más temido de todos los anabaptistas ratifica, poniendo en peligro su vida, la acusación por parte de los calvinistas de que Castellio protege y encubre a todo hereje y criminal. Y como la casualidad siempre se encarga de dar otra vuelta de tuerca, al mismo tiempo se descubre una segunda y estrecha relación de Castellio con otro hereje con graves antecedentes: Bernardo Occhino. En sus orígenes famoso monje dominico, conocido en toda Italia por sus insuperables sermones, Occhino huyó repentinamente de su patria por miedo a la Inquisición apostólica. Pero también en Suiza, con la obstinación de sus tesis, asustó pronto a los párrocos reformados. Sobre todo con su último libro, los Treinta diálogos, que contiene una interpretación de la Biblia que en todo el mundo protestante es considerada como una blasfemia inaudita. En él, Bernardo Occhino, basándose en la ley de Moisés, declara que la poligamia, aunque sin recomendarla, en principio está permitida por la Biblia y que, por tanto, es lícita.
Ese libro con tan escandalosa tesis y otras muchas opiniones intolerables para la ortodoxia —el proceso contra Bernardo Occhino se entabló de inmediato— fue traducido del italiano al latín nada menos que por Castellio. En su versión, la obra del hereje fue llevada a la imprenta. Por ello, es culpable de haber participado en la difusión de semejantes blasfemias. Evidentemente, como cómplice no está menos amenazado por el tribunal religioso de lo que lo está el autor. De la noche a la mañana, las vagas acusaciones de Calvino y De Beze acerca de que Castellio era el baluarte y cabecilla de las más salvajes herejías cobran a través de su íntima amistad con David de Joris y con Bernardo Occhino una alarmante verosimilitud. La Universidad no puede y no quiere seguir protegiendo a un hombre como ése. Y antes de que haya comenzado el proceso propiamente dicho, Castellio ya está perdido.
Lo que al defensor de la tolerancia le cabe esperar de la intolerancia de sus contemporáneos, puede imaginarlo por la crueldad con la que las autoridades eclesiásticas proceden contra su camarada Bernardo Occhino. Proscrito de la noche a la mañana de Locarno, donde era sacerdote de la comunidad de emigrantes italianos, es expulsado y no se le concede siquiera la gracia de un aplazamiento, que es solicitado en vano. El hecho de que tenga setenta años y de que carezca de recursos no le procura la más mínima conmiseración. El que hace pocos días haya perdido a su mujer no le brinda ninguna demora. Que tenga que echarse al mundo con hijos menores de edad no mitiga el encono de los piadosos teólogos. Que sea invierno, que los pasos de montaña estén cubiertos por un pie de nieve y los caminos intransitables, no preocupa a los fanáticos perseguidores. ¡Que el agitador, que el hereje, reviente en la calle! Se le expulsa en pleno mes de diciembre. El achacoso hombre de barba blanca ha de arrastrarse con sus hijos atravesando montañas y cumbres cubiertas de hielo para buscar asilo en algún lugar del mundo. Pero esa crueldad por parte de los teólogos del odio, de los piadosos predicadores de la palabra de Dios, no es suficiente, pues al final la compasión de algún ser caritativo podría conceder al ambulante viejo y a sus hijos una habitación caliente o un montón de paja para pasar una noche. De modo que con su repugnante celo religioso, adelantándose al proscrito, envían cartas de un lugar a otro, por las que ningún buen cristiano debe admitir bajo su techo a semejante monstruo. Y de inmediato, como si se tratara de un leproso, todas las ciudades y aldeas le cierran sus puertas. Sin encontrar un solo lugar de descanso, este anciano erudito tiene que ir abriéndose paso a través de toda Suiza como si fuera un mendigo callejero, pasando la noche en graneros, agotado por el frío, para, vacilante, intentar llegar hasta la frontera. Después también a través de la inmensa Alemania, donde igualmente todas las comunidades han sido ya prevenidas contra él. Sólo le mantiene en pie la esperanza de encontrar cobijo para él y para los niños en Polonia, entre gentes más humanas. Pero el esfuerzo resulta demasiado duro para el quebrantado hombre. Bernardo Occhino nunca alcanzó su objetivo, nunca alcanzó la paz. Víctima de la intransigencia, el extenuado anciano se queda a mitad de camino, tirado en una carretera de Moravia. Y allí, en el extranjero, se le entierra como un vagabundo en una tumba hace ya mucho tiempo olvidada.
