El matematico del rey - Juan Carlos Arce

El matematico del rey

Juan Carlos Arce

Primera parte
Capítulo 1
Una noche sin luna

(Verano de 1621)

En mitad de una noche sin luna, sobre la cama ajena de otras noches, Luis Obelar besaba a una mujer. Vestido todavía, enredado entre dos sábanas, oyó ruido de pasos sobre el balate de la escalera y deshizo el abrazo, se puso en pie, llegó a la ventana, apoyó una bota en el alféizar, lanzó un beso galante a la mujer y salió a la calle con los pies en vilo y las manos sujetas al relieve de la pared. Vio después a un hombre que asomaba la cabeza al aire de la noche por ese mismo ventanón, dando a la ronda aviso de que había visto una sombra en su balcón. Obelar, que no era más que bulto al pie de la casa, se sintió perdido al ver que en la calle entraba un alguacil con tropa. Comenzó a correr en otra dirección, dio un tropiezo, subió a un árbol y puso su vida a riesgo al saltar sobre un techado.
Miraba Obelar atrás para asegurar su huida, amparado en la fortuna de una medianoche sin luna y se detenía sólo para decidir en qué voladizo ajustar sus pies y con qué mano agarrarse a tapias y tejas. Perseguido por la ronda, recorría así las calles de Madrid por sus tejados, librándose de la justicia a carreras y agarrado a las cimeras de los techos. Desde las bocatejas empinadas de un tabique medianero se lanzó en vuelo hasta el borde de un armazón enmaderado que era cornisa de patio de vecinos y, metido a gato, apoyó los pies en un saliente que le hizo la traición de partirse en dos. Cayó hecho bulto en un techado, donde paró en plano, a puro golpe. Salvó los dientes por la pendiente del terreno y por la suerte y allí se quedó tendido, mientras moderaba el ritmo de una respiración muy fatigada por la fuga. Se tanteó los huesos en la altura del tejado y comprobó que, aunque colgado de las tapias, estaba sano y había escapado de los alguaciles, que le buscaban por las calles sin mirar arriba y daban por perdidas todas sus señales, creyéndolo fantasma. Los oyó Obelar alejarse a rondar otras esquinas, confiados en hacer la cuenta de esa noche con tres o cuatro apresamientos de mayor fortuna y, entretanto, se quedó tumbado donde estaba, gustando gratamente del alivio de verse a salvo, mirando fijamente a las estrellas.
En mitad de aquel silencio, Obelar escuchó ruido de golpes y voces de amenaza. Volvió los ojos a una ventana y no pudo advertir más que un leve resplandor de velas, movidas a empujones, que caían de sus candeleros. Estuvo atento y distinguió el bulto de un hombre que tiraba de su cuerpo para sacarse a sí mismo por el estrecho agujero de una portilla con cristales. Con casi medio cuerpo afuera y en camisa, maldecía a sus caderas y al ventano agitando entre sus manos un talego.
“No escapará ese incauto del marido que le ha sorprendido”, pensó Obelar.
Y sonrió después, considerando que aquella noche de calores y sorpresas iba a llevar a dos hombres a un mismo tejado por la misma causa. Empezó a moverse en dirección contraria para no participar en la disputa y se dispuso a bajar del ático por donde más fácil se le hiciera.
—¡Me matan! ¡Me matan aquí mismo! —chillaba el hombre, que al ver una sombra en movimiento en el tejado aumentó el grito, pidiendo ayuda.
Con su pie derecho asentado ya en una rampa que acababa en techo bajo, a salto corto de la calle, Luis Obelar miró de nuevo el trance de aquel hombre y fue entonces cuando decidió auxiliarle, viendo que otros dos le sujetaban por detrás y le golpeaban la cabeza contra el muro. Se acercó a la ventana y, antes de que pudiera intervenir para equilibrar la lucha, el hombre le dijo:
—Toma este saco y ponlo a salvo. Es cuanto te pido.
Le arrojó el talego que tenía entre sus manos y añadió:
—Por eso que te doy me matan.
Y dejó de agitarse, muerto a dos espadas.
Quitaron de la ventana el cuerpo sin vida y salieron por el hueco dos hombres armados que, según Luis Obelar adivinó, querían el saco, aun al precio de otra sangre. Sin dudarlo, recogió del suelo el bulto, comenzó a correr y, aconsejado por el miedo, equivocó el camino y llegó a una tapia sin huecos ni salida. Sin más armas que su prisa por salir del trance y desnudo el cinto de espadas y puñales, les ofreció con un gesto el talego a cambio de su vida. Pero uno de ellos le acometió con la intención de abrirle en el pecho un agujero y lanzó su puño armado con espada hacia adelante, sin llegar el hierro hasta la carne de Obelar que, entonces, sin más opción para ponerse a salvo, asió del brazo a su atacante, un brazo tan cargado de fuerza que no pudo doblarlo, momento en el que sus rostros se juntaron tanto que vio la cara a su enemigo —bigote de rey, labios finos, piel muy blanca—. Le empujó al suelo con fortuna y escapó del otro hombre corriendo, con la bolsa entre las manos. Alcanzó el borde de la azotea, saltó, cayó después a un techo y, sin volver la vista, echó a rodar su cuerpo por la pendiente de unas tejas que le devolvieron a la calle hecho pelota.
Después de pasar a carrera seis esquinas, se detuvo para aliviarse el susto y secarse el sudor con la manga de la camisa. Creyó que no era prudente abrir el saco allí y se encaminó hacia su casa. El talego se balanceaba al ritmo de sus pasos y parecía no tener peso bastante para contener dinero o joyas. Consideró que se había equivocado cuando pensó que allí dentro podía haber doblones y oro y que también se había equivocado al juzgar que aquel hombre que intentó salir por la ventana estaba robándole a un marido su mujer. Pensó entonces que dentro de la casa en que murió no había ni casada ni soltera ni otro delito sobre la cama que el haber estado dormido cuando los asesinos le atacaron.
Con esas conjeturas, Obelar estaba seguro de llevar dentro del saco algún tesoro sin peso o la manera de hallarlo. Llegó a su casa, más desván que domicilio y clara muestra del interés que Obelar tenía por los libros. Era, en esto y en sus otras aficiones, hombre hecho a dos mitades y daba el mismo aprecio al papel de imprenta y a la piel de mujer y por gozar de ambos daba con gusto su alma a los infiernos.
Abrió la puerta, prendió velas, tomó una silla, la acercó a una mesa y previno a su criado Nicolás, servidor suyo desde los años de Alcalá, donde Obelar había ido a estudiar la ciencia matemática y de donde vino luego, los veintitrés cumplidos, a enseñar álgebra y geometría a los alumnos del Colegio Imperial, hecho bachiller, con fama de mágico en los números y amigo para siempre de Juan Lezuza, a quien esperaba en Madrid al día siguiente. Nicolás, que había sido bergante menguado por no tener suerte y faltarle oficio, muchacho con fama de cobarde, tiritón y asustadizo, no había hecho más estudios que los que el hambre y la pobreza le habían dado hechos, remediaba su pasado echándolo al olvido y desde sus once años asistía a Obelar, lo que consideraba la mayor fortuna que tenía conocida, porque servía a un maestro que le aseguraba casa, pan y paga.
Con las voces de su amo retumbando por la casa, Nicolás bajó a media ropa de un altillo, donde tenía el jergón, con la seguridad de que avisaban fuego y vio a Obelar asomado a la ventana con la precaución de no ser visto.
—¿A qué la alarma? —preguntó el muchacho, que no contaba más de quince años.
—Arrima el cuerpo a esa ventana y echa cuenta de la gente que se acerque —le dijo Luis Obelar—. Vengo perseguido de asesinos.
A Nicolás se le encogió el perfil y le llegó a las manos un temblor medroso que Obelar miraba sorprendido y asombrado.
—Deje de mirarme así vuestra merced —dijo Nicolás—, que me va a sorber la suerte…
Y para cumplir la orden, se asomó a media cara y con mucho disimulo a la ventana y añadió:
—Ya os dije que os guardarais de malos pasos, que peor que bandidos son maridos.
—Calla la lengua y dame aviso si ves dos hombres con espadas.
—Aquí me quedaré. Pero sepa vuesa merced que en noches como ésta, tan negras y sin luna, son muy pocos dos ojos para ver algo —advirtió Nicolás.
—Presta oídos entonces, que en la noche las orejas son los ojos.
Obelar dejó sobre la mesa el bulto que traía protegido con su capa y desató los nudos. Encontró dentro pocas cosas para un robo y nada que valiera la sangre de esa noche. Sacó del talego un compás provisto de una lámina de latón para medir ángulos y halló después seis bolas de madera, de distintos tamaños, perforadas por su centro. Sin entender qué aprecio podían tener por tales objetos los matadores del infortunado que se los había dado, Obelar siguió mirando dentro del saco.
Iba el maestro haciendo todo eso sin hablarle a Nicolás, que tenía su mirada atenta en la calle y, cada vez más, distraída al interior para entender lo que Obelar hacía en la mesa. Del fondo del saco extrajo el matemático unos papeles atados y un cuaderno con tapas de cuero, donde supuso que estaría la clara explicación de aquel misterio. En una hoja suelta leyó:
… que ningún hombre de juicio puede oponerse a estas razones matemáticas por estar sujeta la verdad a la evidencia de la observación y al aparato de los números…
Fue entonces cuando intuyó que estaba ante las notas de un estudio de geometría, porque halló dibujos y cálculos dispersos que se interesaban por la medición del volumen de la esfera y fórmulas del álgebra. Pensó que, cuando llegara a la ciudad su amigo Juan Lezuza, le enseñaría aquel cuaderno por si él le hallaba alguna clave a ese misterio. Se entretuvo brevemente en comprobar la exactitud de aquellos números y no halló cifra que mudar ni error que corregir.
—¿Vais a calmar el susto con estudios? —le preguntó Nicolás—. A nadie veo que se acerque ni hallo bulto que se mueva.
—Sigue atento a la ventana —le contestó Obelar.
Pero vio que el criado atendía más a lo que él hacía que a la calle y decidió calmarle la curiosidad.
—Te explicaré la causa de tanta precaución, porque ya veo que no habrá otra forma de que cumplas lo que digo.
—No es menester, señor, que ya tiemblo de los pies a la cabeza sin saber nada.
Obelar se asomó al ventano y mandó silencio a Nicolás. Escucharon ruido de pasos, tan recio y multiplicado que parecía de seis o siete hombres arriba calzados a bota de tacón. Obelar se echó atrás, sopló las llamas de las velas y atendió la calle a oscuras.
—Es la ronda —dijo Nicolás.
—¡Baja la cabeza y éntrate aquí, que también ésa me busca!
—Maridos, asesinos y alguaciles, mucho halcón y poca presa para una noche sola —decía Nicolás.
Pasaron los guardias y pasó el peligro, pensaba Obelar, que prendió luces otra vez, se sentó a la mesa y le pidió a Nicolás que también lo hiciera.
—¿Por qué os persiguen a la vez la ronda y unos asesinos en víspera de recibir a ese amigo Lezuza que espera vuesa merced?
—La ronda, Nicolás, me busca por darle gusto al marido chillón de una dama que me gusta a mí. Y los asesinos, por esta bolsa que aquí ves, que no contiene más que un compás, unas bolas y un cuaderno.
—Por poca cosa desalman hoy en Madrid —se asombraba Nicolás, los ojos muy abiertos y las manos sudorosas—. ¿Qué harán por una hogaza? ¿Sabe vuestro amigo Juan Lezuza que viene a una ciudad de perdición y que trae a su familia a un mal sitio?
—Yo huía de la ronda cuando vi a un hombre que intentaba sacarse a sí mismo de su casa por el agujero de una ventana estrecha. Me tiró la bolsa con el ruego de que la pusiera a salvo. Y no tuvo tiempo para hablar más, que le clavaron dos espadas y luego vinieron por mí los que le mataron.
—No tengo muchos estudios —dijo Nicolás—, pero veo claro que si un hombre ha muerto por tales cosas, no habrá sido por las bolas, que hay muchas de ellas en mil sitios. Y tampoco por un compás ya viejo —continuó—. El secreto está en el cuaderno.
Unas horas después, con luz de amanecer, muy cerca de Madrid, Inesa vio dos puntos negros en la lona que cubría el carro, dos puntos que volaron luego hasta su mano y que eran las primeras dos moscas del verano. Inesa miró a Lezuza, su marido, sin cambiar el gesto y se arregló con una horquilla el pelo descuidado que le cubría la frente. Miró a Pascual después, dormido sobre los adrales del carro. Tenía el niño la boca abierta y la misma cara de sueño que otras muchas veces había mirado Inesa, cuando aún vivían en Salamanca, antes del viaje. Tenía Pascual un pie sobre una tabla y otro apoyado en un tonel que Inesa no recordaba haber visto nunca con vino y que su marido llenaba de libros y cuadernos, una biblioteca barata con panza de madera y tripas de papel, un agujero con olor a tinta al que ella miraba ahora como al pozo en el que se criaron todos los males de su vida, los males que le habían puesto en la cara un gesto helado y agrio que era espanto de cuantos la habían conocido antes, cuando era feliz.
Inesa se sentó sobre las maderas gastadas que le habían servido de cama y asomó su mirada al polvo inmenso del camino hasta que vio que su marido andaba delante de la mula y tiraba de los ramales como si él mismo arrastrara el carro. Tuvo entonces la misma sensación de tristeza que otras muchas veces antes, dejó colgada la vista en un punto inconcreto del cielo y pensó que ese enorme techo azul por donde volaban los pájaros era obra del demonio. Ella no comprendía el trabajo de su marido y despreciaba su profesión y el tonel de libros y ese viaje que ya duraba nueve días. Siguió mirando al cielo, a esa tapadera azul que convertía al mundo en una trampa, como si fuera una losa irremovible que le impedía respirar y volvió al camino su mirada cuando empezó a pensar que, desde hacía muchos años, el cielo se reía de ella, de su marido y de su hijo, ahora metidos en un carro, camino de Madrid, con Salamanca a sus espaldas, lejos ya para volverse andando sola.
A menudo deseaba poder darse la vuelta, volver atrás en su vida y detenerse allí, justo antes de convertirse en la mujer de un profesor de matemáticas que le había hecho odiar el cielo. Se sujetó de nuevo con la horquilla un mechón suelto y pensó entonces que, si al menos el pelo dejara de invadir sus ojos, tendría ánimos para arreglarse el vestido y despertar a Pascual, que apoyaba sus once años sobre el tonel de libros. “De los tres hijos que he tenido —pensaba Inesa en silencio— sólo este gigantón me queda ahora. Y de los otros dos que nacieron después, ya no tengo ni el recuerdo de sus caritas. Dios los tenga en su gloria”. Asomó a sus ojos el agua de una lágrima que no llegó a derramarse de los párpados y recordó muy claramente el día en que a su pequeña Justina le llegaron por sorpresa los ahogos y la señal de la viruela que, con dos años sólo, la mató. Del otro parto que después vino, recordaba Inesa que no se obtuvo de nadie otra opinión que no fuera la de que el niño era pequeño y de poca sangre y que habría de morir en poco tiempo, lo que ocurrió cabalmente a los siete días de nacido.
Delante del animal uncido al carro caminaba Juan Lezuza, que tiraba de las bridas para vencer la voluntad contraria de la mula, vieja, descriada, un poco ciega, torpe y ya sin fuerzas, obstinada en reposar las patas. Cuando la compró, para hacer el viaje, no parecía tan terca y tan cansada, aunque tuvo después la seguridad de que el animal había cumplido mucho tiempo antes todos los años de su vida. Para ponerle risa a la fatiga, Juan Lezuza decía a su familia que si la mala mula no había muerto aún era sólo porque tenía el paso tan lento que llegaba siempre tarde al lugar en que la muerte la esperaba. Lezuza llevaba atada a la cintura una bolsa de cuero antiguo por la que habían pasado ya todas las monedas que su oficio de maestro de matemáticas le había dado, que no fueron muchas en Salamanca y que iban a ser muchas más en Madrid, según pensaba. En la bolsa llevaba ahora las últimas que le quedaban después de los tratos que tuvo para la compra de la mula y de los pagos de ventas y posadas que había hecho durante el viaje. En esa bolsa pensaba Juan Lezuza mientras Inesa, con una horquilla en una mano y la otra sujetando un mechón de pelo, le miraba desde atrás, subida al carro, sentada en la madera antigua y gastada que era asiento por la mañana y por las noches cama. Lezuza estaba ansioso por terminar el viaje y pisar Madrid, donde iba a ser nombrado maestro de matemáticas y geometría del joven Rey Felipe, cuarto de su nombre. Y sentía una enorme alegría por cambiar de vida, por dejar atrás una universidad que sólo era importante en la enseñanza de letras y de leyes y que no le permitía mirar al cielo, que era lo que más amaba, por haber puesto Salamanca exactamente a su espalda, la ciudad a la que nunca más quería regresar.
Cuando Juan Lezuza volvió su cabeza para mirar dentro del carro vio a Inesa sentada, mirándole fijamente.
—¿Has dormido bien?
Inesa no dejó de mirarle ni le contestó. Mirarle fijamente y no hablarle era algo que Inesa hacía con frecuencia. Lezuza no se había acostumbrado a esa actitud de su mujer por mucho que fuera reiterada. Le parecía siempre que ese gesto sin mueca de ojos quietos y el silencio eran una señal de desprecio o de infinito desdén. Sin embargo, aquella mañana, cuando Inesa recobró el ánimo que siempre le faltaba para empezar el día, le dijo:
—Por tus cuentas, Juan, hoy mismo llegamos.
—Entraremos en Madrid cuando el sol esté alto y mi amigo Obelar despierto —contestó él.
Inesa cerró un poco los ojos y miró al sol con desaire, fugazmente. Nada de lo que había en el cielo le gustaba, salvo las nubes. Muchas veces había deseado ser una nube para escaparse de su propia vida volando y, sobre todo, para poder tapar el cielo.
Juan Lezuza sabía que el viaje era una apuesta insegura, porque en Madrid tendrían los tres que iniciar una nueva forma de vivir y entretener los días con la paga que le dieran por sus lecciones. Pero en la Corte, imaginaba, encontraría la manera de prosperar. Cuando se sorprendió a sí mismo pensando en la prosperidad, se avergonzó repentinamente, bajó Lezuza la mirada al suelo, tiró de las correas para avivar el paso de la mula y consideró que siempre había sido un hombre incapaz de ganarse algo más que el pan, incapaz de juntar monedas. Mucho tiempo antes de empezar el viaje ya se acostaba algunas noches con el sobresalto culpable de no ser un buen marido ni un buen padre, con la certidumbre de que era un hombre inútil para asegurarle a su familia una despensa que aliviara el espanto de las hambres. A veces se detenía a considerar las artes de comercio con que otros maestros hacían industria de su oficio y le ganaban buen provecho a sus lecciones, habilidad que, para su perjuicio, él no tuvo nunca. Sintió repentinamente la duda de si aquel viaje era o no tan conveniente como lo había imaginado y no supo entonces reposar su inquietud en otra cosa que no fuera una débil confianza en el futuro. Llevaba atrás a su familia, un carro y una mula, pero le pareció por un momento que llevaba el peso de todos los errores de cálculo que había cometido en la aritmética desconocida de los dineros, el álgebra inasequible de los sueldos, los precios, las compras y las ventas, la matemática pura de la vida de cada día, para la que no servía todo cuanto tenía aprendido en los libros de números que habían escrito los sabios.
Juan Lezuza ocupaba el pensamiento con esto cuando avistó a su lado el movimiento de su propia sombra y miró al cielo, guiñando un ojo, para situar la altura del sol. Calculó que en algo más de dos horas sería mediodía y empezó a considerar, muy en silencio, cómo el sol describía cada mañana un arco de noventa grados desde el horizonte hasta su punto más alto. Echó al camino su mirada nuevamente y se entretuvo en demostrarse a sí mismo que, si el área del círculo es el cuadrado de la longitud de su circunferencia dividido entre cuatro veces pi, resultaba claro que la Tierra se movía. Sin prestar atención a la voluntad torcida de la mula, que parecía querer desandar lo andado, consideró que, si era cierto, como era, que la longitud de la circunferencia correspondía a dos veces pi multiplicado por el radio, algunas de las estrellas que había visto por la noche no tenían que estar allí donde las vio, sino algo más al este, a menos que la Tierra se moviera. Ése fue el momento en que Lezuza, pensando en el valor del ángulo que las estrellas habían recorrido sin motivo la noche anterior, dejó de preocuparse por el dinero que iba a recibir dándole lección al Rey y por los inconvenientes de la Corte, el momento en que echó al olvido la desconsolada manera en que muchas veces su mujer le había dicho que no había otra cosa de más provecho en el oficio de maestro que tener la olla caliente, salir de pobres y llegar a viejos, el momento en que Lezuza perdió por el camino la duda de si era o no un padre cabal y un buen marido.
Inesa, desde el carro, vio fugazmente el perfil de su marido y comprendió, por el gesto que llevaba colgado de su cara, que en ese punto del camino, a Lezuza no le importaba ya Madrid, ni el viaje, ni ella ni Pascual, sino solamente el cielo, ese techo azul que por desgracia no vería nunca derrumbarse y que, fatalmente, seguiría allí arriba, hasta el día en que ella se muriera y aún mucho tiempo después, burlándose de su marido con brillos, luces y planetas.
Después de limpiarse la cara con un trapo mojado en el agua de una alcuza que habían heredado de un pariente y que nunca tuvo aceite, Inesa desató las puntas cruzadas de una bolsa de tela, metió la mano y apartó los trozos de pan duro que encontró, hasta reconocer con los dedos una tripa de manteca y dos galletas saladas que empezó a morder. Cuando acabó, metió la manteca en un talego, cogió el bacín que colgaba de un clavo y lo metió debajo del vestido, se sentó sobre él y vació a pujos las aguas de la noche. Después se acercó al borde del carro y tiró el líquido al camino.
—¿Has comido? —le preguntó a Juan.
—Una pizca de las tortas de harina y un puñado de pasas —contestó Lezuza.
Hubo entonces un silencio breve y él añadió:
—Cuando estemos en Madrid, viviendo como duques, haremos muy buenas mesas. Dicen que la cocina del Rey sirve salpicones de vaca y tocino magro, pastelones de ternera y pollos y cañas calientes y aun dicen que ponen hasta manjares blancos.
—¿Qué son manjares blancos, Juan? —preguntó ella con un tono de marcado desinterés.
—Un guisado de pechugas de gallina cocidas con azúcar y harina de arroz.
—Pues yo te digo que el único manjar blanco que veremos será el fondo vacío de un cuñete de sal. ¡Cuando vivamos como duques! ¿Vas a sacarle ahora en Madrid brillos de nobleza a la aritmética?
—No me conozcas el futuro sin haber estado allí, que de este viaje saldremos ricos para siempre —le dijo Juan, con tono de profeta.
Y callaron. Como otras veces, como tantas veces, se callaron. Lezuza miró de reojo a su mujer un poco después y, por un momento, se sintió culpable de las arrugas de Inesa, de su gesto agrio, del color triste de su ropa y hasta de que unos mechones de pelo se le vinieran a los ojos para taparle la mirada. Y le dijo:
—No hay causa para lamentos, Inesa, que no vamos como extranjeros que hablen otra lengua ni estaremos solos en Madrid. Mueve ese gesto de piedra que llevas desde hace días y ponte risas en la cara, aunque sean pintadas, que una ciudad trata al forastero según le vea llegar. Ésta es regla muy principal que es verdad en todas partes y mucho más en la Corte, ciudad de mucho adorno y gente de sonrisa y cortesía.
—Tu amigo Obelar nos trae aquí y no el Rey, que parece, al oírte hablar, que te van a dar un marquesado en vez de una pizarra —le decía Inesa.
—En esa llamada que me ha hecho para ser maestro del Rey se reconocen los amigos. Obelar es hoy en la Corte una persona de importancia y relumbrón, con fortuna de familia y lustre de apellido. Y profesor de matemáticas también.
—Con dineros y galas de vestir se ha hecho importante tu amigo. Y no enseñando números y cuentas a la chiquillería. Obelar lleva a Pitágoras de lucimiento y se pone de adorno los teoremas, como se pone las plumas del sombrero.
—También yo llevo en la cabeza los teoremas…
—Tú llevas el álgebra metida en el cuerpo, comiéndote las venas, como hay otros que llevan al demonio.
Y calló después Inesa durante un largo tiempo, hasta que avistaron los tejados de Madrid.
Al ver los perfiles de la Corte, a Lezuza se le figuró que el paso de la mula se hacía más lento y, dentro del carro, Inesa despertó a Pascual, que no había dormido tanto tiempo seguido desde el día en que dejaron Salamanca. Las primeras casas que encontraron estaban bordeadas de muros que guardaban huertas. Dieron vuelta al carro y a la mula para hallar un modo de entrar a alguna calle y así estuvieron un buen rato, con tapias corridas a un lado y campo al otro, como si Madrid se hubiera encerrado entre paredes. Al frente vieron un grupo de tejados que tapaban los techos de unas casas esquinadas y por allí entraron al camino de Fuencarral, que era cuesta por donde las ruedas bajaban con más prisas que la mula. Sujetó Lezuza un pie a una tabla y afirmó las manos en la lona del carro para subirse a él. Desde arriba, iban los tres mirando el fin del viaje y saludando a una ciudad que no se fijaba en ellos.
—¿Ves, Cucurucho —dijo entonces Juan Lezuza—, que hay aquí en las calles más basuras que en Salamanca?
A Pascual le llamaba Lezuza Cucurucho sin motivo, sólo por gusto de darle mote desde que nació. Sin embargo, a quienes les preguntaban la razón de cambiarle el nombre, Lezuza nunca les dijo que no había causa, sino que el niño nació con la cabeza huidiza y en forma de cucurucho, aspecto que le duró tres días hasta que redondeó los huesos. Y sólo a Pascual, secretamente, le contaba otro origen del apodo, que era también falso, diciéndole que un cucurucho no era más que un cono y que, siendo el volumen del cono el producto de la base por un tercio de su altura, no había más que mirarle de los pies a la cabeza para darse cuenta de que era un verdadero cucurucho, razonamiento geométrico que Pascual tomaba a diversión.
—¿Y por qué hay más basuras? —le preguntó el niño.
—Porque hay más de comer —contestó Lezuza.
Inesa, al oír esto, compuso un gesto de desengaño con el que pretendía estar preparada para el momento en que advirtiera que allí comían lo mismo o menos que antes, porque estaba convencida de que su fortuna no iba a cambiar ni en Salamanca ni en Madrid, mientras el cielo fuera el mismo.
Inadvertidamente, como si todas las calles llegaran a él, entraron en el Real Alcázar por la fachada del jardín de la Priora. Inesa, a pesar del calor del verano, se cubrió con un sombrero la cabeza y tomó entre sus manos una mano de Pascual, que no atendía a otra cosa que no fuera mirar, con los ojos muy abiertos de sorpresa y emoción, cuanto pasaba fuera del carro. Los muros de cantería eran, en el interior del Real Alcázar, de adobe basto sin pintura. Otros, de argamasa y tierra, le parecieron a Lezuza más hechos para fortaleza que propios de un palacio y vio también ruina lenta y abandono de muchos años en la única torre que allí había, cuadrada y sin retoques, avisando su derrumbe, desmochada por las lluvias de muchos inviernos, madriguera de animales solitarios, nido de toda la volatería de Madrid.
Por un corredor estrecho llegaron al patio grande, donde detuvo Lezuza el carro para ir a las oficinas en las que debía presentarse. Inesa y Pascual esperaron sin atreverse a bajar al suelo, mirando a los soldados y a los comerciantes, acordándose ambos de Salamanca y de la casa que habían dejado. Un tiempo después, Juan Lezuza salió por una puerta y cruzó el patio, subió al carro en silencio y se dispuso a golpear los costados de la mula para animar al animal a mover las patas.
—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó ella.
—He firmado unos papeles y he tenido que hablar con el contador del Rey. Me ha dicho que Obelar ha buscado una casa para nosotros. Y ésta es la llave.
—¿Es bonito por dentro? —le preguntó Pascual.
—Es oscuro —contestó Lezuza, mientras dejaban atrás el patio—. Muy oscuro para un día de verano —añadió.

