Crónicas portalianas - Enrique Bunster

Crónicas portalianas

Enrique Bunster

Dedico esta obra a mi esposa, Carmen: Gracias por su poesía, gracias por sus ojos, por su voz, gracias por su gracia» y por el armiño de alegría que ha colocado sobre mis hombros.

Prólogo
Elogio al ilustre escritor portaliano

Un día del mes de noviembre del año pasado nos golpeó la noticia infausta: ¡Enrique Bunster ha muerto! El Círculo Portaliano entornó sus puertas en señal de duelo y sus miembros se congregaron para acompañar sus restos a la última morada.
Cuando se llamó a la fundación del Círculo, Enrique Bunster fue uno de los primeros en acudir a la cita junto a René León Echaíz, Jorge Inostroza, Edgardo Garrido Merino, Zenón Urrutia y Miguel Rodríguez. ¡Todos muertos! ¿Qué extraño maleficio parece perseguir a los que pretenden arrancar a don Diego del olvido? Lo ignoramos, pero los que sobrevivimos sabremos mantener la tea encendida, por que el recuerdo de su martirio hará que su memoria se agigante y fortifique, en la medida que Chile recupere el valor de su tradición y las glorias del pasado.
Enrique Bunster acudió a la cita impulsado por esa irrefrenable pasión suya de exaltar los valores que hicieron grande a nuestra patria. Y ahí están ésos hermosísimos relatos de "Bala en Boca", "Tiempo Atrás”, "Motín de Punta Arenas", "Chilenos en California", "Casa de Antigüedades", etc.
Fue un autodidacto, como lo fueron muchos grandes hombres que sobresalieron en los campos de la literatura y de las artes. Su insociabilidad e incurable misantropía le sirvieron de coraza para atajar a la mediocridad humana y le dieron la satisfacción de una rica vida interior donde se plasmaban las concepciones fecundas que glorificaban a su querido Chile. Sentía aversión por las distinciones y los honores y trataba siempre de pasar inadvertido, al revés de mucha gente que cuanto más ignara más ruido pretende producir a su alrededor. El no ignoraba que nada sube más rápidamente que el polvo, la paja y las plumas y diremos como el poeta que refiere la Antología: "Aquí yace el ruido del viento que pasó derramando perfumes, calor y simientes en el vacío..."
Enrique Bunster fue maestro de la "Petit Histoire", como lo fueron Lenotre y Edwards Bello y esa cualidad la mantuvo en toda su extensa literatura, salpicada de anécdotas y curiosidades, que arrancaba de archivos desconocidos.
El Círculo Portaliano ha tomado devotamente a su cargo la misión de publicar la presente obra póstuma del escritor y miembro fundador de nuestra institución y ha pedido a otro de sus miembros, el académico don Guillermo Izquierdo Araya, que afronte la tarea de escribir un "Estudio Preliminar" sobre la obra literaria de Enrique Bunster. La Editorial Del Pacífico, que ha publicado la mayor parte de los libros del escritor, ha aceptado con agrado la edición de esta obra póstuma, que el propio autor intituló "Crónicas Portalianas".
Dedico al querido e ilustre amigo desaparecido estas palabras del poeta, como mi expresión admirativa por su obra literaria: "No ha muerto ni duerme. Ha despertado del pesado sueño de la vida".
¡El vivirá eternamente en nuestros recuerdos, en nuestra fidelidad a su memoria; y es por eso que ahora vive su verdadera existencia! Dedico al querido e ilustre amigo desaparecido estas palabras del poeta, como mi expresión admirativa por su obra literaria: "No ha muerto ni duerme. Ha despertado del pesado sueño de la vida".
¡El vivirá eternamente en nuestros recuerdos, en nuestra fidelidad a su memoria; y es por eso que ahora vive su verdadera existencia!
Finalmente debo expresar que el Círculo Portaliano dedica este libro a la juventud chilena, como un merecido homenaje al gran Ministro, quien con su desinterés, ejemplo y sacrificio, nos legó toda una tradición de honradez, capacidad, desprendimiento y patriotismo, pilares inconmovibles de nuestra grandeza pretérita y. la senda segura donde Chile asentará su destino histórico.

Humberto Larraín García
Presidente Nacional del Círculo Portaliano

Estudio preliminar
Enrique Bunster, animador de nuestra historia

Entrega póstuma de su fervor portaliano.

I

Enrique Bunster fue un escritor excepcional. Emprender la tarea de leer sus libros más fascinantes sobre temas históricos ciertamente nos estimulará a no abandonar su lectura hasta rematar en la última página. No es de extrañar, por eso, que sea innúmera la multitud de sus lectores y siga viva y creciente, después de su muerte, la admiración que su obra literaria despierta.
Si la memoria no me es infiel, recuerdo haber leído por primera vez una obra de Bunster allá por él año 1943. Se trataba de su "Lord Cochrane", el primer tema histórico — según creo— que él abordaba. El libro produjo desconcierto en algunos críticos, y esta circunstancia despertó en mí la curiosidad por leerlo. Para ellos no había proporción entre la magnitud del personaje y las 270 páginas de texto, sin referencias de las fuentes y sin él lastre de erudición que hace fatigosa la lectura. Cuando mucho, al final del volumen, una bibliografía de ningún modo apabullante. Los críticos alabaron el trabajo, pero no dejaron de expresar su sorpresa. Menos de 300 páginas para un estudio histórico sobre Lord Cochrane, que brilló estelarmente en la marina mundial y acometió empresas osadas en nuestras costas, ¡no podía ser! Estábamos acostumbrados a los libros voluminosos, con material denso. Los historiadores generales calan hondo en los sucesos y el lector tiene que internarse, mal que le pese, en el bosque de referencias, casi siempre exactas, aunque abrumadoras para el lector común no especializado.
Enrique Bunster comprendió el problema y decidió romper con los moldes tradicionales de nuestra literatura histórica. Quiso llegar a sus conciudadanos con la certeza de ser leído; no le interesó escribir para el corro íntimo de los eruditos o para las revistas académicas que no trascienden más alié del círculo en donde moran las élites. Entendámonos un poco en esta materia: el historiador es más intenso y más hondo; el cronista de la "pequeña historia" es más extenso y menos hondo, escribe a grandes trazos, pero con fidelidad impecable lo que a los hechos y personas concierne. Es la "pequeña historia" para grandes hechos, tan atrayente como el mejor cuento, pero tan severamente auténtica como la mejor obra histórica. Bunster las llamó con mucho acierto "miniaturas históricas" y las escribió en prosa tersa que transmite encanto y humanidad.
Cuando el entonces joven historiador, Enrique Bunster, publicó su "Lord Cochrane", no era fácil ubicar la obra en los casilleros acostumbrados. ¿Biografía novelada? No. ¿Estudio académico?, tampoco. ¿Un retrato psicológico del héroe? En parte sí; y en no poca a costa de San Martín, a tal punto que uno duda si et título de la obra respondió a la in tención del autor. Sí lo hubiera titulado "Cochrane frente a San Martín", habría sido más acertado.
Después de su "Lord Cochrane", [1] los títulos de su caudalosa vena literaria vaciada casi siempre en atrayentes crónicas, son muchos. Mencionemos algunos: "Bombardeo de Valparaíso y corresponsal en la Antártida" (miniaturas históricas y crónicas de viaje en un mismo volumen); "Motín de Punta Arenas y otros procesos célebres"; "Mares del Sur"; "Chilenos en
California”,[2] "Operación Vela" (Crónica del décimo viaje del buque escuela "Esmeralda"),[3] "Recuerdos y Pájaros" y "Tiempo Atrás" (Crónicas de tierra, mar y cielo).[4] Tal vez sus mejores libros de crónicas históricas son tas que publicó a partir de 1972: "Casa de Antigüedades", "Bala en Boca" y "Oro y Sangre", y su obra póstuma, recientemente publicada por la Editorial Gabriela Mistral, "Distinguidas Historias". Las tres primeras fueron editadas por la Editorial Del Pacífico, en los años 1972 al 74. Ahora se suma a esta copiosa lista su segundo título póstumo, "Crónicas Portalianas", también editado por Del Pacífico y que tengo la honra de prologar con un "Estudio Preliminar" destinado a comentar y exponer la valiosa tarea cumplida por el escritor fallecido. Homenaje al escritor- que, cual ninguno, exhibe su patriotismo fogoso y efusivo; homenaje al escritor exento de inhibiciones, perseverante, asiduo en la inves t igación y consagrado de lleno, sin pausa, a su tarea de transmitir generosamente la sabiduría histórica que acumuló en muchos años de labor.[5]
Para la preparación de mi trabajo he tenido en mis manos los originales de este libro. Seguramente, presintiendo el fin de su existencia, no quiso que sus interesantes crónicas destinadas a exaltar la figura die Portales quedaran dispersas, unas en la prensa y tantas otras en sus libros. Reunió éstas y aquéllas, las distribuyó cuidadosamente y agregó algunas otras inéditas sobre temas portalianos. Todo el material lo dejó ordenado y foliado, como, él acostumbraba, listo para entregarlo a las prensas. Con el presente libro, tan fascinante como todos los suyos, Bunster completa su valiosa contribución dirigida a mostrar a los chilenos la real estatura de los hombres más prominentes en la política, en las artes, en las letras, en las acciones militares y navales. Sin duda, Portales fue el preferido. No cesó de escribir sobre él. Portales, gobernante; Portales; comerciante; Portales, opositor a los gobiernos anárquicos, proclives al "populismo"; Portales, político y líder; Portales, periodista; Portales sentimental, amador y poeta; Por tales visionario e intuitivo; Portales, mártir; Portales inspirando a nuestros gobernantes desde ultratumba.
Gracias a esta tarea previsora del escritor, podemos ahora entregar al conocimiento público un libro suyo en que aparece la figura de Portales en todas sus extraordinarias dimensiones.

II

Examinemos los rasgos más culminantes de la tarea literaria de Enrique Bunster.
No cabe duda que ha recorrido con mirada escrutadora las páginas de nuestra historia. En sus prolongadas y absorbentes lecturas fue acumulando simpatía y admiración por muchos de nuestros hombres de excepción y por nuestras más importantes gestas. Sus "miniaturas históricas" son efectivamente históricas. Los personajes y los hechos en que participan, también. No hay ficción ni fantasías. Su pre tensión fue reavivar tos cuadros de cada época sin deformaciones de ninguna laya. Fue extremadamente cuidadoso para no apartarse de lo verídico, y sutil para no tergiversar la verdad. Coge un suceso, lo desviste de los detalles y compone el cuadro hasta insuflarle vida y animación. Prolijo pero no minucioso. La minucia estorba al lector que quiere llegar derechamente al conocimiento acabado del asunto. Hay calor de vida y sensación de movimiento en los hechos que relata o en las semblanzas de los personajes.
Enrique Bunster es así el animador por excelencia de nuestra historia. Nadie como él ha cumplido mejor esta tarea. Francisco Antonio Encina intenta algo semejante en su monumental "Historia de Chile", pero el intento se diluye en sus veinte densos volúmenes, si bien es cierto más livianos que otras producciones históricas chilenas, porque Encina desechó las citas insistentes para señalar las fuentes de sus informaciones. Esto le valió que se le acusara de plagiario.
Bunster se ha librado de esta acusación porque no pretendió exhibir en esa forma su bagaje de erudición histórica. Se refugió en la "pequeña historia”.
Exhibe gran pericia para no caer en el exceso; a veces dosifica sus entusiasmos para no desbordarse en lirismos que no favorecerían al personaje historiado. En ocasiones, su fervor portaliano le hace olvidar estas máximas, pero todo se justifica ante la excepcional figura del estadista. Penetra con agudeza en los secretos de cada personalidad para descubrir en ella aspectos no captados por el biógrafo o el historiador y desecha las flaquezas que pudieran disminuir la figura ejemplar.
Lector codicioso, recogió un asombroso arsenal de informaciones. Catalogaba sus datos y anotaciones y los expurgaba: en el montón quedaba la escoria de lo intrascendente, de lo dudoso, de lo exiguo. En el material aprovechable quedaba lo grande, lo trascendental, los valores extraordinarios.
El éxito de Bunster se explica principalmente por esto.
Ninguno de nuestros historiadores quedó fuera de sus lecturas; tuvo preferencias por algunos, es verdad. Sus citas y referencias, no muy frecuentes porque era renuente a hacerlas, demuestran que fueron sus preferidos, Sotomayor Valdés, Alberto Edwards, Francisco Encina, Jaime Eyzaguirre.
Demuestra que fue diestro y sagaz en la elección de otras fuentes. Leyó a los memorialistas y estoy cierto que en muchas de sus cuartillas originales han de figurar los nombres de Zapiola, Ramón Subercaseaux, Abdón Cifuentes, Crescente Errázuriz, J. V. Lastarria y el memorialista máximo de nuestra literatura, Pérez Rosales. Se informó en los cronistas de antaño y ogaño; de otro modo no hubiera escrito tanto sobre la conquista en páginas fértiles de episodios y andanzas épicas de los Adelantados y Conquistadores. Leyó, sin duda, a los ensayistas, a los geógrafos y a los geopolíticos y se nutrió de ciencia para exponer y dar a comprender la tesis del porvenir que a Chile le espera en el Pacífico y los anticipos sorprendentes que en esta materia formuló Portales.
No es un autor impasible y frío que no tome partido por una causa. Por lo contrario, su gran causa es Chile y su mayor devoción fue por el estudio de la personalidad de Portales y su época.
El chilenismo de Bunster está patente en cada página de sus crónicas: vehemente para expresarse cuando su pluma se desliza raudamente en el relato de una epopeya o en la evocación de una actitud señera de nuestros prohombres; cáustico, quemante para condenar a los que han dañado o pretendido dañar los destinos de Chile; caluroso y elocuente para transmitir aliento patriótico, apoyado en el ejemplo de sacrificio y consagración al bien público de muchos de nuestros mayores; firme en su patriotismo inagotable, que nunca se secó en su corazón.

III

En sus crónicas históricas, y también en sus trabajos puramente literarios, tales como "Un Ángel para Chite" [6] hay gracia espiritual y humor de la mejor ley, aun cuando en esta novela satírica no es tan afortunado: la ironía lo traiciona y la sátira se torna en estilete que hiere a la descendencia del triunfador de Yungay; así también queda irónicamente deteriorado el prestigio de un Presidente de Chile de épocas recientes. Estos reparos no alcanzan a desmerecer la estimación por el escritor de buen linaje que vuelve a los temas amables de sus miniaturas históricas.
Bunster entendió que era necesario tener una visión clara y muy comprensiva de la vida social del país. Y sé internó en el conocimiento de la sociedad chilena, conoció de perfil y de frente al aristócrata, al individuo de clase media, al elemento trabajador, a toda la masa social de Chile en sus diversos estamentos, en pugna interna en ocasiones y en muchas otras, unidos para defender la patria y su destino.
¿Acaso no es verdad que por este conocimiento pudo llegar al corazón del soldado del 79, exhibido en sus manifestaciones más auténticas en "La crónica de un soldado de la Guerra del Pacífico", [7] escrita por Hipólito Gutiérrez, campesino de Nuble enrolado en el Regimiento Chillan? ¿Quién podría negar la emoción que se experimenta con la lectura de esta crónica, en donde el soldado relata en un lenguaje casi de analfabeto, pero pleno de sinceridad y espontaneidad sus andanzas de combatiente en esa guerra dura? Bunster no vacila en transcribir sus párrafos más significativos. Subyugado por el texto que respira humanidad y patriotismo en un lenguaje primitivo y anárquico, afirma que "el mejor libro de Vicuña Mackenna o de Gonzalo Bulnes, no tiene el sabor ni la autenticidad del relato de Hipólito Gutiérrez".
¿Acaso no es lógico pensar que, por la misma razón, Bunster apreció con simpatía y comprensión esa otra crónica, "Seis Años de Vacaciones" del joven Arturo Benavides Santos? ¿Acaso no es válida esta misma afirmación para el caso de tas deliciosas páginas que Bunster dedica a las "Cantineras" que acompañaron a los regimientos de nuestro Ejército?
Hay en Bunster un empeño obsesivo por escribir semblanzas de chilenos notables. Con el pleno dominio de sus conocimientos históricos, no se arredra en afrontar la tarea, y de esta suerte su empeño se traduce en innumerables semblanzas y retratos. Los hay insuperables. Tales son los que he leído sobre Andrés Bello en el presente libro y sobre Barros Arana en tres crónicas que pública en su obra "Bala en Boca", en los que son de admirar la habilidad y perspicacia para sortear los aspectos conflictivos que presenta la personalidad del historiador y para aminorar los juicios mordaces de algunos de sus contemporáneos. Para qué decirlo amables que resultan los retratos de Joaquín Edwards Bello y Federico Vergara Vicuña. En este último hay aciertos emocionales sobre el personaje que desciende de la opulencia a la pobreza, sin perder por ello ni un átomo de su optimismo, asido a los recuerdos de los buenos tiempos.
En sus crónicas desfilan tantos otros personajes que son artífices de mucha parte de nuestra historia. Sería largo enumerarlos. Pero algunas de estas semblanzas merecen mención especial. ¿Quién podría dejar de admirar la semblanza de Santiago Bueras, héroe en las batallas de la Independencia y que murió en riesgosa y decisiva carga de caballería en Maipo? ¿Quién no se ve sorprendido al leer la vida errante y aventurera del chilote Santiago Barrientos?
Bunster explota también en el período hispánico y nos ofrece una semblanza del Corregidor Zañartu y del autor de "El Cautiverio Feliz", Pineda y Bascuñán. Algunas de sus semblanzas están en el presente libro: Andrés Bello, Claudio Gay, Manuel Rengifo, Juan Godoy y Miguel Gallo (estos dos últimos en el comentario sobre el descubrimiento y esplendor de Chañarcillo).

IV

En este interesante segundo libro póstumo de Bunster, el autor plantea la sospecha de que Portales buscó deliberadamente su sacrificio: Dice al respecto:
"¿Cómo explicarse de manera satisfactoria el drama inminente de Quillota y la tragedia en el Barón? Ningún historiador ha filosofado en torno a su enigma. ¿Cómo se entiende que Porta les, el que olfateaba las conspiraciones desde lejos y las deshacía una tras otra a manotazos, no tomara ninguna medida en presencia de un motín anunciado a los cuatro vientos y cuyo pro pio gestor lo había predicho? Una sospecha ha estado gritando desde 1837 sin que nadie le pres tase oídos: ¿se metió el Ministro deliberadamente en la boca del lobo? ¿Buscó el sacrificio de su vida como único recurso a su alcance para sacudir a este pueblo indiferente y ciego, para encender con su martirio él patriotismo dormido y sacar adelante la guerra con qué soñaba salvarlo? Sospecha imposible de confirmar en este mundo, pero que seguirá dando voces eternas...."
Este planteamiento bien merece un comentario. Es cierto lo que afirma Bunster: ningún historiador, ni su biógrafo más autorizado, Encina, ha formulado concretamente tal sospecha. A lo más podría estar insinuada por este historiador en el breve párrafo siguiente: "Con la conciencia de que se le asesinaría (no se refiere al caso del Barón sino a las amenazas y tentativas de asesinato que soportó), rehusó toda precaución de seguridad personal, mientras creaba todas las que su imaginación le sugería para la seguridad del país". No hay más.
Parece ser posible que por la convicción que tuvo Portales de no ser comprendido por sus gobernados; por la desesperación que experimentó al no ver al pueblo chileno vibrar con su política frente a Santa Cruz y a la Confederación; por la comprobación inequívoca de la inercia de sus colegas de gobierno, incluido el Presidente Prieto, que lo dejaban aislado en su acción contra Santa Cruz, haya resuelto el Ministro sacrificarse con el propósito señalado por Bunster.
Para Portales ha de haber sido dramático comprobar la incomprensión de su pueblo. Vicuña Mackenna, un cuarto de siglo más tarde, todavía persistía en esa incomprensión. "Había sólo un hombre — dice—, extraño y terrible, que estaba consagrado con toda su inmensa energía a empujar a la nación que le resistía a todo trance hacia una guerra innecesaria, fratricida, más allá del mar". Y no bastándole lo anterior, afirma que Portales muere "en una nocturna acechanza, dejando como único legado de su orgullo insano, una guerra para su patria que tanto había amado".
"¡Único legado: su orgullo insano!"
¡Válgame Dios, qué perdido anduvo don Benjamín!
Cuando Vicuña Mackenna publicó en 1863 su "Portales", [8] resume en su libro su juicio condenatorio de la política de Portales frente a la Confederación en cinco puntos: ni la expedición del general Freiré, ni las dificultades comerciales entre los dos países, ni la ambición del general Santa Cruz, ni la- emigración peruana de los opositores al régimen del Protector eran causales suficientes para justificar la guerra. Et quinto razonamiento de Vicuña, que ahora resulta delicioso conociendo los claros planteamientos geopolíticos de Portales en la carta al almirante Blanco Encalada, es el siguiente: "La Confederación Perú Boliviana no rompe el supuesto equilibrio americano, y al contrario, aquel ensayo (el de la Confederación) era una garantía de orden, de unión y de respeto mutuo entre tedas las repúblicas americanas".
¿Qué podría decir un historiador de hoy frente a estas juicios de uno de nuestros grandes historia dores del siglo pasado?
Por su parte, Isidoro Errázuriz, tanto o más ce gado que Vicuña Mackenna, dice al respecto: "Portales buscó, provocó, inventó la guerra contra la Confederación y la hizo estallar a despecho de los gobernantes de ese Estado que nos tendieron constantemente la oliva de la paz con sacrificio de su justa cólera..."
Estas afirmaciones estampadas para la posteridad por tan altos personeros de la política chilena en el siglo pasado, veinticinco años después de los sucesos que condenan, abonan la sospecha formulada por Bunster, pues comprueban cuan incomprendido fue Portales en su tiempo.
Bunster tiene el valor de plantear el problema a los historiadores de la actual generación.
Cabe preguntarse si Vicuña Mackenna, que tuvo en su mano mucha documentación para escribir sobre Portales, conoció la carta que éste dirigió al almirante Blanco Encalada en septiembre de 1836, hoy tan divulgada por varios escritores y comentaristas y que se encuentra inserta en el tomo III del Epistolario. Hay evidencias de haber ignorado los planteamientos de Portales, y tal supuesto lo justificaría en la posteridad. En efecto, en una nota a pie de página en su "Portales" el historiador nos noticia: "Cerca de 400 cartas corrientes desde el 19 de noviembre de 1831 hasta el 4 de septiembre de 1835, y que hemos consultado y extractado. . ., etc. La carta al almirante Blanco es de septiembre de 1836, y es lógico concluir entonces que Vicuña no la conoció. Este detalle valdría para excusarlo.

V

Es el momento de decir aquí cuáles fueron las razones de la actitud de Portales frente a la Confederación Perú Boliviana. Las "Crónicas Portalianas" de Bunster nos invitan a meditar sobre el caso.
Portales comprendió la inmensa importancia que en los destinos de Chile tenía el mar Pacífico; que jamás Chile debía abandonar el dominio marítimo; atisbo el peligro de la inevitable política expansiva de la Confederación si se la dejaba actuar impune mente; por eso era necesario evitar que la Confederación se convirtiera en una verdadera bomba de tiempo; su consolidación significaría crear un formidable competidor en el espacio oceánico. Por todo esto la combatió sin vacilar. Buscó soluciones pacíficas por medio de tratados; pero cuando éstos no eran acepta dos en términos convenientes o río eran cumplidos de buena fe, o cuando los recursos dilatorios perseguían ganar tiempo, no evadió la solución bélica y decidió resueltamente la confrontación armada. Dedicó todas sus horas a este objetivo y no rehusó sacrificios personales. La hizo por Chile. Sus cartas a Blanco Encalada, a Ventura Lavalle y a otros, así lo confirman. "Si somos vencidos — le escribe a Lavalle el 20 de mayo de 1837, 16 días antes de su muerte—, nadie nos negará al menos el derecho y la recomendación de haber obrado en el interés del pueblo chileno y de la América toda: siempre se nos hará justicia sin que puedan tener este honroso consuelo los que no quisieron ayudarnos".
Su intuición genial le hace decir en su carta dirigida al almirante Blanco Encalada, el 10 de septiembre de 1836, que "el éxito de Santa Cruz consiste en no dar ocasión a una guerra antes que su poder se haya afirmado; entrará en las más humillantes transacciones para evitar los efectos de una campaña, porque sabe que ella despertará los sentimientos nacionalistas, haciéndolo perder en la opinión".
Portales, a la distancia, bien sabía quién era Santa Cruz, cuáles eran sus cálculos, adivinaba cuáles eran sus prevenciones y cómo se escurriría mientras no pudiera actuar sobre seguro. Llegado ese momento actuaría. Por consiguiente, esquivar la guerra era una insensatez. Había que adelantarse al caudillo y no quedarse hierático frente al peligro.
"La Confederación — le agregaba— debe desaparecer por SIEMPRE JAMÁS del escenario de América." No hay aquí evasivas, términos medios, nada de concesiones ni la menor intención de caer en componendas internacionales. Sólo había un camino: la destrucción total de la Confederación, salirle resuelta mente al paso para liquidarla, porque estaba en peligro la existencia misma de Chile. Hacer la guerra y asegurar la victoria significaba para él nada menos que ganar la segunda independencia de Chile.
¿Otros fundamentos? Portales los expone sin ambages: "Por su extensión geográfica (se refiere a la Confederación); por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas de Perú y Bolivia, apenas explotadas ahora; por el dominio que la nueva organización trata de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; por el mayor número también de gente ilustrada de raza blanca, muy vinculada a las familias de influjo de España que se encuentran en Lima; por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si- bien de menos carácter que los chilenos (Portales, por lo visto, bien conocía a los nuestros); por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco".
Hay aquí, en el medio de éste trozo magnífico, una afirmación que es preciso recalcar: la Confederación trataría de ejercer dominio en el Pacífico, "arrebatándonoslo". Esta es la gran preocupación de Portales. Preocupación razonable, temor justificado:
Para remachar su pensamiento, afirma Portales: "Cree el gobierno, y éste es un juicio también personal mío, que Chile sería o una dependencia de la Confederación como lo es hoy Perú, o bien la repulsa a la obra ideada con tanta inteligencia por Santa Cruz debe ser absoluta".
No solo ve el Ministro el peligro de la dependencia. Su visión es más certera: teme que Santa Cruz se haga dueño de Chile, y ello significaría la desaparición de nuestra nación como país soberano. Lo dice sin rodeos: "Cuando la descomposición haya llegado a su grado más culminante, Santa Cruz se hará sentir. Seremos entonces suyos".
La pregunta se impone: ¿sus demás colegas de gobierno, presentían con tanta claridad estos peligros? ¿Los presentían los demás talentos de su tiempo? El Comandante en Jefe, Almirante Blanco Encalada, ¿apreciaría con igual presentimiento la situación ex puesta por Portales?
Hay todavía otro pensamiento cumbre, que cuarenta años después, en la Guerra del Pacífico, fue necesario considerar y afrontar: "Las fuerzas navales deben operar
ANTES que las militares, dando golpes decisivos".

¡El mar! Para Portales el mar era asunto vital en los destinos de Chile: "DEBEMOS DOMINAR PARA SIEMPRE EN EL PACIFICO. Esta debe ser su máxima AHORA, y ojalá fuera la de Chile PARA SIEMPRE".

¿Quién otro, que no fuera Portales, podría haber pensado y formulado algo semejante en su tiempo? ¡Rastreen con ahínco los historiadores por si tienen la buena suerte de encontrar alguno!
Es sorprendente comprobar cómo el estadista que, a la sazón regía nuestros destinos, se anticipaba ciento cuarenta años en formular una consigna que ahora cobra actualidad, cuando el acontecer mundial nos exhibe un océano Pacífico circundado por tres continentes con países en desarrollo explosivo y que en los tiempos de Portales eran colonias sumisas de potencias europeas. Es la "era del Pacífico" que anuncian los geopolíticos y que viene galopando desde el este sin descanso. ¿Quién podrá no sentir asombro y admiración por este genio que intuyó nuestro porvenir, dramáticamente solo, en medio de la incomprensión, aun de sus más cercanos colaboradores, de sus amigos y de los que estuvieron cerca suyo bajo su influjo?

VI

La incomprensión nos llevó al motín de Quillota y al sacrificio de Portales en el Barón. El chileno candoroso, ingenuo, resistió la política de Portales. Ya se ha visto que el candor llegó a nublar la visión de los más inteligentes. Vicuña Mackenna es un caso entre muchos. Las cosas se extremaron, los atentados y las conspiraciones se sucedieron.
"Portales — dice Bunster en este libro—, enemigo de las medidas draconianas, pensó que toda dureza era poca para castigar a los vendidos que amenazaban la estabilidad interna en momentos en que el país se jugaba su suerte. Del 2 de febrero de 1837 data su ley terrible de los Consejos de Guerra- Permanentes, remachada por otra del 27 de marzo que fijaba una pena de muerte 'dentro de 24 horas', y sin apelación, para los conspiradores convictos."
Esta legislación y el proceso de Curicó que terminó con el ajusticiamiento de tres hombres respetables, dieron base a las acusaciones de "tirano", que Vicuña Mackenna, Isidoro Errázuriz y otros hacen en sus obras, ensombreciendo así la memoria del gran Ministro. ¿Buscó y deseó Portales éstos extremos? ¿Era acaso por naturaleza y por formación un mandón sanguinario? ¿Estaba o no en juego la suerte de Chile? ¡Cuántas otras reflexiones cabría formular!
Bunster comenta: "Nadie creyó que podría llegarse a ese extremo, y consta en documentos que el Ministro era el que menos lo deseaba". Pero, sin du darlo, así lo querían sus enemigos internos y externos. Santa Cruz nunca dejó de estimular las conspiraciones.
El 20 de enero de 1837, en carta a Manuel Bulnes, Portales hace algunas reveladoras consideraciones:
"Este diablo de pipiolaje — le dice— no tiene sentimiento alguno de patriotismo: cuando nos ven empeñados en una guerra que debe ser de tan felices resultados para el país, y en que está tan vivamente interesado el honor nacional, entonces los vemos apurarse más en sumir a la república en desgracias lamentables para siempre. Estamos convencidos de que la impunidad es el origen de* tanto abuso y de tanto exceso, y resueltos, por consiguiente, a apretar la mano en cuanto no seamos cruzados por nuestros malos jueces."
Al mismo Manuel Bulnes le reitera días después (6 de febrero): "Sabemos que Santa Cruz ha nombrado varios comisionados para que inciten a la rebelión en Chile a los descontentos con el gobierno y a los ambiciosos como el medio más eficaz de mantener su dominación en el Perú; y las tentativas que últimamente se han hecho para trastornar el orden público deben precisamente tener éste origen. El gobierno, persuadido de esto y de que las promesas de Santa Cruz es lo único que puede alentar a los conspiradores, trata de cortar cuanto antes el mal de raíz..." Portales no es pues el tirano que pintan algunos de nuestros historiadores. Es el gobernante consciente de sus deberes. Las circunstancias y sus enemigos lo empujaron a los extremos a que se llegó.

VII

Otro asunto que en esta obra póstuma de Enrique Bunster merece una consideración especial, es el caso del capitán Pedro Angulo. Bunster se queja con razón del olvido en que se mantiene el nombre de este chileno. Inicia el tema con este sugerente comentario:
"A medida que vaya adentrándose en esta crónica, se preguntará el lector por qué don Pedro Angulo ocupa sólo unas líneas en la historia naval de Chile y cómo es posible que ni una torpedera lleve su nombre…”

Y agrega después un tanto en sorna, lo que es en él habitual:

" De haber hecho para Inglaterra lo que hizo para Chile, su hoja de servicios se enseñaría a los cadetes de la Royal Navy como ejemplo de habilidad y coraje de 'misiones imposibles'. Encina, único historiador general que le hace justicia, atribuye su semi anonimato 'a la falta de lustre cordial' y a la 'repulsión invencible de la aristocracia castellano vasca para toda aptitud superior… explicación que no aclara en un décimo el misterio de esta obscuridad contemporánea y de esta postergación póstuma."
Tratemos de aclarar este misterio. Respecto de la "obscuridad contemporánea" hay una explicación. Vicuña Mackenna, Lastarria, Isidoro Errázuriz y otros condenan el acto de abordar sin declaración de guerra los tres buques de la Armada peruana en el Callao. Bunster anota que Vicuña Mackenna lo califica como "uno de los actos más odiosos que se registran en los anales de nuestras repúblicas". "Asalto aleve nocturno, comparable a los rapaces expedientes de los piratas en el mar".
O sea, para don Benjamín aquello fue un vulgar acto de piratería. Un delito marítimo.
Isidoro Errázuriz le hace coro para entonar la misma acusación.
"En su política exterior — dice— se había hecho reo de un acto indecente y de brutal piratería, mancha indeleble en los anales de Chile, cual fue el apresamiento de los buques de guerra del Perú en plena paz y a favor de la confianza y de la fe de la neutralidad."
¿"Brutal piratería"? Bunster registra el hecho curioso que en el episodio en que fue principal y decisiva actor el capitán Angulo, no hubo muertos ni heridos. ¿En dónde, pues, pudo estar la "brutal" piratería?
Bastan estos dos botones de muestra para establecer el porqué de esta verdadera "confabulación del silencio" de los historiadores para con el capitán Angulo. En el comentario del episodio suena mucho más el hombre de Garrido. El de Angulo aparece furtivamente, como si hubiera que ocultarlo.
Para Vicuña Mackenna y Errázuriz, por supuesto, Ángulo es un delincuente. ¡Ni nombrarlo! No es un héroe, a pesar de haber superado en audacia la proeza muy semejante de Lord Cochrane en el mimo escenario 17 años antes.
Las páginas que Bunster dedica en el presente libro para recordar al capitán Ángulo y para resaltar los méritos de su acción en el Callao, son una reparación histórica muy oportuna y muy justa. Ojalá que sus instancias póstumas tengan acogida y que en tiempos no lejanos veamos su nombre inscrito en uno de los barcos de la Armada o que un monumento lo recuerde.

VIII

El autor cierra este libro con un capítulo que no encuadra en las características que él dio a su “crónicas” o “miniaturas históricas”. Es más bien un alegato hecho con elocuencia emocional en torno a "la tardía gloria de Portales". Le parece al autor extraño el silencio que siguió al poco tiempo de su martirio; "silencio — anota— hasta en los labios del general Prieto, que en su siguiente Mensaje no mencionó al hombre que lo había puesto en la presidencia de la república, que lo sostuvo en el poder e ilustró su gobierno con los hechos de su prodigiosa gestión como vicepresidente y titular de tres carteras ministeriales".
Apunta más adelante otro hecho del cual nadie se ha percatado:
"Inútil buscar — dice— una huella del Ministro en los lugares en donde habitaba o paraba: ni rastros subsisten de las casas de la calle Catedral y la calle Rosas, ni de su quinta del Almendral en Valparaíso, todas ellas prolijamente demolidas. Igual cosa sucede en el campo de Placilla: ni un vestigio de su permanencia en esos pagos. Sólo en un potrero el recuerdo piadoso, la cruz de palo de álamo que unos misioneros redentoristas levantaron en memoria del antiguo propietario.
Triste cosa es comprobar esta incuria chilena. Lentamente, con mucha vacilación, comienza la obra justiciera de los escritores. Bunster menciona un diario de viaje, inédito, de un extranjero, Tomás S. Page, que consigna una opinión reivindicadora que jamás se ha publicado.
Es necesario que pase un cuarto de siglo desde su muerte para que los escritores comiencen a ocuparse de la figura del gran Ministro. Abre el fuego José Victorino Lastarria con su Juicio histórico sobre Portales que es una diatriba de principio a fin.
Bunster condena con energía tamaña blasfemia continuada, la califica con razón de "monumento de pasión política, pequeñez aldeana e incompetencia historiográfica".
Recuerda Bunster que en 1863 Vicuña Mackenna publica su biografía de Diego Portales con juicios en parte laudatorios, en parte condenatorios para el Ministro. La verdad es que Vicuña, a pesar de su esfuerzo de querer comprender a Portales, fracasó en su intento. Él lo confiesa en esta frase: "hace más de cuatro años que nosotros, comprendiendo a don Diego Portales más por intuición que por estudio...", etc. Poco pudo conseguir con su intuición. La gigantesca personalidad del biografiado lo aplastó hasta cegar su visión. Vicuña poseía algunos de los atributos del genio, pero al pretender una comprensión fidelísima de la genial personalidad de Portales, la confusión se produjo en la mente privilegiada del escritor e historiador. Vicuña Mackenna vacila: le parece que Portales es un "ser extraordinario" pero no "un grande hombre"; no cree que sea "un gran carácter", pero sí, "un gran espíritu"; no se convence que sea "un verdadero hombre de estado" y le parece más bien "un ciudadano por mil títulos ilustre". Indecisión total, y por este camino indeciso concluye que Portales "es un celoso sin equilibrio". El "coloso" se tragó al historiador que tantos éxitos tuvo en otros asuntos históricos.
Consciente de su fracaso, desesperado por no poder llegar a la verdad plena, dispara esta pregunta que es toda una confesión: "¿Quién osará lavar su pálida frente de los cuajos de sangre de los homicidas disparos para leer en sus profundas cavidades sus postreros pensamientos, y decir con la conciencia recta del juez y en presencia del holocausto mismo consumado: fue éste un castigo o fue una apoteosis?" Sí, es verdad, sólo en las profundas cavidades del cerebro de Portales habría podido llegar Vicuña Mackenna a la comprensión plena que buscaba tan afanosamente. Respecto a si fue castigo o apoteosis su martirio en el Barón, la respuesta está en Encina, Alberto Edwards y en este interesante libro.
Bunster no disculpa a Vicuña Mackenna, pues era — afirma— "un historiador profesional y el primero que tuvo acceso a los archivos portalianos". La verdad es que el "historiador profesional" fue abrumado por el "político doctrinario". La objetividad cedió el paso a la subjetividad. No hay duda que su liberalismo doctrinario le jugó a Vicuña una mala pasada, y el gran historiador resbala cuando enjuicia a Portales en las páginas finales de las 900 que contiene su libro.
Anota Bunster que Lastarria, a quien dedicó Vicuña su obra en homenaje al libelo que aquél escribió, le agradeció el gesto en una carta en la cual consigna una andanada de lamentaciones y sátiras en relación al trabajo del historiador. A Lastarria le molestaron algunos juicios de Vicuña en los que, honestamente, estuvo en lo justo. Valgan en su favor los siguientes que estimo muy acertados: "es el gran revolucionario de los hechos", fue "el ejecutor práctico y tenaz de todo aquello que en el gobierno de sus antecesores había sido una bella teoría o un turbulento ensayo". Reconoce en Portales "un instinto poderoso". Es la intuición, característica del genio. Naturalmente, estas afirmaciones no podían agradar al teórico señor Lastarria, el más auténtico y el más porfiado demoledor de la tradición portaliana.
Por supuesto, Bunster elogia al historiador Sotomayor Valdés. Es el primero de los escritores que cayó bajo la sugestión de Portales. Sotomayor juzga al político o al estadista con estricto rigor histórico.
En esta revista de escritores que se ocupan de Portales, no puede faltar la mención de Carlos Walker Martínez. Excelente trabajo. Claro está que la obra de Walker no tiene el rigor científico de la de Sotomayor. Se adivina el propósito que tuvo al escribirla; como buen "conservador" militante, creyó conveniente exaltar la figura de Portales, encasilla do erróneamente por algunos en el bando pelucón.
Tengamos presente que Portales no fundó partido alguno, no tuvo jamás la ocurrencia que hemos tenido tantos, de redactar programas y saturar de doctrinas al país. Recuerdo una frase feliz de Monseñor Arturo Pérez en un discurso de homenaje en la Catedral metropolitana:
Portales "gobernaba con decretos y no con discursos, con órdenes perentorias y no con consultas o instrucciones vagas". Portales fue la antítesis de toda acción partidista. Los detractores de Portales no cedieron en sus críticas. Es preciso mencionar también a Isidoro Errázuriz. Bunster ha preferido no tomarlo en cuenta. Es razonable.
Ya se consignó en las páginas de este estudio el juicio de don Isidoro sobre la guerra contra la Confederación. Intenta también una apreciación global de la gestión portaliana en sus dos Ministerios y nos habla del "autoritarismo soberbio y de la ignorancia inclinada a despreciar los principios y leyes de las aspiraciones generosas y las nobles agitaciones populares". Aquí está retratado Isidoro Errázuriz tal como fue: el político y el ideólogo; el ideólogo aferra do al cartabón doctrinario, y el político encariñado con "las aspiraciones generosas y las nobles agitaciones populares".
Según Errázuriz "el arado de la dictadura penetró hasta el fondo de la tierra en que diez años de leal ensayo democrático (por supuesto el período de la anarquía y del caos) habían echado raíces…"
¡Para qué seguir! ¡Vaya con don Isidoro! Si él hubiera imaginado el juicio que tendrían de Portales los chilenos de nuestro tiempo, no habría escrito torpezas de tal calibre, porque todo el prestigió que le han formado los historiadores se derrumba sin remedio. Por cierta, es imposible que pueda comprender a Portales un ideólogo enamorado de las "agitaciones populares", un diestro orador parlamentario que brilla más por el oropel de las frases que por el juicio de sus argumentos, un participante fino en las tramoyas parlamentarias de su tiempo, un político hábil en los ardides, un hombre lleno de flaquezas para no malograr sus ambiciones, Un diplomático forzado que abandona su voluntario retiro del sur, cediendo a los ofrecimientos presidenciales para llevar la representación de Chile al Brasil y morir en Río de Janeiro, llevándose consigo todo su arsenal doctrinario antiportaliano.
Hay que llegar a nuestro siglo para encontrar una interpretación definitiva y justa del ilustre, chileno. Enrique Bunster, con su maestría acostumbrada, dedica varias excelentes páginas para comentar la "tardía glorificación portaliana" y apoya su alegato en los más autorizados historiadores de nuestros días: Alberto Edwards, Encina, Jaime Eyzaguirre. Recordemos que Portales no pidió ni esperó gratitud, así como tampoco esperó comprensión, porque sabía que su obra era demasiado recia e implacable. Dado su carácter y su estructura mental, no habrá esperado glorificación postrera, pero sí justicia. Es probable que la "justicia tardía" él la presintiera. Si en vida no buscó honores ni los ambicionó, tampoco tos habrá deseado para después de muerto. Bunster ve venir no sólo la justicia sino la glorificación. Y con esta certidumbre pone punto final a sus páginas.