En ese siniestro espejo deformante Castellio puede leer de antemano su propio destino. Ya se dispone el proceso contra él, con la hoguera preparada para alojar a su huésped, y en una época de semejante inhumanidad, al hombre cuyo único delito consiste en haber sentido demasiado humanamente y en haber mostrado compasión hacia demasiados perseguidos no le cabe esperar ninguna piedad, ningún trato humano. El destino de Servet se plantea también para su defensor. La intolerancia de la época ha puesto ya la mano en la garganta de su adversario más peligroso, el defensor de la tolerancia.
Pero un desenlace providencial quiere que a sus perseguidores no se les conceda el manifiesto triunfo de ver a Sebastian Castellio, el gran enemigo de toda dictadura del espíritu, en el calabozo, en el exilio o en la hoguera. En el último momento, una muerte repentina salva a Castellio del proceso y del ataque asesino de sus enemigos. Ya hace tiempo que su extenuado cuerpo está debilitado por el exceso de trabajo, y cuando ahora las preocupaciones y las emociones fatigan también su alma, el minado organismo no resiste más tiempo. Sin embargo, hasta el último momento Castellio se arrastra para ir a la Universidad y sentarse ante el escritorio. Pero se trata de una resistencia del todo inútil. La muerte triunfa ya sobre la voluntad de vivir y sobre la actividad del espíritu. En el paroxismo de la fiebre, le llevan al lecho. Las fuertes convulsiones estomacales no le permiten alimentarse más que de leche. Los órganos funcionan cada vez peor. Al final, el corazón agitado no puede más. El 29 de diciembre de 1563 Sebastian Castellio muere a los cuarenta y ocho años de edad, «escapando de las garras de sus enemigos con la ayuda de Dios», tal y como se expresa un amigo presente en el momento de su muerte.
Con esta muerte, la difamación también se viene abajo. Demasiado tarde, sus conciudadanos reconocen lo mal y lo tibiamente que han defendido a su mejor hombre. Su herencia demuestra de modo concluyente en qué apostólica pobreza ha vivido este honesto y gran erudito. En la casa no se encuentra una sola moneda de plata. Los amigos han de pagar el ataúd y las pequeñas deudas, hacer frente a los gastos del entierro y acoger a los hijos menores de edad. Pero al mismo tiempo, para compensarle por el oprobio de la acusación, el entierro de Sebastian Castellio se convierte en un triunfo desde el punto de vista moral. Todos los que, temerosos y prudentes, callaron mientras Castellio estuvo bajo sospecha de herejía, salen ahora a escena para demostrar cuánto le amaban y respetaban, pues siempre resulta más cómodo defender a un muerto que a un vivo impopular. Solemnemente, la Universidad en pleno sigue al cortejo fúnebre. El féretro es llevado a hombros por los estudiantes hasta la catedral e inhumado en el claustro. A sus expensas, tres de sus alumnos mandan labrar en la lápida la siguiente dedicatoria: «Al ilustre maestro, en agradecimiento por su gran saber y la pureza de su vida.»
Pero mientras Basilea llora la muerte de un hombre honesto y sabio, en Ginebra cunde el júbilo. No les falta más que hacer sonar las campanas al recibir la fausta noticia de que el más osado defensor de la libertad espiritual ha sido felizmente aniquilado, de que al fin ha enmudecido el que con mayor elocuencia ha hablado en contra de la violación de las conciencias. Con una alegría indecente, todos los «servidores de la palabra divina», devotos de la Biblia, se felicitan unos a otros, como si la frase «amad a vuestros enemigos» jamás se hubiera escrito en el Evangelio. «¿Castellio está muerto? ¡Tanto mejor!», escribe Bullinger, el párroco de Zurich. Otro se burla de la siguiente manera: «Para no tener que defender su causa ante el Senado de Basilea, Castellio se ha refugiado en casa de Radamantis (el príncipe de los infiernos).» De Beze, que con las flechas de sus denuncias ha dejado a Castellio tendido en el suelo, ensalza a Dios por haber liberado al mundo de este hereje y se vanagloria de ser un inspirado heraldo: «Fui un buen profeta al decirle a Castellio: el Señor te castigará por tus blasfemias.» Ni con la muerte de este luchador solitario, de este vencido, y por ello, doblemente honroso, se ha hartado el encono de la ira. Pero el odio, como siempre, resulta estéril. Al muerto ninguna ofensa puede ya humillarle. Y la idea por la que vivió y murió está, como todas las ideas verdaderamente humanas, por encima de todo poder terrenal y transitorio.

