Darwin y la evolucion - Paul Strathern

Introducción

En nuestros días el concepto de evolución parece algo tan evidente que es difícil concebir la aparición del mundo sin él. Darwin ha corrido la suerte que deseara para sí Freud, que dijo: «Espero que algún día la gente se pregunte: ¿Qué tenía de particular ese Freud? Todo lo que dijo era perfectamente obvio». Por otra parte (como ocurre con Freud) cuando las ideas de Darwin se examinan detenidamente, pueden parecer poco científicas o incluso carentes de significado. A fin de cuentas, «la supervivencia del más apto» no significa más que «la supervivencia de los que sobreviven».
En cualquier caso, es innegable que Darwin es uno de los pocos pensadores que han cambiado por completo nuestra concepción de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Tras él, nada volvería a ser igual, y no habría retorno posible. Después de Darwin, el hombre dejó para siempre de ser una especie privilegiada.
Darwin llegó al final de la revolución que comenzó en el siglo XVI con Copérnico. La Tierra giraba alrededor del Sol: ya no éramos el centro del Universo. Más significativo aún, se descubrió que las leyes científicas eran aplicables a los cielos. (Hasta entonces se creía que sólo valían para la Tierra.) Darwin completó esta revolución mostrando cómo la ciencia se aplica incluso a la vida misma. Todo era científico, y la humanidad no era ya el centro de nada, sólo otra especie en un proceso científico en evolución. Al principio esto era inaceptable y escandaloso, porque minaba nuestra idea misma de lo que éramos. Pero los seres humanos son criaturas resistentes: no en vano los factores genéticos de los que son resultado han durado cinco mil millones de años. En contra de lo esperado, este autoconocimiento no nos ha reducido a «autómatas científicos». Al igual que el hombre que nos metió en esta situación, permanecemos «humanos, demasiado humanos».


Capítulo 1
La supervivencia del menos apto

Charles Robert Darwin nació el 12 de febrero de 1809. Su árbol genealógico es excepcionalmente rico en figuras eminentes. Entre ellas está el famoso diseñador y fabricante de cerámica Josiah Wedgwood, así como Francis Galton, físico y fundador de la eugenesia (el estudio científico de la mejora hereditaria de la raza humana, luego desacreditado por sucesos del siglo XX).
El más interesante de todos fue el abuelo de Charles Darwin, Erasmus Darwin, hombre de enorme energía intelectual y cierta originalidad. Junto con Wedgwood, el inventor de la máquina de vapor James Watt y el estadista e inventor americano Benjamín Franklin, Erasmus Darwin formó la Lunar Society, el club científico con sede en Birmingham que fue considerado como el más prestigioso de su tiempo después de la Royal Society (pese al inevitable mote que recibieron sus miembros). Parece que fue Erasmus Darwin el primero en ofrecer al mundo una explicación seria de la evolución, pero sin profundizar demasiado en la idea. Esto se debió en parte a que el medio elegido para difundirla no invitaba demasiado al sesudo análisis. Erasmus Darwin fue uno de los pocos científicos serios que después de Lucrecio (siglo I a.C.) eligieron la poesía épica para difundir sus ideas. (Jorge III estuvo a punto de nombrarle poeta laureado, pero se enteró a tiempo de que era partidario de la abolición de la monarquía.)
Con tal profusión de originalidad en la familia, tenía que haber una excepción antes o después. Esta llegó en la forma de Robert Darwin, el padre de Charles, un hombre que aspiraba a la mediocridad y que habría de convertirla en el logro de su vida. No está mal, teniendo en cuenta su apariencia: medía casi 1,90 y pesaba unos 152 kilos (hasta el momento en que, harto ya, dejó de consultar la balanza). Hombre autoritario, alternativamente iracundo y afable, tras recibir una herencia se convirtió en médico. Su especialidad fueron los pacientes ricos, y su estilo le hizo famoso en todo Shropshire (sólo si podían pagar sus elevados honorarios hacía algún caso a los pacientes). La generosa gratitud de algunas mujeres ricas que padecían diversos «males» en una época prepsicológica bastó para hacerle un hombre muy rico, y así Robert Darwin se hizo un lugar entre los emergentes y pudientes miembros de las profesiones liberales.
Los refinamientos de la vida social (o el aburrimiento) descritos por Jane Austen iban cediendo a los modos más sofocantes de la «respetabilidad» victoriana. Aparte de sus rasgos ridículos, este convencionalismo autocomplaciente no se conquistaba sin dificultad, y así fue para los Darwin en particular. La situación social en la Inglaterra de los primeros años del XIX era turbulenta: éstos fueron los tiempos de la masacre de Peterloo y de los mártires de Tolpuddle. También parecía haber una vena de inestabilidad mental latente en los Darwin: Erasmus fue descrito como volátil, y el hermano de Robert (tío de Charles) se suicidó.
El joven Charles hizo lo posible por emular a su padre, y no tardó en convertirse en un mediocre en ciernes. Incluso escribía un diario solemne. (Pese a su vuelta al mundo y sus demoledoras ideas, desde el principio, el estilo autobiográfico de Darwin parecía más bien el del Diario de un Don nadie.) Charles fue criado en gran medida por sus hermanas mayores hasta la edad de ocho años, cuando murió su madre. En adelante estuvo al cuidado exclusivo de sus hermanas, que le tenían bien provisto de mantas, bebidas calientes y mimos, hasta el punto de inducirle una hipocondría que le duraría toda la vida y su idea de lo que era la educación. Los Darwin, Wedgwood y Galton formaban una especie de familia extensa, y las primas y tías se turnaban en el cuidado de este muñeco humano.
Con el tiempo Charles fue desalojado del centro del universo y enviado a Shrewsbury, la escuela privada victoriana local. Ésta era la imagen en negativo de la educación ofrecida por sentimentales señoritas victorianas. No se enseñaba más que los clásicos, y los alumnos -azotados por sistema- eran en su mayoría ingobernables hijos de la nobleza dedicados a aterrorizar las granjas vecinas secuestrando cerdos, lecheras, y otras cosas por el estilo.
El desconcertado Darwin empezó a interesarse por la naturaleza, a coleccionar especímenes y a realizar sus propios experimentos químicos durante los momentos de calma en los que sus compañeros se entregaban al vandalismo. Esto provocó la indignación del director, quien reprendió a Darwin ante el colegio entero por «perder el tiempo». En la sucinta expresión del propio Darwin: «la escuela fue, simplemente, una laguna en mi formación».
Pero Darwin no era tan pusilánime como él nos dejaría creer. Alejado de sus hermanas, no tardó en interesarse por el deporte, que por aquel entonces consistía más en la brutalidad con los animales que con los otros participantes. Papá estaba furioso: «lo único que te interesa son los perros, pegar tiros y cazar ratas. Serás la vergüenza de la familia, y la tuya propia». Como lo primero no se podía permitir, a los dieciséis años lo sacaron de la escuela y lo enviaron a la Universidad de Edimburgo a estudiar medicina, como antes hizo su padre.
En aquellos días la Universidad de Edimburgo contaba con una de las mejores escuelas de medicina de Europa. Hasta entonces los mejores estudiantes habían ido a Leiden y Utrecht, pero las guerras napoleónicas acabaron con la costumbre. En cualquier caso, hasta las mejores escuelas médicas eran lugares siniestros, anclados en la era de los matasanos. El joven y sensible Darwin quedó horrorizado al tener que asistir a operaciones realizadas sin anestesia, con cubos de sangre bajo la mesa. («Ron para atontar, ayudantes fuertes para sujetar y un corazón valeroso» era lo que se consideraba más importante para ser cirujano.) Una vez más Darwin se sintió atraído por los senderos de la biología. Se hizo miembro de la Plinian Natural History Society, donde hizo amistad con el zoólogo Robert Grant, que también daba clases de anatomía.
Ambos estaban obsesionados con la recolección de especímenes, y Grant llevó consigo a Darwin en sus expediciones. Juntos peinaron sistemáticamente la playa de Firth of Forth con la marea baja, reuniendo muestras de vida marina y plantas que luego diseccionaban y observaban ante el microscopio. Cualquier hallazgo original era clasificado de acuerdo con el sistema propuesto por el gran botánico sueco Linneo sólo setenta años antes.
Linneo había abierto el campo de la biología con su revolucionario sistema de clasificación. En un principio, éste dividía las plantas en clases y grupos, dando a cada una un nombre genérico latino y un adjetivo descriptivo. Por ejemplo, Rosa damascena para la fragante y aterciopelada rosa de Damasco de color rosa que había recibido diferentes nombres en las diversas regiones del mundo donde crecía. Más tarde Linneo extendió este modo de clasificar a los insectos y a todo tipo de animales, como por ejemplo al Homo Sapiens, el homínido sabio, por llamarlo de alguna forma. Incluso empleó la nomenclatura latina para su propio nombre profesional, y adoptó el pseudónimo Linnaeus, por un tilo que crecía en su jardín («Linnaea» es «tilo» en sueco). Es fácil para nosotros ver cómo el sistema de Linneo preparó el terreno para la idea de la evolución, aunque él mismo no aceptaba ningún planteamiento semejante. Acababa de clasificar todas las especies como diferentes, por lo que difícilmente le haría gracia la idea de que todas eran en realidad iguales en un principio. Para Linneo las especies eran inmutables, y lo habían sido desde la Creación, es decir, ni había aparecido ninguna nueva, ni se había extinguido ninguna.
El nuevo amigo y mentor de Darwin, el Doctor Grant, disentía de Linneo en este último punto. Grant era un decidido partidario de las ideas avanzadas por el más grande de los biólogos franceses vivos, Jean Lamarck, que a la sazón contaba ochenta y tres años. Hijo de una familia noble empobrecida, Lamarck llegó a ser botánico real de Luis XVI. Durante la Revolución Francesa, el rey y muchos de los que se relacionaron con él -como, por ejemplo, botánicos reales y aristócratas sin dinero suficiente para pagar sobornos y escapar del país- murieron en gran número en la guillotina. Lamarck consiguió de algún modo sobrevivir a todo esto y reaparecer como profesor de zoología en el París revolucionario. Quién sabe si esta milagrosa gesta evolutiva tuvo alguna influencia sobre sus ideas científicas.
Lamarck propuso una versión inicial de la teoría de la evolución. (La estatua de Lamarck en los jardines de Luxemburgo en París le reivindica de modo chovinista como «fundador de la evolución»). Independientemente del abuelo de Darwin, Erasmus, y algunos años más tarde que a él, a Lamarck se le ocurrió que las especies vegetales y animales no eran siempre iguales, sino que evolucionaban. A diferencia de Erasmus Darwin, Lamarck eligió algo más convincente que la inspiración poética para respaldar su idea. Lamarck analizó y extrajo las implicaciones de su idea, aunque, por desgracia, con resultados igualmente poéticos. A su modo de ver, el medio natural era el factor formativo en la evolución. Por ejemplo, en la familia de los felinos, la diferencia entre el gato montés que bufa y el gato doméstico que ronronea se debía simplemente a los diferentes medios en que vivían. La naturaleza podía dar lugar a todo tipo de cambios en los animales, como en el caso de las jirafas, cuyo largo cuello se debe al esfuerzo de generación tras generación por alcanzar las hojas altas. Esto llevó a Lamarck a concluir que «las características adquiridas son hereditarias», es decir, que las capacidades desarrolladas por una generación podían pasar a la siguiente. Esto parece bastante plausible, sobre todo si uno piensa en familias como los Bach o los Borgia, pero la idea no resiste un examen detenido. César y Lucrecia no heredaron la despiadada habilidad política de Rodrigo Borgia (el Papa Alejandro VI), sino una propensión familiar a la depravación y falta de escrúpulos que aprovecharon para desarrollar sus propias habilidades políticas, que no fueron heredadas sino aprendidas.
La mayoría de lamarckianos como el doctor Grant creían en la idea de las «características heredadas». Sin embargo, la postura que Lamarck mantenía acerca de la evolución era rechazada por los biólogos ortodoxos por razones religiosas: contradecía la versión bíblica de una creación simultánea y en un momento establecido. Las discusiones sobre tales ideas entre el doctor Grant y sus colegas de la Plinian Natural History Society despertaron el interés de Darwin por la historia primitiva de la Tierra. ¿Cómo había comenzado todo?, ¿había evolucionado la Tierra también?, ¿qué era la vida exactamente?
Muy rara vez nos ha sido posible formular tales preguntas sobre la vida y el Universo y luego especular sobre ellas de modo original y significativo. Momentos así habitualmente han anunciado importantes progresos del conocimiento humano. Tales inauguró la filosofía griega con este tipo de especulaciones; tras el Renacimiento, Descartes y Galileo contribuyeron a revitalizar la filosofía y la ciencia con preguntas similares. Darwin también se las hacía, pero como nos ocurriría a los demás, no era capaz de producir nada parecido a una respuesta significativa y original. Su momento no había llegado todavía. Su bagaje intelectual sufría de penosas carencias, y lo ignoraba casi todo sobre los temas en cuestión, pero no se resistía a especular (todos conocemos esa sensación).
Nadie estaba especialmente impresionado con el serio, inseguro y joven Darwin. El doctor Grant y su grupo de entusiastas de la historia natural lo trillaban con amable paternalismo; pero su padre era menos tolerante. Supuestamente, Darwin llevaba dos años estudiando medicina en Edimburgo, y ¿qué había logrado con ello? Sólo parecían interesarle cosas como los órganos sexuales de las plantas, las proporciones de las hembras de babosa marina y el consumo de agua de las vejigas de ciertas plantas marinas. Sólo si era en relación con el cuerpo humano se consideraba normal que los estudiantes se interesaran por estas cuestiones, y esto era así tanto en el medio académico como en la sociedad. Era evidente que algo andaba mal con el chico. En 1837 fue trasladado con urgencia de Edimburgo a Cambridge para estudiar teología. Lo único que se podía hacer con él era meterlo en la Iglesia.
Como estudiante de teología en el Christ's College, Darwin se plegó mansamente a lo que se esperaba de un futuro clérigo. Vivió una agitada vida social en fiestas y clubes gastronómicos, gastó una pequeña fortuna en vino y volvió a sus aficiones deportivas participando en una serie de cacerías del zorro, tiro al pichón y días de pesca en el río. Pero mutilar, matar y comer la misma naturaleza que antes le proporcionara sus especímenes ya no era lo mismo. Su vocación no le llevaba por ese camino.
Por suerte Darwin no tardó en oír hablar de la tertulia semanal del reverendo John Henslow, profesor de botánica. Estas veladas atraían una compañía típicamente victoriana: ávidos naturalistas ansiosos por encontrarse con otros entusiastas de la materia; jóvenes y serios seminaristas empujados a los intereses extraacadémicos por el tedio de sus rígidos estudios clásicos y teológicos; serios profesores interesados en la compañía de jóvenes aplicados, y otros por el estilo.
El reverendo profesor Henslow contaba treinta y dos años, pero tenía mucho en común con Darwin. Era también hijo de padres ricos que lo habían enviado a Cambridge a estudiar para la Iglesia, donde había descubierto que su verdadero interés era la ciencia. A los veintiséis años Henslow era profesor de mineralogía y coadjutor de St. Mary, cerca del jardín botánico. Esto último era su verdadera vocación, y junto con algunos voluntarios de la tertulia emprendió una restauración científica que devolvió al jardín su antiguo esplendor (muchos ejemplos de la singular flora descubierta en Australia fueron trasplantados aquí por primera vez). En aquellos días la botánica era considerada en Cambridge de un forma muy similar al estructuralismo hoy en día, es decir, como un pasatiempo útil para los universitarios aún no licenciados, que distraía sus energías del trasplante y la deconstrucción de cosas de auténtico valor. El anterior profesor de botánica había permanecido sesenta y tres años en el puesto, y decidió no dar clase durante los últimos treinta. Un buen día se supo que había abandonado Cambridge hacía ya unos años. Henslow, al sucederle, se dedicó de inmediato a impulsar la asignatura e instituyó un nuevo curso de lecciones que atrajo a numerosos estudiantes, y poco después organizó excursiones regulares de fin de semana por los pantanos de la zona en busca de especies acuáticas raras. A estas alturas Henslow se había ganado una reputación científica en otros diversos campos, entre ellos la física, la química y la geología. Sus clases de botánica eran ricas en referencias a estos otros campos, y parecían así ligar la Tierra y sus ciencias en una sola empresa en incesante despliegue.
Darwin estaba fascinado, tanto por la persona como por sus conocimientos. En poco tiempo pasó a estar pendiente de cada palabra suya. Evidentemente, Henslow apreciaba tan sumisa admiración, y pronto Darwin empezó a acompañarle a todas partes. Las cosas llegaron a tal punto que pronto Darwin fue conocido como «el hombre que pasea con Henslow». Por una curiosa coincidencia, Henslow era exactamente trece años mayor que Darwin, al igual que el doctor Grant. Darwin había encontrado una nueva figura paterna.
En 1830 Darwin por fin empezó a aplicarse en las asignaturas a las que debería haberse dedicado, y logró licenciarse al año siguiente con notas mediocres. No le seducía la perspectiva de convertirse en cura rural, y su temprana propensión a la hipocondría se agravó.
Por aquellos días le ofrecieron a Henslow el puesto de naturalista sin sueldo a bordo del HMS Beagle, destinado a zarpar para América del Sur en viaje de prospección cartográfica para el almirantazgo. Como Henslow no quería abandonar Cambridge, le ofreció el trabajo a Darwin, que no quiso dejar pasar la ocasión. Por desgracia Papá decidió que ésta no era ocupación para un futuro eclesiástico y negó su permiso. Pero Charles aún retenía algo de su condición de favorito, sobre todo entre sus hermanas, primas y tías. Al final pudieron persuadir al viejo cascarrabias para que concediera el deseo del hijo. Solo por esta vez.
El plan de exploración del Beagle incluía las costas oriental y occidental de América del Sur, gran número de islas del Pacífico, Australia y la circunnavegación del globo. Se esperaba que durara unos dos años. (Tales «estimaciones» eran pura fantasía, pues a menudo los viajes duraban dos o tres veces el tiempo previsto.)
Considerando la naturaleza del viaje, el Beagle era una nave muy pequeña. Un barco reparado de tres mástiles, no llegaba a los veintiocho metros de eslora y la cubierta principal se alzaba poco más de un metro sobre el nivel del agua. Su capitán era el inteligente Robert FitzRoy, de veintiséis años, educado en Harrow, nieto de Lord Grafton, un primer ministro del siglo XVIII. FitzRoy había tomado el mando tras el suicidio en plena travesía del anterior capitán. La tripulación de setenta y cuatro hombres y mozos era casi en su totalidad más joven que el capitán, pero pocos lo aparentaban. La dura vida bajo las cubiertas de la Royal Navy marchitaba pronto la flor de la juventud.
Era costumbre llevar un botánico en este tipo de viajes de exploración. (En su expedición a Australia sólo setenta años antes, el capitán Cook había llevado a un discípulo de Linneo.) Pero FitzRoy no quería llevar a cualquier botánico. En el viaje anterior había tenido que soportar, durante meses y compartiendo un espacio reducido, a un pelmazo entusiasta en su primer viaje por mar (uno no puede evitar preguntarse si esto tuvo alguna relación con el suicidio del capitán). Por suerte Darwin le cayó bien desde el principio. Darwin era diferente: un botánico con el que se podía hablar y compartir ideas. Darwin era un botánico muy particular, desde luego. Carecía por completo de formación relevante y su experiencia práctica se reducía a excursiones de fin de semana por el campo. (Hasta al médico de a bordo se le exigía un certificado de carpintería.)
A Darwin también le cayó bien FitzRoy, a quien le importaba tener la nave bien provista de cosas necesarias para un viaje largo. La biblioteca del barco se componía de más de doscientos cincuenta libros, incluidos todos los tomos de la última edición de la Encyclopedia Britannica (entonces, como hoy, imprescindible para resolver apuestas). Estos libros ocupaban unos quince metros de estanterías, lo cual no está nada mal en un barco de unos veintisiete metros de largo y cuya tripulación era analfabeta en sus nueve décimas partes. Darwin no tenía ni idea de lo que hacía ni de en qué se estaba metiendo, pero estaba entusiasmado con la perspectiva de embarcarse en una aventura.

