Copernico - John Banville

Copernico
John Banville

Agradecimientos

En una obra de esta naturaleza, una bibliografía exhaustiva no sólo no sería apropiada, sino quizás imposible de recopilar. Sin embargo, debo mencionar unos pocos libros que, durante los años de composición de Copérnico, merecieron mi más profundo respeto, y cuyos juicios e información me prodigaron una ayuda incalculable. Los cito, además, como lectura recomendada para aquellos que busquen una visión más completa, y tal vez más exacta desde el punto de vista histórico, de la vida y obra del astrónomo.

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La biografía por excelencia es Nicolaus Copernicus de Ludwig Prowe (2 volúmenes, Berlin, 1883—1884), aunque, según creo, no ha sido traducida al inglés. Copernicus, Founder of Modern Astronomy (Londres, 1938) y Sun, Stand Thou Still (Londres, 1947), ambos de Angus Armitage, son dos breves pero encantadores relatos de la vida y obra de Copérnico. Nicolaus Copernicus, del profesor Fred Hoyle (Londres, 1973), presenta una explicación más técnica de la teoría heliocéntrica, aunque muy interesante y de lectura amena. Sin embargo, las dos obras en las que me he basado fundamentalmente han sido The Copernican Revolution de Thomas 5. Kuhn (Harvard) y The Sleepwalkers: A History of Man's Changing Vision of the Universe (Londres). A estos dos libros maravillosos, inteligentes y fascinantes debo mucho más de lo que un simple agradecimiento puede pagar.

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También estoy agradecido, por el esclarecimiento de la historia y el pensamiento de la época, a F. L Carsten, cuyo The Origins of Prussia (Oxford, 1954) constituyó una gran ayuda para mis investigaciones; a Frances A. Yates, quien en Giordano Bruno and the Hermetic Tradition (Londres, 1964) reveló las influencias del misticismo hermético y el neoplatonismo sobre Copérnico y sus contemporáneos; a W. P. D. Wightman, por Science in a Renaissance Society (Londres, 1972), y a M. E. Mallett, por The Borgia’s (Londres, 1969).

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Sin embargo, debo señalar que me hago responsable de cualquier error histórico, voluntario o no, y de todas las interpretaciones cuestionables de este libro, que de ningún modo deberán imputarse a las fuentes antes citadas.

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Además de los numerosos extractos de los escritos del propio Copérnico incorporados a mi libro, y que no creo necesario identificar, he citado párrafos de seis fuentes diferentes, tal como señalo en las notas que se incluyen más adelante.

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También quiero agradecer a las siguientes personas su colaboración y estímulo: David Farrer, Dermot Keogh, Terence Killeen, Seamus McGonagle, Douglas Sealy, Maurice P. Sweeney y el personal de la Biblioteca de Trinity College de Dublín. La última palabra de agradecimiento debo dedicarla a mi esposa, Janet, por su paciencia y aliento, además de su crítica certera.

Capítulo 1
Orbitas lumen

Debes volver a convertirte
en un hombre ignorante
y ver el sol con ojos inocentes,
verlo a la luz de su propia idea

Al principio no tenía nombre. Era el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento, danzaba, enloquecido, agitaba sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus tenebrosos movimientos, afuera, en la oscuridad durante toda la noche. Había otros, más cerca de él y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero le eran totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que éste, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo suyo.

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¡Mira, Nicolás!, ¡qué árbol tan grande! Árbol, así se llamaba, y también (tilo). Eran palabras bonitas y él las conocía desde mucho antes de saber qué significaban. Por sí mismas no tenían sentido, ellas solas no eran nada, sólo nombraban aquel objeto que volaba y danzaba allí afuera. Con el viento, en el silencio, por la noche, en medio del aire caprichoso, aquel objeto cambiaba; y sin embargo era el árbol inmutable, el árbol de tilo. Era extraño.

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Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que definían, a las cosas no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas. Y luego estaban las palabras que significaban algo inmaterial, no como árbol y tilo que describían a aquel oscuro bailarín. Su madre le preguntaba a quién quería más, y el amor no bailaba, no golpeaba las ventanas con dedos furiosos y no tenía brazos llenos de hojas para sacudir, pero, sin embargo, cuando ella mencionaba esa palabra que no designaba nada, en el fondo de su alma una cosa indefinible pero real respondía como si la convocaran, como si alguien la hubiese llamado por su nombre. Era muy extraño.

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Pronto olvidó esas cuestiones enigmáticas y aprendió a hablar como los demás, con convicción, sin detenerse a pensar. El cielo es azul, el sol es dorado, el árbol de tilo es verde. El día es la luz, luego acaba, cae la noche y entonces es oscuro. Uno se duerme y por la mañana se despierta otra vez, pero llegará el día en que no vuelva a despertar; eso es la muerte. La muerte es triste, la tristeza es lo contrario de la felicidad y así sucesivamente. Al fin y al cabo, ¡qué simple era todo! Ni siquiera había necesidad de pensar, sólo tenía que limitarse a ser y la vida haría el resto, haría que un día siguiera al otro hasta que no quedaran más días para él, entonces lo mandaría al cielo y allí se convertiría en un ángel. El infierno estaba debajo del suelo.

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Mateos, Marcos, Lucas y Juan, bendecid la cama donde duermo y si muero antes de despertar, pedidle a Dios que se lleve mi alma. A la luz de la vela espiaba a su madre arrodillada junto a él por encima de las manos unidas en actitud de rezo. Bajo la brillante mata de cabello recogido, su rostro estaba pálido y hermoso, como la cara de la Virgen en el cuadro. Tenía los ojos cerrados y sus labios se movían y pronunciaban para si las piadosas frases que él recitaba en voz alta. Cuando tropezaba con palabras difíciles, ella lo ayudaba dulcemente, con una voz tierna y maravillosa. Le dijo que la quería más que a nadie, y ella lo acunó en sus brazos y le cantó una canción.

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Margery Daw sube y baja, este pequeño polluelo se perdió entre la paja.

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Le gustaba estar despierto en la cama, escuchar los ruidos furtivos de la noche a su alrededor, los crujidos, gemidos y súbitos estallidos ahogados que a él le parecían la voz de la casa que se lamentaba bajo el peso de la enorme oscuridad del exterior y, con sigilo, intentaba cambiar de posición o estirar los doloridos huesos de su espalda. El viento cantaba en la chimenea, la lluvia tamborileaba en el techo y el tilo hacía palmas palmitas, clap, clap, clap. Él estaba abrigado y en la habitación de abajo su padre y su madre hablaban, se contaban las cosas que habían sucedido aquel día en el mundo exterior. ¿Cómo podían estar tranquilos y hablar con tanta suavidad, cuando sin duda tenían tantas historias maravillosas que relatarse? Sus voces eran similares a la del sueño, que lo llamaba para llevarlo con él. Había otras voces, de campanas sombrías que daban la hora, de perros que ladraban a lo lejos, y también la del río, aunque ella más que una voz era un fluir sombrío y poderoso, algo alarmante, que se precipitaba en la oscuridad y se sentía en lugar de oírse. Todas lo llamaban, lo llamaban a dormir, y él se dormía.

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Pero a veces Andreas hacia ruidos raros desde la cama del rincón y lo despertaba. Andreas era su hermano mayor y tenía pesadillas. Los niños jugaban juntos, al escondite, a los pasos gigantes y a otros juegos que no tenían nombre. Katharina, que era mayor que Andreas, pronto comenzó a despreciar aquellas tonterías infantiles. Andreas también se cansó de los juegos, vivía en su propio mundo, silencioso y lleno de preocupaciones, del que casi nunca salía, y cuando lo hacía, era sólo para abalanzarse sobre ellos, golpearlos y pellizcarlos, antes de volver a desaparecer con la misma rapidez con que había llegado. Sólo Bárbara, a pesar de ser la mayor de los cuatro, se alegraba de tener una excusa para abandonar su desgarbada altura y perseguir a su hermano pequeño a gatas por el suelo y debajo de las mesas, mientras sonreía y gruñía como un alegre galgo, con su hocico, sus patas y su pelaje enmarañado. En realidad era a Bárbara a quien quería más, aunque no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a ella. Bárbara iba a ser monja y le hablaba de Dios, que curiosamente se le parecía mucho, pues era una persona amistosa, adorable y triste que solía perder o tirar los objetos. Había sido Él, mientras intentaba sostener tantas cosas a la vez, quien había soltado a su madre y la había dejado caer de su tierno abrazo.

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Aquél había sido un día horrible. La casa estaba llena de viejas y del espantoso sonido del llanto. La cara de su padre, siempre tan severa e inexpresiva, estaba impúdicamente desnuda, rosada, sombría y brillosa. Incluso Katharina y Andreas eran amables entre sí, iban de una habitación a otra despacio y, siguiendo el ejemplo de los mayores, saludaban con pequeños movimientos de cabeza, entrelazaban las manos y hablaban con voz suave, en tono formal y ceremonioso.

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Todo era muy alarmante, su madre estaba tendida sobre la cama y tenía las mandíbulas atadas con un trapo blanco. Estaba total, absolutamente inmóvil y en esta inmovilidad total y absoluta parecía haber llegado por fin a la definición verdadera y concluyente de lo que era, ella misma, su propio y claro yo. Todo lo que la rodeaba, incluyendo las criaturas humanas que iban y venían, parecía difuso e incompleto comparado con su presencia contundente. Y a pesar de todo estaba muerta, ya no era su madre, que, según le habían dicho, estaba en el cielo. Pero entonces, ¿qué era aquello que seguía allí?

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Se la llevaron y la enterraron, así que con el tiempo olvidó qué era lo que lo había intrigado tanto. A partir de entonces su padre cobró mucha importancia en su vida. Tras la muerte de su esposa había cambiado, o más bien el cambio que su ausencia había provocado en la vida cotidiana lo había dejado perdido en un mundo viejo y destrozado, así que se ocupaba con torpeza de las nuevas preocupaciones de la familia como un fantasma en cierto modo cómico, pero también siniestro y exasperante. Los demás niños le rehuían. Sólo Nicolás apreciaba su compañía y seguía el rastro del largo hilo de silencio que su padre dejaba tras él en sus vacilantes paseos por la casa. Pasaban muchas horas juntos sin decir nada, como si ambos ignoraran la presencia del otro, sumidos en el bálsamo de la soledad compartida. Pero sólo se encontraban bien juntos hundidos en aquel manantial de silencio, pues en cualquier otro de sus inevitables contactos, se comportaban como extraños.

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A pesar del fracaso y del dolor de sus encuentros públicos, su padre se aferraba, obstinado, al sueño de una sana comunicación hombre a hombre con su hijo, algo que la ciudad de Torun reconocería y aprobaría. Le explicó el significado del dinero; era algo más que monedas, mucho más. Las monedas, ya ves, son para los pobres, los tontos o los niños pequeños. Son sólo una especie de doble del dinero real, pero el verdadero dinero no se puede ver, ni tocar, ni tintinea.
Cuando yo hago negocios con otros comerciantes, no necesito esos estúpidos trocitos de metal y mi cartera puede estar llena o vacía, da igual. Yo doy mi palabra y eso es suficiente, porque mi palabra es dinero, ¿lo entiendes? No lo entendía y se miraron con impotencia, en silencio, frustrados e inexplicablemente avergonzados.

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A pesar de todo, una vez por semana salían de la enorme casa de la calle Santa Ana a demostrar al mundo la firme y perdurable relación entre el mercader y su heredero. El chico interpretaba su papel lo mejor que podía, andaba despacio y serio por las calles estrechas, con las manos entrelazadas en la espalda, mientras por dentro se retorcía en una agonía de vergüenza y timidez. Su padre, con ropas de luto, sombrero negro y un bastón muy decorado en la mano, era sólo una caricatura grotesca del enérgico hombre de negocios que creía ser. Los saludos locuaces —Grito Gott, Mein Herr!, bonito día, ¿qué tal los negocios?—, que dedicaba a conocidos y desconocidos por igual con voz resonante e indiscreta, caían en saco roto sobre las calles, con un sonido sordo y horrible. Cuando se detenía a hablar con alguien, su lenguaje ampuloso y su irritante jovialidad hacían que el chico apretara los dientes y hundiera un talón despacio, muy despacio, en el suelo.

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—Y éste es Nicolás, es el más pequeño, pero ya tiene olfato para los negocios, ¿verdad que lo tienes?, ¿qué dices a eso, pequeño bribón? Él no decía nada, sólo esbozaba una ligera sonrisa y se volvía en busca del consuelo de los álamos, los enormes rayos de luz acerada sobre el río y las nubes de bronce en el alto cielo azul.
Caminaban a lo largo del muelle, donde el alma temerosa de Nicolas salía de su escondite, atraída por el alboroto de los hombres y de los barcos, tan distinto de los parloteos anodinos de las calles.

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Aquél no era un mundo de palabras inútiles, sino de gloriosa algarabía y caos; el estrépito de los grandes barriles negros al rodar, el roce de las sogas de los montacargas, los cantos y las maldiciones de os corpulentos estibadores descalzos mientras iban y venían con sus cargas por las pasarelas de desembarco. El chico se quedaba extasiado, presa del pánico y de una feroz alegría, pues en medio de toda aquella precipitación e inmensidad, tenía la espantosa visión de una aniquilación deslumbrante e irresistible.

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A su padre también lo ponían nervioso el río y los muelles atestados de gente, así que apresuraba el paso en silencio, con la cabeza gacha y los hombros caídos, como si buscara protección. La casa de Koppernigk e Hijos se encontraba a un lado del desembarcadero y contemplaba con obvia satisfacción el frenético ir y venir del comercio bajo sus ventanas; ante aquella mirada pétrea, incluso el turbulento Vístula corría y se alejaba sumiso. En las oficinas polvorientas, las frías y oscuras cavernas de los almacenes, su padre volvía a ponerse la estereotipada máscara de hombre respetable, mientras el chico miraba todo fascinado y atónito, aunque por dentro comenzaba a sentir una vez más un dolor familiar, mezcla de desprecio y compasión.

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A pesar de todo, durante las visitas a la fábrica sentía un secreto placer; alguna necesidad oculta encontraba su satisfacción en ese pequeño mundo seguro y hermético. Vagaba como en sueños por aquella madriguera de oficinas miserables, respiraba los olores indefinidos del polvo y la tinta y espiaba a los viejos canosos, polvorientos y entintados, agazapados con sus plumas sobre libros enormes. Gráciles y temblorosas cuchillas de luz herían el aire mientras el estruendo de los muelles hacía vibrar las ventanas, pero nada podía hacer tambalear los firmes pilares idénticos del debe y el haber que sostenían la casa.

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Allí había armonía; en la abrigada y dorada penumbra de los almacenes, sus sentidos vacilaban, abrumados por colores, texturas y olores; del coñac y del vodka que dormía en los barriles, de cera y alquitrán, de los toneles de arenques envasados, de madera, maíz y especias orientales. En sus harapientas envolturas de tela de saco y cuerdas viejas, las planchas de cobre pulido brillaban con una oscura llama marrón y la palabra felicidad tenía el mismo color del cobre.

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El nombre de la familia provenía justamente de ese metal, según decía su padre, y no, como algunos tenían la desfachatez de sugerir, de koper, que en polaco significa (hinojo). ¡Nada menos que hinojo!

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Nunca olvides que el nuestro es un linaje distinguido, mercaderes, magistrados y ministros de la Santa Iglesia, ¡todos nobles! Sí, papá. Los Koppernigk eran originarios de la Alta Silesia, desde donde un tal Nildas Koppernigk, de profesión albañil, se había trasladado a Cracovia en 1396 y había adquirido la nacionalidad polaca. Su hijo, Johannes, había sido el fundador del comercio que al final de la década de 1450 el padre de Nicolás había trasladado a Torun en la Prusia Real. Allí, entre las antiguas familias de colonos alemanes, los Koppernigk trabajaron con dureza y diligencia para liberarse de Polonia y de todo lo que pareciera polaco. No tuvieron demasiado éxito, el alemán de los niños aún tenía un deje sureño que, como si se tratara de un leve aliento a coles hervidas, había preocupado muchísimo a su madre durante su corta y desgraciada vida. Ella era una Waczelrodt, que, si bien eran silesios como los Koppernigk
—su nombre procedía de la aldea de Weizenrodau cercana a Schweidnitz—, venían de una familia bastante distinta— Entre ellos no había habido albañiles, por supuesto que no. Había habido algún Waczelrodt entre los regidores y consejeros de Munsterburg en el siglo trece, y más tarde en Breslau. A finales del siglo habían llegado a Torun donde en poco tiempo se habían convertido en una familia influyente y habían formado parte del gobierno de la Vieja Ciudad. El abuelo materno de Nicolas había sido un hombre rico, con propiedades en la ciudad e importantes bienes en Kulm. Los Waczelrodt estaban emparentados por matrimonio con los Peckau de Magdeburg y los von Alíen de Torun. Por supuesto, también se habían emparentado con los Koppernigk, de Cracovia, pero ésa no era una relación de la que debieran enorgullecerse, tal como la tía Christina Waczelrodt, una dama noble y formidable, solía señalar.

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—Recuerda —le decía su madre—, tú eres un Waczelrodt tanto como un Koppernigk. Tu tío será obispo un día. ¡Recuérdalo! Padre e hijo volvían de sus salidas cansados y de malhumor y se separaban pronto, sin mirarse a la cara; el padre a rumiar en soledad su decepción y su incomprensible sentimiento de vergüenza el hijo a soportar el tormento de las provocaciones de Andreas.

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—¿Qué tal han ido hoy los negocios, hermano, eh?
Andreas, como hijo mayor, era el legítimo heredero, aunque esa idea había provocado en su padre un desacostumbrado estallido de carcajadas.
—¿Ese vago? Ah, no, que ingrese en la Iglesia, donde su tío Lucas podrá conseguirle una suculenta prebenda.
Andreas se había mordisqueado los nudillos y se había marchado de allí. Andreas odiaba a su hermano. Su odio era una especie de angustia y a veces Nicolás tenía la impresión de que podía escucharlo; era como un gemido agudo y ensordecedor. —Vienen los turcos, hermanito, ya han invadido el sur. —Nicolás se ponía pálido y Andreas sonreía.— Es verdad, ¿sabes?, créeme. ¿Tienes jalan a su miedo? Nadie detendrá a los turcos. Dicen que empalan prisioneros con un palo largo y puntiagudo y los atraviesan justo por el culo. ¡Así!, ¡toma! Iban y volvían juntos del colegio a pie. Andreas permanecía deliberadamente indiferente a la modesta presencia de Nicolás, que caminaba a su lado. Silbaba con los dientes apretados, miraba al cielo, detenía el paso para contemplar algo fascinante que flotaba en una alcantarilla o lo apuraba para cojear, burlón, detrás de algún lisiado desprevenido, de modo que, por más que Nicolás intentara prever aquellas súbitas pausas o avances, al final se veía forzado a bailar con la estúpida sonrisa artificial de una marioneta, movido por los hilos invisibles de su caprichoso amo. Y cuanto más intentaba salir del miedo, más feroz se volvía el desprecio de Andreas.

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—¡Rastrero!, ¡no te arrastres detrás de mi todo el tiempo! Andreas era guapo, muy alto y delgado, moreno, remilgado, frío. Corriera o caminara, se movía con una gracia lánguida e indiferente, pero era en reposo cuando se lo veía más encantador: al pie de la ventana, sumido en un sueño melancólico, su rostro delgado y pálido, erguido hacia la luz, era como un jarrón perfecto o como una concha fuera del mar, algo frágil y exquisito. Cuando le hablaban, tenía la costumbre de fruncir el entrecejo y volver la cabeza; entonces, en aquella pose, parecía que su belleza se debía a la angustia indeleble que habitaba en su interior. En las hediondas clases y corredores del colegio San Juan se movía con torpeza, como una criatura vulnerable y etérea que hubiera caído en un sitio extraño. Los profesores le gritaban y lo azotaban; sus corazones insensibles se enfurecían ante aquel niño enigmático que no aprendía nada y que luego volvería a casa para soportar en silencio con la cara vuelta hacia otro lado, los insultos de un padre decepcionado.

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La alegría lo atacaba como una enfermedad súbita y lo hacía aullar como un loco por toda la casa, mientras movía sus largos brazos y piernas de modo salvaje. Aquellos frenéticos arranques de júbilo eran raros y breves y solían acabar de repente con algo hecho añicos, un juguete, una baldosa o el cristal de una ventana. Entonces los demás niños se escondían asustados y se acababa el alboroto.

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Elegía como amigos a los chicos más vulgares y brutos de San Juan y cada tarde se reunía con ellos a la salida del colegio para organizar peleas, concursos de pedos y otras diversiones por el estilo. Nicolas se sentía aterrorizado por aquella pandilla fastidiosa y maligna.
Nepomuk Muller le sacó la gorra y la agitó en lo alto como un premio.
—¡Aquí, Nepomuk, tírala aquí!
—¡A mí, Muller, a mí!

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El disco oscuro volaba de aquí para allí bajo la intensa luz del sol y daba la impresión de que se mantenía en alto gracias a los aullidos salvajes de los niños. Una familiar sensación de tristeza embargó el alma de Nicolás, ¡si al menos pudiera enfadarse! La rabia lo hubiese hecho participar en el juego, donde incluso el papel de víctima hubiese sido preferible a aquella desdeñosa indiferencia. Esperó, malhumorado y en silencio, fuera del círculo de niños vocingleros, mientras hacía dibujos en el suelo con la punta del zapato.

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La gorra pasó cerca de Andreas y éste la cazó en el aire, pero en lugar de tirarla de vuelta en el acto, hizo una pausa e intentó, como siempre, dar un toque de gracia al juego. Los demás se quejaron:
—¡Venga, Andy, tírala!
Se volvió hacia Nicolás y esbozó su típica sonrisa, comenzó a medir la distancia que los separaba, hizo amagos de tirar como para embocar una anilla y apuntó con cuidado.
—¡Mirad cómo se la planto en el coco! Pero al encontrarse con la mirada de Nicolás, volvió a dudar, frunció el entrecejo y, con una mirada de soslayo hostil y desafiante a sus compañeros, dio un paso al frente y le ofreció la gorra a su hermano.
—Toma —murmuró—, aquí la tienes. —Pero Nicolás miró para otro lado; podía entendérselas con su crueldad, pues era predecible. La cara de Andreas enrojeció.— ¡Coge tu maldita gorra, pequeño mocoso!

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Caminaron despacio rumbo a casa, sumidos en un silencio incómodo. Nicolás suspiraba y sudaba, enfurecido e impotente ante la reacción de Andreas, que a veces era tan imprevisiblemente adulto y otras veces tan infantil. Ese asunto de la gorra había sido ridículo. ¡No puedes pretender que te entienda, a pesar de que lo hago! No sabía muy bien qué había querido decir, pero tal vez el asunto de la gorra no hubiera sido tan estúpido. ¡Era desesperante! Había momentos, como aquél, en que la mezcolanza de sentimientos por Andreas cobraba el alarmante aspecto del odio.

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Ya no iban hacia casa y Nicolás vaciló.
—¿Adónde vamos?
—No te importa.
Pero él sabía bien adónde iban, su padre les había prohibido pasar más allá de aquellos muros. Allí estaba la Ciudad Nueva, un laberinto de bóvedas y callejuelas humeantes, llenas del hedor espeso y rancio de la humanidad. Era el mundo de los pobres, los leprosos y los judíos, los renegados. Nicolás temía aquel mundo, se le ponía la piel de gallina con sólo pensar en él. Cuando había ido allí arrastrado por Andreas, que se deleitaba en la contemplación de aquellas vidas miserables, la sordidez lo había invadido con oleadas asfixiantes y nauseabundas, y había tenido la impresión de que se hundía en ella.
—¿Adónde vamos? ¡No podemos ir allí! Ya sabes que lo tenemos prohibido, Andreas. Pero Andreas no le respondió y bajó la colina solo, silbando, hacia la entrada y el puente levadizo, y poco a poco la distancia lo convirtió en algo tan diminuto como un cangrejo. Nicolás, abandonado, se echó a llorar.

* * * *

Se volvían los pensamientos de Nicolás, como si su mente, horrorizada por ese bicho que roía allí dentro, trepara cada vez más alto, hacia niveles cada vez más remotos, en busca de aire fresco. La muerte de su madre lo había intrigado y la había visto como un accidente desproporcionado con respecto al pequeño fallo de la máquina que la había causado, pero esta muerte era diferente. Ahora era obvio que el desperfecto de la máquina era irreversible; para él la vida se había equivocado de lleno y nada de lo que pudieran decirle podía explicarlo, ninguna de las palabras que le habían enseñado podía nombrar el motivo. Hasta el Dios de Bárbara se hizo a un lado, conmovido y silencioso.

* * * *

La habitación estaba tranquila, extrañamente silenciosa. Una mosca zumbaba y daba pequeños golpes contra los cristales romboidales de la ventana. En el suelo, un libro caído se cerraba despacio, de forma misteriosa, página a página. El ojo ávido y brillante de un espejo, que reflejaba el dorado resplandor del sol desde la pared de enfrente, contenía otra habitación en miniatura y otra puerta donde flotaba una cara pequeña y asustada, con la boca abierta de asombro ante la imagen de aquella impresionada criatura que se desvanecía como una pestaña perdida en el marco del espejo. ¡Mirad!, de puntillas, Columpiándose junto al cristal y suspendido de unos hilos invisibles colgaba un títere increíblemente grande y completamente negro, que apretaba las garras sobre su corazón, mientras su cara hinchada se contraía en una mueca de espantoso dolor.
Y aquí viene el verdugo a cortarle la cabeza.
Se desplomó, como un saco de patatas, y dio la impresión de que la habitación entera se desmoronaba con él.
«Niños, vuestro padre ha muerto de un ataque al corazón.» Los ecos de aquel colapso siguieron, mudos pero tangibles, y la casa, herida y en carne viva por las lágrimas derramadas, parecía vibrar por el enorme dolor. La pena cobró la forma de un roedor gris y regordete que habitaba en su corazón.

* * * *

El tío Lucas, canónigo Waczelrodt, vino a toda prisa desde Frauenburg a Ermland tras recibir la noticia de la muerte de su cuñado. Los asuntos del Capítulo de los canónigos de la catedral de Frauenburg estaban embarullados como siempre y no era un buen momento para que un hombre con la vista puesta en el obispado se ausentara.
El canónigo Lucas estaba muy disgustado aunque, de todos modos, su vida se desarrollaba en un permanente estado de intenso disgusto. Los estragos de la interminable lucha entre sus intenciones y un mundo hostil estaban escritos en el mapa gris de las venas de su rostro; y sus pequeños ojos, fríos y caídos sobre una nariz gruesa como la cabeza de un martillo, eran los de un delgado centinela que se ocultaba detrás de la voluminosa coraza de sus carnes. No aceptaba las cosas tal cual eran, aunque por suerte para las cosas, tampoco había tomado una decisión final acerca de cómo debían ser. Se comentaba que nunca nadie le había visto reír.

* * * *

Su llegada fue como el retumbar de un gong de bronce que señaló el comienzo de un nuevo orden en la vida de los niños. Recorrió la casa en busca de discrepancias, mientras los cuatro niños corrían detrás, agitados, como un tropel de ratones asustados. Nicolás se sentía hipnotizado por aquel hombre duro, de una fealdad fascinante, arrogante y mandón, cuya capa cortaba el aire tras él sin piedad, tal como Nicolás lo había visto una vez en el estrado del ayuntamiento hacer añicos los argumentos de sus quejumbrosos demandantes. Dentro del extraño, incomprensible y a menudo cruel mundo de los adultos, el tío Lucas era el más adulto de todos.
—En su testamento vuestro padre me deja a cargo de sus hijos, o sea vosotros. No es una responsabilidad que me agrade, pero es mi deber satisfacer sus deseos. Hablaré con cada uno de vosotros por turno; mientras tanto, esperad aquí.
Se metió dentro del despacho y cerró la puerta tras él. Los niños esperaron en el vestíbulo polvoriento, sentados en un banco, mientras se mordían las uñas y suspiraban. Bárbara comenzó a llorar en voz baja y Andreas, con la cara cubierta de sudor como siempre que se ponía nervioso, golpeaba los zapatos en el suelo al ritmo de sus atormentados pensamientos. Katharina provocaba a Nicolás:
—Te mandarán fuera, ¿sabes? —murmuró—. Si, muy, muy lejos, a un lugar donde no estará Bárbara para protegerte. Muy, muy lejos.
Ella sonrió y Nicolás apretó los labios con fuerza; no le daría el gusto de llorar. El tiempo pasaba lentamente, escuchaban con atención los leves sonidos que llegaban del interior del despacho; el roce de los papeles, el chirrido de una pluma y en tina ocasión un fuerte gruñido que les pareció una exclamación de asombro. Andreas les dijo que no pensaba quedarse más tiempo allí sin hacer nada y se puso de pie, pero se volvió a sentar de inmediato cuando la puerta se abrió de repente y apareció el tío Lucas. Los miró con el entrecejo fruncido, como si se preguntara dónde los había visto antes, luego meneó la cabeza y se encerró otra vez. La ráfaga de viento que había dejado al salir se desvaneció.

* * * *

Por fin los llamaron. Andreas entró primero, tras detenerse en la puerta para secarse las manos sudorosas en la túnica y ensayar una expresión congraciadora. Salió poco después, de mal humor, y le hizo un gesto a Nicolás con el dedo pulgar.
—Te toca.
—Pero, ¿qué te ha dicho?
—Nada. Nos mandarán fuera.
—Ah...
Nicolás entró y la puerta se cerró con estrépito tras él, como si una boca se lo tragara. El tío Lucas estaba sentado junto a la ventana, con los papeles de la familia desplegados sobre la gran mesa del despacho. Nicolás pensó que parecía tina rana enorme e implacable. Una de las hojas de la ventana estaba abierta y dejaba ver las nubes blancas y la tenue luz dorada de la tarde de verano.
—Siéntate, niño. La mesa estaba encima de una plataforma y desde la banqueta baja donde se sentaba Nicolás, sólo se veían la cabeza y los hombros del tío, que se alzaba sobre él como un busto de piedra. Nicolás estaba asustado y no podía evitar que le temblaran las rodillas. La voz que le hablaba era un ruido sordo y estruendoso que no se dirigía tanto a él como a una idea en la mente de tío Lucas, llamada vagamente «niño», «sobrino» o « responsabilidad »; y Nicolás podía entender el significado de las palabras, pero no lo que realmente quería decir con ellas. Era como si su tío desarticulara su vida y la volviera a armar, de forma irreconocible, con sus propias manos. Miró fijamente hacia arriba a través de la ventana y una parte de sise separó y flotó libre en el aíre azul y dorado. Wloclawek. Era el sonido de un ser vivo al que estaban despedazando...

* * * *

La entrevista había concluido; sin embargo, Nicolás seguía allí sentado, con las manos sobre las rodillas, tembloroso pero resuelto. El tío Lucas le dirigió una mirada hostil desde la mesa.
—¿Bien?
—Por favor, señor, yo debo ser comerciante, como mi padre.
¿Qué dices, chico? Habla más alto.
—Papá me dijo que algún día yo sería dueño de las oficinas, los almacenes y los barcos; que Andreas entraría en la Iglesia porque usted encontraría un sitio para él, pero que yo me quedaría aquí en Torun a atender el negocio, lo dijo papá.
Ya ve —dijo débilmente—, la verdad es que no quiero irme de aquí.
El tío Lucas parpadeó.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Diez, señor.
—Debes terminar tus estudios.
—Pero ya voy al colegio San Juan.
—Sí, sí, pero lo dejarás. ¿Es que no me has escuchado? Iréis al colegio de la catedral de Wloclawek, tanto tú como tu hermano, y luego a la universidad de Cracovia, donde estudiaréis derecho canónico. Luego ingresarás en la Iglesia. No te pido que entiendas, sólo que obedezcas.
—Pero, con todo respeto, yo quiero quedarme aquí. Por favor, señor. Se hizo un silencio. Tío Lucas dirigió al niño una mirada inexpresiva, luego su enorme cabeza se volvió hacia la ventana, como si fuera parte de una inmensa máquina articulada, y suspiró.
—El negocio de tu padre está en ruinas, Torun está en ruinas, y el comercio se ha trasladado a Danzig. Eligió bien el momento de su muerte. Estos papeles, estas cuentas, por llamarlo de algún modo. ¡Estoy pasmado! Es una vergüenza, ¡tanta incompetencia! Le debía todo a los Waczelrodt, y así es como nos paga. Se conservará la casa y quedará una pequeña renta, pero habrá que vender todo lo demás. Ya te lo he dicho, niño, no espero que comprendas, sino que obedezcas. Ahora puedes retirarte.
Katharina lo esperaba en el pasillo.
—Te lo dije: muy, muy lejos. Cayó la tarde, él no podía dormir y le dolía la cara de intentar contener las lágrimas. Anna, la cocinera, le dio pasteles y leche caliente en la cocina. Él se sentó en su lugar favorito, debajo de la mesa. Los últimos rayos del sol brillaban a través de la ventana sobre los cazos de cobre y los azulejos pulidos. Fuera, las torrecillas de Torun soñaban en medio del silencio del verano; mirara hacia donde mirase, veía una inefable melancolía. Anna se agachó y espió en su escondite.
—Eh, amo, serás un buen chico, ¿verdad? Sonrió, dejando al descubierto las raíces amarillentas de los dientes, y sacudió la cabeza una y otra vez. El sol se retiró, furtivo, y una nube de color morado se asomó por la ventana.
—¿Sabes qué es derecho canónico, Anna?
A Bárbara iban a enviarla al convento cisterciense de Kulm. Nicolás pensó en su madre. El futuro era un país extranjero y él no quería ir allí.
—Ach ja, serás un buen chico.
El día de su partida soplaba el viento y todas las cosas se agitaban y se agitaban. El tilo lo saludó: ¡Adiós!
Queridísima hermana:
Lamento no haber escrito antes. ¿Eres feliz en el convento?, yo aquí no lo soy, pero tampoco soy demasiado desgraciado. Os echo de menos, a ti, a Katharina y a la casa. Los Maestros aquí están siempre Enfadados. He aprendido muy bien latín y puedo hablarlo muy bien. También aprendemos geometría y a mí me gusta mucho. Hay uno que se llama Wodka, pero se llama a si mismo Abstemio, es muy gracioso. Hay otro llamado Caspar Sturm que enseña latín y otras cosas. ¿Andreas te escribe? Yo no lo veo muy a menudo porque va con los chicos mayores. Me siento muy Solo. Aquí está nevando y hace mucho Frío. Tío Lucas vino a visitarme y no recordaba mi nombre. Me examinó en latín y me dio un florín y a Andreas no le dio ningún Florín. Los Profesores le tienen miedo, dicen que pronto va a ser Obispo de Ermland, pero a mí no me comentó nada de ese asunto. Ahora tengo que irme a Vísperas— Me gusta la música, ¿y a ti? En mis oraciones pido por ti y por todos los demás. Para las vacaciones de Navidad vamos a casa, quiero decir a Torun.
Espero que estés bien y me escribas pronto, entonces te escribiré otra vez. Tu querido hermano:
Nic. Koppernigk

* * * *

No era demasiado desgraciado, sólo esperaba. Había sido despojado de las cosas familiares y aquí todo resultaba extraño. El colegio era una rueda que giraba entre ruidos y violencia en cuyo centro inmóvil se escondía él, mareado y asustado, fascinado ante el equilibrio de sus arrogantes compañeros, de nudillos como rocas y dientes terribles, que conocían todas las reglas, nunca tambaleaban y lo ignoraban por completo. Incluso cuando aquella rueda reducía la velocidad y él se atrevía a acercarse al mismísimo borde, sentía que en Wloclawek sólo vivía la mitad de su vida y que misteriosamente la otra mitad, la mejor, estaba en cualquier otro sitio. ¿De qué otro modo podría explicar si no aquel dolor pequeño y débil que sentía siempre en su corazón?
Era el mismo dolor pulsátil que deja un miembro amputado, como huella de lo que fue, sobre el vacío que pende del muñón. A las cinco de la mañana se despertaba en el dormitorio frío, oscuro y quejumbroso, consciente de que en algún otro sitio, una parte de él disfrutaba con languidez del sueño encantador y profundo que su duro camastro nunca le permitiría. En aquellos días, ese otro yo se cruzaba a menudo en su camino, siempre resplandeciente y risueño, y lo provocaba con la belleza y la gracia de su fantasmagórica existencia. Así esperaba, y soportaba con toda la paciencia de que era capaz los años malos, convencido de que algún día sus dos yo divididos se encontrarían en un lugar mejor, tal como presentía a veces en el clima templado de abril, en los enormes despliegues de las nubes o en el esplendor etéreo de la Santa Misa.
Por extraño que pareciera, los rigores de la disciplina y el estudio le resultaban reconfortantes. Lo sostenían en aquellas ocasiones en que su mente se quedaba ausente, después de que la banda de gamberros amigos de su hermano lo vapulearan, cuando lo azotaban por alguna pequeña travesura o cuando los recuerdos de su casa lo hacían llorar en silencio.
Las clases comenzaban a las siete en el paraninfo, después de las oraciones matinales. A esa hora gris no había nada real, a excepción de su disgusto, y no estaba despierto ni dormido, sino en un estado intermedio cercano a la alucinación. El parloteo y los crujidos de los zapatos sobre el suelo reproducían el sonido exacto que, en su imaginación, producían sus fríos huesos dentro de las entumecidas articulaciones. Las horas pasaban despacio, el sueño se desvanecía y la mañana se acomodaba para aguantar hasta el mediodía. Entonces comían y luego tenían lo que llamaban la hora de juegos. Las tardes eran horribles, el tiempo se demoraba hasta llegar a un punto muerto y la órbita del día se extendía hacia el vacío en un arco largo, lento y excéntrico. El griterío estridente de la docena de clases alineadas en la sala retumbaba en el aire sofocante y pesado, y los profesores bramaban en medio del estruendo con creciente desesperación. Al caer la noche, todos los aturdidos miembros del colegio se entregaban sigilosamente al sueño, convencidos de que no podrían soportar otro día como aquél. Pero un día seguía al otro con mortal inevitabilidad y se convertían en semanas que sólo se diferenciaban entre sí por la aburrida pausa del domingo.

* * * *

Aprendía con facilidad, tal vez demasiada, y los profesores se sentían agraviados, pues asimilaba los conocimientos que tanto les había costado adquirir a ellos, con rapidez y sin el menor esfuerzo. Era como si en lugar de enseñarle, estuvieran confirmando lo que él sabía. Nicolás se daba cuenta de hasta qué punto se sentían insultados, así que fingía ser un poco estúpido. Mirando a sus compañeros aprendió el gesto, bastante natural en ellos, de dejar caer el labio inferior y poner los ojos vidriosos cuando surgía alguna dificultad en una lección. Como era de prever, los profesores se volvieron más considerados y con el tiempo advirtió, aliviado, que comenzaban a ignorarlo.
Pero algunos no se dejaban engañar con tanta facilidad. Caspar Sturm era un canónigo del Capítulo de la catedral de Wloclawek, de la cual formaba parte el colegio, y enseñaba el trivium de lógica, gramática y retórica. Era alto, delgado, moreno, de aspecto lívido y caminaba por el colegio al acecho, como un lobo, siempre solo, siempre en actitud de caza. En el pueblo era famoso por sus mujeres y sus borracheras solitarias. No le temía ni a Dios ni al obispo y odiaba un montón de cosas. Algunos decían que tiempo atrás había matado a un hombre y que había entrado en la Iglesia para expiar su culpa, por eso nunca había tomado las órdenes. También corrían otros rumores, como que era hijo ilegitimo del rey de Polonia, que había dilapidado una enorme fortuna en el juego o que dormía con sábanas de seda escarlata. Nicolás los creía todos.

* * * *

El colegio entero temía al genio del canónigo Sturm. A veces sus clases eran las más tranquilas de la sala; los niños se sentaban mudos y sumisos, fascinados por su mirada gélida y el hipnótico ritmo de su voz; pero otras veces parecían tumultuosas asambleas, caminaba golpeando los pies y agitaba los brazos, bramaba, reía o saltaba entre los bancos para azotar, con el látigo que siempre llevaba consigo, los huidizos hombros de algún bribón. Los demás profesores miraban disgustados cómo hacia cabriolas o gritaba, pero no decían nada, ni siquiera cuando sus bufonadas amenazaban con convertir sus clases en un manicomio. Lo toleraban en reconocimiento a su díscola brillantez, o tal vez fuera porque también ellos, como los niños, le tenían miedo.
Elegía a sus favoritos entre los peores del colegio, chicos corpulentos, musculosos y llenos de granos, que se repantigaban en los bancos, sonreían o soltaban risotadas, amparándose en la seguridad que les brindaba su padrinazgo. Sturm los miraba con una especie de afectuoso desdén. Los chicos le divertían; los abofeteaba o les daba puñetazos sin miramientos, y dejaba al descubierto su incorregible ignorancia con crueles sarcasmos, haciéndolos tartamudear y temblar de humillación ante el resto de la clase. A pesar de todo, los chicos lo querían y le prodigaban una fervorosa lealtad.
A Nicolás lo miraba con ojos penetrantes y enigmáticos. El chico se ruborizaba y agachaba la cabeza, pues Caspar Sturm lo observaba de una forma indecente, como si le levantara la máscara con suavidad y firmeza al mismo tiempo y se adentrara en el suave y palpitante centro de su alma. Nicolás apretaba los puños y una gota de sudor le resbalaba hasta el pecho. ¡No debes comprenderme!
El maestro rara vez se dirigía a él directamente, pero cuando lo hacía, se producía un silencio tan íntimo y cargado de una familiaridad inexplicable, que nadie se atrevía a hablar. Entonces el canónigo Sturm daba un paso atrás y asentía con la cabeza, como si volviera a corroborar una conclusión a la que había llegado con anterioridad.
Y aquí está Andreas, hijo primogénito de la familia Koppernigk. Veamos, tontorrón, ¿qué puedes decirnos de las reglas de Tulo para el arte de la memoria, eh? Aprendía con facilidad, tal vez demasiada, y los estudios lo aburrían. Sólo muy de vez en cuando, en medio de la fría y grave música de las matemáticas, de la solemne cadencia de un verso latino o de la compleja y brillante lucidez de la lógica que hacia tambalear levemente sus certidumbres, alcanzaba a vislumbrar los contornos de algo resplandeciente y fascinante, formado por bloques de aire cristalino, en el claro cielo azul y etéreo. Entonces, en su corazón, sonaban los acordes metálicos de la dicha perfecta.
—Herr Sturm, Herr Sturm —gritaba la clase—, ¡Una adivinanza!
—¿Qué? ¿Estamos aquí para aprender o para hacer juegos?
—¡Por favor, Herr Sturm!
—¡Muy bien, muy bien! Veamos: En una habitación hay tres hombres, A y B, que tienen los ojos vendados, y C, que es ciego. Sobre una mesa hay tres sombreros negros y dos blancos, o sea, cinco sombreros en total. Entra un cuarto individuo, a quien llamaremos D, pone un sombrero sobre cada una de las cabezas de A, B y C y esconde los otros dos. Luego D quita la venda de los ojos de A, que por consiguiente puede ver los sombreros de B y C, pero no el que él mismo tiene puesto ni los dos que están escondidos. D le pregunta a A si puede decir el color del sombrero que él mismo, A, tiene puesto. A reflexiona y responde que no. Ahora D le quita la venda a B, que por consiguiente puede ver los sombreros de A y C pero no el que él mismo tiene puesto ni los dos que están escondidos. D le pregunta a B si sabe de qué color es el sombrero que él mismo, B, tiene puesto.
B reflexiona, duda, pero por fin contesta que no. Ahora bien, D no puede quitarle la venda a C, pues éste no lleva ninguna venda ni puede ver ningún sombrero, ni los blancos ni los negros, ni los que tienen puestos ni los escondidos, porque es ciego. D le pregunta a C si sabe de qué color es el sombrero que él mismo, C, tiene puesto. C reflexiona, sonríe y contesta que sí. Bien, señores —dijo el canónigo—, ¿de qué color es el sombrero del hombre ciego y cómo lo supo?

* * * *

Los bloques de cristal flotaron en silencio en el aire luminoso y encajaron. ¡Listo! Armonía.
—Bien, joven Koppernigk, ¿lo has resuelto? Desconcertado, Nicolás bajó la cabeza y comenzó a escribir febrilmente en su pizarra. Estaba acalorado, sudoroso y temía que su cara pudiera traicionarlo, pero a pesar de todo se sentía ridículamente satisfecho consigo mismo y tuvo que concentrarse con fuerza en la idea de la muerte para no sonreír.
—Venga, hombre — murmuró el canónigo—, ¿lo tienes?
—Todavía no, señor. Estoy en ello.
—Ah, estás en ello.
Caspar Sturm dio un paso atrás y asintió con un breve movimiento de cabeza. También estaba el canónigo Wodka. Nicolás caminaba con él junto al río Vístula, el mismo que bañaba en vano el inolvidable pantano de Torun, o al menos el nombre era el mismo aunque el nombre no significaba nada. Aquí el río era joven, un rápido y brillante arroyuelo, mientras que allí llegaba viejo y cansado. Sin embargo, estaba aquí y allí al mismo tiempo, su juventud y vejez no estaban separadas por los años sino por kilómetros. Nicolás murmuró en voz alta el nombre del río y sintió que en aquella palabra se desmoronaban los conceptos del espacio y del tiempo.
—Tienes alma de religioso, Nicolás —rió el canónigo Wodka. Era cierto, lo que el mundo daba por sentado para él era fuente de duda y temor, no podía evitarlo. La sonrisa del canónigo se desvaneció y, preocupado, miró al niño con timidez y ternura.
—Ten cuidado con los enigmas, mi joven amigo. Ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir. El canónigo Wodka era un viejo de treinta años de una asombrosa fealdad, una criatura regordeta y patosa de cabeza esférica, la cara picada de viruela y una diminuta boca húmeda y roja. Sus manos eran algo fuera de lo común; marrones y arrugadas como las garras de un murciélago. Sólo sus ojos desolados y brillantes revelaban el alma tullida y triste que habitaba en su interior. Para el colegio entero era una curiosa fuente de diversión y a los muchachos del canónigo Sturm les encantaba seguirlo por los pasillos y burlarse de su ridícula forma de andar. Hasta su nombre, tan poco apropiado para él ayudaba a convertirlo en un payaso, papel al que parecía haberse resignado pues no dejaba de ser una ironía que hubiese elegido el nombre de Abstemio. A veces, cuando lo llamaban así, se ponía bizco y dejaba caer su enorme cabezota como si estuviera borracho.

* * * *

Nicolás sospechaba que, a pesar de sus quejas, el canónigo encontraba en el simple pensamiento humorístico el único consuelo que podía permitirse en una vida que nunca había aprendido a vivir. Enseñaba el quadrivium de aritmética, geometría, astronomía y teoría de la música. Era muy mal maestro, pues su mente, demasiado apasionada, carecía de la lógica necesaria para tales asignaturas.
En medio de una clase de trigonometría, se iba por las ramas y hablaba de la flecha de Zenón que nunca recorrería las 100 varas que separaban el arco del blanco, pues primero debía volar 50, antes 25 y aun antes ir 1/2 y de ahí al infinito, hasta llegar a un punto exasperante.
Pero cuanto más le costaba alejarse a la flecha, más cerca se sentía Nicolas de su pobre y ridículo maestro. Se hicieron amigos, con cautela y timidez, con desconfianza y sobresalto, incapaces de creer en su buena suerte; se hicieron amigos, e incluso un día, cuando en el solemne silencio de la galería del órgano de la catedral, el canónigo Wodka puso una de sus arrugadas garras sobre la pierna de Nicolás, el chico clavó la vista con fijeza en la penumbra bajo el techo abovedado y comenzó a hablar muy rápido sobre cualquier cosa, como sí no hubiera ocurrido nada.

* * * *

En sus paseos a la orilla del río, el canónigo esbozó la larga y confusa historia de la cosmología. Al principio se resistía a sembrar nuevas ideas en aquella mente joven que a su juicio estaba demasiado preocupada por abstracciones, pero luego la fascinación del tema lo venció, y se dejó llevar y describió con balbuceos las alturas estelares.
Le habló del universo en forma de ostra de los egipcios, donde la tierra flotaba en un recipiente de aguas aciagas bajo una concha viscosa; de las esferas musicales de los griegos Pitágoras y Herácides; de los padres de la Iglesia, cuya tierra era un templo rodeado de muros de aire; y de los herejes agnósticos y su idea de que el mundo era obra de ángeles caídos. Por último le explicó la teoría de los cielos de Claudio Tolomeo, formulada en Alejandría trece siglos antes y aún aceptada como válida por toda la humanidad, según la cual la tierra permanecía inmóvil en el centro mientras el sol y los planetas menores giraban a su alrededor en su eterna y majestuosa danza. Había tantos nombres, tantas concepciones, que a Nicolás le daba vueltas la cabeza. El canónigo Wodka lo miró intranquilo, se llevó los dedos a los labios para silenciarse a sí mismo y en seguida comenzó a hablar con vehemencia, como si estuviera cumpliendo una penitencia, de la gloria de Dios, del dogma irrefutable de la Madre Iglesia y de las maravillas de la ortodoxia.

* * * *

Pero Nicolás apenas le escuchaba, todavía no tenía ninguno de los escrúpulos que atormentaban a su amigo y el firmamento cantaba para él como una sirena. Allí fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que él conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba hacia arriba en el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y majestuosa alegría.
Entre los dos hicieron un reloj de sol en la pared trasera de la catedral, y cuando terminaron, admiraron en silencio aquel objeto simple y hermoso. A medida que pasaba el día, la sombra avanzaba de forma imperceptible sobre la esfera y Nicolás se estremecía al pensar que habían doblegado las descomunales fuerzas del universo en aquella nimia e insignificante tarea.
—Entonces, después de todo —dijo—, el mundo es sólo una máquina, ¿nada más? El canónigo Wodka sonrió.
—En Timeo Platón dice que el universo es una especie de animal, eterno, perfecto y con vida propia, creado por Dios en forma de esfera, que es la más perfecta e idónea de todas las figuras. Para explicar el movimiento de los planetas, Aristóteles postulaba la idea de un mecanismo de cincuenta y cinco esferas transparentes, cada una de las cuales tocaba e impulsaba a otra, mientras la totalidad era conducida por el movimiento primario de la órbita de las estrellas fijas. Pitágoras comparaba el mundo con una enorme lira cuyas cuerdas eran las órbitas de los planetas y que en distintos momentos hacían sonar una perfecta escala armónica que los oídos humanos no podían apreciar. Y a todo esto, a este ser cristalino, eterno y musical, ¿tú le llamas máquina?
—No quise ser irrespetuoso, sólo busco una forma de entenderlo, de saber en qué creer —vaciló y sonrió con timidez ante la soberbia de sus propias palabras—. Herr Wodka, Herr Wodka, ¿usted en qué cree?
—Yo creo que el mundo está aquí —dijo el canónigo abriendo los brazos—, que existe y que es inexplicable. Todos esos grandes hombres de los que hemos hablado, ¿sabían acaso si lo que suponían era realidad? ¿Creía Tolomeo en aquella curiosa imagen de ruedas dentro de otras ruedas que postulaba como la verdadera forma de movimiento de los planetas? ¿Creemos nosotros en esa teoría, aunque digamos que es cierta? Porque, como verás, cuando tratas estas cuestiones, la verdad se convierte en un concepto ambiguo. En nuestros días Nicolás de Cusa ha dicho que el universo es una esfera infinita que no tiene centro; esto es una contradictio in adjecto, ya que las nociones de esfera e infinito son incompatibles. Pero, ¿cuánto más extraño es el universo de Nicolás de Cusa que los de Tolomeo o Aristóteles? Bien, te dejo a ti la respuesta —sonrió otra vez con tristeza—. Creo que te producirá mucha angustia. —Y luego, mientras caminaban por los alrededores de la catedral al anochecer, el canónigo se detuvo de repente, conmovido, y rozó a Nicolás exaltado y con mano temblorosa—. Piensa en esto, muchacho, escucha: todas las teorías son sólo nombres, pero el mundo es algo.

* * * *

A la luz del atardecer, en medio de una penumbra creciente, fue como si hubiese hablado una pitonisa. Los sábados, Caspar Sturm instruía a los alumnos en el difícil arte de la cetrería en los campos que rodeaban las murallas de la ciudad. Los halcones, fascinantes y temibles, llenaban el aire luminoso con el clamor de sus muertes inútiles. Nicolás los contemplaba con una mezcla de horror y exaltación, asustado por la intensidad de su furia y por su cruel insistencia que, al mismo tiempo, lo hacían vibrar. Los pájaros caían como flechas disparadas por un arco, impulsados, al parecer, por una angustia ciega e inquebrantable que nada podía mitigar. Comparado con su vívida presencia, todo lo demás era vago e insustancial; los halcones eran seres absolutos y sólo el canónigo Sturm podía igualar su triste ferocidad. Cuando descansaban se quedaban quietos como piedras y lo observaban con una mirada fija y atormentada; incluso cuando volaban, su prisa y la brutal parquedad de sus movimientos parecían deberse sólo a una cosa, al deseo de regresar a la mayor velocidad posible a aquellas manos, a aquellas sedosas pihuelas, a aquellos ojos. Y el maestro, objeto de tal amor y terror, se volvía más delgado, más duro, más moreno, hasta convertirse en otra persona. Nicolás lo miraba contemplar a sus criaturas y se sentía turbado, confuso y avergonzado.
—¡Arriba, señor, arriba! —Una garza chilló y cayó en el vacío. ¡Arriba! Criaturas monstruosas, similares a los halcones, volaban sobre invisibles postes y cables sobre el cielo lívido, y a lo lejos había un gran tumulto, gritos y rugidos, chillidos de agonía o de risa, que le llegaban desde aquella enorme distancia como un gorjeo tenue y terrible.
Incluso cuando se despertaba, aterrorizado y empapado en sudor, el sueño no terminaba. Era como si hubiese caído de cabeza en una abominable y oscura región del firmamento. Tiró de esa palanca que se levantaba caprichosamente entre sus piernas, tiró y tiró, para volver al mundo real. Tuvo una ligera impresión de que se acercaba alguien, una figura tenebrosa en la oscuridad, pero ya no podía detenerse, era demasiado tarde, así que cerró los ojos con fuerza. Los halcones venían hacia él, reconocía sus enormes y resplandecientes alas negras, sus garras arrugadas, y sus talones metálicos, sus crueles picos abiertos que chillaban sin producir sonidos, y bajo aquel violento ataque se contrajo al borde del punto culminante. Por un instante todo se detuvo, todo quedó suspendido en el límite de la oscuridad y en una especie de muerte exquisita, entonces dobló la espalda como un arco y derramó su simiente sobre las sábanas.
Se hundió más y más, hacia el fondo, y suspiró. Las bestias habían desaparecido, ahora su cielo interior estaba vacío y tenía un inmaculado color azul. A pesar de la culpa, de la suciedad y del olor a sangre, leche y flores marchitas, sintió una lejana, tenue y misteriosa melodía que estaba en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, una especie de música infinita.
Abrió los ojos. Bajo la luz de la luna distinguió la cara pálida y delgada de Andreas, que se alzaba implacable sobre él con una sonrisa siniestra. Ahora se convirtió en un ser insustancial, un tejido de aire que se agitaba al viento furioso. Sintió que lo habían despojado de una membrana vital y protectora, le dolía la piel, la carne, las uñas, la cara, las mismísimas fibras de los ojos, del anhelo por algo que no podía nombrar, ni siquiera imaginar bien. Cuando estaba en misa, desde la galería del órgano, espiaba a las mujeres del pueblo arrodilladas entre la congregación. Eran criaturas irremediablemente corpóreas, ni siquiera las más jóvenes y atractivas tenían nada que ver con los brillantes y melodiosos espíritus que aparecían en la oscuridad de sus noches febriles. Tampoco encontraba alivio en los niños pequeños, llorosos y malolientes que venían arrastrando sus mantas a través del dormitorio y se ofrecían a sí mismos a cambio del consuelo de compartir la cama. El buscaba algo más que las vulgaridades de la carne, algo hecho de luz, aíre y un maravilloso e indeleble regocijo.

* * * *

La nieve que caía alivió la herida que se había producido con sus propias manos. La tormenta duró tres días en medio de un pavoroso silencio, pero luego, al cuarto día, el amanecer encontró un mundo transformado. El cambio se producía en la ausencia de las cosas, la nieve misma no era una presencia, sino más bien la nada sobre un lugar donde antes había habido algo, la calle, una lápida, un campo verde; y el ojo, perdido en medio de aquel blanco vacío, no podía evitar dirigirse hacia el horizonte, que entonces parecía mucho más lejano que antes.
Nicolás subió, con su alma entumecida y ligera a cuestas, las escaleras de caracol de la torre donde el canónigo Wodka tenía su observatorio, una celda pequeña y circular con una sola ventana que se abría hacia afuera como una escotilla en medio del cielo. Allí todo se alzaba hacia las alturas y la torre misma parecía a punto de levantar vuelo. Subió los siete peldaños de madera que conducían a la plataforma de observación, y al sacar la cabeza al aire fresco, tuvo la sensación de que podía continuar hacia arriba sin esfuerzo, más y más alto, pero entonces se mareó.
El cielo era una cúpula del más límpido cristal, el sol resplandecía sobre la nieve y en todas partes había una pureza y un brillo casi imposibles de soportar. En medio del absoluto silencio que se cernía sobre los campos nevados y los techos de la ciudad, oyó el aullido de un zorro, un sonido casi perfecto que hirió la quietud como una aguja fulgurante. Un torrente de estúpida felicidad le inundó el corazón; todo iría bien, ¡sí, todo iría bien! Lo aguardaban las infinitas posibilidades del futuro, eso era lo que significaba la nieve, lo que le decía el zorro. Su alma joven desfalleció y sintió que volaba y se perdía en el cielo.
Cuando llevaba cuatro años en la universidad de Cracovia, el tío Lucas le ordenó que regresara a Torun de inmediato. El chantre del Capítulo de Frauenburg estaba a punto de morir y tío Lucas, ahora obispo de la diócesis, quería asegurarle el puesto a su sobrino menor.

* * * *

Nicolás hizo solo el largo viaje hacia el norte, en medio de un septiembre dorado y triste. Tenía veintidós años y se llevaba pocas cosas de la capital de Polonia. Todavía lo asaltaban recuerdos de ciertos días de primavera en que el viento cantaba en las torres y aluviones de sol inundaban las calles. De repente su corazón, embargado por una curiosa preocupación por las nubes, los pájaros y las voces de los niños, se sintió confuso y perdido en unos parajes que el día anterior le habían parecido irreprochablemente familiares.
Andreas y él se habían alojado en la casa de Katharina y su esposo, el comerciante Gertner. A Nicolás le disgustaba aquella casa pulcra e imperturbable. Ni el tiempo ni un matrimonio temprano habían cambiado demasiado a su hermana, que, detrás de la máscara de joven matrona, seguía siendo una niña astuta, calculadora, cruel y ambiciosa, atormentada por un inexorable descontento. Nicolás sospechaba que era adúltera. Ella y Andreas se peleaban con la misma ferocidad que cuando eran niños, aunque entre ellos había nacido un nuevo entendimiento, producto de compartir los secretos que ocultaban al marido de Katharina y a Nicolás. Se habían unido en contra de él; se reían de sus anhelos, de su aspecto andrajoso, de su afán por el estudio y de su ridícula solemnidad, todo aquello les divertía, pero en el fondo también les molestaba. Él soportaba sus ataques en silencio, con modestas sonrisas, y descubrió, con cierta satisfacción de la que no lograba avergonzarse, que la indiferencia era el arma que más los hería.

* * * *

Era cierto que había aprendido mucho en Polonia. Después de cuatro años su cabeza estaba llena de conocimientos sólidos como el granito, pero saber y percepción no eran lo mismo. Su mente, que ya se aventuraba por sendas azarosas y hasta ahora intransitadas, necesitaba una atmósfera ligera y delicada, un aire y un espacio que Cracovia no podía ofrecerle. Era significativo, tal como descubriría más tarde, que en una primera impresión la universidad le hubiera recordado tanto a un fuerte, ya que, a pesar de sus pretensiones, era una pieza clave en la defensa de la escolástica contra la invasión de nuevas ideas procedentes de Italia, Inglaterra y Rotterdam. En sus primeros años allí, había presenciado verdaderas batallas campales entre los escolásticos húngaros y los humanistas germanos. Aunque aquellas disputas estudiantiles le parecían intrascendentes e incluso cómicas, no podía evitar reconocer que el duelo entre la amenazadora multitud de rubios norteños de Wawel Rock y los magiares de aspecto ceñudo y pieles oscuras era un reflejo de la guerra filosófica que tema lugar en todo el continente.

* * * *

El mundo físico se estaba expandiendo. Buscando una ruta que los condujera a las Indias, los portugueses habían revelado la alarmante inmensidad de África, y desde España llegaban rumores sobre la existencia de un mundo vasto y desconocido en el Oeste. Los hombres viajaban hacia los cuatro puntos cardinales, ampliando fronteras en todas direcciones, y Europa entera había caído en las garras de una enfermedad contagiosa cuyos síntomas eran la avaricia, una monumental curiosidad, la sed de conquista y conversión religiosa y, por último, algo mucho más difícil de definir: una especie de irresistible alborozo. Nicolás también se sentía afectado por las llagas benignas de aquella plaga, pero su océano estaba en su interior. Cuando se aventuraba en la endeble barcaza de sus pensamientos, se asemejaba a aquellos locos marineros perdidos en un verde mar de ignorancia, y las imágenes que lo perseguían al regreso de la tena incógnita eran tan deslumbrantes y fantásticas como las de ellos.

* * * *

Pero el mundo era algo más, y algo menos, que el fuego y el hielo de las especulaciones soberbias; también era su vida y las vidas de los demás, breves, penosas e inevitablemente ruines. El no podía encontrar un vínculo factible entre las esferas del pensamiento y la acción, en contra de las ideas de la época que decían que el cielo y la tierra se asociaban en su propio yo. No era fácil tomar aquella idea con seriedad, por más que la defendiera para demostrar su lealtad con la causa humanista. Para él había dos yo, separados e irreconciliables; el primero era una mente entre los astros, el segundo, una despreciable horqueta de carne plantada firmemente sobre los excrementos terrenales. En los escritos de la antigüedad, Nicolás descubrió las penalidades y la gloria de Grecia y la sangrienta majestuosidad de Roma. Incluso llegó a creer que en una época el mundo había conocido una unidad casi divina entre espíritu y materia, causa y consecuencia. ¿Sería aquello lo que buscaban los hombres en mares extraños y en los espacios infinitos y silenciosos del pensamiento puro?
Pues bien, aunque aquella armonía hubiera existido alguna vez, en el fondo Nicolás temía, a pesar de que era incapaz de admitirlo, que no podrían volver a conquistarla. Se dedicó a las humanidades y a la teología, tal como el tío Lucas le había ordenado. Sus estudios lo absorbían por completo y sus gestos se convirtieron en los modales formales de un académico. Viejo antes de tiempo, indiferente, seco y remilgado, Nicolás se apartó del mundo. Para ese entonces ya hablaba el latín con mayor fluidez que el alemán.
Pero en el fondo se trataba de una verdadera interpretación, una especie de ritual en que el mundo, su yo y la relación entre ambos se simplificaba y se hacía más manejable. La erudición transformaba en orden dócil el espantoso clamor y el caos del mundo exterior, lo distanciaba y al mismo tiempo lo ponía al alcance de su mano, de modo que, mientras luchaba contra los pavores del mundo, estaba aterrorizado y milagrosamente tranquilo a la vez. En ocasiones, sin embargo, ese tranquilo terror no era suficiente, a veces aquella sordidez exigía más, clamaba por más riesgos, sangre o sacrificios. Entonces, como un actor que hubiera olvidado su parlamento, se quedaba paralizado, boquiabierto, con la vista fija en un agujero negro en el vacío.
Creía en la acción, en su necesidad absoluta, pero al mismo tiempo la acción le horrorizaba por su inevitable tendencia a convertirse en violencia. Nada permanecía estable, la política se convertía en guerras, la ley en esclavitud y la vida misma tarde o temprano se truncaba en muerte. Era imposible contradecir al mundo real, pues era el verdadero ámbito de acción, pero él sentía que debía contradecirlo o desesperar, y ése era su problema.
Entre las cosas de Cracovia que deseaba olvidar estaba el encuentro con el profesor Adalbert Brudzewski, astrónomo y matemático. Sin embargo, el recuerdo de aquella tarde insensata y dolorosa era el persistente fantasma de un gigante con enormes patas peludas que volvía a él a través de los años, una y otra vez, entre risas y gritos, haciéndolo ruborizar de vergüenza. Si Andreas no hubiese estado allí para presenciar su humillación, no le habría parecido tan grave. Por lógica, no debía haber estado presente; no había demostrado ningún interés en Brudzewski ni en sus clases hasta que, después de semanas de lisonjas y servilismos, Nicolás había ganado por fin una invitación a la casa del profesor, ¡a su propia casa! Entonces Andreas había anunciado, en aquel tono lánguido que lo caracterizaba, que él también iría, puesto que aquel día no tenía nada mejor que hacer. Nicolás no había protestado, se había encogido de hombros y había fruncido distraídamente el entrecejo para demostrar lo poco que le importaba la cuestión, mientras, en su imaginación, una versión maravillosa y digna de sí mismo le decía a su hermano, con brusquedad y mordaz exactitud, lo despreciable que era.

* * * *

Las clases del profesor Brudzewski eran rigurosas y elitistas y, tal como al propio profesor le gustaba señalar, una de las razones fundamentales de la impecable reputación de la universidad. A pesar de ser un seguidor de Tolomeo, sus recientes comentarios, cautelosos, aunque en cierto modo hostiles, sobre la teoría planetaria de Peurbach habían provocado sorpresa entre sus colegas académicos. Aquella sorpresa, sin embargo, se había convertido en la usual y lamentable apatía con unas pocas embestidas en defensa del dogma de Tolomeo dirigidas a los eruditos más notables. Los Peurbach de aquellos días podían ir y venir, pero Tolomeo era absolutamente inexpugnable y el profesor Brudzewski se encargaría de recordarlo tan a menudo y con tanto énfasis como fuera necesario.
Nicolás había leído todo lo que el profesor había escrito sobre la teoría de Tolomeo, y de aquellas fatigosas horas de vagar entre las tierras áridas de una mente dogmática, había surgido una diminuta y apreciada pizca de duda. Ya no podía recordar cuándo o dónde había encontrado una grieta, en qué trayectoria estelar, en qué peldaño de aquellas firmes escaleras de cálculos tabulados; pero una vez detectada, había hecho que el edificio entero de una vida de trabajo se desmoronara, como en un sueño, de un modo lento e inexorable. El profesor Brudzewski sabía que Tolomeo estaba muy equivocado, pero no podía admitirlo, ni siquiera ante sí mismo, pues había invertido demasiado esfuerzo en defenderlo. Nicolás atribuía a aquella falta de coraje el hecho de que un matemático de primera se rebajara a utilizar engaños para, según las palabras de Aristóteles, justificar los fenómenos, o sea, esbozar una teoría basada con firmeza en dogmas viejos y reaccionarios que a su vez tomara en cuenta los movimientos observados en los planetas. Había fenómenos, como el de la órbita desatinadamente excéntrica de Marte, que la teoría general de Tolomeo no podía explicar, pero ante problemas como aquéllos, el profesor, tal como hiciera antes su magíster alejandrino, hacia uso de su prodigiosa habilidad con las fórmulas hasta lograr la concordancia necesaria.

