El cazador de piratas - Richard Zacks

El cazador de piratas

Richard Zacks

A Kristine Y. Dahl

Prólogo

El 16 de noviembre de 1699, en una fría celda de Boston, en la colonia de la Bahía de Massachusetts, un hombre de aspecto curtido y con el rostro surcado por profundas cicatrices se desabrochaba los pantalones. Cerca de él había otros dos hombres, uno de los cuales llevaba casquete. El prisionero, que solamente tenía bronceados la cara y los brazos, se levantó los faldones de la camisa y exhibió el sexo; en aquel entonces, los hombres no llevaban propiamente ropa interior, sino camisas largas que, embutidas en la parte delantera y posterior de los pantalones, les sostenían los genitales.
Cuando James Gilliam se levantó el pene para mostrarlo, los dos observadores percibieron indicios del rato de diversión que el hombre había pasado no hacía mucho. La noche anterior, como posteriormente explicaría con delicadeza el gobernador en una carta dirigida a la Junta de Comercio, Gilliam había estado «teniendo tratos con dos muchachas unas millas tierra adentro». Las autoridades coloniales lo acusaban de ser miembro de la tripulación del capitán Kidd, que a la sazón era el pirata de peor fama del naciente Imperio británico, y de haber ocultado su tesoro en la isla de Gardiner, en compañía de la nutrida banda de Kidd. Además, dos testigos identificaron a Gilliam como el pirata que, en los inicios de su carrera, había degollado a un capitán de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y le había robado el barco.
A pesar de la creciente acumulación de pruebas y acusaciones, Gilliam lo negaba absolutamente todo, incluso su nombre: decía que era Sampson Marshall, un respetable comerciante, y aseguraba que el suyo era un caso de confusión de identidades. Sin embargo, los testigos añadieron un detalle que el gobernador Bellomont creyó que podía llevar a la horca a aquel canalla: según decían, habían oído contar que, años atrás, los «moros» habían capturado a Gilliam en la costa de la India y lo habían circuncidado contra su voluntad.
A fines del siglo XVII, una época en que solo los judíos y los musulmanes se cortaban el prepucio, aquello se consideraba una marca de identificación casi definitiva, tan valiosa como una cicatriz zigzagueante en la mejilla o la falta de una oreja. Ello es lo que explica ese curioso episodio de la jurisprudencia colonial norteamericana.
Los informes de los dos expertos de la cárcel se han conservado y aún se guardan en el Archivo Nacional británico, con sede en Londres: «Yo, Joseph Frazon, mayor de edad, perteneciente a la Nación Judía por parte de ambos Progenitores Declaro… que he examinado… [a] Gilliam y he hallado que estaba circuncidado pero no según la manera que practican los Judíos de acuerdo con la Ley Levítica, pues el prepucio se había quitado en redondo».
El segundo testigo declaró: «Yo, John Cutler de Boston, Cirujano arriba mencionado, declaro que hallo que el susodicho Kelley, alias Gilliam, está Circuncidado, lo cual también reconoce él mismo, que dice que su padre era Judío y su madre Cristiana y que tras la Muerte de su padre su madre se casó con un Cristiano y entonces lo Bautizaron. Sin embargo, hasta donde soy capaz de discernir, soy de la opinión de que lo Circuncidaron cuando ya se había hecho mayor».
La cicatriz de Gilliam era una curva oval que iba de la parte frontal a la posterior en dirección oblicua, a diferencia de cualquier cicatriz de circuncisión que uno u otro experto hubiera visto hasta entonces. Al parecer, Gilliam se había acobardado en el momento de la conversión religiosa.
El gobernador Bellomont, el funcionario de más alto rango del nordeste, se convenció entonces de que había detenido al hombre acertado, y embarcó a Gilliam a bordo del HMS[1] Advice de la Armada Real para someterlo a juicio en Inglaterra. El gobernador —que en una ocasión había comentado: «Afirmo que estoy muy cansado de esforzarme por el Pueblo sin ningún provecho para mí»— averiguó el paradero del oro de Gilliam en la isla de Gardiner y, a regañadientes, también lo embarcó con destino al Almirantazgo, si bien presentó una petición en la cual reclamaba un tercio del botín, en su calidad de vicealmirante de los mares.
A Gilliam lo encerraron en la cárcel de Newgate de Londres, antes de llevarlo al Old Bailey[2] junto con otros veintitrés presuntos piratas; en un juicio de un día de duración, el jurado, con la amplia contribución del equipo de jueces tocados con peluca, declaró culpables a veintiún piratas: «A todos y cada uno de vosotros se os declara culpables y se os sentencia a ser llevados al lugar del que habéis venido y desde allí al lugar de ejecución y allí por debajo de la línea de pleamar a ser colgados por el cuello hasta que estéis muertos, muertos, muertos. Y que el Señor se apiade de vuestras almas».
El viernes 12 de julio de 1700, James Gilliam y otros nueve hombres subieron a unos carros y partieron de la hedionda cárcel de Newgate para recorrer las calles de Londres —que aquella tarde estaban atestadas— en dirección al Muelle de Ejecuciones de Wapping, pasando por Cheapside y hasta más allá de Tower Hill. No solo los contemplaba la chusma que se hallaba en las calles empedradas, sino también los aristócratas asomados en lo alto de los balcones. Algunos componentes de la multitud callejera aprovecharon la ocasión para bombardear a los prisioneros con inmundicias —huevos, gatos muertos, excrementos— y dedicarles imprecaciones tan amables como «Cuando ya no podáis silbar os mearéis» o «Vais a bailar el baile del sheriff».
En Londres, una ejecución equivalía a un día de fiesta —un «día de tumulto y ociosidad», según lo expresaba una guía—, cargado de la pompa y la circunstancia suficientes para tranquilizar la conciencia de los verdugos. La procesión, colocada detrás de un sheriff a caballo que portaba el remo de plata simbólico del Almirantazgo, se detuvo al borde de la orilla septentrional del Támesis y luego siguió a pie, bajando los escalones de piedra. El patíbulo estaba construido en el propio lecho del río, aprovechando la marea baja, de modo que las autoridades inglesas —obsesionadas por las minucias de la jurisprudencia— pudieran declarar que el Almirantazgo llevaba a cabo la ejecución en las aguas que eran de su jurisdicción. Las embarcaciones de recreo atestaban las proximidades de la orilla.
Mientras lo hacían avanzar, Gilliam tuvo ocasión de oír a los vendedores ambulantes que repetían su última confesión, fechada el día anterior; era una sarta de mentiras, pero los impresores no tenían precisamente que temer que maleantes como Gilliam los demandaran. El panfleto acababa con santurronería: «Espero que mi triste Destino sirva de advertencia a todos los Marineros Descarriados y a los Piratas de mala fama, sean quienes sean».
En medio de las mofas de la multitud, subieron a los diez condenados a un cadalso toscamente construido. Todos estaban atados con cuerdas que les sujetaban firmemente los codos, unidos entre sí detrás de la espalda; no se amarraba a nadie por las muñecas, ya que un hombre al borde de la muerte podía lograr, en un último y desesperado esfuerzo, retorcer las manos hasta liberarlas.
A cada pirata convicto le pasaron un dogal alrededor del cuello; de modo deliberado, no les ataron los pies, con el objeto de permitir el «baile en el aire» que tanto se apreciaba. El sacerdote destinado a Newgate, Paul Lorraine, recitó una oración por su salvación, y luego se animó a los prisioneros a que confesaran sus pecados. Algunos lo hicieron, pero la mayoría no; sin embargo, de acuerdo con el relato de Paul Lorraine —según se publicó al día siguiente: «¡Desconfiad de los Papeles Falsos!»—, todos confesaron, incluidos dos franceses completamente borrachos.
Luego, entre la muchedumbre se hizo el silencio para el salmo. Unos piratas, cuyos labios habían proferido principalmente cancioncillas obscenas, se aprestaban a entonar un último estribillo sacro mientras permanecían de pie en el Muelle de las Ejecuciones, a cuyo oeste se alzaba amenazadora la Torre de Londres. Por lo visto, cantaban con entusiasmo; el escritor satírico Ned Ward observaba, en su obra The Wooden World, que un ladrón que se enfrentaba a la horca era capaz de cantar en «un tono tan agradable» como un marinero que anunciaba a gritos las mediciones de una sonda cuando el barco entraba en un puerto traicionero, es decir, fuerte y claro.
De un tirón, los hombres del sheriff quitaron los bloques que había bajo el piso del patíbulo; la plataforma se precipitó al suelo, pero los condenados solo cayeron unos centímetros: las sogas eran intencionadamente cortas, de modo que no se les rompiera el cuello y murieran estrangulados lentamente. Aquella danza espasmódica, que a veces se prolongaba hasta quince minutos, era lo que deleitaba a la multitud sumida en la embriaguez, que gozaba con el lento amoratamiento de la cara y la mancha que se iba extendiendo sin cesar por los pantalones a medida que el último trago de alcohol salía de la vejiga.
Una vez muertos, y mientras los vendedores de tartas recogían sus bandejas, a Gilliam y los otros piratas los hicieron caer y los ataron a unos postes: la tradición mandaba que, antes de que la ejecución se considerara oficialmente completada, tres mareas del Támesis debían cubrirles la cabeza y luego bajar; algún pobre ayudante del sheriff, provisto de uno o dos chelines para bebida, tendría que sentarse al borde del río y vigilar los cadáveres para que ningún cazador de recuerdos cortara alguna parte del cuerpo o un botón para mendigar una pinta en una cervecería.
Luego, cortaron las cuerdas que sujetaban el cuerpo empapado de James Gilliam al poste cubierto de limo. El aprendiz del carpintero untó el frío cadáver con una abundante capa de brea caliente y lo colocó en una picota o jaula de hierro especialmente construida para ese fin. El cuerpo así enjaulado fue transportado por barco hasta Hope Point, cerca de Gravesend, para que pendiera en un punto de paso obligado del corredor náutico que llevaba a Londres. La brea servía para disuadir a las gaviotas y otros pájaros ansiosos de picotear; no obstante, al cabo de pocos meses, Gilliam se había convertido en un cadáver espantoso, un pedazo de carne al que le faltaban partes aquí y allí, con un hueso del pómulo al descubierto, los dos globos oculares desaparecidos y el pene tal vez algo más que circuncidado: una gentileza del Almirantazgo, que lanzaba una advertencia terrorífica a los marineros que pensaban en adoptar la alegre vida de la piratería.
En el momento de la captura de Gilliam, los poderes combinados de la Armada Real, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y los gobiernos de media docena de colonias norteamericanas estaban conspirando para llevar al capitán Kidd, neoyorquino originario de Dundee (Escocia), al mismo cadalso portuario. Inglaterra, en la antesala de su imperio, planeaba mostrar al mundo lo que haría con un hombre que se atrevía a robar en nombre del rey.

* * * *

El capitán Kidd ha pasado a la historia como el bucanero más despiadado de América, fabulosamente rico, que enterró sus tesoros a lo largo del litoral oriental. Yo mismo, por ejemplo, cuando tenía diez años y leía a la luz de una linterna, imaginaba a un Kidd cruel y bigotudo que bebía vasos de ron de un trago, cortaba el aire con su sable y enterraba a sus muchachos para que le vigilaran el tesoro por toda la eternidad.
Washington Irving describe a Kidd como alguien que tenía «un poco de comerciante y algo más de contrabandista, con un toque considerable de pirata». Robert Louis Stevenson puso un «fondeadero de Kidd» en el arrugado mapa de papel vitela de La Isla del Tesoro. En El escarabajo de oro, Edgar Allan Poe revuelve el cofre de Kidd: «Al penetrar en el hoyo los rayos de las linternas, de un confuso montón de oro y joyas brotaron hacia arriba resplandores y destellos que nos deslumbraron por completo». En tiempos más recientes, Nelson DeMille, en su éxito de ventas titulado Isla misterio, ha utilizado el escondrijo de Kidd en el clímax de su intriga ecológica.
Sin embargo, novelistas, historiadores e implacables cazadores de tesoros se han equivocado por completo. El capitán mercante William Kidd, que vivió en el número 56 de Wall Street, no era ningún asesino profesional ni un pirata de historieta que aterrorizara a sus víctimas aplicándoles cerillas encendidas en el pelo. Kidd era un acreditado capitán de marina neoyorquino a quien un nombramiento secreto del rey de Inglaterra había concedido autorización para dar caza a piratas, confiscar sus riquezas y repartir el botín entre quienes lo financiaban. Cuando la empresa se hallaba en sus fases preparatorias, parecía tan prometedora que algunos de los lores más poderosos de Londres y de los comerciantes más ricos de Norteamérica se organizaron para respaldar su travesía y aguardar la lluvia de oro. Al rey Guillermo III, a cambio de su firma, le correspondía un diez por ciento de los beneficios.
Sin embargo, y como suele suceder con esas misiones clandestinas, toda la trama les explotó en la cara. La tarea de Kidd resultó ser mucho más difícil de lo esperado: tenía que viajar en un barco solitario tripulado por hombres peligrosos (entre los que había piratas), explorando las vastedades del océano Índico en busca de alguno de los cinco buques piratas europeos que en aquel entonces se hallaban en activo; no tenía que hacer caso de las reclamaciones de los comerciantes propietarios de los bienes robados, y, tan pronto como pusiera rumbo al extremo meridional de África, se hallaría convertido en un personaje molesto, objeto de la desconfianza de la Armada Real y del desprecio de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que casi de inmediato aseguró que el cazador de piratas se había convertido a su vez en un pirata. La gran ironía es que el capitán Kidd luchó con todas sus fuerzas para seguir siendo un hombre honorable, pero quedó estigmatizado por las acciones de su tripulación y se le imputaron todos los actos de piratería de la época.
Cuando empezaron a difundirse los rumores acerca de los crímenes de Kidd, que perjudicaban el valioso comercio de Inglaterra con la India, todos los promotores de la travesía —incluido el rey Guillermo— se apresuraron a evitar que quedaran al aire sus aristocráticos traseros y a negar cualquier conocimiento de su misión. ¿Acaso alguien quería saber la verdad?, ¿o era más fácil matar al neoyorquino y acabar con el asunto?
La actuación de aquel norteamericano pendenciero desencadenó un enorme escándalo político que sacudió el Nuevo y el Viejo Mundo y amenazó con desestabilizar el subcontinente de la India de los marajás. Si se demostraba que eran ciertas las acusaciones de que el rey apoyaba una «Sociedad de Piratas», ello podía poner en peligro la ya precaria posición de Guillermo en el trono, y a los nobles promotores de Kidd podía costarles la vida por cometer traición. Esos acontecimientos no son ficción, sino que corresponden a una intriga y un engaño auténticos, reconstruidos sobre la base del informe procesal de 152 páginas, de cientos de cartas y de declaraciones de personas como John Gardiner, de la isla de Gardiner, donde Kidd ocultó realmente parte de su tesoro en el transcurso de un intento por salvar su reputación.
He dedicado los tres últimos años a la búsqueda del capitán Kidd de carne y hueso, recorriendo las pruebas documentales a través de cuadernos de bitácora y transcripciones judiciales del Archivo Nacional de Londres y viajando tras su estela hasta el remoto paraíso pirata de la isla de Sainte Marie, frente a las costas de Madagascar.
Mientras seguía a Kidd, otro personaje se abrió paso a codazos hasta el escenario: la bestia negra de Kidd —olvidada desde hace mucho—, Robert Culliford. Resulta extraordinario el modo en que se entrelazaron las vidas de esos dos hombres y ambos se enzarzaron en una especie de duelo improvisado a lo largo y ancho de los océanos del mundo.
Nadie ha escrito nunca de forma detallada acerca de Culliford; la entrada que le dedica un respetado compendio náutico explica lo siguiente: «Culliford, Capitán del Mocha. Poco se sabe de él, excepto que un día, por las calles de Londres, reconoció y denunció a otro pirata llamado Burgess».
Resulta ser que incluso ese retazo de información es erróneo. Una mañana, mientras estaba examinando una carpeta repleta de documentos del siglo XVII, tropecé con el diario de un prisionero que pasó once meses retenido en el buque pirata de Culliford; a través de él, empezó a emerger un retrato auténtico de la vida de un pirata. Culliford no enarbolaba la escalofriante calavera con las tibias cruzadas, sino una bandera roja como la sangre, que significaba «no habrá compasión a menos que os rindáis inmediatamente»; su cirujano de a bordo recibía el nombre de Jon Muerte; en una ocasión, ordenó a sus hombres que sacaran los platos de porcelana de un barco que habían capturado y cargaran con ellos los cañones para desgarrar las velas del siguiente adversario.
Culliford vivía la vida del pirata, mientras que Kidd trataba de avanzar haciendo equilibrios entre la piratería y la respetabilidad: uno de ellos acabaría colgado en el puerto; el otro se iría con el tesoro.

Capítulo 1
Misión en Nueva York

En verano de 1696, Nueva York solo era una mancha de tinta en el extremo del mapa de Manhattan, un puerto de mar que se esforzaba por salir del anonimato con su escasa población de cinco mil habitantes, de los cuales aproximadamente una quinta parte eran esclavos africanos. Justo enfrente del muelle se alzaba un poste para flagelaciones públicas, y la ley preveía que los neoyorquinos que quisieran que «se aplicara un correctivo» a sus esclavos abonaran una propina de dieciocho peniques tanto al sayón de la ciudad como al campanero que convocaba a la multitud.
Mientras Londres se jactaba de sus trescientos mil habitantes y de las maravillas arquitectónicas de Chistopher Wren, Nueva York solo podía presentar un puñado de calles pavimentadas y un edificio municipal deteriorado. Los cerdos hambrientos ayudaban al hombre que se encargaba en solitario de la limpieza y la recogida de basuras de la ciudad, un tal señor Vanderspiegle. «[Los neoyorquinos] no parecen muy estrictos en la observancia del Descanso Dominical», escribía un médico que se había aventurado hacia el sur desde la Nueva Inglaterra puritana; según añadía, «deberíais ver a algunos que desenvainan guisantes a la puerta de su casa, a los niños que juegan a sus juegos habituales por las calles, y las tabernas repletas».
Las mujeres holandesas llevaban vestidos escandalosamente cortos, que les llegaban justo por debajo de la rodilla, dejando al descubierto las medias azules o rojas de confección casera. Las chicas holandesas, incluso las que ya eran adolescentes, solían ir descalzas y con largos saltos de cama sin nada debajo mientras acarreaban la ropa sucia cruzando la «Puerta de Tierra» de Wall Street para hacer la colada en un arroyo cercano a Maiden Lane. Mujeres de distintas condiciones, a menudo damiselas hugonotas que habían huido de las persecuciones del católico Luis, ofrecían sus servicios en Petticoat Lane, justo enfrente de Beaver Street (los planificadores de la ciudad, quizá molestos por la cercanía de Beaver a Petticoat, cambiaron el nombre de la segunda vía pública por el de Marketfield).[3]
Además, hace trescientos años, por las calles de Nueva York transitaban piratas con vestidos de seda de colores chillones y la pistola en el bolsillo de la casaca, y había comerciantes locales —algunos holandeses, otros ingleses— que regateaban para hacerse con sus mercancías y se organizaban para promover sus travesías de rapiña; las participaciones se compraban y vendían alrededor de un ponche de ron en la Hawdon’s Tavern y en el King’s Arms.
Aproximadamente durante una década, a partir de los primeros años 1690, Nueva York superó a Carolina y a Rhode Island como puerto elegido por los piratas en las colonias inglesas de América del Norte. «Es cierto que esos canallas —escribía un funcionario de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales— dicen con frecuencia que llevan sus ganancias fraudulentas a Nueva York, donde se les permite entrar y salir sin control, y gastan ese dinero con el derroche habitual de tales personas».
Los piratas estimularon la languideciente economía local. Hubo comerciantes de Nueva York, como el holandés Frederick Flypse y el francés Steven Delancy, que financiaron barcos que navegaban dando media vuelta al mundo para vender provisiones y armas a piratas neoyorquinos que tenían su base de operaciones en la isla de Sainte Marie, en Madagascar; las participaciones en aquellas travesías —algunas de las cuales prometían unos beneficios veinte veces superiores a la inversión— se negociaban abiertamente en tabernas que no estaban demasiado lejos de la muralla de la ciudad, que seguía alzándose en Wall Street.
Mientras comerciantes, taberneros y propietarios de burdeles de la época daban la bienvenida a los piratas y se esforzaban por aliviar el peso de sus bolsas cargadas de monedas, en la pequeña colonia inglesa de Nueva York la piratería seguía siendo oficialmente ilegal. El oro adecuadamente colocado provocaba la ceguera temporal de los funcionarios de aduanas: todo consistía en «hacer la vista gorda, hacer la vista gorda». A pesar de ello, el gobernador de aquellos tiempos escribía a los lores del Comercio y las Colonias de la metrópoli que estaba erradicando la piratería. El gobernador Fletcher —un hombre piadoso que acudía a la iglesia en una carroza de seis caballos— prefería que los sobornos no se le entregaran en efectivo, sino en objets d’art; durante su mandato, prosperaron los plateros.
El 4 de julio de 1696, el capitán Kidd, a bordo del Adventure Galley, entró en el puerto y saludó a la gente de Manhattan con un par de cañonazos para anunciar su regreso triunfal. Como esperaba, el estampido de los cañones causó agitación entre los comerciantes y los marineros y los sacó de su letargo envuelto en humo de las tabernas, los apartó de los estantes de pipas de alquiler y los picheles de sidra y los llevó hasta la orilla del agua.
El capitán William Kidd —un esforzado escocés que a menudo tenía la impresión de no recibir el trato que merecía en aquella ciudad predominantemente holandesa e inglesa— guio orgulloso el Adventure Galley, un inmenso barco de guerra erizado con treinta y dos cañones, hacia el interior del puerto de Manhattan. Kidd, que consideraba Nueva York su base de operaciones, había zarpado diez meses antes en un pequeño buque mercante de diez cañones, y ahora regresaba en aquella magnífica nave privada de guerra.
Se aferraron las velas del Adventure y los hombres que había bajo cubierta se apoyaron con fuerza en unos largos remos, llamados pareles, para propulsar el barco hacia delante. Los neoyorquinos que se alineaban a lo largo del muelle quedaron un tanto sorprendidos al ver los remos; en la década de 1690, con las enormes y magníficas velas que permitían tomar el viento, casi nadie ponía remos en un buque de guerra, pero ya habían podido darse cuenta de que Kidd hacía las cosas de modo distinto.
El capitán, pavoneándose un poco con su casaca sobre el alcázar, embutió el Adventure en un claro que se abría entre el bosque de mástiles de buques mercantes inactivos. Su cabo de mar vociferaba órdenes; los hombres de cubierta largaron los cables del ancla —unos cabos del grosor del bíceps de un marinero— hasta que aquella tocó fondo y las uñas se aferraron. A su alrededor se apiñaron pequeñas embarcaciones, cuyos tripulantes se enteraron enseguida de que el capitán Kidd había acudido con la intención de reclutar ciento cincuenta hombres curtidos para partir en una misión de cacería de piratas.
En esencia, el capitán Kidd había entrado en un reducto de piratas en busca de una tripulación para perseguir piratas. Solo un hombre con una altísima confianza en sí mismo (o con ganas de morir) podía atreverse a cargar su barco con expiratas o amigos de piratas que, a media travesía y debido a cualquier infortunio, podían encontrarse disparando contra primos o vecinos.
Aquel verano de 1696, el capitán Kidd era un hombre de cuarenta y dos años, en la flor de la vida, físicamente vigoroso y capaz de superar en fuerza a la mayoría de su tripulación; tenía el rostro rubicundo a causa de las décadas de exposición a los vientos marinos.
El único retrato que se conserva de Kidd lo representa de medio perfil: ojos marrones y penetrantes sobre los cuales se arquean unas pobladas cejas, y nariz algo ancha; los labios parecen fruncirse en las comisuras con cierto engreimiento; lleva peluca, como la mayoría de hombres prósperos de su generación (un impuesto sobre las pelucas de 1703 mostraría que alrededor de cincuenta neoyorquinos se ponían aquel sucinto símbolo de distinción): la elección de Kidd en cuanto al pelo prestado es una muestra de equilibrada moderación y le llega hasta los hombros, en agudo contraste con los «pelucones»[4], es decir, las gigantescas cascadas de rizos que preferían algunos hombres de negocios ingleses calvos y caprichosos.
Kidd era sorprendentemente culto para una época predominantemente analfabeta. Cuando estaba sobrio, exhibía un lacónico ingenio escocés; con un par de rones en el cuerpo, podía volverse bullicioso, y luego pendenciero o algo peor. Kidd era independiente hasta la insolencia, un jefe muy exigente, ambicioso y desconfiado. En aquel retrato único, el artista parece intentar captar el temperamento de Kidd en la boca firmemente cerrada y las ventanas de la nariz ligeramente expandidas.
Aquel día de julio, el capitán Kidd fue trasladado a tierra en un bote y luego caminó a lo largo del muelle de la ciudad hasta más allá de las dependencias municipales recién restauradas. En aquel entonces, el centro de actividad y lugar de encuentro de toda la flota de la colonia lo constituían las numerosas tabernas de la ciudad que ofrecían ron a penique el vaso y tacos de tabaco fresco de Long Island con el que se cargaban largas pipas de arcilla. Así pues, durante los días siguientes, y especialmente durante las noches, Kidd recorrió aquellas populares «casas de bebida» para clavar en las paredes las condiciones del contrato de enrolamiento, una especie de cartel de «oferta de trabajo». También envió a algunos miembros de su tripulación del momento a hacer propaganda de la travesía: aquellos hombres del Adventure Galley hicieron correr la voz de que el nuevo gobernador de Nueva York, lord Bellomont —recién nombrado, pero que todavía no había llegado—, era uno de los promotores del viaje, al igual que el almirante Russell; eran nombres de peces gordos, destinados a impresionar a los marineros analfabetos.
Hasta aquel momento, William Kidd era un individuo completamente respetable, un corsario y no un pirata; más adelante, su vida dependería de la distinción, no siempre clara, entre ambas condiciones.
Un corsario era una especie de mercenario naval independiente, nombrado por un gobierno para que atacara barcos de una nación enemiga a cambio de una parte del botín; como las armadas reales no podían estar en todas partes, en tiempo de guerra los países recurrían a hombres que trabajaban por cuenta propia y ansiaban obtener ganancias. En la época isabelina, Drake y Raleigh se habían convertido en héroes nacionales actuando como corsarios que atacaban a España. (Casi un siglo después de Kidd, durante la guerra revolucionaria, los nacientes Estados Unidos pondrían en servicio activo una flota de corsarios norteamericanos que capturaría más de mil buques mercantes británicos; pese a que los historiadores de secano se han dedicado a hacer hincapié en los planes de batalla de George Washington, resulta innegable que aquel estrangulamiento económico por mar ayudó a las colonias a conquistar su independencia.)
En su momento de apogeo, el corso era una profesión perfectamente honorable, una mezcla excepcional de ganancia y patriotismo. Lo habitual era que un grupo de inversores se asociara para financiar la misión de un corsario, que tenía como objetivo capturar barcos enemigos y llevarlos al puerto de partida de aquel, donde se los declaraba «presas» y se los vendía. El rey podía recibir una décima parte del botín por conceder la patente original; el Almirantazgo podía embolsarse hasta un tercio por encargarse del papeleo y estampar el sello de legalidad; los inversionistas recibían el resto y se lo repartían con la tripulación, según una fórmula acordada antes de la travesía. Los piratas, por el contrario, desdeñaban aquellas sutilezas: no contaban con la autorización de ningún gobierno, atacaban sin contemplaciones barcos de cualquier nacionalidad y no compartían el botín con ningún almirante ni rey; eran ladrones a bordo de un barco, los «enemigos de la humanidad y de las naciones dedicadas al comercio».
En su travesía en el Adventure desde Inglaterra, el capitán corsario Kidd ya había apresado legalmente un barco pesquero francés con cuatro tripulantes frente a las costas de Terranova. La captura se había parecido más al ritual de un baile de máscaras que a una batalla naval: el buque de guerra de Kidd se había acercado amenazadoramente a la embarcación de pesca; cuando estuvo lo bastante próximo a ella, le disparó una bala de cañón que fue a impactar en sus inmediaciones, y el barco francés se rindió: en unos minutos, Kidd, se había pagado su travesía transatlántica. En algún momento del mes de julio, el tribunal del Vicealmirantazgo de Nueva York declaró que el barco tenía un valor de trescientas cincuenta libras esterlinas, el precio de un par de edificios de Manhattan. A los cuatro marineros franceses se los embarcó con destino a Boston para intercambiarlos por prisioneros ingleses retenidos en Canadá.
La misión de Kidd, como él mismo diría muchas veces ante muchos rones en Hawdon’s y otros lugares, ofrecía a los marineros una oportunidad legal excepcional de robar a los piratas y a los odiados franceses. Sin embargo, nadie se enroló en la travesía.
En aquellos tiempos, no se realizaban inspecciones de trabajo, pero al parecer el problema radicaba en… el dinero: Kidd no ofrecía ninguna clase de salario, sino solamente una participación en los futuros beneficios de las capturas. Los marineros de la época calificaban aquel planteamiento con la expresión «sin presa no hay paga». Si no atrapaban un barco pirata o una nave francesa, podían echar callos en las manos a base de tomar rizos[5] durante años a cambio de nada en absoluto. No obstante, lo que les causaba fastidio no era el «sin presa no hay paga», sino la distribución del botín: las condiciones de Kidd, su cartel de «oferta de trabajo», especificaban que los ciento cincuenta tripulantes se repartirían solo una cuarta parte del tesoro una vez deducidos los gastos, es decir, después de reintegrar el importe de toda la comida, los medicamentos y las armas a un precio fijado por los propietarios (por sí solo, el coste de las armas era de seis libras, lo cual equivalía a tres meses del salario habitual de un marinero). Kidd les decía que el reparto lo disponían en Londres sus aristocráticos armadores y que se adecuaba más a las prácticas propiciadas por la Armada Real, que primero recompensaba a almirantes, comodoros, capitanes y tenientes para luego destinar quizá un diez por ciento a la tripulación.
Los marineros neoyorquinos no cambiaron de parecer ni un ápice: sabían que los piratas se quedaban el ciento por ciento y, de regreso al puerto, no lo compartían con nadie; como un solo hombre, los compadres de Manhattan optaron por desdeñar las propuestas de Kidd.
Así pues, a pesar de haberse visto agraciado con un flamante buque de guerra y un nombramiento potencialmente lucrativo, el capitán Kidd no podía ir a ninguna parte sin tripulación: estaba bloqueado en tierra, en la sofocante ciudad de Nueva York.
A mediados de julio, mientras trataba de pescar marineros de forma individual, se instaló en la mansión familiar de Pearl Street, que en aquel entonces era un elegante emplazamiento situado a orillas del río. Vivía con su esposa, Sarah, y su hija pequeñita, que también se llamaba Sarah.
Los archivos del fisco revelan que el capitán Kidd se contaba entre los ciudadanos más ricos de su opulenta vecindad de East Ward; pese a que sin duda había ganado algún dinero en sus tiempos en la marina mercante, obtuvo la mayoría de su fortuna mediante el matrimonio: cinco años antes, William se había casado con Sarah, quien, además de ser atractiva y dieciséis años más joven que él, resultaba ser también la viuda más rica de Nueva York. Gracias a su herencia, poseían cinco fincas de primera categoría en Manhattan, entre ellas el 56 de Wall Street y quince hectáreas y media adjuntas a una tenería situada al norte de la ciudad, en New Haarlem (un lugar que hoy corresponde a la confluencia de la calle 73 con el East River).
Desde su sala de estar de Pearl Street, William Kidd gozaba de una agradable vista del puerto y de su barco inactivo. En una ciudad que ya tenía fama de atestada, la mansión de tres plantas de Kidd resultaba notablemente anchurosa —más de once metros de lado a lado—, y también tenía una profundidad inaudita, superior a los catorce metros. Construida medio siglo antes por un mercader holandés, Govert Lockermans, la casa respondía fielmente al gusto holandés por las escalinatas con porche que conducían a la puerta principal subiendo hasta un metro ochenta de altura (para prevenir las crecidas de las aguas de los canales de Amsterdam); asimismo, poseía un tejado de dos aguas alto y puntiagudo (porque los edificios de Amsterdam estaban juntos y comprimidos), y la fachada seguía el popular diseño de ladrillos vidriados de Flandes, de color rojo y amarillo. En lo alto del tejado, una grúa ayudaba a Kidd a subir las mercancías hasta un almacén seguro, situado en la planta superior.
En el interior, el mobiliario y los objetos domésticos eran elegantes: los Kidd caminaban sobre la primera alfombra turca que hubo en Nueva York, se sentaban en sillas procedentes de las Indias Orientales y comían con cucharas y cuchillos de plata; no obstante, su inventario doméstico solo consignaba un «tenedor grande para carne», es decir, un trinchante para cocinar en la chimenea: en la década de 1690, desde los duques hasta los traperos seguían llevándose a la boca el plato principal con ayuda de los dedos.
Durante el día, el rumor de los juegos de la pequeña Sarah resonaba por la amplia casa; por la noche, tendidos en sábanas de algodón primorosamente planchadas por esclavos, Sarah y William —de veintiséis y cuarenta y dos años, respectivamente— hacían el amor en una cama de cuatro columnas y cortinajes y descansaban en almohadas de plumón de ganso envueltas en suaves fundas holandesas. Sin embargo, fuera del capullo protector de aquella cama de columnas, Kidd seguía sin tener suerte a la hora de reunir una tripulación.
Así pues, con todo el tiempo a su disposición, el 19 de julio de 1696 el capitán Kidd fue a dar un paseo con el abogado de la familia, James Emott, hasta el lugar de construcción del primer templo inglés de la ciudad, que en aquel entonces empezaba a alzarse en la esquina de Broadway con Wall Street e iba a llamarse Trinity Church.
La comunidad inglesa, que seguía siendo menos numerosa que la holandesa, llevaba años lamentándose de tener que rezar las oraciones dominicales en las iglesias calvinistas de aquella nacionalidad. Los ingleses se mostraban especialmente quisquillosos con la irrepetible experiencia olfativa que se producía en invierno en dichos templos: en aquellos tiempos de baños semestrales, las mujeres holandesas solían llevar consigo, para calentarse en la nave carente de calefacción, unos pequeños y decorativos braseros de carbón que colocaban debajo de sus vestidos de domingo, largos hasta los pies. Cada cierto tiempo, asomaba al exterior una nubecilla de humo, cuyo aroma, por lo visto, proporcionaba sin quererlo un contrapunto protestante al incienso católico. Algunos de los ciudadanos anglófonos más primarios de Nueva York acuñaron el término sooterkin[6] para describir «un animalito del tamaño aproximado de un ratón» que «las mujeres holandesas, a causa del uso constante de estufas, criaban bajo las faldas». Ese talante deslenguado de los neoyorquinos parece tener hondas raíces: «[Aquí] ninguna plática se considera ingeniosa si no está salpicada de juramentos y execraciones», se quejaba el reverendo Jonathan Miller en 1695.
Kidd se reunió con el abogado Emott y ambos caminaron sobre las conchas de ostra que alfombraban las calles. En el emplazamiento del edificio, los dos caballeros tocados con peluca vieron unos esclavos que, en medio del calor de julio, llevaban poca cosa más que taparrabos indios mientras subían penosamente por Broadway, un camino de tierra lleno de baches que a veces recibía el nombre de Wagon Way. Los albañiles franceses y holandeses discutían acerca de cuestiones técnicas y reinaba una confusión digna de la torre de Babel (el presupuesto de la iglesia incluía una partida que asignaba a los doce albañiles «seis peniques al día para proveerlos a todos de bebida»).
Kidd quedó satisfecho de los avances del proyecto; además, el capitán, que ya se había casado con una inglesa rica, también tenía grandes deseos de impresionar a sus conciudadanos ingleses de categoría e incorporarse a su hermética camarilla dirigente, y dejó caer en el platillo del sacristán Emott suficiente plata para comprar un banco de iglesia familiar que le permitiera rezar cerca del gobernador y otros ciudadanos prominentes (el buen capitán nunca llegaría a sentarse en el banco número cuatro que había pagado por adelantado).
Además, el acta de la reunión de aquel día, según la recogieron los fundadores de la iglesia, revela que William Kidd prestó «eslinga y cuadernal para izar las piedras tanto tiempo como permanezca aquí [en puerto]».
En aquellos momentos, a fines de julio y mientras Kidd buscaba tripulantes, la ciudad estaba en tensión a causa de los rumores de guerra y la escasez de pan. Los comerciantes codiciosos habían exportado la mayor parte de la preciada harina de la región, lo cual dejó a los panaderos locales con poca cosa que hornear. La penuria se había agudizado tanto que el ayuntamiento aprobó una ley que prohibía la elaboración casera de bizcochos e incluso galletas.
El 2 de agosto, un hombre a caballo y sin aliento se saltó el límite de velocidad de la ciudad —«al paso»— y galopó hasta el interior de Fort William, en el extremo meridional de Manhattan. El jinete entregó al gobernador Fletcher un «mensaje urgente» según el cual «el Conde de Frontenac con mil Franceses y dos mil Indios estaba invadiendo el País de las Cinco Naciones», tribus leales a los ingleses, y había incendiado un poblado indio en Oneida. Los residentes de Albany y Schenectady, los puestos avanzados de defensa del norte de la provincia de Nueva York, temían que a continuación los franceses atacaran sus ciudades; si caían aquellos dos fuertes, el contingente canadiense podría navegar Hudson abajo hasta Nueva York y abrirse paso combatiendo a través de la muralla desmoronada de Wall Street.
Aquel mismo 2 de agosto, atracó un barco con las informaciones más recientes del espionaje militar procedentes de Inglaterra, que, con fecha «Whitehall, 20 de abril» (es decir, hacía tres meses), indicaban que «los Franceses estaban haciendo Preparativos Embarcándose, y de otros modos, para una intentona contra alguna de las Colonias de Su Majestad en América, y habían subido a bordo una considerable Cantidad de Armas».
El gobernador Fletcher publicó inmediatamente una proclama, impresa a toda prisa por William Bradford en su establecimiento del Rótulo de la Biblia, que declaraba la colonia en estado de alerta y ordenaba a todos los neoyorquinos —tanto soldados como ciudadanos— que tuvieran las armas «bien preparadas» y «bien provistas de munición». Cualquier persona que viera tres barcos en la costa debía informar al momento al gobernador. La proclama terminaba con un «Dios Salve al REY».
Aquella misma tarde, el gobernador Fletcher reunió parte de las tropas de la ciudad para recorrer en cinco días las 144 millas (en cifras coloniales) que mediaban hasta Albany, al norte.
Repentinamente, los habitantes de Nueva York se sintieron muy vulnerables: el grueso de las fuerzas inglesas había abandonado la ciudad, y un ataque coordinado por mar que implicara el desembarco de tropas francesas e indias tenía grandes posibilidades de éxito frente a las seiscientas casas que aproximadamente había en Manhattan. El único barco de la Armada Real que había en puerto, el HMS Richmond, era una verdadera ruina, con los mástiles torcidos y afectado por la podredumbre seca. El 4 de agosto, el ayuntamiento aprobó una orden que prohibía que ningún barco zarpara del puerto de Nueva York, cuyos efectos se prolongaban hasta el 1 de septiembre. Aquello inmovilizó el barco de Kidd en puerto durante un mes: no se lo contrataba oficialmente, pero resultaba evidente que se disponía de él para que protegiera la ciudad.
En algún momento de agosto, un frustrado capitán Kidd adoptó una decisión trascendental; a primera vista, podría parecer un aspecto menor de una negociación laboral en curso, pero en realidad permite acceder a lo más íntimo de la temeridad del personaje, de su deseo de poner las cosas en marcha del modo que fuera.
Los aristocráticos promotores londinenses de Kidd le habían ordenado que no diera a la tripulación más de una cuarta parte de los beneficios; Kidd decidió poner patas arriba su convenio de corso y entregar la parte del león —tres cuartos del tesoro— a los marineros y un cuarto a los lores y otros promotores, como el comerciante de Albany Robert Livingston, y prometió a sus hombres que firmarían las nuevas condiciones tan pronto como estuvieran en el mar.
Desde todos los puntos de vista, se trataba de una jugada audaz, que triplicaba de forma instantánea los ingresos previstos de todos y cada uno de los más de cien hombres que iba a reclutar Kidd y cercenaba los beneficios de sus caballos blancos londinenses.
A partir de aquel momento, los hombres acudieron en tropel a enrolarse, procedentes de lugares tan lejanos como Massachusetts y Maryland. El gobernador de Jersey Oriental, Andrew Hamilton, escribió —pidiendo disculpas a su homólogo Fletcher— que no podía aportar tropas para el esfuerzo de guerra, y culpó de ello a los «generosos salarios» que se podían conseguir y al hecho de que «varios se han embarcado con el capitán Kidd». Fletcher calculaba que por lo menos se habían enrolado cincuenta neoyorquinos, desde un exsheriff destituido, English Smith, hasta un irlandés llamado David «Darby» Mullins, un leñador empobrecido que dormía en su bote.
Las perspectivas de la travesía habían cambiado tanto que ahora los mercaderes de Nueva York estaban dispuestos a prestar dinero a desconocidos procedentes de Pensilvania a cambio de la promesa de una porción de su participación en los beneficios del capitán Kidd. De Filadelfia acudieron tres jornaleros: Patrick Dremer, Micijah Evans y Samuel Kennels. El comerciante Joseph Blydenbaugh proporcionó «zapatos y medias, ron y azúcar, especias, peines, cuchillos, pañuelos, cucharas, cabos», con la esperanza de recibir de cada cual «un tercio de su parte en dinero, joyas o metales preciosos, negros o esclavos, sedas»; los hombres acarrearon a bordo la bebida y las especias para complementar su dieta de marinero, mientras que las baratijas restantes sirvieron para formar un pequeño surtido comercial destinado a intercambiarlo con isleños lejanos y redondear sus ganancias. Otro peculiar sacristán de la Trinity Church, Thomas Clark —un hombre cuyo apodo de contrabandista era el Rápido y que era un viejo amigo del capitán Kidd—, también prestó dinero a los marineros.
El 20 de agosto, el gobernador Fletcher regresó de Albany con un informe entusiasta de sus propios actos heroicos: «Algunos prisioneros huidos [dijeron] que un Indio llevó noticias al conde de Frontenac de que yo estaba marchando desde Albany con un ejército tan numeroso como los árboles del bosque, lo cual aceleró su retirada».
Con su dirigente Fletcher de vuelta con las tropas, la ciudad se hallaba más segura; las gentes de aquella localidad conocida por su afición a la bebida celebraron el alejamiento de la amenaza de guerra de la forma que mejor sabían (desde los primeros tiempos, las cervecerías holandesas habían proporcionado una deliciosa alternativa al agua salobre de los pozos de Manhattan). El 24 de agosto, el capitán Kidd y media docena de lobos de mar veteranos que ya habían aceptado acompañarlo en la travesía estaban holgazaneando y bebiendo en la taberna de Michael Hawdon.
Los taberneros neoyorquinos eran famosos por dejar que los marineros acumularan deudas enormes, ya que sabían que, en aquel mundo que se movía impulsado por el viento, a algún mercader o capitán le haría falta un tripulante para completar su dotación y acudiría a saldarlas. Hasta tal punto se hartaron los hombres de negocios de Nueva York de liquidar cuentas de bares, que el Consejo Comunitario —compuesto en su mayoría por comerciantes— aprobó una ley según la cual una «Taberna que conceda crédito a cualquier marinero lo perderá todo… y no tendrá ningún apoyo legal». Aquello fue en 1691; en 1696, los marineros continuaban acumulando deudas en los bares y los capitanes seguían saldándolas.
En algún momento de la velada, el tabernero Hawdon cerró un trato con Kidd. Llamó al joven aprendiz que servía en el establecimiento, Saunders Douglas, y le dijo que iba a doblar en barco la punta de África y a perseguir piratas en el mar Rojo. Riéndose, el hombre le tomó el pelo al muchacho a propósito de lo mucho que se iba a marear y las noches heladas que pasaría en la cofa de vigía quitándose carámbanos del pelo. El acuerdo firmado por Kidd y Hawdon establecía que el patrón del joven, Hawdon, percibiría la mitad de una participación en el botín por aportar su sirviente; Douglas no recibiría nada, a excepción de la certeza de que le faltarían dos años menos para concluir su aprendizaje (el joven Saunders se contaría entre los primeros muertos de la travesía).
En el Adventure Galley iban a viajar por lo menos media docena de grumetes; en los momentos de combate, aquellos adolescentes solían actuar como artificieros, corriendo la carrera de obstáculos de la cubierta atestada y resbaladiza para transportar cazos de pólvora desde la santabárbara hasta los hombres que servían los cañones.
Al servicio personal del capitán Kidd estaría Richard Barleycorn, de doce años y procedente de Carolina. Otro grumete, Robert Lamley —de catorce años y probablemente hijo de una prostituta de Southwark—, se encargaría de ayudar al cocinero del barco, Abel Owens; el contrato de aprendizaje de Lamley, además de exigirle que sirviera fielmente día y noche a su jefe, le guardara los secretos y no despilfarrara sus bienes, especificaba: «No frecuentará tabernas, posadas ni Cervecerías, no jugará a Cartas, Dados, Backgammon ni a cualquier otro juego ilegal».
El contrato de aprendizaje de William Jenkins se diferenciaba del de Lamley en un artículo suplementario: «No cometerá fornicación ni contraerá Matrimonio».
El clima bochornoso de fines de agosto envolvía Nueva York. Mientras esperaba que se levantara la prohibición de salir de puerto, el capitán Kidd reclutó más marineros, algunos de los cuales eran conocidos piratas.
En La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson, John Silver el Largo engaña al squire Trelawney contratando una tripulación de piratas como Israel Hands y otros; a Kidd no lo embaucó nadie: simplemente confiaba en que podría controlarlos.
Kidd conocía a John Brown desde hacía casi una década. Brown, un cuarentón, ya había cruzado la línea entre el corso y la piratería años atrás, y se había largado al mar Rojo; se embolsó un buen pico, pero luego lo perdió todo jugando y fornicando. Kidd lo reclutó.
Tampoco cabe duda de que Kidd, que había navegado durante años por la costa este y el Caribe, conocía la fama de alborotador del artillero William Moore. Cuando tenía dieciocho años, a Moore lo detuvieron en Nueva York por haber cometido el acto inconcebible de agredir a su capitán, y lo tuvieron en prisión durante un período insólitamente largo: casi dos años (normalmente, los presos morían antes). Las autoridades de Barbados también lo habían encerrado a principios de la década de 1690 por una acusación no especificada, y se negaron a dejarlo en libertad bajo fianza porque había admitido ante su compañero de celda que proyectaba «desertar y pasarse a los franceses». Sin embargo, Kidd quería, al parecer, un artillero agresivo.
La tripulación de Kidd incluía toda la gama de hombres adultos y jóvenes que había en la colonia, desde rudos expiratas hasta bisoños enfermizos como el cuñado del propio capitán, Samuel Bradley, un joven muy rico que acababa de cumplir veintiún años y de heredar un extenso patrimonio y varias fincas en Manhattan. Kidd, que solo tenía una hija muy pequeña, sentía un particular afecto por Sam Bradley.
Los últimos días de agosto fueron los de la cuenta atrás para la partida de Kidd: la nueva tripulación transportaba a bordo un tonel tras otro; se remendaban las velas y se adujaban los cabos. A lo largo de ese proceso, asomando la nariz por encima del hombro de Kidd y contando monedas, estaba el principal promotor americano de la empresa del capitán, Robert Livingston, escocés como él y también de cuarenta y dos años. Para expresarlo con franqueza, Livingston era un personaje indigno: según escribió un funcionario inglés, «birló una fortuna de las barrigas de los soldados»; dicho en otras palabras, cobraba demasiado a la Corona y no alimentaba lo bastante a los soldados. «Empezando como modesto contable —criticaba el gobernador Fletcher—, se ha hincado a fondo en uno de los patrimonios más considerables de la provincia»; Fletcher utilizaba «hincarse» en sentido vulgar: Livingston, al igual que Kidd, se había casado con una viuda muy rica, una tal Alida Schuyler van Rensselaer.
El 1 de septiembre, Kidd decidió que ya era hora de vivir a bordo del Adventure para supervisar los últimos preparativos: tenía que dejar sus plácidos aposentos de Pearl Street. Los ojos de Kidd contemplaron las paredes de su hogar para grabarlas en el recuerdo; se sentó por última vez en las sillas de la sala de estar; despachó las últimas viandas en el comedor, y en el dormitorio se reunió por última vez con su joven esposa. El adiós tuvo que ser difícil, pues hay sutiles pistas —como comentarios informales de vecinos y amigos— que indican que Kidd quería mucho a Sarah y que esta correspondía aquel amor. Sabían que no se verían por lo menos durante un año y medio, si es que volvían a hacerlo alguna vez.
Se aferraron las velas del Adventure; los tres palos, como metrónomos apuntando al cielo, se inclinaban a un lado y otro por efecto de la corriente local que mecía al bajel.
Como faltaba tan poco para zarpar, también los marineros empezaron a dormir a bordo del barco; ello comportaba que sus amistades vinieran a visitarlos.
Los corsarios seguían una tradición de la Armada Real que permitía que las «esposas» subieran a bordo cuando el buque estaba en puerto, con independencia de que la mujer en cuestión fuera o no la verdadera esposa de aquel marinero concreto. «Os habríais admirado de ver allí a un hombre y una mujer meterse sigilosamente en un coy, la mujer con las piernas colgando hasta las nalgas por los lados o del extremo del mismo», escribía un testigo de una partida similar, que añadía: «Otra pareja durmiendo sobre un cofre; otros besándose o rozándose, medio borrachos, medio serenos o más bien medio dormidos».
El 6 de septiembre de 1696, la totalidad de la tripulación —ciento cincuenta hombres— se congregó en la cubierta que subía y bajaba. Resonaron trompetas. Un juez, tocado con una gran peluca, sostuvo un pergamino en la mano y leyó en voz alta y retumbante los dos nombramientos —de los lores del Almirantazgo y del rey— que autorizaban la travesía.
Más de cincuenta buques mercantes más pequeños, con sus altos mástiles, se apiñaban en el puerto mientras un navío de guerra, el HMS Richmond, permanecía inmóvil en las inmediaciones.
Las gaviotas volaban en círculo. El juez continuaba hablando interminablemente. Probablemente, muchos de los marineros sufrían los efectos secundarios de la juerga de la noche anterior: Joseph Palmer, un joven marinero de Westchester, diría más tarde que estuvo en el castillo de proa y no recordaba una palabra de lo que se dijo. El juez siguió leyendo las abundantes palabras polisílabas de la patente de Kidd: «Considerando que estamos informados de que el Capitán Thomas Too, John Ireland, el Capitán Thomas Wake, el Capitán William Maze o Mace y otros súbditos… de Nueva Inglaterra, Nueva York y otras partes de nuestras Colonias de América… cometen diariamente numerosos y graves actos de piratería en los mares… para gran Estorbo y Desaliento del Comercio y la Navegación…». Es probable que a casi todos los componentes de aquella tripulación mayoritariamente analfabeta se les escapara el significado preciso de aquellas palabras, pero la esencia debía calar. Uno de los nombramientos autorizaba a Kidd a atacar barcos de la católica Francia, mientras que el otro lo alentaba a perseguir buques piratas. Para los marineros —en su mayoría colonos y holandeses—, aquellas patentes de corso tenían muy poco que ver con el patriotismo y muchísimo con el dinero: si capturáis el barco, os dividís el dinero de la presa.
Tal vez algunos de los que tenían menos resaca oyeron las palabras del rey: «Y por la presente encargamos y ordenamos a todos nuestros Oficiales, Ministros y demás amados Súbditos, sean quienes sean, que os ayuden y asistan».
William Moore, el artillero, cargó varios cañones con pólvora pero sin bala y disparó una salva de saludo a la ciudad de Nueva York; la artillería de Fort William retumbó con una respuesta equivalente.
El mar de rostros —blancos a excepción de un indio y un negro, John Parcrick— aparentó prestar atención: esperaban órdenes para levar la pesada ancla de más de una tonelada. Los hombres colocaron unas barras en el cabrestante y, al ritmo de una saloma, empujaron dando vueltas y más vueltas —como mulas haciendo girar una piedra de molino— para ir recogiendo el sólido cable del ancla.
Todas las «esposas» que quedaban, todos los comerciantes que habían acudido al espectáculo, el juez y el predicador bajaron a las barcas y las canoas para regresar a tierra.
Horas más tarde, con el ancla definitivamente recogida, el buque se dirigió al sur para salir a mar abierto, acompañado por un bergantín colonial. Las dos naves rebasaron Sandy Hook, aquel punto de encuentro de contrabandistas situado en las Jersies[7], y salieron a las olas del Atlántico. El perfil de Manhattan, con su molino de viento y sus dos agujas de iglesia, se fue desvaneciendo en la distancia.

* * * *

La pareja de barcos siguió avanzando; Kidd estaba tan solo empezando su travesía sin escalas de tres mil cien millas hasta Madeira, la isla portuguesa famosa por su vino. El capitán seguía la ruta comercial convencional de la época, que iba hacia el sudeste. Desde allí, proyectaba dirigirse, doblando el extremo meridional de África, hacia las Indias, donde piratas como el capitán Avery se cebaban en las naves musulmanas cargadas de tesoros.
A los cuatro días de zarpar, y mientras los bisoños mareados como el joyero judío de cuarenta y dos años Benjamin Franks seguían vomitando por la borda, el capitán Kidd cumplió la promesa que había hecho por lo bajo a la tripulación, según la cual permitiría que los hombres firmaran un contrato de embarque con condiciones nuevas y más favorables.
El 10 de septiembre, un hombre tras otro fueron entrando en el camarote del capitán para firmar: la mayoría de ellos se limitaron a poner una X; algunos habían aprendido a escribir sus iniciales, mientras que otros trataron de firmar de verdad y solo consiguieron hacer un borrón.
El documento se ha conservado: «CONDICIONES del Contrato… entre el Capt. Kidd Comandante del buque Adventure Galley por una parte y John Walker Cabo de Mar de la tripulación del mencionado barco por otra, como sigue, véase…».
El contrato hace las veces de una especie de pacto negociado entre ciento cincuenta hombres, por un lado, y el capitán, por otro. En un buque de la Armada Real, la autoridad del capitán contaba con el refuerzo de un destacamento de infantes de marina armados; en aquel barco corsario, el poder de Kidd provenía principalmente de aquel documento (y de la fuerza de su personalidad y de un mero puñado de oficiales leales).
Las condiciones también proporcionan una visión anticipada de la vida en el mar a bordo de la nave corsaria Adventure Galley:El capitán Kidd estampó en el documento su firma, que presentaba una W grande y vigorosa y una K historiada y descomunal: con mano segura, aceptó renunciar al derecho a ordenar que se azotara a aquella abigarrada tripulación.
«Cuando [el capitán Kidd] estaba aquí, muchos acudieron en tropel a él —observaría posteriormente el gobernador Fletcher—, hombres de fortuna y necesidades desesperadas, con la esperanza de obtener vastas riquezas. Zarpó de aquí con 150 hombres… gran parte de ellos de esta provincia. Por lo general aquí se cree que conseguirán dinero per fas aut nefas [de un modo u otro], y que si no cumple el propósito que figura en su nombramiento, no podrá gobernar una multitud de hombres como esa».
Por si aquella amenaza no fuera suficiente, Kidd se enfrentaba a otro problema más insidioso. Hacía apenas una semana que el barco había salido de puerto cuando su socio de Nueva York, Robert Livingston, escribió al ministro duque de Shrewsbury: «Me acaban de informar de que el capitán Kidd se ha visto obligado a acordar nuevas condiciones con sus hombres, y a concederles la porción habitual de los corsarios, y ha reservado solamente 40 porciones para el barco, pero ello requiere confirmación, pues el capitán no me ha avisado de tal cosa… Me cuentan que se propone hacer [de Nueva York] su puerto y estar aquí en un plazo de 18 meses. Por lo tanto, soy de la opinión de que no estaría fuera de lugar que vuestra Gracia y el resto de armadores tuvieran buen cuidado de que se enviaran órdenes a los Gobernadores del Caribe y de las Indias Occidentales para que, si llegara el capitán Kidd a bordo del Adventure Galley, se encargaran de que se aprese el barco y se garanticen los intereses de los armadores». Al cabo de menos de una semana de la partida de Kidd, Robert Livingston ya quería alertar a los gobernadores de toda América del Norte de que estuvieran vigilantes para atraparlo (con casi total seguridad, el taimado Livingston conocía previamente los cambios en el reparto de beneficios; sencillamente, estaba traicionando a su amigo).
Así pues, el panorama es el siguiente: La misión del capitán Kidd consiste en ir a la caza de piratas, unos hombres que prefieren morir antes que rendirse. Va a viajar en un barco solitario tripulado por hombres muy peligrosos, algunos de los cuales son, a su vez, expiratas. Las condiciones de embarque no le permiten castigar a su tripulación si no es mediante el voto de la totalidad de la misma. Como combatiente privado, será objeto de la profunda desconfianza de la Armada Real; como rival comercial, sufrirá el desprecio de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Es un escocés al mando de una tripulación inglesa y holandesa. Una vez doble el cabo de Buena Esperanza, no encontrará ningún puerto de escala que lo acoja, con la excepción de puertos piratas. En el inmenso océano Índico, de setenta y cinco millones de kilómetros cuadrados, debe encontrar alguno de los cinco barcos piratas que están activos en esos momentos, muchos de los cuales transportan parientes y amigos de su tripulación. Además, tiene un límite temporal de un año y algunos de los hombres más poderosos del mundo lo esperan a la vuelta. Sería una misión insensata… si no fuera por el tesoro.

Capítulo 2
El cazador de piratas

El barco de guerra es el gran puente del océano, que lleva a todos los lugares habitables, la muerte, la viruela y la embriaguez; y a cambio, trae de vuelta todos los vicios extranjeros que no conocemos en nuestro propio país.
NED WARD, The Wooden World

Los 152 hombres y muchachos de la tripulación del capitán Kidd vivían, al igual que todos los marineros del siglo XVII, amontonados uno encima de otro, codo a codo, cadera a cadera. El espacio era tan limitado que los tripulantes aprendían a caminar bajo cubierta agachados como si fueran hombres de Neanderthal; los techos de metro y medio de altura eran tan habituales como las frentes llenas de chichones de los bisoños.
La gran ironía de la vida a bordo era que los marineros que se hallaban sobre cubierta contemplaban las velas hinchadas contra el cielo sin límites y escrutaban las olas que se perdían en el vasto océano. Bajo cubierta, era como vivir en el interior de un arcón o un armario ropero que albergara setenta y cinco personas.
«No será marinero ningún hombre que pueda ingeniárselas para ir a parar a la cárcel —observaba Samuel Johnson—, pues estar en un barco es estar en una cárcel con la posibilidad de ahogarse… un hombre encarcelado tiene más espacio, mejor comida y por lo común mejor compañía».
Cualquier centímetro disponible bajo cubierta estaba ocupado por barricas de agua, toneles de carne de vacuno en salazón, guisantes y cerveza, cabos adujados y fardos de velas de repuesto; un camarote privado para el único pasajero de pago del barco podía medir un metro veinte de ancho, de largo y de alto, y ningún hombre podía estirar con libertad los brazos y las piernas, a excepción, claro está, del altivo capitán, cuyos aposentos, con ventanas y luz, se hallaban a popa.
Los dormitorios eran tan angostos que la tripulación, dividida en dos «guardias», dormitaba por turnos: la mitad de los hombres se tomaba cuatro horas de descanso mientras la otra mitad trabajaba. La guardia de estribor colgaba su ropa de cama de un gancho situado a la derecha; la de babor sujetaba la suya a la izquierda.
Para los bisoños, principiantes en aquel dormitorio naval, el olor del recinto resultaba nauseabundo. Sus compañeros, marineros baqueteados, rara vez se cambiaban la ropa o se bañaban; para rematar el aroma de sudor añejo, la higiene de los servicios era, en el mejor de los casos, rudimentaria.
El beque del barco (es decir, el retrete) consistía en una plancha en la cual se había practicado un agujero y que sobresalía de la proa; el marinero se encaramaba sobre ella, la cabalgaba como si fuera un columpio y, mientras hacía sus necesidades, parecía una gárgola o un bauprés perverso; la borda del barco podía proporcionar un mínimo de intimidad. El hombre que tratara de limpiarse el trasero corría el riesgo de darse un chapuzón en el mar.
Durante los días que siguieron, el capitán Kidd mantuvo el Adventure Galley proa al sudeste, rumbo a Madeira. Cuanto más lejos estaban de puerto, más se iba pasando todo: la mantequilla se volvió rancia y la cerveza demasiado amarga, y los bizcochos se hicieron legendarios por lo duros que eran; en cuanto al queso, en cierto barco se tallaba para convertirlo en botones. La tarea principal del cocinero, Abel Owens —que no distinguía el foie gras de un pedernal— consistía en mantener hirviendo gigantescas ollas de agua para ablandar los trozos de carne de vaca o cerdo en salazón o de bacalao u otras clases de pescado seco, salado y duro como una roca. Cuatro litros diarios de cerveza ayudaban a eliminar de la boca el sabor a sal.
Kidd suponía que aquella primera etapa de la travesía de cinco meses hasta el océano Índico —donde iría a la caza de los buques piratas más ricos del mundo— iba a transcurrir sin novedad y sería un período dedicado a adiestrar a la tripulación, probar el barco, neutralizar a los alborotadores y averiguar cuánto trapo podía resistir su aparejo nuevo. En cambio, el viaje resultó consistir en una serie de incidentes inesperados que pusieron en grave peligro el conjunto de la empresa y acabaron enseñando a los tripulantes y al capitán más de lo que cada parte quería saber de la otra.
A la semana de zarpar de Nueva York, Kidd encontró un bergantín inglés gravemente averiado que se dirigía de Barbados a Inglaterra. Portándose como un caballero, le cedió un palo, aparejo y velas, y su «amabilidad», como lo expresaría posteriormente un pasajero, se vio recompensada con unos cuantos toneles de harina y azúcar.
Luego, al cabo de un par de días, un miembro de la tripulación divisó en el horizonte un fulgor apenas perceptible, una ruptura incongruente del monótono arco de visión, que indicaba la posibilidad de que muy a lo lejos asomara una vela. El observador esperaba el premio por la presa.
La tripulación entera comentaba la noticia. ¿Qué mejor comienzo podía tener una larga travesía que realizar una captura durante el primer mes? Kidd ordenó al timonel que moviera la caña para ir tras aquel barco. Se puede disculpar a los lectores por imaginar al capitán haciendo girar la rueda del timón para cambiar el rumbo, pero las ruedas, con sus conocidos radios, no llegarían hasta unas décadas después: a popa, el Adventure Galley tenía una caña, es decir, una enorme palanca fijada a un pivote y conectada por su extremo inferior al timón; empujando la caña, el timonel movía el gobernalle a lo largo de un arco limitado y hacía virar el barco. Los marineros se inspiraban en esa gruesa barra que emergía a través de una abertura practicada en cubierta para apodar «caña» al miembro viril. (En su obra satírica The Wooden World, Ned Ward describe el ritual matutino del marinero: «se arrastra… hasta el meadero, donde maneja la caña con una mano y se rasca la popa con la otra».)
El Adventure Galley largó toda la vela posible y fue en pos del barco desconocido. En algún momento, la otra tripulación se dio cuenta de que Kidd la seguía; la tradición de los buques amigos que se encontraban en el mar (que por lo general estaban ansiosos por recibir noticias o muestras de atención del otro capitán) era que la nave que iba en cabeza amainara velas y dejara que la otra se reuniera con ella, pero el barco que había en la distancia largó más trapo para intentar huir.
Aquello espoleó a la tripulación de Kidd, y este persiguió al otro buque durante tres días. A lo largo de su carrera, Kidd había demostrado ser un marino excelente, y nunca había hecho naufragar ni embarrancar un barco del que fuera capitán; también era habitual que siguiera rumbos precisos en una época en que la longitud era más cuestión de conjeturas que de ciencia. Finalmente, Kidd dio alcance a la otra nave, extendió el catalejo una vez más y observó que el barco izaba la bandera portuguesa; aquello no era un buen presagio: en aquel entonces, Inglaterra estaba nominalmente en paz con Portugal, y la patente de Kidd le prohibía claramente atacar a cualquier aliado del momento; no importaba que los dos países hubieran luchado de forma intermitente durante más de un siglo por las Indias, África y América del Sur.
Portugal era un país católico; la nave de Kidd, con su tripulación inglesa y holandesa, era firmemente protestante. Las líneas de batalla habían quedado trazadas desde que, en 1493, el papa Alejandro VI había dejado por unos instantes de fornicar con Giulia Farnese —que en aquellos momentos contaba diecinueve años— y había dividido la totalidad del Nuevo Mundo en dos territorios de dimensiones continentales asignados a la católica España y el católico Portugal, sin dejar nada en absoluto para Inglaterra o cualquier otro país.
En aquellos tiempos, la religión dividía al mundo mucho más que la nacionalidad, y es probable que la tripulación de Kidd —en tiempos de guerra con la también católica Francia— considerara a Portugal como enemigo; en un relato contemporáneo, un marinero de escasa cultura calificaba a los portugueses como «una nación de hipócritas embusteros, ladrones, blasfemos y lujuriosos».
Kidd se acercó amenazante al otro bajel; solo le cabía esperar que fuera una nave francesa que se hacía pasar por portuguesa. Saludó al buque y, cuando este se atrevió a no hacerle caso, ordenó que se le disparara un cañonazo de advertencia frente a popa.
El otro capitán captó el mensaje y esperó a que una partida lo abordara. Ahora, Kidd iba a averiguar la verdadera identidad del barco: la bandera no significaba nada, la nacionalidad del capitán no significaba nada, y las tripulaciones constaban casi siempre de una mezcla mestiza de muchas procedencias. El único factor determinante de la nacionalidad de otra nave era su documentación. Un buque mercante solía llevar un «salvoconducto» o «carta de paso» de su gobierno nacional, que identificaba la nave y su misión y pedía a todos los barcos de aquel país y sus aliados que no la importunaran. Aquel documento —a menudo impreso en serie y con los nombres y detalles escritos a mano en los espacios en blanco— podía ser la salvación o la perdición de un barco. En ocasiones, los mercantes llevaban documentación de varios países, ya que los armadores sobornaban a los funcionarios portuarios a cambio de cartas de salvoconducto de sus respectivos países. Con el tiempo, la presentación de la documentación de un buque evolucionó hacia una especie de juego caballeresco, algo parecido a un momento de apuestas arriesgadas en que el ganador se lo lleva todo; eso es lo que sucedía cuando el capitán escogía qué «documentos» sacaba para asegurarse un aliado. (Los piratas, por supuesto, hacían caso omiso de todos aquellos papeles y por lo general se divertían quemándolos o arrojándolos por la borda.)
Kidd examinó la documentación del capitán, que le pareció tan auténtica como portuguesa y especificaba los detalles de la travesía de aquella nave mercante desde Brasil a Madeira, uno y otra colonias portuguesas. Observando las normas de cortesía del Viejo Mundo a pesar de la persecución que había sufrido durante tres días, el capitán portugués obsequió a Kidd con un rollo de tabaco brasileño y un poco de azúcar; Kidd le devolvió la atención ordenando al mayordomo que le diera al hombre un queso de Cheshire y un tonel de bizcocho fino de Nueva York (por descuido, el mayordomo entregó al portugués un tonel de tabaco ordinario de Long Island, que valía poco más que si fuera pan).
Kidd renunció a capturar el otro barco, y algunos de los miembros de su tripulación acérrimamente antipapista —especialmente los que habían sido piratas, como John Brown y William Moore— empezaron a refunfuñar; brotaron los cuchicheos, las siniestras conversaciones acerca de la posibilidad de apresar todos los barcos y convertirse en piratas. Al primer atisbo de un buque mercante vulnerable, aquellos hombres estaban dispuestos a cruzar la línea que los separaba de la criminalidad y la agresión. En medio de la oscuridad, hablaban de coy a coy y expresaban en voz alta airadas quejas, aunque sin urdir todavía ningún plan de motín.
A algunos tripulantes les resultó particularmente mortificante —porque les recordaba la oportunidad desperdiciada— el hecho de que ambos barcos, el aspirante a depredador y la presa indultada, navegaran conjuntamente hacia Madeira, la próspera isla de los viñedos.
John Weir tenía cuarenta años, procedía de Charleston, en Carolina, y era un marinero colonial de toda la vida que había entrado a formar parte del círculo íntimo de Kidd: estaba bebiendo con los hombres en la Hawdon’s Tavern cuando se reclutó al grumete Saunders y firmó el documento en calidad de testigo. John Weir, un reposado padre de familia, sabía escribir su nombre con trazo fluido y curvilíneo (el hombre que Kidd eligió como segundo, Henry Meade, también sabía leer y escribir, y llevaba a bordo una veintena de libros). Pues bien, posteriormente Weir explicaría que en aquellos primeros momentos de la travesía, cuando llevaban menos de un mes en ruta, ya había oído los murmullos de descontento de la tripulación. «Creyendo… que los hombres tenían algún turbio propósito», Weir se dirigió al capitán Kidd pidiéndole permiso para abandonar el Adventure en el próximo puerto; Kidd se negó a ello: era consciente de que necesitaba a bordo a todos sus amigos.
Los dos buques arribaron a Madeira el 8 de octubre y maniobraron para atracar en Funchal, la capital de la isla, que a la sazón contaba con una población de diez mil habitantes, el doble que Nueva York. Madeira, una mota en el mapa situada a cuatrocientas millas del noroeste de África, prosperaba gracias a su vino blanco, fuerte y de mucho cuerpo, que se parecía al jerez. El rasgo singular del madeira, «distinto de los vinos franceses y de cualquier otro —indicaba un entusiasta del mismo, el doctor Hans Sloane—, es que se conserva mejor en un Lugar cálido y expuesto al Sol que en una Bodega fresca». Resultaba claro que aquel vino resistía muy bien los viajes —al descorcharlo, el calor había mejorado el vigoroso sabor—, y Kidd cargó una «pipa» (en aquel entonces, era frecuente embarcar el vino en «pipas», grandes barricas con una capacidad algo inferior a los quinientos litros).
Madeira era un lugar acérrimamente católico, dominado por intolerantes mercaderes de vino y funcionarios de aduanas pertenecientes a la orden de los jesuitas que no permitían enterrar a los protestantes ingleses y se negaban a dar asilo a los hugonotes franceses que trataban de escapar de la persecución; sirvientes de piel oscura atendían a los portugueses, siempre vestidos de negro; la catedral, de altas torres rematadas con agujas, podía albergar ochocientos fieles.
Kidd solamente permaneció un día en la isla, y renunció a los planes de volver a llenar las barricas de agua: la advertencia de Weir había surtido su efecto, y el capitán no quería arriesgarse a que nadie desertara en aquel lugar del que cada quince días salía un paquebote en dirección a Europa.
En lugar de quedarse en Madeira, Kidd, comerciante veterano, decidió que haría la primera escala larga en un lugar más apartado, y puso proa al sudoeste. Al cabo de dos semanas, divisó cuatro hermosas colinas, que dan su nombre a la isla de Boa Vista; poco después, el 24 de octubre, arribó a San Iago (hoy Santiago), en las islas de Cabo Verde, uno de esos lugares primitivos donde un capitán podía hacer acopio de sal marina a cambio de poco más que el trabajo de recogerla.
Para los grumetes, los bisoños e incluso para un joven neoyorquino como Samuel Bradley —el cuñado de veintiún años de Kidd—, aquel lugar resultaba verdaderamente exótico. Mientras que Funchal, en Madeira, con su catedral de agujas y sus calles enlosadas, tenía sabor europeo, San Iago era una isla africana de relieve accidentado: unas montañas desoladas —que un viajero asombrado comparó con Stonehenge— se elevaban a gran altura sobre valles exuberantes repletos de naranjas, limones, plátanos y cocos listos para recogerlos. La población estaba formada principalmente por católicos negros.
La mala fama que tenía la zona por sus tempestades repentinas y por el intenso viento nocturno que batía la orilla desde el mar hacía que los capitanes prefirieran anclar aproximadamente a una milla de la costa, en la bahía de San Iago; unas boyas indicaban el lugar exacto, y allí fue donde Kidd hizo fondear su nave.
El capitán ordenó a sus hombres que llenaran las barricas de agua en un arroyo de agua dulce que desembocaba en la bahía. Aquella fatigosa tarea requeriría más de una semana, ya que había que desembarcar cientos de barricas transportadas por tandas en la pinaza, subirlas rodando por la playa y después llenar cada una de ellas con más de doscientos veinte litros de agua, que pesaban otros tantos kilos, para luego acarrearlas de vuelta al barco e izarlas empleando el cuadernal hasta el interior de la nave.
Kidd se quedó en San Iago ocho días, lo cual proporcionó a la tripulación tiempo para explorar la isla y sus mujeres. Aquellos isleños de piel oscura chapurreaban el portugués, y a muchos hombres, aunque iban medio desnudos, les gustaba completar su atavío con algún toque europeo, como un sombrero viejo y desechado con un manojo de cintas o una chaqueta hecha trizas y con las mangas arrancadas; también eran aficionados a fumar tabaco en narguiles confeccionados con una cáscara de coco.
Por lo que se refiere a las mujeres, el doctor John Fryer y otros las describieron de baja estatura, rollizas y alegres. «[Llevan] la Espalda y los Pechos (que eran muy grandes y les colgaban) desnudos… hasta la Cintura —observaba Fryer—, desde donde una Tela delgada, a la manera de unas enaguas, [les cuelga] hasta los Pies». Un testigo francés aseguraba haber visto a las mujeres «llevar a los niños a la espalda y darles el pecho por encima del hombro».
Es probable que los hombres del barco del capitán Kidd no dedicaran el tiempo del que disponían a catalogar los usos de las palmeras ni a tomar nota de la moda. El reverendo John Ovington, que había visitado la isla justo antes que Kidd, comentaba: «Las mujeres eran de conducta muy relajada y los marineros se las llevaban con facilidad». El precio era muy bajo: una cinta, una cuenta de vidrio o un clavo; a menudo, el acto se llevaba a cabo al aire libre y en público. De ese modo, la isla adquirió tanta notoriedad como escala licenciosa en la ruta hacia la India, que inspiró un proverbio: «Cuando navegan de San Iago a la India, los hombres abandonan su conciencia aquí en Cabo Verde». Muchos marineros incultos —y muchos comerciantes muy cultos— creían oportunamente que las leyes cristianas no controlaban las acciones que realizaran contra musulmanes o «morenos» de cualquier clase.
Al cabo de ocho días, el Adventure Galley y su tripulación de 152 hombres y muchachos levaron anclas. En cierto sentido, resultó apropiado que lo primero que vieran en el horizonte mientras navegaban dejando atrás sus retozos sexuales fuera el activo volcán de la isla de Fogo, que expulsaba nubes de humo hacia el cielo nocturno.
Ahora el Adventure Galley se preparaba para el recorrido más largo por mar sin tocar tierra, que por lo menos duraría dos meses y posiblemente más. Kidd puso rumbo al sur, tomando los vientos alisios, que soplan «suave y constantemente» hacia el sudoeste. «Los marineros se toman todo ese trayecto como una Festividad y no están obligados a tocar una Vela en el espacio de muchos Días», observaba un testigo. La previsión meteorológica: un día sin nubes tras otro; calor, pero con brisa. La proa del barco se deslizaba adelante mientras las velas tendidas se hinchaban y tensaban los cabos.
Era hora de pescar. Por aquellas regiones del mar, abundaban las albacoras, los bonitos, las marsopas, los peces voladores y, sobre todo, los delfines y los tiburones. Los marineros, con poco trabajo que hacer, se divertían observando el modo en que los delfines plateados perseguían a toda velocidad al pez volador, el cual, en el último instante posible, solía saltar elevándose en el aire para eludir la captura. Aquel juego de persecución con apuestas arriesgadas pronto contó con otro participante: algunos de los hombres de Kidd se encaramaron al peñol de las vergas más bajas y descolgaron cabos cebados con trapos dispuestos de forma que parecieran peces voladores, mientras los demás, desde la borda, trataban de arponear a los delfines.
«Cuando los [delfines] dejan su Elemento, su Belleza se desvanece —escribía un viajero que pasó por aquella misma región, que añadía—: En el momento de su Expiración, se vuelven muy pardos y oscuros… es un pez hermoso, esbelto y limpio. Su Carne es blanca y delicada y, si se lardea y se asa cuando está fresca, ninguna Exquisitez Romana ni ningún lujo Oriental pueden superarla».
Por el contrario, la pesca del tiburón tenía menos que ver con la comida que con un deporte sangriento. Los hombres de Kidd ponían cebo en un anzuelo y lo sujetaban a una cadena a prueba de mordiscos, atada a su vez a un cabo grueso. Si los marineros enganchaban el tiburón, no se arriesgaban a subirlo tirando del anzuelo, sino que bajaban un nudo corredizo e intentaban pasarlo por la cola del animal. Una vez a bordo, el tiburón solía agitarse con extrema violencia, y los marineros aprendieron enseguida a cortarle la cola de un hachazo tan rápido como fuera posible, lo cual hacía brotar una fuente de sangre procedente de las arterias. Los marineros comían tiburón, pero preferían con mucho el delfín.
Las horas de navegación fácil y sin trabajo concluyeron cuando el Adventure Galley se acercó al ecuador. Los vientos alisios se extinguían alrededor de los 7º de latitud norte y no volvían a soplar hasta cerca de los 2º de la misma latitud, a unas trescientas cincuenta millas de distancia. Así, castigados por el sol ecuatorial, muchos barcos se demoraban largas y sedientas semanas en aquella zona de calma. El poeta Coleridge describió la sensación:
«Día tras día, día tras día,
parados, sin aire o movimiento;
tan quedos como un barco pintado
sobre el quieto océano de un lienzo».
A bordo del Adventure Galley, las velas golpeaban flojamente el palo, mientras el sol asaba a fuego lento a la tripulación. Sin embargo, Kidd contaba con una enorme ventaja sobre los demás barcos que hacían ruta a través de la zona de calma ecuatorial: remos, pareles, y más de cien hombres saludables. Si no se levantaba ninguna racha de brisa, si no era posible encontrar siquiera una débil corriente, Kidd podía ordenar a sus hombres que se apoyaran con fuerza en los pareles de seis metros y, a base de músculo, hicieran avanzar la galera; allí, a cinco millas en una u otra dirección, tal vez encontrarían de nuevo la brisa. A juzgar por la duración total de la travesía, Kidd lo hizo sin perder demasiado tiempo.
Para la tripulación, la recompensa por escapar de la monotonía de la zona de calma era la oportunidad de celebrar el paso del ecuador; uno tras otro, los viajeros del siglo XVII dejaron constancia de los ritos de paso, a menudo ofensivos, de los marineros.
El ritual variaba de un barco a otro, pero, las más de las veces, incluía la posibilidad de que la tripulación obtuviera por la fuerza algo de licor de alta graduación o de dinero de las personas calificadas de «vírgenes del ecuador», es decir, quienes lo cruzaban por primera vez.
Con mofas festivas, la tripulación del Adventure Galley llevó a un lado en manada a los noveles, incluyendo al heredero de veintiún años Samuel Bradley y a Benjamin Franks, que tenía cuarenta y seis. Luego, los hombres pasaron un cabo por una polea situada en el peñol de una verga baja; para probar su resistencia, le ataron un tablón y vieron cómo el madero chocaba contra el mar y se sumergía entre las olas. «Al que va a ser bautizado, por lo tanto, se lo amarra y se lo iza tres veces hasta el peñol de la verga mayor, como si fuera un criminal —escribía un testigo, que añadía—: De ese modo, a todos y cada uno se los sumerge varias veces en el océano. Pero aquel al que se sumerge primero tiene el honor de que lo salude un cañón».
La perspectiva de refrescarse por el procedimiento de balancearse doce metros por los aires y zambullirse en el agua no le hacía ilusión a nadie: pagando una ronda de bebida, uno podía librarse de la experiencia; sin lugar a dudas, Samuel Bradley, que no era conocido por su sentido del humor, compró su escapatoria.
Entonces, el capitán Kidd puso rumbo al sursudoeste. A pesar de que la distancia más corta para doblar el extremo meridional de África la habría recorrido dirigiéndose al sudeste y hacia la costa, los veleros rara vez seguían la línea más recta entre dos puntos: tenían que amoldarse a los vientos. En las latitudes que quedaban por debajo del ecuador, los alisios que soplaban en dirección noroeste frente a la costa de África hacían penosa la navegación hacia el sudeste, que debía realizarse contra el viento. Los barcos ponían rumbo al sudoeste hasta que rebasaban la latitud 25º sur, y entonces empezaban a virar al este. Pese a que comportaba un rodeo, el recorrido era mucho más rápido.
Más que una ciencia exacta, la navegación era todavía un arte impreciso, una empresa azarosa en la cual los errores podían hacer que menguaran las provisiones de comida y agua y podían conducir al naufragio. En la época de Kidd, los capitanes navegaban por medio de la «estima», trazando el rumbo en cartas de navegación inexactas y recorriendo de marca en marca las rutas comerciales convencionales. La velocidad se calculaba arrojando por la borda una barquilla sujeta a una corredera con nudos uniformemente espaciados. Un oficial daba la vuelta al reloj de arena de veintiocho segundos y, a medida que la corredera se iba desenrollando, uno de los hombres contaba los nudos hasta que se acababa la arena; el número de nudos permitía establecer a cuántos «nudos» (o millas por hora) se desplazaba el barco. Una brújula determinaba el rumbo. Cada vez que arribaba a una marca, el capitán corregía la ubicación del barco por medio de las coordenadas conocidas de longitud y latitud, y luego empezaba de nuevo el proceso de estima.
En la década de 1690, los capitanes podían medir con precisión la latitud (es decir, la coordenada norte-sur), siempre y cuando las nubes no fueran demasiado espesas. El navegante utilizaba un instrumento similar al sextante para medir el ángulo formado por el sol y el horizonte cuando el astro rey se hallaba en el punto más alto (a mediodía, el sol está en la vertical del observador situado en el ecuador; cualquier variación hacia el norte o el sur dará como resultado un ángulo distinto entre el horizonte y el sol en su punto culminante).
Lo malo era la longitud (la coordenada este-oeste): en aquella época, no había ninguna manera fiable de establecerla, porque en el mar los relojes todavía no resultaban lo bastante precisos. (Menos de una década después de la misión del capitán Kidd, una flota de buques de guerra de la Armada Real británica —que se contaban entre los más caros y poderosos de aquellos tiempos— estaba vigilando las aguas de la costa de Inglaterra para defenderla de los franceses en unos días de densa niebla. Sin sol ni estrellas que los guiaran, los capitanes calcularon erróneamente la ubicación de la flota. Un marinero se dirigió al almirante Cloudisley Shovell y le informó educadamente de que, según sus cálculos, los barcos estaban en peligro. El almirante Shovell ordenó de inmediato que se ahorcara al hombre por motín. Al día siguiente, cuatro barcos se estrellaron contra las rocas y murieron dos mil hombres.)
Durante el mes de noviembre, Kidd hizo rumbo al sursudoeste atravesando vastas extensiones de aguas atlánticas carentes de islas. A principios de diciembre, topó con una densa niebla. El cuaderno de bitácora de un barco que transitaba en aquellos momentos por la misma zona describe como sigue el 6 de diciembre: «Tiempo extraordinariamente brumoso y nuboso; vientos buenos y recios; disparos de cañón para conservar la compañía»; es decir, que un cañonazo ocasional servía para mantener un barco al alcance del oído del otro. Al día siguiente: «Tiempo extraordinariamente brumoso que viene y se va aumentando y disminuyendo de forma muy repentina». Kidd vagaba entrando y saliendo de aquellos bancos de niebla.
El viernes 11 de diciembre, a 33º 48’ de latitud sur y cuando el sol empezaba a lucir en el horizonte, a bordo del Adventure Galley alguien avistó una vela, y luego otra, hasta contar quizá cinco barcos o más. Hallándose en aquellas aguas remotas y superado por cinco a uno por un adversario desconocido, el capitán Kidd decidió que era mejor largar todo el trapo y escabullirse. Tal vez la observación de un buque muy lejano a través del catalejo permitiera descubrir una bandera, pero podía tratarse de una enseña falsa, una estratagema de guerra. Kidd tomó el viento y la delantera. Poco a poco, todos los demás barcos, excepto uno, desaparecieron en la lejanía, y la situación se convirtió en un juego de caza de uno contra uno. El perseguidor fue en pos del Adventure durante la mañana y el mediodía, mientras ambos capitanes aprovechaban los «vientos frescos y moderados». Kidd ordenó a sus hombres que largaran tanto trapo como les fuera posible, pero la otra nave seguía acortando distancias. Kidd se llevó al ojo el largo catalejo y miró una y otra vez; el segundo de a bordo, Henry Meade, vestido con una elegante casaca beige y tocado con peluca, también miró. Ambos hombres estuvieron de acuerdo en que se trataba de un buque de la Armada Real inglesa provisto de unos cuarenta cañones, una potencia todavía superior a la de Kidd. Este decidió arriesgarse a largar un poco más de trapo para tratar de escapar; cuando se difundió la identidad del otro barco, los hombres se apresuraron a cumplir las órdenes.
Durante aquellos años, las posibilidades de encontrar una escuadra de buques de la Armada Real en el Atlántico sur eran incalculablemente reducidas. En aquel entonces, los lores del Almirantazgo rara vez reservaban ninguna nave para esa clase de servicio, debido a las guerras europeas que se hallaban en curso. Con el tiempo, los barcos de la todopoderosa Compañía Inglesa de las Indias Orientales se vieron obligados por la necesidad a equiparse con artillería suficiente para protegerse.
La mayoría de los hombres de Kidd, que se habrían emocionado de descubrir un grupo de buques piratas, se inquietaron gravemente al ver aquella nave de guerra de la Armada Real. Pese a que tal vez la enorme Union Jack que ondeaba sobre las hileras de troneras hubiera suscitado algún débil orgullo por la madre patria, en un terreno más personal la Armada Real significaba la amenaza de un trabajo duro y mal pagado, una disciplina terrorífica, oficiales arrogantes y una magnífica oportunidad de morir en el futuro más cercano.
Era la época del reclutamiento naval forzoso, por el cual se arrancaba a los bisoños —muchachos vagabundos, sastres, agricultores— de la rutina cotidiana y se los arrastraba a gritos y puntapiés para que sirvieran en la armada del rey: «Eran los tiempos de las rondas de enganche, cuando los hombres yacían en cunetas y ciénagas para escapar de las garras de marineros con coleta dirigidos por oficiales con escarapela, que atrapaban a todos los que podían», indicaba un observador.
Una vez a bordo, la esperanza de vida disminuía de inmediato. El médico jefe de la Escuadra Azul[8], que estudió las listas de las tripulaciones de aquel período, descubrió que, de los hombres que zarpaban para una travesía de dos años y permanecían ininterrumpidamente a bordo del mismo barco de guerra, morían tres de cada cuatro, en su mayoría debido al escorbuto, los naufragios o los combates.
El reclutamiento forzoso y repentino de un marido para que sirviera en la Armada Real podía precipitar a su familia en una espiral de pobreza, pues a menudo la marina de guerra se retrasaba meses y a veces años en el pago de los salarios, que frecuentemente reemplazaba por «cupones» o pagarés que solo podían hacerse efectivos en ciertos lugares y en fechas determinadas. «Dios mío, cómo lloran algunas pobres mujeres… —escribía en su diario el funcionario del Almirantazgo Samuel Pepys, que añadía—: Y derramaban lágrimas por todos y cada uno de los barcos que zarpaban, pensando que [sus maridos] podían estar allí, y mirando el buque con tanta atención como les permitía la luz de la luna».
Cuando, por aquella época, el Almirantazgo remodeló su cuartel general de Londres para adecuarlo a la superpotencia naval que estaba naciendo, se contrató al arquitecto Robert Adam para que diseñara una gran pantalla decorada para el patio de entrada; aquella ingeniosa estructura servía tanto de barricada como de anteojera que protegía a los lores y los burócratas de dentro de los hombres dignos de compasión que suplicaban, a veces al borde del motín, desde fuera.
Kidd y la tripulación hicieron todo lo que pudieron para huir a toda prisa, pero finalmente el HMS Tiger alcanzó al Adventure, y el capitán John Richmond obligó a Kidd a aguantarse, es decir, a aferrar las velas y esperar al resto de la escuadra inglesa. Ahora, el comodoro Thomas Warren, del HMS Windsor, tendría la prerrogativa de examinar los documentos de Kidd.
Entretanto el Tiger y el Adventure Galley esperaban al capitán del Windsor —un buque de cuarta clase, armado con setenta cañones—, la tripulación del Adventure dispuso de varias horas para sopesar la vida en la Armada Real. Mientras los dos barcos fluctuaban con las velas aferradas, los hombres del Adventure se contaban historias de terror acerca de aquella vida; al menos uno de ellos suplicó a Kidd que no lo enviara a la Armada Real.
Como candidatos de primera al reclutamiento, muchos de ellos sabían que, pese a que se suponía que la libra de bizcocho que correspondía diariamente a los marineros de la Armada Real era «buena, limpia, dulce, sana, bien amasada… bien cocida y bien preparada», a menudo la realidad se parecía mucho más a una roca infestada de gorgojos que requería una inacabable masticación con los dientes corroídos por el escorbuto: «El pan se llevaba la piel de la boca de los hombres», explicaba una queja. Los veteranos sabían que, los jueves y los domingos, se suponía que los cocineros de la Armada Real servían a cada hombre una libra de tocino a la hora de la cena, pero ellos recordaban muy bien haber visto que el tocino llegaba presentando escalofriantes tonalidades irisadas o en platos que solo contenían «carrilladas, orejas, pies y otros despojos del cerdo». Aquellas raciones infames eran el resultado de los sobornos que acompañaban el proceso de avituallamiento y enriquecían a muchos lores de rancio abolengo, situados en la cúspide de la cadena alimentaria. «El maestre[9] es el alquimista más excelente de la Naturaleza —comentaba corrosivamente Ned Ward en The Wooden World—, pues puede transmutar guisantes podridos y harina de avena mohosa en oro y plata puros».
Cerniéndose amenazadoramente sobre cualquier tarea u obligación, en la Armada Real estaba el omnipresente «gato de nueve colas» (así, en cubierta siempre había «espacio suficiente para blandir un gato»).[10] Las faltas más graves, como el motín, la deserción, golpear a un oficial o mostrar cobardía, que comportaban la pena de muerte, requerían un tribunal marcial formado por lo menos por cinco capitanes. Sin embargo, en el caso de faltas menores, como la blasfemia o el robo, el capitán del barco, que actuaba como juez y jurado, disponía de gran libertad para elegir el castigo: podía ser tradicionalista y optar por una docena de latigazos, o bien podía ser tan caprichoso como el capitán que sentenció a un marinero al que se había atrapado en una mentira «a dejar limpios el beque y los costados del buque desde fuera de la borda», es decir, a que lo descolgaran por un costado con un arnés de cabo para que, balanceándose, se aplicara a la tarea de limpiar la tabla que hacía las veces de retrete en la proa. En aquella época, los capitanes de barco podían hacerles casi cualquier cosa a sus hombres, excepto matarlos sin que mediara provocación.
Finalmente, llegó el resto de buques de guerra ingleses, acompañados de un mercante de las Indias Orientales, a cuyo mando estaba un tal capitán John Clark. Los cinco barcos tenían suficiente potencia de fuego para reducir la nave del capitán Kidd a astillas flotantes. El comodoro Thomas Warren, en su uniforme impoluto, levantó la bocina y ordenó al capitán Kidd que acudiera a bordo con sus papeles. Kidd no respondió, y Warren repitió la orden. Kidd ahuecó las manos detrás de las orejas como si no lo hubiera oído.
En ocasiones, los gestos más insignificantes son los que nos permiten conocer la personalidad de un hombre. Allí estaba el capitán Kidd, rodeado de barcos de guerra de la Armada Real mientras un comodoro se le dirigía en términos que, con independencia de la cortesía con que se pronunciaran, constituían sin lugar a dudas una orden. Sin embargo, de un modo u otro el capitán William Kidd tuvo el descaro de simular que no lo oía: ello da la medida de la confianza en sí mismo del personaje y de su temeridad.
Unos instantes después, Kidd accedió a ir a bordo del buque Windsor de la Armada Real, y lo hizo acompañado del joyero judío Benjamin Franks y de varios oficiales. «Yo estaba a bordo del barco del Comodoro —testificaría posteriormente Franks—, cuando me dijo que el nombramiento de Kidd era firme y bueno y que no perturbaría ni estorbaría sus acciones porque se hubiera puesto las manos en los oídos». El capitán Clark, del mercante de las Indias Orientales, también observó que el nombramiento «que [Kidd] sacó enseguida era muy Auténtico bajo el Gran Sello de Inglaterra».
Pese al contratiempo inicial, el comodoro Warren invitó amablemente a Kidd a cenar con él; ahora Kidd y los demás sabrían más cosas de la escuadra con la que habían tropezado.
Los barcos que se hallaban en el mar estaban ansiosos de informaciones; no cabe duda de que a la tripulación del Adventure Galley solo le costó minutos, u horas a lo sumo, descubrir que la misión de aquella escuadra de la Armada Real estaba sumida en el caos y tenía una necesidad desesperada de hombres. También se enteraron de que el comodoro Warren era mezquino, tramposo, arrogante y tal vez algo más que un poco estúpido.
La escuadra de Warren había salido de Inglaterra siete meses antes, en mayo, con órdenes de reunirse con otras dos para dar escolta a más de cien buques mercantes. Aquella flotilla, que al principio ofrecía un magnífico espectáculo de velas, había formado una especie de convoy náutico a través del territorio hostil de los corsarios franceses.
Cuando el convoy de las Indias Occidentales se separó de él, el comodoro Warren condujo rumbo al sur los cincuenta barcos restantes, incluyendo tres naves de las Indias Orientales que transportaban treinta y seis cofres llenos de tesoros. Esperaba hallarse al oeste de las islas de Madeira, pero había calculado mal, y se desvió al este de las mismas. Entonces fue cuando empezaron los problemas. El comodoro Warren hacía reiteradamente señales para consultar con los otros capitanes, y reiteradamente elegía las coordenadas de longitud equivocadas, considerándose una y otra vez al oeste de su verdadera posición. Lejos de tratarse de un abstruso problema matemático, los cálculos de Warren podían significar la vida o la muerte por desnutrición o escorbuto a bordo de los barcos; en efecto, sus hombres empezaron a morir: a bordo de la fragata Advice, una nave de guerra de cuarta clase, el capitán Edward Acton registró con esmero los nombres de los marineros fallecidos: «Ha muerto Tho Grady. Ha muerto Jon Price. Ha muerto R. Hinks»; al lado de la fecha en que se producía cada defunción, dibujaba con tinta una pequeña calavera con las tibias cruzadas. A fines de junio, su cuaderno de bitácora ya estaba plagado de aquellos dibujos infantiles, un sencillo y llamativo símbolo de la muerte que los piratas pronto adoptarían de forma generalizada para su bandera.
El apurado convoy de Warren había cruzado el ecuador el 19 de julio. A bordo de uno de los barcos de las Indias Orientales, el Sceptre, el capitán Phinney redujo la ración diaria de agua de sus hombres a poco más de un litro, «lo cual no era más que una escasa cantidad para unos pobres hombres que comían bizcocho seco y carne de vaca salada y hervida en agua salada, y en un clima caluroso», según escribía en su diario el primer oficial, Edward Barlow.

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El rey Guillermo III (a quien puede verse retratado en la letra capital) otorgó esta «carta de marca» (es decir, patente de corso) a su «bien amado» capitán Kidd.

A los capitanes de las Indias Orientales les pareció tan lenta la escolta —con sus interminables banquetes y debates de oficiales— que los buques mercantes, a pesar de que transportaban tesoros, acabaron yéndose a escondidas, pues preferían afrontar los riesgos de alta mar (tuvieron que irse a escondidas porque el comodoro Warren ya había obligado a volver un barco de las Indias Orientales que intentaba alejarse).
A bordo del buque insignia del comodoro, los ánimos se iban volviendo cada vez más sombríos. Cada día morían dos o tres hombres a causa del escorbuto: «La enfermedad trae consigo un gran deseo de beber, y causa una hinchazón generalizada de todas las partes del cuerpo, especialmente las piernas y las encías —escribía un médico del siglo XVII—, y muchas veces los dientes caen de las quijadas sin dolor»; en fases más avanzadas, un hombre que se presionara la espinilla con el pulgar podía producir un hueco de más de un centímetro de profundidad, según observaba el mencionado doctor.
En la década de 1690, la mayoría de los médicos sabían poca cosa acerca de la prevención o la curación del escorbuto; muchos seguían atribuyéndolo a la pecaminosidad o a la falta de «aire terrestre».
A bordo del buque insignia del comodoro Warren, el Windsor, el cirujano «maldecía a los hombres por no morir»; en un pleito entablado posteriormente contra Warren, se declararía que los hombres perecían lenta y dolorosamente consumiendo raciones de hambre, mientras los oficiales comían bien, haciendo uso de sus propias reservas de comida particulares.
En los barcos de aquella época, en los cuales los hombres vivían tan pegados unos a otros, predominaba una cruel configuración arquitectónica: el aire llevaba hasta la tripulación el olor de la rica comida de los oficiales, y aquellos apetitosos aromas atormentaban a los hombres muertos de hambre.
Warren había subido a bordo del buque cuarenta vacas para su alimentación personal, y aquellos animales consumían enormes cantidades de agua. También había embarcado a escondidas a la esposa de su barbero para que le hiciera de lavandera: quería que sus casacas estuvieran inmaculadas; una lavandera necesita agua dulce, ya que si se hace la colada con agua salada la ropa queda rígida como una tabla. «Habría preferido ver a toda la flota reseca como yesca, por falta de agua, antes de que su lavandera sufriera alguna clase de privación», comentaba con sarcasmo Ned Ward.
En aquella época de mucha religión y poca caridad, Warren, un ordenancista estricto, se reveló como un fanático enemigo de la blasfemia (ya desde la época de Juana de Arco, que apodaba a los ingleses les goddams[11], el país y especialmente sus marinos habían adquirido notoriedad por blasfemar con entusiasmo). Warren ordenó al carpintero del barco que construyera varios cepos de hierro y madera, de un peso aproximado de veintidós kilos, para que quienes fueran sorprendidos blasfemando los llevaran al cuello: imagínese a un marinero muerto de sed realizando sus obligaciones con ese yugo en pleno trópico. A los oficiales a quienes se atrapaba blasfemando debían dárseles palmetazos en las manos. En su defensa posterior —y exitosa— contra aquellas quejas tan numerosas, Warren declararía: «Mis oficiales [informan de] que nunca antes oyeron tan pocas blasfemias en un buque de guerra».
En agosto, aquel barco siniestro había seguido navegando, acompañado tan solo por los otros tres barcos de la Armada Real. Las órdenes de Londres mandaban que fuera a la isla de Santa Elena, en el Atlántico sur, para proporcionar escolta a los buques de las Indias Orientales que volvían de las mismas. El cuaderno de bitácora del Advice cuenta la historia: «30 de Agosto: continuamos viento en popa en la Latd. Esperando ver la Isla… 31 de Agosto: Vendavales moderados. Por las noches nos ponemos a la capa por miedo a pasar de largo de la Isla. Han muerto Wm Lee y Ro Trylliard».
El extraviado Warren no fue capaz de encontrar Santa Elena. La tasa de mortalidad iba en aumento: en los cuatro barcos fallecieron más de trescientos hombres. El 18 de septiembre se tomó una nueva decisión: poner proa a Brasil. Ni siquiera Thomas Warren podía dejar de hallar un continente, y las naves de la Armada Real pasaron un mes y medio en Brasil, recuperándose y haciendo acopio de agua y carne de vacuno.
Así pues, aquel era el convoy al cual habían ido a parar el capitán Kidd y el Adventure Galley, atrapados unos y otros en la bruma de principios de diciembre en el Atlántico sur. Aquel encuentro fortuito iba a perjudicar las expectativas de Kidd tanto como si la Armada Real hubiera abierto fuego.
Con todos los barcos reunidos, Warren convocó una vez más una consulta, y decidió que el convoy pondría proa en primer lugar al cabo de Buena Esperanza, en el extremo sudoccidental de África, adonde resultaba que se dirigían tanto el Adventure Galley de Kidd como el East India Merchant de Clark.
Los hombres del capitán Kidd vieron a algunos miembros de la tripulación del Windsor luciendo sus cepos de veintidós kilos.
Los buques viajaron con rapidez, recorriendo 274 millas en los dos días que siguieron; aunque ello equivale solamente a una velocidad media de 5,7 nudos (es decir, otras tantas millas náuticas por hora), no estaba nada mal para un convoy que no podía ir más aprisa que su barco más lento.
De modo inevitable, surgió la cuestión de los tripulantes: «El Comodoro dijo a Kidd que había perdido una gran cantidad de hombres y le pidió que le cediera algunos», recordaría Benjamin Franks, el joyero que había perdido su fortuna en el terremoto de Port Royal, en Jamaica. El capitán John Clark, del East India Merchant, que desde el principio le tomó aversión a Kidd, recordaría la conversación de modo un tanto distinto: «Incapacitado por la pérdida de trescientos hombres, el capitán Warren le dijo a Kidd que tenía que llevarse a algunos de ellos»; según Clark, Kidd «consintió de buena gana» y prometió «treinta [hombres] o más».
El nombramiento de Kidd le daba derecho a un trato respetuoso por parte de la Armada Real, y, a su vez, le pidió al capitán Warren que le cediera una vela mayor, ya que había entregado la suya de repuesto al barco desarbolado que había encontrado a los pocos días de zarpar del puerto de Nueva York. Kidd se ofreció a escribir una carta de crédito a sus aristocráticos armadores, pero, según todas las versiones, el capitán Warren se negó a proporcionarle otra cosa que no fueran comidas copiosas y vino abundante.
En efecto, el último festín empezó la tarde del viernes 18 de diciembre. Llegaban un plato tras otro, y saltaban los tapones de más y más botellas de alcohol: gracias a la estancia en Brasil, la mesa del capitán Warren estaba de nuevo bien provista, y su licorera volvía a ser selecta. Kidd se puso demasiado alegre, «henchido de fanfarronería y vanagloria», según Clark, que también explica que, cuando el banquete estaba más avanzado, Kidd se jactó de que le quitaría una vela mayor al primer buque con el que se encontrara: «Aquellas y otras muchas palabras de su plática desenfrenada [nos] dieron grandes motivos para sospechar de la honestidad de sus propósitos». Con una actitud típica de los capitanes que trabajaban para la Compañía de las Indias Orientales, a Clark lo ofendía que cualquier otro barco inglés se atreviera a aventurarse hacia las Indias; aquellos buques recibían el nombre de «intérlopes». A pesar de que, en 1694, el Parlamento había acabado temporalmente con el monopolio de la compañía, aquellos agresivos hombres de negocios se limitaron a ignorar la decisión, y siguieron hostigando a cualquier intérlope que se cruzara en su camino, negando por sistema leña, agua o comida a sus compatriotas y a veces apoderándose de cargamentos sobre la base de acusaciones falsas.
El banquete a bordo del Windsor llegó a su fin; Kidd debía haber resultado un beodo divertido, porque lo volvieron a invitar a otro festín, que tenía que celebrarse la tarde siguiente. Surcando las aguas tranquilas, los hombres de Kidd remaron en la lancha de vuelta al Adventure Galley, Kidd se tambaleaba en cubierta «muy ebrio por la bebida», según Franks. Se había impuesto la calma, sin un solo soplo de aire en la noche oscura, y Kidd farfulló a los hombres la orden de ponerse a los remos y llevar lejos la galera; fue una decisión crítica, teniendo en cuenta la combinación de potencia de fuego y arrogancia que lo rodeaba. Kidd resolvió audazmente que su misión de perseguir piratas era tan importante como el servicio de escolta de Warren; estaba molesto de que el barco de las Indias Orientales no aportara ningún hombre.
El cuaderno de bitácora del Advice deja constancia de lo sucedido: «19 Dic. La pasada noche el Capt. Kidd del Adventure Galley ha navegado apartándose de nosotros de modo que por la Mañana lo hemos Perdido de Vista, con buen tiempo y Viento Fresco y Suave y Calma».
Kidd se había largado sin entregar los veinte o treinta hombres que quería el comodoro. La tripulación del Adventure Galley, que había sido testigo de la sordidez reinante a bordo del convoy de la Armada Real, estaba entusiasmada: Kidd había recuperado parte de su lealtad. Jonathan Treadway, un bostoniano de veintitrés años, confirma que hubo «Gran Satisfacción por parte de nuestra gente… que temía que los Barcos de Guerra se llevaran a algunos de ellos».
Por su parte, al comodoro Warren no le divirtió en absoluto despertarse aturdido y divisar la vela de Kidd convertida en un punto en el horizonte; una vez más, ordenó a las fragatas Advice y Tiger que fueran a por Kidd y lo trajeran de vuelta. Sin embargo, Kidd contaba con una sólida ventaja y, cuando desapareció un momento de la vista de los otros, cambió astutamente de rumbo y optó por pasar de largo El Cabo y poner directamente proa a Madagascar.
Diez días después, el día de Año Nuevo, la escuadra inglesa de cuatro naves de guerra llegó al cabo de Buena Esperanza, adonde pronto arribaron también tres buques de la Compañía de las Indias Orientales (el East India Merchant, el Sidney y el Madras), así como un intérlope, el Scarborough.
Con diez días para cavilar acerca de la ofensa cometida contra su mando y su hospitalidad, el comodoro Warren decidió que el capitán Kidd era un pirata que se ocultaba detrás del nombramiento del rey, un lobo disfrazado de oveja. La valoración de Warren, carente de toda prueba, perjudicaría gravemente a Kidd.
Los holandeses, una potencia en alza en el comercio con las Indias Orientales, controlaban a la sazón el cabo de Buena Esperanza, cuyo excelente puerto protegido servía en la costa sudafricana de punto de descanso y avituallamiento para los buques ingleses y holandeses que se dirigían a las Indias o regresaban de ellas; en un momento anterior del siglo, los ingleses habían tratado sin éxito de establecer una colonia en aquel lugar por el procedimiento de embarcar a diez hombres condenados a prisión en Newgate; después de un año comiendo pingüino, los expresidiarios suplicaron que los dejaran volver a la cárcel. También los portugueses habían fracasado en el intento de fundar allí una colonia, a pesar de que, en 1486, su explorador Bartolomeo Díaz había sido el primer europeo en tocar tierra en el cabo, al cual había bautizado con la calificación de Tormentoso, aunque el rey de Portugal, en un esfuerzo por envolver mejor el producto, cambió el nombre de su propiedad por el de cabo Boa Esperanza.
Los funcionarios holandeses del puerto, como aliados que eran, preguntaban por rutina a los capitanes ingleses acerca de su travesía y de cualquier noticia bélica que hubieran recogido. «Los capitanes informaron de que después de dejar Brasil, se habían encontrado con un barco pirata, que llevaba 32 cañones y 200 hombres, cuyo capitán, Kit [Kidd], les contó que por nombramiento del Rey de Inglaterra se lo había equipado expresamente para buscar y destruir seis buques piratas Ingleses en el Mar Rojo; pero cuando los propios Ingleses creyeron que también él era un pirata y cuando en la conversación hubo dejado caer que le daba lo mismo a quién capturara, y después de haber navegado con la flota 48 horas, lo espió absolutamente todo y se fue a escondidas y sigilosamente durante la noche».
Los capitanes también acusaron a Kidd de utilizar pequeños barcos como el Loyal Russell, que en aquel momento se hallaba en el puerto, para pasar de contrabando botines y suministros destinados a las Indias Occidentales o procedentes de ellas.
En una época en que las noticias viajaban con lentitud, las acusaciones infundadas de Warren habían llegado con enorme rapidez a la Compañía de las Indias Orientales, a un intérlope y a los holandeses; cada barco repetiría la acusación a cualquier otro que encontrara, y, con el paso del tiempo, la cadena de rumores distorsionaría la figura de Kidd hasta convertirlo en el cerebro criminal que se valía de una red de pequeñas embarcaciones para transportar sus botines y suministros al Caribe o desde aquel mar a otros lugares.
Después de oír aquellas noticias, el capitán del intérlope Scarborough informó a los funcionarios holandeses de que, por miedo a Kidd, esperaría otro barco que lo acompañara rumbo al este, hacia Bengala. El «sobrecargo» (es decir, el representante comercial que iba a bordo en nombre de los armadores que permanecían en Inglaterra) del Scarborough era Allen Catchpoole, un veterano de las Indias a quien la Compañía de las Indias Orientales había despedido por malversación.
Catchpoole escribió una carta a Londres: «Desde aquí navegamos en compañía de un pingue Holandés que se dirige a Batavia… por muchas fuentes se nos ha informado que justo frente a las costas de este Cabo acecha un tal Capt. Kidd, un antiguo y destacado corsario de las Indias occidentales; dice que va a cualquier parte en busca de beneficios; tiene 150 hombres muy fornidos & una hermosa fragata de 36 cañones; necesita licores & velas & como estamos poco dispuestos a desprendernos de nada de lo nuestro, nos hemos detenido por su causa. Pasó tanto tiempo a bordo de los buques de guerra & mostró un nombramiento tan Auténtico, que no se atrevieron a meterse con él & ahora [que] somos 2 barcos, no se nos acercará».
Catchpoole envió la carta el 15 de enero, dirigiéndola al promotor de su travesía, Thomas Bowrey, con la indicación de que se la dejaran en el Café Garrontays de Exchange Alley, en Londres. La entregó al capitán del brulote Vulture, de la Armada Real, cuyo cuaderno de bitácora explica que el convoy de la marina de guerra, en su travesía de regreso hacia el norte —y después de hacer por fin escala en Santa Elena—, arribó en junio a Cádiz, donde el capitán Simons entregó la carta de Catchpoole, la cual llegó a Inglaterra en el curso de la semana siguiente. Por lo tanto, en julio de 1697, el capitán Kidd, después de haber fanfarroneado cuando estaba borracho y de haber protegido a sus hombres de un servicio no deseado en la Armada Real, ya era calificado de pirata en Londres.
Desde entonces hasta el fin de su vida, su reputación lo precedería siempre dondequiera que fuera, incluyendo, en años posteriores, Londres, Nueva York y el Caribe; ahora que se aventuraba hacia las Indias Orientales, el cazador de piratas iba a llegar a su destino inspirando el terror propio de un pirata.

Capítulo 3
El pirata Robert Culliford

[Los piratas] constituían una raza única, nacida del mar y de un sueño brutal, un pueblo libre, despreocupado del resto de sociedades humanas y del futuro, sin hijos y sin ancianos, sin hogar y sin cementerios, sin esperanza pero no sin audacia, unas gentes para quienes la atrocidad era una opción profesional y la muerte una certeza para pasado mañana.
HUBERT DESCHAMPS, Les pirates à Madagascar

El primer requisito para dedicarse a la piratería era conseguir un buque para tal propósito. El procedimiento de los piratas no consistía en llegarse al astillero más cercano y encargar una elegante fragata con troneras ocultas y fundas de seda para los sofás del capitán. En ocasiones, una banda de hombres audaces remaba en una triste piragua hasta acostarse a un barco mucho mayor, trepaba por las cadenas, lo abordaba y ofrecía a quienquiera que se encontrara a bordo la opción de sumarse a ellos o flotar a la deriva en una lancha con escasas provisiones; en otros casos, se largaban de puerto en un barco poco vigilado, o bien se amotinaban.
En primavera de 1696, el pirata Robert Culliford se encontraba temporalmente sin barco pirata, debido a la condena que estaba cumpliendo en una cárcel mogola.
Culliford, de veintinueve años y originario de la costa de contrabandistas de Cornualles, en Inglaterra, llegaría un día a estar al mando del buque pirata mayor y más opulento del océano Índico, pero en aquel entonces se hallaba encerrado en un mísero aposento de Junegadh, en el nordeste de la India; ser prisionero cristiano en una cárcel musulmana era una experiencia singularmente desagradable.
Robert Culliford y sus piratas habían desembarcado cuatro años antes en el puerto de Mangriol, en la costa india, para dedicarse a los jolgorios habituales de su ocupación: intimidar a los lugareños, abusar de las lugareñas y robar. Una mujer los embaucó para que participaran en un concurso de tiro al blanco, con el fin de que gastaran todas las municiones. Los hombres bebieron grandes cantidades de alcohol y dispararon tiros y más tiros hasta que al final las armas quedaron, inútiles y descargadas, en un montón desordenado. Aquella noche, un muchacho de Mangriol, con un cuchillo entre los dientes, nadó hasta el buque pirata y cortó los cables del ancla, y la nave encalló en la orilla con una sacudida que arrancó a los centinelas piratas del sopor de la embriaguez. Cuando el barco varó y se ladeó, los habitantes del lugar se lanzaron al ataque; los piratas saltaron al agua para tratar de liberar la nave a empujones, y también echaron al mar las lanchas con el fin de atoarla, mientras intentaban luchar en la oscuridad… con la brisa y la marea conjuradas contra ellos.
En la refriega, las gentes de Mangriol capturaron a dieciocho piratas, entre ellos Robert Culliford, Jon Swann, William Mason y James Gilliam; les dieron una paliza a todos, los encadenaron y los llevaron a Junegadh, cincuenta kilómetros tierra adentro, donde los dejaron para que se pudrieran en la cárcel. Las moscas se atiborraban de los excrementos humanos que se acumulaban en los rincones y se descomponían por efecto del calor implacable. Los hombres se apiñaban en condiciones penosas; fueron pasando un mes tras otro hasta que perdieron la noción del tiempo. Aquellos seres desesperados buscaban cualquier clase de distracción y consuelo, y fue allí donde Robert Culliford y Jon Swann se convirtieron en grandes amigos. Mucho tiempo después, un testigo explicaría que Culliford poseía un harén de mujeres malgaches (lo cual confirma su heterosexualidad), pero también que Culliford compartía casa y harén con su «gran consorte», Jon Swann. La palabra «consorte» se usaba en ocasiones para designar a dos barcos piratas que navegaban juntos, y podía no significar más que la asociación de unos bucaneros que prometían cuidarse mutuamente si enfermaban y legar al otro el botín en caso de fallecimiento; en su obra Bucaneros de América, Alexander Exquemelin describió aquella práctica como una «elevada y solemne costumbre». Ahora bien, en el caso de Culliford y Swann, también podría significar que aquellos dos hombres hastiados consolidaron físicamente su amistad en medio del calor sofocante que reinaba en el interior de los muros de la cárcel de Junegadh. Seguirían siéndose leales durante años.
Después de medio año, en una tentativa desesperada por recuperar la libertad, el veterano maleante que era James Gilliam logró enviar a escondidas una nota dirigida al cuartel general de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales en Bombay:
Yo, de quien se desconoce que estoy aquí en una miserable cárcel de Junegarr, me atrevo a escribir a vuestra Señoría que: Soy Inglés y el Gobno. de aquí en Mangalore me ha apresado de la manera más traicionera… Os daré cumplida cuenta tanto de mi venida al país como de mi apresamiento por ellos, para lo cual este pedacito de papel que recibís es demasiado pequeño pues ello requeriría mucho más.
La diminuta misiva llegó a su destino el 4 de septiembre de 1692. Si bien es posible que el gobernador no soltara la carcajada, desde luego no hizo esfuerzo alguno por liberar a aquellos piratas ingleses. A la sazón, los esfuerzos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales por desarrollar unas relaciones comerciales amistosas con el imperio mogol tropezaban con grandes dificultades a causa de los piratas ingleses que capturaban barcos mogoles. Como quiera que muchos musulmanes agrupaban a todos los «hombres con sombrero» (o europeos) en el mismo saco y sin preocuparse de diferenciarlos por nacionalidad o religión, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales se vio culpada, con gran horror por su parte, de los crímenes de los piratas.
Los años de prisión transcurrían lentamente, y varios intentos de fuga acabaron en fracaso. Durante aquel período de encierro obligatorio, James Gilliam fue circuncidado a la fuerza y adquirió la cicatriz oval que tiempo más tarde lo llevaría a la horca. Sin embargo, también es posible que fuera la circuncisión —el hecho de que Gilliam «se hiciera Turco»— lo que facilitó que se acabara otorgando a los prisioneros la confianza de trabajar de vez en cuando a bordo de barcos mogoles. Por último, a fines de la primavera de 1696, los hombres se impusieron a sus centinelas y huyeron, acabando con cuatro años de frustración y prestos a reanudar su carrera de piratas tan pronto como les fuera posible.
Resulta fácil entender por qué estaban dispuestos a correr de nuevo el riesgo de dedicarse a la piratería: la alternativa del trabajo honesto resultaba poco prometedora, ya que enrolarse en un buque mercante significaba con frecuencia salarios bajos, raciones escasas (para ahorrar el dinero de los mercaderes) y un trabajo extremadamente duro bajo las órdenes abusivas de un capitán que podía imponer casi cualquier castigo a excepción de la muerte. Un ingenioso capitán que había atrapado a un hombre robando obligó al marinero a introducir el dedo en un agujero practicado en un pesado tarugo de madera en el cual clavó a continuación unas cuñas astilladas, y luego hizo que su subordinado paseara el madero ensangrentado durante dos horas.
A lo largo de los siglos se han emborronado tantas páginas con informaciones erróneas acerca de los piratas y se han hecho tantas películas sobre ellos —desde Errol Flynn encarnando al capitán Blood hasta los distintos capitanes Garfio de Peter Pan—, que quizá sea de utilidad eliminar algunas falsas concepciones habituales por medio de un rápido repaso.
Los piratas navegaban muy pocas veces bajo la bandera negra de la calavera y las tibias cruzadas, y desde luego no lo hacían en el siglo XVII. En general, optaban por una estratagema guerrera, y usaban la bandera de algún país que tuviera posibilidades de hacer bajar la guardia a la presa codiciada para acostarse discretamente a ella; si aquello no funcionaba, los piratas de la época izaban simplemente la «Bandera Roja de Sangre» o Jolie Rouge, que era su forma de comunicar lacónicamente al buque mercante que cualquier tentativa de luchar por liberarse tendría como resultado la muerte de todas y cada una de las personas que iban a bordo.
Rara vez los piratas enterraban sus tesoros, sino que se los bebían o los gastaban en prostitutas; por lo tanto, si no los ocultaban bajo tierra, tampoco el tópico del mapa del tesoro tiene realidad alguna: a pesar de Edgar Allan Poe y su Escarabajo de oro, no se ha conservado ni uno solo de esos mapas que sea auténtico. Por lo que se refiere a «andar por la plancha», en contadas ocasiones las víctimas de los piratas tuvieron un fin tan ceremonioso.
Los capitanes de los buques piratas no eran autócratas, sino que ostentaban el mando con el permiso de la tripulación expresado mediante votación, y en cualquier caso lo hacían solamente durante la persecución y el combate: las demás decisiones importantes, como las referentes al rumbo que seguir en busca de presas o a los castigos que había que imponer, se sometían a votación. Hacia 1700, los barcos piratas figuraban entre las instituciones más democráticas de un mundo que por lo general todavía rendía honores al «derecho divino» de los reyes.
Toda la comida y el alcohol debían repartirse equitativamente, lo cual constituía un concepto que dejaba pasmados a unos marineros habituados desde siempre a ver a los oficiales masticando y engullendo durante horas y más horas. También los tesoros se dividían con criterios casi totalmente igualitarios, aunque tal vez el capitán y su timonel recibieran el doble que los demás. Quizá protesten los historiadores, pero algunos de los conceptos de «libertad, igualdad y fraternidad» que florecieron casi un siglo después en las revoluciones norteamericana y francesa ya se practicaban en aquel entonces a bordo de los buques piratas; además, muchas de sus acciones estaban estimuladas por una saludable falta de respeto por la autoridad.
Por lo que se refiere a esa falta de respeto, algunos de los mitos referentes a los piratas resultan ser exactos: aquellos hombres blasfemaban en abundancia y a menudo vestían con ropa extravagante y escandalosa. Para poner un ejemplo de lo que sucedía en tierra, en 1691, en Boston, se oyó al zapatero William Smith decirle a su mujer: «¡Dios te maldiga!», «¡Que el Diablo haga que te pudras!» y «¡Así se te lleve la viruela!»; por esa razón lo condenaron a dos horas en el cepo. Cuando William Snelgrave fue capturado por unos piratas frente a la costa africana, quedó asombrado de los «execrables juramentos y blasfemias [que] me impresionaron en tal medida que pensé que no podía haber nada peor ni en el mismo Infierno». Un capitán pirata que estaba borracho juró: «Si lanzamos los arpeos a las nubes y atacamos el mismo Cielo, dirigiré el primer disparo contra Dios».
En cuanto a la ropa, en muchos países todavía regían leyes suntuarias que regulaban la que podían llevar los pobres y prohibían que quienes carecían de propiedades lucieran artículos de lujo como cuellos de piel, pelucas o sedas; allí donde las leyes no imponían a los desposeídos una vestimenta gris y monótona, la costumbre desalentaba de usar ropa ostentosa a todo el que no fuera rico. Los piratas, por el contrario, mandaban al cuerno todas aquellas historias y se ataviaban con cualquier combinación enloquecida de telas vistosas y robadas que complaciera a su imaginación. Los prisioneros observaban a los piratas que desembarcaban balanceándose sobre unos zapatos de hebilla de plata que no les ajustaban bien o embutidos en ceñidas casacas de botones de oro. En general, los marineros, que con frecuencia tenían que remendar velas, eran duchos en la labor de aguja; así, mientras que los hombres de los mercantes podían convertir un pedazo sobrante de vela en unos pantalones embreados, los piratas utilizaban la seda a rayas más rica de las Indias Orientales para confeccionar su guardarropa. Uno de los complementos predilectos era un fajín de vivos colores que se hacía pasar sobre un hombro y tenía lazadas para llevar dos o tres pistolas (en el mar, la pólvora resultaba tan poco fiable que se hacían imprescindibles las armas de reserva; además, volver a cargar el arma podía representar medio minuto de extrema vulnerabilidad).
Por supuesto, resulta difícil hacer generalizaciones sobre los cientos de bajeles piratas que hicieron presa en naves mercantes desde los tiempos de decadencia del corso en el Caribe, en la década de 1680, hasta los ahorcamientos masivos de la de 1720, pero, si se examinan con detenimiento los testimonios judiciales y los relatos de primera mano de los prisioneros, se ponen de relieve ciertos hechos de la vida a bordo de aquellos buques.
Los piratas eran en su mayoría hombres jóvenes y malhablados que navegaban en barcos robados buscando sin cesar alcohol, dinero y mujeres; las más de las veces, el terror que infundían hacía que los mercantes se rindieran sin necesidad de lucha. Dado que pocos de ellos lograban volver a casa con el botín que habían robado, los piratas eran conscientes de que escogían un estilo de vida —«una vida alegre y breve», se jactaba Bartholomew Roberts— que poco tenía que ver con el proyecto de ir acumulando paso a paso unos ahorrillos. Había pocos piratas casados, y algunas tripulaciones incluso rechazaban a los hombres que lo estaban. «Sus vidas eran una alternancia continua entre ociosidad y esfuerzo extremo, libertinaje tumultuoso y enorme privación, monotonía prolongada y días de gran excitación y aventura —escribía John Biddulph en Pirates of Malabar, y añadía—: En un momento dado, se deleitaban con cantidades ilimitadas de ron y se jugaban puñados de oro y diamantes; en otro, estaban medio muertos de hambre y sin más bebida que una pinta de agua diaria bajo un sol tropical».
Borrachos, blasfemos, hambrientos y lujuriosos; también violentos: los piratas —aquellos jóvenes malhablados que, vestidos con ropa estrafalaria, blandían espadas y pistolas— esperaban rendiciones inmediatas y los ofendía gravemente que se los obligara a combatir.
Cuando los piratas vencían, torturaban a las víctimas para que revelaran dónde podía ocultarse hasta el menor resto de riqueza (algunos comerciantes se tragaban las joyas, y los piratas del mar de China obligaban a los cautivos a tomar purgantes). Lo más corriente era un tormento sencillo, consistente en suspender con cabos al prisionero y darle una paliza, pero algunos capitanes piratas se deleitaban con torturas insólitas; el «aguijamiento», por poner un ejemplo, combinaba claramente sadismo y diversión: el violinista empezaba a tocar una tonada y los piratas pinchaban a la víctima con horcas y dagas para mantenerlo bailando sin cesar hasta que confesara o sufriera un colapso.
Además, era frecuente que los piratas violaran a las prisioneras. Los escribanos del Almirantazgo que tomaban declaración a los malhechores detenidos escribían frases en que se afirmaban cosas como que las mujeres eran «bárbaramente usadas» o «ultrajadas», pero la verdad simple y llana era la violación. Cuando lo llevaban a la horca en el castillo de Cape Coast, frente al litoral del África occidental, un miembro de la tripulación de Bartholomew Roberts, llamado David «Lord» Symson, reconoció en la multitud el rostro de una mujer, una tal Elizabeth Trengrove, pasajera de un barco que habían capturado: «Me he acostado tres veces con esa zorra —fanfarroneó el impenitente pirata—, y ahora ha venido a verme colgado».
En mayo de 1696, Robert Culliford, James Gilliam y el resto de fugitivos llegaron a Bombay y se diseminaron por la ciudad. Después de cuatro largos años de miseria, hambre y humillaciones, los hombres iban vestidos con harapos, lo cual les permitió confundirse con la población de aquella congestionada isla-ciudad que el rey de Portugal había cedido como dote a Inglaterra. En aquel entonces, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales tenía establecido allí su cuartel general más importante, una base de operaciones destinada a la supervisión general de las distintas factorías (o puestos avanzados) que la compañía poseía a lo largo y ancho de las Indias Orientales. Bombay era un centro natural de búsqueda de empleo para los ingleses; no era preciso que los marineros analfabetos presentaran un currículum: bastaban unas manos encallecidas y la jerga propia de su ocupación.
El afable Culliford fue el primero que encontró trabajo: logró enrolarse como asistente de artillero a bordo del queche Josiah, un buque construido en la misma ciudad y que se dedicaba al «tráfico regional» al servicio de los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales; la expresión «tráfico regional» designaba al comercio local, que no se dirigía hacia Europa; los tacaños responsables londinenses de la compañía trataron repetidamente de prohibir a sus agentes en la India que sacaran tajada de aquel negocio suplementario. Culliford trató de conseguir el enrolamiento de Jon Swann, pero no lo logró.
Antes de zarpar, Robert Culliford plantó la semilla de un plan inverosímil —quizá una simple ilusión— con sus doce compinches de cárcel: intentarían robar algún barco y reunirse en Achin —puerto que, situado en el extremo septentrional de Sumatra, daba acceso a las islas de las Especias—, desde donde navegarían hacia China. Al proponer persuasivamente la audaz empresa a aquellos hombres desposeídos, Culliford ya empezaba a avanzar palmo a palmo hacia un puesto de mando.
El Josiah, con una tripulación de veinte hombres, zarpó de Bombay y puso rumbo al sur y luego al este, doblando el extremo meridional de la India, para tomar carga en Madrás, un próspero puerto sometido a los embates del oleaje de la costa de Coromandel. El gran mogol había concedido autorización a varias compañías comerciales europeas para que establecieran sus puestos avanzados en determinados puntos de la India. En Madrás, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales se había hecho con un pueblo costero abandonado y, en el transcurso de dos décadas, lo transformó en un lucrativo centro de teñido de tejidos, al que rebautizó como Fort Saint George.
El Josiah, con Culliford a bordo, atracó en aquel puerto con el objetivo de cargar tejidos procedentes de los almacenes de los ricos comerciantes del lugar. Entre los mercaderes que pujaban por hacer tratos con el Josiah había un hombre acaudalado que se llamaba Elihu Yale y que, en cierta medida, había caído en desgracia. Yale, un hombre sagaz y de éxito nacido en Connecticut, había tutelado, en su calidad de gobernador de Madrás, el incremento explosivo de la actividad comercial de la ciudad, pero su fortuna personal había aumentado con demasiada rapidez para el gusto de los peces gordos londinenses de la compañía, quienes decidieron que Yale estaba obteniendo beneficios excesivos y poco honestos a costa de la institución; lo hicieron renunciar al puesto y, en 1696, ya se había convertido en algo parecido a una molestia para la compañía. (Años más tarde, Yale dio lustre a su apellido cuando accedió a dotar un centro universitario diminuto y carente de recursos para que tratara de rivalizar con Harvard, por el procedimiento de enviar un cargamento de mercancías procedentes de las Indias Orientales.)

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El calor implacable de aquel mes de junio abrasaba el puerto; ni siquiera las brisas marinas, habitualmente constantes, proporcionaban mucho alivio. El capitán del queche Josiah, un personaje cuyo nombre no aparece en los documentos, cayó enfermo y fue a tierra para recuperarse; su indisposición retrasó la partida del barco y comportó que Culliford se quedara unos días en la ciudad.
Poco se sabe de los primeros tiempos de Culliford; nació en 1666 en East Looe, una localidad de Cornualles, región cuya mala fama se debía al contrabando y los naufragios provocados: las gentes del lugar solían colocar tierra adentro una luz que simulaba un faro y confundía a los buques para que se estrellaran contra las rocas, y luego salían al mar en embarcaciones de remos y se apoderaban de lo que pudieran aprovechar del cargamento que flotaba en las aguas. Culliford estaba hecho para el mar; sabemos que era atlético (por las penalidades a las que sobrevivió), astuto (por los hombres a quienes embaucó), un tanto amoral (por las decisiones que tomó) y valeroso (por las batallas a las que no quiso renunciar). También era sorprendentemente culto para tratarse de un marinero: sabía leer y escribir, y firmaba con mano segura y vigorosa. Era un hombre juerguista y apasionado, y también se sabe —por las dimensiones de las tripulaciones que reunió posteriormente— que tenía la capacidad de ser un líder carismático. No obstante, aquel junio de 1696, recién salido de una cárcel mogola, Culliford era un simple ayudante de artillero en aquel barquito anclado en Madrás.
Culliford desembarcó para tomar un trago en la «Ciudad Blanca», un reducido recinto urbano amurallado de unos trescientos cincuenta metros por algo menos de ciento cincuenta que poseía dos iglesias y un hospital; la zona estaba dominada por el fuerte de Saint George, situado en el centro, y daba cabida a unos quinientos europeos. La cercana «Ciudad Negra», con dos lados amurallados, albergaba a los varios miles de hindúes, musulmanes y católicos conversos que vivían allí para participar en las operaciones de tejido y teñido de la ciudad. Los marineros se dedicaban a beber; Robert Culliford y James Croft, armero de la fragata Fleet, que también se hallaba en puerto, trasegaron aguardiente y cerveza fresca. Culliford le dijo a su compinche de borrachera, Croft, que lo llevaría a visitar el Josiah, y los dos hombres salieron en un bote de remos.
La noche del 11 de junio de 1696, calculando el momento adecuado de la marea, Culliford cortó el cable del ancla del queche Josiah, con lo cual hizo que la corriente empujara el bajel hacia el mar. A bordo de la embarcación, Culliford ordenó con susurros a los hombres que largaran las velas, y el queche se encaminó hacia mar abierto entre las siluetas de los buques anclados, llevando a bordo veintidós hombres: cuatro ingleses, tres europeos de nacionalidad indeterminada y dieciocho lascars a quienes se obligaría a realizar la totalidad de los trabajos más penosos ( lascar era un término impreciso que se aplicaba a los marineros indios).
A la mañana siguiente, la junta de Madrás despachó a toda prisa, por medio de los barcos más rápidos de los que pudo disponer, cartas «urgentes» destinadas al resto de factorías inglesas para informarlas de que se había robado un buque que transportaba pedidos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y enarbolaba la bandera del rey.
Una vez Culliford hubo sacado el Josiah de la rada de Madrás, los piratas se hallaron en una situación mucho más segura. Después de conseguir el barco, el siguiente gran reto para unos hombres que querían dedicarse a la piratería consistía en encontrar un lugar donde obtener suficiente comida y agua para proseguir su búsqueda de riquezas, alcohol y compañía sexual; necesitaban un puerto fuera de la ley, lejos del alcance de la Compañía de las Indias Orientales.
Culliford fijó el rumbo unas cuartas al sur del este para realizar la travesía de ochocientas millas hasta las islas de Nicobar, cerca de Sumatra. En aquella época del año, los vientos monzónicos constantes contribuirían a una navegación cómoda; confiando en las potentes brisas que soplaban a su favor, ahora los piratas tenían poco miedo de encontrar un barco que viniera hacia ellos: les bastaba con asegurarse de no alcanzar a nadie y de que no los atraparan por detrás.
La navegación era rápida y bastante agradable, aunque esto último dependía de la algazara que hubiera a bordo. Durante el día, el capitán Culliford ordenaba que se largaran todas las escotas, comprobaba la latitud a mediodía y luego esperaba hasta que llegara el momento de toparse con las Nicobar; en menos de una semana, y con un promedio de cien millas diarias, el barco arribó a las islas.
Las Nicobar forman un grupo alargado de islas que incluye tanto insignificantes puntos rocosos y deshabitados como un puñado de oasis fértiles de mayores dimensiones. En ellas abundan los loros y los monos, pero no hay caballos ni vacas; ningún país europeo ni asiático consideraba que mereciera la pena conquistar aquel lugar extraño y primitivo. Los piratas anclaron su barco a cierta distancia de la costa y fueron a tierra en esquife. Los recibieron unos hombres con cola.
Los informes de viajeros anteriores, como Marco Polo y sir John Mandeville, habían hecho constar que en algunas de las islas de las Indias Orientales vivían hombres provistos de cola; la mayoría de aquellos relatos se habían desechado como productos del misticismo medieval o de informaciones engañosas. Sin embargo, cuando el aventurero isabelino James Lancaster —cuyos viajes marítimos contribuyeron a la fundación de la Compañía de las Indias Orientales— hizo escala en las Nicobar en 1602, dejó constancia en su cuaderno de bitácora de que el sacerdote de la isla «tenía sobre la cabeza un par de cuernos retorcidos hacia atrás» y los demás nativos mostraban «las caras pintadas de verde, negro y amarillo… y en la parte posterior, sobre las nalgas, una cola que colgaba, de manera muy parecida al modo en que en nuestro país pintamos al diablo en algunas telas pintadas».
Pintada o carnosa, aquella cola suscitó toda una serie de pensamientos obscenos. El revolucionario francés Mirabeau lo resumiría posteriormente: «Los [viajeros] traían noticias de aquellos hombres provistos de cola, quienes por una extensión del coxis ostentan auténticas colas de siete, ocho y diez pulgadas, que son sensibles y en cuanto a la movilidad capaces de realizar todos los movimientos que muestra la trompa de un elefante». Mirabeau se preguntaba qué dispondrían los teólogos católicos acerca de «un isleño de costumbres relajadas» que mantuviera relaciones sexuales con una mujer delante y otra detrás: ¿contarían como fornicación los actos de la cola, o ello exigía que hubiera eyaculación?
Los piratas desembarcaron en busca de comida; además de cerdo y distintas aves, los isleños elaboraban una especialidad consistente en batata cocinada en fresco, salada y secada, que un capitán de marina escocés calificó de «lo mejor que jamás he probado». Un informe transmitido por un agente de la Compañía de las Indias Orientales afirmaba que los piratas fueron a tierra «a asesinar y saquear»; desde luego, es posible que fuera así, pero, dado que solo desembarcaron seis europeos armados y catorce desdichados lascars obligados a trabajar para ellos, parece mucho más probable que se dedicaran al intercambio, máxime si se tiene en cuenta que muchos de aquellos piratas regresarían regularmente a las Nicobar.
Culliford dejó a bordo dos hombres para que vigilaran el barco: James Croft, el armero de la fragata Fleet, y un lascar (el armero es el hombre que, a bordo de un barco de guerra, se encarga del mantenimiento de las armas pequeñas, como las pistolas). Es posible que, para Culliford, aquella estancia en tierra fuera la primera fiesta auténtica después de casi cuatro años de cautiverio; se asó un cerdo entero en una hoguera encendida por los nativos y Culliford, ahíto de vino, tuvo ocasión de satisfacer su apetito de compañía femenina. Mientras aquel puñado de piratas se divertía en tierra rodeado de oscuridad, James Croft, mucho más sobrio que numerosos jueces del siglo XVII, cortó el cable del barco y lo guio hacia mar abierto; posteriormente, declararía a los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales que nunca había tenido intención de hacerse pirata y que Robert Culliford lo había emborrachado y luego lo había «entrampado» para que subiera a bordo del Josiah.
Croft, que carecía de tripulación y de toda pericia como navegante, puso la embarcación proa a donde él imaginaba que estaba Achin, un activo puerto situado a doscientas millas de distancia, en el extremo de Sumatra.
Así pues, Culliford, que había sido el efímero capitán de un barco robado, se encontró ahora abandonado en una isla llena de hombres de rostro verde que meneaban la cola y podían rodear con facilidad a su pequeño grupo. No cabe duda de que los piratas, muchos de los cuales eran veteranos de las Indias, habían oído los rumores acerca de festines caníbales: se decía que los habitantes de las cercanas islas de Andamán eran antropófagos y que los pobladores de Nicobar tenían que proporcionar cada año cinco nuevas víctimas humanas a sus crueles vecinos del norte en concepto de tributo; como no tenían pucheros gigantes, los isleños de Andamán se inclinaban por ahumar la carne humana asándola lentamente en un fuego de hojas secas, o por lo menos eso era lo que se contaba. Robert Culliford y los otro cinco europeos echaron una mirada a su escasa reserva de municiones; los cañones y barriles de pólvora de los piratas ya estaban lejos, al igual que el barco en que habían huido: en la ensenada no quedaba otra cosa que canoas hechas de troncos vaciados.