El Búho y el Gato salieron al mar
En un barco verde y bonito.
Con algo de miel, y mucho dinero.
Envuelto en un billete de cinco libras.

Darwin confiaba en que el viaje fuera para él un «renacimiento», y no se equivocó. A lo largo de la larga expedición este extraño espécimen biológico, una especie de oruga, se transformó en una mariposa científica de refinamiento y proporciones verdaderamente asombrosas.
La transformación empezó pronto. Henslow veía el viaje como una oportunidad para Darwin de ampliar su base científica. Para favorecer este propósito le dio el primer volumen de los Principios de geología de Charles Lyell -con el críptico consejo de que debía leerlo, pero abstenerse de creerlo. Pronto Darwin devoró con entusiasmo esta fascinante nueva obra sobre una materia de la que lo ignoraba casi todo. La geología era aun una ciencia emergente cuyas lagunas se rellenaban en gran medida con ayuda de la imaginación. Según la geología ortodoxa de la época, los rasgos geográficos de la Tierra se habían formado a causa de levantamientos y hundimientos repentinos y tumultuosos de gran magnitud, que habían provocado el surgimiento de cadenas montañosas e inundado en alguna ocasión toda la superficie terrestre. Esta teoría se conocía como catastrofismo, y era compatible con las enseñanzas de la Biblia, lo que constituía un requisito importante para la ciencia de entonces.
Lyell discrepaba de esta teoría. Según él la fisonomía terrestre se había formado como resultado de un proceso largo y gradual. Los trastornos violentos tales como erupciones volcánicas y terremotos sin duda habían jugado un papel, pero sólo provocaron transformaciones graduales. Los principales rasgos geográficos no surgían repentinamente: estaban sujetos a largos procesos de erosión y sedimentación. Tanto las catástrofes como los efectos locales a largo plazo eran acumulativos, y la superficie de la Tierra se había formado a lo largo de un período muy largo. Estas eran las nuevas y polémicas ideas que a Darwin se le aconsejaba no creer.
El Beagle había zarpado de Plymouth el 27 de diciembre de 1831. Darwin permaneció mareado en su camarote los primeros días. Mientras el Beagle saltaba sobre las olas del golfo de Vizcaya y su estómago bailaba con el oleaje, el aturdido y verde marinero de agua dulce procuraba concentrarse en las más sólidas conmociones de la geología.
En algo menos de tres semanas llegaron a Sao Tiago, en las islas de Cabo Verde. Milagrosamente recuperado, Darwin se apresuró a bajar a tierra a explorar. En un valle del interior vio por primera vez la vegetación tropical, quedó maravillado. En muy poco tiempo la densidad de la jungla verde se vio diezmada a medida que el botánico del barco reunía ávidamente sus especímenes.
Sao Tiago (Santiago) era un antiguo volcán, y Darwin localizó una veta horizontal de roca calcárea blanca que atravesaba un acantilado a unos 14 metros de altura sobre el nivel del mar. Una inspección más detenida reveló que la veta contenía un conglomerado de coral y conchas marinas. Era obvio que este estrato había sido alguna vez el lecho marino. Aplicando sus recién adquiridos principios de geología, Darwin razonó del modo siguiente: una corriente de lava debió fluir del volcán, cubriendo el lecho del mar. Éste fue elevado después por encima del nivel del agua por las presiones de origen volcánico para formar el acantilado. Pero Darwin advirtió que esto no pudo ocurrir como resultado de un único cataclismo del tipo imaginado por los geólogos ortodoxos. La veta de roca blanca había permanecido intacta, al igual que las frágiles conchas y el coral atrapados en ella. La isla debió formarse como resultado de una serie de procesos volcánicos, cada uno de los cuales elevó un poco más el estrato sobre el nivel del mar, permitiendo así que quedara intacto. Pese a lo reciente de su contacto con la disciplina, Darwin ya empezaba a cuestionar la geología ortodoxa, y pese a la advertencia de Henslow, se inclinaba por dar la razón a Lyell. Empezó a cuestionar algunas otras ortodoxias. Pasado el Ecuador, Darwin largó una red a la estela del barco para recoger plancton. Cada día la red se llenaba de toda clase de diminutas criaturas «exquisitas en sus formas y bellos colores». Por la noche en su camarote meditaba sobre el significado de sus hallazgos. « ¿Por qué había tanta belleza oculta en las profundidades del océano, donde nadie podía admirarla? ¿Qué sentido tendría la creación de todo ello?»
Darwin comenzaba del modo que luego habría de continuar. La teoría estaba muy bien, pero era la vasta acumulación de nuevos datos a lo largo del viaje lo que más le estimulaba. Quería coleccionarlo todo: datos y especímenes se apilaban de forma incesante. De todo podría sacar provecho y observaba cada descubrimiento con atención y deleite para luego meditar sobre ello. ¿Por qué era así? ¿Cómo había llegado a ser así? ¿Qué le estaba sucediendo? Éstas eran las preguntas que rumiaba a medida que el Beagle iniciaba su recorrido por la costa este de América del Sur. Más tarde Darwin diría que su mente estaba como «metida en un huracán de regocijo y asombro».
Todo esto estaba muy bien, pero en su entusiasmo el botánico de a bordo había ido más allá de la botánica. «La geología me ocupa el día entero» declaró en una entusiasta carta a su familia. El aprendiz de geólogo había decidido ya aprovechar la experiencia adquirida a bordo del Beagle para escribir un nuevo y revolucionario libro de geología. Empezó tomando abundantes notas (que con el tiempo serían suficientes para tres libros). Por suerte, sus escapadas geológicas le obligaban a cruzar zonas pobladas de exótica flora, lo que le permitía cumplir de pasada con su función de botánico del barco.
En realidad, Darwin siguió entusiasmado con la botánica a pesar de su nueva y dominante pasión por la geología. Su erupción intelectual -pues no era nada menos- había alterado drásticamente su visión del panorama científico. Le llevaría un tiempo enfocar y familiarizarse con este territorio tan nuevo, pero no había duda de su novedad. Según iba recorriendo las costas, coleccionando y depositando a bordo una multitud creciente de plantas, flores, fósiles, minerales y demás, fue advirtiendo un vacío algo más profundo que el del paisaje que esquilmaba. Este vacío parecía estar en el centro tanto de su nueva pasión como de la anterior.
La geología y la botánica estaban experimentando progresos tremendos (a veces sin ayuda de nadie podía parecer) pero ambas seguían careciendo de un marco conceptual central. Linneo había establecido una clasificación para las diferentes especies, pero ¿cómo se relacionaban entre sí?, ¿cuál era la relación entre el gran número de especies tan ampliamente desperdigadas por el globo?, ¿qué relación tenían las especies actuales y las especies fósiles? Tenía que haber alguna forma de explicarlas como un todo. En su entusiasmo inicial, Darwin era apenas consciente de estas cuestiones, pero éstas eran las ideas que poco a poco iban tomando forma en su mente. Tanta abundancia necesitaba un poco de orden: su vida, su obra, el mundo que le rodeaba lo requerían para que no se dispersara todo en una fecundidad sin sentido. El capitán FitzRoy, ante la jungla que crecía bajo cubierta, no fue el único en insistir en saber « ¿Qué es todo esto?»
En agosto de 1832 Darwin realizó una expedición de un mes al interior del continente desde Montevideo. En ésta y otras expediciones al interior de Argentina realizó algunos hallazgos sensacionales, entre ellos, huesos fosilizados de animales desconocidos de «grandes dimensiones». Encontró los restos petrificados de un perezoso del tamaño de un rinoceronte, de armadillos gigantes, de criaturas como dragones con armadura y cola en forma de garrote, todos los cuales «parecen haber sido destruidos por las revoluciones del globo». Ya no cabía duda de lo erróneo de la concepción de Linneo de la creación. Las especies no eran algo permanente; animales ahora inexistentes habían recorrido la faz de la tierra. A la vez, curiosamente, no aparecían fósiles de edad similar de especies aún existentes. ¿Quería esto decir que las especies modernas no se dieron a la vez que las desaparecidas?
Estas preguntas llevaban unos años circulando, pero los tradicionalistas les habían dado respuesta hacía ya tiempo. La más convincente fue propuesta por el biólogo francés Georges Cuvier, quien se hizo un buen lugar al sol en el París de fines del XVIII como una especie de «obispo de la ciencia». Superviviente milagroso de las sucesivas mareas de la Revolución, el Imperio y la Restauración, Cuvier también sobrevivió a la revolución gastronómica que aconteció cuando los maestros cocineros de la aristocracia se quedaron sin empleo y abrieron los primeros restaurantes para gourmets en París. Pero su heroísmo tuvo un precio. Su gordura le ganó el apodo de «el mamut», y hasta se diseñó un resplandeciente manto de terciopelo morado decorado con medallones para enmascarar su figura en las comparecencias públicas. La estatura científica de Cuvier era de similar enormidad. Amplió la clasificación de Linneo introduciendo nuevas especies y clases emparentadas, pero seguía rechazando la idea de evolución propuesta por su contemporáneo y compatriota Lamarck. Según Cuvier la naturaleza era una «inmensa red» de especies interrelacionadas, pero «no había saltos» en ella. Los fósiles, como los que luego habría de descubrir Darwin, no eran más que evidencia del catastrofismo, que consideraba la configuración de la Tierra como el resultado de una serie de accidentes cataclísmicos, el más reciente de los cuales había sido el Diluvio Universal. Inevitablemente, estas catástrofes habían extinguido algunas formas de vida, y la vida comenzaba de nuevo tras cada catástrofe global. Esto explicaba la desaparición de las especies halladas en forma fósil y la aparición de especies posteriores de las que no había fósiles.
Darwin consultó su tomo de Lyell para ver qué tenía que decir al respecto su nuevo guía. Lyell defendía que la ausencia de especies modernas entre antiguos fósiles como los de los mamuts se debía a causas físicas: sencillamente no eran lo bastante resistentes. Las conchas y estructuras óseas menores de las especies modernas eran, en su mayor parte, demasiado frágiles para resistir el proceso de petrificación, y los que lo habían sufrido se habían fragmentado y molido con el tiempo.
Darwin estaba ante un dilema. La explicación de Cuvier era tan ingeniosa como plausible, pero no podía evitar simpatizar con la postura de Lyell. La concepción gradualista de éste parecía confirmada por lo que había visto en el acantilado de Sao Tiago, y por otras observaciones en el interior de América del Sur. Contrastadas con la evidencia de los datos, ambas teorías tenían sus fallos. A medida que Darwin acumulaba más datos se iba desarrollando su propia visión, aún embriónica. Con el tiempo habría de confiar en sus preciosos especímenes y no en las teorías de otros.
En una de sus expediciones a la costa Darwin hizo un hallazgo excitante que parecía contradecir tanto a Lyell como a Cuvier. Explorando una cueva descubrió los restos fosilizados de unos armadillos gigantes extintos. Lo chocante de estos fósiles gigantes es que eran sospechosamente similares a los pequeños armadillos comunes aún en la región. Era difícil no pensar que las dos especies estaban relacionadas de algún modo, pero ¿cómo podían estarlo si ni siquiera eran contemporáneas?
Avanzado el año 1832, cuando el Beagle llegó a Buenos Aires, Darwin recibió un ejemplar del segundo volumen de los Principios de Geología de Lyell que había encargado a Londres. Para su sorpresa, le resultó decepcionante. A pesar de defender el gradualismo en geología, atacaba a Lamarck y era totalmente opuesto a cualquier idea de evolución. En lo tocante a la biología seguía siendo un ferviente creacionista, es decir, mantenía que todas las especies tenían origen en la Creación. Durante las largas noches a bordo, Darwin sacaba a veces estos temas con el capitán FitzRoy, sin duda uno de los jóvenes más brillantes de la marina. El Almirantazgo le había confiado una misión de vital importancia que requería habilidad e iniciativa. Sólo se disponía de fragmentarias y a menudo imprecisas cartas marinas españolas de la costa sudamericana. Un estudio detallado de la zona proporcionaría a la British Navy un paso por el cabo de Hornos y un acceso al Pacífico seguros. Por si esta peligrosa y minuciosa tarea no fuera suficiente, FitzRoy realizaba sus propios estudios para la elaboración de mapas climatológicos mar adentro. Esto habría de convertirle en uno de los fundadores de la llamada ciencia de la meteorología (casualmente, el primo de Darwin, Galton, llegaría a ser la otra luminaria en este campo). Como es frecuente entre intelectuales enérgicos, FitzRoy tenía firmes puntos de vista sobre asuntos de los que no sabía nada. Defendía con vehemencia el creacionismo, y posturas igualmente prístinas ante cuestiones sociales de tierra firme. Era absolutamente contrario al Acta de Reforma, esperada desde hace mucho tiempo, que acababa de aprobar el parlamento para conceder el voto a las clases medias. Gobernaba la nave con férrea autoridad. Conforme a los usos navales del momento, los marineros eran azotados públicamente si le llevaban la contraria en la menor cosa. Darwin debía asistir a estas ceremonias espantosas, que lo turbaban profundamente debido a su naturaleza sensible. En una ocasión Darwin expreso su postura contraría a la esclavitud en la mesa del capitán, y recibió por ello una paliza verbal. Se le informó sin mas de que decía tonterías, pues los salvajes sólo valían para ejercer de esclavos «como verás por ti mismo cuando lleguemos a la Patagonia».
