Del hacha al chip - James Burke y Robert Ornstein

Agradecimientos
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Queremos en primer lugar agradecer a Carolyn Doree sus muchos, muchos megabytes de investigación para este libro.
Hemos aprovechado los trabajos de muchos otros, pero especialmente las investigaciones de Alan Parker, John Wood, Jerome Burne (quien también leyó el manuscrito) y Lynne Levitan para algunos temas específicos.
Un pequeño ejército de lectores leyó y comentaron el libro, lo que deseamos agradecer especialmente a Brent Danninger, Evan Neilsen, Howard Gardner, Bob Cialdini, Sally Mallam y Tom Malone, así como a las dos docenas que prefieren permanecer en el anonimato, cuyos consejos y sugerencias fueron inestimables.
Ted Dewan realizo una magnífica labor al trasladar nuestras ideas a las ilustraciones, y Jane Isay animo, cuido y crítico, hasta convertir el manuscrito en un libro.

Los Guías, los Guardianes de nuestras facultades encargados de nuestra labor, hombres vigilantes y habilidosos en la usura del tiempo, sabios que previsoramente controlan todas las posibilidades, y la propia senda que han diseñado, por la que nos conducen como máquinas...
William Wordsworth,
The Prelude, Libro V

Prólogo

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En su Bostan, Saadi de Shiraz estableció una importante verdad en este pequeño cuento:
Un hombre le pregunto a otro, apuesto, inteligente y elegante, quien era.
El segundo le respondió: «Soy el Diablo.»
«Pero eso no puede ser» —dijo el primero—. El Diablo es feo y maligno.»
«Amigo mío —respondió Satanás—, eso es lo que dicen de mí mis detractores.»
Idries Shah, Reflexiones

Este libro trata de las personas que nos ofrecieron el mundo a cambio de nuestra mente. Los dones que aceptamos de ellos nos dieron la capacidad de alterar nuestro modo de vida, y al hacerlo se modifico también nuestra forma de pensar. Ese pacto fáustico quedo sellado hace más de un millón de años, pero como veremos, de él no resulto exactamente lo que cada parte esperaba.
Llamaremos a aquellos con quienes establecimos el pacto «fabricantes de hachas». Pero fabricaban más cosas. Fabricaban de todo, incluidas nuestras esperanzas y sueños. Y siguen fabricando cuanto amamos y odiamos, ya que producen los instrumentos que cambian nuestro entorno. Y cuando aceptamos sus innovaciones y las usamos, con ello configuramos el mundo en que vivimos, las creencias por las que luchamos y morimos, los valores de los que nos nutrimos, y nuestra propia naturaleza.[1]
Los primeros fabricantes de hachas eran homínidos con el talento suficiente para fracturar ciertas piedras mediante una sucesión de operaciones elementales, creando así instrumentos con los que cortar, partir y dividir, ya fueran presas de caza, ramas para construir un refugio u otras piedras de las que saldrían nuevos utensilios; en resumen cuanto tenían a su alrededor. La capacidad de hacer las cosas ordenadamente es uno de los muchos talentos naturales del celebro. En el pasad más-remoto la todopoderosa aptitud de los fabricantes para llevar a cabo el proceso exacto y secuencial con el que configuraban las hachas de piedra daría lugar más tarde al pensamiento exacto y. secuencial generador del lenguaje así como de la lógica y sus reglas, que formalizarían y disciplinarían el propio pensamiento. La facultad secuencial de la mente, que se hizo dominante, aprovechó la capacidad de intervenir y controlar para extraer más conocimientos del mundo y empleó esos conocimientos para realizar más cambios. Gracias a la inteligencia de los fabricantes de hachas y a sus dones, las cosas ya no volverían nunca a ser lo que fueron.
Si mira usted a su alrededor, encontrara fácilmente pruebas de la actividad de los fabricantes en todo lo que ve. Han alterado de arriba abajo la naturaleza de la que formarnos parte. La domesticación de animales, el cruce de razas, la horticultura, el riego, la arquitectura y la minería son solo algunas de las formas en que han cambiado literalmente la faz de la Tierra.
Los fabricantes de hachas influyen sobre todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana. Sus dones no modifican únicamente el mundo de su época, sino que siguen usándose posteriormente, afectando a varias generaciones. Cualquier ámbito actual es el resultado de una combinación de esas innovaciones, cuyo origen se remonta a varios milenios atrás. La posibilidad de leer este libro se debe a la imprenta inventada en el siglo XV. Los alimentos con que desayunó usted esta mañana llegaron al supermercado gracias al motor de explosión del siglo XIX. La ropa que viste comenzó a existir en un telar prehistórico. Esta usted vivo, quizá, gracias a algún avance medico realizado en los últimos cien años.
En su lugar de trabajo probablemente hay papel, un invento chino bimilenario que llego a Europa, de manos de los árabes, hacia el siglo XIII ; también habrá muebles fabricados con tornos del siglo XVI, plásticos del XIX, inodoros del XV, teléfonos del XIX alimentados con energía eléctrica del XVIII, y ordenadores del XX. El agua llega a su lavabo mediante sistemas de bombeo del siglo XVI.
La pintura de las paredes de su oficina contiene pigmentos artificiales del siglo XIX. Seguramente su empresa u oficina funciona según una jerarquía vertical que data de las estructuras de mando establecidas por primera vez hace seis o siete mil años para gobernar las ciudades-estado mesopotámicas. Las relaciones entre sus compañeros de trabajo siguen influidas, como no, por los antiguos utensilios de piedra.
Al introducirse en nuestra vida, los fabricantes de hachas se introducen asimismo en nuestra cabeza. Por secundarios que sean, los efectos sociales de sus innovaciones configuran también aspectos de nuestras vidas que no se detectan tan fácilmente.
Cuando el astrónomo Copérnico propuso en el siglo XV su concepción de un universo cuyo centro no era la humanidad, cortó los lazos con la autoridad establecida de la Iglesia. A finales del siglo XVIII, cuando la revolución industrial atrajo de repente a cientos de miles de campesinos a las fábricas de las ciudades, su presencia potencialmente subversiva provoco una legislación draconiana, que incluía la pena capital por delitos tan leves como el robo de un pañuelo. En la cultura occidental del siglo XIX, en la que la mecanización se contemplaba como signo de progreso, los colectivos incapaces de adaptarse a la tecnología, o alejados de ella por alguna razón, eran considerados inferiores en todos los aspectos.
Hoy en día, la presencia constante de la gente guapa en la televisión proporciona influyentes modelos de comportamiento, y las teleseries ofrecen imágenes de un mundo cuyos valores muchos admiran y adoptan.
El avance tecnológico nos hace juzgar mejor el mundo de casitas recién pintadas con su jardincito y su césped bien cortado que las cabañas rodeadas de montones de estiércol en las que vivían nuestros antepasados. Si contamos con que se respeten nuestros derechos civiles es porque están recogidos en leyes difundidas y aplicadas en nuestra sociedad gracias a la invención de la imprenta y a la tecnología de las telecomunicaciones. Y si tendemos a menospreciar la opinión de los ancianos es en parte porque hace quinientos años la imprenta de Gutenberg degrado su posición social, al sustituir los libros a la tradición oral como principal deposito de la experiencia y el saber acumulados.
A lo largo de la historia, cuando los fabricantes de hachas cambiaban nuestro mundo de esa forma, en la mayoría de los casos participábamos voluntaria y decididamente en la tarea. Sus dones solían ser irresistibles, ya se tratara de la cura para una enfermedad, de una forma más rápida de hacer algo, o de un medio que facilitaba la labor que teníamos encomendada. Pero nunca podíamos dar marcha atrás a la historia, y con cada uno de esos dones no quedaba otra opción que adaptarse a las consecuencias del cambio.
Así ha sido para cada generación desde que comenzó el proceso, hace más de un millón de años. Cuando utilizamos el primer don de los fabricantes de hachas para cortar la carne o las ramas de un árbol y obtener de la naturaleza más alimentos que los que esta nos ofrecía buenamente, cambiamos nuestro futuro.
Como consecuencia, pronto nos multiplicamos. Y al crecer nuestro número, también lo hizo el poder de quienes manejaban el hacha con mayor destreza. Se convirtieron en dirigentes, mientras que los demás no podían sino obedecer.
En un principio, el efecto de los nuevos instrumentos sobre el mundo era insignificante. Los primeros seres humanos vivían en grupos pequeños y dispersos: con sus hachas de mano y sus lanzas cazaban-y-recolectaban-en-el-entorno inmediato, hasta que la región quedaba desprovista de recursos, y entonces se desplazaban a otro lugar. La Tierra era tan rica y tan vasta que durante mucho tiempo el daño causado por esos hachazos indiscriminados apenas si era digno de consideración. Pero hace doce mil años las cosas habían cambiado. La cantidad de gente y de instrumentos había alcanzado un umbral crítico, y nuestra presencia comenzó a dejarse sentir cuando los primeros asentamientos estables empezaron a realizar cambios permanentes en sus alrededores, domesticando animales e iniciando los primeros ensayos agrícolas y de riego. Poco después se desarrolló la escritura sobre tablillas de arcilla, con lo que se acelero el ritmo innovador.
Con esa aceleración llego también un cambio importante en el carácter de las relaciones entre nosotros y nuestros fabricantes de hachas. Cuando aparecieron instrumentos como el alfabeto, promovieron nuevas formas de pensar. El carácter lineal del alfabeto fomentaba las formas de pensamiento y expresión secuenciales, reduccionistas y lógicas. Su facilidad de uso amplio el acceso a la educación y la participación de los ciudadanos en las decisiones de gobierno. Sobre todo, el alfabeto posibilito la formulación de preguntas no inmediatamente esenciales para el bienestar de la colectividad. Esas preguntas sobre cuestiones como el origen del universo, la naturaleza de la vida, o la suma de los ángulos internos de un triangulo, generaron un vocabulario cada vez más esotérico.
También cambiaron nuestras concepciones acerca del propio pensamiento.
El saber especializado se vio cada vez más apreciado, en parte debido al hecho de que eran muy pocos quienes lo comprendían.
La lógica y el reduccionismo crearon un foso que se iba ampliando y profundizando entre los fabricantes y las colectividades a las que afectaba, imposible de salvar hasta que los propios fabricantes proporcionaban los medios para construir puentes con que salvarlo.
Entretanto, el planteamiento reduccionista, de «intervención y control» del mundo, había generado una miríada de especialidades científicas y tecnológicas que a su vez producían una gran riqueza de técnicas rutilantes. El efecto dómino que se creo así ha tenido un impacto negativo que puede constatarse actualmente en cualquiera de las superpobladas capitales del Tercer Mundo.
Mientras que hace doce mil años éramos unos cinco millones de seres humanos sobre el planeta, hoy día nace ese mismo número cada dos semanas. En el año 2010, el efecto de ese crecimiento sobre la Tierra podría conllevar la perdida de la mitad de las especies que la pueblan.
¿Cómo se ha podido llegar a esta situación tan alejada de las expectativas que albergábamos? Debido a que los dones de los fabricantes eran, como sus primitivas hachas de piedra, de doble filo. Esos dones ofrecían a nuestros dirigentes e instituciones oportunidades tan seductoras para su satisfacción, exaltación, placer y enriquecimiento que a quienes anhelaban poder les resultaba fácil ignorar o negar los potenciales efectos a largo plazo. Hoy día, millones de personas del Tercer Mundo, sobreviven gracias a la higiene y a la medicina, pero también se mueren de hambre. Paradójicamente, los países desarrollados utilizan al mismo tiempo sus inmensos recursos tecnológicos y científicos para pavimentar y asfaltar gran parte de sus tierras cultivables.
El doble efecto del hacha de los fabricantes está comenzando a dejarse sentir globalmente. Como consecuencia del continuo empuje para alcanzar los fines (del todo laudables) de la mejora del nivel de vida, sanidad, una dieta adecuada y bienes de consumo producidos en masa, la tercera parte de la riqueza forestal del planeta ha desaparecido, la población se dispara, los recursos oceánicos se agotan y la atmosfera está gravemente contaminada. La miopía humana, el saber de los fabricantes y la destrucción del medio ambiente están inextricablemente ligados.
En el pasado remoto, cuando salimos de África y emprendimos nuestro largo viaje por la superficie del globo, dirigidos por líderes tribales cuyos instrumentos les otorgaban el poder de controlar el mundo e intervenir en el, no percibíamos (o no nos importaba) lo cerca que podíamos estar del final del viaje, hasta el día en que descubrimos que los recursos del planeta no eran ilimitados.
Durante decenas de miles de años siguió siendo una práctica socialmente aceptada el uso de los dones de los fabricantes para extraer del mundo cuanto queríamos, sin devolver nada.
Actualmente, como consecuencia, los habitantes de los países industrializados somos más ricos, estamos más sanos, mejor alimentados e informados y podemos desplazarnos con mayor rapidez que nunca.
El hecho de que el progreso haya traído consigo la devastación no debería sorprendernos, ya que conforme avanzábamos íbamos destruyendo cuanto hallábamos a nuestro paso. Solo raramente mirábamos hacia atrás para examinar el efecto de nuestra arrolladora marcha por el mundo, ya que los fabricantes de hachas nos llevaban cada vez más lejos, hacia un horizonte que no contábamos con alcanzar nunca. Debido al hacha, el pasado estaba muerto y el futuro a nuestra disposición. Solo ahora, entre las ruinas que nos rodean al final del viaje, hemos comenzado a preguntarnos como hemos llegado a una situación tan comprometida.
Pero si con esa pregunta cobramos conciencia de que los dones de los fabricantes de hachas siempre daban lugar a un poder que primero cambiaba el entorno y luego nuestra forma de pensar y nuestros valores, llegaremos a la conclusión de que nuestra supervivencia depende de que sepamos saca partido de ese mismo poder tecnológico para-salvarnos. Contamos con la capacidad de hacerlo y con los instrumentos necesarios. Todo lo que tenemos que hacer es familiarizarnos con el proceso mediante el que la tecnología cambia las mentes, y aplicárnoslo a nosotros mismos. Ese es el propósito de este libro.
Los cambios del mundo que modifican nuestra mente no tienen por qué ser aleatorias ni estar fuera-de control. Lo que podríamos hacer, dada la información con que contamos (y que iremos presentando a lo largo del libro) acerca de como el entorno desarrolla la mente, es cambiar nuestra forma de pensar transformando el entorno de nuestros hijos, ya sea mediante el uso de los ordenadores multimedia, o mediante una experiencia más directa de la naturaleza o formas nuevas de socialización. Nos encontramos en un punto en el que por primera vez podemos apropiarnos conscientemente de nuestro propio desarrollo y emplearlo para generar capacidades que se adecuen al mundo de mañana.
Hoy hay por todas partes fabricantes que utilizan ese tipo de talentos. En general se trata de gente que produce 1% tecnología que mejora nuestra calidad de vida. De hecho, si tenemos que remediar algunos de los daños ecológicos y sociales más catastróficas con los que nos encontramos hoy en día, solo lo lograremos con ayuda de sus instrumentos. Los fabricantes no son seres de otra especie "pero el problema clave es que la mayoría de la gente no entiende bien lo que ellos saben o como lo expresan. Es esencial que lleguemos a comprender su labor y el proceso mediante el cual configuran nuestras vidas con sus actividades, de manera que la sociedad en su conjunto pueda comenzar a evaluar socialmente su trabajo y a encaminarlo hacia fines elegidos más sabiamente.
Gracias a los fabricantes, su labor, antes dirigida por el rey, los sacerdotes, jefes ejecutivos, bancos o instituciones, puede ser controlada ahora por el conjunto de la colectividad. Pero solo si aprendemos a utilizar sus dones para nuestro beneficio común e individual.
Este libro comienza con el primero de esos dones: el hacha de los primeros habitantes de África.


Notas:
[1] N. del t.: Los autores emplean el neologismo axemakers (literalmente, «fabricantes de hachas ») para referirse a esas personas dedicadas a inventar, elaborar y difundir utensilios con los que dar forma a nuestro entorno. En castellano resulta una expresión algo incómoda y en muchos casos extravagante, pero para sustituirla por otra más ligera quizá habría que alejarse demasiado del término original.

Afilar el hacha
Capítulo 1
Afilar el hacha

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¿De dónde surgió el arte místico y maravilloso de pintar las palabras y de hablar a los ojos? ¿Cómo aprendimos a colorear y dar forma al pensamiento, para expresarlo con unos pocos trazos?
Thomas Astle
The Origins and Progress of Writing, 1803

Los fabricantes de hachas aparecieron en este planeta, el único del sistema solar capaz de ofrecerles sustento, hace unos cuatro millones de años. El sostén continuado para la vida era y es la energía procedente del Sol, que envolvía al planeta originando, entonces como ahora, una red turbulenta de ciclos energéticos interactivos y complejos, desde las enormes corrientes atmosféricas, a escala continental, hasta la actividad bacteriana microscópica en las raíces de las plantas. La constante y a veces violenta interacción entre esos ciclos es omnipresente y continua, y tan solo mencionaremos algunos de sus rasgos en estas primeras páginas.
El Sol induce el ciclo más elemental, cuando la radiación que de él proviene alcanza las capas más altas de la atmosfera, aportando una energía equivalente a la de una explosión atómica por Cada kilometro cuadrado. Parte de esa energía es devuelta al espacio, pero hasta la superficie terrestre llega la suficiente para mantener la vida. Y como la Tierra rota, ese flujo de energía varía en cada punto de la superficie entre un máximo y un minino, cada veinticuatro horas.
Como la Tierra gira ligeramente inclinada en torno al Sol, el flujo de energía es tres veces mayor en el ecuador que en los polos; ese gradiente origina otro ciclo, el de la circulación atmosférica.
Cuando el aire se mueve sobre los océanos, parte de su energía pasa al agua, formándose corrientes marinas y olas que interactúan con las mareas cíclicas debidas a la atracción solar y lunar.
Todos esos movimientos oceánicos contribuyen a crear un ciclo en la temperatura de las aguas, ya que el océano se comporta como la atmosfera, desplazándose el agua fría del fondo desde los polos hacia el ecuador, mientras que la más superficial y más caliente se mueve del ecuador hacia los polos. Ocasionalmente se producen tormentas que agitan vastas áreas del fondo marino, levantando y moviendo miles de toneladas de sedimentos y seres vivos.
El océano y la atmosfera intercambian entre sí ciertos elementos, dando lugar a otros ciclos. El oxigeno que respiramos se genera en tres diferentes ciclos de producción: el primero tiene lugar en las capas más elevadas de la atmosfera, al desintegrar la radiación solar moléculas de agua, dejando libre el oxigeno que contienen; el segundo es el ciclo diario de la fotosíntesis vegetal; y el tercero es el ciclo largo originado por la descomposición de animales y vegetales acuáticos muertos, que también libera oxigeno, siendo este devuelto a la atmosfera en la superficie.
El ciclo atmosférico desencadena la evaporación y las precipitaciones, en el vital ciclo del agua dulce. En la atmosfera hay unos trece mil kilómetros cúbicos de agua en forma de vapor, que asciende y se condensa en torno a partículas de polvo. Así se van formando nubes, dependiendo de la cantidad de vapor, la temperatura, la presión atmosférica, etc. Cuando el viento mueve esas nubes hacia tierra, ascienden hacia capas más frías y se condensan en forma de lluvia, volviendo entonces el agua al océano, directamente o mediante el sistema fluvial.
La lluvia también es responsable de microciclos complejos que conllevan reacciones electroquímicas en las rocas que las erosionan y descomponen en minerales, de los que algunos se disuelven, otros entran a formar parte de las raíces de las plantas y caen más tarde de nuevo al suelo en las hojas, y otros son arrastrados hasta los acuíferos subterráneos.
En ese entorno continuamente cambiante, un organismo solo puede sobrevivir si es capaz de incorporar energía allí donde la encuentre. Por eso, los diversos organismos evolucionan para aprovechar el alimento disponible en la región donde se hallan.
Los demás siguen el camino de cuanto en la naturaleza no es capaz de adaptarse: desaparecen.
El ejemplo más claro de adaptación es como algunas plantas abren y cierran sus flores al amanecer y cuando anochece, pero los vegetales también interactúan con su entorno de formas más peculiares.
Las plantas-piedra en Namibia evitan ser pasto del ganado pareciéndose a guijarros; la mimosa se hace más pequeña y menos visible cuando se la toca; algunas orquídeas se parecen a las hembras de ciertos insectos, por lo que los correspondientes machos tratan de acoplarse con ellas y recogen así el polen de la planta, transportándolo luego a otra.
Sin embargo, la naturaleza no es el cuerno de la abundancia.
A cualquier nivel en la jerarquía de la vida, cada vez que un organismo abre el grifo de la energía, solo la decima parte de la disponible a ese nivel pasa al siguiente. De la cantidad total de energía fotosintetizada por las algas y otros vegetales, solo una parte pasa a través de medio millón de especies vegetales, treinta millones de especies de invertebrados, cien millones de diferentes insectos, y más de cincuenta mil de vertebrados. Para los desafortunados microorganismos que se encuentran al final de la cadena, solo la diezmilésima parte de la energía original recibida del cielo por la clorofila está disponible para su consumo.
Desde la atmosfera que cubre la totalidad del planeta hasta los microorganismos alojados en las raíces de las plantas, esa gran travesía de la energía por las diversas formas de vida genera múltiples subciclos. Por ejemplo, una bacteria norteamericana que vive en las raíces de algunas plantas favorece la formación de hojas, que constituye la principal fuente de alimento para los venados de cola blanca; cuando estos comen las hojas, producen desechos ricos en nitrógeno, del que se alimentan las bacterias; pero al crecer la población de venados se convierten en objeto de predación de los lobos, y si a estos les va bien, el numero de aquellos comienza a disminuir y los lobos a pasar hambre. Entonces cazan presas más pequeñas, como ovejas. Si el número de estas disminuye, los lobos retornan a la caza de venados, cuyos desechos acrecentados han permitido entretanto que crecieran las plantas de cuyas hojas se alimentan.
Ese ciclo y muchos otros comienzan y concluyen así, azarosamente.
La combinación de todos ellos genera miles de formas diferentes de energía utilizables por la profusión de especies que habitan el planeta. Esa diversidad asegura la pervivencia a largo plazo del conjunto del ecosistema, que cuanto más diverso sea mejor equipado esta para afrontar los cambios aleatorios que se producen constantemente. Unos ganan y otros pierden.
Desde hace mucho tiempo, gracias a ese intercambio sin fin, la vida se desarrollo cíclicamente durante miles de millones de años, adaptándose lentamente a los cambios climáticos o a sucesos terribles, como la caída catastrófica de meteoritos gigantescos. Pero la adaptabilidad básica de la naturaleza iba a tener que afrontar un desafío que el sistema no podía compensar y del que nunca se recobraría enteramente, porque se trataba de un nuevo tipo de cambio, secuencial y acumulativo, y no cíclico.
Así es como sucedió: hace unos trece millones de años, varios siglos seguidos de sequia redujeron apreciablemente los bosques que cubrían el África Oriental. Esa alteración meteorológica desencadenó una serie de acontecimientos que iban a poner el conjunto del ecosistema a merced de una sola especie, que utilizando su poder para romper lazos con la naturaleza acabaría por poner el planeta al borde de la ruina.
El clima más seco forzó a muchos primates que poblaban los arboles a adaptarse a un entorno desacostumbrado y a buscar nuevos nichos ecológicos en las sabanas que iban extendiéndose. Los que permanecieron subidos a los arboles o cerca de ellos evolucionaron convirtiéndose en chimpancés, gorilas y una especie intermedia recientemente descubierta. Otros renunciaron a la vida arborícola y dieron lugar a la especie humana, algunos de los cuales se convirtieron en fabricantes de hachas.
Resulta difícil establecer con precisión cuando y como se produjo esa evolución, al haber transcurrido desde entonces millones de años, lo que motiva que la comprensión científica de esas cuestiones ancestrales vaya cambiando continuamente. En 1993, por ejemplo, un nuevo descubrimiento obligo a revisar la evolución de los acontecimientos humanos cuando el antropólogo Gen Suwa hallo un diente fósil en Etiopia. Resulto ser parte de nuestro antepasado más antiguo conocido hasta el momento, al que el equipo de Suwa llamo Ramidus.
Fuera quien fuera, Ramidus vivió hace aproximadamente cuatro millones y medio de años; media 1,20 m, y tenía rasgos tanto simiescos como humanos. Todavía no sabemos si caminaba sobre dos pies o no. Contrariamente a la idea más extendida antes de su descubrimiento, puede que Ramidus viviera en tierras boscosas, porque sus restos se hallaron rodeados de muchas semillas de plantas arbóreas, madera petrificada, y antílopes y ardillas fósiles. Curiosamente, parecía corresponder por su desarrollo intermedio a la idea que los antropólogos se hacían de lo que durante décadas denominaron el «eslabón perdido» entre los cuadrumanos de hace diez millones de años y los caminantes erectos de hace tres millones de años.
Las pruebas son todavía escasas, pero si Ramidus vivía efectivamente en los bosques alzándose sobre sus extremidades traseras para coger frutas de los arboles, ese hecho obligara a los biólogos evolucionistas a revisar todas las explicaciones dadas hasta la fecha sobre los orígenes de la marcha bípeda. En cualquier caso, la transición a la marcha erecta parece haber acontecido hace unos cuatro millones de años, fuera con Ramidus o con algún otro antepasado nuestro pocos cientos de miles de años después. Sin embargo, lo importante no es cuando sucedió, sino que sucediera.
Una huella de hace tres millones y medio de años, descubierta en África Oriental por Mary Leakey, indica que en esa época nuestros antepasados humanos ya se distinguían claramente de los grandes monos. La huella es de una criatura que caminaba incuestionablemente sobre dos pies. La transición de una forma de desplazarse a otra acrecentó la dependencia de la visión, y liberó las extremidades anteriores para otras tareas, como el transporte y la fabricación de instrumentos. El peso del cuerpo, anteriormente soportado en parte por los brazos, se desplazo a las piernas y la pelvis, que se reforzó para sostener el peso de todo el cuerpo. Esto, a su vez, modifico el tiempo de embarazo y el propio parto, haciendo que las crías nacieran inmaduras.
Hasta este momento, sabemos que nuestros antepasados vivían en regiones como la actual sabana de África Oriental, y no en o entre los árboles. En ese nuevo hábitat, la selección natural favoreció a quienes eran más capaces de caminar erectos entre la hierba alta y los matorrales, mejor equipados para ver a sus predadores y a sus presas (por eso sobrevivían) y más capaces de resistir el calor (conservando su cuerpo más fresco). El sofisticado control de los dedos de los pies, que antes era tan valioso para la vida en los arboles, disminuyo de importancia en favor de la sensibilidad y destreza de las manos. Y los dedos se fueron haciendo cada vez más hábiles y más capaces de realizar manipulaciones delicadas, incluidos cortes finos.
Junto a esa evolución se produjo una asimetría de desarrollo entre ambos brazos. Por razones obvias, tal asimetría no ofrece ninguna ventaja para un cuadrúpedo, un pájaro o un mamífero acuático, ya que si uno de los brazos fuera más fuerte que el otro el animal acabaría moviéndose en circulo; pero en el humano, que ya no utilizaba las extremidades anteriores para su desplazamiento, estas podían desarrollarse independientemente, lo que origino las diferentes capacidades del brazo derecho y el izquierdo.
Esta capacidad iba a ser vital en el repertorio de esos primeros homínidos, ya que la asimetría manual iba a verse acompañada por la asimetría del cerebro. Hace tres millones de años, la mitad izquierda del cerebro del pequeño Australopitecos, ligeramente mayor, y que controlaba la capacidad de manipulación y fabricación de instrumentos, ya difería sustancialmente de la mitad derecha.
Las manos eran ahora más precisas, capaces de realizar movimientos complejos. Los ojos podían ver a distancia, y eso condujo a un incremento de la capacidad informacional del cerebro, que hace dos millones y medio de años se había duplicado en los homínidos. La utilización de las manos, junto a la capacidad mejorada de procesar información, los llevó a la siguiente fase evolutiva. Ese nuevo tipo se llama Homo habilis, y es el protagonista de nuestra historia.
Habilis cambio el curso de la historia, ya que era capaz de fracturar los cantos rodados para fabricar instrumentos aguzados o cortantes, que pronto le ayudaron a modificar su entorno. Esa capacidad de los primeros fabricantes de hachas era la que iba a romper el ciclo que nos ataba a la naturaleza y la que al cabo de dos millones de años iba a poner en peligro toda forma de vida sobre el planeta.
Los primeros instrumentos rudimentarios, simples pedruscos afilados a base de golpes y utilizados hace dos millones y medio de años para cortar y desgarrar, se han descubierto también en territorio etíope. Las hachas de sílex dieron a habilis un filo cortante con el que sus instrumentos no solo iban a cambiar el entorno, sino también a liberar para siempre a sus autores del lento desarrollo de los procesos naturales. Ahora los utensilios podían suplantar a la evolución biológica como principal causa de cambio.
Las hachas permitieron construir refugios y asentamientos primitivos, y cambiaron la faz de la Tierra para siempre. Esto, a su vez, modifico las pautas de comportamiento de los homínidos, ya que los utensilios cortantes permitieron a habilis ir de caza. Y lo más importante, salían a cazar en grupo, lo que se iba a demostrar como algo fundamental. Primero cambio la jornada laboral, y luego la dieta. Anteriormente, la rebusca de bayas y otros frutos entre los matorrales requería mucho tiempo. Pero ahora, un grupo de cazadores con armas podía aportar suficiente alimento para mantener a varias familias durante días.
Compartir el alimento alentó a habilis a establecer una base habitacional y unas relaciones sociales más duraderas. La mayor capacidad craneal esta sin duda relacionada con la caza en grupo, ya que esta exige, obviamente, velocidad y precisión, pero sobre todo planificación, comunicación y cooperación. La capacidad de comunicarse ayudo a habilis a organizarse mejor, pero también preparo la escena para mayores eventos, asentando la matriz mental necesaria para el pensamiento y el razonamiento, el lenguaje y la cultura.
La nueva especie evoluciono y se fue extendiendo durante milenios por toda África y regiones cercanas. Hace aproximadamente dos millones de años, un descendiente de los homínidos originales, de un metro y medio de altura, al que se denomina Homo erectus y cuyo esqueleto —de las vertebras cervicales hacia abajo al menos— era como el nuestro, vivía en las altiplanicies de África Oriental, acosando a sus presas y desplazándose de un lado para otro en busca de comida.
Había llevado entre seis y nueve millones de años que el cerebro de esos homínidos creciera lo suficiente para que se desarrollaran ciertas formas de vida en común, y para que se inventaran y comenzaran a emplearse algunos instrumentos. Pero una vez llegados a ese estadio, los sistemas de vida sobrevenidos interactuaron entre si y dieron lugar a un cambio más rápido, tanto en el mundo como en nuestra forma de pensar.
Los primeros utensilios de piedra del periodo del Homo erectus que se han descubierto en Kenia y Tanzania servían para cortar y majar frutos, raíces y semillas, carnear las presas, y quebrar los huesos a fin de aprovechar el tuétano. También se aguzaban huesos, empleados para escarbar en busca de raíces.
Más tarde, nuestros antepasados inventaron las hachas de doble filo. Quizá para entonces el hacha había propiciado ya la división del trabajo, permitiendo por primera vez a los varones cazar y buscar carroña de presas de otros animales. Puede que las hembras también carroñearan, pero sin duda empleaban la mayor parte del tiempo en desenterrar raíces, recoger frutas y cuidar de los más pequeños.
En el siguiente millón de años, los fabricantes de hachas se fueron sofisticando. Hace setecientos mil años, nuestros ancestros empleaban un hacha de sílex que se ha podido encontrar en África, Oriente Medio, gran parte de Europa e India, y algunos lugares del sureste asiático. Un gran yacimiento descubierto en Kilombe (Kenia) induce a pensar que los fabricantes de hachas habían desarrollado ya para esa época ciertas técnicas de producción en masa. Utilizaban una especie de plantilla para fabricar hachas de la misma longitud pero de diferente anchura. Ese tipo de trabajo exigía cada vez mayor atención y memoria por parte de quienes se dedicaban a esa labor, por lo que los gruñidos y gestos que acompañaban esa enseñanza tuvieron que evolucionar y complicarse, haciendo los maestros un uso más sofisticado de la capacidad anatómica de emitir ruidos con la lengua y la garganta.
Hubo otros instrumentos que propiciaron la evolución del habla, en particular los utensilios inventados por Homo erectus para hacer fuego. Hace seiscientos mil años, cuando el tamaño del cerebro se había vuelto a duplicar, la preparación de una fogata solía llevar consigo el uso de los labios, dientes, lengua, y hasta de los orificios nasales, para soplar sobre la yesca. La disposición de la laringe y fosas nasales hacia necesaria la respiración bucal con ocasión de actividades fatigosas. La posibilidad de cocinar los alimentos y de disponer así de comida más tierna permitió una disminución del tamaño de los molares, y con ello cambio también la forma de la cavidad bucal y de la laringe.
Gracias al nuevo procedimiento de triturar y moler la comida, los grandes dientes y sus correspondientes músculos y huesos maxilares ya no eran necesarios, y se fueron haciendo más pequeños.
La disminución del tamaño de los huesos del cráneo ofreció más espacio a la ampliación del cerebro, y puede que eso contribuyera al desarrollo del habla. La lengua también se hizo más flexible, y junto a los demás rasgos físicos mejoró la capacidad de pronunciación.
Esto repercutió a su vez sobre la anatomía, porque además de los cambios en la laringe y la lengua, la vocalización requería un control más estricto del diafragma y las costillas, lo que favoreció la adecuación de los canales nerviosos presentes en la columna vertebral de los seres humanos. Así, con todos esos cambios, el cerebro de los homínidos era capaz de generar pensamientos y sonidos relativamente complejos.
Conforme la fabricación de hachas y otros utensilios nos iba modificando y nosotros a nuestro entorno, también cambiaba radicalmente la forma en que percibíamos el mundo. El uso de instrumentos altero la configuración del cerebro humano. A lo largo de millones de años, el proceso evolutivo fue seleccionando la estructura cerebral capaz de detectar la información más útil para la supervivencia y la reproducción, al menos en el tipo de entorno que nos rodeaba en esa época. Por esa razón, percibimos ciertos rasgos del entorno y no otros; por ejemplo, detectamos la radiación electromagnética cuya longitud de onda varía entre 400 y 680 nanómetros (lo que llamamos radiación visible, o luz), mientras que se nos escapan las longitudes de onda por encima o por debajo de ese intervalo, como las ondas de radio o las microondas.
El cerebro que fue evolucionando para manipular el mundo en su abundosa complejidad era un sistema capaz de integrar la percepción simultánea de la realidad por diferentes sentidos. Por ejemplo, la aproximación de un oso requiere una respuesta inmediata, que puede producirse tanto al verlo, olerlo u oírlo avanzar, gruñir o ramonear. Cualquiera de esas sensaciones desencadenaría una rápida huida a fin de conservar la integridad física.
En ese mundo antiguo de reacciones instantáneas, los acontecimientos se interpretaban fácil y simplemente: un trueno generaba la necesidad de buscar abrigo, y el fuego representaba un peligro para la conservación de la vida. Durante la mayor parte del tiempo, no obstante, las condiciones ambientales de nuestros antepasados cambiaban poco, de forma que el sistema nervioso se desarrollo haciendo desaparecer lo que eran rasgos constantes del mundo, para destacar lo novedoso. Por eso, en su estado natural, o bien se disponían a una actividad inmediata, o echaban una siesta. Percibían confusamente los cambios graduales, pero los repentinos los sacaban sin más de la modorra.
Algunos elementos de la percepción están fijados desde el nacimiento, como la capacidad de distinguir longitudes de onda dentro de cierto intervalo (colores), o de oír las vibraciones entre 20 y 20.000 hertzios (sonidos), de detectar ciertos estimulantes químicos mediante sensores olfativos (olores), de sentir el contacto con una superficie (toques) y si partes de nuestro cuerpo se mueven o están quietas (kinestesias), o de experimentar la agresión de agentes externos (dolores).
Hacemos uso de esas sensaciones para desplazarnos, detectar el peligro, comunicarnos con otros, evitar el daño físico y buscar y elegir comida. Pero los sentidos son terminales versátiles. Cuando el mundo y las señales provenientes del exterior cambian, también lo hacen nuestros sentidos, atendiendo a diferentes estímulos.
Hace cien años podíamos discernir que especie animal provenía determinado estiércol. Hoy en día distinguimos entre Rochas y Chanel. La adaptación al mundo al que nos vemos lanzados al nacer comienza desde ese mismo instante, y sin ella los individuos no podrían adecuarse a su ambiente. La neurofisiología de esa adaptación sorprende por su sencillez.
Las conexiones cerebrales son más abundantes al nacer, y el aprendizaje del bebe no consiste, como podría creerse, en un incremento del número de conexiones neuronales sino, por el contrario, en eliminar las innecesarias. Las importantes quedan activadas, pero las que se usan raramente acaban por atrofiarse. Así pues, los estímulos del entorno actúan sobre determinadas conexiones neuronales y eso afecta al funcionamiento del cerebro y en un sentido muy fundamental a la percepción del mundo. No hacemos sino seguir la corriente.
La primera indicación de ese papel fundamental del entorno en el desarrollo de la percepción se obtuvo en el estudio del comportamiento de los gatos. Los gatitos situados experimentalmente durante sus primeros meses de vida en lugares en los que solo pueden ver líneas horizontales, muestran luego dificultades para percibir las verticales. Como no las había a su alrededor durante el periodo crítico en que se va moldeando la experiencia del mundo exterior, en sus cerebros se atrofiaron la mayoría de las conexiones neuronales que les habrían servido para detectar esas líneas verticales.
Si un gatito no ve líneas verticales en su entorno en los primeros meses de vida, es poco probable que llegue a verlas nunca, y su cerebro se modificara para detectar más matices en las líneas horizontales de su mundo. Los fabricantes de hachas, cuyos dones van cambiando el mundo, han estado realizando experimentos similares sobre la sociedad humana durante todo el tiempo que llevan proponiendo actividades sofisticadas como construir refugios o cultivar el campo.
Como consecuencia, la percepción de los humanos que viven en Occidente se ha ido diferenciando de la de otros humanos. En la cultura occidental moderna, los constructores utilizan muchas líneas rectas, sobre todo verticales y horizontales, con calles que se alargan hacia el horizonte, edificios rectangulares, ventanas cuadradas, televisores y pantallas de ordenador. Al creer en ese ambiente cuadriculado, nuestra capacidad para apreciar otro tipo de líneas se ha visto afectada. Por ejemplo, un estudio realizado sobre estudiantes occidentales comparados con indios cree (en cuyas viviendas se ven líneas en todas direcciones, no solo verticales y horizontales) mostro que los modernos urbanitas son menos capaces de distinguir las líneas oblicuas que los cree. Estos, por su parte, no se mostraban tan hábiles en el manejo de horizontales y verticales.
Por el contrario, los miembros del pueblo zulú, que viven en chozas circulares, con puertas y ventanas redondeadas, y que aran en círculo sus campos, no son capaces de apreciar una ilusión visual llamada Muller-Lyer detectada en la percepción de los occidentales. Cuando vemos una línea vertical con otras transversales en su extremo superior, sentimos como si estuviéramos mirando hacia un rincón, de forma que la vertical parece estar más alejada que las transversales, y por eso mismo nos parece más larga.
Si miramos a una línea vertical de la que parten otras transversales en ambos extremos, lo interpretamos como una esquina que apunta hacia nosotros, por lo que nos parece más próxima y más corta. Pero si fuéramos zulúes y nunca hubiéramos visto ese tipo de rincones o esquinas, probablemente no habríamos desarrollado las conexiones neuronales que nos hacen ver esa ilusión que los zulúes no perciben.
Algunas de nuestras «aflicciones» modernas son también consecuencia de dones de los fabricantes de hachas. En nuestro mundo moderno hay muchos más miopes que en las sociedades tradicionales, debido al crecimiento excesivo de los ojos y a la mayor distancia entre el cristalino y la retina, de forma que el punto focal del ojo se sitúa delante de esta ultima y da lugar a una imagen borrosa. Y dado que esa deformación se hereda en un 80 por ciento, se hace difícil pensar que la proporción actual de quienes la sufren (aproximadamente la cuarta parte de la población) pudiera remontarse a muchas generaciones, ya que los miopes no habrían sobrevivido en un ambiente que les sería tan hostil. En las sociedades de cazadores-recolectores la incidencia de la miopía es muy baja, pero no sucede así cuando la civilización permite que gente con mala visión pueda sobrevivir y reproducirse. Los esquimales no eran miopes cuando se produjo su primer encuentro con los europeos, pero en la primera generación de niños esquimales escolarizados se observo el aumento de incidencia de la miopía hasta alcanzar la misma proporción que en la sociedad occidental.
La respuesta a ese misterio está en la forma en que la lectura desde edad muy temprana cambia la fisiología del ojo en desarrollo.
El ojo «normal» detecta gran cantidad de estímulos visuales a diferentes distancias, pero si hay algo en el campo visual (como la página de un libro) que permanece siempre a la misma distancia, el ojo crece más en una dirección, lo que origina cierta dificultad para cambiar la distancia focal. La lectura parece interferir con el crecimiento del ojo, y la mirada dirigida insistentemente hacia las letras cercanas lo remodela y hace necesarias las gafas. De ahí la multiplicación de «cuatro ojos».
Pero no sólo «el exterior» afecta a las conexiones cerebrales.
Nuestro comportamiento físico también es importante, y las investigaciones realizadas con monos muestran que la ejercitación de ciertas áreas de las yemas de los dedos (por medio de recompensas al discernimiento) conduce a un aumento del número de neuronas cerebrales dedicadas al análisis de la información que llega de ese área particular de la piel. Lo que significa que cuando un mono, o un humano, practica repetidamente una habilidad o conjunto de movimientos, el cerebro se reorganiza para llevar a cabo mejor la tarea.
Así pues, aunque al parecer tenemos ciertas capacidades perceptivas innatas, eso no significa que tengamos incorporado desde el nacimiento un sistema perceptivo completamente prefigurado. Los seres humanos han vivido en todo tipo de entornos, en puchas culturas, y cabria asegurar que gran parte del proceso perceptivo proviene de la experiencia. Los pigmeos del Congo, que viven en el bosque denso y raramente miran a largas distancias, no desarrollan una idea tan acendrada de la constancia del tamaño, ya que nunca ven a personas o animales alejarse en la distancia. Si se les saca del bosque, "ven" los búfalos distantes como si fueran insectos cercanos. Aunque este ejemplo es ciertamente extremado, cada ser vivo se desarrolla de forma que pueda percibir con más intensidad lo que es vital para su supervivencia.
Se suele pensar que los instrumentos prehistóricos que motilaron originalmente esos cambios en nosotros y en nuestro comportamiento eran todos de piedra, pero en su mayoría eran seguramente de materiales orgánicos que no se han conservado, como huesos, cuerno, tendones, piel, conchas y madera. Dos de los más importantes pudieron ser las bolsas y cuerdas. Las bolsas se utilizaban para transportar piedras y presas de caza, y podían ser de pieles u hojas cosidas. El propio desarrollo de los instrumentos de piedra, especialmente si se pretendía utilizarlos en zonas pantanosas donde no cabía proveerse de ellos, debió de exigir algún tipo de bolsa o cesta para transportarlos. Es frecuente que una tecnología determinada propicie el desarrollo de otras, como sucedió cuando el motor de explosión estimulo el asfaltado de las carreteras, que a su vez creó problemas de deslizamiento en suelos mojados y exigió mejores sistemas de drenaje, por no mencionar las bolsas de aire en los veloces automóviles actuales para aminorar los efectos de una colisión, o los sistemas de ventilación de los edificios «inteligentes».
Casi todas las sociedades recolectoras que han sobrevivido hasta nuestros días muestran gran habilidad en la confección de cestas y cuerdas. Las cuerdas e hilos pueden hacerse de cuero, tripa, corteza de árbol, algunas plantas como esparto, yute o pita, etc., y usarse para hacer lazos, trampas, redes o bolsas en las que transportar calabazas llenas de agua, para atar los maderos de una cerca, o para pescar. También se emplean en juegos como la cuna del gato, sokatira...
Pero con unos u otros instrumentos, quizá el más influyente y duradero de los cambios que originaron estos fue el que afecto al comportamiento de las comunidades que los utilizaban. La brujería que los capacitaba para elaborar esos artefactos confería poder a los fabricantes y a quienes los empleaban para producir cosas nuevas. Así, dando lugar a un cisma fundamental que dura hasta nuestros días, el don de un fabricante favorecía a los miembros de la comunidad capaces de emplearlo eficazmente y de beneficiarse de los cambios que podía aportar. Los ganadores serian aquellos a quienes les resultaba más fácil utilizar sus mentes de forma secuencial, como en las operaciones que había que realizar sucesivamente para fabricar un hacha. En los milenios que iban a seguir, el poder se desplazaría con frecuencia hacia la gente dotada de ese espíritu analítico, capaz de convertir los dones en ventajas de intervención y control. Era como si el hacha hubiera generado una especie de entorno de artefactos, en el que quienes mejor utilizaban la tecnología existente para remodelar el mundo (y a sus semejantes) se convertían en dirigentes.
La transición de la selección «natural» a la artificial aceleró tanto el surgimiento de una mente capaz de pensar secuencialmente como el tipo de cambio no cíclico que los fabricantes de hachas habían introducido. Esos dos aspectos del desarrollo humano se entrelazaron convirtiéndose en una potente fuerza innovadora, ya que los elementos secuenciales, seriales, paso a paso, de la fabricación de hachas, potenciaban al formalizarse el desarrollo de procesos mentales aptos para la creación de otros artefactos. Esa habilidad acabaría convirtiéndose, como explicaremos más adelante, en un valor muy preciado de la sociedad humana.
Como consecuencia de esa evolución, la sociedad elevo a la ciencia por encima de las artes, antepuso la razón a la emoción y la lógica a la intuición, y las comunidades tecnológicamente avanzadas derrotaron a las «primitivas». Puede que los aspectos no secuenciales del talento humano que se expresan, digamos, en la música o las artes plásticas, no se vieran facilitados en esas circunstancias tan rigurosas y permanezcan latentes a la espera de mejores tiempos. Por el momento, empero, sigue predominando el pensamiento estrictamente lineal.
La selección y especificación del tipo dominante tuvieron lugar durante un largo periodo de tiempo, llevándose a cabo mediante el mismo proceso que gobierna la evolución de otras especies: generación aleatoria y retención selectiva. En la naturaleza, la mayoría de las cosas suceden aleatoriamente. Un brote de bambú queda expuesto o no al sol; nace una rana con una pata de más, o en el córtex cerebral de determinado animal se forma un nuevo pliegue. Lo que ocurra luego depende del medio ambiente, que «escoge» los cambios mejor adaptados. El gran merito de Darwin consistió en comprender que el mundo selecciona la configuración de las especies que sobreviven. Si hace mucho sol, predominaran las plantas con hojas pequeñas y protegidas en lo posible de la luz; si la intensidad de la radiación solar es menor prevalecerán las plantas con hojas mayores, etc.
En cada uno de nosotros hay, como en los garitos que mencionábamos antes, diversos talentos que se desarrollan o no según sea el entorno en que vivimos. Eso significa que si todas las condiciones externas son iguales, una persona cuyos genes le predisponen a ser más alto, por ejemplo, alcanzara efectivamente mayor estatura que otra sin esos genes, aunque el mundo en el que vive (alimentación, clima, predadores...) también condiciona su altura.
Esto explica que, en el transcurso de varias generaciones, los norteamericanos hayan venido siendo en promedio más altos que sus padres.
Las mentes son asimismo diferentes. Como los humanos somos el resultado de la evolución de otros animales, grandes monos que a su vez procedían de otros mamíferos, etc., en distintas épocas se desarrollaron capacidades dispares en diversas partes del cerebro. Por eso algunas personas poseen gran destreza para hacer cabriolas, otras gozan de una sutileza especial para seleccionar sonidos y reproducirlos con pequeños movimientos en un instrumento musical, etc. Algunos son muy hábiles para manejar gente, o palabras, o números. Aunque la herencia individual es, por supuesto, diversa, cada uno de nosotros nace con una variedad de talentos, la mayoría de los cuales no utilizaremos nunca, por falta de oportunidad. La mayoría de los lectores de este libro, por ejemplo, nunca sabrán si la poesía swahili, la navegación espacial o la construcción de templos son actividades en las que destacarían caso de ponerse a ello.
Los talentos se alojan en diferentes partes del cerebro, incluyendo la aptitud para percibir el mundo, el conocimiento de uno mismo y de las emociones propias y de los demás, la capacidad de moverse con gracia o de localizar e identificar objetos en el mundo exterior, así como la destreza en el cálculo, el habla, la escritura, la música, la organización y muchas otras.
El crecimiento y desarrollo de cada persona es, como el propio curso de la evolución, una lucha. La evolución biológica es una lucha entre diferentes plantas y animales, y la del individuo humano, entre diversos talentos. Como los garitos que pueden perder la capacidad para ver las líneas verticales, los humanos podemos perder muchos de nuestros talentos según nos desarrollamos.
En la prehistoria, cuando los seres humanos comenzaron a producir instrumentos, modificaron para siempre ese proceso de selección natural. Como en el caso de la miopía, la fabricación de hachas y demás utensilios introdujo un cambio artificial en el desarrollo de las capacidades individuales. Por primera vez, la gente predispuesta a secuenciar sus acciones se encontró con que había demanda de esa habilidad, y se la premiaba. Se hicieron así más poderosos, y su descendencia contaba con mayor probabilidad de sobrevivir y de transmitir ese talento. Pero al desarrollar preferentemente un tipo de talento se degrada o se rechazan otros. Los talentos secuenciales aplicados en la caza o para construir un poblado eran obviamente ventajosos, alentándose cada vez a más gente a aprender esas habilidades. De este modo, los instrumentos dirigían el desarrollo de las mentes, y viceversa. Con el tiempo, ese proceso «artificial» retroalimentado de ordenar y secuenciar las acciones y el pensamiento se fue haciendo dominante, gracias a la fabricación de hachas y a lo que vino después. Pero estamos adelantándonos demasiado a los acontecimientos.

* * *

Hace aproximadamente 120.000 años, Homo sapiens (con talento secuencial, y la misma anatomía que la nuestra) se desplazo al parecer desde África oriental hacia el Sahara, buscando alojamiento en cavernas, construyendo chozas provisionales cuando salían de caza, cocinando los alimentos, secándolos o salándolos para almacenarlos, y moliendo ciertos tipos de granos o semillas.
Algunos de ellos desarrollaron instrumentos cortantes: en un yacimiento localizado en el valle Semliki, en lo que ahora es la Republica Democrática del Congo, se ha descubierto un depósito de dardos primitivos confeccionados a partir de espinas de grandes peces. Luego, las temperaturas bajaron bruscamente durante varios siglos, y las llanuras del Sahara, antes pobladas por una vegetación exuberante y llenas de caza, se acabaron secando. Algunos Cazadores, demasiado lejos de su lugar de origen para regresar a él, se vieron obligados a desplazarse hacia el norte, siguiendo lo que actualmente es el valle del Nilo.
Esos nómadas eran sorprendentemente sofisticados. Los descubrimientos arqueológicos realizados en la cueva de Qaizeh (en las colinas de Galilea, cerca de Nazaret, una área que formaba parte del itinerario de los emigrantes del Sahara), de objetos utilizados por aquel pueblo — datados mediante técnicas de termoluminiscencia en unos 90.000 años— muestran que llevaban consigo los avíos necesarios para fabricar utensilios, consistentes en sierras, azuelas, garlopas, punzones y taladros; con esos instrumentos podían sin duda producir una gran variedad de útiles complejos y especializados. Los hallazgos arqueológicos mencionados incluyen asimismo instrumentos para trabajar la madera, el hueso y la piel, así como para fabricar mangos de hachas y cuchillos y puntas de lanza.
Es evidente que el pensamiento secuencial funcionaba ya entonces a pleno rendimiento, con un planteamiento totalmente nuevo de la creación de instrumentos. El poder del pensamiento serial para conceptualizar algo, bit a bit, puede verse en la técnica para trabajar la piedra llamada Levallois (por el barrio de Paris en el que unas excavaciones realizadas en el siglo XIX descubrieron sus primeros ejemplos). Con esa técnica, el aspecto final del instrumento quedaba determinado por el método de preparar la piedra, y no por su forma previa. Esa habilidad permitía a los nómadas establecer sus talleres de fabricación en diferentes lugares.
Pero el avance real consistía en la posibilidad de obtener diversos utensilios a partir de la misma piedra de sílex. De la piedra original se obtenían ahora cinco veces más útiles cortantes que antes.
Y conseguir un buen filo era esencial para la supervivencia.
La gran complejidad de ese método de fabricación de instrumentos (recordemos de nuevo que se aplicaba hace 90.000 años) se muestra en una reconstrucción reciente de las técnicas de despiece de piedras en Levallois. El instrumento más complejo requería nada menos que 111 golpes para configurar la plataforma plana que le servía de base, seguidos de un solo y fuerte golpe de extrema precisión para separar el artefacto de la piedra original.
Para lograr ese tipo de instrumento se requería una gran familiaridad con las características de fractura de la piedra. Un moderno experto en estas tareas estima que se necesitaba un vocabulario de más de doscientas cincuenta palabras o signos para transmitir esa habilidad. Por otra parte, puesto que cada gesto o sonido se podía referir a un instrumento que se podía utilizar de varios modos, se precisarían nuevos y diferentes sonidos o gestos para expresar el uso a que se destinaba cada uno, y quien debía utilizarlo.
Esos «sonidos de aprendizaje» puede que fueran los más importantes pronunciados jamás por una garganta humana. Y revelan otro de esos talentos seleccionables de los que hablábamos anteriormente. El antropólogo Gordon Gallup ha analizado la sucesión de movimientos de las extremidades de ciertos monos arborícolas del nuevo mundo detectando en ellos «una especie de gramática», es decir, una sucesión de acciones que deben llevarse a cabo en un determinado orden. Tras la emigración original a la sabana, la estructura cerebral que se había desarrollado originalmente para memorizar esas series de movimientos estaba ahora disponible para otros usos.
Así pues, la primigenia gramática de la actividad secuencial pudo haber permitido la organización de las acciones necesarias para fabricar instrumentos. Y ahí se evidencia el nuevo poder del pensamiento secuencial. Cortar un instrumento exige una serie de operaciones que hay que efectuar en un orden determinado. Las instrucciones para la fabricación de instrumentos pudieron muy bien aparecer como una sucesión de sonidos que especificaba la serie de operaciones físicas necesarias. La mano derecha tendría por lo general ventaja, ya fuera para golpear o afianzar, mientras que la izquierda actuaria más bien como un elemento de sujeción.
Puede que los primeros ruidos que acompañaban a la "gramática" de la fabricación secuencial de instrumentos sirvieran también como gramática básica del habla, ya que esta consta de sonidos que solo cobran sentido al pronunciarse en el orden debido, como era el caso con las operaciones requeridas para la fabricación de instrumentos. Instrumento y frase vendrían así a ser la misma cosa.
Conforme se refinaban y multiplicaban los utensilios, igualmente sucedía con los signos y sonidos que los describían, a ellos y su manufactura: el miembro del grupo dueño de ese vocabulario no solo poseía el conocimiento más valioso, sino que también era el más capaz de expresarlo ventajosamente para la comunidad.
El habla iba a resultar otro don del fabricante, mucho más eficaz para trocear y remodelar la naturaleza y la sociedad. Desde el principio facilito una mejor organización de las tareas, un uso más eficiente de los recursos del grupo, y la fabricación de nuevos conocimientos. En definitiva (aunque el proceso llevo decenas de milenios), el habla iba a propiciar que los humanos se volvieran analíticos, a segmentar las experiencias y a reordenarlas en modelos mentales de la realidad, que podían reutilizarse para innovar directamente.
Al crecer la cantidad de conocimientos almacenada, proliferan los instrumentos que multiplican la probabilidad de sobrevivir y de conseguir más alimentos del entorno: agujas y punzones en el norte, donde era esencial la confección de ropa con que abrigarse; arpones y anzuelos para los grupos que vivían en la costa; propulsores de dardos y puntas de flecha para la gente que cazaba en la sabana...
Desplazándose unos trescientos kilómetros por año, los humanos salieron de África, y hace 90.000 años se habían asentado en Oriente Medio. Cincuenta milenios más tarde se habían extendido por Europa, y habían llegado a Nueva Guinea y Australia.
Y 25.000 años después habían atravesado Siberia y cruzado el estrecho de Bering, pasando a poblar las Américas.
Con sistemas digestivos capaces de metabolizar nutrientes de una gran variedad de alimentos, extraían energía de la naturaleza con lanzas y hachas, cuchillos y piedras, fuego y trampas. Cada cazador-recolector necesitaba unos cincuenta kilómetros cuadrados para obtener comida suficiente para su supervivencia, lo que limitaba el tamaño de los grupos humanos a unas veinticinco personas.
Cuando habían agotado los recursos de una zona determinada, tenían que desplazarse a otra.
Gracias a sus instrumentos, los humanos podían, a diferencia de otros animales, adaptarse rápidamente y sobrevivir en entornos muy diversos. Por eso, setecientos siglos después de salir de África como un grupo homogéneo, esos seres humanos habían comenzado a diferenciarse entre sí. Para entonces habían cazado por todo el mundo y habían llegado a zonas climáticas muy diversas.
Donde los recursos alimenticios eran suficientes, se establecían y permanecían allí mientras podían; al cabo de cientos de generaciones de estancia en una zona determinada, su anatomía se había adaptado a las circunstancias ambientales. Así, hace unos 40.000 años, se habían formado tres grupos raciales principales: Africanos, euroasiáticos (caucasianos, asiáticos del nordeste y amerindios) y surasiáticos/oceánicos (asiáticos del sureste, australianos, nueva guineanos e isleños del Pacifico).
Cuanto más tiempo permanecían en un área determinada, más se desarrollaban las características locales, dependiendo del entorno, que sus instrumentos hacían habitable. La gente que opto por los densos bosques tropicales mantuvo una estatura pequeña, debido a la falta de luz solar que limitaba su incorporación de calcio, y a la escasez de este y otros minerales esenciales en el suelo, disueltos y arrastrados por las pesadas lluvias tropicales.
En esa época, la tecnología de la fabricación de instrumentos se había refinado hasta el punto de hacer posible la confección de agujas pequeñas y muy finas con las que en climas septentrionales, cercanos a la demarcación de los hielos perpetuos, la gente podía coser la piel de los animales que cazaban, sentarse en torno al fuego y sobrevivir. Aquí también cambiaron nuestros rasgos los dones de los fabricantes de hachas, ya que las condiciones climáticas del norte favorecían a los individuos de piel pálida, casi transparente, que podían maximizar la síntesis de vitamina D a partir del bajo nivel de radiación solar, así como los ojos azules, capaces de ver mejor con la débil luz del invierno. Y las regiones frías favorecían la complexión robusta, con largos troncos y piernas cortas, cuello grueso, pies anchos y afiladas narices con las que humedecer y calentar el aire antes de que este alcanzase las delicadas mucosas de los pulmones. Los habitantes del norte comenzaban así a parecer nórdicos.
Cuando los nuevos instrumentos les dieron la posibilidad de vivir donde ningún homínido había sobrevivido hasta entonces, esos humanos se vieron también afectados por las radiaciones ultravioletas de la luz del sol. Sucesivas generaciones respondieron cambiando la pigmentación de su piel, sus rasgos físicos y el aspecto de su cabello. Se fueron haciendo altos, achaparrados, gruesos, enjutos, pálidos, morenos, amarillos o negros, con todos los matices intermedios, y comenzaron a consolidarse las «razas» (pequeñas modificaciones adaptativas).
Un ejemplo claro de ese cambio o adaptación es el que se produjo entre los colonizadores del Asia oriental, a la que llegaron siguiendo dos rutas diferentes. Unos, desde Asia Menor, por el norte de la actual India, al sur del Himalaya. Otros, por las grandes estepas, hacia lo que hoy es Mongolia. El grupo norteño vivió durante cientos de generaciones en las estepas del Asia central, y fueron diferenciándose anatómicamente de sus parientes meridionales, que se adaptaron a las condiciones climáticas más cálidas volviéndose delgados y de piel oscura, capaces de vivir en un medio húmedo y caluroso, sobre todo en las islas y regiones costeras.
Esa gente desarrollo una tecnología basada en el uso del bambú, y acabaron poblando todo el sureste asiático, Australia y las islas del Pacifico. El grupo del norte, adaptándose a su entorno más frio, fue penetrando en Siberia hasta convertirse en los modernos esquimales, algunos de los cuales cruzaron el estrecho de Bering y se convirtieron en los nativos americanos.
Suele pensarse que esos humanos primitivos vivían en armonía con la naturaleza en una especie de paraíso prehistórico. En ciertas áreas pudo ser así durante largos periodos, pero desde un comienzo el comportamiento humano cambio drásticamente la ecología de amplias zonas, exterminando los animales que pastaban y ramoneaban en las llanuras de Eurasia y América del Norte, como los mamuts, rinocerontes lanudos, ganado salvaje y perezosos gigantes. Todo lo que se movía despacio corría el riesgo de servir de sustento para los humanos.
Los pueblos de la edad del hielo eran eficaces cazadores de grandes animales, acosándolos hasta acantilados o lagos, donde las presas podían ser arponeadas fácilmente desde barcas construidas con madera y pieles. Su empleo del fuego para asustar a los animales y acorralarlos dándoles así caza más fácilmente cambio la flora de amplias zonas de África, convirtiendo en especies dominantes los arboles, matorrales y hierbas que resistían o podían sobrevivir al fuego, como las acacias, las mimosas o el mopane.
En Norteamérica se han hallado abrumadoras pruebas arqueológicas de lo extensa que pudo llegar a ser la táctica de «tierra quemada»: el borde de una zona de vegetación incendiada muestra de forma dramática las grandes extensiones a las que podía afectar ese tipo de caza. Exterminando especies enteras en una región determinada, los cazadores modificaban la ecología, porque esos animales solían formar parte decisiva de la cadena mediante la que se propagaba la vegetación.
Una horda de cazadores nómadas podía constar de unos veinticinco miembros estrechamente relacionados que constituían la unidad básica, manteniéndose en contacto regular y emparejándose con miembros de otros veinticinco a cincuenta grupos semejantes con los que compartían la misma lengua. Así pues, una tribu contaba de 300 a 1.000 miembros. Si ese número crecía demasiado, aproximándose a los 2.000, la tribu se escindía en dos y luchaban. Dependiendo de la cantidad de alimento disponible, el área dominada por una tribu podía variar de 200 km2 por persona en áreas desérticas a 1 km2 por persona en zonas costeras con abundantes recursos.
Hace cincuenta mil años, cuando nuestros antepasados se extendieron por Europa, se produjo un cambio climático: las temperaturas comenzaron a bajar, y se inicio un gran periodo glacial (esas glaciaciones probablemente se producen como consecuencia de los cambios periódicos en la excentricidad de la órbita terrestre, que alcanza un máximo cada 100.000 años, y en la inclinación del eje de la Tierra, que varia con un periodo de aproximadamente 41.000 años; esas variaciones periódicas pueden hacer disminuir la radiación que llega a una u otra zona polar, ampliándose la zona cubierta por glaciares). Así pues, hace unos 50.000 años, la climatología europea empeoro espantosamente. En la mayor parte del continente, los bosques desaparecieron al norte del Mediterráneo, y fueron sustituidos por tundra, monte bajo y extensiones yermas. Y lo peor no era el frio, sino que las piezas de caza comenzaron a faltar conforme los rebaños se dispersaban y mermaban.
Como consecuencia sin duda de las demandas que se les planteaban a raíz de ese deterioro del entorno, los fabricantes de hachas que proporcionaban instrumentos a sus tribus tuvieron que ingeniárselas para resolver el problema, e inventaron un nuevo método llamado de filo por golpeo. Un núcleo de piedra más o menos cilíndrica se pulimentaba y luego se cortaba transversalmente cerca de la base superior. Un golpe seco en el filo de esa plataforma plana hacia que se desprendiera una laja aproximadamente circular; luego se volvía a golpear cerca del punto anterior, haciendo que se desprendiera otra laja. Esa técnica permitía producir hasta cincuenta lascas del pedrusco inicial, y estas se trabajaban luego para obtener diversos tipos de instrumentos. Mientras que la técnica de Levallois anterior proporcionaba cuarenta centímetros de filo de una piedra, ahora de una piedra del mismo tamaño se podían sacar hasta diez metros de filo. La oferta mejorada de piedras afiladas que género esa técnica elevo su número hasta unos 130 tipos diferentes. Y, como siempre, la gente encontró para ellos nuevos usos.
Los usuarios de esa variedad más amplia de utensilios afilados comenzaron a desarrollar, como consecuencia, un estilo de vida más complejo. Los cazadores septentrionales vestían ahora chaquetones de pieles de animales cosidas, en campo abierto en verano y en valles resguardados en invierno, y transportaban consigo el fuego cuando se desplazaban de un lugar a otro. Cada primavera salían de sus cuevas regresando a los lugares de caza orientados hacia el sur, donde levantaban tiendas rectangulares de piel con piso de guijarros, y en algunos casos, chimeneas circulares.
Cazaban con propulsores que les permitían arrojar a distancia dardos atados con cuerdas de tripa, y lanzas cuya punta se desprendía, a fin de recuperar el valioso mango. Por aquel entonces había comenzado el trueque con otros grupos, que les permitía disponer de artefactos fabricados a 400 kilómetros de distancia.
También enterraban a sus muertos engalanados con collares de conchas, cuentas de marfil de mamut, brazaletes, diademas, anillos y hojas de pedernal finamente talladas, lo que significa que se acicalaban para pasar a otra vida. Muchos de los muertos enterrados de ese modo eran niños, que todavía no podían haber alcanzado una reputación que les hiciera merecedores de ese tipo de enterramiento. Así pues, debían de ser miembros de familias poderosas, o hijos de hombres o mujeres influyentes, lo que ya indica la existencia de una clase dominante, probablemente hereditaria, con autoridad o bienes suficientes para hacer que en la tumba de sus hijos se depositaran artículos tan valiosos y mágicos.
Hace unos 30 000 anos, como la temperatura seguía bajando, haciendo peligrar la obtención de alimentos, y como la supervivencia exigía formas más eficientes de organización, se produjo un cambio extraordinario en el comportamiento de los habitantes de una estrecha faja territorial en la Europa meridional, que se extendía desde la Península Ibérica hasta el Cáucaso: los hombres comenzaron a expresarse artísticamente.
Ese arte puede que sea la primera prueba indirecta de la utilización del lenguaje para crear mitos. Posiblemente lo empleaban los chamanes de la tribu como instrumento de control social, dando explicaciones mágicas, que solo ellos conocían, de los procesos naturales. El docto carácter de esas explicaciones pudo conferir poderes mágicos a los chamanes, que utilizaban sus misteriosos conocimientos para predecir fenómenos naturales. El arte también proporcionaba un ámbito solemne a las ceremonias rituales.
Apareció primero en cuevas, que probablemente se consideraban lugares sagrados, sobre cuyas paredes los chamanes y sus ayudantes pintaban imágenes de animales, y donde tenían lugar las ceremonias iniciáticas (en algunas de esas cuevas se han encontrado huellas fosilizadas de pasos de danza). El propósito de esas pinturas, según parece, consistía en aplacar a las fuerzas de la naturaleza de las que dependía la supervivencia de la comunidad.
Los bisontes, caballos, leones y ciervos pintados eran eventuales presas de caza. Algunas de esas pinturas también muestran a cazadores que atacan a animales heridos con lo que parecen numerosos dardos clavados en sus cuerpos. Puede que se pintaran en el curso de determinadas ceremonias, como símbolos propiciatorios de la próxima montería, al comienzo de cada primavera, suponiéndose que conferían valor y destreza a los cazadores. Pero fuera cual fuera su propósito, no cabe duda de que esas pinturas permanecían ocultas a los ojos de la gente corriente, ya que en muchos casos se han hallado a gran profundidad, en rincones recónditos de cuevas de difícil acceso, lo que sugiere que el camino para llegar a ellos tenía un significado ritual y privilegiado.
El arte de las cavernas se produjo en una época en la que la población rápidamente creciente del Paleolítico Superior vivía tiempos duros, que exigían una adaptación constante y gran inventiva.
La reserva cada vez más abundante de instrumentos producidos como respuesta a esas necesidades hizo probablemente más compleja la estructura de la comunidad, en la medida en que los nuevos utensilios hacían posibles nuevas actividades especializadas.
La consiguiente necesidad por parte de los dirigentes tribales de mantener unidos grupos cada vez más heterogéneos en condiciones ambientales difíciles pudo dar lugar a su vez a la necesidad de hallar una fuente más potente de autoridad, incluso mayor que los propios líderes.
Entre las pinturas descubiertas en la gruta-santuario de Hiru Anaiak (Los Tres Hermanos), en el Pirineo vasco-francés, destaca la representación de una figura, mitad humana, mitad ciervo, conocida por los arqueólogos como «El Brujo», y que probablemente constituye una de las primeras imágenes de la nueva fuente de autoridad: una divinidad que mantenía con su poder el bienestar de la comunidad, y a la que solo se podía acceder por intercesión del chamán. En las circunstancias constantemente cambiantes de aquellos tiempos, el recurso a ese tipo de mitología sobrenatural hacia seguramente más efectiva la jerarquía de mando, consolidando la unidad del grupo frente a las tensiones a las que tenía que enfrentarse y el temor a que el clima pudiera empeorar aun más e hiciera más precaria la supervivencia.
Al dispersar el clima glacial a los animales, se hacía preciso controlar su movimiento en áreas cada vez más extensas, por lo que convenía establecer vínculos con otros grupos humanos para la mutua información y ayuda, y los enlaces matrimoniales cimentaron sin duda esas alianzas entre grupos distintos. Eso pudo ser la razón para otra nueva creación aparecida hace unos 20.000 años. Se trata de una figura femenina, pequeña y pulimentada, a la que se conoce como «Venus». Se han hallado numerosos ejemplares en todo el sur de Europa, en una zona que se extiende a lo largo de dos mil kilómetros, desde el oeste de Francia hasta la llanura central de Rusia.
Todas esas Venus tienen el mismo aspecto, y probablemente servían como identificación de los grupos que trataban de establecer contacto con otros o como símbolo de las mujeres cedidas como prenda de alianza, para recordar a la comunidad adoptiva sus orígenes y asegurar la continuidad de la relación entre distintas tribus. Conforme la separación creaba cada vez más problemas de comprensión lingüística, esos «documentos identificativos» ayudaban quizá a salvar la situación cuando cazadores o comerciantes a mucha distancia de sus áreas de procedencia se encontraban con gente a la que les resultaba difícil explicar quienes eran. Esas estatuillas pudieron posibilitar también el mantenimiento de lazos intratribales a gran distancia, entre grupos dispersos por regiones muy amplias.
Por aquel tiempo, los cerebros de esos humanos que se desplazaban de un lado a otro, comerciaban y se entremezclaban, eran, anatómicamente al menos, idénticos a los nuestros. Los vaciados realizados a partir de los restos de sus cráneos fósiles indican un incremento de la cantidad de sangre que regaba el cerebro, así como el aumento de lo que se conoce como «fisura silvina», relacionada con la capacidad verbal. El área de Broca, presente tan solo en el cerebro muy complejo del hombre moderno, y asociada también con el habla, aparece por primera vez en esos cráneos.
Fue poco más o menos por esa época cuando apareció un nuevo y extraordinario tipo de utensilio, que constituye un ejemplo paradigmático de como los fabricantes de hachas remodelan nuestra forma de pensar. Ese nuevo instrumento tuvo que verse como algo sobrenatural, y resulta tentador suponerlo origen del antiquísimo mito de la varita mágica. Parece representar la primera utilización deliberada de un artefacto para ampliar la memoria, ya que con él podía registrarse el conocimiento fuera del cerebro o de las secuencias rituales. Esos objetos mágicos son conocidos por los modernos arqueólogos como «bastones», hechos de astas o huesos labrados. Se han encontrado miles de ejemplares en la mayoría de las culturas de ese periodo.
Cada marca tallada en el bastón se hacía con un tipo particular de corte. Algunas son simples rayas, otras curvadas, otras como puntos. Esas marcas aparecen normalmente formando conjuntos alineados. En ciertos casos, el grabador le daba la vuelta al hueso y proseguía la serie de marcas por el otro lado, a fin de que le cupieran todas las que pretendía almacenar. Eso, por sí solo, indica que no se trataba simplemente de un adorno, sino que muy probablemente se trataba de la primera forma de notación informativa.
Demuestran una fase muy desarrollada de la inteligencia de su autor. Las facultades cognitivas precisas para confeccionar esos bastones requerían un cerebro capaz de comprender una serie compleja de conceptos visuales y temporales, lo que exige a la vez memoria y reconocimiento, exactamente las mismas capacidades requeridas por la lectura y escritura actuales. Así pues, esos bastones revelan la existencia, hace unos 20 000 años, de cerebros evolucionados, del todo actuales. Pero la forma en que esos cerebros concebían el mundo era todavía muy diferente de la nuestra.
Los bastones labrados sugieren una existencia llena de símbolos mágicos como las figuras de Venus, con rituales asociados al arte rupestre y a la vida más allá de la muerte. Las notaciones de los bastones se adecuan al contexto de un repertorio cultural sofisticado que incluía utensilios decorados, amuletos pintados de color ocre o rojizo, adornos personales, objetos e imágenes ceremoniales, y ritos de enterramiento que incluían ofrendas funerarias cuidadosamente dispuestas con flores y representaciones antropomórficas como el hombre-ciervo antes mencionado («El Brujo»). Los miembros de esas comunidades estaban ya muy lejos del cavernícola ignorante considerado por los arqueólogos hasta hace muy pocas décadas.
La primera pista para determinar la utilidad específica de los bastones proviene del hecho de que se hayan descubierto en latitudes meridionales, en torno al Mediterráneo, especialmente en España, Francia e Italia. Ahí, cuando el hielo comenzó por fin a retirarse, la mejora climática propicio el crecimiento de la vegetación, una variedad mayor de piezas de caza, y la posibilidad de aprovechar ambos factores. La segunda pista es que la regularidad y repetición de las figuras talladas sobre los bastones indica algún tipo de periodicidad.
En tiempos más recientes, el número de bastones labrados aumenta notablemente, y entre las marcas comienzan a aparecer representaciones de animales y plantas. El bastón de Montgaudier (de asta de ciervo, datado en unos 17 000 años) incorpora grabados de focas y peces, aunque Montgaudier se encuentre a cientos de kilómetros del mar. El examen microscópico revela porque.
La boca de los salmones labrados muestra el aspecto característico del pez en la época de desove. Ese bastón también exhibe imágenes de serpientes que quizá podían salir de su hibernación en la misma época del año que se producía el desove de los salmones.
Un capullo de flor de primavera en el mismo bastón completa la serie, y revela por que el grabador dibujo focas y salmones tan lejos del mar. En primavera, los salmones comenzaban su remontada de los ríos y las focas predadoras los seguían rio arriba. Ambos animales constituían una fuente rica en proteínas, y los bastones posibilitaban una predicción precisa del momento del año en que aparecerían.
Otro bastón labrado, algo posterior, hallado en Cueto de la Mina (Cantabria), exhibe el mismo tema, con sus dos caras labradas con una serie de imágenes de animales y plantas, en una sucesión estacional que va de marzo a octubre.
El ejemplo más extraordinario, el hueso francés «La Marche », data de hace unos 13 000 años, y fue descubierto en un yacimiento en el que había otros instrumentos decorados, amuletos y una colección de piedras grabadas con imágenes humanas y de animales. Además de la figura de una yegua preñada, el hueso muestra una serie de marcas agrupadas en diferentes conjuntos y subconjuntos, cada uno de los cuales está grabado con un instrumento diferente.
Al compararlo con un modelo astronómico, el hueso resulta ser una notación exacta del calendario lunar a base de sesenta marcas. Los subconjuntos comienzan en fases lunares convencionales, dentro de las limitaciones observacionales que cabria esperar en las latitudes centroeuropeas. El conjunto del calendario cubre un periodo de siete meses y medio con notable precisión, desde el comienzo del deshielo en marzo hasta los primeros fríos de noviembre, cubriendo el periodo en que los cazadores podían vivir fuera de sus refugios en las cavernas.
Esos maravillosos bastones muestran una gran habilidad simbólica y de abstracción; también revelan una pericia altamente desarrollada en la observación y registro de fenómenos celestes. Por encima de todo, ilustran como los instrumentos, que iban haciendo posible una vida cada vez más compleja, también cambiaron el funcionamiento de nuestras mentes. El uso de esos bastones para organizar la caza indica asimismo la capacidad de planificar estratégicamente durante todo un año y de expresar inteligiblemente esos planes a los demás miembros del grupo. Y la aptitud de este para comprender esa información indica que el simbolismo contenido en la explicación era compartido. Ese nivel de capacidad comunicativa sin duda hizo posible una adaptación cultural mucho más rápida.
La significación clave de los bastones labrados para el futuro de la sociedad humana (y el poder de los instrumentos para moldear la mente) reside en un incremento de capacidad de trabajo del cerebro posibilitado por ese dispositivo de memoria externa. Un instrumento como el bastón permitía la codificación de la naturaleza mediante símbolos perdurables que podían utilizarse una y otra vez para manipular el mundo. Con ellos, la mente podía diseccionarlo simbólicamente, hacerlo pedacitos y reordenar estos para deducir de los datos nuevos modelos. De esa forma, los símbolos dieron a sus usuarios la posibilidad de imaginar situaciones y prever teóricamente los resultados antes de comprometerse en la práctica. El bastón dio al chamán (depositario de los conocimientos arcanos) y a través de él al líder de la tribu la capacidad de predecir los acontecimientos antes de que sucedieran, como el deshielo o la llegada de los salmones. El éxito de esos instrumentos se evidencia en el hecho de que, con muy pocas excepciones, todos los bastones hallados muestran señales de un uso continuo.
Puede que no sea demasiado fantasioso conjeturar que si los nómadas sobrevivieron y se multiplicaron a lo largo de su viaje de milenios sobre la superficie del planeta, fue gracias a esos bancos de datos portátiles con su información estacional y de caza, interpretada por el chamán en momentos mágicos.
Pero sobre todo, la propia presencia de esas varitas mágicas anuncia un nuevo tipo de saber diferente del que lo había precedido.
El bastón labrado ya no era como un hacha de sílex a la que se había dado forma mediante misteriosas habilidades, desconocidas para la mayoría, pero cuya finalidad podía deducirse fácilmente.
Los símbolos inscritos en el bastón eran bien visibles, pero solo unos pocos podían comprenderlos. Por mucho que se los mirara o tocara, su significado no se revelaba sin el código especial que solo el chamán o sus acólitos conocían. Los símbolos eran la prueba visible de la existencia de un saber artificial acerca del mundo que concedía poder a quienes supieran como utilizarlo, y ese era el tipo de conocimiento que iban a generar los fabricantes de hachas, ampliando y profundizando el foso entre los promotores de cambios y los que simplemente los aceptaban.
Los bastones ocasionaron quizá un último efecto, distanciando entre si las mentes de los miembros de la raza humana. El lenguaje que habían venido hablando desde que partieron de África era compartido y tenía que ser lo bastante desarrollado para describir los múltiples instrumentos y sus variados usos, así como para organizar la complejidad social que se derivaba de ellos. Pero conforme el éxito de los instrumentos ayudaba a los nómadas a desplazarse cada vez más lejos, los grupos se iban separando y emprendiendo caminos divergentes, a lo largo de diferentes valles, ríos y montanas, a fin de sobrevivir mejor separados que juntos.
Y conforme pasaba el tiempo, y la especie humana se dividía una y otra vez, los momentos originales de la despedida, en algún lugar del Próximo Oriente, se convirtieron posiblemente en un recuerdo semiolvidado y del que solo se guardaba memoria en los mitos o en las ceremonias rituales. Eso mismo pasó con el habla común que habían compartido en un tiempo. Al irse adaptando cada vez más al entorno los instrumentos, los ruidos empleados para describirlos (y todo lo que eso hacía posible), se volvieron más locales y perdimos nuestra identidad común en una babel de lenguas distintas, que con el tiempo se convirtieron en diferentes idiomas que operaban en cerebros organizados de distinta manera.
Los dones de los fabricantes de hachas nos habían concedido diferentes formas de expresar diversas realidades y distintas visiones del mundo basadas en sistemas de valores dispares, generados por el entorno.
Hace unos 12.000 años, las tribus ahora física y culturalmente separadas se repartían por todos los continentes excepto la Antártida, habiendo olvidado a sus antepasados comunes de África, con su existencia firmemente enraizada en las tierras a las que sus instrumentos les habían llevado. No podían ya regresar al origen común. Lo único que podían hacer era detenerse y asentarse.