IX

Con este libro que hoy sale de las prensas, se cumple una voluntad póstuma del autor: qué sus "Crónicas Portalianas" reunidas en un volumen, entreguen su fervor portaliano a los lectores chilenos. Bunster es un Pérez Galdós inmerso en los episodios chilenos. Sólo que en vez de novelas históricas, escribe crónicas históricas absolutamente veraces, sin un ápice de fantasía.
Sus dos obras póstumas revelan que, si es duro convencerse de que ha muerto y que su tarea queda en suspenso, el dolor se compensa con la certeza de que continuará presente gracias al valioso acervo de su creación literaria que nos entregará nuevas ediciones y reediciones de sus obras de tan valioso contenido y que nos ofrecen una visión optimista de Chile y de sus más altos valores humanos.
Hernán del Solar ha dicho recientemente, comentando el aparecimiento de "Distinguidas Historias", que Bunster "nos esconde nuestras flaquezas, nuestros vicios, y señala, ejemplarmente, las virtudes de todos aquellos que lucharon, sufrieron — en cualquier rango social—, por el avance y afianzamiento de nuestras mejores posibilidades".
Es cierto. Prefirió ignorar nuestras miserias y alentar nuestros méritos y nuestros atributos positivos, dejó en el desván lo criticable, lo negativo, los males y los desaciertos que siempre hay en todas las historias de los pueblos y sólo los pone a la luz cuando es necesario o es inevitable. Nada ingrato ha dejado estampado en sus crónicas históricas.
Esta táctica del escritor está justificada. Del Solar dice que es un escritor "chilenazo". Y esto lo ex plica toda. Cabría asignarle el juicio que de Portales dio Vicuña Mackenna: "chileno hasta la médula de los huesos y hasta la última tela del corazón". Y Bunster ha demostrado que es capaz de disputarte al gran historiador del otro siglo, ese chilenismo prodigioso que brotó a raudales para enaltecer nuestras glorías en la guerra y en la paz.
Bunster no tuvo los arrebatos líricos dé Vicuña Mackenna. No fue torrencial para expresarse. No fue retórico. Su prosa es sedante, su estilo respira naturalidad y rara vez irrumpe en adjetivos detonantes y exclamaciones fuertes. Quiso revestir de serenidad sus páginas para que su patriotismo y su con siguiente chilenismo penetraran en la conciencia del lector por el realismo y evidencia de los hechos y la actitud edificante de los personajes.
La historia es tarea ardua para el investigador y el escritor. Para Bunster no lo fue, porque su tema es uno: Chite. Porque, además, no se apartó de su norma de escribir la pequeña historia en crónicas que dieran real relevancia a los grandes hechos y a los grandes valores individuales. Le interesó proyectarlas, unos y otros, a plena luz, con sus atributos más honrosos.
Debemos agradecer al
Círculo Portaliano su iniciativa de dar a la publicidad, con la colaboración y beneplácito de la viuda del escritor, doña Carmen Gaete Nieto de Bunster, este libro, desde todo punto de vista utilísimo y oportuno para la finalidad en que estamos empeñados: que los chilenos tomen conciencia plena de lo decisivo que fue el paso de Portales en nuestra vida republicana.

Guillermo Izquierdo Araya.
Del Instituto de Chile,
Academia Chilena de la Historia.
Santiago de Chile, julio de 1977.

§ 1

Lircay, ¡Que batalla!

Advirtamos, de entrada, que ninguna acción militar de nuestra historia — exceptuada la de Maipú— reunió a tan ilustre elenco de celebridades como el terrible y olvidado encuentro de Lircay. Combatieron allí tres gobernantes: el ex Director Supremo Ramón Freiré y los futuros Presidentes Joaquín Prieto y Manuel Bulnes, el noble inglés George de Vie Tupper y dos antiguos oficiales de Napoleón y veteranos de Waterloo: Benjamín Viel y José Rondizzoni. Historiadores y estrategas afirman que Prieto dio en esos aledaños de Talca la más impecable y científica batalla de los fastos nacionales. Y todavía hay que añadir que Lircay, por sus efectos y consecuencias, se cuenta entre los hechos de armas decisivos del destino de Chile. Maipú consolida la independencia, Yungay salva a chilenos y peruanos de la dominación de un César boliviano, Iquique deja ganada la guerra del Pacífico, Lircay (17 de abril de 1830) da comienzo al régimen portaliano que organizará la República y dejará aplastada la anarquía hasta mil novecientos setenta.

El desmoronamiento del orden se produjo casi al día siguiente de la abdicación de O'Higgins. Este hombre superdotado había sido capaz de gobernar seis años sin tambalearse en su puesto. Después de él sobreviene el carrusel político de pipiolos, carrerinos, pelucones, o'higginistas, populacheros, federalistas, pandillistas, estanqueros, unitarios y neutros; se desata el caudillismo, enfermedad pegajosa de la América española, y se suceden las Juntas de Gobierno, los cuartelazos y la seguidilla de gobernantes que no acababan de acomodarse en su sillón cuando tenían que abandonarlo. Todavía no partía O'Higgins para el Perú y ya la guarnición de Tucapel había asesinado a su jefe para unirse a la banda de los Pincheira. En un asalto a Linares estos facinerosos reforzados robaron y degollaron a voluntad y raptaron a cuantas mujeres quisieron llevarse consigo. Las tropas enviadas en su persecución se entendieron con ellos para formar una montonera que sembró el terror y la ruina en los campos. La alarma producida en Santiago facilitó el ascenso del general Freire al poder; pero el que tanto censuró al Padre de la Patria y pretendió emularlo y eclipsarlo, cayó al cabo de tres años de vacilante administración liberal-pelucona. Su sucesor, Blanco Encalada, resistió cinco meses las obstrucciones del propio Parlamento que lo ungiera Presidente de la República. Su reemplazante, el Vicepresidente Eyzaguirre, sin dinero para pagar a las tropas ni a los funcionarios, fue derribado por el amotinado coronel Campino, que entró al Congreso a caballo. Reelegido Freire como transacción, duró un año, siendo sucedido por el pipiolo Pinto, que aguantaría dos. Llegó un momento en que nadie entendía a nadie y la desmoralización cundía a la par con el bandidaje y la criminalidad. El ejército de los Pincheira tuvo hasta mil mujeres cautivas. En un año hubo en Santiago ochocientos asesinatos. Eran corrientes los negociados y los robos al Fisco y la basura de las calles se amontonaba hasta frente a las puertas de la Catedral. Al sur del Maule imperaba el Ralo, fiera humana que hizo ochenta y siete homicidios y culminó matando a su padre. Hubo un motín militar en Talca y luego otro en San Fernando, cuyo caudillo, el coronel Urriola, derrotó a las fuerzas gobiernistas en Ochagavía y entró a la capital a tambor batiente. Ya en plena chacota, vencedores y vencidos fraternizaron en los comedores del café La Nación, mientras Pinto continuaba en el Palacio sin ser molestado e indeciso entre irse y quedarse. De ahí en adelante los hechos toman el carácter de una pelotera lisa y llana. Una fracción de los oficiales de Urriola se arrepintió de su actitud subversiva y solicitó el perdón del Presidente. Desinflada la revolución, el cabecilla y sus secuaces quedaron impunes. Entretanto se promulgaba la Constitución de 1828, y dentro de sus términos realizáronse las elecciones generales y presidenciales. Fue un torneo de fraudes y crímenes a bala y cuchillo estimulado por las campañas de insultos de los periódicos El Hambriento y El Canalla. Hastiado del poder y sus amarguras, Pinto pasó por alto Su reelección y renunció una y otra vez hasta conseguir que se diese el mando provisional al anciano don Francisco Ramón Vicuña. Demasiado tarde, porque ya el general Joaquín Prieto había perdido la paciencia y se disponía a enderezar el país manu militan. Detrás de él, todavía en relativo anonimato, estaba don Diego Portales, que había manifestado en su tertulia del escaño de piedra de la Alameda: "No podemos continuar así". En afortunada maniobra inicial el coronel Bulnes sublevó a favor de Prieto las guarniciones desde el Biobío al Maule y las concentró en Rancagua. Con la guerra civil ad portas, el asustado Vicuña buscó una salida llamando a elecciones presidenciales. Pero nadie cedía ni quería oír a nadie. A consecuencia del tumulto y las rechiflas de la asamblea reunida en el Consulado, el Presidente se retiró a Palacio. Los asambleístas se fueron tras él, desarmaron a la guardia e invadieron en choclón la sede del Gobierno. Entonces el viejecillo acorralado y desesperado empezó a hacer cosas lindantes con la locura. Temiendo le arrebatasen la banda, se la sacó y la metió en su sombrero; luego pidió a gritos que llamaran a Freire, tal vez para implorarle socorro. Creyendo que quería deponer el mando en su favor, los pipiolos y los oportunistas hicieron entrar al general en apoteosis, lo obligaron a sentarse en el sillón presidencial y le terciaron la banda que alguien acababa de sacar como un prestidigitador del colero de Vicuña. Viendo que sus parciales habían desaparecido, Vicuña escapó a la calle con su hijo, la única persona que le fue leal.

Al día siguiente Chile amaneció con dos gobiernos: el legítimo, que todavía no renunciaba, y el de una Junta formada por Freiré, Alcalde y Ruiz-Tagle. Inmediatamente se sublevó contra la Tunta el francés Benjamín Viel, plegándose al ejército constitucionalista mandado por Lastra. En Talcahuano, el inglés De Vie Tupper intentó apoderarse del bergantín de guerra Aquiles, siendo rechazado a cañonazos por su í comandante Angulo.

Mientras esto ocurría, las huestes de Prieto y Bulnes se estacionaban en un lugar al S. O. de Santiago. Hasta ahí llegó Portales en su birlocho llevando fondos para pagar a las tropas. De improviso los dos ejércitos se encontraron cerca del camino a San Bernardo. Después de un combate favorable a Freire se acordó la tregua para buscar una última solución pacífica. De aquí surgió el insólito arreglo de que ambas fuerzas se colocasen bajo el mando de Freire mientras se elegía una Junta provisional…El triunvirato Ovalle-Errázuriz-Trujillo precedió a romper con Freire y dispersar la división de Lastra como medida previa para convocar a los plenipotenciarios de provincias. Esta reunión eligió un gobierno interino presidido por el pelucón Francisco Ruiz-Tagle y el vice José Tomás Ovalle. Fórmula que duró cuarenta y dos días, con el presbítero Meneses como Ministro del Interior y de Guerra y Marina y en medio de un colosal desbarajuste, hasta que Portales gritó "¡Basta!", haciendo renunciar a su primo Ruiz-Tagle para entregar la Presidencia a Ovalle.

Allí acabaron la zarabanda de partidos, la ineptitud y el aprendizaje republicano. Fue como una cuerda que se corta.

Ya nadie se atrevía a ocupar un Ministerio. Entonces fue cuando don Diego Portales declaró que él estaba dispuesto a aceptar cualquier nombramiento, "hasta el de Ministro Salteador". Y en un decreto que la posteridad juzga providencial, el Presidente José Tomás Ovalle le confió las carteras del Interior, de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina.

El avispero político se aquietó como por obra de milagro. Cansados todos de la lucha estéril, conscientes al fin de su inexperiencia y temerosos de una catástrofe irreparable, pusieron su confianza en el hombre distinto, enigmático, sin bandera definida y enemigo de programas y discursos. Los historiadores dicen que "se echaron en sus brazos", del mismo modo que un paciente se entrega al cirujano después de probar inútilmente cataplasmas y toronjiles.

Hasta ayer, Portales era el discutido personaje que intentó servir la Deuda Externa con la renta del estanco del tabaco y les naipes…; ahora encarnaba la esperanza de un gobierno estable y salvador. ¿Por qué? Sencillamente porque ya no quedaba nadie más a quien probar, y porque su misterioso poder de su gestión estaba operando.

Lo primero de todo, para el triple Ministro, era acabar de una vez con Freire, que persistía en el « ensueño de creerse insubstituible y preparaba una nueva asonada. El nunca escarmentado general había desembarcado en Constitución, después de una fallida campaña sobre Coquimbo, y tenía sus fuerzas reunidas con las de los napoleónicos Viel y Rondizzoni. Mandaba ahora un ejército de mil ochocientos \ hombres y cuatro cañones arrastrados por bueyes. Portales ordenó al general Joaquín Prieto, Intendente de Concepción, echársele encima con todo el potencial disponible. En pocos días el coronel De la Cruz, jefe de Estado Mayor, y el coronel Bulnes jefe de la caballería, tuvieron listos dos mil doscientos hombres y doce cañones tirados por mulas y caballos, que concentraron al norte de Talca. Estos tres veteranos de la Independencia pertenecían a esa categoría de militares desinteresados, patriotas y decididos a los que O'Higgins había enseñado para qué se lleva el uniforme.

Difícil hubiera sido, en esas vísperas, anticipar el desenlace de la contienda. Sólo era posible predecir que uno de los bandos iba a aniquilar al otro, porque nada iguala al odio que arde en un enfrentamiento intestino decisivo. Encina dice que los soldados de ambos ejércitos se detestaban más que realistas y patriotas y que en las filas de Prieto corría la consigna de "no dejar gringo vivo", refiriéndose a Viel, Rondizzoni y Tupper. Prieto, de cuarenta y cuatro años, era un esbelto varón de piel clara y ojos azules, cuyo aire apacible en nada delataba al militar aguerrido. Llevaba ventaja numérica en hombres y en artillería, pero Freire contaba con una infantería más homogénea y "mejor disciplinada y con el consejo de dos oficiales fogueados en Austerlitz y Waterloo Todos estos hombres, ahora dispuestos a destrozarse, eran antiguos amigos y camaradas que sirvieron juntos a las órdenes de San Martín; y Prieto había sido subalterno de Freiré en las campañas del Sur, dé manera que conocía sus cualidades y defectos y podía casi adivinarle el pensamiento.

La noche del 14 al 15 de abril Freire cruzó el Maule de sur a norte, utilizando la balsa del camino público, y la mañana siguiente le encontró acampa do en Talca. Les vecinos, sabedores de la proximidad del contendor, atrancaron sus puertas y comercios para esperar con el resuello contenido lo que estaba por suceder. Sabían lo que era eso, porque doce años atrás habían escuchado el pandemónium de la sor presa nocturna en la cercana Cancha Rayada.

Habiendo observado desde lejos la presencia de Freire en la ciudad, Prieto avanzó con sus tropas hasta situarse en las faldas del cerro de Baeza, a una legua hacia el nororiente de los suburbios, para provocarlo a combatir. Como no lo consiguiera, durante la noche llevó a cabo su segunda jugada en el tablero, retrocediendo sigilosamente hasta el río Lircay para precaverse de un ataque sorpresivo.

Algo hizo a Rondizzoni prever o adivinar esta maniobra en tinieblas, y como consecuencia, los batallones de Freire amanecieron trasladados quinientos metros hacia el río, tendidos en línea de combate y protegidos por la topografía del terreno.

Hasta aquí, por sus previsiones y movimientos, parecía que el comando de Freire era el mejor. Pero Prieto recién empezaba a desplegar su ciencia de ajedrecista. ¿Hubiera creído nadie que iba a abandonar sus posiciones para dirigirse hacia el sur alejándose del enemigo? Pues esto fue lo que hizo, y todavía, dejando distanciadas la caballería y parte de la artillería como en actitud de proteger su marcha. Así desfiló a través del llano que corre entre el cerro de Baeza y Cancha Rayada. Engañado por las apariencias, Freire juzgó que su contrincante se retiraba hacia Concepción; pero el movimiento sólo tenía por objeto interponérsele para impedir su repliegue hacia Talca; y cuando cayó en la cuenta, ya era tarde. Ahora era Prieto el que tenía a sus espaldas la ciudad, donde podría apoyarse cómodamente y dando frente a la llanura, campo ideal para un ejército más fuerte en artillería aunque el terreno cruzado de cercos y zanjas favorecía en algo al que cifraba sus esperan zas en la infantería.

Pero la habilidad de Prieto no paró allí. En repentina carrera las fuerzas que dejara distanciadas se desplazaron para ir a reunírsele en los extramuros de Talca, donde ya los infantes estaban parapetados en las últimas tapias y casas del lado norponiente. Doble ventaja, porque a medida que transcurriesen las horas Freire iba a tener en su contra el factor de combatir de cara al sol.

Con sus sucesivos movimientos, Prieto había sacado a Freire de la ciudad sin disparar un tiro, para ocupar su lugar y dejarle donde él estuvo antes: en campo abierto. Era como sí ambos ejércitos hubieran girado sobre un eje equidistante invirtiendo sus posiciones.

Colocado donde a él convenía, Prieto dio de comer a su tropa, y luego, calmosamente, ordenó romper el fuego sobre una vanguardia enemiga situada a dos cuadras de distancia. Freire contestó sin vacilar, creyendo erróneamente que combatían en igualdad de condiciones. A los pocos minutos vino a darse cuenta del infierno en que había ido a meterse. En medio del tronar de los cañones la batalla de cuatro mil hombres se desató a las puertas de la ciudad empavorecida. Atacada de frente por las baterías y desde los flancos por la fusilería, la línea de Freire comenzó a ceder. De ordinario los historiadores describen los hechos de armas como si fuesen partidos dé pelota; y una batalla no es eso. Es una matanza épica entre dos muchedumbres uniformadas de vistosos colores y guiadas por toques de corneta y banderas tremolantes; es una tormenta de cañonazos que ensordecen el ámbito y se multiplican en ecos lejanos; un aguacero de proyectiles que detonan y silban en concierto horroroso; griterío de furor homicida y de agonía entremedio del humo y los relinchos de los caballos que caen despanzurrados o se desbocan tirando patadas y pisoteando a los heridos; olor a pólvora, a sudor, a bosta y a sangre; cureñas y pircas demolidas que saltan por les aires; mutilados que se suicidan entre alaridos de dolor insoportable. Eso fue la batalla de Lircay, operación sin anestesia para extirpar el tumor maligno de la anarquía.

Viendo Freire que su línea se desintegraba, ordenó replegarla al norte, hasta cerca del río Lircay, donde Prieto había estado acampado en la mañana. Pudo hacerlo sin grandes pérdidas, ayudado por los obstáculos que demoraron el avance de la caballería y cañones enemigos. Pero su suerte estaba echada. Como Rondizzoni le hiciera notar que las nuevas posiciones no eran mejores que las anteriores, ni para combatir ni para retirarse, Freiré pronunció esta frase lapidaria: "Pues, coronel, aquí tenemos que echar el resto". Sabiendo que no había más alternativas, mandó lanzar la caballería del Pudeto en masa contra la infantería perseguidora antes de que los cañones acudiesen a protegerla. Pero no contó con la intervención de Bulnes, al que Prieto dictó la maniobra justa para desbaratar esa carga y trocarla en desastre. Haciendo que se interpusiera con sus jinetes del Carampangue y simulando luego que se replegaba, consiguió que Rondizzoni le siguiese, hasta alejarle suficientemente de la infantería de Prieto; y entonces presentó combate, reforzado con un escuadrón de reserva de los Cazadores de Maipo, y en menos de diez minutes de refriega deshizo a sablazos a la perpleja y revuelta caballería atacante. Rondizzoni cayó herido. Viel huyó vadeando el Lircay como pudo y Freire le siguió a mata caballo, dejando el campo sembrado de bajas, armamento y bártulos abandonados y pastizales en llamas.

Pero la veloz caballería de Bulnes se había adelantado para cortar el paso al resto de los fugitivos, a la vez que Prieto y De la Cruz los cercaban por la retaguardia y los flancos; y la lucha, reanudada en las cercanías del Lircay, se prolongó por dos horas con exacerbado furor. Una bala de fusil mató al coronel Elizalde, que sustituía a Freire en el mando, y quince de sus oficiales sucumbieron peleando revueltos con les soldados. De Vie Tupper, a punto de escapar, fue rodeado, despedazado a bayoneta y luego ultimado a tiros de pistola. Dejó viuda a doña Isidora Zegers, la mujer más brillante de su tiempo. Otro inglés, el marino Robert Bell, murió a filo de sables, Así pagaron su intromisión en la política interna del país como secuaces de dos guerras fratricidas consecutivas.

Apenas doscientos hombres se salvaron del exterminio aprovechando el indescriptible tumulto final; pero antes de ponerse el sol habían caído prisioneros de los cazadores de Bulnes.

La jornada costaba a Prieto un centenar de vidas, pero Freire perdía cuatrocientas, cerca de mil heridos y el resto apresado o disperso. De manera que la batalla de Lircay no dejó nada del ejército vencido; nada sino su jefe, que escapó vivo por casualidad, y Viel, que de algún modo llegó hasta Coquimbo para caer en manos del general Aldunate.

Amaneció el nuevo día sin que nadie se diese cuenta de que despuntaba otra era de la historia nacional. El pasado quedaba sepultado y el porvenir se abría como un paisaje infinito con las riendas del Gobierno en las manos de Diego Portales, el patricio de treinta y seis años y sin antecedentes de estadista que iba a convertir a Chile en la primera república ordenada del continente.

Cuando el parte de la victoria llegó a Santiago, conducido por un correo expreso, cundió un júbilo que alcanzaría hasta los arrabales; tal eran el cansancio y el disgusto que habían dejado siete años de desorden. En vano quiso el Gobierno amortiguar el impacto emocional de la noticia en aras de la concordia cívica. Salieron a la calle improvisadas pobladas de manifestantes, y por la noche se elevaron centellas y cohetes. Y esto sucedía en una época en que la masa popular aún no participaba ni se interesaba en el quehacer político.

La breve y tajante campaña militar había pacificado de paso a Valparaíso y Coquimbo y ahora dejaba sometidas a Concepción, Valdivia y Chiloé, los últimos focos subversivos. Todos los derrotados de Lircay fueron dados de baja en las filas. No hubo represalias partidarias y sólo unos pocos sospechosos quedaron bajo vigilancia policial. Algo decía a la gente que una cosa nueva estaba tomando forma. En sólo doce días de ejercicio del poder, Su Señoría había sosegado por igual a moros y cristianos. De la guerrilla de partidos se pasaba a la conducción despersonalizada del Estado; de la ambición egoísta al servicio de los intereses supremos; del caos a la autoridad inflexible. Prieto, magistral vencedor, rehuía los honores y volvía sin ruido a ocupar su cargo de Intendente de Concepción.

Ahora la patria era como una silla a la sombra de un árbol.

Tan cierto es que en el peor momento el organismo social sabe encontrar al hombre preciso, extrayéndolo de sus últimas reservas, para conjurar el mal y corregir el rumbo. Hasta podría decirse que, a no mediar esa larga noche de política aldeana y sin brújula, acaso Portales no habría dejado el comercio por el gobierno, y el país, dentro de lo probable, jamás hubiera alcanzado la disciplina y la marcha tranquila y rectilínea que él había comenzado a imprimirle.

Sólo un hombre, don Ramón Freire, no legró entender el cambio profundo que se operaba. Aun que se le trató con respeto, como a ex gobernante, y se le ofreció una salida decorosa al extranjero, marchóse a Aconcagua con el loco plan de recluta* sol dados para volver a la capital a sublevar la guarnición…No hubo más remedio que apresarlo, borrarlo del escalafón militar y deportarlo al Perú.

§ 2
Portales gobernando

Como O'Higgins, Montt, Balmaceda o cualquier estadista de alto vuelo, don Diego Portales no logró poner de acuerdo a sus críticos contemporáneos. El general Bulnes le llamó "sabio y digno Ministro, cuyos heroicos y patrióticos esfuerzos han contribuido tanto al lustre de que goza la República". Don Manuel José Gandarillas le consideraba "un loco, un quemado". Don Joaquín Tocornal se preguntó al borde de su tumba: "¿Quién ha hecho el bien de un modo más gratuito y más completamente desinteresado?". Don José Antonio Rodríguez Aldea le calificó de "falso, inconsecuente, voluntarioso y de odios implacables". Su mortal enemigo, el mariscal boliviano Andrés de Santa Cruz, confesó: "Siempre tuve de él un alto concepto". De igual manera discrepan los historiadores. Para Vicuña Mackenna "Portales es la más alta figura de nuestra historia". El consabido José Victorino Las tarria escribió: "Un pillo de los que tiene nuestra tierra a puñados". Don Francisco Antonio Encina dice que "por el vigor de su pensamiento político es uno de los cerebros más poderosos entre los que han gobernado pueblos", y juzga así su tránsito a la in mortalidad: "Aún no se inhumaban sus restos, empezó su transfiguración en símbolo de la unidad del alma nacional y de una nueva conciencia cívica".

Pero esta disparidad violenta de opiniones no ha ce sino acrecentar a los ojos del estudioso el interés que irradian la personalidad y la obra del prócer. Lo que sí produce desaliento, y hasta miedo, es que el común de los chilenos le ignore hoy casi por completo. ¿A dónde va un pueblo que sepultó en el olvido al constructor de la República, a quien hizo de Chile la primera nación verdaderamente civilizada de Amé rica del Sur? El obelisco que recuerda su martirio en Valparaíso es de una insignificancia que da vergüenza. Ningún regimiento ni buque de guerra lleva el nombre del que cubrió de laureles a la Marina y el Ejército. [9] En la capital se le recuerda en uña deprimente calleja de barrio bajo. Es común oírle llamar pelucón y dictador, justo lo que nunca fue. Y el broche de oro se lo debemos al ilustre gobierno del señor Salvador Allende, que permitió qué al liceo Diego Portales le cambiaran su nombre por el de Ernesto Che Guevara.

Conté en otro lugar que cuando el Presidente Ovalle le confió tres de las cuatro carteras del Gabinete, Portales era un joven de treinta y seis años. Hay que repetir también, para sopesar el misterio de su carrera asombrosa, que carecía de toda experiencia política; y agreguemos que su preparación básica escolar fue inferior al bajo término medio de la época. Hijo de un padre que engendró veintitrés niños, el pequeño Diego Josef Pedro Víctor Portales y Palazuelos quedó fuera del presupuesto familiar de educación y su madre hubo de enseñarle las primeras letras; "y no tuve otra escuela", recordaría más tarde el auto didacta.

Viudo de su prima Josefa Portales y Larraín, a cuyo lado conociera "una dicha infinita", llevó por ella luto vitalicio; pero la soledad en plena juventud y su temperamento irrefrenable hicieron de él un vividor alegre, astro de la zamacueca en las chinganas de la calle de Duarte (hoy Lord Cochrane) y certero galán de amores fugaces. Pero ningún afecto consiguió llenar el vacío que en su corazón había dejado la esposa, y de esta frustración sentimental irremediable surgió como sucedáneo el sentimiento avasallador de su vida: el amor a la patria. Nadie, tal vez, ha amado a la tierra natal como este chileno acusado de insensible e indiferente. Decía que Chile era la perla del Nuevo Mundo, el país privilegiado y llamado a constituirse en modelo y ejemplo de sus vecinos; sostenía que en su mar no debía dispararse un cañonazo que no fuera de saludo a la estrella de su pabellón. Por eso ardió de coraje cuando lo vio hundido en la anarquía, desquiciado por caudillos incapaces y rodando por la pendiente de la ruina. Y ahora comprendemos que aquellas vicisitudes fueron el precio que la naciente república tuvo que pagar para que el estadista saliera a la luz y empuñara el timón del buque al garete.

Nada tenía que ver su figura con el hércules de bronce de la plaza de la Constitución. Era de porte mediano, delgado, de ojos claros y finas manos de señorito. Tampoco hay que fiar de sus retratos, basados todos en el de Domeniconi, cuyo boceto se hizo después del asesinato de El Barón sobre su cadáver desangrado y desfigurado por las heridas. Influido por dicho cuadro, Vicuña Mackenna le atribuía una piel pálida, cuando su carácter y temperamento inducen a pensar que la tenía sanguínea y exuberante. Y nada de su peculiar manera de ser captaron tampoco el pintor ni el escultor. Era de índole picara, risueño entre -les amigos, dicharachero, bromista, zumbón y mal hablado: la antítesis del pavo real que ha solido campear en nuestra arena política. De su persona, sin embargo, emanaba una misteriosa corriente de sugestión; fenómeno observado por Zapiola, quien, refiere que en la famosa tertulia del escaño de piedra de la Alameda los oyentes imitaban inconscientemente sus gestos y posturas.

Entró al Gobierno sin programa, promesas ni compromisos con partido alguno. Y lo que es más, sin la menor ambición de gloria o provecho. Su ideario, por llamarlo así, es brevísimo y se le extrae con pinzas de sus cartas y de sus artículos de prensa. No de sus discursos, porque no discurseaba. Apenas son cinco o seis conceptos fundamentales, descollando el que preconizaba "un gobierno fuerte, centralizado, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuándo se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos". Su rígido sentido de la igualdad de derechos le hacía clamar porque la justicia se ejerciera sin 'distingos de posición social ni de fortuna. No creía en el destinó agrícola del país, y acuñó esta frase visionaria cuyo mandato está aún por cumplirse: "Los chilenos tendrán que ser un pueblo comerciante y marinero". En el plano internacional, "cuidado con salir de una dominación para caer en otra". Preveía la conquista de la América Latina, "no por las armas sino por la influencia en toda esfera. Esto sucederá, tal vez hoy no, pero mañana sí…"

Y nada de teorías políticas, económicas ni sociológicas; nada copiado de otros países, recurso fácil y funesto en que caen el estadista mediocre y el demagogo. Como un nuevo Quijote, estaba en el poder para enderezar entuertos, corregir vicios y probar su devoción a la Dulcinea encarnada en la patria, mediante una serie de mil pequeñas medidas de buen sentido y desprovistas de espectacularidad, que lleva ría a cabo con laboriosidad de hormiga y dureza de taladro.

Para consagrarse a esta misión debió descuidar sus no muy prósperos negocios: un fundito pedregoso y la pequeña goleta con que fletaba carga surtida a lo largo de la costa. Un resentido lo acusó de pillo…, y la historia dice que por norma no cobraba sus sueldos de Ministro. Lo llamaban dictador…, y sostenía que no debe contrariarse la opinión responsable; "antes que doblegarla hay que hacer lo posible por orientarla". De acuerdo con este principio, su primera actitud fue oponerse al endurecimiento de la Ley de Imprenta, defendiendo el derecho que tenía la oposición a fiscalizar y criticar libremente al Gobierno y aportar ideas constructivas. Haciendo uso de esa libertad apareció El Defensor de los Militares, y poco después El Trompeta, periódicos que se lanzaron a atacar sin piedad ni decoro al Ministro e ignorando el altruismo que Su Señoría deseaba inculcar. Sólo vino a castigarse a sus editores con la prisión o el destierro cuando llegaron a incitar a la revuelta y al asesinato de los gobernantes. Califican a Portales de pelucón…, y lo que hizo fue tener a raya a pelucones, pipiolos y demás como partidos, mientras llamaba a servir en la Administración a los hombres selectos que había en sus filas. Como en una nueva Inglaterra, dejó a los opositores libre acceso al Gobierno, cosa inconcebible en la América de mandones absolutistas de esos años y que sus propios compatriotas no fueron capaces de comprender. El mejor ejemplo de esta política se encuentra en la Corte Suprema, donde el antiportaliano Carlos Rodríguez y otros pipiolos, que eran mayoría, permanecieron en sus cargos de ministros de justicia per orden expresa de Su Señoría.

Otro de sus sencillos principios era que el gobernante debe educar a sus colaboradores con el ejemplo, y así era el primero en llegar a las oficinas ministeriales y el último en retirarse. Su abrumadora actividad no le dejaba más de cinco horas para dormir. Casi todo el fardo administrativo descansaba sobre sus hombros, porque el Presidente Ovalle apenas podía firmar el despacho, minada su salud por la tisis que pronto iba a llevarle al sepulcro.

Sólo un Ministerio no quiso Portales para sí: el de Hacienda. Y como sostenía que las finanzas del país no podían confiárseles a un ignorante, buscó con ojo clínico al hombre capaz de resolver la bancarrota fiscal y la miseria particular. Este hombre era el liberal don Manuel Rengifo, un comerciante diez veces quebrado y vuelto a levantar; el mismo cuya efigie pensativa adorna hasta hoy nuestros billetes de Banco. Para hacerle lugar, Portales pidió la renuncia al presbítero Meneses, cuya salida del Gabinete dejó reducida a casi nada la influencia de los pelucones. [10] Ante la sorpresa general, Rengifo se atrevió a disminuir la planta del Ejército y a despedir a decenas de funcionarios superfluos o incompetentes. Llevó su celo de economista hasta suprimir el servicio de taquígrafos del Congreso, "porque sin medidas de coraje y sacrificio no sale un país del pozo de la ruina". Decretó que hasta la más ínfima orden de pago del Estado debía llevar su firma. Con esto se acabaron los fraudes y malversaciones. Semanalmente daba a la publicidad el balance de la Tesorería. Hizo devolver a las congregaciones religiosas los predios expropiados por Freire y cuya administración sólo arrojaba pérdidas al Estado metido a empresario. Impuso drásticas penas al contrabando y reorganizó los almacenes de depósito del puerto de Valparaíso, que pronto convertirían a éste en el emporio mercantil del Pacífico. Reajustó la economía a las condiciones de la era republicana, fomentando el intercambio preferencial con los países vecinos, y alentando con ello a agricultores y mineros a producir más y a exportar. Resultados de su gestión: el primer presupuesto equilibrado que veían los chilenos desde 1810, el pago puntual de los sueldos de militares y funcionarios y la reanudación del servicio de la Deuda Externa; todo ello sin recurrir a nuevos impuestos ni gravámenes.

Mientras Rengifo restauraba la economía, Portales se encargaba de pacificar el campo, donde cuatreros y salteadores habían casi paralizado la agricultura y tenían a los jueces inhibidos por el miedo a las venganzas. Para combatirlos se creó la policía mixta, formada por tropa montada y los propios terratenientes secundados por sus peones e inquilinos. Con energía inmisericorde fueron perseguidas y deshechas las bandas armadas ilegales (disfrazadas a veces de montoneras revolucionarias). En una batida cerca del río Loncomilla el hacendado Pedro Montecinos alcanzó y dio muerte de una puñalada a el Ralo, autor de ochenta y siete asesinatos, incluido el degüello de su propio padre. Eliminado este monstruo, el escarmiento hizo desaparecer al resto de la ralea de antisociales. Sólo quedaban los "guerrilleros" de Pincheira, a los que ya les llegaría su hora.

El prematuro fin de Ovalle sólo interrumpió por tres días — los del duelo nacional— la dinámica tarea constructiva de Portales. En los seis meses del gobierno interino de don Fernando Errázuriz se dio tiempo para completar el ordenamiento del Ejército, reorganizar la Academia Militar y crear la Guardia Cívica. Estas milicias acogieron en sus cuarteles al grueso de la juventud consciente, que encontró allí una escuela de disciplina, y fueron el muro de contención levantado centra las aventuras caudillistas, fuesen las conspiraciones de Freire desde el Perú o el sueño de Rodríguez Aldea de hacer retornar a O'Higgins. El Ministro en persona tomó el mando del batallón número 4 de infantería y se entregó al estudio de la táctica militar y al entrenamiento dé su tropa, que cada mañana ejercitaba en los patios de la Casa 57 de Moneda. De ahí el uniforme de teniente coronel de milicias con que aparece en el retrato de Domeniconi. Andando el tiempo, la Guardia Cívica iba a salvar en El Barón, si no la vida de su fundador, el régimen que él construyó y dejó a sus conciudadanos como un legado.

En su paciente esfuerzo por afianzar la unidad y robustecer el sentido de la nacionalidad, todavía embrionario, instituyó la celebración del 18 de septiembre con la pompa militar y festejos populares que el tiempo haría tradicionales.

Portales, autodidacto que leía a Ovidio, Pope y Shakespeare, quiso también hacer algo por la incipiente educación y cultura de su medio. Reorganizó y extendió el plan de estudios del decaído Instituto Nacional. Contrató al naturalista francés Claudio Gay para que escribiera su monumental Historia física y política de Chile y dibujara el finísimo Atlas que se imprimió en Europa. Necesitado el país de una prensa apolítica, universal y cultural, había concebido desde un comienzo la fundación de El Araucano, en el que otro sabio, el venezolano Andrés Bello, iba a introducir las columnas de literatura, artes, ciencias y comentarios internacionales, nunca vistas hasta entonces en el diarismo santiaguino. Inaudito periódico semioficial, hoy día inimaginable, que no aceptaba diatribas personales ni contestaba a los ataques malévolos al Gobierno…

Pero les pilares del "Estado en forma" que se estaba creando fueron la Ley de Elecciones y las iniciales reformas legislativas. La primera permitió a la ciudadanía asistir al inusitado espectáculo de unos tranquilos y limpios comicios de electores, cabildantes, parlamentarios, Intendentes, jueces de letras y Presidente y Vicepresidente de la República. Algo ya casi olvidado por los chilenos y todavía no soñado en la mayoría de los turbulentos países del continente. Se había concedido derecho a votar a las capas superiores de la clase obrera. La rigurosa vigilancia y la pena de cárcel eliminaron los fraudes (la mitad de las inscripciones pipiolas debieren anularse por falsas) y el voto era ahora estrictamente personal y los escrutinios se hacían bajo el control del cura de cada parroquia, el regidor más antiguo y tres ciudadanos elegidos por sorteo. Allí estaba la mano de Bello y la de Egaña, como lo estuvo en las reformas de la legislación civil, criminal y procesal, donde los jurisperitos interpretaron la dura concepción portaliana de la sanción del crimen introduciendo este principio revolucionario: "la embriaguez no es un atenuante sino un agravante". Otra innovación drástica declaraba que "la transacción entre las partes no tiene fuerza respecto de las penas del “delito", vale decir, que el castigo de la ley era insoslayable.

En quince meses el triple Ministro había sacado a su pueblo del caos pacificando los ánimos, implantan do hábitos de orden y trabajo, levantando una valla armada contra los pronunciamientos de cuartel, re construyendo la deshecha economía pública y privada y enseñando los rudimentos de la democracia representativa.

Sobre esta base ya era posible mirar hacia el futuro sin temores, y el prodigioso estadista pensó que ahora podría retornar a sus negocios abandonados y dedicar una noche que otra a sus amadas expansiones con arpa y vihuela…

Al presentar su dimisión a Errázuriz dejaba al país convertido en "la perla del Nuevo Mundo" que había soñado. Especie de milagro conseguido sin caer en la tiranía, sin coartar la libertad de opinión habla da o escrita, sin despojar a nadie, sin crear un impuesto ni sacrificar otras vidas que la de los malhechores.

Pero las elecciones que ungieron Presidente de la República al general Prieto eleváronle a él mismo a la Vicepresidencia — honor que no buscó— y el vencedor de Lircay le pidió, le rogó y le exigió que aceptara además la cartera de Guerra y Marina de su Gabinete,

¿Por qué no fue él Presidente, cuando dos veces le ofrecieron la candidatura? Sencillamente porque no tenía esa ambición, y su respuesta es célebre: "No cambio la Presidencia por una zamacueca".

¿Y por qué fue Prieto el elegido? Porque él, Portales, el salvador de Chile, había indicado su nombré a los partidos mayoritarios…

§ 3
Aventura de la goleta "Pomaré" en Oceanía.

Don Juan Francisco Doursther, ilustre abuelo de los Tocornal, había llegado a Chile en 1826 para Ocupar el puesto de cónsul de los Países Bajos en Valparaíso. Trajo cómo secretario al belga Jacques Ántóine Moerenhout, antiguo oficial de los ejércitos de Napoleón. Doursther, de veintiséis años y "hombre de gran temple y de conducta extremadamente honorable", al decir de Moerenhout, instaló su oficina en la calle de la Planchada hoy Serrano, seguramente en una casa de adobes y tejas, que mejores no las había en el puertecillo de veintitantas mil almas y transitado por carretas, birlochos, jinetes y recuas de mulas.

Apagado el dinamismo de la Independencia, la vieja caleta de Quintil se había vuelto a adormilar, pero subsistía el espíritu de empresa que O'Higgins alentara con sus medidas en favor del comercio naviero. El ojo observador de Doursther se fijó en cierta iniciativa audaz que un grupo de inversionistas estaba llevando a cabo. Era una sociedad con nueve mil pesos de capital destinada a la pesca de perlas y nácares en Polinesia y en cuya nómina figuran los señores Pedro Alessandri, José Manuel Cea (el socio de Portales), Francisco Javier Urmeneta y la señora o señorita María López. Estos pioneros chilenos de los Mares del Sur habían comprado la goleta Sociedad, de cien toneladas de carga, y bajo el mando del capitán T. West la despacharon al archipiélago de Gambier. En Francia, país que centralizaba el mercado de nácares, pagábase a razón de ciento sesenta mil francos la tonelada, aparte de las perlas, de manera que en una sola expedición afortunada (teóricamente) podía rescatarse el capital.

Esta expectativa tentadora fue la que indujo al cónsul belga a crear la firma Doursther Serruys y Compañía, que en 1828 comenzó a operar con el bergantín Volador, apenas más espacioso que la cascarilla de Alessandri y Cía. A su bordo embarcóse Moerenhout, cuya pluma de narrador privilegiado contaría después las peripecias de esta incursión y de otras en un libro clásico: Voyages aux iles du Grand Océan.

Pero don Juan Francisco Doursther quiso él mismo conocer la emoción de la aventura exótica, y en noviembre del año 31 delegó el Consulado en su secretario y partió en la goleta de tres palos Reina Pornaré con rumbo a Tahití.

Los cómodos viajeros modernos difícilmente pueden imaginar lo que era una travesía del Pacificó en un velero de ciento ochenta toneladas, haciendo escalas en puertos sin autoridades ni recursos y tratando con gentes hostiles y primitivas. Ya Moerenhout sabía lo que es estrellarse en un arrecife de coral y don Pedro Alessandri había quedado escamado con la belicosa recepción de los isleños de Mangareva.

Lo que iba a sucederle a Doursther parece ahora un episodio de novela de Salgari. La veloz Pomaré llegó a su destino en cincuenta y un días después de recalar en Pascua, Pitcairn y Gambier; pero junto con echar el ancla en Papeete surgió el primer contratiempo. Aunque el nombre del barquito constituía un homenaje a la joven reina tahitiana, ésta consideró que era irrespetuoso y el capitán Clark tuvo que hacerlo borrar del tablero de popa.

La isla más bella y seductora de les mares, dibujada por cumbres vertiginosas, lagunas transparentes, playas y palmeras de ensueño y patria de gentiles mujeres, no era sino un lugar de paso en donde los buques aportaban para recoger a los buzos indígenas; los únicos seres humanes capaces de permanecer dos minutos bajo el agua forcejeando con las ostras y capeando a los tiburones. Con veinticuatro de estos especialistas, más un intérprete, se dirigió la Pomaré al archipiélago Tuamotú, lugar sembrado de restos de naufragios y donde la goleta casi encalla en una islilla que no aparecía en la carta. Fueron a fondear en el atolón del Harpa, anillo de arena que apenas sobresale del mar y forma un lago salado de decenas de millas cuadradas donde proliferan los bancos perlíferos. Paraje de placidez panorámica infinita… y habitado por aborígenes que en un principio se mostraron amistosos. El rey de la aldea ofreció el concurso de sus desnudos mocetones y con genial desfachatez se instaló como alojado en la cámara del navío.