* * * *

Exactamente la misma noche que Culliford perdió el Josiah, el 18 de junio de 1696, por lo menos nueve de sus antiguos compañeros de cárcel, entre ellos Jon Swann y James Gilliam, navegaban justo al sur de las Nicobar a bordo de uno de los mejores barcos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, el Mocha Frigate. Aquel inmenso buque de trescientas cincuenta toneladas y treinta y seis cañones se dirigía a China y en aquel momento estaba cruzando el gran canal que separa las Nicobar de Achin, en el extremo septentrional de Sumatra. Por miedo a embarrancar, el capitán Leonard Edgecombe dio la orden de que la nave se atravesara a la vela mayor, es decir, que se pusiera proa al viento y con solo una vela, la más grande del barco, tendida.
El Mocha Frigate era un buque profundamente malhadado: la moral era baja, y el capitán azotaba cotidianamente a los hombres por faltas menores. Edgecombe era testarudo, sádico y singularmente desequilibrado, aun si se lo juzga con los laxos criterios que en el siglo XVII se aplicaban a la conducta de los capitanes. Conocemos algunos detalles de las acciones de Edgecombe gracias a una extraña disputa que sostuvo en la travesía de Londres a Bombay.
El capitán Edgecombe se había convencido de que su cirujano, John Leckie, intentaba envenenarlo, y les prohibió a él y a sus criados que entraran en el lugar de trabajo del cocinero, a quien ordenó que estuviera alerta para que «no arrojaran alguno de los polvos [del cirujano] en mis provisiones».
John Leckie —un experimentado cirujano que se había formado durante más de una década en la Armada Real antes de incorporarse a la Compañía de las Indias Orientales— lo consideró un ultraje, y por eso posteriormente, y con grave riesgo para su carrera, denunció al capitán.
Leckie aseguró que Edgecombe, después de acusarlo de robar parte del contenido del cofre de cirujano, lo había golpeado con un sable y había agredido también a sus criados. Cuando Edgecombe trató de acometer por segunda vez a Leckie con el sable, el cirujano, en defensa propia, tuvo la temeridad de darle un golpe, algo impensable en aquella época de capitanes infalibles. Edgecombe ordenó que ataran a Leckie y luego, sin juicio ni tribunal marcial de ninguna clase, decretó el peor castigo que podía aplicarse aparte de la muerte: Leckie sería pasado por la quilla, es decir, arrastrado con cabos por debajo de toda la extensión del casco —recubierto de crustáceos— del buque; probablemente, el hombre se habría ahogado o, por lo menos, habría sufrido graves desgarraduras, pero los oficiales del barco se negaron a obedecer la orden.
Leckie también acusó a Edgecombe de que su arbitrariedad alcanzaba más allá de la tripulación: el capitán había secuestrado a algunos isleños cuyo único delito consistía en vivir cerca de un lugar sospechoso de albergar piratas; Edgecombe no había presentado ninguna prueba de que aquellos hombres y mujeres concretos hubieran hecho nada malo.
Cuando el Mocha Frigate llegó a Bombay, Leckie presentó sus quejas a sir John Gayer, general y comandante en jefe, que era el funcionario de más alto rango de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales; Gayer, hijo de un mercader, era un veterano capitán de mar que había ascendido desde los grados inferiores.
Después de la correspondiente deliberación, sir John tomó partido por el capitán Edgecombe; decidió ignorar la disputa como si se tratara de un asunto personal y dio su apoyo al secuestro de isleños: «Considerando que hizo tal cosa para evitar que piratas enemigos siguieran cometiendo fechorías en esos mares… no pensamos destituirlo como exigió el Sr. Leckie». No obstante, Gayer permitió que el enfurecido escocés, Leckie, abandonara el barco. Luego, confió a Edgecombe una importante misión comercial en China.
Cuando el Mocha Frigate atracó en Bombay, casi un tercio de la tripulación de ochenta hombres había desertado, y el capitán Edgecombe, dispuesto a todo para lograr los sustitutos que necesitaba con urgencia, reclutó a nueve hombres, tipos duros y baqueteados, pero que a todas luces eran marineros veteranos. James Gilliam, usando el alias de Sampson Marshall, habló en nombre de los piratas fugitivos, explicando una historia inventada; demostraron que sabían hacer unos cuantos nudos complicados y lograron el empleo. El capitán también necesitaba un nuevo cirujano, y el único hombre disponible que pudo encontrar en Bombay resultó ser Jonathan Muerte.
El barco siguió su rumbo a buen ritmo hasta que el 18 de junio, al cabo de tres semanas de su salida del puerto de Bombay y en medio de la noche —eran cerca de las cuatro de la madrugada—, el grito de «fuego» quebró la tranquilidad estallando por encima del rumor de las flechaduras y despertó a quienes dormían en sus coyes bajo cubierta. El alarido de «fuego» se repitió rápidamente de hombre a hombre a lo largo de la nave; tanto los grumetes como los oficiales se abrían paso con dificultades en la oscuridad que los rodeaba; por todas partes se oían pisadas, y los cuerpos chocaban unos contra otros. A bordo de un buque de madera, no hay casi nada que infunda tanto pánico como la amenaza de un incendio. «Corrí inmediatamente al exterior para ver qué ocurría —relataría posteriormente el mayordomo Thomas Vaughn, de veintiséis años y originario de Worcester, Inglaterra—, y me dijeron que se habían apoderado del barco».
En la confusión, Vaughn tropezó con el grumete del capitán Edgecombe: «Estaba llorando, dijo que habían matado al capitán y lo habían arrojado por la borda al mar, lo cual me asustó más aún», recordaría el mayordomo. El pirata James Gilliam había entrado furtivamente en el camarote del capitán y le había cortado el cuello de oreja a oreja al hombre dormido.
Como relataría el señor Negus, segundo de a bordo, en el apresurado diario que llevaba: «Esta madrugada entre las 3 & las 4 varios hombres Dispuestos a todo y Malintencionados se han alzado en armas, se han apoderado de la santabárbara, han matado al capitán en su cama y nos han obligado a mí y a otros a salir del alcázar blandiendo pistolas en las manos y con espantosas blasfemias en la boca jurando que darían muerte a todos aquellos que se les opusieran».
El señor Negus explicaba que estaba sopesando las posibilidades de entrar a hurtadillas en el entrepuente y luego en la santabárbara cuando sonó un disparo; dedujo del fuerte estampido que se trataba de un trabuco, y oyó al carpintero gritar que estaba herido. Entonces, Negus se abrió paso hacia el castillo de proa, susurrando a los oficiales que encontraba que lo siguieran, pero los amotinados los descubrieron, rodearon el castillo y los estuvieron apuntando con sus armas hasta que se hizo de día.
Negus preguntó a gritos a «varios de aquellos diabólicos asociados» qué les iban a hacer, y ellos prometieron que no le tocarían ni un pelo si iba a popa; Negus y otros oficiales accedieron a regañadientes, y los amotinados los hicieron formar en círculo y los pusieron bajo vigilancia.
Al romper el alba, los piratas ya habían tomado posesión completa del barco, y ofrecieron a todo el que lo deseara la oportunidad de unirse a ellos en «aquella vida alegre y breve». No obstante, hubo veintiséis hombres y muchachos —casi la mitad de quienes iban a bordo— que pidieron abandonar la nave. Algunos amotinados decidieron que sería mejor matar a los principales oficiales; sometieron la propuesta a votación, pero la mayoría optó por dejarlos con vida. Aquel anochecer, los amotinados echaron al mar la pinaza y permitieron que se fueran dieciocho hombres y muchachos: la mayoría eran oficiales y sus criados, pero entre ellos también estaba un tal Jacob Fig, que era el trompeta.
«Había varios más deseosos de abandonar el barco con nosotros y que confío [que fueran] sinceros al respecto, a saber: Jon Muerte, cirujano… el equipo de cuatro carpinteros, John Brand, tonelero, Isaac Coleman, marinero, & ffrances Dyer ayudante del cocinero. Por todas las apariencias externas no cabe decir menos de Ralph Stout, nuestro Piloto Designado para los Estrechos de Malaca».
Era frecuente que los piratas obligaran a quedarse a bordo a los hombres cualificados. La razón por la cual Negus especificaba que «confío [que fueran] sinceros al respecto» era que, en ocasiones, había tripulantes que querían unirse a los piratas pero eran lo bastante astutos para hacer que aquellos los incluyeran en la lista de nombres de quienes retenían a la fuerza; esa pequeña simulación podía salvarles la vida si luego el buque pirata era apresado.
Los amotinados tuvieron bastante consideración con los hombres a quienes abandonaron en la embarcación: les proporcionaron catorce o quince brazas de cabo, un ancla pequeña, remos, un mástil con una sola vela, un poco de pan y un «bidón de lámpara» con agua que iba goteando. A diferencia de lo que le ocurrió al capitán Bligh en un motín más célebre, aquellos hombres quedaron abandonados a su suerte a la vista de tierra, a solo cuatro leguas de una islita llamada Poola y no muy lejos de Achin.
Durante toda la noche, los hombres y los muchachos de la pequeña embarcación lucharon penosamente contra el viento y la corriente para cubrir la escasa distancia hasta Poola, pero no lo lograron. Al día siguiente, forcejearon con remos y vela hasta las diez de la noche, sin avanzar lo más mínimo; estaban en una especie de perverso aparato de ejercicios, remando sin moverse y más hambrientos y cansados a cada hora que pasaba.
El viento cobró nueva fuerza; el oleaje estuvo a punto de sepultar la nave sobrecargada y la espuma estropeó el agua de beber. Dispusieron una alfombra de modo que hiciera las veces de trinquete, tratando de poner proa a la tierra que aparecía en la distancia y que uno de ellos pensaba que era la Montaña de Oro. Apiñados y empapados, se quedaron dormidos.
Era sábado cuando despertaron y descubrieron que la corriente los había llevado a una abrigada bahía de la isla principal de Sumatra, donde pudieron desembarcar, repostar agua y comprar arroz y pescado.
Habiendo recuperado fuerzas, trataron nuevamente de remar hacia Achin en lugar de arriesgarse a un viaje sin armas por tierra, pero la poderosa corriente los obligó a volver a la orilla, amarrar la embarcación y abandonarla. Regatearon con cuatro malayos hasta conseguir que, por dos piezas de a ocho, los escoltaran hasta Achin, adonde llegaron el domingo por la tarde; allí les dio la bienvenida la reducida comunidad inglesa, a cuya cabeza se hallaban el señor Soames, responsable de la Compañía de las Indias Orientales, el capitán Goslin y un comerciante, el señor Edward Fleetwood. Exhaustos, los hombres juraron «recordar» aquella fecha como la de su salvación del peligro de los mares y los piratas.
Cuando los hombres abandonados por el Mocha llegaron a Achin, en el puerto se hallaba anclado el queche Josiah, recuperado de manos de Culliford y guiado hasta allí, con ayuda de la suerte, por el armero Croft: «Dios tuvo a bien depositarlos aquí, pues ninguno de los que iban a bordo sabía de navegación», escribiría posteriormente un piadoso funcionario de la Compañía de las Indias Orientales, que añadía con optimismo: «Los piratas se han quedado en las Nicobar donde no cabe duda de que los castigarán los nativos».
Achin, situada en un estuario fluvial del extremo de Sumatra (en la actual Indonesia), tenía fama como puerto intermedio para el comercio y los viajes entre la India y China. La región era bien conocida por su oro de alta calidad, que se extraía con ayuda de gamellas de las aguas de los riachuelos de la Montaña de Oro, y por el marfil que se obtenía de las manadas de elefantes de la zona, que no solo se criaban por sus colmillos sino también para entretenimiento de los turistas. El capitán de marina escocés Alexander Hamilton tuvo ocasión de ver en acción un elefante muy entrenado que era capaz de tomar con la trompa una sola moneda de oro de un montón de ellas arrojadas a un charco. La ciudad también ofrecía diversiones más crueles, como los castigos públicos: los hombres condenados por robo colocaban la muñeca en una hoja de hacha vuelta hacia arriba y el verdugo descargaba con fuerza un pesado mazo de madera para cortarles la mano.
Una vez los supervivientes del Mocha se hubieron recuperado un poco, les presentaron a James Croft, que en la reducida comunidad inglesa de Achin se había convertido en algo parecido a un héroe por el hecho de haber recuperado el queche. Mientras cenaban, Croft explicó su historia a los hombres del Mocha y también a otro invitado, George Wallis, capitán de un pequeño barco construido en la zona, el Elizabeth, que se disponía a transportar un cargamento a Bengala. Nueve de los dieciocho que habían sobrevivido al trayecto de dos días en la pinaza decidieron dirigirse con Wallis al norte, hacia Bengala, el domingo 28 de junio de 1696.
Asimismo, tramaron un plan para capturar a Culliford: el capitán Wallis y los demás decidieron que realizarían una escala en las cercanas Nicobar y harían una visita sorpresa a Culliford y sus aspirantes a piratas. Wallis tenía la seguridad de que, si los nativos no se los habían comido, la Compañía de las Indias Orientales pagaría una buena recompensa por aquellos malhechores; además, los oficiales del Mocha estaban impacientes por castigar piratas.
El plan era sencillo: Croft los ayudaría a orientarse para entrar en el puerto natural de la isla, y una vez allí simularían ser un buque mercante indefenso que necesitaba leña y agua; de ese modo embaucarían a Culliford para que subiera a bordo.
Cuatro días después, el Elizabeth navegó desde Achin hasta la isla del archipiélago de las Nicobar que había identificado Croft. Las palmeras enmarcaban la playa desierta. Al cabo de menos de media hora de la llegada del Elizabeth, aparecieron remando tres hombres a bordo de una canoa hecha de un tronco vaciado: eran Robert Culliford, expatrón del Josiah, y Raynes y Crags, respectivamente extimonel y excontramaestre del mismo queche. Desde la canoa, Culliford contó una historia llena de desgracias, según la cual habían naufragado a cierta distancia de la costa y habían llegado a la orilla manteniéndose a flote agarrados a remos; se refirió a los airados hombres con cola y solicitó permiso para subir a bordo. El capitán Wallis, con aire solemne, invitó al trío a hacerlo, y los tres hombres treparon al Elizabeth. Culliford aún estaba recordando la brutal tempestad que había hecho naufragar su barco cuando de debajo de cubierta salieron los siete tripulantes del Mocha, todos ellos fuertemente armados; los piratas sacaron las espadas y trataron de abrirse paso luchando para saltar por la borda. Un oficial disparó su pistola y alcanzó a Crags en el pecho. En el curso de la refriega, los ocho hombres lograron acercarse a Culliford y Raynes lo suficiente para neutralizarlos y reducirlos.
Wallis ordenó que se atara y encerrara a los dos piratas. Culliford se había librado de los nativos con cola, pero ahora estaba preso bajo cubierta y lo iban a poner a merced de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Pese a que legalmente la compañía todavía no gozaba de jurisdicción para celebrar procesos como tribunal de vicealmirantazgo, sí podía encerrar a los acusados en una celda nauseabunda, oscura y pestilente mientras llegaba el juicio o la deportación, y esperar a que alguna enfermedad librara al mundo de los malhechores; también podía ordenar que se los azotara por alguna falta menor.
Llevando su despreciable cargamento de piratas, el Elizabeth puso proa al norte para realizar la travesía de mil millas hasta Bengala. Los vientos arreciaron y el frío se instaló de modo repentino en el ambiente; se desencadenó una fuerte borrasca, y el capitán Wallis decidió buscar refugio en el puerto de Mergui, situado en un estuario fluvial de Siam. El viento y las lluvias debieron ser especialmente brutales para que Wallis eligiera aquel puerto, ya que, a lo largo de la última década, desde la masacre, Mergui no había recibido con agrado a los ingleses (en 1687, cuando todavía era gobernador de la compañía, Elihu Yale había tratado de aplicar un severo correctivo a un intérlope que, capitaneado por un tal Samuel White, operaba con base en Mergui; los siameses, ultrajados por el hecho de que dos contingentes ingleses combatieran en su puerto, atacaron y dieron muerte a más de treinta personas de aquella nacionalidad que se estaban divirtiendo en la ciudad).
Los hombres que iban a bordo del Elizabeth se instalaron con cautela para esperar que pasaran la tempestad y los vientos contrarios. Al día siguiente, divisaron la vela de un gran buque que llegaba: tenía el porte inconfundible de una nave de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales.
A través del catalejo, el capitán Wallis observó el barco, que no era otro que el Mocha Frigate y enarbolaba la bandera inglesa de San Jorge. El Mocha, tripulado por unos treinta y cinco piratas, navegó hasta las cercanías del puerto y echó el ancla junto a una de las islas que protegían la entrada. La tripulación envió un bote a tierra con el fin de pedir permiso al gobernador de Mergui para quedarse en el puerto. Para los siete hombres abandonados por el Mocha que iban a bordo del Elizabeth debió resultar especialmente mortificante volver a ver su antiguo barco. El gobernador de Mergui dio la bienvenida al Mocha y le permitió que se quedara e hiciera acopio de provisiones. Por su parte, los piratas que tripulaban el Mocha, sabedores de que estarían en puerto por lo menos una semana, se dedicaron a visitar los burdeles locales, donde descubrieron que, de acuerdo con la costumbre del lugar, los siameses esperaban que los extranjeros, en lugar de pagar por pasar media hora con una prostituta, eligieran y se casaran con una esposa temporal por un período más largo. Las mujeres solían ser apasionadas, obedientes y fieles, según un agradecido capitán de marina.
Con los vientos en contra, el Elizabeth no podía moverse de puerto. Tan pronto como el capitán Wallis confirmó que el barco recién llegado era el Mocha, alertó a las autoridades siamesas del lugar de que aquella nave era un buque pirata robado a la Compañía de las Indias Orientales, y les comunicó su idea de que, con ayuda de soldados locales y de la artillería costera, podían sorprender a los piratas y recuperar el barco; Wallis estaba seguro de que la Compañía de las Indias Orientales recompensaría a los gobernantes de Mergui.
Los funcionarios locales, sopesando las posibles ganancias y pérdidas y recordando la grosería de los ingleses en 1687, decidieron dejar que los contendientes extranjeros resolvieran sus propios problemas: el Mocha podía quedarse sin que nadie lo molestara. Sin embargo, el gobernador siamés olvidó transmitir su decisión al capitán Wallis, quien, junto con los antiguos oficiales del Mocha, seguía aguardando una respuesta y dedicaba todo el tiempo a urdir un plan de ataque, mientras se le hacía la boca agua ante la perspectiva de navegar triunfante hasta la India a bordo del Mocha, llevando encadenados a Culliford y el resto de piratas.
Mientras Wallis esperaba, alguien —tal vez uno de los pequeños comerciantes locales que paseaban en embarcaciones portuarias vendiendo naranjas o estatuillas de marfil— informó a algún tripulante del Mocha de que a bordo de aquel pequeño mercante, el Elizabeth, había encerrados dos prisioneros piratas. De inmediato, el Mocha exigió que se le entregaran aquellos hombres; el Elizabeth se negó, y la situación llegó a un punto muerto.
El asunto se convirtió casi en una parodia de las rondas de enganche: en lugar de ser la Armada Real británica la que intimidara a un buque mercante para que le cediera marineros, quien profería las amenazas era un barco pirata. El Mocha podía reducir fácilmente a astillas al Elizabeth, pero en tal caso Culliford moriría y los siameses, viendo que se faltaba el respeto a su neutralidad, podían atacar. La parálisis se prolongó durante interminables días; los piratas, con sus esposas temporales, podían esperar.
Finalmente, el capitán Wallis, que ardía en deseos de partir, optó por poner en práctica un plan: una noche de luna, llevó el Elizabeth hacia la entrada del puerto y, mientras la nave seguía adelante, trasladó atados a los dos prisioneros piratas a una pequeña embarcación local para que los llevara a tierra; también envió un mensaje en el cual rogaba al gobernador que detuviera a los dos hombres por piratería. Wallis tenía la esperanza de que Culliford y Raynes, temiendo que los arrestaran, alborotarían lo bastante para que los piratas dedicaran sus efectivos a rescatar el bote de remos mientras el Elizabeth escapaba.
El plan funcionó: tan pronto como los piratas oyeron a Culliford y Raynes armando un gran estrépito mientras los llevaban a tierra, la lancha del Mocha, repleta de remeros, se apresuró a ir por ellos; los piratas que quedaron a bordo decidieron no cortar amarras para perseguir al ligero Elizabeth en la oscuridad.
Desataron a Culliford y Raynes y los subieron a bordo como si fueran héroes: hubo abrazos, bebida y fiesta. Jon Swann y James Gilliam se reunieron con Robert Culliford, que, en mayo, cuando estaban en Bombay, había tramado una cita de piratas.
La tripulación ya había elegido a Ralph Stout para que fuera capitán, dado que conocía aquellas aguas. Al día siguiente, los piratas realizaron una votación para rebautizar el Mocha; evitaron los habituales y frívolos Bachelor’s Delight o Nancy[12] y optaron por un nombre más audaz: Resolution. Además, eligieron a Robert Culliford para que fuera timonel, segundo en la escala de mando después del capitán y responsable del control directo de la tripulación.
El recién rebautizado Resolution permaneció algún tiempo más en puerto, celebrando juergas y gastando el honrado dinero de la compañía. Durante la bacanal, dos piratas se escabulleron con casi cuatro mil piezas de a ocho, pero una vez en tierra los capturó el gobernador; los piratas del Mocha/Resolution exigieron que se les devolvieran los ladrones y las monedas de plata, pero los funcionarios siameses se negaron a ello.
Unos días más tarde, cuando los piratas zarparon, capturaron un barco perteneciente al rey de Siam y se apoderaron de catorce fardos que contenían pinturas; cortésmente, enviaron a tierra una nota en la cual declaraban que las pinturas parecían valer las cuatro mil piezas de a ocho que se les habían robado y que consideraban zanjado el asunto.
Un resumen elaborado por la Compañía de las Indias Orientales, basándose en informes procedentes de la India que datan aproximadamente de aquellas fechas, sintetiza los acontecimientos: «Dado que esos canallas empezaron por asesinar al comandante y apoderarse de uno de los barcos de vuestra Señoría no cabe duda de que seguirán convirtiendo en presa cualquier buque que puedan encontrarse y dominar… Y el daño recae con más fuerza sobre los Ingleses que sobre cualquier otra nación Europea, pues los barcos piratas se camuflan bajo el nombre y bandera de los Ingleses y se sabe que hay muchos Ingleses a bordo de ellos. Por eso mientras que por lo general se ha respetado a la nación Inglesa en todas partes de la India, ahora tendrá que soportar la mala fama de pirata y ladrona, y nuestros soldados de guarnición y nuestros marineros de los barcos del país y de Europa se sentirán atraídos por el éxito de los piratas que los impulsará a unirse a ellos como ya han hecho varios descarriados».
Otra nota añadía en tono agorero: «Dios guarde a los hombres inocentes de sus manos infames y ensangrentadas».
Frente a las costas de Siam, Robert Culliford ya era timonel —e iba camino de convertirse en capitán— del mayor de los barcos piratas que se dedicaban a atacar mercantes en el océano Índico.
Por su parte, el corsario William Kidd ya estaba provisto de su patente para perseguir piratas en el océano Índico. Los buques de ambos hombres poseían un armamento casi equivalente, con más de treinta cañones cada uno; Kidd disponía de más tripulación y de remos para hacer frente a la calma.
Lo que muy poca gente sabía en aquel entonces es que los caminos del capitán Kidd y el capitán Culliford ya se habían cruzado con anterioridad.

Capítulo 4
Siete años atrás: El Caribe

En febrero de 1689, Robert Culliford —de veintidós años— y William Kidd —de treinta y cinco—, dos desarraigados que empalmaban una travesía con otra, se presentaron en Isle à Vache acompañando la avalancha de chusma caribeña que, formada por individuos que preferían la ruda vida del aventurero a cualquier trabajo estable, afluía al lugar. Los dos hombres llegaron por separado a Isle à Vache, una pequeña porción de tierra cercana a las costas de La Española que, oportunamente situada a medio camino entre los granujas ingleses de Jamaica y los franceses de Tortuga, se estaba convirtiendo con rapidez en el nuevo punto de concentración de los corsarios. Allí se mezclaron con otros hombres, todos armados con pistola y sable, que entraban y salían despreocupadamente de las destartaladas tabernas y casas de prostitución de la isla.
Corrió la voz de que el Sainte Rose, un desvencijado buque corsario francés, estaba reclutando tripulantes, y Kidd y Culliford se enrolaron en él. El recuento final de X y firmas dio como resultado ciento diez franceses, siete ingleses y un escocés.
Culliford, Kidd y la media docena restante de británicos habrían preferido navegar con hombres de su propia nacionalidad, pero no tenían mucho donde escoger: por desgracia para aquellos mercenarios, Inglaterra estaba en paz y hacía verdaderos esfuerzos por poner coto al corso ilegal. Hacía poco que el capitán Henry Morgan, el bucanero de triste fama que había atacado implacablemente a los españoles y había sido recompensado con el título de caballero, había muerto en Port Royal, en Jamaica, después de haberse convertido en un anciano abotargado, ebrio de ron y con el cuerpo cubierto de barro mágico que le había aplicado un hechicero local.
No obstante, y gracias al ciclo interminable de alianzas y traiciones europeas, Francia se hallaba en guerra con Holanda, y Kidd y Culliford optaron por aprovechar las oportunidades de dedicarse a la violencia y el pillaje allí donde se les ofrecieran. Así pues, el Sainte Rose, provisto de una patente de corso de escaso valor expedida por el alcalde francés de Isle à Vache, zarpó para depredar mercantes holandeses. La travesía se perfilaba como la típica misión de un buque armado de propiedad privada de aquella época: una banda de individuos pendencieros que andaban en busca de ganancias y no mostraban exactamente la puntillosidad de un abogado en lo tocante a los aspectos más sutiles de la ley marítima. A veces, el azar llevaba a realizar una captura legal; en otras ocasiones, no sucedía tal cosa. Corría el ron y corría la sangre; los bramidos de los gobiernos nacionales resonaban desde muy lejos.
La tripulación del Sainte Rose, compuesta principalmente de hugonotes, dio la bienvenida a Kidd, Culliford y los demás protestantes británicos. Era frecuente que la religión se antepusiera a la nacionalidad, y aquellos franceses eran más afines a los protestantes ingleses que a sus compatriotas católicos, que los habían perseguido hasta expulsarlos de sus hogares. Antes de embarcar, la tripulación cargó a bordo un poco de la famosa carne ahumada de vacuno de Isle à Vache, cuyo nombre significa literalmente «Isla de las Vacas». (La palabra «bucanero» procede de los cazadores, luego convertidos en piratas, que se dedicaban a sacrificar reses salvajes y luego ahumaban la carne en unos caballetes llamados boucans. Los piratas eran aficionados de primera hora a las barbacoas.)
En cuestión de semanas, el Sainte Rose encontró un mercante holandés, se apoderó de su cargamento y lo llevó al norte para venderlo a los piadosos comerciantes de Nueva Inglaterra. Después de reaprovisionarse, la tripulación puso rumbo al sur e hizo acopio de rico bizcocho de Nueva York; echaron amarras en el puerto de aquella ciudad y se reunieron en asamblea para decidir adónde ir: la vida de los corsarios podía ser asombrosamente espontánea. La tripulación votó por buscar fortuna en el mar Rojo o el mar del Sur (el Pacífico); pondrían rumbo a África y, una vez allí, dejarían que decidieran los vientos: al sudeste o al sudoeste. Por el Caribe merodeaban demasiadas armadas, y ellos estaban deseosos de nuevas aguas y nuevas víctimas. Poco a poco, el Sainte Rose iba derivando hacia la piratería, y ninguno de los hombres de a bordo parecía demasiado preocupado por ello.
William Kidd, veterano de dilatada experiencia en el Caribe y el Atlántico, anhelaba explorar los demás océanos. Desde muy pronto se había criado para la vida en el mar: nació el 22 de enero de 1654 en la ciudad escocesa de Dundee, asolada por Cromwell y que antaño había sido un floreciente puerto al cual Inglaterra sumió en la miseria; su padre, capitán de la marina mercante, murió cuando él tenía cinco años, y la familia Kidd, que en el pasado había gozado de prosperidad, sufrió años de terrible escasez: la madre se vio obligada a aceptar el exiguo subsidio de la Sociedad Local de Marineros. Como nación, los escoceses se hallaban en aquellos años en graves apuros, y aquel muchacho huérfano de padre huyó al mar algún tiempo después de que su madre volviera a casarse. Durante tres décadas, vivió en la libertad del anonimato, principalmente en el Caribe, yendo de un lado a otro, del barco al puerto y del puerto al barco, e ignorado por los cronistas gubernamentales —es posible que pasara un tiempo haciendo de bucanero con Morgan— hasta que apareció en aquel buque corsario francés.
El Sainte Rose, con Kidd y Culliford a bordo, atravesó el Atlántico; los vientos alisios hicieron la mayor parte del trabajo, y es probable que Kidd y Culliford aprendieran a maldecir en francés y ampliaran el repertorio más allá del merde habitual. Cuando aquella nave pequeña y atestada se aproximaba a Boa Vista, en las islas de Cabo Verde, se dio de bruces con siete barcos; a continuación vino media hora de arriesgadas maniobras, hasta que el buque principal izó la bandera francesa: el Sainte Rose había tropezado con una flota corsaria francesa a cuyo mando se hallaba el tristemente famoso almirante Jean DuCasse, a bordo de su bajel insignia de cuarenta y cuatro cañones, Le Hasardeux.
Ahora Kidd iba a tener la oportunidad de conocer —y observar muy de cerca— al célebre DuCasse, que se convertiría para los franceses en una especie de capitán Morgan, un respetable comandante capaz de reunir un millar de corsarios para luchar por el rey y que más adelante llegaría a ser gobernador. Kidd también oyó hablar de la valentía de DuCasse: el capitán gascón estaba transportando esclavos desde la costa africana cuando de la bruma emergió un enorme buque de guerra holandés que avanzaba por el través de su diminuta embarcación. En lugar de huir, DuCasse arrojó los arpeos y, con veinte hombres, se lanzó al abordaje; prendió fuego por los cuatro costados al gigante holandés, obligó a las «cajas de mantequilla»[13] a saltar por la borda o refugiarse bajo cubierta y luego cerró con clavos las escotillas. El barco de DuCasse se había alejado, creyendo que todo estaba perdido; el capitán le hizo señales para que regresara, y la nave obedeció, aunque con gran recelo. Luego, convertido en un héroe, DuCasse llevó la presa holandesa hasta La Rochelle.
Ahora DuCasse —alto, delgado y habiendo adquirido un toque de dandi— estaba al mando de aquella misión corsaria, entre cuyos promotores se hallaba el rey de Francia; su objetivo era apoderarse del Surinam holandés —un rico centro comercial de esclavos y azúcar— y compensar a Luis con trescientos esclavos por el papeleo, o lo que es lo mismo, por su permiso. La tripulación del Sainte Rose votó por unirse a la flotilla de DuCasse, mandando a paseo sus planes: Surinam parecía prometedor.
En aquella época, Inglaterra, Francia y Holanda se disputaban los despojos de Nueva España, picoteando una isla aquí y otra allí. Era mucho lo que estaba en juego: aquellas islas caribeñas resultaron ser las piedras angulares del imperio (en 1715, Barbados exportaría por sí sola a Inglaterra más que todas las colonias continentales de América del Norte juntas). Bridgetown, en Barbados, ya dejaba pequeña a Manhattan. La fortuna del primer inglés que murió poseyendo más de un millón de libras, William Beckford, procedía principalmente del comercio de las Indias Occidentales y las plantaciones azucareras de Jamaica.
Al cabo de pocos días, la flota francesa de ocho barcos se encontró con una nave española procedente de La Habana; la persiguieron y, mientras se acercaban a ella, le dispararon un cañonazo de advertencia frente a la proa. Los españoles, en gran inferioridad numérica, se pusieron a la capa, mientras los capitanes corsarios franceses conferenciaban a bordo de Le Hasardeux; posteriormente, Kidd y Culliford se enterarían de todos los detalles y aprenderían acerca de las capturas realizadas con finesse y el modo de andar sobre la cuerda floja que separaba el corso de la piratería.
Cualquiera de los barcos franceses tenía suficiente potencia de fuego para capturar al español, pero quedaba un pequeño y enojoso problema: técnicamente, Francia y España estaban en paz. Un capitán francés aseguró que había oído un rumor según el cual España se había unido a los holandeses, pero DuCasse lo desechó considerándolo una confusión entre deseos y realidad. Allí tenían aquella jugosa presa: ¿qué podían hacer?
Los reunidos decidieron que el Sainte Rose —que al decir de DuCasse no disponía de ninguna patente válida— se encargaría de llevar a cabo la captura y luego el resto se repartiría discretamente el botín.
El capitán Fantin, con el apoyo de gente como Kidd y Culliford, abordó el barco español, encerró a la tripulación y se llevó el cargamento. Los buques franceses se dividieron más de veintidós mil kilos de tabaco, dos mil quinientas pieles, toneladas de madera para tinte de Campeche y cuatro mil piezas de a ocho.

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Además de quedarse con su parte del cargamento, los hombres del Sainte Rose decidieron que preferían aquel barco nuevo y mejor armado y votaron por desplazarse en masa a la presa española, un velero recién calafateado, veloz y marinero que contaba con dieciséis cañones.
Las perspectivas de Kidd y su compañero de navegación, Culliford, estaban mejorando: iban a bordo de un hermoso buque español con una tripulación de ciento veinte tipos rudos y navegaban en una escuadra con el audaz DuCasse para atacar Surinam (la Guayana holandesa), un lugar en el que por lo menos había cincuenta plantaciones azucareras y mil quinientos esclavos. DuCasse, de cuarenta años, ansiaba obtener una gran victoria para demostrar su valía ante sus importantes promotores y ante el rey.
En la oscuridad que precedía al alba, DuCasse acercó con cautela sus naves a la bocana del puerto de Paramaribo, en Surinam, dispuesto a lanzarse al ataque cuando amaneciera. Con los primeros rayos del sol, la pequeña flota, en formación perfecta, quedó pasmada al descubrir instalados en el puerto siete buques armados neerlandeses, entre los cuales había un barco de guerra de cincuenta cañones. Los tripulantes holandeses saltaron a toda prisa de los coyes para servir los cañones, mientras las baterías del puerto bombardeaban a los franceses. DuCasse había contado con una revuelta de esclavos que nunca llegó a producirse; por el contrario, los esclavos luchaban al lado de los soldados holandeses, e incluso se incorporaron al combate ochenta y cuatro colonos judíos. Los franceses sufrieron una derrota completa y, para lavar las heridas sufridas, su flota (con Kidd y Culliford a bordo de la presa española) navegó a lo largo de la costa con el fin de atacar la pequeña localidad de Berbiche, situada en la angosta desembocadura del río del mismo nombre. Allí padecieron una nueva derrota cuando el fuego de mosquetes procedente del fuerte demostró ser sorprendentemente mortífero. Para salvar las apariencias, la enorme fuerza naval francesa logró arrancar de los holandeses un modesto rescate de ciento veinticinco barriles de azúcar a cambio de retirarse del puerto, pero más adelante hubo que devolver incluso aquel botín irrisorio cuando el Sainte Rose embarrancó en el curso de una misión que desarrollaba en un lugar cercano.
Kidd y Culliford se hallaban a bordo de aquella flota maltrecha, cerca de Barbados, cuando el 9 de julio de 1689 llegó la asombrosa noticia: tres semanas antes, Inglaterra había declarado la guerra a Francia. El rey Guillermo III —un fanático protestante importado de Holanda, deslenguado y de nariz protuberante— alimentaba un odio inextinguible hacia los católicos franceses; el conflicto bélico había sido inevitable.
La declaración de guerra sonó a música celestial en los oídos de DuCasse, que añadió a su lista de objetivos holandeses una docena de islas inglesas a punto para ser atacadas. Culliford, Kidd y la media docena de tripulantes ingleses se hallaron, en cambio, en una posición muy incómoda, pero los corsarios franceses los tenían clasificados como la clase de mercenarios que no cometerían ninguna estupidez por el rey o la patria; según se vería, su cálculo resultó erróneo.
DuCasse se reunió con otros barcos franceses cerca de la Martinica y allí se vio sometido a un mando superior y obligado a acatar las órdenes del Gouverneur-Général de las Indias Occidentales francesas, el conde de Blénac. Este decidió atacar San Cristóbal (Saint Kitts), una próspera isla que a la sazón pertenecía conjuntamente a los franceses y los ingleses.
La idea de que los franceses y los ingleses compartieran cualquier cosa, y no digamos una pequeña isla, suena como un chiste malo; para hacer aún más extraño el arreglo, aquel oasis de plantaciones de azúcar y tabaco estaba dividido en cuartos, de los cuales el septentrional y el meridional correspondían a los ingleses y el oriental y el occidental a los franceses. Mientras que los primeros podían transitar por un áspero sendero de montaña que unía sus zonas, los segundos tenían que caminar a lo largo del litoral inglés o trasladarse por mar hasta sus asentamientos. El 17 de julio, una flota francesa de veintidós barcos, incluyendo a DuCasse y la presa española en la que navegaban Kidd y Culliford, se acercó amenazante; los católicos irlandeses —los siervos blancos del Caribe inglés— se rebelaron en apoyo de los franceses. Unos y otros saquearon e incendiaron las casas de los ingleses que se retiraban en masa hacia Fort Charles, una gran fortaleza achaparrada y robusta, situada en la costa y provista de empalizadas reforzadas con sólidas construcciones de tierra.
Los irlandeses —muchos de los cuales eran originariamente prisioneros de guerra deportados por Cromwell— habían mostrado sus auténticas lealtades: «Tenemos un enemigo en las entrañas», se lamentaba el gobernador Codrington.
El 19 de julio, en medio del sopor tropical, la flota francesa desencadenó un potente bombardeo naval contra Fort Charles, que albergaba mil mujeres y niños y cuatrocientos cincuenta combatientes ingleses. Un parte inglés posterior observaba con desprecio que una docena de barcos franceses había disparado novecientos setenta cañonazos contra el fuerte y solo había «matado un pavo, un perro y tres caballos»; tampoco el fuego de mortero del día siguiente causó mayores daños. Entonces el conde de Blénac decidió emplear una estrategia clásica de asedio, que requería gran cantidad de trabajo manual: a lo largo de las dos semanas siguientes, los franceses excavaron una profunda trinchera en el lado terrestre del fuerte con el fin de aislarlo por completo; también trabajaron con ahínco para levantar una circunvalación hecha de tierra, de modo que la artillería así protegida pudiera acercarse cada vez más al objetivo. DuCasse, fastidiado por la lentitud de los resultados, trató de convencer al conde de que instalara artillería en lo alto de una escarpada colina que dominaba el fuerte. Blénac se negó a destinar a ello ningún hombre, pero DuCasse tomó a algunos corsarios para subir los cañones arrastrándolos por la empinada ladera; una vez lo lograron, los ingleses quedaron a merced de una lluvia de balas de cuatro kilos y medio cada una.
A fines de julio, el conde de Blénac lanzó su ataque masivo por tierra, en el cual tuvieron un papel destacado los corsarios del Sainte Rose, que estaban impacientes por desembarcar para dedicarse al pillaje, comerse el ganado vacuno de los ingleses y tal vez abusar de sus mujeres y esclavas. Blénac ordenó que ciento diez de los ciento treinta componentes de la tripulación corsaria se unieran a las fuerzas francesas, y dejó a bordo veinte hombres, entre ellos los ingleses, para que vigilaran el barco. La caída de San Cristóbal en manos de los franceses parecía inminente; los corsarios, con los sables centelleando al sol resplandeciente, remaron hasta la orilla y marcharon por la playa.
Los veinte hombres destinados a la vigilancia del buque se dedicaron a pasar el tiempo del modo en que la mayoría de marineros empleaban los momentos de ocio: bebiendo, jugando a dados, afilando los cuchillos y fumando en pipa. El olor a pólvora flotaba en el denso aire del puerto; el sol hacía arder los cañones metálicos. Pasaron las horas. En medio del calor tropical, Robert Culliford y William Kidd seguían susurrando sobre la cubierta del buque corsario francés fondeado en el puerto de Basseterre, en San Cristóbal. Las lejanas detonaciones de las armas de fuego quebraban el suave chapaleteo de las olas. Kidd y Culliford escuchaban la jerigonza cantarina de los aburridos franceses, que charlaban y bromeaban.
Entonces Kidd, que a sus treinta y cinco años era el hombre de mayor edad, orquestó el ataque. Esperó hasta que resultó claro que la marea empezaba a retirarse y escudriñó la orilla para asegurarse de que no había tropas que regresaran. A bordo del barco, observó a un francés que iba a encaramarse al beque. En aquel momento, Kidd dio la señal, y los ocho hombres sacaron las dagas y avanzaron cautelosamente; Kidd asignó una garganta francesa a cada inglés. Si fracasaban en el intento de robar el buque, morirían todos; si los franceses lograban tocar la campana de alarma o disparar los cañones, las posibilidades de escapar serían escasas. Cesó el gorjeo de los franceses, y comenzó la lucha, a cuchillo y a muerte, entre los veinte hombres.
Culliford cortó una garganta; el resto repartió cuchilladas tan bien como supo, y luego arrojaron por la borda a la docena de galos, tanto a los vivos como a los muertos. Los ocho británicos cortaron los gruesos cables del ancla, largaron las velas y pusieron rumbo, a través de los estrechos, a la cercana isla de Nevis. El barco se desplazaba con una lentitud exasperante.
El coronel Codrington, comandante en jefe de las fuerzas inglesas en el Caribe, escribió lo siguiente: «Atacaron a los [franceses] y mataron a algunos e hirieron a otros, enseguida los vencieron sin perder un solo Inglés y trajeron aquí el barco. [Este] se halla ahora dispuesto para el Servicio de Su Maj.tad; el nombre del capitán es William Kid, cuyo buque junto con mis dos corbetas, es toda la fuerza con que contamos en el mar y es muy insignificante en comparación c. su fflota [de veintidós barcos]».
Los ocho hombres fueron acogidos como héroes en la pequeña Nevis, desgarrada por la guerra: probablemente fue la primera bienvenida heroica que tuvieron en la vida. Kidd la disfrutó especialmente, y también lo llenó de gozo que lo invitaran a tomar un trago en el despacho del gobernador. Ahora, Kidd era por primera vez «el capitán Kidd», al mando de su propio buque de dieciséis cañones que podía emplear para dedicarse al corso contra los franceses. El coronel Codrington añadió cuatro cañones a la nave y la rebautizó como Blessed William[14] aparentemente en honor del nuevo rey, pero quizá también con un guiño dedicado al propio Kidd.
La situación en el Caribe se estaba haciendo cada vez más desesperada para los ingleses: San Cristóbal cayó el 5 de agosto; las tropas inglesas llevaban seis años sin recibir la paga y, según un testigo presencial, llegaban «casi desnudas» a Nevis. Los franceses devastaron las zonas inglesas de San Cristóbal: el conde de Blénac se llevó embarcaciones repletas de botín transportable y dio su bendición a una orgía de destrucción. Quemaron las casas de todos los ingleses, con la excepción de los que estuvieran dispuestos a convertirse al catolicismo: solo tres familias aceptaron la oferta. Durante la semana que duró el tumulto, quedaron sin alimentar y murieron dos mil animales de granja. DuCasse, con ocho buques de guerra a su disposición, quería atacar de inmediato Antigua, Nevis y Montserrat, pero el conde de Blénac vacilaba y concentraba, por el contrario, sus pensamientos en regresar a la seguridad de la Martinica para subastar su botín.
Los súbditos ingleses, que nunca pensaron que los franceses estuvieran faroleando, se prepararon para resistir el siguiente ataque. Locos de ansiedad, esperaban que llegaran de Inglaterra los refuerzos de soldados, barcos y municiones que les habían prometido para aquel verano (no llegarían hasta casi un año después). En Montserrat, los irlandeses eran ochocientos y los ingleses trescientos, lo cual representaba una situación nada segura para los segundos. Cayó Anguila y los franceses colocaron como gobernador títere a un irlandés.
El capitán Kidd y su equipo de hombres iban a desempeñar entonces un papel modesto pero clave en la continuación de la guerra hasta la llegada de la Armada Real. Corrió la voz de que se estaba armando el Blessed William, un buque corsario inglés, y granujas de toda clase se presentaron para enrolarse. Es posible que, para las generaciones posteriores, ello represente un capítulo olvidado de una guerra olvidada, pero, en su tiempo, aquellas batallas en que combatió Kidd parecían de enorme importancia. Un informe inglés dirigido a la Corona decía así: «La preservación de los intereses Ingleses en América depende ahora por completo del éxito de las armas, y los franceses son dueños del mar, pues nos superan tanto en barcos como en número de hombres en tierra».
Cansado de esperar ayuda de Londres, el coronel Codrington contrató al capitán Kidd para que el 26 de septiembre zarpara de Antigua con rumbo a Barbados (a 315 millas de travesía), junto con las dos corbetas del propio Codrington, para tratar de conseguir tropas y municiones de aquella isla tan alejada de las líneas del frente de guerra del momento. También alentó a Kidd a que intentara apresar algún buque francés extraviado con el fin de averiguar los planes del enemigo.
Codrington, uno de los colonos más ricos del Caribe, poseía inmensas plantaciones de azúcar en Barbados; además, en 1685 la Corona había concedido a su familia toda la isla de Barbuda con el fin de que la utilizara en un ambicioso plan para criar esclavos, de forma muy parecida a si se tratara de un establecimiento de ganadería caballar.
Al cabo de más de un mes, Kidd aún no había regresado; Codrington mojó la pluma en el tintero para escribir un informe en el que afirmaba que estaba «inquieto por su mala fortuna», pero en aquel preciso momento el Blessed William arribó a Antigua. Kidd, con Culliford entre su tripulación, regresaba triunfante, aportando un poco de esperanza en aquella guerra desoladora: habían sorprendido un bergantín y dos corbetas franceses que estaban cargando agua en la isla de Dominica, un lugar «habitado solamente por Indios». Kidd apuntó a los barcos con su artillería y los franceses se diseminaron por la selva; el capitán corsario se llevó las tres presas y se repartió el dinero de la subasta con la tripulación.
Kidd también contribuyó a la llegada de unos cuantos refuerzos inesperados: había prometido al capitán Hewetson —un corsario que estaba al mando de un buque de cuarenta cañones y ciento cincuenta tripulantes y había escoltado un mercante con rumbo a las Bermudas— que se llegaría hasta Nevis para ver si Codrington estaba dispuesto a incorporarlo a su servicio; el opulento plantador estuvo encantado de contratarlo. Los partes de guerra franceses califican a Hewetson de scélérat cruel («criminal cruel») y soudard («mercenario brutal»).
A lo largo de unas Navidades frenéticas, el coronel Codrington se esforzó por encontrar algún plan que sirviera para asustar a los franceses y disuadirlos de atacar. Eligió Marie Galante, una pequeña isla francesa del grupo de Barlovento, situado frente a Guadalupe. Si Jamaica y Barbados aseguraban las colonias británicas del Caribe, y la Martinica y Santo Domingo constituían la espina dorsal de las francesas, había un sinfín de otras islas cuya defensa excedía con mucho los recursos limitados de ambas potencias. La guerra degeneró en un juego del gato y el ratón: una fuerza naval merodeaba tratando de escoger una isla que estuviera en un momento de defensa débil, sin ninguna flota propia en aguas cercanas. Los franceses se habían apoderado de Anguila y San Cristóbal; ahora, los ingleses tenían como objetivo Marie Galante, un disco de unos quince kilómetros de diámetro cubierto de plantaciones azucareras, descubierto por Colón en 1493 y bautizado con aquel nombre en referencia a su barco María Galanda; acosada por la escasez de agua, flotaba como una luna en la órbita de la Guadalupe francesa, de mayores dimensiones.
Al estallar la guerra, una pareja de hugonotes franceses había huido de Marie Galante y se había pasado a los ingleses; ahora, se ofrecieron a ayudar a Codrington. Al día siguiente de Navidad, en una acogedora taberna de Antigua, Codrington discutió las últimas órdenes con los capitanes Hewetson y Kidd, en una conversación regada de vez en cuando con ponche de ron (receta: «Ron, Agua, Jugo de Lima, yema de Huevo y una pequeña nuez moscada rallada por encima»). Codrington puso al capitán Hewetson al frente de las fuerzas atacantes, formadas por el propio Hewetson a bordo delLion, de cuarenta cañones, el capitán Kidd en elBlessed William, de veinte, un tal capitán Perry —en el Speedwell, de diez cañones— y las dos corbetas de Codrington, llamadas Barbuda y Hope y destinadas al transporte de tropas.
La misión de los capitanes y sus hombres era clara: causar estragos en Marie Galante y conseguir la paga donde pudieran; es decir: «sin presa no hay paga». En el contexto de la guerra, Codrington estaba transformando aquella colonia francesa de mil habitantes y ciento cincuenta kilómetros cuadrados en un gigantesco cofre del tesoro, el paraíso de un saqueador.
En aquella época de frecuentes retrasos en el pago de los salarios militares, era habitual la práctica de permitir que los soldados se dedicaran al saqueo y los marineros al pillaje naval. «Es legítimo que todos… los marineros —afirmaba una proclama de 1664— tomen… como botín sin que luego… tengan que rendir cuentas… todos los bienes y mercancías que encuentren… en la cubierta inferior del barco [apresado] o por encima de ella». El saqueo era una prebenda de guerra.
No obstante, el coronel Codrington, plenamente consciente de que el pillaje podía conducir a violaciones y torturas —especialmente entre las perdularias tripulaciones de Kidd y Hewetson—, también ordenó que se leyeran los códigos militares y navales a bordo de todos los barcos.
El 27 de diciembre, los quinientos cuarenta marineros e infantes, vestidos con cualquier ropa vieja que se les hubiera antojado, formaron en las cubiertas de los cinco buques; portaban sus propias armas. A bordo del Blessed William, el tambor ejecutó un breve redoble, y el capitán Kidd leyó en voz alta fragmentos del solemne código militar: la traición, la cobardía y el motín se castigaban con la muerte por ahorcamiento; era una lista terrorífica, cuyas palabras severas y estrictas ofrecían a muchos de aquellos hombres una desagradable visión retrospectiva de sus tiempos en la Armada Real.
Las cinco naves zarparon del puerto de Falmouth el sábado 28 de diciembre, y viraron Atlántico adentro para cubrir las cien millas de travesía en zigzag hasta Marie Galante. El domingo por la noche, se agruparon en el mar; los hombres afilaban los sables y limpiaban las pistolas. Kidd ayudó a Hewetson a decidir el lugar donde ponerse a la capa para que, navegando justo antes del alba del lunes 30 de diciembre, en el momento exacto de la salida del sol pudieran desembarcar en una playa situada a poco más de seis kilómetros de la ciudad más importante de la isla, Grand Bourg. Kidd dio en el clavo y los buques, ahora con las velas aferradas, se apiñaron justo enfrente de la playa desierta. Echaron al mar las pinazas, las cargaron de hombres y transportaron a tierra cuatrocientos cuarenta soldados. Hewetson condujo el contingente de infantería a lo largo de la carretera costera que llevaba a Grand Bourg; las escasas tropas francesas se organizaron con rapidez para entablar escaramuzas y tender emboscadas, todo ello con el fin de ganar tiempo para que los civiles pudieran huir. Entretanto, Kidd, con un movimiento de tijera, dirigió la flota al interior del puerto y empezó a bombardear la ciudad.
Los dos contingentes ingleses arrollaron a los franceses; los habitantes de la ciudad se apresuraron a recoger todas las reliquias familiares y joyas que pudieran llevarse, y corrieron por pequeños senderos para adentrarse en la selva, dejando Grand Bourg a merced de los invasores. A la puesta del sol, Hewetson dio permiso a los corsarios para que pasaran la noche saqueando los hogares abandonados, buscando objetos de valor que estuvieran ocultos y bebiéndose el vino de los franceses; los marineros durmieron en camas que aún conservaban el olor de las familias francesas. El joven Culliford se dedicó a conciencia a las mujeres; por su parte, Kidd capturó sin dificultades dos buques mercantes que había en el puerto, recién llegados de Francia.
Al día siguiente, los ingleses descubrieron a un par de franceses perezosos que habían tratado de ocultarse en vez de huir, y, después de amenazarlos con indecibles sufrimientos, les sonsacaron que el gobernador y los habitantes franceses de la ciudad estaban escondidos con sus esclavos en un pequeño enclave situado a menos de veinte kilómetros de camino; ningún cañón protegía el lugar, ni había en él provisiones almacenadas.
El capitán Hewetson envió al gobernador una carta en la que le exigía que se rindiera; el francés replicó que contestaría antes de las doce del mediodía del día siguiente. Hewetson se dio cuenta de que el gobernador estaba empleando evasivas, especialmente cuando, ya avanzado el día siguiente, vio que seguía sin llegar ninguna respuesta. Kidd desembarcó, y él, Hewetson y los demás oficiales debatieron qué hacer; decidieron que era demasiado arriesgado hacer marchar a los hombres por senderos estrechos y tan alejados de los barcos, sobre todo teniendo en cuenta que los franceses habían enviado una piragua a la Martinica para conseguir ayuda.
Entonces, ordenaron a los hombres que transportaran a los barcos los bienes más preciados que hubiera cerca de la orilla y destruyeran todo lo demás. La mayoría de los cuatrocientos hombres se convirtió en una compañía de mudanzas y pasó los cuatro días siguientes acarreando objetos de valor de las casas a los muelles, desde donde se los transportaba al Blessed William y al Lion y se izaba el botín a bordo con eslinga y cuadernal. El resto de los hombres se dispersó por la isla y se dedicó a saquear las casas señoriales de las plantaciones de azúcar, para luego incendiar cincuenta ingenios azucareros aplicando antorchas a los campos de caña y al azúcar, que se convertían en gigantescos pasteles; el olor del azúcar quemado saturaba el aire. Los hombres que habían sido cazadores de vacuno en Isle à Vache y La Española se ofrecieron voluntarios para sacrificar el ganado, y fueron degollando a un animal aterrorizado tras otro hasta que algunos de aquellos corsarios quedaron literalmente empapados de sangre. Mataron dos mil caballos y vacas, ya que no había tiempo para llevárselos ni espacio de carga suficiente para transportarlos en el viaje de vuelta. Durante cuatro días, las fuerzas atacantes se hartaron de carne fresca de vacuno que asaban en las cocinas abandonadas por los franceses.
«Si bien no hemos logrado las ganancias que nos habría permitido hacer un contingente mayor —informaba el coronel Codrington—, hemos dañado suficientemente a nuestros Enemigos y en cierta medida hemos vengado las injurias que nos hicieron en St. Xtophers».
Entre las filas inglesas hubo tres muertos y dieciocho heridos, mientras que los franceses perdieron hasta veinte hombres y varias docenas más resultaron heridos.
El 5 de enero, Kidd, Culliford y los demás ya habían iniciado la travesía de vuelta a Antigua; Hewetson había mandado la mitad de su tripulación a bordo de uno de los buques franceses capturados, y aquellos hombres destinados a la presa, borrachos de vino francés, cayeron a sotavento. Aquel era el problema permanente de la navegación por el Caribe, donde soplaban de este a oeste unas brisas estupendamente estables (fuera de la estación de los huracanes): si uno perdía la marca de latitud, tenía que regresar dando bordadas. En aquel momento, el retraso de la presa de Hewetson pareció un problema sin importancia. En Antigua, Kidd, Culliford y otros cientos de hombres hicieron recuento del botín que habían obtenido legalmente y se dedicaron a divertirse.
Inesperadamente, en el puerto de Falmouth entró una corbeta, y un hombre corrió a la mansión del gobernador con malas noticias: después de atacar con éxito la diminuta isla de Saint Bart, un regimiento inglés de seiscientos hombres, procedente de Barbados y bajo el mando de sir Timothy Thornhill, había intentado tomar Saint Martin y ahora estaba bloqueado por el almirante DuCasse.
La campaña de Saint Bart, que había hecho bajar la guardia a Thornhill por su facilidad, había constituido un ejercicio del «caballeroso arte de la guerra»: Thornhill había arrollado a los franceses y les había exigido que se rindieran; cuando el gobernador rechazó los términos propuestos, Thornhill empezó a quemar casas, al mismo tiempo que amenazaba con que, pasados tres días, ya no daría cuartel a nadie; dos días después, el gobernador francés se rindió, y aquella noche Thornhill los invitó a él y a un fraile del lugar a una opípara cena. «El mayor-general [Thornhill] alegró al Fraile con rico vino de Madeira hasta tal punto —escribía un testigo—, que habló de la transubstanciación en un Latín tan fluido que acabó confundiéndose a sí mismo». Thornhill envió todo el botín y a todos los varones franceses de más de diez años a la isla inglesa de Nevis, al mismo tiempo que embarcaba a las mujeres y los niños rumbo a San Cristóbal, en manos de los franceses; sir Timothy también tuvo la amabilidad de permitir que el gobernador conservara algunos de sus negros, caballos, armas y atavíos, y los envió igualmente a San Cristóbal.
Thornhill esperaba repetir su éxito en Saint Martin —una preciada posesión sobresaliente por sus salinas naturales y su azúcar—, pero cuando llegó a la isla se llevó un grave disgusto. El astuto capitán DuCasse —de Le Hasardeux, armado con cuarenta cañones—, al frente de una flota formada por tres buques de guerra, un bergantín y una corbeta, bloqueó el contingente de seiscientos hombres de sir Timothy. La llegada de DuCasse obligó a dispersarse a la flotilla de pequeñas embarcaciones de transporte de sir Timothy. DuCasse disparó sus balas de cañón contra las tropas inglesas mientras las fuerzas francesas locales se reagrupaban y recuperaban el fuerte principal, situado en Marigot, inmovilizando a sir Timothy. Al día siguiente, presintiendo la victoria, el corsario DuCasse izó la «Bandera Ensangrentada», la enseña de color rojo sangre que significaba que no habría cuartel a menos que la rendición fuese inmediata. Los ingleses, después de mandar una embarcación en busca de ayuda, trataron de ganar tiempo con evasivas.
El coronel Codrington envió de inmediato a Saint Martin a Hewetson —en elLion y con solo media tripulación—, así como a Kidd —a bordo del Blessed William— y una de sus propias corbetas, con un contingente total de trescientos ochenta hombres. Los ingleses pretendían realizar la travesía en un solo día y llegar al alba para sorprender a los buques franceses agrupados en el puerto. Kidd ordenó que se largara todo el trapo, como también hizo Hewetson; sacaron todo el provecho posible del viento, pero aún les faltaba cerca de una legua para llegar a Saint Martin cuando el sol empezó a brillar en el horizonte. Los vigías de DuCasse estaban alerta, y la escuadra francesa levó anclas y zarpó al encuentro de los ingleses. Los franceses tenían casi el doble de potencia de fuego, mejores barcos y tripulaciones más experimentadas.
Sin embargo, y en un primer momento, los recién llegados ingleses tuvieron el viento a su favor; ambos bandos alinearon sus barcos en una formación tradicional de batalla. Cada uno de ellos se disponía a pasar frente al otro, como en un tiro al blanco, y a abrir fuego. (Hundir un buque de madera resultaba sorprendentemente difícil, a menos que varios disparos alcanzaran el costado cuando este se elevaba por encima de la línea de flotación; se apuntaba de modo que las balas desgarraran las velas, derribaran los palos y cayeran en puntos donde la lluvia de esquirlas acribillara a la tripulación.)
«DuCasse nos soltó astutamente una andanada antes de que pudiéramos disparar un solo cañón», relataba un «caballero» sin identificar que iba a bordo del barco de Hewetson. Cuando lograron una distancia de tiro menor, los ingleses devolvieron el cañoneo. Los tiradores de precisión de ambos buques trataban de liquidar tripulantes adversarios mientras cada fila de naves se deslizaba frente a la otra. DuCasse, a bordo de Le Hasardeux y con doscientos cincuenta hombres y cuarenta cañones, encabezaba la línea francesa; Hewetson, con su escasa tripulación de setenta y cinco hombres y los cuarenta cañones del Lion, guiaba a los ingleses. En aquel extraño ritual, todos los barcos pasaron unos frente a otros, con las cubiertas casi desiertas y los hombres que había bajo ellas cargando y volviendo a cargar febrilmente la artillería. Los buques viraron y formaron de nuevo la línea; esta vez, los bajeles franceses, que eran veleros más rápidos, ganaron el viento. Durante los angustiosos minutos que invirtieron en pasar, los dos bandos se bombardearon mutuamente, haciendo trizas velas y aparejos; el único inglés herido fue un tirador de precisión que, mientras levantaba el arma, recibió una bala de mosquete en el pulgar. Luego, los ingleses convocaron una reunión de capitanes; Hewetson estaba enfermo, con lo cual recayeron en Kidd mayores responsabilidades. Como los ingleses tenían menos potencia de fuego y además su tercer barco, la corbeta, era terriblemente lento y estaba desarmado, Kidd decidió que intentaría abordar a los franceses: era la opción más audaz, la opción del corsario. Los ingleses viraron ampliamente para tratar de ganar el viento, pero no lograron alcanzar un ángulo que les diera ventaja sobre los franceses; por tercera vez, los buques pasaron en fila disparándose mutuamente, y los franceses —proa al viento— colocaron un par de tiros certeros en el costado del Lion, y varios más en las velas y el aparejo.
Por cuarta vez, los ingleses trataron de ganar el viento, y en aquella ocasión lo lograron; Culliford y otros prepararon los arpeos y se colgaron las pistolas de los fajines. Sin embargo, en el último momento, los franceses se alejaron hacia el sur, rumbo a San Cristóbal, y rehuyeron el combate. Los barcos ingleses se apresuraron a acudir a la orilla para rescatar a sir Timothy y sus seiscientos hombres; las fuerzas terrestres francesas intentaron inmovilizar al mayor mediante una escaramuza, pero él se las arregló para empezar a embarcar en botes a algunos de sus hombres; en aquel momento, DuCasse apareció de nuevo en el horizonte, con su flota engrosada por otra nave, un gigantesco «guineano» —es decir, un buque negrero— provisto de más de treinta cañones.
Entonces, los franceses, tomando por completo el viento mientras regresaban, arremetieron contra los ingleses, que apenas tuvieron tiempo de escabullirse de la ratonera del puerto. Los ingleses vieron que los franceses avanzaban directamente hacia ellos como si quisieran abordarlos, ante lo cual decidieron ponerse a la capa y prepararse para el combate cuerpo a cuerpo. Los rudos marineros caribeños de Kidd preferían con diferencia el cuerpo a cuerpo al método de las líneas de batalla, caracterizado por la táctica, la distancia, el «apunten-fuego» y el recuento de heridos.
Se acercaba el momento de la confrontación: seis buques franceses contra tres ingleses carentes de suficiente tripulación; DuCasse contra Hewetson y Kidd; Culliford en cubierta, sable en mano y pistola en el fajín.
Sobre lo que sucedió a continuación, disponemos de un relato del propio DuCasse: «Propuse al gobernador que abordáramos su buque insignia… él alabó mi conducta y mi valentía… pero a la primera mención de la palabra abordage, un tropel de cincuenta civiles despreciables quedó petrificado y debido a ello resolvimos de ne pas jouer si gros jeux [no jugar tan fuerte, es decir, no correr semejante riesgo]».
Ambos bandos volvieron a disparar andanadas, y los franceses, que ahora estaban del lado de tierra, bombardearon también a sir Timothy, que se vio obligado a huir hacia el interior de la selva. Estaba anocheciendo, y Kidd, Hewetson y Perry conferenciaron una vez más reunidos en consejo y resolvieron dedicar la noche a realizar una amplia bordada para tener la absoluta seguridad de que al alba ganarían el viento; a medianoche, los marineros insomnes hicieron virar el barco.
De madrugada, mientras el sol empezaba a asomar sobre las olas, los ingleses avanzaron amenazantes contra los franceses, que de nuevo viraron para alejarse; una vez más, DuCasse había mostrado deseos de atacar, pero el general se había negado.
A toda prisa, los ingleses embarcaron a los hombres de sir Timothy sin sufrir una sola baja y huyeron; los barcos habían rescatado el principal contingente terrestre inglés que había en el Caribe. Posteriormente, el capitán Hewetson recordaría el ataque contra Marie Galante y Saint Martin: «[Kidd] estuvo conmigo en dos acciones contra los franceses, y luchó como yo nunca había visto luchar a un hombre».
Los buques regresaron a Antigua, cuyos habitantes organizaron un banquete en honor de Hewetson y Kidd. Brindaron con «limonada inglesa», una sabrosa combinación de vino de las islas Canarias, azúcar, zumo de limón, canela, nuez moscada, clavo y un poquito de esencia de ámbar gris.
Los capitanes disfrutaron del banquete y recibieron una recompensa en monedas de plata, pero, para los tripulantes de Kidd, el rescate de sir Timothy resultó más bien un negocio completamente improductivo: habían hecho la experiencia de un combate tradicional en formación de batalla que los había ofrecido al enemigo como blanco de prácticas, con escasas posibilidades de obtener botín alguno; sir Timothy les había dado las gracias, pero ni un céntimo.
Los corsarios de Kidd estaban descontentos; en una taberna, le propusieron entre susurros que todos ellos se dedicaran a la piratería, atacando barcos y ciudades franceses y españoles: según decían, aquel magnífico buque, el Blessed William, se estaba desaprovechando en tonterías patrióticas. Kidd rechazó la propuesta.
Una semana más tarde, la noche del 2 de febrero, cuando Kidd estaba en tierra, su tripulación, encabezada por Robert Culliford, William Mason y Samuel Burgess, robó el Blessed William del puerto de Falmouth, en Antigua, y huyó dejando plantado al capitán Kidd. A bordo iba el botín de dos mil libras de Kidd, así como una amplia provisión de armas y municiones. Codrington se lamentaba de que la pérdida no podía haberse producido en peor momento: «La mayoría de los tripulantes eran anteriormente piratas —explicaba— y supongo que su antigua ocupación les gustaba más que cualquiera que pudieran tener aquí».
Ochenta hombres se fueron a bordo del buque robado; entre ellos estaba el veterano John Brown (a quien posteriormente Kidd permitiría enrolarse en el Adventure Galley); cuando más adelante le preguntaron por qué se habían fugado con el Blessed William, Brown respondió: «Estábamos molestos por la mala conducta del capitán Kidd respecto a nosotros» (por lo menos, eso fue lo que trasladó al papel el educado escribano). El contundente Hewetson tenía una visión distinta de lo que los hombres percibían como mala conducta: «Sus hombres querían dedicarse a la piratería, él se negó y sus hombres se apoderaron del barco».
Sin lugar a dudas, Kidd, a sus treinta y seis años, y Culliford, a sus veintitrés, se hallaban en la encrucijada de sus vidas: Culliford eligió la piratería; Kidd, la respetabilidad. Sus caminos volverían a cruzarse: el pirata y el cazador de piratas.

Capítulo 5
Vocaciones: el pirata Culliford

Para los piratas, Nueva España era una presa que les ofrecía la Divina Providencia: vivían para saquearla.
HUBERT DESCHAMPS

El gobernador Codrington esperaba que los piratas pondrían proa al norte, rumbo al refugio de contrabandistas de Saint Thomas, una isla danesa. Por el contrario, Robert Culliford y los amotinados del Blessed William se dirigieron al sur, hacia el interior del mar de las Antillas. Al mando del buque robado se hallaba ahora William Mason, mientras que Samuel Burgess era el timonel; por su parte, Robert Culliford era uno de esos ladronzuelos jóvenes y prometedores de quienes todo el mundo esperaba grandes cosas, y también era, a todas luces, el preferido del capitán. El plan de la tripulación consistía en robar suficiente dinero o comida para avituallar el barco y emprender una travesía de piratería hacia el mar Rojo. Por consiguiente, los hombres, ansiosos por entregarse al pillaje, acudieron a la alcancía que era Nueva España, sabedores de que los hidalgos en decadencia no podían proteger su extenso imperio.
De un pequeño bajel de cabotaje español de una sola cubierta, los hombres se proveyeron de pescado, aves y maíz, y también se llevaron cuarenta piezas de a ocho; luego dejaron que la embarcación se fuera. Tras aquel aperitivo, los piratas navegaron hacia el nordeste y apresaron una barcalonga española, «de la cual se llevaron 400 piezas de a ocho y varias cajas de dulces por valor de unas 30 libras, y ocho negros», así como montones de ropa (a los piratas, según se desprende de numerosas descripciones, les encantaba robar ropa y a menudo obligaban a sus víctimas a desnudarse).
Por lo que se refiere a los «ocho negros», si bien es cierto que a veces los piratas permitían que los esclavos que ya habían sido liberados sirvieran como tripulantes en pie de igualdad con los demás, en su mayoría no eran «grandes emancipadores»:[15] sencillamente, un esclavo —que valía diez onzas de oro— era una mercancía demasiado valiosa para liberarlo despreocupadamente. Culliford y los demás trataron a aquellos ocho cautivos de origen africano como un botín, como objetos que se podían vender.
Para apresar aquellos barcos, no dispararon un solo tiro: se limitaron a alzar las espadas al sol y a gritar juramentos sanguinarios para asustar a su presa —numéricamente inferior— y obligarla a someterse.
A continuación, los piratas, siguiendo la mejor tradición de los bucaneros que realizaban incursiones en el mar de las Antillas, decidieron llevar el terror a un objetivo terrestre, una pequeña isla española que estaba a sesenta leguas de Barbados. Anclaron justo al sur del puerto principal y enviaron a tierra en botes a sus hombres armados, que atacaron la ciudad por sorpresa y capturaron a docenas de hombres, mujeres y niños. Los piratas —Robert Culliford, William Mason y Samuel Burgess— exigieron un rescate a cambio de devolver los rehenes e irse; cuando vieron que no se respondía con suficiente rapidez a sus demandas, empezaron a incendiar casas para acelerar las negociaciones, y los españoles del lugar les entregaron más de cien sacos de semillas de cacao y dulces, valorados en dos mil piezas de a ocho.
Ahora, los piratas tenían que vender el cargamento robado, para lo cual pusieron rumbo a Nueva York, el puerto de partida de varios de los tripulantes, entre ellos el timonel, Samuel Burgess.
Como arribaron a la ciudad en mayo, no tuvieron ninguna dificultad para encontrar comerciantes que adquirieran los bienes que habían robado. Vendieron a los ocho esclavos negros por veinte libras cada uno —un precio ligeramente inferior al del mercado—, lo cual les reportó una suma que les permitió comprar más de doscientos setenta litros de ron.
Posteriormente, Culliford comentaría que lo habían vendido todo a excepción de la ropa, que se dividieron a partes iguales. De ello se deduce que debieron pasear por Wall Street llevando algún vistoso traje español de seda, una camisa de volantes y un fajín; para impresionar a las camareras, aquellos hombres que habitualmente iban descalzos se balanceaban sobre zapatos de hebilla de plata que no les ajustaban debidamente.
Cuando los piratas del Blessed William tocaron puerto en Nueva York, encontraron la ciudad sumida en la mayor de las confusiones: el gobernador católico había huido al asumir el trono de Inglaterra el holandés Guillermo, a fines de 1688; entonces, un comerciante bravucón de origen alemán, Jacob Leisler, que no sentía ningún cariño por los súbditos ingleses más ricos de la ciudad, había ocupado el poder en nombre de la causa protestante y del rey Guillermo (la discusión acerca de si eran legítimas las pretensiones de mando de Leisler —basadas en una carta de destinatario incierto recibida de la Corona y en unos poderes otorgados por un consejo adecuadamente seleccionado— se prolongaría en los tribunales hasta casi una década después de su muerte).
Jacob Leisler, convencido de que Dios estaba de su parte, dio la bienvenida al buque pirata. Un abogado, Thomas Newton, acusó a Leisler de haber contratado al «pirata de las Indias Occidentales» (es decir, al Blessed William) pretendidamente para defender Nueva York, pero en realidad para poder escapar en el barco en cualquier momento en que llegara un gobernador legítimo. «Ha llevado todas las reservas de los mercaderes a bordo del buque pirata sin darles siquiera un recibo».
Los piratas, bendecidos por la aprobación del gobernador en funciones, se dedicaron a pavonearse por las callejuelas; en Petticoat Lane, había gran movimiento de enaguas, y los piratas compraban alcohol en alguna de las más de cien casas particulares holandesas, que hacían las veces de tabernas informales.
Jacob Leisler concedió una patente de corso al capitán Mason del Blessed William, aquel barco apresado a los españoles por corsarios franceses, luego sustraído a los franceses por patriotas ingleses y a continuación robado por piratas a los ingleses. Leisler autorizó a Mason a navegar con otros dos buques para atacar a los franceses a lo largo del litoral atlántico al norte de Massachusetts; como sagaz comerciante que era, Leisler también invirtió en la empresa.
En el vivificante ambiente de fines de primavera de aquel mes de mayo, Culliford iba en cubierta del Blessed William mientras este zarpaba de Nueva York rumbo al norte, navegaba a lo largo del canal de Long Island —una ruta más segura que otras—, salía luego a mar abierto para doblar Cape Cod y seguidamente volvía a remontar la costa en dirección a Port Royal (la moderna Annapolis Royal). Aproximadamente un mes antes, una flota procedente de Boston había conquistado aquella colonia francesa de toda la vida y había obtenido un modesto rescate de sus habitantes; se suponía que la ciudad así conquistada, provista de un recibo válido por el rescate que había pagado, se hallaba en situación segura, pero los atacantes neoyorquinos argüyeron oportunamente que Port Royal había roto el acuerdo del rescate al cambiar de jefes militares.
El Blessed William y los otros dos buques corsarios entraron en Port Royal y los centenares de hombres que transportaban empezaron por saquear el lugar para luego devastarlo, siguiendo la tradición del incendio de la ciudad de Panamá por parte de Henry Morgan. «El barco de guerra de Leisler causó desolación en aquel lugar», escribía un comerciante de Boston. A diferencia del gobernador Codrington en el Caribe, Leisler no había exigido que a bordo de los barcos se leyera en voz alta el código militar, con lo cual los marineros se desbocaron por completo y se dedicaron a violar, incendiar y abrirse paso a mandobles de casa en casa, en busca de joyas ocultas. La orgía de violencia se vio alimentada aún más cuando los hombres capturaron un enorme suministro de vino y coñac franceses. Los corsarios cargaron con todo el botín que pudieron transportar.
Después de aquel divertido saqueo, la pequeña flotilla navegó rumbo al norte, y el 1 de agosto llegó a la Île de Perce. Allí sorprendieron anclados dos buques que acababan de llegar de Francia: la fragata L’Espérance y el pesquero Saint Viene. Los corsarios acorralaron las naves y obligaron a la asustada tripulación a dispersarse por la costa; luego, asolaron el puerto, destrozando ocho pequeñas balandras de pesca y también las instalaciones para el secado de las capturas de aquella temporada. Se apoderaron de una vela de repuesto y cargaron con todo el pescado que fueron capaces de acarrear; luego, echaron a perder el resto orinando y defecando sobre los montones en que estaba reunido, con lo cual destruyeron el producto del arduo trabajo de toda una temporada. Incendiaron el pueblo pesquero y, después de hacerlo, se fueron llevándose consigo los dos barcos franceses.
Los corsarios rebautizaron L’Espérance —que transportaba veinte toneladas de sal y siete y media de pescado— con el nombre de Horne Frigate, y otorgaron el mando a Robert Culliford, que a la sazón contaba veinticuatro años: por primera vez, era el «capitán Culliford».
Mientras navegaba hacia el sur, aquella flota de matones capturó más barcos franceses, elevando a ocho el número de capturas, algunas de las cuales eran pequeñas urcas. El capitán Mason convenció a los hombres de que tomaran el botín de Port Royal —el vino, el coñac y las pieles que constituían lo fundamental de sus ganancias— y lo cargaran en dos queches que habían capturado; luego, Mason envió las dos embarcaciones a Nueva York. Una razón que probablemente explica por qué se despachó aquel botín tan pronto y con tan escasa protección es que los hombres se estaban bebiendo todo lo que habían obtenido; lo hacían al estilo de los piratas: cortando los cuellos de las botellas y llenando sombreros con el contenido de las barricas de coñac.
A mediados de agosto, y mientras se dirigía hacia el sur, la flotilla corsaria neoyorquina decidió hacer escala en Boston, antes de doblar Cape Cod. Fue allí donde supieron que tres naves corsarias francesas, que habían estado saqueando Martha’s Vineyard, habían tropezado frente al extremo oriental de Long Island con los dos queches cargados con su botín y los habían recuperado para los franceses.
El desastre indujo a aquellos piratas-patriotas a ahogar en alcohol su decepción en las tabernas de Boston; sus juramentos resonaban con demasiada fuerza en la vieja ciudad portuaria puritana; sus canciones procaces tenían una nota de acritud:
Unos cuantos menestrales se juntaron un buen día,
Con el ron-ti-don, tripa-ti don laró,
Y emplearon su destreza en una cosa divina,
Con el lío-ti-di, lío-ti dío diró.
El primero, un Carpintero, pensó que allí bien estaba,
Con el ron-ti-don, tripa-ti don laró,
Con un hacha hermosa y grande abrir una buena raja,
Con el lío-ti di, lío-ti dío diró.
Luego, osado y corpulento, se presentó un Peletero,
Con el ron-ti-don, tripa-ti don laró,
Y la cubrió por encima con una piel de conejo,
Con el lío ti di, lío-ti dío diró.
El pescadero después…
No se conservan los expedientes judiciales de agosto de 1690, pero es probable que a Culliford y otros les tocara vérselas con el cepo por blasfemia o embriaguez, mientras los ciudadanos decentes los increpaban. «El Gobernador de Boston y algunos de los principales de la ciudad —se lamentaba el capitán Mason—, han prendido a mis hombres cuando se ocupaban de sus negocios legales y [los] retienen en prisión».
Al cabo de una semana interminable, los piratas huyeron de los puritanos. La flota regresó a Nueva York, donde un tribunal del Vicealmirantazgo, nombrado por el gobernador Leisler, declaró cinco de los seis buques franceses presas de guerra legítimas.
En la subasta realizada en una taberna portuaria cargada de humo, los comerciantes neoyorquinos ofrecieron dos mil libras por los barcos y su cargamento, compuesto principalmente de sal, pescado y unos escasos centenares de pieles. Después de deducir los gastos de alimentación, pólvora y otros conceptos, los capitanes hicieron el cómputo de los beneficios por individuo, que resultaron ser bastante decepcionantes. El reparto adquirió un cariz borrascoso: varios hombres se quejaron de que no se les daba una porción completa; un capitán replicó asegurando que algunos no se merecían paga alguna: Louis DuBois «era un buen hombre en tierra pero no tiene nada de marinero [y]… su arma no era útil para el servicio»; Pieter Cavellier «dijo que preferiría que le dispararan antes que seguir a bordo»; en cuanto a Cornelis Gelderse, «su arma estaba obstruida por una bala a medio camino… y falló en varias ocasiones».
Aquellos piratas que habían subido desde el Caribe en el antiguo barco de Kidd se sentían frustrados y estaban impacientes por dejar Nueva York en busca de aguas más cálidas y presas más jugosas. Ya estaban hartos de aquel trabajo gubernamental mal pagado, y se disponían a atacar el océano Índico.
Mason, Culliford y los demás decidieron deshacerse delBlessed William y trasladarse a la presa francesa que les quedaba, L’Union, procedente de La Rochelle. Pasaron los meses de octubre y noviembre en Nueva York dedicados a la preparación de aquel hermoso buque de doscientas toneladas, rascando el casco, añadiéndole cañones y haciendo acopio de alcohol y bizcocho. Rebautizaron el barco con el nombre de Jacob, en honor del gobernador en funciones, que les otorgó una nueva patente.
Con una tripulación de unos ochenta y cinco hombres, el Jacob zarpó de Nueva York a principios de diciembre de 1690, y navegó al norte por la Puerta del Infierno[16] para dirigirse hacia Rhode Island por el canal de Long Island. El capitán volvía a ser William Mason, el responsable de la tripulación era Samuel Burgess y, en aquella ocasión, el timonel del capitán era Robert Culliford. En Rhode Island, se sumó a la tripulación el veterano lobo de mar James Gilliam. Justo después de Navidad, el Jacob se internó en el Atlántico, e inmediatamente se convirtió en pirata, tras votar a favor de capturar barcos de todos los países.
Al cabo de menos de una semana, apresaron un bajel holandés, y luego uno portugués. Culliford, aquel muchacho prometedor que había hecho su aprendizaje en el Caribe, iba ya en camino de convertirse en capitán del barco pirata más mortífero de las Indias.

Capítulo 6
Vocaciones:… y el héroe de guerra Kidd

Después de que, en febrero de 1690, en el puerto de Falmouth, en Antigua, le robaran ante sus propias narices el Blessed William, Kidd se había encontrado repentinamente inmovilizado en tierra, sin barco y sin empleo. Decidió quedarse en el Caribe, y pronto el gobernador Codrington lo contrató para mandar alguno de los buques corsarios que luchaban en la guerra que se desarrollaba contra Francia. En el curso de la contienda, Kidd prestó tan grandes servicios al gobernador, que, ya avanzado el año 1690, Codrington lo recompensó entregándole un buque francés de dieciséis cañones que se había capturado; lo rebautizaron con el nombre de Antigua.
Kidd oyó rumores de que su Blessed William estaba en Nueva York al servicio del gobernador Leisler y que piratas como Culliford se paseaban tranquilamente por las calles de la ciudad. Por lo tanto, ahora que volvía a disponer de su propio barco (y la Armada Real había llegado por fin para encargarse de la defensa inglesa del Caribe), Kidd optó por dirigirse al norte, hacia Nueva York; arribó a puerto en febrero de 1691, con lo cual Culliford se le escapó por dos meses.
Al cabo de pocos días de desembarcar, Kidd ya estaba asqueado de oír historias acerca del modo en que los amotinados del Blessed William habían malgastado el dinero de su excapitán en prostitutas y bebida. Se enteró enseguida de que Leisler había dado la bienvenida a su antigua y rebelde tripulación, y que incluso les había otorgado patentes de corso. Kidd se enfureció con Leisler; su oportunidad de vengarse del gobernador en funciones llegaría con una prontitud sorprendente, ya que la confusión que rodeaba el gobierno de Nueva York estaba llegando al punto de ebullición.
El recién nombrado gobernador, Richard Sloughter, a quien el viento había desviado de su rumbo y había llevado a las Bermudas, se encaminaba por fin a la ciudad; de hecho, ya habían llegado las tropas que lo apoyaban: el jefe de aquel contingente, el coronel Ingoldsby, llevaba dos meses exigiendo a Leisler que renunciara.
Las actuaciones políticas de Leisler estaban dividiendo la ciudad como si la golpeara un hacha: premió a sus partidarios holandeses de clase trabajadora tomando juramento a un carpintero como sheriff y a un albañil como alguacil; cuando ciertos comerciantes pudientes se negaron a pagar el impuesto de guerra de un 4 por ciento que les exigía el gobernador, este encarceló a algunos de ellos y humilló a otros: «Al coronel Bayard lo pasearon alrededor de los muros del fuerte [encadenado] en una silla para aterrorizar a la gente —escribía un abogado—, y todo ello por ningún delito que no fuera hablar en contra de Leisler, lo cual él declara que es alta traición». Aquellos ingleses con tanta conciencia de la clase a la que pertenecían se quejaron a Londres, forzando los términos para vilipendiarlo: «Ese imbécil presuntuoso, brutal e incorregible de Leisler —escribía uno de ellos—, es aquí el déspota al que apoya el vulgo… no cabe duda de que fuera del infierno no se ha reunido jamás semejante hatajo de granujas ignorantes, alborotadores, falsos, maliciosos, impúdicos, insolentes e impertinentes».
Leisler siguió negándose a ceder el poder al coronel Ingoldsby, con lo cual Nueva York —aquel laberinto de callejuelas de un tercio de kilómetro cuadrado rodeado por una muralla tambaleante— se convirtió en una ciudad ocupada por dos fuerzas opuestas, cada una de las cuales aseguraba representar al gobierno inglés; era una situación patética y absurda, como si se tratara de una pelea de bravucones de patio de escuela incapaces de vencer al adversario. Las fuerzas de Leisler estaban refugiadas en el interior de Fort William, mientras que las tropas inglesas que representaban al nuevo gobernador se hallaban acuarteladas en el deteriorado edificio municipal y en casas particulares.
La tensión entre ambos bandos, que recibían los sobrenombres respectivos de «negros» y «blancos», estaba desgarrando la ciudad y socavando la defensa frente a la invasión francesa.
La noche del 15 de marzo de 1691, los soldados ingleses, bajo el mando del coronel Ingoldsby, rodearon el fuerte tratando de provocar a los hombres de Leisler para que pasaran a la acción. El yerno de Leisler, un demagogo llamado Jacob Milbourne, publicó declaraciones en holandés asegurando que las tropas inglesas conspiraban con simpatizantes del catolicismo para derrocar al rey y la reina protestantes. Los hombres de Leisler abrieron fuego desde el blocao anexo al fuerte y mataron a «Josiah Browne, viejo soldado, y un negro» e hirieron a otros diecisiete hombres; también se acusó a Leisler de disparar con la artillería balas al rojo vivo con el fin de incendiar algunas partes de la ciudad.
En aquel momento, solo había en el puerto un buque poderosamente armado, y era el Antigua del capitán Kidd. Un destacado grupo de comerciantes acaudalados se dirigió a él para que los ayudara a derrocar a Leisler y dejar vía libre al gobernador real legalmente designado.
Ansioso por lograr un empleo respetable de quienes se contaban entre los hombres más poderosos de la Norteamérica colonial, Kidd aceptó, y el gobierno en el exilio (es decir, los ricos mercaderes) le proporcionó noventa kilos de pólvora; él ya tenía las balas. El plan que habían trazado requería que Kidd bombardeara el blocao situado justo en el exterior del fuerte.
A fines de marzo, el clima de Nueva York puede ser muy impredecible: se desató una tormenta, y las gruesas gotas de lluvia se convirtieron en nieve húmeda que cubrió de fango la ciudad. Kidd y su aterida tripulación colocaron el Antigua en posición en el interior del puerto, con la artillería apuntando al blocao. La tempestad arreció e hizo que el buque se balanceara, y Kidd, pragmático como siempre, decidió no arriesgarse a disparar teniendo casas particulares tan cerca del blanco; como una presencia amenazadora, se dedicó a esperar mientras los copos de nieve cubrían sus negros cañones. Mientras la tormenta seguía bramando, Leisler, desde el fuerte, dio órdenes de que el blocao exterior se rindiera y no se enfrentara a Kidd.
Dos días después, el 19 de marzo de 1691, llegó por fin el gobernador Sloughter; aun entonces, los vientos contrarios impidieron que su barco, el HMS Archangel, entrara en el puerto de Nueva York, pero Kidd navegó un trecho con el viento a favor y luego transportó personalmente a tierra al nuevo gobernador, llevándolo a remo en su pinaza.
Sloughter leyó su nombramiento y exigió tres veces que el fuerte se rindiera. Leisler evitó responder directamente y envió mensajeros; el nuevo gobernador los detuvo, y Kidd, irritado por la falta de respeto ante el mandatario recién llegado, maldijo y le dio una paliza a uno de ellos (los oscuros orígenes de Kidd afloraban de vez en cuando). Las tropas inglesas, bajo el mando de Ingoldsby, se agolparon ante el fuerte. El nuevo gobernador ordenó a Kidd que doblara el extremo de Manhattan y apuntara los cañones a la parte trasera del fuerte; con Kidd a sus espaldas, Leisler accedió finalmente a rendirse.
Para la pequeña comunidad inglesa, el capitán Kidd se convirtió en un héroe de guerra, a pesar de que en ningún momento había tenido que disparar su artillería; cuando Leisler se quejó de él calificándolo de «corsario blasfemo», no hizo sino dar más lustre a su figura.
Los enemigos de Leisler llevaban meses soñando con aquel momento. El depuesto gobernador le contó a un pastor protestante holandés «que le escupieron en la cara, y que le robaron la peluca, la espada y el fajín, y una parte de la ropa que le habían arrancado, y que lo maltrataron como Furias rabiosas, poniéndole grillos en las piernas y arrojándolo a un oscuro agujero subterráneo maloliente y lleno de porquería». Habían trasladado a Leisler de la mansión del gobernador al retrete del fuerte.
El derrocamiento del tirano populista dio lugar a una vertiginosa serie de celebraciones entre los opulentos comerciantes ingleses; en las mansiones que bordeaban el río, los oponentes a Leisler brindaban por su victoria y tramaban el desquite. A diferencia de sus austeros vecinos holandeses, los ingleses acomodados eran conocidos por sus indumentarias ostentosas: se vestían con casacas de seda con botones enjoyados, grandes pelucas y puños de encaje. En la ciudad desgarrada por la guerra, todos querían aparentar más que los demás para impresionar al nuevo gobernador, y se esforzaban por servirle manjares exquisitos. Las criadas embutían a las esposas de los mercaderes en vestidos de seda y raso, de talle ceñido, colores brillantes y largos hasta los pies; cualquier mujer que estuviera al corriente de la última moda londinense llevaba un polisón abombado que le hinchaba la parte trasera de los vestidos de múltiples enaguas; por delante, era de rigor un ligero escote.
En una de aquellas fiestas de 1691, el capitán Kidd —aquel rudo capitán de marina escocés de treinta y siete años— conoció a Sarah Bradley Cox Oort, una hermosa mujer de veintiún años que era la viuda más cotizada de la ciudad: quienquiera que se casara con ella se convertiría al instante en uno de los hombres más ricos y poderosos de Nueva York. Ya había enterrado a dos maridos, y quedó seducida por Kidd, un hombre que rezumaba fuerza física y a quien no le faltaba confianza en sí mismo.
Sarah, nacida en Inglaterra hacia 1670, era hija del coronel Samuel Bradley padre, un oficial retirado, un tanto beodo y empobrecido, que vivía en Nueva York con su joven hija y dos hijos menores que ella, Henry y Samuel hijo (en ninguna parte se menciona que la madre siguiera viva).
Corría 1685 cuando, de entre todas las jóvenes casaderas de la ciudad, William Cox —un comerciante de harina muy rico, ya entrado en años y con propiedades por toda la ciudad— eligió a Sarah, que a la sazón contaba quince años; no se puede evitar dar por supuesto que era muy atractiva. A todas luces, fue un matrimonio de conveniencia, pero lo extraño del caso es que fue como si Cox se casara con toda la familia: en su testamento, redactado el 15 de julio de 1689, Cox, aparte de algunos legados menores, dejaba la mitad de sus bienes a Sarah y la otra mitad al joven hermano de su esposa, Samuel; también legaba la casa solariega de Pearl Street a Sarah y la que ocupaba en aquel entonces en Wall Street a Samuel; asimismo, dejaba quince hectáreas de terreno de Saw Mill Creek, en New Haarlem (una zona que corresponde a la confluencia de las actuales calles 73 y 74 con el East River), al hermano más pequeño de Sarah, Henry Bradley; además, perdonaba al padre de Sarah, el coronel, las deudas acumuladas a lo largo de años de préstamos de grandes cantidades de dinero para gastos personales. El testamento de Cox da por supuesto que él y Sarah no tendrán hijos —puesto que no hace mención alguna de la descendencia de ambos —, mientras que establece claramente que se bonifique al hermano de su esposa, Samuel, por tener un hijo y apellidarlo Cox Bradley.
Era frecuente que los maridos de aquellos tiempos murieran de viruela o de un tiro, pero William Cox murió de un modo bastante insólito, mientras la gente reía: «Con el fin de mostrar sus exquisitas ropas el Sr. Cox resolvió ir a Amboy [en East Jersey] a proclamar al Rey»[17], escribía el malicioso redactor de una carta. Cox tropezó mientras trepaba para salir de una canoa que lo transportaba a un barco de mayores dimensiones, frente a Staten Island: «Cayó resbalando entre la canoa y el barco sin que el agua le llegara más arriba de la barbilla, pero era muy fangosa, y él se sumergió muy aprisa mientras luchaba por salir, y como zambullía la cabeza tragó demasiada agua». El escritor no puede evitar indicar: «Ha quedado una viuda bien rica».
Lo que no sabía el autor de la carta —ni nadie en aquel momento— era que el gobierno que a la sazón regía Nueva York, bajo el mando de Jacob Leisler, inmovilizaría durante años las propiedades de Cox: como Tántalo[18], y por obra de los secuaces de Leisler, Sarah Bradley y su familia fueron autorizados a vivir en las hermosas casas de Cox, pero no a tocar ni una pizca de su dinero ni de sus bienes (irónicamente, Leisler era vecino de Sarah Bradley Cox: un callejón de un metro escaso de anchura separaba las dos casas).
Los auditores estimaron el valor de las riquezas de Cox, que podían transformar mágicamente la situación de la familia Bradley, en la asombrosa cifra de mil novecientas libras, y ello en una época en que la mayoría de la población de la Inglaterra rural ganaba menos de diez al año; además, aquella suma no incluía media docena de propiedades inmobiliarias. El inmenso inventario de Cox relaciona toda suerte de bienes, desde más de dos mil litros de ron hasta 273 medios barriles[19] de harina, veinte metros de algodón rojo, caballos, «un Negro de nombre “Titus” (30 libras), una Negra de nombre “Moll” (25 libras), un caballo gris y uno bayo (11 libras)», setenta y cinco pequeñas deudas personales contraídas con él y participaciones en travesías marítimas; es decir, un pico nada despreciable. El simple hecho de oír la lectura de la lista debió enfurecer a Sarah; su padre, el coronel, estaba demasiado hundido para luchar en los tribunales, y sus dos hermanos eran menores de edad.
Por lo tanto, hizo lo que habría hecho cualquier otra joven de la época: buscar otro marido. Por desgracia, eligió a un comerciante holandés llamado John Oort, que daba claras muestras de ser un cazadotes. Al año siguiente, cuando el hombre murió de repente —justo antes de la llegada de Kidd a la ciudad—, estaba enormemente endeudado con varios comerciantes, y de sus bienes también tenía que salir una pensión para tres viudas distintas, a razón de seis libras por cabeza, una cantidad que permitía a una persona vivir arregladamente, pero no emprender ninguna clase de empresa comercial. Además, Oort, durante su breve matrimonio con la heredera, había fracasado por completo en sus batallas legales en nombre de Sarah (los albaceas de las propiedades de Cox, compinches de Leisler, habían exigido a Oort una fianza de cinco mil libras que no pudo satisfacer).
Así pues, ahora, en 1691, al otro lado de la sala donde se celebraba una de aquellas celebraciones de la caída de Leisler, estaba el capitán Kidd. A la luz de las velas y del aceite de ballena, ofrecía una gallarda estampa: alto, bien vestido y vivaz, uno de los héroes del momento. Su locuaz agudeza estaba aliñada con un deje escocés; su bulliciosidad aumentaba trago a trago.
A lo largo de los dos meses que siguieron, Kidd asedió a la hermosa viuda. En aquella época, uno de los paseos preferidos para los noviazgos consistía en salir por la puerta terrestre de Wall Street en dirección a Lover’s Lane, a tiro de piedra de Maiden Lane. Una excursión perfecta para la pareja debía ser dar un paseo en carruaje por Wagon Way —como todavía se llamaba a veces a Broadway— para visitar al padre de Sarah en la propiedad de los Bradley, en Saw Mill Creek (la actual calle 73). Podían caminar entre los «pastos, agua, caminos, sotobosques, árboles, etc.» enumerados en las escrituras y, de camino a casa, detenerse en el jardín de las delicias de Clapp, donde el menú ofrecía: «Una Sopa Excelente — Judías con tocino — Cordero asado y Ensalada — guisantes nuevos — pollo asado, y postres: cuajada & Nata, o cerezas, o un plato de moras y Pasas de Corinto».
Para Kidd, las perspectivas de que Sarah lo aceptara mejoraron cuando ella vio el modo en que lo trataban el nuevo gobernador y el Consejo Municipal, que enviaron una recomendación a la Asamblea para que lo recompensara; posteriormente, fue el voluntario que recibió la prima más cuantiosa: ciento cincuenta libras, suficientes para comprar una buena finca con tierra y casa en Manhattan.
Además, aquella consideración incluso trascendió lo bastante como para salvarlo de los abusos de la Armada Real, lo cual no era poca cosa: el 24 de marzo, pocos días después de la captura de Leisler, el capitán del buque de la marina de guerra HMS Archangel se llevó a la fuerza a algunos de los mejores marineros del capitán Kidd, pero el Consejo Municipal ordenó de inmediato que se le devolvieran los hombres.
Por otra parte, desde el punto de vista financiero, Kidd estaba en una situación mucho mejor que la del último marido de Sarah, y tenía su propio barco corsario.
Ahora que Kidd formaba parte de su círculo íntimo, también los astutos comerciantes ingleses encontraron un modo de premiarlo por su tarea en la guerra, con una recompensa que a ellos no les costaba nada y que resultaba —desde su punto de vista— seductoramente vengativa. El 27 de marzo, los comerciantes alentaron a Kidd a presentar una reclamación ante el tribunal de presas marítimas por un barco francés que sus antiguos subordinados, Mason y Culliford, habían capturado medio año antes en Canadá y que uno de los compinches de Leisler había adquirido por quinientas libras en una subasta. La lógica de la demanda consistía en que, dado que Leisler no era un gobernador legal, su tribunal del Vicealmirantazgo tampoco lo era, y por lo tanto debían anularse sus decisiones, incluyendo la venta de aquella presa, para permitir que otras personas la reclamaran (llámeselo, si se quiere, justicia cósmica: de hecho, fue el antiguo barco de Kidd, el Blessed William, el que realizó la captura). Kidd recibió otras doscientas cincuenta libras.
A medida que Kidd fue hallando aceptación y recompensas monetarias en Nueva York, su relación amorosa y su noviazgo con Sarah avanzaron con rapidez. No existe ninguna colección de cartas que permita calibrar su amor —Kidd era un escritor de cartas de lo más perezoso y Sarah era analfabeta, apenas capaz de garabatear un torpe «SK» en los documentos legales—, pero sí hay pistas sólidas al respecto: por las acciones posteriores de Kidd —que trató con todas sus fuerzas de no quedar estigmatizado como pirata a ojos de su esposa y le envió su última moneda de oro—, resulta claro que quería con pasión a Sarah, y parece que ella correspondía a su amor, ya que permaneció firme al lado de William a lo largo de sus desventuras.
Cuando Sarah accedió a casarse con él, ninguno de los dos sabía que el día de su boda estaría teñido de sangre.
Los comerciantes pudientes querían vengarse de Leisler, un deseo que compartía Sarah Bradley Cox Oort, cuya herencia había quedado inmovilizada por los malos manejos de su gobierno. Un jurado de consulta reunido a toda prisa y formado por ciudadanos prominentes —que precisamente resultaban ser enemigos de Leisler— decidió acusar formalmente de asesinato y traición a cinco hombres, entre ellos Jacob Leisler y su yerno, el panfletista Jacob Milbourne. El cargo de asesinato —que se les imputaba a todos— procedía del momento en que un seguidor de Leisler, llamado Abraham Governeur, había matado de un disparo al soldado inglés Josiah Brown en Stone Street, con una bala de pistola que abrió un orificio de dos centímetros y medio de ancho y veinticinco de profundidad en el pecho de la víctima. Además, también se les imputó el cargo de traición —más grave todavía—, acusándolos de promover la guerra contra la Corona «instigados por el diablo… [actuando como] Traidores, Rebeldes y Enemigos, llenos de falsedad, de nuestros mencionados Señor y Señora el Rey y la Reina».
Ahora, el capitán Kidd disponía de una oportunidad inmejorable para observar lo que ocurría cuando dos hombres se negaban a declarar ante un tribunal inglés. Tanto Leisler como Milbourne, en lugar de confesarse culpables o negar la acusación, exigieron que se esperara a aclarar si el rey y el Parlamento reconocían a Leisler como gobernador con poderes legítimos. Aquella aprobación, que tardaría meses en cruzar el Atlántico, invalidaría con toda claridad cualquier cargo de traición, pero el juez, Joseph Dudley, denegó la solicitud de aplazamiento.
Kidd contempló el modo en que el nuevo fiscal general, Thomas Newton, sostenía en una atestada sala de vistas que, según la ley inglesa, la negativa a declarar equivalía a una confesión de culpabilidad o, por decirlo en sus propias palabras, que «el que no se somete al Interrogatorio de bono et male debe tener la misma consideración que si lo hubiera declarado culpable el veredicto de 12 hombres». (Al año siguiente, Newton actuó como fiscal del rey en los juicios por brujería de Salem; en aquel caso, el tribunal, enfrentado al mismo problema, lo abordó de otro modo: los funcionarios judiciales trataron de obtener una declaración del presunto brujo que contaba ochenta y dos años, Gilles Correy, mediante «presiones», hasta que, al llegar a los ciento treinta y cinco kilos, mataron al anciano por aplastamiento.)
En el caso que nos ocupa, se advirtió por lo menos cuatro veces a los dos principales acusados, Leisler y Milbourne, de las funestas consecuencias de no declarar; Kidd vio lo que sucedió, y conservó en la memoria la dura lección.
El juez Joseph Dudley pronunció sentencia por traición contra Leisler y Milbourne el 17 de abril: «que se los Lleve al lugar de Donde han venido y desde allí al lugar de Ejecución, que allí se los cuelgue uno a uno por el Cuello, y estando Vivos sus cuerpos se los Derribe al Suelo y se les saquen las Entrañas, y estando Vivos se les quemen ante la cara, que se les cercene la cabeza, que se les Corte el Cuerpo en cuatro partes y se Disponga de ellas como sus Majt.ds Indiquen».
El gobernador Sloughter explicó a sus amigos y a otros gobernadores que prefería esperar a recibir noticias de Inglaterra antes de cumplir la sentencia. Sin embargo, los adversarios de Leisler le suplicaban casi a diario que firmara las órdenes de ejecución; él siguió negándose hasta que, según cuentan los rumores, se emborrachó en una fiesta celebrada en casa de Nicholas Bayard —posiblemente la fiesta de compromiso del capitán Kidd— y «las esposas de tres hombres prominentes se arrojaron a los pies del gobernador, rogándole que por el amor de Dios tuviera compasión de ellas y del país» y accediera a ejecutar a Leisler y Milbourne; finalmente, Sloughter consintió.
Un pastor protestante holandés, que despreciaba a Leisler, llevó la noticia a la cárcel en el momento justo en que la veintena aproximada de prisioneros se sentaba a cenar: «Tengo buenas noticias para vosotros —dijo dómine Selyns, que, tras una pausa, añadió—: No moriréis todos». Luego, se volvió hacia Leisler y Milbourne y, sonriente, les informó de que ellos morirían al cabo de dos días.
El gobernador autorizó la ejecución, pero suprimió algunos de los aspectos más espeluznantes de la sentencia: al par de condenados solo se los colgaría y decapitaría. Rechazó una petición de clemencia con mil ochocientas firmas, una cifra enorme en un núcleo urbano en el que vivían cuatro mil ciudadanos libres.
Las partidas construyeron rápidamente una horca con la madera que Leisler había reservado para reforzar los muros del fuerte, mientras Bayard y sus amigos proseguían una fiesta casi incesante y el anfitrión hacía ondear una bandera de victoria en su casa.
La reducida comunidad inglesa tenía más cosas que celebrar que la simple muerte de Leisler, ya que Sarah y William habían elegido para casarse el día en que estaba programada la ejecución. La breve anotación del registro municipal indica: «Se concede licencia de matrimonio al Capitán William Kidd de Nueva York, Cab., por una parte, y a Sarah Oort, la viuda de John Oort, ciudadano de Nueva York hasta su reciente fallecimiento, comerciante, el 16 de Mayo de 1691» (la palabra clave es «Cab.»: a pesar de que el Nuevo Mundo era mucho menos exigente que el Viejo en la concesión del título, seguía siendo un símbolo de distinción que los documentos oficiales se refirieran a uno como «caballero» y no como «marino» o «marinero», por ejemplo).
Así pues, un poco por diversión y un poco por celebración, el capitán Kidd y Sarah asistieron al ahorcamiento y la decapitación de los traidores condenados; aquella húmeda tarde de un sábado primaveral, más de mil personas acudieron a las cercanías del fuerte.
El sheriff acompañó a Leisler y Milbourne mientras subían las escaleras; les echaron la soga al cuello y Leisler dijo que perdonaba a todo el mundo y que había tratado con ahínco de formar y mantener una familia cristiana; el verdugo le anudó un pañuelo a la cabeza. «Espero que estos mis Ojos vean a nuestro Señor Jesucristo en el Cielo —dijo el exgobernador, que añadió—: Estoy preparado. Estoy preparado».
Sin embargo, Leisler tuvo que esperar un momento para que su yerno pronunciara sus últimas palabras; Jacob Milbourne perdonó a sus jueces, pero eligió a un hombre para maldecirlo: optó por el comerciante de Albany Robert Livingstone, que había empezado a conspirar contra Leisler cuando se anularon sus generosos contratos gubernamentales: «Tú has hecho que el Rey decida que debo morir —gritó Melbourne—, pero ante el tribunal de Dios yo te acusaré por ello». Luego, se volvió hacia su suegro: «Estamos completamente empapados de lluvia, pero dentro de poco lo estaremos del Espíritu Santo».
De un tirón, el verdugo quitó las escalerillas de debajo de ambos hombres; estos cayeron algo más de un palmo y empezaron a bailar desgarbadamente. Entre la multitud estallaron algunas peleas; los holandeses avanzaban hacia Livingston. Luego, el verdugo cortó la cuerda para que los cuerpos colgados cayeran al suelo, y otro hombre, encapuchado y provisto de un hacha, les cortó la cabeza. Manó la sangre y, en medio de la lluvia, cayó goteando del bloque de madera que se empleaba para las decapitaciones; los torsos y las cabezas de los hombres se enterraron rápidamente en un terreno sin consagrar.
Así empezó la vida de casados de William y Sarah. Aquella noche, consumaron su matrimonio en la gran cama de columnas de la novia, al lado del río. William Kidd, cuyo padre había muerto cuando él tenía cinco años y cuya vida había sido una lucha constante, estaba acurrucado en la cama con su joven y rica esposa; aquella misma noche, o tal vez la siguiente u otra posterior, en el paroxismo de su pasión, concibieron una hija.
Sin embargo, ni los franceses ni el gobernador inglés dejaron que Kidd se solazara mucho tiempo en el lecho conyugal. Al quinto día de la nueva vida de casado de Kidd, un indio llamado Sheeps llegó a Nueva York con noticias de que un corsario francés había saqueado Block Island, situada frente a la costa del extremo oriental de Long Island: «Salí corriendo de mi wigwam —contó a los funcionarios de la ciudad—, vi gente llorando, oí armas… Los Franceses desfondaron todas las canoas y los botes». También dos comerciantes informaron de que el mismo corsario francés, el capitán Montauban, a bordo de La Machine, se había apoderado de su barco y había secuestrado a un piloto de Rhode Island, de modo que era probable que tuviera intención de quedarse en aquellas aguas.
El gobernador Sloughter contrató a Kidd para que protegiera la región y le ordenó zarpar el 25 de mayo en el Antigua, junto con un tal capitán Walkington, que estaba al mando de la fragata Horne, la presa francesa capturada por Culliford en Canadá y posteriormente vendida. En su apresurada salida del puerto, Kidd solo tuvo tiempo de reunir cuarenta hombres, que apenas eran suficientes para manejar unos cuantos cañones.
Con todo, Kidd y Walkington lograron ahuyentar al corsario de las costas de Long Island. Luego doblaron Cape Cod y, cuando llegaron a Boston, se encontraron con que el gobernador de la bahía de Massachusetts quería contratar a los corsarios neoyorquinos para que fueran en pos de otro buque de guerra francés, que se había apoderado de tres grandes bajeles mercantes que iban de camino a la ciudad.
Kidd ya disponía de un nombramiento de Nueva York para perseguir barcos franceses, con lo cual aquella segunda patente de corso de Massachusetts no le hacía ninguna falta, a menos que le proporcionara algo de valor, ya fueran tripulantes (que a Kidd le costaba encontrar en Nueva York, después de haber ayudado a liquidar a un líder popular), ya dinero contante y sonante o provisiones de guerra.
El gobernador puritano, Bradstreet, hizo llegar una propuesta bastante cicatera al jactancioso escocés recién casado en Nueva York: ofreció a Kidd dejarle reclutar a cuarenta ciudadanos de Massachusetts, «sin tomar a ningún niño ni criado sin el consentimiento de sus padres o amos», y lo informó de que tendría que presentar una lista de todos sus reclutas locales y devolverlos sin excepción en el plazo de quince días. Bradstreet también le dijo a Kidd que, al regreso del barco, le reembolsaría los gastos de alimentación, pero solo si no habían capturado ninguna presa, y ofreció veinte libras a cada capitán.
Kidd, el flamante prohombre neoyorquino, contraatacó (y ello nos proporciona atisbos de la sagacidad del capitán); parafraseándolo: nada de pedir permiso para embarcar muchachos, nada de obligar a los hombres de Massachusetts a volver a tierra a su regreso, y nada de esa paga de cuatro perras… Los franceses podían estar a cientos de millas de distancia. Kidd era, ante todo, un hombre de negocios, y solo en segundo lugar un patriota; también mostraba un cierto laconismo en su forma de expresarse, una característica que tradicionalmente se atribuye a los escoceses.
La contraoferta de Kidd fue la siguiente: «Disponer de cuarenta hombres con sus armas, provisiones y munición. Segundo, todos los hombres que resulten heridos, de los que haya aportado el país, serán desembarcados, y el país se encargará de ellos. Y si se da la fortuna de capturar a un pirata y sus presas, se los llevará a Boston. Tercero: a mi persona le corresponderán 100 libras en efectivo; de ellas, treinta libras se me pagarán por adelantado, el resto a mi regreso a Boston; y si traemos el mencionado buque y sus presas, la misma cantidad se dividirá entre nuestros hombres. Cuarto, las provisiones que se suban a bordo deben ser diez barriles de tocino y carne de vacuno, diez barriles de harina, dos pipas[20] de guisantes y un barril de pólvora para los cañones grandes. Quinto, navegaré por la costa durante un período de diez días; y si veo que se ha ido de la costa y que no puedo saber nada de él, a mi regreso me encargaré de desembarcar a los hombres que haya tomado y deseen dejarme a mí o al barco».
Era una propuesta inteligente, pero el gobernador de Massachusetts la rechazó de inmediato. Una semana después, Bradstreet, mostrando todavía un enojo manifiesto, escribió una rápida carta al gobernador de Nueva York quejándose de que los dos capitanes neoyorquinos habían despreciado la oportunidad de obtener una buena presa y realizar un servicio patriótico, y, lo que era más grave, se habían llevado sirvientes y esclavos huidos para engrosar sus tripulaciones. Aquel encuentro desprestigió a Kidd a ojos de muchos habitantes de Nueva Inglaterra; cuando, un mes más tarde, llegaron noticias de que un corsario neoyorquino había saqueado Great Island, frente a las costas de Cape Cod, el capitán Kidd fue el primer nombre mencionado y repetido en los rumores falsos que recorrieron toda Nueva Inglaterra (posteriormente, se confirmaría que el pirata era alguien que no tenía nada que ver con él, un tal capitán Tew).
¿Qué tenía Kidd para que recayeran en él tantas acusaciones falsas? ¿Era su jactancia, su vitalidad, su terquedad o sus inmensas capacidades?
Las informaciones sobre Great Island no eran más que sandeces: cuando se produjo el saqueo, Kidd ya se había dirigido al norte, hacia Canadá, donde capturó el Saint Jean; regresó a Nueva York a fines del verano de 1691 con una presa que se valoró en 577 libras. La travesía de tres meses le había reportado unos beneficios considerables.
Quizá fuera el nacimiento de su hija, o tal vez las delicias de la vida hogareña con la veinteañera Sarah, pero el caso es que, por aquella época, Kidd accedió a sentar la cabeza y convertirse en capitán mercante. El lustro siguiente sería el más tranquilo de su vida; ahora que figuraba entre los neoyorquinos más acaudalados, Kidd volvió la espalda al corso de guerra y se dedicó al comercio, llevando y trayendo cargamentos del Caribe. Antes de emprender viaje al norte para negociar con los indios en Albany, el gobernador Sloughter escribió una carta al antiguo patrón de Kidd, el gobernador Codrington, que se hallaba en las islas de Sotavento: «He dado órdenes al Capt Kidd para que preste aquí servicios Especiales a sus Majsts —escribía Sloughter— pero espero que en pocos meses pueda estar con usted si su esposa se lo permite».
La frase «si su esposa se lo permite» resulta divertida y sorprendente en una carta, por lo demás seria, referente a asuntos indios y provisiones escasas; da a entender que Sarah es una mujer resuelta y quiere tener cerca a William, y también que aquel militar la quiere lo bastante —en una época de la historia caracterizada por el machismo y en la cual un marido podía pegar legalmente a su mujer— para escucharla. Es probable que Codrington soltara una risita al pensar en aquel indomable corsario escocés convertido en recién casado.
Durante los años que siguieron, Kidd trabajó con su abogado, James Emott, para resolver los problemas que afectaban a las propiedades de Sarah y Samuel. Ella recibió su herencia (valorada en seiscientas libras) y Kidd se comportó como era debido, saldando las deudas del segundo marido de su esposa, el perdulario John Oort. La gran cantidad de dinero sobrante, por lo menos cuatrocientas libras, a las cuales había que añadir aproximadamente trescientas de Kidd más las propiedades, confirmó la prosperidad de la familia. Debido al fallecimiento del hermano más joven de Sarah, Henry, ella y Samuel heredaron conjuntamente otras quince hectáreas en la parte alta de la isla.
Durante aquellos largos meses en Manhattan, comenzó a desarrollarse una relación especial entre el capitán Kidd y Samuel. Kidd, que en aquel entonces se estaba acercando a los cuarenta años y había perdido el contacto con su propia familia escocesa, empezó a orientar al joven Samuel, a quien le faltaba poco para los veinte. Cuando el muchacho tenía diecinueve años, en 1693, manifestó deseos de establecerse por su cuenta como comerciante, pero aún le faltaban dos años para disponer de la herencia, de modo que Kidd le prestó una importante cantidad, sin intereses, para que la invirtiera. Antes de salir de puerto, Samuel redactó su testamento como garantía del préstamo, pero el documento significaba más que una simple provisión para la devolución del dinero; era su testimonio del lazo que unía a los dos hombres: «Considerando que mi amable cuñado, el Capitán William Kidd, ha sido muy solícito conmigo, y asimismo para apoyarme, siendo menor de edad, y por deseo y petición mía, me ha adelantado y pagado la suma de 140 libras, en dinero efectivo de Nueva York, que ahora empleo en los negocios y el comercio. En consideración a su gran amor por mí, así como en recompensa y satisfacción por la mencionada suma de dinero, doy y lego a mi mencionado y amable cuñado el Capitán William Kidd»: su mitad de las dos casas de la familia y su solar desocupado de King Street. Samuel también dejaba al capitán «un tercio» del resto de sus propiedades.
Kidd, un hombre que durante décadas había estado constantemente en el mar, permaneció ahora en puerto el tiempo suficiente para desempeñar tareas cívicas, y consolidó su posición de neoyorquino prominente al prestar servicio como presidente de un jurado de consulta en 1694. Uno de los casos que atendió resulta bastante revelador por lo que se refiere a los contrabandistas de Nueva York y, de modo más particular, a la catadura moral del futuro socio comercial de Kidd, Robert Livingston.
He aquí un breve resumen de los hechos: mientras se hallaba como prisionero de guerra en la zona francesa de La Española, un capitán mercante neoyorquino, Cornelius Jacobs, recibió una oferta por la cual el almirante DuCasse —a la sazón gobernador de la región— le prometía recompensarle generosamente si era capaz de entregarle un buque de carga lleno de suministros. Jacobs regresó a Nueva York y buscó un mercader lo bastante codicioso como para estar dispuesto a comerciar con el enemigo en tiempo de guerra. Encontró a Robert Livingston, y la pareja acordó enviar 403 medios barriles de harina, 75 firkins[21] de mantequilla, doce cajas de velas, ocho barriles de brea, dos pipas de pan y diez barriles de tocino. El capitán Jacobs, a bordo del Orange, dijo a los funcionarios del puerto de Nueva York que iba rumbo a Jamaica, pero en cambio se dirigió a Port au Paix, en la colonia francesa; una vez allí, vendió a muy buen precio la mercancía y regresó a casa con un cargamento valorado en mil quinientas libras y formado en su mayoría por tejidos de lino de calidad.
Posteriormente, el capitán Jacobs aseguró que una tempestad lo había obligado a entrar en Port au Paix, donde el gobernador DuCasse, que en un primer momento le confiscó el barco y la mercancía, le devolvió luego la nave y una cuarta parte del cargamento (un funcionario de aduanas inglés, después de oír la historia, comentó con sarcasmo: «¡Una afectuosa Obra de Caridad, viniendo de semejante enemigo!»).
Mientras el Orange permanecía en el puerto de Nueva York, los funcionarios de aduanas llevaron a cabo un registro exhaustivo, y en un cielo raso encontraron escondido un pedazo de papel arrugado y roto en tres partes; era una carta de recomendación en la cual el gobernador DuCasse daba buenas referencias del capitán Jacobs a un comerciante de Saint Thomas: «Un honnête homme, nommé Capt Jacob…» (un hombre honrado, llamado capitán Jacob); lo de «honrado» era una pequeña muestra de humor francés.
Un funcionario de aduanas, Chidley Brooks, acusó a Robert Livingston de ser el cerebro de la trama: «[Livingston] es un hombre a quien no le faltan astucia ni Diligencia para llevar a cabo sus designios, & da un Lustre respetable a las Acciones más viles en las cuales esté afectado su interés —escribía Brooks, que añadía—: No cabe duda de que las provisiones llevadas a los franceses por ese Bergantín capacitaron en gran Medida a Mons. Ducass para invadir Jamaica el pasado verano».
La invasión en cuestión se produjo en junio de 1694, cuando DuCasse encabezó un contingente de veintidós barcos y mil quinientos hombres que atacó, incendió y destruyó los asentamientos ingleses y se llevó mil trescientos esclavos. Un gobernador inglés aseguró que los franceses habían animado a algunos esclavos a violar a las esposas e hijas de sus antiguos propietarios.
El caso de «Chidley Brooke etc. contra Cornelius Jacobs, del barco Orange» se presentó ante el jurado de consulta de Kidd en octubre de 1694. Parecía bastante prometedor para la acusación, pero se derrumbó cuando todos los marineros sufrieron un ataque repentino de amnesia y se negaron a testificar contra su capitán o su inversionista, Livingston. El jurado de consulta no tuvo opción, y Kidd comunicó la decisión del organismo que presidía: «Sur proditiore ignoramus», que significaba que, a menos que se aportaran de inmediato nuevas informaciones, el acusado era libre de irse.

* * * *

Kidd siguió dedicándose a la vida de capitán mercante. Realizó una escapada al sur, al Caribe, durante la cual hizo escala en Antigua, y luego regresó hacia el norte, a Boston, donde, en enero de 1695, como hombre influyente que era, tuvo ocasión de charlar con William Stoughton, lugarteniente del gobernador, a quien transmitió noticias de la guerra en el Caribe; la lucha contra los franceses entraba en su sexto año sin que se vislumbrara el final. Una vez hubo regresado a Manhattan, Kidd pasó una noche tras otra en tierra, en la mansión familiar, que no era otra que la casa adquirida por el primer marido de Sarah, William Cox; él y Sarah paseaban juntos por las callejas y, atravesando la Puerta de Tierra, salían al campo; Kidd contemplaba cómo a su hija le iban quedando pequeños los vestidos de bebé. Pese a todo, en su interior debía haber un cierto desasosiego, un ansia de aventura, de travesías de destino incierto, de batallas; pero ahora Kidd era un hombre respetable, y no habría sido propio de su condición zarpar sin más hacia el Caribe o atacar a los franceses de cualquier manera.
Decidió que su siguiente paso profesional sería convertirse en capitán de un buque de la Armada Real; la ingenuidad de Kidd resulta asombrosa, y solo la iguala, en el mejor de los casos, su temeridad. El camino para llegar a un empleo de capitán en la Armada de Su Majestad era arduo y tortuoso, y ascendía por el escalafón empezando por el rango de guardiamarina, para seguir con el de segundo oficial, luego el de teniente y finalmente el de capitán. El hijo de un noble aristócrata, preferentemente uno que pudiera permitirse comprar el «interés» de la corte, podía ascender más rápidamente, saltándose algunos escalones, pero en el caso de William Kidd, hijo de un difunto capitán mercante escocés, ¿quién iba a dirigirse a un solo dignatario de la Armada para recomendarlo? La idea de que pudieran nombrarlo capitán, aunque fuera del HMS Codpiece, un buque de sexta clase carcomido y permanentemente en dique seco, resultaba ridícula.
No obstante, Kidd recurrió a un paisano escocés para obtener una carta de recomendación: se trataba del fiscal general de Nueva York, James Graham. La carta, que resume la carrera de Kidd hasta la fecha, muestra las lisonjas afectadas que era preciso emplear en aquel entonces para dirigirse a un funcionario de alto rango, como era William Blathwayt, ministro de la Guerra:
Humildemente me atrevo a… recomendar al portador de la presente Cap/tn Wm Kid al favor de vuestra señoría. Es un caballero que prestó destacados servicios a su Maj/td en la toma de la Posición de S/t Christopher y otras islas de las Indias occidentales, también dio asistencia al Col Ingoldsby & el Col Sloughter en la represión de los desórdenes que se produjeron aquí a la llegada de ellos, servicio por el cual recibió el reconocimiento de nuestra Asamblea. Asimismo, capturó una presa a orillas de Terranova y a partir de aquella época [1692-1695] se dedicó al comercio privado. Ahora se dirige a Londres en su Bergantín, con la intención de entrar al servicio de su Maj/td si puede encontrar algún apoyo. Sé que es muy sincero y afecto al gobierno y es un caballero que ha servido mucho tiempo en la flota & participado en muchos Combates & de Valor y Conducta intachables en los asuntos del mar. Es un desconocido en la patria [es decir, en Londres], lo cual da origen al atrevimiento de recomendarlo de todo corazón para que reciba el favor de vuestra Señoría, procurándole el Mando de uno de los buques de guerra de su Mat/d. Tiene amplia experiencia y no me cabe duda de que prestará servicios destacados. Aquí ha sido muy prudente y exitoso en su conducta y no me cabe duda de que su fama ha llegado hasta vuestros pagos y aseguro a vuestra Señoría que estará muy agradecido por cualquier favor o estima que le muestre vuestra Señoría, pues es persona de gran talento entre nosotros. Espero que vuestra Señoría perdone este atrevimiento & lo atribuya solamente al sincero afecto que en verdad profeso a vuestra Señoría y que siempre mantendré.
Téngalo a bien vuestra Señoría,
el servidor más fiel y obediente de vuestra Señoría,
Ja: Graham. N.yorke, 29 de mayo de 1695.
Graham dobló la hoja y, en el punto donde los extremos se solapaban, aplicó una gota de lacre caliente sobre la cual estampó su anillo de sello; sin duda alguna, él y Kidd brindaron y tomaron un trago mientras el lacre se enfriaba. El capitán Kidd se llevó consigo la carta; había decidido no perder ni un minuto a la hora de ir en pos de su objetivo: zarparía casi de inmediato con su cuñado, Sam Bradley, rumbo a Londres.

Capítulo 7
En busca de empleo en Londres, 1695

Londres había resurgido de las cenizas del Gran Incendio y había reclamado su lugar entre las capitales cosmopolitas del mundo. Un visitante tras otro observaban la vitalidad febril de las calles de la ciudad y el ruido ensordecedor de los vendedores ambulantes que pregonaban a gritos sus mercancías, de los niños que redoblaban tambores en el exterior de las cervecerías y del Támesis al pasar rugiendo por los angostos huecos que dejaban los veinte pontones que sostenían el Puente de Londres. Al estruendo del río se añadía el de una fenomenal noria que, situada en el extremo septentrional del puente, bombeaba diariamente miles de litros de agua destinados a toda la ciudad, obsesionada por prevenir los incendios. A pesar de aquel notable sistema de bombeo, por lo general los londinenses se negaban a beber tal cosa: el principal líquido vital para hombres, mujeres y niños era la cerveza: «Una cerveza de poca graduación es lo que bebe todo el mundo cuando tiene sed, y solo cuesta un penique la jarra», observaba un visitante francés.
En 1695, Londres era, a pesar del ascenso progresivo de una capa de comerciantes, una ciudad profundamente dividida por clases, especialmente cuando las sesiones del Parlamento atraían a la ciudad a las personas más ricas del país, que acudían a ella para hacer política y divertirse. Los porteadores de sillas de manos transportaban esforzadamente a los aristócratas por las callejuelas, obligando a los transeúntes a pegarse a las paredes. Los carruajes pasaban con gran estruendo ante los mendigos harapientos que extendían la mano. Una enorme parte de la población luchaba por sobrevivir con ingresos anuales que no llegaban al precio de la peluca de un aristócrata.
El capitán Kidd pasó con su barco ante los cuerpos que colgaban en Tilbury Fort, bajo la amenazadora batería de cañones, y siguió Támesis arriba. Condujo el Antigua, que transportaba dos centenares de fardos de tejidos, a lo largo del tramo fluvial de veinte millas que llevaba a Londres, pasando por la elegante Greenwich, donde la reina María esperaba construir algún día un asilo para viejos marineros enfermos; luego, se vio obligado a hacer cola.
A pesar de que empezaba a disputarle a Amsterdam la condición de puerto más activo del mundo, Londres seguía encorsetada por unas instalaciones aduaneras anticuadas y unos muelles de dimensiones muy reducidas, que no alcanzaban siquiera los quinientos metros de longitud. En ocasiones, más de mil buques de altos mástiles permanecían detenidos a la espera de pagar los aranceles de importación y descargar las mercancías en almacenes aduaneros. Daniel Defoe le encontró un aspecto positivo a aquel cuello de botella: la visión espectacular de un desfile, aparentemente interminable, de mástiles y velas que se alineaban a lo largo de ambas orillas del Támesis.
En lugar de permanecer a bordo del Antigua, Kidd delegó en un subordinado la tediosa tarea de avanzar poco a poco en la cola y, a fines de julio, desembarcó junto con Samuel; ambos se hospedaron en Wapping, en casa de unos parientes lejanos de la familia Bradley: una tal señora Sarah Hawkins y su marido Matthew, que era carnicero; los Hawkins acogieron efusivamente a la pareja. (El marido y, sobre todo, la esposa se convertirían en amigos íntimos de Kidd, y cuidarían de él en el transcurso de una enfermedad que sufrió en un momento posterior de su vida.)
Wapping no era un lugar de residencia elegante; para la casta de los navegantes, constituía la tierra firme de Londres: durante sus breves estancias en tierra, los marineros dormían en camastros de aquel populoso barrio de edificios deteriorados. Con frecuencia, las características de una iglesia parroquial revelan la riqueza relativa de un barrio: según la obra History and Survey of London (1760), de William Maitland, el templo más humilde de todo Londres era el de Saint John’s Wapping, construido en 1617; Maitland explica que la «torre [de la iglesia] podía tomarse por una chimenea que se hubiera alargado»; el templo era una lóbrega caja de ladrillos con ventanas bajas cruzadas por gruesos barrotes.
El cometido de Kidd en Londres consistía en vender los fardos de su cargamento y, lo que era más importante, tratar de conseguir un empleo de capitán en la Armada Real. Kidd acudió de inmediato al despacho del ministro de la Guerra Blathwayt para entregar la carta de James Graham, pero se encontró con que el destinatario estaba pasando el verano en Amsterdam con el rey Guillermo, nostálgico de su tierra. Es posible que la muchedumbre que ocupaba la sala de espera del ministro le abriera los ojos acerca de lo poco prometedoras que eran sus perspectivas.
Así pues, obligado a esperar una respuesta de Amsterdam, Kidd disponía de todo el tiempo, al igual que Samuel, que ya contaba veintiún años. El barrio donde habitaban, Wapping, ofrecía poco más que oscuras tabernas llenas de marineros que comían arenque y embutido de despojos en gelatina. Un observador describió las pandillas de marineros que vagaban por las calles «en busca de desenfrenos terrestres» como «unos animales tan salvajes, fisgones y groseros, que una camada de crías de rinoceronte, vestidas con indumentaria humana, no podría haber ofrecido un aspecto más desgarbado». En las cercanías de Wapping se hallaba Ratcliffe Highway, una amplia vía pública de mala reputación, llena de prostitutas callejeras y burdeles:
«Ojo a esas mozas lozanas
que alegres y airosas veis:
pronto os dejarán sin blanca
allí, en Ratcliffe Highway».
Las guías de viajes del Londres de aquellos tiempos presentaban las iglesias y palacios de rigor (San Pablo y Whitehall, respectivamente), pero sobre todo recomendaban a los turistas que acudieran al «Jardín del Oso» para contemplar aquel entretenimiento característicamente inglés en el cual unos feroces perritos acosaban y mordisqueaban a toros y osos encadenados hasta matarlos.
La maravilla arquitectónica que constaba entonces en la lista de lo que nadie debía perderse era la columna de piedra de Christopher Wren, que causaba asombro por su sencillez y se erguía solitaria hasta una altura de 62,5 metros para conmemorar el Gran Incendio de 1666: «Aquí, con Permiso del Cielo, se desencadenó el Infierno contra esta Ciudad Protestante —rezaba la inscripción—, por la malevolencia de los Corazones de los Crueles Papistas, y por la mano de su Agente, Hubert, quien, en las Ruinas de este Lugar, confesó y declaró el Hecho, por el cual se lo ahorcó, es decir: en este Lugar empezó aquel terrible Incendio… erigida en 1671». (Por su parte, los historiadores franceses dirían que lo más verosímil era que el culpable fuera Thomas Farryner, un panadero de la cercana Pudding Lane.)
Algunas guías también recomendaban una extraña diversión: ir al Royal Bethlem Hospital (más conocido por «Bedlam»[22]), que albergaba a los enfermos mentales. Si los visitantes daban uno o dos peniques a los guardianes, se les permitía realizar visitas sin guía por aquel zoo humano: «Es algo muy indecente, inhumano —se lamentaba un testigo—, hacer… exhibición de esos infelices [pacientes] exponiéndolos, incluso desnudos y quizá de ambos sexos, a la ociosa curiosidad de cualquier joven vanidoso, mujerzuela petulante o acompañante ebrio». Una guía comentaba que un visitante francés había explicado que también lo obligaron a pagar para salir.
Otro punto de visita extravagante era la Real Casa de Fieras —situada en la Torre—, en el «Momento de Cumplir», cuando los animales exóticos daban a luz; también lo era Bridewell, donde se observaba a las prostitutas que cumplían condena trabajando doce horas al día en el hilado de cáñamo para fabricar cuerdas.
A principios de agosto de 1695, el capitán Kidd se hallaba paralizado en Londres, engañándose aún con la esperanza, cada vez más débil, de que el ministro de la Guerra le proporcionaría un magnífico empleo; era un capitán mercante colonial perdido en la gran ciudad, cuando un encuentro casual cambió su vida: en ocasiones, el destino de un hombre no depende de su valor o su carácter, sino simplemente de la esquina que dobla y del preciso instante en que lo hace.
Bajo el sofocante calor de agosto, Kidd andaba por una calle londinense —cuyo nombre no se conserva— cuando tropezó con dos conocidos de Nueva York: el comerciante Phillip French y el capitán Giles Shelley. Los colonos se saludaron efusivamente e intercambiaron noticias; luego, los dos hombres le comentaron a Kidd que aquel domingo iban a visitar al comerciante de Albany Robert Livingston para dar un paseo en barca hasta el pueblo de Chelsea, y lo invitaron a acompañarlos.
Si las posibilidades de que se produjera aquel encuentro en la metrópoli eran escasas, resultaba casi milagroso que Robert Livingston estuviera verdaderamente en Londres y vivo, teniendo en cuenta la horrenda travesía transatlántica a la que acababa de sobrevivir.
Livingston y su hijo John habían zarpado del puerto de Nueva York a bordo del Charity —bajo el mando del capitán Lancaster Syms— ocho meses antes, en diciembre de 1694. El primer día después de salir de puerto tropezaron con un fuerte temporal que duró tres semanas y desgarró el trinquete, la mesana, la gavia de mesana y la cebadera, hasta que finalmente, alrededor de Navidad, quedó hecha trizas la misma vela mayor. Durante una breve calma, la tripulación reparó las velas y pareció que el barco estaba en condiciones de reemprender su ruta, pero al amanecer del 3 de enero se desencadenó la más violenta de las tempestades, que arrancó el timón del buque y abrió un boquete cerca de proa. La tripulación colocó frenéticamente mantas y ropa de cama en la abertura, pero el mar se llevó enseguida aquel tapón improvisado, lo cual obligó a los hombres a manejar dos bombas veinticuatro horas al día para mantener el buque a flote. Entonces, mientras el Charity iba a la deriva, perdido y sin timón, el viento quebró un mastelero, que cayó pesadamente en una maraña de flechaduras. Solo quedaban setenta y cinco litros de agua potable para las veinticinco personas que iban a bordo, y Livingston tuvo que montar guardia con especial atención para evitar que la tripulación le robara su preciada reserva personal de alimentos, que había decidido no compartir. A cada nueva adversidad, Livingston, escribiendo en su diario, daba gracias a Dios por la misericordia que mostraba perdonándoles la vida, y leía con devociónThe Practice of Godliness[23]. Livingston, cuyo padre era un renombrado predicador escocés que había huido a Amsterdam, estaba horrorizado por aquella tripulación descreída y blasfema, pero observó con aprobación que, después de que se rompiera el timón, los hombres asistían a las sesiones de oración que organizaba dos veces al día.
El capitán trató de gobernar el barco, que estaba virando al sur y alejándose de las rutas de navegación, por medio de dos largos tramos de cable que la nave arrastraba tras de sí, pero el método no funcionó. En aquellos momentos, ya habían tenido que rebajar la ración diaria de agua a menos de medio litro, y todo el mundo se estaba debilitando a causa de la deshidratación.
La lluvia trajo cierto alivio bajo la forma de dos barriles de agua dulce, pero el viento que vino con ella los dirigió aún más hacia el sudoeste, en lugar de hacerlo al este. Livingston aconsejó a los hombres que se prepararan para la muerte y, en su diario personal, que llevaba en holandés, hizo un voto drástico: «Si Dios me libra de esta tribulación y nos deposita a mí y a mi hijo sanos y salvos en tierra, prometo entregar, cuando vuelva con mi familia, 100 piezas de a ocho a la iglesia de Albany y, si salvamos algo de este buque, usar todo lo que tengo en él para fines de caridad Cristiana y para compensar a quienes de algún modo pueda haber engañado» (aun viéndose cerca de la muerte, la promesa es mezquina y está llena de condiciones como «si salvamos…»).
A medida que pasaban los días, el barco se fue dividiendo: oficiales y pasajeros contra tripulantes; se propagaron rumores de que el capitán planeaba escapar en la lancha al primer avistamiento de tierra, y hubo que contener a gritos a los rebeldes. El 3 de febrero, olas «de la altura de una montaña» inundaron el barco y lo pusieron al borde del naufragio. La tripulación y los pasajeros no podían bombear el agua con suficiente rapidez, de modo que el capitán decidió que tendrían que arrojar por la borda la mayoría de la carga para aligerar el buque. La tripulación dedicó un día entero a deshacerse de más de dos toneladas y media de jengibre, así como de varios fardos de finas pieles de castor, oso, alce y gamuza. Los marineros empezaron a morir: a Jacob Snyder, fallecido «a causa de la exposición a los elementos y de que estaba devorado por la plaga», se lo arrojó por la borda sin ceremonia alguna. En su delirio, Livingston aseguró que un malvado marinero llamado Haman trataba de hacer volar por los aires al capitán.
A las catorce semanas de zarpar, quedaban nueve tripulantes, además del capitán, el segundo de a bordo y seis pasajeros: «Leí y reflexioné con tristeza acerca de los muchos Domingos que había pasado de manera impía y ociosa. ¡Oh, qué no daría ahora por un buen sermón!». El 23 de abril, un marinero avistó tierra: resultó ser el Cabo da Roca, en Portugal. El 18 de julio, Livingston llegó a Falmouth, Inglaterra; en Exeter, tomó una diligencia con destino a Londres, en la cual conoció a un tal señor William Carter, quien prometió presentarle al recién nombrado gobernador de Nueva Inglaterra, lord Bellomont.
Livingston sabía que las carreteras que circundaban Londres no eran seguras, y por eso había enviado sus bienes mediante un correo y viajaba ligero de equipaje. En Hounslow Heath, cerca de la capital, unos salteadores detuvieron el carruaje y Livingston oyó el conocido «la bolsa o la vida»; llevaba solo trece chelines, justo lo suficiente para ahorrarse un tiro en la cabeza. A las cuatro de la tarde del 25 de julio, la diligencia se detuvo en la taberna La Cabeza del Sarraceno de Friday Street, en Londres, y Robert Livingston e hijo se apearon de ella, exactamente doscientos veinticinco días después de su partida de Nueva York.
Así pues, a principios de agosto, Livingston, junto con los neoyorquinos Kidd, French y Shelley, proyectaba pasar un día en el campo; los cuatro subieron a bordo de una embarcación de recreo para realizar el trayecto hasta Chelsea. Los rayos del sol de agosto hacían desaparecer la humedad: era un día perfecto para una excursión; a pesar del calor, los cuatro hombres llevaban pelucas que proclamaban su éxito en la vida.
Gilles Shelley tenía treinta y tres años, era alto y ancho de espaldas y tenía la cara picada de viruelas; era el más joven del grupo, y un experimentado capitán que trabajaba con frecuencia para el comerciante Stephen DeLancey, un hugonote francés de Nueva York. Phillip French era un próspero comerciante, que una década más tarde se convertiría en alcalde de Nueva York. Robert Livingston había acudido a Londres con el objetivo principal de tratar de recuperar la enorme suma de cuatro mil libras que aseguraba que le debía el gobierno por sus préstamos para el avituallamiento de tropas y su tarea en los asuntos indios. Las cuentas, que abarcaban casi la totalidad de la última década, se embrollaban de modo interminable con las «cantidades descontadas», el «interés del 8%», las reclamaciones y las reconvenciones. La decisión de los lores del Comercio podía sellar el destino financiero de Livingston, ya fuera asegurándole el ascenso al exclusivo círculo de los hombres más ricos de América del Norte, ya arrojándolo al montón de comerciantes moderadamente prósperos. Kidd había conocido a Livingston en Nueva York, y en cierta ocasión le había vendido una parcela en Manhattan, pero los dos hombres no eran amigos íntimos.
Los cuatro neoyorquinos pasearon por el frondoso parque de Chelsea, bebieron y charlaron. Los tres acompañantes de Kidd trataron —en la medida en que se atrevieron— de hacerle olvidar las fantasías de estar al mando de un buque de guerra de la Armada Real. Shelley y French hablaron de travesías para comerciar con los piratas europeos de Madagascar, y Kidd, para entretener a los demás, exhibió parte de sus conocimientos sobre los piratas y sus puertos secretos, algunos de ellos recogidos de primera mano en su juventud y el resto de rumores de camarote durante los años recientes. Por su parte, Livingston, silencioso, empezó a idear un plan.
El día anterior, Livingston se había reunido con el conde de Bellomont en la mansión del aristócrata, en Dover Street. Bellomont había comentado que el rey deseaba con vehemencia barrer a los piratas que actuaban con base en las colonias americanas. Aquella noche, cuando los hombres regresaron río abajo, Livingston se llevó a Kidd a sus aposentos, cercanos al edificio de la Bolsa, y lo animó a contarle más cosas sobre los distintos piratas.
Fue aquella noche cuando Livingston, como si fuera una araña, empezó a urdir una trama de una tortuosidad impresionante, que acabaría estallando en la cara de media docena de los hombres más poderosos de Londres y Nueva York y pondría en grave peligro a Kidd.
Un par de días después de pasar la tarde y la noche del domingo con el capitán Kidd, Robert Livingston visitó de nuevo a lord Bellomont en Dover Street y le propuso que sondeara al rey acerca de la posibilidad de proporcionar al capitán Kidd un barco de la Armada Real para atacar a los piratas; le dijo a Bellomont que Kidd era «un hombre audaz y honrado» y también el capitán más capacitado de América para perseguir piratas. Bellomont se mostró bastante receptivo a la idea.
A diferencia de Kidd, Livingston tenía acceso a reuniones personales con lores como Bellomont porque, dejando aparte su riqueza, podía remontar su linaje familiar hasta 1124: era descendiente de los condes de Linlithgow, Escocia, y una antepasada suya había sido doncella de honor de una princesa escocesa que contrajo matrimonio con un rey francés. Allí estaba Livingston, a sus cuarenta y un años, vestido con sus mejores ropas: chaqueta larga, cuello de seda fruncido, mangas y puños de encaje y zapatos de hebilla de plata; se había puesto una larga peluca de rizos que seguía la última moda, alzándose en dos puntas gemelas a ambos lados de la parte central. Ordenó al criado de Bellomont que lo anunciara como el «coronel» Livingston, lo cual habría causado diversión a los comerciantes de Albany (en una época en la cual la gran mayoría de aristócratas iban armados, Livingston rara vez llevaba espada).
Bellomont era un aristócrata irlandés de sesenta años, de elevada estatura, aquejado de gota y caracterizado por una mente rápida y una grave falta de liquidez. Aquel protestante incondicional (solo era irlandés de tres generaciones) había sido un partidario de primera hora del holandés Guillermo, y el Parlamento irlandés, para castigar su lealtad a un rey protestante, le había quitado sus títulos y propiedades. Ahora, en 1695, cada vez más amargado, había conseguido el puesto de gobernador de la Bahía de Massachusetts, al cual esperaba añadir el de Nueva York y el de New Hampshire, de modo que los tres cargos le reportaran mil ochocientas libras anuales y restablecieran su fortuna.
En las relaciones personales, Bellomont era un amigo fanático o un enemigo acérrimo. Aquel hombre, criado como heredero de una pequeña baronía irlandesa, parecía sinceramente ultrajado por la frecuencia con que se veía obligado a dar sablazos para obtener dinero, y la gota exacerbaba su frustración. Sin embargo, y a pesar de las aflicciones financieras, aún tenía contactos con los hombres más poderosos de Inglaterra.
Bellomont se dirigió al rey para tratar la posibilidad de que la Armada Real pertrechara a Kidd, pero se le respondió que el Almirantazgo no podía prescindir de un solo barco o marinero, debido a la guerra que se estaba desarrollando contra Francia. Entonces, Livingston alentó a Bellomont a buscar «personas de importancia» que se asociaran con ellos para impulsar la actividad de Kidd como corsario, de modo que todos pudieran obtener beneficios y realizar una brillante hazaña al servicio de Inglaterra dejando los mares libres de piratas. Bellomont empezó a abordar a sus aristocráticos amigos.
Fue entonces cuando Robert Livingston y los nobles implicados se volvieron extremadamente reservados en lo tocante a su proyecto. Livingston, que a lo largo de toda su vida confeccionó grandes cantidades de recibos y notas, dejó bruscamente de escribir en su diario justo a partir del 11 de agosto, y resumió el período comprendido entre el 12 de agosto y el 3 de octubre en una sola entrada: «He estado continuamente ocupado en Whitehall para obtener mi dinero… con grandes gastos y tribulaciones por mi parte… El otro asunto de Kidd también me ha causado mucha tribulación y finalmente, este jueves al anochecer [3 de octubre], he discutido el asunto con dos grandes personajes y los he convencido. Toman como socio al Conde de R. y ahora son 4 en número y la empresa puede continuar. Espero que por estos medios mis asuntos puedan llegar a feliz término».
Incluso en ese diario personal, escrito en holandés, Livingston era críptico: al citar a alguien como «conde de R.», corría un velo sobre sus actos, porque sabía lo explosivo que resultaba todo ello.
Si bien el corso era perfectamente legal, aquel grupo de inversionistas planeaba en secreto tratar de obtener privilegios extremadamente lucrativos (y posiblemente ilegales) que hasta entonces nunca se habían otorgado a una asociación dedicada al corso: querían gozar del derecho a retener cualquier barco pirata capturado y no estar obligados a llevarlo ante ningún tribunal del Almirantazgo para que lo declarara presa legítima, y también pretendían que se los autorizara a quedarse con todos los bienes robados que hallaran a bordo de los buques piratas sin tener que rendir cuentas de ninguna clase al rey ni a nadie. Básicamente, esperaban obtener una generosa licencia para quitar a los ladrones los bienes que habían robado, sin el quebradero de cabeza de tener que devolver nada a los propietarios originales. Dada la dudosa honradez del plan, y de modo nada sorprendente, los cuatro aristocráticos promotores decidieron permanecer ocultos de la mirada pública.
El 3 de octubre, y tras un inesperado período de dificultades, Bellomont y Livingston habían logrado por fin reunir cuatro inversionistas para que ayudaran a cubrir las seis mil libras necesarias para construir y pertrechar el barco. ¿Quiénes eran aquellos hombres que respaldaban secretamente a Kidd y cuyos nombres no iban a aparecer nunca en ningún contrato? Se trataba de cuatro de los personajes más poderosos de Inglaterra, lores whig[24] que ocupaban puestos privilegiados en el gobierno después de haber ascendido gracias al hecho de contarse entre los primeros y más firmes partidarios de Guillermo en el camino que lo llevó de ser un príncipe holandés a convertirse en rey de Inglaterra. Helos aquí:En resumen, se trataba de cuatro hombres extraordinariamente importantes que actuaban en el corazón del imperio inglés y gozaban de la estima del propio rey, es decir, gentes a quienes no había que importunar a la ligera.
Livingston estaba encantado de contar con promotores de esa categoría, que proporcionarían cuatro quintas partes de las seis mil libras de inversión inicial, mientras que él aceptaba aportar, junto con Kidd, el quinto restante a cambio de una parte equivalente de los beneficios. Le contó las buenas noticias a Kidd, pero este empezaba a dudar: después de dos meses de tratos con Livingston, Kidd estaba confundido y se preguntaba si el comerciante había logrado realmente captar a alguno de aquellos misteriosos promotores.
Por eso Livingston llevó a Kidd —ambos en silla de manos— a las mansiones del duque de Shrewsbury, el lord justicia Somers y el conde de Romney «para convencerme de que aquellos grandes hombres estaban interesados en la Expedición —según escribiría posteriormente el marino, que añadía—: Él conversó con ellos pero no me permitió ver ni hablar con ninguno». Livingston había llevado a Kidd a aquellas lujosas casas londinenses, pero luego había obligado al capitán de marina de Dundee a quedarse de plantón con los «atrapapedos» —es decir, los lacayos— en la sala de espera. Kidd quedó convencido, pero es posible que también se sintiera insultado; el capitán esperaba que, cuando regresara con los tesoros de los piratas, aquellos caballeros lo recibirían con mayor calidez.
El 10 de octubre, lord Bellomont, por una parte, y Kidd y Livingston, por la otra, firmaron el primer contrato para la misión de corso: «Considerando que el Capitán Kidd tiene deseos de obtener un Nombramiento como Capitán de un Buque de Guerra privado…». Básicamente, el articulado del acuerdo preveía que se construyera un barco según las preferencias del capitán Kidd y exigía que se contratara a la tripulación basándose en el principio de «sin presa no hay paga», así como que la participación de los hombres en los beneficios no sobrepasara una cuarta parte de los mismos; el conde se protegía ante la posibilidad de que Kidd hiciera el remolón por medio de una cláusula que establecía que el marino tenía que estar de regreso, como máximo, el 25 de marzo de 1697. Lleno de confianza, Kidd presionó con éxito para obtener una concesión que hacía más benevolente el trato al establecer que, si el capitán traía de vuelta más de cien mil libras en tesoros para los socios, recibiría como recompensa el nuevo barco. Los inversionistas sabían que bastaba con que Kidd capturara dos buques piratas bien provistos para que el rendimiento obtenido multiplicara por diez la aportación que habían realizado.
Kidd, Livingston y Bellomont mojaron la pluma en el tintero, garabatearon sus respectivas firmas y estamparon en lacre sus anillos de sello. Gran parte de lo mencionado era el pan de cada día de los corsarios, pero lo que resultaba insólito en el contrato era la cláusula número dos: el conde convenía en realizar gestiones para obtener del rey la cesión de la totalidad de «Mercancías, Bienes, Tesoros y otras Cosas, según se tomen de los mencionados Piratas»; además, la cláusula número diez establecía que, si bien los buques enemigos habían de ser declarados presas por el tribunal del Almirantazgo, los bienes de los piratas se entregarían directamente a lord Bellomont en Boston, sin necesidad de rendir ninguna clase de cuentas a la Corona.
Así empezaron las artimañas: lord Bellomont y sus aristocráticos promotores planeaban, a todas luces, lograr del rey una concesión que les permitiera exigir los bienes de los piratas sin que hubiera preguntas y repartírselos de un modo que hiciera casi imposible que los propietarios originales reclamaran su cargamento. ¿Y si los bienes de los piratas habían sido robados horas antes de un buque de la Compañía de las Indias Orientales o del gran mogol? Eso era una minucia que los lores preferían pasar por alto: querían una generosa licencia para robar a los ladrones.
El siguiente instrumento legal que firmaron Kidd y Livingston —los plebeyos de la empresa— era, sin duda alguna, mucho más aterrador que el contrato inicial, cuyas cargas reposaban más bien en Bellomont. William Kidd —que, después de toda una vida luchando como corsario, había accedido finalmente a una de las grandes fortunas de Manhattan por vía matrimonial— firmó un compromiso de cumplimiento por valor de veinte mil libras: en esencia, si Kidd no llevaba a buen término la parte del trato que le correspondía como capitán, quedaría arruinado y, lo que era peor, podía verse obligado a pasar el resto de su vida en la cárcel de deudores, posiblemente acompañado de su esposa y su familia. Solo un hombre temerario o con una enorme confianza en sí mismo habría firmado aquel compromiso que quedaría en manos de un lord y gobernador. Entonces, ¿por qué firmó Kidd? He aquí la explicación más simple: Kidd no tenía absolutamente ninguna intención de dejar de cumplir su misión. También Livingston firmó un compromiso de cumplimiento, en su caso por diez mil libras, una cantidad que mermaría gravemente su floreciente fortuna, si es que no la liquidaba por completo. ¿Por qué firmó Livingston? Porque estaba eufórico: los lores del Comercio acababan de aprobar la mayor parte de su reclamación de pago de cuatro mil libras, y nadie lo había vencido jamás en un litigio relacionado con un contrato.
Durante el resto de octubre, Kidd se dedicó a bosquejar los planos de su soñado barco de guerra; con el fin de reunir la participación de seiscientas libras que había acordado pagar, vendió su barco, el Antigua, que era, de lejos, demasiado diminuto para aquella ambiciosa persecución de piratas.
Mientras esperaba a que los promotores entregaran su dinero, oyó en la cafetería de Lloyd la noticia de que corsarios franceses habían capturado otros tres buques ingleses de las Indias Orientales; en Jonathan’s, local donde se negociaban los valores, las acciones de la Compañía de las Indias Orientales se desplomaron de 76 a 54.
Apenas un par de semanas después de firmar el contrato, Kidd empezó a supervisar la construcción de su nuevo barco: viajaba río abajo hasta los Reales Astilleros de Deptford, donde realizaba consultas con los constructores navales; para un hombre que solo había ostentado el mando de buques de tamaño mediano robados a los franceses, debió de ser un momento extraordinario. Además, Kidd tenía gran confianza en su visión de cómo debía diseñarse la nave: desafiando los criterios convencionales de la época acerca de la construcción de barcos, optó por una galera, que, además de los tres altos mástiles para las velas, iría provista de hileras de largos remos a lo largo de ambos costados; Kidd creía firmemente que podría obligar a su tripulación corsaria a manejar los llamados «pareles», una tarea agotadora que habitualmente se dejaba a los esclavos o los prisioneros: quería disponer de la opción de remar para deslizarse hasta las cercanías de los buques piratas detenidos en la calma y atacarlos hasta someterlos.
El 13 de noviembre, para celebrar el cumpleaños del rey, lord Romney —uno de los promotores de la travesía de Kidd— organizó la mayor exhibición de fuegos artificiales jamás realizada en Inglaterra, que en cierto modo recreaba una famosa victoria patria; el rey honró a Romney contemplando el espectáculo desde el mirador del aristócrata.
Por aquel entonces, el almirante Russell regresó triunfante con la flota después de haber capturado veintitrés presas enemigas sin perder un solo barco, y recibió una grandiosa bienvenida de héroe. Tales eran los titanes con quienes Kidd se había asociado alegremente.
Gracias a la influencia de los aristócratas, el proyecto de Kidd pasó a la cabeza de la lista de espera del Astillero del Castillo de Deptford, donde su buque de guerra de 287 toneladas quedó construido en el asombroso plazo de cinco semanas y dejó el dique seco el 4 de diciembre (posteriormente, Kidd se daría cuenta de que tal vez los trabajadores habían ido demasiado aprisa a la hora de calafatear los tablones del doble casco). Aquel gigante formidable, provisto de treinta y cuatro cañones, fue bautizado con el nombre de Adventure.
A continuación, Kidd se aplicó con ahínco a reunir la tripulación y a cargar provisiones: se almacenaron a bordo treinta y seis barriles de pólvora, más de mil balas de cañón y cien pistolas y mosquetes.
Por su parte, Bellomont cumplió la promesa de obtener nombramientos. El 10 de diciembre de 1695, los lores del Almirantazgo otorgaron una patente de corso al Adventure Galley, bajo el mando de Kidd, para que atacara a los enemigos del rey; no obstante, y como era tiempo de guerra, a Kidd solo se le permitiría contar con setenta marineros, la mitad de los cuales debían ser bisoños (la Armada Real, que siempre tenía una necesidad acuciante de marineros, estaba poco dispuesta a dejarle a un corsario la oportunidad de quitarle hombres).
El 26 de enero de 1696, Kidd —una vez más gracias al politiqueo de Bellomont— recibió otro nombramiento, en este caso no del Almirantazgo sino del propio rey, para atacar piratas y llevarlos a juicio; el rey también exigía a todos sus funcionarios y súbditos que ayudaran a Kidd en su misión. Por otra parte, el documento contenía una advertencia ominosa dirigida a Kidd: «Y por la presente os encargamos y os ordenamos al mismo tiempo… Que no ofendáis ni importunéis en modo alguno a ninguno de nuestros Amigos o Aliados, ni a sus Barcos o Súbditos».
Si bien a Kidd nunca se le concedió el honor de entrevistarse con el rey, sí se le permitió emerger por fin de la antesala de los lacayos y conocer a un par de sus aristocráticos promotores, aunque el canal no fue Robert Livingston: el antiguo jefe de Kidd en las Indias Occidentales, el coronel Thomas Hewetson, lo llevó dos veces a visitar al almirante Russell y una a ver a lord Romney. Por lo visto, Kidd tuvo la impresión de que el encuentro con Russell —un veterano del mar— había ido bien, ya que posteriormente acudiría en varias ocasiones al almirante en demanda de ayuda.
Kidd siguió haciendo preparativos, reclutando tripulantes, comprando velas de repuesto, cabo y anclas, pero tenía que adquirirlo todo a crédito : los lores eran bastante lentos a la hora de desembolsar sus partes respectivas del dinero a invertir, y los libros de cuentas revelan que Kidd se vio obligado a tomar prestadas setecientas libras a un interés del 25 por ciento para comprar bizcocho, cerveza y guisantes; el Adventure Galley no podía abandonar Londres hasta que aquel préstamo y otras cuentas —como la muy abultada que se debía al constructor del barco— estuvieran saldados: el buque estaba bloqueado.
A principios de febrero, mientras por Londres empezaban a correr rumores de una invasión francesa, Robert Livingston tramó cierto acuerdo para que él y el capitán Kidd pudieran vender una porción de sus participaciones. Es posible que estuvieran preocupados por la posibilidad de que el conjunto del proyecto se viniera abajo, sobre todo porque Bellomont estaba teniendo graves dificultades para aportar su contribución. Así pues, decidieron sacar del negocio un poco de dinero mientras aún pudieran; los jugadores lo llaman «compensar apuestas».
Livingston cerró un trato con un indeseable mercader llamado Richard Blackham. (Medio año después, Blackham sería acusado de soborno, y una década más tarde, cuando ya era sir Richard, se lo declararía culpable de «traición por fundir la moneda de Inglaterra y hacer con ella moneda extranjera».) Kidd y Livingston vendieron un tercio de sus respectivas participaciones del 10 por ciento (de los beneficios) a Blackham, a razón de 198 libras cada uno. Kidd seguía endeudado: tan solo había conseguido un poco de dinero para salir del paso.
Los lores seguían demorándose en el pago cuando, el 19 de febrero, recibieron antes que nadie el aviso de un acontecimiento que podía echar a pique toda la misión: los espías habían informado al almirante Russell de que los franceses proyectaban invadir el país desde Dunquerque y Calais. ¿Ordenaron los patrióticos lores a Kidd que ayudara a organizar la defensa nacional? No: le mandaron que se preparara para zarpar a toda prisa, antes de que el puerto quedara cerrado o las rondas de enganche lo dejaran sin tripulación.
El 20 de febrero, ante aquella nueva crisis, los lores tuvieron que entregar su dinero de inmediato para no arriesgarse al desastre. Sin embargo, y como de costumbre, Bellomont estaba sin blanca, y se vio obligado a suplicar la ayuda de un comerciante muy próspero de Londres, Edmund Harrison (que pronto se convertiría en sir Edmund), que acabó poniendo toda la parte de Bellomont y la mitad de la de Shewsbury: «Cuando [Harrison] vio que yo no tenía tiempo ni posibilidad de obtenerlo con facilidad de otro modo, me dio un apretón de manos Presbiteriano terriblemente fuerte». Harrison redujo a añicos la participación de Bellomont, a pesar de que era este quien había atraído a los demás inversionistas.
Al día siguiente, 21 de febrero, se filtró la noticia de que el almirante Russell se encaminaba a los Downs con el fin de poner la flota inglesa a punto para atacar. El pretendiente al trono, Jaime II, estaba reuniendo tropas en Calais. El 23 de febrero, el Almirantazgo prohibió la salida de todos los buques mercantes que se dirigían al exterior y dio órdenes de que los capitanes cedieran un tercio de sus tripulaciones a la Armada Real; por el momento, un barco de guerra privado como el Adventure aún podía zarpar.
El capitán Kidd preparó de inmediato el Adventure Galley para la partida. El 25 de febrero, lord Bellomont dio a Kidd sus últimas órdenes escritas, mandándole que le escribiera con frecuencia a Edmund Harrison informes de la labor realizada: «Ruego a Dios que os otorgue un buen Éxito».
Kidd pasó su última noche en Londres en las tabernas del puerto. En la ciudad reinaba una gran inquietud, y la última orden de guerra prohibía a todos los católicos, «excepto los forasteros dedicados al comercio y los cabezas de familia establecidos», que se acercaran a menos de quince kilómetros de Londres.
Después de que Livingston y Bellomont lo marearan durante meses con sus promesas, Kidd se disponía por fin a partir con su magnífico barco, que empequeñecía a casi la totalidad de los mil buques mercantes que tenía a su alrededor. En su última noche en Londres, Kidd —que no se caracterizaba por su timidez— trasegó rones con los capitanes de la Armada Real y se jactó de que su nombramiento, procedente directamente del rey, lo autorizaba a no saludar arriando su bandera a ningún otro barco. Un inspector de la Armada Real, Jeremiah Dummer, dijo que el capitán del yate del monarca, el Katherine, oyó por casualidad a Kidd y ordenó a sus hombres que se aseguraran de que aquel les mostraba el debido respeto. Un yate, por real que sea, resulta insignificante al lado de un buque de guerra de 290 toneladas; no obstante, un yate que enarbola la enseña del rey exige por ley que se lo salude de algún modo con la bandera.
Kidd dio la orden, y sus hombres arrimaron el hombro al cabrestante y levaron el ancla. Horas después, la poderosa galera de Kidd se hizo a la vela Támesis abajo, mientras el capitán paseaba por el alcázar. El barco pasó Cuckold’s Point[25], un brusco recodo del río claramente indicado en los mapas urbanos del siglo XVII, después del cual ya no se podía ver Londres (los marineros bromeaban diciendo que las esposas recién perdidas de vista ya podían empezar a divertirse).
A bordo del Adventure, Kidd y su tripulación pasaron ante Greenwich, y allí se encontraron con el yate del rey, el Katherine. Kidd, que iba con prisas para eludir la ampliación de la prohibición de zarpar que anunciaban los rumores, decidió no saludar arriando la bandera ni aferrar las gavias como muestra de respeto. El Katherine realizó un disparo de advertencia exigiendo deferencia, pero en cambio Kidd, con el viento y la corriente a su favor, siguió deslizándose río abajo en la galera: «Los hombres de Kidd que iban en las cofas enseñaban el trasero y se daban palmadas en él en señal de burla», explicaba Jeremiah Dummer. Los marineros de Kidd enseñaban las posaderas al Katherine: aunque el capitán no ordenó a sus hombres que se bajaran los pantalones, su impertinencia característica debía resultar contagiosa.
Al día siguiente, Kidd llegó a la boya del Nore, la zona acuática de estacionamiento naval situada frente a la desembocadura del Támesis. Una vez allí, Kidd, tratando de alcanzar la máxima velocidad y creyendo que su patente de corso era lo bastante poderosa, pasó ante los barcos de la Armada Real, una vez más sin saludar con la bandera ni recoger trapo. El capitán Stewart, a bordo del HMS Duchess, realizó un disparo de advertencia frente a la proa del Adventure Galley. Kidd estaba rodeado de un bosque de mástiles de buques de la Armada Real; aferró velas y esperó. El Duchess echó la pinaza por la borda y el capitán Stewart subió a bordo del Adventure. Kidd le mostró su nombramiento real con la esperanza de que se le permitiera seguir; en lugar de hacer tal cosa, el capitán Stewart le dijo que iba a realizar una selección entre los hombres del Adventure con el fin de decidir a cuáles reclutaría para la Armada. Kidd advirtió al oficial de que su misión contaba con el respaldo del mismísimo primer lord del Almirantazgo, pero Stewart se burló de él, y reclutó a la fuerza a treinta de los marineros más experimentados de Kidd. Este se quedó con cinco marineros y treinta y cinco bisoños, lo cual hacía imposible llevar el gigantesco barco a una zona de guerra.
La audaz misión de Kidd había durado un total de tres días.
Ahora, Kidd iba a necesitar alguna ayuda en sus esfuerzos por recuperar la tripulación, para lo cual intentó localizar al almirante Russell, que en aquellos momentos se hallaba un tanto ocupado rechazando una invasión francesa. Finalmente, Kidd se enteró de que el cuartel general del almirante estaba instalado en Sittingbourne, en la costa septentrional de Kent, pero tuvo grandes dificultades para acceder al máximo jefe naval: sus notas, enviadas desde antesalas, quedaron por lo visto sin respuesta. De aquel modo, Kidd, el capitán que se imaginaba realizando una misión al servicio del rey y que contaba con el apoyo de distintos lores, se encontró una vez más mezclado con los «atrapapedos». Pasó una semana, y luego otra.
Finalmente, Kidd logró llegar hasta el almirante Russell, quien emitió una orden, fechada el 20 de marzo, para que el capitán Stewart reintegrara a Kidd sus hombres. Si bien el oficial acabó devolviendo el mismo número de marineros que se había llevado, optó por que no fueran los mismos, y en lugar de ellos cargó a Kidd con sus propios sinvergüenzas y bisoños. Sin embargo, hubo un conflictivo marinero de Kidd a quien Stewart devolvió de buena gana: Joseph Palmer, de West Chester. En aquellos momentos, la guerra ya estaba en plena marcha y el Almirantazgo había decretado una prohibición de navegar que bloqueaba de modo efectivo toda la costa, con lo cual Kidd se vio obligado a navegar de vuelta a Londres para esperar a que se levantara.
Diez días después, el 1 de abril de 1696, el almirante Cloudisley Shovell bombardeó e incendió Calais, y por fin se volvió a dar permiso a los buques privados para que salieran de Inglaterra; Kidd largó amarras y avanzó río abajo; el 10 de abril, desembarcó a su piloto fluvial del Támesis en los Downs y el 23 de abril ya estaba dejando atrás Plymouth, en la costa sudoccidental.
El capitán Kidd se dirigía finalmente a las aguas abiertas del Atlántico, al mando de un poderoso barco de guerra privado. Gozaba de la oportunidad de amasar una fortuna para sí y para sus promotores… si era capaz de encontrar algún pirata.