Capítulo 9
Los extremos se tocan

«Les temps est trouble, le temps se esclarsira
Après le plue l’on atent le Beau temps
Après noises et grans divers contens
Paix adviendra et maleur cessera
Mais entre deulx que mal l’on souffrera!»

Canción de Margarita De Austria

La lucha parece haber terminado. Con Castellio, Calvino ha eliminado al único enemigo espiritual de categoría. Y como al mismo tiempo ha silenciado en Ginebra a sus adversarios políticos, puede seguir desarrollando su obra a escala cada vez mayor y sin ser molestado. Las dictaduras, una vez que han superado las inevitables crisis de sus comienzos, en general pueden considerarse seguras por algún tiempo. Como el organismo humano que, tras un malestar inicial, acaba por adaptarse a los cambios climáticos y a unas condiciones de vida diferentes, también los pueblos se acostumbran de modo sorprendentemente rápido a las nuevas formas de dominación. Transcurrido un tiempo, la vieja generación, que con amargura compara un presente brutal con un pasado más feliz, empieza a morirse. Tras ella, educada ya en la nueva tradición, ha ido creciendo una juventud que con inconsciente naturalidad acepta los nuevos ideales como los únicos posibles. En el transcurso de una generación, un pueblo puede ser transformado por una idea de modo decisivo, y así, pasadas dos décadas, la versión de Calvino de la ley de Dios pasó de mera sustancia teológica a concretarse en una forma de vida manifiesta. Con justicia se ha de reconocer a este genial organizador que, tras la victoria y con excelente estrategia, extendió su sistema desde un espacio reducido hasta alcanzar una gran distancia, convirtiéndolo poco a poco en universal. El orden inquebrantable convierte Ginebra, desde el punto de vista del modo de vida exterior, en una ciudad modélica. De todos los países, los reformados llegan en peregrinación a la «Roma protestante», para admirar allí la ejemplar aplicación del régimen teocrático. Lo que una rígida disciplina y una educación espartana son capaces de llevar a cabo, se ha logrado íntegramente. Es cierto que la fecunda multiplicidad de la vida ha sido sacrificada en bien de la monotonía más prosaica, y la alegría, en aras de una corrección fría y matemática, pero para ello la educación misma se ha elevado a la categoría de arte. Todos los institutos de enseñanza son irreprochables, todas las instituciones de beneficencia pública están dirigidas, a la ciencia se le concede un vasto campo de operaciones, y con la fundación de la Academia Calvino crea no sólo el primer centro espiritual del protestantismo, sino al mismo tiempo el polo opuesto a las órdenes jesuitas de Ignacio de Loyola, su antiguo camarada: una disciplina lógica contra la disciplina, una voluntad endurecida contra la voluntad. Pertrechados con excelentes armas teológicas, los predicadores y agitadores de la doctrina calvinista son enviados desde aquí a todo el mundo siguiendo una calculada estrategia de guerra, pues hace tiempo que Calvino no piensa limitar su poder y su idea a esta pequeña ciudad suiza. Su indómito afán de dominio abarca países y mares, para, con su sistema totalitario, conquistar paulatinamente toda Europa, el mundo entero. Escocia ya se ha sometido a él a través de su legado John Knox. En Holanda y en parte de los reinos del norte ya ha penetrado el espíritu puritano. Los hugonotes de Francia se arman ya para el golpe decisivo. Otro afortunado paso, y la Institutio se habría convertido en una institución universal. El calvinismo, en la única forma de pensamiento y de vida en el mundo occidental.