Lo cierto es que Darwin quedó profundamente impresionado al ver por primera vez a los indios fueguinos. Con mal tiempo, similar al de un invierno inglés, la barca del Beagle toco tierra cerca de la punta meridional de Tierra del Fuego, a unos ciento sesenta kilómetros del cabo de Hornos. En la playa recibieron la bienvenida a gritos de unos salvajes desnudos que agitaban los brazos y hacían «horribles muecas». A algunos fueguinos ni siquiera les asustaban los rifles, pues no tenían ni idea de cómo funcionaban tales cosas. No asociaban el ruido de la detonación con el objeto en forma de palo en manos del marinero, y la consiguiente herida era para ellos una dolencia misteriosa y espontánea. Pese a sus actitudes liberales, Darwin se sorprendió a si mismo dudando incluso de que fueran «prójimos». Más bien parecían «las almas en pena de otro mundo».
Al inicio del viaje Darwin era un cristiano convencional, pero sus creencias se habían visto sacudidas por su experiencia científica. De forma parecida, su fe liberal en la igualdad y bondad esenciales de todos los seres humanos sufrió un duro golpe tras el encuentro con los bestiales y anárquicos fueguinos malviviendo en su fría naturaleza hostil. Darwin nunca se desprendió de sus principios, pero su reacción de entonces fue significativa. Estaba a la deriva, su mente en libertad y abierta a casi cualquier sugerencia facilitada por sus nuevas y variadas experiencias. ¿Sería posible que los fueguinos fueran una especie a medio camino entre los animales y el hombre?
Darwin poseía un carácter esencialmente tímido, y evitaba cualquier tipo de confrontación. Pronto aprendió a guardar para sí sus opiniones en la mesa del capitán, y lo que es más sorprendente, pareció reprimir tales conflictos en su propio fuero interno. Sus experiencias, sus nuevas aventuras en el campo de la ciencia, su encuentro con las ideas de Lyell en materia de geología, el ilógico rechazo de éste a la evolución... todo esto debió producir una tormenta de reacciones encontradas en Darwin, pero parece poco probable que les hiciera frente.
Muy al contrario, parece que las suprimió. Hay un acuerdo general entre los psicólogos acerca de que la mente de Darwin funcionaba como la de un artista. Sus conflictos reprimidos quedaban relegados a lo más profundo de su mente hasta reorganizarse por sí mismos y emerger luego a la superficie en una forma más aceptable.
Esta prestidigitación psiquiátrica podrá parecer dudosa, y no aclara nada sobre el contenido de las ideas de Darwin, pero no puede negarse que algún proceso de este tipo tuvo lugar en su comportamiento con el capitán FitzRoy. Lo cierto es que se llevaban bien y que por lo general Darwin le tenía aprecio. No se permitía considerar sus rasgos odiosos. (Aunque también éstos habrían de aflorar más tarde, cuando escribió sobre el viaje.)
El discreto Darwin no podía quizá hacer sombra al brillante y aristocrático FitzRoy, pero parece que éste le aceptó, aunque sólo como una especie de entusiasta mascota científica. El hombre que habría de ser autor de una de las mayores ideas de la humanidad era amablemente tolerado por el pionero de la meteorología.
La devoción de Darwin por la ciencia intrigaba evidentemente a FitzRoy, y a veces le acompañaba en sus expediciones por tierra firme. Aquí Darwin estaba en su terreno: el entusiasmo por la ciencia transformaba al mareado pusilánime en un aventurero de rompe y rasga cuyo aguante era igual al de cualquier hombre a bordo del barco. (Hay que conceder, sin embargo, que la falta de pasión de los marineros por remontar cataratas andinas heladas en busca de hierbajos y pedruscos puede haber minado de algún modo su aguante.)
Había algo excepcionalmente poderoso en la persona de Darwin, aunque él fuera el último en reconocerlo. Su modesta persona se mantenía aparte de la poderosa fuerza que impulsaba su mente. Incluso su hipocondría de niño mimado quedaba sin más condenada al olvido cuando se trataba de sus intereses científicos. En realidad no sabía lo que pretendía hacer. Ni siquiera tenía asumido que había encontrado su vocación. Conforme a los deseos de su padre, aún asumía que una vez finalizado el viaje ingresaría en la Iglesia.
Pero aun faltaban miles de millas y muchos meses para el regreso. Tres años después de zarpar, Darwin seguía reuniendo especímenes y el Beagle seguía cumpliendo con su misión. A principios de 1835 la nave había iniciado ya con diligencia el registro cartográfico de la miríada caótica de islas y estrechos que conforman la América del Sur. Era, y sigue siendo, la más intrincada y traicionera extensión de costa del mundo: más de mil seiscientos kilómetros de mar azotado por las tormentas y, con frecuencia, entre la tierra firme y el mar abierto se agrupaban una docena de apretadas islas rocosas. (Las cartas de navegación del Beagle siguen siendo útiles aún hoy en día para navegar por algunos tramos.) Como dijo Darwin en una de sus cartas: «Todo en América es a escala tan grande)...] para esta geología hacen falta botas de siete leguas».
Pero nada podía haberle preparado para los sucesos del 20 de febrero de 1835, cuando Chile sufrió uno de los peores terremotos del siglo. «Yo había desembarcado y estaba tumbado en un bosque descansando. Ocurrió de repente», recuerda Darwin. Trato de incorporarse, pero sólo podía tenerse de rodillas con ayuda de las manos. Sintió vértigo mientras se agarraba a la tierra que se alzaba ante sus propios ojos. Afortunadamente, el Beagle se hallaba anclado en lugar seguro y no sufrió daños. Diez días después, al llegar a la altura de la ciudad de Concepción, Darwin supo cual podía haber sido su suerte. «Toda la costa estaba cubierta de madera y muebles como si mil grandes barcos hubieran naufragado». Los supervivientes le relataron lo que había seguido al terremoto. En palabras de Darwin: «se vio venir una gran ola a cinco o seis kilómetros de distancia, aproximándose por el centro de la bahía con un contorno definido [...] según avanzaba con fuerza irresistible [...] iba rompiendo en una espantosa línea de cachones blancos que alcanzaban los siete metros de altura». Hubo cañones arrastrados tierra adentro como tantos pecios. Una goleta acabó a unos ciento ochenta metros de la costa en medio de la ciudad ya en ruinas. Darwin observó estupefacto un muro derruido rodeado de pétreas olas de escombros: lo que quedaba de la gran catedral. Pero ya entonces el novato geólogo y botánico había desarrollado un perspicaz ojo científico: «El efecto más notable de este terremoto fue la elevación permanente del suelo, que subió alrededor de medio metro». Ahora había podido comprobar la validez de sus anteriores conjeturas.
Ese mismo año Darwin realizó una expedición de un mes a los Andes. A más de tres mil metros de altura encontró conchas fósiles. Empezó a comprender «qué clase de fuerza había elevado estas grandes montañas». Aquello, y el terremoto, eran hechos irrefutables que respaldaban las teorías gradualistas de Lyell sobre la formación de la corteza terrestre. Los accidentes geográficos habían emergido lentamente a causa de grandes movimientos telúricos. Se habían formado grandes masas de tierra, luego... ¿cabía esperar que otras se hubieran hundido, aislando continentes enteros?, ¿podía esto explicar cosas como la existencia de avestruces casi idénticas en África y América del Sur, dos continentes totalmente separados? Para alivio de la tripulación del Beagle, que no estaba precisamente encantada de que sus camarotes se hubieran convertido en un museo bajo cubierta, se tomaron las medidas necesarias para enviar a Inglaterra la creciente colección de especímenes que Darwin había recopilado. Selvas enteras de plantas prensadas y en macetas, y multitud de fósiles y piedras etiquetadas se empaquetaron en cajas y se cargaron en los buques mercantes que regresaban. Con el cargamento iban cartas a Henslow en las que Darwin describía sus hallazgos y cautamente sondeaba a su benefactor con sus nuevas ideas.
La confianza de Darwin iba en aumento a medida que acumulaba datos. Darwin no se aventuraba a fundamentar sus teorías sobre otra cosa que la base más sólida posible de datos, pero la cantidad y calidad de sus hallazgos era tal que ni él podía resistir la tentación de establecer generalizaciones. Veía los hechos nada menos que a escala continental, lo que le impelían a especular sobre leyes universales.
Mientras tanto, en Gran Bretaña, Henslow estaba sumamente entusiasmado con la cornucopia de especímenes que le enviaba su anterior discípulo. Recibió con entusiasmo los hallazgos y comentarios de Darwin, hasta el extremo de pronunciar varias conferencias sobre el tema en la Geological Society of London. Éstas provocaron el suficiente revuelo como para hacer de Darwin una pequeña celebridad en los círculos científicos. Ajeno a ello, siguió aprovechando cada minuto que quedaba hasta el odioso día en que tendría que dejarlo todo y unirse a la Iglesia.
El momento culminante del viaje, y su culminación intelectual llegaron con la visita a las islas Galápagos. Este aislado archipiélago del Pacífico, compuesto de unas veinte islas y varios islotes, queda a más de novecientos kilómetros al oeste de Ecuador. Tres años antes de la llegada del Beagle este país había reclamado la soberanía de las islas, que se convirtieron en colonia penal con un gobernador inglés. Los únicos visitantes eran algún que otro ballenero de paso. Darwin permanecería poco más de un mes allí: del 15 de septiembre al 22 de octubre de 1835, pero lo que vio allí habría de cambiar el mundo.
Su primera impresión no debió de ser muy sugerente: son islas de negra y reseca roca volcánica, con clima ecuatorial sofocante y vegetación rancia y maloliente. Darwin las comparó a «las zonas cultivadas de las regiones infernales».
Pero la inusual vida animal y vegetal que se había desarrollado en este mundo aislado no tardó en cautivarle. Observó a las tortugas gigantes, las iguanas y gran variedad de pinzones. Los primeros visitantes españoles habían llamado erróneamente a las tortugas de tierra gigantes galápagos, de ahí el nombre de las islas. Darwin supo que estas tortugas pertenecían a una especie extinta en otras partes del mundo. Las iguanas eran marinas y se alimentaban de algas, a diferencia de las iguanas terrestres de América Central de las que eran inconfundibles parientes. Los pinzones eran aún más interesantes. Darwin advirtió que había diferentes subespecies en cada isla, y que diferían en el color y también en la forma y tamaño de sus picos, que unos empleaban para cascar frutos secos, otros para atrapar larvas con ayuda de una espina de cactus y otros para succionar el néctar de ciertas flores. En cada caso el pico era adecuado para su función. Como escribiría Darwin más tarde en su Diario, «Es fuerte la tentación de pensar que, partiendo de una escasez original de aves en este archipiélago, una sola especie se haya modificado para fines diferentes».
El Beagle tardó casi un año en completar el viaje vía Australia, cabo de Buena Esperanza y Brasil. En total, el viaje que en principio iba a durar dos años, duró casi cinco. Darwin tenía ahora veintisiete años. Embarcó como botánico inexperto y desembarco como científico con todas las de la ley, dueño de una técnica admirablemente rigurosa (poca teoría respaldada por una montaña de datos). Además, en la última etapa del viaje había madurado como persona tratando de afrontar sus cuestiones pendientes. Casi había aceptado que no sería sacerdote.
Al llegar a Londres, Darwin descubrió que se había convertido en una especie de celebridad porque las conferencias de Henslow habían despertado el apetito de la comunidad científica. Sus colecciones se repartieron entre varios museos de Londres y Cambridge para que los expertos las analizaran y catalogaran. Le nombraron miembro de la Geological Society y le ascendieron casi de inmediato a su consejo rector. Un año más tarde fue aceptado por el Ateneo, el club para caballeros más exclusivo de Londres, y al año siguiente le nombraron miembro de la Royal Society. El regreso de Darwin no fue precisamente discreto.
Pese a su recién estrenado renombre, Darwin siguió a lo suyo. Lo que ahora le interesaba realmente eran las implicaciones de sus hallazgos, pero por timidez no las hizo públicas. Emprendió en privado la redacción de una serie de cuadernos de notas en los que desarrolló sus ideas sobre «la cuestión de las especies».