Capítulo 8
Kidd en Las Indias: en busca de piratas, 1697

Como se recordará, Kidd se encaminó a Nueva York y reclutó una tripulación. Ahora, a mitad de travesía, estaba doblando el cabo de Buena Esperanza y ya se lo había estigmatizado como pirata por el simple hecho de haber protegido a sus hombres del reclutamiento forzoso del comodoro Warren. Corría enero de 1697, y el capitán Kidd aún no había visto un solo buque pirata ni francés.
La estrategia que adoptó entonces Kidd tenía su lógica: dirigirse a las rutas de navegación donde realizaban sus robos los piratas y a los puertos apartados donde vendían los bienes de los que se habían apoderado. Para atrapar a un ladrón, uno tenía que empezar por encontrar alguno, o por lo menos llegarse hasta la zona habitual donde podían encontrarse a gentes dedicadas a tal ocupación.
Próxima parada: Madagascar.
En la actualidad, Madagascar es famosa por sus animales característicos, como el lémur y el cebú, pero en tiempos del capitán Kidd, aquella enorme isla situada frente a la costa africana era conocida sobre todo por ser el nuevo puerto que, fuera del alcance de la ley, servía como refugio de piratas. A medida que se iban agotando las oportunidades en el Caribe, una nueva generación de piratas, maleantes de primera línea, fue abandonando Port Royal, en Jamaica, y Tortuga para tratar de establecer refugios criminales en Madagascar, especialmente en la bahía de Saint Augustine, en el sudoeste, y la isla de Sainte Marie, en el nordeste. Aquellas dos guaridas tenían poco de secretas: burlando las leyes de navegación, los comerciantes de Manhattan enviaban buques al otro lado del mundo para abastecer a su clientela de sinvergüenzas, y es que los beneficios eran de vértigo: un capitán explicaba que había comprado algo menos de cuatro litros de ron en Manhattan por dos chelines y los había vendido en Madagascar por sesenta, y añadía que, dejando aparte el alcohol, los piratas también pagaban con entusiasmo cantidades exorbitantes a cambio de pistolas, pólvora, pertrechos para los barcos, agujas, cuchillos y otros artículos difíciles de obtener, entre los que incluso había peines; Manhattan ayudaba a acicalarse a los perdularios del océano Índico.
La transmisión oral de las informaciones, de marinero a marinero, exageraba la valentía de los piratas. Parte de la misión del capitán Warren —además de escoltar barcos que se dirigían o provenían de Santa Elena— consistía en reunir informaciones acerca de la actividad de aquellos malhechores; sobre la base de dicha tarea de reconocimiento se adoptarían decisiones que implicaban elevados gastos. Warren transmitió crédulamente las exageradas afirmaciones de un capitán neoyorquino, Sam Burgess, según el cual en el océano Índico operaban mil quinientos piratas europeos, que se hacían a la mar desde una base sólidamente fortificada, situada en la isla de Sainte Marie y provista de cuarenta o cincuenta cañones. Los piratas, según le dijeron a Warren, podían reunir una flota de diecisiete naves, entre las cuales había siete de grandes dimensiones y armadas con más de veinticuatro cañones cada una.

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Al cabo de un par de décadas de contarse una y otra vez su historia, la comunidad pirata de Madagascar acabaría caracterizada como una populosa sociedad utópica, llamada «Libertalia», donde todo el dinero se guardaba en común, no había setos que separaran las propiedades y nadie tenía esclavos.
Por desgracia para Kidd, cuando llegó a la bahía de Saint Augustine el 28 de enero de 1697, no encontró absolutamente ningún barco pirata, ni utópico ni de cualquier otra clase. El rodeo que, para dejar atrás al capitán Warren, había tenido que dar a la hora de doblar el cabo de Buena Esperanza lo había obligado a permanecer en el mar seis semanas más de lo previsto, y muchos de sus hombres estaban debilitados por los primeros síntomas del escorbuto. Además, el Adventure Galley, que tan solo tenía un año, se estaba deteriorando con rapidez: su construcción apresurada dio lugar a vías de agua, y la tripulación quedó agotada de tanto bombear el líquido marino que se filtraba sin cesar. A los hombres que estaban más débiles se los trasladó a la cercana población de Tuléar; entre ellos iba el joyero Benjamin Franks. «La primera preocupación fue enviar a tierra a los hombres enfermos —escribía el doctor John Fryer acerca de un desembarco similar, y añadía—: Parece increíble el modo insólito en que revivieron en tan poco tiempo, alimentándose de Naranjas y Limas Frescas, y por el mismo aroma de la Tierra».
El primer europeo que puso el pie en Madagascar fue el explorador portugués Fernando Soares, que desembarcó en 1506 y llamó a la isla São Lourenço. Soares se sorprendió de descubrir que los nativos se parecían más a los polinesios —con el pelo lacio y la tez canela— que a los africanos que habitaban al otro lado del canal de Mozambique. Durante los dos siglos que siguieron, los portugueses, los franceses y los ingleses trataron en vano de establecer factorías comerciales permanentes. En la década de 1640, el inglés Walter Hammond creyó haber encontrado el paraíso, y calificó a los acogedores nativos como «el pueblo más feliz del mundo». Sin embargo, el asentamiento de Hammond en la bahía de Saint Augustine acabó pronto en fracaso: el agotamiento de las reservas de las cuentas de colores preferidas de los nativos acortó la esperanza de vida de varios colonos.
Carente de gobierno centralizado a lo largo de los siglos XVI y XVII, Madagascar —la cuarta isla más grande del mundo— siguió siendo un mosaico de reinos diminutos: «Tienen entre ellos un sinfín de pequeños príncipes que se hacen la guerra el uno al otro de forma continuada», escribía el capitán Charles Johnson, que oyó hablar de la isla mientras realizaba un estudio acerca de los piratas, a principios del siglo XVII. Johnson agregaba: «Los prisioneros son sus esclavos, y tanto los venden como les dan muerte, según les plazca. Cuando nuestros piratas se instalaron por primera vez entre ellos, su alianza fue muy codiciada por aquellos príncipes, por lo cual ellos se unían a veces con uno y a veces con otro, pero, tomaran partido por el bando que lo tomaran, estaban seguros de salir victoriosos, pues los Negros de allí no tenían armas de fuego, ni sabían cómo usarlas; por eso fue que al final aquellos piratas se convirtieron en algo tan terrible para los Negros, que bastaba con que se viera a dos o tres de ellos en un bando, al ir a entrar en combate, para que el bando opuesto saliera volando sin descargar un solo golpe».
Para los hombres de Kidd, la realidad de Tuléar era, probablemente, la de un recorrido de chozas, infestado de pulgas y rebosante de barro, donde cualquiera que dispusiera de un par de monedas o algunas baratijas con que comerciar podía comer bien y encontrar compañía sexual. Uno tras otro, los viajeros que visitaron Madagascar en aquel período describieron la entusiasta promiscuidad de las isleñas: «Una mujer se entrega a cualquiera que le plazca», decía un proverbio malgache. En general, hay que tomarse siempre con cierta cautela los relatos de mujeres nativas que corren a echarse en brazos de los extranjeros. Marco Polo describió una vez una región del Tíbet en la cual, para evitar que las jóvenes llegaran sin experiencia y en estado virginal a la noche de bodas, los padres ofrecían sus hijas a los viajeros: «Es una buena región para los hombres jóvenes de 18 a 24 años», concluía Polo. La existencia de aquel lugar no se ha confirmado nunca, pese a lo mucho que se lo buscó después; el relato de Polo es la clásica patraña que relatan algunos viajeros. Por otra parte, había regiones del mundo donde reinaba la promiscuidad: los marineros británicos del primer barco europeo que llegó a Tahití descubrieron que las mujeres nativas estaban dispuestas a mantener relaciones sexuales a cambio de un simple clavo. Lo que sucedió en aquella isla se relata con toda naturalidad en los diarios de dos de los oficiales del buque: «El contramaestre me informó de que se habían arrancado la mayoría de clavos de los coyes y dos terceras partes de los hombres se vieron obligados a yacer en cubierta por falta de clavos donde colgar sus coyes», escribía George Robertson. Un marinero estuvo a punto de matar a otro por haberle dado a una chica un clavo de más de quince centímetros, que dejó sin valor el suyo de cinco.
Es probable que alguna clase de intercambio similar se produjera en Madagascar, donde muchas tribus practicaban un matrimonio muy abierto y se mostraban bien dispuestas a aceptar regalos a cambio de sexo. El antropólogo francés Alfred Grandidier, que escribía en 1890, explicaba que en algunas zonas del sur de Madagascar existía la tradición de practicar el sexo con todos los forasteros: «Los principios de la hospitalidad malgache sostienen que los jefes de aldea y los padres de familia han de poner a disposición de los viajeros las jóvenes más hermosas de la región». Grandidier también comentaba que, en la década de 1890, se podían ver numerosos malgaches de piel clara en las cercanías de Tuléar, al sudoeste de la isla, «en esa región donde todas las mujeres rivalizan por el honor de contraer matrimonio temporal con marineros, como sucede aún actualmente cuando un buque europeo ancla en el lugar».
El Adventure Galley aguardaba en el puerto de Tuléar, presto a precipitarse sobre cualquier barco pirata que se pusiera a su alcance. Los tripulantes recuperaron fuerzas comiendo carne fresca de cebú; el carpintero trató de remendar las vías de agua del buque, pero advirtió a Kidd que pronto la galera necesitaría un repaso general.
Tuléar era un lugar de primera para emboscarse. Pocos años antes, tres bajeles piratas cargados de tesoros habían entrado en el puerto, maltrechos después de una tempestad y navegando con velas hechas de gruesos retazos de seda pura. A pesar de que la elección de Kidd era razonable, pasaron dos semanas sin que llegara un solo barco, mientras las esposas temporales acumulaban montones de baratijas. Finalmente, un amanecer apareció una vela que parecía ir directamente proa al Adventure Galley, las esperanzas fueron en aumento… durante un soplo de tiempo, ya que resultó tratarse de un mercante diminuto, de un único palo, que llevaba solo cuatro cañones y una tripulación de unos quince hombres.
La tripulación del Loyal Russell saludó a gritos al Adventure Galley y contó que el dueño de la embarcación estaba muriéndose y no había ningún médico a bordo. El capitán Kidd ordenó de inmediato que se trasladara al hombre al Adventure y se lo acomodara en su propio camarote; también mandó al doctor Bradinham que se hiciera pasar la borrachera y atendiera al enfermo.
Los hombres del Loyal Russell, una balandra de Barbados que acababa de doblar el cabo de Buena Esperanza, aseguraron que se hallaban en una misión de tráfico de esclavos, pero el cargamento de pólvora, armas de fuego y ron que llevaban parecía más bien destinado a su venta a los piratas.
El enfermo permaneció a bordo unos cuantos días; en el camarote de Kidd había una presencia constante de tripulantes y oficiales, lo cual dio lugar a las inevitables charlas. Fue entonces cuando Kidd se enteró de que, en El Cabo, el capitán Warren había estado contándole a todo el mundo que era un pirata.
El paciente, bajo el cuidado del doctor Bradinham, murió pronto, y de modo casi inmediato estalló una disputa entre el piloto del barco y el sobrecargo (representante del armador). Kidd pasó días tratando de poner paz entre ellos, pero no lo logró y, exasperado, ordenó al bajel mercante que no lo importunara más.
Al cabo de pocos días, a fines de febrero, Kidd decidió dejar de esperar a los piratas en Madagascar y puso rumbo a Johanna, una isla del cercano archipiélago de las Comores, que era un conocido punto de escala de los buques de la Compañía de las Indias Orientales. Quería encontrar un lugar seguro para limpiar y reparar su barco, pero en realidad estaba a punto de meterse en un avispero.
Kidd siguió las rutas de navegación hacia el norte, conservando aún la esperanza de encontrar piratas, pero, haciendo honor a su desastrosa suerte, se zambulló de lleno en un terrible temporal. Las olas batían con fuerza las junturas de la galera, dañando las recientes reparaciones del carpintero; el agua marina entraba a chorros bajo las cubiertas bamboleantes. Durante días, lo único que pudieron hacer Kidd y la tripulación fue aferrar bien hasta el último jirón de vela y aguantar la tempestad. Kidd, excelente marino como siempre, sobrevivió a las penalidades de aquella semana y, hacia fines de marzo, se encontró a media jornada de navegación de Johanna.
El vigía matutino descubrió una vela (posiblemente dos) que también iba rumbo a Johanna; una vela lejana podía significar la fortuna o el desastre: ¿se trataba del pirata que les solucionaría la travesía?
Kidd se hallaba a barlovento de la otra nave y, agresivo como de costumbre, ordenó que se largara todo el trapo que pensaba que podían resistir los mástiles y puso directamente proa a ella. El otro buque viró hacia Kidd.
La tripulación del Adventure quedó perpleja al ver que un barco desconocido acudía a su encuentro con entusiasmo. ¿Quién podía ser tan intrépido como para hacer tal cosa?: ¿un pirata? ¿La Armada Real inglesa?
El capitán Brown, a bordo del intérlope Scarborough, pensó que el Adventure Galley era uno de los tres buques de la Compañía de las Indias Orientales de los cuales lo había separado la tempestad frente a las costas de Mozambique (irónicamente, se trataba del mismo Scarborough que se había demorado en el cabo de Buena Esperanza para eludir a Kidd; a bordo de la nave se hallaba Allen Catchpoole, cuya carta serviría para desprestigiar a Kidd en Londres).
Kidd largó aún más trapo, y la distancia que separaba ambos barcos disminuyó. En el mar, resulta imposible conocer con seguridad la condición del otro buque: un bajel pirata no era más que una nave mercante robada, y una tripulación de piel morena no significaba nada más que una tripulación de piel morena; el barco podía ser tanto francés como pirata. Los piratas no tenían la atención de enarbolar la Jolly Roger[26] para proclamar a los cuatro vientos sus malas intenciones: la bandera no significaba nada, pues los señuelos eran una estratagema de guerra completamente aceptada.
Mientras el Adventure Galley se acercaba al otro buque, Kidd solo pudo averiguar que se trataba de un sólido barco armado con más de treinta cañones y tripulado por unos cien hombres.
En aquel momento, el capitán Brown, observando atentamente a través de su catalejo, se dio cuenta de su error: la nave fuertemente armada que se le estaba acercando no era ninguno de los tres mercantes de las Indias Orientales con los que había navegado antes de que se desencadenara el temporal. Entonces, el capitán Brown viró abruptamente y largó todo el trapo posible para volver sobre sus pasos, rumbo al sudoeste; imaginaba que los tres barcos de las Indias Orientales tenían que estar detrás suyo. Para complicar aún más las cosas, el Loyal Russell había tropezado con ambas naves y se había sumado a la persecución, lo cual hacía que el capitán Kidd y la pequeña balandra parecieran —desde el punto de vista del capitán Brown— un par de buques piratas.
Kidd se acercó más al Scarborough, pero, antes de que pudiera atraparlo, apareció un cuarto barco. El capitán Brown lo examinó cuidadosamente y se dio cuenta de que esta vez sí había encontrado un buque conocido de la Compañía de las Indias Orientales. El Scarborough se apresuró a ponerse al protector alcance del Sidney, un gigante de cuarenta cañones y ciento treinta y tres tripulantes.
Ahora, con el Scarborough y el Sidney juntos, Kidd estaba en una clara situación de inferioridad. Hasta aquel momento, ninguno de los tres buques había mostrado su bandera; entonces, justo antes de mediodía, bajo un sol de justicia, el capitán Gifford del Sidney izó un pabellón inglés, la inconfundible enseña de la Compañía de las Indias Orientales —franjas rojas y blancas con una cruz de San Jorge—, y también el gallardete rojo, que proclamaba su superioridad en aquel grupito de barcos. A Kidd no le gustó ver aquel gallardete rojo ondeando al viento, pues era una clara señal de que la compañía reivindicaba su precedencia sobre él y esperaba que mostrara respeto arriando las gavias. Mientras los buques surcaban el agua, Kidd no hizo nada; no era aquella la respuesta deseada por el capitán Gifford, del Sidney, que realizó un disparo «frente al pie de la roda de Kidd», es decir, a proa de su barco. Kidd respondió izando la bandera inglesa y la enseña y el gallardete del rey, y luego echó al agua un bote y envió al Sidney un oficial, «que nos explicó que su barco se llamaba el Adventure Galley al mando del Capt Kidd que tenía una patente para apresar a todos los piratas y merodeadores de estos mares». Desde el primer día de travesía, el capitán Kidd había sostenido que él, con su nombramiento directamente otorgado por el rey, tenía una categoría superior a la de los mercantes de la Compañía de las Indias Orientales, y ahora pretendía que el capitán Gifford arriara su gallardete rojo. El capitán del Sidney se negó.
Pese a aquella riña por la precedencia, al día siguiente los cuatro buques navegaron juntos hacia las montañas de Johanna, doblaron la punta de la isla y entraron en su rada. Aquel encuentro, si bien no había sido cordial ni amable, era típico de los buques desconocidos que coincidían en el mar. La amenazadora aproximación de Kidd al Scarborough constituía un acto hostil pero acorde con su misión de buscar piratas; una vez quedó claro que estaba tratando con dos naves mercantes inglesas, Kidd dio marcha atrás.
Por lo que se refiere a las banderas y el respeto de las categorías, cuando ya estaban en puerto, el testarudo Kidd exigió una vez más a Gifford que arriara su gallardete. A Gifford, un capitán de las Indias Orientales acostumbrado a ser el gallo del corral, aquello no le hizo ninguna gracia, y amenazó con abordar el barco de Kidd.
Al día siguiente, en el transcurso de aquel punto muerto ligeramente tenso, llegaron otros dos buques de la Compañía de las Indias Orientales, uno de los cuales era el del capitán Clark, quien, junto con el comodoro Warren, había conocido a Kidd el mes de diciembre anterior. Kidd olvidó prudentemente el asunto del gallardete e invitó a todos los capitanes a cenar a bordo de su barco, pero ellos declinaron la propuesta, e incluso le enviaron una nota insultante en la que especulaban acerca de la «honestidad» de su misión.
Una vez Clark hubo entrado en Johanna murmurando que Kidd era un pirata, se desvaneció toda esperanza de cordialidad. Kidd informó a los capitanes de que iba rumbo a Sainte Marie en busca de piratas, pero Clark, en una carta posterior, afirmaría que los hombres de Kidd habían contado a sus marineros que habían acudido a Johanna con la esperanza de encontrar un buque solitario de las Indias Orientales a punto para desplumarlo. Clark no vaciló en cargar sobre las espaldas del propio Kidd las fantasías de las tripulaciones, quizá mencionadas mientras tomaban licor de palmera en la tropical Johanna.
Clark —un incondicional de la compañía a quien nunca le gustó Kidd— retomaba hábilmente la campaña de calumnias en el punto en que el comodoro Warren la había dejado. En su informe, Clark también adornaba el incidente del gallardete con un supuesto disparo de Kidd a Gifford, hecho que no aparecía ni siquiera en el cuaderno de bitácora de Gifford.
Kidd percibía con claridad que en la rada de Johanna no había sitio para todos, pero no quería que lo echaran del puerto con intimidaciones, de modo que se quedó allí el tiempo necesario para recoger leña y sobre todo agua, antes de poner rumbo a la cercana Mohelia. Los marineros ingleses aseguraban que el agua de Johanna se distinguía por una potabilidad perdurable, que resistía más tiempo que la de cualquier otra agua, excepto la del Támesis. Sin embargo, se trataba de una sustancia singular: «Pues si bien en el primer momento en que se abre es fétida como el agua de un Charco —escribía el doctor Fryer— y tiene encima una espuma parecida al Aceite (de la cual los Toneleros afirman que se cuidan tanto de golpear el Barril con su Azuela por miedo a que se encienda, como hacen con el propio Brandy) si se la deja veinticuatro horas destapada en Cubierta, recupera sus virtudes y es la única agua en que confían para una travesía a las Indias Orientales».
Principalmente a causa de su puerto protegido, Johanna era considerada la más acogedora de las cuatro islas principales de las Comores, «una isla pródiga en Ganado, Cabras, Aves y Pescado, con buenos Limones y Naranjas». Por aquella época, los buques de la Compañía de las Indias Orientales —deseosos de evitar Madagascar, que recibía con los brazos abiertos a los piratas— solían reavituallarse en ella cuando iban rumbo al norte, hacia la India: «Muchas provisiones y frutas, todo muy barato», escribía Edward Barlow, quien comentaba con alegría que muchos lugareños preferían recibir ropa vieja o pedazos de hierro antes que monedas.
Las islas Comores eran mayoritariamente musulmanas, ya que originalmente las habían poblado mercaderes árabes, pero la gente no exhibía la fanática actitud anticristiana de muchos musulmanes de aquel entonces. Además, como los portugueses habían contribuido durante un breve tiempo a la construcción de la ciudad de Johanna, esta tenía cierto «aspecto civilizado», aunque destartalado. Se hablaba el árabe, y un observador comentaba que las mujeres realizaban la mayor parte del trabajo manual, servían a sus maridos y empezaban a comer después de que hubieran acabado los hombres.
El 4 de abril de 1697, después de pasar nada más que tres días en puerto, el capitán Kidd se hizo a la mar; una vez más, trató de deshacerse del mercante Loyal Russell —con cuatro cañones y catorce tripulantes—, pero los diarios de a bordo de los barcos de las Indias Orientales indican que el pez piloto siguió al tiburón al día siguiente, el 5 de abril. Kidd recorrió las diez leguas escasas que mediaban hasta Mohelia, una isla también exuberante, pero menos poblada y civilizada. Allí podría encontrar provisiones más baratas y también reparar su barco.
Aquellas dos islas africanas, Mohelia y Johanna, tenían muchísimas cosas en común: ambas eran refugios tropicales paradisíacos; ambas estaban poblada por gentes de piel oscura, de linaje mixto afromalgache, y ambas eran musulmanas. Sin embargo, eran enemigas implacables desde hacía décadas, si no siglos; por fortuna para los isleños, sus armas eran primitivas y difícilmente mortales, y su épica era casi ritual: «En realidad, sus Armas Marciales no podrían aniquilar multitudes —escribía el reverendo John Ovington, que visitó Johanna en 1690, y añadía—: [No usaban] ni Espada ni Lanza, solo Piedras que recogían por las Calles y arrojaban a sus Enemigos».
Los hombres de Mohelia que dieron la bienvenida a la primera pinaza de Kidd que llegó a tierra llevaban telas blancas anudadas a la cintura y unos casquetes de punto de vivos colores en la cabeza. Cuando sonreían, exhibían unas bocas llenas de dientes rojos como la sangre; con todas las historias de caníbales que les gustaba contar a los marineros, debió resultar inquietante ver aquellas manchas rojas que se extendían alrededor de los labios y la barbilla, como si se tratara de antropófagos que acababan de celebrar una bacanal (los isleños masticaban nueces de areca por su efecto narcótico, y también por su vistoso y decorativo tinte rojo).
El capitán Kidd encontró un tramo de costa desierto y arenoso donde podía carenar el Adventure Galley, que necesitaba con urgencia un repaso general, tanto para tapar las vías de agua como para su mantenimiento general. Cualquier buque que navegara por aguas tropicales necesitaba que se le limpiara y reparara el casco aproximadamente cada medio año, y Kidd ya llevaba once meses en el mar. Los crustáceos se iban acumulando y frenaban el barco, y las bromas[27] perforaban la madera; las costuras de los tablones se iban abriendo gradualmente a medida que el viento y las olas deformaban la nave. Obviamente, Kidd necesitaba un buque rápido y sin vías de agua para ir en busca de piratas.
Carenar un barco era una tarea asombrosamente pesada y tediosa; nunca se disponía del oportuno dique seco donde entrar, cerrar la compuerta y empezar a trabajar cómodamente en el casco del buque. Sería preciso llevar a tierra el Adventure Galley, cuyo peso estimado era de 287 toneladas, y luego dejarlo caer pesadamente sobre un costado, como si fuera una ballena varada.
Mientras Kidd comenzaba a aplicarse a la tarea, se dio cuenta de que su acompañante no deseado, el Loyal Russell, lo había seguido, de modo que lo puso a trabajar.
La primera orden fue que se descargaran todos los objetos pesados que fuera posible y se sujetara firmemente cualquier cosa que tuviera que quedarse en el barco. El Adventure Galley tenía treinta y seis cañones; no conocemos el tamaño exacto de cada uno de ellos, pero, teniendo en cuenta la norma de la época, algunos debían ser por lo menos «de dieciséis» (es decir, capaces de disparar balas de dieciséis libras, más de siete kilos), y semejantes piezas de artillería solían pesar alrededor de novecientos kilos cada una.
Habitualmente, el peligro más grave durante el carenado era la amenaza de un ataque mientras el buque estaba inmóvil e indefenso, como una tortuga panza arriba. Kidd aminoró el riesgo instalando artillería en el Loyal Russell, su buque escolta; es probable que también tomara otros cañones y los colocara en puntos estratégicos a lo largo de la orilla. De la bodega debieron izarse un tonel tras otro de carne en salazón y agua, y con gran esfuerzo se trasladaron a tierra las balas de cañón, la pólvora y el lastre.
Algunos de los hombres que solían subir a la cofa del trinquete, muy acostumbrados a trepar con rapidez por las flechaduras, se encaramaron a los altos árboles que había junto a la orilla y encontraron ramas sólidas donde instalar poleas, probablemente las mismas que se habían utilizado para izar las piedras de la Trinity Church de Manhattan. Luego, los hombres pasaron cabos por las poleas para poder tumbar sobre el costado aquel barco de treinta y ocho metros de eslora.
Una vez estuvo tumbado el buque, Kidd y su carpintero descubrieron que el casco se hallaba en un estado aún peor de lo que esperaban: estaba gravemente roído por las bromas (en aquellas aguas meridionales prospera a sus anchas ese voraz perforador de madera). La tablazón era relativamente delgada —de algo más de seis centímetros de grosor—, y el fondo del casco no llevaba revestimiento de plomo. Los hombres recorrieron la totalidad del casco aporreando con martillos los raspadores de hierro para arrancar las incrustaciones, y abrieron las costuras para embutir en ellas fibras de estopa reforzadas con brea con el fin de sellar las junturas. Día tras día, trabajaron bajo el calor, haciéndolo lo mejor que podían; sin embargo, las filtraciones del barco serían una preocupación constante durante el resto de la travesía, y requerirían el manejo incesante de bombas.
Por las noches, la isla no ofrecía mucha diversión a los hombres exhaustos. Mohelia era musulmana: esposas e hijas se hallaban estrictamente aisladas, y el alcohol estaba prohibido. Los marineros tenían la posibilidad de masticar nuez de areca con los lugareños; una vez el narcótico hacía su efecto, el juego consistía en escupir apuntando a un agujero del suelo: «Alegra y acalora sus espíritus casi hasta… la Embriaguez», escribía un sacerdote inglés.
Un día de trabajo agotador seguía a otro, y entonces los hombres empezaron a morir.
Más de cien de los ciento cincuenta hombres cayeron enfermos a causa de algún tipo de afección tropical. Se encargaba de atenderlos el cirujano, Robert Bradinham, londinense de veintiséis años. En la década de 1690, los médicos recurrían sobre todo a sangrías, enemas, laxantes y sudoríficos (o «sudores»), ya que el concepto básico consistía en liberar el cuerpo de humores malignos. El cofre de médico —uno de los objetos más valiosos de cualquier barco— de Bradinham estaba repleto de toda clase de polvos, cuyos altisonantes nombres en latín les conferían más poder en la mente de los marineros. «Muchas veces, los cirujanos y doctores en física de los buques son muy negligentes con los pobres hombres enfermos —observaba el veterano marinero Edward Barlow— les toman el pulso cuando están medio muertos… y entonces les dan con la punta de un cuchillo alguna de sus medicinas, que les sienta tan bien como un golpe con un palo en la mollera».
Es posible que la capacidad de Bradinham para curar se viera menguada por su afición a los alcoholes medicinales (posteriormente, el capitán Kidd explicaría que Bradinham pasaba meses seguidos borracho bajo cubierta, y en una ocasión el propio Bradinham reconoció que era cliente habitual de un tugurio de bebida de Madagascar). El cirujano era uno de los únicos oficiales de a bordo —además del capitán, el camarero del capitán y algunos más— que tenía acceso al vino y el ron; cuando amputaba algún miembro, el cirujano tenía que administrar una «cucharada de cordial», que era el único anestésico disponible.
Los numerosos pacientes de Bradinham yacían en la oscuridad, consumidos por la fiebre o ateridos de frío, temblorosos, débiles y llamando al médico con labios agrietados. Posteriormente, uno de los pacientes describiría aquella enfermedad repentina como un «flujo sanguinolento»; por lo visto, se trataba de una virulenta disentería. Afectados por una diarrea extremadamente repugnante, algunos hombres quedaban demasiado débiles para apartarse de sus propios excrementos. El asistente de Bradinham, el ayudante de cirujano Armand Viola —un neoyorquino de veintidós años—, también cayó enfermo y no pudo prestar ayuda. El cuñado de Kidd, Samuel Bradley, fue asimismo víctima de la afección y apenas logró recuperarse.
En total, murieron unos cuarenta hombres en una semana; por lo tanto, los efectivos de Kidd cayeron de ciento cincuenta a ciento diez tripulantes, lo cual hacía imposible emplear toda la artillería si se producía un combate.
Los supervivientes tuvieron que terminar el carenado, tarea que requirió cinco largas semanas de abrir las costuras de los tablones y embutir en ellas fibras de estopa embreadas; el carpintero trató de remendar los graves desperfectos causados por las bromas. Luego, hubo que tumbar el buque sobre el otro costado y el trabajo empezó de nuevo. Cada cierto tiempo, los hombres hacían un alto para cavar una tumba y pronunciaban una apresurada oración por las víctimas, como el veterano oficial de marina Henry Meade. El cuerpo del joven Douglas Saunders, que había servido jarras de cerveza y botellas de vino en la taberna de Hawdon de Nueva York, fue enterrado en el fértil suelo de Mohelia, a medio mundo de distancia de su hogar.
En cierto momento, mientras tantos miembros de la tripulación yacían enfermos, apareció la pinaza del East India Merchant del capitán Clark llevando a bordo un grupo de desertores: «cuatro hombres Ingleses, un muchacho Inglés, dos ffranceses y un Negro»; Kidd les dio la bienvenida y los invitó a enrolarse con él. Uno de los ingleses, Nicholas Churchill, de Dorsetshire, explicaría más adelante que había abandonado a Clark por sus «maltratos»; el «Negro» era Ventura Rosair, un cingalés de sesenta años a quien Kidd tomó como cocinero personal, y los dos franceses eran piratas que ya habían dado algunos golpes en el mar Rojo. (Cuando posteriormente Clark supo adónde había ido a parar su embarcación robada, se enfureció aún más con Kidd.)
El capitán Kidd, que veía morir diariamente a sus hombres, no se anduvo con demasiados remilgos a la hora de aumentar efectivos; sin embargo, se negó repetidas veces a permitir que ningún tripulante del Loyal Russell abandonara la pequeña balandra, ya que ello la habría dejado inutilizada. No obstante, cuando el contramaestre Hugh Parrott se enzarzó en una pelea a puñetazos con su capitán, Kidd lo autorizó a pasar a sus órdenes; a juzgar por las pomposas declaraciones que realizó tiempo más tarde, el hombre tenía más que merecido el apodo de Parrot[28]. El incentivo que tenía para unirse a Kidd era obvio: en vez de trabajar por un salario mensual que se le pagaría al término de la travesía, podía soñar con una participación en un sustancioso negocio.
Con el barco nuevamente en condiciones de navegar, Kidd ancló junto alLoyal Russell y la tripulación trasladó los cañones de vuelta al Adventure Galley. Una vez más, Kidd ordenó al Loyal Russell que no lo siguiera (esta vez no lo hizo, y poco después se estrelló contra unas rocas situadas a unas nueve leguas de la costa de Madagascar; la embarcación se perdió, pero los doce tripulantes remaron hasta tierra y sobrevivieron, para convertirse luego en piratas y participar en una jugosa captura en aguas de Surat).
El Adventure Galley navegó de regreso a Johanna para cargar provisiones. Para aumentar los quebraderos de cabeza de Kidd, este se había quedado, por lo visto, casi sin dinero en efectivo, y, al no tener el aval de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, en aquellas regiones no se le concedía crédito: trató de comprar provisiones con una carta de crédito del rey de Inglaterra, pero no se la aceptaron; entonces, pidió prestado algún dinero a los dos piratas franceses y compró los alimentos que necesitaba.

* * * *

Kidd tenía, por así decirlo, el horizonte despejado: con la galera nuevamente en condiciones de navegar, las provisiones repuestas y la tripulación de más de cien hombres adiestrada y recuperando la salud, estaba por fin preparado para llevar a cabo su misión. Había sobrevivido a la enfermedad, las tempestades, las interferencias de la Armada Real y las calumnias de la Compañía de las Indias Orientales, y ahora estaba listo para ir a la caza de piratas y enemigos franceses.
De ese modo, a principios de mayo Kidd puso rumbo al norte, en dirección al mar Rojo, donde sabía que a fines del verano algunos de los barcos con más riquezas del mundo navegarían diseminados en su regreso de Arabia a la India; eran buques llenos de peregrinos musulmanes que volvían de su hach a La Meca —el viaje que solo realizarían una vez en la vida— y de mercaderes indios que transportaban los enormes beneficios obtenidos de sus ventas a aquellos turistas devotos. Para los piratas europeos que acechaban en las Indias Orientales, aquel «tráfico del mar Rojo» constituía el premio máximo, equivalente a lo que la flota española de transporte de tesoros había representado para una generación anterior de bucaneros del Caribe. Aquellos barcos acarreaban plata, oro y joyas —riquezas fáciles de trasladar y aceptadas internacionalmente— y no la carga habitual de los mercantes, con sus bodegas llenas de lino o café que había que transportar y vender bajo mano a precios reventados. Los marineros utilizaban la expresión de argot «rico como un barco de Yidda» para referirse a algo que fuera increíblemente valioso.
Los dos expiratas franceses que Kidd había tomado consigo aseguraron que podían guiarlo hasta la zona, cercana al mar Rojo, donde los piratas solían atacar.
Posteriormente, los motivos del capitán Kidd para optar por dirigirse al mar Rojo se verían puestos en duda: ¿iba a perseguir piratas o simplemente quería atacar un barco musulmán repleto de riquezas?
Kidd, que no era de la clase de jefes que se dedican a contar disparates a sus subordinados, dijo claramente a dos miembros de su círculo íntimo —el joyero Franks y su cuñado Bradley— que tenía el propósito de atacar piratas.
Aquella era la intención de Kidd, pero algunos de los tripulantes del Adventure Galley, que llevaban nueve largos meses sin cobrar ni realizar captura alguna, proyectaban entre susurros atacar una jugosa presa musulmana; empezaban de nuevo los cuchicheos y las quejas que apuntaban al motín.
Mientras el barco de Kidd, en un clima de división, iba rumbo al norte en dirección al mar Rojo, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales estaba enviando a aquella misma región, sin que Kidd lo supiera, tres buques fuertemente armados con el fin de proteger la flota musulmana.
Dos de las tres naves de la Compañía de las Indias Orientales tropezaron pronto con dificultades en el mar y tuvieron que volver sobre sus pasos. De aquel modo, la misión encomendada por la compañía —actuar como escolta y proteger de los piratas a la flota de peregrinos del mar Rojo— acabó recayendo en el tercer buque, el Sceptre, que acababa de llegar a Bombay procedente de Londres.

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Además, el 10 de abril de 1697, la Compañía de las Indias Orientales, gracias al permiso obtenido de la Corona, tuvo a bien designar el Sceptre como corsario destinado a la caza de piratas, con la esperanza de que el botín afluiría a las arcas de la institución.
Aquello significaba que dos cazadores de piratas, ambos ingleses y provistos de autorización —uno respaldado por la arrogante Compañía de las Indias y el otro por un oscuro consorcio de lores londinenses—, iban a rastrear las mismas aguas del mar Rojo. En aquellos tiempos, la compañía casi nunca acogía con agrado que hubiera otro buque inglés en su patio trasero: no cabía ninguna duda de que el Sceptre trataría al Adventure como un cazarrecompensas rival, o algo peor.
No obstante, primero una y otra nave tenían que llegar a la zona. A principios de abril, el Sceptre se hallaba en Bombay, desembarcando a toda prisa sus treinta y un cofres de tesoros, relojes, tejidos y otros bienes procedentes de Londres. El Adventure Galley acabó de tomar carga en Johanna a principios de mayo. Ambos barcos estaban a unas dos mil millas del puerto de Moca, en el mar Rojo (en el actual Yemen); los vientos alisios estacionales ayudarían al Adventure y perjudicarían al Sceptre.
La compañía tenía muchos intereses en juego, ya que el gran mogol de la India había amenazado una vez más con interrumpir toda actividad comercial inglesa si los piratas europeos capturaban cualquier otro barco de peregrinos musulmanes.
El mogol, Aurangzeb, cuyo imperio se extendía de Persia a Bengala, ya había suspendido aquel tráfico entre 1689 y 1695, y aún estaba enfurecido a causa de la captura del Gunsway[29] por el capitán Avery, acaecida dos años antes y durante la cual, según se rumoreaba, el propio Avery había violado a la sobrina del mogol. Los representantes de la compañía insistieron hasta la saciedad en que los piratas no trabajaban para la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, pero ello no sirvió de nada, y finalmente la compañía accedió, junto con los franceses y los holandeses, a escoltar la flota de peregrinos desde el mar Rojo hasta la India, a modo de medicina preventiva. Si aquella protección fallaba y piratas de su nacionalidad daban un golpe lo bastante contundente, era posible que los ingleses tuvieran que emprender el camino de vuelta a Londres, con su sustancioso comercio liquidado antes de que pudiera florecer hasta convertirse en el Raj[30].
El 13 de abril, el Sceptre, un buque de Indias de la compañía armado con treinta y seis cañones y bajo el mando del capitán Phinney, se abrió paso por el atestado puerto de Bombay para empezar su importante misión.
Alrededor del 10 de mayo, el Adventure Galley navegó hacia el norte aprovechando los vientos monzónicos del nordeste para adentrarse en los «mares Etiópicos», escasamente cartografiados por los navegantes europeos y, como consecuencia de ello, plagados de rocas sin indicar e islas desconocidas. Había empezado la carrera entre los cazarrecompensas.
La navegación del Sceptre se presentaba mucho más ardua que la de Kidd, debido a que el barco de la Compañía de las Indias Orientales tenía que viajar directamente al este desde la India en una época del año en que los vientos estacionales ya soplaban con fuerza en sentido opuesto. El capitán Phinney se vería obligado a desplazarse en zigzag muy al sur.
Phinney era un hombre duro, resuelto, obeso y de carácter violento. Durante la travesía hacia la India, había comprado a unos maleantes que iban en una canoa un hermoso muchacho nativo al que a todas luces habían secuestrado; Phinney regateó a conciencia para pagar veinticinco chelines, menos de una quinta parte del precio que a la sazón se pagaba por los jóvenes esclavos. En otra ocasión, cuando Phinney vio un grupo de piraguas piratas que llevaban un queche capturado hacia el interior de una cala, ordenó a sus hombres que se apoderaran de más de ciento treinta metros de red de pesca que había en las cercanías, como castigo inmediato a los aldeanos que presuntamente daban cobijo a aquellos piratas (aquel empleado de la Compañía de las Indias Orientales actuaba como juez y jurado instantáneo).
Phinney mantuvo el rumbo sursudoeste durante un mes entero y finalmente se situó seis grados debajo del ecuador antes de virar para ganar vientos constantes y ascender hacia la costa africana.
Debido al largo rodeo, acabó siguiendo la misma ruta hacia el norte por la que transitaría Kidd, pero el Sceptre, gracias a la ventaja de un mes con que había zarpado, seguía llevando la delantera (aunque ninguna de ambas partes era consciente de que estaba participando en una carrera). ElSceptre estaba, por lo menos, cuatrocientas millas al norte del Adventure Galley.
En el Sceptre viajaba un singular segundo de a bordo llamado Edward Barlow, un acuarelista que llevaba un minucioso diario de navegación en el cual relataba tanto la travesía como su vida en el mar: «Así pues, virando para hurtar el viento tanto como nos fuera posible, al día siguiente tuvimos la visión de tierra firme [en la actual Somalia]… El país parecía muy desolado y árido y elevado, y sin un solo árbol ni arbusto a la vista, y el terreno era muy llano y uniforme, a pesar de ser elevado, y parecía seco y abrasado por el calor del sol».
El 21 de mayo, el Sceptre avistó el acantilado cortado a pico que se alzaba en la lejanía y dobló la punta más oriental de la costa, llamada cabo Guardafui (originalmente Guardefoi, es decir, «Guardafé»). Después de seis semanas en el mar, en el barco empezaba a escasear el agua. Si el viento impulsaba el buque, el agua hacía lo propio con los hombres; una persona puede pasar semanas sin comida, pero solo es capaz de resistir un par de días sin agua antes de caer en el delirio. Un marinero que dispusiera de raciones completas bebía aproximadamente —una vez se había acabado la cerveza— algo más de tres litros y medio de agua diarios, cuyo peso era de otros tantos kilos; por lo tanto, cada hombre necesitaba algo más de cien litros de agua al mes para beber, y un barco con ciento cincuenta hombres transportaba dieciséis toneladas de agua para asegurar la bebida de un mes (ni para cocinar ni para lavar). Un buque era un animal sediento, y en aquel desierto de agua salada los lugares donde aprovisionarse de agua potable quedaban a veces muy lejos. La leña y, sobre todo, el agua eran los dos artículos —de consumo abundante y diario— que llevaban a los barcos a aventurarse por litorales desconocidos.
El capitán Phinney, atrapado en una zona de calma justo al doblar el cabo, dudaba de si enviar hombres a tierra en busca de agua. «Al día siguiente, vinieron de la costa dos canoas, que llevaban cinco hombres en estado de indigencia y pobreza; subieron a bordo para mendigar algún priego [clavo] viejo o lo que pudieran conseguir. No entendíamos su lengua, sino las señales que hacían; nosotros les hicimos señales para saber si se podía conseguir algo de agua potable cerca de la orilla. Ellos nos indicaron por señales que sí la había, señalando hacia el lugar, y que tenían ovejas y otras cosas. Sin embargo, el país nos era desconocido y no fuimos a ver lo que tenían, pues nos urgía mucho seguir nuestro camino».
El capitán Phinney impuso a sus hombres una reducción de la ración de agua y, optando por no arriesgarse a desembarcar, decidió continuar con rumbo oesnoroeste; luchando contra el viento, le costó casi un mes recorrer trescientas millas hasta la isla calcárea de Prelock, cercana a la entrada del mar Rojo.
En aquellos momentos, el capitán Kidd, acortando distancias en aquella carrera no declarada, acababa de pasar el cabo Guardafui y, a diferencia de Phinney, decidió arriesgarse a desembarcar: envió la pinaza para cargar un poco de agua, pero las gentes del lugar, recelosas de los forasteros, se negaron a permitirlo. A la mañana siguiente, el capitán Kidd ordenó que fueran a tierra dos embarcaciones con cuarenta hombres armados a bordo; es probable que estos dispararan y causaran un gran alboroto, ya que la mayoría de los lugareños huyó y la tripulación pudo llenar las barricas de agua y llevarse todo lo que quiso: según parece, unas cuantas vacas y ovejas y algo de maíz, dátiles y garbanzos. Para asegurarse una salida sin problemas, los hombres tomaron un puñado de rehenes, a dos de los cuales intercambiaron luego por un par de vacas y tres ovejas. Teniendo en cuenta la norma de la época, era un feliz resultado que un barco europeo armado hasta los dientes y al cual se había negado el agua lograra llenar sus barricas sin matar a nadie.
A bordo del Sceptre, Edward Barlow se benefició de un súbito golpe de suerte profesional que lo llevaría a enfrentarse directamente con Kidd. En cierto momento, Phinney asió la mano de Barlow, se la llevó a la frente y le dijo que no se encontraba bien. A mediodía, el capitán comió poco y se lamentó, pese al intenso calor que reina en Arabia a principios de verano, de que no sudaba; el médico del barco administró a Phinney un «sudor», es decir, un medicamento sudorífico, y el capitán se tendió en la cama, cubierto de mantas, para curarse a base de transpirar.
De repente, alrededor de las siete de la tarde, el capitán Phinney empezó a expulsar a borbotones sangre negruzca por la boca y los oídos y murió. El carpintero le construyó un ataúd —a un marinero sin graduación se lo habría envuelto en una lona cosida— y lo tendieron en el interior con balas de hierro y fragmentos de carbón como lastre. Después de las oraciones, se arrojó el féretro al mar, acompañado de veinte salvas que hicieron las veces de toque de difuntos.
Barlow se convirtió en capitán, resuelto, a sus cincuenta y cinco años, a sacudirse por fin la etiqueta que en el seno de la compañía lo calificaba de «demasiado tímido» para ostentar el mando de un barco. Tres días después, el Sceptre llegó a Adén, en la costa de Arabia, a solo cuarenta leguas de la puerta del mar Rojo. A continuación, Barlow lo intentó todo para recorrer en dirección al oeste el trecho final que lo separaba de dicho mar, pero los vientos contrarios y una poderosa corriente lo llevaron veinte leguas más lejos de su destino. Barlow decidió poner nuevamente proa al sur, hacia Etiopía, para tratar de avanzar por aquella ruta, pero se encontró de vuelta en la isla de Prelock. Tratando de ganar una o dos cuartas el viento que soplaba contra él, partió unas cuantas velas.
El capitán Kidd, que no se encontraba mucho más atrás en su singular galera, contaba con la ventaja de que podía remar contra el viento, e iba ganando terreno.
Entonces, Barlow tuvo un golpe de suerte, bajo la forma de un día entero de desacostumbrado viento sur, y logró llegar a las islas de Bab el Mandeb, situadas en la entrada del mar Rojo: «Pasamos en medio de ellas, con no menos de quince brazas de agua en una noche iluminada por la luna».
Cerca de las dos del 17 de junio, Barlow divisó a través del catalejo la rada de Moca, el puerto situado fuera de la ciudad, en una zona de aguas lo bastante profundas para que pudieran anclar los barcos. Se detuvo cuatro millas antes de llegar a la rada, ya que temía que algunos buques pudieran abrir fuego contra él si lo confundían con un pirata camuflado; las órdenes de la Compañía de las Indias Orientales le indicaban que enviara primero una pinaza a Moca para anunciarse. El verano anterior, los capitanes piratas Shivers y Hore habían capturado al sur de Moca, cerca de las islas de Bab el Mandeb, dos barcos mercantes que navegaban bajo bandera inglesa y transportaban bienes destinados a representantes comerciales indios de alto rango que trabajaban para la Compañía de las Indias Orientales. Aquel mes de agosto, los piratas llevaron los dos buques al puerto de Adén, en la costa meridional de Arabia, y exigieron un rescate. El gobernador se negó a permitir que se pagara ningún dinero, alegando que otros mercantes evitarían su puerto por hacer tratos con piratas. Los piratas, Shivers y Hore, empezaron por quemar el Callicut Merchant. El capitán del otro barco, el cojo John Sawbridge, ya era conocido por su mala suerte (un estigma que ponía en peligro la carrera de cualquier capitán) desde que, años atrás, unos piratas árabes lo habían encadenado al mástil durante un ataque y una astilla de madera arrancada por una bala de cañón francesa le había causado un profundo corte en una pierna. Ahora, Sawbridge, enfrentado a la pérdida de otro barco, cubrió de improperios y maldiciones a Shivers y Hore tratando de lograr que cambiaran de actitud y no destruyeran su nave: «Le mandaron que contuviera la Lengua —relataba un capitán mercante local—, pero como él continuaba su Plática tomaron una Aguja de coser velas y Bramante y le cosieron los Labios, y así lo tuvieron durante Horas con las Manos atadas a la espalda». Cuando vieron que no llegaba ningún rescate, los piratas quemaron el buque de Sawbridge —a bordo del cual todavía había caballos— y la gente de Adén vio hundirse las banderas inglesas en las aguas del puerto. Aunque le permitieron ir a tierra en un pequeño bote, Sawbridge murió a los pocos días.
Alertado de la cólera de los árabes del lugar contra los piratas ingleses, el capitán Barlow envió la barca a Moca para asegurarse de que nadie lo identificara erróneamente, pero, a pesar de su bandera de la Compañía de las Indias Orientales y de hacer que un comerciante indoárabe hablara en su nombre, los habitantes de la ciudad siguieron negándose a confiar en él: persistieron en la creencia de que Barlow podía ser un pirata que había capturado un buque de las Indias Orientales y estaba tratando de embaucarlos, e inmediatamente enviaron un aviso por vía terrestre a Yidda, el puerto de La Meca, para que se retuviera la flota de peregrinos hasta que pudieran comprobar la identidad de Barlow.
En aquellos últimos días de julio, el capitán Kidd ya había llegado a las mismas aguas cercanas a la entrada del mar Rojo, pero los franceses que llevaba a bordo le advirtieron que ningún puerto árabe se fiaría de él, ya que iba en un barco fuertemente armado que no estaba asociado a ninguna de las grandes compañías comerciales de la región. Por lo tanto, Kidd, sin contactos amistosos en la zona, se vio obligado a permanecer inmóvil y oculto en medio de aquel calor abrasador y esperar a los piratas.
En aquel entonces, Moca era el principal centro comercial de una nueva bebida de lujo que estaba causando furor en el Viejo Mundo: el café. La primera cafetería de Londres la abrió en 1652 Pasqua Rossie, que estaba al servicio de un mercader turco. (El té seguiría siendo un «digestivo» caro y novedoso hasta fines de la década de 1720, antes de convertirse, más avanzado el siglo, en el primer producto de exportación de la Compañía de las Indias Orientales.)
Por lo visto, y desde el primer momento, en las cafeterías había clientes que pagaban una sola taza y se quedaban durante horas, mientras que otros, que solo buscaban conversación agradable, ni siquiera tomaban nada. ElDictionary of the Vulgar Tongue ( Diccionario de la lengua vulgar) afirmaba que, en ocasiones, había simpáticas prostitutas que «mudaban en cafetería [sus partes íntimas]», es decir, que permitían que un hombre entrara y saliera sin gastar ningún dinero.
Los mercaderes árabes transportaban en camello hasta los barcos sacos y más sacos de café que procedían principalmente de Bait al-Faqih, localidad del interior que los ingleses llamaban «Beetlefuckee»[31]. En 1717, ya pasaban por Moca cuatro mil toneladas anuales de café.
Después de que lo siguiera por las calles un desfile multitudinario de niños mendigos, Barlow llegó a la casa del gobernador turco de Moca y presentó su carta de la Compañía de las Indias Orientales. El gobernador —un hombre delgado, con el rostro picado de hoyuelos y tocado con turbante—, le sirvió dos «platos» de café, examinó su documentación y convino en que no era un pirata; luego, cuando se iba, lo roció con agua de rosas persa. Barlow alquiló una casa, se instaló en ella para esperar a que la flota de peregrinos musulmanes bajara desde Yidda y se dedicó a trazar planes para compartir las tareas de escolta con dos barcos holandeses que habían llegado antes que él.
Al cabo de menos de una semana, a Barlow le llegó la noticia —a través de los rumores portuarios— de que había un «pirata» estacionado en las cercanías de la entrada del mar Rojo.
Moca era un lugar cálido y excepcionalmente seco: los lugareños decían que solo llovía dos o tres días al año. El agua llegaba a lomos de asnos desde más de treinta kilómetros de distancia y «cuesta tanto como la cerveza corriente». Mientras Barlow estaba allí, en dos ocasiones descendieron nubes bíblicas de langostas: «Van en enjambres que oscurecen el cielo… y parecía como cuando nieva con fuerza en Inglaterra, con esos grandes copos de nieve en el cielo. Y dondequiera que llegan y se instalan al cabo de poco devoran todas las hojas y hierbas verdes. Tienen una longitud de algo más de dos pulgadas, con una gran cabeza y una boca voraz, y con cuatro extensas alas».
En algún momento de la estancia de Barlow en Moca, entre el 18 de junio y el 11 de agosto —probablemente alrededor del 1 de agosto—, el capitán Kidd entró sigilosa y audazmente en la ciudad, o por lo menos en la rada.
El Adventure Galley —a cuyo mando Kidd exhibía una pericia marinera tan notable como la de Barlow— había logrado situarse de algún modo justo al oeste de las islas de Bab el Mandeb, en el angosto paso que daba acceso al mar Rojo, a unas cincuenta millas al sur de Moca. Años atrás, unos piratas habían tratado, con gran esfuerzo, de excavar un pozo en una de aquellas islas; se abrieron paso hasta quince brazas de profundidad golpeando con fuerza la dura roca, pero nunca hallaron agua potable.
Así pues, Kidd, bajo el abrasador calor que hacía a fines de julio frente a las costas de Arabia y con unas reservas de agua que iban menguando, esperaba en las islas de Bab el Mandeb la llegada de la flota de peregrinos musulmanes. Un clima expectante se apoderó del barco; bajo cubierta, una camarilla de aspirantes a pirata cuchicheaba lo bastante fuerte como para que Jonathan Treadway, un marinero de veinticuatro años procedente de Nueva Inglaterra, oyera algún comentario según el cual estaban resueltos a «apoderarse de todo lo que pudieran de la flota [de peregrinos]».
Iban pasando los días, pero no había ningún barco a la vista; las barricas de agua vacías marcaban el paso del tiempo. Kidd decidió enviar la pinaza a Moca para tratar de averiguar los planes de la flota de peregrinos; lo inquietaba la posibilidad de que hubieran pasado por la noche sin que él los viera.
Por dos veces las barcas de Kidd avanzaron a remo contra el viento entre los barcos de la rada de Moca, y por dos veces no averiguaron nada: sus hombres no hablaban árabe, y habría parecido enormemente sospechoso que una embarcación desconocida preguntara por la flota de peregrinos; es posible que no hicieran otra cosa que remar hasta un punto lo bastante cercano para utilizar un catalejo. La tercera vez, el capitán Kidd en persona fue en la pinaza, y se llevó consigo al timonel John Walker; es posible que Kidd se hiciera pasar con todo descaro por un marinero de uno de los tres barcos de escolta que había en puerto. En cualquier caso, habló con algunas personas y regresó con la jugosa información de que pronto habría diecisiete buques bajando por el mar Rojo.
El capitán Kidd situó a dos hombres en una de las islas de Bab el Mandeb, con órdenes de que, cuando avistaran la flota de peregrinos, hicieran ondear la Jack, es decir, la enseña del rey o la del corso. En aquel entonces, era frecuente que las banderas fueran enormes (más de tres metros y medio por casi seis y medio) y pudieran verse desde muy lejos. El sistema de señales daría tiempo a Kidd de preparar las velas y remar hasta el punto exacto que era su objetivo (entonces los vigías podrían remar de vuelta al Adventure).
A bordo del Adventure Galley, los hombres esperaban que llegara la hora, con poco que hacer en medio del calor asfixiante, excepto soñar despiertos con cerveza y tesoros frescos. Cuando se fueron vaciando más barricas, Kidd tuvo que reducir la ración de agua. Un largo día de verano sucedía a otro. Asándose en la cruceta, un hombre de servicio en la cofa del trinquete permanecía mirando constantemente hacia los vigías de la isla; pasaron dos semanas, y luego, a última hora de la tarde de un sábado, el observador divisó a los hombres ondeando la bandera del rey. La tripulación, dando vueltas y más vueltas a las barras del cabrestante, levó el ancla de novecientos kilos desde una profundidad de quince brazas. Kidd ordenó que se despejara la cubierta y se hizo a la vela de inmediato.
La flota de peregrinos pasó entre las islas de Bab el Mandeb al anochecer. Un enorme buque mercante perteneciente al propio gran mogol transportaba más de setecientos pasajeros: hombres, mujeres y niños. El simple tamaño de los barcos era una garantía casi segura de que a bordo había almacenadas docenas de cofres de dinero y joyas. Cautelosamente, Kidd mantuvo el Adventure justo fuera del alcance de la vista.
La madrugada del domingo, al alba, un vigía, despertó apresuradamente al capitán Edward Barlow y le indicó un hueco en la dispersa flota de peregrinos que lo habían enviado a proteger. En aquella abertura, fuera del alcance de los cañones, Barlow vio un buque desconocido: «No exhibía ninguna bandera pero se fue acercando sin prisas después de variar el rumbo, a dos gavias y con más velas aferradas de las que llevan habitualmente los barcos, es decir, un juanete de mesana y un juanete de abanico». Barlow hacía ostentación de que su aguda observación a través del catalejo le había revelado que aquel navío desconocido manifestaba una disposición anormal a atacar a cañonazos o huir a toda velocidad, y añadía: «No exhibía bandera alguna sino que solo llevaba a la vista un gran gallardete rojo sin ninguna cruz»; el gallardete rojo no era una bandera pirata de lucha sin cuartel: aquella cinta larga y estrecha de tela roja significaba que el barco que la enarbolaba reivindicaba su superioridad; la usaba el comodoro de una escuadra de naves de la Armada Real o simplemente el buque que ostentaba el mando de un grupo de mercantes. Una vez más, Kidd reclamaba la precedencia.
A bordo del Adventure Galley, mientras el sol asomaba sobre la esquina de Arabia, la tripulación se dio cuenta de que el capitán había situado correctamente el barco, colándolo en medio de la flota. El viento estaba amainando, lo cual favorecía a la galera, y Kidd se acercó más al grupo de buques que iba en cabeza.
En el Sceptre, armado con cuarenta cañones, Barlow decidió sin dudarlo un instante que aquel barco no identificado era pirata y que él se mantendría en una ubicación discreta hasta que la otra nave se pusiera al alcance de su artillería. Barlow ordenó a algunos de sus marineros y grumetes que se dedicaran a las tareas rutinarias en cubierta, mientras enviaba a otros abajo para preparar los cañones y colocarlos en posición de tiro. «Viendo que el pirata se había acercado todo lo que quería, hallándose ya a nuestra altura, izamos al momento nuestra bandera y disparamos contra él dos o tres cañonazos bien apuntados, y enseguida dispusimos nuestras dos barcas a proa, pues soplaba muy poco viento, y nos atoaron hacia él».
Kidd se sorprendió de ver izar una bandera inglesa y también de encontrarse con un barco que le disparaba balas de cañón que impactaban en las aguas cercanas; luego, en medio de las aguas encalmadas, vio que los otros empleaban dos lanchas para atoar su gigantesco buque hacia él. El holandés Nicholas Alderson explicaba que oyó a Kidd decir que se trataba de un «buque de guerra Inglés… escolta de la flota» y «que no había nada que hacer». Kidd escrutó el horizonte y a lo lejos, en la dirección opuesta, avistó los colores holandeses. No respondió al fuego.
Cuando el viento amainó aún más, Kidd se encontró a una distancia mínima de un lujoso barco indomusulmán que, según comentaría posteriormente Barlow, llevaba a bordo gran cantidad de dinero. El bajel islámico, alertado por los disparos de Barlow, también apuntó a Kidd, al igual que hicieron otros correligionarios suyos. Las balas salpicaron alrededor del Adventure, y alguna alcanzó el aparejo. Esta vez, Kidd efectuó por lo menos cinco disparos de respuesta, que tocaron al buque musulmán en el velamen y en el casco, por encima de la línea de flotación.
Ahora, aquella persecución en cámara lenta iba en serio. Los hombres de Barlow que iban en las dos lanchas trataban desesperadamente de arrastrar su gigantesca nave —de cuatrocientas toneladas— hasta una posición desde la que pudiera causar daños al oponente. En su diario, Barlow admite que Kidd no respondió a su fuego ni una sola vez y nunca apuntó contra su barco, sobre el cual ondeaba la bandera inglesa. Cuando Barlow le acercó más sus cuarenta cañones, Kidd se encontró ante un dilema: repeler la agresión o retirarse de la escena.
Kidd ordenó que los hombres se pusieran a los remos; justo en aquel momento, se levantó la brisa y el Adventure Galley salió de en medio de la flota: «Hicimos fuego contra él mientras estuvo algo cerca y creímos que le habíamos dado con algunos de nuestros disparos», escribía Barlow. Sin embargo, Kidd, al mando de un barco más rápido, se apresuró a escapar hasta ponerse fuera del alcance de tiro de los otros, y entonces se detuvo a esperar, como si retara a Barlow a acercarse más.
Tan aprisa como pudo, Barlow se aproximó hasta ponerse casi al alcance de tiro de Kidd, pero, en el último momento, el Adventure Galley volvió a alejarse, aunque sin largar todo el trapo; según parecía, Kidd no quería apartarse demasiado de la flota, pero el Sceptre lo obligaba a hacerlo. El juego continuó en la misma línea: el Adventure Galley, recién carenado y mucho más veloz que el otro velero, logró ganar distancia, y luego Kidd aferró las velas bajas y esperó; el Sceptre mantuvo la persecución. Por último, al atardecer, Kidd se alejó definitivamente. Barlow se puso a la capa, pues ya estaba a cinco leguas de la flota, y esperó a los diecisiete barcos de los peregrinos.
Barlow escribiría luego que los buques musulmanes transportaban grandes cantidades de dinero y que el «pirata» podría haber saqueado las naves que iban en cabeza para darse seguidamente a la fuga, lo cual habría causado una aflicción indecible a la Compañía de las Indias Orientales, tanto en Surat como en otros lugares: «Los barcos Moros parecían muy agradecidos por haberse salvado de los piratas aquella vez». Barlow no sabría el nombre del supuesto pirata hasta un mes más tarde.
A pesar de que las acciones de Kidd pudieran parecer sospechosas, resultan perfectamente coherentes con la tarea de un hombre que trataba de atrapar buques piratas después de que saquearan la flota musulmana. Su insólito nombramiento le otorgaba el derecho a robar a los ladrones sin ninguna obligación de devolver los bienes arrebatados a sus propietarios: era como un cazarrecompensas que espera con calma en el exterior de Tiffany’s para robar a los ladrones de diamantes y luego deja con un palmo de narices a Tiffany’s. El trabajo de Kidd contaba con la aprobación de cinco de los hombres más poderosos de Inglaterra, incluyendo al rey, y la no devolución de los bienes se veía facilitada por los miles de millas de océano, las barreras lingüísticas, las comunicaciones a diez nudos y los odios religiosos latentes.
Para los hombres del Adventure Galley, que habían sufrido once meses de penalidades sin lograr ningún botín, el hecho de verse obligados a huir de la flota de peregrinos representaba un desastre, un jarro de agua fría para sus esperanzas.
A la una en punto, en aguas de la costa meridional de Arabia y en medio del letargo de aquel mediodía de agosto, con las velas aferradas y el barco a merced de la corriente, el capitán Kidd reunió a la totalidad de la tripulación en la cubierta de la galera; se congregaron unos ciento veinte hombres y muchachos.
Por supuesto, William Kidd era capitán, pero ser capitán de una misión de corso (o también, en lo tocante a esta cuestión, de un buque pirata) era bastante distinto de serlo de una nave mercante o de la Armada Real.
Trescientos años más tarde, al lector contemporáneo le resulta difícil comprender la naturaleza de la autoridad de Kidd sobre sus hombres. Christopher Codrington, comandante en jefe de las fuerzas armadas inglesas en el grupo de las islas de Sotavento, se lamentaba en una ocasión de que tratar de ejercer el mando de la milicia y los barcos procedentes de distintas islas —como Barbados y Antigua— era tan complicado como el cometido de un capitán corsario, que manda con permiso de la tripulación: «Toda su autoridad es precaria —escribía Codrington—, y las razones de sus acciones dependen de una multitud de humores inciertos».
Kidd ofreció a la tripulación dos opciones: permanecer cerca de la flota del hach o poner proa a las tierras altas de Saint John (la actual Daman), en la costa de la India. La tripulación votó por las tierras altas de Saint John; el lugar, olvidado en aquel entonces por muchos cartógrafos y marinos europeos, era sobradamente conocido de los hombres que navegaban en el Adventure Galley: en el «cabo Saint John» o las «tierras altas de Saint John», el capitán Avery había dado el gran golpe apresando al Gunsway.
En aquellos momentos, ¿se disponía Kidd a perseguir piratas, o barcos de peregrinos cargados de riquezas? Como escocés lacónico que era, Kidd no reveló sus intenciones a la tripulación, según relata el holandés Nicholas Anderson —que a la sazón tenía cuarenta y cinco años—, pero muchos de los hombres se contaban mutua y explícitamente sus deseos: lo que querían era un buen barco de peregrinos musulmanes que se hubiera descolgado de la flota.
La tripulación largó trapo y los vientos monzónicos impulsaron al Adventure Galley rumbo al este. Los marineros, afectados por las recientes decepciones, estaban cada vez más descontentos; las raciones de agua se rebajaron a alrededor de un litro diario, lo cual constituía una brutalidad para hombres que comían carne en salazón y trabajaban orientando velas a 38 grados centígrados de temperatura.
Al quinto día, las protestas aumentaron hasta el punto de que la tripulación obligó al timonel a quejarse ante el capitán y pedirle que organizara un «parlamento», es decir, una reunión masiva seguida de una votación. A bordo de un buque corsario, había pocas cosas que protegieran al capitán de la tripulación, a excepción de los intereses personales compartidos y del sencillo hecho de que la mayor parte de las armas estaban encerradas y a buen recaudo.
Solo conocemos algunos retazos de la reunión. Algunos hombres argumentaron en favor de continuar dirigiéndose al este, hacia Saint John, mientras que otros se pronunciaron por poner proa al norte, hacia la costa más cercana, para buscar agua. Aquellos hombres semidesnudos, tostados por el sol, coléricos y sedientos miraban fijamente al capitán y al timonel, que se hallaban en lo alto del alcázar. Se pidió que se votara, y los hombres escogieron Saint John: la codicia podía más que la sed.
Para aumentar sus apuros, Kidd, que no conocía aquellas aguas del mar Arábigo, se desvió accidentalmente sesenta leguas al sur de la ruta marcada.
Tres días de sed más tarde, el sábado 28 de agosto, el vigía descubrió una vela, y Kidd largó todo el trapo para avanzar hacia el barco. A continuación vino el típico ritual de identificación en el mar. Mientras Kidd se aproximaba al otro buque, distinguió que era un grab de unas cien toneladas, es decir, una embarcación de dos palos y vela cuadrada de las que se usaban en el comercio costero de la India. Alrededor de mediodía, Kidd se iba acercando y esperaba que el otro barco aminorara la marcha; cuando vio que no lo hacía, realizó un disparo de advertencia frente al pie de la roda del otro. Este, respondiendo con el debido respeto, arrió las gavias e izó su bandera, que resultó ser la inglesa, con lo cual pasó a añadirse a los buques que Kidd no podía atacar. Utilizando la bocina, Kidd exigió que el comandante de la nave subiera a bordo del Adventure Galley; el otro barco echó al agua un bote y el capitán Thomas Parker, un inglés, fue trasladado a remo e izado a bordo del Adventure. El capitán Kidd y el capitán Parker fueron bajo cubierta, entraron en el camarote del primero y cerraron la puerta.
Desde que en abril había dejado el puerto de Johanna, en el hemisferio sur, aquella era la primera oportunidad que se le presentaba a Kidd de obtener información sobre otros buques, los piratas, el clima, las novedades de la guerra y la Compañía de las Indias Orientales. Kidd y Parker hablaron sin cesar mientras iban transcurriendo los minutos.
Entretanto, el capitán Kidd había enviado a sus hombres a inspeccionar el otro barco; ellos preguntaron qué clase de cargamento había a bordo, y la respuesta fue que algo de café, pimienta y comida para la tripulación. El buque era el Mary, que se dirigía desde Adén hacia Bombay; los doce hombres que componían la tripulación eran, en su totalidad, «moros» —es decir, indios de piel morena—, los pasajeros eran cinco monjes portugueses de Bombay y un traductor de la misma nacionalidad, y el piloto otro «moro».
Los malhumorados hombres del Adventure Galley, abusando de la hospitalidad de los anfitriones, comieron y bebieron todo lo que encontraron a mano, y luego se llevaron al piloto «moro» de vuelta con ellos, si bien no se apoderaron de nada que llevara el otro barco.
Los minutos se convirtieron en horas y Kidd seguía abajo, hablando a puerta cerrada con el capitán Parker. Entonces, algunos hombres del Adventure Galley —entre ellos los que en el pasado habían sido piratas—, dirigidos por el timonel John Walker y acompañados por el artillero William Moore, se instalaron en las barcas del Adventure Galley, remaron hasta el Mary y subieron a bordo. Acto seguido, registraron el barco de arriba abajo, en busca de cualquier cosa que tuviera valor: se apropiaron de cinco fardos de café, un saco de pimienta de más de veinticinco kilos, cables de sonda, mirra, instrumentos de navegación, algo de ropa y el arroz de los tripulantes «moros»; también se apoderaron de dos trabucos y seis mosquetes, armas que podían utilizar para amotinarse contra el capitán Kidd.
Los expiratas torturaron a algunos de aquellos hombres de piel morena para averiguar dónde podía haber oculto cualquier objeto de valor: tomaron a dos de los oficiales «moros» y, atándoles las manos a la espalda, los izaron y los golpearon con las «espadas desnudas»; la técnica consistía en pegar con fuerza con el plano de la hoja, de modo que el menor movimiento podía hacer que el prisionero resultara herido por el filo. En ocasiones, el terror —en este caso, el miedo a sufrir cortes— supera al dolor que se experimenta realmente; varios miembros de la tripulación que permanecieron a bordo del Adventure Galley explicaron que habían oído los gritos de aquellos hombres resonando en el espacio que separaba ambos barcos, e incluso el joyero Benjamin Franks, enfermo de fiebres, aseguró haber oído un «gran ruido». (Para evitar colisiones, los buques fluctuaban manteniendo una distancia de seguridad entre sí.)
Por lo menos dos «moros» resultaron heridos por cortes. O bien Kidd, cómodamente instalado en su camarote, no oyó nada —lo cual es bastante probable—, o bien optó por no hacer caso. Es muy posible que el capitán Parker y los monjes portugueses que viajaban a bordo de aquel buque musulmán tuvieran guardado un abundante surtido de alcoholes, y probablemente Kidd se había tomado algo más que un par de tragos con Parker.
Los hombres del Adventure Galley regresaron en las lanchas con su botín, y el capitán Kidd, al darse cuenta de lo que había pasado, montó en cólera: los llamó «hatajo de maleantes» y los obligó a devolver buena parte de lo robado. Durante tres siglos se ha ignorado el testimonio de los cinco monjes portugueses, a pesar de que todavía se conserva en los archivos del ministerio de la India que se encuentran en la Biblioteca Británica (IOR n.º 6444): «Declaración de los ffrailes: D: Rosaro, Dom Gonsolvis… Habitantes Cristianos de esta isla de Bombay y Pasajeros a Bordo del Bergantín Mary»; los monjes declararon bajo juramento: «Devolvieron dos Compases, seis Mosquetes & cinco fardos de café».
¿Qué pirata que se preciara se habría tomado la molestia de devolver bienes robados? A todas luces, Kidd trataba de evitar que su tripulación cometiera actos de piratería, así como que se armara.
En otra declaración, ignorada por desidia, Jonathan Treadway, de Boston, Nueva Inglaterra, afirmaba: «Como el mencionado grab no tenía sino una escasa Provisión de agua, el capitán Kidd no les quitó nada de la misma».
Después de un día de beber con Parker, el capitán Kidd, que nunca había navegado por la costa de la India, decidió tomar consigo al capitán del Mary como piloto; también se llevó al lingüista portugués, que hablaba con fluidez el inglés y varios dialectos locales indios. La misión de Kidd estaba al borde del desastre, y él se negaba simplemente a pensar en la posibilidad de fracasar: incorporando a aquellos veteranos de la zona, sus posibilidades de éxito aumentarían notablemente. El Mary, fuera de todo peligro, se quedaría a cincuenta leguas de fácil recorrido hasta la costa, con vientos favorables. Varios testigos dijeron que el «intérprete» portugués fue retenido a la fuerza, pero, en lo que se refiere al capitán, regresó al Mary y recogió tranquilamente sus pertenencias.
A las nueve de aquella noche, los dos barcos se separaron. El Adventure Galley, confiando en los consejos de navegación de Parker, se hizo a la vela pese a la oscuridad reinante. Por la mañana, y según contarían posteriormente, los monjes del Mary ya no vieron el Adventure Galley. El piloto «moro», empleando la brújula, guio sin dificultades el Mary hacia el puerto de Bombay, adonde arribó al cabo de dos días; los monjes se quejaron de inmediato a las autoridades portuguesas del acto de «piratería» de Kidd.
Entretanto, Kidd, a bordo de la galera, descendió ligeramente hacia el sur y, cinco días después, el 3 de septiembre, llegó a Carawar, una de las factorías más pequeñas que la Compañía Inglesa de las Indias Orientales tenía en la costa occidental de la India. En el barco reinaba el peor de los ambientes: algunos tripulantes estaban irritados porque Kidd no actuaba de forma parecida a un pirata, mientras que otros estaban preocupados por la posibilidad de que de pronto se convirtiera en tal cosa.
Como en otras partes de las Indias, la base de la Compañía Inglesa en Carawar consistía básicamente en una fortaleza-almacén supervisada por un puñado de blancos cristianos que desarrollaban su actividad en medio de un mar de musulmanes e hindúes de piel morena; no importaba cuántos cañones o armas de fuego poseyeran: en última instancia, los ingleses estaban a merced de las masas que los rodeaban.
Siguiendo los consejos de Thomas Parker, Kidd entró en Carawar evitando el buque naufragado que había en el canal septentrional y la roca piramidal sumergida que había en el meridional.
Kidd necesitaba con urgencia agua y también leña; como la moral de los tripulantes estaba tan deteriorada, escogió cuidadosamente a los hombres más leales para que supervisaran la misión de aprovisionamiento de agua. Posteriormente, un marinero calculó que, del conjunto de la tripulación, solo había treinta hombres que no quisieran abandonar: Kidd no encontraba piratas ni franceses, y los hombres eran meros galeotes de aquel severo capataz escocés.
El propio Kidd desembarcó y se reunió con los agentes de la Compañía de las Indias Orientales, Thomas Pattle y John Harvey. Los dos hombres se apresuraron a enviar una nota, fechada el 9 de septiembre, a sir John Gayer, del cuartel general de Bombay: «La presente tiene el fin exclusivo de informar a vuestra Excelencia que el 3 del corriente [septiembre] llegó a la ensenada el Capitán Kidd en el Adventure Galley. Tiene a bordo 140 hombres saludables y 36 cañones. Dice que ha estado en Mohilla, Madagascar, etc., otros lugares en busca de piratas pero todavía no ha encontrado ninguno y ahora ha venido a esta costa con el mismo propósito; sabemos que estuvo en Moco [Moca]. Dice que pensaba que allí encontraría piratas pero nosotros nos inclinamos a creer que de no haber sido por los buques de escolta no habría vacilado en apoderarse de 2 o 3 bajeles de Surat. Declara con solemnidad e insistencia no perjudicará a nadie sino a aquellos que le ha ordenado el rey de Inglaterra. Sin embargo, pese a sus hermosos pretextos, dudamos mucho de que sus propósitos sean tan honrados como deberían. Habla de navegar frente a las costas de Comerine [el cabo Comorín, en el extremo meridional de la India] con la esperanza de encontrarlos, ya que el año pasado rondaban por aquel lugar. Ahora está recogiendo leña y agua, en lo cual no creemos que sea prudente importunarlo por miedo a que ello pudiera irritarlo y llevarlo a cometer fechorías».
Gracias a la cadena de rumores que iba del comodoro Warren de la Armada Real hasta el capitán Clarke del East India Merchant, el capitán Kidd se encontró a su llegada con una acogida aún más suspicaz que la que se dispensaba habitualmente a un intérlope.
Carawar actuaba como un centro fundamental del comercio costero de pimienta de la compañía, pero, desde el punto de vista de un visitante europeo —especialmente si era un capitán o un comerciante rico—, la ciudad era más conocida por ofrecer dos diversiones: la caza y las bailarinas. Alexander Hamilton observó que en Carawar estaba muy extendida la «buena y antigua costumbre de obsequiar a los Forasteros que vienen de Europa con hermosas Bailarinas negras, que son muy activas en su Danza, y libres en su Conversación, en la cual la vergüenza está bastante fuera de Uso». La compañía criaba perros de caza para impresionar a los clientes.
El joyero Benjamin Franks, que había estado «mortalmente enfermo» y siempre había proyectado establecer un negocio en la India, pidió repetidas veces permiso al capitán Kidd para desembarcar en Carawar. Kidd no daba su brazo a torcer, pero entonces Franks le prometió al capitán que le regalaría un sombrero de castor, y Kidd aceptó: grave error.
La pinaza del barco llevó a Franks a tierra y, de modo inmediato, los nueve hombres desertaron. De ellos, Benjamin Franks —de cuarenta y cuatro años— y Jonathan Treadway —de veinticuatro— buscaron refugio en la base de la Compañía de las Indias Orientales; Treadway, que por supuesto necesitaba una excusa para abandonar el barco, dijo que «lo habían entrampado para que fuera pirata en lugar de corsario».
Si bien los funcionarios de la compañía ya habían acabado de escribir su nota para Bombay, la recuperaron y garabatearon una posdata: «Después de que escribiéramos se han presentado en la factoría 2 de los hombres de Kidd, que nos informan de que apresaron un bajel inglés frente a Bombay y se llevaron a bordo al comandante como prisionero, de que se llevaron de él 100 piezas de oro, algo de arroz y raciones, de que su ida a Mocha fue con toda la intención de apresar los barcos de Surat si la escolta no se lo hubiera impedido, de que pretenden atraer a la ensenada el barco de Abdul Ghaffur y esperar a que salga».
Los dos desertores dijeron lo que sus interlocutores estaban deseando oír: los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales estuvieron encantados de ver confirmados sus peores temores acerca de Kidd. Era una noticia pasmosa (especialmente en la reelaboración tendenciosa que efectuó la compañía): un capitán que ostentaba una patente de corso del rey de Inglaterra se había pasado a la piratería. Franks y Treadway se convirtieron repentinamente en testigos estrella a quienes había que trasladar al cuartel general de Bombay (ninguno de los dos hombres tendría ocasión de disfrutar de la India, ya que a ambos se los retuvo como prisioneros y luego, en enero, se los embarcó a bordo del Charles II con destino a Inglaterra para que testificaran en persona ante la Junta de Comercio).
A partir de aquel momento, se difundirían informes destinados a todas las factorías de la Compañía de las Indias Orientales en los cuales se indicaba que había testigos presenciales que calificaban a Kidd de pirata. Los dos agentes de la compañía, deseosos de reunir tanta información sobre Kidd como fuera posible, y quizá con la esperanza de liberar al capitán Parker, enviaron a un par de hombres a espiar a Kidd. Escogieron a dos veteranos lobos de mar: Charles Perrin y William Mason; ambos habían trabajado de forma intermitente como capitanes para la Compañía de las Indias Orientales.
Perrin y Mason fueron transportados a remo hasta el Adventure Galley y saludaron con rostro sonriente. El capitán Kidd reconoció al instante a Mason como uno de los hombres que, una década atrás, habían ayudado a robar su Blessed William en el Caribe. Mostró a ambos capitanes su nombramiento: la nariz ganchuda y la peluca de rizos del rey Guillermo certificaban la autenticidad del documento primorosamente impreso. Sin embargo, Kidd no permitió que Mason y Perrin rondaran por el barco, y nunca alcanzaron a ver a Thomas Parker; entre susurros, hicieron preguntas a los tripulantes para averiguar adónde se dirigía Kidd: algunos dijeron que al golfo Pérsico, otros que al cabo Comorín.
Mason, un antiguo pirata que no sentía ningún aprecio por Kidd, informó: «Kidd lleva el mando de forma muy distinta a como acostumbraban a hacerlo otros piratas; dado que el nombramiento [de Kidd] le ha procurado hasta ahora respeto y temor… añadido a su propia fortaleza —pues es un hombre muy vigoroso, que lucha con sus propios hombres a la menor ocasión y a menudo pide sus pistolas y amenaza con volarle los sesos a cualquiera que se atreva a hablar de algo contrario a su parecer—, [ello] hace que lo teman. Están muy deseosos de quitarse de encima su yugo».
El capitán Mason explicaba que los tripulantes le habían suplicado que los ayudara a deponer a Kidd y que tomara el mando del barco, pero que él se había negado «por honestidad»; Mason estaba dando lustre a su propia imagen a costa de Kidd.
Las palabras del capitán Mason se hicieron llegar a Bombay, a manos de sir John Grayer, que las incluyó en el resumen mensual de noticias que se haría circular por las factorías de la compañía y luego se enviaría a Londres. Por lo visto, sir John ignoraba que, casi una década antes, su informador había ayudado a robar el barco de Kidd porque este se había negado a convertirse en pirata.
Aquel inmenso mundo de 1697, que se ensanchaba constantemente por medio de la exploración y el comercio, era en ocasiones —y sobre todo en el mar— un mundo muy pequeño, formado por un puñado de hombres cuyas ambiciones chocaban entre sí.
El versátil Kidd, a pesar de que lo acosaran las murmuraciones, seguía decidido a llevar a cabo su misión.

Capítulo 9
A la caza de piratas

Kidd todavía permaneció en Carawar una semana, pero denegó los permisos de desembarco a todo el mundo, con la excepción de un puñado de hombres de confianza. Una medianoche, se despertó y sorprendió a ocho tripulantes —entre ellos Joseph Palmer, nacido en Westchester— que trataban de robar la pinaza del Adventure Galley y escabullirse a tierra.
¿Ordenó Kidd que se le administraran a cada uno de ellos doce latigazos en la espalda desnuda? No: Kidd no podía castigarlos porque su contrato de corso le exigía que todas las sanciones se aprobaran mediante el voto mayoritario de la tripulación. En el barco reinaba el descontento y Kidd mandaba con la mera fuerza de su personalidad.
Ya hacía mucho que Kidd había rebasado la fecha límite de regreso, el 25 de marzo de 1697, pero esperaba que lo perdonaran cuando llegara cargado de tesoros. Sin embargo, sobre él se cernía otra fecha límite: un informe de la Compañía de las Indias Orientales de mediados de septiembre estimaba que al Adventure solo le quedaban reservas de comida para cerca de un mes.
Después de un total de diez días en el puerto de Carawar, todavía estaba esforzándose en hacer acopio de leña y agua cuando alguien le advirtió discretamente de los calamitosos acontecimientos que se estaban produciendo: según le contaron, tres de sus hombres habían huido y logrado que los llevaran hasta Goa, donde informaron a las autoridades portuguesas que el Adventure Galley —que describieron como el «barco pirata» que había importunado a los monjes portugueses del Mary— ofrecía ahora una presa fácil en el interior del puerto de Carawar.
Los portugueses pertrecharon rápidamente dos buques de guerra y se dirigieron costa abajo para atraparlo y bombardearlo hasta que se rindiera. En las Indias, los portugueses representaban un imperio venido a menos, sobrado de dignidad católica y falto de verdadero poder. Cuando en 1493 el papa Alejandro VI dividió graciosamente en dos el mundo «no descubierto», incluyó en la parte portuguesa la totalidad del África y los territorios que quedaban al este. Durante el siglo XVI y buena parte del XVII, Portugal había dominado las Indias Orientales, pero el ascenso de los ingleses, los franceses y los holandeses, que actuaban por medio de austeras compañías comerciales, combinado con las convulsiones de la metrópoli, derribó a aquel país de su posición dominante. (Una nueva señal de decadencia se puso de manifiesto cuando la corona portuguesa cedió la isla de Bombay como parte de la dote destinada a Carlos II por su matrimonio con Catalina de Braganza, celebrado en 1662; la Iglesia portuguesa pasó varios años negándose a entregar la ciudad.)
Así pues, aquel advenedizo, el Adventure Galley, proporcionaba a los portugueses una oportunidad perfecta de golpear a un pirata inglés y humillar a la Inglaterra protestante. «Se cree que todos los Ingleses son piratas que venden en Bombay todo lo que roban en el mar —escribía el virrey de Goa al rey de Portugal, y añadía—: Si nuestras fragatas los encuentran en el mar, ellos presentan los documentos de la compañía [Inglesa de las Indias Orientales] y no podemos hacerles nada; pero cuando dan con alguno de nuestros mercantes les roban y luego la compañía se excusa diciendo que esos barcos son piratas».
El 13 de septiembre, después de que lo informaran de la amenaza portuguesa, Kidd ordenó a la tripulación que levara el ancla, y los hombres arrimaron el hombro para hacer girar el cabrestante: si el capitán no optaba por cortar el grueso cable del áncora del buque y dejar una boya que luego permitiera recuperar aquel freno de novecientos kilos, la partida de un barco era un proceso lento, que requería varias horas. Kidd decidió no cortar el cable, sino levar el ancla, aunque arengó a los hombres para que trabajaran con rapidez, para que cantaran vivace la saloma correspondiente.
Aquella noche, con el capitán Parker aconsejándolo a gritos desde debajo de la cubierta, Kidd guio con cuidado y sin problemas el Adventure Galley por la orilla septentrional de la desembocadura del río; luego trató de poner rumbo al sur, pero se encontró prisionero de los vientos variables: era uno de los dos períodos del año (de septiembre a octubre y de marzo a abril) en que, frente a la costa india de Malabar, los vientos resultan impredecibles, coincidiendo con el cambio de los seis meses de monzones que soplan hacia el este a los seis en que lo hacen hacia el oeste. Los vigías pasaron una noche sin incidentes bajo una bóveda estrellada.
Cuando el primer rayo de sol empezó a brillar por el este, Kidd quedó consternado al ver dos grandes bajeles portugueses que estaban casi al alcance de su artillería. El mayor de aquellos buques era un imponente navío de guerra erizado con cuarenta y cuatro cañones y cubierto de cruces en honor de algún santo o virgen, y su acompañante iba provisto de otras veinte piezas de artillería; todos los cañones estaban preparados para disparar. Con el ligero viento variable, los dos barcos portugueses se dirigían rápidamente a Kidd. Este tenía la posibilidad de poner a remar a sus hombres y tratar de escapar, pero en lugar de hacerlo optó por jugarse el todo por el todo y dejó que los portugueses se acercaran.
Un oficial que iba a bordo del buque portugués más grande alzó la bocina y saludó al Adventure Galley. El capitán portugués quería asegurarse de que se enfrentaba al buque «pirata» correcto y no a un francés o un mercante de las Indias Orientales. «¿De dónde sois?», preguntó el oficial, probablemente en la lengua franca híbrida de la marina; Kidd, sin delatarse, respondió cortésmente que era «de Londres», y el portugués se identificó como procedente «de Goa». Aquella conversación tan educada terminó enseguida; como recordaría Kidd, «los barcos se separaron deseándose mutuamente buen viaje».
Se levantó el viento, Kidd puso rumbo al sur y las dos naves portuguesas le siguieron la estela a lo largo del día. Solo la visión de las lejanas cruces de las velas indicaba la amenaza que se cernía sobre la tripulación protestante. El velero de Kidd era más veloz y sacó ventaja a los otros, pero aquella noche los portugueses se afanaron a largar más trapo y avanzaron por una costa en cuyas aguas su país había navegado durante dos siglos.
Al amanecer, los dos barcos portugueses estaban de nuevo a tiro. Sin previo aviso ni exigencia de rendición, la nave mayor abrió fuego con seis cañones de gran calibre que hicieron blanco directo por encima de la línea de flotación del Adventure; las esquirlas que salieron despedidas hirieron a cuatro de los hombres de Kidd, cortándoles la piel bronceada. Kidd respondió al fuego brevemente, pero luego, viendo que había sesenta y cuatro cañones preparados para reducirlo a astillas y que el gigantesco navío de guerra maniobraba para abordarlo, salió huyendo.
Largando más y más trapo, utilizando todos los trucos para aprovechar el mínimo soplo de viento, Kidd hizo maniobrar el Adventure Galley. Ahora se trataba de un juego de caza mortal. El rasgo más singular de aquella clase de combate naval era que los barcos de la época no podían disparar balas de cañón pesadas desde proa y hacia delante, debido a problemas de diseño relacionados con el retroceso, entre otras cosas. Por lo tanto, si bien el perseguidor podía castigar al adversario con cañones ligeros de persecución, desde luego no era capaz de infligirle graves daños ni de hundirlo.
Kidd navegaba a toda marcha y el portugués lo seguía; la distancia fue en aumento: el navío de guerra de cuarenta y cuatro cañones no podía mantener aquella velocidad, y al cabo de unas horas ya había quedado muy atrás. El buque más pequeño, con sus veinte cañones, sí podía navegar casi a la misma velocidad que Kidd. Alrededor de mediodía, en las luminosas aguas de la costa de Malabar, Kidd viró repentinamente.
Era un momento crucial. El timonel de Kidd había empujado toda la caña a sotavento mientras los hombres halaban los cabos de las crucetas. ¿Lograrían ganar aquel viento suave o, por el contrario, las velas quedarían colgando fláccidamente y el barco inmóvil? Si la maniobra fallaba, el portugués podría precipitarse sobre Kidd; si salía bien, Kidd tendría el viento a favor y gozaría de superioridad en la lucha.
El capitán portugués debió sentir mareos cuando se dio cuenta de que lo habían atraído con ardides a un combate singular y tenía a Kidd a barlovento, con una potencia de fuego que casi doblaba la suya.
Kidd bombardeó el otro barco, y en algún momento logró desarbolarlo. El viento amainó, con lo cual Kidd no tenía que temer la llegada del buque de cuarenta y cuatro cañones del comodoro. En aquella calma, los enemigos se enzarzaron en un combate interminable, como boxeadores en un asalto sin fin. Con sus treinta y seis cañones, Kidd barrió el pequeño barco. Contaba con una enorme ventaja, ya que podía usar los remos para poner el Adventure en la posición adecuada; como todos los capitanes de aquel entonces, «apuntó» el barco porque sus principales piezas de artillería no podían girar lateralmente.
La lucha se prolongó durante siete horas; los portugueses hicieron unos cuantos blancos y once hombres de Kidd resultaron heridos, pero sus adversarios se llevaron, con mucho, la peor parte. Como oyó contar un funcionario de la Compañía de las Indias Orientales, Thomas Pattle: «Cuando [los dos barcos] se aproximaron, los portugueses dispararon contra él con denuedo y tan aprisa como pudieron, pero pronto los curtidos maleantes de Kidd les dieron lo bastante para causarle graves destrozos. El pequeño buque resultó muy dañado, con gran número de hombres heridos y muertos».
Samuel Bradley, enfermo desde la estancia en Mohelia, estaba acostado bajo cubierta. Los hombres le contaron que querían abordar y saquear el barco portugués, pero que el capitán Kidd no se lo permitiría. Cuando volvió a levantarse el viento, Kidd vio que se acercaba el buque insignia de cuarenta y cuatro cañones, y se alejó hacia el sur.
Kidd, que nunca se caracterizó por su modestia, comentaría posteriormente: «Creo que ningún Portugués volverá a atacar jamás la Bandera del Rey, sobre todo en esa parte del mundo».
Con todo, el impacto de las balas portuguesas había vuelto a abrir algunas de las vías de agua del Adventure Galley, y ahora Kidd necesitaba encontrar un puerto seguro para realizar algunas reparaciones, para lo cual navegó hacia el sudoeste, en dirección a las islas situadas frente a la costa india.
Cualquier sombra de duda que pudiera quedar en la mente de los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales acerca de si Kidd era un pirata se había desvanecido; a partir de aquel momento, los informes de la compañía se llenarían de sus fechorías.
«Kidd ha estado en las islas Laquedivas robando & asesinando hombres, mujeres y niños y ha cometido todas las villanías posibles», escribía sir Jonathan Gayer desde Bombay.
En su diario, Barlow situaba al «pirata Kidd» en otro archipiélago situado cien millas más al sur, el de las Maldivas: «Después de carenar su buque, se había apoderado de sus embarcaciones [de los isleños] y las había hecho pedazos para leña, y había obligado a la gente a trabajar para él a cambio de nada, y había violado a algunas de sus mujeres, en represalia porque los isleños negros habían matado a uno de sus hombres; y para vengarse de su muerte los piratas habían matado a varios isleños, y habían causado mucha desgracia entre ellos, llevándose todo lo que querían».
Las atrocidades de Kidd parecían multiplicarse por el número de veces que se contaban; a medida que se fue convirtiendo en la bestia negra a quien se atribuían todos los actos de piratería, la verdad resultó cada vez más difícil de averiguar. Sin embargo, y sobre la base de testimonios posteriores de hombres que no mostraban ninguna simpatía por Kidd, resulta claro que sus acciones no fueron tan siniestras como las pintaban los informes de la compañía.
Kidd, mal recibido en la costa india gracias a los oficios de la compañía, envió a sus hombres a tierra para que hicieran provisión de agua en alguna isla desconocida, habitada por gentes de piel morena que hablaban una lengua incomprensible. Los marineros se llevaron la pinaza cargada de barricas vacías con el fin de llenarlas; el tonelero era un componente fundamental de la expedición, pues se encargaba de reparar y taponar los recipientes.
Los nativos ayudaron en la recogida de agua, pero en algún momento estalló una disputa, probablemente por una mujer —hay que recordar que los hombres llevaban medio año sin permiso para desembarcar—, y un lugareño le cortó la garganta al tonelero de Kidd y le causó la muerte. A toda prisa, la partida que había ido a tierra se abrió camino hasta la galera, y seguidamente Kidd encabezó en persona un escuadrón de hombres que desembarcó para capturar al culpable; ataron a un árbol al lugareño al que al parecer habían identificado como el asesino y lo mataron. Un informe posterior indicaba que Kidd mandó a la gente que había ayudado a llenar las barricas de agua que colgara banderas blancas en sus chozas y ordenó a sus hombres que incendiaran el resto. ¿Justicia sumaria?, ¿ritual de paso? ¿Acaso era un acto más cruel que el del capitán Phinney, de la Compañía de las Indias Orientales, cuando se apoderó de más de ciento treinta metros de red de pesca en un lugar cercano a una zona de actividad pirata, o el del capitán Leonard Edgecombe cuando se llevó a hombres, mujeres y niños de la isla de Johanna para disuadir a los lugareños de acoger piratas? En cualquier caso, Kidd negó haber ordenado que se quemara ninguna choza.
Kidd reemprendió el recorrido de la costa india. Desde su partida de Nueva York, había pasado un año entero en el mar y aún no había dado con un solo buque francés o pirata; izó una bandera francesa con la esperanza de embaucar a algún monsieur y lograr que se pusiera a tiro, pero no tuvo esa suerte. Además, después del desastre acaecido con los isleños, seguía con muy poca agua.
Entonces decidió entrar en la rada de Calicut, un puerto venido a menos pero que aún era un importante centro de almacenamiento de pimienta de la costa de Malabar. Estaba resuelto a reaprovisionarse de agua en un lugar civilizado en el que lo recibieran amistosamente; sin embargo, a medio mundo de distancia de Londres o Nueva York, las factorías de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales controlaban los únicos puestos avanzados ingleses que había en la región. Kidd entró en el puerto de Calicut, izó de inmediato la bandera inglesa y envió una barca a tierra con el fin de solicitar permiso a la factoría inglesa para recoger leña y agua. El jefe del establecimiento, Thomas Penning, se lo denegó.
Con la esperanza de mejorar su reputación, Kidd envió a Penning una educada nota (durante su travesía de tres años, Kidd no escribió una sola carta a casa, de modo que, para un hombre tan parco en palabras como él, aquel mensaje equivalía a todo un libro): «No puedo sino admirarme de que la gente tema tanto acercarse a nosotros, pues he utilizado todos los medios posibles para hacerles entender que soy un Inglés [es decir, un barco inglés], sin hacer gesto de importunar a ninguna de sus Canoas, y por eso he creído conveniente escribir la presente, para que vos podáis entender quién soy, lo cual espero que pueda poner fin a toda sospecha. Salí de Inglaterra hace unos 15 meses, con el Nombramiento del Rey para apresar a todos los piratas de estos mares, y de Carwar hace alrededor de un mes, de modo que creo que ya habréis oído quién soy antes de recibir la presente. Y aquí solo he venido a buscar leña y agua que, si tenéis a bien proporcionarme, os abonaré honestamente, al igual que cualquier otra cosa que me traigan, lo cual es todo por parte de quien estará muy dispuesto a serviros en lo que esté en mi Poder. —Wm. Kidd».
Calicut tenía fama histórica por ser una ciudad que, construida sobre pilares, se extendía mar adentro; en otros tiempos, los templos hindúes ostentaban columnas de mármol que podían compararse a las del Panteón romano, y, siglos más tarde, los portugueses construyeron en aquel lugar un castillo que parecía emerger directamente de las olas coronadas de espuma blanca. Todo aquel esplendor se vino abajo por efecto de las tempestades y los ataques, y ahora estaba sepultado en el puerto y constituía un peligro para los barcos que acudían a cargar sacos de grano de pimienta, barriles de aceite de palmera y fardos de madera de sándalo. Los portugueses se trasladaron a Goa, dejando una iglesia en ruinas; los franceses estaban realizando mediciones de terreno para construir su propio centro comercial, pero en aquellos momentos los ingleses poseían la única factoría europea del lugar.
Thomas Penning no quiso saber nada de Kidd: desconfiaba de él y siguió negándole la leña y el agua. En el puerto, cerca de Kidd, se hallaba anclado el Thankful, un buque inglés que era propiedad del agente Penning y se dedicaba principalmente al comercio costero; el capitán no era otro que Charles Perrin, que un mes antes había subido a bordo del barco de Kidd en Carawar. Sin duda alguna, Perrin había ofrecido un retrato monstruoso de Kidd al agente Penning. Por su parte, Kidd envió hombres armados, a bordo de dos botes, para que abordaran el Thankful con el fin de forzar los acontecimientos.
Luego, Kidd obligó al capitán Perrin a llevar un mensaje al puerto, con destino a Penning: «Merecéis que os queme el barco por negarme la leña y el agua»; Kidd agregaba que, cuando llegara a Inglaterra, daría a conocer su descortesía en Whitehall. La tensa espera continuó: ¿Incendiaría Kidd algún buque inglés? ¿Abriría fuego el puesto avanzado inglés con sus baterías costeras?
En el horizonte apareció una vela que se dirigía al puerto; Kidd enfocó los cilindros de su catalejo y tuvo la seguridad de que se trataba de un barco de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Entonces tomó una decisión inmediata: levó el ancla y abandonó el puerto a toda prisa, sin leña ni agua; era el 7 de octubre. El Thankful quedó indemne.
Kidd, presuntuoso y desafiante, estaba harto: ningún puerto le daría la bienvenida, ya le había disparado todo el mundo —holandeses, ingleses, portugueses y musulmanes—, se estaba quedando sin comida, siempre andaba escaso de leña y agua para sus ciento cuarenta hombres y navegaba en un barco con vías de agua. Una vez más, se aventuró mar adentro en busca de franceses o piratas.
Aproximadamente una semana después, alguien descubrió una vela: podía ser la captura que garantizara el éxito de la travesía; cualquier vela, con su fulgor blanco, ofrecía aquel atisbo de esperanza. El capitán Kidd se acercó decididamente al otro barco, más pequeño, que, mostrando el debido respeto, izó su bandera —inglesa—, arrió las gavias y dejó que Kidd llegara hasta él.

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El Adventure Galley saludó a la otra nave, que resultó ser el Loyal Captain, un buque de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que navegaba de Madeira hacia Surat. El capitán Howe actuó con presteza y ordenó a sus hombres que echaran al agua un bote; lo transportaron a remo hasta el Adventure Galley y subió a bordo. Kidd lo llevó de inmediato bajo cubierta para mostrarle su nombramiento del rey para perseguir piratas, y Howe exhibió toda la deferencia que debía. Se comportaba con mucha amabilidad, y traía consigo varias botellas de buen vino de Madeira; además del vino, Howe dijo que le daría a Kidd varios pishcashes, una palabra india que significa tributo, las primicias de la cosecha que se ofrecen a una persona importante. Era el primer capitán en mucho tiempo que mostraba algún respeto por Kidd, y ambos hombres se instalaron para sostener una larga charla; Howe adulaba a Kidd, y este, a su vez, trataba a Howe «cortésmente».
Lo que no sabía el capitán Kidd era que el otro estaba fingiendo. Un par de meses antes, en Johanna, Howe había tropezado con el capitán Gifford, de la Compañía de las Indias Orientales, que lo había alertado acerca de Kidd y le había transmitido las explicaciones de la compañía sobre el cazador de piratas que se había convertido en uno de ellos. Howe informó a Kidd de que solo transportaba azúcar, y Kidd, a la manera de los caballeros, aceptó su palabra al respecto. Los dos hombres prolongaron su rica merienda, sin duda proporcionada por Howe, ya que sus provisiones eran más abundantes. Todo era muy amigable.
Entretanto, los tripulantes de Kidd pegaron la hebra con los marineros que habían traído a remo al capitán. Entre ellos había un mustiz holandés, es decir, un mestizo medio neerlandés y medio indio; aquel hombre, a quien tal vez rechazaban ambas razas, contó a unos tripulantes holandeses del buque de Kidd que a bordo del Loyal Captain viajaban algunos comerciantes griegos y armenios que llevaban «plata y diamantes en abundancia».
Los rumores acerca de un tesoro embriagaron a la tripulación de Kidd. Aquellos hombres habían pasado meses viviendo de lo que los marineros de la época llamaban «raciones de perro», es decir, de simples migajas, y estaban hambrientos de algo más sustancioso.
William Moore, el artillero de Kidd, empezó la bronca; aquel alborotador —que había sobrevivido a sus estancias en las cárceles de Nueva York y Barbados— fue quien actuó como cabecilla.
Moore pudo echar mano a ocho o nueve mosquetes, que distribuyó entre sus cómplices, y los hombres se dispersaron apresuradamente en busca de otras armas. Diamantes, joyas… Andaban descalzos, de puntillas, y se hacían callar unos a otros. Uno de ellos tendió la mano hacia el cabo que permitía arriar el bote, y entonces un hombre leal a Kidd hizo frente a los sigilosos marineros.
Empezó a gritarles, y ellos lo atacaron. El capitán Kidd oyó un ruido y subió a cubierta. William Moore no se anduvo con rodeos: «Nos llevas a la ruina, porque no consientes en apresar el barco del Capitán Hoar [Howe]». Entonces, uno de los holandeses de la tripulación de Kidd terció inesperadamente para decir que quería proponer una estratagema a todo el mundo: «Enseñaré al capitán Kidd un modo de apoderarse de ese barco y salir bien librado [es decir, sin cometer ningún delito]»; Kidd lo interrumpió y le mandó que callara.
La tripulación estaba en cubierta; todos los hombres llevaban cuchillo, y algunos armas de fuego. Moore inició una «conferencia», es decir, llamó a la tripulación a realizar una asamblea; en la cubierta oscilante del Adventure Galley, los hombres debatieron en el impenetrable argot de los marineros —salpicado de parloteos en francés y neerlandés— si iban a apoderarse del Loyal Captain. La tripulación sometió a votación la propuesta, y dos tercios se inclinaron por saquear el buque inglés. No sabemos lo que dijo Kidd en el transcurso de la conferencia, pero habría sido propio de su laconismo escocés esperar hasta que los hombres hubieran terminado.
Allí estaba Kidd, sin infantes de marina que lo respaldaran y con dos tercios de la tripulación enfrentados a él; les plantó cara y les dijo: «No, no lo voy a apresar». Se negaba a atacar un barco inglés de las Indias Orientales, aun después de la hostilidad con que lo habían tratado reiteradamente los agentes de la compañía. Kidd declaró que las armas pertenecían al Adventure Galley y que él no tenía otro mandato que el de capturar buques piratas y enemigos.
Llegadas las cosas a aquel punto, Moore incitó a los hombres a actuar de inmediato, apoderarse de la pinaza del Adventure Galley y abordar el otro barco, que tenía una reducida tripulación mercante; algunos hombres se dirigieron a la borda.
Kidd se enfureció: «Si desertáis de mi buque —dijo en voz alta y clara— nunca volveréis a bordo, y os trasladaré a la fuerza a Bombay, y allí os llevaré ante alguien del consejo». El tono era férreo. Posteriormente, Kidd explicaría que empleó todos los argumentos y amenazas que se le ocurrieron. El ánimo de los amotinados osciló sobre el pivote de la personalidad de Kidd, y los hombres, refunfuñando, se echaron atrás.
Otros capitanes se habrían deshecho del capitán Howe y se habrían alejado del lugar en su barco, o bien habrían animado al otro a marcharse, pero Kidd era un comandante severo y que no se andaba con remilgos, especialmente cuando creía que tenía razón: dejó que los dos barcos siguieran balanceándose costado a costado toda la noche, y solo por la mañana dio al Loyal Captain permiso para partir; mientras Howe se hacía a la vela, muchos miembros de la tripulación de Kidd se acodaron en la borda gritándole insultos y amenazas.
El mejor remedio —quizá el único— para resolver la hostilidad entre capitán y tripulación era una presa sustanciosa, un buque rebosante de tesoros. Durante diez días, la galera navegó por las rutas marítimas que discurrían frente a la costa de Malabar, hasta que un hombre divisó una vela. Kidd fue en pos de ella, acortando distancias y avanzando incluso a la luz de la luna. Al día siguiente, se instaló una calma que detuvo los buques donde estaban, aproximadamente a una legua uno de otro.
Los capitanes se observaron mutuamente a través de los catalejos. El otro barco izó la bandera holandesa, y Kidd respondió ordenando que se izara la inglesa. La extraordinaria racha de mala suerte del Adventure Galley seguía invariable.
A los hombres que iban a bordo de la galera les faltó tiempo para empezar de nuevo a quejarse, una vez más con William Moore como cabecilla. Esta vez no hubo conferencia ni votación oficial, pero a Kidd le quedó claro que los hombres querían asaltar el buque holandés: «Es amigo nuestro», dijo a la tripulación, indicando que Holanda era aliada de Inglaterra.
Como la galera era un barco provisto de remos, la calma reinante le proporcionaba la ventaja ideal para el combate: el Adventure Galley podía remar hasta colocarse en posición y disparar andanadas contra la nave holandesa hasta que esta se rindiera. Kidd se negó a hacerlo.
Sin embargo, la tripulación seguía dando muestras de estar tramando algo: los hombres afilaban armas blancas y se dedicaban a comprobar el estado de la pinaza. El cocinero del Adventure, Abel Owens, explicaba que oyó a Kidd enfrentarse a los aspirantes a amotinados y decirles: «Vosotros, los que queréis apoderaros del Holandés, sois los más fuertes, podéis hacer lo que os plazca. Si queréis apresarlo, podéis apresarlo; pero si dejáis el barco, no volveréis a bordo jamás». Era la segunda vez en menos de dos semanas que se veía obligado a realizar aquella amenaza.
Moore estaba sentado en cubierta con una piedra de amolar, afilando un pesado escoplo de hierro mientras incitaba a los hombres a capturar el otro buque. Aquella conducta ya constituía claramente un acto de rebelión, pero el capitán Kidd, sometido al contrato que había firmado con su tripulación, no podía castigar a Moore: «El hombre que provocare un Motín a Bordo del barco o de la Presa —decía el artículo 12— perderá sus beneficios y recibirá el castigo Corporal que el Capt. y la Mayoría de la Tripulación juzguen adecuado». Si quería dejarle algún verdugón en la espalda al popular Moore, Kidd iba a necesitar el voto de la mayoría.
Moore les dijo a los hombres que se apiñaban a su alrededor que sabía el modo en que el capitán Kidd podía apresar legalmente el buque holandés; entonces, Kidd recorrió la cubierta y se enfrentó a Moore. Según recordaría Kidd el incidente, Moore explicó que su plan consistía en invitar a bordo al capitán holandés y su tripulación, hacerlos prisioneros e ir a saquear su nave, para luego negarse a liberarlos hasta que firmaran un documento diciendo que el Adventure Galley no había atacado su bajel. «Eso es digno de Judas, no pienso hacer tal cosa», replicó Kidd.
«Podemos hacerlo, ya somos unos mendigos», respondió a su vez Moore.
Kidd contestó: «¿Cómo? ¿Podemos apresar ese barco porque somos pobres?».
Entonces Kidd dio un paseo por cubierta; al volver a pasar frente a Moore, oyó que el artillero murmuraba: «Nos has llevado a la ruina». Kidd lo miró fijamente, y el otro dijo: «Estamos arruinados».
Kidd explotó; las palabras le salían a borbotones: «¿Que yo os he llevado a la ruina? Yo no os he llevado a la ruina. Yo no he hecho nada malo para arruinaros. Eres un perro por hablarme con esas palabras».
Kidd se apoderó de un cubo de madera con aros de hierro que había cerca y, furioso, lo balanceó por el asa y golpeó a Moore a la altura de la sien. Moore se derrumbó en cubierta mientras el escoplo se le escapaba de la mano; se quedó inmóvil y luego empezó a moverse lentamente. Sus compinches de motín corrieron hacia él mientras pedían a gritos que acudiera el cirujano; Bradinham se vio obligado a dejar la botella y subir a cubierta. Los hombres bajaron a Moore a la santabárbara, y por lo menos un marinero afirmó haber oído que el artillero decía: «Adiós, adiós, el capitán Kidd me ha dado el golpe de gracia»; ante ello, Kidd, alzándose amenazador sobre el herido, murmuró: «Maldito sea, es un canalla». Posteriormente, el cirujano del barco declararía que «la herida era pequeña pero el cráneo estaba fracturado».
Moore murió al día siguiente; se lo envolvió en una lona con algo de lastre, se pronunció una breve oración ante el saco blanco y luego se lo arrojó por la borda.
El Adventure Galley hervía de discordia. Como había puesto de manifiesto la votación sobre el apresamiento del buque inglés Loyal Captain, dos tercios de la tripulación querían convertirse en piratas; solo una docena aproximada de hombres, entre ellos el cuñado de Kidd, Samuel Bradley, y el comerciante de Carolina John Weir, preferían permanecer fieles a la misión original de perseguir piratas.
Kidd actuaba como un parachoques de carne y hueso frente a la facción pirata y, además del riesgo de que le cortaran el pescuezo mientras dormía, tenía otras preocupaciones casi tan acuciantes como aquella: seguía necesitando con enorme urgencia comida y agua para la tripulación, dado que los hombres, que ya mostraban una actitud de clara rebeldía, subsistían a base de medias raciones; el agua era escasa, y el alcohol —con la excepción del que quedara en el cofre del médico— se había acabado hacía tiempo. Kidd tenía la esperanza de que los informes acerca de la buena acción realizada al salvar al capitán Howe deberían haber circulado ya entre los agentes de la Compañía de las Indias Orientales, lo cual le reportaría una buena acogida y la oportunidad de adquirir provisiones. Por lo tanto, y después de deliberar largamente, decidió aventurarse hasta otro puesto de la compañía, en esta ocasión el de Tellicherry, otro puerto sólidamente fortificado y dedicado al comercio de pimienta de la costa de Malabar. Aquella factoría inglesa poseía un recinto de elevadas murallas, provisto de una batería de cañones; a lo largo del glacis, un puñado de acogedoras casas inglesas donde se vendía ponche hacía mucho más tolerable la lenta y laboriosa tarea de cargar pesados sacos de pimienta.
Kidd hizo honor a su mala suerte: pocos días antes de que él llegara a Tellicherry, había entrado en aquel puerto el Sceptre, bajo el mando del capitán Barlow (el de la escaramuza en el mar Rojo), que llevaba consigo al agente Thomas Penning (el de la disputa en el puerto de Calicut); para acrecentar los comentarios negativos, también se hallaba en puerto el East India Merchant, a las órdenes del capitán John Clark (presente cuando Kidd escapó de Warren y que también podía informar del duelo de banderas de Johanna), quien había llegado procedente de Bombay y se encontraba muy enfermo.
A las siete de la mañana del 3 de noviembre, el capitán Clark murió en su camarote, y aquella tarde se lo sepultó en tierra firme. Hacía menos de medio año que se había dedicado a desprestigiar injustamente a Kidd; ahora su cuerpo serviría para alimentar gusanos en la costa de Malabar.
Kidd llegó a la rada de Tellicherry aquella misma tarde, enarbolando la bandera inglesa. Según informaciones de Barlow, Kidd se detuvo casi al alcance de tiro del buque de Clark y permaneció allí durante un cuarto de hora. El agente jefe Penning, que en aquel momento estaba en tierra, se enfureció de que el East India Merchant —con capitán o sin él— no hubiera abierto fuego, y ordenó que la artillería de la factoría inglesa disparara contra el Adventure Galley sin hacer preguntas; la factoría estaba situada a cierta distancia de la rada y las balas cayeron al agua sin llegar ni de cerca a la altura de Kidd. Este, en lo que probablemente fuera el divertimento de un hombre exasperado, izó la bandera francesa y dijo la última palabra devolviendo el fuego —que también se quedó corto— a la fortaleza. Luego, puso rumbo al sur; mientras Kidd abandonaba el puerto, un grumete saltó por la borda y nadó hacia la orilla, y luego se apresuró a contar una historia un tanto embrollada, según la cual Kidd habría disparado contra su timonel y se estaba tramando un motín.
Kidd, que seguía muy escaso de víveres, permaneció otras dos semanas frente a las costas meridionales de la India sin tropezar con otros buques; los hombres, muertos de sed, no cesaban de murmurar. Justo al norte de Calicut, a unas ocho millas de la costa, se alza un promontorio de triste fama, llamado la Roca del Sacrificio: según contaba la leyenda, unos piratas indios, en una avalancha de pequeños buques armados procedentes de la ciudad de Cottica, habían capturado un enorme bajel portugués y sacrificado uno por uno a todos sus tripulantes en la roca; se decía que un tinte rosáceo hacía visible la sangre que aún no había desaparecido a pesar de décadas de embate de las olas.
El 18 de noviembre de 1697, cuando Kidd estaba pasando justo al sur de la Roca del Sacrificio, alguien divisó una vela; la galera enarboló la bandera francesa y fue tras ella (izar pabellones falsos era una práctica muy generalizada de la época; en cierta ocasión —corría 1658—, los holandeses pusieron la mitad de su flota bajo bandera portuguesa para atraer a los portugueses a una gran encerrona en aguas de Ceilán).
Kidd, enarbolando la bandera blanca de la Francia monárquica, largó todo el trapo y continuó avanzando durante la noche entera, a lo largo de nueve horas, mientras el vigía se esforzaba denodadamente por seguir las nubecillas espectrales que parecían formar las velas del otro barco a la luz de la luna. Al alba, cuando por fin la galera alcanzó su presa, esta izó simultáneamente las banderas francesa y musulmana; no obstante, el pequeño mercante no hizo nada por aminorar la marcha, razón por la cual Kidd le disparó dos cañonazos de advertencia frente a la proa; el otro aferró velas.
El capitán Kidd ordenó a un tal monsieur LeRoy que saludara en francés al otro buque. Pierre LeRoy se había incorporado a la galera en Johanna, y era uno de los «piratas Franceses con oro» que Kidd había aceptado a bordo y a quienes había pedido dinero prestado. La nave francesa, que ahora se balanceaba junto al Adventure, era un queche de ciento cincuenta toneladas; la tripulación echó al agua el bote y lo envió al Adventure.
El capitán del mercante, el holandés Mitch Dekkar —un veterano lobo de mar—, trepó por el costado y se dirigió al camarote del capitán, bajo cubierta, en compañía de monsieur LeRoy. Según el relato que posteriormente contarían divertidos algunos miembros de la tripulación, LeRoy se sentó a la mesa del capitán y se encargó de llevar a cabo las formalidades con Dekkar: con toda cortesía, le pidió en francés que le enseñara su documentación; Dekkar llevaba consigo un montón de salvoconductos de distintos gobiernos y, cuando creyó que estaba tratando con un barco francés, presentó un pase de aquella nacionalidad. En aquel momento, Kidd salió de la penumbra y exclamó: «¡Por Dios que os he atrapado! ¡Sois presa incondicional de Inglaterra!».
Según la versión de los acontecimientos que ofreció el capitán Kidd, LeRoy saludó al barco pero fue él quien trató personalmente con Dekkar y recibió de sus manos el salvoconducto francés. Kidd se preguntaba si el holandés lo había hecho por error o a propósito, pero, en todo caso, afirmaba que Dekkar «juró por los sacramentos [que el queche] era una presa y que no volvería a bordo del buque de los Moros». Kidd daba a entender claramente que Dekkar quería abandonar su barco.
Kidd se apoderó del salvoconducto francés y, gracias al tiempo pasado en el Caribe a bordo de buques corsarios de aquella nacionalidad y también a su elevado nivel de alfabetización, pudo descifrar y comprender el passeport. El documento, escrito a mano con letra muy adornada, lucía en el encabezamiento la florida leyenda «De Par Le Roy» («por orden del rey»), y en el ángulo inferior izquierdo llevaba el sello de la Compañía Francesa de las Indias Orientales, que ostentaba la flor de lis real.
El documento empezaba así: « Nous, Jean-Baptiste Martin, directeur-general de la royalle compagnie de France des Indies Orientales, a tous ceux qui ces presentes lettres verront, salut… ». [«Nos, Jean-Baptiste Martin, director general de real compañía de Francia de las Indias Orientales, a todos quienes vean las presentes letras, salud…»]. El texto declara que Vameldas Narendas, un comerciante de Baroche, se propone enviar su buque de ciento cincuenta toneladas, el Rouparelle, desde aquel puerto hacia la costa de Malabar, Brugal y Basora. El jefe de la Compañía Francesa de las Indias Orientales otorga el pasaporte y ruega a sus aliados que lo respeten y no pongan ningún impedimento. El documento está extendido en Surat, la fecha no consta y la firma dice simplemente «Martin».
Las noticias acerca del documento francés se difundieron rápidamente desde el camarote del capitán, y algunos de los hombres de Kidd se trasladaron de inmediato a la presa, que contaba aproximadamente con dos docenas de tripulantes, y sometieron con facilidad el pequeño barco.
Kidd convocó de nuevo a sus hombres a cubierta y expuso la situación: el Rouparelle era un barco de propiedad india que llevaba un cargamento holandés y había presentado un pasaporte francés. Samuel Bradley, que seguía enfermo bajo cubierta, afirmaba que le dijeron que Kidd trató «de persuadir a los hombres de restituir el buque Moro a sus dueños». De modo nada sorprendente, la tripulación votó por abrumadora mayoría a favor de retener el barco como presa legítima; además, según las leyes marítimas de la época, la captura era verdaderamente legal.
Después de catorce meses sin recibir paga alguna, finalmente los hombres podrían obtener algún provecho… aunque no tanto como creían. El cargamento era insignificante: dos cofres de opio, una docena de pacas de algodón, dos caballos, cincuenta colchas baratas y las posesiones domésticas de un desventurado funcionario holandés, el gobernador Van Duyn, que trasladaba a su familia de Carawar a Ceilán. Los tres holandeses que iban a bordo del Rouparelle manifestaron el deseo de pasarse al Adventure, y poco después Kidd designó a Mitch Dekkar —a quien le gustaba que lo llamaran «patrón Mitch»— como nuevo segundo en sustitución del difunto Henry Meade. (Es posible que Kidd pensara que un desconocido podía controlar mejor a la tripulación.)
También pasó a la galera un puñado de musulmanes, a quienes se puso a trabajar en las bombas, que estaban en constante funcionamiento debido a que el buque volvía a tener vías de agua. Kidd permitió que los otros veinte «moros» que iban a bordo, así como los dueños del Rouparelle, se llevaran el bote de su barco y recorrieran a remo las dos leguas que mediaban hasta Calicut: el capitán del Adventure no hacía ningún esfuerzo por ocultar sus acciones.
Era tradición entre los corsarios (y los piratas) rebautizar las naves apresadas. Algunos hombres votaron por el nombre burlón de Maiden, ya que se trataba de la primera captura del Adventure (muchas tabernas ostentaban el rótulo «Sign of Maidenhead»[32]); sin embargo, el resto de la tripulación les ganó la votación y cambió el nombre del Rouparelle por November, en referencia al mes en que se había realizado la captura. Ahora, Kidd necesitaba una tripulación para el buque apresado, y por lo visto trató de deshacerse de algunos de los hombres más conflictivos; sabemos que el cirujano bebedor, Robert Bradinham, cambió de barco, al igual que Joseph Palmer, de Westchester.
Kidd puso rumbo al sur, hacia el puerto de contrabandistas de Kalliquilon, donde vendió la mercancía por cerca de ciento cincuenta libras, que representaban una miseria pero por lo menos bastaron para comprar provisiones que evitaran la muerte de los hombres por inanición; la tripulación almacenó sacos y más sacos de arroz en la bodega.
Durante los dos meses que siguieron, Kidd navegó por aguas de la costa de Malabar con su suerte habitual: no encontró ningún mercante francés ni ningún buque pirata. Resulta significativo observar que absolutamente nadie —por más hostil que fuera a Kidd— declaró que, en el transcurso de aquellos primeros dieciséis meses de travesía, el capitán hubiera tropezado con un solo barco pirata o hubiera eludido jamás la oportunidad de atacar alguno.
Entrando por fin en razón, Kidd evitó las factorías de la Compañía de las Indias Orientales y se dedicó a tener tratos con embarcaciones locales. Dos hombres que testificaron contra él para suavizar sus propias penas aseguraron que Kidd había atacado nueve o diez bajeles de la zona, pero no existe más confirmación de los hechos, y la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que documentó extensamente las acciones de Kidd, no hizo ninguna mención al respecto. Además, Kidd regresó varias veces al puerto de Kalliquilon, donde desde luego no habría sido bien recibido si en cada una de sus estancias se hubiera dedicado a robar barcos.
Algunas veces, el Adventure Galley y el Rouparelle/November navegaban juntos, mientras que otras llegaban a separarse hasta cinco leguas el uno del otro; Kidd enviaba con frecuencia el Rouparelle/November a la orilla para que consiguiera agua para ambas tripulaciones.
A lo largo de la misma costa, en la cual reinaba una gran actividad, navegaban constantemente mercantes musulmanes, así como buques pertenecientes a los ingleses, los franceses, los holandeses y los portugueses; muchas de aquellas travesías contaban con la participación simultánea de varios países distintos.
Una misión comercial típica de aquellos tiempos era la del Mercante Quedah. Un grupo de comerciantes armenios, que actuaban con base en Surat, en el noroeste de la India, se había asociado en abril de 1696 para alquilar aquel barco de trescientas cincuenta toneladas, que era propiedad de un indio llamado Coirgi. Actuaba como intermediario del trato un representante local de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, llamado Augun Peree Callender, que trabajaba por cuenta propia para complementar sus ingresos. El piloto era el capitán John Wright, con dos holandeses como segundos y un artillero francés; los noventa y tantos tripulantes eran todos indios.
Aquella empresa multinacional sufrió sucesivos retrasos, pero finalmente la tripulación cargó a bordo toneladas de tejidos de algodón en Surat, dobló el extremo meridional de la India y a fines de 1697 llegó a Bengala, donde el grupo de treinta mercaderes armenios del Mercante Quedah vendió los tejidos de algodón a un precio excelente y llenó el barco con mil doscientos fardos de muselina y otras telas, mil cuatrocientos sacos de azúcar moreno, ochenta y cuatro pacas de seda cruda, ochenta cofres de opio y algo de hierro y salitre, además de distintas mercancías y objetos de valor menores. Los comerciantes se dirigieron a François Martin, el jefe de la Compañía Francesa de las Indias Orientales, para pedirle un pasaporte, que les fue concedido (si también solicitaron salvoconductos a los holandeses o a los ingleses, no se ha conservado constancia de ello). Luego, el buque, rebosante de carga, navegó pesadamente y sin mayores novedades hacia el sur a lo largo de la costa de Coromandel y el extremo de la India.
El 30 de enero de 1698, un tripulante del Adventure —que se hallaba a unas veinticinco leguas de Cochin— avistó las velas del Mercante Quedah; el hombre esperaba que fuera una presa, con lo cual podría llevarse la recompensa de cien piezas de a ocho.
Kidd ordenó que el Adventure Galley izara la bandera francesa y siguiera resueltamente al otro bajel, al cual alcanzó al cabo de cuatro horas, a unas diez leguas de Cochin; entonces, Kidd comprobó que el otro buque era grande, de unas cuatrocientas toneladas, llevaba dieciocho cañones y exhibía la bandera armenia. Kidd ordenó que el capitán de la otra nave acudiera a bordo. Por el momento, todo era relativamente amigable.

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La Compañía Francesa de las Indias Orientales expidió este passeport (es decir, una carta de salvoconducto) al Mercante Quedah para la travesía que iba a emprender.