* * * *

Al principio Nicolás sentía vergüenza por el profesor, pero luego la vergüenza se trocó en compasión y comenzó a juzgar a aquel viejo desafortunado con una ternura conmiserativa, casi paternal. ¡Iba a ayudarlo!, si, se convertiría en alumno suyo y durante las clases lo llevaría con dulzura de la mano, le enseñaría a aceptar su error y a compensar todos los años de obcecación y pertinaz ceguera. Y luego aparecería otro libro, aunque muy diferente, tal vez el último del viejo y la gloria que coronaría su vida, Tractatus contra Ptolemaeus, con un breve agradecimiento a su alumno —¡tan joven y brillante!—, cuyas arrolladoras ideas habían desviado al autor, con la fuerza de un rayo, de su descuidado y ciego camino a Damasco. ¡Sí!, y aunque el texto en sí fuera olvidado, como sin duda ocurriría, las futuras generaciones de cosmólogos hablarían de que había sido la primera aparición pública —con la modestia que lo caracterizaba— de uno de los mayores astrónomos de todos los tiempos. Nicolás temblaba, embriagado por aquellas extravagantes alucinaciones de gloria, mientras Andreas lo miraba sonriente.
—Estás sudando, hermano, puedo olerte desde aquí.
—No soy tan tranquilo como tú, Andreas, y me preocupo. Tengo muchas ganas de asistir a sus clases.
—¿Por qué? ¿De qué sirve contemplar las estrellas y todo eso? Nicolás se sobresalió, ¿qué de qué servía?, era lo único que servía de algo. Pero no podía decirlo y se contentó con una sonrisa que reflejaba su secreta certeza. Pasaron bajo las torres de la iglesia de Santa María. La primavera había llegado a Cracovia y aquel día la ciudad parecía suspendida en el aire, un intrincado objeto etéreo de varillas y cristal que flotaba bajo la luz del sol a través del espacio claro y azul.
Andreas comenzó a silbar, ¡qué guapo era, a pesar de todo!, ¡qué elegante, con su túnica de terciopelo, su sombrero de plumas y la espada que se balanceaba a su costado en la Rinda decorada! Nicolás le rozó un brazo con ternura.
—A mí me interesan estas cosas, ¿sabes? —le dijo—, eso es todo.
No era consciente de haberle causado ningún daño a su hermano, y sin embargo, siempre parecía estar disculpándose; era algo muy normal en él.
—Te interesan, claro que sí —respondió Andreas—, aunque también tendrás presente que nuestro querido tío sigue nuestros progresos con atención, ¿verdad?
Nicolás asintió sombrío.
—Así que tú crees que con mi entusiasmo pretendo competir contigo por su atención.
¿Qué otra cosa podría pensar? Tú no querías que viniera contigo.
— ¡No te han invitado!
— Bah! Debes saber, hermano, que te conozco y que sé que conspiras e intrigas a mis espaldas, pero no te odio por ello, sólo te desprecio.
—Andreas. —
Pero Andreas había comenzado a silbar alegremente otra vez. El profesor Brudzewski vivía en una casa grande y antigua a la sombra de la iglesia de Santa María. Hicieron pasar a los hermanos y los dejaron esperando entre opresivas columnas de silencio que se elevaban por encima del pórtico, hacia el altísimo techo decorado con frescos borrosos. Andreas y Nicolás miraron los frescos con expresión ingenua, como para demostrar la inocencia de sus intenciones a cualquiera que los observara, y se sobresaltaron al descubrir que de hecho los espiaba tina figura imprecisa tras las rejas de la izquierda. Se volvieron con rapidez y oyeron una suave risa demencial y pasos que se alejaban.
Esperaron mucho rato, como sí se hubieran olvidado de ellos, mientras la sala cobraba vida a su alrededor de forma misteriosa. Al principio sólo eran puertas que se abrían para dejar pasar voces incorpóreas que desgarraban el silencio, y después se cerraban despacio con un evidente aunque inexplicable aire de amenaza. Luego, cuando ya se habían cansado de dedicar una sonrisa expectante a cada entrada inconclusa, aparecieron los dueños de aquellas voces, una mezcla heterogénea de personas curiosamente distraídas y anónimas. Sin embargo, no venían para quedarse, sino que pasaban en apretados grupos de dos o de tres y hablaban en murmullos, absortos en su camino hacia otro sitio. Aquellos enigmáticos peregrinos se cruzarían con Nicolás aquel día sin siquiera revelarle el secreto de sus misteriosas actividades.
Por fin llegó el mayordomo, una criatura gorda y blanda con una silueta en forma de pera, voz casi inaudible, pies torpes y una calva inmaculadamente blanca. Hizo un gesto con el dedo a los hermanos y los condujo a una habitación adyacente, inundada por la inesperada luz del sol que se colaba por la ventana. Al entrar, vieron fugazmente a una joven risueña vestida de verde que salía por otra puerta y dejaba tras sí, temblando en el aire, una aura de indefinida belleza. El profesor Brudzewski los observó con desconfianza y dijo:
—¡Ah! Tenía una cara larga y amarillenta con una pequeña barba gris y puntiaguda que parecía un colmillo bajo el labio inferior. Su espalda estaba tan penosamente curvada que la amplia túnica negra que llevaba, fruncida en el cuello, caía hasta el suelo como una cortina. Por una abertura lateral asomaba una mano nudosa a la que se ensamblaba, como una pieza en su engranaje, el recio bastón negro, lo único que al parecer evitaba que se desplomara y se transformara en un montoncillo de polvo, tela y huesos secos. Pero aquella aparente fragilidad era engañosa: Brudzewski era un viejo irascible y calculador que despreciaba, o, en el mejor de los casos, toleraba al mundo, y cuando éste tenía la osadía de enfrentarse a él, lo castigaba con exaltada y furiosa aversión.
Se hizo un silencio; era obvio que no tenía idea de quiénes eran sus invitados y de que tampoco le importaba. Nicolás notó cómo su sonrisa se convertía en una repulsiva mueca de sarcasmo y no supo qué decir. Andreas dio un paso al frente con la mano apoyada en la empuñadura de su espada, y ésta hizo un ruido metálico. De repente ambos hermanos recordaron a la vez, alarmados, que según el reglamento de la universidad estaba prohibido usar armas en público.
—Magíster, éste es mi hermano, Nicolás Koppernigk, que por supuesto ya conoceréis, y yo soy Andreas. Venimos con humildad a este verdadero Olimpo. ¡Ah!, nuestro tío, el doctor Lucas Waczelrodt, obispo de Ermland, os envía recuerdos.
—Sí, sí, muy bien —murmuró el profesor—, muy bien. No estaba escuchando y miraba por encima de ellos, con el entrecejo fruncido, hacia la puerta por donde habían entrado presurosos tres caballeros que susurraban apiñados en un rincón. Uno era alto y delgado, otro, bajo y gordo, y el tercero, que estaba de espaldas a ellos, tenía una constitución intermedia y estaba lleno de verrugas. Tenían aspecto de conspiradores. El profesor Brudzewski comenzó a resoplar entre dientes y de repente se disculpó, retrocedió hasta la puerta por donde había salido la joven del vestido verde, murmuró algo que los hermanos no entendieron y desapareció. Los conspiradores vacilaron, intercambiaron miradas y se revolvieron nerviosos apoyándose primero sobre un pie y luego sobre el otro. De repente todos corrieron hacia la puerta con tanta prisa que estuvieron a punto de hacer caer a su anfitrión, que regresaba con dos jarras de cerveza, espumosas e inapropiadamente festivas, que ofreció a sus invitados con muda amabilidad, dedicándoles una sonrisa triste. Una nube sombría se cernió sobre la habitación como un enorme pájaro oscuro.
Después, los hermanos recorrieron la casa despacio, aturdidos, abriéndose paso entre gente que vagaba sin rumbo. Un hombrecillo extraño y perturbado que llevaba calzas, capa y una absurda pluma en el sombrero, se les cruzó en medio del corredor y prorrumpió sin preámbulo en un amargo discurso de censura contra la incompetencia de los cosmógrafos caldeos, por los cuales parecía sentirse personalmente agraviado de alguna forma misteriosa. Andreas se escabulló y dejó a Nicolás solo, sonriendo y asintiendo indefenso bajo una fina lluvia de saliva. Por fin, el hombrecillo se cansó y se fue, agitado, reforzando sus propias ideas con ademanes frenéticos. Nicolás se volvió, y al hacerlo, vislumbró algo verde en el extremo de un espejo biselado que resplandecía con el reflejo del sol. Otra vez aquella sonrisa, ¡aquella joven! De repente supo que era un emblema de luz y de inefable belleza, un talismán cuya imagen podría salvarlo del maléfico caos de aquella ruinosa tarde.
Apuró sus pasos por el corredor tras la ardiente visión del espejo y giró en una esquina, pero no encontró a la joven, sino a la negra figura encorvada del profesor, que caminaba con estrépito hacia él.
—¡Ah, tú! —dijo el viejo de mal humor—. ¿Dónde has estado? —frunció el entrecejo—, ¿no erais? Bueno, no tiene importancia. Nicolás se lanzó de lleno al discurso que llevaba días preparando, balbuceó y sudó, fuera de sí, ansioso por impresionar. ¡Pitágoras, Platón, Nicolás de Cusa! Los nombres de los gloriosos muertos brotaban de sus labios y se estrellaban entre sí en el estrecho pasillo como enormes esferas de piedra. Apenas era consciente de lo que decía, sentía como si estuviera enredado en el engranaje de una máquina espantosa, ridícula e implacable. ¡Heráclito, Aristóteles, Regiomontanus! ¡Bang, crash, plaff! El profesor lo miraba con atención, como si estudiara una nueva especie de roedor.
—Tolomeo, joven, no mencionas a Tolomeo, que como todo el mundo sabe, fue quien dio respuesta a los misterios del universo.
—Sí, sí, pero magister, si me permite, ¿no es cierto que han sugerido que hay ciertos..., cómo podría decirlo, tipos de fenómenos que la teoría de Tolomeo no puede explicar? El profesor esbozó una sonrisa lánguida y helada y dio pequeños golpes sobre las baldosas de roble con su bastón como si buscara una imperfección en el suelo. —¿Y cuáles serían esos fenómenos inexplicables? —murmuró.
—No, no es que yo diga que existan esos misterios —se apresuró a responder Nicolás—, más bien pregunto.
No serviría, la cobardía no serviría de nada. Lo que ahora debía hacer era presentar tina exposición clara y valiente de sus opiniones. Pero, ¿cuáles eran sus opiniones?, ¿y sería capaz de explicarlas? Una cosa era saber que Tolomeo se había equivocado y que a partir de entonces la ciencia planetaria había sido una enorme conspiración para justificar los fenómenos, pero otra muy distinta era describir esa certeza con palabras, sobre todo delante de uno de los principales conspiradores.

* * * *

La órbita de la tarde lo había vuelto a llevar al punto de partida en la sala. Se sentía confundido y cada vez más desesperado; las cosas no eran en absoluto como él las había imaginado. El hombrecillo con la pluma en la cabeza, censor de los caldeos, pasó junto a ellos y les dedicó tina mirada feroz.
Sólo podía decir lo que no era, no lo que era; podía afirmar que una cosa era falsa, la otra también y, por consiguiente, que aquello que podía vislumbrar de forma imprecisa tenía que ser verdad.
—Magíster, a mí me parece que debemos revisar nuestras teorías sobre la naturaleza de las cosas. Durante trece siglos los astrónomos han seguido los principios de Tolomeo sin cuestionarlos, como mujeres crédulas, según dice Regiomontanus, pero en todo ese tiempo no han sido capaces de discernir o deducir la cuestión fundamental, o sea la forma del universo y la simetría invariable de sus partes.
—Hum —dijo el profesor y abrió la puerta y la ventana de la luminosa habitación. Esta vez no vio a la chica de verde, sino al ubicuo trío de conspiradores, cogidos de los hombros, alertas.
—¡Despacio!, ¡mirad quién viene!
El profesor avanzó agitando la cabeza.
—No alcanzo a comprenderte —gruñó—. Lo más importante, según tú, es ¿cómo era?, discernir la forma del universo y sus partes. No lo entiendo, y eso ¿cómo se hace? Nosotros estamos aquí, y el universo, por así decirlo, está allí. Entre los dos no hay conexión posible, ¿verdad?
La habitación era alta y amplia, con toscas paredes blancas por encima de un panel de madera, un techo sostenido por vigas negras en forma de arco y un suelo de piedra a cuadros. Había una mesa, sobre la cual reposaba un cuenco de cobre bruñido rebosante de pétalos de rosas, y cuatro sillas austeras. En una de las paredes había un relieve de yeso con tres mujeres desnudas cogidas de los hombros, girando en círculos en una sinuosa danza de ofrenda y gratitud. Más abajo, en el suelo, reposaba un baúl de madera de peral herméticamente cerrado, frente a una estufa de hierro en forma de reloj de arena con un pabellón de latón. Los conspiradores comenzaron a acercarse de un modo imperceptible. Los cristales romboidales y granulados de la ventana daban a un pequeño patio con un cerezo en flor. De pronto, Nicolás se sintió fascinado por el absoluto anonimato de aquellos objetos, la taciturna y en cierto modo rencorosa reserva de las cosas poco familiares, cuyos contornos habían sido creados o borrados por la acción de vidas desconocidas. Sin duda cualquier otro vería aquella habitación como una luminosa red de significados maravillosamente exactos, y quizás ése fuera el caso de aquellos tres individuos extraños que se acercaban con sigilo; pero Nicolás pensaba: ¿qué podemos saber que no forme parte de nosotros mismos?
—Paracelso dice —continuó— que, en la escala de las cosas, el hombre ocupa el centro, que es la medida de todo y el punto de equilibrio entre lo grande y lo pequeño. El profesor Brudzewski lo miró fijamente. —¿Paracelso? ¿Y ése quién es? Sin duda estará loco. Dios es la medida de todas las cosas y sólo Dios puede entender al mundo. Por lo tanto, lo que tú pareces sugerir, jovencito, con tu “cuestión fundamental” suena a blasfemia.
—¿Bla... bla… blasfemia? —baló Nicolás—, claro que no. ¿No dijo usted, acaso, que en Tolomeo encontramos la respuesta a los misterios del universo?
—Es sólo una forma de hablar, nada más. Se abrió la puerta detrás de ellos y Andreas entró despacio. Nicolás se sobresaltó, empapado de sudor. Aunque no parecían moverse, los conspiradores marchaban implacables hacia él y tuvo una desalentadora sensación de fatalidad, como alguien que oye el crujir del hielo al romperse mientras avanza desesperado, lenta e inexorablemente, sobre un lago congelado.
—Pero, magister, usted dijo… —Sí, sí, es cierto, sé lo que dije. —El viejo dirigió una mirada furiosa al suelo y le dio un golpe con el bastón—. ¡Entiéndelo! Estás confundiendo astronomía con filosofía, o más bien con lo que hoy en día llaman filosofía ese holandés, los italianos y gente por el estilo. Estás pidiendo a nuestra ciencia que cumpla tareas que es incapaz de cumplir. La astronomía no muestra al universo tal cual es, sino tal como nosotros lo observamos; por lo tanto, cualquier teoría que describa nuestras observaciones es correcta. La teoría de Tolomeo es perfectamente o casi perfectamente válida desde el punto de vista de la astronomía pura, porque justifica los fenómenos. Eso es todo lo que se le pide, y todo lo que es razonable pedirle. No discierne tu cuestión fundamental, pues no hay nada que discernir y todos se reirán del astrónomo que diga lo contrario.
—Entonces, ¿tendremos que conformarnos con meras abstracciones? —gritó Nicolás—. Colón ha probado que Tolomeo se equivocó en lo referente a las dimensiones de la tierra, ¿debemos ignorar a Colón?
—¡Un marinero ignorante y, además, español! ¡Bah!
—¡Lo ha probado, señor!
Nicolás se llevó la mano a la frente ardiente, tenía que mantener la calma. La habitación parecía llena de rumores y rugidos, pero era sólo el tumulto de su espíritu que ensordecía sus oídos. Aquellos tres seguían avanzando sin pausa y Nicolás prefería no imaginar lo que haría Andreas a su espalda. El profesor, furioso, caminaba en círculos alrededor de la mesa apoyándose en su bastón, tan encorvado, que daba la impresión de que en cualquier momento hincaría los dientes en sus propios pies y se devoraría a sí mismo como una fabulosa serpiente. Nicolás lo seguía a paso vacilante, soltando graznidos y chasqueando la lengua con nerviosismo.
—¿Prueba? —lo increpó el viejo—. ¿Prueba? Un barco recorre una distancia determinada y regresa, entonces el capitán baja a tierra y enrarece un poco el aire con palabras, ¿a eso le llamas prueba? ¿Sobre qué bases inmutables se apoya tu crítica a Tolomeo? Eres un nominalista, jovencito, y ni siquiera lo sabes.
—¿Yo un nominalista? ¿Yo? ¿No es usted quien piensa que todas las ideas contrarias a Tolomeo pueden refutarse con la sola mención de su nombre? No, no, magister, yo no creo en palabras, sino en cosas.
Pienso que el mundo material es susceptible de una investigación física, y si los astrónomos no hacen otra cosa que sentarse en sus aposentos a contar con los dedos están eludiendo sus responsabilidades.

* * * *

El profesor se detuvo; estaba pálido y su cabeza temblaba peligrosamente sobre el tallo frágil de su cuello. Sin embargo, su voz reflejaba más curiosidad que furia. —La teoría de Tolomeo justifica los fenómenos, ya lo he dicho.
¿Qué otra responsabilidad podría tener?
Díselo. Díselo.
—El conocimiento, magister, debe convertirse en percepción. La única teoría aceptable es aquella que explica los fenómenos, que explica. — que… Miró fijamente al profesor, cuyo cuerpo había comenzado a temblar mientras de sus contraídos orificios nasales salían pequeños resoplidos con un ruido extraordinariamente bronco y seco: ¡se estaba riendo! De pronto se dio la vuelta, señaló a su hermano con el bastón y preguntó:
—¿Y tú qué crees, joven? Danos tu opinión. Andreas estaba apoyado tranquilamente contra la ventana, con los brazos cruzados y la cara a contraluz. Unas pocas gotas de lluvia brillaban contra el cristal y un viento suave agitaba en silencio las flores del cerezo. La belleza inefable del mundo conmovió el dolorido corazón de Nicolás. Su hermano vaciló un momento y luego, con la más lánguida de las sonrisas, dijo suavemente:
—Yo creo, magister, que debemos aferrarnos a la sensatez y a Aristóteles. No tenía sentido, por supuesto, pero sonaba bien. ¡Si que sonaba bien! El profesor Brudzewski asintió con un gesto de aprobación. —Ay, sí —murmuró—, exactamente— —Se volvió otra vez hacia Nicolás:— Creo que te has dejado influir por los modernos advenedizos que creen que pueden descifrar la maraña de la benévola creación divina. Nombraste a Regiomontanus; pues yo fui discípulo de ese gran hombre y puedo asegurarte que él se hubiera mofado de las extravagantes ideas que has expuesto hoy. ¿Y tú cuestionas a Tolomeo? Ten en cuenta esto: no hay duda de que las puertas de la ciencia estarán cerradas para aquel que desconfíe de los antiguos.
Mentirá en sus umbrales, devanará los sueños de los locos según el movimiento de la octava esfera y obtendrá lo que se merece por creer que puede sustentar sus propias alucinaciones calumniando a los antiguos. Por lo tanto, ten en cuenta el consejo razonable de este joven y aférrate a la sensatez.
En su desesperación, Nicolás tuvo la impresión de que emitía un sonido, un aullido agudo y estridente como el chirrido de una tiza contra una pizarra. Sintió un golpe en la base de la columna, como si se hubiera sentado sin mirar justo en el momento en que alguien le retiraba bruscamente la silla. Los tres conspiradores, apiñados tras él, lo miraron con profunda tristeza, solícitos y siniestros al mismo tiempo. El de las verrugas miraba hacia otro lado, incapaz de contemplar de frente tanta necedad. Andreas reía en silencio.
—Bruder, du hast in der Scheísse getreppen —susurró al oído de su hermano. El conspirador gordo rió. Detrás de las rejas de la sala aguardaba el observador oculto. Se trataba, ¡por supuesto!, de la chica de verde.
El profesor le dedicó una mirada funesta, se volvió hacia los hermanos y dijo:
—Caballeros, tendréis que perdonarme por mi hija. La muchacha está loca. Agitó el bastón en dirección a ella y la joven retrocedió, convertida en arlequín por las sombras cruzadas de las rejas, perseguida por los conspiradores que se escabullían de puntillas, cuchicheando, hacia las escaleras donde los aguardaba el hombrecillo del sombrero con plumas, entre otros enigmas más inciertos. Todos se saludaron con una reverencia, ascendieron despacio hacia la penumbra y desaparecieron.
El profesor Brudzewski, impaciente, dio los buenos días a los hermanos, no sin antes invitar a Andreas a sus clases. Una llovizna gris caía sobre Cracovia. —¿Qué? ¿Ese viejo charlatán pretende que me pase las mañanas escuchándolo hablar sobre los planetas y cosas por el estilo? No es probable, hermano, tengo cosas mejores que hacer.
Nicolás llegó a Torun a fines de septiembre. La casa de la calle de Santa Ana lo recibió silenciosa y solicita, como si compartiera su duelo. La vieja Amia y los demás sirvientes se habían ido y en su lugar había un mayordomo nuevo, un tipo arisco, uno de los hombres del obispo, que seguía a Nicolás por toda la casa con actitud desconfiada.

* * * *

Fuera, el soleado día otoñal era todo claridad y distancia, y encima sobre los techos y las torres, una nube navegaba majestuosa, como un barco en el aire, impulsada por el viento a través de un cielo altísimo y azul. El tilo estaba cambiando las hojas.
—Enciende el fuego, por favor, tengo frío.
—Sí, señor. Su excelencia su tío me dio a entender que usted no se quedaría.
—No, no me quedaré.
El tío Lucas llegó esa noche, iracundo, y saludó a Nicolás con una mirada feroz. El chantre de Frauenburg había sido lo suficientemente estúpido como para morirse en un mes impar, cuando el privilegio de cubrir los puestos en la sede de Ermland pasaba, de acuerdo con la ley de la Iglesia, del obispo al papa.
—Así que ya podemos olvidarnos de este asunto, sobrino, pues en Roma no me quieren. —Golpeó el aire en vano con los puños.— ¡Una semana más, eso era todo! Sin embargo, debemos ser caritativos, que Dios dé descanso a su alma. —Fijó sus pequeños ojos negros en Nicolás.— Y bien, ¿no tienes lengua?
—Señor. —
—Por favor, no te humilles. Después de cuatro años, no conseguiste un título en Cracovia.
—Fue usted quien me llamó, señor, cuando aún no había acabado los estudios.
— Ah! —El obispo se paseó un momento, asintiendo con la cabeza, con las manos enlazadas en la espalda —. Mm, si —se detuvo—. Permíteme que te dé un consejo, sobrino, no asumas esa actitud rebelde si quieres disfrutar de mi favor. ¡No lo consentiré!'¿Lo has entendido? —Nicolás asintió sumiso con la cabeza, el obispo gruñó y se dio la vuelta, al parecer decepcionado por un triunfo tan fácil. Se levantó el manto y puso su trasero al calor del fuego
—. ¡Mayordomo! ¿Dónde está ese hijo de puta?, lo que me recuerda que el vago de tu hermano debe de estar divirtiéndose en Polonia, esperando que yo le encuentre un trabajo fácil. ¡Qué familia, Dios mío! Viene por parte de padre, desde luego, nada bueno que heredar por ese lado. Y tú, inútil, mírate, te escondes como si fueras un perro azotado. Me odias, pero no tienes el valor suficiente para decirlo. Claro que sí, yo lo sé. Bien, pronto te librarás de mí. Habrá otros puestos en Frauenburg y una vez que te haya conseguido una prebenda quedarás fuera de mi control y de mis cuentas, y no me importará un ápice lo que hagas, ya habré cumplido con mi deber. Sigue mi consejo y vete a Italia.
—O donde sea, da igual, siempre que sea lo suficientemente lejos.
Y llévate a tu hermano contigo, no lo quiero cerca de mis asuntos. Y bien, hombre, ¿por qué sonríes?
¡Italia! El día de Pascua de 1496 el canónigo Nicolás y su hermano partieron de la Puerta de Florián de Cracovia en compañía de un grupo de peregrinos. Había hombres de fe y pecadores, monjes, vagabundos, embaucadores y asesinos, pobres campesinos y ricos mercaderes, viudas y vírgenes, caballeros mendicantes, eruditos, perdonantes y predicadores, sanos y lisiados, ciegos, sordos, hombres saludables y moribundos. Las banderas reales ondeaban a la luz del sol bajo un cielo azul imperial, las trompetas resonaban con sus melodías metálicas y desde lo alto de las murallas los ciudadanos los despedían con gritos de júbilo y agitaban sus gorras y pañuelos mientras los viajeros se adentraban en la llanura a través del camino polvoriento. Se disponían a cruzar los Alpes en dirección a Roma, la Ciudad Sagrada.
—El maldito tacaño podría habernos conseguido un par de caballos —gruñó Andreas—, en lugar de hacernos caminar como si fuéramos vulgares campesinos. Nicolás no se hubiera quejado ni aunque el obispo Lucas los hubiese obligado a ir hasta Italia a gatas. Por primera vez en su vida era libre, o al menos así se lo parecía. Por fin le habían encontrado un puesto en Frauenburg. El Capítulo, bajo la dirección del obispo, le había concedido una autorización inmediata para partir y él se había marchado hacia Cracovia sin demora. Encontró la ciudad misteriosamente cambiada, ya no era el desolado y taciturno confín que había conocido en sus años de universitario, sino un bullicioso lugar de paso, lleno de viajeros y de gritos alborotadores en lenguas extranjeras.
En realidad, el cambio no se había producido en la ciudad sino en él, que ahora advertía cosas como viajero que como estudiante había ignorado. Sin embargo, prefirió considerar su nueva opinión de la vieja capital como una señal de que por fin había crecido y descubierto su propia identidad y su propio mundo, de que renunciaba al pasado y se dirigía con valentía hacia la edad adulta. Por supuesto, eran sólo tonterías, y él lo sabía, pero a pesar de todo se sintió maduro, experimentado e importante, al menos por unos días.
A Andreas le enfurecía su recién inaugurada autoestima, aunque fuera muy incipiente y susceptible de desmoronarse en cualquier momento y convertirlo en una parodia de sí mismo. A él no le habían asegurado ninguna canonjía tranquila, y fuera donde fuese, la oscura sombra del obispo Lucas se cernía sobre él como una maldición. Él no iba a Italia, lo mandaban, y ni siquiera le habían dado un caballo que lo diferenciara de los vulgares plebeyos.
—Tengo casi treinta años y todavía me trata como a un niño. ¿Qué he hecho yo para merecer su desprecio? ¿Qué he hecho? Miró a Nicolás con rencor, desafiándolo a responder y luego desvió la vista con los dientes apretados de rabia y angustia. Nicolás se sentía incómodo, como siempre que quedaba al descubierto el dolor de otra persona. Sentía deseos de andar muy rápido, incluso se imaginaba a sí mismo huyendo con la cabeza gacha, murmurando entre dientes y agitando los brazos como alguien perseguido por una plaga de moscas, pero no podría ir a ningún sitio que lo liberara de la ira y el dolor de su hermano.
Andreas rió.
—Y tú, hermano —dijo con suavidad—, te alimentas de mí, me comes vivo. Nicolás lo miró fijamente.
—No te entiendo.
—¡Oh, vete, vete! Me enfermas.

* * * *

Así partieron hacia Italia, atados el uno al otro por correas de odio y pavoroso amor. Iban equipados con dos fuertes varas, chaquetas muy gruesas y forradas de piel de oveja para protegerse del frío de los Alpes, un yesquero, cuatro libras de galleta de marinero y un cuñete de cerdo salado. La preparación de aquellas provisiones les había producido una satisfacción profunda y pueril. En una herrería italiana cercana a la catedral, Andreas había encontrado una daga exquisitamente labrada con hoja retráctil que se abría con perverso chirrido con sólo tocar una palanca oculta. Guardaba aquella ingeniosa arma en una funda, cosida a tal efecto en el interior de la caña de una de sus botas, y con ella se sentía maravillosamente peligroso. Bartholomew Gertner, el esposo de Katharina, les había vendido una muía y sólo los había engañado un poco en la transacción pues, después de todo, eran parte de la familia. La muía, una bestia taciturna y vieja, llevaba el equipaje sin dificultad, pero no podría soportar la afrenta de un jinete, como no tardaron en comprobar.
Nicolás podría haber comprado un par de caballos, pues antes de salir de Frauenburg había retirado una buena suma de su prebenda; sin embargo había guardado su botín en secreto en el forro de su capa para no avergonzar a su mísero hermano, o al menos eso se decía a sí mismo.
Andreas miró hacia el sur con melancolía.— ¡Como vulgares y sucios campesinos! Partieron de la Puerta de Florián hacia la inmensa llanura; tras ellos, los gritos y el estruendo metálico de las trompetas; delante, el largo camino. El tiempo se volvió contra ellos y cerca de Braclav se levantó imprevistamente una tormenta en la llanura y los alcanzó con sus bramidos, como si hiera un enorme y oscuro animal. Las posadas eran espantosas, llenas de piojos, vagabundos y rameras sifilíticas. En Graz les sirvieron un caldo de carne podrida y sufrieron espantosas descomposturas; en Villach el pan estaba lleno de gusanos. Un niño murió, se desplomó en medio del camino llorando, retorciéndose en su agonía, mientras su madre gritaba a voz en cuello a su lado.
El número de peregrinos se reducía día a día, pues muchos de los que habían partido de Cracovia habían sido, como los hermanos, simples viajeros que buscaban protección y compañía en el camino a Silesia, Hungría o al sur de Alemania, de modo que cuando llegaron a los Alpes Cárnicos no quedaban más de una docena de adultos y algunos niños; y de ese pequeño grupo, sólo eran peregrinos menos de la mitad. El viejo Félix, un hombre de fe, golpeaba el suelo con su vara y vituperaba contra aquellos seres profanos que se aprovechaban de la protección de Dios en aquel viaje sagrado, pues por culpa de su irreverencia habían tenido tantas desgracias. Era un viejo encorvado y flaco con una larga barba blanca. Sus ojos encendidos se fijaban sobre todo en las mujeres.
—Sus pecados nos han conducido a esta situación.
Krack, el asesino, sonrió.
—Bah, danos un descanso, abuelo.
Krack era un tipo divertido y útil, pues conocía bien las vueltas del camino y podía embroquetar y asar un pollo robado con destreza. Estaba convencido de que todos eran fugitivos como él y de que usaban la peregrinación como un práctico camuflaje para huir. Sus pertinaces protestas de inocencia herían sus sentimientos, ¿acaso él no los había obsequiado con los detalles de su propio momento de gloria?
—Sangraba como un cerdo, me llamaba asesino y pedía piedad a Dios. El viejo bribón era duro, os lo aseguro, estaba rajado de oreja a oreja y todavía se aferraba a sus pocos florines como si quisiera arrancarle las pelotas. ¡Santo Dios!
Los hombres discutían entre si y una vez se metieron en una pelea feroz, donde' una navaja representó un importante papel. También había problemas entre las mujeres. Una chica joven, una criatura extravagante y mortalmente enferma que pasaba la noche con cualquier hombre que la aceptara, fue atacada por otras mujeres y golpeada con tal bestialidad que murió poco después. Dejaron su cuerpo a los lobos, pero su fantasma los perseguía y llenaba sus noches con visiones de sangre y fatalidad.
Una tarde lluviosa, cuando cruzaban una alta meseta bajo un cielo infernal y amenazador, una cuadrilla de jinetes se abalanzó sobre ellos a los gritos. —¡Me cago en el bueno y santo Jesús! ¡Cristo maldito! —murmuró
Krack, los miró con la boca abierta, dio un manotazo en su propia pierna y rió.
Por lo visto eran antiguos amigos suyos. El jefe era un sajón pelirrojo y gigantesco. Le faltaba la mano derecha y en su lugar tenía un gancho de hierro. —Como veis, somos cruzados —dijo el tal Rufus, mientras el despeinaba su pelo color zanahoria—, y vamos a pelear contra los Necesitamos comida y dinero para el largo viaje que tenemos por delante. Cuando lleguéis a Roma podéis decirle al papa que os encontrasteis con nosotros; somos sus hombres, peleamos por su causa, así que él os devolverá con creces las donaciones que nos haréis. ¿De acuerdo, chicos? —Sus compañeros rieron con ganas.— Ahora dadnos la comida y todo el oro que tengáis, y si alguien intenta engañarnos le sacaremos las tripas.
El viejo Félix dio un paso al frente. —Sólo somos pobres peregrinos, amigo. Si os lleváis lo poco que tenemos tendréis que responder ante Dios por nuestras muertes, pues está claro que no saldremos vivos de estas montañas.
—Eleva una plegaria, abuelo —sonrió Rufus—, y Jesús os mandará el maná desde el cielo. Viento amarillo turcos infieles.
El viejo levantó su vara con mano temblorosa como para golpearlos, pero Rufus sacó su espada con una carcajada y le abrió las entrañas. El peregrino se desplomó en medio de un torrente de sangre, aullando de un modo aterrador. Entonces Rufus limpió la espada con la manga de su chaqueta y miró a su alrededor.
—¿Alguna otra queja? ¿No? Sus hombres se abalanzaron como langostas sobre los viajeros y sólo les dejaron las botas y unos cuantos harapos para cubrirse las espaldas. Los hermanos contemplaron en silencio cómo se llevaban su mula. Los bribones rajaron la capa sospechosamente pesada de Nicolás y las monedas se desparramaron por el suelo. Andreas lo miró.
—Amigos —gritó Rufus—, muchas gracias y que Dios os acompañe. Montaron los caballos, pero de repente se detuvieron, murmuraron algo entre sí, sonrieron y volvieron a desmontar. Luego violaron a las mujeres y a dos niños. Les llevó mucho tiempo someter a esas masas informes y blancas de carne que chillaban y se retorcían en el barro. El viejo Félix murió al caer la noche, echado boca arriba en el suelo bajo la lluvia, con sus descalzos pies callosos extendidos, como una gran efigie de madera.
—¡Ay, ay! —lloraba.
Krack les había dedicado un jovial saludo y se había ido con sus amigos.
—¡Bastardo, tenias todo ese dinero y no dijiste ni una palabra!

* * * *

Sin duda habrían muerto todos si no hubiese sido porque al día siguiente se toparon por casualidad con un monasterio situado en lo alto de un peñasco, encima de un valle verde. El viejo monje que cuidaba la huerta fuera de los muros del monasterio dejó caer su azada y huyó aterrorizado ante la visión de aquellos muertos vivientes que levantaban sus brazos helados y gimoteaban atemorizados. Ni ellos mismos podían creer que hubieran sobrevivido, pues la noche había sido una especie de muerte plateada y helada y la habían pasado escalando la cuesta rocosa a ciegas, con una prisa frenética, como seres poseídos, vigilados por la luna impasible. La madrugada había llegado con destellos de un fuego helado.
Los monjes de San Bernardo los recibieron con amabilidad. Uno de los niños violados murió y Andreas, todavía resentido por el asunto del oro, no le dirigía la palabra a su hermano. Nicolás pasaba el tiempo afuera, paseando por los senderos de montaña con un hábito y capucha de monje, mientras inventaba historias, murmuraba versos latinos, imaginaba Italia e intentaba liberarse de los recuerdos de la lluvia y de los gritos, de harapos endurecidos por la sangre seca y de la sonrisa de Krack. El campo era irreal, tina ardiente y helada última Thule. En aquel lugar se sentía desorientado, todo era demasiado grande o demasiado pequeño; aquellas imponentes y rutilantes montañas frente a las diminutas flores azules del valle. Incluso el clima resultaba extraño, largos días claros y cálidos de primavera alpina, un sol feroz que daba mucha luz y poco calor y cielos transparentes horadados por cimas nevadas.
Las cabras de montaña se alejaban haciendo resonar sus campanas al verlo, asustadas de aquel personaje con bastón que las miraba fijamente, lleno de dolor y hastío. No podía olvidar y por las noches lo perseguían sueños cuyo oscuro resplandor contaminaba sus horas de vigilia y se cernía sobre él como una sombra en el aire. Comenzó a detectar signos de una vida secreta en todas partes, en las flores, en la hierba de la montaña, en las piedras que pisaba; todo estaba vivo y, en cierto modo, todo agonizaba. Las nubes de la tormenta volaban bajo sobre el cielo, como rugidos de angustia que se alejaban para que los pronunciaran en algún otro sitio.
Lo que le dolía no eran los sufrimientos de los vivos y los muertos, sino la ausencia total de dolor; no podía olvidar aquellas escenas terribles, la sangre y el barro, los bultos de carne retorciéndose, pero al recordar no sentía nada, nada en absoluto, y aquel vacío lo horrorizaba.
Los hermanos se despidieron del resto del grupo en Bolonia, donde debían matricularse en la universidad. El representante del Capítulo de Frauenburg en Roma, el canónigo Bernhard Schiller, viajó hacia el norte para encontrarse con ellos. Era un hombrecillo gris y cauteloso.
—Bien, caballeros —les dijo—, bienvenidos a Italia. Os habéis demorado, así que espero que hayáis tenido un viaje agradable, pues está claro que fue lento.
Los hermanos lo miraron con asombro y Andreas rió.
—No tenemos dinero —le dijo.
—¿Qué? —La cara gris del canónigo se volvió aún más gris. Al final, sin embargo, aceptó adelantarles cien ducados. —Comprended que este dinero no es mío ni de la Iglesia, sino de vuestro tío. Esta mañana le he escrito para informarle sobre esta transacción y pedirle que me devuelva el dinero de inmediato. –Entonces se permitió esbozar una ligera sonrisa. — Confío en que podías darle una explicación satisfactoria de vuestra pobreza. ¿Y por qué, si me permitís que os pregunte, lleváis esas ropas de monjes? ¿Habéis estado apostando con clérigos? Es un pasatiempo peligroso, pero no es asunto mío, así que buenos días.
Andreas lo miró partir con una expresión de amargo sarcasmo, mientras Nicolás contaba su parte de los ducados.
—Será mejor que los escondas rápido, hermano. Al atardecer, paseaba por las calles abarrotadas de gente, sumido en frenéticas especulaciones sobre las verdaderas dimensiones del universo. A su paso, brillantes cabezas morenas y ojos almendrados se volvían para seguirlo con curiosidad y regocijo. Bolonia era una ciudad de personajes locos y grotescos, pero aun así él no pasaba inadvertido, con su capa larga y su cara de fanático. ¡No le importaban las opiniones de esta gente nudosa y estúpida! Italia lo había decepcionado mucho, odiaba el calor, el olor rancio e inevitable, el alboroto de los niños, la indolencia, la corrupción y el desorden. Había imaginado una tierra serena, luminosa, imponente y melancólica. Los mercaderes le gritaban halagos y amenazas a la cara, intentaban venderle vino, dulces y ciegos pájaros cantores. Un bufón gordo, con una cabeza que parecía un trozo de carne cruda, sacudió ante sus narices una tira de salchichas malolientes.
—¡Bello, professore, bello, bello! —gramó abriendo el húmedo agujero rojo que tenía por boca. Un mendigo leproso extendió su mano sin dedos y lloriqueó. Nicolás se escabulló tras una esquina y un poderoso haz de luz le dio de lleno en la cara. El sol del crepúsculo se ponía sobre las murallas de la ciudad, flanqueado por dos ladrones ahorcados por la mañana. De pronto echó de menos aquellos preciosos atardeceres del norte, pálidos, límpidos y tranquilos, llenos de silencio y nubes. Desde el suelo le llegó un olor fétido, acababa de pisar una caca de perro.
Alguien lo llamó por su nombre desde una taberna y a Nicolás se le heló el corazón, pero cuando intentaba alejarse a toda prisa, una risueña ramera, negra como el carbón, se interpuso en su camino, chasqueando sus gruesos labios. Desde la taberna se oyó una carcajada ebria.
—Únete a nosotros, hermano, toma una copa de vino —lo llamó Andreas. Estaba sentado con un grupo de amigos espadachines, todos buenos germanos—. Amigos, mirad qué pálido y demacrado está. Pasas demasiado tiempo entre libros.
Los demás lo miraban divertidos, encantados con esta fuente de diversión.
—Tal vez le dé demasiado a la vara.
—¡Ay!, has estado haciendo galopar al gusano, ¿verdad, canónigo?
—¿Dándole al venerable obispo, eh?
—¡Ja, ja!
—¡Siéntate! —le increpó Andreas, malhumorado y con la cara roja, pues la bebida no le caía demasiado bien.

* * * *

A Nicolás no dejaba de sorprenderle la misteriosa capacidad de su hermano para rodearse del mismo tipo de amigos fuera donde fuese. Variaban los nombres y un poco las caras, pero por lo demás eran los mismos en Torun, Cracovia o Bolonia: holgazanes y chulos, supuestos poetas, niños de papá con demasiado dinero, todos gamberros. En aquel grupo en particular no había ninguno de menos de treinta años, ¡estudiantes eternos! Nicolás sonrió irónicamente para sí, él mismo no era tan joven como para mofarse de los demás. Pero él era diferente, lo sabía, pertenecía a una especie distinta, ¿Por qué si no se sentía tan mal entre ellos, sentado al borde de su taburete, congratulándose a sí mismo en un acceso de timidez y repugnancia, sonriendo como un idiota?
—Dinos, hermano, ¿quién era esa hermosa ramera con que te pescamos hace un momento? ¿Acaso estabais discutiendo los movimientos de los astros? ¿La salida de Venus y cosas por el estilo? —Nicolas se encogió de hombros y se movió intranquilo; él nunca podría competir con los sarcasmos de su hermano. Andreas se volvió a los demás con una sonrisa lánguida:— Está muy interesado en mirar las estrellas, ¿sabéis?, los maravillosos astros, los orbes en la noche, cosas por el estilo.

* * * *

Un joven lleno de espinillas con rizos del color de la paja y una barba espigada, hijo de un conde de Suahia, sacó su naricilla puntiaguda de la jarra de cerveza y se apoyó sobre la mesa con expresión solemne.
—Canónigo, ¿has oído hablar del infortunado astrónomo que equivocó sus cálculos y acabó con dos planetas donde debía haber uno? Bien, pues descubrió unas pelotas en la órbita de Marte.
Entonces hubo más risas y carcajadas, más vino y más ¡tabernero!, ¡tabernero!, venga, hombre, un plato de tu mejor guiso de callos porque, ¡malditas sean!, pero esta noche me apetecen las vísceras— Por fin dejaron de meterse con Nicolás; en realidad, era un mal contrincante para su ingenio, un chivo expiatorio poco apropiado.

* * * *

La última luz del crepúsculo se desvaneció, muy pronto cayó la noche y las estrellas, vacilantes y delicadas, brillaron sobre sus cabezas a través de la enredadera de hojas de parra. Un chico repartía velas humeantes entre las mesas. Aquí llega Prometeo, portador del fuego.
¡Qué culo tan bonito tiene!, miradlo cuando se agacha. ¡Ey, chico!, un ducado por tus favores. — El chico retrocedió con una sonrisa temerosa. Desde la calle se oía música, feroces pitidos de pífanos y retumbar de timbales, y una banda de trovadores entró en el patio de la taberna en busca de vino gratis. Nicolás se sentía mareado por el ruido y el humo de las temblorosas llamas de las velas, así que bebió el vino tinto toscano, oscuro y dorado como sangre vieja. Andreas se subió encima de la mesa, tambaleante y agitado, y comenzó a hablar a voz en cuello sobre la libertad y el renacimiento, la nueva era, l'uomo nuovo. De repente tropezó, intentó sostenerse en el aire, dejó escapar un grito y cayó estrepitosamente en el regazo de su hermano. Nicolas, conmovido de pronto por un amor triste e inevitable, acunó en sus brazos aquel pesado bulto, húmedo y ebrio, aquel bebé grotesco que se inclinó junto a la mesa y vomitó —¡Ork!—, sobre el suelo de juncos, una papilla de callos y vino.
Más tarde aparecieron en una calle estrecha y oscura, donde alguien pateaba con furia a un individuo tendido sobre un desagüe. El hijo del conde se acercó, riéndose tontamente, hasta que un puño sin dueño surgió de la oscuridad y le asestó un buen golpe. Entonces se desplomó con un grito, sangrando por la nariz. De repente Nicolás se encontró a sí mismo de rodillas en el suelo de una habitación estrecha, una especie de choza pequeña, sin saber cómo había llegado allí.
Sólo se oían gruñidos y gemidos y sobre el suelo de tierra se retorcía una maraña de carne ondulante, de luna deslumbrante palidez. Bajo la luz espectral de las velas podía vislumbrar a una mujer, tendida frente a él con las piernas y los brazos abiertos como si fuera un espécimen anatómico, sonriente y jadeante. Olía a ajo y a pescado, pero Nicolás se echó sobre ella y le clavó los dientes en un hombro. Fue una chapuza, un asunto rápido, y sólo más tarde, tras meditar seriamente sobre la cuestión, se daría cuenta de que al menos había perdido su virginidad. Todo había ocurrido exactamente como él lo había imaginado.

* * * *

A la mañana siguiente se sentía agotado y pervertido y llegó tarde al Aula Máxima. Sus compañeros, hombres serios y jóvenes, aunque mayores que él, lo miraron con reprobación y rencor. El profesor lo ignoró, ¿qué importancia tenía la demora de un alumno para el astrónomo Domenico María da Novara, erudito en griego, devoto de Platón y Pitágoras? Encumbrado en su alto púlpito, se sentía, como siempre, invadido por un supremo y absoluto aburrimiento. La voz seca y tétrica se paseaba por las palabras de la lección con cansancio e indiferencia, hacia pausas al final de las frases como si éstas estuvieran separadas entre sí por un trecho de tierra estéril; y sólo más tarde se pondría de manifiesto el significado y la peculiar brillantez de sus ideas, cuando sus notas explotaran despacio, como una flor que se abre en innumerables pétalos, en las modestas mentes y habitaciones de los alumnos.
Era un hombre de mediana edad, raro, frío e irascible, alto y moreno, con una expresión cruel en la cara, como una cuchilla lóbrega y filosa. En Bolonia, donde no era extraño que un profesor arrogante resultara herido por una lluvia de piedras o incluso atravesado por un travieso espadín, Novara inspiraba un temor y un respeto generalizados.
—Koppernigk, ¿me permite unas palabras? —Nicolás se detuvo alarmado. La clase había terminado y los últimos alumnos salían del aula. Intentó sonreír y aguardó receloso, descompuesto y tembloroso. El profesor descendió del púlpito con aire pensativo, se detuvo en el último peldaño y lo miró.— Me he enterado de que ha estado comentando ciertas..., bueno, no sé cómo decirlo..., ciertas ideas curiosas. ¿Es eso cierto?
—Perdone, maestro, no comprendo. —¿No? —Novara esbozó una ligera sonrisa y caminaron juntos a través del luminoso corredor. A su derecha, delgados arcos de piedra conducían al patio y a una estatua de mármol con el brazo levantado en un misterioso saludo hierático. Sombras irregulares se erizaban bajo sus pies.— Es obvio que me refiero a ideas astronómicas —continuó el profesor—, a especulaciones sobre la forma y dimensiones del universo, ese tipo de cosas. Me interesa, ¿sabe? Dicen que usted ha expresado dudas acerca de ciertas partes de la teoría de Tolomeo sobre el movimiento de los planetas.
—Es cierto que he participado en algunas discusiones en las tabernas, pero no he hecho otra cosa que hacerme eco de lo que a menudo han dicho otros, usted mismo entre ellos. —Novara frunció los labios y asintió, parecía divertido por algo. — Creo que no tengo nada más que decir —dijo Nicolás—, soy un diletante y esta mañana no me encuentro muy bien —concluyó débilmente.
Caminaron en silencio durante un rato. En el pasillo retumbaban los pasos de los estudiantes, que miraban con disimulada curiosidad a aquella extraña pareja. Novara meditó y por fin dijo:
—Pero sus ideas acerca de las dimensiones del universo y las distancias entre los planetas parecen originales, o al menos prometen ser muy peculiares. —Intranquilo, Nicolás se preguntó cómo había llegado a enterarse de esas cosas, pues la entrevista con Brudzewski en Cracovia le había enseñado a ser discreto. Había admitido su participación en charlas de tabernas, pero la verdad es que siempre se había limitado a escuchar en silencio. ¿Quién conocía tan bien sus ideas como para traicionarlo? El profesor lo miró de reojo con una expresión calculadora.— Lo que me interesa —dijo— es si ha conseguido que las matemáticas apoyen sus teorías.
Sólo una persona podía haberlo traicionado; pues bien, no importaba. Se sentía dolido y encantado a la vez, como si lo hubieran pescado cometiendo un crimen inteligente. De repente, las pocas ideas que había logrado traducir a palabras, burdas y torpes parodias de los brillantes e inexpresables conceptos que bullían en su mente, parecían mucho más respetables que antes, gracias a la atención del prestigioso Novara.
—Maestro, yo no soy un astrónomo ni un matemático. —Sí —el profesor volvió a sonreír—, como dice, es usted un diletante. —Parecía pensar que había dicho un chiste y Nicolás esbozó una sonrisa melancólica. Llegaron a la escalinata del luminoso portal y las campanas de San Pietro estallaron en el aire con un potente estruendo de bronce mientras bandas de palomas irrumpían en el cielo por encima de las cúpulas doradas. Novara contempló el gentío de la plaza con aire ausente. De repente se volvió hacia él: — Venga a mi casa —dijo con un entusiasmo impropio de él—, ¿lo hará? Venga hoy mismo a eso del mediodía, estarán unas personas que le interesará conocer. Hasta el mediodía, entonces. Vale. —Y bajó rápidamente las escalinatas.
—Pero, ¿qué...?
—Y bien, ¿qué ocurrió?
—¿Dónde?
—¡En casa de Novara!
—¡Ah!, te refieres a eso. —Estaban sentados en el comedor del patio germano donde se hospedaban; era la hora del atardecer y, al otro lado de las sucias ventanas, el Palacio de la Comuna rumiaba bajo la luz del crepúsculo. La sala estaba atestada de alemanes de cabezas rapadas cenando. A Nicolás le dolía la cabeza.— No sé qué es lo que Novara pretende de mí, yo no tengo nada que ver con él. Había más gente, Luca Guarico, Jacob Ziegler, el poeta Calcagnini...
—Bueno, bueno, estoy impresionado —dijo Andreas tras emitir un suave silbido—. La flor y nata de los intelectuales italianos, ¿eh? —sonrió con sorna—, y tú, hermano.
—Y yo, como bien dices. Andreas, ¿has estado hablando por ahí de mis ideas sobre astronomía? —Cuéntame lo que ocurrió en casa de Novara.
—Porque preferiría que no lo hubieras hecho, no quiero que hagas estas cosas.
—Cuéntame.
Lo habían conducido a un patio con naranjos en macetas de barro y una fuente de la que manaba el agua con una música fresca y ligera. Los invitados estaban reunidos en la terraza, repantigados con elegancia en sofás y exquisitos sillones de caña, mientras bebían vino blanco en estilizadas copas de cristal de Murano y conversaban lánguidamente. Nicolás recordó las jaulas de codornices que colgaban de los portales de las mejores casas de la ciudad. Receloso e incómodo, totalmente consciente de su figura enjuta y desgarbada, propia de los prusianos, permaneció mudo y nerviosamente risueño mientras el profesor lo presentaba. Allí, con su elegante casa señorial al fondo, Novara tenía aspecto de patricio. Llevaba unos impertinentes de teatro en forma de tijeras con los que no dejaba de jugar.
Aquel objeto, sumado a la luz esplendorosa, las sombras violáceas de la terraza, las copas burbujeantes, el sonido melódico del agua y el perfume de los naranjos, ayudaba a crear un aire teatral. Elbing. ¿Elbing? Nicolás se preguntó vagamente por qué el recuerdo de aquella remota ciudad del norte lo asaltaba de repente.
¿Le gustaba Italia? El clima si, por supuesto. ¿Y qué estudiaba aquí? ¿De veras? Hubo un silencio y alguien tosió cubriéndose la boca con una mano enguantada. Cumplido su deber, volvieron a la conversación que su llegada había interrumpido. Celio Calcagnini, un individuo esbelto que ya no estaba en la flor de su juventud, dijo con languidez:
—Entonces la cuestión es: ¿qué se puede lograr? Bolonia no es Florencia, y supongo que todos estaremos de acuerdo en que don Juan Bentivoglio no es, y nunca llegará a ser un Magnifico. —Todos rieron suavemente y sacudieron las cabezas; las opiniones sobre el duque de Bolonia parecían unánimes. — Y aun así, amigos míos —continuó el poeta—, debemos trabajar con el material que tenemos, por pobre que éste sea. El hombre sabio sabe que a veces las concesiones constituyen el único camino. Cambiando de tema, ésta es una excelente cosecha, Domenico, envidio tu bodega.
Novara, apoyado cómodamente contra una columna blanca, levantó su copa con un gesto sardónico. Nicolás descubrió con un respingo un delgado galgo negro a los pies del profesor, agitado, con aspecto de esfinge y los colmillos a la vista en una mueca feroz. Jacob Ziegler, astrónomo de cierta reputación y autor de un reciente y muy admirado libro sobre Plinio, era un espadachín esbelto y moreno, con una larga cara pálida, ojos brillantes y un finísimo bigote. Vestía ropas de seda roja y piel de becerro, exquisitas, aunque tal vez demasiado afectadas, y a su lado descansaba un sombrero de terciopelo de ala ancha como un enorme y exótico pájaro negro. El sillón de caña donde se sentaba protestó con un crujido cuando se echó hacia adelante y gritó:
—¡Concesiones!, ¡cuidado! ¡Yo digo que debemos actuar! Los tiempos no cambian por sí solos, sino por las acciones de los hombres. Bolonia no es como Florencia, de acuerdo, pero, ¿qué es Florencia? Una ciudad de gordos comerciantes fascinados por la buena vida. —Miró con hostilidad a Calcagnini, que arqueó ligeramente las cejas mientras jugaba con la base de su copa. — Engullen el arte y la ciencia como si fueran dulces y se felicitan a sí mismos por su cultura y sus ideas liberales. ¿Cultura? ¡Bah! Y sus artistas y científicos no son mejores; una pandilla de alcahuetes que se dedican a ofrecer sus bonitas fruslerías para enmascarar las llagas abiertas de su ciudad, que no es más que una cortesana enferma. ¡Pues yo prefiero mil veces ser un desterrado a ser como ellos, caprichosos adornos de la decadencia! —Decadencia —repitió suavemente Novara, como si saboreara la palabra con fruición.
Calcagnini levantó la vista.
—Un bonito discurso, Jacob —dijo sonriente—, pero creo que no estoy de acuerdo con tus conclusiones. A mí me disgusta hacer concesiones tanto como a ti; sin embargo, sé que hay un tiempo para todo, para la prudencia y para la acción. Si actuamos ahora, sólo conseguiremos empeorar las cosas. Y ya que estamos en esto, dinos, ¿qué pretendes que hagamos? La autoridad de Bentivoglio sobre la ciudad es indiscutible. Aquí hay paz, mientras en el resto de Italia hay tumultos. Pero ya sé, sé que tú no llamarías a esto paz, sino infatuación. Sin embargo, lo llames como lo llames, nuestros ciudadanos, igual que los de Florencia, están bien alimentados y en consecuencia contentos de dejar las cosas como están. La ecuación es así de simple, puedes arengarlos cuanto quieras, acusarlos de decadencia, pero sólo conseguirás que se rían de ti porque sólo eres un astrónomo loco con la cabeza en las nubes. Baja a la tierra y métete en sus problemas, entonces las cosas cambiarán. Fray Girolamo, el formidable Savonarola, fue adorado por Florencia durante un tiempo. La ciudad se revolvía en un éxtasis sagrado bajo su látigo, hasta que comenzó a asustarlos, entonces lo quemaron. ¿Lo entiendes? No, Jacob, no habrá autos de fe en Bolonia.
Ziegler frunció el entrecejo y un delicado rubor se extendió desde mejillas hasta su frente pálida.
—¿Nos comparas con el monje loco, esa criatura que consideraba a Platón como fuente de inmoralidad? ¡Merecía que lo quemaran, te lo aseguro! —No, mi querido Jacob —murmuró Calcagnini, con una sonrisa tolerante—, por supuesto que no hago tal comparación. Sólo intento demostrarte que una acción precipitada y arriesgada por nuestra parte podría conducirnos directamente a la ruina.
—Además —continuó Ziegler con vehemencia—, ¿por qué supones que el poder de los Bentivoglio sólo puede desafiarse desde el interior de Bolonia? —El galgo apretó las mandíbulas con un sonido sordo y húmedo y se alejó despacio y con elegancia. Se hizo un incómodo silencio y Ziegler, acalorado y desafiante, miró con arrogancia a su alrededor. — ¿Bien? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.

* * * *

Novara lo miró ceñudo y con los labios fruncidos y sacudió levemente la cabeza en señal de muda reprobación. Un individuo flacucho que respondía al nombre de Nono, soltó una risita tonta.

* * * *

—¡E—e—escuchemos los resultados de los tra trabajos de Lu—Luca! ingenioso, pero los demás no le prestaron la más mínima —sugirió tención, ocupados en la muda reprobación de la supuesta indiscreción del impenitente Ziegler. Entonces Nono, ofendido, se volvió hacia Nicolás y le dijo con una voz deliberadamente alta, como si se dirigiera a alguien sordo o idiota—: Él ha he—hecho un ho—horóscopo de César, ¿sa—sabes? II Valentino, como le llaman, ¡ja, ja! —Nicolás le dedicó una gran sonrisa, como muestra de extraña gratitud y aliento.— Me re—refiero a Bo—Borgia —concluyó Nono sin convicción y frunció el entrecejo, como si buscara aquella palabra última y esquiva, la obsesión de los tartamudos, que lo aclararía todo maravillosamente.

* * * *

—Sí, Luca, cuéntanos qué dicen las estrellas de nuestro joven príncipe —intervino Novara.
Luca Guarico, aquel con la enorme cabeza y la nariz torcida de un César en decadencia, simplemente suspiró y se encogió de hombros.
Era gordo, con la clase de gordura que crea en la imaginación de hombres quisquillosos y delgados como Nicolás espantosas e irresistibles visiones de cópulas como terremotos, de maniobras sobrehumanas en los retretes y de lágrimas incontenibles al soltarse la hebilla de zapato. Se revolvió ligeramente en el sofá donde se sentaba y, agitado, sacó de entre sus ropas un arrugado pliego de pergamino.
—Hay poco que decir —resolló—. Si tuviera todos los datos, sería más fácil, pero no los tengo. Sin duda tendrá larga vida, buena suerte al principio, como corresponde al bastardo de un papa —sonrió con melancolía—. Después de los treinta sufrirá un declive, pero eso no está claro. Liderará una victoriosa campaña en Lombardía y Romania, como esa puta de Sforza descubrirá a su pesar. Deberá cuidarse de los franceses, si podemos fiarnos de Marte. —Volvió a encogerse de hombros, como si se disculpara, y guardó el pergamino.— Eso es todo.
—¡Brillante, brillante! —murmuró Ziegler, mesándose con furia el bigote.
Guarico lo miro.
—Jacob, hoy estás muy irritable —se apresuró a decir Calcagnini—. Tal como ha dicho Luca, no tiene los datos necesarios, y podríamos agregar: ¿quién puede conocer los hechos referentes a esa extraña y secreta dinastía?
Intercambiaron ligeras sonrisas.
—Pero, Luca —dijo Novara—, ¿no tienes ninguna información sobre lo que nos interesa?
—Sólo puedo aseguraros una cosa —respondió el gordinflón con una mirada hostil a su alrededor—, puedo afirmar que nunca se sentará en el trono de Pedro.
Nicolás tuvo la impresión de que algo estallaba lentamente y con un sonido suave, y Ziegler dejó escapar una risita tonta.
—Bueno —murmuró Novara—, entonces no tenemos que hacer nada.
De repente todos se relajaron y miraron a Nicolás, quizás con cierta timidez, como jugadores que aguardaban su aplauso. Él les devolvió la mirada, intrigado e inexpresivo; tenía la impresión de que se le había escapado algo muy significativo. Los sirvientes salieron a la terraza con pequeñas bandejas de plata llenas de exquisiteces, aspic de carne de venado, rodajas de melón, finísimos trozos de jamón curado de la zona. Nicolás cogió tina porción de codorniz fría, no sin un ligero y disimulado regocijo— El sol había desaparecido del cuadrado del cielo que había encima del patio y la luz había dejado de crepitar con ugor, convertida en un sólido cubo azulado de cálido fulgor. Nicolas era muy consciente de su condición de extranjero y sentía nostalgia por el frío norte. Este no era su mundo: el calor, las pasiones vehementes, el aire rancio y quieto que sofocaba sus pulmones como si fuera el aliento de otra persona. Aquí nada le afectaba y él no afectaba a nada; era como una Prusia en miniatura en medio de Italia. Un joven dandi de piel aceitunada lo miraba de un modo extraño, con la insolencia de un experto.
Después de comer, la concurrencia cambió la terraza por una enorme sala de techo alto y paredes azul pálido. A un extremo de la estancia había tina arcada, y al otro, amplias ventanas con una vista brumosa de esplendorosos cipreses y colinas verde oliva. De repente, en medio de un clima de expectación~ la charla inconexa se detuvo para dar paso a un extraño y aturdido personaje con una lira que parecía el infortunado portador de una carga intolerable de conocimientos, un profeta con la maldición de secretos inenarrables. Aguardó pacientemente a un lado, con la mirada turbia fija en alguna visión interior, mientras los sirvientes le preparaban un asiento de cojines sobre el suelo, en el centro de la habitación. Luego se acomodó con mucho cuidado, cruzó sus tobillos patéticamente delgados y comenzó a cantar con una peculiar voz aflautada. La brisa agitó las cortinas de las ventanas y oleadas de luz nacarada cayeron sobre el brillante suelo. El perro negro volvió y se echó, jadeante, a los pies de Novara, con sus húmedas mandíbulas entreabiertas. Sin saber bien por qué, Nicolás tuvo una ligera sensación de alarma. La canción era un lamento sostenido, sinuoso e incomprensible, que parecía surgir de lo más profundo del angustiado cantor, como un delgado hilo de plata que ondulaba y entrelazaba un efecto hipnótico sobre el tenue rumor oscuro de la lira. El público lo escuchaba extasiado, con tal atención que parecía que estuvieran colaborando en la creación misma de aquella música celestial.
Al fin la canción terminó y el cantante miró a su alrededor con una expresión de desamparo mientras alisaba, incómodo las hebras lacias y rubias de su cabello. Los demás se levantaron y se apresuraron a acercarse a él entre susurros y parloteos, solícitos como mujeres. Le dieron una copa de vino, pero sólo bebió un sorbo. Después lo acompañaron a la salida y se fue mascullando y suspirando. La gente parecía agotada y saciada como después de una orgía. Novara se incorporó, hizo un gesto a Nicolás para que lo siguiera y salieron al pasillo con el perro negro andando pesadamente tras ellos. El cantante estaba solo en una antecámara, afligido y desconsolado bajo una luz poderosa. Los miró con aire ausente a través de sus ojos extraños, claros y amarillentos, pero cuando Novara le habló, no respondió, agitó levemente la cabeza y les volvió la espalda. Sin embargo, sonrió al perro como si lo conociera, con actitud conspiradora. Siguieron andando y Nicolás preguntó:
—¿Quién es? ¿Está enfermo?
Novara levantó los gemelos y lo miró intrigado.
—¿No lo sabe?, ¿no reconoce su música? Era un himno órfico al sol. Él conoció a Ficino, ¿sabe?, en la Academia de Florencia. No está enfermo, al menos no en el sentido que usted o yo le daríamos a la palabra. El saber ancestral que ha heredado lo consume con ferocidad. Grandes pasiones y enorme sabiduría: no son cosas que los mortales sepamos llevar fácilmente.
Entraron en la biblioteca y caminaron entre los estantes de manuscritos valiosos, incunables e inestimables primeras ediciones de Alemania y Venecia. Novara acarició tiernamente con los dedos los lomos encerados. Estaba como ausente y casi no hablaba. A través de una ventana estrecha, pasó un afilado rayo de sol que partió en dos la penumbra. El silencio palpitaba; Novara sacó una diminuta llave de oro y Nicolás tuvo la vaga impresión de haberla visto antes en algún sitio. Allí estaba el corazón de la biblioteca, su verdadero tesoro, raras y magníficas copias del Corpus Hermetzcum junto a las traducciones de Marsilio Ficino y un montón de notas y comentarios. El profesor comenzó a explayarse con solemnidad sobre los misterios celestiales, habló de deanes y ángeles, de talismanes y magia blanca, del spíritus mundz que controla el universo en secreto. Se operó un cambio en él y habló como un poseído. Por lo visto era una especie de mago.
—¿Usted cree, Herr Koppernigk? —le preguntó de repente.
—Yo no sé en qué creo, maestro.
Nicolás ya había oído hablar de la extraña filosofía etérea del tres veces grande Hermes, el egipcio Trimegistus, donde el universo se concibe como una amplia red de relaciones y acciones simpáticas controlada por los siete planetas, o los siete gobernadores como los llamaba Trimegistus. Era una teoría demasiado enmarañada con confusas ideas cabalísticas para el escéptico espíritu nórdico de Nicolas. Sin embargo, el joven se sentía profunda y misteriosamente atraído por la desesperada necesidad de los gnósticos de encontrar una unidad universal y redentora dentro del caos del mundo.
—El vínculo que une todas las cosas se ha roto por voluntad de Dios —gritó Novara—, eso es lo que se llama caer en desgracia. Sólo después de la muerte nos uniremos con el Todo, cuando el cuerpo se divida en los cuatro elementos básicos que lo componen y el ser espiritual, el alma libre y radiante, ascienda a través de las siete esferas del firmamento, cambiando en cada estadio una parte de su naturaleza divina hasta que, privada de toda maldad terrenal, encuentre la redención en el Empíreo. Allí se unirá con el alma eterna del mundo que está en todos lados y en todas las cosas. —Fijó su mirada ardiente en Nicolás. — ¿No es esto, acaso, lo mismo que dice usted, aunque lo plantee de otro modo y con otros términos? ¡Ah, sí, amigo mío! ¡Yo sé que usted cree!
Nicolás sonrió con nerviosismo y se volvió, alarmado por la súbita intensidad y absorbencia de aquel hombre. ¡Era una locura, una verdadera locura! Sin embargo, cuando imaginaba el alma apasionada volando hacia el cielo, ansiosa por llegar a la luz, lo embargaba un júbilo indescriptible, y aquella palabra, la más grande de todas las palabras, resplandecía en su mente como un talismán: redención.
—Yo creo en las matemáticas —murmuró—, en ninguna otra cosa.
Entonces el profesor recobró la calma, abandonó su vehemencia y volvió a su papel de persona cortés y formal.
—Exactamente, querido amigo —dijo con una sonrisa—, más a mi favor.
Luego cogió suavemente a Nicolás del hombro y lo condujo junto al resto de los invitados.
Luca Guarico, sentado en cuclillas sobre un delicado sofá de ébano y terciopelo, levantó su voluminoso cuerpo para hacerle un sitio a Nicolás y lo invitó a sentarse dando suaves golpecitos sobre los cojines con su mano regordeta. Nicolás no tuvo más remedio que acomodarse con un escalofrío en el pozo cálido y ligeramente perfumado que había dejado el gordo. Novara se paseaba perdido en sus pensamientos mientras tamborileaba sobre la uña del pulgar con los impertinentes plegados. Nadie hablaba; Nicolás sospechaba que Guarico lo miraba, pero no se volvió por temor a las pavorosas intimidades que se vería obligado a compartir si se enfrentaba a aquellos rosados ojos porcinos. El insolente caballero que había estado observándolo se encontraba ahora sumido en oscuras y secretas confabulaciones con dos individuos de aspecto similar. Celio Calcagnini dejó escapar un breve y melancólico suspiro y se puso a contemplar el techo mientras se sacaba, dedo a dedo, los guantes de hilo inmaculadamente blancos y el apasionado Ziegler se mordisqueaba las uñas con expresión ausente. De repente y sin motivo, Nicolás se sintió en medio de una situación absurda, se incorporó rápidamente, como si lo empujara la fuerza de un pedo que acababa de escapársele a Guarico. Justo entonces Novara se volvió hacia él.
—Herr Koppernigk — se interrumpió perplejo al ver que su invitado estaba a punto de marcharse. Nicolás lo miró como disculpándose y se dejó caer otra vez en el asiento al tiempo que le parecía oír leves rumores de júbilo celestial justo por encima de su cabeza—. Herr Koppernigk —continuó Novara—, creo que no me he equivocado al pensar que es uno de los nuestros. Por supuesto, ya se habrá dado cuenta de que ésta no es tina reunión informal de amigos; podemos decir que tenemos un propósito. Hemos notado su interés por la pequeña discusión entre Celio y nuestro querido e impetuoso Jacob, por lo tanto sospechamos que tiene alguna idea sobre la naturaleza de ese propósito.
—Claro que si —dijo Nicolás con vivacidad, bastante aturdido al verse sorprendido cuando planeaba una huida inmediata—, bueno, quiero decir que creo entender...
—Sí, sí, ya veo. —Novara agitó su mano lánguidamente y siguió con su paseo.— Déjeme que le explique. Digo que tenemos un propósito, pero no por eso debe imaginar que se ha topado con una pandilla de conspiradores. Sin duda en el Norte contarán historias terribles sobre lo que hacemos en Italia, pero le aseguro que no llevamos puñales ocultos bajo las capas ni venenos en nuestros anillos de sello, sólo somos un grupo de hombres disconformes con la situación actual, asustados de ella. El mundo, mi querido amigo, se encamina directamente hacia el desastre, conducido por la evidente corrupción de la Iglesia y el Estado. Asistimos a la decadencia de la aristocracia y, junto con ella, al colapso del sistema señorial. Han disminuido las exigencias en educación, de modo que los hijos de simples comerciantes son admitidos en nuestras univers… captó la mirada de Nicolás y se sobresaltó—. Ejem, en resumen, Herr von Koppernigk, se trata de la decadencia de esta era. Decadencia, ¡ay! ¿Acaso no deberíamos temerle tanto? ¿No es una plaga?, ¿no es peor que la guerra? Porque la decadencia es la matrona de un nacimiento animal, y la bestia que va a nacer aquí, ahora, en esta misma ciudad, es... Me estremezco al decirlo. —
—Qui—quiere decir —intervino Nono, ansioso como un colegial listo en una clase— ¡el co—concepto de la li—li—li—libertad!
Novara lo miró con frialdad.
—Exactamente —dijo y se volvió de espaldas.
Calcagnini seguía abstraído contemplando el techo, donde rosados querubines de yeso con las nalgas al aíre se entregaban al desenfreno.
—¡Ah, la libertad! —murmuró chasqueando delicadamente los labios—, la palabra temible. —Por primera vez aquella noche miró directamente a Nicolás y sonrió.— Ya ve, buen señor, nosotros creemos que cuando a la gente se le permite acariciar la idea de la libertad individual, y aun más cuando la incitan a hacerlo, entonces comienza el rápido declive de los valores civilizados.
Por algún motivo Guarico rió al escuchar esto último. El corazón de Nicolás se hundía en las tinieblas; estaba cansado y no deseaba quedarse allí. Su vaso volvía a estar lleno y había bebido demasiado.
—No entiendo —masculló con torpeza al tiempo que meneaba la cabeza.
—El asunto es…—comenzó a decir Novara.
Pero lo interrumpieron de nuevo, esta vez Ziegler, que se inclinó hacia adelante y sacudió un dedo frente al pecho de Nicolás.
—¡El asunto es que la corrupción puede detenerse! Sí, sí, pueden hacerlo unos pocos hombres decididos, unas mentes inteligentes, nosotros, señor, nosotros podemos detenerla.
—Pero ¿cómo? —lo increpó Nicolás.
Sentía un intenso rechazo hacia aquel joven furioso, cuya cara se había vuelto de un violento color morado a causa de la pasión.
—Jacob —dijo Novara con tacto—, cálmate, cálmate de una vez.
—Se volvió hacia Nicolás:— ¿Adviertes qué fuertes son nuestros sentimientos? ¿Cómo podría ser de otro modo? Somos, como ya ha dicho Jacob, desterrados en nuestra propia ciudad; no hay conspiraciones contra nosotros, nadie nos presiona, somos libres de ir y venir, de reunirnos y hasta de urdir conjuraciones si eso nos place; somos — se sobresaltó— libres. Pero ¿qué significa esta libertad sin propósito? Sólo que no nos temen, porque en tiempos como éstos a los hombres como nosotros nadie les hace caso. En las épocas malas a los hombres sabios se los desprecia. —Hizo un alto en su paso y observó a la concurrencia con una sonrisa afectuosa y melancólica. Mírenos, señor: somos eruditos, filósofos, científicos y poetas, pero no somos activistas. Aun así, aquí en Bolonia, en Italia entera y en toda Europa, la acción es necesaria. ¿Quién actuará si no lo hacemos nosotros? Como platónicos, sabemos que la justicia y el buen gobierno sólo son posibles cuando el poder está en manos de los filósofos, por lo tanto debemos tener poder. ¿Y cómo lo conseguiremos? Herr Koppernigk, permítame que concrete: señor, buscamos —Calcagnini se movió intranquilo, pero Novara lo ignoró—, primero, una unión entre nuestra ciudad y Roma, y segundo y fundamental, una Europa unida bajo la ley del papa. Un nuevo Sacro Imperio Romano, fuerte y unido, ésa es nuestra meta, nada más ni nada menos.
Nicolás parpadeó y Calcagnini carraspeó.
—Creo, Domenico —murmuró—, que olvidas lo más importante.
——Miró a Nicolás.— Es cierto que buscamos una Europa unida, pero sólo si está regida por un papa que nos guste. Su Santidad Alejandro no nos servirá, de ningún modo.
Se oyeron murmullos divertidos y sarcásticos, y Novara asintió con un gesto.
—Por supuesto —dijo, no sin un deje de fastidio, e hizo una reverencia al poeta—, sin duda ésa es una cuestión muy importante. Sí, un papa que nos guste. Incluso hemos tomado en consideración algunos candidatos, ¿le sorprende, Herr Koppernigk? Estamos ansiosos, como verá. Por ejemplo, hemos pensado en César, el bastardo de Alejandro, pero el horóscopo de Luca no es muy alentador y confirma las graves dudas que teníamos al respecto, así que creo que deberemos buscar en otro sitio.
Miró con una sonrisa a Nicolás, que tras meditar un momento se incorporó en su asiento y dijo:
—Pero no habréis pensado que yo~, no, claro que no.
Todos fijaron los ojos en él y Novara rió con nerviosismo.
—Ah —dijo—, una broma, ya veo. Al principio no caí. Muy gracioso. Sumido en sus pensamientos, Calcagnini daba pequeños golpecitos con las manos juntas sobre sus labios fruncidos.
—Nosotros pensamos lo siguiente: ¿Y si descubriéramos que en Bolonia hay un miembro de la Iglesia que viene del Norte, cuyo tío es obispo de un principado prusiano y una voz importante en los asuntos de Europa? ¿Y si además ese joven científico fuera un gran pensador en potencia? ¿No resultaría útil? Para decirlo sin rodeos: corren tiempos difíciles, y el mundo está desvelando sus secretos a aquellos que saben buscarlos. ¿Y si llegara a nuestros oídos que ese joven ha estado esbozando en secreto una teoría planetaria que, de confirmarse, nos obligaría a reconsiderar nuestra concepción de la naturaleza del mundo físico? Entonces nos dijimos: ¿Y si ofreciéramos a este astrónomo ciertas facilidades, como una casa en la tranquilidad del campo y fondos suficientes para estudiar e investigar durante dos o tres años? En resumen, ¿si le facilitáramos los medios para perfeccionar su novedosa teoría? Como todos sabemos, ahora la Iglesia es libre de dedicarse a especulaciones opuestas al dogma, ya que éste es inexpugnable. ¿Y a quién le corresponde la tarea de asegurar la inviolabilidad del dogma? ¡Pues al papa! Ahora bien, ¿y si después de estos dos o tres años de reclusión, nuestro joven astrónomo viajara a Prusia y le presentara a su tío las pruebas de su nueva teoría? Es de conocimiento público que el obispo de Ermland no es simpatizante de Roma, en especial de Alejandro, ese gordo y déspota Borgia. ¿Acaso no es probable que dentro de poco Europa entera hable sobre esta nueva y aparentemente blasfema teoría? Entonces Alejandro se vería obligado a actuar. Pero el obispo de Ermland no es el único enemigo del papa, sus enemigos podrían formar una legión, por lo tanto nos preguntábamos: en la batalla entre una teoría matemáticamente probada y verificada más allá de cualquier duda y un mal papa, ¿quién tendría más probabilidades de ganar? Pensamos que la única salida posible sería un nuevo cónclave del Colegio de Cardenales, lo cual resultaría útil a la causa de la Iglesia, a la nuestra y, por supuesto, también a la suya, Herr Koppernigk. Ya ve, éstas son las cuestiones que hemos estado meditando desde hace un tiempo y pensamos que tal vez usted podría ayudarnos a encontrar las respuestas, ¿no es así? Pero Nicolás estaba abstraído en la fantasía maravillosamente ridícula de él y el obispo Lucas discutiendo tenebrosos planes para derrocar al papa.
—Señor, usted no conoce a mi tío.
Era una escueta respuesta tras un discurso como aquél, pero no importaba demasiado porque, curiosamente, los demás habían perdido todo interés en él. El dandi y sus amigos intentaban obligar al perro a beber una copa de vino entre escandalosas carcajadas. Novara estaba de pie junto a la ventana y miraba abstraído hacia las lejanas colinas. Nicolás pensó que parecían una audiencia aburrida en medio de una representación teatral. El cantante había vuelto a entrar con una sonrisa insegura y vacilante, ya no era la misteriosa figura clerical a quien dedicaban sus atenciones, sino un hombre extraño, sentimental, triste y sin amor. Guarico se había quedado dormido y Calcagnini sonreía, confuso, y asentía con la cabeza. Estaba borracho, todos lo estaban. Nicolás se levantó para marcharse. Temblando de pies a cabeza, el flacucho Nono hizo un absurdo e infructuoso intento de seducirlo entre risas y tartamudeos.
Andreas puso a un lado su plato y eructó con amargura. Una camarera pasó junto a la mesa con una fuente humeante y él se volvió a contemplar sus caderas cimbreantes.
—Son todos italianos, por supuesto —y de pronto sonrió a su hermano con frialdad—. Sí, todos borrachines.
Nicolás no volvió nunca a casa de Novara y evitó aparecer por sus clases. Para las vacaciones de Navidad, se fue de Bolonia para siempre.

