El crimen de Galileo - Giorgio de Santillana

Prefacio

Esta obra no es consecuencia de un plan preconcebido. Al tratar de esclarecer el fondo, asombrosamente complejo, del Diálogo robre los Grandes Sistemas del Mundo, de Galileo[1], sentíme atraído hacia el drama que representó una parte decisiva de aquel memorable acontecimiento de la historia moderna que es la secularización del pensamiento. Me parecía extraño que, luego de tanta investigación y tanta controversia, el relato de los acontecimientos, tal como los vi, tuviera tan poco sentido. Al avanzar en la tarea se hizo claro que una parte apreciable del rompecabezas había quedado de manera singular sin componer hasta el presente, por lo que tiene toda la apariencia de un convenio tácito e inexplicable entre los bandos en pugna.
Galileo no salió malparado como el científico que se halla frente a un credo religioso. Estaba lejos de representar el papel de técnico de la ciencia; de hacerlo, habría escapado a toda suerte de dificultades. Todos sabemos que sus descubrimientos no tropezaron con oposición. En igual caso se hallan los de Descartes, así como este mismo. Pero, por lo demás, según aquél reconoció, prosiguió “bajo una máscara”, en tanto Galileo es el hombre sin máscara. Tanto sus amigos como sus adversarios vieron en él un tipo único de personalidad creadora, cuyas principales realizaciones podían ser muy bien concebidas para sostenerse o caer con él era el tipo clásico del humanista, esforzado en aportar su cultura a la percepción de las nuevas ideas científicas, y entre las fuerzas que halló alineadas contra él no fue en modo alguno la más poderosa el fundamentalismo religioso.
Es difícil ver la verdadera forma del conflicto en tanto permanezcamos bajo la influencia de un malentendido tácitamente aceptado por ambas partes; ¡la idea del científico como atrevido “librepensador” y “progresista” enfrentando la resistencia estática del conservadorismo! Este bien puede ser el aspecto sobre él nivel de las personalidades, pues es por lo común el científico quien muestra la mente más libre y más especulativa, en contraste con sus oponentes provistos de más prejuicios. Pero el fondo del asunto es diferente; los científicos aparecen en él con gran frecuencia como conservadores empujados por fuerzas sociales que se mueven aprisa. Por lo general tienen de su parte a la ley y a los profetas.
Esto debe comprenderse en el acto con claridad si pensamos en los acontecimientos contemporáneos. La tragedia de los genéticos en Rusia, con sus lamentables disculpas y retractaciones, representa un fiel ensayo de la historia de Galileo; empero, no podríamos acusar al gobierno soviético de aferrarse a viejas supersticiones, o subestimar la necesidad apremiante de ciencia y de tecnología. Y si dejamos de esforzarnos en ver la paja en el ojo ajeno, nos percataremos de que el caso Oppenheimer tiene un parecido tan asombroso que no resulta en verdad consolador. En climas de tan vasta desigualdad de tiempo y de pensamiento, doquiera se suscita un conflicto hallamos una similitud de síntomas y de procederes que nos señala una relación fundamental.
Cierto que el caso Galileo es muy diferente del de Oppenheimer en cuanto a contenido. En nuestro tiempo existe la tendencia no a suprimir la física sino a explotarla; una tendencia a actuar, no sobre las profundas diferencias filosóficas sino sobre simples problemas de conveniencia. Empero, mientras la historia va desarrollándose ante el público, la exacta analogía en su estructura, en los síntomas y en los procederes, nos demuestra que estamos tratando la misma enfermedad. A través de lo poco que se nos permite conocer, estamos en condiciones de discernir la mente científica, tal como siempre ha existido, con su curiosidad andariega, sus intereses nada convencionales, su despego, su antiguo y en cierto modo esotérico juego de valores, (recordemos que es al científico a quien se le reprocha el haber traído el concepto del “pecado” a los modernos contenidos), sorprendida por decisiones de política dictadas por “razones de estado” o lo que se considera como tales.
Podría ser un simple juego de tarja, pero resulta tentador establecer una relación de uno a uno entre los actores de ambos dramas, a tres siglos de distancia, y seguirlos a lo largo de circunvoluciones paralelas, Podría expresar, por ejemplo: COMITE AEC en lugar de Santo Oficio, Crouch en vez de Caccini, Borden por Lorini, SAC (Comando Aéreo Estratégico) en reemplazo de S. J. (Societas Jesu), Informe de la mayoría Gray-Morgan en sustitución de Informe de la Comisión Preliminar; Teller como Grienberger, cierto doctor Malraux en vez de ciertos matemáticos germanos, y así sucesivamente. En cuanto a la figura encapuchada de Miguel Angel Segizi de Lauda, artífice de la iniquidad, el número de personajes que actúan en la vida pública y en el Imperio de las Comunicaciones baria odiosa la selección.
Las dos principales figuras con poder son a su vez notablemente similares en lo que atañe a sus complejos motivos. Pero el Presidente de la Comisión para la Energía Atómica redactó su propio resumen del caso, que vino a ser al mismo tiempo la resolución, en tanto aparecerá demostrado de modo bastante razonable en esta obra que la resolución del papa Urbano VIII se basó en un resumen deliberadamente redactado y sometido a su persona con el fin de inducirlo a error.
No hay duda de que las figuras eclesiásticas del siglo XVII exceden en mucho a sus modernas contrapartes. Al fin y al cabo, el problema debatíase en aquella época alrededor de cuestiones cosmológicas y metafísicas de tal importancia, que incluso los más graves errores morales cometidos en defensa del punto de vista tradicional pueden aparecer en la actualidad como interés en la salvación definitiva de la humanidad. Las conclusiones de nuestras autoridades contemporáneas, en su distracción, resultan mucho más cercanas a las conclusiones del fiscal contra Lavoisier: La République n’a pas besoin de savants. Y, como entonces, la ciencia tuvo que guardar silencio.
Mas los paralelos son, en el mejor de los casos, una invitación a pensar, y éste no debe llevarse demasiado adelante. Lo que creo que puede exponerse en estos casos —al menos cuando la cuestión alcanza los peldaños más elevados— es que no sé trata tanto de un asunto de “ciencia” contra “prejuicio” como del resurgimiento de la clásica pregunta: “¿Qué es el científico?” Por lo común es éste quien se ve sorprendido por la redefinición de sus actividades, proveniente de afuera. Y el resultado es siempre una vuelta más de la vieja tuerca. Al sujetar al científico, como ser culto, a la sospecha administrativa que por lo general va unida a los dudosos aventureros en los movimientos internacionales, no hemos hecho otra cosa que dar un paso adelante en el proceso de la secularización del pensamiento.
Tan cierto es ello que en el episodio del siglo XVII aparece con todo su vigor la aparente paradoja: dentro del marco específico de la cristiandad occidental, el verdadero conflicto revela a Galileo, como a todos los hombres libres, en busca de apoyo en las costumbres establecidas, el crédito y la tradición, en tanto Urbano VIII, como todo organizador del poder, se convierte en instrumento involuntario de lo nuevo y de lo eficiente.
Reconozco prestamente que esto no puede conformarse con la perspectiva establecida por la historiografía corriente, formada como está en gran parte, vista desde atrás. Pero es así cómo fue experimentada por los actores del drama, de manera más o menos consciente, lo cual no debe constituir un aspecto despreciable del todo de la realidad histórica.
Debe disculparse a Galileo por preguntarse cómo sus descubrimientos fueron tildados de “novedades” alarmantes, dado que se suponía que la ciencia no descubría sino cosas que eternamente debían haber sido así. Lo que le pareció “novedad” mucho mayor fue la manera como las autoridades se dieron a dictar resoluciones administrativas en un campo en el que se las consideraba desprovistas de competencia. Constituyó para él una asombrosa interpretación de lo que pudiera calificarse de “Enmienda Tridentina” de las constituciones inmemoriales de la cristiandad.
Al pensar en el universo de Galileo, la imagen que se nos viene a la mente es el sólido y desnudo interior de la capilla Pazzi, de Florencia, ase punto de reunión de Cristo y la geometría. Si intentamos poblarla en nuestra imaginación, tendrá que ser con una mezcla singular de caracteres de Ghirlandaio y Mantegna, con algunos personajes desdeñosos de Tiziano o Bronzino, como representantes de las clases intelectuales gobernantes. Después de todo, Galileo había nacido allá en 1564; el mundo de sus concepciones continúa siendo el del siglo XVI. En el mejor de los casos contaba, del XVII, con el colorido de sus comienzos de los eduarianos o jacobinos.
Lejos de ello se halla el mundo del papa Urbano —el esplendor de los “suntuosos palacios” de los Barberini en la capital renovada, las majestuosas escalinatas de las fachadas de Borromini, el tamaño colosal de las columnatas de Bernini, la solidez impresionante y la ornamentación de San Pedro. Es una organización que abarca una gran superficie, contra la permanencia delicada. No existiría un contraste más señalado entre Grand Central Terminal y el municipio de cualquier localidad de Nueva Inglaterra.
En su interés por las cosas permanentes, en su simplicidad confesional, Galileo abarca siglos. Lo que designamos como ciencia, habla a través suyo de manera inequívoca por vez primera; a pesar de ello, vive en él un espíritu más amplio y antiguo que el del gobernante eclesiástico de la cristiandad ecuménica y conciliar que previene y exhorta con la dignidad de un patriarca de los primeros siglos. El contraste entre el estilo teológico de sus epístolas y el de la literatura oficial apologética es suficiente para narrar la historia. Las fórmulas trabajosas y barrocas de la sumisión no impiden que el lector experimente la existencia de alguien como Ambrosio, Agustín o Buenaventura, que reprende a dormidos pastores y degenerados epígonos. Habla en nombre de la comunidad de fieles que une a los antiguos muertos con los que no han nacido aún. No es meramente el astrónomo a quien se consulta; es el consejero en asuntos de filosofía natural y metafísica, que solicita se le escuche y que, si como él expresa, es la pureza de intención y la seriedad del consejero lo que presta autoridad, merece tanta atención como el mismo Aquino.
Si lo contemplamos desde el punto de vista de los archivos, tampoco se hallaba equivocado. El contenido de sus cartas teológicas, repudiadas e incriminadas, se ha convertido en doctrina oficial de la Iglesia desde el año 1893. Si en la época de la primera crisis del año 1616 hubiese existido en Roma un joven Aquino que siguiera sus indicaciones, en Jugar de un Bellarmino envejecido… pero no existía un Aquino, ni hubo tiempo.
Todo el drama resulta en un encuentro sorpresivo para ambas partes. Tanto el científico como las autoridades experimentaban la impresión de hallarse en una emboscada, sin que sea cierto en ninguno de los dos casos. En caso de que existiera, la emboscada fue cuidadosamente tendida por terceras partes, que explotaron con cuidado la situación crítica del momento. Mas Galileo nunca se consideró innovador ni rebelde. Como figura central de la ciencia aceptada, como líder reconocido de su cultura en pensamiento y expresión, jamás último como representante perfectamente ortodoxo de una cristiandad metafísica, no podía hacer sino mantener su posición, cada vez más confundido, hasta que la violencia administrativa estableció un descanso, dejando a todos —incluso a las mismas autoridades— en estado de absoluta confusión.
Tal confusión continúa sin disminuir aún hoy, puesto que el asunto de Galileo se halla lejos de estar muerto, y cada década nos trae una nueva “línea” y nuevas sugestiones con ánimo de explicarlo, tal como trae la repetición de los gritos de guerra de los antiguos racionalistas. El bando que se alinea del lado de las autoridades no es, ni ha sido en modo alguno, católico en conjunto. Uno de los relatos más amplia e irresponsablemente utilizado procede de un publicista protestante del siglo XVIII, Mallet du Pan, y una versión popular y llena de prejuicio se debe a la pluma de otro protestante, sir David Brewster. Varias de las acusaciones más necias contra Galileo han sido acreditadas por los enciclopedistas franceses antireligiosos. Por otra parte, algunos de los esfuerzos más honestos para restablecer los hechos se deben a relatos de historiadores reputados católicos, tales como L’Epinois y Reusch.
Puesto que se ha mencionado nombres, debería agregar, con el fin de honrarlos, los de estudiosos que, sin pertenecer a ningún bando, se esforzaron por alcanzar un punto de vista imparcial de la situación, principalmente Emil Wohlwill, Th. H. Martin, Karl von Gebler y Antonio Favaro. La mayor parte de la literatura a través de la cual chapaleamos no merece ni siquiera ser mencionada, yendo desde la casual incompetencia media hasta la prevaricación y la simple inmundicia. Que vuelva al lugar de procedencia. No existe medida común entre los problemas políticos de mucho tiempo atrás —los motivos, las dudas, el rechazo eventual, de hombres que sentíanse depositarios del sino de millones de criaturas que rezan— y las deformaciones gratuitas esparcidas en su propio nombre por quienes se designaron a sí mismos apólogos. Espero haber puesto en claro que la extensa polémica no lo es estrictamente entre la reacción confesional y la anticonfesional. Se la ha hecho aparecer como tal. En realidad es una mescolanza en la que el prejuicio, el rencor inveterado y toda suerte de intereses, especiales y corporativos, han sido los principales motores. Los que arrastraron, y continúan arrastrando, a la Iglesia misma, no son cándidos. Como dice con toda razón L’Epinois, la Iglesia no tiene nada que perder y sí todo que ganar con la verdad.
Hasta donde me ha sido posible descubrir, creo que el no haber sido aún resuelta tan ardua cuestión se debe a que los librepensadores se muestran demasiado contentos de colocar a toda la Iglesia romana bajo acusación en el asunto, en tanto dentro de la jerarquía eclesiástica poderosos intereses de cuerpo se hallan dispuestos a aceptar el terreno elegido por los atacantes antes que permitir que se muestren a la luz de la historia algunos de sus miembros, fallecidos largo tiempo ha. De tal manera, están dispuestos a que la Iglesia se vea envuelta en la disputa, con la consecuencia inevitable de que deben recurrir a grandes cortinas de humo, implicaciones engañosas y toda suerte de tácticas incorrectas.
En verdad, ¿es que el conflicto tuvo que adoptar en modo alguno esta forma? Hace mucho que se sabe que la mayor parte de los intelectuales de la Iglesia se hallaba del lado de Galileo, en tanto la oposición más abierta provino del lado seglar de las ideas. Puede probarse además (o, al menos, espero haberlo hecho así) que la tragedia fue resultado de una conspiración de la que fueron víctimas lo mismo los jerarcas que Galileo — una intriga tramada por un grupo de oscuros y dispares personajes de extraña connivencia, quienes colocaron falsos documentos en los archivos, más tarde informaron mal al Papa, y, por último, le presentaron un relato del proceso preparado de manera tal que lo indujese a error en su decisión.
La verdadera historia nos procura una recorrida fascinante a través de la manera como se toman tales decisiones en verdad, y en la que la imponente maquinaria del Estado se pone en movimiento por lo que parece ser razones de Estado, y tal vez lo son posteriormente, pero que se originan en realidad como constelación de accidentes y motivos personales. Un relato objetivo debe ser más apropiado para una comprensión decente que todas las insinuaciones, deformaciones y escenarios inventados al efecto por ambas partes. Al señalar la culpabilidad de unos pocos, tiende a absolver un número mucho mayor que hasta entonces había permanecido bajo la más fuerte sospecha, y entre ellas al mismo Comisario General de la Inquisición, que tuvo bajo su dirección el proceso. Una vez reconocidos, los hechos debieran encaminamos hasta los problemas de la verdadera realidad y poner fin a esta perenne batalla contra los molinos de viento.
Deseo expresar mi gratitud al padre Robert Lord, S. J., y al padre José Clark, S. J. También al profesor Edward Rosen, por sus críticas y valiosas sugestiones. Del mismo modo, a la señorita Elizabeth Cameron y a la señora Nancy Chivers, por su valiosa ayuda en la preparación del original.

GIORGIO DE SANTILLANA
Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Noviembre 30 de 1954.

Introducción

Nuestra lucha es contra alguna diablería que reside en el proceso mismo de las cosas.
H. BUTTERFIELD

El comportamiento científico y la autoridad social, en una u otra forma, son características de la vida del hombre en nuestro planeta que se espera duren hasta donde podemos prever. En este ensayo, que tiende a analizar sus complejas relaciones, es nuestra intención ocuparnos extensamente del episodio que proporciona, por así decirlo, una gran obertura a su conflicto en la edad moderna, vale decir, el juicio contra Galileo y las circunstancias que lo produjeron. Pero, a la par que nos dedicamos a las condiciones generales que rodean dicho conflicto, no dejaremos en silencio las similitudes y disimilitudes que ocurren en la última fase del mismo que tiene lugar en nuestra época.
En verdad, si nos sentimos fascinados por los detalles de un episodio acontecido tres centurias atrás, se debe principalmente a que el juicio proporciona una pieza demostrativa tal como apenas podría encontrarse en otra parte. No ofreceremos disculpas por ahondar en el pasado. En otra oportunidad, cuando se abran archivos, ahora bien guardados, y el punto de vista sea lo bastante remoto, los historiadores podrán atomizar los eventos de nuestro tiempo con algo que semeje objetividad. Aun así deberemos estar preparados para que su lectura nos resulte monótona, puesto que el estado moderno provee su propia especie de terrible escenario y aún peor prosa, en tanto los sucesos que rodean el juicio de Galileo continúan siendo una producción barroca tan animada y espectacular como un cuadro del Veronés, repleto de personajes de amplio ademán que incesante e irresistiblemente pueblan el estilo elocuente del siglo XVII.
En la historia se ha convertido en trozo engastado en la misma presentar al papa Urbano VIII y a sus consejeros como fanáticos opresores de la ciencia. Posiblemente sería más exacto expresar que fueron las primeras víctimas confundidas de la época científica. Vinieron a chocar con una fuerza de la que no poseían la más leve noción. En tal sentido, eran el polo opuesto de los gobernantes “progresistas” del siglo XX que son, todos y cada uno, fanáticos creyentes de lo científico, en tanto tratan a la ciencia con el mismo ademán despótico. Sin embargo, la forma dramática permanece igual.
“Nuestra lucha”, escribió recientemente el profesor Butterfield, “es contra alguna diablería que reside en el proceso mismo de las cosas, contra algo que hasta podríamos llamar fuerzas diabólicas existentes en la atmósfera. Las fuerzas aferran e los hombres, de tal modo que los individuos mismos resultan víctimas en cierto sentido, aun cuando sea por alguna falta de su propia naturaleza; son víctimas de una especie de posesión”.
Tales palabras no han sido escritas por un poeta ni doctor en divinidades, sino por uno de los principales historiadores de nuestro tiempo. Nos sentimos estimulados por ellas para enfrentar el problema con espíritu algo similar, si se interpreta qué sus palabras han de aplicarse a todos los participantes, sin excepción.
Galileo Galilei nació en Pisa en año 1564, el mismo en que Shakespeare vino al mundo y Miguel Angel falleció. Era vástago de una antigua familia florentina cuya rama principal había llevado el apellido Buonaiuti. Su nombre cristiano, más bien singular, proviene de una vieja costumbre toscana de duplicar el apellido en el primogénito, como, por ejemplo, en Braccio Bracci o Pazzino de Pazzi. Su padre, Vincenzo Galilei, era músico y compositor.
El niño disfrutó de una infancia dichosa, y su primera educación estuvo a cargo de los monjes de Vallombrosa; en 1581 ingresó en la universidad de Pisa como estudiante de medicina y filosofía. Su inclinación natural, empero, así como su falta de la misma hacia la filosofía natural enseñada entonces en las aulas, lo llevaron hacia la geometría y la mecánica. Se dice que a los diecinueve años había descubierto el isocronismo del péndulo; a los veintidós inventó su balanza hidrostática. Arquímedes, que acababa de darse a conocer en su completa traducción latina, se convirtió en su modelo científico. Resolvió crear una ciencia matemática que hiciese por el movimiento de los cuerpos lo que Arquímedes había realizado por la estática. El esfuerzo griego habíase quebrado sobre la teoría del movimiento, y Galileo hubo de luchar durante muchos años contra las teorías suscritas que le fueron enseñadas provenientes de Aristóteles, así como con sus propias preconcepciones. No fue sino al cabo de veinte años de investigaciones y de falsos puntos de arranque cuando pudo dar a conocer, en el año 1604, la ley correcta del movimiento de los cuerpos en su caída.
Una primera conferencia en su propia Universidad de Pisa no fue una experiencia dichosa, toda vez que suscitó antagonismo en la facultad. Partió tres años más tarde, en 1592, para ocupar una vacante en la antigua Universidad de Padua, en jurisdicción de la República de Venecia. Su sueldo era de ciento ochenta florines anuales, aumentado posteriormente a quinientos veinte. Cremonini, “el gran filósofo” de la universidad y verdadero pedante, ganaba dos mil. Ello nos sirve para demostrar lo que las autoridades académicas pensaban acerca de la importancia de las matemáticas; la cátedra de “matemáticas” abarcaba entonces la enseñanza de geometría, astronomía, ingeniería militar y fortificaciones.
El éxito de Galileo como conferencista y humanista ante los estudiantes de todas partes de Europa le atrajo renombre internacional. En ese período publicó tratados de mecánica, geometría esférica y fortificaciones. Pero un tópico nuevo y fascinante había comenzado entretanto a atraer su atención: la teoría de Copérnico. Nicolás Copérnico había dado a publicidad en Alemania, muchos años antes, en 1543, un tratado acerca de las “Revoluciones de los Cuerpos Celestes”, dedicado al Papa Pablo III y que iba contra las teorías establecidas. La filosofía natural de Aristóteles, junto con la astronomía de Tolomeo, ambas adoptadas por las universidades y la Iglesia, enseñaban que la Tierra era el centro de las cosas y que los cielos giraban a su alrededor en el término de veinticuatro horas, junto con el Sol, la Luna y los planetas. Copérnico, recogiendo algunas insinuaciones de teorías griegas medio olvidadas, había sugerido que ello podría provenir de una ilusión óptica y que todo el sistema geométrico ideado por Tolomeo poseía sentido más racional si el Sol se colocase en el Centro del universo y la Tierra entre los planetas, cubriendo su órbita en el período de un año, como se había supuesto que hacía el Sol, así como girando sobre sí mismo en veinticuatro horas.
El tratado de Copérnico era conocido desde medio siglo atrás, sin que en todo ese tiempo suscitara sino escepticismo en su mayor parte. Algunos espíritus románticos Y. osados se sintieron atraídos por la nueva idea, aunque imposibilitados de dominar los detalles difíciles del sistema. La astronomía oficial, representada por el ilustre Tycho Brahe, habíase declarado en contra y Tycho había presentado un sistema propio e intermedio, en el cual la Tierra permanecía en el centro de todo lo demás. Los filósofos de las universidades rechazaron el sistema de Copérnico porque su teoría era incapaz de ir de acuerdo con sus físicas. Los protestantes se pusieron contra él al experimentar que arrojaba dudas contra la verdad literal de las Escrituras. En cuanto a los jerarcas de la Iglesia, tenían en gran respeto a Copérnico como hombre de iglesia y erudito, pero consideraron su sistema como uno más de esos ingeniosos inventos matemáticos imposible de convertirse en realidad física. Las matemáticas eran consideradas por entonces como algo para el técnico y los virtuosi, tal como se los llamaba, sin ninguna pretensión en cuanto al terreno filosófico; y las especulaciones físicas y metafísicas de algunas mentes aventureras en pos del “divino secreto”, en número y en proporción, no eran tales como para obligar al asentimiento de los estudiosos responsables. A más de ello, los individuos de la Iglesia derivaron buenas razones para su reserva de un libro del propio Copérnico, llegado a poder de ellos con un prefacio espurio escrito realmente por Osiander, clérigo protestante, que no reclamaba ninguna pretensión de validez en cuanto a la teoría.
Galileo, que había venido madurando en los años siguientes a 1585 una filosofía natural completamente nueva basada en las matemáticas, vio el libro desde un punto de vista diferente por entero. Para él contenía un excelente sentido físico y mostraba el camino hacia una cosmología más pura. Todo eso admitió ante sus amigos, en el año 1597. Pero, sabedor de que “sería necesario amoldar de nuevo el cerebro de los hombres”, antes de llevarlos a su punto de vista, se dedicó a esperar. Supo que no era poseedor aún de ninguna prueba capaz de convencer a la mente no preparada. Esa prueba vino a su poder por un golpe de fortuna, con el descubrimiento del telescopio en 1610, que a su vez estableció su nombre en la mente del público en general como el del principal científico de su época. Y es aquí donde da comienzo nuestra historia.

Capítulo 1
Días de descubrimiento

Estas novedades de antiguas verdades, de nuevos mundos, nuevos sistemas, nuevas naciones, constituyen el comienzo de una nueva era. Que Dios no demore y hagamos todo lo que esté a nuestro alcance, dentro de nuestras reducidas posibilidades.
CAMPANELLA

I

En marzo de 1610; Galileo anunció al mundo el descubrimiento del telescopio en su “Mensaje desde las Estrellas”. “Ese universo”, como habría de decir más tarde, “que he ampliado cien y mil veces más allá de lo imaginado por todos los sabios de los siglos pasados”, no traía en su mensaje solamente cosas nuevas y no imaginadas en los cielos, sino nuevas ideas en la mente de su descubridor.
Otros podían pensar en la existencia de “una nueva América en los cielos” y mayor magnificencia de estrellas. Para el explorador mismo, el Nuncius Sidereius[2] trajo una decisión bien clara: Copérnico había estado acertado al hacer de la Tierra un planeta y no el centro mismo del Universo. Galileo habíalo adivinado mucho tiempo antes, en tanto hallábase dedicado a su labor menos conocida con las matemáticas. Nadie podría haber adivinado por entonces su objetivo final; pero, al buscar las leyes de los proyectiles y de los cuerpos en su caída, se dijo a sí mismo que no mostraría su mano en la cosmología mientras no lo hiciese como un tipo de copernicano enteramente nuevo… no el simple astrónomo sino el “astrónomo filosófico”, el físico de los cielos. El descubrimiento repentino del telescopio decidió el asunto para él, ya que aportó inesperada confirmación a su teoría en el terreno de las observaciones, a la par que lo elevaba a la fama y a la fortuna. Cantaba entonces cuarenta y cinco años de edad y tenía ante sí la labor de su vida.
El 7 de mayo de 1610, dos meses después de la publicación de su “Mensaje”, escribió una extensa carta a su fiel amigo Belisario Vinta, Secretario de Estado de Florencia, hablando en la misma de todos los grandes proyectos que podría realizar una vez relevado de la obligación de enseñar en Padua, y de su deseo de servir al Gran Duque:
“Cuento con numerosos y admirabilísimos proyectos e inventos, pero no podrán ser puestos en ejecución sino por príncipes, porque son éstos los capacitados para emprender guerras, erigir y defender fortalezas y efectuar los gastos más grandes para su regia diversión, y no yo ni ningún otro caballero particular. Las obras que pienso llevar a conclusión son principalmente dos volúmenes acerca del “Sistema” o “Constitución del Mundo”, un tomo inmenso lleno de filosofía, astronomía y geometría. Hay, además, tres obras “Sobre el Movimiento”, ciencia enteramente nueva…”.[3]
Durante veinte años había luchado ocupando un puesto mal remunerado, acosado por las necesidades económicas de sus parientes, obligado a redondear su salario con gran esfuerzo enseñando y hospedando a estudiantes y dedicando horas extras a lo que el público esperaba realmente de un hombre de su profesión: la teoría de las fortificaciones, “zapa, minas, empalizadas, rebellines, cestones y demás”. Aparte de eso, las universidades no tenían mucho que ofrecer a los matemáticos. La culta profesión, en esta declinación del Renacimiento, vino a tropezar con épocas poco propicias. La perspectiva reducíase bajo el impacto de la tensión religiosa; era como si el saber hubiera perdido empuje. A no ser por la presencia de Fabricio de Acquapendente, el ilustre anatómico, y unos cuantos juristas, consejeros de la República Veneciana y dignos sucesores del erudito Bellario, a Galileo habríale resultado difícil tolerar la importancia que se daban sus colegas paduanos; y eran demasiado raras sus escapadas a la atmósfera cosmopolita de Venecia, a treinta kilómetros de distancia, donde él y Fabricio eran bien acogidos por el reducido círculo senatorial que se congregaba para conversar libremente en la famosa oficina de Ca’ Morosini.
Cierto que la fama se había hecho presente ahora con sus descubrimientos y habíase elevado su salario a la suma de mil florines. Pero Galileo había resuelto su ánimo mucho tiempo antes. No era tanto, como se ha sugerido en ocasiones, que deseara satisfacer su pequeña venganza sobre los eruditos toscanos que le negaran un puesto en los primeros tiempos; contaba con poderosas razones fuera de ello, algunas de las cuales expuso en su carta a Vinta. En el Secretario tenía la clase adecuada de amigo capaz de comprenderlo[4]. Bajo la competente dirección de éste, el pequeño principado toscano, con menos de medio millón de habitantes pero sin haber olvidado las glorias pasadas, habíase embarcado en una atrevida política económica destinada a combatir la depresión económica prevalente en la época. Habíanse cavado canales, reclamado vastas extensiones de tierras en las provincias de Siena, Arezzo y Grosseto, y erigido de la nada el nuevo puerto de Liorna, con sus astilleros y arsenal. Vinta había incluso asegurado una aventura colonizadora en el Brasil, que sería dirigida por dos británicos, Dudley y Thornton. Fue a través de Vinta como Galileo prevaleció sobre el Gran Duque para que aceptase los satélites de Júpiter, aún en controversia, en nombre de la casa de los Médici, golpe maestro de diplomacia científica.
Galileo contaba con buenas razones, pues, para experimentar que éste era el lugar para él. Deseaba estar de nuevo en su propia tierra natal, entre gente de su misma habla y amigos de su propia elección.
Mostrábase presto a admitir la existencia de riesgos. No era seguro del todo cambiar las severas obligaciones contractuales de un Estado tal como la República de Venecia por el favor personal de un monarca. Como escribiera su fiel Sagredo (que más tarde convertiríase en personaje de su “Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo”) con la sabiduría de un aristócrata veneciano: “¿Dónde encontrará la misma libertad que aquí, en territorio veneciano, donde un contrato os convierte en amo de quienes gobiernan? … Si no arruinado, podréis ser colocado en aprietos por el oleaje de la vida cortesana y los vientos devastadores de la envidia… Por otra parte, que residáis en lugar donde es grande la influencia de los amigos de Berlinzone[5] es cosa que mucho me preocupa”.
Mas la suerte había sido echada. En junio de 1610, Galileo renunció a su empleo de Padua, y en setiembre se hallaba ya en Florencia, donde asumió su nuevo puesto. La verdad es que no le preocupaba mucho el peligro representado por el poder jesuita, que abarcaba los continentes por sobre su cabeza en vastas maquinaciones políticas, pues personalmente jamás se mostró interesado en la jurisdicción de los príncipes, y no deseaba tomar parte en la disputa del estado de Venecia contra la Santa Sede. Conocía por sí mismo que los jesuitas eran humanistas a la moderna, amigos de la ciencia y del descubrimiento. A quienes temía era a los profesores.
Su “inmenso proyecto” fue en verdad una de las razones principales que lo acuciaron a su venturosa emigración. Lo que pensaba, sin poder manifestarlo por diversas razones, era que si había de desafiar a las universidades con pronunciamientos decisivos, sería mejor llevarlos a la práctica en calidad de “patricio florentino, jefe filósofo y matemático de Su Alteza Serenísima”, amigo y protegido del monarca a quien dedicara los satélites de Júpiter, que como conferenciante carente de medios, acosado por un consejo de una facultad capaz de resolver que la materia de su enseñanza debía permanecer sin alterar en el programa.
El proyecto insinuado en el “Mensaje Sideral” había estado cambiando de forma en su imaginación, lentamente. La reacción en cuanto al telescopio, tanto entre los cultos como los semiilustrados, fue desalentadora, habiendo palpado la existencia de un sólido frente contra su persona, desde su alma mater de Pisa hasta Bolonia y Padua. El hombre que más debía ayudarle, Magini, profesor de astronomía de Bolonia, hizo a un lado la máscara de amistad para dedicarse a crear una agitación contra Galileo entre los teóricos aristotélicos. De no haber venido ayuda de afuera, habríase hallado en grandes dificultades, y sus nuevos planetas habrían sido extirpados del firmamento, tal como había prometido Magini.
“Mi estimado Kepler”, escribió Galileo al hombre que siempre sostuvo la causa, “¿qué diría usted de los hombres sabios de aquí que, repletos con la pertinacia del áspid, se han negado constantemente a echar una ojeada a través del telescopio? ¿Qué sacaremos de todo esto? ¿No echaremos a reír o a llorar”.
Aún antes que los astrónomos jesuitas, y mucho más que ellos, fue la opinión pública lo que le ayudó. Sus propios impresores de Padua contribuyeron con dinero para una oda que le fue dedicada; los escritores celebraron el descubrimiento del telescopio en opúsculos y versos, tanto en latín como en lengua vernácula, elegíacos, pindáricos, jocosos, epigramáticos; en lenguaje cortesano, pulido y popular; en odas, versos libres, sonetos, octavos y terza rimas. Discutióse acerca del nuevo descubrimiento en las sobremesas principescas y entre el pueblo en las escalinatas de la catedral. Fue tema de frescos, por parte de Cigoli, en la cúpula misma de Santa María la Mayor, de Roma. Los principales poetas de entonces, Marino y Chiabrera, aportaron también sus contribuciones. De Inglaterra llegaron nuevas de que el telescopio había invadido la filosofía y la lira metafísica[6]. “¿Y quién”, escribió un profesor de filosofía, La Galla, a modo de preludio a su propio y disimulado desprecio, “quién, aun sumido en el más profundo sueño, no sería despertado por el rumor de ese nuevo milagro, que se ha esparcido por todo el mundo?”. Esto representaba apoyo de nuevos círculos, tal como Copérnico no había tenido jamás. Hasta desde este punto de vista, la corte era un centro de operaciones mucho mejor.
Las “estrellas de Médici” habían sido colocadas hábilmente bajo la protección del Gran Duque porque, una vez aceptada la dedicatoria por la casa de Médici, su existencia se hizo obligatoria; y fueron, en verdad, el punto estratégico de operación. Quienquiera observase a Júpiter a través del telescopio, veía allí, en el campo visual, un sistema solar demostrado en pequeña escala.
Le superficie de la Luna, vista a través del telescopio, era tal vez más impresionante, siendo necesario seguir un tren de pensamiento para ver cuánto implicaba: los valles, los picos y los montes iguales a los de la tierra, vistos en un cuerpo celeste, demostraban que no existía diferencia básica en su constitución física; y con ello se borraba toda distinción oficial entre celeste y terrestre… para quien se tomase la molestia de pensar.
Luego, bien cerca uno de otro, el telescopio produjo dos nuevos y decisivos descubrimientos: las fases de Venus y los “compañeros” de Saturno. El año 1610, Galileo había escrito a Giuliano de Médici, embajador florentino en Praga: “Espero ansioso lo que el señor Keplero pueda decir acerca de las nuevas maravillas… Tanto él como el resto de la escuela de Copérnico cuentan con buenas razones para jactarse de haber sido excelentes filósofos; empero, les ha tocado en suerte, y lo mismo podrá continuar sucediendo, ser considerados por los filósofos de nuestra era que filosofen sobre el papel, con asentimiento universal, como individuos carentes de intelecto y poco mejor que absolutamente necios”.
El embajador hizo llegar oportunamente el pedido a Kepler (“Il Sig. Gleppero”, como él lo llamaba) y pronto se hizo conocer la viva reacción. “Mi estimado Galileo”, escribía Kepler, “tengo que comunicarle lo acontecido el otro día. Mi amigo, el barón Wakher van Wachenfels, se detuvo ante mi puerta y comenzó a gritar desde su carruaje: ‘¿Es cierto? ¿Es realmente cierto que ha descubierto estrellas en movimiento alrededor de otras estrellas?’. Le dije que así era en verdad y sólo entonces penetró en la casa”. Kepler dejó de expresar con toda prudencia que su buen amigo el barón esperaba una prueba de las manifestaciones de Bruno en cuanto a la infinidad y pluralidad de los mundos, ya que no sólo eran ideas peligrosas, sino que él mismo, Kepler, no se inclinaba hacia ellas. Pero había suficiente en los nuevos descubrimientos, no obstante sus reservas hacia el flamante y no probado instrumento, para que se manifestara su característico entusiasmo. “¿Qué haremos ahora, estimado lector, con nuestro telescopio? ¿Lo convertiremos en una varita mágica de Mercurio con que cruzar el éter líquido y, como Luciano, conducir una colonia al lucero vespertino inhabitado? ¿O haremos de ella la flecha de Cupido que, penetrando a través de nuestros ojos, horade hasta lo más profundo de nuestro ser y nos inflame con el amor de Venus?”.
Pero los investidos de sabiduría, no impresionados con los nuevos descubrimientos, continuaron considerando a los copernicanos como hombres “sin intelecto”. En verdad, el rencor y el desdén de los doctores no podía ser sino aumentado por los éxitos “injustos” y fáciles de sus oponentes en sociedad. Eso es lo previsto por Galileo durante mucho tiempo. Ya tan pronto como en 1597, trece años atrás, había escrito a Kepler en los siguientes términos: “Como vos, acepté la posición de Copérnico hace varios años, habiendo descubierto desde entonces que las causas de muchos efectos naturales son indudablemente inexplicables por las teorías corrientes. He escrito muchas razones y refutaciones sobre el tema, pero hasta ahora no he osado darlas a publicidad, prevenido por la suerte del propio Copérnico, nuestro maestro, quien se procuró a sí mismo fama inmortal entre unos cuantos, pero descendió hacia la gran muchedumbre (que así se denomina a los necios), sólo para ser deshonrado y blanco de la burla. Me atrevería a publicar mis pensamientos si hubiese muchos como vos; pero, ya que no los hay, me privaré de hacerlo”.
Durante cierto tiempo en 1610, Galileo pensó que los descubrimientos del telescopio lo cambiarían todo al proveer pruebas irrefutables a los individuos de buena fe. Tal vez había llegado el momento… Mas algunos meses fueron suficientes para desengañarlo. Ciertos doctores, que al menos tuvieron el valor de defender sus convicciones, rehusaron en verdad y en forma sostenida observar a lo largo del telescopio, como se ha referido en numerosas oportunidades. Otros lo hicieron y aseguraron no haber visto nada; la mayor parte de ellos, empero, le acordaron tratamiento silencioso, cuando no dijeron que jamás se habían dedicado a observar a través del mismo, pero que ya sabían que no mostraría nada de valor filosófico. Uno mantuvo que era imposible que los antiguos no hubieran poseído tales instrumentos, puesto que habían sobresalido en todo, y que su silencio sobre el asunto implicaba un juicio desfavorable sobre sus resultados. Otro afirmó sin vacilar, aunque jamás había visto un telescopio, que el invento había sido tomado de Aristóteles. "Una vez que hizo traer sus trabajos, volvióse hacia el lugar donde el filósofo manifiesta razones por las cuales, desde el fondo de una cavidad muy profunda, pueden observarse las estrellas del firmamento al mediodía". “Mire aquí”, dice, “la cavidad que representa al tubo, observe los grandes vapores, de donde se acepta la invención de los cristales, y contemple por último el cuadro, recalcado por el paso de los rayos a través de un medio diáfano pero más denso y oscuro”[7]. “Pero, seguramente”, dijo otro, “esto no significa que Aristóteles aprobara semejante aparato, pues podría demostrarse con el texto del filósofo que sus conclusiones fueron obtenidas sin que se ayudara a la vista y por ende los instrumentos no podían ser de utilidad en el estudio de las cosas celestes; pero que si, por otra parte, daba la casualidad de haberse descubierto algo nuevo en el firmamento, podía ser interpretado según el texto de Aristóteles, tan sólo con un poco de ingenuidad”. El comentario de Galileo fue grandemente despectivo:
“¡Oh, profundísimo doctor, que tal cosa quiere imponerme! ¡Porque no quiere ser llevado de la mano por Aristóteles sino que lo tomará de la nariz y le hará hablar a su antojo! Ved cuán importante es saber aprovechar la oportunidad. Ni es apropiado tener que hacer con Hércules mientras está enfurecido y fuera de sí, sino en tanto relata cuentos alegres entre las damiselas de Meonia. ¡Ah, sordidez desconocida de las mentes serviles!, al convertirse voluntariamente en esclavos, aceptar los decretos como inviolables, comprometerse a parecer satisfechos y convencidos por argumento de tanta eficacia y tan manifiestamente definitivos, que no son competentes para decidir si fueron escritos con tal propósito o sirven para probar la suposición a mano… ¿Qué es esto sino convertir una imagen de madera en oráculo y correr hasta ella en demanda de respuestas, temerla, adorarla y reverenciarla?”.
Semejantes contorsiones intelectuales y lamentables eran prueba en verdad de que sus adversarios se hallaban dispuestos a todo; y de ahí derivó un peligro inmenso y bien claro, pues Galileo pronto supo que la culta coalición, enconada por las hazañas de esta “caña óptica”, que amenazaba deshacer enteras bibliotecas de enormes volúmenes, patrimonio de intereses intelectuales conferidos —y el arte mismo de la disputa académica que le aportaba sus estipendios— se hallaba presta a lanzar contra él la mismísima Sagrada Escritura. Según la costumbre académica de la época, ello constituía un modo de ataque claramente incorrecto; no sólo porque daba lugar a la intervención de la autoridad eclesiástica en las disputas filosóficas, sino porque la disputa entre los monjes daba a la plebe nuevo incentivo contra el saber. Pero, como muchos políticos de antes y después, esos hombres preferían agravar la incoherencia de la opinión pública con el fin de disimular la propia.

II

Un joven religioso fanático, Francisco Sizi, fue incitado a efectuar el primer disparo[8] —una escopetilla de aire comprimido en el mejor de los casos— con su Dianoia Astronomica (1610). El argumento, aparte de alguna curiosa explicación acerca de las lentes, no era muy diferente de aquel del doctor Slop: “Pero, señor, ¿no existen siete virtudes cardinales… siete pecados mortales… siete candeleros en Moisés… siete firmamentos?”. “Eso es más de lo que sé”, contestó mi tío Toby. “¿Y no están las siete maravillas del mundo, los siete días de la creación, las siete plagas?”. Y también, agregaba Sizi —y ello tomado de las ideas de Tycho— siete metales en la teoría de la alquimia? En consecuencia, no puede haber más de siete planetas en el firmamento, y los nuevos revelados por el “perscipilo”[9] constituyen una ilusión óptica”. El panfleto de Sizi está claramente inspirado por las teorías cabalísticas de Pico della Mirandola y es mucho más disculpable en su pasión mística que Contro il moto della terra, debido a Ludovico delle Colombe y lanzado a la circulación pronto después; porque la arrogancia académica de Colombe es manifiesta en los argumentos aristotélicos, que combina con abundante y pretenciosa faramalla geométrica; y todavía él, que alega hablar en nombre de la razón natural, no se abstiene de citar toda una serie de pasajes de las Escrituras que colocó a los copernicanos en situación difícil para argumentar. El padre Benedetto Castelli, monje de Montecassino, discípulo predilecto de Galileo, había escrito que si pudiese demostrarse la existencia de fases en Venus, se convencería a todo el mundo. Ya las fases han sido descubiertas y he aquí el resultado. “Con el fin de convencer a esos hombres obstinados”, contestó Galileo a Castelli, “que han salido a la palestra para la vana aprobación del vulgo estúpido, no sería suficiente ni aun cuando las estrellas cayesen en tierra para mostrar evidencia sobre sí mismas. Interesémonos tan sólo en obtener conocimientos para nosotros mismos, y hallemos en ello nuestro consuelo”.
Pero tan hermosas actitudes de torre de marfil no podían tener más duración que una tarde melancólica. Ahora que se había alcanzado la certeza, no resultaban válidas para guardar silencio las razones, que había explicado a Kepler. En verdad, la apasionada respuesta de Kepler, durante todos aquellos años transcurridos, ha debido permanecer fuertemente en su ánimo:
No habría deseado sino que vos, dueño de tan profunda visión, hubierais elegido otro camino. Nos aconsejáis con el ejemplo personal, y de manera discretamente celada, que nos retiremos ante la ignorancia general y no nos expongamos, o nos opongamos temerariamente, a los violentos ataques de la chusma escolar (y en esto imitáis a Platón y a Pitágoras, nuestros verdaderos maestros). Pero tras la enorme tarea iniciada en nuestro tiempo, primero por Copérnico y más tarde por numerosos y cultos matemáticos, y cuando la aseveración de, que la Tierra se mueve no puede considerarse ya como cosa nueva, ¿no sería mejor hacer llegar el vehículo a su meta mediante el esfuerzo conjunto, ya que lo tenemos en marcha, y, poco a poco, con voces potentes, hacer callar al rebaño vulgar, que en realidad no pesa sus argumentos con gran cuidado? Tal vez de esa manera y con habilidad podamos llevarle el conocimiento de la verdad. Con vuestros argumentos ayudaríais al mismo tiempo a los camaradas que son víctimas de juicios tan injustos, ya que obtendrían consuelo con vuestro consentimiento o protección a través de vuestra influencia política. No son tan sólo vuestros italianos quienes no pueden creer que se mueven si no lo experimentan así, sino que aquí en Alemania en manera alguna acariciamos esa idea. Empero, siempre hay modos de protegernos contra esas dificultades…
Cobrad ánimo, Galileo, y salid al público. Si juzgo correctamente, no son sino unos pocos los distinguidos matemáticos de Europa que se separarían de nosotros, por ser tan grande el poder de la verdad. Si Italia parece un lugar menos favorable para su publicación, y si se contemplan dificultades ahí, tal vez Alemania nos proporcione esta libertad.
Lo cual, decidió Galileo, era exactamente lo que pensaba hacer… y desde Florencia. Era llegado el momento en que podía erigir una enorme masa de opinión y obtener la aceptación de las nuevas ideas. Mas para ello necesitaba dejar a un lado las universidades y dirigirse en lengua vernácula al público inteligente en general. Ello implicaba sin duda un sacrificio de valor internacional del latín, pero a Galileo no le preocupaba señalarse a sí mismo miembro exclusivo de la diseminada y temerosa de la luz república de eruditos; había escrito, en su tiempo, suficiente poesía satírica en contra del doctor que pestañeaba nervioso, extraviado en la vía pública, enredado en su toga, que va en demanda de la seguridad de su estudio como el gato asustado tras el agujero. Sentíase perfectamente cómodo en la calle, en la plaza y ante la mesa del comedor, sabiendo también su capacidad para valerse del italiano como el que más[10].
Expone sus motivos directamente en una carta a Paolo Gualdo, de fecha 12 de mayo de 1612:
Observo que los jóvenes van a las universidades con el fin de hacerse doctores, filósofos o algo más, con tal que sea un título, y que muchos se dedican a esas profesiones completamente inadecuadas para ellos, en tanto otros que serían muy competentes se ven impedidos por los negocios o sus diarias preocupaciones, que los alejen de las letras. Ahora bien, esas gentes, aunque dotodas de buena inteligencia, porque no son capaces de entender lo escrito en baos (palabra inventada por el autor de comedias cómicas Ruzzante para indicar el lenguaje culto), sostienen a lo largo de toda su vida la idea de que esos grandes volúmenes contienen asuntos más allá de su capacidad, que siempre permanecerán cerrados para ellas; mientras tanto, quiero que se percaten de que la naturaleza, así como los ha dotado de ojos para ver sus obras, les ha proporcionado un cerebro adecuado para abarcarlas y comprenderlas.
Su dedicación nos recuerda a Copérnico. Hay muchos, como manifestara al papa setenta años atrás, que experimentan desprecio por la ciencia a menos que ésta les rinda beneficio; hay otros que, aunque se hayan dedicado al estudio de la filosofía, son algo peor que inútiles en ella debido a su estupidez, y se conducen cual el zángano entre las abejas. Existe aún otra especie de charlatanes, agrega, a los cuales no dedicará el menor pensamiento; son los que, con toda malicia e imprudencia, utilizan pasajes de las Escrituras para contradecirlo. Esta clase de oposición la considera despreciable. “¿No dijo Lactancio, gran escritor eclesiástico pero pobre matemático, cosas infantiles acerca de la forma de la Tierra, mofándose de quienes descubrieron su forma esférica?”.
Del mismo modo que Galileo, Copérnico había previsto resistencia, no en manera alguna de las autoridades eclesiásticas sino de los intereses académicos creados, cuyo juicio común corresponde a: la declinación de las universidades tradicionales de aquella era de transición. Mas de ahí en adelante ambos hombres difieren. El alma retraída y delicada de Copérnico deseaba que este asunto permaneciese entre los iniciados científicos y que fuese restaurada la reserva pitagórica de la investigación. “Las matemáticas son para los matemáticos”, recordó gravemente, y no debiera aplicarse a su estudio nadie que no hubiese purificado su alma. Mas, por otra parte, semejante teoría no apeló solamente al intelecto abstracto. Como dice Galileo, con admiración: “No pudiendo resolver una serie de graves dificultades, se le indujo, no obstante, por otras ocurrencias significativas, a confiar tanto en lo que le dictara la razón como para llegar a afirmar que la estructura del universo no podía tener otra figura que la designada por él mismo”. Pero, prosigue, “puesto que Dios se ha servido conceder en nuestro tiempo a la ingenuidad humana la admirable invención de perfeccionar nuestra visión multiplicándola hasta cuarenta veces”, cualquier mente sana puede ya abarcar la nueva verdad sin necesidad del atrevido genio de Copérnico.
Este apelar de Galileo al pueblo en general, ¿fue así, como se ha dicho con frecuencia? Difícilmente. Ya no creía a las masas capaces de juicio independiente, como luego sucedería a Voltaire o a Samuel Johnson sobre el mismo asunto. Debemos expresarlo con claridad, puesto que más de una vez ha sido mal interpretado. El mismo había explicado a Kepler lo poco juicioso que fue de parte de Copérnico dejarse persuadir para descender hacia la muchedumbre, “que así se llama a los necios”, sólo para ser deshonrado y burlado. El creía naturalmente, como Maquiavelo, el nostálgico republicano, que son los menos los capaces de pensar, y que los demás son ovejas. Ese mismo había sido el juicio de sus antepasados comunes que rigieran las ciudades libres de Toscana; y, como ellos, creía que el vulgo es llevado con mayor facilidad por la superstición y las emociones violentas que por los argumentos razonables. Sabía demasiado bien que los verdaderos manipuladores de tales pasiones eran los demagogos y predicadores que incitaban al furor, capaces de convertir las palabras mágicas del espanto o de la autoridad “en cachiporra con que aplastar los esfuerzos de la ciencia”. Pero también creía, cosa del todo clásica, que en todos los estados de la vida, desde el más humilde al más elevado, surgen hombres capaces de pensar por sí solos y que constituyen la élite natural. Los últimos siglos han probado cómo pueden esos hombres conformar la civilización de manera tan libre y poderosa; fue a ellos a quienes apelaba como “clase abierta gobernante”, lo que estuvo llamado a antagonizar los intereses entrelazadores de casta de los custodios del saber.
Lo realizara o no, ahí tenía en marcha un movimiento llamado a causar una reacción violenta en la medida en que sacudió los cimientos del viejo edificio. Se sigue sosteniendo en nuestros días[11] que el error fatal de Galileo radicó en su temeraria indiscreción, su insistencia en lanzar abiertamente al público en general, escribiendo en lengua vernácula, una cuestión que se hallaba lejos de ser resuelta, y que no podía, en esa forma, sino proporcionar escándalo al pío, en tanto que la verdadera manera de aproximarse al tema habría sido escribir trabajosos tomos en latín y esperar con paciencia su apreciación de parte de eruditos y teólogos. Este falso argumento ha sido motivo de un verso popular: Cet animal est très méchant quand on l’attaque, il se défend. Los cultos apólogos parecen olvidar que sus últimos y eruditos colegas de las universidades habían examinado rápidamente las nuevas teorías y resuelto no asignarles importancia. No sólo eso sino que, temiendo que su propia fuerza no bastase, se atrajeron, como luego veremos, la ayuda de los pocos eclesiásticos que apenas merecían el título de teólogos, con objeto de crear un escándalo decisivo del que resultase el destierro. Tales caballeros estaban dispuestos a pronunciar sus sermones en italiano o, mejor dicho, en una lengua vernácula tan parecida al italiano como el lenguaje de los periódicos de Hearst lo es para el británico.
De tal modo, no fue en manera alguna una cuestión de tranquilidad de las masas. En todas partes comprendíase bien que Galileo no escribía para la masa. Hacíalo en estilo literario sobre temas filosóficos para las clases libres gobernantes, que incluían a príncipes, prelados, caballeros y hombres de negocios; y ello no podía sino amenazar los privilegios de casta del literato promedio. De ahí que se lo hiciera aparecer, como a Sócrates, “envenenador del pueblo”. Se inventaron términos para designar con toda rapidez a los de su especie: “mente libre”, “altiva curiosidad”, “esprit fort”, “amante de novedades”, “esas mentes florentinas que son demasiado sutiles y curiosas”, con el objeto de arrojar sospechas sobre aquellas actividades que la ley no podía impedir. La extraña paradoja del drama radica en que esos clérigos asustados se las habían finalmente con lo que en vano trataron de conformar durante el fin de la Edad Media: el filósofo natural ortodoxo. En él habíase realizado la conjunción entre la ciencia y el humanismo. En el pensamiento de Galileo no se encuentra en parte alguna el frío desdén de Valla, la impenetrable y desdeñosa altivez de Leonardo, el escabullir de la “doble verdad” tan libremente utilizado por Pomponazzi y los averroístas o las peligrosas fantasías de Pico o Campanella. Quiere actuar como consultante dé los teólogos en filosofía natural y ayudarles a comprender correctamente los nuevos descubrimientos. La verdad sencilla es que tales descubrimientos eran demasiado demoledores para los cerebros no preparados, aun para mentes tales como la de John Donne.