Capítulo 2
La contribución simbólica

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El desarrollo del hombre y el crecimiento de las civilizaciones han dependido principalmente del progreso en unas pocas actividades: el descubrimiento del fuego, la domesticación de animales, la división del trabajo... Pero sobre todo ha dependido de la evolución de los medios de recibir, comunicar y registrar el conocimiento, y especialmente del desarrollo de la escritura fonética.
COLÍN CHERRY, On Human Communication

Hace aproximadamente 12.000 años, cuando sobre la Tierra había unos cinco millones de seres humanos, los fabricantes de hachas produjeron dos dones que ocasionaron grandes cambios en el mundo en el que vivíamos, así como en el paisaje de nuestras mentes. Nuestros antepasados incorporaron a su acervo esos dones poco después de llegar al final de su gran migración, y lo hicieron, como ha sucedido con tanta frecuencia a lo largo de la historia, porque no tenían otra alternativa.
Las tribus habían logrado sobrevivir durante su marcha milenaria por todo el planeta gracias a sus utensilios. Y como estos les permitían obtener más y más alimentos de la naturaleza, su número había crecido hasta el punto de que ahora eran demasiados para subsistir sin otro cambio radical de comportamiento. Los nuevos dones de la agricultura y la escritura los iban a librar de los caprichos de las fuentes naturales de abastecimiento, y a elevar la notación ósea de los chamanes a una nueva fase que cambiaria la faz del mundo.
Los nómadas habían utilizado durante un tiempo sus instrumentos para mejorar la capacidad de suministro de los lugares donde se encontraban, conforme su número lo hizo cada vez más necesario. Parte de ese proceso fue muy probablemente el desarrollo de cierta protohorticultura. Los recolectores tuvieron que darse cuenta de las variaciones estacionales de los animales y del ciclo vital de las plantas, y también se apercibirían que las que comían regularmente crecían de nuevo en los lugares donde solían arrojar las semillas. Probablemente protegían las plantas que más les apetecían de la depredación de los animales, mediante trampas, lazos o cercas, y hasta puede que aprendieran a escardar las malas hierbas para favorecer su crecimiento. Cuando llegaban tiempos de malas cosechas, las aéreas más productivas tenían que defenderse celosamente de las tribus rivales.
Algunos pudieron llegar a la conclusión de que la única forma de sobrevivir seria el asentamiento en algún lugar desde el que no hubiera que desplazarse muy lejos en busca de comida. Disponemos de pruebas que demuestran que ya se contaba con instrumentos que permitían ese aprovisionamiento casi permanente.
Las hoces primitivas y las piedras de moler halladas en Oriente Próximo, que datan de unos 15 000 años, muestran que los grupos de cazadores tendían ya para esa época a llevar una vida más sedentaria. Los nuevos instrumentos permitían una recolección más eficiente en el entorno local, y eso hacia crecer aun más la población.
Y en la medida en que sus instrumentos las retenían más en sus asentamientos —ahora bastante estables—, las tribus también iban dependiendo, según sus circunstancias, de actividades más específicas: marisqueo, caza en los pastizales, o recogida de madera y frutos secos en los bosques. El comportamiento del grupo comenzaba a estar íntimamente ligado a su lugar de asentamiento.
Por esa época se iba generalizando la práctica de enterrar a todo el mundo, no solo a los lideres, y también la de utilizar nombres individuales para cada miembro de la tribu, prerrogativa de la que antes gozaban probablemente solo los jefes y los chamanes.
Esos nombres vinculaban al individuo con el grupo antes y después de la muerte, lo que reforzaba la identidad grupal y por consiguiente la autoridad del líder, y tendía a afianzar la permanencia en el lugar de asentamiento de la tribu.
Una de las primeras en fijar una residencia estable fue quizá la tribu de los kebaranes, en el levante mediterráneo, cerca del mar y con abundancia de frutos y pescados. Algo más hacia el interior se desarrollo posteriormente la cultura natufiense, cuyos asentamientos crecieron dramáticamente, desde las pocas familias que Vivian juntas hace 11 000 años a las primeras poblaciones de más de doscientas casas, como las de Mureybit o Jericó, dos mil años más tarde.
Pero esos natufienses sedentarios no se convirtieron inmediatamente en agricultores. Eran todavía expertos cazadores, que contaban con otro instrumento nuevo, una larga piedra de basalto en la que se habían tallado dos profundas ranuras paralelas; al calentar la piedra, se podían enderezar en ella las varillas utilizadas para confeccionar flechas, lo que mejoraba la precisión de estos y favorecía que la caza proporcionara suficiente comida para la comunidad, incluso si fallaba la recogida de plantas.
En un principio, cuando el crecimiento de la población forzó a los grupos nómadas a buscar fuentes más seguras de alimentación, la limitada capacidad productiva de la tierra acrecentó asimismo el valor del legado cultural acumulado por las mujeres recolectoras y su conocimiento de la agricultura de secano. La introducción de un arado de roza para tierras de secano (que consistía básicamente en un palo aguzado, tirado por un buey) también mejoro radicalmente el rendimiento del terreno, aunque todavía era insuficiente para mantener bien alimentada y sana una población abundante. La dieta era entonces muy poco variada, y era corriente la desnutrición. Pero donde antes hacían falta 40 km2 para mantener a un cazador-recolector, ahora bastaban 10 km2 para un poblador sedentario.
La dieta básica del mundo moderno procede de esos tiempos, cuando nuestros antepasados eligieron determinadas especies cie plantas para su cultivo: trigo escanda, trigo esprilla, cebada ladilla de dos carreras, guisantes, lentejas, habas y arvejas, corrientes en toda la región que actualmente constituye Iraq, Kurdistán, Turquía, Siria, Líbano y Palestina.
Conforme se extendían y difundían las nuevas técnicas agrícolas desde esos primeros centros innovadores, se iba produciendo una consolidación lingüística en los grupos humanos asentados que las utilizaban, reforzando su identidad cultural, junto a Sus propias técnicas y tradiciones. Esa estabilidad cultural dio lugar finalmente a las principales familias lingüísticas modernas: indoeuropea, afroasiática, elamo-dravidica (India central y meridional), sino-tibetana y austronesia.
Y en uno de los últimos cambios anatómicos originados por los instrumentos, la agricultura permitió prescindir de los grandes dientes de antaño. Cuando los cereales reemplazaron a la carne, los dientes se fueron haciendo más pequeños, y el rostro más vertical.
Se puede constatar ese cambio de dieta en los numerosos graneros rectangulares hallados por los arqueólogos en el Próximo Oriente, rodeados por tierras en las que abunda el polen de cereales fosilizado.
Al aumentar el número de pobladores de esos primeros asentamientos agrícolas, tuvieron que emigrar a lugares más fértiles en la ribera de los ríos o en las llanuras costeras. En esos nuevos poblados Vivian en pequeñas aldeas con casas de adobe y tejados de cana, separadas por estrechos callejones. Sus instrumentos seguían diversificándose, al poder afilar con las hojas de sílex puntas de flecha, hoces y barrenas. Cosían las pieles con agujas de hueso, obtenían harina de los cereales moliéndolos con manos de mortero de piedra, fabricaban esteras y cestos de mimbre y poseían rebaños de ovejas y cabras.
El excedente alimentario generado por la agricultura de secano dio lugar a una economía que permitía mantener a gente que no contribuía directamente a la producción de alimentos: curanderos, jefes, escribas, artesanos..., que poseían algún tipo de conocimiento esotérico no compartido por toda la población, pero que esta necesitaba. La toma de decisiones y la responsabilidad social se concentraban cada vez más en manos de esos especialistas.
Así pues, en la época en que se generalizo el asentamiento de las poblaciones humanas, estas contaban con muchos más instrumentos con los que alimentarse, vestirse y construir viviendas que sus antepasados. Hace unos 7 000 años, debido al exceso de población o a una sucesión de malas cosechas a consecuencia de una larga sequia, algunas de esas comunidades, asentadas cerca de grandes ríos, se decidió a intentar un nuevo método agrícola: el riego. Hasta entonces, la sabiduría tradicional se limitaba al conocimiento de que las plantas producían semillas y que en aéreas con suficiente aportación de agua de esas semillas brotaban nuevas plantas. La innovación conceptual consistió en comprender que esos procesos naturales se podían reproducir artificialmente.
Al poco de iniciarse la irrigación artificial, o incluso la simple siembra de semillas en aéreas a las que llegaba de forma natural y regular el agua, debió de comenzar la acumulación de excedentes alimentarios, lo que marco una nueva actitud de los humanos hacia el entorno. Durante miles de años, la humanidad se había mantenido en estrecho contacto con la naturaleza. Para los cazadores-recolectores, el mundo natural era una entidad viva, que proporcionaba distintos tipos de comida y protección en las diferentes estaciones. Y había que estar muy atento a los más nimios matices: donde había un claro del bosque en el que se podían recoger abundantes frutos en otoño, donde había que colocar las trampas para pájaros en primavera, las corrientes con el agua más clara, los refugios para el ganado en los que no penetraban los vientos del invierno, etc., pero sobre todo, quizá, se conocía la relación esencial entre alimento y transcurso temporal, ya fuera al respecto de ciertas bayas estacionales que aparecían por breve tiempo y luego desaparecían, o de la caza de animales migradores con la que pasaba otro tanto. Si se desatendían las claves de la naturaleza, ese año ya no habría una segunda oportunidad.
El primer excedente agrícola cambio todo eso de golpe. La naturaleza podía ahora reproducirse y controlarse a voluntad.
Y de ahí partió una idea paralela, la de aplicar esos mismos métodos de intervención y control a la propia comunidad. Podía muy bien haber un excedente con el que alimentar a una sociedad mucho más compleja en las aldeas que crecían y se desarrollaban, pero como la población era ya demasiado numerosa para desplazarse en busca de nuevas fuentes de alimento, como hacían sus antepasados, la supervivencia dependía ahora de un grado de organización que no se había precisado hasta entonces. Por esa razón comenzamos a sentirnos obligados a permanecer allí donde estábamos.
Por primera vez, gracias a los fabricantes de hachas, íbamos a vivir en «lugares» donde la mayoría permanecería toda su vida.
Comenzaríamos a pensar en nosotros mismos como naturales «de» esos lugares, que bajo la forma de grandes poblados se iban a convertir en nuestra «patria». A partir de entonces, nos identificaríamos con un ámbito espacial determinado y con la gente que lo compartía con nosotros. Juntos seriamos «los de ese lugar», mientras que los demás serian «de otros lugares». Los muros de nuestra ciudad marcarían el espacio en cuyo interior éramos lo que éramos, haciendo cosas diferentes de otros que Vivian en el interior de otras murallas.
En esos nuevos enclaves artificiales ya no íbamos a ser parte pasiva de la naturaleza. Incluso la forma en que concebíamos la orientación tuvo que cambiar, en la medida en que las referencias naturales que indicaban el norte, el sur, el este y el oeste se convertían en algo permanente, para toda la vida, en lugar de una relación cambiante con los vientos estacionales o con el movimiento del sol y las estrellas. En cierto sentido, el propio mundo de la comunidad humana había quedado definido por los instrumentos que habían hecho posible la sedentarización.
Esa definición quedo ahora meridianamente clara con otro don de los fabricantes de hachas, que permitió niveles más elevados de organización, necesarios para mantener la viabilidad de la comunidad y para ayudarle a sobrevivir. Pero la supervivencia organizada iba a requerir también nuevos niveles de obediencia, nuevas constricciones sobre el comportamiento, y una mayor estratificación social. El nuevo don acabaría por hacernos pensar de un modo distinto. Se trataba de la escritura.
El acto de tallar las piedras para convertirlas en instrumentos se convirtió a su vez en instrumento para reproducir el mundo con símbolos. La primera escritura fue una versión mejorada del bastón labrado del chamán (que ya no era capaz de abarcar la complejidad de la información requerida por una comunidad más numerosa), y proporciono a las primeras comunidades agrícolas los medios para describir el mundo y registrar los acontecimientos que en el sucedían.
Esa nueva técnica generó formas radicalmente distintas de conocimiento, un método sin precedentes para manipular información externa a la mente, y sobre todo un medio eficaz para reforzar rápida y poderosamente el control social. Aunque comenzó hace unos 10.000 años, el desarrollo completo de la escritura iba a precisar 7.500 años de ensayos y modificaciones, permaneciendo luego sin cambios esenciales hasta la revolución cognitiva acaecida en la Grecia del primer milenio a. J.C. Pero investiguemos antes un poco más sus orígenes.

* * *

Antes de representar ideas o sonidos, los primeros signos escritos fueron sin duda números. En primer lugar, la disponibilidad de un excedente significaba que había más comida de la necesaria para la mera supervivencia inmediata de la comunidad.
Ese excedente podía ahorrarse para un uso posterior, o podía utilizarse para pagar servicios de la gente que no se ocupaba prioritariamente de la producción de alimentos. Y también podía utilizarse como dones a otros grupos, o como contribución a los ritos religiosos. Sea como fuera, su existencia requería que se inventariara, lo que a su vez exigía la medida.
El salto intelectual expresado por el desarrollo de la numeración que tuvo lugar durante ese periodo es semejante al salto cognitivo que se produce en el desarrollo de un niño al crecer. En las primeras fases de su vida, solo distingue entre «uno», «dos» y «muchos ». Ese discernimiento constituye probablemente la idea básica de cantidad en los humanos, y lo comparten los niños de todas las sociedades primitivas y antiguas. Cuando un campesino de Sri Lanka cuenta cocos, lo que hace es asignar un bastoncillo a cada fruto, manteniendo una correspondencia biunívoca: un coco, un bastoncillo; y si se le pregunta cuantos cocos ha reunido, señalara sin vacilar al montón de bastoncillos y dirá: «ésos».
Lo mismo sucede en todas las sociedades primitivas que conocemos, en las que, para contar un gran número de animales, como cincuenta y ocho ovejas, se hace corresponder a cada una de ellas un marcador, normalmente un guijarro. Al comienzo del día se reúnen tantos guijarros como ovejas se sacan a pastar, y al recogerlas en el redil al anochecer se va apartando un guijarro de la colección por cada oveja que entra. Si la ultima coincide con el último guijarro, el pastor sabe que tiene el rebaño completo, pero si le quedan guijarros en exceso tendrá que salir de nuevo en busca de la oveja o las ovejas perdidas. Y a todo esto puede muy bien no saber nunca «cuantas» ovejas forman el rebaño, ni saber dar nombre a ningún numero.
La representación y reducción del mundo a símbolos abstractos y números constituye un elemento primordial de nuestra manera moderna de pensar, pero no forma parte de los talentos humanos naturales. Casi todos los seres humanos aprenden a hablar de forma natural, pero leer y escribir requiere un largo aprendizaje.
El invento prehistórico de la representación de cantidades, y luego de palabras, fue algo que se desarrollo durante un periodo de tiempo culturalmente largo, aunque desde el punto de vista biológico fuera corto. En cuanto a la numeración, el conjunto de cambios sociales que impulsaron a los seres humanos a representar el mundo de los objetos y las cantidades mediante marcas abstractas (distinguiendo así tres objetos semejantes de cuatro, y luego el "tres" del "cuatro") probablemente duro unos 10.000 años.
La primera escritura que merezca ese nombre surgió hace aproximadamente 12 000 años en los montes Zagros de Irán y en Asia Menor, porque la cosecha y los rebaños, excedentarios con respecto a las necesidades del consumo inmediato, se convirtieron en bienes susceptibles de intercambio, lo que exigía alguna forma de cuantificación y marcas de propiedad.
Esos ejemplos primitivos de escritura se extendieron por todo Oriente Medio al generalizarse la domesticación de animales y el cultivo de plantas. Los símbolos utilizados eran algo así como fichas de arcilla, de entre dos y tres centímetros, y se utilizaban para representar diferentes artículos o bienes de uso. Una res tenía como símbolo un cilindro, y distintas medidas de capacidad para grano o aceite se representaban mediante conos y esferas.
Cada ficha simbolizaba una cantidad determinada, y su forma correspondía a un artículo concreto. Así, dos medidas de grano requerían dos fichas, y catorce medidas catorce fichas. Su uso se extendió gradualmente entre el 8.000 y el 3.400 a. J.C. por todo Oriente Medio, y sus formas se estandarizaron pronto, lo que indica posiblemente una manufactura masiva; también debieron de ser los primeros utensilios de arcilla cocida.
Esos pequeños objetos generaron el lenguaje escrito, ya que cada ficha constituía una unidad significante aislada, su uso era sistemático y abstracto, y se yuxtaponían en un orden sintáctico determinado. La costumbre de su empleo reiterado sentó las bases cognitivas de los futuros desarrollos lingüísticos y aritméticos que iban a dar lugar a un sistema numérico y de escritura organizado.
Eran como las letras de un alfabeto.
Su empleo más inmediato fue para enumerar y mantener la contabilidad de los bienes almacenados. Cada ficha tenía un significado específico y representaba una cantidad fija, por lo que al crecer el volumen de las reservas se necesitaron más fichas para representar mayores cantidades. Para guardar juntas las fichas correspondientes a una transacción determinada, los sumerios de Mesopotamia (actual Iraq) empleaban una especie de «envoltorios» o recipientes de arcilla (cretulae).
Todas las fichas de ese tipo que se han descubierto llevan la impronta personal de un funcionario, realizada con los característicos sellos cilíndricos de la época. El hecho de que solo hayan aparecido en las tumbas de altos funcionarios indica quizá que esos nuevos utensilios, al representar la propiedad, se fueron convirtiendo también en símbolos de nivel social, incluso de un puesto hereditario: representaban el poder.
Esas fichas relativamente simples, aunque numerosas, servían para mantener el registro y la contabilidad en los corrales y almacenes. Pero el complejo mundo urbano que se iba formando necesitaba una representación aun más compleja. Las fichas comenzaron a incorporar marcas adicionales como muescas y contraseñas, y se multiplicaron sus formas para representar nuevos artículos, como perfumes, pan, tejidos y ropa. Al cabo de un .tiempo, reflejando la variedad de artículos disponibles, podían distinguirse quince tipos, subdivididos en no menos de 215 subtipos.
El creciente número de tipos de fichas hizo pronto demasiado engorrosa la práctica del uso de envoltorios de arcilla. Como no eran transparentes, para comprobar su contenido había que romperlos. Ese pequeño inconveniente desencadeno un acontecimiento trascendental en la historia del almacenamiento de información, creando un nuevo tipo de «conocimiento» que, como Siempre, tendría un uso y accesibilidad restringidos.
Ese evento tuvo lugar, seguramente, en algún punto del Creciente fértil. Para hacer las cosas más fáciles, alguien tuvo la idea de apretar las fichas contra la arcilla húmeda del exterior de la erétula a fin de indicar el tipo y número de las que había dentro. Y hace unos cinco mil años, algún otro se dio cuenta de que era todavía más cómodo prescindir de las fichas guardadas en la erétula, haciendo uso únicamente de las marcas impresas en su exterior. Y pronto el envoltorio mismo, ahora vacio, se aplasto adoptando la forma de una tablilla con los símbolos de las fichas marcados sobre ella.
Dado el creciente número de gente y artículos, esa nueva técnica tuvo que estimular más intentos de representar la información, ahora que se habían aceptado las marcas en lugar de objetos sólidos. Y casi al mismo tiempo, en otro avance significativo, aparecieron los primeros signos aritméticas. Donde antes se requerían tres discos distintos con una cruz grabada para representar tres ovejas (la correspondencia biunívoca descrita anteriormente), los sumerios inventaron una abstracción diferente para representar la cantidad como un numero.
Primero utilizaron los símbolos numéricos para representar medidas de grano, y como el grano era el artículo básico, todos podían entender esos símbolos. Más tarde, hace unos 5 000 años, se produjo un avance. Los contables de Uruk, una de las primeras ciudades de Mesopotamia, fueron capaces de abstraer el dos de las ideas dos ovejas, dos gavillas o dos vasijas de aceite, independientemente de los objetos en cuestión. Esos contables idearon dos tipos de signos: numerales para indicar la cantidad, y otros pictogramas para representar los artículos en cuestión. Se ejecutaban de forma diferente: los pictogramas se imprimían sobre la arcilla húmeda a partir de tallas en piedra o madera dura, mientras que para representar los numerales se practicaban sobre la tablilla ciertas incisiones con una cana afilada. Una tablilla de Uruk muestra una de las primeras realizaciones de esta idea, representando cinco ovejas mediante el pictograma correspondiente a «oveja», acompañado de cinco incisiones en forma de cuna.
Luego mejoraron el sistema. Una cuna significaba 1, y un circulo 10, y esas figuras podían combinarse: un circulo y dos cunas representaban 12. Al comienzo, esos signos se emplearon para los pagos en grano, luego para representar el número de trabajadores a los que había que pagar, y más tarde como numerales independientes, para cantidades de cualquier tipo. Utilizadas como medio de contabilidad y gestión para registrar el movimiento de animales y otros bienes, esas marcas numerales evidencian un gran avance en el control sobre la naturaleza y la comunidad.
Bienes de uso y números para contarlos quedaron desde entonces separados para siempre, y lo que es más importante, los números quedaron validados para cuantificar cualquier cosa. Comenzamos entonces a pensar el mundo como algo que podía, al igual que el grano o el ganado, inventariarse, controlarse y redistribuirse.
Por esa época, conforme los centros de población crecían en tamaño y habitantes, nuevos dones de los fabricantes facilitaron su organización y mantenimiento. El arado tirado por bueyes multiplico la producción de grano, la rueda y las velas servían para transportarlo, el torno para fabricar vasijas donde almacenarlo, y el molino de agua para molerlo y hacer harina para la gente que ahora vivía en casas hechas con ladrillos cocidos, formando comunidades defendidas por soldados y armas metálicas. El estiércol de los animales se aprovechaba para abonar el suelo, el arado acrecentaba la extensión de las tierras laborables, y los cultivos "de barbecho corto" (con frecuentes cosechas) multiplicaban el Rendimiento de los terrenos. Las cosas iban cambiando cada vez más rápidamente.
La extensión generalizada de la agricultura señala el punto en que los dones de los fabricantes de hachas nos concedieron la capacidad de modificar nuestro entorno en el lapso de una sola estación y de reducir el tiempo que una comunidad se veía obligada a depender de sus reservas tras una mala cosecha. Pocos miles de años después de la invención del riego, los habitantes de Mesopotamia habían convertido el desierto en un vergel, modificando su entorno de un modo que nadie había conseguido antes.
Esa civilización «hidráulica» que surgió hace unos siete mil años alcanzo por primera vez la conciencia de que los humanos podían realizar cambios a gran escala en la configuración del mundo natural, al distribuir el agua desde los ríos hasta las explotaciones agrícolas cercanas mediante una red de canales de riego.
Esta nueva capacidad aparece como tema dominante de todas las mitologías de Mesopotamia: el caos de la naturaleza podía transformarse en un orden humano-divino. La sociedad y su entorno eran ya parecidamente controlables.
La evolución a una sociedad sedentaria y agrícola cambio también radicalmente el papel de las mujeres: antes, sus tareas comportaban el conocimiento de las técnicas de recogida de alimentos.
Probablemente eran las encargadas de mantener encendido el fuego en el hogar, y sabían fabricar recipientes de madera y de arcilla, así como cocinar y utilizar ciertas partes de los animales cazados con otros propósitos. Seguramente conocían algunas hierbas medicinales y con otras sabían hacer tintes e hilos, y tejerlos para hacer ropa. Así pues, sus habilidades eran iguales, cuando no superiores, a las de los varones. Pero cuando la agricultura proporciono un excedente, sus propietarios, casi exclusivamente varones, adquirieron el poder de distribuirlo. La combinación de la propiedad privada de la tierra con la adquisición de territorios ajenos mediante el uso de las armas excluyo casi inmediatamente a las mujeres de esas posiciones de poder dispensador de dones.
El creciente excedente de la comunidad era ya lo bastante grande para mantener a una amplia variedad de oficios. La ciudad incluía ahora pastores, labradores, boyeros, pescadores, carniceros, cerveceros, panaderos, barqueros, granjeros, jardineros, albañiles, carpinteros, alfareros y tejedores, así como gente dedicada a la producción de artículos de lujo, como joyas o lámparas de  aceite.
Aun así, cada ciudad o poblado era incapaz de vivir de sus propios recursos. Por ejemplo, aunque Mesopotamia contaba con abundantes cereales y ganado, la llanura aluvial, con pocos yacimientos, era deficitaria en minerales, por lo que era preciso mantener una reserva de alimentos o de productos artesanales para intercambiarlos por bienes procedentes de otras regiones.
El crecimiento de la población, debido ante todo a los instrumentos inventados por los fabricantes de hachas, y la competencia por los recursos que ese crecimiento generaba, exigían un nuevo tipo de dirigentes, capaces de mandar en la guerra y en la paz y de organizar la redistribución de alimentos y materiales entre su pueblo. Para ello, los jefes, ayudados por la emergente, aunque escasa, elite de escritores y lectores de pictogramas (quizá unas pocas docenas entre una población de varios miles de personas), movilizaban la fuerza de trabajo y recaudaban tributos con los que pagar a otros especialistas, como los orfebres que fabricaban objetos de lujo y los herreros capaces de producir el material militar que se precisaba.
Por esa razón, quizá, los dirigentes de la época, ya fueran religiosos o seculares, eran descritos frecuentemente en las crónicas como generosos y benéficos dispensadores de bienes. En realidad, el proceso era más bien el inverso: los jefes recaudaban tributos e impuestos con los que pagar el trabajo que producía esos bienes.
Su función primordial, que ellos mismos se habían asignado, era la de organizar y proteger frente a eventuales enemigos las ciudades rápidamente crecientes, demasiado grandes ya para seguir llamándolas aldeas.
La mayor, y quizá una de las primeras ciudades de Mesopotamia, era Uruk, formada hace unos siete mil años a partir de la fusión de dos asentamientos distintos a ambos lados del Éufrates.
A lo largo de un milenio, la ciudad se mantuvo dividida en dos distritos ceremoniales, uno dedicado al dios de los cielos Anu y el otro a la diosa del amor Inanna, ampliándose su extensión de unas diez hectáreas a más de setenta.
Uruk creció espectacularmente durante los cien o doscientos años posteriores al 3.100 a. J.C. Mientras el tamaño de la ciudad alcanzaba las 100 hectáreas, el número de poblados fuera de las murallas de la ciudad crecía desde un centenar hasta más de 150. Entonces se produjo un cambio muy rápido. La ciudad siguió creciendo, más aceleradamente que nunca, pero ahora a expensas de los campos de alrededor. Casi la mitad de los asentamientos en aéreas próximas a la ciudad quedaron abandonados, en un proceso en el que Uruk creció hasta alcanzar unas 400 hectáreas de extensión, mientras que su población se duplicaba, pasando de 10.000 a 20.000 habitantes, lo que representaba unas dos terceras partes del total de la región. La velocidad con que se produjo ese cambio, sugiere que la población experimento una urgente necesidad de concentrarse, muy probablemente debido a alguna amenaza exterior.
Al crecer la población, la gente se organizo en lo que desde el punto de vista actual podría juzgarse como un régimen claustrofóbico y opresivo, una red social jerárquica basada en los dones de la agricultura, ahora múltiples y sofisticados, de los fabricantes de hachas.
En el nivel de subsistencia básica se hallaban los labradores y sus familias, que trabajaban largas horas para producir más alimento del que ellos mismos necesitaban. Esa gente llevaba sus excedentes a los puntos de distribución más cercanos, donde los funcionarios se aseguraban de que una proporción adecuada fuera a parar a los centros de población más importantes, mientras que los mejores alimentos iban a las despensas de la gente poderosa. Como pago, esos trabajadores recibían probablemente vasijas de barro producidas en masa y tejidos, pero sobre todo protección. Los ritos religiosos para invocar la bendición de los dioses sobre los gobernantes también ocupaban parte importante de su tiempo.
Pero la aceptación incontestada de esas condiciones de vida indica la nueva concepción del mundo aportada por los dones de los fabricantes. Las ventajas de vivir en las ciudades sobrepasaban con mucho los inconvenientes que acarreaba la vida urbana. A los que Vivian fuera, en aldeas rurales, las ciudades tenían que parecerles centros de actividad casi mágica, con sus murallas y altos edificios, habitados por gentes capaces de leer y escribir, patrulladas por soldados con armas de brillante bronce, regidos por figuras misteriosas a las que se suponía semidivinas. Las ciudades eran, en todos los sentidos, las primeras superpotencias, y se debió de necesitar un elevado grado de presión para persuadir a los campesinos de que permanecieran fuera, trabajando en los campos de alrededor.
La posición del «rey» que se fue estableciendo en ese periodo en Mesopotamia pudo tener su origen en los tiempos de los cazadores-recolectores, cuando la formalización ritual de los mitos generaba prácticas religiosas a cargo de un chamán semisagrado. La elite gobernante en Mesopotamia consolido pronto su posición asociándose con las fuentes misteriosas de poder que los chamanes habían inventado. Con ayuda de estos, solo los reyes podían ahora entender y predecir el comportamiento de las fuerzas de la naturaleza. Los nuevos jefes se presentaban a sí mismos como mediadores entre la población y las antiguas fuerzas míticas, y proclamaban un contacto directo y divino con esas fuerzas sobrenaturales, antropomorfizadas desde muy pronto como dioses y diosas.
Así pues, los dirigentes reales eran los únicos con capacidad de intercesión ante las deidades y de asegurar su favor prolongado.
La naturaleza divina de esos jerarcas que hablaban desde el cielo se muestra en las pictografías sumerias, donde el escriba dibujaba una estrella precediendo a los nombres reales, indicando así su relación con los seres celestiales. Esa posición sagrada y privilegiada se reflejaba en la tendencia de los reyes a acumular riquezas y a llevárselas con ellos al cielo cuando morían.
La idea de un nuevo tipo de seres humanos, en la forma de alta autoridad supervisora, separada y elevada por encima del populacho (idea que pervive en gran medida en el mundo contemporáneo) encontraba correspondencia (como hoy día) en la cantidad de trabajo empleado en la construcción de edificios donde Vivian esos reyes y sus ayudantes. Los personajes poderosos no podían, como seres semidivino que eran, vivir con el resto de la comunidad, y por eso los templos ceremoniales y las casas de los gobernantes se hicieron mayores y más destacadas, situadas sobre perros y rodeadas por impresionantes muros. Los esqueletos hallados de esos dirigentes muestran que sus privilegios les aseguraban mejores alimentos y mayor longevidad.
A partir de entonces, los adornos y atavíos de los líderes iban a aparecer como símbolos públicos de la perdurabilidad de la comunidad y de los nuevos valores impuestos por la autoridad. El .status especial de la familia real se constata por ejemplo en Uruk, cuyo templo, con su túmulo funerario de doce metros de altura y que cubría un área de 40.000 metros cuadrados (cuatro hectáreas), sus edificios y sus muros de ladrillo encalados, cubiertos por miles de conos de arcilla, se supone que exigió 7.500 hombres/año de esfuerzo.
El estricto control social requerido para asegurar el funcionamiento de las ciudades mesopotámicas produjo resultados extremadamente conformistas, tanto en los ritos como en los elementos de la cultura material. En Yahya, no muy lejos de la ciudad de Sumer, había un centro de producción de cuencos de piedra. Esos cuencos eran objetos de lujo, elaborados para las autoridades de Sumer (ya que no se utilizaban en Yahya, donde no hay pruebas de la existencia de una elite local), a cambio de alimentos y otros artículos de consumo. Pues bien, se han hallado cuencos con los mismos símbolos que los de Yahya en lugares tan alejados como Siria y el valle del Indo. Esos artículos de lujo operaban como símbolos de autoridad, del mismo modo que lo hacen hoy día los modernos tesoros artísticos de los museos capitalinos y las instituciones nacionales, que solo las autoridades pueden permitirse encargar.
En esa época, la abundancia de improntas de sellos personales en las tablillas de arcilla indica un sistema comercial complejo y bien establecido. Los bienes pasaban por distintas manos, lo que hacía posible la falsificación, y los sellos tendían a dificultarla; el poseedor de un sello acostumbraba a llevarlo siempre encima, colgado de un brazalete. Por otra parte, cuando los pictogramas de los números y artículos se hicieron demasiado complicados, las canas afiladas que se utilizaban antes para trazar los signos sobre las tablillas de arcilla húmeda quedaron relegadas y se sustituyeron por punzones, que permitían trazar una línea en la arcilla con un solo movimiento. El aspecto en forma de cuna (cuneiforme) de las incisiones dio nombre a estos pictogramas estilizados y de rápida escritura.
Sin embargo, esa nueva forma de escribir era todavía demasiado compleja y esotérica, al consistir en más de 2.000 signos diferentes.
Había, por ejemplo, más de treinta para oveja, según su estado, clase y condición. El dominio de esos signos exigía varios años de entrenamiento, lo que convertía el arte de escribir en una habilidad altamente especializada y que muy pocos conocían.
La imprecisión de su interpretación fonética (en muchos casos, sonidos muy similares), así como la confusión creada (ya que el mismo signo podía entenderse a menudo, bien como la representación de un sonido, bien como un objeto), hacían largo y difícil el proceso de aprendizaje. Aunque la escritura pudo facilitar el desarrollo de una colectividad mucho más compleja y heterogénea, en la que muchos de sus miembros llevaban un estilo de vida impensable pocas generaciones antes, también tenía su lado oscuro: el poder de la escritura para organizar y mandar era inaccesible para la inmensa mayoría de la población.
La burocracia escribiente mantenía el control sobre los tributos y la distribución de recursos, sobre la remuneración de los trabajadores y sobre el comercio interior y exterior. Más tarde, en Egipto, la representación en los monumentos de las actividades económicas incluía regularmente un escriba, en un lugar destacado, registrando la operación. Debido a su importancia en la administración, los escribas gozaban de una posición privilegiada y respetada, y no tenían ningún interés en simplificar su arte, lo que lo haría más accesible a potenciales competidores.
La administración de tal sistema exigía un funcionariado amplio, especializado y profesional. La escuela de escribanía, o edubba, era la fuerza que impulsaba ese régimen burocrático, generando una pequeña elite instruida. Esas escuelas se establecieron a principios del tercer milenio a. J.C., y sus alumnos permanecían en ellas desde la infancia hasta el comienzo de la edad adulta. Los estudios iniciales correspondían a los caracteres silábicos, como "tu", "ta", "ti", "un", "na", "ni, "bu", "ba", "bi", etc., tras lo cual se ensenaba un repertorio de unos 900 signos, y a continuación se estudiaban los grupos de dos o más caracteres. La necesaria memorización y practica de esos fundamentos fue la verdadera razón del escaso porcentaje de la población que sabía leer y escribir. El estudiante tenia ante si meses de esfuerzo para aprender listas de miles de signos ordenados según su tema, como las partes de un animal o del ser humano, nombres de animales domésticos, aves, peces, plantas, utensilios, etc. La dificultad inherente a los pictogramas es que había casi tantos signos como cosas que designar.
Las escuelas de escribanía excedían con mucho, en sus realizaciones literarias, lingüísticas, matemáticas y astronómicas, las necesidades practicas y burocráticas, y eso ampliaba y profundizaba, obviamente, el foso entre dirigentes y dirigidos. Las escuelas, focos de actividad intelectual creadas por iniciativa de los fabricantes de hachas y cerradas a la mayoría de la población, desarrollaban mediante la escritura un sistema educativo sin precedentes en cuanto a su ámbito de conocimientos, aunque extremadamente selectivo, con el que se creó una poderosa elite. Muchos de los miles de tablillas que han llegado hasta nosotros exhiben el nombre del escriba que fue su autor, e incluso los nombres y ocupaciones de sus padres. Tal como cavia esperar de una sociedad en la que el arte de la escritura era una habilidad celosamente guardada, los escribas provenían de familias ricas e importantes, y muchos de ellos ocupaban altos puestos en la burocracia administrativa.
Más adelante, en un proceso que se repetiría una y otra vez en la historia, esos pocos escribas cualificados se vieron obligados por las circunstancias a difundir algunas de sus habilidades especializadas.
Al generar la tecnología un cambio social acelerado, la ineludible alternativa al colapso social consistía en permitir la lectura y escritura a un segmento más amplio de la comunidad. El número de signos pictográficos se redujo drásticamente, en solo cinco siglos, de dos mil a trescientos, y así se generalizo su uso.
Aunque la proporción de la población capaz de usar los nuevos y más simples pictogramas era todavía inferior al uno por ciento, ahora se podía organizar una estructura social mucho más compleja, instituyendo una división burocrática embrionaria de la actividad social. Las ciudades se coaligaban en federaciones que acababan gobernadas por un solo rey. Así se fue regularizando una concepción más amplia del «lugar», como una entidad compleja, jerárquica y rígidamente estratificada, a la que en el mundo moderno llamamos «Estado». El aparato organizativo de la comunidad quedo dividido en al menos tres clases: administradores de bajo rango (vigilantes y capataces, que supervisaban la labor de obreros y labradores), vigilantes de esos vigilantes (que trabajaban en oficinas, establecían planes de producción y controlaban su puesta en práctica), y en el nivel más alto los gobernantes civiles, religiosos y militares.
Esa división del trabajo se hizo posible gracias a la tecnología de la escritura, y por la misma razón, la uniformidad en el comportamiento y pensamiento públicos alcanzo una amplitud imposible hasta entonces. En tiempos más antiguos, los ritos y órdenes transmitidos oralmente podían distorsionarse deliberada o inconscientemente, pero ahora cavia fijarlos y codificarlos para siempre mediante la escritura, lo que dejaba poco margen de maniobra para esquivar con más o menos astucia el cumplimiento del deber. La escritura unifico el sistema de mando y control mesopotámico mediante la burocracia, y en el tercer milenio a. J.C. esa autoridad comenzó a extenderse más allá de la organización del trabajo, al comportamiento de los individuos en sus vidas privadas.

* * *

El fenómeno que se produjo a continuación singulariza a Mesopotamia entre otras grandes civilizaciones aluviales de la época en el norte de India, China y Egipto. En Mesopotamia, la extensión del control social mediante el uso de la escritura altero radicalmente las relaciones entre los individuos y entre estos y la autoridad, al quedar establecidas las reglas de comportamiento mediante la ley escrita.
Uno de los rasgos más notables de la ley codificada consistía en arrebatar el derecho a la venganza a la víctima de una ofensa y a sus familiares. Antes, en tiempos de los cazadores-recolectores, las malas acciones eran castigadas por el propio ofendido o por los miembros de su familia, que actuaban como jueces y ejecutores.
El problema que presentaba ese sistema era que la venganza podía convertir al malhechor original en parte ofendida, cuyos parientes podían a su vez buscar venganza, proceso que daba lugar con demasiada facilidad a disputas de sangre interminables, mantenidas durante generaciones. Ese tipo de comportamiento «de desquite y represalia» en los confines cerrados de los muros de una ciudad podía dañar fácilmente la cohesión de la comunidad. La creación de un «lugar» bajo la forma de esas primeras ciudades altamente organizadas, con los instrumentos proporcionados por los fabricantes de hachas, comenzó a afectar a los valores y la ética de quienes llevaban una vida muy reglamentada en el interior de sus murallas.
En India, China y Egipto, parece ser que, al institucionalizarse la religión, la responsabilidad del juicio y el castigo se transfirió de los cabezas de familia a la autoridad genérica de los sacerdotes.
Los actos antisociales resultaban aun más indeseables al quedar caracterizados como ofensas a los dioses.
Mesopotamia, por el contrario, no siguió ese modelo, gracias a un temprano desplazamiento de la propiedad comunal a la privada (hace unos 4.500 años, sus tablillas de arcilla ya recogían detalles de las transacciones privadas y acuerdos contractuales). Quizá ese tipo de interacción comercial generalizada requería algo más simple que toda la ceremonia reverencial a los dioses del cielo, y por esa razón dio lugar a una forma de autoridad reguladora de más bajo nivel.
La primera ley escrita difería, pues, de otras instituciones establecidas hasta entonces para mantener el control social. Como se refería ante todo a la propiedad privada, debía también tener en cuenta un concepto radicalmente nuevo. Los fabricantes concedían con ella un don que iba a marcar todo el desarrollo social a lo largo de la historia desde aquel momento, la idea de los derechos y deberes individuales sobre la propiedad. Por primera vez existía un modelo de comportamiento que podía adaptarse a cualquier circunstancia individual. Las vidas de los individuos ya no iban a estar sometidas enteramente al capricho de sacerdotes o reyes. Por otra parte, esas vidas tampoco serian enteramente suyas, debido al desarrollo de la ley.
Las primeras leyes mesopotámicas constituyen poco más que una colección de precedentes, entre los que desempeñan un papel clave las referencias a la autoridad del gobernante. Esto autorizaba la intrusión del poder en la vida privada de cada individuo deseoso de retribución celestial. Todos los edictos comenzaban con la afirmación de que el rey había sido elegido por los dioses para gobernar la ciudad-estado; luego venia el cuerpo de la ley, y al final se advertía que cualquiera que desafiara el mandato del rey sería castigado.
Hace cuatro mil años, en lo que puede considerarse como uno de los primeros intentos de basar el orden en la ley, el rey Ur-Engur de la ciudad de Ur afirmaba que administraba justicia «siguiendo las leyes divinas». Eso añadía fuerza mágica al nuevo código de comportamiento, sugiriendo que cualquiera que desobedeciera al rey seria perseguido por las autoridades hasta el más allá. Si huía, no hallaría donde ocultarse.
El código legal más antiguo conocido es el del rey Ur-Nambu (2112-2095 a. J.C.), fundador de la tercera dinastía Ur. Entre otras cosas, ese código hace referencia a otro elemento importante del control social, reflejando hasta qué punto se había desarrollado el don de los números convirtiéndose en un instrumento para uniformizar el comportamiento y regular las relaciones humanas en el comercio. Esa nueva restricción del pensamiento adopto la forma de un sistema normalizado de pesas y medidas, con la? que cuadricular y trocear el mundo. El proceso de estandarización de las mercancías y de la conducta se iba haciendo poco a poco incontenible.
El tribunal de justicia que imponía orden en las disputas era, evidentemente, el templo. Cientos de tablillas desenterradas en las ruinas de Nippur, en la zona donde Vivian los escribas del templo, ofrecen una clara imagen de la administración de justicia durante ese periodo. Las sesiones del tribunal se registraban como ditilla, lo que quería decir algo así como «un proceso civil completo », y entre ellas hay constancia de acuerdos, así como contrarios referidos a matrimonios, divorcios, pagos de manutención para los hijos, regalos, ventas, herencias, esclavos, alquiler de barcas, citaciones, robos y daños a la propiedad. Los administradores de justicia eran los ensi, gobernadores de la ciudad que representaban al rey. El templo servía como sala de justicia, y no había jueces profesionales, ya que los treinta y seis que aparecen mencionados ejercían toda clase de oficios: mercaderes, escribas, administradores del templo, y altos funcionarios de uno u otro Sipo.
Desde comienzos del tercer milenio a. J.C., grupos nómadas de lengua semita, llamados amorritas, procedentes de los desiertos de Siria y Arabia, realizaban esporádicos pero cada vez más frecuentes ataques a las ciudades mesopotámicas, muchas de las cuales acabaron cayendo en sus manos; tras la destrucción de Ur a manos de los elamitas, los sumerios dejaron de existir como entidad étnica, lingüística y política, y los amorritas establecieron una dinastía que gobernó la región desde su capital, Babilonia, durante trescientos años. En 1792 a. J.C. llego al poder el rey Hammurabi, y bajo su autoridad suprema el gobierno de Babilonia se centralizo considerablemente, estableciéndose una densa red de gobernadores y funcionarios que representaban los intereses del rey en todos los aspectos de la vida pública.
Cuarenta y dos años más tarde, Hammurabi promulgo su famoso Código. En el prologo proclama haber sido elegido por los dioses para reinar sobre Babilonia y hacer prevalecer la justicia entre sus gentes, concluyendo con bendiciones para quienes respeten sus leyes y amenazas para quienes no lo hagan. El epilogo del Código concluye: Estas son las disposiciones para la justicia establecidas según los deseos de los dioses por Hammurabi, quien guio al reino por el camino correcto [sic].» Ese epilogo revela la conciencia que tenia Hammurabi de la fuerza de la legislación como instrumento de reforma social, destinada a evitar la opresión y facilitar el ejercicio de la justicia.
El Código aparece dividido en tres partes, y la sección central, que consta de 282 artículos, exhibe una clara tendencia hacia la legislación duradera y sistemática. Es muy significativo que se grabara en una estela de diorita, y no en frágiles tablillas de arcilla.
Sus prescripciones son mucho más detalladas y laicas que las de otros códigos anteriores. Y por primera vez aparece escrito el «ojo por ojo». La ley, por ejemplo, establecía la pena de muerte para delitos que antes eran castigados únicamente con el pago de compensaciones, sancionadas por el templo y que obligaban a la familia del malhechor.
La preocupación babilónica por la continuidad del orden social, asegurada por la rígida codificación de los derechos y deberes individuales en las leyes, ha constituido el núcleo de todo el pensamiento occidental posterior, especialmente como sustento de la división de la sociedad en clases bajo un monarca supremo, que gobierna por derecho divino. Un ejemplo sobresaliente de la forma en que los dones de los fabricantes de hachas modifican profundamente nuestro pensamiento es la alteración radical que esos dones (que ya habían reducido drásticamente las libertades de los antiguos cazadores-recolectores) provocaron en nuestra concepción del comportamiento individual, y que sigue condicionando nuestras actitudes miles de años después. En el mundo moderno hablamos de «libertad bajo el imperio de la ley» para referirnos a algo que nuestros ancestros habrían considerado sin duda como restricciones importantes de sus libertades.
Pero la modificación del pensamiento provocada por la escritura y el comercio palidece hasta la insignificancia comparada con lo que sucedió como consecuencia de la interacción entre ambos.
El comercio de las civilizaciones fluviales se vio inmensamente facilitado por la capacidad esotérica de escribir, y fue en Egipto donde se produjeron los avances decisivos en la tecnología de la escritura, gracias a la abundancia de un medio mucho más versátil y fácil de transportar que las tablillas de arcilla mesopotámicas.
Aunque la presencia de la autoridad estatal en cada edificio o monumento bajo la forma de jeroglíficos era tan obsesiva como las consignas de mejora de la producción en las fabricas soviéticas, recordando al pueblo los planes y realizaciones del omnipotente faraón, la economía egipcia dependía decisivamente de una planta, el papiro, que crecía profusamente en las riberas del Nilo y que permitió la rápida extensión de la escritura entre los burócratas, ya que sus hojas se preparaban fácilmente para escribir sobre ellas pon un pincel y tinta.
Se desarrollaron dos formas de escritura, la que los griegos llamaron hierática, de uso en los escritos religiosos y ceremoniales y en los documentos oficiales, y otra más simple y popular, de nombre demótica, con la que podían expresarse conceptos abstractos. Con una forma tan flexible de comunicación, la elite egipcia construyo pronto un imperio sin rival en el Mediterráneo.
Los egipcios comerciaban con China a través de mercaderes indios; llegaron hasta el Atlántico, hacia el oeste, y hasta el centro de África hacia el sur.
Egipto se desarrollo un poco más tarde que Mesopotamia, y dadas sus diferentes circunstancias ambientales, emprendió una ruta distinta hacia la civilización. Para empezar, los cazadores-recolectores de la zona contaban con barreras protectoras naturales frente a incursiones enemigas: al norte, el mar, y al este y el oeste, el desierto. No había necesidad, como en Mesopotamia, de crear ciudades amuralladas independientes, capaces de resistir cada una de ellas los eventuales ataques de los barbaros. Las crecidas del Nilo eran extremadamente regulares, lo que facilito un temprano desarrollo de obras publicas de irrigación a gran escala, altamente centralizadas.
Desde el comienzo de la civilización egipcia, la experiencia común del gran rio dispensador de vida pudo originar mitos y creencias comunes, compartidos por comunidades tribales separadas por la distancia pero unidas por el Nilo, lo que facilito su integración en un solo país. Dado el carácter bastante homogéneo de la población, la consolidación de una sola autoridad suprema se produjo desde fecha relativamente temprana, y hace 5.000 años era ya un hecho la centralización total de la autoridad.
Los administradores del faraón eran miembros de su familia; reinaba solo, por derecho divino, y no existía un sistema legal como el de Mesopotamia; en los escritos egipcios no hay ni el menor rastro del concepto de propiedad privada que había generado los códigos legales babilónicos. La burocracia egipcia estaba estrechamente asociada a los templos y a la corte, y controlaba todo el comercio que se hacía en el país y con el exterior. Como todo era propiedad del faraón, dispensador de todos los bienes, a él y solo a él correspondía la promulgación de edictos gubernamentales que concernían a todas las actividades, desde las regulaciones del corte de arboles para madera hasta la irrigación, pasando por la construcción de barcos, las prácticas agrícolas o viajes comerciales.
Egipto creo la economía más burocratizada de la historia, gracias a la rígida estratificación social de la población. La extrema división del trabajo, organizada centralmente, genero una economía que consistía básicamente en la producción muy especializada de artículos artesanales y enormes obras publicas a cargo del Estado, como redes de canales de riego, ciudades sagradas para los muertos o pirámides. Las realizaciones egipcias no eran muy distintas de las de sus vecinos, pero si mucho más voluminosas.
El Estado dinástico egipcio marco una nueva etapa en la expresión del poder. La institucionalización del control mediante la tecnología y la escritura aseguraba un trato preferente para los instruidos.
El foso entre la elite aristocrática y la gente corriente, pasiva y sin poder, quedaba sancionado por la práctica y los ritos.
No es sorprendente que en esta, como en todas las monarquías antiguas, la primera ley formalizada por la autoridad central fuera la que concernía a los actos de lesa majestad.
Casi todos los avances tecnológicos se ponían al servicio del gobierno para ayudarle a gestionar y controlar la sociedad. La escritura y la aritmética eran instrumentos esenciales para la organización social y la recaudación de impuestos; la metalurgia especializada Servía para fabricar armas y objetos de lujo o de culto; el conocimiento del calendario, la Astronomía y la geometría se desarrollaron específicamente para los proyectos estatales de riego o para investir a las autoridades con el poder mágico de la predicción de eclipses.
Pero hace aproximadamente 3 600 años se produjo un avance notable que iba a hacer mucho más fácil la adquisición y aplicación del conocimiento y a alterar de nuevo la forma en que funcionaba el cerebro occidental. Su aparición señalaría también el comienzo del fin de nuestra dependencia milenaria con respecto a la tradición, los ritos y la autoridad divina. El nuevo producto de los fabricantes de hachas eximio a los gobernantes de cualquier limitación a su libertad de acción que pudiera haber impuesto la tradición oral, ya que hizo mucho más fácil la gestión de ritmos acelerados de innovación y cambio. Se trataba del alfabeto, el primer sistema de comunicaciones verdaderamente universal, ya que podía utilizarse para expresar cualquier lengua.
Apareció primero en una de las empresas extranjeras de Egipto una mina de turquesas en las montanas del sur de la península del Sinaí, en un lugar que actualmente lleva el nombre de Serabit el Jadem. El complejo de edificios allí construidos incluía un templo de Hator, la diosa de las turquesas, y un gran recinto con patios, templos, vanos, y barracas para los soldados. En las minas trabajaban esclavos semitas, y la empresa era dirigida por cananeos (esto es, fenicios), que hablaban una lengua semítica emparentada con el hebreo antiguo.
Esos ingenieros de minas cananeos habían recibido formación y entrenamiento en un centro mercantil egipcio, y conocían las principales formas comerciales de escritura de su tiempo, jeroglíficos y pictogramas, ninguno de los cuales se adaptaba especialmente bien a la lengua cananea, además de ser todavía complejos y difíciles de escribir. Pudo ser la búsqueda de una forma más fácil de hacer las cosas la que condujo a uno de aquellos cananeos a idear una forma más simple de expresión, o quizá se había inventado ya antes en algún otro lugar poblado por semitas, y fueron los mineros los que lo llevaron al Sinaí. Pero fuera cual fuera su autor y su propósito, el nuevo instrumento facilito casi de inmediato el comercio y el avance tecnológico.
Los egipcios (como los babilonios, cretenses, chipriotas y algunos pueblos semíticos occidentales) habían comenzado ya a abreviar sus complejas formas de escritura utilizando silabarios.
Un silabario reducía el número de signos, empleando una misma combinación de trazos como parte de la representación de todas las silabas en las que entraba la misma consonante. Esto hacia mucho más fácil el uso de los jeroglíficos egipcios, por ejemplo, en los que se empleaban no menos de 700 signos. El silabario se elaboro a partir del signo correspondiente a ciertas palabras en cuya pronunciación destacaba un sonido consonántico (por ejemplo, mayem, el signo ondulante con el que se representaba el agua, se adopto como representación de la consonante m). Sin embargo, lo que hacía complicada la utilización del silabario en otras lenguas (a diferencia del alfabeto) era que en egipcio, por poner un ejemplo, todavía se precisaban veinticuatro signos para representar las distintas modificaciones de una consonante por una vocal (ma, mo, mi, etc.), y otros ochenta signos representaban un par de consonantes modificadas por dos vocales (por ejemplo, tama, timi, tima, etc.). Y como algunos de los sonidos vocálicos podían ser diptongos, o aparecer en alguna lengua pero no en otras, en una especie de rompecabezas lingüístico, un lector tenía que conocer la lengua en que estaba escrito un sonido para poder reproducirlo.
El escriba del Sinaí desarrollo probablemente su técnica a partir de un silabario (quizá semítico occidental, utilizado para escribir en fenicio, hebreo y arameo), simplificando y reduciendo el número de signos. Todo lo que tuvo que hacer fue eliminar las formas modificadas; de ese modo, una transcripción escrita del sistema de sonidos podía satisfacer las necesidades de cualquier lengua, sin tener que referirse a la totalidad de signos pictográficos que componían la palabra.
Los signos hallados en Serabi el Jadem, rayados sobre piedra caliza, son letras escritas con un estilo fluido, lo que indica que procedían de la escritura con pincel y tinta, y no tallada en piedra.
El desconocido cananeo había inventado el primer alfabeto, a fin de facilitar los tratos comerciales con miembros de diferentes grupos lingüísticos, pero cuando esa nueva forma de escritura llego a Grecia, su efecto fue mucho más amplio y desencadeno el inicio del pensamiento moderno.
Así, en los últimos diez mil años, desde los primeros asentamientos agrícolas hasta la creación de los números y el alfabeto, los jerarcas habían utilizado los dones de los fabricantes de hachas para mantener, reforzar y centralizar su poder sobre la sociedad, proporcionando al mismo tiempo a una cantidad cada vez mayor de sus miembros los medios para llevar una vida más plena y satisfactoria.
Pero el foso entre la mayoría y los pocos que entendían los conocimientos esotéricos que conferían el poder de intervención y control social se iba profundizando y ampliando. Pese al hecho de que, desde el bastón del chamán hasta el alfabeto, la confección de instrumentos hubiera generado una cantidad creciente de conocimientos cada vez más accesibles, conviene recordar que en ningún momento estuvo ese acceso a disposición más que de una franja muy estrecha de la población.
Y conforme se expandía el conocimiento, lo hacían igualmente la especialización y las prácticas esotéricas. Ese conocimiento acrecentado creaba sociedades y actividades más complejas, que demandaban una gestión cada vez más meticulosa. Las consecuencias de una eventual ruptura social, en los arrabales superpoblados de una ciudad de Mesopotamia que dependía del conformismo social para asegurar la continuidad del aprovisionamiento de alimentos, eran potencialmente mucho más peligrosas que en los pequeños grupos de cazadores-recolectores que vivían al aire libre en terrenos abiertos diez mil años antes. Además, la perspectiva de seguridad y continuidad debía de ser atractiva no solo para los pocos que se aprovechaban inmensamente de la concentración de fuerza de trabajo en el interior de las murallas de la ciudad, sino también para los muchos que vivían en la precaria frontera entre la fiesta y el hambre, enjaulados por esas mismas murallas y separados de las fuentes de alimentación y abrigo. En esas circunstancias, el conformismo y la obediencia eran inevitables.
Incluso en esas tempranas fechas, los dones de los fabricantes de hachas nos habían concedido ya la posibilidad de realizar milagros.
Los habíamos empleado para salir de la jungla, primero para formar pequeños asentamientos agrícolas con un aprovisionamiento regular, y más tarde ciudades grandes y bien ordenadas.
En ellas, a cambio de la seguridad de la protección, posesiones y alimentos, renunciamos a la antigua libertad de movimientos de los cazadores-recolectores, y el derecho de cambiar a los jefes se vio sustituido por la sumisión a dinastías reales que gobernaban por derecho divino y codificaban nuestra conducta con ayuda de las leyes.
Concentrados y reglamentados en las ciudades, encadenados por una rígida conformidad, estábamos listos para la siguiente innovación. A cambio del don del alfabeto que habíamos aceptado, tendríamos que admitir una mayor uniformidad en nuestra propia concepción del pensamiento.

Capítulo 3
El ABC de la lógica

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Inventé para ellos el arte de la numeración, base de toda ciencia, y el arte de combinar las letras, memoria de todas las cosas, madre de las musas y fuente de todas las artes.
Esquilo, Prometeo Encadenado

Los clones de los fabricantes de hachas semejan a menudo profecías cuya mera enunciación propicia su cumplimiento, ya que crean problemas que solo ellos mismos pueden resolver. En Egipto, Mesopotamia y otras civilizaciones fluviales, el hecho de vivir juntos en multitudes tan grandes (inevitable por las mismas razones que llevaron anteriormente a la sedentarización) creó la necesidad de organizar y cuantificar los productos de la técnica agrícola que se precisaban para sobrevivir. El excedente alimentario propicio a su vez el aumento de población e impulso el comercio hasta un punto en que la regulación mediante la escritura se convirtió en la única alternativa al caos. La regulación normalizo el comportamiento mediante disposiciones legales. Y la vida entre murallas, como no podía ser de otra manera, produjo una estructura social jerarquizada para los habitantes de aquellos primeros núcleos urbanos.
Nos habíamos librado de las cambiantes vicisitudes de la naturaleza para ir a caer en la dependencia de las comidas regulares.
Ahora se iba a reproducir otra vez ese mismo tipo de ciclo.
Pocos siglos después de la invención del alfabeto, este fue adoptado por los griegos, un pueblo con una forma de vida particularmente pragmática, siendo además muchos de ellos marineros, con la curiosidad sin límites que tales gentes desarrollan al tener que afrontar a menudo circunstancias poco corrientes, como tormentas y arribadas a tierras desconocidas. El alfabeto les ofreció por fin (y también a nosotros, por tanto) un medio para satisfacer en mucha mayor medida su curiosidad, pero también los sometió (y a nosotros más tarde) a un nuevo tipo de constricción: el pensamiento alfabético.
Esa constricción opera por ejemplo ahora, cuando usted lee estas páginas. Esta tan reprogramado por dos milenios y medio de proceso alfabetizador que al leer este texto le parece del todo normal que las letras que tiene ante si se unan para formar palabras, y que estas vayan fluyendo en línea recta conforme su mirada se mueve de izquierda a derecha. Sin embargo, estas letras existen desde hace muy poco tiempo, y menor es todavía el plazo transcurrido desde que se leen así, de izquierda a derecha. Los seres humanos han almacenado la información de formas muy diversas: dibujos, tallas, pictogramas, letras o taquígrafas; esos signos pueden disponerse tal como solemos hacerlo, o de arriba abajo, o de abajo arriba; también puede alternarse el sentido de escritura y lectura, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, o primero hacia abajo y luego hacia arriba, o incluso en espiral y de muchas otras formas.
Uno de esos formatos, nuestro alfabeto de veintisiete letras, escrito de izquierda a derecha, completo su forma actual en Grecia hará unos 2 500 años. Y como el bastón labrado del chaman, los tipos móviles de Gutenberg o el ordenador electrónico, se convirtió en uno de los moldes del pensamiento moderno.
Tras las primeras muestras esbozadas en Serabit el Jadem, la siguiente aparición del alfabeto se produjo en Fenicia (actual Líbano).
El primer texto completo que se conserva consta de unas pocas palabras, escritas con un sistema de veintidós consonantes sobre el sarcófago del rey Ahiram de Biblos hacia el año 1000 a. J.C. Los cananeos o fenicios, que es como los llamaban los griegos, quedaron sin duda cautivados por el alfabeto que, como hemos dicho, facilitaba las comunicaciones en cualquier lengua, al estar obligados a entenderse constantemente con otros pueblos, siendo como eran los más expertos navegantes y comerciantes del antiguo Mediterráneo.
Homero los menciona: Famosos como marineros y embaucadores, llevan decenas de miles de baratijas en sus barcos negros.
» Cargados con todo tipo de mercancías, los comerciantes fenicios alcanzaban con esas naves de remos todos los rincones del mundo conocido, llegando a circunnavegar África hacia el 600 a. J.C. por encargo del faraón Necao. Fenicia exportaba madera de pino y cedro del Líbano, tejidos finos de Biblos y Tiro, metales, vidrio, sal y pescado. Importaba metales y piedras preciosas, papiro, huevos de avestruz, marfil, seda, especias y caballos. Allí se descubrió el tinte hecho a partir de una concha tan rara y costosa que desde entonces se conoce con el nombre de «purpura real».
Estos notables comerciantes llevaron consigo el alfabeto a todas partes, y se han encontrado inscripciones suyas por todo el Mediterráneo, ya que fundaron colonias en lugares tan alejados como Sicilia, Túnez (Cartago), Marsella, Cerdeña, Cádiz y Malta.
Hacia el siglo IX a. J.C. establecieron relaciones comerciales con las primeras colonias griegas en la costa de Asia Menor (Turquh), en la isla de Rodas, y quizá también en Creta y Chipre. Ese encuentro iba a ser muy importante para el mundo occidental. Se han descubierto algunos restos arqueológicos de inscripciones alfabéticas griegas que datan del siglo VIII a. J.C. en cuencos de arcilla, y más repetidamente en inscripciones funerarias del siglo siguiente, así como en monumentos o representaciones de los dioses. Algunas veces aparece también una versión alfabética del nombre del autor de la inscripción. Los griegos adoptaron los signos alfabéticos y mantuvieron su nombre cananeo, refiriéndose a ellos como phoenikia, es decir, «cosas de fenicios».
Cuando se produjo ese contacto, los griegos acababan de recuperarse de un periodo de caos que duro siglos, tras la caída de la ciudad-estado de Micenas, y habían comenzado a expandirse de nuevo por el Egeo. Alardeaban de un sofisticado sistema social, leffis basadas en la tradición, y un conjunto de conocimientos míticos transmitidos oralmente en forma de poemas épicos cantados por aedas. Habían mostrado ya su voluntad innovadora adoptando la aritmética de Mesopotamia, la geometría egipcia y la metalurgia asiria. Las ciudades-estado griegas en la costa de Asia Menor, como Mileto, eran muy ricas, y su economía se basaba en el comercio marítimo con otras comunidades costeras.
Los griegos parecen haber alentado el asentamiento en sus ciudades de pequeños grupos de fenicios, de los que pudieron aprender la técnica para fabricar joyas y cosméticos. Donde tuvo lugar exactamente la transmisión del alfabeto sigue siendo un misterio, aunque hay quien se inclina por un asentamiento comercial griego en la costa siria, que actualmente lleva el nombre de El Mina. En Creta y Rodas también se han hallado muestras muy antiguas de la relación entre ambos pueblos, en particular productos importados de Fenicia y Siria en el siglo IX a. J.C. En Rodas se habían instalado orfebres de origen semita desde antes del año 1.000
a. J.C., y en Chipre se ha hallado un cuenco con inscripciones fenicias que data del siglo IX. Los productos de lujo cananeos también alcanzaron por la misma época la isla costera de Eubea.
Pero sucediera donde sucediera el trascendental acontecimiento, es probable que se tratara de un lugar único, ya que en todas las versiones del nuevo alfabeto halladas en Grecia se produjo la misma equivocación al transcribir cuatro palabras fenicias: zayin, tsade, samej y  s (h) in. El signo utilizado para escribir zayin fue la dseta griega, mientras que para tsade se utilizo la zeta; y para samej utilizaron la xi, mientras que para s (h)in emplearon la sigma griega.
Los griegos alteraron ligeramente el alfabeto, dado que en su lengua existían menos consonantes silbantes. Poco después de su adopción, añadieron también nuevas letras para representar sonidos específicos del griego: fi, ji, psi y omega. Esa versión griega modificada de las phoenikia era por fin capaz de representar todos los sonidos del habla, de modo que podía leerse fácilmente. Dicho de otra forma, resolvía el viejo problema de producir signos escritos que despertaran automáticamente la memoria acústica.
El alfabeto se considero de hecho en principio como una ayuda para la memoria, en una cultura oral en la que esta desempeñaba un papel mucho mayor que en la nuestra. Las tradiciones se transmitían entonces en forma de relatos, lo que implicaba que alguien debía recordar los rituales, reglas, costumbres y la propia historia de la sociedad. Y conforme esta se iba haciendo más compleja, la capacidad de recordar todos sus detalles excedía los límites de la memoria humana.
Sería un error, no obstante, considerar la sociedad griega antes del desarrollo del alfabeto como primitiva o simple. La arquitectura y la geometría estaban ya muy desarrolladas, y las esplendidas epopeyas de Homero, la Ilíada y la Odisea, son incluso anteriores a esa época, al igual que los primeros filosofemas griegos. La educación era oral, y se concentraba en la música, la memorización y recitado de poemas y el canto. La función de la poesía no era solo la de expresar emociones o ideas imaginativas, sino la de mantener registros orales de acontecimientos y normas de comportamiento.
Esa memorización era más fácil utilizando trucos como la medida y rima de los versos, y se constata la misma técnica en la Inglaterra de la Baja Edad Media, en pareados como los siguientes:

Red sky at night, sepherd's delight.
Red sky at morning, sepherd's warning.
[Cielo rojo al anochecer, deleite del pastor.
Cielo rojo a l amanecer, advertencia para el pastor].