* * * *

La ciudad se agazapaba, sudando de miedo, bajo el signo del toro rumiante. Todos hablaban de malos presagios; al atardecer llovía sangre y por la noche las calles desiertas se estremecían con el estruendo de aterradores ruidos de cascos y el aire se llenaba de gritos misteriosos. En Ostia una mujer dio a luz una camada de ratas. Algunos decían que había llegado el reino del Anticristo y que el fin estaba cerca. En febrero, César, el hijo ilegitimo del papa, regresó victorioso de Romania y su ejército cabalgó triunfante por las calles entre los vivas de la multitud. Estaba ataviado para la ocasión, todo de negro y con un reluciente cuello dorado. Sus hombres también vestían de negro, y bajo la luz brumosa y dorada de aquel día de invierno, parecía que el propio Señor de las Tinieblas había venido a recibir las aclamaciones del gentío delirante.

* * * *

Así era Roma en el jubileo del año 1500. Siguiendo las instrucciones del tío Lucas, los hermanos se habían mudado a la capital, donde deberían actuar como embajadores no oficiales del Capítulo de Frauenburg en las celebraciones del jubileo. Era un puesto ambiguo y durante aquel año sólo cumplieron una tarea relacionada con la diplomacia: asistir a una cena en el Vaticano como invitados de un oficial menor del papa, un clérigo astuto y lisonjero, con una mirada desconcertante en sus ojos estrábicos, que deseaba, según habían podido deducir los hermanos por sus deliberadamente veladas insinuaciones, asegurarse de que la lealtad a Roma del obispo Lucas no corría riesgos de ser transferida al rey de Polonia. Andreas y Nicolás, carentes de toda experiencia en asuntos de esta delicadeza, podrían haber complicado seriamente la situación, si no hubiese sido por el sobrio y cauteloso canónigo Schiller, representante del Capítulo de Frauenburg, que estaba allí para guiarlos mediante puntapiés propinados con entusiasmo y astuto disimulo por debajo de la mesa.

* * * *

Vivían con Schiller en una casa oscura en la zona húmeda de una colina, cerca del Circo Máximo, donde la comida era sobriamente prusiana, y el aire sofocante, por su olor a santimonia. Nicolás aceptaba con tristeza la disciplina y los aburridos rituales de la casa; estaba acostumbrado a ese tipo de vida desde sus días de colegial y no esperaba nada mejor. A Andreas, sin embargo, lo enfurecían los ojos vigilantes del canónigo Schiller, donde se reflejaba, desde la lejana Prusia, el brillo de una mirada mucho más fría y feroz. De un tiempo a esta parte se había vuelto más arisco que nunca, sus enfados eran peores y sus ataques de melancolía ya no se aliviaban con los placeres de la vida de estudiante. Si antes era incompetente, ahora se complacía en destruir las pequeñas cosas y su alegre cinismo se había convertido en algo parecido a la desesperación. Decía que estaba enfermo, tenía la cara demacrada y pálida, los ojos inyectados en sangre y una respiración extrañamente débil y agitada. Comenzó a frecuentar las consultas de astrólogos y videntes de la peor calaña. En una oportunidad, llegó a pedirle a Nicolás que le hiciera un horóscopo, a lo que el joven astrónomo se negó, horrorizado, aduciendo de un modo no muy convincente su falta de capacidad. El tío Lucas le consiguió una canonjía en Frauenburg y por un tiempo su economía fue boyante, pero pronto se quedó otra vez sin un céntimo y, lo que es peor, cayó en manos de los judíos. Nicolás observaba con impotencia cómo se desintegraba la vida de su hermano; era como presenciar la caída lenta y terrible del que una vez fuera un ángel glorioso y maravillosamente ilustre.
A pesar de todo, Andreas amaba Roma. En aquella ciudad corrupta, amamantada por una loba, sus peculiares talentos florecieron por completo gracias a la atmósfera reinante de amenazas e intrigas. Empleaba el lenguaje de aquellos astutos y mundanos sacerdotes, y en poco tiempo estuvo metido en las camarillas y conspiraciones que abundaban en la corte del papa. Todo el mundo lo consideraba un revolucionario brillante, despreocupado y hedonista, destinado a empresas más grandes. Schiller le advirtió sobre los riesgos de su estilo de vida, pero él no le hizo caso; para entonces ya había llegado más bajo de lo que el canónigo hubiera imaginado. Pero pisaba arenas movedizas y su luz se extinguía: se estaba ahogando.

* * * *

Nicolás detestaba la capital; le parecía un león viejo y rojizo que agonizaba bajo el sol, en cuyo pelaje herido y hediondo, los piojos se criaban y se daban un desesperado y frenético festín. Los manejos que veía en la Iglesia le asqueaban; Dios había sido destituido y Rodrigo Borgia reinaba en su lugar. El domingo de Pascua de resurrección, doscientos mil peregrinos se arrodillaron en la plaza de San Pedro para recibir la bendición del papa, y Nicolás estaba entre ellos, apretujado por los pobres y tontos creyentes que suspiraban y vibraban como un enorme pulmón, con los rostros erguidos confiadamente hacia el cálido sol de primavera. Se preguntó si los profetas de las tabernas tendrían razón, si sería el fin y si en aquel momento la ciudad y el mundo estarían recibiendo una última y terrible bendición.

* * * *

En el mes de julio, el marido de Lucrecia Borgia, Alfonso, duque de Bisceglie, fue salvajemente atacado en las escalinatas de la catedral de San Pedro, y, según decían, César estaba detrás de aquella afrenta. Los rumores parecieron confirmarse cuando, unas semanas más tarde, el hombre de II Valentino, Don Michelotto, irrumpió en la habitación del Vaticano donde convalecía Alfonso y lo estranguló. Nicolás recordó aquel misterioso día en Bolonia y se preguntó si habría alguna relación, pero por supuesto era completamente ilógico pensar que Novara y sus amigos pudieran estar implicados de algún modo en aquellos hechos sangrientos, al menos eso le había dicho el propio profesor cuando un día, por pura casualidad, Nicolás lo había encontrado en la calle cerca del anfiteatro de Vespasiano.
¡No, no! —susurró Novara con voz ronca mientras miraba nervioso a su alrededor—. ¿Cómo ha podido pensar algo así? De hecho, el duque conocía nuestras ideas y no estaba del todo en desacuerdo. Lo cierto es que no le deseábamos ningún mal. Ha sido terrible, de verdad. Y pensar que alguna vez consideramos a este César como... ¡Oh, qué terrible!

* * * *

Estaría unos pocos días en Roma por asuntos de la universidad. A Nicolás le impresionó su aspecto, estaba encorvado y pálido, con los ojos apagados y las manos temblorosas, y apenas se asemejaba al pomposo, frío y arrogante patricio que había sido en el pasado. Frunció el entrecejo, abstraído, y se secó el sudor de la frente, irritado por el calor, el polvo y el ruido del gentío. Se estaba muriendo. Lo acompañaba un joven delgado y con cara de aburrido vestido de escarlata llamado Girolamo. De pie junto a Novara, con la mano apoyada en la cintura e irrespetuosamente callado, el joven le dedicó una sonrisa. Nicolás, que de repente recordó dónde lo había visto antes, se ruborizó y giró la cabeza, sólo para advertir, horrorizado, que Novara lo miraba con lágrimas en los ojos.
—Usted me considera un tonto, Koppernigk —le dijo—. Usted vino a mi casa sólo para reírse de mí. Claro que sí, no lo niegue, su hermano me contó cómo se rió después de dejarnos aquel día. Supongo que mis proyectos y mi magia le habrán parecido tontos a alguien como usted, que se ocupa de los hechos, los cálculos y las leyes del mundo invisible.
Nicolás refunfuñó para sí. ¿Por qué habría gente como Andreas, y ahora Novara, tan ansiosa de que pensaran bien de ella? ¿Qué importancia tenía su opinión?
—Mi hermano mintió —dijo—, es normal en él. ¿Por qué iba a reírme de usted? Usted es un astrónomo mucho más importante que yo.
—Aquello era horrible, horrible.— Me fui de su casa porque sabía que no podría servirles de nada. ¿Qué papel podía jugar yo en sus proyectos...? —no podía resistirlo más—, yo, el hijo de un vulgar mercader. —.
Novara asintió con una sonrisa. El sol dejaba caer sus rayos sobre él como si fueran martillazos y tenía el aspecto de un animal herido.
—Le falta caridad, amigo mío —dijo— — Debe intentar comprender que los hombres necesitan respuestas, autos de fe, mitos, mentiras si se quiere. El mundo es terrible y aun así nos aterroriza dejarlo, ésa es la paradoja que más daño nos hace. ¿Hay algo que le haga daño a usted, Herr Koppernigk? Vuestra inmunidad es envidiable, pero me pregunto si durará para siempre.
—¡No puedo evitar ser frío! —gritó Nicolás, fuera de sí por la ira y la vergüenza—. Y no he hecho nada para merecer su hostilidad. —Pero Novara había perdido interés y se alejaba. El joven Girolamo vacilaba en medio de los dos y miraba a uno y a otro con tina ligera sonrisa burlona. Nicolás temblaba violentamente, ¡no era justo! Aunque se estuviera muriendo, Novara no tenía derecho a rebajarse así; su deber era ser orgulloso y frío, intimidar en lugar de quejarse y sollozar, no podía ser débil. ¡Era un escándalo!— ¡Yo nunca le pedí nada! —gruñó Nicolás a la espalda del otro sin hacer caso a las miradas de los transeúntes—. Fue usted quien me buscó. ¿Me está escuchando?
—Sí, sí —murmuró Novara sin volverse—, eso es, muy bien. Ahora adiós. Ven, Girolamo, ven.
El joven sonrió lánguidamente por última vez y con un pequeño gesto de tristeza se acercó al profesor y lo cogió del brazo. Nicolás dio media vuelta y se alejó, mientras las garras de la furia se aferraban a él como si fuera una bestia salvaje que se resistía a la cautividad. Estaba asustado, como si al mirarse al espejo no hubiese visto reflejada su cara, sino algo horrible y abominable.
Nunca volvió a ver a Novara. Quizá sus caminos se cruzaran una o dos veces, pero el tiempo y las circunstancias intervinieron para mantenerlos alejados, afortunadamente, no sólo porque Nicolás temía presenciar otra escena dolorosa, sino también porque le aterrorizaba la idea de volver a ver la temible imagen de sí mismo que había vislumbrado en el espejo de aquel incomprensible ataque de la más pura ira. Cuando se enteró de la muerte del profesor, ni siquiera podía recordar con claridad qué aspecto tenía aquel hombre, pero para entonces estaba en Padua y todo había cambiado. Al principio la ciudad le causó una pobre impresión, pues estaba demasiado ocupado buscando un alojamiento decente y cumpliendo con los complicados y exasperantes rituales para matricularse en la universidad, como la elección de asignaturas y profesores. También tenía que hacerse cargo de Andreas, que para entonces sufría una grave aunque misteriosa enfermedad y estaba siempre de mal humor. A comienzos del verano, los hermanos viajaron a Frauenburg pues había expirado su excedencia, y aunque habían pedido una prórroga por carta, el tío Lucas había insistido en que debían presentar la petición en persona. La prórroga les fue concedida, por supuesto, y tras algo menos de un mes en Prusia volvieron a Italia.
Nicolás se detuvo a visitar a Bárbara en el convento de Kulm. Su hermana no había cambiado mucho desde la última vez que la viera, unos años antes. A pesar de su madurez, para él seguía siendo la chica desgarbada que jugaba al escondite con él en la antigua casa de Torun. Tal vez fuera por esos recuerdos infantiles que su charla sonaba tan formal e irreal. Entre ellos seguía existiendo una familiar melancolía, un tierno y vacilante interés; sin embargo, ahora había algo más, una ligera sensación de ridículo, de dificultad, como si a pesar de las apariencias, no fueran más que niños jugando a ser mayores. Ella le contó que la habían nombrado abadesa del convento, para reemplazar a su finada tía Christina Waczelrodt, pero él no alcanzaba a comprenderlo. ¿Cómo era posible que Bárbara, su Bárbara, se hubiera convertido en una persona tan importante? Ella también estaba asombrada de la complicada ficción que él pretendía hacer pasar por su vida.
—Te estás convirtiendo en una persona muy famosa —dijo ella—. Incluso aquí, en el interior, escuchamos hablar de ti.
—Es todo obra de Andreas —respondió él sonriente y meneó la cabeza—. Le hace gracia ir diciendo por ahí que estoy formulando en secreto una teoría revolucionaria sobre los planetas.
—¿Y no es cierto?

* * * *

Afuera caía una llovizna estival y una luz pálida y levemente vacilante entraba temerosa a través de las enormes ventanas de la sala donde estaban reunidos. Incluso en su hábito amplio, Bárbara era toda huesos, rodillas, nudillos y piel sin carne. Ella desvió la mirada con timidez.
—Pronto vendré a verte otra vez —dijo él.
—Sí.
Cuando volvió a Padua se encontró con que Andreas, a pesar de estar enfermo y debilitado por el viaje a Prusia, se preparaba para marchar a Roma.
—No puedo soportar ni tu repulsivo olor a santo, hermano, ni la maldita presunción de Padua. Estarás más tranquilo si dejo de avergonzarte delante de tus piadosos amigos.
—Yo no tengo amigos, Andreas, y preferiría que no te fueras.
—Eres un hipócrita. No me hagas vomitar, por favor.
Aunque intentaba no sentirse así, Nicolás no pudo evitar alegrarse con la partida de su hermano. Una vez libre de la intolerable presencia de Andreas, tal vez pudiera ser él mismo y convertirse en la clase de persona que siempre había querido ser. ¿Pero cómo era esa misteriosa personalidad que siempre lo había eludido? No estaba seguro, aunque sabía que había llegado a un punto crítico.

* * * *

Los primeros meses de soledad en Padua le parecieron extraños, no se sentía feliz ni triste, no sentía nada, sólo indiferencia. La vida corría junto a él y él esperaba algo bajo su oleaje, pero no sabía qué, aunque tal vez fuera que lo rescataran. Se dedicó de cuerpo y alma al estudio, eligió filosofía y derecho, matemáticas, griego y astronomía. Fue en la facultad de medicina, sin embargo, donde por fin salió a flote, como un nadador exhausto que emergía a la luz y en cuyos doloridos pulmones el aire salvador florecía como una enorme y deslumbrante flor amarilla.
—¿Señor Fracastoro?
El joven se volvió con el entrecejo fruncido.
—Sí, yo soy Fracastoro.
Qué guapo era, qué altivo, con aquellos ojos negros y la cara morena, delgada y arrogante. ¡Con qué languidez se repantigaba en el banco entre el grupo de dandis parlanchines~ con las piernas largas cruzadas con descuido! La clase apestaba con el olor fétido de un cadáver disecado, de las entrañas y glándulas que transportaban dos asistentes, pero él mostraba una distinguida indiferencia ante aquella carnicería y sólo de vez en cuando se dignaba levantar a la cara el pañuelo empapado en perfume cuyo aroma penetrante a almizcle constituía el inconfundible distintivo de los estudiantes de medicina. Estaba vestido con desaliñada elegancia, ropas de seda y piel, botas, espuelas y una camisa de lino blanca que dejaba al descubierto su pecho frágil. Aquella mañana había llegado tarde a clase y, ruborizado y sonriente, había traído al ambiente fétido del aula una limpia y fresca fragancia a caballos, césped fresco y prados cubiertos de bruma. Él era todo lo que Nicolás no era, así que el joven astrónomo, adivinando una inminente humillación, se maldijo por haberle hablado.
—Creo que nos conocimos el año pasado en Roma —le dijo—. Usted estaba con el profesor Novara.
—¿Ah sí?
Los amigos de Fracastoro se dieron codazos entre sí, divertidos, y miraron a Nicolás con una seriedad llena de sarcasmo, haciendo esfuerzos para no reír. También ellos veían venir la humillación.
—Sí, si, en Roma, y antes de eso en Bolonia, en casa del profesor —comenzó a balbucear y alguien rió—. Lo recuerdo muy bien, ustedes intentaban emborrachar al perro de Novara, ¡ja, ja!
—¿Sí? —dijo el joven arqueando una ceja—, ¿un perro, dice? ¡Qué extraordinario! La verdad es que no lo recuerdo.
Nicolás suspiró. ¡Maldito seas, joven presuntuoso! La vida es horrible, de verdad. Dio un paso atrás, intentando que no pareciera una reverenda.
—Habrá sido un error —murmuró—; perdóneme.
—Pero espere, espere —dijo Fracastoro—; ese Novara, me parece que lo recuerdo vagamente. —Llevó su delgada mano a la frente—. Un matemático, ¿verdad?, muy dado al misticismo. Sí, sí, lo conozco. ¿Y bien?
—Pero no recuerda nuestro encuentro.
—No, pero tal vez lo haga si me concentro. ¿Tiene noticias del profesor?
—No, no. Yo sólo..., pero no importa.
—¿Pero...?
—No importa, no importa —repitió y se fue seguido por las risas de los demás.

* * * *

Volvieron a encontrarse unos días después, precisamente en el mercado, al amanecer. En aquella época Nicolás sufría de insomnio y a menudo salía a caminar por la ciudad para refrescar su mente atormentada y febril con el aire frío de la noche. El mercado lo atraía de un modo especial, sus colores, sus voces, el dulce y fuerte olor a fruta madura, todo se unía para despojar de su monotonía a aquellas horas crueles antes de que apareciera la primera luz. Estaba apoyado en el húmedo parapeto del Ponte San Giorgio, contemplando ociosamente las barcazas que, como enormes y torpes ballenas, descargaban sus productos bajo la azulada penumbra del muelle.
—Koppernigk, ¿verdad? —dijo una voz a su espalda. Estaba arropado en un abrigo pardo y su larga mata de cabellos rubios estaba escondida bajo un viejo y destartalado sombrero gacho de color negro; sin embargo, aquel atuendo informal no le restaba elegancia. Tenía una ligera sonrisa en los labios, pero no miraba a Nicolas, sino que contemplaba el paisaje, todavía oscuro más allá de las murallas de la ciudad, como si dijera en silencio: Ven, hiéreme ahora y toma tu pequeña venganza. Pero Nicolás, también en silencio, rechazó la oferta y el italiano rió suavemente.
—¿Nicolás Koppernigk? Ya ve, me he estado concentrando. Con una leve sonrisa, Nicolás inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Signor Fracastoro.
Entonces el otro lo miró directamente y volvió a reír.
—¡Oh, por favor! —dijo—, mis amigos me llaman así, pero usted puede llamarme Girolamo. ¿Caminamos un poco hacia allí? —Se alejaron del puente y cruzaron la plaza, donde las verduleras gritaban amigablemente de puesto en puesto.
—Pero dígame, ¿qué le trae por aquí a una hora tan extraña?
—No duermo bien —dijo Nicolás encogiéndose de hombros—, ¿y usted?
—Me temo que el vino y las mujeres no me permiten ir a dormir. Ahora vuelvo a casa después de una noche desperdiciada. —Lo decía para presumir. Tenía esa edad, cercana a los veinte, donde el niño que había sido y el hombre que comenzaba a ser lo dominaban a la vez, de modo que en un mismo instante pasaba de un modo desconcertante del más frío e irónico cinismo a la más pura necedad.
—Usted decepcionó mucho a Novara, ¿lo sabía? —decía ahora—, al no tomar en serio sus grandiosos proyectos para cambiar el mundo. ¡Ah, pobre Domenico!
Ambos rieron, con un poco de malicia, pero de pronto Nicolás se sintió observado desde el cielo por los ojos humillados y llenos de rencor del profesor.
—Pero sus preocupaciones no eran triviales.
—No, por supuesto, pero eran sólo palabras. Estaba demasiado enamorado de la magia y despreciaba la acción. Sin embargo, yo ahora la considero como la ciencia que aplica el conocimiento de las formas ocultas a la producción de fenómenos sobrenaturales. — Le miró desde abajo del ala de su sombrero negro con una expresión ingenua e inquisitiva, pero era imposible saber si era sincero o no. — ¿y usted qué dice, amigo?
Pero Nicolás sólo se encogió de hombros y murmuró con cautela.
—Quizás, quizás. —
No sabía bien cómo catalogar a aquel joven, no se fiaba de él ni tampoco de sí mismo, por lo tanto decidió ir con cuidado; aunque no sabía bien para qué necesitaba fiarse, no quería volver a pasar por tonto. Era todo muy extraño, aquel encuentro, aquella mañana irreal, las figuras borrosas que iban de aquí para allá a toda prisa y gritaban en la oscuridad. Entraron en una estrecha callejuela dedicada por entero al comercio de pájaros, donde verdaderas cascadas de música frenética empapaban el aire oscuro. Cuando llegaron al final de la calle, se encontraron de repente en una plaza desierta. El cielo tenía un profundo color azul ilirio que se aclaraba rápidamente hacia el este y las torres de la ciudad estaban coronadas de oro.
—¿Puedo invitarle a desayunar? —dijo Fracastoro—, me alojo cerca de aquí.
Vivía en un palacete destartalado cerca de la basílica de San Antonio, en la casa de un anciano conde que se había marchado tiempo atrás a una casa en los Alpes Dolomíticos para reponerse de una enfermedad pulmonar.
—Mi tío, ya sabe —dijo y le guiñó un ojo. Subieron entre desgastados esplendores y oropeles, pinturas al temple y polvorientas estatuas de mármol hasta el cuarto piso, donde una especie de madriguera de estructura irregular, formada por cinco o seis habitaciones, había sido rescatada del polvo y de los elegantes escombros producidos por años de abandono. Allí, debajo del tambaleante dosel de la enorme cama imperial, encontraron a un joven dormido envuelto en sábanas sucias. Estaba desnudo, con las piernas y los brazos abiertos en una actitud de infantil abandono, y parecía clavado, como un extravagante espécimen, por la enorme erección que sobresalía, grotesca, de la negrísima maraña de su pubis. Fracastoro apenas lo miró, pero al pasar junto a él, levantó tina camisa arrugada del suelo y se la tiró a la cara.
—¡Levántate, levántate! ¡Vamos!
En la habitación principal reinaba el más absoluto desorden, un revoltijo de libros, ropa y botellas de vino vacías. Casi todos los muebles estaban cubiertos con sábanas; pero en medio de aquella barahúnda, aún era posible vislumbrar el esqueleto de glorias pasadas en los paneles de exquisitos dibujos, en las brillantes columnas de mármol, en las cortinas bordadas en oro y en la espineta con incrustaciones de palo de rosa, frágil y delicada como un ciervo. Magníficas ventanas arqueadas enmarcaban la majestuosa arquitectura del tríptico de San Antonio, que se alzaba, inmutable, sobre el inmaculado cielo azul. Fracastoro miró a su alrededor, se encogió de hombros e hizo un vago gesto de impotencia y disculpa con una mano. Nicolás se preguntó cuántas generaciones de educación aristocrática habrían sido necesarias para producir aquella indiferencia y despreocupación propia de los nobles. Se acurrucó debajo de la capa negra, mientras su alma gris y atormentada se llenaba de envidia por la seguridad y la calma de aquel joven, por su desprecio hacia las trivialidades de este mundo. Permanecieron un rato en silencio junto a la ventana, con la vista fija en la calle iluminada por el sol, pendientes del ruido de las persianas de caña, del estruendo del aguatero y de los gritos del panadero. No ocurrió nada, no dijeron una sola palabra, pero en el futuro, mucho después de que tantas otras escenas se hubieran borrado de su memoria, Nicolás recordaría aquel momento con extraordinaria claridad, como el verdadero comienzo de su amistad.
Oyeron un ruido a sus espaldas y Girolamo se volvió.
—¡Ah, aquí estás, maldito desgraciado!
Era el atractivo joven del dormitorio. De pie en el umbral de la puerta, vestido sólo con su camisa, se rascaba la cabeza y los miraba con ojos somnolientos. Su nombre era Tadziu o Tadzio, Nicolás no lo había entendido bien, pero no importaba demasiado, pues no volvería a verlo jamás. Aquella misma mañana, el joven desapareció misteriosamente y Girolamo no volvió a hablar de él, excepto en una ocasión, mucho tiempo después. Pero aquel día hablaron rápidamente en un dialecto incomprensible para Nicolás, luego el joven se encogió de hombros y se marchó. Entonces Girolamo se volvió hacia su invitado con una sonrisa.
—Debo disculparme, pues al parecer no hay comida en casa. Pero pronto comeremos algo. —Comenzó a rebuscar inútilmente entre la maraña de papeles que cubrían una pequeña mesa tallada, mirando a Nicolás de vez en cuando con una expresión enigmática y divertida. En varias ocasiones Nicolás tuvo la impresión de que iba a decir algo, pero no lo hizo. Por fin rió y levantó los brazos.
—No sé qué decir —comentó, desvalido.
Nicolás no necesitó mirarlo, sabía a qué se refería.
—Yo tampoco —murmuró confundido y, luego, súbitamente feliz—, ¡yo tampoco!
Entonces volvió Tadziu o Tadzio, con una humeante barra de pan bajo el brazo, una botella de champaña en una mano y un plato cubierto con una servilleta en la otra. Girolamo levantó la servilleta y dejó al descubierto una aceitosa masa de tortas desmenuzadas.
—¡Qué asco!, ¡qué asco! —dijo riendo y se sentaron a comer. El joven amigo de Girolamo miró a Nicolás con una expresión amarga y hostil, pero él no iba a permitir que lo intimidaran. Ya antes se sentía algo mareado por la falta de sueño, pero ahora el champaña y el olor a pan caliente y a tortas lo habían atontado del todo. Se sentía feliz.
—Venga —dijo Girolamo—, háblenos de su famosa teoría de los planetas.
Sí, sí, se sentía feliz.
Pero la palabra felicidad no era del todo apropiada para la transformación que sufriría aquel verano, pues fue una verdadera metamorfosis. Su corazón se ablandó, algo grande e inefable creció en su interior y en ocasiones tenía la sensación de que aquel éxtasis iba a hacerlo estallar, de que su capa se abriría para revelar la enorme, grotesca, llamativa y absurda flor que brotaba cómicamente de su pecho. Era ridículo, pero no le importaba, se atrevía a ser ridículo. Se enamoró de la ciudad, de sus límpidas mañanas, de sus ardientes mediodías y de sus atardeceres en las plazas donde escuchaba el canto de los pájaros; para él la ciudad pasó a estar llena de significados ocultos. Nunca volvería a pasar junto al mercado, a cruzar el Ponte de San Giorgio al amanecer ni a oler el tufo nauseabundo de las tortas en los puestos de las esquinas, sin experimentar una extraña punzada de angustiosa ternura.
Sin embargo, en el fondo, temía que aquel maravilloso frenesí acabara destruyéndolo, pites era como una enfermedad. Pensó que encontraría el antídoto en sus estudios, así que leyó a Platón en griego y releyó la obra de Nicolás de Cusa y el Almagesto de Tolomeo, que ya se sabía casi de memoria. Volvió a aquellos textos que había conocido gracias a Novara y se internó en la espesura de la traducción de Trimegistus que Ficino había hecho para Lorenzo de Medici. Pero era inútil, no podía concentrarse, así que salió y paseó por las calles desiertas del mediodía a la sombra de los palpitantes plátanos, desconsolado y asustado. Entonces sus piernas, como si las impulsara una voluntad propia, lo llevaron hasta aquella desordenada habitación del Palazzo de Antonini con vistas a la basílica, donde Girolamo le sonrió somnoliento.
—Bien, amigo mío, ¿qué pasa? Parece muy preocupado.
—Soy demasiado viejo para todo esto, ¡demasiado viejo!
—¿Para qué?
—Para todo esto: usted, Italia, todo. ¡Demasiado viejo!
—Sí, es usted un viejo ancianito de veintiocho años. ¡Venga, abuelo, siéntese aquí! No debería salir a las horas de sol, ya lo sabe.
—¡No es el sol!
—No, es usted demasiado prusiano, demasiado escéptico y frío. Debe aprender a apreciarse más a sí mismo.
—Tonterías.
—Pero…—
— ¡Tonterías!
Girolamo se estiró y bostezó.
—Muy bien, abuelo —murmuró—, pero ahora es la hora de la siesta.
Apoyó la cabeza en la cama, junto a la de su amigo, y se durmió en el acto con una sonrisa en los labios. Nicolás lo miró y se retorció las manos. ¡Estoy loco por él, completamente loco!
Era prisionero de una locura voluntaria. Había abandonado con insensata negligencia las cuestiones que hasta ahora le habían parecido importantes, o merecedoras de un análisis serio; pero ellas no lo habían abandonado a él, aguardaban en la oscuridad exterior, impacientes, listas para volver y vengarse brutalmente, él lo sabía. Lo sabía, pero no le importaba. ¿Acaso no se había independizado de la dolorosa y miserable hegemonía del intelecto? ¿No había dejado en libertad al hombre físico que había esperado toda la vida agazapado en su interior? Les había llegado el turno a los sentidos, se lo merecían. Sin embargo, misteriosamente, el cuerpo al que había soltado las cadenas no parecía saber qué hacer con su flamante libertad. Se movía con torpeza bajo la luz inesperada, como un verdadero lunático hambriento, liberado después de muchos años en las mazmorras. Sudaba, babeaba y tropezaba, como un espantajo pálido, largo y delgado de carne y piel, un poco repelente y un poco cómico, pero completamente absurdo.
Absurdo, absurdo; recordaba en especial a Ferrara y el día de su conferencia.
Fue por razones de economía, o según Girolamo de mezquindad, que Nicolás escogió hacer su doctorado en derecho canónico fuera de Padua, pues cuando llegaba la hora de la graduación —y sobre todo la del espléndido banquete que debía ofrecer después— incluso el más solitario de los estudiantes se encontraba rodeado de amigos hasta entonces desconocidos. Nicolás no permitiría que una panda de borrachines se embriagara a su costa, por lo tanto, aunque se tratara de una institución de menor prestigio que la de Padua y nunca hubiera estudiado allí, se matriculó para el examen en la universidad de Ferrara. Su solicitud fue aceptada y aquel mismo otoño viajó hacia el sur acompañado por Girolamo.
El ritual de las conferencias llevaba una semana entera y era espantoso. Su tutor, que le había sido asignado por la misma universidad, era un tal Alberti, un especialista en derecho canónico inseguro y servil. Era cojo, y tenía una salvaje y enmarañada cabellera gris que sobresalía de su pequeño cráneo como un signo de admiración. Cierta vez, durante una de sus clases, un alumno había sido apuñalado mientras él hablaba abstraído. A Nicolás le caía bien, pues era de la misma triste y fascinante tribu de Abstemius de Wloclaweck.
—Bien, Herr Kupperdik, éste es el procedimiento correcto: primero lo acompañaré a una asamblea de doctores ante quienes jurará que ha hecho los cursos correspondientes, que supongo que de verdad habrá hecho, ¿verdad? ¡Ja, ja! Esos reverendos le darán dos textos de derecho y nosotros nos retiraremos a estudiarlos. Es una farsa, por supuesto, pues yo ya sé cuáles serán esos pasajes. No sería un buen tutor si no lo supiera, ¿verdad, Herr Kopperdyke? Después, tras una ausencia prudencial, volveremos, los doctores lo interrogaran, votarán y lo nombrarán licenciado. Luego sólo le restará presentarse a un examen público para el doctorado, pero eso es una mera formalidad después de la prueba oral, que como ya he dicho, también es una formalidad. Eso es todo, Doctor Popperdink, ¡nada más fácil!
Sin embargo, no fue tan simple. Alberti se equivocó con los textos y preparó a Nicolás, con admirable esmero, para los de otro estudiante. Así pues, el día del examen, Nicolás pasó una hora en una calurosa antecámara, intentando memorizar las nuevas respuestas y acallar las perturbadoras disculpas de su mortificado tutor, mientras los doctores se impacientaban en la estancia de al lado. Los examinadores, sin embargo, parecían conocer bien el talento de Alberti para la organización y era evidente que les importaba menos la calidad de la exposición de Nicolás que el hecho de que el ritual no se hubiera llevado a cabo según las normas. Votaron, mascullando algo entre ellos, le dedicaron una feroz mirada a Alberti, y, tras anunciar el resultado del examen, se levantaron y se fueron con un furioso rumor de togas. Nicolás, empapado en sudor, cerró los ojos y apoyó suavemente su cara ardiente entre las manos. El tutor, aliviado, corrió junto a él y le dio unas palmadas tan fuertes en la espalda que estuvo a punto de tirarlo de la silla.
—¡Enhorabuena, mi querido amigo, enhorabuena! —Durante todo aquel tiempo, Nicolás no había podido pensar en otra cosa que en el recibimiento que le haría el tío Lucas si volvía a Ermland sin el doctorado. — Herr Poppernik, ¿se encuentra bien?
Por supuesto Girolamo rió al enterarse de lo sucedido, pero luego se quedó callado, pálido y distante, mientras Nicolás, con amargura y vehemencia, se desahogaba de la frustración y la ira reprimida durante todo el día. Aquella noche fueron con Alberti a los barrios bajos y se emborracharon en compañía de un grupo de rameras gritonas.
La semana siguió inexorable, como una locomotora gigante que perdiera el control y se desintegrara, esparciendo sus partículas por todas partes y bombardeando a Nicolás, un inocente espectador, con rayos y ruedas rotas y salpicaduras de espeso aceite negro. El artefacto por fin explotó el domingo con un estallido ensordecedor. Al llegar a la catedral para su conferencia, Nicolás se detuvo en la entrada, presa del pánico.
—¡Dios mío!, ¿qué es esto?
El lugar estaba lleno de estudiantes, cientos de ellos; incluso había algunos sentados en los peldaños del altar. Alberti se volvió hacia él con una sonrisa tierna y calurosa.
—¿Si, doctor?
Se había acostumbrado a usar el título cada vez que tenía oportunidad, y lo hacía con una disimulada picardía paternalista que a Nicolas le producía deseos de golpearlo con todas sus fuerzas.
—¡Toda esta gente! —gritó—, ¿qué significa esto? Vine a Ferrara justamente para evitar algo así.
Alberti estaba desconcertado; como buen italiano, le fascinaban las multitudes y la algarabía.
—Pero los estudiantes siempre vienen a escuchar las disertaciones
—dijo con suavidad—, es la costumbre.
—¡Dios!
Girolamo inspeccionaba detenidamente la arquitectura con la expresión solemne de alguien que intenta contener la risa. Se había vestido para la ocasión con una casaca acolchada de color escarlata, ceñidas calzas negras y tina larga pluma blanca en el sombrero; como un condenado pavo real, pensó Nicolás.
—Me imagino que vendrán por los posibles incidentes cómicos, ¿verdad? —dijo Girolamo sin siquiera volverse.
—Si~ sí —asintió Alberti con entusiasmo—, la comedia, eso mismo.
—¡Dios! —gimió Nicolás otra vez y recogió los pliegues de su túnica para subir la escalinata que conducía al púlpito.
En los estrechos peldaños tropezó con la capucha que colgaba del cuello de la toga y estuvo a punto de ahorcarse. Se asomó tímidamente por encima del púlpito, sólo para encontrarse con que lo aguardaba un mar de caras expectantes y fascinadas. En el fondo de la nave, alguien soltó una frase aguda y florida, provocando un estruendo de silbidos y aplausos. Nicolás buscó el texto de su discurso entre los pliegues de la toga y por un instante pensó, aterrado, que..., pero no, no lo había olvidado, estaba allí, aunque en un espantoso desorden que sus manos temblorosas se apresuraron a empeorar.
—Reverendísima.
El resto de sus palabras introductorias fueron ahogadas por gritos y puntapiés, así que se detuvo desconcertado. Alberti y Girolamo, que estaban sentados debajo, se inclinaron hacia adelante con las manos ahuecadas alrededor de la boca.
—¡No oyen nada! —gritaron.
Después de un momento se calmaron un poco los ánimos. Entonces Nicolás estiró la cabeza como una tortuga furiosa y les soltó el texto como si se tratara de una maldición. El tema era la defensa de la prohibición canónica del matrimonio entre una viuda y su cuñado. Era una simple declaración formal de una doctrina aceptada, después de la cual el público debería cuestionarlo de un modo igualmente formal. Pero Nicolás sospechaba, y con razón, que aquellos indisciplinados estudiantes no tendrían ninguna intención de comportarse según las reglas. Incluso antes de que hubiera terminado, una docena o más se habían puesto de pie y le gritaban insultos o los intercambiaban entre ellos en medio de una algarabía general. Nicolás trató de distinguir alguna objeción levemente razonable respecto al contenido de su disertación, pero fue en vano, sus verdugos sólo soltaban desatinos u obscenidades, o ambas cosas a la vez, mientras él se tambaleaba en el púlpito como una muñeca de trapo disputada por dos niños: extendía los brazos, sonreía, abría y cerraba la boca con expresión de amargura y muda impotencia. Hasta entonces, jamás había vivido una experiencia tan angustiosa y humillante.
Por fin perdieron interés en él, y cuando el alboroto comenzó a calmarse y los estudiantes volvieron la vista hacia una nueva víctima, Nicolás bajó tembloroso del púlpito. Un par de miembros de la junta parroquial, con sus cabezas cruelmente rapadas, lo acompañaron a toda marcha hasta un altar lateral y lo arrojaron sobre la silla académica. Allí le entregaron el gorro, el libro, el anillo de oro y el diploma de graduado, tras lo cual Alberti, con sus enmarañados pelos de punta y la apasionada emoción digna de un padre orgulloso, se acercó cojeando y le plantó un beso de reconciliación, pegajoso y con aliento a ajo.
—¡Ave, magíster! —le gritó, y luego, incapaz de contenerse, añadió arrobado—: ¡Doctor Peppernik!
Nicolás se miró a sí mismo como si se contemplara desde afuera: era una figura aturdida y grotesca con el gorro torcido, rebosante de incorregible estupidez; el señor del anarquismo obligado a sentarse en el trono del heredero. Italia y todo lo que Italia significaba lo habían convertido en esto. Girolamo se acercó para besarlo, pero Nicolas le retiró la mejilla.

* * * *

Aquella primavera el tiempo había sido malo, había habido viento y lluvia durante semanas y desde las montañas se oían rumores de tormenta. Enormes fortalezas de nubes negras rugían sin cesar desde el oeste, y el lago de Garda hervía con una fina plomiza. Nicolás tenía la sensación de que aquella turbulencia del aire era un presagio, aunque no alcanzaba a entender lo que significaba. Al anochecer, llegó con Girolamo a la casa de campo, mojado, cansado y desanimado. La enorme y antigua casa de madera y piedra, situada sobre una empinada colina en lo alto de Incaffi y del lago, estaba rodeada de altos cipreses y parecía muy valiosa. Tenía un amplio patio con baldosas irregulares de mármol, bustos de los emperadores sobre peanas de mármol y amplios escalones de piedra que conducían a una entrada con columnas. Nicolás había imaginado un lugar mucho más modesto.
—¿Su familia estará aquí? —preguntó, incapaz de disimular su temor.
—Claro que no —respondió Girolamo—, están en Verona, viven allí. No nos llevamos bien, así que nos vemos poco. Ésta es mi casa.
—Ah.
—Venga, amigo mío, no ponga esa cara de susto. Aquí no habrá nadie más que usted y yo.
—No sabía que era tan...
—¿Rico? ¿Y eso le preocupa?
—No, ¿por qué iba a hacerlo?
—Entonces, por el amor de Dios, ¡deje de recular! —dijo y, golpeando los guantes de montar contra su pierna, se volvió y subió los escalones que conducían al vestíbulo, donde los sirvientes se habían reunido para dar la bienvenida al amo. Había más de una docena de criados, desde chicas jóvenes a viejos canosos. Todos miraron a Nicolas en silencio y con expresión hostil. De repente, el joven se sintió plenamente consciente de su aspecto desaliñado, sus botas gastadas, su pobre y escaso equipaje y su yegua decrépita que apenas podía mantenerse en pie. “Conocemos bien a la gente como tú —decían aquellos ojos—.Ya te hemos visto ir y venir muchas veces, distintas versiones, pero en el fondo la misma persona.” Y Nicolás se preguntó cuántos otros habría habido.
Girolamo se apresuró a cumplir con sus deberes de amo, caminó de un extremo a otro de la fila de atentos criados con una falsa e imperturbable sonrisa y los interrogó por turno, con un tono distante y formal, acerca de su salud y la de sus padres o hijos. ¿Había alguna novedad en la Finca? ¿Todo en orden? ¡Espléndido, espléndido! Nicolas lo contemplaba con envidia; a los veinte años, Girolamo tenía la seguridad inmemorial de los aristócratas. Dejó caer su capa húmeda y sus guantes en el suelo y tina joven criada los recogió de inmediato con diligencia. Luego se tiró en un sillón e hizo señas al mayordomo, un viejo gotoso y encorvado, para que le ayudara a quitarse las botas. Levantó la vista hacia Nicolás y le dedicó una ligera sonrisa.
—¿Y bien, amigo mío?
—¿Qué?
—Caro Niccoló.
Se sentaron a la mesa del suntuoso comedor ante tina ternera exquisitamente preparada y champaña. Un candelabro de cristal veneciano resplandecía sobre sus cabezas, reflejando sus brillantes destellos en el oscuro estanque de madera pulida de la mesa, donde navegaba tina flota de fuentes artesanales de oro y plata. La habitación estaba muda, sumida en la más absoluta quietud, excepto cuando los cuchillos de hueso y los delicados tenedores apuñalaban y destrozaban el silencio sobre los platos con diestra y disimulada ferocidad. Mirara donde mirase, Nicolás encontraba el monograma de Fracastoro; grabado en láminas de oro en los platos y vinagreras, bordado en las servilletas e incluso tallado en las superficies y en la parte trasera de la enorme chimenea de mármol negro.
—Dígame —preguntó Nicolás—, ¿cuántas casas como ésta tiene?
—No muchas; los apartamentos en Verona, donde están mis libros, y una casa en Roma. Y también, claro está, el pabellón de caza en las montañas, que podremos visitar si mejora el tiempo. ¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad.
—¿Aún sigue pensando en mi insospechada riqueza? No es tan grande como parece imaginar, se deja usted impresionar fácilmente.
—Sí.
—¿Se alegra de haber venido aquí?
—Sí.
—¿Eso es todo lo que se le ocurre decir?
—¿Qué preferiría que dijera? Por supuesto, mi señor, mi humilde agradecimiento, venerado señor, estoy deslumbrado. —Apretó los dientes.— Perdóneme, estoy cansado del viaje y fuera de mi. Discúlpeme.
Girolamo lo miró con indulgencia, quizás con más curiosidad que rabia o dolor.
—No, ha sido culpa mía —dijo—. No debí traerlo aquí. Éramos más felices en terreno neutral, ¿o tal vez sólo debo decir que éramos felices? —sonrió—. Porque ahora no lo somos, ¿verdad?
—¿Acaso la felicidad le parece el bien más preciado?
—Venga, Nicolás —rió el italiano—, nada de falsa filosofía, conmigo no. ¿Me odia por mi riqueza y por mis privilegios?
—¿Odiar? —estaba impresionado de verdad, incluso un poco asustado—, yo no lo odio. Estoy contento de estar aquí, en su…
—Entonces, ¿me ama?
Nicolás sudaba y Girolamo seguía mirándolo divertido, con afecto y pena.
—Estoy contento de estar aquí, en su casa; estoy agradecido y me alegro de que hayamos venido. —De pronto se dio cuenta de que todavía no se tuteaban.— Tal vez —balbuceó—, tal vez mañana mejore el tiempo...

* * * *

Pero el tiempo no mejoró, ni en el mundo ni en la finca. Nicolás, de pésimo humor, seguía enfrascado en un oscuro silencio. No había motivos para su ira, al menos ninguno consciente, y sin embargo bullía, como una pócima venenosa, en medio de una maraña de emociones ardientes. Sentía que lo menospreciaban, Girolamo, sus curiosos criados e incluso la propia casa, cuyos suntuosos y sibaríticos esplendores le recordaban que estaba acostumbrada a recibir aristócratas y no al hijo de un vulgar mercader, como lo había llamado Novara. ¿Pero era cierto que lo despreciaban tanto? ¿No sería él quien buscaba o incluso cultivaba ese desdén a su alrededor para satisfacer una necesidad íntima y extraña? Era como si se sintiera inducido a atar más y más nudos en un látigo que él mismo esgrimía, como si se azotara así mismo para someterse, limpiarse o prepararse, aunque, ¿para qué? Padecía un hambre obscena y tenebrosa, mientras su carne se encogía bajo el látigo, se volvía fría e insensible, hasta que la mente se escapaba fuera del cuerpo maltratado y humillado y se elevaba despacio hacia el cielo azul.

* * * *

Por fin se percataba de la conspiración, urdida en secreto durante años, que lo había empujado de forma inexorable a aquel momento de reconocimiento y aceptación; o tal vez no lo hubiera empujado, pues nadie lo había forzado a moverse, sino que él simplemente había aguardado impasible a que alguien se ocupara de las trivialidades y las tonterías. La Iglesia le había ofrecido una vida tranquila, las universidades, el éxito académico, e Italia incluso le había obsequiado amor. Cualquiera de aquellas ofrendas lo habría seducido si no hubiera sido por la sordidez y la pobreza que prometían. En Frauenburg, entre canónigos decrépitos, se había sentido asqueado por el olor hediondo del celibato y el rigor religioso; Ferrara había sido una farsa; y ahora Italia lo estaba convirtiendo en un risueño y angustiado payaso. Iglesia, rendición, amor: nada. Consumido y purificado, despojado de la pesada carga de la vida, se quedó al fin como un pino solitario en medio de la crudeza de la nieve, elevándose, con terrible dolor, hacia el cielo de hielo y fuego. Aquel cielo era el único interés de una identidad que había logrado eludirlo hasta entonces. “Cuidado con los enigmas —le había advertido el canónigo Wodka—, porque no nos enseñan a vivir.” Pero él no quería vivir, al menos no de acuerdo a los cánones del mundo.

* * * *

Muchas veces se había refugiado en la ciencia para protegerse de los horrores de la vida, y ahora reconocía que había hecho de la ciencia un juguete, al que recurría en busca de alivio y consuelo. Eso se acabaría, no más juegos. No se trataba de una retirada, sino de la aceptación consciente, en sus propios términos, de una estricta e inquietante disciplina. La astronomía tampoco era la cuestión fundamental; no se había pasado la vida persiguiendo una visión por los recintos del dolor y la soledad sólo para convertirse en un observador de estrellas. No, la astronomía era el instrumento, pero él buscaba algo más profundo, lo más profundo: el meollo, la esencia, la verdad. La lluvia caía sin parar y el mundo se deshacía en agua. Al atardecer encendían los candiles y un enorme fuego de leña de pino ardía día y noche en la sala principal. Afuera, los cipreses oscuros y espectrales temblaban en el viento.
—La gente del pueblo ha vuelto a las viejas costumbres —dijo Girolamo—. Abandonan las teorías cristianas y resucitan los antiguos cultos. Ahora le rezan a Mercurio para que comunique sus súplicas a los dioses del buen tiempo.
Estaban sentados a la mesa. En aquella época comían cuatro o cinco veces al día, pues la comida se había convertido en una triste y tétrica obsesión. Llenaban sus estómagos sin cesar en un vano esfuerzo por calmar las punzadas de un hambre que ningún alimento podía saciar. La carne tierna del pescado se volvía ceniza en la boca de Nicolás. Lo conmovían los dulces y misteriosos intentos de Girolamo para llegar a él a través del abismo que se había abierto entre ellos, pero sólo sentía un ligero malestar, apenas algo más que una molestia, que cada día se hacía más débil.
—Es curioso —meneó la cabeza con aire ausente.
—¿Qué?, ¿qué es curioso?, dígame.
—Ah, nada. Le rezan a Mercurio, dijo usted, y estoy pensando que Mercurio es el Hermes de los griegos, y a su vez el Thoth de los egipcios, cuya sabiduría nos llegó a través de los sacerdotes del Nilo, gracias a Hermes Trimegistus. Por lo tanto, por vía indirecta, la gente del pueblo le está rezando a aquel mago —lo miró impasible—, ¿no es curioso?
—Los pescadores no pueden trabajar con este tiempo —dijo Girolamo—, tres de sus hombres se perdieron en el lago.
—¿Ah sí? Pero los pescadores siempre se ahogan, podríamos decir que están para eso. Todas las cosas y todos los hombres, por humildes que sean, ocupan su lugar en un gran plan.
—Eso suena bastante cruel, ¿verdad?
—¿No sería mejor decir sincero? Esa súbita preocupación parece extraña en alguien que, como usted, vive del trabajo de la gente humilde. Mire este pescado, cocinado con tanto esmero y presentado con tan buen gusto, ¿no se le ha ocurrido que un pescador puede haber muerto para que usted se sentara a saborear esta espléndida cena?
Guido, el encorvado mayordomo, detuvo su paso vacilante alrededor de la mesa y lo miró con descaro. Girolamo se había puesto pálido, pero sonreía.
—¿De verdad cree que me merezco esto, Nicolás? Guido, ya puedes retirarte, gracias. —El viejo se retiró con una expresión de desconcierto, asombrado y horrorizado ante la mera idea de que su patrón fuera a ocuparse del servicio. La mano de Girolamo temblaba al servir el vino.— ¿Es necesario que se burle de mi delante de mis criados?
Nicolás dejó el cuchillo sobre la mesa y soltó una carcajada.
—¿Lo ve? Le preocupa menos el destino de un pescador que la opinión de sus criados.
—Usted deforma todo lo que digo, ¡todo! —De repente la compostura del italiano se desmoronó por completo y, por un momento, se convirtió en un niño mimado y petulante. Nicolás, muy satisfecho, le dedicó una gran sonrisa y lo miró con atención y displicente curiosidad, mientras se preguntaba si estaría a punto de romper a llorar de furia y frustración. Pero Girolamo no lloró; en lugar de eso, suspiró y murmuró—: ¿Qué quiere de mí, Nicolás, que no le haya dado ya?
—Nada, amigo mío, nada en absoluto.
Pero eso no era cierto, quería algo, aunque no sabía bien qué. Algo grande, intenso, fantástico, quizás violencia, insultos horribles o una espantosa herida sangrante que los condujera a ambos, llorando, a una total e irremediable humillación. A ambos, sí. No debía haber vencedor. Tenían que destruirse mutuamente, o más bien acabar con la parte de sí mismos que había en el otro, pues sólo a través de la destrucción podrían liberarse. No entendía nada de aquello, estaba demasiado enceguecido por la ira y la impaciencia para intentar comprender, y sin embargo sabía que era así. Buscó con desesperación una nueva arma para arrojar a aquella criatura temblorosa.
—Mi teoría está casi completa, ¿sabe? —dijo, o más bien gritó, con una alegría muy mal simulada.
—¿Su teoría? —Girolamo levantó la vista, intranquilo.
—Sí, sí, mi teoría del movimiento de los planetas, mi réplica a Tolomeo. Tolomeo... —Parecía atorarse con el nombre.— ¿No se lo he dicho? Permítame que le hable de ello. Tolomeo, como verá...
—Nicolás.
—Tolomeo, como verá, nos engañó, o tal vez nos engañamos a nosotros mismos, no tiene mayor importancia, al hacernos creer que el Almagesto es una explicación, una representación, o vorstellung, —¿conoce la palabra alemana?, de lo real. Pero la verdad, la verdad es que la astronomía de Tolomeo no explica la existencia y sólo sirve para computar lo que no existe. —Hizo una pausa, agitado.— ¿Qué?
—Nada —negó Girolamo con la cabeza—. Cuénteme su teoría.
—Usted no la cree, ¿verdad? Usted no me cree capaz de formular una teoría que revelará las verdades eternas del universo, no cree que pueda hacer algo grandioso, ¿verdad?
—Nicolás, tal vez sea mejor ser bueno que grandioso.
—¡No me cree!
—Yo creo que en caso de que hubiera verdades eternas, de lo cual no estoy convencido, podrían conocerse pero no expresarse —sonrió—. Y también creo que usted y yo no debemos pelear.
—¡Usted! Usted, usted, usted... Le divierto, ¿verdad? Me conserva porque le sirvo de entretenimiento. No importa si llueve, Koppernigk hará unas cuantas cabriolas y nos levantará el ánimo. —Se había levantado de la mesa y caminaba furioso por la habitación como si estuviera interpretando una grotesca y cómica danza derviche de dolor y repulsa.— ¡Si, es un tipo divertido, el viejo Koppernigk, el bueno de Nick!
Girolamo rehuía su mirada. Por fin, Nicolás se sentó, temblando, y hundió la cara entre sus manos.
Se quedaron callados, envueltos por la luz verdosa de la lluvia. Detrás de las ventanas los árboles temblaban y se agitaban.
—Me malinterpreta, Nicolás —dijo por fin Girolamo—, yo nunca me he reído de usted. Nosotros somos distintos y yo no tomo las cosas tan en serio como usted. Tal vez sea un fallo de mi parte, pero no soy tan estúpido como usted cree. ¿Acaso se interesó alguna vez por mis preocupaciones? Soy médico y tomo esta ciencia con seriedad. Mis trabajos sobre contagios, la propagación de las enfermedades, también tienen valor. La medicina es la ciencia de lo tangible, ya ve. Yo trato con lo que está aquí, con lo que aflige a la gente. Si de ese modo yo descubriera una de sus verdades eternas, creo que m siquiera lo advertiría. ¿Me escucha? Lo expreso muy mal, ya lo sé, pero estoy intentando enseñarle algo. Aunque supongo que no me creerá capaz de enseñarle nada, pero no importa. ¿Le interesaría saber a qué me dedico ahora mismo? Estoy escribiendo un poema; sí, un poema. ¡Es sobre la sífilis! Pero no le interesa, ¿verdad? ¿Recuerda, Nicolás, la mañana que nos encontramos en el mercado de Padua? Entonces le dije que regresaba de una juerga, pero no era verdad. Había ido allí a estudiar los sistemas sanitarios, o tal vez debería decir la ausencia de éstos, en el mercado de' carne. Sí, ríase... —No había sido una risa, sino más bien un ruido sordo y repulsivo. — Le parecerá prosaico, tal vez incluso cómico, por eso le mentí aquella mañana. Usted prefería yerme como un calavera, un rico manirroto, alguien completamente distinto a usted, un tonto feliz. Yo le di el gusto y desde entonces le he estado mintiendo. Así que ya ve, Nicolás, usted no es el único que teme quedar en ridículo o que lo tomen por estúpido. —Hizo una pausa. Amor... —Era como si levantara la palabra con cuidado con la punta del zapato para ver las cosas asombrosas que se arrastraban debajo—. Usted hizo que Tadzio se fuera.
No había el menor deje de acusación en su tono, sólo tristeza y una ligera curiosidad. Nicolás, con el rostro todavía oculto tras las manos, apretó las mandíbulas hasta hacerse daño. Sentía dolor, o al menos eso creía, pues aquella misma noche la palabra dolor cobraría un nuevo significado para él. La puerta de la habitación de Girolamo estaba entreabierta y por ella salían sonidos horribles y vagamente familiares. La escena estaba iluminada por la luz tenue y vacilante de un candil sin pantalla y se repetía en miniatura, como un espectro, sobre un espejo colgado en la pared del fondo. Girolamo estaba sentado en el borde de la cama, con sus largas piernas extendidas, la cabeza echada hacia atrás y los labios abiertos en una O de éxtasis. Parecía un desconocido grotesco pero increíblemente adorable, con los ojos vidriosos, fijos sin ver en el techo lleno de sombras. ¡Ah!, gemía suavemente. ¡Ah! De repente su cuerpo se curvó, él extendió sus manos frenéticas, agarró por los pelos a la criada arrodillada frente a él y le metió el pene tembloroso en la boca. ¡Mira! La joven se retorció, quejándose y haciendo arcadas. Girolamo cerró sus piernas alrededor de los muslos de la chica y así, unidos en aquel monstruoso abrazo semejante a una repulsiva estampa de bestiario, comenzaron a mecerse despacio de atrás a adelante. Daba la impresión de que toda la habitación se contorsionaba y se balanceaba frenéticamente con ellos bajo la luz vacilante de la lámpara. Nicolás cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos todo había acabado. Girolamo lo miraba con una mezcla de tristeza y provocación, de un modo absolutamente concluyente. La mujer se volvió y escupió en la oscuridad, entonces Nicolás dio un paso atrás y cerró la puerta con suavidad.

* * * *

Si pretendía que la astronomía llegara más allá, no podía conformarse con una restauración que no fuera novedosa y radical. Esta necesidad lo había obsesionado siempre y ahora más que nunca. La astronomía era competente por sí misma: justificaba los fenómenos, explicaba lo inexistente, pero eso ya no era suficiente, al menos para Nicolás. El sistema cerrado de la ciencia debía romperse para que ésta trascendiera más allá de sí misma y de sus estériles preocupaciones. Era la única forma de convertirla en un instrumento para verificar lo real y no sólo para postular lo posible. Nicolás consideraba aquel descubrimiento, el de la necesidad de modificar las funciones básicas de la cosmografía, como su primera contribución valiosa a la ciencia. Había sido como una declaración de principios, además de la reivindicación de su derecho a hablar y a que lo escucharan.

* * * *

Se trataba de un nuevo comienzo, tina nueva ciencia, objetiva, abierta y sobre todo honesta. Su objetivo era arrojar con valentía un rayo de luz pura y fría sobre el mundo tal cual era y no como los hombres deseaban que fuera para satisfacer su necesidad de tranquilidad, de elegancia matemática o de lo que fiera. Sólo podría conseguirlo con la formulación de tina teoría fidedigna sobre el movimiento de los planetas, ahora lo veía claro. Antes, como era natural, había supuesto que primero había que elaborar métodos y procedimientos nuevos que le servirían de instrumentos para construir su teoría; pero esto, por supuesto, era ignorar la cuestión esencial, o sea, que el nacimiento de tina nueva ciencia debía ser precedido por un acto radical de creación. Tendría que forjar una explicación de los fenómenos partiendo de la nada, o de casi nada, juntando trozos y piezas destartalados. La enormidad del problema le producía pánico, pero sabía que debía intentar resolverlo, pues su intuición así se lo indicaba. Él se fiaba de su intuición, tenía que hacerlo, ya que era lo único con que contaba.

* * * *

Noche tras noche, durante aquella tempestuosa primavera en la casa de campo, gimió y sudó sobre sus cálculos mientras, fuera, la tormenta retumbaba y bramaba, castigando al mundo. Su mente confusa era un torbellino que iba y venía en un desesperado esfuerzo por recomponer con cierto orden los fragmentos amorfos y al parecer irreconciliables de los hechos, la especulación y los sueños fantásticos. Sabía que estaba a punto de alcanzarlo, lo sabía, y una y otra vez interrumpía el trabajo, reía como un loco y se tiraba de los pelos, convencido de haber encontrado tina solución, sólo para volver a hundirse un momento después, abatido, al encontrar un fallo. Temía volverse loco o caer enfermo, y sin embargo, no podía descansar, pues si abandonaba apenas por un instante su frenética búsqueda, el cumplido andamiaje que tanto le había costado levantar se desmoronaría. Además, si permitía que le faltara la concentración, se hundiría una vez más en el pantano de su otro problema sin resolver, Girolamo.

* * * *

Pero por fin vino a él, apareció tras él con un alegre tarareo y le dio un golpecito en el hombro, como si viniera a averiguar la causa de aquel alboroto. Se despertó al amanecer y descubrió que había pasado de una agonía de agotamiento a una inmediata y espeluznante lucidez. Era como si los conductos de su cerebro hubiesen sido regados con un torrente de agua helada. De pronto, sin proponérselo, comenzó a pensar con un extraño distanciamiento y una absoluta concentración que le permitían obtener, según observaría más tarde, una milagrosa y singular objetividad. Recordó los dos teoremas aparentemente inconexos que había formulado tiempo atrás en Bolonia, o quizás antes, y que hasta el momento constituían los cimientos más sólidos de su teoría: que el sol, y no la tierra, estaba en el centro del universo y, en segundo lugar, que este último era mucho más grande de lo que Tolomeo o cualquier otro hubieran imaginado.

* * * *

El viento soplaba con fuerza y la lluvia golpeaba contra los cristales de la ventana. Nicolás se levantó en la penumbra del amanecer y corrió las cortinas. Las nubes se abrían hacia el este sobre un tenebroso paisaje lacustre entonces llegó la solución, con calma, como sí un enorme y sereno pájaro dorado se posara sobre su cabeza agitando sus grandes alas con un sonido monótono. Era tan simple, tan maravillosamente simple, que al principio no la reconoció.

* * * *

Todo ese tiempo había estado analizando el problema desde una perspectiva errónea, tal vez condicionado por su formación, que siempre había estado en manos de académicos pusilánimes. En cuanto se daba cuenta de la imperiosa necesidad de crear algo nuevo, desarrollaba una barrera instintiva e inconsciente contra una idea tan escandalosa y se encerraba de nuevo en el sistema cerrado de rancias ortodoxias. Así, como un ciego bobalicón, había intentado llegar a un nuevo destino viajando por las rutas antiguas, había pretendido crear una teoría original con métodos convencionales. Pero aquella madrugada, sin saber cómo o por qué, su cerebro había dado el salto que él no se había atrevido a dar, sin su ayuda y sin que él mismo lo advirtiera; y fuera, en medio del silencio y de la absoluta quietud del firmamento, había hecho todo lo necesario: relacionar aquellos dos simples aunque trascendentales teoremas e identificar con una lógica irrefutable las consecuencias de aquella relación. Por supuesto, por supuesto. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si consideraba al sol como el centro de un universo inmenso, los fenómenos observados en los movimientos de los planetas~ que habían intrigado a los astrónomos durante milenios, se volvían perfectamente racionales y evidentes. ¡Por supuesto! Sabía que la verificación de su teoría llevaría semanas, meses o tal vez años, pero eso era un trabajo simple y sin importancia. Lo fundamental no eran los teoremas, sino la relación entre ellos: el acto de creación. Dio vueltas y vueltas a la solución, como si hiciera girar entre sus dedos una joya maravillosa y perfecta. Era la materia misma, la materia viva.
Exhausto, se arrastró hasta la cama. Se sentía como un viejo agotado y la esplendorosa lucidez que tenía un momento antes se había esfumado. Necesitaba dormir, días y días de sueño. Sin embargo, un momento después de acostarse se levantó de nuevo y corrió con ansiedad las cortinas. Apoyó la cara sobre el cristal granulado y miró hacia el este, pero las nubes se habían encapotado otra vez, así que aquel día no habría sol.
Se despidió de Girolamo en una miserable posada a la orilla del lago; era mejor separarse en un terreno neutral. No sabían qué decir y se quedaron sentados, nerviosos y callados, frente a una jarra de vino que no beberían, entre la peste a orina y al rancio olor a gato de la cerveza derramada. A través de la diminuta y sucia ventana que había sobre sus cabezas, contemplaron las tormentosas nubes que se cernían sobre el lago.
—Caro Nicoló.
—Amigo mío.
Pero sólo eran palabras y Nicolás estaba impaciente por irse. Volvía a Prusia, ya no podía esperar nada de Italia.
(“¡Vete!”), se dijo a sí mismo, « ¡vete ahora!», y se levantó de repente con su habitual mueca cadavérica.
Girolamo lo miró con una ligera sonrisa.
—Adiós, entonces, abuelo.
Y en cuanto Nicolás se giró, una parte del pasado volvió a él y recordó que una vez, no mucho tiempo atrás, no había habido nada en el mundo más preciado que la compañía discreta y distante, aunque en cierto modo apasionada, de aquel joven. Salió con rapidez al viento y la lluvia brumosa y cálida y montó en su caballo. Marcharse de Incaffi era casi como marcharse de Italia. Dejaba atrás un mundo que había comenzado y acabado, que ya estaba completo y no podía cambiar. Lo que había sido seguiría en su memoria y algún día, al huir de alguna situación de angustia o dolor, su espíritu regresaría a aquel lugar esplendoroso y lo encontraría intacto. Las voces de los fantasmas resonaron a su espalda. «No te hagas daño —gritaban—, pues todos estamos aquí»

Capítulo 2
MAGISTER LUDI

Al morir la noche llega flotando, deslizándose suavemente sobre el brillante caudal del río, husmeando con el hocico levantado, pasa bajo el puente, junto al rastrillo, más allá del adormilado centinela. Un leve sonido de garras rascando los peldaños embarrados, una breve visión de un diente descubierto. Por un instante, en medio de la oscuridad, tiene una ligera sensación de agonía y angustia; y la noche retrocede. Ahora trepa los muros, se arrastra sonriente por debajo de la ventana. — — Envuelto en una capa negra, se agazapa entre las sombras de la torre y aguarda el amanecer. Luego vienen los golpes, la voz angustiosa, el peldaño flojo y traicionero de la escalera, ¿y cómo es posible que sólo yo pueda oír el agua que cae a sus pies? Alguien quiere hablar con usted, canónigo.
¡No!, ¡no! ¡Dejadlo fuera! Pero él no permitirá que lo echen, se esconde en un rincón donde aún persiste la oscuridad de la noche y se queda allí, vigilando. Unas veces se ríe con suavidad, otras deja escapar algún sollozo. Tiene la cara oculta tras la capa, a excepción de los ojos, pero yo lo reconozco bien, ¿cómo no iba a hacerlo? Él es lo inefable, lo inevitable, lo peor del mundo. ¡Déjame ser, por favor!

* * * *

El canónigo Koppernigk llegó a Heilsberg al anochecer, agotado, atormentado por la fiebre; un bulto negro despatarrado sobre la silla de una jaca muerta de hambre que alguien, en alguna parte, le había obligado a comprar con engaños. Había salido de Tonm aquella misma mañana y había viajado sin detenerse en todo el día, pues temía tener que enfrentarse a los terribles fantasmas de la enfermedad que hervía en sus venas, postrado en una posada infestada de ratas. Ahora apenas alcanzaba a comprender que el viaje había acabado, ni siquiera sabía bien dónde estaba. Tenía la impresión de que la marea y el oleaje lo habían arrastrado hasta una costa extraña y oscura. Ya habían salido las estrellas, aunque no la luna y las antorchas humeaban en lo alto de los muros— A su izquierda ardía una hoguera y varías figuras inmóviles se agrupaban a su alrededor, algunas en cuclillas envueltas en sus capas, otras con alabardas en actitud vigilante. El río fluía turbulento, hablando consigo mismo en su curso. Todo parecía confuso e irreal, como si la enfermedad sólo le permitiera distinguir la cara oculta y misteriosa de las cosas, mientras el mundo real, el importante, quedaba hiera del alcance de su mente afiebrada— Una rata, iluminada un instante por el reflejo del fuego sobre el río, trepó los peldaños embarrados del muro y desapareció.
Temblaba violentamente y oía sus propios gemidos, como si llegaran de una enorme distancia— Maximilian, su criado, lo miró con el entrecejo fruncido mientras mascaba cebolla y masculló algo.
—¿Qué?, ¿qué has dicho? Pero el sirviente se limitó a encogerse de hombros y señalar hacia la puerta. El carro de un campesino se arrastraba por el puente con una rueda rota. Bajo aquella luz mortecina, parecía una enorme rana perversa.
—Adelante, adelante —dijo el canónigo—, hay sitio suficiente. Pero se vieron obligados a acercarse peligrosamente al borde, entonces miró hacia el agua brillante y negra de abajo y se mareó.
¡Con qué rapidez corre! Con muda irritación, el campesino azotaba con un palo a la muía, que, impasible, se había quedado atrapada entre los postes. Max saludó formalmente al tipo y rió entre dientes. En el reducto de la torre de entrada, un centinela somnoliento se acercó arrastrando los pies.
—¿Qué os trae por aquí, extraños? Max, el buen alemán, se puso inmediatamente de mal humor, indignado por el hecho de que un nativo prusiano, tm bárbaro despreciable, le hablara con tal grosería y en su jerga vulgar.
—El doctor Copérnico —anunció con solemnidad e hizo ademán de seguir, pero el prusiano lo detuvo apoyándole la punta roma de su lanza en la barriga.
—Nicolás Koppernigk —se apresuró a decir el canónigo—, fiel servidor de nuestro obispo. Dejadnos pasar, muchacho, y te daré una moneda.
Max levantó la vista hacia él y Nicolás percibió, asombrado a pesar de que no era la primera vez que lo notaba, la extraña mezcla de amor y desprecio que su criado sentía hacia él.