Capítulo 2
El contrato

A la casa que Obelar había buscado para Inesa y Juan Lezuza le faltaba algún remedio para la humedad de los inviernos y una puerta o una tabla que separara de la cocina el corral oscuro, abandonado y sucio que tenía. Le faltaba también a la vivienda una limpieza que permitiera la ilusión de que aquella casa había sido de mucho uso y habitación. Tenía, sin embargo, algunos muebles y una renta ajustada a las más cortas fortunas.
Al entrar en ella Inesa, la vio grande pero no le pareció tanto cuando la miró con más detenimiento.
—Prefiero que sea pequeña.
—¿Por qué? —le preguntó su marido.
—Porque en una casa pequeña, a poca felicidad que entre, ya se llena —contestó.
Mientras estuvieron mirando las paredes, el suelo y los techos, Inesa no cambió su gesto afilado y duro y con un movimiento leve de su mano derecha, sólo con un movimiento suspendido en el aire, señalaba a Lezuza, el índice extendido, las señales de humedad que el invierno había dejado. Sabía Inesa que su marido la miraba, que esperaba su aprobación, o un juicio sobre la vivienda, o una sola palabra de aceptación. Pero ella siguió en silencio, sin cambiar la cara de estatua. Lezuza comprendió entonces que Inesa hablaba con los ojos y descubrió en ellos nuevamente la mirada de una mujer empapada de cansancio y de desgana, a la que sólo movía una inercia insípida, como si estuviera ahogando un grito infinito.
Obelar fue a ver a su amigo Juan Lezuza esa misma tarde. Todo fueron sonrisas entre ellos mientras se cambiaban palabras de entusiasmo por el inicio de una vida nueva en la Corte. Nicolás y Pascual se entretuvieron juntos con juegos y hallaron el modo de subir la tapia del corral apoyando los pies en dos agujeros. Amparado en el magisterio de sus quince años, Nicolás le iba diciendo al niño cómo eran las formas de la Corte y dónde estaban sus venturas y escarmientos.
—Vienes al centro del infierno, Pascual —le decía con mucha autoridad.
—¿Al infierno nos trae mi padre?
—No hay en el mundo otro lugar de mayor peligro. Y tendrás suerte si no ves aquí y oyes cosas que nunca has imaginado. Esta letrica cantan hoy en Madrid por fama de cuanto pasa: “Matan a diestro y siniestro, matan de noche y de día, matan al Ave María y matarán al Padrenuestro” —añadió.
Pascual abría los ojos y, en lugar de espantar el gesto y encogerse por el miedo, avivaba una larga fantasía de encontrar mil aventuras en las calles y en su casa, animado por el encanto del riesgo y las sorpresas.
Obelar daba otros avisos a Lezuza y le decía:
—Para ir mañana al Alcázar, a ver al Rey, yo te esperaré en la puerta de San Ginés. Conozco personalmente al Contador del Rey, que te hará mejor trato si vas conmigo.
Y en esto y en hablar de recuerdos y futuro llegó la noche. Mulleron Inesa y su marido un jergón de poca lana y lo tumbaron sobre las maderas de lo que parecía que había sido cama y allí se tumbó Pascual, cansado de las emociones.
—En esta ciudad y en esta casa estarás bien, Cucurucho, estarás bien —le dijo su padre.
Y con esto, se quedó dormido.
—Obelar irá conmigo mañana para que no ande yo perdido en el Alcázar el primer día —le anunció Lezuza a Inesa, que no dijo nada.
Al día siguiente, cuando despertó, Lezuza encontró los ojos abiertos de Inesa, mirándole severamente. Pudo ver, al fondo de sus pupilas, el interrogante que sus labios no expresaban y la certidumbre de que tales novedades no habrían de mudar la fortuna de la familia mientras no mudara el cielo. Muy nervioso, Juan Lezuza se ocupaba, en cambio, de qué ropa debía llevar a presencia del Rey ese día. Sólo estaba seguro de calzarse los zapatos de hebilla negros que pudo comprar unos años antes y que había usado apenas un par de veces, en ocasiones que merecían lucimiento. En cuanto al resto, todo eran dudas, porque quería causar la impresión de un hombre de fortuna que viste galas por costumbre.
—No puedo llevar una camisa cualquiera para ver al Rey —le decía a Inesa.
—Dile al Rey que te pague una nueva.
—Y capa. Tengo que llevar una capa para cubrir los roces que tiene el jubón negro, tan gastado. Pero una capa como ésta en verano causará risa.
—Dile al Rey que sufres las reúmas.
—¿No quieres ayudarme?
—Ponte zapatos de hebilla con las medias, jubón porque no tienes cotardía, capa y la camisa que yo te guardo para ir a la misa de Resurrección —le dijo ella—. Y ponte en manos del Señor, ya que tú nos has puesto en una esquina de Madrid —añadió.
Juan Lezuza se vistió como Inesa le dijo y puso mucho cuidado en tirar varias veces de las medias hacia arriba, porque nada era de peor gusto, pensaba el matemático, que llevarlas caídas y arrugadas. Se vistió como Inesa le dijo y se puso capa sobre el hombro y así salió de su casa, camino del Alcázar, vestido para día de invierno.
Caminaba sin volver la vista atrás y no advirtió que un hombre de muchas carnes, con la barriga bailando encima de una faja y zaragüelles de lienzo, que había estado esperándole cerca de su casa, seguía uno a uno todos sus pasos por las calles de Madrid. Pasó Lezuza dos veces la misma plaza, sin saber llegar al Alcázar por camino corto y la pasó con él dos veces el hombre que llevaba detrás.
Cerca del Alcázar, a las puertas de San Cines, esperaba Luis Obelar a Juan Lezuza y aprovechó el retraso de su amigo para dar repaso al misterio de la bolsa que guardaba en su casa. Las bolas eran claramente los planetas, según dedujo la noche anterior por los apuntes y dibujos que el cuaderno contenía, y todo cuanto había hallado escrito en aquellos papeles eran estudios de astronomía y comentarios sobre los cuerpos celestes y su naturaleza. Recordaba Obelar algunas frases relativas al movimiento de las esferas del cielo y quería poner importancia allí donde no la hallaba, porque estaba convencido de que aquellas anotaciones y las bolas de madera eran la causa por la que un hombre había muerto en un tejado de Madrid.
Llegó a la cita Juan Lezuza con el sudor de la mañana y la fatiga de sus prisas y llegó detrás el hombre que seguía sus pasos. Vestido para día de invierno, le asomaban a Lezuza los signos de un mareo que ponía en su cara una palidez que nunca tuvo. Cuando entraron en el Alcázar, vio Lezuza estancias desmedidas con aspecto abandonado, balcones cerrados con maderas y una fortaleza de mayor tamaño que la Corte que alojaba. Pero no vio, sin embargo, que el hombre que le había seguido se iba de allí muy de prisa, por una calle estrecha.
Estaban en el primer patio cuando Obelar dijo:
—Vamos a ver un sinfín de gente de servidumbre y vamos a hacer mucho saludo, así que píntate una sonrisa en esa boca y no la mudes, que es arte de mucho provecho en Madrid que todos te crean feliz.
—¿Da ventajas parecer feliz?
—Muchas. Las penas andan desterradas de todos los labios. Ya lo verás. Aquí no vale otra cosa que sonrisas y alegrías, aunque sean fingidas. Otra cosa debes saber —añadió Obelar—. Nada hay peor en Madrid que hablar sin disimulos y a las claras, que eso está muy desusado. Vale en Salamanca, donde no pasan modas y el hablar claro es costumbre muy mantenida. Pero no en Madrid. Y, además, te advierto que no hay aquí otro entretenimiento de más postín que hablar mal de otro a sus espaldas. A muchos se les pasa la vida en intentar que murmuren a su paso, porque ése es un indicio de prosperidad.
—Parecen consejas del diablo.
—El diablo entra y sale del infierno por Madrid. Olvida ya ese gesto salmantino de maestro de escuela y deja atrás cuanto tenías por costumbre en esa mala tierra de estudiantes. Todo es distinto aquí.
Sentados sobre la tabla de unas sillas, esperaron al secretario de cámara en una amplia habitación con ventanales.
—Se te nota en las maneras, en esos andares y esos gestos —decía Obelar—, que acabas de venir de algún lugar perdido en la geografía y que no estás hecho a los usos de la Corte. Guárdate de parecer forastero y apocado, que en eso te va el trato que recibas.
—Ya se me pone el pelo en punta de todo cuanto llevas dicho, que no he oído más que avisos, advertencias y cuidados y tengo la sensación de estar andando a los bordes de un pozo que será mi perdición.
—Andes por donde andes, sea pozo o no lo sea, cuídate mucho de llevar siempre la ropa que más convenga. Vienes hoy vestido para otro calendario.
Lezuza, que seguía sudando, se estiró las medias otra vez para evitarle arrugas a las piernas.
—Ahora te diré algunas cosas que debes saber cuanto antes para andar por estas salas. Hay aquí figuras principales que ordenan la vida de los reyes. El primero de ellos es el mayordomo mayor, que manda un poco más que el mismo Rey. Todo está sujeto a su autoridad. Firma los pagos que hayan de hacerse a criados y servidores, que vale tanto como decir que es quien con un trazo de su mano te dará de comer. Otro hombre de respeto infinito es el sumiller de Corps, que viste y desnuda al Rey, le prepara la toalla y le lleva y le retira el agua de sus lavatorios. El tercer hombre de valor aquí en palacio es el caballerizo mayor, que calza a espuela al Rey y le acompaña cuando sale a caballo o en coche.
—No me des tanta lección para beber de un solo trago, que ya mañana habré olvidado casi todo.
Entraron a la sala entonces, por una puerta alta que se abrió con ruido y eco, dos enanos vestidos de seda nueva y lujos de mucho adorno. Llevaba uno de ellos camisa cortada y cosida con holgura y un gorro chato trenzado a hilo de oro. En una bolsa de cuero de color muy olvidado, que colgaba a su hombro, el otro enano guardaba sin secreto dos hogazas y unas tripas rellenas de carne de capón. Asomaban al borde del saquillo unas plumas de faisán y en todo se notaba que había engordado el talego con algunas piezas de caza cobradas a la volatería. Los dos caminaban juntos, moviendo con exageración sus brazos, que llevaban muy separados del cuerpo para evitarse el estorbo de unas piernas curvas como bordes de pelota. Cruzaron la sala con andares de vaivén y Lezuza, que no apartaba de ellos la vista, encontró en sus caras gestos que eran mueca o casi máscara.
—No vayas a dejarte la boca abierta y los ojos sorprendidos de ver enanos por aquí —le dijo Obelar—, que hay en la Corte muchas criaturas de placer para entretenimiento de Su Majestad, la mayor parte anormales, que tienen cabezas grandes y deformidades de mucha risa en brazos y piernas, y otros tan atrasados que padecen deterioro del habla.
—¡Pobres! —lamentaba Lezuza.
—¿Pobres? Llevan una vida regalada, con sueldo de capitán, regalos y ración diaria. Todos tienen más paga de la que tú vas a tener sin más obligación que la de hacer gracia. Muchos de ellos son imbéciles y otros, con más seso, bufones. La mayoría los tiene el Rey heredados de su padre y hay uno o dos que encontraron sitio en palacio hace unos meses, por la caridad de personas de lustre que los metieron aquí en pago de favores.
Por la puerta de más altura y adorno entró el secretario de cámara. Se dirigió con paso lento hacia ellos y saludó a Obelar, que le presentó a Lezuza.
—El Consejo de Castilla ha considerado que Su Católica Majestad complete su formación con algunas lecciones de aritmética —dijo el secretario—. El Rey conoce desde niño el manejo de los números, pero conviene que aprenda álgebra y geometría.
—Ése fue el honroso encargo que recibí cuando estaba en la Universidad de Salamanca —dijo Lezuza—. Vengo, además, prevenido para enseñar dibujo y mecánica, dos conocimientos sin los cuales no puede aprenderse la astronomía.
—La astronomía y los escritos de Tolomeo son perfectamente conocidos por el Rey —le informó el secretario.
Advirtió Lezuza en el tono que, con tales palabras, se terminaba la conversación sobre ese asunto y calló, moviendo afirmativamente la cabeza. Sin embargo, el secretario de cámara añadió con una sonrisa:
—Además, la astronomía se ha convertido en Madrid en ciencia peligrosa. ¿Saben vuesas mercedes que hace dos noches mataron a un astrónomo?
Obelar, al oír esto, puso atención y quiso saber más sobre esa muerte, que era, claramente, la que había presenciado él mismo en los tejados. Sabía que el saco que guardaba en su casa contenía el secreto exacto por el que aquel astrónomo había muerto. Por esto que te doy me matan, recordaba Obelar que le había dicho el hombre cuando le entregó el talego. Estaba seguro, también, de que aquel saco tenía algo que los asesinos iban buscando. Para que el secretario de cámara continuara hablando, Obelar, con el tono de la broma y la ironía, dijo:
—¿Le mataron? ¿Miraba, acaso, estrellas prohibidas? ¿O daba celos a su esposa con la Luna?
—A espada. Le hundieron dos espadas en cruz por los costados —contestó el secretario de cámara.
Obelar quería saber más y dijo entonces, mintiendo:
—A las tapias de San Martín corría ayer la voz de que le habían matado por robarle algún secreto que tenía. Y que era noble, de familia sevillana muy de fama.
—Esa voz contaría otro suceso. Pedro Maldonado era valenciano y no tuvo nunca la sangre clara, según me han informado. Pero no hagamos de esto la conversación de todo el día. Vuestra merced sabrá que la Corte no es Salamanca —dijo el secretario de cámara, dirigiéndose a Lezuza—, ni las habitaciones del Rey aulas de universidad, ni el Rey alumno común. Señalo estas evidencias —añadió— para evitar el error de otros maestros, que no vieron más que un alumno donde, en realidad, estaba Su Majestad Católica, Felipe Cuarto. Vuestra merced tendrá siempre presente que el Rey no recibe más lección que la que se da en diálogo. Y ello viene a decir que no hará vuestra merced preguntas al Rey, ni investigará la comprensión de Su Majestad, ni le hará escribir, ni leer, ni copiar, ni aprender a la memoria, sino que hablará con el Rey, contestando vuestra merced a sus reales preguntas, copiando por él lo que deba apuntarse en un papel, leyéndole lo que deba ser leído y escuchando en cada momento lo que Su Majestad quiera decir, siempre de pie y sin volver la espalda.
A Lezuza le pareció este protocolo, por la manera firme y sin descansos con la que había hablado el secretario de cámara, una norma rigurosa y el principio de todos sus fracasos.
—Lecciones en diálogo son lecciones soberanas —dijo Lezuza.
El secretario de cámara le entregó entonces un rollo de papel que llevaba entre las manos y le pidió que lo firmara como prueba de aceptación firme de sus obligaciones. Comenzó a leerlo Lezuza y pasó por alto las letras para fijarse en los números y conocer la paga, que eran dos ducados más de la que recibía en Salamanca, pobre diferencia que decepcionó las ilusiones que el matemático tenía de prosperar en la Corte y de llegar a vivir como un duque, esperanza firme que le había confesado a Inesa varias veces. No se atrevió, sin embargo, a proponer otra cifra, no sólo porque se encontraba incómodo en esa situación, sino porque no sabía cómo hacerlo ni cómo hablar de ello. Firmó el papel con la seguridad de que las lecciones que iba a dar al Rey no remediarían la mala fortuna de su familia ni serían bastante para evitar las humedades de su casa en el invierno. Firmó el papel con la pluma a media tinta y en mitad del nombre tuvo que mojar otra vez la punta en el tintero. Cuando inició el segundo movimiento de su mano, estuvo seguro de que nunca sería más que un pobre maestro y envidió la fortuna de los enanos que había visto. Le faltaba a su mano fuerza cuando terminó el trazo de la rúbrica, y al devolverle al secretario de cámara el papel firmado, miró al suelo en silencio y lamentó haber sido siempre un hombre sin suerte.
Luis Obelar no prestó atención al documento ni a la firma. Había conseguido saber el nombre del hombre asesinado y algunos datos más que guardó celosamente en su memoria.
Una mañana, once días antes, habían zarpado de Génova dos frailes jesuitas. La embarcación, rápida y estrecha, con un solo puente, espolón a proa, popa llana y tres mástiles, iba armada con bombardas para arrojar piedras de granito entre temblores y humos de pólvora. Llevaba también algunos pares de espingardas para lanzar munición de plomo y velas extendidas que le daban empuje y movimiento. A poca distancia del castillo de popa contemplaba el mar fray Martín Vélez, de edad de cincuenta años y más de treinta de tonsura. Le acompañaba como ayudante un fraile joven que había sido alumno suyo, el teólogo Pedro Gómez, de mitad de su edad y hombre de mucha lealtad a su maestro.
A once leguas de la costa, los frailes de la Compañía de Jesús dejaron de ver la tierra y bendijeron las aguas que iban a surcar. Fray Martín Vélez, que había pasado más de la mitad de su vida en Italia y había sido consultor del Colegio Romano, era autoridad reconocida en materia de astronomía, geómetra y matemático. Pero tenía, además, gran experiencia en la instrucción de causas por herejía y en la calificación de las conductas, porque nada encontraba que sirviera a Dios mejor que extirpar las herejías y proveer de remedio para que no las hubiera, por lo que se habían formado los tribunales de la Inquisición, de los que había sido miembro muchas veces. Tres días antes de embarcar había concluido un proceso iniciado e instruido por él mismo contra un genovés que afirmaba que había otros muchos mundos y que el mundo era una estrella, completando sus heréticas pravedades con la idea de que para otros mundos, la Tierra parecía una estrella. Al final del juicio, fray Martín Vélez, acostumbrado a distinguir, entre el torrente de palabras y disculpas de los enjuiciados, el núcleo de sus delitos contra la fe, elaboró ocho proposiciones sencillas que el reo tenía que negar o afirmar. A los dos días de aquel último interrogatorio el genovés fue despojado de sus ropas y, completamente desnudo y atado a una estaca, murió quemado vivo, con una cuña de madera en la boca para detener sus blasfemias.
—En mitad del mar y sin tierra que mirar —dijo fray Martín Vélez—, ha llegado la hora, fray Pedro, de que sepa la verdadera naturaleza del juicio que celebraremos en Madrid. No está la Iglesia para hacer la justicia del Rey, que afecta a las cosas del mundo, sino para hacer la justicia de Dios, que vale más. Ningún crimen es mayor que la herejía y ninguna persona más criminal que el hereje, porque éste es un enfermo que no se quiere curar y, además, inficiona a los que están con él.
Fray Martín Vélez quería aproximar a su ayudante a la verdadera causa que los había unido en aquel viaje. Para el fraile joven, que por primera vez iba a formar parte de un tribunal de la Inquisición como procurador fiscal, se trataba de enjuiciar en Madrid a un hombre que enseñaba una geometría del cielo declarada herética. Para el comisario inquisidor, con nombramiento especial del Papa para presidir el juicio, se trataba de un asunto mucho más importante y peligroso.
—Los pasajes de la Biblia en que se habla de la inmovilidad de la Tierra no son muchos, apenas sólo dos. Y, además —dijo el maestro—, no existe ningún dogma que declare esa inmovilidad ni nunca se ha dicho nada en ningún concilio sobre ese asunto. Y vamos, sin embargo, a Madrid, a tomar en nuestras manos a un hombre acusado de herejía por haber escrito un libro en el que defiende y enseña que la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol.
—Esa enseñanza está prohibida. ¿Lleva el acusado mucho tiempo en la prisión? —preguntó fray Pedro Gómez.
—No ha sido prendido aún —reveló el comisario inquisidor—. Pero lo haremos prender cuando yo haya nombrado al tribunal y todo esté preparado para iniciar el proceso. Éste es un juicio muy especial, en el que el Papa ha puesto todo su interés, porque buscaremos una herejía escondida debajo de otra y muy peligrosa para la fe, distinta a esa del movimiento de la Tierra. En el espacio que media hasta las costas españolas, os pondré al corriente de la verdadera naturaleza de nuestro encargo. Después de oírme comprenderéis que de esa proposición del movimiento de los astros se siguen luego otras mayores que nada tienen que ver con el cielo y que son la peor especie de herejía que haya nacido en el mundo en todos los siglos de su historia.
Fray Pedro Gómez, joven teólogo recitador de san Marcos y la mente más despierta que fray Martín halló en toda Roma, no comprendía las palabras de su maestro y trataba de abrir muy bien los ojos y prestar atención a cuanto decía el comisario inquisidor.
—Hábleme de esa herejía escondida dentro de otra que venimos a prevenir, no sea que la halle y no la advierta —le pedía fray Pedro.
—Mira allí las olas del mar, que son líquidas —le dijo el comisario inquisidor—. Y mira luego esta madera en la que apoyamos nuestras manos, que es apretada y sólida. ¿Por qué en el mundo unas cosas son blandas y otras duras?
Fray Pedro no supo qué contestar, ni fray Martín esperaba una respuesta a su pregunta.
—La constitución interior de las cosas y sus cambios. En esto anida la herejía de la que te hablo, la ponzoña que el Papa me ha encargado limpiar, el mayor mal que vieron los siglos.
Fray Pedro había estado muy unido a su maestro durante los últimos cuatro años y nunca advirtió que dijera algo fuera de razón o que no hubiera meditado antes. De no ser así, aquella conversación sobre líquidos y sólidos le hubiera parecido inventada por un loco. Pero fray Pedro conocía muy bien al comisario inquisidor y no se permitió dudar de que aquello que decía sobre la mayor herejía que los siglos habían visto era cierto. Fray Martín le dijo:
—Si la madera de ese mástil es pasada por el fuego, se quema y cambia. Si dejamos al aire un pescado, se pudre y cambia. Cambia su color, cambia su sabor y su olor cambia. En esto que te digo se esconde lo que venimos a juzgar y condenar.

Capítulo 3
El bachiller abandidado

Obelar había gastado esa noche dos librillos de cera en las velas que alumbraban su insomnio. Estaba seguro de hallar en el cuaderno del infortunado Maldonado algún secreto que revelara la importancia de su muerte o pusiera causa a la furia de sus asesinos. Saber a qué respondían los cálculos dispersos que en las hojas del cuaderno hallaba era, para Obelar, una labor sin éxito, un ejercicio de pura constatación numérica en el que no hallaba error, pero tampoco sentido. En una hoja, Maldonado había escrito que, o las matemáticas mentían, o el mundo estaba mal hecho. Indudablemente, el cuaderno era parte de un estudio mayor, pensaba Obelar, donde estarían expresadas las razones de estos cálculos y lo que pretendía con ello demostrarse. Sin embargo, era ese cuaderno el que los asesinos buscaban y el que Maldonado quería poner a salvo. Se detuvo a pensar Luis Obelar un tiempo, con la mirada perdida al frente, en la importancia que aquellas notas y esos cálculos tenían para un hombre que, a punto de perder la vida, seguro de su muerte, no pensó en otra cosa que no fuera proteger el cuaderno con su propio cuerpo y entregarlo a un desconocido que, forzosamente, debió de parecerle ladrón o persona de escondite al ver que estaba, a medianoche, subido a los tejados. Pero, aun así, pensaba Obelar, debió de creer Maldonado que esa entrega a ciegas a un fantasma de ático era mejor que dejarlo en manos de sus asesinos. Por eso trataba Obelar de encontrar entre los números y las palabras alguna escondida clave que le permitiera valorar la importancia que esas hojas tenían. Dormía desde hacía horas Nicolás en el altillo donde tenía la cama y Obelar gastaba velas, como en los tiempos de estudiante, revisando cálculos. Había en los papeles que formaban el cuaderno muchos dibujos, frases y comentarios escritos, relacionados todos con la astronomía y con las leyes de la mecánica y referencias a textos griegos y latinos y a los sabios antiguos que trataron de explicar la manera en que se ordena el movimiento de los astros en el cielo. Y era clara la evidencia, concluyó Obelar, de que aquel cuaderno contenía el detalle de un estudio astronómico inédito que los asesinos querían robar sin pararse a distinguir esfuerzos, a golpe de espada, a precio de sangre.
Daban las dos de la mañana en las campanas de la Concepción Jerónima cuando el matemático insomne renunció a seguir leyendo y guardó las hojas, las bolas de madera y el compás en el saco y lo puso todo detrás de unas tripas de morcilla que secaba dentro de un armario.
—¡Nicolasillo, baja de ese sueño y ponte a andar, que nos vamos! —gritó Obelar.
Se ajustó las botas, se ciñó una espada y dijo en voz alta:
—¡Abre esos ojos de gandul y ven aquí que es tarde ya!
Nicolás asomó su cara por el altillo en que tenía la cama.
—¿Nos vamos en mitad de la noche y tan sin sol? —preguntó, con la cabeza despeinada y los ojos casi cerrados.
—Échate algo al cuerpo o te saco desnudo de esta casa, porque no podemos esperar más.
Bajó Nicolás a medio vestir y salieron juntos a la calle, sin que el muchacho supiera dónde iban.
—¿Por qué sale vuesa merced de casa tan corriendo, a estas horas de peligro y llevando espada, que es arma que no usáis?
—Salgo de casa tan corriendo porque tengo prisa. A esta hora de peligro porque no las hay mejores para lo que quiero hacer. Y llevo espada porque hay en Madrid dos asesinos que quieren matarme por tener en casa un saco.
—Si son dos los asesinos, presiento que vamos a ser dos los muertos —dijo Nicolás.
—Deja las preguntas y anda a mi lado que vas a entrar en un lugar donde conviene más ser dos que sólo uno.
Pasaron por una calleja estrecha en completa oscuridad y Nicolás apretó el paso para ponerse a la luz de otro lugar. Obelar caminaba embozado en su capa cuando llegaron a la plazuela de Herradores y allí se acercaron ambos a una puerta entreabierta que dejaba escapar a la calle luz de lumbre. Muy cerca del portón, dos hombres con olor a medicina de uva les cerraron el paso. Llevaba uno de ellos sombrero de mucha falda y vuelta y una daga sin disimulo puesta al cinto, calzas con más agujeros que tela y mirada de amenaza. El otro parecía no tratarse con trabajo honrado y tenía en la cara señales de una riña antigua y gesto de desprecio.
—Mira esos dos lindos con qué andares tan equivocados han venido a este sitio a perder sus bolsas —le dijo un hampón al otro, en voz alta.
Obelar se quedó quieto, sin quitarse del rostro la capa que llevaba. Los miró y sonrió por debajo de la tela. Nicolás, sin capa ni sombrero, se detuvo también y comenzó a pensar que en ese encuentro con bandidos sólo la fortuna y algunas oraciones le harían el milagro de conservarle la vida.
—A falta de escudos y doblones, tu alma se irá al cielo en esta misma calle. ¡Trae aquí la bolsa! —dijo uno de los bandidos.
Obelar seguía tapado y sonreía por debajo de la capa sin que los ladrones le vieran ni le adivinaran el gesto.
—Dadme paso a esa taberna, que vengo buscando amigos —dijo el bachiller.
Entonces fue cuando deshizo el embozo de la capa y los dos ladrones le reconocieron. Dieron los bandidos un paso para abrazar a Obelar y celebraron con risas el encuentro. Nicolás, aparte, no sabía si empezar a correr para salir de allí o alegrarse de que aquéllos fueran amigos de su amo.
—Buscad otro incauto para burlas, que a este amigo vuestro no le haréis daño —decía Obelar, que entraba ya con ellos en el ventorro de Herradores.
Era aquél un lugar de pícaros, ladrones, rufianes de burdel, fanfarrones nocturnos, borrachos, valentones a sueldo y espadachines de alquiler. Mandaba allí Ranillas, jefe de una cofradía de ladrones con intereses en aquel lado de Madrid.
—A una cueva de bandidos me ha traído mi señor. Quiera Dios que esto sea un sueño —decía Nicolás en baja voz.
Ranillas le hizo a su amigo Luis Obelar el homenaje de darle hueco en la mesa donde estaba sentado con una mujer.
—Ésta es Mariana por bautizo a la que yo llamo Maricarnes, por el gusto que tiene en llevarlas tan salidas de la ropa y destapadas, como en fuga —dijo el maestro de bandidos.
La mujer tenía el escote bajo y los hombros descubiertos, veintitrés o veinticuatro años en una cara muy pálida aliviada con afeites y el pelo negro, liso y muy peinado, la boca puesta en colores encarnados y los ojos vivos y muy preguntadores.
Al poco tiempo de estar allí sentado, Nicolás se dio cuenta de que en aquella banda mojada en vino nadie hablaba como hablaban todos en la calle, ni como él había aprendido el idioma, sino que a toda cosa le tenían puesto otro nombre. Se enteró con gran sorpresa de que Obelar conocía muchas de tales palabras como si fuera un socio más de los ladrones y sabía distinguir muy bien los oficios a los que la sociedad de bandidos daba amparo. Sabía que ellos se llamaban a sí mismos gerifaltes y que los había dedicados al robo de animales, que eran cuatreros y que le decían cicatero al ladrón de bolsas y alcafitero al que se daba a tiendas de sedas y encajes. Vio Nicolás que sabía Obelar de voces del hampa tanto como de números y que entendía muy bien que meter el dos de bastos era un hurto y que agarrar no era coger, sino robar. Cuando echaban vino a la garganta, los ladrones no bebían sino que mascaban de lo pío y aprendió Nicolás allí que alfiler era alguacil y que cisne se llama al que confiesa, porque para morirse canta. Nicolás no supo entonces, sin embargo, que Obelar se movía en aquella cofradía como invitado de honor porque Ranillas fue su amigo desde mucho antes de que sus fortunas tomaran caminos tan distintos. Pero aunque Obelar había aprendido de Ranillas que los estudiantes pobres son sopones y que a los jóvenes que han cambiado los estudios de universidad por el gusto de los hurtos se les dice caballeros de la Tuna, Ranillas no había aprendido de Obelar otra aritmética ni más cuenta que la de sus heridas, ni había entrado nunca en aula alguna.
Maricarnes puso sobre la mesa, muy cerca de Nicolás, sus dos manos blancas como nieve y se complació en que el muchacho la mirara un poco avergonzado. Maricarnes miraba a todos los que estaban en la taberna por gusto de probar los ojos de cada uno, pero ninguno se hacía cómplice de ese galanteo por temor a las furias de Ranillas, que ya en una ocasión puso el ventorro patas arriba por un gesto que parecía beso dado en la distancia y que no fue más que juego de un novatón que no volvió a asomar la barba en aquel sitio.
Obelar le explicó a Ranillas que hacía dos noches del asesinato de un maestro y continuó luego contando el suceso con todos los detalles que conocía, que eran muchos. Había visto la cara de uno de los asesinos, el modo en que Maldonado intentó huir, sabía la hora aproximada en que murió y sabía también que la causa de su mala fortuna era un cuaderno con anotaciones sobre las reglas que gobernaban el cielo.
—Un maestro de nombre Maldonado —le decía a Ranillas— que, según he podido conocer, tuvo tratos con un sabio Galileo que da por fijo que el mundo anda dando vueltas por el aire. Los curas le han puesto cepo a su boca y hablar de ese baile del mundo es como nombrar al diablo cerca de la hostia.
Nicolás apretó las manos y las hizo puño y notó que unas gotas de sudor le mojaban la espalda, porque no podía creer que su amo fuera amigo de hampones y hablara de los temas de religión con la lengua tan suelta. Pero advirtió en seguida que aquél no era lugar para hablar de otra manera.
—¿Que vamos dando vueltas dice ese maestro? —preguntó Ranillas.
—Y otras varias cosas que le hacen sospechar que el mundo está mal hecho —añadió Obelar.
Cuando el bachiller abandidado le dijo a Ranillas que Maldonado tenía anotado de su puño que el mundo estaba mal hecho, el maestro de ladrones abrió los labios en sonrisa, respiró profundamente, miró a su amigo matemático y dijo:
—Sin haberle conocido, veo ya que ese Maldonado muerto fue un hombre de mucho juicio y un filósofo tan grande como el puñetazo que le dieron a Cano que, como sabes, ni sobró cara ni faltó mano. Que el mundo está mal hecho —continuó— lo vengo yo diciendo desde que cumplí los nueve años y nadie me ha matado todavía por decirlo. ¡Pobre Maldonado! —añadió, compadecido.
Obelar llenó su vaso con el vino de una jarra y dejó que Ranillas continuara.
—Ese maestro no merecía un final tan triste, que tenía alma de bandido por las cosas que decía —dijo el jefe de ladrones—. Matarle por decir lo que sabemos todos, que el mundo está al revés, es una injusticia. ¿Que el mundo va dando vueltas, dice ese sabio?
—Eso dice —aseguró Obelar.
—¡Bendito Maldonado! ¡Pero si es lo que todos queremos: que el mundo dé la vuelta! Los bandidos a palacio y los reyes a la taberna —sentenció Ranillas.
—Quiero que me digas cuanto puedas oír sobre este asunto —le pidió Obelar confidencialmente—. Yo sé que por estos sitios algo ha de saberse de cuanto pasa de noche en las calles.
—Tenlo por seguro —le contestó Ranillas.
Después, Ranillas se acercó a Obelar y dijo, como asunto fuera de duda:
—Esos matachines que estoquearon al maestro eran extranjeros.
—No he tenido nunca mayor asombro que éste, Ranillas —le dijo Obelar—. ¿Ya sabes eso por lo que te he contado?
—Italianos. Y con seguridad, venecianos —afirmó el bandido.
Mientras todos miraban a Ranillas, esperando que explicara el misterio de sus afirmaciones, Nicolás desvió los ojos hacia Maricarnes, que apoyaba sus codos sobre la tabla de la mesa y se inclinaba hacia adelante con un escote que resbalaba por el pecho. El muchacho adentraba su mirada por los huecos de la tela y veía un volumen de carne desnuda que se movía libremente, sustentándose en el aire, un pecho cubierto sólo a la mitad, tapado brevemente por la mala obstinación de un pliegue de la camisa.
—Son extranjeros —dijo Ranillas— porque llevaban intención de matar a espada y mataron a espada luego. Pero la espada es hoy en Madrid adorno de alta cuna y cosa que no se ve sino entre caballeros y gente de espuela. Un maestro no se defiende nunca a espada. Y eso no lo sabían porque no eran de aquí. Son extranjeros, también, porque no hablaban entre sí ni contigo, siendo así que en las riñas de Madrid se atenta más y mejor con la lengua que con las armas. Son italianos porque la espada es cosa común allí siendo pobre y siendo rico. Y son venecianos porque si fueran genoveses estarían en el mar o en el comercio y no con puntas de hierro hiriendo a los maestros. Y como en España no hay más italiano que el que viene de Génova o Venecia, es claro que eran venecianos.
—Ranillas, eso es inteligencia —le decía Obelar.
—Pero la razón más segura para pensar que eran forasteros es que te persiguieron después de matar al maestro, creyendo que dejarte vivo después de lo que habías visto era un peligro para ellos. Si hubieran sido de aquí sabrían, sin embargo, que los asesinatos quedan en España sin castigo la mayor parte y no hay que poner en ellos más cuidado que el de acertar con el acero.
Los que allí estaban le reconocieron a Ranillas el buen juicio que desde siempre tenía acreditado y no dudaron sobre las razones que el maestro hampón usaba para probar que los asesinos de Maldonado eran matachines venecianos. Maricarnes movió los brazos y llevó sus manos hasta el pelo para arreglar un peinado muy cuidado. Nicolás avanzó su vista por los huecos de la blusa y tuvo miedo de seguir mirando cuando ella volvió la cabeza y le miró a él. Obelar hizo luego una seña a Nicolás y ambos se levantaron para salir del ventorro. Se despidió el matemático de algunos bandidos que le abrazaban y ganaron después la calle a paso rápido, donde Nicolás se sintió a la vez aliviado por salir al aire de la noche e incómodo por estar de nuevo a horas tan altas en el Madrid más oscuro y de más miedo.
—Tiemblo sólo de pensar en el camino que hay hasta la casa —le dijo a Obelar—, aunque sea vuestra merced amigo de los mil ladrones que encontremos.
—Alguien te ha metido en la cabeza que en Madrid no hay horas seguras y te vienen los temblores en cuanto el sol se va. En esta ciudad el peligro más grande no viene de bandidos, sino que está en los taberneros, que aguan el vino, en los sastres, que contrahacen tu figura, en las damas, que te seducen con miradas, en la basura, que apesta muchas calles, y en los soldados que vuelven de la guerra, unos cojos, otros mancos, otros ciegos, todos pobres y muchos locos.
Nicolás no dijo nada entonces, pero se quejó luego, cuando Obelar le reveló que no volvían a casa todavía.
—Aprieta el paso, Nicolás, que vamos a la habitación de Maldonado.
—¿A la casa del maestro asesinado?
—Allí ha de haber algo que aclare su muerte y la importancia del cuaderno.
—Nunca he desobedecido cuanto me ha mandado vuestra merced —dijo Nicolás—. Pero se me agolpará esta noche el corazón entrando en casa de respeto funerario y estoy seguro de que me vendrán a la vez cuarenta y cinco males que serán estorbo más que ayuda.
—Pues ponte ahora en cura de ellos y sánate en seguida, que quiero llegar pronto.
Frente a la casa de Maldonado, Obelar contempló detenidamente la fachada. Rasante con la calle encontró un agujero cubierto por una tabla, que retiró con la punta de su espada. La tabla estaba desclavada de otra madera mayor con evidentes signos de fuerza y descubría un paso al interior del edificio, quizá en otro tiempo rampa por donde se deslizaron sarmientos y ramas secas para encender fogones. Por allí descendió primero Nicolás, a quien Obelar obligó a entrar delante de él sospechando que, de otro modo, por el susto que tenía, no le iba a seguir. Bajaron así de la oscuridad de la calle a la de un sótano desde el que subía una escalera por la que llegaron hasta la puerta de la propia casa de Maldonado.
—Los asesinos que le mataron removieron la tabla y la desclavaron de los maderones, sin duda, para subir por aquí —dijo Obelar.
Forzó la puerta, sellada por la justicia, la empujó luego con el hombro y entraron los dos, prevenidos con una vela que el bachiller había llevado consigo y que encendió allí mismo. Puso en seguida Obelar sobre la cera una guarda que impedía el resplandor de llama para evitar así que la luz saliera a la calle a delatar su presencia en aquel sitio. No sabía el matemático curioso qué buscaba exactamente allí, así que empezó por mirar la estancia casi en sombras y de todo cuanto vio le pareció claro que el maestro asesinado trabajaba en una mesa que ocultaba su madera debajo de una abundante cantidad de papeles. Allí se dirigió mientras le pedía a Nicolás que vigilara la calle desde uno de los ángulos bajos de la ventana, puesto sobre sus rodillas y cuidando no asomar por ella ni cuerpo ni cabeza.
—Mire vuestra merced que en esta misma ventana estoquearon a un hombre dos desalmadores y siento ya el mareo de estar cerca de la sangre —se quejaba Nicolás.
Obelar no le contestó. Se entretuvo en la contemplación de algunos libros puestos en desorden sobre el suelo y se preguntó si el maestro tendría en el mundo alguien que pudiera reclamar para sí, por amistad o herencia, cuanto allí había. Después de ver que aquellos libros eran por mitad de matemáticas y geometría de Euclides y por mitad de astronomía, se ocupó de los papeles que cubrían la mesa, donde halló otras notas del maestro asesinado que en nada se apartaban de lo común en un hombre dedicado a la enseñanza. La vela, guardada en una caja alta de metal con agujeros, apenas alumbraba para ver con detalle la letra de Maldonado, pero fue bastante para encontrar un dibujo de esferas de distintos tamaños que, supuso, eran planetas y, a su lado, una hoja grande que situaba al sol enredado en unos círculos trazados con el mayor de los cuidados y el auxilio de cálculos matemáticos dispuestos al pie de la misma hoja. Pasó luego a la contemplación de algunos anaqueles puestos en la pared y ocupados por el desorden de muchos libros y papeles. Supo entonces que no hallaría, entre tanta abundancia, algo que descubriera los secretos del maestro y que sirviera a su propósito de conocer más las investigaciones de Maldonado.
Nicolás, atento a la ventana, le dijo:
—Dos hombres se acercan y remueven los sellos que la justicia ha puesto a la entrada.
Obelar se asomó a la calle y vio que uno de ellos estaba quitando la madera que cubría la gatera mientras el otro se quedaba en la sombra de la calle. Muy poco después, oyeron pasos cerca de la puerta y le pareció a Obelar que el visitante se entretenía en algo antes de abrirla. Nicolás contenía la respiración por si tenía la fortuna de desaparecer de allí privándose del aire. Al otro lado de la puerta, repentinamente, vieron el resplandor enorme de una gran llamarada y, al mismo tiempo, se abrió con un golpe brusco la puerta. El hombre que había subido hasta la casa de Maldonado era silueta en negro entre dos llamas porque portaba dos antorchas que acababa de encender y con ellas entró apenas unos pasos, para arrojarlas una sobre la mesa cubierta de papeles y otra sobre los libros amontonados en un rincón, sin detenerse en esto más que el tiempo preciso para hacerlo y salir corriendo de la casa. Cada antorcha se hizo lumbre alta que alcanzó las telas de la cama y la madera del techo. Obelar y Nicolás vieron con temor que las llamas ponían barrera delante de la puerta y humo en toda la habitación. Se asomó Obelar a la ventana y vio que los dos hombres se alejaban de allí a paso muy rápido. Quiso Nicolás ganar la puerta y no halló lugar por donde no quemarse.
—¡Salta! —le dijo Obelar, ayudándole a poner un pie en la ventana.
Nicolás se dejó caer a la calle y vio que Obelar saltaba tocado ya por tres o cuatro puntas de fuego que se hicieron mayores en la caída y que se apagaron solas al tocar el suelo. Sin decirse más ni mirar atrás, corrieron para alejarse del incendio con la seguridad de que nada de lo que habían dejado en la casa sería más que ceniza en poco tiempo y que también la casa entera ardería sin remedio.
Lejos del fuego, Obelar y Nicolás detuvieron su carrera y serenaron la fatiga y la tos que les tenía tomadas las gargantas.
—¡Dios haga el milagro de quitaros la locura que padecéis desde que el maldito cuaderno llegó a vuestras manos! ¡Casi morimos quemados como herejes! —dijo Nicolás.
—¿Has visto? Eran los asesinos de Maldonado. Han venido a terminar hoy lo que el otro día dejaron sin hacer. ¡Quemar la casa con todo lo que hay dentro! ¿Qué hubiera sido si nos hubieran visto?
Obelar hablaba así para aliviarle el miedo a Nicolás y para que éste pensara que los asesinos habían llegado con la sola intención de incendiar la casa. Pero el propio Obelar no podía estar seguro de que no supieran que ellos dos estaban allí, porque empezaba a preguntarse si habían querido quemarlos a ellos también. Nicolás miraba a Obelar con ojos espantados y Obelar miraba a Nicolás con la sospecha de que estaba arriesgando la vida del muchacho en un asunto que desde ese momento le pareció del mayor peligro.
Tenía Obelar el pensamiento confundido y una punta de miedo agarrada al pecho porque, si era cierto, como pensaba, que los asesinos de Maldonado habían puesto llama a la casa porque sabían que estaba dentro, no le cabía duda de que su vida estaba muy amenazada por hombres de fuerza y que si ya había escapado de ellos dos veces, no le sería siempre favorable la fortuna.
Caminaron sin hablar por las sombras de la noche, tomado Nicolás por una tos que no era más que el humo que había tragado. Estaba el muchacho convencido de que Obelar tenía perdido el juicio y que no habría mejor forma de poner a salvo su propia vida que dejar de servirle y andar otros caminos, porque aquella noche había tenido más sobresaltos que estrellas brillaban en el cielo. Pensaba Nicolás en silencio en las extrañas amistades que Obelar tenía, metidas todas en un ventorro que era a medias burdel y a medias mesón abierto para gente de delito. Pensó en Ranillas y en todo cuanto había pasado aquella noche y no halló modo de encontrar una razón por la que valiera aún tener algún trato con Obelar, como no fuera el gozo del escote de Maricarnes, que no se le borraba de la mente.
Anudados aún al susto, llegaron a la puerta de la casa de Obelar y decidió éste no entrar por no poner paredes al ansia de correr que le había ganado todo el cuerpo al saltar por la ventana, huyendo del incendio. Quiso, sin embargo, que Nicolás refugiara su miedo en la casa y aliviara con el sueño la tragantona que llevaba. Tenía Obelar, además, una urgencia del ánimo que no confesó al muchacho y para la que precisaba quedarse solo. Apenas Nicolás desapareció detrás de la puerta, Obelar anduvo a zancadas hasta llegar al lugar en que las llamas devoraban la estancia del matemático asesinado. Congregados algunos vecinos de la calle, trataban de hacer humo de la lumbre echándole al fuego el agua que llevaban en toneles. Las ventanas de otras casas se llenaban de voces de alarma y hombres y mujeres daban a mantas y paños mojados el encargo de ahogar las llamaradas. Comprobó Obelar al llegar allí que estaba intacta y alejada del peligro de la lumbre la casa en la que vivía la mujer a quien besaba la noche en que hubo de salir por la ventana para alzarse luego en sombras hasta el ático en que vio morir a Maldonado. Miró con crecido interés, sin embargo, entre los grupos de personas que se ocupaban de detener el avance de las llamas y no halló en ellos el rostro de Isabela, la mujer a la que amaba. Después de sostener dos barreños llenos de agua que le colgaron en los brazos sin mediar palabra, después de vaciarlos sobre unas briznas que amenazaban con prender de nuevo, se retiró Obelar al hueco que entre dos tapias daba abrigo a seis o siete vecinos que entonces llegaban a la calle y vio allí, recortada entre los brillantes reflejos rojos y amarillos de la lumbre, la dulce cara de Isabela, que era la mujer que más quería y que era, para su desconsuelo, la mujer de otro, la mujer de un juez viejo cargado de espaldas y de gravedad. Ambos se miraron sin decir palabra, enmudecidos por la presencia de un hombre, a la vez marido y juez, rico y motilón, con quien ella había hecho bodas años antes. Isabela y Obelar mantuvieron sus miradas y él vio en los ojos de ella, más claramente que nunca, la serena belleza de una mujer que también le amaba.
Cuando empezaron a volver a sus casas los vecinos, aliviados por dejar humo sólo donde había antes llamas, Obelar miró a Isabela, que se alejaba caminando al lado del juez, sin volver la cara, sin decirle adiós. Y allí mismo, entre el amortiguado calor de los rescoldos, supo Obelar que nada de este mundo los separaría nunca. Volvió él también sus pasos, mirando al suelo y lamentando ya, más que el incendio y el riesgo de su vida, la desgracia de ver a Isabela al lado del hombre con quien un mal día la casó su padre, entregándola, como en negocio, a un juez de treinta años más que ella, desoyendo las súplicas de su hija, que pedía un marido al que quisiera. Una petición que, según la opinión de su padre, no era más que un deseo de juventud que le pareció de menos provecho que asegurarle a su hija la renta y el prestigio de estar casada con un juez. De aquellas bodas frías, por contrato y obligadas, vino luego un niño que, según pensó Obelar, había cumplido ya los cuatro años. Apretó entonces los puños el matemático curioso y lamentó la mala fortuna de amar a una mujer a la que había conocido muy tarde, demasiado tarde para borrarle el matrimonio y la maternidad.