Hasta qué punto habría transformado la cultura europea semejante imposición victoriosa de la doctrina calvinista, se puede calcular por el modo en que, en el más corto periodo de tiempo, el calvinismo imprimió su sello en la particular estructura de los países que se entregaron a él. Dondequiera que la Iglesia de Ginebra pudo hacer realidad su dictado religioso y moral, aunque sólo fuera por un tiempo, ha surgido dentro de la idiosincrasia nacional un tipo peculiar: el del que vive discretamente, el del ciudadano «ejemplar», el del que «sin tacha» cumple con sus obligaciones morales y religiosas. Por todas partes, lo sensual y libre ha sido sofocado, convirtiéndose en algo metódico, dócil, y la vida ha adquirido un porte más frío. Ya desde la calle —tan poderosamente es capaz de perpetuarse una fuerte personalidad hasta en lo práctico—, se percibe aún hoy al primer vistazo en cualquier país la presencia, actual o pasada, del orden calvinista en cierto comedimiento en el modo de comportarse, en una atonía en la forma de vestir y en la actitud, e incluso en la sencillez y la falta de solemnidad de los edificios de piedra. Quebrantando en todos los aspectos el individualismo y el impetuoso derecho a la vida del individuo, reforzando en todas partes la autoridad del gobierno, el calvinismo ha creado en las naciones por él dominadas el tipo del correcto cumplidor, del que humilde y firmemente se pliega al conjunto, el tipo del funcionario perfecto, por tanto, y del hombre de clase media ideal. Con razón, Weber, en su famoso estudio sobre el capitalismo, ha demostrado que nada ayudó tanto a preparar el fenómeno de la industrialización como la doctrina calvinista de la obediencia absoluta, pues ya en la escuela las masas son educadas de forma religiosa en la uniformidad y la mecanización. Por otro lado, la energía exterior, militar, de un Estado siempre acrecienta la organización decidida y hasta el último detalle de sus súbditos. Aquella soberbia, dura y tenaz estirpe de navegantes y colonos, rica en privaciones, que conquistó y pobló nuevos continentes, primero para Holanda y después para Inglaterra, era en su mayor parte de origen puritano. Y esa procedencia espiritual ha determinado a su vez de modo fecundo el carácter americano. Todas esas naciones deben buena parte de los éxitos de su política imperialista a la severa influencia educativa del predicador de san Pedro, originario de la Picardía.
Y, sin embargo, menuda pesadilla si Calvino, De Beze y John Knox, esos «aguafiestas», hubieran conquistado el mundo entero en la forma más cruda de sus primeras pretensiones. Qué sobriedad, qué uniformidad, qué falta de colorido habría dominado toda Europa. Lo que habrían bramado esos enemigos acérrimos del arte, de la alegría y de la vida en contra de la magnífica exaltación y de todas las dulces profusiones de la existencia en las que el impulso lúdico del artista se manifiesta en su divina variedad. Habrían arrasado todos y cada uno de los contrastes sociales y nacionales, precisamente los que en su sensual policromía hacen de Occidente el imperio de la historia del arte, en bien de una árida monotonía, del mismo modo que con su orden terrible y exacto habrían prohibido la embriaguez de la creación. Al igual que en Ginebra castraron durante siglos todo impulso artístico y en sus primeros pasos hacia el dominio inglés aplastaron sin contemplaciones uno de los más espléndidos brotes del espíritu —el teatro de Shakespeare—, al igual que destrozaron las pinturas de los viejos maestros en las iglesias e instituyeron el temor de Dios en lugar de la alegría humana, cualquier ferviente empeño que no fuera el de aproximarse sencillamente a la divinidad por medio de una devoción canonizada habría sido víctima en toda Europa de su anatema bíblico-mosaico. Qué sensación la de imaginar Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX sin música, sin pintores, sin teatros, sin baile, sin la suntuosidad de su arquitectura, sin sus fiestas, sin su depurado erotismo, sin el refinamiento de su vida social. Sólo iglesias peladas y severos sermones edificantes. Sólo disciplina, sumisión y temor de Dios. Los predicadores nos habrían prohibido el arte, esa divina luz en medio de nuestros oscuros e indistintos días de trabajo, considerada por ellos como una pecaminosa disipación, un libertinaje. Un Rembrandt se habría quedado en ayudante de molinero. Molière, en tapicero o simple empleado. Espantados, habrían quemado los voluptuosos cuadros de Rubens y tal vez a él mismo. A un Mozart, le habrían prohibido su bendito aire festivo. A Beethoven, lo habrían rebajado, haciéndole componer música para sus salmos. A Shelley, Goethe y Keats, ¿puede alguien imaginarlos con el plácet o el imprimátur de los piadosos miembros del Consistorio? ¿A Kant o Nietzsche construyendo sus sistemas de pensamiento a la sombra de la disciplina? El derroche y la audacia del espíritu artístico jamás habrían podido quedar inmortalizados en la piedra con tan memorable esplendor como lo hicieron en Versalles o en el Barroco romano. Jamás en la moda o en el baile se habrían podido desplegar los delicados efectos de color del rococó. El espíritu europeo se habría atrofiado dedicándose a la sofistería teológica, en lugar de manifestarse con creativa versatilidad, pues el mundo permanece infructuoso e improductivo, si no se impregna y no es animado por la libertad y la alegría. Y la vida, bajo cualquier sistema rígido, se hiela siempre.