III

Como hombre, debe reconocerse que Galileo responde tan poco al clisé de la época relativo al filósofo, como respondería al de nuestro tiempo referente al científico.
“Quien contempla lo más alto”, decía sin falsa modestia, “es de superior calidad; y bojear el libro de la naturaleza, que es el verdadero objeto de la filosofía, es la manera de hacernos contemplar hacia lo alto, en cuyo libro, sea cualquier cosa lo que leamos, como obra del Todopoderoso, hallaremos todo lo más proporcionado; no obstante, resulta más noble y más absoluto cuanto más ampliamente se revele su arte y su habilidad. La constitución del universo, entre todas las cosas de la naturaleza que caen dentro de la comprensión humana, puede, en mi opinión, ser colocada en primer término; porque como en relación con la extensión universal sobrepasa a todas las demás, debe servir de regla y modelo de ellas y precederlas en nobleza”. Estas son palabras elevadas, dignas de un platónico de Cambridge. Pero el señalar al “gran libro de la naturaleza” como adecuado objetivo de toda filosofía, nos dirá que no existe temperamento contemplativo, aunque en su labor de rigor y de independencia del pensamiento continúa sin desviarse, exento del fácil entusiasmo y la pomposa fantasía de sus contemporáneos.
En una época en que la fuerza del estilo era considerada presunción, el estilo de Galileo resulta una nota independiente que se remonta a los Maquiavelo, los Alberti y los maestros artífices de su propio pasado florentino. Su pensamiento posee la misma démarche segura, desinteresada y, al parecer, libre de esfuerzo, de la mente clasificadora entre las realidades que se van desarrollando. En el diálogo perpetuo que es su vida siente la necesidad de iguales y está dispuesto a admitir que la compañía lo es todo: “Es una gran dulzura”, dice, “andar vagando de un lado para otro y discutiendo juntos entre verdades”.
Eso de “juntos” que implican sus palabras es una realización: profundamente social, lejos de casta y de rango —y también del prestigio del mago en técnica—, aunque personaje tal como Sócrates haya existido veinte siglos antes; es la libre reunión de hombres que piensan, en marcha a través del tiempo ilimitado hacia una clarificación definitiva. “El intelecto del hombre”, ha dicho Bovillus, “se logra con el tiempo, sufriendo cambio tras cambio hasta que se convierte en todas las cosas”. Tal la insinuación platónica, comprensible para todos. Aquí la vemos claramente desviada de la identificación romántica hacia el desarrollo de una abstracción actuando claramente.
Porque si podía ser abstracto, el pensamiento de Galileo jamás se hizo transmundano. Siguió con el mismo agudo interés el giro elegante del verso, el cuidado de la viña o el manejo experimentado de los problemas mecánicos del arsenal de Venecia. “Entre aquellos”, escribía, “que se han adiestrado en el transcurso de los años para resolver los problemas más difíciles de su profesión, debe haber algunos de amplios conocimientos y muy vigorosa inteligencia”. Era entre esos hombres, humildes o elevados, entre quienes hallaba franca camaradería. Temperamento alegre y congenial, con todas las pasiones del aficionado y el gourmet, lanzábase con idéntico ardor a una discusión literaria, un caso legal difícil, un banquete bien servido, un nuevo “efecto natural”, o una buena mozuela. Tanto en el trabajo como en el placer, aprovechaba su vigoroso físico hasta donde le diesen las fuerzas.
Flotaba aún en la atmósfera demasiado Renacimiento para que el pueblo lo condenase por falta de puritanismo. Lo que las clases cultas le reprochaban eran más bien sus virtudes: su incontenible y directa aproximación a los problemas intelectuales, su descartar el ropaje erudito y polisílabo del pensamiento utilizado de modo tan conveniente por otros para cubrir su falta de originalidad. Cosa bastante típica, jamás pensó en los actuales nombres griegos para sus instrumentos. Al telescopio lo llamó occhiale, al microscopio occhialino, a la balanza hidrostática, bilancetta, “balancita”. En su misma indulgencia decidióse por lo sencillo y lo fácil tanto como hizo en su estilo científico. Su mismo cándido y amable Benedetto Castelli, que sufrió sin la más leve queja la penosa existencia del monje mal pagado y peor alimentado, supo bien cómo compartir con su maestro los sencillos pero epicúreos deleites del buen vino, el buen queso y los buenos higos; su correspondencia científica hállase entrelazada con caprichosas excursiones y alegres exclamaciones acerca de los barriles muy especiales y los paquetes que, a guisa de obsequio, se enviaban recíprocamente.
Resulta más bien fácil comprender que Galileo tuviera sus más ardientes partidarios entre los escritores, los artistas y los aficionados cultos, mientras la mayoría de los profesionales eruditos se alinearon contra él. A estos últimos podía echar un baldón solamente con su tono burlón y la leve ironía de su polémica, en tanto los primeros hallaban en él un protector de la mente abierta y de la “sabia ignorancia”. Típico de ellos fue el pintor Ludovico Cigoli convertido en su representante oficioso en Roma, hombre que amaba con sinceridad la buena lucha. Así escribió en 1611 que la Dioptrics, de Kepler, había llegado a la ciudad y estaba resultando valioso aliado: “Esto atribulará más aún a los sátrapas y atiborradas togas del saber… Me place verlos clavados, mudos, con los ojos saltones, de manera que si tuviese que trazar la figura de la ignorancia no la haría de otro modo… Kepler debiera figurar en todas las librerías y deseo que usted recurra a él para sus tareas, de modo que los otros revienten, y que sus escritos se vean por doquier y los acosen hasta en los puestos del mercado (su por le pancaccie)”. En otra oportunidad, escribió acerca de las Cartas sobre las Manchas Solares: “Procure que los libreros dispongan de ellas libremente, pues con ello haría morir de rabia a la ‘Liga de las Palomas’, al ver que no pueden examinar un estante sin tropezar con ellas[12]… A propósito, he imaginado un emblema para que esos pedantes lo coloquen en su escudo; una chimenea con el cañón atascado y el humo retrocediendo para llenar la casa en donde se reúnen las gentes para quienes oscurece antes de anochecer”[13].
Podría imaginarse el desdén de Cigoli como el del hombre inculto hacia lo erudito, pero, en su condición de pintor triunfante y respetado, no tenía que habérselas con ningún sentimiento de inferioridad; y su juicio está basado con tanta independencia como la del auténtico artista del Renacimiento. Al observar con gran atención la actitud del padre Clavius, autoridad jesuita en astronomía, informa a Galileo que Clavius no puede sujetarse a la idea de que puedan existir auténticas montañas en la Luna, y está tratando de explicar lo que es observado por determinadas diferencias de densidad en el interior del reluciente y diáfano cuerpo del satélite. “Parece creer realmente esta clase de explicaciones y no hallo disculpa para él como no sea que el matemático, por muy ilustre que sea, sin la ayuda de un buen dibujo no es sólo matemático a medias sino hombre desprovisto de ojos”[14].
Leonardo podría haberse expresado de este modo con respecto al conocimiento de la naturaleza. El hombre que sabe cómo ver, es también el hombre capaz de comprender el uso de nuevos instrumentos. Es la mente del Renacimiento la que, con su vitalidad irresistible, está realizando la lucha contra el escolasticismo; son únicamente esos temperamentos (y los encontramos lo mismo en la Iglesia que entre los seglares) los que pueden sentirse cómodamente animosos en el mundo hirviente de los nuevos hechos nuevas insinuaciones, “conocimientos” traídos de lejos.
Pero Galileo no tuvo ocasión de elegir. A partir del año 1611, su actividad literaria toma la forma de opúsculos, panfletos, cartas, diálogos y comentarios. Del tratado sistemático se desvía a la littérature d’occasion, elegancia de estilo, ingenuidad retórica y persuasión casi oral infatigable. Contra la coalición antinatural de sus adversarios, a quienes consideraba un “lote gusarapiento”, se volvió, tal como Copérnico, a los líderes del orden social y espiritual[15].
Lo primero, desde luego, era asegurarse el endoso de los nuevos descubrimientos de parte de los jesuitas astrónomos de Roma, quienes eran los expertos del Vaticano en tales materias. Ello pondría fin a los astutos intentos de sus enemigos académicos para arrastrar la discusión al terreno de lo prohibido en lo religioso. De fijo que no esperaba que los astrónomos de Roma se pasasen con armas y bagajes al campo de las nuevas teorías. Ese no era el modo de proceder de ellos. Pero les tenía confianza, una vez que estuvieran en posesión de los hechos, para extraer consecuencias de los mismos y despejar tranquilamente el terreno para cualquier cambio que se produjese.
De ahí que no se aposentara en Florencia. Apenas habíase instalado cuando se puso en camino para Roma al finalizar la temporada invernal de 1611.
Las cosas resultaron todo lo bien que él se había anticipado. Pronto escribía a Filippo Salviati, el amigo que más tarde sería personaje principal en su Diálogo: “He sido recibido y agasajado por numerosos e ilustres cardenales, príncipes y prelados de esta ciudad deseosos de ver las cosas por mí observadas, y quedaron muy complacidos; lo mismo que lo fui yo al contemplar las maravillas de sus estatuas, sus pinturas, los frescos murales, palacios, jardines y demás”. Monsignor Piero Dini escribió a Cosimo Sassetti: “Está convirtiendo a los incrédulos uno por uno; porque aún restan algunos capones que, para no saber tocante los satélites de Júpiter, rehúsan incluso mirar; y si encuentro a alguno de ellos, deseo saber lo que tiene que decir. El Señor Cardenal Bellarmino, solicitó a los jesuitas su opinión sobre Galileo y los eruditos padres le enviaron las cartas más favorables que puedan imaginarse y son grandes amigos suyos; esta orden cuenta con miembros muy ilustres y los más importantes residen aquí”. El mismo Papa ha concedido audiencia al astrónomo y mostrádole su benevolencia. De parte del Pontífice tal como Pablo V, “tan circunspecto y reservado”, escribe un contemporáneo, “que se lo tiene por sombrío”, fue en verdad una muestra de reconocimiento.
Los astrónomos jesuitas, o cuando menos Clavius y Grienberger, vieron sacudida su estricta fe tolemática. Había sido en verdad una decisión difícil para el viejo padre Clavius, autor de la reforma del calendario gregoriano y director indiscutido de la astronomía jesuita, ceder antes las nuevas apariciones celestes. Al principio habíase reído de ellas y dicho que ese instrumento de novedad trivial tendría primero que establecerlas allá para luego poder ser vistas; pero después de haber observado a través del mejor telescopio de Galileo, debió rendirse graciosamente. Esto sólo bien valía la ida a Roma. Pero hubo otra ventaja de importancia: Galileo fue nombrado miembro de la nueva Academia dei Lincei (los “linceanos”, u “ojos de lince”)[16], y permaneció firme amigo de su fundador, el príncipe Federico Cesi.
El ambiente romano no era el más adecuado para las ciencias naturales. Pero el frágil y vehemente joven noble, adverso por temperamento a las empresas y cosas usuales de los individuos de su clase, valióse de su riqueza y su influencia para congregar a su alrededor a algunos amigos interesados en los nuevos campos del saber. Su propia inclinación fue hacia la botánica, y toda la labor de su vida dedicóse a la flora de la América Central; pero lo que unía a esos hombres de intereses tan dispares y, además, sin un método de trabajo productivo, era la misma ansia que dio origen al surgimiento de diversos grupos por toda Europa: la esterilidad de las universidades, lo inadecuado de sus cursos, la resistencia de los estudiosos oficiales a las nuevas ideas. El esfuerzo común de los “linceanos”, según expresión de Cesi, era “luchar contra el aristotelianismo en toda su extensión”, lo que, por supuesto, implicaba mirar hacia otra parte en busca de una inspiración filosófica; y, entre los sistemas respetados, no podía ser sino el de Platón. Justamente mientras sus amigos los jesuitas “inclinados hacia la ciencia”, abatían las compuertas y aferraban su teoría a los lugares comunes más garantizados de la doctrina peripatética, algunos linceanos revivieron una veta del platonismo romántico del Renacimiento, que abría su imaginación a la aventura intelectual.
Es así como vemos ensayar de nuevo la paradoja del naturalista que rehúsa reconocer al naturalista más ilustre de la antigüedad y se vuelve en busca de guía al profeta que enseñara a huir de la naturaleza. Pero, por lo demás, ya hemos visto las razones para ellos. Aristóteles había sido degradado por sus epígonos, que lo convirtieron en maestro de sofismas, y su sistema vino a ser adoptado por educadores, no tanto por su capacidad para organizar información sino por su capacidad para disponer de ella.
No obstante su juventud, Federico Cesi era y continuó siendo el jefe del grupo linceano. El mundo romano lo respetaba no sólo por su título sino por su juicio sereno y maduro. Convertido en portavoz de Galileo sería su consejero y apoyo en el difícil período posterior.
Galileo hallábase absorbido entonces por la gigantesca tarea de establecer los períodos de los satélites de Júpiter, que los jesuitas trataron de fijar en vano, y centenares de observaciones datan de ese año. Pero él consideraba como tarea principal educar a la opinión, de manera principal a través de cartas dirigidas a personas colocadas en posiciones de influencia. En consecuencia, procedió gradualmente, dejando a un lado la concepción copérnica y no tocando sino las conclusiones sobre las cuales existiera abrumadora evidencia directa, como las montañas de la Luna. Por medio de semejante aproximación (que más tarde utilizó en el Primer Día de su Diálogo), podía esperar desmantelar la posición aristotélica sin discutir acerca de sus principales dogmas; podía demostrar que toda esa charla convencional acerca de las esferas perfectas y sustancias celestes cual gemas, no era otra cosa que vulgaridades literarias más bien que una conclusión filosófica considerada[17].
Empero, pocas eran sus ilusiones acerca de la recepción de parte del pueblo, aún tratándose de ideas tan simples. Únicamente esperaba que fueran penetrando muy poco a poco. Los mismos que saludaron jubilosos sus descubrimientos levantaron obstáculos al considerar sus consecuencias; y, siempre que experimentaba demasiada confianza, ahí estaban sus amigos para recordarle. De tal manera, Paolo Gualdo, en quien confiaba, escribíale en mayo de 1612:
Tocante la rotación de la Tierra no he tropezado hasta la fecha con ningún filósofo o astrólogo dispuesto a suscribir la opinión de Usía, y mucho menos un teólogo; en consecuencia, tened la amabilidad de meditar cuidadosamente antes de publicar esta opinión de manera afirmativa, ye que tantas cosas que no es prudente afirmar pueden proferirse por vía de dispute.
Mas, al recibir esta prevención, Galileo había realizado ya un nuevo descubrimiento del que consideraba daría pausa incluso al más obstinado. Al observar las manchas del Sol, que recién acababa de descubrir, vio que pertenecían al mismo globo solar y no eran cuerpos oscuros que se movieran a su alrededor, como había sugerido el padre Scheiner. Con ello fue establecida la rotación del Sol, a la vez que su desviación de los cánones de perfección e inmutabilidad establecidos. “Esta novedad”, escribió a un amigo, “bien puede ser el funeral, o más bien el juicio final de la pseudo-filosofía”.
Las Cartas sobre las Manchas Solares, publicadas en 1613, luego del retorno de Galileo a Florencia, y bajo el patroéinio de la Accademia dei Lincei, son totalmente copernicanas. Se trata de la primara admisión libre de que la nueva teoría constituye la única para la cual los descubrimientos del telescopio poseen sentido.
Fortalecido por el reconocimiento oficial, ve abierto el camino hacia el gran cambio. En esta hora meridiana de su vida concluye triunfalmente su tercera y última Carta Solar: “Saturno y Venus aportan de manera maravillosa su contribución a la armonía del gran sistema de Copérnico, a cuyo total descubrimiento ayudan vientos favorables, con una escolta tan resplandeciente mostrando el camino, que ya no debemos temer más la oscuridad y las tormentas desfavorables”.
Esto fue escrito el 19 de diciembre de 1613, tres semanas después de que la clerecía hubiera lanzado su primer ataque abiertamente.

Capítulo 2
Domini canes

Arrojado evangelista en verdad, lleno de elevada divinidad;
De fijo, si no hubiere más que sus desagradables modales
Es suficiente para malograr todo lo que a ella se refiera.
APOLOGÍA (Rey Jacobo I)

I

El padre dominicano Lorini, profesor de historia eclesiástica de Florencia, fue quien tomó la iniciativa. Al predicar el Día de Difuntos del año 1613, arremetió contra las nuevas teorías en los términos más inconvenientes. Llamado a capítulo por haber quebrantado la costumbre, escribió una trémula carta de disculpa: aseguró que jamás había mencionado a la ciencia en su sermón. “Fue posteriormente, durante una discusión y con el fin de no permanecer como un leño, cuando dijo dos palabras a efectos de que la doctrina de ese Copérnico, o como se llamara, estaba contra la Sagrada Escritura”.
De manera que los monjes se habían echado por el sendero de la guerra después de todo; Cigoli había estado en lo cierto al prevenir, un año antes, acerca de sus ocurrencias en Roma. Pero eso era de esperar. Los monjes siempre se agitaban con motivo de algo: rentas, privilegios, libros, jurisdicción, querellas personales o la resistencia de algún funcionario a sus sempiternas reclamaciones. Galileo había adoptado la precaución de “verificar señales” en el Vaticano. El cardenal Conti, a quien suplicara orientación, le había escrito en julio de 1612 en el sentido de que “las manifestaciones de la Sagrada Escritura iban más bien en contra que a favor del principio aristotélico de la inalterabilidad del firmamento, siendo diferente el caso con la doctrina de Pitágoras acerca de la revolución de la Tierra”. Una especie de movimiento “progresivo” era admisible, según la palabra de un erudito doctor que había hablado de imperceptibilis motus, pero una rotación no parecía estar acorde con las Escrituras, a menos que fuera asumido que meramente adoptó el modo acostumbrado de expresión. Pero, agregaba Conti, eso era un método de interpretación para ser adoptado tan sólo en caso de una necesidad. Las sugestiones en favor de Copérnico de Didacus à Stunica no habían sido aceptadas en general.[18]
Ello significaba, en suma, que las autoridades mostrábanse dispuestas a la persuasión, si alguien producía una “necesidad” adecuada. Esto fue exactamente lo que Galileo experimentó que podía hacer en los próximos años. Ignoraría al monje, lo mismo que cierta actividad hostil que sabía centrábase en el arzobispado de Florencia. Mientras contara con el favor de la Curia Romana, el camino continuaría abierto.
Empero, había una cosa ignorada por Galileo. El mismo cardenal Bellarmino, principal teólogo de la Iglesia, no lo perdía de vista. Había oído hablar mucho del científico en Roma y hasta observado a través del telescopio, todo lo cual había hecho recaer su atención en el problema de Copérnico. No le resultaba claro el significado de los descubrimientos y no era hombre que formulara juicios apresurados. Mas Bellarmino no era amigo de “novedades” o de sensaciones que no fueran edificantes. Ya existía bastante confusión en el mundo. Dieciséis años atrás habíale tocado la penosa labor de componer la resolución que llevó a Giordano Bruno a la muerte en la estaca. Es de reconocer que muy poco más podría haber hecho, ya que Bruno continuó en todo instante y hasta el final como apóstata impenitente. Pero a eso, terminaba, era a lo que puede conducir al individuo la exaltación “pitagórica”; y ahí estaba ahora resurgiendo la misma astronomía pitagórica, si bien con ropaje más respetuoso. De seguro que Galileo estaba haciendo sensación en Roma.
Al observar las fechas, puede verse lo que atravesaba por la mente de Bellarmino. Al preguntar el 24 de abril de 1611 al padre Clavius si los descubrimientos eran serios, se Je contestó de modo afirmativo. Unos días más tarde concedió audiencia a Galileo y trató de formarse opinión sobre el hombre durante el cambio de cortesías y demostraciones usuales. El 17 de mayo, según conocemos a través de los archivos secretos, durante una reunión de la Congregación del Santo Oficio[19] introdujo un pequeño ítem en la agenda: “Véase (videatur) si en los procedimientos contra el doctor Cesare Cremonini existe alguna mención de Galileo, profesor de filosofía y matemáticas”. Eso es todo, y no condujo a nada; el mismo Cremonini jamás fue sometido a proceso. Pero por la misma situación fuera de lugar, dicho ítem es revelador. Cremonini no tenía nada que hacer con Galileo, salvo que había disputado con él. Era aristotélico furibundo, uno de los pocos que en verdad rehusara mirar a través del telescopio[20], Para Cremoni eran un fastidio y Galileo parecía como si fuera a convertirse en otro. En el lenguaje del estado moderno, tal cosa se conoce como señalar por características objetivas. Algunos meses más tarde, el cardenal dijo confidencialmente al embajador toscano: “Por mucho respeto que debamos al Gran Duque, si Galileo hubiese permanecido aquí más tiempo no podríamos sino haberle llamado la atención”[21].
Lo cual, en su imaginación, nada tenía que ver con el problema científico, hacia el que siempre conservaba lo que consideraba una actividad abierta. Mas su posición distaba mucho de ser la que seguimos diciendo afectuosamente en nuestro tiempo que solamente los acontecimientos subsiguientes podrán aclarar. Para el mismo Galileo fue difícil medirla y así prosiguió hasta el final.
 

II

Los amigos de Galileo le daban consejos contradictorios, diciéndole unos que prosiguiese sus descubrimientos y renunciase a la controversia cosmológica, y otros que era el momento de salir a la palestra con demostraciones convincentes y colocar de su parte a los expertos jesuitas. Era bastante cierto que el viejo padre Clavius vacilaba en su posición tolemaica durante aquellos últimos meses de su existencia[22] y que los otros, Grienberger, van Maelcote, Lembo, no serían difíciles de persuadir.
El padre Campanella, el belicoso confusionista permanente y generoso, le escribió desde su calabozo de Nápoles (eran tiempos felices en que podía mantenerse correspondencia filosófica desde las prisiones de la policía secreta): “Todos los filósofos del mundo reciben la ley de vuestra pluma, porque en verdad resulta imposible filosofar sin un sistema del mundo asegurado, tal como esperamos de usted… Ármese con la perfecta matemática, abandone los demás asuntos y no piense sino en éste; porque no sabe si mañana habrá muerto”.

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Figura 1. El sistema de Tolomeo. Estos dibujos han sido trazados para señalar la similitud de lo complejo entre los sistemas de Tolomeo y de Copérnico. Una mirada, aunque sólo sea fugaz, nos convencerá, que ninguno de los sistemas es esencialmente más simple en el terreno de la geometría que su competidor. El dibujo resulta imposible de trazar con exactitud en cuanto a dimensiones radiales, pero se ha tenido un cuidado especial en los centros de las órbita planetarias en relación con el zodiaco. De tal manera, si en el diagrama de Tolomeo se traza una recta desde el sol hasta el punto situado debajo de “A” en “TIERRA”, el punto que constituye el centro de la órbita solar se verá que se halla entre los centros de rotación de Venus y Marte, precisamente como requiere la teoría geocéntrica de Tolomeo. Los sentidos relativos de rotación de los epiciclos sobre sus círculos imaginarios y los planetas sobre los epiciclos, son indicados con flechas. Las distancias planetarias continúan siendo arbitrarias, lo que no sucede con Copérnico.

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Figura 2. El nuevo sistema tal como fue concebido por Copérnico. En el sistema copernicano, el Sol aparece en el centro del escenario, pero los verdaderos centros de rotación momentáneos se arraciman alrededor del centro momentáneo C, de la órbita de la Tierra. En este sistema, se trató a Mercurio de una manera única, equilibrado sobre el centro del epiciclo, en lugar de viajando sobre el epiciclo. Los símbolos planetarios son los siguientes:

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Eso era lo que a Galileo le hubiera gustado realizar, pero, visto cuanto nos ha sido posible penetrar a través de sus pretextos, no se sentía presto aún para una demostración de fuerzas. Las pruebas astronómicas eran brillantes, mas conocía mejor que nadie que la hipótesis de Copérnico permanecería tal como había sido para su iniciador… un formal diagrama para ser aceptado únicamente por razones ópticas o cinemáticas, sin una filosofía natural en que enmarcarla. Lo que Galileo necesitaba y no tenía era un Newton, y no contaba sino con Copérnico, matemático no convencional, imaginativo y místico. De fijo que contaba igualmente con Kepler, el “astrónomo de César”, valiente luchador además, pero peligroso visionario y por mala fortuna protestante a la vez. Contra los principios físicos de la cosmología convencional, que siempre eran sacados a relucir en contra suya, necesitaba igualmente un sólido juego de principios —en verdad más sólidos— porque no apelaba a la experiencia ordinaria y al sentido común como sus oponentes. No era su deseo aparecer ante los ojos de sus enemigos como uno de “estos matemáticos que avanzan llenos de alegatos contra las nuevas teorías naturales, en tanto se ven desprovistos de toda filosofía”. Por eso insistió siempre en que había dedicado más años al estudio de la filosofía que meses ni de las matemáticas.
Debe reconocerse que sus oponentes contaban con un punto fuerte: las teorías de los astrónomos jamás habían tenido ningún sentido físicamente, y ello se aplicaba aún a ambos campos. Los antiguos astrónomos tuvieron el buen sentido de presentar solamente modelos matemáticos abstractos (figuras 1 y 2). Ese Copérnico, se les decía ahora, tomó sus ideas como verdad física. Pero, entonces, ¿cómo explicaba los epiciclos que aún llenaban su diagrama, nada menos que en número de treinta y cuatro?[23]. Debe haber estado pensando que, a través de alguna gracia especial, los círculos abstractos movíanse por sí mismos. En verdad lo pensó, sin hallar mejor explicación que ésa. Con la despreocupación del sabio, dejó que sus sucesores llenasen los huecos de su teoría.
Los aristotélicos —al menos algunos inteligentes que dejaron a un lado el intento sin entusiasmo de su maestro en cuanto a un mecanismo de esferas— podían alegar bien que aquí se demostraba la firmeza de la política de Aristóteles en general, que evadió esas construcciones. Siempre atentos a poner en orden el mundo, era suficiente para ellos demostrar la naturaleza inmutable de la sustancia celeste y después asignarle figura y movimiento local, en tanto en la sustancia terrestre, siempre en proceso, ocurrían formas de movimiento más completas y adecuadas. Podía haberse dicho del cielo como dijo Pascal más tarde de la física: “Se diría que está hecho con figura y movimiento; pero expresar qué, y construir el mecanismo, carece de sentido porque es difícil, incierto y trabajoso”. Los aristotélicos podrían haber agregado: “e imposible”. Porque no es posible llegar hasta el cielo, y lo que de éste podemos saber es estrictamente limitado. El filósofo habría de legislar acerca de principios generales y de atribuciones en el universo, y dejar al astrónomo que presente una variedad de modelos abstractos (¿no había presentado Tycho uno nuevo?) apropiados para “salvar los fenómenos” sin complicar al filósofo en su imposible suposición; del mismo modo que el movimiento local de la Tierra debiera clasificarse en unos cuantos tipos, tales como natural y violento, y dejar los demás detalles para el “mecánico u otro artista inferior”. El firmamento permanece inaccesible, incluso con el telescopio, y ya sabemos demasiado acerca de engañosos efectos ópticos. ¿Deberíamos subvertir ahora el vasto y documentado discursear de las escuelas, que nos permite explicarnos de manera ordenada la naturaleza, la vida y el alma misma —y encaja de modo tan bello con la Verdad revelada— para lanzamos a un mar de paradojas y de conclusiones antinaturales, simplemente porque se ha presentado un hombre provisto de dos lentes y un trozo de tubo?
El argumento, tal como lo hemos presentado, no es tan hueco como parece. Podemos comprender mejor semejante situación refiriéndonos a problemas modernos. La cosmología es, y se espera que continúe siendo, una ciencia conjetural, porque debe resultar seguro manifestar que jamás conoceremos nada definitivo acerca del universo como un todo y que, en efecto, tal como pensaba Galileo, la extensión de la ignorancia reconocida aumentará con el adelanto de la ciencia. Comte quería suprimir tal especulación no hace más de un siglo. Suponiendo ahora que el sector gobernante de opinión pública resolviese que tal especulación es, en algún modo esencial, peligrosa para la estabilidad social, resulta sencillo advertir lo que seguiría. En una sociedad metafísica como la nuestra, el universo es cosa de poca monta, y la economía ortodoxa ha reemplazado a lo religioso, mas la respuesta al alerta en aquel campo está tan pronta o más aún.
Galileo sabía su imposibilidad de oponer aún adecuadas razones propias a ésas recién mencionadas de alta política. Tenía, además, una filosofía natural capaz de proporcionar la mayor parte de las respuestas, pero estaba contenida en sus dinámicas y no se había organizado todavía lo suficiente. (Sería concluida más tarde —demasiado para que le sirviese de ayuda— en el Discorsi de 1638). Conocía su posibilidad de probar eventualmente que el movimiento en el firmamento obedece a las mismas leyes que en la Tierra, que esas leyes son matemáticas, porque el libro de la naturaleza se halla escrito en forma de ecuaciones y no en forma de discurso integrado con sentencias predicativas, donde los nombres representan sustancias y los adjetivos cualidades. Ese libro con siete sellos, una vez descifrado, nos trajo asombrosas conclusiones: no existe diferencia entre cielo y Tierra; estamos en el cielo y éste en la Tierra. La agradable disposición “arquitectónica” de las sustancias, da paso a la grandiosa y misteriosa unidad de la ley matemática, que arranca de los primeros principios desconocidos para nosotros y nos lleva a conclusiones imprevisibles; pero debemos seguirla doquiera nos lleve, confiando en que Dios y Natura saben mejor que nosotros lo que es mejor.
Antes de que Galileo saliese a campo abierto con su filosofía turbadora, experimentó la necesidad cie una física organizada en apoyo de sus contenciones. El “inmenso proyecto” habíase vuelto más inmenso cada vez. Quizá debía ser precedido, más bien que seguido, por los volúmenes Del Movimiento. Tal lo que referimos de sus pensamientos, al enviar respuestas dilatorias a sus amigos que lo instaban a salir con su Sistema del Mundo.
 

III

Por el momento experimentaba que lo mejor sería continuar con su actitud semiperiodística, sacudiendo el sistema de sus oponentes en los puntos más débiles, convirtiendo a los hombres influyentes, creando un clima de opinión favorable. Sabía su capacidad de persuasor invencible en amistosa discusión, pudiendo esquivar los puntos delicados al elegir su propio terreno y sorprender y salir victorioso mediante osadas admisiones. Es así como contesta al príncipe Cesi, que había dicho de su buena disposición a favorecer el sistema de Copérnico, siempre que de él se suprimieran los excéntricos y los epiciclos: “No deberíamos desear que la naturaleza se ajustara a lo que nos parece dispuesto y arreglado del mejor modo, sino más bien debiéramos ajustar nuestro intelecto a sus obras, puesto que ciertamente son las más perfectas y admirables, y todas las demás construcciones se revelarían eventualmente desprovistas de elegancia, incongruentes y pueriles… Si alguien quiere negar los epiciclos, tendrá que negar el sendero de los satélites de Júpiter… Los excéntricos existen, porque ¿qué otra cosa significa el sendero de Marte, según las mejores observaciones?”[24].
Así trataba de vencer las dudas de su amigo, esperando que éste no se percatara cie que los epiciclos oficiales eran algo diferente por completo, no, como ocurría con Júpiter, los senderos de verdaderos satélites en movimiento alrededor de un auténtico planeta, sino meras invenciones geométricas en movimiento alrededor de centros imaginarios… pero, por lo demás, eran tantas las cosas de que ya se hallaba seguro, aunque sin poder probadas aún, que un poco de ilusionismo parece excusable[25]. Según su expresión, no se echa abajo una casa en perfecto estado porque la chimenea ahúme.
Debería agregarse, además, que tenía que afrontar algunas ilusiones peligrosas más del otro lado. Los jesuitas, siempre corteses, habían mostrado cierta tendencia a retirarse fuera de todo alcance; y fue, lamentablemente, Tycho Brahe quien les proporcionó la salida más fácil. Contaban con sus buenas razones. Somos dados a olvidar que el antiaristotelismo había sido durante largo tiempo un movimiento muy confuso en verdad. Ramus, el adversario de la escuela, había pedido en 1569 una astronomía sin teorías basadas ab initio en observaciones. Tycho, por entonces en sus veinte y tantos, pudo contestar bien que las teorías eran necesarias para dirigir la observación. Eventualmente sugirió una teoría que salvó la mayor parte de los fenómenos, haciendo girar a los planetas alrededor del Sol y al astro rey alrededor de la Tierra inmóvil. Fue otro esquema puramente geométrico, que dejó intacto el cimiento de la filosofía oficial y las manifestaciones de las Escrituras. Lo cual hizo más dificultosa la labor de Galileo y explica la amargura por él manifestada contra Tycho en su Diálogo. Hasta llegó a negarse a considerar un solo instante la variante de Tycho como “tercer sistema”. Esta no era para él sino una miserable artimaña introducida a último momento. Mas no pudo impedir que los jesuitas pensaran —o al menos dijeran— que si esta invención geométrica resolvía la mitad de las dificultades, otra más podría posiblemente resolver la otra mitad. Esto no era una verdadera excusa, pero sí capaz de resultar de gran utilidad para mentes que no sabían dónde dirigirse. En su carta a Clavius, del 12 de marzo de 1610, Galileo había descrito cuidadosamente las razones que volvían al sistema de Tycho anticuado sin remedio[26]. Podía probarse que el sistema resistía tan poco el telescopio como el de Tolomeo. Pero no es posible persuadir a quien no quiere ser persuadido.
Sé presentó por sí misma otra oportunidad de atacar un flanco desguarnecido. Un día caluroso del mes de agosto de 1612, Galileo se hallaba sentado a la mesa del Gran Duque, en unión de otros caballeros cultos, y la conversación se derivó, por así decirlo sobre las virtudes del hielo. Un doctor explicó que el hielo es más pesado que el agua, puesto que es agua condensada y que flota debido tan sólo a su forma peculiar, tal como la aguja o el metal en planchas se sustentarán sobre la superficie del agua, en ocasiones. Galileo interpuso algunas objeciones y prosiguió la discusión. Esta se convirtió finalmente en una extensa polémica a la que los profesores aristotélicos se lanzaron con furor, y en una sesión casi se trabaron a golpes con algunos de sus oponentes. El propio cardenal Matteo Barberini, que se hallaba de visita, participó con deleite, colocado abiertamente del lado de Galileo. De esa polémica, y a instancias del Gran Duque, nació el Discurso sobre los Cuerpos Flotantes, en el que Galileo aportó su contribución fundamental a la hidrostática, según el modelo de Arquímedes. Actuando como de costumbre en el apuro del momento, no había perdido de vista su objetivo. Los profesores habían sido puestos en descubierto como torpes de ingenio y se habían retirado furiosos para redactar comentarios eruditos. Entretanto, Galileo había cavado un poco más los cimientos de su física.
Los galileístas iban creciendo igualmente en número. Observó que desde su Discurso muchos caballeros florentinos se habían dedicado al estudio de las matemáticas, “porque sin ellas la imaginación carece de alas para elevarse a la contemplación de la naturaleza”[27]. Fue en verdad difícil resistir el atractivo de nuevos descubrimientos. “¡Oh, perspicilo poderoso conocedor”, exclamó Kepler, “más precioso que ningún cetro! Quien lo sostiene en su mano derecha es un verdadero rey, gobernante del mundo…”.
Había algunos —sigue habiéndolos ahora— inclinados a sentir que el imperio se había ganado por un capricho de la suerte. Pero no era del todo así. En primer lugar, la fabricación de un telescopio eficiente exigía pensamientos físicos bastante adelantados. El mero descubrimiento de que dos lentes acercaban los objetos había sido en realidad un halago de la suerte para un simple aprendiz de óptica. Pero las lentes ordinarias utilizadas para los anteojos podrían no haber mostrado absolutamente nada en el firmamento y fue entonces cuando Galileo ideó un método mediante el cual podrían ser montados correctamente comprobándolos sobre una estrella… y luego enfocó su instrumento sobre Júpiter. Imaginemos el telescopio en manos de un Giambattista della Porta o algún otro de sus tan conocidos contemporáneos y comprenderemos hasta qué punto su importancia se relacionaba con la personalidad intelectual de su autor. Como hace notar Olschki con todo acierto:
“El dominio que el pensamiento de Galileo ejercía sobre todas las ramas del saber y la aplicación no fue tanto resultado de su pluralidad de inclinaciones como de su gran capacidad para el ‘toque común’ y su influencia personal en la formación intelectual de generaciones que vieron en su persona una encarnación de la sabiduría, un conductor y una figura maestra. Y lo hicieron así porque en las realizaciones y en los pensamientos de Galileo reconocieron su interés por la humanidad toda, y no solamente el fruto de los eruditos esfuerzos de un especialista. Los reproches de vanagloria, impaciencia y pagado de sí mismo que se le asignan, aun en nuestro tiempo, por dejar su estudio en pos del escenario público fallan por su base si lo consideramos en su propio mundo y se convierten en juicios de poca monta o en hipocresía”[28].
Por nuestra parte podemos agregar… como resultados de una enemistad que no se abate…
Galileo debía ser considerado en verdad, como hemos intentado demostrar, como el último gran líder del Renacimiento; su atracción hacia el pueblo continúa la lucha de Leonardo contra las pre-concepciones de los eruditos y las “Salas de Vana Disputa”. Era todavía el mundo del Renacimiento el que lo rodeaba, con su curiosidad y su agitación, sus vivas controversias, su violento envolverse en grandes disputas, sus jurados populares de arte y su interés en tecnología; era la marea social de los nuevos tiempos lo que le proporcionaba su poder[29].
Todo el sistema de las escuelas se hallaba en peligro. Ello explica el súbito ablandamiento de la oposición al formar una suerte de mutua defensa, lista para todo. Se percató de que no había tiempo que perder en llegar a un acuerdo con el enemigo peligroso mediante un fait accompli. Arribaron a la conclusión de que el primer paso sería lastimarlo en la corte, donde radicaba su gran fuerza, excitando contra él la severa piedad de la Gran Duquesa Viuda, Madama Cristina de Lorena. En marzo de 1613, con un confesor y un profesor peripatético, Boscaglia, que actuaban juntos en extraña colusión, se presentó la oportunidad durante una comida palaciega en Piasa, en la que el padre Castelli fue desafiado por la Gran Duquesa en relación con la ortodoxia de la teoría copernicana. Castelli, alma ingenua, mordió el anzuelo y contestó vigorosamente, valiéndose de su autoridad como teólogo. La Gran Duquesa se apaciguó. Mas Galileo advirtió que debía a su discípulo, lo mismo que a la Gran Duquesa, dar un paso adelante y asumir la responsabilidad de una manifestación considerada seriamente y que protegiese el buen nombre de todos contra esas provocaciones organizadas. En el alma recta del benedictino Castelli existía a su vez la voluntad, compartida por Galileo, de no permitir que una cuadrilla de chantajistas comprometiera a la Iglesia en beneficio de éstos.
La “conspiración” de que Galileo habla tan a menudo no es cosa imaginaria. Se llamó a sí mismo “Liga”. Había varios hombres en la lista, comprometidos en una acción más o menos concertada, como Boscaglia, Coresio y D’Elci en Pisa, el astrónomo Magini en Bolonia, Grazia y el Arzobispo en Florencia, junto con una serie de dominicos anónimos en Roma. Pero la dirección agresiva pertenecía el triunvirato Lorini-Caccini-Colombe, del que nos ocuparemos más tarde. De la relación entre Colombe y el padre Caccini, poseemos prueba positiva en las cartas dirigidas por Matteo Caccini a su hermano: “Fue una necedad (por Tommaso) dejarse envolver en este asunto por esos palomos (colombi)”[30].

IV

Por lo demás, Galileo era demasiado astuto para no comprender que sus enemigos trataban de arrastrarlo al terreno de la controversia. Su respuesta en forma de Carta a Castelli (diciembre 13, 1613), que habría de circular entre sus amigos, fue un modelo de restricción y de habilidad dialéctica[31].

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Roberto Bellarmino en 1604, a los cincuenta y dos años de edad. La vista es desde su palacio cerca de Santa María in Via; al fondo la columna Antonina.

Galileo recuerda siempre a sus lectores en primer término que las Escrituras, aunque verdades absolutas e inviolables en sí mismas, han sido siempre interpretadas como si hablasen en sentido figurado en muchos puntos, como cuando mencionan la mano de Dios o la bóveda celeste, y que es nuestro deber interpretarla de manera que ambas verdades, la de la naturaleza de Dios y la de Su escrito, jamás parezcan en conflicto. ¿Por qué, pues, deberla utilizarse la Sagrada Escritura para apoyar la opinión de ciertos filósofos falibles contra otros, poniendo en peligro su autoridad? “Porque, ¿quién pondría límite a la imaginación del individuo? ¿Quién osaría aseverar que conocemos todo lo que hay que conocer? En consecuencia, bueno sería no recargar los artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe —contra los que no existe el peligro de que se suscite jamás una contradicción válida— con interpretaciones oficiales más allá de lo necesario; mucho más cuando la respuesta proviene de gentes de quienes se permite dudar que hablan bajo inspiración celestial, mientras observamos con la mayor claridad que se hallan totalmente desprovistos del entendimiento que les sería necesario, no diré que refuten sino que, en primer término, abarquen las demostraciones ofrecidas por la ciencia”.

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Benedetto Castelli, discípulo y corresponsal de galileo

“Las Escrituras”, prosigue, “se ocupan de los asuntos naturales de manera tan cursoria y alusiva que parece como si no quisieran recordamos que su misión no se relaciona con ellos sino con el alma y que, en lo que se refiere a la naturaleza, están dispuestas a ajustar su lenguaje a la mente sencilla del pueblo”. “Y, en verdad”, agrega Galileo con un brillante giro dialéctico, “es evidente que lo expresado acerca de la detención del Sol por parte de Josué en Gibeon, no puede haber significado tal cosa literalmente si aceptamos la interpretación oficial geocéntrica; porque debe reconocerse, según Tolomeo, que el movimiento diurno del Sol, así como el de los demás astros y planetas, depende del primum mobile. En consecuencia, si no podía descomponerse el total de los movimientos celestes, debe entenderse que Josué detuvo el primum mobile. Por otra parte, al adoptar la teoría copernicana podríamos hasta comprender las palabras literalmente; porque, si admitimos que el Sol produce la revolución de los planetas, que se halla en el centro, podríamos concebir que, al detener el Sol, Josué había detenido durante tres horas todo el sistema solar sin alterar sus respectivas posiciones”.
No es necesario decir que esto supone rápidas fintas más bien que buena ciencia. Frente a gente que no pensaba sino dialécticamente, Galileo tiene que ser algo sofista para ganar tiempo a su vez. Primero ataca demostrando que la teoría oficial griega no encuadra en realidad en la historia de la Biblia, como se creía; luego sugiere que una teoría más moderna tal vez se adaptase mejor. Puesto que en verdad no existe ninguna que se adapte, tiene que inventar algo. Mas la idea, antes bien kepleriana, adoptada aquí de una fuerza rotatoria que emane del Sol, niega su propia teoría del movimiento planetario como inerte y, por otra parte, no explica lo más mínimo la rotación diaria de la Tierra. Con todo ello, la sugestión no se halla en manera alguna en el punto muerto de la mala fe casuista común entre sus adversarios. Es una brillante intuición de fuerzas desconocidas de las que se esperaba diese algún día su explicación la Sagrada Escritura, ya que habría una explicación, casi axiomática para Galileo. No era ciencia, mas tampoco mala ficción. Era fe en la conciliación y esperanza de la ciencia.

V

Por desgracia, él mismo proporcionó exactamente la oportunidad esperada por sus enemigos. Estos proclamaron por doquier que había llevado un asalto contra la autoridad de la Biblia e intentado mezclarse en asuntos teológicos. Pocos habían visto la carta; muchos llegaron a pensar que sabían lo que contenía. El obispo de Fiésole deseaba encarcelar a Copérnico y hubo de informósele que el buen hombre había fallecido hacía tiempo. El padre Tomaso Caccini, monje dominico con varios conocidos en la “Liga”, que ya había sido sometido a disciplina por el arzobispo de Bolonia por escandalizar, vio una excelente oportunidad para un nuevo escándalo. El 20 de diciembre de 1614 pronunció un sermón en Santa María Novella, sobre el texto “Vosotros, hombres de Galileo, ¿por qué miráis al cielo?”, anunciando que las matemáticas (viri Galilsei) eran cosa del demonio, que los matemáticos deberían ser expulsados de los estados cristianos y que esas ideas acerca de que la Tierra se movía hallábanse próximas a la herejía, como aseveraba Serrarius, a más de muchos otros textos eruditos.
La opinión educada se ha divertido siempre, a partir de ese instante, con las excentricidades del padre Tomás. Hay, empero, dos cosas que parecen haber escapado a la atención en su actuación más bien sin dolo. Una es que, si bien no resultaba infrecuente que los predicadores arremetieran en su celo contra la erudición académica y el saber de las universidades[32], no se comenzaba a gritar herejía y condenación desde el púlpito, al menos hasta que la posición correcta hubiera sido definida por Roma; y era bien sabido, en cambio, que las autoridades mostrábanse con la mente enteramente abierta hacia los nuevos descubrimientos. Otra es que Caccini, si bien hombre carente de interés intelectual, no era ignorante, sin embargo. Acababa de presentar su candidatura para el título de bachiller en artes. No ignoraba lo que había detrás del encabezamiento “matemáticas” en el orden de estudios. Pero las matemáticas, aunque más no fuera por sus atribuciones limitadas, habían sido siempre teológicamente blandas como la lana. Toda dificultad existente debíase a la filosofía, en la cual comprendíase la física, y que podía salir con toda suerte de desviaciones ateas tales como el averroísmo, el atomismo, el panteísmo y hasta el pitagorismo. Pero eso no era “matemática”.
Con objeto de que se comprendiera que estaba interesado en el sistema del mundo, Galileo tuvo que explicar que en realidad era filósofo; y se movió hasta obtener de Vinta que lo manifestara de manera tan explícita, de acuerdo con su título en la Corte, que lo convertía en “Filósofo y Matemático Principal de Su Alteza Serenísima”. Si el objetivo de Caccini había sido en realidad la teoría heliocéntrica, sus hábitos de lenguaje habríanle hecho hablar de la “nueva filosofía, que todo lo pone en duda”. En vez, dijo que las matemáticas y los matemáticos eran todo cosa del diablo, y lo decía sabiendo que la imaginación popular tomaba en su mayor parte a los matemáticos por astrónomos. El libre empleo de este vocablo remontábase hasta las postrimerías de la Edad Antigua, y los príncipes tuvieron desde entonces “matemáticos en la corte” sin otra finalidad verdadera que la formación de los horóscopos. Kepler sabíalo muy bien y, aunque sincero creyente en la Astronomía, le apesadumbraba que se le pagara sólo por eso. Ahora bien, puesto que la Orden de los Predicadores habíase nombrado a sí misma “guardianes de la fe”, no era sino natural que se diese a perseguir todo lo relacionado con la magia y la vana curiosidad, en el espíritu de la instrucción apostólica Increpa illos dure. Caccini habíase arrogado ese papel tan natural para promover mejor la confusión entre las nuevas ideas —para las que ya se solicitaba un lugar en que fuesen aceptadas como ortodoxas— y toda suerte de material subversivo y lleno de descrédito. Diecisiete años más tarde, al ser reiniciada la campaña contra Galileo, ciertos caballeros de Roma, anónimos pero bien adiestrados, recurrieron a la misma táctica inicial: esparcir el rumor de que Galileo había predicho astrológicamente la muerte del Papa.
No existía la menor posibilidad de que tales acusaciones hiciesen pie en la corte, pero ello importaba poco. El plan principal, concebido al parecer por Ludovico della Colombe en interés del grupo académico, era simple pero efectivo: hacer que los monjes creasen escándalo y tumulto alrededor de Galileo, obligando de tal modo a las autoridades de Roma, muy celosas siempre en lo atinente a “escándalo”, a que adoptasen, por razones de orden público, las medidas que al parecer no deseaban adoptar en relación con la teoría. Aún no había sido inventado el nombre de provocateur, mas la trampa era tan vieja como el mundo.
El sermón produjo el resultado previsto. La opinión florentina estaba acostumbrada desde siglos a las maneras de los frailes, por ella considerados con una variedad de sentimientos, nada amistosos, y calificados como ubicuos, innumerables y que en gran parte se invitaban a comer a sí mismos. Por un Savonarola o un San Bernardino, fue la conclusión, existía gran cantidad de simuladores. Y esa misma opinión había producido una serie de proverbios fáciles y nada respetuosos que cubrían la situación[33]. Lo que ahora disgustaba a la opinión pública, y le hizo tomar nota de ello, fue que, en su ansiedad por participar en la cose, el padre Tomás había atacado no al individuo de poca monta sino a un miembro popular de las clases gobernantes, amigo personal del Gran Duque, renombrado estudioso cuyos descubrimientos merecieran el aplauso del papa y de los cardenales. En la sociedad cuidadosamente escalonada de esa época, ello constituía un solecismo social de gran magnitud, a menos que —como la murmuración se encargó de señalar prestamente— Caccini contase con poderosos personajes que lo respaldasen, actuando entre sombras. Pero ¿quién podría ser? La especulación y el rumor llenaban a Florencia, y el efecto había sido alcanzado.
El padre Maraffi, predicador general de los dominicos, escribió una carta de disculpa a Galileo. “Lamentablemente”, agregaba, “debo responder de todas las idioteces (bestialità) que treinta o cuarenta mil hermanos puedan cometer y que en verdad cometen”. Pero Galileo se mostró alarmado en esta oportunidad. Algunos dominicos podrían estar de su parte, pero su sede central de Roma no lo estaba decididamente. Habían estado trabajando en contra suya desde su visita a Roma, y conocía cuán cerca se hallaban de la Inquisición personal.
Pensó con toda gravedad escribir solicitando una retractación, mas el príncipe Cesi y su viejo amigo Piero Dini, arzobispo de Fermo, le urgieron con viveza que dejase a un lado el asunto. El cardenal Bellarmino no se inclinaba demasiado favorablemente. Podrían valerse de su solicitud en Roma, previno, para consultar si sería permitida o condenada la nueva difusión de su opinión. En tal caso, lo más probable sería su condena, ya que la escuela peripatética contaba con mayoría allí; por lo demás, era muy fácil prohibir o suspender mediante simple procedimiento administrativo.
Galileo comprendió que eso era exactamente lo que los integrantes de la Liga habían venido preparando, por lo que se mantuvo en paz. Pero la operación en contra suya penetró en la segunda fase, según lo proyectado. Los movimientos iniciales lo fueron con el fin de arrastrarlo a la controversia teológica y contraatacar más tarde con la creación de un escándalo. En el ínterin, Lorini, el personaje que primero integró la lista contra los Ipernicus, no había permanecido inactivo. Habiéndose procurado una copia de la Carta a Castelli, la despachó el 7 de febrero de 1615 a ]a Inquisición, por intermedio del cardenal Sfondrati, miembro de ]a misma. Y agregó los siguientes comentarios contra los “galileístas”, sin mencionar jamás a Galileo por su nombre:
Todos nuestros padres de este piadoso convento de San Marcos son de opinión que la carta contiene muchas proposiciones que parecen sospechosas o presuntuosas, como cuando afirma que el lenguaje de la Sagrada Escritura no quiere decir lo que parece; que en las discusiones sobre fenómenos de la naturaleza el lugar último e inferior debe ser acordado al texto sagrado; que sus comentaristas han errado con frecuencia en su interpretación; que las Sagradas Escrituras no deben ser mezcladas en asuntos que no sean de la religión…; que en la naturaleza, la evidencia filosófica y astronómica es de más valor que la sagrada y divina (cuyos párrafos Su Señoría hallará subrayados por mí en la citada carta, de la cual le envió una copia exacta); y finalmente que, cuando Josué ordenó detenerse al Sol en su carrera, se debe interpretar que la orden fue impartida solamente al primun mobile, pues que este mismo es el Sol… No olvidando un solo instante nuestro juramento de ser los “blancos y negros sabuesos” del Santo Oficio… cuando vi que exponían las Sagradas Escrituras de acuerdo con su conocimiento particular y de manera diferente a las interpretaciones dadas por los padres de la Iglesia; que se esforzaron en defender una opinión en apariencia completamente contraria a los textos sagrados; que se expresaban en términos desdeñosos hacia los antiguos padres y Santo Tomás de Aquino; que hollaban con sus pies toda la filosofía de Aristóteles, que fuera de tan grande servicio a la teología escolástica; y, para terminar, que para demostrar su habilidad estaban ventilando y diseminando a los cuatro vientos de nuestra siempre católica ciudad un millar de descaradas e irreverentes suposiciones; cuando, según digo, me percaté de todo ello, resolví poner en conocimiento de Su Señoría este estado de cosas, de modo que, debido a su santo celo por la Fe pueda, en unión de sus ilustrísimos colegas, adoptar las medidas que se estime aconsejable… Yo, que sostengo que los individuos que se llaman a sí mismos galileístas son hombres de orden y buenos cristianos todos ellos, pero algo presuntuosos y engreídos en sus opiniones, declaro que no me mueve en este acto sino mi celo por la sagrada causa.
Lorini había desplegado adecuada caridad sacerdotal el describir a los errantes personajes como “buenos cristianos todos ellos, pero algo presuntuosos y engreídos en sus opiniones” (un poco sacoenti e duretti nelle loro opinioni). Empero, otra cosa era lo que pensaba en lo íntimo de su corazón; eran almas negras no merecedoras de justicia, y sí sólo dignas de compasión, y no debía ahorrarse medios para su destrucción. Su celo inextinguible no le permitió pensar al falsificar osadamente un par de herejías en su “exacta” copia de la carta de Galileo en sus lugares más oportunos. Galileo había escrito: “Vemos en las Escrituras palabras que, tomadas en su estricto sentido literal, parece como si difiriesen de la verdad”. Lorini escribió, en vez: “que son falsas en su sentido literal”. Galileo había escrito: “La Biblia no se abstiene de sombrear (adombrare)[34] sus dogmas más esenciales, atribuyendo a Dios cualidades muy lejanas y contrarias a Su esencia”. Lorini cambió “sombrear” por “pervertir” (pervertire). El asombrado inquisidor vióse obligado a comentar: “Vocablos tales como ‘falso’ y ‘pervertir’ suenan muy mal” (folio 341)[35]. Fueron casi los únicos puntos en que encontró defectos en el texto, que, por lo demás, parecía suficientemente ortodoxo. Aun así, agregó, podían ser interpretados inocentemente dentro del contenido general. El intento de Lorini fracasó. El informe puso en movimiento la maquinaria de igual modo. El Santo Oficio, siempre vigilante, escribió el 26 de febrero de 1615 al arzobispo de Pisa y al inquisidor de la misma ciudad, con instrucciones de que obtuviesen una copia firmada de la Carta a Castelli “de manera hábil” y sin llamar la atención. En consecuencia, el arzobispo mostró súbito interés en el problema doctrinal y expresó su deseo de ver la carta, cosa que produjo gran placer a Galileo. Pero los reflejos de prudencia de éste se interpusieron lamentablemente. A las repetidas demandas de autorización enviadas por Castelli, respondió primero con el silencio. Más tarde hizo llegar a su poder una copia sin firmar y con instrucciones terminantes de que no la dejase de su mano[36]. El arzobispo hizo que le fuese leída y, diplomáticamente, reconocióse satisfecho.
El primer reconocimiento no produjo casi nada; se halla cerrado por una anotación de rutina de fecha 13 de marzo. Pero la tercera fase de la operación combinada se presentó con absoluta oportunidad para dar a los inquisidores un arranque más promisor que los anteriores. Llegado Caccini a Roma, allegóse prestamente al Santo Oficio a través del cardenal de Aracelli, miembro del mismo. En la primera reunión semanal, celebrada el 19 de marzo, accedióse a su solicitud: “Sanctissimus dio orden de que fuese examinado el padre Tomás Caccini, quien, al decir del cardenal de Aracelli, está informado de los errores de Galileo, y suplica testificar sobre los mismos, para descargar su conciencia”.
Llamado al siguiente día, 20 de marzo, Caccini aligeró su alma. Sus manifestaciones apenas merecen el honor de la historia; mas, visto que fueron la evidencia principal en todo el asunto, deben darse a publicidad. La ciudad de Florencia, reveló Caccini, hallábase repleta de “galileístas”, públicos sostenedores de discursos impíos inspirados por su maestro, cosas tales como que Dios es un ser inexistente y sólo un accidente, y que los milagros llevados a cabo por los santos no son verdaderos milagros. Caccini se las arregló para sugerir que tales abominaciones no eran sino lo natural en un individuo que había escrito Cartas sobre las Manchas Solares, tan llenas de cosas condenables, que pertenecía “a cierta Academia de los Linces”, que era amigo del notorio Sarpi[37] y mantenía correspondencia con matemáticos alemanes.
“¿Cómo estaba en conocimiento de todo eso?”. Le había sido manifestado por Lorini, a más de cierto jesuita, quien también le puso al corriente de que Galileo estuvo a un paso de ser arrestado por la Inquisición durante su visita a Roma, en 1611. Hablaba movido por su celo piadoso, aseguró, y no le gustaría que se supiese. Pero el padre Florini era la persona en condiciones de decir más. Hasta podía mostrar una copia de cierta carta escrita por Galileo al padre Castelli. Al ser interrogado más estrechamente, Caccini comenzó a cubrirse. Acerca de las opiniones de Copérnico, podía confirmar el obispo de Cortona. En cuanto a las proposiciones ateas citadas, manifestó haberlas sabido de su amigo el padre Jiménez[38], quien dijo haberlas oído a su vez “de ellos” en diversas oportunidades. “Y, específicamente, ¿de quiénes?”. Bien, no podía recordar sino el nombre de una persona, algo así como Attivanti… más bien joven y delgado. Lo había oído discutir con el padre Jiménez. Érale imposible presentar pruebas, mas estaba cierto de que el hombre era galileísta, puesto que también había sostenido las teorías de Galileo. El padre Jiménez tenía que saber. En cualquier caso, éste… podía hablar de seguro y decir que Galileo había enseñado estas dos proposiciones: que la Tierra se mueve y no el Sol. “¿Conocía a Galileo?” No, jamás había estado con él. “¿Tenía algo en contra de ese Attivanti?”. Absolutamente nada. En su corazón no abrigaba sino afectos por todo el mundo. Movíalo a hablar su celo por Cristo. —Se retira el testigo.
Mucho tiempo llevó localizar al padre Jiménez, español, pues se hallaba de viaje, pero, cuando fue llamado a comparecer (noviembre 13), recogió la pelota con gran destreza. Sí, era cierto, dijo, la existencia del lamentable escándalo dado por los galileístas. “¿Quiénes eran?”. No los conocía muy bien. Había un individuo, Giannozzo Attavanti, párroco de él conocido, que había manifestado cosas terribles. Estaba seguro de que no había sido su ánimo decirlas en serio; no era hereje, de seguro, ni lo suficientemente informado para poseer una opinión seria. Debía haberla recogido de Galileo o de alguno de sus partidarios. “¿Qué decía?”. Que Dios era un accidente y no existía sustancia de las cosas ni continuidad de la cualidad, sino que todo era una discreta cantidad compuesta de vacua (sic); que Dios era sensitivo, que lloraba y reía. Pero ignora si ellos expresan sus opiniones o las de otro. “¿Dijeron que los milagros atribuidos a los santos no eran milagros auténticos?”. No, no había oído tal cosa. “¿Dónde y cuándo había oído tales opiniones?”. De ese joven Attavanti, en diversas oportunidades, lo mismo en la planta alta que en la baja del Monasterio de Santa María la Nueva. Él le había suplicado que no se expresara de tal manera y representádole la enormidad de sus manifestaciones, pero así y todo continuaba creyendo que el individuo no daba su opinión sino la de Galileo. —Se retira el testigo.
Attavanti fue llamado al día siguiente e interrogado acerca de las condenables proposiciones. Respondió con firmeza. El padre Jiménez, dijo, puede explicar cómo aconteció. Discutíamos acerca de nuestras tesis y yo sostuve la parte contraria, eddicos di gratia. Nos ocupábamos de la sección sobre absolutos, de Aquino, Contra Gentes, donde se habla de esas cuestiones[39]. Jiménez les dirá que fue así. Este otro debe haber estado escuchando e imaginado otra cosa, porque en otra oportunidad, mientras yo le hablaba a Jiménez del movimiento de la Tierra, salió de la habitación de al lado, gritando que eso era herético y que iba a pronunciar un sermón en su contra, como lo hizo más tarde. Eso era todo. “¿Conocía a Galileo?”. Sí, había estado con él en diversas oportunidades. Hablaron de asuntos filosóficos, tal como el movimiento de la Tierra y de la detención del sol en Gabaon. “¿Qué sabía de esas opiniones teológicas?”. Lo consideré entonces como buen católico, pues, de lo contrario, el Gran Duque no lo tendría a su alrededor. “¿Tenía algo en contra de Caccini?”. Nunca he hablado con él, ni antes ni después, y ni siquiera lo conozco de nombre. —Se retira el testigo.
La evidencia fue enviada a Roma. El oficial que la leyó a fines de noviembre, utilizó su propio criterio acerca de esta roba fratina, como era frecuente denominarla incluso dentro de la administración. El aun desprevenido Attavanti había sido utilizado como pelele en un juego de confianza por sus dos asociados. No había mucho interesante ahí[40], pero la primera parte venía al caso. Marcó al margen, con trazos verticales de su pluma, los puntos siguientes: Cartas sobre las Manchas Solares, Linces, Matemáticas Alemanes, Sarpi, Galileístas, proposiciones. Más adelante subrayó las palabras de Attavanti: muy buen católico, de lo contrario el Gran Duque no lo tendría a su alrededor.
Sigue luego una nota en el archivo, fechada: noviembre 25, 1615, que transcribe la decisión tomada ese día por la Congregación: “Véase las Cartas sobre las Manchas Solares, por el dicho Galileo”. En la página siguiente, mas fechada tres meses después, figura la convocatoria de los Calificadores el 23 de febrero.
A esta altura, quisiéramos demostrar aquí, por vía de ejemplo, cómo surgen los brotes y cómo quiere la casualidad que se escriba la historia sobre este tema tan difícil. Tomaremos nada menos que al historiador padre J. Brodrick, S. J., que sobresale entre sus compañeros por el encanto de su estilo, su gusto refinado y erudición discriminatoria, así como por el auténtico fervor cristiano que cubre su tabor. Ahora bien, el padre Brodrick emite el siguiente y considerado juicio acerca de la declaración de Caccini, que discute brevemente, pero omite analizar:
“Todos los indicios tienden a demostrar que Caccini fue hombre muy bueno y honesto, aunque acalorado. Ya que se nos pide que aceptemos tanta evidencia de parte de los amigos de Galileo, ¿por qué no se nos permite creer a uno de sus adversarios para variar?”[41]
Esta pregunta es bastante vana. Cualquiera aceptará éste o aquel detalle de la declaración[42]. Somos nosotros quienes preguntamos: ¿Por qué desea el padre Brodrick que el lector crea su palabra de historiador en cuanto a que Caccini era hombre bueno y honesto? Nadie pone en duda los motivos cristianos del autor, pero no necesita preguntar por qué los historiadores que desean los hechos en toda su realidad se han dado a confiar más bien en la estimación de la situación proporcionada por Galileo y sus amigos. En el caso que nos ocupa, Galileo jamás conoció lo declarado por Caccini, y ni siquiera se puso en su conocimiento que éste había declarado contra él ante el Santo Oficio. Mas, cuando Caccini vino a hacerle una visita de cortesía en Roma. algunos meses más tarde, escribió a Florencia: “Esta persona pasó conmigo algunas horas con muchas demostraciones de humildad e hizo todo lo posible por persuadirme de que no había sido el iniciador de otra actividad aquí… pero de todos sus discursos vine a descubrir una ignorancia muy grande, así como una mente envenenada y desprovista de caridad”. En vista de lo que ahora sabemos, a través de los archivos secretos y muchas otras fuentes, Galileo había adivinado exactamente.
 