Capítulo 4
La comida del rey

Juan Lezuza se despertó al lado del hueco hecho en la lana del jergón por el cuerpo de Inesa, que no estaba allí, sino en otra estancia de la casa, desde dos horas antes. Al levantarse, salió de la habitación y vio a su mujer sentada en una silla, mirando a través de la ventana, completamente vestida, absorta en alguna contemplación o entregada a algún pensamiento que le llevaba lejos. Lezuza advirtió esa mañana, a la luz del claro de sol que entraba en la sala, el gesto triste de Inesa, un gesto que ya no componía sólo para mostrárselo a él, como había pensado algunas veces Lezuza, sino que le era propio y que le llenaba la cara, el corazón, la vida, que era ya casi su semblante de siempre, un gesto que llevaba prendido a sus facciones, ajustado a los pliegues de su piel aquella mañana en aquella sala, mientras creía que estaba sola.
—Pronto te has levantado, Inesa. ¿Has ido a traer el sol?
—Ya viene solo cada día. Las cosas del cielo no iré yo a buscarlas, bien lo sabes.
—Las cosas del cielo… —repitió Lezuza.
—Las que tú conoces tan bien. No sabes lo que importa, pero sabes mucho de los cielos, las estrellas, los planetas, la Luna, los cometas y todas esas cosas de comer que van dando vueltas en el aire.
En camisa todavía, Lezuza se acercó a Inesa con ánimo de remediarle la tristeza y corregirle dulcemente la ironía. Ella volvió la cara hacia otro sitio y bajó al suelo la mirada.
—No engordes esa pena que tienes metida en el cuerpo desde hace tanto tiempo, Inesa. Si lo miras bien, nunca nos faltó pan ni un trozo de tocino que darle a Pascual y que llevarnos a la boca. No tenemos varias camisas para mudar, ni nos suenan en la bolsa doblones que nos sobren, pero vamos haciendo la vida unos días con los otros.
Se acercó más aún a Inesa, se sentó a su lado y dijo:
—Tú me desprecias porque miro las luces del cielo con más afición que la cuenta estrecha de mi paga de maestro. Pero las luces del cielo me enseñan que el mundo no es como lo explican los sabios. ¡Estoy hablando del mundo, Inesa —dijo, levantando la voz—, de todo el universo, no de una morcilla de más o de menos! ¡Te hablo de las leyes que gobiernan el día y la noche, de la geometría de Dios, Inesa, no de un puchero de caldo en la mesa de mi casa!
Inesa, en silencio, siguió mirando al suelo y Lezuza, sin poder adivinar la causa, percibió que ella temblaba. El matemático en camisa se arrepintió entonces del tono que había usado un momento antes y creyó que había gritado. Para aliviarle a Inesa ese temblor le cogió las manos y la abrazó después.
—Hace muchos años —dijo Lezuza con voz baja y persuasiva—, junto a una hoguera que se apagaba, una noche sin luna, un hombre levantó la vista al cielo y se preguntó qué eran las estrellas. Desde entonces, Inesa, los hombres han mirado al cielo haciéndose la misma pregunta.
Lezuza dejó de hablar en este punto. Respiró profundamente y añadió:
—Preguntas, Inesa, las preguntas han ido haciendo al mundo y a los hombres. Los antiguos pensaron que las estrellas eran agujeros por los que se ve una llama, que eran hogueras encendidas. ¿Por qué no se caían a nuestros pies? ¿Quién encendía esa lumbre cada noche?
A Lezuza se le quebró la voz en ese momento y asomó a sus párpados una lágrima que no llegó a derramar. Puso su barbilla sobre el hombro de su mujer y la abrazó más fuerte. Con una voz ahogada que escapaba entre dos sollozos disimulados, dijo:
—Las leyes de la naturaleza, la geometría del cielo, Inesa, es el pensamiento de Dios.
Deshizo el abrazo poco a poco y, mirando a los ojos de Inesa, Lezuza añadió con una sonrisa:
—¡Tengo que… hacerlo…!
Inesa le miró entonces fijamente.
—Sabes bien que hemos dejado Salamanca por salvar tu vida y nuestra fama, que las dos has puesto a riesgo allí hablando sin disimulo de una cosa tan prohibida como las vueltas que da el mundo —le dijo ella—. No le metas a Pascual esa afición al cielo. Es cuanto te pido —añadió.
Inesa se levantó del asiento y Juan Lezuza fue a vestirse las galas de invierno, que eran las ropas de más fasto que tenía, para darle la lección del día al Rey. Cerró la puerta de su casa al salir de allí y pensó en Inesa, que se quedaba dentro con Pascual, triste y sin comprenderle.
Conocía ya el mejor camino para ir al Alcázar sin pasar dos veces por el mismo sitio. Pero no se dio cuenta de que un hombre que escondía su barriga en una faja, le seguía desde muy cerca de su casa, como había hecho ya otros días. Salió Lezuza a los calores del verano de Madrid con medias de color, zapato para agua y camisa de fríos, perseguido por un hombre como sombra y llegó al Alcázar. Cuando entró, tuvo la impresión de que nadie le esperaba allí aquella mañana. Le rogaron que aguardara en un salón hasta que se le llamara. Juan Lezuza estuvo sentado sobre la tabla de madera de un banco de rincón durante más tiempo del que pudo calcular. El secretario de cámara le dijo, mediada la mañana, que el protocolo y los asuntos de gobierno entretenían al Rey, que no disponía de tiempo para atender la lección del día. Pero le avisó igualmente que no se fuera, porque del mismo modo que el Rey no le había llamado, podría llamarle en breve, cosa que no se podía asegurar.
Pasado el mediodía, el secretario de cámara entró en la sala en la que esperaba Lezuza.
—Su Majestad me encarga decirle a vuestra merced que ahora va a comer. Quiere, sin embargo, que estéis presente mientras come.
A Lezuza le pareció muy grave que la mañana entera hubiera pasado ya sin ocasión de dar lección y que fuera a pasar más tiempo viendo comer al Rey. Pero no dijo nada porque, después de todo, había aprendido que en la Corte es el maestro quien se aviene a los gustos del alumno.
—Acompáñeme vuestra merced y tenga presente algunas cosas que ahora le expondré —dijo el secretario de cámara, mientras invitaba a Lezuza a salir de la estancia—. Sepa que el Rey y la Reina comen separadamente. Una vez a la semana, o cada dos semanas, los Reyes comen juntos. Y estas comidas pueden presenciarse públicamente con la única condición de ir vestido con decoro y mantener silencio. Vuestra merced no se sentará durante el tiempo en que esté presente el Rey, ni se acercará a Su Majestad a menos de doce pasos, ni hablará sin ser preguntado, ni estorbará el movimiento de la servidumbre que atiende la mesa real. No reirá vuestra merced nunca hasta que lo haga el Rey ni le volverá la espalda ni desatenderá su masticación.
—¿Desatender su masticación?
—Le mirará siempre, quiero decir, sin atender a cosa distinta ni poner los ojos en otro sitio que no sea la mesa a la que está sentado el Rey. Y por principio general, vuestra merced debe saber que donde está Su Majestad no pasa nunca otra cosa ni ocurre nada más que lo que el Rey hace. Ni puede, por eso mismo, atenderse a asunto distinto de lo que Su Alteza dice o desea.
Entraron con estas palabras en una estancia mucho más grande que las que había visto hasta entonces Juan Lezuza, un salón que por su tamaño era utilizado también para recepciones y festejos. Tapices y pinturas adornaban los muros y varios velones ardían en los ángulos de un techo muy elevado. Puesta a un lado, sin ocupar el centro, estaba la mesa real, vestida con dos manteles, sin nada más sobre ella. Lezuza se quedó de pie a unos pasos de la puerta por la que había entrado y vio que en aquella sala esperaban varios gentileshombres y gente de sombrero que tenían ganado el permiso de ver comer al Rey. Se abrieron a un tiempo dos puertas pequeñas que parecían disimuladas en la pared y por una entró el tapicero de palacio con dos ayudantes, llevando entre los tres una alfombra que dispusieron debajo de la silla del Rey. Por la otra puerta entraron otros servidores que llevaban copas, jarros, saleros, vinos, pan y platos. Pasaban una cosa tras otra de mano en mano, puestos en fila con mucha seriedad hasta el ujier de mesa, que recibía todo para disponerlo en orden perfecto. Muy poco tiempo después entraba por la puerta principal el Rey, acompañado del mayordomo mayor, que llevaba en la mano un bastón de mando. Se sentó en su silla sin mirar a nadie y el ujier esperó un instante hasta que hizo un gesto a los servidores, que era la señal para iniciar las atenciones al Rey.
El trinchante se lavó las manos en un barreño decorado con orlas doradas y se acercó a la mesa con una bandeja de pan que puso sobre un plato pequeño situado a la derecha del Rey. Llegaron en fila al comedor once sirvientes, llevando once fuentes de comida que el trinchante enseñaba a Su Majestad para que eligiera los que eran más de su gusto aquel día. Se adelantó entonces el prelado mayor y bendijo la mesa y las viandas con los gestos de su mano, sin que nadie pronunciara ni una sola palabra ni oración. Empezó el Rey a comer y se mantuvieron a su lado el mayordomo mayor y otro hombre de galas, que servía la copa real y estaba atento a sus deseos, pues cada vez que bebía el Rey, colocaba una salva debajo de la copa para recoger las gotas que pudieran derramarse.
Pasó en silencio el tiempo, en el que Su Majestad comió desarregladamente de seis o siete fuentes distintas, con apetito voraz, golosineando dulces entre guisos y salsas, sin orden y con rapidez, a muerde y sorbe, haciendo fama de tumbaollas. Cuando acabó de tragonear, con el bocado en la boca, decidió abandonar la mesa y salir del comedor. Todos los que le miraban hicieron reverencia cuando el Rey se levantó y salió de allí al lado del mayordomo mayor y del secretario de cámara. Volvió el Rey sobre sus pasos al umbral de la puerta y, mirando a Juan Lezuza, le dio la orden de acompañarle. Cruzó el maestro la estancia ante la mirada de todos, con paso decidido y detrás del monarca se dirigió a la antecámara real, lugar donde Lezuza y el Rey solían mantener lecciones en diálogo. Entraron ambos a la sala y allí se sentó Felipe Cuarto, señor de todos los mundos. Sobre la silla real, un almohadón de hilo de oro y a su frente un tapiz desgastado con escenas de la Biblia.
Aquel muchacho coronado, de dieciséis años, angulado de barbilla, tenía los labios cortos y muy abultados, la nariz de su familia y los ojos apagados. Era en todo claramente un niño mayor y en todo se veía sin embargo al hombre más poderoso del mundo, como si su figura delgada fuera enteramente la estrecha frontera inestable y débil entre los juegos de un chiquillo y las decisiones de un monarca. Lezuza, como cada día, no inició conversación alguna hasta que el Rey se dirigió a él.
—Antes de empezar con lo que ayer dejamos —dijo— Nos, el Rey, queremos que sepas que hemos pensado esta noche más que en los números y en el álgebra, en la filosofía de los números.
—En la filosofía de los números… —repitió Lezuza, esperando mayor explicación.
—En esas ecuaciones que hemos visto…, Lezuza, ¿qué es la equis, exactamente? —preguntó el Rey.
—Es la incógnita, el valor desconocido que se debe determinar.
—Por ejemplo, ¿cinco?, ¿o seis?, ¿o siete?
—Sí —contestó Lezuza.
—Y si es cinco o seis o siete, Lezuza, ¿por qué no se pone el número en vez de disfrazarlo con la equis, una letra tan aspada y simple?
—Porque equis puede ser en unos casos cinco, en otros seis, en otros cien. Equis es una variable que cambia.
—¿Y qué interés hay en saber lo que es equis ahora si cambia tan de continuo?
Lezuza no halló modo de dar respuesta a esa pregunta y, para cambiarle a la situación el signo, propuso:
—¿Dejamos ahora ese asunto y volvemos a los giros de la Tierra?
Felipe Cuarto se entusiasmó con la propuesta.
—Sigue hablándome, como otras veces, de esa teoría divertida, Lezuza. Pero hazlo en voz más baja porque, con ser el Rey, es seguro que en ocasiones escuchan lo que hablamos y, Nos, tenemos la prudencia de guardar en secreto esta complicidad con teoría tan secreta. ¿Dices, Lezuza, que el Sol es centro de las órbitas de todos los planetas y que es el mundo el que da vueltas?
—Eso es cosa segura que está demostrada por la observación, la geometría y las matemáticas. Es el centro de las trayectorias circulares de los planetas. Sólo una cosa se opone a esa evidencia.
—Los cometas —dijo el Rey, recordando lo que el maestro le había advertido otro día.
—En cosa de muy pocos meses, hace algunos años, vi tres cometas muy brillantes en el cielo, Majestad. Su movimiento no parecía circular en dos de ellos. Pero aprecié muy claramente en el tercer cometa, un gran cometa azul, a principios de 1619, que su trayectoria, definitivamente, no era circular. Y un movimiento en el cielo que no sea circular rompe esta teoría.
—Muchas más cosas la rompen, según hemos oído. La Biblia sobre todas las cosas se opone a ello. Y mucho más que las Escrituras se opone la Iglesia.
—La evidencia es matemática.
—No son católicas las matemáticas. Pero sigue, Lezuza, que con esa diversión se puede aprender ángulos y geometría.
—Como la Tierra gira alrededor del Sol, las vueltas que los planetas dan no pueden ser circunferencias, sino otra clase de curva.
A esto el Rey contestó con una carcajada. Y estuvo riéndose de ello un tiempo hasta que dijo:
—Tus números han puesto al mundo a bailar zarabandas y jerigonzas. ¡Buena fiesta tiene el cielo! Las matemáticas son, Lezuza, una ciencia muy disparatada —añadió, riéndose todavía.
En esto pasó la tarde hasta que el mayordomo mayor distrajo al Rey de estos asuntos con el anuncio de una recepción de embajadores. Lezuza salió aquel día del Alcázar con la seguridad de que su real alumno era muy inteligente y muy capaz y con la certidumbre de que el Rey no dedicaba a las lecciones más que recortes de tiempo, lo que era claramente un perjuicio para el aprendizaje.
Obelar y Nicolás llegaron a la casa de Lezuza a la hora en que el sol tocaba el horizonte. Encontraron a Inesa en medio de un juego de sonrisas que eran las primeras que tenía desde que llegaron a Madrid. Lezuza le explicaba a su mujer cómo se hacía la comida del Rey, el baile de servidores que venían con once platos desde la cocina y la seriedad de tantos hombres juntos. Lezuza, para contar cuanto había visto y oído ese día, se ayudaba de gestos y movimientos, imitaciones de voces y comentarios de burla. Pascual tenía los ojos muy abiertos y, cuando su padre contaba cómo vio comer al Rey y cómo un servidor llevaba una salva al pecho del soberano para evitar que el agua derramada cayera al suelo o al vestido pensó, satisfecho, que su padre era un hombre importante, con paso franco en el Alcázar y maestro del mismo Rey. Pascual tenía aprendido lo que corresponde a un hijo de maestro y, además, su madre le enseñaba poesías y le contaba las historias que a ella le contaron, remediando así con palabras y literatura lo que su padre le enseñaba con los números. Cuando Pascual vio que llegaban a la casa Obelar y Nicolás, se aseguró con éste los juegos de otras veces y corrieron y saltaron, fingiendo luchas a espada y echando a suertes quién era el moro. Obelar llegaba a casa de Lezuza con la secreta idea de que su amigo le ayudara en el estudio del cuaderno de Maldonado. Esperó, sin embargo, a que el maestro de Su Majestad despachara sus burlas de la Corte imitando reverencias y refiriendo con solemnidad de risa las advertencias que el secretario de cámara le había hecho antes de llegar al comedor real.
—No molestará, no se sentará vuestra merced, no estorbará a los servidores —decía Lezuza, repitiendo las palabras que le había dicho el secretario de cámara.
Inesa se reía de las burlas y Lezuza, tomando una silla para sentarse, dijo:
—Pero lo más divertido es el propio Rey, un muchacho que busca diversiones y le hablan, sin embargo, del enemigo holandés, un muchacho al que aburren con asuntos de gobierno y que sólo espera ver a su maestro de matemáticas para divertirse. Cada día, cuando empezamos la lección, me doy cuenta de que tiene estudiadas muchas cosas y que dedica mucho tiempo a lecturas y a aprender, pero sin orden, de suerte que lo tiene todo confundido y para que cada cosa ocupara el lugar que le corresponde habría que cogerle de los pies y colgarlo con la cabeza abajo, agitarlo un rato y confiar en que la suerte ayude a aclarar sus estudios. Mezcla la aritmética con un álgebra mal aprendida y cuando se llega a los teoremas, sin duda por tenerlos estudiados en libros extranjeros, sólo sabe repetirlos en francés, sin que pueda aplicarlos hablando en castellano. Los principios de geometría los sabe todos en latín, que es lengua que habla mejor que ninguna otra. Suma y resta con mucha velocidad, comprende bien las fórmulas de áreas y volúmenes y está muy interesado en la geometría y en la medición de ángulos, de suerte que es listo y muy capaz, pero hecho por mal sastre, porque lo que tiene de largo en esto lo tiene de corto en otras cosas, como si hubiera aprendido a trozos, haciendo paño de retales.
Después de estas sonrisas, mientras Nicolás y Pascual jugaban a esconder tesoros, Obelar y Lezuza se quedaron solos. Puso mucho cuidado Luis Obelar en empezar otra conversación con gesto de distinta índole, para señalar a su amigo la circunstancia y pedirle la mayor atención.
—¿Qué es esa importante cosa que quieres decirme? —preguntó Lezuza.
Obelar le contó entonces cuanto había pasado la noche en que Maldonado le entregó el cuaderno y le dijo, además, que las anotaciones del infortunado asesinado correspondían a estudios astronómicos de conclusiones prohibidas.
—Conclusiones que tú conoces muy bien —le indicaba Obelar—, porque viene a sostener las mismas cosas que tú dices de los giros de la Tierra y que tantos inconvenientes te han procurado en Salamanca.
Le habló luego de su visita nocturna a la casa del asesinado y de cómo, estando dentro, fueron a ponerle fuego y cómo salieron del incendio. Y añadió después que todo aquello estaba empezando a producirle mucha inquietud.
—Algo hay fuera de duda —dijo Lezuza—. Al menos dos asesinos quieren ese saco y es seguro que te buscan y que al encuentro que tuviste con ellos en un ático respondieron poniéndote fuego. Ten cuidado.
Lezuza se quedó callado un instante, como si hubiera dejado suspendidas sus palabras en el aire y, mirando fijamente a su amigo, añadió:
—Hay en toda esta tierra, desde Vizcaya a Granada, un interés muy fuerte por mantener secretas las verdades de la astronomía. Mira cómo he tenido que salir yo de Salamanca, tapado y sin despedidas, con olor a carne de hoguera.
—¿Quieres ver los papeles de Maldonado?
—Esta misma noche. El asunto es peligroso, pero es necesario revelar la verdad.
Un tiempo después, con un trozo de luna creciente en mitad del cielo y las estrellas en su sitio, salieron ambos a la calle. Nicolás les seguía a unos pasos de distancia y empezaba a tener miedo de las aficiones de su amo, todas nocturnas y dobladas en secreto dentro de su fama de caballero galante. Amigo de bandidos, ladrón de esposas, perseguido de asesinos y de rondas. Llegaron con aire clandestino a la casa de Obelar y estuvieron estudiando las hojas del cuaderno, como si estudiaran el misterio más profundo de sus vidas. Nicolás se retiró a dormir con la seguridad de que a la mañana siguiente los encontraría a ambos hablando de ángulos y líneas. Sin embargo, al despertar, vio que ninguno de los dos estaba allí. No vio tampoco el talego en el que Obelar guardaba el cuaderno y las bolas de madera, ni sabía dónde estaba tal saco escondido, lo que le pareció bien y muy de su gusto, porque empezaba a atribuir a ese paquete los extraños modos que su amo había tenido en los últimos días y los peligros por los que habían pasado.
Obelar y Lezuza habían salido de la casa un poco antes de que llegaran las primeras luces a Madrid. Dejaron atrás las últimas tapias de la ciudad y bajaron hasta la ribera del río, donde detuvieron sus pasos y dispusieron dos piedras planas como asientos. Allí levantaron los ojos al cielo y Obelar estuvo escuchando las palabras de Lezuza, que venían a decir que las notas del astrónomo asesinado eran coincidentes con lo que en muchas partes era tenido por cierto, que el Sol era una esfera fija y centro de las trayectorias circulares de los planetas, como la Tierra era centro de los giros de la Luna.
Obelar recordó entonces las palabras del secretario de cámara del Rey, cuando dijo que la astronomía era ciencia peligrosa, hizo un gesto en el aire con la mano para pedirle silencio a su amigo y, amparado en la prudencia, dijo:
—Lezuza, los dos enseñamos matemáticas. Pero enseñar significa, en todas las universidades, leer y comentar a Aristóteles: De anima, laFísica, el De generatione et corrupcione, los Meteorológicos, el De coelo et mundo, con la ayuda del padre Suárez, del padre Toledo y, para la física, los comentarios del padre Pereira. Si tú o yo enseñáramos, en mitad de esta España enferma y vestida de fiesta, que Aristóteles no tiene razón… y que Tolomeo escribió barbaridades…
Calló, hizo una pausa y, luego, añadió:
—Faltaría tiempo para que nos cargaran de cadenas y nos sacaran la lengua. Créeme, Lezuza, nosotros sólo somos… maestricos, no griegos antiguos.
—Nunca podré agradecerte lo que has hecho por mí —le dijo Lezuza—. Por muchos años que viva, siempre tendré una deuda de gratitud contigo. Has conseguido traerme a Madrid en el momento en que más peligro corríamos mi familia y yo. Allí, en Salamanca, algunos miembros de la Compañía de Jesús se preparaban ya para denunciarme al Santo Oficio por enseñar que el mundo da vueltas.
—¿Has tenido miedo?
—Mucho miedo, Obelar.
—¿Conoce Inesa la verdadera causa de este viaje a Madrid? —preguntó Obelar.
—Todo el mundo en Salamanca sabía que, antes o después, acabaría procesado por enseñar a Copérnico y a Galileo. Inesa lo sabe todo, pero no me habla de ello.
Después de un silencio, Lezuza preguntó:
—¿Cómo lograste que un profesor de Salamanca como yo viniera a la Corte para dar lección al Rey?
—Lezuza, en Madrid no hay mayor ventaja que la de tener amigos. Si eres tonto y no distingues la suma de la resta, un amigo hará que puedas enseñar a todos aritmética; si has robado y te han visto y te llevan ante el juez con el botín en las manos, teniendo un amigo, te librarás de la justicia; en Madrid, Lezuza, todo es tener un amigo poderoso. Y cuanto más alto rango tenga, mejor provecho hace. Yo, por sacarte del apuro en que vivías, hablé con un amigo.

Capítulo 5
El equilibrio de las copas

La travesía de los dos frailes jesuitas sólo tuvo desde Génova hasta Sagunto un susto de mar, cuando las jarcias cedieron al empuje de los vientos, se destrabaron las hebillas del timón y quedó el barco orientado a su capricho hacia otras costas. Hubo luego, en noche de viernes, clareando ya el alba del sábado, una sombra de galeaza que parecía entre turca y veneciana y que surgió cerca de popa como si hubiera emergido por magia. Se previnieron con dos virajes forzados las bandas de la embarcación para evitar la acometida a los costados y el capitán mandó cargar los falconetes. No había noticia de pillajes ni de asaltos a barcos españoles en esa parte del mar ni el capitán tenía pericia acreditada de mando en combate alguno, porque había flotado siempre en naves de carga y en aguas muy seguras. Desde el castillo de popa, el piloto encaraba al enemigo para hurtarle a su alcance el flanco más desguarnecido y las sogas de la vela de aire corto se tensaban al golpe de las salpicaduras. La quilla de la galera iba apartando agua, a una y otra bandas, por ambos lados de su proa, mientras se acercaba al barco sorprendido. Entonces se oyeron, por encima de los ruidos del oleaje y la madera golpeada, algunas voces que mandaban detener el avance a los remeros. La goleta que había aparecido sin aviso se dejó empujar sólo por el viento y formó a sus bandas dos hileras de remos levantados. A muy poco, desde el puente, se hizo enseña de grímpolas y estandartes del Rey, que convirtieron el encuentro en signo de amistad y no de lucha.
—Las estrellas han guiado mal al piloto de esa barcaza —dijo fray Pedro Gómez—, que casi nos aborda en mitad de la penumbra de este amanecer.
—En eso que dices veo que has navegado poco. Va para veinte años que partí de Lisboa para las Indias —dijo fray Martín—, cayendo a varias leguas después, por viento entre mediodía y lebeche, al hemisferio de la otra parte del mundo. Navegamos con otras estrellas, que son las del sur, donde no hay Polar ni Osa Mayor. Pero llevaban los pilotos cartas de marear y miraban al papel y no a las estrellas.
Continuaron después la navegación cuando la embarcación orientó su proa hacia Sagunto y, con el día claro, fray Martín dijo:
—Y ahora que el Sol asoma por aquella parte del mar, ¿sabe decirme vuestra paternidad si el Sol pasa sobre nosotros o si es la Tierra quien lo encuentra al dar la vuelta?
—Claramente —respondió fray Pedro Gómez—, el Sol sale y se pone. Está escrito en el capítulo diez del Libro de Josué, allí donde se lee que Josué se dirigió a Yavé y dijo: “Sol, detente sobre Gabaón, y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón”. Y se detuvo el Sol y se paró la Luna. Se detuvo el Sol en medio del cielo y no la Tierra.
Después de una pausa muy breve, continuó:
—Y el mismo Salomón dijo que el Sol baja y se dirige rápidamente al lugar donde se levanta. Es el Sol lo que se mueve.
—¿Ha oído vuestra paternidad hablar de los átomos? —preguntó fray Martín Vélez.
—No.
—Dicen Demócrito, Anaxágoras y Telesio, y ahora mismo otros muchos, que las cosas están hechas de otras más pequeñas que llaman átomos y que así como se agrupan los tales átomos surgen especies sólidas o líquidas, blandas o duras, blancas o negras, unas madera y otras agua, unas piedra y otras lana.
Fray Martín Vélez hizo una pausa en este punto con la intención de destacar lo que aún le quedaba por decir y continuó hablando, muy despacio, para asegurar la comprensión de sus palabras:
—Si la razón entrara a gobernar los asuntos de la fe, si se permitiera cambiar lo que la Biblia dice del Sol y de la Tierra, simplemente porque las matemáticas dicen otra cosa, vendrían luego los filósofos a suscitar que no existe el milagro de la eucaristía, donde se convierte el pan en la carne de Cristo y el vino en la sangre.
—¿Por qué?
—Porque, según empiezan a decir, si las cosas están hechas de átomos y son de un modo y no de otro por causa de esos mismos átomos, al permanecer en el pan y en el vino su color, su olor y su sabor, siguen siendo lo que eran, pan y vino y no cuerpo y sangre de Cristo. Ésa es la herética pravedad que hoy amenaza al mundo.
—Lutero dice que en la eucaristía, con el cuerpo y la sangre de Cristo hay verdadero pan y verdadero vino, al mismo tiempo…
—Lo que es enteramente falso. La consagración se hace con las palabras hoc est corpus meum. Éste es mi cuerpo. Cristo dijo: éste. Lo que significa que aquel pan no era ya pan. Por milagro, se produce la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre y no queda allí ya ni pan ni vino. No vengan los hombres a decir, por la matemática y la física con las que ahora dicen que el mundo da vueltas, que en tales sustancias no se obra, por milagro, la transubstanciación.
Un tiempo después, esa misma noche, Obelar y Lezuza habían estado caminando cerca del río, mirando a las estrellas. Decidieron ya a hora muy larga entrar en la ciudad por una calle que era hueco entre dos tapias y llegaron luego a las cercanías del Humilladero, desde donde Obelar le condujo a la taberna en la que Ranillas gobernaba el hampa de Madrid. Apenas habían cruzado la puerta cuando Maricarnes, que los vio entrar, deshizo el beso que le daba a su rufián y se inquietó en el asiento. Ranillas llamó a Obelar con un gesto agitado de la mano y cuando los tuvo delante, casi sin tomar aliento para hablar, dijo:
—¿Este que viene contigo es tu amigo?
—Tanto como tú —contestó Obelar.
—Pues si su nombre es Juan Lezuza, cámbiale la cara y sácalo en disfraz de esta ciudad de peligros, porque estaría más seguro en la guerra que andando por la calle.
—¿Qué mal aviso es éste para mí? —preguntó el propio Lezuza.
—Los que pisan por primera vez esta taberna escuchan. Y hablan sólo si se les pregunta. Y entonces, contestan con cuidado y con mucho comedimiento, que la lengua suelta dura poco en este sitio —le advirtió Ranillas muy severamente.
—Son las reglas —aclaró entonces Obelar, pidiéndole disculpas a su amigo.
Maricarnes miró a Lezuza de la cabeza a los pies con un gesto de lástima y dijo:
—Cuando veo algo así me alegro de que ni Ranillas ni yo ni la gente a la que quiero sepan coger una pluma para escribir en papel, que es hoy la peor cosa que puede hacerse.
—Maricarnes está adelantando el final de la historia —dijo Ranillas—, y no habrá modo de que sepáis qué pasa si no la empezamos por el principio. Pero no le falta razón en esa prisa que le pone al cuento porque, tal como lo tengo oído, es ya muy tarde para arreglarlo y no le queda otra cosa a tu amigo que ser pájaro y salir volando para que no le echen encima los grilletes de nunca quitar.
—¡Cierra la boca, Ranillas, y tira sólo del lado de la lengua en que esté lo que aproveche, que hasta en el peligro te haces orador! —dijo Obelar.
—Es el vino calentón de este ventorro —le disculpó Maricarnes—, que lo toma como sopa, con pan mojado y con cuchara y le desata la perorata.
A Lezuza, que veía que hablaban de él sin poder decir nada, se le había huido la sangre de la cara, dejándola sin más color que el de la cera de las velas. Y así, quieto en el asiento, parecía estatua.
—Al empezar la noche —explicaba Ranillas— me han entrado en las orejas algunos secretos que mis hombres me han traído. Hay en Madrid muy poco de importancia que no pase por esta taberna. He sabido que un amigo tuyo…
—Aquí, el Lezuza éste… —interrumpió Maricarnes para aclarar la identidad.
—… escribió unas hojas de su puño —continuó Ranillas—, las llevó a una imprenta de León y de allí salieron muchos libros en secreto, sin señas del autor ni del impresor, donde se dicen cosas de los planetas y del cielo que son muy contrarias a la fe.
—Uno de esos libros fue a manos de los que más leen —intervino entonces Maricarnes—, que son los curas, fíjate y mira tú por dónde, que cuando lo supe no me lo creía.
Ranillas recuperó la palabra y siguió explicando:
—No descansó el Santo Oficio, como puedes figurarte, hasta dar con el impresor, al que le descubrieron los moldes de las páginas en su propia casa. Confesó bajo tormento el nombre de un Lezuza, que era el que le había pagado para hacer, de las hojas escritas a su mano, libros a molde. Y hasta dio las mismas hojas a la Inquisición y otros papeles en los que figura el nombre de este muñeco tieso que aquí está mirándonos, con gesto espantadizo. Sea o no sea amigo tuyo, dale la despedida, porque no hay ya nadie más perdido.
Y diciendo esto, miró Ranillas a Lezuza y le dio la bendición, dibujando en el aire, con su mano, la señal de la cruz.
—Déjame que siga —interrumpió Obelar—, que me figuro la historia. Con lo mismo, van donde creían que estaba para darle apresamiento y no le hallan. En la universidad les dicen que ha venido a Madrid a dar lección al mismo Rey. Y, sin embargo, cuando esto llegue a oídos de la Corte, será el Rey quien le dé lección a él entregándolo al Santo Oficio. Deja, Ranillas, por una vez, la regla del silencio y permítele que nos hable, porque se trata aquí de un hecho de mucha importancia.
—Accedo a ese ruego, Obelar, por el aprecio que te tengo. Queda vuestra merced dispensado del silencio en atención al caso —dijo Ranillas, golpeando la mesa con la mano, como un juez.
Pero Juan Lezuza, atemorizado por lo que estaba oyendo, no tenía nada que decir. Era cierto que había compuesto en latín un tratado breve, al que tituló Machina coeleste, en el que enseñaba que la Tierra se movía. Había tomado precauciones, sin embargo. Había buscado un impresor que permitiera la publicación sin licencia, sin censura eclesiástica, sin nombre de autor y sin señales de imprenta, un libro sin más texto que el texto mismo. Pero había cometido el error de dirigir a ese impresor cartas de encargo y notas con cada envío que le hacía de hojas nuevas para imprimir. Lezuza, además, no había exigido la devolución del manuscrito ni de esas cartas y notas, confiando en que el dueño de la imprenta las destruiría. Cuando puso saliva a su garganta, Lezuza dijo:
—Escribí un libro pequeño que enseñaba y defendía una teoría…
—¡Cada vez me da más risa no saber leer ni escribir! Todo eso me evito —interrumpió Maricarnes.
Ranillas, vaciando un cuartillo de vino en su boca, miró a Obelar, al que vio muy preocupado, y por quitarle de la cara el gesto espantado que tenía, le dijo:
—Cuentan que todo queda en nada, porque el tormento que aplican por delitos como ése hace perder el sentido y en eso se va el dolor y en seguida pasan los rigores de las penas de tortura. Es más lo que parece que lo que luego llega a ser.
Lezuza, al oír esto, sintió que un vacío inmenso se le instalaba en el estómago y que la cabeza se hundía en un mareo inacabable. Puso las manos sobre la mesa para agarrarse firmemente a la madera y mantener recta la espalda en ese trance y pensó en Inesa, en Pascual, en Salamanca, en las aulas de la universidad y en los ratos que por las noches había hurtado al sueño para componer un libro que sólo divulgaba un sistema geométrico y mecánico del movimiento de los astros.
—Yo sólo he escrito que la Tierra se mueve. La naturaleza nos mueve sin que nos demos cuenta y no es el cielo el que sale y se pone, sino nosotros.
Siguió a esto un gesto de sorpresa de Ranillas, que le miró con ojos muy escrutadores, por ver si hallaba en el amigo de Obelar señal de algún trastorno en la cabeza que le hubiera comido el juicio. Maricarnes escotó su pecho para aliviar con la brisa de la tela el calor que se derramaba en gotas por su piel y Obelar adivinó que Lezuza tenía la intención firme de continuar su explicación con el aporte completo de los datos geométricos que justificaban la teoría. Fue entonces cuando el hampón dijo:
—Por decir eso y mantener tiesa esa sandez poca cadena van a echarte al cuerpo, que yo pensaba que en el libro habías puesto del revés el Evangelio por el modo que tuvieron de darme la noticia. Bebe entonces, matemático loco, y échate a dormir que ya le ajustaré la boca al que me ha venido contando con tanta urgencia y espanto una cosa que no ha de ir más allá.
Maricarnes entendió que los temores se habían deshecho y dijo:
—¡Vino a las tripas!
Después de un breve silencio en el que todos bebieron de sus vasos a excepción de Lezuza, que seguía sin asomo de sangre a la cara, pálido y quieto, Maricarnes insistió:
—Vino a las tripas. Así que tú… has puesto en un libro que la Tierra va bailando por el aire… ¡Poeta! —le gritó entre dos risas de afecto.
—Eso que dice no es poesía ni baile, Maricarnes —dijo Obelar—. Mira, Ranillas, la otra noche te hablé de un Maldonado que decía lo mismo y ya le ves tumbado en el pudridero, que es cosa de ver cómo el moverse da tanta inquietud a tantos.
—No era eso lo que entendí que decía Maldonado, sino que el mundo estaba mal hecho. Y en eso sí que le di la razón y se la sigo dando. Lo único que puede declararse bien hecho es el delito, porque al ir contra el derecho de un mundo mal hecho, le pone enmienda y lo endereza, que es lo que hace falta aquí, vaciarle la bolsa al que la lleve llena, engañar a los más listos, vivir de noche y dormir de día. Para ajustar el equilibrio de las cosas.
Hizo una pausa Ranillas y continuó:
—Y del maestro asesinado hay noticias también.
—El incendio de su casa —adelantó Obelar.
—Bebe otro cuartillo de este vino robado y te diré algo más. Me han dicho mis hombres, que son la gloria bendita, porque con una partida de bandidos como éstos tiene uno orejas en toda España —aclaró Ranillas con orgullo—, que Maldonado paraba mucho en la casa de un extranjero distinguido.
—¿Y quién es?
—Yo no sé el nombre.
—Buena noticia me das, pero no vale más de lo que te ha costado a ti este vino.
—Sólo sé que tiene casa grande y criados y gente de servicio, porque es el embajador de Venecia.
—Muy alto subía Maldonado.
—Y mira dónde está ahora. Y es que, amigo mío, lo que sube baja y el que vive muere y al que tiene le quitan, todo para ajustar el equilibrio de las cosas.
Veía Lezuza que el jefe de los hampones era muy proclive a la filosofía y que salpicaba su conversación con sentencias propias que si fueran dichas en latín le darían la autoridad de un sabio. Y se fijó el matemático en que a Maricarnes la ropa le servía para enseñar la piel más que para ir vestida. Pero lo que mayor asombro le produjo era el trato amable que Obelar tenía con aquella gente que poblaba la taberna.
Seguía pálido Lezuza cuando a la puerta del ventorro asomaron unas barbas blancas de profeta antiguo y una melena cana puestas en la cabeza de un hombre de aspecto reflexivo y grave, flaco, casi espíritu, vestido de negro, con rasgos de haber pasado mucha historia, que miraba a los bandidos con gesto de autoridad y perfil de respeto salomónico. Avanzó entre las mesas y las sillas y reverenció con bromas y protocolo de risa a Ranillas, que le abrazó con entusiasmo. Obelar hizo lo mismo y, poniendo otra silla a la mesa, le sentó a su lado.
Maricarnes puso vino en un vaso de cuero hurtado de otra mesa y dijo:
—Vinillo a fray Santón, que lo bendice con las manos y se lo bebe como en misa.
—¡Más de prisa! —corrigió el recién llegado, haciendo rima.
—No me hubiera ido esta noche de aquí sin verte, fray Santón —le dijo Obelar.
Lezuza, quieto en su silla, se preguntaba quién era ese hombre que llevaba en el nombre fama de fraile y de santo y que era amigo de bandidos. Ocurrió que, al aviso de su presencia, se acercaron a la mesa capeadores, ganzúas, cortabolsas, busconas, rufianes, ladrones y otros listos de manos y largos de uñas, como si el fraile santón les convocara a premio. Los bendijo luego a todos moviendo en cruz las manos y pronunciando unos latines mientras uno le decía:
—Manda penitencia corta y de poco esfuerzo que es temprano aún para arrepentimientos grandes.
Recibían todos a fray Santón como a cura sin sotana y se alegraban de verle, por lo que Lezuza empezó a considerar si era o no ladrón también. Cuando se fue de allí la esquifada de bandidos que se había acercado a saludarle, Obelar le dijo a su amigo Lezuza que aquel hombre era fraile por derecho sin haberlo sido nunca y el talento más claro de toda la ciudad. Le explicó que fray Santón quiso ser cura desde siempre y que a punto de salir del seminario y dispuesto ya para ordenarse sacerdote, una mala voz dio aviso de una grave indisciplina que le dejó a un paso del sacramento y fuera de sotana.
—No poder llevar el hábito, para fray Santón fue como naufragar en puerto. Se fue a Indias a hacer misión por cuenta propia y al ver comendadores, virreyes y religiosos obrar como Nerón con los cristianos, se quedó soplando manos y salió de allí buscando un sitio a propósito para su fe y no lo halló más que entre bandidos y tabernas, donde tiene paso franco y fama de ser cura del revés.
Entraron en conversación los que allí estaban y a todo contestaba fray Santón con ingenio de hombre de luces y chisporroteo de risas. Le miraba Lezuza el aspecto y la indumentaria y no hallaba modo de creer lo que veía ni ajustarle una edad aproximada que, sin duda, era muy larga. Entresacaba el casi cura de las arrugas de su rostro un narigón que era más gancho que nariz y por las mangas asomaba unas manos de sarmiento, tan sin carne, que eran manos de esqueleto, no de hombre. La camisa daba amparo a un cuerpo flaco hecho de huesos solamente. Tenía la frente curva y extendida hasta la nuca por no hallar pelo en que topar. Los ojos, negros, muy redondos, pequeños, miraban incisivos y acerados como bocas de pistola. Los labios, de color vivo, dibujaban una boca grande a la que no faltaban dientes ni comidas, que hacía cuatro de provecho cada día y otras dos o tres en medio de ellas y aun así era magro y con perfil de naipe.
Para dar amparo en la misma plática a los tres convidados a su mesa, Ranillas le explicó a fray Santón la contienda de Obelar en un tejado de Madrid y cómo Lezuza llevaba a su espalda la sombra del Santo Oficio por un mal libro que hablaba de las estrellas.
—Piensa que esta bola viaja por el aire dando vueltas —añadió Ranillas, girando el dedo índice, que tenía apoyado en la sien.
—¡Que baile el mundo y nosotros dentro de él como baila el dado en su cubil y apuremos otro vaso de este vino, que es de balde! —dispuso Maricarnes.
—Esas vueltas de las que te ríes, Ranillas, son verdad —advirtió Obelar.
—Decir la verdad es hoy en Madrid y en España entera cosa que no hacen más que locos y algunos imprudentes que luego acaban presos —añadió fray Santón—. La verdad no interesa a nadie. Mucho mayor interés que la verdad tiene una mentira bien contada. Ahora, las mayores verdades andan quietas porque no se las reconozca y ocultas por si alguien da el mal paso de buscarlas.
—Lo que la estatua ésta de aquí quiere saber —dijo Maricarnes, refiriéndose a Lezuza, que seguía inmovilizado por el miedo y la sorpresa— es si tiene que salir corriendo, o quedarse en Madrid. Lo que le hace falta es saber si le buscan para ponerlo preso.
—Fray Diego de Zúñiga ha escrito un comentario al Libro de Job, donde aprovecha para dar lección de astronomía y dice que el mundo da vueltas al Sol —dijo el Santón—. Pero fray Diego de Zúñiga es teólogo, y vuestra merced, no. El padre Arriaga ha dicho lo mismo en su cátedra de Praga. Pero el padre Arriaga es teólogo, y vuestra merced, no. Lo mejor que puede hacer vuestra merced es, precisamente, hacerse cura. Y si ello no os es posible, tened, al menos, mucho cuidado.