Entre tanto siguió alimentando su hambre insaciable de información; leía mucho y visitaba asiduamente zoológicos, granjas, jardines botánicos así como comercios de flores y animales en busca de más datos relativos a las variaciones entre especies. En el curso de esta actividad habló con naturalistas, jardineros, criadores y hasta vendedores de pájaros enjaulados. El cúmulo de ideas y hechos conflictivos de los que se empapó -y en cierta medida reprimió- durante su largo viaje alrededor del mundo empezó a aflorar, lo que le produjo cierta preocupación. No podía eludir tal conflicto de ideas por más tiempo y, a partir de entonces, sus cuadernos se convierten en una serie de preguntas y respuestas, afirmaciones y réplicas. Fue el comienzo de un largo debate entre sí mismo y sus materiales, un proceso tan incesante y minucioso como la labor de recopilación que siguió acompañándolo.
Ya no había modo de eludir la discrepancia entre sus observaciones y el creacionismo ortodoxo tal como aparece al comienzo de la Biblia. Según el libro primero del Génesis «Y Dios creó toda criatura que se mueve [...] todo ave alada [...] y todo animal que anda arrastrándose sobre la faz de la tierra». Cada especie había sido específicamente diseñada para el medio que habitaba. Esto se conocía como el Plan Divino. Por eso los peces tienen branquias para respirar bajo el agua, los pájaros alas y los bichitos horripilantes patitas para corretear y meterse por todas partes. Cada especie era lo que era de forma inmutable, porque había sido creada así para vivir como lo hacía. Esto no sólo respondía a todas las preguntas: era la palabra de Dios. Cuestionarlo era cuestionar Su sabiduría.
Pero siempre ha de haber alguien que haga preguntas incómodas, aunque se cuide mucho de hacerlas en público. Darwin era ahora un respetado miembro de la comunidad científica victoriana, y no aspiraba a que lo echaran a patadas por blasfemo. Cincuenta años antes de que Robert Louis Stevenson escribiera su clásico relato, Darwin ya estaba representando la vida del Doctor Jekyll y Mister Hyde. En público, el respetable Jekyll era un impecable caballero victoriano, mientras en secreto Hyde degustaba su embriagadora poción de ideas blasfemas, desgarrando los cimientos mismos de todo lo sagrado.
Según el argumento del Plan Divino derivado de la creencia en la Creación, los miembros de una especie que vivan bajo condiciones similares deberían ser siempre parecidos entre sí (pues ése es el medio para el que fueron diseñados). Pero Darwin había advertido que los pinzones de las Galápagos y los de Cabo Verde eran en realidad diferentes pese a que ambos archipiélagos compartían características casi idénticas (eran lugares remotos, volcánicos, tropicales, etc.). De hecho, las especies de Cabo Verde se parecían mucho más a las de la vecina África, cuyo medio era muy diferente. ¿Tenían quizá las aves de Cabo Verde y las de África un antecesor común? (Imposible, desde la perspectiva de la Creación que postula que las especies son estáticas.)
De igual manera, los pinzones de cada una de las islas Galápagos tenían señaladas diferencias, cuando lo normal de acuerdo con la teoría creacionista es que fueran idénticas por compartir un mismo medio. Por otro lado, estaba el caso del avestruz. En el clima templado de la pampa argentina, Darwin había observado avestruces gigantes, pero al sur, en la inhóspita Patagonia, las avestruces eran de una especie menor. Ambas tenían un estrecho parecido con las avestruces africanas. Según la teoría de la Creación, estos diferentes avestruces simplemente habían sido creados como especies distintas. Pero, ¿no podía ser que todas ellas provinieran de la misma especie original, desarrollada y adaptada a circunstancias diversas y geográficamente aisladas?
Bajo la influencia de su poción embriagadora, Mister Hyde se iba convenciendo de que el Génesis, tal como aparece en la Biblia, es un montón de paparruchas. La naturaleza no tiene nada de inmutable. El paisaje, los animales, las plantas; todo cambia. La Creación no tuvo lugar de repente: la naturaleza es un proceso en desarrollo. El mundo no es estático, sino que está en continuo proceso de «hacerse». (Las implicaciones eran tremebundas. ¿Quería esto decir que la humanidad tampoco es una especie permanente? La singularidad de los seres humanos, el alma, el lugar de la humanidad como joya y fin de la Creación, ¿dónde iban a parar estos artículos de fe victorianos? Por el momento, Mister Hyde decidió ser discreto. Cada cosa a su tiempo.)
A medida que analizaba laboriosamente sus especímenes y dibujos, surgían hechos cada vez más asombrosos que confirmaban sus sospechas. Según los catalogadores, los pinzones de las Galápagos no eran simples variantes, como pensara Darwin; eran especies diferentes. Parecía que originalmente había habido una sola especie en las islas que de algún modo había sido sustituida por varias, cada una adaptada a su medio de modo diferente. Había dos posibles explicaciones: o las nuevas especies habían sido creadas para reemplazar a la especie única extinguida (una versión creacionista), o bien las nuevas especies mejor adaptadas descendían de un predecesor peor adaptado y extinto. Darwin describió este proceso en su cuaderno como «herencia con modificación».
Pero, ¿cómo ocurría?, ¿qué mecanismo encerraba ese proceso? Darwin no había recibido formación científica en el sentido académico, y hasta el momento no había demostrado poseer una inteligencia excepcional. (Su celebridad se debía enteramente a haber estado en el lugar oportuno, en el momento oportuno, y a su insaciable pasión por coleccionar especímenes, aspectos estos que no necesariamente indican que fuera un hombre brillante). Pero, de pronto, a los veintiocho años, pareció descubrir su imaginación. He aquí el espíritu creativo de un poeta sujeto por las riendas de una obsesión prosaica por los dalos. El resultado sería un científico genial. El pensamiento de Darwin durante los tres años posteriores a su desembarco del Beagle transformaría para siempre nuestros conocimientos. (Puede decirse que su idea ha tenido más consecuencias sobre conocimiento humano que cualquier otra en la historia.)
Darwin siguió con sus reflexiones en la intimidad de sus cuadernos de notas, en los que a las preguntas y objeciones les sucedían los datos: una corriente de argumentación casi indiscernible discurre bajo la desbordante abundancia de los datos. Su progreso era gradual, pero inexorable. En ningún lugar encontramos un momento en el que llegue a verlo todo claro como para exclamar « ¡eureka!».
Pero ni siquiera Darwin podía evitar algún esporádico momento de excitación. Uno de tales momentos tuvo lugar en octubre de 1838 cuando leyó Un ensayo sobre el principio de población de Thomas Malthus. En su autobiografía Darwin sugiere que lo leyó como entretenimiento, pero encaja tan bien en su programa de lecturas sistemáticas que esto parece dicho para despistar. (A juzgar por su autobiografía, la vida de Darwin a estas alturas parece algo falta de diversiones, incluso comparada con lo que era habitual en la sociedad victoriana. Quizá pensó que leer un instructivo ensayo sobre población podía llenar el hueco.)
El clérigo y pionero de la sociología, Robert Malthus, suscribía el punto de vista bíblico de que siempre habrá pobres». En su celebrado ensayo reforzó este pesimismo realista con argumentos económicos imaginativos. La felicidad universal era un empeño vano, pues la población siempre crece más deprisa que los medios de producción. En un temprano ejemplo de método economicista, llegó incluso a elaborar «estadísticas» en apoyo de su tesis. Salvo posibles trastornos, la población crece en progresión geométrica (2, 4, 8, 16...) mientras que la producción de alimentos sólo puede crecer en progresión aritmética (2, 4, 6, 8...). La población crece hasta el límite permitido por la enfermedad, el hambre, la guerra, los rayos, etc. Darwin ya tenía conocimiento de la lucha por la existencia en los reinos vegetal y animal, pero las palabras de Malthus cristalizaron el flujo de argumentos que discurrían por su mente. «De pronto caí en la cuenta de que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a destruirse, con el resultado de la formación de nuevas especies... por fin tenía una teoría con la que trabajar.»
Darwin había comprendido una cuestión crucial. En los círculos científicos (los profanos la habían aceptado desde tiempos inmemoriales), la idea de «lucha por la supervivencia» era, desde hacía tiempo, moneda corriente: unas especies luchan contra otras en la guerra permanente por la supervivencia. Al leer a Malthus, Darwin comprendió que la lucha tenía lugar también entre seres de la misma especie (algo obvio también para los pobres desde tiempos inmemoriales). Pero Darwin no sólo advirtió lo que sucede y el porqué, sino también sus consecuencias. Los individuos de la misma especie compiten entre sí, y sobreviven los que tienen rasgos dominantes (por ejemplo, los pinzones con picos mejor adaptados a la alimentación y a la lucha, los que tuvieran plumas de colores más brillantes para espantar a otros, etc.). Por ello tales rasgos tienden a predominar y transmitirse a las siguientes generaciones. Éste era el mecanismo por el que los rasgos dominantes se refuerzan y los que suponen una desventaja tienden a desaparecer. Darwin desvió crucialmente la atención de la competencia entre especies a la competencia dentro de cada especie.
Como hemos visto, la idea de la evolución orgánica de las cosas llevaba un tiempo en el aire. Erasmus, el abuelo de Darwin, había sido un precursor notable de esta creencia y, en los mismos años, el biólogo francés Georges Louis Buffon desarrolló la misma idea por su cuenta. Encargado del Jardín du Roi y conocido científico multidisciplinar, produjo convincentes argumentos científicos que la sustentaban. Las especies animales no eran fijas, sino que sufrían variaciones evolutivas. (Como prueba de dicha evolución quedaban vestigios, como los huesos de los dedos en los cerdos, por ejemplo.)
Pero hubo que esperar a la generación siguiente para que su compatriota Lamarck proporcionara a la teoría de la evolución una base más sólida. Fue el primero en elaborar un esquema general que mostraba cómo la vida comenzó con organismos unicelulares y ascendió por la escala evolutiva hasta la especie suprema: el hombre. Lamarck también fue el primero en proponer una explicación convincente de cómo este proceso tenía lugar: cada especie tenía un «deseo interno» que la compelía a ascender por la escala evolutiva, con el resultado de la generación espontánea de rasgos superiores. Asimismo, las características y habilidades útiles para la supervivencia podían pasar a la generación siguiente por medio de la «herencia de las características adquiridas».
Las brillantes ideas de Lamarck tenían un sólo fallo: eran erróneas. Además, en lo que concernía a Darwin, tenían otro serio defecto: eran peligrosas. Darwin había entrado en contacto con ellas en Edimburgo de la mano de su mentor Grant, mientras recorrían juntos la costa en busca de especímenes. Pero, con los años, las revolucionarias ideas de Grant en favor de la evolución le habían creado poderosos enemigos en la comunidad científica.
En diciembre de 1858 Grant tuvo que comparecer ante el comité de la Geological Society. Fue reprehendido y deshonrado, como miembro junior del comité, Darwin asistió en silencio a los duros ataques de los miembros más antiguos, profesores de Oxford y Cambridge y distinguidos eclesiásticos, contra Lamarck y la teoría de la evolución. Solo podemos imaginar lo incomodo que Darwin debió sentirse. Sin mayores títulos que su asiento en el comité, Darwin se sentiría mal equipado para llevar la contraria a tales peces gordos académicos y teológicos. ¿Y qué podía haber dicho? No estaba de acuerdo con el concepto lamarckiano de evolución y estaba desarrollando su propia teoría. Aún así, Darwin no sale muy bien parado de este incidente.
Ésta fue una tardía acción de retaguardia por parte de los defensores de la Creación, pero no por ello menos feroz. La revolución copernicana había reducido los cielos al ámbito de la ciencia, y ahora la teoría de la evolución amenazaba con hacer lo mismo con la naturaleza y la vida mismas. El mundo natural era el último lugar donde el espíritu de Dios reinaba de modo supremo. Era Su Creación, y sus obras podrían comportarse de modo científico, pero su creación misma no era del ámbito de la ciencia. Quien dijera lo contrario era culpable de blasfemia, una conducta criminal perseguida por la ley. (Gran Bretaña era, y sigue siendo, una nación cristiana. Sus leyes tienen su origen en esta religión, sin que importe el que esté reñida con las realidades científicas o con la indiferencia religiosa de la mayoría de sus ciudadanos.) La opción se le presentaba clara y duramente a Darwin: escabullirse o ser martirizado (socialmente, se entiende). Continuando la tradición de Aristóteles y Galileo, Darwin prefirió no someter sus ideas al examen público de los ignorantes.