Uno de los primeros usos del alfabeto fue la transcripción de esas tradiciones orales, y por eso la literatura griega más antigua era una especie de colección versificada de datos. Resulta imposible saber si los griegos la consideraban literatura en el sentido moderno de la palabra. En la época clásica, la escritura sirvió inicialmente como transición entre el registro oral y el documento perdurable. Nosotros, miembros de una sociedad alfabetizada, consideramos la escritura ordinaria como prosa y los versos rimados como algo poético, pero en Grecia, al principio, sucedía al contrario. Y como la escritura y la lectura son tan importantes para nosotros, tendemos a suponer que los primeros que las emplearon fueron las clases dominantes; pero de hecho estas fueron de las ultimas en alfabetizarse.
Aunque los griegos pudieron considerar al principio la escritura como poco más que un aide-mémoire, pronto comenzó a cobrar importancia, y acabo por modificar la forma en que pensamos.
En primer lugar, el alfabeto convirtió el conocimiento tradicional en un objeto externo fácilmente accesible y sujeto a inspección, que ya no dependía de la memoria. Como consecuencia de esto se hicieron posibles nuevas formas de hablar y pensar acerca del mundo. Porque si la tradición oral funciona muy bien para describir acciones, como en las muchas batallas de Homero y más tarde en poemas anglosajones como Beowulf, una cultura escrita, en la que las palabras e ideas pueden estudiarse con detenimiento, se adecua mucho mejor a fines reflexivos, como la filosofía, la ciencia, etc.
Una cuestión clave para ese nuevo modo de pensar era que mientras que los pictogramas representaban en cierta forma objetos, las letras del alfabeto habían perdido esa característica. Una «A», por ejemplo, ya no evocaba nada específico de la naturaleza.
El alfabeto codificaba de forma abstracta la naturaleza, que podía así dividirse y controlarse impersonalmente. De esa forma, el alfabeto nos llevaba un paso más lejos de nuestro entorno, y también nos daba una nueva perspectiva de nuestro pasado.
Aunque la literatura era una secuela obvia del desarrollo del alfabeto, una consecuencia menos obvia fue la noción de historia.
La memoria oral trata con el presente, y la recolección de datos se remite a lo que es relevante para el presente. Una biografía en una tradición oral constituye no tanto el objeto de un estudio meticuloso como un acto creativo, en el que los acontecimientos se hilan con ayuda de la imaginación. Pero la acumulación de registros escritos hace posible la separación del presente y el pasado. Alguien que puede leer es capaz de «mirar hacia atrás, a lo que ocurrió antes, de un modo que el analfabeto nunca podrá hacer. El material escrito es por sí mismo algo «datado» y fijo, mientras que una tradición oral es viva y fluida. En este sentido, Heródoto fue no tanto el padre de la historia como el hijo del alfabeto.
A diferencia de los escritos iniciales en Mesopotamia y Egipto, el primer alfabeto griego no se empleo para cubrir necesidades administrativas o manejar listas contables. Esto puede parecer sorprendente, ya que la transmisión del alfabeto se produjo en un contexto comercial. De hecho, la primera utilización (en torno al 800 a. J.C., en Creta) de que disponemos es el anuncio público de una serie de leyes griegas y no griegas, inscritas en el muro de un templo. El nuevo alfabeto también se usaba para marcar artículos de lujo personales, como vasijas de cerámica, en los que aparecía con frecuencia el nombre de su dueño. En la isla italiana de Ischia, en el 720 a. J.C., una vasija conocida como Copa de Néstor llevaba inscrito este mensaje: La copa de Néstor es idónea para beber de ella. Pero quienquiera que lo haga será presa del deseo de Afrodita.
El alfabeto ocasiono inmediatamente una revolución en la estructuración de la sociedad, ya que siendo tan fácil de aprender, era mucha la gente que podía ahora leer. Muchas culturas se han manejado bien con pictogramas u otras formas de escritura, pero la expansión de la educación y la democracia se produjo en primer lugar debido a la simplicidad del alfabeto griego, mientras que una cultura como la japonesa, aunque haya adoptado gran cantidad de' elementos de la vida occidental, sigue exigiendo todavía hoy, debido a la complejidad de su sistema de escritura, una educación mucho más prolongada (que además ejerce mayor presión sobre el estudiante) que la occidental. Pero regresemos a Grecia.
Con el alfabeto griego, los humanos disponíamos por primera vez de un «sistema externo de almacenamiento de datos» fácil de usar, que compensaba las considerables limitaciones de la memoria humana. La memoria inmediata solo se mantiene, de no renovarse, durante unos dos segundos; el recuerdo de listas de palabras dura tan solo unos quince segundos, y los humanos solo podemos almacenar entre cinco y siete objetos en nuestra memoria temporal. Por otra parte, el sistema mismo es muy vulnerable a las interferencias, como puede constatarse en la memoria de los testigos de un suceso, que es notoriamente poco fiable.
En cambio, con ayuda de la escritura, el cerebro puede hacer «so de símbolos e ideas sin tener que realizar el esfuerzo necesario para reproducirlos. En las culturas modernas, la gente dedicada al pensamiento abstracto utiliza material externo, como la escritura, a modo de «memoria virtual». El almacenamiento externo también hace público el pensamiento, de forma que las ideas pueden considerarse, comentarse y criticarse. La ciencia es quizá el ejemplo más claro de lo que esa capacidad representa. Por esas razones, los ilustrados de la comunidad griega disponían ahora de un instrumento con el que analizar el pensamiento y plantearse cuestiones complejas sin temor a perderse en el curso del proceso.
Eso no significa, desde luego, que individuos particulares de sociedades más antiguas como la hebrea no fueran capaces de desarrollar pensamientos abstractos o de razonar, pero esa capacidad había quedado confinada a una elite muy reducida. Aunque el alfabeto hizo más accesible el conocimiento, la lectura no estaba todavía al alcance de todos. Solo la gente que gozaba de una situación de poder aprendía a leer y escribir.
Pese a esto, la introducción del alfabeto griego y la educación más extendida que genero iba a alterar el carácter de la cultura humana y a separar las sociedades alfabetizadas de sus contemporáneas orales. Hizo posible una forma democrática de gobierno y un sistema educativo más rápido y eficaz. Los niños ya no tenían que memorizar cientos de pictogramas, ni que perder el tiempo en regurgitar el conocimiento común en difíciles recitaciones poéticas, como había sucedido en la misma Grecia durante el milenio anterior. Y quizá lo más importante, el alfabeto era otro don de los fabricantes de hachas que iba a cambiar el funcionamiento del cerebro y consiguientemente la imagen que los humanos alfabetizados tenían de sí mismos y de su relación con el mundo.
Como hemos dicho, la lengua escrita puede adoptar muchas formas distintas: de arriba abajo, de abajo arriba, de arriba a la derecha hacia abajo a la izquierda, primero hacia abajo hasta el final de la pagina o de la superficie sobre la que se escribe y después hacia arriba, o de derecha a izquierda hasta llegar al final de la línea, volviendo luego de izquierda a derecha (esta modalidad se denominaba en griego bustrófedon, por la forma que siguen los surcos de un arado arrastrado por bueyes). La escritura también puede partir de un centro, formando una espiral. Los antiguos jeroglíficos normalmente iban de derecha a izquierda.
Un análisis de esas distintas formas de escribir realizado por Derrick DeKerkhove revela que todos los sistemas que representan sonidos se escriben horizontalmente, mientras que los que representan imágenes, como el chino, se representan verticalmente.
Y lo que es más, todos los sistemas en los que al menos algunas vocales se escriben explícitamente —con la excepción del etrusco—se escriben de izquierda a derecha.
Probablemente no fuera tan solo un accidente que en la escritura griega acabara fijándose el sentido de izquierda a derecha poco después de la introducción de las vocales, dada la facilidad incrementada con que el hemisferio izquierdo del cerebro podía procesar la escritura así leída. Probablemente sucedió cuando algunos individuos descubrieron la mayor comodidad de utilizar solo la mitad de los movimientos del bustrófedon. En torno a esa época (siglo VI a. J.C.) se produjeron en distintas regiones del mundo varias revoluciones ideológicas, además de la griega, como la de Confucio en China y la de Buda en India. Sin embargo, el alfabeto significo una contribución especial a la capacidad humana de diseccionar y remodelar el mundo. Ese desarrollo puede que proporcionara el conjunto definitivo de componentes que servirían como fundamento de nuestra forma «moderna» de pensar, que suponemos que comenzó con los griegos.
La escritura de izquierda a derecha se lee de un modo específico.
El movimiento del ojo hacia la derecha es guiado por el hemisferio izquierdo del cerebro, de forma que las letras se ven primero en la parte derecha del campo de visión de cada ojo, y se procesan entonces en ese mismo hemisferio cerebral, especializado en el procesamiento secuencial, bit a bit, y en el análisis de fragmentos de información.
Esa forma de escritura estimula el tratamiento del lenguaje, Como si una palabra fuera el producto de un ensamblaje de piezas predispuestas, más que una ilustración. Y un texto vocalizado resulta inteligible aunque no se tenga un conocimiento previo del tema (como era obligado con formas previas de escritura de tipo ideográfico, en las que los símbolos representaban cosas más que sonidos), o incluso de la palabra, reproduciendo secuencialmente los sonidos y reconstruyéndola silaba a silaba.
Aunque se trata de una argumentación obviamente especulativa, los niños que crecían en ese nuevo mundo alfabético, como los que antes crecían en un mundo urbano, pudieron experimentar un desarrollo diferente del cerebro. La razón estribaría en la facilidad para aprender el alfabeto griego, que permitiría a los niños leer al tiempo que iban aprendiendo nuevo vocabulario. La lectura y la escritura podían así ensenarse mucho más fácilmente durante el periodo de crecimiento del niño, cuando su cerebro está todavía desarrollando la capacidad lingüística. Con la lectura alfabética, la capacidad para representar el mundo abstractamente y de combinar y recombinar elementos abstractos se convirtió en parte consustancial de la didáctica con que se nos ensenaba a pensar.
Todos esos componentes, junto a un orden social desarrollado, permitían el almacenamiento de excedentes alimentarios, lo que unido a la seguridad garantizada de la sociedad hizo posible el primer salto al moderno saber consciente, ya que ahora había una cultura escrita con la que se podía establecer cierta distancia entre el pensador y el pensamiento, mediante una externalizarían no solo de la memoria (como con los antiguos bastones) sino del propio proceso de pensamiento. La forma de tratar el saber como un utensilio iba a separar aun más a los fabricantes de hachas del resto de la población, ya que lo convertía en un mundo aparte, que podía y debía ser dividido y controlado por especialistas.
Ese cambio en los procesos mentales puede constatarse en el plazo de tan solo un siglo en el que se gesto una forma analítica, paso a paso, de ver y pensar el mundo, al desarrollarse los procedimientos griegos de adquirir y analizar nuevos saberes (lo que ellos llamaron filosofía, es decir, «amor por la sabiduría»).
Quizá porque poseían esa capacidad acrecentada de dividir y controlar el pensamiento, los primeros intelectuales griegos se sentían en gran medida libres del respeto reverencial hacia la religión que había impregnado la casi totalidad del pensamiento anterior.
La filosofía, tal como la conocemos, había comenzado a desarrollarse un siglo antes, y por primera vez en la historia planteaba preguntas acerca de la naturaleza del propio saber, de los aspectos prácticos del dominio de la ley y de las convenciones sociales.
Los pensadores de Mileto, en el siglo VI a. J.C., fueron de los primeros en ocuparse de tales cuestiones. Todos ellos eran hombres prácticos, implicados en la política y el comercio de su ciudad, entendidos en aritmética y geometría. Fueron los primeros en dar explicaciones puramente naturales del origen del mundo, desprovistas de ingredientes mitológicos. Normalmente tendían a hacer grandes generalizaciones sobre la base de observaciones restringidas pero meticulosamente seleccionadas.
El alfabeto los ayudo a liberarse de la antigua forma politeísta de pensamiento y a proponer leyes racionales y generales sobre los fenómenos naturales basadas en explicaciones secuenciales del tipo causa-y-efecto. Por esa razón, se plantearon nuevos tipos de cuestiones que relacionaban lo particular (¿Por qué el fuego funde el metal?) con lo general (¿Cuál es la naturaleza del fuego?).
Ese proceso estableció el modelo del pensamiento humano a partir de entonces, y en muchos aspectos sigue siendo clave en el pensamiento moderno. Por ejemplo, una de las divisiones fundamentales del pensamiento humano es la que se da entre el estilo critico-analítico que trata de entender un fenómeno examinando sus partes, y el estilo especulativo-sintético que lo describe en su conjunto.
Los fabricantes-filósofos de Mileto se ocuparon de cuestiones abstractas que siguen desafiándonos hoy en día: Hay un elemento básico en la naturaleza del que todo está compuesto, o varios elementos diferentes que se combinan para dar lugar al mundo?
Parménides decidió que solo había una esencia perdurable, mientras que Heráclito aseguraba que todo estaba sometido a incesante y cambiante flujo. Otra cuestión que se plantearon era si la sustancia básica del mundo era continua y fluida o bien discreta, con átomos indivisibles. Actualmente nos inclinamos por esta ultima respuesta, como Demócrito de Abdera, quien utilizo el alfabeto como modelo metafórico para afirmar que del mismo modo que las palabras están formadas por letras, el mundo material está constituido por partículas surgidas del limo primigenio, que se Combinan y recombinan sin cesar.
El proceso alfabético para construir palabras a partir de un Conjunto de elementos abstractos combinándolos de miles de formas diversas propicio la opinión griega de que el mundo material Se basaba en el mismo principio. Así como las letras daban lugar a las palabras, átomos con distintos aspectos y tamaños podían combinarse en multitud de cosas dispares. De ese modo, unas y otras sustancias podían diferir en sus propiedades, al constar de diferentes átomos, dispuestos de muy variadas formas.
Aristóteles expuso así esa concepción en su Metafísica: Del mismo modo que esos pensadores [Leucipo y Demócrito] suponen una única sustancia, de la que brotan todas las cosas según sus atributos, planteando lo escaso y lo denso como principios primarios, también dicen que las diferencias entre ellos [los átomos] originan las que existen entre unas cosas y otras. Esas diferencias fundamentales son: Forma, Orden y Posición. Pues aseguran que las cosas tan solo difieren en su aspecto, disposición y rotación. Por ejemplo, la A difiere de la N en su forma, AN difiere de NA en el orden, y la Z difiere de la N en posición.
La extensión de la alfabetización propicio un debate en el que participo gran cantidad de ciudadanos. Aristóteles, por ejemplo, señaló los problemas de los atomistas para explicar los cambios de estado físico, como la licuefacción o la evaporación. Los griegos también afrontaron la cuestión que sigue desafiando a los creyentes actuales en el Big Bang. ¿Cómo puede salir algo de la nada? Uno de los filósofos de Mileto, Anaximandro, unos 150 años anterior a Platón, sugirió que el mundo procedía del apeiron, una esencia indefinida e infinita de la que habían surgido los cuatro principios básicos: frio y caliente, húmedo y seco. Su discípulo Anaxímenes llevo más lejos esa reducción y defendió que la materia original del mundo es la misma a través de todas las transmutaciones (un apunte perspicaz a las leyes de la termodinámica).
Hubo incluso un precursor de las teorías evolucionistas y de la supervivencia de los más aptos, en la persona de Empédocles, quien mantenía que en un principio solo había miembros de animales moviéndose por el mundo (cabezas, brazos, piernas) que se habían combinado dando lugar a todo tipo de monstruos, de los que solo sobrevivieron los mejor dotados. Anaximandro afirmo que los animales terrestres provenían del medio acuático, y que los humanos en particular se habían desarrollado a partir de animales marinos que llevaban a sus crías en una bolsa.
Y no es solo que algunas intuiciones griegas nos ayudaran tanto (ya que muchas de ellas, obviamente, no lo hicieron), sino que su estilo de pensamiento y los debates que hicieron furor entre ellos desacreditaron el tipo de pensamiento predominante hasta entonces. En lugar de un pensamiento mágico y supersticioso que creía descubrir causas en simples semejanzas o atribuía un poder ilimitado y arbitrario a los dioses, el suyo fue un intento de construir una explicación del mundo a partir de observaciones realizadas de acuerdo con principios regulados. En otras palabras, con el pensamiento alfabético se podía mantener mentalmente cierta distancia con respecto al mundo, examinarlo y discutir sobre él.
Las disecciones y análisis posibilitados por el alfabeto distanciaron más que nunca a los analfabetos de la comprensión del mundo y su funcionamiento. Con el típico estilo de los fabricantes de hachas, los pensadores griegos describían un mundo real.
Muy diferente del que percibían los rústicos incultos. Aunque el ojo viera arboles, casas y gente, lo que allí había realmente eran átomos, una sustancia fundamental y eterna, o como pensaba Pitágoras, solo números.
Desde los tiempos de las primeras hachas de piedra, los utensilios habían cambiado el mundo, y el alfabeto era el instrumento más potente hasta entonces descubierto, y además era fácil de usar. Si la alfabetización se extendía demasiado de prisa, podía dar lugar a una pérdida de control por los poderosos. Ese riesgo se hizo presente por primera vez al plantearse un problema originado por la expansión y diversificación de la economía griega hasta punto en que se hizo urgente contar con muchos ciudadanos Educados. Desde el siglo VI a. J.C., la enseñanza primaria había listado en general al alcance de todos los hombres libres, pero el Sistema no se había desarrollado lo bastante para proporcionar un conjunto entrenado de burócratas capaces de manejar la fundación de colonias, el tesoro público y las finanzas, o de organizar la guerra, recaudar impuestos, etc.
La administración requería amplios conocimientos de geografía, economía, derecho, comercio exterior y muchas otras colas.
Para gobernar una sociedad compleja, pero ordenada, a partir &e las asambleas de ciudadanos en las que había que hablar convincentemente y llegar a un consenso, se precisaba por encima de todo una oratoria clara y habilidosa. Esa capacidad de argumentar y debatir estaba muy desarrollada entre los sofistas, que extrajeron de las características del alfabeto una conclusión inevitable.
El sofista Protágoras fue el primero en sugerir el valor potencial del pensamiento secuencial y combinatorio para argumentar dos posiciones contrarias sobre una cuestión determinada. Esto planteo la posibilidad socialmente subversiva de que no hubiera verdades o valores absolutos, ya que estos diferían de una comunidad a otra, y en cualquier caso eran, por definición, argumentabas.
Ese relativismo, que los convirtió en proscritos, es lo que más nos atrae de los sofistas. En el núcleo mismo de su planteamiento estaba la idea de que, al igual que los átomos de Demócrito, los conceptos e ideas eran elementos intercambiables como las letras del alfabeto, lo que hacía también relativos los valores morales. Lo que en una sociedad se consideraba bueno y valioso, podía muy bien menospreciarse en otra.
Más sofisticada aun era su idea de que todo conocimiento era igualmente relativo, y que lo conceptuado como saber no era algo absoluto, sino una opinión sobre el mundo poderosamente influida por la sociedad, el lugar y el momento. Esta idea derivaba de su afirmación de que el hombre y sus valores debían ser el centro de cualquier interpretación del universo («el hombre como medida de todas las cosas»).
Otro sofista era Gorgias, nacido poco antes de 480 a. J.C. en Leontinos (Sicilia), donde vivió durante casi toda su vida, si bien visito Atenas como embajador para solicitar ayuda. Como homenaje a su capacidad oratoria, en Delphi se alzo en su honor una estatua de oro que el mismo consagro. No se caso, ni tuvo hijos, y murió en la corte de Jasón en Tesalia, cuando contaba entre 105 y 109 años (las fuentes no se ponen de acuerdo a este respecto).
Cuando se le pregunto el secreto de su longevidad, respondió que se debía a que nunca acudía a las fiestas de otros.
Gorgias introdujo en el teatro ideológico griego algunas de las cuestiones fundamentales de la filosofía, todavía hoy relevantes.
Los temas que abordo resultan sorprendentemente modernos.
Una de las habilidades características de los sofistas era la retorica, es decir, el arte de presentar argumentos de forma que convenzan al oponente. Gorgias invento una forma de enseñanza que suponía presentar sus lecciones como un debate. Primero adoptaba una posición, y luego la contraria, dando una pequeña conferencia en favor de una y otra, poniendo así de relieve la naturaleza arbitraria, de división y recombinación, del lenguaje. Platón se quejo de que los discursos de Gorgias podían «hacer que las cosas importantes parecieran minucias y las irrelevantes trascendentales, así como que las novedades parecieran antiguallas y viceversa, con la sola facundia de su verbo.
Pero el énfasis que Gorgias y los demás sofistas ponían en la retorica no estaba relacionado únicamente con la persuasión política.
Provenía de la conciencia de que la relación entre habla y «verdad» está lejos de ser simple. El habla no es solo cuestión de presentar los hechos, ya que estos tienen distinto significado según como se los seleccione y ordene. Esta diferencia entre retorica y realidad llevo a Platón a expulsar a la retorica de la filosofía, condenándola como espuria.
Gorgias exploro el efecto de la alfabetización, el poder de la palabra y la diferencia entre palabras y cosas en su obra más faltosa, o por mejor decirlo, en la única que nos ha llegado: Sobre la no-existencia de lo existente, o Sobre la Naturaleza. En su día le acarreó muy mala fama, y provoco que un contemporáneo suyo manifestara: ¿Cómo podría uno aventajar a Gorgias, quien se atrevió a decir que de las cosas existentes, ninguna existía?
Gorgias insistía en su obra antes citada en que:

  1. Nada existe.
  2. Si existiera algo, nadie podría conocerlo.
  3. Si alguien supiera algo, no podría comunicarlo.

En opinión de los sofistas, los elementos del pensamiento siguen siendo los mismos, ya se utilicen para defender o para rebatir una posición racional. Se trataba de un punto de vista defendible, pero lo más llamativo es que alguien pudiera jugar con las Ideas como algo divisible y recombinable ya en el 450 a. J.C.
Gorgias separaba los conceptos ser, pensar y decir que previamente se habían unificado (algo imprescindible, si se pretende que la verdad o el saber signifiquen algo). Estaba planteando, tan tempranamente, la cuestión del significado y la referencia.
Si las palabras se refieren a cosas, ¿cuál es la conexión existente entre unas y otras, o por decirlo de otra manera, como es que determinada palabra está relacionada con una cosa, y no con otra, si no hay nada en ella que la ate a su referente? Gorgias mantenía que cuando hablamos no hacemos uso de la cosa, sino únicamente de la palabra que la designa, que no es idéntica a la cosa misma. Por eso, cada palabra introduce una duplicación falsa de la cosa a la que se refiere, lo que implica que no podemos reproducir la realidad y que cualquier pretensión de hacerlo es un fraude. Pero como eso es exactamente lo que las palabras pretenden, todas las palabras son engañosas. Siendo así, la persona que más comunica es la que más miente. Hay que tener en cuenta que si bien en el mundo actual ese pensamiento tiene una innegable connotación política, en tiempos de los griegos no había televisión.
Pero el relativismo moral de los sofistas sigue todavía irritando a los intelectuales conservadores, especialmente con respecto a su opinión de que no hay valores absolutos en lo que se refiere a la conducta humana. Con respecto al matrimonio o a los funerales, por ejemplo, lo que la gente hace depende de la cultura en que viven, y las reglas que rigen esos comportamientos no son más que convenciones. Lo importante, concluían los sofistas (prefigurando las modernas huestes de ejecutivos publicitarios, técnicos de mercado y tertulianos de toda laya), era conseguir influir sobre los demás, y eso era lo que ellos prometían a sus discípulos (si pagaban las clases). Su actitud quedaba reflejada en las palabras de Trasímaco de Calcedonia: Justo es lo que beneficia al más fuerte.
Aunque solo hemos dado relieve a la figura de Gorgias, quizá poco conocida, para poner de manifiesto la profundidad de la revolución cognitiva que se estaba produciendo, los pensadores contemporáneos más notables no eran menos conspicuos. Aunque no nos ocuparemos de él en detalle, por encima de todas esas figuras sobresalía en cuanto a la amplitud y profundidad de su influencia Platón, quien desarrollo una teoría unificada que abarcaba la mayoría de las ramas del conocimiento, como política, derecho, arte y la naturaleza del mundo. En su pensamiento político influyo mucho el desastre de las guerras del Peloponeso, en las que Atenas había sido derrotada por Esparta. Platón reacciono oscilando entre el rechazo a la democracia, sobre la base de que podía conducir al tipo de demagogia que había llevado a Atenas a la guerra, y el horror frente a los excesos de la subsiguiente dictadura.
Desarrollo una de las primeras propuestas para el gobierno ideal de una sociedad, en la que a cambio del poder absoluto ejercido por los Guerreros, los Filósofos-Guardianes actuarían desinteresadamente en interés del Estado, ya que no tendrían propiedades -que defender.
Pero también comprendió que cualquier teoría filosófica tenía que explicar la naturaleza. Su postura acerca del orden básico del mundo era que solo las verdades matemáticas son lo suficientemente solidas, y que por tanto solo una teoría matemática inserta en un marco geométrico podría revelar la estructura subyacente tras los aparentes cambios y degradación del mundo.
- Era el teórico arquetípico que cree que la estructura de la materia puede deducirse de principios lógicos y que, por tanto, no hay necesidad de observación. Ese planteamiento puede constatarse claramente en su opinión de que los cuerpos celestes tienen que recorrer una trayectoria circular, porque esa es la figura más perfecta. No estaba interesado en su mecánica ni en su génesis, y la única finalidad de observar las estrellas, pensaba, consistía en hallar ejemplos de esos movimientos circulares. Principios racionales similares podrían revelar el origen del mundo. Dado que las formas más perfectas son las matemáticas, el mundo tenía que haber comenzado con dos tipos de triángulos rectángulos, que a su vez habrían generado poliedros regulares, de las que estarían compuestas las partículas de los cuatro elementos.
Aunque Platón se oponía a la insistencia de los sofistas en la retorica, escribió una monumental serie de diálogos, entre ellos uno sobre Gorgias, del que este dijo: «
¡Qué buen satírico es Platón!
En ellos se presenta casi cualquier postura intelectual concebible sobre muchas cuestiones. Y aunque varios autores han interpretado los diálogos de Platón como si este apoyara realmente una u otra de esas posiciones, lo más probable es que su objetivo fuera más bien señalar los eslabones débiles de los razonamientos expuestos en su defensa, para ayudar a la gente a percibir los errores en sus propios pensamientos y a corregirlos.
No iban a ser, sin embargo, las considerables y variadas conclusiones de esos filósofos griegos lo que más influiría en el modelado de nuestro pensamiento, sino la obra de Aristóteles, hijo del médico de Filipo de Macedonia, que a la edad de diecisiete o dieciocho años se incorporo a la Academia ateniense y se convirtió en uno de los más entusiastas discípulos de Platón. A la muerte de este, veinte años después, dejo la Academia, en parte a causa de los prejuicios anti macedonios y en parte debido al tipo de platonismo que allí reinaba, tendente a reducir la filosofía a las matemáticas. Se traslado a Asia Menor, y comenzó a reflexionar por su cuenta sobre uno de los principales problemas que Platón había dejado sin resolver: .como adquiere la mente (superior al mundo y separada de él) una comprensión de la materia?
Al alejarse de Atenas, se aparto igualmente del pensamiento platónico, especialmente en lo que se refiere a la observación de la naturaleza. Aristóteles se concentro en el estudio de los seres vivos, y en las varias obras que escribió sobre el tema (Historia de los Animales, Sobre las partes de los Animales, etc.) menciona unas quinientas especies diferentes; según parece, en una iniciativa sorprendente para su época, disecciono a unos cincuenta de ellos para estudiarlos.
Los métodos de Aristóteles configuraron el modo en que conducimos nuestros pensamientos y evaluamos las opciones que se nos presentan antes de tomar una decisión. Formulo las reglas para pensar sin cometer errores, y para someter los problemas a un proceso secuencial racional. De esta forma, el análisis (siguiendo un procedimiento claramente definido) conduciría a una síntesis a través de una especie de dialogo que hiciera posible la detección de cualquier inconsistencia.
Ese planteamiento inductivo implicaba en primer lugar un reconocimiento y categorización de proposiciones contradictorias.
El proceso para alcanzar la verdad consistía en distinguir lo particular acerca de esas proposiciones y la verdad general. Este era el medio para llegar a la comprensión: someter a estudio las definiciones contradictorias, incompletas o imprecisas hasta llegar a una definición adecuada.
Como un eco del uso dado a los anteriores dones de los fabricantes de hachas, el inmenso valor para los poderosos de ese nuevo instrumento mental consistía en la posibilidad de hender el mundo hasta el núcleo a fin de descubrir el orden esencial subyacente en todas las cosas y utilizarlo luego para configurar adecuadamente el comportamiento social. El descubrimiento de ese orden fundamental revelaría que el universo no era una colección reunida al azar de cosas incoherentes, sino que tenía una finalidad, un designio. Y el único propósito en la vida era comprender como se adecuaban la sociedad y sus miembros individuales a ese designio.
Por importante que pudiera haber sido el don del pensamiento secuencial alfabético en cuanto ruptura democrática o filosófica, y aunque podría haber ofrecido diversas opciones o formas alternativas de examinar el mundo, el razonamiento deductivo normativizo el pensamiento como nunca hasta entonces. El método aristotélico consistía en la combinación de dos premisas y un término intermedio común, de la que debía resultar como conclusión una tercera proposición. La potencia de ese sistema residía en que permitía al pensador establecer la verdad de la naturaleza sin necesidad de una comprobación personal o directa. Por ejemplo: «Todo lo que resplandece en la oscuridad es fuego; las estrellas brillan en la oscuridad; luego las estrellas son [de] fuego.
Este procedimiento permitía a la gente comprobar si sus propios pensamientos eran o no coherentes.
El método de Aristóteles se llamaba lógica, y más adelante los pensadores islámicos lo describirían como el instrumento para afilar el pensamiento. Con él, Aristóteles ofreció un don puya capacidad de modificar el mundo era colosal, porque ofrecía Un medio normalizado para descomponer el mundo, observarlo de forma ordenada y analizar cómo funcionaba.
Durante milenios los poderosos habían venido utilizando los instrumentos de intervención y control para mantener el orden y la estabilidad entre sus súbditos, pero ahora Aristóteles aplicaba los métodos analíticos para la comprensión de la existencia en general.
Clasifico la totalidad de los organismos vivos según una única matriz: la Gran Cadena del Ser. Esa definición de la naturaleza iba a gobernar las investigaciones emprendidas en los siguientes quince siglos.
Aristóteles construyo también un sistema para explicar cuanto acontece en los cielos, situando la Tierra en el centro del universo, rodeado por esferas invisibles concéntricas en las que se alojaban respectivamente el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas.
Esa estructura universal proporcionaba un lugar para cada cosa, de forma que cada cosa estuviera en su sitio. Todo encajaba. Al igual que su lógica, esa concepción aristotélica del universo iba a tener larga vida, rigiendo los pensamientos de la gente hasta Newton.
Aristóteles no creía que fuera necesario imaginar un ámbito aparte poblado por ideas para explicar cómo llegamos a formular conceptos abstractos. Argüía que lo que ves es lo que obtienes, que el mundo real es el de las cosas percibidas, y que no hay tan gran misterio en nociones como bien o belleza. Saber consistía en poder decir de ciertos tipos o clases de cosas que algo es cierto para todas ellas. Desde ese punto de partida se podía construir un sistema de conocimientos acerca de esas cosas. Fue el autentico inventor del método científico, al insistir en que lo realmente importante es la observación de lo que sucede en el mundo real.
«Solo se debe prestar atención a teorías —decía— que se vean confirmadas por hechos observados.
Y practicaba lo que predicaba, mediante la observación simple y sistemática, señalando todo tipo de correlaciones, como el hecho de que ningún animal tuviera a un tiempo colmillos y cuernos.
También se intereso por la embriología, y de sus observaciones dedujo, por ejemplo, que las ballenas estaban más próximas a los mamíferos que a los peces. Ateniéndose a su respeto por la naturaleza, Aristóteles no aceptaba la idea platónica de una alma que pudiera existir independientemente del cuerpo, creyendo por el contrario que la primera no es sino la contrapartida espiritual del segundo, que vivía y moría con él. Sus discípulos siguieron su ejemplo, identificando cientos de especies vegetales y descubriendo como se reproducían, lo cual se perdió para el saber occidental hasta el siglo XVIII.
Alrededor del año 250 a. J.C., el discípulo de Aristóteles, Estrato de Lampaceo realizo experimentos en Alejandría (Egipto) a fin de descubrir que efectos tenía el fuego, pesando un tronco y luego sus cenizas. Estrato fue nombrado por el faraón director del gran Museion, que tenia la mayor biblioteca de Occidente, con casi un millón de volúmenes, así como salas de lectura y estudio, un anfiteatro para seguir disecciones, un observatorio, un zoológico y un jardín botánico. En él se llevaron a cabo multitud de experimentos, incluida la investigación de lo que sucedía con los líquidos contenidos en una vasija al hacer en ella el vacio, y como se iba añadiendo el peso del alimento comido por un pájaro al de este. Muchos de los cientos de maestros que pasaron por el Museion dejaron su huella en la historia para la posteridad. Entre los matemáticos cabe mencionar a Euclides, Arquímedes y Apolonio; en medicina, Herófilo dejo establecido que el cerebro era el centro del sistema nervioso, y Erístrato investigó el sistema cardiovascular; Eratóstenes calculo el radio de la Tierra y Aristarco de fiamos elaboro y dio a conocer su teoría de que esta, así como los demás planetas, giraba en torno al Sol. Un miembro de la biblioteca escribió la primera gramática sistemática, que permaneció como modelo durante 1.600 años.
Pero incluso ese espíritu de libre investigación científica no de hecho tan libre. Todo cuanto no se acomodaba a los modelos de Aristóteles era erróneo. El modelo heliocéntrico de Aristarco no se acepto porque no se atenía a la opinión de Aristóteles de que la Tierra no podía estar sometida a las mismas leyes que los flemas planetas, y el investigador y profesor de medicina Galeno dejo pasar la idea de la circulación de la sangre debido al prejuicio aristotélico de que en la Tierra todo movimiento espontaneo debía ser rectilíneo. Solo en el espacio perfecto de los cielos podía ser circular.
Aristóteles fue el fabricante de hachas supremo, al proporcionar un instrumento para realizar descubrimientos cuyo uso podían permitir despreocupadamente los gobernantes, ya que imponía un sistema normalizado para fabricar conocimientos en el marco de reglas convenidas. El saber generado por ese sistema proporcionaría aun más oportunidades para el control social, ya que al hacer posible la intervención y control analítico del mundo, abría la vía a una especialización creciente. El foso entre los sabios y los ignorantes volvía así a agrandarse.
El papel de catalizador que supuso para todo tipo de transformaciones el pensamiento lógico-alfabético puede observarse en funcionamiento en todas las aéreas de la vida griega, desde el teatro hasta la decoración empleada en la alfarería. A mediados del siglo VII a. J.C., los motivos geométricos de las generaciones anteriores de alfareros habían comenzado a sustituirse por la representación de figuras humanas, como los soldados en falange que aparecen en el Vaso de Chigi. Por esa misma época, en uno de los primeros textos escritos con el alfabeto, el granjero-poeta Hesíodo, cantando la crónica de dioses y mitos, argumentaba que el orden social sólo se alcanzaría cuando los humanos asumieran su propia responsabilidad en mejorar su relación con los dioses, la naturaleza y sus propios congéneres.
El efecto del nuevo pensamiento y comportamiento razonado queda atestiguado por la forma en que los griegos discutían públicamente los asuntos de Estado, no solo en el ágora, sino también en el teatro. Hacia el 450 a. J.C., lo que había comenzado siglos antes como festivales religiosos se había convertido en la tragedia griega, piezas teatrales que sacaban a la luz pública las preocupaciones de una sociedad en transición de la forma oral de pensamiento a la escrita, presentando dramáticamente los efectos sociales de los dones de los fabricantes: las formas cambiantes de la sociedad griega, el conflicto entre los viejos mitos y el nuevo saber, y el poder de los dioses frente a la libre voluntad humana.
En el siglo V a. J.C. se acumulan las pruebas de ese efecto del alfabeto al pasar de las tragedias de Esquilo a las de sus sucesores Sófocles y Eurípides. Las primeras, como la trilogía Orestiada, se hacían eco de las viejas tradiciones acerca de los dioses y su control sobre los destinos humanos, en unos versos formales y solemnes, con largos y elaborados coros. La preocupación del autor parecía ser ante todo la naturaleza del gobierno celestial y como las acciones humanas ponían en marcha procesos inexorables predestinados por los dioses, que castigaban la desobediencia con terribles aflicciones.
Eurípides, por el contrario, escribía en prosa y estaba más preocupado por la investigación de la naturaleza humana. La más sobresaliente de sus piezas new-style probablemente sea Medea, la historia de una mujer desdeñada que se cobra una terrible venganza sobre el hombre que la ha traicionado. La pieza es el primer retrato de una figura que suscita compasión con su tortura emocional y sicológica, y es también quizá la primera acerca del ejercicio de la libre voluntad por parte de un ser humano; los dioses no tienen nada que hacer en la historia de Medea porque ella no está dispuesta a hacerles un hueco. Eurípides acabo con ella con el viejo teatro y las convenciones ritualizadas de origen religioso. En ese nuevo mundo, los individuos son los responsables y jueces de sus propias acciones. Los acontecimientos ya no responden a los dictados del ritual religioso, sino a las nuevas (pero no por eso menos uniformadoras) leyes de la sociedad humana. En Antígona, de Sófocles, el coro lirico hace que el funeral de Polinice suene como un homenaje a los fabricantes de hachas cuando proclama la supremacía de la humanidad sobre los antiguos dioses, enumerando sus conquistas en transporte marítimo y terrestre, agricultura, caza, oratoria, alojamiento y medicina. Los humanos alfabetizados estaban comenzando a darse cuenta de que el lluevo saber les concedía más poder para dirigir su propio destino y para dominar un mundo más amplio.
La misma liberación de las viejas ataduras se constata en el desarrollo de la vida política griega. En el siglo V a. J.C., Atenas poseía su propia Asamblea con poderes legislativos plenos, que se reunía cuarenta veces al año y en la que podían participar todos los atenienses varones nacidos libres. No se requería ninguna cualificación de clase o propiedad para ser elegido en la Asamblea, y todo ciudadano podía dirigirse a ella.
La Atenas del siglo v a. J.C. era gobernada por los miembros con espíritu publico de la comunidad, varones y no esclavos. Entre 30.000 ciudadanos libres, había que elegir más de 2.000 puestos administrativos y de gobierno. Solo un sistema altamente desarrollado de registro por escrito posibilitaba ese funcionamiento.
Cada nuevo funcionario podía leer los archivos de sus predecesores y aprender de ellos. La nueva política dependía ante todo de una ciudadanía alfabetizada que podía leer los anuncios, leyes y decretos escritos sobre piedra. Como ejemplo podemos poner la pena de ostracismo con la que se que expulsaba por un tiempo de la ciudad a quienes hubieran cometido alguna ofensa o delito.
Para tomar esa decisión se requería que un mínimo de seis mil ciudadanos apoyaran la acusación contra él, y escribieran su nombre en una pieza de alfarería, cuyo nombre en griego era ostraca.
Dado que todos los ciudadanos no se podían reunir a un tiempo en un plazo breve, en Atenas tenía que haber cuando menos seis mil hombres alfabetizados. La mayoría de las estimaciones sitúa ese número en más de diez mil, y una cantidad similar repartida por otras ciudades griegas. Esto representaba cuando menos un 10 por ciento de los varones libres, proporción mucho más elevada que en los casos de Sumeria o Egipto, donde es extremadamente improbable que la centésima parte de la población supiera escribir.
La nueva estructura política democrática griega parece haber sido consecuencia directa del aliento a la discusión pública de ideas en maduración proporcionado por la alfabetización. Aun así, se trataba de una democracia muy limitada, ya que en la sociedad griega no todos eran libres ni varones. En primer lugar, concernía únicamente a los ciudadanos, y ninguno de los miembros de la mayoría esclavizada tenía derecho de voto. Así pues, en cierto modo la democracia griega era poco más que una versión ampliada de la tertulia de los magnates con acceso a los dones de los fabricantes que desde siempre habían gobernado la sociedad.
Pero al menos proporciono al mundo un modelo a seguir.
No todos estaban satisfechos de los eventuales efectos que podía tener el alfabeto sobre el pensamiento, y entre los ma§ críticos se contaba Platón, quien hizo pública una advertencia dando a conocer sus objeciones y expreso su preocupación por las modificaciones que el pensamiento alfabético podía introducir en nuestra concepción del saber, en una admonición a la que casi nadie prestaría atención hasta finales del siglo XX: Originara el olvido en las almas de cuantos la hayan aprendido, a causa de la falta de práctica en el empleo de su memoria, ya que la escritura les hará depender de signos externos, en lugar de los provenientes de su propio espíritu; habéis descubierto un elixir, no para la memoria, sino para el recuerdo. Dais a vuestros discípulos un simulacro de sabiduría, no su realidad; habiendo oído mucho, pero no verdaderas enseñanzas, parecerá que saben mucho cuando en realidad no saben nada, y serán difíciles de soportar, porque habrán adquirido la apariencia de la sabiduría en lugar de la propia sabiduría.
Quizá sea demasiado simple considerar el auge del pensamiento griego, ejemplarizado por Aristóteles, como el primer y magnifico intento de liberar la mente humana de las garras de miles de años de ignorancia y ritual ciego. Pero esa opinión se ve condicionada por el hecho de que lo que ocurrió hace veinticinco siglos en Grecia configuro nuestro juicio acerca de esos mismos acontecimientos. Nuestro pensamiento es el producto del sistema lógico aristotélico, que en si mismo fue diseñado para evitar la anarquía que el alfabeto convirtió en alarmante posibilidad, y que los sofistas hicieron tan tentadora.
La lógica cortaba al ras el pensamiento libre antes de que se pudiera hacer anárquico o desarrollar alguna otra forma alternativa, y seguiría haciéndolo durante los siguientes dos mil años. Pasaría mucho tiempo hasta que otra revolución en la tecnología del lenguaje ofreciera a la mente humana una segunda oportunidad.
Entretanto, el proceso de dividir, intervenir y ordenar se enraizó tan vigorosamente en nuestro pensamiento que al cabo de unos siglos desde Platón y Aristóteles pudo sobrevivir frente a lo que parecía el fin del mundo.

Cortar el mundo en pedazos
Capítulo 4
La fe en el poder

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En la época en que Roma surgió como poder imperial, los fabricantes de hachas habían proporcionado a una pequeña elite los medios para vivir en un orden y confort relativos, y que a la mayoría les permitían desarrollar una infinidad de actividades diversas.
En el siglo V d. J.C., cuando Roma cayo, a sus ciudadanos les pareció que había llegado el fin de la civilización.
Pero los fabricantes volvieron de nuevo al rescate. Esta vez sus dones, bajo la forma del conocimiento clásico preservado casi intacto durante la Era de las Tinieblas, iban a poner en manos de una autoridad única y centralizada más poder, y sobre más gente, sujeta a más reglas de comportamiento, más vastas y restrictivas que nunca hasta entonces. Si los habitantes de Mesopotamia habían definido la estructura social y los griegos habían dado forma al pensamiento, las nuevas restricciones establecidas en la Edad Media estrecharon aun más el campo de las opciones individuales.
Esos dones de los fabricantes ofrecieron a los dirigentes la posibilidad de controlar las creencias más intimas y personales de sus súbditos, en un proceso que se iba a desarrollar a lo largo de los siglos tras el fin de Roma, cuya administración serviría como modelo para el régimen que recogió las piezas dispersas tras la caída del imperio.
Con ayuda del conocimiento greco-alejandrino, los romanos habían sido los primeros en construir un imperio altamente centralizado, apoyado en el uso extensivo de la tecnología, y que cubría distancias continentales. En la cúspide de su gloria, el imperio abarcaba desde Escocia hasta Sudan, y desde Portugal hasta Irán. Y ese imperio, el mayor que el mundo había conocido hasta entonces, servía a un único propósito: proteger y apoyar a su autoridad central. Con ese fin, los romanos utilizaron la ciencia y la tecnología de sus inteligentes súbditos griegos, para poner en pie y mantener una enorme burocracia, que no ha encontrado paralelo en su influencia y extensión, quizá, hasta las agencias de recaudación de impuestos modernas.
La maquinaria de propaganda romana ligaba un conjunto muy diverso de culturas en Europa, el Próximo Oriente y el norte de África, fortaleciendo el poder de Roma y sirviendo a sus propósitos militares y políticos. Los administradores del Estado romano hacían uso de las artes plásticas para mantener el control social sobre todo el imperio. Cesar y sus sucesores utilizaron todas las formas de comunicación desarrolladas en el mundo antiguo para controlar un área gigantesca de conquistas que abarcaba miles de tribus y lenguas diferentes. Los emperadores pretendieron que su efigie se hiciera presente en todos los rincones del imperio, apareciendo en las monedas como señores de la guerra, sacerdotes y protectores divinos. En todos los lugares a los que llegaban los romanos, recreaban un ámbito romano construyendo ciudades trazadas todas ellas con los mismos patrones. Desfiles y festivales periódicos idealizaban al Estado y al emperador, y las calzadas que llevaban a Roma estaban adornadas con «triunfos», enormes anuncios de piedra en los que se proclamaban las excelencias del modo de vida romano.
Una de las principales obras de la literatura romana, la Eneida de Virgilio, fue escrita bajo el patrocinio del ministro de propaganda Mecenas. El poeta Horacio proporciono al sentimiento patriótico una divisa tan imperecedera y poderosa que todavía se sigue inscribiendo en las tumbas de los héroes: «Dulce et decorum est pro patria morí» [Morir por la patria es dulce y honorable].
En cuestión de conocimientos especializados, Roma aporto pocas novedades, si bien los ingenieros romanos construyeron una red de carreteras para mantener unido el Imperio que todavía se mantiene en parte al cabo de dos mil años. Debido posiblemente a la necesidad de mantener un estricto control social para gestionar administrativamente un espacio geográfico tan vasto, los romanos se concentraron en la consolidación más que en el cambio.
Pero hacia el siglo V, las cargas impositivas que las provincias del imperio debían pagar para mantener a un número creciente de aristócratas e indolentes burócratas en Italia habían debilitado tanto las lealtades locales que aquellas contemplaron con cierta indiferencia la primera oleada de invasores que llegaban de los bosques de Europa oriental y central: godos, germanos, vándalos, visigodos y hunos, como una marea incontenible.
Tras cada derrota se realizaron intentos de incorporar a esos barbaros en una ciudadanía «federada». En algunos lugares ese truco funciono durante algún tiempo, y ciertas bolsas de civilización romana sobrevivieron hasta el siglo VI en aéreas idílicas como la de Ausonia, en el suroeste de la Galia. Pero al final todas las legiones que protegían esos reductos se retiraron o desbandaron, y sobre las calzadas de piedra comenzaron a crecer hierba y matorrales.
Y no es que los sajones, normandos o magiares no supieran como conservar esas calzadas, sino simplemente que ya no había nada que llevar a ningún sitio, de forma que las infraestructuras cayeron en desuso y decadencia; el mármol de los edificios se uso para encalar o como abono, y con las piedras se construyeron toscos alojamientos, con frecuencia al lado de las villas romanas de donde se habían arrancado.
Con la caída del imperio, conforme la enfermedad y el hambre se cobraban su tributo tras el hundimiento de la organización romana, la producción de alimentos, como todo lo demás, volvió a ser una cuestión de mercados locales. Las inmensas extensiones de cultivo romanas se dividieron en pequeños campos en torno a las aldeas rodeadas por todas partes por la muralla boscosa que crecía sin freno. Dispersos en pequeños claros subsistían modestos caseríos y aldeas cuyos habitantes raramente se alejaban de ellos más allá de media jornada de camino, para poder estar de regreso en casa al anochecer. Al cabo de tres o cuatro generaciones, los romanos se habían convertido en superhombres confusamente recordados, y sus huellas en el paisaje se conmemoraban con nombres ahora incomprensibles al haberse disuelto la estructura urbana que les daba sentido: «vía», «foro», «campamento». Las luces de toda Europa se iban apagando al agotarse el aceite para los candiles, pero tampoco había ya nada que iluminar al caer la noche.
En ese mundo de sombras temblorosas proyectadas por una apresurada antorcha ocasional, fantasmas y bandidos vagaban por los vastos y tenebrosos parajes entre los diminutos asentamientos humanos. Pero aquí y allá se mantenían luminarias que ardían tras gruesos muros de piedra, en los que proseguía la vida romana, aunque ciertamente con mucha menor calidad. En esas dispersas islas de luz en un mar de oscuridad vivían algunos hombres como Boecio o Casiodoro, capaces todavía de leer y escribir, de filosofar y argumentar, recordando cuanto había desaparecido.
Hasta podían comunicarse con otros como ellos, amparados en santuarios parecidos.
Esa fue la siguiente generación de fabricantes, aferrada desesperadamente a los antiguos conocimientos y reuniendo lentamente las piezas de un mundo distante y futuro que de nuevo fuera pacifico y productivo; ordenado, cuando el caos disminuyera, según la visión de la Iglesia. Fueron monjes cristianos los que preservaron los péquenos conocimientos que habían pervivido entre las ruinas de Occidente. A partir de la fundación de unos cuarenta monasterios celtas dispersos por las tierras de Francia e Italia, esos reductos de actividad se convirtieron en puntos de transición desde los que el conocimiento del mundo antiguo nutrió e hizo crecer el pensamiento medieval. Los nombres de esos monasterios suenan como un listado de reductos de fabricantes: Jumieges, Skt. Gall, Bobbio, Luxeuil, Ripon, Wearmouth, Jarrow, Bangor, Kells, Corbie, y más tarde Lorsch, Richenau y Fulda.
El modelo para su mundo-por-venir tenía como origen, paradójicamente, falsos informes del saqueo de Roma por el huno Alarico en el año 411 d. C. Supuestamente se había tratado de una venganza de los barbaros por las ofensas hechas a sus dioses paganos. Algunos romanos también achacaban a los cristianos el fin del imperio. La gente decía que los antiguos dioses, irritados por la adopción del cristianismo como religión oficial, habían retirado su protección a la Ciudad Eterna.
Agustín, obispo de la ciudad norteafricana de Hipona, empleo trece años en elaborar una respuesta a esas acometidas. El resultado fue una obra llamada De Civitate Dei («La ciudad de Dios»), que definía la actitud que iba a predominar en la sociedad occidental en los largos siglos de confusión que le quedaban por atravesar.
Agustín de Hipona expresaba el sentimiento escapista de «fin del mundo» propio de su época. Más allá del dominio de los sentidos existía según él un mundo verdadero, espiritual y eterno, al que aspiraban los anhelos de todos los humanos. La vía para entrar a ese mundo divino consistía en no examinar el mundo exterior con los sentidos (de hecho, el caos social había hecho imposible esa investigación) sino mediante la introspección. La verdad no brotaría de la realidad exterior ni de la mente, ambas perecederas e indignas de confianza, sino de la presencia iluminadora de Dios.
Agustín dividía a la gente entre los predestinados, que moraban en la «Ciudad de Dios» y que vivirían eternamente con Él, y los que residían en la «Ciudad Terrenal», condenados a un permanente tormento con Satanás. La Iglesia era la representante en la tierra del reino de Dios, que algún día ejercería el poder supremo en una sociedad teocrática. La ideología agustiniana era un instrumento cuyo potencial iba a utilizar la Iglesia en los siguientes mil años para manipular y controlar a los gobernantes seculares de la Europa occidental, y a través de ellos a sus súbditos.
En las postrimerías del Imperio romano, la jerarquía eclesiástica modelo sus organizaciones según el ejemplo de la administración imperial, en la que los gobiernos locales de varias ciudades se agrupaban bajo un gobierno provincial, y varios gobiernos provinciales bajo un vicariato. En la Iglesia, la unidad básica era la diócesis, gobernada por un obispo; las diócesis se agrupaban en archidiócesis o iglesias provinciales, bajo el mando de un arzobispo, y las provincias arzobispales quedaban agrupadas bajo la jurisdicción de arzobispos metropolitanos o primados. Por encima de los metropolitanos estaban los patriarcas de Roma, Constantinopla, Antioquia, Alejandría y Jerusalén.
Esa solida estructura se mantuvo durante los siglos de tinieblas que siguieron a la caída de Roma, gracias a que sus miembros contaban con los medios para mantenerse en contacto y compartir las migajas de conocimiento que habían sobrevivido al desastre.
Recordando la alusión bíblica (Daniel 12, 4): «Muchos irán de un lado para otro, y así crecerá el conocimiento», o quizá mirando en derredor al imperio desmoronado, la Iglesia de los primeros siglos de la Edad Media organizo congregaciones especiales de sacerdotes y laicos para reparar los caminos locales, construir puentes, establecer postas o relevos para los mensajeros, y hasta posadas para los viajeros.
El poder mágico de la Iglesia convenció a la gente de que si visitaba los santuarios sagrados obtendría indulgencias por intercesión de las reliquias de los santos. Esos peregrinos también servían de mensajeros para la Iglesia, cuyas líneas de comunicación se mantuvieron así abiertas casi todo el tiempo durante aquel periodo.
En el siglo VII, el papa Gregorio I el Grande estableció una densa y bien organizada red de mensajería, que iba de un obispo a otro.
Cien años después, san Bonifacio empleo otra red de sacerdotes para llevar sus regulares y numerosas cartas desde Alemania hasta Inglaterra y Roma. En ellas se refería a los encargos que había recibido o que quería hacer llegar a otros corresponsales.
Mientras estaba en Alemania, la abadesa Edberg le enviaba libros desde Inglaterra; san Bonifacio pedía detalles de los libros de la biblioteca del abad Dudo que le pudieran ser útiles; encargó una copia de las epístolas de san Pedro, escritas con letras de oro, para impresionar a su congregación con su esplendor y opulencia; más tarde pidió una copia de los Profetas, escrita con grandes letras y sin abreviaturas, debido a su vista cansada.
La capacidad de leer y escribir y de comunicarse a distancia elevo a los jerarcas cristianos a una posición de poder sobre los Reyes y Príncipes iletrados, que dependían completamente del clero para administrar sus territorios. En aquella época entraron en la lengua expresiones como «auditar» las cuentas y mantener «audiencias», en las que se hace presente la evidencia de una actividad oral, ya que la mayoría de los implicados, incluyendo los más encumbrados de la sociedad laica, eran analfabetos y solo podían entender la palabra hablada. Pero cuando un cardenal corrigió el latín del emperador Segismundo, este replico: «Ego sum rex Romanas et super grammatica » [Soy el rey romano y estoy por encima de la gramática].
Para la Iglesia era fácil controlar un mundo de analfabetos, a través de sus comunidades monásticas y sus obispos. En la Alta Edad Media la escolarización estatal romana había desaparecido, sin que la reemplazara nada que pudiera competir con el sistema educativo controlado por la Iglesia. El conocimiento estaba en manos de una estrecha franja de la población, su finalidad era exclusivamente religiosa, y otorgaba a la Iglesia un control absoluto sobre los aspectos de la vida social que requerían educación y aprendizaje.
El papa Gregorio convirtió el arte en un instrumento de propaganda. Decía:

En las iglesias se hace uso de la representación pictórica por esta razón: para que los que no conocen las letras puedan al menos leer mirando a las paredes lo que no son capaces de leer en los libros. A fin de que los analfabetos dispongan de medios para alcanzar cierto conocimiento de la historia [...]. Ya que lo que la escritura ofrece a los lectores, la pintura lo presenta a la contemplación de los ignorantes, para que también ellos cuenten con modelos a seguir. Así leen los analfabetos. Por eso [...] una pintura es el sustituto de la lectura.

Más avanzada la Edad Media, el arte se utilizaría de formas variadas para proclamar la autoridad papal sobre los gobernantes laicos, mostrando emperadores y antipapas humillados y pisoteados por un sumo pontífice triunfante, aposentado en un trono cada vez más impresionante. Mucho después se hizo habitual que los papas aparecieran pintados en cualquiera de las obras de arte .que encargaban.
En lo que se refiere a la enseñanza, por el momento se trataba más de una consolidación intelectual que de buscar nuevos Conocimientos, de forma que la Iglesia procuraba preservar lo que podía con vastas compilaciones del saber de los fabricantes, en las que se mezclaban estrafalariamente hechos, dichos y ficciones.
El primer gran compilador fue un visigodo español del siglo vil, el arzobispo Isidoro de Sevilla, cuyas Etimologías, basadas en antiguas fuentes cristianas y de la Roma clásica, se convirtieron en uno de los textos más populares a lo largo de toda la Edad Media.
Se trataba de una enciclopedia del mundo, descrita según el significado de los nombres de las cosas. Los temas tratados incluían medicina, derecho, la medida del tiempo y el calendario, teología, antropología (incluidas razas monstruosas), geografía, cosmología, mineralogía y agricultura. El cosmos de Isidoro era geocéntrico y estaba compuesto de cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. También creía que la Tierra era una esfera y tenía cierto conocimiento, por impreciso que fuera, del movimiento de los planetas.
A Isidoro le siguió otro gran enciclopedista medieval, el monje ingles Beda (m. en 735), que escribió dos textos sobre la medida del tiempo y el calendario para ayudar a sus cofrades a determinar las horas y días para sus plegarias y celebraciones. Esa fue la base para el computus, los principios de medición del tiempo y control del calendario utilizados en toda la cristiandad.
Ni Beda ni Isidoro descubrieron nada nuevo, pero sus compilaciones proporcionaron durante siglos a los gobernantes europeos la única fuente disponible de conocimientos sobre la naturaleza, y la Iglesia controlaba el acceso a esas fuentes y su uso. Dada la preocupación cristiana por la sanción espiritual en la otra vida, se trataba sobre todo de un sistema de argumentos metafísicos acerca de cuestiones como la incognoscibilidad del nombre de Dios o el establecimiento por Dionisio de la jerarquía celestial, en un ambiente intelectual en el que los espíritus inquietos se veían severamente encerrados en un pensamiento seguro y conservador, más que impulsados a lanzarse a innovaciones o en busca de descubrimientos trascendentales.
Entretanto, la Iglesia iba consolidando su autoridad emprendiendo acciones draconianas contra cualquiera que osara desafiarla.
Cuando los pensadores gnósticos del siglo n propusieron una vía de salvación mediante el estudio y el autoconocimiento, se quemaron sus libros y los propios autores se vieron proscritos.
Como un eco de la estrategia de intervención y control practicada desde el uso de dones como el bastón de Montgaudier, la Iglesia consolido su poder mediante un canon estrictamente controlado de conocimientos oficiales, basado en un solo texto, la Biblia, que solo podían leer unos pocos ilustrados, los jerarcas eclesiásticos.
Con el fin de aumentar sus ingresos, las autoridades eclesiásticas introdujeron un impuesto religioso, el diezmo, invocando prácticas respaldadas por el Antiguo Testamento. Lo hizo entrar en vigor el rey carolingio Pipino el Breve (741-768), quien ordenó que todo el mundo (a menos que contara con una exención promulgada por el papa, como en el caso de las órdenes religiosas) debía reservar la decima parte de su ingresos para la iglesia local en que recibiera los sacramentos. Fue el primer impuesto universal de la historia europea, y ayudo mucho al papado en una época de gran escasez financiera.
El poder de la Iglesia se basaba, ante todo, en lo mismo que cualquier poder social anterior: una estructura centralizada de mando. El papa de Roma, al menos en teoría, era la única autoridad central a la que se debía obediencia total. Se reconocía el poder secular de Reyes y Príncipes, pero las enseñanzas de la Iglesia imponían restricciones a su ámbito. Ya en el siglo V, el papa Gelasio I (492-496) había dicho: «Hay dos [principios] que gobiernan este mundo, la autoridad sagrada de los papas y el poder real.
"De esos dos, el peso de los sacerdotes es mucho más importante, aporque tienen que rendir cuentas en nombre de los propios reyes ante el tribunal divino." Aunque se trataba de una admisión tácita de que la sociedad necesitaba tanto la monarquía como el pagado, contenía la semilla de un pensamiento papal futuro mucho más radical.
Sin embargo, la autoridad papal se veía con frecuencia contestada.
Gregorio VII dio un paso decisivo en la consolidación del poder de la Iglesia con su Dictatus Papae de 1075, donde declaraba entre otras cosas: «Solo el Romano Pontífice es llamado, con razón, universal [...] El es el único cuyo nombre debe ser pronunciado en todas las iglesias.» Más tarde, en el siglo XII, el titulo papal sufrió un cambio significativo, de «Vicario de san Pedro» a «Vicario de Cristo». Algunos poderes acabaron por pertenecer solo al papa. Él era el tribunal final de apelación en cuestiones eclesiásticas, se necesitaba su permiso para establecer una nueva provincia en la Iglesia, y solo él podía destituir a un arzobispo o dispensar al clero de la jurisdicción de su obispo, lo que significaba una amenaza directa para el poder real de nombrar obispos. El papa podía también promulgar reglas que vinculaban a toda la Iglesia, nombrar legados que le representaran en cualquier lugar, y convocar un concilio.
El creciente poder papal se iba haciendo poco a poco evidente en Occidente. Desde el siglo VII se hizo obligatorio que cualquier arzobispo electo visitara Roma para ser investido con un pallium, un manto o capa de lana que estaba obligado a vestir en todas las celebraciones eclesiásticas, como señal de su comunión con la Santa Sede.
Al mismo tiempo, el papado comenzó a asumir en Occidente las viejas funciones imperiales, sobre todo a partir del siglo VIII, gracias a la apócrifa Donación de Constantino. Según ese documento (cuya falsedad no se descubrió hasta el siglo XV), el emperador Constantino había concedido al papa en el siglo IV la ciudad de Roma (y con ella, el control sobre todo Occidente), cuando transfirió la capitalidad del imperio a Constantinopla. Esa «donación» autorizaba al papa a llevar la corona y otros distintivos papales, y confería rango senatorial al clero romano. Desde los tiempos de Pascual II, en 1099, los papas eran coronados al acceder al solio pontificio, y desde Gregorio VII, su «entronización» en San Juan de Letrán se acompañaba de la imposición del manto imperial rojo, cuya posesión, en caso de rivalidad entre distintos papas, confería legitimidad a uno u otro. Por otra parte, los partidarios del imperio podían utilizar la Donación para «demostrar » que el papa ejercía un control derivado de su mandato.
El papado no solo procuro sustraer la Iglesia al mandato de las autoridades seculares, sino que se proclamo superior a ellas.
Como respuesta, los reyes y emperadores europeos se invistieron a sí mismos de un carácter religioso, en cierta forma sagrado, ya que no sacerdotal. Comenzaron por hacerse ungir en las coronaciones, que adoptaban la forma de ceremonias religiosas en las que se declaraba que ejercían el poder como «ungidos del Señor».
La unción, naturalmente, la llevaba a cabo siempre que era posible el propio papa. De esta forma, Roma procuraba afianzar el poder real otorgando a reyes y emperadores un carácter sagrado, y obligando a todos sus súbditos a una sumisión leal y una obediencia ciega, ya que (como en las leyes mesopotámicas) «quien se resiste a su poder se resiste a la orden dictada por Dios». Pero esa Sumisión leal era un arma de dos filos, que el poder real podía en ocasiones esgrimir contra el papado.
El concilio de Paris, convocado en el año 829, definió los deberes de los reyes en términos retomados y desarrollados dos años más tarde por Jonás, obispo de Orleans, en su De institutione regis, manifiesto modelo para la conducta de los reyes medievales.
En el concilio, los obispos proclamaron:

La función del rey consiste especialmente en gobernar al pueblo de Dios con equidad y justicia, y procurando la paz y la concordia entre todos. Por encima de todo, el rey debe ser el defensor de la Iglesia y de los servidores de Dios, así como de las viudas, los huérfanos y demás pobres y gente necesitada.

El control eclesiástico, basado en la capacidad de leer y escribir, permitía al clero inmiscuirse en todos y cada uno de los aspectos de la vida civil. Los obispos y abades recibían feudos territoriales de los reyes, aunque el nombramiento real los situaba a menudo en una posición inferior a la del monarca. Pero acrecentó su poder político y económico en todos los reinos de Occidente, concediéndoles soberanía sobre miles de campesinos. En todo ese período, los obispos y abades ocupaban puestos en los consejos leales, ejercían su influencia en la redacción de leyes, y participaban <de forma destacada en la dirección de los asuntos de Estado. Durante los siglos IX y X los eclesiásticos también se vieron frecuentemente envueltos en conflictos militares, ya que en aquella época !Comenzaron a establecerse ciertas condiciones a la concesión de feudos, en particular la obligación de aportar cierto número de soldados cuando fuera requerido por el rey o señor protector.
Hacia el siglo XI, la impronta de la Iglesia sobre la sociedad occidental era ya muy firme, aunque no absoluta. Se habían establecido iglesias en las principales aéreas pobladas del norte de Europa, lo que hizo posible la consolidación del sistema parroquial.
Todos cuantos vivían en una ciudad o pueblo de la Europa occidental estaban asignados a su iglesia local o parroquia.
La Iglesia elevo entonces el control social a nuevos niveles, consiguiendo un dominio sin precedentes sobre los pensamientos y sentimientos de cada individuo mediante uno de los sistemas más efectivos de disciplina social jamás concebido: la confesión.
Desde el siglo XII, todos los pecados y ofensas cometidos contra la doctrina de la Iglesia tenían que confesarse privadamente a un sacerdote, y la resistencia a hacerlo podía acarrear un castigo, llegando hasta la sanción suprema de la excomunión o exclusión de la comunidad cristiana, lo que llevaba consigo la perdida de cualquier forma de protección bajo la ley civil o canónica. Esa práctica se inicio probablemente en los monasterios celtas, donde cada monje o eremita debía confesar sus pecados a su «amigo del alma», como llamaban los textos a ese guía moral.
El sistema se fue generalizando poco a poco, hasta que el Concilio Lateranense de 1215 decreto que todos debían confesarse al menos una vez al año con el cura de su parroquia. Ese fue uno de los pasos más importantes en todo un milenio para reforzar la cristianización de corazones y mentes. El control mental, ejercido primeramente por unos monjes sobre otros, se extendió a todos y cada uno de los miembros de la sociedad, a cargo de los sacerdotes responsables de su cuidado espiritual. Desde ese momento, nada permanecería oculto para la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se vio en la necesidad de poner en funcionamiento otros sistemas para hacer frente a la amenaza (para la cristiandad, pero sobre todo para el control mental ejercido por el papado) que había ido creciendo en Oriente Medio desde el siglo VII.
En esa época, el conocimiento helénico había comenzado a pasar a manos del Islam, donde seria reprocesado antes de regresar de nuevo a la cultura occidental. Los musulmanes recibieron esa herencia de manos de miembros de una secta herética cristiana, los nestorianos, que habían sido expulsados de Bizancio siglos antes, errando por Asia Menor hasta asentarse en torno a Yundishapur, en las montanas del Irán meridional, no muy lejos de lo que se convertiría en la sede de la primera capital árabe, Bagdad.
En el siglo VII, el califa Al Mansur de Bagdad, que sufría de problemas gástricos, envió a sus sirvientes a un monasterio nestoriano p ira que le consiguieran alguna medicina. A su vuelta, estos contaron al califa que en el monasterio habían visto una inmensa biblioteca.
Al Mansur descubrió así que los nestorianos habían preservado, virtualmente intacta, la obra de los principales pensadores del Museion alejandrino, así como la de sus predecesores de la Grecia clásica. El califa y sus sucesores ordenaron que se tradujeran casi todos esos textos al árabe, tomando así posesión del tesoro del saber griego.
La transferencia de datos griegos alcanzo su culminación en Bagdad durante los siglos VIII y IX, bajo los califas abasíes, con la traducción de Aristóteles, Platón, Hipócrates, Galeno, Ptolomeo, Euclides, Arquímedes, Apolonio, Aristarco y otros. Después de someter esos conocimientos a la censura de los teólogos, quedaban incorporados a la cultura islámica. Esa labor se llevaba a cabo en las bibliotecas, hospitales y observatorios, y estimuló a los fabricantes de hachas árabes a realizar sus propias investigaciones sobre el mundo. La astronomía les informo acerca de las horas de plegaria y la situación de La Meca; la medicina era una valiosa ciencia aplicada, ligada a la astronomía por la naturaleza astrológica de los tratamientos; la filología les ayudaba en la interpretación de los textos sagrados...
El islam fue estableciendo progresivamente, no obstante, una distinción entre los temas religiosos (derecho y normativa teológica), los que podían utilizarse como apoyo de la religión, cosmoastronomía y la gramática, y las ciencias laicas como la matemática, la astronomía y la medicina. La sociedad islámica transformó la teoría griega en tecnología aplicada, que la ayudo, a ella y a sus gobernantes y teólogos, a sobrevivir y a prosperar. Consiguieron importantes avances en hidráulica, aplicándolos a sistemas de irrigación que convirtieron desiertos en vergeles e hicieron florecer los magníficos jardines de los palacios.
La naturaleza altamente centralizada de la sociedad islámica, que establecía severas restricciones a la libertad individual de pensamiento, posibilitaba la innovación, pero sometiendo a un control muy estricto sus aplicaciones. Lo mismo sucedía en la sociedad medieval china, cuyos fabricantes estaban generando en esa época otros conocimientos que acabarían por encontrar, como los avances islámicos, su camino hacia el oeste. En China, el Estado controlaba todas las actividades, y la organización social integral que se requería en un principio para la irrigación y otras obras públicas de gran alcance dieron a la vida china un carácter colectivo.
Toda la actividad intelectual en China estaba subordinada al bien común tal como lo definían los burócratas. Desde los tiempos más antiguos, el poder había permanecido en manos del emperador, o Hijo del Cielo, apoyado en una extensa y omnipotente burocracia de mandarines, en la que se ingresaba tras pasar por muy duros exámenes; la mayoría de los mandarines seguían las enseñanzas del pensador del siglo V a. J.C. Confucio, consideradas como «El Gran Camino de la Vida», y cuyos preceptos regulaban toda actividad social y política, imponiendo severas restricciones sobre el quehacer de las mentes criticas o librepensadoras.
La ideología confuciana constituía otra buena muestra del carácter profético de «realizador de las necesidades» de los procesos de los fabricantes de hachas. De acuerdo con el precepto de Confucio, el único propósito de la educación era preparar al individuo para el servicio al Estado, y el hombre educado debía preocuparse ante todo por el mantenimiento de un gobierno estable.
Ningún conocimiento derivaba de una revelación sobrenatural, sino que se alcanzaba mediante el uso de la razón, que también hacia explicitas las líneas orientadoras de una conducta ética, definida a su vez por el Estado.
En ese círculo vicioso no había forma de que una teoría científica se convirtiera en práctica tecnológica, ya que el Estado juzgaba inadmisibles los contactos entre una disciplina y otra, y no se suponía que la teoría tuviera que estar relacionada con la
Practica. Los mandarines creían que el instrumento más poderoso de gestión social era la clasificación y registro de cada cosa y cada persona, de modo que todo estaba categorizado, y la aplicación del conocimiento solo se permitía dentro de la misma categoría.
Aunque toda la información precisa estaba disponible, en China no tuvo lugar ninguna revolución, porque todo se mantenía separado.
Cuando el inmenso acopio de saber islámico (y a través de él, chino) y helénico llego por fin a Occidente al establecerse el contacto de Europa con los árabes en España, Sicilia y Jerusalén, puso un poder sin precedentes de intervención y control en manos de los dirigentes católicos, debido a la creencia de estos en que Dios les había dado el derecho a dominar el mundo.
Según el Antiguo y el Nuevo Testamento, el hombre habría recibido potestad sobre la naturaleza. En el Génesis dice:

De toda cosa viviente podrás comer [...] Todas las bestias de la tierra sentirán temor y reverencia ante ti [...] Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra.