Cuatro embarcaciones fueron arriadas y bogaron en demanda de los bancos, situados ocho millas laguna adentro. Todo marchó a pedir de boca los tres primeros días. Los botes regresaban colmados, guiándose en la noche por la señal luminosa que el buque izaba en su aparejo.

Al amanecer de la cuarta jornada Doursther sintió un vocerío y carreras en el puente y vio que unes indígenas penetraban violentamente en su camarote. La goleta había sido abordada por una flotilla de canoas cuando el capitán se hallaba en los bancos y la tripulación dormía desprevenida; y el rey en persona dirigía el asalto. De un brinco Doursther dejó la litera, cogió su pistola y disparó cuatro tiros consecutivos, hiriendo en el pecho al primer atacante que asomó la cabeza. Fue todo lo que alcanzó a hacer. Luchando solo, no pudo impedir que el rey, el secuaz herido y finalmente una pandilla le derribasen, golpeándole con puños y pies, para maniatarlo por último y sacarlo a cubierta más muerto que vivo. Simultáneamente había sido reducida la tripulación, de piloto a cocinero; triste grupo de indiferentes que se dejaron amarrar sin amago de resistencia.

Fueron todos trasladados a tierra y atados cada uno al tronco de un cocotero. Permanecían libres los buzos traídos de Papeete, y uno de ellos, compadecido, entregó a Doursther su ropa, galletas de mare -una botella de ron, agua y cigarros. Entretanto, las mujeres y niños del lugar elevaban griteríos indescriptibles a la vista del isleño baleado, que se paseaba impávido y cubierto de sangre. Durante horas interminables el desdichado empresario estuvo esperando la muerte a manos de esos aborígenes con fama de antropófagos, y su desesperación le hizo pensar en el suicidio; pero hasta su cortaplumas le había sido robado.

A las once de la mañana reapareció el capitán Clark, al que habían hecho prisionero después dé una lucha que dejó en su nariz, ojos y boca la huella de los puñetazos. Hasta ponerse el sol no varió la situación, con la agravante de que reforzaren las amarras y Doursther no pudo siquiera satisfacer la más urgente necesidad natural* Al caer la noche sus guardias lo hicieron- tenderse en el suelo, boca abajo, y so pretexto de impedir que huyese se acostaron encima de su cuerpo magullado y adolorido. El infeliz no pudo soportarlo y empezó a pedir a gritos que acabasen de quitarle la vida. Sólo entonces le fue permitido ponerse de espaldas, las manos amarradas por delante, para respirar tranquilo hasta rayar el día.

El único de los blancos que no había sido apresado era Middleton, el intérprete contratado en Tahití, que se hallaba pescando al producirse el asalto. Tan pronto como estuvo de vuelta, Doursther le pidió que preguntara a los salvajes cuál era el motivo de su actitud y qué se proponían hacer con él y con los suyos. . . Las respuestas eran vagas y contradictorias: que estaban ofendidos por el nombre irrespetuoso del buque, que Clark les trataba con dureza, que el capitán de otro barco no les pagó lo convenido, que los buzos (falso) deseaban ser repatriados…Era todo como una pesadilla, entre largos silencios y las risitas incongruentes del rey.

Resuelto a salvar siquiera el pellejo, el empresario propuso que sacaran de la bodega de a bordo lo que quisieran, y que si era el buque lo que pensaban quitarle, que le entregasen un par de botes o canoas para abandonar la isla…Nuevas risitas y silencios. Se limitaron a saquear la goleta llevándose ropa, armas de fuego, 'herramientas y víveres. A manera de trofeo, el rey guardó para sí los libros de navegación.

De improviso, al día siguiente, el risueño monarca ordenó quitar las amarras a los prisioneros y devolver les algunas de « sus pertenencias. Entregaron al jefe de la expedición cuarenta libras de galletas, treinta de carne salada, tres botellas de vino, dos docenas de cocos, dos libras de té, veinte de tabaco, una sartén y dos tazas. Con esto tenían que sobrevivir, quién sabe por cuánto tiempo, los robinsones de Valparaíso, mientras la bandera estrellada de la Reina Pomaré les recordaba la patria que temían no volver a ver.

Llegóse por último al acuerdo, inopinado como todo lo anterior, de que Middleton con dos marineros saliese en la goleta a repatriar a los buzos, maniobra que aprovecharía el intérprete para tratar de ponerse al habla con las autoridades tahitianas y pedir el rescate de los cautivos.

Al dejar el surgidero el improvisado marino perdió el ancla y su cadena, pero consiguió alejarse del arrecife, navegando a la buena de Dios, sin saber utilizar la carta, las tablas ni el sextante. Milagro es que haya podido cruzar los procelosos canales del archipiélago, sembrados de corales ahogados y donde se entrechocan turbulentas corrientes y mareas.

Quedaban once hombres abandonados a su suerte en el atolón, pero libres al fin de la presencia de les trescientos nativos, que se alejaron cuando la des gracia de los extranjeros dejó de parecerles divertida.

Hay atolones limpios y sucios, y el del Harpa es de éstos últimos, vale decir que se halla plagado de ratas, moscas, mosquitos, hormigas y lagartos. Para colmo estaban en la estación de las lluvias, que allí son torrenciales, y no disponían de una sábana con qué protegerse. Doursther tenía las muñecas y tobillos desollados por las ligaduras, el capitán Clark estaba casi ciego y uno de los marineros sufría dolorosas heridas y contusiones. Reducidos a esta mísera condición se dispusieron a buscar la supervivencia en ese paraíso engañoso de las Tuamotú, llamado con justicia el Archipiélago Peligroso.

La primera medida de Doursther fue hacer levantar dos chozas de ramas de cocotero: una para la marinería y la otra para sí, para el capitán, el piloto, el contramaestre, el carpintero y el mayordomo. El frágil cobertizo tamizaba les rayos del sol tropical pero apenas si disminuía el pasó de la lluvia, de modo que los moradores se mojaban lo mismo adentro que afuera. Con hojas de hierbas recubrieron el suelo arenoso, y una estera fue la cama de Doursther. Las rústicas habitaciones estaban a distancia de doce millas de la entrada de la laguna, el lugar hacia donde iban a vivir espiando el arribo de sus libertadores. Como no podían saber cuándo llegarían, acordaron racionar los víveres con rigurosa parsimonia; previsión que no cabía en la mente de los marineros, los cuales en una semana consumieron el total de su reserva.

Cuando ya entreveían él fantasma del hambre apareció un grupo de aborígenes trayéndoles peces y langostas, como si nada hubiera sucedido entre ellos y sus víctimas. En un descuido de sus superiores, que insistían en economizar el alimento, los marineros se dieron tal panzada de pescado que volvió a agotarse la despensa. Su incorregible indisciplina obligó a Clark a tomar una decisión terminante: cesaba la comunidad de los víveres y cada cual debería pro curárselos- en lo sucesivo como pudiese. Entonces los 66 bribones resolvieron dedicarse a la pesca, y para no .tener que compartir la comida se fueron a vivir a la entrada de la laguna.

A cada día de ocio y ansiedad se sucedía una noche en vela espantando los mosquitos y las ratas que pasaban por encima de sus caras. Una lluvia de siete días consecutivos dejó a Doursther exhausto y enfermo. Cuando menos lo esperaba llegó el rey a instalarse en la choza para hacerle compañía. A instancias suyas mudaron la residencia cerca de la aldea, donde la presencia de los perros mantenía alejados a los roedores y lagartos. Pero a cambio de esta comodidad el jefecillo les prohibió cortar ramas de cocoteros para hacerse una nueva choza, y en adelante vivieron a la sombra de los árboles. Como lecho tenían que elegir entre la hierba anegada por los chubascos o los ásperos trozos de coral que les enconaban la piel y rompían la ropa.

La vecindad del poblado era más deprimente que útil a causa del atraso prehistórico de sus habitantes, que vivían en la ociosidad, despiojándose y comiéndose les piojos y arrojando a las mujeres los desechos de pescados y cocos. Un día que el capitán se acercó a mirar una tortuga, sin intención ni de tocarla, azuzaron a los perros, que le persiguieron mordiéndole las piernas.

Al cabo de un mes no cicatrizaban del todo las heridas de Doursther, que un curandero indígena trataba con hojas de un árbol medicinal. La escasa alimentación, a veces el hambre, le habían debilitado hasta el punto de embotarle los sentidos. Estaba a merced de la caridad, comiendo de las sobras de los isleños; la ración habitual era un coco y cierta plantita hervida en agua salada, que se hacían pagar en tabaco. Cuando el hambriento conseguía dormir soñaba que estaba en su hogar de Namur, con su familia, saboreando manjares y licores exquisitos.

Cada vez que Clark quiso salir de pesca, se negaron a prestarle una canoa por el solo placer de negársela. Curiosamente, el único gesto, humanitario pro vino del indígena baleado por Doursther, que obsequió a éste unos trozos de carne de tortuga. El resto de los aldeanos dedicóse a robar les últimos objetos que quedaban a los blancos: la sartén, las dos tazas y una navaja que usaban para limpiar el pescado y los cocos.

Tan pronto como las lluvias lo permitieron, Doursther se dedicó a lavar su ropa, ya medio despedazada, sin que ninguno de sus hombres se ofreciese a ayudarle. Y cuando encendió una fogata para protegerse de los insectos y del fresco nocturno, el señor piloto, el señor contramaestre, el señor mayordomo y el señor carpintero sentáronse en primera fila sin preocuparse del jefe de la empresa, que quedó de pie y soportando el frío hasta que Clark les explicó en qué consisten el respeto y, la buena crianza.

Se cumplían treinta y nueve días de permanencia en ese paradisíaco infierno, cuando un bote con seis hombres armados de fusil entró a la laguna del atolón. Si Doursther temió antes sucumbir de miseria, creyó ahora morir de alegría, pues había calculado que en el mejor de los casos, y suponiendo que Middleton lograra llegar a Tahití, no podría estar de vuelta en menos de un par de meses.

Dándose cuenta de lo que estaba por ocurrir, el rey congregó a su gente con la intención de impedir el desembarco y ordenó disparar centra la embarcación los fusiles que robaran del armero de la Pomaré. Pero acto seguido se echó a temblar y quedóse clavado en el arsenal al ver a los invasores saltar a tierra.

El oficial que los mandaba se presentó a Dourther como el capitán Ebrill, un irlandés al mando del bergantín-goleta Elisa, de matrícula de Valparaíso.

Este barquichuelo de cincuenta toneladas acababa de ser adquirido por Doursther Serruys y Compañía y encontrábase en Papeete cuando el intérprete llegó en busca de socorro; de ahí la presteza con que Ébrill se había hecho presente en el Harpa, adonde arribó con dieciocho días de travesía desde Tahití. El Elisa, falto de viento, aguardaba al otro extremo de la laguna, pero el bote traía provisiones que llegaban en momentos de angustiosa necesidad, cuando hacía treinta y seis horas que los cautivos no probaban bocado. Olfateando la comida y la liberación, los lea les marineros de Clark corrieron a reunirse en torno a su capitán…

Casi hundiéndose bajo el peso de veinte personas, la embarcación bogó en demanda del bergantín. Entonces supo Doursther por qué había venido el Elisa y no la Pomaré a rescatarlo. Mientras Middleton andaba en tierra, la goleta había sido saqueada hasta dejarla inutilizada para hacerse a la mar, y el seguro contra robo pierde su validez cuando la nave ha sido dejada sin vigilancia… ¡Tal es el precio que suele pagarse por crear una empresa!

Pero Doursther había salvado la vida, y su exaltación era tal que al llegar a bordo fue presa de un ataque de nervios. Antes de emprender el regreso, Ebrill y Clark quisieron cumplir dos diligencias que estimaban necesarias para la edificación moral de los isleños. La primera fue mandar a tierra un piquete con bayoneta calada encargado de destruir las chozas, las canoas, los aparejos de pesca, les utensilios, las esteras y los depósitos de agua; todo lo cual se amontonó para ser quemado en gigantesca hoguera. Una vez arrasada la aldea, apresaron al rey y a tres de sus más crueles secuaces, y amarrándoles al pie del palo mayor, les dieron a cada uncí, por turno, cuatro docenas de latigazos; luego los arrojaron por la borda para que se fueran nadando hasta la playa.

§ 4
El periodista Diego Portales

"Sólo en los países libres son libres los escritores."
Camilo Henríquez.

En septiembre de 1830 el Ministro Portales encargó a don Manuel José Gandarillas la fundación de El Araucano, Como parte de la obra portaliana, este periódico semiindependiente iba a probar su solidez publicándose hasta 1877, año en que se transformaría en el Diario Oficial para perdurar en una existencia que ya parece eterna.

Desde los tiempos de la Aurora de Chile las hojas impresas habían proliferado como las callampas después de la lluvia. Con la única excepción de El Mercurio de Valparaíso, fueron simples aventuras editoriales, generalmente de índole política y sin base comercial capaz de sustentarlas; duraban semanas o días y desaparecían en medio de la indiferencia de su ínfimo público. Sus nombres excéntricos o grandilocuentes, concebidos tal vez para producir expectación o miedo, ahora mueven a risa como las máscaras que nos asustaban de niños: El Sepulturero (27 números),La Antorcha de los Pueblos (6 números),El Azote de la Mentira (8), El Clamor de la Verdad (1),El Muchacho del Cura Monardes (1), El Hambriento,El Canalla,La Laucha, El Defensor de los Militares denominados constitucionales... Fue este último el que atacó al Gobierno de don José Tomás Ovalle, y por consiguiente a su triple Ministro, ofendiéndoles hasta el punto de convencer a Portales de la necesidad de crear un órgano de in formaciones oficiales. Siempre hay que recordar que este estadista autoritario, pero absurdamente acusado de déspota, no sólo admitía sino que hasta alentaba la libertad de prensa y aun en pleno régimen de Facultades Extraordinarias era lícito criticar su política. El Defensor de los Militares denominados constitucionales no fue censurado en su campaña a favor de los pipiolos destituidos a raíz de la batalla de Lircay; pero cuando llamó a Ovalle leso y borrico y a Portales ignorante, necio, bribón y criminal, den Diego estimó que hasta ahí no más se podía llegar. El Defensor fue acusado ante el Tribunal de Imprenta por el fiscal de la Corte de Apelaciones, y de este juicio salió el editor Anacleto Lecuna condenado a cuatro años de cárcel conmutables en destierro. Escaparon indemnes los redactores, que eran todos militares, excepto el pedagogo español José Joaquín de Mora; y el furibundo diarito no pudo temarse otro desquite, antes de morir, que el de lanzar una última andanada ponzoñosa contra El Araucano recién salido a la palestra.

Gandarillas, apodado El Tuerto, estuvo ligado a Portales por relaciones alternadas de amistad y rivalidad; pero seguramente fue hechura suya y coincidió con su criterio de que el nuevo periódico no tenía por qué cantar leas sistemáticas al Gobierno. Ante todo debía ser objetivo e informativo, debía estar correctamente escrito y exponer- su opinión sin temor de disentir con el pensamiento de palacio. A esta original concepción debió El Araucano el inmediato favor del público y su larga vida, así como El Mercurio porteño había encontrado la clave del éxito en su índole de diario mercantil.

El Araucano vio la luz el 17 de septiembre, como regalo de víspera de Fiestas Patrias, compuesto e impreso en los talleres de den Ramón Rengifo. Gandarillas tenía el antecedente ilustre de haber sido redactor y tipógrafo de la Aurora de Chile, y Portales era también un fogueado periodista, cosa que hoy sólo saben unos pocas eruditos. Había sido inspirador y redactor de El Hambriento, hoja fundada el año 27 con el fin de atacar y ridiculizar a los pipiolos. El estilo inconfundible del Epistolario portaliano está patente en las adivinanzas en verso, en los traviesos "juegos de prendas" y en las "noticias marítimas" en que daba a sus enemigos nombres de buques y enumeraba sus defectos, pasiones y mezquindades como mercancías de peso abrumador que venían en sus bodegas. Hasta creó un personaje, el escribano Perales, para satirizar la corrupción de la Justicia. Especie de Topaze sin caricaturas, concebido un siglo antes que el de Jorge Délano. En 1828 dirigió El Almirez, que tuvo como redactores al impresor Rengifo y a don Victorino Garrido; periodiquito de tono chistoso y mordaz dedicado a defender el Estanco y que dejó de existir en el número 2. Poco después adquirió en dos mil cuatrocientos pesos la imprenta de El Telégrafo, de Valparaíso, para editar por su cuenta El Vigía y proseguir disparando metralla contra los pipiolos. Colaboró en El Avisador de Valparaíso, donde puede leerse (2-VII-29) su artículo sobre "Normas para elegir profesores extranjeros": sátira directa contra el pedagogo José Joaquín de Mora y redactada, a manera de virtuosismo, en una sola frase de des carillas de extensión. Otro artículo suyo, en El Crisol, refiere la historia del Estanco demostrando cómo la incurable maledicencia nacional había acusado a los concesionarios de obtener cuantiosas utilidades ilegales en una empresa de bien público que sólo les dejó pérdidas.

Como periodista, no menos que como estadista, este hombre de dotes misteriosas era un autodidacto.

Cuando Ovalle le confió las carteras del Interior, de Relaciones y de Guerra y Marina, era un político .infalible (aunque odiaba la política), un gobernante de madurez definitiva (aunque sin experiencia anterior) y un escritor de antología (aunque nunca presumió de tal y escribía como jugando). Introducido en la prensa, no por vocación sino por necesidad, impuso un estilo, fundó uno de los periódicos de más larga trayectoria en nuestro medio y sentó precedentes de ética periodística gubernamental. Es la ética nueva para el Chile de entonces y olvidada en el de hoy, que encontramos en la preciosa cantera de sus cartas:

“... queremos aproximarnos a la Inglaterra en cuanto sea posible en el modo de hacer la oposición; que el decreto que autoriza al Gobierno para suscribirse a los periódicos con el objeto de fomentar las prensas y los escritores, no excluya a los de la oposición; que siempre que ésta se haga sin faltar a las leyes ni a la decencia, el buen gobierno debe apetecerla. Si no hay causa para atacarlo, silencio; y* si las hay, echarlas a la luz con sus pelos y sus lanas."

"La justicia expresada con buenas razones tiene gran poder, al paso que lo pierde cuando se sostiene con intemperancia."

"Lleve el Gobierno una marcha franca, legal, decente y honrada, y ni se nublará el horizonte ni tendrá que temer aunque se nuble…"

Tal era la filosofía y tal la norma de El Araucano, cuya eficiencia y longevidad nada tienen que ver con la modestia de sus cuatro páginas de tamaño tabloide. Hoy parecería un volante, pero adentro había unos editoriales, unas notas y unas traducciones del hombre que iba a depurar la gramática castellana, que tradujo a Horacio y a Lord Byron, que iba a redactar el Código Civil y a organizar la Universidad de Chile. Porque el fundador quiso darse el lujo de que don Andrés Bello, la primera cabeza intelectual de América, tomase a su cargo las secciones literaria, científica y jurídica para dar al periódico las alas de alto vuelo que requería.

Vendíase El Araucano al precio de un real, digamos uno o dos centavos, y se sabe que el tiraje corriente en la época no pasaba de cuatrocientos ejemplares. Todo era así, a escala de miniatura, en los días de esfuerzo y pobreza en que se organizaba la República, cuando el Presupuesto Nacional era de des millones de pesos, el Ejército contaba tres mil hombres, la Armada dos buques viejos y Portales no tenía un frac de ceremonia que ponerse y rehusaba sus sueldos para aliviar las estrecheces del Fisco…El pequeño Araucano, compuesto a tres columnas y programado para aparecer los sábados por la tarde, salió a la calle con un humilde y solitario aviso. La tienda de don Antonio Ramos anunciaba (posiblemente exhibidas entre comestibles, géneros y remedios de hierbas) cinco novedades literarias, entre ellas El chileno consolado en los presidios, de don Juan Egaña, impreso en Inglaterra, y Cartas peruanas, o preservativo contra los libros impíos y seductores que corren en el país. Una noticia de Londres daba cuenta de que escuadrillas españolas habían salido para Cuba y Filipinas con el supuesto propósito de intentar la reconquista de México. La alarmante información era traducida de The Times de fecha 10 de mayo y había tardado tres meses en llegar a Valparaíso, a vela, vía Cabo de Hornos. Era un flash de la época. El editorial decía con orgullo que "el uso de la imprenta goza en Chile de la más absoluta libertad", y declaraba que el semanario se proponía "agradar e instruir a los verdaderos amantes de la ilustración, sin fomentar rencores ni dar pábulo a esas pasiones lastimosas que se alimentan con las discordias, con las animosidades, con la burla del hombre y con la ofensa del ciudadano". Fiel a este principio, no publicaría ni contestaría ataques personales. Advertía que los editores podían verse precisados alguna vez a sostener providencias del Gobierno, o a defender su comportamiento, "y lo previenen para que en ningún tiempo se les tache de inconsecuentes". Un largo artículo sepultaba con todos los honores a los líderes de ayer que pudiesen levantarse contra el régimen: "Ya no domina el concepto de don Bernardo O'Higgins, ya el prestigio de don Ramón Freiré se extinguió como un meteoro ya don Francisco Antonio Pinto acabó su carrera". Y cumpliendo sin demora lo anunciado, defender el comportamiento del Gobierno, el articulista anónimo pasaba revista a sus logros reconocidos: "la pureza en la inversión de las rentas públicas, la rectitud en la distribución de los emplees, la empeñosa constancia en desterrar esa manía de los empeños, la contracción por mejorar la educación, por arreglar las milicias, por evitar los crímenes, por corregir las infracciones a la ley…

No enteraba El Araucano tres meses de vida cuan do le salió al paso El Trompeta, pasquín pipiolo dispuesto a ensordecerlo con su grito antigobiernista, y en cuyo cuerpo de redactores se contaba el incorregible español José Joaquín de Mora. Como olvidado de su experiencia con El Defensor, y de que estaban vigentes las Facultades Extraordinarias, Mora disparó contra los gobernantes la letrilla que comienza:

El uno subió al poder
con la intriga y la maldad;
y al otro sin saber cómo
lo sentaron donde está.
El uno cubiletea
y el otro firma no más;
el uno se llama Diego
el otro José Tomás.

Sobrepasando todo lo anterior, calificó a Ovalle de asno y de niño bajo tutela, y luego le mandó a su Ministro este recuerdo: "Se necesita un siglo y cuarenta y tres liceos para borrar de Chile el espíritu de venalidad introducido y propagado por el pillo de los pillos, don Diego Portales". Llamó al personal del Gobierno "gavilla de ladrones" y sostuvo el derecho de la ciudadanía a quitar la vida a los tiranos y sus cómplices.

Ni Mora ni sus conmilitones habían sabido distinguir entre libertad y licencia, y desafiaban por segunda vez el principio portaliano de que la autoridad no puede por motivo alguno tolerar el insulto ni el llamado a la sedición. Si todavía no conocían a Porta les, ahora lo conocieron. Un rápido proceso silenció a El Trompeta con una sentencia que dio con los redactores en la cárcel y con Mora expulsado del país en un buque de carga que lo, llevó al Perú.

En el curso del año 32, bajo el gobierno de Prieto, pareció a Portales que El Araucano se volvía monótono y perdía terreno en la competencia periodística. Fue una de las causas que determinaron la caída en desgracia de Gandarillas, reemplazado a la postre por Bello como director y primer redactor. De ahí el alborozo de don "Diego ante la aparición de El Hurón, periódico de garra fundado por los habitúes de su propia tertulia política. La probabilidad de que haya colaborado en él se desprende de su carta a don Antonio Garfias, escrita desde Valparaíso, donde le dice: "El país necesita de un buen papel al lado del monótono Araucano". "Si el (nuevo) periódico anda bien, yo les ayudaré con algunos articulillos que usted deberá presentarles a los editores como que son suyos".

Por entonces colaboraba en El Mercurio, el único diario vivo más antiguo que el creado por él. Aunque no firmaba, se identifican sus artículos por el estilo, per referencias en el Epistolario y por la insistencia sobre su tema favorito: los vicios de la administración de justicia. Con su sentido del gobierno fuerte y su concepto del castigo implacable del delito, denunciaba que en Chile "la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno y el compadrazgo".

Ciertas alusiones del diario porteño a Gandarillas, cuando éste estaba ya fuera de El Araucano, hicieron creer al director despedido que Portales le atacaba escudado en el anonimato. Para hacerle saber que estaba en el error, mandó esta carta a Garfias, su corresponsal e intermediario: "Sé por muy buen origen que el pobre tuerto G. está en El Monte hecho una fiera conmigo. Su estupidez y ceguedad llegan hasta el extremo de figurarse que yo soy el autor de los artículos de El Mercurio, y dice que lo sabe positivamente. Compadezcamos a este pobre hombre y deseemos que restablezca su salud para alivio de su familia…"

Escribiéndole a Ochoa, redactor en jefe de El Mercurio, había recomendado que ese diario secundase la política del Gobierno sin caer en el servilismo; ni comprometer su independencia. No dejó nunca de defender el ideal de la prensa libre y la necesidad de una oposición constructiva. En tal sentido su Araucano mantúvose en la línea de honor que le impusiera y dio un ejemplo que parecería increíble si no pudiésemos comprobarlo en la colección del periódico y en la correspondencia privada (carta a O'Higgins) del Presidente Prieto: "Aunque El Araucano es el órgano de que se vale el Gobierno para las comunicaciones oficiales, "está tan lejos de tenerlo a su devoción que en estos mismos días se ha hecho la guerra en sus columnas a ciertos puntos de reforma constitucional en que eran bien conocidos el interés y los deseos del Ejecutivo". Lo que Prieto le contaba a O'Higgins es que el periódico semi-gobiernista había combatido ciertos artículos o capítulos de la Constitución del 33.., ¡la Constitución inspirada por Prieto y Portales y parcial mente elaborada por Bello, redactor de El Araucano!

§ 5
Los amores de Portales

(Según el testimonio de su correspondencia)

“…fue un hombre inverosímil, paradójico, increíble."
(Ramón Sotomayor Valdés)

El 15 de agosto de 1819 don Diego Portales con trajo matrimonio con su prima doña María Josefa Portales y Larraín. De esa fecha arranca una de las historias sentimentales más conmovedoras de que haya recuerdo. También señala ella la raíz del acontecimiento que fijó el carácter y el destino del más célebre estadista nacional.

Al establecerse — como entonces se decía del acto de tomar esposa —, Portales contaba veintiséis años de edad. Por lo que se sabe fue María Josefa la primera mujer en quien puso los ojos; y según su propia confesión, gozó en este amor de "una dicha infinita". Si es verdad que don Diego descendía de los Borgia (como lo afirman sus biógrafos con el árbol genealógico a la vista), no desmintió en esa pasión la exuberancia de su estirpe. Amó a Chepita con la intensidad de que sólo puede ser capaz quien posea a la vez las tendencias del misticismo y el sensualismo.

La posteridad desconoce el aspecto material de la inspiradora de este amor pues no quedó de ella pintura ni descripción. Lo cual no es de extrañar, desde que a su propio marido no le conocemos la verdadera fisonomía. El único retrato del natural que de él existe (debido al italiano Dominiconi), fue rea izado después de su muerte y sirviéndole de modelo el rostro desfigurado por las balas y las bayonetas de los asesinos.

La idílica unión no alcanzó a durar dos años. Una enfermedad fulminante se llevó a María Josefa en el invierno de 1821 y dejó a su compañero hundido en el abismo de la desesperación.

De la magnitud de este golpe sólo puede dar una idea la resolución que el viudo se impuso como un voto sagrado: la de quedarse solo por el resto de sus días. Parece ser que en cierto momento pensó en tomar los hábitos religiosos. Confesaba y comulgaba a diario, y hasta solía vérsele en el coro de su parroquia, siguiendo "con voz acentuada y fino oído" los cantos litúrgicos.

Temiendo que cayese en la misantropía o en la locura, su anciano padre quiso salvarlo con el consejo de la sabiduría vulgar: el de que tomase una nueva esposa… A ello contestó don Diego en una carta patética, pieza maestra de su Epistolario, y que es el exacto reflejo de su estado anímico de entonces:

"Con el correr de los días, que cada vez me son más penosos, la ausencia eterna de Chepita no ha hecho más que aumentar la pena que me aflige. Tengo el alma destrozada, no encontrando sino en la religión el consuele que mi corazón necesita. He llegado a persuadirme de que no pudiendo volver a contraer esponsales por el dolor constante que siempre me causará el recuerdo de mi santa mujer, por la comparación de una dicha tan pura como fue la mía, con otra que no sea la misma, no me queda otro camino que entregarme á las prácticas devotas, vistiendo el hábito de algún convento. Con ello perseguiría lo que como hombre todavía no consigo ni creo conseguiré jamás: dejar en el olvido el recuerdo de mi dulce Chepa. Por eso sus empeños para que contraiga nuevamente, me parecen algo así como un consejo terrible, y por lo mismo, inaceptable. Viviré siempre en el celibato que Dios ha querido depararme, después de haber gozado una dicha infinita. Crea usted que las mujeres no existen para mi destrozado corazón: prefiero a Dios y a la oración antes de tentar seguir el camino que inicié con tanta felicidad…”

Fue esa obsesión de olvidar la que le indujo a alejarse del país, yendo a establecerse en el Perú con el pretexto de abrazar la carrera mercantil.

Cumpliría, ciertamente, la promesa de no volver a casarse…Pero nadie, y acaso ni él mismo, hubiera podido prever el raro vuelco que iban a experimentar sus sentimientos. Aquella fiebre religiosa comenzó pronto a enfriarse, hasta devenir en un escepticismo burlón. No mucho después le diría a un amigo de su intimidad: "Usted cree en la religión, mientras yo creo en los curas", queriendo significar que sólo se servía de la Iglesia para sus fines utilitarios.

Y conforme se retiraba el místico por un lateral de la escena, hacía el sensual su entrada espectacular por el foro. Un nuevo Portales, el vividor alegre, el eximio catador de mujeres, surgía ante el asombro de sus conocidos.

Casi recién llegado a Lima, escribíale a don José Manuel Cea, su socio y confidente: "Vivo aquí en compañía de Julia". Era su primer amorío en tierra peruana; y de su durabilidad decía en la misma carta: "Estoy dispuesto a darle la patada. Vivir con mujeres es una broma, sobre todo cuando son intrigantes".

En este breve lapso se había convertido en un conocedor del mujerío limeño — con tal asiduidad debió frecuentarlo—, y he aquí cómo resumía su experiencia: "Decididamente prefiero las chilenas a las peruanitas. Estas son muy refinadas y falsas, muy ardientes y ambiciosas, muy celosas y desconfiadas y amaneradas".

Parecía harto de ellas, pero en realidad no hacía sino empezar la larga serie de sus enredos. Con fecha 19 de mayo de 1822 le cuenta a Cea: "Me cargué con un hijo a quien pienso reconocer. La historia es conocida de usted. Lo que siento es que sea peruano". El 13 de septiembre, cuatro meses después, le informa de otro lío peor, por causa del cual ha ido a parar a los tribunales: "Si este pleito se alarga y el doctor no anda listo, tendré que cargarme con una mujer que de todo tiene menos de moral, y con un señorito que me echaría en cara mi desvergüenza. Para dicha mía, la que ha sido mi querida no tenía una fama muy limpia. El caballero Heres la había prostituido, después don Toribio Carvajal, y por ultimó Portales, que se ha llevado la peor parte. Yo no habría entrado en relaciones con tal mujer desvergonzada si hubiera sabido estas circunstancias, que me hacen repudiarla con toda la fuerza de mis odios; pero tuvo audacia para fingirme inocencia y para hacerme creer que estaba virgen…"

La celebridad de sus aventuras le hizo rápidamente famoso, y su prestigio acabó por despertar el interés de las damas de la alta aristocracia. Ha debido ayudarle su figura de caballero pálido, de noble continente y maneras exquisitas, enfundado en el frac impecable que le fue característico. En ese conspicuo medio social encontró a la que iba a ser su más escandalosa, pero también su más durable conquista: Constanza Nordenflycht.

Era ésta, cuando él la conoció, una niña de diez y seis años y de extraordinaria belleza, hija huérfana de doña Josefa Cortés y Azúa, encopetada matrona limeña, y del barón Timoteo de Nordenflycht, sabio prusiano y antiguo consejero del rey de Sajonia. Poseedora, como podemos presumir, de un temperamento incontrolable, se enamoró locamente de don Diego, y ante la negativa de éste a tomarla por esposa optó por entregársele en condición de concubina. Su pasión fue tal que un tiempo después, cuando Portales volvió a la patria, fracasado y empobrecido, se vino siguiéndolo y no paró hasta volver a reunirse con él. ¡Hay que imaginarse la polvareda de chismes, aspavientos y maldiciones que la pareja habrá dejado en las orillas del Rímac!

De esta unión ilícita, que duró toda una vida, nacieron otros tres inocentes: Rosalía, Ricardo y Juan Santiago Portales y Nordenflycht, que sólo vinieron a ser legitimados después de los días de sus padres por un decreto del Gobierno. Su principio, de que "vivir con mujeres es una broma", mantuvo a Portales a distancia de la que le amó con tanta valentía y lealtad; y sus encuentros con ella fueron esporádicos y cada vez menos frecuentes. Excepto una breve temporada en que vivieron juntos en Valparaíso, la ardiente peruana residió en la capital en compañía de una parienta, y solía pasar hasta un año sin ver a su amante. Sin embargo, Portales no la abandonó, y aun veló por su bienestar y el de sus hijos. Constanza, para él, fue el cariño triste, medio olvidado, pero al cual se vuelve de tarde en tarde [11].

En una de sus múltiples cartas confidenciales, el extraño amador confiesa este propósito: "Declaro a usted que no he contraído con ella obligación alguna, y que para la puntual asistencia que ha recibido siempre de mí, no he tenido otro móvil que mi propio honor, la compasión y el deber de reparar les daños que ella hubiese recibido por mi causa".

La misma vida galante del Perú continuó en Chile, y no varió ni en los años en que el hombre de negocios, convertido en estadista, llegó a ser la primera personalidad de la nación.

Memorable en la tradición santiaguina es la Filarmónica, especie de cabaret particular instalado por don Diego y sus íntimos, y mantenido a sus expensas, para divertirse a puertas cerradas. Funcionaba en la calle de las Ramadas (hoy Esmeralda), cerca del famoso teatro al aire libre donde los prisioneros españoles representaron Otelo en honor de Lord Cochrane. Aun en la época más laboriosa de su gestión administrativa — cuando, bajo el gobierno de Ovalle, desempeñaba todas las carteras del Gabinete— Portales no dejó de asistir por lo menos una vez a la semana a las reuniones de la Filarmónica. La concurrencia femenina era a base de señoritas de vida decente, aunque no excesivamente recatadas, que gustaban de bailar al son de arpas y guitarras. Entre ellas destacó Rosita Mueno, rutilante belleza que dio tema a la chismografía local, y cuyo nombre anduvo mezclado con el del Ministro. Es fama que éste no bebía, pero podía estarse hasta las 12 de la noche —límite de las trasnochadas de ese entonces— rasgueando la guitarra o "haciendo raya" en el tablado. Por algo declaró a sus partidarios políticos que no cambiaría la Presidencia de la República por una zamacueca.

Iguales placeres solía procurarse hasta en la soledad del campo, allá en su fundo de El Rayado, La Ligua, donde su genio versátil le llevó a dedicarse a la agricultura. El improvisado campesino vivía sin ver otras caras que la de su servidumbre; pero a ciertos intervalos rompía este aislamiento para entregarse a la desenfrenada expansión de sus sentidos. Un volador lanzado desde el patio de la casa, al anochecer, era la señal de que Su Señoría estaba de recepción e invitaba a las niñas y galanes de la aldea. Tales fiestas eran de una alegría estruendosa y degeneraban a veces en bacanales. Para amenizarlas, el anfitrión hacía traer desde Valparaíso la banda de músicos del cuerpo cívico, o contrataba a las más afamadas cantoras del lugar. También había números de bufones como un zapateador y una pareja de idiotas cuya gracia consistía en trenzarse a moquetes hasta quedar irreconocibles.

Al igual que los convites de la Filarmónica, los de El Rayado eran un pretexto para revistar y renovar el elenco femenil; y el cohete que volaba por el cielo de La Ligua fue la luz que atrajo a más de una mariposa desprevenida, que de allí salió con las alas chamuscadas. (Es sabido que una de ellas echó al mundo otro Portalito ilegítimo.)

El hecho concreto es que Portales no podía prescindir ni por un momento del sexo contrario. En una de sus clásicas confidencias se lee lo siguiente:

"¿Sabe usted que la maldita ausencia de las señoras no me deja comer ni dormir tranquilo? Examino mi conciencia y encuentro que las quiero del mismísimo modo que el señor San José a Nuestra Señora la Virgen Santísima."

Las quería a todas, al conjunto, y en razón directa crecía su repulsión a la idea de amarrarse con una. Por eso llegó a decir: "El santo estado del matrimonio es el santo estado de los tontos".

Contra esa resolución tenaz — y sin duda enfermiza— de no volver a entregarse, se estrelló durante catorce años la invariable solicitud de Constanza Nordenflycht. Todos los recursos de la seducción y la ternura no bastaron al propósito de doblegarlo. Bastará saber que el piano de la casa de las Ramadas, a cuyo son bailaba don Diego con la Mueno y sus otras amigas, se lo había proporcionado ella, para contribuir a su diversión y saberlo contento…Sólo en una circunstancia llegó ese carácter tremendo a dar señales de ablandarse, y fue ante la inminencia del fallecimiento de su querida.

En el invierno de 1832, Constanza contrajo la escarlatina, epidemia que por primera vez se hacía sentir, y los médicos desesperaron de salvarla. Desde Valparaíso, donde entonces residía como comercian te y gobernador, Portales escribió a su agente en la capital, don Antonio Garfias, encargándole casarlo por poder en artículo de muerte; Y este gesto supremo no era por lástima de la moribunda, sino con objeto de legitimar a sus hijos. Lo dice él mismo, una y. otra vez: "Formada mi firme resolución de morir soltero…."; "No tendría consuelo en la vida y; me desesperaría si me viera casado..." En ninguna de sus cartas —-y se conservan seiscientas— expresó de manera tan patética su horror al santo estado de los tontos. "Me avanzo a aconsejarle, si es posible", le dice a Garfias, "se case! a mi nombre después de muerta la consorte. Creo; qué no faltaría a su honradez consintiendo en un engaño que a nadie perjudica y que va a hacer bien; a unas infelices e inocentes criaturas..."

Contra todas las previsiones de los doctores, la enferma desahuciada reaccionó y recobró su salud, y el gobernador de Valparaíso sé libró de tomar por mujer a una difunta.

§ 6
La tragedia del Capitán Paddock

Ocupaba Portales el puesto de gobernador de Valparaíso, en uno de- sus intervalos ministeriales, cuando a mediados de diciembre de 1832 arribó a ese puerto la fragata ballenera Catherine, de la matrícula de Nantucket. Mandaba este buque el capitán Henry Paddock, de treinta y dos años, "de honrada y apacible figura" al decir de la fama'. Era un personaje de los que Melville pintaría más tarde en Moby Dick, de aquellos que en el curso de sus expediciones, después de estarse hasta tres años sin ver la tierra, solían venir a la costa de Chile para refrescar sus tripulantes, convertidos en salvajes, y para carenar sus naves, carcomidas por la sal y la broma. A Paddock no le traía primordialmente ninguno de estos menesteres, sino la grave urgencia de enderezar su empresa, que resultaba hasta ese día un completo fracaso. Tras un fatigoso crucero de doce meses, todo su botín consistía en unos doscientos barriles de aceite de esperma, con cuyo producto no alcanzaría a pagar sus gastos. Para colmo, sólo le quedaban víveres para dos semanas y no tenía dinero ni crédito con que procurárselos, no conocía a nadie en Valparaíso ni hablaba el idioma del país. . . Nada habría sido esto si sólo fuese un empleado de sus armadores; pero el caso es que fue él quien promovió la expedición y bajo su directa responsabilidad se habían invertido los capitales, prestados por una banking house norteamericana. La inminencia de la quiebra había afectado su ánimo hasta hacerle caer en profunda depresión. Lo que no hace sino probar que era un hombre de honor y que la catástrofe de que sería hechor y víctima tuvo precisamente origen en aquellos caballerosos escrúpulos, que acabaron por aniquilar su razón.

Ningún síntoma especial habían advertido sus compañeros; y fue él mismo quien se encargó de ponerles sobre alarma, estando ya sujeto a su boya, al confiarles que se sentía "como poseído de una enfermedad que no sabía definir". Sus averiguaciones en tierra lo llevaron a conectarse con una casa compatriota, la de Alsop and Company, cuyo jefe, George Kern, le acogió con buena voluntad. Pretensión de Paddock era que éste aviase el buque para seguir hasta el Antártico —pradera de los mayores cardúmenes de cetáceos-— a fin de reponerse de sus pérdidas. El manager dejó la proposición en estudio, pero accedió a pagar y alimentar a la dotación de la fragata durante su estada en Valparaíso con la garantía de su cargamento de aceite y de su provisión de tabaco, estimada en seis quintales.

El marino se retiró dando muestras de alegría...; pero llegó a bordo en una disposición anímica enteramente opuesta, quejándose de que los Alsop se pro ponían esquilmarlo para quedarse con el buque…

Estuvo tres días sin salir de la cámara, alternativamente colérico y meditabundo, mientras la manía persecutoria le iba progresando como una gangrena. Llegó a manifestar su convicción de que sus "enemigos" tramaban contra su vida.

Al cuarto día, habiéndose en apariencia tranquilizado, volvió a desembarcar; pero á su regreso, por la tarde, ya venía con las señales inequívocas del trastorno mental. Llamando aparte a sus oficiales, presa de gran agitación, les dijo que sus perseguidores le habían dado veneno; y se tomó en su presencia unas píldoras que traía consigo. Vasto el cariz de su .conducta, resolvieron el primer oficial y el sobrecargo ponerle bajo vigilancia, encargando de ésta al mayordomo. El cual declara en el proceso que aquella noche, al mirar al interior del camarote por la clara boya, sorprendió al capitán bebiéndose a sorbos el aceite de la lámpara.

Míster Kern habíale cobrado entretanto una honda simpatía. Informado de las incidencias de la Catherine, fue a bordo para proponerle se trasladase a su casa, "donde podría descansar y estar protegido".

Paddock se dejó llevar de mala gana, y en su obsesión de que estaba en peligro echóse al bolsillo una navaja para la defensa de su persona.

Muy pronto y muy caro iba a pagar su amigo la imprudencia de haberle permitido portar este adminículo.

El demente alcanzó a estar unas horas en el hogar de su benefactor, desconfiando hasta de su esposa, que se desvivía por atenderle, y promoviendo por último una escena de casa de orates al caer de rodillas implorándoles que no le dejasen solo y que cerrasen puertas y ventanas.