* * * *

En el patio desierto las patas de su caballo resonaban firmes y claras sobre las baldosas. Los perros comenzaron a ladrar. Nicolás levantó sus ojos palpitantes hacia los arcos con columnas de las galerías y el enorme castillo apenas alumbrado por la luz de las estrellas, y pensó que aquel lugar se parecía mucho a una cárcel. Se suponía que a partir de ese momento Heilsberg sería su casa, cuando ya ni siquiera Prusia lo era.

* * * *

—Max.
—Ja, ja —rezongó el criado y dejó de hacer ruido—, no hay que molestar al obispo, ya lo sé.
Luego aparecieron luces y se oyeron voces en la oscuridad. Una mujer decrépita y casi ciega se acercó y lo acompañó adentro mientras lo reñía afectuosamente, como si fuera un hijo descarriado. No lo esperaban hasta el día siguiente. Un fuego de madera de abedul ardía en la chimenea de la sala principal, donde le habían preparado un camastro. Se alegraba de no tener que subir escaleras porque sentía que las piernas no le respondían. La fiebre le estaba subiendo otra vez y temblaba con violencia, así que se echó en seguida en el camastro y se cubrió con la capa. Max, celoso de la autoridad de la vieja, empezó a discutir con ella.

* * * *

—Amo, ella dice que debemos avisar a su tío, pero usted está enfermo y llega antes de lo previsto.
—No, no —se quejó el canónigo—, por favor, no. —Y, en un susurro, con una risa tétrica:— ¡Que no aparezca por aquí!
La vieja siguió mascullando, pero él cerró los ojos y ella se marchó con sus protestas. Max se acuclilló a su lado y comenzó a silbar suavemente entre dientes.
—Max, Max, estoy enfermo.
—Lo sé. Lo vi venir y le avisé. ¿No le dije que pasáramos la noche en Allenstein? Pero usted no quiso escucharme y ahora está hecho una piltrafa.
—Sí, sí, tenías razón. —Max era un buen remedio para la autocompasión. — Tenías toda la razón.
No podía dormir, hasta su pelo parecía palpitar de dolor. Pensó que la enfermedad era un recuerdo de Italia y sonrió con ironía. Largas sombras hacían cabriolas sobre las paredes como criaturas enloquecidas. Un perro se acercó a olerlo, pero Max le gruñó y el animal levantó las orejas y se marchó. El canónigo Koppernigk fijó la vista en el fuego, donde las llamas entonaban una pequeña canción cuya melodía no alcanzaba a recordar.
—¿Max?
—¿Sí?
Aún seguía allí, un pequeño atado de huesos y carne acurrucado junto al fuego, con la mirada perdida en el vacío. El perro volvió, se acomodó tranquilamente junto a ellos, se lamió con fruición y se durmió. El canónigo rozó con la punta de los dedos su piel manchada y áspera. De repente encontraba consuelo en las pequeñas cosas, el calor del fuego, aquel perro lleno de pulgas, el amargo respeto de Max y, además de todo aquello, la hoguera del campo y los vigilantes que había a su alrededor, el carro del campesino, la pobre mula fastidiosa e incluso la rata de los escalones. Eran cosas perdurables, vulgares, míseras y cálidas, con las cuales el yo esencial construía un hogar provisional, por más oscuro y extraño que pareciera el lugar.
El tío Lucas vino a verlo más tarde aquella misma noche; lo miró, y agitó su enorme cabeza con expresión sombría.
—¡Menudo médico he contratado!
El titulo no significaba gran cosa. Él no era un verdadero médico, no había tenido suficiente fe en el arte de curar y mucho menos en sí mismo como para ejercerlo. En Padua le habían enseñado muy bien a disecar cadáveres, pero eso lo convertía en mejor carnicero que médico. Sin embargo, había aceptado el puesto sin protestar. A su regreso de Italia había ido directamente a Frauenburg con la idea de asumir sus funciones como canónigo del Capítulo, pero aún no estaba preparado para aquella vida. El recuerdo de Italia todavía estaba demasiado fresco, así que tras asegurarse sin dificultad una nueva e indefinida licencia, se había marchado a Torun. Después de muchas negociaciones, Katharina y su marido le habían comprado al obispo la vieja casa de Santa Ana y se habían mudado allí desde Cracovia. No tendría que haberse alojado con ellos, por supuesto, ya que la compañía de su malhumorada hermana y de su violento marido le molestaba, y ellos, por su parte, tampoco lo recibían con agrado. Había contratado a Max más como aliado que como sirviente, pues era un compañero apropiado para aquel hogar taciturno x' deprimente.
Entonces lo llamó el obispo: el canónigo Nicolás debía acudir de inmediato a Heilsberg para incorporarse como médico residente en el castillo. Así lo compensaría, aunque de modo insuficiente, por sus años de estudio en Italia.
El trabajo le gustaba bastante; la medicina era una especie de escondite, desde donde podía dedicarse clandestinamente y por vía indirecta a sus verdaderas aficiones. Para unos ojos ingenuos no había demasiada diferencia entre una tabla astronómica y una prescripción de boticario, o entre un cálculo geométrico y un horóscopo. Pero a pesar de que en Heilsberg podía trabajar con libertad, se sentía atrapado y se retorcía como tina rata vieja. Tenía treinta y tres años y se le estaban cayendo los dientes. Hacía tiempo la vida había sido un intenso y esplendoroso sueño que lo aguardaba en algún sitio, pero ahora, cuando miraba en aquel maravilloso cuenco dorado de posibilidades, sólo veía una criatura borrosa que nadaba hacia él con las extremidades cortadas. No era la muerte, sino algo mucho más difícil de reconocer; suponía que el fracaso. Cada día se acercaba un poco más y cada día le resultaba un poco más fácil llegar, porque, al fin y al cabo, ¿no era su trabajo —su verdadero trabajo, o sea la astronomía un proceso progresivo de fracaso? Avanzaba con dificultad, penosa a penosa línea, un cálculo erróneo tras otro, presa de un silencioso pánico. Observaba cómo su desatinada pluma manchaba y mutilaba los conceptos que, antes de ser expresados, habían palpitado con inmaculada pureza y belleza. Era un barbarismo a gran escala. Edificios matemáticos de desconsoladora fragilidad y delicadeza se hacían añicos de un golpe. Nicolás había pensado que la elaboración de su teoría no sería nada, un simple trabajo de poda, y en cierto modo había tenido razón, pues había tenido que cortar a hachazos, había sido una sangrienta carnicería. Se inclinaba sobre su escritorio a la luz mortecina de una vela y sufría: era una especie de lenta hemorragia interna, pero apenas si conseguía comprender la naturaleza de su drama. La teoría en si no era errónea, pero por alguna razón se estaba contaminando en el proceso de elaboración y tenía la impresión de que faltaba alguna conexión fundamental. El universo de planetas danzantes estaba allí afuera, él estaba aquí, y entre las dos esferas no había lugar para palabras o figuras de papel. Alguien alguna vez había dicho algo similar, ¿quién y cuándo?, ¡no importaba! Mojó su pluma en la tinta y sangró.
Aun así, paradójicamente, era feliz, si el estado en que se encontraba podía llamarse así. A pesar del dolor y de las reiteradas decepciones, a pesar del vacío de su vida gris, ninguna felicidad del mundo podía compararse con el éxtasis de su pena.
Pero su trabajo en Heilsberg implicaba algo más que curar los forúnculos, los intestinos y los arcos vencidos del obispo; también incluía hacer política. A los sesenta años, a pesar de sus numerosas enfermedades y de que doblaba a Nicolás en edad, el obispo Lucas tenía mucha más vitalidad que su sobrino. Como un príncipe implacable y frío, un hombre importante, dedicaba la mayor parte de sus prodigiosas energías a la tarea de liberar a Ermland de la monstruosa red de intrigas políticas europeas. El canónigo no llevaba mucho tiempo en el castillo cuando descubrió que, además de ser médico, secretario y factótum, tendría que actuar como aliado en las conspiraciones de su tío. Estaba consternado, pues la política lo desconcertaba y las incesantes luchas entre estados y príncipes le parecían descabelladas. No quería tomar parte en aquel sórdido mundo público, pero a pesar de todo, azorado como alguien que se cae de repente, no pudo evitar hundirse en sus arenas.
Comenzó a dejarse ver al lado del obispo en las asambleas prusianas o en el circuito otoñal por las ciudades de Ermland. Intentaba pasar desapercibido, pero su rostro pálido y serio, su sobria capa negra, su silencio y su timidez contribuían a darle un aura de importancia. Lo perseguían aduladores y parásitos, se pegaban a sus talones, lo esperaban en los pasillos, con sus sonrisas características que dejaban al descubierto sus pequeños dientes afilados, convencidos de que él era un canal perfecto para conseguir los favores del obispo. El apuntaba las peticiones que le hacían en arrugados trozos de papel y escuchaba con atención sus murmullos, sintiéndose un tonto y un fraude al mismo tiempo. Les aseguraba que no podía hacer nada, con una voz que hasta a él mismo le sonaba falsa, y advertía, desesperado, que se estaba forjando enemigos en media Europa. Lo presionaban por todos lados; su cuñado, Bartholomew Gertner, el fervoroso patriota, le retiró la palabra porque un día, durante su estancia en Torun, el canónigo se había negado a declararse a sí mismo un verdadero alemán por inclinación, si no por nacimiento. ¡Le cuestionaban hasta su propia nacionalidad! Así descubrió que ni él mismo sabía lo que era, aunque el obispo Lucas le resolvió aquella duda de inmediato.
—No eres alemán, sobrino, ni tampoco polaco, ni siquiera eres prusiano. Simplemente eres un ciudadano de Ermland, recuérdalo.
De aquel modo se convirtió con sumisión en lo que le ordenaron ser. Pero sólo se trataba de una máscara más; tras ella, él era alguien que ningún clan ni nación podría reclamar para sí: era el doctor Copérnico.
El obispo Lucas no estaba al tanto de su doble vida, o si lo estaba
—pues en el castillo no ocurría nada sin que él se enterara—, había elegido ignorarla. Tenía grandes planes para su sobrino y~ sin embargo, nunca hablaba de ellos abiertamente, pues creía que era mejor dejarlos que se hicieran evidentes más adelante. Era obvio que pensaba que le quedaba mucho tiempo y aún tenía que convencerse de que también él, al igual que los hombres vulgares, algún día se vería obligado a morir. Estaba dividido entre su obsesión innata por los secretos y la suprema necesidad de meter en la mente deliberadamente obtusa del canónigo las sutilezas de las intrigas políticas. La diplomacia y el gobierno público no estaban mal, cualquier tonto podía desenvolverse con habilidad e incluso con elegancia en esos ámbitos, pero los planes y conspiraciones que de verdad movían el mundo eran algo muy distinto y requerían un entrenamiento intensivo y experto. El problema era que el obispo no confiaba demasiado en su sobrino, pues el canónigo tenía una expresión que le preocupaba, aunque no alcanzara a comprenderla. Sin duda no era simple estupidez lo que hacía que su mandíbula colgara así y que sus ojos de ratón se nublaran con aquel extraño velo gris.
—Tienes la cabeza en las nubes, sobrino. ¡Vuelve a la tierra! —El canónigo se apresuró a esconder los papeles con que había estado trabajando y espió a su tío con una sonrisa lánguida y aprensiva. El obispo le dirigió una mirada funesta. (“¡El muy tonto! ¡No le diré nada, que se las arregle!”)— He dicho que esperamos un invitado. ¿Te estás quedando sordo?
—No, señor, lo escuché muy bien y bajaré pronto. Tengo que... acabar de escribir algunas cartas.
El obispo se había girado para irse, pero de repente retrocedió, ceñudo y con actitud amenazante. Como buen bravucón nato, sabía bien que para mantener su poder sobre los demás no debía dejar pasar ningún desafío, por débil que éste fuera.
—¿Cartas?, ¿qué cartas? —Estaba todo vestido de púrpura, incluyendo los guantes y llevaba la mitra y la vara bajo el brazo rechoncho. Resultaba alarmante y ligeramente cómico a la vez. El canónigo se preguntó, intranquilo, por qué se le habría ocurrido subir en persona hasta su habitación, en lo más alto de una torre asolada por el viento, sólo para llamarlo a cenar. Era evidente que se trataba de un invitado importante.— ¡Ven ahora, hombre!
Bajaron a prisa por las oscuras escaleras y atravesaron pasajes húmedos y malolientes. La tormenta bramaba alrededor del castillo como un toro enloquecido. Las enormes puertas de entrada estaban abiertas de par en par y en el portal una multitud silenciosa de curas anónimos y oficiales subalternos murmuraban en sordina, apiñados, a la luz de la llama vacilante de una antorcha. Afuera, la noche era un enorme torbellino de viento y lluvia. Entre las ráfagas de viento se oyeron las vagas pisadas de caballos aproximándose y el soplido estridente de una trompeta. En el portal se intercambiaron murmullos de entusiasmo; las patas de los caballos retumbaron sobre las lajas del patio y unos jinetes vestidos de negro surgieron de repente de la envolvente oscuridad. Entonces se oyeron muchas voces a la vez, hasta que una tapó a las demás:
—¡Trompetas y clarines, por Dios! Y mirad aquí, un maldito ejército esperándonos.
El canónigo escuchó a su tío quejarse entre dientes con rabia y desazón. De repente, ambos se encontraron frente a frente con una cara gris de ojos penetrantes y una barba que chorreaba agua.
—Bien, obispo, ahora que ha anunciado nuestra llegada a todos los espías alemanes en Prusia, supongo que podemos dejar a un lado este maldito disfraz, ¿verdad?
—Majestad, perdóneme, yo creí que. —
—Sí, sí, muy bien.
En el portal se oyó el sonido de unos pies arrastrándose y el canónigo contempló cómo los miembros del comité de bienvenida se arrodillaban con dificultad en señal de homenaje. Algunos tropezaban con la gente y sus desesperados intentos por sujetarse provocaban risas ahogadas. El obispo Lucas jugueteaba con la mitra y la vara y, de repente, con un ademán ridículo, ofreció el anillo episcopal para que lo besaran; pero su alteza se limitó a contemplarlo. Entonces el obispo se giró rápidamente hacia su sobrino y lo regañó:
—¡Grosero, arrodíllate ante el rey de Polonia!
En la sala de los caballeros, mil velas ardían sobre nueve enormes mesas. Primero entraron los galgos, los portadores de antorchas y los trovadores con sus llamativos trajes, luego el obispo con su invitado real seguido por los nobles polacos, los jinetes de miradas implacables y, por último, la turba local, que empujaba, peleaba y aullaba por su comida. Cuando llegó la hora de bendecir la mesa, se hizo un poco de silencio, y al llegar al amén, el obispo hizo un rápido gesto jaculatorio con la mano y subió las gradas hacia la mensa prinzceps, donde se sentó con el rey a la derecha y el canónigo a la izquierda. Desde allí, con la enorme papada hundida en el pecho, contempló con hostilidad las payasadas de la gente. Todavía seguía enfadado por la humillación que había tenido que soportar a la entrada. Malabaristas y charlatanes de feria hacían cabriolas y saltaban, animados por los aullidos de Toad, el bufón, una criatura maligna y enana con una permanente sonrisa lunática. Sirvientes calzados con sandalias iban y venían con aguamaniles y toallas, y las doncellas traían fuentes con viandas humeantes de los fogones, donde un montón de cocineros trabajaban afanosamente. De pronto se oyó una exclamación de fastidio: uno de los acróbatas se había caído y se retorcía de dolor mientras se lo llevaban. Toad hizo una broma sobre la desgracia del individuo y un anciano coplero de barba blanca se adelantó, tambaleante, y recitó una epopeya en honor a Ermland. El público lo recibió con una lluvia de migas de pan.
—¡Venga, Toad, una canción!

* * * *

Mirad como vuela, ¡oh, joven y hermoso zorzal!
¡Ay, sauce, canta!
Brindemos a la salud del pájaro del arbusto.

* * * *

¡Algarabía y carne!, ¡dicha brutal! El rey Segismundo se reía a carcajadas largas y estridentes, mesándose la enmarañada barba negra. —¡Una fiesta muy divertida, obispo! —gritó de mejor humor. Se había quitado el empapado disfraz de chaqueta y capa de paño (“¡Al fin y al cabo, quién iba a tomarme por un campesino!”) y ahora estaba vestido con el burdo esplendor de piel de vaca y armiño. Sin embargo, sin su corona, aquella cabeza puntiaguda era como un busto sin esculpir, carente de relevancia. Sólo sus modales dominantes, crueles y un tanto extravagantes delataban su condición de rey. Si había hecho el largo viaje de Cracovia a Prusia en pleno invierno y disfrazado era porque, al igual que el obispo, estaba alarmado por la reaparición de los Caballeros Teutónicos— — ¡Ah, sí, muy divertida!
Pero el obispo Lucas no estaba de humor para cumplidos, así que se encogió de hombros con expresión hosca y no le contestó nada. Era obvio que estaba preocupado. Los caballeros, que en un tiempo habían dominado toda Prusia y luego habían huido hacia el este, ahora volvían a levantarse, con el apoyo de Alemania, contra la Prusia Real, cuya alianza con el trono de Jagellon, aunque poco entusiasta, le había concedido a Polonia un papel preponderante en la costa del Báltico. En el centro de aquel turbulento triángulo se encontraba la pequeña Ermland, presionada por todos lados, con su precaria independencia gravemente amenazada tanto por Polonia como por los caballeros. Había que hacer algo y el obispo tenía un plan, pero desde el comienzo, desde la tempestuosa entrada de aquella noche, había tenido la impresión de que no iba a salir bien. Segismundo pretendía pasar por un palurdo, pero no era tonto. Tal vez fuera un loco, pero muy astuto. El embajador murmuró algo al oído del obispo y la expresión de éste se ensombreció.
—Soy un hombre normal —gruñó—, un sacerdote, y me gusta el lenguaje llano. Yo sostengo que los caballeros son una amenaza mucho más grande para Polonia que para nuestro pequeño estado.

* * * *

El embajador dejó de susurrar y se removió incómodo en su silla. El obispo y él eran antiguos enemigos. Era un hombrecillo avinagrado con un absurdo bigote, mejillas pálidas y pómulos prominentes: un eslavo cuya principal y secreta preocupación era conseguir un puesto ambicioso lejos de las vulgaridades de Ermland, en París, la ciudad de sus sueños, donde un año después sería estrangulado por un loco en un burdel.
—Sí, sí, señor obispo —se atrevió a decir—, pero, ¿no sería preferible que tratáramos con estos indisciplinados caballeros de otro modo y no en confrontaciones abiertas y, me atrevería a añadir, peligrosas? Yo tengo una enorme fe en la diplomacia —agregó con una sonrisa tonta—, y estoy bastante dotado para ella.
—Señor, usted estará familiarizado con la diplomacia, pero no conoce a los Caballeros Teutónicos. Son una horda vil y feroz, una maldición de Dios. ¡Infrstimmws hostis Ordinis Theutonzci! Hasta hace poco cazaban y mataban a los nativos prusianos por deporte.

* * * *

El rey Segismundo levantó la vista, interesado de repente por la conversación.
—¿De veras? —preguntó con aire melancólico, pero luego se compuso y frunció el entrecejo—. Bueno, por nuestra parte sólo vemos una amenaza real, los turcos, que ya están en nuestra frontera sur. ¿Qué dice usted de esa horda vil, obispo?
Era justo el preámbulo que el obispo necesitaba para exponer su plan, pero, ya sea porque su intenso odio hacia los caballeros lo traicionó o porque subestimó al rey y a su rastrero embajador, se le nubló la mente y vaciló.
—¿Acaso mi idea no está clara? —los increpó—. ¿No son los caballeros, al menos en teoría, una orden de cruzados? Digo que los enviéis hacia vuestra frontera del sur, ya sea con un señuelo o por la fuerza, para que defiendan esos territorios de los infieles. —Se hizo un silencio. Se había precipitado demasiado, hasta el canónigo se dio cuenta, pero él mismo acabó por advertirlo y se apresuró a salvar la situación.— ¿Quieren pelear? —gritó—, pues dejadles que lo hagan, y si los destruyen, no seremos nosotros quienes salgamos perdiendo. —Pero lo único que había logrado era empeorar las cosas, sembrando en la imaginación de los horrorizados polacos imágenes del sanguinario ejército turco enardecido por la victoria, avanzando hacia el norte por encima de los cadáveres de uno de los mejores ejércitos de Europa. ¡Ah, no, no! Evitaron la mirada ferozmente ansiosa del obispo, pues aunque conocían de antemano la naturaleza de su plan, la información no lo era todo. El canónigo miró a su tío de soslayo y se preguntó, no sin cierta satisfacción maligna, cómo un experto ritualista como él se había expresado con tanta torpeza, pues el rito era fundamental.
—Qué bufón tan divertido, obispo —dijo el rey Segismundo—. ¡Canta más alto, señorito! Y traed más vino. Este vino del Rin es buenísimo, lo único bueno que ha salido de Alemania. ¡Ja, ja!
Todos rieron por compromiso, a excepción del obispo, que lo miraba estupefacto, rojo de furia y disgusto.
—Yo creo, señor —dijo el embajador con calma y dirigiéndole una mirada astuta—, que debemos analizar el problema de los caballeros con mucho cuidado. La solución que usted propone me parece..., ¿cómo le diría?, demasiado simple. Destruir a los turcos o ser destruidos, ésas parecen ser las únicas opciones que usted ve, pero, ¿y sí la Orden destruyera Polonia? Ah, no, señor obispo, yo creo que no es así.
El obispo Lucas parecía estar a punto de morderlo, pero sacando ánimos de su nerviosismo, se volvió hacia el rey e hizo ademán de hablar, justo cuando entró corriendo un criado y le dijo algo al oído.
—Ahora no, hombre... ¿Qué? ¿Quién? —Se volvió hacia el canónigo, con la papada roja y bamboleante.— ¡Tú!, ¡tú lo sabías!
El canónigo retrocedió asustado y meneó la cabeza.
—¿Qué, señor?, ¿qué es lo que sabía?
—¡El hijo de puta! ¡Id, id y decidle, decidle…! —la mesa entera estaba pendiente de él—, ¡decidle que si no se ha marchado por la mañana, haré que cuelguen su inmundo cadáver en la puerta del castillo!
El canónigo huyó por los pasillos, tropezando con la túnica en la oscuridad y lamentándose en voz baja. Un lejano recuerdo de la infancia se repetía en su mente una y otra vez: ¡Los turcos empalan a sus Prisioneros! ¡Los turcos empalan a sus prisioneros! En el portal aguardaba una figura oscura, envuelta en una capa negra, bajo la luz vacilante de una antorcha. El viento bramaba y lo arrastraba todo en el remolino de la tempestad: turcos y Toad, el cetro y la Cruz, migas, polvo, viejos harapos, una corona vencida, todo.
—¡Tú!
—Sí, hermano, yo.
El declive del obispo Lucas comenzó misteriosamente la noche de la llegada de Andreas a Heilsberg. No enfermó, ni le empezó a fallar la cabeza, pero sufrió una especie de parálisis intangible pero devastadora que al final acabaría con su férrea voluntad. El vicioso rey de Polonia, encolerizado, no quiso escuchar ni una palabra más acerca de los caballeros y partió con sus hombres antes de amanecer a pesar del mal tiempo. El obispo se quedó perplejo, quejumbroso, angustiado por una furia impotente y azotado por una lluvia atroz, contemplando cómo sus esperanzas de seguridad para Ermland se esfumaban junto con la comitiva real en medio de la tormenta y la oscuridad. Si hubiese sido otro hombre se podría haber dicho que se estaba haciendo viejo, que había encontrado un rival de su talla en el rey y el embajador, pero en su caso estos razonamientos simples no servían. Tal vez dentro de él también aguardara una funesta criatura, y su silueta imprecisa había cobrado una repulsiva forma de vida con la llegada de Andreas.
—¿Se ha ido por fin ese bastardo hijo de puta?
—No, señor, pero está enfermo, no puede echarlo así.
—¿Que no puedo? ¡Claro que puedo! —Estaba rojo, agitado y temblaba de rabia como una enorme vejiga llena. — Ve a buscarlo a la ratonera donde se esconde y dile, dile. —. Ach!
El canónigo subió las escaleras de la torre hasta su celda, donde su hermano, sentado en el borde de la cama y con la capa sobre los hombros, comía una salchicha.
—Veo que has estado hablando con el obispo, estás sudando.
—Dejó escapar tina risa seca y ronca. A la luz de la vela, su cara era horrible y fascinante a la vez, aún peor de lo que le había parecido en el portal, una imagen cadavérica y fatal, tina máscara de barro con ojos que emitía una voz terriblemente familiar. Por encima de su frente prominente y purulenta, estaba casi calvo, y su labio superior se había reducido a la mitad, de modo que tenía la boca torcida en una mueca que no llegaba a ser tina sonrisa ni tampoco un gruñido. Una de sus orejas era una masa blanca de carne machacada, pero la otra había quedado intacta y era una concha rosada de tan increíble perfección, que resultaba aún más espeluznante. La nariz estaba pálida e hinchada y tenía un aspecto irreal y cadavérico, como si allí, en aquellos orificios destruidos, el bufón de la muerte hubiera señalado el lugar por donde entraría cuando llegara la hora. Con heridas como éstas, era sorprendente la ausencia de sangre.
—Hermano, creo que el tío no me quiere.
El canónigo asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Experimentaba una especie de desdoblamiento, como si su mente y su cuerpo se hubieran separado, y mientras la primera se retorcía de impotencia y horror, el segundo seguía en pie, como un muñeco de madera y paja que asentía igual que un autómata. Una cúpula de tempestuosa oscuridad, sostenida sólo por la débil luz de la vela, se cernía sobre la pequeña habitación. Acercó una silla y se sentó muy despacio. Entonces se dijo a sí mismo que aquello no era Andreas, no podía ser, sólo se trataba de un fantasma escapado de un sueño. Pero era Andreas, él lo sabía, y lo que más le sorprendía era no estar sorprendido: ¿conocía acaso, sin ser consciente de ello, la naturaleza de la enfermedad su hermano? De repente sus desdobladas mitades se unieron con un espantoso chasquido; entonces se retorció las manos y gritó:
—¡Andreas, Andreas, cómo has caído tan bajo!
Su hermano lo miró entre divertido y conmovido por su dolor.
—Sospechaba —dijo— que no dejarías de notar el pequeño cambio que se produjo en mí desde la última vez que nos vimos. ¿Crees que he envejecido?, ¿eh?
—Pero, ¿qué, qué...?
Lo sabía perfectamente, claro que sí. Andreas volvió a reír.
—Pues sí, es la sífilis, hermano, el Morbus Gallicus, o como tu querido amigo Fracastoro la llama en su famoso poema, Syphilis, el hermoso niño enviado por los dioses. Puedo asegurarte que se trata de una enfermedad bastante molesta.
—¡Andreas, por Dios!
Andreas frunció el entrecejo, si podía llamarse así a aquel pliegue de su cara tullida.
—¡Maldito seas, no quiero tu compasión —dijo—, ni tu falsa preocupación! He caído bajo, ¿verdad?, ¡payaso adulador! Prefiero pudrirme con la sífilis antes que ser como tú, un muerto del cuello para abajo. ¡Yo he vivido! ¿Puedes entender lo que significa eso? ¡Muerto en vida, polaco desgraciado!, ¿puedes comprenderlo? Ni siquiera cuando esté muerto y enterrado habré caído tan bajo como tú, hermano.
Dentro del globo de luz que los rodeaba los acechaban sombras indefinidas, una silla arrinconada, la cama y una pila de libros que parecían dientes apretados; objetos mudos y tímidos, inertes y a la vez aparentemente ansiosos por hablar. El canónigo miró a su alrededor, incapaz de sostener el peso de la mirada ardiente de su hermano, y se preguntó vagamente si aquellas cosas con las que vivía lo habían despojado de algo esencial, algo intenso y absolutamente vital, para huirse de una modesta forma de vida indirecta. Porque era verdad —¡Andreas tenía razón!— que en cierto modo estaba muerto; que era frío e insensible. Incluso ahora no sentía pena por Andreas, sino por su propio dolor, y eso debía de tener algún significado. Entre el objeto y el sentimiento siempre debía mediar un tercer fenómeno. Sí, eso tenía un significado, aunque él no supiera cuál. Pero entonces, todas sus visiones contradictorias y casi clarividentes se desvanecieron y se encontró de nuevo en el o sano.
—¿Por qué me odias así? —preguntó sin rencor ni tristeza, sólo intrigado y con un temor reverente.
Andreas no contestó. Sacó de entre sus ropas un trozo de queso rancio, lo miró con desconfianza y lo dejó a un lado.
—¿Hay vino? —gruñó—, dámelo. —Y el fantasma de la criatura arrogante, rebelde, brillante y hermosa que había sido alguna vez apareció un instante bajo la aterciopelada luz amarilla, hizo una jactanciosa reverencia y desapareció. Andreas cogió un trozo de caña hueca, se volvió con el cuidado escrupuloso de un animal herido, insertó una punta de la caña entre sus labios y sorbió un trago de vino. — Supongo que te parecerá justo —masculló— que ya no tenga una boca con la que beber, pues nunca te gustó que lo hiciera. —Se limpió los labios con cuidado con la muñeca.— Pero ya basta de hurgar en el pasado, hablemos del presente. ¿Así que por fin te vendiste al tío Lucas, eh? Me pregunto por cuánto. ¿Otra prebenda importante? Me han dicho que te ha dado una canonjía en Breslau, supongo que serán un buen botín, aunque nunca hubiera imaginado que bastara para comprarte. ¿O acaso te ha prometido el obispado de Ermland?, aunque para eso tendrías que ordenarte. Bueno, no me cuentes nada, no importa. Tú te pudrirás aquí tanto como yo en cualquier otro sitio. Es probable que vuelva a Roma, allí tengo amigos influyentes. Ya veo que no me crees, pero eso tampoco me importa. ¿Qué otra cosa puedo decirte? Ah, sí, que soy padre. —De repente sus ojos brillaron con rencor. El canónigo se sobresaltó. — Sí, la puta que me contagió se redimió dándome un hijo. ¿Te lo imaginas, hermano? ¡Un hijo!, ¡un pequeño Andreas! Eso debe de horrorizar a una alma casta como tú, ¿verdad?
Claro que lo horrorizaba, mucho más de lo que él mismo hubiera imaginado. Las intenciones de Andreas eran imponderables, y él se sentía tan seco como una mujer estéril.
—¿Dónde está tu hijo ahora? —preguntó.
Andreas tomó otro sorbo de vino y levantó la vista, con una sonrisa angustiosa.
—Es difícil saberlo, supongo que en el purgatorio, teniendo en cuenta su estado deplorable. No podía sobrevivir, no con unos padres así. —Suspiró y miró abstraído alrededor de la habitación oscura, luego rebuscó otra vez entre sus ropas y sacó una zanahoria, con tallo y todo. — Le pedí a tu criado que me diera algo de comer y mira lo que me trajo, el muy cerdo.
—¿Max? —se sobresaltó el canónigo—, ¿era Max? ¿Pudo ver tú..., te vio con claridad? Le dirá al obispo en qué estado estás, Andreas.
Pero Andreas no lo escuchaba. Dejó caer la zanahoria al suelo y la miró como si se tratara de toda la esperanza y la felicidad perdida.
—Nuestras vidas, hermano, son un breve viaje por las tripas de Dios. Pronto nos cagarán. Aquellas colinas no son colinas, sino almorranas divinas, y el mundo es una masa de caca sagrada en la que al final nos hundiremos. —Volvió a sonreír—Bien, ¿qué dices a eso? ¿No es una idea divertida? El mundo es la barriga de Dios: ahí tienes una imagen para confundir a tus doctores en astronomía. Ve, bebe un poco de vino. ¿Que por qué te odio? Pero si no te odio; detesto al mundo, y tú, por decirlo de algún modo, estás en medio. Ven, bebe un poco de vino, será mejor que nos emborrachemos— ¡Escucha cómo sopla el vientre! ¡Ah, hermano, estoy sufriendo!
Un frío amargo invadió las venas del canónigo. Había pasado de la pena y el horror a una cruda cordura
—No puedes quedarte aquí, Andreas. Sin duda Max hablará con el obispo. Él sabe que estás enfermo, pero no tiene idea de que sea tan grave, tan. — — obvio. Te echará, ya ha amenazado con colgarte. Debes irte ahora, esta misma noche. Le diré a Max que te acompañe a la ciudad; él te encontrará alojamiento. —Y en el mismo tono seco y comedido agregó:— Perdóname.
Andreas había cogido su bastón de ébano y se apoyaba en él con todas sus fuerzas mientras se columpiaba en su silla. Estaba borracho.
—Pero dime lo que tú piensas del mundo, hermano —masculló—. ¿Crees que es un lugar digno? ¿Somos ángeles incandescentes que habitan en un paraíso? Venga, dilo, ¿qué piensas del mundo?
El canónigo hizo una mueca y meneó la cabeza.
—Nada, no pienso nada. ¿Ahora te irás, por favor?
—¡Dios! —gritó Andreas y levantó el bastón como si fiera a golpearlo. El canónigo no se inmutó, y se quedaron sentados con el bastón temblando entre los dos—. ¡Dímelo, maldito seas! ¡Dime lo que piensas!
—Pienso —dijo el canónigo Koppemigk con calma— que el mundo es absurdo.
Andreas bajó el bastón y asintió, esbozando una media sonrisa, casi dichosa.
—Eso es todo lo que quería que dijeras, ahora me iré.
Se fue. Max le encontró un agujero donde esconderse, y el obispo, creyendo o queriendo creer que había abandonado el país, dejó bien claro que no quería volver a oír una sola palabra acerca de él. Pero una ira y un dolor tan grandes como el de Andreas no podían con facilidad. Su llegada había contaminado el castillo y una parte maligna de su presencia seguía allí, en forma de desolación, enrareciendo el aire. El canónigo fue a visitarlo una vez y lo encontró echado en la cama de una buhardilla en penumbras. Andreas fingió estar dormido y no le habló. La parte superior de su cabeza, todo lo que podía verse de él por encima de las sábanas mugrientas, estaba escamosa con costras viejas, suciedad y pegajosas capas de pelo; era un espectáculo horrible y desolador. Cuando bajó, el posadero lo miró con una repulsiva expresión de complicidad y, tras limpiarse las manos en el delantal, aceptó las monedas que le ofrecía el canónigo.
—Debe darle mejor comida, nada de sobras. Si es necesario, mande a buscar provisiones al castillo. No le diga que hablé con usted ni que le di dinero.
—Oh, sí, su excelencia, punto en boca. Y haré lo que dice con la comida.
—Sí. —Miró a aquel tipo rastrero y cobarde y se vio así mismo.— Si. Asuntos eclesiásticos lo llevaron a Cracovia con su tío y por una vez se alegró de tener que hacer un largo viaje. Mientras viajaban hacia el sur, a través de la llanura prusiana, sintió cómo el poder de aquel espantoso fantasma se debilitaba hasta desvanecerse por completo.

* * * *

En Cracovia, pasaba todo el tiempo libre que le permitían sus tareas como secretario de su tío en la librería de Haller. Éste estaba publicando sus traducciones al latín del griego bizantino del Episties de Simocatta. Era un libro mediocre y aburrido, y el texto misterioso y alarmantemente desnudo de las galeradas le provocaba náuseas. Si obtuvieran maestría a través de vuestro dolor, errarían entre las tumbas. —¡Oh! Pero la obra en sí no tenía importancia, lo que contaba era la dedicación. Estaba empeñado en conquistar al obispo.

* * * *

Para esta delicada tarea buscó la colaboración de un viejo conocido, Laurentius Rabe, un poeta y erudito delirante que le había dado unas pocas clases en la universidad de Cracovia. Rabe, que de vez en cuando asumía el pomposo nombre latinizado de Corvinus, era un viejo enérgico con piernas delgadas, torso voluminoso y ojos vidriosos de color azul claro. Le gustaba vestirse de negro y todavía lucía con orgullo el sombrero de la graduación. No se parecía a un cuervo, a pesar de su nombre,* sino a un pajarillo remilgado y ágil, quizás una golondrina o un vencejo, en cuyo pequeño y afilado pico relucía una joya.
Quisiera unos versos para halagar a mi tío, ¿sabe? —dijo el canónigo—. Se lo agradecería mucho.
Estaban en la caseta del fondo de la librería de Haller, entre lindos y parloteos. Rabe se apresuró a asentir, restregándose los dedos llenos de sabañones como si fueran atados de ramas secas.
—Por supuesto, por supuesto —gritó con su voz estridente—. Dime lo que quieres.
—Algo breve, sólo unas pocas líneas —dijo el canónigo Nicolás encogiéndose de hombros—. Digamos algo del estilo de Eneas y Acates, sobre lealtad y devoción, ya sabe. Los versos no importan...
—Ah.
—Pero lo fundamental es que haga alguna mención a la astronomía. Tengo intenciones de hacer un pequeño trabajo sobre el movimiento de los planetas, un simple boceto, ya me entiende, de algo mucho más grande que tengo en mente. Este comentario preliminar será un proyecto modesto, pero temo que despierte controversias entre académicos, y por consiguiente debo ganarme el apoyo del obispo, ¿me entiende? —balbuceó, nervioso y avergonzado. Hablar de su trabajo con los demás le resultaba increíblemente obsceno—. Bueno, usted ya sabe cómo son estas cosas, ¿me hará el favor?
Rabe se sentía halagado, tan conmovido que no podía hablar, así que asentía con la cabeza y susurraba algo entre dientes. Estaba preparando uno de sus floridos discursos, pero el canónigo no tenía tiempo de escucharlo.
—Perdóneme —se apresuró a decir—, pero debo hablar con Haller. El editor, un hombre corpulento y silencioso vestido con un delantal de piel, caminaba entre las mesas de trabajo, mientras se rascaba la barba con un pulgar regordete y examinaba un pergamino.
—Meister Haller, quisiera imprimir unos versos con una dedicatoria. ¿Podría hacerlo usted?
Haller frunció el entrecejo, reflexionó y luego asintió.
—Podemos hacerlo —dijo muy serio.
Rabe miraba al canónigo con una expresión amable, hasta cierto punto abatida e inquisitiva.
—Ha cambiado, mi querido Koppernigk —murmuro.
—¿Qué?
—Se ha convertido en un hombre público.
—¿—De veras? Quizá sí. —¿Qué intentaba decirle? Bueno, no importaba.— ¿Me hará ese favor? Le pagaré, por supuesto.
Desvió su atención hacia las galeradas, y cuando volvió a levantar la vista, Rabe ya se había ido. Tenía la sensación clara y ligeramente inquietante de que había puesto al viejo en su lugar, apartándolo sin demasiados rodeos, como si cerrara un libro aburrido. Pero no tenía tiempo para preocuparse por trivialidades.

* * * *

Tenía todo el tiempo del mundo, no había prisa. En el fondo sabía que el obispo se impresionaría tanto con el Commentarious de la teoría de los planetas del doctor Copérnico (¿no sonaba, acaso, como el nombre de una medicina inventada por un curandero?) como con el pesado de Simocatta. Aunque tal vez la impresión fuera tan grande como para prohibir su publicación. Los tiempos no eran muy favorables, en Alemania se atacaba a la Iglesia y se repudiaba a los humanistas, y el canónigo suponía que la traducción de Simocatta podría ser considerada una empresa humanista, por absurda que esta idea le pareciera a él. El obispo Lucas ya tenía bastantes problemas fuera del país, para que encima lo acusaran de ser demasiado liberal en su propia casa. Con un sobrino escandaloso tenía suficiente.
—¿Qué voy a hacer con él? —rugía golpeándose la frente con los puños—. Tú eres mi médico, dime cómo librarme de esta maldita enfermedad que es tu hermano.
—Está enfermo, señor —dijo el canónigo Nicolás con suavidad—. Debemos ser caritativos.
—¿Caritativos?, ¿caritativos? ¡Por Dios Santo, hombre, no me hagas vomitar! ¿Cómo puedo ser caritativo con ese... ese... corrupto, ese engendro purulento? Tú lo has visto, se está pudriendo, ¡el muy animal se está pudriendo en vida! ¡Dios mío!, si en Roma se enteraran de este escándalo...
—Él dice que tiene amigos influyentes en el Vaticano, señor.
—¡Y en Königsberg! ¡Ay! —Se sentó, súbitamente desolado.— Si se enteran en Königsberg... Los caballeros serían capaces de cualquier cosa con esa información. Debemos hacer algo. Me desharé de él, sobrino, entiéndelo, me libraré de él.
Estaban en la biblioteca, una sala grande y fría de piedra que antes había sido un dormitorio y donde ahora se llevaban todos los asuntos del castillo y de Ermland. Había pocos muebles, unas sillas austeras, un reclinatorio, una mesa italiana extrañamente refinada y el enorme escritorio frente al cual se sentaba el canónigo con una pluma y una pizarra. Una de las paredes estaba cubierta por un gran tapiz desde donde se asomaba la cara tiesa, severa y vigilante del obispo con distintos disfraces, como si se tratara de un complicado rompecabezas, mientras en el medio, como por casualidad, se retrataba el martirio de san Esteban. Un candelabro de siete brazos irradiaba una luz pardusca y turbia. Los nerviosos oficiales subalternos convocados allí durante años habían dejado su estela en el aire, una sensación vaga y muda de pena, culpa y fracaso. Era la habitación favorita del obispo Lucas. Allí se hinchaba, inspirando grandes bocanadas de aire viciado, y se sentía seguro, mientras afuera asolaba la peste, aquella plaga del espíritu que se había hecho patente con la llegada de Andreas. Al volver de Cracovia lo habían encontrado atrincherado en el castillo, lleno de malicioso regocijo y decidido a quedarse. Max lo había alojado con todas las comodidades en la torre de su amo, donde Andreas esperó el regreso de su hermano y de su tío leyendo las notas y borradores del libro secreto del canónigo... Un clima de fatalidad se cernía sobre Heilsberg.

* * * *

El obispo se paseaba de un lado al otro con pasos furiosos. Su túnica amplia y larga le daba el aspecto de una enorme campana tronando de miedo y frustración. Se detuvo ante la pequeña ventana de barrotes y se quedó mirando a través de ella con los puños apretados a su espalda. Los cristales estaban escarchados y la luna pálida brillaba sobre los campos nevados como una enorme calavera con forma de queso. —Podría hacerlo matar —musitó—. ¿Puedes conseguirme un asesino de confianza? —Sé volvió, ceñudo.— ¿Puedes?
—Señor —el canónigo Nicolás cerró los ojos, fatigado—, su carta al rey Segismundo...
—¡Al diablo con el rey Segismundo! Te he hecho una pregunta.
—Estoy seguro de que no hablaba en seno.
—¿Por qué no? ¿No estaría mejor muerto? En realidad ya lo está, pero su sucio corazón sigue palpitando gracias al rencor.
—Sí —murmuró el canónigo—, ya está muerto.
—Exacto. Por consiguiente...
—¡Es mi hermano!
—Sí, y mi sobrino, el hijo de mi hermana. Tiene mi misma sangre, pero no me importaría que le cortaran el cuello, siempre que se hiciera sin alboroto.
—No puedo creer. —
—¿Qué? ¿Qué es lo que no puedes creer? ¡Es un ser execrable y voy a librarme de él!
El canónigo frunció el entrecejo.
—Entonces, señor obispo, también se librará de mí.
Su tío se acercó despacio y lo miró con interés. Parecía agradecido, como si obtuviera una siniestra satisfacción con la idea de que la larga lista de calamidades que le había deparado un mundo cruel ahora quedaba exquisitamente rematada.
—¿O sea que tú también me traicionarás? —dijo con brusquedad—. Bien, bien, así que ésas tenemos, después de todo lo que he hecho por ti. Bien, ¿y adónde irás?
—A Frauenburg.
—¡Ah! ¿Y te pudrirás allí, junto con las ratas de la catedral? Eres un tonto, sobrino.
Pero el canónigo ya no le escuchaba, absorto en la contemplación de la nueva e irreconocible personalidad que había surgido de la nada, desafiante, agitando los puños y exigiendo un apocalipsis. Sin embargo estaba tranquilo, muy tranquilo. Era una actitud lógica, por supuesto. Si, se iría de Heilsberg, no podía evitar aquel destino, lo sentía cantar en sus venas como un acorde potente y tenebroso. Se exiliaría, lo dejaría todo por Andreas, sería la última prueba irrefutable de afecto que le ofrecería a su hermano, y ya no habría necesidad de palabras. Sí, sí. Miró a su alrededor y parpadeó, fascinado por la lucha entre la dicha y la consternación que tenía lugar en su confuso corazón. Después de todo, ¡era tan simple! El obispo levantó los brazos y gritó:
—¡Idiota!
—Eres un tonto, hermano —rió Andreas—, ¿crees que puedes escaparte de mi escondiéndote entre los venerables canónigos?
—Está hablando de asesinato, Andreas.
—¿Y qué? Una daga en la garganta no es lo peor que puede pasarme. ¡Oh, vete! Tu falsa preocupación me da náuseas, nada te gustaría tanto como yerme muerto. Te conozco hermano, te conozco. —El canónigo calló, pues no podía decirle lo que se merecía. ¿No habría necesidad de palabras? Ah! Se giró para irse, pero Andreas lo detuvo, cogiéndolo de la manga con expresión maliciosa.— A nuestro tío le interesará saber en qué te has entretenido todo este tiempo bajo su patronazgo, ¿no crees?
—Te ruego que no le hables de mi trabajo. No debiste leer mis papeles, sólo son tonterías, un simple pasatiempo.
¡Eres demasiado modesto! Creo que es mi deber ponerlo al tanto de las teorías tan interesantes que has formulado. ¡Un universo heliocéntrico! Se quedará pasmado. Y bien, ¿qué me dices?
—No puedo evitar que me traiciones, pero ahora no tiene importancia. Andreas, hazme caso y vete de Heilsberg o te hará daño.
Andreas sonrió haciendo rechinar los dientes.
—Tú no lo entiendes —dijo—. ¡Yo quiero morir!
—Tonterías, lo que quieres es vengarte.
Los dos se asombraron de aquellas palabras, el canónigo tanto como Andreas, quien retrocedió con expresión ofendida.
—¿Y tú qué sabes? —murmuró con hostilidad—. ¡Corre, vete con tus amigos beatos de Frauenburg! —Pero cuando el canónigo bajaba las escaleras, se abrió la puerta de la habitación y apareció Andreas, que a la luz de la vela parecía una araña negra suspendida en el aire. — ¡Sí, sí, me vengaré!
Esa noche, el canónigo Koppernigk, una silueta negra envuelta en una capa y repantigada en una yegua endeble, partió rumbo a Frauenburg. Iba solo, pues Max había preferido quedarse para servir a Andreas, pero no le importaba. Por más que lo intentaran, nunca conseguirían quitárselo todo, no. Si el centinela lo detenía, iba a anunciarse con todas sus fuerzas, iba a gritar su nombre y a estamparlo como un sello sobre la pálida oscuridad para que lo escuchara todo Heilsberg: ¡Doctor Copérnico! Pero el centinela estaba dormido.
En el Báltico el día amanecía con una tempestad de fuego petrificado. Él nunca había visto amaneceres así, imponentes y algo alarmantes, pero no le gustaban nada. Había aprendido a detestar los extremismos y aquí el cielo era demasiado extenso, demasiado alto y demasiado dado a tempestuosas ostentaciones sin sentido; todo era superficial. Él prefería el mar, cuyas remotas profundidades comunicaban una sensación de poderosa y lúgubre calma. Pero a veces el mar también le molestaba, como cuando por un truco de la marea o de la luz se elevaba hasta su ventana y se agitaba como el lomo de alguna bestia acuática, de color azul pizarra, amenazador e irresistible.
Había pedido la torre del extremo noroeste de la catedral. Los miembros del Capitulo pensaban que estaba loco. La verdad es que era un sitio tétrico y vacío, pero a él le servía. Eran tres habitaciones 'con paredes blanqueadas situadas una encima de otra. En el segundo piso, una puerta conducía a una especie de plataforma que se proyectaba en lo alto del muro y que le serviría como observatorio. Tenía una buena vista a la enorme llanura hacia el sur, al Báltico más allá del lago de agua dulce llamado Frisches Haff hacia el norte y oeste, y a las estrellas por la noche. El mobiliario consistía en un camastro, una mesa, dos sillas y un atril. La segunda silla le preocupaba, pues sugería la posibilidad de una visita, pero la dejó allí, consciente de que la perfección no es un bien de este mundo. De todos modos, el escritorio superaba en oropel a cualquier cantidad de sillas. Era el escritorio que había pertenecido a su padre en Torun y que le había pedido a Katharina como recuerdo. Era un armatoste de roble con cajones, herrajes de bronce y la mesa tapizada de una raída piel verde. Tal vez no fuera lo más apropiado para aquella celda austera, pero era parte de su pasado y con el tiempo se acostumbró a verlo allí. Pensaba que hubiese sido preferible dejar las habitaciones completamente vacías. No era un fanático, pero en aquella torre gris, en aquel rincón insignificante, había descubierto una imagen de su yo más íntimo que los muebles, posesiones y comodidades sólo conseguían difuminar. Perseguía la esencia misma, sin adornos, la verdad implacable.
El Capítulo le exigía poco y sus quince compañeros canónigos lo consideraban un tonto aburrido. Ellos vivían a lo grande, en fincas fuera de los muros de la catedral, con criados y caballos, y consideraban aquella torre como símbolo de una incomprensible y sospechosa humildad. Sin embargo, lo trataban con estudiada deferencia, razón por la cual Nicolás suponía que tenían miedo de él o de lo que representaba; después de todo era el sobrino del obispo. De todos modos, se alegraba de que el miedo los mantuviera a una distancia considerable, pues lo último que quería era compañía. En cuanto llegó a Frauenburg lo nombraron visitador oficial, con una prisa casi indecente. Era un cargo esencialmente honorífico y por lo visto se lo habían concedido para paliar, al menos temporalmente, la codicia que los demás canónigos imaginaban en aquel severo y peligroso recién llegado. Se obligaba a sí mismo a asistir a las reuniones del Capítulo, y aunque las presenciaba sin pronunciar palabra, escuchaba con: atención las interminables charlas sobre diezmos, impuestos y política eclesiástica. Las misas diarias en la catedral se le hacían mucho más llevaderas, pues como canónigo sin ordenar estaba obligado a asistir pero no, por supuesto, a oficiar el servicio. Mientras en las reuniones del Capítulo, su actitud muda y pensativa estaba mal vista, en la iglesia su reserva era el contrapunto ideal al imponente e implacable silencio de Dios e incluso se diluía en él.
Sólo en contadas ocasiones viajaba más allá de las afueras de Frauenburg. Le gustaba la ciudad; era vieja, somnolienta, segura, y le recordaba su lugar de nacimiento; con eso tenía suficiente. Una vez viajó a Torun a ver a los Gertner y a Kulm a visitar a Bárbara. Ninguna de las dos visitas valió la pena, pues Bárbara, y él todavía no eran capaces de reconocerse en su papel de adultos, y Kathanna... seguía siendo Katharina. Decidió no volver a arriesgarse y rechazó con cortesía las invitaciones de sus colegas para acompañarlos en sus frecuentes y presuntuosos recorridos por la diócesis. Por fin había conseguido llegar a un punto muerto, o al menos eso era lo que creía. Las olas del mundo rompían en medio del clamor y la tormenta lejos del estanque de quietud donde él flotaba.
Pero no lo ignoraron del todo y la corriente removió la suciedad en el fondo de su estanque. Se enteró de la muerte de Rabe —¡pobre Corvinus!— el mismo día en que recibió de vuelta desde Heilsberg, sin abrir y sin ninguna nota explicatoria, la traducción de Simocatta que le había enviado a su tío. Una tarde apareció Max, avergonzado y taciturno, con la noticia de que Andreas se había marchado a Italia con mil doscientos florines de oro húngaros que le habían dado para tareas eclesiásticas del Capítulo de Frauenburg.
—¿Qué? —preguntó el canónigo estupefacto—, ¿qué dices? ¿Estuvo aquí? ¿Cuándo?
—Sí, estuvo aquí —respondió Max encogiéndose de hombros—. Le dieron el oro y se marchó. Me dijo que me fuera al diablo. Su tío también le dio dinero para librarse de él. Su hermano es un mal tipo, amo, si me permite que se lo diga.
El canónigo se sentó. ¡Mil doscientos florines de oro! Eso ya era malo, pero peor, mucho peor, era que Andreas hubiera estado en Frauenburg y que a nadie se le hubiera ocurrido prevenirlo. ¿Prevenirlo? Examinó aquella palabra y le dio vueltas y vueltas en su cabeza.

* * * *

Estaba claro que no iban a dejarlo en paz, lo perseguirían fuera a donde fuese. Enviaban misteriosos emisarios, disfrazados con astucia; el desconocido de aspecto más inocente, o incluso alguien a quien creía conocer, de repente se traicionaba con un gesto o una palabra y le revelaba el mensaje secreto: cuidado. Había despojado su vida de todas las comodidades, pero no era suficiente con aquella renuncia. ¿Acaso su pecado era la pasividad? Se dedicó a trabajar para el Capítulo, aceptando sólo las tareas más serviles y desagradables. Escribía cartas, recaudaba las rentas, escribía informes que nadie leería, iba de un extremo al otro de la diócesis para ocuparse de pequeñas tareas, enloquecido, como un marinero que corre en medio de un naufragio tratando de cerrar inútilmente agujeros que se abren un instante después de ser taponados. Los miembros del Capítulo habían acabado por convencerse de que era un lunático. Negociaba prácticamente de rodillas con altivos oficiales de Cracovia o Königsberg y atendía a los enfermos, aunque en ocasiones incluso estos últimos lo horrorizaban, revelando alguna información traicionera.
Era extraño que la gente tuviera tanta fe en él. Le enviaban los más enfermos, los desahuciados, niños leprosos, novias abandonadas, viejos. Él no podía hacer nada, y sin embargo aconsejaba y bendecía pacientemente, hacía pases en el aire y fruncía el entrecejo bajo el peso de una sabiduría absolutamente falsa. Cuanto más extravagante era su tratamiento y más grotescas las pócimas que les hacia tragar, más satisfechos parecían. ¡Algunos incluso se curaban! Así ganó una importante reputación en Ermland, pero en ningún momento dejó de considerarse a sí mismo como un fraude.

* * * *

Un día del mes de abril le trajeron a una jovencita de apenas quince años llamada Alicia. Aquel día el tiempo alternaba entre la lluvia y el sol y las nubes cubrían el brillante Báltico. La joven llevaba un vestido verde y la torre no sabía cómo albergaría, pues su encanto era mucho más de lo que aquellas piedras grises y sombrías podían soportar. Su padre era un hombre gordo, ligeramente ridículo y vestido con ostentación, un comerciante de forraje y miembro del ayuntamiento. Tenía un aserradero dentro de las murallas y viñedos en los suburbios. Según decía, su familia era oriunda de la baja Sajonia, hecho que él parecía considerar impresionante. Dejó bien claro que sabía leer y escribir, pero evitó mirar al canónigo directamente a los ojos. La madre era una mujer corpulenta, de aspecto triste y retraído, con una cara ancha y pálida, arrugada e hinchada como si estuviera siempre a punto de llorar. Ambos eran bastante viejos y le confesaron al doctor que Alicia había venido como regalo de Dios justo cuando habían perdido todas las esperanzas. Se contemplaron el uno al otro con timidez y asombro, luego volvieron la vista hacia su hija, con tan angustiosa ternura, que el canónigo sintió que la amargura del celibato le subía a la garganta como si fuera bilis y tuvo que desviar la mirada.
—¿Por qué han venido a verme?
—Creemos que ella no está bien, padre —respondió el mercader. Luego vaciló y miró a su esposa. La mujer se retorcía las manos pálidas y regordetas y sus labios temblaban.
—Tiene unas...ronchas, padre, y también un flujo...
—Por favor, no me llame padre, que no soy sacerdote. —Pretendía ser amable, hacerlos sentir cómodos, pero sólo logró intimidarlos aún más. Él mismo estaba intranquilo, sentía deseos de marcharse, de abandonar a aquel gordo mercader, a su angustiada esposa y a su hija enferma; deseos de escapar. Una brillante llovizna golpeaba contra el cristal de la ventana y el mar centellaba. No le gustaba la primavera; era una estación inquietante. Levantó la cara de la joven con el pulgar y el índice y la estudió un momento en silencio. Un leve rubor subió por su rostro desde el cuello delgado y puro. Ella también le tenía miedo, ¿o no? De repente le pareció detectar en aquellos oscuros ojos violáceos y aterciopelados una expresión sarcástica, penetrante y familiar. Dio un paso atrás, con el entrecejo fruncido.
—Ven —le dijo. La madre dejó escapar un leve gemido de pena e hizo ademán de tocarla, pero Alicia ni siquiera la miró—. Ven, niña, no tengas miedo.
La condujo por las estrechas escaleras hasta su observatorio, donde los enfermos solían acobardarse ante el astrolabio y la gran cantidad de libros polvorientos. Aquella vez, sin embargo, no era la paciente quien más miedo tenía, sino el médico. El extraño e imperturbable silencio de la joven resultaba inquietante. Parecía abstraída, apartada del mundo, como si fuera portadora de un secreto que hacía su vida interior totalmente autosuficiente, como si acabara de iniciarse en un culto.
—¿Dónde tienes esa erupción, niña? Ella no contestó, vaciló un momento como si luchara consigo misma y luego se inclinó de prisa y se levantó la falda. El canónigo no se sorprendió; se horrorizó, incluso se asustó, pero no se sorprendió. Sin lugar a dudas era portadora de algo, y ahora sabía en qué rito había sido iniciada. ¡Qué extraño! El sol brillaba sobre el Báltico, los tilos estaban en flor, el agua, el aíre y el mar temblaban en complicidad con el fuego de la estación que despertaba, y aun así, aquella joven estaba infectada. Una vez más advirtió la imposibilidad de relacionar las cosas con el tiempo. El mundo estaba allí, Alicia aquí, y entre los dos se abría un abismo. Ella lo miraba con sus ojos exquisitos e inexpresivos sin temor ni vergüenza, sólo con una especie de curiosidad. Allí, entre aquel rostro angelical y la espantosa flor que crecía en secreto entre los delicados muslos de la joven, había otra relación imposible.
—¿Con quién has estado? —le preguntó. Ella dejó caer la falda y con pequeños movimientos descendentes alisó cuidadosamente las arrugas de la seda verde.
—Con nadie —dijo—, no he estado con nadie, padre.
—Entonces habrá sido Ulises —murmuró el canónigo y se sintió un poco molesto consigo mismo por hacer un chiste en un momento como aquél, pero no se le ocurría nada más que decir. Le cogió la mano y advirtió su penosa fragilidad—. ¡Ay, niña, niña!
No podía hacer ni decir nada y lo embargó una sensación de fracaso.
Los padres estaban tal como los había dejado, inmóviles, como barcos sin viento, esperando un milagro. Lo supieron con sólo mirarlo, en realidad ya lo sabían en el fondo de sus corazones. El silencio era aterrador.
—Sugiero... —dijo el canónigo.
Pero el mercader y su esposa comenzaron a hablar al mismo tiempo y luego se interrumpieron, confundidos. La madre lloraba sin poder evitarlo.
—Hay un joven, padre —dijo ella—, que quiere casarse con Alicia.
—De repente su cara se arrugó y gimió:— ¡Es un chico tan bueno, padre!
—Nosotros… —comenzó el mercader inflando el pecho, pero no pudo seguir y miró a su alrededor, perdido y desolado, como si buscara algo firme en qué apoyarse, aunque sabía que no lo encontraría, ni aquí ni en ningún sitio—. Nosotros.
—Mi hermana es abadesa del convento cisterciense de Kulm —dijo rápidamente el canónigo— y puedo conseguir que la alojen allí. No es necesario que tome los votos, por supuesto, a no ser que ustedes lo deseen. Pero las monjas la cuidarán y quizás. —¡Para!, ¡no lo digas! Quizás con el tiempo, cuando esté curada…, cuando ella…, tal vez ese joven… no podía soportarlo más.
Lo sabían, todos lo sabían, la entrepierna de la niña estaba repleta de bichos, tenía la sífilis, nunca se casaría y lo más probable era que no llegara a los veinte. ¡Ellos lo sabían! ¿Entonces por qué aquella farsa? El canónigo se aproximó a la familia y ellos recularon, golpeados por el viento de su ira y desesperación. La joven ni siquiera lo miraba. Él sentía deseos de sacudirla, de cogerla entre sus brazos, de estrangularía, de salvarla; en realidad no sabía lo que quería. Al abrir la puerta, un bloque sólido de sol cayó sobre ellos y todos vacilaron un momento, deslumbrados. Luego madre e hija salieron a la calle y el mercader dio un puntapié contra el suelo.
—Es brujería —jadeó—, ¡lo sé!
—No —dijo el canónigo—, no se trata de ninguna brujería. Ahora vaya a consolar a su esposa y a su hija. Hoy mismo escribiré a Kulm.
Pero el mercader no lo escuchaba. Asentía distraído, de forma mecánica, como un enorme muñeco desamparado.
—Tiene que haber un culpable —murmuró y por primera vez miró al canónigo a los ojos—, ¡tiene que haberlo!
Sí, sí, en algún lado.

* * * *

La corriente se hizo más intensa, hasta formar verdaderas olas. Le llegaron rumores de que en Roma lo consideraban el inventor de una nueva teoría cosmológica. Decían que el mismísimo Julio II había demostrado interés en él. «Tiene que haber un culpable»: volvió a oír la voz que clamaba venganza en las escaleras. Lo invadió una desesperante sensación de pánico, pero no tenía adónde escapar, la única opción que le quedaba era una corriente lateral.