Después de que lo colocaran en el bote de su barco, llegó hasta el Adventure un francés, ya anciano; cuando el hombre subió a bordo, Kidd —según su propio relato— dio la orden de izar el pabellón inglés, lo que se hizo de inmediato. El francés levantó la mirada hacia la bandera, presentó su salvoconducto francés y dijo: «Aquí tenéis una buena Presa». Kidd examinó el pase, que era auténtico, con el correspondiente sello de la Compañía Francesa de las Indias Orientales y firmado simplemente «Martin». Por su parte, Kidd mostró al francés su nombramiento del Almirantazgo para apresar barcos franceses.
Si la cortesía de la conversación puede parecer desconcertante, es preciso tener presente que Kidd contaba con treinta y seis cañones y un centenar de tripulantes muy irritables, lo cual le daba superioridad sobre los dieciocho cañones y los noventa dóciles lascars del Mercante Quedah. A ello se añadía que el francés no era, en realidad, el capitán, sino simplemente un asalariado cuyos intereses propios en el cargamento eran escasos. Kidd tomó un trago o dos con el anciano.
El Adventure había atrapado una presa jugosa.
Tan pronto como los comerciantes armenios que iban a bordo descubrieron que el francés a su servicio había entregado el bajel, se pusieron como furias, chillando, lloriqueando y pidiendo a gritos a los tripulantes, acurrucados unos junto a otros, que lucharan. Se daba el caso de que, en aquellos momentos, Kidd navegaba solo, y optó por esperar a que el Rouparelle/November se reuniera con él antes de tomar nuevas decisiones (el protocolo corsario prohibía que los hombres destinados a tripular las presas salieran perjudicados en el reparto de algún botín o se perdieran cualquier votación importante después de haber accedido a ir a bordo de un buque capturado).
Mientras Kidd y la tripulación esperaban al Rouparelle/November, tuvieron oportunidad de inspeccionar el abundante cargamento del enorme Quedah: fardos de seda, muselina, calicó y opio. Los historiadores musulmanes estiman el valor del barco en cuatrocientas mil rupias, aproximadamente cincuenta mil libras, lo cual representaría para los promotores del Adventure Galley un beneficio equivalente al doble de lo invertido, en el peor de los casos.
En el camarote del capitán del Quedah, Kidd encontró un macizo cofre de madera reforzado con bandas de hierro y cerrado con dos candados. Antes de abrirlo, hizo marchar a todo el mundo de la estancia, resuelto a inspeccionarlo de inmediato, antes de que regresaran los alborotadores que iban a bordo del Rouparelle; una vez se quedó completamente solo, empleó martillo y cincel para romper los cierres.
Kidd levantó la tapa: en el interior había unas bolsitas; tomó varias de ellas y vació el contenido: rubíes, esmeraldas, diamantes y pepitas de oro. Luego, sacó del cofre un joyero de plata, del cual abrió la parte superior: dentro había cuatro diamantes engastados en medallones de oro y otro más, de grandes dimensiones, engarzado en un anillo del mismo metal. A la luz de la lámpara de aceite, Kidd siguió examinando minuciosamente el cofre: había una bolsa de piedras preciosas y anillos de plata y otra que contenía gemas sin pulimentar, dos piezas de cristal de roca, dos anillos de cornalina, una piedra de bezoar[33], dos pequeñas ágatas y dos amatistas, así como un saco de botones de plata y una lámpara del mismo material que pesaba casi un kilo. Kidd esparció el deslumbrante montón de joyas en la mesa y las examinó con mayor atención; luego, recogió todos los objetos y los volvió a encerrar en el cofre; es probable que no le enseñara a nadie las joyas.
Entonces, en algún momento en que todavía duraban las celebraciones de los hombres de la galera —quizá al cabo de cinco días (según Kidd) o tan solo de uno (según sus acusadores)—, el francés admitió ante Kidd que no era el capitán. En algún lugar bajo la cubierta del Mercante Quedah se localizó a un inglés llamado John Wright, que nominalmente estaba al mando de la nave y a quien el salvoconducto francés del barco identificaba como el «piloto Rette». El hombre le contó a Kidd que era dueño de una taberna en Surat y solo se había embarcado para aquella travesía, y, lo que era más importante, le reveló que el intermediario del flete era un agente de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales.
Kidd se dio cuenta de inmediato de las implicaciones de que hubiera intereses ingleses involucrados en el Quedah: «La captura de este barco provocará un gran escándalo en Inglaterra», advirtió a algunos miembros de la tripulación. Aproximadamente al mismo tiempo, el Rouparelle/November alcanzó por fin al Adventure, y todos los relatos coinciden en que Kidd convocó una asamblea, en la cual propuso a los tripulantes que sometieran a voto la posibilidad de volver a vender el buque a los armenios.
Un aprendiz de dieciséis años, William Jenkins, explicaba que Kidd propuso que la venta se realizara por el precio simbólico de una sola pieza de a ocho, y que, para reforzar sus argumentos, preguntó a la tripulación: «¿Adónde llevaréis este barco?, ¿y adónde llevaréis el cargamento?». Los comerciantes armenios, histéricos, «gritaban y se retorcían las manos», y uno de ellos, Cogi Baba, ofreció veinte mil rupias (dos mil doscientas libras) por la recompra del buque y el cargamento, lo cual representaba, en esencia, una veinteava parte de su valor real. De forma nada sorprendente, la tripulación votó por rechazar la propuesta, y declaró que llevaría el barco al refugio pirata de la isla de Sainte Marie, en Madagascar.
A Kidd le quedaba la posibilidad de enfrentarse a sus hombres como había hecho cuando votaron a favor de apresar el buque inglés Loyal Captain, pero en esta ocasión sabía que se trataba de una captura técnicamente legal, y optó por aceptar el voto legítimo de su tripulación corsaria. Leyó una y otra vez el salvoconducto francés, contemplando la flor de lis en relieve: además de ser legal, aquella captura podía salvarle la travesía. Kidd empezó los preparativos para poner rumbo al sur; no obstante, antes de hacer cualquier otra cosa, el precavido capitán encontró en el forro de su casaca un lugar seguro donde guardar sus dos posesiones más valiosas: los dos salvoconductos franceses que justificaban sus actos. Lo que no sabía Kidd mientras sopesaba sus opciones era que bajo cubierta había cientos de fardos pertenecientes a un noble muy cercano al mismísimo gran mogol.
Los eufóricos marineros del Adventure prepararon los botes del Mercante Quedah para enviar a tierra a los tripulantes del buque capturado. Kidd permitió que el piloto John Wright recuperara sus bienes (y posiblemente algún extra) del Mercante Quedah, y también le compró al inglés, por un farthing[34] o algo más, un reloj pendular de navegación que transportaría consigo en todo el trayecto de regreso a Boston. Aquel trato amistoso entre británicos les olió mal a los comerciantes armenios, a quienes no se permitió salvar ninguna de sus propiedades; también explicaron que Wright se había negado a luchar porque, según les dijo, Kidd le había mostrado un nombramiento válido del rey de Inglaterra.
Kidd ordenó que los botes del Mercante Quedah llevaran a tierra a los noventa tripulantes y dio permiso a Thomas Parker, el capitán que cinco meses antes había abandonado el bajel portugués Mary, para que también desembarcara; ni Parker ni Wright testificarían jamás contra él. Kidd sabía que ya no necesitaría más consejos de navegación; se estaba preparando para dejar la India: había decidido empezar el camino de regreso.
Así pues, Kidd condujo su flotilla de tres barcos hacia el sudoeste, rumbo a Cochin y Kalliquilon, con el fin de vender el opio y otras mercancías a cambio de rupias y oro. Según el contrato, Kidd no podía tocar el cargamento antes de volver a Inglaterra o América, pero la realidad dictaba otra cosa: el pragmático capitán tenía que comprar comida para alimentar a más de cien hombres durante un mínimo de seis meses, y también era consciente de que debía dar alguna paga a los malhumorados tripulantes, si es que quería convencerlos de transportar las dos presas a lo largo de una ruta equivalente a un tercio de la vuelta al mundo.
En el puerto de Kalliquilon, una embarcación tras otra acudieron a comerciar con Kidd. Mientras los buques se balanceaban en el mar, los hombres de Kidd ataron cabos alrededor de los fardos —que podían pesar ciento treinta y cinco kilos— y tiraron con fuerza para izarlos de la bodega y hacerlos girar hasta poder bajarlos al bajel que esperaba. Esta vez, Kidd no estaba malvendiendo un par de caballos y un poco de algodón: llevaba un cargamento abundante y valioso, y encontró con facilidad compradores que hicieran pocas preguntas.
Vendió ciento treinta y dos cofres de opio y ciento veintidós fardos de seda, que generaron un beneficio de casi diez mil libras en barras y pepitas de oro: era una suma notable, pero en realidad representaba meramente un pequeño adelanto de las riquezas del Quedah.
Además, Kidd aún tenía esperanzas de realizar más capturas. Mientras estaba comerciando en el puerto de Kalliquilon, entabló contacto con un buque recién llegado que parecía europeo. El capitán, una vez lo llevaron a remo a la galera, se identificó como un portugués que iba de Bengala a Goa con setenta tripulantes lascars. Mientras los dos capitanes hablaban, los hombres del Adventure fueron a importunar al otro barco, y Kidd no hizo gran cosa por detenerlos; es posible que lo considerara como un desquite por los perjuicios que le habían causado los portugueses: erigirse como juez habría sido una actitud propia del presuntuoso Kidd. Los marineros se llevaron de la galeota portuguesa dos pequeños cofres de opio y por lo menos cuatro fardos pequeños de seda, así como docenas de sacos de arroz. Cayó la noche.
Desde la perspectiva de Kidd, después de todas las angustias que había sufrido, su suerte había mejorado por fin de manera rotunda: ahora estaba al mando de tres buques, podía alimentar a sus hombres y transportaba un cargamento que reportaría pingües beneficios a los inversionistas.
Al amanecer, Kidd se despertó y vio que cuatro grandes barcos se dirigían hacia él; a través del catalejo distinguió que los dos que iban en cabeza —y que se hallaban aproximadamente a una legua de distancia— eran inmensos mercantes de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, mientras que los dos que les iban a la zaga parecían holandeses.
Kidd no lo sabía, pero los dos capitanes de los bajeles de la compañía habían recibido un aviso confidencial acerca del lugar donde estaba vendiendo mercancías robadas, y habían decidido tratar de sorprenderlo; los holandeses, que iban en la misma dirección, se sumaron a ellos. Los mercantes ingleses de las Indias Orientales habían concebido la esperanza de estar ya en la bocana del puerto cuando llegara el alba, pero no lo consiguieron por muy poco, tan solo una hora.
Kidd ordenó de inmediato a sus hombres que fueran a los cabrestantes; detestaba sacrificar anclas, de modo que empezó a izarlas y permaneció inmóvil todo el tiempo del que fue capaz, mientras comprobaba la situación a través del catalejo. La brisa de la madrugada aún lo favorecía, pero vio que los barcos erizados de cañones se le iban acercando y ya no le fue posible esperar más; entonces dio orden de cortar las anclas que quedaban.
Kidd tenía que escapar del puerto, pero no pensaba ir a ninguna parte sin sus presas: los hombres tendieron cabos de atoaje entre las naves; su sustento dependía de aquella huida a cámara lenta. Kidd gritó en tono brusco la orden de largar velas y, con una sacudida, el Rouparelle/November empezó a avanzar arrastrando tras de sí el bajel portugués, mientras que el Adventure Galley ganó el viento con el Mercante Quedah a remolque.
Mientras los barcos crujían al ponerse en camino, Kidd dijo a voces a los capitanes de sus presas que, en caso de separación, las naves se encontrarían en la isla de Sainte Marie, en Madagascar, donde entregaría a los hombres la parte del oro que les correspondía.
Mientras el sol se elevaba sobre la campiña india, los dos mercantes de las Indias Orientales se esforzaron denodadamente por bloquear el puerto, pero eran dos monstruos voluminosos y torpes, más adecuados para acarrear pimienta que para danzar surcando las olas. Kidd y el Quedah escaparon con facilidad del puerto de Kalliquilon, pero el Rouparelle parecía atrapado; los tripulantes de la presa se dieron cuenta de que no estaban en condiciones de atoar el barco portugués y cortaron con un hacha el cabo trenzado. También el Rouparelle logró escapar de la bocana del puerto mientras las balas de los cañones de los mercantes de las Indias Orientales impactaban inofensivas en las aguas cercanas.
El capitán Hyde, a bordo del lento mercante de Indias Dorrill, se dio cuenta de que no podía alcanzar a los fugitivos, por lo cual se quedó atrás, en el puerto, con la galeota portuguesa. El otro buque de las Indias Orientales trató de darles caza, pero a cada momento perdía terreno de forma evidente, y pronto se dio por vencido. Sin embargo, los capitanes de la compañía se animaron al ver que los holandeses, que poseían veleros más veloces y se encontraban más adentro del mar, disponían del ángulo perfecto para acercarse a Kidd. El Mercante Quedah, con una tripulación insuficiente, avanzaba con suma lentitud, y otro tanto hacía el Rouparelle, cuyos perdularios tripulantes se esforzaban por largar las velas correctas. Los holandeses parecían preparados para entrar a matar. Kidd miró por el catalejo: ¿Harían los holandeses algo que les permitiera aumentar la velocidad?, ¿largarían los sobrejuanetes?, ¿aligerarían la carga de agua?
Por el contrario, los holandeses, sin hacer siquiera un amago simbólico de persecución, viraron en dirección a puerto. «No tengo órdenes de entrometerme con piratas, a menos que primero se haya atacado un barco Holandés», informó el capitán Jan Coin al capitán Hyde, que posteriormente escribiría: «Los [holandeses] podrían haberlos atrapado a todos menos a Kidd y este no podría haber escapado sin dificultad». Desde Bombay, sir Thomas Gayer añadía con amargura: «Los Holandeses parecen verdaderamente contentos con el escándalo que tenemos que soportar a causa de la piratería».
Así pues, gracias a los holandeses, Kidd había escapado. Sus tres barcos estaban muy distanciados, pues se habían alejado unos de otros para desconcertar a los perseguidores; la noche los separaría aún más, sobre todo porque los capitanes de los otros dos buques no hicieron esfuerzo alguno por regresar con Kidd.
El Adventure Galley transportaba a bordo un mínimo de diez mil libras en oro; Kidd confiaba en que sería suficiente para persuadir a sus ariscas tripulaciones de que recorrieran con los otros dos barcos el trayecto de dos mil quinientas millas hasta Sainte Marie, en Madagascar.
El buque de Kidd volvía a tener importantes vías de agua: las costuras del casco habían empezado a abrirse. La nave estaba, literalmente, cayéndose a pedazos, y Kidd había dado a los hombres la orden de «arreatarla con cables», es decir, rodear el buque con cabos muy gruesos para mantenerlo unido. Kidd expresaba su temor a que se hundiera, y se vio en la necesidad de mantener a ocho hombres bombeando con ahínco el agua por turnos de una hora; alguien se encargaba de dar la vuelta dos veces al reloj de arena de media hora y avisar al turno siguiente para que fuera bajando. Por suerte para Kidd, cuando habían salido a toda prisa de Kalliquilon, todavía quedaban a bordo siete «moros», y aquellos hombres de piel morena fueron obligados a realizar la mayor parte de la tarea de bombeo.
Para el Adventure Galley, se trataba de una carrera contra el agotamiento y los cambios estacionales de dirección de los vientos monzónicos, y varios hombres se quejaron de los «malos usos» del capitán. Debió de ser una tarea increíblemente penosa, pero si el capitán Kidd hubiera aflojado la presión y no se hubiera empleado a fondo con las velas para aprovechar el menor soplo de aire, quizá no lo habría conseguido.
El Adventure Galley, viajando en solitario, llegó con dificultades a la isla de Sainte Marie y se detuvo justo enfrente de la costa. En el interior del puerto había un gran barco con más de treinta cañones. Kidd creyó ver un puñado de hombres que remaban hacia tierra y a continuación se escabullían en la jungla. Luego, una canoa de nativos malgaches se llegó hasta Kidd, y él les preguntó por el buque que había anclado en el puerto; le dijeron que era el de un pirata conocido por el nombre de «Colliver», «Cullifer» o «Culliford», hasta que otro hombre recordó al «capitán Robert Culliford».
Finalmente, Kidd había encontrado un pirata.

Capítulo 10
El capitán pirata Culliford

Robert Culliford se había dedicado a la piratería desde el mismo momento en que lo habían rescatado de aquel buque mercante del puerto de Mergui, en Siam. La tripulación lo había votado de inmediato para que fuera el timonel de su barco pirata, el Resolution, que en otros tiempos había sido el Mocha Frigate, la niña de los ojos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales.
El Mocha era un buque de enorme potencia: treinta y cuatro cañones montados y doce morteros, incluyendo un buen par de ellos en la proa; algunos de los cañones de la andana inferior podían disparar balas de más de siete kilos. Culliford convenció a los hombres de navegar desde Siam hacia las Nicobar, donde tenía la esperanza de rescatar al puñado de tipos duros que habían robado el Josiah con él y tomar también consigo algunos tripulantes lascars. Cuando el Mocha Frigate arribó a aquellas islas, los piratas y los lascars ya no estaban: probablemente habían conseguido que los llevara un buque que pasaba por allí, aunque algunos miembros de la tripulación dieron por sentado que los habían devorado los isleños de Andamán.
Si bien no encontraron a los compinches de Culliford, el Mocha Frigate sí tropezó con un barco lleno de «viejos y duros piratas», llamado Charming Mary (se da el caso de que «viejos» significa que muchos miembros de la tripulación tenían cuarenta y pocos años, una edad que, para un marinero de la época, equivalía verdaderamente a ser un anciano). A pesar de que operaban a lo largo y ancho de miles de millas de océano, el mundo de los piratas de las Indias Orientales podía ser sorprendentemente pequeño: no solo visitaban los mismos y contados puertos que se encontraban fuera del alcance de la ley (las Nicobar, Sainte Marie) y merodeaban por las mismas rutas de navegación (Bab el Mandeb, los estrechos de Sumatra), sino que a menudo eran originarios de las mismas colonias norteamericanas: se trataba de una especie de primos que en las calles de Manhattan apenas se saludaban, pero que en los trópicos se abrazaban con efusión.
La mayor parte de la tripulación del Charming Mary había zarpado en 1695 de Nueva York con el capitán Thomas Tew (un pirata a quien se nombra en la patente de corso de Kidd), dando inicio a una infortunada travesía a bordo del Amity, un bajel de setenta toneladas, ocho cañones y sesenta hombres. Tew se sumó a la flotilla pirata del capitán Avery, pero su barco no era precisamente muy marinero, y siempre se quedaba rezagado. Cuando el capitán Avery apresó el Gunsway frente a las tierras altas de Saint John —una de las capturas más sustanciosas jamás realizadas—, el Amity no estaba a la vista, con lo cual sus tripulantes no tuvieron derecho a participar de los beneficios: cuando llegaron, lo único que se llevaron fue el amargo trago de contemplar a los ciento ochenta piratas que iban a bordo de los otros tres barcos repartiéndose el botín a razón de unas mil libras por cabeza. Poco tiempo después, una bala de cañón partió en dos al capitán Thomas Tew, y el Amity, con sus treinta tripulantes supervivientes llenos de rencor, se dirigió con grandes dificultades a la isla de Sainte Marie, frente a las costas de Madagascar: querían un barco mejor, más rápido y más sólido. Adam Baldridge, el comerciante que actuaba en el lugar al servicio de Frederick Phillips, de Nueva York, les informó bajo mano que el Charming Mary —doscientas toneladas, dieciséis cañones y una inquieta tripulación de ochenta hombres— había puesto rumbo al sur, hacia Port Dauphin, para comprar esclavos y arroz. Así fue como el Amity, entrando en el puerto de noche, sorprendió al Charming Mary anclado y se apoderó de él; la verdad es que la acción fue sorprendentemente cortés: se intercambiaron los barcos, y los piratas permitieron que se uniera a ellos cualquier tripulante que lo deseara.
Pese al nombre del buque que se habían apropiado[35], formaban una banda de piratas propensos a las pendencias: a la muerte de Tew, habían elegido como capitán a John Ireland; una vez tuvieron el barco nuevo, votaron en su lugar a Phillip Bobington, y, cuando llegaron a las Nicobar, el capitán era Joseph Skinner. En vez de abandonar en un lugar desierto a los líderes depuestos, los conservaron a bordo, lo cual no podía aportar mucha concordia al Mary.
Las tripulaciones del Charming Mary y el Mocha/Resolution decidieron navegar como consortes: la presencia de dos bajeles piratas hacía mucho más probable la rendición de un bajel mercante solitario; la mayoría de los piratas, a pesar de su reputación de estar sedientos de sangre, preferían, por lo general, no arriesgarse a verter la propia.
La pareja de buques piratas puso proa al extremo meridional de la India. El otoño de aquel año transcurrió sin mayores novedades, con una sola captura, la de un pequeño barco musulmán cuya carga consistía principalmente en arroz; las vidas de los hombres tenían más de aburrimiento y espera que de bacanales tumultuosas.
El capitán Ralph Stout nunca se había dedicado a la piratería con anterioridad y se preocupaba principalmente de la navegación, mientras que Robert Culliford, que ostentaba los cargos de segundo de a bordo y timonel, se encargaba de casi todo lo demás.
Los piratas permanecían en los confines de las rutas de navegación en busca de barcos que no llevaran escolta; los hombres aguzaban la vista oteando en todas direcciones, con la esperanza de obtener la recompensa destinada a quien divisara una presa. Entretanto, seguían con su interminable búsqueda de leña y agua y de lugares donde se atendiera a los piratas sin hacer preguntas. El rigor que exigía el mando de una nave de grandes dimensiones no era menor a pesar de que el Mocha Frigate fuera ahora un buque pirata, pero en el ambiente remaba más la camaradería tolerante que la disciplina estricta, y era casi impensable que se azotara a nadie.
Los barcos piratas eran más sucios que los demás: a bordo de un buque de guerra de la Armada Real, la tripulación pasaba la «piedra santa» por cubierta todas las mañanas, es decir, que la restregaba con arena y piedras del tamaño de una Biblia, mientras que los piratas prescindían de esa costumbre. Un pirata podía concentrarse en las cosas importantes: afilar el sable y el cuchillo, limpiar las pistolas, practicar la puesta a punto de los cañones, importunar a las tortugas y soñar despierto con casas de bebida y mujeres de pelo oscuro y conducta licenciosa.
La chica ideal de los piratas de la década de 1690 parece tan diferente del modelo actual —a principios del siglo XXI—, que merece una explicación. A pesar de que, por supuesto, las preferencias individuales variaban de un soñador a otro, el prototipo deseado, según se presenta en novelas como Moll Flanders y en los grabados eróticos de la época, no eran las chicas escuálidas, sino las mujeres de caderas, muslos y nalgas rotundos, con carnes firmes y abundantes y pechos entre medianos y pequeños, como medios meloncillos (los pechos grandes —enormemente incómodos antes de la invención del sujetador, hacia 1915— eran más propios de las nodrizas campesinas).
A bordo de los buques piratas había mucha música; cierto contrato de asociación entre piratas habla de dar un día libre al violinista, lo cual significa que sus melodías sonaban durante la mayor parte de la semana. Los músicos hacían las veces de una especie de máquina de discos humana a quien aquellos maleantes hacían sus solicitudes a gritos. Bailaban en cubierta, contaban historias inverosímiles y cantaban canciones obscenas:
Hay una chica rolliza y hermosa, vive debajo de «El Sol»;
Es una golfa amable y complaciente, dispuesta para el amor:
Contigo andará de aquí para allá, adonde tú quieras ir,
Besos y juegos de noche y de día, si la sabes seducir.
En algunos barcos piratas estaba prohibido el juego y en otros no; las partidas de dados eran populares, pero también lo eran las reyertas con cuchillos que las acompañaban.
El ensueño reinante a bordo del Mocha llegó a su fin en enero de 1697, cuando alguien divisó un punto en el horizonte vespertino. Culliford consultó con Stout y decidieron izar la bandera inglesa como señuelo, mientras que el Charming Mary enarbolaba un estandarte musulmán; pusieron proa al otro barco, que recorría la costa a velas menudas y velocidad moderada. La estratagema dio resultado: el capitán de la otra nave, William Willock, confundió la pareja de bajeles piratas con otros dos buques que había visto preparándose para zarpar de Bengala en el momento en que él se hacía a la vela; Willock se sintió seguro y se puso a la capa para pasar la noche.
Al alba, se dio cuenta de su error cuando los barcos piratas se le acercaron amenazadores y se le colocaron a ambos costados. Vestidos con sus espantosos atuendos, los maleantes gritaban por encima de las olas, exigiéndole con cortesía sarcástica —mezclada con maldiciones— que acudiera a bordo. Ante la vacilación de Willock, los dos buques piratas echaron al agua sendos botes y colocaron en ellos veinte hombres armados para acelerar la decisión: capturaron el Satisfaction sin disparar un tiro.
La captura de aquel pequeño mercante que transportaba unos centenares de sacos de azúcar de Bengala habría tenido escasa importancia de no haber sido porque el capitán William Willock fue hecho prisionero y posteriormente puso por escrito en un texto de cinco mil palabras los recuerdos de los once meses de cautividad que pasó a bordo del barco pirata de Robert Culliford.
Los prisioneros de los piratas han dejado pocos relatos auténticos, la mayor parte de los cuales son muy breves o se confeccionaron al cabo de mucho tiempo con la ayuda poco fiable de un escritor profesional. En cambio, tan pronto como desembarcó, el capitán mercante William Willock redactó su narración, sencilla y sin adornos. Luego, un escribano se dedicó con esmero a realizar una copia que se mandó a Londres y acabó archivada con otros materiales «Generales de las Colonias», situación en la que permaneció sin que prácticamente nadie la tocara durante tres siglos.
Un barco pirata era una democracia tumultuosa, y, mientras los tres bajeles navegaban en busca de provisiones, el capitán Willock, escocés y marino veterano, acertó a oír la discusión sobre el destino de su Satisfaction —un buque de ciento cincuenta toneladas—, en la cual Culliford llevaba la voz cantante.
«Hubo una gran disputa entre ellos acerca de lo que tenían que hacer con el barco —relata Willock, que añade—: Uno dice, “si dejamos que este se vaya, nos delatará y enviará contra nosotros la flota holandesa de Cochin”. Al final, decidieron hundirlo y mantenernos Prisioneros hasta que se alejaran de la costa y tan pronto como avistamos el Cabo, sacaron de él todas las provisiones, tanto Arroz como Agua y unos 200 Sacos de Azúcar, con todo el aparejo, velas, anclas y cables».
Una embarcación pequeña y desarmada no les iba a resultar de ayuda en ningún combate; era mejor hacer desaparecer el cuerpo del delito, para lo cual, y con el fin de no gastar pólvora, se dieron instrucciones al carpintero pirata para que practicara un agujero en el costado, por debajo de la línea de flotación.
El capitán William Willock contempló cómo el Satisfaction, despojado de todo lo que llevaba y con la cubierta sembrada de azúcar derramado y de restos del saqueo, se hundía lentamente en aguas del extremo meridional de la India; el mástil sin bandera fue lo último que desapareció bajo la superficie. Hundir el barco equivalía a eliminar las pruebas y hacer que el crimen se desvaneciera.
«Entonces los [piratas] se acercaron a la orilla y anclaron a unas 5 leguas al Norte del Cabo Comorín, donde los nativos les proporcionaron agua, Cabras y aves en abundancia, por las cuales pagaron un precio considerable».
Willock ubicó con precisión el lugar que dio acogida a los piratas; esperaba que, algún día, las autoridades —ya fueran holandesas, mogolas o inglesas— decidieran hacer una visita a los aldeanos. Cuando no saqueaban una población, los piratas tenían fama de pagar demasiado, lo cual enfurecía a los tacaños comerciantes: «Esos pillos son generosos, y es que ellos mismos lo consiguen [el dinero] fácilmente», escribía William Penn.
Al anochecer del 7 de febrero, los piratas, ahítos de carne de cabra y excitados por el azúcar que habían consumido a puñados, vieron pasar desde la ensenada donde se hallaban tres barcos de grandes dimensiones que se dirigían hacia el cabo. Culliford quiso seguirlos de inmediato, pero a Stout le pareció demasiado arriesgado, ya que a aquella hora del día las brisas marinas soplaban con fuerza en dirección a la costa cercana, que quedaba a sotavento.
Los piratas tuvieron que aguardar a la noche, cuando se entabló la brisa terrestre; entonces levaron anclas a la luz de las linternas, dando vueltas al cabrestante y cantando salomas obscenas en la oscuridad, y emprendieron la persecución rumbo al sur.
Willock explica que, al amanecer, los piratas ordenaron al hombre que tenía la vista más aguda que subiera al tope del palo más alto: uno de los barcos estaba casi fuera del alcance de la vista, pero el observador calculó que los otros dos se hallaban a unas dos millas de distancia, y le pareció que eran portugueses. Culliford decidió exhibir la bandera francesa: dado que pertenecían a dos países católicos, los franceses y los portugueses solían tratarse amistosamente en aquella época. «Los Portugueses los tomaron por buques ffranceses —escribía Willock— y los esperaron hasta que se pusieron casi al alcance de tiro».
Finalmente, el confiado capitán portugués se llevó el catalejo al ojo y se dio cuenta del engaño: «Entonces [los portugueses] empezaron a hacer todo lo posible por alejarse de ellos. El pequeño pirata era más marinero y con una suave brisa los alcanzó y disparó sus andanadas con una o dos descargas de armas ligeras que los barcos portugueses respondieron tan bien como pudieron».
El capitán del buque portugués más grande optó por tratar de disparar varias andanadas mientras huía; por desgracia para él, calculó mal el viento, y el retroceso de los cañones hizo girar la nave hasta que esta quedó con la proa ladeada contra el viento. «El Mocha la alcanzó y le pidió que se rindiera. Ellos dijeron que no lo harían; el Mocha disparó los cañones de persecución contra su alcázar, lo cual causó destrozos a proa y popa».
El Mocha Frigate era uno de los pocos bajeles del océano Índico que disponía de cañones de persecución potentes, es decir, morteros de gran calibre que podían disparar desde la proa del buque mientras este se acercaba por detrás a su víctima. Los portugueses, con su artillería dispuesta a lo largo de los costados del barco, eran blanco fácil a menos que lograran virar para disparar sus andanadas.
«Entonces los [portugueses] arriaron las gavias & pidieron Cuartel. Mientras sucedía todo aquello, el otro [mercante] se retiraba luchando y tuvo la suerte de lograr ventaja y llegar a la orilla, con el otro [barco pirata] siguiéndolo, aunque lo perdió en medio de la noche. A la mañana siguiente lo divisé al lado de la orilla, cerca de Quiloan, y los Piratas que lo habían perdido estaban muy contrariados».
Quiloan era un puesto avanzado holandés, con una guarnición de unos treinta hombres y situado en territorio arrebatado décadas atrás a los portugueses; los cañones del fuerte protegían a cualquiera que estuviera huyendo de un buque pirata. Los hombres del Mocha/Resolution y del Charming Mary, encabezados por Culliford, se concentraron en la presa segura que tenían a su alcance: «Para el saqueo fueron al que habían capturado que era un buque de unas 300 toneladas procedente de Macao en China y con un cargamento muy abundante. De aquel barco se llevaron, que yo pudiera ver, una carga de 100 libras de Oro, 2.300 piezas de seda, además de Pan, Tocino y toda clase de Provisiones y dulces. Echaron por la borda una gran cantidad de más de 50 fardos & cofres de sedas bastas y gasa [de seda]».
Para algunos de aquellos hombres, antiguos marineros mercantes que habían sufrido toda clase de vejaciones mientras cargaban mercancías, resultaba de lo más divertido arrojarlas por la borda y verlas caer al mar. La alegría del saqueo se veía intensificada por el sufrimiento de los comerciantes y por largos tragos de los mejores licores del capitán portugués, los cuales, a su vez, alimentaban una búsqueda aún más apasionada de tesoros: si bien la mayoría del botín estaba almacenada en cofres cerrados que se guardaban en el camarote del capitán, los piratas siempre pensaban en la posibilidad de que hubiera algo oculto en otro lugar, ya fuera en una viga del techo, ya en una manta enrollada.
«[Los piratas se dedicaban a] castigar del modo más terrible a sus Prisioneros para hacerlos confesar si no tenían más Oro en su barco, hasta el último céntimo —escribía Willock, que añadía—: A uno de los Padres lo izaron con las manos atadas a la espalda y con un sable le cortaron una parte de la barba».
El recorte de la barba no parece particularmente cruel, a menos que lo llevara a cabo un pirata con los ojos vendados y haciendo molinetes sobre la cubierta oscilante con un sable afilado como una hoja de afeitar. (También es posible que Willock, con su letra descuidada, escribiera yeard o yard —que en argot marinero significaba «pene»— y el copista no reconociera la palabra.)[36]
Culliford, Gilliam y Stout prolongaron durante días su fiesta de beodos, vestidos con las finas ropas que se habían apropiado; se paseaban contoneándose sobre zapatos lujosos y dormían en montones de seda robada, y Culliford degustaba exquisitos vinos de Madeira. Entretanto, iban llamando a un portugués tras otro.
Las torturas de los piratas comportaban a menudo izar a la víctima y pegarle o causarle cortes; un hombre desnudo, suspendido en alto y con los brazos atados a la espalda era extremadamente vulnerable. Las pálidas barrigas de los frailes comerciantes portugueses oscilaban al sol, mientras su peso amenazaba con arrancarles los brazos de las articulaciones; en el caso de los flacos, un par de sacos de azúcar servía como lastre perfecto. (En los violentos años 1690, la tortura era una práctica casi habitual, y no solo por parte de los piratas, ya que las judicaturas de la mayoría de países europeos, entre ellos Francia y España, la aceptaban como el medio básico —y completamente legal— para arrancar una confesión.)
En ocasiones, los piratas, muy hábiles con los nudos, colgaban a los prisioneros de los pulgares, los tobillos o incluso los genitales; los delgados cordeles o correas —similares a los que remataban los látigos— que se utilizaban en lugar de cabos trenzados hacían más intenso el dolor. Violinista, toca algo.
«Pocos días después, Dios Todopoderoso se complació en mostrar su Castigo contra el que lo había hecho [torturar al sacerdote]. En tres días, toda su carne se corrompió de modo que murió con los dientes rechinándole pero sin poder hablar». El capitán Willock, un presbiteriano escocés, quedó impresionado.
«Pasaron cerca de cuatro días robando el barco. Parte [de ese tiempo] fue para incendiarlo. Entonces dicen: “¿Qué podemos hacer con todos los Prisioneros?”. Algunos gritaron: “Quemarlos dentro [del buque]”. Pero al final vieron otra vela y por eso se deshicieron del barco, y despacharon en él a todos mis lascars, lo cual sucedió hacia el 14 o el 15 de ffeb.ro».
Después de cuatro días de saqueo, Culliford disfrutó de la agradable tarea de dividir el botín en cien partes: a cada hombre le correspondieron casi medio kilo de oro y veinticinco piezas de seda.
Durante la semana siguiente, los piratas capturaron otros dos barcos que transitaban por aquellas rutas de navegación. El mayor de ellos llevaba el nombre de Aurangzib, en honor del gran mogol; después de un breve combate, le arrebataron cien sacos de arroz y un ancla, y luego lo dejaron seguir su camino. En cambio, retuvieron el más pequeño, el pingue Advice, un mercante de Bengala (un pingue es un bajel más bien pequeño, con la proa estrecha, la quilla de unos dieciséis metros y un arqueo de setenta y cinco toneladas). Aquellos piratas, que por lo general preferían el sistema de atacar y luego huir rápidamente, llevaban ya dos semanas en un área relativamente reducida.
«Entonces se alejaron de la Costa por miedo a la fflota holandesa y tuvieron que ir a las Maldivas, para limpiar allí su buque. Atoaron el Pingue & se lo llevaron consigo prometiéndome que tan pronto como hubieran carenado su buque me despacharían en aquel Pingue. Hacia el 6 de Marzo encontraron las Maldevas [Maldivas] a 6½ de Latitud Norte».
El archipiélago de las Maldivas —donde se acusó falsamente a Kidd de violación y saqueo— es un rosario de islas arenosas, poco fértiles y muy cercanas entre sí que se extiende por una larga franja que va de 1º a 7º de latitud norte, hasta llegar frente a las costas del extremo meridional de la India. Los europeos, en lugar de aprender un montón de nombres impronunciables, identificaron las islas por su latitud, con excepción de una, llamada la «isla del Rey». Para los habitantes de aquellas islas, los cocoteros representaban lo mismo que la ballena para los esquimales: los usaban para fabricar todo tipo de cosas, desde vestidos a embarcaciones, pasando por aceite de cocina. Completaban los ingresos vendiendo bonito seco a los barcos que pasaban por la zona (después de pescarlo, al bonito —semejante a la caballa o a un atún pequeño— se le quitaban las espinas, se lo envolvía en hojas de cocotero y se lo enterraba bajo la arena para que se cociera con el calor del sol).
«[Los piratas] se situaron entre las Islas y anclaron, entonces fueron a tierra a Robar & incendiaron varios Poblados. Algunos eran partidarios de quedarse a limpiar los barcos, otros de ir a la Isla del Rey». Los piratas capturaron una embarcación local que los había confundido con un par de mercantes, y obligaron al piloto —bajo amenaza de hacerle mucho daño— a guiarlos a través de los traicioneros bajíos hasta la isla del Rey: «Cuando llegaron al lugar, saludaron con algunos Cañonazos».
Saludar con salvas a otros barcos al entrar en puerto respondía a una larga tradición europea, pero hay que preguntarse cómo debió interpretar el rey isleño local, envuelto en sus ropas de colores, aquel «bum, bum, bum», si entendió que era en su honor o bien pensó que tenía el fin de asustarlo. Entonces, se produjo un pequeño accidente: «Uno de ellos [de los cañones], al dispararlo, envió la bala a tierra, a la Ciudad». Se suponía que en las salvas de honor solo se empleaba una pequeña cantidad de pólvora que producía un estampido y una nube de humo, pero no disparaba una bala de cañón; o bien el artillero pirata estaba borracho, o bien era un completo imbécil. Imagine el lector la flotilla de tres barcos entrando en el puerto ribeteado de palmeras, con los piratas saludando y mostrándose amistosos, y que entonces una bala de cañón se precipita silbando sobre las chozas.
«Fueron a tierra con el bote y llevaron un Presente para el Rey por valor 100 libras esterlinas. El Presente fue aceptado pero no pudieron acceder al Rey ni al Comercio». El regalito tenía mucho valor en el contexto de las Maldivas, pero, después de la bala de cañón, no logró su objetivo.
«Levaron de allí & recorrieron unas 4 leguas hacia otras 2 Islas & enviaron sus botes que les trajeron Aceite, que era lo principal que querían para limpiar los barcos. Allí se quedaron unas 6 semanas antes de estar listos para volver a navegar».
La «limpieza» en cuestión no significaba arreglar las cosas o fregar la cubierta: los piratas «carenaban» sus buques sacándolos del agua y raspando los crustáceos con el fin de garantizar una velocidad que les permitiera precipitarse sin dificultades sobre sus víctimas; también aplicaban capas de aceite para sellar la madera. En tierra, se dedicaban a jugar y a buscar mujeres complacientes (o no).
«Entonces surgieron grandes diferencias entre las tripulaciones de los barcos, a consecuencia de lo cual se separaron. La mayoría de hombres se embarcaron en el Mocha, & el buque pequeño zarpó con 40 hombres. Había entonces a bordo del Mocha 65 además de los negros». Por lo visto, el segundo de a bordo Culliford era lo bastante carismático para atraer a quien él quisiera al barco de mayores dimensiones. Ahora, Willock esperaba que lo pusieran en libertad.
«Cuando estaban preparados para zarpar hubo una votación acerca de si debían dejarme marchar en el Pingue —escribía Willock, que añadía—: La votación comportó [que] yo no debía irme, de modo que incendiaron el Pingue con la mayoría de su Cargamento, que era de Azúcar y Bienes en fardos».
A fines de abril, zarparon «rumbo a Quiloan para hacer allí provisión de Arac». A lo largo de los siglos, la palabra «arac» ha evolucionado para abarcar varios tipos de alcoholes de fuerte graduación consumidos en los países asiáticos, desde Turquía hasta Mongolia. En la India meridional de la época, el arac se elaboraba mediante la fermentación de la savia de la palmera datilera o «palmera de ponche». Los piratas estaban tan ansiosos por conseguir aguardiente que fueron capaces de acudir a aquel puerto holandés e incluso pagaron por el licor.
Luego, bien cargados de alcohol, los granujas del Mocha pasaron cerca de dos semanas navegando sin suerte frente a las costas occidentales de la India, hasta que una tempestad los arrastró a las islas Laquedivas.
Los piratas, conocedores de los vientos estacionales, abandonaron cualquier esperanza de navegar hacia el oeste para encontrarse con la flota de peregrinos musulmanes y optaron, en cambio, por regresar a las conocidas Nicobar: «Enviaron los botes a saquear la Isla, lo cual les reportó en 2 días unas 300 aves & 8 o 10 cerdos unas Provisiones que no les duraron ni dos días».
La carne y las aves recién sacrificadas no podían conservarse sin complejos métodos de secado o salazón. Aquellos piratas, que habían subsistido principalmente a base de arroz y pescado seco, se dieron el gran banquete: un sencillo cálculo muestra que a los sesenta y cinco piratas les correspondieron dos aves diarias y unas cuantas tajadas de tocino por cabeza.
El 20 de mayo de 1697, zarparon rumbo a Achin, avistaron un voluminoso barco portugués y, al cabo de una persecución de cinco días —y gracias a la porción suplementaria de velocidad obtenida con la limpieza de los cascos—, lo atraparon. Humillaron a un fidalgo que iba a bordo y a quien se había designado para ser el próximo general de Macao, y se entregaron al pillaje.
Sin embargo, los piratas iban a pagar enseguida el precio que les tocaba por haber sido perezosos en las Nicobar, donde solo cargaron suministros de agua dulce para un mes (por lo visto, el calor y la democracia habían embotado la ética del trabajo).
Así, mientras la mayoría de la tripulación seguía saqueando el buque portugués, el capitán Ralph Stout, con diez hombres armados y cuatro remeros lascars, recorrió en la pinaza del barco las seis leguas que los separaban de Sumatra con el fin de buscar un lugar donde hacer provisión de agua. Vieron una embarcación malaya abandonada, y se disponían a robarla cuando sus dueños saltaron de la maleza, tomándolos por sorpresa, y los atacaron con lanzas y cuchillos. Ralph Stout resultó muerto junto con otros seis hombres; tres de ellos lograron huir haciendo remar a los lascars a puñetazos.
«Hicieron Capitán a Robt Colliver, el mismo que había huido de Madrás con el Queche. Antes había actuado como segundo». Robert Culliford, de East Looe, Cornualles, tenía treinta años; hacía casi exactamente un año que había robado el pequeño queche Josiah, y ahora era capitán del Mocha Frigate, con sus treinta y seis cañones. ¿Qué tenía de especial?, ¿por qué lo habían elegido pasando por encima de Gilliam —el maleante circuncidado— y de todos los jefes que en el pasado había tenido el Charming Mary?
Culliford era atrevido sin llegar a ser suicida, un hombre que planeaba robos discretos y un compañero de bebida sorprendentemente agradable; era ingenioso, atlético, manifiestamente taimado pero también digno de la confianza de sus camaradas. Si a ello se le añade que sabía leer y escribir, lo cual impresionaba a sus toscos colegas, se comprenderá que fuera un candidato difícil de batir.
El viento soplaba hacia el este y los hombres querían poner proa a China; fue entonces cuando, de repente, el cautivo William Willock, el escritor de diarios, adquirió una importancia mucho mayor en sus planes: «Entonces empezaron a importunarme todos los días, a veces [con] hermosas promesas, a veces con amenazas, para que me encargara de llevarlos a través de los Estrechos. Porque ahora les habían matado al Piloto, que era Ralph Stout, el cual les hizo creer que se podían encontrar grandes negocios en la Costa de China. Yo, gracias a la ayuda de Dios, los rechacé, aunque muchas veces [me pusieron] las Pistolas en el pecho diciéndome que si no lo hacía me abandonarían de por vida en un lugar desierto».
A principios de julio, el capitán Culliford y la tripulación pasaron varios días amenazando a Willock, pero el firme escocés se negó a doblegarse; entonces, en la penumbra que precedía al alba, descubrieron una vela. Cuando se acercaron un poco a ella, Culliford observó a través del catalejo que se trataba de un buque de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, lo cual significaba una presa sustanciosa, pero también una nave poderosamente armada, provista de unos treinta cañones con los que hacer frente a los treinta y seis del Mocha. El bajel trataba de doblar la punta del Diamante, en aguas de Sumatra, y seguir las rutas de navegación a través de los estrechos, pero los vientos contrarios se lo impedían.
Lo que no sabían los piratas era que aquel mercante de las Indias Orientales, el Dorrill, bajo el mando del capitán Hyde, transportaba una fortuna en oro y plata para financiar una travesía comercial con destino a China.
Los barcos se aproximaron, y la primera impresión que el capitán Hyde se llevó de Culliford resultó inquietante: «Después de haberme visto obligado a estar quince días frente a la punta del Diamante, divisé a barlovento una vela que avanzaba hacia mí. Se me colocó a popa y tocó Diana [es decir, que ejecutó una fanfarria] con la Música de trompetas, oboes y tambores, [y luego] volvió por donde había venido sin saludar ni parlamentar».
No ocurre todos los días que, a las siete de la mañana, un barco surja de la nada, se acerque e interprete un interludio musical, para luego volver a desaparecer. Ahora bien, Culliford iba a regresar.
El capitán Hyde explicaba que, al cabo de poco más de una hora, vio el otro buque detenido justo fuera del límite de su alcance de tiro y temió que fuera un pirata, ya que las galerías situadas a popa, sobre el camarote del capitán, se habían desmantelado para dar cabida a dos grandes cañones de bronce.
La tripulación de Hyde se apresuró a poner manos a la obra, tratando frenéticamente de disponer el buque para la lucha: prepararon la pólvora, las balas, las baquetas y los escobillones; reunieron mosquetes, pistolas y espadas, y apartaron el cargamento para que no los estorbara. Hyde ordenó que los hombres se colocaran en sus puestos de combate. «Entonces izamos nuestra bandera», recordaba un testigo presencial que se hallaba en el Dorrill. «El Capitán [nos] mandó clavar nuestra Enseña en el palo [es decir, en el mástil] a la vista del enemigo, lo cual se hizo inmediatamente. Cuando observaron [que] izábamos nuestra bandera, ellos izaron la suya, con la Union Jack, e hicieron ondear un extenso gallardete rojo en el tope del mastelero mayor».
Al mandar que se clavara el pabellón en el mástil, el capitán Hyde le dejaba claro al pirata que nunca lo arriaría, es decir, que no se rendiría en ningún caso. Culliford respondió con un juego engañoso de banderas, tratando de hacerse pasar por un mercante inglés de rango superior al Dorrill: el extenso gallardete rojo no era la enseña del color de la sangre que significaba que no habría piedad, sino que, por el contrario, aquella banderola roja, larga y estrecha era el símbolo de un comodoro, es decir, el de la nave que ostentaba la jefatura de una flota de barcos de guerra o mercantes. Los hombres del Dorrill no se dejaron embaucar en absoluto.
Culliford se acercó «a medio tiro de Pistola» del Dorrill, cuyos marineros esperaban que los atacaran en cualquier momento. En lugar de suceder tal cosa, vieron que los piratas se reunían en el alcázar, por lo visto para «realizar consultas». Si bien el capitán Hyde distinguía claramente la cubierta del Mocha, no podía oír lo que estaba ocurriendo.
El relato de Willock, prisionero a bordo del buque pirata, puede suplir el diálogo: «Jamás el Infierno se halló en mayor Confusión de la que hubo entonces a bordo [donde] algunos querían izar la bandera ffrancesa para combatirlo, algunos luchar sin ninguna bandera, algunos no luchar en ningún caso, algunos abordarlo sin disparar un solo cañón. El Capt. [Culliford] renunció al cargo a causa de la Confusión [que reinaba] entonces en el barco. Tuvieron que elegir otro Capitán». La democracia pirata tenía sus complicaciones.
Aquellos hombres armados y coléricos se gritaron mutuamente hasta enronquecer, maldiciendo y debatiendo acerca de la posibilidad de luchar contra un enemigo que los igualaba en fuerza. Mientras ellos vociferaban, Culliford —que quería atacar— mantuvo el bajel pirata avanzando lentamente, a la par con el mercante de Indias. Sin embargo, a las tres de la tarde los piratas votaron por dejar tranquilo el Dorrill, y Culliford, enfurecido, renunció al mando. El Mocha/Resolution puso las velas en facha y viró para apartarse del Dorrill, que, por su parte, se aprestó a alejarse tanto como pudo en dirección contraria.
Sin embargo, Culliford no se dio por vencido: habló con los hombres uno por uno, tratando de convencerlos de que lucharan; lo logró, y volvió a asumir el puesto de capitán.
«Cuando el Pirata estaba a unas 7 millas de distancia, viró y fue en nuestra busca», comentaba Solomon Lloyd, representante de la Compañía de las Indias Orientales, que iba a bordo del Dorrill. «A las 6 de aquella tarde vimos la isla que buscábamos [Pulo Barahla], y el pirata llegó a nuestra altura por el costado de estribor y al alcance de nuestros disparos. Vimos que llevaba un hombre en el tope de cada mastelero, oteando hasta que oscureció, luego se apartó un poco de nosotros pero siguió acompañándonos toda la noche».
Los vigías de los topes tenían la finalidad de hacer creer al Dorrill que el pirata esperaba la llegada de otro socio, y, de hecho, es posible que Culliford hubiera concebido la esperanza de avistar las velas del Charming Mary.
«A las 8 de la mañana se nos acercó, pero [habíamos] tenido tiempo de montar nuestros otros cuatro cañones que estaban en [la] bodega, y ahora estábamos en la mejor posición de defensa que pudiéramos desear», explicaba Solomon Lloyd.
Era frecuente que los buques mercantes estibaran parte de su artillería para ganar espacio de carga. Izar cañones de novecientos kilos no era una tarea fácil en el mar, pero, como al capitán Hyde le resultaba claro que el Mocha podía navegar a más velocidad, decidió hacer frente a la intimidación: «El capitán resolvió ver qué hacía el maleante, de modo que [nos] dio orden de agarrar [aferrar] todas las velas pequeñas y aferró la mayor», escribía Lloyd.
Culliford mandó a sus hombres que hicieran otro tanto y, mientras se acercaba, ordenó a los músicos que batieran los tambores y tocaran las trompetas; los piratas se dirigieron a grandes voces al mercante de Indias y, al no recibir respuesta, repitieron el saludo hasta cuatro veces.
«Al final, se creyó oportuno saber qué quería decir, así que el Contramaestre le habló según lo ordenado, contándole que veníamos de Londres. Entonces él preguntó si guerra o paz con Francia. Nuestra respuesta [fue que] había una paz universal en toda Europa, ante lo cual él hizo una pausa y luego dijo: “Está bien”. Seguidamente, preguntó el nombre de nuestro capitán y adónde nos dirigíamos. Respondimos que a Mallacca [Malaca]».
Los piratas disfrazados de comerciantes dijeron que ellos se dirigían exactamente al mismo lugar e invitaron amablemente al capitán Hyde a subir a bordo para tomar un vaso de vino; Hyde respondió que prefería visitarlos en el puerto de Malaca. A continuación, Culliford les pidió que se pusieran a la capa para pasar la noche, de modo que él pudiera acudir a bordo de su barco, pero Hyde volvió a negarse, alegando que ya llevaba retraso. Entonces Culliford preguntó si el mercante haría escala en las cercanas islas del Agua, y ellos respondieron afirmativamente.
«Después de que nos hiciera todas aquellas preguntas quisimos saber de dónde era él. Dijo [que] de Londres, [que] el nombre del Capitán [era] Collyford y el buque se llamaba Resolution, con rumbo a China».
El mercante de Indias volvió a largar todo el trapo, y Culliford lo siguió durante todo el día; era el jueves 8 de julio. A la mañana siguiente, hacia las diez y media, los piratas se pusieron al alcance de los cañones del Dorrill, justo cuando el viento amainaba. «Distinguimos en el Alcázar un tipo que llevaba una espada. Cuando [el buque pirata] se acercó, aquel Hijo del Infierno gritó, “¡Rendíos, perros!”, lo cual nos dimos cuenta de que no era por acuerdo general, pues lo hicieron marchar de allí. Enfurecido, nuestro Contramaestre corrió a popa, sin que lo supiera el Capitán, y contestó que no nos rendiríamos ante perros como él, y le dijo que el canalla Every [el capitán pirata Avery, que había capturado el Gunsway] y todos sus cómplices habían sido ahorcados. Al Capitán lo enojó que hablara sin que se lo ordenaran, y luego mandó que se llamara [al Resolution] y se preguntara qué motivo tenían para perseguirnos».
El capitán Culliford «avanzó por el alcázar, hizo señas con la mano y dijo, “Caballeros, no queremos ni vuestro buque ni hombres, sino dinero”. [Le] dijimos [que] no teníamos nada para ellos, pero que los invitábamos a ponerse a nuestro costado y llevárselo si podían». Así fue la conversación según Solomon Lloyd, pero el capitán Hyde, del Dorrill, recordaba haber dado una respuesta más contundente a las exigencias de dinero de Culliford: «Si queréis tenerlo, deberá ser de la boca de nuestros cañones. Acostaos bien y tomadlo».
Por su parte, el capitán Willock afirmaba haber oído: «Lo que queremos es dinero, y dinero tendremos»; respuesta: «Muy bien, venid y tomadlo». «Entonces un hatajo de perseguidores indeseables batió los sables y dijo que tomarían [el dinero] o la sangre de nuestro corazón, diciendo: “¿Acaso no sabéis que somos el Mocha?”. Nuestra respuesta fue “Sí, Sí”. Acto seguido profirieron un gran grito y desaparecieron todos de la vista, y nosotros nos fuimos a nuestras estancias. Iban a izar bandera, pero se les rompieron las drizas de las enseñas, viendo lo cual nuestra gente profirió un gran grito. Tan pronto como pudieron apuntar sus cañones de persecución, dispararon contra nosotros y así siguieron a nuestra popa». La nave pirata estaba buscando un ángulo para disparar desde atrás, lo cual impedía que las andanas de Dorrill respondieran al fuego.
«Nuestros cañones no podían apuntar en un espacio reducido, pero, tan pronto como hubo oportunidad, [nuestro capitán] les dio [a los piratas] más de lo que les habría gustado. Su segundo disparo [de los piratas] se llevó nuestra verga de cebadura. Al cabo de cerca de ½ hora o más, se nos acostó y por eso lo atacamos y seguimos, a veces con andanadas, a veces con tres o cuatro cañones según se presentaba la oportunidad y podíamos sacar el mejor partido de ellos. Iba a apuntarnos de través a proa, pero gracias a Dios el capitán Hyde frustró su intento descargando una andanada contra él, lo cual lo hizo retroceder y quedarse atrás, donde permaneció y se detuvo sin disparar».
Culliford trataba de maniobrar para colocar su barco en ángulo recto respecto a la proa del Dorrill, lo cual le permitiría disparar andanadas contra su oponente con el mínimo riesgo por su parte, y también prepararse para abordarlo. No obstante, para lograr aquella ventaja, el Mocha tenía que recorrer entero el costado del Dorrill, lo cual implicaba grandes riesgos.
Willock observaba desde el buque pirata: «Veía a los piratas desalentados. Decían: “De aquí no sacaremos nada más que huesos rotos, y si perdemos un mástil, ¿dónde conseguiremos otro?”. Habían recibido un disparo en el trinquete, una bala de seis libras, que lo había atravesado justo por el centro. Dice el capitán: “Nos queda bastante [mástil] para ganar el barlovento. Vamos a virar, ya que nos espera a la capa”, y eso fue lo que hizo. Dice uno: “Ya puedes virar tú, porque yo ya no lucho más”. “Ni yo”, dice otro, “Ni yo, Ni yo”, gritaban».
Solomon Lloyd, a bordo del Dorrill, explicaba: «Cerca de una hora más tarde, viró y volvió a ponerse a nuestra altura. Nosotros no forzamos de vela, sino que esperamos a la capa para recibirlo, pero él se mantuvo apartado. La distancia máxima durante todo el cañoneo nunca fue mayor que dos veces la eslora de un barco; el combate duró desde ½ después de las 11 hasta cerca de las 3 de la tarde».
La pausa en la lucha dio a la tripulación del Dorrill la oportunidad de revisar los importantes daños sufridos tanto por los hombres como por el buque; los desmoralizados piratas habían causado muchos más estragos de los que suponían: «Encontramos a nuestro Primer Oficial, el Sr. Smith, herido en la pierna, cerca de la rodilla, por una esquirla o fragmento de cadena; Nuestro Barbero perdió dos dedos a causa de un disparo cuando limpiaba uno de los cañones, al grumete del Artillero una bala le arrancó la pierna en el combés, a John Amos, Timonel, una bala le arrancó la pierna [mientras estaba] al timón, el grumete del Contramaestre (un muchacho de trece años) recibió un tiro en el muslo, que se lo atravesó y le astilló el hueso, el Armero Jos. Osbourne, en la chupeta, resultó herido por una esquirla justo en la sien, al grumete del Capitán, en el Alcázar, un disparo de poco calibre le voló el cráneo a través de la gorra, y fue la primera persona herida en la primera refriega. Al grumete de Wm. Reynolds un tiro se le llevó ½ ala del sombrero y el dedo índice le quedó muy gravemente astillado. A John Blake, un disparo le arrancó gran parte de la carne de la pierna y la pantorrilla».
Los grumetes, que iban a toda prisa por el barco llevando mensajes o pólvora a las dotaciones de las baterías, corrían un gran riesgo, que no se debía tanto a las mismas balas de cañón como a la mortífera lluvia de metralla.
Asimismo, el buque de las Indias Orientales había sufrido graves destrozos: tenía el mastelero de mesana quebrado, el aparejo hecho trizas, con solo un cabo de labor intacto, cinco obenques principales partidos por la mitad, un corte en forma de media luna y de veinte centímetros de profundidad en la verga mayor, los estayes del mastelero del trinquete arrancados, boquetes abiertos por las balas de cañón en la chupeta y el alcázar y varios más en el entrepuente y el castillo de proa, así como dos impactos que habían acertado de lleno en el pañol del pan, justo por debajo de la línea de flotación; el agua había penetrado antes de que el carpintero pudiera arreglar los desperfectos y había estropeado la mayor parte del bizcocho que transportaba el barco. Los certeros piratas habían logrado alcanzar directamente cinco cañones y los habían hecho saltar de las cureñas. «Dispararon pedazos de botellas de cristal, teteras de cristal, cadenas, piedras y toda clase de cosas, que se encontraron en nuestras cubiertas».
Además, la amenaza de los piratas no se había desvanecido. Aquella noche, Culliford, enfurecido con su tripulación, ordenó que se apagaran las luces; el Dorrill hizo otro tanto y aferró velas. En aquella negrura completa, las corrientes —con la ayuda de un gobierno afortunado del timón— podían separar a una distancia sorprendente los barcos. Por la mañana, la tripulación del Dorrill apenas distinguía a los piratas desde cubierta, pero un hombre enviado a lo alto de los palos vio que Culliford había largado las velas para seguir persiguiéndolos. Los hombres del mercante de Indias anudaron rápidamente los cabos, y los carpinteros se aplicaron a reparar las cureñas.
«[En cuanto a] nuestros hombres, que veían que el [pirata] seguía en pos de nosotros, nos dimos cuenta de que [sus] semblantes estaban abatidos. Los animamos lo que pudimos, y, para alentarlos, el Capitán y nosotros les dimos de nuestro propio dinero, a cada hombre y muchacho, tres dólares por cabeza, lo cual los alegró, y les prometimos darles otro tanto si volvían a entrar en combate». También prometieron que los «Caballeros Empleadores» (es decir, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales) entregarían una recompensa de cinco libras por cada prisionero, y también una «propina».
«Hacia las 9 del 10 de Julio observamos que el canalla se alejaba de nosotros, por lo cual dimos al Todopoderoso, con todas nuestras fuerzas, las gracias merecidas por la misericordia de no entregarnos al peor de nuestros enemigos, pues en verdad [el pirata] era muy fuerte, con cien Europeos a bordo, por lo menos. Permanecimos tan cerca de nuestro rumbo como pudimos, y al día siguiente, al costado de estribor, avistamos tierra, que era el Continente [es decir, la península de Malaca]. Seguimos nuestro camino».
Entonces empezaron a morir los heridos, en su mayoría grumetes, aprendices que no recibían paga alguna y habían caído defendiendo el tesoro de los socios de la Compañía de las Indias Orientales: «El 12 de Julio por la mañana murió el grumete del Contramaestre, George Mopp. El viernes 16 al anochecer murió el grumete del Artillero, Thomas Matthews. El domingo 18, cuando estábamos anclados a dos leguas de las islas de Pillo Sumbelong, murió el Barbero Andrew Miller. El 31 murió el Primer Oficial, Sr. John Smith. Los otros dos todavía están en condiciones deplorables y hemos desembarcado aquí para que se recuperen».
Entre los piratas, en cambio, solo hubo dos muertos y un herido leve. El capitán Culliford tenía toda la razón al querer proseguir la lucha: se daba cuenta de que había infligido mucho más daño del que había recibido, pero su conflictiva tripulación se había negado a seguir. A todas luces —y de modo nada sorprendente—, los piratas de Culliford preferían intimidar barcos más pequeños a entablar combate en pie de igualdad con un enemigo provisto de treinta cañones.
El cambio decisivo en la batalla se había producido cuando el Dorrill disparó la pequeña bala de cañón que atravesó el trinquete del Mocha dejando un limpio boquete cilíndrico: cualquier pirata podía levantar la vista y observar un disco de cielo donde debería haber habido madera sólida. Si un mercante de las Indias Orientales o un buque de la Armada Real perdía un mástil, podía dirigirse al puerto más cercano para comprar alguno u obtenerlo a cambio de otros artículos. A los piratas les resultaba muy difícil encontrar algún astillero que les vendiera uno: tenían que capturar otra nave, lo cual constituía una tarea penosa para una tripulación que navegaba sin trinquete.
El Dorrill, gravemente averiado, trató de avanzar hacia el este, pero se vio obligado a volver sobre sus pasos, realizar reparaciones a gran escala y esperar durante meses a que cambiaran los vientos.
Los piratas, gentes despreocupadas, decidieron ir a emborracharse. Retrocedieron hasta Achin y, por medio de amenazas, consiguieron un poco de arac de algunos barcos holandeses; también tenían la esperanza de robar un buque que hiciera guardia durante el carenado y la limpieza del suyo, tareas que pronto habría que realizar. Después, reemprenderían su vida de malhechores, tan impredecible como la siguiente travesía. Los piratas se bebieron su arac, bailaron en cubierta y permanecieron al acecho en las cercanías de Achin.
El prisionero William Willock prosigue el relato: «Hacia el final de Julio [de 1697] apresaron este barco [mercante]… Iba entonces rebosante de carga. Entonces resolvieron que se llevarían consigo este barco & irían a Negrais y carenarían su barco». Negrais, en el extremo de la actual Myanmar (antes Birmania), se encuentra a 750 millas al norte de Achin.
El propietario del buque era un chino. Los piratas retuvieron a los dos europeos que iban a bordo, así como a veinte marineros malayos y al cocinero chino, lo cual quizá significa que Culliford pasó una temporada alimentándose a base de comida china. Por lo que se refiere al resto de la tripulación, los piratas la despacharon a bordo de un bergantín holandés que también habían capturado.
A bordo de la nave, los piratas descubrieron gran cantidad de arac, del cual se apropiaron; empezaron a beber y a echar el cargamento por la borda: tanto fue lo que arrojaron al mar que, según comentaba el atento escocés, el barco ganó más de un metro de altura sobre el agua.
Entonces, el capitán Culliford le propuso un trato a William Willock: si los guiaba hasta Negrais, le entregarían el barco capturado y lo dejarían marchar. Willock aceptó, y le cedieron ocho piratas y doce lascars para que pudiera gobernar el buque.
Al cabo de un par de semanas, a mediados de agosto, Willock llegó a Negrais y ancló su barco en aguas de doce brazas de profundidad, frente a una isla de forma romboidal que guardaba la traicionera entrada; una vez en el interior, el puerto de Negrais se hallaba magníficamente resguardado, mientras que el territorio estaba poco habitado y repleto de caza.
Willock prosigue: «Entonces me trasladaron de nuevo a bordo de su buque. Me dijeron que tenía que llevarlos dentro. Yo les dije que aquel era el lugar pero que había olvidado el canal para entrar, pues hacía 10 años que no había estado allí. Así pues, por la mañana levaron anclas y se encaminaron al puerto».
Culliford llevó el Mocha al interior del puerto, pero el buque apresado no logró virar a suficiente distancia de la isla y estuvo a punto de estrellarse, antes de lograr alejarse hacia sotavento; los piratas bregaron durante diez días, en el transcurso de los cuales perdieron dos anclas antes de lograr que el pequeño barco que habían robado recorriera los escasos centenares de metros que permitían doblar la aguda punta de la isla. Permanecerían cuatro meses en Negrais.
El 20 de septiembre, un bergantín tuvo la mala fortuna de llegar a aquel puerto buscando refugio de una tempestad. Los piratas abrieron fuego contra él y lo capturaron sin dificultades; llevaron a los nuevos prisioneros a bordo de la presa china, con Willock, y se llevaron su lancha. Culliford trasladó a la orilla el flamante juguete —el bergantín— y lo vació de su contenido.
Entonces, los piratas emprendieron la penosa tarea de carenar el Mocha Frigate —con sus trescientas cincuenta toneladas—, faena que se hizo más llevadera por el procedimiento de obligar a los malayos y los lascars a realizar la mayor parte del trabajo. Aquellos hombres de piel morena, a quienes se trataba como esclavos, tuvieron que sacar del buque todo el cargamento y los cañones, ladear la nave y restregar el casco, sudando bajo el calor reinante dieciséis grados al norte del ecuador (unos diez grados al sur de Miami, Florida). Si bien algunos de los cien piratas prestaron ayuda, no cabe duda de que la mayoría se comportaron como estúpidos borrachos.
A principios de octubre, los malayos y los lascars se conjuraron para poner fin a la dominación de los piratas: ocultaron los mazos y las herramientas de calafatear, así como cuchillos y cinceles, en un montón cercano al lugar donde dormían; se mostraron serviles como lacayos, proporcionando a los piratas grandes cantidades de licor, y se acostaron en el suelo, esperando su oportunidad mientras los piratas se divertían y, uno tras otro, iban quedándose dormidos. Un pirata borracho tropezó con el montón de armas y se descubrió la conspiración.
Willock relata: «[Aquello] nos podría haber costado la vida a todos, pero fue voluntad de Dios disponerlo de otro modo. Solo mataron a tiros a un Cafre [un hombre de piel oscura] & a dos lascars tanto los castigaron & les quemaron las manos & los pies con estoperol que murieron».
El estoperol, a veces denominado estoperol lento, era, por lo general, un largo carrete de cordel de cáñamo impregnado de salitre, ideado de modo que se mantuviera ardiendo sin llama, como una mecha. Durante los siglos precedentes a la introducción del pedernal para producir la chispa de los mosquetes, los tiradores tenían que mantener encendido el «estoperol lento» y, cuando estaban listos para disparar, tocar con la punta la pólvora que actuaba como cebo. La tortura de los piratas era algo parecido a la sádica acción de quemar continuadamente a la víctima aplicándole cigarrillos en zonas tan sensibles como las palmas de las manos y las plantas de los pies. La tortura y el terror lograron el objetivo deseado: no hubo ninguna clase de conflictividad laboral que perturbara el resto de las vacaciones que los piratas disfrutaron mientras se carenaba el buque.
Al cabo de poco, otro barco capitaneado por un europeo cometió el error de entrar en el puerto, y los piratas se lanzaron de inmediato sobre él; el bergantín llevaba poco de lo que querían los piratas, con lo cual solo le robaron la lancha. Entretanto, parecían divertirse engañando a Willock: Culliford le había prometido el bajel chino capturado, pero los piratas despojaron la nave de casi todas las velas y el aparejo, y solo dejaron un ancla con su cable. No obstante, y pese a que, sin duda alguna, Culliford prefería tener cerca un navegante curtido, decidió no romper por completo su promesa. Willock explicaba: «Me habían dado dos velas viejas… que me vi obligado a remendar y poner a punto yo mismo. No permitieron que nadie me ayudara, y lo hice mientras se carenaba [el buque]».
Fueron sucediéndose los meses mientras los malayos y los lascars trabajaban duramente bajo el calor. Entonces, a principios de diciembre, se produjo un acontecimiento que los piratas consideraron una suerte extraordinaria: un barco procedente de Siam, que había perdido el palo mayor en una tempestad, buscó refugio en el puerto; el barco iba dando guiñadas, y el capitán lo varó involuntariamente en un banco de arena; al irse retirando la marea, la nave quedó inmovilizada en aquel lugar, como un convite dispuesto para que los piratas le hincaran el diente.
El Mocha estaba tumbado sobre el costado, pero Culliford ordenó que veinticuatro hombres zarparan en uno de los bergantines capturados y simularan que iban a ofrecer ayuda. Mientras se acercaban, el bajel dio una sacudida y quedó libre, pero los piratas, blandiendo pistolas y sables, no tuvieron dificultad en convencer a la nave averiada de que pusiera proa a la orilla.
Allí, los piratas ordenaron a los pasajeros que desembarcaran y a la tripulación que vaciara todo el cargamento. Luego, anunciaron que iban a quemar el barco; el capitán suplicó a los piratas que se quedaran las mercancías pero le dejaran conservar su buque, a lo que Culliford se negó. Cuando los piratas fueron bajo cubierta para instar a la reducida tripulación a que empezara la descarga, descubrieron, acurrucadas entre los fardos, a once mujeres de Siam (la actual Tailandia). ¿Eran hermosas?, ¿feas?, ¿altas?, ¿bajas?, ¿casadas?, ¿solteras?, ¿vírgenes?, ¿experimentadas? El capitán Willock no lo explica, pero declara lacónicamente que los piratas hicieron «uso de sus cuerpos».
En aquellos momentos, la tripulación pirata que se hallaba bajo el mando del capitán Culliford en el Mocha Frigate ascendía a un total de cuarenta blancos y cinco «cafres» a quienes se permitía portar armas. No conocemos el modo en que se distribuyeron las once mujeres ni si alguna de ellas quedó embarazada; es posible que, en la actualidad, haya tailandeses por cuyas venas corren gotas de sangre del capitán Culliford. ¿Existió alguna clase de ternura? Lo que resulta claro es que, durante las dos semanas que siguieron, aquellas mujeres siamesas contentaron a los piratas, ya que Robert Culliford no tardaría en mostrar una insólita amabilidad hacia ellas.
El capitán Willock, por su parte, estaba absorto tratando de poner su maltrecho barco en condiciones de navegar: «De él [el buque capturado] me dieron algunas jarcias viejas con las cuales me las arreglé para equiparlo [mi barco] & de él conseguí algunas tinajas para poner agua, pues se habían llevado del barco todas las barricas, que podían transportar 35 toneladas de agua. Del barco de Siam sacaron lo mejor de las mercancías (el resto lo dejaron dentro con cinco caballos que murieron por falta de agua antes de que zarpáramos). Por la mañana [del 22 de diciembre], los [piratas] estaban listos para zarpar… Yo tenía que navegar junto a ellos. Hicieron embarcar conmigo a 11 Mujeres que habían sacado del Barco de Siam y tuve que prometer que las liberaría en tierra, porque ellos habían hecho uso de sus cuerpos».
A lo largo de los siglos, los piratas habían aprendido a no permitir jamás que hubiera mujeres a bordo cuando sus buques se hallaban en el mar, ya que ello conducía invariablemente a que se produjeran peleas. Los pocos contratos auténticos de piratería que se conocen insisten en esa prohibición: «Ninguna… mujer tendrá permiso para estar entre ellos. Si se hallare a algún hombre que seduciendo a alguna persona del Sexo mencionado la hubiera llevado al Mar, disfrazada, se le dará Muerte» (contrato de Bartholomew Roberts).
Por lo tanto, no es sorprendente que Culliford y la tripulación pirata optaran por no retener a las mujeres a bordo del Mocha durante la travesía, pero lo que sí resulta insólito es la orden impartida al capitán Willock: «Tuve que prometer que las liberaría en tierra, porque ellos habían hecho uso de sus cuerpos». Parece tratarse de un acto de caballerosidad por parte del capitán Culliford, ya que, desde luego, los piratas no tenían por qué liberarlas. ¿Acaso aquellas mujeres habían salido de Siam en calidad de siervas? Por lo visto, los piratas llegaron a algún tipo de acuerdo con ellas, que aceptaron un pacto con el diablo del tipo «satisfacednos con generosidad, alegría y de buena gana, y os liberaremos»; parece que así sucedió, y Culliford cumplió su parte del trato.
Willock estaba menos interesado en las mujeres que en los planes de futuro de aquellos bandoleros marinos, unos proyectos que podían ejercer un notable impacto en el comercio de las Indias Orientales: «Por lo que pude oír entre ellos ahora se dirigen a Madagascar para conseguir más hombres y avituallar el barco. El lugar principal de Encuentro será St. Maries, donde esperan conseguir más hombres & creo que varios de los que ahora van a bordo los dejarán y emprenderán travesía a Nueva Inglaterra. Allí en St. Maries vive un tal Baldridge, un viejo Pirata que recibe de Nueva Inglaterra, especialmente de Nueva Yorke y Road Island, varios Envíos de mercancías, licor de todas clases, repuestos de jarcias & lona para velas de todas clases y Munición con Pez & Brea que vende a precios muy altos a los Piratas. Ha construido allí una gran casa que por su situación en lo alto de una gran colina vale tanto como un fuerte. Tiene en ella algunos Cañones, y a toda la gente de la Región bajo su mando, pues gobierna allí como un Rey».
Finalmente, después de casi un año, los piratas dejaron zarpar al capitán Willock. Es posible que, desde la borda, agitaran la mano despidiéndose de las once mujeres; quizá ellas les devolvieran el saludo, aunque también puede ser que aquellas gráciles mujeres de rostro exótico les escupieran.
Willock relata: «Y ahora, esta Noche, a 22 de Dic/bre [de 1697], me han dejado libre, bendito sea Dios, pues he estado Prisionero con ellos 11 meses. Sin embargo, los miedos, tribulaciones & abusos, más aún, el hambre & sed que he sufrido en este tiempo solo los conoce Dios, pues está fuera del alcance de mi Pluma Expresarlos».
El buque pirata Mocha navegaba hacia Madagascar, llevando a bordo al capitán Culliford y su «consorte» Jon Swann, así como a un cirujano llamado Jon Muerte y a un rufián llamado Gilliam. En abril llegaron a la isla de Sainte Marie y fondearon en el puerto, dispuestos a gastar algún dinero y a divertirse en aquel paraíso fuera de la ley. Al cabo de un mes, apareció en el horizonte un barco de grandes dimensiones que se dirigía al puerto.

Capítulo 11
Dos capitanes y una pequeña isla

El Adventure Galley del capitán Kidd se hallaba en aguas de diez brazas de profundidad, justo al norte de la angosta bocana del puerto de la isla de Sainte Marie. Una batería de cuatro cañones, situada en lo alto de una elevada colina, guardaba la entrada de la rada, pero, por lo que pudo apreciar Kidd, no había nadie cerca de las piezas de artillería. Parecía un lugar de vegetación exuberante y vida plácida. El marinero que manejaba la sonda desde proa anunció en voz alta nueve brazas, y Kidd decidió anclar; desde cubierta, divisaba el mástil del buque pirata de Culliford. El marinero que iba encaramado a las vergas más altas oteaba el mar de norte a sur por si detectaba la aparición del Rouparelle/November o elMercante Quedah/Adventure Prize[37] en el canal que separaba la isla de Sainte Marie de la de Madagascar: no se veía nada, excepto algunas ballenas, cuyas colas gigantescas apuntaban al cielo antes de sumergirse. Después de proveer de hombres los dos barcos que había apresado, a Kidd le quedaban cuarenta tripulantes, muchos de los cuales estaban enfermos, como era el caso de su cuñado, Sam Bradley, y el de Darby Mullins, ambos afectados aún por el interminable «flujo sanguinolento» que habían contraído un año antes en Mohelia. Kidd alzó el catalejo y lo enfocó hacia el bajel de Culliford: un mercante de Indias adaptado a la piratería, con la galería cortada para dar cabida a las troneras, la borda desmontada, cañones de persecución a proa y más andanas que el Adventure Galley. Por lógica, parecía claro que Culliford contaba con una abundante tripulación pirata: aquel monstruo no había entrado solo en Sainte Marie; alguien había tenido que aferrar y largar todas aquellas velas.
Kidd, por su parte, sabía que apenas podía reunir un par de dotaciones para las baterías; su barco no solo sufría las enfermedades que afectaban a los humanos, sino también un mal localizado bajo la línea de flotación: las bromas del océano Índico estaban dándose un banquete de tablones ingleses y acribillando de agujeros el revestimiento exterior del casco.
«El mar estaba cubierto por completo de gusanos [bromas] —escribía un viajero que había surcado con anterioridad aquellas aguas— que brillaban en la noche como pequeñas candelas, y hasta tal punto aquella maldita plaga, cebándose en nuestros buques, se abría camino royendo hacia el interior en todas las partes sumergidas… que de no haber sido por el cristal molido y el pelo de vaca utilizados en el revestimiento, nuestro bajel se habría hundido».
Cada dos horas, Kidd enviaba bajo cubierta un nuevo turno de ocho hombres —habitualmente alternando lascars con algunos de sus agotados tripulantes— para que bombearan el agua; si dejaban de hacerlo, la galera —con sus diez mil libras en oro y joyas— iría a decorar el fondo del puerto.
Kidd ansiaba atacar a Culliford, pero no disponía de los hombres necesarios para hacerlo. Además, como no era estúpido, se sentía muy vulnerable a un ataque: si el barco de Culliford lo intentaba, el Adventure Galley, con su tripulación insuficiente y sus vías de agua, sería una presa fácil. Por eso el capitán Kidd optó por la prudencia frente a la pasión y decidió esperar la llegada de sus otros dos buques: una vez las naves y sus respectivas tripulaciones se unieran a las suyas, sería un juego de niños apresar a Culliford. Sin embargo, aquellos dos barcos podían tardar tanto un día como una semana o un mes en arribar a puerto; los vientos iban a cambiar muy pronto, e incluso podía ocurrir que no llegaran nunca. Si sucedía tal cosa, tendría que atacar en solitario.
El capitán Kidd envió a tierra algunos botes y, entretanto, unas piraguas —inestables canoas construidas tallando troncos de árbol— acudieron a visitarlo. Kidd se enteró con rapidez de la situación aparente: el enorme buque pirata estaba desierto; Culliford y su tripulación habían corrido a refugiarse al interior de la selva. ¿Lo esperaban al acecho? Kidd decidió seguir aguardando los dos barcos que había apresado.
Con cautela, Kidd empezó a introducirse en aquel paraíso fuera de la ley; dado que era un cazador de piratas que se hallaba en un puerto pirata, se anduvo, hasta cierto punto, con pies de plomo. Lo primero que hizo fue tratar de encontrar al neoyorquino Adam Baldridge, dueño de una taberna que también hacía las veces de puesto comercial para piratas. Sin embargo, y desgraciadamente para Kidd, el año anterior Baldridge había decidido largarse llevándose a Nueva York las ganancias obtenidas. Posteriormente, Kidd se enteró de que Baldridge había adquirido tres cuartas partes del capital del bergantín Swift, de Boston —bajo el mando del capitán Andrew Knott, un amigo de Kidd— y había emprendido una última travesía de transporte de esclavos. Antes de zarpar, no obstante, había invitado a unas cuantas docenas de malgaches leales y a sus familias —que le habían prestado servicio a lo largo de aquellos años— a subir a bordo del barco para celebrar una fiesta de despedida. Baldridge los secuestró para venderlos como esclavos y se hizo a la vela; los familiares de las víctimas se sublevaron, atacaron el recinto situado en lo alto de la colina y dieron muerte a los treinta europeos —en su mayoría piratas retirados— que vivían en el lugar.
Los malgaches le contaron a Kidd que ahora trabajaban con otro comerciante, un tal Edward Welch, originario de Nueva Inglaterra, que poseía un recinto fortificado a seis o siete kilómetros del puerto principal; desaparecido Baldridge, Welch —un hombre de baja estatura a quien los nativos llamaban el «Pequeño Rey»— dirigía la taberna y el puesto comercial.
Así pues, Kidd y Culliford permanecían inmóviles en el extraño limbo de aquel pequeño puerto de la isla de Sainte Marie. Ni uno ni otro conocían con exactitud la fuerza del adversario; ambos hombres contaban con buques de guerra de más de treinta cañones, que día a día se iban deteriorando. No obstante, y como la isla tiene casi sesenta kilómetros de longitud, les resultaba fácil eludirse mutuamente, y así lo hicieron.
Kidd, que no quería perder su presa, vigilaba la entrada del puerto: Culliford no podía marchar sin exponerse a los disparos de los cañones de Kidd. Este se dedicaba a esperar, y se deleitaba pensando que, a pesar de todos los contratiempos, ahora tenía por fin la oportunidad de apresar a un pirata. ¿Quién sabía cuántos tesoros podía guardar Culliford a bordo o en tierra? Además, Kidd sabía que el barco de Culliford había sido robado a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales: piénsese en toda la benevolencia y admiración que atraería sobre sí si remontaba el Támesis para entregar el Mocha, mientras atoaba las otras dos presas.
En aquel paraíso, el capitán Kidd estaba inquieto e impaciente. Un largo día fue sucediendo a otro mientras transcurría entero el mes de abril; algunas tardes, el propio Kidd trepaba a la cofa del trinquete para buscar velas con la mirada. Dispuso que los hombres se quedaran a bordo haciendo funcionar las bombas, manteniendo limpios los cañones y reparando cabos y velas; pese a que concedió algunos permisos para desembarcar, especialmente a los enfermos, no cabe duda de que a los hombres sanos les debía resultar una pesadilla tener que trabajar tan duramente mientras por la orilla caminaban mujeres de rostro exótico, con flores en el pelo y vestidos delgados y ceñidos envolviéndoles el cuerpo.
Una mañana, Kidd tomó un grupo de hombres de confianza e hizo que subieran un cofre hasta la casa que Edward Welch tenía en la cima de la colina, protegida por seis cañones. El cofre pesaba mucho, y entre los hombres se rumoreaba que se trataba de los cuarenta y cinco kilos de oro que Kidd había obtenido de la venta de opio y sedas frente a las costas de la India.
Para Robert Culliford, por el contrario, aquel fue un período de vida regalada. El maleante estaba oculto en su madriguera de una aldea malgache, donde vivía en una choza elevada sobre postes con un trío de bellezas de piel morena. De vez en cuando, arrojaba un penique a uno de los niños para que le fuera a buscar un poco de ron a la choza de Welch. Por la mañana encargaba la comida y los malgaches se apresuraban a cazarla o pescarla para luego servírsela. La presencia de Kidd no lo asustaba.
Kidd aguardaba. Con todo el tiempo a su disposición, confeccionó un libro de cuentas de la travesía, de carácter secreto, en el cual detalló hasta el último penique. En el haber, es decir, en la parte correspondiente a los ingresos, consignó 10.184 libras (desde el primer bajel pesquero francés que había apresado hasta los cofres de opio vendidos en aguas de la India); en el debe (gastos), anotó un total de 2.587 libras, especificando los costes respectivos de sus estancias en Londres, Nueva York, Tuléar, Johanna y Mohelia y contabilizando incluso los intereses. Sustrajo el debe del haber con un resultado de 7.597 libras, que denominó «Sobrantes debidos a la Compañía». Además, el cálculo no incluía los seiscientos fardos de la bodega del Quedah, valorados en cuarenta mil libras, ni tenía en cuenta lo que pudiera quitarle a Culliford. Era un agradable juego aritmético que permitía pasar el tiempo sumando beneficios futuros.
Entonces, el 6 de mayo de 1698 —un hermoso día de otoño en el hemisferio sur—, cinco largas semanas después de la llegada de Kidd, alguien avistó una vela. Kidd miró con atención a través del catalejo y comprobó con alivio que no se trataba de un pirata compinche de Culliford ni de un mercante de las Indias Orientales: era, por fin, el Rouparelle/November.
El Rouparelle avanzó deslizándose hacia el Adventure Galley y los hombres de ambos barcos se saludaron mutuamente a gritos. La presa, bajo el mando del patrón Mitch, tenía muy mal aspecto, con las velas deshilachadas y el aparejo torcido. La tripulación del Rouparelle preguntó si ya había llegado la «Gran Presa», es decir, el Mercante Quedah; la respuesta fue negativa, y el Rouparelle pasó sin detenerse ante la galera y entró en el puerto, donde la tripulación llevó directamente el buque hacia la orilla de una pequeña y solitaria lengua de tierra situada en el centro del puerto y llamada «Cayo Carena» (actualmente, recibe el nombre de «Île aux Forbans», es decir, «isla de los Piratas», y está acribillada de los hoyos excavados por los buscadores de tesoros).
Los alborotadores que iban a bordo del Rouparelle, como Joseph Palmer de Westchester, no querían saber nada de Kidd. Los hombres echaron las anclas descuidadamente, y el barco encalló en la arena y se tambaleó como un marinero borracho. Sabían que no había manera de que Kidd repartiera ningún beneficio hasta que estuvieran reunidos los tres buques; por lo tanto, cansados de la larga travesía e inquietos por si nunca llegaban a ver la otra presa, desembarcaron y se dispersaron entre las tentaciones de la destartalada aldea. Sainte Marie era un lugar paradisíaco y cubierto de flores, donde un hombre podía ser dichoso por un par de clavos de hierro o una cinta. Caminaron por el agua hasta la orilla, donde encontraron cebúes, bóvidos con giba que formaban parte del menú junto con unos extraños monos de aspecto felino, llamados lémures, que a los lugareños les gustaba asar a la parrilla. Los marineros, que habían perdido la costumbre de estar en tierra firme, andaban bamboleándose, como un rebaño hambriento y ansioso.
En tierra, los hombres del Rouparelle/November trabaron relación con algunos miembros de la tripulación pirata de Culliford, con quienes se dedicaron a trasegar ron importado de Nueva York y vino de palma de elaboración local. Por su parte, Kidd, el implacable Kidd, esperaba al Mercante Quedah, que transportaba casi seiscientos fardos de caros tejidos, cuyo valor equivalía a una pequeña fortuna. Kidd había colocado al mando del buque apresado a su viejo amigo de Nueva York Henry Bullen, a quien acompañaban a bordo unas docenas de tripulantes leales, y ahora no podía evitar los terribles pensamientos que lo asaltaban: ¿Se había perdido?, ¿se había hundido?, ¿lo habían capturado?
Los vientos estacionales estaban variando: Kidd percibía el cambio en las hojas de las palmeras que se balanceaban y en las repentinas ráfagas lluviosas. A cada día y cada noche que pasaban, se hacía más improbable que llegara ningún barco del norte. El cuñado de Kidd, Samuel Bradley, se dedicaba a mamar del pecho de una nodriza malgache: un marinero aseguraba haber oído que la leche materna curaba el «flujo sanguinolento», y merecía la pena hacer la prueba.
Entonces, una semana después de que el Rouparelle hubiera tocado tierra, apareció otro velamen: por fin había llegado el Mercante Quedah. Los hombres que estaban en tierra bebieron otro ron en sus vasos mugrientos, y todo el mundo salió a recibir el buque mientras este llegaba al fondeadero situado en la parte exterior de la bocana del puerto.
Junto con docenas de hombres, Kidd subió a bordo del Mercante Quedah ; el capitán Henry Bullen había muerto. La cubierta era un hervidero de conversaciones. La llegada de la mercancía y la reunión de las tripulaciones hicieron que sonara el violín y corriera la bebida; los hombres acudieron a la choza de Edward Welch para comprar ron a un precio más que excesivo, y las mujeres malgaches tuvieron que dedicar horas extras a trabajar y retozar. Kidd se mantuvo apartado de todo aquello.
Al cabo de dos días, mandó aviso a las chozas y tabernuchas de que quería que todos sus hombres se reunieran en la cubierta del Mercante Quedah. Los marineros resacosos entraron dando traspiés en los esquifes y las piraguas, mientras las mujeres nativas se les agarraban; uno regalaba un peine, otro un espejo. Unos ciento quince hombres formaron en la cubierta del bajel musulmán.
Por fin Kidd tenía hombres y potencia de fuego suficientes para someter a Culliford. Después de las penalidades de ser blanco de los disparos del convoy de la Compañía de las Indias Orientales y de los portugueses, después de los problemas con la Armada Real y de la sed sufrida en aguas de Arabia, ahora Kidd olfateaba no solo la victoria, sino también la posibilidad de obtener riquezas, gloria e incluso venganza: iba a deshacer un viejo agravio infligido por Culliford cuando, una década atrás, aquel jovenzuelo había ayudado a robar el Blessed William. Kidd proyectaba navegar rumbo a Londres: el Adventure Galley llevaría tras de sí al Mocha Frigate (con Robert Culliford encadenado bajo cubierta), junto con el Mercante Quedah y el Rouparelle (ambos capturas legales, provistas de pasaportes franceses). En el Támesis, la pequeña flota ofrecería una estampa impresionante: el cazador de piratas regresando con el buque pirata más cruel del océano Índico y un par de presas valoradas en cincuenta mil libras.
Kidd, mirando abajo desde el castillo de proa, les dijo a sus hombres que había llegado el momento de atacar al pirata, de preparar las armas para la lucha. Superaban en número a Culliford, y bastaría con un par de andanadas para dejarlo fuera de combate; incluso podía resultar tan fácil como seguir jugando al escondite con Culliford en la selva y subir a bordo del abandonado Mocha Frigate sin mayores complicaciones. «Tenemos fuerza y autoridad suficientes para hacerlo», les dijo Kidd, quien, para la ocasión, llevaba su espada y dos pistolas. Pasó la mirada de un hombre a otro, de unos ojos a otros. Los hombres movían los pies sobre cubierta. Silencio. El único sonido era el del viento en las palmeras.
Entonces, alguien gritó: «Antes te dispararíamos dos cañones a ti que uno a Culliford»; estalló una bronca aclamación. A continuación, otro hombre exclamó: «A ti, diez cañones»; luego se oyó: «¿Dónde está nuestro dinero?». Reclamaban su parte de las presas: después de casi dos años en el mar, querían que se les pagara algo. Kidd —más fuerte, más alto, más irascible— les respondió a gritos que lo que había que hacer en aquel momento era combatir a Culliford.
Bradinham, Palmer y otros convocaron una «conferencia»: someterían la cuestión a votación. Kidd se quedó aparte: en la distancia, veía el Mocha Frigate; en su indignación, estaba dispuesto a atacarlo en solitario.
Por cien votos contra quince, los hombres resolvieron pasarse a las filas de Culliford, vincular su fortuna al capitán pirata; por segunda vez en la vida, Culliford había burlado a Kidd. Los hombres exigieron su parte, pero Kidd dijo que las porciones no se repartirían antes de llegar a Boston, Nueva York o Londres; luego, los maldijo y se retiró con los pocos que le eran leales. Estaba anocheciendo; mientras los alborotadores empezaban su celebración, Kidd, discretamente, se hizo llevar a remo hasta el Adventure Galley, y desde allí la pequeña tropa caminó seis kilómetros hasta el recinto armado de Edward Welch.
A la mañana siguiente, muy temprano, algunos amotinados se apresuraron a desembarcar en busca de Culliford; el resto empezó a descargar los más de seiscientos fardos del Mercante Quedah. Era una tarea imponente, pero los hombres estaban eufóricos: por fin iban a recibir una paga de cierta importancia; Kidd aún no había repartido ningún dinero, aparte de unas pocas monedas en casos contados. En Londres, cada fardo podía alcanzar un valor de setenta y cinco libras, pero nadie sabía cuánto podía caer el precio en el mercado negro de la isla de Sainte Marie, con personajes como Edward Welch. No obstante, estaban ansiosos por ganar algo y alfombraron la playa de fardos de vivos colores, que contenían «Calicós, Muselinas, Seda y Pañuelos blancos, a rayas y sin adornos, Bengalas y Encajes». Cada fardo pesaba unos noventa kilos; como en Sainte Marie no había muelle ni grúas, tuvieron que arriarlos uno por uno a una pinaza y luego remar hasta la orilla con la embarcación cargada. Sabían que la patente del Adventure Galley establecía que el cargamento debía entregarse a lord Bellomont; tomaron otro ron.
En algún momento de los días que duró la descarga, regresó el capitán Kidd. Iba acompañado por catorce hombres fuertemente armados, más algunos malgaches que portaban lanzas y cuyos servicios había contratado a Edward Welch. Su pequeña cuadrilla estaba en una inferioridad numérica de cuatro a uno; por lo menos, Culliford y los piratas no habían vuelto. Kidd exigió a los amotinados que detuvieran la descarga, pero ellos se negaron; se refirió a hombres que ocupaban puestos elevados y cuyas propiedades estaban robando, y les dijo que aquellos personajes los ahorcarían y los pondrían en la picota, pero los otros se rieron de él. Superado en número, el capitán Kidd, no podía combatirlos, pero se las arregló para convencerlos de que entregaran completas las partes que le correspondían a él y a los armadores. No conocemos con exactitud la combinación de argumentos, amenazas e intimidación armada que empleó, pero, en definitiva, se impuso la fuerza de su personalidad. Según Hugh Parrot, «Kidd exigió y recibió varias porciones, quizá cuarenta» de las ciento sesenta establecidas.
En la división del botín que se realizó en la playa, cada uno de los ciento quince hombres recibió tres fardos más unos dos tercios de otro compartido. Marcaron cada fardo con las iniciales correspondientes, un proceso complicadísimo para una tripulación que en su mayoría era analfabeta; Richard Barleycorn, el grumete de diecisiete años de Kidd, fue capaz de trazar una R y una B primorosamente entrelazadas —es probable que Kidd enseñara a escribir al muchacho durante su aprendizaje de seis años—, mientras que Abel Owens tuvo que conformarse con un círculo o una O: no era posible que todos utilizaran la misma X.
Tan rápido como le fue posible, Kidd logró que se volvieran a cargar sus ciento cincuenta fardos en el Mercante Quedah. Durante los días siguientes, los amotinados comprobaron con asombro lo poco que valía un fardo de seda en Madagascar, con lo cual aprendieron una dura lección acerca de la oferta y la demanda; Theo Turner, que llegó posteriormente a Madagascar, explicaba que Welch le contó que había intercambiado por alcohol los fardos de los hombres. Algunos de ellos tuvieron incluso que «consignar» sus fardos a Edward Welch, que prometió entregarles su parte de la venta la próxima vez que regresaran a aquel remoto lugar.
Finalmente, los amotinados encontraron a Robert Culliford, cuyos espías malgaches le habían permitido ir siempre un paso por delante de aquella cuadrilla. Al principio, el maleante de Cornualles creyó que se trataba de una trampa, pero la virulencia con que los hombres se referían a Kidd sonaba demasiado auténtica, y Culliford accedió a convertirse en su jefe.
Después de dos meses de disipación en las chozas de la parte alta de la isla, Robert Culliford regresó al puerto principal y subió a bordo del Mocha Frigate, donde convenció fácilmente a su nueva tripulación de que se apresurara a hacer limpieza del gran buque de guerra, de modo que pudieran aprovechar los vientos que soplaban hacia el norte y dirigirse al océano Índico para dedicarse a la piratería.
De la tripulación de Kidd, noventa y seis hombres desertaron y se pasaron a las filas de Culliford. Kidd se quedó con un variopinto grupo de quince leales: grumetes, ancianos, enfermos, un par de negros y un puñado de marineros neoyorquinos experimentados; permanecieron con él, entre otros, su cuñado Samuel Bradley —gravemente enfermo—, su fiel grumete Barleycorn y el amigo que nunca quiso dedicarse a la piratería: John Weir, de Carolina.
Para los amotinados, era un momento de celebraciones. Los noventa y seis desertores, junto con los veinte tripulantes supervivientes de Culliford, votaron a favor de ir en busca de buques de todas las nacionalidades. (Resultaba ser que Culliford había perdido la mitad de su tripulación a causa de las enfermedades; de haberlo sabido, Kidd habría podido apresarlo fácilmente en solitario y con su galera.)
Una vez iniciada, la orgía pirata se extendió a todos los barcos que había en puerto: con frenesí, los hombres se apoderaron de cualquier objeto transportable que tuviera valor, trepando como monos a las jarcias, bajando a la bodega, haciendo rodar barriles de bizcocho y trucando las brújulas. Sobre todo, querían encontrar el oro del capitán; habían oído un rumor según el cual aquel tenía una caja fuerte llena de joyas, y sabían que Kidd había trasladado cofres al puesto de Edward Welch.
«Por espacio de 4 o 5 días —escribiría posteriormente Kidd— los Desertores, a veces en gran número, subieron a bordo de la Galera [Adventure] y el Adventure Prize y se llevaron grandes cañones, Pólvora, Balas, Armas ligeras, Velas, Anclas, el Cofre de cirujano y cualquier otra cosa que se les antojó».
Kidd plantó cara al doctor Robert Bradinham cuando este se llevaba el valioso cofre que contenía ungüentos, medicinas e instrumentos de cirugía, pero Bradinham no se dignó contestarle.
Los tres buques anclados juntos… los hombres borrachos y vociferantes… canciones… piratas… y Culliford triunfante en el alcázar del Mocha Frigate/Resolution.
En el transcurso de la fiesta, varios hombres juraron que matarían a Kidd; trazaron un plan para entrar a hurtadillas en el camarote del capitán y degollarlo, pero Kidd había levantado una barricada de fardos en la puerta y había preparado cuarenta armas ligeras y dos docenas de pistolas, todas ellas cargadas.
Los hombres estaban dispuestos a cualquier cosa para averiguar el lugar donde Kidd había escondido el dinero; por los rumores que habían oído frente a la costa india, sabían que Kidd había de tener guardadas en alguna parte unas diez mil libras en oro. Golpearon la puerta del capitán, y Kidd amenazó con que mataría al primer hombre que entrara y luego volaría el barco.
Los rebeldes supusieron que el tesoro estaba en casa de Welch, y una abigarrada cuadrilla armada y ebria recorrió tambaleándose los seis kilómetros que los separaban del lugar. El «Pequeño Rey» estaba en la puerta, sin posibilidad de hacerles frente; lo empujaron a un lado y se apoderaron del cofre. Hicieron saltar la cerradura de un tiro de pistola, con la esperanza de quedar deslumbrados por las joyas y las barras de oro, pero en su lugar encontraron el dinero que el capitán había llevado a tierra para comprar provisiones: diez onzas de oro, cuarenta libras de plata y trescientas setenta piezas de a ocho. Para desahogarse de su enojo, hicieron pedazos y quemaron el diario de Kidd y un fajo con otros documentos oficiales que había en el baúl.
Los amotinados regresaron y exigieron a gritos a Kidd, que seguía en el interior del camarote, que entregara el oro. Él les dijo que entraran a buscarlo; según calculaba, con Barleycorn a su lado ocupándose de cargar las armas podría matar a un par de docenas de ellos. Los hombres sabían que aquel neoyorquino era lo bastante testarudo para volar por los aires el barco; golpearon la puerta y trataron de forzarla, pero nadie tuvo el valor de precipitarse al interior. Finalmente, decidieron dejarlo en paz; con todos los factores en su contra, Kidd había logrado conservar el oro y las joyas.
Mientras los amotinados ebrios se retiraban dando traspiés, uno de ellos —probablemente Palmer— esparció un poco de alcohol y prendió fuego a la embarcación; unos cuantos hombres leales a Kidd corrieron a apagarlo.
Luego, los amotinados subieron a bordo del Mocha Frigate/ Resolution y lo llevaron hasta Cayo Carena, en el centro del puerto. Aquella isleta diminuta —no alcanzaba los doscientos metros de un extremo a otro—, circundada por una playa arenosa, era un buen lugar para que los hombres limpiaran sus buques. Bajo el mando de Robert Culliford, la tripulación de ciento quince hombres hundió sin miramientos el Rouparelle, de ciento cincuenta toneladas, junto al Mocha Frigate, con el fin de que sirviera como plataforma para acelerar el carenado.
Los lascars, con la ayuda de algunos piratas borrachos, realizaron la faena con rapidez —dos semanas—, y el 15 de junio de 1698 Robert Culliford zarpó de Sainte Marie con el Mocha; el pirata se proponía apresar barcos de todas las nacionalidades, e hizo honor a su suerte, o quizá haya que atribuirlo a su habilidad: se dirigieron a Johanna, donde descubrieron un bajel francés inmóvil en el puerto; el buque levó un ancla y cortó la otra, tratando de escapar, pero Culliford lo atrapó. A bordo, los piratas encontraron diez mil piezas de a ocho y diez toneles de vino y coñac, con lo cual pudieron celebrar la destrucción de Kidd.
La juerga de borrachos que se desarrolló a continuación debía tener, probablemente, un aspecto similar a la que presenció el traficante de esclavos William Snelgrave cuando se hallaba entre piratas en la costa de Guinea: «Izaron sobre cubierta una gran cantidad de medias pipas de vino tinto de Burdeos y brandy francés, las destaparon a golpes, y sumergieron en ellas botes y escudillas para beber de ellas. Y en su desenfreno se arrojaron unos a otros cubos llenos de ambas cosas. Tan pronto como hubieron vaciado lo que había en cubierta, subieron más. Y al anochecer bañaron las cubiertas con lo que quedaba en las barricas. En cuanto al licor embotellado de muchas clases, hicieron tales estragos con él que al cabo de pocos días no les quedaba una sola botella, pues no se tomaban la molestia de sacar el tapón, sino que “mellaban” las botellas (según decían ellos), es decir, que les cortaban el cuello de un golpe de sable, método por el cual solía romperse una de cada tres».
El capitán Kidd estaba inmovilizado en la isla de Sainte Marie, en Madagascar, con una tripulación raquítica y dos barcos saqueados; no podría salir de allí por lo menos hasta al cabo de cuatro meses, cuando en octubre los vientos variaran hacia el sur. Cualquier pirata que, merodeando, llegara a aquel refugio fuera de la ley podía capturarlo con facilidad.
Con todo, Kidd aún conservaba un tesoro en oro y mercancías embaladas, azúcar y hierro, cuyo valor ascendería quizá a veinticinco mil libras… si podía llevarlo a destino.

Capítulo 12
Un futuro imperio pende de un hilo

Los piratas… son considerados unánimemente ingleses.
Un funcionario de la compañía de las indias orientales

Cuando, en abril de 1698, llegaron a la costa septentrional de la India informes según los cuales el capitán Kidd, portador de un documento auténtico que ostentaba el Gran Sello del rey de Inglaterra, había capturado un buque comercial musulmán, se desencadenó un tremendo escándalo. Las facciones ultrajadas amenazaron con atacar los almacenes de la compañía, y funcionarios de alto rango se movilizaron para expulsar a los comerciantes ingleses de la India. El espectacular futuro de Inglaterra en la India —país que en la época victoriana sería el corazón de un Imperio británico en el cual nunca se ponía el sol— pendía de un hilo, ya que si la Compañía Inglesa fracasaba en la India, Inglaterra fracasaría en la India.
En su obra Esquema de la historia sencilla de la vida y la humanidad, H. G. Wells explica magistralmente la singular relación entre compañía y gobierno: «Aquellos éxitos [en la India] no los lograron directamente las fuerzas del rey de Inglaterra, sino que los obtuvo la Compañía Comercial de las Indias Orientales, que en sus orígenes, en tiempos de su constitución bajo la reina Isabel, no había sido más que una asociación de aventureros marítimos. Paso a paso, se habían visto obligados a reclutar tropas y armar sus barcos, y, ahora, aquella compañía comercial, con su tradición de ganancias, se encontraba tratando no solo en especias, tintes, té y piedras preciosas, sino también con rentas y territorios de príncipes y con los destinos de la India. Había llegado para comprar y vender, y acabó llevando a cabo una formidable actividad de piratería; no había nadie que hiciera frente a sus acciones. ¿Es de extrañar que sus capitanes, comandantes y funcionarios, mejor dicho, incluso sus empleados y soldados rasos regresaran a Inglaterra cargados de botín? Unos hombres en aquellas circunstancias, con un país extenso y rico a su merced, no estaban en posición de determinar lo que podían o no podían hacer. Les resultaba una tierra extraña, con una luz solar extraña; su gente de piel morena era una raza diferente, fuera del alcance de su compasión; sus templos y edificios parecían confirmar pautas de conducta fantásticas».
Wells añade, para concluir: «El Parlamento inglés se encontró rigiendo una compañía comercial londinense que, a su vez, dominaba un imperio mucho mayor y más poblado que todos los dominios de la corona británica».
Aquello fue lo que sucedió más adelante; a las alturas de 1698, la realidad cotidiana de los ingleses en la India era que un simple puñado de empleados de la compañía, menos de cincuenta hombres diseminados entre media docena de puestos avanzados —un vínculo comercial verdaderamente tenue—, tenían que atender la flota de barcos de la compañía: en Bombay, había veinte ingleses, con sir John Gayer como «caballero-general» y gobernador; en Surat, quince, con el agente en jefe (presidente) Samuel Annesley; en Carawar, cuatro bajo el mando de Thomas Pattle; en Calicut, cinco a las órdenes de Thomas Penning; en Tellicherry, dos, y seis en Anjenga.
Además, todos y cada uno de aquellos hombres tenían sirvientes hindúes, en algunos casos hasta una docena de ellos, y se hallaban rodeados de culturas y religiones que les causaban perplejidad: «Hay otra clase [de hindú] llamada Yogui —escribía el capitán Alexander Hamilton después de visitar Surat—: Condenan las Riquezas mundanas, y van desnudos, con la excepción de un poco de tela sobre el Bajo Vientre, y algunos se niegan a sí mismos incluso eso, deleitándose en la Indecencia y en una Obscenidad sagrada, con gran Exhibición de Santidad. No se cortan ni se peinan el Pelo, y se embadurnan el Cuerpo y el Rostro con Cenizas, lo cual hace que se parezcan más a Diablos que a Hombres. He visto a un Tunante santificado de 7 pies de altura, y los Miembros bien proporcionados, con un gran Turbante hecho de su propio Pelo, enroscado alrededor de la Cabeza, y el cuerpo embadurnado de Cenizas y Agua, sentarse completamente desnudo a la Sombra de un Árbol, con un Pudendo como un Asno [es decir, un pene como el de un burro] y un Agujero perforado a través del Prepucio, con una gran Anilla de Oro sujeta al Agujero. Aquel tipo era muy venerado por Muchas jóvenes casadas, quienes, prosternándose ante el Príapo viviente y tomándolo con devoción en las Manos, lo besaban mientras su lascivo Propietario acariciaba sus estúpidas Cabezas, murmurando algunas Oraciones obscenas para hacerlas Prolíficas».
El doctor John Fryer, de la Compañía de las Indias Orientales, no alcanzaba a comprender en absoluto las creencias hindúes en la reencarnación y la santidad de toda forma de vida animal: «[A pesar de que] Chinches, Pulgas y Mosquitos los atormentan a cada Minuto, no se atreven a rascar donde pica, por miedo a desalojar a algún Pariente de su indecente morada».
Aquellos intrusos europeos vivían en recintos armados y contrataban intermediarios hindúes para tratar con los señores musulmanes locales, quienes, a su vez, rendían grados variables de pleitesía al lejano gran mogol. Aurangzeb, apodado con acierto la Serpiente Blanca, trataba por todos los medios de mantener el control sobre su extenso y desordenado imperio, que se contaba entre los mayores del mundo.
Si bien Bombay era nominalmente el cuartel general de la Compañía de las Indias Orientales, Surat, que se hallaba más al norte, servía como punto clave para los tratos con el gran mogol. Surat era una próspera ciudad portuaria situada a una veintena de kilómetros de la costa, aguas arriba del profundo río Tapti, provista de una gruesa muralla de más de siete metros de altura y coronada por torres artilladas que protegía el atestado centro de la ciudad, de unos diez kilómetros cuadrados de extensión. «Tres o cuatro familias [se hacinan] juntas en una Casucha —observaba el doctor Fryer— con Cabras, Vacas y Terneros, todos Compañeros de Habitación, de modo que están casi emponzoñados de Plagas e Inmundicia; pero seguramente se deleitan en ello, pues se [despiertan y se] remojan con Aguas [orina] de Vaca, como uno contempla que hace un buen Cristiano con Agua Bendita o como un Moro se empapa la Barba de Agua de Rosas».
En contraste con las masas, los escasos ingleses que trabajaban para la compañía en Surat vivían con gran pompa y lujo. Cuando el presidente, Samuel Annesley, se aventuraba fuera del recinto fortificado, lo transportaban en una litera adornada con brocados de oro y cubierta de almohadones, y llevaba un séquito de cuarenta «moros», encabezados por uno que portaba una bandera de San Jorge de seda. Quizá las calles llenas de baches le habrían crispado los nervios, pero su palanquín, sostenido por seis hombres, se deslizaba suavemente mientras las trompetas anunciaban su llegada y la música de flautas hacía más llevadero el paseo. «Cuando toman el Aire, suelen frecuentar las Arboledas más frescas y los placenteros Jardines adyacentes a la Ciudad, refrescados por el Río Tappy o por agua transportada a sus Cisternas o Estanques —escribía un testigo presencial, que añadía—: Y allí las Mozas Danzarinas, o Quenchenies, lo entretienen a uno, si le apetece».
Aquella agradable vida de ganancias y placeres se vio repentinamente amenazada en abril por las noticias de la captura del Mercante Quedah por el capitán Kidd. El buque transportaba mercancías valoradas en unas cuatrocientas mil rupias y, para empeorar las cosas, corrió el rumor de que casi la mitad del cargamento pertenecía a Muklis Jan, un noble de la corte del gran mogol.
El reducido y selecto grupo de los ingleses de Surat —una manchita blanca en un mar moreno— se vio súbitamente asediado. Permanecían la mayoría del tiempo en el interior del recinto urbano de altas murallas, esperando a ver de qué modo se desencadenaría la tempestad. Percibían que, cerca de ellos, el ritmo de la ciudad cambiaba, mientras los sirvientes hablaban entre ellos con excitación y en una jerigonza que les resultaba incomprensible.
«No podemos expresar suficientemente el inaudito y bárbaro trato que hemos sufrido por parte de estos moros irrazonables y tiránicos, sin ningún motivo real, solo las meras afirmaciones de la chusma». Lo había escrito Sam Annesley en 1696, cuando el pirata Avery había capturado el Gunsway, y ahora volvía a suceder.
El gran mogol envió a los ingleses un goozburdarr (mensajero) con la petición de que la Compañía Inglesa de las Indias Orientales se aviniera a recuperar el botín que Kidd había robado del Mercante Quedah y luego lo entregara al gran mogol. Sam Annesley, el funcionario de mayor rango de la compañía en Surat, se negó a firmar.
Los meticulosos representantes de la Compañía de las Indias Orientales eran muy conscientes de que ellos no habían otorgado ninguna patente al capitán Kidd, y estaban escandalizados de que sus acciones pudieran perjudicarlos o incluso destruirlos.
A sus cuarenta y un años, Annesley, que había pasado literalmente media vida al servicio de la compañía, se enfrentaba una vez más a la perspectiva de cambiar su palanquín por un camastro carcelario de paja y los pantalones de seda por grilletes.
El lugarteniente general de la Compañía de las Indias Orientales, sir John Gayer —instalado cómodamente y a salvo en la inexpugnable fortaleza insular de Bombay—, transmitía sus órdenes a Annesley, que se hallaba en primera línea negociando con el codicioso gobernador mogol de Surat, Ahmanat Jan.
A través de intermediarios, el gobernador de Surat exigió cincuenta mil rupias para neutralizar las órdenes del gran mogol. A Annesley le preocupaba que, si la compañía pagaba al gobernador por aquel acto de piratería, luego tendría que desembolsar sobornos cada vez que cualquier malhechor atacara un barco, de modo que respondió con evasivas, dando largas al gobernador durante una semana y sin llegar a ningún acuerdo.
El gobernador se enfureció y envió a buscar a Annesley para que compareciera ente él en el castillo. Le dijo que se había esforzado mucho para proteger a los ingleses de Muklis Jan, uno de los nobles más poderosos de la corte, que dirigía a los vaucaunnuvees (la red de informadores que actuaba en todo el país); añadió que, si los ingleses no lo compensaban, los abandonaría a su inquietante destino: «Sois extranjeros a varios miles de millas de la protección de vuestro Príncipe y vuestro País —dijo en tono ominoso— y por lo tanto deberíais estar pendientes de mi gran solicitud y hospitalidad».
Annesley mandó a Venwallidas (su representante local) para que explicara al gobernador que la Compañía de las Indias Orientales no se dedicaba a la piratería, que… El gobernador interrumpió al hombre y preguntó simplemente: «¿Cuánto me daréis?». Cuando el representante empezó otra prolija respuesta, el gobernador ordenó que los echaran a todos del castillo.
Desde Bombay, sir John Gayer no quería que Annesley hiciera ninguna promesa de restitución: «Sed tan frugal como sea posible», le advertía. Annesley consignó un pago de 111 rupias y media (catorce libras) a los serviles criados del gobernador para que trataran de inducir a su amo a la «moderación».
En aquel momento, Annesley recibió noticias de que estaba a punto de llegar a Surat un indignado grupo de comerciantes armenios acompañados de un alto funcionario policial de la corte del gran mogol. Según le dijeron, los armenios esperaban recibir un cuantioso pago de los ingleses, o de lo contrario exigirían que se arrestara de inmediato a todos los empleados de la Compañía de las Indias Orientales por piratería. La comitiva se detuvo justo fuera de la ciudad a última hora de la tarde, con lo cual proporcionó a Annesley un breve espacio de tiempo para regatear con el gobernador.
Contrató un nuevo negociador, que le dijo, en tono alentador, que aquel gobernador podía hacer que «lo que es falso parezca verdad y lo que es verdad parezca falso», a cambio de un precio. El negociador embaucó al gobernador para que rebajara la cifra hasta veinte mil rupias (dos mil quinientas libras); ambas partes se pusieron de acuerdo.
A la mañana siguiente, llegaron el enviado del gran mogol y la comitiva armenia; el gobernador los tuvo casi dos días esperando, y, después de escuchar pacientemente sus quejas, no hizo nada por ayudarlos. Mediante un soborno a un sirviente doméstico, Annesley consiguió una copia del informe en el cual el gobernador explicaba el caso al gran mogol y culpaba de la captura del Mercante Quedah a… Dinamarca.
Los ingleses, aunque aliviados, quedaron un poco disgustados: «Más nos hubiera valido que echara la culpa a todos los hombres con sombrero [europeos] en general que a los Daneses, pues entonces los Franceses y los Holandeses también habrían tenido que ocuparse de extirparlos… y asumir una parte igual [de los gastos]».
Los airados armenios seguían en Surat acosando a los ingleses cuando, a mediados de julio, llegó otro mensajero del gran mogol, en este caso para ocuparse de la reclamación de Muklis Jan, señor de los espías. Una vez más, el gobernador de Surat exigió cincuenta mil rupias (6.250 libras) para salvar a los ingleses de aquel ultimo aprieto derivado de la captura realizada por Kidd. Annesley empezó a enviar notas llenas de preocupación a Bombay, esperando instrucciones de sir John Gayer acerca de si podía pagar otro cuantioso soborno. Sir John respondía invariablemente: ¡No!
Todo el mundo se impacientaba. El gran mogol envió a su propio mensajero una nota en que amenazaba con detenerlo si en diez días no regresaba llevando consigo doscientas mil rupias o, en su defecto, a los ingleses como prisioneros. El gobernador de Surat —que necesitaba tiempo para regatear— logró ampliar el plazo, y finalmente Annesley obtuvo permiso para ofrecer un soborno mucho menor, que el gobernador aceptó: «Llegamos a la conclusión de evitar males mayores & aceptar el menor de dar un pishcash al Gobernador», escribía Annesley.
Annesley, satisfecho del resultado, también escribió a sir John Gayer: «El molesto asunto del Mercante Quedah, gracias a Dios, tenemos esperanzas de que acabará bien a no ser que los piratas cometan alguna nueva fechoría».
La India volvía a ser segura para los comerciantes ingleses. Para lo que era habitual en la época, el asunto de Kidd había quedado saldado con relativa facilidad: la compañía había pagado sobornos que ascendían a un total aproximado de cinco mil libras, pero no había consentido en hacer ninguna promesa exagerada de futuras indemnizaciones ni de tareas de escolta de gran envergadura, y no se había encarcelado a ningún inglés. Por primera vez después de meses, Annesley se arriesgó a dar una vuelta en palanquín hasta los jardines llenos de frescor, y se dedicó a pasear ociosamente cerca del río.
Cinco día después, llegaron a Surat noticias de que unos piratas europeos habían capturado un enorme barco de peregrinos musulmanes; los capitanes de aquellos piratas, según sabría pronto Annesley, no eran otros que Derrick Shivers y… Robert Culliford. Aquel nuevo problema iba a dejar pequeño el asunto Kidd.
Culliford había zarpado del puerto de Sainte Marie en el Mocha Frigate/Resolution, con noventa y seis de los hombres del capitán Kidd. Después de la borrachera en aguas de Johanna, Culliford había navegado hacia el norte, con la esperanza de alcanzar la flota de peregrinos musulmanes mientras volvía de Yidda a Surat. Puso proa a las tierras altas de Saint John y se situó frente a la costa cercana a Damán, donde esperó el regreso de la flota. Como llegó a fines de agosto, en lugar de encontrar los buques musulmanes cargados de tesoros tropezó con otros dos piratas que estaban al acecho: el capitán Derrick Shivers, un pirata medio irlandés y medio holandés que procedía de Nueva York e iba a bordo del Soldados —con varias vías de agua—, y el capitán Wheeler, en el Pelican. Los tres barcos decidieron convertirse en consortes y merodear por la misma zona; se aplicaría la regla convencional de los piratas en cuanto a los botines: cualquiera de los tres que estuviera presente y al alcance de tiro en el momento de una captura tendría su parte de botín.
Durante la mayor parte de septiembre, se dedicaron a navegar, a reunirse, a separarse, a volverse a encontrar, a beber, a repostar agua, a navegar de nuevo y a separarse una vez más.
Aquel año, el capitán Thomas South, al mando del Chamber Frigate —de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales— y en compañía de un buque holandés y otro francés, se encargaba de proporcionar escolta a la flota de veintiséis bajeles musulmanes que regresaba de Arabia. Posteriormente, el capitán South informaría de que, el 12 de septiembre de 1698, un barco completamente nuevo de seiscientas toneladas, el Gran Mohammed —propiedad de los turcos de Yidda—, se había separado del lento y desordenado convoy, presumiblemente para adelantarse en busca de agua para sus setecientos pasajeros.
Casi dos semanas después, el capitán del Gran Mohammed divisó dos velas en la distancia. A través del catalejo, observó que una de las dos naves enarbolaba la bandera francesa y la otra la inglesa, y, un poco más lejos, advirtió un punto que quizá fuera la enseña holandesa. El capitán, que aún andaba escaso de agua, supuso que se trataba de la escolta que iba en su busca para reintegrarlo a la flota, y viró en aquella dirección.
Culliford y Shivers largaron todo el trapo para ir al encuentro del confundido capitán turco. En cierto momento, dándose cuenta de su error, la víctima trató de escapar, pero los piratas la alcanzaron y abrieron fuego; los barcos intercambiaron disparos de artillería, y Shivers, que ya había jurado que a la primera oportunidad cambiaría su buque por otro, se arriesgó a ser barrido por el fuego de los cañones turcos con el fin de avanzar por el través de la proa del otro y abordarlo. Culliford cortó cualquier vía de escapatoria.
Los hombres del Soldados lanzaron los garfios, y la mayor parte de los ochenta piratas saltaron descalzos y en tropel sobre la cubierta del Gran Mohammed profiriendo blasfemias y blandiendo sables y pistolas. Debido a la pólvora húmeda y a lo complicado que era volver a cargar las armas en una cubierta oscilante y en medio de un combate cuerpo a cuerpo, la mayoría de ellos dispararon una sola vez, y luego usaron la culata de la pistola para golpear cabezas.
A diferencia de tantas tripulaciones musulmanas atacadas por piratas europeos, los turcos decidieron presentar batalla; así, por ejemplo, John Brent, de veintitrés años y procedente de Livingston, Inglaterra, resultó herido en una pierna al abordar el barco. La lucha cuerpo a cuerpo fue breve pero encarnizada; el campo de batalla estaba tan atestado que un solo pirata enloquecido podía causar estragos.
Posteriormente, los turcos aseguraron haber dado muerte a veinte asaltantes antes de resultar arrollados y rendirse. Los piratas tenían un incentivo añadido para actuar con rapidez: el lento Pelican se estaba acercando para tomar parte en la captura; fue realizando un disparo tras otro, pero ninguna de aquellas balas cayó cerca del escenario de la batalla. Luego, Culliford y Shivers decidieron denegarle al Pelican cualquier participación en el tesoro.
Y era un tesoro inmenso: cuarenta mil monedas de oro árabe, mil onzas de oro en polvo, cuatro mil onzas de plata y mucho más en monedas de varios países. En conjunto, los comerciantes estimaron el valor del tesoro perdido en 1.850.000 rupias (231.000 libras), el doble del capitán Avery y cuatro veces más que el de Kidd. La del Gran Mohammed fue la mayor captura de la historia de la piratería en las Indias Orientales.
Los piratas torturaron a los pasajeros para averiguar dónde se ocultaba hasta el último objeto de valor: suspendieron en el aire al tindall (el capataz de los lascars) y, ebrios, se entretuvieron practicando el tiro al blanco, haciendo que las balas pasaran casi rozándole la cabeza y las ingles; se enteraron de lo que querían, y entonces mataron al hombre por haberlos hecho esperar tanto. Dejaron a ciento cincuenta hombres a la deriva en una embarcación sin remos ni velas. Corriendo de un extremo al otro del barco, revolvieron todos los rincones, y, para celebrar la victoria, violaron a docenas de mujeres. Como a bordo de aquel buque atestado no había intimidad posible, los piratas borrachos poseyeron a las mujeres a plena luz del día, tumbando a algunas sobre la borda y atando a otras a la parte baja de las jarcias. Les rasgaron los vestidos y les dejaron al descubierto los pechos, las nalgas y los muslos; rufianes de aliento fétido mordisqueaban cuellos virginales, mientras padres y esposos permanecían impotentes bajo cubierta, oyendo los gritos. Los piratas «violaron a sesenta mujeres de la manera más bárbara y bestial», según un testigo. Para evitar la humillación, cuatro mujeres de ilustre linaje saltaron al mar, y otra más se apuñaló.
Las noticias de aquella captura llegaron a Surat el 4 de octubre, justo cuando Annesley se regocijaba de haber eludido las calamidades debidas a la captura del Mercante Quedah por el capitán Kidd.
El hecho de que el Gran Mohammed fuera un barco de peregrinos y no una simple nave mercante desencadenó una furia religiosa que vino a añadirse al habitual escándalo comercial. Las informaciones sobre la violación de sesenta esposas e hijas de musulmanes, muchas de las cuales eran familiares de hombres de Surat, hicieron que la indignación alcanzara nuevas cotas.
El puerto de Surat quedó inmediatamente cerrado para los buques ingleses: ninguno de ellos podía entrar ni salir de él. Ningún inglés podía abandonar el recinto de la factoría ni acceder al mismo. Muchos de los pasajeros y comerciantes turcos que iban a bordo del Gran Mohammed acudieron a toda prisa a Surat para ejercer presión en favor de sus reclamaciones. Los espías ingleses informaron de que las víctimas habían recibido dinero y ropa de sus correligionarios, pero que, a las puertas de Surat, se habían despojado de aquellas dádivas para entrar en la ciudad con harapos ensangrentados, «como faquires [hombres santos musulmanes]».
Mientras la situación volvía a complicarse gravemente para los ingleses, Sam Annesley iba dejando constancia de los acontecimientos en una especie de diario desesperado. Después de arduas negociaciones, accedió a pagar al gobernador de Surat un soborno de treinta mil rupias para que los protegiera de las primeras y furiosas embestidas causadas por el incidente protagonizado por Culliford.
Aquel domingo, los turcos y los árabes pidieron permiso al gobernador para asaltar el recinto fortificado inglés, apoderarse de todo lo que hubiera en él y vengarse por su cuenta matando a cuantos estuvieran en el interior. El gobernador de Surat se negó a ello.
Con toda prontitud, los ingleses entregaron quince mil rupias al gobernador Ahmanat Khan, quien se enfureció al recibir solo la mitad de la cantidad acordada y declaró que deberían poner toda la suma a sus pies y rogarle que la aceptara.
«Finalmente, nos vimos obligados a entregar [las quince mil rupias restantes] —escribía Annesley—, como un Viajero sometido entrega la bolsa a un Salteador… Nos figuramos que vendrá con nuevas exigencias para acreditar ante la Corte [del mogol] nuestra inocencia en cuanto a las quejas de los Turcos, y lo mismo hará cuando se capture el siguiente barco, de modo que los piratas serán para él una fuente anual de ingresos. La bestialidad de estos Moros es tan incomparable como para poner en duda si son Criaturas humanas, si no fuera porque su forma y su habla los muestran como tales… La acción bárbara y malvada [de los piratas] exasperará de nuevo la ciudad contra nosotros, especialmente las quejas de las mujeres [de quienes] sin duda se ha abusado, y pondrá el asunto diez veces peor de lo que era». Sam Annesley, que no dejaba de ser un hombre de negocios, sabía que las violaciones incrementarían los gastos de la compañía.
Entonces, Annesley recibió varias cartas enviadas desde Bombay por sir John Gayer, el cual le ordenaba en tono inflexible que no pagara más sobornos y no accediera a ninguna otra cosa que no fuera el servicio de escolta. Annesley temió lo peor: a pesar de que había resistido los ataques de los pasajeros del Gran Mohammed que habían ido en persona a Surat para presionar en favor de sus reclamaciones, todavía estaba por ver lo que haría el gran mogol, la Serpiente Blanca, en relación con la captura realizada por Culliford.
Después de un mes lleno de tensión durante el cual varios empleados ingleses sufrieron agresiones y robos, las órdenes del gran mogol llegaron finalmente a Surat el 4 de enero de 1699. El decreto era severo: los tres países europeos debían ser considerados responsables del apresamiento del Gran Mohammed por parte de los piratas, y tenían que pagar las pérdidas producidas hasta el momento, convenir en reembolsar las que los piratas infligieran en el futuro y acceder a prestar servicio de escolta; de lo contrario, deberían abandonar de inmediato la India.
«Se hizo público en la Ciudad que ningún… súbdito de este [el gran mogol] debía tener comunicación alguna con nosotros, ni traernos provisiones, debido a lo cual nos abandonaron inmediatamente todos nuestros Sirvientes, Cocineros, Lavanderos, Barberos». El gobernador envió doscientos cincuenta hombres a caballo para que rodearan el recinto holandés y, en un gesto que no auguraba nada bueno para ningún europeo, contrató cuatrocientos soldados más.
Después de enterarse de que los holandeses y los franceses habían satisfecho secretamente generosos sobornos, Annesley pidió a sir John Gayer que le permitiera pagar, pero el responsable de la compañía en Bombay se negó. Annesley, un veterano de larga experiencia, advirtió a la compañía que tendría que soportar la vergüenza, las pérdidas financieras y una estéril pérdida de tiempo para acabar pagando a pesar de todo: «De un momento a otro esperamos la severidad del gobernador», escribía.
El gobernador encerró a los tres intermediarios hindúes de la Compañía Inglesa en una celda, sin comida ni agua, de donde solo los sacaba a rastras para izarlos en el aire y golpearlos, sin permitirles «levantarse para las necesidades de la naturaleza».
Al día siguiente, el gobernador de Surat envió al recinto inglés varios oficiales que, acompañados de quinientos hombres, exigieron que Annesley firmara un documento de aceptación de las peticiones del mogol: «Respondimos a través de las puertas que no podíamos hacerlo. Vuestra Exc. era el Jefe y le escribiríamos…».
A las siete de aquella tarde, uno de los intermediarios locales entregó a Annesley un mensaje en el que el gobernador anunciaba que haría golpear con cañas de bambú en la plaza pública a todos los intermediarios de la Compañía Inglesa de modo que nunca pudieran volver a caminar, que luego sus soldados irrumpirían en el recinto para arrastrar fuera de él a los ingleses y que no pararía de torturarlos hasta que Annesley firmara el documento; según decía, todo el mundo —franceses, holandeses, hindúes, musulmanes, turcos y armenios— juraba que los empleados de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales «son los piratas».
Annesley resistió hasta medianoche en nombre de la compañía, pero finalmente llegó a la conclusión de que no podía dar más largas y juró que por la mañana firmaría el documento.
Los holandeses firmaron aquella misma noche y aceptaron hacerse responsables de las pérdidas debidas a los piratas a lo largo de la ruta de peregrinaje marítimo hacia Arabia, pero los franceses persistieron en su negativa: «Al superior Francés lo arrastraron a la calle principal y lo golpearon durante tres horas. [El gobernador] hizo venir a un barbero, le hizo afeitar la barba y le perforó la oreja y lo dejó medio muerto. Los franceses se comprometieron por escrito a proteger los buques de Persia y Ruspora».
El gobernador necesitaba aquellos documentos firmados que garantizaban la protección europea de las principales rutas de navegación para salvarse de la ira del gran mogol por el descuido con que había manejado anteriormente el asunto de Kidd.
El 28 de enero de 1699, Sam Annesley firmó el documento, accediendo a hacerse responsable de todas y cada una de las pérdidas que se produjeran en los «Mares del Sur» (es decir, en el océano Índico y hasta Sumatra): «Nuestra conformidad era necesaria», escribió a sir John, que seguía en Bombay.
El 2 de febrero, sir John envió a Annesley una nota de respuesta por medio de la cual lo destituía con efectos inmediatos y reemplazaba a aquel veterano con veinte años de experiencia por su ayudante. Durante las semanas que siguieron, sir John Gayer se esforzó por anular la firma de Annesley, pero no lo consiguió. Con todo, y gracias al acuerdo, el comercio continuó, y a lo largo de los meses siguientes los informes de Surat a Bombay empezaron a llenarse de asuntos más comunes, como el elevado precio del café y las posibilidades de comercialización de la mirra.
Sin embargo, también comenzaron a incluir noticias de un nuevo quebradero de cabeza: a las Indias iban llegando barcos de una compañía inglesa rival. El 5 de marzo de 1698, el Parlamento había puesto fin al monopolio de la Compañía de las Indias Orientales y había otorgado una carta de privilegio a una Nueva Compañía de las Indias Orientales, que contaba con el respaldo de un grupo rival de ingleses acaudalados cuyo objetivo era acabar reemplazando a la empresa centenaria.
La vieja compañía había perdido por diez votos y de un modo estrambótico, cuando muchos miembros del Parlamento que le eran leales se habían saltado la sesión para ver el nuevo espectáculo en el cual se atormentaba a un tigre en los «Jardines del Oso».
Sin embargo, la vieja compañía no tenía ninguna intención de ceder y aceptar la nueva situación sin rechistar. Ello significaba, por lo tanto, que a partir de aquel momento habría dos empresas comerciales inglesas luchando entre sí, además de hacerlo contra todas las demás, para lograr establecerse firmemente en la India. Era un combate de la codicia contra la codicia, librado por algunos ingleses muy ricos y muy tercos que no estaban dispuestos a compartir sus beneficios y entre los cuales se contaban algunos de los caballos blancos de Kidd.
A pesar de que estaba harto de todos aquellos europeos pendencieros, el gran mogol decidió seguir permitiendo que Inglaterra, Francia y Holanda comerciaran en su imperio; por encima de todo, no quería quedarse sin los cuantiosos aranceles aduaneros del cinco por ciento. Sin embargo, la Serpiente Blanca no era ingenua, y cada vez se hacía más consciente de que los tres países europeos nunca llegarían a compensarle todas las pérdidas debidas a los piratas procedentes de aquel continente, lo cual le causaba amargura e irritación.
Para lograr un trato benévolo y obtener ventajas sobre sus rivales, la Vieja Compañía Inglesa de las Indias Orientales quería mostrarle al gran mogol que era capaz de ser brutal con los piratas: necesitaba ahorcar y poner en la picota a unos cuantos de ellos. Para su desgracia, la legislación inglesa de la época disponía que se embarcara a todos los acusados de vuelta hacia Inglaterra; por lo tanto, lo mejor que podía hacer la compañía era colgar a algunos piratas y apresurarse a comunicar su muerte al gran mogol.
En casi ninguno de los distintos informes enviados al mogol se hace mención específica de Culliford ni de Shivers. Uno de los pocos piratas europeos o norteamericanos que el gran mogol conocía por su nombre era… el capitán Kidd. Qué monosílabo tan fácil de pronunciar: Kidd. Qué blanco tan atractivo para la vengativa Compañía de las Indias Orientales.

Capítulo 13
Plantado… con el tesoro

El 16 de junio de 1698, al día siguiente de que Culliford hubiera zarpado rumbo al norte, el capitán Kidd se encontró plantado en el paraíso pirata de la isla de Sainte Marie. Después de estar cuatro días atrincherado en su camarote con cuarenta armas ligeras cargadas y cebadas, había salvado contra todo pronóstico el tesoro de diez mil libras en oro en polvo y barras, piezas de a ocho y piedras preciosas. Cuando los ruidos del saqueo se extinguieron por fin, salió a cubierta.
Kidd descubrió que, como latrocinio de despedida, Culliford se había llevado consigo a los marineros de cubierta lascars, la brigada de trabajadores forzados que había estado bombeando agua del Adventure Galley. Mientras Kidd permanecía en cubierta del buque que había ayudado a diseñar y había visto botar en los astilleros de Deptford, era consciente de que el hundimiento del Adventure Galley era cuestión de horas.
A Kidd le quedaban once hombres y cuatro grumetes; dos de los primeros, su cuñado Samuel Bradley y el marinero Jan Cornelious, estaban muy enfermos, y varios más pasaban de los cuarenta años, una edad que para un marinero equivalía a la de jubilación. Era una carrera contra el agua que iba llenando las entrañas del Adventure Galley.
Kidd reunió a todos los malgaches que pudo intimidar o sobornar para que le prestaran servicio, y trató de descargar todo lo posible para hacer más manejable el barco. Como no disponía de muchos efectivos para accionar el cabrestante, ordenó a sus hombres que cortaran las anclas y las marcaran con boyas para recuperarlas posteriormente. De vez en cuando, los que bombeaban en la bodega se encargarían de vocear la altura que había alcanzado el agua que entraba.
Mientras la frenética tarea continuaba, Kidd observaba la desolación reinante a bordo del Mercante Quedah, el barco que ahora iba a necesitar: Culliford y los piratas lo habían despojado de velas, anclas, pólvora y jarcias, y de cualquier otra cosa que les hubiera llamado la atención; se habían llevado por lo menos cuatro cañones, un artículo voluminoso para robarlo de cualquier sitio.
Horas más tarde, Kidd ordenó que se largaran las velas del Adventure Galley de modo que la brisa llevara el buque hasta la orilla del puerto protegido de Sainte Marie. Mientras el Adventure Galley se deslizaba en dirección a la costa y hacia la playa, Kidd tenía hombres dispuestos con vergas o ramas de árbol; cuando el barco varó, apuntalaron los costados sobre los que amenazaba con volcar.
Ahora, Kidd y su raquítica tripulación tendrían ocasión de recuperar el aliento. Culliford y los piratas habían zarpado rumbo al norte a mediados de junio, y Kidd sabía que hasta octubre no cambiarían los vientos estacionales que le permitirían poner proa al sudoeste para doblar el cabo de Buena Esperanza.
Por lo tanto, el capitán Kidd era una presa fácil, con un tesoro que tenía que entregar a su regreso y una endeble tripulación que incluía dos hombres muy enfermos, cuatro muy jóvenes y por lo menos otros cuatro relativamente mayores. Si era capaz de llevar el buque a Nueva York y presentar los salvoconductos franceses, quizá podría salvar la misión; en cualquier caso, tendría ocasión de ver de nuevo, después de más de dos años de separación, a su joven esposa Sarah y a su hijita.
Ahora bien, el vehículo para el viaje de vuelta era aquel buque «moruno» desvalijado y de cuatrocientas toneladas, que, con sus florituras labradas y su diseño musulmanes, resultaba enormemente exótico, un llamativo foco de atención en medio del Atlántico. Muchos hombres, quizá la mayoría, habrían tomado las diez mil libras en oro —para salvar las cuales había arriesgado Kidd su vida—, se habrían procurado un tranquilo viaje de vuelta en otro barco y se habrían excusado con la historia del motín. ¿Quién iba a atreverse a navegar un tercio del mundo en aquello? Sin embargo, Kidd sabía que, al otro lado del cabo de Buena Esperanza, aquellos más de trescientos fardos de mercancías de las Indias Orientales que le quedaban valían diez veces más (allí en Sainte Marie, un «perista» duro de pelar como Edward Welch pagaba una miseria —unos pocos litros de ron— por cada fardo, pues no había nadie más que ofreciera nada). Si Kidd podía entregar la mercancía en Londres o Nueva York, podía aspirar a obtener fácilmente setenta y cinco libras por fardo, lo cual generaría por lo menos otras quince mil libras, además del valor del barco, el resto de fruslerías, el azúcar, el hierro y los cañones. Tal vez podría reunir treinta y cinco mil libras para los inversionistas, quienes, de ese modo, cuadruplicarían, por lo menos, su dinero. No estaba nada mal. Además, ya no había una tripulación numerosa con quien hubiera que dividir las ganancias: se habían amotinado.
El capitán Kidd, que nunca le temió al trabajo duro ni a una navegación llena de desafíos, decidió llevar el Mercante Quedah, con sus cuatrocientas toneladas, de vuelta al Atlántico. Por el camino, y dado que sufría una grave escasez de hombres, tendría que evitar a las armadas reales de Inglaterra, Francia, Holanda y Portugal, así como a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y a los piratas.
Para los preparativos de la travesía, la reducida tripulación de Kidd tuvo que trabajar con dos buques. Primero recogieron de todos los rincones del varado Adventure Galley absolutamente cualquier cosa que tuviera valor. Desmantelaron los mástiles, las vergas, todas las jarcias, y transportaron los cofres del tesoro a un lugar seguro; la tarea más dura, con mucha diferencia, fue la descarga de los treinta cañones, algunos de los cuales pesaban más de novecientos kilos.
Reuniendo los jirones de todas las velas que habían quedado, los marineros de mayor edad se sentaron a coserlos para unir los suficientes y confeccionar dos juegos de velas para el gigantesco Mercante Quedah. Cuando aquellos retazos empezaron a escasear, improvisaron velas con tres capas de material procedente de los fardos de calicós listados; algunas de las velas de Kidd eran colchas exóticas.
En cierto momento, Kidd resolvió que la única manera de completar el trabajo era quemar el Adventure Galley para extraer los últimos fragmentos de metal que quedaran a bordo: en la isla de Sainte Marie, incluso un gozne tenía valor, y Kidd era un hombre austero: no había que desperdiciar nada, sin que importara el trabajo que exigiera salvarlo.
El gallardo bajel corsario de Kidd había quedado reducido a brasas. Entonces, el capitán se concentró en el Quedah: sabía que había que carenarlo, y, ya sin piratas a la vista, los hombres que quedaban lo llevaron a Cayo Carena, donde descargaron de la nave todo lo que se podía transportar, rasparon el casco y volvieron a embrear las costuras; tuvieron que tumbarla de uno y otro costado y luego volver a cargarla con los trescientos fardos, las provisiones, las barricas de agua, el tesoro, diez toneladas de chatarra para el lastre, mil doscientos sacos de azúcar y treinta cañones del Adventure para reforzar los veinte que ya estaban instalados en el Mercante Quedah.
Era un trabajo agotador para aquella tripulación mínima; Kidd necesitaba con urgencia más hombres, y Sainte Marie no atraía precisamente montones de barcos. Sin embargo, Kidd pudo hacerse con un puñado de hombres que habían decidido abandonar la piratería y no navegar con Culliford. Tiempo atrás, cuando los tripulantes del Mocha Frigate —en aquel entonces un barco de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales— se habían amotinado y se habían convertido en piratas, habían obligado a unirse a ellos a varios hombres cualificados; a la mayoría de ellos les gustó la piratería, pero a otros no. John Hales, de cuarenta años y asistente del artillero del Mocha, optó por abandonar a aquellos «hombres de fortuna desesperada» y unirse a Kidd, como hizo también el segundo de a bordo Dudley Raynor. De modo sorprendente, James Gilliam, aquel delincuente habitual que ya pasaba de los cuarenta, eligió a Kidd frente a Culliford y prefirió su hogar de Rhode Island a seguir causando estragos en el océano Índico, aunque es más probable que riñera con la tripulación y lo echaran a puntapiés del barco.
Kidd hacía trabajar duramente a los hombres, pero todos —con la excepción de Gilliam— estaban unidos por la honrada convicción de haberse negado a convertirse en piratas. Se les encallecieron las manos y el cuerpo se les volvió más flaco y bronceado; sin embargo, y como trabajar sin cesar en el paraíso resultaba excesivamente pesado, Kidd les dejaba libres los domingos: grandes cantidades de cebú para comer, ron para beber y mujeres nativas con quienes retozar. Además, a fines de verano la isla de Sainte Marie ofrecía un entretenimiento natural fascinante: el estrecho canal que separaba Sainte Marie de la isla principal de Madagascar era uno de los lugares que las ballenas preferían para dar a luz. Los hombres de Kidd acompañaban a los nativos cuando salían remando para observar a los monstruos marinos: contemplaban a las madres de quince metros nadando junto a los recién nacidos de casi cinco; en ocasiones, la madre se zambullía apuntando al cielo con su cola gigantesca, y luego el bebé trataba torpemente de imitar el movimiento. Algunos veranos, más de mil ballenas daban a luz en aquellas retiradas aguas.
Como era una época de depredaciones, los hombres de Kidd también participaban en la cacería: «Los isleños salen en canoas que llevan a remo hasta el lugar donde aparecen esos monstruos —escribía un testigo presencial de una cacería anterior en Sainte Marie, que añadía—: Cuando están lo bastante cerca, les lanzan arpones firmemente amarrados a cabos del árbol Maho [fibras procedentes de esa clase de mangle]… Una vez herido el pez, se inquieta y tira del Cable que le van dando [y arrastra] sus canoas, lo cual no asusta a quienes van en ellas… pues todos son excelentes nadadores».
Flanqueados por el exuberante verdor de Madagascar y la isla de Sainte Marie, los nativos y la tripulación de Kidd daban paseos fascinantes; las canoas atoadas saltaban y corrían sobre las olas mientras surcaban el angosto canal.
«Cuando la ballena queda agotada de luchar —escribía el testigo, Francis Cauche—, la arrastran a la orilla, la cortan en pedazos con Hachetas y se la comen».
También procuraban extraer por medio de calor todo el aceite de ballena que les fuera posible; el viaje de regreso del capitán Kidd contó con la iluminación del esperma procedente de algunos de aquellos monstruos varados en Madagascar.
A mediados de septiembre, Kidd y su tripulación habían logrado terminar los preparativos del viaje, y se dedicaron a salir al mar para probar su barco «moruno», mientras esperaban los vientos favorables.
Alguien divisó una vela que se acercaba al puerto. A bordo de su barco de cuatrocientas toneladas, Kidd solo tenía veinte hombres, además de un montón de tesoros y fardos. ¿Era un pirata?, ¿la Armada Real? Algún hombre subió a toda prisa a la batería que dominaba la bocana del puerto y cebó los cuatro cañones.
Según resultó, el buque no representaba una gran amenaza: era un pequeño mercante procedente de Londres, el Fidelia; el capitán se llamaba Tempest Rogers, y acudió a bordo del Mercante Quedah a visitar al capitán Kidd. Ambos hombres charlaron un rato, y luego Rogers envió a un grumete para decirle al contramaestre Edward Davies que viniera a traerle algunos clavos al capitán del Mercante Quedah. Davies llegó con los clavos y se quedó a tomar unos tragos de ron con Kidd; es posible que se conocieran del Caribe.
Edward Davies, de cuarenta y nueve años de edad y contramaestre del Fidelia, había sobrevivido a una larga carrera en el mar; en una ocasión, había escapado por poco de que lo ahorcaran por pirata pagando trescientas libras a la colonia de Virginia, que en 1692 empleó el dinero para contribuir a fundar el Colegio Universitario de William and Mary. Varias personas describieron a Davies como «extraordinariamente fornido», un hombre excepcional, extremadamente fuerte.
El trío charló durante un rato, y luego Tempest Rogers indicó que se disponía a volver al Fidelia; Edward Davies dijo que se iba con él, pero Rogers le respondió: «No te preocupes, haré que el bote vuelva a buscarte». Sin embargo, Tempest Rogers nunca envió la embarcación. Kidd debía estar encantado ante la oportunidad de pescar aquella ballena varada, un contramaestre que era un marino muy experimentado.
El robusto Edward Davies desembarcó en Sainte Marie, donde, aproximadamente una semana más tarde, el comerciante Edward Welch le transmitió un mensaje. Tempest Rogers, que no era estúpido, había comprado a Welch unos veinticinco fardos del cargamento del Mercante Quedah a precio de saldo; la mercancía se transportaría por tortuosas rutas hasta Boston, donde se procedería a venderla a los honrados comerciantes puritanos. El «Pequeño Rey» le contó a Davies que el capitán Rogers había dicho que, si el contramaestre quería regresar al barco, tenía que acudir a un lugar llamado la «Colina», donde los comerciantes blancos solían mantener una batería, y disparar una salva para alertar al Fidelia.
Así pues, al día siguiente, Edward Davies, cargado de pólvora, recorrió penosamente los más de seis kilómetros que mediaban hasta la Colina, desde donde realizó varios disparos. Aquel día Tempest no dio señales de vida, pero a la mañana siguiente el Fidelia apareció a un par de millas de la costa, como si se tratara de una burla; Davies, sudando bajo el calor, volvió a trepar esforzadamente a la Colina y efectuó otro disparo, pero Rogers no acercó el barco a la orilla. Cada día de los diecinueve que siguieron, Davies arrastró su cuerpo inmenso y fatigado hasta la cima de la Colina y disparó una salva, pero Tempest no regresó jamás. Edward Davies se enroló con Kidd para volver a Nueva York.
Aproximadamente dos semanas más tarde, a fines de septiembre, los vientos cambiaron por fin, y el capitán Kidd, con una tripulación que rondaba los veinte hombres, se hizo a la vela rumbo al sur. Kidd insistía en llamar Adventure Prize al remozado Mercante Quedah. En la etapa inicial, llegaron hasta Port Dolphin, situado casi mil kilómetros más al sur en la misma costa de Madagascar.
Un capitán holandés, Jan Coin, que hizo escala en aquel puerto un año después, informó que había oído que Kidd llegó «en un espléndido barco Árabe, cargado hasta los topes de fardos de mercancías, con el fin de reavituallarse y comprar esclavos, y siguió rumbo a las Indias Occidentales».
En aquellos momentos, el mercado local no se hallaba especialmente bien provisto de esclavos y nadie ponía a la venta a los más fuertes y capaces, de edades comprendidas entre quince y treinta años, pero Kidd se las arregló para comprar unos cuantos esclavos jóvenes, un puñado de muchachos y una chica; a uno de ellos decidió llamarlo Dundee, como su ciudad escocesa natal.
En Port Dolphin también escaseaban los comestibles a la venta, de modo que Kidd dobló el cabo en dirección a Tuléar, en la costa sudoccidental de Madagascar, donde compró ganado vivo: un pequeño rebaño de cebúes, con sus gibas y sus cuernos, que no cesaban de mugir. Además, en aquel enorme buque vacío había más espacio del habitual para organizar un corral de cerdos, pollos y patos. Consciente de la mortalidad de las bestias en el mar, llevó los animales a bordo cuando faltaba poco para la fecha de partida.
En Tuléar, Kidd encontró otro par de marineros de cubierta, dos ingleses, John Dear y John Fishelis, que aseguraron que se hallaban remando en una lancha en dirección a la orilla cuando los capturó un barco francés y que luego huyeron a Tuléar; Kidd no debió hacerles muchas preguntas. También recogió a un pasajero de pago, que dio el nombre de Robert Avery.
Mucho tiempo después, el capitán de un buque inglés, el Shift, relató que había visto a Kidd reparando su buque en Tuléar. El capitán afirmaba que Kidd iba en una poderosa nave con una tripulación de doscientos hombres: o bien se trataba de la típica exageración para caracterizar a Kidd como el rey de los piratas, o bien Kidd empleaba todos los trucos posibles para parecer más provisto de hombres de lo que estaba.
Kidd era consciente de que se había hecho enemigos y de que navegaba en un barco exótico que parecía robado. Pese a que los documentos que obraban en su poder le daban la razón, no podía arriesgarse: tenía que evitar las principales rutas de navegación y ni siquiera podía pensar en la posibilidad de hacer escala en el cabo de Buena Esperanza o en Santa Elena. Sin embargo, habría sido una locura tratar de navegar sin escalas de Tuléar a Nueva York, debido a lo cual planeó la ruta siguiente: dos mil quinientas millas de travesía marítima hasta Annobón, una ignota isla situada frente a las costas de África Central, y a continuación otras cuatro mil aprovechando los cómodos vientos alisios hasta el Caribe, para luego seguir la corriente (que aún no se llamaba «del Golfo») y remontar la costa norteamericana hasta Nueva York.
Kidd contaba en aquel momento con veintidós hombres, cinco grumetes y un puñado de esclavos jóvenes para gobernar aquel bajel musulmán de tres palos y cuatrocientas toneladas. Si lo atacaban, quizá dispondría de hombres suficientes para servir dos o tres cañones de las decenas de ellos que llevaba a bordo; a cierta distancia, no obstante, el Mercante Quedah tenía el aspecto de un formidable —si bien un tanto exótico— barco de guerra. Kidd había tomado la totalidad de los treinta cañones del Adventure Galley y probablemente adaptó algunos de ellos para añadirlos al armamento del Quedah.
A cierta distancia, los piratas y las armadas reales no podían saber lo escaso de hombres que estaba. El arte del farol siempre tenía gran importancia en los combates navales, y especialmente en el caso de los piratas y corsarios; en la Norteamérica colonial del siglo XVIII, surgió una palabra de argot para designar los troncos de madera labrados y pintados de negro con el fin de que parecieran cañones: los llamaban «cuáqueros», como la secta pacifista que se negaba a utilizar armas de fuego contra el prójimo.
Kidd y su raquítica tripulación iniciaron la larga y solitaria travesía dirigiéndose al sur, bastante por debajo de El Cabo, y luego hacia el norte, remontando la inhóspita costa occidental de África. Es una demostración de su pericia marinera (y de su probable conocimiento de las propiedades antiescorbúticas del zumo de cítricos) que en aquel trayecto no perdiera un solo marinero, pasajero, ni esclavo.
No sabemos absolutamente nada de aquel viaje de tres meses, y así es exactamente como lo quiso Kidd: no lo avistó ni un solo barco que pudiera informar de su paradero.
En el Adventure Prize, el capitán Kidd hizo escala en la diminuta isla de Annobón, en el golfo de Guinea, la «axila» de la costa ecuatorial africana (los portugueses descubrieron aquel retazo de tierra cubierto de selvas y montañas el día de Año Nuevo de 1473, lo cual explica su nombre). La isla hacía las delicias de los compradores de gangas: los nativos eran famosos por haber vendido, en cierta ocasión, un cerdo asado a cambio de una hoja de papel. La posición del puerto, situado a sotavento, convertía en un reto el desembarco, pero los lugareños —mestizos afroportugueses, nominalmente católicos— eran bastante acogedores, e incluso encendían hogueras de señalización para los barcos de paso.
En aquel lugar, Kidd cargó más leña y agua y recogió a otro tripulante: John Elms explicó que había sido capitán de un buque mercante y que unos piratas lo habían capturado y dejado a la deriva. Sin exigirle ningún currículum, Kidd lo reclutó como segundo de a bordo.
Así pues, Kidd se había esforzado denodadamente por hacerse con una tripulación, algunos de cuyos miembros eran, a todas luces, lobos de mar veteranos; en sus testimonios posteriores, los grumetes explicaron que se dirigían al «capitán Elms», al «capitán Davies», al «capitán Gilliam» y, por supuesto, al «capitán Kidd».
Una vez fuera de la zona de calmas ecuatoriales, Kidd siguió los vientos alisios a través del Atlántico y en dirección al oeste, hacia el Caribe (irónicamente, estuvo a punto de cruzarse de nuevo con el capitán Warren, al frente de una escuadra de la Armada Real que, procedente de Inglaterra, se dirigía al sur para atacar piratas en las Indias Orientales y con el objetivo específico de capturar al capitán Kidd). La declaración posterior de uno de los tripulantes solo nos proporciona un pálido reflejo de la vida cotidiana a bordo: John Dear explicó que, en ocasiones, Samuel Bradley, delirante a causa de su larga enfermedad, aparecía tambaleándose sobre cubierta para «condenar y censurar» a la tripulación por no esforzarse lo suficiente en el cuidado del barco; los hombres se sentían ofendidos por los discursos vociferantes del cuñado de Kidd, que a la sazón contaba veinticinco años.
A fines de marzo de 1699, casi diez penosos meses después del motín, Kidd llegó a las conocidas aguas del Caribe, y escogió la más septentrional de las islas de Sotavento, Anguila, cerca de Saint Martin. Anguila, una angosta isla tropical de veinticinco kilómetros de longitud, estaba escasamente poblada, y a menudo se hallaba al borde de la escasez de agua. Resulta significativo observar que Kidd optó por hacer su escala caribeña en una colonia inglesa, sin temer nada.
El capitán Kidd debió pensar que había logrado lo que resultaba casi imposible: sobrevivir al motín, conservar el tesoro y llegar a una colonia inglesa con un buque cargado de sedas. A bordo de aquel enorme bajel musulmán, echó el ancla fuera del puerto, y sus hombres lo llevaron a tierra remando en la lancha. Cuando, después de bogar largamente, llegaron al muelle, oyeron la cadencia familiar del «inglés del rey»[38], aunque en realidad no del monarca de aquel entonces: el Guillermo reinante tenía un marcado acento holandés. En todo caso, allí estaban la cadencia del inglés, las palabras que flotaban en el calor de la primavera, y la orilla que los atraía con la promesa de comida y licores deliciosos, de un entorno familiar. Los hombres dieron con la taberna más cercana y probaron la primera cerveza fresca que tomaban en años, y allí fue donde alguna boca de dientes ennegrecidos, algún marinero de paso, farfulló la noticia de que se había declarado piratas al capitán Kidd y toda su tripulación y todos los gobernadores tenían órdenes de detenerlos.
¿Cuántas cosas habían contado los tripulantes de Kidd? ¿Se habían delatado a sí mismos? ¿Los conocía el hombre del bar? Los hombres se largaron de la taberna tratando de no llamar la atención, y se apresuraron a alejarse a remo de la isla dormida.
Resultaba ser que todos los gobernadores coloniales —incluso George Leonard, que lo era de la diminuta Anguila— tenían órdenes de apresar a Kidd «con el fin de que él y sus cómplices puedan ser procesados por los escandalosos actos de piratería que han cometido en las Indias Orientales».
Kidd quedó pasmado, ya que no creía haber cometido ningún delito, y la tripulación se lo tomó aún peor; el capitán escribiría posteriormente: «Las noticias de… que nos habían declarado piratas… sumieron a la [tripulación] en tal consternación que [luego] buscaron todas las oportunidades de embarrancar el buque en algún arrecife o banco de arena por miedo a que yo lo llevara a algún puerto Inglés».
En el puerto no había ningún barco lo bastante poderoso para apresar a Kidd, con lo cual este se hallaba a salvo por el momento; evitando correr riesgos, ordenó de inmediato a los hombres exhaustos que levaran anclas, y, al cabo de cuatro horas, estaba de nuevo en alta mar. El capitán Kidd, de Dundee y Nueva York, era ahora el criminal más buscado de América.