Sin comprender, parece, la gravedad del enfermo, Kern prosiguió la negociación iniciada cuatro días antes; y no bien recobró aquél su serenidad salió en su compañía para dar remate a sus trámites.

A las tres de la tarde se encontraba en la oficina de Alsop (situada al pie del barranco del Almendro); y el Capitán oía de labios del manager esta venturosa noticia: habíasele concedido un pagaré cuyo monto bastaba para solucionar su conflicto. ¡Paddock, pues, estaba salvado! ¡La Catherine podía seguir al Antártico!

Inmediatamente, y a la vista suya, un empleado extendió el documento y se lo pasó para que estampase en él su firma…

Pero entonces, justamente entonces, sobrevino el desastre, Paddock dejó el asiento, atacado de repentina convulsión de rabia, y saltando sobre el oficinista le hundió la navaja en el corazón. La víctima se desplomó sin una queja y quedó muerto a sus pies.

Esta escena, y las siguientes, pasaron con tal rapidez y en tal confusión que no hubo dos testigos que coincidiesen en sus versiones.

Presa del pavor, Kern trató de ganar la -calle para huir o pedir socorro. Pero el loco, de otro salto, lo alcanzó en la puerta y le asestó una puñalada en medio del pecho. Herido de muerte, Kern pudo sin embargo seguir huyendo; pero el esfuerzo de la carrera ayudó a desangrarlo y, al llegar a la plazuela de la Aduana, rodó por el suelo y expiró.

Un gentío, entretanto, perseguía al matador dan do voces de atajarlo y arrojándole una lluvia de piedras. Manchado de sangre, los ojos fuera de las órbitas, Paddock corría sorteando carretas y caballerías y paralizando de pánico a la gente. En un brusco viraje metióse en una casa de comercio, cuya puerta hizo saltar de un empellón, e irrumpió en el escritorio repartiendo cuchilladas. Encontrábanse allí el dueño del negocio, señor Squella; don José Joaquín Larraín, marqués de Montepío; el comerciante Ramón Gallo, un empleado y el portero. Antes de que saliesen de su asombro había ocurrido una carnicería: Larraín yacía muerto, Squella gravemente herido y su empleado con la cara cruzada de tajos.

Saliendo de nuevo a la calle, la fiera humana se lanzó en dirección al barrio portuario. Al pasar ante la Capitanía dos jornaleros intentaron detenerlo, pero ahí quedaron tendidos: uno apuñalado en un brazo y el otro en una pierna. Poco más allá caminaba un oficial de marina mercante: nada menos que el capitán William Wheelwright, futuro pionero de la navegación a vapor. Ver lo y echársele encima fueron para Paddock una sola cosa. El agredido alcanzó a ponerse en guardia y paró cinco o seis navajazos con las manos, que le quedaron despedazadas; pero no pudo esquivar un corte profundo cerca del corazón, que le hizo caer desvanecido.

A los gritos de los perseguidores, dos lancheros que salían del Resguardo corrieron a atajar al aliena do. El primero, que lo embistió de frente, recibió una herida en el cuello, a cuya consecuencia murió una hora después. El otro tuvo la inspiración de golpear lo por la espalda, arrojándole una piedra a la nuca. Paddock se desplomó aturdido, todavía echando espumarajos; y allí mismo fue amarrado de pies y manos para ser conducido a la cárcel.

En un par de minutos había dejado cuatro muertos, y seis heridos, como si un toro bravo hubiese pasado embistiendo por las calles.

Una hora más tarde, el ex cazador de ballenas comparecía ante el juez Fermín Rojas para prestar declaración. Había recobrado su equilibrio y su "honrada y apacible figura". Sea por efecto del aturdimiento, o por causa de su propia enfermedad, no tenía el menor recuerdo de lo que acababa de ocurrir. Al describírsele el reguero de sangre que dejara tras de sí, reaccionó como ante una enorme calumnia. Lo único que sabía es que alguien lo había atacado en el Resguardo rompiéndole el cráneo con una piedra. "Ignora la causa de su prisión", dice la diligencia judicial, "y cree que se halla preso por petición de ciertas personas de la casa Alsop, que se habrían complotado para quitarle la vida".

A la luz de la medicina legal moderna, sus actos fueron los de un irresponsable y él estuvo tan limpio de culpa como un niño dormido…

Para desgracia suya, no era éste el parecer del gobernador Portales, quien dictaminó que se trataba de un asesino alevoso y que cerno tal debía ser castigado. "Yo aseguro", dijo y repitió por escrito, "que el reo no está loco". Debía pues, ajusticiársele, y en este predicamento recomendó al juez la mayor prisa en la substanciación del proceso. Al hacerlo invocó razones no menos discutibles que la primera, tales como "el alboroto de la plebe, la altanería e impunidad de los extranjeros y el supuesto cohecho que la justicia habría recibido para absolver al reo por su peso en oro".

En otras palabras, que Paddock debía morir de todas maneras, estuviese o no en su juicio, fuese o no un criminal, porque el gobernador de Valparaíso así lo quería. Inútiles fueron, por consiguiente, los esfuerzos que se hicieron por salvar al infeliz. El informe del cirujano de ciudad, doctor Leighton, declarándolo enfermo; la defensa del abogado de turno, los artículos de don Andrés Bello en El Araucano, los memoriales del Encargado de Negocios de los Estados Unidos pidiendo una investigación ecuánime, todo rebotó contra la decisión del hombre que "mandaba a los que mandaban" y cuyo poder omnímodo, in contrarrestable, constituye un misterio todavía no aclarado por la historia.

El 21 de diciembre, a las ocho de la noche —horas después de la captura del "asesino"-—, ya el fiscal había pedido la pena de muerte. A las dos de la tarde del día siguiente Paddock estaba condenado a ser fusilado y colgado en un sitio público. El 24, la Corte de Apelaciones de Santiago confirmaba la sentencia; y el 12 de enero levantábase el patíbulo en el cabezal del muelle de carga — el punto más visible - de la ciudad— al pie de la grúa mayor, que haría las veces de horca. Todo esto, como lo hizo notar Bello, sin que se conociesen los fundamentos de la sentencia, porque la ley de entonces no obligaba a los jueces a consignarlos; de manera que los contemporáneos no supieron en rigor cuáles fueron los motivos o los pretextos que determinaron el fallo.

Ante la suprema notificación, Paddock no manifestó rebeldía ni miedo, como si su suerte le fuese indiferente.

Pero el colmo de su tragedia es que no lograra hacer memoria y que hasta los últimos momentos creyese que lo sacaban de este mundo por una intriga de Kern, al que seguía creyendo vivo. Pasó sus postreros días leyendo la Biblia con una conformidad que fue la prueba final de su demencia.

Lleváronlo al lugar del suplicio en una silla, amarrado al respaldo y sólidamente maniatado. No soltó por ello el libro santo, que leyó y sostuvo entre sus manos hasta el instante de la descarga.

Conforme fuera prescrito, colgaron el cadáver del gancho de la grúa, y durante veinticuatro horas se le dejó expuesto' a las miradas de los curiosos.

§ 7
“Está servido su mate, míster Darwin"

Una noche en que Darwin descansaba cerca de Tagua-Tagua con su guía, Mariano González, oyó a dos individuos comentar su presencia en Chile en tono cargado de suspicacia:

— ¿Qué piensa usted de ese señor cuya única ocupación es buscar escarabajos y lagartos y partir piedras?

—Yo creo que aquí hay gato encerrado. Nadie es bastante rico para gastar tanta plata en cosas tan inútiles…Si nosotros mandáramos a Inglaterra a alguien que hiciera lo mismo, estoy seguro de que el rey lo expulsaba por sospechoso.

Uno de los interlocutores era el notario de San Fernando, lo que da una idea del nivel intelectual de la sociedad chilena en los días del gobierno de Prieto, cuando la obra culturizante de Portales, Bello y Gay no empezaba aún a fructificar.

El sospechoso Darwin, de veinticinco años de edad, había llegado a fines de julio de 1834, pasajero del Beagle, bergantín de 230 toneladas que daba la vuelta al globo en misión hidrográfica y científica al mando del capitán Fitz-Roy. Fruto de este viaje memorable iba a ser la teoría del Origen de las Especies con que el oscuro egresado del Cambridge deslumbraría al mundo de la ciencia. Instalado en una sección de la estrecha cámara del comandante, sin goce de sueldo y constantemente mareado y enfermo,. cumplía su cometido con dedicación imperturbable, estudiando desde la geología de los lugares de desembarco hasta su flora y su fauna, la climatología, la zoología marina, los conchales de las costas, las costumbres de los aborígenes, las ruinas de piedra, la mineralogía y los fósiles, que eran para él como documentos de los archivos de la prehistoria. De esta circunnavegación de la Tierra, que tomaría casi cinco años de su vida, quedó constancia en sus trabajos voluminosos, en el cargamento de minerales, conchas, herbarios y pájaros embalsamados que remitió al Museo Británico, y en las seiscientas páginas del Voyage of a naturalist round the world, libro apasionante y el primero que hay que leer para informarse de cómo era Chile en el momento en que se estaba estructurando la República. (De paso anotemos que todo cuanto refiere de su gobierno es la política adoptada con los araucanos, a cuyos caciques pagaban un sueldo para que se estuviesen tranquilos…)

Viniendo directamente desde la Tierra del Fuego — donde Jemmy Button y otros dos yaganes fueron «desembarcados después de recibir en Inglaterra un barniz de civilización— el Beagle fondeó de noche en Valparaíso, de suerte que su acogedor panorama de amanecida surgió ante los ojos de Darwin en violento contraste con la desolación del salvaje Chile austral. La ciudad le hizo recordar a Santa Cruz de Tenerife aunque no consistía más que en una calle de casas blanqueadas con cal y cubiertas de tejas, cuya fila sólo se ensanchaba en los barrancos rojizos que separaban los cerros desprovistos de arboledas. Este cuadro pintoresco arrancó a su pluma un grito de alegría exultante: "¡Qué cambio!, cuan delicioso nos parece todo aquí; tan transparente es la atmósfera, tan puro y azul es el cielo, tanto brilla el sol, tanta vida parece rebosar la Naturaleza!". Desde el centro de la bahía divisábase el lejano Aconcagua con su poncho de nieve, y a tal distancia las triangulaciones de los oficiales de Fitz-Roy establecieron su exacta altitud: 6.900 metros sobre el mar. Era el Beagle la nave de investigación mejor equipada que la marina británica hubiese puesto a flote; bastará saber que traía veintidós cronómetros y que aparte de descubrir el canal fueguino al que dio su nombre, las cartas de nuestras costas y bahías levantadas por sus hidrógrafos hasta hoy se admiran por su precisión rigurosa.

Aprovechando la escala, que sería larga, el naturalista desembarcó con sus mantas y botas de montar, su instrumental científico y sus redecillas para coger mariposas, y fuese a tierra como chupado por una corriente de aire. Con haber permanecido allí tres semanas, no dejó ni una frase descriptiva del ameno villorrio porteño, cual si no hubiese tenido tiempo de mirar las calles polvorientas atiborradas de jinetes y carretas entoldadas, los balcones coloniales adornados de tachos con flores y los burritos dedicados al acarreo del agua de las quebradas. Guiado por el baqueano González, galopó a lo largo del camino de Quintero, cruzando ese país seco "donde hasta los zarzales son olorosos, pues sólo de atravesarlos queda la ropa perfumada". Pernoctó en la histórica hacienda otrora perteneciente a Lord Cochrane, que no le interesaba por eso sino por los famosos conchales de que estaba sembrado el suelo hasta una altura de cientos de metros sobre el nivel del mar. Sospechando que esta comarca, siglos atrás, pudiese haber sido el lecho de una bahía, examinó con el microscopio la capa vegetal, de un intrigante color negro rojizo, y comprobó su formación marina por la multitud de partículas de cuerpos orgánicos de que estaba llena. Esta convicción se afirmó en la mente del sabio al recorrer el valle de Quillota, ubérrima vega de pastizales y frutales encajonada entre cerros estériles y cuyo panorama le indujo a escribir: "Estas hoyas o llanuras… estoy persuadido de ello, son el fondo de antiguas bahías semejantes a las que hoy día recortan tan profundamente la Tierra del Fuego y las costas de más al sur. Antiguamente Chile debió parecerse a aquella región por la distribución de las tierras y las aguas". No se cansa de alabar la riqueza potencial de esta zona privilegiada para la agricultura, viticultura y ganadería, anotando que con tales dones sus habitantes "deberían disfrutar de más prosperidad de la que en realidad disfrutan...”

Después de mudar cabalgadura y de tomar como guías a dos huasos de la zona, inició la ascensión del cerro de la Campana. A 1.350 metros se detuvo ad mirado para examinar la palma chilensis, la palmera aclimatada a mayor altura en el mundo; árbol poco elegante con su grueso tronco abotellado pero capaz de entregar hasta cuatrocientos litros de exquisita miel. Cerca de la vertiente que llaman del Guanaco hicieron alto para pasar la noche al reparo de una ramada de bambúes. Los guías prepararon charqui de buey y mate humeante en una fogata, mientras Darwin, indiferente al frío de agosto de la montaña y del crepúsculo, contemplaba desde cuarenta kilómetros la rada de Valparaíso, donde eran visibles las arboladuras de los navíos y el velamen de uno que iba doblando la punta de Curaumilla. Al ponerse el sol en el océano, "los valles quedan sumidos en la sombra, en tanto que los picos de los Andes, cubiertos de nieve, se encienden de tintes rosados… Hay un encanto inexpresable en vivir así a pleno aire. La velada transcurre en perfecta calma; no se oye sino de tarde en tarde el agudo grito de la vizcacha montañesa o la nota quejumbrosa del chotacabras".

A la mañana siguiente el explorador siguió subiendo hasta alcanzar la cumbre de la Campana, a casi dos mil metros de altitud. Tanto como el panorama de Chile en toda su anchura le sorprendió el aspecto de la cima del cerro, cuyos inmensos bloques de asperón aparecían rotos por mil partiduras y grietas, algunas tan limpias cual si se hubiesen producido el día anterior. Supuso que serían la obra de los terremotos, pero esta hipótesis iba a tener que desecharla más tarde en Tasmania, país donde no tiembla, y en cuyo monte Wellington encontraría igual coronamiento de peñascos resquebrajados. Aparte los enigmáticos destrozos naturales, la Campana estaba horadada como un queso de bola por los incontables piques dé sus minas de oro; riqueza secular que con la plata, el carbón, el hierro, el nitrato, el petróleo y el cobre no han podido sacar al país de su sempiterna y desesperante pobreza.

Pasó Darwin una ¡segunda noche en la ramada de bambú, y á propósito de sus compañeros anotó la impresión que le producía la idiosincrasia de estos seres tan exóticos para un inglés como los malayos pueden serlo para nosotros. "Los huasos", dice, "corresponden a los gauchos de las pampas argentinas, pero son en definitiva por completo distintos... Las diferencias de rango están aquí mucho más marcadas: el; huaso no considera a todos los hombres como sus iguales y he quedado muy sorprendido al ver que mis acompañantes no gustaban de comer al mismo tiempo que yo. . . El viajero no encuentra aquí esa hospitalidad sin límites que rechaza todo pago y que es ofrecida tan cortésmente que puede ser aceptada sin escrúpulo. -En Chile, en casi todas partes, se os recibe por la noche, pero con la esperanza de que algo entregaréis al partir… El gaucho, en toda circunstancia, es un gentleman; el huaso, siendo preferible bajo ciertos aspectos, y sin dejar nunca de ser un hombre trabajador, es vulgar".

Continuando su excursión, el sabio pasó por Quillota, que le pareció una sucesión de floridas chacras más que una ciudad; y después de atravesar San Felipe, "a pretty little town", fue a detenerse en una mina de cobre que cierto inglés de Cornualles explotaba sobre el barranco de un cerro de Jahuel. Mina sin chimeneas ni máquinas, porque el mineral se procesaba en Inglaterra, adonde era despachado en recuas de mulas y luego en veleros round the Horn. La legislación del país permitía a cualquiera trabajar la veta de que fuese descubridor, previo pago de un módico derecho y aunque ella estuviese en el huerto del vecino. Sea por ignorancia o por la alta ley de las vetas, el industrial común desechaba las piritas, como si no contuviesen ni una pizca de cobre, haciendo burla de los ingleses dedicados a exportar esa "basura" y hasta las escorias recogidas de los pequeños hornos. A falta de cañerías, el agua requerida por la faena y campamento de Jahuel era transportada al hombro en odres de cuero. El minero trabajaba de sol a sol, percibiendo un jornal equivalente a veinticinco chelines mensuales y comiendo al desayuno docena y media de higos y dos trozos de pan, como almuerzo habas cocidas, y por la noche trigo machacado y tostado y alguna vez una ración de charqui...

Cercado por las tormentas de nieve, el naturalista sólo pudo despedirse al cabo de cinco días, para proseguir a Santiago con sus auxiliares y mulas de equipaje. Insistiendo en su idea inamovible, escribiría que para llegar a la capital atravesó "una llanura que a primera vista se reconoce que representa un antiguo mar interior". Presumiblemente cruzó él Mapocho por el puente de Cal y Canto que era el monumento de la ciudad, pero no lo menciona siquiera; y todo lo que apunta es que pasó aquí "una semana muy agradable", cenando con los comerciantes ingleses, que la city "no es tan bella ni tan grande como Buenos Aires", y que el panorama desde el roquerío del Santa Lucía era "muy bonito". En total, trece líneas; cierto es también que nuestra metrópoli era entonces menos que un suburbio de Londres. Y ni una palabra acerca de los logros ya evidentes y notables del régimen portaliano, que en apenas cuatro años había transformado a Chile en la nación modelo de la América española. Silencio tanto más inexplicable cuanto que el viajero estuvo más de una vez en palacio en demanda del pasaporte especial que el Presidente Prieto le concedió para su proyectada visita a Mendoza.

La pluma que pasara por alto al orgulloso Calicanto, detiénese a contarnos cómo eran los puentes colgantes del río Maipo, uno de los cuales debió cruzar de paso para las termas de Cauquenes. "¡Triste cosa son esos puentes!", exclama con horror de europeo delante de aquellas pasarelas de cimbra introducidas por los constructores incaicos. Y la descripción que les dedica es pieza documental para el estudioso de la historia de la ingeniería en el país. "El tablero o piso", dice, "se presta a todos los movimientos de las cuerdas que lo sostienen y consiste en tablones colocados uno al lado de los otros; a cada paso se encuentran aberturas o boquetes, y con el peso de un hombre que conduce su caballo de la brida, todo el puente se bambolea de un modo espantoso". Así tuvo que atravesarlo él mismo, haciendo de tripas corazón, mientras escuchaba el crujir de los tirantes de cuero y veía desde esa altura de vértigo la fragorosa correntada del Maipo.

Puentes similares colgaban sobre el Cachapoal, pero en la estación en que Darwin subió a Cauquenes — comienzos de septiembre— el disminuido caudal del río permitía a les jinetes pasarlo por sus rugientes vados de lecho pedregoso. Los renombrados baños termales tenían entonces por toda hospedería un conjunto de míseras chozas sin otro menaje que una mesa y un banco…Conversando con el guardián del establecimiento, supo Darwin que a raíz del terremoto de 1822 las fuentes de agua caliente quedaron secas y no reaparecieron hasta un año después. (Y el propio autor refiere que el sismo de Concepción, cuyas ruinas le tocaría ver de ahí a poco, modificó la temperatura de las aguas de Cauquenes, haciéndolas descender desde 47,7 hasta 33,3 grados centígrados. Lo cual autoriza a deducir que en esta relación entre los terremotos y las vertientes subterráneas podría encontrarse una pista para la moderna ciencia en caminada a predecir los fenómenos tectónicos.)

Otra cosa que el guardián contó a Darwin, para acabar de inquietarlo, fue que por ese valle del Cachapoal "se dejaba caer" la banda de salteadores de los Pincheira cuando invadía los fundos y pueblos de la zona para robar ganado y mujeres. Pequeño ejército inubicable, buscado desde Chile y Argentina en los mil vericuetos de la cordillera y que Pincheira movilizaba con infalible agilidad, pues era fama que seleccionaba a sus jinetes volándole la cabeza a todo el que no era capaz de seguirle. Su gira por el Valle Central llevó al sabio hasta San Fernando, desde donde se desvió en demanda de la mina de oro de Yáquil. Desde una colina divisó la célebre laguna de Tagua-Tagua, que también describiría Claudio Gay, y donde el viento llevaba a la deriva islotes formados por plantas muertas enmarañadas, de cerca de dos metros de espesor, "transportando a veces caballos y, vacunos a guisa de pasajeros…" La mina de Yáquil era explotada por un norteamericano de apellido Nixon e imperaba en ella una modalidad de trabajo que hacía a los peones envidiar la suerte de sus cófrades de Jahuel. Por el pique de ciento y tantos metros de profundidad bajaban los apires, muchachos de dieciocho a veinte años, semidesnudos (y cuya palidez impresionó al visitante), para volver a la bocamina trayendo a la espalda, en una bolsa de cuero, noventa kilos de piedras de mineral. "Con esa carga el minero debe trepar por entalladuras hechas de tronces de árboles dispuestos en zigzag….Un hombre vigoroso, no habituado a esa labor, tiene bastante trabajo para poder izar su propio cuerpo y llega a la superficie bañado en sudor. A pesar de tan dura faena, estos mineros son alimentados exclusivamente con habas hervidas y pan. Ellos prefieren el pan a secas, pero sus patrones, sabiendo que tal alimento no les permite un es fuerzo tan sostenido, los tratan como a caballos y les obligan a comerse las habas…No abandonan la mina sino una vez cada tres semanas para pasar dos días en su casa".

Y con todo, estos galeotes del subsuelo eran a su vez envidiados por los campesinos, de cuya suerte dice el autor del Viaje de un naturalista alrededor del mundo: "El propietario da al inquilino un pequeño lote de tierra — en el cual éste debe construir su habitación— para que lo cultive; pero a cambio de eso, el campesino ha de proporcionar su trabajo en el fundo…durante toda su vida, a diario y sin jornal. No tiene a nadie que pueda cultivar su terreno hasta que cuente con un hijo para reemplazarle en el trabajo que debe cumplir al patrón. No hay, pues, que asombrarse de la extrema pobreza que reina entre los obreros de este país". Fue mientras descansaba en casa de Nixon que Darwin oyó los comentarios acerca del "gato en cerrado" que él disimularía con su recolección de mariposas, arañas, lagartos y matapiojos mientras husmeaba, a lo mejor, por cuenta del rey de Inglaterra o los Pincheira…Pero el espía de la ciencia había dado por terminada su correría y se alejó, dejando a los suspicaces tranquilos, para ir a reembarcarse en el Beagle y salir con destino a Chiloé.

§ 8
Darwin entre las ruinas de Concepción

De regreso de su exploración a Chiloé, el Beagle hallábase al ancla en la ría de Valdivia a fines de febrero de 1835. Los días que Fitz Roy dedicó a sus trabajos hidrográficos los empleó Darwin en recorrer los fuertes históricos y los compactos bosques, todavía no arrasados por la barbarie nacional. A eso de las once y media de la mañana del 20 el sabio se sentó a la sombra de una araucaria para descansar. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando un ruido siniestro llenó el ámbito de la selva y luego la tierra empezó a estremecerse. Siendo los temblores casi desconocidos para él, el naturalista juzgó el fenómeno very interesting. Pronto advirtió que se trataba de un cabal terremoto. En medio del espantoso tronar subterráneo el suelo ondulaba como un oleaje y las copas de los árboles se azotaban unas con otras. Un poco mareado, pero imperturbable, el hombre de ciencia observaba reloj y brújula en mano. Las ondulaciones venían del este, es decir, del lado de los volcanes; y cuando cesaron, verificó que había durado casi dos minutos.

Con sorpresa supo más tarde que Valdivia seguía en pie. Sus casas de madera habían resistido bien y los daños eran comparativamente insignificantes. Debió pensar que los célebres sismos de Chile eran más ruido que nueces. Pero si tal creyó, no tardaría en mudar de opinión. Valdivia no había sido el epicentro y lo que se sintió en su zona fue apenas el eco de una conmoción incomparablemente más violenta, que descargó su máxima fuerza trescientos kilómetros al norte.

Los viajeros del Beagle vinieron a saberlo doce días después y en les lugares mismos del desastre. Fue al fondear ante la isla Quiriquina, el. 4 de marzo, que Fitz Roy tuvo las primeras noticias. El terremoto, al que siguió un maremoto, le fue descrito como "el más terrible que jamás se produjera en el país". Supo que ni una casa quedaba sobre sus cimientos en Talcahuano y Concepción, que setenta aldeas y pueblos habían corrido igual suerte. y que trescientos temblores menores habían seguido al primero en esos doce días. Sin mirar fuera de la Quiriquina podía tenerse una idea de la magnitud del azote. La isla exhibía ahora tres pies de sobre elevación y de trecho en trecho estaba cortada por grietas de un metro de ancho. En la orilla se veían hacinamientos de rocas partidas, como si las hubiesen volado con cargas de explosivos, y muchas de ellas mostraban adherencias de algas y moluscos prueba de que habían sido proyectadas desde el lecho del mar. Confesó Darwin que hasta entonces nunca tuvo ante los ojos demostración tan patente del poder destructivo de la naturaleza. "Desde que salimos de Inglaterra", declara en el Viaje de un naturalista, "no habíamos contemplado un espectáculo tan interesante como aquél".

Al desembarcar comprobó que la población de Talcahuano yacía en ruinas. No había otras viviendas que los ranchos y barracas levantadas con el maderamen de los demolidos edificios. La playa aparecía sembrada de muebles, techumbres y restos de paredes, que el mar arrastró en su retirada. Entre los escombros de los almacenes de aduana estaban diseminados los cargamentos de trigo; de harina y de lanas, revueltos en los charcos de la inundación. Embarcaciones despanzurradas y restos náufragos flotaban aún en la bahía, mientras que doscientos metros tierra adentro una goleta de tres palos permanecía recostada contra una pirca…Míster Rouse, el cónsul inglés, condujo a sus compatriotas por el anegado camino de Concepción en tanto que iba haciéndoles el relato de la catástrofe. El número de muertos, en ambas ciudades, montaba a cien, y el de heridos a quinientos. Esta baja cifra de víctimas debíase al hecho de haber venido el terremoto en pleno día. Coincidiendo con la in formación oficial del Intendente Boza, decía Rouse que el movimiento sorprendió a la gente almorzando y que su anuncio fue un verdadero, bramido subterráneo. Hubo el tiempo justo para lanzarse fuera de las casas, porque dos segundos después la corteza terrestre se sacudía como el lomo de un caballo encabritado. La polvareda de los derrumbes obscureció el sol. En los puntos bajos de la ciudad el suelo se abrió en tajos que dieron salida a los pestilentes gases de los pantanos. Los remezones alcanzaron tal grado de violencia que fue imposible mantenerse en pie. El cónsul confesaba que olvidado de la dignidad de su cargo, corría a gatas esquivando la lluvia de adobes y cornisas.

Aquello duró tres minutos. Pudo verse, entre las nubes de polvo, que el cincuenta por ciento de las construcciones estaba en tierra. Entonces, con intervalo de pocos instantes, se pro dujo el maremoto. Rouse no lo vio, pero una sensación especial le hizo comprender que algo tremendo ocurría en la costa. Los vecinos de Talcahuano observaron que una ola de tamaño descomunal y desprovista de espuma avanzaba a distancia de tres a cuatro millas en dirección al seno de la bahía. Su volumen y velocidad crecían de manera aterradora. Al llegar a la orilla su altura sobrepasaba los siete metros y engendraba un viento huracanado. Su horroroso impacto barrió con las instalaciones portuarias, ya medio destruidas, inundó completamente la población baja y tuvo en tierra y mar los efectos propios de un temporal de fuerza máxima. Dos buques mercantes hicieron colisión, reventando sus cascos de madera, otro fue a dar a tierra y luego volvió a entrar al agua, mientras la goleta de tres mástiles iba a posarse dos cuadras al interior. Un cañón de cuatro toneladas fue arrancado de su emplazamiento en el fuerte y animales que pastaban en las colinas rodaron hacia el mar y perecieron entre las rocas.

Cumplida su tarea, la ola se retiró con el botín de media ciudad: techos, camas, tabiques, toneles, ' bestias y seres humanos. También se llevó consigo las aguas de la poza, dejando en seco dos navíos que estaban anclados en nueve brazas.

Como si esto aún no fuese bastante, la embestida se repitió por dos veces consecutivas, barriendo la demolición que dejara la primera.

En esos momentos comenzó a temblar de nuevo y con aumentada aceleración. El mar se puso negro e hirvió como si fuese de alquitrán. Del centro de la rada surgieron dos erupciones, una parecida a una columna de vapor, la otra semejante al chorro de una ballena. Todo el fondo debía estar convulsionado, porque saltaban piedras y pedazos de roca y un fétido olor a fango descompuesto infestaba el aire.

Para Concepción esta segunda sacudida fue el golpe de gracia. Ni una sola de sus construcciones pudo resistirla. La última en caer fue la Catedral, orgullo de la ciudad, cuya mole había estado bamboleándose como en un supremo esfuerzo por sostenerse. Al ceder sus murallas, el techo se hundió, aplastando cuanto había abajo, excepto la Virgen del altar mayor, que quedó intacta y en pie. Las torres, con sus campanas repicando enloquecidas, cayeron sobre la plaza en medio de un pavoroso estruendo. La multitud, ya fuera de sí, huyó hacia el cerro Caracol en busca de refugio. Creyendo que ése era el fin del mundo, hombres y mujeres confesaban sus culpas a gritos, en tanto que a la polvareda de los derrumbes se mezclaba el humo de los incendios.

No cesó de temblar en los días siguientes; y per último una lluvia torrencial cayó sobre las ruinas, para que las últimas paredes resquebrajadas acabasen de desplomarse…

Haya sido por mera casualidad o por un designio histórico, Darwin y Fitz Roy llegaban a tiempo: el primero para ilustrar al mundo de lo que él mismo llamó "uno de los mayores acontecimientos sismológicos de la era moderna", y el otro para registrar en las cartas hidrográficas la nueva profundidad de estos mares y la altura de sus costas removidas por la catástrofe. Es de presumir el hondo interés con que ambos recorrerían la zona castigada. Darwin declara no haber tenido un campo de, observación comparable en ninguna otra etapa del viaje. Su mirada de investigador halló motivo* de estudio en cada faceta del drama, y su pluma supo expresarlo en el más vivido capítulo de su narración. Lo que ante todo parece haberle sorprendido es el estado anímico de los habitantes. Allí donde esperó ver una muchedumbre desesperada o extenuada, encontró una comunidad de familias de distinto "rango social haciendo vida de camping en las laderas de un cerro pintoresco. No sólo había resignación; reinaban el buen humor y la alegría. Las dueñas de casa se afanaban en sus nuevos hogares — ranchos y reparos dé tablas—; los caballeros atendían sus negocios en escritorios improvisados sobre cajones o bateas de lavar; los niños jugaban a los buques de papel en las pozas de las inundaciones…La primera impresión del sabio fue que aquella gente había perdido el juicio; pero no tardó en penetrar el problema, nuevo para él, y dar con su curioso mecanismo psicológico. El hombre reacciona ante la desgracia según sea la situación en que ésta le deje con respecto a sus prójimos. Si queda él solo damnificado, sufre el infortunio porque se sabe en condición de inferioridad; pero si todos los que le rodean comparten su ruina, entonces ya no la siente, pues no tiene punto de referencia para medirla, y en cierto modo ella desaparece. Tal ocurría en Concepción: nadie se consideraba en desgracia porque la desgracia era general y pareja.

Existía, por otra parte, la creencia de que los terremotos habían asolado el país entero, y la metrópoli del Sur se consolaba imaginando que la opulenta capital también debía estar demolida... Pero la "mala" noticia llegó al fin, de buena fuente y confirmada: en Santiago no había temblado siquiera.

El sismo habíase hecho sentir hasta Chillan por el norte y hasta Chiloé por el sur. La ciudad natal de O'Higgins fue borrada del mapa. Desde la víspera de la Ruina, como se llamó a ese ensayo de cataclismo, habían estado en erupción los volcanes Aconcagua (cosa muy rara), Corcovado y Osorno. En la isla de Juan Fernández reventó un cráter submarino y la marejada consiguiente anegó la calle del poblado.

Paseando por el campamento del cerro Caracol, Darwin se entretuvo escuchando \ a la gente del pueblo explicar a su modo el fenómeno. Este habría sido la obra de hechiceros araucanos, que cerraron la válvula del volcán Antuco en venganza por el ultraje que ciertos huincas infligieran a unas ancianas mapuches. La superstición estaba emparentada con la realidad científica, porque los terremotos tuvieron su origen en la obstrucción de algún escape de las materias volcánicas. Esta fue la opinión que Darwin se formó entonces y que estampó en su bitácora cuando, tres días después, regresó a bordo.

"Creo, por muchas razones", dice, "que los temblores en esta línea de la costa provienen del desgarramiento de las capas terrestres, como consecuencia de la tensión de la tierra en el memento de los levantamientos y de su inyección de rocas en estado líquido. Probablemente existe allí un lago de lava subterráneo, de doble superficie que el Mar del Norte. La relación íntima de la erupción y del levantamiento durante esos temblores nos prueba que las fuerzas que levantan gradualmente los continentes son idénticas a las que hacen surgir las materias volcánicas por ciertos orificios."

De esta hipótesis darwiniana podría desprenderse que las erupciones amortiguan los temblores en vez de agravarlos, como se cree. En otras palabras, que la intensidad del sacudimiento está en relación con la cantidad de lava que no encuentra salida al exterior.

Nada refleja mejor la magnitud de la catástrofe que las líneas finales de la comunicación del Intendente Boza al Gobierno: "…la ruina es completa. El horror ha sido espantoso. No hay esperanzas para Concepción. Las familias andan errantes y fugitivas; no hay albergue seguro que las esconda; todo ha concluido; nuestro siglo no ha visto una ruina tan excesiva y tan completa".

Dos meses después, cuando el Beagle ya estaba lejos, aún seguía temblando en las márgenes del Biobío. Darwin habíase llevado la convicción de que estas ciudades no> volverían a levantarse, creyendo su suelo condenado a periódicas convulsiones…Pero tanto el sabio como el Intendente estaban en el error: Concepción y su puerto tenían vitalidad suficiente para rehacerse y valentía bastante para encarar su destino, y de entre las pilas de escombros empezaban a surgir los cimentos de su edificación futura, más sólida y más hermosa que la que acababa de desaparecer.

§ 9
El poeta Diego Portales

Entre los papeles de Portales se conservan unos versos que compuso para su novia:

Las bellas flores que su aroma exhalan
Con sus matices causan mis enojos;
No me divierten, porque no se igualan,
Bella, a tus ojos…
Ni claro arroyo que de peñas duras
Brota cristales y a beber provoca,
Porque sus aguas no serán tan puras
Como tu boca…

La idea que se tiene de don Diego es la de un carácter contradictorio y pintoresco: estadista férreo que cultivaba el humorismo y bailaba la zamacueca, líder político que no hacía discursos y Ministro que no cobraba sus sueldos. Lo que ignoran casi todos es que este hombre singular fue también un poeta ocasional. La verdad es que resulta difícil imaginar selo entregado a las expansiones sentimentales. Su espíritu zumbón y realista y su estilo procaz parecen irreconciliables con la inspiración romántica, y, lo dice él mismo en su Epistolario: "Mi genio…no es el mejor para expresar afectos". Lo cierto es que escribió poemas de vibrante exaltación amorosa; y sabiendo lo que fue su carrera de amador, podemos suponer que su producción no ha sido corta.

Tenemos pruebas fehacientes de que la poesía fue una amiga constante de este caballero solitario, viudo empecinado que llevaba el frac negro como el pingüino su tenida antártica. Escribiéndole a Cea, su socio, desde el Perú, le cuenta que ha estado leyendo a Ovidio. En carta a Garfias, su corresponsal en Santiago, le anuncia desde Valparaíso, en 1834, el envío de unas estrofas de Pope, "que me han gustado mucho". De paso recordemos que la literatura y la cultura general de Portales eran las de un autodidacto. Hijo de un padre que tuvo veintitrés niños, don Diego aprendió a leer con su madre —tal debía ser la cortedad de recursos de la familia—, y por ahí confiesa: "No tuve otra escuela".

Su biógrafo Encina inventó el mito de que su estirpe entroncaba con la de los Borgia, y en esa ascendencia tremenda se ha querido ver la clave de su temperamento excepcional, hecho de encontrados fuegos místicos y sensuales.

Este catador de mujeres sólo amó realmente a la que fue su esposa: su prima Chepita Portales y Larraín. Ninguna de sus incontables queridas logró hacerle olvidar aquel amor supremo, que él recordaba como "una dicha infinita". Hay razones para creer que no estimaba grandemente a la porción fe menina de la humanidad. En una de sus cartas dice: "Vivir con mujeres es una broma". En otro lugar, ex presa: "Nunca se incomode usted con mujeres, porque yerran en cualquiera cosa que no sea su costura, su canto y las demás ocupaciones de su sexo".

Como se ha dicho en páginas anteriores, las pasiones más durables de este escéptico del amor fueron Constanza Nordenflycht, que lo siguió desde el Perú y le dio tres hijos, y Rosa Mueno, la estrella rutilante de las fiestas a puertas cerradas de la Filarmónica. Pero fue la Meche Barros, una campesina de Placilla, la musa que le arrancó el más encendido de sus homenajes poéticos. Al decir de un historiador, don Diego habría comprado el fundo de El Rayado (negocio desastroso) con el primordial objeto de hacerse vecino de esa beldad campestre. Para vivir está nueva aventura, el improvisado agricultor púsose en carácter vistiendo el pantalón de brin y la faja roja de los huasos elegantes, y le encargó a Garfias: "Mándeme una guitarra hecha en el país, que sea decente, de muy buenas voces, blanda, bien encordada y con una encordadura de repuesto". "Igualmente me mandará algunas frioleritas de mujer, que cuesten poco, pero que sean de gusto, porque no es huasa la persona a quien voy a obsequiarlas". "Por Dios le pido que me mande también dos matecitos dorados de las monjas, de esos olorocitos…"

La Merceditas Barros era hija de un huasamaco adinerado y se entregó sin resistencias al hombre avasallador que había hecho entrar al país en vereda, que lo mandaba aun estando fuera del Gobierno, recluido entre alfalfas y sandías. Desde el corredor de su casa, el amante espiaba a su querida con un anteojo de marina, y cuando deseaba festejarla invitaba a los vecinos con la señal famosa de una bengala disparada al caer la noche.

De estos amores con mate y guitarreo fue fruto un nuevo hijo de ganancia, como llamaban entonces a los ilegítimos. De su suerte nada sabemos, pero aquí están los versetes que la madre inspiró con su belleza al amigo pasajero:

Se empeñó la agricultura
Con anhelo singular,
Para poder cultivar
La planta de tu hermosura.
No se vio más preciosura
En el orbe hasta el confín.
Plantas de bellas al fin;
Dio aquel prado soberano,
Donde con sus propias manos
Plantó Cupido un jardín.
Por una casualidad
A ver él jardín entré,
En el momento miré
Entre flores tu beldad:
Rendí, pues, mi voluntad
A ti preciosa azucena,
Y dije en hora muy buena:
Te he de amar constantemente;
Porque te vi floreciente
En situación muy amena

Empeñado ya en mi esmero
En arrancarte de ahí;
¿Será esa flor para mí?,
Le pregunté al jardinero.
Me respondió placentero:
Supuesto que aquí viniste
Tómala, pues la elegiste;
Y entonces con mil amores
Te saqué de entre las flores
En donde te produjiste.
Cuando te tuve en mis manos
Rindiéndote adoraciones,
Dije que más perfecciones
No caben en lo humano;
Mil gracias di al hortelano
Con una alegría plena;
El alma de angustia llena:
Cada instante repetía:
Ya por fortuna eres mía,
Flor de la tierra chilena.

No hay para qué decir que las poesías de Portales sólo tienen un valor de curiosidad. Fue un poeta de álbum, un versificador corno hubo miles en una época en que hasta las diatribas políticas, ser escribían en verso. El mismo fue blanco de una de ellas, y puede presumirse que la contestó de igual manera.

Es en la prosa donde Portales brilla como un artista, y se le ha hecho justicia al incluirlo entre los maestros del género epistolar. El más exigente de los críticos tiene que admirar, por ejemplo, esa joya literaria que es la carta Nº 248 del Epistolario, escrita al correr de la pluma para divertir a su comadre doña Rafaela Bezanilla, la viuda del Presidente Ovalle:

"…Vaya, pues, mi comadre querida," dentro de poco será usted abuela. Así pasan los tiempos, y la mejor hermosura desaparece con ellos. Consolémonos con que cuando usted esté sentada en su cojín, tomando el polvillo por arrobas y repartiendo los bizcochos a los bisnietos, yo iré afirmándome en mi bastón á pasarme muchas noches con usted, puesto a su lado recordaremos nuestros tiempos, murmuraremos de medio mundo, hablaremos de las misiones y vías-sacras, de los camisones almidonados, de manga ancha; que ahora se usan y que no se usaran entonces/ Diremos: aquellos zapatos de cabritilla bordados que ya no vienen; aquéllos atacados; aquellas peinetas grandes, que parecían canastos de dulces en la cabeza; aquellas bolsas de terciopelo y de mostacillas tan lindas, en que se echaban los pañuelos, la caja, las llaves de las cómodas y de los escaparates y en que podía echarse hasta la sartén de la cocina, etc., y concluiremos diciendo que ya se acabó el gusto y que todo lo que viene es malo. Ya me parece comadre, que nos estamos pasando tan buenos ratos y que en medio de la conversación me le quedo dormido, y la Luisa y la Jesús mandan que me prendan la linterna para despedirme, porque les he revuelto el estómago con mi tos y lo demás que se sigue, que nuestros padres echaban en el pañuelo y nosotros en la escupidera. Ya me veo averiguando la vida y milagros de todo el mundo, y recogiendo cuentos contra el honor de todos para llevárselos a usted a la noche. Me parece que estoy oyendo renegar a la Luisa cuando me oiga el Deo gratias, porque tiene que pararse a hacer cebar el mate para el perro viejo odioso.”

"Calcule usted, comadre mía, el porte de las visitas que le haré, por las que le hacía el año pasado. Creo que estaré esperando que se levante usted de su siesta para colarme a la casa, y que me despediré cuando las niñas, después de haber cabeceado bien en sus asientos, se vayan entrando de una en una a acostarse y nos dejen solos; Me figuro que los dos nos quedaremos cabezada va y cabezada viene, como si nos estuviéramos haciendo cortesías; y en una de éstas me sale usted preguntando, medio dormida, que si me acuerdo de aquella vieja que parecía choclo y que andaba luciendo con una negra en una calesa, y que si recuerdo cómo se llamaba; y yo, que he de ser muy torpe y desmemoriado cuando llegue a esa edad, me volveré a quedar dormido sin recordar el nombre de doña Berenjena. ¡Qué porvenir tan halagüeño!