Capítulo 6
Más sabrá Roma que nosotros

Entraba el mes de julio por la ventana abierta de la habitación. Inesa tenía ya pasado el sueño de esa noche y sólo vigilia le quedaba hasta el claror del alba. Sobre la cama, mirando al techo, estuvo segura de que su marido había iniciado ya en Madrid las locuras que en Salamanca pusieron a sus pies el olor de la hoguera. Ahogó en su pecho, con la costumbre de siempre, la pena de estar casada con un matemático empeñado en pudrir su vida y la de su familia por la terca obstinación de organizar el cielo a su manera. Volvió a lamentar su denegrida suerte y a envidiar a otras mujeres que no sufrían la pasión de un marido ausente por el estudio constante. Y acudió a su mente la imagen del tonel lleno de libros, que siempre estuvo en su casa vacío, sin embargo, de otras cosas. Pensó esa noche con más detenimiento en la idea que se le había instalado en la cabeza desde mucho antes de salir de Salamanca. Pensó esa noche en lo que nunca había querido detenerse a contemplar y que, sin embargo, le asaltaba cada vez con mayor frecuencia. No tuvo miedo de pensar en ello aquella noche, quieta, tumbada en la cama, al lado de Lezuza, al que había ganado el sueño. Consideró sus sentimientos y les dio nombre y pensó que si podía nombrarlo, era entonces real lo que sentía. Asomó a sus ojos un reguero de agua y se convenció de que no quería a su marido, en un ejercicio de pura valentía ante esa idea. Muchas veces antes había pensado en ello y otras tantas renunció a creerlo, pasando de puntillas por ese sentimiento de rechazo. Pero esa noche, mientras oía la respiración de Lezuza, fue distinto, tan diferente que halló, en lugar de turbación, complacencia en esa idea y se incorporó sobre la cama para mirar a su marido dormido como a un extraño que ya tenía muy poco que ver con ella. Estuvo segura entonces de que si ese hombre hubiera sido solamente maestro de matemáticas o vendedor de vinos o cualquier cosa que no mantuviera tratos con el cielo, todo sería distinto. El cielo había roto su amor porque la obstinación de Lezuza por estudiar los movimientos de la Luna y de la Tierra, por mirar a las estrellas y entender la naturaleza de los cometas era cada vez mayor, cada vez más grande, según iban haciéndose menores las coincidencias de ambos y el respeto de ella por un oficio peligroso que en nada aprovechaba a su familia y que había dado hambre y ruina. Miraba a su marido y veía allí sobre la cama a un hombre incapaz de hacer industria de su oficio, un hombre dedicado al estudio como por enfermedad o por condena, sin arte para ganar dineros o poner precio a sus lecciones. Y esa noche supo que no le quería, que le había atravesado la vida con consideraciones sobre el cielo, que no era ni había sido feliz sino un poco, hace muchos años, cuando Juan Lezuza no se había convertido aún en un obsesionado, en un mirarriba, en un maniático del zodíaco y los eclipses.
Oyó entonces Inesa golpes a la puerta y alboroto de hombres armados en la calle. Al ruido, Lezuza despertó del sueño y miró a su mujer, que le miraba a él con ojos espantados.
—¡Abrid la puerta! —decía una voz recia.
—¡La Justicia, Juan!
—¡La Inquisición, Inesa!
Al oír esto, ella cambió su gesto de sorpresa por una mueca de miedo y salió de la cama para meterse debajo de otras ropas de mejor presencia. Juan Lezuza echó los pies a sus zapatos y notó que el corazón se le agolpaba en medio de su pecho. Prendió Inesa una bujía de sebo puesta en un candelero de barro para dar alguna luz a la casa y a la noche y, urgidos por la prisa de las voces, fueron ambos cerca de la puerta.
—¿Qué has hecho, Juan? ¿Qué has dicho? —preguntaba Inesa, convencida de que las respuestas darían causa a aquellos sustos.
No contestaba Juan, que veía que esa misma noche se cumplía el riesgo del que había sido avisado por Ranillas. Tragó saliva, ató cinto a las calzas y, sin otra opción que abrir la puerta, que ya echaban abajo a golpes los hombres de la ronda, recompuso el gesto y salió al umbral. A la luz de dos o tres antorchas prestaban sus perfiles en sombra siete hombres de bota ataconada, espada corta y pistolete y el alguacil que los mandaba, al centro del grupo, llevando capa de bayeta y cuello a la valona.
—¡Dese preso por orden de la Santa Inquisición!
—Señores… —comenzó a decir Lezuza.
—Salga afuera y téngase a este lado —le ordenó el alguacil, asiéndole del brazo y apartándole a tocar con la espalda la pared.
Pasaron todos a la casa menos dos de ellos que prendían de los brazos a Lezuza, ya en la calle. Inesa se hizo estatua en un rincón, mientras los hombres franqueaban puertas y armarios con voces y prisas. A la puerta estrecha de su habitación asomó, arrancada a sobresalto del sueño, la carita asustada de Pascual, que pensó en primer momento si serían ladrones y asesinos los que llegaban en alboroto hasta su casa. Con los pies descalzos y metido en un sayón a media pierna, estaba Pascual mirando a su madre asustada y quieta cuando hasta él se acercó el alguacil, cubierta la cabeza con sombrero de mucha falda y sin parar en bultos ni decir palabra investigó el suelo que había debajo del jergón, maldijo luego no hallar nada allí y dio la espalda al niño, que reconoció entonces que aquélla era su casa y salió a defenderla como se le vino primero a la cabeza. Empeñó toda su fuerza en agarrar las medias del alguacil, que se volvió hacia él y, tomando su capa con la mano, metió en ella a revuelo la cabeza del chiquillo para desasirle las manos de la pierna y empujarle luego al suelo, donde se quedó Pascual llorando y tomado por el miedo.
Salieron luego todos a la calle, donde Lezuza estaba entre dos hombres.
—¡Veámonos! —dijo el alguacil.
Lezuza, sacándose a estirones la voz de la garganta, preguntó:
—¿Tiene vuesa merced mandamiento bastante para esto?
El alguacil llevó entonces la mano a la capilla de su capa y sacó de ella un papel.
—Orden firmada por el Consejo de la Suprema Inquisición —dijo—. Se haga por la Justicia, con su buen cuidado y diligencia —leía el alguacil—, entrega al Santo Oficio de la Inquisición, cautivo y asegurado y, si se opusiera o prestase resistencia, hágase a fuerza, con cargo de cuerdas y hierros y a cadena…
Interrumpió en este punto Lezuza la lectura y preguntó con mucho ánimo:
—¿Y no saben esos señores que no pueden ser mis jueces, estando yo por mi dignidad y oficio sujeto inmediatamente al Rey y no a otra ninguna autoridad, que soy maestro de Su Majestad?
—Para eso se dará a vuesa merced entera satisfacción, que yo soy mandado. Sea preso —ordenó el alguacil.
Y se fueron de allí todos, dejando asomadas a la puerta abierta de la casa las caras espantadas de Inesa y de Pascual, que no les dieron derecho a despedida, ni a abrazo ni a palabra. Juan Lezuza, entre los hombres armados que le llevaban preso, sin capa ni otra ropa que la que tenía encima para dormir, miró a la puerta de la casa y vio entre sombras a su mujer y a su hijo. Iba pensando Lezuza en ellos, mientras gritaba una y otra vez, hondamente, para sí mismo, sin despegar los labios, la palabra Cucurucho.
—Cucurucho, Cucurucho… mi pequeño Cucurucho…
Inesa cerró la puerta, entró Pascual y lloraron ambos abrazados. Contestó Inesa a las preguntas del niño aparentando una serenidad que no tenía e inventó que aquella detención era sin duda una equivocación de la Justicia y que a más tardar al día siguiente volverían los tres a estar juntos. Pero sabía Inesa muy bien que no iba a ser así, porque a Lezuza le espiaban ya en Salamanca por enseñar una geometría del cielo contraria a los credos de la fe y porque la Inquisición no era tribunal que admitiera mucha controversia. Se sintió perdida y sola en Madrid, viuda en vida de su esposo y allí mismo, en aquel momento, prefirió no haber nacido. A esto había llegado su marido, un hombre imprudente que apenas llegado a la Corte ya iba dando sin cuidado escándalo a muchos oídos a quienes contaba cómo bailan las estrellas, pensaba Inesa, que si antes de la detención no quería a su marido, ahora empezaba a odiarle por todas y cada una de las veces en que había mirado al cielo. Oh, el cielo, esa tapadera azul que había acabado con su vida. Lo que esa noche había pasado llevaba temiendo Inesa que ocurriera desde hacía mucho tiempo. Avisó como pudo a su marido de los riesgos, le pidió que abandonara esa obstinación de fijarse en los planetas y contar las estrellas y muchas veces le había suplicado que dejara al cielo allí arriba y mirara más abajo, como cualquier hombre normal, como cualquiera de los hombres con los que hubiera ella podido casarse con mejor suerte.
Llevaron a Juan Lezuza, calles estrechas en el laberinto de Madrid, plazuelas en sombra, portalones vacíos, al ruido de tacones, preso entre gente armada, hasta la cárcel que el Santo Oficio tenía cerca de la puerta de Hortaleza. Y llegados allí, con una aldabada recia llamó al portón el alguacil. Clareaba la mañana en las tapias de la cárcel cuando Lezuza entraba por su pie y sin fuerza en una celda de techo abovedado, paredes gruesas de piedra alisada por el tiempo, suelo de arena antigua y rincones manchados con el recuerdo de las humedades del invierno. Había en un lado un jergón de caña de esterilla basta y vieja, mezclada con esparto, dentro de una tela cobertera muy remendada que en algunas partes dejaba ver, por lo delgada, la paja que guardaba dentro.
A otro lado, puesto en alto y tocando el techo vio Lezuza el agujero angosto y enrejado que servía al paso de aire, sin que hasta allí pudiera alcanzar persona alguna, ni aun subida en muchos trastos que le auparan. La puerta de la celda, armada de madera y hierro, asegurada con llaves y cerrojos, se había hecho oscura con el tiempo y con las penas de los presos que por allí pasaron antes. Disponía la puerta de una gatera al pie que dejaba pasar apenas una escudilla para dar comida y hambre al encerrado sin abrirla y sin mover los goznes, asegurados para siempre al quicio. Tenía la celda arrinconado un cajón de madera en donde reposaban una vela puesta sobre un plato de barro y una cantarilla. A su lado, un trasto para las inmundicias, tapado con una piedra ligera y plana.
Juan Lezuza, solo, en mitad de su encierro, comenzó a sentir que las piernas le temblaban y no le sostenían. Advirtió que perdía el ritmo de su pulso y se sentó sobre el jergón. Pensó en Inesa, en Cucurucho, en Ranillas, en Obelar. Cerró los ojos, apretó los dientes y los puños, dejó escapar algunas lágrimas y estuvo seguro de que estaba dentro de su propia sepultura. Sin embargo, muy pronto oyó ruido de llaves y cerrojos en la puerta. Apareció entonces en el umbral un hombre alto de cuerpo, cara a trozos comida por señales de un antiguo mal de piel, que venía en camisa hecha de lienzo desteñido, a mil bastillas recosida con hilvanes gruesos de cordón negro. Se presentó a Lezuza, diciéndole:
—Yo, señor, soy Tomasico, vuestro carcelero. Vengo a verle la cara para que no me sea desconocido si he de darle azotes y a ponerme a su servicio en todo lo que sea posible, que no ha de ser mucho, estando preso vuestra merced. No mire que esté la puerta abierta, porque no hay modo de salir de este agujero sin la voluntad conforme del Santo Oficio.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
—Para eso tendrá vuestra merced respuesta de otros, que yo sólo soy Tomasico, aunque me figuro que por hereje, porque he visto yo aquí encerrar a otros que resultaron luego serlo, aunque muchos lo negaron hasta el fin de sus días, que todo se les iba en negar.
—¡Herejes! Yo no soy hereje. Dios lo sabe bien.
—Eso mismo solían decir todos. Pero yo no entiendo de esas cosas. Sólo sé que por aquí han pasado muchos negadores. Unos negaban la inmortalidad del alma, el purgatorio, la potestad del Papa, la misericordia del bautismo…, arrianos, otros nestorianos, luteranos, calvinistas, mahometanos y elvidianos, que no hay doctrina verdadera que no encuentre hombre que la niegue.
—Yo no tengo luces para discernir sobre esas herejías ni sobre otras, que sólo soy maestro de matemáticas.
—Uno hubo aquí también que era maestro y enseñaba la gramática. Siendo gramático, fue fama que pecaba por las palabras y acabó condenándose por no corregir una que decía mal.
Tomasico elevó la vista al techo haciendo memoria y la bajó luego.
—No me viene a la cabeza qué era lo que descolocaba en una frase que tenía orden fijo —dijo el carcelero—. Y eso le condenó al fuego.
—¿Pecaba por descolocar una palabra?
—Una palabra que decía fuera de sitio y que fue su perdición, sí señor.
Tomasico salió luego de la celda, pasó llaves y cerrojos y, en ese momento, le gritó a Lezuza a través de la puerta:
—Ya recuerdo… Gramaticaba aquel maestro que no se dijera de Nuestro Señor Jesucristo que era Hijo eterno de Dios, sino que él prefería decir que era Hijo de Dios eterno, pues si es Hijo, decía, no puede ser eterno. Muchas veces le corrigieron de ese error con azotes, pidiéndole que mudara esa eternidad de sitio y la pusiera donde le mandaban. Y no hubo modo de que renunciara a esa gramática. Y la gramática le llevó a que lo sacaran de aquí con coroza y hábito al auto de fe y lo quemaran luego.
Se alejó con esto, hablando solo, el carcelero. Y quedó en la celda Lezuza, más preso que antes.
En su casa, mientras, Pascual había comprendido, según Inesa le contaba, que a su padre se lo había llevado de noche la Justicia por orden de la Santa Inquisición por enseñar una teoría condenada por el Papa. Abrazados, el niño y su madre mantenían una conversación de miradas llena de silencios. No le parecía a Inesa un arresto de mucha importancia, sin embargo, porque el alguacil le había dicho a qué cárcel le llevaban, siendo así, como ella sabía por otros casos que habían ocurrido en Salamanca, que cuando el delito era muy grave, se confinaba a los presos en cárceles secretas.
Con la manga se secaba Pascual las lágrimas y decía:
—¿No le volveremos a ver?
—Sí, hijo, sí. Volverá muy pronto —le mentía Inesa.
—¡Si pudiera llevarlos a todos volando a ver los planetas, se darían cuenta de que él tiene razón!
—Escucha, Pascual. No hables de ese modo ni digas tales cosas, ni defiendas a tu padre diciendo que es verdad lo que el Papa dice que es falso. La única forma de ayudar a tu padre es dar fama de que él ha rechazado el error y abraza con fuerza la verdad de Roma. Él debe retractarse y abjurar de esos pensamientos.
Se hizo entonces un silencio y Pascual le preguntó:
—¿Pero es o no es verdad lo que dice del Sol?
—El Sol anda muy lejos de aquí y a nadie importa si se mueve o no, Pascual. No pienses en ello, no mires al cielo, tente quieto en razonamientos como ésos y deja a las estrellas, que no han traído a esta casa más que penas. Pero yo creo, Pascual, que si Roma ha condenado esa geometría, más sabrá Roma que nosotros.
Días antes, el barco que salió de Génova con los dos frailes a bordo había entrado, con la madera hinchada, en las aguas de calma de Sagunto. La luz matinal daba al mar reflejos y la proa del navío encaró el puerto navegando ya despacio. Amañaron las cuerdas y mantuvieron la vela grande sin bonetas, poniéndose a la corda hasta tocar tierra. Desembarcaron los dos religiosos y recorrieron el muelle para salir a la ciudad y continuar viaje hasta Madrid. Vieron hombres y barcos dando al puerto agitación. Toneles y barriles rodaban por rampas hasta los almacenes; fardos, mercancías y sacos iban de un lado a otro empujados por el suelo o a hombros de porteadores descalzos.
—Esto es España, fray Pedro.
—¿Hace mucho que está vuestra reverencia fuera de ella?
—Desde que vivo en Roma he venido muchas veces para estancias cortas.
Fray Pedro dio al mar la espalda y pisaba tierra firme con la seguridad de conocer perfectamente el asunto que su maestro iba a enjuiciar en Madrid. Sin embargo, una duda le quedaba.
—Hay algo que no alcanzo a entender —dijo fray Pedro—. En Madrid el Santo Oficio está servido de teólogos y juristas que podrían hacer juicio a ese acusado. ¿Por qué viene vuestra reverencia con mandamiento propio del Papa y cédula de nombramiento como comisario inquisidor?
—Por lo mismo que os he dicho en el viaje todos estos días que hemos estado embarcados. Porque para este asunto no hay que ver sólo el punto de la astronomía. Muchas veces desde España han enviado a Roma a pedir doctores en nuestra santa fe porque les enseñaran en ella y nunca el Santo Padre lo había proveído hasta ahora, en que se hace muy preciso.

Segunda parteCapítulo 7
Una tarde de octubre

Acabó el verano y octubre vino muy lluvioso. A la celda de Lezuza se filtraba despacio y gota a gota una agua de pudrición que llegaba de algún arrecil maldito. Algunos tejados, desguarnecidos de piedra y sin vierteaguas, se habían empapado; la techumbre de la iglesia de San Antón cedió a los aguavientos al ablandarse unas vigas de madera antigua que la sostenían y otros techados con más paja que adobe se hicieron charco y se hundieron luego por el peso. Durante los primeros siete días del mes, las nubarradas hicieron pensar que se venía el cielo abajo y las celliscas convirtieron las calles en canaleras que arrastraban las barreduras y bacinadas que durante el verano inficionaron el aire de muchos rincones.
A la tabla vieja de una mesa que tenía Inesa puesta en un rincón de su casa se sentaron, aquella tarde lluviosa de octubre, Obelar y fray Santón, mientras Nicolás y Cucurucho jugaban en la cocina al escondite y a los pasos gigantes.
—Fray Santón ha traído noticias hoy —le dijo Obelar a Inesa.
—¿Y cómo es que, desde que se llevaron a mi marido, este cura a medio hacer saca luces de tanto en tanto y da noticias? —preguntó Inesa, que, por la cuenta poco clara que llevaba, tenía a su marido encerrado ya cerca de cien días.
—Yo, señora —dijo el Santón—, conservo, de mi padre y mis estudios, amistades y favores entre gente de Iglesia y hombres de gobierno y con las mismas que me cuentan, vengo yo y le cuento. También por otras causas tengo paso franco en oficinas en las que se habla de todo.
—Dile, Santón, lo que has oído.
—Vuestro marido está siendo tratado con mucho comedimiento y cuidado, porque era maestro del Rey, oficio que le guarda, por ahora, de confesar bajo tormento. Pero esa misma circunstancia de enseñarle al Rey la matemática está siendo un grave perjuicio para él. Hay quien dice que de no ser maestro de Su Majestad acaso no hubiera sido puesto preso.
—No lo entiendo, porque ser maestro del Rey o es bueno o es malo —dijo Inesa.
—Es bueno —intervino Obelar— para su cuidado y para recibir algunas atenciones, que estando en la cárcel no han de ser tampoco muchas. Pero es malo también porque…, porque… —se interrumpió en este punto el amigo de Lezuza y miró al Santón para pedirle ayuda.
—Escúcheme vuestra merced con atención —dijo fray Santón—, porque no es este asunto de su marido un caso normal. Y le ruego que, en lo que sigue, no me interrumpa porque, siendo de por sí difícil entenderlo todo junto, a partes no se entendería.
—Pruebe vuestra merced a no tardar mucho —le rogó Inesa.
—Vaya por delante que el Santo Oficio quiere condenar a Lezuza por cualquier medio, como hereje, séalo o no lo sea. Condenar al maestro del Rey es condenar al Rey un poco. Esa condena de Lezuza obraría como el escarmiento en cabeza ajena, como un castigo al Rey en el cuerpo de otro, precisamente en el de su maestro, como un aviso del poder de Roma sobre la Corona.
—Dios mío —decía Inesa, bajando la cabeza y mirando al suelo.
—El Rey quiere sacar a Lezuza de la cárcel y lavar su fama porque eso es lavar la suya un poco. Y así, si sale libre porque no es hereje, no hay sospecha de que sus enseñanzas hayan sido contrarias a la fe. Y quiere sacarle, también, como un aviso del poder de la Corona sobre el Papa. Y en medio Lezuza que, por cierto, no importa ni al Rey ni al Santo Oficio, sino como prueba de quién manda. El Rey quiere sacar a Lezuza a la calle, aunque sea hereje, para afirmar sus poderes sobre la Iglesia. Y la Iglesia no lo suelta por lo mismo, aunque no sea hereje.
Inesa oía todo esto como historia de romance, como si le hablaran de algo ajeno, sin poder creerlo, asombrada y sobrecogida.
—Roma quiere dirigir el asunto —continuaba el Santón, dándole nuevas— y para ello ha enviado desde allí al fraile Martín Vélez. Cuanto se sabe de él es que ha tomado a su cargo el juicio de Lezuza con toda la intención de averiguarle hasta el último pensamiento. Se dice que es alto, barbado, fuerte, listo y sabido de mucha astronomía y de otras ciencias. Pero algo más se dice de él, que añade a todo confusión. Es seguro que el tal inquisidor llegó a Madrid con ese encargo, si no antes, casi el mismo día en que se llevaron a Lezuza.
—¿Salió, entonces, de Italia, antes del arresto, y traía ya el encargo de presidir su juicio? —preguntó Inesa.
—Tal parece —contestó Obelar—. Al pobre Juan le tenían preparada la celda desde hace mucho tiempo.
—Dios mío, Dios mío —repetía Inesa, ahogada en un sollozo.
Hubo entonces un silencio, durante el que Obelar consideró dejar a Inesa sola con sus pensamientos y sus lamentos. Fray Santón aún tenía algo importante que decir, pero no sabía si aquél era el momento. Sobre el silencio espeso de los tres, se oían al fondo de la casa las voces y los juegos de Nicolás y de Pascual.
—Pobre Cucurucho —dijo Inesa.
Y al impulso de esas dos palabras, que salieron de los labios de Inesa empapadas de tristeza, Obelar se decidió a abandonar la casa y le aseguró a la mujer de Lezuza un nuevo encuentro al día siguiente. Ella, con un gesto de su mano, les pidió a él y a fray Santón que esperaran y les preguntó:
—¿Y qué puede pasar?
—Nada hay seguro —contestó fray Santón.
—¿Qué puede pasar? —insistía Inesa.
—¿Quiere vuestra merced que le diga, sin cuidado, la verdad?
—Sí —dijo Inesa, con esfuerzo.
—Cuatro cosas distintas pueden pasar. Después del juicio, Lezuza puede ser absuelto, que es lo mejor que le habría de ocurrir. Pero de no pasar así, puede ser penitenciado…
—Explíqueme vuestra merced… —interrumpió Inesa.
—Penitenciado vale por obligado a abjurar de los delitos que se le encuentren. Un penitenciado jura evitar su pecado en el futuro y cualquier reincidencia le vale un castigo muy severo. La tercera cosa que puede ocurrir —continuó fray Santón— es que sea reconciliado.
—¿Reconciliado?
—Que le aplican una pena: vestir el sambenito, recibir azotes mientras recorre las calles, encarcelado o enviado a galeras. Por cuarta cosa, puede pasar que sea quemado, lo cual es muy seguro si en el juicio le prueban herejía de importancia.
Inesa, que había estado mirando cómo la lluvia golpeaba en la ventana, dejó entonces que un llanto sereno asomara a sus ojos. Y hubo de nuevo un silencio. Obelar dijo:
—Juan es hoy un hombre en quien se disputan asuntos de mucha importancia. Hay además otra cosa que no quiero dejar de decir, para que todos sepamos lo mismo. El Rey tiene facultades, derecho y privilegio, por su condición, para deponer a los inquisidores y nombrar otros. Así que, si en el juicio no van las cosas bien para sacarlo de la cárcel, el Rey puede poner otros jueces que le hagan el favor de absolverlo.
Inesa levantó entonces la mirada hacia Obelar, atenta a las palabras que había oído. Pero Obelar añadió:
—Ocurre, sin embargo, que el Papa tiene derecho y privilegio para deponer reyes y emperadores. Si alguno de los dos usara su derecho, el otro usaría el suyo.
—¡Qué injusticia! ¡Qué terrible injusticia! —sollozó Inesa.
Fray Santón añadió entonces:
—Y, por encima de ello, deponer a Papas y emperadores sólo el dinero lo puede hacer.
—Nunca he tenido un maravedí de más —se lamentó Inesa.
Salieron los dos hombres de la casa a la que habían llevado esas noticias y se separaron allí mismo, en el umbral, para andar cada uno su camino. Era el de Obelar el que llevaba a los restos quemados de una casa que había sido vivienda y domicilio del asesinado Maldonado. Llegó a la calle a medio paso, andando despacio, entretenido por muchas meditaciones sobre la suerte de su amigo Juan Lezuza. Pero al meter el pie en la calle en que tal casa se hallaba, recobró Obelar andares más premiosos y se acercó a los balcones de una fachada vecina a la incendiada. Vio en la reja de una balconada una tinaja de aceite que siempre estaba allí, unas veces con la tapa puesta y otras destapada, indicando cada cosa si Isabela estaba o no sola en su casa. Y al ver que la orza no tenía tapadera, comprendió el mensaje que Isabela le daba y se dispuso a subir a la vivienda por donde menos se le viera, que era siempre el mismo sitio. Dio vuelta a la casa y llegó a la fachada trasera que daba a calle estrecha. Allí empujó una portada que era paso a corral y, desde una bancada de piedra a la que se subió, echó las manos a un saliente de terraza y pasó el cuerpo al primer piso. Se acercó muy precavidamente a una ventana y golpeó con los dedos los cristales. Allí apareció, al poco, Isabela, que abrió la ventana y abrió los ojos y los labios para recibir un beso de Obelar, el hombre al que más quería. Se tomaron de las manos luego, se miraron con sonrisa y dijo ella:
—Iba a cerrar la orza cuando has llamado a esta ventana, que es tan tarde ya que mi marido ha de estar viniendo del juzgado, de decir sus sentencias de hoy. Más de medio día he pasado esperándote con la tinaja a boca abierta y asomas al momento de taparla.
Dentro de la casa, Obelar volvió a besarla y rodeó su cuerpo con los brazos apretados, llevó luego una mano a la nuca de Isabela y puso la cabeza de ella apoyada en su pecho.
—Está por llegar aún el día en que a nuestro encuentro le falten precauciones —dijo Obelar—. Oh, cómo deseo dejar los disimulos.
—¿Y qué habremos de hacer? —preguntó Isabela—. Todo un año se ha ido ya en estos engaños que me sobresaltan la respiración y paso la vida en dudas de si él sabe o no sabe, porque muchas veces luce en su conversación que en el oficio de juez está notar las faltas de los otros. Y eso y otras cosas que parecen avisos de sospecha me bajan la sangre a los talones y me paso el día como en brasas, que hasta creo que me voy a quedar delgada.
—No habría mayor disgusto.
—Pero no tengo forma de saber lo que sabe, porque él habla en casa como en los tribunales.
—¿Como en los tribunales?
—Con palabras que no son normales, con la boca llena de cláusulas generales y de no sé qué obligaciones legales. Si sale a la calle me avisa diciendo que va a recibir a prueba otros aires, si quiere que le retire un plato me pide que lo ausente y las comparaciones se le van en parangones y las palabras en declaraciones.
Entre caricias apresuradas, Obelar puso la vista en el escote de Isabela y halló una cinta que ceñía el vestido. La desanudó suavemente, despacio, avanzando luego sus dedos al interior opaco de la blusa y llevó con esto su mano a la frontera dulcísima que separaba por mitad los dos relieves redondos de sus pechos, ya desguarnecidos de la apretura de la ropa y ocultos por la tela finísima de un encaje que les prestaba el roce suave y el apoyo inconstante de sus pliegues. Avanzó Obelar la mano al envés del sobrehilado, territorio de seda escondido y se estremeció ella y se desvaneció el cobijo de sus pechos y emergieron al aire, sobrevenidos sin amparo.
—Te quiero, te quiero y te quiero —le decía Obelar a Isabela, que cerraba los ojos y, apoyada en él, abría las manos para apretarlas luego en puño, como atrapando brisas, como robando aires, abandonando los labios a un beso infinito que juntaba las salivas, echando atrás la cabeza, olvidada de su peso, ceñida la espalda al brazo de él y entregada su piel a cien caricias imborrables.
—Quiero estar siempre contigo, toda mi vida —le dijo ella.
Sin embargo, a esos afanes les faltaba tiempo aquella tarde y muy pronto Isabela deshizo aquel abrazo, recompuso su figura y le pidió a Obelar que saliera sin ser visto, porque estaba muy a las puertas su marido. Con un gesto triste, se despidieron. Y en el último beso se prometieron un remedio que les hiciera felices para siempre y tal arreglo no podía ser otro que salir de esa casa ella con su hijo y vivir en otro sitio con Obelar, llevando fama de marido y mujer y de ser familia todos.
—Mañana mismo he de venir a sacarte de esta casa para siempre, que no le veo más remedio a estos amores que fugarse de Madrid.
—No somos sólo tú y yo, Luis, sino mi hijo.
Y se despidieron, una vez más, dejando en el aire mil ilusiones y entre ambos la promesa de otro beso.
Al poco, entró en su casa el juez don Gonzalo Torres, de más de cincuenta años, aunque nadie sabía de cierto cuántos, que algunos decían que eran diez y otros sólo cinco. Llevaba sombrero blando y sin alas, como bonete de mucha talla, medias negras, sin capa, zapatos con adorno de brillos y atados a cordón de cuero. No tenía pelo en la cabeza más que sombra de él en la nuca y otras cosas le faltaban para estar entero: dos dientes de la boca, que saltaron de ella en el último verano, cuando se cayó al bajar de un carro; un tanto del oído si había ruido, aunque era cosa ésta que negaba sin convencer a nadie de ello; otro tanto de la vista, que remediaba con cristales cuando se acordaba de llevarlos y una mujer que le quisiera, que la suya fue a casarse por virtud del antojo de su padre, a quien la distancia de años, que era de treinta o poco menos, le pareció que no importaba si por una boda así arreglada iba su hija a ser mujer de un juez.
Entró en su casa don Gonzalo y a su encuentro salió Isabela, acostumbrada al lenguaje de su marido, que hablaba en casa y en la calle como lo hacía en los tribunales.
—¿Por qué abrochas in solidum dos botones? —le preguntó al verla.
Isabela, que oyó algo de unos botones, se miró el vestido y vio que, por la prisa, había abotonado dos ojales con el mismo broche.
—Provee para su evicción y saneamiento —añadió el juez—, que está obligado cada ojal a su botón. Otrosí digo que apelo a tu juicio para que no haya más litigio sobre tu vestido, ítem más, que lo que he dicho, afirmándome en todo, pase a ejecución.
Muy poco después de que Obelar saliera de casa de Isabela, Lezuza levantó la cabeza del jergón en el que estaba echado para mirar cómo se abría la puerta de su celda. Aparecieron, a la luz de una antorcha portada por Tomasico, el comisario inquisidor y el notario del tribunal. Llevaba fray Martín Vélez la cara con adorno de barba no muy larga ni crecida y una mirada inquietante y enigmática como aviso de noticia. Ante el fraile jesuita y los demás miembros del tribunal había declarado Lezuza otras veces en la sala de audiencias en la que tenía lugar el juicio. Muy pocas veces le habían pedido opinión sobre asuntos de cosmología y sobre el sistema del cielo y, cuando lo habían hecho, las preguntas se limitaban a evidencias que en nada podían afectar a los movimientos de la Tierra. Le habían preguntado si creía que el Sol iluminaba la Tierra y si había más de un planeta, cuestiones todas que en nada ponían a riesgo las respuestas. Que el tribunal no le hubiera todavía preguntado sobre su idea del movimiento de la Tierra le parecía extraño a Lezuza, siendo así que la causa más clara que la Inquisición tenía para hacerle preso, según pensaba, era esa geometría que ponía al Sol inmóvil en el centro del universo. Lo que sí tuvo que responder en cada ocasión en que el tribunal se constituía para dar audiencia al preso era su parecer acerca de algunos dogmas de la fe sin relación alguna con la astronomía. Así, en las sesiones declarativas, Lezuza hubo de pronunciarse sobre varios puntos que reiteradamente le proponían para reflexión: la Trinidad, encarnación, transubstanciación y el Santo Sacramento muy especialmente, así como sobre el infierno, eternidad del mundo, la virginidad de María y la inmanencia de Dios. A todos estos temas estaba obligado a responder y, mientras transitaba por ellos, sus palabras eran cuidadosamente anotadas por el notario del tribunal. Lezuza no creía que aquellas declaraciones sobre temas generales de la fe pudieran condenarle, porque se limitaba siempre a decir lo que era dogma y a repetir la doctrina canónica. Lo que le inquietaba el ánimo era la insistencia que el tribunal mantenía en preguntarle sobre tales asuntos mientras que sólo incidentalmente le preguntaban algunas veces por cuestiones astronómicas, generales también, sin que se hubiera visto nunca en el trance de tener que afirmar o negar su idea sobre el movimiento de los astros.
Aquel día de octubre, cuando entró en la celda fray Martín Vélez con adorno de barba y ojos muy preguntadores, Lezuza se levantó del jergón en que estaba tumbado. Y el fraile le dijo:
—Vuestra merced ha incurrido en contradicción en numerosas respuestas dadas a los juzgadores y calificadores del Santo Oficio. Se ha considerado que esta hora es buena para aclarar algunos razonamientos. El notario escribirá cuanto se diga.
Lezuza comenzó a sentir un frío intenso en mitad de la espalda, pidió permiso para sentarse y el fraile se lo concedió. Acercó Tomasico una tea al jergón y en esa situación Lezuza se encomendó en silencio a Dios, como había hecho tantas veces desde que entró por vez primera en la prisión. Lo que daba a sus manos en ese momento un temblor inocultable era la impresión repentina de que no estaba siendo reo del Santo Oficio a causa de sus opiniones en materia cosmológica, como había creído hasta entonces, sino por algún delito contra la fe, como probaba la presencia del fraile jesuita, que le llevaba a discusión algunas contradicciones surgidas en sus respuestas, siendo así que él no había contestado más que preguntas relacionadas con los dogmas de la Iglesia católica.
En el espacio en que respondió a las cuestiones que el fraile formulaba, Lezuza se sintió nuevamente preso de una enorme inquietud, porque todas las preguntas versaban sobre su opinión acerca de la constitución interior de las cosas, del modo en que él explicaba que unos objetos fueran duros y otros blandos, de las razones que daba respecto a que en el mundo hubiera líquidos y sólidos, todo lo cual le parecía fuera de razón. Obligado a responder a las preguntas, Lezuza tuvo que contestar qué diferencias hallaba entre la materia y la forma de los objetos y si las cosas tenían una sustancia interior. Además, Lezuza se sorprendió de verse a sí mismo respondiendo al comisario inquisidor si estimaba que el color, el olor o el sabor podían mantenerse en un cuerpo que no tuviera sustancia y si creía que las propiedades de las cosas podían permanecer inalteradas aunque esas cosas cambiaran y se convirtieran en otras y si creía que el vacío existía realmente.
Cuando fray Martín Vélez dio por terminada aquella sesión interrogativa, salió de allí con el notario y encargó a Tomasico que volviera a cerrar la puerta. Quedó en la celda el preso, meditando. Recordó una por una las preguntas y las respuestas que había dado y tuvo la certidumbre de que cualquier persona, incluso los miembros del propio tribunal que le juzgaba, podría dar indicios de herejía si durante tres meses tuviera que contestar preguntas de esa naturaleza. Sintió repentinamente un pinchazo muy doloroso en un costado. No era la primera vez que le ocurría desde que entró en prisión. Le tomó entonces la garganta el ruido seco de una tos pertinaz y obstinada que sólo pudo aliviar después de hallar una postura complicada que le llenaba de aire el pecho. Y tuvo miedo de pensar que aquella cárcel, además de quitarle libertad, le estaba comiendo la salud del cuerpo.