* * * *

Un día, de repente, Dios lo abandonó, aunque es probable que hubiera ocurrido mucho tiempo antes y sólo se diera cuenta entonces. La crisis vino inesperadamente, pues él nunca había cuestionado su fe, y se sintió como un transeúnte que se detiene, despreocupado, a mirar una pelea y lo derriban por error con un golpe terrible. Y sin embargo no era exactamente una crisis, pues en su alma no había ni una gran confusión ni dolor, sólo una falta de sensibilidad, un atontamiento. Y aunque pareciera extraño, su fe en la Iglesia no tambaleaba, sólo su fe en Dios. La misa, la transmutación, el perdón de los pecados~ la concepción de la Virgen; ni por un momento dudó de todo aquello, pero detrás del ritual ahora sólo encontraba un vacio blanco y silencioso que estaba en todas partes, en todas las cosas y era eterno.
Se confesó al chantre, el canónigo von Lossainen, más por curiosidad que por remordimientos. El chantre, un viejo enfermo e infeliz, suspiró y dijo:
—Quizás, Nicolás, todos creamos sólo en los signos exteriores. ¿No eres demasiado duro contigo mismo?
—No, no. No creo que se pueda ser demasiado duro con uno mismo.
—Es probable que tengas razón. ¿Debo darte la absolución?, no estoy seguro.
—La desesperación es un gran pecado.
—¿La desesperación? ¡Ah!
También dejó de creer en su libro. Durante un tiempo, en Italia y en Cracovia, había logrado convencerse a sí mismo de que (¿cómo era?) el mundo físico era susceptible de una investigación física, de que lo principal podía deducirse, de que podía expresarse, pero aquella fe también se había desvanecido. Ahora el libro había pasado por dos revisiones completas, casi reescrituras, pero sabía que en lugar de acercarse a lo esencial, volaba hacia el vacío en una feroz órbita excéntrica; y en lugar de aproximarse a la palabra, a la Palabra crucial, se dirigía de cabeza hacia un elocuente silencio. Le había parecido posible decir la verdad, ahora veía que todo lo que podía decirse eran palabras. El libro no hablaba del mundo, sino de sí mismo. Más de una vez cogió aquel horrible manuscrito dispuesto a tirarlo al fuego, pero no tuvo el valor para cometer aquel acto definitivo.
Por fin, de forma misteriosa, llegó una espantosa liberación. Una tarde ventosa e infernal de marzo, vino a buscarlo un criado de Katharina para llevarlo a Torun, donde su tío yacía enfermo. Cabalgó toda la noche, en medio de la tempestad y de la lluvia, hasta el amanecer sombrío y amarillento, que más parecía un crepúsculo. En Marienburg un sol de tormenta surgió débilmente entre la penumbra, mientras el Vístula corría taciturno. Al anochecer llegó a Torun agotado y casi delirante por la falta de sueño. Katharina se mostraba solícita y eso, más que ninguna otra cosa, le indicó que la situación era grave.
El obispo Lucas había viajado a Cracovia para la boda del rey Segismundo. En el camino de regreso había enfermado gravemente, y como se encontraba más cerca de Torun que de Heilsberg, había pedido que lo llevaran a la casa de su sobrina. Ahora estaba echado, sudoroso, retorciéndose de dolor en la misma cama donde había nacido el canónigo Nicolás y donde probablemente había sido concebido. Y el obispo mismo, gimiendo de dolor y con un miedo mortal, parecía un enorme y gordo bebé tratando de nacer en un agónico parto. Lo atormentaban terribles fluxiones, que según decía él le hacían sentir que estaba cagando las tripas. Y lo estaba. Una sola vela adumbraba la habitación, pero la rabia y el dolor del obispo parecían irradiar una luz más potente y tenebrosa. El canónigo aguardó un largo rato en la penumbra, contemplando las pequeñas y variadas escenas interpretadas alrededor de la cama. Sacerdotes y enfermeras iban y venían en silencio, un médico de barba gris meneaba la cabeza, Katharina ponía una cruz entre las manos del obispo, que él dejaba caer, Gertner se limpiaba las uñas.
— Nicolás!
—Sí, tío, estoy aquí.
Los ojos atormentados buscaron en vano los suyos y una mano temblorosa lo cogió con fuerza de la muñeca.
—Me han envenenado, Nicolás. Sus espías estaban en el palacio, por todas partes. ¡Que Dios los maldiga! ¡Ay!
—Está delirando —dijo Katharina—, no podemos hacer nada.
El canónigo recorrió la casa sombría, había cambiado tanto que casi no la reconocía. Tema el mismo aspecto de siempre, sin embargo todo lo que rozaba con su inquisitiva presencia, le respondía con un obtuso y taciturno silencio, como si el centro blando y vivo de las cosas se hubiera muerto, hubiera quedado petrificado. La visión de la agonía del obispo había desatado un brutal desenfreno y por todas partes había extrañas escenas de libertinaje. En la pequeña habitación que había compartido con Andreas, un par de perros, una hembra y su compañero, se levantaron de la cama y le gruñeron, dejando al descubierto en la oscuridad sus dientes fosforescentes. Debajo de una desordenada mesa del comedor encontró a su criado Max y a Toad, el bufón del obispo, borrachos y dormidos, cogidos en un grotesco abrazo, cada uno con la mano en el regazo del otro. En las escaleras había un olor fétido, similar al del agua estancada, y desde las habitaciones de los criados se oían risas y ruidos de una fiesta clandestina. Se llevó la mano a la cara y notó que sus propios dedos olían a podrido. Se sentó en el salón, junto al fuego consumido, y cayó en una especie de trance entre el sueño y la vigilia, lleno de fantasmas furiosos.
Poco antes del amanecer, a aquella hora muerta, lo llamaron a la habitación del enfermo. En la esfera de luz que iluminaba la cama había una especie de muerte aparente, como un dedo alzado a los labios ante la entrada del príncipe negro. El moribundo era el único que parecía ignorar que había llegado la hora. Ahora apenas se movía, y sin embargo parecía frenéticamente ocupado. La vida se había reducido a un rápido torbellino en su interior, la última rueda que aún giraba mientras la máquina se acercaba al colapso final. El canónigo se sintió invadido por una fuerte sensación de incongruencia, como si no estuviera vestido de la forma apropiada o estuviera completamente fuera de lugar. De repente el obispo abrió los ojos y los fijó en el techo con expresión de asombro.
—¡No! — gritó con una voz potente y clara. Todos los presentes se quedaron quietos y callados, como si fueran niños jugando a la escondida y temieran que los descubrieran y los obligaran a cumplir alguna espantosa prenda—. ¡No! ¡Que no se acerque!
Pero al oscuro visitante nadie puede negarle la entrada, así que, apaleado e informe, como un bulto irreconocible de dolor y desconcierto, golpeado y sucio, el obispo Lucas Waczelrodt cayó en la oscuridad bajo la negra ala extendida de aquella capa envolvente. El sacerdote untó su frente con óleo bendito. Katharina sollozó, Gertner levantó la vista y el canónigo se volvió.
—Enviad de inmediato un mensajero a Heilsberg para avisar que el obispo ha muerto.
Las campanas dieron la noticia.
Asqueado por el falso dolor que aparentaban todos los miembros de la casa, el canónigo Nicolás se escabulló por las habitaciones de los criados y salió al jardín. La mañana, resplandeciente de sol y escarcha, parecía hecha de un cristal exquisitamente labrado. El jardín estaba abandonado y su memoria apartó con dificultad las malezas y la basura hasta devolverle el aspecto que había tenido una vez. Aquí estaban los frutales, el pequeño sendero de piedra, el reloj de sol..., ¡sí, sí!, lo recordaba. Aquí había jugado alegremente cuando era pequeño, sosegado y tranquilo por la familiaridad de aquel desorden: estacas desgastadas por la intemperie, fogatas humeantes, los inexplicablemente acogedores jardines traseros de otras casas, la alegría de las coles. Y cuando era un poco mayor, ~cuántas mañanas como ésta se había quedado allí, a la luz quebradiza y fresca del sol, extasiado y tembloroso, pensando en las infinitas posibilidades del futuro, soñando con jóvenes mujeres misteriosas vestidas de verde que caminaban sobre la hierba cubierta de rocío bajo los enormes árboles? Pasó a través de un hueco en la cerca de madera y salió a una callejuela estrecha que pasaba por atrás de los jardines, donde las zarzas crecían al pie de un muro alto y blanco. El aire despedía un suave olor a abono, dulzón y no del todo desagradable. Una vieja envuelta en una capa negra y con una canasta de huevos en el brazo pasó junto a él y lo saludó dejando escapar un Grüss Gott de su boca desdentada. Reinaba una quietud misteriosamente clandestina, como si un hecho muy significativo esperara que él se fuera para ocurrir en medio de una soledad perfecta. Ahora todo quedaba demasiado lejos, la noche, las velas, los murmullos, la atormentada criatura moribunda en su cama; todo parecía irreal. Sin embargo, había formado parte del mundo tanto como la luz del sol, la quietud y aquellas pinceladas de humo azul que se difuminaban despacio en el azul más claro del cielo, ¿era todo irreal? Se volvió y miró el tilo durante un largo rato. Gertner le había dicho que iban a cortarlo porque estaba viejo y corría el riesgo de caerse. El canónigo meneó la cabeza con una ligera sonrisa y atravesó el resucitado jardín en dirección a la casa.
No podía llorar sinceramente la muerte de su tío. Sentía la culpa, por supuesto, pena por las oportunidades que creía haber perdido (¿quizás lo hubiera malinterpretado?), pero éstos no eran verdaderos sentimientos, sino rituales vacíos, ceremonias de purificación interpretadas para conjurar su fantasma; pues ahora advertía que la muerte produce un súbito vacío en la tierra, un agujero en el tejido del mundo, con el cual los supervivientes tienen que aprender a convivir, y el hecho de que el muerto fuera amado u odiado no tiene ninguna importancia, el aprendizaje sigue siendo difícil. Durante mucho tiempo se sintió acosado por una feroz e implacable ausencia, marcada por el sello inconfundible del obispo.
Más tarde, como era de esperar, llegó la sensación de alivio. Comprobó con cuidado los barrotes de su jaula y no los encontró tan firmes como antes. Incluso comenzó a mirar su trabajo con más benevolencia y se dijo que sin duda lo que él veía como un trabajo pobre e imperfecto al mundo le parecería una maravilla. Terminó el Commentariolus y, entusiasmado y asombrado a la vez por su propio atrevimiento, ordenó copias a un calígrafo de la ciudad y las distribuyó entre los pocos eruditos que consideraba favorables y discretos. Luego, con los dientes apretados, esperó la explosión que sin lugar a dudas despertarían los siete axiomas que constituían la base de un universo centrado en el sol. Temía al ridículo, a las impugnaciones, a los insultos, pero sobre todo temía a los compromisos. Lo sacarían a rastras ante el público, a pesar de sus patadas y sus gritos; lo harían subir a una plataforma como a una atracción de feria y le pedirían que expusiera las pruebas. ¡Era absurdo, horrible, intolerable! Otra vez comenzó a preguntarse si no haría mejor en destruir su trabajo y acabar por fin con todo ese asunto. Pero el libro era lo único que le quedaba, ¿cómo iba a quemarlo? Sin embargo, ¿y si vinieran a burlarse, quejarse o a exigir pruebas?, ¿si tiraran la puerta abajo y arrancaran el manuscrito de sus manos? ¡Por Dios!, ¿qué ocurriría entonces?
No era a los académicos a quien más temía, pues creía saber cómo manejarlos, sino a la pobre gente normal y desilusionada, que estaba a la expectativa de una señal, un mensaje, una palabra que anunciara la inminente llegada del milenio y de todo lo que ello significaba: libertad,, alegría, salvación. Se apropiarían de su trabajo, o más bien de una versión deformada de éste, con espantoso fervor, fuera de sí en sus ansias por creer que lo que les ofrecía era una explicación del mundo y de sus vidas en él. Y cuando tarde o temprano descubrieran que habían sido traicionados una vez más, que no existía un cuadro simple y completo de la realidad ni había ninguna renovación posible, se volverían contra él. Pero ése tampoco era el problema; si bien era cierto que él no quería ser rechazado, por sobre todas las cosas no deseaba engañar a la gente. Debía hacerles entender que al desplazar a la tierra, y con ella al hombre, del centro del universo, no estaba elaborando ningún juicio, ni exponiendo ninguna filosofía, sino simplemente enunciando los hechos. El juego que dirigía podía servir para ejercitar la mente, pero no iba a enseñarles a vivir.
Sus preocupaciones fueron inútiles, no hubo explosión, no vino nadie, ni siquiera llamaron a la puerta. El mundo lo ignoró. Mucho mejor, se sentía aliviado. Les había ofrecido el Commentariolus, o sea un prólogo, y no le habían dado ninguna importancia. Ahora podría seguir escribiendo su libro en paz, sin que lo molestaran los idiotas, pues sin duda serían todos idiotas, si se permitían ignorar el desafío que él había lanzado a sus pies; idiotas y cobardes, si no alcanzaban a reconocer el asombroso esplendor y la osadía de sus ideas. ¡Él les enseñaría, claro que sí! Así, taciturno, consumido por el desencanto y la frustración, se sentó a su mesa para enseñarles. Las enormes esferas daban vueltas en el firmamento cristalino de su mente y cuando en alguna ocasión (¡muy rara vez!) miraba hacia el cielo de la noche, se sentía turbado por una vaga sensación de reconocimiento que lo intrigaba, hasta que descubrió que era ese cielo, esas frías y blancas partículas de luz, las que habían dado forma al mundo de su mente. Luego, cuando luchó en vano por encontrar una conexión entre el mundo real y el imaginario, lo asaltó una familiar sensación de incongruencia. De un modo inevitable e inexplicable, la cara de Andreas aparecía ante sus ojos con una sonrisa irónica. ¡La constelación de Sífilis borraba todo lo demás!
—Hay alguien que quiere hablar con usted, canónigo.
El canónigo Koppernigk levantó la vista y meneó la cabeza con vehemencia en una muda negativa. No quería que lo molestaran. Max se encogió de hombros y se retiró tras hacer una breve y sarcástica reverencia. Incluso antes de que entrara su visitante, el canónigo lo reconoció por sus pasos ligeros e inimitables. Suspiró y guardó en un cajón el manuscrito en que había estado trabajando.
—Mi querido doctor, discúlpeme, espero no molestarlo.
El canónigo Tiedemann Giese era un hombre alegre, bastante corpulento y con una cara cuidadosamente aniñada. Tenía una cabeza grande y rubia, la nariz torcida y absurdamente austera, manos cuadradas y torpes y unos ojos grandes e inocentes que conferían un peculiar y tierno interés a todo lo que miraban. A pesar de venir de una familia noble, desaprobaba las vidas opulentas de sus colegas del Capítulo, desaprobación que expresaba —6 exhibía, según decían algunos— vistiéndose siempre con camisas y pantalones vulgares y toscas botas de montar. Sus logros académicos eran impresionantes, sin embargo tenía cuidado de emplear sus conocimientos con prudencia. De algún modo había conseguido una copia del Commentariolus, y a pesar de que nunca había mencionado el trabajo directamente, dejaba claro a través de comentarios astutos y miradas significativas que sobresaltaban al canónigo Koppernigk, que estaba completamente de acuerdo con la teoría heliocéntrica. El canónigo Giese era uno de los entusiastas natos de este mundo.
—Siéntese, por favor —dijo el canónigo Koppernigk con una sonrisa helada—. ¿Puedo hacer algo por usted?
Giese rió con nerviosismo; era sólo unos siete años más joven que el canónigo Koppernigk, pero en su presencia se comportaba como un colegial tímido, aunque también ansioso y brillante.
—Pasaba por aquí, ¿sabe?, y pensé que podría entrar y... —dijo con fingida despreocupación.
—Sí.
Los ojos desconcertados de Giese se desviaron y recorrieron la habitación baja y completamente blanca; hasta las vigas del techo eran blancas. En la pared de atrás del escritorio del doctor había un reloj de arena enmarcado, un sombrero de ala ancha colgado de un gancho y un atril de madera con unos cuantos instrumentos médicos. Una ventana pequeña con un gran alféizar y paneles de vidrio verde daba al Frisches Haff y, más allá, al gran arco del Báltico. La puerta desvencijada que conducía a las murallas estaba abierta y a través de ella se veían el reloj de sol vertical y el triquetrum, una especie de ballesta rudimentaria de unas cinco anas de alto que servía para medir los ángulos celestes, como un ser de aspecto curiosamente aturdido con los brazos inmóviles y extendidos hacia el cielo. Giese se preguntó si el doctor habría formulado su maravillosa teoría sólo con la ayuda de aquellos modestos instrumentos. Una gaviota se detuvo en el marco de la ventana y por un instante Giese observó uno de los ojos claros del pájaro aumentado por el vidrio verde (¿aumentado?..., no, no, ¡qué idea estúpida!).
—A mí también me interesa la astronomía, ¿sabe, doctor? —dijo—. Por supuesto, yo sólo soy un aficionado, pero creo que sé lo suficiente como para reconocer la grandeza cuando la encuentro, como he hecho últimamente. —Lo miró de reojo. La expresión del canónigo Koppernigk permaneció imperturbable; sin lugar a dudas era una persona fría e introvertida y era difícil llegar a él. Giese suspiró. —En realidad, doctor, sí hay algo de lo que me gustaría hablar con usted. El asunto es, ¿cómo podría decirlo?, algo delicado, incluso doloroso. Quizás ya sepa a qué me refiero. ¿No? —Estaba sentado en una silla baja y dura frente al escritorio del doctor y comenzó a inquietarse. En ocasiones como éstas se arrepentía de todo corazón de haber aceptado el puesto de chantre del Capítulo de Frauenburg como sucesor del canónigo von Lossainen, ascendido a obispo tras la muerte de Lucas Waczelrodt. En realidad, no estaba hecho para este tipo de cosas.— Se trata de su hermano, ¿sabe? —dijo con cautela—, el canónigo Andreas.
—¿Si?
—Sé que esto será doloroso para usted, doctor, y por eso vine a verlo personalmente, no sólo como chantre, sino, espero, como amigo. —Hizo una pausa. El canónigo Koppernigk levantó una ceja, intrigado, pero no dijo nada.— El obispo, como verá, y por supuesto también el Capítulo, creen que la presencia de su hermano, en su lamentable situación, no es.., quiero decir...
—¿Presencia? —dijo el doctor—. Pero si mi hermano está en Italia.
Giese lo miró fijamente.
—¡Oh, no doctor! Suponía que usted... ¿No se lo han dicho? Está aquí, en Frauenburg, ya lleva varios días aquí. Supuse que habría venido a verlo. Él no está… — no está bien, ¿sabe?

* * * *

No estaba bien, era la viva imagen del horror. En el tiempo transcurrido desde la última vez que se vieran, el aspecto de Andreas se había rendido al de su enfermedad, de modo que ya no era un hombre sino sólo un memento mori, una criatura mustia, retorcida y jorobada, en cuya cara destruida se dibujaba una imperturbable sonrisa cadavérica. El canónigo se enteró de todo esto por terceras personas, pues su hermano le rehuía, no por tacto, por supuesto, sino porque le parecía más divertido acosarlo a distancia, por ya indirecta, convencido de que resultaría mucho más doloroso que otros llevaran noticias de sus vergonzosas hazañas hasta la austera torre blanca del canónigo. Se alojaba en una posada de los barrios bajos (¿dónde sino?), pero durante el día paseaba su espeluznante cuerpo por los alrededores de la catedral, asustando a los niños y a sus madres por igual. En una ocasión, un domingo por la mañana, incluso se atrevió a entrar en la nave central de la iglesia durante la misa y se arrodilló con una elaborada genuflexión ante el comulgatorio, tras el cual el pobre y achacoso obispo von Lossainen, sentado en su trono púrpura, se quedó petrificado de horror.
Como era de esperar, no pasó mucho tiempo antes de que se empezaran a oír habladurías sobre magia negra, vampirismo y hombres lobos; y aparecieron cruces en las puertas de la ciudad. Se rumoreaba que en la montaña habían encontrado a una joven degollada, que al caer la noche un demonio de capa negra vagaba por las calles, y que en la oscuridad se oían aullidos y risas pavorosas. Decían que Toto, el idiota, que tenía el don de la clarividencia, había visto un pájaro enorme con la cara morada y contrahecha de un hombre, chillando y volando sobre los techos la víspera de Todos los Santos. El histerismo se extendió por todo Frauenburg como la peste, y durante aquel otoño sombrío y nuboso, pequeños grupos de hombres ceñudos se reunían en las esquinas a la hora del crepúsculo y murmuraban misteriosamente, y las madres interrumpían los juegos de sus hijos para que volvieran a casa temprano. Los judíos que vivían al otro lado de las murallas comenzaron a fortificar sus casas, temerosos de que se aproximara una masacre. Las cosas no podían continuar así.
Caían las primeras nieves del invierno cuando los canónigos se reunieron en la sala de conferencias de la casa capitular, resueltos a terminar de una vez por todas con aquella situación. Ya habían decidido un plan de acción en privado, pero necesitaban una asamblea general para darle validez oficial. La reunión tenía un propósito adicional: hasta el momento, el canónigo Koppernigk se había mantenido al margen del problema, como si la situación de su hermano no fuera de su incumbencia, y los miembros del Capítulo, enfurecidos por su silencio y aparente indiferencia, estaban resueltos a hacerle asumir su responsabilidad. De hecho, había tanto rencor entre los canónigos que muchos de ellos no tenían claro cuál de los dos hermanos merecía un tratamiento más duro, e incluso algunos estaban a favor de expulsarlos a ambos para acabar con aquella problemática familiar de una vez y para siempre.
El canónigo llegó tarde, bien abrigado y con el sombrero de ala ancha hundido hasta la frente. La delgada y tétrica figura vestida de negro avanzó despacio por la sala y ocupó su lugar en la mesa, se quitó el sombrero y los guantes, y tras persignarse en silencio cruzó las manos delante y alzó la vista hacia el oscuro cielo morado que se asomaba por las altas ventanas. Sus colegas hicieron silencio al verlo entrar y ahora se movían, intranquilos, y miraban en vano alrededor de la mesa, insatisfechos y secretamente decepcionados. En el fondo esperaban otra cosa de él, algo dramático y desagradable, un grito de desafío o una súplica humillante por indulgencia, quizás incluso amenazas o alguna maldición; pero nunca esta indiferencia, como si ni siquiera estuviera allí.

* * * *

Giese, que presidía la mesa, tosió y continuó el discurso que la llegada del canónigo Nicolás había interrumpido.
—Caballeros, la situación es delicada. El obispo nos ordena que tomemos medidas e incluso la gente pide que el canónigo enfermo, eh… —, se vaya. Sin embargo, yo no aconsejaría una solución muy apresurada ni muy drástica. No debemos exagerar la gravedad de este asunto. El obispo mismo está enfermo, como sabemos, y no puede esperarse que tome una postura demasiado razonable en esta cuestión. —
—¿Está sugiriendo que von Lossainen tiene la sífilis? —preguntó alguien en un murmullo alto, y se oyó un rumor de risas ahogadas.
—La gente, desde luego —continuó Giese imperturbable—, se deja llevar por supersticiones y habladurías alarmantes, así que debemos ignorarla. Debemos reconocer, hermanos, que nuestro hermano, el canónigo Andreas, está enfermo de muerte, pero que él no ha elegido esta terrible maldición. En resumen, debemos intentar ser caritativos. Ahora…Si bien antes no había mirado para nada al canónigo Koppernigk, ahora empezó a evitar sus ojos de forma premeditada, con grandes esfuerzos, y revolvió nervioso la pila de papeles que tenía enfrente— He solicitado las opiniones de algunos de vosotros y me han hecho ciertas sugerencias bastante extremistas, al menos para mí. Sin embargo, estas proposiciones.., estas proposiciones..., ah...
Entonces miró al canónigo, palideció y no fue capaz de continuar.
Hubo un silencio y luego el canónigo Heinrich Snellenburg, un hombre corpulento y agresivo, soltó un bufido de enfado y dijo:
—Proponemos romper todas las relaciones personales con el enfermo, exigir que devuelva la suma de mil doscientos florines de oro confiadas a él por este Capítulo, confiscar su prebenda y cualquier otro ingreso y concederle una modesta renta anual con la condición de que salga del medio de inmediato. Herr chantre, caballeros, ésta es nuestra propuesta. —Y volvió su mirada oscura y hosca hacia el canónigo Koppernigk. — Si alguien está en contra, que hable ahora.
El canónigo seguía mirando la nieve que caía tristemente contra los cristales. Todos esperaron en vano que hablara. Su indiferencia hacia la discusión parecía genuina, y eso molestaba al chantre mucho más que si hubiese sido fingida, pues todos hubiesen podido comprender que fingiera. ¿Acaso aquel hombre no tenía sentimientos? No decía nada, sólo de vez en cuando tamborileaba los dedos con suavidad en el borde de la mesa. Pero aunque no hablara, los demás estaban resueltos a obtener alguna respuesta de él, así que resolvieron, con muda unanimidad, tomar su silencio como protesta. El canónigo von der Trank, un alemán aristócrata que parecía un perro lebrel por su figura delgada y su nerviosismo, frunció sus labios y pálidos para decir:
—Hagamos lo que hagamos, caballeros, está claro que debemos hacer algo. Hay que solucionar este asunto, debemos poner punto final a esta intolerable situación de forma rápida y definitiva. El chantre piensa que las medidas que proponemos son demasiado extremistas, nos dice que esta…—crispó la punta de su remilgada y afilada nariz— esta persona no eligió la enfermedad que padece, en cuyo caso debemos preguntarnos: ¿quién sino él la eligió? Todos conocemos la naturaleza de la dolencia que contrajo en los burdeles de Italia. Nos piden que seamos caritativos, pero nuestra caridad y nuestros cuidados deben dirigirse ante todo a los fieles de esta iglesia, y es a ellos a quienes debemos proteger de esta atroz fuente de escándalo. Además, hay que considerar la reputación de este Capítulo, pues cualquier monje luterano estaría encantado de enterarse de algo así y tener otro motivo para atacar a la Iglesia. Por lo tanto, os ruego que no volváis a mencionar la caridad ni la cautela; nuestra obligación está bien clara, ahora llevémosla a la práctica. ¡El apestado debe ser declarado anatema y expulsado de aquí sin demora!
Un rugido de asentimiento siguió a aquella proposición y todos, con expresión resuelta, volvieron los ojos a Giese, que se movía intranquilo y se secaba el sudor de la frente mientras dirigía una mirada suplicante al canónigo Koppernigk.
—¿Usted qué piensa, doctor? Sin duda querrá dar alguna respuesta.
De mala gana, el canónigo desvió los ojos de la tenebrosa ventana y miró alrededor de la mesa. (“Snellenburg, me debes cien marcos; von der Trank, me odias porque soy hijo de un mercader y sin embargo más listo que tú, Giese… pobre Giese.”) ¿Qué importaba? En los últimos tiempos había comenzado a sentir que estaba desapareciendo, como si su cuerpo se estuviera evaporando y se volviera transparente; pronto sólo quedaría su mente, una especie de ameba gris y espectral que flotaría en silencio sobre el aire inerte. ¿Qué importaba? Giró la cabeza, ¡con qué suavidad caía la nieve!
—Creo —murmuró— que no vale la pena preocuparse demasiado por lo que diga o piense el padre Lutero, pues él seguirá el camino de todos los de su clase y será olvidado como los demás.
Todos lo miraron atónitos. ¿Acaso creía que ésta era una discusión teológica? ¿Los había escuchado? Durante un largo rato nadie habló, pero luego el canónigo Snellenburg se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, si el propio hermano del sujeto no va a decir una palabra en su defensa.—Por favor, por favor, caballeros —gritó Giese, como si creyera que la mesa entera estaba a punto de levantarse y atacar al canónigo a puñetazos—, ¡por favor! Doctor, me pregunto si comprende las consecuencias de lo que se está proponiendo. El Capitulo tiene intenciones de despojar a su hermano de todos sus derechos y privilegios, de... ¡de expulsarlo como a un mendigo!
Pero el canónigo Koppernigk no le prestaba atención. ((¡Míralos! Primero me culpan porque se trata de mi hermano, ahora me desprecian porque no lo defiendo. Espera, Snellenburg, espera, ¡pronto me devolverás los cien marcos!»
Justo entonces encontró un inesperado aliado, pues uno de los canónigos, un tal Alexander Sculteti, un individuo delgado y de nariz roja, se puso de pie y prorrumpió en una estruendosa y desarticulada defensa del canónigo Andreas. Nadie lo escuchó, ya que Sculteti era un réprobo que tenía una mujer y una casa llena de niños fuera de las murallas y para colmo estaba borracho. El canónigo Koppernigk cogió su sombrero, se envolvió en su capa y salió a la nieve en medio de una creciente oscuridad.
Como si hubiese estado esperando una señal, Andreas visitó a su hermano el mismo día en que se enteró de la decisión de expulsarlo del Capítulo. A pesar de la gravedad de su estado, subió las escaleras de la torre con sorprendente agilidad y las únicas señales de su llegada fueron su respiración agitada y el leve y fastidioso golpeteo de su bastón. Su aspecto era realmente deplorable, pero lo que más impresionó a su hermano fueron las señales de envejecimiento que ni siquiera el deterioro causado por la enfermedad podía disimular. Las escasas hebras de pelo que aún le quedaban se habían vuelto de un color gris amarillento, y los ojos, que antes centellaban ardientes, ahora se veían cansados, fríos y quejumbrosos. Sin embargo, su misteriosa intuición no lo había abandonado.
—¿Por qué me miras así, hermano? —dijo—. ¿Esperabas que me hubiese compuesto? Tengo casi cincuenta años y ya no me queda mucho tiempo, gracias a Dios.
—Andreas. —
—No empieces con tus Andreas, ya me he enterado de los planes que tiene el Capitulo para mí. Y ahora vas a contarme cómo suplicaste de rodillas por mí, hablaste de mi valioso trabajo en Roma en beneficio de la pequeña Ermland, donde continué con la lucha comenzada por nuestro querido tío Lucas contra los Caballeros Teutónicos. —. ¿Si, hermano, ibas a contarme eso?
El canónigo meneó la cabeza. —No estoy al tanto de tus hazañas, así que, ¿cómo podría hacer esas súplicas?
Andreas levantó la vista rápidamente, sorprendido a pesar de sí mismo de la frialdad del tono de su hermano.
—Bueno, no importa —gruñó y miró ociosamente las paredes desnudas— — Aún sigues contemplando las estrellas, ¿eh, hermano?
—Sí.
—Bien, bien, es bueno tener algún pasatiempo. —Se sentó ante el escritorio de su hermano y juntó sus manos destrozadas sobre la empuñadura del bastón. Su boca, completamente carcomida en los extremos, tenía una expresión horrible y estática. Era extraordinario que alguien pudiera seguir vivo a pesar de aquellos estragos; sin duda seguía en pie gracias al rencor y a la maldad. Miró a través de los cristales de botellas de la ventana el azul borroso del Báltico. – Me obligarán a irme –dijo—, me echarán a puntapiés, como a un perro; pero soy un canónigo de este Capítulo y tengo derechos. No podéis obligarme a marchar, hagáis lo que hagáis, así que ya puedes decírselo a los benditos canónigos. Me iré de Frauenburg, si, y de Prusia; regresaré muy contento a Roma, pero sólo cuando levanten mi castigo y me restituyan la prebenda y todos mis ingresos. Hasta entonces me quedaré aquí, asustando a los campesinos y bebiendo la sangre de sus hijas.
—De pronto soltó una carcajada, un familiar ruido ronco y seco.— ¿Sabes?, me siento muy halagado por esta inesperada fama. ¿No te parece extraño que tuviera que empezar a pudrirme de forma notoria para lograr que me respetaran? La vida, hermano, es muy misteriosa. Ahora, buenos días, confío en que comuniques mis condiciones a tus colegas. Creo que tomarán mi mensaje con mayor seriedad si procede de ti, que estás tan ligado a este asunto.
Era obvio que Max había escuchado detrás de la puerta, pues entró de repente sin que lo llamaran, con una leve sonrisa en su cara delgada. Al llegar abajo, él y Andreas se detuvieron e intercambiaron unas pocas palabras en susurros; por lo visto habían hecho las paces después de la pelea de Heilsberg. El canónigo tembló, tenía frío.

* * * *

La batalla continuó durante tres semanas. Las sesiones del Capítulo se volvieron cada vez más violentas, y en una de ellas apareció el propio Andreas borracho, atravesó tambaleante la sala de reuniones y se sentó entre los horrorizados canónigos, riendo, mascullando y babeando por su destrozada boca. Al final los canónigos se asustaron y cedieron; se retiró el embargo de su prebenda y se subió su subvención anual. Un frío día de febrero abandonó Frauenburg para siempre, sin despedirse de su hermano, al menos de un modo convencional. Max, el otrora criado del canónigo, se fue con él diciendo que estaba harto de Prusia, sólo para volver aquella misma noche, aunque no por el camino, sino flotando boca abajo en el río como un enorme saco inflado y negro, con la cara hinchada y amoratada y los ojos vidriosos muy abiertos de asombro, grotescamente muerto.
Llegaron por el este como una negra humareda, pisotearon las tierras como un gigante furioso, guiados por la máscara de bronce de la cara tenebrosa y cruel de Albrecht von Hohenzollern Ansbach, último Gran Maestre de la hermandad de la Orden Hospitalaria de Santa María de los Germanos en Jerusalén, también llamados los Caballeros Teutónicos. Una vez más estaban avanzando hacia el oeste, resueltos por fin a terminar con el poder de Polonia sobre la Prusia Real y unir los tres principados del sur del Báltico bajo el gobierno de Albrecht; una vez más el ciclo se cerraba en la pequeña Ermland. En 1516 los caballeros, apoyados por mercenarios germanos, entraron por la frontera del este. Asolaron los campos, quemaron las granjas y saquearon los monasterios, violaron y asesinaron, todo con el fervoroso entusiasmo de un ejército que ya estaba harto de paz. Todavía no se trataba de una guerra propiamente dicha, sino de una especie de deporte, un simple calentamiento para la verdadera batalla con Polonia, por lo cual respetaron las ciudades más grandes de Ermland, al menos por el momento.
En noviembre de aquel turbulento año, el canónigo Koppernigk fue nombrado prepósito de tierras y se mudó al gran fuerte de Allenstein, situado en medio de una enorme llanura, unas veinte leguas al sudeste de Frauenburg. Era un cargo difícil y pesado, pero durante los tres años en que lo desempeñó, se probó a si mismo que podía hacerlo bien. Sus obligaciones incluían la supervisión de Allenstein y del cercano castillo de Mehlsack y los territorios correspondientes. También estaba a cargo de los diezmos pagados al Capítulo de Frauenburg por las dos ciudades y los pueblos y estados circundantes. A fin de año tenía que presentar ante el chantre un informe escrito de todos los asuntos, a cuya redacción se dedicaba con escrupuloso esmero y también, por cierto, con honestidad.
Pero su labor fundamental era asegurarse de que las tierras bajo su control estuvieran siempre arrendadas. Con el crecimiento de las ciudades en el último siglo, la población del campo era cada vez más escasa, pero ahora, con los caballeros alborotando en las fronteras y aterrorizando a la gente, el éxodo desde el campo a los centros urbanos se había acrecentado de modo alarmante. El Capitulo de Frauenburg sabía que si no había arrendatarios no habría impuestos, pero al margen de aquel peligro inminente, temían que la estructura misma de la sociedad se estuviera desmoronando. Ya en 1494 las leyes de Prusia habían impuesto restricciones a los campesinos convirtiéndolos en verdaderos esclavos, ¿pero qué ley serviría para encadenar a un granjero a una choza quemada y a los campos devastados? Durante sus tres años como prepósito, el canónigo Koppernigk resolvió setenta y cinco casos de arrendamientos de terrenos abandonados, aunque con eso sólo logró una solución provisional del problema. Fueron años difíciles y desalentadores para el canónigo, que hasta entonces había vivido en la torre de marfil de la especulación científica. A los rigores de su tarea administrativa se sumaba la agotadora necesidad de mantener a una distancia prudente, por así decirlo, al mundo tétrico y vulgar, obligado por su trabajo a un constante contacto con él. Era imprescindible defenderse del mundo para que no contaminara su visión y evitar que su omnipresente y obstinada inmoralidad fructificara en lo más profundo de sus pensamientos y manchara de mundanalidad la pureza trascendente de su teoría del cielo. Sin embargo, no podía evitar conmoverse ante la situación de la gente, cuyo dolor y angustia recordaría siempre condensados en el recuerdo del cuerpo de una joven campesina que había encontrado en las rumas humeantes de un pueblo saqueado y cuyo nombre ni siquiera conocía. Como le contaría años más tarde a su colega y amigo, el canónigo Giese:
—La criatura (pues era apenas una niña) había sido torturada hasta morir por los soldados. No voy a describirle, me querido Tiedemann, el estado en que la dejaron, a pesar de que la imagen de aquel pobre ser destrozado ha quedado grabada de un modo indeleble en mi memoria. Habían trabajado durante horas, con extremo cuidado, casi con una especie de amor obsceno, si me permite que lo llame así, para asegurarle la muerte más dolorosa que pudieran imaginar. Entonces advertí, tal vez por primera vez, me da vergüenza admitirlo, la gratuita capacidad de perversión que hay en el hombre. Luego me pregunté, y me sigo preguntando ahora, si seres capaces de cometer actos así contra su prójimo pueden tener esperanzas de ser perdonados.
Además de prepósito de tierras, durante un tiempo el canónigo Koppernigk fue director de Broteamt, u Oficio del Pan, en Frauenburg, y en tal condición estuvo a cargo de las panaderías del Capítulo, los almacenes de malta y maíz, las fábricas de cerveza y el gran molino al pie de la Colina de la Catedral. En varias ocasiones ocupó el puesto de canciller, supervisando los registros del Capítulo, la correspondencia y los documentos legales. Durante un breve período fue también mortuarius, con la misión de administrar las numerosas sumas, a menudo considerables, heredadas por la Iglesia o donadas por las familias acaudaladas tras la muerte de uno de sus miembros.
Al margen de sus cargos públicos, comenzaban a llamarle desde otros círculos, los de la astronomía, para que expusiera sus teorías al mundo. Su fama crecía a pesar de la innata humildad y timidez que lo habían mantenido en silencio durante tanto tiempo, mientras otros, con mucho menos talento, hacían alboroto con insensatas charlatanerías. El canónigo Bernhard Wapowsky, de la universidad de Cracovia, un hombre instruído e influyente, le pidió su experta opinión sobre el mediocre tratado astronómico presentado por el nuremburgués Johann Werner, a lo cual accedió el canónigo con agrado, contento de la oportunidad de castigar a aquel arrogante y estúpido colega que había tenido la osadía de cuestionar a Tolomeo. Más adelante recibió una carta del cardenal Schönberg, de Capua, uno de los consejeros personales del papa, solicitando al erudito doctor que se apresurara a dar a conocer al mundo sus maravillosos descubrimientos. Y como si todo esto friera poco, en 1514 recibió una invitación desde Roma del canónigo Schiller —que ya no era el representante del Capítulo de Frauenburg, sino nada menos que capellán privado de León X— para participar en la modificación del calendario. Koppernigk se rehusó a asistir, sin embargo, aduciendo que tal reforma no. podía llevarse a cabo hasta que conocieran con más precisión los movimientos del sol y de la luna. (Aquí podríamos señalar que, aunque su negativa a aceptar una invitación que sin duda partía del papa —¡al fin y al cabo, ipse dixit!— debe ser respetada, teniendo en cuenta la fecha y el estado en que se encontraba su trabajo, no podemos evitar sospechar que el erudito doctor, tal como lo llamaba el cardenal Schönberg, aprovechó la ocasión para adelantar una cautelosa pista sobre la revolución que treinta años más tarde alteraría el curso de la astronomía computacional.)
Es evidente que aún contra su voluntad, se había convertido en un hombre público. El Capítulo estaba muy contento con él y por fin lo trataba como a un verdadero miembro. Sin embargo, algunos no abandonaron sus sospechas, pues no olvidaban la extraña e inexplicable conducta que había adoptado ante la expulsión de su escandaloso hermano. Ese grupo del Capítulo, que por supuesto incluía al canónigo Snellenburg y a von der Trank, no acababa de decidir si debían considerarlo un villano por su conexión con el italiano sifilítico —como von der Trank llamaba a Andreas, con la nariz fruncida— o una bestia fría y despreciable, incapaz de defender a su propio hermano. A pesar de que esas opiniones podían atribuirse a la envidia y al desprecio, había algo en el canónigo Koppernigk que todos veían, Giese inclusive. Era una especie de carencia, una transparencia, que iba más allá de la naturaleza retraída y distraída de todo científico brillante. Era como si dentro del hombre público vigoroso y competente hubiera un vacío, como si detrás del ritual todo fuera hueco a excepción de un hilo tirante y fino de firme e inexplicable angustia que se extendía sobre la nada.
La primavera de í 519 trajo el súbito colapso de la situación política y militar en los territorios del sur del Báltico. Segismundo de Polonia, tal vez reconociendo por fin el acierto de la antigua idea del obispo Waczelrodt, convocó al Gran Maestre Albrecht a Torun para hablar de paz. Albrecht se negó a negociar~ así que Polonia se movilizó de inmediato y marchó sobre Prusia. La guerra parecía inevitable, pero los caballeros sugirieron que el obispo de Ermland mediara entre ellos y Segismundo. Sin embargo, la salud del obispo von Lossainen estaba muy desmejorada, y el Capítulo, consciente de que Ermland podía ser escenario de la próxima guerra, decidió que el chantre, canónigo Tiedemann Giese, y el prepósito de tierras, canónigo Koppernigk, viajaran a Königsberg e intentaran mediar entre las partes.
¿No eran los hombre adecuados para aquella misión? A esa conclusión llegaría más tarde el chantre Giese— Pensaba que había ido a Königsberg con una actitud demasiado inocente, demasiado confiado en los valores fundamentales del hombre, y había fallado donde un hombre frío y calculador hubiera tenido éxito. ¿O en el fondo de su corazón siempre había sabido que su misión estaba condenada al fracaso y aquella certeza había afectado su capacidad de negociación? Bien, ¿quién podría asegurarlo? Él nunca había creído que Albrecht, a pesar de ser luterano, fuera tan malo como lo pintaban. Se rumoreaba que era un perverso imperdonable, un monstruo, peor incluso que el infame húngaro Víad Drakulya, el Empalador. Pero no, el buen chantre no podía creerlo, y cuando se lo dijo a su compañero, mientras cabalgaban por la costa al frente de la comitiva de mercenarios prusianos, en medio de la bruma del amanecer, el canónigo Koppernigk lo miró extrañado y respondió:
—Estoy de acuerdo con usted en que no será ni mejor ni peor que cualquier otro príncipe... ¡Pero todos son malos!
—Tiene razón, doctor, sin embargo...—, quizás. —
—Ejem, tiene razón, sí, mucha razón.
—¿Y bien?
El chantre Giese sentía miedo ante el doctor Koppernigk, aunque tal vez la palabra miedo sea demasiado fuerte, quizás fuera mejor decir nerviosismo; si, lo ponía un poco nervioso. En ocasiones, aquellos que se acercaban a él, aunque no eran muchos los que podían hacerlo, percibían una fuerza silenciosa o incluso una especie de ferocidad que los alarmaba. Aquella mañana, inclinado sobre la montura y envuelto con la capa hasta la nariz, de modo que sólo se le veían los ojos, fijos con ansiedad en la bruma, parecía más agotado que nunca bajo el peso de un saber secreto e insoportable. Tal vez fuera aquella estoica actitud del canónigo, propia de un hombre marcado por algún peculiar sufrimiento, lo que llenara el corazón de Giese de comprensión y afecto por su amigo, eso en el caso de que Giese pudiera llamar al canónigo amigo, cosa que estaba empeñado en hacer, con razón o sin ella.
Pero, dejando a un lado la amistad, el chantre Giese no podía evitar preguntarse si habría sido una decisión inteligente enviar al canónigo con él en esta delicada misión. A pesar de su actividad pública
—que por supuesto había desarrollado con excelente..., etcétera...—, Koppernigk siempre había sido un solitario, siempre había mantenido a los demás a una distancia prudente; y si bien ese aspecto de su carácter no podía considerarse un fallo y parecía lógico en alguien dedicado a un trabajo tan importante y exigente, significaba, por así decirlo, que no tenía práctica en las sutilezas de la diplomacia. Sin embargo, era evidente que su falta de tacto, si podía llamarse así, era sólo una prueba de su encantadora inocencia y ausencia de astucia. Bueno, tal vez no fuera inocencia. El canónigo Giese echó un vistazo a la oscura silueta que cabalgaba a su lado; no, era obvio que no podía hablarse de inocencia.
¡Oh, Dios! El chantre suspiró; todo resultaba muy duro.
Al anochecer llegaron a las puertas de Königsberg, donde tuvieron que dejar la escolta. El castillo de Albrecht era un enorme fuerte y estaba situado en lo alto de una colina. Los dos emisarios fueron conducidos a una gran sala blanca y dorada llena de gente: soldados, diplomáticos, clérigos, mujeres lujosamente vestidas, todos vagaban sin rumbo. El canónigo Koppernigk aguardó en silencio, envuelto en su capa negra y con el sombrero puesto, mientras el canónigo Giese se mostraba impaciente. Un grupo de cortesanos, algunos de ellos armados, entraron a toda prisa dentro de la sala y se pararon en seco. El Gran Maestre Albrecht era un hombrecillo ágil con apariencia de reptil, una delgada cara morena y orejas puntiagudas pegadas a la cabeza. Su pesado jubón acolchado y sus calzas ceñidas le daban el aspecto de un lagarto bien alimentado. Llevaba una pesada cadena alrededor del cuello con un medallón de oro con la insignia de la Orden. (Se rumoreaba que era impotente.) Sonrió ligeramente mostrando sus dientes largos y amarillos.
—Respetables señores —dijo en alemán—, bienvenidos. Por aquí, por favor.
Todos se volvieron y marcharon con elegancia fuera de la sala, abriéndose camino entre la obsequiosa multitud. En el pasillo de mármol ardían las velas y sus botas resonaban sobre la piedra fría. Entraron en una pequeña habitación llena de mapas colgados y un enorme retrato del Gran Maestre de pie en una pose heroica ante su descomunal ejército. Albrecht se sentó frente a un escritorio de roble y los miembros de su escolta se acomodaron detrás con los brazos cruzados. Los lacayos trajeron sillas y Albrecht los invitó a sentarse con un breve gesto. Un diplomático vestido de seda se inclinó y le habló al oído, Albrecht asintió con un ademán escueto y los labios fruncidos y levantó la vista.
—Exigimos un voto de lealtad de parte del obispo de Ermland y del Capítulo de Frauenburg —dijo—. Sin embargo, ésta es una condición de negociación, no un acuerdo. Estamos dispuestos a hablar con Polonia por mediación vuestra sólo cuando estemos seguros de vuestra lealtad. —No era una bravata ni una amenaza, sólo una simple enunciación de los hechos. — ¿Y bien?
El chantre Giese se quedó estupefacto; él había venido a negociar, no a recibir un ultimátum, y prefirió no creer lo que oía.
—Mi querido señor —dijo—. Creo que usted no entiende la situación. Ermland es un principado soberano y debe lealtad a su príncipe—obispo, a los clérigos y a nadie más. Como recordará, nuestra mediación fue idea suya. Ahora...
—No, no —dijo Albrecht meneando la cabeza—; creo, Herr canónigo, que es usted el que no entiende cómo están las cosas. Ermland es una pequeña y débil provincia. Usted prefiere creer, o quiere hacérmelo creer a mí, que usted es un intermediario honesto y que observa las cosas con total objetividad. Pero esta guerra tendrá lugar en sus tierras, en las calles de sus ciudades y pueblos, de modo que incluso si no vencemos a Polonia, lo cual es muy posible, ni dominamos la Prusia Real, cosa que me temo también es bastante probable, lo que está claro es que sí tomaremos Ermland. Segismundo no os protegerá. Por lo tanto, ¿por qué no nos unimos ahora y nos ahorramos muchos disgustos? Los hombres que desean ganar los favores de un príncipe se presentan ante él con sus bienes más preciados, y como ustedes desean mi apoyo en estas negociaciones y como es obvio que valoran mucho vuestra lealtad, ¿no deberían ser leales a nosotros?
—¡Pero esto es absurdo! —gritó Giese, mirando a su alrededor en busca de apoyo; pero sólo encontró la mirada fría de los hombres del Gran Maestre, alineados en silencio detrás del escritorio—. Absurdo —repitió, aunque bajando el tono de voz.
Albrecht levantó las manos con un gesto de pesar.
—Entonces no tengo nada más que decir —dijo. Hubo un silencio y luego, por primera vez, volvió su mirada sarcástica y ligeramente divertida hacia el canónigo Koppernigk. Sus ojos brillaban—. Herr canónigo, nos sentimos honrados con su presencia. La fama del doctor Koppernigk no nos es ajena ni siquiera en estas remotas tierras. Hemos oído hablar de su teoría celeste y estamos ansiosos por escuchar más al respecto. ¿Cenará usted con nosotros esta noche? —Esperó un momento. — No dice usted nada...
El canónigo se había puesto un poco pálido. ¡Ahora aquel insolente caballero recibiría el tipo de respuesta que merecía! Sin embargo, en voz tan baja que era apenas audible, el canónigo Koppernigk respondió:
—No hay nada más que decir.
Albrecht asintió con la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.
—Por supuesto, Herr Koppernigk, cuando dije lo que acaba usted de repetir, o sea que no había nada más que decir, me refería a nuestras, eh..., negociaciones. Sin duda tendremos mucho que discutir sobre otros temas en que tengamos más puntos en común. Venga, mi querido doctor, bebamos un vaso de vino como hombres civilizados.
Luego siguió un curioso intercambio que el chantre Giese siempre recordaría con perplejidad y serio recelo. El canónigo Koppernigk hizo una mueca, como si sintiera dolor.
—Gran Maestre —dijo—, usted está planeando una guerra como si se tratara de un deporte. ¿Qué significan Ermland o la Prusia Real para usted?, o ¿qué es Polonia?
Albrecht ya esperaba algo así, pues respondió de inmediato:
—¡Significan la gloria, Herr doctor, la posteridad!
—No entiendo.
—Yo creo que si entiende.
—No. La gloria y la posteridad son conceptos abstractos y yo no los comprendo.
—¿Usted, doctor, no entiende los conceptos abstractos? ¿Usted, que ha expresado las verdades eternas del universo exactamente en esos términos? —Por favor, señor!
—No quiero participar en una discusión inútil. Hemos venido a Königsberg para pedirle que tome en cuenta los sufrimientos que está ocasionando a la gente y los sufrimientos aún mayores que supondría una guerra con Polonia
—¿La gente? —dijo Albrecht con el entrecejo fruncido—, ¿qué gente?
—La gente corriente.
—~Ah, la gente corriente! Pero ellos siempre han sufrido y siempre lo harán, en cierto modo para eso están. ¿Se asombra? ¡Herr doctor, no me decepcione! La gente corriente, ¡bah! ¿Qué significan ellos para nosotros? Usted y yo, Mein Freund, somos los amos de la tierra, los grandes, los mejores, los creadores de ficciones supremas. Mire a estos pobres y aburridos animales. —Señaló con su mano delgada y morena al grupo de cortesanos que tenía detrás, a los criados, el chantre Giese y al cuadro del ejército.— Ni siquiera saben de qué estamos hablando. Pero usted entiende, sí, sí. La gente sufrirá como siempre lo ha hecho, y suplicará con docilidad compasión y clemencia, pero sólo usted y yo sabemos lo que significa el verdadero sufrimiento, el encumbrado dolor del héroe. ¡No me hable de la gente! Son la cara bestial de la guerra, pero la guerra misma es el sufrimiento que ellos expresan pero nunca comprenderán, pues sus ojos están siempre en el suelo, mientras usted y yo miramos hacia arriba, siempre a lo alto, hacia el firmamento— La gente —campesinos, soldados, generales— es mi instrumento, así como el suyo son las matemáticas, y a través de ellos llego directamente a la verdad, lo eterno, lo real. Ah, sí, doctor Copérnico, usted y yo, usted y yo! Las futuras generaciones podrán maldecirnos por lo que hicimos, pero nosotros y aquellos pocos hombres iguales a nosotros, los habremos convertido en lo que serán…—Entonces se interrumpió y limpió con un pañuelo las comisuras de sus labios finos. Tenía aspecto de estar tan complacido y satisfecho que el preocupado chantre se encontró comparándolo con un soldado abrochándose los calzones después de una violación especialmente brutal y placentera. El canónigo Koppernigk se levantó, pálido y en silencio, y se giró para retirarse.
—Yo hice envenenar a su tío, ¿sabe? —dijo Albrecht en un tono casual, como si estuviera haciendo un comentario sobre el tiempo. Los hombres que estaban tras él se movieron inquietos y Giese, que en ese momento se levantaba de su silla, se sentó de nuevo bruscamente. El canónigo Koppernigk vaciló, pero no se volvió—. Ya ve, doctor, qué impresionados están todos —observó con jovialidad, casi en broma, dirigiéndose a la espalda negra y encorvada del canónigo—. Pero usted no se impresiona, ¿verdad? Bueno, no diga nada, no tiene importancia. Adiós; volveremos a encontrarnos y tal vez sea en tiempos mejores.
Cuando bajaban la colina del castillo, guiados a través de la centellante oscuridad por un mar de temblorosas antorchas, el chantre Giese, confundido y apenado, intentó hablar con su amigo; pero el doctor no parecía oírlo y no respondió.

* * * *

Ya casi amanecía cuando llegaron al castillo de Allenstein unos cien hombres, los mejores de Polonia. Cruzaron con estrépito el puente enarbolando el estandarte de su rey, pasaron bajo el rastrillo, junto al somnoliento centinela, y desmontaron en el patio con un gran estruendo de cascos y sables tintineantes, además de los rugidos del sargento Tod, un duro y experimentado soldado con cicatrices de guerra, un hombre de enorme valor.
—Bien, muchachos —gritó—, esta noche no tendréis descanso —y los envió sin más a las murallas.
—¡Ah, maldito sea, sargento! —gruñeron los hombres.
Sin embargo, se acomodaron en sus puestos con presteza, pues sabían que no estaban allí sólo para proteger aquel miserable castillo y un atajo de malditos prusianos cobardes, sino que el honor de Polonia estaba en juego. Su capitán, un atractivo joven procedente de una de las mejores familias polacas, ocultó tras su capa una sonrisa arrogante al ver a los hombres amontonándose en las almenas. Luego, tras una breve pausa para pellizcar la mejilla sonrosada de una tímida criada que aguardaba en la puerta, subió con largas y rápidas zancadas las enormes escalinatas que conducían a la sala de cristal donde el prepósito de tierras Koppernigk tenía una urgente conversación con sus desolados colegas. El capitán se detuvo en el umbral de la puerta y chocó los talones en un elegante saludo que hubiese enorgullecido a su comandante.
El canónigo levantó la vista, molesto.
—¿Sí? Qué pasa ahora? ¿Quién es usted?
—Capitán Chopin, señor, a sus órdenes.
—¿Capitán qué?
—Soy oficial de su excelencia el rey Segismundo de Polonia, de la Primera Caballería Real, y he venido desde Mehlsack con cien de los mejores hombres de su majestad. Tengo órdenes de defender hasta el último hombre que se encuentre entre los muros de este castillo.
—¡Que Dios nos proteja! —gritaron varias voces a la vez.
—Nuestro ejército avanza hacia el oeste y espera alcanzar al enemigo mañana. Los Caballeros Teutónicos están bombardeando las murallas del fuerte de Heilsberg. Como usted sabrá, Herr prepósito, ya han tomado las ciudades de Guttstadt y Wormditt en el norte y se espera un inminente ataque a Allenstein. Esos demonios y Satanás, el Gran Maestre Albrecht, deben ser detenidos, ¡y lo serán, lo juro por la sangre de Cristo! Perdone el lenguaje de un soldado, señor. Recordará usted el sitio de Frauenburg, cómo incendiaron la ciudad y asesinaron a la gente sin compasión. Sólo la valentía de nuestros mercenarios prusianos evitó que destruyeran los muros de la catedral. Su Capítulo huyó a Danzig, Herr prepósito, y lo dejó a cargo de la defensa de Allenstein y Mehlsack. Sin embargo, temo que debo informarle que Mehlsack ha sido saqueada, señor, y...
Entonces fue interrumpido por la rápida entrada de un hombre moreno y corpulento vestido con ropa de canónigo.
—¡Koppemigk! —gritó el canónigo Snellenburg, pues de él se trataba—, están bombardeando Heilsberg y dicen que el obispo está muerto.., —Se detuvo al ver al arrogante joven que se interponía en su camino.— ¿Quién es usted?
—Capitán Chopin, señor, a sus...
—¿Capitán qué?
(“¡Cielos! —pensó el capitán—, ¿están todos sordos?”)
—Soy oficial de su excelencia...
—Sí, sí —respondió Snellenburg y sacudió sus grandes manos—, otro maldito polaco, ya lo sé. Escúcheme, Koppernigk, esos bastardos están en Heilsberg y mañana llegarán aquí. ¿Qué piensa hacer?
El prepósito de tierras miró con calma al canónigo, al capitán, a sus colegas acurrucados alrededor de la mesa, secretarios, pálidos clérigos, administradores de poca monta y a los asustados criados alineados con impaciencia detrás de él.
—Supongo que nos rendiremos —dijo, encogiéndose de hombros.
—¡Por el amor de Dios!
—¡Herr prepósito!
Pero el canónigo Koppernigk parecía misteriosamente alejado de aquellas apremiantes cuestiones. Se puso de pie despacio y se alejó con una expresión de infinito cansancio y tristeza. Sin embargo, al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia Snellenburg.
—Ya que estamos, canónigo, me debe usted cien marcos.
—¿Qué?
—Hace unos años le presté cien marcos, confío en que no lo haya olvidado, ¿verdad? Lo digo sólo porque como es probable que nos maten a todos mañana por la mañana, deberíamos darnos prisa en dejar las cosas en orden, saldar viejas cuentas —me refiero a las deudas—, y cosas por el estilo. Pero no deje que esto le preocupe, por favor. Capitán, buenas noches, ahora debo irme a dormir.
Los caballeros no atacaron, sino que marcharon hacia el sudoeste, saquearon Neumark y mataron a dos mil trescientas cuarenta y una personas. Uno de los primeros días del año, el prepósito de tierras Koppernigk se sentó en lo que quedaba del municipio y apuntó en su libro de registro, en su letra pequeña y clara, los nombres de los muertos, tal como era su deber. Una ráfaga de viento helado trajo un fuerte olor a humo de las ruinas incendiadas del pueblo. Tenía frío, nunca en su vida había sentido tanto frío.
Frau Anna Schillings tenía ese tipo de belleza que parece encontrar alivio en las ropas modestas; era una mujer alta y esbelta, con muñecas delicadas y los pómulos prominentes característicos de los nativos de Danzig, y daba la impresión de que se sentía cómoda y atractiva vestida con un simple vestido gris con encaje en el corpiño y, quizás, una cinta francesa al cuello. Los adornos y volantes no eran lo suyo, como tampoco los zapatos de pedrería y los sombreros puntiagudos de la época. Aquel atributo, la esencial modestia de apariencias así como de espíritu, ahora se hacía más evidente que nunca, pues las circunstancias habían reducido su otrora lujoso guardarropas a sólo uno de los vestidos descritos. Y fue con esta misma vestimenta, una capa echada sobre los hombros para protegerse del frío y el pelo negro azabache oculto bajo un viejo pañuelo, como llegó a Frauenburg con sus dos pobres hijos, Heinrich y la pequeña Carla, al comienzo de aquel año terrible —aún no sabía hasta qué punto lo sería—, 1524.
Así como su apariencia mejoraba en la desgracia, también su espíritu se enaltecía en la adversidad. Las lágrimas y rabietas tan propias del sexo débil no eran para Frau Schillings. Su lema era: «Así es la vida y uno debe aprovechar lo mejor de ella». No siempre le había resultado fácil mantener aquella estoica fortaleza; la temprana muerte de su padre, seguida de la enfermedad mental de su madre, la habían despertado con brusquedad del sueño feliz de su primera infancia. Tampoco el matrimonio fue la vía de escape hacia la seguridad y la felicidad que ella había imaginado. Georg—,¡el pobre, el irresponsable de Georg! Incluso después de que se hubiera largado con aquellos rufianes, dejándola sola con los pequeños para que se las arreglara como pudiera, no encontraba odio en su corazón para su injustificable conducta. Si algo podía decirse a su favor, era que nunca la había maltratado, como muchos maridos solían hacer, o al menos nunca le había pegado; en cualquier caso, no demasiado.

* * * *

—Sí —decía con aquella tierna sonrisa que sus amigos conocían bien—, ¡hay muchos hombres en el mundo peores que mi Georg!
Y qué maravilloso y alegre podía ser, e incluso qué afectuoso, cuando estaba sobrio. Bien, ahora se había ido, era muy probable que para siempre, y no debía rumiar sobre el pasado, debía encontrar una nueva vida para ella y los niños.
La guerra es una invención de los hombres, y tal vez sean las mujeres las que más sufren en tiempos de disputas entre naciones. Frau Schillings lo había perdido casi todo en la espantosa guerra que supuestamente había terminado: su casa, su felicidad, incluso su marido. Georg era sastre, un verdadero artesano, con una buena y solvente clientela entre las mejores familias de Danzig. Todo había sido maravilloso: tenían unas bonitas habitaciones encima de la tienda, suficiente dinero para satisfacer sus modestas necesidades y dos niños; primero había llegado Heinrich y poco después la pequeña Carla. ¡Oh, sí, todo era maravilloso! Pero luego estalló la guerra y a Georg se le metió en la cabeza la idea de que podría hacer una fortuna haciendo trajes para los mercenarios. Ella debía admitir, por supuesto, que podría haber tenido razón, pero poco después empezó a hablar con vehemencia de la necesidad de seguir a la clientela, como él decía, lo cita] significaba —como ella advertiría desconsolada— convertirse en una especie de séquito de los soldados, siguiendo a aquella panda de pelagatos que los prusianos llamaban ejército. Ella no podía consentirlo, de ningún modo. Era una mujer fuerte, pero al fin y al cabo era mujer, así que Georg, por supuesto, se salió con la suya. Cerró la tienda, consiguió un carro y un par de caballos y antes de que ella se diera cuenta, se encontraron los cuatro en camino.
Como era de esperar, fue un verdadero desastre. Georg, aquel pobre soñador, había imaginado la guerra como una especie de danza sublime en la cual dos ejércitos con suntuosas (¡y caras!) vestimentas hacían maniobras rituales al frescor de la mañana, antes del desayuno. La grotesca, absurda y espantosamente cruel realidad fue un golpe terrible. Sus fantasías de uniformes engalanados con cintas y brocados se desvanecieron en poco tiempo, mientras se pasaba los días haciendo parches en calzones y chaquetas manchadas de sangre. Incluso llegó a dedicarse a remendar zapatos —¡él, un maestro en sastrería!— a cambio de unos pocos céntimos. Una vez golpeó a Carla y a menudo sacudía al pobre Heinrich, que no era un niño fuerte, hasta que le castañeteaban los dientes. No podía seguir así, y una mañana, el día del cumpleaños del príncipe de la paz, Frau Schillings se despertó en el inmundo cuartucho de la posada donde se alojaban para encontrarse con que su marido había huido llevándose consigo el carro y los caballos, la bolsa con el poco dinero que les quedaba e incluso sus ropas y las de los niños: ¡todo! El posadero, un corrupto y tosco bruto, le dijo que Georg se había ido con un grupo de desertores, capitaneados pero un tal Krock o Krack, un nombre vulgar por el estilo, ¿y haría ella el favor de pagarle lo que debía por ella y los niños? ¿No tenía dinero? Bueno, pues entonces tendría que pensar en otra forma de pagarle, ¿verdad? Debido a su proverbial santidad —¡no dudamos en decirlo!—, la mujer no alcanzó a comprender lo que aquel tipo bestial le estaba proponiendo, y cuando él le explicó exactamente lo que quería, dejó escapar un pequeño grito y rompió a llorar de inmediato. ¡Nunca!
Mientras yacía sobre el lecho del oprobio —ya que al fin se había visto obligada a permitir que ese animal se saliera con la suya—, pensó con amargura que toda la desgracia que había caído sobre ella no se debía a la flaqueza de Georg, sino a una tonta disputa entre el rey de Polonia y ese asqueroso Albrecht. ¡Cómo odiaba a príncipes y políticos!, ¡los odiaba a todos! ¿Y acaso no tenía razón? ¿Acaso nuestros jefes no son a menudo culpables de irresponsabilidades mayores que las de los pobres Georg Schillings del mundo? Y no se puede decir que ese desprecio fuera sólo el amargo rencor de una mujer estúpida que buscaba caprichosamente un símbolo en el mundo de los hombres a quien culpar de las desgracias provocadas por su propia falta de carácter, pues Anna Schillings había sido educada como si hubiese sido el hijo que su padre deseaba. Sabía leer y escribir, conocía algo del mundo de los libros y podía defender sus ideas con lógica en cualquier discusión con un hombre de su clase.
Las semanas que siguieron a la partida de Georg fueron las peores de su vida. No vale la pena describir cómo hizo para sobrevivir durante aquella época espantosa, dejaremos caer un velo sobre el asunto y nos limitaremos a decir que descubrió que en el mundo hay villanos mucho más crueles que el posadero de quien ya hablamos. Pero sobrevivió; de algún modo se las arregló para alimentarse y alimentar a los niños, y después de aquel terrible viaje hacia el norte de Ermland, cruzando la Prusia Real, después de aquella via dolorosa, llegó a Frauenburg, como dijimos antes, en enero de 1524.

* * * *

Su mejor y más fiel amiga de la infancia, Hermina Hesse, era ama de llaves de uno de los canónigos del Capítulo de la catedral. Hermina había sido una joven enérgica y voluntariosa, y a pesar de que los años habían suavizado su brusquedad, seguía siendo una persona activa, llena de bien intencionada jovialidad y dispuesta a reírse con la más mínima excusa. Nunca había sido una belleza y sus encantos residían en su naturaleza sencilla y tranquila; pero tampoco podía decirse, como hacían algunos, que hablaba como una tabernera, que su vida era un escándalo y que su alma estaba irremediablemente perdida. Estos comentarios provenían de los “estirados” del clérigo, tal como ella los llamaba con su típica forma desafiante de erguir la cabeza. ¡Maldito atajo de sodomitas, como si sus vidas estuvieran libres de pecado! ¿Tenía ella la culpa de que Dios la hubiera dotado de una gran fertilidad? ¿Acaso esperaban que repudiara a sus doce hijos? ¡Repudiarlos!, ¿por qué?, si ella sentía el mismo amor, o más, que el que cualquiera de las respetables señoras casadas prodigaba a sus hijos legítimos y hubiera luchado por ellos como una tigresa si cualquiera se hubiese atrevido —¡cosa que nadie hizo!— a separarlos de ella. ¡Un verdadero escándalo, bah!
Las dos amigas se saludaron con conmovedor afecto y ternura. No se habían visto desde..., bueno, desde hacía más tiempo del que deseaban recordar.
—¡Anna! Pero Anna, ¿qué te ha pasado?
—¡Oh, querida! —dijo Frau Schillings—, mi querida, ¡ha sido tan terrible!, ¡no puedes imaginártelo'
Hermina vivía en una acogedora casa de piedra blanca a unas tres leguas de las murallas de Frauenburg. Sin duda era una casa bien equipada, pero ¿no estaba algo alejada?, se preguntó Frau Schilhings en voz alta cuando estaban en la cocina bebiendo un vaso de vino y saboreando un bollo de semillas de amapola recién horneado. El vino era maravillosamente agradable y, sumado al calor del horno y al habitual buen talante de su amiga, la animó mucho, tanto que pronto comenzó a sentir que la agonía de la pobreza y el exilio estaba a punto de terminar. Y así era, aunque no del modo que ella imaginaba.
Sus pequeños se acercaban con timidez y vacilación a los niños de la casa. ¡Oh, Dios!, de pronto sintió que estaba a punto de llorar, pues todo era tan... tan hermoso.
—¿Alejada, eh? —dijo Hermina con expresión sombría, interrumpiendo los tiernos sueños de Frau Schilhings—. Mientras esté aquí, es como si no existiera. El canónigo tiene sus habitaciones en la ciudad, pero a mí me mantienen alejada, no él, por supuesto, que jamás se atrevería a imponerme una restricción así, sino otros. Sin embargo, querida Anna, creo que mis problemas carecen de importancia comparados con los tuyos. Tienes que contármelo todo. Ese bribón de Schillings te dejó, ¿verdad?
Frau Schillings le relató su penosa historia con toda crudeza, sin quitar los detalles impresionantes ni embellecer aquellos que demostraban su entereza; en pocas palabras, fue brutalmente franca. Hablaba en voz baja, con la vista baja y el entrecejo fruncido en un gesto de concentración; y Hermina Hesse, aquella mujer buena, amable, regordeta y valiente de mejillas sonrosadas, aquel pilar de fortaleza, aquella luz en la oscuridad de un mundo díscolo, sonrió para sí y pensó: “¡La querida Anna, siempre tan escrupulosa!”).
Y una vez que hubo oído toda aquella desgarradora historia, cogió las manos de Frau Schillings en las suyas, suspiró y dijo:
—Bien, querida, me apena muchísimo tu desgracia y desearía poder ayudarte de algún modo.
—Puedes hacerlo Hermina, sí que puedes.
—¿Sí?
Frau Schillings levantó la vista y apretó el labio inferior entre sus pequeños dientes blancos y perfectos. Era evidente que luchaba para contener las lágrimas que, a pesar de sus esfuerzos, se agolpaban en sus ojos oscuros.
—Hermina —dijo con una voz maravillosamente firme—, yo soy una persona orgullosa, como tú bien sabes desde los felices días de nuestra juventud y como sabe cualquiera que me conozca un poco; pero como ahora he caído tan bajo, debo tragarme ese orgullo. Te pido, te ruego, por favor...
—Espera —dijo Hermina mientras palmeaba las manos que aún reposaban como tórtolas cansadas entre las suyas—, espera, querida Anna. Creo que sé lo que intentas decirme
—¿De veras lo sabes, Hermina?
—Sí, mi querida niña, lo sé, así que deja que te evite el mal trago; quieres un préstamo.
—~Oh, no! —dijo Frau Schillings frunciendo el entrecejo—. ¡Qué pensarás de mí si imaginas algo así! No, Hermina, queridísima Hermina, me preguntaba si podrías alojarnos a mí y a los niños durante una semana o dos, sólo para ayudarnos a salir del apuro hasta que...
Hermina desvió la vista con expresión dolorida y comenzó a menear la cabeza. Justo entonces oyeron los cascos de un caballo y un momento después entró el canónigo Sculteti por la desvencijada puerta trasera. Era un hombre bajo y delgado, iba vestido de negro y llegó soplando sus manos heladas y maldiciendo entre dientes. Tenía la nariz roja y ojos pequeños y alertas. Se detuvo al ver a Frau Schillings y luego miró a las dos mujeres con desconfianza.
—¿Quién es ésta? —gruñó.
Cuando Hermina empezó a explicar la presencia de su amiga, agitó los brazos con impaciencia y se metió a grandes zancadas en la otra habitación tras apartar bruscamente de un puntapié a un bebé de su camino. No era una persona agradable, decidió Frau Schilhings, así que no pensaba suplicar ante ¿1 por un lugar donde alojarse. Sin embargo, ¿qué iba a hacer si Hermina no podía ayudarla? El crudo tiempo de febrero se adivinaba a través de la ventana. ¡Oh, Dios! Sin embargo, Hermina le hizo un guiño para animarla y siguió al canónigo a la otra habitación, desde donde pronto se oyó una discusión. A pesar del alboroto de los niños —los pequeños diablos, a juzgar por los ruidos, ahora que habían entrado en confianza parecían estar tirándose unos a otros por las escaleras—, y de que llegó a taparse los oídos, no pudo evitar escuchar parte de lo que decían. Aunque sin duda luchaba con todas sus fuerzas para defender a su amiga. Hermina hablaba en voz baja, pero era evidente que al canónigo Sculteti no le importaba que escuchara sus malévolos comentarios.
—¿Alojaría aquí? —gritaba—, ¿para qué le digan al obispo que he instalado otra puta? —Frau Schillings se llevó las manos a la boca para silenciar un grito de vergüenza y dolor.— ¿Estás loca, mujer? Ya tengo suficientes problemas contigo y con estos condenados críos. ¿Te das cuenta de que no sólo corro el riesgo de perder mi prebenda, sino también de ser excomulgado? Escucha, tengo un plan —se interrumpió y soltó una risita aguda—, envíasela a Koppernigk; sólo Dios sabe la falta que le hace una mujer. ¡Ja!
Anna Schillings hizo acopio de todo su valor y se dirigió a la habitación donde discutían el canónigo y su amiga.
—¿Se refiere a Nicolos Koppernigk? —preguntó con voz fría y digna.
El canónigo Sculteti, de pie en el centro de la habitación y con las manos en las caderas, se volvió con una sonrisa irónica y desagradable.
—¿Qué pasa, mujer?
—No pude evitar oírlo. Usted mencionó el nombre de Koppernigk, ¿se trata del canónigo Nicolás Koppernigk? Pues si así fuera, debo decirle que es primo mío.
Si, ella era prima del famoso Nicolos Koppernigk, o doctor Copérnico, como todos lo llamaban ahora. Su parentesco era lejano y venía a través de la rama materna, pero aun así fue la salvación para Anna Schillings. A pesar de que había oído hablar de él en la familia, nunca lo había conocido, aunque tenía un vago recuerdo de que había estado mezclado en un escándalo, ¿o había sido su hermano? Bueno, no tenía importancia, pues, ¿quién era ella para repudiar un escándalo?
Su primer encuentro resultó poco alentador. El canónigo Sculteti la llevó a Frauenburg aquella misma noche y fue lo suficientemente pillo como para hacerle ciertas proposiciones por el camino, que por supuesto ella rechazó con el desprecio que merecían. Dejó a los niños con Hermina, pues según decía Sculteti con la brusquedad que lo caracterizaba, no debían matar de un susto al «viejo Koppernigk» con la perspectiva de una familia completa. La ciudad se veía oscura y amenazadora y aún tenía signos evidentes de la guerra: casas incendiadas, vagabundos mutilados y olor a muerte. El canónigo Koppernigk vivía en una especie de torre de retiro cuadrangular, un lugar frío y poco acogedor, y a Frau Schillings le dio un vuelco el corazón al verla a la luz de las estrellas. Sculteti golpeó la sólida puerta de roble. Un instante después se abrió una ventana muy despacio y se asomó una cabeza.
—Buenas noches, Koppernigk —gritó Sculteti—. Aquí hay alguien que necesita hablar urgentemente con usted. —Rió entre dientes, y, a pesar de su nerviosismo, Frau Schillings volvió a pensar que aquel canónigo era un hombre depravado y desagradable.— ¡Pariente suya! —agregó y volvió a reír.
El individuo de arriba no respondió y se apartó en silencio de la ventana. Un largo rato después, oyeron unas lentas pisadas en la escalera, la puerta se abrió despacio y apareció el canónigo. Koppernigk alzó una vela encendida frente a ellos, como si quisiera espantar a un par de demonios.
—¡Aquí estamos! —dijo Sculteti con falsa jovialidad—. Frau Anna Schillings, su prima, viene a hacerle una visita. Frau Schillings, Herr canónigo Koppernigk —y tras aquellas palabras, se perdió en la oscuridad de la noche, riéndose mientras se alejaba.
El canónigo Koppernigk, que entonces contaba cincuenta y un años, se hallaba abrumado por las responsabilidades de los asuntos de Estado. Al comienzo de la guerra entre los polacos y los Caballeros Teutónicos, la casi totalidad del Capítulo de Frauenburg había huido a las ciudades seguras de la Prusia Real, sobre todo Danzig y Torun. Él, sin embargo, se había metido en el centro mismo del campo de batalla, por así decirlo, o sea en el castillo de Allenstein, donde desempeñaba el puesto de prepósito de tierras. Luego, después del armisticio de 1521, había regresado a Frauenburg en abril de ese mismo año, con el cargo de canciller otorgado por el obispo von Lossainen —por fortuna, los rumores de su muerte habían resultado falsos—, con la misión de reorganizar la administración de Ermland. Al principio, aquella tarea había parecido imposible, pues de acuerdo con el armisticio, los caballeros se habían apropiado de los territorios del principado que ocupaban en el momento del cese de hostilidades, y a esto se sumaba la presencia en aquellas tierras de todo tipo de renegados y desertores, que propagaban la anarquía y el desorden por el interior. Sin embargo, en un año el prepósito de tierras tuvo tanto éxito en su empresa de restablecer la normalidad, que sus miedosos colegas salieron de sus escondites y regresaron a sus tareas.
Aun así, las exigencias de la función pública no disminuyeron, pues con la muerte del obispo von Lossainen en enero de 1523, el Capítulo se vio obligado a tomar las riendas del gobierno del turbulento obispado, devastado por la guerra. Una vez más recurrieron al canónigo Koppernigk que fue elegido administrador general, cargo que desempeñó hasta octubre, tras el nombramiento de un nuevo obispo. Durante todo ese tiempo, el canónigo trabajó en un informe detallado de los estragos de la guerra en Ermland, que luego sería un documento de vital importancia en las negociaciones de paz en Torun. También elaboró un complejo tratado para la reforma del desvalorizado sistema monetario de Prusia, que había sido solicitado por el rey de Polonia. Tampoco le faltaron problemas personales, pues poco después de enterarse de la muerte de Bárbara en Kulm, recibió noticias desde Italia de que su hermano Andreas había sucumbido, por fin, a la terrible enfermedad que sufriera durante años. No es de extrañar entonces, con esos antecedentes, que Koppernigk apareciera a los ojos de Frau Schillings como un ser reservado, distraído, frío, extraño y solitario.
Aquella primera noche, cuando Sculteti la abandonó en la puerta para gastarle al canónigo una broma de mal gusto, Koppernigk la miró con una mezcla de terror y perplejidad, como si fuera un fantasma escapado de una pesadilla. Retrocedió hacia las estrechas y oscuras escaleras, todavía con la vela en la mano y el brazo extendido, como si agitara un talismán ante la cara del diablo. Por segunda vez en el mismo día, Frau Schillings relató la historia de sus calamidades, aunque esta vez cavilando, omitiendo muchas cosas. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo, y él la miraba con una mezcla de horror y fascinación, pero ella se dio cuenta de que no escuchaba ni la mitad de lo que le decía. A pesar de su reserva, le pareció un hombre amable.
—No me andaré con rodeos, Herr canónigo —dijo ella—. He mendigado, me he prostituido y he sobrevivido; pero ya no me queda nada. Usted es mi última esperanza, y, si me rechaza, moriré.
—Criatura... —comenzó él, pero se interrumpió, indefenso y avergonzado—, criatura...
La luna brilla a través de la ventana semicircular y la llama de la vela tiembla. Los libros, la cama, el escritorio, todos se agazapan como personajes encantados, inmóviles en medio de una danza secreta; y aquellos extraños instrumentos espectrales levantan sus brazos amortajados entre las sombras hacia las estrellas, esos objetos misteriosos, hieráticos e inexplicables. Todo se desvanece y desciende la obscuridad.