"Basta, comadre, de disparates. Me he extendido en ellos porque no quisiera dejar la pluma de la mano cuando me dirijo a usted, de quien soy apasionado amigo y seguro servidor.

D. Portales

§ 10
Rengifo

Nuestro más famoso Ministro de Hacienda con aba treinta y siete años cuando Portales le confió la tarea de sacar la economía nacional de la ruina y el caos. Aunque distinto en temperamento y carácter, don Manuel Rengifo y Cárdenas se asemeja a Portales por su condición de comerciante desafortunado, por su tardía improvisación como estadista y por la eficiencia prodigiosa con que se expidió. Como su genial colega, sacrificó tranquilidad y negocios para consagrarse al servicio público; y realizado el milagro de convertir la bancarrota en bonanza, pudo declarar al final como un patricio de la antigüedad: "A mis hijos no les dejo más que mi nombre".

Es casi ignorada su emocionante biografía, novela real de viriles andanzas, de aventuras sin fin y de vicisitudes sobrellevadas con entereza inmutable. Hijo de un médico prematuramente fallecido, tuvo que abandonar las aulas primarias para ayudar a sostener a la madre y los cuatro hermanos menores. Fueron precoces su vocación matemática, su letra de calígrafo y su pasión por la lectura. De niño no jugaba; leía sin cesar, y este hábito absorbente convirtióle con el tiempo en un retraído autodidacto capaz de llegar a contarse entre los hombres cultos de su medio. A los quince años se empleó como oficinista en el almacén del vasco Armé, ganando dieciséis pesos mensuales. Llevaba los libros, redactaba la correspondencia y manejaba la llave de la caja de fondos. Llegó el patrón a confiar en él hasta el punto de autorizarle para imitar su firma en casos de enfermedad o ausencia.

No enturbió su armonía la alborada de septiembre de 1810, con ser Rengifo patriota y Arrué ardoroso realista. El empleadito de diecisiete años ingresó en 1813 al batallón de Voluntarios de la Patria, y poco después sirvió en las guardias cívicas de vigilancia nocturna. Desde que él vascongado tuvo que eludir la persecución de las autoridades, ya en plena guerra separatista, Rengifo se hizo cargo del almacén, velando por los intereses de su enemigo político…Pero esto sólo duró hasta la tarde del 2 de octubre del año 14, cuando llegó a Santiago la noticia del desastre de Rancagua. En esas horas tremendas se encerró en la trastienda para practicar el balance del mes, despedirse de Arrué por escrito y entregar la llave del local a quien correspondía. Demasiado teñido de insurgente, no podía quedarse; desprovisto de recursos, no podía emigrar con su familia. Abrazó a los hermanos y entregó a la madre una parte de los haberes de su alcancía; luego cargó un par de muías y partió para Mendoza con el porvenir trocado en noche lúgubre. En compañía de su amigo Juan Melgarejo pasó los Andes siguiendo la columna interminable de tropas y soldados dispersos, de recuas con equipaje y pertrechos, jinetes con gente al anca y carretas y coches que huían envueltos en polvo y lamentaciones.

Ajenos a la rivalidad entre o'higginistas y carrerinos, los dos cantaradas siguieron a Buenos Aires, y desde allí, asociados, probaron suerte en la compra venta de cueros vacunos. La operación consistió en adquirirlos en Córdoba, yendo de estancia en estancia en una carreta recolectora, que manejaban ellos mismos, para en seguida salarlos, conducirlos al Plata y ofrecerlos a los exportadores. El negocio produjo 120 una ganancia que duplicó el exiguo capital, y este éxito les indujo a arriesgarse en una especulación de doblada envergadura. Cargaron la carreta con mercancía surtida, y picana en mano salió Rengifo solo (aún no tenía veintiún años) hacia él Alto Perú, cuyo comercio con Buenos Aires estaba interrumpido por causa de la guerra de emancipación. Era un viaje dé seiscientas leguas, y el heroico muchacho atravesó siete provincias soportando barquinazos, calores tórridos y lluvias torrenciales bajó el toldo de esa tortuga rodante. Al entrar en territorio alto peruano se encontró siguiendo la ruta del general Rondeau, que iba en busca del enemigo realista. Descansaba en Una posta cuando supo que los patriotas acababan de ser derrotados en Sipe-Sipe y venían huyendo a la desbandada y saqueando los pueblos del camino. Alcanzó a vender el cargamento, incluidos la carreta y los bueyes, y emprendió la escapada revuelto con los primeros fugitivos de la deshecha expedición. Durante meses caminó subiendo y bajando montañas, extraviándose en selvas espesas, durmiendo a la intemperie, atravesando ríos desbordados y dando enormes rodeos hasta llegar a Tucumán, donde su socio tardó en reconocerle por la traza de vago andrajoso que llevaba.

No bien el Ejército Unido re liberó a Chile en Chacabuco, el joven comerciante retornó a la patria conduciendo una tropilla de mulas cargadas con mercadería europea. Entre otras cosas traía los primeros ejemplares del libro de Lacunza que conocerían los chilenos. Desempacando esa joya literaria, y telas de Francia, botones de nácar, medias, perfumes, jabones y latas de té, abrió tienda en los portales de la Plaza de Armas. Las duras correrías habían hecho de él un mozo fuerte y decidido. Su biógrafo, Ramón Rengifo, cuenta que una noche, en cierta fonda de los alrededores de la plaza, intervino en defensa de un amigo atacado a puñaladas por un sirviente del establecimiento; le hizo frente esgrimiendo el estoque de su bastón, y al cabo de largos minutos de fintas y cuchilladas al aire puso en fuga al agresor con una estocada que le hirió en el brazo con que manejaba el puñal.

Fue después de la batalla decisiva de Maipú que instaló el famoso Café de la Unión, asociado otra vez con Melgarejo, ocupando una casa de la calle Catedral esquina de Morandé. Dice Zapiola en sus Recuerdos de treinta años que era un salón provisto de espaciosos ventanales; llegó a ser el centro de reunión de la gente visible y en él daba sus clases de baile don Manuel Robles, el autor de la vieja Canción Nacional. Con todo, fue un mal negocio, explotado a pérdida desde el día de su apertura, y sus dueños optaron por liquidar adelantándose a la quiebra inminente.

De la aflictiva situación en que quedara Rengifo vino a librarlo su amigo Ignacio Urízar, que lo asoció a su empresa de exportaciones al Perú. Embarcado en la fragata Peruana, el antiguo carretero de las pampas salió con rumbo a Valdivia, convertido en fletero del mar, para recoger el trigo y las maderas que llevaría al Callao…Todo marchó bien hasta el momento en que, estando el buque cargado y listo para levar anclas, fue requisado por orden del coronel Beauchef, que de su cuenta y riesgo preparaba una incursión militar contra Chiloé. Viendo que empezaban a vaciar la bodega para ocuparla con tropa y pertrechos, recurrió el afectado a cuanta gestión cabía, desde la súplica hasta la amenaza, para impedirlo. Obtuvo al fin la devolución, y los propios sol dados de Beauchef ayudaron a estibar; pero a las pocas horas de haber salido a la mar, la fragata fue asaltada por un espantable temporal del norte. Inundada y con la bomba de achique obstruida, la tripulación perpleja y los pasajeros aterrados, parecía el naufragio inevitable cuando el futuro Ministro intervino con una inspiración que pudo haber sido inútil de habérsele ocurrido una hora después. Hizo encerrar en sus camarotes a mujeres y niños y puso a los hombres, de capitán abajo, a la tarea de abrir un hueco a través de la carga, hasta llegar a la sentina para destapar el tubo de la bomba. Operación ejecutada en tinieblas y soportando los revolcones del barco a merced del oleaje montañoso. Todo el trigo sacado a cubierta se empapó de agua salada e igual daño causaba la que entraba por la abierta escotilla, en tanto que las tablas y tejuelas eran arrebatadas por el viento. Cuando el mecanismo comenzó a funcionar, la mitad del cereal estaba echado a perder y hubo que arrojarlo por la borda. Así se salvó la Peruana y pudo arribar al Callao, donde el excelente precio del trigo permitió a los exportadores cubrir la pérdida y hacer utilidad.

Lejos de quedar escarmentado, decidió Rengifo abrazar de lleno la carrera de armador, para lo cual se independizó de Urízar y compró en el Perú el pequeño bergantín José, que destinó a la navegación entre el Callao y Valparaíso.

Lo mismo que Portales, había sido cogido por el embrujo de los negocios marítimos, que en sus días eran un puro y constante azar. Con esta salvedad: que mientras la goleta Independencia dio a su dueño por lo menos para vivir, el José fue el quebradero de cabeza y el causante de la ruina del suyo. De regreso del viaje inaugural a Valparaíso dio fondo en el puerto peruano a últimos de enero de 1824. No había echado sus sacos y bultos al muelle cuando se sublevó la guarnición de los fuertes, y como consecuencia estos pasaron a poder de los realistas. Este vuelco inesperado sorprendió al bergantín dentro del campo de tiro de los cañones, y para colmo, inmovilizado, pues tenía el timón y las velas en reparaciones. Cuando las baterías rompieron a disparar contra las naves de bandera patriota, afloró en Rengifo el hombre de las decisiones intrépidas. Con ayuda de cuatro marineros tomó el barquichuelo a remolque y en medio de la lluvia de proyectiles lo arrastró a fuerza de remos hasta el único refugio seguro: el fondeadero de la estación naval británica. Pero a poco, fatalidad inexplicable, el José fue apresado por orden del almirante Guise, comandante en jefe de la escuadra patriota del Perú. Nunca iba a saberse el porqué de este despojo gratuito, perpetrado bajo el pabellón de una nación amiga y por decisión de un ex oficial de la Marina de Chile. Y el colmo de su tropelía fue que obligó al naviero a irse a tierra, donde de inmediato cayó en manos, de los españoles. Logró quedar libre, pero ninguna de sus gestiones, incluso ante Bolívar, pudo impedir que su buque permaneciera en poder de la armada peruana. De resultas de su demanda de amparo al gobierno de Santiago se fijó fecha para que un tribunal de presas (controlado por Guise) diera su fallo. Y como éste le fue adverso y era sin apelación, se le escapó de entre las manos el único bien que poseía.

Intentando rehacerse trabajó a sueldo de unos industriales mineros de Jauja y Huancavelica; y empezaba a divisar una suerte mejor cuando un decreto del gobierno obligó "a los extranjeros" a abandonar el país en plazo perentorio. No tuvo tiempo sino de hacer su maleta y emprender el regreso en calidad de indigente.

Cuando estuvo en el Perú hacía ya tiempo que Portales, frustrado también, había retornado al terruño. Eran los dos de igual edad, y su primer contacto histórico se produce en 1827, a raíz del golpe del coronel Campino que dio con Portales y su grupo en la cárcel. Siendo también de la amistad de Campino, Rengifo obtuvo permiso para visitar a estos presos incomunicados y entregarles sus socorros caritativos. Y cosa propia de su carácter: cuando la contrarrevolución derribó a los golpistas, intercedió ante Portales para que no fuesen demasiado rigurosos con el encarcelado coronel…

Los nombres de Portales y Rengifo vuelven a relacionarse con motivo de la liquidación del Estanco el ruinoso monopolio de tabacos, naipes y licores con cedido a Portales Cea & Cía. a cambio del servicio del empréstito inglés. La firma de Manuel Rengifo está entre las de los cuatro ciudadanos escogidos para examinar sus cuentas y determinar su responsabilidad ante la ley. Quedó probada sin sombra de duda la limpieza de las operaciones, y el laudo del jurado liberó a Portales y sus socios de todo cargo al dictaminar que sólo eran "agentes del Gobierno" y que "a éste correspondían las utilidades o pérdidas". Su intervención irreprochable atrajo sobre Rengifo los dardos de la prensa pipiola, que le acusó de parcial y deshonesto y le timbró de pelucón y estanquero, banderías políticas a las que era ajeno. Pudiendo haberse defendido (era articulista del diario La Aurora), guardó el silencio olímpico del hombre colocado por encima de la sospecha. Quien mejor conocía su desinterés era el viejo Arrué, que en su lecho de moribundo recordó al niño dependiente de su almacén y quiso legarle la casa en que vivía, ofrecimiento que él rehusó en favor de los deudos. Esto, cuando su pobreza era tal que al casarse (con Dolores Vial, la novia que su madre le señalara al morir), tuvo que irse a trabajar al fundo de su suegro…

Pero es a esta culminante estrechez a la que hay que agradecer la repentina mudanza de su destino. Porque habiendo desembocado las turbulencias políticas en la acción militar de Ochagavía, cerca de donde él se encontraba, fue invitado a interponer sus dotes conciliadoras y luego a redactar las bases del armisticio. De -ahí a la notoriedad y a los honores solo había un paso, y así fue que al instaurarse el régimen portaliano le ofrecieron la temible cartera de Hacienda, de la que se hizo cargo el 19 de julio de 1830.

Jamás se había visto, ni se ha vuelto a ver aún, el -estado de: agonía de las finanzas de la nación con que se encontró al sentarse en su despacho. Todos los empleados públicos y todos los militares se hallaban impagos, las escuelas y los hospitales estaban por cerrar, el bajo clero mendigaba en la calle, la Aduana era una ruina y muchedumbre de contratistas, de cesantes y viudas pensionadas invadía diaria mente los pasillos y la sala de espera del Ministerio de Hacienda.

Como Portales, Rengifo puso manos a la obra sin discursos, programas ni declaraciones, limitándose a operar como su padre el cirujano. Sus dos primeras medidas fueron reducir la planta del Ejército y eliminar a los funcionarios superfluos e incompetentes. Uno de éstos era pariente suyo y no lo pudieron salvar ni las súplicas de la madre y la esposa. En seguida suprimió los taquígrafos del Congreso, y por otro decreto ordenó que hasta la más ínfima orden de pago debía llevar su firma, poniendo fin de este modo a los fraudes y derroches.

En las oficinas del Estado nadie se atrevía ahora a llegar con un minuto de atraso, a hacer tertulia ni a cometer un error…; pero afuera — y aun adentro— empezaba a levantarse el sol de la esperanza. Estaba claro que este estadista improvisado era capaz de manejar la picana, la alcancía y la bomba de achique de la economía del país. Por eso escribiría Portales: "…el Gobierno tiene en su seno un hombre con quien puede consultar en todos los negocios en que desee saber mi opinión, porque casi siempre hemos andado acordes".

Pero aquella seguidilla de resoluciones elementales y drásticas, de efecto inmediato, es nada comparada con el recurso que ideó para atacar el más insostenible de los problemas: el adeudamiento de las obligaciones y de los sueldos de civiles y militares. Reducido a fórmula, era esto: "Se pagará a los acreedores con su propio dinero…" Hoy se hace difícil concebir que tal procedimiento haya sido aplicado sin oposición y en medio de la confianza general, producida por no se sabe qué misteriosa sugestión. (No en balde dijo Encina que en el régimen portaliano hubo algo inexplicable.) El modus operandi de esta maniobra portentosa consistió en que cada acreedor tenía que entregar al Estado, en metálico y al contado, el doble de lo que éste le debía, recibiendo a cambio de tal suma el equivalente en libramientos contra pagarés de la Aduana (R. Rengifo: Memoria biográfica). Tentativa loca o golpe de genio, dio resultado; y de ahí en adelante nunca volvió a interrumpirse el pago puntual de las remuneraciones y compromisos fiscales.

Cosa jamás vista: el Ministro publicaba semanalmente el balance de la Tesorería. En su afán de aligerar las cargas estatales devolvió a las congregaciones religiosas las propiedades que les expropiara Freire y que sólo arrojaban pérdidas al Estado metido a empresario; pero se las restituyó bajo contrato de que en cada convento, parroquia o fundo deberían abrir una escuela primaria; con lo cual extendióse la educación del pueblo sin desembolso del Fisco. La reducción de los gastos administrativos daba cifras como la registrada en Valdivia, donde el primer año se habían economizado cincuenta y tantos mil pesos. Se perseguía el contrabando como un crimen de lesa patria, y para mejorar la eficiencia de la burocracia introdújose en el Instituto Nacional la enseñanza del método contable de partida doble. Con su letra de calígrafo escribió el Ministro en 1832: "A la sabiduría del Congreso no pueden ocultarse las ventajas de una ley protectora de la libertad de comercio marítimo…que concediendo franquicias y seguridades a todas las naciones…fije en nuestro principal puerto el mercado del Pacífico…" Era su proyecto más ambicioso: el que convertiría a Valparaíso en un emporio internacional de primera importancia; y no bien estuvo la ley promulgada fue en persona a instalar los Almacenes de Depósito y a poner en vigencia su minucioso reglamento.

Con todo, la máxima gloria de su gestión ministerial es la presentación del primer Presupuesto equilibrado que vieran los chilenos desde 1810. Se había reiniciado el servicio del empréstito inglés y reducido la deuda flotante en más de un millón de pesos, mientras que en Tesorería quedó un superávit de doscientos mil. Meta alcanzada en sólo cuatro años y cuya realidad se reflejó en el valor de los billetes de la Deuda Interior, que remontó desde el 24 al 68%. Y lo que deja perplejo al estudioso es que esto se lograra sin recurrir a nuevos impuestos. Incluso fue abolido el derecho de alcabala, que gravaba los productos agrícolas y daba pie a los abusos de los recaudadores a comisión; una medida que produjo el abaratamiento de la vida y fue celebrada con júbilo popular en la, plaza de abastos de Santiago el 19 de enero de 1832. De igual modo fueron rebajadas las patentes de bodegones, cigarrerías y negocios minoristas (ley de 30 de agosto de 1833). Este estímulo al comercio se extendió a las industrias con el otorgamiento de exenciones y privilegios que vigorizaron la minería, la pesca y la marina mercante. Operando es tos factores en consonancia con el auge de los Almacenes de Depósito, determinaron que el movimiento marítimo de Valparaíso aumentara casi al doble en tres años. En sus líneas generales la estrategia del Ministro dirigíase a adaptar la economía a las condiciones de la era republicana, fomentando el intercambio preferencial con las naciones vecinas, el más lejano antecedente del moderno proceso de integración económica regional.

Al alejarse de su cargo, en 1835, este virtuoso de las finanzas dejaba consumada una obra que normal mente habría requerido el espacio de dos o tres períodos presidenciales. Figura demasiado grande para el pobre medio en que actuara, en muchos de sus contemporáneos despertó envidia en lugar de admiración, y hasta hubo enanos que le atacaron cuando ya estaba ausente de la escena política, buscando en el campo la restauración de su perdido bienestar. No respondió ni permitió que sus amigos lo hiciesen por él, sabiendo que era la posteridad la que debía juzgarle.

Y…"a mis hijos les dejo mi nombre".

§ 11
Descubrimiento y esplendor de Chañarcillo

Chile, otrora gran productor de plata, tuvo en el cerro de Chañarcillo uno de los auges más espectaculares de su historia mineralógica. Fue un chorro de riqueza que empezó a caer sobre la árida Atacama a principios del decenio de Prieto y no pararía de fluir hasta las postrimerías de la guerra del Pacífico. Pequeña California argentífera, Chañarcillo apuntaló al país en bancarrota en los años en que el Ministro Rengifo llevaba a cabo su portentosa reconstrucción económica. En definitiva ignórase quién fue el legítimo descubridor, pues se disputan este privilegio la pastora india Flora Normilla y su hijo el leñador Juan Godoy. Oficialmente es Godoy el precursor y por eso es a él a quien representa la estatua de la plaza de Copiapó; pero aquí juega la tradición más que la historia documentada, y ante la incertidumbre de lo legendario es imposible decidirse por una u otra de las versiones. Una de éstas afirma que Flora tenía descubierto el mineral, con el que había tropezado mientras iba arreando sus cabras, y que participó del hallazgo a su retoño y más tarde al magnate don Miguel Gallo, al que profesaba gratitud porque acostumbraba detenerse en su choza de la quebrada de Pajonales a beberse un vaso de agua y en ocasiones le daba una moneda o le llevaba un regalillo. Repetidas veces la india hizo referencia a lo mismo, y otras tan tas el copiapino, harto de esas historias de derroteros, la escuchó sin prestar atención; escepticismo que no varió ni cuando ella decidió dejarle" como heredero de su mina.

La otra versión tradicional pretende que la anciana "testó" también a favor de su hijo, el que habría tenido tan poca prisa como Gallo en ir a echar una mirada al fabuloso cerro; y que cuando el susodicho Juan Godoy dio por fin con la veta, sostuvo que ésta no correspondía a la que señalara su ya difunta madre, y que él, por lo tanto era; descubridor de algo nunca visto por nadie. Puede qué lo dijera por error o por darse pisto, pero no para jugarle una trastada al señor Gallo, pues lo primero que hizo fue tomar el camino de Copiapó, al trote de su mula, para: ir en busca del caballero que había sido amigo de la finada. Y de aquí en adelante siguen paralelas las dos versiones, porque ambas rezan que el bueno de Juan iba en cada parada del trayecto revelando la nueva con lujo de pormenores y mostrando los trozos de mineral que portaba en sus alforjas. Era hombre de tal humildad que acaso no aspirara más que á trasladar a su Ana Alcota y sus cinco niños del rancho en que vivían a una casita de adobes. La gente de su clase le teme a cambiar de condición; por eso el asustado leñador venía incitando la codicia pública para que una manada de lobos acudiera a disputarte la presa y sus derechos en la mina Descubridora iba a cederle la mitad al señor don Miguel y una parte del resto a su hermano José Godoy. Entró envuelto en polvareda por las calles estrechas y tortuosas del pueblo y fue a llamar con timidez a la puerta falsa de la quinta de Gallo, en el florido barrio de La Chimba.

En Atacama no había clan más poderoso que el de los Gallo, mineros, alcaldes y regidores constituidos casi en amos de la provincia. Don Miguel Gallo Vergara era dueño de una mina de cobre y; un ingenio y fundición de metales; durante la Independencia había sido teniente-gobernador del departamento, y cuando O'Higgins aceptó su renuncia en 1818 expresó sólo que "no olvidaría sus méritos y sacrificios por la libertad: del Estado…dándole entretanto las debidas gracias a nombre de la patria".

Admirable escena, propia del Copiapó de esos días, ha debido ser la del señor de levita y sombrero de copa y el montañés de manta y ojotas presentándose juntos en la oficina del Juez de Minas de la villa (19 de mayo de 1832) para pedir —dice el certificado— "una veta de metales de plata que han descubierto en las sierras de Chañarcillo, dando vista a la quebrada del Molle y a Bandurrias, en cerro virgen…Se les hizo merced de ella, sin perjuicio de tercero y con arreglo a Ordenanza, para lo cual les extiendo su registro. Doy fe. —Vallejo".

No hay testimonio de cómo fue la relación humana entablada entre los integrantes de la pintoresca sociedad minera Gallo & Godoy; pero cabe suponer que habrá sido en la galería de la casaquinta del potentado, y no en el salón y menos todavía en el comedor de la familia donde el hijo de la india Flora se sentó, todo confundido y haciendo girar su bonete de paja, para referir a su patrón, no, no, a su socio, cómo había hecho el hallazgo de la Descubridora.

Precisemos que el cerro de Chañarcillo se encuentra a dieciocho leguas al sur de Copiapó y que su cumbre alcanza a unos 1.800 metros sobre el mar. El triste yermo que es ahora estaba todavía entonces cubierto de manchones de olivillos, de espinos y de algarrobillas. Fragantes bosquecitos que el hacha venía talando, como en tantas colinas y valles atacameños y sin que nadie se preocupara de replantar, hasta que un día se convertiría en sarcasmo el nombre español de Copiapó: San Francisco de la Selva…Decía Juan Godoy -y así lo cuenta José Joaquín Vallejo-, que había tropezado con la mina mientras iba con sus perros persiguiendo a un guanaco. Cansado de correr cuesta arriba, se sentó a la sombra de una algarrobilla…"¡y un minuto después Chañarcillo estaba descubierto!" Otro cronista, Ramón Fritis, escribe que "la superficie del suelo aparecía empedrada de trozos de plata, o rodados, algunos de dos o más quintales de plata maciza…"

¿Cómo se explica que nadie, excepto Flora Normilla, hubiera visto aquello en años y siglos? El lugar está por el SO del cerro y junto al viejo camino de Copiapó a Huasco, por el que numerosos viandantes pasaban cada día; leñadores y cabreros recorrían el cerro en su cotidiano trajinar, y el propio don Miguel Gallo tenía casi allí mismo su fundición de metales. Ante este impenetrable misterio hay derecho a suponer que las vetas superficiales habían sido removidas por los formidables terremotos contemporáneos —como los del 3, 4 y 11 de abril de 1819 y el del 5 de noviembre de 1822, que demolieron Copiapó— echan do a rodar por escarpas y laderas los millares de corpulentos pedazos de mineral que ahora estaban a la vista. Así y todo es inexplicable, pues iban transcurridos desde entonces tres lustros y bien sabemos que Atacama era un hervidero de cateadores que se conocían cada collado o quebrada como el seno de la mujer querida.

Chañarcillo es pues un enigma, una rareza o un encantamiento; tómelo cada cual como prefiera. Aquí se trata de su historia comprobada, y ésta dice que el poderoso Gallo y su ejecutivo Juan José Sierralta Callejas pusieron en laboreo la Descubridora, al tiempo que decenas de mineros tomaban el resto del cerro por asalto. En la Historia de Copiapó, magnífico libro de Carlos María Sayago, se lee que en rápida seguidilla fueron denunciadas y concedidas las minas de Manto de Volados, Colorada, Bolacos, Guías, Reventón Colorado, Manto de Cobos, Merceditas y Candelaria. "La oficina del escribano", refiere Sayago, "veía se asediada, la mesa del diputado de minería llena de peticiones, la villa y todo el valle en gran movimiento. Por todos rumbos llegaban gentes al nuevo mineral, numerosos cateadores recorrían el cerro recogiendo rodados, picando vetas, quebrando crestones, labrando catas". "Todo el cerro parecía un promontorio de metal: mientras más se le recorría, mientras más se rebuscaban sus matorrales y trepaban sus riscos, más plata aparecía".

De lejos aquello asemejábase a un queso atacado por las ratas. Eran las bocaminas y las cuevas labradas a modo de refugios por hombres demasiado impacientes para armar una mediagua de tablas. Lo esencial era extraer los primeros quintales del tesoro enloquecedor, extraerlos como se podía, a veces casi a mano limpia. A la vuelta de unos meses había cien tropillas de mulas ocupadas en el transporte de mineral, de víveres y de agua en barriles por el polvoriento camino de Copiapó. Y no tardarían en surgir los galpones, las viviendas y las humeantes chimeneas de la Descubridora y las minas rivales, donde harían su agosto empresarios como José Vallejo, Pascual y Manuel Peralta, J. J. Sierralta Callejas y el barretero Juancho.

En cincuenta años Chañarcillo vería prosperar y brocearse un centenar de minas, que en conjunto entregaron trescientos millones de pesos y contribuyeron a hacer de Chile el tercer país del mundo en esta rama de la minería. Acudieron hombres del Perú, Bolivia y Argentina; y esta legendaria imagen de riqueza y poderío llegó a despertar en los cuyanos la añoranza de su ancestro chileno. Los historiadores han hecho poco caso de la visita de los comisionados mendocinos Jil y Recuero y el periodista José L. Calle, que viajaron a Santiago para proponer a Portales la reincorporación a Chile de la provincia de Cuyo. Este proyecto peregrino, que el Ministro rechazó de plano, tuvo su origen en la desesperación causada por la anarquía crónica del otro lado de los Andes, en la fascinación producida por el orden político ejemplar instaurado en nuestro país y en la prosperidad deslumbrante generada por las minas atacameñas, cuya abundancia sugería la existencia de una nueva México.

Anexo al mineral fue tomando forma un caserío que con el tiempo adoptó el nombre de Juan Godoy y que a su hora incluiría Jotabeche entre las curiosidades autóctonas: "un pueblecito en que más de mil hombres viven sin cargar la cruz, quiero decir, sin mujeres. Aquello es un portento social. Hombres barriendo, hombres lavando, hombres espumando la olla, hombres haciendo la cama, hombres friendo empanadas, hombres bailando con hombres, hombres cantando La extranjera, y hombres por todo y para todo; es una colonia de maricones, un cuerpo sin alma, un monstruo cuya vista rechaza y que no es la cosa menos notable de nuestro Chile".

Esta ausencia del sexo femenino en Chañarcillo debíase a un famoso reglamento que con el fin de combatir el cangalleo le prohibía el acceso a las minas y al poblado anexo bajo penas de multa y prisión. El robo de metales "al detalle" era una plaga congénita de la minería y suponíase que las mujeres lo practicaban llevándose trozos de plata ocultos bajo el manto, en la bolsa de ropa o en el canasto de la merienda. Sospecha que probó ser infundada cuando se vio que la vejatoria prohibición no disminuía ni en un gramo el sempiterno cangalleo.

Pero este mal inextirpable era nada comparado con los desórdenes, reyertas y sublevaciones que el vino, el naipe y el hastío desataron en los primeros años de la explotación del cerro. Fue menester que la mano inflexible de Portales se estirara hasta el lejano paraje, cercándolo con tropa de línea que a fuerza de bala y bayoneta contuvo el caos para asegurar la normal actividad del mineral.

El chorro de millones que fluía de los piques transformó la vida y costumbres de la apacible Copiapó. Tal como Darwin la vio en 1835, en su viaje a caballo desde Valparaíso, se había convertido en "una ciudad poco agradable. Cada cual parece no tener otro objeto que ganar dinero y marcharse lo más pronto posible. Casi todos los habitantes se ocupan de lo mismo y no se oye hablar de otra cosa que de minas y minerales". Al ojo europeo del sabio impresionó el contraste desolador entre esa fiebre momentánea y el desprecio de la riqueza vegetal, que pudo ser eterna si la hubiesen protegido y renovado. A poca distancia del lugar descubrió los restos petrificados de un bosque de pinos cuyos troncos medían quince pies de circunferencia; señal de que la masacre forestal de Atacama es de data precolombina y prehistórica. Chocó también a Darwin el abismo que mediaba entre el vivir ostentoso de los patrones de minas y la suerte de bestias de carga reservada a los hombres que sacaban el mineral de las galerías. Dice que en Coquimbo e Illapel (pues no estuvo en Chañarcillo) vio a los apires subir desde ochenta metros de profundidad por las entalladuras de madera transportando pesos de cien y ciento veinte kilos; su resuello era un silbido lastimero y sudaban como en un baño de vapor; y mal alimentados y pagados como estaban, solían traer a la superficie hasta una tonelada de mineral en el día.

Grandes "máquinas" o trapiches instalados cerca del cerro, como el de Fragueiro y Codecido, no daban abasto, y se calcula que la plata extraída, de ser toda ella acuñada en monedas, habría podido cubrir la plaza de Copiapó en tres capas sucesivas. Es fama que hubo aposentos pavimentados con barras de plata y se vieron caballos con herraduras de plata y cale as con llantas de plata y vajilla de plata y escupideras de plata. En ese foco de abundancia, especulación y volteretas de la fortuna inició sus operaciones, a los dieciocho años de edad, el futuro fundador del Banco de A. Edwards & Compañía. En sus Memorias, relativas a la década siguiente, cuenta Treutler que todavía entonces eran tan frecuentes los descubrimientos de vetas y reventones que el Juez de Minas hizo obligatorio anotar la hora exacta de cada pedimento — las 9 y 14 minutos, o las 12.23 minutos - para prevenir las encarnizadas disputas y pleitos promovidos por los solicitantes de registros. En esa atmósfera caldeada por la codicia los hombres perdían la cabeza y la compostura: dos miembros de la familia Gallo dieron una paliza en plena calle al joven Edwards; y en el libro de Treutler puede verse la nómina impresionante de personalidades copiapinas mandadas a la cárcel por la justicia implacable del régimen portaliano, que no distinguía entre gañanes revoltosos, salteadores de caminos y caballeros deshonestos.

Pero en la amena capital atacameña no todo era bastonazos, tiros y litigios. Reinaba la alegría propia de los centros de aventura, donde el numerario corre a raudales y hay que gozarlo hoy porque mañana puede acabarse. Las familias enriquecidas rivalizaban en lujo y boato, en competencia de elegantes carruajes y pretenciosos salones en donde lucía el chic de la última moda de París. La juventud paseaba por La Chimba, el barrio de las quintas perfumadas de flores, o salía al campo de picnic en birlochos y carretas y hasta a lomo de mula. Pronto tendrían teatro y ópera — la Pantanelli cantó en Copiapó antes que en Santiago— y a falta de mejor rendez-vous se merendaba en la elegante chingana de María Tagle, ubicada en la calle Chañarcillo, donde solía bailarse la zamacueca con castañuelas a la manera en que lo hacían en el caserío de Juan Godoy los apires, barreteros y cangalleros.

¿Qué suerte había corrido, entretanto, el precursor del famoso mineral?

Se sabe que al cabo de un tiempo vendió su parte en la Descubridora, quedando, dice la fama, "rico en dinero sonante". Y lo inevitable sucedió: convirtióse en personaje popularísimo, al que brotaban amigos y remotos parientes salidos no se sabe de dónde, que le buscaban para festejarle, proponerle negocios e irle aligerando poco a poco la pesada bolsa. A la postre vino a quedar desplumado y tuvo que arrimarse al socio de ayer en demanda de auxilio. El generoso Gallo le adjudicó una doble en su mina, dejando él mismo de ganar por ayudarle, y en un par de años el antiguo leñador y burrero embolsó catorce mil pesos fuertes. Capital con que se trasladó a La Serena para arruinarse de nuevo, y esta vez en definitiva, trabajando una malhadada chacarilla que compró en el camino a Coquimbo.

"Arre, arre, borrico,
que el que nació pa’ pobre
no ha de morirse rico.

§ 12
“El Ministro Salteador"

Al iniciarse el Gobierno de don Joaquín Prieto, el 18 de Septiembre de 1831, el panorama político de Chile había variado de manera impresionante como consecuencia de la gestión ministerial de Portales. Pipiolos y liberales sólo habían elegido siete diputados de un total de noventa y cuatro, en tanto que o'higginistas, estanqueros y pelucones, convenientemente armonizados, apoyaban al nuevo gobernante con su mayoría incontrarrestable. Portales, elegido Vicepresidente a pesar suyo, había aceptado además el nombramiento de Ministro de Guerra y Marina con la condición de que se le permitiera residir en Valparaíso. Caso sin precedentes, demostrativo de la necesidad que tenía Prieto de contar con su consejo y de, protegerse bajo el ala de su inmenso prestigio. Cree un historiador que el singular "ministro a la distancia" decidió alejarse para observar la resistencia de la obra gruesa de su edificio y ver si la construcción podía proseguir sin su concurso. Esto era funda mental en un sistema que no pretendía sostenerse en la persona de Diego Portales ni de Joaquín Prieto, puesto que descansaba en cimientos de un material nuevo: el principio del Gobierno impersonal, cuyo régimen debe ser durable y respetable de por sí y no por la presencia de tal o cual individuo.

Pero antes de alejarse, Portales había introducido en el Gabinete a quien podía substituirle con eficiencia. Así como un día descubrió a don Manuel Rengifo, que sería el más grande de los Ministros de Hacienda de nuestra historia, ahora puso su ojo infalible en don Joaquín Tocornal, otro estadista de su escuela, cauto a la vez que imaginativo, minucioso e infatigable, que iba a dejar huella indeleble de su acción. En un puesto subalterno iniciaba su carrera el desconocido joven Manuel Montt, otro descubrimiento de don Diego, llamado a alcanzar veinte años después la Presidencia para continuar la obra de su maestro y colocarse a un nivel de grandeza con él.

Para tranquilidad del Presidente Prieto, la Guardia Cívica creada por Portales contaba ahora veinticinco mil hombres a lo largo del territorio y sus batallones perfectamente armados e instruidos constituían un seguro de paz interna.

A quince horas de birlocho de Santiago, el Ministro ad honorem (porque hay que insistir en que no cobraba su sueldo) dedicóse a poner orden en sus deterioradas empresas mercantiles. Poco o nada cuentan los biógrafos de su curiosa actividad de naviero, de la que hay vasta información en el Epistolario. Era dueño de la goleta Independencia, un "dos palos" de ciento treinta toneladas, en cuya bodeguita cargaba tabaco, yerba mate, tocuyos, garbanzos, sebo y hasta botellas vacías para competir en el cabotaje al Norte Chico y en ocasionales exportaciones al Perú y Centroamérica. Precisamente de los años 31 y 32 son las cartas en que informa a Garfias, su agente en la capital, del ir y venir de la pequeña carreta flotante mandada por el capitán Thomas Wilson",…la Independencia hace por lo regular sus viajes a Copiapó en 35 días; hoy tiene ya 45, y si no llega esta semana…" "Por la goleta4 de Julio (capitán Wheelwright) hemos tenido noticias de la Independencia: habló con ella a la altura de 28° de latitud". "Acaba de fondear la Independencia. Sólo me ha traído 4.000 y tantos pesos". "La Independencia queda fletada para Guatemala"."Este buque, que durante mi permanencia en la maldita política casi no se movía del puerto, desde que estoy aquí no se ha parado ni parará..."

Así predicaba con el ejemplo el que afirmó que los chilenos "tendrán que ser un pueblo comerciante y marinero".

Pero estuviese en la costa o en cualquiera lejanía, todo se lo atribuían a él en los corrillos políticos de Santiago; tal era la sugestión de mando y superioridad que emanaba de su persona. Cuando Bulnes partió de Chillan con una división del Ejército para ajustar cuentas con los Pincheira, endosaron a Portales un plan que pertenecía a Prieto; y al anunciarse la carnicería del valle de Palanquén, que borró del mapa a los bandidos y liberó a sus mil mujeres cautivas, bendijeron al Ministro como si él hubiese dirigido esa operación de limpieza. Cosa notable que hacía don Joaquín Tocornal, fuese la creación de una cadena de liceos o el establecimiento de la cátedra de Medicina, la opinión daba por sentado que era obra de Portales.

A la Constitución de 1833 se la llama todavía "de Portales", siendo que fue redactada y promulgada cuando él no tenía cargo ministerial, y toda su contribución había sido una que otra sugerencia a la asamblea examinadora del proyecto, de la cual tampoco formaba parte. Cierto que las disposiciones de la Carta coincidían con lo que él quería hacer de Chile: una nación respetable de ciudadanos respeta dos. Constitución destinada a durar noventa y dos años, para asombro de América, establecía que "todos los habitantes son iguales ante la ley", "tienen absoluta libertad de movimiento dentro del territorio y para salir de él"; "la propiedad es inviolable, salvo las expropiaciones por causa de utilidad pública, calificadas por ley e indemnizadas"; "se prohíbe el tormento como medio de esclarecimiento y la confiscación de bienes como pena"; "hay libertad de publicar las opiniones por medio de la imprenta y sin censura previa"; "el hogar, la correspondencia epistolar, los papeles y los efectos de toda persona son inviolables, salvo en los casos que contempla la ley"; "la industria es libre…"

Esta "Constitución de Portales" sólo era portaliana porque sus redactores Egaña, Bello y Gandarillas estaban portalizados. Conservaba el Parlamento bicameral, propio de una democracia representativa, y ponía en él el centro de gravedad del Poder a fin de impedir cualquier desliz dictatorial del Ejecutivo. El Congreso no podía destituir al Presidente de la República (como puede hacerlo hoy); pero ese vacío en algo se contrarrestaba al establecerse que "aunque se declare el estado de sitio o se den al Presidente facultades extraordinarias, no podrá la autoridad pública condenar por sí ni aplicar penas". Esto dejaba instituida para siempre la autonomía del Poder Judicial, fundamento de elementales garantías en una sociedad civilizada. Y por último, la "Constitución de Portales" suprimió el cargo de Vicepresidente que ocupaba Portales…

Aun después de renunciar al Ministerio de Guerra y Marina y cuando sólo era gobernador de Valparaíso, e incluso cuando dejó de serlo, don Diego seguía observando la marcha del Gobierno, y Prieto a su vez no perdía ocasión de escuchar su consejo. No en balde le llamaba "el principal arquitecto". Por no entender que era el padre del nuevo Chile es que Gandarillas se permitió decir que Portales pretendía mandar a los que mandaban.

Creyendo a su vez que ya no mandaba, don Ramón Freire apuró desde Lima su tren de conspiración permanente. Tal fue el origen de la seguidilla de conjuraciones llamadas de Labbé, de los Puñales y del capitán Tenorio, todas frustradas por la delación o la vigilancia policial. La última sirvió para sacar a Freire de su error. Tenorio, confinado en la isla de Juan Fernández, desarmó a la guardia del penal y escapó con los reos a Coquimbo; donde el pretendido golpe revolucionario degeneró en matanza indiscriminada, incendios y violación de mujeres. Detenido Tenorio tras corta lucha, el Presidente Prieto mandó fusilarlo como criminal "por instancias de Portales".

Este rebrote de efervescencia de los vencidos en Lircay, más la división del partido gobernante, indujeron a Prieto a llamarlo urgentemente para que tomase de nuevo las carteras claves. Así fue como volvió a ocupar las de Guerra y Marina, Interior y Relaciones, dejando a Tocornal en la de Hacienda, que Rengifo entregó con el primer superávit registrado en la historia nacional.

Bastó la presencia de Su Señoría para calmar a los inquietos y temerosos. Y tan firme quedó el Presidente en su sillón, que nadie osó discutir la conveniencia de reelegirle.

Iba a ser Prieto el primer gobernante chileno que se haya mantenido en el Poder por diez años consecutivos. Pero este segundo quinquenio debía señalar la más dramática etapa del régimen en su lucha con los enemigos de dentro y fuera del país. Desde el primer instante el Ministro Portales vio dibujarse en el horizonte el conflicto armado con la Confederación Perú-boliviana. Fue el primero en advertirlo y el único en creerlo inevitable, y ahí está la carta en que se refiere al mariscal Santa Cruz: "Ese cholo va a darnos mucho que hacer".