Capítulo 8
El mensaje del rey

Al día siguiente, prepararon carros de cómicos a las tapias de la plazuela de San Salvador. Y dispusieron con mucha ceremonia un tablado para hacer comedia. Alzaron palos y extendieron lienzos, levantaron gradas y las cubrieron con toldos. Por la tarde, se acercaron a la plaza los vecinos y otros que llegaban de más lejos y tomaron sitio para asistir a la función. Las autoridades y gente principal usaban el asiento de las gradas. A un lado, se reservó espacio para los miembros invitados del Consejo de Indias, a otro, para el Consejo de Hacienda, en lugar destacado se sentaban los representantes del Consejo de Órdenes y a su lado el Consejo de la Inquisición, el Consejo de Aragón y el de Castilla. Y fuera del graderío protegido con tablones, se congregaba una concurrencia tumultuosa, espumada de apreturas y golpes para ocupar plaza de vista, haciendo entusiasmo con gesto, boca y palmas.
A las cinco de la tarde comenzó a sonar guitarrería en el tablado para anunciar la loa previa a la función. Y tras este aviso apareció en la escena un cómico vestido de barba blanca, con alas en los hombros, muletilla y otras alas en los pies, y un reloj de arena en la mano. Empezó a decir versos contestados por otro personaje y a hacer alegoría de una mitología antigua. Y al punto en que los congregados prestaron toda su atención a lo que sucedía en el escenario, Ranillas y algunos hombres suyos, dispersos entre la multitud, iniciaron su trabajo, que no había mejor forma de arreglarse beneficios, tenía dicho Ranillas, que ir a buscarlos entre alborotos y nutridas concurrencias. El Torcedor, provisto de tijerillas, cortó los cordones de una capa para quedarse con medio paño de ella y el Manco, que tenía dos manos y llevaba el apodo por su maña para esconder una de ellas en la ropa de otro, se apoderó de una bolsa muy repleta que su dueño llevaba al cinto. En el espacio en que los cómicos dijeron veinte versos, Ranillas y sus amigos habían quitado al público el peso de seis anillos, una espada, dos sombreros, una mula, quince bolsas, dos costales, un pañuelo y tres puñales. En otro lugar de la plaza, al abrigo del bulto de la concurrencia, actuaba Metemiedos, jovencísimo cofrade de la banda de Ranillas, hombre de ingenio, antiguo estudiantón de leyes aficionado al hurto. Metemiedos se llevó, entre dos rimas de los cómicos, un broche de una dama y, cuando vio que a un caballero de espuela le asomaba en el cinto una bolsa de doblones, la señaló como cosa suya y en un santiamén la pasó, de donde estaba, al fondo de su capa. Al final de la primera escena tenía Metemiedos, como propios, cuatro guantes, un anillo, cien ducados, dos collares, seis sortijas, un colgante y tres medallas.
En un lado de la plaza, donde andaban soldadesca y damas asomadas a la luz de la comedia, hacía el Manco sus mañas, confiado en la suerte de otras veces y, al descuido de una ricadueña que iba con criada, le voló un broche con dos dedos. Al poco, sin embargo, se le enredó en algo el brazo, recibió medio empujón en el peor momento, fue a apoyarse, no supo sacar la mano a tiempo de un jubón y allí le tomaron la cara entre dos puños. El Manco, que era astuto de manos y escaso de aguante, se quejó a voces entre la gente y, por salvarse de más golpes y salvar cuanto había ya arañado, no halló modo mejor que salirse del enredo a empujones, fingiendo ir detrás de un ladrón que le había robado y dando alarma a todos que miraran sus bolsillos. Se hizo en seguida la confusión, se sujetaron unos a otros creyendo tener al lado al hurtador y al fin salieron de allí muchas mujeres pisadas, con el zapato hecho gigote, el vestido levantado y los pelos sobre el hombro.
Al otro lado del tumulto, sentado en las gradas del Consejo de la Inquisición, fray Martín Vélez miraba todos los sombreros que veía adornados con pluma roja, por si debajo había un hombre abigotado con una vara de avellano entre las manos. El procurador fiscal, fray Pedro Gómez, también le ayudaba en esto y tenía escrutada media concurrencia sin dar con hombre alguno que luciera juntas las tres cosas. A la risa del público ponía contraste el gesto del inquisidor y la inquietud de fray Pedro Gómez.
—¿No sería engaño el mensaje que el otro día recibimos? —preguntaba el fraile a su maestro.
—Un mensaje así no puede ser engaño. Sigue atento.
Al final de la sexta escena, ocupó un lugar vacío en las gradas del Consejo de Castilla un hombre que adornaba su cara con bigote y su sombrero con una pluma roja, llevando en la mano una vara de avellano. Recordaban el porte y el vestido los de un caballero gentilhombre, destacado, acaso de apellido noble desde antiguo y con sitio de importancia en la Corte. Tenía nariz muy crecida y gesto inteligente, ademán muy educado y mirada de mucha autoridad.
—Ahí está —dijo fray Pedro Gómez.
—Haz lo convenido.
El procurador fiscal se levantó del asiento y echó encima de su cabeza la casulla del hábito, que volvió a quitarse para ponérsela de nuevo y quitársela otra vez, gesto que con cierta distancia vio el recién llegado. A la primera interrupción de la obra, bajó el caballero a suelo llano y, al reanudarse la función, fray Martín Vélez bajó también, anduvo unos pasos hasta donde pudo hallar hueco por donde salir de las gradas al gentío y se dirigió luego al borde de la empalizada, en donde estaba esperándole el hombre con bigote, pluma roja en el sombrero y una vara de avellano entre las manos. Allí mismo, a seis o siete pasos del público congregado para la comedia, se encontraron ambos.
Casi sin mirarle o, quizá, precisamente mirando hacia otro lado, el caballero gentilhombre le dijo al fraile:
—Vuestra reverencia habla con don Fernando Enríquez. Pero, como sabe vuestra reverencia, es en realidad Su Majestad el Rey quien habla por mi boca.
Pronunciaba Enríquez las palabras con acento que no era castellano, como si fuera inglés o se hubiera criado en aquel reino.
—Escucho al Rey —dijo fray Martín Vélez.
Y, clavándole la mirada en sus ojos, el caballero exigió:
—Lezuza no puede ser juzgado ni condenado por el Santo Oficio y debe ser puesto en libertad. Por orden de Su Majestad.
El inquisidor mantuvo firmemente la mirada de Fernando Enríquez y contestó, impasible:
—Ya ve vuestra merced que Lezuza está siendo juzgado. Y si es culpable, verá vuestra merced también la sentencia y la condena. Por orden del Santo Oficio.
—El juicio de Lezuza afecta al Rey —añadió Enríquez, cargándose de razón.
—Los delitos contra la fe afectan a la Iglesia —respondió fray Martín Vélez, devolviendo siempre en la misma forma, aunque diciendo lo contrario, las frases del caballero.
Después de esta respuesta, el enviado del monarca empezó a comprender que estaba delante de un fraile firme a quien no impresionaban las frases cortas e imperativas. Y el inquisidor percibió muy pronto que aquel mensajero no tenía fuerza bastante para intervenir en el proceso contra Lezuza. El público, que miraba al escenario y a los cómicos, daba la espalda a esta otra escena dialogada entre un inquisidor seguro de su fuerza y un emisario del Rey. Para destacar más la diferencia que a juicio de fray Martín Vélez mediaba entre ellos dos, añadió:
—En las respuestas de Lezuza, hasta hoy, se viene a confirmar la sospecha de herejía. El Santo Oficio no pone a los herejes en la calle.
Fernando Enríquez dudó por un instante si debía seguir hablando o dejar que el fraile hablara. Decidió mirarle de frente nuevamente y entonces fue cuando el inquisidor advirtió en el gesto de la cara que tenía delante que el hombre con el que hablaba había cambiado, porque notó, en la postura de los labios y en la firmeza de la mirada, que había ganado seguridad.
—Como vuestra reverencia sabe muy bien, porque también así se sirve a Su Majestad, ni yo me llamo Enríquez ni Fernando, ni me hallará en Madrid después de esta conversación ni en ningún sitio.
—Prosiga.
—Hablemos claramente. Que la Tierra se pasea por el cielo es una verdad que no puede ya ignorarla un hombre como vuestra reverencia, conocedor de la astronomía y de los grandes libros. No la ignora vuestra reverencia, no la ignora ya nadie bien instruido.
Fray Martín Vélez no movió ni un músculo de su cara al oír esto.
—Es muy posible que la Tierra gire alrededor del Sol. Sí, es muy posible —contestó el inquisidor.
—Es completamente cierto. Vuestra reverencia lo sabe. Y el Rey sabe que se está juzgando a Lezuza para juzgar al Rey. Sepa que el Rey hará también su juicio nombrando otros inquisidores que aseguren la libertad del preso.
—Haga Su Majestad Católica esos nombramientos y comuníquelos al Santo Padre en Roma. Haga el Rey lo que deba hacer y la Inquisición haga lo suyo.
Fernando Enríquez retrocedió unos pasos para alejarse más del público e invitó al fraile a hacer lo mismo. Con esto llegaron fuera de la plaza y se distanciaron de la muchedumbre hasta quedar solos en mitad de una calle. Con un gesto impreciso que no mudaba y que parecía pintado, como si fuera un retrato o una careta, Enríquez le dijo, casi despreocupadamente, con tono monocorde e informativo:
—La geometría no es católica ni herética. La geometría y las matemáticas no pueden ser condenadas por el Santo Oficio. La astronomía no es teología.
Fray Martín Vélez comenzó a inquietarse. En el modo que tuvo de hablar luego y en el movimiento de sus manos se advertía claramente una inquietud sobrevenida, acaso, por la dificultad de explicar algo difícil de entender.
—Tres noes en frase corta acaban por no decir nada —señaló el fraile—. Decidle a Su Majestad —añadió— que Lezuza es el principio de una gran conjura. Decidle que es preciso que entienda que el razonamiento matemático y la razón humana tienen un límite: los dogmas de la fe. Pero no es éste el lugar para hablar de ello. Esperaré a vuesa merced hoy mismo, en la cárcel que el Santo Oficio tiene cerca de la Puerta de Hortaleza. Valga de advertencia que si alguien os viere entrar allí, no hablaré con vuesa merced de nada de esto. Tened prudencia y obrad en secreto.
Sin permitirle contestar, fray Martín Vélez se dio la vuelta y se fue de allí, calle arriba, hasta el antiguo convento de la Puerta de Hortaleza, donde Lezuza tenía sitio en una cárcel.
Fernando Enríquez volvió sobre sus pasos, no entró a ver el final de la obra de teatro que ya se anticipaba en el escenario y se dirigió de prisa hacia el Real Alcázar, donde tenía que hablar con algunas personas antes de asistir a la cita a la que había sido convocado.
Poco después, Obelar gastaba sillas en la taberna de bandidos en la que Ranillas hacía recuento de cuanto habían robado. Los ladrones aliviaban sobre las mesas el contenido de varias bolsas de cuero quitadas al descuido de sus dueños y con mucho tiento ponían las monedas en montón. Con dos palmadas mandó callar a todos Ranillas y en el silencio dijo con autoridad:
—Del montón, apártese un cuarto de él para proveer a los gastos de esta ilustre sociedad que, en tiempos como éstos, lleva mucho costo el sustento de una asociación tan ejemplar que no le pide nada a nadie y que vive de ella sola.
Entre dos bandidones hicieron el rescate de una cuarta del montón y lo metieron por boca de saco, que cerraron luego con una cuerda anudada muchas veces. Dispuso Ranillas después:
—Del resto, apártese un diezmo para los sobornos de costumbre al alguacil Herrera y a sus dos corchetes, que tanto servicio nos prestan ejerciendo el disimulo. Y de lo que quede, otra décima se retire para reserva y ahorro, que ésta es virtud muy conveniente para quien vive de lo ajeno, por lo tornadizo de los vientos y por si hubiera dificultad un tiempo para mostrar la cara o alcanzar lo que no es nuestro.
Con la misma prontitud procedieron los hampones a separar las partes que Ranillas había dicho y a disponerlas en sacos distintos.
—Véngase a la mesa el contador Vivanco y haga cuenta del montón —dijo Ranillas.
A la mesa se acercó un hombre alto como torre, con andar airoso, gesto grave, mirada honesta y ropa sucia. Se sentó en medio del corro de bandidos, dispuso delante de él una hoja de papel, mojó en tinta una pluma y, con voz muy clara y maneras meticulosas, comenzó a escribir, mientras contaba las monedas y las separaba y las juntaba por valores. Obelar, que había asistido a los repartos, se decidió a preguntarle a Ranillas:
—¿Qué se va a hacer con lo que queda?
—Una cuenta justa. Se averigua lo que hay, cosa que sólo el contador Vivanco puede hacer en poco tiempo y sin errores. Y esa suma se parte entre los que somos. Sale así unos días más y otros menos. Pero unos días con otros se va haciendo prosperidad.
—¿Y si hay un vago de manos que por pillar aquí de seguro en el reparto no pilla afuera con riesgo?
—Eso es cosa que se conoce en seguida. No hay cuidado. O se trabaja cada día o no hay sitio en la cofradía.
Cambió el tono Ranillas, acercó un poco su boca a la oreja de Obelar y le dijo:
—Tengo sabido que el embajador de Venecia tiene acogido un huésped desde hace muchos días que lleva bigote de rey, labios finos, piel muy blanca. El retrato de quien te quiso asesinar después de pincharle a Maldonado. Ponle ojos a la casa del embajador y secreto a lo que te digo.
—Tú sabes bien que mis ojos no miran otra casa que la del juez don Gonzalo Torres, donde vive Isabela.
—Ten cuidado, toma espada y mira atrás cuando andes por la calle, Obelarico.
—¿Tanta precaución?
—Ten cuidado —le repitió Ranillas.
A esa hora entraba el mensajero Fernando Enríquez en el patio del convento que era cárcel de la Inquisición. Fray Pedro Gómez le recibió a la puerta y le acompañó por los pasillos que llevaban a la sala en donde se reunía el tribunal. En ella se encontraba solo fray Martín, que recibió a Enríquez sentado en silla alta, centrada en la pared, amparada a la luz de dos antorchas. Ambos se miraron y habló primero el fraile que, por el modo que tuvo de iniciar sus primeras palabras, evidenciaba que había estado pensando largo tiempo cómo explicar lo que decía.
—Este encuentro será tan claro para vuesa merced —anunció— que será el último, sin duda. Decidle a Su Majestad que Lezuza está preso por causa de mucha importancia y que no es el movimiento de la Tierra lo que enjuicia este tribunal, sino delitos de fe. La Inquisición no se ocupa de astronomía ni de geometría, sino de teología.
Fray Martín Vélez advertía con esto, según entendió Enríquez, que no se discutía allí el movimiento de los astros.
—Y en mantener que la Tierra da vueltas —añadió el inquisidor— hay teología. Esa teoría, que parece ser sólo una explicación mecánica de los astros, esconde detrás de ella errores teológicos. Si la Iglesia admitiera que el mundo gira, admitiría que la Biblia se equivoca al decir que Josué mandó al Sol que se parara y no a la Tierra.
El inquisidor había ido diciendo esto con tono creciente, hasta llegar al final, cuando repitió, con voz muy alta:
—¡Se lo dijo al Sol!
Con el mismo tono tranquilo, desapasionado y frío con el que había hablado siempre, Enríquez contestó:
—Tampoco yo me ocupo de astronomía ni de teología. Vengo a hablar de la libertad de Lezuza y a advertir que si ésta no se produce en breve, el Rey tomará algunas decisiones que pueden afectar a vuestra reverencia y a este tribunal.
Fray Martín Vélez no entendía que el emisario del Rey sólo llevara una consigna y que no discutiera con él aquel asunto ni ningún otro. Pero el inquisidor, persuadido de que sus razones podrían convencer a Enríquez, quiso aumentar sus argumentos y añadió:
—Si la Tierra se mueve, la Biblia se equivoca, aunque sólo sea en ese punto. Admitir eso es admitirlo todo. Si se abre esa rendija, se convertirá en brecha.
Fray Martín Vélez se había transformado, mientras hablaba, en un hombre destemplado. Elevaba el tono de sus frases, gritaba en ocasiones para enfatizar lo que afirmaba y cerraba los puños como si apretara en ellos sus consideraciones, que usaba como espadas.
—No he venido para conversar ni a discutir —insistió Enríquez—. Decidme sólo lo que el Rey debe saber. Mi boca sólo da y lleva mensajes. He traído uno y quiero llevarme una respuesta. Lo demás es asunto de otros.
—Decidle al Rey que Lezuza está en prisión por herejía. El intento de corregir la Biblia es una perversión inspirada por el diablo.
Iba a explicar el fraile algo más, pero se detuvo al considerar que ni aquél era el momento ni Enríquez la persona ante quien debía hacerlo. Se calló, miró a otro lado y, como si hablara sólo para sí, dijo en voz muy baja, pensando en lo que verdaderamente le inquietaba:
—Los átomos vendrán después a negar el milagro de la eucaristía.
Se separó unos pasos de Enríquez, miró al suelo e intentó explicarle al mensajero la verdadera naturaleza de la herejía que juzgaba:
—Ningún concilio ha declarado como dogma de fe la inmovilidad de la Tierra. Pero la geometría de lo más pequeño, la de los átomos, está acechando su momento para negar la presencia de Cristo en la eucaristía. Vuestra merced no entiende, no entiende… —se lamentó el inquisidor, que consideraba que no debía hablar más y que, por otra parte, quería ser comprendido sin tener que dar explicaciones.
Enríquez no entendía el discurso opaco del inquisidor y, en lugar de hacer preguntas, determinó repetir el propósito que allí le había llevado:
—Si la libertad de Lezuza no se produce en plazo de aquí a siete días, Su Majestad nombrará inquisidores nuevos que lo hagan. Y en esto se acaba la plática.
—Enríquez, vea vuesa merced lo que le digo y la imposibilidad de acceder a ese ruego real —le dijo fray Martín Vélez.
Hizo un esfuerzo más el inquisidor y, sin pensarlo mucho, urgido por la situación, decidió señalar el centro del problema del juicio a Juan Lezuza.
—El pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo. Si se admite que la Biblia contiene un error sobre el movimiento de la Tierra, se puede admitir que contenga otros, porque los átomos del pan y del vino no cambian. Su color, su olor y su sabor, todas sus propiedades, son las mismas después de consagrarlos. Y se negará, por ello, que Cristo esté presente en la eucaristía, que es el dogma central de la fe.
A Enríquez le pareció que el fraile hablaba de teología y no se detuvo ni un instante a pensar en las palabras del inquisidor. Entonces, dijo:
—Hablemos de Lezuza. Siete días.
—Lo he explicado con mucha claridad. Decidle a Su Majestad que la Tierra no se mueve, que enseñarlo o mantenerlo o defenderlo es herejía y falsedad. Que Lezuza lo ha enseñado y lo ha escrito en un libro, que propone por eso revisar la Biblia y que la Biblia no es ley de hombres que pueda derogarse.
—¡Siete días! —insistió Enríquez.
—Y si no podéis hablarle al Rey de átomos, porque es materia de muy larga conferencia, decidle al menos que el Santo Padre me ha encargado personalmente que detenga la herejía que hay detrás del movimiento de la Tierra.
—Siete días, eminencia.
—¡No entendéis!
—¡Vuestra reverencia es quien no entiende!
—Quien conoce la herejía y la defiende es un criminal.
—Me despido, eminencia, sin contestar esa frase, que yo no soy yo, sino la voz del Rey.
—¡Pues que venga el Rey o que mande a su privado!
—¡Pues que venga el Papa o que mande a un cardenal!

Capítulo 9
El embajador de Venecia

Llegaba muy de mañana Obelar a su casa, dulcemente cansado por haber pasado en vela toda la noche al lado de Isabela, cuyo marido se encontraba en Toledo, presidiendo un juicio interminable. Cuando tuvo a su vista la puerta de entrada, nada anticipaba lo que iba a encontrar dentro. Al abrir la madera y pasar el umbral, vio a Nicolás llorando sobre un colchón deshecho a cuchilladas y toda su casa puesta del revés, desordenada, con destrozos y roturas. Vio que muchos libros habían sido hechos piezas y algunos muebles desencajados, y que todo aquello era señal de haber habido allí un registro y un asalto. Se acercó a Nicolás, que le vio llegar y siguió llorando, mojando a lágrima el bulto amoratado en que ahora quedaba su ojo izquierdo por causa de un golpe malintencionado y vio Obelar en el muchacho las trazas del mayor miedo que le había visto nunca, con las facciones desencajadas, los labios hinchados y su cuerpo maltratado. A esto no puso Obelar palabras para no forzarle al niño a otra cosa que a un abrazo y dejó pasar unos momentos en los que vio que Nicolás le cogía de las manos para acogerse a algo conocido, que tranquilizaba una respiración muy agitada y que no hallaba modo de empezar a hablar. Puesto de rodillas en el suelo, para tener entre sus brazos la cabeza de Nicolás, Obelar miró entonces el estado de su casa y no vio allí más que destrozos de muebles, restos de libros pisoteados, cacharros rotos, gavetas abiertas y cristales en punta.
—Vinieron a mitad de la noche. Con palancas de hierro derribaron la puerta en menos tiempo del que tuve para bajar a mirar qué eran los mil ruidos que hacían. Entraron dos hombres vestidos para fiesta y muy armados, que me hicieron tantas preguntas como golpes me dieron.
—Lo siento, Nicolás. Lo siento más que nada. Lo siento, porque no he debido meterte en este asunto. Lo siento mucho.
—Cuatro losientos son mucho lamento para un solo Nicolás. Buscaban a vuesa merced con la mala intención de degollarle, según me dejaron dicho. Y al no hallarle aquí, dieron en buscar el cuaderno de Maldonado, que no pudieron encontrar y siguieron luego mirando libros y tirándolos por el aire y contra las paredes. Fueron a buscar después mil otras cosas y a no dejarme levantar del suelo con golpes de tacón y puñetazos. Sangré la nariz y el labio y pensé que estaban los huesos rotos del dolor que sentía y la fiereza con que entraron tales hombres, como cuentan que lo hacían los turcos en las ciudades que asaltaban.
Preparó Obelar en una vasija agua y tomó un trapo para arreglarle las heridas a Nicolás, tapadas ya todas con restos de sangre seca.
—Me dijeron que me dejaban vivo para que pudiera ver la cabeza de vuesa merced separada del cuerpo, lo que iban a hacer muy pronto, y tengo miedo de que alguna vez pueda ver lo que me han dicho. Yo gritaba como endemoniado y a cada grito me llovían golpes y tuve mejor cuenta en ahorrarme el griterío y dejarles hacer todo cuanto veis, que así mismo lo dejaron diciéndome, cuando se iban, que os iban a matar.
—¿Por qué? ¿Quiénes son? ¿Qué he hecho yo en su contra? ¿Viste si uno de ellos era hombre de piel muy blanca, llevaba bigote y labios finos?
—No atendí a la fisiognomía desde que me cerraron el ojo a puñetazos. Lo que sí puedo deciros de ellos con seguridad no es cosa de sus caras, sino que tenía cada uno dos manos y dos pies y con todos ellos me pegaban. Y una lengua enganchada a otros acentos, que parecían extranjeros.
—Querían el talego de Maldonado.
—Más que a sus madres o a sus vidas, por el modo que tenían de buscarlo.
—Por tan escasa mercancía un muerto, una casa incendiada, la mía mancillada, un muchacho maltratado y la promesa de hacer otra sangre y quitarme a mí la vida. No he visto hasta ahora en ese saco de Maldonado nada que valga más de dos ducados.
—Pues algo ha de tener oculto el taleguillo. Y ya me gustaría que fuera algo de mucho fundamento para presumir de estas heridas por su causa.
—¿Estás curado?
—Con dolores y arañazos, pero curado.
—¿Y ese ojo?
—Se abrirá solo pasando los días.
—Te diré lo que haremos. Quédate aquí poniendo alivio a tus dolores y haciendo rescate de las cosas que aún tengan provecho. Yo iré a buscar arreglo para lo que ha pasado aquí esta noche.
—Aunque sólo sea por reconocerle a vuestra merced la maestría en el arte del ocultamiento, dígame por los golpes que me han dado o por los clavos de Cristo, dónde ha escondido el saco.
—En esta casa no está ni ha estado desde hace tiempo —dijo Obelar.
Cuando el sol ganó su mayor luz, al mediodía, Obelar se apoyaba en una fachada cercana a la casa del embajador de Venecia, mediando calle ancha y rincón de sombra. Un carro con lonas enganchado a un asno daba asiento en el pescante a un hombre dormido con la cara tapada por sombrero antiguo. Llevaba Obelar poniendo cerco de miradas a la puerta durante mucho tiempo esa mañana sin hallar cosa alguna de importancia en que fijarse. Había visto descargar en el umbral de una enrejada sacos de lo que parecía ser harina y un pellejo de vino, del tamaño de seis cuartas, repleto como un odre reventón. A la casa del embajador entraban por esa portilla enrejada algunos comerciantes que hacían su negocio dentro y gente de traslado que llevaban a hombros o en carro fardos y toneles para la cocina. Buscaba Obelar en la memoria el recuerdo de la cara de un hombre de piel muy blanca, labios finos y bigote de rey que una noche quiso asesinarle. Pero ese recuerdo no se ajustaba al aspecto de quienes veía esa mañana. Tuvo la seguridad de que su actitud de estatua frente a la casa del embajador de Venecia no iba a aprovechar a sus propósitos y determinó abandonar aquel lugar en dirección a la casa de fray Santón, que guardaba el saco de Maldonado.
Al llegar allí, fray Santón le recibió con muy gratas noticias, con el semblante alegre y sonrisa ancha.
—¡Han aceptado la petición de tu amigo Lezuza para ver a su familia! Uno de estos días les darán la autorización.
—¿Van a condenarle?
—Hay desde hace algún tiempo mucha dificultad para enterarse de esas cosas. Todos los que sabían algo han dejado de hablar de ello y tienen las bocas muy cerradas. No sé si por gusto de callar lo que saben o porque no saben nada.
—¿Has mirado el saco?
—Hay en ese cuaderno anotaciones y estudios de una Tierra que se mueve, con demostraciones muy certeras como tú mismo me dijiste. Pero no veo que esos números y esos dibujos puedan ser la prueba definitiva de que vamos andando por el aire.
—Porque tú no sabes matemáticas —le explicó Obelar.
—Por los cometas. Además, no hay en este cuaderno nada que no haya sido escrito ya en algún otro sitio. Viene a defender lo que otros defienden, sin otra novedad, por lo que no veo el interés que hay en secuestrarlo de tu mano.
—Toma el saco y vamos a ver a Ranillas. Te contaré por el camino lo que ha pasado en mi casa esta noche y verás que no es prudente que sigas guardándolo tú en la tuya. En esa taberna de ladrones será difícil que lo roben.
Salieron de allí, Obelar como había llegado y fray Santón con sotana o hábito de verdadero fraile, que era gusto suyo muy antiguo vestir así, para aliviar por el disfraz la tristeza que le daba no poder vestirlo por derecho. Anduvieron por las calles entretenidos en la historia que Obelar contaba del asalto de su casa y el riesgo que a su persona había puesto tomar el saco de Maldonado, que ya una vez escapó de las espadas en mitad de un tejado, de un incendio en mitad de la noche y de un registro en mitad de su casa. Decía Obelar que no escaparía de la próxima, porque llevaba ya rondándole tres veces una muerte a mano de asesinos y no esperaba tener la fortuna de librarse de la cuarta.
Entraron en la taberna donde solía estar Ranillas y le encontraron sentado en su sitio de costumbre, al lado de Maricarnes. Cuando el jefe de bandidos los vio acercarse, compuso un gesto de maestro suficiente y en ello anunció que conocía ya los desastres que Obelar iba a contarle. Maricarnes arregló la frontera de tela que separaba sus pechos del vestido y, cerrándose un poco el escote, les dio cobertura más prudente. Fue ella quien los saludó primero y quien acercó sillas a la tabla de madera. Pidió al mesonero vasos y añadió al de Ranillas y al suyo más vino con gesto de alegría.
—Estos amigos tuyos que se acercan traen siempre en el pico un canto divertido que me saca las risas a lo grande —le dijo a Ranillas Maricarnes—. Míralos venir como quien viene perseguido de fantasmas.
Sentados a la mesa, pusieron encima el talego de Maldonado y sacaron de él las bolas de madera, el compás y el cuaderno.
—Y en esto para, Ranillas —dijo Obelar—, todo cuanto había aquella noche dentro de este saco. Mira tú si es causa de tanta alarma para algunos.
—Ya te di el aviso de estar atento y de guardarte —le recordó Ranillas, que cogía aquellas bolas con mirada escrutadora y abría el cuaderno.
Fue a hablar fray Santón, pero Maricarnes, con un dedo sobre sus labios, le mandó silencio:
—Calla, Santonico, que está el maestro echándole miradas al cuaderno como quien se asoma a un pozo y no quiero yo que me resbale dentro un hombre de su condición.
Ranillas pasaba hojas sin detenimiento en ninguna de ellas y, cuando llegó a la última, dijo:
—¿Y estos dibujicos y estos números vienen a decir que el mundo está mal hecho?
Obelar tomó las bolas de madera, las dispuso en orden sobre la mesa, tomó una de ellas, que figuraba ser la Tierra y, moviéndola alrededor de otra mayor, dijo:
—El cuaderno, con mucha razón, explica que si la Tierra no gira en torno al Sol, viajando, así por el aire y dando vueltas, como enseñan la observación y las matemáticas, entonces es que el mundo está mal hecho.
—Escúchame con atención lo que te digo yo sin la ayuda de números ni de dibujos, que es cosa probada que tanto estudio es cosa de chiquillos —dijo Ranillas—. Para decir que el mundo está mal hecho tengo yo muchas razones sin meterme en las vueltas de pelota de las estrellas y los soles.
—Cuando me explicaste el oficio de tu amigo Obelar —intervino Maricarnes, indignada—, me dejaste claro que las matemáticas son cosa de mucho entendimiento y de hombres sabios, a lo que yo hice reverencia. Pero cuando eché cuenta de su importancia fue cuando me dijiste que eran exactas. Recuerda —añadió Maricarnes— el susto que llevé en el cuerpo aquellos días, pensando que había algo en el mundo que siempre era verdad. ¡Y vienes ahora a descubrir que es cosa de chiquillos!
—Pues si es tu gusto, Maricarnes, le pondré matemáticas a lo que quiero decir y haya paz en esta mesa, que un número más o menos no me quitará la razón. Uno por uno es uno y uno por dos son dos. El mundo, en esfera, está mal hecho por completo, desde un ángulo al otro, porque no está bien que engorde el rico y pague el pobre. Y no está bien, uno por tres son tres, que la injusticia sea señora y los ladrones nos tengamos que esconder.
—¡Matemático infinito! —exclamó Maricarnes, admirada.
Fray Santón miró a Obelar, que le miraba a él y comprendieron ambos en el cruce de miradas, por lo que acababan de oír, que Ranillas estaba esa mañana empapado en vino y que tenía el juicio ausente. Vieron al jefe de bandidos sujetarse a la silla para no caer al suelo y a Maricarnes asomada a las puertas de una borrachera.
Sin embargo, Ranillas era hombre de sabiduría acreditada y de mucho fundamento, así que, retirando las bolas, el compás y el cuaderno, tomó en la mano su puñal, dio la vuelta al saco de Maldonado poniendo el forro al descubierto. Metió la punta del cuchillo entre dos hilvanes, abrió una costura y, dentro, entre la tela del talego y el envés del forro, halló un papel doblado muchas veces y cosido a la misma tela. Cortó los hilos con el cuidado que le permitía su estado y desdobló la hoja.
—En esto veo yo que no te hace a ti falta la matemática ni los estudios, Ranillas —dijo Maricarnes—. Y yo te juro aquí mismo, con el permiso del Santón, que habrás de vivir más que Matusalén por lo astuto que eres.
—Déjame leer ese secreto —dijo Obelar.
—En esta oficina mando yo, Obelarico —contestó el bandido.
Y con mucha ceremonia, pausadamente, extendió el papel, que sin dobleces medía casi tres cuartas de largo, delante de su cara, examinándolo con detenimiento, dejando que sólo Maricarnes se asomara a lo que estaba escrito, ante la expectación y la inquietud de fray Santón y de Obelar, que miraban a Ranillas escrutando la hoja escrita y a Maricarnes apoyándose en el hombro del bandido para adentrar sus ojos en la caligrafía. Fue cambiando su expresión el jefe de ladrones según pasaba la vista por el papel, murmurando, entre labios y en voz muy baja, palabras que nadie allí entendía y, al cabo de un rato, dobló la hoja por su mitad y, poniéndolo con un golpe sobre la mesa, se lo entregó a Obelar como si fuera naipe de triunfo en el juego de cartas.
—Toma, que yo no sé leer —dijo con autoridad—. Este secreto buscan los que quieren matarte —añadió.
Obelar y fray Santón volcaron sus miradas sobre la hoja de papel y hallaron allí no sólo palabras, sino números. Leyeron con rapidez lo que en la hoja estaba escrito y fueron poco a poco mudando sus caras de expectación en gestos de sorpresa y de asombro luego.
—¿Qué es? —preguntó Maricarnes.
—Una estampa del infierno escrita en italiano. La relación de todos los pecados de esta ciudad —dijo el Santón.
—Veinte nombres de gente famosa y principal —añadió Obelar—, con el dinero que han entregado para comprar favores y el que han recibido para hacerlos.
—Pues veinte hombres te persiguen ahora, Obelarico —concluyó Ranillas.
Volvieron fray Santón y Obelar a leer el papel, con mayor detenimiento. Entonces fue cuando Maricarnes dijo:
—Abre la boca y echa la voz afuera, que nos enteremos todos de esa curiosidad de tanta sustancia.
Obelar colocó sobre la madera de la mesa la hoja de papel y empezó a decir:
—Éste es el espejo de los gastos secretos que hoy se hacen en Madrid.
Pasó por el papel su mirada y comenzó a leer:
—“A Rodrigo Calderón, dos mil ducados por nombrar consejero de Estado a don Luis Ortiz. A don Luis Ortiz, consejero de Estado, mil escudos por aconsejar alianzas con Venecia. Al conde de Eryceira, para gastar entre los consejeros de Indias, tres mil escudos. A don Pedro Santibáñez, por malograr las negociaciones de España con Holanda y ayudar a reanudar la guerra con los holandeses, una renta anual de cinco mil ducados y casa con vasallos y viñas en Venecia. A don Ginés Alcibe, regalos de oro y mil escudos por nombrar maestre en Sevilla a Lope Alcántara. A Lope Alcántara, maestre en Sevilla, por entregarnos la parte acordada del oro y la plata de los barcos que llegan a Sevilla, dos mil escudos. Al juez Gómez Illescas, renta de ochocientos escudos por tener en la cárcel a algunos. Y por sentenciar a horca a Luis Arévalo, como le dijimos, otros mil escudos. Al conde de Gaztán, embajador de España, por mirar arreglos para provecho de Francia, dos mil ducados…”
—No hay carro que pueda llevar todos esos dineros juntos —interrumpió Ranillas—. Ni el contador Vivanco, que hace las cuentas de esta taberna, llega a sumar todos esos ceros —añadió.
—En este papel está el retrato del comercio político y de cómo cambian de mano las bolsas repletas —dijo fray Santón.
—Aquí dice —añadió Obelar—: “El duque de Alhéndigo dijo sí. El duque de Carmona dijo sí. El conde de Gondomar dijo no. Don Pedro de Perelló dijo sí. El marqués de Vilanes dijo no. El conde de Gariano dijo sí”.
—¿A qué contestan tantos nobles? —preguntó entonces Maricarnes.
—Andan todos ellos debajo de una raya que sostiene esta frase —respondió Obelar—: “Lo que han dicho algunos notables al dinero que se les ofreció”.
—Pues aquí tenemos los cohechos a los tribunales —anunció fray Santón—, los regalos a los embajadores, los dineros para hacer y deshacer voluntades.
Ranillas se limpió la boca con la manga, sin aparentar mucha sorpresa, miró a sus dos invitados y, en mitad del silencio que allí había, dijo:
—Quien paga a españoles para nombrar consejeros, hacer treguas, reanudar guerras, espiar y despistar dineros, escribe en italiano…, según dices, Obelar. Quienes fueron a buscar la bolsa de Maldonado esta noche a tu casa hablaban con acento extranjero…, te ha dicho tu criado. Los que mataron a Maldonado eran venecianos…, te dije yo un día. No creo que ahora tengas que hacer números y trazar diagonales para saber que el embajador de Venecia se alegraría mucho de verte muerto. Y que es él quien te quiere descabezar.
—Lo que quieren no es el cuaderno, sino esta hojilla disimulada dentro del talego —comprendió Obelar.
—Y tu lengua —añadió fray Santón—, que ellos creen que tú estabas avisado de esto y que llevas la hoja aprendida de memoria.
—¿Pero qué puede importarles que el papel con estos nombres se descubra? ¿Y por qué tenía Maldonado este secreto?
—A la primera pregunta —dijo Ranillas—, sin haber ido a la escuela, ya te digo que es fácil contestar. Si el papelico llega al Rey o a su privado, muchos consejeros dejarán de aconsejar, muchos embajadores dejarán de serlo y el de Venecia no tendrá mucho más que hacer aquí. Para la segunda pregunta —continuó Ranillas—, hay que pensar un poco más y a mí no se me arregla la cabeza para el pensamiento sensato más que a partir de las nueve de la noche.
—Pues guarda aquí estas revelaciones, que estarán más seguras de tu mano que de las mías —le pidió Obelar al jefe de bandidos.
—Una cosa has de saber —sentenció Ranillas—. Te encontrarán y te matarán, dicho así sin pensar mucho. Y otra cosa más. A Lezuza, tu amigo, no lo salva ya ni el Rey ni el Papa. Me metieron ayer muy en secreto por esta oreja que el juicio va a terminar en unos días y que va al poste a ser quemado para escarmiento de todos los astrónomos que dicen haber visto cómo se mueve el mundo.
—Fía más de lo que sepa Ranillas que de lo que yo pueda decirte —le aconsejó el Santón a Obelar.
—¡Morir así por decir cosa de tan poca importancia! —se lamentaba Maricarnes.
—¡Y tan poca, Maricarnes! —aseguró Ranillas—. Porque a mí, a ti, a nadie nos importa el baile que se pueda traer el mundo ni la música de las estrellas. Y además, que el que se mueva o no se mueva es cosa muy de él y no nuestra, porque ese baile, si lo hay, es por de fuera, que se mueve sin tenernos en cuenta, dicen los filósofos.
—¿No te importaría —preguntó fray Santón— que siendo verdad que se mueve, no se supiera nunca esa verdad por cosa de curas?
—Por cosa de muerte, dices —contestó Ranillas—. Mira, frailecico de mentira: yo nací aquí en Madrid, en tiempo donde en vez de frutas, los árboles daban miedo de pelados que estaban y donde no había otra cosa que hacer que pasar hambre. Aprendí que, si para comerme una morcilla hay que llamarla uva, no voy yo a perderla por discutirle la verdad de su nombre a nadie. La verdad más clara es el hambre y guardar la vida.
—Y el vinico, Ranillas —añadía Maricarnes.
—Y el vinico. Y si me dicen que no es vino, sino agua, me lo bebo igual y digo agua. La verdad en España nunca ha sido clara. Una verdad no vale nada sin una apariencia que la disimule. ¿Que se mueve el mundo? ¿Y a mí qué, si no lo hace sobre mis costillas? Y si no se mueve, ¿qué más se me da? El mundo, por de dentro, sí se mueve. Pero sólo por dinero. Y en esa hojica ves cuánto y de qué modo.
—Tú sí que dices verdades como puños —aplaudió Maricarnes.
—¿Verdades? Por eso ando de ladrón. Es para no creerlo, pero me han dicho, Maricarnes, que ahí afuera tienen a los ladrones por gente mala y de baja condición. ¡Mira tú si andan las verdades puestas al revés…!
—¿A que parece Salomón resucitado? —preguntó Maricarnes al Santón.
—Mal ejemplo, porque yo con Salomón no tengo tratos —respondió el cura fingido— desde que le averigüé cómo hacía la política. Salomón era una de esas personas tan buenas, tan buenas, que ya no pueden ser peores.
—¡Verdades…! —volvió a hablar Ranillas—. La afición más española no es inventar mentiras, que es un juego de la imaginación y tiene gusto creativo. Lo que hacen los españoles cuando se encuentran una verdad es enterrarla y esconderla y nadie la dice, aunque la sepa, por no molestarle los oídos al vecino.
—O meterla doblada en un talego —añadió Obelar.
—Las mujeres se tapan con la ropa —dijo Ranillas—, los hombres con la capa, los libros con las tapas, por la afición de ocultar las cosas. Por eso la gente más educada sólo habla del tiempo, porque si llueve, llueve. Y si hace sol, hace sol. Y ésa es la única verdad en que se está conforme.
Maricarnes había olvidado la anchura de su escote sobre el pecho y porfiaba con la jarrica de vino, vuelta abajo, sin que saliera de ella nada, misterio que no podía comprender.
—Y tanto giro y tanta vuelta y tanto solecico —dijo Maricarnes— y nadie dice nada de la luna. Yo —declaraba con un dedo levantado, como si revelara una confidencia—, la he visto acercarse tanto al agua del mar, allí en Cádiz, que parecía que quería darle un beso. Y me di cuenta de que la luna andaba enamorada del mar. Ranillas, ¿te acuerdas cuando estuvimos escondidos una noche entera, a la luz de la luna, en aquella playa? ¿Recuerdas cómo nos lunamábamos?
Calló Maricarnes para apurar ese recuerdo y, seguidamente, añadió:
—Aún no me puedo creer que a mí me hayan llamado puta en Cádiz.
Y asomó otra vez su cara a la panza de la jarra, metió dentro de ella sus manos por si así ayudaba al vino que no había a caerse sobre el vaso mientras Ranillas, adormecido por el zumo de las cepas, empezaba a acomodar su cabeza sobre el hombro de Maricarnes. Fray Santón y Obelar ataron al brazo del jefe de bandidos el talego de Maldonado y se fueron de allí, pensando que a Ranillas y a Maricarnes nunca los habían visto tan tomados por el vino, diciendo tantos disparates.