* * * *

Canónigo Nicolos Koppernigk, Frauenburg:
Reverendo señor:
Me atrevo a escribirle movido por el recuerdo de nuestras interesantes conversaciones de hace unos años en Cracovia. En ese entonces, yo era consejero del rey de Polonia y usted, si mal no recuerdo, secretario de su difunto tío, el excelentísimo obispo Waczelrodt, por cuya muerte me permito presentarle tardías condolencias. Yo admiraba mucho a aquel hombre, a pesar de no haberlo conocido en persona, y me gustaría saber más de su vida y obra. Su muerte fue una verdadera tragedia para Ermland, tal como los hechos han probado luego. Deseo de corazón que sus muchas funciones públicas no lo alejen de la gran empresa en que estaba embarcado. Han llegado hasta mí excelentes comentarios de su teoría, en especial a través del cardenal Schoenberg de Roma, a quien creo que ya conoce. Tiene usted la fortuna de contar con aliados que sin duda lo ayudarán a enfrentarse a los insultos de ignorantes académicos y tantos otros que usted ha enfurecido con la osadía de sus ideas. Yo, por mi parte, tengo tan poco poder, que dudo en manifestarle mis mejores deseos para su magnífico e importante trabajo, y ruego a Dios que lo bendiga en el nombre de la Verdad. Dudo, como ya dije antes, y sin embargo, ¿quién puede asegurarnos que la amistad de alguien tan humilde como yo no pueda servir de algo en el futuro? Temo que en estos peligrosos tiempos la Iglesia no pueda mantener la generosa liberalidad que hasta ahora ha prodigado a sus ministros (liberalidad que, debo agregar, yo mismo he agradecido en más de una ocasión). Se acercan épocas malas, Herr canónigo, y todos estamos amenazados. Sin embargo, estoy convencido de que, siempre que mantengamos una vida ordenada y no demos pie a las acusaciones de corrupción y lujuria de los luteranos, estaremos a salvo, por más revolucionarias que sean nuestras ideas. Le ruego, señor, que me considere su más fiel amigo.
Lobau, 11 de noviembre de 1532
Johannes Dantiscus
Obispo de Kulm
Visitador Tiedemann Giese, Allenstein:
Apreciado Giese:
Le remito una carta que me ha enviado Dantiscus; por favor, dígame lo que piensa de ella y cómo debería contestarle. No me fio de ese hombre; dicen que tiene una hija en España. ¿Considera probable que nuestro propio obispo le haya pedido que me escriba? Sospecho que hay una conspiración en mi contra. Destruya esta carta, pero devuélvame la otra con sus sugerencias sobre cómo debo proceder. No me encuentro bien, estoy enfermo del estómago y no puedo mover los intestinos. Yo creo que no debo contestarle; por favor, dígame qué debo hacer.
Frauenburg, 16 de diciembre de 1532
Mc. Koppernigk
Johannes Dantiscus, obispo de Kulm, Lobau:
Su excelencia:
Su carta llena de humanidad y simpatía me recuerda la amistad que nos unió en mi juventud y que me consta ha permanecido igual de fuerte hasta ahora. Con respecto a la información que me pide sobre los años que vivió mi tío Lucas Waczelrodt, que Dios tenga en su gloria, le diré que vivió 64 años y cinco meses, fue obispo durante 23 de ellos y murió en el penúltimo día de marzo, anno Christi 1512. Con él llegó a su fin una familia cuya insignia puede encontrarse en los antiguos monumentos de Torun. Ofrezco mi obediencia a su reverendísima excelencia.
Frauenburg, ir de abril de 1533
Canónigo Nic. Koppernigk
Johannes Dantiscus, obispo de Kulm, Lobau:
Mi señor:
Le escribo en nombre de alguien muy querido para ambos, id est doctor Copérnico, astrónomo y canónigo de este Capítulo. Como usted ya sabe, los canónigos de Frauenburg se reunirán esta semana con el propósito de elegir un obispo para el trono de Ermland, tras la lamentada muerte de su reverendísima excelencia Mauritius Ferber. La lista de candidatos, elaborada como es costumbre por su majestad Segismundo de Polonia, comprende cuatro nombres: canónigos Zimmermann, von der Trank, Snellenburg, y un cuarto nombre que usted, por supuesto, ya conoce. Aunque no tengo intención de intervenir en un asunto tan importante, creo que es mi deber sugerirle que uno de esos nombres, el del canónigo Heinrich Snellenburg, sea retirado de la lista, para evitar poner en ridículo al Capítulo y proteger al trono polaco (cuyos intereses aprecio tanto como su reverendísima excelencia) de acusaciones de haber hecho una elección errónea. Su excelencia sabe qué clase de hombre es el canónigo Snellenburg; no es un gran pecador, pero la trivialidad de sus faltas (deudas sin pagar, etcétera) sin duda justifica que se lo retire como candidato para el más alto oficio. Por lo tanto sugiero que se lo excluya de la lista y que su nombre sea reemplazado por el del canónigo Nicolás Koppemigk. Debo decir que el reverendo doctor no aspira al obispado de Ermland (y puedo asegurarle que tampoco conoce esta petición), sin embargo, yo creo —y pienso que no soy el único que opina así— que el mero hecho de proponerlo como candidato sería una muestra de la alta estima en que lo tienen tanto la Iglesia como el trono de Polonia. También sería una forma de defenderlo de sus enemigos, que por desgracia son muchos. El doctor Copérnico ya es un anciano y tiene mala salud; no duerme bien y vive abrumado por las alucinaciones: a menudo habla de oscuros personajes que se ocultan en los rincones de su habitación. Todo esto indica hasta qué punto se siente amenazado y burlado por un mundo hostil. La elogiosa opinión de su excelencia sobre su magnífico trabajo (¡que aun ahora se niega a publicar por temor a la reacción que pudiera provocar!) no es compartida por todo el mundo. Poco tiempo atrás, el rector luterano de la Escuela de Latín en Elbing, un tal Ludimagister Gnapheus, ridiculizó las teorías astronómicas del maestro (o las degradadas versiones de ellas que este ignorante Gnapheus puede entender) en su así llamada comedia Moros ophum, o tonto ilustre, representada en público en aquella ciudad como una farsa de carnaval. Sin embargo, tal como el propio reverendo doctor señaló, Gnapheus nunca debe de haber oído hablar de la gran obra de De Cusa De docta ignorantia, pues de haberlo hecho hubiera advertido la ironía de elegir ese título para su insolente farsa. Espero que su excelencia me perdone por mencionar este absurdo y doloroso incidente que sólo relato como un ejemplo más de la persecución de que es víctima el doctor: hace unos diez años le trajeron una joven para que la tratara, en su carácter de médico, de una vergonzosa enfermedad que no sabemos cómo había contraído. Él no pudo hacer nada, por supuesto, pues la enfermedad ya estaba demasiado avanzada y la joven murió en el convento cisterciense de Kulm. Ahora su padre, sin duda enloquecido por el dolor, hace correr el rumor de que el reverendo doctor es el culpable de esta muerte pues, según afirma él, su hija le dijo que mientras la examinaba Koppemigk la había hechizado, haciendo pases con las manos, pronunciando una extraña palabra que ella no había comprendido, etcétera. Es obvio que se trata de una acusación absurda, pero su excelencia comprenderá cómo son estas cuestiones y las cosas han llegado tan lejos que los enfermos ya no quieren atenderse con él. Supongo que a esta altura debo de estar abusando de la paciencia de su excelencia con mis divagaciones, pero déjeme acabar diciéndole que, a la luz de todos los factores que he mencionado, su excelencia reconocerá que nuestro querido canónigo Nicolás merece cualquier honor que esté en nuestras manos concederle, además de cualquier pequeño consuelo del espíritu o de la carne, para poder luchar contra un mundo cruel.
Frauenburg 10 de septiembre de 1537
Canónigo Tiedemann Giese
Tiedemann Giese, obispo de Kulm, Lobau:
Señor obispo:
Siguen llegándome informes desagradables sobre el reverendo doctor y su relación con esa mujer, Anna Schillings. Se dice que la tiene como focaria y que desempeña todo tipo de tareos, o sea ama de llaves y además concubina. Yo complací sus deseos de poner su nombre en la lista del rey en lugar del de Snellenburg, a pesar de las serias dudas que albergaba en su momento, pues confieso que la sustitución del nombre de un pecador por el de otro no me pareció una acción acertada. Sin embargo, lo hice movido por la gran admiración que tengo a la obra del doctor, y no a su personalidad. Ahora pienso que debí haberme dejado guiar por mi intuición y no por sus argumentos y súplicas. De todos modos, todo eso ya pertenece al pasado y sólo lo menciono para rogarle que me devuelva el favor hablando con él y pidiéndole que eche a esa mujer. Debe obedecer, pues ahora hay muchas más cosas en juego que la reputación del Capítulo de Frauenburg. Se ha hecha muy amigo de Sculteti y ésa es mala señal. Adviértale que esas relaciones y amistades son malas para él, pero no le diga que el consejo proviene de mí. Sin duda usted estará enterado de que Sculteti tiene una mujer y de que se sospecha que es ateo.
Heilsberg, 4 de Julio de 1539
Johannes Dantiscus
Obispo de Ermland

Johannes Dantiscus, obispo de Ermland, Heilsberg:
Apreciado señor obispo: El doctor Nicolás estará unos pocos días con nosotros junto con un joven discípulo. He hablado seriamente con él, de acuerdo con los deseos de su excelencia y le he expuesto los hechos con claridad. Él pareció muy afectado porque, a pesar de haber obedecido sin dudar la voluntad de su excelencia, hay gente maliciosa que todavía hace falsas acusaciones de encuentros secretos y cosas por el estilo; pues él niega haber visto a esa mujer desde que la despidió. He reparado en que no está tan enfermo como muchos piensan; su avanzada edad y sus interminables estudios me convencieron de ello, así como también de la valía y respetabilidad de este hombre. Sin embargo, le rogué que rehuyera cualquier situación que pudiera parecer corrupta y creo que lo hará. Una vez más le repito que su excelencia no debería confiar demasiado en su informador, teniendo en cuenta que los grandes hombres suelen despertar envidias y que éste no vacila ni siquiera en preocupar a su excelencia. Me encomiendo a usted. —etcétera.
Lobau, 12 de agosto de 1539
Tiedemann Giese
Obispo de Kulm
Johannes Dantiscus, obispo de Ermland, Heilsberg:
Su excelencia:
Con respecto a la mujer de Frauenburg, Sculteti la escondió unos días en su casa, pero ha prometido que se irá junto con sus hijos. Sculteti signe en la curia con su focaria, que parece una tabernera capaz de todo tipo de pecados. La mujer del doctor Nicolás envió su equipaje a Danzig, pero ella signe en Frauenburg. —
Allenstein, 20 de octubre de 1539
Visitador Heinrich Snellenburg
Nicolás Koppernigk, Frauenburg:
Señor:
Le escribo directamente para intentar hacerle comprender la peligrosa posición en que se ha puesto con su pertinaz negativa a obedecer sobre el asunto de Anna Schillings. ¿Se da usted cuenta de los riesgos que esto supone? Si sólo se tratara de esta focaria, yo no me mostraría tan intransigente, pero es más que eso, mucho más, como usted debe saber. Por recomendación mía, el canónigo Stanislas Hosius ha sido nominado para el puesto de chantre del Capítulo de Frauenburg. Seré franco con usted, querido doctor: no me gusta Hosius ni lo que él representa, pues es un fanático.
Usted y yo, amigo mío, somos hijos de una época más civilizada y refinada, pero que forma parte del pasado. Hace unos años le advertí que se avecinaban malos tiempos y éstos ya están aquí, encarnados en el canónigo Hosius y los suyos: los inquisidores, los fanáticos. A mí no me gusta, se lo repito, pero yo le concedí una canonjía en Frauenburg y lo nombraré chantre porque, me guste o no, debo aceptarlo. Ermland tiene dos opciones para el futuro: este territorio se volverá prusiano y luterano o polaco y católico, no hay otra elección. Pronto nos despojarán de la autonomía que su tío construyó y cuidó, por lo tanto la opción está bien clara, debemos sometemos al trono de Jagellon o perecer. Ahora el Capítulo de Frauenburg, dejándose guiar equivocadamente por fuerzas contrarias al bien de Ermland y de Frauenburg, ha elegido como chantre al impresentable Sculteti, desbaratando así mis cuidadosos planes. Esto es intolerable. ¿Acaso esos malditos clérigos con los cuales usted ha elegido convivir no se dan cuenta de que Sculteti está amparado por los seguidores del papa que creen que Ermland debería estar bajo el control directo de Roma? Incluso si esto fuera factible —y no lo es—, el gobierno de Roma sería desastroso para todos nosotros. ¡Debemos adherirnos a Polonia!, es nuestra única salida. Necesito a Hosius, y por consiguiente, debo destruir a Sculteti. Me enfrentaré a él con todas las armas de que dispongo. Su escandalosa forma de vida es una de esas armas, tal vez la más poderosa. Confió en que estas confesiones, que no debería haber llevado al papel, dejarán claro por qué durante tantos años lo he instado a abandonar a esa mujer. Éste será mi último aviso; si lo ignora, correrá el riesgo de hundirse junto con Sculteti cuando éste caiga. Esto es todo lo que tengo que decir. Vale.
Hedsberg, 13 de marzo de 1540
Johannes Dantiscus
Obispo de Ermland
Johannes Dantiscus, obispo de Ermland, Hedsberg:
¡Reverendissime in Christo Pater et Domine Clementissime!
He recibido la carta de su excelencia. Reconozco perfectamente la benevolencia y buena voluntad que su excelencia se ha dignado prodigar no sólo a mí, sino a otros hombres de gran valía, y que creo no se deben a mis méritos sino a m conocida bondad. Ojalá algún día llegue a ser merecedor de esos bienes. De verdad me regocijo por haber encontrado un señor y protector como usted. He hecho lo que no podía ni quería dejar de hacer, por consiguiente espero haber satisfecho la voluntad de su reverendísima excelencia.
Frauenburg, 3 de Julio de 1540
El más devoto fiel de su reverendísima excelencia
Nicolás Kappernigk
Tiedemann Giese, obispo de Kulm, Ltibau:
Apreciado Tiedemann:
Sculteti ha sido expulsado del Capítulo y desterrado mediante un edicto real. Creo que se irá a Roma, como todos los deportados. Su focaria, la mujer llamada Hesse, ha desaparecido. ¡Cuántos problemas ha causado! Creo que nuestro Frauenburg hace honor a su nombre.
Yo he dictado un edicto en contra de Frau Schillings, pero se niega a irse. La verdad es que estoy conmovido por su devoción hacia un hombre viejo y enfermo y no me atrevo a decirle que lo mejor sería que se fuera. Además, ¿adónde podría ir? Así que espero con gran interés la próxima medida de Dantiscus. ¿Parezco tranquilo?, pues no lo estoy. Tengo miedo, Tiedemann, miedo de lo que el mundo pueda hacerme que no me haya hecho ya.
Este asqueroso mundo que no me permite ser yo mismo y siempre me persigue como un monstruo negro, arrastrando sus mutiladas alas a su paso. Ah, Tiedemann!

Frauenburg, 31 de diciembre de 1540 Can tus Mundi

* * * *

Al morir la noche llega flotando, deslizándose suavemente sobre el brillante cauce del río, husmeando con el hocico levantado, pasa bajo el puente, junto al rastrillo, más allá del adormilado centinela. Un leve sonido de garras rascando los peldaños embarrados, una breve visión de un diente descubierto. Por un instante, en medio de la oscuridad, tiene una ligera sensación de agonía y angustia; y la noche retrocede. Ahora trepa los muros, se arrastra sonriente por debajo la ventana… – Envuelto en una capa negra, se agazapa entre las sombras de la torre y aguarda el amanecer. Luego vienen los golpes, la voz angustiosa, el peldaño flojo y traicionero de la escalera y, ¿cómo es posible que sólo yo pueda oír el agua…?

* * * *

Yo, Georg Joachim von Luachen, apodado Rheticus, voy a describir cómo Copérnico dio a conocer la música secreta del universo a un mundo que se revolvía en la ignorancia. No todos están dispuestos a admitir que si no fuera por mí el viejo tonto nunca se hubiera atrevido a publicar. Cuando llegué a Frauenburg, yo era casi un niño —¡un niño genial, por cierto!—, pero aun así él reconoció mi talento y me escuchó. Príncipes de la Iglesia y del Estado le habían rogado en vano que hablara, pero él sólo escuchó mis argumentos. Para vosotros, él es Copérnico, un titán distante e inescrutable, pero para mí era simplemente el canónigo Nicolás, maestro y por supuesto amigo. Dicen que estoy loco, pero me da igual. ¿Qué pueden importarme las injurias de un mundo envidioso? Me hicieron a un lado, me negaron la fama y mi honroso nombre, me expulsaron para que me pudriera aquí, en este rincón de Hungría olvidado por Dios que llaman Cassovia, pero qué más da? Al menos aquí tengo paz, después de todos aquellos años de ignominia. Ahora soy un viejo; si, un vagabundo solitario y cansado que llega al final de su camino. Ya no me importa nada, ¡pero no los perdono! ¡No!, ¡que el demonio se cague en todos vosotros! Mi amo, el conde, es un caballero noble, culto, refinado, brillante y extremadamente generoso; en cierto modo, me recuerda a mí mismo cuando era joven. Hablamos la misma lengua, me refiero, por supuesto, a la lengua de caballeros, pues su latín es un poco.. — torpe. No como Koppernigk, que hablaba el impecable latín de un erudito, a pesar de proceder de una familia de simples comerciantes— El conde reconoció en mí a alguien de su clase y me acogió en su castillo —como médico de la familia—, mientras que otros prefirieron olvidarme, a mí y a mi magnífico trabajo. Él desprecia con su característica arrogancia las viles calumnias con que me atacan y se ríe cuando le dicen al oído que estoy loco. Por desgracia, el propio conde está un poco loco. Creo que viene de parte de madre; sin duda no tenía nada bueno que heredar por ese lado. Sí, debo andar con cuidado, pues es un caprichoso; debo ser menos orgulloso en su presencia y rebajarme de vez en cuando, sí, sí. Sin embargo, él me necesita y ambos lo sabemos. Me pregunto con quién conversaría si no estuviera yo, quién le daría el estímulo intelectual que necesita para no perder la poca razón que le queda. Este país está lleno de cerdos, brujas y sacerdotes cretinos, por lo tanto yo fui como una estrella en su firmamento desierto. De todos modos, ¿por qué iba a preocuparme?, en el mundo sobran los condes, pero sólo hay un doctor Rheticus. Bueno, en realidad no sobran los condes, así que tranquilo. ¿De qué estaba...? —Ah, sí! De Copérnico. Lo conocí hace cuarenta años, ¡cuarenta años!

* * * *

Fue en Frauenburg, ese pueblo de mala muerte que cuelga de la costa del Báltico en el último rincón del mundo, y que ruego a Dios algún día se caiga como la costra de una herida. La primera vez que vi los muros de aquel fuerte gris, mi corazón dio un vuelco. Fue en 1539, supuestamente en verano, aunque llovía a cántaros y desde el mar soplaba un viento suave y frío. Recuerdo que las casas, como puños cerrados, se crispaban detrás de las puertas. Cerrados, ésa es la palabra, Frauenburg estaba encerrada dentro de su propia ignorancia, amargura y catolicismo. ¿Y por un sitio así había abandonado Wittenberg, la universidad, mis amigos y compañeros? No es que Wittenberg fuera mucho mejor, pero sus mezquindades eran distintas. En los pasillos de la universidad, todavía se discutía sobre la libertad, el cambio y la redención, y se imitaban los roncos graznidos del Reformador, pero detrás de todos esos parloteos se ocultaba el antiguo terror, la desesperación de aquellos que saben muy bien que el mundo está podrido y que es irredimible. Entonces yo pensaba, o al menos intentaba convencerme de ello, que estábamos en el umbral de una nueva era, por eso participaba con gusto en el juego y discutía con los más destacados personajes. ¿Acaso podría haber hecho otra cosa? A los veintidós años estaba a cargo de la cátedra de astronomía y matemáticas de la gran universidad de Wittenberg. Cuando el mundo lo favorece a uno tan temprano y con tanta generosidad, uno se siente en la obligación de aplaudir sus patéticas farsas. Ya he atravesado las puertas de Frauenburg.
Una vez dentro de Frauenburg, fui directamente a la catedral, arrastrando mis bolsos llenos de libros por las calles empapadas. De la catedral me enviaron a la casa particular, donde tuve grandes problemas para entrar, pues allí hablaban un dialecto bárbaro, y para colmo, el portero era sordo. Después de un rato el sujeto abandonó sus intentos por descifrar mi impecable alemán y me hizo pasar de mala gana a una habitación oscura y cavernosa donde sus sanguinarios ídolos —su Virgen y personajes por el estilo— espiaban desde todos los rincones de las paredes. En seguida se oyó un ruido en la puerta, entró un viejo clérigo de aspecto avinagrado y me miró con recelo a través de sus ojos vidriosos. En medio de aquella penumbra, debí de haberle parecido un extraño fantasma, pues sonreía como un mascarón y chorreaba agua sobre el suelo pulido. Avanzó con aprensión, poniendo por medio la gran mesa de roble que había en el centro de la habitación. Su mirada era misteriosamente similar a la de las estatuas que tenía detrás: precavida, desconfiada, incluso hostil, pero en el fondo indiferente. Cuando mencioné el nombre de Copérnico, tuve la impresión de que iba a salir corriendo —¿o sea que incluso sus colegas trataban al astrónomo como a un leproso?—, pero disimuló lo mejor que pudo su consternación y sonrió, si podía llamarse sonrisa a aquella mueca, y me envió —¿adónde?— a la catedral. Traté de contenerme. El clérigo frunció el entrecejo, ¿así que ya había estado en la catedral? Pues entonces lo sentía mucho, pero no podía ayudarme. Le pregunté si podía esperar allí hasta que volviera Copérnico. ¡Oh, sí, por supuesto!, aunque ahora que lo mencionaba, tal vez sería mejor que lo buscara en la casa del canónigo Suchandsuch, al otro extremo de la ciudad, pues a aquella hora el doctor solía estar allí. Y así fue como me encontré de nuevo en la calle.

* * * *

¿Sabéis cómo es el tiempo en el norte gris? No es que tenga nada contra la lluvia —de hecho me parece un brillante vínculo entre el aire, los ángeles y nosotros, pobres criaturas terrenales—, pero allí llueve como si cayera la noche, oscureciendo el mundo, y en medio de aquella húmeda penumbra todo parece viejo y sin brillo y a uno le duele el alma. Ni siquiera en primavera hay chubascos gloriosos, a diferencia del resto del mundo, donde las lluvias de abril limpian el aire como si fueran cascadas de luz; sólo se escucha un fino y monótono goteo, una llovizna de accidie tangible, hora tras hora. A pesar de todo, aquel día caminé impasible por aquellas calles miserables, con los pies en el lodo y la cabeza cubierta por una bruma dorada que —¡ay, sí!— me ha acompañado desde entonces. Cuando me concentro en algo, todo lo demás desaparece, y hoy sólo puedo ver aquella confrontación histórica —pues yo había imaginado nuestro encuentro como una piedra preciosa engarzada en la rutilante rueda de la historia— entre tauchen de Rhaetia y el doctor Copérnico de Torun. Pero el Herr doctor estaba resultando muy esquivo; en la casa del canónico Suchandsuch (ahora recuerdo que su nombre era Snellenburg), el bobo del mayordomo me miró de un modo extraño y meneó despacio su gruesa cabeza de derecha a izquierda, como si estuviera tratando con un muchachote lunático.
No importa cómo, pero por fin lo encontré. Ya he dicho lo suficiente como para demostrar a qué extremos llegaba el doctor para protegerse del mundo. Vivía en una torre de la catedral, un nido horrible y desolado donde se escondía como un pájaro viejo y malhumorado, con el pico y las garras prontos. Puse el pie en la puerta antes de que su ama de llaves, Anna Schillings, su focaria, esa puta (ya hablaré de ella más adelante), la cerrara en mis narices; y juro por Dios que si lo hubiera hecho la habría tirado abajo con la cabeza, herrajes de bronce, bisagras, llamador y todo incluido, pues estaba desesperado. Le mostré los colmillos con una sonrisa feroz y ella retrocedió y se perdió en las estrechas escaleras. Poco después reapareció en lo alto y me hizo un gesto para que subiera, y me abandonó allí arriba ante una puerta baja, en la penumbra (ya anochecía), tras dedicarme una mirada hostil. Esperé allí. La puerta se entreabrió con un crujido, y una cara, que para mi asombro reconocí, espió furtivamente y se retiró de inmediato. Dentro se oían ruidos de pisadas. Llamé, pues no se me ocurrió qué otra cosa podría hacer; entonces una voz me invitó a pasar y le obedecí.
La primera vez que lo vi, quiero decir la segunda —en realidad la tercera—, pero, bueno, la primera vez que lo vi oficialmente, me sorprendí de que fuera más pequeño de lo que yo había imaginado, pero supongo que esperaba que fuera un gigante. Estaba de pie frente a un atril con las manos apoyadas en las páginas abiertas de una biblia, al menos me pareció que era una biblia. En una mesa cercana había instrumentos astronómicos y a través de la ventana abierta a su espalda se veía el Báltico y la gran cúpula luminosa del cielo de la tarde (había parado de llover, las nubes se disipaban. lo típico). Tenía una expresión de amable curiosidad, mezclada con una ligera sorpresa. Olvidé el discurso que había preparado y supongo que me quedé con la boca abierta. Era el mismo viejo que había encontrado en la casa capitular, o sea él y Copérnico eran la misma persona, ¡sí, sí!, la misma; y allí estaba, contemplándome con aquella mirada vidriosa, simulando que no me había visto nunca antes. ¡Ay, todavía me deprime recordarlo! ¿Acaso imaginó que no lo reconocería en aquella pose ridícula, en aquella presuntuosa actitud de científico? ¡No le importaba! Si bien su expresión cuidadosamente compuesta no carecía de un leve toque de intranquilidad, ésta se debía a su preocupación por la efectividad de su interpretación y no a ninguna consideración hacia mí, ni tampoco a la vergüenza porque hubiera descubierto su despreciable truco. Era como si hubiese estado haciendo muecas frente a un espejo. Copérnico no creía en la verdad. No tenía fe en la verdad. ¿Estáis sorprendidos? Pues escuchad...
¡Oh!, pero en realidad todo esto no es digno de mí ni de este tema. Dos de las más grandes mentes de la época (una al menos era grande, es grande) se encontraron aquel día, y yo estoy describiendo aquella importante ocasión como si se tratara de una farsa de carnaval. Lo estoy haciendo mal. La lluvia, la dificultad de encontrarlo, aquella absurda interpretación, no era mi intención mencionar ninguno de estos detalles. ¿Por qué me resulta imposible hablar de las cosas con calma y precisión? Me duele la cabeza. Yo nunca podré lograr un estilo clásico, para eso uno debe tener un carácter serio, un sentido solemne y espectacular de la vida, una fe absolutamente inquebrantable en la idea del orden. ¡Orden! ¡Ah! Aquí debo hacer una pausa, es demasiado tarde y está demasiado oscuro para seguir. Los lobos aúllan en las montañas. Después de tan grandes esplendores, ¡Dios mío!, ¿cómo he acabado en esta soledad?
Bueno, ¿dónde estaba? Ah, había dejado al pobre canónigo Nicolás petrificado toda la noche frente a su atril y su biblia, como si posara para un retrato. A sus sesenta y seis años era un hombre viejo, y sus ropas, creadas para alguien más joven y fuerte, le colgaban con tétricos pliegues, como una especie de lodo sedimentado por el tiempo. Su cara —casi no quedaban dientes en su boca entreabierta, y la piel parecía estirada sobre sus nórdicos pómulos prominentes—, ya tenía aquel aspecto impreciso y difuso que precede a la muerte. Así es como deben ver otros mi propia cara. Ah... No tenía barba, pero el afeitado matinal con su mano temblorosa había dejado unos pocos pelos grises en la barbilla y en la profunda hendidura que había encima de su labio superior. Sobre su cabeza reposaba una gorra de terciopelo como si se tratara de una cataplasma. Sin duda éste no podía ser el doctor Copérnico, aquel gran hombre que me había traído hasta Frauenburg. Los ojos, sin embargo, intensos e infinitamente inteligentes, llenos de algo que sólo podría describir como una exaltada astucia, lo identificaban como la persona que yo buscaba.

* * * *

Tampoco su observatorio era como yo pensaba que sería. Había esperado un pequeño cuarto acogedor y lleno del desorden propio de un erudito —libros y manuscritos, pergaminos repletos de cálculos complejos, todo envuelto en la obligatoria membrana de polvo—. También de modo inexplicable había esperado calor, un calor espeso y amarillo como una especie de queso inspirativo en medio de cuya añeja blandura estada el maestro, un viejo distraído y espiritual, pero perspicaz, muy perspicaz, dando los últimos retoques a su obra maestra antes de descubrirla ante un mundo ignorante. Sin embargo, daba la impresión de que me encontraba en una habitación escapada del siglo pasado, o incluso del anterior, y parecía más la celda de un alquimista que el despacho de un magnifico científico moderno. Las paredes blancas y el techo de vigas estaban desnudos como los huesos de un esqueleto. Sólo vi unos pocos libros, y los instrumentos que había sobre la mesa tenían el aspecto tímido de las cosas puestas en exposición. Las ventanas dejaban pasar una luz potente y despiadada, ¡además del frío! La ciencia aquí no era la búsqueda feliz y confiada de certezas que yo conocía, sino la antigua confusión de hechizos, talismanes y símbolos secretos. No me hubiera sorprendido encontrarme con una calavera de mirada socarrona o un puñado de alas secas de murciélagos. El aire apestaba al sudor frío de la culpa.
En un primer momento no percibí todos estos detalles, a pesar de que fue tal mi impresión que todos quedaron registrados, porque al principio me distraje esperando que me diera alguna excusa, o al menos una explicación con respecto a nuestro primer encuentro. Cuando advertí, sorprendido y perplejo (recordad que yo aun no lo conocía como llegué a hacerlo más tarde), que no tenía intenciones de hacerlo, supe que no me quedaba otra opción más que interpretar del mejor modo posible el papel de tonto risueño que obviamente él me había atribuido. En tales circunstancias, era necesaria una acción dramática. Atravesé la habitación, mejor dicho volé a través de la habitación, y con la cara alzada en una actitud de servil veneración, me acerqué a él gritando:
—¡Domine praeceptor! Él retrocedió estupefacto, mascullando algo entre dientes y evitando mirarme, pero yo lo perseguí, todavía de rodillas, hasta que chocó con un extremo de la mesa y se detuvo sobresaltado. Los instrumentos que había sobre la mesa vibraron por el golpe, produciendo un pequeño repiqueteo metálico que, en medio del súbito silencio, parecía expresar con exactitud el pánico y la confusión del viejo. ¿Lo veis? ¿Cómo pueden pretender que sea serio?
—¿Quién eres? —preguntó él con petulancia, aunque no pareció interesado cuando le repetí mi nombre por segunda vez—. No te manda el obispo, ¿verdad?
—Yo no tengo obispo, ni rey, ni príncipe. Soy un súbdito del mayor de los señores, la ciencia.
—Sí, sí, muy bien, levántate, por favor, levántate.
Me incorporé y, al hacerlo, recordé las palabras de mi discurso y las pronuncié a toda velocidad y sin aliento. ¡Muy florido! Sat verbum.
A lo largo de este encuentro anduvimos en círculos alrededor de la habitación en una persecución lenta pero implacable, él al frente, manteniendo las distancias por temor a un súbito asalto, y yo pegado a sus talones profiriendo estridentes gritos de adoración y súplica, alzando mis brazos hacia él y tropezando con los muebles por el nerviosismo. Nos comunicábamos (¡comunicábamos!) en una especie de jerga macarrónica, pues mientras que para mi hablar en alemán era lo más natural, el canónigo solía hablar en latín, y en cuanto yo me unía a él, acabábamos otra vez balbuceando el lenguaje vernáculo. ¡Era muy divertido, de verdad! Misteriosamente, él no se mostró impresionado por mi currículum académico; por el contrario, su cara tenía una expresión de verdadero horror cuando le dije que era luterano. ¡Dios Santo, uno de ésos! ¿Qué diría el obispo? Pero mantente firme, Rheticus, ahora mantente firme. Debes ser justo con él. Si, debes ser justo con él. En justicia no puedo culpar a un clérigo timorato, que por encima de todas las cosas deseaba pasar desapercibido, por su temor ante la llegada a su torre fortificada de un revolucionario de la Wittenberg protestante. Tres meses antes de mi llegada, el obispo, Dantiscus el blando, había promulgado un edicto ordenando que todos los luteranos salieran de Ermland bajo pena de ser despojados de todos SUS bienes o incluso asesinados. Poco después, promulgaría otro que disponía que todos los libros y panfletos heréticos, o sea luteranos, fueran quemados en público. Dantiscus el incendiario de libros, un agradable caballero. Más adelante volveré a él.
(Para Ser justo conmigo mismo, debo agregar que en Wittenberg consideraban a Copérnico en el mejor de los casos como un loco, y en el peor, con un anticristo. El mismo Lutero, en uno de sus famosos discursos entre eructos y pedos después de una comida, se había burlado de la teoría heliocéntrica del universo, dejando claro, una vez más, su criterio infalible. Incluso Melanchton se reía de las ideas de Copérnico, ¡hasta Melanchton, mi primer maestro! Es evidente que el Meister era muy poco popular en el lugar de donde yo venía, y si me permiten ir a visitarlo fue a causa de mis propios méritos y no porque las autoridades de Wittenberg aprobaran las teorías de aquel ciudadano de Ermland. Quería dejar claro este punto para hacer honor a la verdad.
Así que, como dije antes, él no estaba impresionado; de hecho, estaba tan poco impresionado que ni siquiera parecía consciente de mi presencia y continuó lo que estaba haciendo rehuyéndome como si apartara un recuerdo desagradable, pellizcando su túnica con dedos nerviosos Y haciendo muecas para sí. Él no pensaba en mí, sino en las consecuencia que yo le traería, por decirlo de algún modo (¡qué diría el obispo!). Yo estaba muy decepcionado, o más bien era consciente de que roe estaba ocurriendo algo muy decepcionante, porque yo mismo, mi yo esencial, apenas estaba allí. Ya sé que no suena muy claro, pero no importa. El doctor Copérnico, que antes había representado Para mí la encarnación del espíritu de una nueva era, ahora se me revelaba como una bestia vieja, cautelosa y fría, obsesionada por las apariencias y por la seguridad de su prebenda. ¿Es posible sentirse tan desconcertado como para romper a llorar?
Pero sí, había algo que me decía que no todo estaba perdido, que tal vez mi Peregrinaje no hubiera sido en vano: se trataba de una leve inseguridad en su expresión, una pequeña tensión, como si en lo más profundo de su ser hubiera una palanca que esperaba ser pulsada. Yo le había traído regalos: unas excelentes ediciones de Tolomeo, Euclides, y otros. ¡Oh!, en total debía haber una docena de volúmenes que yo había hecho encuadernar (a un precio que prefiero no recordar) con un grabado de sus iniciales y un bonito monograma de Oro en el lomo. Yo había desparramado los libros por todo el equipaje, por temor a ser asaltado, así que cuando recordé que los tenía y me abalancé sobre mis bolsos con un frenético y definitivo arranque de esperanza, los libros cayeron como diamantes entre cenizas, .en medio de un revoltijo de camisas, zapatos y ropa sucia.
—Aquí tiene, ¡aquí tiene! —grité, desafiante y próximo a las lágrimas.
No tendría valor para rechazar esta última muestra de homenaje.
—¿Qué hace? —dijo él—, ¿qué es esto?
Yo junté los libros entre mis brazos y me levanté tambaleante.
—Para usted, para usted, domine praeceptor.
Vacilante, cogió el Almagest de encima de la pila, y tras dirigirme una mirada desconfiada, se lo llevó hacia la ventana.
Parecía una vieja rata gris huyendo con un mendrugo. Se acercó el libro a la nariz y lo examinó con atención, abriéndolo y ronroneando; las profundas arrugas de su cara se alisaron y no pudo evitar sonreír, mientras se mordía el labio, como una rata vieja, gris y feliz; y entonces, click, casi pude escuchar cómo se pulsaba la palanca. —Una buena edición —murmuró— ¡muy buena, de verdad, excelente!, y supongo que también cara. ¿Cómo dijo que era su nombre, Herr...?
Entonces creo que si lloré, recuerdo las lágrimas, gemidos de adoración, yo estaba de rodillas y él me rehuía aunque con menos disgusto que antes, o al menos eso imaginé. Tras él las nubes se abrieron por un instante sobre el Báltico y el sol de la tarde brilló súbitamente como un pequeño milagro. Entonces recordé que después de todo era verano y que yo era joven y tenía toda la vida por delante. Poco después me fui, aunque con una invitación para volver al día siguiente. Caminé torpemente por las calles en tal estado de éxtasis, que incluso la plomiza luz del crepúsculo, la mugre de las alcantarillas, el barro y las caras rojas y boquiabiertas de los campesinos no pudieron ensombrecer mi espíritu. Encontré alojamiento en una posada próxima a la catedral y allí tomé una comida nauseabunda que hasta el día de hoy recuerdo en detalle. Completé la jornada con una puta gorda, sucísima y curiosamente andrógina.
A la mañana siguiente me levanté temprano. El sol estaba bajo sobre Frisches Haff, la tierra transpiraba un tenue vapor, el viento había refrescado y las calles estaban inundadas de luz y de los gritos estridentes de los mercachifles. ¡Ay, y mi pobre cabeza a punto de estallar por los efectos de aquel asqueroso veneno que se atrevían a llamar vino! Al llegar a la torre, la puta Schillings me recibió con otra mirada hostil, pero me dejó pasar sin decir palabra. El canónigo me estaba esperando en el observatorio en un estado de extremo nerviosismo. Apenas traspasé el umbral, comenzó a farfullar excitado y se acercó a mí agitando las manos y forzándome a retroceder. Era la escena exactamente opuesta a la del día anterior. Intenté comprender lo que decía, pero los vahos de la juerga de la noche anterior aún no se habían disipado y por mis venas corría perezosamente flema en lugar de sangre, así que sólo alcancé a descifrar algunas palabras: Kulm..., el obispo…, Lóbau…, el castillo…, ¡veinte! Nos íbamos de Frauenburg, íbamos a Lóbau, en la Prusia Real, donde estaba el obispo Giese, un amigo suyo. Era el obispo de Kulm. Partiríamos hacia el castillo de Lobau (¿qué quería decir?) aquella misma mañana, en aquel mismo momento. ¡Ahora! Salí corriendo como en un sueño y recogí mis cosas de la posada. Cuando regresé, el canónigo ya estaba en la calle, metiéndose en un destartalado carro alquilado. Creo que si no hubiese llegado en ese momento, se habría ido sin pensarlo dos veces. La Schillings asomó su fiera cabeza por la puerta. El canónigo gruñó levemente y se arrellanó en el asiento mohoso. Cuando nos íbamos la focaria gritó como una verdulera algo así como que no la encontraríamos cuando regresáramos, lo cual, debo confesarlo, me alegró mucho.
La excesiva vergüenza puede producir una especie de parálisis, y aquella mañana, a medida que avanzábamos por las calles de Frauenburg, me sentí víctima de esa enfermedad. Yo era joven, tal vez inocente, pero podía adivinar con bastante facilidad el motivo de nuestra prisa y del modo en que partíamos. Después de todo no faltaban razones; Lutero había atacado a Roma por su hipocresía y el falso celibato de sus clérigos, y sin duda el obispo Dantiscus habría asestado un nuevo golpe contra la indecencia entre el clero, tal como hacían continuamente los católicos en aquellos primeros días del cisma, ansiosos por demostrar su voluntad de reforma a un mundo escéptico. No es que ese tipo de tonterías me importaran en lo más mínimo. El estado de cosas entre el canónigo Nicolás y la Schillings no me preocupaba (al menos no demasiado), pero sí el espectáculo del doctor Copérnico en la calle, en público, envuelto en una sórdida escena doméstica. Como ya he dicho, me sentía incapaz de hablar, así que desvié la mirada hacia la gris Ermland con tal concentración que cualquiera hubiera pensado que estaba contemplando las maravillas de las Indias. ¡Ah, qué intolerantes son los jóvenes ante las debilidades de los viejos! El canónigo también permaneció callado hasta que alcanzamos la llanura. Entonces se movió nervioso y suspiró.
—Dígame, joven, ¿qué dicen de mí en Wittenberg? —preguntó con una voz cargada de cansancio.
Aquella maldita llanura prusiana, la recuerdo muy bien. Las enormes nubes se cernían sobre el Báltico, seguían nuestros pasos mientras avanzábamos despacio hacia el sur y sus sombras caminaban con grandes zancadas a través de la tierra desierta. Un extraño silencio se extendía por millas y millas delante de nosotros, como si el paisaje no nos mirara y prefiriera dar la cara a una distancia sin límites, y el apagado clamor de nuestro paso —el crujir de las ruedas y el sonido monótono de los cascos de los caballos— no pudiera vencer aquella imperturbable tranquilidad, aquella indiferencia. No vimos a nadie en el camino, si es que a aquello podía llamársele camino, pero de repente, a lo lejos, apareció un grupo de jinetes que galopaban con ímpetu en silencio. A través de una estrecha ranura que tenía delante, veía la espalda ancha del conductor, moviéndose y rebotando, pero a medida que pasaba el tiempo perdía su forma humana y se convertía en piedra, en un pilar de polvo o en el ala de un pájaro enorme. Atravesamos pueblos desiertos, donde las casas eran caparazones chamuscados, el polvo volaba por las calles, y la ausencia de murmullos humanos era como un agujero en el mismo aire. Así viajamos en los sueños. En una ocasión, cuando pensé que el canónigo estaba dormido, lo encontré mirándome fijamente y, otra vez, cuando me volví hacia él me dirigió una sonrisa maliciosa e inexplicablemente alarmante. Confundido y asustado desvié la vista hacia el paisaje que se movía lentamente a nuestro paso, pero tampoco allí encontré consuelo. La llanura se extendía interminable, bruñida por la extraña y frágil luz del sol, y el viento cantaba con dulzura. Estaríamos a unas mil leguas de cualquier parte, perdidos en la órbita de las estrellas fijas. Él seguía sonriendo, como un viejo hechicero, y tuve la impresión de que su sonrisa hablaba: Este es mi mundo, ¿lo ves? Aquí no hay Anna Schillings, no hay campesinos boquiabiertos, no hay malditas estatuas, ni Dantiscus, sólo la luz, el vacío y aquella misteriosa música en lo alto que tú no puedes escuchar, aunque sepas que está ahí. Entonces, por primera vez lo vi tal cual era; ya no como la imagen que había traído de Wittenberg, sino como el verdadero Copérnico —su auténtico yo—, un sujeto frío y brillante como un diamante (no exactamente como un diamante, pero tengo prisa), de repente cercano y familiar, pero aun así, intocable. No muchos hombres tienen la fortuna de conocer a otro con aquella espantosa claridad; cuando esta visión aparece, es efímera, la experiencia dura sólo un instante pero el conocimiento que entonces ilumina permanece para siempre. Por fin, arribamos a Lobau, y en la confusión de nuestra llegada, sentí que despertaba de un sueño. Esperé que el canónigo reconociera lo que había ocurrido en la llanura (fuera lo que fuese), pero no lo hizo, no iba a hacerlo, y yo me sentí decepcionado. Bien, por lo que sé, aquel viejo demonio pudo haberme hechizado allí, pero siempre recordaré aquel pavoroso viaje, sí.
El castillo de Lobau era un enorme fuerte de piedra blanca situado sobre una colina. Sus torres y torrecillas se alzaban sobre una cuesta arbolada y daban a los apiñados techos del pueblo. Allí arriba corría un aire fresco con olor a pinos y a abetos, y tuve la impresión de que estaba de vuelta en Alemania. Entramos en el patio y fuimos recibidos por los gritos de los sirvientes y los mozos de cuadra y los ladridos de los perros histéricos. Un viejo canoso con chaqueta de piel y calzones remendados vino a recibirnos. Lo tomé por un mayordomo o algo así, pero me equivocaba, era el propio obispo Giese. Saludó al canónigo con una expresión seria y solícita y a mí apenas si me miró, sólo me ofreció el anillo para que lo besara. Sin embargo, yo le estreché la mano y esto provocó una mirada ansiosa de su parte. Los dos se alejaron juntos, el canónigo andando despacio con la cabeza gacha y el obispo cogiéndolo suavemente del codo con la mano.
—Ah, Tiedemann, problemas, problemas —gruñó el canónigo. A mí me dejaron solo, como siempre, hasta que uno de los criados se compadeció de mí y dio un brinco bajo mis narices con una sonrisa sarcástica grabada en la cara. Raphael, que así se llamaba el criado, era casi un niño, un chico atractivo con un culo que parecía un melocotón. ¡Oh!, ya sabía lo que ese ángel se traía entre manos, pero lo seguí de buena gana y no sin gratitud. Mientras retozaba ante mí, parloteando y mirándome de reojo con su actitud infantil, se me ocurrió que antes de irme debía tener una charla en privado con él sobre las virtudes del matrimonio y advertirle sobre las tribulaciones que le aguardaban si continuaba inclinándose en la dirección en que obviamente se inclinaba a tan tierna edad. ¡Si yo hubiese sabido las tribulaciones que me esperaban a mí por culpa suya!
Así comenzó nuestra extraña estancia en Lobau, donde permanecimos todo aquel largo verano. El hechizo mágico, cuyos primeros efectos había sentido en las desiertas llanuras prusianas, se cernía sobre todo el blanco castillo, donde nosotros, como en un sueño encantado, vagábamos en medio del orden luminoso y la música de los planetas imaginando milagrosas fantasías. Lutero se había burlado de Copérnico llamándolo el loco que quiere poner patas arriba toda la ciencia de la astronomía, pero Lutero debería haberse limitado a opinar sobre teología, porque ni empapado de sudor en la peor de sus pesadillas podría haber imaginado lo que haríamos durante aquellos meses en Lobau. Pusimos el universo entero cabeza abajo, y digo pusimos, porque sin mí el canónigo hubiese seguido en silencio, incluso después de muerto. Había intentado destruir su libro: ¿cuántos de vosotros sabíais esto?
¡Cuán torpemente estoy relatando esta historia! El obispo Giese no era el viejo grosero y pedante que yo había imaginado. Sin duda, no era un tipo divertido, pero tampoco carecía de un cierto..., ¿cómo lo diría?, un cierto sentido de la ironía. Es mejor llamarlo así que hablar de humor, porque ninguno de esos nórdicos era capaz de reír. En su actitud hacia el canónigo, una mezcla de temor reverente y solicitud y, ocasionalmente, un inevitable pero amistoso enojo, revelaban su naturaleza leal y amable. Era una especie de astrónomo y tenía una esfera armilar de bronce para observar los equinoccios y un poderoso gnomon inglés que yo envidiaba. Sin embargo, se notaba que mostraba estos y otros instrumentos con falso entusiasmo y sospecho que los tenía sobre todo para probar la sinceridad de su interés en el trabajo del canónigo. Entonces tenía casi sesenta años, había sido canónigo del Capítulo de Frauenburg y estaba destinado a ocupar algún día el lugar del obispo Dantiscus en el obispado de Ermland. De estatura media, ni corpulento ni demasiado delgado, era uno de aquellos hombres de mediana edad que parecen los legítimos propietarios del mundo. Era un individuo decente, modesto, diligente, en resumen, un buen hombre. Yo lo aborrecía y todavía lo hago. Sufría fiebres intermitentes que había contraído en el desempeño de sus funciones en algún remoto lugar de aquel enorme pantano que era Prusia. El canónigo Nicolás, jugando a ser médico (tal como yo hago ahora), lo había estado tratando de esta dolencia y ésa era, al menos oficialmente, la razón de nuestra presencia en Lobau. Pero el canónigo no sólo prodigaría su talento en el obispo…
La noche de nuestra llegada, después de que yo me hubiera echado a descansar un rato, me desperté empapado en sudor y presa de un inexplicable pánico. Me castañeteaban los dientes, me levanté y vagué vacilante por el castillo estrujándome las manos y quejándome, asustado, perdido en aquellos extraños pasillos de piedra y galerías silenciosas. Entonces supuse, aunque no de un modo consciente, lo que presagiaba aquel humor de creciente impaciencia y alarma. Durante toda mi vida yo había sido víctima de prolongados ataques de melancolía, que en su forma más grave venían acompañados de desmayos y dolores desgarradores, y a veces incluso de ceguera temporaria y otra serie de síntomas más leves. Pero lo peor era la angustia, la accidie, que en más de una ocasión me hizo sentir al borde de la muerte. Lo más intolerable era el temor de que por fin la vida me abandonara en medio de esa espantosa oscuridad, aunque por fortuna las estrellas me tenían destinado un fin mejor y más sencillo. El ataque que tuve aquella noche fue uno de los más extraños que haya conocido y siguió allí, mudo pero inmutable, durante toda mi estancia en Lobau. Ya he hablado del encantamiento: ¿sería quizás producto del efecto de ver los incidentes de aquel verano a través de la membrana de la melancolía? La comida en el castillo solía ser un ritual agotador y repulsivo, pero aquella primera noche fue un verdadero tormento. La concurrencia se había dispuesto por orden jerárquico en una enorme sala, cuyas ventanas de vitrales atrapaban los turbios matices de la moribunda luz del sol y controlaban su grosero avance sobre la piadosa penumbra, tan apreciada por los clérigos santurrones. El obispo entró en medio de un estruendo de campanas y música, de punta en blanco, y se acomodó en su lugar a la cabecera de la mesa principal. Criadas con las manos enrojecidas y los talones mugrientos traían enormes bandejas de cerdo, canastos de pan negro prusiano y jarras de vino. Entonces comenzó la algarabía y los mentecatos sacerdotes y clérigos desconfiados metieron sus hocicos en la comida, engullendo, roncando y eructando, profiriendo insultos y dándose codazos, llenando el aire sofocante con estallidos de risa salvaje. En una de las mesas inferiores se armó una pelea a puñetazos, pero el obispo, que estaba a mi izquierda en su trono, mantuvo una actitud plácida —¿y por qué no?—. Para los cánones de la Iglesia romana era un modelo de buena conducta. Sí, para él, para todos ellos, las cosas iban perfectamente, y sólo yo era capaz de distinguir al simio agazapado entre nosotros y escuchar los aullidos. Incluso si lo hubieran visto, lo habrían tomado por un mensajero de Dios, un arcángel de sobacos apestosos y pelotas amoratadas y, sin duda, tras unas pocas plegarias dirigidas al techo por la concurrencia, la pobre bestia se habría quedado señalando hacia lo alto, con un dedo angelical, una nueva anunciación (¡y la Palabra se hizo Cerdo!). Así es como Roma convierte en ritual los horrores del mundo, con el objeto de mantener sus propias ficciones. Los odio a todos, a Giese con su melosa hipocresía, a Dantiscus y sus bastardos; pero por encima de todo odio a…, no, Rethicus,¡ espera, espera!
El obispo me hablaba —sin duda de alguna soberana estupidez, como siempre— mientras el pan se volvía barro en mi boca y el plato de carne que tenía enfrente parecía el cuenco de vísceras de un aurispice, significativo destino. No podía soportar un minuto más en aquella sala, así que me levanté con un gruñido y me largué.
Afligido y cansado, permanecí echado en la cama durante horas en aquella ratonera que me habían dado por habitación. Fuera, en la llanura, se divisaban unas luces tenues y vacilantes. El cielo estaba misteriosamente incandescente, pues en los veranos nórdicos la verdadera oscuridad no llega nunca, y una pálida luz crepuscular alumbra durante toda la noche, desde el atardecer al amanecer. Deseaba una muerte piadosa; me dolían los ojos, tenía el ano apretado, y mis manos apestaban a cera y cenizas. En aquel clima bárbaro, no había sitio para mí. Las lágrimas caían en torrentes por mis mejillas. En aquel momento, toda mi vida parecía inexplicablemente transfigurada, sombría e inútil, y no encontraba consuelo en ningún lado. Me cogí la cara con las manos como si fuera una pobre criatura herida y angustiada y lloré como un bebé.
Entonces oí un golpe al que no di importancia, creyendo que se trataba del viento o de un escarabajo, pero entonces se abrió un poco la puerta y el canónigo metió su cabeza y espió. Llevaba la misma túnica con que había viajado, un harapo negro e informe, pero sobre su cabeza reposaba una gorra de dormir increíblemente cómica con una borla. En su mano temblorosa llevaba un quinqué, y su luz vacilante proyectaba sombras que saltaban en las paredes como fantasmas enloquecidos. Parecía sorprendido, incluso un poco consternado, por encontrarme despierto, pues sospecho que había venido a espiarme. Murmuró una disculpa y comenzó a retroceder, pero luego se detuvo, como si acabara de recordar que al fin y al cabo yo no era un mueble y que una criatura despierta y sollozante podría sentirse con derecho a una explicación de por qué un viejo caballero irrumpía en su habitación a medianoche. Entró con un pequeño suspiro de impaciencia y cerró la puerta tras él, dejó la lámpara en el suelo con exagerado cuidado y luego, desviando cuidadosamente sus ojos de mis lágrimas, me habló así:
—Herr von Lauchen, el obispo Giese piensa que está usted enfermo porque se marchó con tanta precipitación de la mesa, así que he venido a preguntarle si puedo ayudarle en algo. La naturaleza de su dolencia está bastante clara: Saturno, un planeta maligno, gobierna su existencia, que sin duda ha estado llena de fructíferos estudios, pensamiento abstracto y profunda reflexión, todo lo cual sirve para alimentar una mente hambrienta, pero mina la voluntad y conduce a la melancolía y al abatimiento. Nada lo calmará, señor, hasta que, como recomienda Ficino, se abandone usted al cuidado de las Tres Gracias y se una a las cosas según sus designios. Incluso el simple azafrán amarillo florece y la flor dorada de Júpiter puede traerle consuelo; también es buena la luz del sol, por supuesto, y los campos verdes al amanecer; de hecho, cualquier cosa verde, el color de Venus. Haga esto, Mein Herr, huya de todas las cosas saturninas y en su lugar rodéese de las influencias que conducen a la salud, a la alegría y a los espíritus benignos; entonces la enfermedad no volverá a vencer sus defensas. Ejem... El obispo lo sentó a su lado en la cena, y ése es un honor concedido sólo a unos pocos, así que levantarse con prisas, como hizo usted, es un insulto. Quizá en Wittenberg usted haya adoptado los modales del padre Lutero, pero por favor comprenda que aquí, en Prusia, hacemos las cosas de otro modo. Vale. Ya veo que pronto amanecerá.
Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada hacia un lado, como si esperara que su voz agregara algo por sí sola; pero no, ya lo había dicho todo; levantó el quinqué y se dispuso a marchar.
—Me iré hoy mismo —dije yo.
Se detuvo ante la puerta y me miró por encima del hombro.
—¿Ya nos deja, Herr von Lauchen?
—Sí, Meister, me voy a casa, a Wittenberg.
Reflexionó sobre aquella inesperada decisión, hundiéndose en sí mismo como un caracol viejo y perplejo en su caparazón, y luego se alejó mascullando algo entre dientes en medio de un trance introspectivo, acompañado por las sombras espectrales que retozaban a su alrededor. Yo me comporté como un idiota; debí preparar mi equipaje e irme en aquel momento, mientras el castillo dormía. Que él publicara su libro o no lo hiciera, que lo quemara, que se limpiara el culo con él, que hiciera lo que se le antojara. Incluso imaginé mi partida y volví a llorar de compasión imaginando cómo mi figura solemne y triste se perdía en la madrugada sombría y fresca. Había venido en calidad de aprendiz, con humildad, yo, Rheticus, doctor en matemáticas y astronomía en la famosa universidad de Wittenberg, y él me había rehuido, me había ignorado y me había sermoneado como si fuera un niño travieso del coro. Pero en lugar de marcharme, me arropé con las mantas y acuné a mi pobre alma desolada hasta que me venció el sueño.
Ahora me doy cuenta de que los dos eran muy astutos, Giese y el canónigo, viejos conspiradores arteros; pero entonces no lo advertí. A la mañana siguiente me desperté tarde y encontré a Raphael junto a mí, con pan caliente, miel y una jarra de vino aromático. Agradecí la comida, pero me habría bastado con la sola presencia de aquel muchacho saludable, pues sentía un hambre mucho más cruel que la del estómago, echaba de menos la compañía de jóvenes, las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes que había dejado desde que abandonara Wittenberg para unirme a aquellos viejos de barbas grises. Juntos pasamos un rato agradable, y él, tímido, se retorcía los dedos, se apoyaba en un pie y luego en otro y parloteaba en un vano esfuerzo por disimular su rubor. Al final le di una moneda y se alejó saltando, y a pesar de que la vieja oscuridad regresó en cuanto se hubo marchado, ya no era tan pesada como antes. Después recordé la sensata charla que hubiera querido tener con él, pero era demasiado tarde y ya nunca hablaríamos de ello. Una casa llena de clérigos, todos hombres —¡y para colmo católicos!—, era un lugar peligroso para un chico como aquél..., tan joven, tan hermoso. (Estuve a punto de decir “inocente”), pero no sería sincero si lo hiciera. Sin embargo, sé que si este adjetivo no se emplea para describirlo a él, debería desaparecer de la lengua, pues carece de sentido. Sé que me explico con acertijos que hay que descifrar. ¡Mi pobre Raphael!, nos destruyeron a los dos.)
Me levanté y fui a buscar al canónigo, que, según me dijeron, estaba en el arborelum. Aquel nombre presagiaba un lugar agradable lleno de árboles frutales, sombra verde moteada por la luz y pequeños senderos cubiertos de hojas donde los astrónomos pasearían discutiendo los fenómenos del universo. Sin embargo, me encontré con un campo irregular al pie de una colina, con unos pocos arbustos marchitos y una huerta de coles. Por supuesto, allí no se veía ni rastro del canónigo. Cuando me alejaba, harto de que me mandaran a lugares equivocados, una figura se alzó entre las coles y me detuvo. Aquel día el canónigo Giese vestía de nuevo sus harapos de campesino, y la sola visión de su chaqueta y de sus calzones me enfureció. Me pregunté si aquellos malditos católicos harían otra cosa además de disfrazarse y actuar. Sus manos estaban llenas de barro, y cuando me acerqué, noté un fuerte olor a abono de caballo. Estaba de un humor campechano, supongo que el que correspondía a su atuendo.
—¡Gríiss Gott, Herr von Lauchen! El doctor me ha dicho que está usted enfermo; espero que no sea nada grave, ¿no es así? Nuestro clima prusiano es inclemente, sin embargo aquí, en la colina del castillo, no respiramos los aires poco saludables de la llanura, que a su vez son mejores que los de Frisches Haff de Frauenburg ¿verdad, Mein Herr? ¡Ja, ja! Déjeme que lo mire, hijo mío. Bueno, la causa de su enfermedad está clara: Saturno, que es un planeta maligno...
Y repitió palabra por palabra el pequeño sermón del canónigo en honor a las Gracias— Yo lo escuché en silencio, con los labios fruncidos, divertido y atónito a la vez: divertido ante la visión de aquel payaso que plagiaba las palabras de su maestro y las hacía pasar por propias; y atónito por la idea que me asaltaba de repente de que tal vez el canónigo no se había estado burlando de mí y hubiese hablado en serio con respecto a las tonterías cabalísticas de Ficino. ~Oh!, conozco bien la maléfica influencia de Saturno sobre mi vida, sé que las Gracias son buenas, pero también sé que ni una hectárea entera de azafrán podría aliviar mi angustia en lo más mínimo. ¡Azafrón! Sin embargo, como descubriría más tarde, el canónigo ni creía ni dejaba de creer en las teorías de Ficino ni en la multitud de prefabricados discursos con que se había armado hacía tiempo y gracias a los cuales tema una respuesta pronta para cualquier problema. Todo lo que le importaba era el discurso, no su significado; las palabras eran rituales vacíos que le servían para mantener a raya al mundo. Copérnico no creía en la verdad, creo que ya lo he dicho antes.
Giese me cogió del brazo con una de sus sucias manos y me condujo a un sendero debajo de los muros del castillo. Cuando acabó su disertación sobre mi estado de salud, hizo una pausa y me observó con una mirada extraña y pensativa, como si fuera un sepulturero que contempla con ojos especulativos a un hombre enfermo. Las últimas partículas del rocío matinal se adherían a nosotros como viejos harapos y el sol que ascendía lentamente irradiaba una luz débil y húmeda sobre las almenas del castillo. El mundo parecía viejo y cansado. Yo quería encontrar al canónigo para arrebatarle sus secretos, para coronar con la fama su cabeza reacia. Yo era joven y quena acción.
—Tengo entendido que viene de Wittenberg, ¿verdad? —dijo el obispo.
—Sí, soy luterano.
Mi sinceridad lo tomó por sorpresa, sonrió levemente y meneó la cabeza de arriba abajo, como para espantar la horrible palabra que yo había pronunciado; luego retiró con cuidado su mano de mi brazo.
—Así es, amigo, así es —dijo—; usted es luterano, tal como admi..., tal como dice. No tengo intención de discutir con usted los pormenores del trágico cisma que ha dividido a la Iglesia, se lo aseguro; pero debo recordarle que el padre Lutero no fue el primero en proponer la necesidad de una reforma. De cualquier modo, no vamos a polemizar. Un hombre debe vivir de acuerdo con su propia conciencia, al menos en eso creo que estoy de acuerdo con usted. Usted es luterano y lo admite, dejémoslo así. Sin embargo, debo reconocer que su presencia en Prusia resulta incómoda, no para mí, ya me entiende, pues el mundo no presta mucha importancia a lo que ocurre en la humilde Lóbau. No, Herr von Lauchen, me refiero a alguien muy querido por los dos; por supuesto, al domine praeceptor, el doctor Nicolás. Para él su presencia no sólo es una incomodidad, sino tal vez también un peligro. Pero no pretendía ofenderlo, permítame que me explique, pues usted no ha estado mucho tiempo en Prusia y por lo tanto no sabe cómo son las cosas aquí. Dígame, ¿no le sorprende la reticencia del canónigo para comunicar sus descubrimientos al mundo y publicar su magnífica obra? Creo que le sorprenderá saber que no es la certeza de sus conclusiones lo que lo hace dudar, sino el miedo. Eso es, Herr von Lauchen: miedo.
Hizo una pausa, durante la cual seguimos andando en silencio por el sendero. He dicho que Giese era un tonto, pero eso no fue más que un insulto, pues no tenía nada de tonto. Nos alejamos de las murallas del castillo y descendimos un poco por la cuesta arbolada de la colina. Los árboles eran altos. Tres conejos escaparon al acercarnos y yo tropecé con un tronco caído. Los pinos tenían un color plateado, pues cada una de sus finas agujas estaba decorada con una delicada filigrana de nacarado rocío. Es extraño que recuerde ese momento con tanta claridad. Era como un gorrión, que a pesar de ver al halcón bajando en picada, echa un último vistazo a su mundo. El obispo Giese volvió a apoyar su garra sobre mi brazo y comenzó a hablar en latín como si recitara un salmo.
—La tarea que debo cumplir es penosa, pues debo describir, nada menos que a alguien de Wittenberg, las tormentas de envidia que se ciernen sobre nuestro sabio amigo. Mein Herr, le suplico que escuche con atención y paciencia y que no vea en estos simples hechos un complot tramado en los pasillos de Roma. Esta perversión es obra de una sola persona: ¿conoce usted a Dantiscus, obispo de Ermland, un bobalicón de Danzig cuyo verdadero nombre es Johannes Flachsbinder? Él odia a Copérnico y durante todos estos años lo ha estado acosando movido por la envidia. ¿Por qué?, dirá usted. Pues, la respuesta no está a mi alcance. ¿Por qué siempre los peores detestan a los mejores y los hombres mediocres quieren ver derrotados a los más grandes? Así es el mundo. Además, este hijo de Zelos, a pesar de ser un estúpido patán, cree que en Prusia sólo hay lugar para una gran mente…, ¡la suya! El tipo está loco de atar. Ahora bien, para conseguir sus objetivos y arruinar al maestro, ensucia su nombre, hace correr el rumor de que éste se acuesta con su focarza, a quien dice que ha arrastrado al pecado para satisfacer su lujuria. Amigo, me mira usted como si no pudiera creer lo que digo; ¡pues ésta es sólo una de las tantas calumnias de este hombre de Danzig! Ha destrozado la reputación del doctor, por lo cual el canónigo cree que el mundo condenará su libro o se burlará de él. Hace unos años, en Elbing, unos campesinos ignorantes se mofaron de una estatua de cera de Copérnico expuesta en una farsa de carnaval. De este modo Dantiscus gana, nuestro amigo permanece callado y teme comunicar sus brillantes teorías al malicioso populacho. Así, Mein Herr, es como el trabajo de tantos años sigue oculto y desconocido. Por lo tanto le suplico que no nos deje todavía. ¡Tenemos que hacerlo entrar en razón! Pero, silencio, que aquí viene el doctor. Por favor, no le diga que le he contado estos secretos. ¡Ah, Nicolás!, buenos días.
Habíamos salido del bosque y entrábamos en el patio por una pequeña puerta trasera. Si Giese no lo hubiera señalado, yo no habría notado la presencia del canónigo, que remoloneaba bajo una glorieta y nos miraba fijamente con una sonrisa extraña e impasible en su cara sombría. Ahora, tras lo que me había contado Giese, lo miré con nuevos ojos y pude ver en él, o al menos eso pensé entonces, a un hombre prisionero, cuyas acciones se veían limitadas por la poderosa necesidad de discreción y cautela. Sentí una furia tremenda por la situación a la cual lo habían empujado. Me habría arrodillado a sus pies, si no fuera porque aún tenía fresco el recuerdo de la última vez que lo había hecho. En su lugar, me contenté con ofrecerle una mirada terrible, a través de la cual deseaba demostrarle que, bajo sus órdenes, sería capaz de enfrentarme a un ejército entero de hombres como Dantiscus. (Sin embargo, estaba confundido e incluso desconfiaba: ¿qué era exactamente lo que querían de mí?)
Había olvidado mis intenciones de irme aquel día, pues en realidad lo había dicho sólo para provocar una respuesta sincera de aquel brujo con gorra de dormir que había en mi habitación y de ningún modo había imaginado que la precipitada amenaza pudiera provocar el pánico que por lo visto había provocado. Resolví proceder con cuidado, pero como era un jovencito estúpido, olvidé la prudencia sólo un momento después de decidir emplearla y me eché de cabeza en el lodo.
—Meister —dije—, debemos regresar de inmediato a Frauenburg, pues quiero hacer una copia de su gran obra y llevársela a un editor que conozco en Nüremberg. Es un hombre discreto y se especializa en este tipo de libros. ¡Debe confiar en mí y no dejar pasar más tiempo!
Estaba tan entusiasmado que esperaba una reacción absurdamente dramática de parte del canónigo ante este evidente desafío a su discreción, pero él se encogió de hombros.
—No hay necesidad de ir a Frauenburg, el libro está aquí.
—Pero, pero, pero…— dije yo.
—¡Pero Nicolás...! —exclamó Giese.
—Supuse que Herr von Lauchen no habría venido desde Wittenberg sólo para divertirse —respondió el canónigo y nos miró a los dos con una mezcla de desprecio y disgusto—. Usted vino aquí para conocer mi teoría sobre los movimientos de los astros, ¿verdad? Pues así lo hará. Tengo el manuscrito aquí, venga conmigo.
Los tres entramos en el castillo y el canónigo fue a su habitación a buscar el manuscrito. Aquella mañana todo había ocurrido tan de prisa que mi pobre cabeza, ya abrumada por la enfermedad, no podría resistir más. Me encontraba en un estado de shock, y sin embargo no pude dejar de notar que el viejo intentaba en vano parecer indiferente al mostrarme el trabajo de toda su vida y que, por un instante, sus manos se aferraron temblorosas al manuscrito, como si dudaran sobre la conveniencia de pasármelo. Cuando por fin lo hizo, retrocedió un paso y en su rostro volvió a aparecer esa sonrisa espantosa e incontrolable, mientras el obispo Giese, que aguardaba en suspenso junto a nosotros, dejó escapar un suspiro de alivio. Yo me incorporé de inmediato y me acerqué a la ventana, temiendo que el canónigo cambiara de opinión e intentara arrebatarme aquellas páginas.