VI

Las idas y venidas arriba reseñadas tuvieron lugar en el mayor secreto, pero Galileo era lo bastante hombre de mundo para saber que algo se había puesto en movimiento. Cesi habíale aconsejado permanecer tranquilo en espera de que las nubes se disipasen, pero, sabiendo lo que se arriesgaba, decidió correr un albur ya calculado. Buscó intercesores. Escribió en febrero de 1615 y luego el 23 de marzo a su amigo, monseñor Dini, solicitándole que hiciese llegar sus cartas a los matemáticos jesuitas, también al cardenal Bellarmino y, de ser posible, al mismo papa. En esta oportunidad incluía una copia auténtica de la Carta a Castelli, con el fin de poner todas las cartas sobre la mesa.
En estas últimas misivas no trasluce ya la suave ironía de la primera. En ella se solicita con urgencia la suspensión de cualquier decisión; y puesto que la Carta a Castelli, dice, fue escrita apresuradamente, solicita más tiempo para redactar un meditado informe filosófico. En el índice se muestra muy interesado en lo que Dini le dijera… que el heliocentrismo podía ser regulado para hacerlo aceptable como simple hipótesis matemática. Ello podría apaciguar a los matemáticos, expresa, pero es absolutamente contrario a lo que Copérnico había querido demostrar. Había sostenido que su sistema era físicamente cierto; desde entonces habíase acumulado evidencia en su favor y sería desastroso que la Iglesia congelase la situación decretando que la física y las matemáticas debían mantenerse en compartimientos separados y contraloreadas por el sentido literal de las Sagradas Escrituras.
Pero puesto que Bellarmino, en su conversación con Dini, había citado al salmista como que probó más allá de toda duda que el Sol se mueve, habiendo expresado a su vez que placeríale saber la opinión de Galileo sobre ello, Galileo vése obligado a penetrar de nuevo en el terreno teológico para encararlo —no para la discusión entre el público, declara humildemente, sino como un resumen sometido a las autoridades—. Un rayo cie luz celestial puede llegar hasta el ignorante, si la intención es pura. Ofrece sus pensamientos a su madre, la Iglesia; que sean destruidos, si tal es su decisión infalible. Lo aceptará de buen grado.
Luego de esta premisa, Galileo sugiere que podría estar de acuerdo con las Escrituras, concebir que las grandes fuerzas de la naturaleza, la luz y el calor, encuentran su propio foco en el sol, situado en el centro. Debió haber habido, expresa, algunas fuerzas primitivas esparcidas por el universo en los comienzos, pues las Escrituras refieren del Espíritu que se mueve sobre la superficie de las aguas, aun antes de la creación del firmamento, y dice en cuanto a Dios: “Has creado el Sol y la luz”, refiriéndose a dos entidades diferentes. Desde los primeros sabios hasta Dionisio el Areopagita, parece haber existido el consenso de que la luz era el poder original, el más próximo a Dios en naturaleza y analogía.
Ahora bien; el cardenal habíase referido al salmo diecinueve; Galileo no trata de esquivarlo sino que se lanza resueltamente contra el famoso texto, para buscar en el mismo, como hicieran sus adversarios, la confirmación de su propio punto de vista:
Los cielos cuenten la gloria de Dios y la expansión denuncia la obra de Sus manos.
El un día emite su palabra al otro día y la una noche a la otra noche declara sabiduría.
No hay dichos ni palabras donde no es oída su voz.
Por toda la Tierra salió su hilo y al cabo del mundo sus palabras. En ellos puso tabernáculo para el Sol.
Y El, como novio que sote de su tálamo, alégrese cual gigante para correr el camino.
Del un cabo de los cielos es su salida y su giro hasta la extremidad de ellos; y no hay quien se esconda de su calor.
La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el almo; el testimonio de Jehová fiel, que hace sabio al pequeño.
Esta es, sin embargo, la versión del rey Jaime I. La Vulgata dice: “in sole posuit tabernaculum suum”, que es más aceptable. Si el Sol es el tabernáculo del poder de Dios, entonces, sugiere Galileo, ese poder está claramente representado aquí por la luz y el calor que circulan por el universo, fecundándolo por completo. Son ellos, más bien que el Sol, quienes pueden denominarse el “novio” y el “gigante que recorre su camino”. Esto lo apoya con variadas y sutiles razones, tal como “el novio que sale de su tálamo”, símil que no concuerda muy bien con los hechos de un tabernáculo, cuya función es permanecer inmóvil. Ideas similares acerca de ese texto habíansele ocurrido igualmente a Copérnico (cosa ignorada por Galileo), quien las había tachado con presteza de su texto, temiendo que pudiesen parecer demasiado “pitagóricas”. Tal clase de especulación databa de la gran época del medioevo cristiano, que había fundado un tema acerca de la “Metafísica de la Luz”, traído del neoplatonismo a la teología mística… Si Galileo hubiese encontrado a San Buenaventura en lugar de a San Roberto Bellarmino[43], sentado aún en el trono de la autoridad teológica, podría haberse convertido en pilar de la Iglesia. Pero esos tiempos habían tocado a su fin. Bellarmino ejercía el poder, siendo una mente escolástica dominante encargada de mantener a la Iglesia en línea con las decisiones del Concilio de Trento, y, como jesuita, resolvió con gran sentimiento no volver a descuidar la siniestra cura[44].

Capítulo 3
Intermedio filosófico

Y, ¡oh!, no puede ya dudarse
Que la Belleza misma, la Proporción, ha muerto.
JOHN DONNE

I

La controversia había llegado así a las más elevadas esferas. No sería sino cosa justa a esta altura que la mente se dedicara de lleno al aspecto fútil o ridículo del conflicto y a considerar el problema de lo antiguo contra lo nuevo en su total dimensión. Los oponentes vocales de Galileo eran escolásticos de tercera categoría, pero sus argumentos se apoyaban en una doctrina importantísima, cuyos cimientos eran puestos en duda. Las síntesis filosóficas enseñadas en las escuelas fueron esencialmente labradas por numerosas generaciones desde Aristóteles, y en ellas estaban de acuerdo la Iglesia y la mayoría de los estudiosos[45]. Todas las cosas y todas las actividades encontraron su lugar natural en tal sistema. Dios y la naturaleza son suficientemente sencillos y opulentos para proporcionar un hueco para la diversidad interminable que compone la existencia finita. Por encima de las ciencias simples se halla la filosofía, disciplina racional que trata de formular los principios universales de todas las ciencias. Conduce al conocimiento de la Primera Causa. Por encima de ella se halla la Teología, que depende de la revelación, punto final de todo el sistema; la fe es la realización de la razón.
La Física, “la ciencia de la naturaleza”, encontró su lugar sin dificultad en la estructura. El universo forma una jerarquía que comprende desde Dios hasta el ser más ínfimo. Cada ser actúa bajo el acuciamiento interno de su propia naturaleza, buscando el “bien” natural a su especie, y ese bien constituye una forma de perfección que encuentra su lugar en la escala, de acuerdo con su grado. No importa cuán bajo se halle, ningún ser carece en absoluto de valor, puesto que cuenta con su situación, sus derechos y obligaciones, a través de los cuales contribuye a la perfección del conjuntó. La esencia del proyecto es la subordinación hacia un fin. Mas, dentro de esa jerarquía, la “naturaleza de las cosas” es una constitución liberal y tolerante. Todos los seres de una especie poseen una esencia en común, pero no dejan de ser “sustancias” individuales. Entre textos los hombres, todas las ortigas, todos los gatos, no hay dos exactamente iguales, no obstante lo cual permanecen fieles a su esencia.
Era, en verdad, toda una ciencia, como debía ser. ¿Qué otra cosa es la ciencia, habría dicho el individuo de aquella época, sino saber cómo las sustancias naturales se dirigen hacia sus fines dispuestos de manera ordenada?
La idea de orden resulta soberana. No el orden de una multitud abstracta sino el de una multitud de seres variados, cuyo comportamiento coexiste y se confunde en vasta sinfonía, el orden de la simiente que se transforma en árbol de acuerdo con el ritmo de las estaciones, y luego vuelve a ser tierra y vida nuevamente, con una confusa percepción de su propio propósito.
Las aves suspiran por el aire
El alma porque no sabe donde…
¿Y cuál, pues, podría ser la ambición de la ciencia sino descubrir ese orden y sus fines, en vasto discurso, como hace hoy hasta la historia natural, pero revelando la eterna escala de valores que la sustentan?
En este orden parece imponerse por sí misma una clara distinción a quienes no estén ciegos… la que separa a las cosas del firmamento de las de aquí abajo. Las estrellas existen perennemente, en tanto que en la Tierra todo es mutación y desaparición; los cielos giran a nuestro alrededor por siempre, mientras en la Tierra todo cuanto se deje suelto caerá al suelo y se detendrá. De ahí que elche existir una diferencia esencial entre la naturaleza de ambos reinos, y, prácticamente, todos los filósofos se han puesto de acuerdo en que nada bajo la Luna puede ser similar a las cosas celestes.
Qué hay en los cielos, o por qué son como son, es cosa imposible de conjeturar, excepto elevando el alma para la contemplación de aquellas entidades más allá del tiempo que son de su misma naturaleza, tales como la Belleza y el Bien, que parecen ser, vamos a decir, reflejados en las perfecciones del cielo. Para explicar el orden de las cosas de la Tierra, podemos apelar a nuestra cercana experiencia de ellas. Mas el orden celeste parece ser el espejo de un pensamiento puramente metafísico o estético; según palabras de Platón, será una imagen en movimiento de la eternidad. El tema mismo de los cielos será concebido, con deliberada fantasía, como tal imagen, bien sea en el cristal etéreo o el fuego sutil, la regularidad absoluta geométrica de sus órbitas contemplará el ritmo universal seguido por la vida de la naturaleza perecedera de aquí abajo.
… el resto
Del hombre o ángel el gran Arquitecto
Sabiamente ocultó, y no divulga
Sus secretos que escudriñarán aquellos que más bien
Deben admirar. O, si se inclinan a probar la
Conjetura, él su fábrica de los cielos
Ha dejado para que disputen… tal vez para
Moverse a risa ante extrañas o distintas opiniones
Posteriores cuando vea como vienen a modelar el cielo
Y a medir las estrellas; cómo manejan tan
Poderoso marco; cómo hacen y deshacen y contribuyen a
Salvar las apariencias; cómo circundan la esfera
Con céntricos y excéntricos, sobre ella trazados,
Con ciclos y epiciclos, un astro en otro.
La sabiduría de Dios al situar en este mismo punto las columnas de Hércules del descubrimiento, fue bien clara para Milton; tan clara que no experimentó la necesidad de explicar o apoyarse en el compromiso tan espectacularmente desautorizado, aun una generación después de Galileo. El hecho es que la colocación de la Tierra como centro separado de las cosas, no representa para Aristóteles, o para Milton, una solución puramente astronómica o un mero complemento del sistema. Es el verdadero fundamento de la cosmología de Aristóteles, elegida por él luego de cuidadosa discusión y rechazo de esos “antiguos”, que así las calificó, que hicieron que la Tierra fuese un planeta. Y sobre tal fundamento ha construido la laboriosa y compacta estructura de su física. Socavarla en cualquier punto, alegarán sus partidarios, tendería a la subversión de toda filosofía natural y al desorden y trastorno del cielo, la Tierra y el universo en general”.
Es así, al menos, como el doctor Simplicio exclamará contra las nuevas ideas en el Diálogo de Galileo. Mas Simplicio aunque ideado por su autor para servir su propia conveniencia, no es sino apenas una caricatura; es simplemente un retrato compuesto. Galileo se mofa de él —en tanto identifica el bienestar del universo con el de su propia escuela, mas no está lejos de concederse a sí mismo la premisa que sustenta la protesta; en realidad está explícitamente expresada en las primeras frases del Diálogo como punto de acuerdo general: El universo no puede ser sino perfecto, un objeto de belleza y proporción, un todo totalmente ordenado; de otro modo no tendría sentido la Creación ni finalidad la filosofía.
El principio pareció tan evidente a Galileo, en un sentido, que le impidió continuar sus descubrimientos hasta su fin lógico. El, que había descubierto el principio de la inercia, resistiese a pensar en un sendero recto e inerte, porque ello habría sido “desordenado”. El también uno en el que las cosas “vienen a ser” realmente, donde la palabra “realización” posee significado, en tanto no lo posee en uno puramente mecánico; porque es axiomático en la concepción cartesiana que sólo la materia se las arregla para subsistir apenas, idéntica a sí misma, por decreto divino.
Una simplificación tan dura como la de Descartes era necesaria, al parecer, para despejar el camino hacia construcciones de la ciencia, más vastas y sutiles. Pero es posible comprender la confusión de Goethe, Keats y tantos otros de su época, acerca de cómo alguien podía aceptar jamás una imagen de la realidad despojada de su color, su variedad y su-vida.

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Paulo V. Borghese, en 1614

En lo que respecta a la mecánica, sin embargo, Galileo tenía razón al ver en ella el punto más débil del sistema aristotélico —tan débil que arrastró consigo al resto—. En un sistema modelado sobre la vida, centrado en la Tierra, el movimiento que simplemente se reduce al cambio de lugar, se vuelve el aspecto más falto de interés del proceso general, no sirviendo sino para tomar las cosas donde deben estar y funcionar. La piedra no puede expresar su naturaleza sino de un solo modo… llevándola a su lugar adecuado. De ahí que lo único que sabe hacer es caer. Es la pobreza definitiva del ser, allá abajo, capaz de ser realizada por el más insignificante de los hongos. No puede cambiar de ninguna manera por sí mismo, salvo de posición. Debemos ver, pues, por qué los aristotélicos encontraron absurdo buscar precisamente en el más ciego y grosero de los eventos, la caída de la materia, una claridad matemática que sabían imposible de encontrar en el proceso mucho más importante del crecimiento de un ser vivo. “Sírvanse considerar”, habrían dicho, “que las matemáticas no pueden aplicarse al cambio en ninguna forma, pues concierne sólo a lo estático o lo abstracto. Podemos esperar encontrarlo por casualidad en la forma completada, donde los platónicos lo buscan siempre, en los misterios de la divina proporción; pero ¿cómo podríamos esperar descubrirlo en el más confuso e informe punto de ser, en acto naciente, en el acuciamiento de pura posibilidad hacia la realización, ya se trate del brote de una semilla o la caída de una piedra? Si alguna vez encontrarnos geometría en la naturaleza, no será allí, sino en el opuesto y más alejado, en el cristal inmóvil y realizado. Y esto sólo debiera mostrar cuán acertarlos estamos. Pero incluso el cristal que encontramos en la naturaleza expresará la geometría de modo nada más que imperfecto, porque la naturaleza, por ser vida, no encuentra uso para la rígida y abstracta perfección. Véase cómo incluso la más dura esfera de metal jamás tocará una losa de mármol en un solo punto, como quiere la geometría”.
A lo que contestó Galileo, siempre teniendo presente a Arquímedes, según las palabras de su Diálogo: “¿Reconocéis que cualquier trozo de roca posee la forma, el peso y el tamaño que por casualidad tiene hasta el más elevado grado de precisión imaginable? Sí, de seguro. Pues entonces habéis de ver que el número y la precisión aparecen en la naturaleza a niveles que rehúsa considerar”. Pero sus adversarios continuaron negándose a considerar, ya que ello habríalos trastornado sin remedio. Hallarse dentro del marco del pensamiento de Aristóteles habría significado desterrar número, peso y medida del significado filosófico. “Las matemáticas”, afirmaban las escuelas, “no pueden interesarse en el movimiento, porque éste va siempre hacia un fin dado; y no existe mención del bien en las matemáticas”.
Inútil es decir que esto no era sino la justificación metafísica. Pero el poder de las escuelas no residía en tales argumentos, sino en la evidencia terrenal de los principios de donde arrancaron. Fueron los matemáticos quienes, a lo largo de la historia, soñaron cosas maravillosas y buscaron místicas armonías ocultas. La realidad estaba de seguro mucho más cerca de todo lo que conocemos e “interpretamos”, la simplicidad familiar de la vida y del organismo. Es en este nivel de vida donde la posición aristotélica se vuelve sentido común. En todo lo que cuenta, la función parece estar señalada con claridad; habitamos un mundo de propósitos definidos. En un mundo en que todo lo que el hombre necesitaba era provisto, por así decirlo, a la medida por la naturaleza, desde el alimento a la madera de construcción y las herramientas sencillas, cuando el vocablo “fuerza” no podía significar, fuera de la magia, sino trabajadores, caballos o bueyes, no puede negarse que una explicación vitalista se encontraba en el centro de gravedad del pensamiento.
“Ignorar el movimiento es ignorar la naturaleza”. El principio parecía bastante sano. Y ¿en qué punto de la Tierra se veía ese movimiento que permanentemente giraba sobre sí mismo? Hasta el curso de las corrientes necesitaba del Sol y de la lluvia; se nos llevaba de una causa a otra mayor y así hasta la Primera Causa; siempre encontrábamos una acción causada por otra. El hombre conocía demasiado bien que el movimiento es el resultado de un esfuerzo contra la resistencia; la fuerza deberá venir de algún lado y, si se gasta, deja tras ella un verdadero cambio, es decir, fatiga y desgaste.
Volvemos a ver el pensamiento enfocado sobre la idea de un proceso. Algo nuevo viene siempre y algo viejo se pierde. Las imágenes familiares son la de un hombre que conduce una carga o de un carro arrastrado a lo largo de un camino desigual. Parecería, pues, que todo está claro para la mente en tanto no se salga de las tareas y los días tranquilos. Pero ¿qué es de la piedra arrojada por la mano? El sentido común sugiere ahora una especie de energía que la recoge y después la suelta con rapidez hasta que cae al suelo.
Lamentablemente, en este punto el aristotélico no está en libertad de adoptar el inmediato sentido común, porque se ve prisionero del embrollo de conceptos que ha erigido ya a su alrededor con objeto de disponer de una teoría adecuada. Dirá, pues, que el movimiento espontáneo, puesto que es atributo de sustancia, no puede ser transferido. Es axiomático que los atributos son intransferibles. El hombre que es rubio y de ojos azules, no puede transferir estos atributos al que no lo es. No puede sino engendrar otro que lo sea. Y el movimiento espontáneo no es más transferible que lo rubio o el azul de los ojos.
Empero, ahí estaban los hechos. Cualquier chiquillo podría demostrar a Aristóteles que una piedra puede ser lanzada con buenos propósitos. De ahí que Aristóteles se viera obligado a suponer que la piedra era impulsada en su camino por algo aún en contacto con ella, lo cual tenía que ser el aíre que la rodeaba. Sus discípulos admitieron abiertamente que ese no era el punto más fuerte de la teoría de su maestro; pero, a falta de algo mejor, hubieron de aceptarlo con valor como la única manera de salvar los principios intangibles.
Galileo había aprendido esta teoría en su época de estudiante, en Pisa, y vio en el acto que no había manera de salvarla. Arrojando por la borda los principios intangibles, retornó —tal como hizo Hiparco, el astrónomo, y una cantidad de doctores parisinos antes que él— a la idea más natural de un ímpetus recibido por el proyectil. Pero esta idea también emanaba de una imaginación vitalista. Suponíase que al proyectil habíasele aplicado determinada cantidad de fuerza, que iba dispersando en su trayecto. Desarrollar la idea significaba verse frente a las antiguas dificultades. Tan tarde como en 1587, en sus últimos años de graduación, Galileo continuaba probando analogías con el calor de una barra de hierro o el sonido de una campana, que se disipa en el espacio”. Sus ingeniosos esfuerzos sobre teoría y experimento (pues fue en esa época cuando dejó caer algunos cuerpos desde la torre inclinada de Pisa, con resultados totalmente negativos) quedaron en la nada. Toda la idea de ímpetus fue un extremo cerrado.
De acuerdo con nuestras investigaciones, fue por entonces cuando Galileo se interesó en las nuevas ideas de Copérnico. Mas como ya tenía un problema en la mente, un relámpago de imaginación creativa produjo la unión de las cosas. Ahí había un caso muy similar al del volante, que su maestro Benedetti había probado ya como intratable en sumo grado por las viejas teorías. Un volante que da vueltas sobre el lugar, sugiere la idea de que descartada la resistencia, podría continuar girando sin cesar, y mejor aún en el vacío. La imaginación es llevada a la idea de una esfera suspendida en el vacío, dando vueltas y más vueltas sin fricción… ¿y por qué no habría de ser la Tierra? Lo que resultó de ello en su puro estado, vamos al decir, fue la nueva idea de inertia… idea prodigiosamente abstracta y hasta innatural para mentes que trabajan con material ordinario de experimentos, y que Galileo no había podido extraer con anterioridad.
De improviso, todo se había vuelto ya claro. Si la Tierra podía ser tal esfera, ¿por qué la órbita de los planetas no podía obedecer a alguna ley de inercia? Lo que parecía absurdo en la doctrina de Copérnico, volvióse ahora indicio en su favor; porque Copérnico, “al hacer de la Tierra un astro” habíalo atribuido a movimientos al parecer incompatibles con su naturaleza tan “eminentemente pesada y terrestre”, como decían los doctores. Si ahora parecía que los cuerpos celestes eran capaces de movimiento debido precisamente a esa naturaleza, el sistema del mundo podía dejar de constituir un diagrama ensoñador geométrico y convertirse en realidad física. Comenzó a dibujarse una “filosofía natural” que abarcaba tanto el cielo como la Tierra, con los planetas sujetos a iguales leyes físicas que podemos estudiar aquí abajo… en realidad sin arriba ni abajo desde que nosotros somos un planeta entre muchos.
Era una grande y atrevida conjetura, a no dudar, en los años alrededor del 1590: un salto peligroso hacia regiones que no figuraban en los mapas. Nadie sino Galileo, y Kepler al otro extremo de Europa, lograron ver cómo podría tener sentido en definitiva. Mas tan pronto como sus cerebros abarcaron la idea, se hizo claro que se trataba del renacimiento de la intuición pitagórica de la unidad de la naturaleza, y que ello resolvía mucho de lo absurdo de la concepción tradicional.
Esta concepción tradicional, téngase por seguro, resultaba persuasiva y cómoda en cuanto se refería a la Tierra; pero, tocante las cosas del cielo, tenía que considerarlas como una especie de adjunto decorativo para el escenario terrestre. Jamás había desarrollado ninguna física verdadera para ellas. Insistía, en verdad, en que el cielo era “diferente”. El pensamiento de Aristóteles, siempre absorto en lo concreto, habíase dedicado a describir comportamientos separados. Para él era cosa adecuada que la piedra se esforzara en ir hacia abajo y el fuego hacia arriba y que cada ser viviente poseyera a su vez una especie de movimiento distinto; en cuanto al movimiento de las estrellas en el firmamento, no podía ser sino infinitamente diferente en cualidad de todo lo habido en la Tierra. De ahí que los astrónomos y matemáticos fuesen dejados, con condescendencia apenas disimulada, ideando diagramas capaces de “salvar las apariencias”, pero entendiéndose que no explicaban nada. La tarea era idear tantos movimientos uniformes y circulares como fuese posible, de modo que, combinados, se dijera que describían el sendero aparente de los planetas en la bóveda celeste. Los astrónomos, y sobre todo Tolomeo entre ellos, habían procedido en tan modesto espíritu a producir una especie de evasiva, que se denominó “teoría de los epiciclos”.

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Figura 3. Función de un epiciclo

Si un círculo no bastaba para describir el movimiento de un planeta, se agregaba otro más reducido, unido a su circunferencia a manera de cojinete de rodillos y, yendo sobre el mismo alrededor del planeta, ejecutaría todas las cabriolas sugeridas por su aparente sendero en el firmamento (figura 3). Ajustando velocidades y dimensiones en dicha especie de diagrama, podrían predecirse las posiciones con bastante precisión, incluso las conjunciones, los eclipses y cuanto fuere necesario. Pero era bien entendido que ello no significaba una descripción física ni se pretendía que lo fuese.
Puesto que los planetas se mueven alrededor del Sol a distintas velocidades, sus movimientos en relación con quien observa la Tierra en movimiento son complejos. Un fenómeno en particular confundía a quienes consideraban a la Tierra inmóvil en el centro del universo. Ello conociese por “retrogradación” y se halla fácilmente explicado en el sistema heliocéntrico copernicano. En el caso de los planetas más externos, puesto que la Tierra se mueve a mayor velocidad que ellos, los alcanza periódicamente, traslapándolos, por así decirlo. Al ocurrir esto, el fenómeno resulta visible para quien esté observando a la. Tierra. Al ser alcanzado el planeta, aparece como si disminuyera su curso normal hacia el este, se detiene, cambia de dirección y viaja hacia el oeste durante algunas semanas; luego vuelve a detenerse y a cambiar de dirección, para continuar en su órbita regular. Este aspecto extraño es manejado con destreza en el sistema tolemaico mediante uno de los diversos usos de los epiciclos. (Otro uso, el de explicar la verdadera elipticidad de la órbita, se resuelve mediante el uso de epiciclos extra, que son los que Galileo creyó que debía retener). En la figura imaginemos al planeta situado en el punto A del epiciclo, cuyo centro es 1. El epiciclo se halla sobre el circulo deferente cuyo centro es C. La Tierra estacionaria se halla situada dentro del deferente. Ahora (1) el planeta situado en A comienza a moverse alrededor de su epiciclo en dirección hacia atrás y (2) el epiciclo mismo es conducido alrededor del deferente del 1 al 2. La combinación de los dos movimientos es el movimiento supuesto del planeta y está representado por la línea gruesa entre A y B. En el alamar, el movimiento parece en retroceso.
Sin embargo, ahí estaba y era la única disponible. Puesto que los filósofos, que retuvieron en sus manos la autoridad legislativa sobre la física, no contaban con nada propio que ofrecer a modo de mecanismo, la tendencia irresistible era materializar lo ideado por los astrónomos en esferas de cristal y esperar que nadie inquiriese en cuanto a su sentido. El resultado, a través de la Edad Media, vino a ser una especie de sistema de caja china con esferas dentro de esferas, cada una de ellas lo suficientemente gruesa para contener su propia esferita epicíclica, tal como el cojinete a bolillas contiene sus propias municiones de acero. Semejante sistema tenía una analogía puramente coincidente con lo físico o mecánico; pero ahí lo teníamos y parecía bastante milagroso como para que la gente no se animase a formular preguntas. Con él iba su correspondiente fantasía acerca del parecido de los cuerpos de los mismos planetas; sin duda materia dura más densa y luminosa que la esfera de cristal que los contenía, puesto que se ve, pero al menos tan duradera —de fijo al menos tan buena como el diamante y más elevada. Todo ello formaba una cadena de imágenes coherentes (figura 4). Siendo la prerrogativa del cielo su eternidad e inmutabilidad, cualquier intento de formar una idea física, por muy honorífica que fuere, por ejemplo la de la Luna, asignábale la forma de una esfera exquisitamente pulida de alguna sustancia como gema. Era la impresión experimentada en todos los círculos en cuanto a cómo debía ser la Luna. Pero ciertas mentes poseen distinto sentido de los valores. Un pasaje interesante de la autobiografía de Frank Lloyd Wright, nos muestra una mente de ese tipo singular:
El abuelo predicaba como Isaías: “La flor palideció, la hierba se marchitó, pero la palabra de Dios, tu Señor, quedó para siempre”. El muchacho, su nieto, creció desconfiando de Isaías. ¿Era la flor menos deseable porque pareciese condenada a morir, para poder vivir con mayor abundancia? Cuando todos iban a trabajar a los campos, la hierba pereda siempre necesaria para la vida del valle, sobre todo cuando se secaba y convertíase en heno en el invierno, para que el predicador mismo pudiese vivir.
La noción de los planetas —“estrellas errantes”— unidos a esferas y esferas dentro de esferas que los transportan alrededor de la Tierra estacionaria, cuenta con dilatada historia, convirtiéndose entre los árabes en algo parecido a los cojinetes a bolilla modernos. Allá por el siglo XV esta idea era seriamente puesta en duda, y en tiempo de Copérnico perdió completamente favor. El dibujo se debe a la cortesía de W. D. Stahlmen.

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Figura 4. Reconstrucción de un esquema cosmológico del siglo xv que utiliza esferas sólidas

Jamás había pensado Galileo contradecir la eternidad de la palabra de Dios, mas parecíale bien a las claras que esos otros símbolos mundanos de eternidad, considerados por los piadosos como representativos de las virtudes celestiales, iban camino de convertirse en clisés literarios bien insignificantes, fuera de lugar en toda filosofía inclinada hacia la majestad del cosmos:
No puedo sino con gran curiosidad, qué digo, descreído, oír que se atribuye a los cuerpos naturales, como un gran honor y perfección, que son impasibles, inalterables e inmutables; como, por el contrario, oigo que se estima grande imperfección ser alterable, generable y mutable. Es mi opinión que la Tierra es muy noble y admirable en razón de las muchas y diferentes alteraciones, mutaciones y generaciones que de modo incesante tienen lugar en ella. Y si, al no estar sujeta a ninguna alteración, no constituyera sino un vasto montón de arena, una masa de jade o, puesto que a partir de la época del diluvio universal se cubrió de agua que todo lo congelaba, si esta congelación hubiese continuado, formándose una esfera de cristal enorme, dentro de la cual nada creciera, se alterara o cambiara, habríala considerado un montón miserable, sin ninguna utilidad para el universo, una masa sin valor, en una palabra, superflua, como si jamás hubiera figurado en la naturaleza. La diferencia para mí habría sido la misma que entre una criatura viva y una muerta. Lo mismo digo referente a la Luna, Júpiter y demás del universo. Cuanto más ahondo en la consideración de la vanidad de los discursos populares, más hueros me parecen, y más simples. ¿Qué mayor locura puede imaginarse que llamar noble el oro, las gemas y la plata y bajo a la tierra? Porque ¿no consideran esas personas que si existiese tan grande escasez de tierra como hay de joyas o metales preciosos, no habría rey que no diese con todo su corazón un montón de diamantes y rubíes y numerosos lingotes de oro para adquirir aunque fuese nada más que la cantidad de tierra suficiente para plantar un jazmín en una macetita o colocar una mandarina en ella, para poder contemplar cómo brota, crece y se convierte en hermosas hojas, flores fragantes o fruto delicado?
Es la escasez y la abundancia lo que hace que las cosas sean estimadas o despreciadas por el vulgo, quien dirá que ahí tenemos el diamante más hermoso, porque se asemeja al agua pura y, sin embargo, no se desprenderá del mismo a cambio de diez toneladas de agua. Esos hombres que de tal manera ensalzan la incorruptibilidad, la inalterabilidad y demás, creo que hablan de ese modo por el gran deseo que experimentan de vivir mucho y por el temor a la muerte, sin considerar que, si el hombre hubiese sido inmortal, ellos no habrían venido a este mundo. La gente merece hallarse frente a una cabeza de Medusa que los transforme en estatuas de jade y de diamantes, para que puedan ser más perfectas de lo que son
[46].
Vemos aquí que toma forma una idea profundamente nueva, antigua y poderosa en sus raíces, incalculable en su expansión y tan diferente de la caricatura aristotélica enseñada en las escuelas, como lo es del escaso y angular mecanismo dogmático que Descartes introduciría algunos años después y que Newton adoptaría a regañadientes como base de sus teorías. No exactamente biológica, pues Galileo es en esencia físico; no mecánica, de seguro, porque la realidad sustentadora se considera que es una corriente de energía transformadora y vivificadora que es en esencia, como habrá de revelarse con posterioridad, la luz misma. Es lo que Galileo no se recata de llamar con su propio nombre, la “filosofía pitagórica”.
Los últimos armónicos contemplativos y místicos que habían sido transmitidos como parte de esa filosofía, son reinterpretados originariamente de modo no diferente al que habría querido significar el antiguo Filolao[47] y vemos como Galileo encuentra símbolos expresivos del poder unificador de razón en la fuerza creativa de la vida: “Es mi opinión que si los cuerpos celestes concurren a la generación y alteración de la Tierra, ellos mismos son por necesidad alterables; porque de lo contrario no comprendo cómo la aplicación de la Luna y el Sol a la Tierra para efectuar producción fuera sino de manera semejante a la colocación de una estatua de mármol en la habitación de la novia, de cuya conjunción esperásemos que naciesen criaturas”.
A través de tales palabras, Galileo se nos muestra realmente como figura renacentista que ha estado luchando para transferir la plena dimensión de la herencia antigua y media a un mundo nuevo. Venido al mundo el mismo año que Shakespeare, había labrado su camino por entre las soledades repetidoras del eco del siglo XVI, lleno de insinuaciones, vastas posibilidades, realizaciones a medio comprender, grandes palabras del pasado, !terribles emociones e ilimitadas perspectivas. Había procedido entre una multitud de problemas y respuestas, que su mente respondedora y experimental procedió a “pesar” (vocablo repetido con tanta frecuencia) y cambiando en todas direcciones, abandonando las respuestas que eran simplemente verbales y buscando las verdaderas “pistas”. Un par de ideas en dioptría y la visión de la geometría analítica fueron suficientes para que Descartes proyectase en su retiro holandés una explicación completa del universo, mientras que el telescopio fue utilizado por Galileo para mostrar algunos caracteres físicos nuevos de los planetas, pero de los cuales era posible deducir conclusiones más válidas y de mayor alcance que la cosmología de Descartes, Otra “pista”, la del movimiento acelerado, vino a ampliar el pensamiento de Galileo. Más tarde hubo otras… la hidrostática, las velocidades virtuales, el magnetismo, el movimiento de las mareas y las naves. Siempre en medio de argumentos, eventos y “efectos”, Galileo concebía la ciencia como esfuerzo sin fin que se dirigía en busca de los principios, del mismo modo que siempre iba en pos de imposible consumación.
Más afortunado que Bruno, Leonardo, Campanella y otros muchos predecesores, había formado la opinión de que las verdaderas “pistas” habrían de encontrarse en “las demostraciones de la ciencia matemática”, que, siempre que pudiesen aplicarse a la naturaleza, proporcionaban razones no tan sólo plausibles sino necesarias y, como tales, indistinguibles de la misma verdad. Mas durante toda su vida tuvo que librar una lucha cuesta arriba para establecerlo contra el sistema de obtención de valores. Fue casi imposible demostrar a un estudioso en buenas condiciones que las matemáticas no eran sólo un deporte para la mente curiosa o un auxiliar para las artes inferiores y mecánicas, sino parte integrante de la filosofía y en verdad el lenguaje apropiado de la ciencia que debía reemplazar la disputa acerca de propósitos y atributos. Como expresó en una oportunidad, la ciencia física no te dijo nada en cuanto al por qué de que cualquiera pudiese afanarse para satisfacer su sentido de adaptabilidad, pero en varias oportunidades le dio el cómo era verdaderamente cierto.
Al ver que todas estas verdades conformaban un sistema de filosofía natural que iba en rodas direcciones, afirmóse en la conclusión de que ahí había vislumbre del trabajo terrestre, o al menos de un trabajo terrestre de la naturaleza. Mas no fue antes de haber cumplido los sesenta años cuando se atrevió a escribir que “el libro de la naturaleza se halla escrito en caracteres matemáticos”. Treinta y cinco años de investigación lo respaldaban, lo que demostró, no sólo en la tierra sino en todo el universo, que “la suposición pitagórica” no era nada de suposición sino que concordaba con los hechos. Fue su labor sobre dinámica lo que proporcionó su pista principal. Al crear una “ciencia muy nueva sobre un tema muy antiguo”, había dado ya en fecha tan temprana como 1604 la ley correcta sobre la trayectoria de los proyectiles y probado que se componía de una trayectoria horizontal inerte y una vertical uniformemente acelerada. El sendero horizontal habíalo imaginado en realidad a modo de vasto círculo descrito alrededor de la Tierra, como estaba, después de todo, obligado a hacer en esa etapa del asunto; y eso habíase convertido a su vez en una insinuación de cómo los planetas mantienen en su órbita circular “el sendero que jamás sube ni baja con relación al Sol”. Una suposición bastante frágil, a la manera de la escala de soga que el alpinista lanza a través del precipicio. Al fin y a la postre, ¿existía algún mecanismo, real o imaginado, en la representación de las esferas celestes de sus adversarios? De seguro que no, pese a lo cual había hallado aceptación. ¿Por qué no se aventuraría a seguir adelante, al menos en su propio pensamiento? Porque, como escribiera a Kepler, no se animaba aún a avanzar con tales ideas. Pero luego, de improviso, el telescopio vino a convertir en brillante realidad lo que para él no era sino empeño intelectual. “¡Oh, Nicolás Copérnico”, debió haber pensado cuando hace decir a Sagredo en el Diálogo “cuánta habría sido tu alegría al ver confirmado tu sistema por experimentos tan manifiestos!”. Parecía finalmente posible el Gran Proyecto, donde las matemáticas, la física y la astronomía convergirían en una teoría del sistema del mundo totalmente nueva.
Jamás dudó de que en definitiva resultara aceptable, al no imaginársela contraria a la verdad revelada. Al igual que Newton, experimentaba que había estado reuniendo algunas nuevas y hermosas conchas en la playa de vasto desconocido, cuya naturaleza permanecía inaccesible al hombre salvo a través de la fe. Su simple intención era sugerir que la filosofía oficial pusiera al día su “argumento sobre el designio”. El cual, en cuanto lo vislumbró, no podía ser sino infinitamente más digno de la majestad de Dios y, en consecuencia, en todo sentido desde lo metafísico a lo común, más intrínsecamente verdadero.
Creo que nos arrogamos demasiado cuando damos por sentado que solamente el cuidado de nosotros es el límite y la razón adecuada, más allá de lo cual el Poder y la Sabiduría Divina no hacen ni disponen nada. No permitiré que reduzcamos tanto su mano sino es mi deseo que podemos satisfacernos con la seguridad de que Dios y la naturaleza se hallan tan dedicados al gobierno de los asunto humanos, que no podrían ocuparse de ellos en mayor grado si realmente no tuviesen otro cuidado que el de la humanidad. Lo cual, a mi modo de ver, puedo probar con el más noble y más pertinente de los ejemplos, tomado por la operación de la luz del Sol que, a la vez que atrae estos vapores, o caliente las plantes, los atrae y caliente cual si no tuviere otra cosa que hacer; porque al madurar un racimo de uvas, qué digo, una sola uva, lo hace con una intensidad tal que no la habría mayor si la suma de todos sus quehaceres hubiese sido la madurez de ese sola uva. Ahora bien, si la uva recibe todo cuanto puede recibir del Sol, sin sufrir el más leve daño por la producción de otros miles de efectos el mismo tiempo, bien podríamos acusar a dicha uva de envidie o de locura si pensase o deseare que el Sol utilizara todos sus rayos en favor de ella. Confío en que la Divina Providencia no omite nada en lo que concierne al gobierno de los asuntos humanos; pero lo que no puedo llegar a creer es que no existen en el universo muchas otras cosas dependientes de la misma sabiduría infinita, lo que me impide mi razón. De fijo que no puedo abstenerme de creer otras razones en contrario aducidas por inteligencias superiores a la mía. Pero, en vista de la posición que he adoptado, si alguien me dijese que un espacio inmenso interpuesto entre las órbitas de los planetas y la bóveda estrellada, desprovisto de estrellas y sin movimiento, sería vano e inútil, así como que una inmensidad tan grande para el recibo de las estrellas fijas como lo que excede nuestra máxima comprensión sería superflua, yo le contestaría que supone una temeridad ir de un lado para otro haciendo que nuestra escasa razón juzgue las obras de Dios y llamar vano y superfluo cualquier cosa del universo que no nos sea útil[48].
Lo cual estaba bellamente expresado, mas era subversivo en cuanto a la cosmología tradicional y todos los motivos, desde los escatológicos más elevados a los más inferiores y menos confesables. La resistencia contra los mismos no necesitaba ser racionalizada para que fuese inmediata y clamorosa. Vino de lo más hondo. El curso de su pensamiento no podía sino permanecer impenetrable a los doctores y clérigos de su época, si se hubiesen tomado la molestia de interpretarlo, cosa que no hicieron. Para ellos, no obstante sus descubrimientos y aunque lisonjeramente le llamaban en su cara el “segundo Arquímedes”, él era un técnico presuntuoso y díscolo que trataba de sobrepasar los límites de su arte y de llamar la atención del curioso por medio de alguna sutileza y conclusiones paradójicas.

Capítulo 4
San Roberto Bellarmino

Santísimo Padre: Expresáis que la cuestión (de auxiliis) pertenece a la fe, pero de ser así interesa a todos, de acuerdo con el dictado del Papa Nicolás. En consecuencia, debiera ser discutida a plena luz del día y no en secreto, con un simple puñado de consejeros.
Bellarmino a Clemente VIII, 1601.

I

Con sus cartas teológicas de 1615, Galileo había apelado a los jerarcas de la Iglesia contra los perturbadores de las escalas inferiores. A lo largo de esa crisis, es el cardenal Bellarmino quien ejerce el mando más que el Papa Pablo V. La naturaleza del individuo se vuelve, por consiguiente, importante.
Roberto Bellarmino había cumplido entonces los setenta y cuatro años. Su retrato (más bien inadecuado) nos revela un rostro etrusco, afilado, más grueso en su parte inferior, los ojos algo demasiado juntos, lo que sugiere vivo ingenio campesino, pero pensativo y de expresión tensa, un rostro de hombre consagrado. Jamás había sido un temperamento metafísico especulativo; era jesuita, soldado de la Iglesia y especialista en teología aplicada. El catecismo católico en su forma actual es de su pertenencia. Había combatido al Senado de Venecia, los primatistas napolitanos, los galicanos, luteranos, anglicanos, calvinistas, premocionistas físicos y demás desviacionistas e “innovadores”, en nombre de la ortodoxia y la supremacía papal. Sus adversarios le hicieron el honor de apropiarse de sus argumentos siempre que pudieron[49], pues había aportado a la lucha toda la habilidad consumada apologética y la vasta patrística que la erudición es capaz de producir en cuanto a armas. Su actividad dominante había sido en verdad la de “Maestro de Cuestiones de Controversia”, en el Colegio Romano, donde proveía armamento para los jesuitas de todos los frentes.
Su: nombre está ya casi olvidado en nuestros países, pero en su época era muy tenido en cuenta. Se sabe que Madison y Jefferson consultaron sus escritos. Como principal abogado de la posición papal, habíase convertido para los ingleses de su época en una especie de espantajo, y no se abstuvieron de hacerlo responsable del “complot de la pólvora”. Los doctores organizaron refutaciones contra él en los colegios; los predicadores colmáronlo de epítetos tales como “petulante murmurador”, “jefe de la perrera papal de monjes y mendicantes”, “furioso y diabólico jebusita”. También lo persiguieron las coplas:
Desayunar primero y comer más tarde
es conquistar a Bellarmino.
El vulgo había encontrado su propia manera de refutar copiosamente, si no liquidar, aplicando el nombre de “bellarminos” a ciertos jarros panzones utilizados para licor, cuyo gollete tenía la grotesca efigie de un barbudo.
En cuanto a los motivos para tal animosidad, podemos tomarlos del sumario del alegato de Bellarmino, obra del Dr. Johnson, que no atenúa sus palabras: “Que el Papa se halla investido de toda autoridad, lo mismo en la tierra que en el cielo. Que todos los príncipes son sus vasallos, y que puede anularles sus leyes a voluntad. Que puede derrocar a los reyes si así lo exige el bien de la Iglesia… Que el papa es Dios sobre la tierra… y que poner en duda su poder es dudar del poder de Dios, máximas igualmente chocantes, débiles, perniciosas y absurdas; que no requieren la habilidad y el saber del padre Paul (Sarpi) para que se demuestren sus falsedades y tendencia destructiva”. Hemos suprimido ciertas cláusulas en su texto original para mantenerlas dentro de la decencia; ya que el doctor Johnson mostróse inclinado a incurrir en la “procacidad de expresión” con que mantuvo en jaque a su erudito adversario. Por otra parte, como súbdito leal a su rey, el doctor experimentaba buenas razones para ser exorcizado, ya que Bellarmino no había sido amenaza imaginaria para el estado británico.
El juramento de fidelidad de 1605, con el acta que lo siguiera contra los recusantes, había sido la respuesta de Inglaterra al desafío jesuita contenido en la teoría de Bellarmino sobre el poder indirecto del papa, y señala un vuelco en la historia de la política moderna[50].
A los ingleses se les ordenó “abjurar, detestar y aborrecer como impía y hereje esa condenable doctrina y posición de que los príncipes podían ser depuestos por sus súbditos”, siendo éste el punto principal del juramento, ya redactado antes del Complot de la Pólvora. Poco debe extrañar, pues, que los controversistas que perseguían al cardenal con su lenguaje más escogido, y con prodigioso despliegue de erudita labor, fuera del propio Jacobo I, el monarca “que profesaba, mantenía y defendía la verdadera fe católica y apostólica”. Bellarmino habíale recordado con frialdad que tal título le había sido concedido por el papa a Enrique VIII, tan sólo “por su lucha contra Lutero y los demás innovadores” habiendo proseguido a censurar a la reina Isabel:
En verdad Nuestro Señor podría haberse dirigido con toda propiedad a ella como en su oportunidad lo hiciera a la samaritano: “Habéis dicho bien que no tenéis marido, puesto que cinco son los que tuvisteis y el de ahora no lo es”. Si bien es cierto que la vida de la reina no era casta, por lo menos era precavida … y mostró su gran prudencia, además, alimentando con habilidad las guerras y las sediciones en los reinos vecinos, para poder disfrutar de pez en el propio… y nueva evidencia de igual virtud nos fue proporcionada con su tratamiento a la madre de Vuestra Majestad… Pero ella siguió libremente su capricho en todo y se proclamó a sí misma primera Sacerdos magna o más bien Pontifex maxima desde el comienzo del mundo, aunque no sólo la ley divina y la humana hicieron oír su protesta, sino hasta la gramática misma.
Había en ello bastante materia causante de amargura al rey Jacobo, que le hizo olvidar el tratamiento inferido a Maria Estuardo. “Cristo no es más contrario a Belial”, atronó, “la luz a la tiniebla y el cielo al infierno de lo que la estimación de Bellarmino en cuanto a los reyes es a la de Dios”. Mas ya se había lanzado al ataque y no quedaba otro camino que seguir adelante: Apología, Responsio y Premonitio fueron y vinieron en aburridora sucesión, arrojándose entre sí los contendientes toneladas de citas. “Jamás fui hombre, lo confieso”, observa el rey altaneramente, “capaz de considerar a un cardenal igualable con un rey, en especial cuando cuento tantos centenares de súbditos tan bien nacidos como él”. Mas no habrá de dejar la tarea a sus doctores, por muy impacientes que se muestren por servirlo:
Ningún deseo de vanagloria me impulsa a emprender esta tarea de hacer frente con mi ingenio a ten erudita persona, sino solamente el cuidado y la conciencia que tengo de que les gradas ingenuas y los sinsabores de tales Circes, tan llenos de exterior elocuencia e internas falsedades, no cuenten el público pasaje por el mundo sin tener una respuesta.
Sin embargo, pronto el rey Jacobo I se convence de que ha tomado de la cola a un oso enorme, y su tono se vuelve malhumorado:
Mi libro, escrito primero en inglés y luego traducido al latín, ha llegado hasta mí ahora contestado en ambas lenguas. Y es mi modo de pensar que si hubiera sido redactado en todas las lenguas que originaron la confusión de Babel, habría sido contestado en todas ellas. Así puede el hombre ver qué obispo tan atareado el demonio es…
Un moderno Alejandro in partibus, el monarca vióse obligado a producir un libro intitulado Triplici nodo triplex cuneus o Triple Cuña para Triple Nudo. La cuña más útil, desde luego, siguió siendo el Complot de la Pólvora mismo, esa versión temprana del incendio del Reichstag. Pionero de la técnica de la guerra fría y hombre de desusada inteligencia, Jacobo valióse de aquél para probar que la religión católica no era en realidad una religión sino una conspiración. Mas, a pesar de todas sus quejas comprensibles contra los “monstruos pícaros, los papistas perniciosos y los traidores”, no le fue fácil desenredarse del nudo de sus propios actos. El cardenal pudo replicarle con lógica contundente:
Aunque fuere verdad, que no lo es, que nadie ha sufrido muerte por causa de conciencia en Inglaterra sin haber transgredido primeramente y en forma abierta la ley, empero, y como la ley prohíbe que nadie reciba un sacerdote en su hogar bajo fuertes penalidades, reconciliarse con la Iglesia y oír misa, el que muere por transgredir dicha ley, puede ser calificado con toda razón como muerto por su religión. Es un antiguo ardid pagano redactar una ley y luego asesinar a los individuos, no de manera intolerante y en aras de la religión, por supuesto, sino con prudentes dotes de gobierno, porque ofendieron la majestad de la constitución[51]… En cuanto a la graciosa disposición de acuerdo con la cual todos los sacerdotes que no se hallan en prisiones pueden abandonar el país para tal fecha, ¡qué maravillosa gentileza supone permitir que salgan para el destierro aquellos a quienes Su Majestad no ha podido echar mano, no obstante sus grandes esfuerzos! Y si el exilio parece una gracia real a su autor, podemos imaginar qué dulces nombres atesora para el cepo y la horca.
Verdaderamente, como dijo el rey, “si el demonio hubiese estudiado mil años”, no habría causado más daño que esos hombres de Roma:
Porque algunos de los sacerdotes y jesuitas que fueron los más grandes traidores y fomentadores de las mayores conspiraciones contra la finada reina, abandonaron a Bellarmino por una de sus más grandes autoridades y oráculo. En consecuencia no le envidio el alto honor que pueda obtener con su jactancia acerca de su intimidad con otros fugitivos y traidores de príncipes, a quienes no enseña mejores maneras que hasta aquí, por lo que estimo que poco le durará su compañía.
De los dos contendientes, el rey era bien a las claras el casuista más trabajoso, a la vez que, con mucho, mejor escritor. Pero su caso se apoyaba en dos realidades verdaderamente sólidas, a saber: que los británicos se inclinaban a no ser gobernados por el papa, ni aun simbólicamente, y que no deseaban ver volado su parlamento; de ahí que triunfara incluso antes de comenzar[52]. Parece que en sus últimos años el rey sintióse seguro al parecer para ablandarse pues “continuamente llevaba consigo un ejemplar del pequeño devocionario de Bellarmino ‘El Lamento de la Paloma’, y hablaba del mismo como maravillosa ayuda al consuelo espiritual. Es difícil imaginarse hoy día al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica portando consigo, para consuelo espiritual, un ejemplar de la obra de Lenin ¿Qué Debemos Hacer?, o al señor Khrushchev dando en ocasiones un vistazo a las homilías de Dale Carnegie.
Nos hemos extendido en cierto grado sobre la controversia anglicana por motivos de familiaridad, a la vez que por el esparcimiento que pudiesen producir los períodos de cabriolas reales. Pero representa un problema demasiado simple y no debiera distraer la atención de la vasta y compleja crisis en que Bellarmino desempeñaba el principal papel. Su lucha no era menos contra el Estado Veneciano y la fracción parlamentaria francesa, todos fuertes católicos, que contra los cismáticos reconocidos ingleses. Los vocablos más enconados son los de los políticos católicos ortodoxos. Tomemos un pasaje de la anónima Advertencia al rey, impresa en París en 1610, cuando el joven Luis XIII se hallaba bajo la regencia de Maria de Médicis:
Este precioso cardenal, este badulaque sofista, el chupa sangre de los príncipes, el reptil de dientes ganchudos, atiborraría a sus pontífices de ambición para adueñarse del mundo entero y reducir a cada nación bajo su yugo. Las páginas de su libro son tan peligrosas como la baba que chorrea el hocico de un perro hidrófobo. Oh, Francia adormecida, abre tus ojos…
Esto no representa sino la violencia de un escritor de panfletos, pocos meses después del asesinato de Enrique IV. Pero la polémica católica fue conducida a la vez sobre un elevado y vigoroso argumento jurídico por hombres tales como Barclay y Widdrington. Los nombres son suficientes para demostrar cómo la disputa atraviesa las fronteras, ya que aquí tenemos católicos ingleses y escoceses que defienden sus derechos soberanos no sólo contra Francia, que los acogía, sino contra Inglaterra, que los había enviado al destierro, y hasta escribiendo una apología del Juramento de Fidelidad.
Bellarmino jamás había hecho ocultación de su parcialidad por la monarquía en contra de otras formas de gobierno, mas para los politiques franceses era el peor de los antimonarquistas, debido a que chocaba su autoridad contra el principio monárquico absoluto. El “derecho divino de los reyes” era un término que ocultaba el desarrollo más moderno de los tiempos, o sea el nacimiento del presente estado nacional y secular: Frente a ello, Bellarmino y Suárez, a la cabeza de las legiones jesuitas, no reafirmaban simplemente, como era su creencia, la antigua y altiva doctrina de Bonifacio Unam Sanctam. Porque también ellos, que eran hombres de su propia época, no deseaban mantener sino las verdades eternas. En ellos y alrededor de ellos hallábanse esas cosas nuevas, el espíritu y la disciplina jesuita. Contra los teóricos del estado nacional eran, en cierto modo que jamás habrían soñado, los precursores teóricos del superestado moderno.