Afortunadamente, Europa no se ha dejado disciplinar, ni «puritanizar», ni «ginebrizar». Como frente a cualquier otro intento de confinar el mundo en un único sistema, también esta vez la voluntad de vivir, que anhela la renovación incesante, ha implantado su irresistible fuerza contraria. Sólo en una pequeña parte de Europa avanzó victoriosa la ofensiva calvinista, pero incluso allí donde llegó a dominar, pronto depuso voluntariamente su severo dictado bíblico. A la larga, la teocracia de Calvino no ha podido imponer su omnipotencia a ningún Estado. De hecho, ante la resistencia de la realidad, la animadversión de la «disciplina» frente a la vida y frente al arte, en otro tiempo inflexible, pronto se suaviza y se humaniza tras su muerte, pues al final siempre es más fuerte la sensualidad de la vida que cualquier doctrina abstracta. Con sus cálidos jugos anega cualquier rigidez, ablanda cualquier severidad, mitiga cualquier rigor. Al igual que un músculo no puede permanecer contraído al máximo y sin interrupción, ni una pasión estar siempre al rojo vivo, tampoco las dictaduras del espíritu han sido nunca capaces de conservar permanentemente su despiadado radicalismo. Por lo general, tan sólo una única generación tiene que soportar dolorosamente su presión.
También la doctrina de Calvino perdió, más rápidamente de lo que cabía esperar, su extremada intransigencia. Transcurrido un siglo, una doctrina casi nunca se parece ya a su antiguo maestro. Y sería un funesto error equiparar lo que el propio Calvino reclamaba con aquello en lo que se ha convertido el calvinismo a lo largo de su evolución histórica. Es cierto que aún en tiempos de Jean-Jacques Rousseau se discutía en Ginebra sobre si el teatro debía prohibirse o consentirse, y que se planteaba seriamente la peregrina cuestión de si las «bellas artes» suponían un progreso o la perdición de la humanidad. Pero ya hace tiempo que el peligroso rigor máximo de la «disciplina» se ha quebrado y que la rígida fe en la Biblia se ha adaptado orgánicamente al ser humano, pues el espíritu de la evolución sabe siempre, y esto es algo que en principio nos asusta como una vulgar reacción, servir a sus secretos fines: el eterno progreso toma de todo sistema únicamente lo provechoso y arroja tras de sí, como si fuera una fruta exprimida, todo aquello que paraliza. Las dictaduras, en el gran proyecto de la humanidad, suponen únicamente una corrección a corto plazo, y lo que de modo reaccionario pretende paralizar el ritmo de la vida, tras un breve retroceso, en realidad no hace más que impulsarlo aún con mayor energía. Es el eterno ejemplo de Balaam, que quiere maldecir y contra su voluntad bendice. Así, en la más extraordinaria de las transformaciones, precisamente del sistema del calvinismo, que quiso restringir la libertad del individuo de una manera particularmente furibunda, ha surgido la idea de la libertad política. Holanda, la Inglaterra de Cromwell y los Estados Unidos, sus primeras esferas de influencia, tienen la mejor predisposición frente a las ideas liberales y democráticas. A partir del espíritu puritano se ha redactado uno de los documentos más importantes de los tiempos modernos: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que por su parte influyó de forma decisiva en la francesa de los derechos humanos. Y la más singular de las mudanzas, la atracción de los polos: aquellos países en los que la intolerancia se impuso con mayor fuerza, sorprendentemente se han convertido en los primeros refugios de la tolerancia en Europa. Allí donde la religión de Calvino se hizo ley, también se ha hecho realidad la idea de Castellio. Hacia esa misma Ginebra, en la que en otro tiempo Calvino quemó a Servet a causa de una diferencia de opinión en cuestiones teológicas, huye el «enemigo de Dios», el que fuera el Anticristo vivo de su tiempo, Voltaire. Pero ved: amablemente le visitan los sucesores de Calvino en el cargo, los predicadores de su misma Iglesia, para filosofar