Cuando se escribieron originalmente estas palabras es probable que pretendieran regular, y hasta celebrar, lo que había venido sucediendo desde que los fabricantes de hachas hicieron posible la sedentarización en las tierras del Oriente Medio prehistórico, y |ante todo guardar memoria de la domesticación de animales y las primeras prácticas agrícolas.
En muchas otras religiones, la naturaleza era divina o compartía la divinidad, pero la doctrina cristiana otorgaba a la humanidad una posición privilegiada, separada del resto de las cosas creadas. Los cosmólogos griegos también habían compartido esa opinión de que la naturaleza no era sagrada, de forma que cuando las traducciones árabes de Aristóteles llegaron al Occidente cristiano, su afirmación de que la vida animal solo existía como Complemento de la humana añadió una autoridad suplementaria a la práctica cristiana.
La opinión predominante entre los cristianos era que, dado que los animales y plantas no tenían alma, eso los ponía al servicio del hombre. La manipulación de la naturaleza (lo que podía incluir el aumento de su belleza y utilidad) era un derecho de la humanidad, y hasta un deber, puesto que la «mejora» del mundo suponía el ejercicio del poder que Dios mismo nos había dado con ese propósito.
Los cristianos medievales creían en la «Gran Cadena del Ser» aristotélica, estructura jerárquica creada por Dios, o como había escrito Aristóteles, por la «Causa Primera». Esa Gran Cadena englobaba a todas las especies, desde los organismos más simples hasta los humanos y los ángeles, y se basaba en la idea de que las formas más bajas de la existencia estaban al servicio de las más elevadas.
Los monjes benedictinos del siglo XI fueron de los primeros en aplicar sistemáticamente esa concepción de la naturaleza a su vida diaria, iniciando un proceso de «mejora» que se iba a reflejar en la actividad de los fabricantes durante los siglos siguientes. La Regla de San Benito prescribía a los miembros de la orden que establecieran sus monasterios «lejos de donde moran los hombres», en lugares salvajes y aislados, aplicando sus conocimientos al cultivo de la tierra de forma que esta les proporcionara comida suficiente para mantenerse.
Una rama de los benedictinos, los monjes cistercienses, cuyo lema era «el trabajo es oración», fue la que mejor acometió esa tarea.
La mayor parte de la tecnología que había sobrevivido a los siglos de oscuridad tras la caída de Roma resurgió en los monasterios cistercienses de la Edad Media, que semejaban pequeñas fábricas, con sus telares, prensas, sierras, molinos y martillos-pilón hidráulicos.
En el siglo XII, el monje francés Bernardo de Clairvaux describía el paisaje en torno a su monasterio cisterciense afirmando que se le había «dado sentido», ya que el ingenio humano había puesto orden en el caos y diques a los ríos, desviando su curso para mover las norias del monasterio:
El [rio] Aube [...] pasa y vuelve a pasar por los muchos talleres de la abadía, dejando en todos ellos su bendición con su fiel servicio.
El rio trepa hasta esta altura mediante obras trabajosamente construidas, y en todas partes por donde pasa rinde algún servicio, o deja parte de su agua. Divide el valle en dos con su sinuosa cuenca labrada, no por la naturaleza, sino por la labor de los hermanos, y prosigue hasta dejar la mitad de sus aguas en la abadía, como si saludara a los hermanos excusándose por no llegar con toda su fuerza, ya que el canal que lo recibe es demasiado estrecho. Si en alguna ocasión la corriente, impulsada por una inundación, se alza con violencia inusitada, es detenida por un muro, que la obliga a pasar bajo él y a volverse contra sí misma, uniéndose a la corriente que desciende. Lo que el muro, como un fiel portero, deja pasar, impulsa las ruedas del molino; allí, agitada y espumeante por su movimiento, muele la harina bajo el peso de la piedra y separa lo fino de lo grueso mediante un filtro de fino tejido.
Un poco más allá, en el siguiente edificio, llena una olla y se calienta para la elaboración de cerveza, esa bebida que se prepara para los hermanos por si la vendimia no responde a los esfuerzos de los cultivadores, de forma que a falta del jugo de la vid, la necesidad puede cubrirse con lo extraído del grano. Pero ni siquiera ahora se han agotado sus servicios, ya que los bataneros la llaman en su ayuda para su labor junto a la prensa. La razón requiere que, al igual que en el molino se provee la comida de los hermanos, esta proporcione la ropa para su vestido.
Pero el rio no rechaza ni se muestra hostil a quienquiera que solicite su ayuda; y se le puede ver alzando y haciendo caer, sucesivamente, los pesados morteros, o martillos, o bloques de lana, y aliviándoles gran parte de su labor [...] ¿Cuantos caballos se necesitarían para ese trabajo? ¿A cuántos hombres fatigaría hasta el agotamiento?
Los monasterios cistercienses del siglo XII eran los complejos técnicos más avanzados del continente europeo, con las técnicas agrícolas más desarrolladas y las fabricas y minas más productivas.
Su doctrina dinámica de «avanzar y mejorar» iba a acabar proporcionando a las autoridades laicas de la Baja Edad Media una tecnología con la que establecer medios eficaces de control social.
Uno de los nuevos sistemas de control surgió a partir de las necesidades litúrgicas de los monasterios del norte europeo, donde los monjes necesitaban saber la hora debido a las reglas que prescribían sus plegarias colectivas diarias. Había siete momentos precisos del día en los que tenían que rezar, incluidas las oraciones a medianoche y de madrugada. Al principio, relojes de agua y velas les habían servido para indicar cuándo debían sonar las campanas del monasterio para llamar a la oración, pero los relojes de agua se congelaban en invierno y las candelas se apagaban.
Para los supervisores de esas protofactorías monásticas, el control del tiempo era también un medio organizativo indispensable.
Así pues, es muy probable que fuera la expansión de esa orden religiosa orientada hacia la tecnología la que incentivara la búsqueda de una forma mejor de medir el tiempo, y originara en el siglo XIII el desarrollo del reloj mecánico, movido por unas pesas. El don del reloj inmediatamente hizo posibles nuevas y más eficaces formas de ordenación de las fuerzas sociales. La demanda de relojes por parte de las cortes reales y del creciente número de ciudades en toda Europa supero todas las previsiones. Los relojes de las ciudades proporcionaban a los gremios y a las autoridades los medios para regular todos los comportamientos. En Bruselas, los obreros textiles se levantaban al sonar las campanadas del amanecer, las hilanderas y tejedoras daban por terminada su jornada con las del anochecer, y existía un reloj especial para los zapateros.
En 1355, en Amiens (Francia), el gobierno de la ciudad hizo público un edicto «relativo a la hora en que los trabajadores [...] deben acudir cada mañana al trabajo, cuando deben comer y cuando ponerse de nuevo a trabajar; y también cuando deben abandonar el trabajo por la tarde»; a ese fin se utilizaba una campana especial.
Al mismo tiempo que se extendía esa tecnología del control desde los monasterios a las comunidades urbanas, la Iglesia iba definiendo también los usos permitidos de las nuevas técnicas de investigación procedentes de los scriptoria donde se copiaban y traducían los manuscritos árabes y griegos.
Las primeras traducciones del árabe (varios tratados de matemáticas y sobre el astrolabio) se hicieron a finales del siglo X en España.
Un siglo después, Constantino, un monje benedictino norteafricano, viajo al monasterio de Monte-Cassino, en el sur de Italia, donde tradujo del árabe al latín varios tratados médicos, incluidas obras de Galeno e Hipócrates, que asentaron los cimientos sobre los que se iba a edificar la literatura médica occidental durante siglos.
En la primera mitad del siglo XII, la traducción se había convertido en una actividad importante, confiada a especialistas, que tenia a España como foco geográfico, ya que allí se habían vivido siglos de una brillante cultura árabe, se disponía de gran cantidad de libros en esa lengua, y había comunidades cristianas (mozárabes) a las que se había permitido practicar su religión bajo el dominio musulmán, y que ahora podían mediar entre las dos culturas.
Como resultado de la reconquista cristiana de España, los centros de la cultura árabe española y sus bibliotecas cayeron en manos cristianas. El más importante de esos centros, Toledo, fue conquistado en 1085. Entre los traductores del árabe al latín sobresalió el italiano Gerardo de Cremona, que acudió a España hacia 1140 en busca del Almagesto de Ptolomeo, un libro que no había podido localizar en ningún otro sitio.
Gerardo hallo una copia en Toledo, permaneció en la ciudad plasta aprender árabe, y finalmente tradujo la obra al latín. Pero ;también descubrió otros textos, sobre toda clase de temas, y en los siguientes treinta y cinco años tradujo al menos una docena de obras de astronomía, diecisiete de matemática y Óptica, catorce Be ciencias naturales (entre ellas la Física, Sobre el Cielo, Meteorología y Sobre Generación y Corrupción, de Aristóteles), y veinticuatro obras de medicina.
Las traducciones del griego, que nunca se habían interrumpido del todo, gracias a la ocupación bizantina de parte de Italia, se multiplicaron ahora vertiginosamente, en especial en el sur de la Península y Sicilia, donde siempre había habido comunidades; de habla griega y bibliotecas con libros en esa lengua. A mediados del siglo XII aparecieron varias obras importantes de matemáticas en traducciones del griego al latín, como el Almagesto de Ptolomeo y los Elementos, la Óptica y la Catróptica de Euclides. Las traducciones del griego al latín prosiguieron en el siglo XIII, siendo uno de los más importantes traductores William de Moerbeke, quien proporciono a la cristiandad latina una versión completa y  fiable de la totalidad de las obras de Aristóteles, revisando las traducciones existentes del griego; también tradujo algunas obras matemáticas de Arquímedes.
Esas traducciones hicieron más accesible el conocimiento práctico a las autoridades eclesiásticas de Occidente. Primero fueron la medicina y la astronomía, en los siglos X y XI; a comienzos del XII, la atención parece haberse desplazado hacia las obras de astrología, además de los tratados matemáticos necesarios para la práctica con éxito de la astronomía y la astrología. La medicina y la astrología descansaban sobre bases filosóficas, y fue en parte la pretensión de recuperar esas bases lo que despertó, desde mediados del siglo XII, el interés por los tratados de física y metafísica de Aristóteles. Pero una vez que se tuvo conocimiento del conjunto de su obra, quedo claro que su sistema filosófico se podía aplicar a un enorme abanico de cuestiones, que comenzaron a debatirse en las nuevas escuelas y universidades.
El dominio de la redescubierta lógica aristotélica concedió a los gobernantes occidentales la capacidad casi mágica de acrecentar indefinidamente el conocimiento, pero sobre todo les proporciono un sistema de control de danos con el que limitar los efectos desestabilizadores de los nuevos datos árabes. Como en Grecia, el don de la razón podía ofrecer en un principio estimulantes perspectivas intelectuales, pero en definitiva iba a actuar como un eficaz freno sobre la libertad de pensamiento.
Es evidente la excitación producida por los conocimientos árabes desde que llegan a Occidente los primeros informes al respecto.
A comienzos del siglo XII, el inglés Abelardo de Bath, al regreso de la Sicilia musulmana, exhortaba a sus compañeros monjes a «pensar por vosotros mismos. Porque yo he aprendido algo diferente de mis maestros árabes, con la razón como guía. Vosotros, en cambio, cautivos de la autoridad, os veis llevados por el ronzal».
Abelardo escribió dos libros que causaron gran impacto en la Europa cristiana. En ellos decía que toda autoridad debe estar sometida al cuestionamiento razonado. Su aserto más celebre fue quizá el de que «El universo visible está sujeto a cuantificación, y lo está necesariamente [...] Si queréis oír más de mi, ofreced razones, porque no soy del tipo de hombre que sacie su hambre contemplando la pintura de un asado».
Pedro Abelardo se unió a los nuevos pensadores en torno al año 1110, se convirtió rápidamente en una figura destacada, y a los pocos años era el intelectual más famoso de Europa. Su mayor interés se concentro en ordenar los argumentos de las autoridades en favor y en contra de cuestiones disputadas, una técnica ya utilizada, aun limitadamente, por los estudiantes de derecho y los teólogos, y conocida como pro et contra.
Abelardo hizo posible una mayor precisión y una aplicación más hábil del tratamiento dialectico de los temas teológicos en disputa, con su influyente Sic et Non, donde planteó 157 preguntas y respuestas sobre fe y moral. Esa obra exponía las inconsistencias internas de buena parte de la teología de la época y despertó la conciencia de la necesidad de aplicar los principios de la lógica a la experiencia humana y de distinguir el discurso lógico del metafísico.
Ese tipo de investigaciones se convirtieron pronto en uno de los aspectos principales del nuevo aprendizaje en las escuelas catedralicias, e intelectuales dotados como Abelardo atrajeron un creciente número de estudiantes en las florecientes ciudades. Como es obvio, los polemistas de esas escuelas no trataban de destruir la fe ni de derribar el orden establecido, basado en la supremacía de la Iglesia. Por el contrario, estaban convencidos de que sus esfuerzos consolidarían la base sobre la que asegurar los valores absolutos cristianos de la vida. El famoso dictum de Abelardo «La duda nos lleva a la indagación, y mediante la indagación alcanzamos la verdad», fue un intento de apuntalar la fe y el orden social cristiano establecido.
Esas enseñanzas se convirtieron en un rasgo característico de la vida intelectual en el siglo XIII, planteando problemas que iban a ocupar a los mejores estudiosos del siglo. La tarea de los fabricantes cristianos consistía en dominar los nuevos conocimientos, organizados y valorar su importancia, descubrir sus ramificaciones, poner de manifiesto sus contradicciones internas, y hacerlos accesibles (cuando era posible) para su aplicación a las preocupaciones intelectuales del momento. Sobre todo se exigía que fuesen socialmente seguros. Las traducciones del árabe eran enormemente atractivas, debido a su dimensión, potencia intelectual y utilidad, pero su origen pagano hacía sospechar que contuvieran material teológicamente dudoso.
La mayoría de los textos traducidos se consideraban, sin embargo, inofensivos, y el propio hecho de que un manuscrito se hubiera traducido significaba que su utilidad sobrepasaba su capacidad de perturbación social. Los tratados técnicos sobre todo tipo de temas (matemáticas, astronomía, estadística, Óptica, meteorología y medicina) se recibían con ilimitado entusiasmo, ya que eran claramente superiores a todo lo disponible hasta entonces y no contenían desagradables sorpresas filosóficas o teológicas. De esa forma, los Elementos de Euclides, el Almagesto de Ptolomeo, el Algebra de Al Juarizmi, la Óptica de Ibn al Haizam y el Canon de Medicina de Avicena se añadieron sin problemas a la panoplia intelectual de la elite eclesiástica y (mas limitadamente) laica europea.
Pero surgieron problemas en amplias aéreas que amenazaban solaparse con la teología, como la cosmología, física, metafísica, epistemología y sicología. En esos temas eran decisivas las obras de Aristóteles y sus comentaristas, al haber afrontado con éxito multitud de problemas filosóficos críticos, prometiendo así incalculables beneficios futuros a partir del uso genérico de su metodología.
Uno de los más eminentes pensadores cristianos influidos por el nuevo material fue Alberto Magno, fraile dominico que enseñó en la Universidad de Paris en el siglo XIII. Inspirado por las ideas de Aristóteles, viajo por Europa, preguntando a gentes de diversos oficios (pescadores, cazadores, colmeneros o criadores de pájaros) por cosas que la Iglesia solía ignorar y mirando al mundo con ojos nuevos. Escribió dos libros sobre botánica y zoología llenos de descripciones de la naturaleza, con una frescura e inmediatez muy alejadas de cuanto se había escrito en los mil años anteriores.
Su observación acerca del ave que renacía del fuego («El fénix debe más a la teología mística que a la naturaleza») constituía una afirmación sorprendentemente moderna para su época.
En un momento en que los textos antiguos eran la fuente de toda autoridad, Alberto planteo un principio metodológico revolucionario:
«No cabe hacer filosofía acerca de las cosas concretas.
[...] En tales cuestiones, solo la experiencia proporciona certidumbre.
» Respondía así al racionalismo aristotélico y a la aplicación del método filosófico en todas las aéreas de la experiencia humana proponiendo una distinción metodológica entre filosofía y teología, a fin de investigar lo que la filosofía por sí sola, sin ayuda de la teología, podía demostrar acerca de la realidad, y esto iba a suponer una ruptura decisiva.
Un contemporáneo francés, William de Conches, llevo las cosas más lejos exigiendo una investigación objetiva de la fe y la filosofía. Otro francés, de nombre Thierry, que vivía en Chartres (el centro de los nuevos pensadores, a quienes sus contemporáneos llamaban «los modernos») analizo el Génesis desde la perspectiva de los procesos naturales descritos en el texto, y se cuestiono hasta que punto podían aceptarse en su literalidad esas descripciones.
La cuestión clave, sin embargo, ya que podía amenazar los fundamentos mismos de la Iglesia, era si se podía aplicar la lógica y la razón a la fe, por ejemplo al considerar milagros como el de la virginidad de María. ¿Qué pasaría entonces con las verdades de fe? Los pensadores tenían que ser cuidadosos y mantener un delicado equilibrio entre creencias y verdades racionalmente demostradas.
William de Conches mantenía que su posición filosófica no desmerecía el poder y la majestad divina: «No le quito nada a Dios; todo lo que hay en el mundo fue creado por El, excepto el mal; pero hizo otras cosas mediante la naturaleza, que es el instrumento de la creación divina.» El estudio del mundo físico permitiría a los hombres apreciar «el poder, la sabiduría y la bondad divinas», de forma que la búsqueda de causas secundarias (procesos naturales) no era una denegación sino una afirmación de la existencia y majestad de la primera causa (Dios).
La realidad de los milagros podía así reconciliarse con la naturaleza reconociendo que aquellos representaban una suspensión genuina de las leyes usuales, y dando por supuesto que esas interrupciones habían sido planeadas por Dios desde el momento de la Creación, acomodándose en la maquinaria cósmica. De esa forma, los milagros podían seguir siendo completamente naturales en ese sentido más amplio. Era posible hablar de un orden natural fijo sin infringir la omnipotencia y libertad divinas, arguyendo que Dios gozaba de una libertad ilimitada para crear el mundo que quisiera, pero que había optado, de hecho, por el mundo que conocemos. Y ahora que estaba hecho, Dios no iba a alterarlo.
Ese planteamiento iba a ser de crucial importancia para la autoridad cristiana.
En la segunda mitad del siglo XIII, la controversia acerca de las nuevas opiniones comenzó a llegar a muchas de las universidades recientemente establecidas en el norte de Europa, sometidas en aquella época al papado, o al menos obligadas a cierta fidelidad.
El centro del conflicto era Paris, aunque se extendió a otras universidades francesas, como las de Toulouse, Montpellier y Orleans. El asunto era si las universidades tenían derecho a estudiar los nuevos textos, especialmente los tratados aristotélicos de metafísica y ciencias naturales, tal como habían llegado a Occidente a través de los escritos del comentarista hispanomusulmán Averroes.
La cuestión era endemoniadamente complicada, ya que si la filosofía natural de Aristóteles ganaba aceptación, toda la base metafísica de las tradicionales enseñanzas agustinianas de la Iglesia y su pretensión de autoridad religiosa incontestable podían verse cuestionadas, abriéndose la vía para el desarrollo de una explicación racional y completamente naturalista del universo, con evidente peligro para la Iglesia. Roma reacciono frente a esa nueva heterodoxia de forma muy parecida a como había reaccionado Grecia frente a los sofistas quince siglos antes, con una prohibición total de las enseñanzas de Aristóteles.
En Paris, las autoridades alegaron que los profesores estaban promoviendo el panteísmo (por resumir, convirtiendo a Dios en parte del Universo) bajo capa de aristotelismo. De ahí nació un decreto, promulgado por un concilio de obispos reunidos en Paris en 1210, que prohibía la enseñanza de la filosofía natural de Aristóteles en la Facultad de Letras. Ese decreto fue renovado en 1215 por el legado papal Robert de Courcon. El papa Gregorio IX se vio envuelto directamente en la polémica en 1231, renovando la prohibición de 1210, y especificando que los libros de Aristóteles sobre ciencias naturales no debían ensenarse en las facultades de Paris hasta que «hubieran sido examinados y expurgados de sus posibles errores».
En una carta en la que se nombraba a una comisión para estudiar el asunto, Gregorio IX escribía: «Dado que las otras ciencias apoyan la sabiduría de la Sagrada Escritura, son apropiadas para los fieles en la medida en que se sabe que son conformes a la voluntad del Creador.» Sin embargo, Gregorio IX era consciente de que «los libros sobre filosofía natural prohibidos por el concilio de Paris [...] contienen materias útiles e inútiles», por lo que «a fin de que lo útil no se vea contaminado por lo inútil», la comisión debía «eliminar todo lo que es erróneo o puede causar escándalo u ofender a los lectores, de forma que cuando se hayan separado todas las materias dudosas, el resto pueda estudiarse sin demora y sin ofensa».
En 1277, el debate sobre cualquier cosa remotamente relacionada con el racionalismo estaba prohibido, mientras Roma buscaba un medio para salir del aparente impasse. Un docto dominico, que había estudiado con Alberto Magno en Paris y cuyo nombre era Tomas de Aquino, hallo una solución de compromiso.
En su Summa Theologica afronto los conflictos entre la fe y la razón. Argumento que la filosofía examinaba el orden sobrenatural a la luz de la razón, y la teología a la luz de la revelación. Aunque la razón podía utilizarse en la teología, la revelación escapaba al campo de la filosofía, y esta no podía contradecir a la teología, ya que la verdad no puede contradecir a la verdad. La razón humana podía demostrar algunas de las verdades reveladas y mostrar que otras verdades eran suprarregionales, que no antifriccionales, pero la fe era un terreno en el que la razón no tenía la última palabra.
Para santo Tomas, la fe y el conocimiento racional no eran, por tanto, mutuamente excluyentes. Explicaba que la fe prevalecía allá donde el conocimiento acababa. El objetivo, tanto de la razón como de la teología es el «Ser», y aunque la razón no es capaz de abarcarlo, puede hacer plausible la fe. De este modo mostraba que la fe y el conocimiento racional no eran antitéticos, y resumía así su posición: «Creer es pensar con aceptación.»
Santo Tomas manifestaba frente a sus oponentes la falta de tolerancia que cavia esperar de un defensor de lo establecido, justificando las excomuniones y ejecuciones, y arguyendo que puesto que su pecado afectaba al alma, debían ser castigados más rápida y severamente que los falsificadores y ladrones. Sin embargo, la Iglesia debía amonestarlos dos veces, confiando en su arrepentimiento, antes de excomulgarlos y entregarlos al poder secular para su ejecución.
Con la Summa Theologica, santo Tomas puso todo el poder del don del racionalismo en manos del Estado. Se inclinaba ante el poder de la geometría, admitiendo que Dios no podía hacer que la suma de los ángulos internos de un triangulo fuera mayor que dos rectos. Desde aquel momento habría dos tipos de conocimiento: el relacionado con la revelación (reservado a la teología) y el que tenía que ver con el mundo natural (que podía alcanzarse con ayuda de la razón y la filosofía).
Con esa decisión, la Iglesia dio otra oportunidad a los fabricantes para crecer y multiplicarse. El resultado se conocería un día como «ciencia». Pero la firmeza del racionalismo era solo cuestión de apariencias. Durante siglos, ninguna ciencia iba a quedar libre del control eclesiástico. De hecho, hasta el advenimiento del mundo moderno, la mayoría de los científicos serian hombres de Iglesia, y habría que esperar a Darwin para que la ciencia dejara de trabajar en apoyo de la religión establecida.
Una de las expresiones más tempranas de ese conocimiento secularizado surgió a finales del siglo XIII de la mano de un clérigo ingles llamado Roger Bacon, en su Opus Maius. Escribiendo acerca de Pedro de Maricourt, otro viajero a las tierras árabes famoso por su obra sobre el magnetismo, Bacon decía: «Lo que otros tratan de ver confusa y opacamente, como murciélagos al anochecer, el lo contempla a plena luz del día, porque es un maestro en la experimentación. Mediante los experimentos obtiene conocimientos de las cosas naturales, médicas, químicas o de cualquier otra cosa en los cielos o en la tierra.»
Los principales escritos «científicos» de Bacon no tratan de filosofía natural, sino que son intentos apasionados de advertir a la jerarquía eclesiástica (en cartas dirigidas al papa) contra la supresión de los nuevos conocimientos contenidos en la filosofía aristotélica y en todas las obras relacionadas con la historia natural, las ciencias matemáticas y la medicina. Bacon argumentaba que la nueva filosofía era un don divino, capaz de demostrar artículos de fe y de persuadir a los infieles; que el conocimiento científico contribuiría decisivamente a la interpretación de las Escrituras; que la astronomía era esencial para establecer el calendario religioso; que la astrología capacitaba al hombre para predecir el futuro; que la «ciencia experimental» ensenaba como prolongar la vida; y que la Óptica facilitaba la creación de instrumentos que aterrorizarían a los infieles y los llevarían a la conversión.
Había «una sabiduría perfecta», argumentaba Bacon en su Opus Maius, «la contenida en la Sagrada Escritura, de la que brota toda verdad. Digo, por tanto, que una disciplina es señora de las otras, la teología, a la que las demás sirven y le son necesarias, porque no puede alcanzar sus fines sin ellas, por lo que reclama sus virtudes y las subordina a su asentimiento y mando». Así pues, la teología no tiraniza a esas ciencias sino que las pone a trabajar, dirigiéndolas hacia el fin que les es propio.
La técnica experimental de Bacon, que iba a proporcionar a los fabricantes un nuevo método para generar conocimientos, se conocía como «resolución y composición». Se trataba de un descendiente directo de la forma de pensamiento posibilitada por el uso del alfabeto, ya que aplicaba el procedimiento analítico de intervención y control a la solución de problemas. «Resolución» significaba analizar un fenómeno complejo y sus condiciones causales separando en el los elementos o principios básicos. «Composición » se refería al proceso de reunir de nuevo esos datos para mostrar como las causas originaban el fenómeno en cuestión, revelando así las condiciones necesarias y suficientes para producirlo.
El propio Bacon y su contemporáneo Robert Grosseteste (el primer rector de Oxford), así como Teodorico de Friburgo y otros, llevaron a cabo los primeros experimentos siguiendo ese método. El objetivo consistía en hallar «mecanismos capaces de producir el fenómeno», creando experimentalmente las condiciones para que este se diera. Teodorico, por ejemplo, esparció en el aire gotitas de agua simulando las condiciones para la aparición de un arco iris, y luego investigo las propiedades ópticas de esas gotas creando modelos con frascos esféricos llenos de agua, llegando así a una explicación geométrica de la refracción de la luz.
A partir del siglo XIII, los nuevos experimentalistas comenzaron por primera vez a referirse a la naturaleza como una máquina que funcionaba de acuerdo con «mecanismos» desvelables y medibles.
En Paris, Nicolas Oresme comparaba el universo con un reloj. Las investigaciones comenzaron a describir los fenómenos como «primarios» (la actividad física que producía la luz, el calor o el sonido), y «secundarios» (las sensaciones producidas al afectar esos fenómenos a los sentidos).
Estaban así sentando las bases para un cuerpo completamente nuevo de conocimientos, que iba a expandir enormemente el poder e influencia de las instituciones e individuos con acceso a ellos. En el siglo XIV, esas nuevas técnicas para la producción de conocimientos todavía estaban limitadas a grupos estrechos y aislados de clérigos. Pero su aislamiento acabaría, con resultados explosivos, un siglo más tarde, cuando en 1439 un orfebre alemán equivoco una fecha. Las consecuencias de ese error sacudieron la autoridad de Roma hasta sus cimientos, y crearon un tipo enteramente nuevo de fabricante.

Capítulo 5
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Desde los tiempos más remotos, el conocimiento había conferido poder a quienes gozaban de una posición que les permitía utilizarlo.
Con cada uno de los dones del fabricante de hachas, desde los primeros efectos mentales «secuenciadores» del lenguaje y la producción de instrumentos, pasando por los bastones proféticos de los chamanes y el potencial burocrático de la escritura cuneiforme en Mesopotamia, hasta la capacidad analítica ofrecida por el filo cortante del mundo alfabético de la lógica y el control sobre las mentes que posibilito el confesionario, las instituciones e individuos que se hacían cargo del poder se armaban con un conocimiento cada vez más eficaz para controlar e intervenir en la naturaleza y la sociedad humana.
El siguiente don iba a cambiar radicalmente como se registraba y difundía el conocimiento. También iba a cambiar su naturaleza, su uso, y el acceso a él de cada vez más gente. Y en la medida en que todos esos avances en la comunicación hacían las cosas más complicadas, iba a quebrar la estructura social monolítica de la cristiandad y a difundir el control hacia muchos centros periféricos de poder. Esto fue posible porque, de repente, el nuevo don acrecentó también el número de fabricantes.
En 1439, en la ciudad alemana de Maguncia, un orfebre de nombre Johann Gutenberg recibió la noticia de que le habían informado mal acerca de la fecha de una concentración de peregrinos en la vecina ciudad de Aquisgrán. Muchos de los convecinos de Gutenberg iban a acudir a ese festejo, por lo que este había convenido con un par de inversionistas la fabricación de pequeños espejos para vendérselos a los peregrinos. Cuando se entero de que la fiesta en cuestión no se iba a celebrar hasta un año más tarde, propuso a sus cofinanciadores una alternativa en la que había venido pensando desde tiempo atrás: fundir pequeñas letras de metal que podrían combinarse las veces que hiciera falta para imprimir palabras sobre papel.
Esa técnica revolucionaria se había empleado ya en Corea en el siglo XVI, pero solo se permitía su uso para hacer nuevas copias de textos religiosos o legales destruidos por el fuego. Una vez que se hacían las copias necesarias, la maquinaria se destruía. No es demasiado importante saber si Gutenberg había dado forma a su idea a partir del relato de algún viajero que hubiera conocido el método coreano, o por sí mismo; el hecho es que los tipos móviles iban a cambiar radicalmente el mundo de la documentación en Occidente, sustituyendo casi por completo a los manuscritos.
Ya se habían utilizado piezas de madera labrada para imprimir, pero únicamente ilustraciones o naipes. La mayor limitación de esos cuños de madera era que tan solo servían para una imagen, siempre la misma, y que se deterioraban con el uso, mientras que la ventaja de los tipos metálicos de Gutenberg residía en su durabilidad, y en que se podían intercambiar y combinar para imprimir textos.
Las letras de Gutenberg iban a cambiar la faz de Europa, reduciendo considerablemente el poder de la Iglesia católica, y alterando la propia naturaleza del conocimiento sobre el que se basaba el control político y religioso.
La imprenta también estimulo las incipientes formas de capitalismo y proporciono el apoyo económico que precisaba un nuevo tipo de sociedad. Y con la información que la imprenta ponía a disposición de todos, el sector comercial, rápidamente creciente, iba a sacar a toda Europa de la cultura medieval, monolítica e inmovilista, conduciéndola a un poder mundial dinámico y complejo. Pero su primer resultado fue una nueva división de la cristiandad.
La imprenta se extendió por todo el continente a gran velocidad.
Si hasta 1455 no hubo textos impresos en Europa, en 1500 había veinte millones de libros en 35.000 ediciones, uno por cada cinco habitantes. En 1455, la única imprenta existente en Europa era la de Gutenberg, pero en el año 1500 ya las había en doscientas cuarenta y cinco ciudades, desde Estocolmo hasta Palermo.
Los impresores instalaban sus talleres en cada ciudad donde había una universidad y en cada centro comercial importante, y entre 1.500 y 1.600 produjeron de 150 a 200 millones de libros.
En cierto sentido, el libro fue el primer artículo de consumo moderno producido en masa y de forma industrial. Ninguna innovación en la historia se había extendido tanto ni tan rápidamente.
La mayoría de los inventos que crean un mundo nuevo lo hacen triunfando primero en el viejo, y así sucedió en el caso de la imprenta, cuando los impresores pusieron sus equipos de alta tecnología al servicio de la autoridad más poderosa de su época, la Iglesia católica.
Roma se dio cuenta de que podía reforzar su autoridad social mediante la producción y distribución de miles de copias de devocionarios idénticos, que posibilitarían la uniformidad litúrgica y la obediencia a una escala sin precedentes. Así, entre 1455 y 1500 se encargaron más de doscientas ediciones de la Biblia, junto con ediciones impresas de la gramática latina de Donatus, el pilar fundamental de la educación eclesiástica desde el siglo V. El devocionario más importante, la Imitación de Cristo de Tomas de Kempis, se convirtió pronto en el libro más popular de la historia después de la Biblia.
En 1466, Roma adopto una iniciativa para afianzar su poder sobre el creciente número de alfabetizados (sobre todo artesanos) que no entendían el latín, aprobando la impresión en Estrasburgo de la primera Biblia en lengua vernácula (alemán). La idea arraigo pronto, y en 1471 ya se vendía en Venecia una versión en italiano; en 1477 la imprenta de Delft la reprodujo en holandés, y en 1500 había treinta ediciones vernáculas en seis lenguas. Esa decisión se iba a revelar pronto como un gran error.
Cuando Roma comprobó, horrorizada, que las Biblias vernáculas reducían el poder universal de la Iglesia católica, ya era demasiado tarde. Esas Biblias tuvieron un efecto político inesperado.
Conferían estabilidad a las lenguas en que se imprimían, reforzando así la unidad —y el poder de los gobernantes— de cada comunidad lingüística. Entre 1478 y 1571, y pese al hecho de que Estonia, Letonia, Lituania, Gales, Irlanda, el País Vasco, Cataluña y Finlandia estuvieran incluidas en la esfera de influencia económica de otras comunidades lingüísticas más potentes, pudieron mantener y aun afianzar su identidad nacional gracias a disponer de sus propias versiones de la Biblia.
Las lenguas en las que no se imprimió la Biblia desaparecieron o quedaron reducidas a dialectos provinciales, subordinados a la lengua política o económicamente dominante en su área. Sin una Biblia local en la que apoyarse, la lengua y la identidad política de Sicilia se subsumió en la de Italia, las de Provenza y Bretaña en la de Francia, Frisia en Holanda, Reda en Austria, Cornualles en Inglaterra y Prusia en Alemania. La tecnología y la economía de la producción y distribución de obras impresas tendió también inevitablemente a concentrarse en menor número de mercados, pero más amplios, de forma que los propios impresores contribuyeron a una rápida homogeneización de los muchos dialectos existentes en Europa en unas pocas lenguas principales.
El resultado político de esas lenguas impresas, impuestas por los reyes mediante su control de las imprentas, condujo directamente al surgimiento de un nuevo tipo de fabricante de hachas
Patriota. Gracias a la imprenta, los individuos que habían constituido hasta entonces la oikoumene cristiana se veían ahora como miembros de una comunidad que antes de la imprenta apenas existía: la nación.
El desarrollo de las lenguas nacionales, la pérdida del latín como lingua franca y la ruptura de la cristiandad concentraron el poder en manos de un punado de gobernantes nacionales independientes.
En un discurso pronunciado a finales del siglo XVI, el rey Enrique IV de Francia planteaba esta cuestión central: Dado que habláis el francés por naturaleza, es razonable que seáis súbditos todos vosotros del Rey de Francia. Reconozco que el español es la lengua de los españoles, y el alemán la de los alemanes. Pero todo el territorio donde se habla francés debe ser mío.
Los monarcas y sus gobiernos pretendieron entonces imponer la lengua «nacional» mediante leyes, impuestos, represión y las consiguientes burocracias estatales. Y una vez que los límites de cada Estado se consolidaron de esa forma burocrática, se fue haciendo más conveniente para todos —por razones políticas, económicas y sociales— utilizar una sola lengua.
Ningún otro europeo empleo la imprenta con más eficacia
Para promover y manipular ese sentido de identidad nacional generado por la letra impresa como el reformador protestante alemán Martin Lutero. Las imprentas llevaron a las calles su lucha contra el papa con sorprendente velocidad. Una versión impresa de sus críticas a la Iglesia romana circulaba por todos los rincones de Alemania a las dos semanas de su publicación, y por toda Europa al cabo de un mes. De forma significativa, su llamamiento de 1520 en demanda de apoyo llevaba por título A la nobleza cristiana de la nación alemana. Se vendieron 4 000 copias en tres semanas, y antes de que terminara el año se habían impreso trece ediciones.
Más tarde, cuando utilizo la imprenta para divulgar su Biblia, que llego a alcanzar cuatrocientas treinta ediciones, Lutero expreso claramente su deseo de incorporar a sus connacionales a una sola unidad lingüística, que sería más fácil de influir y controlar.
Afirmaba: «Quiero que se me entienda tanto en el norte como en el sur de Alemania», y para conseguirlo uniformizo el vocabulario y la ortografía del alemán y proscribió los dialectos. La primera gramática de la nueva lengua panalemana apareció en 1525. Dado el deseo de los editores de obtener cuantiosas ganancias de sus inversiones, en cada lengua europea se procuro igualmente la normalización de la gramática y el vocabulario para crear un mercado lingüísticamente homogéneo. Gracias a los esfuerzos en esa dirección del impresor ingles Caxton, el dialecto londinense devino lengua nacional, y en Italia el toscano de Dante se convirtió en el italiano oficial.
En los propios textos de la época, las anteriores marcas de entonación de los manuscritos, que habían servido hasta entonces como indicadores de significado, se reemplazaron por nuevas alternativas menos peculiares. Un profesor alemán de Ulm expuso en 1473 por primera vez esas cuestiones. Para comprender un texto escrito, decía, hay que estar atento a las pequeñas marcas, es decir, a los nuevos signos de puntuación; así desapareció la necesidad de leer en voz alta un texto hasta comprenderlo, y la lectura se hizo mucho más fácil, y se convirtió en un acto privado. La tipografía freno la diversificación lingüística al tiempo que enriquecía los idiomas normalizados aportándoles vocablos dialectales. Gracias a la imprenta, la lengua misma se había convertido en un vehículo de uniformizo y codificación, allanando el camino para la «pureza» lingüística.
La multiplicación de manuales vernáculos y traducciones contribuyo también, de otro modo, al nacionalismo, ya que hizo posible el refuerzo de la «lengua materna» aprendida en el hogar ensenando a los niños a leer la misma lengua impresa. Como sucedió con el alfabeto en Grecia dos mil años antes, en los años de aprendizaje infantil el ojo podía ver ahora una versión normalizada de lo que el oído había percibido anteriormente. Y en cuanto los profesores de gramática comenzaron a impartir la instrucción primaria en la lengua vernácula en lugar de recurrir a los libros de texto latinos, la lengua y las raíces nacionales se convirtieron en una y la misma cosa.
El resultado fue quizá más obvio en la cultura y la lengua isabelina inglesa, donde mediante la circulación de libros impresos el inglés se uniformizo rápidamente en todo el territorio. El ejemplo más claro de como contribuyo esto a la estabilidad del inglés como lengua vernácula data del primer uso de la Biblia del rey Jacobo introducida en todas las iglesias protestantes en 1611 (y que seguía en uso en 1970). Con ayuda de la palabra impresa, Inglaterra se convirtió en una entidad cultural y lingüísticamente unida en torno a 1600. Desde entonces, los nuevos grupos, clases y hasta países que llegaron a formar parte del Imperio británico fueron absorbidos en una colectividad definida por su tecnología impresora.
Las nuevas lenguas impresas crearon una facilidad sin precedentes para la comunicación entre individuos que hablaban una misma lengua, ya fuera francés, inglés o español, con una gran variedad de acentos, lo que con frecuencia hacia difícil, si no imposible, la comprensión mutua en una conversación. Al leer su lengua formal común, fueron conscientes de los cientos de miles o millones de personas de su propio campo lingüístico particular.
En consecuencia, en un desarrollo que iba a durar hasta finales del siglo XX, comenzaron a enorgullecerse de esa nueva percepción nacionalista de sí mismos. Ahora había una forma de pensar inglesa, francesa o española.
En Inglaterra, la Corona comprendió rápidamente el potencial de la imprenta para inducir al conformismo ideológico, y publico un Libro de plegarias en lengua vernácula en 1549. Entre las principales justificaciones para esa iniciativa estaba la economía de producción y la uniformidad del rezo. Su creador, Cranmer, escribía en el prefacio: «Gracias a esta orden, los párrocos no precisaran de otros libros para su servicio, más que de este y la Biblia; y el pueblo no tendrá que costear la gran proliferación de compendios y devocionarios que se daba en el pasado.» El libro de plegarias de Cranmer incorporaba todos los textos de los ritos y celebraciones en un solo volumen. Añadía: «Y donde antes había gran diversidad en las oraciones y cantos en las iglesias, siguiendo algunas los usos de Salisbury, otras los de Herford o los de Bangor, las de más acá los de York, y las de más allá los de Lincoln, de ahora en adelante todas se atendrán a los mismos usos.»
La vida religiosa se hizo así más nacionalista. Anteriormente, los libros litúrgicos se confeccionaban en scriptorium monásticos aislados donde podían desarrollarse tradiciones ceremoniales locales, pero ahora la imprenta hizo posible un nuevo tipo de ritual nacional uniforme.
Enrique VIII de Inglaterra ordeno también la estandarización sistemática de la gramática, ortografía y puntuación en «un modo absoluto y uniforme de aprendizaje». La educación y la religión se fundían en el mismo molde vernáculo y conformista, como exponía claramente la introducción a la edición de 1542 de la gramática de William Lily, An Introduction of the Eyght Partes of Speche: "Y habiéndose propuesto Su Majestad que su pueblo viva en armonía con la verdadera religión, movido por su tierna bondad hacia los jóvenes y niños de su reino, ha decidido que todos ellos se eduquen en un modo absoluto y uniforme de aprendizaje [...] considerando las grandes dificultades y confusión de sus jóvenes y tiernas inteligencias [...] a causa de la diversidad de enseñanzas y reglas de gramática."
En 1545, Graiton publicó su texto de primera enseñanza, autorizado por el monarca «para evitar la diversidad de libros que han proliferado [...] y disponer de un orden uniforme para esos libros en la totalidad de nuestros dominios.
Respondiendo a este tipo de coordinación, a los pocos meses de la publicación de un texto litúrgico, destacamentos reales recorrían los pueblos y aldeas para comprobar el groado de cumplimiento en las diversas parroquias de las ordenanzas dictadas.
La imprenta dio a las nuevas autoridades nacionalistas la posibilidad de dirigir o influir sobre asuntos que concernían a amplios sectores de su población, hasta el nivel más elemental, con métodos que parecen notablemente modernos. En la batalla que siguió a la distribución de sus tesis contra el papado, Lutero utilizo la imprenta como arma propagandística para exponer su posición.
Miles de folletos, octavillas, panfletos y carteles a favor y en contra de Lutero se difundieron por toda Alemania. Este encontró en los apartados pasos de los Alpes, cuando se dirigía a un encuentro con el emperador, impresos publicados tan solo semanas antes en los que se pedía la prohibición y quema de sus libros.
Gracias a la imprenta, Europa se vio envuelta en la primera guerra propagandística a escala de todo el continente, en la que amplias capas de la población podían leer y juzgar por sí mismas las distintas posiciones.
El potencial de la imprenta para un control burocrático extensivo no escapo a la atención de los gobiernos. En Venecia apareció a finales del siglo XVI el primer censo impreso de la población.
La imprenta hizo más fácil la administración al uniformizar y simplificar la forma, contenido y distribución de los documentos oficiales. El Sacro Imperio romano-germánico promulgo las primeras leyes impresas referidas a los disturbios de la paz pública, junto con excomuniones y leyes que regulaban las amnistías, la mendicidad, los tratados de paz o la adición de agua al vino.
Con ayuda de la imprenta, las leyes se podían compilar en colecciones impresas, y la abundancia de copias de sentencias anteriores facilitaba a todo el mundo la referencia eficaz, fiable y accesible a los precedentes de un caso determinado.
Se establecieron en todas partes, negro sobre blanco, reglas de comportamiento social. En el siglo y medio posterior al invento de Gutenberg, la imprenta había racionalizado las leyes y regulaciones en una amplitud sin precedentes. En Francia, hasta mediados del siglo XVI, el proceso de codificación y reforma de las innumerables aduanas del país fue lento, pero en la segunda mitad del siglo el engorroso trabajo de los comisionados reales comenzó a cobrar uniformidad, con disposiciones idénticas en cada distrito y la adopción generalizada de los usos del Parlement de Paris.
En España, la codificación de las leyes de Castilla en 1484 fue seguida por la Nueva Compilación impresa de 1567, que contenía unos 4.000 artículos. En los restantes reinos de la Península se publicaron códigos similares. En los Países Bajos, Carlos V inicio en 1531 un programa de codificación parecido al de Francia.
La imprenta también ayudo a uniformizar los procedimientos civiles relativos a la familia, así como los derechos de propiedad y herencia, contratos y otras cuestiones. El ciudadano se sentía sin duda más seguro en ese mundo más homogéneo y menos arbitrario de la justicia impresa, aunque las nuevas regulaciones restringieran más que nunca su libertad de acción.
Como hemos dicho, la imprenta difundió el poder desde el antiguo centro papal hacia la periferia de los Estados-nación. Separo así a la gente mediante las fronteras de esos nuevos Estados, fomentando un sentimiento de separatismo nacional, conforme la actividad comercial iba haciéndose más fácil de regular y gestionar con ayuda de pasaportes impresos, salvoconductos, comunicados y todo tipo de documentos oficiales. Y como la imprenta alentaba la regulación del comercio, las economías de las nuevas naciones-Estado comenzaron a crecer y a desarrollar sus rasgos distintivos.
Los libros baratos y populares que rebosaban de las imprentas crearon también muy pronto un nuevo y amplio público lector, en particular entre los comerciantes, que sabían muy poco o nada de latín. La propaganda impresa, tanto política como religiosa, podía emplearse también para movilizar a esa creciente clase media, más ilustrada. La circulación de hojas de propaganda y grabados con retratos de los reyes y Príncipes contribuyo mucho a su popularidad. El efecto de esos retratos y estampas repetidas de los gobernantes, enmarcados y colgados desde las grandes mansiones a las cabañas de los campesinos, elevo la creación de imágenes publicas mediante los medios de comunicación, ya utilizada por los emperadores romanos, a alturas impensables hasta entonces.
Quien hizo un uso más prolífico de la imprenta con esa finalidad fue el emperador Maximiliano de Habsburgo, que encargo entre 1489 y 1500 la distribución de no menos de ochenta y cinco folletos, así como numerosas publicaciones más amplias, dando a conocer sus razones para ir a la guerra, para recaudar impuestos y para firmar tratados. A él se debe también la publicación del primer Libro Blanco gubernamental.
En un intento de cultivar su reputación como superhombre de múltiples talentos, Maximiliano también planeo una serie de libros y carteles destinados a glorificar su estirpe. Encargó a Durero y Holbein la confección de un grabado representando un «arco de triunfo» que debía ilustrar la genealogía de la Casa de Habsburgo, colmado de referencias a las hazañas del propio Maximiliano.
La obra acabada ocupaba noventa y dos hojas que cubrían una pared de tres metros y medio de altura. Otro encargo de Maximiliano, la Procesión triunfal, era aun más grandioso, compuesto por ciento treinta y cinco grandes hojas impresas que cubrían un muro de cincuenta y cuatro metros.
Pero aunque la imprenta hacia más fáciles la propaganda y el control social, era un arma de doble filo, porque también hacia más efectiva la disidencia, y por eso su uso quedo pronto regulado mediante la censura, primero de la Iglesia católica y luego de todos y cada uno de los monarcas europeos. Para todas las autoridades, el temible volumen de letra impresa representaba una amenaza potencial gravísima para la estabilidad y el conformismo social. En 1559, la Iglesia católica cerceno las traducciones vernáculas de la Biblia en Italia, permitiéndolas únicamente en los países donde la Reforma encarnaba un peligro. Una medida de la ventaja que de todas formas mantenía la imprenta sobre la censura viene dada por el hecho de que el Índice de libros prohibidos promulgado por el Concilio de Trento en 1563 tuviera que ser editado diez veces en tan solo treinta años.
Nada puede ofrecer mejor reflejo de la preocupación de los poderosos ante las oportunidades que la imprenta brindaba a la subversión, que la decisión del aterrorizado rey católico de Francia Francisco I de prohibir la impresión en su país de cualquier libro, bajo pena de muerte en la horca. La razón para esa iniciativa desesperada fue que las fronteras orientales de Francia quedaban al alcance de Estados y ciudades protestantes, donde se editaba un cuantioso número de libros que pasaban fácilmente de contrabando.
La prohibición pretendía asegurar que en Francia no se imprimiera ningún libro, de forma que cualquiera que se encontrara en el país fuera, por definición, ilegal.
En la comunidad protestante, el afán de alfabetización para llevar la palabra de Dios a cada lector introdujo otras formas, más intimas, de control. Era más fácil modificar la conducta individual mediante libros que llegaban a todos los hogares alfabetizados que desde el pulpito, por la simple razón de que había más libros que predicadores. Los puritanos reconocerían esto poco después, poniendo en circulación un conjunto de estrictas normas y regulaciones de la conducta hogareña bajo la forma de recopilaciones de «consejos» domésticos como la Ordenación de las familias puritanas de acuerdo con las directrices de la palabra de Dios, de 1598.
A principios de la década de 1660, las reglas de conducta de |a Iglesia puritana se especificaron en requerimientos oficiales, distribuidos ampliamente para que incluso los laicos pudieran delectar y denunciar a la congregación de los fieles o a las autoridades eclesiásticas los comportamientos desviados.
Las autoridades pudieron fomentar también entre sus súbditos sujetos a las reglas impresas un sentimiento colectivo de cultura e identidad nacional, gracias al nuevo sentido de la historia generado por la imprenta, a partir de la publicación a comienzos del siglo XVI de los clásicos de la Antigüedad griega y romana, que habían asombrado y entusiasmado a buen número de lectores renacentistas.
Luego los reyes (y los fabricantes que trabajaban para ellos) empezaron a considerar su propia historia, buscando pruebas de su respetabilidad dinástica. En el siglo XVI, el inglés William Camden escribió una historia titulada Remaines Concerning Britaine, compilada, como él decía, «por amor al país», que incluía las vidas de los reyes así como descripciones de las diversas regiones y sus habitantes, lenguas, nombres, heráldica, monedas, atavíos, caminos, pueblos, ciudades, paisajes y recursos naturales. Con el mismo propósito, un grupo de historiadores ingleses fundaron en 1572 la Sociedad Isabelina de Anticuarios para estudiar y preservar viejos manuscritos ingleses, y en 1577 William Harrison publico An HistoricalDescription of the Land of Britaine. Por esa misma época surgió en Italia un historiador nacional en la persona de Francesco Guicciardini, quien escribió una Historia de Florencia y una Historia de Italia, que se ocupaba principalmente de los asuntos diplomáticos de los Estados italianos desde la invasión de Carlos VIII de Francia en 1494 hasta la elección del papa Pablo III en 1534. Aunque España, unificada territorialmente, carecía de unidad cultural, también tuvo su historiador patriótico, Juan de Mariana, cuyas Historiae de rebus Hispaniae, traducidas más tarde al castellano, pretendían dar a conocer en Europa la historia de sus reinos. En 1555, Olaus Magnus publico una amplia obra sobre los pueblos nórdicos, para mostrar las grandes hazañas de los suecos, mientras que el jesuita Albertos Vijukas Kojalavicus escribió en el siglo XVII la primera historia de Lituania.
Los alemanes comenzaron a interesarse por su propio pasado buscando pruebas de la antigua civilización germánica, y en 1455 causo gran sensación el descubrimiento de la Germania de Tácito en el monasterio de Hersfeld. A partir de ese libro reconstruyeron triunfalmente un tipo alemán ideal, basado en el contraste que Tácito había establecido entre la sinceridad, libertad y simplicidad de los barbaros germanos, y la degeneración y servilismo de sus propios compatriotas. Así, desde el testimonio de un romano, los alemanes pudieron asumir la superioridad del carácter germano sobre el de sus contemporáneos europeos.
Esas pretensiones de superioridad llegaron a su culmen al extenderse la fabula de que la lengua de Adán —y por tanto de los primeros humanos— había sido el alemán, que debía alcanzar de nuevo la posición dominante que le correspondía cuando el Imperio consiguiera el control del mundo y estableciera la autentica Pax Germánico. El humanista Heinrich Babel, al ser coronado con el laurel de los vates patriotas por el emperador Maximiliano en Innsbruck, en 1501, proclamo en su discurso de agradecimiento que los germanos habían conquistado prácticamente el mundo entero, subyugando a numerosos pueblos.
Desde el punto de vista de los Reyes y Príncipes, esas historias tenían un importante resultado práctico, al reforzar el sentimiento independentista de cada una de las nuevas naciones-Estado. En los países protestantes, especialmente, ayudaban a los monarcas en sus intentos de independizar a sus administraciones del control papal. Esto se vio facilitado por una cadena de acontecimientos, impulsados por el aliento romano a la impresión de Biblias en las lenguas vernáculas, que iba a debilitar finalmente a la cristiandad católica, en un efecto inesperado y escandaloso. En ese caso, el resultado iba afectar al núcleo mismo de las creencias religiosas, confiriendo a las autoridades seculares un nuevo don con el que controlar el mundo e intervenir en el.
Ese proceso se desencadeno en 1545, cuando Roma convoco un Concilio en la ciudad italiana de Trento para adoptar medidas con las que combatir la herejía luterana. Entre ellas, el Concilio autorizo, a fin de uniformizar los ritos, la publicación de versiones Contrastadas de todos los textos litúrgicos católicos. Christophe Plantin, impresor de Amberes (en aquel entonces bajo el control del rey católico de España, Felipe II, estableció allí la mayor editorial de Europa, que contaba con una amplísima red de oficinas y agentes de ventas, desde Noruega hasta el norte de África, mediante la cual no solo vendía libros sino que mantenía un provechoso trafico de importación y exportación de ciruelas, vinos, ropa interior francesa, caprichosos artículos de cuero, espejos y basculas.
Plantin había fundado su imprenta en Amberes en 1555, y en su momento cumbre contaba con veintidós prensas, casi doscientos empleados, y una organización cinco veces mayor que la de su rival inmediato. Esa editorial constituía un ejemplo paradigmático de los nuevos negocios que iban surgiendo en toda Europa, asociando en una mezcla del todo insólita intereses intelectuales y comerciales. Esto ya era de por si algo revolucionario, puesto que antes de la imprenta no había motivos para que aéreas tan distintas del conocimiento especializado influyeran la una sobre la otra. El establecimiento de Plantin, como el de sus competidores, era una mezcla de taller, casa de huéspedes e instituto de investigación: en él había profesores de universidad y monjes exclaustrados trabajando como correctores de pruebas y editores, estudiosos de todo tipo revisando los textos para que en ellos no se deslizaran errores conceptuales, artistas confeccionando grabados en madera o metal, artesanos imprimiendo o aconsejando libros relacionados con su área de conocimientos, y comerciantes actuando como soporte financiero.
Plantin y sus colegas se convirtieron así en los primeros capitalistas reales, solicitando préstamos para financiar sus proyectos, compartiendo con sus socios financieros parte de sus beneficios, desarrollando planes de producción, relacionando ventas y distribución, organizando el trabajo y negociando con los huelguistas.
Sus empresas editoriales iban, además, a alterar la historia permitiendo a los fabricantes la mayor acumulación de fuerzas hasta entonces alcanzada en favor del cambio, modificando la propia naturaleza del saber y ampliando bruscamente el foso entre el especializado y el ordinario.
Ocurrió así: en 1566, Plantin escribió al secretario de Felipe II para proponerle un tipo completamente nuevo de Biblia, que cumpliría los requerimientos del Concilio de Trento y consolidaría el poder de Roma mediante un control más eficaz del laicado.
Y lo que era más importante, añadiría esplendor a la reputación del propio Felipe II. Esa nueva Biblia, que se imprimiría en todas las lenguas bíblicas (latín, griego, hebreo, sirio y arameo), estaría basada en el nuevo enfoque analítico, generado por la imprenta, de la crítica de textos.
A lo largo de los siglos, los textos manuscritos clásicos y bíblicos habían acumulado grandes cantidades de comentarios y explicaciones, escritos por lo general en los márgenes. Cuando se comenzaron a imprimir esos textos, se hizo costumbre incorporar las adiciones, sometiendo la totalidad del texto a un detallado examen para detectar repeticiones y errores y corrigiendo los numerosos fallos de los copistas. A raíz de esa labor, los editores desarrollaron nuevas reflexiones acerca del saber contenido en los manuscritos, empleando métodos de análisis textual, factual y gramatical que hasta entonces no se habían considerado necesarios, y que Plantin pretendía incorporar a su nueva edición de la Biblia.
En 1568 recibió la autorización para iniciar el trabajo, y cinco estudiosos franceses y flamencos se reunieron bajo la supervisión personal del consejero teológico de Felipe II Benito Arias Montano, quien iba a dirigir el proyecto trabajando once horas al día durante cuatro años. En 1572 se imprimieron por fin 1212 copias en ocho volúmenes de aquella obra, conocida en la época como Biblia Regia-, los primeros cinco volúmenes contenían el texto bíblico, cada uno en un idioma, y los tres últimos incorporaban como material adicional los nuevos conocimientos propiciados por la imprenta, es decir, comentarios e información relativa al texto bíblico basada en compendios de los descubrimientos eruditos más recientes.
Los apéndices editados por Montano contenían enormes cantidades de datos de todo tipo, desde genealogías bíblicas hasta mapas de Tierra Santa, pasando por notas sobre el idioma hebreo y sus orígenes, planos del templo de Jerusalén, reproducciones de antigüedades judías, historias de las tribus de Israel y ensayos sobre las monedas, pesos y medidas bíblicos. También había diccionarios y gramáticas del arameo, sirio, griego y hebreo, variantes ocasionales de algunos textos, discusiones sobre el significado de los términos empleados, índices y dieciocho artículos sobre cuestiones arqueológicas y filosóficas.
La idea prendió, y pronto aparecieron otros apéndices bíblicos por toda Europa, acompañados a menudo por ilustraciones y grabados de mapas de Tierra Santa, dibujados por afamados cartógrafos, así como planos de las ciudades bíblicas. Todo el material se racionalizaba, codificaba y catalogaba con gran esmero, ordenándolo alfabéticamente.
Los eruditos, cartógrafos, lexicógrafos y demás especialistas que prestaron ayuda a los impresores habían adquirido sus conocimientos, así como un planteamiento analítico nuevo de la información, de otros trabajos editoriales previos desarrollados al preparar versiones impresas de obras clásicas de botánica, zoología, mineralogía, medicina y anatomía. Y después de trabajar sobre esos textos y en los apéndices de la Biblia Poliglota de Amberes comenzaron a aplicar su talento a cuestiones más innovadoras.
Arias Montano, por ejemplo, acometió una historia del mundo que hacía uso del material arqueológico más reciente, proporcionando tanta información inédita e incontrolada que acabo cayendo en manos de la Inquisición española.
Otros eruditos bíblicos emprendieron, al igual que Arias Montano, investigaciones inusuales hasta entonces, desencadenando con ello tal lluvia de conocimientos que acabaría por afectar a casi todos los aspectos de la vida europea del siglo XVI y contribuiría a configurar el mundo moderno. Los nuevos especialistas del conocimiento pusieron en pie redes bibliográficas a escala europea, intercambiando entre si todo tipo de datos, desde mapas hasta instrumentos, bulbos de flores, semillas y piedras raras.
Las primeras obras del astrónomo Johannes Kepler sobre las referencias bíblicas a los cielos (y la capacidad bibliográfica que adquirió en esa tarea) le dieron el impulso que precisaba para acometer sus trascendentales publicaciones sobre dinámica planetaria.
Los compiladores de los diccionarios bíblicos siguieron produciendo gramáticas y diccionarios de las lenguas modernas para uso de comerciantes y viajeros. En 1617, por ejemplo, apareció en Inglaterra una Guía para el uso de once lenguas.
Otras obras impresas con un mercado potencial tan amplio como los apéndices bíblicos eran los almanaques, que también atrajeron a una amplia variedad de nuevos expertos. Aunque ya existían, más rudimentarios, antes de la imprenta, desde el siglo XVI en adelante se multiplicaron por toda Europa, acrecentando notablemente la cantidad de datos en circulación. En aquella época estaban destinados a un público muy general, y sus textos incluían compilaciones estacionales de informaciones útiles de todo tipo, desde tablas lunares, solares o de las mareas, hasta datos agrícolas y ganaderos, pronósticos y tablas astrológicas para los más crédulos, calendarios de fiestas para los feriantes y devotos, notas sobre alumbramientos para las comadronas, aritmética y precios de los artículos para los comerciantes, y predicciones meteorológicas para todos.
Hacia 1600, los almanaques ingleses estaban bastante estandarizados, e incluían normalmente una sección sobre fechas de interés y cuestiones legales, así como otro tipo de material sobre las estaciones, indicaciones médicas relevantes y notas sobre agricultura.
A menudo se añadía una sección en la que aparecían listas de ferias comerciales y sus lugares de celebración, y cierta edición incluía una página en blanco junto a la correspondiente a cada mes para que sus usuarios pudieran hacer en ellas sus propias anotaciones. En la Europa de comienzos del siglo XVII se vendían cada año unas 400.000 copias de esos almanaques.
Con el paso del tiempo, los datos contenidos en los almanaques alentaron a su vez el desarrollo de disciplinas más especializadas, cada una de las cuales precisaba de su propio almanaque: para los marinos, para los tejedores, para los policías, para los granjeros, etc. Cada una de esas publicaciones uniformizaba los datos especializados y ayudaba a institucionalizar las practicas consensuadas para su incorporación a las diversas actividades artesanales o comerciales.
Los almanaques también contribuyeron a la creación de nuevas redes comerciales proporcionando tablas uniformes para el cómputo de los costes salariales y de diversos artículos, así como tablas de conversión de pesos y medidas y distancias entre mercados.
Conforme crecía el interés por la ciencia y la tecnología clásicas con la publicación de obras especializadas, proliferaban las compilaciones de conocimientos clásicos. Los comerciantes y matemáticos disponían desde 1494 del libro de texto de Pacioli sobre algebra y geometría. Los arquitectos, astrónomos y agrimensores recibieron alborozados la primera edición de los Elementos de Euclides, impresa en Basilea en 1533, el mismo año en que aparecieron la obra de Regiomontano sobre trigonometría y la de Frisio sobre triangulación. Los médicos se beneficiaron de la publicación en 1543 de la obra del anatomista belga Vesalius, seguida poco después de otras sobre el contagio de enfermedades, patología, reproducción y cirugía. Los constructores de barcos pudieron leer la primera edición de Arquímedes en 1544, y en los ocho años que siguieron a 1551 se publicaron nueve obras importantes de ornitología y zoología terrestre y marina.
También se publicaban obras sobre cualquier tema útil para la comunidad rápidamente creciente de fabricantes que trabajaban en los campos de la arquitectura, balística, agrimensura, magnetismo, maquinaria, cosmología, Astronomía, navegación, armas, fortificación, geología, mineralogía y metalurgia, tintes y textiles. Ese torrente de literatura regularmente actualizada difundía información técnica normalizada por primera vez en la historia y alentaba el rápido desarrollo de nuevas habilidades especializadas.
Los libros de texto y manuales comenzaron a socavar la posición social de los ancianos. Si hasta entonces la juventud se había sentado a los pies de sus mayores para recibir de ellos el saber acumulado a lo largo de décadas de experiencia, ahora se podía aprender sencillamente abriendo un libro.
Con cada nueva publicación, el conocimiento se hacía más fragmentario y esotérico. Después de que las primeras ediciones reprodujeran la obra de las autoridades clásicas, los especialistas sabían lo suficiente para ensayar y juzgar desde su propia experiencia.
Los anatomistas, por ejemplo, abrían los cuerpos y veían por si mismos los errores de los antiguos con respecto a la posición de los órganos y los sistemas circulatorios.
La obra más innovadora de ese tipo fue quizá la de los botánicos de la universidad luterana de Wittenberg. El propio Lutero era un entusiasta naturalista y gran amante de las plantas (su emblema era una rosa), y quería que los conocimientos sobre la naturaleza estuvieran al alcance de la gente corriente. Los botánicos de Wittenberg se beneficiaban de la existencia de una escuela médica y de la inclusión de textos clásicos de ese tema en el currículo de humanidades. La razón de ese interés especial por la botánica era que los medicamentos de la época se preparaban a partir de hierbas y raíces. Así, en 1529, Caspar Cruciger, profesor de teología en Wittenberg, estableció dos jardines botánicos en las afueras de la ciudad porque creía que más pronto o más tarde las plantas proporcionarían remedios para todas las enfermedades.
Valerius Cordus dejo Wittenberg en 1542 para emprender un viaje que lo llevo por toda Alemania e Italia, a partir del cual escribió una Historia de las plantas, impresa en 1561. Rauwolf, otro luterano, viajo desde Augsburgo al Próximo Oriente, donde recogió un herbario de 843 plantas que todavía se conserva en la Universidad de Leyden. El holandés Willem Quackelbeen viajo por Turquía, de donde trajo el castaño de Indias, lilas y tulipanes.
Las antiguas autoridades clásicas habían identificado antes de la imprenta seiscientas plantas, pero gracias a ella ese número había aumentado en 1643 hasta más de seis mil.
El don de la imprenta genero en todas partes una forma distinta de concebir el mundo. Existían obviamente cosas desconocidas por los autores clásicos, otras no descubiertas todavía, y formas de mejorar lo que ya se sabía. La imprenta engendro así una fiebre por la novedad, despertando en los europeos un potente deseo de cambio y progreso, haciendo a la gente consciente de la historia y aportando nuevos conocimientos con cada edición. En la segunda mitad del siglo XVI, la mayoría de los títulos de libros especializados impresos —cabe recordar que casi no había libros no especializados— incluían la palabra que se iba a asociar desde entonces con los fabricantes: «nuevo» (Nueva ciencia, Un nuevo teatro de máquinas, Un nuevo instrumento, etc.).
El problema para las autoridades era hasta que punto y en qué forma podían distribuirse inocuamente todas esas novedades sin causar trastornos. Desde los primeros años de la imprenta, la proliferación de datos había espoleado los intentos institucionales de asegurar que la alfabetización no se convirtiera en un elemento desestabilizador, utilizando los libros como agente de control social, limitando la cantidad y el tipo de nuevos conocimientos al alcance del público ordinario.
Los libros de texto, que la imprenta puso a disposición del público en grandes cantidades, uniformizaron los conocimientos y los hicieron ideológicamente aceptables, pero incluso entonces no todas las autoridades estaban conformes. Algunos consideraban los libros como «antojos del pueblo», y ya en 1498, en Maguncia, había quien se quejaba de que «todo el mundo quiere ahora leer y escribir». La educación alcanzo una gran relevancia para asegurar una gestión adecuada del conocimiento. El número de escuelas católicas en Europa se vio pronto superado por las de la nueva religión protestante, ya que Lutero estaba muy preocupado por la educación y adoctrinamiento de los jóvenes. Obsesionado por la necesidad de crear una sociedad jerarquizada y totalmente ordenada de creyentes alfabetizados y dóciles, Lutero estructuro la educación como un proceso gradual con exámenes estandarizados para ir comprobando el nivel de capacidad de los jóvenes y poner de manifiesto sus desviaciones o deficiencias.
Ese proceso de clasificación por niveles facilitaba la detección de los más aptos para asumir posiciones de autoridad. Surgieron expertos en pedagogía dedicados al control y administración del proceso de adoctrinamiento. Por recomendación luterana, los currículos se hicieron oficiales, el aprendizaje de los profesores quedo bajo el control del Estado, se imprimieron textos aprobados por las altas instancias, y el uso de la lengua vernácula en lugar del latín permitió que el nuevo régimen llegara hasta las capas más bajas de la sociedad.
La alfabetización se convirtió en el norte de Alemania en un requisito para la confirmación, que a su vez lo era para el matrimonio, y de esa forma quien quisiera casarse tenía que pasar primero por el control del sistema y recibir su aprobación. Entre 1530 y 1600 se promulgaron, tan solo en Alemania, más de un centenar de ordenanzas relativas a la educación. En el ducado de Wurtemberg, por ejemplo, se estableció en todas las ciudades y pueblos un sistema escolar de cinco años de duración, que constaba de un nivel primario en alemán y otro secundario en latín, con el mismo curriculum y libros de texto uniformes, preparando a los jóvenes para un examen — el mismo para todo el Estado— que los capacitaba para el desempeño de cargos eclesiásticos y administrativos. Los daneses, suecos y holandeses siguieron pronto el ejemplo alemán.
La Iglesia católica respondió a esa amenaza creando los colegios de los jesuitas de Ignacio de Loyola, el primero de los cuales se abrió en la ciudad portuguesa de Coimbra en 1542. En un principio se trataba sobre todo de formar a nuevos sacerdotes, educándolos en latín, pero los jesuitas se implicaron muy pronto en la enseñanza ordinaria, y en 1546 comenzaron a admitir externos laicos en sus colegios. El énfasis jesuita en la uniformidad y sus buenos resultados —en el contexto de una administración centralizada para todo el continente— dieron lugar a un sistema pedagógico que, en términos de control social, estaba muy por delante de cualquier otro en Europa. Las materias de cada curso estaban muy formalizadas, y se ensenaban bajo una estricta supervisión teológica, controlando constantemente los profesores, prefectos y rectores los avances de sus alumnos, con el fin de asegurar su sumisión.
Lutero y Loyola habían establecido así, por distintas vías, el sistema educativo como agente principal de diferentes sistemas de creencias, pero cuando en el siglo XVII se establecieron las primeras Academias o Sociedades Reales de Conocimientos surgió otra figura clave de la educación. Se trataba del checo Jan Amos Komensky (en latín Comenius), cuya finalidad, aparentemente democrática, consistía en «ensenar todo a todos». La Gran didáctica de Comenius fue el tratado educativo más importante del siglo, y en él se detallaba «un método para ensenar a los niños todo el conocimiento ». Por ese don se le ha llamado Padre de la Pedagogía.
Concentró su interés en lo que más preocupaba a los educadores: la necesidad, en una época de intercambios comerciales rápidamente crecientes, de utilizar la educación como un instrumento para inculcar conocimientos «útiles». Los niños recibían ahora en la escuela instrumentos con los que podían hacer la experiencia de distintos tipos de trabajo, y optar pronto por una vocación.
Comenius insistía en el potencial de la educación para controlar y predecir el comportamiento humano, «ya que no habrá razones para disentir cuando a todos se les hayan presentado las mismas verdades claramente».
Las escuelas inglesas, los liceos franceses y los institutos alemanes siguieron esa llamada vocacional de Comenius, apoyada por los comerciantes deseosos de preparar a sus hijos para el nuevo capitalismo, proporcionándoles enseñanza fuera del control directo de la Iglesia. Las nuevas escuelas comerciales ensenaban a leer y escribir y también aritmética, lo más esencial para el éxito en aquella economía en expansión.
Así pues, al tiempo que la imprenta hacia posible la transmisión de un acrecentado cuerpo de conocimientos sin riesgo de perdidas o deterioro, las nuevas instituciones educativas contribuían por su parte a entrenar a gente para nuevas organizaciones especializadas que podían beneficiarse del conocimiento "útil".
Solo era cuestión de tiempo que las burocracias, controladas a su vez por el Estado, tamizaran los datos más aplicables socialmente y regularan su uso por estamentos que pronto se conocerían como "profesiones". Su principal objetivo iba a ser, como siempre sucede con los especialistas, defender y mantener el carácter exclusivo de su cuerpo particular de conocimientos y sostener el orden social y a sus reales patrones.
En 1518, Enrique VIII de Inglaterra, considerando cuan ventajoso le sería poner bajo control del Estado a esos fabricantes de saberes, fundó el Real Colegio de Medicina en Londres, y le otorgo poder para perseguir los errores médicos y para redactar sus propios estatutos, promulgar sus propias ordenanzas, organizar encuentros y conceder licencias. Los cirujanos establecieron en 1540 su propia Compania para regular su recién nacida profesión, para incorporarse a la cual había que pasar exámenes teóricos y prácticos, con temarios prescritos y muy detallados. Ese mismo año se estableció el Colegio Real de Médicos, con poderes parecidos, y en 1617 se fundó la Sociedad de Farmacéuticos, que distinguía tres niveles de afiliación, con su propio salón de actos y un huerto para el cultivo de hierbas medicinales.
Conforme se afianzaban las profesiones mediante la imprenta, sus miembros empleaban cada vez más los libros para comunicarse entre sí, en una jerga que se hacía cada vez más incomprensible para los profanos. Sin embargo, esa comunidad esotérica de fabricantes especializados, escritores y lectores, se iba a ver sacudida por ciertos hechos que parecieron amenazar la mismísima credibilidad del conocimiento impreso sobre la que descansaba el poder recién adquirido. Su efecto generaría una concepción radicalmente diferente del conocimiento, sobre dónde encontrarlo y qué hacer con él.
El acontecimiento que desencadeno ese cambio trascendental fue tan extraordinario que cuando se extendió la noticia (unos treinta años después de que sucediera), la mayoría de la gente simplemente no creía que fuera cierta. Se trataba del descubrimiento de América.


Capítulo 6
Nuevos mundos

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El 22 de julio de 1502, el gerente de la rama española de una agencia florentina de transportes marítimos atracaba en Lisboa tras un recorrido por la costa de lo que hoy es Brasil. Era su tercer viaje transatlántico, y le hizo famoso a raíz de la aparición de su nombre impreso en un planisferio dibujado en 1507 por el cartógrafo francés Martin Waldseemuller, en el que se señalaban los lugares visitados por aquel marino, Américo Vespucio.
El mapa de Waldseemuller origino un autentico vendaval en Europa, al mostrar el mundo tal como Vespucio lo había visto, con un continente nuevo en medio del océano que la separaba de Asia. Colón nunca había pensado que las cosas fueran así, y en todo caso desde 1492 era muy poco o nada lo que se había hablado de ello.
Vespucio relato sus viajes en 1505, en una carta que titulo "Mundus Novus", y que en 1527 ya se había publicado en veintitrés ediciones en latín y treinta y siete en lenguas europeas modernas.
Para entonces, la gente había comenzado a llamar a aquel continente con la denominación que Waldseemuller había acuñado a partir del nombre de pila de Vespucio: "América". Y el descubrimiento de América iba a causar la sensación que cabe imaginar.
Desde los tiempos de la primera hacha de piedra, los dones de los fabricantes habían otorgado a las instituciones gobernantes los medios para configurar el mundo. Cada vez que lo hacían aparecían nuevas estructuras y sistemas, ya fueran los refugios construidos por los cazadores-recolectores, las leyes para controlar las ciudades de Mesopotamia, la lógica griega para establecer la conformidad con la investigación de los procesos naturales, el truco medieval de «reproducir el fenómeno», o las nuevas profesiones reguladas por la imprenta. Pero ahora iba a surgir un tipo enteramente nuevo de saberes, al quedar claro que el mundo no era como hasta entonces se había creído.
Es paradójico que esos nuevos conocimientos tuvieran como origen un hecho que había sorprendido a los propios fabricantes de hachas, abriendo las compuertas a un flujo de saberes que no habían elaborado ellos y que provenía de una fuente de la que no tenían ni noticia. Su respuesta al problema así creado cobro la forma de un don que iba a aportar a la comunidad beneficios muy superiores a los dispensados hasta entonces, poniendo al mismo tiempo el saber especializado fuera del alcance del público ordinario, al situarlo en esferas nuevas y artificiales. A ese don lo llamamos «ciencia».
Los informes de Vespucio sobre el Nuevo Mundo desestabilizaron la sociedad europea, al iniciar un proceso que acabaría por poner en cuestión la validez de las premisas sobre las que descansaba hasta entonces el poder. El núcleo de las creencias ideológicas europeas era que la Tierra ocupaba el centro del universo; que todo, en los cielos y en la tierra, tenía su lugar, asignado por Dios; que solo había tres continentes; y sobre todo, como explicaba la Biblia, que todas esas cuestiones habían sido fijadas por Dios en el momento de la Creación, y que por tanto nadie podía modificarlas.
Parecía como si el descubrimiento de América, que no figuraba en la Biblia, arramblara con todo aquello, y a la vez con la totalidad del orden social construido durante dos mil años de autoridad teológica y filosófica. El método medieval para recorrer el camino hasta la verdad se había revelado como un fracaso, ya que no había preparado a la gente para la eventualidad de que hubiera un continente más.
Un problema aun mayor procedía del hecho de que América estuviera poblada por gentes primitivas que llevaban una vida natural, sin conocimiento aparente de la política o la historia de la cristiandad, y que pese a ese desconocimiento habían sobrevivido muy felizmente en sociedades organizadas sobre el principio de la adscripción voluntaria que al parecer funcionaban bastante bien. Ese descubrimiento propicio pronto en Europa el desarrollo de la idea de «asociación libre», un fundamento social que podía (se decía) ser mejor que las viejas formas sociales europeas cuya existencia dependía de la sumisión a la autoridad. Esa idea implicaba que las comunidades se formaran a partir del consentimiento asumido por sus miembros, decidiendo voluntaria y libremente sus leyes, como parecía ser el caso de las tribus «primitivas» americanas. Era algo ciertamente chocante en el siglo XVI, pero cien años más tarde esa idea iba a influir en el pensamiento de John Locke y a través de él en el de los fundadores de las republicas norteamericana y francesa.
América había permanecido aparentemente al margen del contacto con los europeos o cualquier otra influencia, de forma que, al menos en principio, ofrecía una oportunidad única para la observación y estudio de la obra de Dios, libre de las constricciones del pensamiento clásico: pero cualquiera que lo intentase podía adentrarse en un territorio filosóficamente peligroso, ya que no existían modelos oficiales para clasificar y controlar la incorporación de esos nuevos datos a la sociedad. Así pues, lo primero y principal para las instituciones de la Iglesia y el Estado era la urgente necesidad de ofrecer una definición inequívoca y segura de aquel «hecho» no previsto, de forma que los nuevos saberes que generara fueran socialmente aceptables.
La búsqueda de esa definición iba a afectar radicalmente a la propia idea de saber, aportando un instrumento para el cambio que permitiría a los fabricantes la creación de mundos enteramente nuevos. Para las autoridades era prioritario desarrollar alguna forma de controlar la recopilación de esos datos, y de decidir a quién podía permitírsele conocerlos. Las novedades llegadas del Nuevo Mundo, como las pinas, patatas, pavos y cactus, causaron una revisión estupefacta de las técnicas utilizadas hasta entonces en el estudio de la historia natural. El descubrimiento de especies desconocidas demostró la superioridad de la observación directa de la naturaleza y revelo las debilidades del anterior uso acrítico de las definiciones clásicas. En un primer momento se realizaron intentos de mantener las cosas en el marco de las viejas categorías, pero su inadecuación quedo pronto de manifiesto por la terminología que se utilizaba, por ejemplo, para describir al recién descubierto tapir: «En parte toro, en parte elefante, y en parte caballo.» El termino ingles pine-appley el francés pomme de terre («manzana de tierra: patata») reflejan también esos iniciales intentos de que las nuevas cosas se acomodaran a-las viejas descripciones.
Lo más urgente era, pues, clasificar y poner nombre a todo.
Una vez que las cosas tuvieran nombres, se pensaba, se las podría controlar. El primer jardín botánico europeo en recibir nuevas especies para su clasificación se estableció en Padua, tomando como modelo la descripción de Cortes de los grandiosos jardines de Moctezuma. En 1577, Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias español, organizo una oficina para la recogida de información que distribuía cuestionarios impresos a cuantos volvían de América. Cuando se establecieron en Sevilla, poco después, los Archivos de Indias, la estructura administrativa para registrar y ordenar los datos provenientes de América ya estaba constituido.
Conforme volvían más y más viajeros del nuevo continente, más preguntas traían consigo, que socavaban todo tipo de autoridad.
¿Cómo podía ser que aquellos amerindios, desnudos y salvajes, descendieran también de Adán y Eva? Si Ptolomeo —la incuestionable autoridad alejandrina en cuestiones geográficas, y en cuyos mapas se basaba toda la cartografía contemporánea— no sabía nada de América, ¿podía uno fiarse del resto de sus datos? Si el supremo Aristóteles se había equivocado en cuanto al número de continentes, afirmando que solo eran tres, ¿podía confiarse en sus métodos de clasificación de la naturaleza, sobre los que se había construido toda la vida intelectual europea?
Pero lo peor estaba todavía por llegar. Al mismo tiempo que se alzaban dudas sobre la configuración de nuestro planeta, también se planteaban cuestiones semejantes sobre la naturaleza del cosmos. El pensamiento cosmológico oficial de la época seguía la descripción aristotélica de la Iglesia que presentaba el universo como una serie de esferas invisibles rotatorias, hachas de un material etéreo, en las que se alojaban respectivamente el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas. En el centro estaba la Tierra, inmóvil e inmutable.
Ese sistema cósmico había constituido durante siglos la base de la gestión social, al deducirse de él el calendario de las celebraciones litúrgicas que los fieles estaban obligados a seguir, ya que de otro modo pondrían en peligro sus posibilidades individuales de salvación eterna. Desgraciadamente, el cálculo astronómico occidental había permanecido prácticamente inalterado desde el siglo i, cuando Ptolomeo modifico el modelo aristotélico, introduciendo la idea de que algunos planetas giraban en esferas más pequeñas ligadas a su esfera principal, a fin de explicar la forma en que algunos de esos cuerpos celestes, como Marte, parecían a veces ir hacia atrás. En el siglo XVI, el sistema se había modificado para incluir nueve de esos «epiciclos», y era desesperadamente impreciso.
El cálculo exacto de la Pascua a partir de las posiciones relativas del Sol y la Luna se había hecho imposible, y el sistema de Ptolomeo había fracasado, al perder la festividad principal de la Iglesia.
Pero como era teológicamente vital volver a poner en su sitio la Pascua, Roma pidió a uno de sus astrónomos, un polaco de nombre Copérnico, que resolviera el problema. Copérnico lo hizo, aunque para ello se vio obligado a idear (en 1513, aunque no se publico hasta 1543) un modelo alternativo, consistente en un sistema cuyo centro era el Sol, mientras que la Tierra no aparecía más que como uno entre otros varios planetas.
Ese nuevo sistema tenia consecuencias turbadoras, ya que rechazaba el aserto mantenido durante tantos siglos de que la humanidad gozaba de una posición especial en el centro del universo, como correspondía a una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Esto debilito, naturalmente, la autoridad suprema de la Iglesia, empeñada en mantener la veracidad de tal aserto. Durante un tiempo, Roma trato de embarullar la cuestión, descalificando el don de Copérnico como una «ficción matemática» que simplemente «salvaba las apariencias» con una elaboración puramente teórica. En cualquier caso, Dios sabía que Copérnico estaba equivocado.
A lo largo del siglo XVI, la cosmología tradicional se vio gradualmente socavada por nuevos datos astronómicos. La aparición de cometas y supernovas desafío una vez más la opinión aristotélica de que los astros eran inmutables e incorruptibles. Del mismo modo, la naturaleza especial de la que se suponía que estaban hechos los cielos permitía mantener que constituían el único lugar en el que se producía un movimiento circular. Según Aristóteles, el movimiento de los cuerpos en la Tierra solo podía ser rectilíneo.
Los objetos arrojados (o disparados por un canon) tenían que moverse en línea recta, para caer luego al suelo cuando perdían su «ímpetu».
Por aquel entonces, el italiano Niccoló Fontana (más conocido como Tartaglia, o «tartamudo»), especialista en artillería, dio al traste con esa teoría al mostrar, tratando de lograr el máximo alcance para sus cañones, que las trayectorias balísticas eran, de hecho, parabólicas. Ese descubrimiento de un fallo en el esquema aristotélico llevo poco a poco al convencimiento de que era preciso describir los fenómenos de un modo más fiable, con la ayuda de mediciones. Esa pretensión condujo a una técnica completamente nueva para la obtención de datos acerca del mundo, basada en la observación individual. Pero una investigación personal y cuantitativa del mundo era lo último que podía desear la Iglesia, ya que incitaba a la duda y el juicio independiente.
Pionero de esa nueva técnica que iba a cambiar el mundo fue el profesor italiano de matemáticas Galileo Galilei. En 1603 ensayo en Padua un planteamiento completamente diferente del estudio de los fenómenos naturales, con el que busco por primera vez matemáticamente la respuesta a un problema, tratando luego de demostrar la validez de la solución mediante la experimentación.
Utilizo ese nuevo método para estudiar el problema de la caída de los cuerpos. Aristóteles había dicho que los objetos caían buscando su posición natural sobre el suelo, y que lo hacían cada vez más rápidamente debido a la felicidad que les causaba el hallarse más cerca de su objetivo. Galileo propuso una solución radicalmente distinta (que también explicaba, de paso, las trayectorias parabólicas de Tartaglia), según la cual todos los cuerpos caían de la misma forma y con la misma aceleración, obedeciendo a una ley de la naturaleza que podía deducirse matemáticamente y comprobarse experimentalmente.
Hizo rodar una bola por un plano inclinado en el que se habían marcado surcos con cuerdas de tripa, y con la ayuda de un péndulo midió el recorrido de la bola en periodos iguales de tiempo.
El experimento mostró que la distancia recorrida por la bola al rodar desde la posición de reposo era proporcional al cuadrado del tiempo empleado. Galileo hizo ver así que podía partir de una abstracción matemática demostrando su validez mediante experimentos, y deducir de ese modo una ley general para el comportamiento de los cuerpos en su caída. Y lo que era más importante, había probado que se podía modelar la naturaleza con ayuda de las matemáticas, analizar un problema en términos de sus principios básicos, y generar con ello ciertos conocimientos de aplicabilidad universal.
Por esa misma época, un abogado y aristócrata inglés, de nombre Francis Bacon, se planteaba la cuestión de la certidumbre en el conocimiento desde una perspectiva completamente diferente, aunque complementaria. En 1620 propuso nada menos que un enfoque enteramente original del problema de la obtención de información, en una gran obra titulada Novum Organum («Nuevo sistema»), con la que pretendía reemplazar el Organon de Aristóteles, el «viejo» sistema utilizado hasta entonces en el pensamiento analítico.
Bacon creía que el sistema copernicano, el descubrimiento de América y los nuevos datos provenientes de todos los rincones del mundo habían provocado una crisis general del saber. Escribía: «La mente del hombre [...] es como una bola mágica de cristal, llena de supersticiones e imposturas [...].» América y la nueva cosmología habían debilitado el terreno de la autoridad, y ya no existía una cristiandad unida. El descubrimiento por Galileo de la orografía de la Luna había refutado la opinión de Aristóteles, y Copérnico había socavado la estabilidad fundamental del modelo cósmico universal junto con la estructura social basada en el. El poeta y eclesiástico John Donne expreso esa sensación cercana al pánico originada por la crisis: «La nueva filosofía pone todo en cuestión.»
Reinaba la confusión, porque nadie sabía ya cuales eran los conocimientos oficialmente aprobados. En un mundo en el que el castigo al pensamiento herético podía ser la muerte, no era algo baladí. Para Bacon, la crisis era tan fundamental que marcaba el comienzo de una nueva era, y exigía modos de pensamiento enteramente distintos. No podía llegarse a un compromiso con los sistemas aristotélicos fracasados ni bastaba con modificar otros más sofisticados como el de Ptolomeo. El planteamiento escolástico había originado además una crisis general de la enseñanza. En las salas polvorientas de las universidades, los estudiosos discutían a partir de premisas que habían quedado incapacitadas para la comprensión del mundo nuevo que amanecía, viéndose impotentes para considerar, analizar y responder las nuevas cuestiones desde el viejo mundo del pensamiento tradicional aristotélico y ptolemaico.
Nadie era capaz de afrontar el problema. Se necesitaba una iniciativa urgente si se quería preservar la estabilidad social.
El flujo de datos americanos, copernicanos y galileanos exigía reglas radicalmente nuevas para el registro de datos y sobre todo para situarlos de algún modo en un esquema general. Se necesitaban otros principios, así como otras formas de argumentación, nuevos objetivos para el conocimiento, una ética renovada, y medios para canalizar y gestionar el flujo de descubrimientos, que parecía a punto de desbordar el orden social e intelectual. Bacon pensaba que la situación era tan desesperada que «había que reconstruir desde los cimientos el edificio entero del saber».
Su «nuevo instrumento» se basaba en la observación y la experiencia, porque consideraba que el antiguo método escolástico de juzgar una teoría por la solidez de su argumentación fallaba enfrentado a los datos sin precedentes que llegaban del Nuevo Mundo.
Solo la recogida y clasificación exhaustivas de información podía aportar el tipo de certeza capaz de mantener la estabilidad social revelando de un modo nuevo y con nuevas pruebas el orden subyacente a la creación divina y la regularidad de la naturaleza y la sociedad.
Bacon también creía que la comprensión intelectual no podía ser solo el privilegio de unos pocos escolásticos de elite, ya que, después de todo, el conocimiento empírico de los artesanos corrientes había llevado a los grandes descubrimientos de la pólvora y el reloj. Los mejores resultados se obtendrían por tanto abriendo la investigación al amplio mundo de la experiencia.
Pero, pese a las apariencias, no estaba a favor de un acceso irrestricto al conocimiento, y prefería que los hechos solo estuvieran disponibles si se adecuaban al nivel social del usuario.
Pensaba que «la revelación del mundo por los navegantes y comerciantes y los descubrimientos que estos aportaban» formaban parte del plan divino. Frente a la urgente necesidad de estabilidad social en un periodo de confusión intelectual y teológica, cuando la Iglesia y sus servidores, las autoridades seculares, se veían sometidas a continuos ataques y se sentían inseguras del suelo que pisaban, el primer objetivo debía ser conseguir información que fuera útil y capaz de mejorar el nivel de vida de la población, pero sobre todo fiable. Así pues, su nuevo sistema ofrecería los datos a todos sus potenciales usuarios, la gente «legítimamente cualificada», comunicándolos en el lenguaje más claro También estableció los parámetros para el contacto creciente entre Europa y las tierras recién descubiertas, preparando el terreno para la explotación de estas: «Considérese que diferencias existen entre la vida de los hombres del país más civilizado de Europa y los de las regiones más salvajes y barbarás de las Nuevas Indias.
[...] Esa diferencia no proviene únicamente del suelo, del clima ni de la raza, sino de las artes» (por «artes» entendía, obviamente, los nuevos conocimientos adaptados a su propio estilo).
El proceso de gestión de datos propuesto por Bacon constaba de cuatro componentes esenciales, que iban a dar lugar a nuestra concepción moderna del conocimiento: hallazgo, juicio, registro y comunicación, a fin de «detectar y arrojar luz sobre cosas nunca vistas». Si tales «cosas» resultaban ser verdaderamente nuevas, para Bacon lo más importante era considerarlas bajo la fría luz de la «objetividad», término que se iba a convertir en lema de los nuevos fabricantes. En un mundo sometido al efecto de lo insólito e imprevisto, la opinión e inclinaciones personales y la prueba de los sentidos se consideraban ahora demasiado subjetivas como para ser fiables. Siempre que fuera necesario, los investigadores debían precaverse frente a posibles errores mediante el uso de instrumentos «objetivos» que corrigieran cualquier eventual deficiencia de la percepción humana.
La regulación del pensamiento mediante métodos comprobados haría más fácil el control y dominio de la naturaleza, y lo que era más importante aún, haría más fácil la sumisión y el conformismo.
Con la experimentación de Galileo y el sistema de gestión de datos de Bacon surgieron los inicios de una nueva definición del saber, del papel que debía desempeñar la teoría, y de la capacidad «objetivad ora» de las matemáticas para cuantificar los fenómenos. Solo quedaba por determinar una técnica para evaluar los datos brutos sin temor al error.
Por esa misma época, mientras Bacon formulaba su nuevo sistema, una tormenta de nieve en una pequeña ciudad de Baviera mantenía encerrado en su tienda durante un día y una noche a un ingeniero militar francés; en ese lapso de tiempo hallo, según contaba, la solución para el problema de la evaluación de los datos.
Su método iba a dar también a los especialistas un potente don con el que fabricar conocimientos. En 1637, tras pensarlo mucho, aquel ingeniero, de nombre René Descartes, publico sus ideas en un libro con el titulo Discurso del Método, en el que expuso las reglas para alcanzar la certidumbre en un mundo incierto.
El secreto estaba en lo que llamaba «la duda metódica», a la que debía quedar sometido todo cuanto no fueran verdades evidentes, hasta que se hubiera demostrado su veracidad (y para Descartes todo, especialmente los datos de los sentidos, debía someterse a esa prueba en ausencia de una «verdad evidente»). Su método proporciono la aproximación al mundo más estricta en cuanto a intervención y control, bajo la forma de una técnica llamada «reduccionismo». Como un eco de la técnica medieval de reducción y composición, un problema debía dividirse en porciones más pequeñas para comprenderlo más fácilmente y así poder resolverlo. Todo pensamiento reduccionista debía proceder de lo simple a lo complejo, y todos los asertos acerca del mundo debían expresarse en términos no metafísicos: tamaño, forma y movimiento.
Su principal preocupación (que el conocimiento sirviera para lograr el orden social) se muestra en su insistencia de una «purificación » que asentara el mundo sobre categorías firmes y claramente expresadas, que no admitieran ambigüedad o disonancia y controlando por adelantado la evaluación de cualquier experiencia.
Según el Discurso del Método, solo debía estudiarse aquello que se hubiera categorizado previamente. Con el hacha reduccionista de Descartes, los procesos selectivos y excluyentes de la percepción humana, modificados por la lengua y el alfabeto milenios antes, se veían aun más constreñidos. Pronto se aplicaría la tecnología -para convertir esas constricciones en reglas que harían aun más incomprensible la actividad de los fabricantes.
Las metáforas empleadas por Descartes sugieren más una obsesión por la uniformidad que un deseo de innovación. Exigía una "purga del pensamiento" general, volcando "el cesto de la fruta podrida". Su objetivo, como el de Bacon, era comenzar desde cero en un universo limpio de límites y estructuras preexistentes, en el que pudiera "ponerse orden". Como a otros personajes de su tiempo, le aterrorizaban las voces del relativismo, como la de Montesquieu, ensayista y comentarista político francés, cuyas Cartas persas (escritas supuestamente, para burlar la censura, por el embajador persa en Francia a un compatriota) ponían en cuestión si el modelo europeo era más cierto o más valido que el de los "salvajes" de América. Las opiniones "persas" de Montesquieu se burlaban de los valores dominantes europeos y satirizaban la actitud absolutista de sus autoridades.