II

Como tal se nos representa Bellarmino en la actualidad, elevado por siempre a la santidad por su iglesia, su figura identificada de modo tan completo con su función, que su nombre ha venido a convertirse en número, como la décima legión de César. Empero, si sondeamos bajo las capas del panegírico y la vituperación convencionales, nos topamos con una personalidad muy interesante en verdad.
Noble nacido en Montepulciano, Toscana, sobrino en lejano grado de Maquiavelo por el lado femenino, poseía una naturaleza viva y poderosa que podría haberlo convertido, tres centurias antes, en gran conductor político en los turbulentos asuntos de las comunas libres, una figura no indigna del Farinata o Provenzano Salvani, de Dante. A través de trozos dispersos de testimonios, nos es posible discernir al hombre original, enormemente ambicioso, recto, presto a la cólera relampagueante, tan apasionado de Virgilio desde la infancia como su conciudadano Poliziano; musical y artista, ufano de sus dotes intelectuales y retóricas, tal como revela de manera ingenua en sus escasas notas autobiográficas. Ese hombre original es en más de un sentido la contraparte apropiada de Galileo. Estaba del todo seguro, por lo demás —aunque lo negaba con modestia—, que contaba con el don de la profecía, y uno se pregunta hasta dónde ello podría haberlo conducido en un ambiente protestante.
Mas una vez que el hombre ha sido arado y remodelado por la disciplina de Loyola, todas esas cualidades se cambian en dedicación, tal como las de Galileo fueron atemperadas por la disciplina de la ciencia. Tenemos al Bellarmino de la historia, infatigable y tesonero trabajador, consumido por la oración y la penitencia, asceta en sus votos de pobreza, paciente, humilde en la obediencia, inclinado a derramar lágrimas en abundancia. Ese individuo original pasa inesperadamente al otro lado de su naturaleza toscana, sereno, claro y sencillo, sin mida de la romana grandeza tan evidente en el Vaticano por entonces. Así viene a parecerse en más de un sentido, pues, a su propio conciudadano San Felipe Neri. La profunda seguridad y confianza de vida interior permitió a Bellarmino conservar hasta el fin una cualidad ingenua observada por cuantos estuvieron en contacto con él, y que en ninguna parte mostrábase más evidente que en sus vetas de alegría, suave pero innegablemente traviesa, y en su apego al retruécano jocoso. En ocasiones era su válvula de escape. Su corazón debió decidirse contra la política de despliegue monumental de Pablo V, que privó a la Iglesia del dinero que ésta necesitaba para los pobres, según su modo de pensar; porque al oír que el papa era criticado por ello, dijo después de astuto guiñar: “Al menos no podrán negar que es hombre de gran edificación”. Esa fue toda la ironía de que era capaz contra el hombre que para él era Dios en la tierra. De hallarse frente a frente con los sombríos teólogos de la Nueva Inglaterra, habría hecho notar que era a todas luces señal del Malo que no hubiera alegría en sus personas.
Estamos intentando liberar algo que se hallaba presente y auténtico en él, según el testimonio de sus mismas expresiones, puesto que las efusiones de humildad, ternura y santa alegría se han convertido en cliché tan obstructor del escritor de la contrarreforma, que el lector que ahondase en la prosa jesuita podría sentirse tentado de encontrarlas tan poco convincentes como sus famosos silogismos. Toda la existencia del hombre fue la vida de una convención impenetrable, pero el sello de su naturaleza sé ve en ella, una simplicidad toscana tan genuina como el fuego español de Loyola.
Los informes de los embajadores realistas son una fuente muy reveladora, como también veremos en el acto en el caso de Galileo. El conde de Olivares escribió al rey de España, inmediatamente después de la muerte del papa Sixto: “Bellarmino es querido por su gran bondad, pero es un estudioso que vive sólo entre sus libros y no de mucha capacidad práctica (de poca sustancia inagilibus)… No servirá para papa, pues no se ocupa sino de los intereses de la Iglesia y es despreocupado ante las razones de los príncipes… Mostraría escrúpulos ante la aceptación de presentes… Sugiero que no ejerzamos acción en su favor”. El rey anotó cortésmente: “Déjese que corra su suerte”.
Queda por considerar el lado intelectual del hombre. Si Galileo cifraba considerable confianza 6 su benevolencia, contaba con rozones evidentes para cualquiera de la época. En su anómala posición de jesuita en la Curia, Bellarmino estaba muy seguro de que su juicio no sería inclinado por ninguna simpatía excesiva hacia los hermanos de Santo Domingo. La controversia de auxiliis no estaba muy detrás de él, con su fanática batalla de libros que sumió a Roma en una nube de polvo teológico, de cuya batalla los jesuitas no salieron bien. El propio Bellarmino, en su papel de teólogo del papa, había tratado de reconciliar a los contendientes, sin abandonar por ello a sus hermanos de la Compañía, recibiendo como recompensa el destierro diplomático al arzobispado de Capua.
He aquí lo acontecido. Ciertos dominicos de España, sucumbiendo ante uno de esos periódicos ataques de genio puritano que brotan de las páginas de San Agustín para apoderarse del lógico indiscreto, desarrollaron una teoría de la gracia divina, peligrosamente cercana al calvinismo. El jesuita Luis Molina intentó resistirla con vigoroso y bien razonado argumento, siendo objeto de una cortina de implacable refutación de parte de los dominicos, dirigidos por Domingo Bañes, quienes reafirmaban la posición de soberanía teológica sostenida por la orden. Los jesuitas solieron en defensa de su hermano y se empeñó una batalla encarnizada. Las sutilezas de la posición jesuita, que se multiplicaban gradualmente, han sido expuestas de manera despiadada y conservadas por Pascal pan la literatura de dos generaciones después; pero si es cierto que la controversia originó algunos de los ejemplos de argucia más singulares que el mundo haya contemplado, ello no debiera hacernos olvidar que el problema resultaba tan claro y fundamental como podía ser: ¿cuentan todos los individuos con la posibilidad de salvar su alma con ayuda de la divina gracia, o está su destino irresistiblemente predeterminado?[53]
Bellarmino se interpuso en esta disputa con un buen sentido que más tarde atraeríale la inesperada simpatía de Bayle[54]. La eficacia de la gracia divina tenía que ser defendida contra los pelagianos, nuevos o viejos[55], y la libre voluntad contra luteranos, calvinistas y católicos desviacionistas, El cardenal vuelve a la severa ortodoxia de la línea de Santo Tomás, aunque ello implique ser acusado de “abominación de semipelagianismo”. Como los dominicos recurren en verdad a prácticas cual las de Caccini, los llama bruscamente a que corrijan su conducta:
Como el asunto se halla aún sub judice, los autores del Memorial hacen gala de gran impudencia al hablar como si hubiera sido resuelto y como si los Padres de la Sociedad, a quienes de modo invariable califican de innovadores, ya hubieran sido condenados.
No hay duda de que, para restablecer un equilibrio filosófico difícil, el cardenal se ve obligado a veces a utilizar numerosos “argumentum stramineum, colocados sobre paja”, como los calificaría el rey Jacobo; pero no podemos equivocarnos en cuanto a su línea firme en conjunto, así como tampoco en cuanto al espíritu humanista con que emprende la defensa de la libertad esencial del individuo.
A través de las Controversias, se advierte prueba abundante de una mente amplia, orgánica y ordenada, con enorme capacidad de atesoramiento de los textos de los padres, y una visión unificadora, que soporta su esfuerzo sin vacilar, aun dejando a un lado cualquier conflicto entre las verdaderas autoridades tan cuidadosamente citadas. Bellarmino no se nos presenta como lógico riguroso, no posee la mente de un Suárez, cual trampa de acero. Pero, por lo demás, su preocupación consiste en mantenerse alejado de cualquier desarrollo “original”, y realiza infinitos esfuerzos para demostrar que no reafirma ni redescubre sino la “sentencia común” de los padres y doctores. Su cerebro es una organización que funciona sin tropiezos, encaminada a la restauración del statu quo intelectual.
En su capacidad para incorporar nuevos hechos y técnicas a la estructura, Bellarmino el jesuita es una personalidad moderna, y, como tal, capaz de infundir esperanzas a Galileo. Mas su pensamiento moderno tiende realmente, como ya hemos manifestado, a la creación del marco del superestado teológico, lo que significa que, en cuanto a su época se refiere, trabajaba en una especie de vacío histórico. No es sino en el plano formal donde su obra adopta la solidez de un monumento barroco. Como la arquitectura de la hora, se basa en inequívoca habilidad capaz de reunir vacíos increíbles y elementos al parecer en conflicto en un diseño fuerte y sutil.
En este diseño del conjunto, el componente científico está lejos de ser insignificante, pero si intentamos tomarlo por sí mismo no mostrará consistencia propia.
Como sucede en ocasiones con los hombres mezclados en asuntos de Estado, a Bellarmino le agradaba jugar con ideas sobre astronomía, estimulantes de su sentido de maravilla. Podríamos pensar, por ejemplo, que al apelar a las palabras del Salmo: “Alégrese cual gigante para recorrer el camino”, no es sino referencia a un texto normativo; mas no lo es. Agradábale explayarse sobre la magnificencia de lo cosa y aun realizar algunos cálculos, como vemos a través de algunos pensamientos destinados a un tratado de devoción, en los mismos meses en que Galileo espera que dedicaría algunos pensamientos a sus problemas:
En una oportunidad, deseoso de saber en cuánto tiempo se ponía el Sol en el mar, al comienzo del mismo dime a recitar el salmo Miserere, y apenas lo había leído dos veces cuando estaba oculto del todo. En consecuencia, debe ser necesario que el Sol haya corrido más de siete mil millas en ese corto espacio de tiempo. ¿Quién lo creería, o menos que ciertas razones lo demostrasen?[56].
Aquí le parece natural confiar en “ciertas razones”. En otras oportunidades muéstrase inclinado a cierta impaciencia, si desea legislar demasiado. De tal modo, en un sermón predicado en 1517 sobre el texto “Habrá señales en el Sol, en la Luna y las estrellas”, especula como sigue:
Es asunto de suma dificultad decidir lo que ha de entenderse con la expresión “caída de los astros”. Si deseásemos interpretar la palabra “astros” como significando esas apariciones ígneas denominadas por lo común estrellas fugaces… deberíamos andar con cuidado para no contradecir el Evangelio, pues si Dios habla del Sol y la Luna verdaderos, ¿no se deduce que también se refiere e las verdaderas estrellas? Por otra parte, si influidos por la autoridad del Evangelio, osamos afirmar que los astros caerán realmente del firmamento el Día del Juicio Final, nos vemos inmediatamente rodeados de una turba de matemáticos, poderosa, de cuyas manos no hay medio de escapar, quienes claman y vociferan en nuestros oídos, tal como si ellos mismos hubieran medido las estrellas, que es imposible que las mismas caigan sobre la tierra, porque aun lo más reducida de las fijas es mucho más grande que ésta y posiblemente no podría recibirlas si cayesen.
A estas aseveraciones de los matemáticos podríamos oponer la opinión de San Basilio el Grande. Sen Juan Crisóstomo, San Ambrosio, el cultísimo San Agustín y muchos otros, quienes sostienen que, con la sola excepción del Sol, la Luna es más grande que ninguno de los astros, de lo que se deduce que la Tierra debe ser mucho más grande que cualquiera de ellos, pues hasta los matemáticos admiten que la Luna es mucho más reducida que la Tierra.
Empero, tal argumento no es capaz de mantener tranquilos a los matemáticos y, como no es nuestro deseo ser arrastrados a una disputa con ellos, expresamos como nuestra opinión… que el problema no puede resolverse hasta que en verdad aparezcan fas señales. De este modo la confesión de nuestra ignorancia sería nuestra respuesta a la dificultad. Todo lo dicho por Nuestro Señor en cuanto al Día del Juicio que vendrá, el fin del mundo y las señales que lo precederán, fue dicho en carácter de profecía, siendo característico de los dichos de los profetas que, hasta que suceda lo que se nos ha predicho que acontecerá, sus palabras permanecen casi completamente enigmáticas para nosotros…
Todo ello es más bien revelador. Bellarmino no iba a negar la palabra de los matemáticos, mas pensaba de ellos como nosotros tendemos a pensar en nuestros días de estadísticos y empadronadores y recontadores de votos en las elecciones; hechiceros a su modo, pero gentes de imaginación sencilla y dedos gruesos, propensos a errar con gran seguridad.
Sin embargo, no le faltaban conocimientos sobre el tema. Hasta lo había enseñado durante su juventud, impulsado por un interés romántico surgido del temprano estudio de las graves y místicas especulaciones de Macrobio sobre Somniun Scipionis. En 1564 había dado una conferencia en Florencia sobre “la doctrina de las esferas y las estrellas fijas”. Por mucho que se haya extendido sobre el tema en cuanto “al número y lugar de los elementos, si cada una de las estrellas es una especie separada y los límites definitivos del mundo”[57], no pudo hacerlo sin un mínimo de geometría. Ello tuvo lugar realmente alrededor de la época del nacimiento de Galileo…
Al año siguiente, durante sus conferencias en el Colegio de Mondovi, Piamonte, volvió a enseñar la teoría de los cielos, “filosófica y astrológicamente”. Ya hemos hecho notar cómo los estudiosos dados a la astrología mostrábanse inclinados hacia la frialdad con Copérnico, por quien se consideraban defraudados en sus esperanzas. Esta puede ser una de las razones por las cuales Bellarmino jamás examinó las ideas copernicanas. Razones mucho más sólidas eran, sin duda, que la estabilidad de la Tierra resultaba un axioma para él, la única manera sensata de habérselas con la física era la de Aristóteles, y los astrónomos eran gente que desperdiciaba mucho tiempo dedicada a suposiciones nada realistas. Poseemos un registro de sus opiniones a través de su encuentro con Vimercati, anciano pedagogo del duque de Saboya:
Muchos años ha que mantuve una discusión con Vimercati, el afamado filósofo, acerca del número de las esferas celestes. Personalmente me hallaba convencido de que no eran más de ocho, pero me fue imposible convencer a ninguno de esos astrónomos con mi opinión, pues persistieron en aferrarse a las observaciones de Hiparco y Tolomeo, cual si fueren artículo de fe.
Estas pocas líneas lo descubren. Desea tomar como razón misma sus simples y no corregidas observaciones sobre la velocidad del Sol, pero la precisión de los astrónomos es cosa que lo irrita, y daña el sistema físico de los filósofos. En esto Bellarmino va más allá que el propio Santo Tomás, ya que el doctor angélico jamás había ido tan lejos en su desconfiar de las matemáticas. En sus comentarios sobre las obras Del Cielo, Santo Tomás expresó bien claramente que las hipótesis de Tolomeo debían tomarse como la mejor descripción de las apariencias, aunque “no debemos decir que por ello se hallan comprobadas por los hechos, porque tal vez fuese posible explicar los movimientos aparentes de los astros por algún otro método aún no ideado por los hombres”. En otros términos, como haría todo pensador serio, Santo Tomás de Aquino sostenía que esta divergencia entre físicos y matemáticos no era sino expediente transitorio, y que con el tiempo daríase con la manera de incorporar a ambos en un sistema convincente. Mas Galileo jamás habríase atrevido a citar esto como insinuación a su favor, ya que estaba claro que Aquino esperaba que se hiciese considerando la de Aristóteles como la única física aceptable; observaba en una sola dirección, en tanto Galileo lo hacía en sentido contrario.
Con todo ello, sin embargo, Aquino mostrábase adecuadamente comprensivo[58]. Esperaba una tercera solución. Pero Bellarmino se muestra satisfecho del todo con la idea aristotélica de la realidad en gros, actitud que va a la par con su creencia en las fuerzas astrológicas y se halla exenta de simpatía hacia la precisión y “las conclusiones paradójicas buscadas por las mentes curiosas”. No hay duda, además, que compartía un sentimiento común a muchos pensadores interesados principalmente en asuntos humanos, de quienes ha sido portavoz Montesquieu: “He llegado a mostrarme profundamente sospechoso de la tiranía de la geometría”. El mismo humanismo de Bellarmino es típicamente el de Jesucristo, en cuanto tiende a recalcar el lado práctico:
El alma del individuo está dotada de otra clase de ciencia, cuyo objeto es más práctico que especulativo. De ahí nacieron muchos libros de filósofos tocante a vicios y virtudes, muchas leyes de príncipes, muchas opiniones de juristas y muchos tratados e instituciones que enseñan el arte del buen vivir[59].
Así, pues, tal era el pensamiento personal del cardenal sobre tan delicado asunto. Es a su sabiduría a lo que Galileo encomienda ahora su causa al escribir sus desesperadas cartas a monseñor Dini[60] (despachadas por correo urgente tan pronto supo que el siniestro Caccini se hallaba camino de Roma). que en realidad estaban destinadas a Bellarmino. Observa cuál es el interés personal del cardenal, puesto que protesta humildemente, con las palabras de la Biblia: “Antes me destrozaría los ojos que darles ocasión de producir escándalo”. Lo que ofrece no es con la intención de que signifique argumento sino respuesta sumisa, para ser desarrollada posteriormente si se le insinúa el más leve aliciente. Con toda prudencia, concluye de este modo su misiva para Dini:
“Lo que se os presenta aquí no es sino pobre y basto retoño, que necesitaría se le proporcionara forma con toda paciencia y cariño; espero procurarle mejor simetría con el tiempo; en el ínterin os ruego no lo dejéis en manos de alguien que, al utilizar sobre el mismo lugar de la suavidad de la lengua materna la cortante agudeza del diente madrastra, pudiese romperlo y desgarrarlo, en vez de conformarlo. Con lo cual os beso respetuosamente la mano, junto con los señores Buonaroti[61], Guiducci, Soldani y Giraldi, que presencian el cierre de esta carta”.

III

El “diente madrastra” se hallaba ya en plena y vigorosa tarea, tanto que Dini demoró la entrega de la carta al cardenal. Pocas semanas después escribió:
“Ya veis cuánta era mi razón. El documento incluso os demostrará el humor de estos señores”. (Ese documento era la respuesta de Bellarmino al padre Foscarini, de que nos ocuparemos más tarde). Sin embargo, a las súplicas personales de Dini, el cardenal había contestado que “no creía que la obra de Copérnico debiera prohibirse, sino, cuando menos, efectuarle algún agregado (postilla) a efecto de que significase tan sólo apariencia, o frase por el estilo, y con esa reserva el señor Galileo podría discutir el tema sin posterior impedimento”.
Bellarmino pudo haber agregado “con semblante no muy grave” (así lo describe un biógrafo): ¿Qué si Copérnico obtenía la suspensión de la corrección pendiente? Tales cosas han sucedido en todos los tiempos. El cardenal no necesitaba recordarse a sí mismo que había tenido en el Index su voluminoso texto de Controversias, “en espera de corrección” en 1590, por orden del irascible Sixto V, por no ir muy lejos en su defensa del absolutismo de los papas, y que, de no haber fallecido el citado pontífice, podría haber continuado en el Index durante largo tiempo aún. Lo positivo es que el general de los jesuitas, Acquaviva, le había escrito veinticinco años antes en el mismo tono: “Lo más que se os podría solicitar sería el cambio de algunas palabras en una nueva edición, como, por ejemplo, cuando habláis de errores dijeseis en vez errores u opiniones de determinados autores”[62].
Los cardenales Barberini y Del Monte enviaron informes igualmente apaciguadores a través de Dini y Ciémpoli[63], agregando el último por su cuenta (Marzo 21, 1615): “De esas aguas turbulentas que se os ha mencionado, no se oye nada aquí, y eso que no soy sordo, a más de andar por numerosos lugares en donde se descubriría el ruido”. El padre Maraffi, amistoso Predicador General[64] ha tratado de sondear a miembros influyentes de su orden, pero los dominicos no han oído nada, ni sabían nada. Decíase que Caccini bebía venido a Roma con motivo de cierto bachillerato suyo.
Las sugestiones de Ciámpoli, empero, terminan en la misma nota de incertidumbre que las de Cesi y Dini. Sí, sería una buena idea la venida de Galileo a Roma. Ha oído decir que hay jesuitas que se contienen, pero que en secreto son partidarios de la persuasión copernicana. Por otra parte, resulta esencial no dar motivos de provocación, proseguir esforzándose y dejar que se extinga el revuelo; luego el camino volverá a hallarse libre. En la mente de estos hombres no existe conflicto. Igual que Galileo, son buenos cristianos, nada temerosos. ¿Quién oyó jamás que la Iglesia se opusiera a la ciencia, puesto que es la guardiana de toda verdad? Pero “es difícil progresar en estos asuntos en que los monjes no se muestran dispuestos a aceptar derrota”. Los círculos elevados han dado a entender que por el momento conviene acallar el asunto por un tiempo, y para ello cuentan con buenas razones. Hay que evitar ocasiones a los promotores del escándalo. No se moleste a los círculos elevados mientras meditan sobre alta política. Enviadnos resúmenes. “Los depositaremos en manos de gente honesta cuando se presente ocasión; porque, en cuanto a la otra, preferirnos dejarlas fuera del asunto”. Contáis con más amigos de lo que pensáis, etc.
Por otra parte, ver duplicidad en las manifestaciones evasivas de los prelados del clan toscano[65], como han hecho tantos historiadores, resulta injusto. Ellos mismos se hallan a oscuras. Sus consejos son sanos en conjunto. Cuanto menos ruido, mejor. En cuanto al propio Bellarmino, el único conocedor, no trata de engañar. Su pronóstico corresponde con la decisión ya tomada por él. No piensa ni pondera mucho. Espera que el Comisario de la Inquisición le indique cuándo estará listo el asunto para incluirlo en el orden del día. (La denuncia de Caccini había llegado el 21 de marzo de 1615, pero los interroga torios se extendieron, según hemos visto, hasta fines de noviembre). Se celebran consultas ocasionales con los cardenales amistosos —hasta Grienberger es llamado a ellas—, pero todo ello se reduce a periódicos tours d’horibler, como se llaman en la profesión. Evidentemente, no se toca el problema científico mismo, al que nadie dedica el menor pensamiento. Incluso Grienberger ha llegado a la decisión obediente de que se halla fuera de lugar.
Resulta difícil generalizar en esta ocasión. La educación de la Iglesia no impedía la elevación de talentos matemáticos de primera; tales como Castelli y Cavatieri. Seglares como Dini, Ciámpoli, Foscarini, Zúñiga, Piccolomini, Maraffi y nada menos que Sarpi, figuraban entre los más fervientes promotores de la causa copernicana, encontrándose en el mejor de los casos tan sólo como ayudantes ejecutivos. La percepción cesaba en el punto mismo en que daba comienzo la responsabilidad y, como vemos ahora ya, las jerarquías parecen haber considerado los problemas intelectuales simplemente como asuntos de administración. La dificultad respecto de las mentes de esos líderes, tan sutiles en cuanto a puntos legales, radicaba en que dejaban de funcionar tan pronto se las habían con un diagrama o con “esa especie de nuevo material, paradoja para el filósofo vulgar”, como la calificaba Ciámpoli[66].
Sentían grande estima por todos las ciencias, pero, como abogados, retrucaban siempre con la pregunta: “¿No existe otra manera de presentar este caso? ¿Podría revocarse algún considerando del mismo?”. No era mala señal que el cardenal Joyeuse hallara plausible el Discorso de Colombo (que constituye un montón de tonterías errantes) y dijera que le placería conocer la opinión de Galileo sobre el mismo[67].
Al planteársele un compromiso mental, la mente clerical se apartaba incluso de lo aprendido por ella en sus propias escuelas. Nada existe más revelador que el breve discurso dirigido por el cardenal Felipe Borromeo, tan estudioso como el que más, y fundador de la Gran Biblioteca Ambrosiana, a los jesuitas que se embarcaban rumbo a los mares del sur. A la vez que los exhortaba a contribuir al conocimiento de la naturaleza en tan remotos lugares, agregaba la esperanza de que, puesto que se dirigían a los antípodas, descubrirían algo acerca de “los cimientos de lo profundo”. Ahora bien, podría haber sabido, a través de Aquino, a quien estudió durante tantos años, que no existe tal cosa, puesto que la Tierra no figuraba en la doctrina oficial como “columna fundada sobre lo profundo”, cual sugiere el Antiguo Testamento, sino como una esfera simétricamente suspendida en el centro del universo. Mas ni siquiera el diagrama ortodoxo habíase fijado en su mente.
Hombres semejantes no podían reaccionar en favor del intento de Galileo de mostrar deficiencias inherentes a la interpretación oficial de las Escrituras. El relato de Josué no resultaba tan fácil de justificar en la teoría tolemática. Aun Aristóteles y Tolomeo no iban demasiado bien juntos. Pero una vez que las capas, tan laboriosamente unidas, de las tradiciones griega, helena y hebrea fueron colocadas aparte, un enjambre de las dudas más indiscretas asaltaron la imaginación. Conocemos por las murmuraciones de Ciámpoli la clase de preguntas alarmadas formuladas entre determinado público en relación con las nuevas ideas. ¿Significaba la existencia de hombres en la Luna? ¿Qué de Adán y Eva y el arca de Noé? ¿Y del demonio, al que se supone situado en el centro del mundo? ¿Dónde se halla el ángel que mueve la Tierra? Porque resulta claro, según Aquino, que los planetas no se mueven por sí solos[68].
Ciámpoli y Dini prosiguieron, como leales servidores de una gran administración, pensando en designios inescrutables de largo alcance; habríanse asombrado de saber el gran lugar que ocupaban en la mente de Bellarmino esas sencillas y pueriles alarmes de que se burlaron. Conocían bien cuanto había sido concedido a través de centurias y también, de la mejor manera posible, la increíble y revuelta confusión de principios, creencias, nociones y sentimientos por él mantenidos en unión durante toda una vida de luche heroica. Además, como jesuita, parece haberse mostrado interesado en insinuaciones provenientes de Alemania, según las cuales algunos de sus compañeros favorecían en secreto la idea de Copérnico, pero sin atreverse a discutirla con sus superiores. Ahora que pensaba en ello, ¿no había parecido Grienberger algo extraviado? Existía un principio de confusión en las filas. Una vez que permitiera que las ideas comenzaran a ponerse en movimiento, no podría sentirse responsable del resultado. Sint ut sunt aut non sint.[69].
El lector moderno puede experimentar que ya somos más inteligentes acerca de estas cosas, pero es principalmente una ilusión óptica. Nuestros estadistas son a su vez cerebros legales, aunque no tan preparados como el de Bellarmino, y también veríanse confusos hasta cierto punto, aun hoy, con las pruebas de Galileo. Si no se les hubiera inculcado la doctrina que la irresistible magia negra que brota de esas pruebas antiguas ha sido capaz de producir las conveniencias de la vida moderna y los presupuestos de cien billones de dólares, no se atemorizarían cuando oyen pronunciar la palabra “ciencia”. En estos tiempos, incluso una mente tan sensible y aventurera como John Donne, en Igratius His Conclave, ha querido que sea conducido Galileo ante el juez del Infierno, junto con Maquiavelo y Paracelso, como uno de esos “innovadores” que trastornaron al mundo. Gobernante de la Iglesia como Bellarmino, para quien la ciencia seguía siendo un adorno de la mente, pueden ser disculpados por preguntarse si esas novedades acerca de los cielos serían del todo para el bien del orden espiritual que estaban obligados a sostener.
 

IV

El mismo Galileo no se hallaba tranquilo, pues en las cartas confidentes por él recibidas de Roma no veía sitio el trágico abismo que lo separaba de sus mejores amigos de allá; porque ellos insistían en que todo saldría bien, como dijo Bellarmino, y que el copernicismo iba a ser reducido, cuando mucho, al campo geométrico. Ellos mismos no vieron nada demasiado grave en esto; no eran físicos y, menos aún, metafísicos independientes, aunque en alguno de ellos había un tono romántico de platonismo. Eran “mentes abiertas”, desdeñosas de la pedantería aristotélica ceñuda y deseosas de que su amigo tuviese mano libre en “estas nuevas y maravillosas demostraciones”. Por encima de todo deseaban vindicarlo como buen cristiano frente a los monjes[70].
Galileo, en cambio, hallábase en terrible apremio, viendo acontecer lo irrevocable antes de que hubiese pedido convencer a nadie. Ante la repetida urgencia de monseñor Dini, se dio a completar su extensa carta apologética a Madama Cristina, la Gran Duquesa Viuda[71]. En tanto la guillotina de la interpretación obligatoria no hubiese caído, continuaba habiendo esperanza.
La Carta a la Gran Duquesa representaba un alegato solemne y vigoroso, digno de estar junto a la Areopagítica de Milton, aunque menos secular en tono y menos polemista. No se expresa sino al principio un motivo de queja mesurada contra quienes insisten en desviar el pensamiento y contra quienes calumniaron desde el púlpito “con su condenación apenas caritativa y menos considerada aún de todas las matemáticas, junto con los matemáticos”. En su prefacio consta un grave recordatorio debido a San Agustín: “No deberíamos sostener temerariamente una opinión en materia científica, para que más tarde no podamos aborrecer cualquier verdad que pueda sernos revelada, por amor a nuestro propio error”. Luego de vindicar la memoria de Copérnico, Galileo sostiene que abriga en su corazón el interés por la religión, “tanto que propongo, no que este libro no sea condenado sino que no se le Condene, como ellos harían, sin comprenderlo, sin oírlo y basta sin verlo”. La Sagrada Escritura habla con frecuencia de modo figurado, como es bien conocido, en tanto la naturaleza permanece inexorable e inmutable y jamás va más allá de los límites a ella impuestos por las leyes, ni le interesa si sus recónditas razones y sus modos de obrar son accesibles a la capacidad del hombre; pero difícilmente resulta reverente para el Espíritu de Dios suponer que puede haber tendido trampas para el hombre al establecer verdades contradictorias.
Galileo cita nuevamente a San Agustín (sin haberse percatado, al parecer, como los jansenistas años más tarde, que el santo habíase convertido en autoridad “controversista”, a citar por propia cuenta y riesgo): “Los autores inspirados sabían cuál era la verdad acerca de los cielos, pero el Espíritu de Dios que habló a través de ellos no quiso enseñarla a los hombres y de nada sirvió para la salvación”. Dios ha dejado expresamente Sus obras para nuestra disputa y se ha considerado bien que los hombres de la antigüedad hayan especulado de manera profunda sobre ellas. ¿Hemos de dejar que el vulgo, capaz de ser inflamado por cualquier agitador con bajas pasiones y prejuicios, abarque cualquier pasaje de las Escrituras A su antojo y lo blanda a manera de cachiporra para aplastar el esfuerzo de la ciencia?
Hay, por otra parte, prosigue, teólogos (muy santos sin duda) que alegan suprema autoridad en todos los asuntos simplemente porque la teología es suprema. “Es igual que si un gobernante absoluto ordenase, sin ser médico ni arquitecto, que la gente se tratase a sí misma o erigiese edificios, de acuerdo con sus instrucciones, con grave peligro de los pobres pacientes y evidente ruina de los edificios”. En lo que respecta a los nuevos descubrimientos, la Iglesia pudo haber suprimido la astronomía en conjunto o el libro de Copérnico tan pronto vio la luz. Pero permitir la obra y condenar la doctrina, mientras se acumulaba tanta evidencia en su favor públicamente sería el camino posiblemente más pernicioso para las almas de los hombres, ya que les daría la oportunidad de convencerse de la verdad de una opinión que era pecado creer. “No esperemos encontrar la verdad entre los padres, o en la sabiduría de Él, que no yerra jamás, esas conclusiones apresuradas a que podría llegar guindo por alguna pasión o particular interés; desconfiad de mover a la Iglesia para que haga relucir la espada en nuestra defensa; porque en todas las proposiciones que no son directamente de fide, el Sumo Pontífice retiene sin duda poder absoluto para admitir o condenar; mas no está en manos de ningún ser hacerlas falsas o verdaderas, lo contrario que cuando son de facto”.
Los puntos de vista concernientes a la interpretación de las Escrituras contenidos en las cartas teológicas de Galileo se han convertido en doctrina oficial de la Iglesia desde la encíclica de León XIII, Providentissimus Deus, de 1893. Pero cuando fue enviada a Roma la Carta o la Gran Duquesa, en 1615, desapareció de la vista con la misma suavidad que una moneda en un montón de nieve. Dini no se atrevió a discutir más con sus superiores. El folleto del padre Foscarini, recién publicado, había venido originando nuevas y más desgraciadas dificultades.

V

Pablo Antonio Foscarini era un monje carmelita de Nápoles, de reputación excelente, Provincial de su Orden, y la obra por él publicada demostraba verdadera comprensión del sistema copernicano. Fue en forma de carta dirigida a su General. Después de hacer mención de la labor pionera de Galileo, sugería que era hora de que el heliocentrismo fuese considerado una realidad física y se embarcó con celo teológico en una reconciliación del sistema con los pasajes pertinentes de las Escrituras. Como deseaba ante todo ser monje obediente, Foscarini había sometido su texto al cardenal Bellarmino en procura de su opinión.
La respuesta de Bellarmino fue cortésmente ansiosa y nos proporciona en toda su extensión su modo de pensar sobre el tema:
Mi muy Reverendo Padre:
Ha constituido un placer para mí la lectura de vuestra carta en italiano y la publicación en latín que me habéis enviado. Os agradezco tanto una como otra y puedo deciros que las he encontrado llenas de erudición y de conocimiento. Puesto que solicitáis mi opinión, voy a dárosla con toda la brevedad posible, ya que tenéis poco tiempo para la lectura y yo muy poco para la escritura.
1. Me parece que Vuestra Reverencia y el señor Galileo proceden con gran prudencia al contentarse con hablar hipotética y no absolutamente, como siempre he interpretado que habló Copérnico. Decís que en la suposición del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol se explican mejor todas las apariencias celestes que con la teoría de los excéntricos y los epiciclos, es expresarse con magnífico buen sentido y sin correr el menor riesgo. Tal modo de hablar es suficiente para un matemático. Pero querer afirmar de manera certísima que el Sol se halla en el centro del universo y sólo giro alrededor de su eje, sin efectuar movimiento de oriente al poniente, es una actitud muy peligrosa y que se supone agitará no sólo a los filósofos y teólogos escolásticos sino que a la ver perjudicará a nuestra santa fe al contradecir a las Sagradas Escrituras. Vuestra Reverencia ha demostrado bien claramente la existencia de varios modos de interpretar la palabra de Dios pero no ha aplicado tales métodos a ningún pasaje en particular. Y de haber deseado exponer por el método de vuestra elección todos los textos que habéis citado, tengo la certeza de que se hubiera tropezado con sumas dificultades.
2. Como es de vuestro conocimiento, el Concilio de Trento prohíbe la interpretación de las Escrituras de modo contrario a la común opinión de los santos padres. Ahora bien, si Vuestra Reverencia lee, no ya a los padres, sino a los modernos comentaristas del Génesis, los Salmos, el Eclesiastés y Josué, descubrirá que todos están de acuerdo en su interpretación de que literalmente enseñan que el Sol se halla en el firmamento y gira alrededor de la Tierra con enorme velocidad, que la Tierra se halla muy distante del cielo, en el centro del universo e inmóvil. Considerad, pues, en vuestra prudencia, si la Iglesia puede tolerar que las Escrituras sean interpretadas de manera contraria a la de los santos padres y todos los comentaristas modernos, griegos y latinos. De nada servirá decir que no se trata de un asunto de fe, porque aunque pueda no serlo ex parte objecti, o con relación al tema tratado, sí lo es ex parte dicentis o con relación a quien la enuncia. Así, quien negare que Abraham tuvo dos hijos y Jacob doce, sería exactamente tan hereje como el que negara el nacimiento de Cristo del vientre de la Virgen, porque es el Espíritu Santo el que hace saber ambas verdades por boca de los profetas y apóstoles.
3. Si existiese una prueba auténtica de que el Sol se halla en el centro del universo, que la Tierra está en el tercer cielo y que el Sol no gira alrededor de la Tierra, sino ésta alrededor de aquél, tendríamos que proceder con gran circunspección al explicar pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario, y más bien confesar no haberlos comprendido que declarar como falsa una opinión que se ha probado que es cierta. Mas, en lo que a mí se refiere, no creeré en la existencia de tales pruebas hasta tanto me sean mostradas. Tampoco es una prueba que, si se supone que el Sol se halla en el centro del universo y la Tierra en el tercer cielo, todo funciona cual si fuere todo lo contrario. En caso de duda no debemos abandonar la interpretación de los textos sagrados tal como nos fue dada por los santos padres.
Puedo también agregar que el hombre que escribió: La tierra permanece inmóvil por siempre; el Sol también se levantó, luego descendió y apresuróse a retornar al lugar de donde vino, fue Salomón, quien no sólo habló por inspiración divina sino que era docto y prudente por sobre los demás, en ciencias humanas y en el conocimiento de las cosas creadas. Como poseía toda esa sabiduría, proporcionada por el mismo Dios, no es verosímil que hubiese hecho una manifestación contraria a la verdad, probada o sin probar. Si me decís que Salomón habla guiado por las apariencias, tanto más cuanto que nos parece que es el Sol el que da vueltas, es realmente la Tierra la que lo hace, exactamente como cuando el poeta dice: “La costa se aleja ahora de nosotros”, yo contesto que, aunque pueda parecer al viajero que la costa se aleja del barco en que se halla, más bien que éste de la orilla, él sabe, sin embargo, que se trata de una ilusión, y está en condiciones de corregirla porque sabe que es el barco lo que se baila en movimiento. Mas en cuanto al Sol y a la Tierra, el hombre prudente no tiene necesidad de corregir su juicio, ya que su experiencia le dice sencillamente que es la Tierra la que permanece inmóvil y que su vista no se engaña cuando comunica que el Sol, la Luna y las estrellas se mueven.
Con lo cual saludo afectuosamente a Vuestra Paternidad y ruego a Dios que os conceda toda clase de felicidad.
Fechada en mi casa, el 12 de abril de 1615.
Vuestro hermano, Muy Reverenda Paternidad,
R. Car. Bellarmino.
[72]
El lector moderno puede muy bien mostrarse perplejo ante el tipo de razonamiento evidenciado en esta misiva. Debe reconocerse que el abandono de Copérnico por parte de Bellarmino no procede de ningún conocimiento familiar de sus obras. Pero, por otra parte, muy pocos lo habían leído, ni aún el sumario de Reticus, y aquello con que tropezaron habría sido una repetición más abundante de refutaciones sinuosas. De parte del cardenal es más meritorio no dejar a un lado a Copérnico de modo sumario como “ese necio”, de manera que lo hiciera Martín Lutero. Por lo demás —y éste es un punto que se olvida con frecuencia— lo leído por Bellarmino, u oído al menos, era una parte muy distinta del libro de Copérnico, tal como estaba, es decir, la famosa Introducción. Y en ella se manifiesta de modo bien expreso que la teoría es una suposición puramente matemática, sin ninguna consecuencia en la realidad de los cielos, cualquiera sea. De esta manera, Bellarmino tenía derecho a pensar que Copérnico se hallaba filosóficamente de su lado, impresión que muy pronto podía haber sido desvanecida con un somero examen del libro, lo cual se hallaba fuera de toda posibilidad salvo para un especialista. Y nadie estaba al tanto de que esa Introducción sin firmar no era en absoluto de Copérnico sino agregado de Osiander, pastor luterano que intentaba, a su manera, hacerla aceptable para el prejuicio fundamentalista. Era, al decir de Kepler, “escrita por un asno para uso de otros asnos”, sin que la diferencia pudiera ser distinguida por el observador casual; y Bellarmino no estuvo sino muy contento de ver confirmados sus puntos de vista.
Si hubiese penetrado algo más, en la dedicatoria a Pablo III, habría dado con las observaciones del mismo Copérnico acerca del peligro de mezclar las Escrituras con la ciencia: “¿No había dicho Lactancio cosas pueriles sobre la forma de la Tierra?”. Podría haber prestado atención al grave aviso de Copérnico: “Illos nihil moror…” lo cual hubiera sido pedir demasiado a quien jamás se examinara nada en espíritu de duda, y en vez habíase adiestrado en establecer, reaseverar y reconfirmar una verdad reconocida a lo largo de toda su vida. De ahí que Bellarmino no volviera a estudiar a Copérnico antes de redactar su carta ni gastara el aceite de la lámpara en considerar los modernos y profundos raciocinios que apologistas posteriores formaron en su texto[73]. Como manifestara con toda ingenuidad, era poco su tiempo; tenía poca salud y estaba acosado por el trabajo, del que no podía escapar sino para dedicarse a sus oraciones y suspirar por los consuelos de la otra vida. Al mismo tiempo, no utilizaba en absoluto las vigilias nocturnas en pos de la filosofía natural sino en la composición de un pequeño tratado intitulado El Lamento de la Paloma o Del Valor de las Lágrimas. Un comentario sobre el texto decía así: “Quién me diera alas como a una paloma, y yo volara en busca de descanso”. En él mostraba la necesidad de penitencia, compunción y santas lágrimas y derivada de los pasajes de la Biblia y de los padres, para continuar más tarde con la descripción de doce fuentes de pesadumbre para el corazón cristiano, tales como la consideración del pecado, del infierno, de la pasión de Cristo, de las persecuciones de la Iglesia, la laxitud entre los sacerdotes, la declinación del fervor en las órdenes religiosas, la vida descuidada de las gentes del mundo, las miserias de la humanidad, el purgatorio, el amor de Dios, la incertidumbre de la salvación y las tentaciones del demonio[74].
Eso era en verdad lo que a Bellarmino interesaba. Hasta su gran obra controversista se hallaba ya atrasada mientras meditaba su nunc dimittis. Fue solamente un sentido férreo del deber lo que lo condujo a contestar con amplitud a la engorrosa pregunta de un buen monje que solicitaba consejo.
Por otra parte, cuando Galileo se dio a la lectura de la carta a Foscarini, sintió que se le oprimía la nariz. Había estado tratando de decir, con tanta claridad y tan peligrosamente como pudo, cuál era su punto de vista, y todo lo que obtuvo fue una respuesta considerada: “Confío en que no os he oído”.
De seguro, contestó a Dini, que jamás había sido su deseo penetrar en el terreno de la Biblia “en el que nunca había tenido nada que hacer el astrónomo que permaneciese dentro de sus límites”. En ningún momento deseó sino asegurar la libertad para una teoría física. “Existirá el modo directo y seguro —agrega con desesperación— de probar que ella no va contra las Escrituras” y demostraríase a través de mil pruebas su veracidad y que lo contrario no puede subsistir de ninguna manera. Mas ¿cómo he de hacerlo y cómo no ha de ser en vano todo esfuerzo, si mi boca permanece cerrada y estos peripatéticos, que tienen que ser persuadidos, se muestran incapaces de comprender aunque sólo sea la más simple y fácil de las razones?
Esto representa una velada acusación contra el propio Bellarmino y era la verdad ineludible (Dini no consintió ciertamente por entonces que saliera de su cajón). Como teólogo decimos a un individuo que se limite a la filosofía natural y no se mezcle con las Escrituras; luego invadimos su propio terreno científico con nuestro prejuicio peripatético, sin tomarnos la molestia de comprender sus razones, y lo hacemos callar con la prohibición teológica. Tal el camino que no puede conducir sino a la “subversión de comunidades”, como Galileo escribiría después.
Esta confianza instintiva compartida por sus amigos de que él, Galileo, era después de todo el sostenedor de las tradiciones de la cristiandad y Bellarmino quien no lo hacía, no es lo que se supone que sienten los buenos católicos, mas lo cierto es que lo hacen con frecuencia sin considerarlo crimen[75]. Debe haber sido en verdad algo singular para esos hombres ver como los conductores de la Iglesia Romana comprometíanse en una posición fundamentalista que siempre había pertenecido a las sectas protestantes. En una jerarquía que durante su dilatada experiencia ha visto ir y venir la teoría de los antípodas, a más de numerosas cosas más importantes, ello debe haber parecido obstinación de lunático; y estaba volviéndose claro que no eran las convicciones religiosas de Bellarmino lo que se interponía en el camino sino simplemente su limitación aristotélica y su temor al “escándalo”. En su serena dedicatoria al Papa, Copérnico es en esos momentos más católico que Bellarmino.
Tales reacciones encuentran eco favorable del otro lado del cerco. Los hermanos de Tommaso Caccini hallábanse bien alejados del interés intelectual. Pertenecían a esa clase de gente de poca categoría que se conforma con estar siempre sonsacando prebendas o pensiones del favor de los poderosos. Cuando Matteo Caccini, habitante de Roma al servicio del Vaticano, supo de la aventura oratoria de Tommaso, le escribió en el acto, tropezando con sus propias frases a causa de la furia y el apresuramiento:
He sabido de tales extravagancias y cabriolas de tu parte, que me hallo lleno de asombro y de disgusto fuera de toda medida. Puede ser que acontezca que algún día te pese haber aprendido a leer. No podías haber realizado nada más molesto para las altas autoridades de aquí, incluso la más elevada. Dios quiera que no tengas que aprenderlo de la manera más amarga.
De nada servirá que te envuelvas con el manto del celo y de la religión porque aquí (en Roma) todos saben cómo los monjes utilizan dicha prenda con gran frecuencia para cubrir sus feos impulsos, y muy lejos de creeros os ven mejor de lo que sois.
En verdad es grande impertinencia, en asuntos que han de ser juzgados por hombres muy por encima de ti, entre los que se hallan personas de gran sabiduría y prudencia, y permanecen callados, que la impertinencia de un fraile venga haciendo cabriolas de tal modo. ¡Qué idiotez eso de ponerse a gritar destempladamente por insinuación de esos asquerosos palomos, o lo que quiera que sean! (da piccione, da coglione, o da crrti colombi, refiriéndose a Ludovico della Colombe y su Liga Acedémica).
Sin embargo, has tropezado con bastantes dificultades durante el pasado. ¿No aprenderás nunca?
Hermano Tomás, créeme, la reputación gobierna al mundo y los que llevan a cabo tal coglionerie como tú pierden su buen nombre. Precisamente cuando tratábamos de iniciarte una buena carrera, con la protección de altos personajes… ¿Qué pensarán de ti el mundo y la orden? Esta acción tuya carece de sentido en la tierra y a nadie interesa, siendo la prueba que a nadie le importa un ardite aquí, lo cual puedes creerme, pues lo sé de seguro. Ahora bien, no permitas que nadie vuelva a subirte en tu gran caballo para tan ridícula carrera. Te ruego que dejes de predicar y, si no lo haces por mí, conozco la manera de obligarte. Quedas prevenido.
Trata de pensar el lugar a que te agradaría ir, pues no me gusta ese en que estás y mucho menos éste; y si no ves la manera de mudarte la buscaré yo mismo. Yo, que no soy teólogo, puedo decirte lo que sigue: te has conducido como un necio terrible. Con lo cual recibe mis buenos deseos.
[76]

Matteo despachó la misiva con órdenes de que fuese mostrada a fray Tomás, pero no dejada en sus manos. No eran exageradas las precauciones en esa feroz lucha política donde todo podía cambiar de la noche a la mañana, ya fuese a causa de un levantamiento o de la muerte del Pontífice reinante, lo que explica que nadie osase escribir lo que sabía. Las palabras de Matteo son así doblemente valiosas, porque reflejan una seguridad derivada de su amo, el cardenal Arrigoni, y de los amigos de éste en la Curia, con quienes Matteo se halla en contacto diario; vemos de dónde provino la confianza expresada por Ciámpoli. Es sano conservadorismo. Las perpetuas incursiones y la agresividad de esos monjes de Santa María sopra Minerva originaba molestias no disimuladas al Vaticano. Las decisiones máximas no eran reservadas para aquéllos. La Iglesia siempre había sido más sabia que sus hijos.
En cuanto a Galileo, no se entregó en verdad al humor desesperado. “Id a golpear de nuevo a las puertas de los Jesuitas”, escribió a Dini. “Sigo creyendo que si fuese en persona a explicar mis razones obtendría algún resultado”.
La correspondencia de los meses siguientes ha sufrido extravío, probablemente destruida por Galileo para no comprometer a sus amigos que le habían estado escribiendo en términos cada vez más cubiertos. Pero ya estaba claro que Ciámpoli había escrito que no había mucho que esperar en dirección del Colegio Romano.
Galileo no abrigaba demasiadas ilusiones sobre el particular. Habíasele indicado que estaba siendo protegido, oh, tan ligeramente, por su propio bien; pero vio el desastroso intento reaccionario en su verdadera faz; una consolidación mortal que iba cerrándose de manera imperceptible para aprisionarlo, cual la mosca en el ámbar, o, según la imagen de Dante, que corresponde mejor a la mente de esos hombres, el alma perdida e incrustada para siempre en el hielo eterno. Diecinueve centurias de pensamiento organizado se amontonaban para asfixiarlo, siendo su comienzo la “pérdida de nervios” de la ciencia griega después de Aristarco. Los astrónomos, que aún recorrían a tientas el camino hacia un sistema físico confusamente contemplado, fueron desplazados entonces por los filósofos, poseedores de lo que ellos consideraban una cosmología satisfactoria; habían aceptado, no sin cierta protesta quejumbrosa, el papel secundario de “fenómenos salvadores” por medio de modelos abstractos y ficciones. La mente de los individuos había sido moldeada a través de siglos con los dogmas de la sólida lógica y la experiencia escolásticas. Los gobernantes de pensamiento no podían sino sonreír ante el patético intento de un puñado de astrónomos, repetido en el transcurso de centurias, de erigir un edificio sobre la arena. La sonrisa iba convirtiéndose ahora en impaciencia. Una disposición parecía indicada, tal como sugirió Colombe, para impedir que gente temeraria volviera a edificar en lugares inseguros.
Galileo estaba imposibilitado de explicar a semejantes hombres lo que no era conocido sino por él y por Kepler: las tres fuerzas, matemáticas, física y astronomía, en rápida convergencia hacia una unión que la volvería irresistible. No producía ningún hecho que los jesuitas no conocieran[77]. Suplicaba se le concediese tiempo, pero también mucho más: que los derechos de la imaginación científica erigiesen su propio edificio y continuaran su demanda en pos de los secretos del universo, doquiera condujeren; y eso significaba invadir de manera inevitable el terreno reservado a la metafísica. “¿Con qué derecho esperaba”, escribe un apólogo moderno; “que ellos creyesen su palabra?”. En estas palabras se advierte una sombría ironía sin intención. En verdad, para cualquier abogado agresivo su caso habría sido menos que hermético. Lo que forma la especulación científica es materia volátil para la mente sofista y ofuscada.
Podemos observar cómo esa clase de sofisma prosigue aún en nuestro propio tiempo. Así es como Pierre Duhem, distinguido físico francés, que también ha obtenido grande y merecido renombre en la historia de la ciencia, pudo escribir en 1908: “La lógica se hallaba del lado de Osinder y de Bellarmino y no del de Kepler y de Galileo; los primeros habían abarcado el exacto significado del método experimental, en tanto los últimos estaban equivocados… Supongamos que las hipótesis de Copérnico pueden explicar todas las apariencias conocidas. A lo que podemos llegar es a que pueden ser ciertas, no que lo son necesariamente, pues para legitimar esta última conclusión tendríamos que probar que no existe posibilidad de imaginar otro sistema de hipótesis que explique las apariencias igualmente bien”[78].
Esta última manifestación resulta, en lo que hace a su expresión, completamente correcta en cuanto a lo científico. Tomarla con moderna connotación y proyectarla hacia atrás en el cuadro histórico del siglo XVII la convierte en algo peor que una paradoja, un solecismo intelectual suficiente para revelar en su autor un apologista inescrupuloso ex parte. Si esos prelados conocían exactamente, antes que nadie, lo que era el verdadero método científico, es permisible preguntar cómo no hicieron jamás uso de él.
Duhem se hallaba perfectamente situado para saber que el pretendido “positivismo” de Bellarmino no era sino posición de indiferencia en una limitada área de conocimiento (es decir, la teoría del cielo), completamente contenida por un realismo físico y metafísico de la clase escolástica. No podía ser presentado de ningún modo admisible como punto permanente de partida (como si existiese tal cosa) para una filosofía natural organizada y un “método experimental”. Estaba muy lejos de ser así la teoría convencional del cielo definida por Bellarmino, lo mismo que por Aquino, un área desconocida o “lugar blando” que debe ser reabsorbido eventualmente por la coherencia aristotélica circundante. La idea de que esa área se expandía en lugar de cubrir el campo del conocimiento natural con sus vacías “hipótesis” habría sido recibida por Bellarmino con un estremecimiento, ya que habriale parecido como un cáncer intelectual. No menos habría disgustado a Galileo, quien habríase negado a aceptar el estíptico formalismo dogmático como versión refinada de sus procedimientos y preguntado lleno de indignación si el gran cosmos que se lanzara a descubrir estaba llamado a resultar un universo interminable de papel, libre de puntas y cubierto en toda su extensión de epiciclos y excéntricos intelectuales[79]; entretanto es ajustado sospechar que el universo actual de Maxwell, Einstein y Heisenberg habría resultado fascinante aunque difícil de sentido para su mente.
Sócrates había hecho notar ya que el razonamiento antinatural posee manera de volverse contra su autor. Dispersarlo con habilidad sobre el pasaje de la historia no proporciona sino momentánea protección, ya que al final aparecerá con mayor claridad aún, aunque una contención tenga sentido en la época actual. Se supone que el ave de Minerva vuela en la oscuridad, y no entre la lobreguez de las chimeneas.
Si la buena fe del lector no científico moderno puede ser extraviada aún por tan dolorosas argucias, no es de maravillarse que tres siglos antes haya sido difícil hacer que mentes más llenas de prejuicio vieran lo que había visto Kepler, “el telescopio a modo de escalera con que escalar las más elevadas paredes del mundo visible y observar desde allí nuestras chozas, me refiero a los planetas, comparando los más altos con los más bajos, los más alejados con los más profundos; no hacerles comprender que semejante certitud intuitiva podía ser legítima aun cuando quedasen problemas que resolver”[80]. Galileo no podía hacer sino demostrar la pasada absurdidad, hacer resplandecer “efectos naturales” ante los ojos de sus jueces, hacer que sus descubrimientos suplieran lo que aún no había llegado a descubrir. Tenía que disociarse de la terrible memoria de Bruno, reasegurar a funcionarios sospechosos en cuanto a sus metafísicas y al mismo tiempo hacerles sentir que los cimientos físicos se superaban. Y tenía que hacerlo nada menos que en Roma.
No sabemos bajo qué circunstancias fue adoptada la decisión final. El joven Attavanti puede haberle prevenido, luego de la audiencia del 14 de noviembre y quebrantando su juramento de guardar silencio, de que se le acusaba de más pecados de los que soñara. Provisto de fuertes recomendaciones del Gran Duque, Galileo partió para Roma el 3 de diciembre de 1615. Tenía que salvar a esos hombres, no obstante ellos mismos, de las consecuencias desastrosas que preveía por su obstinación.

Capítulo 5
El decreto

Mi vien serrata la bocca…
GALILEO.
Auf Teufel reimt der Zweilel nur
Da bin ich recht am Platze.
MEFISTÓFELES.

I

Fiero Guicciardini, embajador florentino en Roma, había sido informado por el Secretario de Estado de la próxima llegada de Galileo. Experimentó la sensación de inmediatas dificultades, deseando hallarse en otra parte. “Ignoro”, escribió a su vez el 5 de diciembre, “si ha cambiado su disposición o sus teorías, pero lo que sí sé es que ciertos hermanos de Santo Domingo, que integran el Santo Oficio, así como otros, se hallan dispuestos en contra suya, sin que éste sea lugar conveniente para discutir de la Luna, en especial en estos tiempos, o ensayar y presentar nuevas ideas”. Pero sus instrucciones fueron explícitas. Galileo fue alojado en los “jardines de la embajada”, que era la villa Médici en Trinitá de’Monti (hoy Academia de Francia), “con mantención para él, un secretario, un criado y una mulita”.
Descubrió que no constituis sino un pequeño punto de interés en el torbellino de la capital, desaparecida ya la excitación creada por la invención del telescopio. Roma renacía en esos años. La vasta transformación arquitectónica emprendida por Sixto V y proseguida por sus sucesores inclinados al poder, derribaba la antigua ciudad medioeval, reemplazándola con el moderno diseño de plazas y avenidas monumentales, con la armonía de los palacios, estatuas, jardines siempre verdes y fuentes rumorosas que intentaban proclamar al orbe la restaurada magnificencia del catolicismo, triunfante sobre las fuerzas desorganizadas de la vida y la desventurada confusión de la historia.
En cuanto al papel de la ciencia en todo esto, el velado diagnóstico del embajador era correcto. El Papa Pablo V Borghese no era mente abierta ni poseía mucha imaginación tampoco de ninguna especie. Era un ejecutivo sombrío y vigoroso, canonista por su preparación, doctrinario e inflexible por temperamento. Como dijo en una oportunidad, prefería nuevos trabajos para los hombres a nuevas ideas de los estudiosos.
Por su parte, Galileo, impulsado sin duda a la acción por el frío escepticismo del embajador, no se desilusionaría. El 8 de febrero de 1616 escribió a Curzio Picchena, sucesor de Vinta como secretario de estado: “Día tras día descubro qué buena inspiración fue mi venida a ésta, pues habíanse tendido tales trampas contra mí que no podría haber esperado salvarme más tarde”. A través de la denuncia de Caccini tenemos idea de cuáles fueron esas “trampas” —parte de una compañía organizada para hacer aparecer a los astrónomos como blasfemos enemigos de la Cristiandad en todos sus más sagrados dogmas.
La recepción acordada a Galileo en los medios oficiales fue halagadora. Sus detractores, que se dieron a diseminar la noticia de su caída en desgracia en Florencia, viéronse desalentados al verlo llegar con todo el favor de su soberano. Pero sus cartas enviadas allá describen con lo que tuvo que habérselas:
Mi asunto es mucho más difícil y llevará más tiempo de lo que requerida su naturaleza debido a las circunstancias externas; porque no puedo comunicarme directamente con las personas con quienes debo negociar, en parte para evitar perjuicio a mis amigos y también porque no pueden comunicarse para nada conmigo, sin correr serio peligro de censura. Y de tal manera me veo obligado, con mucho trabajo y precaución, a buscar terceras personas que, aun sin conocer mi objeto, puedan servirme como mediadores con los principales, de modo que tenga oportunidad de exponer, incidentalmente por así decirlo, detalles de mis intereses. También debo poner algunos puntos por escrito y hacer que puedan llegar privadamente a manos de quienes deseo que los vean; porque veo en muchas partes que la gente se muestra más dispuesta a ceder a la escritura muerta que a la palabra viva, pues la primera permite convenir o disentir sin necesidad de ruborizarse, y luego ceder en definitiva ante los argumentos utilizados, dado que en tales discusiones no hay más testigos que nosotros, mientras que los demás no cambian de opinión con tanta facilidad cuando deba hacerse en público.
El 6 de febrero de 1616, escribió confidencialmente:
He terminado los asuntos en cuanto e mi persone se refiere; pero existe una resolución que afecta a todos los que durante los últimos ochenta años han escrito acerca de cierta doctrina no desconocida de Vuestra Excelencia. Y debo a mi conciencia proveer cuanta información pueda, derivada de las ciencias que profeso[81]. Reservo para vuestro oído solamente el relato de las acciones verdaderamente increíbles de que son capaces esos tres poderosísimos operadores, la ignorancia, la malicia y la impiedad. Mas sea suficiente decir que mis enemigos, una vez en derrota y disgustados en su empresa contra mi persona, como se me ha aseverado sin rodeos por estos Señores, han vuelto ahora sus baterías contra las ideas que defiendo.
Galileo complementaba este difícil ambular por las antecámaras con una actividad social que esperaba lo mantuviera a la vista de la Roma murmuradora como científico ortodoxo y sin oposición. Amaba la discusión y parece haber abrigado una fe inextinguible en la capacidad del individuo para comprender. Escribe un hombre típico que andaba por toda la ciudad, tal como es monseñor Querengo:
Contamos entre nosotros al señor Galileo quien, a menudo, en las reuniones de hombres de mente inclinada a la curiosidad, causa la diversión de muchos con respecto a la opinión de Copérnico, que él tiene por cierta … Habla con frecuencia en medio de quince o veinte invitados que lo asaltan, ya en una morada, ya en otra, pero está tan bien pertrechado que los aleja riendo; y aunque la novedad de las opiniones deja a la gente sin persuadir, quedan convictos de vanagloria la mayor parte de los argumentos con que sus adversarios tratan de derribarlo. En particular el lunes, y en la morada de Federico Ghisilieri, realizó cosas maravillosas; y lo que más me plació fue que, entes de contestar las razones de sus contrincantes, las amplió y las fortaleció con nuevos elementos que parecían imbatibles, de modo que al demolerlas subsiguientemente puso a sus oponentes en el más grande ridículo.
También acudían visitantes, uno de los cuales lo hizo estremecer de manera considerable. Fue Tomás Caccini. “La persona que originó las dificultades”, escribe cautelosamente a Picchena, “permaneció conmigo durante más de cuatro horas, intentando sonsacarme acerca de la controversia. En la primera media hora presentó sus excusas, con grandes expresiones de humildad; en cuento a lo que hubo predicado en Florencia; luego quiso persuadirme de que no había sido motore para los otros que se movieron en esta ciudad… Mas en todos sus discursos vine a descubrir grande ignorancia, no menos que una mente llena de veneno y desprovista de caridad. Lo que él y otros han realizado desde entonces, me demuestra otra vez qué peligroso resulta el tratar con esa gente y qué inevitable el tenerlos alineados contra mí”.
De lo que había estado realizando esa gente, podemos vislumbrar algo en verdad a través de las cartas de Matteo Caccini. Matteo era hombre de mundo discreto, y había llegado a respetar a Galileo, aunque sólo fuese porque su hermano mayor; Alejandro, había hecho su carrera temprana en los intereses bancarios contraloreados por Filippo Salviati, íntimo amigo y protector de Galileo. Establecido en Roma, encontró solaz de las intrigas cortesanas dedicándose a la horticultura (puede interesar al lector moderno saber que tuvo parte importante en la moderación de la admirable Villa Borghese, que ahora es el parque público de la ciudad).
Por vía de interés familiar, Matteo Caccini trataba de obtener promociones lucrativas en favor de su hermano dominico, a la vez que era grande su interés en sacarlo de Florencia y de sus escandalosas relaciones con esos asquerosos “palomos”. Gentilhombre al servicio del cardenal Arrigoni, y amigo de varios miembros de la Curia, estaba muy au courant de los asuntos romanos. Ahora se esforzó con alma y vida, movilizando todos los recursos de la corte para obtener para Tomás el título de Bachiller Residente de Artes en el Minerva, con objeto de tenerlo bajo su vigilancia en Roma. Su temprano interés puede colegirse de lo que escribe a Alejandro en enero 9 de 1615: “Si F. T. presenta más dificultades, hacédmelo saber. Tengo medios para hacerlo salir de Italia en caso necesario”. Mas F. T. parece dispuesto a tranquilizarse y Matteo escribe triunfante el 6 de febrero que le ha sido posible, moviendo cielo y tierra, asegurarse un puesto frente a un peligroso competidor; que Tomás venga a Roma inmediatamente. “Pero, por amor del cielo, que tenga los labios sellados; podría arruinar nuestros proyectos. Sus camaradas de la orden parecen abrigar buenos pensamientos hacia él en cuanto a su capacidad, pero me consta que es más liviano que una hoja y más vacío que una calabaza. No me sentiré cómodo hasta que el asunto haya terminado”.
Como sabemos, Tomás vino a Roma el 20 de febrero, mas sin mostrar mucho interés en las perspectivas abiertas por su hermano. Tenía otros proyectos en su imaginación. Su llegada había sido establecida en coincidencia con la de la carta de Lorini. Mientras Ciámpoli escribía a Galileo (febrero 28) que “los frailes parece que ni hablan ni piensan más de aquel asunto”, Tomás Caccini conferenciaba extensamente con sus compañeros dominicos, y el 13 de marzo era presentado al cardenal Araceli, que protegería su denuncia secreta.
No fue sino el 30 de abril cuando Matteo se percató de los sucesos.
“En cuanto a F. T”., escribe, “estoy tan enojado que es imposible estarlo más, pero no tengo interés en discutir el caso. Tuvo una explicación conmigo en privado hace unos días y expuso proyectos tan espantosos que a duras penas pude contenerme. En todo caso, me lavo las manos sobre su persona de una vez y para siempre”.
Lo que Tomás había revelado, evidentemente, era que estaba dispuesto a “pescar” a Galileo por todos los medios, buenos o malos; que había encontrado aliados influyentes; y que, si podía hacerse que el Santo Oficio se pusiera en movimiento, tenía ante sí una carrera de honores y promociones mucho más importante que la proyectada por su hermano. Ahora sugería que éste abandonase sus anteriores esfuerzos (que de todos modos no habían conducido a nada) y siguiera sus indicaciones.
Matteo valía tanto como su palabra y no volvió a ver al monje otra vez. En noviembre de 1615 siguió a su cardenal a Nápoles (ello mientras Galileo continuaba todavía en Florencia), y en adelante no pudo enviar sino información indirecta. Pero una nueva nota de alejamiento deslizábase en sus escritos. A todas luces se le había indicado que el asunto de Galileo se había convertido en verdad en tarea de la Inquisición y que era prudente no meterse absolutamente en nada. Escribe en febrero 19 de 1616: “Entiendo que el señor Gl. ha ido al Santo Oficio”. Las negociaciones a que Galileo alude de manera tan confiada, y hasta animosa, en su misiva del 6 de febrero a Picchena, se han vuelto aquí motivo de un susurro atemorizado. El mundano Matteo ha llegado a la conclusión de que su hermano estaba en lo cierto después de todo. “Parece estar bien conceptuado en la orden. Bien, esperemos que pueda recobrar su fortuna”[82].
Galileo sabía demasiado bien que la ciudad hallábase repleta de informantes y agents provocateurs en muchos puestos oficiales y no oficiales y de ahí que diplomáticamente hablara menos de su verdadero motivo e insistiera en que no había venido sino a vindicar su buen nombre. Su diplomacia mereció aprobación. Pero continuó en espera de una audiencia que jamás tuvo lugar.