Don Andrés de Santa Cruz, pequeño mestizo indo boliviano de piel cobriza y astucia de reptil, había concebido el sueño delirante de unir a los países andinos bajo la hegemonía precisamente del más atrasado y anárquico de todos. ¡Menudo desafío para Portales, el patriota que llamó a su tierra natal "la perla del Nuevo Mundo" y en cuyo mar no debía tolerarse otros cañonazos que los de saludo a su bandera…! El Perú, primera presa del proyecto cesarista, había visto su independencia ahogada en sangre y sus líderes nacionalistas pasados por las armas. La Confederación Perú-boliviana representaba una fuerza militar y naval cuatro veces superior a la de Chile, y consciente de esta ventaja abrumadora el Protector Santa Cruz había dado comienzo a un plan de hostilidades económicas y políticas cuyo fin — aseguraba Portales— era arrastrar a Chile a una guerra desigual. De tiempo atrás el Gobierno de Lima hacía oídos sordos a la cobranza de las deudas contraídas con motivo de la Expedición Libertadora. Luego vino el gravamen del trigo chileno, que debía pagar en el Callao tres veces su valor comercial mientras que el producto competidor norteamericano pasaba casi libremente por la Aduana. En represalia, el Gobierno de Santiago subió en términos equivalentes la internación del azúcar peruana. En lugar de ceder, el Perú aumentó al doble los derechos del trigo chileno y gravó toda mercadería que hubiera pasado por los almacenes de depósito de Valparaíso; y para remate, acortó el plazo de desembarque y despacho en el Callao hasta hacerlos imposibles. Esta guerra aduanera conducía a dejar a Chile sin azúcar ni mercado exterior de trigo e indujo al Gobierno de Prieto a buscar el intercambio con el Brasil. Como consecuencia, en 1833 el Plenipotenciario Zañartu abandonó Lima y en 1835 se firmó con el Perú un tratado de amistad y comercio que no tenía — a juicio de Portales— otro objeto que dar tiempo al enemigo para completar sus aprestos bélicos. Sólo él vio claramente te la realidad de esos días. Opinaba que la Confederación iba a la guerra de todas maneras, porque el mestizo Santa Cruz quería a todo trance la restauración del Virreinato, sometiendo a Chile, Ecuador y el norte argentino, y no toleraba además que el mísero Chile, hasta ayer dependiente del Perú, se levantara ahora como el campeón del comercio en el Pacífico, con Valparaíso convertido en competidor del Callao y con su marina mercante penetrando en Centroamérica, Polinesia y Australia. Y ni una cosa ni otra, el predominio en el mar y la soberanía de su patria, iban a perderse mientras Portales tuviera las riendas del poder en sus manos.

Por eso su primera medida al retornar al Ministerio fue pedir a su colega de Hacienda, Tocornal, el financiamiento de una escuadra que debía componerse de dos fragatas, dos corbetas, un bergantín y una goleta. El Congreso aprobó el gasto, pero no había tiempo de comprar o mandar construir los buques…Entonces la imaginación sobreexcitada del Ministro concibió el proyecto sin precedentes, tachado de inaudito y de loco, de apoderarse de la escuadra de Santa Cruz por sorpresa para atacarlo con ella antes que él atacara.

Inaudito y loco, evidentemente; pero a su juicio no había otro recurso de salvación frente a un enemigo cuatro veces más fuerte y dirigido por el más ambicioso caudillo y solapado intrigante que hubiérase visto en América. Lo peligroso en él era su extraordinaria inteligencia, rayana en el genio, que le había permitido organizar y disciplinar la olla de grillos de Bolivia hasta capacitarla para dominar al Perú y conquistar los parabienes de Francia e Inglaterra el día en que declaró establecida la Confederación.

Cuando el Ministro dio la voz de alarma, vivía refugiada en Quillota la viuda de Salaverry, el general peruano mandado fusilar por Santa Cruz, y su luto era como una advertencia del peligro que acechaba a los chilenos. Por otro lado, el general Freire seguía conspirando contra Prieto desde Lima, ahora con el estímulo desembozado de la Confederación, en tanto que el espionaje boliviano en Santiago era dirigido casi sin disimulo por el agente diplomático Manuel de la Cruz Méndez. Sus sutiles intrigas minaban el Ejército con la connivencia de los cesantes de Lircay, difundiendo la idea venenosa de que Portales pretendía sustituirlo por la Guardia Cívica. A un hombre de toda la confianza del Ministro, el coronel Vidaurre, lograron meterle en cabeza que Su Señoría buscaba la guerra con la Confederación para aniquilar a los militares y perpetuarse en el mando.

Con todas estas evidencias, los consejeros de Prieto seguían creyendo en la buena fe de Santa Cruz y considerando descabellados los planes belicistas dé Portales. Fue menester que el Cónsul en Lima, Lava le, comunicara los aprestos y la salida de Freire para Chile con dos buques armados y financiados por la Confederación, para que en Santiago abrieran por fin los ojos. La información, traída por una goleta expresamente fletada, revelaba que Freire y un centenar de chilenos se dirigían a Chiloé en el bergantín Orbegoso, de cuatro cañones, y la fragata Monteagudo, de doce, llevando en bodega veintitrés cajones de fusiles y carabinas, proyectiles de artillería, pertrechos menores y dinero para organizar una sublevación y dar comienzo a la guerra civil.

Apenas salida la expedición del Callao, Santa Cruz envió a su diplomático en Santiago una nota calculada para ser interceptada —como lo fue—- en la cual "desaprobaba altamente" la conducta de Freire, "como desaprobaré siempre lo que propenda a turbar el orden de los Estados americanos". Tal era la doblez y la astucia del enemigo que Chile se había echado encima.

Pero la jugada no engañó a Prieto, y Portales, el visionario, quedó dueño y señor de la política exterior del país. Nunca tuvo tanto poder y prestigio como en esos días cruciales en que la clase dirigente volvió sus ojos hacia él y el Presidente parece haberle dicho: Haga lo que quiera. Ahora sería lo que una vez ofreció ser: el Ministro Salteador; y su duelo con Santa Cruz iba a decidir la suerte de cinco países.

La "empresa criminal de Freire" — así la llamó O'Higgins— salvó a la patria de convertirse en provincia de un imperio. Sin sospecharlo, el eterno conspirador antiportaliano venía a servir los fines de Portales; a tal punto es cierto que los actos de los hombres obedecen a designios providenciales, y lo más profundo en metafísica es que nadie sabe para quién trabaja.

A la altura de Valparaíso se amotinó la tripulación chilena de la Monteagudo para entregarla a las autoridades. Siete días después este buque salió a dar caza al Orbegoso, que ya se había apoderado de Ancud, lugar en donde Freire cayó con sus cómplices cuando festejaba la efímera victoria.

El enardecido Portales no espero el resultado de esa operación naval. El mismo día del zarpe de la Monteagudo despachaba con destino al Callao al bergantín Aquiles y la goleta Colo-Colo, que hasta la víspera constituían toda la marina de guerra de Chile. A cargo de la misión iba el coronel Victorino Garrido, un español de rompe y raja, y como comandante del Aquiles y de la dotación de asalto, el capitán Pedro Angulo, ave de presa en quien el Ministro había puesto su ojo certero. Objetivo de la incursión: quitarle sus buques a Santa Cruz.

Sin mediar declaración de hostilidades, Angulo se apoderó en un golpe nocturno de cuatro barcos que estaban, amarrados al pie de los fuertes del Callao. Echó a pique el que no le servía y sacó los tres restantes: la Santa Cruz, la Peruviana y el Arequipeño sin causar una muerte entre las tripulaciones. El propio Lord Cochrane, no hizo nunca nada igual, y en la historia de país alguno se registra un episodio semejante: arrebatarle media escuadra al enemigo para embotellarlo en sus puertos y luego atacarlo con sus propias naves.

Este zarpazo mortal sorprendió a Santa Cruz el día en que se homenajeaba a sí mismo con una brillante parada militar, y le dejó turulato, humillado y hundido en el ridículo. Su primera reacción fue meter a la cárcel al cónsul chileno, lo que equivalía a echar leña a la hoguera. Los nacionalistas peruanos bailaron de júbilo en las calles y congratularon a Victorino Garrido cuando éste desembarcó de uniforme para pasear por Lima y asistir al teatro…Después vendrían los cambios de notas, las negociaciones y el tratado de paz Garrido-Santa Cruz, que Portales desautorizó y tiró al canasto; lo que cuenta es que Chile señoreaba ahora en el mar con una flota de siete unidades (incluidas las dos quitadas a Freire), y este vuelco de repercusión continental había dejado sellada la suerte de la Confederación Perú-boliviana.

En rápida sucesión de medidas el Gobierno chileno apartó los escollos y personas que obstaculizaban el camino hacia el objetivo supremo. Hizo salir a Freiré desterrado a Australia, expulsó al diplomático De la Cruz -Méndez, obtuvo del Congreso facultades extraordinarias y declaró la guerra.

El orden riguroso de las finanzas, obra de Rengifo y Tocornal, iba a hacer posible un nuevo milagro: sostener la campaña con las entradas y recursos ordinarios del Estado.

Cierto que el Ejército expedicionario sólo contaría tres mil hombres, contra doce mil del enemigo; pero Portales nunca se detuvo a pensar en la inferioridad numérica, en la desventaja del clima ni en la eventual defección de la recluta peruana que esperaba reunir. Su decisión era a prueba de consideraciones negativas, a prueba de dudas, porque se fundaba en el más trascendental de sus sueños políticos, claramente expresado en su carta al almirante Blanco Encalada: "La Confederación debe desaparecer del escenario de América, y nosotros los chilenos debemos dominar para siempre en el Pacífico".

§ 13
En Quillota cae el ilustre varón

A lo largo de su carrera ministerial, Portales se caracteriza por la rara habilidad, tal vez intuitiva, con que escogió a sus grandes ejecutivos. La mayoría fueron hallazgos suyos, talentos hasta entonces ocultos que él detectó y aprovechó con resultado asombroso. Confió el mando del Ejército al apacible general Prieto, y éste dio en Lircay una batalla digna de Napoleón. De Rengifo y Tocornal hizo dos Ministros de Estado que ilustran la historia de la República. En el joven Manuel Montt, de veinte años, adivinó "algo" y lo inició dándole un puesto de amanuense. Sacó del anonimato a Andrés Bello, futuro fundador de la Universidad y redactor del Código Civil. Para llevar a cabo la fabulosa captura de la escuadrilla peruana eligió al capitán Angulo, antiguo oficial mercante que vegetaba en la Capitanía del puerto de Valparaíso. Era infalible: encontraba para cada destino al colaborador preciso. Desde que concibió la más audaz de sus empresas, la guerra preventiva contra la Confederación Perú-boliviana, pensó en José Antonio Vidaurre para el nombramiento clave de jefe del Estado Mayor de la expedición. Con este fin aceleró su ascenso en el regimiento Maipo, y a los treinta y cinco años este coronel era envidiado por el grueso de sus colegas. En prenda de amistad (que Vidaurre no correspondía, pues jamás simpatizó con su favorecedor), el Ministro le hizo obsequio de una hermosa espada con empuñadura de plata. Como era de estatura más bien reducida y el arma le caía incómoda, el comandante se la endosó poco después a su hijastro, el turbulento y tabernario teniente Florín.

¿Se había equivocado esta vez el descubridor de hombres idóneos, eligiendo al que iba a sublevarse y hasta proporcionando el arma con que el asesino debía ultimarle? La historia escrita a lo notario dice que sí, que Portales cometió un error y Vidaurre una traición…

Pero ya es tiempo de que alguien se decida a examinar los hechos por debajo de la trama, para ver si esta tragedia no tuvo a lo mejor un sentido completamente distinto del que muestran las apariencias.

Un observador superficial habría recibido la impresión de que la guerra se preparaba bajo inmejorables augurios. El Día de la Virgen de 1836 entraba a Valparaíso el más lucido buque de la escuadra pe ruana, llamado precisamente Libertad, del que se habían apoderado sus oficiales, enemigos de la dominación boliviana, para entregarlo a la Armada chilena. Esta inesperada adquisición dejó a Blanco Encalada con ocho barcos de línea, suficientes para dominar en la ruta al Callao. Ya prácticamente sin fuerzas navales, Santa Cruz pensó invadir a Chile por tierra, cruzando el desierto; pero, falto de la audacia que sobraba a Portales, abandonó la idea, disculpándose en la escasez de agua, y optó por esperar el ataque repartiendo en lugares estratégicos su Ejército cuatro veces más numeroso. Su "carta de triunfo" era la soledad de Chile, porque Ecuador no entraba a la guerra, y en Argentina, el orgulloso Rosas había rehusado la alianza propuesta por el Gobierno de Santiago.

Acamparon en Las Tablas, cerca de Valparaíso, los regimientos Maipo y Valdivia, un escuadrón de cazadores y una columna de emigrados peruanos entre los que descollaba el general Castilla. Mientras Tocornal financiaba la expedición sin endeudar al Estado ni gravar a los particulares, Portales ordenaba que la recluta se hiciera entre solteros desocupados, o casados con la aprobación de sus esposas, y que todos fueran voluntarios, pues "no hay que afligir injustamente a ninguna madre ni a ninguna mujer de hombre honrado…"

Pero bajo las auspiciosas apariencias existía terreno movedizo. El dinero y las intrigas de los agentes de Santa Cruz habían dejado en marcha una conspiración que tenía por objeto impedir la campaña sobre el Perú mediante el asesinato del Presidente Prieto y su Ministro de Guerra. El primer atentado fue encargado al homicida prófugo Nicolás Cuevas, al que introdujeron en una casa de la calle Santo Domingo situada frente a la de don Antonio Garfias, donde a la fecha vivía Portales. Avisado a tiempo por un papel anónimo, Su Señoría sorprendió a Cuevas en persona secundado por una pareja de guardianes, le quitó las pistolas cargadas que ocultaba en su cuarto y lo hizo apresar. Vino después la tentativa de soborno al comandante de la escolta presidencial para capturar a Prieto y negociar su vida a cambio de que el general Bulnes desarmara el Ejército del sur; plan frustrado por la lealtad de Soto Aguilar, que entregó las dos bolsas de oro a Su Excelencia y denunció a los instigadores Hidalgo y Fontecilla. Portales, enemigo de las medidas draconianas, pensó que toda dureza era poca para castigar a los vendidos que amenazaban la estabilidad interna en momentos en que el país se jugaba su suerte. Del 2 de febrero de 1837 data su ley terrible de los Consejos de Guerra Permanentes, remachada por otra del 27 de marzo que fijaba la pena de muerte "dentro de veinticuatro horas", y sin apelación, para los conspiradores convictos.

Nadie creyó que podría llegarse a ese extremo, y consta en documentos que el Ministro era el que menos lo deseaba. Pero el complot de tres agricultores pipiolos para sublevar el batallón cívico de San Fernando y asesinar al intendente de Colchagua no dejó otra alternativa que aplicar la ley con todo su rigor; porque la menor señal de debilidad, en el punto adonde habían llegado las cosas, significaba abrir las compuertas del caos. Confesos los reos, señores Valenzuela, Barros y Arriagada, fueron pasados por las armas en la plaza de Curicó en medio del estremecido horror de los vecinos.

Sucedió lo inevitable en una sociedad inmadura: una marea de impopularidad comenzó a levantarse contra el Ministro. La guerra, cuya necesidad nunca fue bien comprendida, acabó por repugnar a todos como el capricho de un mandón empecinado. Extendióse el rumor de que no había expedición, que el Ejército sólo esperaba la orden de insurrección. Bulnes y Blanco Encalada advirtieron a Portales que Vidaurre tramaba en su contra; y Constanza Nordenflycht, la madre de sus hijos, Viajó desde Valparaíso para implorarle que extremara sus precauciones. . . Sordo a las voces de alarma, el Ministro seguía paseándose sin guardaespaldas, como corresponde a un valiente, y dando seguridades de la lealtad de su jefe de Estado Mayor. "Nunca dudo de mis amigos, como que estoy seguro de que no me traicionarán". Llegó a tal punto la insistencia de las denuncias, que por último interpeló a Vidaurre: "Comandante, me dicen que usted me hará revolución"; y obtuvo esta fría y clarísima respuesta: "Señor Ministro, cuando yo le haga revolución, Su Señoría será el primero en saberlo". Como Ministro de la Guerra no podía ignorar que Vidaurre gozaba fama de deliberante, que el regimiento Maipo se había sublevado en 1821 y amotinado en 1828; que Santiago Florín, en estado de ebriedad, se acriminó una vez en Concepción y otra en la Quiriquina; que era fanático partidario de Freire y llevaba al cinto la espada que don Diego obsequiara a Vidaurre.

¿Cómo explicarse de manera satisfactoria el drama inminente de Quillota y la tragedia de El Barón? Ningún historiador ha filosofado en torno a su enigma. ¿Cómo se entiende que Portales, el que olfateaba las conspiraciones desde lejos y las deshacía una tras otra a manotazos, no tomara ninguna medida en presencia de un motín anunciado a los cuatro vientos y cuyo propio gestor le había predicho? Una sospecha ha estado gritando desde 1837 sin que nadie le prestase oídos: ¿se metió el Ministro deliberadamente en la boca del lobo? ¿Buscó el sacrificio de su vida como único, recurso a su alcance para sacudir a ese pueblo indiferente y ciego, para encender con su martirio el patriotismo dormido y sacar adelante la guerra con que soñaba salvarlo...? Sospecha imposible de confirmar en este mundo, pero que seguirá dando voces eternas, porque sin ella todo cae en el absurdo. ¿Habrá sido don Diego Portales un espíritu sublime, un superhombre, un santo? ¿No puede una nación en pañales, en los confines de la tierra, haber producido semejante arquetipo universal, semejante argumento digno de la tragedia griega?

De ser así, no hubo error de parte del héroe al elegir al que encarnaría el papel de "traidor". Lo escogió con su clarividencia que no fallaba, como escogiera a todos los grandes personajes de su reparto: a Ovalle, a Prieto, Rengifo, Tocornal, Bello, Ángulo y Montt. Con la sola diferencia de que a José Antonio Vidaurre lo ofendió y desairó una y otra vez, al mismo tiempo que lo distinguía y ascendía, para provocar el resentimiento en su alma tortuosa. Así "preparado", Vidaurre llegó a detestarle y disfrazó su odio y su conspiración con la excusa de que la expedición al Perú tenía, por objeto destruir el Ejército para afirmar a un déspota en el poder.

Todo estaba cuidadosamente dispuesto; ¡ya podía levantarse el telón! Después de revistar la escuadra y el convoy de dieciséis transportes pertrechados, Su Señoría se dirigió al cantón de Quillota a pasar revista a los, mil quinientos hombres del Maipo. Viajaba en un birlocho de alquiler en compañía de su secretario Cavada y él coronel Necochea, y sin más escolta que los nueve húsares de Soto Aguilar. En Valparaíso, dos de sus amigos y el superior de la Merced habían tratado de disuadirle del paso suicida que iba a dar, Una leyenda lugareña refiere que un ángel se esforzaba en detener el cochecillo en el camino, mientras el diablo lo empujaba por la culata.

Al descender el Ministro en la desértica plaza de Quillota, frente a la puerta del gobernador, acudió Vidaurre a saludarle; y la nerviosidad del comandante llamó la atención de Necochea. Posteriormente se supo que estaba insomne y pasaba las noches dando vueltas en la cama y suspirando como un desesperado. Igual desazón mostraban al día siguiente los Oficiales del regimiento al dar comienzo a la parada. Dos o tres veces equivocaron las voces de mando a unos soldados de instrucción descuidada y a los que se había asegurado que no irían a la guerra. El plan consistía en simular que era la oficialidad la que se sublevaba, para en seguida presentar al comandante el "hecho consumado" a fin de hacerle aparecer ante el Ministro como "sometiéndose a la voluntad de la mayoría. . ." Así se hizo, y en una de sus defectuosas evoluciones, dos de las compañías encerraron, sorpresivamente a la víctima y sus acompañantes dentro de un cerco de fusiles con bayoneta calada. Todo pasó en un minuto o menos. El capitán Narciso Carvallo sé adelantó diciendo con arrogancia: "Dese preso, porque así conviene a la República"; luego ordenó a los soldados retirar armas, explicándoles que debían - ser "generosos". En ese instante llegaba corriendo: el capitán Arriagada a la cabeza de su compañía, y con la precipitación de una escena mal ensayada apuntó sus pistolas al pecho de Portales. Desde el centro de a la plaza gritó entonces Vidaurre: "¿Qué tumulto es ése?" A la declaración del pronunciamiento, de que fue "portavoz" Carvallo, contestó el comandante: "Señores, estoy con ustedes. ¡Viva la República! ¡No más tiranos!" Y sin otro expediente, el Ministro y su comitiva fueron sacados de la plaza arreándoles con la punta de las bayonetas. El teniente coronel García intentó desbaratar el motín agrediendo a Vidaurre a sablazos, pero fue apresado y conducido a los calabozos preparados de antemano en la vecina Casa de Ejercicios.

Así se consumó el motín porfiadamente provocado por Portales y atolondradamente tramado por Vidaurre, que fue incapaz de darle ramificaciones y lo dejó reducido a cuartelazo local condenado a frustrarse. El ilustre prisionero pudo habérselo hecho notar, pues sabía que el Maipo estaba solo en su aventura, que tenía diez proyectiles por hombre, nada más que diez, y que en el enfrentamiento inevitable iba a ser aplastado por los otros regimientos y por la milicia cívica. Pero nada dijo, y con resignación y dignidad que ningún historiador ha analizado, se dejó remachar la barra de grillos. Ni un grito, aplauso o llanto se oyó en las calles del pueblecillo cuando se lo llevaron en el birlocho por el camino del puerto. En la parada de Tabolango, donde comió al cabo de veinticuatro horas de hambre, Vidaurre le ordenó escribir a Blanco Encalada invitándole a rendirse en aras de la paz. Como el caído vacilase, Florín (¡recientemente ascendido por él a capitán!) le amenazó: "Si no escribe, se le darán cuatro tiros. Hace tiempo que debíamos haberlo fusilado". Portales contestó: "En nada estimo mi vida…"; y redactó la carta al almirante y al gobernador militar de Valparaíso, a sabiendas de que no rendirían la plaza.

El descabellado motín se fundaba en la idea de extorsionar al Gobierno amenazando con la muerte del Ministro si el resto de las fuerzas no se plegaba a la sublevación. Vidaurre era incapaz de cometer el crimen más atroz de la historia nacional; pero llegado el caso, tenía para eso a Florín, al que bastaría entregarle la custodia del preso para que éste fuera sacrificado. En el proceso declara Florín que su jefe y padrastro le dio esa orden precisa; ¿pero cómo creerle al autor de dos homicidios impunes y borracho consuetudinario, que iba casi cayéndose del caballo? Vidaurre no necesitaba darle orden alguna, y la prueba es que Florín ofreció disparar sobre el Ministro en Tabolango, antes de reemplazar al oficial que iba custodiándole.

El dispositivo mortal funcionó automáticamente a partir de la parada en Viña del Mar, donde Vidaurre supo que Valparaíso lo esperaba en pie de guerra. Ya no cabía la negociación, y Portales sobraba. Todavía más: si vivía, el muerto sería él, Vidaurre, con seguridad absoluta, mientras que si moría el Ministro le quedaba la esperanza de sobrevivir porque sólo Portales era capaz de mandar al patíbulo a un coronel. Entonces dio la orden de que Florín relevara al capitán Díaz en la custodia del prisionero. Nadie más que Florín era hombre de hacer lo que hizo; de ahí lo acertado de su elección por Vidaurre y lo acertado de la elección de Vidaurre por Portales.

Nadie sino Florín podía hacerlo bajarse del birlocho en el alto de El Barón, sin siquiera quitarle los grillos, al sentir el tiroteo del combate nocturno de Valparaíso, para proceder a su fusilamiento. Previamente mandó matar a Cavada por el solo hecho de intentar huir, y a Necochea lo dejó vivo para que oyera su declaración de que fusilaba al Ministro por orden expresa de Vidaurre. Como los seis soldados se resistieran a disparar, Florín tuvo que repetir dos veces la orden de fuego. Producido el contagio sanguinario, llovieron las balas sobre el rostro y luego sobre el cuerpo del caído, y en esa masa convulsa de la que escapaban gemidos y gritos se ensañaron las bayonetas hiriéndole treinta y cinco veces; y por último el oficial ebrio de vino y sangre le asestó la estocada de remate con la espada que la víctima le había proporcionado por conducto indirecto.

Se confundieron las detonaciones del crimen con las descargas cerradas y los cañonazos de la escuadra en la caja de resonancia de la quebrada de El Barón. Dantesca batalla en tinieblas donde el regimiento amotinado peleaba casi sin municiones y que acabó con su desbande y aniquilamiento.

En un recodo del camino quedaba el mártir de cuarenta y cuatro años, acribillado y desangrado, pero ahora más poderoso que nunca. Era la Guardia Cívica de Valparaíso, creada por él, la que había decidido la victoria de las fuerzas leales de Blanco Encalada. Y fue la rígida justicia militar portaliana la que castigaría a los reos con su escarmiento memorable: ocho penas capitales cumplidas en la plaza de Orrego en presencia del pueblo. El cadáver de Florín fue descuartizado a hachazos y la cabeza de Vidaurre cortada para ser exhibida en la plaza de Quillota ensartada en una pica.

Estos dos desdichados, a los que todos llamaron felones, asesinos y traidores a la patria, ¿qué es lo que habían hecho en realidad? Si la historia es algo más que un libro de actas, hay que usarla para sacar conclusiones y trasladarlas al plano filosófico. Creyendo derribar el régimen de Portales, Vidaurre y Florín lo reafirmaron, porque la ciudadanía volvió sus ojos hacia el Presidente Prieto, temblando de miedo ante el peligro de que renaciera la anarquía, y dispuestos todos a apoyar a su Gobierno sin fijarse en diferencias ideológicas. Creyendo que paralizarían la expedición al Perú, Vidaurre y su secuaz diéronle un formidable impulso cuando quedó comprobado que el motín y el asesinato eran obra de las intrigas y sobornos de Santa Cruz. Ardió entonces la llama del patriotismo, ésa que el propio Ministro no había conseguido atizar en vida, y el pueblo, la aristocracia, los soldados, los marinos y los reclutas coincidieron en su impaciencia por atacar en seguida para destruir al que pretendía avasallarles desde suelo extraño.

Si Portales marchó conscientemente al sacrificio con ese fin —porque veía que la empresa dejaba frío al país e iba al fracaso— quiere decir que Florín y su jefe sirvieron con eficiencia portentosa a los planes del hombre que odiaban. Lo salvaron de un más que probable eclipse político e histórico al conferirle la fuerza sobrehumana y eterna que se deriva del martirio. En una palabra, construyeron el pedestal de su estatua y fueron los inconscientes estrategas de la guerra que Portales ganó desde ultratumba. Porque en última instancia, a ellos se deben las aplastantes victorias del general Bulnes en Guías, Buin y Yungay y el derrumbe y fuga de Santa Cruz, ese otro gran artífice indirecto de la unidad y el orgullo nacional de los chilenos.

§ 14
Angulo

A medida que vaya adentrándose en esta crónica, se preguntará el lector por qué don Pedro Ángulo ocupa sólo unas líneas en la historia naval de Chile y cómo es posible que ni una torpedera lleve su nombre… Nadie sabe dar razón, y persiste el hecho asombroso de que el más original de nuestros marinos de presa, ejecutor de una hazaña sin paralelo en el mundo, sea un solemne desconocido. Las pruebas documentales existen y el retrato del personaje está a la vista en el Museo Histórico Nacional. De haber hecho para Inglaterra lo que hizo para Chile, su hoja de servicios se enseñaría a los cadetes de la Royal Navy como ejemplo de habilidad y coraje en "misiones imposibles". Encina, único historiador general que le hace justicia, atribuye su semi anonimato a "la falta de lustre social" y a "la repulsión invencible de la aristocracia castellano-vasca por toda aptitud superior…"; explicación que no aclara en un décimo el misterio de esta obscuridad contemporánea y de esta postergación póstuma.

En los días en que el ojo de Portales se posó en él, Pedro Angulo Novoa ocupaba el cargo de Capitán de Puerto de Valparaíso. Servía este puesto desde 1831 y por expresa decisión del Ministro, quien al remitirle el nombramiento le escribió expresándole: “siendo Ud. de los mejores empleados en los destinos públicos, he tenido a bien mandar extender el despacho que incluyo para que haciendo tomar razón de él en la Comandancia y Comisaría de Marina, lo mantenga en su poder como debe ser. Dios guarde a Vd. muchos años. — Diego Portales".

Era Angulo un hombre de expresión tranquila pero enérgica, según lo muestra el retrato, de rostro agradable con patillas sanmartinescas, y por lo que alcanza a verse, debió poseer una ancha y fuerte con textura. Hijo de un naviero, de Concepción, sirvió en sus barcos como piloto y capitán. Al organizarse la Escuadra Libertadora, Lord Cochrane le confió el mando del transporte Hércules. En la costa peruana fue capturado por un corsario realista que lo envió prisionero a las casamatas del Callao. Permaneció allí hasta las postrimerías de la guerra de la Independencia y sólo le sacaron del encierro para embarcarlo con el contingente de presos que el Virrey ordenó remitir a España en los últimos barcos que habían escapado de la persecución de los patriotas. La flotilla aportó en la isla Guam, archipiélago de los Ladrones, para hacer agua. La noche misma del arribo, Angulo intentó adueñarse del buque-cárcel Clarington para huir en él. Descubierto en sus planes, le prendió fuego, obligando a la tripulación a abandonarlo. A raíz del atentado lo trasladaron al Aquiles pero cuatro días más tarde consiguió burlar la vigilancia para repetir la tentativa. Por un descuido inverosímil habían dejado el armero abierto. El conspirador tenía comprometidos a cinco de sus coterráneos, a dos peruanos, dos colombianos y dos españoles, Al filo de la medianoche se apoderaron por sorpresa de pistolas y machetes, y en un santiamén redujeron a la dotación, de capitán a paje, sin causarle otro daño que el susto y ligeras contusiones. Después de desembarcarla en los botes, el Aquiles emprendió la fuga amparado por las sombras. Era un dos-palos de trescientas cuarentas toneladas y veinte cañones; "un hermoso bergantín" al decir del doctor Page, que lo vio meciéndose al pie del Cerro Alegre. Su impávido captor lo condujo hasta los 36 Norte y desde allí puso proa hacia la Alta California. El casco hacía agua y un ventarrón huracanado le rifó parte del velamen. Con cuarenta y seis días de travesía arribaron a Santa Bárbara para reponer los víveres agotados; pero la ambigua actitud del gobernador mexicano les indujo a alejarse a toda vela con rumbo al sur. Ahora padecieron hambre y sed, comiendo restos de carne rancia y peces voladores y bebiendo agua lluvia recogida en trozos de lona. En otros cuarenta y siete días, sufriendo los síntomas del escorbuto, llegaron a Valparaíso. El Aquiles entró a puerto luciendo un improvisado pabellón nacional y Pedro Angulo entregó la presa a las autoridades, "deseoso", escribió, "de dar al público un testimonio de mi adhesión a la gran causa de América".

Fue él recuerdo de este incomparable episodio lo qué movió a Portales a distinguir al intrépido oficial, sacándole de la obscuridad del olvido en 1831 y confiándole el rol estelar con que iba a culminar su carrera en 1836.

Uno de los raros papeles de Angulo que se conservan, el que escribiera a su benefactor a raíz del nombramiento en la Capitanía, pone al trasluz su ardiente amor a la patria y su ansia de darle gloria en no importaba qué lugar o circunstancia. "El nombre de Chile", dice, "es para mí una palabra mágica que promueve en mi pecho todas las ideas generosas, que me hace arrostrar los peligros en cualquier punto del globo, en las playas del Perú como en los remotos mares que circundan las islas Marianas, en la península de California como en el puerto de Valparaíso".

Once años después de su captura en Guam, el Aquiles continuaba en servicio activo, exhibiendo la insignia de una "fuerza naval" que compartía con la destartalada goleta Colo-Colo. Y desde hacía cinco años el comandante Angulo vegetaba en su puesto de tierra firme, seguramente anheloso como un gavilán al que hubiesen amarrado las alas y las garras… Lo que menos pudo esperar es que le sacarían de esa jaula burocrática para soltarlo a volar en la incursión más audaz que hubieran visto estos mares.

La empresa que iba a encomendarle Portales determinó que el Ministro fuera tildado de loco por los ponderados consejeros del Presidente Prieto. Portales sostenía que el Protector Santa Cruz proyectaba invadir a Chile para anexarlo a la Confederación Perú-boliviana; con el objeto de impedirlo había que adelantarse invadiendo el Perú; y como Chile carecía adelantarse invadiendo el Perú; y como Chile carecía de poder naval, era menester apoderarse previamente de la escuadra confederada. Vale decir exclamaban los consejeros un plan sin pies ni cabeza y humanamente irrealizable…Pero como Su Señoría les daba a elegir entre dejarle hacer o aceptarla dimisión de sus tres carteras ministeriales—-y ausente Portales no había quién contuviera la anarquía- el Consejo de Estado se resignó a patrocinar esa aventura temeraria en la que el país se jugaría su suerte.

Para apreciarla en lo que vale, recordemos que la población conjunta de Bolivia y Perú triplicaba a la de Chile, en tanto que el ejército confederado era cuatro veces mayor y la escuadra del Callao sumaba quince buques contra dos de Valparaíso…Utilizando este par de cascarillas pretendía don Diego Portales recuperar el dominio del Pacífico Sur conquistado por O'Higgins. Con sobrada razón habían hecho mofa de sus planes; pero él pensaba con la clarividencia del genio y sabía que Santa Cruz no esperaba semejante zarpazo e iba a pillarlo absolutamente desprevenido. Las relaciones con Lima presagiaban un conflicto armado que los demás estadistas no eran capaces de prever ni de prevenir. El país estaba minado por el espionaje boliviano, la Confederación negábase a can celar las deudas de la Independencia, hostilizaba el comercio chileno, celosa del predominio mercantil de Valparaíso, y alistaba a toda prisa el ejército más poderoso del continente. Con todo, el astuto enemigo concebiría cualquier jugada menos la que le estaban preparando.

En julio de 1836 Portales ordenó a Ángulo pertrechar goleta y bergantín y designó como jefe de la expedición al coronel Victorino Garrido. Era éste un español retinto y de barba salvaje, que no sabía sino andar a empellones. Su misión, dicho en lenguaje sencillo, consistía en ir a buscar camorra, y la de su subordinado, en traerse todos los buques que fuera posible quitar al enemigo.

Los que aún se resistían a creer en los propósitos imperialistas de Santa Cruz, cambiaron de parecer cuando dos fragatas peruanas aparecieron en aguas chilenas. Traían a su bordo a don Ramón Freire y sus secuaces políticos y militares, conduciendo armamento y caudales facilitados por misteriosos financistas limeños con el fin de fomentar en Chile un golpe revolucionario. Sólo entonces la opinión pública abrió los ojos. En las cercanías de Valparaíso se amotinó la marinería de la Monteagudo para entregarla precisamente al Aquiles, a cuyo mando estaba ya el impaciente Angulo. Horas después se hacía de nuevo a la mar, con tripulación nacional, para dar caza al Orbegoso y a Freiré. La marina de Portales tenía ahora tres barcos; una semana después tendría cuatro.

Junto con zarpar la Monteagudo para Chiloé, partieron Garrido y Angulo con destino al Perú. Fue todo tan rápido y sigiloso que nada llegó a conocimiento de los espías confederados.

A las 9 horas del 21 de agosto el Aquiles entró al Callao y saludó la plaza con las salvas de rigor. Contestaron los fuertes, cuyo comandante era el general chileno Oscar Herrera. Mirando con los catalejos, Angulo observó cuatro buques de guerra fondeados al abrigo de las baterías. Eran la corbeta, Santa Cruz, el bergantín Arequipeño y las goletas Peruviana y Congreso. Inmediatamente Garrido desembarcó para entrevistarse con Herrera en visita protocolar. Supo que don Andrés de Santa Cruz preparaba para el día siguiente una parada militar, a la que seguiría una recepción de gala en palacio. Averiguó también que la escuadrilla estaba a medio tripular y la goleta Congreso hallábase en reparaciones. Terminó la entrevista sin que Herrera lograra entender a qué había ido Garrido al Perú. El uniforme chileno del coronel llamó la atención de los transeúntes y uno o dos le susurraron al pasar: "¿Cuándo vienen a librarnos de los bolivianos?"

A las 12 en punto de la noche Ángulo echó al agua cinco botes, distribuyendo en sus bancadas y bordas das ochenta individuos armados de machetes de abordaje y garrotes. No llevaban armas de fuego, pues debían evitar la alarma de los centinelas nocturnos de la fortaleza. De otra parte, las instrucciones escritas de Portales recomendaban: "Respetar las vidas y propiedades de las dotaciones peruanas".

Bogaron sin prisa, buscando en la obscuridad el sobresaliente edificio del Arsenal Protegida por su artillería estaba la Santa Cruz, el buque insignia armado de doce cañones y tripulado por cuarenta y tantos hombres. Conduciendo a los suyos en persona, el comandante Angulo se trepó a pulso por las cadenas de fondeo, y una vez invadida la cubierta mandó atrancar las puertas del castillo y camarotes. Simultáneamente sus marineros viraban las anclas, y mitad a vela y mitad remolcada por los botes, la corbeta se deslizó hacia afuera de la bahía. Arrancada a su sueño por los golpes de martillo en las puertas, la tripulación no tuvo más que resignarse ante el hecho con sumado y quedóse quieta en sus encierros. A la una de la madrugada los cinco botes abordaron el Arequipeño, de nueve cañones y treinta y cuatro hombres que dormían a pierna suelta. Cuando éstos despertaron, el bergantín ya iba navegando para reunirse con el Aquiles y la Santa Cruz, y tampoco hubo esta vez amago de resistencia.

Capturar y sacar la Peruviana, que estaba amarra da a los pies del Arsenal, fue más fácil todavía, pues no había alma viviente a bordo. Y en cuanto al desmantelado Congreso, todo se redujo a abrirle las válvulas para echarlo a pique.

Muertos, ninguno. Heridos, ninguno. Sin gasto de un gramo de pólvora había cambiado el cuadro estratégico del Pacífico Sur, a las 3 de la mañana del 22 de agosto de 1836. Ahora Portales tenía siete piezas en el tablero y Santa Cruz nueve. Ya no estaba expedita la vía de Chile por el mar, y en cambio que daba posibilitada la invasión libertadora del Perú por los chilenos.

Al salir el sol apareció el apostadero naval vacío. La Peruviana, el Arequipeño y la Santa Cruz permanecían agrupados alrededor del Aquiles y fuera del alcance del fuego de los fuertes. A través de los anteojos se divisaba el humillo de las cocinas de a bordo en el acto de preparar los desayunos.

A las 9 llegaba a Lima un jinete militar del Callao que entró al palacio del Protector gritando: "¡Se robaron la escuadra. . .!" Santa Cruz y sus Ministros, allí reunidos para dirigirse a la parada, fueron actores de una escena de gritos, puñetazos en las mesas y mutuas recriminaciones por una falta de que todos eran culpables: mantener los barcos sin guardia nocturna en tiempo de tensión exterior y en presencia de una nave sospechosa. La Confederación acababa de sufrir su primera derrota y tendría que afrontar el ridículo el mismo día en que iba a ser proclamada con actos oficiales ante el Cuerpo Diplomático.

En su furor, el pequeño y teatral Santa Cruz sólo atinó a ordenar el arresto del señor Lavalle, Encargado de Negocios del país "agresor". Lloviendo sobre mojado, llegó la nota humillante de Garrido en que ni siquiera se nombraba a la Confederación para no re conocer su existencia: "La inexplicable conducta del Gobierno peruano ha obligado al mío a tomar por su propia defensa las medidas de que US tendrá noticia por otros conductos. La intención del Gobierno de Chile es retener los buques como una prenda de las disposiciones pacíficas de la República peruana, y con la mira, quizá, de devolverlos en el momento en que se le den suficientes garantías de paz…"

La intervención apaciguadora de O'Higgins, que llegó a palacio apoyado en su bastón de anciano, convenció al Protector de la conveniencia de soltar a Lavalle… Pero la sola idea de encarcelarle había sido una osadía que Portales no iba a perdonar; como tampoco perdonaría a Garrido el traspié de firmar con Santa Cruz, a bordo de un buque neutral, el tratado de tregua y relaciones comerciales con que el boliviano consiguió ablandar al español. El tratado iría al canasto y el coronel a su casa. Diez días después la escuadrilla se alejó embanderada con sus nuevos colores y mandados los navíos capturados por sus flamantes capitanes: Domingo Salamanca ( Santa Cruz), Pedro T. Martínez (Arequipeño) y Rafael Soto Aguilar (Peruviana). Cuando arribaron a Valparaíso para reunirse con la Monteagudo y la Orbegoso…, la gente aglomerada en la ribera y en los botes fleteros atestiguó el toque final de humorismo de la triple conquista: en la proa de cada barco venía atada una escoba, como señal de haberse barrido el mar. Sin variar el distingo que hacía entre Bolivia y Perú, el Ministro ordenó que las banderas peruanas fueran repuestas "hasta que el Gobierno disponga otra cosa". Tal es el episodio que nuestros historiadores clásicos cuentan como al pasar y que Vicuña Mackenna califica de "odioso". La captura naval más limpia y perfecta en cualquier época y país, no les dice mucho ni poco. Y peor es todavía la incapacidad para valorar su trascendencia histórica. Basta una pizca de imaginación para darse cuenta de que Angulo es el hombre que hizo posible desbaratar el sueño imperialista de Santa Cruz. Concretamente, la guerra preventiva de Portales era irrealizable sin la escuadra que el oscuro oficial ayudó a completar sin gasto ni sangre. Su mérito es el de un estratega providencial que en la primera escaramuza paraliza al enemigo y deja allanado el camino de la victoria. Si fuésemos a medirlo por los frutos de su obra, no habría más remedio que revisar la historia nacional para colocarle en la línea de honor de sus héroes decisivos.

Héroe anfibio, por añadidura, porque el desconocido Pedro Angulo fue el ayudante de campo de Blanco Encalada en El Barón, y en ese combate librado en tinieblas dióse el lujo de abatir de un pistoletazo a Arrisaga, el militar amotinado que en Quillota intimara rendición al Ministro Portales.

Querrán saber todos, ahora, cómo fue su desempeño en la guerra cuyo resultado decidió él mismo…Pero aquí viene el broche inconcebible de su carrera: el ave de presa del Callao, del Barón y de Guam no interviene en la Expedición Restauradora del Perú.

¿Por qué? No se sabe. La hoja de servicios lo pasa por alto y sus cartas y papeles personales se perdieron.

Sólo consta que entregó el mando del Aquiles a Roberto Simpson, para volver a sentarse en la oficina de la Capitanía del puerto de Valparaíso. En su retrato luce tres medallas, pero nunca pasó más arriba del grado de capitán de fragata que llevaba al cumplir su mejor hazaña.