Las ideas de Darwin, organizadas en torno al eje central de la evolución, estaban entrando en una fase crucial. Sus continuos y amplios estudios le llevaron a rechazar la visión lamarckiana de la evolución como ascenso por una escalera. Él la veía como un árbol con ramas divergentes. Las especies nuevas eran como ramas nuevas que salían del tronco principal y de las ramas anteriores. Las ramas nuevas se dividían a su vez en otras, y así sucesivamente.
El concepto darwiniano de lucha dentro de cada especie permitió prescindir de las teorías más convincentes de los antievolucionistas, concretamente, del argumento del Plan Divino. Dicha argumentación tenía una sólida reputación intelectual, pues se había ido refinando a través de los siglos por filósofos de la talla de Platón, Kant y Avicena.
En 1802 fue presentada a la ciencia una nueva versión del argumento, la del teólogo británico William Paley, ya famoso por haber demostrado desde la lógica la resurrección de Cristo. La versión de Paley empleaba el símil del reloj encontrado en el desierto. La intrincada perfección de sus piezas sin duda convencería al que lo hallara de la existencia de un fabricante experto. Cuanto más perfecto es el diseño del ojo humano, con su retina y su cristalino perfectamente colocados para formar una imagen exacta, clara e inmediatamente transmitida por el nervio óptico a una parte muy precisa del cerebro. El ojo humano está perfectamente adaptado a su medio y a su función: tanta perfección solo puede ser obra de un Diseñador Perfecto.
La teoría de Darwin atacaba los fundamentos del argumento. Ningún organismo -de la célula más simple a la supuesta «perfección» de los seres humanos- está perfectamente adaptado a su medio. Si lo estuviera, no tendría ninguna necesidad de luchar, y toda la vida consistía en una lucha incesante entre especies y dentro de cada especie. Lejos de ser perfecta, la cosa tenía más bien el aspecto de una gran chapuza. El argumento de Darwin podría ser confuso y desagradable, pero explicaba el mundo como es. El argumento del Plan Divino era intelectualmente más elegante, pero en realidad no explicaba nada. No hay modo de saber qué argumento es más «verdadero» cuando ambos se ajustan a los hechos. La única manera de juzgar las teorías es descubrir como son de útiles, como de fecundas a la hora de producir nuevas ideas. El argumento del Plan Divino era una mera floritura, pero la fea idea de Darwin demostraría ser la idea más fructífera producida por la ciencia hasta hoy.
De hecho, esta idea no tardó en dar otras nuevas al propio Darwin. Su lectura de Malthus atrajo su mirada sobre la realidad social de la era industrial en Gran Bretaña. Las condiciones en las «oscuras fábricas satánicas» de Lancashire, las infernales fundiciones del Black Country, y todo lo que le rodeaba en el hervidero de las calles del Londres dickensiano: ahí estaba toda la evidencia. Materia para el estudio tan fascinante como la naturaleza de las Galápagos o los fósiles de América del Sur. Así funcionaba la evolución en el extremo mas «avanzado» de la escala. El chavalillo pálido y descarado burlándose del pater familias del bombín reluciente, el joven oficinista mirando con disimulo a la mujer bebida tirada en la cuneta, el sargento de rojo pavoneándose; todo ello era también resultado de la evolución.
El concepto de competencia entre miembros de la misma especie permitió a Darwin comprender el mecanismo y el propósito de la divergencia en el seno de una especie. La lucha tenía lugar en el plano individual. Los individuos con características mejor adaptadas a las circunstancias sobrevivirían y pasarían dichas características a su descendencia, mientras que las características desfavorables desaparecerían porque sus portadores tienden a perecer antes de procrear. Todo está en transición, reforzándose o declinando. De este modo surgían especies enteramente nuevas. Éste era tanto el propósito de la individualidad como el método con el que ésta opera. Darwin no descubrió la evolución, Lamarck y otros se encargaron de eso. Darwin descubrió qué es y cómo funciona y llamó al proceso la «selección natural». Por decirlo con rigor, es por «la teoría de la evolución por la selección natural» por lo que se recuerda a Darwin.
Pero sus sesiones de preguntas y respuestas no estuvieron dedicadas exclusivamente a la ciencia. Allá por 1838 se empezó a interesar por una selección natural de tipo más personal. A sus veintinueve años, soltero, con ingresos suficientes y cierto renombre profesional, era un buen partido. Con las largas horas de trabajo sedentario, Darwin estaba recayendo en la hipocondría. El bronceado y entusiasta cazador de especímenes alrededor del mundo iba cediendo ante el académico sedentario cuyas dolencias eran un pasatiempo de lo más absorbente.
Darwin se sabía víctima de la alarmante epidemia que asolaba a la clase media de la Inglaterra victoriana: la frustración sexual. No había cura socialmente aceptable para este mal, salvo el matrimonio, que según sus compañeros de club no hacía más que empeorar las cosas.
Darwin ponderaba la cuestión matrimonial tan minuciosamente como la evolución o el tema de su salud. Aparte de lo inmencionable (el sexo), ¿para qué tenía realmente necesidad de una mujer? Darwin hizo una lista de pros y contras del matrimonio. Los pros: «Niños... una compañera (y amiga en la vejez) que se interese por uno... alguien a quien amar y con quien jugar... mejor que un perro, en cualquier caso... los placeres de la música y la cháchara femenina... y una pérdida de tiempo terrible». Contras: «La libertad de ir donde uno quiera... la elección de sociedad, y de ésta poca... la conversación de hombres inteligentes en los clubes... no estar obligado a visitar parientes... los gastos y la preocupación por los hijos... tener que discutir, quizás... PERDIDA DE TIEMPO... no poder leer por las noches... menos dinero para libros, etc... si hay muchos hijos, verse forzado a ganar el pan... (y es muy malo para la salud trabajar demasiado)... la degradación hasta convertirse uno en inútil indolente y desocupado».
Pese a lo que parecían abrumadores argumentos en contra, Darwin se decidió por el matrimonio. Era plenamente consciente de los sacrificios que ello implicaba: no podría «visitar Europa, ni ir a América, ni volar en globo».
Darwin tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo correteando por los salones de moda en busca de una esposa admirada en sociedad. Llegó astutamente a la conclusión de que necesitaba una mujer «que sea un ángel y que tenga dinero». Su prima carnal Emma Wedgwood encajaba con el perfil, y pronto se hicieron novios. Los Darwin y los prósperos Wedgwood ya tenían una estrecha relación, pues el hermano de Emma se había casado con la hermana de Darwin el año anterior. En reconocimiento de su renuncia a subir a un globo y ver París, el hermano de Emma había recibido un depósito de 5.000 libras, y vio aumentada su renta en 400 libras al año (por aquel entonces un trabajador se consideraba muy afortunado si ganaba una libra a la semana). Así que Darwin sabía lo que le correspondía.
Sin ser una belleza, Emma Wedgwood era una señorita muy presentable, instruida a conciencia en los fundamentos de la vida familiar victoriana. El marido era la autoridad, y el lugar de la mujer era el hogar. Aceptaba su ciudadanía de segunda sin rechistar. Se le pasaba la edad de merecer, y no tardó en fijarse en el primo serio y tímido de cejas distinguidas y pobladas patillas. Ambos tenían la misma edad. En cuanto Darwin expresó claramente sus intenciones, su afecto floreció rápidamente para convertirse en un fuego amoroso de baja intensidad que habría de durar toda la vida. Como hombre que no soportaba el conflicto, Darwin había hecho una elección excelente. Su relación fue armoniosa desde el comienzo, algo que a los victorianos con frecuencia se les daba muy bien. Extirpar el aguijón de la pasión y las expectativas personales del matrimonio tenía sus ventajas.
Emma sabía muy bien con quien se casaba, y estaba más que conforme. En los primeros arrebatos del enamoramiento, Darwin no pudo evitar confiarle que tenía una sola ardiente pasión en la vida: su trabajo. Incluso empezó a explicarle en qué consistía. Emma era lo bastante inteligente para comprender lo que decía, pero también lo bastante sensata para no interesarse demasiado. Le apenaba que su teoría de la evolución no dejara ningún lugar para Dios en la vida de Darwin, pero lo aceptó con peculiar ecuanimidad. Rezaba regularmente por su alma cuando iba a la iglesia los domingos, pero no pasó de ahí. Su tarea era ofrecerle apoyo mientras se aplicaba a su trabajo, y seguirle la corriente con su hipocondría. Estaba allí para proporcionarle un hogar y unos niños libres de tensiones. La selección natural quizá haya extinguido estas cosas, pero para su descubridor fueron absolutamente necesarias.
Charles Darwin y Emma Wedgwood se casaron en enero de 1839. Poco después se mudaron a una casa en Gower Street, en los límites de Bloomsbury. Darwin tuvo por fin ocasión de rescatar muchos de sus especímenes almacenados. Hizo lo posible por convertir su nueva vivienda en un museo, mientras Emma hacía lo posible por convertirlo en un hogar. Los recién casados fueron felices en su cálido museo, y pese a sus temores respecto del matrimonio, Darwin siguió haciendo su vida sin demasiados cambios. Trabajaba largas horas en su estudio y seguía paseándose por zoológicos y mercadillos callejeros, especialmente los de pájaros enjaulados.
Algunos meses después de su boda, Darwin publicó su Diario del viaje del Beagle. Era idóneo para el público lector victoriano. Para empezar, contenía aventuras en lugares exóticos. Sin embargo, no fuera a resultar demasiado exótico, la obsesión de su joven autor por la geología y la botánica le distraía de posibles actos y pensamientos impuros (con lo cual la obra era apta para el público femenino). Además, tenía esos inconfundibles toques al estilo «diario de un Don nadie»: «28 de Diciembre. Me desperté de mañana con un viento de ocho nudos por hora, enseguida me mareé y así he estado todo el día». El Diario de Darwin fue debidamente aclamado como un clásico entre los libros de viajes, lo cual le convirtió en el equivalente de lo que hoy sería un popular científico televisivo: era objeto de las burlas de los colegas celosos, y el público lo adoraba (con tal de que no les aburriera con reflexiones verdaderamente científicas).
Su popularidad le permitió conocer a otras celebridades de la época. Discutió el estado de la nación con el serio y germanófilo pensador escocés Thomas Carlyle; escuchó, aún sin comprenderlas muy bien, las homilías sociales progresistas de la pionera feminista Harriet Martineau, y disfrutó, no sin desconcierto, de la compañía de Charles Babbage, el brillante matemático y excéntrico inventor de la computadora. También estuvo encantado de conocer al fin a Charles Lyell, cuyo trabajo le había inspirado tanto durante las largas noches a bordo del Beagle. Quizá lo mejor fue conocer a Joseph Hooker, el gran botánico, que compartía su obsesión por los especímenes. Hooker había recorrido los cinco continentes en busca de ejemplares raros, y acabó como director de los Kew Gardens. Como Darwin, no era un mero coleccionista, y sus discusiones con él acerca de las implicaciones teóricas de sus hallazgos le reafirmaron en sus convicciones.
Pero Londres no le sentaba bien a Darwin. La espesa niebla y el humo sulfuroso de las chimeneas de los fuegos de carbón eran desastrosos para su hipocondría. (En el East End londinense era bastante frecuente que pasara una semana sin que se viera el sol). A Darwin le consumía una fatiga cada vez más debilitante, acompañada de náuseas y desórdenes digestivos. Es probable que, en parte, tales dolencias tuvieran un origen psicosomático ya que Darwin tenía innumerables taras psicológicas. No tenía un carácter fuerte, al haber sido dominado por un padre algo tosco. Pero aunque no estuviera en forma, Darwin era sin duda un superviviente nato. No sabía qué quería hacer con su vida, pero había logrado zafarse de los planes que su padre le había trazado. La incompetencia unida a la aversión le habían salvado de ser médico, y para retrasar su ingreso en la Iglesia se había hecho a la mar. (Es significativo que Darwin se realizara tras poner medio mundo de distancia entre él y su padre y, al entregarse con un entusiasmo casi obsesivo a sus intereses, mostrándose tan en forma como los marineros, logró concebir las ideas que habrían de hacerle mundialmente famoso.) El renombre científico de Darwin a su regreso persuadió por fin a su padre: era muy improbable que el ateísmo de su hijo le permitiera promocionarse en la jerarquía eclesiástica.