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Kidd se estaba quedando sin agua ni comida, y el Quedah empezaba a tener vías de agua, probablemente por cortesía de las malditas bromas. La Armada Real ya andaba en su busca; contando con unos promotores tan poderosos, ¿cómo había llegado a enviarse aquella orden para que lo detuvieran?, se preguntaba Kidd.
Sin embargo, no tenía tiempo de reflexionar sobre la traición de los lores londinenses que habían invertido en él y que supuestamente lo protegían: necesitaba inmediatamente un plan. El sol del Caribe caía con fuerza sobre el buque deteriorado. ¿Adónde podía ir?
Los hombres le gritaban que varara el monstruo; podían escabullirse todos en el esquife y conseguir que los llevaran otros barcos. Ninguno de ellos quería saber nada de la piratería: tan solo deseaban ser marineros en puerto y en busca de trabajo.
El ojeroso Samuel Bradley, que desde la boda de su hermana había sido un niño rico y ahora era un joven mimado y lo bastante pudiente para preocuparse por su honor, quería encaminarse directamente al puerto inglés más cercano y rendirse. Había visto los salvoconductos franceses, los había tenido en las manos, los había leído: los exoneraban a todos, lo justificaban todo. Insistió a Kidd para que fueran a Antigua, donde el capitán había sido hombre de confianza del gobernador Codrington durante la guerra. Según John Dear, la tripulación se lo quitó de encima a base de maldiciones.
El capitán Kidd conocía el Caribe de una docena de misiones de corso, de sus días de gloria durante la guerra. Podía tomar su cofre de oro y desaparecer en el submundo de las guaridas piratas de aquel mar, y luego avisar a su esposa y su hija para que acudieran desde Nueva York a reunirse con él. Sin embargo, si hacía tal cosa, el resto de su vida sería un proscrito rechazado por los ingleses, los franceses, los portugueses y los españoles, y traicionaría a cuatro poderosos lores, a un gobernador y al propio rey de Inglaterra.
Kidd, que nunca malgastaba, quería conservar los fardos del cargamento para sí mismo y para los armadores, pero la misión había ido mucho más allá de una simple cuestión de ganancias y pérdidas. En Nueva York tenía suficientes propiedades, y ahora necesitaba recuperar su buen nombre y el respeto necesario para pasar la vejez en paz.
La disyuntiva resultaba desquiciadora: una vacilación más, y podía ocurrir que media tripulación echara el bote a la mar y remara hacia Saint Martin. Cargó una docena de pistolas. Necesitaba tiempo, horas, minutos; también comida y agua, pero, sobre todo, tiempo.
El capitán Kidd, veterano de aquellas aguas, optó por dirigirse a la cercana isla de Saint Thomas, que a la sazón era un puesto avanzado de la Compañía Danesa de las Indias Occidentales. Parecía una elección prudente, vistas las alternativas: ni los franceses ni los españoles lo recibirían amistosamente; si se aventuraba demasiado lejos, podían encontrarlo los piratas, y rendirse a los ingleses exigía mucha más sutileza que la del plan de su cuñado, que consistía simplemente en entrar en puerto con una sonrisa y una excusa.
Saint Thomas era en aquel entonces un refugio de contrabandistas; no se trataba exactamente de un puerto pirata, sino de un lugar civilizado con un gobierno civilizado que medraba haciendo la vista gorda respecto a la procedencia de muchas de las mercancías que pasaban por sus muelles. Era la pequeña cabeza de playa danesa entre el gigante desfalleciente que era España y las pujantes Francia, Holanda e Inglaterra: una especie de Licchtenstein tropical.
El 6 de abril de 1699, Kidd, enarbolando la bandera inglesa, se detuvo en el exterior de la entrada del puerto principal de Saint Thomas; colocó el barco justo fuera del alcance de los cañones del fuerte. Hizo que sus hombres echaran una lancha por la borda del Mercante Quedah y los marineros remaron hasta la orilla para hacer llegar al gobernador un mensaje de su capitán.
Los hombres de Kidd llegaron a tierra, entregaron el mensaje y luego fueron a emborracharse a la taberna más próxima; tras un ponche de ron vino otro, y otro más. Saint Thomas, la ciudad portuaria, tenía entonces una calle principal donde se hallaba el almacén de la Compañía Danesa de las Indias Occidentales, especializada en la venta de esclavos a los colonos españoles; cerca de allí había también otro almacén que era propiedad de la Compañía de Brandeburgo, una empresa alemana. Saint Thomas se apretujaba en un par de calles secundarias con casas de ladrillo encaladas y cubiertas de tejas. Aquel puerto comercial, que no se preocupaba por minucias cuando se trataba de mercancías, también abría sus puertas a los refugiados religiosos, a toda clase de protestantes que no eran bienvenidos en otras partes.
La nota de Kidd era sorprendentemente cándida y franca: afirmaba que acababa de descubrir que lo habían declarado pirata y solicitaba permiso para entrar y quedarse en el puerto bajo protección de los daneses.
Los marineros borrachos de Kidd remaron de vuelta transportando al comerciante más destacado de la ciudad, Pieter Smith, y también al teniente Claes Hanssen, que entregó la lacónica invitación condicional del gobernador Johann Lorentz: «Si sois un hombre honesto y podéis demostrar que no habéis hecho nada ilegal, sois bienvenido y podéis entrar».
Kidd actuó con cautela: contestó escribiendo que quería la promesa del gobernador de que los daneses lo protegerían en caso de que un buque de la Armada Real inglesa viniera a apresarlo «sin órdenes reales». Mientras esperaba respuesta, sondeó al comerciante Smith acerca de la posibilidad de comprarle una corbeta, pero el otro se negó. Kidd también quería adquirir provisiones por valor de doscientas libras, que pagaría en fardos de muselinas; Smith volvió a rechazar la oferta.
En un informe posterior a la junta directiva de la Compañía Danesa de las Indias Occidentales, el gobernador exponía sus conjeturas: «De todo aquello deduje que su condición no era del todo honrada». Debido a ello, el 7 de abril el gobernador celebró una reunión de consejo durante la cual se decidió que aquel extraño buque y el capitán Kidd no merecían una desavenencia con la poderosa Inglaterra. «Si no lo entregamos, los buques reales Ingleses quizá cerrarán este puerto… con gran perjuicio para nuestro país».
Así pues, enviaron a Kidd un mensaje indicándole que no añadirían más promesas a su oferta original: «Entrad bajo vuestra propia responsabilidad». Entretanto, el gobernador prohibió a los residentes de Saint Thomas que vendieran provisiones a Kidd.
Kidd intentó aún otra táctica: pidió que se lo protegiera de los barcos de la Armada Real inglesa durante el tiempo que necesitara para avisar al gobernador Bellomont de Nueva York, su promotor, y recibir un salvoconducto para navegar hacia el norte. El gobernador Lorentz se mantuvo firme: seguía en pie la oferta original, pero nada más.
El Quedah, con sus vías de agua, estaba fondeado justo fuera del alcance de los cañones del fuerte. Media docena de corbetas se ofrecieron a llevar rápidamente a Kidd y compañía a Aruba o Curaçao para que empezaran una nueva vida. Kidd permaneció donde estaba un total de cuarenta y ocho horas, justo lo necesario para el intercambio de notas. Por la noche, se le acercaron a remo pequeñas embarcaciones, y él les entregó dinero y licor a cambio de información, gracias a la cual supo que su antiguo patrón, el gobernador Codrington de Antigua —quizá su mejor baza para que los ingleses lo acogieran amistosamente— había muerto el verano anterior.
Sin embargo, también se enteró de una posibilidad terriblemente tentadora, aunque escurridiza: un asentamiento escocés en el istmo de América Central. Kidd había oído rumores de que el pueblo de Escocia —cansado desde hacía mucho tiempo de sufrir la tiranía de Inglaterra, su vecino del sur, cuatro veces más poblado— estaba tratando de crear una colonia en las Indias Occidentales. Los escoceses establecerían leyes favorables a los escoceses; quizá los escoceses recibieran con honores a un hombre perjudicado por el rey de Inglaterra; quizá los escoceses dieran la bienvenida a su oro.
Ahora, en el puerto de Saint Thomas, bajo un dosel de estrellas y con la compañía de la fragancia del ron, un comerciante bebido le contaba farfullando que aquello existía de verdad. Una carta de la época muestra la clase de información que debió oír Kidd: «El asentamiento escocés de la Bahía de Darién está… en el mejor puerto y el país más rico del mundo, tanto en oro como en otras cosas necesarias para el uso del hombre. He visto el mineral, que es casi puro, de un valor de 23 quilates. Los Indios los reciben amablemente, y están construyendo una fortificación de 70 cañones… Solo están a dos días de viaje de Panamá, tienen un buen puerto en el Mar del Sur [el océano Pacífico], gracias al cual con el tiempo dominarán el Comercio con China así como con las Indias Orientales».
Trago a trago, Kidd se fue enterando de los motivos del asentamiento: los escoceses estaban hartos de cuarenta años de leyes de navegación inglesas que prohibían el libre comercio entre Escocia y las colonias americanas y les negaban la posibilidad de realizar intercambios con las Indias Orientales y África. Los escoceses no podían desempeñar cargos de importancia en las colonias y se los trataba como ciudadanos de segunda clase, que estaban un poco por encima de los católicos irlandeses, pero en todo caso eran objeto de las burlas inglesas por sus montañeses con faldas, su tozudez y su austeridad presbiteriana. Los insultos ingleses eran moneda corriente; un panfleto londinense decía lo siguiente: «Las mujeres Escocesas son, si cabe, todavía peores que los hombres y no provocan ninguna tentación… la piel de su rostro tiene aspecto de vitela; y un buen Orientalista podría reconocer fácilmente el alfabeto Arábigo entre sus cejas. Sus piernas se parecen a postes de molino, tanto por la forma como por su gran tamaño y robustez… su voz es como el trueno… Es muy común que una mujer de la aristocracia diga a su lacayo: “Andrew, agárrame fuerte el culo, y ayúdame a subir la escalera para pasar la cerca”». Los insultos reflejaban el desdén y el miedo de Inglaterra. La única presencia de Escocia en el Nuevo Mundo, de carácter no oficial, era el nombre de Nueva Escocia, una reminiscencia de la malograda colonia canadiense otorgada por el rey Carlos I a los franceses.
Ahora bien, el hombre balbuciente de Saint Thomas también explicó que los rumores afirmaban que un buque de guerra inglés se dirigía al asentamiento para echar a puntapiés a los escoceses y contribuir a satisfacer las reivindicaciones españolas sobre aquellas tierras.
Kidd estaba muy tentado de ir en busca de la colonia escocesa y solicitar protección; se atormentaba valorando las posibilidades: Nueva York, Antigua, Darién. Dando muestras de la característica afición de los corsarios por el debate, intervino la tripulación: Gilliam bramaba contra la posibilidad de rendirse a los ingleses; el pirata circuncidado tenía dos pesados cofres de oro y sabía que los funcionarios de aduanas harían demasiadas preguntas. Cuando eran más jóvenes, tanto Gilliam como Kidd habían entrado en Port Royal, Jamaica, y habían visto los cadáveres apergaminados y sin ojos de los piratas colgados en el puerto.
Sin embargo, el debilitado Samuel Bradley presionaba sin cesar para que Kidd navegara hacia un puerto inglés; el capitán se oponía con firmeza a ello, al igual que la mayoría de la tripulación. En medio del griterío, el joven, consumido por dos años de enfermedad —el «flujo sanguinolento» que arrastraba desde Mohelia— y dándose cuenta de que los otros no cederían, cayó súbitamente de rodillas, «unió las manos» y suplicó a Kidd que lo dejara desembarcar; decía que moriría si no encontraba un médico.
La verdad es que, si Kidd hubiera sido un rufián completo y desalmado, habría tenido enormes incentivos para dejar morir a Samuel, ya que, si sucedía tal cosa, él y su esposa heredarían las extensas propiedades neoyorquinas del joven, incluyendo más de siete hectáreas de Manhattan. Sin embargo, Kidd había cuidado de Samuel todo aquel tiempo y había hecho todo lo posible para mantenerlo con vida, desde localizar la «piedra de Goa» —un costoso remedio para la fiebre— hasta permitirle que dispusiera de un camarote.
Entonces, Kidd, de pie en cubierta y con el mundo viniéndosele encima, vislumbró las facciones de su esposa en el rostro ojeroso de Samuel. Silenció los gritos de la tripulación y bajó la mirada hacia el flaco y demacrado Samuel, arrodillado ante él: otra semana en el mar subsistiendo a base de arroz y agua salobre, y podía morir. Kidd accedió a permitir el desembarco de Samuel.
La tripulación, especialmente el contramaestre Michael Calloway, se oponía a ello, por temor a que se difundieran informaciones de su paradero. Calloway gritó que Bradley, que había estado fastidiando a los hombres durante la travesía del Atlántico, no había de llevarse nada a tierra. Kidd no hizo caso del contramaestre y dejó que Bradley tomara un cofre.
El problema era cómo llevarlo a la orilla: Kidd era consciente de la posibilidad de que los hombres que llevaran remando a Bradley hasta tierra no volvieran, con lo cual su tripulación quedaría aún más raquítica que antes.
¿Quién iba a marcharse? Kidd optó por quienes se habían unido a él en calidad de pasajeros que prestaban sus servicios a cambio del viaje y no merecían en modo alguno sufrir las consecuencias de sus problemas relacionados con la piratería. Cuatro hombres llevarían en bote a Bradley: el capitán Elms (abandonado por piratas frente a la costa africana), John Fishelis y John Dear (recogidos en Tuléar), Dudley Raynor (que, contra su voluntad, había sido segundo del Mocha de Culliford) y el grumete negro de este último.
A Kidd lo inquietaba la posibilidad de que su cuñado acabara entregado a los ingleses y ahorcado por pirata, pero respetó el deseo del joven. Se fundieron en un abrazo: el corpachón de Kidd envolvió al demacrado muchacho.
En el testimonio que prestó un par de días después ante el gobernador y el consejo de Saint Thomas, Samuel Bradley defendió al capitán Kidd, dijo que los portugueses habían disparado primero y que Kidd había tratado de lograr que los hombres devolvieran los bajeles musulmanes capturados. «Mirándolo se podía deducir que después de dos años de dolencia, había llegado todavía enfermo a estas costas», opinaron los funcionarios daneses.
La generosidad de Kidd con Samuel le costó cinco tripulantes, un esclavo y un bote.
Era el 9 de abril de 1699, y Kidd tenía que decidir con rapidez; sabía que había barcos de la Armada Real que habían salido en su busca. Alejándose de las posesiones inglesas, navegó hacia el este, contorneó Puerto Rico y entró en el canal de Mona. (En aquellos momentos, la fábrica de rumores de Londres atribuía al tesoro de Kidd un valor de quinientas mil libras, y la gente empezaba a murmurar que cuatro lores y el rey habían dado su apoyo deliberado a un pirata en una especie de «Sociedad de Piratas».)
En situaciones críticas, salían a relucir los rasgos dominantes de Kidd: la decisión y la desconfianza. Resulta claro que no podía optar por nada que remotamente pudiera exponerlo al riesgo de sufrir la humillación de que lo detuvieran por pirata. No podía confiar en la Armada Real; no podía confiar en nadie: a los cinco años, había confiado en el regreso de su padre, y John Kidd no había vuelto jamás. Tenía que mantener el control de su destino.
Todo aquello lo llevó a tomar decisiones que, a primera vista, parecen exactamente lo que habría hecho un pirata, pero había una enorme diferencia que lo separaba de dicha condición: Kidd aún tenía esperanzas de cumplir su misión original y saldar deudas con los inversores… solo que quería hacerlo a su manera.
En primer lugar, necesitaba con urgencia un barco nuevo, que tenía que conseguir de un modo u otro: con sus vías de agua, el Quedah era demasiado ingobernable, y además saltaba a la vista que era robado.
Kidd se encontró en el corredor que separa Puerto Rico de La Española, de triste fama por sus traicioneros vientos y tempestades y por los remolinos ocasionales que en él se formaban, especialmente en la época de huracanes de fines de verano. Llegó a las cercanías de Mona, una de aquellas islas poco pobladas del Caribe que estaban demasiado aisladas y eran demasiado poco importantes para que las vigilaran los guardacostas españoles desbordados de trabajo; tenía la esperanza de encontrar un patrón de barco caribeño que lo ayudara. Al sudeste de la isla, Kidd entró en una zona de calma, y la marea empezó a empujar el buque hacia la orilla, con lo cual el capitán se vio obligado a echar el ancla. El hombre más buscado del naciente Imperio británico, un hombre que se consideraba una persona honrada y juzgaba heroicas sus acciones de enfrentarse a los amotinados y llevar de vuelta un tesoro legítimo, quedó paralizado por la calma, lo cual le dio ocasión de amargarse aún más con sus pensamientos y sus planes poco definidos. Por lo menos, la calma no acercaría a los enemigos, aunque hay un viejo tópico náutico que dice que los vientos fuertes separan los convoyes, mientras que la calma hace que se reúnan.
Durante varios días no sopló ni una brizna de viento. La comida se acababa. Entonces, en la distancia apareció una vela, un jirón de lino en medio del azul del mar: un desconocido. Los hombres de Kidd echaron una lancha por el costado y remaron hacia la corbeta; a medida que se acercaban, iban oliendo y oyendo los cerdos que se hallaban a bordo: un sonido maravilloso para unos hombres hambrientos.
Desde la corbeta, una voz les lanzó la pregunta tradicional: de dónde venían. «De Whitehall», respondieron los hombres de Kidd (la réplica con el nombre del palacio real era incluso más efectiva que «de Londres», pues sugería que el buque en cuestión procedía del epicentro del poder inglés). «Les preguntamos quién capitaneaba su barco —recordaba Henry Bolton, el jefe comercial de la corbeta, que añadía—: Respondieron [que el] Capitán Kidd».
A continuación empezó el tanteo para detectar las intenciones del otro bajel y su capitán. Inmediatamente, los hombres de Kidd, muertos de hambre y encabezados por el timonel John Ware, quisieron comprar algunos cerdos de la corbeta San Antonio. Bolton accedió a ello y bajó a la canoa para que lo llevaran a remo al Mercante Quedah/Adventure Prize.
Cualquier hombre que se trasladara en un bote a un buque musulmán gigantesco y escasamente tripulado habría dado por supuesto que se trataba de piratas, pero, tan pronto como Bolton hubo trepado a bordo, Kidd le mostró la patente concedida por el rey de Inglaterra para que persiguiera piratas, así como las instrucciones de sus armadores. Bolton, muy motivado por las posibles ganancias, concedió a Kidd el beneficio de la duda.
Entonces, Kidd decidió que la mejor jugada —teniendo en cuenta las vías de agua del Quedah, a la Armada Real y a su airada tripulación— era comprar otro barco y vender parte del voluminoso cargamento; por lo menos, de aquel modo podría transportar las riquezas y tendría alguna posibilidad.
Kidd empezó por proponer la compra del San Antonio, la corbeta de Bolton, pero este manifestó su negativa; a cambio, se ofreció a ir a Curaçao (posesión holandesa) con el fin de buscar un buque para Kidd y tratar de encontrar compradores para los cerca de doscientos fardos de caros tejidos.
Kidd y su tripulación también dieron a Bolton una lista para que comprara provisiones. ¿Qué quieren unos hombres casi muertos de hambre después de pasar medio año en el mar? Un tonel repleto de botellas de cerveza, una docena de quesos circulares holandeses de cinco kilos, un barril de pan y varios kilos de azúcar cande; tales fueron algunos de los artículos que recibieron posteriormente.
Asimismo, Kidd envió una nota a dos comerciantes ingleses que conocía en Curaçao, Walter Gribble y William Lamont; la pareja puso en contacto al negociante de poca monta que era Bolton con un empresario dispuesto a toda clase de tratos, el irlandés William Burke. Los dos comerciantes ingleses facilitaron el acuerdo dándole a Burke una «letra de cambio» por valor de 4.200 piezas de a ocho (probablemente se tratara de un préstamo a corto plazo o de una discreta inversión en la compra del cargamento de Kidd). En aquellos tiempos, antes de los bancos y las cuentas corrientes, era común que los comerciantes aceptaran «letras de cambio» de alguien en quien confiaban; a su vez, aquellas «letras» podían utilizarse para realizar compras o cambiarlas por dinero efectivo con alguna otra persona que también las considerara fiables.
En su barco musulmán lleno de vías de agua, Kidd esperaba el regreso de Bolton en aguas de Mona. Haciendo honor a la caprichosa climatología de la región, la calma se vio súbitamente reemplazada por recios vientos, y, en cuestión de ocho días, el San Antonio cubrió las mil millas del viaje de ida y vuelta de Curaçao, lo cual suponía una buena velocidad, sobre todo teniendo en cuenta los dos días de escala en la capital holandesa, Willemstad. Cuando Bolton regresó a Mona, ya había otros barcos que habían tropezado con Kidd, o quizá no se tratara de una casualidad: es posible que, de un buque a otro, se fueran difundiendo informaciones de su paradero; una corbeta holandesa, llamada Spey y capitaneada por Jan van der Biest, y una embarcación francesa sin nombre que se dedicaba a la caza de tortugas permanecían estacionadas cerca de Kidd.
Bolton subió a bordo de la nave de Kidd y le contó que sus amigos comerciantes enviarían al irlandés William Burke en un bergantín para que negociara con él. Kidd se vio obligado a esperar y seguir esperando a Burke, dado que en ninguno de los dos buques que ya estaban allí había nadie que tuviera dinero contante y sonante. El viento empezó a soplar con fuerza hacia el sursudoeste, la peor dirección para alguien que estuviera esperando un barco que viajaba de Curaçao a Mona. El embate de las rachas tempestuosas arreció, y, finalmente, Kidd no pudo soportar más la sensación de estar paralizado en el limbo; quizá fueran las olas que se abatían sobre su barco, o tal vez la impresión de estar ofreciendo una presa fácil, o simplemente Kidd perdió la paciencia, pero, en cualquier caso, cortó dos de los cables de las anclas (no le quedaban suficientes tripulantes para dar vueltas al cabrestante en medio del viento que no dejaba de bramar). Decidió que era mejor aguantar el temporal que seguir encadenado como un perro.
El mañoso comerciante Henry Bolton se hallaba a bordo del Quedah de Kidd en el momento en que este cortó amarras. Mientras el buque de Kidd pasaba cerca del San Antonio de Bolton, este le gritó a su capitán, Samuel Wood, que esperara a Burke otros tres días y luego se dirigiera a la isla de Saona, frente a la costa sudoriental de La Española, en la actual República Dominicana.
Saona (o Savona) era un punto de cita de piratas de larga tradición. El capitán Henry Morgan, con su flota de quince barcos, había elegido la isla como lugar de reunión después de saquear Portobelo, en el istmo, y el pirata francés François L’Olivier —tristemente célebre porque mataba a los prisioneros arrancándoles la lengua— también había utilizado Saona como punto de encuentro.
Por otra parte, algunos viajeros de vida licenciosa acudían al lugar por otro motivo: los arbustos de guayaco o palo santo de la isla proporcionaban un remedio raro y muy preciado para las enfermedades venéreas, «bien conocido de quienes no observan el sexto mandamiento», según escribía un médico en 1678.
Saona es una isla arenosa y desolada de unos veinticinco kilómetros de longitud, un hábitat al que cada año acude a poner huevos una multitud de tortugas.
Kidd languidecía cerca del extremo oriental de Saona, mientras sin duda su tripulación trataba de capturar algunas tortugas. Finalmente, al cabo de tres días, llegó Burke en el Marigold, y al día siguiente apareció el San Antonio, acompañado una vez más por el holandés Jan van der Biest, a bordo del Spey; luego arribó el Elenora, capitaneado por John Duncan.
Las negociaciones fueron frenéticas. En aquellos tiempos, mucho más que en la actualidad, todo consistía en intercambiar y regatear, y aquellos comerciantes sabían que el capitán Kidd estaba en apuros: pasaba el tiempo y podía llegar la Armada Real o quizá un guardacostas español que estuviera patrullando por aquellas aguas que nominalmente estaban bajo su jurisdicción. Kidd sabía que, si no andaba con cuidado, aquello podía convertirse en una venta a precio de saldo de sus fardos de muselinas y calicós. Sin embargo, Kidd, tan tacaño como duro de pelar, trató de regatear todo lo que pudo.
Consciente de que su paradero era demasiado bien conocido, y como necesitaba ganar más tiempo, Kidd se dirigió tres leguas al oeste, hasta una laguna situada en una diminuta isla llamada Santa Catalina. Como había perdido algunas anclas, ordenó a un tripulante que amarrara el buque a un árbol. Santa Catalina era un oasis deshabitado de exuberancia tropical, con una laguna salada natural en cuyos bajíos se secaba la sal marina.
A todas luces, Kidd quería esperar y tratar de insistir para lograr un mejor precio, pero carecía de una posición de fuerza, y sus hombres estaban aún en peores condiciones. Por lo menos, Kidd controlaba la mayoría de bienes; al parecer, y como astuto negociador que era, se negó a permitir que sus hombres vendieran nada hasta que él no hubiera cerrado su trato. Kidd estaba acorralado, y la salud de los tripulantes habría corrido un grave riesgo si hubieran intentado sacar un fardo de la bodega y cambiarlo por un litro de ron.
Kidd vendió ciento treinta fardos por 11.200 piezas de a ocho, lo cual equivale a 86 piezas de a ocho o 21,5 libras por cada uno de ellos; cada fardo pesaba más de cincuenta kilos y podía contener cerca de mil metros de tejido, de modo que el precio resultante rondaba los cuatro peniques el metro, lo cual era extraordinariamente barato, alrededor de una cuarta parte del precio al por mayor del momento. Luego, los hombres de Kidd vendieron a Burke otros veintiocho fardos por un promedio de veinticinco miserables piezas de a ocho cada uno. Desde luego, Burke estaba en posición de decir a aquellos hombres desesperados que lo tomaran o lo dejaran.
Un sorprendente efecto secundario de la voluminosa venta de tejidos de Kidd fue que Curaçao y, posteriormente, Saint Thomas quedaron literalmente inundadas de «las más ricas sedas y muselinas Indias», según un sacerdote francés, el padre Jean-Baptiste Labat, que escribió a la metrópoli hablando de las gangas que encontró.
El capitán Kidd seguía necesitando un barco nuevo, y empleó tres mil piezas de a ocho para comprarle la corbeta San Antonio a Bolton (había una pequeña trampa de la que Kidd no sabía nada: Bolton no era el dueño de la corbeta y nunca resarció a los dos propietarios principales de la nave, a los cuales aquello no les hizo ninguna gracia: pasaron años en los tribunales tratando de recuperarla). Mientras que Kidd se vio obligado a vender a precios de saldo, por desgracia no tuvo más remedio que comprar por encima del valor real. Aquel buque de cincuenta y cinco toneladas, antaño español y robado hacía mucho tiempo, era un trasto muy castigado, pero marinero; el equipo material —desde el aparejo hasta las cadenas y las velas— estaba muy deteriorado por el uso, y la lancha para desembarcar ofrecía perspectivas inciertas. El San Antonio se tasaría posteriormente en Boston por doscientas veinticinco libras, o novecientas piezas de a ocho: Kidd había pagado más del triple de su valor.
Ante todo, Kidd hizo despejar la corbeta San Antonio de todos los artículos innecesarios, como barricas vacías y varios montones de trastos viejos. Para el lastre, llenó la bodega con más de trescientos cincuenta kilos de chatarra y unos cuatro mil quinientos de azúcar en sacos.
La sufrida tripulación de Kidd limpió las cubiertas y, con gran esfuerzo, cargó a bordo cuatro grandes cañones, otros dos pequeños y ocho «pedreros» (morteros ligeros); Kidd también cargó diez «pequeñas bases de bronce», que eran una especie de mosquetones montados sobre soportes que disparaban balas de casi ciento cincuenta gramos, y un montón de pistolas y municiones para todas las armas mencionadas. Fue uno de los buques pequeños y destartalados más bien armados de la historia del Caribe.
Y buena falta que le hacía: después de todas aquellas artimañas comerciales dignas de los mercados bursátiles contemporáneos, Kidd iba a transportar más de treinta kilos de oro y casi setenta de plata, además de un montón de piedras preciosas: más de setenta rubíes, esmeraldas, zafiros y diamantes; asimismo, antes de realizar la venta a Burke, Kidd había elegido cuarenta de los mejores fardos —entre ellos veintinueve de seda persa— para llevárselos consigo. Ahora Kidd estaba armado, tenía movilidad e iba cargado con un tesoro.
No obstante, seguía siendo un buscado criminal, y aunque probablemente el hecho de cambiar a un nuevo barco lo liberara de la amenaza inmediata de una captura por parte de la Armada Real, seguía en la necesidad de decidir adónde ir. Además, esa decisión inminente comportaba para Kidd la tentación de correr un riesgo mayor que nunca, en una vida ya repleta de riesgos, de costas erizadas de rocas en noches nubosas, de combates de artillería, de motines: le dijo a Bolton que tenía intención de ir a Nueva York para estar con su familia, y también para acudir al encuentro del gobernador Bellomont con el fin de dejar limpio su honor. Muy pocos hombres habrían tenido arrestos suficientes para vender su cargamento como si fueran piratas y luego viajar al corazón del imperio, pero Kidd, a pesar de que a menudo era temerario, no era ningún estúpido: planeaba seguir hacia el norte con cautela, de incógnito y dejando siempre abierta la ruta de escape.
Kidd autorizó a Henry Bolton a quedarse vigilando el Mercante Quedah/Adventure Prize, con la predicción optimista de que en un plazo máximo de tres meses volvería con velas y aparejo para llevarse el buque hacia el norte. También designó a Bolton como su agente para la venta de más mercancías, si podía conseguir un precio justo. Kidd afirmaba que, cuando volviera de Nueva York, traería consigo documentos que declararan al Quedah presa legal capturada en tiempo de guerra con Francia; aquellos papeles permitirían a los compradores revender sus fardos de manera pública y legal y eliminar toda sospecha de piratería.
Kidd había mostrado a Burke y a Bolton todos sus documentos oficiales, especialmente el salvoconducto francés del Mercante Quedah, y también había mencionado que entre los promotores de su travesía estaban el gobernador Bellomont de Nueva York y Lord Orford, del Almirantazgo; amigos como aquellos podían hacer que cualquier barco se convirtiera fácilmente en una presa legítima.
Diez miembros de la tripulación del San Antonio se quedaron con Bolton a bordo del Mercante Quedah, al cual se incorporó también un puñado de hombres de los buques de Burke y Jan van der Biest. Kidd cedió a Bolton un joven esclavo y posiblemente también se quedaron en el Quedah tres de sus hombres. Aquel barco, según Kidd, aún contenía otros ciento cincuenta fardos, veinte cañones preparados y otros treinta en la bodega, además de toneladas de azúcar y chatarra.
El 15 de mayo de 1699, las naves estaban dispuestas para dejar su recóndita laguna de Santa Catalina. En el último momento, y a falta de mejores ofertas, dos hombres de Kidd —el camarero Samuel Aris y el cocinero Abel Owen, que ya eran camaradas en Inglaterra— cerraron un trato con el paciente Jan van der Biest; el recibo dice así: «Recibidos 20 fardos de mercancías con la señal SA & SAO, que el susodicho [Samuel] Aris me confía para su venta después del pago de seis fardos por el flete del resto».
El hecho de que el recibo fuera a parar entre los papeles del capitán Kidd hace verosímil que este lo comprara engatusando a los hombres con dinero en efectivo y que tuviera la firme intención de regresar al Caribe.
Seis de los hombres de Kidd lograron —pagando el pasaje y los gastos de flete— que Burke los llevara a Curaçao: con él se fue el duro contramaestre Calloway, así como cinco de los holandeses más rudos de la tripulación. El piloto John Weir, que había empezado como pasajero en Londres en 1696, se fue con Jan van der Biest. Aquellos hombres y sus exquisitas mercancías tuvieron una cálida acogida en Curaçao.
El 15 de mayo, día de la partida de Kidd, y sin que este lo supiera, el presidente del consejo de Nevis envió el HMS Queenborough —un buque de guerra de sexta clase bajo el mando del capitán Rupert Billingsly— a localizarlo y capturarlo.
Cuando el Queenborough partía para llevar a cabo su misión, en el barco se declaró repentinamente una enfermedad contagiosa. Cada día morían varios hombres y otros enfermaban, hasta que las víctimas ascendieron a veinte en menos de una semana. Durante todo aquel tiempo, el capitán Billingsly, también enfermo, mantuvo el rumbo a Mona para buscar a Kidd, al que suponía viajando en un gran bajel musulmán.
Lo que Kidd tampoco sabía mientras cumplía su decisión de dirigirse al norte era que las quejas de la Compañía de las Indias Orientales habían incitado a un consejero real muy querido, James Vernon, a alertar al propio monarca: «Creo que tal vez vuestra Maj.tad recuerde el nombre de esa persona a quien se armó hace cerca de dos o tres años y que obtuvo la Patente de vuestra Maj.tad para apresar a los Piratas que infestaban el Comercio hacia el Mar Rojo, pero que ha vuelto a su antiguo oficio y ha Robado tanto como cualquiera de ellos». En los buenos tiempos, Kidd había sido el «leal y bien amado capitán»; ahora era «esa persona».
En aquellos mismos momentos, el desvencijado San Antonio, llevando a sus pasajeros y su cargamento secretos, pasaba Florida y se aproximaba a las Carolinas.

Capítulo 14
Rumbo a casa, rumbo a Sarah

Después de casi tres años tratando de imponer su voluntad sobre más de cien marineros propensos a la piratería, Kidd era por fin un pasajero: el capitán Samuel Wood pilotaba el barco. También viajaban a bordo como pasajeros los escasos hombres y grumetes que habían optado por regresar con él a casa. De la tripulación original de ciento cincuenta y cinco hombres que habían zarpado del puerto de Nueva York, solo quedaban diez, y cuatro de ellos eran grumetes; también acompañaban a Kidd el pirata y asesino James Gilliam, el robusto Edward Davies, el parlanchín Hugh Parrot y Ventura Rosair, un cocinero de pelo blanco procedente de Ceilán, así como el joven esclavo de Kidd, Dundee, y un puñado de esclavos malgaches, formado por varios muchachos y por lo menos una chica.
El pequeño buque estaba poderosamente armado y llevaba una pesada carga de cuarenta fardos y cofres por hombre, así como gran cantidad de provisiones para comer bien, que incluían varios cerdos vivos que gruñían sin cesar.
Mientras el capitán Rupert Billingsly, del HMS Queenborough, buscaba a Kidd en aguas de Puerto Rico y los cuerpos de los enfermos fallecidos se zambullían en el mar, Kidd, a bordo del San Antonio, navegaba hacia el norte, rumbo a Nueva York. Le había dicho a Bolton que tenía la intención de ponerse en contacto con su patrón, el muy honorable gobernador Bellomont; desde el primer día de su llegada al Caribe, Kidd había actuado como un hombre que tenía amigos en puestos muy elevados, o como alguien que confiaba en que los tenía.
Durante las dos semanas siguientes de travesía hacia el norte en el sorprendentemente veloz San Antonio, a bordo del barco no sucedió gran cosa, lo cual debió constituir un bendito alivio para Kidd.
El 27 de mayo, una vez más sin que Kidd tuviera conocimiento de ello, el HMS Queenborough abandonó su misión y regresó a Nevis, donde informó de que habían muerto veintitrés hombres y otros veinte estaban muy enfermos; el capitán Billingsly solicitó diez días de permiso en tierra, que le fueron concedidos.
Por aquellas fechas, Kidd, a bordo del San Antonio, ya se estaba acercando a la bahía de Delaware, la ensenada que se extiende al sur de las Jersies y hacia Pensilvania, cuando súbitamente se rompió un zuncho de botalón; el zuncho es la abrazadera metálica que sostiene en su lugar el botalón, es decir, la prolongación de madera de una verga. Si no lograban repararlo, se verían obligados a largar mucho menos trapo.
Como transportaba todo aquel tesoro y se hallaba tan cerca de casa, Kidd no quería detenerse, pero era preciso realizar la reparación. El sábado 3 de junio, el capitán Wood dobló con cautela la punta de lo que hoy es el cabo Henlopen, en Delaware, y remontó la costa hacia Lewes, que en aquel entonces formaba parte de Pensilvania.
El capitán Wood fue a tierra en un bote con cuatro hombres, y contó a los curiosos lugareños que se dirigía de Antigua a Filadelfia con un cargamento de azúcar, ron y melaza. Siguiendo órdenes, no mencionó al capitán Kidd, pero quizá referirse al ron fue un error igual de importante, ya que un par de embarcaciones se apresuraron a acudir al San Antonio y uno de los hombres reconoció a Kidd.
Aquellos cinco hombres de Lewes que habían salido a visitar el buque de Kidd eran «viejos piratas» que en el pasado habían asolado las Indias con el capitán Tew, pero ahora trataban de establecerse como agricultores. Tres de ellos pasaron la noche en el San Antonio, reviviendo los viejos tiempos con los capitanes Gilliam y Davies, y tal vez también con Kidd. Aquellos tres hombres y otros dos, que solo se quedaron una hora, se llevaron a tierra trescientas libras en mercancías.
A pesar de que Kidd les pidió que mantuvieran la boca cerrada en lo referente a su persona, bastaron tres días para que la noticia de la aparición de Kidd llegara al coronel Quarry, el responsable de la recaudación de aranceles —perpetuamente irritado— de Pensilvania. Quarry escribió de inmediato un mensaje urgente para que el gobernador de Virginia enviara un buque de guerra al norte, hacia la bahía de Delaware.
Mientras los lugareños de Lewes estaban a bordo, Kidd se enteró de una noticia pasmosa: los amotinados lo habían ganado por la mano y en casa. Una semana antes, la mañana del viernes 26 de mayo, varios de sus antiguos tripulantes —es decir, los amotinados que se habían convertido en piratas— habían llegado al cabo May, al otro lado de la bahía de Delaware. Para Kidd, que sabía cuánto lo odiaban muchos de aquellos hombres, la información era demoledora; solo le cabía imaginar las historias que debían estar contando sobre él.
Ahítos de ron a bordo del San Antonio, los expiratas de Lewes también le hablaron a Kidd de un rumor que circulaba por todas partes y según el cual el rey había decretado un indulto para cualquiera que estuviera dispuesto a jurar que nunca volvería a ser pirata; habían oído que algunos de los antiguos hombres de Kidd habían desembarcado en busca del gobernador de Jersey Occidental con el fin de que les concediera el perdón.
William Penn, el fundador de la colonia cuáquera, investigó personalmente el incidente de Kidd. Los hombres de Lewes juraron al gobernador que habían recibido las mercancías como «regalo» de Gilliam y el capitán Wood, y que Kidd no les había dado nada. Penn mostró cierta benevolencia hacia ellos: «Son hombres pobres y casados y tienen hijos —escribió—, pero a tales hombres [es decir, a los expiratas] no se les debe tolerar que vivan cerca de las costas del mar ni que comercien, para que no se conviertan en receptores e intermediarios de piratas más jóvenes». Penn decretó que los hombres debían pagar al gobierno la mitad de las trescientas libras y dar garantías —incluyendo la propiedad de sus tierras de cultivo— de que nunca volverían a comprar mercancías procedentes de la piratería.
La intención de Kidd había sido encaminarse directamente a Nueva York, pero ahora, después de descubrir que sus marineros amotinados y convertidos en piratas ya estaban allí, decidió ser más cauto. La herrería del lugar reparó el zuncho del botalón en menos de veinticuatro horas, y a continuación Kidd ordenó a Wood que virara con el fin de alejarse de las rutas de navegación costera y adentrarse ciento veinte millas al este, para luego doblar el extremo de Long Island y seguidamente retroceder noventa millas a lo largo del canal que recibía el nombre de aquella isla hasta Oyster Bay, a veinticinco millas de Nueva York; se sentía más seguro en el canal que pasando por los transitados estrechos que separaban Staten Island de Brooklyn.
Los vientos ligeros dificultaron el avance de aquel buque pequeño y rápido, que empleó diez días en el viaje a Oyster Bay, adonde llegó el 9 de junio de 1699. Kidd fondeó frente a la costa, en aquellas aguas donde abundaban las ostras.[39] Consciente de lo arriesgada que era su situación, Kidd quería ponerse en contacto de modo completamente secreto con tres personas: su abogado, su esposa y un capitán de marina amigo suyo que se dedicaba al contrabando. Cauteloso como siempre, estaba ideando un plan que le proporcionara cierta ventaja y alguna posibilidad de escapatoria en el caso de que el gobernador no se mostrara benévolo; en cualquier momento podía aparecer en el horizonte un buque de la Armada Real.
Kidd quería despachar un mensaje «urgente» a Nueva York, lo cual no era sencillo, ya que no podía enviar a ninguno de sus hombres neoyorquinos, que podían ser detenidos o simplemente no volver. Ahora bien, Kidd había elegido aquel pequeño y activo puerto de Oyster Bay porque conocía a dos de los ciudadanos más prominentes de la localidad, el juez White y el doctor Cooper; aquellos hombres ayudarían a Kidd a enviar su nota y guardarían silencio sobre su paradero.
Así pues, Kidd escribió su nota en un papel de gran tamaño y luego lo dobló con fuerza y selló el último pliegue con lacre, sobre el cual estampó una marca distintiva con su anillo de sello.
El mensajero, seguro de recibir una generosa recompensa, galopó a toda velocidad en dirección al sudoeste por caminos que discurrían entre las diseminadas casas campesinas del condado de Queens y de Breuckelen. Cuando llegó al East River, vislumbró el perfil de Manhattan: un molino de viento y dos agujas de iglesia alzándose sobre una hilera de tejados de dos aguas que cubrían edificios de tres plantas situados a la orilla del mar. El puerto estaba atestado de las arboladuras de setenta buques inactivos a causa de la mala cosecha de azúcar que aquel año había habido en el Caribe.
El mensajero dejó el caballo en la cuadra y esperó el siguiente transbordador —similar a una barcaza— de Brooklyn a Manhattan; como lo veía en la orilla opuesta, tomó el cuerno que colgaba de la rama baja de un árbol y llamó al balsero a través del río.
Mientras esperaba el transbordador y cuando ya estaba a bordo de la embarcación, el mensajero oyó los rumores que a la sazón dominaban aquella ciudad marinera: hacía poco que un buque misterioso había tocado tierra en Red Hook, transportando cincuenta pasajeros piratas bien provistos de dinero; vararon el barco, lo descargaron y lo abandonaron antes de que lo encontraran los funcionarios de aduanas. Ahora que los hombres estaban en tierra y se dedicaban a beber, corría por todas partes una noticia asombrosa: Gerrard van Horn, un marinero holandés procedente de Nueva York, había ganado mil trescientas piezas de a ocho de una sola tirada de dados.
El mensajero, a bordo del transbordador, iba pasando entre los grandes barcos en dirección al muelle de Nueva York. Veía los edificios construidos con ladrillo rojo y relucientes de barniz amarillo que dominaban River Road; en un punto lejano del muelle había un cobertizo, y en el extremo norte del mismo estaban construyendo un «taburete de inmersión»[40].
El mensajero se apresuró a desembarcar y se abrió paso entre los fornidos carreteros que vociferaban tratando de hacer algún negocio en aquella temporada de poca actividad. Corrió por las angostas callejuelas hacia el despacho del abogado de Kidd, James Emott; aquel anciano caballero se contaba entre los juristas más destacados de la ciudad y era un hombre enérgico, que no temía enfrentarse a la Corona. Como miembro fundador de la Trinity Church, fue quien arregló las cosas para que su amigo y cliente de muchos años, William Kidd, pudiera adquirir uno de los bancos más selectos del nuevo templo anglicano. El mensajero encontró a Emott y le entregó la carta; examinando el sello, el abogado confirmó que era auténtico. La carta no se ha conservado, pero sí sabemos que, inmediatamente después de su entrega, sucedieron ciertas cosas: el abogado Emott tardó menos de un día en hacerse cargo de los asuntos de Kidd antes de dejar Nueva York con el mensajero.
Emott fue andando hasta la mansión de Kidd en Pearl Street y levantó el pesado aldabón de la puerta. Un criado lo llevó ante Sarah y él le explicó a la esposa de Kidd que su marido había regresado por fin; cuando ella se calmó, el abogado le susurró sus planes secretos. A continuación, siguió su camino por las calles cubiertas de conchas de ostra para visitar a un viejo amigo de la familia Kidd, Thomas «el Rápido» Clark; este había de encargarse de preparar una corbeta con mucho espacio de carga y, una vez recibiera instrucciones, recoger a Sarah y su hija y navegar hasta cierto lugar situado frente al extremo oriental de Long Island. Todos los implicados habían de mantener un secreto absoluto.
Al cabo de menos de un día, ya había trascendido la noticia. El domingo 11 de junio, Jonathan De Peyster, un acaudalado comerciante y antiguo alcalde, escribía a su hermano que vivía en Boston: «Ayer llegaron noticias de que el Capitán Kidd está en el Canal, lo cual se dice que es indiscutiblemente cierto»; De Peyster no pudo resistirse a mencionar la asombrosa cantidad que Van Horn había ganado a los dados.
Emott, que no era precisamente un jovencito, tomó el transbordador a Brooklyn y luego, cabalgando con el mensajero, recorrió el camino de vuelta a Oyster Bay. El mensajero regresó con Emott al cabo de menos de tres días de su partida; el abogado fue transportado a remo junto a Kidd el 11 de junio de 1699, y el San Antonio zarpó hacia el este, en aguas de lo que hoy recibe el nombre de canal de Long Island.
Emott explicó enseguida a Kidd que sus posibilidades de regresar tranquilamente a casa se habían complicado mucho debido al hecho de que, justo dos semanas antes, el gobernador Bellomont se había trasladado de Nueva York a Boston. En Nueva York, Kidd era un ciudadano destacado, un «caballero», gracias a su certificado de matrimonio, y Emott ocupaba un lugar de importancia en la comunidad de los juristas. Boston, por el contrario, y según el parecer de Emott, estaba dominada por fanáticos con gran afición a citar la Biblia y escatimar hasta el último penique, entre los que descollaban los pastores Increase y Cotton Mather, que eran padre e hijo; ni el abogado ni Kidd tenían muchos amigos en aquel lugar.
Los dos hombres también querían llegar hasta el gobernador antes de que los tripulantes rebeldes de Kidd empezaran a repartir por todas partes el exótico oro árabe, a contar historias de piratas en medio de la borrachera y a ser detenidos.
El supuesto pirata y su abogado pasaron juntos un día de junio, planeando su estrategia mientras el San Antonio recorría el canal en dirección al este. En aquel momento, Kidd aún tenía la posibilidad de reunirse con su esposa, Sarah, y su hija —también llamada Sarah—, y juntos podían zarpar discretamente con el tesoro. Ahora que había paz con Francia, tal vez los franceses le permitieran vivir en una de sus islas del Caribe, quizá con un nuevo nombre: Guillaume L’Enfant[41] o algo por el estilo. Según le contó Emott, Sarah tenía muy buen aspecto.
Sin embargo, Kidd no tenía intención de escabullirse a ninguna parte: decidió arriesgarse a permanecer en la zona. Quería demostrar su inocencia, de modo que hizo que Emott siguiera hasta Boston para sondear al gobernador en busca de garantías de protección. ¿Creería Bellomont el relato de Kidd o aceptaría el evangelio según la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que tachaba a Kidd de pirata? El oro y la seda que había traído Kidd ¿serían de ayuda para su causa ante el empobrecido conde? Lo resumía un holandés de Nueva York que escribía al coronel De Peyster, de Boston: «Respecto al Citado asunto [de Kidd], confío en que mi Lord actuará en él con toda circunspección, pues sus enemigos ya empiezan a fanfarronear y decir, “Ahora se verá pronto que mi Lord protege a los piratas”».
El anochecer los sorprendió a poca distancia de Rhode Island, con lo cual Kidd desembarcó a Emott en Stonington, Connecticut, y el abogado emprendió el trayecto de un centenar de kilómetros en dirección norte, hacia Boston. Era una cabalgada fatigosa para un anciano como Emott, pero llegó a su destino a la noche siguiente, a última hora del martes 13 de junio de 1699.
La vieja ciudad puritana estaba sumida en una oscuridad fantasmagórica, pues no disponía de ninguna clase de alumbrado público. Emott, montado a caballo y acompañado del sonido de los cascos que chocaban en el adoquinado, no alcanzaba a vislumbrar más que un paisano que llevaba una linterna por aquel lado o una casa débilmente iluminada por el otro (la oficina del correo solo colgaba una linterna en el exterior las noches en que se esperaba a algún jinete, y el faro del puerto no se construyó hasta 1716). Se suponía que cualquier hombre que entrara a caballo después del toque de queda recibiría el alto de un miembro de la Guardia de Élite de la ciudad, formada por diez hombres contratados para recorrer toda la ciudad por la noche, especialmente para vigilar posibles incendios.
Emott preguntó al primer hombre que encontró en medio de la oscuridad dónde se alojaba el gobernador, y recibió las indicaciones necesarias para llegar a la majestuosa casa de uno de los ciudadanos más ricos de Boston, Peter Sergeant. Emott condujo el caballo por Marlborough Street y pasó entre dos inmensos robles que flanqueaban la entrada.
El anciano desmontó penosamente y luego subió la larga escalinata de losas rojas. Alzó y dejó caer la aldaba de bronce con adornos; lentamente, se fueron encendiendo luces en el interior, y un criado abrió la puerta. James Emott se identificó y dijo que tenía un asunto urgente que tratar con el gobernador.
Con la gota haciendo de las suyas y sin poder disponer de su criado personal a causa de un inoportuno accidente acaecido el día anterior, al gobernador no le hizo ninguna gracia que lo molestaran a aquellas horas: «La noche del 13 del Mes pasado, el Sr. Emot, un Abogado de Nueva-York, se presentó ante mí entrada la Noche y me dijo que venía de parte del Capitán Kidd, que estaba en la costa con una corbeta, pero no quiso decirme dónde —escribía Bellomont en una carta redactada cerca de un mes después, y añadía—: Que Kidd había traído 60 Libras en Peso de oro y 100 en Peso de Plata y 17 Fardos de Mercancías de las Indias Orientales… Que Kidd había dejado cerca de la Costa de La Española un gran Buque que nadie sino él mismo podía encontrar, a bordo del cual había mercancías en fardos, Salitre y otras cosas cuyo valor ascendía a 30.000 libras: Que si yo le concedía el perdón, traería aquí la Corbeta y las mercancías y luego iría a buscar el Buque grande y sus mercancías». El gobernador también comentaba que «aquella Noche el Sr. Emot me entregó Dos Salvoconductos Franceses, que Kidd recogió a bordo de los Dos Buques Moros que apresó en los mares de la India (o que, según alega, apresaron sus hombres contra su Voluntad)».
Bellomont era un hombre grueso, gotoso y malhumorado que poseía un desmesurado sentido de la virtud protestante y las prerrogativas aristocráticas. Con frecuencia, los modales elegantes camuflaban su irritación, pero resultaba claro que sus incesantes dificultades económicas lo ponían furioso. Ostentaba el título de lord, pero a menudo se veía obligado a pedir dinero prestado a sus amigos aristócratas, a comerciantes escoceses o a veces incluso a prestamistas judíos como Joseph Bueno, de Boston.
Bellomont había dejado pasmados a los comerciantes de Nueva York al tomar medidas enérgicas contra el contrabando y la piratería. Se lo describía como «condescendiente y afable», y era capaz de ocultar el desprecio que le inspiraban la mayoría de los funcionarios y comerciantes coloniales. Su protestantismo lo había llevado a hacer que se volviera a enterrar a Jacob Leisler (con la cabeza cosida de nuevo al cuerpo) en terreno sagrado, un acto que reabrió las heridas de siete años atrás y dividió la ciudad como si la partiera una cuchilla de carnicero. Muchos neoyorquinos pudientes habían empezado a desdeñar a Bellomont y, al cabo de menos de un año, ya murmuraban acerca de la posibilidad de solicitar su destitución.
Irónicamente, a la vieja ciudad puritana de Boston parecía caérsele la baba con el rango nobiliario de Bellomont. Dos semanas antes, habían brindado a Bellomont y su esposa —mucho más joven que él— la bienvenida más grandiosa de la historia de la provincia: «Establecimos una guardia desde el extremo del canal hasta el recinto de reuniones del sur —escribía el albañil John Marshall, que añadía—: Redoblaron los tambores, sonaron las trompetas, se desplegaron las banderas, rugieron los cañones y la artillería de los barcos y las fortificaciones, toda clase de expresiones de júbilo y, para concluirlo todo, fuegos artificiales y buena bebida por la noche».
Cotton Mather había informado melosamente a aquel gobernador de tres provincias que Boston estaba «radiante por la Feliz Llegada de vuestra Excelencia». La asamblea aprobó inmediatamente concederle a Bellomont una gratificación de mil libras como regalo.
Para Bellomont, Boston resultó un grato descanso de las riñas de Nueva York, pero el respiro no duró mucho.
A altas horas de la noche de aquel martes, en la ciudad sometida al toque de queda, cuando el gobernador estaba en casa de Peter Sergeant privado de su mayordomo y con la gota doliéndole rabiosamente, habían llamado a su puerta, y ahora tenía ante sí a James Emott, un anciano exhausto y una de las personas de Nueva York que menos le gustaban a lord Bellomont. Este era demasiado cortés para expresar públicamente su aversión, pero en sus cartas llamaba a Emott «Jacobita taimado», lo que en la visión del mundo de un protestante inglés como Bellomont equivalía más o menos a lo más bajo que podía caer un hombre (era como llamar comunista a alguien en los Estados Unidos de la década de 1950). «No había un hatajo de bellacos y Jacobitas furibundos semejante a los que ejercían la abogacía en la Provincia de Nueva York, ni uno solo de ellos era abogado, uno era maestro de baile, otro guantero, un tercero (y era el amigo del alma, favorito e intermediario en los negocios de tierras del Col. Fletcher) estaba condenado a la horca en Escocia por blasfemia y por quemar la Biblia».
Por lo visto, ese era el resumen de la imagen que Bellomont tenía de Emott. El gobernador también sabía que el abogado se encargaba de entregar los «regalos», las «muestras de gratitud» de los piratas al anterior gobernador, Ben Fletcher; como remate de todo ello, posteriormente se referiría a Emott como «mi enemigo declarado». Bellomont no se caracterizó nunca por tener pelos en la lengua cuando se trataba de odios personales. Kidd, que llevaba tres años en el mar, no sabía nada de todo aquello.
Como los demás gobernadores, lord Bellomont había recibido órdenes de los lores justicias, fechadas el 23 de noviembre de 1698, de apresar al capitán Kidd. Sin embargo, y a diferencia del resto, no había transmitido aquel mandato a su consejo ni lo había publicado: Bellomont, que era promotor de la travesía de Kidd y candidato a beneficiarse de su éxito, lo había mantenido en secreto.
Aquella noche del 13 de junio, había llegado por fin el momento que había temido tanto como esperado: Kidd había vuelto. Pocos días antes, Bellomont se había enterado por una carta procedente de Nueva York de que algunos de los hombres de Kidd habían regresado en un barco de Gilles Shelley, y que, mientras él se hallaba en su retiro de Boston, Nueva York se estaba inundando de oro árabe. Sin embargo, ahora se trataba de Kidd en persona, y Bellomont se enfrentaba a una disyuntiva que lo sacaba de quicio; su «enemigo declarado», uno de los abogados más escurridizos de Nueva York, estaba ante él tratando de arrancarle un indulto para el capitán Kidd, que aún podía huir con facilidad.
Bellomont se sentó en una silla abundantemente acolchada de la casa de Peter Sergeant, cerca de las lámparas de aceite que se habían vuelto a encender apresuradamente y con el pie gotoso apoyado en un almohadón, y expresó su alegría de que el capitán Kidd hubiera regresado sano y salvo con el tesoro. Era Bellomont quien había convencido a cuatro lores y un rey de que respaldaran la travesía de Kidd por razones patrióticas y de beneficio económico, y también era él quien había estado sufriendo durante el año anterior, a medida que las historias sobre el capitán Kidd habían ido trascendiendo en Norteamérica. Emott, en defensa de Kidd, dijo que los tripulantes se habían amotinado y que eran ellos quienes habían cometido los crímenes.
Bellomont reflexionó. Se mostró enormemente efusivo con James Emott y lo invitó a volver al día siguiente. Luego, regresó cojeando a la cama de columnas y cortinajes que compartía con su joven esposa; es dudoso que aquella noche durmiera mucho.
A la mañana siguiente, Bellomont ordenó a un criado que fuera a buscar a Duncan Campbell, un escocés de treinta y tantos años a quien una vez se había descrito como un «joven enérgico que viste à la mode». Campbell se ganaba modestamente la vida en los aledaños del gobierno como vicejefe de la administración de correos de la Bahía de Massachusetts, y también se dedicaba un poco al espionaje al servicio de Wait Winthrop, gobernador de Connecticut, a quien escribía largas cartas con las novedades del día (la correspondencia de Duncan Campbell acabaría convirtiéndose, en 1704, en el primer periódico de las colonias americanas, bajo el control de su hermano John y un cuarto de siglo antes de las tentativas de Benjamin Franklin en Filadelfia).
El aristocrático gobernador decidió enviar a Campbell como acompañante de Emott cuando este regresara con Kidd. Bellomont, uno de los más prolíficos escritores de cartas que hubo entre los primeros gobernadores norteamericanos, no puso nada por escrito, y tampoco le habló a nadie acerca de la llegada de Emott y la certeza de que el capitán Kidd —el proscrito más buscado de las colonias— estaba anclado en el canal.

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La mañana del 15 de junio, Duncan Campbell y James Emott cabalgaron hacia el sur, pasando por granjas y aldeas, para recorrer más de sesenta kilómetros hasta Bristol, donde se embarcarían hacia Rhode Island para luego seguir a caballo hasta el canal del mismo nombre. Esta vez, Emott no tenía ninguna intención de realizar el viaje en una sola y agotadora jornada.
Los dos hombres llevaban a Kidd un sencillo mensaje del gobernador Bellomont: Bienvenido a casa. Os invito a venir a Boston. Es posible un indulto.

* * * *

Después de desembarcar a Emott el 11 de junio, Kidd dispuso de varios días para dedicarse a matar el tiempo y preguntarse si lord Bellomont lo trataría como un delincuente o como un socio.
Al cabo de cuatro días de espera en el punto de cita acordado, en aguas de Block Island, la inquietud de Kidd pudo con él: decidió remontar la bahía de Narragansett, en Rhode Island, a lo largo de la costa oriental de la isla de Connonicut y hasta Jamestown, donde envió un bote a tierra para ver si su viejo amigo, el capitán Paine, estaba en casa; el mensajero encontró a Paine y lo llevó a remo hasta el San Antonio.
El capitán Thomas Paine era un encanecido veterano del corso caribeño; había estado presente en el frustrado ataque pirata contra San Agustín, en la Florida española, había ayudado a expulsar a los franceses de Block Island y también había transportado numerosas capturas hasta las manos de los generosos comerciantes de Rhode Island. Ahora, a las alturas de 1699, parecía haberse retirado a medias para dedicarse a lo que podría caracterizarse como una banca para piratas y un negocio de reventa de cargamentos. Había escogido con acierto su domicilio: Rhode Island era la colonia del nordeste americano que daba una bienvenida más inequívoca a los piratas; en Nueva York, la cordialidad podía depender del gobernador del momento, y en Boston, del nivel de beneficios que se ofreciera a aquellos comerciantes temerosos de Dios; en cambio, en la librepensadora Rhode Island, se acogió cálidamente a los piratas durante décadas.
Nada conocemos de la conversación que sostuvieron ambos hombres a bordo del San Antonio, pero sí sabemos que tanto el capitán Kidd como el pirata James Gilliam, alias Kelly, confiaron al capitán Paine una serie de artículos de valor: Kidd dio a Thomas Paine por lo menos un kilo y medio de oro en barras para que se lo guardara, y Gilliam le entregó ochocientas piezas de a ocho. Posteriormente, hubo testigos que relataron que Gilliam ansiaba con todas sus fuerzas desembarcar y quedarse en tierra, pero que Kidd no se lo permitió (el hecho de que Kidd fuera capaz de impedir que el feroz Gilliam dejara el barco sin permiso es otra muestra de la tenacidad del primero).
En aquellos tiempos no existían todavía las cuentas de los bancos suizos, ni ninguna clase de cuentas; en aquel entonces, por lo general, la gente solía ocultar su dinero en casa o encerrarlo en un pesado cofre envuelto con cadenas, o bien lo invertía.
Los piratas (o quienes cometían desfalcos en misiones de corso) lo tenían más complicado: podían colocar un poco aquí y otro poco allí, en manos de un posadero o un médico, en previsión de futuros tiempos de escasez. Una de las razones por las cuales los piratas que regresaban derrochaban sus riquezas era que les resultaba muy difícil protegerlas.
Kidd hizo que llevaran a Paine a remo hasta la orilla y luego puso rumbo al sur para regresar al punto de encuentro, en aguas de Block Island. El gobernador de Rhode Island, Sam Cranston, se enteró de que en la bahía había un extraño barco pequeño y armado y envió un mensaje urgente a sus funcionarios aduaneros. Tenían el viento en contra, pero zarparon a remo en una embarcación con treinta hombres bien armados y dispuestos a enfrentarse al San Antonio. Los hombres blandieron sus armas y el recaudador de impuestos hizo señales al San Antonio para indicarle que quería subir a bordo. La respuesta de Kidd fue disparar «dos grandes cañones» hacia las inmediaciones de la lancha; los hombres de Rhode Island vieron diez cañones y ocho morteros, y decidieron retirarse: nunca llegaron a saber quién iba a bordo de aquel misterioso buque.
Kidd se alejó navegando de vuelta a su punto de cita, frente a Block Island. Hizo un breve alto cerca de la orilla para desembarcar dos cañones ligeros (de ciento treinta y cinco kilos de peso cada uno) y municiones, con el fin de que su amigo Edward Sands cuidara de ellos. Kidd, que trataba de prever todas las posibilidades, se preparaba por si tenía que emprender una huida apresurada en otro barco y necesitaba recuperar potencia de fuego suplementaria. Cabía la posibilidad de que su esposa estuviera pronto en Block Island, y quería protegerla.
La mañana del domingo 17 de junio, James Emott y Duncan Campbell alquilaron una balandra en Newport para que los llevara a Block Island. El abogado neoyorquino y el vicejefe de correos de Boston, ambos con peluca, casaca y zapatos de hebilla y un poco maltrechos a causa de la penosa galopada de dos días, permanecieron en cubierta de la balandra mientras esta salía de la bahía de Narragansett rumbo al canal. El capitán Kidd había pedido a Emott que le llevara una peluca, y el abogado delegó acertadamente la tarea en Duncan Campbell, que era más joven. Es posible que pensar en la señora Kidd —ahora una encantadora mujer de veintiocho años— estimulara la vanidad del capitán, o quizá la peluca tenía la finalidad de darle un aspecto respetable cuando entrara en Boston. Duncan Campbell compró una peluca de la máxima calidad y otros pequeños artículos que necesitaba Kidd.
Emott y Campbell avistaron el San Antonio y saludaron al barco, y el bote de Kidd acudió para llevarlos a bordo. Los tres hombres bajaron al camarote y los dos emisarios de Boston transmitieron la invitación del gobernador a Kidd, quien a su vez contó a Campbell una versión abreviada y matizada de su odisea de tres años. A Kidd le gustó de inmediato aquel escocés, Duncan Campbell, y los tres hombres hablaron largamente. Desconfiado como de costumbre, Kidd acabó llegando a la conclusión de que las palabras de bienvenida eran demasiado vagas, como también lo eran las insinuaciones sobre un posible perdón: él quería algo por escrito, una carta.
Así pues, Kidd decidió enviar a Campbell de vuelta a Boston para que consiguiera una promesa por escrito, pero, antes de despachar a su mensajero escocés, le hizo entrega de unas pequeñas y exóticas muestras de agradecimiento: dos pañuelos moteados (un artículo de lujo en aquellos tiempos en que a menudo la gente seguía sonándose por el procedimiento de apretarse con fuerza un orificio nasal y descargar el otro al suelo) y algo más de trescientos gramos de té. Asimismo, Kidd le pagó cuatro monedas de oro por la peluca —más de lo que había costado— y le dio una cantidad similar para cubrir los gastos del viaje.
Una vez hubo desembarcado del transbordador de Rhode Island, Campbell corrió literalmente a Boston por caminos llenos de curvas y baches: a punto estuvo de matar a su caballo de alquiler, y llegó a la ciudad en poco más de un día, después de la puesta del sol del domingo 18 de junio. El lunes por la mañana, Campbell se presentó ante el consejo del gobernador, reunido en pleno y con la presencia de lord Bellomont. Asistían a la reunión algunos de los hombres más poderosos de Nueva Inglaterra: el juez Samuel Sewall, Wait Winthrop, Peter Sergeant, John Phillips y Elisha y Eliakin Hutchinson. Se suponía que aquella junta de consejeros locales actuaba como mecanismo de control sobre el gobernador real. Solo entonces Bellomont los informó de la reunión que seis días antes había mantenido con el abogado de Kidd.
Duncan Campbell, recién llegado de la balandra, explicó que el capitán Kidd juraba que no era culpable de ningún delito y que su tripulación se había amotinado para ir a dedicarse a la piratería con Culliford en el mar Rojo.
Campbell se dirigió a la augusta asamblea: «Debido a lo que sus Hombres han tenido conocimiento en las Indias-Occidentales de que se los ha declarado Piratas —explicó de parte de Kidd—, no consentirán en entrar en ningún Puerto sin alguna Garantía de vuestra Excelencia de que no se los encarcelará ni importunará».
Lord Bellomont redactó una carta.
Boston, 19 de junio de 1699
Capitán Kidd,
El pasado Martes entrada la Noche acudió a mí el Sr. Emott, quien me dijo que venía de vuestra parte, pero no se atrevía a decirme dónde se había separado de vos; tampoco yo lo presioné para que lo hiciera: me dijo que habíais llegado a Oyster Bay, en la Isla de Nassaw, y habíais mandado que lo buscaran en Nueva York. Me propuso que os otorgara un Indulto: Yo respondí que nunca hasta entonces había otorgado ninguno.
Y que me había impuesto a mí mismo una Norma, la de no otorgar a Nadie un indulto sin el Permiso o el Mandato expreso del Rey: Él me dijo que os declarabais y proclamabais vuestra Inocencia; y que, si era posible persuadir a vuestros Hombres de que siguieran vuestro Ejemplo, vos [no vacilaríais en venir] a este Puerto, o a cualquier otro de los Dominios de su Majestad: Que admitíais que se habían capturado Dos Barcos; pero que vuestros Hombres lo hicieron violentamente, contra vuestra Voluntad; y que se habían portado con vos de modo bárbaro, encarcelándoos, maltratándoos la mayor Parte de la Travesía, y tratando de asesinaros con frecuencia.
El Sr. Emott me entregó Dos salvoconductos Franceses, tomados a bordo de los Dos Barcos que saquearon vuestros Hombres; Salvoconductos que tengo bajo mi Custodia; y me inclino a creer que serán un buen Elemento para justificaros… El Sr. Emott también me dijo que en la Corbeta teníais con vos un Valor aproximado de 10.000 libras; y que habíais dejado un Barco en algún lugar frente a las costas de La Española, en el cual había un valor de otras 30.000 libras; el cual habíais dejado en Manos seguras, y habíais prometido ir a buscar a vuestra Gente a ese Barco, en el plazo máximo de Tres Meses, para llevarlos con vos a un Puerto seguro.
Esos son todos los Detalles que puedo recordar que se trataron entre el Sr. Emott y yo: Solo debo añadir que me dijo que mostrabais un gran Sentido del honor y la Justicia, al manifestar, con muchas Aseveraciones, vuestro firme y serio Propósito, en todo momento, de hacer Honor a vuestra Patente y no hacer nunca nada contrario a vuestro Deber y Fidelidad para con el Rey: y tengo que decir en vuestra defensa lo siguiente, que varias Personas de Nueva York, a quienes puedo llamar para atestiguarlo, si es necesario, me han contado, Que por varias noticias procedentes de Madagascar, y de esa Parte del Mundo, recibieron informaciones de que vuestros Hombres se Insubordinaron contra vos en cierto Lugar; que estoy bastante seguro que dijeron que era Madagascar; y que otros de ellos os obligaron, muy en contra de vuestra Voluntad, a capturar y saquear Dos Barcos.
Esta Tarde he deliberado, con el Consejo de su Majestad, y les he mostrado esta carta; y son de la Opinión, Que si vuestro Caso es tan claro como vos (o el Sr. Emott en vuestro nombre) habéis dicho, podéis venir aquí con seguridad, y ser equipado, y armado, para ir a buscar el otro Barco; y no tengo ningún Género de Duda de que se obtendrá el Perdón del Rey para vos, y esos pocos Hombres que habéis dejado; quienes, según entiendo, os han sido fieles, y se han negado, al igual que vos, a deshonrar la Patente que recibisteis de Inglaterra.
Os aseguro, por mi Palabra y mi Honor, que llevaré adecuadamente a cabo lo que acabo de prometer…
El Sr. Campbell os convencerá, de Que esto Que acabo de escribir, es el Sentir del Consejo, y de
Vuestro humilde Servidor
Bellomont firmó la carta, que se encargó de copiar el escribano del Consejo. El gobernador dobló el original y le estampó su sello de lacre. Campbell montó a caballo y se encaminó al sur para comunicar las buenas noticias.
Después de poner en camino a Campbell el sábado 17 de junio, el capitán Kidd había seguido ocupado: navegó al este, hacia la isla de Gardiner, una propiedad privada de más de mil trescientas hectáreas y once kilómetros de longitud, equidistante de los dos brazos de tierra que forman la «horca» de Long Island; el lado nordeste está delimitado por acantilados, y en aquel entonces la mansión familiar se hallaba en el sudoeste, con vistas a la punta más cercana de Long Island; en una lengua de tierra estaba la llamada «Chimenea», donde la gente encendía hogueras para pedir a Gardiner que enviara una embarcación.
Lion Gardiner, un ingeniero escocés que construía fuertes en Connecticut, había comprado la isla a los indios montauk en 1638, a cambio de «un gran perro negro, un Arma & munición, algo de ron, y unas cuantas mantas Holandesas». Los indios habían llamado al lugar Monchonake, pero Lion prefirió denominarlo «isla de Wight». El propietario de la tercera generación, John Gardiner, empleó a los indios montauk para que plantaran maíz y mataran ballenas para él; hablaba con fluidez la lengua india.
Kidd fondeó a un trecho de la orilla e hizo que sus hombres llevaran remando a Emott al modesto muelle. Emott fue andando hasta la casa solariega, le pidió a Gardiner que le proporcionara una embarcación que lo llevara por el canal hasta Nueva York y no se tomó la molestia de explicarle que en aquel bajel situado frente a la costa estaba el capitán Kidd. La siguiente misión de Emott era agradable: tenía que ir a decirle a Sarah Kidd que acudiera a Block Island a reunirse con su marido. El abogado se fue.
John Gardiner, empleando un catalejo desde la orilla, divisó una corbeta con seis cañones y observó también que junto a ella había también anclados otros dos pequeños buques. Posteriormente, Gardiner declararía que dejó que pasaran dos días, pero luego decidió investigar aquellos tres bajeles detenidos tan cerca de su propiedad familiar. Hizo que sus indios lo llevaran a remo en su embarcación ballenera y descubrió que las dos pequeñas naves eran balandras neoyorquinas: una de ellas transportaba un cargamento de ron y tejidos con destino a Martha’s Vineyard cuando alguien convenció al capitán de que le salía más a cuenta virar en redondo.
Gardiner informó de que una de las balandras neoyorquinas estaba al mando de Carsten Luersten y «su segundo es un hombre negro y pequeño que, según se decía, había sido antiguamente el timonel de Kidd» (el hombre de color ostentaba el impresionante nombre de Hendrick van der Heul).
Parece ser que, en aquellos momentos en que Duncan Campbell aún no había regresado, todos quienes se hallaban a bordo del San Antonio empezaron a sentirse algo más inquietos acerca de su situación y del recibimiento de Bellomont, y decidieron que quizá sería prudente descargar parte de las riquezas que llevaban, esconder —llámeselo «desfalcar», si se prefiere— algunas de ellas antes de que los socios de la misión de corso empezaran a contar peniques y hasta el último palo de escoba. Fue entonces cuando media docena de tripulantes de Kidd, los neoyorquinos, aprovecharon la oportunidad de embarcar sus bienes —por lo menos cuatro cofres y diez fardos— rumbo al este, hacia Nueva York y lejos del gobernador Bellomont. Los hombres del otro buque, una balandra descubierta, también apilaron en cubierta grandes montones de mercancías y entregaron un fardo por cabeza a aquellos prominentes ciudadanos de Oyster Bay: uno para el juez White y otro para el doctor Cooper. El resto del cargamento se depositó en un almacén de Stamford, pero posteriormente el capitán Luersten y el segundo Van der Heul testificarían que habían «olvidado el nombre de la persona a quien se le entregó».
Fue entonces cuando Gardiner conoció al capitán Kidd. Siempre bien dispuesto hacia sus paisanos escoceses, Kidd, después del primer par de tazones de sidra, decidió confiar en aquel hombre, y le contó que se dirigía a Boston para visitar a lord Bellomont. Le pidió a Gardiner que se quedara con tres esclavos (dos muchachos y una chica) hasta que él volviera o mandara a buscarlos; el otro accedió a ello, y los indios de Gardiner, vestidos de ante, llevaron remando a la costa a los tres preadolescentes malgaches. Ninguno de aquellos esclavos infantiles sabía una palabra de inglés, y toda la comunicación se realizaba haciendo señales con las manos. El pirata Gilliam también envió a tierra un pequeño cofre con casi un kilo de oro y algunas piedras preciosas en su interior. Unas dos horas después, Kidd despachó hacia la orilla el bote de la corbeta con dos fardos de mercancías y otro muchacho negro. Asimismo, los grumetes de Kidd guardaron en aquel lugar algunos bienes en fardos, con marcas sencillas como RB por «Richard Barleycorn».
Kidd había traído comida de Curaçao, pero quería tener más para la celebración que se avecinaba: el reencuentro con su esposa. «A la mañana siguiente, Kidd quiso que yo acudiera a bordo —declaraba tiempo después Gardiner—, y que llevara conmigo seis ovejas para la travesía de Kidd hasta Boston». Kidd le imploró que se desprendiera de un barril de sidra, y Gardiner envió dos hombres a buscarlo (un barril de sidra contenía 119 litros y pesaba aproximadamente otros tantos kilos). La tradición familiar de los Gardiner sostiene que Kidd quiso que la señora Gardiner le asara un cerdo, lo cual ella hizo tan bien como pudo, y que él le regaló una tela con hebras de oro y un jarro de cerámica con frutas desecadas (los miembros de la familia se han ido subdividiendo durante generaciones aquel pedazo de tela, y actualmente se puede contemplar un retazo cuadrado del mismo que está cedido a la Biblioteca Pública de East Hampton).
Gardiner volvió a tierra y, poco después, Kidd lo saludó disparando cuatro cañones antes de zarpar con rumbo a Block Island. A bordo del desvencijado San Antonio, el capitán Kidd navegaba para esperar el regreso de Campbell en la balandra de Hulin.[42] En cierto modo, estaba esperando que el emperador subiera o bajara el pulgar: Bellomont podía enviar, en lugar de Campbell, un buque de la Armada Real.
Campbell había tomado la carta de Bellomont, había salido de Boston el martes 20 de junio, y había galopado de nuevo hacia el sur. El vicejefe de correos, con aquella importante carta en su poder, cabalgó a galope tendido; el caballo sudaba y jadeaba bajo el calor de principios del verano, hasta que, repentinamente, murió debajo del jinete. Campbell salió despedido hacia el suelo, aunque afortunadamente no se quebró ningún hueso; aquel contratiempo le costó un día. Duncan Campbell llegó al canal el 23 de junio, y la balandra de Hulin viró una y otra vez hacia la zona de encuentro, pero no logró encontrar a Kidd. Finalmente, el sábado 24 de junio, Campbell localizó el San Antonio, lleno de hombres alegres por efecto de la sidra.
Campbell saludó con una alegre sonrisa; con un entusiasmo que no dejaba lugar a dudas, entregó la carta del gobernador a Kidd, que la leyó rápidamente y, lleno de optimismo, escribió apresuradamente una respuesta.
Desde la Rada de Block Island, a bordo de la Corbeta St. Antonio, 24 de junio de 1699
Con la venia de vuestra Excelencia:
Me siento honrado con la amable Carta de vuestra Excelencia del 19 del corriente, recibida a través del Sr. Campbell; que ha llegado a mis Manos en este Día; por la cual os declaro mi Agradecimiento más sincero.
No puedo sino culparme por no haber escrito a vuestra Señoría antes de este Momento, sabiendo que era mi Obligación; pero los rumores, y falsas Historias, que se han contado de mí, hicieron que tuviera miedo de escribir, o de entrar en cualquier Puerto, hasta que pudiera tener noticias de vuestra Señoría.
Comento el Contenido de la Carta de vuestra Señoría: En cuanto a lo que el Sr. Emott y el Sr. Campbell explicaron a vuestra Señoría de mi Proceder, afirmo que es verdad; y mucho más cabría decir de los abusos de mis Hombres, y de los infortunios que he sufrido para conservar el Barco y los Bienes que habían dejado mis Hombres: Noventa y cinco Hombres me abandonaron en un Día, y pasaron a bordo de la Fragata Moca, al Mando del Capitán Robert Cullifar; quien se fue a los Mares Rojos; y cometió varios Actos de Piratería, según me han informado; y me temo (ya que los Hombres pertenecían anteriormente a mi Galera) que han llegado a la Compañía de las Indias Orientales informes contrarios a mí, según los cuales yo he sido el Autor: No cabe en una Hoja de Papel lo que se puede decir acerca del Cuidado que he tenido de preservar el Interés de los Armadores, y de regresar para demostrar mi propia Inocencia. Además, declaro y proclamo, Que nunca cometí, en lo más mínimo, acto contrario a la Patente del rey, ni a la Reputación de mis honorables Armadores; y no cabe duda de que seré capaz de demostrar mi Inocencia; de otro modo no habría tenido ninguna necesidad de venir a estas Partes del Mundo, si no fuera por eso y por el Interés de mis Armadores. Hay Cinco o Seis Pasajeros, que vinieron de Madegasco para ayudarme a traer de vuelta el Barco, y alrededor de Diez de mis propios Hombres, que han venido conmigo, y no querrían aventurarse a entrar en Boston, hasta que el Sr. Campbell hubiera asegurado, Persona a Persona, para ellos, que no se los importunara mientras Yo estuviera en Boston, o hasta que regresara con el Barco. No dudo de que vuestra Señoría escribirá a Inglaterra en mi favor, y en el de esos pocos Hombres que quedan. Ojalá vuestra Señoría persuada al Sr. Campbell de que vaya a Inglaterra, con las Cartas de vuestra Señoría: Que será capaz de dar Cuenta de nuestros Asuntos, y con diligencia intentará asimismo, que pueda haber una rápida Respuesta de Inglaterra.
Deseo que el Sr. Campbell compre 1.000 Quintales de Aparejo, para equipamiento del Barco [el Adventure Prize, en aguas de La Española] con el fin de traerlo a Boston, de modo que yo no sufra retrasos cuando llegue. Tras recibir la carta de vuestra Señoría, me apresuro a encaminarme a Boston.
Esto, junto con mi humilde obediencia a vuestra Señoría y la Condesa, es lo que quiere expresaros, mi Lord,
El más humilde y sumiso servidor de vuestra Excelencia,
WM. KIDD
El capitán Kidd firmó la carta con una rúbrica especial, aguzando la W y la K; luego dobló el papel, lo selló con su anillo y lo entregó a Duncan Campbell, a quien dio también cien piezas de a ocho para cubrir gastos y una cadena de oro y cuatro piezas de muselina fina y calicó moteado para su esposa, Susannah. Acto seguido, Kidd revolvió el interior de su cofre y sacó una caja de plata ribeteada de esmalte dorado: en ella había cuatro medallones de oro con un diamante cada uno, otro diamante suelto y también «un gran diamante (de casi tres quilates) engarzado en un anillo de oro». Kidd le dijo a Campbell que entregara las joyas a lady Bellomont.
Es posible que, antes de partir, el abogado Emott sugiriera aquella estrategia de hacer regalos, o bien que Kidd, ejerciendo de «caballero», considerara que tal era el proceder adecuado. Se trataba de una sutileza relacionada con la problemática posibilidad de que a Bellomont le preguntaran si había recibido personalmente algo de Kidd; en cualquier caso, en aquella época era habitual ofrecer «presentes» a los funcionarios que manejaban los asuntos de uno: Samuel Pepys recibía plata de los proveedores de efectos militares, y el propio Bellomont se esforzaba por encontrar el regalo adecuado con el que acompañar las cartas que dirigía a su patrón, el duque de Shrewsbury. Los regalos aristocráticos constituyen un arte de sutiles matices; por supuesto, cuando Bellomont lo practicaba, no había sombra de nada tan vulgar como un soborno: se trataba de un lord que mostraba su aprecio a otro. En la carta de recomendación que había escrito para Kidd unos años atrás, el fiscal general de Nueva York había declarado al ministro Blathwayt: «Aseguro a vuestra Señoría que estará muy agradecido». Las compensaciones eran la norma, pero, en los niveles sociales más altos, el intercambio de favores era discreto.
El capitán Kidd ordenó al capitán Wood que se acercara a Block Island: había llegado el momento del reencuentro; después de tres penosos años, la mayor parte de ellos en el mar, el capitán Kidd iba a volver a ver por fin a Sarah. Se había arriesgado enormemente viniendo a Nueva Inglaterra.
Aquel hombre, que podía ser violento, distante y desconfiado, amaba profundamente a Sarah, y no cabe absolutamente ninguna duda de que lo enfurecía pensar que la pudieran calificar de esposa de un pirata.
El abogado James Emott había llegado a Nueva York el 20 de junio y le había dicho a Sarah Kidd que se embarcara hacia Block Island con Thomas Clark, amigo de la familia y exjuez de instrucción de Nueva York, que años atrás había comprado algunas propiedades a los Kidd. Clark tenía el sobrenombre de el Rápido, un buen apodo para un contrabandista; a la sazón, mantenía un almacén secreto en Stamford, Connecticut.
Siguiendo instrucciones de su marido, Sarah hizo el equipaje para algo más que una breve estancia. Se llevó consigo toda la plata de la familia, lo cual incluía una jofaina, un pichel, una jarra, una escudilla y numerosas cucharas y tenedores. En aquel entonces, no era insólito que la gente viajara con su propio servicio de mesa de plata: era señal de riqueza y superioridad social (un toque particular de esnobismo lo constituía el tenedor de plata, que Sarah había empezado a utilizar durante los últimos años; la mayoría de los plebeyos seguían comiendo con las manos después de cortar una porción con el cuchillo). Sarah también se llevó doscientas sesenta piezas de a ocho, lo cual representaba una suma importante. Por lo visto, ella y William pensaban en la posible necesidad de huir, tal vez hacia el Caribe.
La señora Kidd viajó a Block Island con su hija, que en aquel entonces tenía seis años y también se llamaba Sarah; la niña solo debía conservar recuerdos muy vagos de su padre, que se había ido de casa cuando ella tenía tres. Las acompañaba una doncella.
Sarah Kidd llegó a Block Island y se alojó en Newshorum, en casa de unos amigos de la familia, los Sands, donde el capitán Kidd ya había dejado dos cañones.
Aquel 25 de junio, Sarah se preparó para ver a su marido. Si iba a la última moda, el vestido que llevaba debía rozar el suelo y estaba provisto de una falda con volantes; debía llevar la cintura ceñida por un rígido corpiño que le realzaba los pechos y, en la parte posterior, quizá seguía la mode luciendo un pequeño polisón.
Sarah Kidd quería acudir acompañada al encuentro, e invitó a ir con ella a Mary Sands (a quien posteriormente las actas judiciales describirían «de 27 años o más») y su esposo Edward, de treinta. Kidd ancló en el extremo oriental de Block Island y los hombres llevaron a remo a Sarah, a la pequeña del mismo nombre y a Mary y Edward Sands.
El aroma del cordero asado, condimentado con nuez moscada y clavo, flotaba en la brisa primaveral; algunos de los hombres incluso se habían bañado y se habían puesto ropa limpia comprada a Gardiner y a los hombres de las balandras de Rhode Island. El mismo rufián Gilliam, a quien siempre le gustaron las señoras, se había restregado un poco; la cubierta del San Antonio había quedado por fin limpia de excrementos de cerdo y paja.
En cuanto a Kidd, lucía una casaca que había guardado con mimo en un baúl durante la mayor parte de la travesía; la peluca nueva, con la raya en medio y de un vivo color castaño, le colgaba hasta los hombros.
Kidd miró abajo desde la borda y se embebió en la visión de su esposa y su hija que se acercaban al San Antonio. El bote llegó hasta el pequeño buque. Sarah se puso de pie y levantó en brazos a su hija, y Kidd tendió las manos hacia abajo y recogió rápidamente a la pequeña Sarah; luego, subieron a bordo a su esposa.
Sarah dio a su marido el abrazo de bienvenida que se merecía un hombre que había arriesgado la vida para volver junto a ella. Debieron salirle a borbotones tres años de historias, tres años de preguntas; aunque hubiera vivido un millón de vidas, nunca habría pensado que su marido se convirtiera en pirata. Sin duda, la pequeña Sarah debió examinar el rostro de su padre, tocando los contornos faciales de aquel hombre desconocido. Con toda probabilidad, madre e hija se pusieron a llorar. ¿Brotaron también lágrimas de los ojos de aquel capitán implacable? Kidd debió maravillarse ante su hija. Horas más tarde, y después de mucha sidra, él y Sarah bajaron a la precaria intimidad de que disponía el capitán a bordo de la corbeta.
El único testigo de la reunión que dejó un relato de la misma fue Mary Sands, y por desgracia optó por centrarse en su encuentro con el «Cap’n Gilliam», aquel viejo pirata cincuentón, de rostro apergaminado y cubierto de cicatrices. Según Mary, Gilliam le contó que estaba muy impaciente por llegar a Rhode Island, donde tenía un amigo que había prometido protegerlo.
A la mañana siguiente, cuando hacía mucho que la fiesta había terminado, el capitán Kidd permitió por fin que Gilliam se fuera, y este logró que un velero lo llevara al norte, hacia Newport. También partió Duncan Campbell, con la amable carta de Kidd para el gobernador y su regalo de agradecimiento para la condesa.
En su carta del sábado 24 de junio, Kidd había escrito que se disponía a poner rumbo al este para doblar Cape Cod y dirigirse a Boston. Pues bien, hizo exactamente lo contrario: se encaminó hacia el oeste, de vuelta hacia la isla de Gardiner.
A pesar de que Sarah no sabía leer ni escribir, por lo visto era muy sagaz, y Kidd, después de hablar con su esposa, cambió de parecer; examinó con un poco más de detenimiento los términos de la carta de Bellomont y reparó en el carácter condicional de su promesa, en aquella frase fácil de pasar por alto: «si vuestro Caso es tan claro como… habéis dicho, podéis venir aquí con seguridad…».
Kidd decidió hacer un intento por ganar más ventaja en los tratos que dentro de poco tendría que hacer con el gobernador y tal vez guardarse incluso un triunfo que le garantizara que se libraría de la cárcel: escondería el tesoro de los inversionistas; de aquel modo, quizá Bellomont se viera forzado a liberarlo para permitir que fuera a recuperarlo.
Kidd regresó a la isla de Gardiner e hizo que Thomas Clark fuera a tierra en un bote y volviera con John Gardiner, a quien le confió un cofre —cerrado con llave, claveteado y envuelto en cabos— que contenía más de veinte kilos de oro y otros tantos de plata. Los jornaleros indios llevaron remando el pesado objeto a tierra, y la tradición familiar sostiene que John Gardiner enterró el cofre de Kidd, lleno de oro, en cierto lugar del campo llamado de los Cerezos (ese punto ha seguido ostentando una señal hasta hoy).
Kidd dejó otro pequeño cofre, también cerrado de modo firme y seguro, que contenía lo que él consideraba sus posesiones más valiosas, después de las anteriores: especias, medicamentos y tejidos de la máxima calidad; en él había piedra de Goa (el valioso remedio para la fiebre que elaboraban los jesuitas de aquella ciudad), un bushel[43] de clavo y nuez moscada, piezas de seda con listas de oro y plata, tejido de plata, muselina fina, seda floreada y delicados calicós blancos. También dejó un fardo de colchas indias de calidad, muchas ellas de seda. Al igual que Kidd, muchos miembros de la tripulación decidieron dejar otros bienes, entre ellos unos cuantos fardos, y el cocinero Abel Owens y el artillero Hugh Parrot dejaron en depósito dos sacos que pesaban más de trece kilos, por los cuales se les dio un recibo. «Y otro de los Hombres de Kidd me entregó —recordaba Gardiner— un saquito de Oro y Oro en Polvo, de aproximadamente una Libra de Peso, para que se lo guardara; y también me obsequió un Fajín y un Par de Medias de Estambre: Y justo antes de que zarpara la Corbeta, el capitán Kidd me obsequió con un Saco de Azúcar».
Posteriormente, Gardiner declararía que no sabía que a Kidd lo habían declarado pirata, pero que, incluso si lo hubiera sabido, no habría actuado de otro modo, ya que «no tenía ninguna Fuerza para hacerle frente».
Kidd fue a la isla de Gardiner acompañado por una corbeta de Nueva York, capitaneada por Cornelious Quick, que tenía que llevar de vuelta al Rápido Clark. Kidd preparó varios cofres y fardos para enviarlos con Clark, y marcó por lo menos uno de ellos con su símbolo característico: una W flanqueada por dos K curvilíneas. El cofre contenía tantos artículos pequeños y dispares y tantos montoncitos de hermosas telas, que casi se diría que Sarah Kidd recibió permiso para revolver y elegir en la bodega del San Antonio: entre otras cosas, había once pequeñas perlas, una madeja de hilo de oro, un saco con más de cuatro kilos de especias y algo más de tres metros de cinta de seda; a ello había que añadir también casi dos kilos de oro, dieciocho de plata y un puñado de documentos muy importantes que Kidd había conservado celosamente a lo largo de su recorrido por medio mundo, incluyendo las cuentas del Adventure Galley que mostraban que había vendido cofres de opio y fardos de seda en la India.
Una vez más, el capitán Kidd trataba de compensar apuestas: le confiaba a su amigo Clark cierta cantidad de mercancías y metales preciosos que pudieran facilitarle la huida; además, quizá estaba cometiendo otro pequeño desfalco. Kidd no era ningún santo: quería demostrar su inocencia, pero también deseaba asegurarse de que obtendría algún beneficio de los mil días de sufrimiento que había pasado.
A bordo de un San Antonio muy aligerado de peso, Sarah y William pusieron proa a Boston. El buque entró en los estrechos de Nantucket y un marinero de cubierta divisó una vela: era una corbeta con base en Boston, bajo el mando del capitán Thomas Way, que regresaba del golfo de Campeche. Se saludaron mutuamente y el capitán Way acudió en la canoa de su barco a visitar a Kidd; acordaron doblar juntos el cabo para entrar en Boston.
El cauteloso capitán Kidd decidió una vez más protegerse de la posible traición del gobernador Bellomont, y convino con el capitán Way que este le llevara en secreto al puerto de Boston un pequeño alijo de bienes: tres pistolas, un pesillo (balanza de dos platillos para pesar oro), una alfombra turca, un reloj pendular de navegación (comprado en el océano Índico al capitán Wright, del Mercante Quedah), un hato de ropa de la señora Kidd y una bolsa de lona que pesaba cerca de tres kilos y contenía doscientas sesenta piezas de a ocho, el dinero de Sarah.
Es evidente que Kidd trasladó de un buque al otro aquellos artículos por miedo a la posibilidad de que el San Antonio fuera apresado. Quería evitar que la ropa y las piezas de a ocho de su esposa se vieran mezcladas en sus problemas; además, aquel dinero podía resultar práctico en caso de que fuera necesario desaparecer con rapidez, como también lo serían las tres pistolas.
El capitán Kidd dobló Cape Cod. Una vez allí, «su corazón lo hizo dudar», según una persona que interrogó a varios de los hombres que iban a bordo. Kidd —con su esposa y su hija al lado, bajo la luz del sol veraniego de Nueva Inglaterra— pensó que quizá sería mejor volver sobre sus pasos para recoger el tesoro en la isla de Gardiner y luego alejarse hacia el nuevo asentamiento escocés en América Central. Confiaba en los escoceses y, con cada rostro amigable que había encontrado —el de Emott, el de Campbell—, había sabido un poco más del grandioso proyecto de Escocia en Darién.
Un año antes, los escoceses habían armado una flota de tres barcos con ciento setenta y cinco cañones y mil doscientos hombres y mujeres a bordo. A su llegada, optimistas hasta la euforia, bautizaron su asentamiento con el nombre de Nueva Edimburgo. Cercados por las leyes de navegación y buscando por todos los medios mercancías que vender en su lugar de destino, se habían visto obligados a llevar consigo artículos de posibilidades comerciales tan dudosas como cuatro mil pelucas hechas con cabello de montañeses para venderlas a los colonos españoles.
Kidd sabía que Inglaterra no tenía ninguna intención de permitir que los escoceses prosperaran. Los lores del Comercio habían decidido respetar las reivindicaciones españolas sobre la región en lugar de las escocesas, y habían enviado a todos los gobernadores ingleses un mensaje prohibiéndoles ayudar a los colonos escoceses.
En el mismo momento en que Kidd estaba doblando el cabo, los lores más poderosos de Londres se hallaban extremadamente preocupados por la posibilidad de que aquel capitán de marina escocés, cuyo tesoro se estimaba entonces en la asombrosa cantidad de medio millón de libras (más que el presupuesto de la Armada Real en tiempo de paz), navegara hacia Darién y resucitara la desfalleciente tentativa de los escoceses. El oro de Kidd podía plantar en las Indias la semilla de un emporio comercial que arrancaría a Escocia de debajo de la bota inglesa.
Kidd estaba en las primeras islas que indican la cercanía de la bahía de Boston; era el sábado 1 de julio de 1699, y hacía mucho calor. En la distancia se vislumbraba Boston: una ciudad apiñada en una sola península de la ensenada, un laberinto superpoblado de menos de dos kilómetros cuadrados en el cual se entremezclaban casas grises de madera con vistosas viviendas nuevas de piedra y ladrillo; la vista estaba presidida en el centro por la aguja de la Old Church.
Kidd suspiraba por reunirse con sus paisanos en el Caribe, pero decidió apostar fuerte y entrar en Boston para demostrar su inocencia. El capitán Wood guio el barco a través de la traicionera entrada del puerto, pasando por la peligrosa orilla de Spectacle Island y bajo los cañones del castillo, hasta el interior del bosque de mástiles de los buques inactivos. A última hora de la tarde, la tripulación del San Antonio echó el ancla a poca distancia de la orilla, y la noticia de su llegada se transmitió de inmediato al gobernador Bellomont.
Si Kidd esperaba una cálida bienvenida o una banda de música, debió quedar profundamente decepcionado: reinaba una calma sobrenatural, pues la ciudad se preparaba para el descanso dominical, que empezaba el sábado al ponerse el sol.
Bellomont no se presentó en persona, sino que envió un saludo a Kidd y encargó que se le hiciera llegar «un abundante refrigerio»; también pidió a la tripulación de Kidd que tuviera la amabilidad de permanecer embarcada hasta el lunes.
Kidd hizo que lo llevaran a tierra en un bote. Sin tomar consigo casi nada del barco, William y sus dos Sarahs caminaron por las callejuelas, en su mayoría sin pavimentar, hasta la humilde casa de Duncan Campbell, adonde llegaron antes del toque de queda del descanso dominical. Era la primera noche que Kidd no pasaba en un buque desde hacía casi un año, cuando había estado en la isla de Sainte Marie, en Madagascar, y la primera que pasaba en tierra con su esposa desde el verano de 1696 en Nueva York, casi tres años atrás.
A la mañana siguiente, un día especialmente caluroso, el capitán Kidd tuvo la oportunidad de acudir a la iglesia y oír a Cotton Mather, famoso a lo largo y ancho de las colonias por su inflamada oratoria: «Antes de mañana por la mañana serás Compañera de los Diablos y los Condenados —había bramado Mather no hacía mucho, dirigiéndose a una madre soltera de diecinueve años condenada a la horca por matar a su hijo bastardo—. Las Cadenas Eternas de las Tinieblas te sostendrán para el Gusano que nunca muere… caerás en manos del Dios Vivo y te asemejarás al Hierro Incandescente, poseída por su Ardiente Venganza».
Lord Bellomont no asistió al oficio religioso aquella mañana, culpando de ello a su gota, que sin duda se había inflamado a causa de la llegada de Kidd; el gobernador no podía caminar sin sufrir dolores atroces.
En Boston, los domingos por la tarde solían ser tan reposados como un depósito de cadáveres, ya que las autoridades prohibían «viajes, trabajo, entretenimientos y diversiones» durante el Día del Señor. Kidd tuvo ocasión de repantigarse con su familia en la intimidad del hogar de Campbell.
La noticia de la llegada de Kidd se difundió rápidamente. El comerciante neoyorquino Abraham DePeyster, que se hallaba en Boston trabajando como secretario del gobernador, se apresuró a enviar una carta que, de modo asombroso, llegó a Nueva York dos días después, el 3 de julio: el jinete del correo debió recorrer a galope tendido los caminos de tierra que atravesaban bosques vírgenes, cambiando de caballo dondequiera que le fuera posible. El destinatario, el doctor Samuel Staats, le mostró la carta al desquilibrado suegro de Kidd, el coronel Samuel Bradley padre: «Ello le causó tanta alegría que tuvo que besar varias veces la carta de Vuestra Señoría debido a las buenas noticias; pues ese bobalicón le tiene afecto al fanfarrón [Kidd]. Envía saludos muy cordiales a Vuestra Señoría y también al honesto Cidt [Kidd] y su esposa».
Robert Livingston, el astuto manipulador, que se hallaba en Albany, también recibió la noticia. La traición más reciente que había cometido contra Kidd se había producido cerca de un mes antes, cuando informó al vicegobernador de Nueva York que se había enterado de que Kidd estaba en el Caribe con medio millón de libras esterlinas a bordo, y le indicó la conveniencia de que alertara a los gobernadores reales para que lo capturaran. Livingston, de cuarenta y cinco años, galopó por los bosques como alma que lleva el diablo —anteponiendo la codicia a la seguridad— para llegar a Boston lo antes posible (la ruta más cómoda habría requerido más de una semana, pues consistía en navegar descendiendo por el Río del Norte —es decir, el Hudson— hasta Throgs Neck y luego al este por la sonda y al norte doblando Cape Cod).
Livingston tenía en Boston un aliado secreto: su paisano escocés Duncan Campbell. Un recibo oculto entre las voluminosas notas comerciales de Livingston revela que, a principios de aquel año, había suministrado a Campbell herramientas por valor de más de veinte libras, lo cual debió dejar endeudado con él al empobrecido Campbell, que en aquel entonces debía mil libras debido a varias aventuras comerciales fracasadas.
Acabado por fin el descanso dominical, Kidd dedicó la mañana del lunes 3 de julio a una rápida operación de descarga; ordenó que se desembarcara el hato de ropa de la señora Kidd de la corbeta del capitán Way, pero, todavía receloso, optó por dejar a bordo el dinero, las armas de fuego, las balanzas, el reloj y la alfombra.
Acompañado de su esclavo malgache, Kidd fue andando hasta el San Antonio. Aparentemente eufórico, decidió distribuir obsequios y regalar un joven esclavo a Duncan Campbell y otro a Robert Livingston (casi todas las familias pudientes de Boston poseían por lo menos un esclavo); también dio a Campbell un exótico bastón para su hijo, así como varios quesos circulares de casi cinco kilos.
El gobernador Bellomont anunció que su gota lo tenía tan postrado que los dieciocho miembros del Consejo tendrían que reunirse en su casa, es decir, en la mansión de Sergeant; acudieron el mismo lunes 3 de julio y se les informó que el gobernador Bellomont había convocado al capitán Kidd para que se presentara ante ellos a las seis de aquella tarde.
La casa de Sergeant, de tres plantas y construida con ladrillo rojo esmaltado, era famosa en toda la colonia por su cúpula y su veleta, consistente en un indio de cobre de un metro ochenta de altura que disparaba una flecha.
Aquellos hombres, que se contaban entre los más poderosos de Nueva Inglaterra, se sentaron a esperar en el amplio recibidor decorado con artesonados de madera, entre exquisitos tapices. Lord Bellomont estaba en un sillón profusamente acolchado, con el pie izquierdo apoyado en un almohadón dispuesto sobre un diván. Kidd llegó puntual; era su primer encuentro cara a cara con lord Bellomont en más de tres años, desde que lo había visto en Dover Street, en Londres.
Bellomont —que solía mostrar predilección por las casacas escarlata con ribetes de oro y por llevar una espada de plata al costado— no se levantó a saludar al capitán Kidd, pero el tono que empleó para dirigirse a él fue afable y cortés. El marino, que casi nunca había estado en presencia de lores, no tenía ni idea de lo que le cabía esperar. Bellomont le pidió que relatara la travesía, y Kidd respondió que su diario había quedado destruido y «rogó a su Señoría que le concediera algún tiempo» para poner por escrito la narración.
Bellomont consideraba, a todas luces, que la larga travesía de Kidd desde las Indias Orientales ya le había dado tiempo más que suficiente para llevar a cabo aquella tarea. El gobernador, con el respaldo de la Junta, «mandó» a Kidd que les presentara un resumen del cargamento que había a bordo del San Antonio y del buque apresado que había quedado en aguas de La Española. Kidd, con su genio habitual, apretó los dientes y volvió a solicitar tiempo para ponerlo por escrito, pero el gobernador insistió en recibir de inmediato un informe oral.
Kidd esperaba que su promotor le diera alguna indicación acerca del modo de proceder en aquella delicada exposición referente a grandes cantidades de dinero, pero, por el contrario, se vio obligado a desembuchar de inmediato.
Kidd enumeró rápidamente las cifras. Dijo que había acudido al norte con dieciocho kilos de oro y treinta y seis de plata a bordo del San Antonio, además de cuarenta fardos de tejidos caros y cinco toneladas de azúcar, y añadió que todo lo anterior lo había comprado en Madagascar mediante la venta de armas, pólvora y jarcias del Adventure Galley (aquella novedad introducida a última hora y que quizá habían ayudado a idear el abogado Emott o el taimado Livingston resultaba de importancia, ya que, si las ganancias procedían de la venta de un barco que, de modo incuestionable, pertenecía a los inversores, quedaba eliminada toda sospecha de piratería). También explicó que el buque de La Española llevaba ciento cincuenta fardos, setenta toneladas de azúcar, diez de hierro, catorce anclas, cuarenta toneladas de salitre, veinte cañones en la bodega y otros treinta montados.

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«El Capt Kid dice [que fue] obligado por sus hombres que han desertado de él a cometer algunos actos de Piratería pero dará buena cuenta de ello al rey y sus armadores», escribió el consejero Wait Winthrop.
En tono cortés pero firme, el gobernador ordenó a Kidd que volviera a presentarse ante el Consejo a las cinco de la tarde siguiente, con el fin de entregar un fajo de documentos escritos como correspondía: una narración de su travesía y facturas de todo el cargamento, firmados por él y por los oficiales principales, así como una lista de su tripulación de ciento cincuenta hombres y de los cien que se habían amotinado. Lord Bellomont mandó al vicejefe de aduanas Hammond que colocara algunos «vistas» a bordo del San Antonio (los «vistas» eran funcionarios de aduanas de bajo rango, cuya misión consistía en asegurarse de que no se descargaba ninguna mercancía de los buques).
Al día siguiente, Kidd llegó con toda puntualidad y trayendo consigo a cinco de sus tripulantes: el cocinero Abel Owen, el mayordomo Samuel Harris, los marineros neoyorquinos English Smith y Humphrey Clay y el artillero Hugh Parrot. Los hombres entregaron una declaración colectiva, cuidadosamente redactada, sobre la travesía (dado que contiene frases similares a las de la que posteriormente presentaría Kidd, cabe pensar que el capitán ayudó a escribirla); en lo tocante a la captura de otros barcos, se limitaban a decir: «Apresamos Dos buques, que llevamos al Puerto de St. Maries».
El Consejo no aceptó que fueran tan lacónicos y los siguió interrogando acerca de las dos capturas; los marineros las describieron con bastante honestidad como dos barcos musulmanes, uno capitaneado por un holandés y el otro por un inglés. El secretario Isaac Addington puso por escrito su testimonio y cuatro de los marineros lo firmaron, mientras que Abel Owens puso su inicial, una O.
A continuación, el gobernador exigió al capitán Kidd su informe escrito de la travesía y el cargamento, así como las listas de la tripulación. Con toda claridad, a Kidd no le gustó aquella avalancha de órdenes que se le daban a un hombre que acababa de llegar después de penosos años en el mar y que, contra todo pronóstico, había ganado dinero para aquel lord abotargado y gotoso; el capitán se mostró ofendido: «Kidd nos trató con una extravagante falta de consideración a mí y al consejo», escribiría mucho tiempo después Bellomont.
Con marcada irritación, el capitán Kidd replicó que no había tenido tiempo suficiente para escribir el libro que se le exigía. El gobernador —más experto en ocultar su enojo— le concedió una prórroga, pero añadió un nuevo y desconcertante plazo: le dijo a Kidd que, si al día siguiente él y la condesa optaban por ir a dar un paseo en carruaje, dispondría de un día más y tendría que entregarlo a las nueve de la mañana del jueves; de lo contrario, debería hacerlo el miércoles a las cinco de la tarde.
Robert Livingston, que había acudido a toda prisa desde Albany, fue a visitar al gobernador. Livingston era un rico comerciante norteamericano sin título nobiliario; Bellomont (cuyo nombre de nacimiento era Richard Coote), un gobernador con título y sin un céntimo. Ambos hombres se sentaron en completa intimidad en el salón de Sergeant. Livingston empezó a hablar con suavidad, pero al cabo de unos minutos —quizá lo turbaran la codicia y el miedo— ya estaba amenazando al funcionario inglés de mayor rango en América del Norte… y amenazándolo en nombre de Kidd.
Alzando la voz, aquel excontable delgado, de nariz ganchuda y tocado con peluca exigió a Bellomont que rompiera de inmediato el documento de fianza de diez mil libras por el que el propio Livingston garantizaba el cumplimiento de la misión por parte de Kidd, así como el resto de contratos; de lo contrario —y Livingston pronunció «todos los juramentos del mundo» para respaldar su amenaza— Kidd nunca traería el buque apresado y entregaría a Livingston sus ganancias en privado. «Aquello me pareció una enorme Impertinencia tanto por parte de Kidd como de Livingston», se quejaba posteriormente Bellomont en una carta dirigida a otro lord.
Nunca se ha encontrado la menor prueba de que Kidd quisiera que Livingston amenazara en su nombre al gobernador Bellomont. Al parecer, durante todo aquel tiempo, Kidd sostuvo la ingenua creencia de que, si duplicaba el dinero de los inversionistas, estos lo salvarían.
En efecto, el gobernador Bellomont y su dama decidieron realizar una breve excursión el miércoles 5 de julio, lo cual proporcionó a Kidd un día suplementario para preparar su relato.
La mañana del jueves 6 de julio, el capitán Kidd preparó otro regalo para lady Bellomont; es posible que atribuyera la escasa cordialidad de la acogida de Bellomont al hecho de que no había «recompensado» lo bastante al gobernador.
Kidd entregó a Duncan Campbell una bolsa de seda verde que contenía más de dos kilos de oro en barras, de un valor equivalente a doscientas cincuenta libras, una cantidad con la que se podía comprar una buena parcela en la zona portuaria de Manhattan; no resultaba demasiado elegante, pero sí muy práctico en aquellas colonias donde escaseaba el dinero en efectivo. Campbell fue andando hasta la casa de Peter Sergeant y pidió ver a lady Bellomont en privado.
En la sede del Consejo, a las nueve de aquella mañana, el gobernador Bellomont y los miembros del organismo esperaban al capitán Kidd; esperaron y esperaron, hasta que, finalmente, mandaron que se fuera a buscar al marino a casa de Duncan Campbell: Kidd acudió de inmediato. El gobernador le pidió los papeles, y Kidd le dijo que los había estado redactando hasta que lo interrumpieron y que, sin duda alguna, cumpliría el plazo que expiraba a las cinco de la tarde; el gobernador lo informó de que el plazo había terminado a las nueve de la mañana, pero lo despidió para que completara su escrito. Tan pronto como el capitán Kidd dejó la sala, el gobernador y el Consejo se pusieron a comentar el nerviosismo con que se comportaba.
Cuando Kidd llegó de vuelta a casa de Campbell, empezó de nuevo a trabajar en su relato con su influyente abogado, Thomas Newton, a quien había conocido en Nueva York durante el juicio por traición celebrado en 1691 contra Leisler. En cierto momento, Duncan Campbell regresó a casa y se llevó aparte a Kidd a otra habitación, donde le informó discretamente que lady Bellomont se había negado a aceptar su regalo, tras lo cual le devolvió al marino la pesada bolsa de seda verde.
El rechazo de la condesa disparó las alarmas de Kidd: aún podía tomar a su esposa y su hija, deslizarse al interior de un bote del puerto y desaparecer; podía ir al encuentro de Thomas Way, recuperar sus pistolas. Ahora bien, quizá el oro en barras fuera un regalo demasiado vulgar, y tal vez solo se tratara de eso.
A punto de presentarse ante el Consejo, Kidd trabajó un rato más en su relato, hasta que la inquietud pudo más que él: hasta aquel momento, después de cinco días en tierra, aún no había tenido un encuentro a solas con Bellomont; esta vez, con tanta temeridad como estupidez, decidió ir a ver directamente al gobernador y enfrentarse con él. Dejó en la puerta de casa a las dos Sarahs, madre e hija; la ira lo empujaba a correr. Se encaminó por Cornhill Street hacia la casa de Peter Sergeant, pues sabía que era allí donde el conde comía a mediodía. La mayoría de los corsarios atrapados en una misión imposible habrían desaparecido, pero él había vuelto; había vuelto: ¿acaso el lord no lo entendía?
En la sede del Consejo, después de que a media mañana Kidd se hubiera ido, el debate había avanzado con rapidez. Lord Bellomont había comentado a varios de los presentes que pensaba que el capitán Kidd parecía muy inquieto: «Parece como si estuviera de paso y decidido a huir», dijo Bellomont a los demás. El gobernador sugirió, y el Consejo asintió, que ya había llegado el momento de emitir una orden de detención contra el capitán Kidd.
Se emitió la orden y el Consejo quedó aplazado. Bellomont se hizo llevar de vuelta a casa de Sergeant y se sentó a la mesa del comedor a esperar que le trajeran la comida; la caballa al horno era un plato habitual en el almuerzo, y solía ir acompañado de fruta fresca.
El capitán Kidd, sin poder apenas controlar la rabia y con la espada balanceándose en el muslo derecho, llegó a la carrera a la puerta de la mansión de Sergeant; lo seguían dos hombres, pero en aquel momento estaban aproximadamente una manzana por detrás de él. Kidd abrió de golpe la puerta; irrumpió en el interior, se detuvo, oyó la voz de Bellomont en la habitación contigua y avanzó con rapidez en aquella dirección. Segundos después, los otros dos hombres entraron en la sala, y uno de ellos, un policía, le gritó a Kidd que se detuviera: «Tengo órdenes de apresaros». Kidd llevó la mano a la empuñadura de la espada.
Kidd miró fijamente a Bellomont. El hombre que acompañaba al policía, Thomas Hutchinson —de veinticuatro años y vástago de una de las familias más prominentes de Boston— se adelantó con calma y se apoderó del brazo del marino. Kidd —cuya vida había transcurrido entre altercados y luchando en el alcázar de sus barcos— podría haberle dado una paliza al joven; se habría podido abrir paso a golpe de espada para huir o llegar hasta Bellomont. El lord gotoso observaba desde su silla. Kidd habría contado con una sólida ventaja. Hutchinson le pidió con cortesía que se sometiera al arresto «como un caballero». Había llegado el momento de luchar, pero Kidd, por una vez, se contuvo: se rindió; en su mente quedó grabada la imagen del gobernador desconcertado y vestido de escarlata.
Los dos hombres escoltaron a Kidd hasta la húmeda y malsana prisión puritana, un deteriorado recinto carcelario que amenazaba permanentemente con desmoronarse. Otros funcionarios policiales corrieron al muelle y hasta el San Antonio, donde encontraron y detuvieron a cinco de los tripulantes de Kidd: el artillero Hugh Parrot, el vigía Gabriel Loffe y tres grumetes, William Jenkins, Richard Barleycorn y Robert Lamley. El resto de la tripulación y los pasajeros, advertidos en secreto o por simple cuestión de suerte, se habían dispersado, y varios de ellos se habían encaminado a la tolerante Nueva York.
El gobernador y sus consejeros enviaron una selecta delegación —formada por el juez Sewell y Nathaniel Byfield, del propio Consejo, dos ricos comerciantes y el vicejefe de aduanas— a casa de Duncan Campbell para que buscaran lo que en ella pudiera haber del tesoro de Kidd. Abrieron por la fuerza el cofre del capitán, y en él encontraron dos jofainas de plata, así como dos candeleros, una escudilla y otros objetos del mismo material, que en total pesaban algo más de dos kilos. En otra bolsa, descubrieron algunas piezas de a ocho, nueve coronas nuevas inglesas, un par de pedacitos de plata, una cadenilla, un botellín, un collar de coral, un retazo de seda blanca y otro de seda escaqueada, todo lo cual constituía los ahorros de toda la vida de la criada de Kidd, Elizabeth.
Estaban a punto de irse cuando se fijaron en un par de petates de marino, que consistían básicamente en la ropa de cama enrollada en la cual los navegantes guardaban sus efectos personales. En el interior de aquellos dos vulgares lechos, encontraron ocultos diez kilos de oro repartidos en seis bolsas, entre las cuales había un hatillo que contenía los dos kilos largos que había devuelto la condesa; también hallaron una bolsa con algo más de cinco kilos de plata.
Al sexto día de su estancia en tierra después de una odisea de tres años, el capitán William Kidd se encontró en la cárcel de la ciudad de Boston; allí lo visitó su abogado Thomas Newton, y juntos concluyeron el relato de su misión, de dos mil quinientas palabras de extensión.
Con la esperanza de que su detención se debiera simplemente al hecho de no haber entregado el informe a tiempo, Kidd hizo que Newton lo presentara la tarde de aquel jueves al Consejo, donde se procedió a leerlo en voz alta (una lectura retrospectiva muestra que el capitán era muy preciso… en todo lo que decía; Kidd pasó por alto el turbio incidente del mar Rojo y el buque portugués Mary). El Consejo dedicó la tarde a acribillar a preguntas a los demás tripulantes; al principio, ninguno de ellos fue más allá de lo que habían declarado inicialmente, pero luego Hugh Parrot y William Jenkins —un aprendiz de dieciocho años procedente de Bow, cerca de Londres, y cuyo patrón había muerto— decidieron que no tenían nada que ocultar. La pareja describió su travesía como corsarios (negando cualquier acto de piratería) y explicó con detalle la descarga de mercancías realizada en el Caribe y en el canal, pero ninguno de ambos hombres reveló el paradero exacto del Mercante Quedah ni del oro de Kidd que supuestamente debía estar en el San Antonio (de aquel modo, Kidd aún conservaría un as en la manga en la isla de Gardiner). Mientras los hombres hablaban, el secretario Isaac Addington fue garabateando una página tras otra con la pluma hasta que anocheció.
Bellomont convocó de nuevo el Consejo para la mañana siguiente —la del viernes—, a las ocho en punto. El gobernador iba a toda prisa antes de que venciera un plazo de otra clase: el sábado, al ponerse el sol, aquella ciudad puritana quedaría cerrada como una tumba.
En la cárcel, Kidd pasó la tarde y el anochecer del jueves exigiendo sin cesar que se le comunicara de qué delito se lo acusaba. Nadie sabía responderle. ¿A cuánto ascendía la fianza? Nadie sabía responderle.
«El aseo está muy cerca de la virtud» no era todavía una máxima cristiana[44], de modo que, al caer la noche, Kidd trató de ponerse cómodo en la paja inmunda. La cárcel era como una caja de madera dura provista de ventanucos con barrotes. Kidd, que la noche anterior había gozado junto a Sarah, se revolvía ahora vestido por el suelo.
Bellomont no tenía ninguna prisa por responder a las preguntas de Kidd acerca de fianzas o acusaciones: su intención era enviar en el próximo barco un mensaje dirigido a sus aristocráticos promotores de Inglaterra, y luego esperar los meses que fueran necesarios para que llegaran órdenes sobre el modo de proceder. Tal vez los lores —que, casi con total seguridad, eran lo bastante poderosos para manipular a su antojo el sistema judicial de las colonias— querrían que se liberara bajo fianza a Kidd o se le permitiera desaparecer llevándose consigo el escándalo. También era posible que desearan que se lo juzgara en Boston, donde los comerciantes-contrabandistas del Consejo se habían negado reiteradamente a aprobar la pena de muerte por piratería. Sin embargo, lo más probable era que prefirieran someterlo a juicio en Londres, donde las procesiones hasta el Muelle de las Ejecuciones proporcionaban un agradable día de «tumulto y ociosidad».

Capítulo 15
En busca del tesoro: una esposa contra un lord gotoso

Jueves por la noche. Con Kidd en la cárcel, la fiebre del tesoro se apoderó de aquel lord gobernador sin un céntimo. En el salón de Peter Sergeant, el criado de Bellomont estaba erguido ante él, informándolo de las actividades que había desarrollado aquel día en el muelle de Boston. Bellomont había enviado al hombre, acompañado de un comerciante de la ciudad, a las tabernas portuarias para que investigara el coste de mandar un barco al Caribe para apoderarse del bajel apresado por Kidd. A base de pagar rones, descubrieron que buques y capitanes estaban listos para partir en cuanto se lo pidieran.
Sin embargo, Bellomont no podía enviar el barco hasta que averiguara adónde tenía que hacerlo. Kidd había situado el Adventure Prize «en algún lugar cercano a la Isla de Mona», pero no había sido más preciso. Bellomont necesitaba un mapa del tesoro. Había detalles que mortificaban al lord y aumentaban su confusión: por ejemplo, que no se encontraran por ninguna parte los veintidós kilos de oro del San Antonio.
Mientras escuchaba a medias el monótono relato del criado acerca de este y aquel capitán, Bellomont captó que el hombre comentaba algo referente a una conversación que había acertado a oír y en la cual un marinero de aspecto rudo había negociado por treinta libras el alquiler de una balandra para ir de inmediato a la isla de Gardiner; el gobernador pidió más detalles, pero el criado sabía poco más. A Bellomont lo invadió el pánico: más de veinte kilos de oro, y por lo visto una balandra navegaba a toda prisa en aquel rumbo para recogerlos. Mientras estaba sentado, inmóvil entre cojines, su gota despertó súbitamente con furia (en cierta ocasión, alguien comparó un ataque de gota con tener diminutas cuchillas de afeitar en el interior de las articulaciones de manos y pies, lo cual hacía que el menor movimiento causara dolores atroces). Aquella noche ya era demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera inquietarse.
Viernes por la mañana. El primer punto del orden del día del Consejo, reunido a las ocho en punto, consistió en designar a los cinco hombres que habían registrado la casa de Duncan Campbell para que formaran un comité encargado de controlar y salvaguardar cualquier tesoro que se hallara. Luego, se hizo entrar a Kidd para seguir interrogándolo.
Bellomont, por más furioso que estuviera en su interior, tenía la capacidad de parecer siempre afable. En cierta ocasión, invitó a cenar con él a unos campesinos de manos encallecidas; como la condesa se comportaba con cierta arrogancia, Bellomont la reprendió: «Señora, deberíamos tratar bien a estos caballeros, pues nos dan el pan». Una frase característica de un actor de talento.
El gobernador trató a Kidd con cortesía. Con una sonrisa, sugirió que, si Kidd contaba la verdad acerca del paradero del conjunto del tesoro, «se lo enviaría en persona a buscarlo». Bellomont preguntaba, pero Kidd no respondía. Entonces, jugando con su corazonada, el gobernador le dijo a Kidd que sabía que el oro estaba en la isla de Gardiner; Kidd vaciló, y luego respondió: «[Lo] dejé bajo la Custodia del Sr. Gardiner de la Isla-de-Gardiner, cerca del Extremo Oriental de Long Island, pues temía traerlo por Mar. Está en un saco puesto dentro de una pequeña caja, cerrada y claveteada, envuelta en cabo, y sellada». ¿Dónde estaba el recibo? «No tomé del Sr. Gardiner ningún recibo por ello».
Bellomont le preguntó dónde estaba el Adventure Prize, y Kidd, decidiéndose a confiar en las palabras del lord según las cuales se le permitiría ir a buscarlo, contestó: «El barco se quedó en St. Katharina, en la parte Sudeste de La Española, a unas 3 Leguas a Sotavento del extremo Occidental de Savano».
Después de muchas más preguntas, Kidd oyó la última: «¿Y el oro de los petates de casa de Duncan Campbell?». Kidd miró fijamente a aquel noble lord que podría haberle dado la bienvenida, y que quizá aún podía hacerlo: «Pensaba darlo como obsequio a algunos de quienes esperaba que me trataran con Benevolencia», respondió.
Fueran cuales fuesen sus faltas, resultaba claro que, en aquellos momentos, Kidd estaba tratando de mostrar que para él el honor significaba más que el dinero. Se había sumido en una especie de visión de sí mismo como un caballero que hablaba con un igual, y, al hacerlo, había malgastado los ases que le quedaban en la manga. La recompensa por su honestidad, por revelar los lugares exactos, fue que lo trasladaran «por mandato… de los Jueces de paz» de la cárcel de la ciudad a la de Su Majestad.
Comprendiendo por fin lo desesperado de su situación, Kidd exigió que el notario público, un tal señor Valentine, presentara en su nombre y en el de su tripulación una «Protesta Oficial» por su encarcelamiento, que consistía en un detallado documento en que se atribuían a los amotinados todos los actos de piratería. La protesta fue ignorada.
Bellomont advirtió al carcelero de la Corona, Caleb Ray, que, so pena de un severo castigo, no diera a Kidd ni a sus hombres la menor oportunidad de escapar. El mes anterior, dos presuntos piratas —el tuerto Tee Witherly, de dieciocho años, y Joseph Bradish, un hombre con la cara acribillada de hoyuelos— habían escapado con la ayuda de una mujer que les había proporcionado bajo mano una lima, y luego habían huido a territorio indio. Ahora, Caleb Ray iba a tener que vigilar a un hatajo considerable de piratas: ya tenía bajo custodia a más de una docena de hombres de Witherly y Bradish, y, a raíz del caso Kidd, los funcionarios habían detenido también a Edward Davies, el enorme bucanero, y habían encarcelado igualmente al capitán Samuel Wood y su segundo de a bordo, de la corbeta San Antonio, así como a Thomas Way, que había introducido furtivamente en Boston unos cuantos objetos para Kidd.
En el momento en que pudo escaparse educadamente del Consejo, Bellomont entró cojeando en la sala contigua, llamó a su criado y, luchando con el dolor de su mano derecha, garabateó una nota para Gardiner (sin nombre de pila: por lo visto, Kidd había confiado más de veinte kilos de oro a un hombre a quien solo conocía por el nombre de Gardiner). Bellomont hizo aquello en completo secreto; la nota tiene el aspecto de haber sido escrita a toda prisa.
Sr. Gardiner
he encerrado al Capt. Kid y a algunos de sus hombres en la cárcel de esta ciudad, ha sido interrogado por mí mismo y por el Consejo y ha Confesado entre otras cosas que dejó con vos una porción de oro guardada en una caja y además algunas otras porciones todo lo cual os exijo en nombre de su Majestad que me traigáis Inmediatamente aquí para que pueda tomarlo para uso de su Maj.td y recompensaré la molestia de vuestra Venida aquí.
Soy vuestro amigo & servidor,
BELLOMONT
Bellomont firmó la carta, la dobló y le impuso su sello de lacre, e inmediatamente despachó a un mensajero que cabalgó a toda velocidad hacia el sur, en dirección a Bristol, con el fin de tomar un transbordador a Rhode Island, galopar al sur hacia Newport y embarcarse en un bote hasta la isla de Gardiner. ¿Quién llegaría primero, el misterioso desconocido que había alquilado la balandra para doblar el dedo torcido de Cape Cod, o el hombre de Bellomont? Ambos estaban a merced de los vientos, pero no tanto el servidor de Bellomont como su oponente. Veintidós kilos de oro aguardaban al vencedor.
Bellomont había enviado el mensajero en secreto; también siguió buscando en secreto un barco para enviarlo al sur, hacia el Caribe, y no puso sobre aviso al Consejo de ninguno de los primeros intentos que realizó para encontrar el tesoro.
Quizá fuera Sarah Kidd quien había enviado al misterioso desconocido que alquiló la balandra, o tal vez fuera Robert Livingston. Había empezado la carrera.
Sábado, 8 de julio. «Tengo la Desgracia de estar enfermo de Gota en un momento en que tengo gran cantidad de asuntos con que ejercitar tanto la cabeza como la mano». La reunión del Consejo se anuló. Bellomont había obligado a un buque mercante que se dirigía a Inglaterra a esperar desde el jueves (6 de julio) una carta que tenía que escribir, pero el capitán se negó a quedarse más allá de la tarde del sábado, antes de que se iniciara el descanso dominical. Aferrando la pluma con sus dedos doloridos (pues no se atrevía a dictarle a nadie), Bellomont garabateó una carta larguísima destinada a la Junta de Comercio, en la cual describía el modo en que había capturado a Kidd. La buena educación moderaba su jactancia: «no será una noticia que vuestras Señorías reciban con desagrado…». El gobernador justificaba sus distintas estratagemas, como la de haber hecho que su esposa aceptara las primeras joyas enviadas por Kidd para imbuir engañosamente al marino de una falsa sensación de confianza. Dobló la nota y le impuso el sello de lacre. A partir de aquel momento, Bellomont no podía hacer otra cosa que esperar, y otro tanto le sucedía al capitán Kidd: encerrado en una prisión atestada y calurosa, no le cabía sino esperar.
Domingo, 9 de julio. Día de descanso sagrado. Bellomont se encontraba demasiado mal para salir de casa, pero más de un tercio de los ciudadanos —en particular los más acaudalados— asistieron al servicio religioso: era un día de comunión con Dios. El diario de Cotton Mather de aquel fin de semana muestra cierta preocupación, en el frente de la devoción, por los nuevos predicadores de Brattle Street: «Ahora no puedo sino comentar algo prodigioso. Han llegado entre nosotros varios tunantes que aparentan predicar el Evangelio con un celo por encima de lo común, pero los Ojos Llameantes del Señor Jesucristo, que ha sido ofendido por los Hipócritas, han demostrado enseguida su Sagrada Predilección por sus Iglesias… detectando un plagio escandaloso en sus sermones».
Lunes, 10 de julio. Lord Bellomont seguía estando demasiado enfermo para asistir al Consejo; la espera de noticias acerca del oro lo atormentaba. Martes, 11 de julio. El Consejo —impaciente por ponerse en acción— acudió al encuentro de lord Bellomont a casa de Peter Sergeant. Bellomont continuaba con el alma en vilo respecto a la isla de Gardiner, donde quizá estuvieran esperando diez cofres de oro. Las actas oficiales de aquella reunión del Consejo —que fueron las únicas que se enviaron a Inglaterra— muestran que el único asunto de importancia que se trató fue el envío de un barco al Caribe para que trajera el botín que se hallaba a bordo del Adventure Prize de Kidd; sin embargo, tal discusión no se llevó a cabo jamás.
Los borradores de las actas de la reunión del Consejo, que se conservan en los Archivos de Massachusetts, no hacen mención alguna del envío de nadie a buscar el tesoro: por lo visto, Bellomont —temiendo después de la reunión que sus esfuerzos secretos por hacerse con el tesoro parecieran sospechosos— adaptó las actas para que lo mostraran trabajando públicamente para traer las mercancías y ponerlas a disposición del rey y el Almirantazgo.
¿Qué sucedió en realidad en aquella reunión? Se aprobaron varios impuestos, por ejemplo uno sobre la venta al por menor de vino y licores, y otro que afectaba a las personas y las propiedades; también se discutieron mejoras de la cárcel municipal y el sistema judicial, y seguidamente «se sometió a primera y segunda lectura y se aprobó pasar a la redacción definitiva de un proyecto para la asignación por parte de esta Asamblea de mil libras del impuesto sobre Personas y Propiedades al uso de su Exc.a el Conde de Bellomont». Los comerciantes locales estaban dando coba a Bellomont para que siguiera su programa (tiempo después, la reina Ana prohibiría aquellos regalos a los gobernadores coloniales).
Asimismo, se sometió a una primera lectura un proyecto para la «[nueva] Constitución del Colegio Universitario de Harvard», así como otro «para mejorar la confección de las Actas Públicas» (ninguno de los respetables señores que discutieron en aquella ocasión el proyecto sobre las actas sabía que, irónicamente, aquel mismo resumen del Consejo se expurgaría a conveniencia del gobernador).
Aquella noche, Wait Winthrop, miembro del Consejo, escribió una carta a su hermano John Winthrop, gobernador de Connecticut; después de un resumen de la situación de los negocios familiares, añadía bromeando: «El Capt. Kid y su tripulación están aquí secuestrados».
Para aumentar el sufrimiento de Bellomont, el ataque de gota le causó un acceso de fiebre, y el delirio hizo que su fantasía convirtiera el oro de Kidd en una montaña de tesoros. En distintos momentos, tuvo también la convicción de que Duncan Campbell (su mensajero) y Robert Livingston (promotor, como él, de la misión de Kidd) estaban tratando de «hacer trampas juntos y Malversar parte del cargamento [de Kidd]».
Miércoles, 12 de julio de 1699. Robert Livingston fue acusado oficialmente de desfalco y se lo convocó a prestar testimonio ante el Consejo. Livingston negó haber recibido ningún tesoro, pero susurró en tono confidencial que Kidd le había informado de que había ocultado el oro en algún lugar del canal de Long Island. El Consejo y Bellomont le apretaron las tuercas hasta que finalmente Livingston admitió que… Duncan Campbell había recibido cien piezas de a ocho de Kidd. Las preguntas directas que vinieron a continuación tuvieron como resultado otras tantas negativas, hasta que el gobernador dejó a un lado la suavidad de su tono. Entonces, Robert Livingston recordó milagrosamente que, no hacía mucho, el capitán Kidd le había contado que el oro estaba oculto en la isla de Gardiner. Livingston también se acordó de repente de que Kidd les había regalado a él y a Campbell un joven esclavo a cada uno (algún tiempo después del interrogatorio, Robert Livingston sufrió «un acceso de melancolía» y se trasladó «de Albany a una casa de campo entre aquella & N. York, con la decisión de no entrometerse en más negocios»; posteriormente, explicaría a Bellomont que él y su familia estaban «mortalmente asustados» por la posibilidad de verse obligados a pagar la fianza de diez mil libras y quedar arruinados).
Duncan Campbell, en cambio, fue minuciosamente preciso a la hora de identificar todos los artículos que se le habían entregado, incluyendo los pañuelos moteados. (Posteriormente, Duncan Campbell seguiría solicitando al Consejo que se le reembolsaran los gastos; su modesto negocio como intermediario en Boston de los comerciantes de Nueva York quedó pronto estropeado, ya que a los neoyorquinos los enfureció que hubiera traicionado a Kidd.)
Bellomont, que estaba de un humor de perros debido al escurridizo tesoro de Kidd, se desahogó de su enojo a expensas de un proyecto destinado a refundar el Colegio Universitario de Harvard: la carta de constitución de Harvard, el primer centro universitario de América del Norte, había caducado; Boston sentía un profundo orgullo por aquella institución académica y marcadamente religiosa, en la cual era costumbre habitual leer en voz alta las escrituras a los estudiantes y cuyo presidente era, desde hacía mucho tiempo, el predicador Increase Mather.
Aquella asamblea de bostonianos —gentes de una ciudad famosa por proclamarse a sí misma el «Lugar Elegido»— había incluido en el proyecto sobre Harvard una cláusula que requería que el presidente y el vicepresidente de la institución fueran congregacionalistas o presbiterianos, sin que pudiera aceptarse para el cargo a miembros de otras sectas. Bellomont, que era anglicano, exigió que el Consejo eliminara aquel requisito injurioso; el Consejo pasó cinco días valorando su petición.
Con todo, las preocupaciones íntimas de Bellomont se centraban más bien en los preparativos que estaba ultimando para alquilar un barco de trescientas toneladas y veintidós cañones, con una tripulación de sesenta hombres, para que navegara junto al San Antonio hasta el Caribe con el objetivo de enfrentarse a los piratas de Kidd y recuperar el cargamento. Aquella travesía de dos meses le costaría al gobierno mil setecientas libras, un voluminoso gasto que causaba inquietud al gobernador.
Aquella noche, lord Bellomont recibió una carta de Nueva York en la que se afirmaba que acababa de llegar a aquella ciudad una corbeta procedente del Caribe: «Se dice… que la tripulación que el Capt. Kid había dejado a bordo de su bajel ha tomado… y vendido en Curaçao la mayoría o la totalidad de las mercancías que aún había a bordo… ya han partido hacia Holanda tres bajeles con esas mercancías».
¿Era cierto el informe? Bellomont decidió esperar a tener más información antes de autorizar la entrada en acción del gran barco que estaba contratando; su angustia iba en aumento, y seguía sin recibir noticias desde la isla de Gardiner sobre los cofres de oro. Entonces llegó otro informe de Nueva York: el 10 de julio, Stephen van Cortlandt había interrogado a cuatro de los marineros que iban a bordo de la pequeña corbeta caribeña, quienes dijeron que un mes atrás habían estado bebiendo en Curaçao con el piloto de Kidd, llamado Ware, y que William Whitley había vendido diez fardos al precio de saldo de mil piezas de a ocho. Bellomont se obligó a seguir esperando en lo tocante a la autorización de su barco y, entretanto, envió a dos miembros del Consejo a interrogar a Kidd en prisión.
Durante toda aquella semana, la gota y la fiebre de Bellomont lo castigaron implacablemente, exacerbadas por la espera de la llegada de Gardiner y el tormento de tener que decidir acerca del envío al sur del barco. Bellomont era consciente de que, si daba un paso en falso en aquel escándalo, podía perder el cargo de gobernador y, lo que era más importante, sus influyentes amigos.
En aquellos momentos, y con suma discreción, el capitán Kidd se dedicaba a preparar la huida, tratando de congraciarse con el carcelero Caleb Ray y de reunir un soborno suficiente para recuperar la libertad. Entretanto, seguían sin llegar noticias de la isla Gardiner: ni las tenía Bellomont, ni las tenía Sarah.
El lunes, 17 de julio, Bellomont recibió otra carta de Nueva York, que en este caso contenía una declaración jurada de un capitán holandés, Nicholas Evertse, que acababa de regresar de Curaçao. Según decía, había visto el buque de Kidd ardiendo en una laguna de la costa de Santa Elena, cerca de La Española, «lo cual fue el pasado 29 de junio, cuando lo vi en llamas».
Bellomont, que estaba a punto de cerrar el contrato de alquiler de la gran nave que debía dirigirse al sur, cambió al instante de parecer: «Se dice que han quemado ese noble buque —escribía Bellomont—, y sin duda fue por orden de Kidd para que el Buque no fuera prueba contra él, pues no quiso confesarnos que su nombre era Quidah-Marchand, aunque sus hombres sí lo hicieron».
Entretanto, el capitán Kidd languidecía en la cárcel de Su Majestad junto con los otros presuntos piratas; a nadie se lo había acusado oficialmente de nada, lo cual incomodaba a algunos jueces (condición que también ostentaban algunos miembros del Consejo). Aquel mismo lunes, el capitán Sam Wood y el segundo Moses Butterworth, marinos contratados que habían pilotado el San Antonio, presentaron una instancia en la que se quejaban de que se los hubiera retenido durante dos semanas sin acusarlos oficialmente ni interrogarlos; se estaban consumiendo, literalmente, a causa del escaso alimento que, a razón de seis peniques diarios, les proporcionaba la colonia de la Bahía de Massachusetts: «Soy forastero y no tengo nada con que aliviarme, pues me lo quitaron todo a mi llegada a este puerto». En aquellos tiempos, la cárcel suministraba pan y agua, y los platos principales eran estrictamente a la carta. La petición de aquellos hombres quedó arrinconada cuando un mensajero sin aliento interrumpió la reunión del Consejo para comunicarle muy buenas noticias a Bellomont.
Navegando en una embarcación diminuta, John Gardiner acababa de llegar al puerto de Boston para entregar el oro que Kidd había dejado en la isla de Gardiner. Posteriormente, Bellomont contaba así la historia: «Mi Mensajero [se había] apresurado, y estuvo con Gardiner antes que nadie, y Gardiner, que es un hombre muy acaudalado, trajo el tesoro sin dilación, y siguiendo mis instrucciones lo entregó a Manos del Comité. Si las Joyas son buenas, como se supone que son, aunque yo no las he visto todavía, ni el oro y la plata traídos por Gardiner, valoramos la parte que ha traído (Oro, Plata y Joyas) en 4.500 libras. Y además Kidd le había dejado Seis fardos de Mercancías, uno de los cuales era el doble de grande que cualquiera de los demás; y Kidd lo encargó en particular de aquel fardo, y le dijo que tenía un valor de 2.000 libras». Bellomont envió una balandra a recoger el resto; el comité esperaba que el tesoro completo pudiera alcanzar las catorce mil libras. Bellomont había ganado la carrera a la isla Gardiner.
Recién obtenida aquella victoria, el lord buscador de tesoros se aplicó de inmediato a seguir febrilmente una serie de oscuras pistas. Bellomont se enteró de la descarga realizada por Kidd en Nueva York: «Creo haber dirigido [al vicegobernador] a un lugar donde encontrar un Botín en una casa de Nueva York, que por un indicio que he tenido… He mandado investigar en otra parte cierto lugar, muy sospechoso de haber recibido otro depósito de oro de Kidd. También estoy persiguiendo a Dos o Tres Astutos Piratas, de los cuales espero dar a vuestras Señorías cumplida Cuenta en una próxima comunicación». Uno de los piratas en cuestión era James Gilliam, el circuncidado asesino de capitanes. «Si pudiera disponer tan solo de un Juez y un Fiscal General buenos y capacitados en York, de un buque de guerra aquí y otro allí, y sus Tripulaciones reclutadas y bien pagadas, expulsaría a los Piratas y la Piratería de toda esta parte septentrional de América, pero como he contado con demasiada frecuencia a vuestras Señorías, me resulta imposible hacer todo esto solo con mi sola persona».
Bellomont iba acumulando lentamente gran parte del botín de Kidd, pero la terrible ironía para aquel lord sin un céntimo era que, para evitar el escándalo y congraciarse con sus pudientes amigos, tenía que embarcar con destino a Londres hasta la última pieza de a ocho y el último grano de oro en polvo: era el gobernador Tántalo.
El capitán Kidd seguía en la atestada prisión. El primer paso para tramar la huida lo dio convenciendo al carcelero, Caleb Ray, de que le permitiera salir de la celda para estirar un poco las piernas y comer bien; es posible que Kidd pensara neutralizar al otro durante aquel paseo o el siguiente, o quizá el capitán se inclinara por negociar el soborno adecuado con Ray.
A última hora del martes, un mensajero irrumpió en el salón del Consejo: alguien había descubierto al capitán Kidd en la casa del carcelero, contigua a la prisión; Bellomont, que ya sospechaba de Caleb Ray, había reforzado la guardia nocturna con más hombres, pero aquello había pasado a media tarde. El gobernador se enfureció y, sin esperar la opinión del Consejo, garabateó una orden en la cual decretaba el traslado inmediato de Kidd a la cárcel de Stone, donde no podría recibir visitas y se le pondrían grilletes. «Sin duda tiene una gran cantidad de oro —explicaba Bellomont—, que es capaz de tentar a hombres que no tienen principios de honor; por lo tanto, para probar el poder del deslustrado Hierro sobre el dinero, le he puesto unos grilletes que pesan 16 Libras… Nunca hubo en el Mundo mayor Embustero o Ladrón que ese Kidd».