§ 15
En los días del peso de la noche

El período portaliano es abundante en noticias suministradas por viajeros extranjeros. Este aporte es precioso para la historia de un país entonces desconocido y que era raramente visitado por escritores. Y de otro lado, el testimonio del observador foráneo es insubstituible por la limpieza de la mirada desprejuiciada y por el relieve extraordinario que el con traste imprime al país exótico puesto en comparación con el del visitante. Desde la Graham hasta Treutler, estos cronistas de paso han sido la más generosa fuente de anécdotas y datos curiosos de que podamos servirnos en la recreación del pasado. Tres de ellos parecen concertados para iluminar el panorama de la vida chilena en los días de Portales. Uno está recién traducido, otro permanece inédito; de manera que nadie hasta ahora pudo utilizar el arsenal informativo contenido en sus manuscritos. El autor inédito es Thomas Stokes Page, un joven cirujano de New Jersey que vino a ejercer en Chile y fue testigo de memorables acontecimientos. Su barco, el bergantín B. Mezick, arribó a Valparaíso rodeando el Cabo de Hornos con ochenta y cinco días desde Burdeos. Algo que no sorprendía a los chilenos quedó anotado en el Diario de Viaje del doctor: la reciedumbre de los cargadores semidesnudos, a los que vio echarse al hombro bultos de cien kilos durante la inhumana faena de diez horas diarias. Eran los hombres-grúa del Chile viejo, alimentados con leche al pie de la vaca, pescado fresco y porotos picantes. Uno de ellos cargó el enorme baúl con libros, instrumental y cama del médico y caminó dos cuadras hasta depositarlo en la Aduana.

Ciudad de treinta mil habitantes — de los cuales seis mil eran extranjeros— consistía Valparaíso en una calle angosta y una plaza que ocupaban todo el espacio llano entre la playa y la base de los cerros. Con su ojo penetrante, captó Page imágenes que nadie supo valorizar antes ni después; hecho doblemente encomiable en un relato escrito sólo "para instruir e interesar a mis hermanos y hermanas menores…" Muchos hablaron del viento de Valparaíso, pera sólo él se fijó en las enfermedades de la vista que causaban las polvaredas y en la cantidad de gente que se protegía de los surazos usando gafas verdes. Anotó que "la mitad de la población vive aparentemente a caballo". Observó las jaurías que asaltaban a los jinetes, a las rechinantes carretas ya las recuas de muías ocupadas en el acarreo del agua de las quebradas. Vio un pueblo risueño, pero también respetuoso, "que rara vez se dirige o pasa ante un caballero o señora sin descubrirse".

Dondequiera que mirase advertía la huella del ex gobernador Portales. Para reprimir el contrabando se prohibía que los botes se alejasen de la playa después de la puesta del sol, como tampoco podían los de a bordo venir a tierra. El anuncio de los serenos de la Colonia había sido reemplazado por un enérgico: "¡Viva Chile, las siete han dado!" Al hacerse de noche, los buques de guerra disparaban un cañonazo y arriaban su pabellón, lo que de inmediato imitaban las cuarenta naves al ancla en la bahía. Otra noticia exclusiva es que la explotación del camino a Santiago se remataba cada año a un concesionario que debía costear las reparaciones de la carreta a cambio de la percepción del peaje. Sus obreros eran los presos de la cárcel, que trabajaban vigilados por guardianes con bala en boca y eran recogidos en la noche en carros de rejas similares a los de los circos de fieras.

El Diario de Viaje de Page parece hoy un inventario de costumbres desaparecidas, como aquella de que los entierros sólo podían hacerse en horas nocturnas. Un reglamento precisaba que únicamente los viernes y sábados se permitía mendigar en las calles; y entonces el gremio tomaba su desquite pidiendo limosna a pie, en angarillas y (textual) ¡a caballo…! A la hora de la oración, al oírse las campanadas de las iglesias, peatones y jinetes se detenían, descubriéndose, para murmurar la plegaria de la tarde, y sólo' reanudaban la marcha al escuchar el último de los sones místicos.

Al escena costumbrista de mayor carácter se producía en la plaza de Orrego, al caer la noche, cuando los comerciantes abrían su feria al aire libre. Alumbradas con velas o farolillos, las mercancías eran expuestas en grandes canastos redondos; y hasta ahí llegaban las mujeres, de la plebeya a la señora visible, para regatear los precios de las telas, polvos, calzado y abalorios de ultramar. Curiosamente, la mujer elegante sólo se dejaba ver en la plaza y en la iglesia. Para salir adornaba su cabeza con un par de flores naturales y una enorme peineta española de cincuenta centímetros de alto. Si iba a los servicios religiosos se envolvía en su manto de brillante seda negra y se hacía llevar por un sirviente la estera o alfombra que desplegaba para arrodillarse. Esto ya lo sabíamos, pero el doctor Page añade que en los intervalos de la misa las devotas se sentaban en dicha alfombra con las piernas cruzadas a la usanza oriental…

Temblaba una vez por semana y entre dos temblores se supo que un motín militar había depuesto al Ministro Portales en Quillota, y que el sublevado coronel Vidaurre marchaba sobre el puerto. Page vio cómo Blanco Encalada organizaba él rechazo a toda prisa, poniendo las tropas en pie de combate y requisando los caballos, "excepto los de los médicos y cónsules". Esta caballería improvisada llenó pronto la plaza de Orrego en tanto que los soldados cívicos se alistaban en la calle tirando estocadas y mandobles.

Cuando los dos mil milicianos partieron al encuentro de Vidaurre, una larga columna de curiosos, mujeres y hasta niños salió en su seguimiento por él camino.

A las tres de la mañana el doctor divisó los fogonazos del bergantín de guerra Arequipeño y de los batallones que "sembraban su semilla dé muerte en la quebrada del Barón…"

Consumada la victoria gobiernista, el cirujano ofreció su concurso para socorrer a los heridos, Llegaban carretas cargadas con el armamento abandonado por los fugitivos y "en la bahía ondeaban, las banderas a medio mástil en señal de duelo por el padre de Chile, el infortunado Portales". Tocó a Page atender a un soldado leal que agonizaba sin soltar su fusil, y a otro que se paseaba con dos balas en el muslo. Pero su máxima contribución documental es la descripción de los restos de Portales como testigo ocular y como espectador de sus exequias. Algo hubieran dado Encina y Vicuña Mackenna -por conocer esa página exclusiva y macabra.

Le mostraron el desnudo cadáver del Ministro en su propia casa, situada "al fondo del Almendral", adonde lo condujeron después del asesinato perpetrado al empezar el combate. "Jamás", reza el Diario, "he presenciado un espectáculo tan horrible. Tenía como veinticinco heridas de bayoneta, tres de bala y una o más de sable. Todas en el pecho y ab domen, excepto una en la mano y otra de bala qué entró por la boca y pasó a través de la mejilla llevándose consigo todas las partes intermedias". Contaron al doctor que Portales había dicho a sus victimarios: "Malvados: yo moriré, pero mi sangre será vengada muy pronto, porque el país no podrá soportar vuestro crimen". Las honras fúnebres costaron seis mil pesos fuertes. En el cortejo iba el birlocho del Ministro, enlutado en negro y plata, El carro mortuorio había sido decorado por un comerciante norteamericano y estaba ostentosamente coronado con plumas de avestruz. Al frente del ataúd se veían colgados los grillos que cargó la víctima, y mientras avanzaba el enorme desfile hacia la iglesia Matriz, retumbaban las salvas de la fragata Libertad entre los aires lúgubres de las bandas militares. Con su último cañonazo el buque insignia izó el pabellón al tope y así lo hicieron las banderas de todas las naves, cuarteles y edificios oficiales.

Seguía temblando y entre dos remezones sacaron de un pontón a Vidaurre, Florín y seis de sus secuaces para fusilarlos públicamente en la plaza.

Las tropas cerraron el patíbulo por tres de sus y costados, dejándolo abierto hacia el mar para dar paso libre a las balas perdidas. Los condenados ocuparon los banquillos "tan tranquilos como si estuviesen sentados a la mesa". Vidaurre pidió que le quitaran la venda de los ojos, merced que no le fue con cedida. Los fusileros hicieron fuego desde tres pasos de distancia. Un proyectil desviado hirió de muerte a un caballo.

Él Diario de Viaje de T. S. Page es hoy propiedad del abogado Alberto Ibáñez Page, su bisnieto; y a la gentileza de este amigo debo mi acceso a la copia mecanografiada del texto original. Libro casi tan desaprovechado como el de Page es Poezdka chrez buenossaireskia pampy (Un viaje a través de las pampas de Buenos Aires), del ruso Platón Alexandrovich Chikhachev. Fundador más tarde de la Sociedad Geográfica Imperial de su país, este sabio recorrió las Américas influido por Humboldt; y de su relato nada sabía el lector común hasta que el erudito Patricio Estellé publicó el corto capítulo referente a Chile en el Boletín de la Academia Chilena de la Historia (segundo semestre de 1967). Tiene el privilegio de ser el primer testimonio de un súbdito del Zar en esta parte del mundo.

Leyendo a Platón Alexandrovich se admira la impresión que le produjo Santiago, adonde llegó a caballo después de recorrer las cien verstas que la separan de Valparaíso. Los huertos como alfombras verdes que rodeaban a la capital, la compostura de la gente y la tranquilidad política diéronle una visión de la obra organizadora que Portales había dejado en herencia a sus compatriotas. "Chile debe su prosperidad a su Gobierno, superior a todos los de Hispanoamérica, a sus leyes, que son fundamentales, y a su administración, que es la más honesta de todas las antiguas colonias españolas," "El orden subsiste en Chile con el consentimiento, la convicción personal y la vocación a la institucionalidad y por la aversión a la anarquía".

Chikhachev traía una carta de presentación dirigida "al Muy Excelentísimo señor Almirante de la Flota Chilena", residente en Santiago si hemos de creerle, y que no puede haber sido otro que don Manuel Blanco Encalada. Refiriéndose a él con zumba evidente, escribe: "Como no había ningún velero de cien cañones digno de ostentar la bandera, este segundo Nelson decidió, con el general beneplácito, desplegarla sobre la chimenea de su casa". ¿Por qué este pullazo? ¿Quizás el almirante no fue amable con él, o no accedió a recibirle?

Un tal coronel B. le condujo a la Alameda para mostrarle una "asamblea feliz de gente contenta"'. Se refiere al clásico paseo de la hora del fresco, y estos son los sorprendentes pormenores con que lo describe:

"La realmente hermosa Alameda es una graciosa miniatura del Prado de Madrid, alineada con espléndidos follajes y rodeada de lujuriante flora. Este paseo es lo sumo de lo elegante. Los jóvenes con ropas de muchos colores, pintorescas chaquetas, ponchos bordados en plata y sombreros de copa alta, se mueven por las avenidas con gracia andaluza; sus movimientos son suaves y graciosos a pesar de sus feas espuelas, algunas de las cuales son del tamaño del tope de sus sombreros, Pero las mujeres, ¡las mujeres! No hay mujer en el mundo más encantadora que la española nacida en cielos tropicales (sic). No son coquetas, pero el ardor y el encanto de su sangre criolla están en ellas en todo momento: vivaces ojos negros, tez marfileña, celestiales figuras dibujadas por mantillas suaves y transparentes…

Para proseguir su viaje a Mendoza había contratado Platón Alexandrovich un arriero cordillerano. Este individuo pasó a recogerle al hotel llevando una mula de carga, otra de silla y la indispensable madrina premunida de su campanilla colgada al cuello. Entre la ropa de la maleta puso el sabio unas cuantas piastras españolas, un compás, dos o tres libros y algunos termómetros; y al cinto se colocó las pistolas de chispa que le protegían durante los cuatros días y noches de la travesía de los Andes. La compadecida propietaria del hotel quiso desanimarle de emprender esa aventura de riesgos mortales, a la que hoy sólo podría lanzarse un contrabandista, o un fugitivo de la justicia. Le sirvió la última taza de chocolate y le dijo con lástima: "Lo siento mucho…; vaya con Dios".

Guiado por Antonio, el arriero, Chikhachev partió al trote de su mula, "y en diez minutos nos encontrábamos fuera de las puertas de Santiago".

Le pareció el valle del Maipo "una de las vistas más impresionantes de América", aunque en ese entonces se hallaba todavía casi deshabitado y sin más vegetación que los árboles y pastos naturales. Los que se preguntan por qué el pueblo de Puente Alto lleva este nombre, encontrarán la respuesta en el párrafo en que el viajero cuenta cómo salvó el río. Existía allí "un puente colgante hecho de cordeles y cueros", que describe como sigue:

"… muy similar a los puentes europeos de cable, con la diferencia de que este modelo se ha construido en tiempos inmemoriales y la gente que lo construyó nunca había estudiado geometría o mecánica de técnica europea. Nuestras mulas lo cruzaron sin tropiezo, aunque no dejó de inquietarnos su movimiento. Desde aquí la tierra se empieza a elevar y en algunos momentos pareciera que se pudiese tocar los Andes con la mano, aunque nos quedaban cuarenta horas de marcha…"

El arriero, un mocetón despreocupado, iba adelante cantando tonadillas y fumando su cigarrillo de hoja. Una manera de ser y de conducirse que con el tiempo habría de modificarse en el chileno popular y de la cual apenas si quedan vestigios. Después de cinco horas de viaje, Antonio se detuvo y anunció que era el momento de merendar y dormir una siesta. Desmontaron entre rocas y cactus y el guía "esparció sobre el suelo una singular comida que con toda su cortesía española me invitó a compartir… ¡Qué sorprendido estuve cuando pegué el primer mordisco! Sentí como si la garganta se me quemara," y la colación instantáneamente saltó fuera. La causa: un ají rojo entre el pan. Mi boca continuaba ardiendo y Antonio se reía a mandíbula batiente, diciéndome que todo estaba en regla y que no entendía el extraño paladar de los ingleses".

Un sueño de tres horas, tendidos sobre las mantas, y reanudaron la marcha adentrándose en la Cordillera. La mula madrina caminaba a la cabeza con el tintineo inmutable de su campanilla.

"Rápidamente", termina el relato, "comenzamos a remontarnos. Alrededor nuestro emergían las altas murallas de granito, y de tarde en tarde, arbustos, de un verde amarillento. Peñascos y rocas caían a veces en repentinas cascadas, obligando a las mulas a detenerse. Todo lo que nos rodeaba asumía un aspecto majestuoso y solemne…"

Casi en los mismos años de Chikhachev pasó por Santiago William Ruschenberger, cirujano norteamericano embarcado en el Falmouth y conocido como autor de Three years in the Pacific: libro imprescindible en la bibliografía extranjera sobre Chile.

Ruschenberger viajó desde Valparaíso en un birlocho y se apeó en la Plaza de Armas para hospedarse en la obscura y sucia Fonda Inglesa de William Milligan. Era éste un escocés abúlico, envuelto en una capa de piel de león, que pasaba su tiempo sentado ante la mesa de billar del hotelucho. Por la plaza desierta circulaban coches, carretas y jinetes levantando polvaredas en torno al céntrico pilón de agua. Encuadraban este yermo casas de un piso con techo de tejas y ventanas de fierro forjado. La Catedral seguía inconclusa después de sesenta años de trabajo esporádico. Cerca del Palacio de Gobierno y la Intendencia — únicos edificios sobresalientes estaba la cárcel, donde cada mañana se exhibían los cadáveres de gente apuñalada, con un platillo sobre el pecho, para reunir dinero con que pagar su sepultación.

La ciudad de cuarenta mil habitantes tenía pavimento de piedras de huevillo y sus aceras estaban cubiertas con losas. Por en medio de la calle corría la acequia colonial que se llevaba: las basuras y desperdicios de cocina del vecindario. Pensó Ruschenberger que ésta era la capital más limpia de América del Sur, aunque no la más dinámica. "Desde las dos de la tarde hasta la puesta del sol no se ve un alma en la Plaza; las tiendas cierran sus puertas y todo el mundo duerme la siesta. Como a eso de las seis vuelve otra vez la animación; se reabren las tiendas y la Plaza se llena de señoras qué hacen sus compras o que van o vuelven del paseo de la Alameda. Andan solas por la calle, con la cabeza descubierta, salvo cuando llevan una mantilla o alguna flor de jardín en el cabello..., y jamás se las ofende con palabras impertinentes".

Curioseando en el comercio detallista el viajero observó que no existían los negocios especializados: todos vendían de todo, desde comestibles y miriñaques hasta velas de sebo y libros. Sin embargo, buscó inútilmente el Quijote en los almacenes, paqueterías y boticas de la plaza y calles vecinas.

Esta sociedad poco inclinada a la lectura mostraba una decidida predilección por la música. En cada hogar pudiente había un piano presidiendo el salón, y Ruschenberger anotó que "las jóvenes tocan las composiciones de los mejores maestros alemanes e italianos, como ser: Mozart, Weber, Rossini y otros, con mucho gusto y buena ejecución". El naciente mundo musical santiaguino era fruto, de las actividades de la Sociedad Filarmónica, creada hacia 1826, que semanalmente ofrecía una función de música vocal y orquestal en que participaban señoras y caballeros; "también había baile y conversación, prohibiéndose los bailes nacionales…"

Aparte las diversiones hogareñas y sociales el capitalino de entonces no tenía más entretención que asistir al reñidero de gallos de la plazuela del Tajamar (actual Plaza Bello), y practicar o presenciar el juego de pelota española, que gustaba por igual al gañán y al pelucón. Podría agregarse — aunque era un deber— el ejercicio en las milicias cívicas, que creó Portales como disciplina de la juventud' y barrera de la anarquía. El propio Ministro mandó uno de estos regimientos, y como sabemos, fue la milicia civil la que decidió la derrota de Vidaurre en el combate del Barón.

Tal como hoy, el mayor atractivo de Santiago estaba en sus alrededores, y Ruschenberger no se arrepintió de haber aceptado el convite de "Don Vicente", senador y mayorazgo que poseía en Colina un fundo de cincuenta millas cuadradas. No sonaba aún la hora de la subdivisión de la tierra, y es interesan te ver cómo juzgó un norteamericano esa anacrónica institución colonial; "Estas grandes haciendas han sido un obstáculo para el progreso del país, porque la ley de España, para mantenerlas intactas, colocaba todos los bienes raíces en manos de unos pocos individuos, haciendo que se heredasen de padre a hijo ad infinitum. Por necesaria que sea la ley de mayorazgos en países monárquicos para mantener una aristocracia, no tiene razón de ser en una república, y, por consiguiente, hoy día el mayorazgo sólo existe en los casos de primogénitos nacidos antes de anularse dicha ley por el Congreso Nacional".

Vivían en el fundo de Don Vicente cuatrocientas familias (de dos mil quinientas a tres mil al mas)…Trabajando ciento veinte yuntas de bueyes roturando la tierra con arados no más modernos que los del tiempo del Imperio Romano; así y todo, la hacienda producía veinticinco mil dólares en trigo. Algún día se escribirá la novela de aquellos formidables y pintorescos magnates agrícolas del pasado. Aunque se hallaba a sólo siete leguas de Santiago, don Vicente asistía al Senado cuatro o cinco veces en el año. Su régimen de vida no era ni más ni menos que el de sus vecinos, tan poderosos y despreocupados como él. Se desayunaba a las diez, luego leía el Quijote en edición de lujo y jugaba al ajedrez con el cura de Colina. Almorzaba en mesa de dieciséis asientos, saboreando en servicio de plata trece guisos y cuatro postres, todo ello regado con vino, chicha y clarete. Después del almuerzo, que duraba dos horas, dormía la siesta y descansaba hasta las diez, para volver al comedor a cenar…Este pobrecillo inapetente le pareció a Ruschenberger "justo y caritativo para con los que de él dependían", añadiendo que le importaba un bledo el resto de sus semejantes. Ni siquiera leía la correspondencia de sus conocidos, y lo explicaba diciendo: "Mucho me alegra saber de su prosperidad; si son desgraciados, lo siento. ¿Qué más? ¿Para qué molestarme con sus cartas?" Y en cuanto a ir a su mansión de Santiago, o al Senado, decía: "¿Para qué? Tienen bastante sin mí.

La hospitalidad de los chilenos arrancó al viajero yanqui expresiones admirativas; pero el concepto que se formó de su carácter — bastante ceñido a la verdad— dista de ser halagador:

“Son inconstantes y sus afectos enteramente superficiales; sus sentimientos son inestables; se entusiasman con facilidad pero con igual veleidad vuelven a ponerse indiferentes."

§ 16
Bello, redactor de "El Araucano"

Tarea difícil es captar a pequeña escala al hombre desmesurado que por espacio de treinta y cinco años iluminó a Chile como un sol intelectual, dejando entre sus obras el Código Civil, la organización de la Cancillería, la depuración de la lengua castellana, el Derecho de Gentes y la fundación de la Universidad. Humanista, filósofo, jurisconsulto, cosmógrafo, poeta, profesor, senador, consejero de Estado, escritor, crítico literario y periodista, este ser polifacético — y brillante en todo lo que hacía— no se deja estudiar sino por partes, como estudiaríamos un archipiélago o un zodíaco, o tal vez a Goethe.

La herencia invaluable que de él recibimos no guarda relación verosímil con la debilidad de su envoltura material. Era su salud tan frágil que el sabio Humboldt, en Caracas, le creyó condenado a la tisis y recomendó a sus padres interrumpir sus estudios universitarios. No fue pues abogado diplomado el autor de nuestro Código Civil y coautor de la Constitución de 1833, como no fue profesor Sarmiento, fundador y director de la Escuela Normal de Preceptores, ni lo fue tampoco Barros Arana, rector y maestro de cuatro asignaturas en el Instituto Nacional…Pero retirar a Bello de la Universidad no implicaba alejarlo del estudio: aprendió el francés solo, en su casa, y llegó a dominarlo en tal forma que vino a convertirse en traductor acabado de Moliere y Lafontaine, como después lo sería de Racine y Víctor Hugo. Aspirante a un empleo en la secretaría del Gobierno venezolano, obtuvo el nombramiento presentando la pieza mejor redactada entre decenas de concursantes. Para desempeñarse en este puesto hubo de estudiar el inglés, sin más ayuda que un diccionario y una gramática, tal como hiciera con el francés; y fue su dominio de estas lenguas lo que le llevó a ocupar el cargo de secretario de la Legación de Colombia en Londres, y posteriormente el puesto similar en la de Chile, en vista de la mísera y esporádica paga que percibía en aquélla. Allí apreció sus dotes el Ministro Plenipotenciario Mariano Egaña, que andando el tiempo lo recomendó al Gobierno de Santiago como persona "de educación escogida y clásica, profundos conocimientos en literatura, posesión completa de las lenguas principales, antiguas y modernas, práctico en la diplomacia y un buen carácter a que da bastante realce la modestia". Cuando Bolívar supo que se venía — con tratado por el Presidente Francisco Antonio Pinto con dos mil pesos anuales— intentó hacerlo desistir escribiendo desde Quito a su Ministro en Londres: "...yo ruego á Vd. encarecidamente que no deje perderse a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía" (Chile). "Persuada Vd. a Bello de que lo menos malo que tiene América es Colombia…Su patria debe ser preferida a todas, y él, digno de ocupar un puesto muy importante en ella. Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío. Fue mi maestro cuando teníamos la misma edad (sic) y yo le amaba con respeto. Su esquivez nos ha tenido separados…y por lo mismo deseo reconciliarme, es decir, ganarlo para Colombia".

Tardío intento de recobrar a un hombre perdido para siempre por los desdenes y la tacañería de sus compatriotas.

Llegó a Valparaíso en el invierno de 1829, desembarcando del velero Grecian con su esposa británica Elizabeth Dunn y sus hijos, sin secretario ni sirvientes y con un equipaje de emigrante pobre y muchos baúles y cajones repletos de libros y manuscritos. Entre éstos, el de la Silva a la agricultura de la zona tórrida, poema compuesto en la neblina londinense y dictado por la nostalgia del terruño que no volvería a ver.

Venía a prestar servicios como Oficial Mayor (Subsecretario) del Ministerio de Relaciones Exteriores, cargo que ocuparía por cuatro lustros consecutivos; pero sus primeras contribuciones al país de adopción fueron como profesor de legislación y de literatura española en el Colegio de Santiago y como redactor de El Araucano, el periódico fundado por el Ministro Portales y al que ingresó como responsable de las secciones jurídica, literaria y científica.

Sus módicos sueldos no le permitieron el lujo de alquilar una casa; se instaló como pensionista de doña Eulogia Nieto de Lafinur, residente en la calle Santo Domingo, costado sur, casi esquina de Miraflores. Allí vivió por muchos años, y la cortedad de recursos de la familia, refiere don Paulino Alfonso, obligaba a Elizabeth Dunn de Bello a lavar con sus manos la ropa de su marido y de sus niños…Don Andrés Bello y López bordeaba ya la cincuentena, y al decir de su nieta Ana Luisa Prats, "su fisonomía era extremadamente armónica, suave y atrayente. Su cabeza, perfectamente conformada, su amplia y hermosa frente, la profunda e insinuante mirada de sus grandes ojos oscuros, todo el conjunto de su rostro respiraba bondad e inteligencia". Así lo pintó Monvoisin, y en los Recuerdos Literarios de Lastarria se le ve "serio e impasible, hablando parcamente y fumando un enorme habano".

El Araucano , insigne creación de Portales y del tipógrafo y relojero Gandarillas, había advertido en su prospecto que haría una crítica veraz y severa a las medidas administrativas que estimase desacertadas o reñidas con la justicia. Esta declaración sin precedentes anunciaba el nacimiento de una nueva ética en el periodismo oficialista, algo jamás concebido hasta entonces en la América española, y ha debido fascinar al ecuánime y apolítico Bello, que bebiera en Londres la mesura y objetividad ejemplares de la prensa inglesa. El país de la anarquía, como Bolívar llamó a Chile, de la noche a la mañana había entrado en vereda y daba al resto del continente la asombrosa lección de un Gobierno que editaba un periódico imparcial, capaz de censurar sus propios errores; un órgano cuyo objetivo declarado era "agradar e instruir a los verdaderos amantes de la ilustración, sin fomentar rencores ni dar pábulo a esas pasiones lastimosas que se alimentan con las discordias, con las animosidades, con la burla del hombre y con la ofensa del ciudadano". A esta magna finalidad iba a contribuir el redactor Bello con el aporte impagable de su exhaustiva cultura universal, que le permitiría introducir el mundo en el periodismo chileno, circunscrito hasta entonces al estrecho marco de los hechos locales. De sus estantes atiborrados de libros y revistas empezó a extraer el vasto material de asuntos históricos y científicos, de poesía clásica, viajes y vidas famosas que fue traduciendo o adaptando para proporcionar a sus lectores el alimento espiritual que nadie había entregado antes en el ignaro Chile. Pacientes eruditos han rastreado en la colección de El Araucano hasta completar la lista de cuanto publicó en sus páginas en más de veinte años de trabajo permanente. Entreverados con sus colaboraciones culturales están los incontables artículos que. dedicó al examen de los problemas de Estado, a las cuestiones internacionales, a la educación, la justicia, la química aplicada a la agricultura, la internación de libros (cuya censura combatió, ganándose el timbre de hereje), la conveniencia de reanudar relaciones con España, la vacuna, los hospitales, el bandidaje en los campos…Nada escapaba a su curiosidad y sólo Vicuña Mackenna podría comparársele más tarde por la variedad sin límites de su producción periodística. Uno de sus temas favoritos fue necesariamente la defensa de la pureza del idioma, horrorizado como vivía de oír decir hasta en los salones haiga por haya, flaire por fraile, sandiya por sandía, dentrar por entrar, yo tueso por yo toso, curto por culto y celebro por cerebro. El autor de la célebre Gramática no daba tregua en su lucha contra la incorrección, mala pronunciación y peor construcción del habla criolla. Por eso compuso, entre innúmeros trabajos similares, el manifiesto en serie: Advertencias sobre el uso de la lengua castellana, dirigidas a los padres de familia, profesores de los colegios y maestros de escuela.

Este renovador del periodismo nacional laboraba sobreponiéndose a continuos y fuertes dolores de cabeza, sentado en la "dura silla de trabajo" descrita por Vicuña Mackenna y emitiendo las ideas al correr de su pluma de ganso. Refiere Ana Luisa Prats: "Agotábasele a veces el papel y entonces echaba mano al margen de los diarios, que aparecían llenos de esa escritura minúscula, casi indescifrable, que él mismo a veces no podía entender…"

Con esta faena abrumadora sobre los hombros, más las pesadas funciones ministeriales y docentes, encontraba tiempo todavía para cumplir como padre solícito. Cada mañana acompañaba a misa a su prole — porque era un creyente de fe profunda— y sólo después" de dejarla de vuelta en el hogar tomaba el camino de la Subsecretaría de Relaciones. Solía pasar los días de descanso en Peñalolén, en la casa de campo de don Mariano Egaña, en cuyo parque señorial escribió su poema imperecedero: La oración por todos. Frecuentaba también el fundo de doña Javiera Carrera en El Monte, adonde iba atraído por sus jardines maravillosos y donde leyó por primera vez ante una concurrencia los versos concebidos en Peñalolén, que ideó como una imitación de Víctor Hugo y terminaron superando al autor original.

Sin dejar la redacción de El Araucano —que incluso dirigió por un tiempo a raíz de la salida de Gandarillas— el infatigable trabajador púsose a colaborar con Egaña en el estudio de la nueva Constitución Política, que Prieto y Portales iban a dar a la República. El año histórico en que ella entró en vigencia, Bello fue elegido senador. Convertido ya en el hombre más atareado y consultado que podía darse, convertido en un pilar de la conducción interior y exterior del país, prosiguió imperturbable su labor de traductor y articulista de El Araucano. A quienes vayan creyendo que era un vocero sumiso del pensamiento del Gobierno, conviene recordar les que desde esas columnas oficialistas "hizo la guerra" (palabras del Presidente Prieto) a ciertos capítulos de la Carta Constitucional que no eran de su agrado. Con igual independencia había censurado al propio Portales, cuando ocupaba la gobernación de Valparaíso, por haber condenado a muerte a un ballenero americano que perdió la razón y recorrió las calles del puerto hiriendo y matando gente a puñaladas. Tragedia que dio pie al abogado sin título para emprenderlas de nuevo contra el Poder Judicial (M. L. Amunátegui le atribuye cincuenta publicaciones sobre esta materia) señalando la arbitrariedad y el despotismo de los jueces, insistiendo en la conveniencia de dar publicidad a los juicios y sentencias y sugiriendo la adopción de medidas que impidiesen a los magistrados "inspirarse en complacencias o en influjos funestos…"

Fiel a su norma de escritor multifacético, interesado en todo y entendido en todo, combinaba sus campañas de bien público — trabajando ahora día y noche— con las crónicas de ciencia y literatura que ofrecía para solaz de la pequeña élite intelectual santiaguina. La pluma que ayer analizara La Araucana o el Poema del Cid, hoy comentaba la expedición de Wilkes al Pacífico y mañana disertaba sobre el sol y las estrellas y más tarde se ocupaba del aerolito caído en los alrededores de la capital. Escribía sin imposición de temas ni de criterios, que para eso estaba el admirable periódico gobiernista. Ya vimos al autónomo redactor atacar sin miedo al omnipotente Portales, esto es, a su fundador, escapando ileso de meter la cabeza entre las fauces del tigre. No sucedió nada, y ésta fue la demostración concluyente del equilibrio y solidez alcanzados por el más ilustrado régimen que hubiera conducido al país.

Bello, por lo demás, sentíase a sus anchas a la sombra de un gobierno autoritario pero a la vez justiciero y creador, ideal que dejara estampado en car tas escritas mucho antes de venirse a Chile. Cierto que como jurista y consejero de Estado fue contrario a la decisión portaliana de apoderarse de las fuerzas navales Perú-bolivianas (lo que hizo caer sobre él la mirada fulmínea del "Ministro Salteador"); pero como periodista y como chileno de corazón celebró con júbilo exultante el desenlace de esa guerra preventiva que Portales impuso y ganó desde el sepulcro. Se preguntó si hubo alguna emprendida por motivos más justos, más grandes y más generosos; y he aquí su análisis de la batalla de Yungay:

"Todos los rasgos que vemos esparcidos en la multitud de acciones gloriosas de que nuestro hemisferio ha sido testigo, y algunos más, los hallamos reunidos en la del 20 de enero: inferioridad numérica de los vencedores, que no alcanzaban a igualar los dos tercios de la fuerza enemiga; cuerpos compuestos de hombres que hacían en la campaña el aprendizaje, no sólo de la guerra, sino del servicio militar; una oficialidad reclutada entre jóvenes imberbes, cuya tierna edad había dado materia a las chocarrerías del populacho de Lima; un suelo extraño; un clima insalubre; escasez de todo género de recursos; desnudez y hambre. Por parte de los contrarios, abundancia de todo; posiciones ventajosísimas; terreno escabroso; cerros de difícil acceso; trincheras y fortificaciones…; batallones aguerridos, bien disciplinados y equipados; un jefe favorecido hasta allí por la fortuna y de cuya vigilancia y actividad han dado muestras relevantes los diarios y registros militares que forman parte de nuestro botín… En la acción misma, nada debido al acaso, nada a la sorpresa, nada a la infidencia, nada a la cobardía; las posiciones defendidas a todo trance; cada palmo de tierra disputado con tenacidad .y furor; y por resultados inmediatos, la destrucción completa de ese enemigo, la caída de un imperio, la emancipación de dos naciones."

Por ese tiempo no existía en su medio un escritor que pudiese equiparársele, y su sapiencia había llegado a ser a, tal punto considerada, que los altos poderes no podían ya pasarse sin él. Un hecho lo prueba como nada: en 1839, precisamente el año de Yungay, el Presidente Prieto le encargó la redacción de su Mensaje al Congreso Pleno…y el Senado le confió la del discurso de respuesta. Era la eminencia gris de que habla Joaquín Edwards Bello, aquel que "desde la quietud de su si la dirige la república"; el hombre medular e insubstituible llamado por el destino a dar contenido espiritual a una construcción política que iba a perdurar hasta el ocaso del siglo y a constituirse en ejemplo de la posteridad.

§ 17
Bello, rector de la Universidad

En sus Memorias íntimas dice Pedro Félix Vicuña refiriéndose al general Bulnes: "Había sido un guerrillero y sus jefes me han dicho que jamás supo mandar un escuadrón de caballería…Jefe del ejército al (sic) Perú y pretendiente a la Presidencia, todo también era obra de su parentesco con Prieto, porque era ignorante en todo el sentido de la palabra, sin más que la suspicacia y pillería de un araucano, tribus con quienes había pasado su juventud en íntimas relaciones".

Así juzgaban la pasión política y la chatez lugareña al estratega que nos dio la victoria en la guerra contra el imperialista Santa Cruz, abrochada con la fantástica batalla de Yungay; así juzgaban al gobernante visionario que salvó la soberanía de Magallanes ocupándolo veinticuatro horas antes del arribo de los franceses; al protector de la enseñanza que fundó la primera Escuela Normal de Preceptores de América del Sur y con ayuda de Bello creó la Universidad de Chile.

Continuador de Prieto y Portales e introductor de Montt, don Manuel Bulnes fue el hombre clave en el afianzamiento de aquel régimen incomparable, que él preservó al precio de una guerra civil y de una batalla campal en las calles de Santiago.

La más importante de sus iniciativas culturales encontró a don Andrés Bello con sesenta y un años a la espalda, todavía en la flor de su intelecto luminoso pero ya herido por los crueles golpes con que el destino se esmeró en abrumarle. Habían muerto en plena juventud, algunos en edad infantil, la mayor parte de sus hijos, y el padre inconsolable e insomne vagaba de noche por los corredores de su casa, "penando en vida" al decir de sus sirvientes, llorando por los retoños perdidos y rezando los salmos de David. No tenía la frialdad emocional de su esposa — enigmática mujer que no se sabe si era inglesa o irlandesa y de la cual se dice que había ejercido en Londres el oficio de institutriz— y para aliviarse sus pesares obsesivos sólo conocía el sabio la medicina del trabajo. Y este antídoto lo tomaba en dosis que ningún facultativo sensato ha podido recetarle, porque a las ocupaciones agotadoras que le conocemos, redactor de tres secciones en El Araucano, subsecretario de Relaciones Exteriores, senador y consejero de Estado, había añadido unas clases privadas de gramática y literatura y otras de derecho romano que dictaba en la biblioteca de su domicilio. Clases sui generis a las que asistía José Victorino Lastarria, en cuyos Recuerdas Literarios se lee: "El estudio de la lengua era un curso completo de filología, que comprendía desde la gramática general a la historia del castellano…allí seguía el profesor su antigua costumbre de escribir sus textos a medida que los enseñaba... Nunca explicaba, sólo conversaba... casi siempre fumando un enorme habano, hablando parcamente, con pausa y sin mover un músculo de sus facciones…

Había llegado a ser una institución nacional, y era propio de la pequeñez del medio que hubiese envidiosos empeñados en negar su talento, afirmando que sólo poseía paciencia y buena memoria. No tardarían sus grandes méritos en rebasar el marco americano para alcanzar resonancia en el Viejo Mundo, donde Schiller le llamó en su Gedanken der amertkanische latinien: "el padre de la pedagogía en América"; donde Menéndez Pelayo lo situó entre los mejores traductores clásicos del siglo, y un autor inglés vio en él a "un self-made man que ha explorado casi todos los campos del conocimiento humano". Tal era el hombre que el ignorante guerrillero Bulnes comisionó en 1842 para organizar con el Ministro Manuel Montt la Universidad de Chile, foco del saber y la "investigación que iba a transformar la vida espiritual de un país colocado a sangre y fuego en la senda de la paz creadora. Cuenta Lastarria que la fundación del establecimiento fue para el maestro "un motivo de regocijo, que le infundió un verdadero entusiasmo", y refiere que les decía con pasión a sus futuros colaboradores: "Probemos ahora que hay hombres de estudio para quienes no son ingratas las ciencias; y aun que tengamos una Academia en lugar de un cuerpo docente, desde ella impulsaremos la enseñanza y ele varemos la instrucción al nivel que le corresponde".

Nombrado rector por derecho propio e indiscutible, don Andrés se reservó para sí la presidencia de la Facultad de Filosofía y Humanidades. El muchacho de contextura enfermiza que Humboldt creyó incapacitado para la vida activa, parecía poseer ahora, a las puertas de la ancianidad, alguna fórmula secreta que le permitía cumplir el trabajo de cuatro hombres normales sin agotarse la mente ni destruirse la salud. Instalóse la "Casa de Bello", como se la llamaría con el tiempo, en el edificio que dejara vacío la fenecida Universidad de San Felipe, sobre el terreno hoy ocupado por el Teatro Municipal. Allí funcionaría por espacio de veinte años, hasta el día de su traslado a la sede ad hoc de la vieja Alameda.

Cabe preguntarse si sus fundadores tuvieron una idea de las proporciones que iba a tomar esa entidad que en nuestros días ocupa seiscientos edificios a lo largo del territorio, emplea a dieciséis mil docentes y funcionarios y da enseñanza a sesenta mil estudiantes. Con estos números en la mente resulta .conmovedor representarnos lo que fue la primera Universidad chilena, creada con un presupuesto de catorce mil pesos anuales…De hecho era una transformación de su antecesora colonial — donde estudiaron Lacunza y Molina— entidad "extinguida" por decreto del Ministro Egaña en 1839 y resucitada y adaptada a la era republicana por ley de 19 de noviembre de 1842, que la definió como "una casa de estudios generales", esto es, no docente, pues la enseñanza superior seguiría impartiéndose en el Instituto Nacional. En el fondo sería una Superintendencia de Educación Pública, cuya creación había quedado señalada en la Constitución de 1833, donde Egaña, Bello y Portales fijaron el postulado de que la instrucción debía ser "una atención preferente del Gobierno".

Cinco Facultades compondrán la Universidad, y es menester fijarse en los nombres de los decanos y subdecanos que Bello, Montt y Bulnes eligieron entre la crema y nata de la intelectualidad de la época: Filosofía y Humanidades, Miguel de la Barra y Antonio García Reyes; Ciencias Matemáticas y Físicas, Andrés Antonio Gorbea e Ignacio Domeyko; Medicina» Lorenzo Sazié y Francisco Javier Tocornal; Leyes y Ciencias Políticas, Mariano Egaña y Miguel María Güemes; y Teología, presbíteros Rafael Valentín Valdivieso y Justo Donoso. Secretario general fue designado el poeta Salvador Sanfuentes y patrono el Presidente de la República…Como si dijéramos, catorce futuras calles y plazas de Santiago prestaron su nombre para decorar la lista de las cabezas organizadoras y ejecutivas de la corporación. Su Ley Orgánica decía que "corresponde a este .cuerpo la dirección de los establecimientos literarios y científicos y la inspección de todos los demás establecimientos de educación…" "tendrá comisiones examinadoras para todos los colegios y liceos"; y sus supremos objetivos serían propender a la expansión cultural y al nacionalismo y "a la grande obra de crear una literatura y una ciencia de relativa originalidad".

Fue inaugurada la Universidad de Chile el 17 de septiembre del año 43 en ceremonia de sin par esplendor. Salió el Presidente Bulnes del palacio de la Plaza de Armas encabezando un desfile de tres cuadras de largo y caminando los participantes de dos en dos y en orden de jerarquía: detrás del general iba su Estado Mayor universitario, compuesto por Montt, Bello y Egaña; en seguida el resto del gabinete y los parlamentarios, jefes militares y dignatarios de la Iglesia e invitados de honor. Los "individuos" de las cinco Facultades vestían el uniforme, dé gala ideado por Egaña: sombrero negro de puntas Con cucarda tricolor, casaca de paño azul con botones dorados, chaleco y pantalón corto de color gris, medias blancas de seda, zapatos con hebillas de plata y espadín al cinto. La tenida del rector Bello, del poeta Sanfuentes y los decanos era de pantalón largo, llevando la casaca su cuello y boca mangas orlados con hojas de palma y olivo borda das en seda verde, símbolos de triunfo y paz, y el sombrero rematado por plumas negras en lugar de escarapela. Compacto gentío, una banda de música y una batería de cañones esperaban a los desfilantes en la plazoleta de la Universidad. Abierto el acto por boca del secretario general, pronunció el Ministro Montt un discurso cuyo texto no se conserva, y en seguida tomó juramento a los decanos y a los académicos, nombrándolos uno por uno; tras lo cual el Presidente de la República les hizo entrega de las 195 medallas de oro y plata con cinta de color que se pusieron al cuello. Seguramente han estado presentes en la sala el almirante Blanco Encalada, don Antonio Varas, don Manuel Rengifo y doña Javiera Carrera, y probablemente otras lumbreras de esos días, como los argentinos Mitre y Sarmiento, la poetisa Mercedes Marín del Solar, el pintor Monvoisin y doña Isidora Zegers. Llegado su turno, el rector Bello se puso de pie para decir en su histórica pieza oratoria:

"…soy de los que miran la instrucción general, la educación del pueblo, como uno de los objetos más importantes y privilegiados a que pueda dirigir su atención el Gobierno; como una necesidad primera y urgente; como la base de todo sólido progreso; como el cimiento indispensable de las instituciones republicanas. Pero por lo mismo, creo necesario y urgente el fomento de la enseñanza literaria y científica. En ninguna parte ha podido generalizarse la instrucción elemental que reclaman las clases laboriosas…sino donde han florecido de antemano las ciencias y las letras". "La instrucción literaria y científica es la fuente de donde la instrucción elemental se nutre y se vivifica, a la manera que en una sociedad bien organizada la riqueza de la clase más favorecida de la fortuna es el manantial de donde se deriva la subsistencia de las clases trabajadoras, el bienestar del pueblo". "El fomento, sobre todo, de la instrucción religiosa y moral del pueblo es un deber que cada miembro de la Universidad se impone por el hecho de ser recibido en su seno". "La utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras sociales, es lo que principalmente espera de la Universidad el Gobierno…"

Terminado el acto, la concurrencia dirigióse a la Catedral, ensordecida por las salvas de artillería, para asistir al Te Deum, adecuado broche del acontecimiento y de ahí a palacio, donde el Presidente recibió los parabienes de estilo a la hora en que se encendían los faroles de vela.