II

Movíase entre una niebla de equivocaciones. Siempre que intentaba persuadir, tropezaba con auditorios que simplemente resultaban divertidos. La diversión, aunque cruel, era un premio en esa metáfora de tedioso conformismo. Pero la originalidad tenía que ser de los “engreídos”.
A lo largo de la existencia de Galileo siempre fue su sino crear una excitación y un consenso a su alrededor que poco tenía que ver con la verdadera comprensión. Su tragedia era el exceso de dones; porque, mientras el telescopio fue la clave de su éxito, su verdadera fuerza social residía en su extraordinaria capacidad literaria, sus brillantes respuestas llenas de ingenio, su elocuencia y encanto, que le daban rango en una cultura fundada exclusivamente en las bellas letras y en las realizaciones humanistas. “Sabéis cómo hechizar a la gente”, había dicho Ciámpoli. Sus escritos son en verdad una hazaña de la prosa italiana del barroco que ha sobrevivido a través de los siglos. Sus contemporáneos podían reconocer fácilmente en ello al maestro; pero lo que retenían de sus. “incomparables demostraciones” era tan confuso como el recuerdo de una sinfonía para el oído inexperto, lo que Galileo jamás pudo observar. Al exponer razonadamente ante su auditorio, creía, y siempre deseaba creer permanentemente, que los otros seguían el curso de sus pensamientos y se gastaba sin tasa ni medida en explicar y persuadir. Lo aplaudían; pero llegado el momento, este éxito pareció una y otra vez como el oro del necio en su mano.
Los más jóvenes que estaban en condiciones de comprender su pensamiento de lleno, como Castelli y Cavalieri, eran un mero puñado (de ellos, Filippo Salviati permanece como símbolo elevado al altar en el Diálogo).
De los hombres de responsabilidad e influencia, gente entrada en años, no había casi ninguno en Roma. Sus nobles amigos de la Academia de los Linces eran almas dispuestas, pero románticos platónicos y naturalistas que no comprendían realmente su física. Sus padrinos y “protectores” que ocupaban altos cargos eran muy parecidos a aquel senador estadounidense que, cuando los físicos de Los Atamos se hicieron presentes con alegatos de urgencia tocante a peligros y responsabilidades morales, les tapó la boca con estas palabras: “Caballeros, crean que siempre he sido gran amigo de la energía atómica”. Galileo creía que estaba sometiendo resúmenes como consultante y “amigo de la corte”. Pero la corte misma era simplemente un paciente en observación.
Lo que debe haber parecido a un hombre de mundo cínico, puede inferirse a través de la correspondencia del embajador florentino, Guicciardini, llena de fastidio sin el menor disimulo:
Es todo fuego en sus opiniones y las expone con gran pasión, pero no posee la suficiente fuerza y la prudencia para dominarlas; de tal manera el clima de Roma se está volviendo muy peligroso para él, especialmente en este siglo; porque el Papa actual, que aborrece las artes liberales y esta clase demente, no puede tolerar estas novedades y sutilezas; y tocio el mundo trata de ajustar su imaginación y su naturaleza a la del gobernante. Incluso los que comprenden algo, y se muestran inclinados a la curiosidad, si tienen prudencia, hacen por parecer todo lo contrario, para no caer bajo sospecha ni verse en dificultades. Galileo tiene monjes y otras personas que lo aborrecen y persiguen y, como ya he manifestado, no se halla en modo alguno en buena situación en lugar como éste, y podría ocasionar a su persona y a otras serias molestias… Lo cual hace que me preocupe gravemente la anunciada venida del Cardenal Serenísimo (de Medici)… Enredar a la gran casa ducal en estos riesgos y dificultades, sin grave motivo, es cosa de la que no puede derivar beneficio alguno y sí grande daño. No veo por qué haya de hacerse eso, máxime cuando no satisface sino al mismo Galileo. Está apasionadamente dedicado a su disputa, cual si fuese su propio negocio y ni ve ni palpa lo que ello comportaría; de manera que se verá atrapado y puesto en peligro, lo mismo que otras personas que lo secunden… Porque es vehemente, inflexible y apasionado, por lo que resulta imposible que escape de sus manos quienquiera se halla a su alrededor. Y éste es un asunto que no constituye broma sino que puede resultar de grandes consecuencias, y este hombre se halla aquí bajo nuestra protección y nuestra responsabilidad…
Vox clamantis in deserto. Deberíamos tratar de pensar en la Roma de aquel tiempo, donde se estaba realizando mucha obra piadosa en favor del pobre y del peregrino de todas partes del mundo, donde era posible tropezar con los verdaderos santos, sin lugar a dudas, pero que por otra parte era la más corrupta de las capitales administrativas, y siempre y para siempre como Du Bellay la hallara un siglo antes y Belli la pintaría dos después: repleta de monjes petulantes y fanáticos, intrigantes astutos, observadores oficiales y privados, diplomáticos, cínicos secretarios, literatos ignorantes y versificadores insustanciales, viviendo a costa de la liberalidad de algún prelado; nobles holgazanes e insolentes, abogados de la Curia, publicanos de semblante pétreo exigiendo elevadas rentas para príncipes y conventos; espías, informantes, chismosos, paseantes en cortes, hipócritas disimulados, untuosos sacerdotes y funcionarios, viejos duros y sospechosos, jóvenes en procura de promociones a través de servil conformismo; toda la sociedad parásita, tórpida, marrullera y malevolente que vegetaba a la manera del hongo pestilente en los bordes de una burocracia imperialista mundial, y para la que la estabilidad y prestigio de esa burocracia en materia espiritual representaba su carrera y sus ingresos. Alrededor de todo eso, las piedras, el cielo y el pueblo de la Ciudad Eterna, expresando su espíritu tal como se sostiene a través de los tiempos: una indiferencia tolerante cual de roca a las ideas, una rápida estimación dé los motivos humanos, una pesada certeza de que todo ha sido ya dicho y pensado, la mirada puesta en quien paga. Ciertamente, como había dicho Guicciardini, no un lugar adonde ir para discutir sobre la Luna.
Galileo escribía animado por inextinguible esperanza. Pero sabíase hombre señalado y en cuyas narices iba cerrándose lentamente la puerta. La audiencia jamás había sido concedida. Cesi, Ciámpoli y Dini tropezaban cada vez con más reserva en sus pacientes indagaciones. Los jesuitas, que habían dado esperanza de apoyo, retirábanse con lentitud. El padre Grienberger había manifestado que hubiera sido mejor que presentara pruebas más convincentes de la teoría antes de tratar de ajustar la Biblia a la misma. Lo cual era técnicamente correcto; pero para un hombre en la posición de Grienberger, era, como Dini reconoció, una salida lamentable. Lo peor fue que lo dijo después de haber sido llamado a consulta por Bellarmino. Era una caña quebrada. Sabíase que los jesuitas contaban con una directiva estricta, impartida por su general, a efectos de mantenerse alejados de todo cuanto pudiese debilitar la posición aristotélica[83]. Galileo había esperado contra toda esperanza de semejante individuo. Al cabo de tres meses de ruegos, de súplicas y de demostraciones, vino a comprender que se encontraba solo.
Todavía quedaba el Gran Duque de Florencia, que nunca lo abandonara, aunque era bien sabido que Lorini trabajaba activamente en el palacio ducal. Procuróse una carta de recomendación apremiante, en la que Cosimo II se interesaba personalmente por la causa.
Iba dirigida al cardenal Alejandro Orsini, joven simpático de veintidós años, que se vio lisonjeado por pedido de tanta importancia. Ante él, como antes hiciera con Matteo Barberini, Galileo descubrió “la prueba física concluyente” del sistema copernicano, que aún no había dado a publicidad; y le suplicó utilizase su influencia con el Papa para que, cuando menos, suspendiera el juicio. La prueba, ay, era la teoría de las mareas dada en el Día Cuarto del Diálogo. No ha resultado válida pero sí era suficientemente impresionante para cualquiera capaz de seguir su ajustado razonamiento.
Galileo no podía producir aún el péndulo de Foucault y tuvo que sacar partido de lo que tenía.

III

Veamos aquí la versión poco favorecedora del embajador sobre lo sucedido:
Galileo ha confiado más en el consejo propio que en el de sus amigos. El señor cardenal Del Monte, lo mismo que yo y otros varios cardenales del Santo Oficio, tratamos de persuadirlo de que se mantuviese en calme y no prosiguiere enconando la cuestión. Si era su deseo sostener su opinión copernicana, se le indicó, que lo hiciera tranquilamente y sin gastar tanto esfuerzo tratando de que otros la compartiesen. Todos temen que su venida aquí pueda resultar perjudicial y que, en lugar de justificarse y triunfar, pueda terminar en una afrenta.
Al advertir que algunas personas mostrábanse frías frente a sus propósitos, luego de haber importunado y aburrido a varios cardenales, se lanzó en demanda del favor del cardenal Orsini, para lo cual obtuvo una calurosa recomendación de Vuestra Alteza. Así, pues, el cardenal habló al Papa en favor de Galileo en el Consistorio del miércoles, ignoro con qué circunspección y prudencia. El pontífice contestó que sería bueno que lo persuadiese del abandono de esa opinión. Ante lo cual Orsini contestó, urgiendo la causa, y el Papa lo cortó en seco y le expresó que remitiría el caso al Santo Oficio. Tan pronto hubo partido Orsini, Su Santidad llamó a Bellarmino y, luego de breve discusión, decidieron que la opinión era equivocada y herética; y anteayer, según he sabido, reunióse una Congregación sobre el asunto para declararlo así. Copérnico, y los demás autores que escribieron sobre el particular, serán corregidos o prohibidos. Es mi opinión que Galileo no sufrirá personalmente porque es prudente y sentirá y deseará lo mismo que la santa Iglesia. (Marzo, 4).

Este informe ha sido descartado como indigno de confianza por los historiadores, en razón de la mala voluntad manifiesta de Guicciardini y porque las fechas han sido manejadas abiertamente con el fin de acreditar su versión. La decisión no fue adoptada dos días antes del decreto sino el 19 de febrero; en consecuencia, cualquier presión que el cardenal Orsini haya intentado ejercer en el Consistorio de marzo 2, y aun de febrero 24, no habría podido decidir el curso de los acontecimientos. Pero a nosotros nos parece que el relato es mucho más importante debido a esta aserción errónea.
Los gobiernos no han sido nunca adversos a alimentar la curiosidad de los embajadores con oportunas indiscreciones y datos confidenciales coloreados de manera que convenga a sus propósitos. El Vaticano sabía que Guicciardini hallábase bien al tanto de todo lo acontecido en el palacio, a través de los prelados toscanos y de funcionarios de todos los departamentos. Solamente las acciones del Santo Oficio eran mantenidas en secreto. Era bien fácil para la mente curialesca experta —luego de haber esparcido a lo largo de muchas semanas la versión de que Galileo andaba buscando dificultades— dejar que un par de hechos conocidos (la intervención de Orsini y luego la audiencia de Bellarmino) pareciesen, por una “filtración” ya calculada, como los eventos decisivos, mientras que la decisión había sido tomada ya en sesión secreta muchos días antes. De esta manera escudábase a los informantes; las cosas se hacían aparecer como si sólo la impaciencia y la indiscreción de Galileo hubieran acuciado a las pacientes autoridades a la acción; y, con la cooperación de Guicciardini, habíase dado con la mejor manera de desacreditar a Galileo ante el Gran Duque. Esta versión ha continuado estando lejos de ser inservible para determinados escritores modernos ex parte.
La verdad de lo ocurrido, según sabemos ahora a través de los archivos, es como sigue: el 19 de febrero de ese año de 1616 (puede ser una coincidencia o no, pero la visita peculiar de Caccini a Galileo tuvo lugar tres días más tarde)[84] los Calificadores, o expertos del Santo Oficio, habían sido convocados por decreto para emitir su opinión. Esta convocatoria fue resuelta en una reunión de la Congregación General del 18, de la que se ha perdido todo vestigio. Del estilo general del Decreta, puede inferirse, sin embargo, que éste no decía más de lo requerido por el procedimiento estricto: “En Relata causa Galilaei mathematici por el Reverendísimo Comisario General, Sanctissimus resolvió someter para su censura las dos proposiciones sostenidas por el acusado”.
Los historiadores han considerado siempre los acontecimientos del Santo Oficio como ocultos tras el misterio inquisitorial y, no obstante, éste parecería ser uno de tantos casos comunes. Durante ocho meses, debemos recordarlo, nada había acontecido en tanto procurábase la localización del padre Jiménez. En febrero habían transcurrido menos de tres meses desde la declaración de Attavanti, punto final de la indagación, y desde la última anotación del asesor en los archivos. Se había dejado estar el caso mientras Galileo presentaba sus justificaciones (vemos por qué sus protectores le dijeron que había estado acertado en su venida) puesto que había sido denunciado formalmente, aunque sólo fuese de oídas, por grave blasfemia y herejía concerniente a la naturaleza de Dios. Casi dos meses le llevó, como sabemos por su carta del 6 de febrero, disipar esos cargos contra su persona, y era la manera de actuar de la Inquisición no proceder hasta tanto se hubiera llegado a una opinión definitiva a lo largo de una investigación no oficial. La sospecha no había sido muy fuerte desde el comienzo; como se le dijera, habríase aclarado poniéndola en cuarentena. Mas seguía en observación por sus opiniones científicas, que evidentemente no eran buenas; ya era tiempo de proceder sobre esa parte de la imputación, que había sido comprobada[85]. Esta última decisión fue cuestión de días, sin que demorara más de lo acostumbrado en lo judicial. A comienzos de febrero el Comisario hizo saber que el caso figuraría en la minuta de la próxima Congregación.
Las proposiciones sometidas a la censura de los Calificadores eran las siguientes:

  1. El Sol está en el centro del universo y por lo tanto desprovisto de movimiento.
  2. La Tierra no constituye el centro del universo ni permanece inmóvil, sino que se mueve sobre sí misma, y también con un movimiento diurno (ma si move secondo sè tutta, etiam di moto diurno).
Los teólogos se reunieron cuatro días más tarde, el 23 de febrero, y anunciaron el resultado de sus deliberaciones al siguiente día. La primera proposición fue declarada por unanimidad “necia y absurda (stultam et absurdam), filosófica y formalmente herética, por cuanto contradice expresamente la doctrina de la Santa Biblia en muchos pasajes, tanto en su significado literal como en las interpretaciones de los padres y doctores”. La segunda proposición, se declaró unánimemente, “recibió la misma censura en filosofía y, en lo que se refiere a la verdad teológica, era por lo menos errónea en fe”[86].
La distinción entre herética y errónea debe parecer bastante sutil en verdad. Se basa en el peso de la opinión acreditada detrás de ambas manifestaciones, totalmente independiente la una de la otra. Las razones pueden verse en la carta del cardenal Conti[87].
Esta censura fue sometida a la Congregación General de la Inquisición el 25 de febrero y devuelta con la sanción ejecutiva del Papa, según vemos en los archivos de la Inquisición:
Jueves, febrero 25 de 1616. El Señor Cardenal Mellini notificó a los Reverendos Padres, al Asesor y al Comisario del Santo Oficio, que se ha notificado la censura aprobada por los teólogos sobre las proposiciones de Galileo —a efectos de que el Sol se halla en el centro del mundo, que no se mueve de su lugar y que la Tierra es la que se mueve, con un movimiento diurno además—; que Su Santidad ha dispuesto que el cardenal Bellarmino haga comparecer ante él al citado Galileo y lo amoneste para que haga abandono de dicha opinión; y que, en caso de su negativa a obedecer, el Comisario le imparta, en presencia de notorio y testigos, orden de abstenerse del todo de enseñar o defender esa opinión y doctrina, y aun de discutirla; y que si no accede a lo expuesto será encarcelado.
El día 3 de marzo, en la primera reunión de la Congregación General, Bellarmino informó que Galileo habíase sometido (acquievit) y fue expedido el decreto de la Congregación del Index, con orden de ser publicado inmediatamente:
… Y en vista de que ha llegado a conocimiento de la citada Congregación que la doctrina pitagórica —falsa y en general opuesta a las Sagradas Escrituras— del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol, que también es enseñada por Nicolás Copérnico en De revolutionibus orbium coelestium, y por Diego de Zúñiga (en su libro) sobre Job se está extendiendo en el exterior, aceptada por muchos —como puede verse por cierta carta de un padre carmelita, titulada Carta del Reverendo Padre Paolo Foscarini, Carmelita, sobre la Opinión de los Pitagóricos y Copernicanos concerniente al Movimiento de la Tierra, la Estabilidad del Sol y el Nuevo Sistema Pitagórico Mundial, de Nápoles, impresa por Lazzaro Scorriggio, 1615: que en la misma el mencionado padre intenta demostrar que la antedicha doctrina de la inmovilidad del Sol en el centro del mundo, y del movimiento de la Tierra, está en consonancia con la verdad y no se opone a las Sagradas Escrituras. En consecuencia, y con el fin de que tal opinión no pueda insinuarse más en perjuicio de la verdad católica, la Sagrada Congregación ha decretado que De revolutionibus orbium, del dicho Nicolás Copérnico, y On Job, de Diego de Zúñiga, sean suspendidas hasta que se corrijan; pero que el libro del padre carmelita Paolo Antonio Foscarini sen prohibido por completo y condenado, y que toda otra obra semejante en que se enseñe lo mismo sea también prohibida, como que por el presente decreto las prohíbe, condena y suspende a todas respectivamente. En testimonio de lo cual el presente decreto es firmado y sellado en persona de puño y con el sello del Eminentísimo y Reverendísimo Señor Cardenal de Santa Cecilia, Obispo de Albano, el quinto día del mes de marzo de 1616[88].
Según hemos visto, el embajador toscano fue informado el día cuatro “en forma confidencial”, en el sentido de que el papa había adoptado una decisión adversa el día anterior. El día 5, el decreto fue publicado y remitido a los inquisidores de todas las partes del mundo con orden de aplicarlo con todo rigor. Fue leído en los púlpitos y anunciado en las universidades; los libros fueron confiscados en librerías y bibliotecas. El inquisidor de Nápoles comunicó que el impresor de Foscarini, Scorriggio, no había podido mostrar la licencia, por lo que fue encarcelado. La Congregación demoró algún tiempo antes de confirmar que “estuvo bien hecho”.
Roma locuta, causa finita. El caso iniciado con la denuncia de Lorini se resolvió definitivamente, siendo aplastado un escándalo incipiente. La Curia podría volver a los graves asuntos de la Iglesia. Escribe el mismo Querengo, que tan encantado se había mostrado con la dialéctica de Galileo:
Las disputas del señor Galileo se han disipado en el humo de la alquimia, ya que el Santo Oficio ha declarado que mantener esta opinión es disentir manifiestamente con los dogmas infalibles de la Iglesia. Conque henos aquí, al fin, vueltos con seguridad a una sólida Tierra, con la que no tenemos que volar como otras tantas hormigas que se arrastran alrededor de un globo…
El mundo romano había retomado a la “normalidad”, encogiéndose de hombros.

Capítulo 6
La audiencia de Bellarmino

MARFORIO: Quid agunt dominicani?
PASQUINO: In tympano et choro, inchordis et organo, leatati sunt quia Deus deduxit eos in portum voluntatis eorum.

I

¿Qué había acontecido en realidad al propio Galileo? Esto es lo que Guicciardini indica brevemente en su informe. Confía (en otras palabras, se le dijo en confianza) que no tenía nada que temer personalmente. Y en verdad las Cartas Solares no fueron prohibidas en el decreto, aunque el “escándalo” y el decreto mismo fueron originados por las enseñanzas y escritos de Galileo.
La fuente del informante del embajador es el decreto de Febrero 25, 1616, ya mencionado. No lo tenemos en el original del Decreta, pero fue transcripto de los archivos de la Inquisición:
Su Santidad ha ordenado al señor Cardenal Bellarmino que cite a su presencia al mencionado Galileo y lo amoneste para que abandone dicha opinión; y en caso de que se niegue a obedecer, que el Comisario del Santo Oficio[89] le imparta, en presencia de notario y testigos, orden de abstenerse en absoluto de enseñar o defender esa opinión y doctrina y aun de discutirla. (Vat. MS., Fol. 378v).
Luego continúa en la misma página el procès-verbal que se ha convertido en pieza crucial del drama:
Viernes, día veintiséis. En el palacio, residencia habitual del Señor Cardenal Bellarmino, habiendo sido citado y hallándose presente ante dicho Señor Cardenal, junto con el Reverendísimo Miguel Angel Segizi de Lodi, de la Orden de los Predicadores, Comisario General del Santo Oficio, fue prevenido del error de la antedicha opinión y amonestado para que la abandonase, e inmediatamente después, ante mí y los testigos, continuando presente el Señor Cardenal, el citado Galileo recibió del mencionado Comisario orden rigurosa, en nombre de Su Santidad el Papa y de toda la Congregación del Santo Oficio, para que abandonase por completo dicha opinión de que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve; y que no prosiga en modo alguno enseñando, sosteniéndola, ni defendiéndola, ya sea verbalmente o por escrito; de lo contrario el Santo Oficio adoptaría otros procedimientos, cuyo requerimiento el dicho Galileo acató y prometió obedecer. Dado en Roma, en el lugar arriba mencionado, en presencia del R. Badino Nores, de Nicosia, en el reino de Chipre, y Agostino Mongardo, de un lugar de la abadía de Rose, en la diócesis de Montepulciano, miembros del hogar de dicho cardenal, que lo atestiguan.
El documento es asombroso aun desde el primer examen, pues tenemos que se sigue un procedimiento totalmente distinto del que se prescribe. Las instrucciones determinaban “en caso de negarse a obedecer”; más aquí no hay indicación de objeción ni vacilación de parte de Galileo. Lo que tenemos en vez es: “inmediatamente después”, (successive ao incontinenti) el Comisario General le leyó el requerimiento formal para que cesare y desistiere “en absoluto”.
Lo cual tampoco posee sentido en cuanto a sustancia, pues la notificación por el propio cardenal fue un acto de consideración jurídica y social. Hacer comparecer a Galileo una semana antes de la publicidad no tenía el solo objeto de evitarle una situación embarazosa; era también, en etiqueta, reconocimiento de la condición de consultante —gesto final y huero, ya que jamás habíale sido permitido actuar como tal, pero, no obstante, en reconocimiento de su posición oficial que emanaba de la corte del Gran Duque. El decreto de la Congregación con instrucciones a Bellarmino en el sentido de que le informe, no puede ser interpretado de otro modo. Y, en verdad, a Foscarini no le fue concedida noticia oficial antes de la condenación, porque se trataba de un eclesiástico sujeto a obediencia y de quien se consideraba que había hablado a su propio riesgo. Si el propósito hubiese sido dar la noticia a Galileo de sopetón, con miras a una reacción incauta, habríase destacado para ello a otra persona, no a un príncipe de la Iglesia, y, desde luego, no por decreto de la Congregación. El mismo Bellarmino no habríase prestado para ello, así como tampoco su morada. A través de sus biógrafos conocemos la escrupulosa consideración con que se conducía en todos sus actos. “Si algunos componentes de su propio personal acudían a sus habitaciones para conversar, no los dejaba comenzar sino Juego que hubieran tomado asiento. Una vez terminada la conversación, se quitaba el birrete y los acompañaba hasta la escalera, con tanta ceremonia como si se tratara de extraños distinguidos”. No hay duda de que, en el ánimo de Bellarmino, toda la operación fue concebida en un plano digno y serio. Era, en verdad, la audiencia esperada por Galileo tanto tiempo, concedida finalmente cuando de nada servía a su propósito. Y habría de ser seguida por el requerimiento inquisitorial (estigma de deshonra social), sólo en caso de que el individuo resultara recalcitrante; en cuyo caso, pues, de ser necesario, el paso siguiente sería su encarcelación.
Pero el mismo Galileo se sometió (acquievit). Podemos imaginar bien que no le pareció oportuno el momento para protestar[90]. Frente a Bellarmino, que le dirigía la palabra sentado en su aposento del trono, rodeado por su séquito de “blancos y negros sabuesos del Señor”, debe haber guardado silencio de asombro. Y entonces, ¿por qué tendría que haber saltado el Comisario con el requerimiento amenazador?
El documento tampoco convence mucho en cuanto a su forma. Las instrucciones determinaban “ante un notario y testigos”, pero el notario no había firmado, ni se mencionan funcionarios en calidad de testigos, como era la costumbre. Doquiera la Inquisición servía esta clase de requerimiento, exigía que el acusado firmase por ni mismo, y luego esa firma era autenticada por el notario y todo refrendado por los funcionarios[91].
Aquí tenemos lo que no equivale sino a una minuta administrativa, carente de firma y transcrita casualmente. Fue un historiador muy católico, el muy distinguido a la vez profesor Franz Reusch, quien llamó la atención sobre ello el año 1870. Algo más hay de extraño en el mismo. No sólo han dejado de mencionarse los testigos oficiales sino que se ha utilizado en su lugar a dos sirvientes del cardenal, quienes de fijo no se hallaban calificados para oír ni para actuar como testigos en nombre de la Inquisición en el procedimiento. La colocación del documento en el legajo no está fuera de orden, como se verá.
El legajo de la investigación sobre Galileo podrá parecer incompleto a quienes esperan ver en el mismo la historia de las instigaciones, intrigas, presiones, contrapresiones y demás que constituyeron el famoso caso. Pero no lo es. Se trata simplemente del legajo legal del material con el cual tenía que alcanzarse la decisión legal, y, como tal, está bastante completo. Es el informe de las investigaciones realizadas y las medidas adoptadas por las autoridades regulares. La numeración, al menos la primera, pudo demostrarse que fue hecha al mismo tiempo que entraban los documentos y es continuada. De ahí que sepamos que no falta nada[92].
La manera como está formado es a la vez totalmente clara y natural. Cada simple acta legal, o comunicación oficial, fue escrita (o iniciada) en el primer anverso en una hoja doble y nueva, y luego incorporada y cosida en el legajo, de acuerdo con la fecha. Por supuesto, eso dejó gran número de segundas páginas en blanco en el contexto, las cuales se hallan a su vez numeradas. Algunas de ellas han sido utilizadas para comentarios administrativos, enviar notas y seguir instrucciones, todo en el debido orden de fechas. Pero en ésta o en otra administración de aquella época, no existe un simple informe, carta, acta legal o copia certificada que no se inicie en la primera página de una nueva hoja. Es decir, con una excepción aparente: el requerimiento de Bellarmino. Esta pieza esencialísima se halla escrita en un espacio que no estaba disponible sino de manera accidental, provisto por el reverso de otros dos documentos. Tanto el lugar como la forma recalcan que no es sino una minuta[93].
Así, el texto que tenemos no es, ni pretende ser, un original[94], sino una mera transcripción de material pertinente, sin firmar, como todos sus similares. Mas entonces, ¿dónde está el original? Claramente corresponde a este lugar, en hoja separada; debía estar aquí, como todos los originales, pero no figura en el legajo, ni jamás ha figurado, como demuestra la numeración de las hojas, que es continuada. La única evidencia de que algo aconteció ese día no es un documento legal, auténtico o no, sino una minuta administrativa. Es singular que tantos historiadores dotados de agudeza hayan echado de menos esto como punto de partida de sus inferencias. ¿Llegaron a suponer que los archivos de la Inquisición fueron llevados a la residencia de Bellarmino como si fuese un registro, con el fin de escribir el protocolo en sus páginas traseras? El legajo jamás salió de la oficina; los protocolos confeccionados fueron incorporados al mismo.
No hay duda de que el original debería existir allí, pues las instrucciones de Bellarmino fueron explícitas, debiendo ser firmado por el notario, refrendado por el secretario registrador del Santo Oficio y, .eventualmente, por Galileo[95]. Mas el documento fue suprimido antes de llegar al archivo, o tal vez antes de ser redactado, sustituyéndoselo con lo que pretende ser tan sólo una copia. Pretendíalo, además, con adecuada modestia. El escriba quedaba en situación de manifestar en estado de confesión o bajo juramento que jamás había falsificado un documento, sino copiado una minuta, carente de significado judicial, puesto que le faltaban todas las firmas requeridas[96].
Aun así, el buen padre que realizó la tarea con semejante prudencia excedióse a sí mismo. Siguiendo la rutina en debida forma, transcribió primero el texto del decreto papal del 25; pero, de saber que el original habría de perderse, como lo está, para los futuros historiadores, habríase cortado la mano antes de conservar el texto en este lugar, donde no se lo necesitaba estrictamente; porque nada es capaz de ocultar ahora la sobresaliente contradicción entre las órdenes y su pretendida ejecución.
Si Galileo no resistió explícitamente, no existía ninguna base legítima para la prohibición absoluta del Comisario de que enseñase y discutiese “en absoluto”, lo que va más allá del texto del decreto, y es del tipo reservado para personas de cuya intención se tiene intensa sospecha. (En este caso, el sometimiento equivale técnicamente a la abjuración). El decreto, tal como se preparaba para los buenos creyentes, permitía formalmente la discusión del copernicismo a manera de hipótesis matemática, puesto que Copérnico no iba a ser sino “corregido”; lo que prohibía era ni más ni menos que su presentación como verdad filosófica. No mencionaba en absoluto a Galileo, y grandes fueron los esfuerzos realizados para mantenerlo alejado de toda implicación injuriosa.
Y es así cómo Galileo lo interpretó, puesto que dos meses más tarde resolvió contrarrestar los mismos rumores con que fuera enfrentado por el inquisidor. Sagredo, entre otros, le había escrito desde Venecia: “Estos amigos nuestros, confederados con maese Rocco Berlinzone, os han jugado una mala pasada, al esparcir el rumor de que hubisteis de rendir cuentas ante la Inquisición y fuisteis de un lado para otro como perro apaleado. Creo que esos ladrones realizan su tarea en contra nuestra en muchas partes, pero Dios confundirá sus malos consejos”[97]. De ahí que, en salvaguardia de su honra personal, Galileo solicitó de Bellarmino un certificado de las actuaciones, y pronto lo recibió en la forma siguiente:
Nos, Roberto Cardenal Bellarmino, habiendo oído que se informa calumniosamente que el señor Galileo Galilei ha abjurado en nuestra presencia y ha sido igualmente castigado con saludable penitencia, declaramos que dicho señor Galileo no ha abjurado ni a manos nuestras ni de nadie más aquí en Roma, ni en parte alguna que sea de nuestro conocimiento, ninguna opinión o doctrina por él sostenida; que tampoco se le ha aplicado ninguna penitencia saludable; sino que sólo la declaración hecha por el Santo Padre y publicada por la Sagrada Congregación del Indice le ha sido notificada, y en la misma se establece que la doctrina atribuida a Copérnico —que la Tierra se mueve alrededor del Sol y que el Sol permanece inmóvil en el centro del mundo, sin ir de este a oeste— es contraria a las Santas Escrituras y por ello no puede ser defendida ni sostenida. En testimonio de lo cual hemos escrito y firmado el presente de nuestro puño y letra, este 26 de mayo del año 1616.[98]
Por cierto que no existe aquí mención de ningún requerimiento; la verdad es que se niega formalmente lo que le habría seguido (es decir, apología o retractación).
Historiadores ex parte han sostenido que éste es el piadoso modo de la Iglesia; quería proteger públicamente a Galileo de cualquier baldón público, por respeto hacia su persona y al Gran Duque, y, en consecuencia, le expidió certificado honorable; pero sabía muy bien que se trataba de un carácter peligrosamente obstinado, e intentó mantenerlo en el camino derecho mediante un requerimiento secreto. Esto suena bastante razonable, pleno de experiencia y de conocimiento. Impresionó incluso a historiadores del otro lado, tal como Th. Henri Martin, tanto que olvidaron preguntar par el contenido exacto del requerimiento. Pero en 1870 salió a luz otra pieza de evidencia, no del legajo aún no descubierto sino de la colección de decretos papales, examinada por Gherardi durante las pocas y activas semanas de la República Romana de 1849, cuando, buido el papa, los archivos quedaron de súbito, aunque por breve tiempo, abiertos al examen.
Veamos lo descubierto por Gherardi entre el Decreta de la Congregación del Santo Oficio:
Habiendo informado el señor Cardenal Bellarmino que Galileo Galilei, matemático, había sido intimado, según orden de la Sagrada Congregación, para que abandonase (deserendam; disserandam, “discuta” era la palabra originalmente escrita) la opinión hasta ahora por él sostenida, de que el Sol se halla en el centro de los astros e inmóvil, y que la Tierra se mueve, ha accedido a la misma; y habiendo sido presentado el decreto de la Congregación del Index, que prohíbe y suspende, respectivamente, los escritos de Nicolás Copérnico, de Diego de Zúñiga On Job, y de Paolo Foscarini, monje carmelita… Su Santidad ordenó que este edicto de prohibición y suspensión, respectivamente, sea dado a publicidad por el Gobernador del Palacio.
Tal es el texto. Se trata de un documento para las autoridades solamente, un informe regular sobre asuntos tratados. Corresponde ce modo exacto con las instrucciones del 25 de febrero. Tales instrucciones han contemplado tres pasos sucesivos que habrán de tomarse en tres casos diferentes: aquiescencia, objeción u obstinación de parte de Galileo. Los pasos eran: admonición, requerimiento y prisión. El informe dice ahora que la admonición fue acogida con la aquiescencia y prosigue con los demás asuntos. De haber existido requerimiento, contendría cuando menos alguna mención del mismo. En otro caso, veríase unido un informe separado por parte del Comisario General. Pero no hay ninguno. En base a este informe, las autoridades no podían tener idea de que el requerimiento fuere necesario jamás o de que hubiera sido impartido; y, en verdad, como veremos con posterioridad, durante algunos años no tuvieron, al parecer, la más leve idea[99].
Tampoco se percató de ello Galileo, según parece y juzgando por esto. No habría osado solicitar el certificado a Bellarmino si no esperaba que fuese del todo favorable. Tenemos su solicitud, hallada entre los documentos de Bellarmino, sencilla y que va directamente al caso, sin solicitar ni sugerir ninguna lenidad. En su primera carta al secretario de estado, pocos días después del decreto, observa con satisfacción que su persona ha sido dejada a un lado, que el copernicismo no ha sido condenado como hereje, sino ciertas interpretaciones del mismo, y que Copérnico no ha sido suspendido sino para su corrección. Manifiesta (Bellarmino o el cardenal Caetani deben haberle dicho) que las conversaciones no abarcarán sino diez líneas de la Introducción (referentes a estar de acuerdo con las Escrituras) “y alguna que otra palabra, como cuando Copérnico dice que la Tierra es un astro”. Y agrega: “Como se verá por la naturaleza del caso, no estoy implicado en ello ni me habría tomado la menor molestia sobre el mismo si mis enemigos no me hubieran arrastrado a hacerlo”.
Es simple y explícito. Corresponde a la carta del 6 de febrero. Ha sabido que debe escribir más cartas teológicas, pero, por otra parte, no las habría escrito si no se le hubiere arrastrado a hacerlo; y ahora que el asunto está decidido, no continuará con el mismo. Su esfuerzo personal filosófico, que siempre ha conservado en el fondo, tiene que ser abandonado. En cuanto al resto, se considera en libertad, como los demás, de discutir el heliocentrismo como hipótesis matemática y espera la nueva edición de Copérnico como libro de texto aprobado. Prosigue: “Puede verse a lo largo de mis escritos y de mis actos aquí en qué espíritu he procedido siempre, y proseguiré, para cerrar los labios de la malicia; mi conducta en este asunto ha sido tal que ningún santo podría haber demostrado más reverencia ni mayor celo por la Iglesia”.
Esto puede haber sido dicho en gran parte para apaciguar al Gran Duque; puede ser como silbar en la oscuridad; pero, ciertamente, no es el lenguaje del hombre aterrorizado por la Inquisición y requerido formalmente para no discutir ni mencionar el sistema de ninguna manera. Corresponde con exactitud con lo que el embajador supo confidencialmente y en lenguaje encubierto de las autoridades. El sistema de orgullo es, en verdad, más genuino de lo que podría suponerse, porque Galileo sabía a esta altura que su Carta a la Gran Duquesa había sido un factor fuerte, aunque no reconocido, en el arreglo de último momento[100]. Lo cual no desmiente su actitud lo más mínimo.
Para esta actitud fría del científico hubo también algunas sanciones oficiales. El cardenal Del Monte escribió una carta explícita de apoyo[101], El papa recibió a Galileo el 11 de marzo en una audiencia que se prolongó cuarenta y cinco minutos. Al mencionar Galileo la persecución de sus enemigos, el papa le aseguró que no tenía nada que temer, pues era tenido en tanta estima por él y por toda la Congregación que no se harían eco de esas calumnias. También manifestó repetidamente su disposición a mostrar su favor con hechos.
Por otra parte, Bellarmino era a su propio modo un estudioso benévolo y piadoso. Era a su vez el hombre capaz de mantener amistad con Sarpi, aun a través del estrago de la guerra y el anatema, y prevenirle acerca del peligro en que estaba su vida. Mas Pablo V Borghese, según todos los informes de su época, era un ordenancista autoritario, literal, rígido, un hombre “tan enemigo de todo lo intelectual”, como dice Guicciardini, “que todo el mundo debe hacerse el estúpido y el ignorante para gozar de su favor”. Un papa semejante no habría demostrado señalada benevolencia para con quien se hallaba bajo severa reprimenda inquisitorial, ni siquiera para complacer al Gran Duque. Esto significaba que Bellarmino había manifestado exactamente lo que dice el informe del 3 de marzo, y no más. Tendríamos que imaginar, aunque llegara a parecer algo fantástico, que Bellarmino y el padre Segizi dispusieron las cosas de tal modo que el requerimiento constituyera un secreto para el mismo papa.
Tenemos, pues, los motivos más graves para dudar de la autenticidad de la minuta del 26 de febrero, y éste es un punto a establecer con miras a posteriores desarrollos. En cuanto a Galileo, según todas las apariencias, jamás dudó de su posición, ni entonces ni más tarde. En su estado sentíase infeliz pero limpio. Su temperamento combativo no lo abandonó. “Es de un humor constante”, escribe el padre Guicciardini, alarmado, el 13 de mayo, “decidido a atacar a cabezazos a los frailes (di scaponire i frati) y combatir donde no puede sino perder. Más o menos tarde sabrá que ha caído por un precipicio insospechado. Espero que la temporada, por lo menos, lo haga alejarse de aquí”.
Pero Galileo continuó allí. No deseaba que pareciera como si lo hubiera corrido la murmuración y la intriga. Y hasta se dedicó a algo de casamentero entre el príncipe Cesi e Isabel, la hermana de su finado amigo Filippo Salviati (“… el esplendor de tales nombres y, del lado del príncipe, una grave sabiduría sobrepasada tan sólo por una virtud verdaderamente angelical…”). El Gran Duque le refirmó su apoyo, y, pese a las protestas del embajador, le envió fondos. Pero al fin le escribió el secretario de estado: “Su Señoría, que ha de vérselas con persecuciones frailunas, conoce el sabor de las mismas, y Su Alteza teme que una estada prolongada en Roma puedo ocasionarle molestias. Tenéis que salir de esto honorablemente; podéis dejar que el perro duerma, y regresar aquí. Corren rumores que no son de nuestro agrado y los frailes son todopoderosos; y yo, que soy vuestro amigo y servidor, debo preveniros”.
Era una orden. Galileo partió de Roma el 30 de junio, sin estar al tanto de lo acontecido y sin reformarse. “De todos los odios”, escribió, “no hay ninguno mayor que el de la ignorancia contra el conocimiento”.
 

II

Muchas cosas podían haberse dicho, que raras veces se dicen, para atenuar el error de las autoridades, en tanto la mayor parte de la posición defensiva se apoya en argucias legales. Podía decirse bien —ya lo hemos expresado en los primeros capítulos— que éste era un vasto conflicto de puntos de vista mundiales, de cuyas implicaciones no podían percatarse por completo ni los actores principales.
Las razones contrarias eran de dimensiones majestuosas, nacidas en la noche de los tiempos; los nuevos desarrollos, vigorosos y compulsivos a la vez, las consecuencias de los cuales resultan imposibles de abarcar por nosotros, que vivimos tres siglos más tarde. De ahí que un concilio ecuménico parecería el adecuado organismo ante el cual presentar el problema, ya fuere para su resolución o para la postergación de la misma. Galileo estaba percatado de ello. No podía sugerirlo, bajo pena de excomunión, pero sabemos que con frecuencia lo dijo así, o lo implicó, en privado. Es muy cierto que la situación mundial, y la política de la Iglesia misma en cuanto a la Contrarreforma, hacía parecer notablemente poco plausible la idea de un concilio. No intentamos sentar juicio sobre el caso, sino que decimos simplemente que, si había de tomarse una decisión, lo indicado era el concilio. Tratar la cuestión en un nivel administrativo era no sólo un procedimiento arbitrario sino error inexcusable, que es la premisa necesaria para el error más grave aún del proceso dieciséis años más tarde. Técnicamente no son los once calificadores quienes pueden ser acusados de equivocación (difícilmente pudieran contestar de otro modo, según las circunstancias, como explicaremos después); es la autoridad que presentó la cuestión ante ellos. Aun así, concediendo las líneas generales del procedimiento establecidas por la inconmovible maquinaria de los tiempos, debe decirse sin vacilar que una chispa de entendimiento y conducción, la intervención oficiosa de una autoridad superior dentro de la jerarquía, podría haber salvado bien la situación.
El drama es en realidad más punzante en su primera fase, cuando todo está aún fluido, que en la crisis final, cuando las posiciones se han endurecido y hecho cargo del asunto la maquinaria judicial.
Todo era aún posible en ese año fatal de 1616, el año que vio la muerte de Cervantes y de Shakespeare y dictó el fin del Renacimiento. Lo que Galileo suplicaba era lastimosamente poco: que las autoridades mantuviesen su decisión en suspenso durante otra generación… por otro año al menos. Se lo hizo aparecer como si la decisión fuera obra de su propia indiscreción machacona. Pedía que no fuera tomada en vano la palabra de Dios, y fue maniobrado y arrinconado (cual si fuere el mismo Satán) e impulsado a enredarse con las Escrituras en detrimento suyo y en el de su causa. El hombre que había sido de manera tan persistente (en ocasiones con justicia) acusado de vanidad y de engreimiento, representa un papel en esta fase que parece justificar por completo sus palabras al Gran Duque: “Ningún santo podría haber mostrado más reverencia ni más celo por la Iglesia”.
Porque, ciertamente, había venido con simplicidad de corazón y como hijo verdadero de la Iglesia, como no pudo negar el mismo papa. Había llegado no para producir escándalo, sino para evitarlo; no para originar un peligro, sino para hacerlo ver; no para oponerse a una verdad, sino para ofrecerla. Lo que fue tomado como orgullo de su mente no fue sino el ansia urgente de prevenir que ocurrirían cosas tales que harían inevitable el orgullo de la mente. Como los profetas de antaño, habló de la sombra sobre la tierra y fue expulsado por los sacerdotes.
Suplicaba comprensión de las mentes más elevadas, y lo que encontró fue ignorancia invencible, dorada con lisonja por su “inimitable presuntuosidad”; suplicaba una audiencia, y lo que consiguió fue Caccini.
 

III

Porque, si hemos de abandonar la filosofía de la historia y retornar a los hechos, aquí están los hechos fríos tal como los muestra la sentencia misma de 1616. Habíase Solicitado a los Once Calificadores del Santo Oficio que se expidiesen sobre las siguientes opiniones: …
1ª - El Sol está en el centro de la Tierra y, por ende, privado de movimiento propio.
2ª - La Tierra no está en el centro del mundo, ni es inmóvil, sino que gira alrededor de sí misma, también con movimiento diurno.
Estas últimas palabras suenan oscuras, por decir lo menos. Figuran escritas en italiano, lo que hizo que algunos historiadores como Domenico Berti y Karl von Gebler creyeran descuidadamente que habían sido tomadas de las Cartas Solares, pero es claro que no. Ningún copernicano se habría expresado así[102]. Galileo pudo haber dicho, con la reflexión que se usaba en su tiempo (ocurre una o dos veces en el Diálogo), que la Tierra se mueve en sí misma con movimiento diario y no de acuerdo consigo misma. No contaríamos con pista referente a estas frases de no encontrarlas en los archivos secretos en el original italiano que es la denuncia de Caccini: “La terra secondo sè tutta si move, etiam di moto diurno”. Carece de sentido en cualquier lenguaje, pero así es. Conforma una descomposición en pseudotomístico doble sentido (secundum se) de la simple manifestación: “La Tierra gira alrededor de sí misma en un día”… que es, incidentalmente, como Aristóteles se refiere a la teoría[103]. Pero es en realidad versión arreglada de la manera como Colombe la había escrito a Caccini, al tratar de traducir a Copérnico en lenguaje “filosóficamente sano”[104]. El et etiam suprimido nos permite reconstruir la redacción original: “La Tierra se mueve toda alrededor del Sol, et etiam secundum se con un movimiento diario”. En cuanto a Caccini, tipo de baja comedia e ignorante turbulento, importábale menos el significado que el hombre de la luna. Simplemente repitió las palabras, mezclándolas, como mezcló muchas otras cosas de naturaleza menos inocente.
Los once consultantes de la Congregación, entre los cuales se nos dice que figuraban varios muy versados en ciencias naturales[105], reuniéronse el 23 de febrero. Habían sido convocados, según aparece en el acta del 25 de igual mes, “referente a las proposiciones de Galileo”. Habíanse procurado las Cartas sobre las Manchas Solares. Tenían a su disposición, si lo deseaban, el libro de Copérnico a que se referían implícitamente las proposiciones, el panfleto de Foscarini; se les sometieron de manera oficiosa los memorándums y resúmenes enviados por Galileo a sus superiores; estaba a su completa disposición el padre Grienberger, del Colegio Romano, que era su consultor en Astronomía. A nada de ello dedicaron el menor pensamiento ni se suponía que lo dedicasen. Probablemente ni habían sido informados en cuanto al problema. Repasaron sus libros de texto, compararon la denuncia de Caccini con su contenido y retornaron con la respuesta. No se tomaron la molestia de remover el inculto etiam ni trataron de restaurar un significado. Para ellos, como para sus superiores[106], constituía algo disonante porque hablaba del movimiento de la Tierra y de la inmovilidad del Sol que había de condenarse filosóficamente necio y absurdo.

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Cardenal Francisco Barberini. Como sobrino de Urbano VIII y su más íntimo colaborador, ocupó el cargo conocido generalmente como Cardenal-Maestro, que fue reemplazado después de él por el de Secretario de Estado. Trató de evitar que Galileo se retractase.

La nave del estado había dejado atrás el problema. No fue sino la estela lo que alcanzó a Copérnico, causando su suspensión donec corrigeretur. Foscarini, autor aceptable un año atrás, era prohibido ahora por completo, porque tales discusiones “daban lugar a escándalo”, o, como diríamos hoy, eran perniciosas para las relaciones públicas.
En cuanto a Galileo, permaneció sin tocar, sus Cartas sin censurar y sus epístolas teológicas jamás fueron mencionadas, aunque la denuncia de Caccini fue dirigida específicamente contra él, lo mismo que el procedimiento. La protección había realizado su labor, pero el movimiento copernicano quedó totalmente varado en su camino, con las consecuencias para la cultura italiana que se verían durante los próximos cien años.
Existe una lógica para todo ello, aun cuando sea una lógica considerada. El estado tenía sus razones propias que la razón no reconoce. Las ideas y la persona de Galileo habían sido cuidadosamente dejadas a un lado, como hemos visto con anterioridad.

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Ascanio Piccolomini, Arzobispo De Siena. Fue amigo de Galileo y le brindó asilo durante cinco meses después del juicio.

La cuestión sometida a los consultantes era de orden público: circulan ciertas opiniones, según ha relatado un informante, que están agitando escándalo. Se solicita una decisión, de manera que las directivas correctas puedan ser impartidas a la policía del pensamiento. Sólo las consecuencias de las teorías importaban en el nivel de las relaciones públicas; de ahí que el único material sometido sea la denuncia de un informante de tercera mano. El escándalo incipiente ha de ser tratado en su propio nivel.
Según lo acontecido, el escándalo había sido creado por el informante mismo. Desprovisto de guía, el aparato policial habíase convertido en instrumento de sus propios agents pravocateurs.
Este cortocircuito fatal entre lo judicial y lo ejecutivo parece ser característica constante del estado aerodinámico —o del estado que se siente compelido a ser pragmático bajo la presión de la emergencia—. No es desconocido el caso en nuestro tiempo, y hasta en países libres; del político que sirve al mismo tiempo de alborotador de la paz, procurador fiscal, juez, jurado y agencia de detectives. Las dificultades graves comienzan cuando las más altas autoridades van a remolque.
En la Roma de 1616, las resoluciones legislativas procedían del Concilio de Trento: “Debe restringirse a los cerebros petulantes para que no interpreten las Sagradas Escrituras contra la autoridad de la tradición en temas que pertenecen a la fe y a la moral”. Ello iba dirigido esencialmente contra los reformistas fundamentalistas que siempre enrostraban a las autoridades romanas la palabra de la Biblia. La obra de Copérnico había salido a luz por entonces y, sin embargo, ninguna cláusula específica va dirigida contra esa clase de interpretación. (Debe reconocerse que los prelados del Concilio, los abogados, literatos, predicadores y ejecutores en general, para quienes resultaba difícil incluso seguir los argumentos de sus consultores escolásticos, jamás pensaron que las “matemáticas” pudiesen proporcionarles dificultades).
Así, la justicia bien pudo haber abrigado sus dudas. Era “una cuestión conciliar”, como Descartes escribiría más tarde con su frío sentido galo, reconsiderar el problema en su totalidad. En su posición anómala como teólogo principal y máximo ejecutivo, Bellarmino llegó a decidir que era un sencillo asunto de “petulancia”. Hizo componer el asunto, en nombre de la Congregación General, haciendo a un lado lo principal. Cuya cuestión sometió el 19 de febrero a los Calificadores, de quienes recibió el 24 de igual mes la respuesta, eco de sus propias palabras. Un día más tarde, en su calidad de máximo ejecutivo, redactó el decreto de la Congregación General, lo hizo pasar a la del Index, y confió su ejecución al Comisario de la Inquisición.
La responsabilidad histórica, pues, recae exclusivamente sobre Bellarmino. Era un gran jesuita, de pensamiento moderado, dedicado en cuerpo y alma al bienestar de la Iglesia. Si su intelecto hubiese podido abarcar el problema, no cabe duda de que lo hubiera colocado en la agenda del futuro Concilio, y la nueva ciencia habría tenido oportunidad de penetrar en el círculo de la ortodoxia. Todo lo que se necesitaba en realidad en esa época era desalentar las incursiones en el campo teológico, y ello hubiera sido parte de la discreción. Mas el temor y la sospecha hallábanse mucho más cerca de la entrada del asunto y, por lo demás, a Bellarmino no le placía pensar en el próximo Concilio. Era de persuasión anticonciliar. Su impresión era que todo estaba resuelto y lo que se necesitaba en adelante era de recurso administrativo. Nos vemos conducidos de retomo, pues, a la pasividad increíble de los hermanos de Bellarmino en la orden, los matemáticos del Colegio Romano, que al parecer prestaron su voto de obediencia perinde ac si cadaver que los dispensara de toda responsabilidad intelectual, tal vez también de intelecto tout court, de acuerdo con las instrucciones de su general, Acquaviva; porque no existe duda de su buena disposición personal hacia Galileo. Mas aceptaron la misión de meros técnicos del anteojo meridiano. La obediencia, la preocupación por “el escándalo”, habían penetrado hasta los huesos de la orden, de Bellarmino abajo, a tal extremo que los reflejos intelectuales eran cosa muerta[107].
El líder que fracasa en la conducción no tiene que culpar sino a sí mismo si es víctima de la conspiración de sus subordinados. Las explicaciones de la conducta de Bellarmino en términos de prudencia científica y madura consideración no son sino fachada. Dini y Ciámpoli equivocáronse en su confianza; fue Caccini, “el subversivo”, con su astucia de visión, quien acertó. Bellarmino veíase semiinconscientemente atemorizado por un problema que jamás había enfrentado: ¿si la subestructura aristotélica resultara no ser de confianza? El problema iba más allá de su preparación y de sus posibilidades mentales. Llegado a la conclusión de que no era problema en absoluto, recurrió a la policía para una estimación de la situación. La policía dio a Caccini material, bajo el nombre de proposiciones de Galileo, que fueron presentadas, sometidas a proceso, calificadas, resueltas —siempre con el mismo rótulo— condenadas, selladas y expedidas por la Congregación General. Nadie se había tomado jamás la molestia de darles un vistazo.

Capítulo 7
Los años de silencio

Guardaré mi boca con freno, en tanto que el impío venga contra mí. Enmudecí con silencio, calléme aun respecto de lo bueno; y excitóse mi dolor.
SALMO 39.