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Las demostraciones matemáticas de Galileo, el empirismo de Bacon y la duda metódica de Descartes produjeron un método de investigación tan potente que permitió a los fabricantes alcanzar niveles sin precedentes de control y especialización esotérica.
El primer efecto social generalizado de la forma reduccionista de pensar fue el establecimiento de jerarquías para regular la aplicación del método científico y la gestión del flujo de datos que este iba a generar, provenientes de todos los rincones del mundo.
Esas jerarquías recibieron el nombre de «academias para la propagación del conocimiento», y en 1657 se abrió en Roma la primera de ellas, la Accademia del Cimento, con el lema «comprueba y vuelve a comprobar». Ese ejemplo fue pronto seguido por iniciativas similares en toda Europa, siendo las más selectas las francesas, en las que se limitaba el número de miembros a dieciséis.
El primer organismo oficial permanente que pudo organizar y gestionar con éxito la fabricación de conocimientos permitida por la nueva técnica se inspiro en el pensamiento de Bacon, e inicio sus trabajos como "Club de Filosofía Experimental" formado por un grupo de jóvenes que se reunían regularmente en el Wadham College de Oxford, para hablar sobre trascendentales descubrimientos contemporáneos, como la circulación de la sangre y la Astronomía copernicana.
El descubrimiento de América, la nueva cosmología de Galileo y el peligroso relativismo predicado por radicales como Giordano Bruno (el clérigo italiano al que hubo que quemar en la hoguera en 1600 por defender que el universo podía ser infinito y contener otros planetas habitados), así como la división religiosa entre católicos y protestantes y la avalancha de nuevos datos procedentes de todos los rincones de la tierra, hicieron aguzar el ingenio a los nuevos "experimentadores" para hallar una vía de gestión del conocimiento que fuera ante todo políticamente correcta.
Aunque el grupo de Oxford pretendía abandonar cuanto antes las viejas concepciones autoritarias de la ciencia clásica, también les preocupaba asentar la investigación de la naturaleza sobre una base más fácil de controlar. El país acababa de caer de nuevo en manos de los partidarios de la Iglesia de Inglaterra, que habían restaurado la monarquía tras los once años de la Commonwealth republicana dirigida por Cromwell. Pero el puritanismo radical estaba todavía vivo, y era díscolo y peligroso. Tan solo dos décadas antes, políticos puritanos radicales habían provocado una guerra civil a raíz de la cual se habían hecho con el gobierno tras ganarla y cortarle la cabeza al rey Carlos I. En un reino en el que volvía a dominar la Iglesia anglicana, el primer objetivo consistía en arrebatar los medios de comunicación y mando de las manos de los protestantes política y filosóficamente radicales (Dissen "disidentes"), que casi habían conseguido convertir a Inglaterra en una republica presidida por Oliver Cromwell.
El grupo de Wadham propuso la creación de un «Colegio para la promoción del aprendizaje fisicomatemático», iniciativa respaldada en 1661 por Carlos II al concederle el nombre de Royal Society for the Improvement of Natural Knowledge (Real Sociedad para la Mejora de los Conocimientos sobre la Naturaleza ). Esa Royal Society, que sigue funcionando todavía, serviría como modelo para los fabricantes de toda Europa durante más de un siglo, estimulando y dirigiendo la fabricación de nuevos conocimientos que más adelante se utilizarían como base para la industrialización del mundo. Por el momento, sin embargo, la finalidad clave de la Royal Society y de otras parecidas que se fundaron en toda Europa era defender el statu quo institucional organizando las nuevas técnicas (y el conocimiento que generaban) frente al supuesto ataque del "ateísmo". Por encima de todo, se afirmaba que no había conflicto entre ciencia y religión estatal, ya que el orden físico de la naturaleza se reflejaba, o debía reflejarse, en una sociedad disciplinada: cuanto más comprendiera la ciencia acerca de la naturaleza, mejor se podría mantener la estructura social. Aunque varios de los miembros de la Royal Society simpatizaban con los puritanos, en su mayor parte pertenecían a la Iglesia estatal, y eran calificados dentro de esta como «latitudinarios» por su permisividad hacia otras creencias; los latitudinarios, que insistían en el uso de la razón frente a la tradición, llegaron a ocupar altos cargos eclesiásticos como el Arzobispado de Canterbury.
El objetivo declarado de la Royal Society consistía en "controlar los asuntos" relativos a la comunidad, en la que cada individuo "cumpliría sus deberes en la condición particular de la vida, fuera esta la que fuera, en la que la Providencia lo había situado".
Al descubrir las leyes de la naturaleza, la ciencia serviría como instrumento esencial para alcanzar el conformismo social.
En su crónica de la Royal Society, escrita en 1667, Thomas Sprat explicaba el valor de los experimentos para conseguir ese conformismo:
La transgresión de la Ley es Idolatría: La razón de los hombres que menosprecian toda Jurisdicción y Poder procede de la Adoración de su propio Ingenio. Convierten en omnipotente a su propia Prudencia; se suponen a sí mismos infalibles-, establecen sus propias Opiniones y las veneran. Pero esa Idolatría vana caerá inevitablemente ante el Conocimiento Experimental, enemigo de todo tipo de falsas Supersticiones, y especialmente de la de los hombres que se adoran a sí mismos y a su propia Fantasía

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Galileo ya había mostrado que los experimentos «objetivos» podían aportar certidumbre al conocimiento, y esa técnica se iba a utilizar ahora para afianzar y legitimar la Iglesia y el Estado.
El lema de la Royal Society era (poco más o menos): "No des por cierta la palabra de nadie", y abrazaba entusiásticamente la duda metódica de Descartes. Sus miembros eran conscientes de que la aplicación del nuevo método científico podía inundarlos con "demostraciones experimentales" de cualquier cosa, por lo que introdujeron reglas para asegurar que los datos se generaran siguiendo unas normas. El propósito de la Royal Society no era entretenerse en arriesgadas discusiones metafísicas al viejo estilo, sino recoger datos de primera mano, divididos y controlados, y ocuparse de lo que llamaba "cuestiones de hecho".
Gran parte de la información de primera mano llegaba a la Sociedad procedente de «corresponsales» de todo el mundo: marinos, comerciantes y personal militar, así como viajeros ingleses u observadores extranjeros de todo tipo. La Sociedad examinaba y clasificaba los datos que le llegaban en un comité y los preparaba para su publicación en una revista, cuyo primer número apareció el 6 de marzo de 1665, en la que se describían las actividades experimentales de la Sociedad.
Esa revista, denominada Philosophical Transactions of the Royal Society, que sigue en activo, fue la primera publicación científica regular y fijo el estilo de todas las que aparecieron después.
Sus reglas de aceptación de originales exigían que los informes llegaran en un formato aprobado por la Sociedad, para facilitar a los editores la detección de pensamientos política o teológicamente desviados. La edición inaugural incluía informes acerca de los telescopios romanos, observaciones de una mancha observada en Júpiter, la predicción realizada por un francés del paso de un cometa, un yacimiento de plomo en Alemania, una carta acerca de la captura de ballenas en las Bermudas, y una evaluación de los relojes de péndulo para la navegación de altura.
A fin de comprobar «objetivamente» las pruebas aportadas, el principal dirigente de la Sociedad, el aristócrata irlandés Robert Boyle, estableció nuevos procedimientos. En su opinión, la ciencia debía revelar los grandes designios de Dios y reforzar la ortodoxia, y razonaba que el mejor modo de llegar a una prueba "objetiva" consistía en repetir el experimento ante cierto número de miembros de la Sociedad, en un acto que se denominaba "testimonio múltiple".
Solo cuando algo se había observado colectivamente de ese modo se podía aceptar por consenso como "cuestión de hecho".
También se desarrollo un vocabulario especial y una forma estándar de registrar los datos para eliminar la eventual ambigüedad de todo informe. Las reglas de la Sociedad establecían que "en todos los informes sobre experimentos [...] deben plantearse escuetamente la cuestión de hecho, sin ningún prefacio, explicaciones ni florituras retoricas".
Ahora que la Sociedad había normalizado los informes de pruebas experimentales en una fraseología oficial (que solo conocían, como es obvio, los miembros), el testimonio múltiple podía realizarse también por correspondencia, empleando descripciones normalizadas y acompañándolas de ilustraciones extremadamente detalladas. Con esas reglas estrictas y minuciosas había nacido el artículo científico moderno.
La finalidad de Boyle consistía en crear una selecta comunidad experimental, con sus propios hábitos, convenios y relaciones sociales, que sirviera como base fiable para la promoción de formas socialmente aceptables de invención y descubrimiento. Esa actividad iba a exigir un nuevo tipo de taller o lugar de trabajo oficial, regulado, desde el que se pudiera desarrollar la innovación siguiendo procesos definidos de antemano y con aparatos normalizados.
Boyle lo llamaba "laboratorio", y a los investigadores "sacerdotes de la naturaleza", cuyos experimentos se debían llevar a cabo preferiblemente en domingo y cuya labor daría lugar a esas "cuestiones de hecho" capaces de reforzar ideológica y económicamente la sociedad.
En esos laboratorios se iba a producir un manejo de los datos de nuevo estilo, «objetivo», con ayuda de instrumentos uniformes y estandarizados. Eso remediaría, como había indicado Bacon, la debilidad de los sentidos humanos, y ayudaría a evitar los argumentos metafísicos que antes llevaban a confiar en datos poco fiables que podían favorecer una indeseable heterodoxia política y teológica.
Los nuevos instrumentos iban también a extender el campo de los descubrimientos científicos y a hacerlos aun más excluyentes, ya que en muchos casos el fenómeno solo se podría observar mediante su uso colectivo. Era en ese colectivismo donde Boyle veía la principal virtud de la Sociedad, ya que en un mundo en el que era peligroso disentir, esta proporcionaba un ambiente sereno en el que llevar a cabo los debates y corregir los errores subversivos sin escándalo y sin que trascendieran al exterior. El lenguaje de la ciencia sería el de la aquiescencia. No se permitiría ningún individualismo ni dogmatismo (en el sentido en que lo entendía la Iglesia anglicana), de forma que solo cuando la comunidad de experimentadores estuviera de acuerdo en algo se convertiría en cuestión de hecho.
Que la Royal Society no era la organización democrática de la ciencia que proclamaba ser se constata en el hecho de que a los científicos no anglicanos que no pertenecían al grupo de experimentadores se les negaba la aplicación de la Ley de Tolerancia establecida pocos años antes, tras la restauración monárquica. Esa ley tenía como finalidad aliviar las restricciones más severas impuestas a las actividades de los miembros de iglesias no estatales tras el fin de la Commonwealth de Cromwell, que los habían barrido de las universidades, las fuerzas armadas, los partidos políticos y las principales instituciones, de las que había pasado a formar parte la Royal Society. Se argumentaba que cualquiera que se hubiera resistido a la filosofía experimental, tal como la practicaba la Royal Society, se oponía por definición a la religión establecida: más ecos de Mesopotamia...
Conforme proliferaban nuevos tipos de instrumentos para la observación, iba surgiendo toda una serie de conocimientos relativos a los fenómenos «instrumentales» que solo se podían estudiar con ayuda de telescopios y microscopios. Bacon y Descartes habían capacitado a los fabricantes para crear sus propios "nuevos mundos", conocidos tan solo por quienes contaban con equipos adecuados para observarlos y estaban cualificados para trabajar con ellos.
La proliferación de investigaciones instrumentales comenzó a generar nuevas disciplinas. En 1673, la Sociedad contaba ya con varios comités, cada uno de los cuales trataba con diferentes materiales y observaciones que había solicitado de todo el planeta.
Abarcaban ahora cuestiones de farmacia, agricultura, antigüedades, cronología, historia, matemáticas, construcción naval, viajes, mecánica, gramática, química, navegación, arquitectura, hidráulica, meteorología, estadística, longevidad, geografía y monstruos.
Pese a esa aparente apertura de miras y fomento de la libre investigación en cualquier campo del saber, la Sociedad seguía manteniendo un firme control de lo que se podía o no se podía hacer y decir. El tema del vacío es un ejemplo significativo. Antes de su descubrimiento y confirmación mediante observación, experimento y testimonio múltiple, el vacio no existía. De hecho, sugerir meramente su existencia habría constituido una herejía, al compartir la Iglesia la opinión de Aristóteles de que el vacio era imposible, ya que si el aire frenaba el movimiento de los cuerpos, en el vacio el movimiento seria instantáneo, algo inconcebible.
En cualquier caso, Aristóteles había dicho que el espacio había sido creado por Dios (al que él llamaba "Primer Motor"), como un receptáculo que debían ocupar los cuerpos, y si cualquier parte del espacio llegaba a estar desocupada, el Dios omnipresente la llenaría con luz. El espacio nunca podía estar vacio, luego el vacio no existía. No solo la naturaleza, sino también la Iglesia, aborrecían el vacio.
Sin embargo, en 1635, durante la construcción de unos jardines en Florencia, los ingenieros habían comprobado que las bombas de succión que aportaban el agua de los pozos no eran capaces de hacerla subir más de nueve metros. Se le pregunto a Galileo si podía identificar la causa del problema. En 1638, cuando se publicaron en Roma los detalles de sus experimentos, el profesor de matemáticas de la Academia Romana Giovanni Berti se sintió intrigado por el asunto y decidió llevar a cabo una serie exhaustiva de experimentos.
Fijo junto a su casa un tubo vertical, a cuyo extremo superior había acoplado un frasco de cristal con una tapa enroscada. En el otro extremo puso un grifo de latón y situó debajo un tonel de madera. Lleno entonces el tubo y el frasco del extremo superior con agua y cerro la tapa herméticamente.
Cuando se abría el grifo en la parte inferior, el agua salía del frasco, bajando a lo largo del tubo, e iba llenando el tonel, pero cesaba de manar cuando la altura de la columna de agua en el tubo había descendido hasta algo más de nueve metros, y dejaba un espacio vacío por encima. Si se desenroscaba la tapa, se podía oír como entraba el aire en el frasco, y la columna de agua iba descendiendo hasta vaciarse del todo en el tonel.
En 1641 se planteo la cuestión al sucesor de Galileo, Evangelista Torricelli, a quien se le ocurrió la idea de usar en vez de agua mercurio, cuya mayor densidad permitía reducir la escala del instrumento en unas catorce veces. En 1644, Torricelli recibió la visita del experimentador francés Marin Mersenne, que vivía en Paris y empleaba la mayor parte de su tiempo poniendo en contacto a unos experimentadores con otros. Mersenne volvió inmediatamente a Francia y comento la noticia a sus corresponsales.
Uno de ellos, el Matemático francés Blaise Pascal, llevo a cabo en secreto experimentos que le indujeron a concluir que el espacio que quedaba en lo alto del tubo por encima de la columna de mercurio estaba realmente vacio, y que la altura de la columna de cada liquido determinado dependía de su densidad, equilibrándose su presión con la que ejercía el aire sobre la superficie del resto del liquido contenido en la vasija inferior. Se demostraba así que la presión del aire podía equilibrar el peso de una columna de agua de unos diez metros, y esto explicaba el problema original de la bomba de succión.
En 1658, Boyle invirtió sobre una cubeta un tubo de un metro de longitud lleno de mercurio, dentro de una campana conectada a una bomba de succión. La altura de la columna de mercurio en el tubo se detenía a 74 cm. Conforme la bomba de succión sacaba aire de la campana, el nivel del mercurio descendía en el tubo; si se dejaba entrar aire en ella, la columna de mercurio volvía a subir, y si se inyectaba aire suplementario, el nivel del mercurio se situaba por encima del original. Esto demostraba conclusivamente la existencia de la presión atmosférica, y preparaba la escena para importantes desarrollos en fisiología de la respiración, medicina, química neumática e investigación de las propiedades de los gases.
Pero Boyle refreno su lengua cuando tuvo que describir el fenómeno causado por la bomba de succión. Esquivo el escollo teológico del vacío, negando su existencia, y describiéndolo como tan espacio «casi» desprovisto de aire, sin «atreverse» a juzgar si estaba también «desprovisto de cualquier sustancia corpórea» o no.
La agenda oculta de Boyle consistía en neutralizar las opiniones políticamente peligrosas, ya que si el vacio realmente existía, el espacio no estaría, como ensenaba la Iglesia, lleno con la presencia de Dios; y si había algún lugar donde Dios no estuviera presente, ¿hasta qué punto era válida la autoridad de su representante real, aquel que se sentaba en el trono de Inglaterra, o el de todas las autoridades eclesiásticas?
La primera aplicación "útil" de la bomba de vacio fue la confección de instrumentos para medir la presión atmosférica, al haberse constatado durante décadas que la meteorología influía sobre la altura de la columna de liquido. En 1642, Torricelli diseño un aparato consistente en un largo tubo lleno casi en su totalidad con agua, sobre la que flotaba una figura de madera. Cuando lo puso en lo alto de su casa en Florencia, pudo observar que el buen tiempo (un aumento de presión atmosférica) correspondía a la aparición de la figura flotante por encima del techo al subir la columna de agua en el tubo. La observación meteorológica se estandarizó pronto, facilitada por la producción de una versión portátil de ese aparato, con mercurio en lugar de agua, a la que se llamo aerómetro.
El vacio seguía generando nuevos fenómenos, más esotéricos.
Entre 1660 y 1663, los experimentos realizados con pájaros, serpientes, ranas, peces, ratones e insectos mostraron que todos esos animales morían en el vacío, y esta observación, junto con el hecho de que Boyle pudiera emplear su bomba para extraer gases de la sangre, condujo a los investigadores a estudiar con más atención la respiración, y a examinar la composición del aire. Como se había observado previamente, el aire también era necesario para la combustión, y debía contener algo que ayudaba a que esta se produjera.
La teoría elaborada por Mayow, otro miembro de la Royal Society, era que el aire contenía un agente comburente, y como la pólvora era el único material que podía arder en el vacío, se concluyo que en el aire debía de haber alguna sustancia similar.
Mayow lo llamo "partículas nitroaéreas", y esas observaciones iniciaron un siglo de experimentos con los gases que sentaron las bases de la química moderna.
A partir del descubrimiento del vacío nacieron otras dos aéreas importantes de investigación. Boyle colaboro con el francés Denis Papin en experimentos sobre la presión atmosférica que llevaron a Papin a desarrollar una máquina capaz de crear el vacio condensando vapor de agua en un espacio cerrado. Ese trabajo sentó las bases para el desarrollo de la máquina de vapor y la revolución industrial tan solo un siglo después del surgimiento de ese nuevo método científico.
El producto quizá más esotérico de la experimentación con el vacio iba a derivarse del barómetro. En aquellos tiempos, ese instrumento era un adminiculo de la tecnología especializada tan popular como los teléfonos móviles en nuestro mundo de hoy.
Todo "experimentador" que quisiera sentirse digno de ese nombre debía tener uno. En 1675, un astrónomo francés de nombre Jean Picard observo que el mercurio de su barómetro brillaba cuando se sacudía el instrumento haciendo chocar el liquido que contenía contra las paredes de cristal. Esta observación condujo a investigar el brillo que adquiría el mercurio y de ahí a otra serie de fenómenos relacionados con la electricidad.
Tras el descubrimiento del vacío, el segundo de los «nuevos mundos» a que dio lugar el método científico fue el que hicieron posible los instrumentos ópticos: el telescopio y, mucho más aun, el microscopio. Cuando Galileo utilizo el nuevo telescopio holandés (el "visor" para usos militares de Hans Lippershey, que su patrón, el príncipe Mauricio de Nassau, había encontrado incomodo, prefiriendo los gemelos de campana o binoculares), descubrió un universo que nadie había contemplado antes. Ese hallazgo fue otro ejemplo de la forma en que las nuevas ciencias instrumentales, como las asociadas al vacio, descalificaban la observación directa de los profanos.
El telescopio mostro a Galileo los satélites de Júpiter, le permitió comprobar que la superficie de nuestra Luna no es uniforme, sino irregular, y que en la del Sol se podían distinguir «manchas », y le regalo la contemplación de muchas más estrellas que las contabilizadas hasta entonces. Esas «cuestiones de hecho» eran del todo heréticas, ya que según Roma (y Aristóteles), y pese a los descubrimientos de Copérnico, todos los cuerpos celestes giraban en torno a la Tierra, la Luna era una esfera perfecta, más lisa que una bola de billar, y el Sol carecía de imperfecciones.
Pero cuando Galileo observo el paso de Venus a través del (disco solar, comprobando así que ese planeta orbitaba en torno al !Sol, como había proclamado Copérnico, el telescopio se convirtió en un desafío para la ortodoxia católica, acelerando la toma del poder por la ciencia, que acabaría por arrebatárselo a las autoridades religiosas creando una generación de fabricantes seglares cuidos instrumentos permitían "ver" las nuevas verdades, generando |as condiciones en que estas podían ser constatadas. A partir de entonces la ciencia iba a convertirse en pilar insustituible del poder político.
El microscopio revelo un mundo aun más insospechado. En términos de novedad absoluta, la vida microscópica supuso un trastorno para la autoridad tradicional tan grande como el descubrimiento de América, y sus efectos sobre el pensamiento de la £poca fueron igual de profundos. Los miles de nuevos fenómenos ^revelados por el microscopio reforzaron aun más la independencia intelectual de los laicos con respecto a la Iglesia e impulsaron Investigaciones muy diversas. Surgieron disciplinas científicas Completamente ab initio, como resultado del descubrimiento de esos nuevos mundos en los que solo los fabricantes estaban cualificados para operar.
El microscopio de Galileo mostro los ojos compuestos de los insectos, y en 1625 otro italiano, Francesco Stelluti, publico un informe sobre la anatomía de las abejas. En 1628, el anatomista ingles Harvey dio a la imprenta un estudio sobre el movimiento de la sangre y del corazón, y más tarde pudo examinar crustáceos, moluscos e insectos «con ayuda de una lente ampliadora». Los trabajos de Harvey fueron de gran ayuda para los experimentadores con el vacio en sus descubrimientos sobre los componentes químicos y gaseosos de la sangre, y en 1651 dieron lugar a la nueva disciplina de la embriología, con sus estudios microscópicos descritos en The Generation of Animals.
En 1660, el profesor de medicina italiano Marcello Malpighi, quien más tarde se convertiría en médico personal del papa, utilizo datos microscópicos para explicar el funcionamiento de los pulmones, para mostrar como los capilares unen arterias y venas, y para descubrir las papilas gustativas de la lengua así como el córtex cerebral y la existencia de los glóbulos rojos en la sangre.
Pocos años más tarde, un holandés autodidacta llamado Van Leeuwenhoek envió dibujos de sus observaciones microscópicas a la Royal Society. Desgraciadamente, la Sociedad no contaba todavía con microscopios suficientemente buenos para testimoniar sobre su labor como cuestión de hecho, pero Leeuwenhoek atrajo la atención del público hacia el mundo microscópico con su obra en cuatro volúmenes TheSecrets of Nature, publicada en 1695 y que detallaba sus estudios microscópicos desde mediados de siglo.
Completó los trabajos de Malpighi comprobando que la sangre arterial partía del corazón y la venosa llegaba a él. Dibujo esbozos de los glóbulos rojos, mostrando que eran circulares en los humanos y en general en los mamíferos, pero ovales en peces y anfibios. Confecciono ilustraciones de los protozoos que pululaban en una gota de agua de lluvia, y en 1683 hallo bacterias en los restos de comida que quedan entre los dientes. También comprobó que los pulgones se reproducen asexualmente, descubrió en el agua organismos de la clase rotífera y examino los espermatozoos, el cristalino del ojo, la estructura de los huesos y las células de la levadura.
En botánica, Nehemiah Grew publico en 1682 The Anatomy Of Leaves,Flowers and Fruits, que fue leída en la Royal Society. Las  observaciones de Grew sugerían, a partir de los datos del examen microscópico, que las hojas constituían el aparato respiratorio de las plantas, sentando las bases del posterior trabajo de Priestley sobre la actividad respiratoria de la menta, realizadas en una cámara de vacío. Grew fue también el primero en especular acerca de la sexualidad de las plantas, proporcionando informaciones que ayudarían a Linneo en su labor taxonómica en el siglo siguiente.
Todos los estudios botánicos se unieron en una nueva disciplina, formalmente organizada, cuando en 1686 John Ray reunió los trabajos de Grew y Malpighi en un libro con el titulo The Natural History of Plants, en el que fundamento la clasificación de más de tres mil vegetales basándose en las diferencias entre los tipos de semillas.
Así, en pocas décadas, el microscopio había llevado al saber a diferenciarse en gran número de ciencias especializadas, aisladas entre si y de los miembros no «experimentadores» de la sociedad.
La biología, por ejemplo, ya no constituía un solo tema, sino que se había escindido en embriología (y estudios sobre el desarrollo en general), anatomía comparada, citología, histología, microbiología y entomología. Por encima de todo, quizá, el microscopio confirmaba el método científico de Descartes, ya que las disciplinas que genero se basaban en un estudio reduccionista de la estructura, que se podía analizar y volver a reunir como había dicho Descartes, y no en la idea de proceso con la que no se podía hacer lo mismo.

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Los dones gemelos de la bomba de vacío y el microscopio ligaban por primera vez las labores artesanales de la ingeniería y la metalurgia con la teoría científica. Esto genero a su vez nuevas ocupaciones para los fabricantes de instrumentos científicos, así como la idea de precisión, ya que con la proliferación de conocimientos esotéricos en tantas disciplinas teóricas nuevas surgió la demanda de sistemas de medición y cuantificación. En un principio, esa necesidad se sintió con más urgencia en la Astronomía, y al tiempo que se producían mejores lentes se desarrollaron los artefactos mecánicos para enfocar más fácilmente los cuerpos celestes.
Hacia 1640, William Gascoigne desarrollo el micrómetro para medir con gran exactitud pequeñas longitudes, y que acoplado con un telescopio permitía asimismo la medición de distancias angulares entre las estrellas. En 1667, el astrónomo francés Jean Picard descubrió que podía utilizarse también para medir grandes distancias. Esos instrumentos ópticos permitieron controlar e intervenir en el terreno con carreteras y canales, puertos y obras defensivas.
Por primera vez, los viajeros contaban con mapas dibujados con gran detalle, que les decían donde se encontraban exactamente.
Las comunicaciones se hicieron más fáciles y el comercio se expandió al establecerse líneas regulares de diligencias para el transporte de personas y mercancías.
La precisión cambio también la vida en el mar: el creciente comercio transatlántico hacia cada vez más urgente un cálculo riguroso de la longitud geográfica. El gobierno inglés ofreció un premio (que equivaldría actualmente a unos dos millones de euros) para quien lograra una solución definitiva al problema. Halley, en Inglaterra, y Godfrey, en Filadelfia, dieron un primer paso con un instrumento para la navegación llamado sextante, que utilizaba una mirilla telescópica para obtener lecturas muy ajustadas de la posición de las estrellas. El segundo paso consistió en la medición precisa de la hora de Greenwich (meridiano 0 desde 1675), ya que si durante un viaje se podía estimar la altura sobre el horizonte del Sol o de cualquier estrella, junto con la de la Luna, comparando con las tablas que mostraban su posición a la misma hora en Greenwich, la diferencia indicaría al navegante cuantos grados al este o al oeste se encontraba.
En 1735, John Harrison fabrico un cronometro de muelle cuyo funcionamiento se comprobó durante un viaje experimental a las Barbados. Su precisión era de quince segundos en un periodo de cinco meses, lo que significaba que en un viaje de esa duración se podía determinar la longitud geográfica de cualquier lugar con un error menor de una milla.
Con la ayuda del telescopio, el sextante y el cronometro se pudieron confeccionar mapas y cartas de navegación mucho más exactos que nunca, haciendo más cómodos la exploración y el comercio.
Además, para facilitar la gestión de las grandes cantidades de té, azúcar y tabaco que llegaban a Gran Bretaña, se invento la regla de cálculo, que permitía a los oficiales de aduanas una valoración rápida de los impuestos que debían pagar los importadores. A lo largo del siglo XVIII, la experimentación científica genero instrumentos de una precisión creciente, que impulsaron el comercio y las comunicaciones: anemómetros con los que los meteorólogos podían conocer la velocidad del viento, útiles de navegación que hacían más seguros los viajes, y pirómetros con los que se podía medir la temperatura en un horno o fragua.
Maquinas-herramienta como los tornos para cortar afinadas roscas de tornillo en latón y hierro con las que a su vez se podían fabricar artilugios muy sofisticados contribuyeron a hacer aun más exactas todas las formas de medición, ya fuera en navegación, topografía o cartografía, empleadas para diseñar y construir los canales, carreteras, vías de ferrocarril y puentes de la revolución industrial con la energía proporcionada por la máquina de vapor, generada a su vez por los experimentos con el vacio y construida con ayuda de los nuevos instrumentos de precisión.
La cuantificación afecto directamente a grandes sectores de la población cuando sus técnicas elevaron la gestión social a nuevos niveles de intervención y control. William Petty, miembro de la Royal Society, que había estudiado medicina en Oxford y formaba parte del grupo original de Wadham, se hizo eco de Descartes con su «aritmética política», utilizando únicamente «números, pesos y medidas» para compilar el primer análisis estadístico propiamente dicho de la población y riqueza de Inglaterra, publicado en 1662.
En 1671, el holandés Jan de Witt proporciono a su gobierno una tabla estadística sobre la edad de sus ciudadanos, a partir de la cual se podían estandarizar las rentas que el Estado debería pagar a los inversores que compraran bonos para pagar la guerra contra los franceses; ese ejemplo fue seguido muy pronto en Francia e Inglaterra, donde se centralizo ese mismo año la recaudación de impuestos en la Oficina del Inspector de Exportaciones e Importaciones, primer departamento nacional de estadística en Europa; desde aquel momento las cantidades recaudadas por esa oficina figuraron también en las negociaciones políticas y económicas con otros Estados. Como se verá más adelante, la estadística se iba a convertir muy pronto en otro instrumento efectivo para mantener el orden social.
El primer secretario del Almirantazgo británico, Samuel Pepys, mostro gran entusiasmo en la aplicación del planteamiento científico a la Administración, y estableció la primera clasificación oficial y normalizada de los navíos de Su Majestad. Otro miembro de la Royal Society, John Collins, aporto la contabilidad como ayuda para las autoridades, sugiriendo que la riqueza nacional podía computarse en un gigantesco balance que serviría como base para la adopción de decisiones políticas y económicas «científicas». Las oportunidades que ofrecía el nuevo don cuantificador de los fabricantes para la gestión social eran demasiado buenas como para desaprovecharlas.
En 1692, Dudley North publico un Discourse on Trade, atribuyendo directamente su método a Descartes, en el que analizaba por primera vez la relación entre la cantidad de dinero en circulación y el comercio; como todos los «experimentadores», contemplaba la actividad económica en términos de «mecanismos ». Esto condujo finalmente a la adopción de medidas eficaces para reducir todos los aspectos del comportamiento humano a procesos mecánicos semejantes a los de las ciencias «duras».
La cuantificación vino de la mano con la clasificación que había pedido Bacon. Conforme proliferaba el saber (y con él la necesidad de controlar su difusión), la ciencia procuraba mejorar la precisión en las descripciones de los nuevos fenómenos desvelados o creados y de las nuevas aéreas del planeta que los exploradores y comerciantes iban descubriendo. Un importante miembro de la Royal Society, John Wilkins, propuso nada menos que un lenguaje "filosófico" especializado, ya que, como había dicho Bacon, el lenguaje ordinario era impreciso, y por añadidura no había palabras para describir muchas de las cosas que se estaban descubriendo.
En la Gran Cadena del Ser de Aristóteles ya había una estructura sobre la que basar ese nuevo lenguaje. Con su categorización de todos los organismos vivos, desde los gusanos más simples hasta los humanos, esa Cadena proporcionaba una plantilla prefabricada para clasificar la naturaleza. El propósito de la clasificación era que la taxonomía sirviera como base para un lenguaje científico, reduciendo la naturaleza a los elementos más simples (posiblemente comunes) e identificándolos. De este modo, los taxonomistas revelarían la gran majestad y detalle de los designios originales y ordenados de Dios, apuntalando la estabilidad social al nivel más fundamental.
En 1668, John Ray confecciono una tabla con una descripción de todas las plantas conocidas, y sugirió una idea que prometía un mayor control sobre el mundo físico: que la naturaleza solo estaría totalmente ordenada cuando los seres humanos hubieran puesto orden en ella. En la apoteosis del esfuerzo taxonómico, el botánico sueco Linneo publico en 1751 su gran Philosophiae Botánico, en la que sistematizaba la naturaleza forzándola a obedecer las reglas de la lógica. Gracias al uso de la aritmética, el método científico había reducido la naturaleza y todo el universo a algo hasta entonces desconocido: un conjunto de elementos que se comportaban de acuerdo con leyes elaboradas por el hombre, y que debía ser ordenado y manipulado a voluntad por este.
En una manifestación final y más general de su poder, el método científico genero también actitudes mecanicistas en el pensamiento político europeo de los siglos XVII y XVIII. El conocimiento de la ley universal de la aceleración, por ejemplo, condujo a la gente a esperar que el progreso de la sociedad también se acelerara con el paso del tiempo. La regularidad y la uniformidad se convirtieron en signo distintivo de una sociedad «moderna». En Inglaterra, hasta la posición financiera del monarca se regularizo y uniformizo con un salario real, y los asuntos financieros del país se codificaron y quedaron bajo el control del primer banco nacional.
El efecto social quizá de mayor alcance en la filosofía reduccionista llego en 1776 con la teoría de la división del trabajo de Adam Smith. En The Meath of Natíos («La riqueza de las naciones »), Smith expuso una nueva ley científica de la economía, en la que las fuerzas del mercado regulaban la actividad económica de un país de un modo que recordaba la ley de gravitación universal de Newton. Mostrando la interacción entre precios y ganancias, entre crecimiento económico, salarios y empleo, y entre oferta y demanda, así como la relación entre consumo, propiedad y circulación del capital, Smith mostraba las diversas partes de un mecanismo que funcionaba sin verse afectado por tendenciosidad ni partidismo alguno y bajo el control de una "mano invisible". Había una fuerza, según él, que buscaba siempre el equilibrio, y que podía investigarse como las demás fuerzas de la naturaleza recientemente descubiertas, con el fin de producir efectos sociales predecibles.
Finalmente, como culminación de esa capacidad para crear "nuevos mundos", el método científico proporciono los medios para aplicar las leyes de la mecánica a la gestión de sociedades enteras con los instrumentos políticos ideados por John Locke, quien utilizo el lenguaje de laboratorio de Boyle en sus escritos sobre procesos sociales. Según decía, había una ley natural que gobierna los asuntos humanos, del mismo modo que quedan reguladas la trayectoria de una bala de canon o la presión de un gas, y esa ley social se manifiesta en la fuerza del interés propio, que rige el comportamiento de cada individuo.
El único objetivo de un buen gobierno debía consistir en asegurar que nada contrarrestara esa fuerza natural del interés propio: dado que su expresión más común es la propiedad, la primera responsabilidad del Estado consiste en proteger la propiedad individual, dejando libertad a los ciudadanos para procurar incrementar su riqueza. Y dado que la expresión social del interés propio se alcanza mejor mediante el consenso (un eco del testimonio múltiple), la tendencia natural de los propietarios seria la coexistencia y el acuerdo mutuo; así pues, la búsqueda del interés propio se potenciaría colectivamente, tendiendo a maximizar el bien individual y al mismo tiempo el común, mediante la aplicación de la ciencia «útil» al desarrollo y avance común.
Las ideas de Locke, derivadas del método científico propiciado por la imprenta y el descubrimiento de América, iban a encontrar su expresión más cabal en ese continente con el nacimiento de Estados Unidos, una nación "moderna" cuya Constitución describía, con el lenguaje del laboratorio, «una sociedad racional y libre instituida sobre la base de la ley natural, el consenso y verdades evidentes». Estados Unidos se iba a convertir en la nación más poderosa de la historia, una vez que la revolución industrial proporcionara a la sociedad más rica de la Tierra instrumentos adecuados para ejercer el control a escala planetaria.

Capítulo 7
De raíz

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En 1760 le robaron a Samuel Sicklemore, de Ipswich, Inglaterra, un bulbo de tulipán de nombre Georgie, cuya obtención había resultado tan dificultosa que la Sociedad de Floristas local ofreció por su devolución una recompensa de lo que ahora vendrían a ser unos 175 euros.
Poco más o menos por esa época, Capability Brown, el más importante jardinero del país, como el mismo se encargaba de proclamar, se ufanaba de la labor que había realizado en las tierras que rodeaban una gran mansión, describiéndola como una composición literaria con la naturaleza como tema, «poniendo una coma aquí y un punto allá». El gran poeta y satírico Alexander Pope, contemporáneo de Brown, prefería comparar esa labor con la pintura: «Toda obra de jardinería es como pintar un paisaje: se pueden distanciar las cosas oscureciéndolas y estrechándolas a lo lejos, tal como se hace al pintar un cuadro.»
En una sola generación desde que la revolución científica hubiera alcanzado su culminación con Newton, la ciencia y la tecnología nos estaban ofreciendo ya una visión radicalmente nueva de la naturaleza, sugiriendo que se podía «mejorar». Conforme iba haciendo efecto toda la fuerza de la revolución científica, el filo cortante de la innovación se hacía más incisivo y más finamente pulido que nunca. Los dones de los fabricantes desarrollados en los laboratorios de la Royal Society se iban extendiendo por la sociedad, dando a los gobiernos e instituciones la oportunidad de cambiar el mundo con una velocidad inesperada y un detalle inusitado.
En el siglo XVIII la tecnología se mostro capaz de avanzar desde la creación de fenómenos artificiales con los instrumentos de la Royal Society hasta la generación de formas artificiales en la naturaleza de los campos y jardines. A partir de ahí iba a sacar partido de la propia naturaleza para que proporcionara un tipo completamente nuevo de poder que iba a alterar radicalmente la sociedad, en primer lugar y con mayor alcance en Inglaterra, que en aquellos tiempos se mostraba más abierta a los cariibios que el resto de Europa, gracias al carácter constitucional de la monarquía y a la existencia de una poderosa clase media.
En aquella época, la economía era ante todo agrícola, y las sociedades humanas se habían modificado relativamente poco desde los primeros asentamientos urbanos en el Próximo Oriente diez o doce mil años antes. El arado romano del Mediterráneo, de reja con punta de hierro, había dado paso a la versión más septentrional con ruedas, una reja que abría el suelo y una vertedera que lo removía y volteaba, creando surcos que hacían los suelos duros y pesados más fáciles de drenar. También se habían realizado algunos avances en el uso de abonos para la fertilización del suelo, y desde comienzos de la Edad Media se utilizaban caballos además de bueyes para tirar del arado. Pero aparte de esas pequeñas alteraciones, poco era lo que había cambiado.
Durante siglos, la mayoría de la gente en esas economías basadas en la agricultura había vivido rutinariamente, según los dictados de la naturaleza. El típico pueblo ingles de mediados del siglo XVII constaba de un centenar de familias, con unas quinientas hectáreas para laborar entre todos. Las propiedades más pequeñas consistían en general en cuatro campos, cada uno de ellos formado por un gran número de amelgas (franjas largas y estrechas), sin cercas entre ellas, y algunos prados de propiedad comunal. El total de las tierras, propias o arrendadas, de un agricultor podía variar entre media y cuarenta hectáreas, pero el promedio rondaba las veinte hectáreas, con unas ochenta amelgas, no necesariamente contiguas, y cerca de cinco hectáreas de prado. En cada amelga se realizaba un solo tipo de cultivo, y cada tres años se dejaba en barbecho para que recobrara su fertilidad.
La naturaleza dictaba el calendario de las actividades sociales: en setiembre, arar; en octubre, sembrar el grano, gradar el terreno con la rastra y llevar el ganado al mercado; durante los meses de invierno, matanza y salazón del cerdo, trillar la mies y reparar los bancales y aperos de labranza; en marzo, sembrar alubias y cebada; en abril, llevar a los animales a pastar al prado; en mayo, atender al parto de vacas y ovejas; en junio, arar la tierra en barbecho; en julio, remover el heno; en agosto, cosechar el trigo y alimentar a las ovejas con el rastrojo; y en setiembre vuelta a empezar. Esas tareas cíclicas y la forma de vida de la gran mayoría de la población que vivía en el campo iban a verse radicalmente modificadas por un nuevo don de los fabricantes.
Todo comenzó cuando sir Richard Weston, un terrateniente de Guilford (Surrey), a su regreso a Inglaterra tras un viaje a Holanda en la década de 1640, escribió un libro acerca de las nuevas técnicas de rotación de cultivos que había podido observar allí, y que eran justamente lo que los agricultores ingleses necesitaban.
Las innovaciones holandesas se referían al cultivo de hierbas forrajeras (heno, lotus, trébol y alfalfa) con las que alimentar al ganado durante todo el año. Plantadas en la tierra en barbecho, devolvían nitrógeno al suelo (aunque nadie sabía eso en aquel entonces), y entre todas ellas el trébol era especialmente adecuado para generar buenas cosechas. Otra aportación holandesa fundamental fue el nabo, que servía para mantener a raya las malas hierbas, crecía aun en suelos áridos y constituía un sustancioso alimento para el ganado en invierno.
La más popular de esas técnicas de rotación de cultivos era la conocida con el nombre de «Norfolk», por el condado ingles donde se empleo por primera vez. En la misma parcela crecían ahora en sucesión anual trigo, nabos, cebada y trébol. Gracias a la rotación y a los nuevos cultivos se podía reducir la cantidad de tierra en barbecho y se obtenía más forraje para el ganado, lo que a su vez incrementaba la cantidad de abono disponible. De forma que aumento el rendimiento y los beneficios, y el sistema se generalizo rápidamente desde mediados del siglo XVII, y se convirtió en práctica habitual al cabo de un siglo. Todo esto acabo propiciando un aumento masivo de la población, la mayoría de la cual ya no vivía en el campo, ni producía los alimentos que necesitaba para sobrevivir.
Las nuevas técnicas agrícolas posibilitaron el cultivo de tierras anteriormente baldías o de bajo rendimiento, en las que ahora se podían obtener beneficios suficientes para que valiera la pena roturarlas y cercarlas para su uso. El área total de tierras cercadas aumento del 40 por ciento en 1500 hasta el 75 por ciento en 1700. Los cercamientos constituían una forma más efectiva de utilización de la tierra que los campos abiertos de antaño, ya que permitían agrupar más racionalmente la propiedad. La loca mezcla de leyes de herencia había traído consigo que muchos campesinos poseyeran parcelas dispersas, a bastante distancia unas de otras, y los terratenientes de nuevo estilo se dedicaron a comprar terrenos de diferentes dueños, uniéndolos en grandes explotaciones cercadas, más productivas.
Esas técnicas iban a originar profundos efectos sociales, ya que el cercamiento separaba al pequeño campesino de sus parcelas y de los prados comunales. Para algunos propietarios, el cercamiento permitía también un valioso control de los derechos mineros, canteros y cinegéticos, aparte de la posibilidad de edificación en las zonas próximas a las ciudades en expansión. La propiedad de la tierra cambio en la medida en que los pequeños campesinos la vendían a la nueva clase en ascenso de los comerciantes, cuyas fortunas se basaban en el rápido aumento del comercio propiciado por los avances en la navegación y en la tecnología mercantil descritos en el capitulo anterior.
Los nouveaux riches se volcaron en los negocios agropecuarios por dos razones: para ganar más dinero y para ascender en la escala social. Cambiaron el carácter de la vida rural, ya que los campesinos que antes eran propietarios de sus tierras se convirtieron ahora en arrendatarios o asalariados que trabajaban para un terrateniente de Londres.
Como consecuencia de esas «mejoras», el tamaño medio de las explotaciones creció notablemente durante el siglo XVII, y el paisaje comenzó a parecerse al de hoy día. Las grandes fincas constituían un menor riesgo financiero: era más fácil sacar ventaja de las nuevas técnicas y obtener mayores rendimientos, sus propietarios contaban con un poder de negociación mayor, y hacían un uso más eficiente de la fuerza de trabajo y el capital. Sobre todo, las tierras cercadas eran más productivas porque se las dejaba en barbecho durante periodos más cortos, y el ganado que pastaba en ellas era más sano porque se mantenía aislado de otros animales potencialmente enfermos. Por otra parte, a comienzos del siglo XVIII las técnicas experimentales «científicas» impulsadas por la Royal Society y otras organizaciones permitieron notables modificaciones en los animales domésticos, y los conocimientos sobre la cría y cruce selectivos comenzaron a cambiar el aspecto de los animales por primera vez desde la domesticación 12.000 años antes.
El criador ingles más famoso fue Robert Blackwell, de Leicester, quien en 1745 consiguió la nueva oveja de Leicester y la vaca cuernilarga. Otro experimentador, Thomas Coke, de Holkham (East Anglia), cruzo ganado de Devon y obtuvo carneros de cuernos cortos. También logro que alcanzaran un tamaño descomunal alimentándolos con centeno y trébol, y los engordó hasta el límite a base de nabos, cruzándolos después con su propia descendencia.
El resultado fue un animal que crecía con rapidez y tenía una alta proporción de carne con respecto a la grasa, por lo que podía venderse bien y representaba un negocio muy rentable, ya que en solo dos años, en lugar de cuatro, llegaba a su tamaño óptimo.
Como consecuencia de esas técnicas, en tan solo un siglo el peso medio de los corderos en el mercado aumento de 13 a 36 kilos.
Los grandes terratenientes como Coke impulsaron la organización de ferias anuales agrícolas y para el esquile de las ovejas, en las que la gente podía mostrar los nuevos cruces obtenidos, o intercambiar ideas sobre los más recientes cultivos y técnicas. Esos negocios agropecuarios especializados a gran escala fueron fatales para los pequeños propietarios, la mayoría de los cuales acabaron convertidos en labradores a sueldo o engrosando las filas de los desempleados. Sin tierras comunales para pastos ya no podían dar de comer a la vaca o las gallinas de cuya leche y huevos se habían alimentado durante siglos. Los que salieron peor parados fueron los peones estacionales, que antes sobrevivían el resto del año atrapando conejos, fabricando carbón de lefia, o aun de pequeños hurtos o caza furtiva, y cuya fuente de sustento había quedado cercada y patrullada por guardabosques.
El comentarista social William Cobbert, que recorrió casi toda Inglaterra en el siglo XIX, describía la magnitud de los cambios: «Un propietario del norte de Hampshire, con unas 3.000 hectáreas de terreno, dedica 500 al trigo y 800 a la cebada. Ocupa lo que antiguamente eran 40 granjas. ¿Puede extrañar a alguien que crezca la pobreza?»
La legislación protectora de pobres e indigentes, si siempre había sido severa, se hizo aun más estricta, conforme iba agrandándose el foso entre propietarios y desposeídos. Los jueces de paz, que en la mayoría de los casos eran terratenientes locales, tenían poderes sumarios de detención, azotes, prisión y deportación a las colonias. El castigo por la caza o pesca furtiva era particularmente cruel: se podía ahorcar a un furtivo si se le aprehendía con el rostro ennegrecido como preparación para una salida nocturna.
En 1689 hubo tan solo cincuenta ejecuciones por este motivo, pero en 1800 llegaron a doscientas.
Cobbert planteo el problema del cambio en la sociedad rural, y el paso de «la pequeña nobleza local, ligada a la tierra, conocida por cada campesino y labrador desde su infancia, con los que frecuentemente se mezclaba en esas ocasiones en que se desvanecen las barreras artificiales», y la llegada de los nuevos terratenientes, «que solo residen allí temporalmente, sin aprecio por las delicias del campo, extraños en sus modales, distantes y altaneros en su comportamiento, preocupados únicamente por la renta que sus tierras les puedan proporcionar y que las consideran como un mero objeto de especulación, desconocedores de sus asalariados [...] confiados no en la buena voluntad entre vecinos, sino en el temor que causa su poder».
En ese nuevo paisaje estructurado por grandes mansiones, jardines cuidados y aristocráticos propietarios absentistas, la libertad de movimientos de los labradores estaba rígidamente controlada.
A la gente solo se le permitía vivir en una parroquia por derecho de nacimiento, matrimonio, paternidad, o si se empleaba como sirviente, aprendiz o arrendatario. Se necesitaba un certificado para trasladarse de un lugar a otro, que raramente se concedía.
Los pobres que recibían asistencia estaban obligados a llevar cosida sobre su ropa la letra «P».
En 1801, el escritor Arthur Young, que había defendido anteriormente los cercamientos, cambio de opinión cuando vio el efecto de la nueva legislación sobre los labradores, que ahora dedicaban la mayor parte de su tiempo libre a emborracharse:

Quien vaya a una taberna de un pueblo alejado, hallara allí el origen de la pobreza y de su elevada tasa. ¿Para qué van a permanecer sobrios? ¿A quién le importa su suerte? «Si dejo de beber —dicen— ¿Tendré pasto para mantener una vaca? Si soy ahorrador, .podre comprar media hectárea de terreno para plantar patatas? Nadie me ofrece motivos convincentes; no tenéis más que un policía parroquial y el correccional. ¡Ponme otra jarra!»

Entretanto, para los nuevos propietarios, la agricultura se iba convirtiendo en un negocio cada vez más rentable, al crecer el rendimiento del trigo en un 75 por ciento, el de la cebada en un 68 por ciento y el de la avena en un 65 por ciento; el peso de las cabezas de ganado aumento en un cuarto, y en el periodo transcurrido desde 1500 el rendimiento medio de los cultivos se había duplicado. En 1760, el novelista inglés Tobías Smollet ensalzaba las virtudes de ese orden y control tan beneficiosos:

Ved los campos de Inglaterra sonriendo con sus cultivos: los terrenos exhiben toda la perfección de la agricultura, parcelados en hermosos cercados, campos de cereales, bosques y prados.

Innovaciones tales como tulipanes negros, caballos de carreras, perros de aguas y de caza, así como la gestión capitalista de las explotaciones, los cultivos fertilizados, las plantas forrajeras para reponer el nitrógeno y el cruce de animales eran todos ellos ejemplos del tipo de cambios propiciados por la nueva visión del universo que los fabricantes del siglo anterior habían generado: la naturaleza obedecía leyes que se podían utilizar para manipularla.
Del mismo modo que el botánico sueco Linneo había puesto orden en la naturaleza dando a cada planta su nombre, Capability Brown ponía orden en los paisajes con sus «ah-ah» (nombre que les dio imitando las exclamaciones de sorpresa de los caballeros y damas que paseaban por ellos), zanjas llenas de agua, ocultas al final del césped que rodeaba la gran mansión, servían para mantener alejados a los animales, pero estaban lo bastante cerca para representar la «naturaleza salvaje» más allá de los limites de un mundo diseñado «científicamente».
Lord Shaftesbury fue uno de los primeros en describir el orgullo derivado del control sobre la naturaleza:

Quien aspira a mostrarse como un hombre educado y con buen gusto procura acomodar su juicio sobre artes y ciencias a los modelos de perfección más elevados. [...] ¿Quien no querría esforzarse por aplicar ese mismo criterio a la naturaleza?

Alexander Pope describía el gozo de jugar con el paisaje:

Triunfa quien agradablemente confunde,
sorprende, altera y oculta las lindes.

Según el maestro del arte paisajístico, William Kent, el diseño era ante todo libertad disciplinada, una visión del campo en la que la naturaleza resultaba «perfeccionada» revelando su «verdad más pura» (como se suponía que sucedía con la taxonomía de Linneo). Se pretendía la selección de formas representativas, evitando (o en todo caso cruzando) los «accidentes» generados al descuido por los procesos naturales no planificados. En un eco de los mundos artificiales creados por los instrumentos científicos del siglo anterior, Capability Brown disponía el paisaje de forma que un parque estuviera rodeado por un cinturón boscoso para ocultar la realidad desordenada del mundo agrícola que había del otro lado. Podía haber claros en su bosque, pero solo si dejaban contemplar «vistas agradables». Esas nuevas técnicas «paisajísticas» requerían a veces la demolición de cabañas campesinas si estas echaban a perder el panorama. El vizconde Cobham arrasó el pueblo entero de Stowe, en Oxfordshire, para ampliar su parque, desplazando a sus habitantes a otro pueblo situado a tres kilómetros de distancia. Hasta los bosques se podían mejorar artificialmente, plantando árboles de ramas más bajas para ocultar la cerca en torno al parque. Sendas meticulosamente concebidas conducían al paseante a lugares desde donde se podían divisar panoramas especialmente dispuestos.
Siempre que fuera posible, a media distancia debía haber una fuente o arroyo, obtenido mediante diques o acequias ocultas de algún rio cercano, para que el ojo se recreara en la contemplación de un "puente o una pequeña cascada.
El racionalismo y el orden habían triunfado, y la naturaleza indisciplinada iba a cobrar un nuevo y mejor aspecto. William Kent llego a inventar una ley «científica»: «La naturaleza aborrece la línea recta», y la aplico en el diseño del Lago Sinuoso de Hyde Park, en Londres.
La intervención y control de la naturaleza también acarreo la subdivisión y mecanización de los procesos agrícolas, conforme iban surgiendo nuevas maquinas (arados de vertederas con ruedas, arados de hierro pudelado sin avantrén, arados de reja de fundición...).
La sembradora con barrena de Jethro Tull, arrastrada por un caballo, podía sembrar tres surcos a la vez, y también había trilladoras arrastradas por caballos y maquinas de aventar automáticas.
A finales del siglo XVIII apareció la primera segadora automática con hoces en las ruedas.
La palabra mágica del siglo XVIII era «progreso». Se suponía que debía proseguirse deliberadamente la innovación de forma que todo «mejorara» mediante la aplicación del pensamiento racional y los principios mecánicos. En 1753, William Shipley, de Northampton, propuso la constitución de la primera sociedad científica oficial desde la fundación de la Royal Society noventa años antes. Su idea era una Real Sociedad para el Aliento de las Artes, la Manufactura y el Comercio, que ofreciera premios por nuevas ideas, inventos y productos capaces de «promover la empresa, ampliar la ciencia y refinar el arte», y así «mejorar nuestros productos y extender nuestro comercio» (con otras palabras, hacer dinero).
Esa Sociedad tuvo su primera reunión en 1745, y en 1762 ya contaba con 2 500 miembros, incluyendo al pintor Joshua Reynolds, el lexicógrafo Samuel Johnson y el fabricante de muebles Thomas Chippendale. La Sociedad se concentró pronto en las mejoras agrícolas, y el ganador de su primer premio en ese campo fue el duque de Beaufort, quien recibió en 1758 una medalla de oro en reconocimiento a su siembra de diez hectáreas de bellotas en Gloucestershire. En 1761 organizo su primera exposición, y el propio Shipley obtuvo una medalla de plata por su «luz flotante», destinada a salvar las vidas de los marineros que pudieran caer eventualmente por la borda de sus navíos.
La creciente cantidad de instrumentos disponibles en la agricultura permitió una aplicación mucho más efectiva de la noción de «mejora». Reorganizar la naturaleza no era una idea nueva; había dejado ya su marca sobre la tierra cuando los fabricantes de hachas proporcionaron a los monjes benedictinos los medios para poner en práctica su creencia de que la humanidad había sido creada para tallar un nuevo Paraíso, ya que Dios había dispuesto el dominio y control de la naturaleza por el hombre. En el siglo XVIII la avalancha de nuevos instrumentos y técnicas revigorizo potentemente esa opinión entre los eclesiásticos. Un temprano folleto de un puritano inglés, Ralph Austen, curiosamente titulado «El Uso Espiritual del Huerto», afirmaba; «Los árboles frutales y otras criaturas predican verdaderamente los atributos y perfecciones que Dios nos ha concedido.»

* * *

Los puritanos llevaron las cosas algo más lejos. En su opinión, del mismo modo que se podía domesticar la naturaleza salvaje, también se podía mejorar a los seres humanos, controlando sus deseos y tendencias personales. El trabajo endereza el carácter, y el destino de la humanidad, así como su vía de salvación, era un esfuerzo incesante, de forma que la aplicación continuada a la acción práctica debía considerarse como prueba de un espíritu obediente.
Por otra parte, cada paso en la conquista de la naturaleza era un paso hacia el milenio y hacia la Segunda Venida, que se alcanzaría en una tierra dividida y controlada mediante una mejora generalizada de la condición humana. La explotación del entorno era buena, porque la naturaleza había sido creada por Dios con ese propósito.
La laboriosidad era una virtud, porque creaba más trabajo, y la actividad incansable, la ocupación productiva y la racionalización de la vida de acuerdo con la ética puritana (mediante la cual se hacía más eficaz el control social) traían consigo su recompensa.
Dios aprobaba la obtención de beneficios, y a los puritanos se les ensenaba que era deber de todo padre educar a sus hijos en alguna «vocación licita y beneficiosa».
No había conflicto entre las creencias protestantes y el capitalismo, y las virtudes de la diligencia, moderación, sobriedad y frugalidad se acomodaban bien con las cualidades que llevaban al éxito comercial. Para el hombre era una insensatez, decía el ensayista inglés Richard Steele en The Tradesmans Calling(«La vocación del comerciante»), negarse a «aprovechar las ventajas que la Providencia divina había puesto en sus manos». El éxito en los negocios podía entenderse como un signo de gracia espiritual, concedida porque un hombre (o excepcionalmente una mujer) había trabajado duro siguiendo la vocación que Dios mismo le había inspirado.
Esas creencias se ajustaban a los cambios producidos por los sistemas industrial y económico de la época. Conforme los creyentes en la ciencia construían nuevos mundos cruzando razas de animales o vegetales y modificando el paisaje, sus homólogos económicos guiaban el mundo de otra forma con un nuevo instrumento: el capital. La mejora llevada a cabo por los grandes terratenientes, el trabajo duro de los artesanos protestantes, y los viajes de exploración comercial posibilitados por los cartógrafos generaron cuantiosos ahorros, gran parte de los cuales se volcaron en la socialmente deseable compra de tierras.
La ética puritana tuvo tanto éxito en la generación de riqueza que acabo habiendo dinero bastante en el sistema para desencadenar la revolución financiera del siglo XVIII, y con ella llego otro don de los fabricantes con el que organizar y controlar la sociedad. La revolución financiera, como los cambios en la agricultura que la habían precedido, iba a aislar y separar más aun a la gente y a permitir la manipulación de su comportamiento mediante el dinero. El capital era un instrumento de un nuevo tipo muy peculiar, porque su potencial de acumulación era aparentemente ilimitado, lo que se ajustaba perfectamente al concepto científico de la infinitud del universo, uniendo así ciencia y capitalismo en una nueva dinámica.
Las instituciones financieras establecidas por aquella época estaban inspiradas muy especialmente en la obra de John Locke, quien había reconciliado convenientemente las ideas de ley universal, dominio sobre la naturaleza y beneficio. Locke consideraba el crecimiento de las plantas y el movimiento de los astros como pruebas de que el universo funcionaba de acuerdo con un plan, siguiendo unas leyes. Creía que el mundo había sido creado conforme a la razón y al orden. Así pues, el destino que Dios había asignado a la naturaleza debía ser acorde con el asignado al hombre, y «Dios pretende que el hombre haga algo». Al descubrir las leyes de la naturaleza y actuar en concordancia con ellas, el hombre no estaría sino siguiendo el Plan Divino como resultado del razonamiento, y no de la fe ciega.
Las leyes de la naturaleza tenían por tanto que haber sido concebidas por Dios con el objetivo especifico de preservar y mejorar a la humanidad. Cualquier cosa que pusiera en peligro esa preservación debería evitarse o impedirse, mientras que lo que la ayudara debía protegerse y alentarse. Así pues, el gobierno y las leyes sociales debían tener como finalidad primordial la protección ordenada de la existencia individual. Todos (excepto los insensatos o dementes) lo comprenderían así y darían a esas leyes sociales su apoyo más entusiasta.
El interés propio aseguraría, sobre todo, que la gente obedeciera a las leyes que pretendían salvaguardar la propiedad privada. El único crimen de la propiedad seria no explotarla para el bien común; así pues, una vez que la vida y las posesiones estuvieran aseguradas, el individuo se vería libre para procurarse una vida buena y racional (en otras palabras, «lo tomas o lo dejas»). «La finalidad primera y principal —decía Locke— de la agrupación del hombre en comunidades y de su sometimiento a un gobierno es la salvaguardia de sus propiedades.»
Un matemático miembro de la Royal Society, William Petty, había comenzado a aplicar el enfoque «científico» a la preservación de las finanzas nacionales. En 1665 calculo cuanto gastaba anualmente toda la población de Inglaterra a partir del consumo de artículos básicos. Si los seis millones de habitantes consumían bienes por valor de cuatro peniques y medio por día, el consumo nacional anual podía evaluarse en unos cuarenta millones de libras.
Petty estimaba el valor de todos los bienes de capital del país en unos doscientos cincuenta millones de libras, y que esos bienes de capital generaban rentas a una tasa media del 6 por ciento, lo que suponía un millón y medio de libras al año. Para él, la diferencia entre esa cantidad y el valor total del consumo anual (es decir, treinta y ocho millones y medio de libras) solo podía salir del trabajo realizado. Así pudo calcular por primera vez el valor del trabajo efectuado en todo un país. Su Political Arithmetick nunca pretendió ser precisa, pero mostraba que tales cosas podían calcularse y que los resultados obtenidos podían ser útiles a los gobiernos en su búsqueda de los medios más adecuados para controlar eficiente y rentablemente a la población.
A finales del siglo XVII, otro empleado de la Administración, Dudley North, reemprendió los trabajos de Petty allí donde este los había dejado. Consideraba el comercio como un instrumento publico además de una vocación privada, y en 1692 publico su Discourse on Trade, claramente enraizado en el pensamiento de los fabricantes. North escribía a su hermano:
Este método de razonamiento corresponde a la nueva filosofía [con lo que se refería al Discurso del Método de Descartes]. El antiguo [es decir, el escolasticismo medieval] trata con abstracciones más que con verdades, y se empleaba para formular hipótesis adecuadas para una gran cantidad de principios insensibles y precarios, como la trayectoria directa u oblicua de los átomos en el vacío, [pero] el saber se ha hecho en gran medida mecánico, término que no necesito interpretar más allá de señalar que significa «basado en verdades claras y evidentes».
Dudley aplico el razonamiento científico a la riqueza, que provenía, decía, de la producción, y principalmente de la manufactura.
Propuso otra ley universal, la «ley del comercio», según la cual todos los precios estaban dictados por la relación entre oferta y demanda. Su análisis mecanicista sugería leyes para la circulación del dinero: el pequeño comercio necesitaba poco; la oferta de dinero dependía de la cantidad de metales preciosos disponible y de la cantidad de moneda acunada; el interés era un precio; lo único que podía hacer bajar los tipos de interés era el incremento de capital.
North fue el primero en elaborar un análisis, basado en principios generales, del que se desprendía una teoría simple y mecanicista de la economía: había que dejar que las cosas buscaran por sí mismas su propio equilibrio «natural». Esa idea prendió pronto en la comunidad capitalista: «El comercio tiene sus principios, como los tienen las demás ciencias», decía el comerciante de Bristol John Cary en 1717.
El don con el que convertir esas teorías en una realidad capaz de alterar el mundo apareció por primera vez en Amsterdam, donde se había creado a comienzos del siglo XVII la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, con el fin de explorar las oportunidades comerciales que pudiera ofrecer el Lejano Oriente.
Las autoridades políticas holandesas establecieron un Banco de Cambio con el fin de colectar y administrar un flujo de capital que permitiera a la CHIO financiar su aventura, y los resultados fueron tan sobresalientes que pronto estaba haciendo el mismo trabajo para el Estado, contando con el muy beneficioso monopolio del cambio.
Con el respaldo del gobierno, el nuevo banco ofrecía una seguridad financiera sin precedentes, por lo que inmediatamente comenzaron a afluir fondos hacia Holanda desde el extranjero, incluidos el parlamento inglés, la corte danesa y la republica veneciana.
Esto le permitía al banco proporcionar a los comerciantes la moneda extranjera que necesitaban para sus gastos y el pago de facturas, si bien solía hacerse cargo de este transfiriendo notas escritas por la cantidad en cuestión, que deducía de las cuentas de sus clientes sin tener que mover metales preciosos de un lado para otro. Los depósitos dieron a la moneda holandesa una estabilidad que convirtió pronto a Amsterdam en el principal centro financiero de Europa.
La acumulación de capital que se produjo entonces encontró mucho trabajo que hacer, debido a que gran parte de Holanda estaba al nivel del mar, o incluso por debajo. El Estado holandés utilizo los fondos del Banco para financiar grandes obras públicas, como la mejora de los puertos, el drenaje de los polder, la excavación de canales y la recuperación de tierras ganadas al mar. El capital se utilizo también para desarrollar industrias nacionales especializadas como el tinte y acabado de tejidos, las destilerías, el refinado de azúcar o el procesado del tabaco (preparando así esos En 1694 se constituyo el Banco de Inglaterra con la finalidad de asumir esos mismos servicios en las finanzas inglesas, gestionar los créditos y depósitos y proporcionar al Estado los fondos necesarios para financiar exploraciones, guerras y conquistas. En 1720, la propia existencia del Banco impulso una mayor especialización en el mundo de las finanzas, y se establecieron bancos privados para actuar en el comercio, la agricultura o las aventuras coloniales.
De ahí nacieron otros instrumentos financieros. El dinero para financiar la exploración de nuevos territorios vino de la propiedad rustica, y los terratenientes pudieron solicitar créditos de las recién establecidas compañías hipotecarias con ese respaldo.
Pronto proliferaron los bancos comarcales (en 1800 había unos 400 fuera de Londres), para proporcionar créditos locales, transferir pagos desde y hacia Londres, y ayudar al gobierno en la recaudación de impuestos. Sobre todo, los bancos reunían dinero para financiar una cantidad creciente de obras públicas, como canales o carreteras.
Parte del dinero acumulado por esas nuevas entidades sirvió para establecer compañías de seguros que asumían el riesgo de las iniciativas domesticas y ultramarinas. Así se puso fin al viejo modo de operar al que se había visto obligado el comercio marítimo en la época anterior, cuando para protegerse contra la piratería debían formarse flotas, constreñidas a viajar a la velocidad del más lento de sus navíos, o bien a esperar durante semanas para contar con una escolta de la Armada, lo que significaba que todos llegaban a la vez, y creaban un exceso de oferta que hacia bajar los precios de sus cargamentos.
Aunque los seguros se remontaban a cuatro mil años antes en China, la primera Cámara de Seguros no se estableció en Europa hasta 1598, concretamente en Amsterdam, y la idea se propago como el fuego. Los seguros constituían una actividad extremadamente rentable, porque las primas cobradas solían exceder a las perdidas en dos terceras partes. Los holandeses eran tan fiables y estaban tan bien regulados que incluso durante las guerras anglo holandesas gran numero de navíos ingleses se aseguraban en Holanda.
Al principio, las primas que había que pagar eran cuestión de conjetura y regateo; pero al ir avanzando el siglo XVII, matemáticos como Blaise Pascal analizaron el asunto y proporcionaron a los empresarios la matemática probabilística con la que calcular riesgos y esperanzas de beneficio. Con el fin de atraer más fondos al comercio, los seguros se extendieron de la navegación a los incendios y accidentes mortales.
Los inversores se veían además protegidos por la invención de las sociedades anónimas de responsabilidad limitada, cuya primera intervención fue la construcción de canales por toda Inglaterra.
Esos canales permitían un transporte más cómodo y barato del carbón, demasiado engorroso para ser trasladado de un sitio a otro por tierra, por lo que tuvieron un éxito inmediato, y a finales del siglo XVIII Europa entera estaba poseída por la fiebre de la construcción de canales. Dadas las inmensas cantidades de capital necesarias para su financiación, se desato una especulación masiva, y se hacían y se perdían fortunas en unos meses.
El éxito de todos esos sistemas para acumular y gestionar capitales estimulo el surgimiento de otro nuevo mundo comparable al creado por los instrumentos científicos de la Royal Society.
Ya en 1709, Henry St. John se hacía eco de «un nuevo interés [...] un tipo de propiedad desconocida hace veinte años».
Se refería al mundo de las sociedades por acciones y al mercado de valores. Tras vencer la oposición inicial a transferir algo distinto a propiedades reales, la gente comenzó por primera vez a hacer dinero simplemente comprando acciones de empresas comerciales con las que no tenían la menor conexión. Gracias a la protección de los seguros, la falta de experiencia ya no constituía un riesgo.
El truco estaba en comprender el funcionamiento del mercado de valores para generar riqueza simplemente moviendo el dinero de unos a otros. Dos nuevos tipos de especialistas dominaban la escena, el agente de Bolsa y el de seguros, y ambos utilizaban las leyes mecanicistas de la inversión y las matemáticas probabilistas para estimar y predecir el valor de cuanto sucedía en el mundo real del comercio y los negocios.
En ese nuevo mundo, el equivalente financiero del «laboratorio » de la Royal Society era la cafetería Jonathan's, situada en la Exchange Alley de Londres hasta 1773, cuando tras un intento fallido por parte del Parlamento de cerrar el mercado, los corredores se trasladaron a una nueva cafetería en la esquina de la calle Threadneedle con Sweetings Alley, cerca de donde está situado actualmente el Banco de Inglaterra. Se iba a llamar «New Jonathan's », pero al final decidieron bautizarla como «Stock Exchange Coffee House» (Cafetería de la Bolsa). Para entrar había que pagar seis peniques, y atraía a los inversores potenciales exhibiendo en las ventanas listas de las cotizaciones.
El capital estaba generando ya cambios importantes en el comportamiento social, al alterar los salarios el carácter del trabajo y la relación entre obreros y empresarios. El tiempo y el esfuerzo ya no se medían, como antaño, en términos de mutua responsabilidad entre empleador y empleado, sino tan solo en términos de dinero.
Conforme maduraba el sistema, iba adoptando la vía habitual de la intervención y control. La manipulación del capital y los recursos fragmentaba el proceso de producción, subdividiendo el ámbito y nivel de pericia de cada tarea, descalificando a los trabajadores, reduciéndolos a unidades de producción susceptibles de ser usadas con mayor eficacia, organizadas más fácilmente y con menores posibilidades de plantear objeciones o de exigir cambios, en la medida en que el saber de cada uno de ellos se limitaba a la repetitiva tarea que se le había encomendado. Se creaba un nuevo tipo de vida: reiteración tediosa de tareas insignificantes a la velocidad de una maquina.
A mediados del siglo XVIII, un visitante a un taller metalúrgico escribía:
En lugar de emplear la misma mano para acabar un botón o cualquier otra tarea, se subdivide en tantas manos como sea posible, suponiendo sin duda que las facultades humanas, limitadas a la repetición del mismo gesto, se hacen más veloces y fiables que si tienen que pasar de uno a otro. Así, un botón pasa por cincuenta manos, cada una de las cuales realiza la misma operación quizá mil veces al día; el trabajo se hace tan sencillo que en la mayoría de los casos niños de seis u ocho anos pueden llevarlo a cabo tan bien como adultos.

Ese nuevo modo de hacer quedo canonizado en 1776 en el manual de todos los propietarios de fabricas, The Wealth of Nations («La riqueza de las naciones») de Adam Smith, quien utilizo la idea de las leyes de la naturaleza para desarrollar un análisis sistemático de la economía y de la creación de riqueza. Lo primordial, pensaba, para mejorar la productividad nacional era subdividir el trabajo, ya que este representaba la verdadera riqueza de una nación. La división del trabajo estaba ya muy afianzada en las grandes industrias, particularmente en la siderurgia, donde la separación física de las maquinas de vapor, hornos, fraguas y prensas de laminación había propiciado desde antiguo la labor de especialistas con diferentes habilidades.
Smith tomaba como ejemplo para el tipo de división del trabajo que propugnaba la industria de fabricación de clavos:

He visto una pequeña fábrica de ese tipo donde solo estaban empleados diez hombres, y algunos de ellos llevaban a cabo por tanto dos o tres operaciones distintas. Pero aunque su pobreza los llevaba a acomodarse sin queja a las diferentes maquinas, conseguían fabricar, con el necesario adiestramiento, hasta 12 libras de clavos al día. Una libra contiene más de cuatrocientos clavos de tamaño medio. Esas diez personas, por consiguiente, podían producir entre todos ellos más de 48.000 clavos al día, y cada uno de ellos 4.800. Pero si hubieran trabajado separada e independientemente, sin que ninguno de ellos se hubiera ejercitado en su tarea particular, es seguro que no habrían conseguido ni veinte, y alguno ni siquiera un clavo al día, es decir, ni la doscientas cuarentava parte, y quizá ni la cuatro mil ochocientosava parte de lo que efectivamente son capaces de producir, como consecuencia de una adecuada división y combinación de las diferentes operaciones.