* * * *

Ahora, el capitán Kidd estaba encadenado y solo en la cárcel de Stone, con la misma ropa con que lo habían detenido y el humillante y frío hierro desollándole las muñecas y los tobillos. Si se hubiera limitado a comportarse como un pirata y escapar con el oro, habría conservado la libertad y estaría en una situación inmejorable; sus confusos equilibrios entre el corso legítimo y la piratería declarada habían provocado su caída.
Hasta aquel momento, como tenía acceso a su marido, Sarah había seguido sus iniciativas, dando por supuesto como él que aquella breve pesadilla llegaría a su fin cuando el gobernador cumpliera su promesa de protección. Ahora que el gobernador había ordenado personalmente que le pusieran grilletes a Kidd y había asumido la custodia del oro, ya sabía a qué atenerse, y decidió que había llegado el momento de que ella se hiciera cargo de la situación. Sus esfuerzos resultaron mucho más penosos debido al hecho de que Bellomont estaba completamente equivocado sobre una cosa: ni a ella ni a Kidd les quedaba casi dinero en efectivo en ninguna parte; el día de la detención, el comité del tesoro se había apoderado de los petates con el oro y la plata que estaban en casa de Duncan Campbell, e incluso se había llevado las monedas de Sarah y las de su doncella, además de confiscar la vajilla de plata de la familia.
Sarah hizo que un abogado redactara una petición, que presentó al día siguiente a Bellomont y al Consejo, en la cual solicitaba la devolución de la escudilla, la jarra, el pichel, los tenedores y los demás objetos de plata, así como de las doscientas sesenta piezas de a ocho, que, como decía, «había traído consigo desde Nueva York, de los cuales ha tenido posesión durante varios años… como en verdad puede jurar; del mdo Baúl también se tomaron Veinticinco Coronas Inglesas que pertenecían a la Doncella de vuestra Pet’ra [Peticionaria]. Habida cuenta de la Situación sumamente deplorable de vuestra Pet’ra, esta suplica humildemente de la Justicia de vuestras sr’ías Que se proceda a la Devolución de la Vajilla de Plata y el dinero mencionados».
Al pie del documento, la señora Kidd escribió torpemente, con letras de imprenta, una S y una K entre las palabras «Sarah» y «Kidd»; a sus veintinueve años, Sarah Bradley Cox Oort Kidd aún no sabía escribir su nombre.
En aquellos momentos, las relaciones entre el Consejo y Bellomont ya habían empezado a tensarse. El Consejo había rechazado a dos de los candidatos a jueces apoyados por el gobernador y acababa de negarse a aceptar la propuesta de Bellomont sobre Harvard, que contemplaba que los pastores de cualquier secta protestante tuvieran derecho a acceder a los puestos más elevados de la institución: el Consejo prefería que Harvard siguiera sin estatutos antes que permitir que personas impías como aquellas se hicieran con su control. Bellomont no quedó precisamente satisfecho.
Aquel ambiente conflictivo que se había generado súbitamente en el Consejo fue el contexto en que la señora Kidd presentó su petición. El Consejo «Recomendó que habiendo prestado la Sra. Kidd juramento de que trajo consigo desde Nueva York la Plata y el dinero arriba mencionados, le fueran devueltos. Como también que la Indumentaria incautada al Capn. Kidd y Compañías les fuera devuelta». (En medio del calor de julio, los prisioneros llevaban dos semanas sudando la misma ropa.)

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Petición de Sarah Kidd, del 25 de julio de 1699, en la cual solicita al gobernador Bellomont permiso para visitar a su marido. Firmó como buenamente pudo, escribiendo en letras de imprenta sus iniciales.

Ahora bien, mientras que casi todas las peticiones mencionadas en las notas del Consejo de aquella época llevan la indicación «Recomendado y Ordenado», la cuestión de la restitución de las pertenencias de Sarah nunca recibió el «Ordenado» del gobernador Bellomont, que ignoró la sugerencia de sus consejeros y prefirió retener el dinero y la vajilla de plata de Sarah y no arriesgarse a que el capitán Kidd tuviera a mano ningún dinero que pudiera utilizar para sobornos.
En cuanto a la doncella, quedarse sin sus veinticinco coronas inglesas (seis libras con cinco chelines) representó para ella una pérdida incalculable; cuando acabara su contrato de aprendizaje, para lo cual ya no faltaba mucho tiempo, Elizabeth Morris recibiría dos juegos de ropa, pero no cabe duda de que aquellos ahorros que tanto le había costado reunir le habrían sido de ayuda para iniciar una nueva vida.
Dado que sus intentos de recaudar dinero en círculos respetables habían tropezado con rotundas negativas, Sarah optó por una alternativa más turbia, y se puso en contacto con un veterano lobo de mar llamado Andrew Knott, que era el mismo capitán que había vendido un bergantín de dos cañones a Adam Baldridge en aguas de Madagascar. Knott había tenido una carrera sinuosa: primero, en 1690, sirvió al rey y a la patria luchando contra Canadá, pero luego navegó como artillero con el pirata Gilliam en los mares del Sur (es decir, en el Pacífico) y participó en la captura de más de veinticinco presas españolas.
Como no sabía escribir, Sarah —contando, al parecer, con las sugerencias que Kidd le hizo llegar a gritos a través de las rejas— dictó una carta a Knott, que la puso por escrito.
Desde la Cárcel de Boston, día 18 de julio de 1699
Capitán Payen:
Con mis humildes respetos a vos y todos nuestros Buenos Amigos, os envío esta a través de un Amigo mío de confianza que puede hablaros de mi gran pesar y sufrimiento aquí en prisión, a través del cual desearía que me enviarais Veinticuatro onzas de Oro, y en cuanto al resto que tenéis en custodia desearía que lo conservarais en custodia pues es todo lo que tenemos para mantenernos en tiempo de escasez; pero os ruego que entreguéis la suma arriba mencionada al portador de esta, cuyo nombre es Andrew Knott. Y haciéndolo realizaréis un gran favor a quien es vuestro…
SARAH SK KEEDE
el portador de esta os puede informar más extensamente
Una vez más, Sarah estampó sus iniciales, aunque en esta ocasión lo hizo junto a una versión muy mal escrita de su apellido.
Andrew Knott montó de inmediato y se dirigió hacia el sur por la concurrida carretera de cien kilómetros que llevaba a Bristol. A medio camino, se detuvo a pasar la noche en una casa de campo, pues el viejo marino no le veía ningún sentido a esforzarse excesivamente por llegar a Bristol cuando ya fuera oscuro y no hubiera ninguna embarcación a punto de zarpar. Al día siguiente, el capitán Knott llegó a la isla de Connonicut, donde entregó la nota de los Kidd.
El capitán Paine la leyó y luego desapareció en la habitación interior que le servía de dormitorio; volvió cargado con siete barras de oro, las colocó en un «pesillo» (una balanza de platillos) y dijo que pesaban exactamente una libra y tres cuartos (algo menos de ochocientos gramos). Paine, el meticuloso banquero de piratas, escribió la cifra en el reverso de la carta, y Knott le dio un recibo.
El capitán Knott partió poco después, «y en la Carretera, cuando iba de regreso —se lamentaba posteriormente—, el Oro por su peso me rompió el bolsillo y perdí una de las barras». Después de completar el recorrido de ida y vuelta en cinco días, llegó el 23 de julio, pero esperó hasta la puesta de sol del domingo para entrar en la ciudad, pues no quería atraer la atención en las calles desiertas. «Las otras seis [barras] las traje a Boston y la doncella que servía al Capt Kidd… vino a mi casa a pedir el mencionado Oro diciendo que [Kidd] tenía una gran necesidad de él y yo se lo entregué a ella y al Capitán Kidd después de que se me pagaran veinte piezas de a ocho por el viaje y los esfuerzos».
La señora Kidd, por su parte, pesó las seis barras de oro y descubrió que, a pesar de que el recibo indicaba una libra y tres cuartos (veintiocho onzas), en realidad el oro solo pesaba veintidós onzas; una barra de peso considerable se le había caído del bolsillo a Knott (y, sin duda alguna, le había ido a parar al otro bolsillo).
Ahora Sarah disponía de algún dinero para emplearlo en sobornos y comida para su marido; como una onza de oro valía algo más de tres libras, contaba con unas sesenta y seis libras, más de medio año de salario de un capitán mercante.
Así pues, el martes 25 de julio, Sarah Kidd, que volvía a tener dinero para abogados, sobornos y comida, trató de obtener permiso para ver a su marido, que seguía encadenado y languideciendo en solitario.
Ella y su abogado redactaron la petición de modo que fuera del gusto de aquella audiencia familiarizada con la Biblia, cuyo mandato de «creced y multiplicaos» conocía a la perfección. Sarah indicaba que su esposo, además de estar «falto de la asistencia necesaria», también lo estaba de su «afecto». El Consejo insistió en su anterior recomendación de que el gobernador devolviera la plata a la mujer, pero, antes de que se pudiera abordar el asunto del encuentro personal de Sarah y William, Bellomont anunció la disolución de la asamblea. Ostensiblemente inquieto por la posibilidad de que Kidd escapara, Bellomont también ordenó que se prohibiera al guardián Caleb Ray y su familia el acceso a la prisión y se instalaran en ella nuevos carceleros. (Irónicamente, más adelante Ray llegaría a ser un proveedor de pesos y medidas que gozaría de confianza en todas las colonias).
Aquella última sesión del Consejo, celebrada el 25 de julio, fue larga y conflictiva. Durante las semanas anteriores, Bellomont había presionado con fuerza para que la provincia de Massachusetts adoptara las mismas y severas leyes contra la piratería que regían en Inglaterra. Bajo la normativa vigente en Massachusetts, no se castigaba a los piratas con la muerte, sino con el pago de una indemnización que triplicaba el valor de las propiedades robadas. Refiriéndose a las cárceles atestadas y a los piratas que comían a expensas de los puritanos, Bellomont insistía de modo implacable en favor de la pena de muerte, y añadía enfáticamente que las leyes de Massachusetts debían ajustarse a las de Inglaterra. «Tres o cuatro consejeros se pusieron de pie a la vez —recordaba posteriormente Bellomont—, y uno o dos me preguntaron bastante indignados qué tenían que ver con ellos las Leyes de Inglaterra, y uno de ellos dijo que ya estaban demasiado limitados en sus libertades».
Finalmente, el frustrado lord, cuyo ataque de gota había remitido un poco, anunció que en el plazo aproximado de veinticuatro horas iba a dejar Boston para dirigirse a la provincia de New Hampshire, de la cual también era gobernador.
Aquella tarde, entre las seis y las siete, el juez Sewall —tocado con bonete, imparcial y austero— llevó a lady Bellomont a lo alto de Cotton Hill para mostrarle una vista panorámica de Boston, en compañía de otras damas de la alta sociedad como la esposa del abogado Thomas Newton. En presencia de la aristocracia, Sewall se mostraba tan frívolo como el resto de aquellos acaudalados bostonianos: «Las hijas de la Sra. Tuthill invitaron a mi Señora… y le ofrecieron un vaso de buen vino. Mientras pasábamos por la Puerta, pedí Permiso a mi Señora para llamarla: Puerta de Bellomont. Mi Señora rio, y dijo: “¡Qué honor me hace! Encantada”».
Entrada la noche, lord Bellomont se sentó a garabatear una larga carta destinada a los lores del Comercio, en la cual explicaba y justificaba sus actos: «Desearía poder recibir órdenes sobre qué hacer con Kidd y toda su Tripulación y la de Bradish —escribió—, pues según establece la ley del País, aunque se condene a un pirata, no se le puede dar Muerte». Las implicaciones de aquella petición eran claras.
Al mismo tiempo, lord Bellomont envió a Inglaterra un voluminoso paquete con más de veinticinco documentos relacionados con el caso Kidd: el relato del propio Kidd, las declaraciones de los miembros de la tripulación, de Duncan Campbell y John Gardiner, la carta de Kidd a Bellomont y una «Copia de un salvoconducto Francés tomado por Kidd a bordo del buque Moruno Rouparelle», así como una «Copia de un salvoconducto Francés… tomado por Kidd a bordo del buque Moruno Cara Merchant».
En la cárcel de Stone, los nuevos guardianes, encantados de haber obtenido aquel lucrativo empleo, comprobaban cada pocas horas el estado de las cadenas de Kidd. Sarah se alojó en una posada y no volvió a dirigir una sola palabra a Duncan Campbell ni a su esposa. La pequeña Sarah debía de preguntar por qué no podía ver a su padre.
El ardiente sol del verano caldeaba aquella ciudad de Nueva Inglaterra. El nuevo carcelero había puesto al marido de Sarah en un lugar donde ella no pudiera siquiera hablarle a gritos: era como si estuviera encerrado herméticamente en un arcón envuelto en cuerdas y cadenas. Ni Newton ni ningún otro abogado presentaron en ningún momento un hábeas corpus ni una petición de libertad bajo fianza para el capitán Kidd.
El conde proseguía su búsqueda de tesoros. Cuando su comitiva estaba a punto de partir hacia New Hampshire, y después de muchas vacilaciones, Bellomont dio la autorización definitiva al capitán Nathaniel Cary para que llevara el San Antonio de Kidd al Caribe. (La elección del capitán Cary tenía su interés: en 1692, se había acusado a su esposa de ser una de las brujas de Salem; hasta aquel momento de su vida, el capitán Cary había sido un ciudadano prominente y respetuoso con las leyes, pero, temiendo que si llevaban a juicio a su mujer esta terminara ahorcada, la ayudó a escapar, primero a Rhode Island y luego a Nueva York, bajo la protección que representaba el gobernador Fletcher.)
Bellomont tenía la esperanza de que, enviando a Cary, podría recuperar el botín de manos de los comerciantes Burke o Bolton y de los gobernadores de Saint Thomas o Curaçao; también quería confirmar que el Mercante Quedah había ardido realmente en aguas de La Española.
Así pues, el 3 de agosto de 1699, el capitán Cary abrazó a su esposa y sus hijos (algo que fue posible gracias a una fuga de prisión acaecida tiempo atrás) para luego zarpar hacia el sur en busca del tesoro de Kidd.

* * * *

Obsesionado por el tesoro, Bellomont siguió enviando mensajes urgentes al vicegobernador que había dejado en Nueva York, su primo John Nanfan, para que estuviera muy pendiente de los piratas y el botín de Kidd. Sin embargo, los buenos ciudadanos de Nueva York —con setenta buques inactivos en el puerto— solían tomar partido por los piratas y los contrabandistas frente a los aristócratas ingleses. Por lo menos tres de los hombres que habían navegado con Kidd (Martin Skank, Humphrey Clay y John Harrison) andaban con impunidad por las calles de Manhattan. Se llamó a la anciana viuda Dorothy Lee, encargada de cuidar de la casa de Kidd, para interrogarla, pero juró que no sabía nada.
Bellomont atribuyó a simples razones económicas la actitud favorable a los proscritos que mostraba la ciudad. Los cincuenta piratas que habían llegado en junio llenaban las tabernas y los prostíbulos y estimulaban el mercado negro. Bellomont había enviado al vicegobernador una orden para que se encarcelara sin fianza a un presunto pirata, pero aquel trasladó la cuestión al Consejo y este se negó a hacerlo. El fiscal general James Graham, el escocés que había escrito la carta de recomendación de Kidd, argumentó por la mañana en contra de la concesión de la fianza, y por la tarde lo hizo a favor (evidentemente, había comido con un pirata agradecido).
Bellomont estaba convencido de que Thomas Clark, el amigo neoyorquino de Kidd, había recibido el grueso del tesoro del capitán, unas diez mil libras. En agosto, el vicegobernador Nanfan envió una carta al gobernador Winthrop de Connecticut solicitándole que apresara a Clark, que había huido a aquel territorio; la petición fue ignorada.
En la práctica, el único ciudadano que cooperaba plenamente con el gobierno para arrebatar el botín a los piratas era John Gardiner, de la isla de Gardiner, y temía lo indecible por su vida: no le daba miedo el capitán Kidd —que siempre se había comportado como un caballero en sus tratos—, sino cierto malhechor circuncidado y aficionado a cortar cuellos.
El 19 de agosto, Gardiner escribía: «Ahora vivo con [miedo] del hombre que poseía las piedras preciosas, su nombre es James Gilliam. Mientras yo estaba en Boston vino a mi isla y le preguntó a mi Esposa por sus piedras preciosas y dos libras de Oro pero mi Esposa le dijo que no quería tocar nada hasta que yo volviera a casa. Sin embargo, la razón por la que le dijo tal cosa fue que tenía miedo de decirle que me las había llevado».
Gilliam averiguó enseguida la verdad por boca de uno de los asalariados de Gardiner: este había llevado a Boston el botín que él buscaba. En ese momento, el pirata profirió una maldición y murmuró que él no era más que un pasajero del buque de Kidd, según contaría el barquero Edward Sands, que transportaba a Gilliam por el canal y que seguidamente le oyó jurar: «Seré la perdición de Gardiner y su familia, aunque me cueste veinte años: no perdonaré a hombres, mujeres ni niños, incendiaré todas sus casas y graneros y mataré todas sus vacas y ovejas».
En aquella apartada isla, Gardiner vivía solo con su esposa en la casa de la colina, dejando aparte un puñado de jornaleros y unos cuantos indios. Cada vez que el viento hacía susurrar los árboles o las tablas del suelo crujían por la noche, se imaginaba a Gilliam entrando sigilosamente con un puñal en la boca; cualquier brisa podía traer visitantes. «Siempre viviremos con miedo a no ser que [Gilliam] sea apresado y ejecutado», se lamentaba.
Cumpliendo de nuevo la promesa realizada a Bellomont, a fines de agosto Gardiner partió de regreso a Boston para entregar todos y cada uno de los objetos que le quedaban de los que Kidd, Gilliam o cualquiera de los demás le habían dejado en depósito. Así pues, se hizo a la vela con aquellas mercancías, dobló Cape Cod y el 1 de septiembre arribó a Boston, en cuyo muelle ocupó una plaza privilegiada.
Bellomont tenía grandes esperanzas; había soñado despierto con que los fardos y el cofre de Kidd valdrían miles de libras. El comité del tesoro y lord Bellomont presenciaron la abertura por la fuerza de las cerraduras. En el interior, encontraron principalmente especias y tejidos. Bellomont se enfureció, e hizo que dos miembros del comité fueran a la cárcel a ver al encadenado capitán Kidd y averiguaran lo que supuestamente había en aquel cofre tan valioso, lo cual se llevó a cabo el 4 de septiembre.
Con calma, Kidd enumeró «tres bolsas de… piedra de Goa [la medicina para la fiebre], varias piezas de Seda, con listas de plata y oro, tejido de Plata, cerca de un bushel de Clavo y Nuez Moscada mezclados y con paja arriba y abajo, varios paquetes de calicós blancos de buena calidad, varias piezas de Muselinas finas, varias piezas más de seda floreada». A continuación, le preguntaron por el valor de aquellos bienes. «Mayor valor que todo lo demás que dejó en la Isla de Gardiner excepto el Oro y la Plata». ¿Había algo de oro o plata en el cofre? «No».
Bellomont parecía terriblemente enojado con Kidd… por no haber robado más. ¿Apoderarse de medicamentos para la fiebre? La piedra de Goa podía venderse a diez libras la bola, pero aun así… Bellomont seguía pensando que se podía encontrar algún compartimiento secreto, y exigió con impaciencia a los cinco hombres del comité que inventariaran minuciosamente el cofre, algo que ellos hicieron hasta detallar «74 Nueces moscadas» y dieciocho pares de empeines para zapatillas, con bordados de plata y oro.
Bellomont ya no podía hacer con Kidd gran cosa más que mantenerlo detenido hasta que llegara el momento de enviarlo a Inglaterra, si es que alguna vez llegaban tales órdenes. Ahora bien, ¿y si algún astuto abogado local empezaba a presionar en defensa de los derechos de Kidd? Cabía la posibilidad de que un hombre imparcial como el juez Sewall le concediera la libertad bajo fianza.
Bellomont decidió no correr ningún riesgo: el 7 de septiembre, el lord concedió al defensor de Kidd, Thomas Newton, el ventajoso empleo de abogado del rey en los tribunales del Almirantazgo de la Bahía de Massachusetts, Rhode Island y New Hampshire. Después de indicar que aquel hombre era «considerado el mejor [abogado] del país», añadía que estaba muy satisfecho de que Newton —a pesar de que, desde luego, ello no convenía a su cliente, el capitán Kidd— ratificara su interpretación de que la Ley 28 de Enrique VIII (la primera Ley sobre Piratería) autorizaba a los tribunales a encarcelar sin fianza a los piratas.
Bellomont realizó otro nombramiento clave: el notario John Valentine, que en julio había presentado la «Protesta» de Kidd, se convirtió en el nuevo secretario del tribunal del Almirantazgo en la Bahía de Massachusetts y New Hampshire. Kidd se había quedado sin defensores legales.
Aquel mes de septiembre, las hojas de los árboles se resistían a perder su verdor, y el otoño se insinuaba en la brisa; el albañil John Marshall anotó en su diario que a mediados de septiembre se había recogido una cosecha de maíz «bastante buena». Kidd seguía encadenado y aislado, Sarah esperaba y la hija de ambos jugaba con muñecas.
Sin que nadie lo supiera en América del Norte —eran tiempos de comunicaciones lentas—, el 12 de septiembre el Almirantazgo ordenó que el HMS Rochester zarpara de Londres para ir a recoger a Kidd.
La interminable espera de las órdenes reales respecto a Kidd desquiciaba tanto al conde que este decidió incorporarse en persona a la búsqueda del tesoro. Bellomont fue a Rhode Island, aquel semillero de inconformistas, pues había oído que allí vivía sin esconderse uno de los piratas de Kidd, un tal Joseph Palmer: «No se los puede convencer de que mantengan en prisión a un pirata —se quejaba Bellomont hablando de los habitantes de aquel territorio, y añadía—: Los quieren demasiado». Para asegurarse de que Kidd no presentaba ninguna petición, Bellomont se llevó consigo al abogado del rey, Newton, y al secretario Valentine en calidad de consejeros a sueldo.
Si bien el gobernador Cranston de Rhode Island se abstuvo de entregarle a Palmer, sí tenía un obsequio para Bellomont: una declaración del pirata, realizada tiempo atrás y que estaba sin firmar. Al examinarla rápidamente, Bellomont descubrió una imputación sorprendente: Palmer «acusa a Kidd de asesinar a su artillero, cosa que yo no había oído nunca hasta ahora».
En su declaración, Palmer afirmaba lo siguiente: «El Capt. Kidd en un arrebato de cólera golpeó a su artillero, como se ha dicho, con un Cubo ceñido con Hierro, por cuyo golpe no vivió después más de veinticuatro horas, pero yo no estaba en cubierta cuando se descargó el golpe».
Bellomont se emocionó con la noticia: si los salvoconductos franceses lograban de algún modo salvar a Kidd, la acusación de asesinato podía llevarlo a la horca. (¿Por qué Bellomont se había puesto hasta aquel punto en contra de Kidd? Para dejar su inocencia fuera de toda duda, el gobernador tenía dos opciones: o trataba de exonerar al marino —una empresa casi imposible que podía interpretarse como un intento de encubrimiento— o actuaba como un ángel vengador y aplastaba a Kidd por el bien de Inglaterra. Escogió la segunda.)
Bellomont necesitaba encontrar a Palmer. El gobernador Cranston rechazó reiteradamente la petición de su colega de que revocara la fianza del pirata, lo cual hacía imposible —aun en el caso de que lo encontraran— embarcarlo hacia Boston como prisionero. Cranston, que era un veterano de las colonias, acabó conviniendo en que, si localizaban a Palmer, le pediría al joven que fuera voluntariamente a Boston para entregarse.
Frustrada su cacería de piratas, lord Bellomont se dedicó a examinar el desorden reinante en Rhode Island, aquel puerto seguro para librepensadores y disidentes religiosos. Con el abogado Thomas Newton a su lado, Bellomont documentó veinticinco acusaciones contra la colonia; lo escandalizó particularmente que un hombre «brutal, corrupto», John Green, ocupara el cargo de vicegobernador: los espías de Bellomont descubrieron que, veinte años atrás, Green había comentado que «a los ojos de Dios no había más Pecado en que un hombre yaciera con la esposa de otro hombre que en el hecho de que un Toro montara a una Vaca en el Campo» (Green se vio obligado a navegar hasta Inglaterra para defenderse).
Bellomont concluyó su visita y regresó a Boston en calesa. A su llegada, descubrió que aún no había ninguna orden de embarcar a Kidd ni había llegado ningún barco de guerra.
El veranillo de San Martín había dejado paso al otoño, y el capitán Kidd seguía «secuestrado» en Boston; nada se sabía de lo que sucedía en el interior de la tumba en que Bellomont lo había enterrado en vida tres meses atrás.
Después de una sorprendente temporada de calor, en Boston empezó repentinamente a hacer frío: «Un día terriblemente desapacible y tormentoso», escribía el albañil John Marshall refiriéndose al lunes, 6 de octubre. El Consejo reemprendió las tareas rutinarias de gobierno: reparaciones en Castle Island, pagos a la imprenta, concesión de la «condición de soltera» a Abigail Williams, la esposa de un marinero que llevaba seis años en el mar.
Sarah Kidd, que durante por lo menos una década había sido una de las esposas más prominentes de Nueva York, se sentía profundamente frustrada en la glacial Boston. Los fríos vientos sacudían las hojas y las desprendían de los árboles, dejando ramas esqueléticas que se alzaban apuntando hacia el cielo nocturno. El 12 de octubre, Sarah presentó ante el Consejo una sencilla petición en la cual pedía se suministrara ropa de abrigo a Kidd y su tripulación, encerrados en la húmeda y malsana cárcel de Stone. El Consejo recomendó al comité del tesoro «proporcionar… ropa adecuada… para evitar que estén expuestos a sufrir o fallecer a causa del frío»; aquello fue lo que sugirió el Consejo, pero no hay constancia de que el gobernador Bellomont lo ordenara: dejemos tiritar a los prisioneros, debió de pensar, especialmente a ese «embustero y ladrón» cargado de cadenas de hierro.
Por el contrario, el tema que se sometió inmediatamente después a la consideración del Consejo fue debidamente «Recomendado y Acordado»; «que el tesorero pague a Thomas Powell, Posadero, la suma de cuarenta libras ocho chelines… por la estancia y mantenimiento del Carruaje, calesa y caballos de su Señoría del 26 de Mayo al 26 de Julio».
A mediados de octubre, Bellomont recibió la noticia más grata desde que el asunto Kidd se había convertido en un fiasco: abrió una carta procedente de Inglaterra y se enteró por fin de que el Parlamento había dado órdenes al Almirantazgo de que enviara un barco para llevar a Londres a Kidd y los demás presuntos piratas con el fin de someterlos a juicio. El autor de la carta informaba al gobernador de que, cuando recibiera la misiva, el buque de guerra HMS Rochester ya habría recorrido un buen trecho de su trayecto rumbo a Boston; aquella puesta al día tan bien recibida iba acompañada de grandes alabanzas a Bellomont por la captura de Kidd. El lord podía respirar tranquilo: al parecer, su reputación iba a sobrevivir a Kidd; quizá incluso pudiera sacar algún beneficio.
El 23 de octubre, lord Bellomont propuso al Consejo la institución de un día público de Acción de Gracias, que debía celebrarse un mes más tarde, el jueves 23 de noviembre de 1699, en toda la colonia de la Bahía de Massachusetts. Desde la década de 1660, pastores y gobernadores habían venido eligiendo un día de otoño, en ocasiones en octubre, para la fiesta de Acción de Gracias, pero Bellomont, cuando contribuyó a fijar la opción de un jueves a fines de noviembre, no pensaba en los primeros Peregrinos ni en la buena cosecha: daba gracias por el hecho de que, al cabo de poco, cierto pirata neoyorquino iría rumbo a Inglaterra.[45]
La dulce euforia de Bellomont duró poco. Justo al día siguiente, el capitán Cary entró en el puerto de Boston a bordo del San Antonio, de vuelta ya de su misión de búsqueda de tesoros en el Caribe. «Acaba de regresar sin el menor éxito», se lamentaba Bellomont, quien, para ser más exactos, sí recibió un artículo recuperado: un pedazo de cabo chamuscado.
La misión fue mal desde el principio. En Antigua, dos comerciantes habían presentado a Cary unos documentos que demostraban que ellos eran los propietarios del San Antonio (y no Bolton, que era un marino contratado); le dijeron a Cary que estaban escandalizados de que un gobernador colonial hubiera secuestrado su barco y exigieron la devolución inmediata de la nave. El capitán Cary escapó a toda prisa de Antigua, diciéndoles a los comerciantes que llevaran sus quejas a los tribunales.
A continuación, y enfrentándose a vientos contrarios, llegó a la laguna secreta de Kidd en Santa Catalina, donde encontró, amarrado a un árbol… un largo cabo cuyo otro extremo estaba chamuscado y medio sumergido. Cary recuperó aquel cabo quemado, «un cable de fibra», y lo llevó de vuelta como prueba, lo cual constituyó un cruel recuerdo del viaje para el gobernador.
El gobernador de Saint Thomas juró a Cary que ningún ciudadano danés había comerciado nunca con Kidd (omitiendo oportunamente que los alemanes de Brandeburgo habían comprado ciento cincuenta y ocho fardos al comerciante irlandés Burke), y el de Curaçao negó que ningún miembro ni cargamento del capitán Kidd hubiera llegado jamás a la isla.
Para rematar el fracaso de Cary, cuando este fondeó en Jamaica, el capitán del HMS Falmouth le ordenó que saludara arriando la bandera del rey; Cary exhibió su nombramiento emitido por el gobernador Bellomont, pero el capitán Mitchell, de la Armada Real, no se sintió nada impresionado y envió un pelotón armado para que subiera a bordo y arriara la enseña.
Cuando Bellomont se enteró de aquel último desaire, fue presa de un ataque de ira y envió a toda prisa una carta a Londres exigiendo que el capitán Mitchell fuera «castigado de modo ejemplar por su ignorancia e impertinencia». Bellomont añadía: «He sido nombrado Vicealmirante de los Mares, y si no se me puede permitir que proteja un barco que he enviado al mar al servicio de SM en una cuestión de honor tan nimia, mal están las cosas». Mal estaban las cosas para el gotoso lord mientras permanecía sentado en su sillón, manoseando su punta de cabo chamuscado.

* * * *

Tradicionalmente, la época de fines de octubre y principios de noviembre era una ocasión especialmente festiva en Boston, una comunidad protestante que se negaba a celebrar la Navidad. Si bien la ciudad se mostraba remilgada durante el descanso dominical, contaba ocasionalmente con un maestro de baile (que aguantó un año o dos antes de que los Mather lo echaran a puntapiés). El 27 de octubre, el vicegobernador organizó una elegante cena para el gobernador, su dama y distintos prohombres, como el juez Sewall. Bellomont tuvo oportunidad de divertirse un poco, ahora que sabía que pronto llegaría un buque de guerra a recoger a Kidd y los piratas.
Una semana después, con ocasión de la celebración del cumpleaños del rey —el 5 de noviembre—, Sewall anotaba: «El Gob.r invita al Consejo y a otros Caballeros varios al mejor salón del Sr. Sergeant. Se disparan cañones con motivo del Cumpleaños del Rey. Por la noche el Gobernador y el Sr. Newton realizaron unas luminarias». Es decir, que el gobernador y el exabogado de Kidd, Thomas Newton, encargaron conjuntamente una exhibición de fuegos artificiales; aquellos comerciantes puritanos, envalentonados por el alcohol, se precipitaron a las mejores calles de Boston y dispararon salvas hacia el cielo nocturno.
Sin que lo supiera Bellomont, entre quienes disfrutaban de la exhibición estaba también el pirata circuncidado Gilliam, a quien todavía no se había atrapado y que, según se rumoreaba, tenía en sus manos buena parte del tesoro.
Días más tarde, un mensajero entregó a Bellomont un mensaje urgente del juez Peleg Sanford, de Newport, que acababa de enterarse de que Gilliam había dejado Rhode Island para dirigirse a Boston en busca de un barco que lo llevara al Caribe. Sanford se disculpaba por el hecho de que la información fuera de hacía dos semanas, pero añadía que el portador del mensaje podía reconocer la yegua en la que Gilliam había cabalgado desde Rhode Island. «Estaba ansioso por encontrar a aquel hombre», escribía Bellomont, que inmediatamente mandó llamar al funcionario de policía que había capturado a Kidd y le ordenó que aquella misma noche acompañara al mensajero a todas las posadas y tabernas de Boston para buscar aquella yegua. Los hombres caminaron a toda prisa hacia el muelle por las sombrías calles sin pavimentar, moviéndose nerviosamente en el interior del globo de luz que proyectaban sus linternas. Encontraron la yegua en la primera posada, pero el posadero les dijo que el dueño del animal se había ido hacía aproximadamente un cuarto de hora sin decirle nada a nadie.
Bellomont decidió que la caza de piratas era más importante que el descanso dominical, incluso en Boston, y, a la mañana siguiente —era domingo— convocó una sesión urgente del Consejo y comunicó a los reunidos que había en su ciudad un «pirata y asesino de triste fama». El Consejo decretó severos castigos para quienes ayudaran al fugitivo, impuso el bloqueo del puerto y aprobó ofrecer por Gilliam una enorme recompensa de cincuenta libras, «después de lo cual [aquel] día y el siguiente hubo la búsqueda más estricta, que nunca se había hecho en esta parte del mundo», se regocijaba posteriormente el conde. Así pues, se toleró la transgresión masiva del descanso dominical, y centenares de hombres se desplegaron por toda la ciudad registrando casas de arriba abajo, hurgando con espadas bajo las camas, pisoteando la paja de los corrales y separando los cerdos amontonados; por la noche, acabado el descanso religioso, la búsqueda continuó a la luz de las linternas. Sin embargo, los hombres no consiguieron encontrar a Gilliam.
Durante aquella caza del hombre, alguien sugirió discretamente a Bellomont que fuera a preguntar al capitán Knott si sabía dónde se podía encontrar al pirata. Knott, un turbio corsario, negó que supiera nada; entonces, Bellomont mandó que viniera la esposa de Knott y, apartándola de su marido, la llevó a otra habitación, donde, bajo amenaza de cárcel, la mujer admitió que un tal James Kelley había pasado unos días con ellos y tal vez ahora estuviera en Charlestown, al otro lado del río.
Entonces, Bellomont hizo entrar al «viejo Pirata» Knott y le dijo que su esposa lo había revelado todo. Knott admitió que era probable que Gilliam estuviera en Charlestown, y agregó un detalle: «en casa de Francis Dole».
Al instante, Bellomont ordenó con urgencia a media docena de hombres que atravesaran el río a remo (en aquel entonces no había puente) y a toda velocidad; irrumpieron en casa de Dole y registraron el ruinoso lugar, pero no encontraron a Gilliam. Dole, anciano, enfermo y pobre, dijo que jamás había oído el nombre de Gilliam o Kelley.
Los hombres del gobernador se dispersaron en la oscuridad, portando linternas. «Dos de los hombres atravesaron un campo detrás de la casa de Dole, y al pasar por un segundo campo encontraron a un hombre en la oscuridad (pues eran las diez de la noche) a quien apresaron poniendo en ello todo su empeño, y sucedió que de modo tan extraño como afortunado era Gilliam». ¿Dónde había estado el pirata? «Había estado teniendo tratos con dos muchachas unas millas tierra adentro, y volvía de noche a casa de su Anfitrión Dole».
Trasladaron a Gilliam de vuelta a Boston y lo llevaron ante lord Bellomont: «Es el malhechor habitual más insolente que he visto en mi vida», afirmó el conde. Aquel jueves, 16 de noviembre, el judío y el médico, como se ha mencionado anteriormente, examinaron el pene del prisionero y sellaron su perdición.
Gilliam fue trasladado a la cárcel de Stone, que ya estaba rebosante de piratas. Un jefe indio local, Essacambuit, había capturado y entregado a los dos piratas huidos, Joseph Bradish («estatura corriente, bien formado, cara redonda, tez de buen color, algo moreno, marcado de hoyuelos y de unos 25 años de edad») y Tee Witherly («bajo, muy pequeño, negro, ciego de un ojo, 18 años»); a ambos se los encadenó exactamente igual que a Kidd y Gilliam. Para mantener el calor, tenían que moverse, frotarse las manos y patear el suelo, lo cual hacía sonar las cadenas. Hacinados en otra inmunda celda de piedra estaban tres de los grumetes de Kidd, tres marineros y el corpulento Edward Davies. Cerca de ellos se amontonaban asimismo veinte de los piratas (aún no acusados como tales) de Bradish, de edades comprendidas entre los dieciocho y los treinta y cinco años —la mayoría tenían entre veinte y treinta— y entre los cuales había cuatro escoceses y un danés.
El capitán Kidd pasaba veintitrés horas y media diarias confinado en el aislamiento de una pequeña celda sin calefacción, a solas con sus pensamientos. Creía firmemente que no había cometido ningún delito, y se aferraba a la esperanza de que un jurado inglés lo absolvería una vez viera sus salvoconductos franceses, que confirmaban que los dos buques que había capturado viajaban bajo protección francesa y, por lo tanto, eran presas legítimas en tiempo de guerra. Su inquebrantable confianza en sí mismo y la ira que sentía le daban fuerzas, a pesar del frío brutal que se abatía sobre Boston.
Una descomunal y gélida tempestad castigó súbitamente la ciudad: «La Lluvia se congela en las ramas de los Arboles con tal grosor y peso que [se han producido] grandes estragos… en el Bosque y la madera —escribía en su diario el juez Sewall, que añadía—: Muchos Árboles jóvenes y fuertes están partidos por la mitad, y multitud de ramas arrancadas».
Bellomont pagó de su propio —y exiguo— bolsillo un complemento de guardianes armados con el fin de garantizar que ningún error burocrático ni ninguna tacañería puritana pudieran dar a los prisioneros la menor oportunidad de huir.
La cárcel estaba tan atestada que el alcaide recibió permiso del avariento Consejo para contratar a alguien con el fin de «vaciar los retretes». Resulta harto inverosímil que se permitiera salir de las celdas a los prisioneros, de modo que es probable que los «retretes» no fueran más que cubos de excrementos sobre los cuales se colocaban en cuclillas. La subvención para comida se reducía a seis miserables peniques al día por preso.
Día tras día, lord Bellomont esperaba noticias de la llegada del barco de guerra Rochester, que estaba luchando contra el gélido Atlántico para realizar la travesía; cada jornada de retraso aumentaba su inquietud por los prisioneros.
El pirata Gilliam, a quien —a diferencia de Kidd— no se mantenía en régimen de aislamiento, podía recibir visitantes, y uno de ellos le pasó a escondidas una palanca de 75 centímetros y dos limas. La fría noche del 12 de diciembre, Gilliam se limó los grilletes y se los quitó de las piernas, y seguidamente tomó la palanca y arrancó un barrote de la ventana y luego otro; estaba luchando con el tercero cuando el carcelero, que dormía en una casa anexa a la prisión, oyó el estrépito de los barrotes y se despertó. Él y su ayudante redujeron a Gilliam y le pusieron cadenas nuevas. Al día siguiente, Bellomont ordenó que se sujetara a Gilliam al muro y a otro prisionero.
Kidd suspiraba por su esposa. La pequeña Sarah suspiraba por su padre. El gobernador suspiraba por aquel buque de guerra: «Aquí todo el mundo cree que el Rochester se ha alejado de la costa a causa del viento y se ha visto obligado a aproar a alguna isla —escribía Bellomont, que añadía—: Los temporales de invierno de esta costa son más violentos que en cualquier parte del mundo».
El capitán Kidd, que seguía aislado y vestido con ropas de algodón que no lo protegían en absoluto del frío, decidió tratar de tentar a Bellomont: a través del carcelero, le envió el mensaje de que estaba dispuesto a ir al lugar donde se hallaba el Mercante Quedah, así como a Saint Thomas y Curaçao, con lo cual podía traer de vuelta un tesoro valorado en cincuenta o sesenta mil libras. Kidd se ofrecía a viajar como prisionero y con grilletes, con el fin de que Bellomont pudiera dormir tranquilo sabiendo que no planeaba escapar.
Bellomont respondió con su sutileza característica: replicó que Kidd era prisionero del rey y que él, como gobernador, no gozaba de autoridad para aceptar una oferta como aquella; no obstante, alentó al carcelero a tratar de descubrir dónde se hallaba oculto el tesoro de Kidd. Este indicó reiteradamente que nadie sino él podía encontrarlo y que no diría nada más (Kidd había aprendido una dura lección en lo tocante a desperdiciar los ases que tuviera en la manga, incluso los imaginarios).
A pesar de que ya había enviado al sur al capitán Cary y había podido tocar el extremo de cabo chamuscado, Bellomont sospechaba —al igual que muchas personas poderosas de Inglaterra y América— que Kidd tenía muchas más riquezas ocultas en alguna parte. A lo sumo, Bellomont había recuperado catorce mil libras, y la cifra real, después de deducir lo que ocultaba Gilliam, se aproximaba más bien a las diez mil. Parecía inconcebible que aquel pirata tristemente famoso, el capitán Kidd, azote de las Indias, hubiera capturado un botín tan pequeño: en agosto de 1699, la fábrica de rumores de Londres había estimado el tesoro de Kidd en quinientas mil libras; en noviembre, la cifra había caído hasta doscientas mil, pero diez mil seguían siendo una miseria para un pirata. ¿Ocultaba algo Kidd?
La Navidad vino y se fue, mientras los buenos congregacionalistas de Boston apenas prestaban atención al paso de aquella festividad papista y pagana: Sam Sewall no la menciona en su diario, y el albañil John Marshall se limitó a anotar, hablando del 25 de diciembre: «Día muy Frío».
A lo largo de las penalidades que sufrió su familia, Sarah Kidd permaneció leal a su marido. Se alojaba en una sórdida posada portuaria, cuidando de la hija de ambos, y estaba casi tan aislada como su esposo. Nadie quería saber nada de ella; había caído en desgracia. Quería ayudar a Kidd, pero ¿qué podía hacer?
Nadie iba a socorrerla: Robert Livingston, el paisano escocés de su marido, había desaparecido en dirección a algún lugar cercano a Albany; James Graham, fiscal general de Nueva York, no hacía nada (posteriormente, Graham escribió a Livingston diciéndole, en tono arrogante, que lo ayudaría a salir del embrollo de Kidd por unos honorarios consistentes en… «un vaso de vino»); Thomas Newton, el abogado de Kidd, lo había abandonado a cambio de un nombramiento en la administración gubernamental, al igual que Valentine.
Por aquel entonces, el capitán Kidd (o Sarah) tomó la decisión de realizar un nuevo intento de reunir dinero suficiente para lograr su salida de la cárcel por medio de sobornos. Los Kidd enviaron a la doncella de la familia, Elizabeth, al almacén que el capitán Clark tenía en Connecticut para que recogiera un saco de oro que Kidd había desembarcado en secreto en aquel lugar a fines de junio; cierto informe aseguraba que Clark ocultaba allí ocho mil libras del dinero de Kidd, una cantidad suficiente para liberar a casi cualquier preso de casi cualquier cárcel.
La doncella realizó la petición, pero aquel viejo amigo de la familia se negó a darle nada, ni siquiera una moneda. Por lo visto, el capitán Clark, pese a su bravo apodo —el Rápido— tenía miedo de contrariar al gobernador Bellomont, que ya lo había hecho detener en una ocasión. Así pues, en lugar de ayudar a Kidd, accedió a entregar todos los bienes del marino al gobernador, aunque con una precaución: solo lo haría después de que se confirmara que el capitán Kidd estaba encadenado en el interior de un buque prisión con destino a Inglaterra; según parece, Clark también tenía mucho miedo de contrariar al capitán Kidd.
Cuando Clark despachó a la doncella de la familia sin darle el oro, quedó sellado el fracaso de la última jugada de Kidd para escapar por medio de sobornos; ahora, el capitán estaba profundamente necesitado de consuelo. El 21 de enero de 1700, Cotton Mather acudió a la cárcel para predicar ante los presos, y eligió el tema de las ganancias conseguidas de modo deshonesto, para lo cual utilizó como texto el libro de Jeremías 17, 11: «… El que hace el Dinero, mas no con justicia: en mitad de sus Días lo ha de dejar y a la Postre resultará un Necio». Es improbable que Kidd se sintiera confortado.
Sin ningún barco a la vista, la gota de Bellomont se le inflamó en las articulaciones de la mano y el pie derechos. Para aumentar sus angustias, un grupo de mercaderes de Nueva York había solicitado al rey que lo destituyera, ya que, según aseguraban, sus procedimientos despóticos estaban arruinando el comercio. Al saber que los neoyorquinos hacían apuestas sobre cuánto tiempo se mantendría en el cargo, Bellomont, con el fin de burlarse de ellos, ordenó que se llevaran desde Albany a su casa de Nueva York, de forma bien visible, casi mil litros de vino y otros tantos de cerveza corriente: pensaba quedarse.
En cuanto a Kidd, pronto se iría… de un modo u otro. En aquel preciso instante, Kidd trabajaba en su último plan de fuga, que comportaba que Sarah engatusara al carcelero para liberarlo de las cadenas.
Sin que lo supieran quienes se hallaban en Boston, el buque de guerra de Bellomont, el Rochester —la nave enviada a buscar a Kidd—, había quedado prácticamente inutilizado a causa de las tempestades invernales y, el 5 de diciembre, se había visto obligado a regresar a Londres; en Inglaterra, los propagadores de rumores acusaban al gobierno de tratar de hacer desaparecer a Kidd dejándolo morir en una cárcel de Boston, pero, por el contrario, el Almirantazgo ordenó de inmediato —el 15 de diciembre— que el sustituto del Rochester, el HMS Advice, se dispusiera a zarpar con el fin de intentar una temeraria travesía invernal.
El capitán Wynn recibió órdenes especiales de llevar a Kidd a la metrópoli incomunicado: nadie debía hablar con él ni entregarle cartas, y el prisionero no podía enviar ninguna misiva; el capitán Kidd, cuyo escándalo podía alcanzar a los más altos ministros, recibía un trato habitualmente reservado a los traidores o los regicidas. En cuanto al tesoro (que, en aquellos momentos, en Inglaterra se daba por supuesto que era enorme), los lores se habían expresado con la mayor cortesía posible, pero mandaban a Bellomont que enviara un inventario del mismo por triplicado: una copia en una carta, otra que tenía que entregar al capitán Wynn, y una tercera que debía hacer llegar a mano un hombre especialmente escogido para acompañar el tesoro desde Nueva Inglaterra hasta la vieja metrópoli.
Irónicamente, el HMS Advice, un buque de guerra de cuarta clase con cuarenta cañones, era el mismo que, tres años atrás, en el Atlántico sur y formando parte de la flota del comodoro Warren, había impedido que Kidd se alejara de la misma (Kidd había cenado a bordo de aquel barco).
Se han conservado los diarios del capitán del Advice, Robert Wynn, y de su recién nombrado segundo oficial, Thomas Langrish; de ellos se desprende que el HMS Advice tropezó con una de las calamidades más insólitas que pueden sucederle a un buque de guerra… y que ello ocurrió en el preciso momento en que Kidd trataba de escapar.
Después de una rápida travesía de cinco semanas, favorecida por unos vientos invernales sorprendentemente constantes, el 1 de febrero el HMS Advice, con ciento noventa y siete hombres a bordo, arribó a Cape Cod. Seguidamente, navegó hacia los extensos muelles de Boston, justo cuando el frío se hacía más crudo. Si bien el excelente puerto de Boston es profundo y está bien resguardado, la entrada puede ser un tanto traicionera en el momento en que los pilotos tienen que pasar cuidadosamente entre las islas que hay en ella.
El sábado 2 de febrero fue tan extraordinariamente frío que ni siquiera los bostonianos piadosos asistieron al funeral de un prominente ciudadano. Hacía muy poco que el juez Sewall, que a sus cuarenta y siete años se estaba quedando calvo, había empezado a llevar un pasamontañas en la iglesia con el fin de conservar el calor (detestaba las pelucas), pero ni siquiera él acudió al templo, y ello a pesar de que el difunto era su propio primo.
El sábado 3 de febrero, un bote llevó a tierra al capitán Wynn, del Advice, desde el lugar donde se hallaba fondeado el barco, entre Bullock’s Island y Sheep’s Island, en el puerto de Boston. Bellomont estuvo encantado de recibir montones de correspondencia y hallar unas cuantas palabras más de alabanza por su conducta; rápidamente, escribió a Nueva York: «Los Ministros [del gobierno] siguen escribiéndome con gran amabilidad y me dicen que el Rey está muy satisfecho con mi administración en mis Territorios. Si los airados caballeros de N. York reciben sus Informaciones de mejores manos que las de los Ministros del Rey o de una Fecha posterior al 10 del pasado Diciembre, entonces tendré que creer que son profundos conocedores de los secretos del Gabinete».
Bellomont ordenó al capitán Robert Wynn, del Advice, que, a partir de aquel 3 de febrero, acudiera diariamente a la residencia de Peter Sergeant con el fin de estar a punto para llevar a cabo cualquier encargo o llevarse a los prisioneros piratas en cuanto se le mandase. Con resentimiento indisimulado, el informe de gastos del capitán Wynn declaraba: «El Conde de Bellomont le ordenó que se presentara ante su Señoría: todas las Mañanas a las 7… y se quedó hasta la noche todos los días durante 32 Días Sucesivos, también con la presencia de 11 hombres de la tripulación de su Barco… Por dicho Servicio Extraordinario y para Bebida repartió entre ellos 5 c[helines] Cada Día: Llevarlo a remo 10 millas de ida y vuelta Cada Día asciende a 8 libras».
Boston se iba congelando lentamente. Las pálidas mejillas de los anglosajones enrojecían a causa de los vientos fríos y cortantes; el aliento que exhalaban quedaba suspendido como una nube, les dolían los pulmones y sentían las orejas, la nariz y las puntas de los dedos frágiles y quebradizos. Las cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos provocaban un frío constante en los huesos. El capitán Kidd y Sarah llevaban bastante tiempo esperando aquel momento: Kidd, que nunca fue hombre que confiara su destino a otros —por ejemplo, a un jurado— trabajaba con Sarah para convencer al nuevo carcelero de que le quitara los grilletes.
No sabemos si Sarah le pasó suavemente la mano por la mejilla mal afeitada o bien le entregó una bolsa de monedas. ¿O acaso sucedió que Kidd, de algún modo, se ganó la amistad de aquel hombre que durante muchos meses había sido su único visitante? En cualquier caso, el carcelero accedió, prometiendo que pronto le quitaría los fríos grilletes. Ahora Sarah tenía que aplicarse a idear un modo de arrancar los barrotes o emborrachar a los guardianes. Como sabían que había llegado el barco del rey, se dieron prisa, con la mirada puesta en la noche del martes, 13 de febrero.
Samuel Sewall dejó escrito en su diario: «El 6, 7, 8 de Feb. se consideraron los días más fríos que ha habido en muchos años. Algunos dicen que los Arroyos se helaron hasta el punto de que los carros pasaban sobre ellos, como no se ha visto en estos Diez años. Suelo muy seco y polvoriento a causa del fuerte viento».
Los diez marineros del Advice se despertaban en medio del indecible frío del amanecer y, remando en la lancha, transportaban al capitán Wynn a lo largo de las cinco millas que mediaban hasta el puerto desde el fondeadero situado frente a la costa, surcando las aguas de cinco brazas de profundidad que separaban las islas de Castle y Spectacle. Los dedos entumecidos aferraban los remos, y el ejercicio de bogar les mantenía la mente apartada del dolor del rostro helado. Todavía no existían uniformes de la Armada Real, de modo que aquellos hombres iban envueltos en cualquier cosa que pudieran comprar a bajo precio en los establecimientos de efectos navales. Remaban entre grandes témpanos de hielo flotante.
El martes 6 de febrero, lord Bellomont ordenó al Consejo que tratara la cuestión del traslado de los presuntos piratas a bordo del Advice. Bellomont adoptó el método despótico que era habitual en él: dirigió la discusión del Consejo y luego se ausentó para que se realizara la votación, esperando que siguieran sus indicaciones; de lo contrario, los recompensaría con un veto. «Había algo singular y antiparlamentario en su forma de proceder en el consejo», observaba el historiador Thomas Hutchinson, hijo del joven caballero que le había asido a Kidd el brazo con que sostenía la espada.
El gobernador leyó en voz alta ante el Consejo las órdenes que había recibido «indicando los deseos de su Majestad» de que se entregaran los prisioneros y el tesoro al capitán Wynn. Si se examinan las actas oficiales del Consejo, uno podría pensar que dicho organismo se limitó a sugerir al gobernador que enviara a los prisioneros tan pronto como el buque estuviera a punto; sin embargo, no sucedió de ese modo.
El debate resultó un tanto espinoso. El diario de Sewall explica: «Yo había preguntado antes: ¿Qué Piratas?… El Gob. mencionó que había que enviar a bordo a Kid, Gilliam, Bradish y Witherly para mayor seguridad. El Consejo votó por dejar a Discreción del Gob.r a quiénes enviar a bordo: sin embargo, el Gob.r había dicho a algunos que preguntaban que no tenía intención [de dejar] que salieran bajo Fianza. Creo que solo yo, el Col. Townsend y el Capt. Byfield nos opusimos. Los motivos en que me basaba eran que no sabía que yo tuviera ningún poder para enviar Hombres fuera de la Provincia».
Aquellos colonos de Nueva Inglaterra habían mantenido siempre una relación incómoda con la madre patria. El juez Sewall sabía que, si cualquier hombre —especialmente uno a quien ni siquiera se había acusado formalmente de ningún delito— podía ser embarcado selectivamente para someterlo a juicio, todos los ciudadanos quedarían expuestos a una especie de tiranía judicial. Sewall valoró si estaba dispuesto a luchar contra ese precedente utilizando el caso de un presunto pirata de Nueva York, y decidió que no.
El gobernador ordenó al capitán Wynn que preparara el HMS Advice para recibir prisioneros, y Wynn puso a sus carpinteros a trabajar fijando en las paredes cáncamos metálicos para sujetar las cadenas.
El 7 de febrero reinaba el frío más crudo. Todo el puerto de Boston se estaba congelando: «Cerca de nosotros pasa una gran cantidad de Hielo», anotó en su diario el teniente Thomas Langrish. Como de costumbre, los hombres remaron hacia el interior del puerto, en espera de órdenes.
Boston —una isla si no fuera por el pequeño istmo que la unía al continente— se convirtió en algo parecido a un reino fantástico, una tarta nupcial que emergía de un manto irregular de hielo. Las aguas del puerto se transformaron en un paisaje lunar.
Un mensajero aterido, enviado por el gobernador Winthrop de Connecticut, llegó con nuevos rumores de que los mohawk planeaban atacar. «Un tal Tobie, que asesinó a varias personas en Oxford, los agita y trae Wampam[46] a nuestros Indios», escribía Sewall. El Consejo envió al gobernador Winthrop una carta pidiéndole que tratara de tomar por sorpresa a la partida guerrera de Toby.
La gota de Bellomont le dolía hasta el extremo; el gobernador reiteraba su angustia por la posibilidad de fuga de los presos y decía, bromeando con amargura, que habría dado cien libras a cambio de que, por arte de magia, fueran a parar de golpe a la cárcel de Newgate. Quería que se los embarcara enseguida.
Con aquel frío crudo y atroz, nadie visitaba la cárcel de Stone. El 8 de febrero, el alcaide le quitó los grilletes al capitán Kidd; posteriormente, diría que lo había hecho por la compasión que le causaba el sufrimiento físico del marino.
Kidd ya no llevaba grilletes. Era dudoso que Sarah pudiera usar las armas… ¿Podía pasarle una a William?, ¿una lima?, ¿un cuchillo? ¿Cuánto dinero podría obtener? Quizá fuera posible engatusar al vigilante para que les permitiera que Sarah viniese a cenar.
Lord Bellomont consultó al capitán Byfield acerca del modo de organizar la entrega de los prisioneros al HMS Advice con aquel tiempo gélido. Anclar un barco en un puerto azotado por el viento y la tempestad, especialmente si ese puerto está empezando a congelarse, constituye todo un reto. El capitán Wynn no podía dejar que el bajel quedara atrapado en un bloque de hielo, ya que este podía aplastar los costados de madera de la nave: tenía que colocar en posición las anclas y luego tensar y largar distintos cables para perforar el hielo y abrir en él una brecha lo bastante grande; para empeorar las cosas, enormes bloques de hielo a la deriva empezaban a golpear con fuerza los costados del barco.
El hielo flotante hizo girar el barco, de modo que este empezó a enredarse en sus propios cables. En medio de la oscura noche, las cosas se complicaron tanto que el capitán Wynn ordenó a sus hombres que volvieran a anclar manejando el cabrestante en medio del frío glacial; mientras lo hacían, un témpano cortó el cable enganchado a una lancha y se llevó la embarcación. Los bloques de hielo a la deriva —que, en las cercanías, brillaban con luz difusa en medio de la oscuridad— eran tan peligrosos que el capitán ordenó a los hombres que lanzaran «arpeos de abordaje» (anclas pequeñas pero sólidas, con garfios afilados como anzuelos) sobre el hielo que rodeaba Spectacle Island y arrastraran enseguida el buque fuera del peligro de los témpanos a la deriva.
Domingo 11 y lunes 12 de febrero: intensa nevada. Cotton Mather usó como texto «nevaba en el Monte Umbrío»[47]. Los hombres del Advice manejaban los cables de las anclas con poca visibilidad, en medio de la ventisca y los témpanos de hielo. Wynn resolvió que la mejor estrategia consistía en utilizar los cables más gruesos para alejar el barco de las tambaleantes masas a la deriva y acercarlo al hielo sólido y protector que había cerca de Spectacle Island. El cuaderno de bitácora le quita importancia al asunto: «Estamos tomando todas las Precauciones imaginables contra el Hielo a la deriva».
Los planes de fuga que Kidd tramaba en total secreto, con la noche del martes 13 de febrero como momento elegido, iban progresando palmo a palmo.
La mañana del martes, el gobernador Bellomont firmó la autorización para llevar a bordo a Kidd, Gilliam, Bradish y Witherly, y los guardias se encaminaron a la cárcel.
El transporte de los presos debía llevarse a cabo con gran discreción para prevenir todo intento de fuga y cualquier oportunidad que pudieran tener los presuntos piratas de coordinarse con sus cómplices para neutralizar a la escolta.
Bellomont esperaba la habitual llegada matutina del capitán Wynn para poner en práctica el plan. Sin embargo, en la oscuridad que precede al alba, la nieve —como un manto fantasmagórico— revestía la cubierta y la borda del HMS Advice, donde la había depositado la intensa tempestad de la noche anterior. Los tensos cables de las anclas tiraban de proa y de popa, sujetando el buque como si fuera una extraña bestia o una mariposa atrapada en medio del hielo. No obstante, por un capricho de la madre naturaleza, después de la tormenta de nieve nocturna la temperatura estaba aumentando con rapidez, y, al alba, un poderoso sol irrumpió entre las nubes y aminoró el frío; el viento amainó. El capitán Wynn dudaba si ir a buscar a los prisioneros; el veterano marino percibía el desastre que lo aguardaba.
El teniente Langrish escribía: «Ha deshelado un poco, y el hielo se separa». En las cubiertas, la nieve se convertía en charcos, y los hombres podían disfrutar del sol mientras trabajaban. Wynn decidió esperar. Luego, justo antes de mediodía, el teniente Langrish reparó en «una Isla muy Grande de hielo» que se desplazaba inexorablemente en dirección a la proa del barco.
El inesperado calor había desprendido un solitario y traicionero iceberg, que se encaminaba directamente hacia ellos. El capitán Wynn lo describía como «un fragmento de Hielo de aproximadamente 1 milla de largo & ½ de ancho». El barco estaba anclado en la abertura que había entre Castle Island y Spectacle Island, mucho más cerca de la segunda. Habían resistido la tempestad; ahora tenían que resistir la calma. Brillaba el sol, y las suaves brisas apenas agitaban el pelo de los hombres. Mientras permanecían en cubierta, vieron aquella extensión de hielo que, a la deriva y en absoluto silencio, se abalanzaba implacablemente sobre ellos. Wynn ordenó a los hombres que manejaran los cables de las anclas para desplazar el buque fuera de su alcance, pero no había dónde esconderse, y el enorme bloque de hielo chocó contra el Advice y lo empujó con fuerza hacia Spectacle Island.
El capitán ordenó a los hombres que echaran por la proa el ancla de la esperanza, una especie de sólido freno de emergencia. Con pericia profesional, el capitán ordenó que se largaran dos vueltas y media de cable, y el ancla pareció aferrarse. Entonces, el hielo ganó la batalla a las puntas de hierro, y el barco se encaminó directamente hacia Spectacle Island, con kilómetro y medio de hielo impulsándolo hacia delante. Como si fuera una cuña, la proa abrió el hielo que circundaba la orilla, y el HMS Advice —enviado con tanto dispendio en busca de un presunto pirata— se estrelló con fuerza y quedó varado.
El capitán ordenó a los hombres «que halaran pero no pudieron encontrar ningún agarradero»; tampoco sirvió de nada lanzar un arpeo de abordaje sobre alguna masa de hielo a la deriva para que los arrastrara y liberara.
En cualquier momento, el buque encallado podía oscilar hacia un lado al retirarse la marea y bajar el nivel del mar; si se inclinaba demasiado, podía hundirse por efecto del agua que entraría rápidamente por las troneras. El capitán ordenó que lo ataran y lo cerraran herméticamente todo; como notó que el buque se ladeaba temblando, gritó a los hombres que cortaran las vergas bajas y las hundieran en las aguas gélidas para sostener el costado de babor de la nave. Los tripulantes resbalaban en el hielo, tratando de hacer cuña con las vergas entre el barco y el bloque de hielo. El HMS Advice quedó inmovilizado, y el capitán envió a diez hombres a tierra, remando con la lancha entre los gigantescos bloques de hielo, en busca de ayuda. (En un primer momento, Bellomont se enfureció con ellos, preguntándose dónde habían estado aquella mañana tan importante en la cual por fin lucía el sol, el día fijado para llevarse a Kidd).
Entretanto, el capitán Wynn trataba de aligerar el barco haciendo que los hombres vaciaran varias toneladas de agua guardada en barricas, necesaria para asegurar la ración de setecientos cincuenta litros diarios, pero no tuvo suerte en el intento de poner a flote y liberar la nave.
A las cuatro de aquella tarde, otro témpano de hielo a la deriva chocó contra el buque, y algunas de las gruesas vergas de roble que lo apuntalaban, lo bastante sólidas como para sostener velas hinchadas por vientos recios, se quebraron bajo el agua. El barco osciló y volvió a oscilar un poco más; los hombres corrieron al costado que quedaba en alto, y entonces el movimiento se detuvo. Arrastraron pesados cañones hasta el costado elevado, los volvieron a amarrar y, llenos de nerviosismo, estibaron todo el cargamento. El daño más grave lo había sufrido la caña del timón, que había quedado aplastada; en cualquier momento, un pedazo de hielo podía hacer que la nave saliera despedida.
Al anochecer, dos balandras que habían zarpado del muelle de Boston consiguieron pasar zigzagueando entre el hielo y llegaron hasta el varado Advice. Empezó a nevar copiosamente. En la oscuridad, y a la luz de las linternas, el capitán Cyprian Southack de Boston y el capitán Wynn trataron de idear un modo de desembarcar parte de los cuarenta cañones para permitir que la nave flotara libremente, pero no lograron descargarlos.
A la una de la madrugada, cuando subió la marea, se ordenó a los hombres exhaustos que halaran el cabo de un ancla. El buque se estremeció, y la saloma se hizo más ferviente; tiraron del cable, lograron liberar la nave, y esta, balanceándose, se mantuvo a flote en aguas de cinco brazas de profundidad. Con ayuda de linternas, recuperaron las vergas rotas y luego las entregaron —junto con las barricas de agua vacías— a las balandras bostonianas para que las llevaran a tierra. Finalmente, los hombres lograron anclar de nuevo la nave en aguas más profundas.
El capitán Kidd llevaba cinco días sin grilletes, desde el miércoles 8 de febrero, lo cual representaba abundante tiempo para escapar, pero Sarah no había logrado organizar la fuga, ni con Andrew Knott ni con ninguna otra persona. El capitán paseaba preocupado por su gélida celda y trataba de engatusar al carcelero, pero en ningún momento consiguió salir de la estancia.
Lord Bellomont, que tanto había deseado llevar a Kidd a bordo del Advice la mañana del martes, modificó sus planes para hacerlo en el momento en que el Advice volviera a estar en condiciones de navegar. Entretanto, envió a un hombre a la cárcel para que comprobara la situación de los piratas, y fue entonces cuando se enteró de que le habían quitado los grilletes a Kidd. Bellomont enloqueció de furia; a toda prisa, envió órdenes de que se lo volviera a encadenar de inmediato, y fijó el alba del viernes 16 de febrero como nuevo momento secreto para que los guardias recogieran a Kidd, Gilliam, Bradish y Witherly y los trasladaran encadenados a la lancha del Advice, en la cual se los llevaría a remo hasta el barco, recorriendo cinco millas entre los témpanos de hielo. Aparte de los funcionarios que tenían que participar materialmente en el transporte de prisioneros, Bellomont solo se lo contó a una persona: su secretario en el consejo, Addington. Él mismo no iba a estar presente.
En la penumbra que precedía al amanecer del viernes, una docena de hombres llegó a la cárcel de Stone. El alcaide utilizó sus pesadas llaves para abrir una puerta tras otra, y luego fue desencadenando a los presos de las argollas de la pared. Cuando llegaron a la celda de Kidd —ya despierto a causa del estruendo—, el marino no cooperó: dio patadas, puñetazos, luchó; media docena de hombres lo forzaron a bajar, aún encadenado, por las escaleras de la cárcel de Stone. Cuando se dio cuenta de que lo llevaban al barco de guerra, se debatió con más fuerza durante unos momentos y luego se dio por vencido.
Kidd era un escocés en un imperio inglés, y un hombre acusado de piratería: era consciente de lo que le esperaba.
Los hombres manejaban los remos de la lancha del Advice; Kidd miraba cómo los colocaban en posición horizontal en medio del hielo, mientras inspiraba el aire fresco del mar por primera vez en siete meses. Los prisioneros iban atados, y los izaron como sacos hasta el interior del barco. Cuando estuvieron a bordo, a tres de ellos los encadenaron juntos en la santabárbara, convertida en cárcel. Al capitán Kidd lo volvieron a dejar aislado, en un camarote del entrepuente; después del breve y forzoso paseo en la lancha, ahora se hallaba encadenado a la pared en una estancia sin ventanas y de techo bajo. El balanceo familiar del buque lo relajó. En tierra, Sarah se despertó y descubrió que se habían llevado a su marido.
El HMS Advice, no obstante, aún no estaba preparado para navegar: primero había que reparar las vergas y cargar más piratas, además del tesoro. Lord Bellomont tenía pendiente escribir una gran cantidad de correspondencia secreta que quería enviar a sus distintos y aristocráticos promotores; la gota le hacía casi imposible sostener una pluma con la mano derecha, y no había nadie en quien el gobernador confiara lo bastante para tomar dictado de aquellas cartas.
Cada mañana, la aterida docena de tripulantes seguía llevando a remo al capitán Wynn para que pasara el día aburriéndose de modo insoportable, a la espera de las órdenes del lord. Las reparaciones y el reaprovisionamiento se retrasaban; de las vergas quebradas que se llevaron a Boston, algunas fueron ensambladas reparando las partes rotas con un cuidadoso trabajo de machihembrado, mientras que otras se reemplazaron.
Lord Bellomont, obsesivo hasta el extremo y con una actitud abiertamente hostil hacia el Consejo, ordenó que se profanara el descanso del domingo 18 de febrero para llevar a bordo a otros diez piratas, a quienes se encerró y encadenó en la santabárbara junto con tres «prisioneros capitales». A lo largo de la semana siguiente, el capitán Wynn cargó dieciocho toneladas de cerveza para la tripulación y los prisioneros (esos dieciocho mil litros de cerveza, destinados al consumo de doscientos tripulantes y treinta y dos prisioneros, durarían unas cinco semanas, a razón de un par de litros diarios por cabeza).
En tierra, Joseph Palmer, antiguo tripulante de Kidd, viajando desde Rhode Island con unos amigos, se presentó voluntariamente en Boston el 21 de febrero y se entregó. Lord Bellomont quedó impresionado por el porte respetable del joven pirata y por la categoría de sus amigos y su familia de Westchester.
Una balandra entregó al HMS Advice las vergas nuevas y las reparadas, y la tripulación de la armada pasó dos días aparejando los mástiles y las vergas; mientras los marineros trabajaban, llegaron y fueron encadenados en la santabárbara otros dieciséis prisioneros.
El barco ya estaba preparado para acoger el tesoro, pero antes de despachar el botín faltaba resolver un pequeño asunto: ¿cuánto iban a recibir los buenos puritanos de Boston por su papel en la captura y encarcelamiento de Kidd y por haber guardado su botín? El Consejo se pronunció por la respetable suma de ochocientas cuarenta libras, lo cual causó a Bellomont casi tanta irritación como cuando los cinco pudientes ciudadanos del comité del tesoro exigieron que se les pagara por su trabajo; lord Bellomont les concedió noventa libras, pero en privado se quejó de que su petición de salario no era «nada elegante».
El miércoles 28 de febrero, cuando el tiempo mejoró, se cargaron los cofres del tesoro —oro, plata y piedras preciosas—, además de otros seis baúles, a bordo del San Antonio. También se volvieron a cargar en el San Antonio los cuarenta fardos de mercancías de las Indias Orientales, trece pipas de azúcar, un esclavo negro llamado Dundee y un nativo de las Indias Orientales, procedente de Ceilán y que tenía por nombre Ventura Rosair. «Considero un gran Favor de Dios que no se haya destruido el almacén, que no se haya producido ningún incendio», escribió Sewall.

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El inventario del Comité del Tesoro, fechado el 25 de julio de 1699, enumera no solo el botín que el capitán Kidd transportó desde las Indias, sino también las propiedades personales injustamente confiscadas a la esposa del marino, Sarah.

El pesaje del oro en el almacén volvió a ofrecer un resultado de 1.111 onzas, es decir, un poco menos de 31,5 kilos. El capitán Wynn hizo que su secretario comprobara una vez más todos los pesos y medidas, y dijo que todo coincidía; sin embargo, no quiso firmar el recibo hasta que todas las mercancías estuvieron cargadas en el San Antonio, anclado justo al lado del muelle exterior.
La tripulación llevó el San Antonio hasta el HMS Advice, y el tesoro y los demás bienes fueron trasladados cuidadosamente de la corbeta al buque de guerra, donde se los estibó en la bodega de popa.
Así pues, ya había encerrados a bordo treinta y dos presuntos piratas y cuatro esclavos. Sin embargo, Bellomont quería enviar a tres presos más, bostonianos que habían ayudado al pirata Bradish a vender su botín; en el caso de aquellos tres hombres de Boston, el Consejo plantó cara al gobernador y decretó que el fuero de su provincia les concedía el derecho «a juzgar a su propia gente».
Bellomont, luchando contra la gota, se dedicaba febrilmente a escribir cartas a Londres; quería que, en aquella ciudad, los lores solicitaran al rey una nueva concesión que les permitiera participar en el reparto del tesoro de Kidd como recompensa por haber capturado piratas y que ignorara su papel en la misión original de corso del capitán: «Espero que las Mercancías y el Tesoro de las Indias Orientales que se han enviado asciendan a 20.000 libras, lo cual resarcirá a todo el mundo si el Rey consiente». Bellomont escribió su plan al duque de Shrewsbury y luego a lord Chamberlain, y envió junto con la carta una rarísima piel blanca de castor, como regalo de un aristócrata a otro. (Por el contrario, Bellomont acababa de rechazar un regalo, consistente en una docena de platos de plata, que le había ofrecido un agradecido capitán de barco; en un documento privado, escribió: «Si los armadores [del barco] me hubieran ofrecido un presente, lo habría aceptado». Tales eran los matices del arte del soborno.)
Bellomont también planeaba apoderarse de tres mil libras en oro y piedras preciosas de Gilliam, negociándolo separadamente del botín de Kidd: «Me han dicho que como Vicealmirante de estos Mares, tengo derecho a una 3ª parte de ellos —escribía Bellomont a su agente comercial de Londres, y añadía—: Si los demás Lores reciben mordiscos estaré satisfecho»; el término «mordiscos» era una forma habitual, aunque un tanto vulgar, de referirse a las «porciones».
En el transcurso de todas aquellas maquinaciones, Bellomont no se refirió una sola vez a la posibilidad de restituir los bienes a sus propietarios originales o resarcir a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales por sus pérdidas.
El gobernador también detalló una estrategia para contribuir al procesamiento de Kidd, sugiriendo que Joseph Palmer podía testificar que el capitán había cometido un asesinato; le escribió al consejero real James Vernon que la hermana de Palmer iba a viajar a Londres en el San Antonio: «Podría persuadir con facilidad a su hermano de que contara toda la verdad, y un fruncimiento de cejas vuestro hará que ponga su empeño en ello».
Casi hasta el mismo día de la partida, el capitán Wynn había seguido con sus gélidos desplazamientos diarios hasta la antesala de Bellomont. Una tarde sin determinar, cuando dejaba la mansión, una hermosa mujer logró atraer su atención: Sarah Kidd se presentó; no había visto ni hablado con su marido durante las tres semanas que había pasado encadenado a bordo del buque prisión del capitán Wynn.
Hacía mucho tiempo, además, que Sarah y William habían decidido que sería mejor para ella y su hija que se quedaran en América: al capitán Kidd le repugnaba la idea de que su esposa lo viera con grilletes o sometido a juicio.
Sarah le preguntó al capitán Wynn si podía enviarle un mensaje de amor y despedida a su marido. El oficial de la Armada Real le informó con pesar que tenía órdenes de mantener a Kidd como «preso confinado», sin visitantes ni cartas.
Ella metió la mano en una bolsita y extrajo un hermoso y pesado anillo de oro, que trató de introducir en la mano del reticente capitán mientras le insistía en que lo aceptara.
«No puedo entregar ningún mensaje», dijo él, tratando de devolverle el anillo.
«Sed benévolo con mi esposo», le pidió ella.
Él dijo que no podía aceptar ningún regalo. Ella sonrió y, mientras se alejaba caminando, le dijo que tenía que conservar el anillo como «prenda, hasta que nos volvamos a encontrar… cuando me traigáis de vuelta a mi esposo».
El 10 de marzo, en medio del hielo y la nieve, el HMS Advice se hizo a la vela desde el puerto de Boston para llevar al capitán Kidd, el criminal más buscado del imperio, de vuelta a Inglaterra para responder por sus delitos.

Capítulo 16
Culliford deja el paraíso y flirtea con el infierno

El capitán Culliford, preparado para tomarse unas vacaciones, rondaba por la alborotada cubierta del Mocha Frigate, que estaba atestada de riquezas robadas. Después de que, en octubre de 1698, Culliford y Shivers capturaran el Gran Mohammed, cada hombre había recibido seiscientas libras del tesoro, lo cual era suficiente para comprar una buena casa y una taberna y no volver a trabajar nunca… si conseguían llevar el botín de vuelta.
Ahora, todos los hombres que iban a bordo de aquellos dos barcos —incluyendo a la totalidad de los noventa y cinco de la antigua tripulación de Kidd que se habían amotinado— estaban bien provistos de alguna clase de dinero: monedas de oro árabes, piezas de a ocho españolas, dólares «de león»[48], piezas alemanas que recibían el nombre de Rix dollars, trozos de oro, fragmentos de plata, e incluso algunas monedas inglesas.
Los hombres habían votado abrumadoramente por encaminarse de vuelta a Norteamérica e Inglaterra, pasando por Sainte Marie, en Madagascar. Los capitanes compraron centenares de litros de vino, y la cómoda navegación hacia el sur desde la India pronto se convirtió en una fiesta masculina flotante. Los hombres jugaban, bebían y bailaban unos con otros, mientras se mezclaban las canciones y tonadas en inglés, francés y holandés; el violinista pirata hacía horas extra.
Hacia la Navidad de 1698, los dos barcos, impulsados por los vientos estacionales monzónicos, arribaron al paraíso pirata de la isla de Sainte Marie, frente a las costas de Madagascar. El capitán Culliford, consumado navegante de la región, pasó a través de la bocana del puerto, de siete, luego seis y luego cinco brazas de profundidad, en cuyo fondo había suave arena. Los únicos obstáculos peligrosos eran las cuadernas de tres buques naufragados, que se habían incendiado y hundido en el puerto: el Adventure Galley del capitán Kidd, el Rouparelle de los amotinados y otro más; cuando la marea era baja, los esqueletos quemados de aquellas naves desechadas sobresalían de las aguas tranquilas del puerto como cadáveres medio devorados.
Cuando entró, Culliford vio un barco de tamaño mediano que ya estaba anclado en el lugar y cuya andana de cuarenta cañones apenas lo hizo vacilar. Enseguida supo que aquel bajel era el Nassau, financiado por los comerciantes de Nueva York y bajo el mando de Giles Shelley; los piratas estuvieron contentos de verlo.
El capitán Shelley, un hombre imponente y con el rostro marcado de hoyuelos que hasta aquel momento había estado impacientándose en el puerto vacío, también se alegró, ya que estaba bien provisto precisamente de la clase de mercancías por las cuales aquellos hombres repentinamente enriquecidos estarían dispuestos a pagar un precio exagerado. La lista de cargamento de Shelley a su salida de Nueva York enumeraba: casi mil litros de vino de Madeira, veintiocho barricas de ron, dos barricas de pipas de arcilla, ocho cofres llenos de pistolas, dieciséis medios barriles de pólvora, y toda clase de productos europeos, como peines, tijeras, camisas, pantalones, zapatos y sombreros; la ausencia de tabaco en la lista se explica con facilidad: lo había comprado a bajo precio a los indios de Long Island, y había eludido el pago de los aranceles de exportación.
Culliford y los demás piratas no podían esperar a subir a bordo del barco de Shelley para empezar a gastar dinero. Para tratar con aquella multitud, Shelley ordenó a su tripulación de una quincena aproximada de hombres que recogiera tablones de los buques naufragados y construyera una pequeña choza en la orilla: «Shelley vendía licores en el mencionado cobertizo —recordaría posteriormente el doctor Bradinham—, y a menudo yo iba allí a beber».
En aquel lugar exuberante y empapado de lluvia, bajo el dosel de palmeras, cerca de ciento cuarenta piratas se agolpaban para entrar y salir de la chabola de Shelley. Ebrios, merodeaban por el camino para ir junto a sus «esposas» temporales malgaches o a lo que, bajo la dirección de Edward Welch, hacía las veces de prostíbulo.
Sainte Marie no era Port Royal, Jamaica: no había avenidas flanqueadas de burdeles y tabernas; el lugar rebosaba de árboles frutales, y las calles eran simples senderos de tierra llenos de baches. Los nativos vivían en chozas elevadas con techo de paja, y los contados comerciantes europeos, bajo el mando del «Pequeño Rey» Edward Welch, habitaban en un recinto situado en lo alto de una colina, a unos seis kilómetros de distancia.
La comida era barata, y los piratas tenían que pagar tan solo dos piezas de a ocho por un cebú entero; lo más exquisito de aquella insólita criatura bovina era la porción de más de trece kilos de carne grasa situada sobre el cuello, que se sazonaba generosamente con especias y se asaba. La fruta estaba lista para recogerla, y el arroz se podía comprar a razón de unos peniques el saco. Los piratas podían divertirse disparando a los lémures y haciéndolos caer de las copas de los árboles; en un naranjal, uno de los hombres resultó atacado por una manada de aquellos animales, mientras las carcajadas impedían a sus compinches rescatarlo.
Ahora bien, el capitán Shelley tenía prisa por realizar sus ventas a los piratas y marcharse: sabía —y guardaba en secreto— que un barco rival procedente de Nueva York, que transportaba la misma clase de mercancías, se encaminaba directamente a Sainte Marie; el capitán rival era el pendenciero Samuel Burgess, que trabajaba para el desaprensivo Frederick Phillips. Shelley quería hacer sus ventas, embarcar a sus pasajeros y salir del puerto. Comerciar con los piratas resultaba siempre una empresa arriesgada, especialmente porque también les vendía armas.
El capitán Shivers compró un mosquete chapado de plata por cuarenta piezas de a ocho (diez libras), y un tal Peter Verney adquirió un par de pistolas gemelas por cinco libras y ocho chelines. Un grupo de piratas se asoció para comprar conjuntamente medio barril de pólvora.
Shelley también abasteció a los forajidos preocupados por la moda: les vendió sombreros con volantes y zapatos de talla única, y, por lo que se refiere a los pantalones y las camisas, les colocó agujas e hilo de colores para que pudieran coser las sedas, los madrases y los calicós robados que le compraban a Edward Welch, receptor de fardos de distintos barcos; a partir de entonces, muchos de aquellos hombres se engalanaron con vistosos trajes de muchos colores, aunque no siempre bien combinados.
Pese a que muchos de los piratas estaban impacientes por llevar sus bienes de vuelta a casa, Robert Culliford se instaló confortablemente, junto con su «gran consorte», Jon Swann, en el recinto fortificado de Edward Welch. Culliford hizo que se presentaran ante él varias isleñas de piel canela y rostro exótico con el fin de conceder a alguna de ellas el honor de convertirse en la señora Culliford. Como relataba el capitán Johnson, «Los [piratas] se casaban con las Negras más hermosas, no con una ni con dos, sino con tantas como querían, de modo que cada uno de ellos tenía un Serrallo tan enorme como el del Gran Señor de Constantinopla». Asimismo, Culliford contrató un puñado de criados.
La casa de Welch en lo alto de la colina estaba equipada con riquezas procedentes de una cincuentena de capturas piratas: teteras de plata, alfombras persas, sedas listadas colgando en las ventanas… Desde su dormitorio, a través de la densa arboleda selvática, Culliford veía a lo lejos el tenue fulgor turquesa del océano. Unos muros de piedra protegían la entrada adonde llegaba el único y zigzagueante camino que ascendía a la montaña, y en lo alto había seis cañones amenazadores, que grupos de nativos habían subido hasta allí a rastras.
Culliford y su séquito se dieron un banquete de cebú y cabra —sacrificados aquel mismo día— y bebieron ron del Caribe; el lugar se llenó del aroma de la carne asada y del humo del tabaco. Después de ponerse el sol, Culliford se dedicó a holgar en la cama con sus esposas.
Robert Culliford y Jon Swann decidieron quedarse algún tiempo en el paraíso de los piratas.
El capitán Shelley hacía trabajar con ahínco a su tripulación para dejar el Nassau dispuesto para navegar; antes de que llegaran los piratas, ya lo había carenado. Quería partir deprisa: las fiestas de los piratas se estaban desmandando; después de ingerir grandes cantidades de ponche, el artillero de Culliford farfulló amenazante: «Tengo ganas de disparar una [bala de cañón] que atraviese el barco de Shelley». Archibald Buchannon —que había sustituido al difunto William Moore— se dirigió tambaleándose hacia el Mocha, pero el doctor Bradinham y otros borrachines lo hicieron volver al cobertizo.
A pesar de todo, resultaba claro que a algunos de los piratas no les gustaba ni pizca ver que sus compinches estaban de acuerdo en darse prisa para regresar a América tan solo después de dos breves semanas en Sainte Marie y cuando la fiesta no había hecho más que empezar.
Shelley ya había conseguido que alrededor de noventa de los ciento cuarenta piratas estuvieran dispuestos a volver con él, pagando un pasaje de cien piezas de a ocho por cabeza (los piratas no podían llevar de regreso los buques robados: era mucho más seguro lograr que los transportara un mercante más o menos respetable). Entonces, el 11 de enero de 1699, ocurrió exactamente lo que temía Shelley: el otro mercante de Nueva York, capitaneado por el agresivo Burgess, entró en el puerto. Las primeras palabras que salieron de la boca de Burgess fueron: «En Nueva York han construido una horca para colgar a gente como vosotros». Burgess no quería, bajo ningún concepto, que se le fueran los clientes: «Quería hacer negocio con la travesía [a base de venderles a] ellos», recordaría posteriormente un testigo presencial.
Al igual que Shelley, Burgess transportaba barricas de vino de Madeira y ron, e incluso llevaba consigo un barril de jugo de lima (para combatir el escorbuto o para dar sabor a los combinados, o quizá para ambas cosas); también acarreaba armas de fuego y pólvora.
Shelley no perdió el tiempo, y se ofreció a dejar a los inquietos pasajeros en Cape May, al sur de Nueva York; a causa de la mentira de Burgess sobre la horca, perdió quizá a una o dos docenas de ellos, y empezó a trasladar hombres a bordo, incluyendo a unos cuantos de los antiguos tripulantes de Kidd: el doctor Bradinham, Joseph Palmer, Darby Mullins y Edward Buckmaster (este último iba a llegar a casa demasiado tarde: su esposa ya había encontrado un nuevo amante en Nueva York y había accedido a casarse con Adam Baldridge, el anterior «gran comerciante blanco» de Sainte Marie).
«Algunos de los hombres que se quedaron en Sainte Marie se quejaban de que se hubieran ido tantos miembros de su tripulación», recordaría posteriormente Joseph Palmer, que explicaba que «alguien realizó un disparo contra el [buque] de Shelley cuando los hombres estaban subiendo a bordo con algunas de sus cosas» (los piratas más malhumorados solían ser los que habían perdido todo su dinero jugando a los dados).
Shelley cobró a cada hombre cincuenta piezas de a ocho en concepto de adelanto, y les explicó que tendrían que pagar los gastos de transporte de su botín; el capitán les proporcionaría una escueta comida diaria a base de arroz, y por lo demás cada uno tendría que llevarse su propio alimento. La tripulación de quince hombres levó anclas y Shelley anunció enseguida que el bar estaba abierto; el capitán le confió a un pirata, conocido por el nombre de Theo Turner, que transportar pasajeros era más lucrativo que hacerlo con esclavos, ya que esperaba sacar grandes beneficios vendiéndoles alcohol, comida extra y otros productos durante los cinco meses siguientes.
El capitán Culliford también aprovechó la oportunidad que le proporcionaba Shelley para enviar la parte del botín correspondiente a un pirata muerto a la esposa de este, que se hallaba en Nueva York: confió a Edward Buckmaster tres mil piezas de a ocho para que las entregara a la «Viuda Whaley» (probablemente se refería a William Weily, miembro de la tripulación original de Kidd). Mientras que, en aquellos mismos momentos, el Almirantazgo de Inglaterra se retrasaba enormemente en el pago a los marineros que regresaban de la guerra contra Francia, aquel capitán pirata iba a enviar a través del mundo un botín robado con destino a una viuda. (La cuestión de los marineros que no recibían la paga de la Armada Real iba a provocar un motín: «Ellos y sus mujeres y sus hijos han llenado hoy el Almirantazgo —escribía el ministro en funciones James Vernon—, para hacer saber que si no reciben de la Junta de la Armada mejor respuesta de la que obtuvieron hace tres meses no se resignarán a perecer por falta de lo que se les debe, y la necesidad los obligará a hacer cosas malas para ganarse el sustento». Está claro que las «cosas malas» eran una referencia a la piratería.)
Shelley zarpó del puerto de Sainte Marie mientras Burgess lo maldecía y un relajado Culliford agitaba una botella.
(Cuando veinte piratas, temerosos de la horca, se escabulleron en la costa de Madagascar, Shelley subió a bordo treinta esclavos para reemplazarlos; en la atestada nave, los hombres dormían como gemelos siameses. Finalmente, después de cinco meses y de que lo abandonaran alrededor de cuarenta piratas, Shelley llegaría a Cape May, en Jersey Oriental, unas dos semanas antes que Kidd.)
En Sainte Marie, Culliford, Swann y Shivers se dedicaron a vivir regaladamente, mimados por sus múltiples criados y esposas. Culliford se pudo permitir la adquisición de las mejores mercancías del capitán Burgess: ron, vino, armas de fuego, pipas, sombreros, tijeras para cortarse el pelo y un buen espejo donde admirar su rostro bello y sin cicatrices.
Burgess había tratado de tentar a Robert Culliford, Swann y Shivers para que pagaran por volver en el Margaret, y aquel capitán pirata de treinta y tres años sopesó la posibilidad de zarpar con Burgess.
Culliford conocía bien al personaje desde los tiempos en que juntos, casi una década atrás, habían robado el barco del capitán Kidd, el Blessed William, y se habían ido a piratear; también habían navegado juntos como corsarios —que se convirtieron en piratas— en dirección al mar Rojo, a bordo del Jacob, donde la tripulación descubrió los engaños de Burgess, que era el jefe directo de los hombres, y, en lugar de abandonarlo en una isla desierta, como merecía por robar a sus compañeros, lo echó del buque en la bahía de Saint Augustine, en Madagascar. Aquello había sucedido en septiembre de 1691; ahora, 11 de enero de 1699, era la primera vez que Culliford volvía a ver cara a cara a Burgess, y llegó a la conclusión de que aún detestaba al estafador.
Desde su último encuentro, Burgess había tenido unos cuantos golpes de suerte, aunque es probable que no se los revelara todos a Culliford. Lo cierto era que, después de que Culliford y sus compinches quedaran detenidos en la cárcel mogola, el barco de ambos, el Jacob, había vuelto a Madagascar, donde la tripulación se apiadó de su excompañero Burgess, que en aquel entonces se dedicaba a pedir limosna a los nativos negros. Le dieron la bienvenida a bordo y el bajel se hizo a la vela hacia el mar Rojo, donde realizaron algunas capturas sustanciosas. El Jacob regresó a Nueva York; varios de los piratas le compraron salvoconductos al gobernador Fletcher y este recibió la propia nave de manos de los armadores secretos de la misma.
Burgess, con unos buenos ahorros procedentes de la piratería, se estableció como capitán al servicio del comerciante más rico de Nueva York, Fred Phillips, cuyas propiedades incluían un gran terreno de casi seiscientos kilómetros cuadrados que se convertiría en Sleepy Hollow, en el estado de Nueva York; Burgess ayudó a supervisar la construcción de un bergantín de ochenta toneladas y cuatro cañones, bautizado con el nombre de Margaret, y zarpó hacia Madagascar en dos misiones sucesivas de transporte de esclavos.
Cuando las cosas iban bien, la ruta de Madagascar era algo maravilloso: los piratas pagaban la bebida y las armas por encima de su valor real y, al mismo tiempo, en la isla se podían conseguir esclavos mucho más baratos que en África Occidental, donde la presencia de las reales compañías de las distintas potencias europeas hacía subir los precios.
Lo malo de la ruta de Madagascar era que los barcos podían tropezar con la injerencia de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, la cual, pese a que en 1694 el Parlamento había abierto el comercio de las Indias Orientales, seguía tratando aquellas aguas como si fueran su bañera particular. Burgess ya había tenido algunos altercados. En la travesía inaugural del Margaret, fue a parar casualmente cerca del Mary, el mismo buque al servicio de la Compañía de las Indias Orientales con el que había tropezado Kidd. Burgess esperaba la gentileza naval habitual (es decir, que el otro saludara arriando la bandera, las velas o algo parecido), pero, por el contrario, el Mary lo ignoró. Como consecuencia, Burgess maniobró de través a la proa del Mary, cuyo capitán, Thomas Hayes, ordenó que se realizara un disparo frente a la proa del Margaret. Burgess mandó a su artillero que abriera fuego contra el Mary. «¿Tengo que darle?», preguntó el hombre. «Sí», replicó Burgess. El artillero repitió varias veces la pregunta, ante lo cual Burgess gritó: «Sí, perro, hijo de puta, ¿por qué tardas tanto en hacerlo?». Burgess golpeó al artillero, lo pateó y luego le pisó repetidamente y con fuerza la cabeza hasta que esta se le hinchó hasta alcanzar «el tamaño de dos cabezas», según una queja presentada posteriormente. Cuando Samuel Burgess regresó a Nueva York de la travesía inaugural del Margaret, encontró al gobernador Bellomont tratando de organizar una acusación de piratería y soborno contra su predecesor Fletcher. Bellomont hizo un trato con Burgess: si este testificaba contra Fletcher, el gobernador haría gestiones ante el rey para conseguirle el perdón por sus actos de piratería; Burgess logró un indulto completo antes de volver a zarpar.
Culliford miró a Burgess de arriba abajo y dijo que no; lo mismo hizo Swann. El «Pequeño Rey» Edward Welch había resultado gravemente herido en una reciente escaramuza, y ahora Culliford era dueño y señor de la quinta situada en lo alto de la colina.
En cambio, el capitán Derrick Shivers, el pirata que había ayudado a capturar el Gran Mohammed, decidió, junto con otros dieciocho hombres, viajar de vuelta con Burgess. Fred Phillips había aconsejado a Burgess que no embarcara a demasiados piratas, «no sea que no podáis controlarlos», y también que tratara de llevarse a los que fueran «de temperamento más amable y tranquilo», pero Burgess no tuvo muchas posibilidades de elegir.
Phillips también le dijo a Burgess que hiciera que cada pirata llevara a bordo un «buey gordo y arroz» (la cubierta estaba permanentemente llena de excrementos de cebú), y asimismo le indicó que cobrara a los piratas cien piezas de a ocho por pasaje y que, en concepto de flete, les hiciera pagar la mitad del valor de las mercancías, muy por encima de lo habitual, que era un cuarto o menos: «Decidles que de ese modo trataréis [sus bienes] como [lo haríais con] los vuestros propios». Era una extorsión, como lo era también la tarifa que se le dijo que aplicara a cambio de permitir que los pasajeros llevaran consigo oro y piedras preciosas, y que consistía en un seis por ciento del valor de aquellas riquezas. (Phillips no se había hecho rico por casualidad: también recomendó a Burgess que agasajara a Edward Welch, «especialmente con licor», antes de discutir cualquier trato.)
Como todos los capitanes de naves mercantes, Sam Burgess transportaba cartas, lo cual proporcionaba un vínculo fundamental en el servicio postal informal que funcionaba en el mundo. Por lo menos tres de las que traía de Nueva York iban dirigidas al capitán Kidd, que desgraciadamente había partido unos meses antes de la llegada de Burgess. Los que trataban de comunicarse con Kidd eran Robert Livingston, lord Bellomont y su abogado James Emott; los tres, después de muchos saludos corteses y de interesarse por su salud, se apresuraban a indicar a Kidd que no creyera los desagradables rumores según los cuales allí todo el mundo se había vuelto contra él: «Hallaréis todo el Aliento que esté en mi mano», le escribía Bellomont; Robert Livingston prometía aún más: «Podéis confiar… en que no hay otro propósito que haceros tan grande y feliz como vuestro corazón pueda desear, y aceptad esta como testimonio del verdadero Cariño y afecto que os tiene v. Paisano».
El capitán Culliford decidió hacer uso de Burgess como correo para asegurarse de que su buena acción se llevaba a término según lo planeado; para ello, le envió a la viuda Whaley una nota informándole de que Edward Buckmaster, a bordo del barco del capitán Shelley, le entregaría la parte de su marido.
Sra. Whaley:
Sabed que la presente se refiere al testamento de vuestro esposo que así quedó exclusivamente para vos y v. hijos… dejó tres mil piezas de a ocho… Edward Buckmaster ha quedado encargado de la entrega del cargamento que se os debe… A vuestra Disp[osición], señora. Rob.t Collov.r.
Culliford dobló dos veces la carta, en cuya parte exterior escribió las señas de la destinataria: «para la Sra. Whaley que Vive en Longe Islande o en otro lugar». No quería que Buckmaster se escabullera con setecientas cincuenta libras (robadas) de otra persona. Robert Culliford y Jon Swann se quedaron en Sainte Marie con el «Pequeño Rey» herido y sus harenes respectivos.
Samuel Burgess zarpó del puerto con la cubierta del Margaret poblada de un abigarrado grupo de piratas, vestidos con sedas y calicós a rayas de las Indias Orientales, zapatones y sombreros. Como las ventas al detalle habían sido mediocres y solo tenía diecinueve pasajeros en un buque en el que podía embutir a un centenar, tenía que comprar esclavos para que la travesía le saliera a cuenta, de modo que puso proa a la bahía de Saint Augustine, frente a Tuléar.
En el paraíso pirata de Sainte Marie, Culliford y Swann se instalaron en una perezosa rutina tropical. Entre abril, momento de la partida de Burgess, y agosto, pocos fueron —si es que hubo alguno— los barcos que acudieron a aquel puerto fuera de la ley.
Para pasar el tiempo, los piratas participaron en algunas fiestas locales malgaches y asistieron por lo menos a una de las sofisticadas celebraciones fúnebres de los isleños. Durante siglos, y hasta nuestros días, los malgaches han creído que la muerte no es más que el inicio de la fase más importante del viaje del alma. Llevan a cabo los funerales con alegría, y luego, al cabo de unos cinco años de la muerte de la persona en cuestión (o tan pronto como los parientes pueden permitirse la compra de un cebú), celebran una gigantesca fiesta en la que participa toda la aldea y que recibe el nombre de famadihana o «cambio de los huesos»: los parientes acuden al cementerio y, salmodiando canciones, sacan el cadáver de la tumba, lo preparan por medio de vigorosos golpes de estaca, y luego vuelven a envolver los huesos en un sudario nuevo y de vivos colores y bailan alrededor de la tumba.
A continuación, una larga procesión que, al ritmo de tambores y canciones, recorre los caminos llenos de baches reúne a docenas de invitados que se dirigen a un recinto destinado a la celebración de fiestas, donde todos beben grandes cantidades de vino de palmera que se sirve en hojas dobladas; el retumbar de los tambores convierte la fiesta en una barahúnda extática.
En el momento en que oyeron los tambores, los piratas se apresuraron a bajar a la fiesta. Sin embargo, Culliford y Swann pasaron la mayor parte de aquellos meses holgazaneando.
El 18 de agosto de 1699, la rutina quedó súbitamente interrumpida: en el puerto de Sainte Marie entró un barco que enarbolaba la bandera del rey. El bajel era un pingue, una clase de embarcación con la zona central abultada y los dos extremos puntiagudos, de unos catorce metros de eslora y seis de manga. Los hombres que estaban en tierra, mirando a través del catalejo, no reconocieron a nadie de los que iban a bordo; el capitán no era uno de los neoyorquinos habituales. Ningún buque europeo honrado navegaba hasta allí a menos que estuviera desesperado y a punto de naufragar en una tempestad. Aquel pingue, con su exigua artillería, no era lo bastante poderoso para causar estragos importantes. ¿Quién era aquella gente?
Por lo menos cuatro de los antiguos tripulantes del capitán Kidd —que seguían viviendo en Sainte Marie después de sus excursiones de piratería con Culliford— se hallaban casualmente en el puerto en aquel momento. John Walker, el timonel con el que Kidd había zarpado originalmente de Nueva York, hizo que los lugareños lo llevaran remando en piragua hasta la nave, y fue izado a cubierta desde la pequeña e inestable piragua construida con un tronco vaciado. En aquel entonces, Walker debía ajustarse a la imagen convencional que se tenía en Londres de los piratas: tez curtida, armado con pistola y sable y vestido de rica seda multicolor.
John Walker, que era un marinero experimentado, habló con la tripulación y descubrió que aquel pingue era un buque de transporte de esclavos, y también que el capitán, Thomas Warren, venía en representación de su tío, el comodoro Thomas Warren… a entregar indultos a los piratas ingleses de Sainte Marie.
Walker quedó estupefacto. El capitán le mostró los documentos, pero él no sabía leer. Hacia las cuatro de aquella misma tarde, Henry Berkeley, el cirujano del pingue —llamado Vine— desembarcó para entregar las proclamas de indulto del rey Guillermo III de Inglaterra. El médico, con sus zapatos de hebillas, se irguió en la playa y convocó a los hombres: «Escuchad, escuchad»; no consiguió reunir más que a lémures charlatanes. Nadie le dirigía la palabra.
Bajo el calor reinante, John Walker recorrió a toda prisa los seis kilómetros hasta lo alto de la montaña, donde tenían su cubil el «Pequeño Rey», Culliford y Swann. Les contó la singular noticia, pero ellos pensaron que estaba loco o borracho, o que, si estaba diciendo la verdad, podía ser una trampa para atraerlos al puerto: el Vine los atraparía y se los llevaría.
Robert Culliford decidió que iría él solo al barco fondeado en el puerto, ya que era el único de aquellos piratas que sabía leer. Se vistió con sus mejores sedas, se bañó, se peinó, se afeitó y se puso zapatos.
A la mañana siguiente, el capitán pirata Culliford salió en la lancha que quedaba del Mocha. Como correspondía a la realeza menor, llevaba consigo un séquito de sirvientes y esposas malgaches.
Lo izaron al pingue Vine y, después de los cordiales saludos, solicitó ver las instrucciones del capitán y una copia de la proclama de perdón. En la cubierta casi inmóvil, bajo la brillante luz del sol, Culliford leyó las órdenes dirigidas al capitán Thomas Warren: «Deseamos que toméis con vos Veinte proclamas… para hacer llegar su Real Gracia y misericordia a todo pobre o rico que acepte las mismas». Todos los piratas que aceptaran la oferta debían jurar que nunca más cometerían actos de piratería. A los criminales reformados que ayudaran a localizar a otros piratas «no solo les concederemos el perdón, sino que les ofreceremos recompensas» (el razonamiento de la Corona consistía en que la Armada Real no podía patrullar la totalidad del océano Índico, pero un indulto podía hacer menguar rápidamente las filas de los piratas; la Compañía de las Indias Orientales desdeñaba la idea).
El documento estaba firmado por el comodoro Thomas Warren y dos comisionados, Israel Hayes y Peter Delanoy (el comodoro Warren —ni más ni menos que el mismo oficial que había tenido el altercado con Kidd— trataba en aquellos momentos de llevar su escuadrón de cinco buques a Madagascar).
Ahora, Culliford sostenía en alto una copia del indulto: una sola hoja de grueso papel de grandes dimensiones, de 38 por 30 centímetros; en la parte superior había una insignia florida, con el león y el unicornio, acompañada de las palabras: «En nombre del Rey, una PROCLAMA».
A Culliford, el documento le pareció auténtico sin lugar a dudas, aunque hubiera llegado en un barco de transporte de esclavos con escasa tripulación. Debido a la letra gótica, le costó cierto tiempo descifrar frases como «para la seguridad del comercio… mediante una completa extirpación de los piratas». La proclama, que describía el proceso para obtener el perdón, declaraba que una mayoría de los cuatro hombres que se mencionaban a continuación (o de quienes entre ellos siguieran con vida) —es decir, el comodoro Thomas Warren y los tres comisionados, Israel Hayes, Peter Delanoy y Christopher Pollard— podía «garantizar nuestro Clemente Perdón a todos los mencionados Piratas de las Indias Orientales». Culliford siguió leyendo la jerga legal hasta el final de la página, donde vio con sorpresa que se indicaba que había dos piratas, y nada más que dos, a quienes no se permitía participar del indulto: el nombre del primer forajido era «Henry Every»; el segundo, «William Kid».
Cientos de hombres que habían atacado y saqueado barcos, hombres que habían violado y asesinado, podían optar al indulto, pero no el antiguo compañero de navegación de Culliford, el capitán Kidd, el hombre que se calificaba a sí mismo de corsario honorable. La historia no ha dejado constancia de si Culliford se rio a carcajadas.
El documento concluía así: «Dado en nuestra Corte de Kensington, el Octavo Día de Diciembre de 1698. En el Décimo Año de Nuestro Reinado. DIOS SALVE AL REY».
Robert Culliford, un hombre entusiasta, estaba extasiado. Le pidió a Thomas Warren que certificara su copia; ambos hombres bajaron al camarote del capitán y, mientras tomaban cortésmente una copa de Madeira, Thomas Warren escribió lo siguiente en el reverso de la proclama de indulto de Robert Culliford:
19 de Agosto de 1699
En virtud de las órdenes que me han Dado los Comisionados de Maj.td entrego de mi mano a Rob.t Collover esta Proclama que contiene el Real Perdón de Maj.td, pues está dispuesto a recibirlo a través mío y deseoso de hacerlo. Tho: Warren.
En aquel momento, Robert Culliford empezó a celebrarlo. En una declaración posterior en el palacio de justicia del Old Bailey, el joven capitán Warren recordaría que «tan pronto como firmé y le entregué la mencionada Proclama, Robert Collover expresó gran satisfacción y reconocimiento por la Gracia y el Favor de su Maj.td». Los escribanos tomaban nota de las declaraciones en una especie de taquigrafía gris y monótona; la «gran satisfacción» apenas esboza la alegría de Culliford, su conciencia, mientras se secaba la firma de Warren, de que iba a escapar con todo lo suyo —con las más de mil libras de botín escondidas en lo alto de la colina— y podría regresar como un hombre libre a Inglaterra, a sus amigos, a su familia, a sus amantes y a la costa de contrabandistas de Cornualles. No cabe duda de que «expresó gran satisfacción».
Robert Culliford dobló por la mitad tres veces aquella proclama y se la puso en el bolsillo de la casaca. Luego, informó a Warren de los piratas que vivían en Sainte Marie y en las guaridas de la isla principal de Madagascar, y le prometió al capitán que convencería a otros de que se avinieran a la oferta del rey. En cuestión de días, Culliford había convencido a diecisiete piratas de que acudieran a bordo del pingue Vine; cada uno de ellos recibió una copia de la proclama, certificada por Thomas Warren.
(Robert Culliford llevaría consigo su copia durante más de un año, y resulta claro que la mostró a mucha gente, ya que uno de los dobleces exteriores quedó bastante sucio y ajado; una leve quemadura indica que alguna persona curiosa la acercó demasiado a una lámpara o una pipa.)
Envalentonado por aquella promesa de perdón, Culliford estaba ahora dispuesto a regresar. Le preguntó a Warren si él y algunos de sus amigos arrepentidos podían viajar a bordo del respetable pingue Vine, y el joven oficial accedió.
Sin embargo, antes de poner proa a casa, el buen capitán del Vine aún tenía que llenar el entrepuente de esclavos; por medio de Culliford, se enteró enseguida de que en aquel momento no había humanos a la venta en Sainte Marie, y el pirata también advirtió a su nuevo amigo que el siguiente buque pirata que entrara en el puerto podía decidir quemar los indultos y robarle el barco. Warren optó por zarpar a toda prisa.
En lo alto de la colina, en el recinto fortificado del «Pequeño Rey», había llegado la hora de un rápido adiós: un último festín de cebú, un poco de Madeira recién traído del Vine y un acto sexual de despedida con unas cuantas esposas. Después de reflexionar un poco, Culliford, Swann y los piratas decidieron no llevarse consigo a sus sirvientes ni a sus mujeres. Culliford abrazó a todas sus esposas y dio a cada una de ellas obsequios de despedida, como cintas y sedas; algunas recibieron más regalos que otras: unos meses después, llegaron algunos bebés de piel clara. (Los malgaches llamaban zana-malata a aquellos niños mestizos, y no se avergonzaban de aquella descendencia, sino que estaban orgullosos de ella.)
Culliford y los piratas cargaron sus cofres de tesoros y otros bienes a bordo del Vine y, menos de un día después, la nave cruzaba la bocana del puerto, bajo los cañones inactivos, dejando el paraíso de Sainte Marie casi despoblado de rufianes blancos.
El capitán Thomas Warren hizo virar el pingue Vine de vuelta hacia el sur, rumbo a Fort Dolphin, en la costa oriental de Madagascar, no solo para comprar esclavos, sino también para esperar el escuadrón de la Armada Real al frente del cual iba su tío; estaba deseoso de alcanzar la gloria de entregar dieciocho piratas que querían el indulto: sus órdenes afirmaban claramente que, si tenían éxito, los comisionados «lo recomendarían al Rey».
Pero ¿dónde estaba el comodoro Thomas Warren, el Extraviado?
Su barco, el HMS Harwich, después de dejar Inglaterra en enero de 1699 al frente de otros cuatro buques de guerra, había vagado hacia el sur y se había retrasado a causa de la afición del comodoro por los festines (en marzo, su sobrino y tocayo había decidido adelantársele).
El Almirantazgo había encomendado al escuadrón una doble misión: eliminar piratas (ya fuera mediante el indulto, ya combatiéndolos) y llevar a su destino a un embajador de la Nueva Compañía de las Indias Orientales que llevaba consigo toneladas de regalos para negociar un nuevo tratado con el gran mogol.
La de Warren era una misión importante y cara, como se puede ver por medio de las provisiones necesarias tan solo para avituallar su barco, el HMS Harwich: para 197 hombres, se cargaron 25.316 kilos de pan (raciones para 281 días), seis toneladas de cerveza (para siete días, a razón de unos cuatro litros de cerveza diarios), 6.539 piezas de carne de vacuno (treinta y dos semanas), 6.494 de tocino (treinta y dos semanas), nueve bushels de guisantes (ocho semanas), 102 bushels de harina de avena (doce semanas) y 436 litros de aceite para sustituir la mantequilla y el queso (veintiuna semanas).
Por desgracia para él, el comodoro Warren no encontró un solo pirata en toda su travesía. Él y los comisionados, poseedores de una gran potencia de fuego, nunca desembarcaron en el refugio pirata de Sainte Marie; por el contrario, Warren remontó la costa occidental de Madagascar, donde realizó una breve escala para repostar agua y leña en la bahía de Saint Augustine, en la cual dejó tres copias de la proclama de indulto.
(Aún para mayor desgracia de Warren —el oficial que había difundido antes que nadie los rumores de que Kidd se dedicaba a la piratería—, el comodoro murió justo al llegar a la India. A su pasajero, el embajador Norris, quizá poseído por el espíritu del Extraviado, le costó tres meses encontrar al gran mogol y entregarle un enorme tesoro en oro, cañones de bronce, flautas de plata, ropa, gaitas, etc., así como ofrecerle disculpas por las nefandas acciones del capitán Kidd, todo lo cual condujo a… ningún nuevo tratado.)
En Port Dolphin, el sobrino y tocayo del capitán Warren, con Culliford a bordo, esperó en vano que su tío llegara a la costa oriental de Madagascar. En cierto momento, muy al principio de la estancia, Culliford y los demás se inquietaron un tanto por la letra pequeña de la oferta de perdón: desde luego, habían recibido una copia de la proclama, pero ¿era suficiente? El sobrino Warren no podía otorgar indultos por sí mismo, y no había manera de encontrar el escuadrón extraviado de su tío.
Los hombres decidieron, a iniciativa de Culliford, redactar otro documento. Este tiene el sello de algún escribano sin empleo y aficionado al ron que debía estar refugiado en Port Dolphin ganándose la vida a base de escribir contratos de venta de esclavos (la ortografía es demasiado buena para ser obra del propio Culliford). El texto consiste en una larga frase sin puntos que refleja los esfuerzos de un hombre semiculto por remedar la jerga legal.
Al Sr. Thomas Waring Capitán del Pingue Vine de Londres
Señor /
Considerando que por orden de los Comisionados de su majestad habéis Publicado y Distribuido entre nosotros la Real Proclama de su majestad que Declara su muy clemente Intención de Hacernos Llegar su Real Compasión y perdón nosotros estando Humildemente Agradecidos por lo mismo y comprensiblemente conmovidos por la inmensidad de la compasión y clemencia de su majestad, como también obligados a Desear Fervorosamente Regresar con toda la Prontitud posible a los Dominios de su majestad para Expresar nuestro Reconocimiento & Demostrar nuestra Gratitud Entregándonos de modo Leal y Obediente a su…
El documento prosigue solicitando: «los abajo firmantes esperan que tengáis a bien llevarlos como pasajeros a cualquier parte de los dominios de su majestad… 8 de Sept de 1699».
Solamente seis de los piratas sabían escribir su nombre. Robert Culliford, tomando el primero la pluma, firmó con mano firme y confiada; el siguiente fue Jon Swann, que trazó una S muy temblorosa; algún otro trató de firmar con su nombre, pero acabó haciendo un borrón. Un par de piratas analfabetos intentaron imitar a Swann poniendo una sola letra de su apellido, pero la mayoría se conformaron con una X al lado de expresiones parecidas a «marca de Elizzander Malberer».
Por lo menos cuatro miembros de la tripulación original del capitán Kidd, que se habían convertido en piratas, suscribieron el documento.
El capitán Warren, con Robert Culliford a su lado para ayudarlo, desembarcó en Port Dolphin para comprar esclavos; allí encontraron a John Cruger, un neoyorquino con un historial asombrosamente lleno de desgracias.
(Cruger, que en aquel entonces era joven, llegaría a ser, cuarenta años después, alcalde de Nueva York; su hijo —aún no concebido— también ocuparía dicho cargo y el de presidente de la primera cámara de comercio de América del Norte.)
A mediados de julio de 1698, John Cruger había zarpado del puerto de Nueva York a bordo del Prophet Daniel, rumbo a Madagascar y las islas cercanas con el objetivo de comprar esclavos. Cruger era el sobrecargo (es decir, el representante de los armadores a bordo) de aquel buque de noventa toneladas que transportaba el cargamento habitual de pistolas, pólvora, 135 kilos de cuentas de colores, treinta y tres sombreros y un surtido singularmente amplio de alcohol: vino (casi dos mil litros), ron (doce barricas), cerveza (veinticuatro barriles), brandy (diez barriles) y agua de anís (cerca de quinientos litros).
El Prophet Daniel se dirigió al este doblando el cabo de Buena Esperanza, hizo escala en Mattatana, en la costa malgache, donde Cruger compró cincuenta y cinco esclavos, y finalmente llegó a Port Dolphin el 24 de agosto de 1699. Cruger fue inmediatamente a presentarse al rey del lugar, el cual resultó ser toda una pieza.
Abraham Samuel era un esclavo huido, de lengua francesa y piel de color café, que en 1696 había escapado de la Martinica para unirse al John and Rebecca, el buque pirata del capitán Hoare, que actuaba con base en Rhode Island. El punto culminante de su periplo por el mar Rojo fue la captura de un barco musulmán de trescientas toneladas, que llevaron hasta Sainte Marie, en Madagascar, con la intención de disfrutar de aquel paraíso pirata. La diversión de Abraham Samuel se vio pronto interrumpida por el alzamiento nativo acaecido en 1697, que provocó la muerte de la mayoría de los europeos. Samuel y cerca de una docena más de hombres huyeron en un barco que hacía agua, con el cual vagaron hacia el sur recorriendo la costa hasta llegar a un punto, situado a pocas millas de Port Dolphin, donde la nave se hundió. El mar arrojó a la costa a Samuel, desnudo y medio muerto. La reina madre del lugar, que gobernaba en solitario, acudió a observar el naufragio y, al contemplar el cuerpo desnudo de Samuel, se dio cuenta, por ciertas señales, de que era el hijo que había perdido hacía mucho tiempo, después de haberlo concebido de un francés durante la ocupación colonial.
Vistieron al hombre medio ahogado, lo coronaron como el rey Samuel y le asignaron una guardia palaciega de piratas. Durante los dos años que siguieron, el rey Samuel se ganó toda una reputación actuando como intermediario en el comercio de esclavos y cargamentos robados.
Después de presentarle sus respetos al rey, el neoyorquino John Cruger le dijo que quería comprar cien esclavos. El rey Samuel le respondió que, para cerrar el trato, tendría que acompañarlo hasta su residencia campestre, situada cuarenta kilómetros tierra adentro.
Mientras Cruger estaba en el interior de la isla, un barco pirata neoyorquino, bajo el mando de un tal Evan Jones, se acercó amistosamente al Prophet Daniel en el puerto. El astuto Jones se identificó como un tratante de esclavos y explicó que había perdido su lancha en la travesía que lo había llevado hasta allí. «¿Podríais echarme a tierra?», preguntó (en argot marinero, «echar» significaba «desembarcar»). Los vigilantes del Prophet Daniel accedieron, y varios hombres remaron hasta la orilla para tomar un trago. Las tripulaciones descubrieron enseguida que tenían cosas en común, ya que algunos de los hombres del capitán Jones eran de Westchester, cerca de Nueva York.
Después de beber y visitar a las prostitutas del lugar, remaron de vuelta a sus barcos, y el capitán Evan Jones los invitó a bordo para que probaran un buen ron. Estuvieron bebiendo un rato, y luego, a las nueve de la noche, bajo la luz mortecina de las linternas, Jones dio la señal y los piratas redujeron a los hombres del Prophet Daniel. Se apoderaron de la lancha, remaron hasta el buque y lo capturaron; los piratas de Westchester saquearon la nave y se apropiaron de todo el dinero y el aparejo, así como de todo lo que les apeteció (he aquí a unos neoyorquinos que robaban a sus conciudadanos al otro lado del mundo).
Corriendo desde el puerto, un mensajero llevó las malas noticias al rey Samuel y a Cruger. Cuando este llegó a la costa, encontró a los piratas a bordo de ambos bajeles. En un primer momento, contrató a varios hombres del rey Samuel para que dispararan contra las naves, pero dos días de silbidos de balas de mosquete no causaron grandes daños; entonces, Cruger contrató a dos nativos para que fueran nadando a cortar los cables del ancla de ambos barcos de modo que la corriente los empujara hasta la orilla.
Fue entonces cuando el sonriente rey Abraham Samuel, el mulato de la Martinica, mostró los colmillos… y su simpatía por los piratas: dio orden a su gente de «no entrometerse» (tenía a sus órdenes trescientos guerreros y quince canoas de guerra). Los piratas le habían prometido a Samuel una buena recompensa o pourboire[49] a cambio de su protección: le entregaron el Prophet Daniel y los cincuenta y cinco esclavos que había a bordo; posteriormente, el rey Samuel vendió el buque neoyorquino a cuatro piratas por mil cuatrocientas piezas de a ocho, e incluso proporcionó a los nuevos propietarios un comprobante de la venta, firmado por «Abraham Samuel, rey de Fort Dauphin, Tollannare, Farrawe, Fanquest, Fownzahira».
Cruger protestó, pero sus quejas no sirvieron más que para inducir al rey Samuel a confiscar las propiedades que el otro tenía en tierra: cuarenta y nueve armas ligeras, veintidós barricas de pólvora y un juego de velas. El capitán del Prophet, Henry Appel, y dos tripulantes decidieron convertirse en piratas.
Así pues, a principios de septiembre de 1699, el futuro alcalde John Cruger se hallaba inmovilizado en el poco hospitalario Port Dolphin, cuando Thomas Warren, en el pingue Vine y con sus piratas a bordo, entró en el puerto.
Cruger negoció que lo llevaran en el Vine hasta Barbados a cambio de sesenta y seis piezas de a ocho y dos esclavos.
Cuando el viento cambió al oeste (y con el tío Extraviado sin aparecer), el Vine se hizo a la vela; era el sábado 18 de noviembre de 1699. A lo largo del mes siguiente, que transcurrió sin incidentes notables, Culliford compartió la borda y la bebida con el futuro alcalde; luego, se desencadenó un temporal, y también algo peor.
El viento azotaba las aguas situadas frente al extremo de África. El miércoles 20 de diciembre de 1699, el capitán Warren alejó el pingue Vine de la tempestad y lo llevó al refugio del cabo de Buena Esperanza. Culliford y los demás piratas que iban a bordo del Vine se alegraron de descubrir el Margaret de Samuel Burgess anclado en aquel puerto, ya que en él viajaban sus compinches, a quienes no habían visto desde hacía medio año, en abril, cuando estaban en Sainte Marie. El capitán Warren, que en aquellos momentos ya había trabado amistad con Culliford, accedió amablemente a acercarse al Margaret; Culliford y los demás querían contar a sus amigos las extraordinarias noticias referentes a los indultos, y esperaban que Warren distribuyera unas cuantas copias más.
Mientras el Vine se aproximaba al Margaret, Culliford se dio cuenta de que algo iba mal: nadie saludaba a gritos, y él no conocía a ninguno de los marineros de cubierta. Navegando a bordo del Vine, Culliford iba a meterse sin saberlo en las garras de… un cazador de piratas.
La travesía del Margaret había transcurrido a las mil maravillas hasta tres días antes. Samuel Burgess, el capitán de treinta años, había comprado ciento catorce esclavos en la costa occidental de Madagascar, de acuerdo con las órdenes de su armador, Fred Phillips: «Al comprar Negros… tened cuidado de no recibir ninguno (si es posible) que no sea escogido & adecuado, en su mayoría hombres jóvenes y muchachos, que no tengan menos de quince años de edad, ningún anciano ni mujer ni ninguno que tenga defectos en algún miembro o en la vista».
Phillips —quizá pensando más en las ganancias que en la compasión— también le aconsejó: «Comprad arroz suficiente para que los Negros tengan siempre su ración completa». El armador le prometió al capitán una participación del 2,5 por ciento de los beneficios, lo cual constituía para Burgess un poderoso incentivo para entregar tantos esclavos vivos como le fuera posible.
Durante la escala de Burgess en Tuléar, sus pasajeros estuvieron encantados de encontrar las tres copias de la proclama de indulto que el comodoro Warren había dejado en aquel lugar. Los piratas votaron, por iniciativa del capitán Shivers, a favor de quedarse en Tuléar y esperar que regresara el comodoro Warren, pero Burgess, que no quería perder el dinero del transporte, se opuso a ello: «No esperéis entre los negros; venid a St. Helena y esperad allí»; los piratas accedieron.
Phillips había ordenado a Burgess que eludiera a otros barcos y evitara la mayoría de los puertos, entre ellos el del cabo de Buena Esperanza, pero también Burgess tropezó con el terrible tiempo reinante en aguas del extremo meridional de África. Los ciento catorce esclavos que llevaba bajo cubierta fueron presas de insoportables mareos mientras el buque saltaba de una cresta espumeante a otra.
Burgess se inquietó. Las olas que se estrellaban contra el barco podían penetrar en la bodega y anegar las toneladas de arroz destinado a alimentar a los esclavos. Cuando el arroz se moja, se expande; se tiene constancia de casos en que los sacos de arroz empapados se hincharon hasta dañar el buque e incluso reventarlo. Burgess no quería jugársela: si no podía alimentar a sus esclavos, corría el riesgo de perder su sustancioso 2,5 por ciento.
Por lo tanto, decidió entrar en el refugio del cabo de Buena Esperanza y evaluar los desperfectos. Los cañones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales dominaban el puerto, mientras que las tabernas de la mencionada compañía tenían fama por su inmenso surtido de bebidas alcohólicas. Hacia 1700, el cabo de Buena Esperanza era un lugar donde los ingleses y los holandeses solían llevarse bien.
Burgess entró en el puerto de El Cabo alrededor del mediodía del lunes 18 de diciembre, enarbolando la cruz de San Jorge de los mercantes ingleses. Buscando un buen fondeadero cerca del fuerte, pasó junto a varios barcos sin saludarlos; uno de ellos era el Loyal Merchant, una nave de la Compañía de las Indias Orientales que se hallaba bajo el mando del capitán Matthew Lowth, quien afirmaba en su cuaderno de bitácora: «A pesar de que yo tenía ondeando la Bandera y el gallardete del Rey, no hizo ademán de fijarse en mí sino que corrió a colocarse bajo el fuerte Holandés & los saludó con 3 Salvas, que ellos le devolvieron».
Al capitán Lowth no le gustó que aquel pequeño mercante inglés le faltara al respeto. Lowth se consideraba incluso más importante que los habituales capitanes de las Indias Orientales —ya de por sí pomposos y engreídos—, dado que era portador de una patente de corso que le había otorgado el Almirantazgo para perseguir piratas, muy parecida a la que se había concedido a Kidd.
El capitán Lowth ni siquiera tendría que haber estado aquella tarde en el puerto africano: había proyectado zarpar tres días antes y ya había disfrutado del último banquete con el gobernador, pero el tiempo tempestuoso lo había obligado a esperar al abrigo de aquel puerto flanqueado de montañas. Fue entonces cuando el Margaret pasó cerca de él.
Lowth envió un bote lleno de hombres armados y exigió que el capitán del barco acudiera a visitarlo a bordo del Loyal Merchant; dado que este último contaba con más de treinta cañones y más de cien hombres, Burgess no tuvo otra opción que obedecer.

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Sometido a interrogatorio, Burgess explicó que era un tratante de esclavos de Nueva York y que llevaba a bordo a ciento diez de ellos; el rudo marino no llegó a disculparse por no haber saludado. La entrevista tocaba a su fin cuando uno de los tripulantes del Loyal Merchant, que había traído en el bote a Burgess, informó al capitán Lowth que el otro barco estaba «lleno de hombres blancos todos vestidos con Ropas de la Compañía de las Indias Orientales» (los pasajeros piratas de Burgess iban engalanados con camisas y pantalones hechos de los exquisitos tejidos de los fardos robados que se habían apropiado gentes como Kidd, que los habían intercambiado en Sainte Marie).
El capitán Lowth envió su pinaza al Margaret para que recogiera a aquellos blancos de llamativos ropajes con el fin de interrogarlos. Con el capitán Shivers al frente, ellos se negaron a ir: «No tenemos nada que hacer en vuestro barco», dijo Shivers. Las tres docenas de hombres armados de la compañía abordaron la nave; los piratas se resistieron, pero la refriega subsiguiente fue un acto de bravuconería poco sangriento, ya que las armas de los piratas estaban encerradas en el camarote de Burgess. No obstante, en medio del tumulto, ocho de aquellos hombres de ropas ostentosas lograron arriar un bote, llevarse su botín y remar hasta tierra.
Blandiendo sus pistolas, los hombres de Lowth redujeron a los demás y trasladaron al grupo, que no cesaba de gruñir, a bordo delLoyal Merchant. Lowth envió un contingente a ocupar el Margaret.
Tan pronto como los piratas treparon a bordo del Loyal Merchant, presentaron al capitán Lowth los documentos que les garantizaban la libertad: «Le entregamos tres de las Proclamas de perdón del Rey y una carta escrita por el Comodoro Warren —explicaba el bostoniano Joseph Wheeler—, pero a pesar de ello el Capt. Lowth nos apresó y nos retuvo a mí y a los demás pasajeros y al buque Margaret y todos los efectos que había a bordo».
Era frecuente que la Compañía de las Indias Orientales ignorara las decisiones de la Corona, especialmente a tanta distancia de la metrópoli. En cierta ocasión, sir Josiah Child, alto responsable de la compañía, reprendió a un empleado diciéndole: «Espero que las Normas [para el empleado] sean mis Órdenes y no las Leyes de Inglaterra, que son un Montón de Disparates, compilados por unos cuantos Hacendados ignorantes que apenas conocen el modo de hacer Leyes para el buen Gobierno de sus propias Familias, y mucho menos para la Regulación de las Compañías y el Comercio exterior».
En todo caso, el capitán Lowth tenía ante sus ojos un botín descomunal. Wheeler, por ejemplo, era poseedor de tres mil seiscientas piezas de a ocho, y Armand Viola —un ayudante de cirujano, neoyorquino de veintidós años, que había dejado a Kidd para unirse a Culliford— declaró que llevaba consigo dos mil piezas de a ocho, ochocientos dólares «de león», setecientas monedas de oro, medio kilo de oro en barras y trozos, once kilos de plata, dos cadenas de oro y un medallón valorado en 105 piezas de a ocho. ¿Cómo había conseguido aquel joven tantas riquezas? Explicó que dos amigos suyos habían muerto en Madagascar y le habían dejado sus porciones, y que «había ganado muchísimo jugando». Lowth ordenó que se encadenara bajo cubierta a todos los piratas y, al día siguiente, fue pasando de uno a otro para tomarles declaración: Shivers se inventó una brillante carrera; en cuanto a Burgess, maldijo a Lowth y recibió unos buenos golpes, tras lo cual ofreció un relato sorprendentemente preciso de sus tiempos de pirata.
A continuación, Lowth fue a tierra para mostrar al gobernador Van der Stel la patente real, de autenticidad indudable, que había recibido del monarca inglés para capturar piratas. El gobernador dijo que se sentía ultrajado por el hecho de que Lowth se hubiera atrevido a realizar una captura en el interior de un puerto holandés. Posteriormente, Lowth acusaría maliciosamente al gobernador de haberse alterado, sobre todo, por las ganancias perdidas y de estar «irritado porque una Presa del Valor de aquella se le escurriera de las manos».
Mientras Lowth hablaba con el gobernador en tierra, los quince tripulantes del Margaret —desde el marinero Nicholas Whore hasta el carpintero Benjamin Herring, e incluso la cocinera negra Maramita— trataron de organizar un ataque contra los hombres de la Compañía de las Indias Orientales que ocupaban el buque; armados de cuchillos y sartenes, fracasaron en su intento de alzarse.
Todavía furioso, el gobernador holandés envió a sus representantes al Loyal Merchant con una protesta oficial. Lowth saludó cortésmente al bote tanto al venir como al partir, pero rechazó la protesta con unas cuantas buenas palabras.
A la tarde siguiente —era el miércoles 20 de diciembre—, el desprevenido pingue Vine acudió a saludar al Margaret; Culliford estaba en la borda con Swann y el futuro alcalde Cruger: todos ellos se estaban metiendo alegremente en una trampa. El Margaret se hallaba semidesierto, y unos hombres desconocidos y armados ganduleaban en cubierta; Culliford oía los lamentos de los esclavos. El imponente Loyal Merchant no estaba muy lejos.
Al cabo de unos instantes, el bote del Loyal Merchant llegó hasta el Vine, y un oficial exigió a voces que el capitán del pingue lo acompañara a bordo de su barco.
«Envié a buscar al Capitán, cuyo nombre era Thomas Warren —anotó el capitán Lowth en su diario de a bordo—. Ese pingue Vine viene de St. Maries & lleva a bordo 14 piratas o, como él los llama, “pasajeros”, uno de los cuales era el Capitán Culliford que era comandante del Mocoa. Le hice [al capitán Warren] algunas Preguntas sobre los Piratas, lo que supiera & asimismo sus propias circunstancias. Me arrojó una de las Proclamas de su Majestad. Mostrándole mi patente, le dije que no estaban hechas para hombres honestos sino para Piratas & que si tenía alguno lo interrogaría».
Aquel capitán de las Indias Orientales estaba más que dispuesto a ignorar unos indultos que no le resultaban nada convenientes. La Vieja Compañía de las Indias Orientales detestaba especialmente la idea de los indultos: «Consideramos humildemente que los Perdones particulares los alentarán [a los piratas] más que ser un medio para suprimirlos», habían escrito los gobernadores de la compañía a los lores del Comercio.
El capitán Warren se negó a permitir que se llevaran a los pasajeros del Vine, y luego añadió con indignación que, si Lowth persistía en su actitud, se dirigiría a los holandeses para pedirles protección.
Al oír aquella respuesta, el capitán Lowth ordenó que se llevaran de inmediato al capitán Warren bajo cubierta y le pusieran grilletes; en la puerta, apostó dos guardianes para que Warren no pudiera enviar en secreto a tierra ninguna nota destinada al gobernador holandés. Había oscurecido por completo, de modo que el asalto al Vine tendría que esperar a que llegara la luz del día.
Así pues, en aquellos momentos, el capitán Shivers estaba encadenado en el Loyal Merchant con otros diecisiete presuntos piratas; el capitán Warren, tratante de esclavos y sobrino del comodoro, se hallaba en la misma situación, y Robert Culliford, virtuoso sin par de la fuga, estaba en terrible peligro.
A medida que fueron pasando las horas y avanzando la noche, Culliford empezó a preguntarse por qué no había regresado el capitán Warren, pero no pudo obtener ninguna respuesta clara de los hombres que había a bordo del Margaret.
Al romper el alba del jueves 21 de diciembre, el capitán Matthew Lowth subió a la pinaza con cuarenta hombres armados y se hizo llevar hasta el diminuto pingue Vine, que parecía un simple juguete que se balanceara al lado de su buque mercante y de guerra poderosamente armado.
A la débil luz de la madrugada, detectó cierta actividad a bordo del pequeño barco. ¿Acaso aquel puñado de piratas sería lo bastante estúpido para luchar contra él? Cuando la pinaza llegó al Vine, Lowth vio en la borda a un sonriente Robert Culliford… en medio de docenas de soldados holandeses armados. Por lo visto, Culliford había avisado al gobernador holandés, que envió cien hombres para proteger aquel buque inglés de la desmesuradamente agresiva compañía inglesa.
El capitán de las Indias Orientales, Matthew Lowth, impertérrito a bordo de su lancha, gritó a los de arriba que iba a subir a bordo a apresar a los piratas. Un oficial holandés replicó que no se lo permitía. El capitán Lowth reiteró sus intenciones, y el oficial le respondió tranquilamente que le dispararían. «Les grité desde mi Bote & les dije que creía que el Rey de Inglaterra no permitiría que pisotearan ninguna Patente suya».
El gobernador holandés mantuvo cien hombres a bordo del Vine, terriblemente atestado (noventa y dos esclavos bajo cubierta, catorce pasajeros y quince tripulantes). Van der Stel no tenía la menor intención de permitir que Lowth volviera a desafiar a Holanda y capturara otro buque en aquel puerto neerlandés. El capitán Lowth, por su parte, siguió ocupando el Margaret y reteniendo sus once mil libras en «monedas del universo» y los ciento catorce esclavos que había a bordo, además de los dieciocho piratas. Era algo parecido a un punto muerto, con el destino del maleante Culliford y del futuro alcalde Cruger pendiendo de un hilo. A los holandeses no les hacía ninguna ilusión abrir fuego contra un aliado.
A su regreso al Loyal Merchant, Lowth hizo que subieran a cubierta al capitán Warren sin quitarle los grilletes y lo volvió a interrogar; por lo visto, Lowth no le había hecho muchas preguntas antes de encadenarlo.
Esta vez, Lowth indagó un poco más a fondo y descubrió que Warren estaba bajo las órdenes directas del comodoro para distribuir indultos y reunir información sobre piratas. También parece probable que Warren, después de pasar una noche con grilletes, mencionara de paso que el comodoro del escuadrón inglés de las Indias Orientales era su tío.
Repentinamente, el tono del capitán Lowth empezó a suavizarse. Preguntó a Warren si tenía órdenes escritas, y él respondió que así era; Warren firmó una nota pidiendo que le trajeran los documentos que seguían en el Vine. Sin embargo, antes de que se pudiera enviar el bote, se desencadenó una «fuerte tempestad»; el viento del noroeste azotó los barcos, y el ancla de la esperanza del Loyal Merchant se soltó. Los prisioneros piratas, sumidos en la oscuridad por la ausencia de ventanas y retenidos en las proximidades de los mareados esclavos, hicieron sonar las cadenas y maldijeron a sus captores.
El Cabo Tormentoso hacía honor a su nombre.
Las condiciones eran igualmente penosas en el atestado Vine, que, con doscientos hombres apretujados a bordo, daba violentas sacudidas. Si bien los holandeses habían salvado a Culliford y al futuro alcalde Cruger de la amenaza inmediata del cazador de piratas de la Compañía de las Indias Orientales, todos los pasajeros del Vine se hallaban ahora sencillamente a merced de los holandeses.
El sábado 23 de diciembre mejoró el tiempo, y los holandeses permitieron el traslado de los documentos del capitán Warren desde el Vine. El capitán Lowth leyó la carta del comodoro a su sobrino, y dio marcha atrás.
«Desalojé [su barco] bajo mi responsabilidad & así nos separamos como buenos amigos —escribió en su diario Matthew Lowth, que añadía—: Le cedí cuatro sacos de arroz, algo de brea y todo lo que quiso». Lowth decidió no perseguir a Culliford ni a ninguno de los pasajeros piratas de Warren.
El capitán del Loyal Merchant hizo que llevaran en un bote a su nuevo amigo del alma, con sus regalos de despedida, de vuelta al Vine. Ahora, Warren tenía que negociar con el gobernador holandés. Le mostró las órdenes de su tío, y Van der Stel hizo que un escribano las copiara en el libro de registro oficial. Después de haber tenido cien hombres a bordo del pequeño buque, resultaba claro que el gobernador sabía que a bordo había un tesoro pirata y casi cien esclavos, pero no quería ofender al sobrino del comodoro, si es que era posible llegar a algún acuerdo. Finalmente, el dinero resolvió el problema.
Como aún se hallaba bajo los cañones holandeses y rodeado por barcos de guerra de la misma nacionalidad, el capitán Lowth, de la Compañía de las Indias Orientales, optó por no mostrarse demasiado quisquilloso acerca de los detalles referentes al modo de disponer de su presa, el Margaret, y el cargamento de la misma. Lowth aseguró que un artículo suplementario de su patente para perseguir piratas le permitía disponer de modo inmediato de cualquier presa legítima, siempre que llevara un registro preciso de ello. Así pues, el capitán Lowth decidió vender los esclavos de Frederick Phillips en el cabo de Buena Esperanza.
Para desembarcar esclavos y venderlos, Lowth necesitaba el permiso del gobernador. Ambas partes regatearon, y finalmente Lowth accedió —aunque a regañadientes (según aseguraría, fue «obligado» a hacerlo)— a pagar con veinte esclavos al gobernador, con cinco más al vicegobernador y con otros cinco al «fiscal», es decir, al jefe de policía del lugar (el gobernador también había cobrado unos cuantos miles de libras inglesas a los piratas a quienes había ayudado a desembarcar furtivamente).
El día de Navidad, Culliford y los piratas del Vine ya parecían estar a salvo bajo la aureola protectora del capitán Warren.
Se empezaron a hacer preparativos para una subasta de esclavos que debía celebrarse al cabo de cuatro días. Para su desgracia, Lowth esperaba ingenuamente que la subasta fuera limpia, pero los comerciantes holandeses y hugonotes franceses que había en el Cabo no se esforzaron mucho por superarse mutuamente en las ofertas, con lo cual Lowth recibió treinta piezas de a ocho (siete libras y media) por los hombres jóvenes y capaces, mientras que, en el caso de los que no gozaban de buena salud y los niños, los precios cayeron hasta veinte piezas de a ocho: «De hecho, no es otra cosa que un regalo», se lamentaba Lowth en su diario. El capitán del Loyal Merchant también quería vender el propio Margaret y encontró un par de mercaderes locales dispuestos a pagar un precio justo por el buque, pero el gobernador decretó que Lowth solo podía venderlo a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que le ofreció una miseria.
El capitán Warren y los pasajeros piratas decidieron no perder más tiempo: al día siguiente, el jueves 28 de diciembre, Warren le preguntó al capitán Lowth si le aceptaría una salva de despedida, y Lowth accedió. Al pasar junto al imponente Loyal Merchant, el artillero del minúsculo pingue realizó cinco disparos, y el buque de guerra respondió con otros cinco.
El Vine, llevando a bordo a Robert Culliford y al futuro alcalde de Nueva York, se hizo a la mar. Culliford seguía en posesión de su tesoro y de su proclama de indulto.
(Evidentemente, Burgess, Shivers y los demás no tuvieron tanta suerte: el capitán Lowth los hizo viajar cinco meses —sin quitarles los grilletes— hasta llegar a Bombay, donde los funcionarios de la compañía les dijeron que se los tendría que llevar a Inglaterra para someterlos a juicio. El capitán Shivers, que había ayudado a Robert Culliford a llevar a cabo la mayor captura de la historia de la piratería en las Indias Orientales, murió en una cárcel de Bombay; lo mismo sucedió con casi una docena de los demás, antes de que Matthew Lowth regresara para llevarse a los supervivientes, incluyendo a Sam Burgess, a Londres.)
Entretanto, Robert Culliford, a bordo del Vine, inició el trayecto de mil quinientas millas desde El Cabo hasta la isla de Santa Elena. Probablemente, en la actualidad Santa Elena es más conocida como el lugar del exilio final de Napoleón, un diminuto retazo de tierra entre las olas, lejos de Europa. En aquel entonces, aquella isla montañosa era conocida como la escala que salvaba a los hombres del escorbuto.
Descubierta por los portugueses el día de Santa Elena de 1502, la fértil isla de 121 kilómetros cuadrados fue, en 1658, la primera propiedad que reivindicó la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, cuyas posesiones se extenderían con gran rapidez y se convertirían en el imperio británico de la India. La compañía comercial holandesa se apoderó un par de veces de aquel estratégico punto de aprovisionamiento de agua, pero la compañía inglesa se lo volvió a arrebatar.
Santa Elena, conocida como «la Posada del Mar», era una escala acogedora, con gran cantidad de comida, en especial carne de vacuno del ganado que se criaba en ella, de raza inglesa importada. El corsario William Dampier observó que, al cabo de una semana de estancia en la isla, los marineros consumidos por el escorbuto —a quienes había sido preciso desembarcar tumbados en camillas—, estaban completamente recuperados.