I

Ocho años transcurrieron en los que “la vida su curso siguió”. Esta antigua frase común continúa siendo apta para describir una actividad que ha perdido su meta definida mientras la naturaleza del protagonista permanece inmutable. La gran obra del progreso había sido dejada de lado, tal vez para siempre; el camino se veía lleno de obstáculos. “Esos tres operadores”, como escribió, “la ignorancia, la malicia y la impiedad” habían triunfado. Pero, luego de las primeras semanas de disgusto y de abatimiento; Galileo estaba de nuevo en la liza.
Hubo frecuentes enfermedades en esos años, un estado reumático doloroso, con complicaciones, que lo molestaba periódicamente. Hubo mucho que pensar en los fundamentos de la mecánica y en profundas cuestiones infinitesimales que llevaron su atención a campos alejados, en los que jamás pensara. Estuvieron también los consuelos de la vida rural en su villa de Bellosguardo, que dominaba a Florencia y la extensión del Arno: el cuidado de las cosechas de aceitunas, la corta y el injerto de las vides, en los cuales Galileo enorgullecíase enormemente de ser experto. Por último, había la agradable compañía de sus amigos literarios.
“Su conversación”, dice Viviani, aunque no llegó a conocerlo sino en sus últimos años, “estaba llena de ingenio, rica en grave sabiduría y penetrantes sentencias. Sus tópicos no eran sólo las ciencias exactas y especulativas sino la música, las letras y la poesía. Dueño de una memoria maravillosa, conocía la mayor parte de Virgilio, Ovidio, Horacio y Séneca; entre los toscanos, casi todo Petrarca, las rimas de Bemi y todos los poemas de Ariosto, su autor favorito”.
Había también, por entonces, Sor María Celeste, cumplidos los diecisiete, que habría de convertirse en presencia mayor en la vida del hombre de edad. En su apasionado amor por el padre, la joven pudo extraer de las visitas y las cartas del mismo, así como del reducido mundo de su convento rústico de Arcetri, los temas para una correspondencia de tan balbuceante frescura y gracia, que pudo haber hecho de ella, si hubiese vivido en condiciones diferentes, una Sévigné italiana[108].
En ése su ambiente, de rustica pobreza, Sor María Celeste había creado una intensa vida propia.
“Ya no me es posible permanecer tranquila sin noticias vuestras”, escribe ella, “tanto por el amor infinito que os profeso como por temor de que este frío repentino, que tan mal os sienta, haya causado el retorno de vuestros dolores usuales y otros padeceres. En consecuencia, envío a propósito al hombre que os lleva esta carta, para saber de vuestro estado y también cuándo esperáis partir para vuestro viaje. He estado atareadísima con las servilletas. Están casi terminadas, pero ahora llega su turno a la colocación de las cenefas y veo que de la clase cuya muestra os envío, se requiere una pieza para cada dos servilletas; ello representará cuatro más. Me placería si pudierais hacérmelas llegar inmediatamente, de modo que pueda enviaros las servilletas antes de vuestra partida, ya que para ello me he apresurado tanto a terminarlas.
”Como no cuento con celda propia, la hermana Diamante me permite gentilmente que comparta la suya, privándose ella de la compañía de su propia hermana en mi favor. Pero el lugar es tan espantosamente frío que, con el estado en que se halla mi cabeza en la actualidad, ignoro cómo quedaré, a menos que podáis ayudarme enviándome un par de esas colgaduras para cama que ahora no necesitaréis. Me placerá saber si podéis prestarme este servicio. Por otra parte, os ruego tengáis la amabilidad de enviarme ese libro vuestro que acaba de ser publicado, para poder leerlo, pues tengo grandes deseos de verlo.
”Esas pocas tortas que os envío las hice unos días atrás, con ánimo de obsequiároslas cuando vinieseis a despediros. Como vuestra partida no está tan próxima como temíamos, las envío antes de que se sequen. La hermana Angela sigue en tratamiento médico y los remedios la mortifican mucho. Yo no me encuentro muy bien pero, acostumbrada a la mala salud, no me apesadumbro mucho, viendo, además, que es la voluntad del Señor enviarme de continuo pequeñas pruebas como ésta. Le doy gracias por todo, rogando que El os procure la mayor dicha.
”P. S. Podéis enviarnos los cuellos que necesiten arreglo”
.[109]

Con el fin de hallarse más cerca de ella, Galileo se mudó con el tiempo a la pequeña villa de Arcetri, que sería su morada definitiva; y pronto comenzó allá a retejer a su alrededor los hilos de la vida familiar rota. El extravío de las cartas del padre representa una pérdida literaria irreparable, pues le refería todo, pero a través de lo reflejado en la correspondencia de ella sabemos de su vida en dicho período más que de ningún otro. “Conservo guardadas todas las cartas que Vuestra Señoría me escribe a diario, que leo y releo con grande deleite, por lo que libro a vuestro juicio si no debería leer a su vez aquellas que os son escritas por tantas personas amables y virtuosas”.
Las cartas de la misma bija nos devuelven los modos y sonidos de la vida rural toscana como casi ninguna otra. La vemos dictando disposiciones a la criada, cuidando la casa y el establo, vigilando la granja. Prepara platos especiales y se los envía por mensajero especial; también le hace conservas, dulces, agua de canela y romero; le remienda la ropa blanca; recoge para él la última rosa decembrina que hay en un rincón del huerto. “Al dedicar mi tiempo”, escribe, “al servicio de Vuestra Señoría, disfruto inmensamente y apenas advierto lo reducido de la existencia de una monja, excepto cuando oigo que Vuestra Señoría se halla enfermo, pues entonces deseo poder vivir en la casa”. Por ella sabemos de sus visitas, sus presentes y atenciones, de cuando él colocó los vidrios en la ventana de su celda para que ella y sus amigas pudiesen disfrutar de luz del día con que trabajar en los meses de invierno. “Ciertamente ésta es tarea más adecuada para un carpintero que para un filósofo”. Vuelve a solicitarle favores más graves, pues lo que a ella le molesta profundamente en el convento no es la pobreza sino el abandono de las autoridades para proveer ayuda espiritual a tales vocaciones inciertas o forzadas como observa a su alrededor, y ruega a su padre que utilice su influencia en la corte para que pueda asignárseles mejores confesores que los que tienen, “más dados a cazar liebres que al cuidado de las almas”.
La actividad epistolar de Galileo en esos años fue inmensa, pues se mantuvo en comunicación permanente con sus discípulos, de fama creciente, y jamás se cansó de ayudar al pensamiento de los mismos en vasta gama de asuntos”. El joven padre Cavalieri había tomado de él el estudio de los infinitesimales, del que vendría luego su Geometría de los Indivisibles. En cuanto a Castelli, había publicado su tratado pionero sobre el Movimiento del Agua y sido nombrado Ingeniero Consultor de Proyectos Hidráulicos. Pero esos Ingenieros Consultores no disfrutaban de altos sueldos entonces. Empujado de arriba abajo, siempre confiado y animoso, escribía desde Roma: “Como pepinos todo el día, puesto que mi bolsa no da lo suficiente para melones, bebo vino frío como un saetín, paso los días de la canícula como puedo y los Maestros me conservan en su favor”. En otra oportunidad fue así: “Este proyecto del lago Trasimeno se hace cada vez mayor con el tiempo. Estoy de agua hasta la barbilla, pero dejaré que quede ahí ‘exclusive’ y el vino dentro ‘inclusive’”.
Un proyecto demorado largamente por Galileo ofrecía lastimosa oportunidad para labor que matase el aburrimiento. Era la confección de las tablas de los satélites de Júpiter y su utilización a modo de cronómetro celeste para medir la longitud, lo que obligaba a mucha observación, mucha repetición de cómputos y un interminable cambio de cartas con los representantes del poder marítimo español, súbitamente interesados en esta posible nueva ayuda para la navegación.
A través de todo ello iba recuperándose. Tal como el buzo que desciende a las profundidades siente que su fuerza se eleva de la quema del oxígeno bajo la presión, así la mente del científico, al retraerse en el aislamiento, ardía con más brillo para sí. Descartados los últimos compromisos y los sueltos ajustes de pensamiento, Galileo parece enfrentar de modo más decisivo las implicaciones totales de su teoría.
Es un tirón inhumano para la mente separarse del mundo instintivo de los sentidos a nuestro alrededor, una “cantidad de cosas tan grande”, pobladas de sustancias familiares que de modo tranquilizador van de un lado para otro, subsistentes en su propio y distinto modo, cual si supiesen cómo… y descubrir, en vez, por doquiera la misteriosa realización de las leyes abstractas; concebir la función matemática determinante de cada punto de ser en una vertiginosa tensión entre lo infinito y lo infinitesimal, donde el intelecto solitario ha de palpar su camino con nuevos instrumentos de análisis rigurosos. Implica una dedicación, un nuevo sentimiento, no sólo de la naturaleza sino de lo divino. Cuando vuelve el momento de expresar, la serena prosa del físico se elevará a enormes alturas, lanzará chispas y crujirá con el poder metafísico que contiene. Pero, por muchos años más aún, el silencio es lo indicado.
Galileo va aprendiendo, lenta y dolorosamente, a adaptarse a un mundo de absurdidez, a crear para sí un lenguaje de ironía ambiguo e inexpugnable, a creer lo que no creía mientras pensaba como pensaba. “Utilizo una máscara, pero por necesidad”, como había escrito Sarpi diez años atrás, “porque sin ella no es posible vivir en Italia”. Sarpi había podido defender aún la soberanía veneciana contra la Curia y por sus esfuerzos fue víctima de puñaladas en una calleja oscura de Venecia. “Reconozco el stilus del Santo Oficio”, había dicho con un torcido retruécano, y se trasladaba ahora de un lugar a otro en una góndola, fuertemente escoltado. Galileo utilizaba una máscara, a su vez, que no era la de la utilidad mundana. Era la del hombre que debe combinar su respeto hecho carne por una institución sagrada y legítima, con su falta de respeto hacia Su juicio y su amargo pesar por las consecuencias de su acción. Sabía —nadie mejor que él— el perjuicio ocasionado por el decreto de 1616. El lento crecer del interés público por la astronomía que, siguiendo la era de descubrimientos geográficos, habíase extendido en la generación precedente de arriba hacia abajo, unido a la nueva idea que los italianos viniéranse formando de la importancia de la ciencia natural, acababa de llegar a un punto en que se hallaba pronto a abrirse en flor. La teoría heliocéntrica, bajo su antiguo nombre de filosofía pitagórica, se había vuelto propiedad común natural a la par que interés común; una expectación incierta pero excitante se manifestó desde muchos ángulos, en espera del líder abundantemente dotado de que era ejemplo Galileo, para desarrollarse en un gran movimiento científico. El decreto de la Inquisición había puesto punto final a todo ello. La maleza ardiente que era el “galileísmo” habíase extinguido, pero volviéndose tranquilamente hacia otros intereses más convencionales. El hombre entrado en años sentíase sobreviviente rodeado de inútil y estéril respeto.
Ello sin que hubiera perdido la esperanza última. Las prohibiciones van y vienen y supo de esta cose como tan alejada de la práctica establecida y del sentido común que no podría durar mucho.
La prohibición en sí misma era cosa antigua y razonable, el guardián del dogma. Aplicábase a sanciones, a la “elección” personal, a los credos dogmáticos (hairesis) y, por sobre todo, a los argumentos instrumentales, asuntos de política… en una palabra, a todas las expresiones que cubrieran una intención. Suponiendo que al padre Olivieri se le hubiera ordenado el abandono de las argucias legales que hemos reproducido tan laboriosamente en la página 114, no podría haber protestado ni aún en su conciencia. Babia preparado un sofisma, que se vio no era útil como instrumento; que inventase otro.
Existía aquí una dificultad semántica entre lo nuevo y lo antiguo. Para hombres de vieja persuasión, como Galileo, el nuevo término jesuita de “ciega obediencia” no significaba nada que fuera ortodoxo, y ese sentimiento era compartido por muchos del clero secular y regular. La idea de transferir la obediencia a lo intelectual era algo totalmente nuevo en verdad; porque se interpretaba que el dogma era de fe, desde el principio hasta el fin, y que, por el contrario, el intelecto hallábase limitado por sus leyes propias. ¿Quién había oído jamás que nuestra mente, creada libre, habría de someterse pasivamente a las decisiones de un comité de incompetentes? “Estas”, escribió más tarde Galileo, y debe haberlo repetido innúmeras veces entre sus amigos durante esos años, “éstas son las innovaciones que están llamadas a conducir a la subversión de los estados y a la ruina de las comunidades”.
De esa misma certitud brotaba su esperanza indomable. No habían transcurrido dos años aún cuando Galileo dióse a sondear con precaución el terreno. En 1618, como el archiduque Leopoldo de Austria le solicitara algún trabajo de su pluma, se aventuró a enviarle su escrito más arriesgado (el memorándum preparado dos años atrás para el joven cardenal Orsini), acompañado de la siguiente carta:

Con la presente os envío un tratado sobre las causas de les mareas, escrito en la época en que los teólogos pensaban en el prohibición del libro de Copérnico y de le doctrine enunciada en el mismo, que yo sostuve que era cierta, hasta que plugo a esos caballeros prohibir le obra y expresar su opinión de que era falsa y contraria a les Escrituras. Ahora, conociendo como conozco que comporta a nosotros obedecer la decisión de las autoridades y creer en ellas, puesto que están guiadas por una visión superior a cualquiera que pueda alcanzar mi mente humilde, considero que este tratado que os envío no constituye sino uno presunción poética, o un sueño, y deseo que Vuestra Alteza pueda tomarlo como tal, tonto más cuanto se bese en el doble movimiento de la Tierra y contiene, en verdad, uno de los argumentos por mi presentados en confirmación de ello.
Pero hasta los poetas asignan un valor a una u otra de sus fantasías y lo mismo asigno yo también algún valor a esta fantasía mía… He enviado igualmente copias a algunos personajes exaltados, con el fin de que si alguien no perteneciente a nuestra Iglesia tratare de apropiarse de mi curiosa fantasía, como ha sido el caso con muchos de mis descubrimientos, tales personajes, fuera del alcance de toda sospecha, puedan ser testigos de que fui el primero en soñar esta quimera. Lo que ahora envío no es sino cosa fugitiva, escrita de manera apresurada y con la esperanza de que la obra de Copérnico no fuese condenada como errónea ochenta años después de su publicación… Pero una voz del cielo me agitó y disipó todas mis confusas y enmarañadas fantasías en la niebla. En consecuencia, quiera Vuestra Alteza graciosamente aceptarla, mal pergeñada como está. Y si la divina gracia concede alguna vez que yo pueda hallarme en situación de esforzarme un poco más, Vuestra Alteza puede esperar algo más sólido y real de mi parte.
No cabe equivocarse en cuanto a la despectiva ironía de estas palabras. Su verdadero significado se hace explícito cuando encontramos los mismos términos “fantasía”, “paradoja” y “vana quimera” diez años después en calidad de cláusula de reserva al final del Diálogo, mas esta vez con todo el impacto de la prueba copernicana detrás.
 

II

Los cielos mismos parecían no dejar el asunto en paz, pues la atención del mundo vióse pronto sacudida por los cometas de 1618, uno de los cuales ha permanecido en el recuerdo del hombre como la impresión más grande. Siendo, como fue, al comienzo de la guerra de los treinta años, no podía parecer sino del modo más justificable cual portento de la cólera divina. Los príncipes quedaron atemorizados, público fue el alboroto y los especialistas en apocalipsis anunciaron un nuevo fin del mundo. De los innumerables escritos que originó, el único sobreviviente es el intitulado Pensamientos sobre el Cometa, obra de Pierre Bayle (escrito en relación con éste, mas publicado en oportunidad del cometa de 1680). Mucho más modesto, y en verdad sin importancia, fue un discurso pronunciado en el Colegio Romano, ante gran concurrencia de público, por un culto jesuita, el padre Horacio Grassi. Pero al leerlo Galileo, su temperamento comenzó a agitarse. No hay gentileza mal situada en las anotaciones marginales de su copia. Los expletivos de por sí bastarían para formar un vocabulario de buenos insultos toscanos: pezzo d’asinaccio, elefantissimo, bufolaccio, villan poltrone, balordoris, barattieri, poveraccio, ingratissimo villano, ridiccoloso, sfasciato, inurbano. ¡Conque estas focas amaestradas que se mantuvieron en sus agujeros en época de crisis estaban ahora gozándose contra él y haciendo otra vez de oráculo! No había sino que dar un vistazo al Discurso de Grassi para advertir que el buen hombre no conocía ni siquiera el modo de actuar del telescopio, aunque desplegaba su uso de manera tan complaciente. Pero aun antes de mirar el discurso, Galileo sabía bien que el autor no había hecho su aparición en el escenario entre aplausos para traer nuevas ideas, sino simplemente para introducir otro clavo, como él pensaba, en el ataúd del copernicanismo, bien seguro esta vez de que el hombre de Florencia (quello di Firenze, como lo llamaban), no estaba en condiciones de contestar.
Conmovido por la cólera impotente de su amigo, Mario Guiducci, “cónsul” de la Academia Florentina, brindóse para escribir él mismo la respuesta.
Los cometas y las nuevas estrellas han fascinado siempre la mente que cree en un orden milagrosamente mágico de las cosas. Son las regularidades, más bien, lo que se ha tomado como, cosa hecha, hasta el advenimiento de la especulación científica. Parece bastante natural que el cielo dé vueltas y que el Sol salga cada mañana, pero un cometa en el firmamento supone un portento de vasto significado. De manera conversa, para la mente científica que había venido trabajando desde los griegos, la eterna armonía y la periodicidad son el verdadero e imponente portento de un designio superior, y los acontecimientos irregulares representan un problema turbador. La explicación aceptada por el sabio desde Aristóteles había sido que los cometas representan exhalaciones de los vapores de la Tierra, que se elevan por encima de la esfera de fuego. Esto mantiene su conducta caprichosa alejada de la armonía de los astros. Pero Tycho había demostrado, con sus mediciones del cometa de 1577, que deben ser más altos que la Luna, y que poseen, además, una órbita de suerte algo extraña. Kepler, por otra parte, había pensando en la posibilidad de demostrar que el sendero era rectilíneo. Lo que el padre Gressi sugería ahora era un acuerdo. Conforme con que el cometa estuviera en el firmamento, pero, según la distinción aristotélica entre materia terrestre y materia celeste, ese sendero debía ser circular.
En cuanto a Galileo, se halló frente a todo el mundo, pues sostenía que los cometas no eran sino ilusiones ópticas producidas por los vapores de la Tierra. Esto era sin duda equivocado, pero existían serias razones para su teoría. En materia de nuevas estrellas habíase declarado totalmente en favor de los descubrimientos de Tycho y de Kepler, que situaban las nuevas estrellas en el firmamento, lo que era para él, lo mismo que para Kepler, manera excelente de demostrar que los cielos no eran fijos ni inalterables. Pero las nuevas estrellas eran lo suficientemente serviciales como para permanecer fijas, a modo de resplandores en el firmamento, en tanto Tycho había demostrado que los cometes poseían senderos por completo extraviados desde el punto de vista de Copérnico. Algunos eran hasta retrógrados. Con el tiempo, Newton podría convertir al cometa Hatley en triunfo del nuevo sistema. Pero Newton no había nacido aún; y Galileo contaba con razones propias para creer que los senderos circulares eran los únicos físicamente posibles en el espacio exterior, aunque lo mejor ere tratar de probar que los cometas no pertenecían al cielo en absoluto sino que eran efectos ópticos de la atmósfera. Vino de fijo ex parte, mas a pesar de ello era un sensible esfuerzo a la manera de los presocráticos para extender la física a los cielos, y bien digno de probarse. En verdad, la conexión por él inferida entre la cola de los cometas y los rayos solares resultó ser substancialmente correcta. La verdadera dificultad de su posición es que rompió la vieja alianza con Kepler, el mejor astrónomo de los dos, y consiguió para Galileo la clase de respaldo inadecuado de la astronomía.
En contraste, la opinión de Grassi puede parecer más cerca de la verdad, mas tan sólo en apariencia. Pudo ser un compromiso y lo fue simplemente político. Hemos visto cómo el sistema de Tycho había sido impuesto en el Vaticano como proveedor de la desviación más oportuna del problema copernicano; lo que hacía Grassi no era sino mezclar a Tycho y a Aristóteles, por mitades, para proporcionar una versión más a la moda del viejo brebaje. En cuanto a las razones científicas, permanecieron tan rezagadas que Grassi se valió del telescopio, el medio por entonces disponible para llegar a nuevas conclusiones, de modo que no tenía sentido. Asumió que el aumento del telescopio era en proporción inversa a la distancia y de ahí que pudiera probar la enorme distancia del cometa por la reducida diferencia que encontró entre las imágenes telescópica y visual.
Galileo no estaba sino demasiado bien al tanto de lo que intentaba Grassi. Pero, a través de sus notas marginales, vemos cómo su cólera iba volviéndose gradualmente risita entre dientes. Esos caballeros, al parecer, continuaban trabajando bajo la impresión de que los problemas físicos podían resolverse con un ejercicio escolástico de retórica, ornado con citas adecuadas. Bien: podía preguntarles algunas cosas acerca de su física.
El Discurso sobre los Cometas salió a la luz pública en junio de 1619, firmado por Guiducci, mas sin que sea imposible dejar de ver las manos que hay detrás. Mucho aplauso y comentario favorable lo acogió en Roma, pues el Discurso mostraba un Galileo dispuesto a proseguir sus contribuciones a la ciencia, a la vez que ejercía su ingenuidad sobre temas aceptables. Su viejo amigo, el cardenal Matteo Barberini, como si le rogase el olvido de la amargura relacionada con el decreto de prohibición, le envió un poema latino en su honor, titulado Adulatio perniciosa (Adulación peligrosa). Pero Ciampoli le escribió que los jesuitas hallábanse “muy ofendidos y preparándose para retribuir”. En verdad no había transcurrido un año cuando Grassi salió con una disertación en latín, Libra, bajo el anagrama Lothario Sarsi Sigensano. Como no había sido atacado personalmente, le fue imposible contestar por sí mismo. Pero nada de interpretar mal tampoco su intención. Guiducci, defensor de la elevación vertical del sendero del cometa, producto de los vapores terráqueos, había admitido discretamente que debería descubrirse “otra causa”, con el fin de explicar su defección hacia el norte. “Sarsi”, luego de más de una ligera observación, llega a hacer un alto ante esta admisión:
¿Qué es este temor abierto e imprevisto en un espíritu nada tímido que le impide expresar la palabra que existe en su mente? No puedo, adivinarlo. ¿Es ésta otra moción que podría explicarlo todo y que no se atreve a discutir… se trata del cometa o de algo más? No puede ser el movimiento de los círculos, puesto que para Galileo no existen los círculos tolemaicos. Me imagino escuchar una voz reducida que musita discretamente en mi oído: el movimiento de la Tierra. ¡Coloca a mi espalda tu perniciosa palabra, ofensiva a la verdad y a los oídos piadosos! ¡De seguro era prudencia hablar con aliento comprimido! Porque si en verdad así fuere, no quedaría nada de una opinión que no puede apoyarse sino sobre esta base falsa… Pero, por lo demás, Galileo no tenía tales ideas, pues no lo he conocido sino pío y religioso.
Al leer tan desagradables provocaciones, Galileo (Jebe de haber experimentado su necedad al dejarse arrastrar a tales disputas. Pudo haber conocido sus motivos, preguntándose a sí mismo. La amargura largo tiempo contenida, había encontrado una salida. Pero si ellos lo consideraban ya muerto y sepultado, ya iban a ver. No existía decreto que prohibiese desenmascarar a un asno. “Sarsi” lo tuvo inmediatamente. Hasta sus amigos más ansiosos reconocieron que debía avanzar en persona para vindicar el honor de la ciencia y proteger a Giuducci, Cesi y Ciámpoli aconsejáronle en forma de carta abierta. Cesarini, íntimo de los jesuitas, mostróse dispuesto a ser el receptor. Pero Stelluti, otro de los amigos linces, escribió como sigue: “Ponerse frente a los padres significará no ver el final del asunto, porque son muchos y en condiciones de enfrentar al mundo entero, y aunque estén equivocados nadie lo reconocerá”. De acuerdo, dijo Galileo, los jesuitas quedarían fuera. Pero he ahí un pelele, ese “Lothario Sarsi” con domicilio desconocido; apedrearía al espantajo con tomates y huevos podridos.
Empero, eran tiempos de dificultades. Su protector, Cosimo II, acababa de morir (1620). El favor de un príncipe de fuerte ánimo, que le había ayudado invariablemente, fue reemplazado por el más incierto de la Gran Duquesa Viuda, mujer muy piadosa, que asumió la regencia hasta la mayor edad del joven Fernando II. Estaba también la marcha de los acontecimientos en Roma. El Colegio de la Propaganda Fide estaba siendo organizado para la conquista de la fe de lejanos continentes, que despinzaría a las pérdidas ocasionadas por el protestantismo en Europa; y con ello había entrado en su carrera el vocablo “propaganda”. Los jesuitas ganaban en ascendencia, a pesar de la muerte de Bellarmino, acaecida en 1621; Loyola y Javier se enrolaban entre los santos.
Trabado y amordazado, vigilado por malévolo recelo en todos sus movimientos sospechosos en todo sentido (Caccini había retornado e iniciado de nuevo sus persecuciones), rodeado de achaques, apremiado por las esperanzas y cóleras de Florencia, Galileo tenía que proceder con sumo cuidado y deliberación. Tan sólo algunos años más tarde pudo decir a sus amigos que la respuesta se hallaba camino de las prensas.
 

III

De súbito, en agosto de 1623, la noticia vino a estallar cual hermosa luz de Bengala en la terrible negrura: Matteo Barberini había sido elegido Papa. Hubo regocijo en Florencia. Después de Pablo V, anciano sombrío y de carácter salvaje, el breve reinado de Gregorio XV no había proporcionado sino leve mejora. Pero Matteo Barberini, o más bien Urbano VIII, como se llamaba ya, era amigo de las artes y componente de la Academia de los Linces. Todo el mundo recordaba que, tan sólo tres años antes, tras el Discurso sobre los. Cometas, había escrito su Adulatio Perniciooa en honor de Galileo, como si fuera para recordarle que, aún durante la crisis de 1616, siempre había defendido a la nueva ciencia[110]. Ahora que no tendría que seguir dedicado a un juego político oculto en la Curia, se sospechaba, sus verdaderas inclinaciones no podían dejar de ser conocidas. Felices presagios lo confirmaron: Cesarini fue nombrado Maestrecámara y Ciámpoli confirmado en su recientemente ganado puesto de Secretario de los Breves, equivalente a la secretaría privada en el sistema británico. “Tengo plena confianza”, anuncia Rinuccini, “en que éste será el papado de los virtuosi”.
Ciámpoli escribió a Galileo: “Aquí se experimenta un gran deseo por conocer alguna nueva producción de vuestro pensamiento; si os decidís a someter a la imprenta esas ideas que seguís abrigando en vuestra mente, tengo la certeza de que serían sumamente aceptables para Su Santidad, que jamás cesa de admirar vuestra eminencia en todo y conserva su afecto hacia vuestra persona. No debierais privar al mundo de vuestras producciones mientras haya tiempo para ellas, y servíos recordar que soy vuestro como siempre”.
Cuando el príncipe Cesi se hizo presente para felicitarlo por su ascensión, el Papa Urbano lo interrumpió con viveza y ansiedad: “¿Vendrá Galileo? ¿Cuándo estará con nosotros?”.
Se muere por venir, Su Santidad.
El científico, por su parte, escribió a Cesi: “Estoy dando vueltas en mi cerebro a proyectos de cierta importancia para la república de las letras, y tal vez jamás pueda esperar tan maravillosa combinación de circunstancias que aseguren su éxito”.
Pero se tomó tiempo, ante el deseo de efectuar su rentrée en forma.
Para fines de octubre salió la tan ansiada respuesta a Grassi, eh Roma. Fue el Saggiatore (ensayador) y reconocida pronta y unánimemente por lo que era la obra maestra de la prosa polemista italiana. Galileo había escrito sus Providenciales. Como en el caso de Pascal, el argumento no era meticulosamente correcto, pero dejó clavado al adversario en el poste. El ingenio brillante y la ironía destructora reemplazaron a las armas que habían sido prohibidas. En una incursión tranquila y al parecer impersonal por el ancho —demasiado ancho— campo de las expresiones y referencias de “Sarsi”, Galileo prosiguió su labor sobre la erudición ñoña y el prejuicio académico, produciendo lo que ha permanecido en la historia como breviario del método científico.
Lo que quedó de los argumentos de Lothario Sarsi no fue gran cosa. Daremos un breve resumen de esa polémica. Ha sido citada con frecuencia, pero nada pierde con su repetición:
No puedo evitar maravillarme de que Sersi persiste en probarme, a través de autoridades, lo que en cualquier momento puedo llevar a le prueba del experimento… Si discutir un problema difícil fuese como el llevar un peso, dado que varios caballos llevarán más sacos de trigo que uno solo, convendría en que muchos razonadores serán más útiles que uno. Mas discutir es igual que correr y no como transportar, y un cazador correrá por si solo más que un centenar de caballos de tiro. Cuando Sarsi presenta tal cantidad de autores, no me parece que refuerza sus propias conclusiones lo más mínimo, sino que ennoblece la causa del señor Mario y la mia propia, al demostrar que razonemos mejor que muchos hombres de reconocida reputación. Si Sarsi insiste en que yo cree, en base e Suides[111], que los babilonios cocían huevos arrojándolos velozmente con una honda, lo creeré; pero debo manifestar que la causa de dicho efecto es muy remota de aquella a que es atribuido, y para encontrar la verdadera causa razonará como sigue. Si un efecto no se obtiene, que fue obtenido por otros, es porque en nuestro experimento falta algo que proporcionó éxito anteriormente; y si sólo nos falta une cose, ésa será la verdadera causa. Ahora bien, tenemos hombres fuertes que tiren con honda los huevos, y a pesar de ello no quedan cocidos; por otra parte, si estaban calientes al principio, se enfriarán con mayor rapidez; y puesto que nada nos falta sino los babilonios, se deduce que los babilonios son la verdadera causa de que los huevos resultaron cocidos y no la fricción del aire, que es lo que deseo probar[112]. ¿Es posible que al viajar en posta no se haya percatado Sarsi de que la frialdad producida en el rostro es ocasionada por el continuo cambio del aire? Y si la ha sentido, ¿confiará antes en la relación hecha por otros de lo realizado dos mil años atrás en Babilonia que en lo que puede comprobar al instante y en su propia persona? Yo, al menos, no seré tan intencionadamente equivocado y tan desagradecido de Dios y de la naturaleza que, habiendo sido dotado de lógica y de sentido, diera de mi voluntad menos crédito a tan grandes dones que a las falacias de un semejante, y creyese a ciegas todo lo que oigo y trocase la libertad de mi intelecto por la esclavitud para con quien está tan sujeto a error como yo.
En cuanto a las teorías astronómicas del Sarsi de Grassi, no eran mejor que las físicas:
Y de esta manera, ambos, Sarsi y yo, hemos gastado mucho tiempo y no menos palabras en investigar si la concavidad sólida de la órbita lunar (que no existe), al moverse en un círculo (que tampoco lo hizo) arrastra consigo el elemento de fuego (si por ventura existe); y, de esa mañera, las exhalaciones que a su vez encienden la materia del cometa, que no sabemos si realmente se halla en ese lugar, pero sí muy bien que no es de la clase de material que arde…
Grassi fue pulverizado ante el público y retiróse para alimentar su resentimiento. Los jesuitas le ordenaron que permaneciese callado desde entonces y no contestase. Lo cual hizo no sin gran sentimiento de encono, pues Grassi no había hecho sino hacer sentir la opinión aceptada de los astrónomos jesuitas.

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Giovanni Ciampoli. Este retrato por Ottavio Leoni fue realizado en 1627, en el pináculo de la carrera de Ciampoli, cuando era Secretario de Urbano VIII, y cinco años antes de su caída.

Imaginaban que esa combinación podría subsistir en forma permanente, pues habíaselos enseñado a utilizar la inteligencia normal en las cosas humanas, y en los problemas de la naturaleza la de los artistas de circo; porque a eso equivalía su elocuencia frente a la realidad no persuadible. Mas esta vez había sido concedida la derrota. Galileo había realizado su retorno y estaba otra vez firmemente establecido en el centro de la escena literaria.

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Urbano VIII, el año de su ascensión al trono pontificio

El en sí no era descrédito para la orden. Había trazado los planos para la iglesia de San Ignacio de Roma y hasta propuesto, según Leonardo da Vinci, la construcción de una embarcación submarina de su propio dibujo. Sus faltas no eran sino las de sus compañeros de la orden. Habían aprendido la geometría de sus geómetras, ingeniería de sus ingenieros… y su física de sus retóricos.

Capítulo 8
Urbano VIII

Habitués del espejo, lectores famosos, se enamoran de personajes históricos, de la reina desgraciada o del joven y simpático ayudante de un gran detective; y aun tal vez de la voz del locutor de una emisora extranjera que no puede ser identificada jamás… ¿Por qué no salimos juntos el próximo domingo; digamos, casualmente, a un bosque: Supongo que advierte que toca las palabras que manejan la eternidad!"
W. H. AUDEN, “Los Oradores”.

I

A fines de abril de 1624, al cabo de un viaje sin apresuramiento y de una permanencia de dos semanas con Cesi en su castillo de Acquasparte, Galileo llegó a Roma. Llevaba consigo tina novedad deliciosa, el primer microscopio (lo bautizó simplemente occchialino), con el que podía verse toda suerte de “cosas horribles” que se movían en una gota de agua. Fue recibido por el Papa con “infinitas demostraciones de afecto” y en el transcurso de seis semanas mantuvo con él otras tantas largas conversaciones. Muy pronto, empero, advirtió que no iba a ir muy lejos. Ya no hablaba a Matteo Barberini sino a Urbano VIII.
El mismo Urbano experimentaba, con algo de razón, ser de la materia de que estaban hechos los grandes Papas del Renacimiento. En ese período crítico del comienzo de la Guerra de los Treinta Años, cuando el sino de la Reforma pendía aún de la balanza, proyectaba una gran campaña política que cambiase el equilibrio de Europa. Poder y esplendor sería su divisa. Al serle mostrado los monumentos de mármol de sus antecesores, dijo que “erigiría otros de hierro para sí mismo”. Las fortalezas de las fronteras del norte, el nuevo parapeto de Castel Sant’Angelo, la flamante fábrica de armas de Tívoli, la ocupación por el armería del Vaticano del local de la antigua biblioteca (donde técnicos traídos del extranjero fundieron cañones para las fortalezas con los viejos bronces romanos del Panteón), y, finalmente, el costoso puerto de Civitavecchia… todos fueron símbolos manifiestos del deseo de Urbano VIII de volver a establecer el poder pontifical como viceregencia de Cristo con la espada de doble filo del mundo.
Urbano VIII no era noble feudal ni compartía sus sueños medievales. Procedía de una familia florentina de príncipes comerciantes que, como los Chigi y los Medici, habían entrado en la aristocracia tan sólo unas generaciones atrás. Florentino de nacimiento, dotado de talento, ingenioso, agudo y realista, había disfrazado su ambición mientras era aún prelado con las formas dignas de las realizaciones literarias, competencia legal y cuidadosa conducta. Una vez en el poder, su orgullo latente y su vanidad estallaron sin restricción y junto con ellos su temperamento natural, pronto a la cólera y a la sospecha[113].
Jamás dejaba de sentir en forma adecuada su capacidad. Ignoraba las constituciones antiguas porque “las frases de un Papa vivo valen más que les decretos de cien papas muertos”. Al ser informado de que los notables deseaban erigirle un monumento, como era costumbre solamente después del fallecimiento de los papas, contestó: “Que lo hagan. Tampoco soy uno de esos papas comunes”.
Le gustaba el lado teatral de la producción barroca, el ajetreo de los proyectos de ingeniería, y sus propias contribuciones ornamentadas a la poesía latina en verso hexámetro y sáfico. Hemos visto que había escrito una oda a Galileo, “Adulación Peligrosa”. Pero en lo que atañe a las verdaderas ideas de la ciencia tenía tan escasa comprensión como en cuanto a las auténticas fuerzas que agitaban a su alrededor la Europa devastada por las guerras. Toda su concepción política y su plan maestro era totalmente convencional: cómo uncir el poder a su carro al mismo tiempo que aumentar sus dominios. En esos mismos días de abril de 1624, el cardenal Richelieu, aún oscura figura política, estaba preparándose para entrar en el Consejo del rey. En setiembre, Urbano se vio frente al más completo desafío con el ultimátum para demoler los fuertes papales de la Valtelline. Era un nuevo punto de partida en la lucha entre naciones modernas que se alzaban, y formidables contrincantes que realizarían el juego destructivo de la Guerra de los Treinta Años, para la total frustración del poder teocrático.
Pero en esos días Urbano soñaba aún con el éxito espectacular. Era la mañana de su reinado, una mañana plena de magnificencia y confianza. En medio del tumulto de los asuntos de Estado, tenía tiempo para sus prolongadas audiencias con Galileo.
Lo que tuvo lugar en tales audiencias quedará para siempre motivo de especulación. Pero a través de informes diseminados podemos inferir que la conversación fue más o menos así. Al ser abundantemente cumplimentado del Saggiatore y oír del papa mismo que lo había leído en voz alta en la mesa, Galileo despreció el mérito de tan débiles incursiones sobre un tema limitado por fuerza, ante lo cual el pontífice expresó su deseo de que saliese de su pluma mágica más de esas incomparables creaciones. A ello contestó con gran tacto Galileo aludiendo a la malicia de sus enemigos y las numerosas desventajas con que trabajaba, por lo que el papa volvió a asegurarle que, si continuaba siendo hijo obediente de la Santa Iglesia, como había demostrado hasta entonces, sus enemigos ladrarían en vano. El Sistema de las Escuelas, en manos inteligentes, nada debía temer de la nueva ciencia, pues hallábase afirmado sobre evidencia natural. Y el papa pudo demostrarlo con toda facilidad. Se extendió sobre el particular[114]. La campaña contra Galileo era en realidad alarma nacida de la incompetencia de determinada gente que usurpaba los privilegios del estudioso, la cual sería refrenada.
Frustrado, pues, en su primer intento, el científico dióse a pensar en la presión indirecta. Algún tiempo después, el cardenal Hohenzollern, en su audiencia de despedida, sintióse movido a exponer al papa las dificultades con que tropezaba para convertir a los nobles alemanes, que fueron disgustados con la prohibición de 1616. El Santo Padre mostróse interesado, pero observó que la Iglesia no había condenado ni condenaría la doctrina de Copérnico como hereje, sino solamente como temeraria, y que no existía posibilidad de que jamás se la probara equivocada, por ser imposible una prueba convincente[115]. Podemos advertir que la manifestación de hecho era menos que exacta porque, en primer término, la Congregación del Index no es “la Iglesia”, y, en segundo, había declarado la opinión falsa, no temeraria; en tercer término, sus Calificadores habían especificado reservadamente que era “necia y absurda, filosóficamente, y formalmente herética”.
Sea como fuere, el papa pudo haber hecho corregir o revocar la decisión, aun sin pronunciarse ex cathedra por vez primera sobre el asunto. No hizo ninguna de ambas cosas. Atenuó en cierto modo el contenido, al mismo tiempo que lo confirmaba como precedente jurídico. Habíase perdido el objetivo principal, pero esas observaciones dejan una ligera abertura.
En sus contactos, Galileo “había comenzado a descubrir nueva tierra”, como escribió. A través de otras alusiones, para referirse a que los prelados con quienes consultó (Cobelluzzi, Barberini, Borghese) estuvieron contestes en que hubo demasiado alboroto acerca del asunto, que era cuestión puramente jurídica y que el decreto no podía ser revisado por razones de prestigio, aunque todo el mundo podía continuar siendo tan copernicano como deseare, siempre que no produjese escándalo y se adaptase[116]. La jerarquía romana sabía demasiado para no fomentar en los demás un conformismo mundano y escéptico.
Fortalecido con tales opiniones, Galileo volvió a tocar el tema en las próximas audiciones. Se condujo bien a través del mutuo deplorar la declinación de buenos escritos y la observación de que un gran número de maravillosas presunciones y efectos de la naturaleza esperaban aún ser tratados, aunque sólo fuese para deleite del ánimo si había interpretado correctamente el decreto al leer que estaba permitida aún la discusión libre sobre hipótesis naturales. Se le aseguró que tal era el espíritu del decreto, como todos debieran saber; no restringir la mente en cuanto a ingeniosas conjeturas sino impedir la deducción de equivocadas conclusiones filosóficas. Nos mismo, elijo el papa, hemos defendido válidamente a Copérnico en 1616 y hemos hecho notar que sería exponer a la Iglesia al ridículo de los heréticos si el mismo hombre que tan valiosa contribución aportó a la misma con la reforma del calendario, realizada por intermedio del papa Gregorio, fuese declarado de pensamiento herético[117]. En tanto durase su reinado, aseguró el pontífice, la memoria de Copérnico nada tendría que temer. La Iglesia conocía muy bien la prudencia requerida en este asunto de la interpretación de las Escrituras. De seguro, no era su intención cortar al señor Galileo las alas de sus sutiles especulaciones y admirables descubrimientos, ornamento de la verdadera fe, y podían a su vez conducir a notables adelantos en la ingeniería, siempre que se tuviese la seguridad de que iba a dejar en paz a la teología.
Pero, por otra parte, apresuróse a decir Galileo, antes de que el Papa reabordase el tema de los amigos ausentes, el decreto debió haber sido mal interpretado por muchos, pues murmurábase, sin duda por mal informados en el país y por socarrones en el extranjero, que había sido obra de consultantes mal informados[118]. Tonterías, dijo el Papa, pues nos mismo tuvimos parte en ello. Hubo, pues, elevadas razones. Mas fue, ciertamente, una necesidad lamentabilísima. Entonces, adujo Galileo, ¿no sería beneficiosa para la verdadera fe si las numerosas razones a favor y en contra pudieran ser probadas con gran cuidado y desapasionadamente, para demostrar que el problema, examinado con madurez, necesitaba una resolución superior? Según convino el Papa, tal sería una buena idea. Probar que todo lo que el hombre es capaz de inventar en su ingenuidad en materia del firmamento no podía conducir a manifestaciones definitivas, era de beneficio para todo el auditorio. Que el señor Galileo pesare las teorías con esa exquisita balanza de escrúpulos con que ha querido probar la verdad y demostrare otra vez que "no hemos de descubrir la labor de Sus manos”.
Mejor aún, sugirió Galileo, suponiendo que se tomare la siguiente línea, lo que se le había ocurrido mientras escribía una presunción poética, que Su Santidad acaso recordara de años atrás, una curiosa fantasía sobre el flujo y reflujo de los mares, a la que era muy afecto, y posiblemente fuera muy apreciada por ciertos extranjeros que la tomaron como propia; suponiendo que pudiera presentarse prueba de que la teoría pitagórica se había impuesto como físicamente necesaria, si no metafísicamente…
Urbano VIII lo cortó con una pequeña conferencia[119]: “Permitidnos que os recordemos algo que Nos tuvimos ocasión de deciros muchos años ha, hablando de filósofo a filósofo; y, si Nos recordamos, no os mostrasteis dispuesto a ofrecernos ninguna refutación definida.
“Concedamos que todas vuestras demostraciones son válidas y que es del todo posible que las cosas permanezcan como decís. Pero decidnos, ¿sostenéis realmente que Dios no pudo haber deseado o sabido cómo mover los cielos y los astros de alguna otra manera? Nos suponemos que contestaréis que “Sí”, porque no vemos que pueda hacerse en contrario. Muy bien, entonces, si deseáis ahorraros vuestro alegato, tendríais que probarnos que si los movimientos celestes se realizasen de manera distinta a la que sugerís, ello implicaría una contradicción lógica en algún punto, puesto que Dios en Su poder infinito puede hacer algo que no implique contradicción. ¿Estáis preparado para probar hasta ese extremo? ¿No? Entonces tendréis que concedernos que Dios puede concebiblemente haber dispuesto las cosas de manera distinta y sin producir, empero, los efectos que observamos. Y si existe semejante posibilidad, que aun podría conservar en su verdad virtual los dichos de las Escrituras, no toca a mortales como nosotros el intento de obligar a que las sagradas palabras expresen lo que a nosotros nos parece que es la situación, contemplada desde aquí.
“¿Tenéis algo que objetar? Nos place ver que sois de la misma opinión que Nos. En verdad, como buen católico, ¿cómo podríais sostener otra? Hablar de otro modo que no sea hipotéticamente sobre el tema equivaldría a constreñir el poder infinito de Dios y Su sabiduría dentro de los límites de vuestras ideas personales (fantasie particolari). No podéis decir que es la única manera en que Dios podría haberlo realizado, ya que hay muchas, y por ventura infinitas que Él puede haber pensado y que son inaccesibles para nuestras mentes limitadas[120]. Nos confiamos ahora en que comprenderéis nuestro significado al deciros que no toquéis la teología”.
Fue solamente entonces, con toda probabilidad, cuando Galileo advirtió la medida del abismo que separaba su pensamiento del de Urbano; porque sus últimas palabras, tomadas en serio, habrían implicado que toda investigación de la naturaleza estaba llamada a conducir a nada. Podía haber objetado, como hace en el Diálogo: “Sin duda que Dios pudo haber creado las aves para que volasen con sus huesos de oro macizo y las venas llenas de mercurio, con su carne más pesada que el plomo y con alas excesivamente pequeñas. Pero no lo hizo, lo cual debe demostrar algo. Es solamente con el fin de escudar vuestra ignorancia por lo que ponéis al Señor a cada vuelta en el refugio de un milagro”[121].
Mas, como no era momento para discutir, se mantuvo tranquilo. Debe haber estado ya bien familiarizado con este tipo de argumento y sabiendo cuán difícil era hacerle frente. Desde el punto de vista de la filosofía de la Iglesia, era una doctrina sana y ortodoxa. Robert Grosseteste había proporcionado la parte epistemológica de la misma allá en el siglo XIII. Tomada en su nivel pragmático, no equivalía a mucho, puesto que permitía, sin permitirlo, avanzar a la ciencia, a condición de que no condujese a nada. A pesar de toda su simpatía literaria, el papa veíase imposibilitado por completo de asir las implicaciones del nuevo pensamiento. Humanista del siglo XVI, adiestrado por jesuitas en principios peripatéticos, Urbano vivía en un mundo de formas significativas y motivos apasionados, múltiple y variado, con muchos nombres maravillosos y cualidades, apto para el erudito discurso; la paradoja de la física matemática, el puente arrojado directamente desde la extrema abstracción de la geometría a la materia monótona básica definida tan sólo por la masa y la medida, quedaban más allá de concepción. Las “nuevas conclusiones naturales”, según su modo de sentir, tenían su lugar adecuado en el enriquecimiento del mundo y no en la reducción de su espacio geométrico.
Es ahí donde su pensamiento se hallaba apoyado por los grandes planes del Renacimiento y su esperanza en armonías desconocidas. “No existe nada increíble”, había dicho Marsilio Ficino. “Para Dios, todo es posible y nada imposible. Existen innúmeras posibilidades que negamos porque no las conocemos”. Eso era también lo sostenido por Pico della Mirandola al insinuar alcances “de magia natural” más allá de nuestros sueños. Y Campanella, además, apoyaba a Galileo en la esperanza de resultados como los que ningún científico pudo producir jamás. Era la “teología platónica” en sí, acuciando al individuo para que extendiese su imaginación más allá de lo que podía ver y probar; era la creencia de Leonardo en el poder creador de la "fantasía" artística. Y ésta es claramente, más aún que las sutiles características escolásticas, la idea existente tras las palabras de Urbano: “No podemos suponer que la naturaleza ha de ser contenida dentro de los límites de nuestra ‘fantasía particular’, porque ella es también todo lo posible. Por otra parte, en buena religión cristiana, ningún ser puede ‘necesitar’ a su hacedor aunque fuere por verdadero conocimiento, y la trascendencia de Dios hace que conozcamos sus modos desde este mundo. Sabemos, por ejemplo, que no nos era permitido pensar del espacio como infinito por naturaleza, pues entonces convertiríase en parte necesaria de la naturaleza de Dios”.
Cierto que está escrito: Domintis scentiarum Deus, “Dios es el Señor de las ciencias”. Pero eso no nos permite que tratemos de imponer aparentes "necesidades" de una ciencia sobre las demás, y ello no es sin cierto papel arbitral asignado a Su vicario en la tierra.
Todo habíalo aprendido Sanctissimus en su tiempo. En consecuencia, concluyó, la Iglesia no hace ningún daño a la ciencia si impide un serio tratamiento de las ideas que produzcan escándalo en el creyente. No pueden ser realmente ciertas y deben ser calificadas de "fantasía". Como tal, poseen su propio encanto; y el papa pudo demostrar su capacidad para apreciarlo, pues fue él quien reincorporó a Campanella, el incorregible dominico errante, a la libertad y la actividad literaria.
El pensamiento de Urbano fue una última versión, tal como él mismo fue uno de los últimos ejemplares de los papas del Renacimiento. Nadie pudo explicarle que, bajo su reinado, la Iglesia enfrentaría cosas que jamás soñara su filosofía. Como humanista, experimentaba haber dado una respuesta adecuadamente sencilla. Como abogado, llegó a la conclusión de que el caso estaba resuelto, y se dedicó a asuntos más urgentes.
 

II

¿Habría podido contestar de esa manera si Galileo hubiera presentado nuevas pruebas, por ejemplo las leyes de Kepler? Tal vez sí; no obstante, la duda es permisible. Mas Galileo no había leído nunca los trabajos de Kepler acerca de Marte, que se hallaban en su biblioteca. Era como si no hubiera oído hablar de ellas, aunque parecería que Cavalieri las enseñaba en Bolonia. La ironía de esta ceguera incomprensible parece como un cruel deporte de los dioses, mucho más cuando Kepler había salido a escena en el año 1619 con su tercera ley, la más grandiosa de todas para la mente matemática. Cuando Galileo conversaba con el papa, Kepler publicaba su “Espigueo del Saggiatore”, en que defendía a Tycho Brahe de los reproches de inexactitud[122], pues no podía apreciar desde su distante perspectiva las causas del desdén de Galileo hacia Tycho. Para él continuaba siendo valioso el sistema de Tycho, porque no proveía sino una transición natural a la verdad de Copérnico; y no se percataba del modo deliberado como otros la utilizaban a manera de diversión para desviar a la astronomía hacia un punto muerto. Pero, por otra parte, observa Kepler de manera apaciguadora, se dice que cuando Orfeo se vio privado de Eurídice por los decretos inexorables de Orcus, volvióse en su dolor con palabras desconsideradas contra la propia Eurídice. Lo que Kepler entiende menos aún, al vivir lejos de la Inquisición, es la manera explícita en que ambos contendores se separan de toda implicación copernicana. “¿Sería posible”, inquiere con suave burla, “que Aegle se haya vuelto miedosa de la cabeza de Silene, después de haberla embadurnado de rojo?”.
La dificultad de Kepler era esa verdadera naturaleza angélica suya, incapaz de ningún pensamiento egoísta y hasta de resentimiento. Las persecuciones contra los de la especie de Tycho (Tengnagl había fallecido recientemente, en 1622) habíalo movido a no desviarse lo más mínimo de su preocupación filial por el honor de su maestro. En cuanto a sus propios descubrimientos, podían esperar hasta que alguien los sacase a luz. ¿No había esperado Dios seis mil años para que fuesen explicadas sus obras?[123]
En su defensa de Tycho, Kepler se ocupa de los datos sobre la órbita de Marte, de donde arrancó su investigación; sin embargo, no existe una sola palabra que recuerde a Galileo el libro que le ha enviado quince años atrás, sus leyes o su importancia. No hay, es cierto, una sola palabra de reproche referente al descuido de esos descubrimientos… ninguna súplica, ninguna recordación apremiante al amigo que iba alejándose de él y que pudo haber sido llamado para que retornase al sentido de la solidaridad científica. Así los descubrimientos siguen sin mencionar otra vez. Los dos hombres van cual naves que pasan en la noche.
Abandonado a sus propias ideas, Galileo experimenta a esta altura de sus romanas solicitaciones que tiene en la mano un pájaro que podía valer por cien volando. A Cesi, que había escrito diciendo que el tiempo y la paciencia podrían remediarlo todo, contestó que la vida es corta, que para ser cortesano se necesita ser joven y fuerte y que no podía permanecer siempre sentado esperando que lo escuchasen funcionarios que se hallaban muy atareados con otros asuntos. Discutió la situación con el padre Niccoló Riccardi, nuevo Gobernador del Santo Palacio (Urbano habíase rodeado de florentinos). El Padre Maestro, llamado también familiarmente “Padre Monstruo” a causa de su enorme volumen y erudición, era viejo amigo suyo. Como máxima autoridad a cargo de las licencias, había escrito un juicio entusiasta acerca del Saggiatore. Ahora proporcionaba mucha esperanza y estímulo. Todas esas dificultades acerca de los cielos, aseguraba, habían sido forjadas por esos endurecidos curiales romanos, hablando en estricta confianza. La verdad en cuanto al firmamento era que las estrellas son movidas por los ángeles y nada más. Pero numerosos y maravillosos discursos podían tener lugar aún. Hasta donde le era permitido interpretar las palabras de Su Santidad, representaban una orden explícita para que Galileo no privase al mundo de los milagros de sus descubrimientos, y continuase adornando a Italia con el esplendor de su mente.
Al partir cargado de favores, medallas benditas, Agnus Dei y pensiones para su familia, acompañado de un rotundo pergamino papal de recomendación a su Alteza Serenísima, el Gran Duque (“…Nos, abrazamos con amor paterno a este hombre cuya fama alumbra en los cielos y se extiende por todas las dimensiones de la tierra…”), Galileo experimentó que no había perdido del todo. Ya eran sesenta los años cumplidos y había aprendido lo que puede esperarse del mundo. Ocho años de prudencia habíanle hecho conocer el camino de la implicación torcida. Si había ido adelante con el Saggiatore, le era posible esperar, esta vez con el favor papal, mencionar el tema de modo más explícito y dejar que fuese penetrando lentamente[124]. Tenía confianza en las fuerzas de la verdad, una vez confiada a la pluma que, como solía decir, es la piedra ce toque de la mente. El copernicismo no era herético, ni siquiera tan atrevido como todo eso. Hasta ahí; muy bien. Ahora tenía permiso para presentar al público su resumen. A través de lo que interpretara de las autoridades, estaban interesadas tan sólo en cláusulas formales de sumisión que salvaguardasen su prestigio y su puntillo. “Si no podemos pasar a semejante grupo, llámeme Grassi”, debe haber dicho a Ciámpoli, o su equivalente en florentino, que para eso estaba su talante[125]. Ya se había llegado a una resolución sobre el Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo.[126]

III

Decidió explorar el terreno. Escribió la respuesta, largo tiempo demorada hasta entonces, al resumen de Francesco Ingoli de 1616[127] en la que, luego de haber corregido de manera amable y serena los ingenuos errores geométricos de su adversario, adoptó resueltamente la posición copernicana: “Mantengo, además”, terminó después de dar varias razones convincentes, “que son de mi conocimiento otros hechos de experiencia que hasta ahora no fueron observados por nadie, y, de acuerdo con los cuales, dentro de los límites de las consideraciones naturales y humanas, parece incontrovertible la razón del sistema de Copérnico”. Había escrito el prefacio, empero, con una manifestación de sumisión cuidadosamente diplomática: jamás dijo que la doctrina fuera cierta —bien lejos de ello—, pero deseaba probar a los herejes alemanes que, si en la Italia católica habían sido rechazados los puntos de vista de su ilustre connacional, no fue por ignorancia de su gran posibilidad sino “por reverencia hacia la Sagrada Escritura y a los padres de la Iglesia, y en virtud del celo por nuestra religión y nuestra santa fe”. Cuanto más válidas sean las pruebas, agregó, “más clara la conclusión beneficiosa de que no debe confiarse puramente en el razonamiento humano y que debemos confiar implícitamente en el conocimiento superior, el único capaz de llevar luz a nuestra mente en tinieblas”. Casi no se oye la risita. La cláusula de sumisión tan bien redactada lo oculta de manera impecable.
No había caso de imprimir la carta, pero circuló ampliamente, fue leída por Ciámpoli al papa y no fue causa de objeciones. Galileo había probado de modo atrevido su propia interpretación de la orden papal; discutiría el heliocentrismo no como mera suposición matemática sino como conclusión física que había que aceptar si al menos la sabiduría sobrenatural no la negaba. Según todas las indicaciones, el globo de ensayo había Salido bien.
Ahora esperaba llevar a su conclusión el Diálogo en un par de años, tanto más cuanto que varias partes del argumento habían sido escritas con anterioridad y no necesitaban sino correcciones. Pero numerosas circunstancias, no la menor de ellas la enfermedad, lo demoraron año tras año. Parece haber existido una interferencia a la labor casi terminada entre los años 1626 y 1629. Tal interferencia, que cambió todo el proyecto en cuanto al tiempo, probablemente en perjuicio de Galileo, debióse, según implicó él mismo, a sus numerosas ocupaciones, en especial a sus tareas como consultor de obras de ingeniería. Cesi y Ciámpoli no dejaban de apremiarlo. “Hemos oído”, escribe el último en 1628, “que vuestro Diálogo camina con gran lentitud, y lamentamos la pérdida de tan raros tesoros. No podemos esperar para leer al menos una parte reducida. Vuestros amigos os suplican desoigáis los consejos de reposo, y sigáis el impulso hacia la gloria y nuestras exhortaciones… No defraudéis las esperanzas del mundo”.
Mas Galileo sabía con cuánto cuidado debía organizar sus fuerzas antes de atacar. No era un Bruno o un Campanella, que se apresurase a la imprenta con generosas certezas y razones inciertas. El “inmenso proyecto” resultaba más imponente al enfrentarlo en definitiva, y más difícil de Abarcar. Mientras el pensamiento del físico luchaba con sus dificultades, tenía que madurar al mismo tiempo los cimientos de la teoría de la moción que iba a ser el tema de sus posteriores Discursos sobre Dos Nuevas Ciencias, que iban tomando forma en su imaginación, en tanto dedicábase a su exposición cosmológica. Todo ello no podía ir sino junto. Es característico de Galileo que desde esa época, ya en los sesenta, que es cuando la mayor parte de los individuos cristalizan y concluyen su pensamiento, su intelecto mostróse sumamente activo hasta los últimos instantes de su existencia, reformando, reinterpretando, reorganizando sin cesar el vasto despliegue de ideas, incluso a través de los trágicos tiempos que habría de atravesar, en invencible resurgir creativo.
En octubre 29 de 1629, escribió a Elia Diodati, su corresponsal en Peris, émigré toscano y estadista protestante, quien había tenido gran parte en la traducción de la Biblia: “He reiniciado la labor sobre el Diálogo del Flujo y Reflujo del Mar, abandonado tres años ha, y, con la gracia de Dios, he encontrado la línea justa, lo que debe permitirme darle fin en el invierno: confío en que proporcionaré la más amplia confirmación del sistema copernicano”.
El veinticuatro de diciembre pudo anunciar a sus amigos de Roma que estaba terminado el Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo.

Capítulo 9
El diálogo

¿Cuándo cesaré de maravillarme?
SAGREDO.