Darwin era consciente de las grotescas injusticias sociales de Gran Bretaña, y en consecuencia tenía un profundo sentimiento de culpa por su riqueza heredada, pero sabía que necesitaba dinero para proseguir sus investigaciones. (No había fundaciones Guggenheim por aquel entonces, y además el solo era licenciado en teología.) Durante toda su vida Darwin dependió de sus inversiones, y le atormentaba arruinarse por un colapso de la Bolsa. En términos de hoy en día, Darwin se empeñó con gran esfuerzo en no «enfrentarse a sí mismo». Afortunadamente para nosotros, el esfuerzo desvió sus energías hacia su obsesiva labor.
Lo que parece innegable es la formidable hipocondría de Darwin, que le obligaba a permanecer largas horas tumbado en el sofá recibiendo las maternales atenciones de Emma. Sin embargo, algunos biógrafos posteriores han mostrado que no todo el mérito era suyo. Mientras cazaba especímenes en Argentina, a Darwin le picó «el bicho negro de la pampa» (triatoma infestans) ahora conocido como el portador de la enfermedad de Chagas. Los síntomas incluyen una lasitud general y persistente, recurrentes molestias intestinales y otras debilidades que Darwin habría de exhibir el resto de sus días. Pero esto no debería empañar el vigor de su constante e imaginativa hipocondría, que lo acompañó durante toda su larga vida. La imagen del hombre estirado en el sofá, disfrutando de la amorosa atención de Emma, provenía del niño que se regodeaba en el trato consentido de sus sentimentales hermanas. Darwin no había conocido el lado firme y práctico del genuino amor maternal.
Por el bien de su salud, Darwin abandonó Londres en 1842. Con ayuda de su padre compró una agradable casa de campo con un pequeño terreno en Kent por dos mil libras. Allí, en Down House, cerca de Bromley, a sus treinta y tres años se acomodó a una vida de inválido, o casi. Pero no podía estar tan mal como parece, pues Emma ya había dado a luz a dos de sus diez hijos.
En 1842 Darwin se sintió por fin preparado para resumir sus ideas sobre la evolución por selección natural. Aproximadamente un año después las escribió en mayor detalle para Hooker -pero todavía era contrario a su publicación. Como era típico en él, quería evitar toda controversia, y vista la suerte de Grant a manos de los jerarcas científicos, podía muy bien imaginar cómo serían acogidas sus ideas («La creación no es acto de Dios», «Respetable patriarca dice descender del mono», etc.). En suma, el autor de la idea más atrevida en la historia de la ciencia no era lo bastante atrevido para revelarla.
Esto no habría de ser una simple aberración temporal. Con el paso de los años, mientras Darwin permanecía sentado sobre su secreto, la evolución iba siendo, cada vez más, objeto de debate científico. En 1844 pasó a ser objeto de controversia pública con la publicación de un libro anónimo titulado Vestigios de la historia natural de la creación. Lo que venía a decir es que los fósiles demostraban que lo que Dios había creado al principio de los tiempos, innegablemente, había evolucionado. La sugerencia de que la Creación divina había sido objeto de mejoras desató el escándalo. Hubo especulaciones generalizadas sobre la identidad del autor. (Postrado en su sofá en Down House, Darwin se mantuvo en un discreto segundo plano.) Algunos dijeron que el libro era claramente obra de un alemán. Alguien llegó a sugerir que era obra del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria que, capeando el temporal en el castillo de Windsor, decidió también que lo mejor era mantenerse en un discreto segundo plano. Al final se descubrió que el libro lo había escrito un editor escocés llamado Robert Chambers. La casa real (y al menos otra casa más pequeña que se sepa) suspiro de alivio, mientras Chambers era denostado a lo largo y ancho del país.
Darwin disfrutaba por fin de las condiciones idóneas para trabajar, y había hecho un descubrimiento de importancia extraordinaria cuyas implicaciones debía elaborar. Teniendo en cuenta esto, el proyecto al que ahora se dedicó resulta bastante sorprendente. Darwin habría de pasar los diez años siguientes de su vida escribiendo un tratado sobre el percebe (arthrobalanus). Comparado con el tema de la evolución, el espectro ofrecido por esta especie parece decididamente limitado. El propio Darwin describió al percebe macho del modo siguiente: «El señor Arthrobalanus es un enorme pene enrollado». No hace falta decir que para los freudianos ha sido un festín la obsesión de Darwin con un organismo en apariencia tan poco prometedor durante toda una década. En cualquier caso, sus ingeniosas y calumniosas explicaciones no son menos convincentes que algunas otras. Cierto comentarista llegó incluso a decir que su trabajo sobre el percebe era una versión apenas disimulada de la teoría de la evolución, y concluyó que Darwin estaba «usando al percebe como tapadera» (sic).
Es difícil decir cuánto tiempo pudo haber continuado Darwin siendo la máxima autoridad mundial en una lapa semejante a un enorme pene, pues por fortuna unas noticias sensacionales vinieron a sacarle de su sopor dogmático. En el verano de 1858 recibió una carta de Alfred Wallace, un ambicioso naturalista de la generación siguiente.
Mientras ejercía de profesor mal pagado en Leicester, Wallace leyó el Diario del viaje del Beagle, que le inspiró el sueño de embarcarse en una expedición de seis años a América del Sur para reunir especímenes de mariposas y otros insectos exóticos. Tras persuadir a varios museos y coleccionistas de que le financiaran, se marchó. Por desgracia, durante el viaje de regreso el barco se incendió y se perdieron casi todos los especímenes. Wallace utilizó lo que deben de haber sido considerables poderes de persuasión, y encontró nuevos patrocinadores que financiaron una expedición a Malasia que habría de durar doce años. En 1858, tras cuatro años de expedición, Wallace fue víctima de un brote de malaria en las islas Molucas, en lo que hoy es Indonesia Oriental (a más de mil seiscientos kilómetros de la península malaya, por lo que parece haberse desviado algo del persuasivo itinerario presentado a sus patrocinadores). Inmovilizado en su cabaña, con la cara amarilla y temblando de fiebre, la mente de Wallace flotaba entre especulaciones sobre la evolución humana. Recordaba haber leído el ensayo de Malthus sobre la población, y «tuve la repentina idea de la supervivencia de los más aptos» (y la cursiva es importante: estas son palabras posteriores en recuerdo del suceso. Como veremos, la frase «supervivencia de los más aptos» tiene una interesante historia propia y no fue acuñada hasta seis años más tarde). Esa misma noche Wallace escribió un resumen de su teoría a la luz de la lámpara, y esto fue lo que Darwin recibió mientras se hallaba inmerso en el absorbente estudio del percebe. «Nunca vi una coincidencia más extraordinaria», exclamó el anonadado Darwin. ¡Wallace incluso empleaba en su carta la misma terminología que había usado Darwin en sus cuadernos doce años antes!
Afortunadamente, los amigos de Darwin se agruparon en torno suyo -especialmente Lyell, Hooker y su nuevo amigo T. H. Huxley, que en sus conferencias daba a conocer los más recientes avances científicos. Estos tres amigos propusieron a la Linnaean Society publicar la teoría de Wallace y un extracto de los estudios de Darwin en un documento conjunto el 1 de julio de 1858, que alcanzó sus contradictorios objetivos. Evitó las disputas sobre la prioridad a la vez que dejaba claro que Darwin había llegado antes. En una remota isla selvática a unos diez mil kilómetros de distancia, Wallace podía hacer poco más que aceptar el hecho consumado con elegancia. (Más tarde quedaría claro que las ideas de Wallace diferían significativamente de las de Darwin, pues creía, por ejemplo, que las capacidades mentales superiores de los humanos no se podían explicar sólo por la selección natural, y que requerían la intervención de algún tipo de agente divino no biológico.)
Darwin se apresuró en añadir los toques finales a su obra en dos volúmenes, Cirrípedos actuales (percebes), seguida de los dos volúmenes de Cirrípedos fósiles. Estaba libre al fin para emprender la tarea de dejar escritas con mayor detalle sus ideas sobre la evolución. Sólo le llevó un año completar el libro, y el 24 de noviembre de 1859 se publicó con el título El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la supervivencia. Se había corrido la voz de que Darwin iba a producir una nueva obra sensacional, y la primera edición de mil doscientos cincuenta ejemplares se agotó el primer día. Pronto le siguieron nuevas ediciones, se tradujo a idiomas que van del bohemio al hebreo, y provocó el debate y la polémica en todo el mundo. En palabras de un sorprendido Darwin: "¡ha aparecido un ensayo en hebreo que afirma que la teoría se encuentra ya en el Antiguo Testamento!». Otros no estaban tan convencidos de su raigambre religiosa. El zarpazo de la Iglesia fue tan furioso como inevitable. La teoría darwiniana no dejaba ningún lugar a la intervención divina y reducía el status de los seres humanos al de simios avanzados. Según su argumentación, los humanos no eran una especie permanente hecha a imagen y semejanza de Dios, sino una mera parte en un proceso en continuo desarrollo.
T. H. Huxley se enzarzó en agrios debates públicos con el obispo de Oxford, en los que éste le hizo la famosa pregunta de si era por parte de su abuelo o de su abuela por quien descendía de un mono. El público rió, pero Huxley salió vencedor, y con ello inició una nueva carrera como difusor de las ideas de Darwin.
Estas nuevas ideas influyeron también en el principal filósofo británico de la época, Herbert Spencer, primer exponente de lo que habría de conocerse como «darwinismo social». Fue Spencer el que inventó y popularizó la expresión «supervivencia de los más aptos». Pero la filosofía social de Spencer descansaba sobre una interpretación errónea de Darwin. Es irónico que Darwin se inspirara en la obra de Malthus sobre la lucha por la supervivencia en la sociedad y la aplicara a la naturaleza, para que luego Spencer cogiera las ideas de Darwin y las aplicara a su vez a la sociedad. Por desgracia, Spencer no utilizó las ideas de Darwin como método para interpretar los datos, sino meramente como medio para justificar su concepción previa de la sociedad. La ciencia se ocupa de la realidad, mientras que la filosofía no siempre se siente atada a la esfera mundana. Si el filósofo hubiera salido de su estudio y pasado más tiempo en los arrabales sobre los que insistía en filosofar, quizá su pensamiento habría tenido una relación darwiniana con los hechos. En realidad, el concepto de evolución de Spencer tiene más en común con el del abuelo de Darwin, Erasmus, y su filosofía más en común con la poesía épica de este. T. H. Huxley describió de forma memorable la filosofía de Spencer como «una deducción asesinada por un dato».
El origen de las especies lanzó la primera gran idea científica de la historia que habría de alcanzar la fama popular. Por primera vez la ciencia pretendía «explicarlo todo», o al menos así lo veía el público. Darwin y la evolución se convirtieron en el tema del momento, como ocurrió medio siglo más tarde con Einstein y la relatividad; pero hay una diferencia importante: cuando fue propuesta, la mayoría de la gente estaba convencida de no comprender la relatividad, no así la evolución. Era inevitable que las ideas de Darwin fueran secuestradas y malinterpretadas por todo el mundo, desde Spencer al obispo de Oxford. Pero la teoría de Darwin también topó con objeciones serias, a las que sabía que tenía que intentar responder. Si insistía en que la evolución consistía en un cambio gradual, ¿cómo explicaba el que a menudo el registro fósil indicara lo contrario? En muchos casos la evolución presentaba grandes lagunas sin especies intermedias. Darwin sólo podía aducir que un día se rellenarían las lagunas con el hallazgo de fósiles intermedios. (Aquí Darwin andaba algo descaminado, pues los descubrimientos de la arqueología moderna sugieren que ciertas formas de vida permanecen largo tiempo estables para después ser sustituidas por otras con relativa rapidez.)
Pero había otros problemas. Las objeciones que propuso el zoólogo católico George Mivart eran precisas y desafiantes. Los órganos bien desarrollados (tales como el ojo), constituían una evidente ventaja evolutiva, pero, ¿qué beneficio reportaban estos órganos en las primeras fases de su desarrollo? Debieron empezar como «novedades fortuitas». En las fases iniciales de su desarrollo, el órgano incipiente no habría supuesto ninguna ventaja en la lucha por la supervivencia. Según Mivart, era evidente que órganos como el ojo se habían desarrollado con un propósito, pasando de ser una característica azarosa para tender hacia la función que con el tiempo habrían de cumplir.