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El pingue Vine llegó al puerto en forma de media luna de Santa Elena el 2 de febrero de 1700. Los hombres vieron una pequeña ciudad inglesa, con casas de piedra, instalada al abrigo de un valle situado entre dos montañas de poca altura. El capitán Warren había cumplido su promesa de dejar a los piratas en territorio inglés; Robert Culliford y otros tres desembarcaron. «Yo no tenía autoridad para retenerlos», declararía posteriormente el capitán Warren. Culliford se despidió de Jon Swann, que decidió que prefería el cálido Caribe a los crudos inviernos de Inglaterra y que continuaría hasta Barbados.
Robert Culliford se quedó unas semanas en la «Posada del Mar», tratando de conseguir un pasaje a Londres. William Dampier explicaba que, por aquellos tiempos, Santa Elena podía ser un lugar muy agradable para un marinero de paso, sobre todo porque las hijas de los colonos ingleses consideraban que casarse con un marinero era la mejor posibilidad que tenían de dejar aquella isla remota. Dampier describía a las mujeres de padres ingleses como «bien proporcionadas, correctas y gentiles». Los matrimonios rápidos —o las promesas de matrimonio— no eran insólitos.
No cabe duda de que Robert Culliford sacó uno u otro partido de las encantadoras mujeres que se aventuraban en las tabernas del puerto.
Culliford desechó sus trajes de confección casera de las Indias Orientales y compró prendas inglesas; se podía permitir engalanarse con una exquisita casaca de botones de plata, unos buenos zapatos y un sombrero nuevo.
El barco de la Compañía de las Indias Orientales Sidney, una gigantesca nave mercante y de guerra de cuarenta toneladas y ciento treinta y tres tripulantes, iba de regreso a Inglaterra. Culliford y su colega pirata de Sainte Marie Ralph Patterson —ambos provistos de sus proclamas de indulto— reservaron sendas plazas en el buque de la compañía; como pagaron el importe correspondiente, se los trató como pasajeros. Culliford hizo que unos sirvientes le subieran a bordo el cofre lleno de oro y plata, bien cerrado y atado.
El 15 de marzo de 1700, Robert Culliford, viajando con toda comodidad y con su tesoro y su indulto, ya iba rumbo al norte, hacia Inglaterra. Era libre de rondar por la cubierta del Sidney y tomar ron con sus compañeros de viaje; cuando cruzaron el ecuador, tuvo ocasión de participar en las absurdas celebraciones del «rito de paso». En su travesía de regreso, Culliford se mostraba triunfante.
Por el contrario, aquel mismo día de marzo, el capitán Kidd —también embarcado rumbo a Inglaterra— estaba encadenado bajo la cubierta del HMS Advice, que se dirigía a toda velocidad al este impulsado por los recios y fríos vientos del Atlántico norte.

Capítulo 17
Londres: camino de la justicia inglesa

La Tierra es toda mía, la doy como me place, y a mi Virrey, Kidd, yo le he entregado los mares.
Panfleto satírico contra lord Somers

La Cámara de los Comunes se preparaba para la llegada del capitán Kidd del mismo modo que los leones romanos aguardaban a los cristianos. Lo habían estado esperando en enero, luego en febrero y ahora ya era mediados de marzo. Desde la época de Francis Drake o John Hawkins —o, en tiempos más recientes, Henry Morgan—, ningún corsario acusado de piratería había dominado hasta aquel punto la escena política inglesa.
«Nunca un escándalo ha provocado mayor alboroto», opinaba el embajador francés, el conde de Tallard, en un informe secreto a su rey; la afirmación, que no era exagerada ni inexacta, provenía de un hombre que llevaba años dirigiendo una red de espías.
La razón de que Kidd causara semejante escándalo era que se habían filtrado informaciones de que el propio rey Guillermo y cuatro de los ministros whig más poderosos eran promotores secretos de la misión de Kidd. Si bien en la patente de Kidd aparecían los nombres de cuatro inversionistas poco conocidos —William Rowley, un mozo de cuadra, un agricultor arrendatario y así sucesivamente— cada vez eran más intensos los rumores de que aquellos hombres eran simples testaferros de los nobles Shrewsbury, Orford, Somers y Romney. Se empezaba a acusar al rey y a aquellos lores de contratar a un pirata con el fin de que robara para ellos. Emplear a un corsario para que atacara a los franceses y a los piratas era de lo más honorable, pero contratar a un pirata para acometer a países amigos era una traición, y era frecuente que las condenas por traición comportaran la amputación pública de alguna parte del cuerpo.
Las capturas de Kidd se produjeron en una época en que la monarquía inglesa era aún asombrosamente frágil, cuando hacía medio siglo que le habían cortado la cabeza a Carlos I y tan solo una década que se había depuesto a Jacobo II por sus quimeras católicas y sus métodos absolutistas; en aquellos momentos, había facciones que trataban de socavar la precaria posición en el trono de aquel holandés importado, con la intención de irle arrebatando el poder y entregárselo al Parlamento.
Eran los primeros tiempos de los partidos políticos en Inglaterra, y, dado que todos los promotores de Kidd eran whigs, resultaba completamente lógico que los tories, el partido de oposición[50], ansiaran interrogar a Kidd; se les hacía la boca agua pensando en la posibilidad de plantear a Kidd una pregunta crucial: «William Kidd, ¿se os contrató para cometer actos de piratería?».
La cuestión flotaba en el aire mientras las velas del HMS Advice llevaban al malhechor hacia Inglaterra (todo el mundo daba por sentado que era un malhechor: la cuestión era si el capitán escocés-norteamericano ejercía como tal por libre o por encargo).
Entretanto, los tories llenaban los panfletos y las cafeterías con airadas acusaciones: «Nuestros gobernantes se han apoderado de nuestras tierras, nuestros bosques, nuestras minas, nuestro dinero —tronaba el tory Jack Howe en los Comunes—, y no les basta con eso, no podemos enviar un cargamento a los confines más alejados de la tierra sin que ellos envíen a por él una banda de ladrones».
Los tories estaban cada vez más enfurecidos a propósito de Kidd; uno de ellos, con toda la exageración del mundo, lanzó la siguiente diatriba: «Esa concesión [a Kidd] ha llevado a la miseria a Irlanda, ha incendiado Escocia y ha arruinado a Inglaterra».
Los partidos políticos son artefactos de definición escurridiza. El programa tory había evolucionado de modo oportunista, alejándose de la High Church[51] y del rey después de que los whig lograran atraerse al monarca; de aquel modo, en tiempos del capitán Kidd, los tories aparecían asociados a la «Vieja y Buena Inglaterra», un país en el cual el gobierno tenía que ser austero y los impuestos bajos, y donde debían respetarse los derechos individuales y evitarse los ejércitos permanentes.
Los programas políticos constituyen un material interesante, pero la realidad cotidiana del estrepitoso tumulto de los Comunes era que cada partido combatía al otro para obtener el control de las prebendas y la concesión de empleos y haciendas a sus parientes e incondicionales: «Hay tal alboroto —escribía el whig sir Richard Cocks refiriéndose a su primera sesión en los Comunes—, [que] apenas se puede oír o prestar atención a lo que se dice, y de hecho lo que preocupa particularmente son los negocios privados, hacer partidos [alianzas], lograr favores».
Después de que, a fines del verano de 1699, llegaran a Inglaterra las noticias de la detención de Kidd, momento en que se intensificaron los rumores acerca de la identidad de los promotores de Kidd, los tories aprovecharon la oportunidad para apuntar especialmente a los arrogantes miembros whig del «Kit Cat Club».
Gran parte de las auténticas tareas de gobierno no se llevaban a cabo en Whitehall ni en San Esteban[52], sino en un lugar llamado Kit Cat Club, donde se reunía en privado la élite whig. El club, que no admitía más de cuarenta y ocho miembros (la mitad de los cuales solían ser pares del reino), pasó de ser una tertulia literaria y aficionada a la bebida a actuar como agente de poder de primer orden. (El nombre procedía de la taberna de Christopher Cat, donde se celebraron las primeras reuniones.) Todos los promotores de Kidd eran miembros de él; durante el verano, se encontraban en la posada Flask de Hempstead.
Cuando se abordó el escándalo Kidd en los Comunes, los tories orientaron el debate, celebrado el 6 de diciembre, de modo que girara en torno a la cuestión de si la patente original de Kidd era legal: «Si los beneficiarios solo solicitaban los bienes de los piratas, su solicitud era frívola y ridícula —afirmó en tono mordaz un tory, que añadió—: Sin duda su objetivo eran los Bienes de los mercantes de los que se habían apoderado los piratas».
¿Podía el rey otorgar a Kidd el derecho de traer a la metrópoli mercancías robadas para repartirlas entre los inversionistas sin la intervención del Almirantazgo o la justicia?
Los whigs se defendieron indicando que el rey había hecho constar la frase quantum in nobis est («en la medida en que esté en nuestra mano»).
Un tory preguntó a sir Cocks el nombre de su hacienda familiar. Cocks respondió: «Dumberton». Entonces, el tory preguntó: ¿Sería aceptable que el rey cediera Dumberton quantum in nobis est?
El furioso debate del 6 de diciembre se prolongó durante nueve agotadoras horas; hubo que llevar velas a San Esteban: los rostros boquiabiertos de indignación se sumieron en sombras terroríficas, enmarcados por pelucas rizadas y empolvadas; el recinto sin ventilar apestaba a sudor, perfume y sebo quemado.
«Un pirata es un enemigo de la humanidad —dijo el subfiscal de la Corona, el whig John Hawles, que añadió—: Según la ley de las naciones, cualquier hombre, sin nombramiento alguno de ningún príncipe, está autorizado a apresarlo y destruirlo, y puede colgarlo de una verga».
A lo largo de todo el debate, no hubo ningún miembro del Parlamento, ni tory ni whig, que mencionara la posibilidad de que Kidd no fuera un pirata. Ambos bandos daban por supuesto que lo era: los tories estaban encantados de que lo fuera, y los whigs aseguraban que no era su pirata.
Finalmente, se sometió el asunto a votación: la concesión de los bienes de los piratas al conde de Bellomont y a otros ¿era «deshonrosa para el rey, contraria a la ley de las naciones, contraria a las leyes y fueros del reino, una invasión de la propiedad y un acto destructivo para los negocios y el comercio»?
El resultado fue el siguiente: 133 votos consideraron que era deshonrosa y 189 que no lo era. Los whigs se habían salvado, y el rey había evitado el ultraje… por el momento.
Todo el mundo esperaba la llegada del capitán Kidd para plantearle una pregunta crucial. ¿Reforzaría a los tories admitiendo que se lo había contratado para que se dedicara a la piratería al servicio de los lores whig y el rey? ¿Podían los tories conseguir de Kidd semejante confesión proponiéndole un indulto? ¿Podían los whigs comprar su silencio con su propia oferta de perdón? ¿Qué lo persuadiría? ¿Dónde estaba la verdad de todo aquel asunto?
Sin embargo, la Cámara de los Comunes, que se acercaba al final de aquel período de sesiones, no tenía ningún modo de saber —en aquellos tiempos en que no existía aún comunicación radiofónica entre los barcos y tierra firme— en qué punto del Atlántico se encontraba el HMS Advice. El 16 de marzo de 1700, la Cámara de los Comunes propuso al rey que no permitiera que se juzgara, declarara inocente o indultara a Kidd hasta la siguiente sesión del Parlamento (cuya convocatoria y disolución dependía en aquel entonces del rey).
Los tories temían que Kidd llegara después del término del período de sesiones, y que se lo juzgara y ejecutara —o bien que el rey pudiera perdonarlo y exiliarlo— antes de que pudieran hacerle la pregunta crucial.
El 25 de marzo, el rey Guillermo accedió a la petición de los Comunes, que significaba que el capitán Kidd, después de ocho meses en la cárcel de Boston sin que se lo acusara formalmente, pasaría ahora cerca de un año en una prisión londinense, una vez más sin imputación oficial. «No me corresponde determinar en qué medida se puede acatar por Ley semejante Petición —escribía un panfletista whig—, pero no parece muy coherente con la Ley de Habeas Corpus, que debería ser muy sagrada». (El hábeas corpus, que tiene origen inglés y se remonta al siglo XIV, era y sigue siendo una salvaguarda muy apreciada frente a la posibilidad de que se encierre a los presos sin el debido proceso.)
El destino inmediato de Kidd había quedado sellado, como también lo estaban los planes para alojarlo en la cárcel de Newgate.

* * * *

El HMS Advice, que en aquellos momentos era el buque de transporte de prisioneros más caro del mundo, atravesaba a toda prisa el gélido Atlántico norte. Kidd estaba encadenado en un camarote sin ventanas ni calefacción del entrepuente, atendido por dos niños esclavos malgaches (no hay constancia de sus nombres, pero también a ellos se los enviaría a la cárcel, identificados solamente como «el chico y la chica de Kidd»).
De vez en cuando, llegaba el rumor de las voces broncas o las canciones obscenas de los treinta y un prisioneros encerrados en la santabárbara; a cada hombre le correspondían un par de litros de cerveza y un par de tragos de ron al día. El grupo incluía a varios tripulantes leales a Kidd, los grumetes, Edward Davies (el robusto pasajero), James Gilliam (el rufián circuncidado), Tee Witherly (el joven pirata con un parche en el ojo) y otros más, todos ellos encadenados juntos. También había dos «negros»: Ventura Rosair, el cocinero cingalés de sesenta y tantos años, y Dundee, el joven esclavo de Kidd.
La calma, la desaparición del viento, podía prolongarles la vida al posponer el juicio; sin embargo, y por el contrario, el viento sopló con fuerza y por lo general de modo constante, con lo cual el barco de guerra cruzó el Atlántico norte en un asombroso plazo de veintidós días, el más favorable de los cuales se saldó con un recorrido de 264 millas.
El capitán Kidd dedicaba gran parte de las horas que pasaba despierto a escribir. En Boston, bajo la mirada vigilante del carcelero de Bellomont, a Kidd se le habían negado la pluma y el papel; ahora, a bordo del HMS Advice, tuvo acceso a ambas cosas, tal vez gracias al anillo de oro que su esposa había entregado al capitán Wynn.
Kidd mojaba la pluma en la tinta casi helada y escribía frenéticamente: llegó a garabatear por lo menos veinticinco largas cartas destinadas a distintas personas, a abogados y amigos de Inglaterra, y, lo que es más importante, redactó un extenso y detallado diario de su travesía, documento que se encuadernó en tres volúmenes. Kidd no perdía el tiempo: estaba empezando a preparar su defensa. El balanceo del buque lo reconfortaba después del anquilosamiento de la cárcel de Boston; no obstante, es indudable que el constante avance hacia el este le debía resultar inquietante.
En efecto, el HMS Advice atravesó como un rayo el Atlántico, pero, por desgracia, el capitán Wynn falló a la hora de encontrar el canal de la Mancha. Gracias a la «estima» (método consistente en trazar el rumbo y echar la corredera para calcular la velocidad), el capitán sabía que había llegado a las cercanías del extremo de Cornualles. El lanzamiento de la sonda reveló que la profundidad de las aguas costeras era de cincuenta y cinco brazas; en la punta de cera quedaron incrustados granos de arena marrón y delicadas conchas blancas. Sin embargo, la bruma reinante le impidió establecer con exactitud la latitud norte-sur, y el Advice llegó a la madre patria unas ochenta millas demasiado al norte. Los intensos vientos del oeste empujaban la nave hacia la isla de Lundy, un jirón de tierra situado al norte de la bahía de Barnstable. Era el 1 de abril de 1700. La alegría de Wynn al avistar tierra se vio estropeada por el fuerte viento que impulsaba el barco hacia la orilla situada a sotavento; al capitán le pareció más seguro anclar hasta que cambiara el viento.
El 3 de abril, renunciando a navegar directamente hacia el sur para doblar el cabo de Cornualles, el capitán decidió enviar un «correo urgente» a Londres para alertar al Almirantazgo de la llegada de Kidd.
El capitán Wynn ordenó a los hombres que echaran al agua la pinaza y llevaran remando a la isla de Lundy a un «joven caballero», John Shorter, cuya cuenta de gastos muestra que se lo transportó a Clovaly, en la bahía de Barnstable, y que desde allí fue alquilando caballos de posta para su trayecto de más de trescientos kilómetros: Torrington, Cholmly, Exeter, Hunnington, Crookhom, Sherbom, Shaston, Salisbury, Andover, Basingstroke, Herreforbridge, Backshot, Staines y Londres.
Cansado de cabalgar y cubierto del polvo del camino, Shorter llegó a la metrópoli entrada la noche del 5 de abril, y acudió de inmediato a la sede del Almirantazgo. Minutos después, el funcionario de guardia ordenó que se transmitiera el mensaje de la llegada de Kidd al ministro James Vernon; se trataba de un hombre de origen plebeyo que, por su enorme competencia como ayudante del duque de Shrewsbury, había ascendido a un puesto elevado (James Vernon fue el padre del almirante Edward Vernon, de cuyo nombre proviene el de Mount Vernon, futuro hogar de George Washington).
Vernon —que desempeñaría un papel clave al servicio del rey en el manejo del asunto Kidd— combinaba una escasa estima por sí mismo con una mente inmensamente lúcida. Era un plebeyo rodeado de ricos lores, pero el rey Guillermo II, que también era un intruso, daba muestras de valorarlo. Vernon, que tenía cincuenta y cuatro años y se había quedado sin un solo diente, había vacilado antes de aceptar el elevado cargo de ministro; se lamentaba de que era una persona «carente de clase, carente de amigos, carente de hacienda, carente de elocuencia…»; incluso llegó a decir que pensaba en la posibilidad de «llenar[se] los bolsillos de piedras y saltar del puente abajo». No obstante, después de haber emitido su resuelto y humilde mensaje, Vernon aceptó el cargo.
Enterado de la llegada de Kidd, Vernon escribió inmediatamente a su protector (y promotor del marino), el duque de Shrewsbury: «[El capitán Wynn] dice que virará [con el barco] tan pronto como pueda, pero ojalá estuviera ya aquí, antes de que el Parlamento levante [la sesión], para que puedan interrogar [a Kidd], y determinar lo que hay que hacer con él».
El secreto de la presencia de Kidd en aguas de la costa occidental siguió siéndolo hasta el amanecer; al cabo de dos días era del conocimiento general, y luego se anunció públicamente. La Cámara de los Comunes seguía reunida en sesión y Kidd podría haber comparecido en menos de una semana; sin embargo, los dirigentes tories decidieron dejar que los whigs sufrieran lentamente el tormento de su propio escándalo.
«Mientras el [caso Kidd] siguiera sin estudiarse a la perfección había espacio para Reproches y Conjeturas —escribía un panfletista whig—, y quizá un encarcelamiento de 9 o 10 meses pudiera disponer a un Hombre Corrupto, sabiendo que su Vida dependía de ello, a decir lo que no estaba Dispuesto a decir de repente».
El Almirantazgo contestó a toda prisa al capitán Wynn con órdenes estrictas de que mantuviera a Kidd completamente incomunicado y se encaminara a los Downs, el fondeadero naval situado frente a las costas de Kent; se enviaron duplicados de las órdenes a los Downs, a Spithead, a Plymouth y a Falmouth, con el fin de eliminar cualquier posibilidad de que el capitán Wynn, que tal vez ya estuviera en camino, no las recibiera. Al mismo tiempo, el Almirantazgo mandó que John Cheeke, alguacil mayor de la institución, se dirigiera a los Downs en el yate Katherine para llevar a Kidd a Greenwich; también se le ordenó que vigilara con lupa a Kidd para impedir que enviara o recibiera cartas e incluso que hablara «con cualquier persona, sea quien sea». (Irónicamente, el Katherine era el mismo yate que, casi cuatro años atrás, Kidd había prescindido de saludar.)
El HMS Advice llegó a los Downs el 10 de abril, y el capitán Wynn despachó al teniente Daniel Hunt (a quien lord Bellomont había designado como guardián del tesoro) para que le llevara dos cajas selladas de madera, que contenían todos los documentos relacionados con Kidd, al ministro James Vernon (con toda cautela, Bellomont había elegido a Vernon en lugar del comerciante sir Edmund Harrison, que se había ofrecido voluntario para la tarea).
El yate Katherine arribó a los Downs el 11 de abril, llevando a bordo al alguacil del Almirantazgo y dos hileras de soldados. El naciente imperio iba cerrando el cerco sobre Kidd.
William Kidd, encadenado bajo cubierta, trató entonces de hacer lo poco que estuviera en su mano para salvarse. Esperó hasta que todo estuvo tranquilo y, gracias a una aguja que había robado su joven esclava, se cosió varios documentos en el forro de la casaca.
También escribió a toda prisa otras dos cartas, que contenían una apasionada autodefensa, con destino al miembro del Almirantazgo lord Orford, que años atrás lo había ayudado a enfrentarse a la ronda de enganche, y a lord Romney: «Si algo se considera un crimen, ello fue tan contrario a mis sentimientos que habría pensado que faltaba a mi deber si no lo hubiera hecho —afirmaba Kidd, que añadía—: Tengo la esperanza de que vuestra Señoría y el resto de honorables caballeros [que son] mis armadores me defenderán tanto que no puedo sufrir ninguna injusticia, y no temo en absoluto un juicio equitativo e imparcial, mi inocencia me justificará ante vuestras Señorías y ante el mundo».
Kidd agregaba —por si la justicia no era motivación suficiente— que el Adventure Prize aún contenía noventa mil libras, «y no dudo de que cuando esté libre de esta aflicción las traeré para Inglaterra sin que falte nada».
El capitán Kidd confió aquellas cartas destinadas a proteger su vida al capitán Wynn, que lo había tratado con cortesía durante la travesía, y también le entregó el extenso diario que había escrito, «contenido en tres volúmenes».
El yate Katherine ancló en las cercanías del buque de Wynn. A mediodía, el alguacil Cheeke y los soldados subieron a bordo del Advice, y los tambores ejecutaron un breve y solemne redoble. El alguacil Cheeke bajó al encadenado capitán Kidd por el costado de la nave y lo trasladó al pequeño yate Katherine. El capitán Wynn recibió órdenes de acompañar al prisionero a Londres.
El Katherine zarpó hacia la capital. Aquel mismo día, la Cámara de los Comunes concluyó sus sesiones, lo cual garantizaba que Kidd pasaría una larga temporada en la cárcel.
Mientras el Katherine ganaba el viento para navegar hacia el Támesis, el ministro Vernon, pasando por encima de las protestas de ciertos lores, decidió que la mejor estrategia consistiría en entregar las dos cajas de madera que contenían los documentos al Almirantazgo, con el fin de que se abrieran en público, y ello a pesar de que algunos de los lores del Almirantazgo eran tories. El razonamiento de Vernon era que no había absolutamente nada que ocultar: una empresa patriótica se había estropeado a causa de la villanía del capitán Kidd; cualquier intento de esconder información se percibiría como una admisión de conspiración y culpabilidad.
A la hora de asentar en el registro los más de cincuenta documentos que contenían los cofres, los escribanos del Almirantazgo fueron cautelosos hasta el extremo, lo cual revela que constituían una banda de burócratas verdaderamente aterrorizados; la entrada número doce de una de las listas indica: «un pedacito de papel puesto entre dos legajos».
Muchas de las cartas se leyeron en voz alta en la sede del Almirantazgo, lo cual proporcionó a los whigs el deseado aire de transparencia, pero Vernon había olvidado tener en cuenta el malicioso estilo de redacción del arruinado gobernador Bellomont.
Posteriormente, Vernon comentaría que, aunque estaba convencido de que Bellomont no esperaba que su carta se leyera en voz alta, «podría haber considerado por qué motivo estaba escribiendo, y bajo qué circunstancias, lo cual hacía que fuera muy inadecuado mostrar cualquier apetito por aquellos bienes».
La carta de Bellomont acerca del reparto del tesoro de los piratas y la entrega de «mordiscos» a todos los lores se leyó en voz alta, y lo mismo se hizo con su comentario de que no se sentía «obligado por el honor y la conciencia» a compartir ningún beneficio más con sir Edward Harrison, ya que el comerciante le había dado «un apretón de manos Presbiteriano terriblemente fuerte» cuando, allá por 1695, el lord no podía obtener dinero en ninguna parte.
El Katherine seguía navegando hacia Londres; el sábado 13 de abril, el barquito pasó bajo los imponentes cañones de Deptford, que guardaban la boca del Támesis.
Hacia las cuatro de la tarde, el Katherine llegó a Greenwich. El capitán Wynn, a quien Kidd había pedido que entregara aquellas cartas vitales a los lores Orford y Romney, decidió que tenía en más estima su carrera que la amistad del pirata de peor fama del mundo, y las envió al Almirantazgo por medio de un mensajero, acompañando el pequeño paquete con una nota en que preguntaba educadamente qué tenía que hacer con el diario del capitán Kidd.
El domingo al amanecer, el alguacil Cheeke inició los preparativos para desembarcar al capitán Kidd. Registró al prisionero y, en lugar de encontrar las armas ocultas que probablemente buscaba, descubrió, escondidas y cosidas en el forro de su casaca, veinticinco hojas de papel. Kidd luchó para que no se las quitara, y fue entonces, aquella mañana, cuando el capitán, que tan firme se había mantenido a lo largo del duro invierno de Nueva Inglaterra que había pasado en la cárcel de Stone, así como durante la travesía que había realizado encadenado en las entrañas del buque de guerra Advice, se hundió por fin; tuvo un «ataque»: vociferó, maldijo, pateó y actuó como un oso encadenado al que mordisquearan una docena de pit bulls imaginarios; sus cadenas mellaron las jambas de la puerta de roble; hirió a los guardianes, aterrorizó a sus niños esclavos y luego perdió el conocimiento, convertido en un bulto sudoroso. Instantes después, Kidd volvió en sí, mareado y con fiebre.
«Después de recuperarse del ataque que sufrió —explicaría posteriormente el alguacil Cheeke a la junta—, [el capitán Kidd] sacó una Moneda de Oro y se la dio al Ayudante [de Cheeke] y le rogó que la enviara a su esposa [Sarah], pues creía que iba a morir, ya que se había quedado sin sus Papeles».
El hecho de que Kidd se desprendiera de aquella moneda, que era casi el último dinero que le quedaba en el mundo, constituyó un gesto singular, una acción desinteresada, enloquecida, inflamada de amor: una moneda de oro podía permitirle mantenerse en la cárcel durante un mes o más; el ayudante —aun a pesar de la fija mirada de aquel «pirata» ojeroso— nunca envió la moneda.
Kidd soltó al ayudante, recuperó la compostura y le dijo: «Si me condenan, espero que me fusilen y no sufra la vergonzosa muerte en la horca». Luego, le pidió al hombre que le prestara su cuchillo para que pudiera quitarse la vida con honor: no quería que lo pasearan por Londres camino de la horca, en un recorrido en que patanes y prostitutas lo deshonrarían de modo absoluto, hasta lo indecible; no quería divertirlos con aquella horripilante danza de la muerte de cinco minutos —o más— y la inevitable mancha de orina.
El capitán Kidd, el hombre que antaño estaba al mando y daba órdenes, se estaba sincerando.
La junta del Almirantazgo preguntó al alguacil mayor si Kidd estaba en condiciones de comparecer para que lo interrogaran (nadie, especialmente ningún tory, quería que Kidd muriera… todavía).
A las dos y media de la tarde del domingo, la junta del Almirantazgo decidió enviar a Greenwich una barcaza para recoger a Kidd, al capitán Wynn, al alguacil y a algunos soldados. A las tres y media, la barcaza depositó al capitán Kidd en las escaleras lindantes con el agua que había cerca de la sede del Almirantazgo, junto a Whitehall. Allí colocaron a Kidd, encadenado, en una silla de manos cerrada y lo llevaron, flanqueado por una hilera de soldados, hasta el vistoso edificio del Almirantazgo. Kidd había pisado suelo inglés, pero solo había dado tres pasos.
Los lores del Almirantazgo lo esperaban para interrogarlo: el conde de Bridgewater, lord Haversham, sir George Rooke y otros. Lo interrogaron dos veces durante un total de siete horas. Un escribano tomó nota de sus respuestas en ambas sesiones, y luego Kidd firmó los documentos, al igual que hizo la junta. A las once, se doblaron las dos declaraciones de Kidd y todos los miembros de la junta les impusieron sus sellos respectivos; las palabras de Kidd se conservarían alejadas de todas las miradas durante un año, hasta la siguiente sesión de la Cámara de los Comunes. Muchos habitantes de la ciudad, así como los de la Inglaterra rural que se hallaban mejor informados, estaban deseosos de saber lo que Kidd había respondido a la pregunta clave acerca de la piratería.
Las actas de la junta del Almirantazgo no decían más que lo siguiente: «Se ha convocado al capitán Kidd y se lo ha interrogado particularmente acerca de los distintos Actos de Piratería que se le imputan, Interrogatorio en el cual, una vez se le ha leído, ha puesto su Nombre y que ha firmado luego la Junta».
Al día siguiente, James Vernon abordó a sir George Rooke, uno de los lores del Almirantazgo, y logró averiguar lo que había dicho Kidd (información que rápidamente transmitió por medio de una carta al duque de Shrewsbury): «Kidd cuenta… que se lo contrató para la captura de piratas… solo al referirse a sus propios actos de piratería se excusó diciendo que sus marineros lo obligaron a lo que se hizo. Rindió cuentas claras de quiénes eran sus armadores y de lo que costó armar el barco; pero dijo que nunca había visto a mi Lord Canciller [Somers] ni a vuestra Gracia [Shrewsbury]; había estado una vez con mi Lord Romney, pero más a menudo con lord Orford, y había estado a solas con él… Dijo que milord Bellomont lo llevó un día al despacho de vuestra Gracia. Su Señoría tenía entonces la propuesta en la mano, y él lo vio hablando conmigo, pero no pudo explicar lo que dijo ninguno de los dos. Creo que podría ser así, pues recuerdo haber visto una vez [a Kidd], pero no conversé con él». El espía se concentraba de modo casi exclusivo en el contacto del pirata con los lores.
Vernon también comentaba que a Kidd se le había impedido enviar cartas a dos lores y, sin ocultar su aversión, añadía: «Imagino que el sujeto quería hacerles creer que era inocente y encomendarse a su protección».
A las once de la noche del domingo, los lores del Almirantazgo dieron por terminado el trabajo con Kidd y emitieron una orden que declaraba que, dado que el prisionero era sospechoso de piratería, lo enviaban a la prisión de Newgate. Además, mandaron al alcaide de Newgate que le permitiera a Kidd disponer de pluma, tinta y papel, pero solo para escribirle a la junta del Almirantazgo; si la salud del prisionero decaía, el alcaide tenía que alertar a la junta: «Se le indicó particularmente que no permitiera que ninguna persona conversara con él durante su encarcelamiento». Kidd estaba destinado una vez más a pasar meses confinado, lo cual era una clase de alojamiento carcelario insólita en aquellos tiempos de barracones comunes.
Mientras los escribanos del Almirantazgo acababan de redactar las órdenes, el capitán Wynn, del HMS Advice, que había recibido aquel conmovedor anillo de recuerdo de Sarah Kidd, se presentó ante la junta y entregó los diarios del capitán Kidd, un relato autobiográfico que nunca volvería a verse.
Justo antes de medianoche del domingo 14 de abril, el alguacil Cheeke bajó al capitán Kidd, con grilletes y rodeado por una hilera de soldados, a la barcaza del Almirantazgo. Siempre se prefería el transporte por vía acuática, especialmente cuando era corriente abajo, y Kidd, en medio de los soldados que llevaban nueve horas esperando y cuyo aliento olía a cerveza, recorrió media milla hasta el embarcadero Black Friars Stairs. La barcaza atracó y aquel hombre encadenado fue escoltado pendiente arriba, pasando cerca del asilo de pobres de Bridewell y Saint Bridget, a cuyos inquilinos, en su mayoría exprostitutas y mendigos, solo se les permitía estar ociosos cuando dormían. A aquellas horas, los faroleros ya habían hecho su trabajo, pero las calles de Londres seguían siendo vastas extensiones de oscuridad con débiles círculos de luz, uno de los cuales —en este caso móvil— era el de las linternas que portaban el alguacil y sus hombres mientras llevaban al capitán Kidd a la cárcel de Newgate, una imponente presencia de cinco plantas situada en la esquina de Newgate y Holborn Street.
Kidd estaba exhausto, mareado, furioso. El alguacil y sus soldados armaron un enorme estrépito en la enorme y gruesa puerta de madera, tachonada de hierro y reforzada con láminas del mismo metal. Los seres humanos sin lavar y los orinales sin vaciar llevaban años en adobo, lo cual producía un olor que rivalizaba en asquerosidad con el de la bodega de un buque de transporte de esclavos. Los hombres de la puerta reprimieron las ganas de vomitar; el alcaide Fells, habituado desde hacía mucho tiempo a aquel hedor, los invitó a entrar. Al instante, la larga hilera de soldados que había detrás de Kidd alertó a Fells de que aquel no era un prisionero corriente.
Cheeke presentó sus órdenes a Fells, que alzó la linterna sobre un estante donde había múltiples grilletes, desde los más pequeños y estrechos, con cadenas cortas, hasta los más grandes y pesados, que podían irle bien a un toro. Entre las prebendas del carcelero, consagradas por el tiempo, estaba la que le permitía colocarle los grilletes al prisionero y luego negociar con él un pago (o «aderezo») para que se las quitara.
Como Fells había oído hablar del inmenso tesoro de Kidd, escogió un par de grilletes bien pesados. Cheeke le quitó los hierros del Almirantazgo y Fells le sujetó los de Newgate en las muñecas y los tobillos. El fatigado capitán, casi sumido en el delirio en medio del hedor y la oscuridad, avanzó arrastrando los pies mientras los grilletes resonaban en la piedra.
Deseoso de obtener el máximo beneficio, Fells lo llevó a la «Bodega de los Condenados», una horrenda sala interior de cuatro metros y medio por seis, con el suelo de piedra y argollas en las paredes. El único lecho era un pequeño camastro de madera que parecía más bien un estante y no tenía colchón ni sábanas. El cubo que hacía las veces de retrete estaba lleno. Fells sacó a empujones a los dos condenados que ocupaban la celda para dejar aislado a Kidd. Los prisioneros que entraban en ella tenían que pagar dos chelines y seis peniques para salir.
Fells llevó a Kidd hasta el camastro de madera. Con un chirrido, la pesada puerta se movió sobre sus goznes; la llave giró en la cerradura e hizo correr los cerrojos. Kidd se quedó solo.
La completa oscuridad hizo desaparecer las paredes y todo lo demás. Kidd solo percibía el sonido de su propia respiración.

* * * *

La cárcel de Newgate era una mole de piedra particularmente siniestra, en cuyo interior reinaba tal oscuridad que el carcelero podía reunir una pequeña fortuna vendiendo velas. Todo se vendía; absolutamente todo. En la zona común (es decir, la de los ladrones de poca monta), se podía comprar el derecho a dormir uno o dos por cama, así como el cambio de la ropa de la misma. Las formas básicas de alojamiento variaban desde la posibilidad de dormir en el húmedo suelo de piedra del subterráneo hasta la de hacerlo en un camastro de madera en una de las plantas superiores.
Después del gran incendio de Londres, el Parlamento había aprobado el presupuesto de una gran remodelación, pero la mayor parte del dinero se dedicó a adornar el exterior con cosas como cuatro estatuas de tamaño natural cuyos temas resultaban irónicos para los presos: la Libertad, la Justicia, la Verdad y la Clemencia. Habrían sido más adecuados la Codicia, la Crueldad, el Sexo y la Suciedad.
El objetivo principal del carcelero era sacarle al preso todo el dinero que fuera posible antes de que saliera en libertad o muriera. Al igual que la mayor parte de cárceles grandes de la época, Newgate tenía una taberna. Los presos y las presas, en particular los que tenían dinero, disfrutaban de la llamada «libertad de Newgate», que les permitía deambular hasta la cantina, consistente, en la zona de los condenados por delitos graves, en una bodega subterránea. El «bodeguero» vendía ron y brandy a cuatro chelines el litro, mientras que el vino costaba seis veces más. «Es un Estímulo para el Vicio, que los más disolutos de ambos Sexos, que generalmente también son Gente joven, vivan promiscuamente en el mismo Lugar, y tengan Acceso los unos a los otros», opinaba el doctor Bernard Mandeville en su Enquiry into the Causes of the Frequent Executions at Tyburn (1725). «La disipación del lugar es abominable, no hay Bromas tan inmundas ni Máximas tan destructivas para las buenas costumbres ni Expresiones tan viles y blasfemas, como las que allí se pronuncian con Aprobación y se repiten con Impunidad. Comen y beben lo que pueden comprar, todo el Mundo tiene Acceso a ellos, y no tienen prohibido nada que no sea salir… Ello los mantiene en la Corrupción».
En resumen, la taberna de Newgate era la sala de fiestas de los condenados.
En aquel lugar, las presidiarias ofrecían sus favores sexuales a cambio de monedas o bebida, y lo hacían con cierto entusiasmo, ya que un embarazo confirmado podía retrasar o anular la excursión hasta la horca: la reclusa podía «alegar la barriga».
«Las mujeres de todos los pabellones de esta cárcel son con diferencia peores que el peor de los hombres —escribía en 1727 un panfletista anónimo—, no solo en cuanto a la obscenidad y la indecencia de su forma de vida, sino más particularmente en lo que se refiere a su conversación, que es blasfema y perversa como el mismo infierno».
Además, los veteranos del lugar realizaban con los recién llegados un jueguecito que se había convertido en ritual y consistía en cobrar cierta cantidad a quienes querían tener derecho a conservar la ropa y los zapatos: las palabras mágicas eran «o pagas o te desnudas». Quizá no hubiera en toda Inglaterra un lugar más impúdico, blasfemo, peligroso y con un humor más genuinamente patibulario que la taberna de Newgate.
A la mañana siguiente, Kidd se despertó con fiebre y con la misma ropa que llevaría día y noche durante un mes, hasta que el Almirantazgo diera permiso para que le trajeran su baúl desde el buque prisión.
Aquella tarde, cuando se abrió la puerta de su celda, Kidd oyó sonidos inconexos procedentes de las tabernas de la zona común y la de grandes delincuentes: voces roncas de hombres y mujeres, canciones, gritos, gemidos. Kidd no podía hacer otra cosa que escuchar: no se le había concedido la «libertad de Newgate». Sus únicos visitantes eran el siniestro Fells o su ayudante.
Así transcurrieron las cosas durante una semana, un día insoportable y vacío tras otro: Kidd maltrecho y encadenado, y Fells visitándolo diariamente para llevarle comida y tratar de tentar a aquel pirata, supuestamente muy rico, para que gastara dinero… un pollo asado, señor, una chica, le quitaré los grilletes de las piernas. Los dos hombres regatearon durante diez días por las cadenas. Fells era astuto: en varias ocasiones había esquivado las acusaciones de ayudar a presos fugados o conceder privilegios prohibidos a cambio de dinero. El capitán Kidd —testarudo como siempre, o despreocupado por su propia suerte o simplemente sin blanca, o, más probablemente, las tres cosas a la vez— se negó a satisfacer la extorsión establecida, y escribió una nota al Almirantazgo exigiendo que se le quitaran los grilletes de las piernas.
Por su parte, los lores del Almirantazgo y sus escribanos estaban muy atareados tratando de interrogar a treinta y siete prisioneros piratas y revisando los cofres del tesoro y los montones de documentos. Hicieron traer a su presencia a Joseph Palmer, de Westchester, que contó muchas cosas de Kidd pero, en lo tocante a su propia carrera, no logró recordar que había navegado con el capitán pirata Culliford y había recibido cerca de quinientas libras por las molestias. La junta también interrogó al rufián circuncidado Gilliam, quien, como de costumbre, lo negó todo: «Soy Sampson Marshall, un comerciante respetable». La junta envió a la Compañía de las Indias Orientales un mensajero para que la informara de que, a menos que la compañía tuviera pruebas de que Gilliam había tomado parte en el motín del Mocha o en algún otro acto de piratería, debería permitírsele que saliera en libertad pagando una fianza (en el caso de Kidd, nunca se planteó tal posibilidad).
La junta envió a todos los piratas (entre ellos los jóvenes grumetes de Kidd, como Barleycorn), así como a Palmer, Gilliam y Edward Davies, a la cárcel de Marshalsea, en Southwark, que era el lugar donde el Almirantazgo encerraba a los piratas. Por suerte para ellos, si bien no había picnics en Chelsea, por lo menos pasar el tiempo en Marshalsea —acompañados principalmente de deudores y piratas— era más llevadero que ir acumulando meses en Newgate.
Provista de un amplio patio, la cárcel de Marhsalsea ofrecía a los presos la oportunidad de hacer ejercicio, e incluso, en ocasiones, de jugar a los bolos o a tenis. No obstante, los alojamientos del interior estaban atestados hasta el extremo, y no era infrecuente que tres hombres tuvieran que compartir una angosta cama. La cantina, menos peligrosa que la de Newgate, estaba muy bien surtida; el alcaide admitía que, cierto fin de semana de verano, había vendido seiscientas jarras de cerveza a cien presos y sus invitados. «Los Carceleros… no solo transigen con la embriaguez y los jolgorios nocturnos, sino que los promueven —afirmaba un informe—, a consecuencia de lo cual la mayoría de nuestras cárceles son cervecerías y burdeles tumultuosos».
Después de diez días en Newgate, Kidd seguía encadenado, vestido con ropa apestosa y sin acceso a la cantina, a las visitas, a los abogados ni a las cartas. Era como si estuviera abandonado en una isla desierta, y su Viernes era el terco Fells.
El 23 de abril de 1700, algunos miembros de la junta del Almirantazgo expresaron su preocupación por la posibilidad de que fuera ilegal confinar en estricto aislamiento a un preso al que aún no se había imputado oficialmente. Diez años atrás, el holandés Guillermo, antes de que lo coronaran, había firmado un acuerdo sobre los «Derechos del Hombre» que preservaba libertades inglesas como la fianza y el hábeas corpus. El encarcelamiento de Kidd tenía un sabor más propio de un Luis o un César que del compromiso, alcanzado con grandes esfuerzos, entre la monarquía hereditaria y el Parlamento elegido. Por esa razón, convocaron al fiscal y al subfiscal generales del país para que los aconsejaran.
«Se les preguntó si el Asunto [de la imposibilidad de tener abogados, visitas y correspondencia] estaba de acuerdo con la Ley», según las notas de aquella sesión de la junta. «Respondieron que aquellas directrices tan estrictas se habían dado para casos de Traición y no para otros [y que] entonces las había impartido el Rey en Consejo».
En un primer momento, la respuesta inquietó a los lores de la junta, pero entonces el fiscal añadió: «No veo ningún mal en ello».
Al parecer, aquella simple frase del fiscal de mayor rango del país fue lo único a lo que se prestó atención. Después de discutir algo más, unos y otros se pusieron de acuerdo en que, si el motivo principal para mantener incomunicado a Kidd era impedirle la fuga, podía permitirse la medida.
Así pues, el Almirantazgo mantuvo aislado a Kidd. Teniendo en cuenta que casi nadie lograba escapar de Newgate, los motivos eran claros: Kidd estaba encerrado fuera del alcance de cualquier injerencia de los whigs o los tories. (La junta, quizá con cierta conciencia de lo injustas que eran sus acciones, debatió la posibilidad de pedir al fiscal general que volviera para firmar su opinión.)
A continuación vino la discusión sobre los grilletes que Kidd llevaba en las piernas, y, sin mayores comentarios, la junta decidió ordenar que se le quitaran. Kidd estaba sin blanca, y Fells se quedó sin la paga esperada.
La junta del Almirantazgo convocó al teniente Hunt, que entregó las llaves para abrir los cofres de Kidd; se hizo inventario de los documentos y se pesó el tesoro: un orfebre informó de que el oro y la plata pesaban aún más de lo que prometía la nota de envío. Luego, la junta encontró tiempo para interrogar a los cuatro esclavos negros de Kidd.
Dundee, el joven negro que Kidd había comprado en Madagascar, había permanecido prisionero en la santabárbara del HMS Advice. La junta solicitó a la Compañía de las Indias Orientales que le enviara traductores, pero ni el que hablaba portugués ni el que lo acompañaba —conocedor de los dialectos de la India— pudieron comprender a Dundee. El otro «negro» era Ventura Rosair, cingalés de sesenta años, que aseguraba que un barco de la Compañía de las Indias Orientales lo había abandonado en Madagascar y que se había enrolado para trabajar como cocinero del capitán Kidd; su inglés era muy defectuoso.
Nadie acusó en ningún momento de modo específico al joven malgache, Dundee, ni al canoso Ventura Rosair de haber cometido ningún acto de piratería. La Compañía de las Indias Orientales no sabía nada de ellos. Sin embargo, tanto a ellos como a los dos niños esclavos de Kidd —«un chico y una chica»— se los encarceló de modo preventivo en la prisión de Marshalsea «bajo sospecha de piratería», hasta que el Almirantazgo tuviera ocasión de decidir qué hacer con ellos.
Aquellos cuatro «negros» tuvieron una breve visión de la extraordinaria metrópoli londinense —los imponentes edificios que bordeaban el Támesis, la Torre, el puente— mientras los trasladaban a la cárcel de Marshalsea, adonde llegaron sin un penique.
En aquel atestado lugar, sin dinero ni amigos, no consiguieron cama. El «paga o desnúdate» los dejó en harapos. La subvención para comida era de seis peniques diarios: pan enmohecido y cerveza rancia, si es que conseguían tragárselos antes de que se los robaran.
Poco después, sucedió algo extraño: en medio de toda aquella tacañería respecto a los presos, el alcaide de Marshalsea se preocupó de comprar ropa para los dos jóvenes esclavos de Kidd (posteriormente, la junta del Almirantazgo aprobó su acción). La cuenta de gastos consignaba: «Se han comprado para el chico y la chica negros: 2 pares de zapatos (3 chelines, seis peniques); 2 pares de medias (un chelín, cuatro peniques); 4 camisas (ocho chelines); por arreglar un par de zapatos (siete peniques); por un par de calzones (cuatro chelines); por dos enaguas y un vestido (dieciséis chelines); por un par de medias y zapatos para la chica (dos chelines, seis peniques); por arreglar 2 pares de zapatos (siete peniques)».
A primera vista, la larga lista de ropa —que se compró solamente para los niños negros y no para los prisioneros piratas— parece una muestra de generosa compasión. Sin embargo, debe señalarse que los piratas sanos no tenían casi ningún valor para el carcelero, mientras que, en el mercado de esclavos de Londres, aquellos niños podían valer unas quince libras cada uno, cantidad equivalente al salario de un año de muchos habitantes de la capital.
Además, es posible que la chica, una malgache de piel canela y ojos almendrados, valiera aún más: durante su estancia en la cárcel de Marshalsea, quizá pudo ganar algunos chelines extra para el carcelero. (Al cabo de pocos meses, aquella niña esclava a quien nunca se identificó con nombre alguno desapareció de los documentos: es la única persona de las encarceladas en relación con el capitán Kidd cuyo destino no se puede reconstruir.)
La junta del Almirantazgo siguió encargándose de sus asuntos. Ignoró las reclamaciones de los armadores caribeños del San Antonio y concluyó el papeleo para incorporar el bajel a la flota de la Armada Real. Aún no se había condenado por ningún crimen a ninguna de las personas que habían utilizado el San Antonio, y los propietarios aseguraban que Burke había vendido algo que no le pertenecía, pero nada de todo aquello frenó la apropiación del pequeño y veloz barco por parte del gobierno.
En su frío, húmedo y malsano aislamiento de Newgate, el capitán Kidd empezó a delirar. Estaba helado hasta los huesos y ya hacía tres semanas que llevaba las mismas ropas malolientes; no se le permitía ninguna salida de la celda, ni siquiera para ir al «Patio de la Prensa», que estaba vacío y a veces recibía los rayos del sol (la «prensa» del nombre no se refería al periodismo, sino a la costumbre de «prensar» a los prisioneros con enormes pesos para que se declararan culpables o inocentes, una práctica que se había abandonado no hacía mucho tiempo). Como Kidd juraba que estaba sin blanca, Fells miró a otro lado cuando el capitán entregó al chico de la limpieza dos notas para que las hiciera llegar a dos parientes lejanos que vivían en Londres, a los cuales pedía ayuda.
El 7 de mayo de 1700, un hombre mayor de manos robustas, que despedía un penetrante olor a pescado, se presentó a las puertas del Almirantazgo; cerca de él había una mujer. El hombre, que se llamaba Blackburn y era pescadero en Thames Street, «deseaba que se le concediera la Libertad de Hablar con el Capitán Kidd». La junta respondió —con meticulosidad exasperante— que no podía dar ninguna orden al respecto porque Kidd era un preso que se hallaba bajo la responsabilidad del alcaide de Newgate (en efecto, Blackburn tendría que dirigirse a Fells, que luego se pondría en contacto con la junta).
La mujer, Sarah Hawkins, que años atrás había sido patrona de Kidd en una pensión de Wapping y era familiar de su esposa Sarah, presentó una petición dirigida al Almirantazgo en la cual solicitaba que se impartieran órdenes para que se le entregara a Kidd su «baúl de Ropa de vestir & de Cama». La patrona de Wapping llegó a entrevistarse con los lores de pelucas empolvadas y sus escribanos: «Se le dijo —explican las notas de la junta—, que si el Capt. Kidd se hallaba necesitado de algo, tenía otros métodos de comunicarlo… a la Junta». Luego, se invitó a marcharse al «Tío y la Parienta».
El hecho de que Kidd se viera obligado a recurrir a aquellas dos personas para que intercedieran por él muestra lo absolutamente desoladora que era su situación: no se trataba solo de que no tuviera amigos en la corte, sino que sus defensores eran un pescadero y la patrona de una pensión, que ni siquiera eran parientes cercanos suyos (el pescadero, Blackburn, era el tío abuelo del primer marido de Sarah Kidd, mientras que el parentesco de Sarah Hawkins era lejano o incluso inexistente).
Kidd tiritaba en completa soledad; su tos y su sufrimiento se agravaban. La carencia de dinero significaba la ausencia de servicios por parte de Fells. Mientras la salud de Kidd se deterioraba, en el exterior se iban desarrollando los acontecimientos.
El Almirantazgo ordenó que se limpiara y aparejara el San Antonio y se lo dotara con una tripulación de quince hombres, un capitán y un segundo. Luego, se revistió y se aprovisionó la embarcación para una travesía de dieciocho meses; una de sus primeras misiones fue llevar rápidamente «Cartas de Salvo Conducto» al gobernador Bellomont para que se las vendiera a los buques mercantes.
Por aquellas fechas, murió el poeta John Dryden. En un funeral público y masivo, los oradores lo despidieron en su último viaje con elogios en latín, griego e inglés.
Con mucha menos publicidad, Ventura Rosair, un cingalés de sesenta años que había servido la comida al capitán Kidd, murió el 13 de mayo en la cárcel de Marshalsea. Su muerte quedó lacónicamente registrada en una nota de gastos confeccionada posteriormente por el alcaide de la prisión; la nota consignaba: diez chelines para el juez de instrucción, tres chelines para sus colaboradores y ocho chelines y seis peniques en concepto de «ataúd, terreno y tablones»; una nota al margen, obra de un escribano del Almirantazgo, añadía: «Creo que el… entierro no se autorizó, lo cual significa que el alcaide ya no lo realizará nunca». El Almirantazgo se había negado a pagar por la inhumación, y se suponía que a Rosair, sin amigos ni familia a la hora de morir, lo habían arrojado a una fosa común.
El capitán Kidd estaba cada vez más enfermo. El 13 de mayo, el vicealcaide de Newgate compareció ante la junta e informó de que el capitán Kidd tenía «un fuerte dolor de Cabeza, y le temblaban los Miembros, y también dijo que tenía gran necesidad de su Ropa».
La junta —con el fin de evitar una muerte prematura— resolvió que había que entregarle al capitán Kidd el baúl con su ropa de vestir y de cama, después de registrarlo a conciencia en busca de documentos. La junta añadió que autorizaba a los parientes de Kidd —el señor Blackburn, un pescadero de Thames Street, y Sarah Hawkins, «esposa de un carnicero de Wapping»— a hablar con el prisionero en presencia del alcaide o del vicealcaide, y, lo que era más importante, que «podían ayudarlo con dinero o las cosas necesarias»; en Newgate, el dinero era lo que mandaba.
Asimismo, la junta decretó que se permitiera a «esas dos personas de quienes se dice que son su Tía y su Tío» llevar un médico a la cárcel para que tratara al capitán Kidd.
A mediados de mayo, Sarah Hawkins se puso un trapo empapado de vinagre en la nariz y fue cruzando las oscuras salas y corredores de piedra de Newgate hasta que la introdujeron en la celda de Kidd. Lo encontró pálido y tembloroso: aquel hombre, antaño vigoroso, estaba ahora completamente postrado. Ella le dijo que pronto vendría un médico, y de los labios resecos de Kidd salió un murmullo de agradecimiento. La mujer lo cubrió con una manta que había traído desde Wapping y le tomó la mano: era la primera pizca de ternura que había recibido Kidd en meses.
Es probable que el médico prescribiera sangrías y una purga, que constituían el remedio convencional para los enfermos que sufrían fiebre. Sabemos que ni el Almirantazgo ni la cárcel de Newgate quisieron pagar el tratamiento de Kidd y que la tía y el tío del prisionero pagaron la cuenta del médico.
En las cárceles inglesas, la asistencia sanitaria era «a la carta». Un par de líneas de una cuenta de gastos de Marshalsea ponen de manifiesto lo que le sucedía a un carcelero que mostrara compasión.
En aquellos momentos, había nueve piratas —que no eran hombres de Kidd— que se hallaban bastante enfermos. El alcaide de Marshalsea, Christopher Lowman, pagó algunos tratamientos: más de una docena de «purgas», «gargarismos» y «emplastos para el pecho», e incluso dos «bolas», es decir, píldoras. Lowman gastó la notable cantidad de dos libras y ocho chelines en nueve presuntos piratas. El Almirantazgo se negó a pagar: «Parecerá muy duro que [Lowman] salga perdiendo a causa de los piratas, pero no obstante —escribía el procurador del Almirantazgo—, me parece que se trata de algo sin precedentes y que no se había hecho nunca con anterioridad» (por lo visto, al Almirantazgo le resultó demasiado irónico ofrecer gargarismos a un pirata francés al que pronto iban a ahorcar).
Por lo que se refiere a Kidd, es probable que las mantas calientes, la ropa limpia y el dinero para comprar alimentos verdaderamente comestibles lo ayudaran más que el médico, que solo lo visitó en una ocasión.
Cuando Kidd empezaba apenas a recuperar fuerzas, se enteró de que Dundee, el joven esclavo malgache cuyas palabras constituían para el Almirantazgo una jerigonza incomprensible, había muerto entre temblores en la cárcel de Marshalsea. El alcaide, Christopher Lowman, mucho más compasivo que Fells, pagó para que se enterrara a Dundee en un ataúd. Aquel adolescente descalzo, envuelto en una camisa andrajosa, pasaría la eternidad lejos de su hogar… no habría alegres parientes que, al cabo de cinco años, desenterraran sus huesos y recorrieran bailando las callejas de su aldea malgache antes de darse un banquete de cebú.
Los tribunales proseguían la solemne tarea de ordenar muertes: el 21 de junio de 1700, se sometió a juicio a veinticuatro piratas, entre los cuales estaba el rufián circuncidado Gilliam; a veintiuno de ellos se los declaró culpables y se los condenó a muerte.
Gilliam (con cuya virilidad recortada se dio inicio a este libro) se acercaba a su fin. Su única esperanza era que el rey, siempre necesitado de marineros expertos, pudiera indultar a unos cuantos de aquellos piratas condenados. Charles Hedges, presidente del Alto Tribunal del Almirantazgo, acudió al palacio de Hampton Court para conocer la voluntad del rey; Guillermo decidió perdonar a once de los veintiuno.
Por suerte para algunos de los condenados, el hijo de Hedges, que escribió en nombre de su padre la nota destinada al Almirantazgo en la cual se enumeraba a los hombres que tenían que morir, omitió de modo fortuito tres nombres; para desgracia de Gilliam, el suyo no era uno de ellos.
En sus últimos momentos, Gilliam, que tenía asignada una subvención de tres peniques diarios para alimentación, estaba ya extremadamente débil. Durante el desfile hacia la horca, salió con sobresalto de su letargo cuando oyó que se leían en voz alta partes de la historia de su vida, incluyendo el episodio en que los soldados de casaca roja capturaron su barco y les cortaron a sus hombres los dedos en que llevaban anillos; aquella biografía falseada concluía la noche anterior al ahorcamiento, que Gilliam había dedicado «a Orar por el bienestar de mi alma». Al final, se le quebró la voz mientras cantaba el último salmo. Aquel hombre debilitado murió rápidamente en el patíbulo del Muelle de las Ejecuciones; en las últimas boqueadas, respiró el hedor veraniego del Támesis en marea baja. El cuerpo de Gilliam quedó expuesto en la picota más abajo de Gravesend, en Hope Point.
Por aquellas fechas, el capitán Kidd —que iba aprendiendo el modo de funcionar de Newgate— dirigió a la junta una petición en que solicitaba algunos privilegios. O bien deliraba o bien la dictó a alguien tan poco alfabetizado como podía serlo un ayudante del alcaide (la caligrafía es tan defectuosa como la ortografía).
Milores:
Mis necesidades acuziantes me obliguan a solicitar el deseo de que buestras Señorías tengan a bien conzederme una pensión y la libertad de que mis amijos vengan a berme sin lo cual es provable que perezca en mi completo confinamiento y deseo que buestras sríass me concedan mis 2 niños negros y la libertad de ir a la capiya y con toda seguridad rezaré siempre por buestras Señorías,
WM KIDD
La junta necesitaba vivo a Kidd hasta que volviera a reunirse el Parlamento, por lo cual ordenó a su procurador, Charles Whitaker, que otorgara a Kidd la generosa cantidad de veinte chelines semanales (equivalentes a casi treinta y cinco peniques al día, lo cual era seis veces más que lo que solían recibir los presuntos piratas). Ahora, Kidd podía empezar a comer bien y a comprar alcohol, ropa de repuesto e incluso libros para pasar el tiempo.
En cuanto a las amistades, la junta añadió a la lista de visitantes el nombre del carnicero Matthew Hawkins, esposo de Sarah Hawkins, de Wapping. Mientras que el pescadero era anciano y chocheaba, por lo menos Matthew, si bien era casi un desconocido para Kidd, era de una edad más próxima a la suya.
«Se ordena al Sr. Cheeke que entregue al muchacho Negro al Capitán Kidd», declaraba la orden. A partir de entonces, Kidd dispondría en su celda de alguien que le sirviera las comidas, le lavara la ropa, le encendiera fuego en invierno y cuidara un poco de él. La junta, en cambio, le denegó la chica negra.
Desde aquel momento y durante muchos días, la única compañía de Kidd sería un muchacho malgache que casi no hablaba inglés.
«Y mis Lores están dispuestos a que de vez en cuando tenga libertad para asistir al Servicio Divino en la Capilla, a condición de que vos [es decir, el alcaide Fells] o vuestro Ayudante estéis presentes cuando él esté allí para su Oración».
La austera, sencilla y pequeña capilla de Newgate era tristemente famosa por sus ceremonias dominicales, en las cuales los hombres y mujeres condenados se sentaban en el centro, cerca de sus ataúdes, mientras el sacerdote encargado de su asistencia espiritual predicaba su sermón. Los londinenses y los turistas daban propinas a los guardias para que los dejaran entrar a contemplar a quienes se disponían a morir.
La salud del capitán Kidd, tanto en el plano mental como en el físico, empezó a mejorar, si bien siguió aislado de los demás prisioneros y con toda clase de correspondencia prohibida.
La Vieja y la Nueva Compañía de las Indias Orientales seguían riñendo. La nueva compañía, asegurando que la vieja no había cumplido con el pago de la tarifa del cinco por ciento ordenado por el Parlamento, se apoderó del buque Neptune, perteneciente a la segunda. Con el fin de elegir un jurado que ejerciera de árbitro, ambas partes se reunieron, con sus respectivos ejércitos de abogados, en unas dependencias de la Corona, «donde de repente el suelo se hundió y los dejó caer en un sótano, donde algunos resultaron magullados pero ninguno herido de gravedad», según afirmaba una información basada en rumores.
El 27 de julio, la cotización de los valores de la Vieja Compañía de las Indias Orientales se disparó y ganó un siete por ciento en un solo día, debido al anuncio de que habían llegado sin novedad a la costa tres de sus naves, cada una de las cuales llevaba cargamentos cuyo valor alcanzaba las quinientas mil libras.
Uno de aquellos barcos ostentaba el nombre de Sidney y era el mismo que años atrás había tenido un altercado de muy poca importancia con Kidd en el puerto de Johanna. En la travesía que ahora terminaba, el capitán del Sidney, con el fin de obtener un pequeño ingreso extraordinario, había decidido transportar unos cuantos pasajeros desde Santa Elena. Ahora, en la borda de aquel buque de la Compañía de las Indias Orientales, se hallaba Robert Culliford, de treinta y cuatro años, bronceado, sano y libre; bajo cubierta, viajaba su cofre, bien cerrado con cadenas y repleto de oro y plata.
A su llegada, Culliford pasó por Gravesend y Hope Point, donde, dirigiendo la mirada hacia arriba, vio un grupo de cadáveres de piratas que se balanceaban. El práctico portuario indicó que la última adquisición era un maleante llamado Gilliam, y Culliford le pidió prestado el catalejo para observar a su antiguo compinche que, en el interior de la jaula de hierro, se mecía por efecto de las brisas del canal.
Confiando ingenuamente en el indulto que llevaba en el bolsillo de la casaca, Robert Culliford siguió navegando en dirección a Londres.

Capítulo 18
Las vacaciones de Culliford

El imponente buque armado de Indias Sidney se hallaba inmovilizado en Erith, a quince millas de Londres, sin poder avanzar debido al embotellamiento naval causado por las embarcaciones que remontaban el Támesis. Culliford estaba inquieto: sabía que algunos piratas escapaban de morir ahogados, de la horca, de las enfermedades tropicales y de la Armada Real… solo para fracasar a la hora de llevar a casa su tesoro.
Era un cálido 29 de julio; Culliford tardaría un par de días en remontar el río, y entonces se procedería al desembarco de su tesoro de varios miles de libras. El pirata aferraba su proclama de indulto: un par de días parecían una eternidad.
El compañero de viaje de Culliford, Ralph Patterson —pirata reformado como él—, llevaba semanas enfermo. Mientras que Culliford no tenía ninguna razón para desembarcar de inmediato, Patterson sí tenía motivos para hacerlo. Culliford tramó un plan: le pidió a Patterson que fuera como pudiera a ver al capitán, tosiera como un moribundo y le rogara que le permitiera desembarcar para buscar un médico que le salvara la vida.
Patterson, convertido en una sombra del maleante que había sido, hizo lo que le mandaba su excapitán; no cabe duda de que reforzó sus argumentos con una moneda de oro, y el capitán Whitwell accedió a su petición. Se echó al agua un bote del Sidney y el debilitado Patterson se embarcó en él, tras lo cual un par de fornidos marineros cargaron en la embarcación el cofre de Robert Culliford.
Los marineros llevaron a remo a Patterson hasta el embarcadero de Coal Stairs, en Lower Shadwell y ayudaron a trasladar al enfermo a la taberna del «Barco con Armas».
Culliford planeaba escabullirse del Sidney al día siguiente; él y Patterson habían establecido un punto de encuentro. Ahora Culliford, en la cubierta del barco, disponía de tiempo para soñar despierto: hacía más de una década que, siendo un marinero sin un céntimo, había marchado de Inglaterra; ahora volvía con tesoros suficientes para vivir como el hijo de un conde o, por lo menos, como el primogénito de un comerciante.
Culliford podía dejar volar la imaginación: ¿pelo rubio o castaño?, ¿pelirrojo o negro? ¿Jarras de cerveza grandes o pequeñas? ¿Jerez o ron? Ahora podría realizar un buen matrimonio: ¿tal vez la hija de un orfebre? Es posible que, en sus fantasías más secretas, se permitiera el pensamiento de casarse con la hija más joven y traviesa de sir Fulano. Entretanto, disfrutaría de las diversiones de Londres: burdeles, casinos, tabernas, teatros, espectáculos de perros atacando a osos y, muy pronto, a fines de agosto, la mundialmente famosa Feria de San Bartolomé, de seiscientos años de antigüedad.
A la mañana siguiente, mientras el inmenso Sidney, con su centenar de tripulantes, avanzaba con lentitud exasperante hacia el puerto de Londres, el capitán Whitwell se apresuró a traicionar a Culliford: ordenó que los soldados lo rodearan y lo retuvieran hasta que se pudiera enviar a los lores del Almirantazgo un mensaje informándoles de que el buque transportaba a un pirata tristemente famoso de las Indias Orientales; la nota del capitán también indicaba que se podía encontrar a otro rufián, Ralph Patterson, en el «Barco con Armas». Los lores del Almirantazgo enviaron al fiel alguacil mayor Cheeke.
Por las oscuras manchas que hay a lo largo de uno de los lados doblados de la copia de la proclama de indulto de Culliford, resulta claro que este se la sacó del bolsillo con frecuencia; esta vez, sin embargo, fue en vano: los sicarios del Almirantazgo, blandiendo sus pistolas, la ignoraron.
Cheeke dejó el Sidney y, en el bote del Almirantazgo, se encaminó a Lower Shadwell. Ralph Patterson había experimentado una milagrosa recuperación y había desaparecido, al igual que el cofre que había transportado consigo.
El caluroso 1 de agosto de 1700, el alguacil Cheeke escoltó a su único prisionero, Robert Culliford, sospechoso de piratería, hasta la cárcel de Marshalsea. La barcaza del Almirantazgo que transportaba a Culliford cruzó el Támesis hasta Southwark. No cabe duda de que debió de resultar desquiciador regresar a Inglaterra para contemplar las magníficas vistas de la Gran Columna y el Puente del Támesis, pero solo de camino a la cárcel.
Cuando introdujeron a Culliford en Marshalsea, cayó sobre él un confuso torrente de palabras en francés: durante los cuatro días precedentes, se había ido alojando a casi un centenar de piratas franceses, con lo cual la cárcel había quedado atestada hasta extremos insoportables; por la noche, un sinfín de europeos sin lavar luchaban por lograr un espacio para dormir en el suelo.
Exactamente igual que Culliford, aquellos prisioneros piratas franceses habían concebido esperanzas de perdón: su capitán, Louis Guittar, al mando de un barco irónicamente llamado La Paix («La Paz»), de veinte cañones, creía haber cerrado un trato con el gobernador de Virginia, Francis Nicholson. A principios de primavera, Guittar había sido el terror de la navegación costera norteamericana: había capturado cinco sustanciosos bajeles mercantes y había permitido a su tripulación que, por mera diversión, destrozara un buque que se había rendido; cuando se alejaban, los desalmados piratas franceses se burlaron: «¿Por qué habéis roto vuestro mástil?».
Pocas semanas después, un barco inglés, el Shoreham, con el gobernador de Virginia a bordo, localizó al La Paix en la bahía de Lynnhaven. Guittar —cuyo signo distintivo era un mondadientes de oro colgado de una cadena de oro que llevaba alrededor del cuello— trató de ganar el viento para atacar y abordar el Shoreham. Guittar izó la bandera de color rojo sangre, la Jolie Rouge que significaba que no habría piedad; sin embargo, a cada bordada, el inglés lo superaba en velocidad. En el transcurso de aquella lucha por el viento, el Shoreham destrozó a cañonazos las velas y las jarcias del barco pirata e inutilizó varias de sus piezas de artillería con una serie de impactos directos. Guittar intentó un último viraje cerca de la orilla, pero el fuego constante de armas ligeras obligó a sus hombres a buscar refugio bajo cubierta, y el La Paix embarrancó. Guittar arrió la bandera roja y el Shoreham detuvo los disparos.
Un prisionero inglés, liberado a propósito, fue a nado hasta el Shoreham y explicó al gobernador que el capitán Guittar transportaba cuarenta cautivos de aquella nacionalidad, y también que había dispuesto un largo reguero de pólvora que llegaba hasta treinta barriles del mismo explosivo y estaba dispuesto a volar el barco.
Como si les hubieran dado una señal, los piratas franceses empezaron a entonar sus últimas plegarias, tanto en latín como en francés, con una asombrosa y horripilante armonía de borrachos. Creyendo que Guittar iba a volarlo todo por los aires, el gobernador Nicholson accedió a enviar —si se rendían de modo inmediato y tranquilamente— instrucciones con su sello «para que todos fueran remitidos a la clemencia del Rey».
En el transporte de presos de América del Norte a Inglaterra, con las manos esposadas y las piernas atadas durante la noche, murieron quince franceses, con lo cual quedaron noventa y cinco para averiguar lo que significaba exactamente «remitidos a la clemencia del Rey».
Narcissus Luttrell, cortesano especialista en rumores, dejó constancia de que, dado que Newgate y Marshalsea estaban atestadas de piratas que en su mayoría eran franceses, el rey Guillermo «ha tenido a bien informar al rey de Francia que tenía a varios de sus súbditos en prisión a causa de actos de piratería, y deseaba saber si quería que se los enviara a Francia para que se los juzgara allí». El rey francés respondió que el rey Guillermo «podía juzgarlos aquí según las leyes de Inglaterra, pues no hay posibilidad de mostrar ningún favor a semejante plaga».
Así pues, la primera taberna que visitó Culliford en Londres fue la cantina de Marshalsea, en Southwark, y lo hizo en compañía de docenas de ceñudos piratas franceses. Culliford llevaba en el bolsillo suficientes monedas para pagar por que le quitaran los grulletes, e hizo saber al alcaide que podía permitirse contratar un abogado; mientras esperaba asesoramiento legal, se dedicó a beber cerveza inglesa.
Durante aquellos mismos días de principios de agosto, el solitario William Kidd recibió en Newgate la visita de una de las tres personas a quienes el Almirantazgo permitía que lo vieran: en aquel caso, fue el anciano pescadero, Blackburn. No obstante, Kidd ni tan siquiera pudo charlar con aquel hombre que chocheaba sin suscitar la curiosidad de los partidos políticos.
El ministro Vernon y los whigs estaban tan preocupados por lo que pudiera decir Kidd que lograron espiar incluso aquella conversación breve e intrascendente. Según escribía Vernon, «el Capitán Long, que era Cuáquero, y fue a las Indias Occidentales a causa de la mina de oro, ha acudido hoy a mí para decirme que vive cerca de un pescadero, hacia el Puente de Londres: creo que ha dicho que se llama Jackson [en realidad, Blackburn], pero no estoy seguro de ello: el nieto de ese hombre estuvo con Long en su última travesía».
El capitán Long constituía una opción ideal para espiar a Kidd: su «última travesía» había tenido lugar en 1698 y a bordo del buque Rupert Prize, con la misión de llegar a toda prisa a América Central antes de que lo hicieran los escoceses y reivindicar el istmo de Darién en nombre de Inglaterra. Después de llegar demasiado tarde para frustrar directamente los planes de los escoceses, dedicó el resto de la travesía a espiar su expedición. A Long no le gustaban los escoceses.
En su nota del 8 de agosto, dirigida al duque de Shrewsbury, Vernon proseguía: «El pescadero… le ha dicho varias veces a Long, refiriéndose a Kidd, que no parece muy inquieto; pero lo más extraordinario es que Kidd le ha contado que, cuando se estaba equipando el Adventure Galley, presionó a sus armadores para que a los marineros se les pudieran asignar salarios. Sin embargo, se le respondió que tenían que basarse en [el principio de] “sin adquisición, no hay paga”; ante lo cual, él replicó, que entonces no se podría evitar que se convirtieran en piratas.
»Le he preguntado a Long si había mencionado cuáles de los armadores le habían dado aquella respuesta. Según me doy cuenta, no había sido tan fino en sus indagaciones; pero creía que era mi Lord Orford, pues lo mencionaba con frecuencia como uno de los armadores.
»No he oído que Kidd dijera nada de esa naturaleza en su interrogatorio, y por lo tanto le he preguntado si aquel pescadero era capaz de inventar cosa semejante. Él pensaba que no, pues es un hombre anciano y sencillo, y un Independiente [es decir, ni tory ni whig] estricto.
»Le he mandado que buscara una oportunidad de informarse mejor de cuál de los armadores era objeto de mención particular acerca de aquella ocasión; que debía asegurarse de hacerlo hablando casualmente, y no como si tuviera la tarea de preguntarlo… Si algo se ha dicho acerca de sin adquisición no hay paga, doy por supuesto que ha sido a iniciativa propia de Kidd».
Ese nivel de preocupación por quien propuso el principio de «sin adquisición, no hay paga» muestra simplemente lo aterrorizados que estaban los ministros whig por lo que pudiera decir Kidd. De ello se deduce que Kidd decía que sus aristocráticos armadores, al exigir un sistema de reparto del botín en lugar de salarios, habían obligado a la tripulación a pasarse a la piratería. Parece una cuestión poco relevante, pero por lo visto no era así para aquel ministro de Inglaterra.
Un aspecto del informe de Long que se podría pasar por alto fácilmente es el hecho de que dijera que Kidd «no parece muy inquieto». Ahora que Kidd había recuperado la salud, volvía a exhibir su obstinada despreocupación.
A mediados de agosto, mientras Kidd pasaba la mayor parte del tiempo solo, Robert Culliford se dedicaba a comprar bebida en Marshalsea. Su abogado recién contratado presentó una solicitud de hábeas corpus que llegó hasta lord Holt, juez presidente del tribunal competente. El 19 de agosto, Holt estableció sendas fianzas de doscientas libras para Culliford y cada uno de los otros cinco piratas. El tan celebrado sistema judicial inglés había funcionado con eficiencia porque, en aquellos momentos, no había testigos presenciales que pudieran declarar contra Culliford ni los demás. El capitán pirata reformado envió una nota que, de algún modo, logró llegar a Ralph Patterson, y Culliford pudo pagar enseguida su fianza de doscientas libras, al igual que hizo un tal Robert Hickman. Culliford dijo adieu a los piratas franceses. El pirata de Cornualles había pasado un total de dieciocho días en la cárcel de Marshalsea.
El Almirantazgo siguió aplicándose a la tarea pendiente de tomar declaración a los prisioneros. Pocos días después de que Culliford saliera de la cárcel, el 24 de agosto, un tal John Hales —que había sido ayudante de artillero en el Mocha Frigate y había abandonado la piratería para regresar con Kidd— declaró bajo juramento que había navegado a las órdenes de Robert Culliford cuando el capitán había realizado algunas de las mayores capturas piratas de todos los tiempos en el océano Índico. Hales puso su firma en la declaración: una línea recta con un rasgo en el centro, que formaba una especie de H enloquecida.
En los márgenes de los informes de la cárcel, un empleado garabateó apresuradamente unas palabras que declaraban lacónicamente: «Sépase que los mencionados Hickman y Culliford, después de salir bajo fianza, han sido acusados bajo juramento de Varios Actos de Piratería y Robos cometidos en el Mocha Frigate y se ha emitido una Orden para su captura pero no se los puede encontrar».
El alguacil mayor Cheeke, del Alto Tribunal del Almirantazgo, asignó cinco chelines diarios a su ayudante para que registrara Londres de arriba abajo. El hombre rastreó las tabernas portuarias de Wapping, husmeó en los burdeles de Ratcliffe Highway interrogando a una prostituta tras otra e inspeccionó los «jardines de osos». La búsqueda fue especialmente intensa durante el 28, el 29 y el 30 de agosto, pero el Almirantazgo no pudo encontrar a Robert Culliford.
El pirata de East Looe, con su extraordinaria habilidad, había vuelto a escapar: se reunió con Ralph Patterson, recuperó un montón de dinero y, lleno de audacia, decidió quedarse en Londres y divertirse.
Su programación era impecable: la Feria de San Bartolomé empezaba el 24 de agosto. Aquella enorme concentración de diversiones —desde exhibiciones de monstruosidades a acróbatas, desde curanderos a tenores ciegos— ocupaba la totalidad de Smith Field, un extenso terreno de forma romboidal situado en el corazón de Londres, no muy lejos de la cárcel de Newgate. Los charlatanes atraían a sus barracas a los paseantes; las principales compañías teatrales de Londres representaban óperas cómicas y reposiciones de Shakespeare. Los talentos presentes eran de calidad mundial; por ejemplo, no podía actuar cualquier funámbulo: así, aquel año se presentaba a una irlandesa obesa seguida de una alemana embarazada; ambas actuaban sin red. Las rarezas físicas, como los hermafroditas, eran muy populares, como también lo eran las contorsionistas ligeras de ropa. Había monos concienzudamente entrenados… para vaciar bolsillos.
Si se hartaba de la Feria de San Bartolomé, Culliford tenía la opción de pasear, justo al norte de Smith Field, hasta el «jardín del oso» de Hockley-in-the-Hole, el espectáculo al aire libre más popular de la época. Culliford podía perderse con facilidad entre la multitud, especialmente en acontecimientos como este: «Se enjaezará con fuegos artificiales UN TORO ENLOQUECIDO, y se lo soltará en el Terreno de Juego. Asimismo, se enjaezará un perro con fuegos artificiales encima, y se lo soltará con el toro entre los hombres en el Campo. Al mismo tiempo, también se soltará un Oso; y se atará un Gato a la cola del Toro».
Sin embargo, para Culliford no todo eran juegos y diversiones: tenía que ocultar el tesoro, y solo confiaba en el enfermo Patterson. La pareja fue hasta algún lugar —no tenemos absolutamente ninguna pista de dónde— y escondió el cuantioso botín de Culliford. ¿En una bodega? ¿En un campanario? Demasiado alto. ¿Un hoyo en el suelo del bosque? ¿Un cementerio? ¿Una excursión rápida hasta Cornualles? ¿Las dunas de East Looe? Nadie lo sabe. Como hacía la mayoría de los piratas en aquellos tiempos anteriores a los bancos, Culliford también depositó parte del dinero en manos de algunos amigos que tenía en la ciudad.
Finalmente, la feria concluyó y Culliford volvió a dedicarse a sus chicas de Ratcliffe.
El 8 de septiembre, murió el duque de Bedford, lo cual convirtió a su nieto, que estaba a punto de cumplir veintiún años, en el par más rico de Inglaterra, con una previsión anual de ingresos de treinta mil libras que en poco tiempo aumentarían hasta cuarenta y cinco mil.
El 16 de septiembre, el alguacil del Almirantazgo Cheeke dejó de pagar a su ayudante para que buscara a Culliford.
Aproximadamente al mismo tiempo, el capitán Wynn, que había entregado servilmente las cartas y diarios de Kidd, presentó una petición para que se le reembolsaran los gastos de los mensajeros, los caballos de posta, los botes que habían entregado los cofres en Londres, etc. Se le respondió que tenía que solicitarlo por los canales regulares, y se le indicó que el pago no se haría efectivo, como era habitual, hasta un año o un año y medio después.
Robert Culliford pasó el mes siguiente disfrutando de la vida. No huyó, sino que se compró una peluca y una casaca nuevas; tenía encantados a quienes se sentaban cerca de él en las cafeterías.
El 17 de octubre de 1700, Robert Culliford fue capturado junto a Ralph Patterson. No disponemos de ningún detalle al respecto, aparte de que esta vez lo enviaron a la cárcel de Newgate y no a la de Marshalsea, y que en aquellos momentos Newgate estaba atestada de los mismos piratas franceses, a quienes se había trasladado allí en espera del juicio, que había de celebrarse justo al lado, en el Old Bailey.
Había entonces en Newgate por lo menos cuarenta y cuatro piratas franceses, y el capitán Guittar —cuyo mondadientes de oro ya hacía tiempo que había desaparecido— dio a Culliford la bienvenida en brazos de la justicia inglesa. El carcelero Fells le colocó las esposas y esperó su soborno. Culliford pagó.
Así pues, ahora el capitán Culliford y el capitán Kidd estaban encerrados en la misma cárcel. Culliford disfrutaba de la «libertad de Newgate», mientras que Kidd seguía aislado. Volverían a encontrarse.

Capítulo 19
Final de la partida

La superpoblación de Newgate se solucionó con facilidad. Los jurados del Old Bailey —después de ver, en un alarde de eficiencia, las causas de noventa y nueve piratas franceses en cuatro días— declararon a cincuenta y dos de ellos, incluyendo al capitán Guittar, culpables de haber saqueado el Nicholson y el Indian King, cargados de tabaco, frente a las costas de Virginia. La Corona decidió ahorcar a veinticuatro de aquellos hombres en una ejecución masiva y simultánea que se realizaría en tres lugares del puerto de Londres.
Como en Inglaterra reinaba un odio generalizado a la católica Francia, a las autoridades les preocupaba que aquel día festivo se echara a perder a causa de unas multitudes demasiado entusiastas. La cuenta de gastos, presentada posteriormente, indicaba que se destinó cierta cantidad de dinero a «una cerca que atraviese el muelle para impedir el paso a la multitud». Para sincronizar el adiós a la vida de tantos franceses, el Almirantazgo alquiló una docena de escaleras suplementarias con el fin de añadirlas al material disponible de su propiedad. Las dos docenas de condenados murieron, en lo que se describió como un «Espectáculo», el 12 de noviembre. A Jeffry Ellis —el transportista del Almirantazgo— y sus ayudantes les costó cuatro días de trabajo trasladar, utilizando una lancha, una veintena de cuerpos desde tres puntos situados a orillas del Támesis y enterrarlos en Limehouse Breach. Es probable que las palabras de los enterradores protestantes no confortaran a aquellas almas católicas en su último viaje.
Una vez reducido el hacinamiento de Newgate, Robert Culliford pudo volver a elegir su mesa en la taberna, e incluso tratar de que alguna linda muchacha se le sentara en el regazo a cambio de unas monedas. El capitán Kidd continuaba confinado en solitario veinticuatro horas al día, casi sin visitantes, carente de toda posibilidad de hacer ejercicio y sin tinta ni papel, prisionero de sus pensamientos (aunque sí lo acompañaba en la celda su joven esclavo malgache, al cual le estaba enseñando inglés). Aquel trotamundos solo disponía de un radio de acción de cuatro metros y medio.
El capitán Kidd seguía siendo el único preso a quien se denegaba la «libertad de Newgate». Además, su exigua lista de visitantes se vio repentinamente mermada en un tercio cuando el «tío» Blackburn, el pescadero, falleció.
A pesar de que estaba abandonado en Newgate, Kidd trató de llevar a cabo una buena acción: quería que las viudas de dos de sus oficiales, que habían muerto durante la travesía, recibieran parte del dinero recaudado en la tradicional subasta de los bienes de los difuntos que se celebraba bajo el palo mayor, y envió a Matthew Hawkins, el carnicero de Wapping, en busca de aquellas mujeres.
Hawkins las encontró, y, cuando las viudas dieron los primeros —e ingenuos— pasos para reclamar parte del tesoro de Kidd, se encontraron metidas en una intrincada maraña de intereses, en la cual participaban la Compañía de las Indias Orientales, Cogi Baba (comerciante armenio) y el asilo de Greenwich para marineros retirados, que era un objeto predilecto de la caridad de algunos de los promotores de Kidd. Además, el arruinado gobernador Bellomont aún no había renunciado a la esperanza de obtener el tercio que le correspondía como vicealmirante de los mares (de modo casi patético, por aquellas fechas le escribió al ministro Vernon pidiéndole que, como mínimo, se le reembolsaran las setenta y una libras que había gastado en la captura del rufián circuncidado Gilliam).
El 22 de noviembre de 1700, las dos viudas, acompañadas de su abogado, cruzaron la pesada puerta de Newgate, bajo las cuatro elegantes estatuas; el hedor las abrumó mientras el alcaide Fells las llevaba, subiendo las escaleras de piedra, hacia el Patio de la Prensa y la celda de Kidd.
Kidd conocía a aquellas dos mujeres desde antes de la travesía; había sido buen amigo de sus maridos y les dijo que ansiaba ayudarlas a arrancarle su dinero al Almirantazgo. Para Elizabeth Meade, la noticia de la herencia constituía una bendición, ya que estaba a punto de ir a la cárcel de deudores debido a una factura impagada de diez libras que su marido Henry había dejado en Nueva York antes de emprender la travesía con el capitán Kidd.
Kidd expuso la historia referente al caso de las viudas. Henry Meade era el piloto del barco bajo su mando, y William Berk era timonel. Meade murió en febrero de 1697, mientras el Adventure Galley pasaba de largo El Cabo y seguía su largo periplo hacia Madagascar. Berk falleció a causa de una enfermedad tropical aquel mes de mayo, después de que se carenara el buque en Mohelia. Kidd subrayó que ambos habían muerto mucho antes de que el Adventure Galley realizara ninguna de sus capturas cuestionables.
La reclamación posterior de las viudas explicaba: «Cuando algún oficial o Marinero de barco muere en el mar es costumbre que el capitán del buque se ocupe de los bienes de las personas fallecidas. El capitán Kidd tomó sus bienes y los vendió públicamente bajo el Palo Mayor a los oficiales y Marineros, por lo cual recibió 900 piezas de a Ocho en oro [por las posesiones de Meade]. Por los bienes del difunto Berk, recibió 450 piezas de a Ocho en oro» (los valores fluctuaban, pero esas cantidades venían a equivaler a unas doscientas libras en el caso de Meade y unas cien en el de Berk).
Para ayudarlas en su reclamación —y las viudas iban a necesitar toda la ayuda que pudieran conseguir—, Kidd llegó incluso a enumerar los bienes exactos que cada uno de aquellos hombres llevaba a bordo. En el caso de Meade, segundo oficial en rango después de Kidd, había una «buena cantidad de brandy», tabaco, cartas de navegación, libros e instrumentos matemáticos, otros veinte volúmenes, seis trajes nuevos, ropa blanca y de cama de muy buena calidad, cinco pelucas de color claro, tres pares de hebillas de plata para zapatos, dos juegos de botones de plata con piedras engarzadas para las mangas, tres sombreros y una considerable cantidad de azúcar. Berk llevaba un equipaje similar.
Las damas se dirigieron al Almirantazgo solicitando el dinero de sus difuntos esposos, pero recibieron una respuesta negativa. Entonces presentaron directamente su petición al rey, pero se les dijo que, a pesar de que su demanda se había leído en presencia del propio Guillermo, el monarca había replicado que no tenía el poder de otorgarles aquel dinero y que las viudas habían de solicitarlo a través de los tribunales competentes.
A punto de ir a parar a la cárcel de deudores, la viuda Meade buscó un abogado para que defendiera su reclamación en el Alto Tribunal del Almirantazgo (encontró uno, pero finalmente perdió el pleito y es de presumir que acabara yendo a prisión).
Aquellas dos mujeres fueron las primeras —dejando aparte a Sarah Hawkins— con quienes Kidd estaba en una misma habitación desde hacía más de un año. Aparentemente, sin embargo, el hecho de ver a las viudas con tanta brevedad no contribuyó a aliviar su sensación de soledad, sino que, por el contrario, la incrementó. En la fría cárcel de piedra, pasaba un día interminable tras otro escuchando la jerigonza del muchacho negro. «Nada aumenta más mis aflicciones que estar excluido de la libertad de la Cárcel, que todos los demás presos disfrutan», se lamentaba el capitán Kidd a los lores del Almirantazgo el 30 de diciembre. Dictó la nota a un subordinado del alcaide que sabía escribir, llamado Bodenham Rowse, el cual se la llevó a los lores. «Después de mi confinamiento sufrí una grave enfermedad y estoy en continuo peligro de recaída, que espero evitar, si puedo tener la libertad de caminar arriba y abajo, y disfrutar del beneficio del aire». La única capacidad de presión que tenía Kidd provenía del peligro de que muriera y pusiera en un aprieto al Almirantazgo.

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Carta del capitán Kidd desde la cárcel de Newgate, fechada el 30 de diciembre de 1700 y en la cual «confía humildemente» en que los lores del Almirantazgo pongan fin a su encierro de ocho meses en régimen de aislamiento.

«Las Tareas del último Parlamento respecto a mí exigían solamente que no se me juzgara, pusiera en libertad bajo fianza o exonerara sin conocimiento [del Parlamento], a todo lo cual, con toda humildad me someto: pero suplico a vuestras Señorías, que no Permitan que me destruya un confinamiento estricto que está completamente en vuestro poder levantar».
La nota concluía: «El más humilde y obediente Serv.r de vuestras Señorías, Wm Kidd». Lo firmó de su puño y letra, empleando todavía ciertas florituras en la W y la K de gran tamaño.
La junta recibió la petición el 4 de enero y la trató con el mayor cuidado, solicitando al fiscal y el subfiscal generales que asistieran a la sesión del día siguiente. Al no presentarse un influyente miembro de la junta, un tal lord Haversham, los dos altos funcionarios judiciales abandonaron la reunión (todo el mundo era muy cauteloso: los burócratas creían que Kidd podía destruir a cuatro lores y perjudicar al rey). No obstante, la junta decidió tomar el asunto en sus propias manos, y decidió que el capitán Kidd podía pasear por Newgate, pero solamente acompañado del alcaide o uno de sus ayudantes; durante los paseos, a Kidd no se le permitiría «comunicarse ni hablar con ninguna persona o personas, quienesquiera que sean».
Una repentina sensación de duda movió a la junta a hacer pasar la decisión por casa de lord Haversham antes de enviarla a Fells, en Newgate; Haversham le dio su aprobación.
A la manera de Tántalo, ahora Kidd podía recorrer de vez en cuando los lóbregos pasadizos de piedra, pero si Culliford o cualquier otro llegaba a saludarlo, se suponía que Fells tenía que llevarse a rastras a Kidd. Ni pensar en la taberna: el desierto Patio de la Prensa era el lugar más indicado.
Ahora, más de dieciocho meses después de su detención en Boston, Kidd se acercaba lentamente al momento de su juicio. El rey Guillermo III había accedido a convocar su Quinto Parlamento aquel año, el undécimo de su reinado, y se celebraron elecciones a la Cámara de los Comunes.
En aquella época, el gobierno inglés era una inmanejable combinación de rey, lores y comunes. Aquellos fueron los años en que los Comunes se impusieron en la lucha despiadada por conseguir un mayor peso en el equilibrio de poderes. Si bien la monarquía era hereditaria, el Parlamento tenía la posibilidad de intervenir en la redefinición de la línea de sucesión. Los puestos de los lores eran hereditarios, y la cámara estaba formada por ciento sesenta pares del reino, en su mayoría terratenientes extraordinariamente ricos, que tenían derecho a un escaño que no siempre se tomaban la molestia de ocupar. La Cámara de los Comunes estaba repleta de cualquier cosa menos plebeyos: la mayoría de sus componentes eran considerablemente acaudalados; en teoría, eran miembros de la Cámara porque se los había elegido, pero los comicios iban degenerando en un extraño juego en las sombras, con municipios corruptos y miserables pactos políticos (Old Sarum acabó teniendo un censo electoral de una persona, pero poseía dos representantes en la Cámara). Sea como fuere, se estima que, en 1701, debido a las exigencias sobre la propiedad, solo votaban 188.000 ingleses de sexo masculino sobre una población de cinco millones de hombres y mujeres (el país no era ni por asomo tan democrático ni representativo como el común de los barcos piratas).
Las elecciones acercaron un paso más a Kidd a la escena nacional y a la revelación de todo lo que sabía, incluyendo la respuesta a la pregunta crucial de si se lo había contratado para ejercer de pirata.
Como la convocatoria del Parlamento podía llevar al juicio de Kidd, el Almirantazgo necesitaba reunir testigos para la acusación. Edward Whitaker, procurador del Almirantazgo, abordó a varios presos de Marshalsea. La mañana del sábado 1 de febrero de 1701, Robert Bradinham, el cirujano de treinta años aficionado a la bebida que se había pasado a las filas de Culliford, fue transportado en bote desde Southwark hasta el Almirantazgo. Se lo sometió a interrogatorio y luego accedió a escribir y firmar una declaración en la que detallaba numerosos actos de piratería cometidos por Kidd; la entregó personalmente a la junta del Almirantazgo el martes 4 de febrero.
El buen doctor, que saldría muy beneficiado del juicio, había regresado a América del Norte con Giles Shelley y había entrado a hurtadillas en Filadelfia. Viajaba con su joven esclavo negro de catorce años, a quien, de modo poco imaginativo, había puesto el nombre de Dick.
El pirata Bradinham había pasado cerca de medio año divirtiéndose antes de que el coronel Robert Quarry, un diligente funcionario de aduanas, lo atrapara y lo encerrara en prisión. Quarry le confiscó a Bradinham una pequeña fortuna en piezas de a ocho y trozos de plata, pero el médico logró de algún modo ocultarse un cartucho de monedas de oro en cada zapato, dinero que luego sacó a escondidas de la cárcel por medio de dos respetables colegas suyos de Filadelfia. Dejando aparte aquella porción del botín, Bradinham había confiado lo fundamental de su tesoro —624 piezas de oro— al buen reverendo Edward Portlock, de la Iglesia Inglesa de Filadelfia, pero, poco después de la detención de Bradinham, Portlock decidió ir a difundir el evangelio a las islas Carolinas.
«Bradinham asegura que adquirió su patrimonio de forma honesta —escribía William Penn después de interrogarlo—, y que fue un caso de mala suerte y no un delito el hecho de que tuviera que ver con Kidd». Penn no se dejó engañar.
A Bradinham y a su esclavo Dick los encadenaron juntos y, acompañados de los cuatro sacos que quedaban del tesoro del primero, los transportaron en la parte trasera de un carro tirado por caballos a lo largo del camino lento y lleno de baches que llevaba a Nueva York; desde allí, los trasladaron en barco a Boston. También el gobernador Bellomont interrogó a Bradinham. «Conseguí todos mis tesoros gracias a mi práctica en Madagascar y de legados de personas que murieron —aseguró Bradinham, que añadió—: No conozco ningún barco llamado Mocha Frigate ni ninguna persona que se llame Culliford». El médico se negó incluso a firmar su declaración.
Bellomont escribió una nota secreta para que acompañara a los piratas que aquel verano de 1700 envió a Inglaterra en el HMS Gloucester. «Los piratas son nueve en número, y Robert Bradenham, el cirujano de Kidd, es el más obstinado y recalcitrante de todos ellos».

* * * *

En Inglaterra, los tories ganaron por poco las elecciones, lo cual les permitió tomar las riendas del asunto Kidd.
El rey convocó la sesión del Parlamento para el 10 de febrero, y la Cámara de los Comunes ignoró a Kidd sin dudarlo un momento: se vislumbraba la guerra con la católica Francia y las batallas de poder con el rey concentraban la atención, con lo cual los tories decidieron que el «pirata» que llevaba esperando año y medio desde su detención en Boston podía esperar un poco más.
Europa se preparaba para otra tanda de guerras entre católicos y protestantes, ya que un príncipe francés acababa de asumir el trono vacante de España, que quizá algún día no muy lejano se uniera a Francia para crear un coloso católico. El impulsivo rey Luis XIV estaba concentrando setenta mil soldados en la frontera holandesa.
Además, el temor a que alguna vez un católico llegara a recuperar el trono de Inglaterra hizo que los comunes, los lores y el rey Guillermo iniciaran una complicada negociación que, al cabo de una década, conduciría a que se fuera a buscar a un príncipe protestante alemán, bisnieto de Jaime I: el futuro rey germanófono Jorge I.
Finalmente, y después de un mes de tratar otros asuntos, el 14 de marzo de 1701 la Cámara acordó por votación poner todos los documentos relativos al capitán Kidd sobre la mesa situada en el centro de la capilla de San Esteban, donde se reunían los Comunes. El diario de los Comunes comentaba, con cierta simpleza: «Están en una saca, sin vigilancia». En aquel entonces, algunos procesos eran más informales que en la actualidad, y cualquiera de los cerca de cuatrocientos parlamentarios podía acercarse durante una pausa y leer lo que quisiera; no había ningún funcionario que vigilara celosamente los documentos y los extrajera y guardara cuando correspondía. La Cámara constituyó un comité para que examinara y clasificara aquel montón de papeles y luego presentara un informe. Aquel mismo día, Christopher Wren, el arquitecto famoso por la catedral de San Pablo, acudió a los Comunes para tratar de idear algún modo de airear aquel lugar mal ventilado; de modo inevitable, en las cafeterías corrieron como la pólvora los chistes sobre el «ambiente caldeado» y agotador.
Aproximadamente al mismo tiempo, alguien hizo saber al capitán Kidd que el Parlamento se disponía por fin a ocuparse de él. Fue justo en aquel momento cuando el procurador del Almirantazgo dejó de proporcionar a Kidd su pensión semanal de veinte chelines: era precisamente entonces cuando el capitán iba a necesitar comer bien, contar con energías y tener la mente clara, y no sobrevivir a base de pan duro y cerveza; además, podían presentarse otros gastos, ya que, si en algún momento los Comunes daban permiso a Kidd para enviar cartas, tendría que pagar la pluma, la tinta, el papel y los mensajeros: había alguien que no quería correr ningún riesgo.
El 20 de marzo, el capitán Kidd escribió a los lores del Almirantazgo una nota en la que se quejaba de que no había recibido el dinero necesario para subsistir: «Si se me llamara pronto para responder [ante el Parlamento], estoy por completo sin preparar, pues nunca se me ha permitido el menor uso de la pluma, la tinta y el papel para ayudar a la memoria ni el consejo de amigos que me asistan en lo que tan de cerca afecta a mi vida… Con la mayor humildad suplico a vuestras Señorías que tengan a bien… permitirme el acceso al uso de pluma, tinta y papel y la libertad de hablar con mis amigos sin la presencia del alcaide, un gran favor por el cual (con toda la Humildad posible) seguiré siendo siempre, milores, el más Humilde y Obediente servidor de Vuestras Señorías, Wm Kidd».
El Almirantazgo decidió trasladar directamente la petición a la Cámara de los Comunes, que resolvió que se concediera el acceso de amigos y familiares a Kidd —en presencia del alcaide— y que se le permitiera disponer de pluma, tinta y papel. Sin embargo, al carecer de dinero, Kidd tenía grandes dificultades a la hora de tratar de aprovechar aquellas nuevas ventajas, y se le estaba acabando el tiempo: los Comunes decidieron que compareciera al cabo de trece días, la mañana del jueves 27 de marzo, junto con Henry Bolton, el indeseable comerciante caribeño, y Cogi Baba, el armenio a quien le habían robado sus propiedades.
El capitán Kidd sería el primer presunto pirata de todos los tiempos que testificaría ante la Cámara de los Comunes. Después de trescientos cuarenta y seis días en la cárcel de Newgate y de haber hablado quizá con diez seres humanos durante todo aquel tiempo, finalmente Kidd iba a poder salir al exterior.
El alcaide Fells abrió la celda de Kidd. Con ayuda de su esclavo, el capitán había hecho todo lo que estaba en su mano para vestirse correctamente con una camisa limpia y casaca. El alcaide Fells lo acompañó mientras bajaba las escaleras de piedra hasta la puerta de entrada. Los guardianes estaban esperando. Fells abrió la pesada puerta que daba a la calle, y Kidd salió a la pálida luz del sol de finales de invierno; después de tanto tiempo en Newgate, entornó los ojos mientras trataba de adaptarlos. Inspiró profundamente. Más de cien personas, llenas de curiosidad, se habían congregado en el exterior para ver al infame pirata.
Dado que los registros de gastos no presentan ninguna mención de sillas de manos, carrozas ni carros, parece ser que el capitán Kidd, con la multitud y los guardianes, fue andando desde Newgate hasta la capilla de San Esteban; se dirigieron al oeste por Holborn, y luego al sur por Charing Cross.
Varios testigos afirmaron que Kidd atrajo grandes muchedumbres, y no cabe duda de que muchos le hacían preguntas a gritos: ¿Dónde lo escondiste? Por el camino, Kidd encargó algunas bebidas a un cafetero del Tribunal de Herencias; en aquel entonces, los cafeteros también servían cerveza, vino y licores fuertes, y, dado que Kidd acabó dejando una considerable cuenta de siete chelines, parece que tomó fuerzas con unos cuantos tragos, por lo menos.
Antes de ocuparse de Kidd, la Cámara se dedicó a asuntos rutinarios como el asilo de pobres de Nottingham, la cárcel de deudores de Norwich y distintas herencias. Mientras duraba la espera, el capitán volvió a apagar la sed.
Cogi Baba se presentó en San Esteban, pero el contrabandista caribeño Henry Bolton no apareció. Los parlamentarios tories se pusieron furiosos al descubrir que el procurador del Almirantazgo, Charles Whitaker, había concedido a Bolton la libertad bajo fianza «por falta de personal», y exigieron que Whitaker compareciera ante ellos al día siguiente.
La capilla de San Esteban era un recinto angosto, con hileras de bancos que se alzaban a ambos lados y una gran mesa situada en el centro: un lugar muy sofocante cuando lo atestaban cuatrocientos oradores (pronto Christopher Warren incorporaría cuatro ventiladores al techo). El tory sir Humphrey Mackworth colocó sobre la mesa dos montones de documentos de Kidd: los que eran relevantes y los que no lo eran.
Se quitó el sello de la declaración que Kidd había prestado en abril ante la junta del Almirantazgo y se procedió a leerla ante la Cámara. En efecto, los lores del Almirantazgo habían planteado a Kidd la pregunta clave: ¿Teníais órdenes secretas de actuar como pirata? En efecto, su respuesta había sido: No, perseguía piratas hasta que mi tripulación se amotinó.
Los aristocráticos promotores de Kidd sabían que no tenían nada que temer de aquellas palabras pronunciadas hacía un año (su espía, el ministro Vernon, lo había averiguado para ellos).
No obstante, ahora los lores tenían que preguntarse si quizá las respuestas de Kidd, después de pasar meses en su encierro solitario de Newgate, serían distintas. ¿Acaso mentiría? ¿Acaso alguien le había ofrecido un soborno para que declarara que lo habían contratado para que se dedicara a la piratería? En Londres corría el rumor de que, si Kidd ayudaba a los tories a atacar a los lores whig, podía escapar de la horca.
El capitán Kidd fue llevado ante los cerca de cuatrocientos parlamentarios que aquel día estaban presentes en la Cámara. Permaneció de pie, solo en medio del recinto; el criminal más importante del país estaba por fin en el escenario principal. El presidente concedió la palabra a distintos parlamentarios que, desde las gradas, dirigieron preguntas a gritos a Kidd, en la mayoría de los casos tratando de engatusarlo para que perjudicara a sus promotores. No hay ninguna transcripción de la comparecencia de Kidd, pero resulta claro que negó con firmeza que hubiera cometido ningún acto de piratería. En efecto, afirmó que no era un pirata, que nunca lo había sido y que jamás sus armadores lo alentaron a que lo fuera. «Kidd reveló poco o nada», escribió despectivamente un testigo presencial. Sir Richard Cocks, un parlamentario whig, anotó en su diario: «Cuando lo trajeron a la Cámara, [Kidd] dijo lo mismo [que había dicho ante el Almirantazgo] y nada más, para decepción de los… [tories] que querían desacreditar a los [ministros whig] que habían echado».
A pesar de que ningún lord whig había acudido en su ayuda en Londres, el capitán Kidd no mintió para salvar la vida; sin embargo, no defendía propiamente a los lores: era una defensa de sí mismo y de su reputación.
Los aficionados a los escándalos quedaron descontentos; los tories, que esperaban que Kidd les proporcionara nueva munición, estaban coléricos. Se hizo salir a Kidd a la antecámara, donde gastó un poco más de dinero con el cafetero. Dentro, se procedió a la lectura de la tramposa carta de lord Bellomont a Kidd, así como de la cortés respuesta del capitán. Luego, el presidente de la Cámara hizo que Kidd volviera a entrar para prestar testimonio. Firme como una roca, mantuvo su declaración de que no era pirata ni nadie le había mandado nunca que lo fuera.
Kidd ya era anteriormente una molestia y un estorbo para los whigs; ahora, aquel colono norteamericano empezaba a serlo también para los tories.
La Cámara ordenó que se volviera a enviar a Kidd a Newgate. En aquel momento, en el exterior de San Esteban ya se habían reunido centenares de personas para echar una ojeada al hombre de quien se rumoreaba que era el pirata más rico del mundo. Después de aquel día aturdidor de luz, aire y multitudes vociferantes, por la noche Kidd se vio de nuevo encerrado en su lóbrega celda de Newgate.
A la mañana siguiente, en la Cámara de los Comunes, los frustrados tories descargaron parte de su cólera sobre el procurador del Almirantazgo que había permitido que Bolton se fugara aprovechando la libertad bajo fianza, y pusieron a Whitaker bajo la custodia del oficial mayor de los Comunes hasta que se llevara a cabo una investigación.
A continuación, la Cámara debatió si los nombramientos y patentes de corso que se habían concedido originalmente a Kidd habían sido ilegales, y aquella disputa partidista y sumamente legalista se centró sobre todo en la cuestión de si el rey podía ceder los bienes de los piratas antes de que se los condenara, ya que la Declaración de Derechos firmada por el rey Guillermo afirmaba específicamente que las «Concesiones y Promesas de Multas y Confiscaciones a Personas particulares antes de la Condena son ilegales y nulas».
La discusión divagó hasta temas tan arcanos como si bona piratarum era lo mismo que bona felonum, es decir: dado que los piratas son enemigos de la humanidad, ¿pertenece su botín a una categoría distinta que los de otros delincuentes? Las arremetidas verbales ofrecieron incluso una lección de historia sobre Julio César: un polemista whig refirió el relato según el cual el joven Julio, liberado por unos piratas a cambio de un rescate, regresó a apresar a sus antiguos captores y recibió permiso de las autoridades romanas para quedarse con las propiedades robadas de los piratas y crucificarlos, todo ello cuando Julio era todavía un ciudadano particular. De modo nada sorprendente, los whigs defendieron la concesión, mientras que los tories la atacaron: calificarla de «ilegal» sería una sonora bofetada al rey.
Se sacaron y encendieron las velas, y el ambiente del recinto se hizo aún más sofocante. Finalmente, al término de una sesión de casi doce horas, se realizó una votación, para lo cual el presidente tuvo que ordenar al oficial mayor que fuera con su maza a Westminster Hall, al Tribunal de Deudas y a otros lugares cercanos (es decir, tabernas) para llamar a todos los parlamentarios.
La votación arrojó el siguiente resultado: 185 consideraron ilegal la concesión y 198 la estimaron legal; por lo tanto, la Cámara de los Comunes, a pesar de la ligera mayoría de los tories, decretó que la concesión estaba dentro de la ley. Los tories como Edward Seymour se volvieron a enfurecer (Seymour era un paladín de la High Church que se caracterizaba por su lengua acerada y cuyos enemigos aseguraban que llevaba siete años sin entrar en una iglesia).
Dos días después, el lunes, el tory Seymour se presentó ante la Cámara y, con gran dramatismo, abrió una carta, la exhibió en alto y dijo que el capitán Kidd había solicitado una segunda comparecencia ante los Comunes; finalmente, había llegado el momento en que iba a confesar. El presidente Harley emitió de inmediato una orden al alcaide Fells para que enviara a Kidd. Las cafeterías se llenaron de rumores y las multitudes se volvieron a reunir.
Fells le dijo a Kidd que lo reclamaban en los Comunes, y el capitán cobró nuevas energías al ver que disponía de otra oportunidad de defenderse. Kidd llegó a los Comunes. A mitad del debate sobre otro tema, sir Edward Seymour hizo una rápida escapada y trató de reunirse en privado con Kidd mientras lo introducían en el edificio, pero dos parlamentarios whig frustraron su intento por la fuerza y, a empellones, sacaron a Kidd de aquella sala y lo hicieron entrar en la capilla de San Esteban.
Una vez allí, y bajo la atenta mirada de cuatrocientos parlamentarios con peluca, se le preguntó a Kidd por qué había solicitado una segunda comparecencia. Kidd quedó desconcertado y, a su vez, preguntó por qué lo habían convocado a la Cámara; dijo muy poca cosa, esperando que lo interrogaran:
Responderé a vuestras preguntas. ¿No tenéis nada que decir?
Los exasperados parlamentarios ordenaron que se devolviera a Kidd a Newgate. Alguien oyó casualmente que sir Edward Seymour murmuraba, refiriéndose a Kidd: «El tipo es tan Imbécil como Indeseable y jamás daré crédito a lo que diga de ahora en adelante».
Una vez más, la muchedumbre siguió al «capitán pirata» mientras salía de los Comunes. El alcaide Fells decidió permitir a Kidd que hiciera un alto en una taberna de Charing Cross para tomar un trago; la dueña sirvió al corsario y, durante los años que siguieron, el establecimiento gozó de fama por ser «el abrevadero de Kidd». Entretanto, la Cámara de los Comunes, exasperada, votó que debía procederse a juzgar a Kidd.
Durante varios días, se mantuvo un cierto misterio acerca de por qué Kidd había solicitado una segunda comparecencia ante los Comunes para luego no revelar nada y apenas decir una sola palabra.
La verdad que se ocultaba tras ello hacía honor a la singular mala suerte de Kidd. El domingo, antes de su primera comparecencia ante los Comunes, Kidd había recibido la visita del cafetero Kistdale, que había acudido a la cárcel a cobrar los siete chelines que le debía el capitán. Kistdale, su hijo y Kidd acabaron bebiendo juntos en Newgate, y el cafetero le dijo al marino: «Sois un Estúpido si dejáis que os cuelguen por alguien, y no cabe duda de que podríais salvar la vida si fuerais capaz de decir algo contra lord Orford o lord Somers»; por su parte, Kidd murmuró distraídamente: «No me colgarán por nadie, estoy decidido a contar todo lo que sé».
Aquellas palabras se pronunciaron una tarde de bebida. A la mañana siguiente, Kistdale, sin decirle una palabra a Kidd, escribió una nota y se la envió a Edward Seymour para comunicarle que el capitán tenía más cosas que decir. Cuando Kidd compareció ante los Comunes, esperaba que lo interrogaran, y no tenía preparada ninguna declaración. En cuanto a Kistdale, el cafetero, aquel día hizo un buen negocio gracias a la reaparición de la enorme multitud.
Para empeorar aún más la reputación de Kidd ante la Cámara de los Comunes, un tal coronel Newy, preso en Newgate por bigamia, hizo público un panfleto en el cual, en nombre de Kidd, se burlaba de los Comunes por su estupidez.
El 1 de abril, la primera lectura de la Ley de Instauración (que colocaría a un alemán de Brunswick-Luneburg en el trono de Inglaterra) volvió a expulsar a Kidd del centro de atención.
El capitán Kidd estaba de vuelta en Newgate y era consciente de que iban a someterlo a juicio. En lugar de caer en el desánimo después de que los Comunes no creyeran en su inocencia, volcó todas las energías en la preparación de su defensa.
El 9 de abril, escribió al Almirantazgo pidiendo que se le restituyera su pensión, y también enumeró otras demandas: «Suplico a vuestras Señorías la posibilidad de disponer de mis documentos y nombramientos o Copias de los mismos, y del uso de pluma, tinta y papel y la libertad de recibir consejo de mis amigos, y sin la presencia del alcaide; como esas cosas son tan absolutamente necesarias para mi defensa, confío en que vuestras Señorías no me las negarán (especialmente porque no conozco a mis acusadores) y no puedo presentar mi solicitud a nadie sino a vuestras Señorías; suplico vuestro favor en estas cosas que tan de cerca afectan a mi vida».
Los lores del Almirantazgo convocaron al hijo de Charles Whitaker, que sustituía a su padre mientras este se hallaba bajo custodia. El hijo explicó que su padre le había contado que el 17 de marzo le había dado cinco libras a Kidd (el Almirantazgo aceptó la palabra de su acosado procurador en lo tocante a Kidd, que no recibiría un solo penique más hasta la noche anterior al juicio).
El coronel Churchill, miembro del Almirantazgo y también del Parlamento, entregó la petición de Kidd a la Cámara de los Comunes, que el 16 de abril accedió a que Kidd dispusiera de copias de su patente y otros documentos necesarios para su defensa. Las notas de la junta del Almirantazgo indican: «Ahora hay que considerar a Kidd… como a otros criminales en sus circunstancias». Finalmente, desde el 16 de abril hasta el momento del juicio, celebrado tres semanas después, el capitán Kidd disfrutó de la «Libertad de Newgate» y de la oportunidad de encontrarse con amigos sin que el alcaide lo vigilara.
William Kidd fue a la taberna de Newgate, la sala de fiestas de los condenados, pero no lo hizo con frecuencia, ya que no tenía dinero y el cantinero no brindaba una buena acogida a las personas que llevaran los bolsillos vacíos. En aquellos momentos, también eran raras las ocasiones en que Culliford acudía al lugar, ya que su acceso al dinero en efectivo iba de capa caída debido al encarcelamiento de su amigo Patterson, y los dos capitanes —el que había disfrutado de la vida de pirata y el que no lo había hecho— no tropezaron el uno con el otro en la taberna de Newgate.
El 21 de abril, el capitán Kidd, sin un céntimo, pidió a la junta del Almirantazgo que le permitiera utilizar algunos de sus efectos (es decir, el tesoro), para preparar el juicio. La junta respondió que no se había dirigido a la instancia adecuada y que tenía que presentar su petición a un juez del Almirantazgo (así lo hizo, y el juez denegó la solicitud).
Después de un interminable período de inactividad, Kidd trabajaba febrilmente en los preparativos para tratar de salvar su persona y su reputación. Recibió una serie de documentos del Almirantazgo, pero de inmediato detectó algunas ausencias asombrosas, y escribió a toda prisa una carta solicitando los papeles desaparecidos: «Dos pasaportes Franceses… la carta de Bellomont que se me envió desde Boston, que se extrajo de mi bolsillo, a bordo del buque Advice, bajo el Mando del Capt. Winn; Instrucciones relativas a la patente de Corso de los lores del Almirantazgo; un libro con tapas de piel azul en el cual se mencionan los nombres de los armadores y las proporciones de dinero… [y] las cuentas del barco».
El Almirantazgo envió a la Cámara de los Comunes una petición para que se buscaran los documentos, pero nadie fue capaz de encontrar los dos pasaportes franceses de Kidd: eran los salvoconductos que se les habían quitado a los comerciantes embarcados en el Mercante Quedah y el Rouparelle y que demostraban la legalidad de la captura de aquellos buques en virtud de la patente de corso de Kidd (este había entregado los pasaportes a su abogado Emott, quien, a su vez, se los dio al gobernador Bellomont; el lord los había enviado en la primera remesa de documentos, y, en diciembre de 1699, se procedió a su lectura ante la Cámara de los Comunes y se les dio entrada en el diario de dicha asamblea, donde todavía se pueden leer actualmente en el volumen 13, página 21).
El núcleo fundamental de la defensa de Kidd se basaba en aquellos salvoconductos, y el capitán se esforzó en buscar las palabras precisas para resumir su indignación por el hecho de que el gobierno ocultara pruebas: calificó tal acción de «bárbara» y «deshonrosa».
El Almirantazgo apenas se inmutó. El 26 de abril, el alguacil mayor Cheeke colgó en una columna de la Real Bolsa un aviso según el cual los bienes de Kidd estaban confiscados en calidad de prebendas del Almirantazgo y cualquier parte interesada debía acudir a dicha institución naval para presentar su reclamación antes del 10 de mayo. Era un paso previo a la subasta del tesoro, y proclamaba la presunción de culpabilidad de Kidd.
Por aquellas mismas fechas, Kidd tuvo por fin la primera oportunidad de hablar con un abogado. El juicio iba a celebrarse al cabo de dos semanas, y el capitán se reunió con un tal doctor Oldish y un tal señor Lemon, ambos veteranos de los tribunales y ambos tories. Los dos abogados solicitaron al tribunal dinero para la defensa de Kidd (incluyendo sus minutas); se les concedieron cincuenta libras, pero, de modo misterioso, la suma no se les llegó a entregar.
Por consejo de sus abogados, Kidd decidió escribir una carta directamente al tory Robert Harley, presidente de la Cámara (dado que Kidd le escribió a un tory y que quienes lo animaron a hacerlo también eran tories, resulta razonable suponer que sus promotores whig no corrían precisamente en su ayuda).
En los últimos días de abril o a principios de mayo, Kidd le escribió desde Newgate al presidente Harley; era consciente de que ya no podía faltar mucho para el juicio. Era como si el extrovertido capitán se estuviera dando cuenta de que podía pronunciar unas palabras mágicas que tal vez lo liberaran, pero, como si se tratara de una pesadilla, no lograba imaginar cuáles eran.
Con la venia de V. Sría:
Ni el largo encarcelamiento al que se me ha sometido, ni el juicio al que se me va a someter, no son para mí una aflicción tan grande, como el no ser capaz de dar a vuestra Hrble Cámara de los Comunes una satisfacción como la que se Esperaba de mí. Confío en no haber infringido la Ley, pero, si lo he hecho, fue culpa de otros que [la] conocían mejor, y que me convirtieron en el Instrumento de su Ambición y Avaricia, y que ahora quizá piensan que es de su Interés que yo desaparezca del mundo.
Yo no busqué el Nombramiento que asumí, sino que lo acepté en parte por los halagos, y en parte por las amenazas de lord Bellomont, y de un tal Robert Livingston de Nueva York, que fue el urdidor, promotor y Director Principal de aquel proyecto, y el único que puede ofrecer a vuestra Cámara una explicación satisfactoria de todas las Transacciones de mis Armadores. Él fue el hombre que tuvo acceso a sus Aposentos y recibió sus instrucciones privadas, que retuvo en sus manos, y quien me alentó en nombre de ellos a hacer más que lo que nunca hice, y a actuar sin tener en cuenta mi patente.
Espero que Vuestra Hrble Cámara no deje sufrir a un Inglés… sino que interceda ante su Majtd para aplazar mi juicio hasta que yo pueda disponer de esos pasaportes, y se someta a Livingston a vuestro Interrogatorio y a un Careo conmigo.
Kidd pedía disculpas por no haber presentado argumentos más convincentes los días que había comparecido ante los Comunes: «Cuando me presenté ante esa gran Asamblea, Vuestra Hrble Cámara, estaba sumido en una gran Consternación, lo cual, junto con las desventajas de una pobre Capacidad, la falta de Formación y un Ánimo cohibido por un Largo Confinamto, me hizo Incapaz de dar cuenta de mis Argumentos».
Asimismo, Kidd envió cinco hojas escritas a mano, en las cuales describía extensamente su travesía. Se trata de una autodefensa que se centra en el papel desempeñado por los aristocráticos promotores whig, en ella, una vez más, Kidd busca la frase mágica que le dará la libertad, pero, al no admitir que haya cometido ningún acto de piratería, no acierta a encontrarla: «Se me va a sacrificar como pirata para salvar el Honor de algunos hombres que me Emplearon y que quizá si lo hubiera sido —y ellos hubieran podido disfrutar de los beneficios de ello— no me habrían acusado por esa causa».
Por supuesto, Kidd seguía sin pronunciar la frase especial, que no era otra que: «Lord Somers o lord Orford o Shrewsbury o Romney me alentaron a ser pirata».
La Cámara de los Comunes, dirigida por los tories, imputó a dos de los promotores de Kidd, lord Somers (exministro) y lord Orford (exalmirante de la flota), pero solo utilizó a Kidd para uno de la docena de cargos presentados. Posteriormente, los Comunes actuarían como acusación en un juicio celebrado ante la Cámara de los Lores.
La católica Francia buscaba pelea, y muchos plebeyos ingleses, pertenecientes al pueblo llano protestante, consideraban que el Parlamento se hacía el remolón en lo tocante a la financiación de la entrada en guerra de Inglaterra.
Kidd seguía sin dinero; permanecía sentado en solitario en la cárcel de Newgate o vagaba hasta la taberna, donde lo tenían que invitar a beber. En muy raras ocasiones se entrevistó brevemente con sus abogados, que no habían recibido paga alguna. Iban transcurriendo los días que faltaban para el juicio, fijado para el 8 de mayo, y Kidd continuaba sin dinero para localizar testigos, documentos, pruebas. Por el contrario, los acusadores del Almirantazgo entrevistaban a posibles testigos como Bradinham y Palmer, así como a los tripulantes de Kidd Darby Mullins, Robert Lamley, Hugh Parrot, Richard Barleycorn, James Howe, Gabriel Loffe y William Jenkins. Iban tramando una estrategia.
La indignación de Kidd se desbordó en un apasionado alegato que escribió para entregarlo al tribunal: en el texto, acusaba a Bellomont de fraude y afirmaba que él podría haber desaparecido en el Caribe pero había regresado a la metrópoli para demostrar su inocencia.
Mi Lord,
Si la misión que se me encomendó, fue ilegal, o de consecuencias perjudiciales para el comercio de la Nación, quienes deberían sufrir por Ello deberían ser mis Armadores que conocían las Leyes, y no yo, convertido por ellos en el Instrumento de su Codicia. Algunos grandes hombres querrían verme muerto para Salvar su Honor, y otros para apaciguar al Mogol por las ofensas cometidas por otros hombres, y no por mí, y para asegurar sus negocios; pero ¡mi Lord! Sea cual fuere mi destino no Contribuiré a mi propia destrucción respondiendo a esta Acusación, hasta que se me restituyan mis pasaportes… Permitidme tener mis pasaportes, y a continuación responderé, pero sin ellos no responderé.
No tengo miedo de morir, pero no seré mi propio Asesino, y si un Tribunal de Justicia Inglés me quita la vida por no declarar en mis circunstancias, pensaré que mi muerte contribuirá muy poco a la Credibilidad de su Justicia.
Tan solo una semana antes, Kidd había escrito refiriéndose a sí mismo como un «inglés» que pedía ayuda a los Comunes; ahora escribía sobre un «tribunal inglés» y decía que «mi muerte contribuirá muy poco a la Credibilidad de su Justicia». Kidd se estaba convirtiendo de nuevo en un escocés, un marginado, un colono norteamericano; ni siquiera los muros de Newgate le impedían ver los presagios de su perdición, y estaba dispuesto a luchar contra ellos hasta el final.