Capítulo 10
La geometría del cielo

Sentados a un lado de la amplia sala en donde, el tribunal reunido, se hacía juicio a Lezuza, fray Martín Vélez y el inquisidor jurista Francisco Peralta cruzaron sus miradas. Veían allí, delante de ellos, en pie, negada la solicitud de una silla, a un hombre prematuramente envejecido, con el cuerpo gastado en la prisión, defendiéndose de acusaciones que no podía negar. Todos los miembros del tribunal estaban presentes: el comisario inquisidor, fray Martín Vélez, el procurador fiscal, fray Pedro Gómez, el inquisidor jurista Francisco Peralta, el consultor del tribunal, Antonio Carmona, el calificador Mateo Torralba y el notario, que tenía el encargo de levantar las actas del proceso sin intervenir en discusión alguna.
Lezuza estaba sediento, cansado, nervioso, sin esperanza. A veces, durante los largos argumentos y las prolijas formalidades del tribunal, ausentaba sus oídos y se concentraba en sí mismo, evadiéndose de la circunstancia en la que se encontraba. Echaba a volar sus pensamientos con el rumor de fondo, a veces imperceptible, de cientos de palabras judiciales, teológicas, filosóficas y científicas que los miembros del Santo Oficio pronunciaban y se quedaba en suspenso, como si quisiera hacer realidad la ilusión de no encontrarse allí. Pensaba entonces en Inesa, como había hecho tantas veces desde que le llevaron a la cárcel y pensaba en Cucurucho. Pero, sobre todo, pensaba ya desfallecido, sin ganas de hacerlo, como si la felicidad fuera, por fin, no pensar en nada, dejar la cabeza al viento, mecida por vientos de un mundo sin explicaciones, sin causas ni efectos, sin reglas ni matemáticas ni pensamiento. En esa actitud permaneció un tiempo, recordando sus días, que parecían tan lejanos, de maestro en la Universidad de Salamanca, acordándose, como si hubiera sido ayer mismo, de los momentos hurtados al sueño y al descanso para componer un libro sobre el movimiento de los astros en el cielo. El cielo, oh, el cielo, esa coraza impenetrable, ese espejo sin reflejos al que tanto había mirado con la intención de descubrir sus reglas, con la esperanza de descubrir sus secretos, de comprenderlo… Recordó las noches de trabajo, ocupadas en mediciones, en observaciones de estrellas y planetas, en el cálculo de ángulos, noches de geometría insomne en las que, a veces, se producían hallazgos, atisbos de secretos revelados al pensamiento, a su propio pensamiento, al pensamiento de los hombres. Allí, en el cielo, estaba escrito el pensamiento matemático de Dios, la inteligencia superior que él quería descubrir y conocer porque, estuvo seguro un día, el pensamiento de Dios era pura geometría. Sin embargo, durante los meses de cárcel y aislamiento, en mitad de la soledad de las largas noches, había tenido ocasión más que sobrada de entender por fin que sólo los teólogos sabían perfectamente, por revelación, cuál era en realidad el plan de Dios. Apostó por la razón, creyendo que quienes negaban la verdad lo hacían por error y que, mostrando él la evidencia, aprenderían. Ahora, sin embargo, estaba allí, de pie, en juicio, justificando que una teoría sobre el movimiento de la Tierra es simplemente geometría y no religión. No entendía, además, las causas de un proceso en el que había tenido que manifestar sus opiniones sobre algunos aspectos de la filosofía natural y contestar preguntas acerca de la naturaleza de la luz, el vacío, el color, el sabor, la constitución de los sólidos, la fluidez de los líquidos y la composición interior de las cosas.
Repentinamente, después de esa investigación sobre la naturaleza de las cosas, en jornadas agotadoras y muy largas, el tribunal tenía mucha prisa por tratar el asunto del movimiento de la Tierra. Había advertido Lezuza que los interrogatorios eran ahora muy frecuentes y, en ocasiones, se producían cuatro o cinco sesiones diarias, como si el comisario inquisidor hubiera determinado llegar a la sentencia en una fecha muy próxima. O agotarle a él físicamente, que ya tenía mermas de salud y señales de enfermedad. Y había advertido que en este punto del proceso no debía contestar ya preguntas relacionadas con la luz o el vacío, ni con los sólidos o los colores, sino sobre astronomía, como si el juicio se hubiera dividido en dos partes distintas: una, preliminar, para sentar cuáles eran sus opiniones en materia de filosofía natural y otra, posterior, para conocer sus ideas sobre el comportamiento de los astros.
Lezuza, recuperado para la realidad por la elevación del tono de la voz de quien hablaba, prestó de nuevo atención.
—… y yo informo en conciencia a este tribunal —le oyó decir al consultor Carmona— que, contra el común acuerdo de los teólogos, contra las Sagradas Escrituras y contra las enseñanzas del Santo Padre, el acusado afirma, sostiene y enseña que la Tierra se mueve en torno al Sol. Lo afirma porque en el libro que escribió hace pasar esa herejía por cierta y asegura que ese movimiento es real. Lo sostiene porque trata de demostrar con artificio de números el dicho movimiento de la Tierra. Lo enseña porque al escribir el libro trata de difundir esa teoría a otros.
Dicho esto, sobrevino el silencio. Lezuza no sabía si se trataba de una fórmula judicial para permitirle intervenir o si ese silencio se había producido porque, sencillamente, procedía que nadie hablara. Fray Martín Vélez se dirigió al preso y le preguntó:
—¿Ha enseñado el acusado esa teoría al Rey?
Lezuza estaba en condiciones de saber que una respuesta afirmativa a esa pregunta podía traerle todos los perjuicios, así que mintió:
—No, nunca.
—¿Cree el acusado que Venus crece y mengua como la Luna? —le propuso para respuesta el comisario inquisidor.
—Eso ocurre. Al ocaso se ve entero. Entrada la noche, decrece. Cuando amanece, está reducido, es decir, que mengua. Y entonces vuelve a crecer.
Fray Martín Vélez le pidió al calificador del tribunal que leyera su informe.
—Es absolutamente cierto —dijo el calificador Mateo Torralba— que Venus crece y decrece. Y así se ha demostrado en los informes que algunos sabios han realizado para este juicio y en las conclusiones de los maestros del Colegio Romano.
—Hable el acusado —dijo entonces fray Martín Vélez.
—Eso es porque Venus gira en torno al Sol —dijo Lezuza, una vez más, proclive a usar la razón para convencer.
Cuando vio que todos le miraban, añadió:
—Y solicito de vuestra paternidad que reciba mis palabras como las de un matemático. Hablo de matemáticas y no de religión.
—¿Cree el acusado que hay cuatro astros girando en torno a Júpiter? —preguntó fray Martín Vélez.
—Cuatro astros hay girando —contestó Lezuza.
—Lea el calificador su informe —ordenó fray Martín Vélez.
—Cuatro estrellas dan vueltas a Júpiter —dijo Torralba—. Así se ha concluido en los informes elaborados por el Colegio Romano.
—Hable el acusado —volvió a decir fray Martín Vélez.
—Eso viene a decir —dijo Lezuza— que son las estrellas las que se mueven y no Júpiter. Tales cuatro estrellas giran alrededor de un planeta, por tanto, no todo en el cielo gira en torno a la Tierra.
—Esa conclusión es precipitada —dijo el consultor Carmona—. Esa conclusión no se sigue necesariamente de los informes que se han leído.
—Las verdades matemáticas sólo deben juzgarse por los matemáticos —notó Lezuza, de modo muy improcedente.
—¿Las verdades matemáticas? ¿Es que hay varias clases de verdad?
Lezuza no contestó.
—¿Es que hay varias clases de verdad? —insistió Carmona.
—No exactamente.
—No exactamente. ¿Y si la verdad matemática no coincide con lo que está escrito en las Sagradas Escrituras? ¿Qué verdad debe prevalecer?
Aunque la pregunta se había hecho con un tono muy desafiante y con la voz muy elevada, Lezuza supo que tenía que responder rápidamente y convencer a todos de que su pensamiento no afectaba a la religión.
—Cuando la Biblia dice que el Sol se mueve —contestó— lo hace porque parece moverse. Pero en esa afirmación, no hay una verdad teológica, sólo una manera de escribir. El Evangelio no es un libro científico, sino religioso.
—¿Dice, entonces, que las Sagradas Escrituras están equivocadas en materia científica y muy especialmente en astronomía?
—No están equivocadas —contestó Lezuza—. Es que no se ocupan de la ciencia ni de la astronomía.
El consultor Antonio Carmona y el calificador Mateo Torralba percibieron que ni el comisario inquisidor fray Martín Vélez ni el procurador fiscal fray Pedro Gómez, los dos teólogos allí presentes, ni el inquisidor jurista Francisco Peralta, intervenían en el proceso ni en el interrogatorio aquel día, que los tres permanecían callados, como si no formaran parte del tribunal juzgador, como si asistieran al proceso sólo para escuchar, actitud que nunca antes se había dado.
Carmona continuó, sin embargo, haciendo preguntas muy medidas, cercando al preso.
—¿Cree el acusado que el Espíritu Santo inspiró a los escritores de la Biblia?
—Si ésa fue voluntad de Dios, lo creo —contestó Lezuza.
Entonces sí intervino el presidente del tribunal, fray Martín Vélez, levantándose del asiento, señalando al acusado con el dedo.
—No se permiten respuestas como ésa —señaló con tono muy vivo el comisario inquisidor—. Eso es responder sin dar contestación a la pregunta formulada. Ante este santo tribunal se responderá de forma clara, de manera que quede manifiesta su contestación. No es respuesta la que se da equívocamente o se sujeta a una condición. El procesado ha dicho: “Si ésa es la voluntad de Dios, lo creo”. La pregunta era más clara. ¿Cree que la Biblia está inspirada por el Espíritu Santo? Y haga el acusado su respuesta sin condiciones, sin explicaciones previas, sin invertir los términos de la cuestión.
—Sí —contestó entonces Lezuza, a quien las piernas empezaban a temblarle.
—El Libro de Josué y el de los Reyes dicen claramente que el Sol se mueve y la Tierra no. El inculpado dice lo contrario. ¿Cómo salva el procesado esa contradicción? ¿Pueden ser verdaderas a un tiempo las dos cosas? —preguntó Carmona.
—Son dos cosas distintas la Biblia y la geometría.
—¿Cómo salva el procesado la contradicción entre la Biblia y la geometría?
—Yo creo que la Biblia está escrita hace mucho tiempo y que entonces se hablaba del movimiento del Sol porque eso es lo que parece suceder. Se trata sólo de una forma de escribir.
—¿Debemos pensar que el Espíritu Santo inspiró una falsedad?
—¡Oh, Dios mío! —se quejaba Lezuza—. ¡La Biblia no es un tratado de astronomía!
—¿Cómo salva la contradicción? —preguntó con voz estremecedora fray Martín Vélez—. Ésa es la pregunta que debe contestar.
—No hay contradicción si se interpreta la Biblia como digo. Es sólo un modo de escribir en aquella época.
—¡Interpretar la Biblia! Las Sagradas Escrituras quedan ahora al antojo de los matemáticos —señaló Carmona—. Hago ver al tribunal que el acusado ha dicho que la Biblia debe interpretarse, es decir, corregirse, de acuerdo con el pensamiento de los hombres.
—Estoy seguro de que este tribunal entiende lo que he querido decir —dijo Lezuza.
Había dicho esto Lezuza con la voz quebrada. Quería, todavía, convencer al tribunal de la realidad de sus observaciones y de la teoría del movimiento. Quería Lezuza apelar a la inteligencia y a la razón y dejar descansar la teología y la fe.
—El siervo de Dios Juan Lezuza quiere ciencia, quiere pruebas, quiere inteligencia y razón —dijo Carmona—. Yo digo que esa teoría es formalmente herética. Pero digo, además, a la luz de la ciencia, a la luz de la razón y a la luz de la inteligencia, que esa teoría es falsa en filosofía y absurda científicamente. Formularé al confesante algunas preguntas. ¿Gira la Tierra sobre sí misma?
—Sí.
—Pues sus giros han de ser muy rápidos para recorrer todo el circuito en veinticuatro horas —dijo Carmona—. Todos los hombres estaríamos mareados. Y dígame, ¿las cosas que se mueven y rotan tienden naturalmente a dispersarse?
—Sí —contestó Lezuza.
—Pues hace mucho tiempo que la Tierra tendría que haber saltado en pedazos porque las cosas que se mueven y rotan son de todo punto contrarias a reunirse.
Lezuza no sabía si contestar estos débiles razonamientos o callar. Carmona hablaba cada vez con más entusiasmo, viendo el triunfo de sus argumentos sobre el silencio del acusado. Y adornaba sus palabras con una música irónica y con alguna sonrisa leve y recortada, contento de su propio lucimiento.
—¿Los objetos pesados —continuó Carmona— caen desde lo alto exactamente en el extremo de su perpendicular?
—Así es, exactamente —contestó Lezuza.
—Si la Tierra se moviera lo harían de modo oblicuo porque, mientras caen, el punto al que se dirigen en línea recta ya se habría movido.
Cada vez más satisfecho con las pruebas que presentaba a discusión, contestadas con el silencio de Lezuza, que no podía creer las simplezas que estaba oyendo, Carmona sostuvo finalmente su última tesis.
—Si disparo una ballesta hacia Oriente y desde el mismo punto y con la misma fuerza disparo otra flecha hacia Occidente, ¿recorren ambos proyectiles la misma distancia?
—Sí.
—Pues si la Tierra se moviera, el proyectil lanzado en sentido del giro recorrería menos espacio, porque el suelo se ha movido.
Hizo en este punto Carmona una pausa para subrayar la firmeza de sus argumentos y evidenciar la debilidad de los argumentos del matemático juzgado. Después de esto, añadió:
—Estas pruebas de los errores de vuestro pensamiento no importan al Santo Oficio. Importa que, además, pretende el preso corregir la Biblia.
El comisario inquisidor fray Martín Vélez se levantó entonces, miró al crucifijo que tenía puesto sobre la mesa y dijo:
—Retiren al preso hasta nueva convocatoria y quédese aquí el tribunal para deliberación.
Lezuza agradeció que le devolvieran a la cárcel. Había estado a punto de gritarles y de perder las formas, lo que hubiera sido muy grave en su situación. Pensó que estaba perdido, que había comenzado el verdadero juicio sobre sus opiniones astronómicas y que, por alguna razón que no llegaba a comprender, el hecho de que la Tierra se moviera era una cuestión teológica y no solamente física. Se preguntaba qué debía hacer. Se preguntaba si no sería mejor aceptar que estaba equivocado, que había escrito un libro equivocado, que sus juzgadores conocían perfectamente las leyes del cielo y de la mecánica y que cualquiera que pensara, en realidad, que la Tierra no era el centro del universo no podía estar pensando sanamente.
Cuando Lezuza salió de la sala, los cinco miembros del tribunal iniciaron su deliberación. Cruzaron sus miradas el procurador fiscal fray Pedro Gómez y el comisario inquisidor fray Martín Vélez. En ese gesto adivinaron uno y otro que ambos debían hablarse sin presencia de los demás. Pero comenzó la deliberación de todos y habló primero el consultor Carmona.
—Este tribunal debe formar su convencimiento de que el siervo de Dios Juan Lezuza es culpable de herejía por creer, defender y enseñar una doctrina que es claramente contraria a las Sagradas Escrituras —dijo.
—El Colegio Romano ha informado científicamente de que algunos fenómenos del cielo permiten pensar que no todos los astros giran en torno a la Tierra —objetó el calificador Torralba.
—¿Y qué prueba eso? —preguntó Carmona—. ¿Prueba que la Tierra gira alrededor del Sol y que a la vez da vueltas sobre sí misma?
Se hizo el silencio.
—Y si esas apariencias permitieran pensar así, ¿no deberíamos creer que se trata de un pensamiento aparente y falso porque contradice a los Libros Santos? —volvió a preguntar—. Si la razón humana, investigando la naturaleza más allá de sus humanas limitaciones, concluyera que el mundo no ha sido creado por Dios, ¿deberíamos por eso creer una idea tan abominable? —insistió—. Por encima de la razón está la fe.
Fray Martín Vélez no intervenía en apoyo de ninguna tesis y permanecía en silencio, mirando con detenimiento al suelo. El procurador fiscal, fray Pedro Gómez, se mantenía en silencio también. Y el inquisidor jurista, Francisco Peralta, observaba, callado desde el inicio de la sesión, el elevado tono y la defensa extrema que Carmona hacía de la inmovilidad de la Tierra.
El calificador Mateo Torralba informó al tribunal, después, sobre otras consideraciones que merecían estudio.
—Además de cuanto se ha dicho es preciso que se dictamine sobre otros asuntos que en el libro del acusado concurren —aseguraba—. Uno, la indebida demostración de la rotación de la Tierra. Dos, el tratamiento irrespetuoso a los autores antiguos y la impugnación de Aristóteles y Tolomeo. Tres, el ilícito parangón entre el razonamiento matemático humano y la inteligencia divina.
—Esa sola es ya causa de censura muy severa —dijo el inquisidor jurista.
Y sobre tales asuntos siguieron deliberando, mientras Lezuza entraba de nuevo en su celda. Se tumbó sobre el colchón gastado, miró al techo abovedado y dejó asomar a sus ojos unas lágrimas. Estaba seguro de que iban a condenarle por hereje, que su familia tendría que dejar Madrid y que para siempre llevarían la señal de ser esposa e hijo de un hereje. No lograba entender del todo al tribunal, que se acogía a dos frases de la Biblia para negar la evidencia de una Tierra en movimiento. Él había creído, al principio, que la idea era rechazada porque no se comprendía bien. Pero estaba seguro ahora de que no iba a convencer a ninguno de sus jueces con explicaciones racionales. Cerró los ojos cuando sintió en todo su cuerpo un estremecimiento inmenso. Oyó, después, ruido de pasos y gente que se acercaba a la puerta de su celda. Oyó correr cerrojos y vio, como si estuviera dentro del sueño más feliz, aparecer en el umbral las figuras de Inesa y Cucurucho. Cerró después el carcelero la puerta y los dejó a los tres allí, abrazados en silencio, con el rumor inmenso de los llantos y los besos.
—Nos permitieron venir a visitarte —dijo Inesa.
Cucurucho estuvo abrazado a la cintura de Juan Lezuza mucho tiempo, sin decir ni una palabra, dando alivio a su ansiedad, a su miedo y a sus llantos. Se avergonzó Lezuza de que le vieran preso, se avergonzó de haberlos llevado a Madrid y de estar siendo juzgado. Y también lloró, sobre el hombro de Inesa, que seguía abrazada a él, los tres en grupo, de pie todavía en mitad de la celda, parados como si fueran dibujo.
Después, se contemplaron con mayor detenimiento y en medio de un silencio rodeado de murmullos de llanto, esbozó Lezuza una sonrisa triste, forzada, que era señal de arrepentimiento y de vergüenza.
—A esto os he llevado a los dos —dijo Lezuza—. A esto os he traído a Madrid. Para principios de agosto cumpliste los once, Cucurucho, y yo estaba aquí. Para el final del verano habíamos pensado ir a ver juegos de cañas y fiestas de toros y yo estaba aquí. Cuando, de seguro, llegaron a la casa los fríos de septiembre y las humedades de octubre, yo estaba aquí. Cada vez que pensaba en vosotros dos, yo estaba aquí, preso, como un padre que no ha sabido serlo, como un marido que no ha sabido serlo.
—Me ha dicho Nicolás, el criadico del señor Obelar —le reveló Cucurucho—, que tiene vuestra merced mucha razón en todo lo que dice y que tendrán que reconocerlo y dejarle libre.
—Anda callado a ese rincón —dijo su madre.
—Razón, razón… —hablaba para sí Lezuza—, yo tenía que haberme dado cuenta hace mucho tiempo de que no hay en mi vida más que dos buenas razones, que sois vosotros dos. Pero no vayas al rincón, mi pequeño Cucurucho, quédate aquí, dame tus manos, déjame estar a tu lado.
La noche en que prendieron a Lezuza, Inesa había admitido sin rubor, por primera vez, que era verdad que no quería a su marido. Durante los meses de cárcel y de incertidumbre, Inesa había tenido que enfrentar ese sentimiento con la piedad, la lástima y la tristeza inmensas de Cucurucho, que tantas veces le había preguntado desde entonces por las cosas del cielo, oh, el cielo, ese sudario azul que odiaba infinitamente. Inesa había hecho lo posible por sacar a su marido de la cárcel, aunque todo lo posible era casi nada, porque ella sabía que no saca una mujer a su marido de un juicio de la Inquisición, con amor o sin amor. Quería a Lezuza sólo como al padre de su hijo, más que como esposo, porque su marido había sido siempre ese hombre incapaz de arreglarse una renta de maestro, incapaz de llenar una despensa, disipado entre papeles y entre números, como si de su cabeza dependiera algo importante que no podía dejar de hacerse. Nunca comprendió el trabajo de su marido, ese trabajo que le quitaba casi todo el tiempo, que le encerraba en una habitación durante horas, cada día, durante años, pensando sólo en las estrellas, en el movimiento de las cosas del cielo, apartándolo de pensamientos sobre las cosas de la vida real, de cómo comprar un paño de más abrigo para las mantas, de cómo gobernar la casa con provecho, de cómo usar los números para crear hacienda. Pero Lezuza había sido desde siempre un hombre que usaba los números para ponerlos a bailar entre las nubes, que prefería gastar los pocos ducados de salario en comprar instrumentos por donde aplicar el ojo a las estrellas, en comprar libros de filósofos para saber, como ellos, cosas que nada importan a una familia.
Por todo eso, y acaso por algunos otros sentimientos que no tenían explicación, Inesa no era feliz. Se había acostumbrado, sin embargo, a no serlo. Y a causa de ello había mudado las facciones de su cara y llevaba siempre puesto un gesto de angustia y una mueca de amargura.
Pero había ido a ver a su marido a la cárcel del Santo Oficio para pedirle que volviera a casa, para que no cayera sobre la familia la infamia, para que fuera el padre de Cucurucho otra vez.
—Contesta a todo en la fe —le decía ella a Lezuza—. Ten cuidado y no hables del cielo por los números, sino por la Biblia. Piensa más en salvarte que en salvar a tus teorías. Piensa en tu hijo y en tu mujer, aunque sea un poquito, piensa en nosotros en vez de en los planetas, Juan, que las estrellas están muy lejos, allí arriba y tu familia aquí.
—He tratado de explicarles… —empezó a decir Lezuza.
—No hagas con la Inquisición lo que solías hacer conmigo, mostrándome planos inclinados, rectas y ángulos. Confiesa que no crees lo que el librico dice. Confiesa que has reconocido tus errores y muéstrate arrepentido.
Cucurucho, oyendo esto, se acercó a su padre y dijo:
—Vuestra merced tiene razón porque es más listo que todos ellos juntos. Enséñeles la verdad y le aplaudirán.
—No hagas como si fueras un chiquillo —decía Inesa— y sálvate por la prudencia.
—Yo… —decía Lezuza—, yo… no sé ya qué debo hacer.
—Retractarte. Muchos que se retractan vuelven a sus casas y viven hasta viejos —le insistía Inesa—. ¿O quieres que Pascual y yo vayamos a ver las lumbres de tu hoguera?
—Inesa, escúchame. Conocer la verdad es lo que anima a los hombres a pensar.
—No hay tiempo para tu docencia, Juan. Me importa muy poco lo que sean las estrellas, no me importa nada el cielo.
—Durante años he sabido perfectamente lo que a ti no te interesa. Lo he sabido por tu boca, por tus palabras, por tus gestos, por tu cara. Déjame ahora que, al menos hoy, reducido a la cárcel, te diga algo sobre mí. Tú miras al suelo y callas. Pero yo miro al cielo y hablo. No llevamos el pensamiento y la razón como un adorno. No nos hacemos preguntas para dejarlas sin respuesta. Tenemos la obligación de buscar la verdad, de aprender, de estudiar y de saber. Tenemos que cuidar del mundo comprendiendo el mundo.
—¿Aunque haya que descuidar a tu familia? —preguntó, muy enfurecida, Inesa.
Lezuza se emocionó en ese punto, volvió su cabeza y miró al suelo. Fijó la mirada luego en su mujer y en su hijo y dijo:
—No sé, Inesa, qué está pasando. Pero tengo mucho miedo. El tribunal me acusa de contradecir la Biblia y yo he intentado demostrarles que sólo hablo de planetas, no de religión.
Tomasico abrió la puerta de la celda.
—Han estado vuesas mercedes juntos más tiempo del que me dijeron que estaba permitido. Despídanse y salgan.
Se abrazaron a Lezuza Inesa y Cucurucho. El niño lloraba sin gemidos, encendiendo en rojo sus mejillas, bañando en lágrimas la ropa de su padre, agarrándose con fuerza a él. Inesa entornó los ojos, acercó su cabeza a la de su marido y estuvieron así un instante. Lezuza cerró a los dos en un abrazo muy fuerte y los vio salir de la celda, acompañados de Tomasico.
—Cucurucho —le dijo a su hijo—, te quiero.
El chiquillo se deshizo de las manos de su madre, corrió de nuevo hasta su padre y se abrazó a él.
—Cucurucho, mi pequeño Cucurucho, un día sabrás qué está pasando ahora. Cuídate mucho y cuida de tu madre, que ahora tienes que ser más fuerte y más grande. ¡Once años! ¡Once, Cucurucho! Mira, once sólo es divisible por uno y por sí mismo. Sé siempre así, uno y tú mismo.
Salieron todos y se quedó dentro Lezuza, preso, esta vez más preso que nunca, llorando amargamente. Poseído de una enorme furia, agarró el jergón de la cama y lo lanzó lejos, se acercó a la pared y le dio tres fuertes puñetazos que le hicieron sangrar la mano. Con aquel dolor de su mano se calmó un poco y, después, volvió a pegarle a la pared, piedra desnuda, para perjudicarse más y aliviar por la herida que a sí mismo se hacía, el dolor inmenso de su pena.

Capítulo 11
La diplomacia

Cinco veces había mirado atrás para ver cómo seguía sus pasos. Isabela miraba atrás para ver al hombre a quien quería, que le hacía gestos, muy disimulados, a poca distancia. Isabela había llegado a la plazuela del León acompañada por una dueña que servía en su casa. Compraba en el mercado de la plaza hortalizas y frutas, que venían algunas de huertas escondidas y sabrosas. Obelar hacía todo cuanto le era posible por avisar a Isabela, secretamente, de la necesidad que tenía de hablar con ella. Pero en mitad de una calle concurrida, en día de mercado, acompañada de la dueña vieja y muy indiscreta, todas las señales terminaban sólo en miradas fugitivas. A un grupo de comadres avecinadas en racimo ante seis cajas de alcachofas se acercó Isabela para hacerse bulto entre mujeres y poner ladronamente los ojos en su hombre. Hasta allí llegó Obelar, mirando hacia otro lado y, estando juntos, colgó en el aire unas palabras que eran clara muestra de su necesidad por hablarle y verla. Isabela puso su mirada en la espalda de la dueña y, sin mayor cautela, fue a separarse de aquel grupo de mujeres y se metió con prisas en una calle estrecha, como urgida por una promesa sin cumplir. A ocho pasos de la esquina estaba cuando entró en la misma calle Obelar, que se acercó a ella y, en dos saltos, fueron juntos a sombra de fachada, donde él le dijo:
—Por cuanto he venido contándote estos días, debo extremar ahora la prudencia y no dejarme ver en un tiempo. Ando perseguido de asesinos que han entrado ya en mi casa, que me buscan para dar gusto a sus espadas y que quieren algo que yo tengo.
—Ese taleguico —dijo Isabela— va a dejarte a ti sin vida y a mí en penitencia de amor. ¿Me quieres?
—Oh, Isabela, ¿no lo ves en mis ojos, en mis manos, en mis labios, en mis pasos, en el viento, en las piedras, en la tierra y en el cielo? Pero ahora mi vida vale tanto como mi prudencia.
—No me ahogues en esas angustias. Ponte a salvo. Deja el saco, deja esos amigos, deja tanto sobresalto, deja todo lo que no sea yo.
—Cuando esto pase, tú dejarás tu casa, dejarás a tu marido y nos iremos juntos a otro lugar.
Isabela retiró la mirada de los ojos de Obelar. Luego, con la vista puesta en el suelo, le dijo:
—Tú sabes muy bien que ese futuro que me pintas no vendrá nunca.
Obelar se sorprendió. Y su silencio fue como una pregunta que Isabela trató de contestar:
—Le hablas a una mujer casada y con un hijo.
—¡Pues no lo he de saber! Pero en otro lugar, lejos de Madrid, nadie sabrá que tú y yo no hicimos bodas.
Isabela alzó las cejas, cerró los labios y dio a su cara un gesto de asombro. Luego, con un par de lágrimas incontenidas asomando muy tímidamente a los ojos, le dijo:
—Tengo que volver a la plaza. Esa dueña me andará buscando. Y tú no olvides que soy la madre de un niño pequeño, de un niño que no entiende de otro amor que el de su madre y el de su padre.
Con esto, salió de allí Isabela, apretó el paso y dejó a Obelar en la calle, quieto, sin acción, como estatua o pasmarote. A Obelar le pareció entonces que se había despedido de Isabela muchas más veces de las que la había visto, que sus amores entrecortados y secretos le enflaquecían el alma y que no había otra medicina para sus tormentos que estar con ella siempre. Pensó en las veces que le había dicho que ellos dos eran tres en realidad, que él podía ser marido suyo y padre del niño sin ser lo uno ni lo otro, allí donde la suerte les llevara, lejos de Madrid. Pero esa mañana fue distinto. Advirtió Obelar, con un punto de temor, que Isabela le había hablado muy tristemente, como si ya hubiera decidido renunciar a estar con él, como si hubiera decidido no cambiar las cosas, dejar pasar su vida en un matrimonio que fue siempre de mentira y al que parecía estar ya acostumbrada.
Poco antes de caer la noche, fray Martín Vélez entraba en el palacio del nuncio, el cardenal Matteini, embajador de los Estados Pontificios en Madrid. Había sido llamado a su presencia con carácter urgente y el comisario inquisidor sospechaba las razones de una convocatoria tan precipitada. El cardenal Matteini no ahorraba ostentaciones suntuosas de su dignidad. Y, como él mismo le dijo a fray Martín Vélez en el transcurso de la conversación que mantuvieron, ser el nuncio de Su Santidad en Madrid es ser el mismo Papa, aunque en una corte extranjera. Con protocolo, reverencia y rito, el cardenal Matteini recibió al comisario inquisidor haciéndole preguntas preliminares sobre el viaje en barco desde Génova a Sagunto, sobre su opinión acerca del clima de Madrid y otras cuestiones de pequeña importancia. Pero fray Martín Vélez era hombre inquieto, de hablar directo y poco dado a los preámbulos.
—Eminencia Reverendísima —le dijo a Matteini—, vayamos al asunto, si os place.
—El asunto está ahora en la cárcel del Santo Oficio —contestó el cardenal—, y se llama Juan Lezuza. Un hombre que tiene un nombre muy común, según se ve, pero que tiene en cambio un oficio singular: maestro de Su Majestad Católica el Rey Felipe Cuarto.
—Un hombre que ha escrito un libro muy singular también —contestó el inquisidor.
—¿Un libro? Ah, sí, también sé lo del libro. Dice en él determinadas cosas que pueden ser verdad, ¿no es eso?
—Pueden ser verdad, eso es —contestó el inquisidor.
—Va, sin embargo, vuestra paternidad a condenarle, según ha llegado a mis oídos.
—En el plazo de dos o tres días desde hoy.
—Para eso era urgente que habláramos —dijo el nuncio—. Hay en este asunto de Juan Lezuza algunas circunstancias que no pueden pasar inadvertidas.
El cardenal Matteini cruzó sus manos y siguió hablando pausadamente.
—En primer lugar, que un maestro de Su Majestad Católica se encuentre en la cárcel del Santo Oficio desde hace meses es ya una sospecha sobre el mismo Rey, que en este punto ha demostrado paciencia, entendimiento y mucha más prudencia de la que puede exigirse al soberano más poderoso de la cristiandad. En segundo lugar, si la Inquisición le condena al fuego, será inevitable que el Rey Felipe se sienta también un poco condenado, siendo así que la Corona que lleva ha sido siempre la mayor defensora de la fe. Por último, si Lezuza mantiene ciertas opiniones que, por otra parte, muchos creen que son verdad, su condena será, primero una injusticia y, después, un error de la Iglesia que no podrá ser reparado.
—En este punto se encuentra… —empezó a decir el fraile.
Pero el cardenal le interrumpió con un severo gesto de autoridad y, con un tono pausado, pero muy duro y áspero, añadió:
—Y en este punto se encuentra vuestra paternidad con el nuncio de Su Santidad, que le dice: Nos, hemos decidido que se libere a Juan Lezuza, sin cargos, con fama restituida públicamente.
No había esperado mucho tiempo el nuncio para decir lo que quería. Fray Martín Vélez oyó al embajador del Papa y, cuando advirtió que había terminado de decirle cuanto quería, mantuvo el mismo gesto inexpresivo con el que se enfrentaba a cualquier debate y objetó:
—Más circunstancias de las que ha expuesto Su Eminencia Reverendísima concurren en el asunto de Juan Lezuza, que con todo detenimiento juzga el tribunal que yo presido. Ocurre que, porque es maestro del Rey, es por lo que su procesamiento se hace con medida y tiento, no fuera que Su Majestad admitiera, sin saberlo, herejes en su Corte. Ocurre que su condena, por ser el maestro del Rey, no condena al Rey, sino que le proporciona el servicio de haber descubierto a un hereje escondido, triunfo que sólo será motivo de celebración. Y ocurre, además, que, aunque fuera verdad cuanto dice sobre el movimiento de los astros, es también cierto que muchos hombres de bien y muchos teólogos, creyendo para sí mismos que la Tierra da vueltas, no lo dicen. Porque hay en ello una trampa bien dispuesta para revisar a la escasa luz del conocimiento humano algunos misterios teológicos que no pueden ser sanamente investigados por la razón de los hombres. Y concurre, además, Eminencia Reverendísima, en este caso, una circunstancia que es preciso señalar aquí: soy yo, solamente yo, quien preside el tribunal que juzga al acusado.
Supo en seguida el nuncio Matteini que no hablaba con un inquisidor entregado a la obediencia ciega.
—Vuestra paternidad me fuerza a hablarle de asuntos que preferiría no comentar. Pero hágase, si con ello entiende las razones profundas de esta audiencia. Su Santidad, Gregorio XV, defensor máximo de la fe, está obligado a ponderar todas las santas armas con las que lucha para bien de las almas. Una de ellas es el Oficio de la Santa Inquisición, que tantos servicios hace para la extirpación de la herejía. Otra es la política. El Papa debe fiar de todos los medios a su alcance para mantener la unidad de su Iglesia y la exaltación de la fe, forzando unos a veces, limitando a veces otros, haciendo así gobierno sabio de la Iglesia, a la manera en que se lleva unos tramos al galope a los caballos y otros al paso, mirando el terreno, no desbocándolos. Porque muchas veces, quien quiere llegar a su destino debe, sin embargo, hacer rodeo o cambiar de camino. Y en este asunto, el Santo Oficio debe parar su galope y fiar más de la diplomacia.
A estas palabras, fray Martín Vélez no opuso ninguna suya. Pero no estaba seguro de que el nuncio le hubiera entendido a él, cuando dijo que permitir las opiniones de Lezuza y dejarle sin castigo eran la puerta por la que habrían de llegar las peores herejías a instalarse en el centro de la Iglesia y a pudrirla para siempre. Por eso, después de un silencio, el comisario inquisidor volvió a hablar:
—Supongo a Su Eminencia Reverendísima enterado del peligro de los átomos.
—Sí —contestó el nuncio—, esas partículas indivisibles que hacen una geometría de lo pequeño. Y sabe el Santo Padre que no hay átomos y que esa teoría perversa de Epicuro y Demócrito es muy falsa. Y sabe el Santo Padre que si empiezan a creer en ella los hombres, pondrán después en duda el milagro de la eucaristía, porque allí donde los átomos no cambian, no hay cambio y, por tanto, en el vino no está Cristo, ni en el pan. Y sabe el Papa y entiendo yo vuestra santísima preocupación por evitar que se interpreten las Sagradas Escrituras, porque si se acepta interpretarlas en lo que toca al movimiento de los astros, se interpretarán luego en todo lo demás.
—Me produce un alivio infinito —dijo fray Martín Vélez— ver que el problema auténtico del juicio a Juan Lezuza es comprendido.
—Vuestra paternidad es quien no comprende el verdadero problema del juicio a Juan Lezuza.
Al comisario inquisidor le confundieron esas palabras. Había creído entender que el Papa, el nuncio y él decían por fin la misma cosa. El cardenal Matteini se levantó y se puso a andar por la sala, mirando al suelo, con gesto duro y preocupado.
—El asunto de los átomos —dijo— es un problema muy serio. Pero es una amenaza amplia y general que no va a resolverse quemando a Juan Lezuza.
Después de un tiempo, se acercó al comisario inquisidor, llegó hasta él, rompió con esa cercanía inesperada y exagerada las normas de respeto y protocolo, colocó sus ojos apenas a tres dedos de distancia de los del inquisidor y, mirándole con el gesto más serio que fray Martín Vélez le había visto hasta entonces, muy despacio, como si masticara las palabras, le dijo autoritariamente:
—El problema que no entiende vuestra paternidad es que hay que dejar libre a ese preso, porque si el tribunal le condena, el Rey retirará su apoyo político al Papa, dejará a Roma en manos de Francia y permitirá, sin hacer nada, la revolución de Holanda y la expansión de Inglaterra y las amenazas de Dinamarca y Suecia, protestantes. ¿Qué le importa al Rey hacer eso con Roma si ya Roma le condena quemando a su maestro?
Se retiró el cardenal del lado del inquisidor, guardó silencio por un tiempo muy breve y, mirándole fijamente, con autoridad inmensa, comenzó a hablarle con voz muy alta, precipitadamente, sin darse apenas tiempo para la respiración.
—Ése es el problema del juicio a Juan Lezuza y no los átomos —le dijo—. Ése es el problema hoy. Y a la Iglesia no hay que defenderla sólo con grandes proyectos de futuro, sino también día a día, en batallas más pequeñas, más sordas y secretas. Y a la fe no la defiende sólo el Santo Oficio, sino también la diplomacia y las alianzas. Y el gobierno conjunto de todo ello corresponde al Santo Padre y yo soy el Papa en Madrid y quiero a Lezuza en su casa en el momento justo en el que los procedimientos legales lo permitan, sin dilación ninguna. Y así como lo he mandado se hará.
Fray Martín Vélez se quedó quieto, mirando al nuncio. Tuvo que reconocer que el cardenal Matteini era claro cuando hablaba. Lo que había recibido era una orden. La primera inquietud que ello le produjo al inquisidor fue la duda de si el nuncio podía intervenir tan abiertamente para torcer un proceso del Santo Oficio. La segunda duda era si, a pesar de aquellas palabras, él podría resistirse a cumplir el mandato. Y, por último, fray Martín Vélez no entendía cómo, habiendo sido enviado personalmente por el Papa para sofocar esa herejía, haciendo juicio a Lezuza y condenándole, tenía el nuncio, en cambio, un propósito distinto. En el breve tiempo en que, en silencio y confundido, pensaba fray Martín Vélez sobre estas cuestiones, el cardenal Matteini, como si leyera su pensamiento, volvió a hablarle, esta vez con la serenidad recuperada e instalado nuevamente en su silla. El nuncio, sin esperar a que el inquisidor hallara el modo de indagar sobre sus dudas, fue contestando a los dilemas del fraile.
—Vuestra paternidad estará pensando —empezó a decir el cardenal— que lo que le ha oído al nuncio de Su Santidad es contrario al encargo que el propio Papa le mandó cumplir. Sepa vuestra paternidad que la prudencia es virtud muy principal del Santo Padre. Lo que hace unos meses era bueno ya no lo es tanto. El Papa manda ahora detener el cumplimiento de ese encargo.
Fray Martín Vélez no dijo nada y siguió escuchando al nuncio.
—En ocasiones —añadió el cardenal—, puede parecer que sólo nuestro criterio es acertado. Pero sepa vuestra paternidad que debe obediencia al Papa y que no puede resistirse a sus mandatos.
Vencido, fray Martín Vélez bajó su mirada al suelo y calló.
—La diplomacia es un juego de cesiones —dijo el nuncio—, concesiones, aceptaciones, amenazas y exigencias recíprocas donde hay que valorar lo que cada uno tiene en cada plato de la balanza. Nos, estamos seguro de que vuestra paternidad comprenderá en los próximos días que, para asegurar la defensa de la fe, a veces hay que soltar a algún hereje.
Era precisamente eso último que había dicho el nuncio lo que no conseguía vencer la inquietud de fray Martín Vélez. Empezaba a pensar que había estado equivocado durante muchos años, como miembro de muchos tribunales del Santo Oficio. Hasta ese momento había considerado que su actividad y la de muchos como él, dedicada a prevenir el surgimiento de la herejía y a extirparla en los casos en que se hiciera patente, tenía la mayor importancia para la defensa de la fe y de la Iglesia. Sin embargo, no había considerado nunca que pudiera la Inquisición ceder terreno a la diplomacia y doblarse a peticiones que entrañaban sin duda una profunda injusticia. “¡Soltar a un hereje!”, pensaba despreciativamente el comisario inquisidor, que pasó repentinamente del desprecio a la inquietud. No estaba de acuerdo con lo que decía el nuncio y creía firmemente que tales procedimientos no ayudaban al mantenimiento de la unidad de la Iglesia. Estaba descubriendo esa noche que durante muchos años se le había escapado la percepción de las actuaciones diplomáticas, la labor en sombra de otros nuncios o los necesarios pactos de la Iglesia, probablemente reflejados en las sentencias del Santo Oficio. Se sintió vencido, como si le faltaran fuerzas. Se sintió… decepcionado.
Fray Martín Vélez, sin embargo, se encontraba con una dificultad. Cuando solicitó permiso para retirarse, se detuvo en el centro de la sala y preguntó:
—¿Cómo conseguiré convencer a los miembros del tribunal si, como supongo, esta audiencia y lo que en ella se ha dicho ha de guardarse en secreto?
—Esa suposición suya es cierta. Y en esa misma palabra tiene vuestra paternidad la llave para evitarle a Lezuza la condena.
—¿En la suposición? —preguntó el inquisidor.
—Suposiciones e hipótesis es todo cuanto se ha escrito y dicho acerca del movimiento de la Tierra. Ese movimiento no puede afirmarse como una verdad física, porque es falso en filosofía y formalmente herético y quien lo mantenga como una realidad es, por tanto, un hereje al que hay que juzgar y condenar. Pero puede suponerse un movimiento a la Tierra, como hipótesis, para estudiar los cielos y los astros.
—Para poder explicar las irregularidades observadas en el movimiento de los planetas —decía fray Martín Vélez, asegurándose así de entender al nuncio—, algunos astrónomos han introducido un movimiento supuesto, que sin ser una realidad física, ayuda a satisfacer los cálculos matemáticos y ayuda a la razón humana a explicarse los milagros del cielo.
—Como suposición, como hipótesis, sin que haya evidencia de que tal movimiento exista realmente. Al contrario, con la certeza de que la Tierra permanece inmóvil.
El nuncio guardó silencio. Ambos se miraron fijamente, desde un lado al otro de la sala. El cardenal añadió entonces, con una sonrisa:
—Vuestra paternidad está seguro de que cuanto ha dicho y escrito Juan Lezuza es una simple suposición. Él sabe perfectamente que la Tierra no se mueve. Pero supone un movimiento para explicar las leyes astronómicas, como hipótesis aritmética.
Ex suppositione, ex hypothesi… —dijo fray Martín Vélez en voz baja, asombrado de cuanto estaba oyendo, mientras se retiraba.
Cuando el fraile llegó a la puerta por donde iba a salir de la sala, un carraspeo muy forzado del nuncio le hizo volver la cabeza. Entonces vio al embajador del Papa sentado en su silla, con un gesto de complicidad que antes no había advertido y con una expresión que era y no era risa, sino sonrisa velada, apenas perceptible. Se detuvo fray Martín Vélez antes de salir, persuadido por la oportuna tos del nuncio y por ese gesto, de que algo más iba a decirle.
—Un extranjero —se decidió a hablar el cardenal Matteini—, que hablaba en nombre del Rey, vino a verme.
El comisario inquisidor supo en seguida que se refería a aquel Fernando Enríquez a quien él trató una vez de convencer sobre las causas de la condena de Lezuza. Avanzó entonces unos pasos hacia el nuncio y esperó a que el embajador continuara hablando.
—Como el mismo Fernando Enríquez os dijo, ni su nombre era Fernando, ni su apellido Enríquez ni se dejará ver otra vez en esta causa, tres precauciones que convienen mucho a la prudencia política.
—¿Envió Su Eminencia Reverendísima a ese hombre para que me convenciera de lo mejor que podía hacerse con el preso? —preguntó el fraile.
—No —contestó el nuncio con voz muy serena—. Me lo envió a mí Su Majestad, para que me convenciera a mí de lo mejor que podía hacerse con el preso —añadió.
—El Rey consiguió lo que quería de un cardenal y no de un fraile —dijo el inquisidor, con malevolencia.
—Porque el cardenal consigue otras cosas del Rey y no de sus capitanes. Y en eso para todo el arte de ganar voluntades.
—La diplomacia… —dijo entonces el fraile, con una punta de ironía.
Salió de allí el inquisidor, muy entrada la noche, intentando persuadirse de que así servía a la defensa de la fe, única idea que, entre las calles, proporcionaba amparo a su decepción. Tenía fray Martín Vélez la sensación de haber asistido a una conversación en la que no pudo participar y percibía claramente que no hubiera podido objetar a las razones del nuncio con sus propios argumentos, que eran argumentos de fraile y no de nuncio.