Las leyes de producción matemáticamente expresadas de Smith copiaban las de la precedente revolución científica. Según su «ley», que sería aplicada por gobiernos e instituciones con una eficacia creciente, el estimulo para la división del trabajo era la ampliación del mercado, que a su vez dependía de la facilidad de intercambio de bienes por capital. El crecimiento sostenido exigía un mercado en continua ampliación, en el que el transporte y los instrumentos financieros constituían útiles esenciales.
Los elementos implicados en esa interacción operaban como las «fuerzas» newtonianas de la física: el precio «natural» de una mercancía cubría el coste de producción con los niveles de salario «naturales», más la ganancia y los intereses; el precio «de mercado» estaba por encima o por debajo del precio «natural», dependiendo de la relación entre oferta y demanda de los clientes dispuestos a pagar el precio que fuera. En tiempos de escasez, los precios de las mercancías, obviamente, debían subir.
La fuerza primaria que subyacía bajo todo esto era lo que Smith llamaba el «interés propio» del mercado, que gobernaba las subidas y descensos de precios, del mismo modo que la gravedad afectaba al equilibrio entre cuerpos móviles. Cuando un precio era alto, la atracción de la ganancia implicaba que se produjeran más unidades de la mercancía en cuestión. El aumento de oferta restringía entonces el mercado, y los precios caían, lo que obligaba a los fabricantes a despedir obreros o a reducir sus gastos de capital.
La oferta disminuía entonces, y eso hacia crecer de nuevo la demanda, con lo que recomenzaba el ciclo. Todo dependía de la «ley natural» del interés propio de las partes implicadas: capitalistas, fabricantes, obreros, compradores... La fuerza del interés propio actuaba como todas las demás fuerzas, como una «mano invisible» que guiaba todo «en beneficio de la sociedad». Smith podía mirar a su alrededor y ver su ley en funcionamiento.
La revolución agrícola hacia crecer el rendimiento de los cultivos y ofrecía trabajo a los labradores, gracias a una sucesión de abundantes cosechas a lo largo de treinta años de tiempo magnifico a comienzos de siglo. Por eso la comida era barata y había mucha oferta de trabajo, lo que hacía confiar a la gente, que se casaba a temprana edad y tenía muchos hijos. La población crecía rápidamente, y pronto aumento la demanda de alimentos y artículos domésticos. Los beneficios crecían y se invertían de nuevo en la mejora de equipos y maquinaria, o bien se desviaban hacia el mercado de valores en expansión, creando una burbuja que atraía cada vez más capital hacia más inversiones y mejoras.
La economía estaba lista para el despegue. Todo lo que necesitaba eran nuevos medios de producción que dependieran menos del limitado número de obreros cualificados y especializados. También sería más controlable, más fiable, más reduccionista y mecanicista, más predecible en términos de resultados, y más capaz de utilizar eficientemente la fuerza de trabajo. Sobre todo, haría uso del trabajo no especializado, ya que no había tiempo, como antaño, para el lento aprendizaje de viejo estilo en los gremios. Cuando llego, el nuevo don hizo eso y más. Era la máquina de vapor.
Adam Smith había mostrado el camino y los fabricantes estaban atentos, excavando canales para un transporte más barato del carbón hacia las ruidosas fábricas de tejidos, con nuevas máquinas que hasta un niño podía (y solía) manejar, gracias a la energía proporcionada por la máquina de vapor. La revolución industrial que esta hizo posible iba a constituir el mayor triunfo logrado por los fabricantes hasta entonces, e iba a cambiar la faz del mundo. No se inicio en un frente amplio, sino desde pequeñas fabricas de la industria textil. En todo el país, hombres y mujeres habían estado realizando en granjas aisladas una u otra de las muchas tareas necesarias para la confección de ropa: cardado, batido, hilado, tejido, cosido... Fragmentada de ese modo, la producción era dispersa, lenta, y sobre todo difícil de controlar y gestionar.
La tecnología revoluciono la producción textil por etapas sucesivas: una lanzadera volante (que llevaba el hilo hacia atrás y adelante a lo largo de la urdimbre) acelero el trabajo en el telar y origino el desarrollo de maquinas hiladoras con las que se podía fabricar suficiente hilo para alimentar los nuevos telares movidos con vapor y sus lanzaderas más rápidas. En 1769, nuevas hiladoras dieron a Inglaterra el monopolio de la producción de tejidos de algodón, al automatizar el proceso de hilado desde la hebra en bruto hasta el tambor de bobinado. La hiladora de algodón llamada "Jenny", puesta a punto en 1764, consiguió lo mismo para el hilo de trama, más ligero, mientras que la mula, o hiladora mecánica alternativa, que era un hibrido de ambas, conseguía en 1779 un hilo a la vez ligero y resistente.
Esos inventos transformaron la producción textil al unir todo el proceso bajo un mismo techo. Entre 1780 y 1812, el numero de husos creció en Inglaterra de un millón setecientos mil a cinco millones, y más de cien mil obreros no cualificados trabajaban en esa industria. Para aprovechar el rendimiento de las nuevas maquinas hiladoras, los telares movidos con vapor, introducidos en 1791, se multiplicaron hasta alcanzar los 250.000 en 1850.
La revolución industrial constituyo el inicio de las transformaciones radicales potenciadas por las diversas disciplinas de la ciencia y la tecnología, desarrolladas gracias a los previos esfuerzos de control social por parte de las «sociedades para la propagación del saber» europeas. Esas diferentes actividades especializadas, trabajando para satisfacer las necesidades del comercio, se iban a combinar entre sí e iban a dar lugar a resultados sociales inesperados.
Conforme proliferaban las disciplinas industriales y científicas, comenzaron a interactuar, y el producto de esa interacción era cada vez más impredecible. El cambio se iba a convertir pronto en lo único constante en la vida.
El primer caso importante de innovación interactiva fue el don que desencadeno la revolución industrial: la máquina de vapor de James Watt (1769). Necesitaba pistones de alta precisión que se ajustaran perfectamente al cilindro, y estos se consiguieron con la taladradora de John Wilkinson, cuya cabeza de corte estaba hecha de un acero fundido en crisol preparado originalmente por un relojero llamado Benjamin Huntsman, que cuando pretendía fabricar un muelle especialmente resistente visito una fábrica de vidrio, lo que le dio la idea de hacer algo semejante con el acero.
El acero de Huntsman, capaz de resistir fuertes tensiones, era idóneo para el muelle que necesitaba el cronometro de navegación de John Harrison, y la exactitud de esos cronómetros alentó el desarrollo de sextantes más afinados y en general una demanda generalizada de precisión en las escalas y aparatos utilizados para medir cualquier cosa. Esa demanda se vio finalmente satisfecha por la invención por Jesse Marsden de un sistema que empleaba un pequeño tornillo tangente a una placa circular sobre la que se situaban los instrumentos cuyas escalas se deseaba fijar, con lo que se lograba la precisión requerida.
Esa exactitud en las medidas fomento la aparición de instrumentos topográficos sofisticados con los que se realizaron grandes trabajos de agrimensura y la medición de la superficie de la India.
Ni siquiera Watt pudo prever que su aparato de bombeo para las minas conduciría al descubrimiento por parte de los dibujantes de mapas del monte Everest.
El taladro de precisión de Wilkinson, equipado con una cabeza de acero al crisol, sirvió también para fabricar los cañones ligeros que permitieron a Napoleón llevar piezas de artillería móvil hasta el centro mismo del campo de batalla y con ello transformar la faz política de Europa. Cuando se pudo disponer de piezas de hierro mayores y más pesadas, el nuevo acero cortante permitió también la fabricación de maquinas-herramienta (tornos, artefactos para graduar, micrómetros y maquinas para fabricar tornillos en serie), lo que a su vez facilito la producción de piezas metálicas tan uniformes que resultaban intercambiables (término utilizado por primera vez por el ingeniero norteamericano Eli Whitney, en la última década del siglo XVIII, para referirse a las piezas de los mosquetones que fabricaba para su gobierno, y más tarde a las de maquinas como la desmotadora de algodón).
La posibilidad de intercambiar y sustituir las piezas de una maquina permitía que obreros no especializados pudieran mantenerlas y repararlas reemplazando simplemente una pieza por otra. Esto descualificaba a los trabajadores, que podían usarse como si también fueran piezas intercambiables de la maquina. El primer y mejor ejemplo de ese proceso y sus efectos fue la producción de marcos para poleas, es decir, la estructura de madera que sostenía las poleas en que se insertaban las sogas utilizadas por la Royal Navy. Cada año se precisaban cien mil marcos de polea para esos barcos y para las operaciones de carga y descarga en los puertos.
Había tres tamaños, y la producción de esos cien mil marcos que se necesitaban anualmente llevaba normalmente cinco años.
El ingeniero ingles Henry Maudslay concibió un sistema nuevo, basado en la manufactura de instrumentos de precisión, para fabricar piezas intercambiables de esas unidades de polea mediante una cadena de producción que dividía la operación entre 43 maquinas. Con ese nuevo proceso de intervención y control sociales cada vez más extendido, las maquinas de Maudslay eran capaces de producir 130000 unidades en un año, reduciendo la fuerza de trabajo necesaria de 110 obreros cualificados a 10 hombres no cualificados.
La revolución industrial también aportaba avances en otros campos científicos relacionados con la producción, como la química, estableciendo el modelo para el tipo de innovación científica que desde entonces profundizo el foso entre los fabricantes y un público ignorante, cuya vida cambio de forma inesperada.
Por ejemplo, a comienzos del siglo XIX, la nueva luz de gas que utilizaban las lámparas provenía de la producción de carbón de coque, proceso del que también se derivaban grandes cantidades de alquitrán. Haciendo experimentos con ese material, el químico inglés William Perkin descubrió en 1857 el primer tinte de anilina artificial.
Los tintes de anilina constituyen un buen ejemplo del modo interactivo e imprevisto en que se combinan los descubrimientos científicos y tecnológicos. Perkin estaba en realidad buscando una versión química artificial de la quinina, debido a que gran cantidad de administradores imperiales británicos en las regiones tropicales morían de malaria. Gran Bretaña no poseía colonias en las que se produjera de forma natural la quinina, como la corteza de chinchona de Sudamérica y Java. Tras meses de experimentos, Perkin no consiguió sintetizar quinina, pero el sedimento negro que quedo en sus retortas resulto ser el primer tinte de anilina sintético.
Pronto surgieron otros tintes del alquitrán de hulla, y en 1876 el químico alemán Heinrich Caro descubrió el azul de metileno.
Pocos años después, parte de ese tinte se derramo accidentalmente sobre un cultivo de bacterias y resulto que tenía solo a estas, con lo que se creó inmediatamente una nueva ciencia, la bacteriología; fue Robert Koch el primero que utilizo el tinte en su estudio del bacilo del cólera. Al destilar otras fracciones de alquitrán se descubrió el acido carbólico, empleado como antiséptico por cirujanos como Lister, de Edimburgo, quien desarrolló métodos para esparcir el liquido. A finales del siglo XIX, el ingeniero alemán Wilhelm Maybach empleo esa misma idea en el diseño del primer carburador.
Dado que las innovaciones provocaban nuevas innovaciones, a los líderes de Occidente les debió de parecer que no había limites a lo que podían hacer con ayuda de sus fabricantes. En toda Europa se había parcelado y fertilizado la tierra, la oferta monetaria seguía creciendo, el mercado, así como la población, estaba en constante expansión, tronaban las maquinas de vapor, y (cuando la luz de gas hizo posible los desplazamientos nocturnos) los fuegos de las calderas y hornos de las fabricas iluminaban el cielo en una furia productiva sin fin.
Las maquinas trabajaban incesante, infalible e incansablemente.
El único don que se deseaba ahora de los fabricantes de hachas era el que había pronosticado Wordsworth, el que iba a convertir a la gente en máquinas.


Capitulo 8
Leyes de clase

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El rico en su castillo,
el pobre en su chamizo;
fue Dios quien los puso
a cada uno en su sitio.
Himno Victoriano

A lo largo de la historia, el misterioso saber de los fabricantes de hachas siempre ha reforzado el conformismo social, al tiempo que distanciaba a los promotores de cambios y a sus amos institucionales de la población corriente cuyo destino controlaban. La desmedida escala y número de nuevos sistemas de control creados por los tecnólogos y empresarios de finales del siglo XVIII ampliaron y profundizaron ese foso e impusieron un conformismo mucho más rígido aun. El ritmo de la innovación industrial fue tan apresurado que produjo cambios repentinos y fundamentales en una sociedad carente de medios políticos y administrativos para asumirlos. Esos cambios indujeron a su vez nuevas formas de manipular al proletariado, tan acrecentado gracias a la proliferación de fabricas. El nuevo don iba a ser un instrumento ideológico para mantener el control.
A comienzos del siglo XIX, la gente empezó a notar cuan rápidamente cambiaban las cosas, y a preguntarse lo que eso iba a significar para sus vidas. En 1828, una revista destinada a los obreros fabriles ingleses resumía la creciente toma de conciencia por parte de las masas de lo impotentes que les habían dejado los dones de los fabricantes de hachas, ya que comprendían muy poco de la magia científica y tecnológica que les trastocaba a cada instante la vida.
«Nacimos ignorantes, crecimos ignorantes, vivimos ignorantes e ignorantes moriremos. Nos arrastramos a tientas en la oscuridad.»
La revolución industrial había succionado a millones de campesinos a las recién industrializadas ciudades demasiado rápidamente para que las autoridades urbanas pudieran controlar con eficacia el fenómeno. El efecto de un creciente número de obreros y de gente «sin empleo», así como las indescriptibles condiciones en las que se veían obligados a trabajar y a vivir, y por encima de todo el inexorable régimen fabril, que no les concedía libertad, no les daba educación, y les privaba de poder político, comenzó a manifestarse en las postrimerías del siglo XVIII bajo la forma de disturbios civiles y enfrentamientos con las fuerzas del orden.
Los intentos draconianos, por parte de las autoridades civiles, de controlar y suprimir esa agitación social, y el simultaneo ascenso de una contracultura autónoma tendente a representar los intereses de los trabajadores, iban a formalizar la división social generada por los dones industrializadores de los fabricantes de hachas en términos de «clase». Ocurrió primero en Gran Bretaña, porque era allí donde antes se habían sentido los efectos reales de la industrialización.
En 1798, el Parlamento británico respondió a los disturbios callejeros suspendiendo el derecho de habeas corpus y aconsejando a los cristianos que apoyaran esa suspensión por ser del todo consistente con los principios de «nuestra excelsa religión, que exhorta a la resignación y a la sumisión para con los altos poderes». La Iglesia de Inglaterra, sobre todo, se esforzó por contrarrestar los efectos revolucionarios de la publicación de los Rights of Man («Derechos del hombre») de Tom Paine y sus subversivos ataques a los privilegios:

El hombre no se asocia con otros para estar peor que antes, ni para tener menos derechos que antes, sino para tener más seguros esos derechos. Sus derechos naturales son la base de sus derechos civiles. [...] Cuando observamos la miserable condición del hombre bajo los sistemas hereditarios y monárquicos de gobierno, arrancado de su hogar por un poder, o arrastrado por otro, empobrecido más por los impuestos que por cualquier enemigo, se hace evidente que esos sistemas son perniciosos, y que se necesita una revolución general en el principio y formación de los gobiernos.

Una de las voces que por cuenta del gobierno trataron de neutralizar esa erupción de radicalismo fue la de la poeta y autora de piezas teatrales Hannah More, quien escribió varios folletos sobre la cuestión de la disciplina social que alcanzaron notable éxito, llegando a circular dos millones de ejemplares en un año. La solución de More para la creciente agitación consistía en predicar la sumisión absoluta a la autoridad y exhortar a la resignación cristiana frente a la pobreza y la adversidad. En uno de esos folletos, con el titulo «Village Politics», decía que había que «contrarrestar las perniciosas doctrinas que, haciéndose eco de la Revolución Francesa, han hecho sonar la alarma de los amigos de la religión y el gobierno en todos los rincones de Europa».
More produjo una serie de opúsculos, baratos y muy leídos, llamada «Relatos para los estratos medios de la sociedad, y cuentos para la gente corriente», escritos para «mejorar las costumbres y salvaguardar los principios de las masas populares, en unos tiempos en que se multiplican, como nunca en la historia, sus riesgos y tentaciones, tanto morales como políticas».
Desde comienzos del siglo XIX, la clase media emprendió la Cruzada Moral del Movimiento Evangélico, que predicaba a las clases bajas disciplina y autocontrol. El comentarista social inglés William Cobbert insinuó que su finalidad real era «ensenar al pueblo a morirse de hambre sin hacer ruido y evitar que los pobres les corten el cuello a los ricos». Los escritos más importantes de los evangélicos entre 1795 y 1829 insistían en el mismo tema:

Enunciar las verdades morales [...] y deducir de ellas reglas de conducta mediante las cuales los habitantes de este país, cada uno de ellos en su condición singular, puedan adquirir conocimientos y cumplir mejor con sus múltiples deberes.

Los miembros del Movimiento Evangélico se infiltraron deliberadamente en las instituciones bancarias y en la administración, y muchos de ellos sirvieron en las fuerzas armadas, considerándose a sí mismos como avanzadilla en la lucha por la estabilidad social. El evangelicalismo, con su belicoso lenguaje de conflicto con el mal, y su énfasis en el orden y la disciplina, contribuyo a canalizar parte de la insatisfacción social en direcciones patrióticamente más aceptables.
Pero para muchos de los cada vez más abundantes políticos radicales de izquierda, las «reformas morales» de los evangélicos no eran sino propaganda de un sistema industrial autoritario y represivo, un instrumento diseñado por las fuerzas de la ley, el orden y la producción como un método de intervención y control para crear una clase obrera sobria, disciplinada y obediente.
La reacción de la izquierda frente a las condiciones en que se encontraban los trabajadores fue la organización. En 1818, en las ciudades de las Midlands y el norte de Inglaterra, los radicales se habían asentado en las aéreas fabriles con una red de clubes dedicados a la discusión política y la agitación, estrechamente ligados a la prensa obrera, siendo el periódico Black Dwarf(«Enano negro ») uno de los más influyentes. Su principal instrumento institucional, la asamblea semanal, la copiaron de los metodistas.
En un primer momento, el movimiento no era de carácter marcadamente obrero, sino más bien populista. En 1819, su objetivo proclamado era el bien «para todos los hombres», y no el bienestar de los compañeros de fabrica, así que la dirección reflejaba en un principio la alianza populista entre artesanos, maestros de taller, pequeños patronos y tenderos.
Pero en 1824 apareció en escena otro grupo de trabajadores, la Sociedad Cooperativa de Londres, y las cosas empezaron a cambiar. Frente al omnímodo poder del capitalismo Victoriano, la Sociedad Cooperativa lucho por mantener los valores obreros de la ayuda mutua y la camaradería, proclamando nada menos que la necesidad de un orden social alternativo al de los capitalistas. La Sociedad pretendía antes que nada eliminar la dependencia de los trabajadores con respecto al pago en especie y los almacenes de las propias empresas, estableciendo tiendas mantenidas entre todos para distribuir artículos de consumo al menor precio posible; si además se obtenían beneficios, se empleaban en el desarrollo del movimiento.
La finalidad no era tan solo económica. Su declaración de intenciones proclamaba:

Exigimos para el obrero los derechos de un agente racional y moral [...] [siendo como es] el creador de todas las riquezas, debe gozar de todos los derechos de un hombre, y rechazamos la filosofía que pretende convertirlo en una mercancía susceptible de compra y venta, de multiplicación y reducción, sin otras reglas que las precisas para decidir cómo se confecciona un sombrero.

En 1829, la Asociación Británica para la promoción del Conocimiento Cooperativo amplio el ámbito de la Sociedad y su manifiesto llego a una audiencia muy receptiva en las aéreas fabriles, en las que el movimiento había desarrollado ya su propia red de publicaciones. Se estima que a finales de 1831 existían más de 500 sociedades cooperativas. El movimiento publicaba periódicos, celebraba conferencias regionales, organizaba asambleas y establecía centros locales. Uno de ellos estaba en Birmingham, donde en 1828 la Sociedad Cooperativa enfrento al gobierno con el espectro de un socialismo radical cuando se introdujo en sus estatutos la proclamación de que el objetivo de la Sociedad era «la comunidad de tierras y bienes».
La clase dirigente reacciono en toda la línea con la primera y más efectiva de las «reformas» encaminadas a contrarrestar las tendencias socialistas, y puso en pie todo un sistema educativo, con el que iba a combatir a la oposición allí donde estaba menos organizada. Los fabricantes habían creado un problema: la industrialización y la comida barata habían provocado la superpoblación y el desempleo. Para las autoridades, la creciente delincuencia entre los jóvenes sin trabajo implicaba una clara necesidad de vigilancia y disciplina. Así pues, se establecieron escuelas especiales a cargo de monitores, que si bien aparentemente educaban, de hecho pretendían entrenar a los niños en la disciplina fabril de sus padres.
Esas escuelas fueron concebidas por un ex funcionario de la Administración Colonial de la India, Andrew Bell, y su funcionamiento quedaba encomendado a los propios alumnos, para entrenarlos en la asunción de la disciplina que iban a sufrir luego en las fabricas. Estaban divididas en clases, en cada una de las cuales se nombraba un monitor cuyas responsabilidades eran: «La moralidad, el perfeccionamiento, el buen orden y la limpieza de toda la clase. Debe realizar informes diarios, semanales y mensuales de los avances realizados, especificando el numero de lecciones estudiadas y los chicos presentes y ausentes.» También debía llevar listas de las paginas leídas y las palabras aprendidas por la clase; de este modo, se reducía el proceso educativo a una producción en cadena de un tipo algo especial.
La enseñanza de la aritmética y la ortografía mediante dictados las convertían en algo maquinal, proporcionando al niño los mínimos conocimientos precisos para llevar a cabo el trabajo fabril.
En la clase de aritmética, un «lector» enunciaba los resultados, y la clase los repetía en un proceso tan reiterativo como el trabajo de sus padres. No se consideraba socialmente conveniente para los niños de la clase obrera la enseñanza de las teorías matemáticas, de forma que solo se les instruía en las cuatro reglas. «De esta forma —escribía Bell—, cualquier chico de ocho anos, apenas pueda leer, escribir y operar medianamente bien estará cualificado para ensenar a sus compañeros las cuatro reglas de la aritmética con tanta eficacia como un Matemático que haya recibido clases durante años.»
Como los adultos en las fabricas, los niños trabajaban en filas, y únicamente abandonaban su puesto para ir al atril de lectura; la recitación y el canto eran los medios primordiales de aprendizaje.
Los textos que memorizaban comportaban mensajes de conformismo y obediencia:

Veinte peniques son uno [un chelín] y ocho peniques,
lávate la cara y péinate el pelo.
Treinta peniques son dos [chelines] y seis peniques, todos los días barremos el suelo.

El método «Lancaster» para aprender a leer, tan difundido, empleaba las mismas técnicas para inducir la uniformidad: el libro de texto era único, impreso a tamaño triple, y sus páginas de cartón se colgaban de las paredes. Veinte niños se situaban en torno a la pizarra (en su «puesto de lectura») y cuando habían repetido la lección en voz alta se retiraban para practicar la ortografía, mientras salía otro grupo. De esta forma, en tres horas, doscientos chicos podían repetir la misma lección de un solo mural.
Para las autoridades era de particular importancia que no se ensenara la escritura a esos chicos: el don de la lectura podía quizá agitar pensamientos radicales, pero sin la capacidad de escribir no podrían expresarlos fácilmente. Como decía Hannah More: «No permito escribir a los pobres. Mi objetivo no es formar fanáticos, sino ejercitar a las clases bajas en los hábitos del trabajo y la piedad.»
La innovación educativa con más éxito, la escuela dominical, se introdujo con el fin de neutralizar un comportamiento potencialmente destructivo. Esas escuelas dominicales comenzaron a funcionar en 1785, impulsadas por Robert Raikes (un filántropo que había ensayado antes métodos similares con los presos del penal de Gloucester), con el fin de limpiar las calles de jóvenes desocupados en un momento en que, prefigurando la Revolución Francesa, peligrosas ideas libertarias se extendían entre la población.
Esas escuelas se abrían solo los domingos, para no interferir con el trabajo de sus alumnos en las fabricas los días laborables. En 1787, el sistema abarcaba unos 250.000 niños, y mediado el siglo eran ya más de dos millones, a todos los cuales se les ensenaba a leer y se les instruía «en los deberes de la religión cristiana, atendiendo especialmente a su buena conducta y laboriosidad, como corresponde a su futuro puesto de obreros y sirvientes». En 1846, el secretario del Comité para la Educación del Consejo Privado británico definió el papel de esas escuelas: «Crear una nueva raza de trabajadores, serviciales, respetuosos, laboriosos, leales y pacíficos.»
Entretanto se producían intentos de plantear una alternativa de izquierdas, inspirada en el ejemplo de Robert Owen, gerente de una fábrica de tejidos de algodón en New Lanark (Escocia), quien había remodelado en 1816 su fábrica convirtiéndola en una comuna con sus propias tiendas, hospital y escuela. El experimento de Lanark quedo descrito en el influyente folleto «Una nueva visión de la sociedad», en el que Owen subrayo la importancia de las escuelas y el juego, y la necesidad de que los niños gozaran de salud y fueran «activos, cariñosos y felices».
Sin embargo, hasta en las primeras actividades de Owen se pueden detectar tendencias de intervención y control tras la apariencia libertaria. En New Lanarle existía una Institución para la Formación del Carácter cuya finalidad —ambiciosa se la mire por donde se la mire— se basaba en la creencia de Owen de que el progreso humano sería imposible sin eliminar antes la ignorancia.
En la Institución, los niños aprendían, además de aritmética, a leer, escribir, coser y hacer punto, y al final del día «Se limpiaban las aulas, se ventilaban, y en invierno se calentaban, dejándolas confortables en todos los aspectos» para las sesiones vespertinas de adolescentes y adultos.
La «New View» de Owen fue el punto de partida del socialismo moderno, y su movimiento alcanzo su punto culminante a comienzos de la década de 1830, cuando los obreros «owenistas» establecieron cooperativas, organizaciones y periódicos para extender su ideología. En 1840 contaban ya con su propia Sala de la Ciencia en Manchester (un enorme edificio neogótico con capacidad para 3000 asistentes), con fondos obtenidos vendiendo acciones de una libra a los trabajadores locales. Al cabo de pocos meses, esa Sala ofrecía a sus miembros una profusa agenda de actividades, desde las clases vespertinas de las escuelas dominicales para ambos sexos, hasta bailes, excursiones, un Gran Festival Social y una banda que tocaba los domingos por la mañana.
En 1842 se habían abierto salas similares en más de dos docenas de centros owenistas, que se convirtieron en focos de la vida cultural de los trabajadores. En la Institución Social Salford «se formo un coro, se preparo a los cantantes, se publico un libro de himnos y se dispuso una especie de ceremonia para el encuentro de los domingos», pero los himnos que se cantaban no eran religiosos, y los sermones tenían como tema cuestiones sociales. Esa sustitución de los ritos sacramentales acrecentó el antagonismo entre los socialistas y el clero cuando un owenista, James Morrison, escribió en 1834: «La ceremonia produce una gran impresión en los asistentes, con resultados más convencidos y duraderos que los discursos más elocuentes.»
El impulso institucionalizador del owenismo quedo demostrado cuando aconsejo a otros socialistas: «Estableced un nuevo ceremonial por vuestra cuenta, que ponga a la gente de vuestro lado, con las mismas artimañas con las que los reyes, generales, obispos y monjes se han asegurado durante siglos su popularidad.
La suya era la ceremonia de la tiranía. Que la vuestra sea la ceremonia del pueblo.»
Del otro lado de la barrera, las autoridades victorianas utilizaban las ceremonias religiosas para adoctrinar a las masas, con himnos cargados de enérgicos mensajes propagandísticos. Debido al considerable volumen de la himnodia oficial, esto acabaría por ejercer un efecto enérgico y duradero en la gente corriente (prolongándose hasta finales del siglo XX). De la edición de 1861 de los Himnos Antiguos y Modernos de la Iglesia anglicana se vendieron cuatro millones y medio de copias en los primeros siete años.
Esos himnos proclamaban los meritos de la sumisión:

Si sientes abrumado de tu deber la carga
piensa que te ha sido asignado por el cielo.
¡Levanta el ánimo! Tuya será la bendita morada.
Espera, espera humildemente, sin lamentos!

También se insistía en la ética del trabajo:

Felices cuando Dios nos llena
las manos con trabajo,
el corazón con entusiasmo.
Y cuanto más servimos más amamos.

Conforme el sistema fabril acostumbraba a más gente a medir el tiempo y a controlar y dividir sus días en periodos de trabajo y descanso, los himnos exhortaban a la puntualidad:

Da a cada minuto pasajero
algo valioso que guardar.
Trabaja, que llega el tiempo
en que no habrás de velar.

Los evangélicos empleaban símbolos militares para ensalzar la lucha y la victoria:

Lucha valientemente con cuanto esté a tu alcance.
Cristo es tu fuerza y Cristo es tu derecho.
Mantente firme, sin que el afán te canse
y te veras con gozo coronado en el cielo.

Los himnos exhortaban a quienes los cantaban a seguir el camino recto, a sufrir con abnegación las adversidades y a ser decentes y leales. Los había destinados a sectores específicos de la población: un himnario de 1868 dedicaba cada una de sus composiciones a un grupo social determinado. A cada grupo se le alentaba a aceptar su condición social sumisamente, y se insistía repetidamente en el trabajo duro y la pasividad social. Muchos de esos himnos adoptaban una actitud admonitoria, previniendo a los fieles contra la implicación en conductas que podían dificultar su entrada en los cielos.
Como cabía esperar, la mayoría de esos himnos se dirigían a los jóvenes, para cantarlos en las escuelas dominicales, donde dejarían una impresión profunda y duradera. Marcadamente didácticos, los versos resaltaban el valor primordial de la obediencia:

Debemos ser sumisos y obedientes
y sobrellevar siempre con paciencia
los breves y nimios inconvenientes
de nuestra infantil existencia.

A los hijos de los obreros fabriles, desesperadamente pobres, se les hacía saber que los ricos tenían más difícil la salvación eterna:

En nuestra angustiada situación de pobres
Tu gracia, Señor, se muestra claramente
porque de haber nacido con riqueza y honores
no te habríamos hallado sino difícilmente.

El Padre Nuestro de Rudyard Kipling comprendía todos los recursos efectistas de intervención y control: el patriotismo, el racismo, la incitación a la caridad, el valor del trabajo, la obediencia, y un llamamiento a empuñar las armas cuando fuera preciso defender el orden establecido:

Tierra donde nacimos, con honor te juramos
nuestro esfuerzo y amor en los próximos años,
cuando hayamos crecido y ocupemos lugar
junto a hombres y mujeres de raza sin igual.
Tierra donde nacimos, con ese orgullo y fe
por los que murieron nuestros padres ayer,
!Oh, madre patria!, devotos te ofrendamos
para siempre cabeza, y corazón, y manos.

Las autoridades victorianas crearon también un mito con el que afianzar el deseo de conformidad y obediencia, instilando en las clases medias el temor a los «residuales», un vasto, informe e indeterminado populacho de indigentes repugnantes y peligrosos.
El darwinismo social significo un apoyo seudocientífico a la idea de que los «residuales» eran algo antinatural, predicando que solo los que se adaptaban al medio podrían sobrevivir, y que no valía la pena ayudar a los inadaptados. Los «residuales» se caracterizaban, pervirtiendo la más reciente de las ciencias, como el producto de demasiada higiene, sanidad y caridad, permitiendo sobrevivir a niños física y moralmente enfermos que más tarde iban a infectar el cuerpo social.
En 1884, el economista Alfred Marshall, de Cambridge, sugirió que se establecieran campos de trabajo para los «residuales» en las afueras de Londres, ya que no había «una labor más auténticamente benéfica que despojar al progreso de su crueldad parcial apartando de su camino a cuantos pudieran resultar aplastados por sus ruedas». Amontonados en tugurios en los barrios bajos, donde era imposible la decencia y una vida sana, esa creciente población de «degenerados» constituía una amenaza para la civilización.

* * *

A comienzos de siglo, los gobernantes fueron haciéndose a la idea de que la tecnología cada vez más sofisticada quedaría desaprovechada a menos que se realizaran ciertos esfuerzos para entrenar a más trabajadores en las tareas especializadas de la fabrica. El libro Observaciones prácticas sobre la educación del pueblo se convirtió en un éxito inmediato, alcanzando veinte ediciones en su primer ano. Proponía clubes, grupos de debate y bibliotecas donde se podría ensenar a los obreros las habilidades necesarias después de la jornada de trabajo: en cuanto a la instrucción más práctica, decía, los libros de matemáticas debían proporcionar «únicamente un conocimiento preciso de las cuestiones más útiles y de su aplicación a problemas prácticos». También servirían de «ayuda» las lecciones sobre filosofía mecánica, química, astronomía y geología.
Hacia 1824 se abrieron en varias ciudades británicas institutos de mecánica que ofrecían clases de ocho a nueve de la noche dos veces por semana durante seis meses, en las que se enseñaba geometría, hidrostática, química, electricidad, astronomía y francés.
La finalidad de esos institutos era evidente: satisfacer la creciente demanda por parte de la clase obrera de educación y conocimientos más allá de las necesidades inmediatas de su trabajo, pero manteniendo todo bajo el control de los industriales, que eran quienes los financiaban. Algunos de esos institutos ofrecían clases de economía política, tratando de corregir las opiniones «erróneas» de los trabajadores sobre la naturaleza del capitalismo.
En 1827, varios capitalistas fundaron la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil, cuyo programa tenía como objetivo «impartir información útil a todas las clases sociales, en particular a las que no pueden costearse profesores experimentados, o prefieren aprender por sí mismas». Era el comienzo del patronazgo por parte de la clase media de la autoayuda obrera, y aunque algunos de los libros publicados por la Sociedad, ciertamente baratos, eran manuales técnicos útiles, la mayoría de sus publicaciones provocaban el desprecio de los obreros más radicales. En 1832, el Poor Man's Guardian describía la SDCU como «la asquerosa sociedad [...] que, bajo la máscara de una difusión liberal de informaciones realmente útiles, ha distribuido más hipocresía, mentiras y porquería nociva que cualquier otra asociación que haya existido nunca». También se criticaba acerbamente el semanario de la Sociedad Penny Magazine por «contener un amasijo de cotilleos estúpidos [...] absolutamente inútiles para los pobres e ignorantes».
En 1829, como reacción a los efectos propagandísticos de los institutos oficiales, Rowland Detrosier, un hilandero autodidacta, encabezo un movimiento para establecer un instituto de mecánica rupturista bajo control obrero. Como otros radicales de la época, consideraba la falta de formación de los trabajadores como parte del modelo de explotación y privaciones derivado de la industrialización.
Escribía: «Nuestra población trabajadora ya no está formada por siervos de la gleba, pero son esclavos del comercio, y victimas del mal gobierno.»
Para la masa de la población, el conjunto de su educación «les presenta apenas algo más edificante que ejemplos de ignorancia y brutalidad. La clase dominante está interesada en cultivar únicamente una de sus virtudes, la laboriosidad, para cuyo desarrollo no se ahorran medios, intentando cuanto pueda dictar la avaricia, sabiendo que la pobreza obligara a sus víctimas a someterse ». Detrosier añadía: «Se supone que el gobierno pertenece por derecho a los menos, mientras que el trabajo y la sumisión son el deber de los mas.»
El aliado más eficaz de las autoridades victorianas en la labor de zapa de la afirmación de los radicales de que los programas de izquierda constituían la única esperanza real de mejorar la suerte de los trabajadores fue Samuel Smiles, cuyo muy afamado libro Autoayuda, publicado en 1859, se convirtió en el más conocido de ese tipo. Smiles consideraba la educación como un medio para alcanzar la verdadera libertad e independencia, y ridiculizaba la idea conservadora de que la educación popular conduciría a los trabajadores a desafiar el orden establecido: «Bien venida sea la educación que hará crecer en los hombres el respeto por sí mismos, y que les concederá mayores privilegios y libertades que las que gozan hoy día.»
Smiles afronto el problema de los obreros humillados y radicalizados por las condiciones de trabajo en la industria y las insoportables circunstancias sociales, promoviendo el desarrollo moral e intelectual y afirmando que el resultado final de su método de autoayuda seria un individuo de incomparable nobleza de mente y de carácter:
Podemos mejorar la condición de los trabajadores fomentando en ellos pensamientos nobles, que les conferirán educación y benevolencia desde el primero hasta el último [...] Aunque la cultura no aporte riqueza, proporcionara en cualquier caso el consuelo de los elevados pensamientos.

En apoyo del intento gubernamental de diluir el efecto de la propaganda anticapitalista, Smiles argumentaba que lo que importaba realmente no era el éxito material, sino el desarrollo intelectual y del carácter.
Pero no conseguía borrar la cuestión de las diferencias de clase, cuando en su último capítulo invitaba a todos a convertirse en auténticos gentileshombres:

La riqueza y el rango social no implican necesariamente las genuinas cualidades de la nobleza. Los pobres también pueden alcanzarla en su espíritu y en su vida cotidiana. Pueden ser honrados, sinceros, justos, educados, moderados, valientes, con respeto por sí mismos y esfuerzo por mejorar, esto es, verdaderos nobles. El pobre con un espíritu rico es superior en todos los terrenos al rico con un espíritu pobre.

La tendencia a la intervención y el control se manifestaba de nuevo en esta frase: «En cualquier época, la gran mayoría de los hombres, por muy ilustrados que sean, seguirán siendo trabajadores.»
Pero el problema creado por la falta de educación técnica no desaparecía. El Informe sobre Instrucción Técnica británico de 1884 pretendía dar respuesta a la creciente preocupación por la capacidad de la industria británica para hacer frente a la competencia extranjera (especialmente norteamericana). La comisión recomendaba la inclusión en los programas escolares de una asignatura de dibujo, así como más lecciones de artesanía y agricultura.
También llamaba la atención sobre la necesidad de formar más  profesores de ciencias. Urgía a los propietarios de las fabricas a establecer escuelas para sus trabajadores, y recomendaba que los niños inteligentes de la clase trabajadora pudieran acceder a las escuelas técnicas.
A finales del siglo XIX, todos los países de Occidente habían aceptado la exigencia de formación técnica estableciendo las instituciones precisas para ello. En la mayoría de los casos, esto acrecentó la influencia del Estado en la vida de los individuos, aunque el cambio no fuera siempre bien acogido por los propios gobernantes. El antiguo sistema de aprendizaje había inoculado con éxito el conformismo social, y se temía que el nuevo planteamiento fuera menos eficaz. Pero el sistema de enseñanza se manifestaba cada vez más inadecuado para las demandas del avance tecnológico, que iban por delante de la capacidad de las autoridades de mantener la velocidad de innovación. Las vías férreas, por ejemplo, habían creado una demanda formidable de ingenieros.
La velocidad del cambio de los fabricantes de hachas iba a desbordar permanentemente a los educadores, desde entonces hasta la actualidad.
El don de la educación tecnológica, en cualquier caso, no iba a estar a disposición de la mayoría, como no lo había estado antes la escolarización. La enseñanza vocacional pretendía crear nuevas formas de profesionalismo excluyente, con lo que las nuevas ocupaciones de la clase media comenzaron a reflejarse en asociaciones para representar y proteger sus intereses. En Alemania y Gran Bretaña, por ejemplo, esas asociaciones proporcionaban en muchos casos a sus miembros los medios para mejorar su formación, como sucedía por ejemplo con los ingenieros. Hasta mediado el siglo XVIII había muy pocos, pero en 1771 se constituyo la Sociedad de Ingenieros Civiles, y en 1818 ya eran suficientes como para crear su propia organización profesional, el Instituto de Ingenieros Civiles, que se convirtió en prototipo de muchas instituciones semejantes en Gran Bretaña y Estados Unidos, que a su vez contribuyeron en gran medida al surgimiento de una clase administradora de elite.
Entretanto, los efectos generales de intervención y control de la revolución industrial estaban cambiando el aspecto de la sociedad a una gran velocidad. Las nuevas industrias habían desvertebrado e incluso destruido la estructura social tradicional en el campo. Antes, los individuos Vivian muy integrados en familias extensas, en comunidades rurales con una movilidad social muy limitada y en las que el trabajo proporcionaba poco más que lo indispensable para la subsistencia.
Las nuevas ciudades industriales separaron a los inmigrantes que acudían a ellas de la naturaleza y de cualquier respeto por ella, privando a los recién llegados del sentido de pertenencia a una colectividad, acrecentando el aislamiento de los individuos y dividiendo y fragmentando los lazos familiares. El sistema fabril introdujo también los salarios en metálico, privilegiando la juventud y el vigor físico, y socavando así la autoridad moral de los mayores. El carácter de las comunidades urbanas se fue modificando conforme las clases medias abandonaban el centro de las ciudades, para no regresar a él hasta muy avanzado el siglo XX.
Los industrialistas también cambiaron la noción individual del tiempo. Antes, el trabajo se definía por la naturaleza de la tarea y las fases estacionales de la producción establecían el ritmo vital, alternando periodos de intensa labor y otros de ocio, pero ahora, en las fabricas, el trabajo era solo cuestión de cuantas horas se empleaban en él y cuantas unidades se producían. Un predicador metodista de la época señalaba:

Me he dado cuenta, también, de que la maquinaria parece conducir a adquirir el habito del cálculo [...] En algunos de los condados más septentrionales ese habito ha hecho a la gente más astuta en muchos aspectos. Sus grandes asociaciones cooperativas nunca habrían despertado un desarrollo tan inmenso y fructífero como el cálculo inducido por el uso de maquinaria.

Se impusieron las tarjetas y registros de puntualidad y asistencia, así como cronómetros, vigilantes y multas por retrasos; el reloj de la fábrica solía estar encerrado de forma que nadie pudiese alterarlo. En 1770, un temprano defensor de ese planteamiento de la vida sometido al reloj, William Temple, planteo que los niños pobres debían ser enviados desde la edad de cuatro años a determinados talleres, en los que recibirían dos horas de clase diarias, empleando el resto del tiempo en tareas de poca monta:

Reportara un gran beneficio tenerlos ocupados al menos doce horas al día, ya puedan con eso ganarse la vida o no; porque así, cuando crezcan, estarán tan habituados al trabajo constante que acabaran por encontrarlo agradable y entretenido.

A finales del siglo XIX, los efectos del planteamiento de intervención y control habían configurado un mundo nuevo. La vida de los trabajadores estaba ahora dividida en intervalos ordenados, gobernada por la necesidad de adaptarse a la maquina. Al mismo tiempo, la proliferación de disciplinas especializadas había generado un número creciente de formas esotéricas de conocimiento industrial y técnico, del que quedaba excluida la mayor parte del pueblo. La educación, tanto por parte de la Iglesia como del Estado, se orientaba principalmente a asegurar el control social, mediante el adoctrinamiento en las virtudes de la obediencia y la uniformidad.
Frente a esa situación se alzaron los sistemas alternativos, pero igualmente conformistas, del socialismo y el comunismo. En 1884, la Fundación Socialdemócrata se manifestó a favor de la propiedad colectiva de los medios de producción y de cambio, y proclamo que la conquista del poder político por la clase obrera era el medio esencial para alcanzar ese objetivo. A finales de la década de 1880 se formaron los principales sindicatos de los trabajadores no especializados, bajo dirección socialista, creando una conexión entre actividad política y organización industrial que se había echado en falta hasta entonces. Al mismo tiempo, los socialistas emprendían un programa propio de propaganda y formación. Fue sobre todo William Morris quien promovió la idea de una sociedad en la que el trabajo seria una actividad agradable y la educación estaría al alcance de todos. Según Morris, para conseguir una verdadera humanidad, la gente debía complacerse en su labor, lo que resultaba imposible mientras la división del trabajo asignara a cada obrero una sola, repetida y monótona operación, cuyo producto, decía Morris, llevaba únicamente la marca de la compañía, y que era «absolutamente estúpido, sin ningún signo de humanidad». El trabajo de ese tipo convertía al obrero en «una perfecta maquina», lo que conducía a «la destrucción completa de su individualidad».
Morris pensaba que la estabilidad social estaba en peligro mientras perviviesen esas condiciones: «Condenar a una vasta población a permanecer en South Lancashire mientras el arte y la educación se desplazan a lugares decentes, equivale a burlarse de un condenado en el potro de tortura.» Solo se alcanzaría una nueva sociedad eliminando las divisiones de clase y poniendo en pie una forma de vida basada en la cooperación, en lugar de la competitividad.
«Seamos compañeros, trabajando asociados en armonía por el bien común, esto es, por la mayor felicidad y el más completo desarrollo de cada ser humano.» En esa nueva sociedad, «la riqueza, los recursos y los medios de producción serian propiedad de la comunidad, para beneficio del conjunto, tendiendo a disponer todos en igual grado tanto de los productos de la industria como de los medios de producción y estableciendo una igualdad completa entre todos los hombres».
Para Morris, el trabajo era la forma fundamental de actividad, disfrute y autodesarrollo humano, y por eso en una sociedad socialista la fabrica seria un centro educativo primordial. Desarrollo esa idea en el articulo «La fabrica, tal como podría ser», describiendo una comunidad «en la que trabajaremos por sustento y placer, y no por el beneficio». Marx había considerado esa combinación de aprendizaje y trabajo como clave para la educación del futuro; Morris asumió la idea en el contexto de una sociedad libre y comunista de artistas y científicos, en la que las fábricas estarían rodeadas de jardines, los edificios serian hermosos, y los trabajadores se dedicarían a una labor digna y honorable.
De esa forma, la fabrica socialista ofrecería «jornadas de trabajo cortas y no opresivas, educación en la infancia y juventud, ocupaciones serias, relajación entretenida, y más tiempo libre para el ocio de los trabajadores [...] Y esa belleza de los alrededores y la capacidad de producir belleza que disfrutaran todos cuando tengan tiempo libre, educación y una ocupación seria».
Entretanto, en las últimas décadas del siglo XIX, la insaciable demanda de materias primas por parte de la economía industrial iba a conducir al establecimiento de un nuevo mundo occidental en las colonias. Con todo, el poder industrial de Occidente, la creencia cristiana de que el control de la naturaleza era un don concedido por Dios al hombre podía aplicarse ahora a la totalidad del planeta y a sus habitantes menos avanzados tecnológicamente. Muchos consideraban que el «destino manifiesto » de Occidente era aportar su «superior» forma cristiana de vida al mundo, asegurándose así de paso el funcionamiento continuo de la estructura social industrializada, volcada hacia el consumo.
De todas las elites de las potencias colonialistas que respondieron a ese llamamiento, el grupo más convencido del bien que estaban haciendo dividiendo y controlando el mundo, destruyendo sus tradiciones y reemplazándolas por modelos y sistemas occidentales, era el de los misioneros cristianos. Desde finales del siglo  habían impulsado la conversión de los nativos de las recién conquistadas Américas. La costumbre de apoderarse de las tierras «descubiertas» se remontaba a la bula del papa Alejandro VI, por la que españoles y portugueses se repartían los nuevos mundos.
En el siglo XVIII, un memorándum oficial del gobierno justificaba el apartheid institucional en las Indias Occidentales francesas:

La separación es dura, pero necesaria, en un país en el que viven quince esclavos por cada persona blanca. No hay otro modo de establecer suficiente distancia entre las dos razas, ni de imponer respeto en los negros hacia aquellos a quienes sirven [...] La administración debe ser escrupulosa en el mantenimiento severo de esa distancia y respeto.

El jesuita francés Labat escribió que la dependencia de las mercancías occidentales constituía una buena técnica para mantener la esclavitud, ya que «las necesitaran tanto que no podrán vivir sin ellas y a cambio ofrecerán [...) todo su trabajo, su comercio y su industria».
Los europeos minusvaloraban deliberadamente las habilidades de las sociedades indígenas que subyugaban, y las colonias quedaron bajo el control de administradores occidentales, que dirigían el trabajo de los nativos sin tratar de mejorarlo. Esos administradores impulsaron la construcción de carreteras y puertos para facilitar el transporte de las materias primas y la maquinaria pesada, así como del ejército y la policía.
En cualquier caso, las colonias se organizaban siempre bajo las directrices administrativas occidentales, según la localización de sus reservas y materiales estratégicos, ignorando los sistemas sociales y tribales que existían allí anteriormente. De esta forma, los gobiernos occidentales neutralizaron eficazmente cualquier capacidad administrativa y mercantil indígena que pudiera existir (particularmente en el caso de India y Malasia, donde antes había redes comerciales nativas muy complejas).
Una vez que se les habían negado a los nativos de las colonias los medios para expresar sus propios talentos organizativos, se les podía caracterizar como «desorganizados, improductivos y perezosos ». Incluso se llegaba a argumentar que esos pueblos no poseían, ni podían haber poseído, ningún sistema de valores. Ya en el siglo XVIII los comerciantes con las Indias Orientales declaraban que los nativos eran «insensibles a la ética; no solo carecen de valores, sino que representan la negación de todos los valores; son [...] elementos corrosivos que destruyen cuanto tienen a su alcance».
Esa actitud fue particularmente eficaz en la India británica.
En el siglo XVIII, la ocupación de la India por tropas francesas y británicas había despertado el interés de algunos intelectuales occidentales por sus antiguas lenguas, y la Compañía de las Indias Orientales había llegado a subvencionar la educación de los nativos en ciertas regiones. Pero a comienzos del siglo XIX la superioridad india en la manufactura textil se vio neutralizada por la tecnología occidental, y Gran Bretaña necesitaba mercados que absorbieran su producción excedente. A partir de entonces, los europeos se dedicaron a propagar el mito de que la subyugación de millones de indios se debía a la mejor organización y superior conocimiento de un punado de occidentales, declarando que los indios (así como los chinos) habían pasado de una situación anterior de conocimiento a un estado de decadencia, debido al deletéreo efecto del clima o como resultado de su mezcla con razas «inferiores ».
Los europeos estaban convencidos de que se habían ganado el derecho a asumir «la carga del hombre blanco», convirtiéndose en «señores de la humanidad». Mary Kingsley, una inglesa que viajo por África y pretendía admirar todo lo africano, escribía en 1895:

Todo lo que puedo decir a mi regreso de África es que lo que más me enorgullece de ser inglesa no son las costumbres o buenas maneras de aquí [...] Son todas las cosas ligadas al gran invento del ferrocarril [...] que manifiestan la superioridad de mi raza.

A finales del siglo XIX, los occidentales habían experimentado una sustancial modificación en su percepción de los no occidentales, como los aborígenes australianos, los yanomani del Amazonas o los kung africanos, a quienes se agrupaba conjuntamente bajo la consideración de «salvajes», o como se decía en la nueva antropología, «primitivos».
La ciencia occidental se valoraba como un instrumento eficaz para debilitar la adhesión de los nativos a sus propias creencias, y los misioneros utilizaban el ferrocarril y el telégrafo para exaltar al Dios cristiano como el único poder divino autentico. Un administrador colonial escribía en 1835 que los europeos podían «desbaratar toda la teología Hindú simplemente prediciendo un eclipse
». El retraso material se asociaba cada vez más al paganismo, y los misioneros se empeñaban en introducir las técnicas agrícolas occidentales, mientras que los hospitales creados por la administración colonial extendían las ideas occidentales, evidentemente «superiores», de limpieza e higiene.
En la última década del siglo XIX, políticos franceses como Arthur Girault proclamaban el derecho de los europeos a apropiarse de los recursos coloniales, en poder de pueblos a los que les faltaba energía, iniciativa y sentido del progreso. La renuncia a colonizar y transformar esos países era inmoral, y opuesta al «desarrollo del orden natural». En 1849, el novelista francés Víctor Hugo escribía:

Francia recurre a la guerra [...] tan solo en la medida en que es necesaria para la civilización. Lo que nos tranquiliza es saber que lleva en sus manos la luz y la libertad. Para un pueblo salvaje, ser ocupado por Francia significa comenzar a ser libre, y para una ciudad de barbaros, ser incendiada por Francia significa el inicio de su ilustración.

En 1878, el conde de Caernarvon pronuncio una conferencia, en la que decía:

Vastas poblaciones como la de India permanecen como niños a la sombra de la duda, la pobreza y la aflicción, esperando a que las guiemos y ayudemos. Es nuestra obligación darles leyes sabias, buen gobierno, y unas finanzas ordenadas [...] Debemos ofrecerles un sistema en el que los más humildes puedan liberarse de la opresión [...] en el que la luz de la religión y la moralidad penetren allí donde reina la oscuridad [...] Esa es la verdadera fuerza y significado del imperialismo.

Tras toda esa retorica se ocultaban los auténticos planes para las colonias, tal como los expreso Cecil Rhodes (de quien tomo nombre Rhodesia): «Conquistaría los planetas si pudiera.» Los europeos necesitaban espacio al que desplazar la fuerza de trabajo excedentaria generada por el crecimiento de la población que había desencadenado la revolución industrial. El asentamiento y colonización resolverían el problema del desempleo en Europa, ofreciendo empleo al residuo urbano degenerado (que al trasladarse a las colonias, alejarían de la sociedad decente sus propias personas y sus males).
Cecil Rhodes escribió:

A fin de salvar a los cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una guerra civil sangrienta, los hombres de Estado coloniales debemos conquistar nuevas tierras en las que asentar la población excedente, y con ellas nuevos mercados para los artículos producidos en nuestras fabricas y minas [...] Si se quiere evitar una guerra civil, hay que ser imperialistas.

En 1880, África era el último gran pastel, repartido en la Conferencia de Berlín de 1884. Como exponía un notable economista francés:

No es natural ni justo que la gente civilizada de Occidente se amontone y se asfixie indefinidamente en los restringidos espacios que fueron nuestro primer hogar [...] abandonando la mitad del mundo a pequeños grupos de ignorantes sin poder, verdaderos niños retrasados dispersos en territorios inmensos.

Los delegados a la Conferencia de Berlín alcanzaron un acuerdo en cuanto a las reglas del reparto colonial, evitando así los conflictos entre ellos. Cualquier país occidental que reclamara para sí una parte de África debía declarar su intención de anexionársela y a continuación ocuparla militarmente para que esa reclamación se considerara valida. Tras la ocupación, todos los tratados firmados por europeos con gobernantes africanos se convirtieron en títulos legítimos de soberanía. En 1910, la ocupación del continente casi se había completado, y los limites africanos se redibujaron en Europa sin consideración alguna por la distribución tribal en los casos en que los jefes locales no se mostraban muy seguros de los detalles (como solía suceder).
Fue en ese momento cuando se decidió el mapa del moderno Tercer Mundo. En África, eso acabaría conduciendo al establecimiento de cuarenta y ocho Estados, la mayoría de los cuales son entidades artificiales, cuyos creadores no tenían el menor interés por las realidades etnoculturales, geográficas o ecológicas africanas. Algunos de esos Estados son enormes, como Sudan, Argelia o Nigeria, mientras que otros son diminutos, como Gambia, Lesoto o Burundi. Unos poseen una larga costa, mientras que otros no tienen salida al mar, como Mali, Chad o Uganda; la riqueza mineral y las tierras cultivables también se repartieron desigualmente.
Los administradores coloniales se aseguraron de que las tierras más fértiles quedaran en manos de los colonos europeos, excepto en las aéreas consideradas demasiado insalubres para estos, en las que se proporciono «asistencia» a los nativos para garantizar la producción de las materias primas necesarias. En algunas colonias, en particular en las portuguesas o belgas, se forzó a los nativos a producir determinados cultivos comerciales, como algodón o sisal. Esa labor redujo en muchos casos la extensión de los cultivos de subsistencia locales, lo que obligaba a importar alimentos de Europa. El precio de las importaciones y exportaciones se dejo en manos de los funcionarios coloniales, y la minería, sobre todo, quedo a cargo casi exclusivamente de empresas occidentales.
El doble rasero inherente al colonialismo quedo claramente expresado por otro administrador imperialista, James McQueen, en 1821:

Si realmente queremos hacerlo bien en África tenemos que convencer a los salvajes de que los hombres blancos somos superiores; solo así aseguraremos su obediencia. De lo contrario, nunca lograremos hacerles trabajar con provecho ni instruirles en ninguna rama útil del conocimiento.

A mediados del siglo XVIII, los fabricantes de hachas habían ofrecido a la humanidad los medios para cambiar el aspecto de un tulipán. Tan solo tres generaciones después, sus dones concedían a Occidente los medios para cambiar el aspecto del planeta. El planteamiento de intervención y control de la producción industrial también había desplazado y separado a la mayoría de los miembros de la sociedad europea de su relación directa con la tierra.
En un ejemplo que sería seguido por el resto del mundo desarrollado, la mayor parte de la población vivía ahora en grandes ciudades, dependiendo para su supervivencia del dinero que recibían como salario en las fabricas, que a su vez dependía de las materias primas llegadas de las colonias. La vida cotidiana se estructuraba de acuerdo con las necesidades del sistema fabril, quedando configurada, tanto en las sociedades capitalistas como en las comunistas, por la subdivisión de la comunidad en «unidades de trabajo productivo».
A instancias de la industria, la ciencia y la tecnología habían generado cientos de disciplinas especializadas, cada una de las cuales comenzó a interactuar con las demás aportando cambios radicales e inesperados a la vida cotidiana de la cada vez más desinformada mayoría. Gracias a los fabricantes de hachas, las instituciones políticas, financieras e industriales podían ahora modelar cada instante de la vida. Solo quedaba por modelar el cuerpo del individuo.

Capítulo 9
Por orden del médico

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Antiguamente, cuando la religión era fuerte y la ciencia débil, la gente tomaba la magia por medicina; ahora, cuando la ciencia es fuerte y la religión débil, se toma la medicina por magia.
Thomas Szasz

Los dones de los fabricantes de hachas nos han cautivado a lo largo de la historia con sus promesas. Haciendo uso de sus bastones labrados, los brujos del Paleolítico podían indicar cuál era la época más propicia para la caza debido a su conocimiento de las estaciones.
Los gobernantes de Egipto y Mesopotamia, provistos de calendarios que les permitían prever las crecidas y disponer el momento más adecuado para el riego, así como de inventarios del contenido de los graneros, aseguraban a sus súbditos un aprovisionamiento regular de alimentos. Los armadores griegos depositaban su confianza en navegantes capaces de leer las estrellas, que transportaban sus valiosos cargamentos hasta el puerto de destino.
La Iglesia medieval prometía a los fieles la salvación de las penas del infierno, y los propietarios de fabricas de la revolución industrial ofrecían un salario regular a sus obreros.
Pero la promesa más seductora llego quizá con la medicina del siglo XIX, cuando por primera vez, a cambio del conformismo y la obediencia, los propulsores de cambios ofrecían la prolongación de la vida. Como respuesta a las epidemias que diezmaron a la crecida población que ellos mismos habían contribuido a generar, los fabricantes desarrollaron técnicas medicas que permitieron a los cirujanos emplear el bisturí reduccionista en el cuerpo de su pacientes. La posibilidad de reducir la población a números y graficas permitía a los especialistas predecir el destino de individuos y comunidades con tanta precisión como sus antecesores predecían el movimiento de los planetas o las cifras de ventas de las fábricas.
Los primeros intentos occidentales de aplicar esas técnicas de intervención y control a las enfermedades fueron lentos y chapuceros, al no contar con instrumentos con los que analizar y examinar la condición física de los pacientes; por otra parte, en 1800 nadie sabía en qué consistía realmente una enfermedad determinada.
La taxonomía lo había intentado sin éxito, ya que el método cartesiano de reducir un fenómeno a la lista de sus características (en el caso de las enfermedades, sus síntomas), aunque valioso para identificar diversas circunstancias, decía poco de la propia enfermedad. El valor terapéutico de las técnicas descriptivas taxonómicas era más bien dudoso cuando, por ejemplo, una situación patológica llamada «nostalgia» se describía únicamente como «un irresistible deseo de volver al hogar.
No existían medios para reducir o subdividir los síntomas, ni para diseccionar los cuerpos vivos con el fin de investigar las enfermedades, y no se consideraba que estas afectaran a un órgano u otro, sino que se contemplaban como un estado global del individuo, un trastorno general de su organismo. Como decía el médico inglés Sydenham: En mi opinión, la razón principal de que no contemos con una historia precisa de las enfermedades reside en la suposición genérica de que estas no manifiestan sino la confusión y conducta irregular de una naturaleza desordenada y debilitada.
Antes de que el reduccionismo de los fabricantes de hachas los separara, cuerpo y mente se suponían la misma cosa, de forma que la personalidad y estado emocional del paciente eran la primera preocupación de su médico. En esas circunstancias, la opinión del paciente acerca de su propia situación era virtualmente la única fuente de diagnosis. Como la decisión sobre si estaba o no realmente enfermo le concernía sobre todo a él mismo, los médicos tendían a diagnosticar en casi todo el mundo cierta hipocondría.
Prácticamente lo único que la profesión médica podía ofrecer en el siglo XVIII era una manera apropiada de comportarse a la cabecera del enfermo. Sin instrumentos adecuados para la diagnosis ni medicamentos eficaces, el médico estaba a merced de las expectativas del paciente, como explicaba tan agudamente el dramaturgo francés Moliere: El problema con la gente consecuente es que cuando están enfermos insisten tenazmente en curarse.
En esa época ya habría sido posible y muy útil un estudio anatómico, disponiéndose como se disponía de abundantes cadáveres.
Pero el cuerpo de cada paciente se valoraba como una entidad personal e intransferible, por lo que se consideraba altamente improbable el descubrimiento de leyes anatómicas generales. En cualquier caso, la investigación se estimaba como algo irrelevante, incluso por figuras destacadas como Sydenham, que pensaba que
la tarea del doctor era «curar la enfermedad y no hacer nada más.
Los primeros pasos hacia un planteamiento de intervención y control se dieron a finales del siglo XVIII en Francia, cuando las guerras revolucionarias dejaron tantos enfermos y heridos que la necesidad de una terapia general eficaz se convirtió en una urgente prioridad social. Si tenemos en cuenta que el reduccionismo se había visto impulsado en parte por el fracaso de la cosmología aristotélica, resulta quizá irónico que el siguiente paso en la evolución de la medicina se debiera a un francés especialista en mecánica celeste.
En 1798 se publico el primero de los tratados de Pierre Simon de Laplace sobre el tema, que le hizo famoso en toda Europa. Pensaba que las matemáticas podían ayudar a las autoridades políticas en su deseo de predecir y controlar el comportamiento social:

Podemos considerar el estado actual del universo como efecto de su pasado y causa de su futuro. Un ser inteligente que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza y las relaciones mutuas de todos los seres que la componen, si fuera lo bastante paciente para someter a análisis todos esos datos, podría condensar en una sola formula el movimiento de los mayores cuerpos del universo y el de los átomos más ligeros; para ese intelecto nada seria desconocido; y el futuro, como el pasado, estaría presente ante sus ojos.

La frase clave para los médicos era: Nada seria imprevisible.
La teoría matemática de la probabilidad elaborada por Laplace parecía ofrecer a la medicina la oportunidad de alcanzar la certidumbre en el diagnostico, ya que según Laplace se podía utilizar esa teoría para extrapolar hacia el pasado y hacia el futuro, derivando los efectos de sus causas. En 1802, el gobierno francés le dio la oportunidad de aplicar su teoría a gran escala.
El 22 de setiembre de ese ano realizo un cálculo del número de nacimientos que habían tenido lugar en los tres años anteriores entre aproximadamente dos millones de ciudadanos. Resulto que se había producido un nacimiento al año por cada 28,352845 personas, de forma que si la tasa anual de nacimientos para el conjunto del país hubiera sido (como creía Laplace) de un millón y medio, su población total debía estimarse en 42 529 267 habitantes.
Empleando la formula de la probabilidad condicionada, Laplace proclamo que la probabilidad de que esa cifra estuviera equivocada en más de medio millón era de 1:1,161.
Por impreciso que fuera su cálculo, con él habla, inventado el concepto de muestra estadísticamente significativa, que iba a ser uno de los dones más valiosos de los fabricantes para el ejercicio del control social. La posibilidad de reducir a formulas matemáticas el comportamiento de grandes cantidades de personas le valió el apoyo de uno de los principales pensadores de la Ilustración francesa, el marqués de Condorcet, miembro de la Academia de Ciencias que tuvo gran influencia en el desarrollo de la nueva «ciencia de la sociedad». Condorcet también era matemático, y su fe en el inexorable progreso de la razón le llevo a publicar en 1793 un manifiesto en el que decía: Pasamos en una gradación imperceptible de la bestia al salvaje, y de este... a Newton.
Para Condorcet, la historia era una ciencia que podía recibir una ayuda formidable de la teoría matemática de la probabilidad.
Como Laplace, creía que todos los fenómenos eran «igualmente susceptibles de cálculo; y todo lo que se precisa para reducir la totalidad de la naturaleza a leyes semejantes a las que Newton descubrió con ayuda del cálculo es disponer de una cantidad suficiente de observaciones y de una matemática suficientemente compleja. La historia era, sobre todo, «una ciencia para prever el progreso de la raza humana, que permitiría «domesticar el futuro. Los agentes del progreso serian los científicos, de forma que cuanta más ayuda concediera el Estado para la formación de estos, más probable seria, estadísticamente, «descubrir» entre la población suficientes científicos como para asegurar el progreso. Esa idea ha gobernado la planificación educativa occidental desde entonces.
Condorcet pensaba que la manipulación de las masas exigía dos tipos de recolección de datos: la observación genérica de la totalidad de la población (mediante la aplicación de las matemáticas) y el examen intensivo de un número limitado de especímenes (mediante la aplicación de la medicina). Esos estudios permitirían la «ilimitada perfección de las facultades humanas y el orden social ». El empleo del cálculo de probabilidades matematizaría los fenómenos sociales e introduciría la predicibilidad y la ley natural
en el comportamiento de las comunidades humanas. Condorcet confiaba en el conformismo: «Dado que todas las personas que habitan en el mismo país tienen poco más o menos las mismas necesidades y en general los mismos gustos y preferencias, lo que tiene valor para una de ellas suele tenerlo también para todas. Con la acumulación de suficientes datos, y la aplicación del cálculo de probabilidades, el Estado podría ser dirigido por matemáticos sociales.
Para Laplace y Condorcet, la gestión de la nueva ciencia correspondería, pues, únicamente a las personas capaces de comprender y emplear esas matemáticas.
La profesión médica se mostraba dispuesta a meter las manos en las nuevas técnicas matemáticas, que podrían reducir la incertidumbre mediante el tratamiento analítico de unos pocos individuos aislados (pacientes) que servirían como modelo para los demás, utilizando comparaciones para diagnosticar y predecir. La medicina clínica comenzaría por tratar al paciente como muestra de una serie de datos patológicos reproducibles, que se hallarían igualmente en todos los que sufrieran la misma enfermedad.
Afortunadamente, al menos para esa empresa, las guerras revolucionarias francesas habían dejado un número suficiente de enfermos y heridos a los que aplicar esa técnica a gran escala. En 1807, en un momento en que los hospitales de Londres alojaban a unos tres mil pacientes, los de Paris contaban con más de treinta y siete mil, lo que significaba una fuente inagotable de historias clínicas. El principal impulsor de la aplicación de la nueva técnica fue el médico y ministro del gobierno Pierre Cabanis, quien publico en 1798 un importante artículo con el título. Sobre el grado de certidumbre en medicina. Cabanis había sido miembro de una camarilla de fabricantes, el Circulo de Auteuil, donde se reunían con regularidad pensadores como Franklin, Condillac, Diderot, D'Alambert y otros.
La situación de los ingresados en los hospitales posrevolucionarios iba a determinar la relación entre doctor y paciente desde entonces hasta el momento actual. En general, los pacientes de los hospitales franceses eran soldados ignorantes y analfabetos, acostumbrados a la disciplina militar y a la imposición de una conducta uniforme. Tenían escaso sentido de la privacidad —si es que tenían alguno— y estaban acostumbrados a ser tratados rudamente por sus oficiales. Y como habían vivido en las tiendas del ejército, la falta de privacidad en las grandes salas de los hospitales no les sorprendía.
Con esos campesinos heridos apareció el moderno respeto al médico, quien a partir de entonces comenzó a ignorar las manifestaciones de sus pacientes. La medicina tenia ahora las manos libres para ocuparse, más que de la terapia y la curación (lo que deseaban los pacientes) a la diagnosis y clasificación de las enfermedades (lo que complacía más a los médicos). Una vez más, se creaba un foso entre expertos y profanos.
La actitud pasiva de ese nuevo tipo de pacientes configuro el estilo de la medicina clínica, ahora que médicos y cirujanos novatos podían pellizcarlos y pincharlos, desnudarlos y examinarlos, contando con su obediencia instantánea. Esa situación afortunada —para los médicos— contribuyo significativamente a la rápida extensión de la enseñanza de la medicina en escuelas como la Ecole de Sante, institución que alcanzo tal prestigio que Cabanis renuncio a su puesto de embajador en Estados Unidos para convertirse en su primer director.
En 1802 uno de los protegidos de Cabanis, Philippe Pinel, escribió La médecine clinique rendue plus précise et plus exacte par rapplication de l 'analyse, en el que se establecían por primera vez las reglas para el uso de la estadística matemática. Pinel recomendaba una observación repetida del paciente, registrando regular y uniformemente los datos y comparándolos a lo largo del tiempo, como se hacía en las ciencias «duras». Pinel seguía las directrices de Laplace: «A fin de determinar el mejor tratamiento para una enfermedad, basta ensayar los que estén disponibles en un mismo número de pacientes, manteniendo iguales las demás condiciones.
La superioridad del tratamiento más adecuado será tanto más patente cuanto mayor sea el número de enfermos tratados.»
La reducción del individuo a una unidad numérica manipulable recibió un nuevo ímpetu con el descubrimiento de unidades anatómicas básicas, gracias a la obra de un discípulo de Pinel, el cirujano Xavier Bichat. Su propósito consistía en hallar elementos irreduciblemente pequeños en el cuerpo humano. Entre 1800 y 1802 experimento con más de 600 cadáveres, cortándolos en trozos que luego ponía en escabeche, hervía, freía, congelaba y disolvía. Bichat hacia todo eso atraído por el movimiento de filosofía naturista que se había iniciado en Alemania, en parte debido a los trabajos matemáticos de Gottfried Leibniz. Su obra sobre los cambios infinitesimales en la aceleración de los cuerpos celestes le había llevado a pensar que podría utilizarse el mismo calculo para medir unidades infinitesimales de todas las formas de materia que pudieran formar el material básico de cualquier ser vivo. Llamo a esas unidades irreducibles «monadas», y el movimiento de la filosofía natural las consideraba como el sustrato común de la vida, el vínculo ultimo entre el hombre y la naturaleza.
Bichat creía que esas unidades podrían observarse y medirse a fin de establecer leyes matemáticas para las diversas formas de vida, del mismo modo que Leibniz y Newton lo habían hecho en cosmología para los cuerpos celestes. Las «monadas» de Bichat eran los tejidos humanos, que clasifico en una lista de veintiún tipos cuya descripción seguía las pautas de la revolución industrial.
Bichat describía los órganos humanos como «las pequeñas piezas de una gran máquina», mostrando que los tejidos formaban la estructura básica de esas pequeñas piezas.
La Anatomie générale de Bichat parece un tratado sobre las técnicas de producción fabriles:

Analícense con precisión las propiedades de los tejidos vivos; muéstrese que cada fenómeno fisiológico deriva en última instancia de esas propiedades; que cada fenómeno patológico depende de su modificación; que cada fenómeno terapéutico debe hacerle retornar a su estado natural, del que se había desviado.