del modo más humanista con el impío. Por otra parte, es en Holanda donde Descartes y Spinoza, quienes en ningún otro sitio encontraron apoyo, escriben esas obras que liberan el pensamiento humano de todo lazo con la Iglesia y con la tradición. Precisamente a la sombra de la doctrina divina más rigurosa —Renan, por su parte, que por lo demás creía tan poco en los milagros, calificó este viraje del severo protestantismo hacia la Ilustración de «milagro»— se refugian todos aquellos que en su país se ven amenazados a causa de su fe o de sus ideas. Al final, los extremos, las más perfectas contradicciones, se tocan. Y así, después de dos siglos, la tolerancia y la religión, la reclamación de Castellio y la de Calvino, conviven casi fraternalmente en Holanda, en Inglaterra, en América.
Pues también las ideas de Castellio perduran más allá de su época. Sólo por un momento parece que con el hombre ha enmudecido también su mensaje. Durante varias décadas, el silencio que envuelve su nombre es tan impenetrable y oscuro como la tierra en torno a un ataúd. Ya nadie pregunta por él. Sus amigos mueren o desaparecen. Los pocos escritos impresos poco a poco resultan inaccesibles. Por otra parte, los inéditos nadie se atreve a publicarlos. Parece haber luchado en vano. Y en vano, haber vivido su vida. Pero los caminos de la Historia son un misterio: precisamente la victoria de su adversario contribuye al restablecimiento de Castellio. El calvinismo avanzó en Holanda con precipitación, tal vez con demasiada precipitación. Los predicadores, endurecidos en la fanática escuela de la Academia, creen que en los países recién convertidos deben sobrepasar la severidad de Calvino. Pero pronto, en este pueblo, que ha resistido al emperador de dos mundos, surge la oposición. No quiere pagar esa libertad política recién conseguida aceptando la presión dogmática sobre las conciencias. En los círculos eclesiásticos, algunos predicadores —después llamados amonestadores—, advierten contra las pretensiones totalitarias del calvinismo y cuando, en esa lucha contra la inflexible ortodoxia, buscan armas intelectuales, se acuerdan de pronto del desaparecido y ya casi legendario precursor. Coornhert y los otros protestantes liberales llaman la atención sobre los escritos de Castellio, con lo que desde 1603 en adelante van apareciendo uno tras otro en nuevas ediciones, causando sensación y una admiración siempre creciente. De una vez, se demuestra que la idea de Castellio no ha quedado en absoluto enterrada, sino que ha estado hibernando durante los tiempos más duros. Se acerca la hora de su verdadera influencia. Pronto, las obras impresas no son suficientes y se envían mensajeros a Basilea en busca de inéditos. Llevados a Holanda, se imprimen una y otra vez tanto en lengua original como en otras muchas. Medio siglo después de su muerte incluso se homenajea al desaparecido con lo que él nunca se hubiera atrevido a esperar: la edición completa de sus obras y escritos (Gouda, 1612). Con ello, Castellio vuelve a estar en medio del debate, restablecido victoriosamente y por primera vez rodeado de fieles adeptos. Su influencia es inmensa, aun cuando sea prácticamente impersonal y anónima. En obras ajenas, en luchas ajenas, las ideas de Castellio despliegan su fuerza. En la famosa discusión de los arminianos sobre las reformas liberales en el seno del protestantismo, la mayoría de los argumentos fueron tomados de sus escritos. En la defensa de un anabaptista, defensa que le costó el martirio, el predicador grisón Gantner, una grandiosa figura digna de la pluma de un poeta suizo, aparece ante el tribunal eclesiástico de Coira con el libro de Martinus Bellius en la mano. Y aun cuando apenas se pueda demostrar documentalmente que en la poco común difusión de sus obras en Holanda tanto Descartes como Spinoza entraron en contacto espiritual con las ideas de Castellio, aquí la sospecha adquiere casi la fuerza de un hecho. Pero en Holanda no son sólo los