Capítulo 12
Un asesino de oficio y calidad

Obelar no dejaba de pensar en el último encuentro que había tenido con Isabela. Le había dicho, recordaba, que su hijo no entendía otro amor que el que ella y su padre le tenían, como si ello quisiera decir que se encontraba obligada a seguir en la misma situación en la que estaba y que no tenía derecho a darle al niño un padre nuevo a quien no conocía ni a quitarle a su marido un niño al que quería y que era suyo. Obelar reconocía que sus planes eran vagos y que no había puesto en ellos más que deseo y poca realidad, porque era claro que no podía exigirle a Isabela que rompiera su fama en trozos, que saliera de su casa como una fugitiva, con un niño en brazos, para vivir luego en otro sitio un amor nuevo. El recuerdo repetido, constante y obsesivo de las palabras de Isabela le instalaba en una tristeza vaga y persistente.
Pensaba en esto Obelar, agarrado a dos manos a la tabla de una mesa puesta en un rincón, en la taberna en la que Ranillas oficiaba otro reparto de lo que se había robado hasta esa hora. No sabía muy bien el matemático enamorado las razones por las que el jefe de los bandidos le había hecho ir allí aquella noche. Pero había advertido algunos gestos de complicidad entre Ranillas y Maricarnes, por lo que intentó averiguar los motivos de la cita y, mientras el bandidón cataba el peso de los hurtos, invitó a la bandida a sentarse a su lado.
—Algo me tenéis preparado de sorpresa tú y Ranillas y no quiero sustos esta noche —le advirtió Obelar.
—¿Sustos? A ti no te da jindama ni la fantasma de un muerto que viniera a saludarte —le dijo Maricarnes.
Ranillas mandaba en el centro de un corro de pilladores de lo ajeno y decretaba diezmos y cuantías, aprovechamientos y encargos de gastos, reparticiones y ahorros. Obelar y Maricarnes le miraban desde la mesa que ocupaban, sorprendidos de su autoridad y oficio en esos lances de mercader de grueso. El contador Vivanco, sentado, ajustaba cuentas con indumentaria de poco lustre, pero con gesto de notario.
—En esto veo yo —comentó Obelar a Maricarnes en confidencia— que Ranillas tiene que llevar en las venas sangre hebrea o venir de casta de fenicios.
—En esto veo yo —dijo Maricarnes— los trabajos que da ser jefe de bandidos, porque un oficio de tanta dignidad tiene muchos desvelos. Echa casi todo el tiempo en enseñarles a ladronear, que no es sólo cosa de que aprendan a poner la mano, sino a quitarla a tiempo. Y, además, hay que formarles a todos la conducta y la conciencia rectamente y a respetarse los unos a los otros.
Obelar miró a Maricarnes, pensó en Isabela y en Lezuza y en Inesa y en las veces que había puesto su vida a riesgo por un saco de tela con unas bolas, un cuaderno, un compás y un secreto cosido al forro. Obelar no vivía en su casa desde que fueron a buscarle los dos hombres que asustaron a su criado Nicolás, para no hacerles el favor de estar dormido y descuidado la noche en que se decidieran a volver para matarlo. Dormía en un zaquizamí a las afueras de la ciudad, que era desván sobrado en una casa desacomodada que usaba algunas veces Ranillas para guardar personas y cosas muy buscadas. A Nicolás le había acogido Inesa, cosa que su hijo Pascual celebró con mucha alegría porque le proporcionaba un amigo para los juegos, compañía y distracción. También a Inesa le aprovechó la estancia del invitado para llenar de ruido una casa que se había quedado muy sola desde que se llevaron a Lezuza.
Insistió Obelar en saber las razones por las que le habían pedido que estuviera allí esa noche y fingió prisa.
—Me voy, Maricarnes, que tengo muy a mi espalda gente que me busca para sacarme la vida y acabarme el calendario y no es prudente que esté sin esconder durante tanto tiempo.
—Esa ruina desguarnecida en la que te echas a dormir —repuso ella— y de donde no sales más que de noche, no es más segura que esta taberna.
Ranillas terminó el reparto, dejó a Vivanco haciendo cuentas y se sentó luego en la mesa que ocupaban Obelar y Maricarnes.
—No tengas tanta urgencia en catar de la ventura que te tengo preparada —dijo Ranillas—, porque las prisas, sobre no ser buenas para nada, amargan los buenos ratos. Y ahora tenemos que hablar de un asunto de importancia.
—Pues aquí me quedo sentado y pase la noche entera por delante de mis ojos hasta que tú mandes otra cosa —dijo Obelar.
—Esos dos asesinos que te rondan —empezó a decir Ranillas— quieren el papelico que hay dentro del talego y quieren además bajarte a un hoyo tumba. Y si han venido a hacer tales dos cosas, esconderte o no esconderte todo es lo mismo, porque no está claro que, andando el tiempo, se les vaya a olvidar lo que han venido a hacer. Y antes o después te encontrarán.
—Mala esperanza me das.
—Lo cabal, según he pensado yo, amigo Obelarico, no es vivir esperando que no te encuentren, sino hallarlos tú en una noche de sorpresas y que sean ellos los que te huyan.
—Si hubieras estado conmigo en el tejado o hubieras oído a mi criado Nicolás cómo hablaba de ellos, verías que tienen de hombre la facha sólo y que son diablos. ¿Cómo quieres que vaya a meterles una espada?
—Para espantar al diablo otro diablo hace falta —le advirtió Ranillas—. Y ese diablo se llama Octavio.
Luis Obelar no entendió a Ranillas y éste le explicó:
—A ese Octavio le llaman, por otro nombre, Calabaza. Un hombre redondo de cabeza y de cuerpo, que más que a un ocho se parece a esa hortaliza. Su cara fue lo último que vieron los cien hombres que ha matado.
—Dicen de Octavio Calabaza que asesina más que abraza —añadió Maricarnes.
—Es una mala persona —continuó Ranillas, explicando—, muy matadora, corto de entendimiento, plano de juicio, dispuesto a quitar vidas por afición y por encargo y asesino de mucho oficio y calidad. A Octavio le pedí yo, hace ya unos días, que se entremetiera por las voces de Madrid y diera con unos venecianos metidos a despachadores de almas, que estaban quitándole el trabajo y bajándole el precio a los asesinatos.
—¿Y dio con ellos? —preguntó Obelar.
—Ahí dentro los guarda Octavio, sometidos al miedo que le tienen, detrás de esa puerta que da a un sótano —anunció Ranillas.
Obelar no supo si alegrarse o precaverse de ese anuncio, porque Ranillas le decía que los asesinos de Maldonado, los dos hombres que querían quitarle a él la vida, estaban en aquel sótano, arrestados por un diablo Calabaza, todo lo cual le parecía de tanto asombro que reaccionó con mucho tiento y, en lugar de hablar, calló, aunque tenía los ojos muy indagadores y un gesto sobresaltado que no podía disimular. Maricarnes abrió entonces los labios en sonrisa y, señalando la puerta que llevaba al sótano, dijo:
—Vamos a verles las caras, que a esos dos matachines miedosos los tiene Ranillas presos en esa conejera.
Y se acercaron los tres a la puerta. La abrió Ranillas y comenzaron a bajar los peldaños de un escalerón oscuro, empinado y largo como si llevara hasta el infierno. Llegaron luego al sótano y allí vieron a Octavio, un hombre tan bajo de estatura como de instinto, cara redonda como hecha a molde de pelota y un semblante tan sin gesto que parecía máscara. Atados de pies y manos, dos hombres resignados a su suerte miraban al asesino Calabaza, que les apuntaba con espada y les declaraba el ánimo que tenía de expropiarles la vida a cada uno. Obelar no tuvo duda de que, al menos uno de ellos —labios finos, piel muy blanca, bigote de rey— era quien quiso matarle en el tejado. Pero se convenció de que ambos eran los asesinos de Maldonado cuando les oyó decir, en confesión gritada y agarrados al miedo, que habían estoqueado a un maestro de matemáticas por orden de una autoridad muy principal.
—¡En Madrid no hay encomienda de matar que no pase por mí! —les reñía Octavio—. Y andar pinchando de noche sin que haya catado yo ese encargo es poner los pies en mi jurisdicción, lo que está prohibido por orden de mi propia ley.
—Piedad, perdón, misericordia —rezaban los dos hombres atados.
—Aquí tienes, Obelar —dijo Ranillas—, enflaquecidos de ánimo y vencidos a esos diablos de tanto susto.
—Pon sangre veneciana en este suelo, Calabaza —decía Maricarnes—, que verás que la tienen sin color y muy asustadiza.
—Octavio —dijo Ranillas—, haz que nos cuenten los motivos de su perdición, quién les manda y a quién sirven, qué buscan y para qué.
Octavio puso su espada en la frente de uno de los venecianos, dejó luego resbalar el hierro hasta el inicio de la nariz y, cuando pasó la punta entre los dos ojos, la afirmó contra la carne y dijo:
—Mueve la lengua sólo, que si le das otro baile al cuerpo dejarás de vernos.
El veneciano dijo entonces que servían al embajador de Venecia desde antiguo, en Madrid y en otras partes del mundo, siempre para cosas de fuerza, porque los asesinos eran complemento de las cortesías de embajada, explicación que todos rieron, menos Octavio, que no quería mover la espada de donde la tenía puesta. Añadió luego que mataron a Maldonado por un saco de mucha importancia que no quiso darles.
—¿Por qué tenía Maldonado ese talego? —preguntó Obelar, envalentonado.
El veneciano amenazado de Octavio guardó silencio con la intención de no darle respuesta. Pero cuando notó que Calabaza apretaba el pincho, dijo que Maldonado era hombre que quería entrar por ese lado del mapa una teoría de los astros perseguida por la Inquisición. A cambio de los favores del embajador, Maldonado compraba para él muchas voluntades en España que servían luego al provecho de Venecia. Con esto, el embajador le procuraba al matemático contacto con astrónomos de Italia y la seguridad de pasar a Venecia si estuviera alguna vez en apuros, porque el Santo Oficio no tenía ni había tenido nunca jurisdicción ni entrada ni presencia en la república veneciana, que era así el lugar donde se refugiaban muchos. La seguridad de ese refugio y la promesa de cobijo y acogimiento convirtieron a Maldonado en mercader de títulos, cargos, nombramientos, sobornos, cohechos y regalos para aprovechamiento del embajador. Pero un mal entendimiento de ambos, la urgencia que Maldonado tenía de recibir protección en Venecia y la necesidad que el embajador tenía de que Maldonado siguiera en Madrid, hicieron su enemistad repentina. Y se ganó el matemático su muerte cuando amenazó con dar a todos la lista de sus compras. Al llegar a su casa los asesinos y ver que Maldonado tomaba el talego y lo arrojaba por la ventana, supieron que en ese saco estaba el detalle de cuanto había venido haciendo por Venecia.
—¡Ese tono de canción les quitaba yo antes de matarlos! —dijo Maricarnes, asombrada de ver que hablaban español con acento de otra tierra.
—Son italianos, Maricarnillas —le explicaba el bandidón, como poniéndoles disculpa a su fonética extranjera.
—Si me hubiera llamado a mí el embajador ése —presumía Octavio—, tras despachar al Maldonado, hubiera despenado para siempre a tu amigo Obelar con dos espadazos en la cruz del pecho, que es donde se halla el corazón. Pero como ese encargo —se lamentaba— fue a parar a estos dos asesinos sin oficio ni experiencia, trabajando de barato, aquí estamos todos oyendo confesiones. Porque no hay nada peor que delegar los asesinatos de sustancia en homicidas nuevos.
Obelar tragó saliva y Ranillas, que escuchó el lamento de Octavio, le dijo a su amigo, para darle tranquilidad:
—Habla Calabaza de una suposición. Viene a decir que en cosa de matadores hay que hacer contrato a los mejores para que el muerto venga a serlo sin escapatoria. Y que siendo él de mejor asesinar y de más probada historia, si le hubieran encargado a precio la muerte de Maldonado y después la tuya, hubiera hecho dos almas de dos cuerpos en un abrir y cerrar de ojos, por tener mejor oficio y condiciones.
—Eso es —asentía Octavio—, que yo nada tengo contra vuestra merced —le dijo entonces a Obelar—, sino que hablo sólo de mí mismo y que no me ha gustado que después de muchos años haciéndome una fama y destacando en esto con enormes trabajos, vengan luego dos chiquillos a quitarme el pan como si yo no tuviera un nombre en este oficio.
Obelar preguntó entonces:
—¿Qué vamos a hacer con ellos?
Y los venecianos, ahogados por el miedo, imploraban compasión, gritando y declarándose arrepentidos de cuanto habían hecho. Veían los dos asesinos, atados y puestos de rodillas, que de ese trance no iban a salir con vida y se encomendaban a rezos y oraciones en voz alta, mezcladas con solicitudes corteses a Ranillas y a Octavio, porque no sabían con certeza quién de los dos mandaba allí.
—Por mucho que a mí estos muchachos me parezcan unos infelices —dijo Calabaza—, si tú quieres, Ranillas, los mato, aunque sólo sea para hacer ejercicios de brazo.
—Espérate, Calabaza, que voy subiendo la escalera y me ahorro verles la palidez —le pedía Maricarnes.
—Hay que ver en este punto algunas cosas —dijo Ranillas—. Después de sus palabras y de cuanto han dicho y de perder sus propósitos en este sótano, no pueden volver a ver al embajador de Venecia, porque sería él quien los acabara a puñal. No pueden, tampoco, seguir buscando un saco que ni saben dónde está ni quién lo tiene, ni pueden matarte a ti, Obelar, porque lo que el talego llevaba ya no es un secreto y lo hemos leído muchos. Y no pueden seguir en Madrid más allá del plazo que les fijemos, porque Octavio está encargado de darles la tumba al primer encuentro. Queden aquí a agua por cuatro días y pasen luego a las afueras de Madrid, para tomar camino a cualquier sitio con las prevenciones que se han hecho, por ésta mi decisión y que así sea. Queda autorizado Calabaza para suprimirles del cuerpo lo que quiera, tanto dedos como manos como pies, si fuera de su agrado guardar algo que le sirva de recuerdo de esta noche, dejando a salvo la lengua, por el esfuerzo que han hecho de hablar en nuestro idioma y pase todo a ejecución como se ha dicho.
—Salomón mismo que viniera no daría mejor sentencia —exclamó Maricarnes.
Subieron después de esto Ranillas, Obelar y Maricarnes a la taberna, donde volvieron a las sillas de antes. Comprendió entonces el matemático escondido las razones por las que le había pedido Ranillas que estuviera allí esa noche y le agradeció los trabajos que se había tomado para darle ayuda tan necesaria. Llegó fray Santón a reunirse con ellos a la mesa para hacer corro de cuatro y le contaron cuanto había pasado. Pero Ranillas aún tenía un asombro más para su amigo.
—Yo —le dijo el bandido a Obelar—, adelantándome a tu opinión, tomé el talego que me dejaste atado a las manos y entregué el papelico de las acusaciones, con los nombres y las cuentas, a fray Santón, que es, como sabes, hombre muy amigo de esta taberna, para que le diera el curso que mejor venía a nuestras intenciones.
—¿No tienes el papel?
—No lo tengo yo ni lo tiene él, porque nuestra idea era hacer llegar esa lista de compras y ventas al Rey y a su privado, para que vieran lo que tienen en Madrid. Queríamos así cumplir del todo la amenaza que Maldonado lanzó al embajador de Venecia y que no llegó a cumplir.
—Eso es cosa muy bien pensada.
—Espera —interrumpió fray Santón— que te diga la historia entera, que aquí hallarás más motivos de espanto que de alegrías. Yo aguardé el paso del séquito real que volvía de Aranjuez, donde había ido el Rey a cazar. Metido entre los vecinos que se congregaban a los lados de la comitiva, por no dar mi propia cara en esto, encargué a un chiquillo listo que entregara en propia mano el papelico al Rey, cuando, a caballo, estuviera Su Majestad pasando por delante de él. Y el chiquillo así lo hizo, entrándose entre las patas de los caballos de la guardia real y llegando hasta el mismo Felipe, a quien le dio en propia mano el papel, saliéndose a carreras del tumulto. Yo, subido a un tejadillo, lo miraba todo desde esa altura. Vi entonces que el Rey paró la marcha, deteniéndose a propósito para leer el papelico, lo que hizo con detenimiento. Se llegó muy pronto allí el valido y le ordenó Su Majestad leer la hoja, a la que el privado echó sus ojos. ¿Y qué pasó luego, Obelar? —le preguntó muy intencionadamente fray Santón a su amigo, que se quedó callado, atento y sin contestar—. Después de cuatro o cinco palabras entre ambos —continuó el Santón—, el mismo Rey rompió el papel en mil pedazos, que cayeron como lluvia sobre el suelo, a los pies de los caballos y mandó buscar al chiquillo, que estaba ya muy lejos, sin hallarle. Continuó a su paso la comitiva, pasando todos sobre los restos del papelico y así se fue del mundo para siempre esa hojica que tenía tantos nombres, tantas cuentas y tantas cosas de denuncia.
—O conocían la lista de memoria o no la querían conocer —concluyó Obelar.
—Un gran amigo mío, que tiene asiento en el Consejo de Hacienda, al que he contado la sorpresa que te he contado a ti, me ha dicho muchas cosas que explican todo esto.
—El Santón tiene más amigos que estrellas tiene el cielo —se asombraba Maricarnes—. Y casi todos son gente de gobierno, o de séquito y caravana, de esa clase de hombrones que, a pesar de ser calvos, presumen de cabeza.
—Para empezar con lo primero que este consejero de Hacienda me dijo —continuó el Santón—, los cortesanos y los nobles de la Corte ven gastar al Rey como si estuviera loco.
—Que lo estará, sin duda —interrumpió Maricarnes—. Ya veréis cómo lo está. A España le toca ya tener el lujo de un Rey loco para empezar una moda que le dé prestigio en todo el mundo.
Ranillas y todos los que allí estaban miraron a Maricarnes asombrados del gusto que tenía por hablar aquella noche. Fray Santón recuperó su discurso y añadió:
—Como ven gastar al Rey con tantas alegrías, gastan ellos también. Se han dado ciento diez mil ducados de dote a la hija del condestable de Castilla, ocho mil ducados en indios del Perú al conde de Altamira y, del presente, Su Majestad no tiene para pagar los gajes de sus criados, ni aun para el servicio de su mesa hay la abundancia que siempre hubo, teniendo que proveer la comida tomándola fiada, que es cosa que nunca antes de ahora se había visto en la Casa Real.
—¿El Rey paga lo que se come a los dos meses de hacer las digestiones? —preguntaba Maricarnes.
—No se sabe cómo se podrá acudir —continuó fray Santón—, no sólo a lo que será menester el año que viene, sino al cumplimiento de lo que falta de éste. El dinero con que se han proveído los gastos que se han hecho este año no ha sido de las rentas de él, sino de años adelante hasta el de mil seiscientos veinticinco. Y estando así las cosas, la Corona necesita dinero y vende lo que tiene y lo único que tiene son títulos y dignidades, cargos y nombramientos.
—¿Qué interés van a tener, entonces, en leer la lista de nombres y cuentas que les ha llevado ese chiquillo? —dijo Ranillas, poniendo vino a un vaso—. Esta taberna es sitio claro, pero de aquí para arriba, todo es mentira —sentenció.
Pasada la medianoche, los cuatro bebían, esperando la mañana, obligados a llenar de vino el cuerpo por el jefe de bandidos y por Maricarnes, que celebraban así la pérdida del papel de Maldonado, el conocimiento de las trampas que con el dinero se hacían en la Casa Real y el arresto de los dos asesinos venecianos, sin que Obelar ni fray Santón pudieran explicarse cómo vivían Maricarnes y Ranillas sin permitirse el sueño por las noches.

Capítulo 13
Una copla para una dama

Inesa, Pascual y Nicolás vieron al día siguiente que la casa se llenaba de gente de amistad. Habían ido allí, como otras veces, cuando llevaban a Inesa noticias y rumores, Obelar y fray Santón. Llegaron los dos con Maricarnes, que, desde el prendimiento de Lezuza, visitaba aquella casa con frecuencia para aliviarle a Inesa la soledad y la tristeza de tener un marido en la cárcel. Maricarnes atendía a Inesa y le daba compañía y conversación por ser la mujer de un amigo de Obelar, a la que éste quería proteger y mantener en Madrid, mientras durara el juicio de Lezuza. Y llegó luego Isabela que, saliendo de una iglesia, fue avisada de la cita con mucho disimulo por fray Santón, a quien sólo tuvo que seguirle el paso para dar con la reunión.
A Inesa, que estaba acostumbrada al silencio, a no hacer ruido, a pasar los días al lado de un hombre que exigía quietud para el estudio de la geometría, la casa le pareció aquella mañana mucho más alegre que nunca. Pero Inesa tenía atada al corazón una sensación muy parecida a la culpa, porque algunas veces sentía que, en el fondo, le daba igual la suerte de Lezuza y pensaba, por las noches casi siempre, tumbada sobre la cama, que acaso fuera mejor que su marido desapareciera de su vida, que tal vez fuera de más provecho verse obligada a volver a Salamanca, como mujer de hereje o como viuda, pero volver sin la carga de un esposo matemático al que ya no le quedaba sitio entre los sesos para otra cosa que no fueran los números. Y esos pensamientos le hacían preguntarse a veces si no sería ella una mujer del diablo, tocada por la desgracia de no poder amar a su marido. Muchas veces envidiaba a Maricarnes, que le había contado cómo conoció a Ranillas, cómo vivían, cómo se amaban. Envidiaba a Maricarnes porque quería a un hombre que la quería a ella y porque aquella mujer de escotes imposibles era una mujer de carne, de risa, de juego, la mujer de un hombre de oficio que era autoridad en lo suyo y no así ella, mujer de lutos y sombras, atada a un hombre de estudio que andaba contradiciendo al Papa y perdiendo a cada paso su sustento.
A Inesa le dijo fray Santón que había oído en dos lugares distintos, lo que era una señal de verdad, que en torno al juicio de Lezuza se había dividido la opinión del tribunal y que, en casos así, no hallaba mejor modo la Inquisición que aplicar tormento al procesado. Pero que, siendo el preso maestro del Rey, quería el Santo Oficio renunciar a la tortura.
—Pierda vuestra merced cuidado en eso, que a su marido no le expondrán al suplicio.
Esto era lo que Inesa más temía. Al cabo de los años, pensar que a Lezuza pudieran darle tormento le producía una sensación de angustia que no podía evitar. Porque, en el fondo, aquel hombre con quien había compartido necesidades y miseria era, según pensaba, un hombre bueno a quien ella no deseaba ningún daño.
—¿Qué van a hacerle? ¿Qué tormento van a darle? —preguntó Inesa con lágrimas.
—Ninguno. Si no tuviera la condición de maestro real —dijo fray Santón—, ya le habrían pasado a los suplicios del palo, las cuerdas, el caballete, el desplome y las brasas. Pero no hay cuidado en ello. Y es eso lo que vengo a contarle a vuestra merced, que hay división de juicio en el tribunal y que ello es siempre mejor que si a todos les pareciera culpable.
—Si yo tuviera a mi Ranillas en la cárcel de la Inquisición, como tiene vuestra merced a su marido —intervino Maricarnes—, hace tiempo que me hubieran llevado con él o me habrían puesto presa también. Porque esperar por de fuera a que salga, no sabiendo de fijo si va a salir, es peor que la misma muerte. A mi Ranillas le vi yo un mal día atado de manos y pies, sujeto a un poste en la plaza de San Miguel, recibiendo azotes de látigo por haberse llevado no sé qué de alguien. Aún me acuerdo de su figura grande, aguantando en público los golpes, apretando un diente con otro hasta que cumplió el castigo. Allí me lo dejaron luego, entre temblores, con la espalda sin piel, recomido por las ansias. Me dijo luego que lo peor de aquel trago fue la vergüenza que pasó viendo que yo estaba allí, que no era de hombres tener a una mujer pendiente de sus dolores.
Cuando llegó Isabela, Luis Obelar se acercó a ella para contarle cuanto había pasado la noche anterior. Le dijo que los asesinos que le perseguían eran ahora gente de no temer y que ese mismo día volvería a su propia casa, con Nicolás, a ser el de siempre, a pensar en ella solamente, a terminar muy pronto con los amores escondidos y a sacarla de Madrid como reina y como esposa, aunque tuviera otro marido. A Isabela le asomaban lágrimas y no sabía cómo decirle al hombre que más quería que sus planes de salir de Madrid eran muy contrarios a su opinión, porque no quería robarle a su hijo el padre que tenía para ponerle otro que nunca iba a ser suyo. A eso añadía la angustia de abandonar a un marido que sinceramente la quería. No podía arruinar su fama y la de su familia por un amor que había llegado tarde, muy tarde, a su vida.
Obelar notó en aquel abrazo un cierto temblor de duda y le pidió que dejaran aquella habitación para llegarse a la cocina. Pasaron de allí al corral y dejaron a los demás, que los vieron salir al patio. En mitad de otro abrazo, juntando las caras, buscándose los labios, Isabela rompió a llorar y halló todavía palabras para justificar su llanto.
—Lloro por ti, porque has rescatado tu vida del peligro, por estar juntos otra vez, por verte de nuevo, aquí, en una casa que no conozco y en la que podemos dejar de fingir, sin ocultar besos ni abrazos. Oh, Luis, mi amor, te quiero, te quiero y quiero otras cosas también. Quiero a mi hijo, quiero que no baje la cabeza cuando le digan lo que su madre hizo un día, cuando él era pequeño, quiero que no me diga nunca que sólo hice lo que a mí me convenía, que sólo pensé en mí. No puedo, Luis, no puedo tomar a mi hijo en brazos una noche y salir de una casa que es la suya, sólo porque mis manos quieran estar entre las tuyas.
Entonces fue cuando Obelar se abrazó a ella con más fuerza, porque había escuchado una despedida.
—Isabela —le dijo—, durante el último año no he tenido más pensamiento que estar contigo, ni otro propósito que quererte, ni más amor que el tuyo. El sol salía para ir a verte, la noche llegaba para ir a amarte, tenía piernas para acercarme a ti, manos para tocar tu piel, ojos para beberme por ellos tu figura.
—Y yo —aseguraba ella—. Y yo también.
—Te he mirado muchas veces mientras caminabas con un hombre que no era yo y he sentido ganas de acercarme y ponerlo todo claro, de cogerte luego y de salir andando juntos. Pero he sido prudente, he aguantado encontrarte en las plazas de Madrid sin saludarte, sin acercarme a ti, apretando puños, dejándote pasar sin cruzarnos las miradas, sufriendo desde lejos.
—Yo también —le decía Isabela—. Yo también.
Se abrazó a él, apretándole la ropa con sus manos, agarrándose a Obelar con fuerza.
—Hay muchos días —empezó a hablar Isabela— en los que no dejo de pensar en nosotros y sé que estaremos juntos y me compongo el futuro y me imagino cómo será nuestra vida. Al rato, sin embargo, me doy cuenta de que no será posible y voy de ese pensamiento al otro veinte veces en un día solo.
—No quiero perderte, Isabela.
—No quiero dejar de verte, Luisico.
Ambos se miraron a los ojos, en silencio. Y al alzar la vista, descubrieron que fray Santón, Inesa y Maricarnes los miraban y los escuchaban en silencio, asomados a una ventana del corral, como figurones de comedia, quietos por no ser vistos, convertidos en espías de los abrazos y los besos. Cuando se vieron sorprendidos en su escucha, deshechos los sigilos, Maricarnes les gritó:
—Yo me andaría con ese hombre un buen camino, si es que os valen mis consejas. Y piérdanme todas las perdiciones de este mundo perdido si me quiere un hombre como a ti te quiere el Obelar.
—En este lugar nos hallábamos —se disculpaba, por todos, fray Santón—, hablando con tanta tristeza de la mala cárcel que Lezuza tiene, cuando oímos besos y amores y vinimos a la ventana como los pájaros a la fuente.
Isabela sintió al principio una sensación de vergüenza que, sin embargo, desapareció al punto, viendo que todos reían y que, por vez primera, se encontraba con Obelar sin disimulos.
Pasaron a la casa dejando en el corral, inacabada, una conversación que estaba mejor sin terminar. Isabela no quería tener que decir de nuevo lo que ya había dicho con tanto esfuerzo, no quería tener que repetir su desconsuelo ni reiterar su decisión, así que le pidió a Obelar que no forzara aquella conversación. Y Obelar, que vio en la determinación de Isabela una actitud que no iba a cambiar, prefirió entrarse con todos y dejar pasar el tiempo.
Inesa no había vivido en todos los años de su edad tantas cosas juntas como en los meses que llevaba en Madrid. No era sólo que ella hubiera descubierto una noche de verano que no quería a su marido y que hubiera luego echado al olvido las buenas cosas que con él había tenido, sino que había encontrado en Maricarnes una mujer a la que envidiaba, capaz de asomarse a la ventana de un corral para darle un consejo de amores a otra mujer, capaz de abrirse la camisa en medio de hombres y mantener aún su dignidad, capaz de mandar en la geometría cambiante de su propio escote y de ser alguien en el mundo. Y había asistido, también, al amor de otra mujer, a los besos de Isabela, escapada de su marido a trozos de tiempo, huida por horas de su propia vida de familia para vivir a ratos fugitivos otro amor más galante y de más empeño, todo lo cual le parecía entonces revelación de lo que a su propia vida le faltaba y le había faltado siempre. Pensó que a ella le faltaba quererse un poco más, reírse un poco más y no darse a sí misma tanta lástima, lamentándose a diario de la mala suerte con la que la había cubierto irremediablemente el cielo. Y, pensando en que sus propios lamentos le habían hecho la vida triste, volvió a darse lástima a sí misma, se separó unos pasos y se sintió morir, agarrada por una angustia invencible que le partía el alma en mil pedazos. Algo más notó en ese trance Inesa, algo que no pudo poner entonces en palabras y que no era sino la culpa de estar pensando en ella y no en su marido, que estaba a riesgo de ser condenado en juicio por un tribunal de mucho rigor. Cada vez que a Inesa le llegaba el ansia de rescatarse para la alegría, algún aire del demonio le traía una sensación de culpa que le paralizaba el pensamiento y la obligaba a no mudar las cosas, a asistir al paso de los días sin hacerles remedio y sin intervenir en ellos, metiéndose a sí misma en la torcida figura de cada uno para adaptarse a todos, con el alivio sólo de saber que cada mala cosa de su vida tenía asiento en la pudridera de su corazón.
Tenía Inesa, esa mañana, mezclados todos los sentimientos, confundidos todos sus dolores y sus penas y vio allí mismo que le venían a la cabeza, con enorme rapidez, recuerdos de mucho tiempo atrás, recuerdos de cuando ella era feliz. Y decidió hacer un esfuerzo por hablar, por parecerse un poco a Maricarnes, esa mujer que hablaba sin pararse mucho a pensar lo que decía, exactamente lo contrario de lo que Inesa había venido haciendo, que era estar pensando siempre bien hundida en el silencio y sin hablar. Buscó un lugar apartado de fray Santón y de Obelar y allí convocó con un gesto de su mano a Maricarnes y a Isabela, a quien acababa de conocer. Cuando ellas dos llegaron a su lado, tragó saliva, trató de sonreír y dijo entonces:
—Era muy pequeña yo cuando mi madre cantaba coplas que le habían enseñado siendo ella una niña. Y recuerdo una ahora que quiero decir a Isabela, por si eso ayuda a apurarle el mal trance de amor que lleva puesto en esa carita de mujer joven y guapa.
—No coplas sino bodas hacen falta aquí. Y las de ella ya se hicieron —se lamentaba Maricarnes.
Inesa, entonces, dijo:
—Una voz, canta: “Dime, pajarito, que estás en el nido, la dama besada ¿pierde marido?” Y otra voz contesta: “No, mi señora, si fue en escondido”.
Maricarnes comenzó a reír, como si el mundo fuera sólo risa. Isabela entendió muy bien lo que Inesa le había dicho y contestó:
—Esa coplica dice muy claro lo que yo he pensado tantas veces.
—Disimulo y fingimiento, mentiras y apariencias son la gloria de este siglo y no hay mejor sal que ésa para echarle al guiso de la vida —sentenció Maricarnes—, que si tuviéramos que habérnoslas con la verdad pelada solamente, ¿quién iba a salirse de la cama cada día?
—Sólo una cosa me da miedo —dijo Isabela—. He oído decir que las mujeres que gastan más de un hombre acaban con pupas en los labios y en la piel, escocidas del mal francés, picadas del fuego de San Antón y de las erisipelas.
—Esa mentira la han puesto a andar los hombres casados. Y dentro de éstos, los que son feos y sin gracia —dijo Maricarnes.
Isabela se acercó a Obelar, dijo a todos que debía volver para que no la buscaran por las calles y se fue. A la puerta de la casa, solos, Isabela y Obelar volvieron a besarse y ella le dijo:
—Me llevo tu sonrisa y tu mirada. Ven esta noche a buscarlas.
—Iría, Isabela, aunque no te las llevaras.