Capítulo 3
De revolutionibus orbium mundi

(Sólo para matemáticos)

No sé cómo expresar lo que sentí entonces, la extraña mezcla de emociones que bullían dentro de mí al contemplar el mito viviente que tenía entre las manos, la llave de los secretos del universo. Durante años, este libro había aparecido en mis sueños y me había obsesionado en las horas de vigilia de tal modo que ahora apenas podía comprender la realidad y tenía la impresión de que las palabras del enmarañado manuscrito cantaban en lugar de hablar. La vibrante majestuosidad del título resonaba como los acordes de trompetas celestiales, acompañada por la mundanal música de violines de su cauta advertencia. No pude evitar sonreír como un tonto ante el inexplicable milagro de la música del Cielo y la Tierra. Luego pasé las páginas y encontré el diagrama del universo, en cuyo centro estaba el sol resplandeciente y eternamente inmóvil; entonces la música desapareció junto con mi sonrisa estúpida y me invadió una sensación nueva e inesperada: ¡la pena! Pena de que la tierra fuera destronada y desplazada hacia la oscuridad del firmamento, para moverse y girar a las órdenes de un mudo y tiránico dios del fuego. ¡Si, amigos, sufrí por nuestra destitución! Yo ya sabía que la teoría de Copérnico postulaba un universo heliocéntrico —todos lo sabían— y también había leído la manoseada copia del Comentariolus que tenía Melanchton. Además, como todo el mundo sabe, Copérnico no fue el primero en situar al sol en el centro del universo. Sí, conocía desde hacía mucho tiempo las teorías de aquel prusiano, pero recién aquella mañana, en el castillo de Lóbau, descubrí las verdaderas consecuencias de su cosmografía con una mezcla de horror y fascinación. ¡Amada tierra!, él te expulsó para siempre a la oscuridad. Sin embargo, ¿qué importancia tenía aquello? Yo sé que el cielo siempre será azul, que la tierra florecerá en primavera y que este planeta continuará siendo el centro de todo lo que conocemos.
De vez en cuando releo el manuscrito entero; por supuesto, no lo leo palabra por palabra, sino que lo abro, como un cirujano opera un gano, hundiendo la afilada cuchilla de mi intelecto en sus centros vitales para dejar al desnudo las palpitantes arterias que conducen a su corazón. Luego, en las intrincadas fibras de aquel corazón, hago un extraño descubrimiento..., pero no diré nada más por el momento. Cuando por fin levanté la vista de aquellas páginas, descubrí que estaba solo. La luz palidecía a través de las ventanas, caía la noche. El día se había marchado inadvertidamente, al igual que Giese y Copérnico. Me dolía la cabeza, pero la obligué a pensar, a buscar una idea insignificante y persistente que había estado allí desde la mañana, aguardando la oportunidad para salir a la luz. Se trataba del recuerdo de Copérnico en el instante en que yo le había pedido que me mostrara el manuscrito; entonces, sólo un instante, su timorata máscara clérigo se había caído para revelar un profundo desdén y una fría y de cruel arrogancia. No entendí por qué me acordaba de eso ni la razón de que pareciera algo tan significativo; ni siquiera estaba seguro de que no hubiese sido producto de mi imaginación, pero me preocupaba. ¿Qué es lo que pretenden que haga? Ve con cuidado, Rheticus, me dije, sin saber muy bien lo que quería decir...
Encontré a Copérnico y a Giese en la gran sala del castillo, sentados en silencio en las sillas altas y talladas que había a ambos lados de la enorme chimenea, donde ardía ferozmente un atado de leña, a pesar del clima benigno de la tarde. Las altas ventanas apenas dejaban pasar la claridad de la tarde, y en la penumbra, las túnicas de las dos figuras inmóviles parecían flotar y fundirse en las intrincadas acanaladuras de sus tronos, de modo que para mis ojos cansados no tenían extremidades, y eran sólo un par de cabezas separadas del cuerpo, suspendidas en el resplandor carmesí del fuego. Copérnico se había puesto lo más cerca posible de las llamas, pero aun así daba la impresión de que tenía frío. Al entrar en el arco de la luz vacilante que irradiaba la chimenea, advertí que me miraba. Yo estaba cansado y me sentía incapaz de entrar en sutilezas, así que una vez más olvidé mi propia decisión de actuar con prudencia. Levanté el manuscrito y dije:
—Lo he leído y pienso que es todo lo que esperaba encontrar, o incluso más de lo que había deseado. ¿Me permitirá que se lo lleve a Petreius, el impresor de Nüremberg?
Tardó en contestar y el silencio se extendió a nuestro alrededor hasta que pareció crujir.
—Esa es una cuestión que todavía no puedo discutir —dijo por fin. Tras aquellas palabras, el obispo se movió inquieto y puso fin a nuestra discusión (¿discusión?). ¿Había comido? Entonces debía hacerlo. Le diría a Raphael que me llevara la cena a mi habitación, pues sin duda debía retirarme; era tarde, yo estaba enfermo y necesitaba dormir.
Demasiado cansado para protestar, obedecí como una criatura somnolienta que se deja conducir a la cama, y salí de la habitación abrazado al manuscrito, el juguete preferido de este bebé. Miré a Copérnico, y su cabeza cortada sonrió y asintió como si dijera: “Duerme, pequeño, ahora duerme”. Tuve la impresión de que mi habitación tenía un aspecto diferente, aunque no atiné a precisar por qué, hasta que a la mañana siguiente advertí que el escritorio estaba lleno de plumas y papel, que alguien había puesto allí sin mi conocimiento.
¡Oh, qué astutos!
Entonces se me cruzó un pensamiento asombroso: en el castillo era feliz, tal vez más feliz de lo que había sido en el pasado o sería en el futuro. ¿Sería verdad? Felicidad, felicidad, escribo la palabra, la miro fijamente y no significa nada. La felicidad, qué cosa extraña. Cuando el mundo, que en su mayor parte está poblado por tontos e hipócritas, habla de ella, sólo alude a la gratificación de una necesidad de amor, de venganza, de dinero o cosas por el estilo—, pero no es eso a lo que yo me refiero. Nunca he amado a nadie y si tuviera dinero no sabría qué hacer con él. La venganza, por supuesto, es otra cuestión, pero a mí no me haría feliz. Lo cierto es que en Lobau yo no sabía nada de la venganza y ni siquiera sospechaba que un día la desearía. ¿Pero de qué estoy hablando? Ni siquiera puedo entenderme a mí mismo, estas alucinaciones. — — Sin embargo, aquella idea no se desvanece: aquel verano en Lobau, yo era feliz. Es como una especie de mensaje que alguien me envía desde un lugar desconocido, como un enigma. Bien, entonces permitidme que intente descubrir qué era lo que me hacía feliz; tal vez así pueda comprender qué es la felicidad.
Pronto los días adquirieron una rutina. Por la mañana me despertaban las melancólicas campanadas que llamaban a la misa oficiada por el obispo. La idea de aquel extraño ritual secreto de sangre y sacrificio ejecutado allí mismo, bajo la luz pálida del amanecer, me parecía a la vez cómica y grotesca, y sin embargo me procuraba un misterioso consuelo. Después de misa venía Raphael, con ojos somnolientos pero llenos de infalible alegría, a alimentarme y rasurarme. Era una criatura muy agradable y siempre estaba dispuesto a charlar o a permanecer callado según conviniera a mi estado de ánimo. Incluso su silencio era jovial. En varias ocasiones intenté que me diera una descripción exacta de sus obligaciones en el obispado, pues era evidente que gozaba de una posición privilegiada, pero sus respuestas eran siempre vagas. Se me había metido en la cabeza la idea de que podría ser un hijo ilegítimo del obispo (¿lo sería?, espero que no). A veces le pedía que me acompañara a tomar el aire en el bosque cercano al castillo, pero después desaparecía de mi lado hasta la noche, pues yo le había advertido que tenía que trabajar y que no quería que me distrajera.
El astrónomo que estudia los movimientos de las estrellas es como un ciego que, con la sola ayuda del bastón de las matemáticas, debe hacer un enorme, interminable y peligroso viaje, pasando por innumerables parajes desolados. ¿Y cuál será el resultado? Avanzará nervioso un trecho y andará a tientas golpeando el bastón contra el suelo, pero llegará un momento en que se apoyará en él y suplicará al cielo, a la tierra y a todos los dioses que lo ayuden en su angustioso camino. Así, día tras día durante diez semanas, acosado por la enfermedad, y lo que es aún peor, por las dudas sobre el objetivo de mi trabajo, luché por descifrar la maraña de las teorías de Copérnico sobre el movimiento de los planetas. La segunda lectura del manuscrito fue muy distinta de aquella primera y engañosa visión cuando, extasiado por la música, fui directamente al meollo de la cuestión e ignoré de buena gana los detalles. ¡Ah, los detalles! Inclinado ante mi escritorio, con la cabeza entre las manos, libré una furiosa batalla contra ellos, quejándome y murmurando, sollozando y en ocasiones incluso riendo de forma incontrolable. Me acuerdo en especial de los problemas que me causó la órbita de Marte, el señor de la guerra. ¡Ese planeta es un coñazo y casi me vuelve loco! Un día, convencido de que nunca podría comprender el misterio de su órbita, me levanté y caminé en frenéticos círculos por la habitación, golpeando mi cabeza contra las paredes. Al final, cuando me había dado tantos coscorrones que estaba a punto de perder el sentido, me desplomé en el suelo mientras una risa ensordecía mis oídos y una voz burlona —que juro procedía de la mismísima cuarta esfera— me gritaba: ¡Bien, Rheticus, muy bien! Has encontrado lo que buscabas, porque Marte gira en el cielo del mismo modo que tú das vueltas alrededor de esta habitación.
Como si todo esto fuera poco, todas las noches, en lugar de descansar, me enredaba en interminables discusiones con Copérnico, intentando convencerlo de que publicara su obra. Estas batallas tenían lugar en la sala principal después de la cena, donde habían puesto un tercer sillón tallado para mí frente al fuego. Dije batallas, pero tal vez «asaltos» fuera una palabra más apropiada, pues mientras yo atacaba, Copérnico se escondía tras un muro de imperturbable silencio y parecía inconmovible. Permanecía sentado, envuelto en los pliegues de su túnica, como una figura lejana y sombría, con la vista fija en el vacío y las mandíbulas apretadas como una trampa. Por más fuerte que estuviera el fuego, él siempre tenía frío, era como sí él mismo lo generara desde algún helado desierto interior. Sólo cuando mis súplicas alcanzaban su mayor intensidad, cuando fuera de mí, lleno de fervor mesiánico, me levantaba y gritaba vehementes exhortaciones agitando los brazos, sólo entonces sus fuertes defensas dejaban entrever alguna señal de debilidad. Entonces meneaba la cabeza de un lado a otro, en un gesto rítmico y vehemente de negativa, mientras aquella pavorosa sonrisa se hacía más y más amplia, el sudor resbalaba por su frente, y como una jovencita que se excita con fantasías de violación, espiaba en las profundidades del abismo al que yo le invitaba a saltar y se abrazaba a sí mismo con una mirada horrorizada, llena de pánico. A veces lo acosaba tanto que me contestaba, pero sólo para arrojar un obstáculo en el camino de mi cruel avance, o se concentraba con atención en algún pequeño detalle de mis argumentos, desviándose adrede de la cuestión fundamental. Por ejemplo, cuando le dije que tenía el deber de publicar su obra, aunque sólo fuera para demostrar los errores de Tolomeo, negó con un dedo tembloroso y gritó:
—Debemos seguir los métodos de los antiguos, pues aquel que no confíe en ellos permanecerá agazapado para siempre en el desierto frente a las puertas cerradas de la ciencia, soñando los sueños de los locos sobre los movimientos de las esferas. Allí obtendrá lo que se merece por pensar que puede sustentar sus propias alucinaciones calumniando a los antiguos.
Giese, por otra parte, se atribuía a sí mismo el papel de sabio mediador en aquellos debates unilaterales y de vez en cuando intervenía con algún comentario irrelevante, que por lo visto él consideraba inmensamente erudito y persuasivo, y que Copérnico y yo escuchábamos con un silencio compasivo y cortés, antes de continuar como si el viejo payaso no hubiera abierto la boca. Sin embargo, él se contentaba con que le dejáramos decir su parlamento, pues, como todos los de su clase, no reconocía la diferencia entre palabra y acción, y sentía que cuando algo se decía era como si se hubiese hecho. Pero él no era el único espectador en el campo de batalla, pues en el castillo e incluso en el pueblo se había corrido el rumor de que en la sala principal cada noche había un espectáculo gratuito y pronto atrajimos una audiencia de clérigos, oficiales del castillo, prósperos comerciantes del pueblo, charlatanes en misiones diplomáticas de paso hacia el trono de Kulm y Dios sabe cuánta gente más. Hasta los sirvientes entraban subrepticiamente a escuchar la función de aquel loco de Wittenberg. Al principio me molestaba tener delante a aquella masa anónima que respiraba sigilosamente, se movía y dejaba escapar risitas ahogadas; pero con el tiempo acabé acostumbrándome. En realidad comenzó a gustarme, y en el círculo mágico de la luz del fuego, encerrado en aquel fuerte inexpugnable en lo alto de la llanura, sentí que había ascendido por encima del mundo de los seres vulgares hasta un ámbito etéreo y esotérico, donde la suciedad no podía alcanzarme y donde yo no podía tocar la suciedad. Afuera era verano, los campesinos trabajaban en el campo y los emperadores libraban sus guerras, pero aquí no había nada de aquello, ni sangre ni abono, ni plantas que crecían, ni placeres bucólicos, ni hombres que morían; en resumen, nada en absoluto, éramos ángeles recreándonos con un juego eterno y celestial. Y yo era feliz.
Pero si eso es la felicidad, entonces no la quiero.

* * * *

Sí, sí, ya llego, pero todavía estoy en Lobau. Al final mis ideas vencieron, y a pesar de que fue a su manera y en sus propios términos, Copérnico se rindió. Por primera vez dio señales de querer negociar en serio la noche en que inesperadamente, sin que viniera a cuento, comenzó a farfullar con entusiasmo acerca de un plan que según él contaría con mi más entusiasta aprobación. Yo no debía pensar que su reticencia a publicar se debía a que sentía desprecio por el mundo; por el contrario, como yo bien sabía (¿lo sabía?), él guardaba un gran afecto por los hombres vulgares y no deseaba dejarlos sumidos en la ignorancia de rerum natura, teniendo en sus manos la posibilidad de iluminarlos. También tenía una responsabilidad para con la ciencia y el perfeccionamiento de los métodos científicos. Tomando todo aquello en consideración, por lo tanto, se proponía elaborar unas tablas astronómicas con nuevas reglas para trazar el curso de las estrellas, que constituirían una incalculable ayuda no sólo para los astrónomos sino también para los marineros, cartógrafos, etcétera; y una vez que las tuviera listas, me permitiría llevárselas a mi impresor de Nüremberg. Sin embargo, había algo que debía dejar claro: que si bien las tablas computacionales tendrían reglas nuevas y exactas, en ellas no habría pruebas. Él estaba convencido de que la publicación de la teoría sobre la cual se fundarían las tablas trastornaría las ideas convencionales sobre el movimiento de los astros y que, por consiguiente, provocaría una gran conmoción; y no estaba dispuesto a ser el artífice de aquella conmoción (la cursiva es mía). Pitágoras sostenía que los secretos de la ciencia estaban reservados a unos pocos, los iniciados, los sabios, y Pitágoras era un antiguo y tenía razón. En conclusión: reglas nuevas, pero ninguna prueba que las sustentara.
Esto no serviría de nada y él lo sabía bien, pues tan pronto como comencé a exponer mis objeciones asintió, admitió rápidamente que era una idea estúpida y dijo que la abandonaría. Confieso que hasta el día de hoy no he logrado comprender por qué tramó aquel ridículo plan, si pensaba retirarlo de inmediato; a no ser que quisiera indicarme, con sus típicos métodos indirectos, que ya estaba dispuesto a doblegarse. El canónigo dio el asunto por concluido, pero este pequeño detalle no iba a evitar que el obispo Giese expresara sus objeciones, cuya formulación le costaría un enorme esfuerzo que no querría ver desperdiciado.
—Pero, doctor —dijo—, esas tablas serán un obsequio incompleto para el mundo si usted no revela las teorías que las sustentan, tal como prudentemente hiciera Tolomeo, a quien usted respeta tanto.
Copérnico, que otra vez se había encerrado en sí mismo con aire ausente, le dio una respuesta extraordinaria:
—La astronomía de Tolomeo no revela nada acerca de lo existente y sólo es útil para computar lo inexistente.
Sin embargo, tras pronunciar aquellas palabras, recobró su compostura y adoptó una expresión que pretendía ser de franca ignorancia, pero que en realidad le daba aspecto de imbécil; como si no fuera consciente de haber dicho algo que, si de verdad lo creía, hacía que todo el trabajo de su vida careciera de sentido. Recordad que digan lo que digan ahora sobre su obra, su teoría estaba basada por completo sobre la astronomía tolemaica y era, como él mismo señalara, sólo una revisión de Tolomeo, al menos en sus comienzos. Acababa de admitir algo tan importante, que en su momento no llegué a advertir su verdadero alcance y sólo sentí el roce ligero de su ala negra en mi cara cuando pasó volando. Pero debo de haber notado que algo trascendental acababa de suceder, que parte del muro se desmoronaba, pues de inmediato me puse de pie y grité:
—Déjeme llevar el manuscrito a Nüremberg. Debemos actuar ahora o callar para siempre, ¡confíe en mí!
Él tardó en contestar. Tengo la impresión, aunque es probable que me equivoque, de que aquella noche había muchísimo público, pues el silencio era enorme, el tipo de silencio que se produce cuando una multitud calla por un momento, boquiabierta ante un prodigio llamativo y artificioso. Incluso Giese guardó silencio. Copérnico estaba sonriendo, y no me refiero a su mueca habitual, sino a una verdadera sonrisa, tímida, bastante serena y llena de astucia.
—Dice que debo fiarme de usted y por supuesto lo hago, claro que sí; pero el viaje a Nüremberg es largo y peligroso y quién sabe con qué desgracias podría toparse en el camino. ¿Qué pasaría si por desgracia perdiera el manuscrito, si se lo robaran o lo destruyeran? Entonces toda mi obra estaría perdida y este libro me ha llevado treinta años.
¿Qué estaba tramando? Me miraba con una expresión fría y divertida (¡juro que era divertida!) mientras yo me revolvía como un~ pez perdido en busca de la respuesta correcta, la única respuesta al enigma que me planteaba. Esto era muy distinto de todo lo que había sucedido antes, esto iba en seno.
—Entonces haré una copia del manuscrito y la llevaré conmigo
—dije con mucho cuidado—, usted se quedará con el original. De ese modo el libro estará a salvo y será publicado. No veo que haya ningún problema más.
—Pero usted podría perder la copia, ¿verdad? ¿Y qué pasaría entonces? Tengo una idea mejor: váyase a Nüremberg y allí escriba una glosa del libro, cosa que sin duda podrá hacer muy bien de memoria, y publíquela.
—Pero eso ya se hizo —grité yo—. Usted mismo escribió un resumen en su Commentariolus.
—Eso no fue nada, nada de nada, pues estaba lleno de errores. Usted debe escribir una descripción más precisa de mi obra. Esto tendría ventajas para ambos: usted ganará fama en el mundo de la ciencia y preparará el camino a la publicación de mi libro. Usted será una especie.. —volvió a sonreír—, una especie de Juan el Bautista, el profeta.
Había ganado y lo sabía, así que agaché la cabeza, derrotado.
—De acuerdo —dije—, escribiré una glosa, si soy capaz de hacerlo.
¡Ah, su sonrisa, su pequeña sonrisa, qué bien la recuerdo!
—Creo que es un plan estupendo, ¿y usted?
—Sí, sí... Pero ¿cuándo publicará De revolutionibus?
—Bueno, ahora que lo pienso, no veo la necesidad de publicarlo, si su glosa es lo suficientemente completa.
—Pero, ¿y su libro?, ¿su obra de treinta años?
—El libro no es necesario. —
—¿E intenta...?
—Destruirlo.
—¿Destruirlo?
—Pues sí.
¡Con qué sencillez y ligereza lo decía!, ¡qué convincente sonaba! Así fue como concebí mi Narratio prima, la obra que en los treinta y seis años transcurridos desde su publicación ha ganado tanta fama (para él, y no para mi, pues el trabajo era suyo). No he pretendido presentar un relato estrictamente literal de cómo me engañaron para que lo escribiera, sino que me he contentado con demostrar la astucia con que se aprovecharon de mi entusiasmo juvenil y de mi ingenuidad para sus propios y sospechosos fines. Aquella sugerencia estúpida de que me fuera de inmediato a Nüremberg y escribiera un resumen de memoria, era sólo parte de la trampa, por supuesto, pues era una concesión y por lo tanto lo hacía parecer generoso. De todos modos, tenía que ceder, pues yo no tenía intenciones de apartarme de él tras oírle amenazar con quemar su libro (aunque debo confesar que no podía creer en su amenaza, aun así...).
Comencé a escribir aquella misma noche. El libro de Copérnico está estructurado en seis partes, cada una más compleja y difícil que la anterior. Para entonces yo ya estaba totalmente familiarizado con las tres primeras, comprendía bastante bien la cuarta y sólo tenía una idea general de las dos últimas. Pero lo logré, ¡lo logré!, y la Narratio prima, como podréis observar, aunque no sea todo lo elegante que me gustaría, es una obra brillante. ¿Quién otro —lo pregunto con toda modestia— podría haber hecho en tan poco tiempo una versión tan condensada, tan sucinta de aquella enredada trama de teorías astronómicas?, ¿quién sino yo? ¿Y acaso me ayudó en la tarea el domine praeceptor?, ¡pues claro que no! Cada tarde, cuando acababa el trabajo del día, él venía con alguna excusa estúpida y se llevaba el valioso manuscrito. ¿Tendría miedo de que me lo comiera? ¡Y cómo temblaba, se agitaba y se preocupaba!, me tiraba de la manga con nerviosismo, acosándome con advertencias y prohibiciones. Decía que no debía mencionar su nombre; pero entonces, ¿cómo tenía que hacerlo? ¿Una teoría sin creador? ¿Tenía que decir que el trabajo era mío? ~Ah, eso sí que tendría que pensarlo dos veces! Se fue, meditó un par de días y volvió para decirme que si era necesario que lo citara, que lo hiciera con el nombre de doctor Nicolás de Torun. Muy bien, ¿a mí qué me importaba? Por mí como si quisiera que lo llamara el Loco Kaspar o Mandricardo el Terrible. Así fue como escribí el siguiente título:
Al Ilustrísimo Doctor Johannes Schöner, un resumen del Libro de los Movimientos Celestes del más ilustre y excelente matemático, el reverendo padre doctor Nicolás de Torun, canónigo de Ermland, en la versión de un joven estudiante de matemáticas.
¡Qué susto iba a pegarse el viejo Schöner, que me había enseñado matemáticas y astronomía en Nüremberg!, al verse así mismo como blanco involuntario, por decirlo de algún modo, de aquella polémica obra. La dedicación era una artimaña, pues el nombre de Schöner no podía otorgar respetabilidad a un trabajo que, como yo bien sabía, iba a alborotar el adormecido panal de abejas académicas y hacerlas zumbar. Además, por añadidura y en cierto modo para aplacar a Dantiscus, agregué el Encomium Borussiae, una aduladora descripción de Prusia, de sus grandiosos intelectuales, su riqueza en ámbar y otros materiales preciosos, sus gloriosas vistas a los pantanos y al mar gris pizarra, que me hizo devanar los sesos buscando metáforas bonitas y alusiones de estilo clásico. Y como había decidido imprimir en Danzig en lugar de en Nüremberg, pues estaba sólo a un día de viaje y el alcalde, un tal John de Werden, me había invitado a visitarlo, aproveché la oportunidad para dedicarle unas pocas palabras de afecto a la ciudad y al poderoso Aquiles que tenía por alcalde.
Terminé la Narratio prima el 23 de septiembre de 1 539. Para entonces ya habíamos vuelto a Frauenburg, y aunque no puedo decir que estuviera encantado de encontrarme otra vez en aquella espantosa ciudad, al menos sentí un gran alivio al librarme del tonto de Giese y del hechizado castillo de Lóbau (dejar a Raphael fue mucho más difícil, por supuesto…). Solo con Copérnico en su fría torre, las cosas quedaron claras y pude ver el abismo que había entre su temor a los cambios y mi firme fe en el progreso. Pero ya hablaré de eso luego. Dije que estábamos solos en la torre, pero ¿cómo pude olvidar esa otra presencia que se alzaba entre nosotros como un pavoroso basilisco cuya mirada funesta vigilaba todos mis movimientos y cuyo furioso silencio nos envolvía como una mortaja? Me refiero a Anna Schillings, aquella horripilante mujer. No había cumplido la promesa de marcharse antes de que volviéramos y estaba allí, aguardándonos con actitud sombría, con los brazos cruzados bajo aquel enorme pecho. ¡Oh, no, Anna, nunca te olvidaré! No debía de ser mucho más joven que Copérnico, pero tenía una gran fortaleza, alimentada por la amargura y el rencor, que disimulaba su edad. A mí me odiaba con toda su alma, pues estaba celosa. No me hubiera extrañado que intentara matarme y confieso que cuando tenía frente a mí aquellos potajes verdosos con que nos alimentaba, la idea de un envenenamiento se cruzaba a menudo por mi cabeza. Hablando de envenenamiento, creo que Copérnico debe de haber considerado la posibilidad de librarse de aquella molesta mujer, pues recuerdo haberlo visto preparar una pócima apestosa para curarla de alguna de sus innumerables dolencias. Mientras mezclaba la medicina en el mortero una y otra vez, tenía una pequeña sonrisa melancólica y maligna, como si le estuviera arrancando los ojos. Por supuesto, nunca hubiera soñado con una solución tan drástica, pues más que a la bruja misma creo que temía a la idea de que su fantasma viniera a perseguirlo.
Insistió para que me alojara con él en la torre y yo me sentí halagado, hasta que descubrí que no me quería allí para disfrutar de mi compañía, sino para tenerme de aliado contra Anna Schillings. Sin embargo, debo admitir que en ese aspecto no pude ayudarlo mucho. Sin duda, yo la controlaba y pronto aprendió a tratarme con cuidado; pero cuando no conseguía nada de mí, se dedicaba a atormentar al desafortunado Copérnico, de modo que mi presencia no hacía otra cosa que aumentar sus problemas. Cuando ella se le acercaba, él se sobresaltaba y se hundía en la coraza de su túnica, como si temiera que fuera a tirarle de las orejas. A mí no me inspiraba compasión, pues sólo tenía que armarse de coraje (¡qué frase tan curiosa!) para echarla a patadas, denunciarla como bruja o envenenaría, y todo se hubiese arreglado. Al fin y al cabo, ¿por qué tenía tanto poder sobre él? Decían que la había rescatado de una situación sórdida y que era prima lejana suya. Debo confesar que especular sobre este asunto me producía náuseas, pero deduje que años atrás, cuando aún serían capaces de algo así, ella habría utilizado el sexo para someterlo a su voluntad. Ya había visto antes cómo los hombres se convertían en esclavos bajo la tiranía de un coño. ¡Mujeres! No tengo nada contra ellas mientras guarden su lugar, pero soy consciente de que sólo tienen que dominar unos pocos trucos circenses en la cama para convertirse en verdaderas Circes. ¡Ah, déjalo, Rheticus, déjalo!
Cuando digo que no me compadecía de su situación, tampoco quiero decir que me resultara indiferente. Había acabado mi Narratio prima, estaba listo para marchar a Danzig y de ahí debía seguir hacia Wittenberg, pues ya había estado fuera más días de lo que me correspondía. Esto significaba que no podría volver a Frauenburg antes del verano siguiente, y sólo Dios sabía cuántas desgracias podrían ocurrir en ese tiempo. Copérnico era un viejo poco saludable y su voluntad se estaba debilitando, Dantiscus había vuelto a atacar y casi todas las semanas enviaba alguna carta referida a Amia Schillings, llena de amenazas veladas disfrazadas de afecto y falsa preocupación por la reputación del astrónomo. En el semblante intranquilo y sombrío de Copérnico, yo notaba que cada carta nueva ponía en peligro la supervivencia del manuscrito. Sabía que, tal como Giese me había contado aquel día en el bosque de Lobau, cuando Dantiscus hablaba de su obligación de desterrar el vicio de su diócesis, se refería a algo completamente distinto, a la feroz envidia que sentía hacia Copérnico. ¿Resistiría el Meister hasta que yo volviera?, ¿o las afrentas de la Schillings y las amenazas de Dantiscus lo conducirían a quemar el libro y encerrarse en su madriguera para conseguir paz y silencio? Era un riesgo que yo no quería correr. Si no podíamos librarnos de la Schillings —y pronto me di cuenta de que era imposible deshacerse de aquella repulsiva masa de carne y furia—, entonces aquel a quien utilizaba como arma debía convencerla de que la guerra que peleaba ya estaba perdida (otro acertijo, la solución viene enseguida). Hice un último y simbólico esfuerzo por arrancar el manuscrito de las garras del viejo; pero él me miró con expresión apenada y acusatoria y no dijo una palabra, así que preparé mi equipaje y me despedí de Frauenburg.
No voy a extenderme sobre mi estancia en Danzig. El alcalde, mi anfitrión, el gordo Jack de Werden, era un burgués grosero y pedante que se deleitaba con todo tipo de comidas y con la elaboración de ampulosos discursos de autoveneración. Estaba encantado de tener como invitado a la más exótica de las bestias, o sea a un erudito luterano alemán, así que no perdía oportunidad de lucirme ante sus amigos y, en especial, ante sus enemigos. ¡Oh, me divertí mucho en Danzig! Sin embargo, el impresor al que llevé el manuscrito de mi Narratio era un individuo bastante educado y sorprendentemente competente para ser un trabajador, sobre todo en un lugar así, en medio de la selva. La primera edición se terminó de imprimir en febrero de 1540. Se enviaron copias a Frauenburg y al castillo de Lóbau, desde donde Giese despachó una hacia Königsberg para el duque luterano Albrecht de Prusia del Este. Fue una jugada astuta, como yo mismo descubriría más tarde, pero sin embargo molestó muchísimo al canónigo, pues entre ellos se interponía un antiguo rencor. Yo, por mi parte, también tuve una idea inteligente que sería bien recompensada: mi amigo Perminius Gassarus, tras recibir la copia que yo le había enviado, se apresuró a sacar una segunda edición en Basilea financiada con su propio dinero, lo cual me ahorraría muchos gastos. Estas publicaciones resultaban onerosas, y digan lo que digan, yo nunca recibí ayuda —ni un céntimo— de aquel viejo tacaño de Frauenburg, a pesar de que él era el único que se beneficiaba con todo esto. Recordad que los volúmenes enviados al duque y a los demás eran gratuitos (a pesar de que Perminius, el muy tonto, no sólo compensó mi regalo del modo que comenté antes, sino que me envió una moneda de oro, para mi secreto alborozo); y además de Giese y el propio Copérnico, también recibieron copias Schöner, Melanchton y muchos otros eruditos y clérigos; incluyendo a Dantiscus, ante cuya presencia, en el castillo de Heilsberg, vi por primera vez mi libro impreso... Si, fue en Heilsberg donde vi por fin la Narratio prima encuadernada. Así fue como sucedió: como el impresor me pareció un hombre de fiar, dejé el trabajo en sus manos, preparé mi equipaje, me despedí del gordo Jack y sus amigos y emprendí el largo camino hacia Heilsberg. Fue una locura hacer un viaje tan espantoso por el bien de alguien que no lo merecía y que me lo agradecería con una feroz retahíla de insultos. Pero como ya he dicho antes, entonces yo era joven y no tan listo como ahora. De todos modos, a pesar de mi delicado estado de salud y de las insalubres emanaciones de los pantanos prusianos en invierno, además de las lamentables condiciones en que tuve que viajar (caballos cojos, posadas asquerosas, etcétera), llegué a Heilsberg a principios de marzo, no mucho peor de lo que salí. Impetuoso como siempre, fui directamente al castillo y pedí ver al obispo. Por supuesto había olvidado que uno no puede acercarse a estos príncipes del papa y cogerlos afectuosamente del brazo. ¡Oh, no!, primero hay que cumplir con las formalidades. Pues bien, no voy a entrar en de talles, baste con decir que pasaron varios días antes de que una mañana pudiera traspasar la puerta y entrar en el enorme patio del castillo. Allí me esperaba un clérigo adulador, un subalterno de mejillas mal afeitadas que me inspeccionó con largas miradas furtivas, frunciendo la punta de su nariz roja y agrietada, y me dijo que el obispo acababa de llegar de caza, pero sin embargo tendría la bondad de recibirme sin más demora. De camino a su santuario, pasamos junto a un carro, aparcado en una de las galerías abovedadas del patio, donde yacían las presas del día: un par de jabalíes —uno de ellos todavía retorciéndose en su agonía— y una pobre gama destrozada con las tripas afuera. Aún ahora, cuando pienso en Dantiscus, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de aquella carne caliente y lacerada.
Esperaba ver a alguien como Giese, un viejo tonto, pomposo y pesado, un miserable provinciano con menos clase que una carreta de bueyes, pero me equivoqué. Johannes Flachsbinder tenía cincuenta y cuatro años cuando yo lo conocí y era un hombre fuerte y atractivo que llevaba muy bien su edad; y a pesar de ser el hijo de un simple fabricante de cerveza, andaba con la gracia de un aristócrata. En su juventud había sido soldado, estudiante, diplomático y poeta y había viajado por toda Europa, Arabia y la Tierra Santa. Contaba entre sus amistades a príncipes y emperadores, además de algunos de los más importantes científicos y exploradores de la época. Sus aventuras amorosas eran famosas, tanto por los rumores como por sus propios versos, y era difícil encontrar un rincón del mundo civilizado que no se enorgulleciera de albergar a uno de sus hijos ilegítimos. Decían que su preferida era una hija que había tenido con una noble toledana y que derrochaba amor y dinero en aquella criatura sin importarle lo que dijera Roma. No temía a nadie, y en lo más álgido de la polémica con Lutero, siguió manteniendo relaciones con importantes protestantes, incluso cuando el mismísimo papa amenazaba con cortar sus cabezas. Sí, Dantiscus era un hombre brillante, valiente y elegante. Y también un marrano, un fraude, un hijo de puta mentiroso y vengativo. Lo encontré en una sala dorada, desayunando carne de venado con vino tinto, rodeado por una curiosa pandilla de cazadores, aduladores y músicos. Las ropas de campesino de Giese me habían parecido ridículas, pero el atuendo de aquel tipo era carnavalesco: estaba vestido de seda y terciopelo, botas altas de piel fina, un cinturón con incrustaciones de plata y… —¡no les miento!— un par de ajustados guantes de color púrpura. Uno podía imaginar a un príncipe o a uno de esos dandis italianos saliendo a cazar con tales perifollos…¡pero a un obispo prusiano! Es increíble el valor que los clérigos romanos le atribuyen a la mera exhibición, sin ella, o sea sin sus sedas y cosas por el estilo, parece que se sintieran desnudos. Pero aquellos atavíos, la música y el lujo florentino de la sala no podían disimular la verdadera naturaleza de ese autócrata duro y despiadado. Era un hombre corpulento, de constitución robusta, medio calvo, con una frente alta y brillante, nariz corva y ojos de color azul clarísimo que parecían los de un pájaro extraño y desconfiado. Cuando me vio entrar, se levantó e hizo una reverencia acompañada de una amable sonrisa, aunque la mirada con que me contempló de arriba abajo fue tan punzante como la punta de un cuchillo. Era un hombre de modales educados y cálidos, con apenas un leve deje de arrogancia, y mientras hablaba o escuchaba, una ligera sonrisa se dibujaba en sus labios y en sus ojos, como si detrás de mí tuviera lugar un incidente ridículo que yo no advertía y él no se atrevía a hacerme notar. ¡Oh, sí, era un individuo muy refinado! Volvió a su sitio y me invitó a sentar con un gesto pomposo.
—Herr von Lauchen —dijo—, nos sentimos honrados con su presencia. En estos remotos confines de la tierra, no solemos recibir visitas de personajes famosos. ¡Oh, sí, por supuesto que había oído hablar de usted!, aunque confieso que no había imaginado que fuera tan joven. ¿Puedo preguntarle qué lo trae por Heilsberg?
Me había hecho esperar tres días por una audiencia, pero no iba a dejarme impresionar por sus empalagosas palabras. Lo miré a los ojos y dije sin rodeos:
—He venido a hablar con usted, obispo.
—¿Ah, sí?, me siento halagado.
—¿Halagado, señor? No veo por qué. Yo no he hecho el viaje hasta este... lugar para halagar a nadie. Eso le puso la sangre en el ojo, al fin y al cabo no todos los días alguien le habla así a un obispo. Su sonrisa desapareció con tal rapidez que juro que oí el ruido sibilino que produjo su partida. Sin embargo, su perplejidad no duró mucho, chasqueó la lengua con suavidad, se incorporó y dijo:
—Mi querido señor, me parece muy bien, pues detesto a los aduladores. Pero ahora venga, quiero enseñarle algo que le interesará.
La concurrencia se puso de pie al vemos marchar, y al llegar a la puerta, Dantiscus reflexionó un momento, se volvió con expresión de impaciencia, destinada seguramente a ganar mi aprobación luterana, y agitó la mano por el aire en una bendición apresurada. Subimos en silencio las escaleras que conducían a su estudio, una habitación larga y de techo bajo con paredes cubiertas de frescos otra vez en tonos azules y dorados, situada en una torre del ala izquierda del castillo. Aquella ventana, pensé, daba a la misma extensión de cielo que la lejana torre de Copérnico. Me quedé asombrado, incluso bastante confuso, pues así era como yo había imaginado el observatorio de Copérnico antes de llegar a Prusia. El lugar estaba repleto de instrumentos habidos y por haber para el arte de la astronomía: globos de cobre y bronce, astrolabios, cuadrantes, una especie de triquetrum mucho más complicado que los que yo conocía y, en el lugar principal, una representación del universo exquisitamente elaborada con varillas y esferas de oro, ante la cual me quedé boquiabierto, pues estaba basada en la teoría de Copérnico propuesta en su Commentariolus. Dantiscus, sonriente, fingió no notar mi consternación, fue directamente hacia su escritorio, sacó un libro de un cajón y me lo dio. Ésa fue otra gran sorpresa: era mi Narratio prima, fresca como el pan recién sacado del horno y todavía oliendo a las prensas y al material de encuadernación. Esta vez el obispo no pudo contenerse y dejó escapar una carcajada, sin duda mi cara merecería aquella risa.
—Perdóneme, amigo —dijo—, no debería haberlo sorprendido así. ¿Es la primera vez que ve el libro impreso? Tiedemann Giese, a quien creo que ya conoce, tuvo la amabilidad de enviarme una copia. El mensajero me lo trajo ayer, pero ya lo he leído casi todo y lo encuentro fascinante. Me ha impresionado la claridad de la obra y su precisa comprensión de la teoría.
¡Giese!, el mismo que fruncía la nariz sólo con mencionar el nombre de Dantiscus, el que me había hablado de la deslealtad de aquel hombre, de las conspiraciones que habían atormentado durante años a nuestro domine praeceptor; el mismo Giese había enviado, por propia iniciativa, aquel extraordinario obsequio a nuestro antiguo enemigo. ¿Por qué? Una frase surgió de la nada en mi cabeza: ¿qué quieren de mí? Pero entonces me regañé a mí mismo y aparté las vagas sospechas que comenzaban a cobrar forma dentro de mí. Sin duda todo tendría una explicación muy simple. Era probable que el viejo y torpe Giese, convencido de actuar como un astuto diablillo, hubiera considerado que valía la pena contratar un mensajero y enviar a toda prisa el libro a Heilsberg para ablandar el duro corazón del obispo. Aquella fantasía me conmovió y me pregunté si mi primera impresión de Tiedemann Giese no habría sido errónea y si, después de todo, no sería un tipo amable e inteligente que sólo pretendía favorecer a mi magister. ¡Oh, Rheticus, qué tonto eres! El obispo seguía hablando y mientras lo hacia se movía entre los instrumentos, apoyaba sus manos suavemente sobre ellos, como si acariciara las cabezas aterciopeladas de sus hijos bastardos.
—Esta habitación pertenecía al canónigo —dijo—, cuando era secretario de su difunto tío, mi predecesor aquí en Heilsberg. Yo soy sólo un aficionado a la noble ciencia de la astronomía, y sin embargo poseo algunos instrumentos, como puede usted ver. Así que cuando vine aquí por primera vez, se me ocurrió que esta pequeña habitación sería el lugar más apropiado para guardarlos ya que, sin duda aún albergará los ecos de los pensamientos del gran maestro. Pienso que fue una sabia elección, pues tal vez estos ecos pueden rozar las ideas de una mente humilde como la mía e inspiraría, ¿no lo cree?
No, no creía en nada por el estilo. Aquel lugar estaba muerto, era una especie de cadáver decorado; había olvidado a Copérnico y las huellas de su sombría presencia habían sido borradas por frescos llamativos.
—Señor —le dije—, me alegro de que haya sacado el tema de mi domine praeceptor, pues es de él de quien quiero hablar con usted. —Él hizo una pausa en su paseo y me dirigió una mirada penetrante y desconfiada. Tuve la impresión de que iba a decir algo, pero vaciló y me hizo señas de que continuara. — Ya que su excelencia, el obispo Giese —dije—, ha estado en comunicación con usted, tal vez le haya comentado que pasé unos meses en el castillo de Lobau con el doctor Copérnico; pero lo que no le habrá explicado, seguramente, es el motivo de nuestra visita. —Aquí desvié la vista para no tener que enfrentarme con su mirada mientras continuaba hablando, pues cuando miento se me nota en la cara y estaba a punto de decirle una mentira.— Fuimos a Lobau, señor, para discutir con tranquilidad y en soledad la inminente publicación del libro del doctor, De revolutionibus orbium mundi, una obra de la que ya habrá oído hablar.
No pareció reparar en la ironía de la última frase, pues me miró un instante y luego, ante mi asombro e incluso horror, vino hacia mí con los brazos abiertos. Debo confesar que me asustó, pues tenía una sonrisa de maníaco que daba a su nariz corva un aspecto aún más espantoso, como si su punta corriera peligro de perderse entre los dientes que ahora dejaba al descubierto. Por un instante tuve la impresión de que iba a abalanzarse sobre mí y devorarme. Sin embargo, sólo apoyó sus manos sobre mis hombros y dijo:
—¡Pero, señor, ésa es una noticia espléndida!
—¿Eh?
—¿Cómo ha logrado persuadirlo? Le aseguro que llevo años intentando convencerlo, como tantos otros, y nunca he tenido éxito. Sin embargo, ahora viene usted desde Wittenberg y lo consigue a la primera. ¡Espléndido! ¡Maravilloso!
Entonces retrocedió, como si se diera cuenta de que todos esos gritos y palmadas en la espalda no eran la conducta más apropiada para un obispo, y volvió a esbozar aquella ligera sonrisa, aunque esta vez con cierta timidez.
—Me alegra que se muestre tan contento con la noticia.
Él frunció el entrecejo, sorprendido por la frialdad de mi tono.
—Claro que sí, estoy muy contento. Y repito que debo felicitarlo a usted por haberlo conseguido.
—Muchas gracias.
—Por favor, no tiene nada que agradecer.
—Sin embargo, lo hago.
—Bueno, pues gracias a usted también.
—Señor.
—Señor.
Nos separamos y depusimos las armas, como si estuviéramos librando un combate, pero entonces yo hice un súbito avance y le asesté un fuerte golpe.
—Sin embargo, señor obispo, me han dicho que Roma no recibirá con mucho entusiasmo la publicación de este libro. ¿Me han informado mal?
Me miró y soltó una pequeña risita.
—Tomemos una copa de vino, amigo —dijo.
Así terminó el primer asalto. Yo no estaba del todo disconforme con mi actuación hasta ese momento, pero cuando trajeron el vino fui tan tonto como para beber demasiado, y poco después me creía el mejor espadachín del mundo. Aquel vino y la arrogancia que despertó en mí fueron culpables de la humillación que siguió.
—Mi querido von Lauchen, empiezo a entender por qué ha venido a Heilberg. ¿Es posible que no me crea cuando le digo que la noticia que me ha dado hoy me llena de satisfacción? ¡Oh!, ya sé que el canónigo piensa que lo odio y que, Dios sabe por qué, no me interesa que publique su libro. Ya veo que él le ha dicho todo eso, pero créame, amigo, está equivocado y comete una grave injusticia. A estos falsos cargos yo le contesto así —pero venga, permítame que le llene la copa—: ¿acaso ha olvidado que durante los últimos seis años he insistido en que hablara, en que hiciera pública su teoría? Meinherr Lauchen, para serle sincero, Copérnico ya me tiene cansado y no puedo evitar sentirme ofendido cuando usted llega y me dice que una sola palabra suya bastó para convencerlo.
Yo me encogí de hombros.
—¿Y qué hay de Amia Schillings, señor? Dicen que usted lo acusa de llevársela a la cama, ¡y ella es su prima! Yo creo, amigo, que en lugar de con amor usted lo juzga con malicia.
—~Ah!, estoy de acuerdo con que es un asunto muy desagradable
—dijo con la cabeza gacha—, pero, Mein Herr, como obispo de este trono, tengo la absoluta obligación de asegurarme de que los sacerdotes de la santa Iglesia abandonen todos los vicios. ¿Qué puedo hacer? El doctor insiste en que esta prima siga en su casa, y la cuestión es mucho más complicada de lo que usted cree, como usted mismo advertirá si me permite explicárselo. Para empezar, corren malos tiempos y la Iglesia, amigo mío, teme las calumnias de Lutero y debe defender su mancillada reputación. En segundo lugar, mis ataques no iban dirigidos especialmente hacia el canónigo Nicolás, sino hacia un tal Sculteti, también canónigo de Frauenburg, un individuo muy astuto; pues no sólo vive en pecado, sino que también conspira en contra de la Iglesia y hace correr falsos rumores. Además tiene contactos con los alemanes... ¡Ejem! ¿Más vino? Pero esto no tiene nada que ver con lo que quiero decirle; mi intención es dejar claro que siento un gran afecto por el doctor y que haría cualquier cosa por ahorrarle cualquier dolor. Ah, por favor, no piense mal de la Iglesia. Todas estas cuestiones... triviales, son producto de la mala época que estamos pasando; sólo son locuras pasajeras y como tales desaparecerán, mientras que la magnífica obra del maestro perdurará, de eso si estoy seguro. Y ahora, amigo mío, brindemos: ¡por usted!, ¡por todos nosotros!, ¡y por De revolutionibus!
Vacié la copa, y cuando miré a mi alrededor, me sorprendió advertir que habíamos dejado la torre y estábamos al aire libre, en un alto balcón. Debajo de nosotros estaba el patio, inundado por una intensa luz de color limón y lleno de extrañas criaturas reducidas que iban y venían de aquí para allí de forma cómica. Tenía la impresión de que me fallaba el equilibrio pues mi cuerpo se inclinaba completamente hacia un lado. Dantiscus, que cada vez se parecía más a un estúpido principillo italiano, seguía hablando. Por lo visto yo había dejado de escucharlo hacia un buen rato, pues no entendía muy bien lo que decía.
—¡Ciencia! ¡Progreso! ¡Renacimiento! ¡La Nueva Era! ¿Y usted qué dice, amigo?
—Sssí, ¡oh, sí!
Luego hubo más vino, charla, música y muchas carcajadas. Yo me puse cada vez más contento y pensé que, después de todo, Dantiscus era un tipo formidable, —tan educado e inteligente! Más tarde me homenajearon en medio de una multitud ruidosa, ante la cual hablé de diversos temas como la ciencia, el progreso, y la nueva era, hasta que acabé poniéndome en ridículo. Al amanecer me desperté en una habitación extraña, con un espantoso dolor de cabeza y deseos de morir. Me escabullí del castillo sin ver a nadie y hui de Heilsberg para no volver nunca más.
¿Qué podía pensar de Dantiscus, bajo la intolerable luz del día? Me había atosigado de bebida y halagos, me había homenajeado y había brindado por una publicación que, según Giese, deseaba que nunca se llevara a cabo. Después de mucho discutir conmigo mismo, decidí que a pesar de todo era un bribón. — ¿No había ordenado la quema de libros? ¿No había amenazado con quemar o torturar a los luteranos? ¿No había acosado sin piedad a mi domine praeceptor? Ni el vino, ni los halagos, ni la charla sobre el progreso podrían borrar aquellos crímenes. ¡Tunante! ¡Víbora! ¡Oh, sí!
Antes de seguir, me gustaría comentar algo más, aunque hasta el día de hoy no estoy seguro de si lo que voy a relatar ocurrió de verdad. Al día siguiente, cuando ya estaba lejos de Heilsberg, me preguntaba con temor si Dantiscus, al ver que me había ido sin decirle nada, enviaría a buscarme y me arrastraría de nuevo al castillo para otra sesión de bebida y juerga. Entonces, como si un alga enorme cayera sobre mí desde un cielo que un momento antes había estado claro, irrumpió en mi cabeza el recuerdo —lo llamo recuerdo por conveniencia— de haber visto a Raphael la noche anterior en el castillo. ¡Sí, Raphael, el muchachito risueño de Lobau! Lo había visto en el patio, rodeado de la luz color limón y las figuras que iban y venían, montado en un caballo negro. ¡Con qué claridad lo recordaba, o al menos creía hacerlo! Había crecido un poco desde la última vez que lo viera, pues se hallaba en esa edad en que los niños dan un estirón como los árboles, y estaba muy elegante con capa, botas y sombrero. Parecía un pequeño caballero, pues era Raphael, sin lugar a dudas, lo hubiese reconocido en cualquier sitio y a cualquier edad. Todavía puedo ver aquella escena, la luz y los rizos de los flancos negro—azulados del caballo, la mano del jinete en las bridas su figura delgada, con la capa, el gorro carmesí, las botas, ¡qué hermoso chico! Todavía veo aquella escena y me pregunto si algo tan frágil y tierno como ese recuerdo no habrá sobrevivido tanto tiempo sólo para darme consuelo y volverme a la juventud, aquí, en este horrible lugar. Raphael. Escribo el nombre despacio, lo pronuncio con suavidad y escucho ecos etéreos de cantos de serafines. Raphael. Todavía se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Por qué estaba allí, tan lejos de casa? Lo llamé, demasiado tarde porque ya estaba en la puerta, camino a casa, y entonces Dantiscus me había cogido del brazo y me había dicho: «Amigo, debe tener cuidado», con una mirada extraña. ¿O no me lo había dicho? ¿Lo habré imaginado todo? ¿Era un sueño del que aún no había despertado? Si así fuera, si sólo se trataba de una alucinación provocada por el alcohol, entonces debo decir que fue una imagen hasta cierto punto profética, como demostraré en su momento.
Volví a casa en Wittenberg sólo para descubrir que ya no era mi casa. ¿Cómo explicar esta extraña sensación? Estoy seguro de que la conoceréis bien. La universidad, mis amigos y profesores, mis libros, todos estaban tal cual los había dejado; y sin embargo, ya no era lo mismo. Era como si una plaga imperceptible hubiera contaminado todo lo que conocía, el corazón, el centro esencial de las cosas, mientras la superficie seguía intacta. Me llevó algún tiempo descubrir que no era Wittenberg la contaminada, sino yo mismo. El mago de Frauenburg me había hechizado y sabía bien que sólo había una cosa capaz de liberarme del encantamiento. Aunque parezca extraño, después de mi deshonrosa huida de Heilsberg, el interés por la obra de Copérnico me abandonó por completo, y a pesar de la mentira que le había contado a Dantiscus sobre mi imaginario triunfo en Lobau, no tenía intenciones de persuadir a Copérnico de que publicara. Digo que el interés me abandonó y no viceversa porque fue realmente así; mi voluntad no intervino para nada: la idea de regresar a Frauenburg y librar otra batalla con él simplemente desapareció y fue como si nunca hubiese estado allí. ¿Sería un sexto sentido que me avisaba del peligro que me aguardaba en Prusia? En tal caso, la advertencia no fue lo suficientemente fuerte, pues poco tiempo después de mi llegada a Wittenberg, comencé a escribirme con Petreius, el impresor. Me mostré dudoso y le dije que no era el momento de publicar la obra principal, pero que estaba preparando una Narratio secunda (cosa que no era cierta) y que como contendría muchos diagramas y tablas sacadas directamente de De revolutionibus, necesitaba saber si sus tipógrafos y artesanos serían capaces de hacerlo con todo detalle, etcétera. Sin embargo, a pesar de toda mi cautela y de mis circunloquios, Petreius, sin malicia y con toda su buena intención, ignoró mi mención de una segunda Narratio y contestó ofendido que, como yo ya debía saber, nadie podía superar a sus artesanos en lo referente a obras científicas. Agregaba que confiaba en hacer un buen trabajo y que para él sería un placer publicar el tratado de Copérnico del que tanto había oído hablar.
A pesar de que aquella pomposa carta me hizo sentir molesto y confundido, pronto la consideré como un presagio y volví a acariciar la idea de ir a Frauenburg— Como comprenderéis, no pretendía salir disparado hacia el norte otra vez, precipitadamente, jadeando de entusiasmo, sólo para volver a hacer el ridículo. ¡Oh, no!, esta vez viajaría por mi propio bien, para encontrarme a mí mismo y liberarme del hechizo. Luego volvería a casa, a mi amada Wittenberg, la encontraría entera otra vez y recuperaría la paz. Por lo tanto, me armé de valor y partí en cuanto pude, viajando en carros de correo, a caballo e incluso a veces a pie. Llegué a Frauenburg a fines del verano de 1540 y fue un alivio descubrir que Copérnico seguía vivo y en posesión de sus facultades, o al menos de casi todas. Me recibió con su característico entusiasmo, o sea: un respingo, una mirada de búho y un frío apretón de manos. La Schillings seguía con él, y Dantiscus, no necesito decirlo, continuaba insistiendo para que se fuera, aunque ya hacía tiempo que utilizaba a Giese para que transmitiera sus amenazas Sculteti, el aliado de Copérnico en el asunto de las focarias que había mencionado Dantiscus, había sido expulsado del Capítulo y había huido a Italia. Su partida, sumada a la actitud cada vez más acuciante de Dantiscus, había obligado a Copérnico a hacer un último y desesperado esfuerzo —aunque inútil— para librarse de ella. Habían tenido una pelea terrible (lo típico, supongo: platos rotos, gritos y una vasija que rompería el cristal de la ventana yendo a dar contra la cabeza de un transeúnte), tras la cual la Mádchen había hecho su equipaje y lo había enviado a Danzig pagando un elevado precio (con dinero del canónigo). Allí, uno de los pocos familiares que le quedaban tenía una posada o un burdel, no recuerdo bien— Sin embargo, parecía considerar esa partida simbólica, por llamarla de algún modo, como un castigo lo suficientemente severo por la malevolencia de Copérnico y no tenía la más mínima intención de seguir a sus pertenencias, que con el tiempo regresaron como una espantosa e inevitable maldición. De este modo, los tres acabamos instalados en la torre donde la convivencia era apenas, sólo apenas, tolerable. Yo me mantenía a una distancia prudente de la Schillings, no porque le tuviera miedo, sino porque temía acabar estrangulándola; mientras el viejo se agazapaba entre los dos, mascullando, suspirando y haciendo lo posible por morir. Yo sabía que pronto conseguiría su deseo, pues la muerte se cernía sobre él, con su gran saco negro preparado. Si quería arrebatarle el libro antes de que se perdiera con él en aquella sofocante oscuridad, tendría que darme prisa. Sin embargo, aunque su cuerpo se debilitaba, su mente todavía era capaz de posponer, con una voluntad de hierro, aquello por lo cual yo había viajado: la decisión de publicar.
Permanecí junto a él más de un año, atormentado por el aburrimiento, la frustración y el inexorable mal humor que me producían aquel viejo loco y sus manías. Aceptó que hiciera una copia del manuscrito, y eso al menos me dio algo que hacer; hasta hubiera servido para calmar mi ansiedad, si no se hubiera empeñado en recordarme todos los días que el hecho de que hubiera accedido a hacerlo no significaba que fuera a ir más lejos, y que nunca me permitiría llevar la copia a Petreius. Por lo tanto no saqué nada en limpio de la reproducción de aquellos garabatos, al margen de unos dedos doloridos y el placer ocasional y malicioso de corregir sus errores (saqué aquella frase absurda en que especulaba sobre la posibilidad de órbitas elípticas, ¡Orbitas elípticas, por el amor de Dios!). Entre las numerosas tareas a las que me entregué para matar el tedio, estaba la de completar un mapa de Prusia que el viejo había comenzado, junto al desgraciado Sculteti, por orden del anterior obispo de Ermland. Le envié este mapa y otras pequeñas cosas a Albrecht, duque de Prusia, que me recompensó con la regia suma de un ducado. ¡Vaya con el mecenazgo aristocrático! Sin embargo, el dinero no fue el motivo de mi contacto con aquel duque luterano, sino la esperanza de que utilizara en mi beneficio su considerable influencia entre el clero y la nobleza de Alemania, que presentía me traerían problemas si recibía el consentimiento de Copérnico y aparecía entre ellos con un manuscrito lleno de peligrosas teorías bajo el brazo. Pude observar que el duque era mucho más generoso con pluma y papel que con sus ducados, pues escribió a Johann Friedrich, elector de Sajonia, y a la universidad de Wittenberg, manifestando su satisfacción por la Narratio prima (¡el viejo de Giese!) y solicitando que me permitieran publicar lo que él llamaba un admirable libro de astronomía, o sea De revolutionibus. Hubo algunos malentendidos, por supuesto, como suele suceder. Por lo visto, Albrecht —al igual que Petreius— consideraba inconcebible que yo estuviera tan ansioso por publicar el libro de otro, por lo tanto supuso que se trataba de una artimaña para publicar mis propias teorías en secreto. ¿Pensaba que podía engañar al duque de Prusia?, se preguntaba el arrogante Albrecht, y por lo tanto escribía en sus cartas lo que para él era obvio: que el libro era obra mía en su totalidad. ¡El muy cretino! Me volví loco intentando aclarar ese embrollo y al mismo tiempo escondiendo mis maniobras al canónigo, que solía escupir ante la sola mención del nombre del Gran Maestre Albrecht, como se empeñaba en llamarlo.
Ésta no era la única conspiración en que me había embarcado en secreto, trastornado por la angustia, pues temía que si Copérnico lo descubría todo, se apresurara a quemar el manuscrito. Aun así, había momentos en que olvidaba la discreción que había aprendido de él. Un día, por ejemplo, poco después de mi llegada a Frauenburg, le hablé de mi visita a Dantiscus en un arranque de franqueza. Aquella fue una de las pocas veces en que vi cómo el rubor invadía la palidez cadavérica de su rostro; montó en cólera y empezó a farfullar, bañándome en saliva y gritando que no tenía derecho a hacer una cosa así, ¡que no tenía derecho! Me dijo que era igual que Giese, ese maldito entrometido, que había enviado una copia de la Narratio prima a Heilsberg, después de que él dejara bien claro que no se le ocurriera hacer algo así. Lo más sorprendente de este ataque de ira no era la furia, sino el miedo que era evidente detrás de su rubor. Sí, tenía razones para ser cauteloso con Dantiscus, pero aquella expresión de verdadero terror parecía demasiado exagerada. Lo que en realidad temía, aunque entonces yo no podía adivinarlo, era que algo de lo que le había dicho a Dantiscus pudiera arruinar la conspiración contra mí que él y Giese llevaban años preparando en secreto... Pero espera, no seas impetuoso, espera...
Hubo otras cosas que me intrigaron y sorprendieron. Por ejemplo, descubrí un nuevo aspecto de su pasión por los secretos: la Schillings estaba tan poco informada de sus asuntos, que creía que su trabajo astronómico era un simple pasatiempo, una forma de descansar de los esfuerzos que le exigía su verdadera vocación, que, según ella, lera la medicina! ¡Y pensar que aquella mujer compartía su casa, su cama! Aunque tal vez en el fondo considerara a la astronomía como un entretenimiento; no lo sé, pues admito yo nunca pude entender a aquel hombre. A pesar de mi falta de fe, era —y todavía soy— una persona que mira al futuro como una forma de redención; aunque por supuesto me refiero a la redención frente al mundo, lo cual no tiene nada que ver con las ridículas promesas de Cristo, sino con la inteligencia del hombre. Somos capaces de hacer cualquier cosa, de vencer cualquier obstáculo, ¿no soy yo mismo una prueba viviente de ello? Conspiraron contra mí, intentaron arruinarme y sin embargo vencí, aunque ni siquiera ahora quieran reconocer mi victoria. ¿Qué estaba diciendo...? ¡Ah, sí! Tengo la vista puesta en el futuro, vivo en el futuro; así que cuando hablo del presente, es como si mirara atrás, hacia algo que para mí ya forma parte del pasado. ¿Lo comprendéis? Copérnico era diferente, muy diferente. Si bien creía que el hombre podía redimirse a sí mismo, él veía en... —¿cómo podría expresarlo? en la inmovilidad el único camino posible hacia ese fin. Su mundo se movía en círculos eternos y cada circuito era una repetición exacta de los demás, pasados y futuros, hasta el fin de los tiempos, lo cual implica una ausencia absoluta de movimiento. ¿Cómo podía comprender, entonces, a alguien encerrado en unos esquemas tan obsoletos? Hablábamos lenguas distintas, y no me refiero a mi alemán y a su latín, aunque a veces pienso que aquella diferencia de idiomas representa muy bien el problema de fondo. En una ocasión estábamos caminando por el pequeño sendero dentro de los muros de la catedral. Él hacía el mismo trayecto cada día a una hora fija y a un paso fijo, como si en lugar de salir a tomar el aire, estuviera cumpliendo una penitencia. Entonces comencé a hablar de Italia con entusiasmo y del melancólico sur donde había pasado mi juventud. Él me escuchó con atención, asintiendo con la cabeza, y luego dijo:
—Ah, sí, Italia, yo también pasé un tiempo allí, antes de que usted hubiera nacido. ¡Qué tiempos aquellos! Parecía que un nuevo mundo estaba a punto de nacer. Cualquiera que fuera fuerte, joven y vigoroso se revelaba contra el pasado y las autoridades sociales nunca apoyaron un movimiento intelectual con tal unanimidad. Daba la impresión de que entre ellos no quedaban más conservadores; todos se movían en la misma dirección, las autoridades, la sociedad, la moda, los políticos, las mujeres, los artistas y los humanista. En el extranjero había una confianza sin límites, una fervorosa alegría, y la mente rompía las cadenas de la autoridad para vagar libremente por donde quisiera. Se abolió el monopolio del saber y éste pasó a manos de la comunidad entera —¡Ah, sí!
Por supuesto me quedé fascinado de oírlo hablar así, fascinado y feliz, pues éste era el Copérnico que yo había venido a ver a Frauenburg y que hasta entonces no había encontrado. Me volví hacia él con los ojos llenos de lágrimas y comencé a aullar y hacer cabriolas como muestra de mi aprobación por todo lo que había dicho. Pero cuando reparé en su pequeña sonrisa sombría y en el malicioso brillo de sus ojos, ya era demasiado tarde, ya había caído de cabeza en su trampa. Él retrocedió, como alguien que se aparta de un loco baboso, y me miró con un desprecio tan grande que parecía a punto de vomitar.
—No hablaba en serio, por supuesto —dijo—. Italia es el país de la muerte. Usted a veces me recuerda a mi difunto hermano, pues él también solía hablar del progreso, del renacimiento y de la nueva era que estaba a punto de nacer. Al final murió de sífilis en su amada Italia.
No eran las palabras, como comprenderéis, sino el tono en que las pronunció, lo que pareció reunir y examinar brevemente todo lo que yo era, antes de volverlo a dejar, sangre, huesos, juventud, lágrimas y entusiasmo, sobre el montón de estiércol que era el enjambre de la humanidad. No me odiaba, ni siquiera me despreciaba; creo que sólo me encontraba… — desagradable. ¿Y a mí qué me importaba? Es cierto, cuando me acerqué a él por primera vez, no se me había cruzado por la cabeza conseguir fama ni fortuna para mí; entonces sólo tenía un deseo: hacer pública la obra de un magnífico astrónomo. Ahora, sin embargo, todo había cambiado; yo era mayor, él me había hecho envejecer una década en un año. Ya no era el jovenzuelo tonto dispuesto a caer a los pies de un héroe prefabricado, y ya había reparado en ello. ¿Tal vez debería agradecérselo? ¿No había sido su desprecio lo que me había obligado a mirarme a mí mismo con más atención y me había permitido comprender que yo era mejor astrónomo que él? ¡Sí, sí, mucho mejor! Burlaos si queréis, escandalizaos todo lo que queráis, pero yo..., yo sé la verdad. ¿Por qué creéis que seguí a su lado, soportando sus burlas, su mezquindad, su hastío? ¿Creéis que me gustaba vivir en aquella torre sombría, congelándome en invierno y asándome en verano, estremeciéndome por las noches mientras las ratas danzaban sobre mi cabeza, gimiendo en aquella inmunda pocilga, con las tripas pegadas entre sí por la argamasa de las papillas de su roñosa zorra; creéis que me gustaba? En comparación, este lugar donde hoy me encuentro desterrado es un verdadero paraíso.
Ahora os preguntaréis por qué seguía si todo era tan terrible, por qué no huía y dejaba que Copérnico se perdiera en el olvido, rodeado de sospechas y amargura. Pues bien, he dicho que yo era mejor astrónomo que él, y lo soy, pero él poseía un bien preciado del que yo carecía: su reputación. Oh, sí, era desconfiado y de verdad temía y despreciaba al mundo, pero también era astuto y sabía que la curiosidad es una erupción que los hombres se rascan y se rascan hasta volverse locos por encontrar una cura. Durante años había dejado caer, a intervalos seleccionados con cuidado, pequeñas porciones de su teoría —el Commentariolus, la Carta contra Werner, mi propia Narratio—, cada una de las cuales era como un grano de sal en las ronchas que había provocado en sus colegas astrónomos. Se habían rascado y la erupción se había convertido en una llaga que crecía, hasta que toda Europa estuvo infectada y clamó por la única cosa que terminaría con la plaga: De revolutionibus orbium mundi, por el doctor Nicolás Copernicus, de Torun, a orillas del Vístula. Y les daría su medicina, pues estaba decidido a publicar, yo lo sabía y él sabía que yo lo sabía, pero lo que no imaginaba es que, al publicar, no estaría coronando su propia reputación, sino fabricando la mía. ¿No comprendéis? Esperad, ya lo explicaré.
Pero antes debo recordar otras pequeñas cuestiones; por ejemplo, cómo conseguí por fin que me diera su autorización para publicar. Sin embargo, digamos que para iluminar mejor aquella escena, me gustaría reproducir una conversación que tuve con él y que, más tarde, resumiría para mí su actitud hacia la ciencia y el mundo, la sandez, la esterilidad de esa actitud. Recuerdo que estaba hablando de las siete esferas de Trimegistus por las cuales pasa el hombre en su ascenso hacia la redención en la octava esfera de las estrellas fijas. Me impacienté al escuchar ese galimatías y dije algo así:
—Pero su trabajo, Mezjter, se refiere a este mundo, al aquí y al ahora; le habla a la gente de lo que tienen posibilidad de comprobar y no de misterios en los que deben creer ciegamente o no creer.
Él meneó la cabeza con impaciencia.
—No, no, no, no. Usted cree que mi libro es una especie de espejo donde se refleja el mundo real, pero debe admitir que se equivoca. Para construir un espejo así, yo debería ser capaz de recibir al mundo como un todo, íntegramente y en su esencia. Pero nuestras vidas tienen lugar en un espacio tan reducido, tan limitado y en medio de tal desorden, que esa percepción no es posible. No hay ningún contacto —al menos ninguno digno de mención— entre el universo y el lugar donde vivimos.
Me sentía perplejo y molesto; este nihilismo era incompatible con todo lo que yo consideraba útil y verdadero.
—Pero si eso es cierto —le dije—, ¿cómo es posible que seamos conscientes de la existencia del universo y del mundo real? ¿Cómo podemos ver sin percibir?
—¡Ah, Rheticus! —Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.— ¡No me entiende, ni siquiera se entiende a sí mismo! Usted cree que ver y percibir es lo mismo, pero escuche, escuche: ¡ver no es percibir! ¿Cómo es que nadie se da cuenta? Levanto la vista y veo las estrellas, tal como hicieron los antiguos, y digo: ¿qué son esas luces? Algunos dicen que son antorchas transportadas por ángeles; otros, pequeños agujeritos en el sudario del cielo; otros más, científicos como nosotros, los llaman estrellas y planetas que forman una especie de máquina que aún luchamos por comprender. ¿Pero no entiende que sin la percepción todas estas teorías son igualmente válidas? Estrellas o antorchas son la misma cosa, un simple nombre distinguido, pero esos objetos siguen brillando sin importarles el nombre que les demos. Mi libro no es ciencia, es sólo un sueño; ni siquiera estoy seguro de que la ciencia sea posible. —Hizo una pausa para reflexionar y luego continuó:— Sólo concebimos pensamientos que podemos expresar con palabras, pero admitimos esta limitación con la idea, obstinadamente estúpida, de que las palabras significan más de lo que dicen. Es un bonito truco de magia que mantiene el engaño maravillosamente, hasta que llega el momento en que la verdad irrumpe con toda su fuerza ante nosotros. Nuestras vidas —sonrió— son un breve viaje a través de las tripas de Dios. Su voz se había convertido en un susurro y era evidente que hablaba para sí, pero de repente se acordó de mí y se volvió con una expresión feroz, sacudiendo un dedo frente a mi cara.— Su padre, Lutero, advirtió esta verdad hace mucho tiempo, pero no tuvo el valor de enfrentarse a ella; intentó negarla mediante su patético y vano intento de aniquilar la forma para llegar al contenido, a la esencia. Su mente era un poco torpe, por supuesto, y no alcanzó a comprender la necesidad del ritual, por lo tanto atacó a Roma por su supuesta blasfemia y por la veneración que hace de los ídolos. Traicionó a la gente; se llevó su becerro de oro, pero no les dio las tablas de la ley en su lugar. Ahora que los campesinos se revelan en toda Europa, estamos viendo los resultados de la estupidez de Lutero. ¿Se pregunta por qué no quiero publicar? La gente se reirá de mi libro, o de la embarullada versión de él que les llegará desde las universidades. En una primera impresión, el pueblo siempre confunde lo terrorífico y lo cómico. Pero pronto comprenderán que lo que he hecho, o, mejor dicho, lo que ellos imaginarán que he hecho, es degradar a la tierra, hacer de ella un planeta más entre los planetas. Entonces comenzarán a despreciar al mundo y algo morirá, y de esa muerte surgirá la muerte. No sabe de qué hablo, ¿verdad, Rheticus? Usted es tan tonto como los demás. — —, como yo mismo.
Recuerdo muy bien aquella tarde: el sol sobre el Báltico, pequeños botes en el Frisches Haff y un gran silencio por todas partes. Yo estaba terminando la copia del manuscrito y cuando apuntaba las últimas palabras, el canónigo bajó de su observatorio, como si un trueno final hubiese hecho vibrar e] aire de la torre, y apareció en el umbral, con una expresión inquisitiva. Yo no dije nada, sólo lo contemplé con aire ausente. El silencio de la tarde era un estanque de paz sobre el cual estaba suspendida mi alma, como un frasco vacío flotando sobre el agua, y con mucho, mucho cansancio, caí en un desmayo consciente. Sólo quería estar así un momento, bañar mi corazón agotado, pero en aquel brillante y rebosante menisco había tanta calma, tanta quietud, que no podía despertar de aquella minúscula y acogedora forma de muerte. El canónigo estaba de pie junto a mí. Afuera, el cielo era azul, luminoso y enorme. Cuando habló, las palabras llegaron lentamente, como si vinieran de muy lejos.
—Si en la base de todo hay un poder ferozmente desbordante que, retorciéndose entre oscuras pasiones, produjo todo lo grande y todo lo insignificante, si un insondable vacío sin fondo yace oculto debajo de todo, ¿qué será? la vida sino desesperanzas —dijo.
—Sostengo que es verdad que el pensamiento puro puede comprender la realidad, tal como soñaban los antiguos —dije yo.
—La ciencia pretende constituir un mundo que sea una representación simbólica del mundo de las experiencias cotidianas —dijo él.
—Si uno quiere conocer la verdadera naturaleza de las cosas, debe destruir las apariencias, y cuanto más se aleje de éstas, más cerca estará de lo esencial.
—Es fundamental que el mundo exterior represente algo absoluto e independiente de nosotros con lo cual podamos compararnos.
—La muerte de un dios es la muerte de todos —dije yo.
— Vita brevis, sensus ebes, negligentiae torpor et mutiles occupationes, nos paucula scire permittent. Et alquotiens scita excutit ab animo per temporum lapsum fraudatrix scientiae et mímica memoriae praeceps oblivio —replicó.
Cayó la noche y oscureció las amenazantes aguas del Báltico, pero el aire aún estaba claro, y en medio de aquel aire claro, vivo pero sereno, brillaba Venus.
—Una vez que uno ha visto el caos, debe construir algo para ponerlo entre uno y esa terrible visión, entonces crea un espejo, pensando que en él reflejará la realidad del mundo, pero luego comprende que el espejo sólo refleja las apariencias y que la realidad está en otro sitio, detrás del espejo; entonces recuerda que detrás del espejo sólo está el caos.
Oscuro, oscuro, oscuro.
—Pero, Herr doctor, es preciso revelar la verdad —dije yo.
—¡Ah, la verdad!, ésa es una palabra que ya no entiendo mas.
—La verdad es aquello que no se puede ocultar.
—No me ha escuchado, no ha entendido nada.
—La verdad es un bien indudable, eso es todo lo que sé.
—Soy un viejo y usted me agota.
—Entonces deme su consentimiento y déjeme marchar.
—¡Escuche!, el espejo se rompe, ¿no lo oye?
—Sí, lo oigo, y sin embargo no le temo.
La luz del día se había desvanecido y había llegado ese momento concluyente en que los ojos, acostumbrados al sol, ya no pueden distinguir las fuentes de luz más humildes y la penumbra parece absoluta. Pero todavía no estaba lo suficientemente oscuro para él, que se alejó de mí y de la ventana y se perdió entre las sombras de la habitación como una criatura tétrica, encorvada y herida.
—La brevedad de la vida, el embotamiento de los sentidos, la apatía provocada por la indiferencia y las tareas inútiles, sólo nos permiten conocer pocas cosas; y con el tiempo, el olvido, ese estafador del conocimiento y enemigo de la memoria, nos despoja incluso de lo poco que sabíamos. Soy un viejo y usted me agota, ¿qué es lo que pretende de mí? El libro no significa nada, menos que nada. Primero reirán y después llorarán, pero usted quiere el libro. No significa nada, menos que nada. Soy un viejo. — Lléveselo.
Ésa fue la última vez que lo vi, al menos en este mundo, aunque espero no volver a verlo en ningún otro. Dejé la torre aquella misma noche y me llevé conmigo mis libros, mis pertenencias y mi amarga victoria. No hice ningún comentario sobre la precipitación de mi partida y él tampoco; parecía la forma más adecuada de hacerlo. La posada adonde me marché era un chiquero, pero el aire era más puro que en la cripta que acababa de dejar, y los cerdos, a pesar de su inmundicia, estaban vivos y se revolcaban con alborozo en su querido estiércol. Pero a pesar de que me fui de la torre sin pensarlo dos veces, dejar Frauenburg no me resultó tan fácil; esto ocurrió en agosto y recién en septiembre partí de allí. Me pasé aquellas últimas semanas vagando por las calles del pueblo, bebiendo demasiado y acostándome con putas sin encontrar ningún placer en ellas. Una vez volví a la torre, decidido a verlo otra vez, aunque no sabía qué más podía decirle. Tal vez fuera una suerte que la Schillings se plantara en la puerta y me dijera que el viejo no me vería, que estaba enfermo y que le había dado órdenes estrictas de no dejarme pasar en caso de que me atreviera a volver. Aun así no me fui y esperé otra semana, aunque tendría que haber vuelto a Wittenberg mucho antes. ¿Qué era lo que me retenía allí? Tal vez advertía, aunque no con demasiada claridad, que al marcharme de Prusia dejaría tras de mí lo que sólo puedo llamar otra versión de mí mismo, pues Frauenburg mató lo mejor de mí, mi juventud, mi felicidad y mi fe. Sí, mi fe, pues desde entonces no he vuelto a creer en nada, ni en Dios ni en el Hombre. ¿Os preguntáis por qué? Os reis, decís que soy un pobre tonto por dejarme afectar así por la amargura y la desesperación de un viejo enfermo. ~Oh, sí! Todos vosotros habláis, os preguntáis por qué, cómo, con qué motivo; todos sois muy listos, pero no sabéis nada...,—¡nada! Escuchad.
Tenía intención de ir directamente a ver a Petreius, pero si deseaba conservar mi puesto en Wittenberg, debía volver allí de inmediato, pues las autoridades de la universidad comenzaban a refunfuñar amenazantes sobre mi ausencia inexplicablemente larga. En efecto, parecieron alegrarse mucho con mi regreso, pues poco después de llegar me nombraron ¡decano de la facultad de matemáticas! Podría haber tenido la tentación de creer que tal honor se debía a mi propia brillantez, pero no era tonto y sabía muy bien que el nombramiento no era por mí, sino por mi relación con el Gran Hombre de Frauenburg, al que homenajeaban con su característica y recelosa actitud. De todos modos no me importaba, pues estaba convencido de que en poco tiempo la diosa Fama volvería su tierna mirada hacia mí. Sin embargo, el ascenso implicaba nuevas tareas, nuevas responsabilidades y me di cuenta de que hasta la primavera no podría ir a Nüremberg a ver a Petreius. ¿Se cansaría la diosa de tanto esperarme? Con esta idea en la cabeza, decidí imprimir de inmediato, en el mismo Wittenberg, un breve extracto del manuscrito, que no revelaría el alcance de la obra entera, pero daría una vaga idea de ésta. (¿Veis cómo había aprendido del maestro?) Así nació De lateribus et angulis triangulorum, que causó un gran alboroto en la universidad, e incluso en el pueblo, y me ayudó a conseguir valiosas cartas de recomendación de comerciantes, clérigos e incluso del mismísimo Melanchton, que llevé conmigo a Nüremberg.
Llegué allí a comienzos de mayo y en seguida encargué la impresión de De revolutionibus orbium mundi en su totalidad. Los artesanos de Petreius trabajaban de prisa, y mientras tanto, yo me alojaba en la casa de Johann Míllíer, un comerciante luterano a quien había conocido por mediación de Melanchton. Era un tipo soportable, pomposo por supuesto, como todos los de su clase, pero con cierta educación; incluso demostró interés en el trabajo que estaba haciendo. Además sus camas eran blandas, y su mujer, extraordinariamente atractiva, aunque algo gorda. En realidad, me sentía bastante bien en Nüremberg, incluso podría decir que era feliz, si no fuera porque en mi sombrío corazón seguía aquel indeleble dolor del recuerdo de Prusia. Desde allí no llegó una sola palabra de aliento ni de oposición, hasta que Petreius abordó el tema económico y yo le contesté que ése no era asunto mío y que escribiera a Frauenburg. Así lo hizo y unas semanas más tarde llegó la respuesta, no de Koppernigk, sino del obispo Giese, que decía que acababa de llegar de Lobau y que Anna Schillings lo había llamado porque el canónigo estaba al borde de la muerte. Esta noticia no me conmovió; vivo o muerto, Koppernigk ya no formaba parte de mis planes. Es cierto que pasé una semana llena de ansiedad cuando a Petreius le dio un ataque de nervios al advertir que, con el autor moribundo, tendría que hacerse cargo del costo de la publicación. Sin embargo, decidió seguir adelante, decisión de la que no se arrepentiría, pues el muy avaro fijó el precio de cada una de las mil copias que imprimió en 28 ducados con 6 peniques.
¡Qué astutos eran mis planes!, ¡qué fríos e inteligentes!, pero al final, con qué facilidad se desmoronaron ensordeciendo mis oídos con el estrépito. Los primeros síntomas del inminente desastre llegaron unos dos meses después de mi llegada a Nüremberg. Petreius ya había preparado unas treinta y cuatro páginas, aproximadamente las dos terceras partes de la obra, y comenzó a invitar a algunos ciudadanos importantes para que vieran el progreso del trabajo, se impresionaran y hablaran bien de él. Por lo tanto, supuse que lo primero que pedirían aquellos hombres influyentes sería conocerme a mí, el promotor de aquella nueva y atrevida teoría; pero a pesar de que pasaba casi todo el día en la sala de corrección de la imprenta, advertí con sorpresa y con cierta alarma que me rehuían como si fuera la peste y algunos incluso se escapaban si yo hacía ademán de acercarme. Hablé de esto con Petreius, pero él se encogió de hombros, como si no me entendiera, y desvió la vista. Intenté restarle importancia y me dije que los comerciantes temían a los eruditos por sus conocimientos, pero no sirvió de nada; intuía que algo no iba bien. Luego, una tarde, el bueno de Muller se me acercó retorciéndose las manos, con la expresión de un condenado a muerte y una sonrisa falsa en los labios, y me dijo que si no me parecía mal, si no me ocasionaba muchos problemas~ que no lo tomara a mal, etcétera, etcétera, pero que tenía que pedirme que abandonara su casa. Justificó su inesperada petición con una excusa estúpida, algo así como que necesitaba la habitación para la inminente visita de unos parientes, pero yo estaba tan enfurecido que no le oía y le dije que si no le parecía mal y no le causaba muchos problemas que se fuera a la mismísima mierda. Sólo me demoré para informarle que estaba agradecido por el uso de la joya que tenía por esposa, a quien había follado con mucho placer durante las últimas semanas. Luego preparé mi equipaje y me fui a una posada, adonde poco después vino a visitarme Osiander.
Andreas Osiander, teólogo y erudito, un importante luterano amigo de Melanchton, había mantenido correspondencia con el canónigo Nicolás durante un tiempo (a pesar de su filiación religiosa) y era uno de los que, como yo, había intentado convencerlo de que publicara. Debo agregar que también era una criatura fría, cautelosa, melancólica y sin sentido del humor. Sin duda habían sido estos rasgos de su personalidad los que le habían hecho congeniar con el canónigo. ¡Oh, sí!, hacían una buena pareja. Al principio creí, tonto de mi, que había venido a saludar a un gran astrónomo (o sea a mí) y a felicitarme por conseguir el consentimiento de Copérnico para publicar De revolutionibus, pero Osiander pronto disipó mis frívolas ideas. Cuando llegó yo estaba enfermo, afiebrado, con la cabeza hirviendo y el cuerpo dolorido, sin duda como consecuencia de mi dramática partida de lo de Müller; así que cuando lo trajeron a mi habitación creí que se trataba de una alucinación. Las persianas estaban cerradas para difuminar la deslumbrante luz de primavera. Osiander se plantó a los pies de mi cama, y con la cabeza en la sombra y el pecho surcado por las rayas de luz que se colaban por las rendijas de las persianas, era el vivo retrato de una abeja gigante. Yo ya estaba asustado antes de que abriera la boca, pues tenía ese aire inconfundible de autoridad. Miró con disgusto la habitación y luego, con mucho más disgusto, posó su vista sobre mí y dijo con su voz punzante (¡un zángano!) que cuando le habían dicho que me alojaba allí no lo había creído, pero que ahora no tenía más remedio que hacerlo. ¿Es que no sabía que, en cierto modo, era un embajador de Wittenberg en esta ciudad? ¿Y me parecía apropiado que el nombre del mayor centro de enseñanza de Wittenberg fuera asociado con aquel..., aquel lugar? Comencé a explicarle que un hombre a quien el mismo Melanchton me había recomendado me había echado de su casa, pero no demostró ningún interés por mi relato y me interrumpió para preguntarme si tenía algo que decir en mi defensa. ¿Defensa? Me empezaron a temblar las manos, no sé muy bien si por el miedo o por la fiebre, e intenté incorporarme en vano. Había algo en Osiander que me recordaba a un inquisidor. He llegado hoy de Wittenberg —dijo— donde fui convocado por ciertos asuntos de los que creo que está usted al tanto. Por favor, Herr von Lauchen, preferiría no escuchar protestas de inocencia, eso sólo provocaría demoras y deseo, mejor dicho pretendo, terminar con este desafortunado incidente lo más pronto posible para evitar que el escándalo trascienda aún más. El hecho es que desde hace bastante tiempo hemos estado observando su conducta, me refiero a mí y a otras personas cuyos nombres no creo necesario mencionar, con creciente inquietud. No pretendemos que sea perfecto, pero sí esperamos, exigimos, que al menos sea discreto; y usted, amigo mío, no lo ha sido en lo más mínimo. En la universidad siempre se ha tolerado su conducta, y empleo esta palabra con premeditación, en realidad se le toleraba a usted; pero que se vaya a Prusia, a Ermland, el mismísimo bastión de los católicos, y allí deshonre, no sólo a su propia persona y a la reputación de la universidad, sino también a su propia religión, eso Herr von Lauchen, eso, no lo vamos a tolerar. Le hemos dado muchas oportunidades para que mejorara su conducta, cuando volvió de Frauenburg le concedimos uno de los más grandes honores que podíamos ofrecerle nombrándole decano de su facultad, ¿y cómo nos lo paga? ¿Cómo? Escapándose y dejando detrás una prueba viviente y parlante, tal vez debería decir parlanchina, de sus perversas indulgencias. Me refiero, por supuesto, al chico, de cuya presencia afortunadamente nos avisó el amo que había abandonado, de modo que pudiéramos silenciarlo.
—¿Chico?, ¿qué chico?
Pero por supuesto lo sabía, ya empezaba a ver claro, lo sabía. Osiander dejó escapar un gran suspiro.
—Muy bien, Herr von Lauchen —dijo—, hágase el tonto si así lo de sea. Usted sabe a quién me refiero, y yo sé que usted lo sabe. Usted cree que va a ganar tiempo poniendo a prueba mi discreción, cree que si me fuerza a hablar abiertamente de esos desagradables asuntos me sentiré avergonzado y me retiraré, ¿verdad? Pero no lo conseguirá. El nombre del chico es Raphael y es, o mejor dicho era, criado del obispo de Kulm, Tiedemann Giese, en Lóbau, donde usted estuvo algún tiempo en compañía del canónigo Koppernigk, ¿no es cierto?
Nos hemos enterado de su conducta allí y su... relación con ese joven, gracias al propio obispo que, debo añadir, fue lo suficientemente caritativo para defenderlo (al igual que el canónigo Koppernigk) a pesar de que usted había llevado el escándalo a su propia casa. Pero lo que quiero preguntarle sólo por curiosidad personal, es por qué, ¿por qué permitió que ese joven cruzara Alemania entera para seguirlo?
—No me siguió —dije yo—, lo enviaron.
Ahora comprendía, ahora lo veía todo.
—¿Lo enviaron? —bramó Osiander y sus alas de abejorro zumbaron y retumbaron en la oscuridad—. ¿Qué quiere decir con que lo enviaron? El chico llegó a Wittenberg vestido con harapos y con los pies vendados, su caballo murió en el camino y dijo que usted le había dicho que viniera, que lo mandaría al colegio y que haría de él un caballero. ¿Ni siquiera es capaz de sentir un poco de compasión por esa desgraciada criatura a quien ha destruido, a quien no quería enfrentarse, y por eso huyó antes de que llegara? ¿Y cree que va a salvarse con esa acusación infundada y perversa? ¿Que lo enviaron? ¿Quién, por favor?
Yo volví la cabeza hacia la pared.
—No importa, no me creería si se lo dijera. Sólo le aseguro una cosa: no soy un sodomita, me han difamado y desacreditado; lo que le han contado es sólo una sarta de mentiras.
—¡No pienso escucharlo, no pienso escucharlo! —gritó mientras comenzaba una especie de danza frenética—. ¿Quiere saber lo que me dijo el chico?, ¿quiere saberlo? Pues éstas son sus propias palabras, sus propias palabras, nunca podré olvidarlas: «Todas las mañanas le llevaba el desayuno y él me obligaba a masturbarlo a pesar de que yo lloraba y le suplicaba que me dejara ir». ¡Un niño, señor, un niño! Y usted puso esas palabras en su boca y lo obligó a hacer esas cosas y sabe Dios qué más. ¡Que el Señor lo perdone! Pero ya es suficiente, he dicho más de lo que pretendía, más de lo que debía. Si estuviéramos en Roma seguramente ya lo hubiera envenenado y se hubiera llevado el secreto consigo, pero en Alemania somos más civilizados. Hay un puesto libre en la universidad de Leipzig, la cátedra de matemáticas, y hemos hecho arreglos para que usted lo ocupe. Hará su equipaje hoy mismo, de inmediato, y se marchará hacia allí. No tiene derecho, ¡silencio!, no tiene derecho a protestar, ya es demasiado tarde para protestas. El propio Melanchton ha ordenado su destitución y debo añadir que fue él quien sugirió que lo enviáramos a Leipzig, lo cual no es un verdadero castigo, pues si de mí hubiera dependido, lo hubiera desterrado de Alemania. Y ahora prepárese para partir; si no ha acabado su trabajo aquí, yo me haré cargo de él. Tengo entendido que se ocupa de la publicación de una obra de astronomía del canónigo Koppemigk. Él mismo ha solicitado que yo supervise los últimos detalles de esta tarea. A los demás les diremos que usted ha tenido que abandonar el trabajo por razones de salud y que lo ha dejado en mis manos. Ahora váyase.
—El chico —dije—, Raphael, ¿qué fue de él?
Recordé la escena en el castillo de Heilsberg, donde estaba vestido con capa y sombrero, montado en un caballo negro; ese mismo aspecto debía de tener al salir de Lobau para ir a yerme a Wittenberg.
—Lo enviamos de vuelta al castillo de Lóbau, por supuesto —dijo Osiander—. ¿Qué esperaba que hiciéramos?
¿Sabéis lo que hacen en Prusia con los criados que se escapan? Les clavan una oreja a la picota y les dan un cuchillo para que se suelten. Me pregunto con qué castigo peor que ése pudo amenazar Giese al chico para lograr que me siguiera y contara las mentiras que me destruyen.
Al principio no podía comprender por qué Koppemigk y Giese me harían algo así y partí hacia mi exilio en Leipzig pensando que sin duda se había producido un terrible error. Sólo más tarde, cuando vi el prólogo que Osiander agregó al libro (que acabaría llamándose De revolutionibus orbium coelestium), comprendí que había sido usado, como un pobre payaso ridículo, para que llevara de contrabando la obra hasta el corazón de la Alemania luterana, se la diera al mejor impresor luterano con las mejores cartas de recomendación luteranas en mi poder, y cómo, una vez que había hecho todo eso, se habían desecho de mí para dejar sitio a Osiander y al imprimátur de su prólogo, lo cual haría que el libro estuviera a salvo de la jauría de Roma y de Wittenberg a la vez. Como comprenderéis, no confiaban en mí, excepto para el trabajo duro.
¿Merecía yo aquella traición?, me preguntaba. Me parecía increíble que pagaran todos mis esfuerzos de aquel modo sin que yo hubiera cometido un terrible pecado; pero por más que lo intenté, no pude encontrarme culpable de ningún crimen tan horroroso como para merecer aquella sentencia. En todo el libro no hay una sola mención de mi nombre. Nombran a Schoenberg y a Giese, pero no a mí. Era como si yo no hubiera existido durante aquellos últimos años. ¿Acaso aquél habría sido mi crimen, me refiero a una falta esencial de presencia, acaso no había estado allí de una forma lo suficientemente real? Ésa es la única razón que se me ocurre; Frauenburg había sido una especie de muerte, pues la muerte es una ausencia de fe. No sé muy bien lo que digo y sin embargo tengo la impresión de que no me equivoco. ~Dios mío! Esperé pacientemente el momento de mi venganza y ahora lo estoy arruinando. ¿Por qué culparme a mí mismo?, ¿por qué buscar un pecado en mi actitud?, ¿por qué todas estas tonterías? No hay necesidad de hacerlo, todo fue obra suya, suya, suya, ¡suya! Calma, Roberticus.
Aquí llega mi venganza, aquí está, por fin. El libro de las revoluciones es una sarta de mentiras del principio al fin. —. No, eso no servirá, es demasiado. — , demasiado algo, no sé. Además, no es verdad, o no exactamente, y la verdad es la única arma que tengo para execrar su maldita memoria.
El libro de las revoluciones es una máquina que se destruye a sí misma, sí, sí, eso está mejor.
El libro de las revoluciones es una máquina que se destruye a sí misma, lo que quiere decir que cuando su creador terminó con ella, cuando, por decirlo de algún modo, colocó el último tornillo, aquel objeto se hizo añicos ante él. Admito que me llevó tiempo darme cuenta, o al menos comprender la verdadera magnitud del hecho. ¡Cómo sudé y maldije aquellas noches de verano de Lóbau, intentando dar sentido a una teoría en la cual cada conclusión o hipótesis sucesiva parecía poner en duda todas las anteriores! Me preguntaba dónde estaban la belleza y la simplicidad, el orden celestial prometido por el Commentariolus, dónde estaba aquel objeto puro y prístino. El libro que tenía en mis manos era un revoltijo, una mezcolanza inútil y sin sentido. Pero permitidme que concrete, dejadme dar algunos ejemplos de lo que lo convertía en una terrible equivocación. Koppernigk nos dice que su profunda insatisfacción con la teoría del movimiento de los planetas que Tolomeo presentaba en el Almagesto lo indujo a buscar otro sistema, uno que fuera matemáticamente correcto, que coincidiera con las reglas de la física cósmica y, sobre todo, que justificara los fenómenos. ¡Oh, los fenómenos estaban justificados, sin duda!, ¡pero a qué costo! En sus cálculos no se necesitaban 34 epiciclos para explicar la estructura del universo, como decía el Commentariolus, sino 48, ¡o sea 8 más de los que había empleado Tolomeo! Este pequeño truco, sin embargo, no significaba nada, es una simple voltereta comparado con los que ahora voy a relatar. Vosotros imagináis que Koppernigk situó al sol en el centro del universo, ¿verdad? ¡Pues no lo hizo! El centro del universo, de acuerdo con su teoría, no es el sol, sino el centro de la órbita de la tierra, que como el magnífico, el fabuloso, el sabelotodo Libro de las revoluciones admite, está situado en cierto punto del espacio a una distancia del sol equivalente a tres veces la longitud del diámetro de éste. Todas las hipótesis, todos los cálculos, las tablas estelares, los mapas y diagramas, la maraña entera de mentiras, verdades a medias y autoengaños de De revolutionibus orbium mundi (o coelestium , como supongo que debería llamarlo ahora), fueron reunidos sólo para probar que en el centro del universo no hay nada y que el mundo gira en medio del caos.
¿Te estás removiendo en tu tumba, Koppernigk? ¿Te retuerces en el barro frío? Cuando por fin, una funesta noche en el castillo de Lóbau, comprendí la magnitud del absurdo que proponía, reí con todas mis fuerzas hasta que no pude más, y entonces lloré. Copérnico, el mayor astrónomo de la época, según decían, era un fraude cuya única preocupación era salvar las apariencias. Como dije, reí, lloré y algo murió en mi interior. No admito esto de buena gana, pero debo admitirlo: si su libro tenía algún poder, era el de destruir. Destruyó mi fe en Dios y en el Hombre, aunque no en el Demonio, pues Lucifer habita en el corazón mismo de su libro, con una familiar sonrisa fría y gris. Eras perverso, Koppernigk, y llenaste el mundo de desesperación.
Por supuesto él lo sabía, sabía que había fallado y que yo lo había advertido, y por eso tenía que destruirme; él y Giese, el discípulo del Diablo.
Os preguntaréis por qué, si me di cuenta de su fracaso cuando todavía estaba en Lobau, seguí rogándole con tanta insistencia que publicara. Pues, veréis, quería que hiciera pública su teoría, sólo para poder refutarla. Un deseo innoble, sin duda, lo admito. Confieso sin ambages que planeé construir mi reputación sobre las ruinas de la suya. ¡Qué tonto fui! El mundo no puede soportar la verdad: la gente recuerda el heliocentrismo (¡aún hoy hablan de la revolución de Copérnico!), pero olvidan la teoría errónea en que se basaba este concepto. Recuerdan y veneran su nombre, mientras yo me pudro en este espantoso lugar. ¿Cómo fue que me dijo?... «Primero reirán y luego llorarán al ver a la tierra degradada, girando en el vacío...» El lo sabía, lo sabía. Ir Ahora lloran abrumados por la carga de desesperación que él les legó. Yo también estoy llorando, pues no creo en nada y el espejo se ha roto. Es el caos.
¡Caramba, quién lo hubiera creído!
Ehúnde! ¡Qué alegría! Ha ocurrido algo extraordinario, algo increíble: ¡ha venido Otho! ¡Oh, Dios, creo en ti, lo juro! Perdóname por haber dudado de ti. ¡Por fin tendré un discípulo! Él divulgará mi nombre por todo el mundo. Ahora puedo volver a mi gran obra, a la que proyecté hace tanto tiempo: la formulación de un verdadero sistema del universo, basado en los principios de Tolomeo. No lo nombraré, ni siquiera mencionaré ese otro nombre. O tal vez lo haga, tal vez haya sido injusto con él. ¿Acaso no vislumbró, aunque con su característica torpeza, el orden majestuoso del universo, cuyas ruedas giran de forma misteriosa y vuelven a traer el pasado una y otra vez, así como el pasado regresó aquí hoy? Copérnico, canónigo Nicolás, domine praeceptor, te perdono, si, incluso a ti te perdono. Dios, creo en la resurrección, en la redención, en todo. ~Ah, la página tiembla ante mis ojos! ¡Qué dicha!
Lucius Valentine Otho ha llegado hoy desde Wittenberg para ser mí amanuense, mi discípulo. Cayó de rodillas ante mí y yo me comporte como corresponde a un gran científico. Le hablé con cortesía, le hice preguntas sobre Wittenberg y sobre su trabajo y sus ambiciones. ¡Pero cuántas emociones se agolpaban detrás de mi frialdad y de mi reserva! Por supuesto, sentí que no podía disimular la dicha, y cuando le pregunté su edad, no pude evitar agarrarlo de los hombros y sacudirlo hasta que le castañetearon los dientes, pues muchos años antes, a esa misma edad, yo había ido a Frauenburg a ver a Copérnico. El pasado vuelve transfigurado, ¿también yo enviaré a un Raphael a destruir a Otho? Pero venga, Rheticus, confiésalo; la verdad es que nunca hubo ningún Raphael. Ya lo sé, ya lo sé, fue espantoso que inventara todo ese asunto, pero, como comprenderéis, tenía que crear algo terrible y tangible que representara todo el daño que me hizo Copérnico. ¡Ni una palabra sobre mí en su libro!, ¡ni una sola! Me trató peor que a un perro. Bueno, ya lo he perdonado y he confesado mi pequeña broma sobre el asunto de Raphael. Ahora comienza una nueva era. Ya no soy el viejo Rheticus, expulsado a Cassovia, que se consume de odio y furia impotente; ¡no!, soy algo mucho mejor: ¡el doctor Rheticus! Soy un creyente. Entonces alza tu cabeza, extraña y nueva criatura gloriosa, ángel incandescente y contempla la tierra. ¡No ha sido degradada! Hasta en eso se equivocó. El cielo es azul y siempre lo será, la tierra florecerá en primavera y este planeta siempre será el centro de todo lo que conocemos. De verdad lo creo…—, al menos eso pienso. Vale.