Bichat había inventado así la anatomía patológica.
Con la ayuda de la estadística y la patología, la medicina comenzó a tratar las enfermedades como la taxonomía había hecho con la botánica, lo que la lógica había hecho con los razonamientos y lo que la imprenta había hecho con las lenguas. La estadística y la patología definían la medicina y sus objetivos en términos
de sus propias técnicas, de forma que lo que no era investigado por la medicina no podía llamarse enfermedad. El estudio de las enfermedades, en lugar del tratamiento de los enfermos, implicaba un distanciamiento de los médicos con respecto a los pacientes, algo que los dones de los fabricantes hacían posible.
Desde el siglo XVIII ya se empleaban termómetros, y se había establecido que la temperatura media del cuerpo humano debía rondar los 37 °C . A finales del siglo XIX, un medico vienes con cierta inclinación por la música, Leopoldo Auenbrugger, invento la percusión sobre el cuerpo humano, golpeando el pecho del paciente para localizar su corazón y deducir algo sobre el estado de sus pulmones. En 1816, el médico francés Theophile Laennec inventó la «auscultación indirecta», utilizando un cilindro rígido de cartón para identificar los ruidos provenientes de la caja torácica, y luego hizo uso de los exámenes postmortem para establecer correlaciones entre los síntomas observados en los pacientes vivos y los cambios observados en los tejidos enfermos. Laennec pudo identificar mediante su método de auscultación enfisemas, edemas y gangrena en los pulmones, así como neumonías y tuberculosis, sin que el paciente tuviera que hacer sino unos pocos movimientos a indicación del doctor.
En 1829, el tubo de cartón de Laennec se había convertido en el estetoscopio, y el manual de patología que circulaba entre los médicos parisinos recomendaba su uso, junto a la percusión, en un conjunto muy detallado de instrucciones generales para la diagnosis: examinar el historial del paciente y su familia, el estado actual de la enfermedad y del paciente, detallar cuando y como había cesado la enfermedad, y por supuesto, dividir cada categoría en varias subcategorías.
La medicina encontró pronto vías para reducir los datos sobre el cuerpo humano a muchas más subcategorías. En 1833 la química hizo posible el análisis de la orina y el primer test de su contenido en albumina. En 1841, Becquerel analizo las cantidades de albumina, acido úrico, acido láctico, agua y sales inorgánicas en la orina, promediándolas estadísticamente en un periodo de veinticuatro horas y llegando a una definición de estados «sanos » y «enfermos». En 1855, Vierordt utilizo un sistema de pesas y una aguja entintada para presentar los datos sobre el pulso como una grafica, y en 1844 comenzó a usarse el espirómetro para controlar
la función respiratoria.
Pero el microscopio fue, con mucho, el instrumento más eficaz para controlar e intervenir en el paciente. En 1841, Gabriel Andral analizo la sangre a partir de sus propiedades visibles, sus características microscópicas y su composición química, promediando las proporciones de «glóbulos, material fibroso, sólidos y agua en los individuos sanos y en los enfermos» y consiguiendo así una descripción numérica de la sangre que podía utilizarse para elaborar un diagnostico.
La endoscopia permitió a los médicos internarse en el cuerpo del paciente. En 1851, Helmholtz desarrollo el oftalmoscopio, y en 1855, Manuel García, profesor de canto en Londres, invento el laringoscopio. El otoscopio apareció en 1856, y en 1858 se acoplaron espejos y lámparas de parafina a todos los endoscopios. El nuevo lema era: «Si no se ve, no se cree»; pero solo el médico tenía derecho a mirar. Como consecuencia de esas técnicas, doctor y paciente ya no eran iguales, porque ahora era el primero, y no el segundo, el que decidía si existía enfermedad o no. El médico ya no consultaba al enfermo más que a un nivel superficial, y sus instrumentos le decían cosas acerca del paciente que este no conocía o no comprendía.
En 1868, Karl Wunderlich completo el aislamiento del individuo reduciendo todos los datos relevantes a un cartón estandarizado a los pies de la cama del enfermo. Tras estudiar a 25 000 pacientes, Wunderlich escribió un clásico tratado que llevaba por título Das Verhalten der Eigenwarme in Krankheiten («Sobre la influencia de la fiebre en las enfermedades»), en el que detallaba treinta y dos indisposiciones y como afectaban estas a la temperatura del paciente. Su famoso dicho «la temperatura es la característica principal de la enfermedad» expresaba lo que él y muchos de sus contemporáneos consideraban una «ley de la medicina». El cartón con graficas de Wunderlich recogía las mediciones efectuadas de temperatura, pulso y respiración, de forma que con solo una mirada (aunque el paciente estuviera inconsciente o dormido) cualquier médico o enfermera pudiera seguir el desarrollo de la enfermedad y prescribir un tratamiento.
La medicina se había convertido en una ciencia, como la química o la física, en la medida en que la tecnología médica había hecho tangible, visible y audible la enfermedad, reduciendo los datos sobre miles de individuos a graficas y tablas uniformes. La profesión médica podía ahora reforzar su ya considerable exclusivismo compartiendo esos datos esotéricos en las publicaciones especializadas.
Las nuevas técnicas de intervención y control no empezaron a tener un efecto sobre la vida de las grandes masas hasta que se desencadenó en 1831 en Gran Bretaña la primera epidemia de cólera, que había matado ya a cincuenta millones de personas en su recorrido desde India en los catorce años anteriores. Los horribles efectos del cólera en Gran Bretaña se debieron a que era el país más industrializado del mundo en esa época. Su población total, que era de nueve millones en 1800, había crecido hasta casi alcanzar los trece millones en 1850, y entre 1801 y 1841 la población de Londres se duplicó, llegando a los dos millones. La movilidad de esa población también había aumentado, acudiendo los campesinos empobrecidos a las ciudades industriales en busca de trabajo, de forma que la enfermedad se extendió rápidamente.
A finales del invierno de 1831, el cólera había matado a más de 32.000 personas, y las autoridades parecían impotentes para detenerlo. Lo intentaron con sangrías, purgas, sudoración, aceite de castor, brandy, opio, cataplasmas, enemas de tabaco y arena caliente. Las casas de las víctimas se enjalbegaban, se empapaban en vinagre, trementina, esencia de alcanfor, o se quemaba en ellas pólvora o barriles enteros de brea. Pero todo eso no servía para nada, y a comienzos de 1832 se produjeron disturbios callejeros al constatar que la epidemia seguía extendiéndose. Desde el punto de vista de las autoridades, el aspecto más alarmante de la enfermedad era que parecía cebarse especialmente en los pobres e indigentes, empujándolos a la anarquía.
Se ofrecieron varias explicaciones para aquel desastre. Según un conocido obispo anglicano, se trataba de una prueba enviada por Dios para «fortalecer la moralidad de las masas», mientras que otro la consideraba un castigo por haber bajado la guardia frente al papado. Otro eclesiástico atribuía la plaga al voto de los electores por candidatos judíos o presbiterianos, prefiriéndolos a los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Pero la idea más retorcida vino del reverendo Theophilus Toye, vicario de una parroquia cercana al foco de la enfermedad en el nordeste de Inglaterra, quien anuncio que el cólera era un aviso divino para disuadir a los viudos de casarse con las hermanas de sus esposas fallecidas.
El temor a que se generalizara el desorden impulsó a los Victorianos a emplear el único medio alternativo con que contaban para afrontar el problema: si este no podía resolverse, al menos se podía cuantificar. En 1834, un funcionario con inclinaciones estadísticas llamado Edwin Chadwick había sido nombrado secretario de la Comisión de la Ley de Pobres. En 1836, el gobierno hizo aprobar una ley que establecía un registro nacional para los nacimientos, matrimonios y fallecimientos de quienes no pertenecían a la Iglesia anglicana (cuyos miembros ya estaban registrados en las parroquias). Chadwick consiguió transformar esa ley en la fuente de información estadística a gran escala que se necesitaba para ofrecer al gobierno una panorámica de la situación social en el país.
Chadwick consiguió añadir un articulo vital a la ley, exigiendo la notificación de la causa de la muerte. En 1837 quedo establecida la Oficina General del Registro, y a ella comenzaron a llegar datos de 553 distritos de toda Gran Bretaña. Apoyándose en esos datos y en la incidencia de una nueva epidemia, esta de tifus (14.000 casos tan solo en Londres en 1838), Chadwick persuadió a las autoridades de la necesidad de una investigación restringida sobre las posibles relaciones entre las condiciones sanitarias y la enfermedad en cinco áreas especialmente desfavorecidas de la capital: Wapping, Highgate, Stepney, Whitechapel y Betham Green.
El informe, publicado ese mismo año, confirmaba la opinión generalmente extendida de que los pobres bebían demasiado, descuidaban vacunarse, se mostraban renuentes a acudir a los hospitales, y se lavaban poco. Pero el informe también sugería que la posible causa de su vulnerabilidad a la enfermedad podía ser la miserable vida que llevaban, rodeados de porquería, respirando las emanaciones de ciénagas, cementerios y mataderos, y sin apenas acceso al agua limpia. El informe señalaba que esa situación se podía mejorar con un sistema de alcantarillado, conducciones de agua potable y recogida de basuras, una regulación más severa
de las edificaciones, y ordenanzas para evitar que se amontonaran demasiadas personas en la misma vivienda.
Las autoridades estaban lo suficientemente alarmadas como para permitir a Chadwick una investigación más amplia, a escala nacional, sobre las condiciones sanitarias de las «clases laboriosas».
Cuando se publico ese informe en 1842, escandalizo a la sociedad victoriana hasta la medula y suscito medidas que anunciaban una relación radicalmente nueva entre Estado y ciudadanos, primero en Gran Bretaña y más tarde en todos los países de Occidente.
Esas medidas iban a dar a las instituciones públicas poderes sin precedentes sobre la vida privada de los individuos.
Lo que traumatizo a la clase media victoriana fue que el informe de Chadwick revelaba la espantosa situación social de las ciudades industrializadas. El sistema de alcantarillado era totalmente inadecuado, al haberse construido para poblaciones mucho menores, y consistía normalmente en inmensas cavernas de ladrillo de bajo techo que se limpiaban con un chorrito de agua y cuya finalidad era la acumulación de depósitos. Cada cinco o diez años, los trabajadores del servicio de basuras abrían una brecha en el muro de ladrillo, vaciaban a paletadas su contenido y lo amontonaban en las calles formando lo que eufemísticamente se llamaban «cerros de oro», de varios metros de altura, de donde lo recogían unos carros que lo transportaban fuera de la ciudad.
La higiene personal entre los pobres era casi inexistente; por lo general, cada tres casas compartían uno de los retretes alineados a lo largo de zanjas abiertas que iban a dar al centro de las calles de la ciudad. Más de la mitad del agua, repartida por aguadores privados, se recogía directamente en el rio, sin pasar por ningún tratamiento depurativo. La mayoría de los pobres no contaban con cañerías en sus casas, y tenían que hacer cola en las fuentes públicas, que funcionaban dos horas al día y a las que llegaba agua de algún pozo, infectada en muchos casos por filtraciones de los pozos negros. Hasta los más acomodados padecían unas condiciones similares. En Edimburgo, la empresa repartidora del agua entregaba un galón diario por persona y día, y la mayoría de la gente la utilizaba varias veces, hasta que no servía más que para fregar los suelos.
El alojamiento era igualmente infecto: en algunas ciudades se amontonaban hasta cuarenta personas en la misma casa, y en Liverpool se llegaron a contar 40.000 personas viviendo por docenas en sótanos. En 1840 había 12.000 cabezas de ganado en Londres, y en Reading, una ciudad importante próxima a la capital, había cerca de cuatrocientas pocilgas dispersas entre 2 500 casas.
Los cerdos y las vacas se encontraban en los mismos patios repletos y sucios donde jugaban los niños, y claro está, la tuberculosis, así como otras enfermedades de los pulmones, e infecciones cutáneas en los pies o en la boca, se propagaban sin remedio.
El análisis de Chadwick, ciudad por ciudad y calle por calle, acompañado por estadísticas e ilustraciones, mostraba el aumento de las enfermedades, infecciones, mortalidad infantil, personas viudas y huérfanos, y que la esperanza de vida de los pobres era como poco diez años menor que la de la gente acomodada, debido a la falta de higiene y a la utilización de agua contaminada.
Pero lo que más incomodaba a la clase media eran los problemas morales que se explicitaban en el informe: bastardos, incesto, niños obligados a mendigar por las calles o a prostituirse... El informe concluía que se necesitaba una reforma urgente si se quería evitar una revolución.
La fiabilidad de esas cifras descansaba en gran medida en los esfuerzos del ayudante de Chadwick, William Farra, que había estudiado en Paris las recién formuladas técnicas de la medicina estadística.
Farr estandarizo la recogida de muestras y proporciono a las autoridades un valioso instrumento de intervención y control al que llamo «biometro». Con el analizaba por categorías los datos de lo que calificaba como un distrito «sano» (donde la tasa de mortalidad era inferior al diecisiete por mil): pirámide de edades, tasas de mortalidad y esperanza de vida por franjas de edad, etc. Los datos mostraban que existía una relación directa entre la esperanza media de vida, el número de habitantes por domicilio, y las tasas de nacimientos y de mortalidad. Si un distrito se alejaba de ese modelo, la situación se debía a lo que Farr llamaba «condiciones
evitables» (falta de higiene, superpoblación, dieta inadecuada, etc.).
Farr utilizo la estadística para mostrar irrebatiblemente que cuanto más cerca de un río vivía la gente, más probable era que se viera afectada por el cólera. Su informe llego justo a tiempo para la siguiente epidemia, en 1848, que fue mucho peor que la primera, matando a cerca de 70.000 personas e incitando a las autoridades a aprobar la Ley de Sanidad Pública y la Ley de Prevención de Enfermedades y Supresión de Daños. Esas leyes otorgaron al gobierno nuevos poderes, en aquella situación de emergencia, para la eliminación de estorbos urbanísticos, limpieza de calles, desinfección de los hogares (con consentimiento de sus moradores o sin él), o traslado de una persona infectada a un hospital de aislamiento (también con consentimiento o sin él). Las consideraciones de salud publica permitieron una intervención directa del Estado en la vida privada de los individuos.
El temor a que estallara una epidemia de cólera en un distrito «sucio y alejado» extendiéndose después a áreas más cuidadas genero una nueva ofensiva propagandística. En el Working Men's College de Londres se daban conferencias acerca de como «la ley de Dios y las leyes de los hombres afectan a la salud y la enfermedad », o sobre «cólera y desorden social». En 1861, La Asociación de Damas para la Difusión de Conocimientos Sanitarios distribuyo 140.000 folletos sobre «el poder del agua y el jabón». El obispo de Londres, en una carta pastoral, advertía que «las personas hundidas en una miseria sin esperanza y rodeadas de suciedad eran en su mayoría insensibles al evangelio». En 1856 se levanto el impuesto sobre el jabón, con lo que su precio disminuyo en una tercera parte, y en 1861 su consumo se había duplicado. La limpieza se asociaba ahora a la fe en la divinidad, y como decía el sanitario alemán Treitsche a sus alumnos de la Universidad de Berlín, «los ingleses piensan que el jabón es la civilización».
La maquina propagandística de la sanidad incremento su actividad, y la higiene se convirtió en una nueva disciplina dentro de la medicina. Se extendió la idea de que una piel limpia era más flexible y funcionaba y «respiraba» mejor que una sucia, proporcionando un «descanso infinitamente más restaurador, que aporta renovado vigor y energía a todo el cuerpo». Un médico francés de nombre Clerget señalo que quienes habían sufrido más prestaban menos atención a las reglas de la higiene y la limpieza. Clerget estaba convencido de que la limpieza generaría gradualmente el orden social: «La limpieza es contagiosa: hogares limpios exigen ropa limpia, cuerpos limpios, y en consecuencia una moral limpia.»
Un folleto ingles sobre higiene titulado «Suciedad y una palabra sobre el lavado» exponía:

El pobre mecánico que se ve obligado a trabajar con la grasa y las cenizas sucias convirtiéndolas en jabón destructor de suciedad realiza una noble labor. Es como lo que el Ser Divino hace en la naturaleza [...] la suciedad es veneno [...] se mezcla con la sangre y la corrompe [...] un hombre que acostumbra a ir sucio difícilmente puede ser religioso. Esta quebrantando una de las leyes primordiales de la Naturaleza. La limpieza de una persona la predispone a la pureza de corazón.

El otro enfoque del problema de la sanidad pública consistió en tratar de mejorar la forma física individual mediante actividades reglamentadas al aire libre, con la esperanza de que al salir de las superpobladas ciudades la gente se alejaría igualmente del contagio. En la década de 1860, el atletismo se puso de moda, especialmente en los centros de enseñanza, y el Consejo de las Escuelas Británicas escribía: «Los deportes viriles, practicados como se debe, tienden a desarrollar el valor altruista, la generosidad, la determinación, el autocontrol, y el espíritu colectivo.» Cuando los niños jugaban al cricket, «al hacerse mejores jugadores se hacen también mejores ciudadanos».
En los colegios privados los deportes se convirtieron en algo reglamentado y obligatorio. El objetivo, como siempre, era instilar las cualidades colectivas de la obediencia, el compromiso físico, la aceptación de las reglas, el trabajo en equipo, la resistencia y la fortaleza, sobre la base de que «chicos esforzados se convierten en hombres esforzados». Los nuevos deportes (y la introducción de los ejercicios repetitivos en las clases) mejorarían también la condición física de los hombres que se necesitaban para el servicio militar. Además, como había argumentado Chadwick, si se entrenaba a los niños, «tres chicos podrían hacer en una fábrica el trabajo de cinco».
Esa insistencia en el deporte disciplinado se fomento sobre todo en Gran Bretaña y Norteamérica, donde surgió un movimiento llamado «cristianismo muscular», que creo numerosos colegios privados e introdujo la idea, que fue extendiéndose poco a poco, de dedicar la mitad del día a los ejercicios y deportes al aire libre. Dios, al parecer, amaba a los atletas (además de que había habido que rechazar a demasiados reclutas en la reciente guerra de Crimea debido a sus deficiencias físicas). Como decía Lord Roseberry:
«No vale de nada tener un Imperio si no tenemos una raza imperial.»
Entretanto, la epidemia de 1853 había impulsado nuevas investigaciones sobre los orígenes del cólera. El meticuloso estudio estadístico de John Snow un año después mostro que el agua contaminada del Támesis a su paso por Londres era nueve veces más infecciosa que la que se podía recoger del mismo rio corriente arriba. También demostró concluyentemente que al filtrar el agua disminuía radicalmente la tasa de mortalidad.
En 1866, la última gran epidemia de cólera mato a más de 14.000 personas, y la tesis de Snow se vio ratificada por el hecho de que más de la tercera parte de esos fallecimientos se produjeron en áreas a las que todavía rio llegaba el agua filtrada. Aunque en todo ese tiempo nadie supo en qué consistía la enfermedad, los intentos de controlarla mediante la cuantificación estadística y medidas sociales draconianas parecían haber funcionado. Ese éxito estableció el modelo para futuras intervenciones del Estado en casos que quedarían definidos como «cuestiones de trascendencia pública».
El valor de la estadística y la teoría matemática de la probabilidad para hacer más fácil la determinación, predicción y control de la conducta social había cobrado especial importancia por la crisis del cólera y el riesgo de profunda inestabilidad social que podría haber originado. A comienzos del siglo XIX, Alemania era el país donde más avanzados estaban los estudios estadísticos, y amplió su red de recogida de datos para obtener toda la información que pudiera resultar relevante para una gestión eficaz del comportamiento social. Las autoridades alemanas descubrieron que su poder para controlar la sociedad e intervenir en ella se veía enormemente reforzado por los datos con que iba contando sobre geografía, climatología, economía, agricultura, demografía, enfermedades e historia natural. El propio termino «estadística» refleja ese uso de los números por el Estado.
En 1826, Moreau de Jonnes escribió que la estadística era como «los jeroglíficos del antiguo Egipto, en los que se escondían bajo misteriosos caracteres las lecciones de la historia, los preceptos de la sabiduría y los secretos del futuro». Parte de la demanda del siglo XIX por la estadística se debió sin duda a los desordenes
sociales que siguieron a la Revolución francesa, mientras que en Gran Bretaña la estadística parecía ofrecer un instrumento con el que controlar las perturbaciones sociales causadas por la rápida industrialización.
El hombre que vino en ayuda de las autoridades fue Adolphe Quetelet, un matemático belga que había estudiado astronomía en Paris en la década de 1820, influido por Laplace. En 1835, su libro Sur l'homme et le developpement de ses facultés, essai d'une physique sociale se convirtió inmediatamente en un éxito. Quetelet describía en él la herramienta estadística que iba a hacer más preciso que nunca la intervención y el control social, habiendo hallado una forma de reducir la individualidad a una norma, lo que él llamaba «el hombre medio».
Utilizando términos y analogías extraídas de la astronomía, trato de calcular las leyes que gobiernan el comportamiento social ayudándose de la «teoría de errores» formulada originalmente por matemáticos y astrónomos para corregir las imprecisiones originadas por los instrumentos y las desviaciones subjetivas en la observación de los fenómenos celestes. El hombre medio, decía, podía considerarse como el análogo social de un centro de gravedad físico, «la media en torno a la que fluctúan los elementos sociales».
Quetelet estaba convencido del poder predictivo de su sistema:
Seremos capaces de fijar las leyes a las que [el hombre] se ha visto sometido desde su nacimiento en las diversas naciones, es decir, de seguir el curso de los centros de gravedad de cada parte de ese sistema.
Quetelet estudio estadísticas de los crímenes registrados por la policía francesa, y afirmo:

Podemos predecir de antemano cuantos serán estafadores, o cuantos envenenadores, casi con la misma precisión que se puede predecir el número de nacimientos o fallecimientos [...] La sociedad contiene el germen de todos los crímenes que se cometerán, así como las condiciones en que acontecerán. Es la sociedad la que prepara las condiciones para esos crímenes, y el criminal no es más que su instrumento.

Elaboró una ley estadística que pretendía predecir cómo se mantendrían en el futuro las regularidades de conducta, argumentando que se derivaban de una uniformidad subyacente en la dinámica y los condicionamientos sociales.
En 1833 se constituyo en Cambridge el primer Comité de Estadística permanente, y Quetelet propuso que se formara en Gran Bretaña una Sociedad Estadística Nacional, lo que efectivamente se produjo en 1834, incitando a otros países a seguir su ejemplo. La primera conferencia internacional sobre estadística se celebro en Bruselas en 1853.
La Sociedad londinense mostro un interés particular por el control social:

La estadística solo pretende recoger, ordenar y comparar esa clase de hechos de los que se pueden deducir conclusiones correctas con respecto al gobierno social y político. [...] Al igual que otras ciencias, trata de deducir, a partir de hechos bien establecidos, ciertos principios generales que interesan y afectan a la humanidad.
Los esfuerzos de Quetelet perseguían el objetivo general de hallar una vía para ofrecer medios científicamente fiables de alcanzar el orden social mediante la manipulación predictiva del comportamiento de las masas. Esa nueva ciencia iba a ser conocida como «sociología».

Las epidemias y las circunstancias sociales que habían hecho tan devastador su efecto habían servido para reforzar la fiscalización del Estado sobre la sociedad. Ahora, la institucionalización de la sanidad pública, ayudada por los desarrollos de la tecnología médica, la iban a reforzar más aun.
La pretensión de hallar el origen de las enfermedades redujo aun más el ámbito de lo individual. El instrumento que lo hizo posible fue obra de J. J. Lister, comerciante en vinos y entusiasta de la óptica, quien entre 1825 y 1830 resolvió el mayor problema con que se enfrentaba la microscopia de la época. Las imperfecciones
de las lentes creaban «comas», o aéreas borrosas, ya fuera en el centro o en los bordes de la imagen, lo que conducía a serias equivocaciones en los usuarios del instrumento en cuestión. Por ejemplo, en 1823, Milne-Edwards había afirmado que todos los tipos de tejido estaban formados por glóbulos de unas tres mieras de diámetro. El microscopio mejorado de Lister empleaba una serie de lentes de distinta curvatura, compensándose mutuamente sus aberraciones. En 1827, el microscopio con triple lente de Lister mostro que los corpúsculos rojos de la sangre no eran globulares, sino bicóncavos.
Los descubrimientos se multiplicaron rápidamente. En 1831, Matthias Schleiden vio por primera vez con claridad el núcleo de una célula. En 1834, Purkinje observo los movimientos ciliares de ciertas bacterias, y Theodor Schwann examino todos los tejidos conocidos confirmando la hipótesis acerca de lo que parecía la unidad básica de la vida tan ansiada por los médicos-filósofos.
En 1839 escribía: «Existe un principio universal de desarrollo para las porciones elementales de todos los organismos, por diferentes que estos sean, y ese principio es el de la formación de células.
» La existencia de las células mostraba que la vida no era un fenómeno debido a una inmensurable «fuerza vital», sino una entidad cuantificable (y manipulable) como las que habían puesto de manifiesto las ciencias físicas.
El avance clave en la patología celular se debió a otro médico y político radical alemán, llamado Rudolf Virchow, cuya influencia era tan grande que se le conocía como «el papa de la medicina alemana». En 1848 decía: «Los médicos son los defensores naturales de los pobres, y son ellos quienes deben, en gran medida, resolver los problemas sociales [...] La medicina es una ciencia social, y la política no es otra cosa que medicina a gran escala.»
En 1845 publico el articulo «Uber das Bedurfnis und die Richtigkeit einer Medizin vom mechanischen Standpunkt» («Sobre la necesidad y corrección de una medicina basada en un planteamiento mecánico»), en el que sostenía que la vida no era esencialmente otra cosa que la actividad celular. Las células, según él, constituían la unidad básica de la vida, y esta no era sino la suma de los fenómenos celulares, que ahora se podían someter a las leyes ordinarias de la física y la química. Siendo toda vida células, la enfermedad, por ser una alteración de estas, no era sino vida en condiciones alteradas. Así pues, si se podían evitar esas condiciones, la salud pública mejoraría de forma espectacular. Gracias a Virchow, el microscopio se convirtió en el nuevo instrumento de control social.
Virchow estableció otro vínculo con las ciencias físicas describiendo las células como «moléculas orgánicas, análogas a los átomos químicos o físicos [...] No podemos ir más allá de la célula.
Es el eslabón final y constantemente presente en la gran cadena de las estructuras mutuamente relacionadas de que consta el cuerpo humano». Virchow y sus contemporáneos creían que la medicina había alcanzado por fin su objetivo reduccionista, pero todavía quedaba mucho tejido por cortar.
Conforme los patólogos aprendían más y más acerca de los aspectos microscópicos de las enfermedades, iban ejerciendo un control cada vez más estricto sobre los clínicos de los hospitales.
Hacia 1860, la división del trabajo entre ambos grupos había quedado bien establecida, y ambas disciplinas avanzaban hacia una mayor especialización. Tan pronto como los clínicos se dieron cuenta de que sus diagnósticos podían ponerse en cuestión por pruebas patológicas, los hospitales tecnológicamente más avanzados comenzaron a organizar «conferencias sobre patología», en las que los clínicos sometían sus diagnósticos a los patólogos para su confirmación. La diagnosis se alejaba así más aun del paciente.
Las referencias sociales en las opiniones de Virchow acerca de la relación entre medicina y Estado se incrementaron en los trabajos de su discípulo Ernst Haeckel, cuya obra acabaría por influir en el mismísimo Hitler. Haeckel hablaba de las células como ciudadanos respetuosos de la ley en un Kulturstaat ordenado, que crecían y se hacían más vigorosas gracias a la división del trabajo.
Según él, las células formaban «republicas en las plantas y monarquías en los animales», los órganos eran como departamentos de Estado, y el conjunto del organismo estaba gobernado centralmente por el sistema nervioso. A través de Haeckel entro en el vocabulario medico el lenguaje social, con términos tales como «espacios celulares», «cultivos», «colonias» y «migraciones de células».
El empujón final para reducir al paciente a una estadística fue emprendido por Robert Koch, un médico generalista que trabajaba en una pequeña ciudad de Prusia oriental, que se había interesado por el ántrax y que iba a otorgar el mayor don de la medicina a un público confiado. Antes, en 1850, un parasitólogo francés de nombre Davaine había informado acerca de la transmisión del ántrax entre las ovejas a través de la sangre de animales muertos por la enfermedad. Davaine había encontrado organismos microscópicos con aspecto de bastoncillos en la sangre de las ovejas muertas, comprobando que las que no portaban esos organismos en la sangre no enfermaban.
En 1876, Koch aisló el bacilo del ántrax, lo cultivo, observo como producía esporas en el tejido de los animales, y vio como estas reproducían de nuevo el bacilo. Las esporas del ántrax, como descubrió Koch, podían permanecer enterradas durante meses antes de entrar en la sangre de un animal y reactivar el bacilo.
Koch empleo tres años en el examen de todos y cada uno de los aspectos del ciclo vital del bacilo, y mostro que podía infectar a un animal sano a voluntad, en experimentos que proporcionaron la primera demostración clara de que un microorganismo determinado podía causar una enfermedad especifica.
En 1878 publico un artículo acerca de la etiología de las heridas infectadas, explicando que en ellas podían detectarse gran número de bacterias, y estableciendo ciertas reglas que servirían de ayuda a los investigadores. Esas reglas, conocidas como «postulados de Koch», definían las líneas maestras para la futura investigación de las enfermedades: un microbio debía considerarse como causante de determinada enfermedad solo si estaba presente en cantidades inusuales en el cuerpo del enfermo, si podía aislarse de este, y si provocaba la enfermedad al ser inoculado en un sujeto sano.
Cuando Koch desarrollo técnicas para cultivar bacterias en sustratos de gelatina de agar, concedió a la medicina la capacidad de manipular la naturaleza a escala microscópica. Esto dispenso de la necesidad de que el paciente estuviera presente, ya que para estudiar la enfermedad y controlar su desarrollo bastaba una simple
gota de sangre.
El primero de sus éxitos importantes se produjo en 1882, cuando anuncio los resultados de sus trabajos sobre la tuberculosis.
En lo que se recuerda como «un día señalado en la historia de la bacteriología», pronuncio una conferencia en la Sociedad Fisiológica berlinesa explicando cómo había podido en seis meses, siguiendo sus propios postulados, identificar y aislar el bacilo (particularmente difícil de cultivar) y comprobar que era el causante de la tuberculosis. Un año más tarde, cuando empleo las mismas técnicas en India con el bacilo del cólera, ligo ambas culturas —la microscópica y la social—, localizando el bacilo concluyentemente en charcas de agua estancada que se había utilizado para lavar y hasta para beber.
A finales de siglo, la nueva ciencia de la bacteriología había identificado los microbios responsables de la tuberculosis, neumonía, peste bubónica, ántrax, fiebres tifoideas, tétanos, difteria, gonorrea, cólera, gripe, lepra, actinomicosis, malaria, disentería amébica y tripanosomiasis.
Un colega de Koch, Paul Ehrlich, descubrió también que ciertas sustancias químicas utilizadas para teñir las bacterias eran capaces de acabar selectivamente con determinados tipos de ellas, y las empleo en el desarrollo de la primera droga «de efecto seguro », el salvarsán, para tratar la sífilis. Ehrlich introdujo así la quimioterapia y favoreció la moderna opinión de que el centro de atención de la medicina debía ser la enfermedad y no el enfermo.
Gracias a las técnicas bacteriológicas, la diagnosis podía ahora abandonar las salas de los hospitales. Como decía el gran diagnosticador francés Claude Bernard en 1877: «Bien provista de los datos recogidos en el hospital, la medicina puede ahora desplazarse al laboratorio.» Al principio, los laboratorios de patología estaban en los hospitales: en el de St. George, en Londres, en el Bellevue, en Nueva York, o en el John Hopkins en Baltimore. Pero en 1893 el incremento de los costes condujo al establecimiento de laboratorios públicos, el primero de ellos en Nueva York, donde se realizaban los diagnósticos de difteria. Se distribuían gratuitamente tubos con nutrientes a los médicos, quienes introducían en ellos una muestra procedente de una garganta infectada y todo lo que tenían que hacer era llevar el tubo a la farmacia más cercana, de donde se transportaba al laboratorio, que le entregaba al día siguiente un informe del análisis realizado. En sus primeros tres meses, el nuevo laboratorio ayudo a las autoridades de sanidad pública de Nueva York a identificar y tratar 301 casos de difteria de 431, y en 1895 ese mismo laboratorio hacia también análisis de tuberculosis.
Los laboratorios combinaban los dones del microscopio y la bacteriología para aplicarlos al control de la sanidad pública y eliminaron así la proximidad del paciente. Crecía el número de especialistas e instituciones preocupados por la enfermedad y su comportamiento, para los que los enfermos no eran apenas más que la fuente de material para estudio.
Los éxitos de los laboratorios alentaron los esfuerzos de la sanidad pública para controlar las enfermedades e intervenir en ellas en la población a gran escala, utilizando los datos provenientes de ingenieros sanitarios, médicos, epidemiologistas, estadísticos, abogados, enfermeras y administradores. Algunos norteamericanos que habían estudiado en Alemania llevaron a su país esos métodos bacteriológicos. En 1901, en Massachusetts, se emplearon para estudiar las reservas de agua y el alcantarillado. Ese estudio mostro que las fiebres tifoideas se transmitían por medio del agua contaminada, lo que origino el desarrollo de métodos cuantitativos para evaluar la presencia de bacterias en el aire, el agua y la leche.
Uno de los efectos sociales clave de los laboratorios fue desviar la atención de las autoridades de los problemas públicos más profundos y difundidos del abastecimiento de agua, limpieza de las calles, reforma de los edificios y condiciones de vida. La bacteriología era «mas moderna», y también más fácil y más barata de administrar que planteamientos más tradicionales de la sanidad pública. La nueva concepción epidemiológica quedo expresada por el director de epidemiologia del Consejo de Sanidad de Minnesota en un influyente libro, The New Public Health («La nueva Sanidad Pública»). En el proclamaba que los métodos científicos modernos eran mucho mejores que los planteamientos tendentes a la reforma social, que habían quedado pasados de moda. Para controlar la tuberculosis no era necesario mejorar las condiciones de vida de cien millones de norteamericanos, sino tan solo supervisar y controlar los 200 000 casos activos y limitar sus posibilidades de infectar a otros.
En 1915, en el primer Manual de Sanidad Pública estadounidense, casi la mitad de él estaba dedicada a las enfermedades contagiosas, con apartados mucho más reducidos para la higiene industrial, alojamientos, abastecimiento de aguas y educación pública.
Esa concepción estrechamente bacteriológica de la enfermedad iba a ser la predominante durante décadas.
Así, gracias al cólera, los fabricantes médicos del siglo XIX proporcionaron nuevos medios de control social mediante medidas de sanidad pública que prácticamente acabaron con el derecho individual a la privacidad en cuestiones caracterizadas (por el Estado) como de «trascendencia pública». Solo la religión había penetrado hasta entonces tan profundamente en la vida de los individuos.
La ideología de intervención y control le sentaba a la medicina como un guante, ya que la diagnosis y el tratamiento requerían la unanimidad del cuerpo médico y obediencia por parte del paciente.
Actualmente, el seductor atractivo del mundo de los médicos, con sus batas blancas, sus instrumentos relucientes y sus dones salvavidas han conseguido «medicalizar» la sociedad, y la terminología y la ética del hospital se han introducido en la vida cotidiana.
El médico es el nuevo chaman, estrechamente asociado a los valores materialistas de la elevación continua del nivel de vida, la mejora de la salud individual y el crecimiento incesante de los cuidados médicos aportados a la comunidad. Sobre todo, el médico representa una forma «científica», objetiva, de juzgar el comportamiento social (con términos que recuerdan el vocabulario de la medicina y la estadística) como «sano», «enfermo» o «anómalo».
Paradójicamente, aunque la medicina es la actividad especializada más estrechamente ligada a las preocupaciones personales del individuo, es quizá más esotérica y excluyente que cualquier otro ámbito científico, ya que los más preocupados por la salud (los pacientes) son los que menor poder de decisión tienen.
Gracias a la revolución bacteriológica y una concentración reduccionista en los fenómenos microscópicos, es mucha la gente que hoy día juzga las dimensiones humanas de la salud como incuantificables, y prácticamente han desaparecido de la medicina.
En las ciencias medicas no se dedica apenas atención al conjunto de lo humano, y menos aun a las culturas no occidentales y su planteamiento no reduccionista de las relaciones entre la salud individual y el entorno, ya que los fabricantes de hachas occidentales han cortado casi del todo el vinculo que los une.
Con la medicina occidental hemos diseccionado el cuerpo humano tal como habíamos separado a los fabricantes de los legos, al súbdito del buen rey, al fiel del sacerdote, a unas naciones de otras, y a la gente de la tierra. Hemos dividido y clasificado el mundo y a sus habitantes de modo que puedan ser manipulados como unidades económicas y políticas intercambiables. Así, hemos excluido lo individual del mismo modo que nos hemos repartido el planeta, tajando las partes sin respeto por el conjunto.
Como veremos a continuación, ese proceso nos ha puesto al borde de la catástrofe.

Reunir las piezas
Capitulo 10
Fin del viaje

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Lo que ahora queda de esa tierra que en un tiempo fue rica es como el esqueleto de un hombre enfermo; devastado todo el terreno fértil y blando, sólo queda la osamenta. Antiguamente, muchos de esos montes eran lomas cultivables; las actuales ciénagas eran planicies de suelo feraz; las colinas estaban cubiertas de bosques y producían abundante pasto, cuando ahora sólo encuentran alimento en ellas las abejas. Además, la tierra se veía todos los años enriquecida por lluvias que no se perdían como ahora, fluyendo por la tierra desierta hacia el mar.
PLATÓN, siglo v a. J.C.

En los últimos 120000 anos, los fabricantes de hachas nos han ayudado a hacer un gran viaje colonizando la tierra, y ya estamos cerca del final. Por el camino, en las muchas ocasiones en que la sociedad afrontaba un cambio, los fabricantes nos ofrecieron dones con los que resolver el problema que había surgido. Nuestros dirigentes e instituciones siempre aceptaban esos dones por su bajo coste a corto plazo, ignorando su alto coste a largo plazo. En aquellas circunstancias, ¿qué otra cosa habrían podido hacer? El problema era que un don llevaba a otro, irremisiblemente. Poco a poco, los fabricantes se hicieron indispensables, y sus dones eran demasiado atractivos para rechazarlos, dado que los acontecimientos contribuían en cada ocasión a convencernos de que estábamos jugando a un juego llamado «lo tomas o lo dejas».
El primero de esos dones nos llego cuando el hacha introdujo un cambio de una vez y para siempre en los procesos cíclicos de la naturaleza. El hacha modifico también el desarrollo y la selección de los individuos en las sociedades humanas, y sobre todo trajo consigo el surgimiento de instituciones como los soberanos territoriales y la religión organizada, cuyo uso excluyente del saber de los fabricantes les concedió el dominio sobre la naturaleza y el control sobre la colectividad. Bajo su mandato, las hachas iban talando una franja por donde los humanos se abrían camino, haciendo más fácil el progreso.
En un principio, las marcas de nuestras hachas apenas se notaban en las inmensurables riquezas del planeta, por lo que con cedíamos poca atención a la destrucción, mirando únicamente hacia adelante, hacia un horizonte que parecía que nunca íbamos a alcanzar. Sin embargo, algo de lo que estábamos haciendo hace unas decenas de miles de años puede deducirse de un acontecimiento que dejo el ultimo y mejor preservado registro del efecto que el hacha pudo tener en el Edén. Sucedió hace tan solo unos mil años, cuando los maoríes llegaron a Nueva Zelanda.
En esa época, el animal predominante allí era el moa, una gran ave parecida al avestruz, que pesaba entre 10 y 200 kilos; como no había mamíferos que la amenazaran, se dedico tranquilamente a ramonear y comer frutas. Los moas eran tan numerosos que los colonos europeos encontraban a menudo dificultades en las tareas de labranza debido a la enorme cantidad de esqueletos acumulados en la tierra. Pero al cabo de quinientos años de colonización maorí, los moas habían desaparecido de Nueva Zelanda.
Los restos arqueológicos muestran que la carne de moa era tan abundante que alimento a los primeros maoríes en grupos de hasta cincuenta sin necesidad de agricultura. Los maoríes supusieron que siempre iban a contar con ese plato gratis, y tardaron en darse cuenta de que no era así.
También quemaron grandes espesuras boscosas, y como allí había muy pocas plantas resistentes al fuego, a los pocos siglos, en muchas zonas del país, un rico y diversificado ecosistema se había convertido en un autentico desierto. Tan solo proliferaba el helecho, porque resistía al fuego y no necesitaba a los moa para esparcir sus semillas. Los maoríes, que originalmente habían disfrutado de una apetitosa y variada dieta, se vieron finalmente condenados a alimentarse de raíces de helecho.
La destrucción por los maoríes de su propio entorno en Nueva Zelanda fue solo el último de una larga lista de destrucciones llevadas a cabo por los pueblos de la Edad de Piedra. La isla de Pascua, ahora yerma y barrida por el viento, fue en otro tiempo un lugar boscoso y subtropical. En Australia, la devastación fue aun más dramática desde el momento en que el hombre asentara allí sus reales hace unos 60 000 anos. Se estima que desde entonces se ha extinguido el 86 por ciento de la mega fauna (animales de más de 44 kilos de peso). No todos los arqueólogos están de acuerdo, pero hay muchas pruebas de que fueron los humanos los que eliminaron al menos 43 especies de grandes vertebrados, incluido un canguro de 1,80 m de alto y un quintal de peso, así como un wombat con aspecto de rinoceronte y un emú de 100 kilos. Esas y muchas otras perdidas locales eran relativamente poco importantes para los seres humanos en la prehistoria, porque las ventajas a corto plazo sobrepasaban con mucho cualquier efecto ecológico negativo, que además se producían tan lentamente que ningún miembro del pequeño grupo de humanos en aquel entorno selvático podía sentir como amenaza en un futuro previsible.
Conforme pasaba el tiempo, la fácil aceptación de los dones de los fabricantes de hachas se convirtió en un habito que a su vez nos ensenaba a mantener un especial respeto hacia quienes nos los otorgaban. Las hachas también conferían poder a los pocos de nosotros capaces de utilizarlas para dirigir a la colectividad mediante los mitos y la magia o sus equivalentes más recientes, ciencia y tecnología. Debido a esto, a lo largo de la historia los fabricantes han recibido el aliento de los poderosos para innovar para ellos, sin ponerles obstáculos. Esa conducta interesada por parte de las instituciones y autoridades se ha disfrazado usualmente bajo la caracterización de la actividad de los fabricantes como «libre investigación».
En particular, sus dones facilitaron a los gobernantes la extensión de su poder para unificar y dirigir a su pueblo mediante el creciente dominio de la información. Quienes sabían utilizar el bastón de Montgaudier, las fichas mercantiles de los montes Zagros, la escritura cuneiforme en Mesopotamia, el alfabeto en Grecia, los tipos móviles de Gutenberg, o los símbolos matemáticos, médicos y científicos, se sentían en general libres para actuar como si la tierra siguiera siendo tan ilimitada como para los antiguos fabricantes de hachas de África.
En casi todos los casos, sin embargo, el uso del saber de los fabricantes aporto ventajas inmediatas a la colectividad, que a su vez les concedía responsabilidad y poder sobre ellos en la medida en que, como contrapartida, se les aseguraba una supervivencia inmediata y un nivel de vida en aumento. En este capítulo consideraremos como esos dones tan atractivos a corto plazo han generado problemas muy desagradables a largo plazo, debido a que las innovaciones, en su proliferación, interactúan y provocan efectos inesperados.
El breve catalogo de calamidades que sigue revela como los fabricantes de hachas nos han estado proporcionando soga bastante para ahorcarnos. Sus dones no causaban un perjuicio o alarma inmediata, pero la aceptación de cada uno de ellos originaba un cambio en la concepción que los seres humanos se hacían de sus relaciones reciprocas y con la naturaleza. En cada ocasión, la constricción añadida a nuestro comportamiento por el uso del nuevo don parecía relativamente pequeña y en cualquier caso valía la pena por los beneficios inmediatos, pero sus efectos acumulativos acabarían siendo extremadamente severos.
Hace doce mil años, la agricultura fue un remedio rápido para un problema a corto plazo. Cuando nuestros antepasados dejaron de cazar y recolectar y se asentaron en las primeras aldehuelas, los fabricantes les concedieron las técnicas para cultivar y domesticar animales. Un pequeño número de cereales locales se convirtieron en nuestra dieta básica cotidiana, y el meticuloso cultivo en tierras de aluvión produjo cosechas que aseguraban la supervivencia de las nuevas comunidades. Con el tiempo, esas cosechas se hicieron tan grandes que se constituyo un excedente, y como consecuencia la población comenzó a crecer desmesuradamente.
Desde entonces, los fabricantes aumentaron la fertilidad de la tierra con trucos cada vez más sofisticados y productivos: la irrigación egipcia sustituía con ventaja al agua de lluvia si esta faltaba; los arados con ruedas de los romanos servían para labrar los pesados y duros suelos de las ricas tierras del norte; los cultivos de plantas forrajeras en la Holanda del siglo XVII nitrogenaban el suelo y triplicaban su rendimiento; cien años después, la química proporcionaba fertilizantes artificiales con los que alimentar a la creciente población de la revolución industrial.
En la década de 1950, la respuesta a la demanda de más y más alimentos aporto innovaciones en las técnicas de producción que tuvieron efectos colaterales inesperados y de gran alcance: millones de personas del Tercer Mundo se vieron salvadas de la inanición por el ultimo milagro agrícola, la llamada «Gran Revolución», que introdujo nuevas variedades de trigo y arroz de gran rendimiento, permitiendo aumentos espectaculares de la producción de esos alimentos.
Las nuevas especies resolvieron diversos problemas locales, gracias a su relativa insensibilidad hacia diferencias en el suelo y clima, tan variados en las regiones semitropicales.
En el caso del arroz, la nueva especie daba lugar a rendimientos más altos, porque los ingenieros agrónomos habían utilizado un gen empequeñecedor de las plantas de arroz japonesas y norteamericanas para obtener un tallo corto y robusto del que las practicas agronómicas estándar permitían hacer crecer una espiga mucho mayor. Con la fertilización masiva y agua abundante, esto significo un incremento de dos tercios en el rendimiento biológico global. Parecía como si por fin hubieran llegado las vacas gordas.
La trampa estaba en que esa técnica era un don de los fabricantes de hachas, de modo que para tener éxito había que sustituir las prácticas agrícolas indígenas. La alternativa de aumentar el rendimiento por los métodos tradicionales quedo descartada como insuficiente a corto plazo. El desarrollo de una «tecnología intermedia» adaptada a las circunstancias locales, aunque no fuera capaz de incrementar tanto la productividad, habría mantenido la intensidad del trabajo y la independencia de los agricultores locales con respecto a las importaciones. Pero las circunstancias locales se ignoraron por parecidas razones a corto plazo. No se hizo ningún intento de mantener y reforzar la equilibrada dieta tradicional a base de cereales y legumbres; la aceptación de las nuevas técnicas significaba la aceptación de la modernidad.
Así pues, todas las objeciones sociopolíticas que podrían haber frenado la adopción de las nuevas técnicas se descartaron como «impedimentos al progreso». En 1966, el presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson, negó a India los créditos para hacer frente a la sequia hasta que ese país aceptara la puesta en práctica de la Revolución Verde.
Poco antes, tras un trabajo local de nueve anos en el desarrollo de nuevas variedades de arroz, la presión internacional había obligado a dimitir al director de investigaciones indio tras la resistencia de este a ceder la primacía al instituto de investigación de la Revolución Verde en Filipinas y su oposición publica a la adopción de las nuevas variedades. En general hubo poca —si es que hubo alguna— oposición por parte de los cultivadores locales, cuyos intereses se orientaban (como suele pasar) por la necesidad de hacer dinero y de mantener a sus familias.
En la misma década, técnicas similares a las empleadas con el arroz dieron lugar a una variedad mejorada de trigo, que se planto en México y duplico el rendimiento habitual. En 1967 se introdujo en Indonesia la nueva variedad de arroz. En 1965 el trigo mexicano llego a Pakistán, y en 1970 ya constituía la mitad de la producción del país. Entre 1965 y 1970, India utilizo las nuevas variedades de arroz y trigo y aumento su producción en más de un 50 por ciento, y en 1985 los nuevos súper-cultivos aportaban más de la mitad del trigo y el arroz del Tercer Mundo (en particular, tres cuartas partes del trigo latinoamericano y prácticamente todo el arroz chino). Entre 1965 y 1980, la producción global de esos dos cereales aumento en un 75 por ciento, y la tierra dedicada a su cultivo se incremento en un 20 por ciento.
El problema con las variedades de la Revolución Verde era que ignoraba la experiencia que los cultivadores del Tercer Mundo poseían de su entorno local y que les hizo depender de altos niveles de fertilizantes provenientes del Primer Mundo. Entre 1965 y 1975, el uso de fertilizantes fue responsable de más de la mitad del aumento de rendimiento de los países en desarrollo, corroborando aparentemente las palabras pronunciadas en 1967 por Norman Borlaug (a quien se concedería el Premio Nobel en 1970 por sus trabajos sobre las nuevas variedades de cereales): «No hay un mensaje más vital que este: los fertilizantes proporcionaran más alimento [a India].»
Entre 1970 y 1973 salto la trampa: debido al importante aumento del precio del crudo, los precios de los fertilizantes se cuadruplicaron, mientras que el producto agrícola de los países en los que se había puesto en marcha la Revolución Verde tan .solo se duplico en el mismo periodo. Lo mismo volvió a ocurrir en la década de 1980. Entre 1950 y 1975, la superficie de tierra cultivada solo creció en una quinta parte, mientras que el uso extensivo de fertilizantes se multiplico por siete.
Las nuevas variedades de cereales también necesitaban mayor cuidado y atención que las tradicionales. Exigían más maquinaria, mayor inversión de capital, y sobre todo más divisas para pagar los gastos extras ocultos. Los efectos sociales a largo plazo en India se han debido a que las zonas del país seleccionadas para la introducción de los nuevos cultivos fueron precisamente las que ya contaban con abundante agua, una infraestructura desarrollada de cultivos a gran escala y disponibilidad de capital y conocimientos, de modo que la producción se concentro en manos de los grandes propietarios de tierras. Cuando aumentaron los precios de los fertilizantes obtenidos del petróleo, los pequeños campesinos tuvieron que vender sus parcelas, y las grandes explotaciones se hicieron aun mayores. Los labradores desempleados se vieron obligados a desplazarse a las nuevas aéreas de desarrollo, y su llegada masiva desencadeno graves tensiones sociales.
La Revolución Verde tuvo un éxito tan espectacular en muchos casos que redujo drásticamente la cantidad de variedades locales alternativas, e hizo al Tercer Mundo dependiente de unos pocos monocultivos vulnerables a las plagas. En muchas áreas rurales, quienes no se habían beneficiado de la Revolución Verde, debido a la escasez de agua o a su irregularidad, abandonaron las tierras de bajo rendimiento y se desplazaron a las ciudades, convirtiéndose en parados de larga duración. Lo más relevante es que la Revolución Verde hizo crecer la deuda del Tercer Mundo hacia Occidente, debido a la necesidad de pagar las fuentes externas de energía, investigación, materiales, transporte marítimo, procesado, mercadotecnia y maquinaria.
Hoy en día, la agricultura se halla en una situación precaria, ya que, debido a los espectaculares éxitos de la ciencia, el 90 por ciento de los alimentos mundiales procede únicamente de ocho especies animales y quince vegetales. En consecuencia, la base genética de la que podrían provenir fuentes alternativas de alimento se ha reducido drásticamente, como lo ha hecho la base tradicional de conocimientos que podrían haber proporcionado técnicas alternativas en caso de necesidad. Una vez más, los beneficios a corto plazo se pagan con graves consecuencias a largo plazo.
Hace cinco mil años, otro don salvador que cambio nuestro comportamiento fue la técnica del riego. Cuando se desarrollaron los primeros sistemas de irrigación en Mesopotamia, Egipto, China y el valle del Indo, sus técnicas de gestión permitieron alimentar y organizar las crecientes concentraciones de población en grandes ciudades y originaron el comienzo de la civilización.
Desde entonces, los ingenieros han mantenido una oferta siempre en aumento de agua para riego: se empezó con los shadufi (antiguas cazoletas egipcias para elevar el agua mediante contrapesos); más tarde, los diques y canales hacían funcionar todo un conjunto de maquinas medievales movidas por la corriente; en el Renacimiento, las bombas de succión hacían subir el agua hasta donde se precisara; hoy en día se perforan pozos más profundos que nunca gracias a los taladros de carborundo; se dispone de enormes volúmenes de agua en reserva para la producción de electricidad o el riego; y se han desviado los ríos para proporcionar agua a países enteros. Y en cada ocasión, la técnica ha mejorado materialmente la vida de una cantidad cada vez mayor de personas.
Pero en el siglo XX la demanda de agua ha crecido tanto que las fuentes que se creían perennes han comenzado a agotarse, al vaciarse más rápidamente que se volvían a llenar. Como consecuencia, el agua se ha convertido en el recurso quizá más deficitario en la Tierra. Una tercera parte de los cultivos alimenticios globales proviene del 17 por ciento de tierras regadas. En China, Japón, India, Indonesia, Israel, Corea, Pakistán y Perú, las tierras de regadío proporcionan la mitad o más de la producción nacional.
El 70 por ciento del agua recogida del ciclo hidrológico global se utiliza en la agricultura, y es esencial para el 35 por ciento de la superficie cultivada, que se convertiría en un desierto si llegara a faltar. Las zonas de regadío se han incrementado en los últimos veinte años en una tercera parte.
El pronóstico no es halagüeño. El uso global de agua, domestico e industrial, se ha cuadruplicado desde 1950, y se calcula que en unos cincuenta años puede haberse duplicado de nuevo, debido sobre todo a su uso reciente en los países en desarrollo. En ese ano, se teme que la escasez de agua afecte a 450 de las 644 ciudades chinas; en el norte de ese gran país, la demanda ya supera a la oferta. La escasez de agua es un problema permanente en 26 países, entre ellos Rusia, Oriente Medio, partes de India, África y el suroeste de Estados Unidos. En las Grandes Llanuras de este último país, el gigantesco acuífero Ogallala, que se lleno durante la última glaciación, está descendiendo en unos dos metros al año, es decir, doce veces más rápido que la tasa de renovación. Entretanto la política de precios del agua en Estados Unidos, que no considera los costes sociales o de renovación a largo plazo, invitan al norteamericano medio a gastar cuatro veces más agua que el suizo medio, o setenta veces más que el ghanés medio.
Hace más de 70.000 años, los dones especializados de los fabricantes de hachas permitieron sobrevivir a los habitantes de la costa con arpones, garfios y redes para pescar. Desde entonces, nos hemos alimentado durante siglos de peces y otros animales marinos en cantidades cada vez mayores, gracias a disponer de mejores barcos, una navegación más segura, predicciones meteorológicas, radar, y tantas otras innovaciones industriales que han multiplicado las capturas. También hemos utilizado los océanos como depósito para los desperdicios generados por otras técnicas industriales.
Como consecuencia, la pesca comienza actualmente a disminuir, y los océanos se están muriendo. Según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO), cuatro de las diecisiete principales zonas pesqueras están sobreexplotadas.
Entre 1950 y 1990, las capturas se multiplicaron por cuatro, y son muchos los que creen que se ha alcanzado ya el límite de sostenibilidad global.
La contaminación también está causando importantes problemas en el agua, tanto dulce como salada. Tras la construcción de la presa de Asuán en Egipto en 1965, la crecida natural anual del Nilo ceso prácticamente, con efectos catastróficos en las pesquerías del sureste del Mediterráneo. En la bahía de Chesapeake, uno de los estuarios más ricos en pesca del mundo, la contaminación ha disminuido la producción de los criaderos de ostras de casi 300.000 m2 anuales hace un siglo a 36.400 en los años ochenta.
Las actividades humanas que conllevan deforestación, excavaciones, dragados y erosión también originan sedimentos que colmaran embalses, lagos y ríos. Los sedimentos que contienen nutrientes o fertilizantes originan una proliferación inusitada de algas que contribuye a la muerte de millones de peces. La sedimentación también daña los arrecifes de coral con el llamado «efecto lejía», comprobado por primera vez en el Caribe en 1987, pero que al parecer se ha extendido ya al mundo entero, en particular a Asia. Aunque los arrecifes tan solo cubren el 0,17 por ciento del suelo marino, constituyen el ámbito natural de una gran diversidad de formas de vida, y el alimento que proporcionan puede mantener a la cuarta parte de los peces que habitan cerca de las costas del mundo en desarrollo. Con las tasas actuales de destrucción, se estima que dos terceras partes de los arrecifes del mundo quedaran cubiertas en los próximos cuarenta años.
Hace seiscientos mil años, uno de los primeros dones, tras el hacha de piedra, fue el fuego: el calor mantenía al invierno a raya y con él se podía cocinar la comida. Durante milenios se utilizo la leña como combustible sin grandes preocupaciones, porque si las tribus viajeras volvían a pasar por el mismo lugar, el bosque se habría regenerado.
En tiempos del Imperio romano, la leña era un recurso escaso, y en la Edad Media los europeos comenzaron a excavar canteras y minas de carbón como combustible alternativo: en el siglo XIX, físicos y químicos como Nicola Tesla y Benjamín Siliman salvaron la situación con los generadores eléctricos y el petróleo, que parecían entonces fuentes inagotables de energía. Una vez más, parecía no haber limites.
Hoy sabemos mas, pero entretanto el efecto del uso incontrolado de la energía ha sido globalmente devastador, al crecer el consumo sin atender lo más mínimo a las consecuencias. Estados Unidos gasta la cuarta parte de la energía global disponible, aunque no cuenta más que con la vigésima parte de la población mundial, mientras que el Tercer Mundo, con las dos terceras partes de la población mundial, ha cuadruplicado desde 1960 la cantidad de energía gastada. En 1991, esta era la cuarta parte de la producción mundial de carbón, petróleo, gas natural y electricidad.
Si se mantienen las tasas actuales de consumo global, las reservas de petróleo se agotaran antes de cincuenta años, y las de gas duraran tan solo unos doscientos. Todavía habrá carbón para otros tres mil años, pero son muy pocos los países del Tercer Mundo que disponen de ese recurso.
Volviendo al siglo XVIII, el don de los sistemas de producción masiva de Watt, Papin, Priestley, Lavoisier y otros propicio el surgimiento de la innovación industrial que originaria el enorme uso de la energía que hoy hacemos. La revolución industrial pretendía satisfacer el rápido incremento en la demanda de bienes por parte de una población creciente, que comía bien y tenía muchos hijos gracias a las anteriores mejoras en el rendimiento agrícola.
En toda Europa, la energía de las corrientes de agua cedió el puesto al vapor, y como consecuencia los empresarios localizaron sus líneas de producción cerca de las minas de carbón, obligando a los obreros a desplazarse hasta sus fabricas. Miles de campesinos emigraron desde el campo a las nuevas ciudades en busca de un salario regular, dado que la propiedad de la tierra había quedado concentrada en pocas manos y crecía el desempleo rural. En cualquier caso, la vida en el campo no era un picnic, y las ciudades industriales eran lugares mágicos donde la gente se podía hacer rica en poco tiempo. Por desgracia, tampoco allí estaban pavimentadas con oro las calles, pese a las baladas irlandesas que aseguraban lo contrario. A corto plazo, el nivel de vida subió espectacularmente, pero pronto las insanas condiciones de vida que prevalecían en las superpobladas ciudades industriales se mostraron fatalmente atractivas para el bacilo del cólera. Cientos de miles de personas murieron como consecuencia del nuevo estilo de vida industrial asalariado.
Hoy día, los fabricantes de hachas han resuelto muchos de los problemas sanitarios que crearon con la industrialización, pero los efectos de la producción en masa se pueden constatar en los niveles de contaminación que amenazan a muchas regiones del planeta. Globalmente, las estimaciones de 1990 indican que anualmente se emiten a la atmosfera nueve millones de toneladas de dióxido de azufre, 68 millones de toneladas de dióxido de nitrógeno, 57 millones de toneladas de partículas en suspensión y 177 millones de toneladas de dióxido de carbono. La contaminación del aire se ha demostrado ligada al aumento de la incidencia de las enfermedades de pulmón y corazón, y en las cercanías de las áreas muy industrializadas también causa daños a gran escala a la vegetación y a los animales en libertad. Los contaminantes generados por el trafico se concentran sobre todo en los países industrializados, en los que, desde 1950, la flota de vehículos se ha decuplicado, y se teme que se duplique de nuevo en los próximos veinte años.
En muchas grandes ciudades se superan con frecuencia los niveles de riesgo establecidos para la calidad del aire. En el caso de Los Ángeles, Tokio y Ciudad de México, las concentraciones cuadruplican regularmente los niveles máximos orientativos fijados por la Organización Mundial de la Salud. Ciudad de México es un caso particularmente extremo, ya que allí se expelen anualmente a la atmosfera cinco millones y medio de toneladas de contaminantes desde 36.000 fábricas y más de tres millones de automóviles.
En 1988, más de la mitad de los recién nacidos en la ciudad portaban suficiente plomo en la sangre como para causarles deficiencias neurológicas y motoras. Un estudio de 1992 revelaba que el promedio de nanogramos de plomo susceptibles de ser absorbidos por la sangre de los adultos ha aumentado, desde los tiempos del Paleolítico, de 0,3 a 6.400 en el caso del aire, de 2 a 1 500 en el agua, y de 210 a 21.000 en los alimentos. Todo ello en nombre del progreso.
La OMS informa que más de seis millones de personas están expuestas a niveles peligrosos de dióxido de azufre proveniente de la combustión de derivados del petróleo. Una estimación evalúa los costes sanitarios debidos a la contaminación y a las pérdidas de productividad en Estados Unidos en 40 000 millones de dólares anuales. Rusia es un caso limite, ya que los estudios realizados en 1993 revelaban que uno de cada diez bebes nacía con malformaciones, y más de la mitad de los niños y niñas en edad escolar tenían problemas de salud relacionados con la contaminación. Las enfermedades y muertes prematuras también están aumentando en la franja de edades entre 25 y 40 anos, y la esperanza de vida ha decrecido.
El vertido de residuos industriales también ha contribuido a la contaminación general. Cien toneladas de metales pesados tóxicos y treinta toneladas de productos químicos tóxicos son vertidas al mar del Norte por el Rin todos los días, y los niveles de tritio que vierte en ese mismo mar el Mosela han aumentado en un 75 por ciento desde 1985. Se estima que 100 km2 del mar Báltico son un desierto ecológico, sin restos de vida por debajo de los 80 m de profundidad; es uno de los mares más contaminados del mundo, debido sobre todo a los residuos procedentes de las fabricas, explotaciones agrícolas y hogares. El Mediterráneo recibe un total de doce millones de toneladas de residuos orgánicos, 320000 toneladas de fosforo, 800 000 toneladas de nitrógeno, 100 toneladas de mercurio, 38.000 toneladas de plomo, 2.400 toneladas de cromo, 21.000 toneladas de zinc y 60.000 toneladas de detergentes. Gracias al don que hizo posible la producción en masa de bienes de consumo, vivimos ahora en un medio ambiente peligrosamente degradado.
En términos de lo que podríamos llamar «la marca del hacha», desde los tiempos prehistóricos cada nuevo instrumento ha dejado su huella en forma de áreas de bosque devastadas por desmontes e incendios o arrasadas para conseguir leña, o bien decenas de kilómetros cuadrados de tierra echadas a perder por montones de escoria de las minas de carbón, un rio enturbiado por los vertidos de las fabricas, o una pequeña ciudad ennegrecida por el humo de las chimeneas. Pero el mundo moderno esta tan interconectado que esos efectos locales han comenzado a aglutinarse en patrones globales de destrucción que arruinan el recurso más fundamental del planeta, rápidamente degradado por los efectos de siglos de inventiva humana: la Tierra.
Los procesos naturales tardan un periodo de 3.000 anos en reemplazar los quince centímetros de suelo necesarios para los cultivos. Una pérdida de dos centímetros y medio puede reducir el rendimiento de trigo y otros cereales en un 6 por ciento. Cada año, seis millones de hectáreas de tierras de labranza se ven tan dañadas por la erosión del suelo que tienen que ser abandonadas. La erosión y la degradación del suelo se deben principalmente al efecto del viento sobre la tierra recién removida por la azada o el arado, la excavación de zanjas o túneles en los trabajos de minería, o las inundaciones tras la supresión de la cubierta boscosa. Esto está afectando en la actualidad a la mitad de la superficie terrestre del planeta, reduciendo la capacidad productiva de las tierras de labor entre un 25 y un 100 por ciento. Una quinta parte de todas las tierras de cultivo se han perdido irremediablemente por la degradación del suelo, así como la cuarta parte de la superficie que antes podía ser biológicamente productiva pero que no se había cultivado. Desde 1984, la superficie total dedicada a cultivos ha dejado de crecer, pero el numero de bocas a alimentar no lo ha hecho.
Se estima que la destrucción de la capa superficial del suelo desde 1972 alcanza unos quinientos mil millones de toneladas, con una tasa de perdidas quizá cuarenta veces más elevada que el ciclo natural de renovación del suelo. Solo en India, la cantidad de suelo que se malogra anualmente equivale a la superficie del estado de Massachusetts. La pérdida se debe también a la desertización, falta de agua, erosión y tala de bosques, que en conjunto suponen el deterioro anual de veintiún millones de hectáreas de tierra (de los que viven 850 millones de personas). El incremento en unas treinta veces de la tierra de regadío en los últimos dos siglos ha generado también importantes problemas de salinización, como lo ha hecho el creciente abuso de los recursos de agua dulce.
El suelo, ámbito imprescindible para la vida vegetal y animal, está desapareciendo a gran velocidad.
Hace dos millones de anos, el primero de los dones para mejorar la suerte de la humanidad fue por supuesto el hacha, a la que hemos dedicado este libro. Con hachas hacíamos los utensilios de madera que nos ayudaban a sobrevivir, entre ellos refugios, armas, mangos y asas para instrumentos de todo tipo, etc. Al crecer la población (y con ella la necesidad de más de todo), la madera se convirtió en la materia prima idónea para la construcción. Y más tarde los fabricantes de hachas nos proporcionaron los medios para la construcción de balsas, canoas y barcos.
Durante la mayor parte de la historia, los viajes por tierra resultaban imposibles con el mal tiempo, que se prolongaba varios meses seguidos, y por eso la actividad comercial hasta fechas muy recientes se realizaba ante todo por vía marítima y fluvial. No puede entonces sorprendernos que los principales centros de población se hallaran en la costa, y que pronto esta comenzara a sufrir hambre de madera. Los edictos gubernamentales de la antigua Grecia ya indican una creciente preocupación por la pérdida de bosques. En el siglo XVII, cuando la construcción de un navío de guerra exigía un millar de robles, se dictaron prohibiciones oficiales en toda Europa para vedar el uso de esos árboles con cualquier otra finalidad.
Pero esas pequeñas dificultades históricas palidecen cuando se las compara con los problemas actuales. Los bosques están desapareciendo bajo el ataque sin tregua de las sierras mecánicas.
Desde 1700, el área perdida en promedio cada ano equivale al tamaño de Suiza, pero más de la mitad del menoscabo total se ha producido desde 1950. Solo en la pasada década, las perdidas forestales han igualado al tamaño de Malasia, Filipinas, Ghana, Congo y Ecuador juntos. Las estimaciones más precisas aseguran que África ha perdido ya casi las tres cuartas partes de sus bosques originales, y Asia dos terceras partes.
En países con extensas áreas forestales como Brasil, la expansión agrícola mediante la tala y quema de bosques, junto al despeje de ciertas zonas para los reasentamientos de población excedente en otras regiones del país, es la causa principal de la desaparición del arbolado; lo mismo está sucediendo a gran escala en India y Java. Muchos países periféricos con graves problemas de deuda externa se han visto obligados a vender sus bosques para cubrir el servicio de esa deuda.
En los países del Tercer Mundo, donde la población crece sin cesar mientras que los recursos de energía permanecen muy limitados, se siguen talando bosques para utilizar la madera como combustible, ya que no pueden importar carbón, petróleo o gas natural. Se crea así un circulo vicioso: los insuficientes incrementos en la productividad agrícola, debidos a la desigual distribución de la tierra o a la introducción de los costosos métodos de cultivo occidentales, hacen necesaria la roturación para disponer de más tierras y poder alimentar a la población. Eso reduce la productividad forestal y agrícola, lo que a su vez desencadena la necesidad de más tala de bosques, con efectos devastadores a largo plazo. Debido a ese tipo de deforestación en las áreas próximas al Himalaya, quinientos millones de péquenos campesinos indios y bangladeshíes viven actualmente en un régimen de inundación-sequia.
Al desaparecer los bosques, ecosistemas enteros se están viendo convertidos en «archipiélagos» de islas biológicas separadas de su entorno, lo que causa un colapso de su flora y fauna al quedar cortados sus lazos con otros ecosistemas. El número total de especies existentes es desconocido, pero podría llegar a treinta millones, un tercio de las cuales viven en los bosques tropicales. En las selvas de Perú, por ejemplo, una sola especie de árbol sirve de alojamiento a 43 especies de hormigas. Esa diversidad biológica se está viendo drásticamente reducida por la extinción en masa originada en todas partes por la contaminación, la lluvia acida, las inundaciones, la degradación del .suelo y la deforestación.
Y en la medida en que la raza humana sigue exterminando distintas formas de vida, el carácter interactivo de la ecósfera dificulta una evaluación del efecto global. Ciertas estimaciones aseguran que la tasa de pérdidas es actualmente diez mil veces más elevada que antes del advenimiento de los humanos. Si así fuera, estaríamos perdiendo especies con un ritmo vertiginoso; se estima que las aves y mamíferos están desapareciendo a una velocidad entre 100 y 1 000 veces mayor que la espontanea sin la presencia del hombre. Y seguimos en las mismas, sin saber si lo que se nos viene encima es una simple catástrofe o el mismísimo Armagedón.
El mayor perjuicio asociado a la perdida de la selva tropical es que tradicionalmente ha sido la fuente de renovación genética tras las extinciones naturales, que tendían a suceder muy raramente salvo en el caso de grandes catástrofes. Con los actuales ritmos de tala, la perdida adicional de bosques tropicales en los próximos treinta años podría llegar al 15 por ciento. En tal caso, en los bosques y selvas de Sudamérica por si solos se estaría produciendo la desaparición del 15 por ciento de las especies vegetales y hasta el 70 por ciento de las aves. La profecía de Rachel Carson en Silent Spring («Primavera silenciosa») se puede convertir pronto en una realidad.
Como hemos explicado en el capítulo correspondiente, quizá el efecto más influyente y extendido sobre el planeta de los dones de los fabricantes de hachas fue el causado por la revolución industrial, que desde comienzos del siglo XIX trajo un rápido aumento del nivel de vida para todos. Pero con el repentino y masivo uso de combustibles fósiles como fuente de energía, directa o transformada en electricidad, la atmosfera terrestre también empezó a cambiar, imperceptiblemente, al ir aumentando la proporción de dióxido de carbono.
Ese gas (y otros como el metano) actúa reteniendo la energía solar en la atmosfera e impide que esta irradie de nuevo al espacio.
Cuando esto sucede, la atmosfera se calienta en un proceso conocido como «efecto invernadero». Si detuviéramos ahora toda emisión de esos gases, la mayoría de los expertos creen que el incremento de temperatura asociado al efecto invernadero todavía estaría entre dos y cuatro grados centígrados.
Pero el ecosistema es tan interactivo que los mecanismos de retroalimentación podrían potenciar el efecto de ese incremento de temperatura aparentemente inocuo, que no lo es en absoluto.
En el pasado, un aumento medio de la temperatura global de menos de 4 grados centígrados tuvo las siguientes consecuencias: el descenso de los homínidos de los arboles hace trece millones de años; el penúltimo periodo interglaciar hace 120000 anos; la colonización de América desde la Siberia prehistórica hace unos 18.000 anos; y el surgimiento de la civilización en Próximo Oriente, India y China, hace unos 6000 anos.
En el pasado reciente, la contribución del C02 generado por los combustibles fósiles ha provenido principalmente de los países industrializados (dos tercios de las emisiones en 1990), pero si la población del Tercer Mundo continua creciendo a la velocidad actual, sus emisiones se habrán duplicado hacia el año 2025, elevando el total global en un 50 por ciento. En general, se supone que los gases que provocan el efecto invernadero se habrán duplicado para esa fecha.
El efecto invernadero puede tener consecuencias que deberían preocupar a cualquiera. La fusión de los hielos de los casquetes polares conllevaría una elevación del nivel del mar y grandes bosques desaparecerían debido a la incapacidad de las especies vegetales de adaptarse a la velocidad con que aumenta la temperatura.
Lo mismo sucedería con el rendimiento de los cultivos. Un pequeño aumento de la temperatura de los océanos provocaría huracanes más potentes y más frecuentes en el sureste asiático, Australia, el Caribe y la costa oriental de Estados Unidos. El calentamiento global puede causar también la muerte del fitoplancton marino, que absorbe de la atmosfera tres mil millones de toneladas de carbono al ano, dejando el CO2 en el aire, lo que elevaría aun más la temperatura. Y un aumento del nivel de los océanos originaria importantes migraciones, ya que dos terceras partes de la población total del planeta viven actualmente en zonas costeras. Una vez más, no sabemos exactamente cuan malas pueden llegar a ser las cosas, pero seguimos empeorándolas.
Las causas y efectos de la intervención y control incontrolados que hemos sopesado a lo largo de la historia han traído consecuencias desastrosas. Pero en todos los casos hay un factor constantemente presente, que hace las cosas aun peores: el crecimiento de la población. Paradójicamente, el aumento del número de humanos se consideraba hasta hace muy poco el mayor de los éxitos, porque indicaba que los métodos para combatir la muerte por hambre y enfermedades eran cada vez más eficaces. En cualquier instante del pasado, poblaciones mayores, más sanas, cada vez mejor alimentadas, vestidas y alojadas, eran el argumento más convincente para aceptar cuanto nos ofrecían los fabricantes de hachas.
Pero en el caso del aumento de la población, debido al carácter cada vez más interactivo del mundo, los dones de los fabricantes han funcionado demasiado bien. Tras las iniciales ventajas de la alimentación, calefacción y refugio, la tasa de supervivencia mejoraba sustancialmente hasta en los tiempos más antiguos, gracias al conocimiento del poder curativo de algunas plantas. En tiempos de los griegos, una farmacopea constituida por varios remedios naturales curaba diversas enfermedades y salvaba vidas.
En el Renacimiento se desarrollaron nuevas técnicas quirúrgicas, lo que iba unido a un avance general en el conocimiento de la anatomía humana.
Los espectaculares avances bacteriológicos de comienzos del siglo XX derrotaron a las principales enfermedades de las vías respiratorias, así como las fiebres tifoideas, viruela, difteria, malaria y la mayoría de las enfermedades causadas por parásitos. Durante la segunda guerra mundial se pusieron en práctica nuevas técnicas de sanidad pública para proteger la salud de las tropas aliadas, especialmente las que combatían en los trópicos y en el Lejano Oriente. La malaria y la fiebre amarilla se combatieron mediante la inmunización y vacunación generalizadas, así como la fumigación a gran escala de los principales focos potenciales de malaria.
También se introdujo la tecnología occidental para drenar los terrenos pantanosos en los que proliferaban los parásitos, y se consiguió el control de las epidemias, sobre todo mediante el uso masivo de DDT.
Tras la segunda guerra mundial, la difusión de esas técnicas aporto cambios que han mejorado y empeorado a un tiempo la vida. La tasa de mortalidad en los países del Tercer Mundo cayó en picado al eliminarse casi por completo las plagas y epidemias en el curso de una generación. El mundo era de repente mucho más sano. Esa buena noticia fue seguida por un repentino y espectacular aumento de la población.
Como consecuencia inevitable, la raza humana se aglomera actualmente en multitudes cada vez mayores. En 1950, Ciudad de México tenía 3,1 millones de habitantes, pero en 1990 había crecido hasta quince millones, con una densidad de población cuatro veces superior a la de Londres. Calcuta creció de 4,5 millones de habitantes en 1950.a más de 10 millones en 1994. La mayoría de los países asiáticos esperan duplicar su población urbana de aquí al año 2010, y en 2025 habrá 639 ciudades de más de un millón de habitantes, 486 de ellas en el Tercer Mundo.
Ninguna de esas ciudades estará en condiciones de alimentar ni de proporcionar agua corriente, alcantarillado ni recogida de basuras a sus habitantes, que vivirán en la más abyecta pobreza y roídos por las enfermedades. Se acabaron las buenas noticias.
Actualmente hay en el planeta unos cien millones de personas sin hogar; cuatrocientos noventa millones de personas sufren desnutrición, ochocientos millones son analfabetos, y hay trescientos sesenta millones de desempleados. Setecientos cincuenta millones de personas, la mayoría de ellas en África, están por debajo del nivel de pobreza absoluta, que en 1992 se situaba en unos ingresos de 500 dólares anuales. Las innovaciones con poco o ningún respeto por los efectos sociales a largo plazo han traído al planeta la superpoblación y el hambre. A principios del siglo XXI, el 40 por ciento de la población padecerá una severa escasez de tierra, y 1 200 millones de personas estarán al borde de la inanición.
Entretanto, los habitantes de Estados Unidos gastan 5 000 millones de dólares al año en dietas de adelgazamiento, y el ciudadano medio de cualquier país industrializado consume veinte veces los recursos de un habitante del Tercer Mundo.
Las previsiones demográficas son catastróficas, porque si bien es cierto que las tasas de natalidad han caído en los últimos anos, los mil millones de humanos con menos de quince anos crecerán y tendrán hijos, con lo que el número de habitantes del planeta probablemente se duplicara antes del año 2060, llegando a los 11 000 millones. Si antes de 2040 no se consigue que el número medio de hijos de las familias del Tercer Mundo baje de dos, la población global en 2100 podría llegar a los 15 300 millones de habitantes.
Esa población tendrá una composición muy diferente a la actual.
Según el World Resources Institute, en el año 2050 el 84 por ciento de los seres humanos vivirán en lo que hoy es el Tercer Mundo, la mitad de ellos en tan solo cinco países. Esas modificaciones en la densidad y distribución de la población tendrán graves consecuencias en la distribución de alimentos y otros recursos, y en la configuración política del planeta. En 1994, Estados Unidos era la única democracia industrializada entre los cinco países más poblados, pero en 2025 todas las democracias industrializadas actuales serán países «pequeños» en cuanto al número de habitantes.
La población de Estados Unidos será inferior a la de Nigeria, la de Irán duplicara la de Japón, y la de Canadá será inferior a la de Madagascar o Siria.
Sea como fuere, el destino del planeta cortado a hachazos parece estar dictado por la ecuación del demógrafo de Stanford Paul Ehrlich: «Impacto sobre la biosfera = tamaño de la población x uso de los recursos x efectos de la tecnología sobre el entorno.» En el momento actual nace un millón de nuevos humanos cada cinco días. Así pues, ¿qué consecuencias tendrá la ecuación de Ehrlich, y como podremos afrontarlas?
En 1798, un oscuro clérigo inglés, fabricante aficionado, de nombre Malthus, escribió varios folletos pesimistas acerca de la población. Para él, el problema fundamental residía en que mientras que la población crecía geométricamente (1, 2, 4, 8, 16, 32...), la producción de alimentos solo lo hacía aritméticamente (1, 2, 3, 4, 5, 6...). Así pues, la raza humana superaría siempre irremediablemente los recursos disponibles. Pero si la población crecía por encima de los recursos alimentarios, estaba condenada a morir de inanición. Sin embargo, como esto parecía suceder raramente,
Malthus suponía que había algún mecanismo de freno.
Distinguía entre factores de freno «preventivos», que actúan en tiempos de escasez, cuando la gente retrasa el matrimonio y los hijos, y otros a los que llamaba «positivos», como la guerra, las hambrunas o las enfermedades, que diezman a la población y hacen que la elevada tasa de mortalidad disminuya «positivamente» el nivel de población.
Pero Malthus no pudo observar todos los efectos de la revolución industrial, cuando los fertilizantes químicos y la tecnología aumentaron artificialmente la capacidad productiva de la tierra y proporcionaron una oferta alimentaria adecuada para la creciente población. El resultado fue espectacularmente diferente de cuanto Malthus había imaginado, gracias a un fenómeno llamado «transición demográfica».
Durante la mayor parte de nuestra historia, las altas tasas de natalidad se han mantenido debido a las constricciones religiosas, códigos morales, practicas educativas, hábitos y estructuras familiares, etc., que se veían contrarrestados tradicionalmente por la elevada tasa de mortalidad debida a las enfermedades, hambre, guerra y epidemias. La industrialización inclino la balanza a favor del crecimiento de la población. Las mejoras en las instalaciones de sanidad pública y el aumento de los recursos hídricos y alimentarios originaron un descenso en la tasa de mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. Esas circunstancias aceleraron el crecimiento de la población.
En ese momento, a mediados del siglo XIX, la urbanización y la industrialización comenzaron a afectar a la tasa de fertilidad. El aumento del nivel de vida, las mejores oportunidades de empleo, salarios más altos y un aumento de los ahorros disminuyeron la importancia del trabajo infantil. La creación de escuelas retiro a los niños del mercado de trabajo. La medicina redujo la tasa de mortalidad infantil, de forma que una proporción más alta de los nacidos llegaba a la edad adulta y las familias podían permitirse tener menos hijos.
En la segunda mitad del siglo XX, conforme se expandía la economía y el abundante empleo elevaba el nivel de vida de la gente, el aumento de los ingresos tendía a hacer caer la tasa de natalidad y la población. Al mismo tiempo, la maquinaria que ahorraba fuerza de trabajo generaba trabajo excedentario, y hacia 1975 la tasa de crecimiento de la población en los países industrializados había caído casi a cero.
¿Qué se puede hacer para ayudar al Tercer Mundo a conseguir en el siglo XXI la misma transición demográfica antes de que sus poblaciones sucumban de inanición? Dado que la actual crisis global descrita en este mismo capítulo ha sido originada por los efectos a largo plazo de las recetas a corto plazo, es poco probable que se pueda hallar una solución en las bien comprobadas estrategias del pasado. La vieja respuesta, un impulso masivo para industrializar la totalidad del mundo, esta manifiestamente fuera de cuestión. Pero en este como en otros problemas creados por los dones de los fabricantes de hachas, no será fácil para los votantes de un país decidir como escapar de la situación, dado que saben tan poco de esta. A lo largo de siglos, la mayor parte de la sociedad se ha visto excluida de la información cada vez más especializada a la que sus dirigentes e instituciones recurrían para tomar decisiones políticas.
Hoy día, cuando está de moda llamar a la información «la mercancía del futuro», vale quizá la pena recordar que los que disponían de ella la han utilizado siempre como una «posesión» artificial.
En los tiempos en que el Australopitecos estaba dando forma al primer utensilio de piedra (y con él a los medios para fabricar cosas que no habían existido hasta entonces), la relación de los homínidos con el entorno era tan estrecha que se podía decir que formaban parte de este. El hacha creo algo que quedaba al margen de esa realidad compartida. Debido al hacha y a los dones que le siguieron, comenzaba a haber un elemento nuevo y artificial en la vida, eso a lo que llamamos «conocimiento» y que iba a servir para cambiar el mundo y controlar a la gente.
A lo largo de milenios, el conocimiento ha proliferado y cobrado formas tan diferentes como bastones de hueso, sistemas de riego, alfabetos, lógica, números, teología, experimentación, maquinas de vapor, títulos de posgrado o burocracias. En cada instante, solo una pequeña fracción de la colectividad en cuestión tenía acceso a esos instrumentos de cambio, y los avances más eficaces en el conocimiento eran los que hacían posible la fabricación de otros parecidos. Así, los dispositivos externos de memoria y almacenamiento de información como fichas, letras y números, papiros, imprenta, telégrafo y radio desencadenaron oleadas de innovaciones que reforzaron las posiciones de los poderosos.
El truco del asunto parecía estar en cada ocasión en que los sabios creaban cosas mágicas que solo los propios sabios podían ver o usar. Eran mundos intelectuales accesibles únicamente a la gente que sabía leer y escribir, construir silogismos, mirar por los telescopios o microscopios, emitir o recibir señales de radio, o desintegrar el átomo. Hasta el siglo XX muchos de los miembros de la sociedad ni siquiera sabían de la existencia de esos mundos, ni tenían medios para comprenderlos.
Los efectos sociales de los dones de los fabricantes de hachas han pillado demasiado a menudo con el paso cambiado a las instituciones sociales, porque la interacción de las innovaciones hacia la vida cada vez más compleja. Artefactos inocentemente simples suelen causar los efectos multiplicadores más inesperados. Por ejemplo, la imprenta hizo posible la confección de mapas que se podían corregir y reeditar regularmente. Con ese fin, los capitanes de los navíos holandeses del siglo XVII, a la vuelta de sus viajes, estaban obligados por ley a entregar sus cuadernos de bitácora y demás papeles de navegación, y también se los sometía a un detallado interrogatorio en el mismo muelle de atraque. Así se mantenían al día los datos cartográficos que se ponían luego a disposición de otros navegantes con el fin de hacer su viaje algo menos arriesgado. Esto facilito los viajes de exploración y mercantiles, y atrajo, como era natural, a inversores interesados en las altas tasas de beneficio que podían obtenerse. Con ello se incremento la inversión en viajes, y en un esfuerzo por generar más dinero a disposición de los potenciales inversores, los ingleses crearon un Registro de Propiedades Inmobiliarias, que permitía el uso de la tierra como garantía para conseguir dinero de las recientes compañías hipotecarias establecidas con tal fin. Aunque una fracción del dinero prestado sirvió para armar barcos y financiar viajes, la mayor parte fue a parar a los recientes negocios de seguros, establecidos para correr con los riesgos de esos viajes. Estos se redujeron aun más con la invención de las sociedades anónimas, junto con una nueva institución, la Bolsa de Valores, que a su vez precisaba el tipo de gestión financiera estable que solo un banco nacional podía proporcionar. El primer banco de ese tipo se creo, como no podía ser de otra manera, en Holanda.
Los datos de los mapas, las oficinas de Registro de Propiedades, los contratos de seguros y las cuentas bancarias acabaron por dar a los gobiernos el control sobre los asuntos financieros, ya que potenciaban políticas mercantilistas basadas en esos medios de dirigir la actividad comercial. Y todo eso vino de la impresión de mapas. Incluso si una extraordinaria previsión hubiera permitido adivinar la relación entre mapas, exploraciones, seguros, acciones y finanzas en ese caso particular, el efecto complejificador de las innovaciones es en general demasiado accidental. Por ejemplo, la teoría de Venturi en el siglo XVIII sobre la presión hidrostática condujo, mediante su aplicación en el siglo XIX en los pulverizadores antisépticos, al moderno carburador que contribuiría, instalado en los automóviles de Henry Ford, a generar el american way of life. Otro ejemplo: el meteorólogo ingles C. T. R. Wilson, interesado por el arco iris, lo estudio en el laboratorio en 1912 con una maquina que producía nubes artificialmente; la llamada «cámara de niebla» de Wilson revelaría la existencia de partículas subatómicas que dieron lugar a las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
Como hemos visto en este capítulo, los problemas que afronta actualmente el mundo son consecuencia de muchos de esos acontecimientos fortuitos, cada uno de los cuales aporto beneficios inmediatos, pero que con el tiempo interactuaron para generar efectos complejos que no cabía esperar. Si es que cabe hallar soluciones duraderas a los problemas críticos que la sociedad arrastra hoy, tenemos que encontrar una forma de escapar de la visión a corto plazo que se desprende de nuestros más primitivos instintos (reforzados por milenios de dones de inmediata aplicación que nunca rechazábamos). También necesitamos urgentemente alguna vía de control del propio proceso de cambio.
¿Hay alguna solución simple? Probablemente, no. El mundo es demasiado complejo para nuevas reparaciones rápidas y fáciles.
Lo más que podemos esperar es hallar alguna forma de evaluar las limitadas opciones que nos quedan, así como los potenciales efectos a largo plazo de cualquier decisión que adoptemos. Los dones de los fabricantes de hachas han hecho la vida demasiado complicada para que exista una solución sencilla a los múltiples problemas que afrontamos.
Paradójicamente, dada la sobrecogedora importancia en todo esto del aumento de la población, el primer paso hacia una solución puede provenir de un instrumento inventado para controlar el masivo crecimiento demográfico en América en el último siglo.
Ese nuevo utensilio fue un don esencial de los fabricantes de hachas, porque facilitaba y hacia más eficaz que nunca la fabricación de conocimientos y la intervención y control de la sociedad.
También es paradójico que ese mismo sistema pueda llegar a proporcionar una solución a la miríada de problemas que afrontamos hoy día, precisamente porque permite un cambio radical en nuestra relación con los propios fabricantes.