Darwin rechazó esta idea de plano argumentando que un órgano en las fases iniciales de su desarrollo puede constituir una ventaja tanto como un órgano en su fase posterior, aunque con frecuencia tal ventaja sea para un fin diferente. Por ejemplo, las plumas en su fase inicial debieron servir para mantener el calor; sólo más tarde evolucionaron para constituir una ventaja aerodinámica. Una historia plausible. Ciertamente, es difícil imaginar qué ventaja puede conferir a su dueño un globo ocular embriónico y ciego, pero la alternativa implicaba un propósito predeterminado para la evolución, y esto era anatema para Darwin.
El hecho es, cómo no, que Darwin tenía razón. En sus propias palabras, era un «fallo de la imaginación» el no poder ver cómo las cosas habían evolucionado de este modo a través de los eones. Es necesario mirar desde el principio en adelante, no desde el presente hacia atrás. Creer que la primera pluma primitiva hizo su aparición en la naturaleza con el fin de ser utilizada un día para volar era puro misticismo.
El razonamiento aparentemente sólido de Mivart se disolvió, pero, ¿y sus creencias religiosas? Mivart era en muchos aspectos una figura entrañable, emblemática de los conflictos de su tiempo. Devoto creyente, se convirtió pronto a la teoría darwiniana, pero quiso reconciliar su religión con su ciencia, y como consecuencia de ello fue ridiculizado por los darwinianos y excomulgado por la Iglesia Católica. Hombre de su tiempo, fue tratado como tal tanto por los que vivían en el pasado como por los que miraban al futuro.
Evidentemente, para que la primitiva pelusa aislante evolucionara hasta llegar a la magnificencia del ala del albatros, o al absurdo de la cola del pavo real, tenía que pasar un tiempo, y mucho, según la teoría de Darwin. El problema era que la evolución así planteada requería mucho más tiempo del que llevaba la Tierra existiendo.
La edad de la Tierra era aún objeto de cierta disputa. En el siglo XVII, el arzobispo James Ussher calculó a partir de fuentes bíblicas que la creación había tenido lugar en el año 4004 a.C. Esta fecha fue luego mejorada por el gran estudioso de la Biblia John Lightfoot, vicecanciller de la Universidad de Cambridge en los días de Newton. Según los cálculos más rigurosos de Lightfoot, la creación había tenido lugar exactamente a las nueve de la mañana del 23 de octubre del 4004 a.C. (Y si esto parece ridículo, hay que decir que hoy en día la ciencia es capaz de absurdos casi idénticos cuando se trata de esta cuestión. Pese a no poder calcular la creación del Universo con un margen menor al billón de años, algunos científicos no dudan en describir lo que ocurrió en la primera trillonésima de trillonésima de segundo del acontecimiento.)
En los días de Darwin algunos geólogos de vanguardia como Lyell empezaban a aceptar que la Tierra tenía cientos de millones de años, pero pronto se hizo patente que la evolución requería un período de tiempo más largo, quizá superior al billón de años. No sin rezongar un poco, Lyell y los geólogos más avanzados fueron aceptando la estimación algo elástica de Darwin. Esta apacible situación fue bruscamente alterada por el pionero de la física, el escocés William Thomson, luego barón Kelvin. Hijo de un bracero, Thomson puso el primer cable transatlántico y fue quizá el primer científico en ganar una fortuna con la ciencia. (Su mansión de Glasgow fue la primera casa con iluminación eléctrica, y también inventó numerosos instrumentos de navegación para su yate.)
Pero Thomson tenía una cuenta pendiente con «los geólogos que sistemáticamente se oponen a cualquier hipótesis paroxísmica», es decir, a sus propias teorías catastrofistas sobre el desarrollo geológico de la Tierra, Basó sus cálculos en la temperatura del interior de la Tierra, y dedujo que había empezado a solidificarse hacía no más de 400 millones de años, y quizá hacía sólo 20 millones. Sus cifras se basaban en leyes físicas incontrovertibles. El proceso de evolución propuesto por Darwin, simplemente, no había dispuesto del tiempo necesario para suceder.
Cuando Huxley oyó la noticia sintió pavor. Su carrera como principal darwinista en el circuito de conferencias parecía arruinada. Sin amilanarse, hizo lo posible por apretujar la evolución para que cupiera dentro de la edad de la Tierra según los datos de la física, sin éxito. Las noticias de Thomson también empujaron a Darwin a saltar del sola. Ante la perspectiva de que el trabajo de toda su vida hubiera sido saboteado, Darwin se fue de inmediato a un balneario para someterse a una de sus habituales curas. Mientras tomaba asiduamente las aguas, el ateo más célebre de Gran Bretaña rezaba en secreto, con la esperanza de que hubiera algún fallo en las cuentas de Thomson.
Como por obra de un milagro, las plegarias de Darwin fueron atendidas (aunque no por ello modificó el ingrato beneficiado su actitud hacia lo divino). Resultó que la cifra de Thomson se basaba en un supuesto erróneo sobre el enfriamiento terrestre. Cálculos posteriores habrían de aumentar la edad de la Tierra mucho más allá de lo que precisaba Darwin, hasta unos cinco mil millones de años, la cifra que se acepta hoy en día. (Ahora el problema es cómo estirar la evolución: ¿es posible que hubiera períodos en los que se detuvo un poquito?)
Tales incidentes sirven para ilustrar un punto que a veces nos resulta difícil de apreciar. La teoría de Darwin sobrevivió porque parecía una idea demasiado buena para ser falsa. Explicaba muchas cosas sobre la complejidad del mundo, y sometía grandes regiones desconocidas al espectro de nuestro entendimiento. Nunca antes nos habíamos preguntado realmente desde un punto de vista científico por qué las cosas son como son. Darwin no solo lo explicó, sino que además nos enseñó cómo ocurría, y su explicación valía tanto para los percebes como para los príncipes. Lo que resulta irónico es que su idea a menudo debió su éxito más a la fe que a la ciencia. Los datos que la sustentaban estaban lejos de ser concluyentes. Si las cifras de Thomson hubieran resultado irrefutables, como entonces parecían, habría sido el fin de la teoría de la evolución. Darwin y Huxley resistieron por fe, en contra de los datos.
Y lo peor estaba aún por llegar. Tras el éxito de El origen de las especies Darwin siguió elaborando su idea en una serie posterior de libros, pero el ingeniero multidisciplinar escocés Fleming Jenkin, socio de Thomson en el negocio del tendido del cable, planteó un serio problema. Jenkin señalo que si la selección natural funcionaba del modo que proponía Darwin, las características dominantes de los individuos portadores se diluirían inevitablemente cuando estos se cruzaran con sus congéneres menos favorecidos. El razonamiento le pareció irrefutable a Darwin. Si los factores genéticos eran divisibles, la disolución de las características dominantes era inevitable.
Darwin decidió que la única manera de superar esta objeción era dar el paso drástico de abandonar la idea de la selección natural. De lo sublime a lo ridículo. En su lugar propuso una teoría pergeñada por primera vez en el siglo V a.C. por el filósofo griego Demócrito, conocida como pangénesis. Su versión moderna afirmaba que cada órgano y sustancia del cuerpo segregaba sus propias partículas características, que luego se combinaban para formar las células reproductivas. Las partículas segregadas por cada órgano eran un eco fiel no sólo de las características sino también de la respectiva fuerza, tamaño y salud del órgano. Esto bien podría aplicarse a los ojos verdes miopes o las narices largas persistentes, pero otras implicaciones eran menos plausibles. Suponía, por ejemplo, que si un individuo expandía su musculatura haciendo pesas, su aspecto musculoso sería transmitido a su descendencia. En otras palabras, la pangénesis conducía a Lamarck y sus «características heredadas».
Esta vez Darwin se equivocaba: había tenido razón al principio, pero no tenía forma de saberlo en aquel entonces. El modo en que se transmiten las características hereditarias había sido descubierto ya por el monje checo Gregor Mendel, que trabajaba aislado en el monasterio de Brno. Mendel realizó experimentos exhaustivos durante varios años, para averiguar cómo pasaban de una generación a otra los factores genéticos de los guisantes. Descubrió que los factores genéticos ni se fundían ni se diluían. Eran de hecho indivisibles. Por tanto, las características dominantes de Darwin se habrían preservado, y no diluido como decía Jenkin.
Por desgracia las conclusiones de Mendel sólo se publicaron en la revista de la Sociedad Biológica de Brno, cuya tirada no era precisamente mundial. En consecuencia, los trabajos de Mendel no se conocieron hasta comienzos del siglo XX, cuando fue póstumamente reconocido como el padre de la genética.
Para salvar su teoría Darwin se había visto obligado a tirar por la borda una idea fundamental y sustituirla por pura fantasía. Pese a su regresión al lamarckismo obsoleto, la idea de la evolución sobrevivió. Una cruda versión de la «supervivencia de los más aptos» reemplazó las sutilezas de la selección natural.
En 1871 Darwin publicó El origen del hombre, donde llevaba su idea mucho más allá de sus iniciales manifestaciones físicas, al afirmar que la evolución afectaba a las características tanto morales como espirituales. «El estadio más alto posible de la cultura moral se da cuando reconocemos que debemos controlar nuestros pensamientos.» Insistió en que pronto habría de llegar el día en que «parecerá increíble que los naturalistas, familiarizados como estaban con el desarrollo y estructura comparadas del hombre y otros animales, pudieran haber creído que cada uno era producto de un acto de creación distinto». Lo cual le llevo a su célebre conclusión: «El hombre, con todas sus nobles cualidades, capaz de sentir compasión por el ser más ruin, capaz de mostrar benevolencia no sólo hacia otros hombres sino también hacia la más humilde criatura viva, con su divino intelecto que ha llegado a comprender los movimientos y la constitución del sistema solar, dueño de todos estos exaltados poderes, lleva aún impreso en la forma de su cuerpo el sello indeleble de su humilde origen.»
Sus ideas sobre la selección sexual también llevan el sello de este humilde origen. Darwin había notado que en la mayoría de las especies, tanto los machos como las hembras, en la infancia se asemejan a las hembras. Esto le llevo a concluir que los machos representaban un estadio evolutivo más avanzado que las hembras. Su trabajo en este terreno parece resentirse de una falta de rigor atípica en él, así como de conclusiones extraídas de la observación de un solo espécimen, su esposa. Darwin concluyó que «la hembra es menos ávida que el macho», y que elige «no al macho más atractivo para ella, sino el que le resulta menos desagradable». A pesar de las fuertes objeciones científicas y sociales (victorianas), Darwin insistía en que en muchas especies operaba la elección femenina» de la pareja sexual. De ahí la cola del pavo real y el plumaje menos llamativo de la hembra.
En esto le llevó la contraria su desdichado codescubridor, Wallace, conforme con ser el segundo de Darwin. Wallace había regresado por fin a Gran Bretaña en 1864 tras una década deambulando por el archipiélago malayo a costa de sus patrocinadores, para dedicarse a dar conferencias sobre lo que muy gentilmente llamo «darwinismo» (incluso se le ha atribuido la acuñación del término). Entre sus diversas contribuciones al asunto está su crítica de la «elección femenina» en la selección sexual, para lo que recurrió también al ejemplo del pavo real. Para Wallace; la necesidad de camuflarse para protegerse mientras anidan explica mejor la relativa discreción del plumaje de las hembras. Sin embargo, animado por el éxito de sus argumentos, se excedió en sus intentos de introducir en el darwinismo el espiritualismo, y luego la frenología, para alarma de su codescubridor. Darwin, preocupado, llegó a escribirle: «Espero que no hayas asesinado del todo a tu propio hijo y al mío».
Darwin siguió elaborando su teoría el resto de su vida. En 1872, a los sesenta y tres años, publicó La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, que demolió cualquier distinción biológica entre el hombre y los animales. El estudio detallado de las expresiones faciales y los sonidos emitidos por animales demostró que también eran capaces de sentir emociones complejas como la ansiedad, la desesperación y la devoción altruista, todas ellas consideradas exclusivamente humanas hasta entonces. Este trabajo prácticamente supuso el fundamento de la etología, la neurobiología y el estudio de la comunicación desde la psicología.
Sin embargo, al hombre capaz de dedicar diez años al estudio del percebe le quedaba un as en la manga. En sus últimos años Darwin produjo una obra importante en otro campo de similar relevancia: La formación del moho vegetal por la acción de los gusanos, con observaciones sobre sus costumbres. Habría de ser su última obra. Tras años de creciente invalidez y estudio incesante, Darwin murió el 19 de abril de 1882 a la edad de 73 años. Aunque no recibió honores de Estado en vida, recibió el homenaje final de ser enterrado en la abadía de Westminster.