I

El Diálogo, esa obra portentosa que habría de convertirse en "obra capitana" de la historia de Occidente, cruza con toda facilidad el paisaje cultural, llevando en su anchurosa corriente mucho material extraño de diversos orígenes. Como composición parece sin pulir, incompleta y en ocasiones inconsistente. Es en parte naturaleza y en parte arte… Carece de unidad, salvo la de la vida misma. Es en verdad, "la historia de la mente del señor Galileo", pero la mente de un hombre que sabe muy bien a dónde va. En el libro hay todo de él: físico, astrónomo, hombre de mundo, literato, polemista y en ocasiones hasta sofista; hay, por sobre todo, el hombre del Renacimiento totalmente expresivo y expresado.
Igual que Newton, Galileo había sido educado en base a Arquímedes y a Euclides; pero, a diferencia de Newton, se hallaba lejos de hacer un ídolo del estilo de los geómetras puros "que no emiten una sola palabra que no sea impuesta por absoluta necesidad". Porque sostiene que "la nobleza, la grandeza y, la magnificencia que hace a nuestras empresas y acciones maravillosas y excelentes, no consiste sólo en lo necesario sino también en lo innecesario; yo consideraría bajo y plebeyo el banquete donde faltaren el alimento y la bebida; empero, no es la presencia de éstos lo que puede hacerlo noble y magnífico, pues mucha mayor grandeza es procurada por la belleza del suntuoso ropaje, el esplendor de los muebles, el lustre del oro y la plata que deleite la vista, la armonía de los cantos, las representaciones en escena y la placentera bufonería"[128]. Los poemas heroicos con sus episodios, los vuelos de la fantasía de Píndaro, son sus modelos reconocidos. Existe un precio que pagar por todo esto… el sacrificio del lenguaje científico directo. El hombre moderno puede echar de menos la tensión intelectual de los desarrollos abstractos, la estrechez de la fórmula que da forma a la teoría. Pero Galileo se halla presto a pagar el precio con objeto de permanecer hombre entre los hombres, persona y fuerza dentro de su propia cultura. Lo característico de su prosa no es por cierto la economía; es la expresión, el calor y la pasión por entero, la maravilla siempre de retorno. El lema de la obra bien podría ser lo expresado por Sagredo: “¿Cuándo cesaré de maravillarme?”.
Micanzio observó al leerla: “¿Y quién había adivinado antes lo que era el problema de Copérnico?”. Estaba sustancialmente en lo justo. Nociones aventuradas como las de Digges, pronunciamientos atrevidamente visionarios como los de Bruno, que ahuyentaban de la gente temerosa su reconocida herejía, folletos técnicos como Mensaje Sideral y Cartas sobre las Manchas Solares, habían permitido a los lectores conjeturar o reunir algunas ideas nuevas, pero dejando las cosas sobre un nivel de diferencia emocional entre quienes se inclinaban por lo nuevo y los aferrados a lo antiguo. Aunque no hubiese sido prohibido, Copérnico continuaba siendo un libro para los especialistas; Kepler era ilegible. Hombres a quienes disgustara el sistema de las escuelas y lo atacaran con observaciones brillantes pero nada concluyentes, había habido muchos antes de Copérnico. Pero el verdadero movimiento de pensamiento jamás había llagado a cuajar, y la prohibición de 1616 se abatió en el momento estratégico para contenerlo y dispersar sus esfuerzos. Los conocedores podían aplaudir aún la alta esgrima del Discurso sobre los Objetos Flotantes o el Ensayador, pero continuaba siendo buena diversión para el espectador; y el auditorio se retiraba a sus casas incapaz de armar el gran rompecabezas que permanecía separado por orden superior.
El Diálogo hizo exactamente eso: armó el rompecabezas para mostrar, por vez primera, el cuadro. No se anduvo en desarrollos técnicos; dejó toda suerte de cabos sueltos y de arriesgadas sugestiones para la crítica técnica. Pero estaba exactamente al nivel de la opinión pública culta y en condiciones de triunfar irresistiblemente. Era una carga de dinamita colocada por un experto ingeniero.
Es socrático de un nuevo modo. El argumento se inicia con un ataque de frente contra la ciencia de los profesores, mas pronto penetra de manera profunda en las realidades físicas demostradas a nosotros por la superficie de la Luna. Sigue, así, la misma secuencia de las discusiones de los primeros años, prosigue con serenidad de un punto a otro, disparando levemente contra objetivos causales en tanto nos alejamos del sendero, retoma con un "¿dónde estamos?" y retorna para jugar algún tiempo como el gato con el ratón, con Simplicio como blanco, aunque pronto se aleja en otra dirección, clamorosamente, contra alguna figura poco afortunada que ha proporcionado la asninidad necesitada. En el ínterin va tejiéndose la prueba sin tropiezos, hasta que al cabo de un tiempo se pregunta el lector qué clase de gente puede permanecer ciega ante la evidencia; ¿qué otra opinión podía sostenerse salvo la de Copérnico?
Tanto en forma como en sustancia, la obra se aparta de la tradición académica, yendo a la verdadera vena platónica a través de la forma renacentista. Los nombres de los personajes no son Hylas, Philonous ni Philalethes. Se tratan entre sí como "Señor Salviati" y "mi señor Simplicio", disputan y se amigan, se mueven con los pies firmemente plantados sobre el piso de mármol de un palacio veneciano del Canal Grande. El tratamiento es el de la sociedad italiana de aquella época, así como los modales; las escenas y los interludios son manejados por Galileo cual hombre de teatro que probara con suerte la comedia. Al latinizar los nombres y utilizar las formas de tratamiento inglesas, en su traducción, Salusbury los ha trasladado a lugar ligeramente imaginario, como "Tres Caballeros de Venecia"; pero la vida subsiste[129].
De los tres personajes, Filippo Salviati es evidentemente el más próximo al alma de Galileo. Habla por el autor. Del temperamento del individuo o de su personalidad intelectual, casi no poseemos rasgos en las escasas cartas que ha dejado. Tampoco nos ayuda mucho el autor cuando dice que “en él el menor esplendor era la nobleza de linaje y la magnificencia de la riqueza; un intelecto sublime para el que no existe deleite más elevado que la especulación exquisita”.
Los hechos conocidos de su vida son igualmente escasos. Hijo de Averardo Salviati, nació en 1582. Filippo heredó siendo joven aún el rango senatorial paterno en la nobleza florentina. También vino a heredar sus intereses bancarios, pues los Salviati fueron y continuaron siendo banqueros y comerciantes, como los Médici y la mayoría de las grandes casas que se elevaron al poder durante la república, luego de la derrota de la nobleza feudal y la demolición de las fortalezas del siglo XIII. Filippo Salviati parece haber estudiado con Galileo en Padua y residido con él en Venecia, pero el Diálogo constituye nuestra única evidencia a ese respecto. En 1611, tan pronto se estableció en Florencia, Galileo visitó a Filippo en su magnífica Villa delle Selve, que aún se observa en la ladera de la colina por sobre Signa, con su amplia fachada y sus terrazas que dominan el valle del Arna y su horizonte que se extiende hasta los montes de Carrara. Volvió con frecuentes intervalos, tanto por “el aire saludable, bálsamo para sus achaques”, como por la compañía de su amigo Salviati, con quien compartía el entusiasmo por la poesía cómica y la baja comedia, y quien le escribe que nadie puede leer a Ruzzante de manera más deliciosa que él, y que es esperado con grande impaciencia por toda la compañía. Mas también existen datos acerca de extensa labor sobre los satélites de Júpiter, realizada en el observatorio de la villa.
En 1612 realizaron una serie de observaciones e inferencias sobre las manchas solares descritas en el Tercer Día del Diálogo. En el mismo año, Sagredo vino a visitarlo a su vez; más tarde lo hizo Castelli para discutir sobre hidráulica. Todavía en 1612, bajo la protección de Galileo, Salviati fue hecho miembro de la Academia de los Linces, y a su vez favoreció la admisión de Ridolfi y Castelli. Un año más tarde presentó a su maestro un nuevo discípulo, G. B. Baliani, patricio genovés al parecer interesado en problemas de hidrostática y que habría de convertirse en uno de los corresponsales más importantes de Galileo. Una carta posterior de Salviati, enviada desde Génova en enero de 1614, concierne aún a Baliani.
Pero, como Salviati deja la escena, nos sentimos autorizados a una breve información reveladora de su personalidad. Había abandonado a Florencia en un acceso de pique, al perder una cuestión de precedencia relativa a la entrada en la Iglesia con Bernardetto de’Médici. En ello hay algo más que “las costumbres singulares” de la aristocracia. Los Salviati, lo mismo que los Bardi y los Pazzi, habían luchado en tiempos por la primacía en Florencia. Salviati fue el apoyo principal de Savonarola contra la facción de los Médici, como sabe todo el que haya leído Romola. La política despiadada y astuta de Cósimo I había puesto fuera de acción a sus competidores reduciéndoles sus finanzas en época crucial. Si bien hubo reconciliaciones y matrimonios entre ellos, la antigua queja estaba pronta a resucitar, como lo hizo en el desesperado intento de los Pazzi. Filippo Salviati partió para un largo viaje que lo llevaría no sabemos a dónde, pues en marzo de 1614 la muerte puso punto final al mismo en Barcelona. Contaba entonces treinta y dos años.
Carecemos de elementos que nos permitan apreciar su contribución personal. Pero Salviati ha sido más afortunado que otros más ilustres, ya que su personalidad intelectual nos llega a través de las páginas del Diálogo, con la evidencia de una creación poética. Lo vemos como una mente clara, ágil, seria, impaciente ante lo pedante y minuciosa, apoyado en lógica agudísima y en el sano instinto científico más que en la educación académica, con un ojo infalible para lo esencial, gran respeto por la razón y un ingenio retozón. Es el individuo con el don de los dioses. Galileo no era nada modesto (en verdad, ¿quién lo era en su tiempo?) y lo que espera de los demás al escribir acerca de sí mismo tiende a chocar con nuestro sentido de decir menos de lo que es. Mas, al colocar él sus dotes bajo la invocación de una sombra querida, olvídase a sí mismo en su creación, y nos vemos frente a un hilo de plata, suavemente tejido, el retrato del científico cuando joven.
Sagredo es el hombre de mundo en el Diálogo. Ha sido pintado como retrato sobresaliente del noble veneciano, adornado con todas las dotes de gobierno tradicionales de su casta, atento a 1os nuevos desarrollos de la ciencia, abierto a la discusión pero cuidando de no comprometerse en problemas teóricos[130]. El hombre que firmaba familiarmente “Il Sagredo” o “Il Sag.”, apreciaba verdaderamente su posición como sigue: “Soy un caballero de Venecia y jamás me hice pasar por hombre de letras; no tengo amistades literarias y doy mi protección a los escritores, porque no es mi intención mejorar mi fortuna o adquirir reputación a través de mi interés, no importa cuán sincero, en la filosofía y las matemáticas; he identificado más bien mi posición con la integridad de los magistrados y el buen gobierno de la República, a la que he dedicado mis esfuerzos juveniles, siguiendo la costumbre de mis padres, que le dedicaron todo lo posible de su vida y de su fuerza”. Mas también había en él una caprichosidad e inconstancia que impedíasele profundizar en nada. A veces nos trae a la memoria al senador Pococurante, en su dedicación minuciosa a la insignificancia agradable. Era en verdad un bon vivant, no siendo esta característica suya la que menos atrajo a Galileo.
Nacido de Niccolò Sagredo y Cecilia Tiepolo en 1571, Giovanfrancesco Sagredo fue nombrado miembro del Consejo Supremo de la República a la edad de veinticinco años, como cuadraba a su nombre y a su rango; pero sus intereses variados y su amor a los placeres hizo que cargara lo menos posible, "luego de sus años mozos", con la responsabilidad de los asuntos y del estado que era parte aceptada por la aristocracia veneciana. Su rápida inteligencia y su buen criterio hacían de su persona el auditorio siempre anhelado por Galileo, el honnête homme, como se lo llamó más tarde; y su independencia de criterio afirmóse a menudo, a veces con éxito, contra su mismo maestro. A través de sus cartas, lo conocemos mejor que a Salviati. Es el amigo fiel e ingenioso, siempre dispuesto con idees y consejos, ya se trate de une excursión placentera, el establecimiento de un negocio o una dificultad en los experimentes. Disfruta la vida y desea que sus amigos disfruten a su vez; tiene mucho de caballero, pero es un caballero muy dado a conversar, práctico y agudo.
A lo largo de muchos años escribió acerca de la fabricación de las lentes para el telescopio (hizo que los artesanos de los talleres de Murano ensayaran nuevas fórmulas para él), del magnetismo, la teoría de la luz, discutiendo con Galileo, quien mantenía la idea de una agitación del medio contra la de la transmisión de la sustancia; y sobre variadas novedades científicas. En más de una oportunidad vióse invadido por el sentimiento melancólico de haber desperdiciado su vida, y escribió con elevada vena estoica tocante las bendiciones de le filosofía y los placeres de la moderación. Mas pronto se afirmaba su naturaleza burbujeante y escribía acerca de la vida en Venecia, “ciudad de todos los deleites”, alegres reuniones en su casa de campo sobre el Brenta, y las dificultades interminables para encontrar sirvientes de confianza. Enviaba golosinas o solicitaba los buenos servicios de Galileo para que le encontrase nuevas razas caninas u obras de arte para su colección, en especial un Bronzino, “a cualquier precio”. Murió en 1620, a la edad de cuarenta y nueve años. Su hermano Zacarías, el duro hombre de negocios, escribió fríamente que había sido víctima de una bronquitis, “ocasionada por sus infinitos desórdenes”.
En cuanto a Simplicio, es natural que permaneciera bajo un antiguo pseudónimo, puesto que su nombre forma legión. Es el promedio profesor universitario, empecinado y de mente aristotélica. Empero, no es lo que tan bien pudo haber sido una sátira contra los agudos y absurdos oponentes que hicieron desgraciada la existencia de Galileo con sus intrigas. Es la creación literaria de un temperamento lleno de luz. Existe una buena naturaleza encantadora en su estudiosidad que le permite sobrevivir a la derrota y emerger, paciente, agradable, dispuesto y ávido de más. No le preocupa someterse a despiadados interrogatorios y a que se le extraiga la verdad que va contra todas sus convicciones. Es capaz de sofocarse cuando se ve arrinconado, y, en ocasiones pierde la cabeza. Luego comenzará a clamar: “¡Este modo de pensar tiende a la subversión de toda filosofía natural y al desorden y trastorno del cielo, la tierra y el universo entero!”. Pero recobra su compostura con facilidad y prosigue discutiendo. Se piensa entonces que, de no haber sido por el adoctrinamiento sin remedio de sus primeros años, ahí existida una mente buena.
Al final se pierde tranquilamente y sin protestar en la creciente niebla de novedades incomprensibles, para salir tan sólo en último instante, citado por su creador y para expresar la opinión del Papa acerca de la imposibilidad del conocimiento verdadero. Debe decirse que su conclusión es floja, falta de preparación y sin carácter. Las pocas líneas habladas sobre él mismo algunas páginas antes no han sido sino para explicar su silencio:
Creo, verdaderamente, Sagredo, que se os ha obligado a deteneros; y creo conocer la causa de vuestra confusión que, si no me equivoco, surge de vuestra comprensión en parte, y sólo en parte, del argumento de Salviatus. Es cierto, como vos mismo sospecháis, que me hallo libre de semejante confusión; mas no por la causa que vos pensáis, es decir, porque comprendo el conjunto. No, ocurre todo lo contrario, vale decir que no comprendo nada; y la confusión radica en la pluralidad de las cosas y no en nada[131].
Lo cual está expresado no sin gracia, pero no da lugar a la estatura intelectual para el pronunciamiento decisivo con que ha de finalizar la discusión. Lo peor es la repetida admisión de incompetencia que sirve de prefacio a sus manifestaciones finales:
En cuanto a los pasados discursos, y particularmente este último, de la razón del flujo y reflujo del mar, a decir verdad no lo comprendo muy bien. Mas, con esa leve idea, cualquiera sea, que de ello me he formado, confieso que vuestra hipótesis me parece mucho más ingeniosa que ninguna de las demás que he oído también; empero, la considero ni cierta ni concluyente, pero teniendo siempre ante los ojos de mi mente una sólida doctrina que en su oportunidad recibí de persona sapientísima y eminentísima, a la cual no cabe respuesta, sé que ustedes dos al ser preguntados si Dios, en Su sabiduría infinita y Su poder, podría conferir al elemento que es el agua el movimiento recíproco de otro modo que haciendo mover al recipiente que la contiene, me consta, repito, que contestaríais que El puede, que también sabe cómo hacerlo de muchas maneras y alguna de ellas más allá del alcance de nuestro intelecto. Por lo cual concluyo inmediatamente que, concedido esto, sería osadía extravagante de parte de cualquiera ponerse a limitar y confinar el poder y la sabiduría divinos a alguna conjetura particular de sí mismo.
Salv.: Doctrina admirable y verdaderamente angélica, contestada de perfecto acuerdo por la otra, de igual modo divina, que nos deja la discusión tocante la constitución del universo, pero agrega, además, (acaso con objeto de que la mente del individuo no deje de ejercitarse ni se vuelva remisa), que no debemos tratar de descubrir las obras realizadas por Su mano. Por tanto, que la disquisición permitida y ordenada por Dios a nosotros nos ayude en el conocimiento y admiremos más con ello Su grandeza, por cómo nos vemos mucho menos capaces de penetrar los profundos abismos de su sabiduría infinita.
Sagr.: Y pueda esto servir de punto final a nuestros cuatro días de discusión, después de lo cual, si le parece bien a Salviatus tomarse algún tiempo para descansar, nuestra curiosidad debe, por necesidad, concedérselo… Entretanto nosotros podemos, siguiendo nuestro costumbre, pasear una hora y tomar el fresco en la góndola que nos aguarda”.
[132]
Luego de quinientas páginas de argumentar en las que ninguna de las partes economizó palabras, podía haberse esperado algo menos superficial. Pero no era Simplicio el llamado a ello. Estaba en su carácter de obstinado lógico terminar peleando y no escudarse tras algunas palabras teológicas. Habría sido mejor, artística y filosóficamente, si Galileo hubiese seguido una línea que evidentemente consideraba en determinado punto[133] y dejado Salviati a un lado su "máscara" copernicana, descubriéndose en un coup de scène como místico escéptico que resigna toda su ciencia ante Dios. Podemos imaginarnos varias razones para el cambio, todas interesantes, pero deben permanecer como pura conjetura.

II

Cuando Galileo anunció a sus amigos de Roma que el Diálogo estaba terminado, no recibió sino mensajes animosos. Castelli escribió que el camino se hallaba despejado y el padre Riccardi, quien, en su calidad de gobernador del palacio, era la autoridad encargada de las licencias, prometió su pronta ayuda, en la seguridad de que las dificultades teológicas serían dominadas. En otra carta Castelli comunicó la nueva excitante de que el Papa había recibido en audiencia a Campanella y admitido durante la misma que la prohibición de 1616 había sido un fastidio, agregando: “Jamás fue Nuestra intención; si hubiese dependido de Nos, el decreto no habría sido aprobado”. Estas no son exactamente las palabras hueras que dicen los historiadores, pues sabemos que en aquel tiempo había ejercido una influencia moderadora; pero eran de fijo tales como para alentar las mayores esperanzas[134]. Ciámpoli escribió: “Aquí se os espera como si fueseis la damisela más querida”.
Galileo llegó a Roma el 3 de mayo de 1630 y escribió quince días más tarde: “Su Santidad ha comenzado a tratar mis asuntos de manera que me permite abrigar esperanza de un resultado favorable”. Urbano VIII había vuelto a endosar la idea de un diálogo astronómico, siempre que el tratamiento fuese estrictamente hipotético, dejando el resto a los encargados de la licencia. El modo diplomático como Galileo presentó la intención de su trabajo al Pontífice, puede colegirse de su “Prefacio para el Juicioso Lector”, que inicia el Diálogo, Urbano no hizo sino una restricción específica, o sea que el título no fuese “Del Flujo y Reflujo del Mar”, sino “Sobre los Dos Principales Sistemas del Mundo”, pues no era su deseo que el libro fuese organizado alrededor de una prueba que fuera necesitada, tal como la de la marea.
Luego de ello, era tiempo de que el padre Riccardi se diese a la tarea. El activo “Padre Monstruo” revisó apresuradamente el manuscrito, sin quedar totalmente tranquilo. No era mucha su comprensión de la Astronomía, pero el tema no le parecía tan hipotético como se le había dicho. Delegó en su ayudante, el padre Raffaello Visconti, la tarea de examinarlo y efectuar las correcciones necesarias. El padre Visconti, a quien suponíase versado en matemáticas, revisó el texto a su vez, cambió una que otra palabra, y expresó su aprobación. Evidentemente, no fue sino insuficiente su interpretación del libro o de las instrucciones del Papa. Pero ya el imprimatur para Roma era como si estuviese acordado.
El padre Riccardi no estaba aún muy tranquilo. La hostilidad de ciertos círculos le dijo que iba a haber dificultades. Mas, por otra parte, no podía solicitar al autor que escribiese nuevamente el libro ni imaginarse la forma en que sería corregido. Tampoco sabía qué decir a Galileo ni al embajador Nicolini, primo político de Riccardi, que le procuraba buen Chianti y muchas seguridades. Resolvió examinar el texto por sí mismo. Como ello obligaba a nuevas pérdidas de tiempo, convino en entregar al impresor cada cuartilla, a medida que era revisada. Mas, a fin de iniciar su labor, el impresor necesitaba la licencia, por lo cual fue concedida, mientras el texto permanecía en poder de Riccardi. Este insistió, entretanto, para que el prefacio y la conclusión fuesen reformados, de manera que correspondiesen más exactamente con las intenciones papales. Puesto que la licencia había sido otorgada sólo para Roma, y el texto imprimiríase bajo la supervisión del príncipe Cesi y de la Academia de los Linces, confiaba a todas luces mucho más en la ayuda de Cesi que en su propio cacumen para disponer las cosas.
Para fines de junio, temiendo por el calor y el “aire poco saludable” de Roma (en realidad había algo de malaria por entonces) partió Galileo para Florencia, bien entendido que hallaríase de regreso en el otoño, con una nueva versión del prefacio y del final. Sabía la imposibilidad de hacer mucho durante el verano y esperaba hallarse presente mientras la mayor parte de las correcciones tuviesen lugar.
Todo pintaba bien; pero algunas semanas después de su arribo a Florencia, se tuvo noticia de la muerte del príncipe Cesi. Era un golpe irreparable, pues nadie estaba en condiciones de representar la doble función de Cesi como ejecutivo y mediador en tal difícil empresa. Pronto se hizo oscura la situación. El 24 de agosto, Castelli, por lo común temperamento nada inclinado a sospechar mal, escribió a Galileo urgentemente “para que hiciera imprimir la obra en Florencia, y lo más pronto posible, en virtud de poderosas razones que no deseaba confiar al papel”. Mientras Galileo ponderaba acerca del posible significado, un nuevo factor vino a forzar su decisión: la plaga de 1630, causa de terribles destrozos en el norte (fue la que más tarde describió de manera clásica Manzoni en su Promessi Sposi), apareció en forma esporádica en la Italia Central, por lo que se establecieron numerosos puestos de cuarentena y se dificultaron las comunicaciones.
Galileo tenía que confiar ahora en los buenos oficios del embajador florentino, no siendo, por fortuna, Guicciardini quien ocupaba el puesto, sino un amigo fiel. El y su esposa (prima de Riccardi) tenían como invitado habitual al “padre monstruo”, como lo llamaban cariñosamente, y ahora dedicaron sus esfuerzos a obtener su permiso. Riccardi rehusó al principio, pero luego, cediendo a la sutil presión de Caterina Niccolini, se ablandó y otorgó permiso para que la revisación final tuviese efecto en Florencia, conservando en su poder, empero, el prefacio y la conclusión, "para arreglarlos de acuerdo con los deseos de Su Santidad".
El Inquisidor de Florencia, padre Giacinto Stefani, leyó la obra, cambió algunas palabras y no encontró nada malo en ella. En verdad, “sintióse movido a derramar lágrimas durante muchos pasajes, a causa de la reverente humildad y la obediencia desplegadas por el autor”. Pero, no obstante, nada podía publicarse sin el prefacio y la conclusión, que el padre Riccardi no entregaba. Lo que sigue es una lastimosa comedia cuyo detalle serla inútil. A través de las veladas alusiones de Castelli, es fácil inferir que los jesuitas, aconsejados por Grassi y Scheiner, habíanse puesto en acción. La nueva oposición era mucho más peligrosa que la de Caccini y sus dominicos. El infortunado “padre monstruo”, bien percatado a esa altura de lo delicado de la situación y del peligro para su carrera, hallábase en el potro. No era posible rehusar un imprimatur ya concedido, sin que supiera la manera de retenerlo. Tomado entre los Niccolini de una parte y Ciámpoli de otra, zigzagueando ante las llamadas del Gran Duque, que era el señor feudal de la familia, torcíase y retorcíase desesperado, demorando, originando nuevos problemas, imponiendo nuevas cláusulas, fingiendo no estar en posesión de los papeles, invocando las intenciones reservadas de Su Santidad. Solicitó que otro teólogo revisase el texto en Florencia, enviando instrucciones apremiantes para asegurar el tratamiento hipotético[135]. Otra revisación por el Inquisidor en persona, el padre Clemente Egidii, y otro imprimatur más para el texto; pero un año había transcurrido y el prefacio y la manifestación final seguían faltando[136]. Galileo se desesperaba. Podía demostrar ante cualquier comisión que el Gran Duque designase, insistió, “que jamás había abrigado otros puntos de vista ni opiniones que los sostenidos por los venerables padres de la Iglesia”; estaba deseoso de volver a describir, si necesario fuera, sus propias teorías como “sueños, nulidades, paralogismos y quimeras”, pero no hubo nada que hacer contra esta clase de sabotaje. “Los años y los meses pasan”, exclamó, “mi vida se disipa y mi labor está condenada a perecer”.
Riccardi no se atrevió evidentemente a volver ante el Papa con su problema y solicitar su ayuda referente a su infortunada revisión. Colgóse cual albatros al cuello de Ciámpoli, y solicitó una orden directa. Obtuvo vía libre. Aún así, demoró. No fue sino el 19 de julio de 1631 cuando, “tirado por los cabellos”, como expresa Niccolini, entregó el paquete en la embajada.
En febrero de 1632 Galileo pudo, por fin, presentar al Gran Duque el primer ejemplar impreso del Diálogo.

Capítulo 10
Las citaciones

Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo
VIRGILIO.

I

El libro fue saludado con grandiosa alabanza de parte del público literario. La edición fue vendida tan pronto salió de las prensas. Debido a las persistentes dificultades ocasionadas por la cuarentena, no pudo ponerse en venta en Roma sino en el mes de junio. Campanella escribió, presa de gran emoción: “Estas novedades de verdades antiguas, de nuevos mundos, nuevos sistemas y nuevas naciones son el comienzo de una nueva era. Quiera Dios obrar con presteza y hagamos por nuestra parte todo cuanto podamos. Amén”. Hacía tiempo que el padre Scheiner estaba enterado de que el inminente Diálogo no lo dejaría incólume[137]. Hallábase en una librería cuando hizo su entrada en la misma un fraile de Siena, quien dióse a entonar sus alabanzas. Se puso pálido, vióse acometido de un acceso de temblor y dijo al librero: “Diez escudos si puede conseguirme un ejemplar inmediatamente”. El padre Riccardi sintióse deprimido. “Los jesuitas”, dijo a Magalotti, “perseguirán esto con la mayor saña”.
La carta de Magalotti (agosto 7) que contiene tan interesante punto de información, es también importante en otros puntos más humanos aún:
“El lunes por la mañana”, escribe, “estaba en la iglesia de San Giovanni cuando el reverendísimo padre Riccardi, que supo que estaba allí, vino a buscarme. Me indicó que sería muy de su agrado que le entregase todos los ejemplares del Diálogo traídos por mí de Florencia, prometiéndome que me los devolvería en el término de diez días a lo sumo. Contesté que lamentaba muchísimo no poder complacer sus deseos, visto que de los seis ejemplares que traje conmigo, cinco estaban destinados a obsequio, y que Su Reverencia sabía que ya habían sido entregados… Debía saber que sobre ese particular me era imposible complacerlo. Cuando mucho podría entregarle el ejemplar de mi pertenencia y de monseñor Serristori. Pareció lamentarse de la dificultad, pero me aseguró que su deseo de poseer tales ejemplares era solamente en bien del libro y de su autor. Aproveché la oportunidad para inquirir el motivo de que se hiciera semejante adehala, puesto que tenía la seguridad de que si se le hubiese escrito al autor y héchole comprender el modo de sentir de sus superiores, habría adivinado que se trataba de un caso de obediencia; y que, habiendo recibido permiso de nuestro Santo Padre y de la Sagrada Congregación para publicar la obra, como cualquiera estaba en condiciones de ver por el imprimatur al comienzo de la misma, no se creía que dejara de proporcionar toda la satisfacción posible. También insinué que ya se le había escrito sobre el asunto. A lo que contestó de manera afirmativa, pero sin ninguna especificación. Lo cual, como bien se sabe, obedece a que los movimientos y hechos del Santo Oficio no han de ser revelados, ni siquiera en la parte más mínima, so pena de severísima censura. Simplemente agregó que lo que se había escrito y ordenado lo fue en espíritu de generosa lenidad y sin otro fin que la gloria de Dios y la tranquilidad de la Santa Iglesia, y para que no resultara daño de ninguna especie en la reputación del autor, a quien consideraba como uno de sus mejores amigos.
”Luego procedió a descubrir otra razón para su deseo en cuanto a los ejemplares del Diálogo. Debería avergonzante de repetírosla, en gracia a su reputación y a la del autor, a no saber que puedo expresarme en confianza. Se trata de esto. Bajo sello de secreto me dijo que se había recibido como una gran ofensa el emblema de la portada, si es que recuerdo bien (digo porque no presté gran atención al mismo y no tengo el libro conmigo en este instante). Tal emblema, a menos que yo ande equivocado, se compone de tres delfines que sostienen en la boca las colas de los demás, con no sé qué lema. Al oírlo rompí en carcajadas, demostréle lo asombrado que me hallaba y dije que creía poder afirmar que el señor Galileo no era hombre capaz de ocultar grandes misterios bajo tales puerilidades y que había dicho con toda claridad su pensamiento. Declaré que creía poder afirmar que el emblema era el del propio impresor. Al oírlo pareció grandemente aliviado y me dijo que si en verdad podía asegurarle tal cosa (véase que insignificancias gobiernan nuestros actos en este mundo) el resultado sería el más feliz para el autor. Creí que contaba en mi poder un librito, obra de un médico portugués, sobre la manera de prevenir la plaga, que lo convencería de la verdad de mis palabras. Afirmó que mi palabra de caballero era suficiente, pero le contesté que aunque el libro no tuviese el emblema en su portada, (que no lo tiene, aunque está impreso por Landino), enviaría a Florencia por lo que habría de convencerlo lo suficiente, ofrecimiento que fue aceptado con placer.
”Conque así está el asunto. Otro motivo de censura no creo que exista, excepto el ya mencionado por el gobernador del Santo Palacio, es decir, que el libro no ha sido impreso exactamente de acuerdo con el original y que, entre otras cosas, han sido omitidos al final dos o tres argumentos inventados por Su Santidad misma, con los cuales, según él, había convencido al señor Galileo de la falsedad de la teoría copernicana. Llegado el libro a manos de Su Santidad y visto que faltaban esos argumentos, era necesario remediar las omisión. Tal el pretexto; pero lo positivo es que los padres jesuitas están trabajando bajo cuerda con el mayor ahínco para que se prohíba el libro. Estas fueron las palabras del propio reverendo padre: ‘Los jesuitas lo perseguirán con la mayor saña’. Este buen padre, que se ve mezclado en el asunto, se muestra temeroso de todo obstáculo y desea, naturalmente, evitarse toda molestia por haber otorgado licencia. Aparte de que no podemos negar que nuestro Santo Padre sostiene una opinión directamente contraria a ésta (la de Galileo).
”Ahora bien: si el manuscrito original ha sido alterado, no sé qué decir; pero si no, fácil será convencer a las autoridades y, una vez convencidas, no podrán seguir adelante, según pienso…
”Mas si alguna omisión ha tenido lugar por inadvertencia, en particular las que he mencionado, aconsejaría se mostrase la mayor celeridad en agregar, suprimir o alterar, tanto para salvar las apariencias. En el ínterin, no dejéis de enviarme alguna publicación de Landini, lo antes posible, aunque sea un almanaque, y si es posible uno publicado antes del Diálogo”.
Al recibir esto, Galileo debe haber trastabillado por la monstruosa hipocresía de todo eso, puesto que la suspensión era ya oficial y le había hecho el mismo efecto que si le cayera un rayo del cielo. El día primero del mes, el Inquisidor de Florencia habíase presentado en la librería de Landini con instrucciones de suspender la publicación del libro y entregar cuantos ejemplares tuviera en existencia. A lo que Landini pudo contestar benditamente que no tenía ni uno. El padre Riccardi no se había percatado, evidentemente, del escándalo público mientras trataba de escurrirse de la situación en que se hallaba.
En tanto continuaban llegando cartas de felicitación, Galileo denunciaba con gran furia las intrigas miserables de sus enemigos, previendo que un abuso de autoridad jamás conocido debió ocurrir en alguna parte. Pero el 22 de agosto recibió una carta belicosa del padre Campanella, que confirmaba las malas noticias:
He oído que se está tratando de que una comisión de teólogos iracundos prohíba vuestro Diálogo; y no hay uno solo entre ellos que entienda de matemáticas ni de nada recóndito.
Servíos observar que podéis sostener que la opinión de que la Tierra se mueve fue debidamente prohibida, sin tener que creer que las razones alegadas son buenas. Esta es una regla teológica, factible de ser probada, pues en el Concilio de Nicene se decretó que “puede pintarse a los ángeles, porque son realmente corpóreos”. El decreto es válido, aunque no los motivos, ya que todos los escolásticos de nuestro tiempo dicen que los ángeles son incorpóreos. Hay muchos otros motivos.
Temo la violencia de la gente ignorante. El Padre Monstruo emite sonoros ruidos en contra; y dice, ex ore Pontificis. Pero Su Santidad no se haya informado ni puede pensar de este modo. Mi consejo es que haga que el Gran Duque escriba a efectos de que, así como en la comisión han designado a jesuitas, dominicos, teatinos y clérigos seculares, nos admitan igualmente al padre Castelli y a mí y, si triunfan, succumbemus, etc., aun en la proposición, y no digamos en las razones. Mas no se opone que yo sepa de ello, quia, etc. O podéis licitar que actuemos como abogado y procurador en el caso; si no triunfamos, tenedme por asno. Sé que el Papa posee gran intelecto y una vez informarlo, etc. Dios os conserve.
Galileo debe haber leído esto con gran variedad de sentimientos, sabiendo que el viejo fraile era muy adepto a meterse en dificultades. Nada intimidado por las nuevas, empero, redactó el borrador de una severa nota diplomática que el Gran Duque, compartiendo su interés, ordenó fuera inmediatamente firmada por su secretario de estado y despachada. En ella solicita del Papa el nombramiento de una comisión mixta en Florencia para que investigase el asunto. Mas cuando Niccolini se presentó el 5 de setiembre con su protesta en el Vaticano, se encontró con una andanada de labios de Urbano, que contuvo sus manifestaciones: "Vuestro Galileo", le gritó el Papa bastante fuerte, "ha osado mezclarse en lo que no debía, en los temas más graves y peligrosos que puedan agitarse en nuestros días".
Contesté (prosigue Niccolini) que el señor Galileo no había hecho imprimir la obra sin la aprobación del Vaticano. El Papa contestó, con igual furia, que él y Ciámpoli le habían prevenido, especialmente Ciámpoli, quien llegó a manifestarle que Galileo guiaríase en todo por las órdenes papales y que todo saldría bien; y eso era todo cuanto había sabido, sin que jamás hubiera visto ni leído el libro. Quejóse con amargura de Ciámpoli y del padre Riccardi, aunque dijo que éste último había sido prevenido a su vez, pues con hermosas palabras habíale sonsacado primero la licencia y luego el permiso para imprimir en Florencia, sin seguir las instrucciones dadas al Inquisidor, y luego poniendo también el nombre de Riccardi, que nada tenía que ver con licencias fuera de Roma. Y aquí volví a tomar la palabra para decir que sabía del nombramiento de una comisión especial y, puesto que podría muy bien suceder que en ella hubiera personas mal dispuestas (como es el caso) contra Galileo, con todo respeto suplicaba se le concediese oportunidad de justificarse. A lo cual respondió Su Santidad que, en los asuntos del Santo Oficio, no se hace jamás sino dictar sentencia y luego citar para retractarse. Contesté: “¿No le parece a Vuestra Santidad que el señor Galileo debió ser informado de antemano de las dificultades, oposiciones y censuras que se presentan a su obra y qué es lo que desagrada al Santo Oficio?”. Y fue su respuesta violenta: “El Santo Oficio, Nos os aseguramos; señor, no procede de ese modo ni sigue ese camino ni provee información por anticipado. No es costumbre. Por otra parte, conoce bien cuáles son las dificultades, si quiere conocerlas; porque Nos las hemos discutido con él y las conoció por Nos”. Y como yo opusiera que el libro había sido dedicado al Serenísimo Maestro, que era obra de uno de sus servidores y que yo esperaba humildemente que se mostrase alguna consideración, dijo que en estas cosas que pueden ocasionar grave perjuicio a la religión, del peor que jamás se haya inventado, Su Alteza debe concurrir a castigarlas, pues que es príncipe cristiano y, en consecuencia, debo escribirle para que no se mezcle en esto si desea salir con honor.
Niccolini no era ningún tonto y a esa altura habíase percatado de que el Papa fanfarroneaba. Había existido una tensión no confesada los últimos meses entre la Santa Sede y Toscana, ya que el Gran Duque no podía colocarse sino de parte de los Habsburgo en ese tumo de la Guerra de los Treinta Años que llevara al Papa del lado de Francia. El Papa señalaba ahora una ventaja inesperada amenazando con el arma espiritual que él solo podía blandir. Pero las quejas insignificantes presentadas no podían hacerse aparecer como herejía. Niccolini aprovechó las palabras finales para contestar, por iniciativa propia, con una clara amenaza diplomática:
Contesté que obtendría órdenes para hacer que lo molestasen más aún, como ere cierto, pero seguía sin creer que Su Beatitud llegaría al extremo de contemplar la prohibición de una obra que ya había sido aprobada, sin antes escuchar al señor Galileo.
Lo cual significaba: “Pisamos buen terreno. Si deseáis provocar un incidente internacional, proseguid y haceos el gusto”. El Papa sabía que habíase aventurado sobre hielo delgado y que se le estaba diciendo ahora de modo diplomático que se ocupase de sus propios asuntos… que era la confusión e insubordinación de su misma casa. Pero no le era fácil emprender la retirada y destapó sus baterías.
Dijo que la prohibición ere lo menos que podía acontecerle (a Galileo) y que sería mejor que cuidase de no ser citado ante el Santo Oficio; que había ordenado por decreto que una comisión de teólogos y otras personas versadas en distintas ciencias, todas personas graves y de pensamiento sacro, sopesase todos los detalles, palabra por palabra, porque se trataba de una cuestión de le clase más perversa jamás manejada. Prosiguió con sus motivos de queja contra Ciámpoli. Luego me encargó informar a nuestro Master que la doctrina era perversa en extremo; todo sería considerado con madurez; que Su Alteza no se obligue y proceda con tranquilidad… Agregó que había procedido con grande consideración hacia Galileo, llevando al ánimo de éste lo que sebe y sin haber puesto sus asuntos, como era su deber, en manos del Santo Oficio, sino en las de una comisión nombrada especialmente. Que ya era algo. Fueron sus palabras finales: “Lo he tratado mejor que él a mí, pues me ha engañado”.
El Papa habíase valido de la amenaza de la Inquisición para intimidar al Gran Duque, pero estaba claro que no veía muy bien cómo habría de ejecutarla.[138] Fue con tal fin, y no por consideración, que nombró una comisión especial. Si ésta no descubría base suficiente y el Gran Duque manteníase firme, el Papa podría hallarse en situación realmente difícil. Pero el temible fantasma de la herejía había sido alzado, con lo cual vino a ganar su primera partida.
El informe de Niccolini cayó como una bomba en Florencia, dando por tierra con toda una serie de combinaciones políticas y haciendo que los ministros buscaran la manera de cubrirse. El "Gran Duque", expresa tembloroso Cioli, el nuevo secretario de estado, "ha leído vuestros despachos y sufrido un acceso de cólera tan violento que no sé cual será el próximo acontecimiento. Lo que me consta es que Su Santidad no tendrá que censurar a los ministros de acá por haber dado malos consejos".

II

Galileo quedó estupefacto y completamente imposibilitado de comprender la situación a través de los vagos mensajes de sus amigos de Roma. El secretario de estado mostrábase reticente, pues los despachos de Niccolini llevaban el sello de la más estricta reserva.
Poco a poco comenzó a filtrarse la realidad de lo sucedido. Ciertos jesuitas, al parecer los únicos de la administración capaces de leer e interpretar el libro, habían demostrado al Papa que, bajo la máscara retórica, el argumento en conjunto era un formidable alegato en favor del sistema copernicano. Mientras Grienberger y las viejas fuerzas observaban consentimientos mezclados[139], Grassi, Scheiner y su grupo habían destacado las vastas fuerzas de la Compañía de Jesús en una campaña puramente política contra estas novedades que amenazaban su dominio de la enseñanza, todo el programa "humanista" totalmente contraloreado y contenido en que educaron a las clases gobernantes… y más allá de esto, el principio mismo de autoridad. Como Stelluti previniera en su oportunidad a Galileo, una vez que los jesuitas tomaran parte no se terminaría jamás[140]. La vanidad personal del Papa había sido hábilmente agitada, al decírsele que su opinión acerca de las mareas había sido puesta en labios de Simplicio el tonto, con el fin evidente de ridiculizarla. Nada más lejos del pensamiento del autor, quien había simplemente obedecido sus instrucciones al permitir que los aristotélicos tuvieran la última palabra; pero había interpretado esto a modo de cláusula puramente formal y no para ser ejecutada de manera artística. Riccardi parece haber sido de igual opinión, ya que no solicitó ningún agregado a esa sección, sobre la cual meditó durante meses, buscando nuevos medios para hacerla “segura”.
No existe furor cual el del filósofo despreciado. Urbano VIII, como dijo de él el cardenal Bentivoglio, gustaba de imponer leyes en todos los campos del saber humano. Entre el coro de respetuoso apoyo, no se alzó jamás una sola voz que excitara en su persona el agudo sentimiento de que tal vez no fuera tomado muy en serio como intelectual, pues en verdad pudo advertir que Galileo, no obstante los debidos cumplidos, había hecho parecer a su “remedio final”, cosa bastante necia. “Hay un argumento al que jamás contestarán”, se quejaba el Papa a Niccolini, como numerosos autores de antes y después; y, al mencionarlo, dice el embajador, montó en cólera de la manera menos pastoral. Su rencor permanecía sin abatir aun diez años después de la muerte de Galileo. Niccolini lo describe como hombre muy viejo, hundida de tal modo la cabeza que quedaba al nivel de los hombros. Mas al hablarse de Galileo y manifestar que no contemplaba la erección de un monumento sobre la tumba de su adversario, fue impelido a recontar todo lo que le explicara en su oportunidad y lo que el otro intentara contestar, “transcurriendo largo rato antes de que terminase”.
Empero, es bastante injusto que algunos autores se extiendan sobre el incidente de Simplicio como único motivo de los actos del Papa. El asunto era ya bastante desagradable sin eso. Parecía como si hubiera sido engañado con éxito de manera legal irreprochable. Como cosa de simple verdad, fue él, realmente, quien se engañó a sí mismo al reservar la decisión para sí y no hacer luego que lo aconsejase algún entendido, al impartir instrucciones por intermedio de Riccardi en un asunto que ninguno de los dos entendía, al decir A Ciámpoli varias cosas contradictorias, según sus diferentes estados de humor, y al dejar que Ciámpoli buscase una oportunidad pasajera de acuerdo con una de sus observaciones. Lo cual no pudo decidirse a reconocer. Llegó a la conclusión de que la verdadera causa era una maquinación contra sus colaboradores más íntimos. Ello equivalía a desafección; era como si su propio personal hubiera manifestado silenciosamente su falta de confianza en su superior criterio. Un gobernante colocado en semejante situación tiende a perder la cabeza y muchas dudas horribles pueden acometerlo durante la vigilia nocturna. Llevaba nueve años de Papa, su amplia política autocrática debía comenzar a rendir fruto, y no había mucho que mostrar.
El propio emperador de Austria, pilar principal de la Iglesia, autor del edicto de restitución, no estaba, ya en tan buena posición y, lo que, era peor, tampoco era su amigo. La iniciativa en el gran juego había pasado a su adversario principal, Richelieu, quien obtuvo su victoria más importante, o sea el lanzamiento de Gustavo Adolfo de Suecia. Había separado a la coalición austro-española y obligado a los poderes italianos a integrar el sistema, con lo que el Papa habíase encontrado en cubierta alianza con él —y con el hereje sueco— contra la Casa de Austria. Y precisamente ahora el poder recién levantado en el norte comenzaba a atemorizar a Roma. El Papa debió recibir la noticia de la neutralización de Brandenburgo por el rey de Suecia y la unión de los sajones a éste, a tiempo que Niccolini efectuaba su entrada para la audiencia. Tres semanas más tarde sabría que el único ejército católico en el campo, el de Tilly, había sido destruido en Breitenfeld. Pero peor que el alarmante avance del hereje debió ser la irritante percepción por Urbano de que todo ese trastorno era la ejecución de los proyectos de Richelieu y del infernal Padre José, los hombres que financiaron a Gustavo Adolfo con cinco toneletes llenos de oro y ahora hallábanse camino de establecer la supremacía de Francia en la Europa católica. Las grandes combinaciones y maniobras diplomáticas de Urbano fueron inútiles, tonto como sus esfuerzos para formar un dominio en Italia, a expensas de sus asociados, y sus propios tratos bajo cuerda con los suecos. Había disputado con el emperador, fue amenazado y humillado por España y contenido en Italia por la República de Venecia. Y ahora, esto.
Urbano VII debió haber interpretado la publicación del Diálogo a esta altura como una agravación rudamente proyectada de su sino. Si bien hostigado por la política, era lo bastante inteligente para advertir que el argumento sobre los cielos amenazaba las bases mismas del sistema educativo establecido después de Trento; podía apreciar las razones de airados jesuitas, quienes dijéronle que esa clase de cosas era potencialmente más desastrosa que Lutero y Calvino[141]. Y él mismo, con su vanidad de mecenas, había estimulado al autor. Difícil era su situación, en verdad.
El juicio de los observadores políticos cie Roma refleja su perplejidad. El embajador de Módena escribió a su patria en noviembre, poco después de las nuevas del fallecimiento de Gustavo Adolfo en Lützen y el descubrimiento de la secreta alianza del Papa con los suecos: "En lugar de volverle el sentido, esos acontecimientos no hicieron sino ponerlo furioso. Ha perdido el juicio a punto tal que procederá sin el menor criterio".
Impedido de toda acción satisfactoria, la cólera de Urbano se descargó contra sus desamparados subordinados. Riccardi fue llamado a capítulo y protestó su inocencia. Pudo demostrar que no había entregado los papeles sino al recibo de una autorización de Ciámpoli. En cuanto al propio Ciámpoli, nada tenía que demostrar, pues no había hecho sino utilizar atrevidamente cualesquier palabras que el Papa dejara caer en alguna ocasión indefinida[142].
Riccardi se las compuso para conservar su puesto, pero Ciámpoli vio el fin de su carrera. El prelado que tan sólo algunas semanas antes había sido calificado para su elevación al cardenalato en el próximo Consistorio, fue desterrado como gobernador de la pequeña localidad de Montalto della Marca y transferido luego a puestos cada vez menores. Jamás se le permitió regresar a Roma. Sus cartas a Galileo en 1633 son las del hombre que ha hecho las paces con el mundo. "Venid a visitarme, mi perseguido Sócrates", escribió, “aquí tendremos buen cuidado de vuestra salud… En cuanto a mí, he hallado consuelo en el estudio y aún espero escribir algo por lo cual se me recuerde”. Murió en Iese, diez años más tarde, a la edad de cincuenta y cuatro años. Al saber Urbano VIII el fallecimiento del hombre en quien otrora tanto confiara, se conmovió y dijo: “Otra gran persona que se fue”.
 

III

Si el Papa experimentaba haber sido engañado con éxito, tenía importantes razones que Galileo podría haber observado de antemano. Empero, Galileo parece haber rehusado incluso considerarlas. Sin duda se hallaba desalentado ante el curso de los acontecimientos, mas no se intimidó como el hombre que ha sido descubierto ni mostró la desesperanzada resignación de Ciámpoli, que sabíase sin remedio. El, como el Papa, mostrábase colérico, y su cólera puede percibirse claramente en su carta bajó las palabras de humilde protesta. Por la misma autenticidad de esa cólera podemos inferir que el Papa habíale dado algo bastante sustancioso a modo de autorización. Si esta gente —aún pensaba en los ejecutivos de palacio— no supieron realizar el juego según las reglas, o fueron desviados por mezquinas intrigas, él debió haberles indicado. Fue autorizado a escribir sobre copernicismo, sin que se le pidiera que mintiese sino tan sólo profesara obediencia; su texto mereció aprobación[143]. No había hablado en primera persona, sino dejado que un personaje literario defendiera una posición, lo que había sido permitido a otros personajes de ficción mucho más ateos. En cuanto a la tesis misma, mucho tiempo antes probada en la Carta a Ingoli, tuvo el amplio aval por escrito de Riccardi al Inquisidor de Florencia, enviado justamente antes de ser impresa. El texto fue revisado y vuelto a revisar, licenciado y vuelto a licenciar, y hasta una tercera vez, en dos ciudades; contaba con prefacio, un final adecuado y hasta con título de la más elevada autoridad. Ahí estaban los cinco imprimaturs, “juntos, a modo de diálogo, en el pórtico de la portada, cumplimentándose e inclinándose entre sí con las más leves reverencias”[144]. ¿Qué más podía requerir la más severa disciplina? Su sentido jurídico fuertemente arraigado hízole llegar a la conclusión de que alguien se desmandaba; y, puesto que no podían ser las mismas autoridades a cuyo cargo estaba la licencia, debía tratarse de alguna conspiración informal que se apoderó momentáneamente del criterio del Papa y que denunciaría.
No puede mantenerse, cual hace Wohlwill, que eso no era sino una ilusión del hombre entrado en años, pues tenemos la opinión reflejada con más o menos vigor por sus corresponsales romanos, quienes no eran tan simplotes. El viejo Filippo Magalotti, sucesor de Cesi, es explícito:
No debéis temer que la comisión solicite de las autoridades que declaren la opinión de Copérnico condenable y herética; aunque lleguen a la conclusión de que la opinión es falsa, no creo que se solicite sea declarada tal por tan suprema autoridad; os refiero esto porque así me lo han hecho saber los miembros de la Congregación del Santo Oficio, que maneja los asuntos del dogma. Dicen que hay en la Iglesia asuntos de controversia en que se halla dividida la opinión de los padres, como por ejemplo el de la Inmaculada Concepción. Y todos expresan de manera definida que sin la más urgente de los necesidades, o sin la declaración de un Concilio General, tales problemas no pueden llegar a una solución. Ahora bien, éste no es ciertamente el modo a que tienden las cosas y el Padre Maestro es también de opinión de que llegará a un ligero arreglo de vuestro Diálogo, agregando o suprimiendo algunas cosas.
Niccolini, experimentado diplomático, que debió sentirse algo incómodo por su propia intervención, dice lo mismo. Y, sin embargo, había enfrentado la cólera del Papa. El arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini, avezado hombre de iglesia, escribió el 29 de setiembre:
Me parece excesivamente singular que tan reciente y precisa aprobación suscite las pasiones de algunas personas que no podrían encontrar defectos sino en lo que ellos conciben del libro, pues que la obra misma debe aplacar a la más tímida conciencia. Por otra parte, os diré que merecéis esto y algo peor, pues habéis venido desarmando paso a paso a los que ejercen el dominio de las ciencias, a quienes no queda sino correr hacia terreno sagrado.
En cuanto a Castelli, escribió: “Este es el momento de ponerse en pie contra ellos y responder con las palabras de Copérnico a Pablo III: Illos nihil moror…”. Y más tarde: “He dicho, abiertamente que si la Inquisición es llamada realmente a intervenir, y si este santo y supremo tribunal no procede en debida forma, dañaría la reputación y reverencia que se le debe, y que, si persigue a un hombre que ha escrito de manera tan modesta, reverente y reservada, significaría que los demás escribirán en adelante de modo brutal y resuelto”.
El consenso de los corresponsales es como sigue: “No pueden haceros nada. Pero las cosas están fuera de nuestro alcance algún tiempo, pues el papa ha efectuado un movimiento impulsivo. Permaneced tranquilo, sin ceder más de lo necesario, pero no los irritéis”. De más de una fuente contamos eón la siguiente expresión coloquial: “Han salido medio engreídos y creen que deben proseguir cuesta arriba; cuando regresen será hora de hablar”. Pero también existía nerviosidad por todas partes, pues advertíase que tenían que tratar con un aficionado al poder absoluto, que representaba de oídas.
Como la mayoría de los que tienen la responsabilidad de aconsejar se sienten obligados a andar con “pie liviano”, es como fresca brisa contar con la impresión sin trabas del buen monje de Venecia, fray Fulgenzio Micanzio:
Pero ¡cuán miserable puede ser esa secta a la que parece necesariamente contrario y odioso todo aquello que es bueno y se funda en la naturaleza! El mundo no se limita a un simple rincón; veréis vuestra obra impresa en numerosos lugares y lenguas[145]. Mi preocupación es que pueda verme privado de lo que más es esperado, vuestros otros diálogos que estaban por venir (es decir, Dos Nuevas Ciencias); si no se publican por eso, enviaré con cien mil demonios a esos hipócritas sin Dios y sin Naturaleza.
En la propia Roma eran muchos los que no se dejaban impresionar lo más mínimo por este conversar de herejía. Un joven y aún desconocido científico, llamado Torricelli (descubierto por Ciámpoli), se volvió en favor de Galileo en pleno tumulto en esos días de setiembre. Escribió presentándose tímidamente como “copernicano por convicción, por secta y profesión galileísta”. Había defendido la tesis del libro con el padre Grienberger, que era su amigo, según dijo, y no expresó sino leve desaprobación.
 

IV

La gente sana, el “optimista precavido”, resultó estar equivocado, sin percatarse, empero, que las autoridades habíanse desviado del fin profundo. Pero había por lo menos un individuo que debió haber abrigado menos ilusiones, y era el mismo Galileo. Sabía mejor que nadie lo que el libro significaba, lo que el Papa había significado de su parte, y el abismo que separaba a ambas concepciones. Una vez abiertos los ojos del pontífice, Galileo tenía que temerlo todo. No obstante, cosa singular, es el más belicoso de todos ellos. Está seguro de poder convencer a las autoridades si se le proporciona aunque sea una oportunidad; solicita privadamente, como sugiriera Campanella, una discusión in concilio Patrum. Quiere revisar el libro punto por punto con cualquier comisión que se desee nombrar. Sin embargo, no es “falta de mundo” el término que lo describe, y conoce el valor de la discreción. Hasta su enemigo Piero Guicciardini lo ha reconocido.
Extenderse sobre lo híbrido, como ha sido tan frecuente, no supone explicación. Galileo consideraba buena su situación desde el punto de vista jurídico, pero sabía que ella era políticamente débil. La deliberación infinita desplegada mientras producía el Saggiatore es prueba de ello. ¿Por qué, entonces, en un hombre de edad y de mundana experiencia, esta aventura… esto que luego resultó ser un juego terriblemente insensato? Si no hubiera deseado sino publicar sus ideas, podría haberlo hecho con seguridad sin el menor peligro. El que fue capaz de escribir el Saggiatore podía escribir cosas esquivando a los censores (aunque los jueces no pudieron encontrar la menor falta en el folleto durante el proceso). Existía una fácil y evidente manera que, en verdad, hallábase obligado a considerar, y lo hizo posteriormente, aunque demasiado tarde. Pudo haber dado fin al Diálogo haciendo que Simplicio, o tal vez mejor Sagredo, sacara triunfante del interior de un sombrero el sistema de Tycho, que jamás había sido discutido, y que Salvati, sujetando su lengua, se declarase vencido. Ello habríale permitido terminar de manera más convincente con la sabiduría del Papa. La Iglesia habríalo endosado, pues era equivalente a todo cuanto el esforzado jesuita Riccioli pudo inventar en 1657 para refutar oficialmente a Galileo en su Almagestum novum.
Por otra parte, si hubiese deseado parecer del todo inocente, pudo haber sacrificado lo que bien sabía insostenible, aunque atrayente… la teoría sobre la caída circular[146], y presentado el “aplastante argumento psicomatemático” de Riccioli, confundiendo el sendero por completo. Riccioli se puso en ridículo con ello, como Borelli no tuvo escrúpulo en demostrar en 1668, a pesar de subsistir aún las rígidas prohibiciones; empero, fue universalmente aplaudido como campeón de la fe. Galileo pudo haber payaseado con tales inventos con mayor facilidad cuanto que el resto del Diálogo dejaba duda sobre de qué lado estaba la razón. Su vanidad, que era grande, habría hallado provecho en ello, pues habría sido cumplimentado por todos y cada uno, incluso los hipócritas, en tanto el de mente Científica habría sabido leer entre líneas. El y sus amigos podrían haberse reído a costa de las autoridades. El libro habría realizado su penetración de manera libre y serena, para destruir poco a poco las enseñanzas establecidas de la filosofía de la Iglesia, en tanto la posición de Galileo quedaba firme por toda su vida.
Pudo haber hecho eso; y, menos aún, tal como Salviati se adelantase a ofrecerle como “remedio final”, pero se negó a ello y siguió negándose. Lo arriesgó todo al expresar la verdad de manera inequívoca, en un juego temerario pero generoso. Muy bien sabía Galileo que estaba realizando un golpe de sorpresa. Había sido suficientemente prevenido acerca de su teoría sobre las mareas, como dijera el Papa a Niccolini, y el Papa estaba en lo cierto. Pero esperaba que el argumento resultara tan irresistible que contuviese a sus enemigos y obligara a las autoridades a aceptarlo, aun a disgusto, salvando de tal modo a la ciencia católica de tan peligrosa crisis. Después de todo, lo habían examinado y no les era posible admitir airosamente que no entendían una palabra del texto. Ningún individuo en su sano juicio querría darse de cabeza contra una muralla de lógica una vez que se le ha mostrado la muralla. La vieja ilusión de 1615 tardó mucho en morir en la mente del científico. Y esta vez también contaba con permiso escrito. Sabía, sin lugar a dudas, de su desobediencia a las intenciones explícitas del Papa. Pero manteníase firme en su certeza de no haber desobedecido los edictos de la Iglesia. A todas luces pensó —lo mismo que Ciámpoli para el caso— que tenía que luchar contra la fantasía de una personalidad vana y obstinada, pero brillante, y que era aún, pese a todo su atavío pontificial, el viejo Matteo Barberini de él conocido y amado. Existe apenas un individuo inteligente que no crea que el hombre elevado al poder se tome en serio a sí mismo de manera permanente, y no extienda su simpatía a los demás con la esperanza de una sombra de refrescante complicidad a su vez, de un rasgo de humor.
Galileo tenía motivos más positivos que éstos para su esperanza, los cuales será necesario detallar, puesto que nadie parece haberlos observado. En 1616, al menos tal dice Buonamici, fue la Carta a la Gran Duquesa la que proporcionó a Matteo Barberini los fundamentos que necesitaba para resistir la proclamación de herejía[147]. Nadie le había reconocido directamente, prevaleciendo un discreto silencio entre las partes. Pero Galileo sabía que ese ladrido de Barberini era peor que su mordedura. En cierto modo tenía derecho a esperar una segunda etapa de tan modesta representación. Y más aún, puesto que Barberini, ya como Papa Urbano VII, no se había mostrado falto de generosidad intelectual ni estrechamente fanático. Dos años atrás había salvado a Campanella, no obstante las infinitas indiscreciones filosóficas del viejo comunista (que incluían su copernicismo reconocido), sacándolo de la cárcel de la Inquisición española en Nápoles, en la cual llevaba años pudriéndose a consecuencia de un complot, realmente diabólico, para perseguirlo.
Galileo tenía razones, pues, para creerse capaz de forzar, aunque fuese muy poco, la mano de Urbano, mientras apelaba al criterio de Barberini, esperando, pasado el primer instante de despecho, cierta comprensión y magnanimidad. Fue razonable de su parte esperar, aunque sólo fuese esperar, que el pontífice se convirtiese en su secreto aliado, bajo la impresión del Diálogo, y que, mientras fingía despego, se esforzase en sacar a la Iglesia de ese estancamiento científico. Aunque fuese demasiado esperar, tenía de seguro el derecho de esperar cierta medida de inteligencia, o al menos discreción, de esos hombres a quienes se confiara la conducción de la República Cristiana; o, cuando menos, diplomacia.
¿Llamaremos a esto ceguera producida por sí misma, engreimiento nacido del aplauso y de la adulación? ¿Llamarémoslo frustrada confianza en nuestros semejantes, confianza ciertamente reforzada por sus cumplidos liberales, pero demostrada del mejor modo en los intentos realizados por Galileo, pacientes y sostenidos, para razonar con ellos? Estos y otros motivos psicológicos similares han sido ya presentados hasta la saciedad. Lo que debe considerarse con más seriedad son los factores políticos.
Como se ha manifestado al comienzo, Urbano VIII y su corte pueden considerarse, más que opresores de la ciencia, primeras víctimas extraviadas de la era científica. No poseían la menor idea del empuje del nuevo tipo de pensamiento. Sólo un grupo de hombres podía, o debía, cuando menos, haber adivinado: los astrónomos jesuitas. Se hallaban más que medio convencidos de la razón de Galileo —como sabemos a través del padre Kircher, si no contáramos con otras fuentes de información—. Galileo poseía abundantes informes acerca del pensamiento de ellos y continuaba esperando que, no obstante sus sentimientos personales, su deber para con la fe haríales interponer alguna palabra de consejo. Era obligación de ellos, y de nadie más, prevenir al Papa para que no representara mal papel. Mas el vasto aparato de adoctrinamiento y constricción ideado por su orden, trabajaba para la misma destrucción. Siguiendo la voluntad política de la Compañía "hasta la muerte", cerraron ojos, oídos y mente. El poder de la disciplina fue a alimentar el complejo mecanismo en un circuito de autodestrucción.
Así, más allá del fracaso del mecanismo valuador, nos vemos llevados de nuevo a esa “voluntad política” de que los jesuitas fueron punta de lanza, pero que era compartida en diverso grado por toda la jerarquía. Y aquí el patrón se hace visible por fin. Galileo había lanzado en su oportunidad el desafío y ahora lo pagaría. El desafío original remontábase en el tiempo. Había comenzado a constituir un peligro al escribir en italiano y cuando resolvió dejar a un lado las universidades y la autoridad intelectual conferida y revelar su mente a la opinión pública esclarecida. Como movimiento, era cosa tradicional. ¿No había recurrido Dante al vernacular por razones no muy diferentes de las suyas? Pero, por otra parte, Dante había permanecido a la vista de las autoridades personaje muy sospechoso y, por ende, él también, lo era claramente.
En resumen, este individuo era agitador. No se había entendido que el científico, en su condición de especialista aislado, fuera un peligro social, como bien podría ser considerado aun en nuestro tiempo. Fue Galileo la figura del Renacimiento que deseó que la percepción científica se extendiese a todo el frente progresista de la civilización, desde su posibilidad expresiva y tecnológica hasta su actividad crítica y su reflejo filosófico, pareciendo peligroso tratante de novedades.
“Sí”, escribe José de Maistre, “si no hubiera escrito, como prometió, si no hubiese tratado de comprobar a Copérnico a través de la Biblia; si al menos hubiese escrito en latín…” Tres falsedades y una sugestión que nada ayudan. La fórmula debidamente equilibrada. Aún podemos tomar con precaución la sugestión. En ella existe la típica "prudencia". Si hubiese escrito en latín, habría quedado a cargo de Foscarini, Bruno o algún otro, referir los hechos en el vernacular y sufrir las consecuencias, pues tales casos no eran para ser mantenidos bajo capa. En cuanto a si mismo, cosa bastante cierta, hubiera arriesgado, a lo sumo, ser puesto en el Index, porque, en resumen, ¿qué podía importar? En lo que se refiere a la escritura de obras que no pueden leerse, no se ve jamás el fin.
Tratemos, quedando sujetos a corrección por parte de autoridades mejor informadas, de poner algo de contenido sustantivo en los frívolos si de Maistre.
Si hubiese esperado más o menos otro siglo para que sus superiores entendiesen; si no hubiera chocado inevitablemente con el monopolio de la organización más poderosa dentro de la Iglesia, que se encargó a sí misma la vigilancia del nuevo curso de ideas; si no hubiera experimentado que tenía que pasar por sobre sus cabezas, urgentemente, para llegar a los cerebros responsables sobre los que aún descansaba la entidad fundamental, la Ecclesia, la Comunidad… Pues claro, sin duda.
Una vez habíase mostrado abiertamente. Quienes siguen refiriéndose al prefacio del Diálogo como pieza sin efecto e hipócrita, parecen no considerar que decía específicamente lo que había de ser dicho por ambas partes; y dicho de manera tan cuidadosa que aun el descuidado subrayarlo podría resultar explosivo, como informó torcidamente Magalotti:
“No faltan aquellos que, sin conocimiento de causa, afirman que el decreto no fue producto de un sobrio escrutinio sino de una pasión mal aconsejada, y se oye murmurar que los consultores, ignorantes en absoluto de las observaciones astronómicas, no debieron cortar las alas de mentes especulativas con temeraria prohibición. Mi celo no puede guardar silencio al oír tan desconsideradas quejas… Me hallaba en Roma por entonces y recibí no sólo la atención sino el aplauso de eminentísimos prelados de la corte; tampoco fue publicado el decreto sin que fuera informado de ello por anticipado. En consecuencia, es mi resolución en el presente caso hacer ver a las naciones extranjeras que este asunto es tan entendido en Italia, y, sobre todo, en Roma, como pueda imaginar la diligencia trasalpina… Espero que a través de estas consideraciones, el mundo llegará a saber que si otras naciones han navegado más que nosotros, no hemos estudiado menos que ellas; y que nuestro retorno a asegurar que la Tierra permanece inmóvil y tomar lo contrario como fantasía matemática, no es producto de nuestra falta de conocimiento de las ideas de los demás sobre lo mismo (si no contásemos con otros incentivos), sino de razones que la piedad, la religión, el conocimiento de la omnipotencia divina y el convencimiento de la incapacidad de comprensión del individuo nos dictan.
Esta es la cubierta formal que necesitaba para escribir el libro. Había pretendido ser, como tanto libro autorizado, ejercicio huero y fuera de lugar en retórica filosófica, arreglo de flores japonesas… en una palabra, una especie de obra de arte. El gobernador del Santo Palacio encontró muy bien la presentación e insistió en que no hubiese más alteraciones.
Una simple cubierta era, sin embargo, un débil velo de convención que queda por tácito convenido. Como era costumbre en casos tales, quien lo tocase haría mal papel. Para el lector juicioso (Discreto lettore) a quien iban dirigidas estas palabras, tenían un sentido plausible. Puesto que las autoridades han elegido verse en aprieto, y se niegan a entenderlo de tal modo, toca a nosotros, los creyentes italianos, librarlas del mismo y de la manera menos conspicua, con el fin de salvar su dignidad antes de que sufran humillación a manos de sus enemigos”. (Una vez rasgado el velo de la contención, una vez escrutado el libro de manera malévola, se hizo imposible reconstruir el prefacio de otro modo, como indicaron, furiosos, los expertos nombrados para el procesamiento).
La audiencia con Bellarmino se halla subrayada en el texto, de manera desafiante, con el sereno orgullo apropiado al consultor. En la hora de lo que él sabe su triunfo científico, Galileo extiende generoso el manto de su prestigio intelectual alrededor de las autoridades, como para cubrir la pasada obstinación y la incompetencia de las mismas. Y esto, más que ninguna otra cosa, más de lo que se dijo acerca de su entrometimiento teológico, su lengua derogatoria, su telescopio infernal… eso es lo que no podía perdonarse.
 