Capítulo 11
Avanzar hacia el pasado

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Los seres humanos constituimos la única especie con historia. Que tengamos ante nosotros un futuro es mucho más dudoso. La solución, de haberla, estará en el desarrollo de movimientos populares, firmemente enraizados en todos los sectores de la población, volcados en la preservación de valores que se están viendo arrinconados en el orden social y político prevaleciente: colectivismo, solidaridad, preocupación por un medio ambiente frágil que deberá dar sustento a las generaciones futuras, trabajo creativo bajo control voluntario, criterio independiente, y una participación democrática auténtica en los más variados aspectos de lavida.
NOAM CHOMSKY

Como hemos tratado de documentar con este libro, el futuro nos enfrenta a graves dificultades que hemos heredado de un distante pasado.
Hace milenios, antes de la aparición del hacha, la experiencia cotidiana de los primeros humanos se extendía como mucho a unas pocas decenas de kilómetros, y no a distancias continentales como ahora, si bien para la mayoría de nosotros todavía sigue sucediendo como entonces. Hace treinta mil años, las gentes del Paleolítico Superior conocían como máximo entre cincuenta y doscientos de sus semejantes. Y así sigue siendo para muchos.
Para entonces, los procesos mentales de los seres humanos habían evolucionado mucho, en gran medida para hacer frente a las necesidades inmediatas: decidir qué bayas comer, cómo sobrevivir en invierno, cómo evitar a los animales peligrosos, y dónde encontrar refugio. Esos eran los mecanismos con los que la evolución ciega nos había preparado para el mundo. Nuestras predisposiciones mentales, como las de cualquier otro animal, quedaban circunscritas por el horizonte inmediato y los problemas a corto plazo. En cierto sentido, esto era algo natural, ya que no habría tenido mucho sentido preocuparse por cuestiones a largo plazo cuando había amenazas inmediatas como los tigres o el invierno.
Nuestros antepasados tampoco tuvieron que considerar a toda la humanidad como un factor de sus vidas cotidianas, ya que durante la mayor parte de nuestra historia tan sólo conocíamos a un pequeño número de congéneres dedicados a sus actividades particulares en un mundo muy estrecho. Podíamos talar y quemar bosques o exterminar especies y luego trasladarnos a otro lugar, porque la Tierra era extensa y nosotros pocos. Nunca hubo necesidad de pensar en todo el planeta porque era demasiado grande para tener un significado, cualquiera que éste fuera, para nosotros.
Actualmente, por el contrario, la humanidad ya no está compuesta por unos pocos grupos dispersos, sino que se ha convertido en un monstruo colectivo, que produce mucha más gente en un mes que la que poblaba la totalidad del planeta antes de la primera revolución agrícola, y cuyo peso conjunto es mayor que el de muchas otras especies.
Como nuestras vidas han cambiado tanto desde aquellos tiempos remotos, conviene ante todo que revisemos nuestra percepción desfasada del mundo, de forma que nuestra vieja mente, acostumbrada a los acontecimientos en pequeña escala y a corto plazo, pueda expandirse para reflexionar sobre horizontes más distantes y cambios más frecuentes. Muchos comentaristas de los problemas actuales parecen sugerir que para ello será necesario una alteración lógica o sicológica de nuestras mentes y su funcionamiento. Pero estamos tan separados de la naturaleza por los dones con los que los fabricantes de hachas han configurado durante milenios cada aspecto de nuestras vidas, que tanto esos propios dones como un cambio de conciencia tienen que formar parte de la solución.
El problema radica en que los seres humanos actuales ya no perciben directamente el mundo en el que viven y cuyo estado les afecta. Como demostró la explosión de la central nuclear de Chernobil, el mundo es ahora demasiado grande y demasiado complejo. Pero tampoco podemos renunciar sin más a la tecnología moderna y volver a una vida edénica más simple. Incluso si ese mundo hubiera existido alguna vez y si alguno de nosotros pudiera sobrevivir en aquel medio, la gran mayoría de la población, que no sabe cultivar la tierra, tampoco querría hacerlo. Así que es preciso hallar una forma realista de atacar el problema manejándolo con los instrumentos que tenemos a nuestro alcance: los dones de los fabricantes de hachas podrían servirnos en esa tarea. Y como el tiempo apremia, al usarlos debemos actuar localmente, pero pensar globalmente.
El don con el que podríamos comenzar esos cambios ya está en nuestras manos. Pero hay que prestar atención al hecho de que su uso podría causar efectos más radicales que nunca en la historia, llevándonos de nuevo allí donde estábamos antes de que el primer don de los fabricantes modificara nuestras mentes, así como su desarrollo y selección.
El instrumento en cuestión vio la luz por primera vez en 1888, en Baltimore (Maryland), cuando un joven ingeniero de nombre Hermán Hollerith, ayudante del director de Estadística Médica para el censo de Estados Unidos de 1890, habló a su cuñado de los problemas que debían afrontar quienes confeccionaban el censo. El flujo de inmigrantes procedentes de Europa había alcanzado proporciones casi inimaginables. Diez años antes, el censo anterior (de una población mucho más pequeña) había requerido cinco años para completarlo. Con la tasa de crecimiento multiplicada de aquel entonces, habría llevado más de diez años el esfuerzo de registrar las modificaciones en una década, lo que planteaba un problema aparentemente insoluble.
El cuñado de Hollerith trabajaba en la industria textil y le habló a Hermán del telar Jacquard para prendas de seda, que utilizaba un sistema de pliegos de cartón perforados para controlar la confección de cada prenda de acuerdo con un patrón predeterminado. Los orificios practicados en el cartón permitían el paso por ellos, y solamente por ellos, de las agujas enhebradas con cuyos hilos quedaba tejida esa parte del patrón, y de las que luego tiraba un muelle.
Hollerith adaptó esa idea confeccionando tarjetas perforadas individuales, en las que cada categoría estadística estaba relacionada con un orificio. El recuento y análisis se hacía presionando las tarjetas contra un conjunto de agujas alzadas. Donde un orificio permitía el paso de la correspondiente aguja, la punta de ésta hacía contacto con un cable y enviaba una señal a una máquina registradora eléctrica. El cotejo de los datos se hacía mediante plantillas patrón que limitaban los agujeros descubiertos. De esta forma, los miembros de una categoría concreta, como las abuelas grecoamericanas de primera generación o los carpinteros nacidos en Japón, podían determinarse fácil y rápidamente. Una vez concluido el censo, Hollerith llevó su sistema de recuento a un grupo de inversores que fundó una empresa cuyo nombre acabaría siendo «International Business Machines», es decir, IBM. Al cabo de cincuenta años, las tarjetas perforadas de Hollerith se sustituyeron por teclados y chips electrónicos en una máquina conocida como ordenador, el mayor de los dones de los fabricantes para controlar la información e intervenir en ella.
Si el carácter esotérico, sorprendente e interactivo de los procesos descritos en este libro han mantenido el poder de determinadas instituciones e individuos durante un período de dos millones de años, el nuevo potencial de fabricación de conocimientos del ordenador podría reforzar ese poder hasta extremos nunca vistos. En las pocas décadas transcurridas desde su invención, el ordenador ha aportado cambios a casi todos los aspectos de la vida moderna y ha hecho la sociedad tan compleja e interdependiente que el antiguo método reduccionista de intervención y control se ha vuelto demasiado peligroso para seguir empleándolo de aquel modo aislado y misterioso.
El ordenador conectado a otros en red comenzó, al igual que la mayoría de las innovaciones tecnológicas, como un brillante don a corto plazo destinado a resolver un problema inmediato. Las primeras terminales de datos vinculaban una cadena de estaciones de radar estadounidenses en el Ártico formando el sistema de defensa «Dewline», concebido para proteger a Estados Unidos de los primeros bombarderos atómicos de la URSS.
En los años sesenta, los ordenadores se demostraron idóneos para tareas repetitivas en las que había que emplear mucho tiempo y fuerza de trabajo, y pronto reemplazaron a los humanos en las labores administrativas de rutina. Las máquinas permitían un rápido acceso a la información, y la procesaban a una escala y una velocidad hasta entonces inconcebible, generando tareas que sólo se podían llevar a cabo con su ayuda.
La aparición de este nuevo instrumento para el control de datos cambió la forma en que concebíamos la información y cómo podía usarse ésta, su grado de accesibilidad, cómo podía servir de ayuda en la toma de decisiones en cada área especializada de actividad, y lo rápidos que podían ser los cambios. El efecto de la introducción del ordenador fue la creación de nuevos tipos de datos y actividades, y el aliento a la expansión y diversificación de organizaciones muy dispares. En otras palabras, los ordenadores reforzaron la idea de que las entidades y sistemas establecidos podían cambiar más rápidamente y con menos riesgos que antes.
El mejor ejemplo de ese efecto fue el primero, cuando los ordenadores dejaron el terreno militar y entraron en el mundo civil. Se adaptó la tecnología «Dewline» para convertirla en base de un sistema de reserva de billetes de avión conocido como SABER. En muy poco tiempo, ese nuevo instrumento facilitó el manejo por las compañías aéreas de listados de pasajeros, horarios e itinerarios mucho más complejos, lo que a su vez cambió espectacularmente el mundo de los negocios.
El ordenador ha multiplicado su influencia desarrollándose más rápidamente que cualquier otra innovación en la historia, y ha alterado nuestra percepción del tiempo al contemplar la aceleración de las mismas tasas de cambio. En las últimas cuatro décadas, las técnicas de procesamiento de datos se han modificado tan frecuente y rápidamente que a veces quedan obsoletas incluso antes de llegar al mercado.
Los avances en el desarrollo de los ordenadores son tan extraordinarios que resultan difíciles de abarcar. Desde 1950, el número de circuitos por decímetro cúbico ha pasado de unos 35 a centenares o miles de millones. El tiempo empleado en realizar una operación se ha reducido de 300 microsegundos a menos de 5 nanosegundos. El coste de procesar un millón de instrucciones básicas ha caído de 280 dólares a menos de una milésima de dólar. El número de caracteres que pueden almacenarse ha aumentado de unos 20 000 a cientos de miles de millones. Las máquinas que había que reparar a las pocas horas de funcionamiento pueden ahora mantenerse activas durante años sin problemas. Desde 1965, la cantidad media de componentes electrónicos se ha duplicado cada año y los recientes avances en la nanotecnología a nivel molecular prometen avances aún más espectaculares. Los ordenadores personales de hoy día tienen una capacidad de procesamiento mayor que los que empleaban los ejércitos aliados en la segunda guerra mundial, y ésta sigue creciendo cada año.
Las innovaciones en la tecnología de las comunicaciones dieron lugar también a redes de transmisión de datos a alta velocidad que hicieron más accesible el trabajo con el ordenador y cambiaron nuestra percepción espacial de la información, dónde se puede almacenar y hasta qué punto es o no relevante la localización física de los datos.
En diciembre de 1958, a continuación del éxito de la URSS con el Sputnik, el satélite de Estados Unidos Score demostraba que se podían transmitir señales acústicas desde un satélite en órbita. En 1965, la organización «Comsat» puso en órbita sobre el Atlántico el primer satélite comercial, Intelsat 1, que transportaba 240 circuitos telefónicos de dos vías para voz y datos o un canal de televisión. A partir de entonces, las corporaciones transnacionales pudieron centralizar sus operaciones a lo ancho del mundo más fácilmente que nunca.
En los años setenta, el enlace de sistemas comenzó a provocar un amplio cambio social, en la medida en que la transferencia electrónica de fondos alteraba radicalmente el carácter, amplitud y funciones de las instituciones financieras nacionales e internacionales. La transferencia de fondos rápida y a gran escala entre instituciones financieras y organizaciones económicas minó la capacidad de los gobiernos para imponer regulaciones efectivas del control de cambios.
Al crecer y hacerse más fácil el uso electrónico del crédito, la renta personal disponible se convirtió en una especie de mercado de futuros, en el que el potencial de ingresos de los consumidores representaba un préstamo garantizado. Esa posibilidad de explotar el futuro financiero de los individuos, multiplicada por millones, comenzó a afectar a los acuerdos comerciales y alteró las relaciones entre exportaciones e importaciones en Occidente, afectando a su vez a los tipos de cambio, a la estructura mundial de las industrias y a las relaciones comerciales y políticas internacionales.
A principios de la década de los setenta aparecieron los super- ordenadores, capaces al cabo de veinte años de realizar más de mil millones de cálculos por segundo. La mayoría de los super ordenadores consiguen altas velocidades mediante el procesamiento paralelo, que implica el funcionamiento en red de una serie de procesadores, cada uno de los cuales controla su propia memoria y está programado para realizar un determinado tipo de tarea. De esa forma, el procesamiento paralelo descompone una tarea en muchas porciones que son procesadas simultáneamente. El primer sistema práctico de procesamiento paralelo, The Connection Machine, contaba con 65 000 procesadores conectados en red.
En los años ochenta, los gobiernos e instituciones privadas almacenaban rutinariamente millones de archivos que contenían datos personales de la vida de los individuos, que podían venderse a empresas privadas como listas de correo. Hoy día es prácticamente imposible para un individuo mantenerse al margen del sistema, y el potencial de transmisión de esos datos plantea importantes cuestiones acerca de la privacidad. Por ejemplo, una infracción de poca monta como sería un mal aparcamiento puede dar lugar a la petición de una ficha de datos que pone en manos de la policía información médica, curricular y genética acerca del individuo en cuestión.
A una escala social más amplia, los efectos de la convergencia de las telecomunicaciones y del procesamiento de datos desde la segunda guerra mundial han proporcionado el ejemplo más obvio de cómo la información tiende a hacer del mundo un medio más interconectado. Conforme los desarrollos tecnológicos introducían más información en el sistema social, se creaban nuevas redes que vinculaban sectores anteriormente aislados de la vida cotidiana. En el próximo siglo, tales redes permitirían una gestión social altamente centralizada, ya que al estar estrictamente controlada la difusión de la información, se podría incrementar radicalmente la fabricación de conocimientos especializados potenciando la intervención y control a una escala sin precedentes.

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A lo largo de la historia, los nuevos sistemas de comunicaciones han provocado cambios en la forma de conducción de la sociedad (y del pensamiento), ya que cuando bits de información se unen de formas nuevas tienden a generar innovaciones mayores que la simple suma de sus partes. En la antigua Mesopotamia, el don de la escritura vinculó la astronomía con la ingeniería hidráulica y desencadenó el comienzo de la civilización y una nueva concepción del «lugar». La impresión de apéndices de la Biblia en el siglo XVI reunió a expertos cuyo saber compartido potenció el nacimiento de «nuevos mundos» basados en los instrumentos científicos. El telégrafo enlazó en el siglo XIX las vías férreas con el sistema fabril norteamericano, convirtiendo a Estados Unidos en una superpotencia y a los individuos en piezas del mecanismo. Las redes del próximo siglo permitirán enlazar billones de bits de información de formas parecidamente imprevisibles, con efectos que sólo podemos entrever confusamente. Mucha gente está preocupada por la división que esto puede introducir en la sociedad, pero en conjunto somos más bien optimistas.
Como con cada uno de los avances anteriores en las técnicas de fabricación de conocimientos, el ordenador podría introducir un nuevo factor en la ecuación. El efecto recordaría cómo los chamanes dirigían la sociedad paleolítica con sus bastones labrados, los sacerdotes-burócratas los sistemas de irrigación egipcios, los aristócratas la tecnología militar europea, los censores religiosos y civiles la imprenta del siglo XVI, y los Estados, más recientemente, controlaban avances científicos como el telégrafo y el teléfono.
En el siglo XXI surgirá un nuevo tipo de fabricante de hachas como respuesta a un viejo problema: la innovación ha estado habitualmente limitada por la falta de especialistas cualificados para manejarla, lo que ha sido especialmente cierto en el caso de la tecnología informática. Pero en este caso particular puede que no se necesiten más especialistas, gracias al reciente surgimiento a partir de la propia tecnología de dos nuevos sistemas.
El primero de ellos es el «agente» electrónico, un programa que puede actuar por cuenta del usuario del sistema para buscar los datos requeridos, procesarlos convenientemente, y presentar los resultados en la forma adecuada. La extraordinaria velocidad con la que se lleva a cabo ese proceso permitirá la gestión de cambios mucho más acelerados. Y la fabricación de grandes cantidades de conocimiento se producirá sin necesidad de que la sociedad genere miles de especialistas humanos (cuya cualificación, en cualquier caso, debido al ritmo acelerado de cambio, sólo tendrá valor coyuntural).
La segunda innovación, el «sistema experto», se añade (y en ciertos casos sustituye) a la capacidad de los especialistas humanos. Hay varios miles de tales sistemas ya en uso, bien porque no se dispone de suficiente personal especializado, bien porque éste tendría que trabajar en condiciones demasiado peligrosas. Esos sistemas simulan algunos aspectos de la deducción y el razonamiento humano. Su combinación con el «agente» puede generar los primeros fabricantes de hachas electrónicos, cuyo uso de los superordenadores aceleraría con seguridad la fabricación de conocimientos.
No es ninguna novedad que las máquinas hagan cosas que los humanos no podemos hacer. A lo largo de la historia, su sustitución por artefactos mecánicos en el procesamiento y comunicación de la información, tales como el alfabeto, la escritura, la imprenta y el telégrafo han empujado a la sociedad a evolucionar, a diferenciarse y a fragmentarse. Ese proceso ha generado nuevas disciplinas, nuevas formas de concebir el mundo, y nuevas jerarquías sociales para la intervención y el control.
Las estructuras y colectivos incapaces de adaptarse a los procesos de cambio se vieron casi siempre desbordadas por los acontecimientos. En el último ejemplo de esto, cierto tipo de colonialismo electrónico está ya remodelando las relaciones entre los países con una adecuada base informática y aquellos que no la poseen. El poeta inglés Hilaire Belloc describió un efecto similar de la alta tecnología sobre los pueblos «primitivos» durante la expansión colonial europea del siglo XIX: El hecho simple es que contamos con la ametralladora Gatling y ellos no.
La gran diferencia ahora es sobre todo la velocidad con que crecen y se multiplican la fabricación computarizada de conocimientos y sus efectos. En el mundo antiguo sólo había una ciencia —la cosmología— de la que nacieron los demás saberes, pero desde tiempos de los griegos el conocimiento se ha dividido en montones de disciplinas esotéricas, cada vez más aisladas entre sí. Tras el surgimiento del reduccionismo en el siglo XVII, cada disciplina importante se fragmentaba tarde o temprano en docenas, y a veces cientos, de subdisciplinas. La botánica, por ejemplo, se subdividió y se asoció a otras ciencias para convertirse en biología, química orgánica, histología, embriología, fisiología, citología, patología, bacteriología, urología, ecología, genética y zoología, por citar sólo unas cuantas. Ese proceso se ha repetido en muchos otros terrenos, y de evaluaciones recientes se desprende que actualmente existen no menos de 20 000 materias científicas y tecnológicas distintas. Los especialistas saben cada vez más acerca de cada vez menos, y los no especialistas saben cada vez menos de cada vez más.
Resulta progresivamente difícil mantenerse al día en el saber especializado, ya que éste prolifera continuamente y se hace más inaccesible conforme cada nuevo grupo de especialistas desarrolla su propia jerga y un vocabulario arcano buscando mayor precisión. Basta con echar una mirada a cualquiera de las más de 195 000 revistas científicas que se publican cada año.
El problema radica en que debido al carácter esotérico de ese tipo de conocimiento, cuando se ha dado a conocer a la gente se ha presentado siempre como un fait accompli ante el que había que reaccionar lo mejor que cada uno podía. Obviamente, la capacidad de la sociedad para afrontar esa situación estaba en general limitada por los sistemas disponibles en ese momento, de forma que en muchos casos el resultado de la sorpresa era otra sorpresa. Ese «efecto secundario» ha sido casi siempre muy relevante.
Por ejemplo, la maquinaria textil que ayudó a los propietarios de fábricas a situar a Inglaterra a la cabeza del desarrollo industrial en el siglo XYIII condujo también, gracias a la velocidad con que crecía la población de las ciudades, a condiciones de vida que llevaron al país a una situación prerrevolucionaria que ningún empresario deseaba, ya que los sistemas político, educativo y sanitario se habían quedado muy retrasados con respecto a la evolución demográfica.
El descubrimiento de América en el siglo XV por gentes que estaban buscando una vía rápida a las «Islas de las Especias» hizo tambalearse casi la totalidad del saber occidental, y desequilibró el orden social en su conjunto, debido a que, hasta aquel momento, la autoridad intelectual descansaba en la reiteración incuestionada del saber clásico, y no poseía técnicas experimentales con las que evaluar los nuevos datos.
La propuesta realizada por Copérnico de un sistema heliocéntrico para el movimiento de los planetas, motivada por las dificultades en el cálculo de la Pascua, socavó el conjunto de la estructura teocrática y política de la Europa del siglo XVI, porque hasta entonces todos los sistemas sociales e intelectuales se habían basado en el carácter inmutable de la cosmología aristotélica.
El problema de la adaptación al cambio ha empeorado con la obsesión institucional de mantener los conocimientos en secreto. El saber concede poder para controlar a la gente que no lo posee, y por eso el acceso a él se ha visto limitado hasta ahora a quienes pasaban los exámenes iniciáticos pertinentes. Los monarcas y los gobiernos nunca han revelado, a lo largo de la historia, los «secretos de Estado», y las corporaciones actuales y los países que operan en el mercado libre no suelen hacer públicos sus propósitos ni sus proyectos de investigación.
Ahora, el saber generado por los ordenadores ha comenzado a cambiar el mundo tan rápido y sorprendentemente que el proceso está a punto de desbordar incluso nuestra capacidad de evolución y adaptación. Por ejemplo, si dos superordenadores están «conversando» y alguien les teclea con una rápida mecanografía: «Escuchen, IBM-8X y Cray-3YY, ¿pueden decirme de qué diablos están hablando?», en el tiempo que lleva teclear esas palabras los ordenadores en cuestión pueden haber intercambiado todo el contenido de la Encyclopaedia Britannica varios cientos de veces. Y los ordenadores son cada vez más rápidos.
Pero si la tecnología informática del siglo XXI genera una base de conocimientos que se expande a una velocidad astronómica, ¿irán las cosas tan sólo astronómicamente peor? Si prolifera la especialización esotérica, ¿se fragmentará la sociedad en grupos aislados incapaces de comunicarse entre sí debido al carácter crecientemente parcelado de ese conocimiento? Y cuando los resultados de la interacción entre máquinas se hagan públicos en forma de innovaciones que transformen la sociedad a una velocidad y con una amplitud nunca vistas, ¿cómo se informará al público de lo que está sucediendo si los medios ya han renunciado a un foro común para crear cientos de canales de interés específico, dedicados a la lucha libre en el barro o al cultivo de las begonias? No se trata de una posibilidad tan lejana, sino de algo que ya es actual para unos pocos y lo será para todos en muy poco tiempo.
***
Un factor clave de este asunto es nuestra arcaica y cortoplacista concepción del mundo, todavía más enraizada por milenios de innovaciones destinadas a resolver rápidamente problemas urgentes. Hoy en día, por ejemplo, debido en parte al adoctrinamiento y en parte a nuestras tendencias innatas, pasamos por alto que el coste que suponen anualmente el enfisema y las jornadas de trabajo perdidas por la contaminación atmosférica es cientos de veces mayor que lo que costaría depurar el aire. En Ciudad de México, el 72 por ciento de los niños tiene en la actualidad en el córtex y la sangre cantidades de plomo susceptibles de dañar irreversiblemente su cerebro, lo que significa que el 72 por ciento de la población futura de Ciudad de México (al igual que sucede en muchas otras ciudades del Tercer Mundo) pueden sufrir un deterioro serio de sus funciones síquicas, lo que perpetuará su sometimiento y explotación. ¿Se preocupa alguien por cambiar esto? No es fácil hacerlo, ya que incluso en el norte de Europa llevó quince años de campaña ininterrumpida conseguir una limitación de la cantidad de plomo contenida en las gasolinas.
La misma actitud dilatoria afecta a otras cuestiones a largo plazo, como el exceso de producción agrícola del primer mundo, los efectos de la deuda del Tercer Mundo, el deterioro del centro de las ciudades, la reconstrucción de las economías del bloque del Este, los cuidados siquiátricos de las comunidades, el crecimiento global de la población, el abuso de los recursos, o muchos otros.
Así pues, ¿cómo cambiar nuestra forma de pensar a tiempo para parar antes de la catástrofe? Contamos con dos instrumentos que nos pueden servir de ayuda. Uno de ellos es nuevo: la tecnología de la información cuyo potencial dañino acabamos de describir. El otro es mucho más viejo: el cerebro.
Los seres humanos vivimos en la variedad más profusa de climas, desde la selva tropical al Ártico o el desierto, alimentándonos con una dieta tremendamente variada, carne roja, arroz blanco o insectos anaranjados, y trabajamos en tareas muy diferentes: peluquería, caza de tigres, finanzas, horneado de pasteles, ingeniería genética, estudio de la naturaleza del universo, y mil más.
Que una especie pueda llevar a cabo tareas tan diversas se debe a la extraordinaria versatilidad del cerebro humano. Aunque venimos al mundo con ciertas capacidades innatas, como mamar o mirar cuanto nos rodea, y con talentos que habremos de desarrollar, como aprender una lengua y caminar sobre dos pies, cada uno de nosotros nace también con muchas habilidades latentes que podemos desplegar a lo largo de toda una vida. Y nuestros cerebros son, de todos los mamíferos, los más inmaduros al nacer. Esta característica deja a nuestro entorno infantil un amplio margen en el modelado de nuestra vida futura.
La investigación sobre el influjo de la experiencia en el desarrollo del cerebro acaba apenas de iniciarse. En el pasado, la mayoría de los sicólogos y neurofisiólogos suponían que nuestro cerebro nacía prácticamente acabado y que aprendíamos a manejarnos lo mejor que podíamos dentro de los límites fijados por nuestros genes. Pero muchos estudios recientes muestran que la base sobre la que operamos cambia con la experiencia. Esto subraya la importancia de evaluar de vez en cuando cómo estamos cambiando y remodelando el mundo, a fin de comprender mejor el efecto que esos cambios pueden tener sobre nosotros. Aquí se aplica la archiconocida máxima de los que trabajan con ordenadores: «basura dentro, basura fuera»; puedes muy bien ser lo que comes, pero también eres lo que ves, oyes, hueles, saboreas, tocas y haces.
Lo que implica esa «versatilidad» es que si no nos gustan las tendencias impuestas hasta ahora en nuestros cerebros por el mundo que han construido las hachas, no estamos condenados a cargar con ellas. Esas tendencias se pueden cambiar con los mismos medios con los que se crearon, ya que las modificaciones en el cerebro son frecuentes y naturales. Como hemos señalado, la lectura y la escritura no son sino alteraciones importantes del proceso «natural» de desarrollo mental.
Algunos rasgos bastante generales pueden perderse, por supuesto, en el período «crítico» entre uno y tres años de edad. Por ejemplo, si en esos años no se desarrolla la visión binocular (debido al estrabismo o a llevar un ojo tapado), no se puede recuperar más tarde. Sin embargo, limitaciones menos extremas, como las deficiencias matemáticas o de lenguaje, o la carencia de sentido musical, pueden probablemente remediarse con la práctica. Pero para vencer los problemas que nos crea nuestro entorno cortado por el hacha de los fabricantes, tenemos que descubrir cuándo, cómo y de qué manera podemos echar mano de esa versatilidad para enseñar nuevos trucos a los viejos cerebros.
Para ello puede ser clave que las funciones cerebrales impliquen, al parecer, el mismo tipo de yuxtaposición fortuita de datos que el propio proceso de innovación. El pensamiento, como la innovación, consiste presumiblemente en poner las cosas juntas de formas nuevas, pero a diferencia de la lógica secuencial generada por los fabricantes de hachas, el pensamiento imaginativo parece trabajar de forma no lineal, sin seguir paso a paso los silogismos de Aristóteles ni reducir los problemas a sus porciones más pequeñas a la manera de Descartes, ni confeccionar una lista de todas las posibilidades como un ordenador, sino a gran velocidad, de manera fortuita, hacia atrás y adelante por todo el córtex cerebral, tal como describía el poeta irlandés W. B. Yeats:

Su mente se mueve en el silencio
como la mosca de largas patas en la corriente de aire.

Como diría quizá un fabricante, parece haber un elemento «irracional» en la forma en que el tipo de pensamiento imaginativo, no lógico, permite al cerebro utilizar datos incompletos ó no del todo exactos para llegar a sus conclusiones más intuitivas, o a pensar en términos de cantidades en intervalos «imprecisos» como «casi dos», o a tomar decisiones basadas en la experiencia de for más que no seríamos capaces de cuantificar o ni siquiera de describir. Esto último se constata frecuentemente cuando los diseñadores de sistemas informáticos piden a los expertos humanos que expliquen cómo hacen lo que hacen.
Otros llaman a ese tipo de pensamiento «arracional», y no lo consideran una facultad de la mente inferior a la lógica, sino complementaria del secuencial y racional. Es el tipo de pensamiento que, en conjunto, comenzó a cercenarse tras la aparición de las primeras hachas de piedra. Pero hoy muchos individuos, desde los líderes religiosos a los jefes de Estado o los directivos de grandes empresas, comienzan a darse cuenta de que esa capacidad de ver el mundo en su conjunto, de percibir los acontecimientos tal como se presentan simultáneamente, junto a la capacidad de analizar los problemas secuencialmente, puede desempeñar un papel vital en reconducir nuestro futuro.
Nadie sabe todavía con detalle qué es «pensar», pero parece implicar un proceso comparado con el cual los mayores y más rápidos ordenadores quedan en desventaja. A este respecto puede valer la pena recordar el dicho de que los procesadores de datos más potentes sólo alcanzan niveles cognitivos ligeramente superiores a los de un platelminto. Ya sea que el cerebro opere con un gigantesco número de neuronas físicamente interconectadas, acumuladas en minúsculas redes que contienen los «conceptos clave», o que se estructure en jerarquías, cada una de las cuales percibe el mundo procesándolo en distintos niveles de reconocimiento de rasgos, o mediante algún otro sistema, en cualquier caso, el número de disposiciones en que los miles de millones de neuronas pueden interactuar supera al número de átomos del universo. Y cada uno de nosotros posee uno de esos gigantescos sistemas entre las orejas.
La razón para que los nuevos sistemas de procesamiento de datos puedan aportar cambios radicales a nuestras relaciones con los fabricantes de hachas, y al modo en que éstos han organizado siempre indirectamente la sociedad y nuestros pensamientos, está relacionada con la forma de funcionamiento del cerebro. Sería algo intermedio entre los aspectos intuitivos o «arracionales» del proceso de pensamiento a los que antes nos hemos referido, y algunas de las capacidades interactivas más complejas de la próxima generación de ordenadores que se está desarrollando actualmente.
Los nuevos sistemas pueden presentar los datos al usuario en forma de una «red» en la que toda la información contenida en una base de datos está interconectada. Por ejemplo, una simple cadena de nudos de la red podría ser ésta: «Papel higiénico, inventado para ser utilizado en sanitarios de cerámica que resultaron del desarrollo en el siglo XIX de los sistemas de alcantarillado como consecuencia de una epidemia de cólera cuyos efectos sociales dieron lugar a leyes sobre sanidad pública que determinaban la creación de laboratorios de patología en los que se aplicaban técnicas de teñido de células empleando la anilina descubierta en el alquitrán que quedaba como residuo en la obtención del gas para el alumbrado con que se iluminaban las clases vespertinas a las que acudían los obreros que hilaban el algodón procedente de América procesado con la desmotadora que Eli Whitney había construido tras fabricar para los mosquetones del ejército piezas intercambiables cuyo principio hizo posible las máquinas-herramienta para las cadenas de montaje en las que se emplean técnicas de producción basadas en los procesos continuos con los que se fabricaría un día el papel higiénico.»
Cualquiera de los eslabones de esa cadena de acontecimientos e innovaciones relacionadas serviría igualmente como punto de partida de otros bucles, formados por nudos de los que partirían más bucles, y así sucesivamente.
Dos son los atractivos principales de esta forma de acceder a la información: en primer lugar, es fácil de manejar, ya que el usuario puede entrar a la red por un enlace adecuado a su nivel de conocimientos y que podría por tanto ser algo tan complejo como una ecuación de teoría cuántica de campos o tan simple como un rollo de papel higiénico; en segundo lugar, el carácter interconectado de la red permite moverse desde el punto de entrada hasta cualquier otro por una gran variedad de rutas, una de las cuales será la que mejor se acomode a los intereses particulares del usuario y a su nivel de competencia.
En cada etapa del viaje, el correspondiente enlace prepara al usuario para el próximo, dada la forma en que todos están relacionados. Por otra parte, en cada nudo existe la posibilidad de emprender distintas rutas alternativas, y es aquí donde el usuario puede ejercer su libertad de opción para seguir una u otra vía según su experiencia o sus intereses personales. Así, no es inconcebible que un viaje comience por el rollo de papel higiénico y conduzca finalmente a todos los datos precisos para comprender la física cuántica, o la elaboración de vasijas de barro, o el latín medieval.
Dado que no hay una ruta «correcta» para llegar a un objetivo determinado, digamos, por necesidades curriculares, en el tipo de proceso educativo que la red haría posible, ésta ofrecería al usuario los medios para «aprender» la información deseada llegando a ella por su propio camino. El «conocimiento» sería entonces la experiencia de haber navegado por la red, del mismo modo que se conocen las calles de una ciudad. El viaje, por tanto, sería más valioso que el destino, y las relaciones entre los datos, más valiosas que éstos. Podríamos llegar finalmente a valorar la inteligencia no sólo por la capacidad de memorizar información, sino por la imaginación con que cada estudiante construye su viaje.
El atractivo de la red reside en que el usuario no precisa cualificación previa para entrar en ella, y en que el proceso de exploración es tan fácil o complejo como decida. La red contiene la suma de todos los conocimientos, de forma que la experiencia de su viaje vincula de algún modo a cada usuario con todos los demás. El número de itinerarios que se pueden seguir, así como el de enlaces o reestructuraciones que se pueden llevar a cabo, será ' tan elevado como decidan los usuarios conectados.
El uso de la red acostumbraría sobre todo a la gente a familiarizarse poco a poco con que el conocimiento no consiste en «hechos» aislados y desconectados, sino que forma parte de una totalidad dinámica. La experiencia en la red podría aportar también una mayor conciencia de los efectos sociales de la introducción de una u otra innovación, gracias a que la interrelación de los datos en la red reflejaría el efecto de la innovación en cuestión sobre el conjunto de la sociedad. Así, cada vez que un usuario navegara por la red y realizara nuevos enlaces entre los datos, las nuevas conexiones reestructurarían la propia red de modo muy similar a como podrían haber afectado a la sociedad si se hubieran aplicado realmente. En ese sentido, la red podría convertirse en un reflejo en pequeño de la propia sociedad. Podría servir como medio para desarrollar simulacros de la fabricación de conocimientos y de sus potenciales efectos sociales. Finalmente, podría convertirse en la forma general de participación en todos los procesos sociales, ya fuera en persona o mediante «agentes» electrónicos. El poder del individuo se vería así considerablemente incrementado.
Como el carácter asociativo de una red también refleja, limitadamente, los procesos básicos de un pensamiento arracional, no lineal, no se requeriría una iniciación previa para usarla. Ofrecería libre acceso al cuerpo de conocimientos efectivamente disponibles en la actualidad sólo para quienes poseen las «cualifica- dones» precisas. Dada la estructura interrelacionada de la red, tampoco sería preciso que los usuarios supieran exactamente qué preguntar. Un sistema de palabras-clave, combinado con programas de lógica borrosa (el planteamiento del «casi dos», con el que un típico usuario dice «creo que tiene algo que ver con...»), junto con los indicadores adecuados, haría relativamente fácil la identificación del área de interés potencial incluso a partir de propuestas o preguntas muy imprecisas, lo que podría
ser útil, digamos, cuando el usuario busca información que le ayude a tomar una decisión política o en su carrera personal.

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Debido a la enorme velocidad y amplitud con que está creciendo el procesamiento de informaciones de todo tipo, las gigantescas bases de datos y la capacidad de procesamiento precisas para el funcionamiento de esa red pueden estar disponibles en 2010. Ya hay en el mercado discos (CD-ROM) que contienen miles de textos, con un coste de menos de 0,1 euros por libro, y se proyecta decuplicar la capacidad de almacenamiento en los próximos diez años. Eso significa que en un centenar de discos podrá almacenarse una biblioteca importante a la que tendrán acceso los estudiantes de cualquier país. Se podrán también desear gar fácilmente libros de una biblioteca central para complementar esa biblioteca «básica» de dos millones de textos, haciendo uso de la tecnología que ya pone a disposición de los habitantes de los países desarrollados el vídeo que deseen.
Así pues, la representación del saber que se inició con los bastones de los fabricantes de hachas y se amplió con la escritura cuneiforme en Mesopotamia, el alfabeto, la imprenta de Gutenberg, el método reduccionista de Descartes y la televisión, está a punto de dar un nuevo salto adelante. Y la capacidad de almacenamiento de la nanotecnología de 2030 hará parecer a los maravillosos sistemas aquí descritos tan antiguos como papiros egipcios.
Muchas instituciones de enseñanza, especialmente en Estados Unidos, son conscientes de todo lo que la nueva tecnología puede ofrecer a la educación, y comienzan a reconocer las limitaciones del viejo enfoque reduccionista del aprendizaje, comparado con el potencial de esas nuevas técnicas relaciónales. En algunos institutos se están dando los primeros pasos experimentales con asignaturas interdisciplinares de primer curso como «Ciencia, Tecnología y Sociedad».
Pero el uso de la red también plantea la turbadora cuestión de qué información estará al alcance de las bases de datos, quién la proporcionará, y para quién. Se puede retener todavía mucha información, ya que las empresas no están probablemente dispuestas a permitir la libre entrada en sus laboratorios de investigación, ni los políticos a someter sus actividades a un examen público, ni los profesionales a renunciar al poder de su pericia.
Quienes trabajan en los medios públicos de comunicación de masas, que podrían facilitar la discusión de estas cuestiones, se ven también sometidos a presiones por los intereses creados. Muchos de los viejos trucos de los fabricantes de hachas se han refinado en el siglo XX con el fin de controlar una opinión pública cada vez más informada y culta. En la Encyclopaedia of the Social Sciences, de 1920, se puede leer que los «hombres poderosos» no deberían sucumbir a los «dogmatismos democráticos que proclaman que los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses». En el conflicto de Gran Bretaña con Argentina por la soberanía sobre las Malvinas, así como en las invasiones estadounidenses de Panamá, Grenada e Iraq, se bloqueó el acceso del público a los acontecimientos y sólo se permitía la emisión de información rigurosamente seleccionada, lo que aseguraba que las acciones militares contaran con la aprobación inicial de la opinión pública, y dejaba los costes humanos y financieros para más tarde, cuando el fervor patriótico se hubiera enfriado.
Noam Chomsky, quien ha estudiado el control sobre la información, escribe: 
Según un amplio espectro de opiniones expresadas, el hecho de que en las sociedades democráticas se oiga la voz del pueblo se considera un problema a superar asegurándose de que la opinión pública sólo pronuncie las palabras correctas. La idea general es que los líderes nos controlan, no que nosotros los controlemos. Si la población queda fuera de control y la propaganda no funciona, el Estado se ve forzado a actuar de forma oculta, en operaciones clandestinas y guerras secretas; la escala de las operaciones furtivas constituye a menudo una buena medida de la disidencia popular.

Pero Chomsky es a veces optimista:

Existen amplias oportunidades para crear un mundo más humano y más decente, si nos decidimos a actuar [...] Una política de comunicaciones democrática [...] trataría de desarrollar los medios de expresión e interacción capaces de reflejar los intereses y preocupaciones del conjunto de la población, y de alentar su autoeducación y su capacidad de acción individual y colectiva.

Hay muchas razones para la esperanza en que un sistema democrático de comunicaciones como el que propone Chomsky llegue a hacerse realidad. Hemos señalado algunos de los muchos momentos en la historia en que las instituciones se vieron forzadas a permitir un mayor acceso a la información y nuevas formas de pensar capacitando a más especialistas. Ese proceso sirvió también inevitablemente (y en cierta medida accidentalmente) para elevar el nivel general de la educación y la competencia. Aunque la especialización ha alcanzado niveles de complejidad sin precedentes, la gente corriente es en general más entendida que antes, dado el acceso a los datos mediante periódicos, servicios on-line, radio y televisión. Dentro de muy poco dispondremos de versiones digitalizadas de la Biblioteca del Congreso estadounidense, lo que proporcionará a cada individuo o escuela mucha más información que la que poseen actualmente la mayoría de los miembros de la sociedad. Y podrán comunicar sus opiniones por la red.
Con esa disponibilidad de información acrecentada será probablemente más difícil la propaganda y la exclusión del público en general del proceso de toma de decisiones. Y si el acceso a la red es cada vez menos limitado, el gran número de usuarios modificando, incrementando y reestructurando los enlaces internos del sistema hará más difícil impedir a los hackers la violación de los códigos de seguridad destinados a bloquear el acceso a determinadas porciones de la red.
Hay otro elemento que podría acelerar ese proceso: para navegar por la red, los usuarios no tienen por qué saber nada, en el sentido de haber adquirido una cualificación especializada en determinado campo y para toda la vida. No se trata de algo del todo nuevo, ya que Platón (entre otros) escribió mucho al respecto en relación con la aparición del alfabeto, o cuando la imprenta hizo innecesaria la memoria oral en el siglo XV, o cuando, más recientemente, las calculadoras a disposición de todo el mundo permitieron a la gente despreocuparse de la habilidad del cálculo. Así, si la red proporciona a los usuarios los medios para localizar y comprender cualquier tipo de datos en sus propios términos, quedará resuelto el problema de la competencia de los legos con respecto a la toma de decisiones sociales.
En la actualidad, se entrena a especialistas para aconsejar sobre cualquier tipo de cuestiones, desde la agricultura en el Tercer Mundo hasta la creación de puestos de trabajo en el centro de las ciudades, pasando por la venta de nuevos modelos de automóvil. En la mayoría de los casos, el proceso de evaluación y puesta en práctica de sus sugerencias va de arriba abajo. Ocurre, sin embargo, que los afectados por esas decisiones (desde los campesinos con arados anticuados que compran fertilizantes que no pueden permitirse, hasta los consumidores que adquieren un aparato nuevo cuando el viejo todavía funciona) son consultados ocasionalmente en elecciones o referéndums. Pero las encuestas confirman con demasiada frecuencia la suposición de que la mayoría de la gente prefiere el arreglo a corto plazo que se les ofrece en ese momento. En cualquier caso, la finalidad de cualquier análisis de la opinión pública consiste a menudo poco más que en descubrir cómo reacciona la gente frente a un producto o una política una vez que ya están en el mercado. La actitud institucional tiende a ser parecida a la de Henry Ford cuando decía: «Puede usted comprar un automóvil del color que prefiera, siempre que sea negro.»
Ese proceso está lleno de sentido en un mundo de fabricantes de hachas, ya que nadie espera que un aficionado sin cualificación contribuya al desarrollo de la genética vegetal o al diseño de mecanismos electrónicos de inyección de gasolina. Pero esa actitud ignora el hecho de que en casi todos los casos la innovación provoca cambios en la vida de la gente, y que en eso todos somos muy competentes.
Otro aspecto importante de la cuestión, además del compromiso público en el proceso de toma de decisiones, es la gigantesca escala de los problemas que afrontamos. Al proporcionar soluciones a corto plazo quizá el principal rasgo distintivo de los dones de los fabricantes, desde el hacha de piedra, sea su concentración en el control social. Y como las colectividades más grandes significaban mayor poder, los líderes e instituciones se han preocupado siempre por alentar el crecimiento. Lo grande ha sido bello desde su primera apoteosis en Egipto.
Sin embargo, la idea de crecimiento ilimitado nació en tiempos muy antiguos, cuando, como explicamos en el primer capítulo, la Tierra parecía infinita. Nadie podía entonces concebir un «límite de los recursos» que les impidiera satisfacer su deseo de crecimiento aumentando la producción de alimentos, construyendo sistemas de transporte de mayor capacidad, redes de comunicación más extensas, a las que se suministra más energía, para impulsar procesos industriales más rápidos, a cargo de más y más especialistas.
Actualmente está comenzando a quedar claro el «lado oscuro» de este tipo de «progreso», en la medida en que las limitaciones de la naturaleza, durante tanto tiempo fuera de consideración, empiezan a hacerse sentir. El ideal del crecimiento ha ignorado todo este tiempo el hecho fundamental de que hay un límite a lo que el medio puede ofrecer y a su capacidad de absorber los desperdicios.
Históricamente, en un mundo de fabricantes de hachas, con razonable confianza en las economías de escala, las autoridades han creído garantizado que las estructuras sociales pequeñas son ineficientes, y han actuado contra ellas. Conforme crecía en poder el Estado, por ejemplo, arrasaba las ciudades y pueblos independientes, ponía fuera de la ley los gremios locales y las confederaciones de municipios, acababa con las tierras comunales, establecía la acuñación centralizada de moneda, unificaba leyes, ponía en pie gigantescas burocracias para obligar a la uniformidad, y finalmente proporcionaba todos los servicios sociales centralizados que se habían hecho necesarios porque el Estado los había destruido a escala local. Como todos los demás dones que no podíamos rechazar, el modelo del crecimiento se convirtió en una profecía autocumplida.
Los efectos a largo plazo de esa política están dañando ahora las últimas y pocas comunidades autosostenidas que quedan en el Tercer Mundo, de un modo que recuerda la historia de Occidente en el siglo XIX. La industrialización está marginalizando las economías locales a pequeña escala, reduciéndolas al papel de proveedoras de las ciudades. Y en el ambiente urbano, los miembros de la colectividad que en otro tiempo cooperaban en tareas comunes se han convertido en individuos competitivos sin lazos locales o familiares, presionados por todas partes para amoldarse a los modelos occidentales y resentidos por ello.
En el campo de donde venía esa gente, los conocimientos tradicionales se ven menospreciados. La escolarización de estilo occidental se concentra en la enseñanza de saberes especializados sin apenas relación con las características de la sociedad local y sus condiciones ambientales inmediatas. A la gente se le enseñan técnicas occidentales que no pueden aplicar, al tiempo que pierden las habilidades indígenas que precisan, en aulas donde se los aísla de la sabiduría local más relevante, acumulada durante siglos.
Hasta los reformadores de alto nivel que predican una distribución «igualitaria» de la riqueza global mantienen su compromiso con el crecimiento económico continuo y el desarrollo de la alta tecnología, que consideran necesarios para generar la riqueza con la que puedan pagar esas reformas. Pero éstas requieren una centralización aún mayor del control, ya que las tareas de redistribución precisan autoridades supranacionales. Sin embargo, como hemos tratado de demostrar, el resultado final de tales políticas orientadas al crecimiento han sido los problemas medioambientales y sociales que el mundo afronta actualmente.
Una posible solución residiría en el potencial político de la red, pero eso requeriría una actitud radicalmente diferente con respecto a algunas vacas sagradas largamente apreciadas, sobre todo la que en los tiempos más recientes ha mantenido en el poder a las instituciones apoyadas por los fabricantes, haciendo que el poder pareciera responsable frente a los ciudadanos: la democracia representativa.
Al hacerse más y más complejas las cuestiones sociales y políticas relacionadas con la tecnología, si el acceso a la información relevante se hace universal, como propugnamos, y si están a nuestra disposición los agentes electrónicos (como sucederá en menos de una década) para actuar por cuenta de individuos informados, se hará posible la democracia participativa. Cuando los medios tecnológicos estén listos, una opinión pública educada la exigirá, porque, como escribía Rousseau:

La soberanía [...] consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no admite representación. O bien es ella misma, o es algo distinto; no hay término medio. Los diputados del pueblo, por tanto, no son ni pueden ser sus representantes; son meramente sus agentes [...] En cuanto un pueblo elige representantes, deja de ser libre.

Aristóteles pensó que la polis debía ser pequeña, y la participación directa:

Si los ciudadanos de un Estado tienen que juzgar y distribuir los puestos según los méritos de cada cual, deben conocer las características de sus conciudadanos; donde no posean ese conocimiento [...] la elección de cargos [...] funcionará mal.

La tecnología de la información ya está haciendo más viable ese tipo de colectividades más pequeñas sin forzar a sus miembros a renunciar a las ventajas de la vida moderna. En Suecia, cinco ecopueblos se han separado del sistema económico general y están desarrollando alternativas a pequeña escala, con una base ecológica. Existen otros modelos menos radicales, y la experiencia de cada uno de ellos puede aportar su propia contribución: las empresas de contrachapado de propiedad cooperativa en el noroeste de América, la comunidad que sólo utiliza energía solar en Davis (California), la democracia consensuada de las reuniones cuáqueras, las sociedades no jerarquizadas del oriente de África, las colonias amana en Iowa, y muchas otras. La red puede facilitar ese tipo de desarrollos proporcionando a otros colectivos los instrumentos del saber que necesitan para funcionar autónomamente.
Pero la virtud política clave de las colectividades pequeñas, apoyadas en la red, gobernadas mediante una democracia directa, es que proporcionan foros para el debate que se habían perdido desde tiempos de los griegos. El debate no exige un compromiso personal de cada participante. Ese fue el escollo en el que embarrancaron los experimentos similares de los años sesenta. La gente estaba entonces (como probablemente ahora) demasiado ocupada para emplear su tiempo cada día en la discusión de todas y cada una de las pequeñas cuestiones que se presentaban. Pero ahora se dispone de técnicas con las que crear «agentes» capaces de representar fielmente a los individuos y de registrar (y poner al día) electrónicamente sus opiniones sobre cualquier cuestión. Puede ser instructivo a este respecto reflexionar sobre el viejo proverbio de los fabricantes que ha subvertido con tanto éxito el proceso democrático: si la vox populi hubiera representado realmente la autoridad última como pretendía el dicho, ¿por qué éste terminaba aludiendo a la vox dei?
El sistema social abierto que hace posible la democracia participativa en pequeñas colectividades es más difícil de subvertir y controlar, la estructura alienta la participación y el consenso, y el contacto más estrecho entre esas comunidades y su entorno contribuye a afianzar la conciencia de la necesidad de economías autosostenidas y no contaminantes.

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Todas las iniciativas sugeridas hasta ahora en este capítulo son complejas y de amplio alcance, pero no exigen necesariamente un tiempo muy largo para hacerse realidad. En general, una vez que la información relevante está disponible y se comprende, la gente cambia su vida con extraordinaria rapidez.
Por ejemplo, los sociólogos de los años sesenta escribían artículos en los que decían que llevaría décadas de constante presión gubernamental persuadir a los norteamericanos para que alteraran sus hábitos reproductivos. La costumbre de tener tantos hijos como la familia pudiera alimentar se consideraba inherente a la naturaleza humana.
Pero a comienzos de la década de los setenta, tanto en Estados Unidos como en Europa occidental, el predominio de la familia pequeña se alcanzó en el plazo de tres años, y no requirió presión gubernamental alguna. La gente cobró conciencia de que sus hábitos reproductivos causaban problemas económicos, y los modificó.
En términos del problema demográfico en las culturas no occidentales, lo que funciona bien no es el reparto de preservativos y las conferencias sobre control de la natalidad, que no ayudan realmente a los campesinos indios a tener menos hijos, sino más bien el acceso a la información y los cambios sociales que se derivarán de ese acceso: participación de las mujeres en la toma de decisiones ejerciendo su cuota de poder, satisfacción de la demanda de seguridad social, empleo y confianza en la independencia financiera en los últimos años de la vida, lo que significará que los adultos necesitarán menos de los hijos para que cuiden de ellos en la ancianidad, etc.
No se trata de una teoría alejada de la realidad que requiera niveles de pericia informática e instalaciones técnicas que no existen fuera de los países industrializados. Ha sucedido ya, en el pequeño y poco tecnificado Estado de Kerala, en el suroeste de India, y como en el gobierno participaban los comunistas, ha sido objeto de apasionados debates en las dos últimas décadas.
En los años setenta, los planificadores del desarrollo que se ocupaban de problemas demográficos globales encontraron en Kerala un ejemplo excepcional de una región tropical en la que tanto la tasa de nacimientos como la mortalidad infantil estaban en retroceso, mientras que la esperanza de vida se aproximaba a los setenta años, donde la inmensa mayoría de la población adulta sabía leer y escribir, y donde las mujeres superaban en número a los hombres. Y todo eso se había conseguido sin violencia política.
Kerala no tenía apenas industrias, y dependía en gran medida de la agricultura. Su renta per cápita estaba muy por debajo de la media india. El modelo de Kerala sugería que políticas cuidadosamente aplicadas poniendo el acento en el acceso igualitario a los recursos básicos habían mejorado el nivel de vida de sus habitantes sin que se hubieran producido revoluciones rojas ni verdes, ni tampoco industriales.
En 1975, la ONU hizo público un informe en el que destacaba «los logros positivos» de Kerala en cuestiones «de igualdad y desarrollo socioeconómico equilibrado». Apuntaba al hecho de que «un país relativamente pobre» con una baja capacidad alimentaria per cápita hubiera conseguido «avances impresionantes en [...] sanidad y educación», que habían dado lugar a «una perceptible diferencia en la calidad de vida».
El estudio causó gran impacto en el resto del mundo, en particular en lo referente al éxito del control de la natalidad. Apreciaba «pruebas de un brusco descenso en la tasa de natalidad» e insinuaba que era consecuencia de «cambios sociales en la actitud hacia el tamaño de la familia resultantes de la mayor esperanza de vida, la reducción de la mortalidad infantil y la educación femenina», que a su vez derivaban de las sustanciales inversiones gubernamentales en sanidad y educación.
Ya en los años veinte, un análisis del gobierno británico concluía que hasta las castas más bajas consideraban la educación como «la puerta hacia una nueva tierra y un nuevo cielo». El sistema educativo de Kerala estimulaba una ética más exigente en cuanto a la igualdad de oportunidades que alentó desde los años treinta la extensión de la enseñanza. La gente quería educación para sus hijos y los gobiernos, deseosos de popularidad, proporcionaron los fondos para la construcción de nuevas escuelas. Durante más de cien años, la mayoría de los habitantes de la región se habían visto implicados en la política a propósito del sistema educativo.
Éste había prosperado en Kerala porque sus castas altas y los grupos locales cristianos siempre habían creído en el valor de la formación cultural, enviando a sus hijos a las escuelas que financiaban las propias familias; a partir de la década de 1860, se creó una estructura escolar supervisada por el gobierno. Como las castas bajas identificaban la educación con la mejora del nivel social, solían llevar a sus hijos a las escuelas abiertas por los misioneros europeos. Pronto se hizo evidente que la educación abría las puertas del empleo en un comercio en expansión y en el funcionaria- do gubernamental.
Décadas de participación pública generalizada llevaron a una intensa confrontación política tras la independencia alcanzada en 1947, con una iniciativa popular mucho más activa que en el resto de la India, como atestigua llamativamente la participación electoral, siendo la más baja en unas elecciones al Parlamento del Estado desde 1957 un 8 por ciento más alta que la alcanzada en cualquier otro estado indio. Un observador escribía:
Un electorado apasionado y exigente y las frecuentes elecciones (desde 1960 el promedio es de una cada dos años) han llevado a los políticos locales a proponer programas en educación, reforma agraria y sanidad que fomentan una mejora perceptible del nivel de vida.

El acceso a la información y la escolarización han sido cruciales en Kerala. Durante cerca de un siglo, miles de profesoras se han ganado su salario, y la educación de las chicas llegaba hasta la edad de matrimonio. Las mujeres alfabetizadas cuidaban mejor de sus hijos que las analfabetas. El sistema de enseñanza constituye la mayor industria del país, alcanzando en 1984 el 38 por ciento del gasto anual estatal. Las escuelas y colegios son el foco de una intensa competencia entre las estructuras gubernamentales y no gubernamentales. Esos vastos intereses educativos proporcionan a las organizaciones comunales una solidez duradera, y la competencia entre ellas ha contribuido a hacer de la política una actividad habitual y respetada.
En 1982, el economista y ex embajador en India John Kenneth Galbraith escribía:

La educación es lo primero. Nosotros [los economistas] hemos equivocado las prioridades. Pensábamos que podíamos comenzar con la inversión de capitales, pero tendríamos que haber empezado con la inversión en educación.

Un autor australiano, Robín Jeffrey, concluía en 1992, hablando de Kerala:

La política democrática, en la que participa la mayoría de la población, proporciona servicios necesarios para la colectividad, y que ésta por tanto usará. Las mujeres educadas y confiadas convertirán desde sus hogares esos servicios en una mejor atención sanitaria para todos. La tasa de nacimientos caerá. Lo que uno ansia es una fase posterior en la que se produzca suficiente riqueza y la política garantice su distribución igualitaria para asegurar un mayor bienestar social. Si Kerala avanzara sensiblemente en los noventa en esa dirección, podría convertirse en un modelo que otros querrían emular.

La experiencia de Kerala sugiere que los cambios de actitud con respecto al control de la natalidad pueden conseguirse en el Tercer Mundo sin necesidad de pasar por la transición demográfica post malthusiana asociada a la industrialización que salvó a Occidente en el siglo XIX. Y si el futuro de la humanidad depende de que cambien la vida de la gente y los valores que la definen, Kerala ofrece un ejemplo sobresaliente de que los pueblos pueden experimentar rápidas y espectaculares transformaciones y de que gran parte de la responsabilidad del éxito estará en manos de las mujeres emancipadas.
En resumen, al iniciarse el siglo XXI afrontamos una opción decisiva: podemos seguir dependiendo de los dones de los fabricantes de hachas con sus rápidas soluciones a corto plazo, o comenzar a pensar en nosotros mismos como seres capacitados que forman parte de una comunidad global, porque es a escala global como la humanidad ha comenzado a dañar el planeta. Ninguna otra especie se ha multiplicado tanto ni ha sometido a su entorno a tensiones tales como las creadas por el animal humano.
La fragmentación política de la era posterior a la guerra fría puede constituir una indicación de la dirección en que debemos avanzar. La tecnología ha hecho inútil al Estado-nación, incapaz de proteger militarmente a sus ciudadanos frente a la amenaza de terroristas urbanos armados con el conocimiento nuclear, y su economía no puede aislarse del mundo exterior, sus leyes ya no son soberanas, ni sus monedas estables.
La fragmentación de esas colectividades monolíticas y centralizadas cuyas anomalías culturales internas se vieron suprimidas durante siglos, pueden significar más una promesa que una amenaza. Los grupos étnicos que surgen vociferando de décadas de silencio revelan una diversidad todavía floreciente que, como la de la naturaleza, representa una respuesta versátil que puede ser muy útil para la supervivencia global.
Y cuanto más examinamos esa diversidad, más se nos recuerda que el foso cultural entre nosotros puede no ser tan amplio como pensamos. Las lenguas más antiguas sólo tienen tres mil años, las religiones son de una edad parecida, y las más antiguas de las llamadas identidades «nacionales», que distinguen a un grupo de otro en el mundo moderno, son unas recién llegadas. La humanidad ha sido un melting pot durante cien mil años antes de Mesopotamia. Un armenio, mongol o escocés actual quedó vinculado a «su país» hace menos de un centenar de generaciones. Culturalmente somos casi totalmente paleolíticos, lo que se manifiesta cada vez que arrojamos sal por encima del hombro, o evitamos pasar por debajo de una escalera, o cruzamos los dedos.
Si un bebé de finales de la Edad de Piedra se viera transportado a la actualidad, vestido adecuadamente pasaría inadvertido, y podría, con el tiempo, aprender todas las pautas de conducta modernas. Así pues, estamos más cerca de los «primitivos» de lo que solemos admitir. Lo que nos ha separado de ellos ha sido la sobre dependencia  de nuestros procesos de pensamiento secuencial, de fabricante de hachas, y la falta de medios comunes de comunicación.
En 1703, el matemático alemán Gottfried Wilhelm Leibniz escribía en una carta al reverendo Bouvet que soñaba con un día en el que hubiera

... un tipo universal de escritura con las ventajas del sistema chino, que cada uno puede entender en su propia lengua, pero que sobrepasara al chino en cuanto a su facilidad de aprendizaje en pocas semanas, ya que sus caracteres estarían relacionados según el orden y la conexión existente entre las cosas.

Desde la escritura cuneiforme mesopotámica, pasando por el alfabeto griego y la imprenta de Gutenberg, hasta llegar a la representación del mundo en los modernos ordenadores, hemos comenzado a hacer realidad el sueño de Leibniz. Como consecuencia, cada persona domina hoy un ámbito mucho más complejo y heterogéneo que el que habría sido su destino biológico. Desde Mesopotamia y Grecia hemos aprendido a representar el mundo abstractamente en ristras de letras que se escriben y leen en cierta dirección. Usamos las matemáticas para predecir el movimiento de las estrellas y de las naves espaciales, así como para regular el sistema informatizado en que vivimos. En ese proceso, las capacidades básicas de la mente, moverse en el espacio, escuchar y hablar, sólo mantienen una importancia secundaria.
Y como eso se da por supuesto, a menudo no caemos en la cuenta de que cada niño o niña atraviesa una metamorfosis radical en su desarrollo cuando aprende a dominar este mundo artificial. Pero podría muy bien suceder que, dado el éxito del programa que Leibniz delineaba, el dominio del mundo de la información en el siglo XXI sea más fácil para la mayoría de la gente porque habrá una forma nueva y menos excluyente de expresarnos. La capacidad de captar relaciones y mover cosas en el espacio con ordenadores cónicos puede ser tan valiosa intelectualmente como el aprendizaje de la resolución de ecuaciones cuadráticas o la memorización de la tabla periódica de los elementos químicos lo fue con la imprenta. Cuando gran parte del trabajo rutinario de la mente se automatiza, los talentos espaciales, intuitivos, «navegacionales», quizá sean mucho más aptos para acceder a un conocimiento estructurado como la naturaleza en lugar de verse reducido a códigos alfanuméricos. Leer y escribir puede acabar siendo menos importante.
En los últimos siglos, la educación ha supuesto ante todo la enseñanza del lenguaje y el manejo de los números. Esto se debe en parte a cómo se registraba y mostraba la información, algo que no había cambiado desde el alfabeto griego y los números meso- potámicos. Así, para aprender algo acerca de Rembrandt, Beethoven o Einstein, había que saber leer. Pero si los nuevos sistemas dan a los individuos un acceso más directo a la técnica pictórica de Rembrandt, o a la estructura formal de las sinfonías de Beethoven, las habilidades requeridas serán sobre todo visuales, auditivas y táctiles. Teniendo esto presente, es más fácil entender el surgimiento tras la guerra fría del pluralismo étnico como una oportunidad más que un problema, ya que con la aparición de los ordenadores icónicos como el Mac, la «alfabetización» que constituía el signo distintivo de una persona educada, puede, por primera vez desde Grecia, dejar de ser tan esencial.
Los antropólogos han identificado cierto número de características que parecen comunes a la mayoría de las sociedades no tecnificadas, tanto pasadas como presentes. Esas sociedades tienden a valorar el conocimiento práctico más que el abstracto, sus ritos «primitivos» forman parte de las realidades regulares, cotidianas, de la vida; los grupos tienden a no mantener más especialistas que el chamán; cada miembro del grupo es capaz en cierta medida de realizar cualquier tarea, y todos comparten una responsabilidad común. Ante todo, los «primitivos» participan de una visión holística de la vida que examina todas las decisiones sociales por sus efectos sobre la colectividad y el entorno.
Estos valores sociales pueden acomodarse bien a las comunidades inmersas en la red de mediados del siglo XXI, ya que éstas se adecúan mejor a estructuras pequeñas y relativamente simples, que hasta ahora parecían estar desapareciendo, al hacerse la vida bajo el hacha más compleja y estandarizada. Aunque es poco probable que retornemos a los mitos arcádicos y a la vida bucólica, la red (y todos los procesos de apoyo que puede proporcionar) podría volver a hacer viables las pequeñas comunidades, funcionando de una forma que debería hacerse común en todo el planeta, basada en la máxima «pensar globalmente, actuar localmente». Y bastarían los sistemas de energía renovable actualmente disponibles, como la solar, la geotérmica o la eólica para hacer independientes energéticamente a esas comunidades y asegurar la supervivencia de muchas culturas que de otra forma estarían condenadas a caer bajo el hacha en las próximas décadas.
Siempre que las «superautopistas de la información» y las redes a las que éstas nos vinculen no sean secuestradas por la élite informacional más poderosa de la historia (y se trata, evidentemente, de una condición necesaria), podrían ayudarnos a retornar de algún modo allí donde estábamos antes de que los dones de los fabricantes de hachas le dieran el primer tajo al mundo y comenzaran a aplicar los procesos de intervención y control a los humanos y a la naturaleza de donde proveníamos.
Para tales colectivos, las habilidades más valiosas serían las generales más que las especializadas. Premiarían la capacidad de conectar, de pensar imaginativamente, de comprender cómo están relacionados los datos, de ver modelos en las innovaciones generadas por las máquinas, y de evaluar sus efectos antes de ponerlas en funcionamiento en la sociedad.
Son habilidades que los cerebros ya poseen en cada colectivo, desde los corredores de Bolsa de Nueva York hasta los hombres de barro de Nueva Guinea. Cada cerebro humano cuenta con el potencial para expresar muchos talentos particulares, constituyendo en sí mismo una micro cultura. Desde los tiempos de las primeras hachas, los medios para manifestar esa cultura se han visto recortados por una incesante coerción a la uniformidad que reducía la diversidad natural de la expresión humana y mantenía la preeminencia de la mente de los fabricantes de hachas.
Hoy en día, sin embargo, miles de millones de talentos humanos podrían quizá expresarse espontáneamente si nos mostráramos dispuestos a considerar nuevas opiniones y a ver hacia dónde nos pueden llevar. Más que nunca, contamos con los medios para asegurar que todos «vemos» o percibimos de una forma nueva. Hasta ahora, cuando afrontábamos un cambio, siempre se nos han presentado pocas opciones. Del mismo modo que la habilidad institucional para intervenir y controlar quedaba configurada por los instrumentos de los fabricantes de la época, así ocurría también con la versatilidad de nuestros sistemas sociales y la forma y ámbito de nuestra respuesta individual. Por ejemplo, en Sumeria sólo cabía una libertad de acción personal muy limitada, cuando el único instrumento organizativo era la escritura cuneiforme, desarrollada originariamente para cubrir tareas de inventario. A lo largo de la historia, la uniformidad impuesta centralmente ha aplicado ese tipo de constricciones con el fin de suprimir la expresión de opiniones anárquicas que no podían gestionarse adecuadamente.
Pero con las nuevas tecnologías de la información, la colectividad puede visualizar fácil y rápidamente los patrones de cambio, ensayar el efecto de una u otra opción, y decidir cuál elegir sobre la base de un conocimiento a priori mucho más fiable que nunca. Cabe argumentar que esas simulaciones podrían ser tan defectuosas como las suposiciones en que se basan, pero aun así son mejor que nada, que es lo que hemos tenido hasta ahora.
De hecho, el planteamiento sugerido en este libro es sólo uno entre los muchos que podrían funcionar (del mismo modo que el leitmotiv de este libro sólo constituye una forma de enfocar el problema). Al concentrarse en comunidades pequeñas, el conocimiento indígena, la educación en red y la democracia participativa, por ejemplo, no hemos considerado otras posibilidades. Otros piensan que los problemas del agotamiento de los alimentos y otros recursos y la contaminación podrían resolverse mediante la ingeniería genética, la biotecnología y la nano- tecnología. Y hay quienes sitúan su fe en un gobierno mundial centralizado, el control de la población y la conciencia ecológica. Pero sea cual sea el planteamiento, la decisión sobre qué problema y qué solución son más relevantes tendrá que tomarse sobre la base del tipo de sociedad informada y liberada que aquí hemos descrito.
Emprenda o no nuestra sociedad el curso que sugerimos, dependerá de si podemos escapar al confinamiento del pensamiento de los fabricantes de hachas, y eso depende a su vez de si estamos o no ya demasiado condicionados para poder pensar arracionalmente como lo hacemos racionalmente.
El primer paso consistiría quizá en reconocer que podemos utilizar nuestra tecnología tal como se ha usado una y otra vez en la historia, para cambiar las mentes, pero esta vez por nuestras propias razones, en nuestros propios términos y a nuestro propio ritmo, si utilizamos las tecnologías incipientes para convertirlas en instrumentos de libertad. El carácter interactivo del mundo actual hace más difícil bloquear esa posibilidad y seguir con las viejas formas jerárquicas y diviso ras. Pero en cualquier caso, lo que nos mantenía sometidos a esas instituciones era nuestra ignorancia acerca de esos conocimientos que pronto serán tan fácilmente accesibles y comprensibles que constituiría una pérdida de tiempo adquirirlos. Cuando Gutenberg imprimía sus libros, relativizaba en gran medida el poder de la memoria y la tradición. Las nuevas tecnologías disminuirán el poder del conocimiento arcano y especializado. Y cuando lo hagan, todos nosotros volveremos, en cierto sentido, a lo que éramos antes de las primeras hachas de piedra.
La cultura en la que vivimos, basada en la influencia secuencial del lenguaje sobre el pensamiento y la acción según las reglas racionalistas de la filosofía griega y la práctica reduccionista, ha ejercido un poder tremendo. Nos ha concedido las maravillas del mundo actual en bandeja de plata. Pero también ha fomentado creencias que nos han sometido a instituciones centralizadas e individuos poderosos durante siglos, que tenemos que quitarnos de encima si queremos mejorar el mundo que hemos hecho: que esa intensa explotación de los recursos planetarios es posible, que los miembros más valiosos de la sociedad son los especialistas, que la gente no puede sobrevivir sin líderes, que el cuerpo funciona mecánicamente y sólo se puede curar con bisturíes y drogas, que sólo hay una verdad suprema, que las únicas habilidades humanas importantes son las basadas en el pensamiento secuencial y analítico, y que la mente funciona como el hacha de un fabricante.
Sobre todo, muy recientemente, se nos ha persuadido de que es inaceptable ser diferente o incluso reconocer que poseemos diferentes habilidades. Pero nuestra supervivencia puede depender de la conciencia y expresión de la inmensa diversidad de la humanidad. Sólo si usamos lo que puede ser el último don de los fabricantes —los sistemas informáticos que se están desarrollando— para fomentar esa diversidad individual y cultural, sólo si celebramos nuestras diferencias en lugar de suprimirlas, tendremos la oportunidad de aprovechar la riqueza de talentos humanos que se ha mantenido ignorada durante milenios y que ahora se muestra ansiosa, en todo el mundo, de liberarse.

Bibliografía

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11