Capítulo 2
Algunos datos y curiosidades

«Supervivencia de los más aptos» es una tautología. En realidad no significa más que «supervivencia de los que sobreviven».
No hay otro criterio para determinar la «aptitud para la supervivencia», ¿y cuál podría ser?, ¿la utilidad?, ¿la resistencia?, ¿la ferocidad? En la naturaleza abunda la belleza efímera e inútil. En esa misma falta de criterio radica su enorme e ilimitada riqueza. El propio Darwin se contradijo en este punto:
«He denominado a este principio, por el que cada pequeña variación, si es útil, se perpetúa, selección natural».
Para posteriormente decir:
« ¡Qué libro podría escribir un capellán del demonio sobre la torpeza, el derroche, el error, la bajeza y la horrible crueldad de tantas obras de la naturaleza!».

Para muchos, incluido su fundador, el darwinismo era concomitante del ateísmo. Ha contribuido al retroceso de la religión en el siglo XX, sobre todo entre los científicos. ¿Pero es esto cierto? En 1916 una encuesta entre los científicos norteamericanos ponía de manifiesto que el 60% no creía en Dios. En 1997 una encuesta similar entre científicos británicos mostraba que el 40%, en cambio, sí creía.

«La evolución es un proceso esencialmente caprichoso, que permite generosamente la supervivencia de creacionistas, astrólogos e incluso meteorólogos».
John Mandeville

«Creyendo como yo creo que el hombre, en el futuro lejano, será una criatura mucho más perfecta de lo que ahora es, la idea de que tanto él como todos los otros seres que sienten estén condenados a la aniquilación después de un progreso tan lento y penoso es un pensamiento intolerable. Para aquellos que crean en la inmortalidad del alma humana, la destrucción de nuestro mundo no parecerá tan terrible».
Charles Darwin

«Se puede dudar de que existan muchas otras especies que hayan jugado un papel tan importante en la historia del mundo como estas humildes criaturas».
Charles Darwin, La formación del moho vegetal por la acción de los gusanos.


 

Capítulo 3
Cronología de la vida de Darwin

 

 


 

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