Capítulo 14
El pacto

Durante la noche, Juan Lezuza había estado pensando si era o no una necedad mantener firmes sus juicios y opiniones ante un tribunal que nunca admitiría el movimiento de la Tierra. Tumbado en el jergón de su celda, Lezuza había entendido, por fin, que aquél no era un proceso de herejía para determinar la verdad o falsedad de su idea, sino que era un procedimiento para enviarle a la hoguera, sin detenerse en las consideraciones que pudieran probar la realidad de una nueva mecánica de los planetas. La visita de Inesa y de Pascual obró el prodigio de cambiarle el pensamiento. Y se dio cuenta de que a él no le resultaba imposible confesar que estaba equivocado, declarar que durante el tiempo del proceso había tenido tiempo de enmendar su pensamiento y afirmar que estaba convencido de haber cometido muchos errores contra la filosofía, el buen pensamiento, la Iglesia y la fe, todos los cuales se comprometía a corregir en adelante, enseñando la verdadera naturaleza del movimiento de los astros, según la cual la Tierra permanece inmóvil en el centro del mundo, viendo girar al Sol y a los planetas a su alrededor. Hacerlo así podía salvarle la vida, se dijo. Querían una mentira, pensaba Lezuza, y se la iba a dar, una mentira universal, inmensa, que le permitiera volver con su familia, que le permitiera seguir pensando en la geometría del cosmos, aunque secretamente, convencido él solo de la verdad, guardada como un secreto. Si la verdad le llevaba a la muerte y la mentira a su casa, venga la falsedad a ser señora de la vida, se decía Lezuza, dispuesto a intentar cambiarle el signo a la sentencia. Se persuadió de que son las cosas como son, las sepan o no los hombres y se decidió a cambiar toda la matemática del cielo por su vida. Lezuza recordó que, a mala cuenta que hiciera, eran ya cinco los meses pasados en la cárcel, de los que había sacado, aparte los temores, el miedo y una enorme soledad, quedarse más en huesos que una gallina bien comida, no darle sueño entero a ninguna noche, asustarse de los ruidos, tener una nariz, como fuente de aguas malas, destilando un catarro permanente, padecer de romadizos, corrimientos, reúmas y dejenjos.
Estaba el preso en estos pensamientos cuando Tomasico abrió la puerta de la celda y vio que entraban allí fray Martín Vélez y el procurador fiscal fray Pedro Gómez.
El comisario inquisidor, sin dar tiempo a nada más, le dijo:
—No siendo ésta una sesión del tribunal, ni audiencia del proceso, sino una reunión buscada muy de propósito, ténganse fuera las fórmulas judiciales. Vuestra merced —continuó— debe saber que la teoría venida a nuestros días del movimiento de la Tierra es contraria a las Sagradas Escrituras, formalmente herética y falsa en filosofía. Y así como aprenda esto que digo, sepa también que mantener, defender o enseñar esa teoría es delito que ha de sanarse por el fuego.
Lezuza, entonces, creyó que estaba el fraile introduciéndole a la sentencia condenatoria y halló la forma de llevar a cabo su idea. Llevó al suelo sus rodillas, miró al suelo y empezó a hablar:
—Yo, el siervo de Dios Juan Lezuza, reconozco la falsedad de cuanto haya podido decir por ignorancia, declarando que la Tierra es móvil. Y en este punto me retracto de todo ello y confieso que he defendido una teoría falsa y que en esta celda he venido a comprender todos mis errores, los cuales quiero enmendar para la gloria de Dios, Nuestro Señor.
Fray Pedro Gómez y fray Martín Vélez se miraron con extrañeza. El comisario inquisidor se acercó al preso, le ordenó levantarse del suelo y estar de pie frente a ellos y le dijo:
—Vuestra merced viene a mentir ahora con más claridad que la luz del día. Dígame vuestra merced, si está convencido de sus errores, a qué se debe que el Sol salga cada estación del año por un lugar distinto, si es que la Tierra no se mueve.
Hizo el fraile un silencio para que Lezuza diera a esta pregunta su respuesta. Pero sin esperar a que el preso hablara, añadió:
—Vuestra merced sabe que esta tierra que pisamos se mueve. Y yo también lo sé, Lezuza, yo también lo sé. Dígame, entonces, si la Tierra está inmóvil, la causa de los veranos y de los inviernos. ¿Es que acaso se mueve el Sol cada vez de manera distinta, describiendo órbitas sin rumbo fijo y trayectorias imposibles como dibujo de niño?
Lezuza se dio cuenta de que no podía dar a esas preguntas más que una contestación sin fundamento si quería responderlas desde una Tierra inmóvil. Y le pareció oír que fray Martín Vélez había dicho que él también sabía que la Tierra daba vueltas. Pero de esto último, que creyó efectivamente haber oído, no estuvo seguro y lo atribuyó a la confusión en que se veía.
—Dígame vuestra merced —continuaba el inquisidor—, si afirma que ha venido en conocer sus errores, ¿cómo es posible que los planetas se acerquen y se alejen de la Tierra, que avancen y retrocedan en el cielo, si no es porque la Tierra —explicaba—, al moverse, da esas distintas visiones de otros astros que también se mueven con ella? ¿No es incomprensible que Dios haya impuesto movimientos de vaivén tan complicado a astros inmensamente mayores que la Tierra para dejar a ésta quieta? Y si la Tierra no se mueve, ¿por qué son más largos los días en verano? ¿Es que va el sol en su carrera más despacio en esos días? Dígame vuestra merced las respuestas a todo ello y dígalas pronto, si es que acaso ha encontrado una razón que explique esto…, dejando a la Tierra quieta.
Juan Lezuza estaba pálido. El presidente del tribunal, el comisario inquisidor, quien iba a firmar la sentencia, le hacía ahora las mismas preguntas con las que él, durante el juicio, había querido probar el movimiento de la Tierra. Y se las hacía para lo mismo, para probar que la Tierra daba vueltas. Lezuza no entendía lo que estaba oyendo y a sus piernas acudió un temblor que amenazaba con tirarle al suelo. Se preguntaba si debía ensayar una respuesta o permanecer callado y, definitivamente, se entregó al silencio, se entregó a sus jueces, vencido, asombrado, con el enorme deseo de que aquel juicio terminara en una sentencia cuyo contenido ya no le importaba. Había pasado cinco meses en la cárcel y sólo quería terminar, acabar con aquella situación, salir de allí libre o morir era lo que menos interés tenía entonces para un hombre que había agotado toda su capacidad de reacción y todo pensamiento.
—Al poco de acabar este encuentro —le dijo fray Martín Vélez—, será vuestra merced conducido a la última sesión de preguntas antes de la sentencia definitiva, delante de todo el tribunal. Y escuche bien lo que voy a decirle ahora porque no habrá modo de que lo diga yo dos veces. He dedicado todo el día a discutir con los otros miembros del tribunal para darle a este asunto su justicia. Sólo la autoridad de mi condición de enviado de Su Santidad y una prolija conversación muy agotadora han conseguido este acuerdo.
—Ponga vuestra merced todos sus sentidos y todo su entendimiento en lo que va a escuchar ahora —advirtió fray Pedro Gómez, que había estado en silencio hasta entonces.
—El tribunal que juzga este caso aceptará sentenciar muy de favor a su persona —reveló el comisario inquisidor—, si resultara probado que vuestra merced no cree que la Tierra se mueva realmente. Debe probar vuestra merced que se ha referido siempre a ello como una suposición, que cuando habla del dicho movimiento habla de una hipótesis matemática, de un sistema de cálculo. Pero no de una verdad física demostrada.
Fray Martín Vélez miró al procurador fiscal y éste tomó entonces la palabra y continuó:
—Su paternidad el comisario inquisidor y yo hemos elaborado unas preguntas que vuestra merced tendrá que contestar en la sesión que está a punto de dar comienzo. No se aparte de las respuestas que ahora le indicaré y conteste siempre de manera que pueda advertirse, sin asomo de duda, que vuestra merced no ha pretendido nunca señalar el movimiento de la Tierra como una verdad física, sino como una representación figurada, como una simulación para el estudio de las cosas del cielo.
Lezuza se quedó callado por no tener cosa que decir. Estaba oyendo que el presidente del tribunal que le juzgaba le proponía un medio de salvar la vida y no supo entender lo que ocurría. Fray Pedro Gómez continuó hablando y le previno que pusiera mucha atención para conocer las preguntas que le harían en la sesión del juicio y lo que debía contestar.
—A la pregunta de si cree que Tolomeo está en lo cierto cuando enseña que la Tierra está fija, contestará: sí —dijo el procurador fiscal—. A la pregunta de si cree en las excéntricas y los epiciclos, contestará: son suposiciones ideadas para satisfacer los cálculos matemáticos, sin que haya evidencia de que existan realmente. A la pregunta de si cree que Copérnico inventó un nuevo sistema para el cielo, contestará: no; inventó un sistema de cálculo para ajustar las observaciones a la realidad. A la pregunta de si cree que la Tierra se mueve, contestará: no, que eso es muy contrario a las Sagradas Escrituras. Pero que puede suponerse un movimiento para salvar las apariencias y sólo para dar explicación matemática a algunas observaciones del cielo. A la pregunta de qué es lo que ha escrito en ese libro suyo y qué enseñaba y defendía en Salamanca, contestará: una hipótesis matemática, una suposición que ayuda a la limitada razón humana a comprender la observación del cielo. Y mantendrá vuestra merced que la realidad física es la inmovilidad de la Tierra, como enseñan las Sagradas Escrituras.
Lezuza los miraba, asustado. Nunca antes había sentido tanto miedo. Estaba delante de dos de sus jueces, que le anunciaban las preguntas y le daban las respuestas para componerle una sentencia favorable.
—Vuestra paternidad —dijo Lezuza, mirando a fray Martín Vélez— está forzando mi entendimiento más de lo que puedo ya forzarlo y no tengo más ánimo que confesar que estoy cansado, que no consigo ya entender mi situación.
—Propongo a vuestra merced —dijo fray Martín Vélez— que alegue en su favor que cuanto ha enseñado y defendido es una suposición geométrica. Y el tribunal sentenciará dejarle en libertad. No conseguirá vuestra merced nada mejor que este acuerdo, que es ya muy ventajoso.
Lezuza estaba asombrado y no sabía si debía creer al comisario inquisidor, que se acercaba a él con la idea de evitarle el tormento de la hoguera.
—Tras cinco meses de prisión y juicio…, ¿un acuerdo ventajoso? ¿Por qué? —preguntó Lezuza.
Fray Martín Vélez no contestó. Se acercó al procurador fiscal y le ordenó que saliera de la celda para asistir a la reunión del tribunal.
—Diga vuestra paternidad allí, en la sala de audiencias —le encargó—, que estoy en camino. Y empiecen todos a repasar sus conclusiones para sentencia, hasta que yo llegue. Y dele a esta reunión el mayor secreto.
Fray Pedro Gómez salió de la celda después de avisar a Tomasico, con golpes en la puerta, para que la abriera. Volvió a cerrar el carcelero y, juntos y solos, Lezuza y el comisario inquisidor se miraron a los ojos fijamente, en silencio.
—Puede vuestra merced sentarse en esa cama, que le veo temblar más que otras veces.
Lezuza lo hizo inmediatamente.
—Me ha preguntado por qué hago esto. Y creo que debo dejar el asunto claro para que, en adelante, conozca vuestra merced la situación en la que va a estar —le dijo fray Martín Vélez—. El tribunal está ahora ya reunido en sesión y no hay mucho tiempo para pláticas. Escuche, Lezuza: yo soy astrónomo y geómetra, manejo los números y he sido, primero, alumno y, después, maestro en tres o cuatro universidades. Y sé que, seguramente, la Tierra tiene dos movimientos: uno, alrededor del Sol, de duración de un año y otro, de rotación sobre su eje, de duración de un día. Pero esto que sé no lo digo. Porque soy teólogo y siervo de Dios y hombre de Iglesia. Lo sé pero no lo digo, ni lo voceo en las calles ni lo enseño ni lo voy cantando ni lo escribo. Porque la Biblia dice otra cosa. Dice, exactamente, lo contrario. Si la Iglesia admite que la Biblia contiene un error, un solo error y que, por tanto, puede cambiarse la Biblia en ese punto, vendrá luego cada filósofo a interpretar cada frase para hacer cada uno su religión según sus propias observaciones, acomodando la Escritura a los experimentos. La Iglesia no va a cometer de nuevo el mismo error que ya cometió una vez con Lutero, con quien quiso dialogar. Y perdió la voz en media Europa.
—Pero es que es verdad. La Tierra se mueve —se atrevió a decir Lezuza.
—Pero eso no importa. ¿Qué importancia tiene para la fe o para la Iglesia misma que Dios haya echado a rodar el mundo? Ninguna. Algunos teólogos han escrito que se mueve, incluso yo mismo he ido a Praga para oír a Arriaga hablar de eso. El problema no está en el movimiento mismo, sino en que ello obliga a adaptar la Biblia. Y tampoco la Iglesia se opondría a adaptar la Biblia en ese punto si todo acabara ahí. Pero no se acaba todo ahí. Porque vendrán luego a decir los filósofos de la naturaleza otras cosas, amparados en la terrible idea del átomo. Y en este asunto de los átomos no voy a detenerme con vuestra merced, que lo ignora todo sobre el tema. Sepa que, sea verdad o no lo sea, la Iglesia no va a admitir el movimiento de la Tierra. Pero para explicar lo que vemos en el cielo y lo que la matemática enseña, sí podemos tomar una hipótesis, un modo de cálculo, una suposición que conviene a la mente humana, sin afirmar que ese movimiento, que es pura imaginación matemática, pueda ser una realidad física demostrada. Así han hablado Copérnico, y Zúñiga y Arriaga y otros hijos de la Iglesia. Porque la Tierra, en realidad, no se mueve. Y están prohibidos los libros que enseñan el movimiento, no como una suposición, sino como una verdad física.
Mientras hablaba, fray Martín Vélez iba recordando la reunión que tuvo con el nuncio y, en ocasiones, repetía las mismas palabras que éste le había dicho respecto de las suposiciones. El inquisidor había preparado su visita a la celda de Lezuza y traía aprendidas, casi de memoria, las frases que debía decirle, cosa que había hecho para no salirse del asunto, para centrar la conversación en lo que podía contestar y responder, para que su completa oposición íntima y personal a dejar libre al preso no se cruzara en el cumplimiento de una orden que venía del mismo Papa.
—Está prohibida, entonces, la verdad. Pero vuestra reverencia —afirmó Lezuza, a quien en aquel preciso momento no le importaba ya su suerte— tiene que saber que la verdad será demostrada un día, inevitablemente, más adelante, mañana, el año que viene, en otro tiempo por venir.
—Quizá, Lezuza…, quizá…
Calló el inquisidor y, sin embargo, movido por la fuerza de la propia conversación, quiso avanzar un poco más allá de lo que tenía previsto y añadió:
—De todos modos, vuestra merced sabe que los cometas no mantienen trayectorias circulares. Así que, después de todo, aún queda una duda sobre el movimiento de la Tierra…
Lezuza, sin llegar a comprenderlo él mismo, tuvo todavía ánimo para hablar y dijo:
—Una noche, cualquier astrónomo resolverá esa duda. Una noche, el pensamiento de un hombre sujetará un cometa.
Fray Martín Vélez se quedó pensando un instante y dijo en voz muy baja:
—Sí. Yo estoy seguro de eso. Pero esa noche no ha llegado todavía. Ahora, haga un repaso rápido y recuerde vuestra merced las preguntas que se le harán y las respuestas que ha de dar. Piense que el tribunal le estará escuchando con mucha atención para juzgarle.
Llamó a Tomasico y abandonó fray Martín Vélez la celda. El carcelero, advertido, le dijo a Lezuza que se fuera preparando para asistir a la sala de audiencias. Lezuza se levantó entonces de la cama, pensó en Copérnico, en Tolomeo, en la geometría y se encomendó a su suerte. Muy poco después, a una indicación de Tomasico, salió de la celda y caminó al lado del carcelero, que le iba diciendo:
—Con un preso como vuestra merced hay poco trabajo que hacer, que otros llevan cadenas a los pies y a las manos y se resisten a ir por su propio paso a la última audiencia del juicio.

Capítulo 15
Noviembre y libertad

A los tres días de responder como le habían prevenido y como convenía a las preguntas del tribunal, Lezuza salió de su celda, fue puesto en libertad con sentencia muy favorable y archivado para siempre el caso. Y fue llevado en carro hasta su casa por Obelar y fray Santón, que le esperaron en la puerta de la cárcel. Sacaba Lezuza de la prisión una dolencia asmática criada entre humedades, dolor en las rodillas y en los codos y un vómito amargo que le llenaba la garganta de vez en cuando. Traía un mal de orina que le apretaba el vientre y todo su cuerpo era una ruinera sin higiene. Pelo crecido hasta los hombros y muy barbiespeso, la cara sin color, como su ropa, los ojos entreabiertos y abajados, el gesto tan seco como sus carnes y los andares puestos a la duda. Flaco y con el pelo alambrado por la mugre, parecía pariente de una escoba. Por el camino, los vaivenes del carro le desencajaban los dedos de las manos y, entre sentado y tumbado, pasó las calles como carga de mucho cuidado.
Cuando llegó a su casa le pusieron entre todos en la cama, donde Inesa, fray Santón y Luis Obelar vieron que se le habían juntado todas las dolencias y que estaba allí otra vez, vivo y libre, pero descriado y tan desustanciado que era sombra de quien fue.
Leche con miel, sopas de vino, emplastos y jarabe de hierbas le abrieron el estómago a otras cosas y, pasados doce días, sólo tenía miedo a los recuerdos. Ni el secretario de cámara del Rey ni el privado del Rey ni el Rey dieron noticia ni enviaron aviso ni le llegó a Lezuza interés alguno de ellos. Sólo a los quince días de volver a su casa recibió un papel del contador de Su Majestad, diciéndole que el Rey no necesitaba ya lecciones.
—Felipe Cuarto sabe matemáticas —le dijo Lezuza a su mujer, con ironía y mucha tristeza—. Ya sabe el uno más uno y el dos menos dos. Y ahora nos toca a nosotros volver a Salamanca o quedarnos aquí, donde no hay nada —añadió.
Había traído Lezuza de la cárcel un guiño de sarcasmo infinito que no se le borraba de la cara, un modo de hablar transido de tristeza y la certidumbre de haber aprendido muchas cosas de mal nombre en cinco meses de prisión que le cambiaron mucho las formas y el entendimiento. Sonreía ahora siempre sin poner el gesto claro, como si la sonrisa fuera un regate que le hacía al dolor y como si ese dolor estuviera prendido siempre de su alma.
—¿Dónde encontraremos más miseria, Inesa? —preguntó entonces Lezuza con una mueca de amargura—. Allá donde peor nos vaya, iremos, como siempre.
Inesa advirtió que aquella broma escondía decepción y un enorme desengaño.
—Esto es lo que he ido encontrando toda la vida —dijo Lezuza—. He ido haciéndome poco a poco un montón de miseria donde poder vivir con mi familia. Yo sólo puedo habitar las ruinas.
A los ojos de Lezuza asomaron entonces unas lágrimas y se abrazó a Inesa, que abrazaba, sin hablar, a un hombre destrozado.
—Mira aquí en qué han quedado mis imaginaciones. Dándole lección al Rey viviremos como duques. ¿Recuerdas, Inesa, el viaje desde Salamanca, la mula vieja, mis palabras…? —decía, mientras seguía abrazado a su mujer.
Inesa no hablaba, mitad por no hallar palabras y mitad por tener la sensación de que ella lo había dicho todo hacía mucho tiempo, antes de salir de Salamanca. Tenía Inesa la alegría de ver vivo, libre y con buen nombre a su marido. Y tenía, mezclada con esa sensación, la cara plana de un futuro igual de adverso, triste, pobre y aborrecido de antemano, al lado de un hombre que ya no le movía más que a compasión, la misma compasión que sentía por ella misma, tan compadecida siempre de su propia vida.
Pasado un tiempo, Lezuza volvió a leer el papel que el contador del Rey le había enviado.
—Cuando tenga el cuerpo algo más recompuesto —dijo—, nos volveremos a Salamanca, Inesa, de donde nunca debimos haber salido.
—Si nos hubiéramos quedado, también te habrían prendido y llevado a juicio por lo mismo. Y allí, tal vez, tu suerte hubiera sido otra —se atrevió a decirle Inesa.
Lezuza calló y pensó en la suerte adversa de su vida. Miró a su alrededor y no halló cosa en que fijarse que no fuera contraria a la fortuna. Vio el tonel lleno de libros que había sido siempre compañero de sus pasos y le pareció pozo de desgracias, se miró a sí mismo, convaleciente, sentado, sin ánimo y sin lecciones que dar en Madrid, sin dinero, sin futuro claro. Y se vio mudo para hablar de las estrellas y del cielo, como si por encima de su cabeza ya nada fuera importante. El comisario inquisidor le había advertido las limitaciones de la teoría del movimiento de la Tierra, que sólo podía ser dicha como suposición. Y halló en ello una extraña sensación muy parecida al asco, porque vio repentinamente que había padecido cárcel y le habían llevado casi al pie de la hoguera por decir en claro lo que otros se callaban, por decir una verdad que era conocida, por no haber sabido que hay verdades que no deben dejar de ser secretas. Tanta ciencia, tanto estudio, tanto tiempo, pensaba Lezuza, para hallar luego que el conocimiento no ha de salir sino vestido de disfraz. A veces sentía vergüenza de haber declarado ante el tribunal que la Tierra estaba fija y que cuanto tenía escrito y dicho sobre el movimiento era una imaginación geométrica, un método asequible para el cálculo y no una realidad física demostrada.
Cuando se avergonzaba de ello, para aliviarse el sonrojo íntimo y el desprecio que sentía por sí mismo, pensaba en su familia y en que esa actitud le había salvado la vida y les valía a ellos no ser huérfano ni viuda. Miraba a Cucurucho con inmensa lástima. Aquel hijo suyo volvía a tener padre. Pero ese padre que él era tenía arrugado el futuro y había perdido su vida entera en mirar al cielo. Al menos, estaba vivo. Pero muy pronto se preguntó si eso tenía la importancia que él le daba, considerando que el hecho de estar vivo no mejoraba la fortuna de su mujer y de su hijo, que nunca habían sacado provecho, sino miseria, de tener un padre y un marido que echaba a perder todas sus horas enseñando matemáticas casi de balde y entreteniendo el tiempo de su vida en la contemplación de las estrellas.
—Sí. Mi suerte hubiera sido otra —contestó Lezuza—. Pero vamos a volver a Salamanca, a la muy distinguida y sabia Universidad de Salamanca —dijo con ironía—, donde ni se enseñan matemáticas ni física ni geometría ni anatomía ni botánica ni nada que pueda acercarse a la ciencia. Pero que es capaz —añadió— de elaborar mil libros para explicar muy santamente qué pasa si un ratón mordisquea una hostia o qué ha ocurrido si se avinagra el vino o qué idioma usan los ángeles o si el Ente es unívoco o análogo. Vamos a volver a Salamanca, Inesa, vamos a volver al lugar donde se tratan esos temas importantes y donde yo, como siempre, estaré como pez en el agua. Y a Cucurucho, pobre Cucurucho, le enseñaremos muy devotamente la piedad y la virtud y le diremos qué verdades son públicas y famosas y qué otras verdades van secretas y escondidas. Y no le diremos que en Holanda, en Polonia, en Alemania, se esparcen luces y crece el pensamiento. No se lo diremos, para que ame a su nación y para que, de mozo, la defienda con la espada y no con la cabeza, que el pensamiento, Inesa, está proscrito.
Desde que volvió de la cárcel, tenía muchas veces Lezuza este hablar largo y solitario, empapado de aflicción, doliente, herido y amargo. Y solía decir muchas cosas de corrido, todas con más de una intención, hablando bajo, para sí mismo, como si estuviera siempre solo.
Inesa advertía que Juan Lezuza había cambiado. Y notaba, además, que ella también había cambiado en el tiempo en que su marido estuvo preso. Había conocido a Maricarnes, que era su asombro, que hablaba cuanto podía, que gastaba besos y amores con un bandido y que escotaba sus camisas para darle gusto al sobrenombre. Había conocido a fray Santón y a Isabela; había asistido a los amores de Obelar y se había enfrentado con la certeza de no sentir por Lezuza más que el cariño que le dejaban los años que habían pasado juntos. Ahora sólo le quedaba seguir así, al lado de su hijo y de su marido, le quedaba volver a Salamanca a purgar los sustos de la hoguera, a llenar con más caldo que gallina la olla, a callarse como siempre, a dejar que pasaran los días, unos detrás de otros, con el cielo allí arriba, burlándose de ella, burlándose de todos, encendiendo por las noches luces, sacando lunas, haciendo siempre guiños para estorbarles la vida a ella, a su marido, a su familia.
Inesa se preguntaba cada noche, cuando estaba tumbada al lado de Lezuza y éste dormía, si ella sería capaz de hacer algo que le rescatara la ilusión que tenía perdida, si le quedaba aún a su vida algún atajo por el que asomara alguna dicha, si la fortuna le haría el dulce favor de ser amada por otro hombre, como Isabela. Pero se veía a sí misma sin cara de amor y sin ganas de ponérsela. Se conformó Inesa a seguir así. Y lo aceptó. Aceptó un futuro pintado de amargura. Y se dijo a sí misma que, después de todo, ya estaba acostumbrada y que su vida era sólo eso, esperar que pasara el tiempo, hacerse vieja, seguir acostumbrándose.
Pasado un mes desde que el contador del Rey le escribió a Juan Lezuza diciendo que no le quería ya Su Majestad como maestro, estaba en condiciones el matemático de emprender viaje a Salamanca con un asno de tiro que fray Santón le procuró. Muy recuperado de sus dolencias, Lezuza asistía a la taberna de Ranillas por las noches, donde hallaba risas, encontraba a su amigo Obelar y bebía un vino calentón que, según decía, le animaba la conversación y le recomponía el cuerpo. Allí le contaron cuánto habían temido por su vida y cómo estuvieron seguros de que iba a ser quemado por un librico de planetas y de astros. Allí le contaron, también, lo que fray Santón había conseguido saber acerca de la pugna entre el Rey y el Papa y el propósito que unos venecianos tuvieron de matar a Obelar, dueño de un papel de mucho secreto, oculto en el forro de un talego. Y Lezuza lamentó no haber conocido a ese Maldonado de tan poca fortuna que, según él entendió de lo que le decían, sólo quería protección y pasar a Venecia, lejos de la Inquisición, para poder pensar.
—Ese Octavio Calabaza ha hecho con los venecianos lo que nadie se esperaba —dijo Ranillas una noche—. Cuatro días los tuvo en ese sotanico sin comida y con sólo medio vaso de agua. Y los vio en ese tiempo tan desengañados de no haber matado a quien querían y con tantas ganas de darle gusto al brazo y a la espada, que los ha tomado consigo a su servicio y le andan haciendo a Calabaza su trabajo por las calles de Madrid, como criados de la muerte, muy enseñados por Octavio, que sólo hace los encargos de más fuste y que acepta ahora, por tener ayuda, más encargos que antes.
Les contó Lezuza sus miedos en prisión, sus pensamientos y las preguntas que tuvo que responder, sobre los sólidos, los líquidos, los astros. Y habló luego del modo en que el propio comisario inquisidor, presidente del tribunal, le procuró la libertad a cambio de disimular el movimiento de la Tierra, cosa que él mismo sabía que era cierta.
—Entonces, ¿da vueltas y revueltas como un trompo y anda a la redonda? —preguntó Maricarnes.
—Pues yo ya no lo sé —dijo Lezuza.

Capítulo 16
La buena educación

A las ocho de la mañana del primer día del año nuevo de 1622, Lezuza, Inesa y Cucurucho subían a un carro para dejar Madrid atrás y llegar a Salamanca. Ni Juan Lezuza ni su mujer habían dormido apenas esa noche más que unas pocas horas, porque ella se ocupó de hacer la carga de fardos y las ataduras de los bultos y él la pasó casi toda en blanco en la taberna de Ranillas, despidiéndose de sus amigos y haciendo cuenta y repaso de los meses que había vivido en la Corte.
Maricarnes, el Santón, Ranillas y Obelar acompañaron a Lezuza aquella noche, la última que iba a pasar en la Corte, adonde vino para ser maestro del Rey, fue preso, luego hereje, después libre y al final un hombre sin acomodo en la ciudad.
—No quiero más que risas esta noche —advirtió Juan Lezuza—, que ando en víspera de viaje y dejo aquí mucho dolor. ¡Venga la risotada a ponerle buen final a estos meses de mal paso y quédese sonando la risa cuando yo me vaya!
—Y venga el vino como primera providencia —añadió Ranillas.
—No te vayas de Madrid —le rogó Maricarnes a Lezuza—, que Inesa es muy de mi agrado y me gusta ver cómo abre de puro asombro esos ojitos que lleva siempre a medio cerrar. Se asombra y se espanta por todas las cosas —dijo—, como si nunca hubiera salido de una cajita de madera.
Nadie respondió a las palabras de Maricarnes. Entonces, por el horror que le daban los silencios, añadió sin pensar:
—Pero más asombro y mayor espanto tuve yo una noche de verano, hace ya dos siglos por lo menos, que me llamaron ramera en Toledo según pasaba yo por una calle. Así, como lo oís. Que me usaron el idioma como si yo no tuviera sentimientos.
—Risa y risa y risa necesito aquí yo esta noche —decía Lezuza con un vago tono de tristeza.
—No te vayas, Lezuza, que aquí en esta taberna tendrás siempre un asiento —le dijo Obelar.
—Me voy cuando se va el año para dejarlo atrás con todas las malas cosas de él. Y no quiero llevarme de esta ciudad ni el polvo de ella —decía Lezuza—. Y del año que ya está asomando, veintidós de mil seiscientos, ya sabré hacer yo buen provecho en otro sitio —añadió—. Sólo lamento dejar aquí tan buenas amistades como tengo con vosotros. Vente a Salamanca, Obelar —le pidió Lezuza—. Vente allí a cambiar los aires.
—Tengo aquí lo que más quiero. Y no me iré a otro sitio, lejos de Isabela.
—¿Que tienes lo que más quieres? —se sorprendió Lezuza—. A Isabela la tiene su marido aunque tú la quieras y la beses de tapado. Y entre tenerla y no tenerla, pasas la vida entreteniéndola.
Rieron entonces todos, menos Obelar, que se quedó muy serio, valorando si aquello podía ser un insulto. Echó vino a su vaso, guardó un breve silencio y, mirando a los ojos de su amigo, dijo:
—La tengo de la única manera que puedo tenerla. Ella mantiene las apariencias con su marido y nosotros dos nos queremos con mucho disimulo. A ese acuerdo hemos llegado y no es asunto que tenga asiento en esta mesa. Chitón y punto en boca.
—Hoy el disimulo —intervino Ranillas— guarda muchas vidas y es una astucia de listos para lograr lo que a las claras no se puede.
—¡Viva el disimulo y la emboscadura y venga el vino a la garganta! —dijo Obelar.
Lezuza torció el gesto cuando Obelar dijo que Isabela y él habían llegado a tal acuerdo, porque se acordó del pacto que él mismo hizo para ahorrarse las llamas de la hoguera. Cuando recordaba que él, que había estudiado tanto tantas noches tanto tiempo, buscando la verdad del cielo, lo había entregado todo en un acuerdo que le libraba de la muerte, se estremecía intensamente.
—Más vale mentir y ganar, que andarse con la verdad y perder —dijo Maricarnes—. Mira tú al maestro Ranillas, que hace oficio de tener la mano oculta. No va este hombre noble por las calles anunciando su intención de quitarles a todos lo que tengan. Tampoco va el Obelarico cantándole a la gente los amores de Isabela. Ni ella le cuenta luego a su marido lo que ha hecho ni su marido le pregunta, aunque es seguro que lo sabe.
—¿Sabe el juez que su mujer le junta la boca a Obelar? —preguntó Ranillas.
—¿Pues no lo ha de saber? —continuó Maricarnes—. Pero se calla. Porque sabe muy bien, que en esto me parece que es muy listo, que la deshonra no consiste en que a su mujer se la acueste un robabesos como éste cada dos días.
Todos se miraron en silencio. Y ella siguió su explicación:
—La deshonra verdadera no es que a su mujer le cosquillee otro el mapamundi de sus posaderas, sino que eso pase a conocerse y que lo sepan los vecinos, los amigos y la gente. Más empeño pondrá el juez en esa discreción y en el disimulo que los dos amantes. No hay cuidado.
Miraron todos a Obelar y éste dijo:
—Lo sabe, sí, eso es seguro. Pero pasen las cosas a mi lado si no se enteran los de al lado.
—Apariencia y discreción y vaya la verdad por bajo tierra —sentenció Maricarnes.
Todos rieron allí esa frase y, después de algunas carcajadas favorecidas por el vino, dijo Ranillas:
—Cada vez que me fijo en tus sentencias, Maricarnes, se me quitan las ganas de besarte, que me creo que estoy con el Séneca, disfrazado de bandida, recitándome epitafios.
Y siguió con estas y otras cosas la reunión, una reunión que el viaje de Lezuza al día siguiente convertía en despedida.
—Vaya a tu salud esta jarrica, amigo Lezuza, matemático infinito —dijo fray Santón.
—Y a la del Rey bebamos todos que, del miedo que le da tener a un hereje por maestro, aprendió las matemáticas todas en un día solo —añadió Obelar.
—Y muchas han de saber el Rey y su privado —interrumpió el Santón, entre risas siempre—, que tienen que hacer mucha suma y resta de lo que gastan y cobran vendiendo y comprando cargos, títulos y oficios.
—Todo es disimulo y fingimiento hoy en la Corte, en la universidad, en los tribunales, en los matrimonios y en la calle —dijo Lezuza—. Por eso la Tierra está quieta y parada. Y si se mueve, es apariencia sólo.
—No apariencia, sino suposición —advirtió Ranillas.
—Explícales, Ranillas mío, explícales las diferencias de esas artes, que estos tres pasmarotes no saben lo que cuidas tú los nombres de las cosas y cuánto sabes de todo lo que sea disfraz y ocultación —le pidió Maricarnes.
—Apariencia —dijo el bandido— es lo que a la vista tiene un buen parecer y puede engañar en lo de dentro.
—Como hacer pasar por oro el hierro para sacarle más precio al trato —ilustraba Maricarnes.
—O querer a Isabela sólo en lo escondido —se reía Obelar, a lo que siguió la risa de todos.
—Suposición —continuó Ranillas— es acordar algo que sabemos de fijo que no es real, pero nos sirve para aclarar otras cosas.
—Como llamarle al rey Su Majestad —dijo Maricarnes.
—O el movimiento de la Tierra, que es sólo una suposición, como ya sabéis —explicó Lezuza.
—Y, por ir más lejos —añadió Ranillas—, disimulo es tolerar alguna cosa fingiendo que no se conoce.
—Como hace el alguacil Herrera cuando nos busca por orden de la justicia —aclaró la bandidona.
—O como hacen el Rey y los embajadores en sus tratos —dijo fray Santón, abriendo sus labios en sonrisa.
—Y a todo este fingimiento tan notable —añadió Ranillas—, tan discreto, extendido y general, se le llama, todo junto, educación.
A las ocho de la mañana, Lezuza subía al carro, donde Inesa tapaba con una manta a Cucurucho. Un asno gordo y sin estampa, rescatado a poco precio del abandono en que lo tenía su dueño, dio un brinco cuando el matemático le acercó la vara a las costillas y se puso en marcha. Los tres, sentados en el carro, miraban para atrás y veían la casa que dejaban, que desaparecía poco a poco entre una niebla obstinada y muy espesa. El sol ponía amortiguadas luces ocres a aquella primera mañana del año y amaneció luego Madrid a sus tareas cotidianas. Lezuza pasó un brazo por los hombros de su hijo y le dijo:
—Vamos a Salamanca otra vez, Cucurucho, donde aprenderás lo que te falta para ser un hombre prudente y educado. Sí, Cucurucho, voy a enseñarte mucha educación.
A los vaivenes del carro y al ruido de las ruedas, Inesa y Cucurucho se quedaron dormidos. Lezuza miró al cielo, guiñó los ojos para acercar su vista al sol, trazó una línea imaginaria desde el horizonte a la posición del sol y empezó a calcular la trayectoria que la Tierra empezaba a recorrer aquel primer día del año. Volvió a mirar al cielo, miró al asno y se preguntó qué extraña relación tendrían Dios y las matemáticas.