Capítulo 4
Magnum Miraculum

Al amanecer, el sol recobró de la oscuridad los pocos fragmentos de vida que aún le quedaban y los trajo de nuevo al presente. Miró con desconfianza cómo el mundo se recomponía a su alrededor; no podía creer que el viaje de regreso hubiera terminado, pues venía de muy lejos, había recorrido una distancia inconmensurable. Fuera, en el extremo este del cielo, una tormenta de fuego bramaba entre las nubes, iluminando el enorme arco de acero del brillante Báltico con una lluvia de flechas ardientes. Pero ya nada era real, sólo un simple melodrama, frío y estático. El mundo se había reducido al tamaño de su cráneo; y sin aquella esfera consumida todo era una serie versátil de imágenes superficiales en el vacío, sin el más mínimo sentido. Sólo cobraban significado en las contadas ocasiones en que una imagen en particular servía para confirmar la realidad, como ahora los fragmentos de su celda elegidos por la mañana incipiente eran entidades luminosas que formaban una constelación en la penumbra circundante. Era una fórmula etérea que expresaba con precisión, como no podrían hacerlo las palabras, los restos de lo que había sido en el pasado, todo lo que quedaba de su vida anterior. Una mañana muy similar a ésta, un fuego ardiente como el mismo sol había estallado en su cabeza, y cuando aquel terrible deslumbramiento se hubo desvanecido, todo quedó transformado. Así habían comenzado sus últimos extravíos; había viajado al pasado porque no tenía otro lugar a donde ir. Se moría.
La enfermedad lo había atacado furtivamente. Al principio sólo era un pequeño mareo ocasional, un paso en falso o un tropezón en las escaleras. Luego comenzaron las jaquecas, truenos atrapados en su cabeza, que le obligaban a quedarse echado durante horas en la oscuridad de su celda con cataplasmas de vinagre en la frente, mientras cascadas de cristales multicolores formaban astilladas imágenes agónicas ante sus ojos. Aun así, él insistió en negar lo que el médico que llevaba en su interior reconocía sin dudar, que había llegado el fin.
(“Un ataque de fiebre, nada más —se decía a sí mismo—; tengo setenta años, esto es normal a mi edad.”)
Luego, una mañana de la primera semana de abril, intentó levantarse de la cama y de repente todo el costado derecho de su cuerpo le dolió muchísimo, como si alguien hubiera volcado un montón de proyectiles o bolitas de mercurio caliente del cráneo al corazón y desde allí fueran bombeadas hasta obstruir las arterias de su brazo, de su pecho y de su pierna. Se volvió a echar en la cama gimiendo, con enorme cuidado, como una madre que deja a su hijo sobre la cuna. Bajo la luz tenue del amanecer, una araña trepaba con dificultad en el trampolín de su tela, suspendida de las vigas del techo. Desde fuera llegó el creciente alboroto de un caballo que se acercaba. Inmovilizado por aquel angustioso dolor esperó la funesta catástrofe con calma, casi con ansiedad. Pero el jinete pasó junto a su ventana y no se detuvo; entonces él comprendió, sin sorpresa y con una sensación similar a la desilusión, que no lo dejarían ir antes de que sufriera una última chanza; y en lugar de la muerte, el sueño, la trivialidad por excelencia, lo envolvió sin ceremonia con su ala y se lo llevó rápidamente de allí.
Era el sueño, sí, y sin embargo algo más: una apasionada lucidez, una pausa sobre una costa desierta en el crepúsculo, un último vistazo hacia atrás a la tierra que pronto abandonaría. Sí, sí, seguía aguardando ¿Qué?, no lo sabía. Silencioso y expectante escudriñaba la sombría lontananza; todos los muertos olvidados estaban allí, invisibles pero tangibles. Una punzada de nostalgia atravesó su corazón. ¿Pero por qué estaban detrás de él?, ¿por qué no adelante? ¿Acaso no estaba en camino para reunirse con aquella silenciosa muchedumbre? ¿Y por qué esperaba allí, en esa orilla solitaria? Un cielo brumoso y amarillento, lleno de ruinas, se hundía despacio a lo lejos, mientras la oscuridad se cernía sobre él. Entonces miró de soslayo a la figura que se acercaba, con hombros anchos, una cara enorme y bruñida que parecía esculpida en piedra pulida, ojos saltones y una boca cruel y extravagante.
—¿Quién eres? —gritó mientras intentaba en vano levantar las manos para protegerse de la aparición.
—Yo soy el que buscas.
—¡Pero dime quién eres!
—Estoy muerto como mi padre, y como mi madre, pero sigo vivo y llegaré a viejo. Vengo a llevarte de viaje. Tienes mucho que aprender y muy poco tiempo para hacerlo.
—¿Y qué vas a enseñarme?
—Cómo morir.
—¡Ah!.. Entonces eres la Hermana Muerte.
—No, todavía no. Yo soy el que viene antes, podrías decir que soy el dios de la algazara y el olvido. Yo vuelvo locos a los hombres. Ahora, por un tiempo estarás en mi remo. Ven conmigo, aquí comienza el descenso hacia el infierno. Ven. —Tras aquellas palabras, el dios se volvió y comenzó a andar hacia la tierra oscura. — ¡ven!
El moribundo volvió a mirar hacia adelante, hacia el mar invisible e irresistible, ansioso por continuar, incapaz de continuar, volviéndose hacia atrás contra su voluntad, hacia la multitud que lo aguardaba.
— Ven...
Y como el soldado que se aleja de mala gana de la conmovedora visión del hogar y el amor solo para recibir el disparo fatal en medio de la frente, se volvió y en el acto la enorme y abrasadora esfera de fuego explotó en su cabeza despertándolo.

* * * *

El dolor era en el costado derecho, aunque él parecía intuirlo más que sentirlo, pues estaba paralizado desde la oreja al tobillo. Abrió los ojos con miedo, como si no quisiera enterarse de lo que ocurría. Envió unas sencillas órdenes al brazo y la cadera de ese lado, pero fue inútil, los canales de comunicación estaban rotos. Era como si la mitad de su cuerpo se hubiera separado y estuviera echada a su lado, como una sombría bestia caída, tétrica, inmóvil y peligrosa. Peligrosa, sí, debía tener cuidado de no provocar a aquella bestia, pues sin duda podría alzar la poderosa pata acolchada del dolor y destrozarlo con ella. La brillante luz de abril resplandecía al otro lado de la ventana; alcanzaba a ver el Báltico, tranquilo y de color gris acerado, que traía hacia la orilla un barco con una vela negra. ¿Era demasiado pretencioso esperar que lo despojaran de aquella abrumadora claridad, de aquella lucidez? ¿No podrían haberle concedido al menos ese respiro? Abajo, Anna Schillings se movía, ponía en marcha el decrépito mecanismo de un nuevo día. A pesar del dolor, lo que más lo atormentaba ahora era una sensación de ansiedad y recelo y, aunque pareciera extraño, una vergüenza abrumadora. No había sentido una aflicción tan desoladora desde su infancia, cuando, después de haber cometido una travesura, como romper un plato o decir una mentira, aguardaba, con todos los pestillos cerrados y encogido de miedo, en el camino del espantoso e inevitable vehículo de la retribución. ¡Para que lo descubrieran!, era absurdo. Anna vendría de un momento a otro con las gachas y el vino caliente y lo descubriría. Con cuidado comprobó si sería capaz de sonreír y entonces, sin poder evitarlo, comenzó a llorar en silencio. Después de todo, era un pequeño lujo y lo hizo sentir mucho mejor.
Cuando por fin ella llegó arriba, jadeante, él ya se había secado las lágrimas; pero de todos modos intuyó el desastre en el acto. Lo traicionó el olor de su vergüenza, el mismo hedor de una criatura que se ha hecho pis en los calzones, de un animal tullido temblando sobre un colchón de hojas. Despacio, evitando mirarlo a los ojos, dejó la humeante taza de vino y el plato de gachas en el suelo.
—¿Aún no se ha levantado, canónigo?
—No es nada, Anna, no debe preocuparse, estoy enfermo. —Le costaba hablar y sus palabras sonaban confusas, como si tuviera una piedra blanda en la boca.— Informe al Capítulo, por favor, y pídale al canónigo Giese que venga. —No, no, Giese ya no estaba allí, sino en Lobau; debía tener cuidado, pues si divagaba de ese modo, ella pensaría que estaba peor de lo que realmente estaba. Ella seguía inmóvil, con la cara inclinada hacia un lado y los brazos cruzados en su pecho, aunque todavía con la vista en otro lado, como si no quisiera, o no pudiera, enfrentarse a la calamidad que descendía sobre su vida. Tenía la expresión ofendida y sorprendida de alguien que ha sido grave e inexplicablemente despreciado, pero sobre todo parecía perpleja e incapaz de reaccionar. Él la comprendía, conocía aquel sentimiento; no hay lugar para la muerte en el complicado mecanismo de un día normal. Deseaba decir algo que le diera sentido a aquella situación nueva y caótica.— Me muero, Anna.
Por supuesto, en seguida se arrepintió de haberlo dicho. Ella comenzó a llorar en silencio, con una discreción, una especie de cautela, que lo conmovió mucho más de que lo hubieran hecho los previsibles aullidos de dolor. Salió un momento, sollozando, y volvió poco después con agua para lavarlo y un orinal para aliviar sus necesidades. Lo atendió con destreza, sin decir una sola palabra, y él admiró su habilidad, su capacidad de adaptación; realmente era una mujer admirable. Una pequeña llama de aquel viejo y casi olvidado afecto se avivó en su interior.
—¿Anna? Pero ella no dijo nada. Tal vez aprendiera de él a no confiar en las palabras y se conformaba con que aquellas pequeñas atenciones expresaran todo lo que era incapaz de decir. Él la miró con una mezcla de asombro y tristeza. ¿Qué importancia había tenido en su vida?, ¿qué había significado para él? Por primera vez le pareció extraño que en todos estos años nunca hubieran llegado a tutearse.
La enfermedad avanzaba con todo tipo de altibajos, lo azotaba y lo hundía en una tremenda oscuridad, sólo para alzarlo otra vez hasta la hiriente luz, sacudiéndolo hasta que oía el repiqueteo de sus huesos; o cerraba sus intestinos por la noche y a la mañana siguiente abría las compuertas de sus orificios, obligándolo a yacer durante horas, asqueado e impotente, en medio de la inmundicia de sus propios desperdicios. Lo recorrían brillantes y centellantes punzadas de dolor, como si la enfermedad fuera un sastre perverso que desplegaba, con un melindroso sentido del gusto, las sedas cada vez más sutiles y exquisitas de su tortura. Instintivamente, siempre había creído que se consumiría de una forma rápida y sin complicaciones, pero las fiebres duraban días, hacían que su carne ardiente rezumara un sudor constante y lo despojaban de aquella preciosa lucidez que al principio le había parecido una carga.
A veces, sin embargo, su mente estaba lo suficientemente clara para sorprenderse e incluso fascinarse por su propia actitud equilibrada ante la muerte. Todavía recordaba el terror que lo había acompañado en su viaje hasta allí, como una sombra inmóvil presente en cada paisaje, por brillantes y distintas que fueran sus escenas. Y sin embargo no tenía miedo, sólo sentía una ligera melancolía, pena y ansiedad ante la posibilidad de perder la última y seguramente la más excelsa experiencia que el mundo le ofrecería. Estaba convencido de que le concederían un momento de comprensión, una visión con un significado profundo antes del final. ¿Era por eso que estaba tranquilo y no tenía miedo?, ¿porque ese algo misterioso hacia lo cual avanzaba anhelante ocultaba el verdadero semblante de la muerte? ¿Y sería ésa la razón de que su agonía se prolongara, porque en realidad no se trataba de la antesala de la muerte, sino de una forma de purificación, un sufrimiento ritual que tendría que superar antes de su iniciación en el conocimiento trascendental? A pesar de que ya había llegado demasiado lejos como para poder aprovechar en vida la lección que iba a aprender, creía que eso no restaba importancia a su experiencia. Entonces, ¿la redención todavía era posible, incluso en circunstancias tan extremas?
Mientras buscaba respuesta a aquella extraordinaria pregunta, su mente afiebrada rebuscaba como un vagabundo entre la basura de su vida, desenterrando caprichosamente los restos y desechos inconexos que quedaban. No le encontraba sentido ni razón de ser a nada. Sin embargo, a veces se hundía en un sueño calmo y profundo y vagaba en paz entre los campos y palacios de la memoria. Allí el pasado seguía maravillosamente intacto; estaba asombrado por la riqueza de detalles sobre su infancia y su juventud que había conservado durante tantos años, almacenados como la fruta de invierno. Visitó la casa de la calle de Santa Ana y volvió a recorrer las calles y callejuelas del pueblo en un silencioso estado de éxtasis. Allí estaba San Juan, la puerta del colegio, los niños jugando entre el polvo. Las escenas parecían iluminadas por un brillo tenue y dorado, una versión estilizada de la luz del sol. La ternura y la nostalgia le atravesaron el corazón. ¿Había dejado Torun alguna vez? Tal vez su verdadero, su auténtico yo se había quedado allí para siempre, esperando pacientemente que regresara, como ahora, a recobrar su forma genuina. Y allí está el tilo, lleno de hojas, inmutable y encantador, el vivo retrato del verano, del silencio y de la felicidad.
Regresaba de sus viajes al pasado cansado y desanimado, sin respuestas; y la desesperación brotaba en él como una flor espantosa y fétida. Entumecido por una sobredosis de aguardiente, por una inesperadamente efectiva mezcla de hierbas o por simple fatiga, se marchaba del ámbito de la vida y se quedaba inmóvil, como un trozo informe de carne, sudor y flema. Estaba en el estado más primitivo y rudimentario del ser, con una respiración superficial y monótona, casi muerto. Esos períodos eran los peores.
En otras ocasiones el pasado venia al presente, en la forma de pequeñas criaturas, pintorescos hombrecillos que entraban en su habitación, andaban con presunción alrededor de su cama, regañándolo por todo el daño que les había hecho, o se posaban sobre su hombro y le hablaban, ofreciéndole explicaciones, justificaciones y denuncias. Resultaban cómicos y tristes a la vez. Así vino el profesor Brudzewski, Novara y los italianos, incluso el tío Lucas, pomposo como siempre, y el rey de Polonia, tambaleante y con la corona torcida. Al principio pensaba que eran alucinaciones, pero luego advirtió que se trataba de algo mucho más importante: eran reales, tan reales como cualquier cosa que no es parte de uno mismo, que pertenece al mundo exterior. ¿No había creído siempre que no conocemos a los demás, sino que los inventamos?, ¿y que el mundo está formado sólo por uno mismo, pues todo lo demás es necesariamente una quimera? Por lo tanto tenían derecho a regañarlo, pues ¿quién, sino él, era culpable de lo que eran? Pobres, deleznables y jactanciosas criaturas, inquilinos de su mente que él había inventado y que se llevaba con él a la muerte. Ahora, poco antes del final, tenía la última palabra. Girolamo era el único que no hablaba; estaba de pie en la penumbra a una distancia prudencial de la cama, con aquella expresión inimitable entre indiferente y afectuosa, sonriendo irónicamente con una ceja levantada. ¡Ah, sí, Girolamo! Tú me conocías —no tan bien como aquel otro, es verdad, pero me conocías— y yo no podía soportar que alguien me conociera tan bien.
¿Dónde?
Se había hundido en una espantosa oscuridad donde todo estaba en silencio y en la más absoluta quietud. Estaba asustado. Aguardó, y después de un rato largo, al menos le pareció muy largo, a una enorme distancia, vislumbró algo minúsculo en la oscuridad. No podía llamársele luz, pues era algo insignificante, el mínimo absoluto imaginable; y desde todavía más lejos oyó un chillido casi imperceptible, un diminuto grano de sonido que apenas servía para definir el infinito silencio que lo rodeaba. Luego ocurrió algo extraño, como si el tiempo se hubiera partido en dos, como si el ahora y el aún no sucedieran de forma simultánea, pues era consciente de ver algo acercándose a través de la oscura distancia y al mismo tiempo ya había llegado. Era un enorme y brillante pájaro acerado que se elevaba, amenazante, con sus inmóviles alas extendidas. ¡Oh, era tan terrible que no se podía describir con palabras, y al mismo tiempo magnífico! Llevaba un fragmento de fuego deslumbrante en su temible pico. Él intentó gritar, pronunciar la palabra, pero fue inútil, pues al descender del largo arco de su vuelo, la criatura giró, ya encima de él incluso cuando parecía que se aproximaba, y grabó el sello ardiente sobre su frente.
¡La palabra!
¡Oh, la palabra!
¡La palabra tuya que a mí me falta!

* * * *

Y de nuevo estaba en la orilla oscura, con el mar a su espalda y la tierra a la vez misteriosa y familiar delante. Allí estaba aquel dios cruel que lo alejaba del mar donde lo esperaban los demás, tantos otros, todos. No veía nada y sin embargo conocía aquellas cosas, sabía que la tierra sobre la cual descendía era la suma de todas las tierras que había conocido en su vida. ¡De todas! Los pueblos y ciudades, las llanuras y los bosques, Prusia, Polonia, Italia, Torun, Cracovia, Padua, Bolonia y Ferrara. También el dios, que ahora volvía hacia él su enorme y vidriosa cara de piedra, era muchas personas en uno: Caspar Sturm, Novara, Brudzewski, Girolamo y muchos más, su madre, su padre y sus madres y padres, eran innumerables millones y al mismo tiempo ese otro, el inevitable otro.
—Aquí está lo que buscabas —dijo el dios—, esa cosa que es ella misma y no otra. ¿La reconoces?
¡No, no, no era así! Allí sólo había oscuridad y caos, el poderoso clamor de incontables voces que reían, gritaban de dolor o maldecían; él no podía reconocer nada tan perverso y anárquico.
—¡Déjame morir!
—Todavía no —respondió el dios.
Entonces sintió que algo lo empujaba rápida y penosamente hacia arriba, hacia el mundo, y allí estaba su celda, el amanecer en el gran arco del Báltico y la primavera. Se sentía dolorido y sus miembros estaban muertos, pero por primera vez en varias semanas, su mente tenía una lucidez maravillosa. Sin embargo, aquella claridad era extraña, distinta de cualquier otra sensación que hubiera experimentado antes, no confiaba en ella. A su alrededor reinaba una inmensa y fría quietud, como si estuviera a una inmensa altura en medio del espacio infinito. ¿Era posible que lo hubieran alzado hasta allí para que fuera testigo de la desolación? Pues ya no soportaba más la lucha y la angustia. ¿Así era, por fin, la verdadera desesperación? En tal caso, se trataba de un fenómeno muy poco distinguido.
Durmió un rato, pero Anna vino con la navaja y la palangana para afeitarlo y lo despertó. ¿No podía dejarlo en paz ni siquiera un momento? Pero entonces se reprendió a sí mismo por su ingratitud; ella había sido muy amable con él durante las largas semanas de su enfermedad. Lo afeitaba, lo alimentaba, lo limpiaba, lo lavaba; cumplía con todos los rituales necesarios para ahuyentar la idea de que pronto se quedaría sola. Él la miraba trabajar con ahínco alrededor de su cama, levantando la palangana, afilando la navaja, embadurnando con espuma sus mejillas hundidas, mientras murmuraba para sí. Era una mujer alta, gorda, de rostro ceniciento y vestido oscuro. De un tiempo a esta parte, esa efigie gris e inconmovible había comenzado a gritarle como si fuera un sordomudo o un niño, sin rabia ni impaciencia, sino con una especie de desesperada alegría, como si creyera que de ese modo lo traería de vuelta desde la oscura orilla. Él no podía soportar aquella actitud, sobre todo por las mañanas, así que intentaba articular ruidos furiosos y a veces incluso pegarle lleno de furia e impotencia. Aquel día, sin embargo, estaba tranquilo e incluso logró esbozar una sonrisa asimétrica, que por lo visto ella no interpretó como tal, pues lo observó con aprehensión y le preguntó si estaba dolorido. ¡Pobre Anna! La contempló maravillado. ¡Cómo había envejecido! La mujer madura y atractiva que había llegado a la torre veinte años antes se había convertido, sin que él lo notara, en una matrona tímida, nerviosa y algo tonta. ¿Había tenido tan poco interés en ella que ni siquiera había advertido el vulgar fenómeno de su envejecimiento? Ella había sido su ama de llaves y en tres ocasiones algo más, tres extraños y ahora completamente irreales encuentros a los que lo habían conducido la desesperación, la insoportable conciencia de sí mismo y el abandono. En tres ocasiones había sido algo más, pero no mucho más, desde luego no lo suficiente para merecer la persecución disparatada e implacable de Dantiscus. Sin embargo, ahora se preguntaba si aquellas tres noches tendrían un significado más profundo del que él estaba dispuesto a concederles. Tal vez para ella habían sido motivo suficiente para seguir a su lado; pues podría haberlo dejado. Sus hijos habían crecido; Heinrich, el hijo, acababa de terminar su aprendizaje en la panadería de la catedral y Carla servía en la casa de un comerciante. Si hubiese querido dejarlo, ellos la habrían mantenido, pero había elegido quedarse, había resistido.
¿Era esto lo que significaba? Recordó sus días jóvenes, tormentas en primavera, humores de otoño y pesares en invierno. Debería haberle demostrado más consideración, pero ya era demasiado tarde.
—¿Anna?
—¿Sí, canónigo?
—Du, Anna.
—Si, Herr canónigo. ¿Sabe que hoy viene el doctor? Viene de Nüremberg, lo recuerda, ¿verdad?
¿De qué hablaba? ¿A qué doctor se refería? Entonces recordó.
¡Así que por eso se le concedía aquella última lucidez! Todo había perdido sentido, su trabajo, la publicación, todo. Recordaba sus esperanzas y sus temores con respecto al libro, pero ya no podía sentirlos. Sí, había fracasado, ¿pero qué más le daba? Aquel fracaso era una insignificancia comparado con el desastre general de su vida.
Andreas Osiander llegó esa misma tarde. Anna, nerviosa por la llegada de alguien tan importante, subió las escaleras corriendo para anunciarlo y tartamudeó y se retorció las manos con ansiedad.
El canónigo recordó, demasiado tarde, que había pensado en mandarla afuera para aquella visita, pues la presencia de Anna ante los nances del remilgado doctor de Nüremberg avivaría otra vez toda la ridícula cuestión de la focarza. No es que al canónigo siguiera importándole lo que Dantiscus o cualquier otro pensara o dijera de él, pero no quería que Anna sufriera más humillaciones; no, de ningún modo. Apenas había anunciado el nombre del visitante, cuando Osiander pasó bruscamente junto a ella y comenzó a hablar con su característico tono rudo y arrogante. Sin embargo, ante la imagen de aquella figura consumida sobre la cama, balbuceó, interrumpió su discurso y se volvió vacilante hacia Anna, que estaba de pie junto a la puerta.
—Es parálisis, Herr doctor —dijo Anna meneando la cabeza—; dicen que fue provocada por una hemorragia cerebral.
—~Oh!, ya entiendo. Bueno, eso es todo, señora. Ya puede retirarse, gracias.
El canónigo quería que se quedara, pero ella le hizo un gesto tranquilizador y se retiró sin protestar. Él se puso tenso al escuchar los pesados pasos de Arma en la escalera, pues de repente aquel sonido parecía condensar el poco consuelo que le quedaba en el mundo; pero Osiander había comenzado a gritar otra vez, mientras Anna se marchaba en silencio de su vida.
—No esperaba encontrarlo tan mal, amigo Koppernigk —dijo Osiander, en tono acusatorio, como si sospechara que le habían mentido deliberadamente sobre el estado de salud del canónigo.
—Me estoy muriendo, doctor.
—Sí, pero el final nos llega a todos, así que debe ponerse en manos de Dios. Es mejor así que morir de repente durante el sueño, sin tiempo para preparar el alma, ¿verdad?
Aquel luterano ruidoso, pomposo e insensible era un hombre imponente y arrogante, un ególatra; y en el fondo, al canónigo nunca le había gustado. Comenzó a pasearse por la habitación con paso solemne, esgrimiendo su abultado pecho de paloma como un escudo contra cualquier oposición, y habló de Nüremberg, de la imprenta y de sus generosos esfuerzos para publicar la obra del canónigo. A Rheticus lo llamaba aquella detestable criatura. ¡Pobre Rheticus!, otra víctima sacrificada ante el altar del decoro. El canónigo suspiró, debería haberle dado a su discípulo el reconocimiento que merecía. ¿Y qué si era un sodomita? No era el peor crimen imaginable, tal vez no fuera peor que su vil ingratitud.

* * * *

Osiander buscaba algo en el amplio bolso que colgaba a su costado, y de repente sacó un bonito volumen encuadernado en cuero con un grabado dorado en el lomo. El canónigo se estiró para verlo mejor; pero Osiander, aquel despreciable individuo, pareció olvidar que estaba en presencia del autor y que éste seguía vivo a pesar de las apariencias. En lugar de acercarle el libro a la cama, lo llevó junto a la ventana, se mojó un dedo con saliva y comenzó a pasar las hojas bruscamente, con la despreocupada negligencia de alguien que cree que todos los libros, a excepción de la Biblia, carecen de valor.
—He cambiado el título —dijo con aire ausente—. Tal como creo haberle informado, sustituí la palabra mundz por coelestium, ya que me parecía más seguro hablar del cielo, que implica distancia y separación, antes que del mundo, un término mucho más inmediato.
—No, amigo, no recuerdo que usted me haya informado nada, pero ya no tiene importancia. — Por supuesto, también he agregado un prólogo, tal como habíamos convenido. Creo que fue una buena idea, pues como ya le dije en mis cartas, podremos tranquilizar fácilmente a los aristotélicos y a los teólogos si les decimos que varias hipótesis pueden explicar los mismos movimientos aparentes, y que estas hipótesis en particular no son enunciadas porque sean verdaderas, sino porque son las más convenientes para calcular los aparentes movimientos mixtos. —Alzó su rostro imperturbable hacia la ventana con expresión de ensueño y una pequeña y presuntuosa sonrisa de admiración por la precisión y el estilo de su discurso. El canónigo adivinó que ésa sería su actitud cuando daba sus verborreicas clases en Nüremberg.— Por mi parte —continuó el luterano—, siempre he creído que las hipótesis no son artículos de fe, sino bases de cálculo; de modo que ni siquiera tiene importancia el hecho de que sean falsas, siempre y cuando justifiquen los fenómenos... Y a la luz de esta creencia he elaborado el prefacio.
—No deben hacerlo —dijo el canónigo, con sus ojos sombríos fijos en el techo.
Osiander lo miró fijamente.
—¿Qué?
—No deben hacerlo, no quiero que se publique el libro.
—Pero..., pero señor, ya está publicado. Mire, aquí tengo una copia impresa y encuadernada. Petrieus ha hecho una edición de mil ejemplares, tal como convinimos con usted. Ahora está siendo distribuida.
—¡Digo que no deben hacerlo!
Osiander, perplejo, reflexionó un momento en silencio, luego se acercó, se sentó despacio en una silla junto a la cama y escudriñó al canónigo con una sonrisa inquisitiva.
—¿Se encuentra mal, amigo?
Si su cuerpo se lo hubiese permitido, el canónigo se hubiera reído.
—¡Soy un moribundo! —gritó—. ¿Acaso no se lo he dicho? Pero no estoy delirando, quiero que se retire el libro. Vaya a Petreius y dígale que pida que le devuelvan los volúmenes que ya ha enviado. ¿Lo entiende? ¡No deben hacerlo!
—Cálmese, doctor, por favor —dijo Osiander, asustado por la vehemencia contenida del paralítico, su mandíbula tensa y su mirada furiosa y angustiada—. ¿Necesita algo?, ¿llamo a esa mujer?
—No, no, no haga nada —respondió el canónigo, un poco más tranquilo al tiempo que su cuerpo dejaba de temblar. Sentía que le subía la fiebre y que un dolor más fuerte que todos los anteriores le estallaba en la cabeza. El pánico extendió un fino y oscuro tentáculo en su interior—. Discúlpeme —balbuceó—. ¿Hay agua? Déjeme beber. Gracias, es muy amable. ¡Ah!
Osiander frunció el entrecejo y dejó la jarra de agua en su lugar. Su expresión era una mezcla de vergüenza y curiosidad; quería escapar de aquel moribundo indigno, pero al mismo tiempo deseaba conocer el motivo de aquel extraordinario cambio de opinión.
—Quizá sería preferible que volviera más tarde —arriesgó—, cuando esté más tranquilo. Entonces discutiremos el asunto del libro.
Pero el canónigo no lo escuchaba.
—Dígame, Osiander —dijo—, dígame la verdad, ¿es demasiado tarde para detener la publicación? Pues yo la detendría.
—¿Por qué, doctor?
—¿No ha leído el libro? Entonces ya debe saber por qué. Es un fraude; fracasé en lo que pretendía hacer: descubrir la verdad, el significado de las cosas.
—¿La verdad? No lo comprendo, doctor, estoy de acuerdo en que su teoría tiene algunos errores, pero…
—No me interesa la mecánica de la teoría. —Cerró los ojos. ¡Oh, habría que quemarlo!, ¡quemarlo!— Es el proyecto mismo, su totalidad... ¿Es que no me entiende? Usé cien mil palabras, mapas, tablas estelares, fórmulas, y sin embargo no dije nada...
No podía continuar. Después de todo, ya no le importaba nada. Osiander suspiró.
—No debería preocuparse así, doctor —dijo—. Sólo son escrúpulos, y si hay algo más, entonces debe darse cuenta de que el tipo de éxito que usted buscaba, o que ahora cree que buscaba, no puede obtenerse. Su trabajo, por imperfecto que sea, será la base sobre la cual otros podrán construir, puedo asegurárselo. Y con respecto a su fallido intento por descubrir la verdadera naturaleza de las cosas, como usted dice, creo que reconocerá que yo me he ocupado de aclararlo en el prefacio. ¿Quiere escuchar lo que he escrito?
Era evidente que estaba orgulloso de su trabajo, y como buen orador nato, ansioso por exponerlo. El canónigo sintió pánico, no quería escucharlo, ¡no! Pero se hundía, no podía hablar y sólo atinaba a gruñir y chasquear los dientes en un desesperado ademán de negación. Osiander, sin embargo, tomó aquellos gestos como una señal de anticipado regocijo. Dejó el libro, y con la lánguida y penosa sonrisa de alguien que se ve forzado a tratar con un idiota, metió las manos bajo las axilas del canónigo y lo incorporó, acomodándolo con cuidado contra el respaldo de almohadas manchadas, como si estuviera preparando una diana. Luego comenzó a pasearse otra vez con solemnidad, y con el libro abierto al final de su brazo extendido, comenzó a leer en voz alta con un tono estremecedor, más digno de un púlpito.
—Como la novedad de la hipótesis de esta obra, que pone a la tierra en movimiento y considera al sol como un astro inmóvil situado en el centro del universo, ya ha sido objeto de gran atención, sé a ciencia cierta que algunos eruditos se han sentido agraviados y acusan al autor de crear confusión en las disciplinas liberales, establecidas hace muchos años sobre bases correctas. Sin embargo, si estos eruditos examinan la cuestión escrupulosamente, descubrirán que el autor de este libro no ha hecho nada que merezca tal acusación, pues es obligación de un astrónomo basarse en la difícil y experta observación de los astros para resumir la historia de los movimientos celestes. Por lo tanto, como ningún tipo de razonamiento puede descubrir las verdaderas causas de esos movimientos (ésa es su idea, ¿verdad, doctor?), debe concebir y elaborar cuantas causas o hipótesis desee, ya que, si damos por sentadas esas causas, los mismos movimientos pueden calcularse por los principios de la geometría igualmente válidos para el pasado que para el futuro. Este artista se destaca en ambos sentidos, pues no es preciso que las hipótesis sean verdaderas, ni siquiera probables, sino que provean un cálculo coherente con las observaciones...
El canónigo lo escuchaba maravillado. Aquella negación, la destrucción del trabajo de toda su vida, ¿podía justificarse? Realidad o ficción..., ritual..., necesidad. No podía concentrarse, estaba ardiendo. Andreas Osiander entraba y salía del resplandor de la ventana, se transformaba cada vez en la oscuridad andante, una nube de fuego, un fantasma; y afuera todo cambiaba de forma misteriosa, el sol no era luz y calor frente al mundo inerte, sino que el mundo era un nimbo de fuego ardiente, y el sol, una bola muerta y helada suspendida en el cielo occidental.
Pues es evidente que este arte ignora por completo las causas de los movimientos aparentes, y que si elabora e inventa causas, de hecho ha inventado muchas, no lo hace para convencer a nadie de que son verdaderas, sino sólo para que sirvan como base adecuada a los cálculos. Pero como un mismo movimiento puede requerir distintas hipótesis en distintos momentos, como la excentricidad y el epiciclo del movimiento del sol, el astrónomo elegirá la más fácil de comprender. Tal vez el filósofo prefiera buscar la verdad, y sin embargo, tampoco entenderá ni dará algo por cierto, a no ser que le sea revelado a través de la divinidad. Las paredes de la torre habían perdido su solidez, eran planos de la oscuridad desde donde ahora surgía el terrible pájaro de acero agitando sus terribles alas, dejando una estela de llamas a su paso y llevando la feroz esfera en la boca. Ya no estaba solo, sino que volaba al frente de una banda de criaturas de su misma especie que sallan chillando de la oscuridad, todas en llamas, brillantes, terribles y majestuosas.
—Y en lo referente a las hipótesis, que nadie espera ninguna certeza de la astronomía, ya que la astronomía no puede ofrecerlas; y que no confunda con la verdad ideas concebidas con otro propósito, pues cuando acabe este estudio será más tonto que al comenzarlo.
¡No! Oh, no! Arrojó su muda negativa hacia el mundo en llamas. Andreas, me has traicionado, tú.
¿Andreas?
La figura se acercó y de repente agachó su cabeza mutilada hasta tocar su cara.
—¡Tú! —Sí, hermano, soy yo. Volvemos a encontramos.
Andreas rió, se sentó en la silla que había al lado de la cama y apoyó el libro sobre su regazo bajo su capa negra. Era tal como el canónigo lo había visto la última vez, un cadáver andante que los gusanos devoraban prematuramente.
—Estás muerto, Andreas, sólo estoy soñando.
—Sí, hermano, pero de todos modos soy yo. Soy tan real como tú, pues en este lugar fatal en que nos encontramos, yo estoy tan cerca de la vida como tú de la muerte, así que es lo mismo. Debo agradecerte esta breve reencarnación.
—¿Quién eres?
—¡Andreas, desde luego! Así me has llamado tú. Sin embargo, si insistes en encontrarle un sentido a todas las cosas, podemos decir que soy un ángel redentor. Un ángel poco común, lo admito, con las alas espantosamente mutiladas, pero redentor al fin.
—Eres la muerte.
Andreas esbozó su característica y angustiosa sonrisa.
—¡Oh, también, hermano, también! Pero eso no es lo más importante. Pero ya está bien de sofismas metafísicos, sabes que siempre me resultaron aburridos. Mientras tengamos tiempo, hablemos con calma de las cosas importantes. Ya ves, tengo tu libro...
Detrás de la oscura y sonriente figura, una luz deslumbrante se colaba por la ventana, desde donde se veía el lecho azul acero del Báltico levantándose como el lomo de una bestia submarina, ubicua y amenazante. Arriba de su cama, en la penumbra los pájaros de metal planeaban y bajaban en picado, volaban sobre postes y cables invisibles, llenando el aire lúgubre con su furioso clamor. La fiebre subía de forma inexorable por sus venas, como una marea. Clavó las uñas en la sábana húmeda y fría, intentando aferrase a este mundo.
Tenía miedo; ésta era la muerte, sí, sin lugar a dudas ésta era la hora señalada e inconfundible. Lo asaltaron pequeños recuerdos del pasado: una calle desierta en Cracovia una oscura noche de invierno, un niño idiota mirándolo desde el umbral de una choza en los suburbios de Padua, una ruinosa torre de Polonia habitada por una bandada de palomas blancas. Aquéllas habían sido las señales secretas de la muerte. Andreas lo miraba con su sonrisa sardónica, pero comprensiva.
—Espera, hermano, Todavía no es la hora, aún no. ¿Por qué no hablamos de tu libro y de las razones de tu fracaso? Pues no voy a discutirte que has fracasado. Incapaz de discernir la cuestión fundamental, no te conformaste con menos; eres tan orgulloso que preferiste un fracaso heroico antes que un triunfo prosaico.
—¡Esto es inadmisible! ¿Qué sabes tú de estas cuestiones? Tú, que sólo demostrabas desdén por la ciencia y los productos de la mente, todo aquello que yo amaba.
—Venga, venga. Has dicho que estás soñando, por lo tanto debes aceptar lo que digo, pues si no es cierto lo que digo, eres tú quien lo pone en mi boca. Pero tú ya no mientes, ¿verdad? Ya no te quedan mentiras, las has usado todas. Ésa es la razón de mi presencia aquí, porque por fin estás dispuesto a ser... — sincero. Por ejemplo, ya no sientes vergüenza por mí. Ésa fue siempre tu emoción más intensa, la vergüenza teñida de pánico frente al desorden y la vulgaridad de las trivialidades que tú despreciabas.
Vio que alguien se movía en la habitación, y las llamas vacilantes de velas, insólitas a plena luz del día. Siluetas borrosas y sin rostro se le acercaban murmurando. Estaban llevando a cabo una ceremonia, un ritual familiar y extraño al mismo tiempo; entonces advirtió con un sobresalto, el mismo tipo de sobresalto de alguien que se cae en un sueño, que lo estaban preparando para los últimos sacramentos.
—No prestes atención —dijo Andreas—. Todo esto es un mito, la fe a la que renunciaste hace muchos años. Aquí no habrá consuelo para ti.
—Quiero creer.
—Pero no puedes.
—Entonces estoy perdido.
—No, no estás perdido porque yo he venido a redimirte.
—Entonces dime, ¿y mi libro...?, ¿y mi trabajo...? —querías discernir la cuestión fundamental, las verdades eternas, las formas puras que se ocultan detrás del caos del mundo. Miraste hacia el cielo, ¿y qué viste?
—Vi... danzar a los planetas y los escuché cantar en sus trayectorias.
—Oh, no, hermano! Eso sólo lo imaginaste. Yo te diré cómo fue: apuntas el triquetrum a una luz que brilla en el cielo, creyendo que de ese modo contemplas un fragmento inmutable, inconfundible y constante de la realidad, pero no es así. Lo que veías era una luz que brillaba en el cielo, cualquier otra cosa que creyeras era sólo producto de tu fe y de tu convicción de que podías aprehender la realidad.
—¿qué tontería es ésa? ¿Cómo podríamos vivir si no creyéramos que somos capaces de conocer?
—Lo que importa es la forma de conocer. Conocemos el significado de una cosa en particular sólo si nos contentamos con percibirla en medio de otros significados; pues en cuanto intentamos separarla, todo su significado se desvanece. Ya ves, lo que cuenta no son las cosas, sino la interacción entre ellas y por supuesto, los nombres...
—Predicas la desesperación.
—¿Sí? Llámalo mejor desesperación redentora, o mejor aún, llámalo aceptación. El mundo no puede admitir otra cosa más que la aceptación. Mira esta silla, está formada por madera, astillas, fibras, las partículas de que se componen las fibras, y las partículas más pequeñas de esas otras partículas y luego, al final, nada, una confluencia de fuerzas etéreas, una especie de sueño vívido e involuntario en el vacío. ¿Lo ves?, el mundo no podría soportar este apasionado análisis.
—¿Crees que puedes seducirme con esa filosofía de ignorancia feliz, de esclavitud y abyecta aceptación de un mundo perverso? ¡No puedo admitirlo!
—Y no lo admitirás...
—Te ríes de mí, pero dime, tú que sabes tanto: ¿cómo podremos percibir la verdad si no intentamos descubrirla y comprender nuestros descubrimientos?
—No hay necesidad de buscar la verdad, pues la conocemos incluso antes de que empecemos a pensar en buscarla.
—¿Cómo que la conocemos?
—Es muy simple, hermano: nosotros somos la verdad; el mundo y nosotros, ésa es la verdad. No hay otra, o si la hay, sólo nos sirve como ideal, para brindarnos un poco de tranquilidad y de consuelo de vez en cuando.
—Y si nosotros mismos somos la verdad, ¿cómo podemos expresarla con palabras?
—No podemos expresarla, hermano, aunque tal vez podamos...demostrarla.
—¿Cómo?, dímelo.
—Aceptando lo que hay.
—¿Y entonces?
—Eso es todo, no hay nada más.
No, Andreas, no me engañes! Si lo que dices fuera verdad, yo hubiese tenido que vender mi alma a un mundo deleznable y aceptar con sumisión su sordidez, ¡pero yo nunca lo hice! Al menos puedo decir que yo nunca vendí…
—¿Tu alma? ¡Pues claro que la vendiste!, ¡y al mejor postor! ¿Cómo podríamos llamarlo?, ¿ciencia?, ¿conocimiento trascendental? Sólo fue vanidad, todo vanidad. Y si hubo algo más, fue una especie de cobardía provocada por la negativa a aceptar que lo único que realmente importa son los nombres, una cobardía que significa verdadera e inevitablemente desesperación. Si hubieses tenido un enorme valor y hubieses hecho grandes esfuerzos, tal vez lo habrías conseguido; pues la única forma de triunfar es disponer las trivialidades, los nombres, en un modelo hermoso y metódico que demostraría, mediante su belleza y su orden, la acción de las verdades espirituales sobre nuestro pobre mundo. Pero tú intentaste desechar las verdades triviales y reemplazarlas por ideas trascendentes; por eso fracasaste.
—No te entiendo.
—Claro que me entiendes. Sólo decimos las cosas que podemos expresar con las palabras de que disponemos, es suficiente.
— ¡No!
—Es suficiente, debemos contentamos con esto.
Las llamas de las velas le herían la vista como cuchillas ardientes, y la poderosa voz que entonaba la bendición final retumbaba sobre su cabeza.
¡Demasiado tarde!
—querías trascender al mundo, pero antes de aspirar a algo tan excelso debiste conformarte con..., bien, hermano, ¿con qué? ¡Demasiado tarde! El sello abrasador de la muerte ya estaba grabado sobre su frente y ya no podría recuperar nada de lo que había desechado. ¡La luz! ¡Oh! ¡Y aquellos pájaros terribles! ¡El enorme arco ardiente detrás de la ventana!
—¡Conmigo, hermano! Debiste luchar contra mí.
—¿Tú, Andreas? ¿Qué había en ti? Me despreciabas y me traicionaste, me hiciste la vida imposible. Fuera donde fuese, tú estabas allí para arruinar mi trabajo, mi vida. —Exacto. Yo era lo único absolutamente necesario en tu vida, pues siempre estaba allí para recordarte que debías trascender. Yo era el arco torcido gracias al cual te lanzabas más allá de este mundo inmundo.
—¡Yo no te odiaba!
—Es cierto, sentías una pequeña estima, la estima que la flecha siente hacia el arco, pero nada más. Nunca lo otro, lo esencial, ese algo vivo que no se encuentra en ningún libro, ni en el firmamento, ni en las formas absolutas. Ya sabes lo que quiero decir, hermano. El gran milagro, todo lo que en realidad importa, es ese algo que viene de muy lejos, salvaje, apasionado y al mismo tiempo tranquilo, ese algo fabuloso y sin embargo vulgar. Apenas lo vislumbraste en nuestro padre, en nuestra hermana Bárbara, en Fracastoro, en Anna Schillings, en muchos otros y sí, incluso en mí. Lo viste y escapaste, perplejo y.. — avergonzado. Llámalo aceptación o amor, como quieras, pero éstas son pobres palabras y no pueden expresar nada de tal magnitud.
¡Demasiado tarde! Había vendido su alma y ahora le exigirían el pago íntegro. La voz del sacerdote lo absorbía.
—Sólo después de la muerte nos uniremos con el Todo, cuando el cuerpo se separe en los cuatro elementos básicos que lo forman y el hombre espiritual, el alma libre y ardiente, ascienda a través de las siete esferas de cristal del firmamento, despojándose en cada etapa de una parte de su naturaleza mortal, hasta que, libre de toda perfidia terrena, encuentre la redención en el Empíreo y allí se una con el alma del mundo que lo es todo, está en todas partes y es eterna.
Andreas meneó lentamente la cabeza. —No, hermano, no escuches la voz del pasado. No encontrarás redención en el Empíreo.
¡Demasiado tarde!
—No, Nicolás, no es demasiado tarde. No soy yo quien ha dicho todas estas cosas, sino tú.
Le sonreía y su cara estaba curada. Las terribles cicatrices habían desaparecido y volvía a ser como antes. Se levantó y apoyó su mano sobre la frente ardiente de su hermano. Los terribles pájaros se perdieron en silencio en la oscuridad, la luz deslumbrante se hizo más suave y los muros de piedra de la torre se levantaron otra vez. El Báltico brillaba y sus aguas centelleantes arrastraban un barco con una vela negra. Andreas sacó el libro de abajo de su capa, lo apoyó sobre la cama y guió la mano de su hermano hasta que sus dedos laxos tocaron las hojas agitadas.
—Soy el ángel redentor, Nicolás. ¿Vendrás conmigo ahora?
Y tras estas palabras sonrió una vez más, la última, alzó su cara delicada y exquisita hacia la luz de la ventana, como si oyera un sonido inmensamente lejano y tenue, la música de la tierra, el aire, el agua y el fuego, que estaba en todas partes, en todas las cosas y era eterna. Nicolás se esforzó para oír la melodía y escuchó las voces de la tarde que se alzaban por recibirlo: la llamada del pastor, los gritos de los niños al jugar, el traqueteo de los carros al volver del mercado, las campanadas que daban la hora, los ladridos lejanos de los perros, el mar, la tierra misma cambiando su curso, y el viento, en el inmenso aire azul, suspirando entre las hojas del tilo. Todos lo llamaban y lo llamaban, lo llamaban para llevarlo lejos.

D. C.