Capítulo 20
El juicio

Un pasadizo lóbrego y angosto, bloqueado a ambos extremos por puertas bajas y macizas provistas de barrotes, unía la cárcel de Newgate con el palacio de justicia del Old Bailey. El capitán Kidd, vestido correctamente y acompañado de otros nueve presos —hombres y muchachos con la cara sucia, los ojos entornados, barbas desaliñadas, pelo enmarañado y ropas harapientas—, fue introducido en la sala de vistas. Los hombres iban precedidos por su hedor.
Desde la Edad Media, los jueces ingleses se habían quejado del olor particularmente repugnante que despedían los presos procedentes de Newgate; el nauseabundo hedor de la cárcel flotaba alrededor de los hombres como una nube e impregnaba la sala (si los seres humanos de aquella época, que se lavaban un par de veces al año y rara vez utilizaban papel higiénico, encontraban repugnante aquel olor, la pestilencia debía ser de proporciones descomunales). Hubo un año en que casi cincuenta personas que trabajaban en el Old Bailey murieron de lo que en aquel entonces se conocía como «fiebre de la cárcel». Un funcionario se encargaba de conducir a los presos hasta el banquillo de los acusados, que era parecido a un sólido redil de madera para animales y tenía el suelo cubierto, hasta la altura del tobillo, de hierba fresca. Sin embargo, aquel verdor no era suficiente para eliminar el hedor, y, en el siglo XVII, se desarrolló la costumbre de que los jueces llevaran ramilletes al tribunal: en cualquier momento del juicio, si los juristas sentían un impulso creciente de vomitar, podían colocarse las flores cerca de la nariz e inhalar.
La mañana del jueves 8 de mayo de 1701, los presos cubiertos de mugre y el capitán Kidd —pulcramente vestido— entraron en el Old Bailey y tuvieron ocasión de contemplar el adornado Remo de Plata del Almirantazgo, cerca del cual se hallaba el juez encargado de los preliminares, vestido con una lujosa toga escarlata y una gran peluca empolvada, así como cinco miembros del equipo de la acusación, desde el subfiscal general de la nación, John Hawles, hasta el brillante abogado del Almirantazgo, George Oxenden; en agudo contraste con los andrajosos prisioneros, aquellos hombres iban vestidos con togas de color escarlata y mucetas ribeteadas de tafetán (si se habían graduado en Oxford) o de armiño (si lo habían hecho en Cambridge).
Los mirones susurraban en las atestadas galerías que se alzaban a ambos lados de la sala de vistas y obstruían la luz. Todas las personas asistentes habían pagado una entrada, negociada con distintos porteros (aquellas tarifas para observar la administración de justicia siguieron existiendo hasta 1860).
En la planta superior había un elegante comedor, y muchos jueces volvían de comer con la barriga llena de carne y la cabeza de vino; los miembros del jurado solían esperar que se los alimentara, especialmente después de un veredicto de culpabilidad.
Hacia 1700, el sistema judicial inglés presentaba diferencias radicales con las prácticas que actualmente se observan en los tribunales, que son resultado de la acumulación de salvaguardas de los derechos de los acusados que se fue produciendo en los siglos siguientes. En aquel entonces, las personas sometidas a juicio solo podían consultar a los abogados sobre aspectos legales muy concretos, y tenían que encargarse personalmente de interrogar a los testigos y ofrecer los argumentos iniciales y las conclusiones.
Los juicios presentaban un duelo entre personas que no eran iguales ante la ley: acusadores veteranos contra acusados que eran incompetentes para defenderse a sí mismos. El viejo chiste —«un hombre que se representa a sí mismo tiene un imbécil por cliente»— valía para todos los acusados de la época del capitán Kidd.
En cierta ocasión, un par del reino, llamado lord Ashley, realizó una intervención en el Parlamento defendiendo que se permitiera a los abogados encargarse de todas las tareas judiciales en el caso de quienes estaban acusados de traición. Perdió el hilo de sus pensamientos, tartamudeó unos segundos y luego dijo: «¿Cómo podría, Señor, ofrecer un argumento más poderoso a favor de esta ley que mi propio error? No están en juego ni mi fortuna, ni mi persona, ni mi vida… y sin embargo, a causa del mero nerviosismo, de la falta de práctica en dirigirme a grandes asambleas, he perdido la memoria… Así pues, ¿cuán desamparado debe estar un pobre hombre a quien, sin haber abierto jamás los labios en público, se le exige que responda sin un momento de preparación a los abogados más capaces y experimentados del reino, y cuyas facultades están paralizadas por el pensamiento de que, si no consigue convencer a los oyentes, al cabo de pocas horas morirá en la horca, y dejará en la miseria y la infamia a quienes más quiere?».
Para complicar aún más las cosas a la defensa, en tiempos de Kidd la Corona designaba a los jueces, a consecuencia de lo cual sus carreras dependían de ella. El rey podía despedirlos o ascenderlos sobre la base de su hoja de servicios en la emisión de veredictos favorables al monarca. Otro viejo chiste: «En Europa, aún se usaba la tortura para obtener confesiones; en Inglaterra, ya no era necesario hacerlo».
Las principales tareas de los jueces en aquella época consistían en organizar el juicio y luego interpretar la ley y recapitular las pruebas para el jurado. La ojeada más superficial a cualquier juicio de Estado —de los cuales hay docenas de ejemplos— muestra que los jueces solían realizar interpretaciones notablemente favorables a los acusadores de la Corona; montones de detalles legales llevaban hábilmente a echar el lazo al cuello del acusado.
En aquel entonces, los castigos eran mucho más rápidos y duros: era frecuente que se aplicaran días después del veredicto. Además, había docenas de delitos que se castigaban con la pena de muerte, si es que no era con algo peor (el destripamiento, el descuartizamiento, etc.). Se ahorcaba a niños y niñas de tan solo siete años. Justo hacía tres años, en 1698, el Parlamento había aprobado una ley según la cual el robo de bienes cuyo valor superara los cinco chelines merecía la pena de muerte (con cinco chelines se podían comprar unos buenos pantalones).
El juicio propiamente dicho solía ser muy breve, de una hora o mucho menos, pero se realizaba con jurado, lo cual constituía un sello distintivo de la justicia inglesa: «Es un privilegio extraordinario —afirmaba una guía francesa de 1726—, y nadie excepto los Ingleses es juzgado de ese modo por sus propios conciudadanos».
De todos modos, rara vez sucedía que los jurados de los juicios de Estado absolvieran a los acusados: se esperaba que, siguiendo las indicaciones de la Corona, los condenaran.
En 1670, se acusó a William Penn, futuro fundador de Pensilvania, y a otro cuáquero convencido, Henry Mead, de predicar ante una asamblea ilegal reunida en el templo cuáquero de Grace Church Street. Al juez lo enfurecieron tanto los argumentos legales de Penn, que amenazó con hacerle cortar la lengua, pero, contra todo pronóstico, el jurado volvió con un veredicto de inocencia para Mead, y consideró a Penn culpable de haber predicado, pero no de la acusación, mucho más grave, de celebrar una asamblea ilegal. El lord alcalde[53] mandó que se encerrara al jurado durante toda la noche sin comida, bebida, fuego ni velas: «Tendremos un veredicto positivo o moriréis de hambre por ello», amenazó. El jurado siguió retenido durante otro día y otra noche, pero se negó a cambiar el veredicto; entonces se mandó encerrar a sus miembros en Newgate hasta que pagaran una multa de cuarenta marcos (trece chelines) cada uno.
Kidd y los presos piratas ocuparon sus puestos en el banquillo. El juez encargado de los preliminares era sir Salathiel Lovell, de ochenta y un años de edad; era un hombre arisco, y tenía el sobrenombre, propio de aquella época tan culta, de Obliviscor, ya que era muy desmemoriado.
Los acusados de piratería que se hallaban junto a Kidd en aquella especie de redil eran sus seis leales que se habían negado a dedicarse a la piratería con Culliford: los jóvenes Richard Barleycorn, Robert Lamley y William Jenkins y los veteranos Gabriel Loffe, Abel Owens y Hugh Parrot. Junto a ellos estaban algunos amotinados de Culliford: James Howe, Nicholas Churchill y Darby Mullins.
Después de casi dos años en régimen de aislamiento, el capitán Kidd había llegado por fin al día de su juicio, el día que tendría que defenderse a sí mismo. Para él, el caso era simple: los dos salvoconductos franceses convertían en legales sus dos capturas; si había dispuesto prematuramente del cargamento, había sido debido al amotinamiento de su tripulación.
Según la costumbre de aquel entonces, los jueces aún no estaban en la sala. Era el momento de que los secretarios se encargaran de los preliminares legales, lo cual era una simple formalidad en el caso de la mayoría de los acusados, pero no en el del capitán Kidd.
SECRETARIO JUDICIAL: «William Kidd, levantad la mano».
El capitán Kidd se negó a levantarla.
CAPITÁN KIDD: «Con la venia de vuestras Señorías, deseo que me permitáis tener defensa».
Los dos abogados de Kidd, el doctor Oldish y el procurador Lemon, ambos tories, se hallaban en la sala de vistas, vestidos con largas togas negras y tocados con mucetas ribeteadas de piel.
JUEZ PRELIMINAR (EL ANCIANO SIR SALATHIEL LOVELL): «¿Para qué queréis tener defensa?».
CAPITÁN KIDD «Mi Lord, tengo alguna cuestión de derecho relativa a la acusación, y deseo defensa para hablar con ella».
George Oxenden (1651-1703), profesor de derecho de Cambridge que representaba al Almirantazgo, se apresuró a intervenir, y el capitán Kidd, que solo era un experto marino, se vio superado (no obstante, lo que a Kidd le faltaba de conocimientos legales lo compensaba con su tozudez).
OXENDEN, EN NOMBRE DEL ALMIRANTAZGO: «¿Qué cuestión de derecho podéis tener?».
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Cómo sabe de qué se lo acusa? No se lo he dicho».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Antes de que se os pueda asignar defensa, tenéis que hacer saber al Tribunal esas cuestiones de derecho».
CAPITÁN KIDD «Hay cuestiones de derecho, mi lord».
SIR SALATHIEL LOVELL: «¿Sabéis lo que queréis decir por cuestiones de derecho?».
CAPITÁN KIDD «Sé lo que quiero decir; deseo posponer mi juicio todo lo que pueda hasta que pueda tener preparadas mis pruebas».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Mejor sería que mencionarais la cuestión de derecho sobre la cual queréis insistir».
OXENDEN: «Para posponer vuestro juicio no vale una cuestión de derecho, sino una cuestión de hecho».
CAPITÁN KIDD «Deseo el amparo de vuestra señoría; deseo que se pueda oír al Dr. Oldish y al Sr. Lemon en relación con mi caso».
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Sobre qué podemos escuchar a la defensa antes de que él haya declarado?».
SIR SALATHIEL LOVELL: «William Kidd, el Tribunal os comunica que lo que tengáis que decir se oirá cuando hayáis respondido a la acusación. Si respondéis a ella, podréis, si lo deseáis, plantear cuestión de derecho, si es que tenéis alguna; pero entonces tendréis que hacer saber al tribunal sobre qué queréis insistir».
CAPITÁN KIDD «Suplico paciencia a vuestra señoría hasta que pueda obtener mis papeles. Tengo un par de pasaportes franceses, de los cuales quiero hacer uso para mi justificación».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Eso no es una cuestión de derecho. Hace mucho que estáis avisado de vuestro juicio, y podríais haberos preparado para él. ¿Desde cuándo estáis avisado de vuestro juicio?».
CAPITÁN KIDD «Aproximadamente quince días».
SIR SALATHIEL LOVELL: «El tribunal no ve razón alguna para posponer vuestro juicio, de modo que tenéis que declarar».
SECRETARIO JUDICIAL: «William Kidd, levantad la mano».
El capitán Kidd volvió a negarse a levantar la mano.
CAPITÁN KIDD «Suplico a vuestras señorías que se me conceda la posibilidad de tener defensa, y que se posponga el juicio; es cierto que no estoy preparado para ello».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Ni lo estaréis, si podéis evitarlo».
OXENDEN: «Habéis tenido aviso razonable, y sabíais que teníais que ser juzgado, y por lo tanto no podéis alegar que no estáis preparado».
CAPITÁN KIDD «Si vuestras señorías permiten que se lean esos papeles, me justificarán. Deseo que se pueda oír a mi defensa».
SEÑOR CONIERS (FISCAL DE LA CORONA): «No admitimos ninguna defensa para él».
SIR SALATHIEL LOVELL: «No se ha presentado ninguna objeción válida y por lo tanto no se puede asignar defensa. Tenéis que declarar».
CAPITÁN KIDD «No puedo declarar hasta que no tenga los papeles sobre los que he insistido».
SEÑOR LEMMON (ABOGADO DE KIDD): «Deberían entregársele sus papeles, pues son muy pertinentes para su defensa. Se ha esforzado por tenerlos, pero no los ha podido conseguir».
SEÑOR CONIERS: «No podéis comparecer en nombre de nadie hasta que declare, y el Tribunal os asigne a su defensa».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Solo quieren posponer el juicio».
SEÑOR CONIERS: «Debe responder a la acusación».
Los murmullos de la galería se convirtieron en un rugido.
SECRETARIO JUDICIAL: «Guardad silencio».
CAPITÁN KIDD «Me han quitado todos mis papeles, y sin ellos no puedo realizar mi defensa. Deseo que se posponga el juicio hasta que pueda tenerlos».
SIR SALATHIEL LOVELL: «El Tribunal es de la opinión de que no puede esperar a tener todas vuestras pruebas; podría suceder que no llegaran nunca. Debéis declarar, y, si podéis convencer al Tribunal de que hay razones para posponer el juicio, se os concederá».
CAPITÁN KIDD «Mi lord, tengo una cuestión de derecho, y deseo defensa».
SIR SALATHIEL LOVELL: «El proceder de los Tribunales es que cuando hayáis declarado, lo siguiente es la cuestión del juicio; si entonces podéis mostrar que hay razón para posponer vuestro juicio, se os concederá; pero ahora se trata de declarar».
CAPITÁN KIDD «Es difícil defenderme cuando se me impide el acceso a todas esas cosas y se me obliga a declarar».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Si no va a declarar, tiene que haber sentencia».
En aquel momento, el capitán Kidd todavía no captó claramente la palabra «sentencia» que había murmurado el anciano; lo haría muy pronto, y ello le haría evocar el recuerdo de un verdugo con su hacha.
CAPITÁN KIDD «Mi lord, ¿queréis hacerme declarar y no que os haga saber mi justificación?».
Su ingenuidad era conmovedora.
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Responderéis a la acusación?».
CAPITÁN KIDD «Querría suplicar que se me permitiera tener mis papeles para mi justificación».
SECRETARIO JUDICIAL: «William Kidd, ¿sois culpable o inocente del grave delito de que se os acusa?».
CAPITÁN KIDD «No puedo responder a esa acusación hasta que se me entreguen mis pasaportes franceses».
Después de dos años de intimidaciones de carceleros subalternos, ahora, en la sala de vistas, Kidd se mantenía firme.
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Sois culpable o inocente?».
CAPITÁN KIDD «Debo insistir en mis documentos franceses; os ruego que me permitáis disponer de ellos».
SIR SALATHIEL LOVELL: «No puede ser ahora, antes de que hayáis aceptado que se os juzgue».
CAPITÁN KIDD «Ello me justificará».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Podréis alegarlo luego si el tribunal ve la causa».
CAPITÁN KIDD «Mi justificación depende de ellos».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Debo deciros que si no declaráis, recibiréis sentencia contra vos, por haber permanecido en silencio».
Una década atrás, en Nueva York, el capitán Kidd había visto lo que les había sucedido a Jacob Leisler y Samuel Milbourne cuando se negaron a declarar. Su silencio equivalió a una confesión de culpabilidad, y se los ahorcó y decapitó el día de la boda de Kidd. Sin embargo, y a pesar de las togas y el remo de plata, Kidd no se arredró.
CAPITÁN KIDD «No puedo declarar hasta que tenga esos papeles; y no tengo aquí a mis testigos».
SIR SALATHIEL LOVELL: «No sois consciente de vuestro propio interés; si no declaráis tendréis una sentencia adversa».
CAPITÁN KIDD «Si declaro seré cómplice de mi propia muerte, en tanto que no tenga personas que declaren por mí».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Sois cómplice de vuestra propia muerte si no declaráis. No podemos pasar a las pruebas a menos que declaréis».
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Sois culpable o inocente?».
Kidd permaneció imperturbable.
SIR SALATHIEL LOVELL: «No entiende la ley; tenéis que leerle el estatuto».
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Sois culpable de piratería o inocente?».
CAPITÁN KIDD «Si me concedéis un poco de tiempo para encontrar mis papeles declararé».
SECRETARIO JUDICIAL: «No hay ninguna razón para daros tiempo; ¿declararéis o no?».
Kidd siguió impertérrito.
SEÑOR CONIERS (FISCAL DE LA CORONA): «Tened la bondad de informarle del peligro que corre no declarando. Diga lo que diga, nada puede servirle hasta que declare».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Ya se le ha dicho, pero no nos cree».
SEÑOR CONIERS: «Si hay alguna razón para posponer el juicio, debe aparecer después de que se haya presentado y aceptado una objeción válida».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Si decís “culpable” se acaba; pero si decís “inocente” el tribunal puede examinar los hechos».
SECRETARIO JUDICIAL: «William Kidd, ¿sois culpable o inocente?».
CAPITÁN KIDD «Inocente».
SECRETARIO JUDICIAL: «¿Cómo se os va a juzgar?».
CAPITÁN KIDD «Por Dios y mi país».
SECRETARIO JUDICIAL: «Que Dios os ampare».
CAPITÁN KIDD «Mi lord, ruego que el juicio se posponga tres o cuatro días hasta que tenga mis papeles».
SIR SALATHIEL LOVELL: «Los jueces estarán aquí en breve, y entonces podréis presentar vuestra moción al tribunal; nosotros solo tenemos que preparar el juicio. No rechazamos vuestra moción, pero cuando el tribunal esté al completo considerará las razones que tengáis que exponer».
Habían quedado completados aquellos preliminares insólitamente conflictivos. Todos los que se hallaban en la sala de vistas se pusieron de pie, y los cinco jueces entraron en un desfile de togas escarlatas que llegaban hasta el suelo. Los rostros de aquellos ancianos caballeros quedaban enmarcados por las grandes pelucas rizadas que les caían en cascada hasta los hombros. Aunque de modo sutil, el traje del lord presidente del tribunal, el juez Ward, era más impresionante que el de sus homólogos: llevaba las mangas adornadas con piel de armiño, material del que también estaba hecha la estola que le cubría los hombros, y alrededor del cuello le colgaba una larga y maciza cadena de oro.
La Corona había decidido asignar al caso cinco de sus jueces de élite más prominentes. Sir Edward Ward, de sesenta y tres años, era un exfiscal general del Estado, que había llegado a la magistratura como lord jefe barón del Fisco (Ward estaba casado con la hija de uno de los comerciantes más ricos de Londres, Thomas Papillon, fundador de la Nueva Compañía de las Indias Orientales). El barón Henry Hatsell, de sesenta años, había logrado notoriedad dos años antes por sus turbios manejos en el juicio de un colega suyo de la judicatura a quien se absolvió del asesinato de una joven cuáquera. El justicia Turton era un favorito del rey Guillermo desde hacía mucho tiempo, y se lo promovió a barón del Fisco después de la coronación del monarca. El justicia Gould, que había ido ascendiendo lentamente por el escalafón judicial, tenía fama de resuelto, ya que en su primera actuación en un tribunal superior (dos años antes) había mostrado la sangre fría suficiente para multar a un barón por haberle dado una patada a un sheriff y por llamar «mentiroso» al juez.
El quinto juez, un veterano whig de cincuenta y seis años llamado John Powell, ostentaba una reputación muy poco habitual entre sus colegas por su benevolencia y su afabilidad. Jonathan Swift describía a Powell como «un vejete de pelo gris, que era el caballero anciano más alegre que he visto jamás, decía cosas agradables y se reía hasta que le saltaban las lágrimas». Formó parte del tribunal en el juicio por brujería contra Jane Wenham, en el cual un testigo acusó a Wenham de ser capaz de volar; el juez se inclinó hacia la prisionera y le dijo: «Podéis hacerlo, no hay ninguna ley que prohíba volar».
El equipo de la acusación de la Corona también estaba bien provisto de talento, y constaba de seis miembros, dirigidos por el subfiscal general, sir John Hawles, un whig bien relacionado que había sido parlamentario por nada menos que cuatro distritos, lo cual era una clara señal del favor del partido. Henry Newton y el doctor George Oxenden representaban los intereses del Almirantazgo, y completaban el equipo los señores Coniers, Knapp y Cowper.
En aquel entonces, era relativamente frecuente que se encargaran de los procesos un juez y un fiscal; sin embargo, en el caso de Kidd se había reunido contra él una formación impresionante de primeras figuras, que, desgraciadamente para los compañeros de banquillo del capitán, también iban a actuar contra ellos (los rumores aseguraban que el rey, mostrando la importancia que daba a aquel caso, había dicho que le gustaría testificar contra Kidd si no hubiera una ley que prohibía que los monarcas hicieran semejante cosa).
Finalmente, se acercaba poco a poco el momento en que Kidd tendría la oportunidad de pedir a los jueces que pospusieran el juicio. Primero, sin embargo, el secretario judicial tenía que leer la acusación contra Kidd. La voz empezó a zumbar monótona, hablando del «rey Guillermo», soberano de esto y aquello, y de «William Kidd, marino»; seguidamente, en lugar de acusar a Kidd de piratería, se lo acusó de asesinato.
¿Asesinato? ¡Asesinato! Fue entonces cuando Kidd, después de dos años, tuvo la primera noticia de que se lo acusaba del asesinato de William Moore y de haberlo cometido de modo premeditado, empleando un cubo como arma. Quedó boquiabierto, y respondió: «Inocente».
Seguidamente, se permitió a Kidd que sus defensores, el doctor Oldish y el señor Lemon, hablaran en su nombre acerca de una cuestión de derecho. Los abogados de Kidd argumentaron que, dado que el capitán no tenía los pasaportes, debía posponerse el juicio. «No dispuse de dinero ni amigos para preparar el juicio hasta anoche», intervino Kidd; el presidente del tribunal, el barón Ward, respondió: «¿Por qué no hicisteis saber semejante cosa a los Oficiales del Rey?».
O bien el barón Ward tenía un sentido del humor muy refinado, o bien era un hombre extremadamente cruel; quizá se dieran ambas circunstancias. Furioso, Kidd empezó a responder, pero el jefe de los acusadores de la Corona, el subfiscal general Hawles, lo interrumpió y sugirió que el juicio contra Kidd por asesinato debía proseguir, ya que no dependía en modo alguno de los salvoconductos franceses; el barón Ward estuvo de acuerdo.
Se eligió un jurado de doce hombres, y Kidd, mirando fijamente a sus componentes, dijo: «No recusaré a nadie; no sé nada que me haga pensar que no son hombres honrados».
El señor Knapp realizó el alegato inicial en nombre de la Corona. Según su acusación, el 30 de octubre de 1697, frente a la costa de Malabar, el capitán Kidd había golpeado al artillero William Moore con un cubo de madera y aros de hierro en la sien, cerca del oído derecho, y al día siguiente Moore había muerto a causa de la herida. El subfiscal general añadió que Kidd lo había hecho «sin mediar provocación».
En aquella época, tanto por ley como por costumbre, los capitanes de marina gozaban de una enorme permisividad en la forma de tratar a sus tripulantes. Era habitual que los oficiales propinaran puñetazos y vergajazos para acelerar el ritmo de trabajo, como también lo era que se empleara el látigo para los castigos. Asimismo, los capitanes podían administrar sanciones más imaginativas, como atar a los marinos a un mástil o negarles el agua. No obstante, existe un reducido número de casos documentados en los que se presentaron acusaciones contra capitanes. Por ejemplo, Edward Barlow, el capitán de las Indias Orientales que se enfrentó con Kidd en la entrada del mar Rojo, fue acusado de matar a un marinero por haberle propinado unos cuantos golpes muy fuertes con un bastón cuando el hombre se retrasaba al cargar un envío de caña de azúcar. El marinero murió diez días después, y, cuando Barlow regresó a Londres, la viuda contrató a un abogado para presentar una denuncia. El jurista explicó a Barlow que era probable que lo condenaran por homicidio sin premeditación y se lo marcara con una M[54] en la mano a menos que llegara a un acuerdo extrajudicial. Para evitar el peligro, Barlow le pagó cincuenta libras a la viuda y cinco al abogado, y la acusación quedó retirada. Otro capitán mató a un pasajero que había calificado de prostituta a la mujer que compartía la cama del oficial, pero resultó absuelto, como también lo fue un capitán que, en medio de un calor abrasador, se había negado reiteradamente a dar agua a un joven a quien se había sorprendido robándola; el muchacho cayó enfermo y murió.
Para que la acusación de asesinato se sostuviera, la Corona tenía que demostrar que había habido «premeditación», es decir, que Kidd no había golpeado a Moore en un momento de cólera ni lo había matado de modo fortuito.
La Corona llamó a sus dos testigos principales, Joseph Palmer y el cirujano Robert Bradinham, que también testificarían contra Kidd en las cinco acusaciones que vendrían a continuación. Aquella mañana, y a pesar de estar presos en Marshalsea, aquellos dos hombres de treinta y tantos años tenían un aspecto presentable gracias a algunas monedas que les había proporcionado la Corona.
Palmer emprendió un relato detallado del incidente, y demostró su extraordinario talento para recordar los diálogos. Según dijo, el capitán Kidd se había acercado a William Moore, que en aquel momento estaba sentado en la cubierta del Adventure afilando un escoplo. Palmer afirmó que Kidd se había enfrentado a Moore y lo había acusado de tratar de embaucar a la tripulación para que se pasara a la piratería. Moore negó la acusación, y entonces Kidd lo llamó «perro Asqueroso», a lo que el otro replicó: «Si soy un perro asqueroso, tú me has convertido en tal; me has llevado a la ruina, a mí y a muchos más». Al decir de Palmer, Kidd habría contestado: «¿Yo te he arruinado, perro?»; luego, habría tomado el cubo y le habría pegado con él a Moore.
El fiscal de la Corona se apresuró a intervenir con una pregunta: «¿Le dio [Kidd] el golpe inmediatamente después de que él le diera aquella respuesta?». Era un aspecto importante, ya que la Corona quería demostrar que se había cometido un asesinato y no un homicidio sin premeditación.
Palmer replicó con presteza que no, y testificó que Kidd había recorrido dos o tres veces la cubierta antes de descargar el golpe. Mientras llevaban a Moore bajo cubierta, Palmer le oyó decir: «Adiós, adiós, el capitán Kidd me ha dado el golpe de gracia», a lo cual Kidd replicó: «Eres un canalla». Palmer fue capaz también de describir con gran detalle la herida, ya que, según afirmó, después de la muerte de Moore se acercó al cadáver, le metió los dedos en la brecha y notó que el cráneo cedía. Palmer era el sueño dorado de cualquier fiscal.
Seguidamente, sin consejo de abogados ni documentos, le llegó a Kidd el turno de interrogar al testigo.
KIDD: «¿Cuál fue la ocasión en que lo golpeé?».
PALMER: «Las palabras que os dije antes».
KIDD: «¿No había ningún otro barco?».
PALMER: «Sí».
KIDD: «¿Qué barco era ese?».
PALMER: «Un barco Holandés».
KIDD: «¿Qué estabais haciendo con el barco?».
PALMER: «Estaba inmóvil en la calma».
KIDD: «El barco estaba a una Legua de nosotros, y algunos de los hombres querrían haberlo apresado, y yo no quise consentirlo, y ese Moore dijo que yo siempre les impedía hacer fortuna; ¿no fue esa la razón por la que lo golpeé? ¿No había un Motín a bordo?».
PALMER: «No había ningún Motín, todo estaba tranquilo».
KIDD: «¿No había un motín porque ellos querían ir a capturar el Barco Holandés?».
PALMER: «No, en absoluto».
El perjurio de Palmer dejó bloqueado a Kidd, cuya experiencia ante los tribunales era mínima.
Si Kidd hubiera dispuesto de más tiempo para prepararse, quizá habría podido tener acceso a la declaración que Joseph Palmer había prestado dos años antes en Rhode Island y en la cual había afirmado: « Yo no estaba en cubierta cuando se descargó el golpe»; también había declarado bajo juramento que «el Capitán Kidd en un arrebato de cólera golpeó a su artillero», lo cual significaba homicidio sin premeditación en lugar de asesinato.
Los representantes de la Corona se dispusieron a llamar a Robert Bradinham, pero un miembro del jurado y el bondadoso juez Powell aún tenían curiosidad por hacerle a Palmer más preguntas acerca del motín, y sacaron a relucir que Moore había actuado como cabecilla cuando, dos semanas antes, se hallaba cerca el buque inglés Loyal Captain; el barco holandés constituía otra posible ocasión de motín. Primer punto para Kidd.
Bradinham, el cirujano treintañero, testificó sobre cuestiones médicas: declaró que la herida en la cabeza había causado la muerte de Moore. La acusación, en un guiño dirigido al jurado plebeyo, preguntó a Bradinham si conocía los sentimientos de Kidd sobre la muerte de aquel hombre. El buen doctor añadió entonces que, unos dos meses después de que muriera Moore, Kidd le había dicho: «No me preocupa mucho la Muerte de mi Artillero… pues en Inglaterra tengo buenos amigos que me librarán del asunto».
Kidd no pudo idear ninguna pregunta para neutralizar aquel completo embuste, y optó por realizar su alegato inicial de defensa, simple y directo: «Algunos de mis hombres estaban por realizar un motín para apresar [el buque holandés], y mi Artillero le dijo a la gente que podía indicar al capitán un modo de apresar el buque y salir impune. Y digo yo: “¿Cómo lo harás?”. El Artillero contestó, “Haremos subir a bordo al capitán y a los Hombres [holandeses]”. “Y entonces ¿qué?” “Iremos abordo del barco [holandés] y lo saquearemos, y obtendremos de sus manos [es decir, por escrito] que no lo hemos apresado”. Y digo yo: “Eso es digno de Judas, no pienso hacer tal cosa”. Y dice él: “Podemos hacerlo, ya somos unos mendigos”. “¿Cómo?”, digo yo, “¿podemos apresar ese barco porque somos pobres?”. Ante esto, se produjo un motín, por lo cual tomé un cubo y me limité a arrojárselo y le dije eres un canalla».
Antes de que Kidd pudiera llamar a sus testigos, el señor Cowper, en nombre de la Corona, le preguntó a gritos a Palmer: «¿Había algún motín en el barco cuando se dio muerte a aquel hombre?». Palmer respondió: «No había ninguno».
En aquel entonces, la voluntad de los jueces prevalecía sobre el derecho a hablar, y la defensa, la acusación, el jurado y los propios magistrados tenían posibilidad de realizar interrupciones y tratar de lanzar una andanada verbal o neutralizar otra. El barón Hatsell preguntó a Palmer: «¿Arrojó el cubo?»; Palmer respondió: «Lo tomó por el asa».
Antes de que Kidd hubiera siquiera empezado, sus dos argumentos principales —la provocación y el motín— habían quedado socavados, si no rebatidos. Sin más alternativas, Kidd llamó a testificar a sus leales pero malolientes tripulantes: Abel Owens (cocinero de Kidd), Richard Barleycorn (su joven grumete) y Hugh Parrot, el marinero que se había enrolado en Madagascar. A diferencia de la acusación, que llevaba las dos últimas semanas entrevistándose con sus testigos, Kidd no tenía la menor idea de lo que dirían aquellos prisioneros, que habían estado en Marshalsea.
Kidd trató de orientar al cocinero, Owens, para que describiera el motín suscitado por el buque holandés, pero el lord presidente del tribunal, el barón Ward, con un rápido movimiento de rizos, informó bruscamente a Owens: «Ese motín ocurrió cerca de un mes antes de la muerte de Moore». Owens quedó confundido por completo; el juez empleaba en sentido restringido la palabra «motín» para que solo se aplicara al levantamiento físico contra Kidd, pero no a la conjura de Moore. Para ayudar a Kidd, el juez Powell preguntó varias veces si era cierto o no que Moore estaba protagonizando un motín en el momento en que Kidd lo golpeó, pero Owens tomó la palabra «motín» de modo muy literal, y respondió que no; momentos después, Owens dijo que Kidd había abortado la tentativa de Moore de apresar el barco holandés.
Por lo que se refiere a la cuestión clave de la premeditación, Kidd, al no ser un abogado experto en juicios, no pensó en preguntar a Owens si había dado el golpe con el cubo inmediatamente después de la refriega verbal o bien había paseado unos instantes por cubierta.
El siguiente testigo de la defensa, Richard Barleycorn —un criado de las colonias de diecisiete años, carente de experiencia y claramente entregado a su capitán— hizo un enorme esfuerzo por ayudar, pero enseguida quedó desconcertado por las preguntas de los jueces.
Primero dijo que hubo un motín, pero luego admitió que el verdadero motín se había producido semanas antes. Un miembro del jurado, exasperado por la discusión, preguntó sencillamente: «¿Cuál fue la ocasión [es decir, el motivo] del golpe?». Barleycorn respondió: «Se creía que [Moore] iba a provocar un motín en el Bajel».
Entonces Kidd, para desacreditar a los testigos de la Corona, preguntó a Barleycorn si el médico estaba implicado en el motín; el muchacho respondió «sí», pero el presidente del tribunal interrumpió a Kidd: «No inferiréis que si [el médico] era un amotinado, era legal que matarais a Moore».
En aguas del Old Bailey, Kidd no estaba a la altura de aquellos navíos de guerra judiciales. El capitán concluyó: «No tengo nada más que decir sino que fui objeto de toda la provocación del mundo; no tenía intención de matarlo; no tenía malevolencia ni rencor contra él».
Un compasivo miembro del jurado quiso saber si Kidd había hecho algo para curar la herida de Moore, pero el lord presidente barón detuvo su intento: «¿Le haréis presentar más pruebas de las que puede? El tribunal está dispuesto a escucharlo en la medida en que tenga algo que ofrecer por sí mismo».
Kidd agregó: «No lo hice a propósito, sino llevado de mi Cólera, por lo cual estoy sinceramente arrepentido».
Entonces le llegó al lord presidente barón Ward el turno de instruir al jurado, resumiendo y explicando tanto los testimonios como la ley: el magistrado satisfizo las fantasías más íntimas de la acusación.
Las escasas esperanzas de Kidd radicaban en el motín. En lo tocante a la declaración de Barleycorn de que Moore estaba tramando un motín, el barón Ward se refirió superficialmente a las «distintas historias» y añadió, con fingida benevolencia, que «[Barleycorn] está dispuesto a decir lo que pueda por su patrón».
El juez explicó que, para que una acusación de asesinato se sostuviera, debía existir premeditación y «que la Ley considera que hay premeditación, cuando un hombre sin ninguna causa razonable ni provocación, mata a otro». Señaló que la cólera suscitada por un motín tenía que haberse extinguido en el plazo de un mes: «Si hay una pelea repentina, y una lucha, y uno resulta muerto porque se enciende la Sangre, entonces nuestra ley lo califica de Homicidio sin premeditación: pero en un caso como este, que sucede por unas palabras ligeras, el prisionero llamó al difunto “perro asqueroso” y el difunto dijo “si lo soy, tú me has convertido en tal”, ¿puede ser eso una causa razonable para matarlo?».
En aquel entonces, la justicia era verdaderamente ágil. El jurado se retiró de la sala para deliberar sobre el asesinato y el tribunal no esperó el veredicto, sino que pasó a la causa siguiente: las acusaciones de piratería contra Kidd y los otros nueve. Durante aquel día y el siguiente, se imputarían a Kidd un cargo de asesinato y cinco de piratería, que se vieron en cuatro juicios separados, de los cuales los tres últimos afectaban a diez acusados. Era digno de causar vértigo, y el resultado podía ser fatal.
En aquel momento, justo antes del segundo juicio, que era cuando Kidd tendría que haber presentado la moción legal adecuada sobre sus pasaportes franceses, los abogados del capitán lo abandonaron.
El secretario anunció que se acusaba al capitán Kidd y a los otros nueve hombres que se sentaban en el banquillo de haber cometido un acto de piratería contra el Mercante Quedah el 30 de enero de 1698. Todos se declararon «inocentes».
El señor Moxon, abogado de tres de los presos —hombres que se habían amotinado y se habían pasado a las órdenes de Culliford, se habían dedicado a la piratería y habían regresado a casa con Shelley— solicitó que se permitiera al trío alegar el indulto del rey; las vidas de los hombres dependían de la interpretación de aquel perdón: ¿se habían entregado dentro del plazo establecido?, ¿lo habían hecho ante las autoridades adecuadas? Los hombres indicaron que se habían rendido en América, y el lord presidente barón Ward, desde su elevada posición, declaró secamente: «La Proclama no es de aplicación en vuestro caso». Se disponía a seguir, pero, con su actitud humana, el juez Powell preguntó a los prisioneros si podían demostrar que cumplían con las condiciones del perdón.
Se leyó la proclama. Era una copia de la misma que había transportado, como si fuera un talismán, Robert Culliford —que ahora se hallaba en Newgate—, y establecía que la rendición debía realizarse ante uno de los cuatro comisionados que se mencionaban. Los prisioneros tenían una declaración jurada según la cual se habían entregado al coronel Basse, gobernador de Jersey Occidental, en mayo de 1699.
El lord presidente barón Ward dijo lo siguiente: «Si hubierais entrado en los Supuestos de la Proclama, habríamos tenido gran satisfacción… pero os habéis… entregado al Coronel Basse y no se hace mención de ese hombre en la Proclama». Perdón denegado.
Se dio permiso a la acusación para proceder (sin abogados que lo ayudaran a manejar el asunto, el capitán Kidd no intervino en el momento adecuado para solicitar un aplazamiento debido a la ausencia de los pasaportes franceses).
El caso de asesinato era singularmente interesante, pero la multitud había acudido atraída por las acusaciones de piratería. Si bien dichas acusaciones se referían solamente al apresamiento del Quedah, el fiscal doctor Newton fue derivando lentamente hacia un examen de la totalidad de la carrera de Kidd para pintar el retrato de un diablo embarcado: «[Kidd] ha cometido muchos y grandes actos de piratería y robos, apresando los buques y bienes de los Indios y de otros en el mar, Moros y Cristianos, y torturando cruelmente a sus personas para descubrir si se le había escapado algo de las manos; quemándoles las casas, y matando de modo bárbaro a los Nativos en la costa; igualmente cruel, temido y odiado tanto en tierra como en el mar. Esas empresas y acciones criminales han hecho que su nombre (para desgracia y perjuicio de la nación Inglesa) sea demasiado conocido, y merecidamente detestado… ahora se lo considera un Pirata Malvado y un Enemigo Común de la Humanidad».
Kidd había pasado confinado en solitario la mayor parte de los dos últimos años. Aquella era la primera vez que el neoyorquino oía que lo describían, en su propia cara, como una especie de monstruo.
El fiscal Newton abandonó las hipérboles lo suficiente para describir en detalle el modo en que Kidd había capturado el Quedah, capitaneado por Wright, un inglés que trabajaba para comerciantes armenios. Según el acusador, Kidd había rechazado treinta mil rupias de los mercaderes que iban a bordo, había vendido las mercancías en la costa, había repartido el botín y luego había puesto rumbo a Madagascar. Newton siguió divagando, con cierta pomposidad, acerca del reparto; mientras pronunciaba las palabras «recibiendo cada marinero unos tres fardos para su porción», se oyó repentinamente un fuerte ruido y se abrió una puerta.
Un funcionario del tribunal dirigió la mirada a los jueces y anunció que el primer jurado había acordado un veredicto; les había costado una hora, un espacio de tiempo relativamente largo. El primer jurado entró (en presencia del segundo) y se le preguntó si el veredicto era unánime. Lo era. El secretario judicial ordenó a Kidd que levantara la mano derecha, y Kidd lo hizo, mirando fijamente las caras de los miembros del jurado.
Secretario judicial (dirigiéndose al jurado): «Mirad al prisionero. ¿Es culpable del asesinato del que se lo acusa, o inocente?».
Presidente del jurado: «Culpable».
Como un mazazo, aquella palabra de tres sílabas condenaba a muerte a Kidd, cuya única esperanza de evitar la soga era el perdón de un rey que habría querido testificar contra él, o bien alguna clase de intercesión por parte de la Cámara de los Lores o la de los Comunes. Todo había ocurrido muy deprisa.
Con toda cortesía, el juez presidente rogó al fiscal que reemprendiera sus comentarios iniciales para el segundo juicio.
Kidd estaba aturdido. Una vez más, la voz untuosa del doctor Newton, abogado del Almirantazgo, llenó la sala de vistas. El acusador pronunció el nombre de Robert Culliford, «un pirata de triste fama ahora bajo custodia». El doctor Newton explicó que, en un primer momento, Culliford y su tripulación temieron que el capitán Kidd hubiera acudido a apresarlos y ahorcarlos, «pero el capitán Kidd les aseguró… que antes que hacerles ningún daño [preferiría] que su alma se quemara en el Infierno». El doctor Newton dijo que Kidd hizo muchos regalos a Culliford, incluyendo dinero y cañones. Aprovechando el impacto del veredicto de culpabilidad, el doctor Newton llegó a la conclusión argumentando que el comercio sustentaba a Inglaterra y que Kidd había perjudicado el comercio: «Esa es la Persona que está acusada en el banquillo, y nadie en estos tiempos ha cometido más maldades ni ha ocasionado mayor confusión y desorden que ella».
La Corona volvió a llamar como testigos al dúo formado por Bradinham y Palmer. Con el primer veredicto de culpabilidad asegurado, y a pesar de que se hallaban en juego las vidas de otros nueve hombres, aquella nueva batalla legal se convirtió entonces en algo más parecido a un juicio espectáculo destinado a que los acusadores tuvieran ocasión de demostrar lo que le hacía la justicia inglesa a un hombre que robaba en nombre del rey.
Los señores Coniers y Cowper guiaron al doctor Bradinham a lo largo de un relato de la totalidad de la travesía de Kidd, paso por paso. Los momentos culminantes fueron los que presentaron a Kidd disparando contra un buque inglés, secuestrando a un capitán inglés, torturando pasajeros, ejecutando a un nativo atado a un árbol e incendiando una aldea.
El fiscal, basándose en detalles de la captura, puso al resto de prisioneros en el mismo saco. Para seis de los nueve hombres que pisaban la hierba del banquillo —los que se habían quedado al lado de Kidd y se habían negado a dedicarse a la piratería con Culliford—, el juicio fue una pesadilla laberíntica y apenas comprensible. También ellos habían pasado veintidós meses en distintas cárceles, esperando a poder demostrar su inocencia.
Robert Bradinham miró a un preso tras otro y fue diciendo que sí, que Fulano de Tal había estado presente en la captura del Mercante Quedah y había recibido una parte del botín. Los hombres, que hasta aquel momento habían sido espectadores, empezaron a percibir su destino fatal, y trataron de actuar improvisadamente como abogados: «¿Acaso no obedecí a mi capitán en todas sus órdenes?», intervino impulsivamente James Howe. «Nadie duda de eso —respondió con malicia el lord presidente barón Ward, que añadió—: Si alguno de vosotros quiere hacerle alguna pregunta, podéis hacerlo». Jenkins dijo: «Yo le pregunto si es cierto o no que yo era un criado»; Abel Owens afirmó: «No tengo nada que decir sino que confío en la Proclama del Rey».
Finalmente, Kidd también intervino con una pregunta: «¿No visteis ningún pasaporte francés a bordo del Mercante Quedah?». Bradinham replicó: «Me dijisteis que teníais unos pasaportes franceses, pero yo nunca los vi».
Kidd sabía que aquello era una mentira: le había enseñado los salvoconductos al médico.
Todo siguió yendo viento en popa para la Corona hasta que Joseph Palmer cometió un pequeño desliz, que hizo que asomara la verdad. Para establecer antecedentes, el señor Coniers estaba interrogando a Palmer acerca de la captura de un barco anterior, el Rouparelle, cuando Palmer dijo: «[El capitán Kidd] lo capturó bajo bandera Francesa, y saludó al buque en Francés. Y aquel Monsieur Le Roy se hizo pasar por capitán, y él [el capitán del Rouparelle] mostró su pasaporte Francés, y…».
Ante la mención del un salvoconducto francés por parte de un testigo de la Corona, el señor Coniers lo interrumpió hábilmente con otra pregunta.
Señor Coniers: «Dadnos cuenta de su simulación de que era capitán. ¿Quién le ordenó que hiciera tal cosa?».
Palmer: «El Capt. Kidd le ordenó que lo hiciera; y lo saludaron en Francés y él vino a bordo, y tenía un pasaporte francés».
Palmer había mencionado claramente el salvoconducto francés en dos ocasiones, pero ninguno de los acusados tenía suficientes conocimientos legales para aprovechar el momento, que debió constituir un divertimiento macabro para los expertos con peluca.
Más adelante, después de que lo dirigieran muy lejos de la captura del Mercante Quedah, Joseph Palmer recreó la escena del encuentro entre el capitán Kidd y el pirata Robert Culliford.
Palmer explicó: «En el alcázar, prepararon un poco de bumbo[55], y bebieron juntos, y el capitán Kidd dijo, antes que haceros ningún daño, preferiría que mi alma se friera en el fuego del infierno; y dijo varias veces que Maldito fuera si lo hacía. Y tomó la Copa y dijo que ojalá fuera la última, si no los beneficiaba tanto como pudiera».
Una vez más, Palmer estaba demostrando su magnífica destreza para reconstruir diálogos, y en aquella ocasión se trataba de una habilidad verdaderamente sobrehumana, ya que aquel hombre originario de Westchester no estaba con Kidd cuando el Adventure Galley llegó a Sainte Marie y se encontró con Culliford (Palmer se hallaba en el Rouparelle).
Para complementar los informes escritos, se leyeron los dos nombramientos del capitán Kidd, y el imparcial juez Powell, al observar que las patentes autorizaban a Kidd a capturar piratas, preguntó: «¿Por qué no apresasteis a Culliford?».
CAPITÁN KIDD «Muchos de los hombres habían desembarcado».
JUEZ POWELL: «Pero le regalasteis grandes cañones, y jurasteis que no lo molestaríais».
LORD PRESIDENTE BARÓN WARD: «Cuando se hizo la pregunta “¿Habéis venido a capturarnos, y a ahorcarnos?” vos contestasteis, “Me freiré en el infierno antes que haceros ningún daño”».
CAPITÁN KIDD «Eso solo es lo que han dicho esos testigos».
LORD PRESIDENTE BARÓN WARD: «¿No fuisteis a bordo del barco de Culliford?».
CAPITÁN KIDD «No estuve a bordo del barco de Culliford».
LORD PRESIDENTE BARÓN WARD: «Esas cosas pesan mucho sobre vos. Debemos comunicaros lo que es de rigor, que ejerzáis vuestra defensa tan bien como podáis».
Una gran muestra de benevolencia. El presidente quería un espectáculo completo de gladiadores, en el cual la víctima preestablecida luchara por su vida; si Kidd no arremetía y se defendía torpemente, no resultaría divertido.
A pesar de que Edward Davies estaba al lado mismo, en Newgate, la Corona tardó varias horas en presentarlo. Davies, el corpulento bucanero, prestó juramento y testificó que, efectivamente, había visto los salvoconductos franceses de Kidd. Sin embargo, el lord presidente barón Ward averiguó que Davies no sabía leer inglés ni francés: «Por lo tanto, no podéis decir que tengan ninguna relación con el Mercante Quedah», comentó con sorna. Titubeando, Davies comentó que un tal capitán Elms le había dicho que eran pasaportes franceses.
Los tres jóvenes criados de Kidd, totalmente novatos en asuntos legales, trataron de demostrar que eran sirvientes que actuaban siguiendo órdenes. Richard Barleycorn dio un paso adelante: «He aquí un Certificado de la Parroquia donde nací», dijo, orgulloso de su linaje inglés.
«Eso no quiere decir nada —repuso con frialdad el lord presidente barón Ward, que añadió—: No podemos leer certificados, hay que hablar Viva Voce». (A Barleycorn, que no sabía nada de latín, debió parecerle desconcertante que los jueces no supieran leer.) Intimidado, el muchacho no pidió que se dictara el documento para añadirlo a los informes escritos.
Algunas de las personas que habían de testificar sobre la personalidad de Kidd, como el capitán Humphrys, empezaban a llegar a Old Bailey; antes de desaparecer, los abogados de Kidd habían enviado a buscarlas (todo aquello debería haberse hecho durante las dos semanas precedentes). De aquel modo, Kidd podía por lo menos defenderse de cara a la galería y a quienes hacían correr rumores.
CAPITÁN KIDD «¿Qué sabéis de mí?».
CAPITÁN HUMPHRYS: «Os conocí, Señor, en las Indias Orientales al principio de la última guerra, y sé que recibisteis la Aprobación del General, como puedo demostrar por la carta del General. No sé nada más de vos».
CAPITÁN KIDD «¿Sabéis algo de que sea culpable de algún Acto de Piratería?».
HUMPHRYS: «No, pero tuvisteis la aprobación del general por lo que habíais hecho en distintas ocasiones».
LORD PRESIDENTE BARÓN WARD: «¿Cuánto hace de eso?».
HUMPHRYS: «Hace doce años».
WARD: «Eso era antes de que se hiciera Pirata».
KIDD: «No hay nada en el mundo que pueda demostrar que sea culpable de piratería. Estuve seis días en compañía del Capitán Warren».
WARD: «Creo que estuvisteis más en compañía del Capitán Culliford que del Capitán Warren».
KIDD: «Nunca tuve intención de hacer tal cosa».
La acusación concluyó su alegato.
KIDD: «Tengo muchos Papeles para mi Defensa, si pudiera haber dispuesto de ellos».
WARD: «¿Qué papeles son esos?».
KIDD: «Mis pasaportes franceses».
WARD: «¿Dónde están?».
KIDD: «Los tenía mi Lord Bellomont».
WARD: «Si teníais los pasaportes franceses, deberíais tener buques condenados [declarados como presas]».
KIDD: «No pude debido al Motín en mi barco».
WARD: «Si os afectaba algún impedimento, para ejercer vuestra defensa, deberíais haber presentado la objeción al inicio del juicio; ignoro qué pretendéis ahora con eso. Si tenéis algo más que decir, el Tribunal está dispuesto a oíros».
Kidd quedó en silencio, pasmado de que aquel juez que se cernía sobre él con su peluca y su toga tuviera la desfachatez de asegurar que Kidd no se había quejado con anterioridad en relación con sus salvoconductos. ¿Qué podía decirle Kidd a un hombre como aquel?
El lord presidente barón Ward instruyó al jurado. Repasó la retahíla de atrocidades atribuidas a Kidd e incluyó en ella al Mercante Quedah. Acto seguido, simplificó la cuestión hasta reducirla a si el Mercante Quedah era un «buque y mercancías [que] pertenecen al Rey de Francia y sus súbditos, o… navegaba con un pasaporte francés». Si viajaba con salvoconducto francés, ello «lo excusa de ser un pirata»; sin embargo, Ward agregó enseguida: «En cuanto a los pasaportes Franceses, no hay nada de eso que aparezca por prueba alguna, y por lo que puedo ver, nadie los vio sino él mismo, si es que jamás existió alguno».
Ward estaba interpretando una farsa para un público selecto que sabía la verdad sobre los salvoconductos: la sabían los juristas del Almirantazgo, al igual que los miembros de la Cámara de los Comunes; resulta muy improbable que los jueces que alternaban en los niveles superiores de la sociedad inglesa no hubieran oído hablar nunca de los pasaportes franceses.
Al cabo de menos de media hora, el jurado regresó con el veredicto, y a todos sus componentes se los identificó por su nombre y se les preguntó si el veredicto era unánime.
Secretario judicial: «William Kidd, levantad la mano».
Kidd levantó la mano, la misma que había aferrado reiteradas veces aquellos salvoconductos franceses, y la mantuvo en alto.
El secretario se dirigió al jurado: «¿Qué decís, es culpable del acto de piratería del que se lo acusa, o inocente?».
El presidente del jurado respondió: «Culpable».
La pregunta se repitió para todos y cada uno de los otros nueve presos. Se declaró inocentes a los tres jóvenes criados, ya que no habían tenido más remedio que obedecer a sus patrones; el resto eran culpables.
Ahora Kidd ya acumulaba dos condenas a muerte.
La tarde llegaba a su fin. Con eficiencia, el tribunal imputó al capitán Kidd y los nueve presos restantes de otras cuatro acusaciones de piratería: los apresamientos del Mary, el Rouparelle y dos barcos musulmanes. La vista se pospuso hasta las ocho de la mañana del día siguiente, el viernes 9 de mayo.
Kidd y los demás recorrieron el angosto corredor que llevaba de vuelta a Newgate.
En el transcurso de la noche de aquel jueves, la cólera de Kidd fue en aumento. El hombre que había pasado dos años detenido sin juicio perdió el poco respeto que le quedaba por la justicia inglesa. Ahora estaba abandonado a la deriva, y era probable que muriera pronto: todo lo que podía hacer al día siguiente ante el tribunal era tratar de salvar el buen nombre de su familia, así como su propia reputación y su honor; si sabia hacerlo, quizá el nombre de William Kidd pasara a la historia como el de un mártir, un escocés de Nueva York traicionado por lores ingleses .
Al amanecer, el alcaide despertó a los presos y, justo antes de las ocho, los llevó por el inmundo pasadizo que conducía al Old Bailey. El lord presidente barón Ward estaba ausente, al igual que el benévolo juez Powell. El capitán Kidd se mostró combativo desde el principio; había recuperado la afilada lengua que lo había caracterizado toda la vida: no podía detener aquella farsa judicial, pero, lanzando un dardo envenenado tras otro, mostraría a la atestada galería quiénes creía él que eran los verdaderos malhechores.
En la sala, Kidd aguantó mientras volvían a caer sobre él los implacables testimonios de Bradinham y Palmer: mentiras y verdades se fueron entremezclando hasta que Kidd no pudo seguir callado ni un segundo más. Señaló a Bradinham y le espetó al juez Turton: «No sabe más de esas cosas de lo que sabéis vos. Este tipo solía dormir 5 o 6 meses seguidos en la bodega».
En la galería hubo risas disimuladas.
El juez Turton dijo: «Os aseguro que ofrece un Relato muy bueno del asunto».
Kidd —la viva imagen de un capitán de marina— estaba de pie, desafiante, con peluca y casaca: un hombre de carácter, un tanto enflaquecido pero que aún conservaba un brillo hostil en los ojos.
Entonces, la Corona «eligió» a Joseph Palmer para testificar. Aquel hombre de Westchester que tenía tan buen oído para los diálogos describió el modo en que el capitán Kidd había planeado atacar uno de los buques de peregrinos musulmanes a la salida del mar Rojo.
Palmer explicó: «Y algunos de nuestros hombres dijeron, “Nos introduciremos entre ellos esta noche”. “No”, dice el Capt. Kidd, “iremos por la mañana, y entonces elegiremos el que queramos”».
Kidd lo interrumpió: «¿Me oíste decir eso?».
«Os oí decirlo», dijo Palmer, manteniéndose firme.
«Estoy convencido de que nunca me oíste decirle semejantes palabras a un tarugo como tú», dijo Kidd. Hubo risas entre la multitud. Con la muerte cerniéndose sobre él, Kidd se había convertido en el hombre más libre de la sala de vistas.
El barón Hatsell ofreció a Kidd la posibilidad de que se leyeran en voz alta sus patentes: «No sirvió de nada hacerlo antes. Todos estos hombres vieron el pasaporte francés».
Palmer intervino: «De verdad, Capitán, que nunca lo vi».
Kidd replicó: «Tú abandonaste mi barco, con otros 95 hombres, y luego te fuiste a piratear».
Por fin llegaron más testigos dispuestos a declarar sobre la personalidad de Kidd. Este y el coronel Hewetson habían seguido siendo amigos; Hewetson era quien había llevado a Kidd a visitar al almirante Russell, y allí, en compañía de Hewetson —y al contrario de lo sucedido con Livingston o Bellomont—, Kidd había sido tratado con respeto e invitado a subir. Hewetson dio testimonio del valor de Kidd en la guerra: «Luchó como yo nunca había visto luchar a un hombre… nos enfrentábamos a seis [buques de guerra] Franceses con solo mi barco y el suyo».
Kidd: «¿Creéis que yo era un pirata?».
Hewetson: «Sé que sus hombres querían dedicarse a la piratería y él se negó, y sus hombres se apoderaron de su barco».
La atención del tribunal se volvió brevemente hacia los otros hombres cuyas vidas dependían del juicio. Los nueve acusados realizaron tentativas de autodefensa poco convincentes: tres dijeron que eran criados, tres que confiaban en la proclama de perdón y tres que se limitaron a obedecer a su capitán. Durante todo el tiempo que duraron las declaraciones de aquellos hombres y las preguntas de aquel tercer juicio, el capitán Kidd miró fija e implacablemente al cirujano de su barco: en ningún momento le quitó la vista de encima; luego, interrumpiendo el transcurso del juicio, le espetó: «Señor Bradinham, ¿no os han prometido la vida, a cambio de la mía?».
El juez Turton intervino: «No está obligado a contestar a esa pregunta. Es muy adecuado para prestar testimonio para el Rey. Tal vez no pueda haber otro que esté en sus circunstancias».
El juez Turton resumió con elocuencia para el jurado aquel tercer juicio: «Los piratas son Hostes humani generis, Enemigos de toda la Humanidad, pero lo son especialmente de quienes dependen del Comercio. Y esas Cosas de las que se les acusa son las más dañinas y perjudiciales para el Comercio que pueden ocurrir».
El juez Turton refirió en términos generales las acusaciones, hizo hincapié en la ausencia de pasaportes franceses y dio explicaciones acerca de los criados. Aquel jurado tardó media hora en traer de vuelta a la sala los veredictos de culpabilidad contra Kidd y seis de sus hombres, mientras que también declaró inocentes a los tres jóvenes criados.
Entonces se constituyó el último jurado del capitán Kidd; por lo visto, la Corona andaba escasa de candidatos y había introducido en él a varios de los hombres que habían emitido el veredicto de culpabilidad en el juicio contra Kidd por asesinato.
Se preguntó a todos los presos cómo se declaraban. En esta ocasión, tres de ellos (Howe, Owens y Churchill) se declararon culpables y se remitieron a la proclama del rey, con lo cual se los dejó aparte.
Esta vez, el señor Knapp realizó un alegato inicial aún más breve y, a toda prisa, hizo que Bradinham contara por cuarta vez los incidentes.
Cuando Kidd tuvo oportunidad de intervenir, preguntó: «¿Cómo conseguisteis confeccionar ese relato, cuando os pasabais cinco o seis meses seguidos bajo cubierta?».
Subfiscal general: «Continuad, señor Bradinham, y ofreced un relato de vuestras acciones posteriores».
Kidd: «Espero que el Consejo del Rey no le haga caso. Es terrible que un par de picaros puedan quitarles la vida a los súbditos del rey. Son un par de Maleantes y Picaros».
En el transcurso de otro testimonio, Bradinham fue a parar al talón de Aquiles de Kidd: la cuestión de Culliford. Kidd estaba a punto de explotar.
Señor Knapp: «¿Qué regalos le hizo el capitán Kidd a Culliford?».
Bradinham: «Le dio algunas telas para camisas».
Kidd: «¿Qué? ¿Que le di tela para camisas?».
Luego, Palmer tocó el mismo punto sensible: «Había cuatro cañones en el barco, y [Kidd] le regaló esos cañones a Culliford».
«¿Que le regalé mis cañones? —gritó Kidd—. Como no quise hacerme Pirata, vosotros, Canallas, queréis convertirme en uno».
Por lo que se refiere a Kidd, aquello puso fin al concurso de gladiadores: a partir de aquel momento, tanto él como los demás se negaron a seguir jugando y a actuar para la multitud.
Subfiscal general: «¿Queréis hacerle alguna pregunta?».
Kidd: «No».
El subfiscal general repitió, dirigiéndose a cada uno de los seis presos: «¿Queréis hacerle alguna pregunta?». Todos respondieron «no». Había llegado el momento de que los prisioneros ejercieran su defensa. Kidd dijo: «No importunaré más al tribunal, porque es una Locura».
El juez Turton pasó a la recapitulación. Para ganar en brevedad, dijo que no volvería a relatar por separado las declaraciones de Bradinham y Palmer, «ya que están de acuerdo en todo». El jurado salió y regresó pocos minutos después; el presidente dijo que hablaría en nombre de todos. El secretario ordenó a Kidd que levantara la mano. Kidd lo hizo, y el presidente dijo: «Culpable».
Afortunadamente, una vez más se declaró inocentes a los tres grumetes de Kidd. Tras haber sobrevivido a tres juicios, ahora podrían optar a la libertad, una vez pagado el coste de la estancia en la cárcel.
Nadie se movió. El tribunal tenía otros asuntos que tratar de modo inmediato.
La puerta con barrotes que llevaba a Newgate se abrió, y en la sala entró Robert Culliford, acompañado de otro par de presuntos piratas. Quizá Kidd tendría ocasión de disfrutar del espectáculo de ver condenada por piratería a su bestia negra de toda la vida.
Culliford y Kidd no se habían visto desde hacía tres años, cuando, en junio de 1698, Culliford había zarpado del puerto de Sainte Marie, en Madagascar, con la tripulación de Kidd.
Durante dos días, en aquella sala de vistas habían reinado las disputas acerca de la relación entre Kidd y Culliford; ahora, Robert Culliford estaba allí y, sin embargo, nadie le preguntó qué había sucedido en realidad: Kidd ya estaba condenado, y la versión de Culliford era irrelevante; carecía de importancia.
El tribunal pasó a ocuparse de los presuntos piratas que acababan de llegar. Se presentó un jurado de consulta con nuevas imputaciones: se acusaba a Robert Culliford, Nicholas Churchill, Darby Mullins, James Howe y John Eldridge de la captura del Gran Mohammed, un golpe de primera categoría con un botín de sesenta mil libras y el añadido del secuestro a bordo de sesenta mujeres musulmanas como objetos de diversión de los piratas.
Culliford se declaró «inocente», al igual que los demás. Kidd miraba atentamente.
Culliford tenía entonces treinta y cinco años, y había pasado seis meses en Newgate. Seguía teniendo un aspecto elegante, aunque un poco ajado; llevaba la ropa que había comprado durante los dos meses de libertad que disfrutó en Londres. Siguieron lloviendo imputaciones: a Culliford y a varios más se les pedían cuentas por el apresamiento del Satisfaction (el barco cuyo capitán, William Willock, había llevado un diario); además, a Culliford y a un tal Hickman se los acusó aún de otra captura.
Culliford (y los demás) se declararon inocentes de todas las acusaciones.
El tribunal estaba a punto de dar inicio a aquellos nuevos juicios por piratería cuando el abogado de Robert Culliford llegó repentinamente al Old Bailey; le susurró algo a Culliford, que pareció alarmarse, y el susurro se intensificó. Kidd y la galería contemplaban la escena.
Entonces, el abogado de Culliford dijo en voz alta que su cliente quería cambiar su declaración.
Los jueces deliberaron y acordaron aceptar la retractación. Entonces, siguiendo las instrucciones de su abogado, Culliford proclamó: «Me declaro Culpable, y sostengo que puedo acogerme a la Proclama de Perdón».
En una sola jugada, Culliford estaba corriendo un riesgo extraordinario.
Su abogado le había explicado que, para aprovechar el indulto, tenía que declararse culpable y admitir que era un pirata, obviamente, un hombre que asegurara que era inocente no tenía ninguna necesidad de perdón.
Ahora bien, si los jueces rechazaban su petición de indulto, la declaración de culpabilidad seguiría siendo válida y comportaría la sentencia de muerte preceptiva. Así pues, si aquel tribunal de ancianos de rostro adusto que se cernían sobre él citaba algún fragmento de letra menuda legal y decidía denegarle el perdón, moriría, probablemente, en menos de dos semanas.
El abogado de Robert Culliford explicó al tribunal que su cliente se había entregado a Thomas Warren, en el cual había delegado sus funciones su tío el comodoro. Un funcionario leyó en voz alta una declaración del sobrino del comodoro. Los jueces no se pronunciaron en un sentido ni en otro.
Siguiendo el ejemplo de Culliford, los restantes acusados cambiaron sus declaraciones y se reconocieron culpables, con la excepción de un tal John Eldridge, que juró que era inocente y exigió un juicio. Bradinham y Palmer se apresuraron a situar a Eldridge a bordo del barco de Culliford y, en menos de media hora, fue condenado.
Durante el juicio, todo el mundo estuvo esperando a que los jueces se pronunciaran acerca de los indultos. Ahora había llegado el momento; se ordenó silencio, y la galería calló. Los prisioneros se movían con nerviosismo. Kidd miraba a Culliford, el pirata que tantas veces lo había eludido.
Sin alharacas, el juez Turton anunció: «El juicio contra Robert Culliford queda… suspendido». Culliford miró a su abogado, que sonrió, asintiendo con la cabeza en muestra de aprobación. «Suspendido» significaba un aplazamiento indefinido, que todavía no era un perdón pero sí una señal extraordinariamente favorable: en síntesis, la Corona había accedido a olvidar una década de crímenes. El juez Turton ordenó a un oficial que llevara a Culliford a un lado, lejos de los prisioneros condenados por piratería. Todas las demás peticiones de perdón fueron rechazadas; las declaraciones de culpabilidad de los hombres siguieron teniendo validez.
Se hizo avanzar a los condenados hasta situarse frente al tribunal.
Secretario judicial: «William Kidd, Levantad la mano».
Kidd levantó la mano.
«¿Qué podéis decir en vuestro favor? Se os ha acusado de varios Actos de Piratería y Robos, y por Asesinato, y se os ha condenado. ¿Qué tenéis que decir en vuestro favor? ¿Por qué no deberíais morir de acuerdo con la ley?».
Kidd: «No tengo nada que decir, salvo que han jurado contra mí Personas perjuras y malvadas».
Secretario: «Nicholas Churchill, levantad la mano, ¿qué tenéis que decir…?».
Churchill: «Me acogí a la Proclama de Su Majestad».
También a Howe, Loffe, Parrot, Mullins y Hickman se les hizo la misma pregunta, y todos ellos respondieron que se habían acogido a la proclama del rey.
Se pidió silencio para pronunciar la sentencia.
Doctor Oxenden (abogado del Almirantazgo): «Prisioneros que estáis ante este Tribunal… se os ha juzgado según la Ley del País, y se os ha condenado; y ahora no resta nada, sino que se dicte esta Sentencia de acuerdo con la Ley. Y la Sentencia de la Ley es esta: Se os tomará del lugar donde estáis, y se os llevará al Lugar del que habéis venido, y de allí al Lugar de Ejecución, y allí se os colgará uno a uno por el Cuello hasta que muráis. Y que el Señor tenga Piedad de vuestras Almas».
William Kidd: «Mi Lord, es una Sentencia muy dura. Por mi parte, soy la persona más inocente de todos ellos, solo que han jurado contra mí Personas Perjuras».
El alcaide de Newgate se situó detrás del capitán Kidd y le tiró bruscamente de las manos para colocárselas a la espalda; tomó un fino cordel de látigo con el que se había formado un pequeño lazo, lo deslizó alrededor de los pulgares de Kidd y tiró de él para apretarlo. Luego, hizo lo mismo con cada uno de los ocho hombres: era una tradición inglesa que se remontaba a la Edad Media y se aplicaba a los reos condenados a muerte. Luego, se hizo marchar a los hombres en fila india de vuelta a Newgate.
Momentos después, también se trasladó a Culliford a Newgate, pero sin cordel de látigo alrededor de los pulgares ni sensación de ahogo en la garganta. No cabe duda de que el excapitán pirata se encaminó enseguida a la taberna de la cárcel para tomar un ron de celebración.
La atestada sala de vistas se fue vaciando lentamente, con la excepción de dos docenas aproximadas de miembros del jurado, que se quedaron hasta la noche para consumir las «cenas» que se les habían prometido.

Capítulo 21
El muelle de las ejecuciones

Una vez sentenciados a muerte, el capitán Kidd y los demás descubrieron que tenían un nuevo amigo íntimo, un acompañante permanente: Paul Lorrain, el llamado «ordinario» de Newgate, el sacerdote destinado a reconfortar a los condenados.
Paul Lorrain era un hugonote francés que se había convertido en presbítero de la Iglesia de Inglaterra. A primera vista, su destino en Newgate podría parecer un puesto humilde, dedicado a atender a las heces de las heces de la sociedad, pero, muy al contrario, se trataba de un empleo muy deseado, debido a que era muy… lucrativo.
Ningún otro sacerdote oía las últimas palabras de los criminales de peor reputación de Inglaterra; ningún otro sacerdote podía repetírselas a un público lleno de curiosidad: Paul Lorrain solía venderlas en un folleto al día siguiente de las ejecuciones. Se decía que, a lo largo de su carrera de veinte años, acumuló una asombrosa fortuna de cinco mil libras.
Lorrain visitó a los condenados el sábado 10 de mayo, al día siguiente de los juicios: «Recé con ellos —comentó posteriormente—, y les aconsejé que hicieran examen de conciencia, y se Arrepintieran». Les prometió que, hasta el momento señalado para la ejecución, los visitaría dos veces al día, por la mañana y por la tarde, con la excepción del domingo, día en que les predicaría dos veces en un escenario más público.
Lo fundamental de la misión de Lorrain —por el bien de las almas inmortales de los reos— era arrancarles una confesión de culpabilidad criminal y de pecados mundanos. Si el prisionero lo hacía a conciencia y con sinceridad, podría ser objeto de la misericordia de Jesucristo y evitaría el abismo ardiente. De modo milagroso —y no cabe duda de que ello hablaba en favor de su competencia en el trabajo—, casi todos los condenados, según contaba el propio Lorrain, acababan arrepintiéndose. Un dramaturgo escéptico puso a los condenados de Newgate el sobrenombre de los Santos de Lorrain.
Al día siguiente, que era domingo, los hombres acudieron a la capilla y se sentaron en el banco de los condenados, cerca de un ataúd. Como de costumbre, la multitud atestaba aquel lugar de plegaria espartano y necesitado de una mano de pintura. Por lo menos, los piratas condenados sabían que aquella semana el ataúd no era para ellos, sino para un tal John Shears, destinado a balancearse en Tyburn el viernes siguiente.
Aquel día, Paul Lorrain predicó dos veces, y escogió como primera lectura el Evangelio según san Mateo 25, 46: «E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna». Por supuesto, «estos» eran los criminales impenitentes; la galería de los «justos» podía estar allí sentada y satisfecha de sí misma y contemplar a «estos», animada por el hecho de no ser ellos.
Bajo la sombra de la horca, el capitán Kidd decidió intentar una última jugada para salvar la vida, y el lunes 12 de mayo envió una carta a Robert Harley, el presidente tory de la Cámara de los Comunes. La angustia que lo embargaba era manifiesta.
Señor. La conciencia de mi actual situación (estar bajo Condena) —y el pensamiento de que me han embaucado quienes buscaban mi destrucción para así satisfacer sus ambiciosos deseos— me hace incapaz de Expresarme en los términos en que debería. Por lo tanto, ruego con la mayor humildad que tengáis a bien comunicar a la Hrble. Cámara de los Comunes que en mis últimas acciones en las Indias adquirí bienes y Tesoros por el valor de cien mil libras de las que deseo que el Gobierno pueda beneficiarse. Para ello, no deseo ninguna clase de libertad sino que se me lleve prisionero a bordo del barco que fuere destinado a tal propósito, y dar solo las indicaciones necesarias, y en caso de que fracase en ello no deseo ninguna clemencia sino que se me Ejecute sin dilación de acuerdo con mi Sentencia…
Señor, V. Infortunado e humilde servidor,
WM KIDD
Kidd supuso que cien mil libras harían más efecto que treinta mil; esperaba una respuesta.
Durante la semana siguiente, Lorrain acosó a los hombres para que confesaran, y todos y cada uno de ellos, excepto el capitán Kidd, le abrieron el corazón al tenaz sacerdote. Por el contrario, Kidd desairó reiteradamente a Lorrain, sin admitir que fuera culpable de nada; no se daba por vencido ante el sacerdote. Una y otra vez, repetía que esperaba el perdón; es posible que lo dijera tan solo para quitarse de encima a aquel predicador vestido de negro, pero, en cualquier caso, le explicó a Lorrain que, si no recibía el perdón, ya confesaría en «El Árbol», es decir, en la horca.
Desgraciadamente para él, Kidd no podía ir a ahogar las penas a la taberna de Newgate ni a arreglar sus viejas cuentas con Culliford: él y los demás sentenciados estaban encerrados en la «Bodega de los Condenados», separados del resto de presos. La lógica de la ley era que un hombre que ya no tenía nada que perder podía encontrar divertido sacarle los ojos a otro o convertir el escroto de un vecino molesto en una petaca para tabaco. Por otra parte, los doce piratas convictos podían hacer que les trajeran bebida a la Bodega de los Condenados, y también mujeres, si es que podían pagar por ello.
El lunes dio paso al martes, y luego al miércoles. La posibilidad de una suspensión de la ejecución para ir a buscar el tesoro constituía una esperanza muy tenue, y Kidd era consciente de ello. Entonces, el jueves 15 de mayo de 1701, le informaron de que iban a venir a verlo unos visitantes: quizá los tories hubieran comprendido, quizá los whig quisieran recompensar su silencio o tal vez su esposa lo hubiera desobedecido —él no quería que contemplara su humillación— y había venido a Inglaterra.
Por el contrario, quien apareció ante él fue Cogi Baba, el comerciante armenio del Mercante Quedah, que se presentó en el lóbrego recinto de confinamiento de la Bodega de los Condenados con dos intérpretes, el señor Persia y el señor Anglois, deseoso de saber en qué lugar del Caribe había ocultado Kidd su barco.
Kidd, de pésimo humor, no les entregó ningún mapa del tesoro; era su única esperanza de lograr una suspensión de la ejecución. Sin embargo, antes de quitárselos de encima, murmuró que desearía haber devuelto las mercancías del Mercante Quedah a sus propietarios legítimos.
El día siguiente, viernes, 16 de mayo de 1701, fue un día terrible, y no solo porque Kidd oyera los rugidos de la multitud deseosa de que apareciera John Shears y pudieran acompañarlo a la horca; no, Kidd estaba acostumbrado a aquel griterío de la muchedumbre: lo que sucedía era que aquel día era el décimo aniversario de la boda de William, que ahora tenía cuarenta y siete años, con Sarah, que ahora contaba treinta y uno. No había visto ni estrechado a su esposa desde hacía un año y medio, y era consciente de que —a menos que sucediera un milagro— nunca volvería a verla y jamás vería a su hija creciendo en Nueva York. Lorrain escribió una y otra vez acerca de la insensibilidad y la frialdad de Kidd; resulta claro que el lacónico escocés optó por no compartir con el sacerdote los pensamientos sobre su esposa y su hija. La pequeña Sarah iba a perder a su padre aproximadamente a la misma edad que él había perdido al suyo.
Cada persona reacciona de modo distinto ante la conciencia de la inminencia de su muerte. La leyenda sostiene que los forajidos de Newgate respondían con un carpe diem desenfrenado y, antes de que los despacharan definitivamente a la eternidad, se entregaban a la bebida y al sexo tanto como les permitía su presupuesto; trataban la muerte —igual que la vida— como si fuera una inmensa broma.
Un periódico de Londres, el Post-Angel, consideró que merecía la pena explicar lo siguiente: «Se cuenta que, mientras el Capitán Kidd estuvo encarcelado, no se le acercó ninguna Mujer excepto la Tía de su esposa». Se daba por sentado que un hombre condenado a muerte cedería a la tentación, y era noticia que alguien no lo hiciera. En Newgate, Kidd pensaba en su mujer y su hija, que se hallaban en Nueva York, y esperaba un perdón que probablemente no llegaría nunca.
Aquella tarde, mientras estaba en la amplia celda con los demás condenados, Kidd oyó el griterío de la multitud mientras llevaban a John Shears a Tyburn en un carro. Hasta el edificio de piedra llegaban retazos inconexos y lejanos de canciones de beodos y carcajadas. Kidd esperaba. Las horas pasaban demasiado aprisa.
La carta de William Kidd a la Cámara de los Comunes obtuvo un resultado muy distinto del deseado por su autor: se filtró la noticia del tesoro de cien mil libras, y enseguida empezaron a divulgarse rumores sobre el botín oculto del capitán Kidd, rumores que seguirían circulando hasta hoy, tres siglos después, e impulsarían a los buscadores de tesoros a excavar a lo largo y ancho de Nueva Inglaterra, el Caribe y Madagascar.
Robert Harley y la Cámara de los Comunes ignoraron la oferta del capitán Kidd, que este tuvo la mala suerte de enviar en un momento de crisis política para los tories: el día que la nota de Kidd llegó a los Comunes, también lo hizo una carta asombrosamente desafiante, escrita anónimamente por Daniel Defoe (décadas antes de Robinson Crusoe), que aseguraba representar la voluntad de doscientos mil ingleses deseosos de plantar cara a la católica Francia.
La nota, escrita con letra cursiva, concluía diciendo: «Los Ingleses no están más dispuestos a ser esclavos del Parlamento que de un Rey, Nuestro nombre es LEGIÓN y somos muchos. Posdata. Si pedís que se os entregue este Memorial firmado con nuestros Nombres, se hará a la primera Orden, y se Presentará Personalmente». El embajador francés que había escrito acerca de las reticencias de la mayoría tory a ir a la guerra explicó que en dos días se había producido un cambio radical de actitud, «lo cual sería sorprendente en cualquier otro país que no fuera Inglaterra».
La cuestión de la vida de Kidd, por más importante que fuera para él, quedó apartada por completo de la escena pública nacional. El capitán Kidd no pudo atraer la atención de ningún político de alto rango —ni tory ni whig—, y la fecha de la ejecución se fijó para el viernes 23 de mayo, a última hora de la tarde; asimismo, el rey decidió (o bien lo hicieron sus consejeros) que el cadáver del capitán Kidd se colgaría encadenado sobre el Támesis.
El domingo 18 de mayo, la capilla de Newgate estaba atestada; aquella mañana, los guardianes se embolsaron unas propinas superiores a las habituales, abonadas por unos fieles deseosos de asistir al último domingo que pasaban en la tierra aquellos piratas de triste fama.
Dejaron entrar a la gente en la capilla; las presidiarias susurraban en la galería superior, donde una cortina hecha jirones las ocultaba a medias de los hombres de abajo. Al otro lado, una hilera de ventanas altas con barrotes comunicaba con un patio donde se reunían los prisioneros que preferían el ejercicio a Dios (en 1760, un visitante se lamentó de que los presos que había fuera perturbaban las ceremonias religiosas).
Los espectadores apenas podían leer los diez mandamientos grabados en la pared. La pintura negra del banco de los condenados estaba cuarteada como la piel de un leproso, ya que los dedos angustiados de los condenados habían ido arrancándola a tiras.
El capitán Kidd se sentaba en el banco de los condenados con otros diez hombres: tres de sus leales, cinco de Culliford y dos franceses. A su lado había un par de ataúdes, pero ni uno ni otro eran para él: Kidd no iba a recibir sepultura ni a descansar en paz, sino que se enfrentaba a la desagradable perspectiva de imaginar su cuerpo sin vida colgando de unas cadenas, como un espantapájaros humano destinado a disuadir a todo el mundo de dedicarse a la piratería.
Kidd no podía soportar los amargos pensamientos que lo acosaban: se había esforzado por no verse convertido en pirata y había tratado de actuar según el código de los corsarios; quizá lo había hecho con una pizca de precipitación y libertad, pero solo una pizca, y ahora iba a convertirse en un símbolo de la piratería para los años venideros. Su definición sería «pirata». Lorrain decía que Kidd estaba atormentado por sus pensamientos.
Los fieles, la multitud que había pagado, miraban cómo rezaban aquellos muertos vivientes.
En el inseguro púlpito, Paul Lorrain escogió como lectura el Eclesiastés 12, 13: «Basta de palabras. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal». Lorrain reiteró una y otra vez que el temor de Dios hace sabios a los hombres y los induce a actuar de un modo que obtendrá una recompensa inmediata y también eterna. Por la tarde, Lorrain eligió un tema del Nuevo Testamento, extraído de la Segunda Epístola a los Corintios 5, 10: «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el Tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal».
«Lo concluí Todo —escribiría posteriormente Lorrain—, con una fervorosa Exhortación (dirigida principalmente a las Personas Condenadas) para que regresaran a Dios con todo el Corazón; y así obtuvieran el gran Perdón decidido antes de que comparecieran ante el gran Tribunal de la Justicia de Dios. Les expuse constantemente, incluso en el momento de su Ejecución, la acuciante necesidad e indispensable Obligación que tenían de hacerlo; explicándoles la grave Ira y la terrible Sentencia de Dios que sin duda se abatirán sobre los Pecadores, a menos que rápida y sinceramente renuncien a sus Maldades y se arrepientan, y, para hacerlo, de modo paciente y sumiso, acepten esa Vergüenza y ese Castigo temporales… reconociendo noblemente sus faltas y… dando al Mundo toda la Satisfacción y Reparación».
La diligencia de Lorrain dio sus resultados con todos los condenados excepto Kidd. Según el sacerdote, los restantes prisioneros confesaron, en distinta medida, sus pecados, especialmente el debilitado Darby Mullins. Los hombres se dedicaron a esperar, en su mayoría bebiendo, y algunos manteniendo relaciones sexuales. Durante la totalidad de aquella segunda semana después del juicio, Kidd siguió eludiendo los servicios de Paul Lorrain, diciendo que aún esperaba el perdón. El relato de un folleto afirmaba que Kidd no parecía «estar en modo alguno aterrorizado o temeroso ante la proximidad de la Muerte».
Los dos presos franceses, Jean du Bois y Pierre Mingueneau, negaron haber cometido ningún acto de piratería, pero le contaron a Lorrain que sí habían incurrido en otros muchos pecados e imploraron la misericordia de Dios. Pese a los denodados esfuerzos de Lorrain, los dos franceses insistieron firmemente en morir como católicos romanos.
David «Darby» Mullins, de cuarenta años, constituyó el mayor éxito de Lorrain, pues regaló los oídos del ordinario con una confesión tras otra. Cuando se enroló con Kidd, Mullins era un pobre hombre de origen irlandés que había perdido la esposa y el trabajo y vivía en el puerto de Nueva York en un diminuto bote en el que acarreaba leña; luego, en las Indias Orientales, enfermó gravemente a causa del «flujo sanguinolento», que le provocó una debilidad de la cual aún no se había recuperado. Le contó a Lorrain que no sabía que era ilegal saquear los buques de los musulmanes, y reconoció que blasfemaba y profanaba el descanso dominical con mucha frecuencia, hechos que creía sinceramente que habían causado su perdición. «Era una pobre Persona ignorante, muy poco conocedora de cualquier Principio de la Religión —escribía Lorrain, que añadía—: No obstante, estaba deseoso de que lo guiaran; y expresaba grandes Esperanzas, de que por medio de la Bondad de Cristo, podría hallar Misericordia, y obtener la Salvación».
La noche del jueves 22 de mayo —la víspera de la fecha fijada para la ejecución—, llevaron al capitán Kidd a una pequeña sala que no llegaba a medir tres metros por dos y tenía el techo abovedado. Las paredes estaban cubiertas de paneles de roble tachonados de clavos de cabeza ancha, y al fondo había un banco sobre el cual reposaba una Biblia. Una ventana alta, angosta y con barrotes cruzados dejaba entrar el aire primaveral y el rumor de la lluvia. Una vela solitaria con soporte de hierro proyectaba un círculo de luz tenue. «Quienes los acompañaban me contaron que los criminales que habían hecho ostentación de valentía durante su juicio y parecían bastante despreocupados al pronunciarse la sentencia, eran presas del pánico y derramaban lágrimas, cuando los llevaban a aquellos lugares tenebrosos», escribía John Howard, que visitó Newgate en la década de 1770.
Quizá ello fuera cierto para otros presidiarios, pero no en el caso del capitán Kidd: el confinamiento solitario no era nada nuevo para él, y se mantuvo fuerte y sin arrepentirse de nada.
La mañana de la ejecución, Paul Lorrain se levantó temprano y llevó al capitán Kidd y los demás a la capilla. «Habiéndoles recomendado de nuevo que se Arrepintieran y tuvieran Fe, me parecieron muy deseosos y sinceramente afanosos de morir en Gracia de Dios; solo me dio miedo la dureza del corazón del Capt. Kidd».
A principios del siglo XVIII, el doctor Bernard Mandeville tuvo ocasión de observar personalmente en Newgate las mañanas que precedían a las ejecuciones, y escribió que los hombres disfrutaban de un «desayuno abundante» en el que trasegaban «mares de cerveza», y que reinaba una espantosa algarabía: los condenados se gritaban, bebían y bromeaban bajo la mirada de los guardianes, tensos y circunspectos. Los presos blasfemaban más que de costumbre, y las manos ennegrecidas se iban pasando la bebida. Aún conservaban esperanzas de recibir el perdón, que —con la mayor crueldad y enorme dramatismo— se solía conceder en el mismo patíbulo.
La procesión tenía que salir de Newgate a las dos de la tarde. El alguacil Cheeke del Almirantazgo, que ya tenía muy avanzados los preparativos, había reservado tres carros para transportar a los presos desde Newgate hasta el Muelle de las Ejecuciones de Wapping. También había alquilado caballos y sillas para él y sus escasos hombres, e incluso había abonado un recargo para que se los entregaran en Newgate y se los recogieran en el Muelle de las Ejecuciones. El alguacil había pagado la construcción en la orilla de Wapping de un patíbulo temporal provisto de una plataforma movible que pudiera soportar el peso de media docena de hombres y retirarse de un tirón. Asimismo, había contratado al verdugo, que recibiría una libra por cada hombre muerto y el tradicional complemento de un chelín y seis peniques por cada lazo que confeccionara. Cheeke también accedió a dar una propina a los sheriffs de Londres y a los mandos policiales de Middlesex para que proporcionaran una guardia armada. Todo estaba a punto.
Después de comer, Paul Lorrain decidió que había llegado el momento de una última sesión en la capilla, y llevó a los hombres a la misma. Luego, Lorrain salió para encaminarse al Muelle de las Ejecuciones, reunirse con los otros clérigos y abrirse paso entre la creciente multitud.
Aquel día fijado para su ejecución, y tan pronto como se fue Lorrain, William Kidd empezó a beber ron en cantidades ingentes. Todos los relatos indican que Kidd estaba borracho mientras lo conducían a la horca; les dio un chelín a los dos franceses, lo cual debió valer aproximadamente para una docena de tragos, y entregó a su joven esclavo negro malgache al alcaide de Newgate.
En su última tarde, William Kidd, que se consideraba un hombre respetable a quien se había tratado de modo injusto, se emborrachó por completo.
Una enorme multitud, enfebrecida por el clima bélico reinante, siguió a los piratas condenados hasta la horca. El doctor Mandeville describió una procesión similar como «una Feria continuada para Prostitutas y Maleantes de la peor especie», y observó que los aprendices y oficiales acudían especialmente a ella como si se tratara de una fiesta. «Como los días se conocen de antemano, hay llamamientos para que se encuentren todos los Ladrones y Rateros, de ambos sexos». A lo largo de todo el recorrido, toda clase de vendedores, desde ancianas con un par de botellas en un cesto hasta taberneros, ofrecían bebida.
Uno de los pasatiempos preferidos de los gamberros consistía en lanzar por los aires un perro o un gato muerto y cubierto de excrementos humanos, que iba a parar al lugar donde se concentraba más gente: «Mientras esos meteoros de mal agüero vuelan por los aires, es visible el regocijo y la diversión de los espectadores… Ver un buen traje estropeado por esa Muestra de Cortesía es el colmo de su Diversión».
El alguacil mayor Cheeke, montado a caballo, era el portaestandarte del remo de plata del Almirantazgo, y dirigía la procesión desde Newgate. Los sheriffs y sus ayudantes, en su mayoría también a caballo, precedían y seguían los tres carros que transportaban a los reos.
El capitán Kidd estaba borracho como una cuba. La procesión discurrió estrepitosamente por Cheapside —la ancha avenida flanqueada por altos edificios—, pasó frente a la Real Bolsa y el cuartel general de la Compañía de las Indias Orientales, en Leadenhall, y finalmente recorrió Minories en dirección a Tower Hill, donde la enorme fortaleza de piedra, símbolo del poder de Inglaterra, se alzaba junto al Támesis. En la distancia, junto a la ladera sin árboles de la colina, el capitán Kidd vio las embarcaciones de placer que maniobraban cerca de la orilla para verlo morir. De vez en cuando, Kidd se enfurecía, murmuraba «mi dinero me ha llevado a la horca» y gritaba que nadie quería dejarle devolver las mercancías a sus propietarios; también despotricaba de que no le hubieran permitido conservar su propio dinero.
La procesión tardó más de dos horas en recorrer, en medio del griterío, los cinco kilómetros que había entre Newgate y Wapping. «A pesar de que antes de salir, los Reos se preocupaban de tragar todo lo que podían para estar borrachos y sofocar el Miedo —escribía el doctor Mandeville—, el Valor que pueden proporcionar los Licores fuertes desaparece, y como el Camino que tienen que recorrer es considerable, corren Peligro de recuperarse… Por esa razón tienen que beber mientras avanzan; y el Carro se detiene con ese Propósito tres o cuatro Veces, y en ocasiones media docena, o más, antes de que lleguen al Final de su Trayecto. Esas paradas siempre hacen que aumente el Número [de personas] alrededor de los Criminales; y de modo más prodigioso, cuando son Malhechores famosos. Toda la Marcha… parece ideada a Propósito, para apartar y distraer los Pensamientos de los Condenados de la única Cosa que debería ocuparlos. Miles de personas se afanan para fijarse en su Aspecto. Sus Acompañantes… se abren paso a través de todos los Obstáculos para Salir: Y allí puede verse a jóvenes Bribones… arrancándose la Ropa de la Espalda, al apretujarse y arrastrarse entre las Piernas de Hombres y Caballos, para estrecharles la mano».
Mucha gente se abría paso a empujones para acercarse a Kidd y gritarle: «¿Dónde escondiste el tesoro?». Él no le contestaba a nadie. También hubo alguien que, con grandes esfuerzos, logró pasar entre la multitud para comunicarle a voces a Kidd que lord Bellomont había muerto en Nueva York (la noticia del acontecimiento, que se había producido dos meses antes, acababa de llegar a Londres).
Kidd se detuvo a tomar un trago para celebrar el repentino fallecimiento del gobernador.
A medida que los espectadores iban bebiendo más y más, la procesión de la ejecución se convirtió en una turba tambaleante que los agobiados ayudantes, montados en caballos desastrados, tuvieron que contener a golpes. El estrépito fue en aumento.
Finalmente, la cabalgata que rodeaba a Kidd pasó ruidosamente por Wapping, el barrio marinero, en dirección al Muelle de las Ejecuciones. A las prostitutas y los taberneros de Ratcliffe Highway les bastaba con dar un breve paseo para disfrutar del festejo. Kidd, atado en el carro, llegó al Támesis por la parte de Wapping, que con la marea baja presenta una orilla muy amplia, como una playa con rocas (con la marea alta, el lugar queda completamente sumergido).
Desde el carro, con ojos legañosos, Kidd contempló el patíbulo, su último podio. Se sabía de indultos que habían llegado cuando el reo ya estaba con la soga al cuello, e incluso después. La ingente multitud que se había apretujado por las callejuelas de Wapping tuvo que comprimirse aún más para bajar por el cuello de botella de las escaleras de Wapping y salir a la efímera orilla.
Allí estaba el sencillo patíbulo: una viga de madera horizontal sostenida por otras dos verticales, y una plataforma elevada con unos cuantos escalones que permitían subir a ella; unos postes cortos y macizos, que podían quitarse de un tirón, sostenían la plataforma, que tenía que ser lo bastante resistente para aguantar a los condenados, al verdugo y a un par de sacerdotes.
Más allá de la horca, Kidd —un hombre que había pasado la vida en el mar— vio barcos de todos los tamaños; entre la neblina alcohólica, pudo oler el río y la orilla húmeda.
Finalmente, llegaron los indultos; el alguacil mayor Cheeke se acercó al grupo de prisioneros y se llevó a seis hombres, que eran los que iban a ser perdonados: dos de los leales a Kidd y cuatro de Culliford. La multitud miró con atención los rostros de los hombres para observar la alegría de quienes se habían salvado: lágrimas, puños cerrados, sonrisas, temblores.
A los cuatro restantes los iban a ahorcar: eran el capitán William Kidd, Darby Mullins, Jean DuBois y Pierre Mingueneau. Los invitados a la horca estaban decididos: un escocés-norteamericano, un irlandés y dos franceses.
En la Inglaterra del siglo XVII, se daba por supuesto que las ejecuciones eran lecciones públicas: el criminal tenía que admitir el error de su conducta, admitir la justicia del castigo e implorar la misericordia de Dios; muchas ejecuciones no se ajustaban al guión, y era especialmente frecuente que los salteadores de caminos realizaran una actuación espectacular con una bravata de última hora.
El Post-Angel de Londres informó: «El Capt. Kidd fue un canalla tan impenitente como para hacer esto: pues aquel Día no solo bebió hasta el exceso… sino que en el patíbulo no quiso reconocer la justicia de su condena».
Paul Lorrain, que era un hombre de ideas claras, fue quien proporcionó el relato más detallado de la ejecución: «Habiendo dejado [a Kidd], para ir un poco antes que él al Lugar de Ejecución, cuando lo llevaron allí descubrí (con aflicción indecible por mi parte) que estaba inflamado de Bebida; lo cual le había confundido tanto el Ánimo, que ahora lo tenía en muy mal estado, y muy incapacitado para la gran Obra que tenía que interpretar ahora o nunca. Recé por él, y lo mismo hicieron otros beneméritos Religiosos que se hallaban presentes, a quienes (como a mí mismo) el Capt. les pareció fuera de sus cabales, y no tan preocupado ni afectado como debería haber estado».
Kidd fue el alma de la fiesta.
El alguacil mayor salmodió la orden de ejecución, y se dio permiso a cada reo para que pronunciara sus últimas palabras; la enorme muchedumbre calló milagrosamente, ya que las últimas palabras eran uno de los aspectos más valorados entre las diversiones del acontecimiento. Eran las seis, y el sol empezaba a bañar Southwark, al otro lado del Támesis, en un fulgor rojizo. Se oía un lejano repique de campanas de iglesia.
Darby Mullins —convertido en un espectro— y los dos jóvenes franceses, todos ellos vestidos con sus harapos de Newgate, no dijeron gran cosa. Llegó el turno del capitán Kidd; iba bien vestido, con casaca y pantalones de montar, y permaneció alejado de los tristes predicadores y ayudantes.
Con palabras entrecortadas, Kidd gritó que su condena era injusta y que no había hecho nada malo; culpó de su desgracia a la tripulación que se había amotinado y a otras personas, entre las cuales destacó como canallas a Robert Livingston y lord Bellomont. Paul Lorrain le susurró a Kidd que admitiera ante la multitud que Dios lo había llevado a la horca de modo justo. Kidd se burló del predicador, pero le dio una pequeña satisfacción al decir que tenía «confianza en la Misericordia de Dios por medio de Cristo», y que moría «reconciliado con el Mundo».
Lorrain hizo que los cuatro hombres pronunciaran una breve oración, a la que se sumaron los otros clérigos que había en la plataforma. Al terminar, el capitán Kidd quiso añadir algo: gritó que todos los capitanes habían de tener cuidado con las falsas promesas que les hicieran hombres codiciosos.
El sacerdote hizo que los cuatro reos cantaran un salmo penitencial, una práctica que se había convertido en uno de los actos preferidos de la muchedumbre. Un testigo presencial calificó la interpretación de «espantosa e impertinente».
Cuando el irlandés, el escocés-norteamericano y el par de franceses acabaron de cantar el salmo, Lorrain pronunció otra breve oración encomendándolos a Dios y bajó de la plataforma, al igual que hizo el verdugo. Durante aquella breve pausa, Darby Mullins gritó: «¡Señor, apiadaos de mí! ¡Padre, apiadaos de mí!». Por su parte, los franceses rezaron en su lengua.
El capitán Kidd no dijo nada.
De un tirón, el verdugo y su ayudante quitaron los bloques de debajo de la plataforma y los cuatro hombres cayeron unos quince centímetros y empezaron a patalear. Entonces, el capitán Kidd fue a parar al suelo.
La muchedumbre gritó y se agitó.
Mientras, por encima de él, tres moribundos pataleaban ejecutando una espasmódica danza aérea, Kidd yacía en el suelo, aturdido. Vio la muerte en primer plano: contempló los rostros de los tres hombres que se iban amoratando, sus brazos atados que se agitaban mientras daban sacudidas con los pies, hasta que murieron. Tenían la entrepierna cubierta de orina. La multitud estuvo rugiendo de principio a fin.
Los ayudantes del sheriff agarraron a Kidd sin contemplaciones. En ocasiones, en ciertas partes de Inglaterra se consideraba que, si se producía el caso nada habitual de que se rompiera la cuerda, se trataba de una acción divina, y se indultaba al reo. No fue el caso del capitán Kidd: el verdugo solo tardó unos minutos en retirar la plataforma derribada; alguien tuvo que ir a por una escalera.
Paul Lorrain explicaba que la caída hizo que a Kidd se le pasara la borrachera y que el asombrado capitán dejó de estar furioso y se calmó. El accidente concedió a Kidd por lo menos diez minutos más de vida, y a Lorrain le ofreció una oportunidad de que Kidd no muriera lleno de rencor o sumido en el delirio del alcohol.
El verdugo trepó a la escalera y lanzó una soga nueva sobre la viga; apoyó la escalera contra el poste e instó a Kidd a subir hasta el travesaño superior. Paul Lorrain obtuvo permiso para hablar con Kidd. El sacerdote trepó torpemente unos cuantos escalones hasta que la cabeza le quedó a la altura de la cintura de Kidd. Posteriormente, diría que la posición era «incómoda e indecorosa», pero aseguró que, desde aquel lugar privilegiado, había oído a Kidd «declarar con franqueza que moría con amor Cristiano y reconciliado con el mundo entero» (el piadoso Lorrain se anotó así otra victoria, y luego bajó).
Sin embargo, otro relato, escrito para un folleto, afirmaba que, en el momento de su último suspiro, Kidd dijo a quienes lo rodeaban que expresaran su amor a su esposa y su hija, que se hallaban en Nueva York, y que lo que más lamentaba «era pensar en la aflicción de su esposa ante su muerte infamante».
De un puntapié, el verdugo quitó la escalera. Kidd quedó colgando, se esforzó por no debatirse y murió mientras el sol se ponía en Londres. La misión del capitán Kidd a bordo del Adventure, concebida por razones comerciales y patrióticas, lo había llevado, por el contrario, a colgar de una soga; su afán incontenible —contra los deseos de su joven esposa— de volver a capitanear algo más que un buque mercante lo había llevado hasta el Muelle de las Ejecuciones.
Lorrain corrió a la imprenta. Cuando se hubo dispersado la multitud, los ayudantes cortaron las cuerdas para dejar caer los cadáveres, que luego fueron atados a sendos postes para que los cubrieran tres mareas sucesivas, como marcaba la tradición de las ejecuciones del Almirantazgo.
El alguacil del Almirantazgo, Cheeke, y sus ayudantes habían sido presas de una sed considerable, y la cuenta de gastos de Cheeke muestra que gastaron diecinueve chelines «en una Taberna de Wapping y en la Taberna de Horne». La cantidad indicada les permitió tomar más de cien tragos.
Aquella noche, el rey, en una muestra de su apoyo a los lores whig, cenó en casa del conde de Romney, uno de los promotores de la travesía de Kidd.
A la mañana siguiente, el Almirantazgo envió a la India, por medio del HMS Royal Bliss, una carta urgente en la cual avisaba al gran mogol de que Inglaterra había ejecutado al temible capitán pirata Kidd.
Un ayudante llamado Thomas Sherman enterró a los dos piratas católicos franceses en Limehouse Breach; en cuanto al pobre Darby Mullins, los archivos no dicen nada: es posible que alguna institución benéfica protestante le diera sepultura o que alguna escuela de anatomía se aprovechara de él.
Las malsanas aguas del Támesis cubrieron tres veces al capitán Kidd, y su cadáver quedó abotargado y pálido. Los ayudantes desataron el cuerpo, lo subieron a un pequeño bote del Almirantazgo y lo transportaron veinticinco millas río abajo, hasta Tilbury Point.
La Corona y la junta del Almirantazgo habían escogido sagazmente Tilbury para exhibir el cadáver de Kidd, ya que aquel era el punto donde el Támesis desembocaba en el mar, y resultaba ineludible para la totalidad del tráfico naval de Londres. En la obra que relata su recorrido por Inglaterra, Daniel Defoe califica Tilbury Fort de «llave del Río Támesis, y por lo tanto de la Ciudad de Londres». En el lugar se alzaba una enorme fortaleza, en la cual, el 8 de agosto de 1588, la reina Isabel había realizado su famosa arenga para animar a las tropas a luchar contra la armada española: «Sé que tengo el cuerpo de una frágil y débil mujer, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, y además de un rey de Inglaterra; y me parece una vil ofensa que Parma o España, o cualquier príncipe de Europa se atreva a invadir los confines de mi reino».
Los ayudantes descargaron del bote el cuerpo de Kidd, empapado y cubierto de limo, y un fornido herrero, James Smith, subió al capitán sin vida por los largos tramos de escaleras de piedra. En lo alto, dejó caer el cadáver en una jaula de hierro hecha a medida que estaba abierta en el suelo; apretujó a Kidd en el interior y cerró la jaula a martillazos.
Tilbury se alzaba en una lengua de tierra rodeada por detrás por las marismas de Essex. En tiempos del capitán Kidd, la fortaleza pentagonal poseía una plataforma que daba al Támesis y en la cual se alineaban ciento seis cañones, algunos de los cuales eran capaces de disparar balas de veinte kilos. Las órdenes del Almirantazgo exigían que el cuerpo de Kidd se colocara «de modo que se lo pueda ver con la mayor claridad».
William Kidd, nacido en Dundee, casado en Nueva York y ahorcado en Londres, fue entonces izado y encadenado sobre la picota de roble de Tilbury. A partir de aquel momento, y durante años, los hombres y mujeres que viajaban a bordo de todos los barcos que iban o venían de la activa metrópolis londinense pudieron verlo balanceándose en la brisa, como severa advertencia del Almirantazgo a cualquiera que considerara la posibilidad de dedicarse a la alegre vida del pirata.

Capítulo 22
Robert Culliford

El viernes 23 de mayo de 1701, Robert Culliford y otros presos de Newgate oyeron el inmenso tumulto que acompañó el traslado del capitán Kidd al Muelle de las Ejecuciones.
Durante las semanas siguientes, Culliford, que se había declarado culpable y había visto «suspendida» su sentencia, cayó en una especie de limbo legal: había dejado de tener acceso a fondos para pagar un abogado que le consiguiera el indulto y el Almirantazgo, con la guerra en puertas, perdió interés por su caso. Así pues, Culliford se dedicó a hacer que lo invitaran a beber en la taberna de Newgate. A sus treinta y cinco años, había de ser un hombre sorprendentemente vigoroso para haber sobrevivido en aquella cárcel desde noviembre.
Con la llegada del verano, el edificio de piedra de cinco plantas se hizo más caluroso y maloliente; los funcionarios que se veían obligados a visitar el lugar por asuntos oficiales empapaban pañuelos en vinagre. Los siete hombres condenados el mismo día que el capitán Kidd obtuvieron el indulto y, tan pronto como sus amigos o parientes lograron reunir el dinero para pagar su estancia en la cárcel, salieron de ella. También el doctor Bradinham y Joseph Palmer recibieron los perdones prometidos y se fueron.
Sin ningún dinero del exterior, Culliford subsistía básicamente con la pensión de seis peniques diarios, sin un final claro a la vista, sin nada que lo sacara del tedio, sin protectores y sin abogado.
Entonces Robert Culliford, con su extraordinario talento para escabullirse de los desastres, tuvo un golpe de suerte.
A fines de julio, el capitán Matthew Lowth, de la Compañía de las Indias Orientales, llevó a la cárcel de Marshalsea a un preso muy importante: Samuel Burgess. Veinte meses antes, Lowth había capturado a Burgess y el Margaret —cargado de riquezas— frente al cabo de Buena Esperanza, y lo retuvo bajo sospecha de traficar con piratas.
Aquel caso de confiscación no habría tenido mayor importancia de no ser porque el armador del Margaret, Frederick Phillips, resultaba ser el hombre más rico de Nueva York y estaba totalmente resuelto a recuperar su dinero: envió a su hijo Adolph a Londres para argumentar que la captura de Lowth era ilegal, que el Margaret viajaba con un salvoconducto del gobernador Bellomont y que no debía hacerse responsable al capitán Burgess de las acciones precedentes de sus pasajeros piratas.
Phillips estimó el valor del cargamento, los esclavos y el dinero que transportaba el Margaret en la atractiva suma de veinte mil libras. Dado que el capitán Lowth había realizado la captura con la cobertura de una patente del Almirantazgo y mientras trabajaba para la Compañía de las Indias Orientales, era posible que algunas personas muy poderosas tuvieran que hurgar en sus herméticos bolsillos para resarcir al neoyorquino de origen holandés.
El modo más sencillo de desbaratar las reivindicaciones de Phillips (y de hacer desaparecer a un posible testigo judicial) podía consistir en condenar por piratería a Samuel Burgess y ahorcarlo igual que a Kidd. El esqueleto de Burgess también serviría para enviar un mensaje a los insolentes colonos norteamericanos para que no vendieran provisiones a los piratas ni los transportaran de vuelta a casa. En un primer momento, el Almirantazgo no consiguió encontrar ningún testigo contra Burgess, pero luego alguien se acordó de Robert Culliford.
El capitán pirata de Cornualles podía testificar sobre la carrera delictiva de Burgess desde que empezó robando el barco del capitán Kidd en 1690 hasta sus travesías de piratería por las Indias Orientales. Culliford estaba más que deseoso de perjudicar todo lo posible a su antiguo y tramposo timonel y salvar la vida.
Sin embargo, había un obstáculo fastidioso que impedía al Almirantazgo utilizar aquel testigo estelar: en el limbo legal en el que se hallaba Culliford —ni indultado ni sentenciado—, el código legal vigente le prohibía testificar. Los funcionarios del Almirantazgo se aplicaron a remediar la situación.
Al leer el legajo de documentos en que distintos funcionarios solicitan el perdón para Culliford, uno tiene la sensación de que había un entusiasmo genuino por salvar a aquel individuo: las peticiones de indulto no suenan al cumplimiento maquinal de una obligación burocrática; una vez más, aquel maleante parecía exhibir un encanto canalla.
«En verdad creo que si Culliford no se hubiera impuesto sobre el resto de los piratas para que aceptaran la mencionada Proclama —declaraba Thomas Warren en defensa de Culliford—, los mencionados piratas no se habrían sometido».
El 8 de noviembre de 1701, Thomas Lechmer, un abogado del Almirantazgo, escribió que la sentencia de Culliford había quedado en suspenso porque «ofreció un testimonio sólido y franco a los jueces».
En su solicitud de perdón del 9 de diciembre de 1701, Thomas Bale, procurador del Almirantazgo, escribía acerca de Culliford: «Hay tan pocas pruebas contra Burgess que no hay ninguna posibilidad de condenarlo sin [Culliford]».
Llegó el invierno y el frío se apoderó del recinto de piedra de Newgate. En febrero, el Almirantazgo convenció a la reina Ana de que hiciera extensiva su gracia y su clemencia a Robert Culliford «para incluirlo en Nuestro próximo Indulto General que se promulgará para los Pobres Condenados de Newgate».
El Almirantazgo había ido retrasando el juicio de Burgess en espera del indulto de Culliford. En aquellos momentos, Thomas Bale se estaba dedicando a recorrer distintos despachos para tratar de que la clemencia de la reina se acabara de concretar, pero se inquietó al descubrir que el documento de Culliford iba a necesitar el Gran Sello y costaría un buen pellizco en honorarios: todos los burócratas que trataban el caso de aquel hombre que se hallaba en el corredor de la muerte tendían la mano. «He estado con Colliver para saber si puede conseguir dinero para ello —escribía Bale, que añadía—: Por su parte, habiendo avisado a sus amigos para ver qué pueden hacer por él, dice que no harán nada mientras siga en prisión».
Durante los dos meses del año anterior que había pasado en libertad en Londres, Culliford había escondido dinero en manos de distintos amigos. Ahora les había enviado mensajes, pero todos supusieron que el indulto era un sueño imposible, un truco para conseguir dinero para bebida; esperaban que su compinche muriera en la cárcel, y todos se lo quitaron de encima. En cuanto a las sacas de oro, si Culliford tenía alguna oculta bajo los tablones del suelo o enterrada cerca de los robles de Cornualles, decidió apostar fuerte, a vida o muerte, y no le contó a nadie del exterior dónde podía encontrarlas. Por el contrario, Culliford le pidió tranquilamente a Bale que lo dejara salir y juró que volvería con el dinero.
Bale trató de conseguirle un permiso para salir de Newgate, pero, al fracasar en el intento, recurrió a la mejor opción que le quedaba: le pidió al gobierno que pagara los honorarios del caso de Culliford.
La Corona concedió a Culliford un insólito «perdón especial», que Bale recibió de manos hambrientas de monedas a fines de junio, justo a tiempo para el juicio de Burgess.
Pulcro y bien peinado —la viva imagen de un capitán de barco—, Culliford entró en la sala de vistas del Old Bailey y testificó contra Burgess; por lo visto, su testimonio resultó demoledor, elocuente y convincente: un jurado declaró culpable de piratería a Burgess, de treinta y dos años, y lo condenó a morir ahorcado en el Muelle de las Ejecuciones (posteriormente, la familia Phillips lograría arrancar un indulto para su capitán).
Después de oír el veredicto del jurado en el juicio de Burgess, Robert Culliford quedó libre de marcharse, de salir paseando del Old Bailey. Su baile de casi dos años con el sistema judicial había llegado por fin a su término: la proclama que había recibido en aguas de la isla de Sainte Marie, en Madagascar, y había transportado doblada en ocho partes le había salvado la vida por muy poco.
Aquel capitán pirata que una vez había poseído más de dos mil libras salió del Old Bailey sin un chelín en el bolsillo y pasó ante las estatuas de la Justicia y la Libertad de Newgate llevando consigo poco más que la esperanza de poder recuperar parte de su oro de manos de sus examigos o de escondrijos secretos.
Aquella tarde de verano de 1702, Robert Culliford desapareció en las calles de Londres mezclándose con los lacayos y los lores, los marineros y los vendedores de fruta. Nunca volvió a aparecer en documentos oficiales, y durante tres siglos escapó de la mala fama que tan merecida tenía.

Epílogo
O qué fue de…

El tesoro del capitán Kidd acumulaba polvo en el almacén del Almirantazgo. Una vez el cuerpo sin vida del capitán quedó colocado en su atalaya de Tilbury, el Almirantazgo juzgó que había llegado el momento de subastar las mercancías. El 13 de noviembre de 1701, en el café de la Marina de Birchen Lane, se pusieron a la venta «oro y plata y algunos Diamantes, Rubíes y otras Cosas confiscadas como bienes de piratas», bajo la presidencia del alguacil mayor del Almirantazgo, John Cheeke. Las normas estipulaban que todos los artículos se vendían «como están» y había que pagarlos en el plazo de una semana.
El catálogo de la subasta se ha conservado, y en los márgenes están garabateados los nombres de los postores que ganaron y los precios que pagaron. En él se consigna, entre otros artículos, el regalo del capitán Kidd a lady Bellomont, una caja de esmalte dorado que contenía anillos de oro con diamantes y diamantes sueltos; lord Bellomont había dado por supuesto que el mayor de ellos era de «piedra de Bristol», es decir, una imitación, pero el buen gobernador resultó estar equivocado, y el diamante se vendió por veinticinco libras. Los lotes de la subasta iban desde cinco barras de oro que pesaban casi cuatro kilos y medio cada una hasta una «pequeña madeja de hilo de plata» valorada en cuatro peniques.
El tesoro del capitán Kidd, que los rumores habían estimado inicialmente en medio millón de libras esterlinas, generó unas cinco mil quinientas, que recaudó el alguacil del Almirantazgo Cheeke.
Sin embargo, ni el rey ni el Almirantazgo, como tampoco ninguno de los lores de Londres, podían tocar el dinero, ya que este estaba pendiente de un proceso judicial: ahora, los tribunales ingleses tendrían la oportunidad de restituir los bienes robados a sus propietarios legítimos.
Cogi Baba, el comerciante armenio, presentó ante el tribunal del Almirantazgo una reclamación en la que manifestaba que él y otros colegas suyos habían perdido sesenta mil libras a causa de la captura del Mercante Quedah por el capitán Kidd. Su detallada demanda relataba paso a paso su travesía comercial hasta Bengala y el correspondiente regreso, transportando muselinas, sedas, calicós, opio, azúcar, salitre y hierro. Cogi Baba aseguraba que las joyas del capitán Kidd pertenecían originalmente a los mercaderes y que el oro y la plata procedían directamente de la venta de su cargamento por parte de Kidd frente a las costas de la India.
El tribunal del Almirantazgo envió misiones de investigación a Ispahan, Bengala y Surat. El caso languideció en completa calma durante dos años, hasta el regreso de los investigadores; entonces el tribunal consideró que la información que aquellos aportaron era demasiado vaga para ser de utilidad.
El 21 de noviembre de 1704, más de tres años después del juicio de Kidd, el juez adoptó una decisión definitiva: restituyó cierta parte de las mercancías a los comerciantes de turbante y otorgó el resto «al Lord Alto Almirante como prebenda del Almirantazgo de Inglaterra».
El juez resolvió que Cogi Baba no había conseguido demostrar que el oro de Kidd procedía de la venta del cargamento del Mercante Quedah, aunque sí admitió que algunos de los cuarenta fardos hallados en el San Antonio pertenecían a Cogi Baba y sus colegas. No obstante, el tribunal fue incapaz de encontrar un traductor fiable del persa, debido a lo cual el juez decidió que no podía otorgar a Cogi Baba los fardos que estaban etiquetados en dicha lengua, si bien añadió, dando grandes muestras de benevolencia: «Y las [indicaciones en persa] se hallaron en los Fardos de Mayor valor y no cabe duda de que si se pudieran traducir aparecerían asimismo como razón para restituirlos como los demás a los demandantes».
El juez concedió a Cogi Baba los once fardos que llevaban etiquetas armenias, valorados en 891 libras; el tribunal cobró algo más de 305 libras en concepto de «honorarios» y «aranceles de importación» por haber traído las mercancías a Inglaterra, lo cual dejó para Cogi 585 libras y 7 chelines, es decir, aproximadamente una centésima parte del valor del cargamento.
El saldo de 6.472 libras fue a parar a manos del Almirantazgo.
Por su parte, un puñado de aristócratas dio con un método insólito para limpiar aquel dinero manchado; las actas del Hospital de Greenwich del 23 de noviembre de 1704 dan constancia de lo siguiente: «Un funcionario informa a la junta de que debería solicitar a su Majestad… los efectos del Pirata Kid… que su Majestad ha hecho saber que quiere entregar al mencionado Hospital».
Durante décadas, la Armada Real había retenido una pequeña parte de la paga de los marineros para financiar el retiro de los veteranos achacosos, pero, a pesar de aquella sisa, Inglaterra tenía pocos lugares donde dar cobijo a los hombres de pata de palo que habían servido a la patria.
Se suponía que el Hospital de Greenwich tenía que remediar aquella situación. Guillermo y María habían encargado a Christopher Wren el proyecto del asilo, con una condición: no tenía que impedir que la reina pudiera contemplar el Támesis desde la llamada Casa de la Reina, situada en lo alto de la colina. Wren proyectó dos espectaculares alas abovedadas que se alzarían como elegantes centinelas.
Cuatro meses después, el 8 de febrero de 1705, la junta volvió a acordarse de solicitar el dinero de Kidd, y, en abril, decidió destinar parte del mismo, unas cuatro mil libras, a la compra de la Casa de la Reina, que era propiedad del coronel Sidney, sobrino del conde de Romney, uno de los promotores de Kidd. El 6 de junio de 1706, la junta recibió por fin el dinero de Kidd.
A lo largo de las décadas siguientes, se fueron realizando los planes de Wren. Unos cuantos veteranos de los mares especialmente afortunados vivieron en aquella residencia espectacular pero carente de todo sentido práctico: los costosos edificios, que ofrecían una magnífica estampa desde el Támesis, solo podían albergar a unos centenares escasos de pacientes. «Hacen mal quienes dicen que ese ornato está mal empleado —escribía en su History of London (1760) William Maitland, que añadía—: Pues el honor del gobierno es mayor cuanto más humildes son los objetos de sus atenciones».
Robert Livingston, comerciante neoyorquino, presionó incansablemente para obtener una parte del tesoro de Kidd hasta el mismo día en que el Hospital de Greenwich recibió el dinero. A principios de 1706, Livingston visitó a varios de los aristocráticos promotores de Kidd, ante quienes sostuvo que, en realidad, el tesoro del marino procedía de la venta del Adventure y no de ninguna captura pirata. Los lores le respondieron que, lamentablemente, tenía que demostrarlo.
En mayo de 1706, Livingston se preparaba para marchar de Inglaterra cuando, inesperadamente, fue detenido; sir Richard Blackham, el turbio comerciante que en 1696 había comprado en secreto una porción de las participaciones de Kidd y Livingston en el Adventure Galley, quería que se le devolviera su dinero. El lugar de encierro de Livingston no fue precisamente Newgate: se le permitió alojarse en «El Rótulo de la Cabeza del Sarraceno» de Gravesend a condición de que corriera él mismo con los gastos. «A pesar de que el infortunio es grande —le escribía a su esposa—, tengo fe en que Dios que hace nacer la luz de la oscuridad lo arreglará todo de modo que redunde en su Gloria».
Quizá Dios ayudó en las negociaciones. Blackham, que había pagado 396 libras al astuto comerciante de Albany, exigía quinientas, incluidos los intereses acumulados a lo largo de una década. Livingston, sometido a arresto domiciliario, ofreció cien, al mismo tiempo que su abogado maniobraba para trasladar a su cliente a una jurisdicción más benévola; llegados a aquel punto, Livingston y Blackham alcanzaron un acuerdo: ciento setenta libras y la promesa del primero de que no demandaría al segundo por detención fraudulenta. Luego, Livingston se embarcó con destino a América.
A lo largo de los años que siguieron, Livingston presentó una reclamación tras otra a la Corona para que se le reembolsaran las enormes sumas que supuestamente había gastado alimentando y vistiendo a las tropas de Nueva York, más los intereses correspondientes. Las cartas y libros de cuentas destinados a justificar esas reclamaciones llenan una cantidad abrumadora de volúmenes. Su enemistad con el siguiente gobernador lo llevó a acusar a lord Cornbury de vestirse con ropas de mujer. En cierto momento, se acusó a Livingston de haber malversado diecinueve mil libras, pero la imputación no pudo sostenerse. Finalmente, el avaro Livingston logró salirse con la suya y, a su muerte, acaecida en 1728, dejó a los herederos un enorme patrimonio, que incluía una extensión de sesenta y cinco mil hectáreas de terrenos de primera categoría en Nueva York. Entre sus descendientes estuvieron el primer gobernador de Nueva Jersey, un alcalde de Nueva York y varios senadores; uno de sus nietos firmó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

* * * *

Lord Bellomont había muerto en Nueva York, completamente arruinado, el 5 de marzo de 1701, dos meses y medio antes de que ahorcaran al capitán Kidd. El conde tenía sesenta y cinco años, y la causa de su fallecimiento se consignó como «gota en el estómago».
Las gentes de pro de Boston organizaron una salva de cuarenta y seis cañonazos, que se disparó desde el castillo al atardecer del 7 de abril; asimismo, se decretó un día de ayuno en su honor.
En Nueva York, después de un funeral a cargo del erario público, se dio sepultura a Bellomont en la capilla de Fort William Henry, en el extremo sur de Manhattan. El ayuntamiento —presionado por el primo de Bellomont, el vicegobernador Nanfan— encargó al cantero William Mumford que labrara el escudo familiar de Bellomont en la fachada del nuevo palacio municipal, pero, al año siguiente, el partido de oposición accedió al poder y decidió por votación que se arrancaran las placas.
Bellomont había dejado enormes deudas, tanto personales como públicas, que incluían el impago de los salarios de los soldados; las autoridades locales se negaron a permitir que lady Bellomont abandonara la ciudad. El cadáver del difunto apenas se había enfriado bajo tierra cuando Robert Livingston escribió a los lores del Comercio quejándose de que lady Bellomont no había entregado las ochocientas libras que los lores habían enviado con el fin de que se comprara un regalo para los indios. Livingston tenía la patriótica esperanza de que, algún día, aquellas ochocientas libras tendrían «su efecto adecuado con nuestros Indios», y se ofrecía personalmente, en calidad de agente de asuntos indios, a distribuir la espléndida dádiva.
A su llegada, el nuevo gobernador, lord Cornbury, siguió impidiendo que lady Bellomont abandonara la colonia. No obstante, la dama consiguió engatusar al capitán del HMS Advice (el buque de la Armada Real que había trasladado a Kidd, cargado de cadenas, a Inglaterra) para que la llevara al otro lado del Atlántico, y, antes de partir, también convenció a dos hombres para que respondieran personalmente del pago de las diez mil libras que se la acusaba de deber a las tropas en nombre del difunto gobernador. En una carta dirigida posteriormente a la reina, lord Cornbury afirmaba que los dos hombres que la avalaron «no valen ni 10 £ cada uno».
Lady Bellomont logró regresar a County Sligo, en Irlanda, donde se hallaba la casa solariega de la familia: era la segunda generación de terratenientes ingleses protestantes que habitaba entre los católicos irlandeses (el abuelo inglés de su esposo, así como los hijos de aquel, habían recibido grandes extensiones de tierra como recompensa por sus victorias sobre los católicos de la isla).
No hay constancia de que a las tropas de Nueva York se les pagaran jamás las diez mil libras de salarios atrasados.
En 1790, cuando parecía probable que la ciudad de Nueva York se convirtiera en la capital de los Estados Unidos, se erigió en la ciudad una casa para el presidente Washington. Durante la construcción, los trabajadores, al querer aprovechar piedras procedentes del viejo fuerte, tropezaron con la tumba de lord Bellomont. Las autoridades trasladaron sus huesos, encerrados en un ataúd de plomo, al camposanto de la iglesia de Saint Paul, donde los depositaron sin miramientos y sin colocar ninguna indicación que identificara al difunto. La sepultura contenía también muchas piezas de vajilla de plata que ostentaban el blasón familiar de los Bellomont; llevados del fervor revolucionario, los patriotas las fundieron y las convirtieron en cucharas.

* * * *

Después de recibir el indulto, el doctor Robert Bradinham, el testigo de la Corona contra Kidd, trató de saldar sus deudas carcelarias reclamando al Almirantazgo que se le restituyera su botín de pirata. El doctor George Oxenden, abogado del Almirantazgo, opinó que jamás había habido un caso en el que se hubiera otorgado el producto de un robo a los «testimonios» del rey. «Siendo Bienes de Piratas, no tiene propiedad sobre ellos». El doctor Oxenden prevenía contra la entrega de «una proporción establecida», ya que ello podía sentar un precedente que sería perjudicial para el rey cuando se tratara de sumas de mayor envergadura. No obstante, recomendó que se concedieran a Bradinham 1.058 dólares «de león», algo más de tres kilos de plata en pedazos y unos cien gramos de oro, también en fragmentos, lo cual representaba aproximadamente la mitad de su tesoro.
El Almirantazgo decidió que incluso un precedente como aquel era demasiado peligroso, y Bradinham no recibió nada.
Entonces, el cirujano demandó a William Penn para reclamarle cuarenta libras que aseguraba que habían desaparecido cuando lo detuvieron en Pensilvania. Penn envió de inmediato a los lores del Comercio una nota, fechada en mayo de 1702, en la cual se quejaba de que aquel «pirata» lo importunara.

* * * *

Los cuatro lores que promovieron la travesía del Adventure Galley del capitán Kidd sobrevivieron sin excepción al escándalo, aunque salieron de él un poco magullados, sobre todo en lo a que su reputación se refiere (al parecer, quien perdió más dinero fue el comerciante sir Edmund Harrison). El 8 de mayo (primer día del juicio de Kidd), la Cámara de los Comunes imputó a lord Orford, héroe de guerra y antiguo primer lord del Almirantazgo, diez cargos, entre ellos dos que tenían que ver con Kidd. El procedimiento preveía que debía sometérselo a juicio en la Cámara de los Lores, con sus iguales actuando como jueces y los Comunes como acusación. El 16 de mayo, lord Orford negó haber cometido ningún delito y, en cuanto a Kidd, afirmó que este (que todavía estaba vivo) era responsable de sus propias acciones, y negó que jamás le hubiera prometido protección por ningún acto ilegal.
Aquel mismo día, lord Somers, exjefe de la judicatura de Inglaterra, fue imputado por catorce cargos, entre ellos uno en el que estaba implicado el capitán Kidd. Muy molesto, Somers comentó que, si el capitán Kidd hubiera cumplido su misión, el interés público habría salido muy beneficiado.
La fiebre bélica distrajo a los tories del acoso a aquellos lores whig. La Cámara de los Comunes y la de los Lores se enzarzaron en una disputa acerca de los procedimientos a seguir para los juicios venideros; la riña fue en aumento. El 17 de junio, empezó el juicio de Somers en la Cámara de los Lores; se leyó el documento de imputación, y lord Rochester anunció que los Comunes podían dar comienzo a su alegato inicial, pero, de los 513 escaños que se les habían reservado, no había ni uno solo ocupado. Según el relato del embajador francés, la Cámara de los Lores entera se echó a reír a carcajadas. Después de siete minutos de espera, lord Rochester declaró absuelto a lord Somers. Una semana después, se volvió a representar la misma farsa en la Cámara de los Lores, y lord Orford quedó igualmente absuelto.

* * * *

La Vieja Compañía de las Indias Orientales y la Nueva Compañía de las Indias Orientales siguieron disputándose el comercio con la India, pero ambas sufrieron un enorme revés: la costosa misión (setenta mil libras) del embajador Norris ante el gran mogol, fracasó miserablemente a pesar de todos sus cañones y buques de guerra; la cuestión de los piratas ingleses —personificados por el capitán Kidd— resultó ser el elemento clave que impidió el acuerdo, al negarse Norris a garantizar que la compañía resarciría a los musulmanes por cualquier pérdida debida a dichos piratas.
El 16 de noviembre del 1701, el gran mogol —pese a estar enterado de la ejecución del capitán Kidd— emitió una orden para que se encerrara a todos los ingleses, se confiscaran sus bienes y se detuviera el comercio con ellos. Sir John Gayer, que había enviado algunos de los informes más perjudiciales sobre Kidd, fue puesto bajo arresto domiciliario en Surat y así siguió durante los diez años que siguieron, hasta su muerte.
Si bien aquel desbarajuste contribuyó a alentar la fusión de ambas compañías, cada parte seguía reclamando a la otra barcos y cargamentos robados, al igual que hacían distintas compañías independientes que se habían aventurado en su bañera particular del océano Índico. En agosto de 1705, la reina Ana dejó despejado el camino a la fusión al otorgar un perdón a ambas compañías de las Indias Orientales por todos los crímenes «desde el principio del mundo» hasta julio de 1702.
La compañía inglesa unida se enfrentó a su gran rival, la compañía francesa, por el dominio de la India, y salió ganadora, de lo cual surgió la que puede considerarse la empresa más exitosa de la historia mundial, que en 1858 acabó cediendo el subcontinente al gobierno británico.
A principios de la década de 1770, el Parlamento otorgó a la Compañía de las Indias Orientales privilegios para la exportación de té a América del Norte. El 16 de diciembre de 1773, un grupo de bostonianos disfrazados de indios arrojó a las aguas del puerto cuarenta y cinco toneladas de té de la Compañía de las Indias Orientales, y, al año siguiente, unos neoyorquinos —sin ningún disfraz— también lanzaron por la borda el té de la compañía. Las prácticas comerciales poco escrupulosas contribuyeron a estimular la revolución.

* * * *

Durante dos siglos, algunos historiadores británicos dudaron de la existencia de los salvoconductos franceses de Kidd, hasta que, en 1910, Ralph Paine, un estadounidense que investigaba en Londres en busca de tesoros, encontró los dos pasaportes del capitán Kidd, que se hallaban extraviados en los archivos de la Junta de Comercio.

* * * *

Sarah Kidd esperó en vano que su esposo regresara de Londres; en su lugar, le llegó la noticia de su ahorcamiento, seguida de una orden de confiscación del patrimonio del capitán Kidd, emitida en agosto de 1701. Las autoridades obligaron a Sarah Kidd y su hija a irse de la mansión familiar de Pearl Street, y también les quitaron sus demás propiedades, así como el mobiliario doméstico y otros bienes. El nuevo fiscal general destinado a Nueva York, Sampson Broughton, escribió a la Corona pidiendo permiso para vivir en una de las casas del capitán Kidd: «Tengo una familia de ocho personas y no sé todavía dónde instalarlas, pues en este lugar las casas son muy escasas y costosas y los hospedajes de calidad inferior» (el difícil mercado inmobiliario de Manhattan ya había iniciado su andadura).
No obstante, Sarah Kidd ni se dio por vencida ni renunció a las propiedades: contrató a un abogado y plantó cara, sosteniendo que aquellos terrenos eran suyos por su primer marido y no eran propiedad del capitán Kidd. El pleito hizo su curso con suma lentitud por los tribunales.
Entretanto, su hermano, Samuel Bradley —débil y enfermo—, regresó a Nueva York. Pese a que el capitán Kidd había ayudado a salvar la vida del joven en Saint Thomas, Samuel, con solo veinticinco años de edad, ya había perdido definitivamente la salud; murió en 1703, y en el inventario de su patrimonio solo se consignaron dos espadas viejas, valoradas en once chelines. Sus selectas propiedades de Manhattan aún estaban sumidas en el embrollo del fracaso del capitán Kidd.
Aquel mismo año de 1703, Sarah —tres veces viuda— se casó con su cuarto marido, un comerciante de Jersey Oriental llamado Christopher Rousby. Juntos lucharon por recuperar el patrimonio de Sarah, y, el 2 de mayo de 1704, la reina Ana les concedió la devolución del título de propiedad de la mansión de Pearl Street, el de la casa de Samuel en Wall Street y el de quince hectáreas de terreno en Saw Mill Creek.
A pesar de las acusaciones de piratería contra Kidd, la Trinity Church respetó la compra de un banco por parte de la familia, y los documentos del templo muestran a Sarah Kidd y sus familiares más cercanos ocupando el banco número cuatro, situado en primera línea, durante la década de 1700 (el cuadernal de Kidd había ayudado a izar los bloques de piedra de la iglesia).
La antes llamada Sarah Kidd tuvo cuatro hijos con Christopher Rousby, y, de modo revelador, llamó William al último de ellos: aún albergaba cierto cariño por aquel hombre que había muerto en la horca. Sarah se trasladó a Nueva Jersey y sobrevivió a su cuarto marido. Asistió a la boda de la hija que había tenido con el capitán Kidd, también llamada Sarah, que se casó con Joseph Latham, un constructor de buques (el linaje de cualquier posible descendiente genético del capitán Kidd pasaría por Sarah Kidd Latham y Joseph Latham).
Sarah Bradley Cox Oort Kidd Rousby también vivió más que su hija. Cuando firmó su testamento —en 1732, a los sesenta y dos años de edad—, sabía por fin escribir su nombre. Murió en 1744, siendo una viuda muy rica, y dejó parte de su fortuna a los nietos del capitán Kidd.

Agradecimientos

Pasé dos semanas en Île Sainte Marie, en Madagascar, explorando el lugar donde se produjo el motín contra Kidd y el cementerio de piratas. Desde aquí pido perdón oficialmente a mi acompañante en aquel viaje, Eppie, por darle prisas constantemente mientras fotografiaba lémures.
Anteriormente, cometí el inexcusable error de ir a Londres durante la única semana del año en que el Archivo Nacional cierra para realizar tareas de catalogación; Paul Carter tuvo la amabilidad —no exenta de locura— de enviarme copias de docenas de documentos que me ayudaron a salir del aprieto hasta que pude regresar a Londres al año siguiente. A Jeff Kaye y Alexandra Frein, les doy las gracias por el alojamiento y el servicio de despertador infantil en Tooting Bec.
Más al norte, en la misma isla, quiero dar las gracias al historiador escocés David Dobson por la magnífica tarea de sacar a la luz la infancia del capitán Kidd en Dundee y precisar la esquiva fecha de nacimiento del marino, de la cual se informa erróneamente en la Enciclopedia Británica y otros lugares; David, siempre serás bien recibido si vuelves a visitarme en Pelham, Nueva York, para explicarme interioridades de los conventículos y traerme botellas de whisky excepcional.
Es probable que la mayor deuda la tenga contraída con Bill Prochnau, esa singular y doble amenaza —novelista y escritor de «no ficción»—, que se esforzó por impedir que me ahogara en un mar de anécdotas. Me regaló dos semanas de su vida, por lo cual le estoy sinceramente agradecido. Sí, ya sé que prometí lavarte el coche.
También quiero darles las gracias a Bob Miller y Leigh Haber, de Hyperion, y a Esther Newberg, de ICM. Conocí a Pat Croce, tatuado y fanático de los piratas, cuando se hallaba comprando el cofre del capitán Tew en una subasta de Christie’s; aquellas cuatro entradas de tribuna para ver a los 76ers de Filadelfia ayudaron a que mis velas volvieran a ganar el viento.
Asimismo, quiero manifestar mi agradecimiento a dos personas fallecidas: Dunbar Hinrichs, un ejecutivo de seguros e historiador aficionado que dejó en Cornell una bibliografía mecanografiada que es una especie de mapa del tesoro que conduce a raros documentos sobre Kidd, y Harold T. Wilkins, que escribió un libro estimulante en el cual se citan más fuentes documentales primarias de las que la mayor parte de investigadores encuentran en toda su vida.
También doy las gracias a Hank Schlesinger, Patrick Montgomery, Jerilyn Tabor, el doctor Walter Straus, Betsy Lerner, Peter Guzzardi, Robert Ritchie (por su libro), Catherine Clinton, Susan Squire, Craig Rhodes, Jim Traub, Brenda Newman, a bibliotecarios de todas partes, y a Georgia, Ziggy y Kris.

Fuentes

MANUSCRITOS
Archivo Nacional Británico (Public Record Office, Londres)

DOCUMENTOS DEL MINISTERIO DE LAS COLONIAS
Actas del Consejo de la Bahía de Massachusetts (CO5:787).
Documentos del gobernador de Massachusetts enviados a la Junta de Comercio (CO5:860; C05:861). Incluyen la declaración original de Palmer.
Informes gubernamentales de las islas de Sotavento (CO152:37). Época caribeña de Kidd.
Documentos Generales de las Colonias (C0323:2). Contiene informes de testigos presenciales de Madagascar y el diario de prisionero del capitán Willock a bordo del barco de Culliford.

Documentos del Almirantazgo
Cartas del capitán Kidd (ADM 1/2004); cartas de Thomas Warren (ADM 1/2636); cartas de Robert Wynn (ADM 1/2638).
Informes del Almirantazgo (ADM 1/3666); numerosos documentos legales y de gastos, relacionados con el capitán Kidd.
Actas de la junta del Almirantazgo (ADM 3/15 y 3/16). Cuadernos de bitácora (serie ADM 51). El de mayor interés es el 4105, que relata el incidente del Advice con el iceberg.
Hospital de Greenwich (ADM 67/3).

Alto Tribunal del Almirantazgo
Declaraciones previas a los juicios (HCA 1/15, 1/16, 1/29 y 1/53). Un tesoro constituido por relatos detallados de hombres que iban a ser ahorcados.
Documentos confiscados del Margaret (HCA 1/98). Incluyen la nota de Culliford a la viuda (p. 171), y cartas engañosas destinadas a embaucar a Kidd (pp. 114 y 123). Nota de un pirata a su padre (p. 183).
Declaración jurada de Kidd, que revela su lugar y fecha correctos de nacimiento (HCA 13/81, p. 313); hallada por David Dobson.
Litigios (HCA 24/127): nº 57, viudas de oficiales de Kidd; nº 107, Cogi Baba, y nº 110, testigo de la acusación Bradinham.
Reclamación de Cogi Baba (SP 42/117).

Biblioteca Británica (Londres)
COLECCIONES DEL MINISTERIO DE ORIENTE Y LA INDIA
Los informes de los agentes de la Compañía de las Indias Orientales están en IOR E/3/52, E/3/53 y E/3/54. Los más interesantes: nota de Kidd, 6439; descripción por unos monjes de su encuentro con Kidd, 6444.
Cuadernos de bitácora de barcos de las Indias Orientales: L/MAR/A/CV-CVIII, CXXXII.
Cartas procedentes de Bombay, G/36/113.
Cartas a Bombay, G/36/96; G/36/97, informes de Surat sobre los piratas y las consecuencias de su actividad.
División de Manuscritos:
Manuscritos del duque de Portland/Documentos de Harley (Add Misc 70036), vol. 36, pp. 35-135. Juego de documentos de importancia clave.

Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (Washington, D.C.)
Inmensa colección de documentos relacionados con América, fotocopiados de los originales de Londres. Sin embargo, son de poca utilidad en lo tocante a Kidd. Véase Griffin, Grace, «A Guide to Manuscripts relating to American History in British Depositories Reproduced for de Div. of MSS», Library of Congress, 1946.

Biblioteca Morgan (Nueva York)
Documentos de Livingston, incluyendo «Journal of Robert Livingston during his Voyage to England, 1694-1695», tr. A. J. Van Laer, y varias cartas relacionadas con Kidd.

Universidad de Yale (New Haven, Connecticut)
Dunbar Hinrichs donó microfilmes de muchos documentos clave sobre Kidd, hallados en el Archivo Nacional Británico, así como fotocopias de traducciones realizadas por Max Leku de materiales del Archivo Real Danés.

Sociedad de Historia de Nueva York (Nueva York)
Cartas de De Peyster y Graham sobre Kidd.

Archivos del Estado de Nueva York (Albany, Nueva York)
El incendio de 1911 destruyó los documentos de la época de Kidd. No obstante, se conservan algunos que hacen referencia a las propiedades inmobiliarias de Kidd (Escrituras A0453. Libros 9, 10 y 14. Manuscritos Históricos Británicos A1894).

Archivos del Estado de Massachusetts (Boston, Massachusetts)
Aquí se encuentran dos versiones de las actas del Consejo, y aún hay otra más en Londres (C05:787). Las notas de los borradores presentan diferencias interesantes. Las peticiones de Sarah Kidd, con su torpe «S.K.», en vol. 61, pp. 316-317.

Sociedad de Historia de Massachusetts (Boston, Massachusetts)
Documentos de Winthrop
Diario de Cotton Mather
Diario del obrero John Marshall

Colección privada de Pat Croce, copropietario de los 76ers de Filadelfia
Diario del teniente Thomas Langrish, del HMS Advice, el buque que transportó prisionero a Kidd.

MATERIALES MANUSCRITOS PUBLICADOS
Algunos documentos clave sobre Kidd se han transcrito y publicado en:
«Privateering and Piracy in the Colonial Period: Illustrative Documents», J. Franklin Jameson, editor, Nueva York, 1923.
«Calendar of State Papers, Colonial Series, America and West Indies», vols. 13-21, Londres, 1910. Textos acompañados de algunas explicaciones.
«Journals of the House of Commons», v. 13, Londres, desde 1547.
«Documents Relative to the Colonial History of the State of New York», Albany, 1856.

RELATOS DEL SIGLO XVII Y OTRAS PUBLICACIONES ANTIGUAS
ANÓNIMO, A New Guide to London, or Directions to Strangers, Londres, 1726.
—, Memoirs of the Life of John, Lord Somers, 1716. Tratamiento de Kidd desde la perspectiva del lord.
—, Piracy Destroy’d, Londres, 1701. Condiciones en la Armada Real.
BARLOW, Edward, Barlow’s Journal… 1659 to 1703, ed. Basil Lubbock, Londres, 1934. Relato ilustrado de una larga vida en el mar; enfrentamiento con Kidd cerca del mar Rojo.
CALEF, Robert, More Wonders of the Invisible World, Londres, 1700.
COCKS, Sir Richard, The Parliamentary Diary of… 1698-1702, Oxford, 1996.

CRUGER, John, Account of a Voyage to Madagascar 1700, impreso en «Valentine’s Manuals», Nueva York, 1853.
DAMPIER, William, A New Voyage Around the World, Londres, 1697.
DANKERS, Jaspar, y Peter SLUYTERS, Journal of a Voyage to New York, 1679-1680, Brooklyn, 1867.
DEFOE, Daniel, A Tour thro’ the whole island of Great Britain, Londres, 1724, reimpresión.

DELLON, Dr. Charles, A Voyage to the East Indies, Londres, 1698, traducido del francés. Relato excepcional.
EVELYN, John, Diary of…, Oxford, 1955.
FRYER, John, A New Account of East India and Persia, Being Nine Years Travel, 1672-1681, Londres, 1698.
GAY, John, The Beggar’s Opera, Londres, 1728.
GRANDIDIER, Alfred, ed., Collections des Ouvrages anciens concernant Madagascar, París, 1907.
HAMILTON, Alexander, A New Account of the East Indies, Edimburgo, 1727. Capitán de marina escocés, testarudo e irritable como Kidd.
HOWARD, John, The State of the Prisons in England and Wales, Warrington, 1780.
HUTCHINSON, Thomas, The History of the Province of Massachussets-Bay… 1691-1750, Londres, 1768.

LABAT, Père, Voyages aux Isles de l’Amérique, París, 1931. (Hay traducción castellana: Jean-Baptiste Labat, Viajes a las islas de la América, Casa de las Américas, La Habana, 1979.)
LEDIARD, Thomas, Naval History of England, Londres, 1735.
LUSSAN, Raveneau de, Journal d’un voyage… (París, 1695, publicado nuevamente en francés con el título Les Flibustiers de la mer du sud, 1992; también hay traducción inglesa, 1930). Relato sobre el corso, injustamente olvidado.
LUTTRELL, Narcissus, A Brief Relations of State Affairs… from September 1678 to April 1714, Oxford, 1857.
MAITLAND, William, History of London, Londres, 1760.
MANDEVILLE, Dr. Bernard, An Enquiry into the Causes of the Frequent Executions at Tyhurn, Londres, 1725.
MATHER, Cotton, Pillars of Salt: An History of some Criminals Executed in this Land…, Boston, 1699. Discursos sobre condenados a muerte, a la manera de Mather.
MILLER, Rev. John, New York Considered and Improved, 1695, reimpresión Cleveland, 1903.
MOYLE, John, Sea-Chirgueon, Londres, 1702.
OVINGTON, Rev. John, A Voyage to Surat in the Year 1689, Londres, 1696, nuevamente publicado en Oxford, 1929. Combina relatos de primera mano con informaciones eruditas de salón.
PEPYS, Samuel, The Diary of…, ed. Robert Latham y William Matthews, Londres, 1976. (Hay traducción castellana: Samuel Pepys, El diario de Samuel Pepys, 1660-1669, Macagno, Sanda y Cía., Buenos Aires, 1944.)
SEWALL, Samuel, The Diary of… 1674-1729, reimpresión, Nueva York, 1973.
SLOANE, Dr. Hans, A Voyage to Islands, Madeira, etc., Londres, 1707-1725.
SWIFT, Jonathan, A Discourse of the Contests and Dissentions Between the Nobles and Commons in Athens and Rome, 1702, reimpresión, Londres, 1967.

TEONGE, Henry, Diary of… 1675 to 1679, Londres, 1825. La vida de un capellán en el mar.
VERNON, James, Letters Illustratives of the Reign of William III…, G. P. James, ed., Londres, 1841.
WARD, Ned, A Trip to New England, Londres, 1698. Sátira mordaz sobre los comerciantes «elegidos de Dios».
—, The London Spy, Londres, 1698. Obra satírica y que refleja una gran capacidad de observación.
—, The Wooden World, Londres, 1760. Guía ingeniosa, despiadada y muy divertida sobre la vida en la Armada Real.

ARTÍCULOS ACADÉMICOS SELECCIONADOS
ANDREWS, Wayne, ed., «A Glance at New York in 1697: The Travel Diary of Dr. Benjamin Bullivant», New York Historical Society Quartely, 60, 1956, pp. 55-73.
ANÓNIMO, «New York’s Land-Holding Sea Rover», Nueva York, 1901. Investigación sobre la propiedad inmobiliaria realizada por la empresa Title Guarantee & Trust.
HILL, S. Charles, en «Indian Antiquary», Episodes of Piracy in the Eastern Seas, septiembre 1919 - enero 1920; abril 1924; abril 1925; mayo, julio, septiembre y noviembre 1926; enero-marzo 1927. Auténtica mina de oro en cuanto a fuentes primarias.
HINRICHS, Dunbar, «Captain Kidd and the St. Thomas Incident», New York History, 37, 1956, pp. 266-280.
JUDD, Jacob, «Frederick Philipse and the Madagascar Trade», New York Historical Society Quartely, 1963, pp. 354-374.
LEDER, Lawrence, «Records of the Trials of Jacob Leisler and his Associates», New York Historical Society Quartely, 1952, pp. 431-457.
—, «Robert Livingston’s Voyage to England, 1695», New York History, pp. 16-38.
—, «Captain Kidd and the Leisler Rebellion», New York Historical Society Quartely, 38, 1954, pp. 48-54.
REDIKER, Marcus, «Under the Banner of King Death: The Social World of Anglo-American Pirates, 1716 to 1726», William and Mary Quartely, 38, 1983, pp. 203-227.
RITCHIE, Robert, «Samuel Burgess, Pirate», en colección Authority and Resistance in Early New York, Ed. William Pencak, Nueva York, 1988, pp. 114-137.

LIBROS SOBRE EL CAPITÁN KIDD
ANÓNIMO, Full Account of the Actions of the Late Famous Pyrate Capt. Kidd, Dublín, 1701. Relato contemporáneo que fue el primero en publicarse, escrito por un pariente del gobernador Bellomont.
BONNER, William, Pirate Laurate: Life & Legends of Captain Kidd, New Brunswick, Nueva Jersey, 1947. Pistas presentes en la literatura y la cultura popular.
BROOKS, Graham, ed., The Trial of Captain Kidd, Londres, 1930. Transcripciones judiciales; refleja la visión de las capas dirigentes de la sociedad británica.
HINRICHS, Dunbar, The Fateful Voyage of Captain Kidd, Nueva York, 1955. Cronología anotada para obsesivos.
PAINE, Ralph D., The Book of Buried Treasure, Nueva York, 1926. 102 páginas sobre Kidd, en especial sobre su tesoro, escritas por el hombre que redescubrió los salvoconductos franceses del capitán.
RITCHIE, Robert, Captain Kidd and the War against the Pirates, Cambridge, 1986. Investigación académica reforzada con cincuenta y seis páginas de notas.
SEITZ, Don, ed., The Tryalof Captain William Kidd, Nueva York, 1936. Excelentes transcripciones judiciales; bibliografía rara.
WILKINS, Harold, Captain Kidd and his Skeleton Island, Nueva York, 1937. Tesoro oculto que contiene magníficos documentos, seguidos de teorías poco consistentes sobre la búsqueda de tesoros.

LIBROS SOBRE PIRATAS
BESSON, Maurice, Frères de la Coste, París, 1928.
BIDDULPH, John, Pirates of Malabar, Londres, 1907.
CORDINGLY, David, Pirates, Londres 1998. Visión general ilustrada sobre los piratas, que es la mejor en su género y cuenta con la participación de colaboradores de primera fila.
—, Under the Black Flag, Nueva York, 1995. Excelente libro de interés general sobre los piratas.
DESCHAMPS, Hubert, Pirates et Flibustiers, París, 1952. (Hay traducción castellana: Hubert Deschamps, Piratas y filibusteros, Salvat, Barcelona, 1956.)
DOW, G. F. y J. H. EDMONDS, Pirates of New England Coast, reimp. Salem, 1923.
EXQUEMELIN, Alexander, The Buccaneers of America, Amsterdam, 1678, con numerosas reediciones. (Hay traducción castellana: Alexander O. Exquemelin, Bucaneros de América, Valdemar, Madrid, 1999.) Magnífico relato de un testigo presencial de la brutal actividad de corso de Henry Morgan contra Nueva España.
GOSSE, Philip, The History of Piracy, Londres, 1932. (Hay traducción castellana: Philip Gosse, Historia de la piratería, Espasa-Calpe, Madrid, 1935) Simplona.
—, The Pirate’s Who’s Who, Boston, 1924. Pintoresco.
GREY, Charles, Pirates of the Eastern Seas, Londres, 1933.
JOHNSON, Charles, A General History of the Robberies and Murders of the Most Notorious Pirates , Londres, 1724, con docenas de reediciones. Irresistibles biografías de piratas, donde se mezclan relatos de testigos presenciales con algunas historias inverosímiles.
LYDON, James, The Role of New York in Privateering Down to 1763, Ann Arbor Microfilm, 1956. Historia de negocios ilegales.
MACINTYRE, Donald, The Privateers, Londres, 1975.
REDIKER, Marcus, Between the Devil and the Deep Blue Sea: Merchant Seamen, Pirates and the Anglo-American Maritime World, Nueva York, 1987. Brillante, fruto de una buena investigación.

LIBROS DE REFERENCIA, BIOGRAFÍAS, ETC.

ANDREWS, Charles, Guide to the Manuscript Materials for the History of the Unites States to 1783, in the British Museum…, Washington, 1908.
, Guide to the Materials for American History, to 1783, in the Public Record Office of Great Britain, Washington, 1912.
BIRDWOOD, George, Report on the Old Records of the India Office, Londres, 1891.
BRIDENBAUGH, Charles, Cities in the Wilderness: The First Century of Urban Life in America 1623-1742, Nueva York, 1938.
BURNS, Alan, History of the British West Indies, Londres, 1965.
BURROWS, Edwin, y Mike WALLACE, Gotham: A History of New York City to 1898, Nueva York, 1998.
COTTON, Sir Evan, East Indiamen: The East India Company’s Maritime Service, Londres, 1949.
CROWHURST, Patrick, Defense of British Trade, 1689-1813, Folkstone, 1977.

DANVERS, Frederick, The Portuguese in India, reimpresión, Nueva York, 1966.
DEPEYSTER, Frederick, Life and Administration of Richard, Earl of Bellomont, Nueva York, 1879.
DICKENS, Charles, «The Old Bailey» y «A Visit to Newgate», Sketches by Boz, 1833-1839, Londres. (Hay traducción castellana de algunos «Esbozos» que Dickens firmó con el seudónimo Boz en Obras, Planeta, Barcelona, 1963.)
EARLE, Alice, Colonial Days in Old, New York, Nueva York, 1896.
EHRMAN, John, The Navy in the War of William III, 1689-1697, Cambridge, 1957.
ELLIOT, H. M., History of India astold by its own Historians, Londres, 1877.
FRIEDELBAUM, Stanley, Lord Bellomont: Imperial Administrator, Nueva York, 1956.
FURNAS, J. C., The Americans: A Social History of the United States, 1587-1914, Nueva York, 1969.

GRANDIDIER, Alfred, Histoire… de Madagascar, París, 1908.
GROSE, Captain, Dictionary of the Vulgar Tongue, Londres, 1788; reimpresión, Chicago, 1971.
HOOPER, W. E., History of Newgate and Old Bailey, Londres, 1935.
HRODEJ, Philippe, L’amiral du Casse, París, 1999.
INNES, J. H., New Amsterdam and its People, Nueva York, 1902.
KEAY, John, The Honourable Company: A History of the English East India Company, Nueva York, 1991.
KEMP, Peter, The British Sailor: A Social History of the lower deck, Londres, 1970.
LEDER, Lawrence, Robert Livingstone 1654-1728 and the Politics of Colonial New York, Chapel Hill, 1961.

MANUCCI, Niccolao, Storio de Mogor, Mogul, India, 1653-1708, trad. de William Irvine, Nueva Delhi, 1966.
MARSDEN, Reginald, ed., Documents Relating to the Law and Custom of the Sea, Londres, 1916.
MILTON, Giles, Nathaniel’s Nutmeg, Nueva York, 1999. (Hay traducción castellana: Giles Milton, El hombre que tuvo el valor de cambiar la historia, Martínez Roca, Barcelona, 1999.)
MORRIS, Richard, Fair Trial: Pourteen Who Stood Accused from Anne Hutchinson to Alger Hiss, Nueva York, 1952.35 páginas sobre Kidd.
MURPHY, Theresa, Old Bailey: Eight Centuries of Crime, Cruelty and Corruption, Edimburgo, 1999.
NANDA, Meer, European Travel Accounts during the Reigns of Shajahan and Aurangzeb, Kurukshetra, 1994.

PERRIN, W., British Flags, Cambridge, 1922.
PHELPS-STOKES, Isaac, The Iconography of Manhattan Island, Nueva York, 1916-1928.
REICH, Jerome, Leisler’s Rebellion: A Study of Democracy in New York, 1664-1720, Chicago, 1949.
SACHSE, William, Lord Somers: A Political Portrait, Oxford, 1975.
SARKAR, Jadunath, History of Aurangzib: based on original sources, Bombay, 1973.
SMYTH, W. H., Sailor’s Word Book: A Dictionary of Nautical Terms, Londres, 1867; reimpresión, 1996.

SOBEL, Dava, Longitude, Nueva York, 1995. (Hay traducción castellana: Dava Sobel, Longitud. La verdadera historia de un genio solitario que resolvió el mayor problema científico de su época , Círculo de Lectores, Barcelona, 1999.)
SOMERVILLE, Dorothy, The Ring of Hearts: Charles Talbot, Duke of Shrewsbury, Londres, 1962.
STOCK, Leo, ed., Proceedings and Debates of the British Parliament respecting North America, Washington, 1927.

VALENTINE, David, Manual of the Corporation of the City of New York, Nueva York, 1841-1867. Una desigual pero fascinante colección de varios volúmenes sobre la historia de la ciudad de Nueva York, compilada por Valentine.
YULE, Henry, y A. C. BURNELL, Hobson-Jobson: The Anglo-Indian Dictionary, Londres, 1886; reimpresión, 1996.
WELLS, H. G., The Outline of History, Garden City, 1920. (Hay traducción castellana: H. G. Wells, Esquema de la historia sencilla de la vida y la humanidad, Imp. Clásica Española, Madrid, 1925.)


Notas:
[1]HMS (His o Her Majesty’s Shiph) «buque de Su Majestad», fórmula que antecede al nombre de los barcos de guerra británicos. ( N. del T.)
[2] Tribunal de lo penal de más alto rango de Inglaterra. (N. del T. )
[3]Petticoat Lane equivale, literalmente, a «Camino de las Enaguas», mientras que Beaver, si bien significa «castor», es también una forma vulgar de designar los genitales femeninos. (N. del T.)
[4]Big wig, «pelucón», también significa «pez gordo». (N. del T.)
[5] Disminuir la superficie de las velas amarrando una parte de ellas a las vergas. (N. del T.)
[6]Sooterkin, procedente de un diminutivo neerlandés de «hollín», también puede significar «bodrio», y antiguamente se aplicaba de modo despectivo a los holandeses. (N. del T.)
[7] Entre 1674 y 1702, la colonia de Nueva Jersey estuvo dividida en dos territorios: Jersey Oriental y Jersey Occidental. (N. del T.)
[8] Hasta 1864, la flota de guerra británica estuvo organizada en tres escuadras: la Azul, la Blanca y la Roja. (N. del T.)
[9] Responsable del gobierno económico del barco, a las órdenes del capitán. (N. del T.)
[10] El «gato de nueve colas» era un azote de cuero provisto de varias terminaciones; el comentario incluido entre paréntesis hace referencia a la expresión contraria, there isn’t room to swing a cat («no hay espacio para blandir un gato»), que se ha trasladado del lenguaje marinero al común y equivale a «no cabe ni un alfiler». ( N. del T.)
[11] Es decir, los «maldita sea». (N. del T.)
[12] Respectivamente, «El placer del solterón» y «Capricho». ( N. del T.)
[13]Butter boxes : «cajas de mantequilla», apodo aplicado a los holandeses. ( N. del T.)
[14] «El Bendito Guillermo.» (N. del T.)
[15] Calificativo que se suele aplicar al presidente norteamericano Abraham Lincoln y sus partidarios, que abolieron la esclavitud en Estados Unidos. (N. del T.)
[16] Puerta del Infierno (Hell Gate): tramo del East River neoyorquino que separa la zona de Queens de la isla de Ward. ( N. del T.)
[17] En las colonias se realizaron distintas ceremonias de proclamación del rey Guillermo, aunque, por supuesto, sin la presencia del mismo. ( N. del T.)
[18] Personaje de la mitología griega condenado a permanecer sumergido en un estanque con el agua hasta el cuello y un racimo de uvas colgando sobre la cabeza; no podía saciar el hambre ni la sed porque no alcanzaba el agua ni las uvas, que se alejaban de su boca cuando trataba de hacerlo. (N. del T.)
[19] El «barril» (barrel) era una medida de capacidad para áridos, equivalente de modo aproximado a 140 litros. (N. del T.)
[20] Medida de capacidad para áridos, equivalente a unos 225 litros. ( N. del T.)
[21]Firkin : unidad de peso para mantequilla, equivalente a 56 libras, es decir, algo más de 25 kilos. (N. del T.)
[22] En el lenguaje común, el término Bedlam pasaría a equivaler a «loco» y, posteriormente, se aplicaría también a situaciones o lugares muy ruidosos o caóticos. (N. del T.)
[23]La práctica de la virtud, obra del puritano Henry Lukin, publicada en 1658. (N. del T.)
[24]Whig : denominación aplicada a los «liberales» ingleses de fines del siglo XVII y del XVIII, que, en términos generales, eran partidarios del reforzamiento de los poderes del Parlamento frente a la Corona. ( N. del T.)
[25] Literalmente, «Punta del Cornudo». (N. del T.)
[26] Denominación aplicada a distintos pabellones piratas. (N. del T. )
[27] Moluscos de aspecto similar a los gusanos, que causan graves daños en las embarcaciones de madera. (N. del T.)
[28] «Loro». (N. del T.)
[29] Deformación inglesa del nombre original del buque, Ganj-i-Sawai. (N. del T.)
[30]Raj : denominación del Imperio británico en la India. (N. del T.)
[31] Literalmente, «follaescarabajos». (N. del T.)
[32]Maiden significa «doncella», pero también puede ser un adjetivo que se aplica a la primera travesía de un barco. Sign of Maidenhead juega con esa acepción marinera, pero al mismo tiempo equivale, literalmente, a «señal de virginidad», o bien «himen». (N. del T.)
[33] Concreción calcárea que se halla en las vías digestivas y urinarias de algunos rumiantes y a la cual se atribuían propiedades medicinales como antídoto. (N. del T.)
[34] Antigua moneda de escaso valor. (N. del T.)
[35]Charming Mary significa «La Encantadora María». (N. del T.)
[36] En inglés, «barba» se dice beard, lo cual explica la posible confusión con yard/yeard, «verga» o «pene». (N. del T.)
[37] Adventure Prize: «Presa del Adventure». (N. del T. )
[38]King’s English, denominación que recibe el inglés considerado puro o correcto. ( N. del T.)
[39]Oyster Bay significa «bahía de las ostras». (N. del T.)
[40] Taburete de inmersión (ducking stool): artefacto de tortura consistente en un asiento sujeto al extremo de una plancha situada sobre el agua, al cual se ataba a la víctima para sumergirla. ( N. del T.)
[41] Traducción literal al francés del nombre y el apellido de William Kidd: «Guillermo el Niño». (N. del T.)
[42] A lo largo de aquellos años, John Hulin poseyó distintas embarcaciones que operaban en la zona. (N. del T.)
[43]Bushel : medida de capacidad para áridos, equivalente a unos 36 litros. ( N. del T.)
[44] La frase es de John Wesley (1703-1791), fundador del metodismo. ( N. del T.)
[45] Según la tradición, la fiesta del día de Acción de Gracias fue instituida a principios del siglo XVII por los primeros colonos norteamericanos (los «Padres Peregrinos») para agradecer el éxito de su primera cosecha en aquel suelo. (N. del T.)
[46]Wampam (o wampum): cuentas hechas de conchas pulimentadas que se ensartan juntas para formar cinturones, fajines y otros objetos, y que los nativos norteamericanos utilizaban como moneda, así como para fines ceremoniales y decorativos; en inglés informal, el término equivale a «dinero». (N. del T.)
[47] Fragmento del Salmo 68, 15. (N. del T.)
[48] Moneda de plata holandesa que circuló en distintas colonias norteamericanas alrededor de 1700 y que mostraba en el anverso un león rampante. (N. del T.)
[49] «Propina», en francés. (N. del T.)
[50] En sus orígenes, los tories (denominación que se sigue aplicando actualmente a los conservadores británicos) eran, en líneas generales, partidarios de mantener las prerrogativas de la Corona frente al Parlamento. (N. del T.)
[51] Sector oficialista y conservador de la Iglesia anglicana. ( N. del T.)
[52] Whitehall era la calle donde se encontraban la mayoría de los ministerios, y su nombre se ha seguido utilizando hasta la actualidad para designar al gobierno británico; la capilla de San Esteban era el lugar de reunión de la Cámara de los Comunes. (N. del T.)
[53] En ciertas ciudades, la primera autoridad municipal presidía un tribunal que recibía el nombre de mayor’s court, es decir, «tribunal del alcalde». (N. del T.)
[54] Inicial de manslaughter, que en inglés significa «homicidio sin premeditación». (N. del T.)
[55] Bebida alcohólica habitualmente compuesta de ron o ginebra, agua, azúcar y, en ocasiones, especias. (N. del T.)