Con este aparato digno de la Colonia quedó instalada la casa universitaria, a la que ingresó un contingente de antiguos individuos de la de San Felipe. Aun con esto, la "aduana del saber", como la llamaría Pérez Rosales, sólo pudo reunir ochenta y cinco de los ciento cincuenta académicos que debían integrar las Facultades. Señal concluyente del atraso científico y literario del medio, y prueba indubitable, a la vez, de la vital misión que venía a cumplir la Universidad.

Tal como Bello lo tenía previsto, su nombramiento por cinco años, que sería renovado hasta el fin de su vida, fue discutido en corrillos y tertulias... porque era extranjero y porque se había opuesto a la censura literaria. Sus brillantes y patrióticos servicios no contaban, y así le viesen a diario en la misa de 8, permanecía indeleble la marca de impío, y su esposa acostumbróse a oír a su paso por la calle: "Ahí va la gringa del hereje" y cosas de este jaez. Pequeñeces de pueblo chico que antaño arrancaron chispas y denuestos a la pluma de Portales pero que no rozaban la epidermis del inmutable Bello, absorbido por la atención de su círculo de amigos y discípulos, por el cultivo de las dalias en Peñalolén y por la labor inconcebible que soportaba sobre sus hombros titánicos. Fue en ese entonces que el educador máximo de América emprendió el aprendizaje del alemán, para iniciar la documentación preparatoria del Código Civil, idioma que llegaría a dominar en seis meses sin ayuda de profesor.

De sus múltiples funciones públicas, fue la de rector la que había de reportarle la cuota mayor de problemas 'y sinsabores. A los pocos meses de estar sirviendo este cargo, el alumno de Leyes Francisco Bilbao publicó en el diario "El Crepúsculo" su libelo titulado Sociabilidad chilena, virulento ataque a la Iglesia y a la estructura política y social heredada del coloniaje. Acusado de "blasfemo é inmoral" por un jurado de imprenta, Bilbao (discípulo de Lastarria) fue condenado a prisión o multa mientras el diarito era quemado en una fogata en la Plaza de Armas. El fanatismo de la curia y la ingenuidad oficialista convirtieron con esto a un sujeto inconsistente y más bien risible en héroe popular, que fue paseado en andas y cuya multa fue pagada por sus amigos, algunos de los cuales eran profesores de la enseñanza superior. Reunido el Consejo de la Universidad para tratar su caso, dictaminó Bello que "el autor de un escrito que ha sido condenado en tercer grado por inmoral y blasfemo no debe permanecer en una casa pública de educación"; y Bilbao fue expulsado del Instituto, de su empleo fiscal y de la pensión en que vivía, y abandonó el país envuelto en la capa romántica de un perseguido luchador de la justicia social. Así lanzaron a la fama al futuro revolucionario comunista que daría su nombre a una de las principales avenidas de Santiago…No se habían apagado los ecos de aquella pelotera cuando Lastarria (discípulo de Bello y. profesor de Derecho Público) leyó en sesión solemne su politizada monografía sobre la influencia "funesta" que la Conquista y la Colonia legaron a la República; trabajo considerado como un refuerzo , del de Bilbao y que de acuerdo con el reglamento tuyo que insertarse en los Anales de la Universidad,, Consecuencia de lo cual fue el deterioro de la amistad existente entre el rector y el insigne pisa callos que era Lastarria.

Dos veces se libró la Universidad de caer en fatal colapso, cuando los diputados conservadores (1845) y los liberales (1849) pidieron la supresión de su presupuesto, que estimaban "inútil e injustificado". No pudiendo consumar esta barbaridad, trataron de reducir sus gastos y por 20 votos contra 17 declararon ad honorem al personal ejecutivo, exceptuando el secretario general, que retendría su sueldo de cincuenta pesos. A todo lo cual, para honra de la nación, se opuso el Senado, donde no en balde estaba Bello influyendo con su oratoria y su prestigio inmenso.

Como todo constructor ocupa en Chile una parte de su tiempo en parar los golpes de las fuerzas negativas, el senador Bello no sólo tuvo que salvar la supervivencia de la Universidad sino también la introducción del ferrocarril. A este poderoso agente de progreso oponíase su colega José Miguel Irarrázaval, alegando que el proyecto de Wheelwright iba a asestar un golpe de muerte a las empresas de carretas y birlochos. Ajeno al problema de la cesantía de mulas y bueyes, don Andrés rebatió al retrógrado en memorable sesión de 1847 e influyó directamente en el ánimo de Bulnes para no retardar la construcción del camino de hierro de Caldera a Copiapó.

Hacia 1850 bordeaba los setenta años y seguía sin dar señales de fatiga. A esa década deben referirse los recuerdos que de él dejó don Paulino Alfonso, en los que describe su sala de trabajo en la casa que había adquirido en el número 100 de la calle Catedral; "aposento rodeado de estantes sin puertas" donde escribía en la silenciosa compañía de "un hermoso gato romano, entre blanco y plomo", que, era tolerado sobre el escritorio, comía con su amo y acostumbraba dormir a sus pies sobre una piel que había bajo el sillón y la mesa. Tal cual aparece en el dibujo de Luis F. Rojas, que captó el detalle anecdótico desdeñado por Monvoisin en sus re tratos al óleo. Allí redactó Bello laGramática de la lengua castellana, elCompendio de la Historia Literaria y laDescripción del Universo y estudió y ordenó el monumental Código Civil, que entregaría en 1856. De allí salieron también las cartas impregnadas de nostalgia que el anciano trasplantado enviaba al terruño inolvidable: (a su hermano): "…recuerdo los ríos, las quebradas y hasta los árboles que solía ver en aquella época feliz de mi vida. Cuantas veces fijo la vista en el plano de Caracas que me remitiste, creo pasearme otra vez por sus calles buscando en ellas los edificios conocidos y preguntándoles por los amigos, los compañeros que ya no existen. ¿Hay todavía quien se acuerde de mí…? ¡Daría la mitad de lo que me resta de vida por abrazaros, por ver de nuevo el Catuche, el Guaire, por arrodillarme sobre las losas que cubren los restos de tantas personas queridas!". (A una sobrina): "Dile a mi madre que no soy capaz de olvidarla; que no hay mañana ni noche que no la recuerde; que su nombre es una de las primeras palabras que pronuncio al despertar y una de las últimas que salen de mis labios al acostarme, bendiciéndola eternamente.

No volvería a verla; y cierta noche, ya muy viejo, despertó sobresaltado y con el presentimiento angustioso de que algo irreparable había sucedido, a la hora exacta en que ella expiraba en el lejano hogar.

El desterrado voluntario no desaparecería a su vez sin ver su obra más amada, la Universidad, establecida en la casa que él pidió construir expresamente para sede suya. Cumplido este anhelo, debió sentir que había llegado el momento epiloga! de su existencia. A los ochenta y cinco años era casi una leyenda viviente este fabuloso trabajador que sólo abandonó la rectoría y soltó su pluma de escritor el día en que la mortal enfermedad lo derribó. Una junta que fue como la reunión del Cuerpo Médico de Santiago no pudo prolongar la vida de "una naturaleza que se agota", como dijera el doctor Blest discutiendo con su colega Sazié.

Entregó el ánima el 15 de octubre de 1865. Durante la agonía el gato romano permaneció echado sobre el lecho, y refiere un testigo que al percatarse de su fin "le olfateaba y lamía lanzando maullidos lastimeros". Siguió al cortejo multitudinario hasta la Catedral, y a partir de entonces se negó a probar alimento y murió en algún rincón oculto de la casa de su amigo.

§ 18
Gay

Es misterioso el hecho de que los hombres que harían el aporte intelectual y científico de la restauración portaliana, Gay y Bello, hayan arribado a Chile en vísperas de producirse ese fenómeno de nuestra historia política. Como actores escogidos por la suerte para representar en un drama en gestación, pero todavía ni anunciado, ambos circulaban entre bastidores sin sospechar qué papeles irían a confiarles, y así fue que al levantarse el telón sólo tuvieron que "dar un paso para entrar en escena... Más raro todavía: llegaron casi juntos, en 1829: Bello contratado como oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores y Gay como profesor de Ciencias de un colegio particular. Dieciocho años menor que él venezolano, este francés de origen campesino tenía veintinueve al poner el pie en su futura patria adoptiva. Era un competente zoólogo y botánico y, cómo Darwin, pronto había de convertirse en un naturalista completo. En la primera carta despachada a París cuenta que ya tiene reunidas cerca de dos mil especies chilenas de botánica y zoología — -muchas de las cuales iba a donar para la formación del Museo Nacional de Historia Natural— y en otra misiva dice que a pesar de las convulsiones intestinas del país se ha ocupado además de la geología de los alrededores de Santiago. Traía un inmejorable equipo de trabajo: "mi colección de instrumentos", le escribe al director del Jardín Botánico de Ginebra, "es una de las más ricas y más perfectas…; aquellos relativos al magnetismo terrestre…son la admiración de todos los físicos".

No tardó en hacerse notar la presencia de este profesor de facha algo excéntrica, que en días de descanso incursionaba con su mula cargada de aparatos desconocidos, herramientas de minero, herbarios y bolsas rellenas de piedras. Apagado el estruendo de Lircay, fijóse en su persona el ojo del Ministro Portales, infalible en la búsqueda de quienes formarían el elenco dirigente del nuevo Chile. Es asombroso que un Gobierno que carecía de fondos para pagar los sueldos públicos haya contratado la obra cultural de mayor envergadura emprendida hasta hoy entre nosotros. De ese contrato iba a salir como fruto imperecedero la Historia Física y Política de Chile, monumento de veintiocho volúmenes y dos corpulentos Atlas anexos con grabados en colores, que costaría al Estado cien mil pesos fuertes y tomaría a su autor cuarenta años de exclusiva dedicación.

No se conocen comunicaciones entre Portales y Gay, cosa que deja un lamentable vacío documental; pero hay una carta de aquél, fechada en Valparaíso, en enero de 1832, en donde le describe a Garfias los característicos afanes del sabio. "M. Gay en el tiempo que está aquí ha gastado más de $ 150 en pagar a peso cada objeto nuevo que le han presentado. Con esto ha puesto en alarma a todos los muchachos, que trasnochan buscando pescaditos, conchas, pájaros, cucarachas, mariposas y demonios, o salen a expedicionar hasta San Antonio por el sur y hasta Quintero por el norte. El dueño de la posa da donde reside ya está loco, porque todo el día hay en ella un cardumen de hombres que andan en busca de M. Gay: siempre que sale a la calle le andan gritando y mostrándole alguna cosa: "Señor, esto es nuevo, nunca visto; Ud. no lo conoce…"

Visto que tenía aquí para largo, viajó a Francia para formalizar su matrimonio con mademoiselle Sognier, la prometida que dejara en Burdeos al partir para América; "persona de carácter muy tierno", "verdadera amiga" que decía estar "encantada" de colaborar en su obra. En tan prometedora compañía volvió Gay a Valparaíso en la primavera del 34; y a poco salió para Valdivia llevando una carta del Presidente Prieto en que ordenaba al Intendente facilitarle personal militar y un intérprete araucano y proporcionarle una embarcación para movilizarse por ríos y lagos. Este sólo trabajo preliminar de exploración científica e investigación histórica iba a demandarle de ocho a nueve años, obligándole a viajar constantemente a lo largo del territorio y des de la costa hasta la cordillera. De estas expediciones daba cuenta en los artículos que remitía a El Araucano, material que aun hoy podría reunirse en un libro de indeclinable interés.

En este lapso tuvieron lugar los acontecimientos que más fuertemente afectaron su ánimo y su suerte: nació en Valdivia su hija única, Thérése; sucumbió en el Barón su protector Portales, y comenzó la gran desilusión de su vida conyugal. Supo demasiado tarde (única manera de saberlo) cuan inmensa distancia puede mediar entre la novia y la esposa; vio cómo la criatura en que pusiera sus esperanzas se convertía como por obra de maleficio en un ser violento, agresivo y por añadidura deshonesto, acicateado por la madre y el padre y los parientes constituidos en clan enemigo. Culminó este desastre en el viaje de regreso, donde la "verdadera amiga" fue la comidilla de los pasajeros por la asiduidad con que se colaba en el camarote del capitán y casi a la vista de su hija. Con este drama hogareño agobiándole, dio principio en París a la redacción de la Historia Física y Política, por la que había recibido dinero adelantado y cuya entrega, tomo por tomo, estaba sujeta a plazos estipulados en el contrato. Sólo jugaba a su favor la amistad que le unía al nuevo padrino de la obra, el Ministro Manuel Montt, que hacía ojos distraídos a la lentitud de su tarea y cursaba sin objeción sus continuas demandas pecuniarias. Confió a él antes que a nadie su decisión de divorciarse, y como ambos problemas llegaron a entrecruzarse, le expresa en carta de enero de 1843: "Esta remesa me sería tanto más necesaria cuanto que si obtengo mi separación de la señora Gay, el contrato que me obligaron a firmar sus padres me obliga a darle no solamente, la mitad de lo poco que he ganado sino aún de todo lo que me ha tocado de los míos…" Cuando aquella situación se hizo intolerable, llevó su demanda a los tribunales y ganó el pleito y con éste la tuición de Thérése, quedando la madre condenada a no poder visitarla sino dentro del internado y bajo vigilancia de la maestra.

Esta niña de notable belleza e inteligencia era el bálsamo que aliviaba los pesares y desengaños de don Claudio Gay cuando podía tenerla consigo en su casa de la rué de Saint Victor, atiborrada de libros, paquetes de apuntes históricos, plantas, pájaros embalsamados, mapas y pruebas de imprenta. Allí trabajaba el dentista, historiador y dibujante hasta doce horas diarias, afanado en recuperar el tiempo perdido en comparendos y litigios, y dirigiendo a la vez a más de cuarenta diseñadores, iluminadores, grabadores, redactores y traductores al castellano. Merced a este esfuerzo extraordinario pudo imprimir en el invierno de 1844 el primer tomo de la obra y remitir a Santiago los trescientos cincuenta ejemplares que tenía suscritos el Gobierno, dejan do los mil restantes para unos hipotéticos lectores futuros... Esta parte inicial alcanzaba hasta Pedro de Valdivia inclusive y el autor ufanábase de haber aventajado a cualquier investigador conocido por la amplitud de su documentación, que incluía las inéditas cartas del conquistador a Carlos V. Su acuciosidad era tal que para informarse sobre el Estrecho de Magallanes estuvo un mes y medio en Londres copiando la cartografía y papeles oficiales de las últimas expediciones británicas que habían pasado por allí. En los volúmenes de Historia Natural iba a consignar ocho mil especies, la mayoría desconocidas o no clasificadas hasta entonces. Tuvo siempre un alto concepto de la tarea que estaba realizando, y así es como asegura a Montt, en septiembre del 45, que ningún país americano y muy pocos europeos podrían contar con una obra semejante a la que él iba a ofrendar a Chile. Cuando esto expresó, ya el ilustre Bello había saludado el tomo primero en El Araucano; y no es de extrañar que lo hiciera, porque Gay estaba precisamente fundando los estudios históricos nacionales, la escuela historiográfica erudita y narrativa por la cual abogaba don Andrés desde la rectoría de la Universidad.

Liberado de su infierno conyugal, no podían faltarle otros purgatorios que estorbasen su trabajo y le agriasen el ánimo. De uno de estos se encargó el Ministro de Instrucción Pública, el conservador ultramontano Silvestre Ochagavía, que quiso dar guerra al divorciado y excomulgado ordenando el desahucio de su contrato. Otro de sus gratuitos enemigos fue el Ministro en París, el apolíneo y mundano Francisco Javier Rosales, de quien se queja dirigiéndose a Montt: "…siempre atento a criticarlo todo, no puede comprender que el Gobierno y las principales familias de Chile tengan que dar algunas pruebas de estimación a una persona de apariencia modesta e incapaz de ponerse bien la corbata; por eso, con ese aire de superioridad y ese tono de grandeza que lo caracterizan, me mira casi al igual que a un obrero, tratando de esta manera de rebajarme y de hacerme pagar muy caro el insigne honor que el Gobierno ha tenido la generosidad de dispensarme al decretar que mi retrato fuese colocado en el Museo…Me ha hablado de ello con ironía irritante, capaz de herir al hombre más tranquilo y moderado…Tiene conocimiento de que todos los sabios de París manifiestan la mayor consideración por mis trabajos…, pero no teme censurar al Gobierno por haberse suscrito a mi obra…"

En 1850 tenía escrito el grueso de la sección narrativa de la Historia y copiaba en Sevilla los últimos documentos, cuando una horrorosa desgracia cayó sobre él al modo de un rayo celeste. Le avisaron desde el internado que su hijita de quince años había muerto de una hemorragia fulminante que apagó su vida en pocos minutos. "El golpe lo anonadó. Quedó enloquecido", escriben Feliú y Stuardo, comentaristas de su Epistolario, el cual re coge la carta patética en que comunica la catástrofe a Adrien de Jussieu, presidente de la Academia de Ciencias: "…Fue su maestra la que me dio esta espantosa noticia, y lo dejo a Ud. pensando en la manera cómo la recibí. Yo que, después de tantas contrariedades y penas, miraba a esta hermosa niña como el único objeto que podía hacérmelas olvidar un poco…" El viaje de Sevilla a París en diligencia le impidió llegar a tiempo para contemplar los restos de Thérése, y no tuvo otro consuelo que oír sus últimas palabras reproducidas por boca de quienes presenciaron su fin. Y nada pinta mejor su infinita desolación que este desahogo dirigido a Montt: "Presiento todo mi porvenir roto y sin esperanza de cambio feliz".

En este aplastante estado anímico volvió a sumergirse en el océano de papeles del Archivo de Indias, secundado por una pareja de paleógrafos, para proseguir su febril tarea de duplicación de documentos. Es dable presumir que fue la entrega total a esta empresa, ya casi sin horas de descanso, lo que le salvó de caer en la desesperación a que lo arrastraba el recuerdo obsesivo de su hija. Un acontecimiento previsto le trajo por otro lado un soplo de brisa tranquilizadora: la ascensión de Montt a la Presidencia de la República, que implicaba la llegar da a la cumbre de su predilecto amigo chileno y la seguridad de que la Historia Física y Política arribaría, a su término sin nuevos tropiezos. Con escaso intervalo fue objeto del honor que más podía complacerlo: la elección como académico del Instituto de Francia con el rango de primer botánico. Toda la década del 50 iba a serle propicia para dar a su "gran obra", como la llamaba, un feliz remate. Se inició su amistad con el joven discípulo Diego Barros Arana, que le facilitó sus documentos de la época de O'Higgins y más tarde escribiría él estudio biográfico Don Claudio Gay: su vida y sus obras. En 1854 la Litografía de Bécquet Fréres entregó la sección más costosa y llamativa de la Historia: el célebre Atlas cartográfico, botánico y zoológico adorna do con los paisajes dibujados por el autor y por Moritz Rugendas que mostrarían al mundo el exótico Chile con su Valparaíso, su Mapocho y su isla de Juan Fernández, con sus damas paseando en carreta, sus malones araucanos, las cacerías de cóndores, los huasos de bonete maulino y las carreras del Dieciocho. Fue el año en que tuvo el gusto de ver reemplazado al Ministro Rosales por el almirante Blanco Encalada, archivo viviente de recuerdos de la Independencia que le franqueó las puertas de la Legación para platicar con él en largas veladas a las que asistían las sombras augustas de los Carrera, Rodríguez, O'Higgins, Henríquez, San Martín, Lord Cochrane y su amigo Portales…Un contertulio de carne y hueso, su colega Benjamín Vicuña Mackenna, se sumó a las recepciones en que el Ministro reunía en sus salones de la rué Lille, como la cosa más natural, a escritores del calibre de Merimée y Lamartine y a las princesas Matilde y Carlota Bonaparte. Eran los días del fastuoso apogeo de Napoleón III, en el París de los bulevares panorámicos diseñados por el genio de Haussmann, el París de la culminación colonialista y económica del Segundo Imperio, el de los bailes feéricos en las Tunerías y los desfiles de cien mil soldados siguiendo al Emperador por los Campos Elíseos....Indiferente a este boato deslumbrante, el hombrecito "de hábitos sencillos y solitarios", el pelo sobrándole y el corbatín cayéndosele, trabajaba abstraído en su libro de catorce mil páginas. Tanto abusó de su vista que en ocasiones quedaba ciego y tenía que estarse días enteros sumido en la obscuridad y dictando a su secretario de redacción.

Desde el primer tomo impreso aparece Gay ostentando en la portadilla, entre su nombre y el escudo de Chile, estos títulos: "ciudadano chileno" y "caballero de la Legión de Honor"; el primero colocado con tipografía mayor que la del segundo... Así dejó estampada su gratitud a la pequeña nación que descubriera su talento y en cuyo suelo (carta a Domeyko) decía haber pasado los diez mejores años de su vida.

Que fue chileno de corazón, lo demostró cien ve ces, como en esa misiva a Vicuña Mackenna en que refiriéndose a los santiaguinos dispersos por Europa le confiesa: "Feliz si pudiera reunirlos a todos en una comida a la chilena con charquicán, valdiviano, cazuela, empanadas, guachalomo y tutti quanti". Su: interés por la suerte de la segunda patria era vivo y constante. Había sugerido al Presidente Montt la creación de un servicio de Estadística Nacional, que pronto fue hecho realidad; y se pasó la vida recomendando el cuidado y mejoramiento del Museo de Historia Natural, del que era virtual fundador y al que remitía piezas y colecciones obtenidas por compra o canje, porqué a su juicio este establecimiento hacía honor al país y no se encontraría uno igual en ninguna capital hispanoamericana. Por pura nostalgia vino a Chile en 1863, al cabo de veinte años de ausencia,, y se fue más encariñado todavía, si cabe, con la pensión vitalicia que le concedió espontáneamente el gobierno de Pérez. Al producirse el conflicto armado con España, envió dinero para contribuir a las colectas patrióticas. Cuando conoció el proyecto de transformación de Santiago, que daría su nombre a una nueva calle, escribió al Intendente Vicuña Mackenna para agradecérselo e hizo valer la ocasión para referirse al cerro Santa Lucía con el amor de uno que hubiese nacido a su sombra.

Fue, Vicuña Mackenna su confidente epistolar en los años postreros de la empresa iniciada cuatro décadas atrás, En uno de esos desahogos confiados al correo le informa de la desgracia sufrida en una estación ferroviaria de París, donde un ladrón le robó la maleta en que llevaba el manuscrito del último tomo de la Historia Física y Política de Chile, que iba a ser entregado al traductor. "Comprenda usted mi desesperación al verme obligado a rehacer éste trabajo…Si fuera un tema independiente renunciaría a él porque no me encontraría con fuerzas para volver a comenzarlo".

Este volumen final, que rehízo luchando con la ceguera y con la gota que lo llevaría al sepulcro, alcanza hasta la abdicación de O'Higgins; y lo mismo que el penúltimo, fue editado a sus expensas porque la materia excedía la extensión convenida.

El escaso interés del público dejó el grueso del tiraje amontonado en un desván de la casa del autor; precario resultado que podría atribuirse al fallo no del todo favorable de sus críticos. La amistad no había impedido a Vicuña Mackenna afirmar que "las más brillantes indagaciones históricas » han quedado deslucidas en los indigestos volúmenes;…M. Gay es un sabio profundo pero no es un literato, ni un historiador, ni un filósofo...”solo la parte científica tiene mérito positivo…" Y a su turno Barros Arana opinaría refiriéndose a los capítulos dé la Independencia: "historia escrita sin animación y sin relieve, con un cuidado particular de no emitir opiniones y juicios que pudieran desagradar á los hombres que figuraron en esos sucesos".

Se sabe que Gay reconoció la validez del comentario de Vicuña Mackenna, puesto que ni se consideraba escritor ni había compuesto él sólo la sección narrativa, que parcialmente confió a redactores contratados para poder entregar a tiempo éste libro monumental. Lo que sí le hirió y le sacó de sus casillas fue la actitud de Rodulfo Amando Philippi, director del Museo (obra de Gay, como sabemos) al acusarle de incompetente por no haber reunido todas las especies de insectos autóctonos de Chile…En respuesta le llamó alemán envidioso y pretencioso, y tras esta bofetada explicó que cómo quería que hubiese catalogado el total de esos seres minúsculos, la mayoría no más grandes que la cabeza de un alfiler, cuando en Europa, al cabo de siglos de investigación, no pasaba un año sin que se agregasen centenares de especies desconocidas...

§ 19
La tardía gloria de Portales

Como prueba de que los gobernantes trabajan para la posteridad — tanto demora su siembra en echar rafees y dar el fruto—, rara vez les es dado a los contemporáneos tener la apreciación correcta de su obra. No escapó a esta ley don Diego Portales con haber sido el autor de dos logros espectaculares y de efecto inmediato, que todos pudieron contemplar y de los cuales nadie dejó de beneficiarse: el aplastamiento de la anarquía, causa de la ruina del país, y la reorganización administrativa y económica, que trajeron sobre los chilenos una prosperidad desconocida hasta entonces. Cuesta hoy creerlo, pero todo el homenaje oficial rendido al egregio ciudadano redújose a sus funerales, sin duda magníficos, a un discurso del Ministro Tocornal y al acuerdo del Senado de levantarle una estatua, que tardaría veintitrés años en pasar del papel al bronce. Aparte esto, silencio, silencio hasta en los labios del general Prieto, que en su siguiente Mensaje no mencionó al hombre que lo había puesto en la Presidencia de la República, que lo sostuvo en el poder e ilustró su gobierno con los hechos de su prodigiosa gestión como Vicepresidente y titular de tres carteras ministeriales.

Y como si una cosa se sincronizara con la otra, ¡qué escasos despojos materiales dejó el que tanto bien legara a sus paisanos! Su acribillado cadáver quedó en el camino del Barón "completamente desnudo", dice la fama, porque desde la capa hasta las prendas íntimas le fueron robadas por los asesinos. De su figura no existe imagen fiel, puesto que el retrato por Domeniconi está basado en el apunte que tomara en Valparaíso al rostro desangrado por las balas, cuchilladas y culatazos que lo dejaron irreconocible. El cochecillo en que viajara aherrojado, como un malhechor peligroso, desapareció. De la horrorosa tragedia sólo se salvó como reliquia la barra de grillos que llevaba remachada desde su apresamiento en Quillota. La "fortuna" del antiguo, comerciante había quedado reducida a nueve mil pesos después de pagarse las deudas. que la gravaban; y esto es cuanto dejó en herencia. A los tres hijos ilegítimos. Se sabe que el letrero de la casa de comercio de Portales Cea & Compañía lo guarda un particular que no se decide a entregarlo a quien corresponde. Y en cuanto al retrato por Domeniconi y al escritorio de Su Señoría, "estaban" en la, Moneda el último día de Salvador Allende,... bajo cuya Administración el Liceo Diego Portales vio reemplazado su nombre por el de Ernesto Che Guevara.

Inútil buscar una huella del Ministró en los lugares en donde habitaba o paraba ni rastros subsisten de las casas de la calle Catedral y la calle Rosas, ni la de su quinta del Almendral -en Valparaíso todas ellas prolijamente demolidas Esperando encontrar algún vestigio en el campo el sacerdote Edmundo Marzán visitó el fundito de Placilla páramo de malezas y piedras regado por don Diego con un canal que hizo labrar utilizando a una cuadrilla de presidiarios. La casa patronal tenía detrás -una viña y por delante un jardín que lucía como adorno un ganso tallado en madera de retamo. Pero el padre Marzán no halló ganso, jardín, viña ni casa, porque el arado del agricultor Moisés Vargas había pasado por allí atravesando hasta los cimientos; y sólo quedaba en un potrero, como recuerdo piadoso, la cruz de palo de álamo que unos misioneros redentoristas plantaron en memoria del antiguo propietario. (Publicado en el Nº 55 de la Revista Chilena de Historia y Geografía).

La glorificación del gran chileno vino a pasos cortos y lentos. Puede decirse que en sus días sólo dos espíritus intuitivos vislumbraron su grandeza, cuya luz cegadora encandiló a los coetáneos como si contemplasen el sol de frente. Uno fue un extranjero recién llegado al país, el cirujano Thomas S. Page que vio los restos del mártir en la carreta en que lo trasladaron al Almendral y escribió en su Diario dé Viaje (todavía hoy inédito) que Portales era "el padre de Chile", un hombre "cuyo igual Chile nunca vio antes y temo que nunca volverá a ver".

La otra intuición es de una mujer, la poetisa Mercedes Marín del Solar, que lloró el fin de su ídolo en el célebre Canto fúnebre de trescientos y tantos versos:

…¡Justicia eterna!
¿Cómo así permites
Que triunfe la maldad?
¿Así nos privas
Del tesoro precioso
En que libró su dicha y su reposo
La patria, y así tornas ilusoria
La esperanza halagüeña
Qué un porvenir a Chile prometía
De poderío, de grandeza y gloria?
¿Dónde está el genio que antes diera vida
A nuestra patria amada…?
¡Oh caro nombre
Que en vano intenta pronunciar el labio,
Mudo por la aflicción!
Tu infeliz suerte,
Tu prematura, dolorosa muerte
No acierto a describir.
¡Ilustre sombra!
Perdona el extravío de mi canto
Empapado mil veces con mí llanto…

Un cuarto de siglo después comienzan los escritores a ocuparse del prócer y mártir y corresponde a José Victorino Lastarria producir ese monumento de pasión política, pequeñez aldeana e incompetencia historiográfica en donde niega a Portales todo talento de organizador y estadista y le llama tirano, burlador de las leyes, corruptor de la justicia, reaccionario, abusador del poder, filibustero, fusilador de inocentes y causante de la desgracia del Partido Liberal...

Con dos años de intervalo, en 1863, don Benjamín Vicuña Mackenna presentaba su biografía de casi novecientas páginas, en donde afirma que Portales "es la más alta figura de nuestra historia", reconociendo su patriotismo sublime, su desinterés, su originalidad y su don de organizador, pero calificándole de mandón, déspota, atrabiliario, enemigo de la democracia, ignorante, soberbio, cruel y despiadado. La más notable de sus hazañas, la captura incruenta de la escuadrilla Perú-boliviana, con que salvó a Chile de ser invadido, era para don Benjamín "uno de los actos más odiosos que se registran en los anales dé nuestras repúblicas", "asalto aleve y nocturno", comparable" a los rapaces expedientes de los piratas en los mares". El libro está dedicado, precisamente, a Lastarria, en homenaje a su "odio a la tiranía";…pero éste consideró que el autor no había vapuleado bastante al destructor del Partido Liberal y le escribió para decirle que su lectura le había costado "rabias, dolores de estómago, patadas, reniegos y cuanto puede costar una cosa que desagrada".

A este nivel se daba el análisis de la historia en la adolescencia intelectual de Chile. Se trata de los mismos hombres (agréguese a Barros Arana) que tronaron también contra Montt, continuador de Portales en la empresa de hacer de la nuestra la primera nación organizada y solvente de América del Sur. ¿Qué es lo que pretendían estos prohombres? ¿Que aquella anarquía de siete años se hubiese perpetuado, qué hubiese seguido él país soportando un motín cada cuarto de hora, con las provincias del sur debatiéndose en el hambre y los campos asolados por las bandas de salteadores, con la capital convertida en basural y en escenario de ochocientos asesinatos por año? ¿Que hubiese "seguido el país sin comercio y sin escuelas, las cajas del erario vacías, el ejército impago y la Marina sin buques, para entregarse inerme al aventurero boliviano que se anexó el Perú a sangre y fuego y tuvo a Chile infestado de espías…? Era la defensa del caos en nombre de un liberalismo de salón literario y en pro de una democracia pipiolesca que había sido la ruina de las independizadas colonias españolas.

Podemos disculpar a Lastarria, sabiendo lo que era pero no a Vicuña Mackenna, que fue un historiador profesional y el primero que tuvo acceso a los archivos portalianos y a las cuatrocientas cartas suyas que conservaba su testamentaría. Guardaban se estos preciosos papeles en ciento setenta y tantos paquetes numerados y rotulados, algunos de ellos provenientes de los baúles encontrados en el entretecho de uno de los paraderos del Ministro, el de la calle Rosas número 28. De sus cartas faltaban doscientas, que fueron rescatadas más tarde para el Epistolario reunido por Ernesto de la Cruz; pero aún éstas no son todas, pues se sabe que hay varias dirigidas al coronel Victorino Garrido y las guarda empecinadamente un descendiente de éste, "en una car peta antigua de cuero teñido de amarillo"; documentos que ni por dinero pudo obtener ni leer el investigador Guillermo Feliú Cruz. Fue menester esperar aún doce años, a partir de la publicación de Vicuña Mackenna, para que don Ramón Sotomayor Valdés se hiciera presente con el primer estudio apolítico y ecuánime que conocemos acerca de Portales. Más que la estatua erigida en 1860 frente a la Moneda, este trabajo de Sotomayor, editado en 1875, constituye el pedestal de la gloria que tardíamente empezaba a despuntar para "el severo guardián del orden público", "el impertérrito sacerdote de la justicia".

"La labor de Portales", dice, "fue inmensa si se considera el carácter de la época en que le cupo gobernar, los obstáculos de toda especie que tuvo que vencer y el breve lapso en que figuró en él gobierno…No sólo se ha salvado de la mayor de las injurias del tiempo, que es el olvidó, sino que también ha llegado a simbolizar el patriotismo, el espíritu público y el don de gobierno en el más, alto grado". / "Nada de lo que interesa a la regeneración y prosperidad de un pueblo escapó a sus mi radas ni a sus propósitos". / "Portales legó a la Re pública toda su organización". Así reivindicado, don Diego Portales se va agrandando en el concepto de la ciudadanía pensante, y en las primeras décadas del siglo XX es calificado de genio por nuestros más altos filósofos políticos contemporáneos: don Francisco Antonio Encina y don Alberto Edwards. En uno y otro échase de ver el esfuerzo por controlar su entusiasmo ante la huella colosal que el estadista dejó impresa en nuestra historia

"La transformación operada en el espacio de pocos meses bajo la poderosa mano de este hombre de genio" dice Edwards en La fronda aristocrática, "fue tan radical y profunda que uno llega a imaginar, cuando estudia los sucesos e ideas de ese tiempo, que después de 1830 está leyendo la historia de otro país, completamente distinto del anterior, no sólo en la forma material de las instituciones y de los acontecimientos, sino también en el alma misma de la sociedad". Afirma que Portales "estaba dotado de un golpe de vista a la vez microscópico y telescópico, capaz de percibir distintamente y al mismo tiempo las líneas de conjunto de una construcción política y los detalles de cada momento". / "Era, a la vez, el más perfecto revolucionario y el tipo ideal del hombre constructivo: por eso se le ha comparado con Julio César". / "Esa sensación de estabilidad la experimentó el país desde el primer momento, como por obra de milagro. Nadie se atrevió a combatir un poder que no dudaba ni un solo instante de sí mismo".

Edwards y Encina, justo es decirlo, tuvieron a su favor la perspectiva del tiempo, que les permitió apreciar la solidez de aquel edificio político sin parangón en América, de esa era portaliana que duró sesenta años: el sistema de gobierno impersonal y anti demagógico, "que no debe estar vinculado a nadie, y mucho menos a sí mismo", como lo definiera su creador.

Si Edwards le dedicó unos capítulos del principal de nuestros estudios políticos, Encina consagró le dos volúmenes de análisis profundo, verdadera escultura de papel impreso que deja al Padre de Chile expuesto a la veneración de sus compatriotas."

"El sentido común", dice, "más clarividente que la razón, tratándose de políticos, porque está más próximo que ella de la corriente cósmica, ha presentido siempre el genio de Portales. Desde el gañán incapaz de conciencia vigilante hasta el político de instinto, no ha habido quién no haya advertido que en Portales hay algo extraño, enigmático, misterioso, que no se encuentra en los demás hombres inteligentes. Confusamente, todos han creído divisar algo así como un adivino, un mago, un loco superior, un apóstol de la realidad, un genio. El único que no lo ha presentido es el intelectual del corte de Lastarria, el razonador, al cual la ideología pinchó los ojos del espíritu y lo privó de los más grandes dones que, desgajándose del cosmos, se posaron en nuestro pequeño microcosmos: el instinto y la intuición, a los cuales deben el hombre y la sociedad todo lo que son políticamente". / "Hay en Portales uno de los mayores genios... Su intuición es tan completa que no tiene siquiera obscura conciencia de ella. ...También fue un hombre culto. La leyenda de su ignorancia sólo es un reflejo del prejuicio español, que no concibe una mujer bonita ni un hombre rico inteligente, ni un hombre inteligente ilustrado;… Pero ni su inteligencia, muy viva y penetrante, ni su cultura cuentan para nada en la creación política de su genio. César, como Portales, fue a la vez un intelecto poderoso y un intuitivo; pero al paso que en aquél el intelecto es lo fundamental y el intuitivo lo secundario, en el último el intuitivo es todo". / "Necio es decir que el régimen portaliano fue inspirado por amor al despotismo, o que nació de la ignorancia. Su cuna fue el odio al despotismo y una concepción sociológica que se levanta, a muchos codos de altura sobre las elaboraciones teóricas. Fue la concepción genial de una forma de gobierno que hizo posible la libertad, la honradez, la justicia, y la civilización, en una palabra, en un pueblo que carecía de las capacidades necesarias para sostenerlas como expresión espontánea de su genio y de su grado de desarrollo pero que reunía condiciones para realizarlas si se las imponía de arriba abajo una poderosa sugestión apoyada en grandes fuerzas espirituales y en una sanción severa".

Después de Encina, ya es una llama sagrada la que arde a los pies de la figura gigantesca, alimentada por las ofrendas de historiadores, biógrafos, escritores y estadistas. Hablando de él en la Universidad de Princeton, Estados Unidos, don Eduardo Cruz-Coke le llamó "el hombre de Estado más genial que haya producido la historia americana?". Jai me Eyzaguirre afirma que enderezó el país porque "por un azar de la historia, el anhelo inconsciente de un pueblo y la intuición de un hombre se habían encontrado". Discrepando en absoluto de Encina, el áspero Joaquín Edwards Bello escribió sin embargo: "Portales se distingue por su desinterés por su imparcialidad y sobre todo por su salvaje independencia, la que suele traer casi siempre la soledad". "En Yungay, Chile se convirtió a la manera portaliana en potencia del Pacífico". "Portales es más que un hombre y un cúmulo de circunstancias: él mismo creó las circunstancias y en esto fue un genio". Como completando esta idea, dijo Sergio Onofre Jarpa: "Chile, después de Yungay, empezó a tener imagen propia en América y en el mundo. Y los chilenos definieron desde ese momento su estilo, su destino, su forma de enfrentar los acontecimientos. Empezaron a tener sentido de nacionalidad". / "Portales tenía una concepción geográfica, expansiva y dinámica de la política externa, que esperamos sea restablecida para hacer de Chile lo que él proyectaba: una nación grande, próspera y poderosa en el Pacífico Sur".

Otro portaliano decidido, Hernán Díaz Arrieta, escribió que cada vez que los chilenos nos sentimos en apuros, volvemos los ojos hacia el hombre providencial de 1829. Quedó esto comprobado como nunca el 11 de Septiembre de 1973, en ese pronuncia miento llevado a cabo en defensa de los mismos principios restauradores por los que Portales luchó y murió, y a partir de cuya fecha se rebautizó con su nombre el edificio de gobierno.

Servicios en vida y servicios póstumos por los cuales Su Señoría sacrificó bienestar y fortuna y sin cobrar siquiera en compensación sus sueldos de trabajador del Estado.

Láminas

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Don Diego Portales Palazuelos

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Don Joaquín Prieto Vial

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Aspecto parcial de Valparaíso en tiempos de Portales

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Don José Tomás Ovalle Bezanilla

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Don Manuel Rengifo Cárdenas

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Doña Constanza Nordenflycht

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Iglesia Matriz de Valparaíso. Aquí fue bautizado en agosto de 1833, Juan Santiago, tercer hijo de Portales y de Constanza Nordenflycht. Dibujo de Mary Graham

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Frente al presidente Prieto y al Consejo de Estado, Portales aboga por la declaración de guerra contra el Mariscal Andrés de Santa Cruz

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Almirante Manuel Blanco Encalada

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El sabio naturalista Don Claudio Gay

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Darwin, en la época en que pasó por Chile.

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Darwin, según caricatura del "Vanity Fair" de Londres.

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Dona Isidora Zegers viuda de Tupper, notable impulsadora de las manifestaciones artísticas en Chile.

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La primera poetisa Doña Mercedes Marín del Solar

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La Alameda de las Delicias. Al fondo la Universidad de Chile (1894)


Notas:
[1] Bunster, Enrique "Lord Cochrane. (Un estudio sin variaciones.) Versión corregida y aumentada con tres nuevos capítulos. Editorial Del Pacífico, S. A. Santiago de Chile, 1966. Hubo dos ediciones anteriores, por Ed. Zig-Zag, S. A.
[2] Editorial Del Pacífico S. A. Santiago de Chile, 1954. Cuatro ediciones posteriores.
[3] Ídem. 1966
[4] Editorial Del Pacífico, S. A. 1968 y 1970, respectivamente.
[5] Me, parece necesario elogiar a la Editorial Del Pacifico por su preocupación constante, durante muchos años, por dar acogida a la labor histórico - literaria de Enrique Bunster, pues supo comprender las intenciones que guiaron al escritor y así colaboró a la difusión de sus más importantes crónicas. Los títulos que aquí hemos mencionado constituyen por sí solos una verdadera "Colección Bunster" de esta Editorial.
[6] Bunster, Enrique. "Un Ángel para Chile". Edito rial Del Pacífico. Santiago de Chile, 1964 (9 ediciones desde junio de 1959).
[7] Edición de Editorial Del Pacífico.
[8] Vicuña Mackenna, Benjamín, Don Diego Portales (Introducción a la historia de los 10 años de la. Administración Montt). Editorial Del Pacífico, S. A. IDEP. Santiago, 1974.
[9] Esta afirmación fue escrita por el autor antes de que nuestra Armada hiciera justicia con Portales dándole su nombre a uno de sus más modernos destructores.
[10] Sobre Rengifo el autor escribe una crónica especial en este libro. Véase Crónica N° 10
[11] Así lo demuestran las fechas de nacimiento de los niños: 1824, 1827 y 1833.