intelectuales, los humanistas, quienes se dejan seducir por la idea de la tolerancia. Poco a poco, esta idea penetra profundamente en la nación, cansada de la querella teológica y de las sangrientas guerras de la Iglesia. En la paz de Utrecht, la idea de la tolerancia se convierte en manifestación de la política de Estado y con ello pasa resueltamente del terreno de lo abstracto al de la realidad: un pueblo libre desde el punto de vista político presta oídos al sublime llamamiento de respeto hacia la opinión contraria que Castellio en otro tiempo dirigiera a los príncipes, y lo eleva a la categoría de ley. Desde esta primera provincia de su futura hegemonía mundial, la idea del respeto hacia cualquier creencia u opinión sigue penetrando victoriosamente en la época. Uno tras otro, todos los países condenan en el sentido en el que lo hizo Castellio cualquier persecución religiosa o ideológica. En la Revolución francesa, al individuo se le concede al fin el derecho a profesar su fe y su opinión política libremente y con igualdad de derechos. Y en el siglo siguiente, el XIX, la idea de la libertad —libertad de los pueblos, de los hombres y de las ideas— domina ya como una máxima inalienable todo el mundo civilizado.
Durante todo un siglo y hasta prácticamente nuestra época, esta idea de libertad impera con absoluta naturalidad en Europa. En los cimientos de cualquier Estado, toda constitución contiene los derechos humanos como lo más inviolable e irrevocable, y ya creíamos que los tiempos de los despotismos intelectuales, de las ideologías impuestas, de los dictados sobre la conciencia y de la censura habían desaparecido para siempre y que la aspiración de todo individuo a la independencia espiritual estaba tan asegurada como el derecho sobre su propio cuerpo, pero la Historia es flujo y reflujo, un eterno subir y bajar. Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también lo evidente se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge un misterioso deseo de violentarla. Siempre que la humanidad ha disfrutado de la paz durante demasiado tiempo y con demasiada despreocupación, le sobreviene una peligrosa curiosidad por la embriaguez de la fuerza y un apetito criminal por la guerra, pues para seguir avanzando hacia su insondable objetivo, de cuando en cuando la Historia provoca retrocesos incomprensibles para nosotros. Como los malecones y diques durante una marea viva, se derrumban entonces los muros de la justicia adquiridos por herencia. En esos espantosos momentos, la humanidad parece recaer en la saña sanguinaria de la horda y en la docilidad esclavista del rebaño. Pero como tras cualquier crecida, las aguas tienen que volver a su cauce. Todos los despotismos envejecen o se enfrían en poco tiempo. Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época. Sólo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu. Si exteriormente y durante un tiempo se le quita la palabra, se refugia en lo más profundo de las conciencias, inalcanzable para cualquier opresión. Por eso es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia. Siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder.

F I N


Notas:
[1] «[…] El que cae lleno de coraje en el combate, si succiderit, de genu pugnat[*]; el que después de desafiar los peligros ve la muerte cercana aunque por ello no disminuya en nada su fortaleza; quien al exhalar el último suspiro mira todavía a su enemigo con altivez desdeñosa, ése cae derrotado, pero no por nosotros, sino por la adversidad; puede morir, pero no sentirse vencido.
Los más valientes son a en ocasiones los más desgraciados.
Así que puede decirse que hay pérdidas triunfales, equivalentes a las victorias. […]»
(Michel de Montaigne, Ensayos. Libro Primero, Capítulo XXX: «De los caníbales». De la edición en español de E.D.A.F., 19741. Traducción de Enrique Azcoaga)
[*] «Si cae en tierra combate de rodillas.» (SÉNECA, de Providentia, c. 2. vencido. Claudiano, De sexto consulato Honorii, v. 248.)