V

Se había iniciado el cuarto acto de la tragedia. El inquisidor de Florencia se hizo presente el primero de octubre en el domicilio de Galileo para hacerle entrega de una citación formal de parte del Santo Oficio, para que se presentase en Roma en el plazo de treinta días. Galileo se percató finalmente, y aterrorizado, de toda la gravedad de la situación; se metió en el lecho con enfermedad nada fingida. En carta dirigida al cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano, le suplicó se le evitase el viaje invernal, temiendo que, dado su estado, no lo terminase con vida. “Paso el tiempo dedicado a los estudios en que me esfuerzo, y esperaba haberme desviado del sendero trillado. Estoy arrepentido de haber dado al mundo parte de mis escritos; me siento obligado a destinar a las llamas lo que resta y moderar, al fin, de ese modo, el odio implacable de mis enemigos”.
Empero, sugería que otra revisación del libro apaciguaría a las autoridades y solicitó que se nombrase otra comisión para realizarla en Florencia. “Pero”, concluía, “si ni mi edad avanzada, mis muchos achaques corporales, lo profundo de mi pesar, ni los riesgos de un viaje en tales condiciones son considerados razones suficientes por ese alto y sacro tribunal para otorgar una dispensa, o al menos una postergación, emprenderé el viaje, considerando que la obediencia importa más que la vida”.
Con lo cual Galileo no intentaba tan sólo una última intercesión, sino que, a la vez, daba noticia a sus protectores de que no trataría de huir, como bien pudo haber hecho, al haber recibido, entre otros, un mensaje de Francesco Morosini. Olvidando con magnanimidad la brecha abierta entre ambos veinte años atrás, al abandonar Galileo a Padua, el anciano estadista habíale ofrecido el santuario inviolable del territorio veneciano. Sabemos que varios de sus amigos lo instaban a hacerlo, y parecería que hasta el propio Niccolini —en forma muy privada— inclinábase a igual consejo. Pero en esa oportunidad el espíritu de lucha parecía haber abandonado el cuerpo del anciano. No era Sarpi, que organizara su desafío dentro de los grandes y reconocidos problemas de la política de la fuerza. Había sostenido hasta entonces en su propia mente, sin mucho interés, dos maneras incompatibles de referencia, producto de la contradicción de las épocas, porque era profundamente hombre de su tiempo. Ya la precaria seguridad veíase destrozada, y se vio de repente persona desplazada sin remedio, hombre de edad, quebrantado y enfermo, "borrado del libro de la vida", necesitado de alguna protección y consuelo. El pálido espectro del temor, la avidez de aceptación y perdón, junto con la humillación de la súplica, sitiaban al hombre que hasta entonces había sido guerrero alegre y lleno de humor.
Por desgracia, los últimos acontecimientos de Roma hacían de todo intento de arreglo algo peor que fútil. En realidad, el Papa leyó la carta entregada por el cardenal Barberini y anotó brevemente: “Asunto resuelto en la última Congregación. No se requiere otra contestación. Ver que el asesor haya hecho cumplir las órdenes”. Pero Galileo hallábase aún en tinieblas con respecto a los últimos eventos. De haberlo sabido, habría reconsiderado su decisión de entregarse[148].
El 11 de setiembre, Niccolini había recibido a un agitadísimo padre Riccardi, que nuevamente aconsejaba prudencia y sumisión, porque el Diálogo, según parecía ahora, había sido realmente verdadero ejemplo de desobediencia. Según sus palabras, intentó que Campanella y Castelli integrasen la Comisión Preliminar, sin ningún éxito; aún haría lo posible. “Pero, por encima de todo, me dijo en tono de la mayor confianza y secreto, habíase encontrado en los libros del Santo Oficio que, dieciséis años atrás, habiéndose sabido que Galileo sostenía esta opinión, y la esparcía en Florencia, había sido citado a Roma y prohibido, por el cardenal Bellarmino, en nombre del Papa y del Santo Oficio, que discutiese dicha opinión, y que sólo ello es suficiente para arruinarlo por entero”.
La situación había cambiado, y evidentemente en un sentido no previsto por nadie; porque cuando Urbano representó su escena ante Niccolini el día 5, gritó que “Galileo tuviese cuidado de no ser citado por el Santo Oficio”. Al extenderse sobre los crímenes de Galileo, habíalo acusado de halagar a los encargados de la licencia para obtenerla y de diversas transgresiones menores, que en realidad no implicaban sino flojedad de parte de los censores y atajos administrativos del lado del autor; pero estaba claro que, si pensaba referir el caso a la Inquisición, no veía aún exactamente la manera de hacerlo.
Fue con esa finalidad cómo la Comisión Preliminar inició sus tareas, cuyos primeros resultados fueron halagadores. Lo que se encontró en las actas de la Inquisición fue el requerimiento de febrero 26 de 1616, de parte del Comisario General (pág. 117), con la cláusula "no enseñarla en manera alguna", por nadie sospechada antes, y menos aún por el Papa, quien había dicho a Galileo que continuase escribiendo sobre Copérnico.
Esto es lo que Riccardi, presa de enorme agitación, confió a Niccolini el 11 de setiembre. Algo nuevo había sido agregado, que hizo posible la acusación. Fue a su vez —mas esto no lo dijo— lo que le salvó la cabeza, desviando la tempestad hacia Galileo. El temor lo volvió en adelante hombre de pérfido consejo.
Al cabo de cinco sesiones, que insumieron casi un mes, la Comisión Preliminar acababa de someter al Papa un memorándum de tres carillas sobre el asunto de Galileo[149]. He aquí los tres cargos bosquejados contra el autor:
  1. Galileo había transgredido las órdenes al desviarse del tratamiento hipotético, manteniendo resueltamente que la Tierra se mueve y el Sol permanece estacionario;
  2. ha adscrito erróneamente el fenómeno de las mareas a la estabilidad del Sol y al movimiento de la Tierra, que no existe;
  3. ha sido, además, silenciosamente engañador (fraudulentamente) en cuanto a la orden que le impartiera el Santo Oficio el año 1616, que es la siguiente: “Abandonar por completo dicha opinión de que el Sol se halla en el centro del mundo, e inmóvil, y que la Tierra se mueve; que en adelante no la sostenga, enseñe ni defienda en modo alguno, verbalmente o por escrito, pues en caso contrario será seguido contra él otro procesamiento por el Santo Oficio, a cuyo requerimiento asintió el dicho Galileo y prometió obedecer”.
Prosigue luego esta observación: “Deben considerarse ahora los procedimientos que hayan de seguirse, lo mismo contra la persona del autor que contra el libro impreso”. Empero, la naturaleza de esos procedimientos no es discutida de ninguna manera en el documento, sino que se refiere "a los hechos" en cinco cargos en cuanto a los acontecimientos históricos desde que el Diálogo fue sometido para su publicación en Roma, en 1630, hasta su publicación en Florencia, dos años después. Un sexto cargo considera que los siguientes puntos del Diálogo deben ser debitados en la cuenta del autor: Los dos primeros puntos demuestran miserablemente que se buscaba toda clase de motivo. La Comisión Especial, empero, no llega a la conclusión —a través de todos esos errores y fallas— de que el Diálogo debe ser prohibido, sino dice: “Todas esas cosas pueden ser corregidas, si se resuelve que el libro a que tal favor se concede posee algún valor”.
Inmediatamente después sigue el séptimo cargo en que se expresa nuevamente (en cuanto a los actos) que “el autor ha transgredido el mandato del Santo Oficio de 1616” de abandonar por completo dicha opinión etc. etc. hasta “y prometido obedecer”.
Aun como informe exploratorio, el documento es singularmente inconcluso. Luego de enumerar las diferentes transgresiones del autor, sugiere que una edición corregida del libro sería suficiente sanción, como si la violación del requerimiento de 1616 no constituyera de por sí un crimen bastante condenable. Puesto que la mayoría de los miembros era fuertemente enemiga de Galileo, resulta claro que la situación jurídico debe haberles parecido extraordinariamente embarazosa.
Hubo, sin duda, dos obstáculos mayores: uno, que el libro había sido autorizado; el otro, como dijera Magalotti, que no había manera de declarar la doctrina de Copérnico formalmente herética. (Es también así como el padre Guevara había interpretado las reglas al declarar en 1625, luego de la publicación del Saggiatore, que el movimiento de la Tierra sugerido no era en sí cosa que mereciera censura[150]. Se admitía que el caso estaba muy distante de ser claro, pero —dijo más bien dudosamente— contenía lo suficiente para que el Santo Oficio lo examinase, si tal era lo que se deseaba.
No era mucho, más sí suficiente para lo necesitado por el Papa. El 15 de setiembre informó al embajador que no podía menos que entregar el asunto a la Inquisición[151]. Al mismo tiempo se ordenó el más estricto secreto, tanto al Papa como al embajador, so pena de aplicarles los procedimientos establecidos en los estatutos del Santo Oficio. Recalcó que, por su parte, no habría hablado, pero lo hacía por interés hacia Su Alteza. Lo cual significaba, por supuesto, que deseaba ofrecer al Gran Duque la oportunidad de disociarse de la oveja sarnosa antes de que pudiera verse como destinatario de citaciones infamantes. Los insistentes pedidos de reconsideración efectuados por Niccolini fueron soslayados por Su Beatitud con lo que placíale considerar jocosa anécdota.
El 23 de setiembre, la Congregación General anunció que Galileo había transgredido el requerimiento de 1616 y, como hemos visto, se le entregaron las citaciones oficiales en Arcetri.
Niccolini recibió pronto las nuevas del acontecimiento, y de la desesperación de Galileo, y al instante se dio a ayudarlo de manera infatigable. Alegó ante los prelados del Santo Oficio, en vista de los achaques del anciano y las dificultades de un viaje de doscientas millas en la peor de las épocas. No hicieron “sino escuchar sus palabras, sin contestar nada”. Fue a visitar al Papa mismo. “Vuestra Santidad incurre en peligro”, dijo, “de que él no sea juzgado ni aquí ni en Florencia, pues se me asegura que puede morir en el trayecto”.
“Tiene que venir”, contestó el Papa. “Puede hacerlo en etapas cortas, en litera, con toda comodidad, pero realmente tiene que ser juzgado aquí en persona. Que Dios lo perdone por haberse engañado al extremo de meterse en tantas dificultades, de las que Nos lo habíamos salvado cuando éramos cardenal”.
Niccolini osó observar entonces que si había alguna culpa era de los censores, ante lo cual el Papa pronuncióse con violencia contra Ciámpoli y Riccardi. “Pero él tendría que haber sabido algo mejor”, concluyó, “que meterse en tal laberinto (ginapreto) de cuestiones, de la clase más delicada y perniciosa que existe. Ahora tiene que venir”. Y agregó, “entre dientes”, dice el embajador, algo a efectos de que entre los jueces del Santo Oficio tendría que figurar alguno que hubiese estado en la Comisión Preliminar. Lo cual se refería, según se vio más tarde, a los tres consultores a quienes se te solicitara el informe sobre el libro.
Niccolini no obtuvo ni siquiera una postergación. El 19 de noviembre, Galileo recibió la segunda citación. Esta vez envió un certificado firmado por tres médicos:
… Observamos que el pulso se detiene cada tres o cuatro latidos… El paciente sufre frecuentes mareos, melancolía hipocondríaca, debilidad de estómago, insomnio y dolores en todo el cuerpo. Hemos observado a la vez una hernia grave, con rotura del peritoneo. Todos esos síntomas, a la menor agravación, pueden resultar un peligro para su vida.
La respuesta del Santo Oficio consistió en un mandato papal a efecto de que tales evasivas no iban a ser toleradas y que en caso de nueva demora enviaríase un comisionado acompañado de un médico para conducir a Galileo de regreso, preso y engrillado (carceratum et ligatum cum ferris). Si el peligro de su vida hace aconsejable una demora, debe ser traído tan pronto como pueda viajar, pero siempre como preso encadenado[152].
Esta vez el mismo Gran Duque aconsejó a Galileo que fuese. La historia lo ha señalado como gobernante débil que entregó a su protegido a la persecución. Sin embargo, debe reconocérsele considerables atenuantes. No era el rey de Francia ni el Estado Veneciano, sino un protegido —un pequeño principado tomado entre la casa de Austria, su soberana, y los Estados Papales, su vecino. No le era dado esperar protección del emperador en asuntos referentes a la ortodoxia, como la había tenido Cósimo I en la lucha referente a su coronación (casi fue a la guerra con Pío V). La Toscana se hallaba en situación expuesta en la frontera meridional del imperio y tendría que hacer frente por sí sola a los Estados del Papa. El joven de veintidós años tenía que luchar dentro de su propio hogar con la piadosa alarma de su madre, la duquesa viuda; como gobernante, tenía que considerar las posibles repercusiones de un conflicto con los monjes entre el populacho supersticioso. No encontraba ayuda en sus ministros, furiosos ante tan imprevisto trastorno de sus movimientos y contramovimientos tan delicadamente calculados en el tablero diplomático, y haciendo todo lo posible para desentenderse del sentenciado astrónomo. No lo hizo. Ofreció a Galileo su propia litera para el viaje y su propia embajada en Roma como residencia; y, pese a la opinión de su secretario de estado, ordenó a Niccolini que lo defendiese por entero.
Por su parte, Galileo recobró su espíritu combativo, disipada la primera impresión. Estaba dispuesto a echar el resto frente a las autoridades eclesiásticas, en cuanto al problema en conjunto, incluyendo los peligrosos lemas teológicos que obedientemente dejara en paz durante tantos años y que ahora eran presentados otra vez en contra suya.
En una vigorosa carta a Elia Diodati, escrita el 15 de enero, luego de la citación final de la Inquisición y poco antes de su partida hacia Roma —carta ideada con toda posibilidad como una especie de testamento espiritual a confiarse a los protestantes, en caso de ser silenciado para siempre— vuelve de lleno a su posición de 1615, tal como fue bosquejada en su Carta a Castelli. El pretexto lo proporcionan algunos folletos recientes de Froidmont y Morin, en contra de Copérnico, sobre los que Diodati había solicitado su opinión; pero lo que él expresa no lo es por cierto en términos indecisos en cuanto al Papa mismo:
En cuanto a Froidmont, no hubiera deseado verlo caer en lo que, en mi opinión, constituye un grave y muy difundido error, es decir, que para refutar las opiniones de Copérnico arroja a sus partidarios dardos despectivos y jocosos y luego (lo cual me parece más inconveniente) se atrinchera en la autoridad de la Sagrada Biblia, para, al final, llegar al extremo de llamar a esos puntos de vista sobre tales temas nada menos que heréticos. Que tal proceder no es digno de alabanza me parece cosa muy fácil de probar. Porque si yo preguntase a Froidmont quién hizo el Sol, la Luna y la Tierra, así como las estrellas, y dispuso su orden y sus movimientos, creo que contestaría: “Son la creación de Dios”. Y si se le preguntase quién inspiró la Santa Biblia, sé que respondería: “El Espíritu Santo”, que igualmente quiere decir Dios. El mundo es, en consecuencia, la obra, y la Biblia la palabra del mismo Dios… Nada cambia en la naturaleza para acomodarse a la comprensión o las nociones de los hombres. Mas, de ser así, en nuestra investigación para conocer las diversas partes del universo, ¿por qué comenzaríamos más bien con las palabras que con las obras de Dios? ¿Es la obra menos noble o menos excelente que la palabra? Si Froidmont o algún otro ha resuelto que la opinión de que la Tierra se mueve es una herejía, y si la posterior observación, demostración y concatenación necesarias prueban que existe tal movimiento, ¡en qué situación difícil se habrá puesto a sí mismo y a la Sagrada Santa Iglesia![153].
Quien había perdido la cabeza era más bien Urbano VIII. Experimentaba a su alrededor un vientecillo frío de crítica. Llevábase diciendo desde mucho atrás que había sacrificado los intereses de la Iglesia a sus ambiciones personales, su vanidad, la avaricia de sus parientes y los intereses de la casa de Barberini. El embajador de Módena en Roma escribía por entonces a su príncipe: “Estos gobernantes desean engrandecer a su familia; son amantes de las riquezas; ansían el poder; mas, cuando es necesario adoptar alguna resolución no tienen el coraje necesario para enfrentar el riesgo. Parecen lo suficientemente arrogantes, pero luego hacen una triste figura”. Urbano no desconocía en verdad su situación, enterado de la murmuración de sus gentes y con esos monjes que no le trajeron nada que hiciera alimentar esperanza para el futuro en el tablero diplomático internacional. Al comienzo de su labor había mostrado su vigor y creídose, no sin razón, moderno y de gran visión al apostar a la nación francesa, que volvía a resurgir, contra el poder tradicional de Austria y España; al examinar la situación apenas pudo creer que se tratase de un gambito de triunfo. Fue utilizado por Richelieu, en lugar de utilizar él mismo al francés; enajenada Austria, sin ningún provecho, vino a producir escándalo con su secreta alianza con el sueco. Invadido por la cólera, el rey de España había osado incluso arrojarle el guante en el Consistorio, valiéndose del cardenal. Borgia para que se le recordase a sus antecesores “más píos y más gloriosos” y se le manifestara que abandonase esas deshonestas colusiones con el poder herético; hubo de proceder con rapidez para aplastar una conspiración política en su propia Curia. Comenzó a ver enemigos en todas partes.
“El papa vive bajo el temor del veneno”, escribió un corresponsal diplomático. “Ha ido a encerrarse en Castell Gandolfo, donde no se admite a nadie sin ser registrado antes. Las diez millas de carretera se hallan fuertemente patrulladas. Grande es su sospecha de que los preparativos realizados en Nápoles sean dirigidos contra él, que la flota del gran duque de Toscana pueda darse a la vela cualquier día para atacar a Ostia y Civitavecchia. Las guarniciones y vigías de la costa han sido reforzados”. Esta aprensión nerviosa correspondía menos a verdaderos peligros que a profundo sentido de fracaso. Con el eclipse del poderío francés, tras la muerte del rey de Suecia, la enfermedad de Richelieu y el alistamiento de Inglaterra contra los Países Bajos, se percató de que su complicado juego había tocado a su fin y no era sino cuestión de tiempo su vuelta a la órbita de los Habsburgo, que en verdad produciríase tres años más tarde. Y si al menos lo hubiese sabido tan luego cuando Francia iba a verse decisivamente otra vez camino de la victoria. Fue todo mala ventura, sin respiro, infortunio y destiempo.
Y si desviaba la mirada de las graves perspectivas mundanas a esta alharaca acerca de los planetas, culta y fastidiosa, no le era dado discernir sino otra reducida versión de la misma historia. Había tratado de actuar como magnánimo príncipe del Renacimiento y tomar a la ciencia bajo su manto, para verse chasqueado por Galileo, como lo fuera por Richelieu. Galileo, mientras se ofrecía como aliado, había movilizado al pensamiento laico contra la autoridad intelectual de la Iglesia y creado escándalo. Pero al menos él, Urbano, podía hacer algo allí. Doblar el espinazo y humillar a esa pandilla a la vista de todos. Su intervención sería terrible. Ahí estaba la oportunidad de recobrar su prestigio y reafirmar su posición como cabeza de la fe. Iba a demostrar a esos florentinos que había un límite para su impertinencia. Golpeó fuertemente la mesa con el puño, en público, además, y dispuso que una comisión especial presentase un caso contra el hombre, a paso de carga. La comisión lo presentó, al menos lo que podía parecer como tal. Mas notábase desasosiego por doquier[154].

VI

En un lugar cualquiera del Nuevo Mundo, un rincón hiperbóreo, del que nadie jamás oyera hablar en Roma, en esos mismos días, un joven clérigo desconocido y algo absurdo, de nombre Roger Williams, preparaba, sentado en la tienda del cacique Massasoit, su propio caso contra otro estado teocrático, minúsculo y absurdo: “LA RELIGIÓN DEL ESTADO del mundo”, escribió, “es una invención POLÍTICA de los hombres para mantener el ESTADO CIVIL… DIOS no requirió QUE SE DICTASE Y PUSIESE EN VIGOR una UNIFORMIDAD DE RELIGIÓN en ningún ESTADO CIVIL; lo que forzó la UNIFORMIDAD más pronto o más tarde es la mayor oportunidad para la GUERRA CIVIL, DESTRUCCIÓN DE LA CONCIENCIA, PERSECUCIÓN DE CRISTO JESÚS en sus servidores, y la HIPOCRESÍA y destrucción de Millones de Almas… Es la voluntad y mandato de DIOS que sea concedida a TODOS los hombres de TODAS las NACIONES y PAÍSES libertad para CONCIENCIA Y ADORACIÓN de lo más PAGANO, JUDÍO, TURCO y ANTICRISTIANO; y que ha de ser COMBATIDO tan sólo con la ESPADA que constituye lo único CAPAZ DE CONQUISTAR (en COSAS DEL ALMA), o sea, la PALABRA DE DIOS, que es LA ESPADA DEL ESPÍRITU DE DIOS…”.
A una distancia equivalente a la mitad del mundo de allá, así como de Roma, en la fabulosa ciudad de Marco Polo llamada Cambaluc, de la que tan sólo últimamente habíase descubierto ser Pekín, el padre Adam Schall von Bell, S. J., conocido en China como T’ang Jo-wang, a quien el emperador había conferido los títulos de Profundísimo Doctor (tung kwan hsiao), Superintendente de la Caballeriza Imperial, Muy Honorable Portador de la Banqueta Imperial y Maestro Explorador de los Misterios del Cielo, tenía que luchar no sólo contra las intrigas de los funcionarios de la Corte sino contra sus mismas autoridades vaticanas. Severas cartas de Roma recordábanle que, como Director del Departamento Meteorológico Imperial, a cargo del Almanaque, endosaba con su autoridad toda suerte de “supersticiosas excrecencias”, relacionadas con supuestos milagros del cielo.
El imperioso jesuita, más acostumbrado a reprochar al emperador que a suplicar permiso de sus superiores, tuvo que alegar pacientemente que su propia situación seguía siendo inquebrantablemente científica, pero era prudente dejar cierto escape a las supersticiones antiguas. Los milagros celestes, decía, pueden resultar muy útiles, tanto más cuanto la autoridad encargada de interpretarla era él. Y, después de todo, sugirió, si hemos de creer el milagro de Josué, ¿por qué no dejamos que los chinos crean en el significado de los cometas, mucho más si podemos sacar buen provecho político de su credulidad?[155]

VII

Galileo venía a Roma para enfrentarse con su sino. Al cabo de veintitrés días de camino, que incluyeron una dolorosa cuarentena, llegó el 13 de febrero a la embajada, donde se le había preparado un lecho abrigado y fue cuidado por la esposa del embajador, Caterina Niccolini, “reina de todas las gentilezas”. Se le permitió permanecer allí sin ser molestado durante varias semanas, recibiendo la visita de uno que otro prelado de la Inquisición como si tal cosa. Monseñor Boccabella, anterior Asesor, se mostró muy amistoso; monseñor Serristori, servicial. El Comisario General no se hizo presente, pero Galileo presentó sus respetos al Santo Oficio, y fue introducido al nuevo Asesor, monseñor Febei. Por lo demás, esperó. “Nos proporciona un placer maravilloso”, escribió Niccolini, “la conversación amable del buen anciano”. Y con fecha 19: “Creo que hemos animado al anciano demostrándole cuánto ha sido hecho en su favor; empero, en ocasiones, vuelve a considerar su procesamiento cosa muy extraña. Le dije que mostrara voluntad de obedecer y permaneciese tranquilo”.
A través de esas atrayentes palabras vernos no a un Galileo intimidado sino vigorosamente fastidiado, hasta asombrado y dispuesto a discutir con las autoridades, altas o bajas. Lo cual se ve confirmado por una carta del propio Galileo a su hermano político: “Hemos (Niccolini y Galileo) oído finalmente que las numerosas y graves acusaciones han quedado reducidas a una sola, y abandonadas las demás. No experimentaré dificultad en desembarazarme de ésa, una vez hayan sido escuchados los fundamentos de mi defensa”.
Un despacho de Niccolini, fechado cinco días más tarde resulta muy explícito:
Hasta donde llegan mis Informes, la principal dificultad consiste en esto: estos caballeros de aquí mantienen que en 1616 se le ordenó no discutir la cuestión ni hablar de ella. Él manifiesta, por el contrario, que tales no fueron los términos del precepto, sino que esa doctrina no había de ser sostenida o defendida.
De manera que el secreto comunicado en suma confianza al Gran Duque, y sólo a él, el 15 de enero, habíase filtrado, y Galileo se burlaba de ello. Si era la notificación de Bellarmino la causa de la dificultad, los otros no sabrían de la copia en su poder, escrita de su puño y letra, que le permitiría descubrir su bluff en cualquier instante; en cuanto a lo demás, según su modo de sentir, la ley se hallaba de su parte con tanta positividad que se mostraba inclinado a hacer frente a las autoridades a consecuencia de tanta alharaca, si Niccolini no lo hubiera contenido. Esto es de por si prueba bastante concluyente, si se necesitare más pruebas, de que Galileo desconocía por completo que se hubiera realizado cualquier acción aquel día de febrero, diecisiete años atrás, que no fuera la manifestación de parte del cardenal Bellarmino[156].
Hemos dicho “si se necesitare más pruebas”, porque todo el comportamiento de Galileo a partir de 1616 es suficiente de por sí. Posiblemente no podía haber olvidado, tan pronto como dos años después de dicha fecha, una orden nec quovis modo dodere, procedente del inquisidor en persona, cuando escribió la carta sobre el movimiento de las mareas al archiduque Leopoldo; y nadie sino un necio del todo pudo haber escrito lo que él, desde la Carta a Ingoli hasta el Diálogo en 1630, con semejante espada de Damocles sobre su cabeza; ni es concebible que un hombre de tanto sentido no hubiera solicitado en la audiencia con el Papa el levantamiento del requerimiento como paso preliminar a cualquier incentivo para escribir.
De tal modo, fue un cuadro sereno y tranquilizador el que contemplaban los dos amigos mientras discutían el asunto en la embajada los primeros días de marzo de 1633. Los indicios eran alentadores. El mismo cardenal Desiderio Scaglio, el sombrío Inquisidor Mayor, había leído el Diálogo, con ayuda de Castelli, quien le aclaró los puntos uno por uno; los monseñores del Santo Oficio dejaron caer insinuaciones animosas. Ambos amigos esperaban que, ya que había sido subida la cuesta y demostrada la obediencia, el caso abandonándose gradualmente. El Gran Duque estaba ya ejerciendo presión sobre el Papa para que Galileo fuese enviado de regreso.
Fue, en consecuencia, un Niccolini muy desalentado quien oyó de labios del mismo Papa el 13 de marzo que Galileo sería emplazado por el Santo Oficio tan pronto como el proceso figurase en la agenda. Ante las reconvenciones de Niccolini, el Papa contestó que no quedaba otra salida. “Dios perdone a Galileo”, dijo, “por haberse entrometido en esos asuntos relativos a las nuevas doctrinas y a la Sagrada Biblia, en que lo mejor es seguir la opinión general; y Dios ayude a su vez a Ciámpoli en cuanto a las nuevas nociones, porque siente inclinación hacia ellas y hacia las nuevas filosofías”.
Agregó que el Señor Galileo había sido su Amigo, y comido familiarmente con frecuencia con él y que lamentaba muchísimo causarle tanta molestia, pero que se trataba de asunto de fe y de religión. Creo que le hice presente que cuando fuera escuchado seríale fácil dar todas las explicaciones requeridas. Contestó que sería examinado a su debido tiempo, pero que existía un argumento al que jamás habían dado respuesta y era que Dios es todopoderoso y, si lo era, ¿por qué habíamos de tratar de impedirlo? Dije que no sabía qué decir de esos asuntos y que me parecía haber oído decir a Galileo que se hallaba dispuesto a no creer en el movimiento de la Tierra, pero que como Dios podía hacer el mundo de mil maneras diferentes, no podía negarse que lo hubiera hecho también de este modo. Irritado, contestó que no deberíamos imponer necesidad al Todopoderoso; y como lo viera camino de ponerse furioso, evitó decir nada más capaz de irrogar perjuicio a Galileo. Simplemente agregué que él estaba aquí para obedecer, anular o retractar cuanto le fuere dicho en interés de la religión y que yo no conocía lo suficiente de esta ciencia ni era mi deseo verme en terreno herético al hablar de ella. Y de ese modo, manejando el asunto ligeramente, pues hallábame interesado en apartarme todo lo posible del Santo Oficio, me dediqué a tratar los demás negocios.[157]
Este último pasaje es revelador. Es necesario apreciar la fina mezcla de caución, frío, desdén y libertad intelectual que esos hombres utilizaban en sus tratos con el superestado. No ha resultado fácil repetirlo en nuestro tiempo. Es un juego muy peligroso, y procediendo con soltura familiar, Niccolini había hecho saber al ocupante del trono sagrado cuán poco pensaba de él, mientras conservaba intactas las formalidades debidas a su posición. El Papa habíase estremecido y Niccolini sabía que al Gran Duque placeríale saberlo. El Gran Duque le hizo saber a su vez que se sentía “entusiasmado”. El tono de la correspondencia en esos tiempos permanecía totalmente diplomático. Lo que ésos hombres pensaban en verdad era algo distinto. Había sido expresado vivamente en nombre de ellos por su antecesor, Francesco Guicciardini, en sus notas autobiográficas… pero es parte de otro relato.
En cuanto a los recuerdos de la pasada amistad, no era sino conversación cortés. Los sentimientos del Papa habían cambiado en verdad y convertídose en permanente rencor. Lo veremos echando un breve vistazo a lo que habría de acontecer. Un año después, luego de la sentencia, cuando Galileo solicitó desde Arcetri que se le permitiese trasladarse a Florencia para tratamiento médico, la respuesta fue: “Sanctissimus rehusó acceder a lo solicitado y expresó que se prevenga al dicho Galileo que desista de presentar solicitudes, pues en ese caso será vuelto a las cárceles del Santo Oficio”. Esta vez la corte del Gran Ducado quedó boquiabierta y murmurando: "Increíble", "inusitado", "cosa jamás oída". "Mas por otra parte", como escribió uno de ellos, "cualquier cosa que provenga de la Inquisición está llamada a ser lo más nuevo e imprevisto". La antigua Némesis pronto pondríase a la par de Urbano VIII, el amante de las novedades; porque lo que la posteridad recuerda del incidente es la carta de Galileo a Diodati, julio 25 de ese año de 1634: “Este período ha sido oscurecido además por una gran pérdida para mí. Durante mi ausencia, que mi hija consideró lo más peligroso para mí, sumióse en profunda melancolía que minó su salud, para caer por último en una crisis (dos meses después de mi retorno) de la que falleció al cabo de seis días de enfermedad, exactamente a los treinta y tres años de edad, lo que me dejó lleno de grandísimo dolor. Y, por siniestra coincidencia, al regresar del convento en compañía del médico que acababa de informarme su estado desesperado y su temor de que no pasaría más allá del otro día, como así acaeció, encontré aquí al vicario de la Inquisición para informarme del mandato del Santo Oficio Romano de que desistiese de solicitar gracia o me llevarían a la prisión del Santo Oficio. De lo cual infiero que mi actual confinamiento no será terminado sino por el otro que es común a todos, más estrecho y permanente”.[158]

VIII

Lo que Niccolini obtuvo del Papa ese día 13 de marzo, fue la promesa de que el acusado disfrutaría de aposentos confortables, junto con la ayuda de un criado que iría y vendría, en lugar de aislarlo en una celda o secreta, como era costumbre.
Nada dijo a Galileo del inminente proceso. Tiempo habría para ello. Pero dióse a visitar a los posibles jueces, uno por uno, utilizando con prodigalidad el nombre del Gran Duque. Al cardenal Barberini le hizo presente “el precario estado de salud del pobre anciano, quien durante dos noches consecutivas había llorado y gemido, presa del dolor ocasionado por la ciática; y su avanzada edad y su dolor”. Todo lo que recibió fue la seguridad de tratarlo “con la mayor consideración posible”.
Hasta en su prudente retiro, Galileo pudo advertir lo difícil de la situación. Las amistades de los buenos tiempos, la fácil admiración y los exagerados cumplimientos habían desaparecido; la gente influyente volvíale la espalda. Ninguno de sus conocidos atrevióse a acercarse a las autoridades en su favor, salvo el viejo Buonarroti, cuya carta ha sido conservada; hasta los ministros de Florencia trataban de desembarazarse de manera poco visible del caído matemático. Cioli escribió al embajador que no se comprometiese demasiado y, de todos modos, que la administración no podía hacerse cargo de los gastos de Galileo más allá del primer mes. El embajador contestó con frío desprecio que ello no constituida ninguna dificultad, puesto que en adelante él, Niccolini, costeada de su propio peculio [a estada de Galileo.
Cuando el 8 de abril fue informado de lo que le esperaba, Galileo lo recibió con asombroso espíritu. He ahí, por fin, diez cardenales en un banco que tendrían que escucharlo y comprender la razón. Sería una demostración de fuerza. Anunció su propósito de abordar todo el asunto, de la teología a la física. El tan repetido cuento de la intimidación y sometimiento había borrado de la historia hasta el final esta lucha tan auténtica. El legendario Eppur si muove, que se supone fue murmurado por Galileo después de la sentencia, habría sido un mero escape emocional, en tanto existe trágica y verdadera grandeza en esta esperanza invencible, a las puertas mismas de esa Inquisición de la que muchos no volvieron, de conmover a hombres siempre conocidos como “inconmovibles e incapaces de persuasión”.
Fue Niccolini quien hubo de decirle que las cosas no iban a suceder de esa manera. El mérito de su caso estaba siendo decidido “Sin audiencia, y sería mejor que no intentase sostener nada sido “someterse a cuanto viese que los otros deseaban en eso del movimiento de la Tierra”.
Lo cual fue el golpe final para el anciano. “Sumióse en el más profundo abatimiento y desde ayer se halla tan deprimido que me preocupa mucho su vida. Todos tratamos de consolarlo aquí y nos ocupamos de él por medio de nuestras relaciones, pues en verdad se merece todo lo bueno; y todo este hogar nuestro, que lo ama tiernamente, está afectado por profundo dolor”.

Capítulo 11
El aprieto de los inquisidores

Hora novissima
Tempora Pessima
Sunt: Vigilemus

I

El problema que enfrentaba la Inquisición distaba mucho de ser simple. Con el requerimiento personal descubierto en los archivos de la Inquisición, había suficiente, como dijo el pobre padre Monstruo, "para arruinar a Galileo", si tal deseaban. Esa era claramente la idea original del procedimiento, tal como lo viera la Comisión Preliminar, y lo sugerido de manera tan vívida en las indiscreciones de Riccardi. El requerimiento proporcionaba el asidero legal para el Santo Oficio. En cuanto a lo demás, los cargos resultaban vagos y difíciles de sustanciar. Así parece haber sido el sentimiento durante la primera fase de la permanencia de Galileo en Roma. “Los cargos”, escribió, como recordamos, “han sido abandonados poco a poco, con excepción de uno”. Hasta aquí puede inferirse de sus conversaciones no oficiales con monseñor Serristori y otros funcionarios.
¿Era nada más que una trampa, tendida para estimularlo a que se pronunciara con más libertad sobre temas científicos? No podía obtener sino pobres resultados. Es costumbre achacar a la Inquisición toda suerte de maneras y modos hipócritas, pero podemos suponer cualquier cosa. Ya hemos penetrado en esta clase de suposición en el caso del primer juicio. Los historiadores han disertado acerca de la duplicidad de la Curia que permitió a Galileo proseguir sus esfuerzos hasta fines de febrero de 1616, en tanto la decisión había sido tomada varios meses antes. Y hemos visto que no fue así y que Bellarmino jamás trató de engañar.
Sería mejor arrancar de una pregunta concreta: ¿Por qué esos funcionarios dejaron escapar de manera tan informal un secreto anteriormente guardado de modo tan celoso —con tanto celo, en verdad, que ni el mismo Papa había permitido a Niccolini transmitirlo al Gran Duque en un informe dictado, sino que obtuvo su promesa de que lo escribiría de su puño y letra? El secreto contenía una finalidad, y el daño y el peligro de este daño informal no podían ser ignorados. Lo peor de todo es que el efecto sorpresivo sobre el acusado quedaba perdido para el interrogador; y en caso de que se resolviese sentenciar a prisión a. Galileo tan sólo por el requerimiento, habría testigos ahora: Niccolini y sus amigos, prontos a divulgar que había sido condenado en virtud de un mandato que afirmaba no haber tenido lugar nunca, y que no podía ser mostrado como que era de su conocimiento.
Una vez suscitada la pregunta, no parece que exista sino una respuesta razonable: las autoridades se hallaban sinceramente preocupadas por el requerimiento, que por cierto no parecía muy bueno, y esas semanas de pausa fueron utilizadas en tratar que Galileo lo confirmase, tomándolo desprevenido. El pudo adivinar que sondeaban el terreno, y todo un mes transcurrió en esas perplejidades.
La decisión alcanzada aparentemente, como veremos en el curso de los acontecimientos, fue que, puesto que el papa había solicitado sentencia, el requerimiento habría de considerarse válido, aunque se las habían arreglado para no extraer confirmación de Galileo. Se la necesitaba para tramitar las licencias con el fin de contar con algún caso. Mas habría de retenerse tan sólo en su capacidad de "factor b", como los ingenieros lo califican informalmente, de peso indefinido. El caso mismo habría de basarse en la cuestión del mérito. De lo contrario, la sentencia no alcanzaría su objetivo de disuadir a la opinión pública.
Pero ahí comenzaban las dificultades. Suscitar la cuestión del mérito significaba colocar al frente otra vez la responsabilidad de los licenciadores, que habían expresado con tantas palabras su permiso para presentar la opinión copernicana, y aun mantenerla sobre fundamentos puramente científicos. El embarazo se advierte con toda claridad en el informe indeciso de la Comisión, que trata de obtener bases firmes en cargos tan ridículos como el de que el Prefacio ha sido impreso en letra de cuerpo diferente, que se hizo mención abusiva de la licencia de Roma, puesto que el libro había sido transferido a los licenciadores de Florencia, etc.
Nada bastaría en realidad sino el crimen teológico. Mas ¿cómo probarlo? Podría decirse que, en principio, esto no sería molesto para la Inquisición, que como toda policía secreta de estado se halla en condiciones para hacer de todo, siendo la imagen del poder absoluto de donde surgía. Su acción era en principio extra ordinam, por tratarse de un tribunal de emergencia que creara su propia ley administrativa, y podía cambiarla a voluntad. Por otra parte, era el guardián de la “fe revelada en conjunto, es decir, no sólo la Biblia y el dogma, sino todo el depósito de la fe”, tal como nos ha llegado a través de la tradición y la creencia. Como todas las cosas vivas, la Iglesia no admitirá una definición de su contenido que provenga de afuera. Así, en principio, los poderes del Santo Oficio fueron discrecionales. De este principio abusó terriblemente la Inquisición española. Pero existía detrás de ello una exposición razonada, con límites inherentes que debiéramos ver.
 

II

En primer término, existe el hecho de que la Iglesia no es un poder impersonal como el pretor romano, sino la madre de los fieles[159]. El apóstata irreconciliable, el virus social, tenía que ser eliminado por ella. A los demás no los castiga; impone "penitencias". Se asume buena disposición, se supone bienvenida la corrección, y en realidad la vida de penitencia ofrecida al culpable es muy parecida a la de los monjes que juzgan han elegido para sí en libre vocación. Debe verse a sí mismo como lo ve la Iglesia. Lo que vale es la unión de voluntades. Con la evolución de la Iglesia y su conversión en estado, permanece el requerimiento metafísico de la unión de voluntades; pero debe admitirse que en ocasiones se ve algo esforzado. En el estado teológico, el individuo no es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad. Muy por el contrario, se lo presume culpable, y Dios y las autoridades saben solamente hasta qué límite. Esta era la asunción no sólo en Roma sino a su vez en Boston allá por el 1630. Hoy mismo es la situación en Rusia. Debemos, si acaso, admirar la cautela y los escrúpulos legales de las autoridades romanas en ese período civilizado.
Lo que el individuo hace de por sí, tal dice la lógica, no puede conducirlo sino al desastre, cosa que en verdad ha sido probada una y otra vez. De ahí que se necesite guía. El individuo, “ese animal tímido y de mirar fijo”, es el menos capacitado para ver lo que hace o a dónde lo conducirá. Lo que debe tener presto en su alma es la disposición a una sumisión infantil. Frente al tribunal de la Inquisición, no se suponía que nadie probase su inocencia; en el mejor de los casos podía hallarse inocente después del interrogatorio. Habría sido mala forma esperarlo, porque el pecado es la condición humana, y ser llamado a rendir cuenta significaba que nuestra nocividad había sido larga y cuidadosamente pesada. No esperaba sino la exacta valuación. Lo mejor que podía esperarse, como equivalente de sobreseimiento, era una amonestación. El solo hecho de ser citado ante el tribunal equivalía a deshonra social[160].
Tenemos tribunales de ortodoxia en nuestro propio tiempo y el estado de ánimo respecto de ellos ha sido bien descrito por un historiador ruso, que pasó por la purga de Yezhov: “No pude alegar que era un marxista ortodoxo, porque las continuas reformas de la línea partidaria hacían la consistente actitud ortodoxa incompatible con convicciones científicamente fundadas. Pero en mi labor histórica he tratado de permanecer siempre en los límites de las instrucciones oficiales, utilizar la ‘herencia clásica’ del marxismo hasta el máximo y conformarme con las intenciones de la política Soviética. Había sido considerado estudioso leal al Soviet. No obstante, hallábame preparado para ser detenido. ¿Por qué? Porque como todos los demás ciudadanos soviéticos, llevaba conmigo una conclusión de culpabilidad, un inexplicable sentido de pecado, un vago e indefinible sentimiento de haber transgredido, combinado con una expectación imborrable de inevitable castigo”[161].
Ello lleva a mostramos cuánto menos de temer era la Inquisición que su moderna contraparte. En una época de estabilidad social, que no había codificado aún la dinámica del cambio dialéctico, sabíase al menos cuál era la línea general; nunca había cambiado durante generaciones, y el pueblo vino a conocer dónde radicaban sus puntos esenciales. Si recorremos la lista de cincuenta y una preguntas establecida por la Inquisición italiana del siglo XVI para probar la ortodoxia, vemos que todas ellas se centran sobre aspectos bastante fundamentales de fe o de moral. En verdad, el mejor testimonio en favor de la Inquisición es la decidida confianza de Galileo y sus amigos en que no existía nada contra él.
Por parte del Santo Oficio mismo, tenemos los escrúpulos correspondientes que lo mantuvieron buscando a través de la escala una correcta definición de las transgresiones de Galileo, en la zona existente entre “error” y “herejía”. Tal elemento de incertidumbre descansa en una distinción muy sutil, pero real. Algo que no es esencial para la fe puede no ser herejía ex parte objecti, como había dicho Bellarmino, pero puede volverse herejía ex parte dicentis cuando se mantiene de manera tal que quien la profiera ha colocado su voluntad contra la de la Iglesia. Esto se convierte en asunto de intención, empero, y lo que acontece en el secreto del alma del individuo no es fácil de determinar.
Por esa misma época, los puritanos de Boston estaban muy seguros de saber si un individuo era de los elegidos, y por ello merecedor de ser ciudadano de la República de Santos Regenerados. En la mente de las autoridades romanas, con muchos siglos de experiencia tras ellas, la santidad era menos fácil de identificar. El individuo tenía que recorrer su camino mortal, y antes de que fuere reconocido como uno de los elegidos tenían que venir milagros muy concretos de su intercesión en lo alto. En la tierra todo era muy incierto. Lo que contaba era la conducta. El resto tenía que quedar para Dios y el secreto del confesionario.
El Santo Oficio sabíalo mejor que nadie. La misma amplitud de sus poderes, que lo colocaban aparte de las demás Congregaciones (pues no era meramente administrativa como las otras, sino corte suprema, juez, jurado y ejecutor de la ley, todo en uno), obligábalo a ser cauteloso. La heresiología no tiene más de ciencia exacta ahora que en tiempos de Atanasios. Mas, puesto que es necesaria una definición, puede llegar operativamente a través de forma, procedimiento y precedente. La herejía no admite grados; pero en la práctica las proposiciones son de muchas clases. Pueden ser heréticas, casi heréticas, erróneas, temerarias o tan sólo ofensivas para el alma piadosa. Determinar el grado exacto constituye un problema jurídico, basado estrictamente en el consenso de los textos y en el peso de la “grave opinión” de su interpretación[162]. Mientras no se halle envuelta una herejía directa y proclamada, la calificación está siempre sujeta a revisión, y, por ende, a razonable (aunque sumiso) debate.

III

La versión apologética de nuestro tiempo, que resuelve el incidente de Galileo imputando a los censores de 1616 “un grave y deplorable error al utilizar un principio totalmente falso como apropiada interpretación de las Escrituras”[163], es, en el mejor de los casos, una evasión del problema. Los once individuos desventurados que tienen que cargar con una culpa que debería caer de manera adecuada sobre los jueces de 1632, y sobre ciertos otros, eran funcionarios del montón que repasaron sus libros y condensaron en dos párrafos la “grave opinión” de la enseñanza establecida: Se les exigió en forma categórica, y ésta fue la respuesta. A falta de algún otro peso que pudiese haber sido proporcionado por Grienberger y Bellarmino, es difícil ver qué otra cosa podían haber hecho.
Hemos visto, por ejemplo (página 100) debido a la pluma erudita del padre Hontheim: “Las Escrituras y la tradición dicen una y otra vez del fuego del infierno y no existe razón suficiente para aceptar la manifestación metafóricamente”. Este, pues, es el criterio consistente de la interpretación hasta nuestros días y los Calificadores no se desvían de ella. Si no hubiese permitido que el Papa le hiciera comprender el movimiento del Sol de manera alegórica en 1757, el padre Hontheim veríase obligado a creer en la posición tolemaica.
En verdad, sus colegas siguen creyendo lo que equivale a lo mismo. El padre Agostino Gemelli, fisiólogo muy conocido, por propio derecho, y rector de la Universidad Gregoriana, manifestó en la prensa en 1953 que la mayor creencia en la existencia de vida consciente en otros planetas o galaxias no puede provenir sino de la ignorancia de la teología; porque ésta, mientras deja el campo completamente abierto a la especulación científica, es capaz de afirmar, anticipándose a los hechos, de modo categórico, que no hay ni puede haber seres dotados de alma en parte alguna del universo que no sea la Tierra. Este tipo de calificación, por muy individual que sea, cuenta en su apoyo con base considerable, de naturaleza más astringente en verdad que lo referente a la movilidad de la Tierra. Posiblemente fuera ratificado, en caso de necesidad, y pende cual espada de Damocles sobre la cabeza de aquellos astrofísicos deseosos de atenerse a las decisiones de la Iglesia. Una institución dogmática y sacramental como ésta no rinde sus dogmas básicos cosmológicos a pedido de la opinión pública, pues en tal caso convertiríase en sociedad de cultura ética. En el mejor de los casos esperará hasta que llegue a resolver.
En otras palabras, los considerandos de 1616, desde el punto de vista de la interpretación, no fueron equivocados en lo más mínimo. Se convirtieron en error una vez que así se los declaró. Pero los errores van y vienen y éste no es el punto que lastima. Fue el temerario y sin precedente golpear con el mecanismo sustentador del cambio lo que originó la crisis.
El problema se vuelve más claro si tomamos, no a un autor de nuestro tiempo sino a Settele, el astrónomo del Vaticano, ante cuyas repetidas solicitudes fue ordenado el retiro del Index de las obras de Galileo en 1822. Hasta esa fecha había tenido que creer “con verdadero asentimiento, sincero y recóndito”, si no absoluto, que la inmovilidad del Sol era tolerable desde 1757, mientras Galileo estaba aún equivocado por haberlo sugerido. Al día siguiente le fue permitido mudar de opinión. Bueno, es claro que esto constituye una caricatura. Desde luego, la Iglesia aceptó perfectamente que hubiera sido “galileísta”; en verdad vióse persuadida por sus razones. Y pensó —con otras palabras—, como siempre había endosado la idea de que el individuo está en su derecho al sustentar opiniones que han sido declaradas falsas y aun a probar su veracidad, siempre que lo haga acompañado de la adecuada sumisión externa. Mas ésa era exactamente la posición de Galileo en sus cartas a Castelli y a Dini, en su Carta a la Gran Duquesa y en su conducta en 1632. El mismo habíala heredado de los doctores del siglo XIII que se opusieran a las decisiones denegatorias de la existencia de los antípodas[164]. La situación legal no había cambiado jamás un ápice.
En la Iglesia existen asuntos de controversia sobre los que la autoridad de los padres se halla dividida o insuficientemente expresada. Como Magalotti había sabido en el Santo Oficio, en tales casos la política consistía en que “sin la declaración de un Concilio General o sin la necesidad más apremiante, jamás pueden llegar a resolverse”. Que la cuestión cosmológica era de esa especie no sólo es admitido tácitamente (como señaló Descartes, el copernicismo se enseñaba sin objeción); había sido comprobado en la Carta a la Gran Duquesa. Las cuarenta páginas de dicha carta, llena de textos venerables, presenta una impresionante contrabatería de las opiniones de los padres sobre el tema. Nadie lo había reconocido abiertamente, pero había dado tiempo a Castani y al mismo Barberini, como sabía Galileo, y hecho que éstos obtuvieran que el decreto de 1616 declarara al heliocentrismo nada más que “falso” y que lo proclamara tan sólo in forma communi. Fue colocado en una especie de limbo, del que, como dijo Magalotti, se necesitaría alguna resolución extravagante para llevarlo al estado formal de herejía, ya que la verdad dogmática no se fabrica al instante. Se requiere una convergencia gradual de opinión a través de la catolicidad sobre el tema, y el Papa la hace irrevocable con su pronunciamiento. Había sido sabiduría de la Iglesia no comprometer su palabra a lo largo de siglos sino sobre cosas sobrenaturales, imposibles de desafiar con nuevos descubrimientos.
En la concerniente a la naturaleza o a la sociedad, cualquier cambio de opinión lento registraríase con el tiempo. Lo malo era que ningún cambio se había imaginado jamás que no fuera lento. Como hemos dicho en un capítulo anterior, ya se había medio permitido que la Tierra se movía “imperceptiblemente” después de Cusanos; si avanzaba aunque fuera tan sólo una milla por día, en menos de dos siglos giraría cómoda e inconspicuamente sobre su órbita, sin que nadie objetase. El mundo era una cosa estática y el conocimiento más aún.

IV

Así, cuando Bellarmino dijo a Galileo que debía abandonar esa opinión, no esperaba asentimiento total sino sólo “obediencia”. “Galileo asintió y prometió obedecer”. En otras palabras, no comprometió su afirmación personal. No le fue prohibido sustentarla en su imaginación como "matemática" o "probable", o discutirla tranquilamente con sus iguales[165]. Con el tiempo, que todo lo trae, las mentes educadas con su respetuosa presión, podrían originar un cambio a registrarse eventualmente en las decisiones oficiales. (Lo cual aconteció en realidad en 1757). Los mismos jesuitas matemáticos, si se los dejaba al fondo, mostrábanse dispuestos a ser parte de la conspiración invisible. Fue el mismo padre Grienberger quien manifestó que, si Galileo no hubiera atraído sobre su persona el disfavor de la Compañía, habría continuado escribiendo sin trabas sobre el movimiento de la Tierra hasta el fin de sus días. La opinión de Grienberger, difícilmente puede sospecharse de hereje.
El crimen de Galileo radica en haber percibido que el cambio de “las cosas nuevas” en la ciencia no podía ser tan lento como se esperaba. Su catolicismo no contaba con suficiente mundo ni tiempo para formar su opinión con calma, como era el caso en cuanto a la infalibilidad del Papa. Vio prematuramente (término que en nuestros tiempos, que cambian con tanta rapidez, se ha abierto camino hasta en el lenguaje policial), lo que las mentes ordinarias como los astrónomos del Vaticano no eran capaces de ver y comunicar sino con un siglo de retraso. Pero su posición formal era tan correcta como la de ellos. Había establecido con gran cuidado su intención como estrictamente piadosa y sumisa y rodeádose de las garantías legales requeridas. Fue su mala fortuna, y nada más, lo que dio contra una coalición de fuerzas que resolvió su liquidación.
Pero ¿cómo hacerlo hereje? Los lectores de la historia de Estados Unidos de Norteamérica pueden encontrar aquí un paralelo interesante con el problema del gobernador Winthrop en el caso de Ana Hutchinson. En ambos casos no existía sino un camino —probar la intención criminal— y era menos fácil hacerlo en Roma que en la algo arbitraria república de Bay State. Perseguir la mente del individuo era labor nada recompensadora porque ¿quién escaparía a los azotes? El Comisario General tenía que proceder con cuidado. No había en verdad cosa tal como "crimen del pensamiento" en su libro, aunque la herejía se define teóricamente como tal, sino actos de voluntad identificables —lo que se llamaba corrientemente "sembrar cizaña". Cualquier mala intención tenía que ser probada.
Pero Galileo, según hemos visto, puso gran cuidado en someter y comparar la intención con el Papa mismo y hacer que luego la repitiera el gobernador de palacio. Habíasele permitido que probase, de ser posible, "que es imposible apartarse de la doctrina pitagórica, excepto por razones de omnipotencia divina dictadas a él por Su Santidad". El Papa habíale proporcionado el título para la obra que suponía una comparación entre los "Grandes Sistemas del Mundo". El texto había sido provisto de prefacio, tocado a su fin, revisado y autorizado. El hecho simple, y el Comisario estaba enterado, era que Su Santidad había cambiado de parecer sobre las instrucciones después de haber sido publicada la obra. Ni aun la omnipotencia dogmática podía difícilmente cambiarlo en incriminación del autor. A todo cuanto tenía derecho era a suspender el libro. Una frustración aguda estaba llamada a resultar. Campanella escribió desolado a Galileo en su última carta: “Parece que el destino quiere que, cuanto más nos esforzamos por servir a nuestros Amos, más duramente se vuelvan contra nosotros y nos maltraten. Hágase la voluntad de Dios”.
Tal era, pues, la situación. Si el proceso podía apoyarse tan sólo en el requerimiento, contaban con un caso. Pero si había de bastarse en el libro, no tenían sino el principio de un caso y habrían de confiar en la suerte para llevarlo a su conclusión.
El centro del asunto era que el Papa había pensado en la posibilidad de utilizar a Galileo para sus propios fines. En vez, habíase visto sobrepasado y sirviendo los fines de Galileo. Era un asunto muy imponderable, una situación que no contenía acto demostrable de la voluntad. Pero, así y todo, la intención es parte del contrato. Y ese contrato vino a ser el ingenio de un hombre contra el de otro; y necesita un traje a prueba de incendio el que juega una sola mano de póker con la teocracia. Disimular la finalidad podía convertirse en crimen y por cierto que había habido simulación de alguna especie. Era asunto delicado, empero, afirmar los cargos, a menos que el acusado cometiese errores a lo largo del interrogatorio. Una vez en marcha el proceso, siempre existía el riesgo de que se volviera contra el gobernador del Sacro Palacio. Hemos visto reflejadas esas vacilaciones en el informe de la Comisión Preliminar y en las largas semanas de sondeo. El texto parecía demasiado bien protegido y los cargos contra el mismo sin poder sustanciarse, como escribe Niccolini.
Finalmente, no había sino una cosa por hacer. Quebrar el precedente. Tres expertos para el proceso fueron elegidos de entre los miembros de la Comisión Preliminar, como el Papa anunciara al embajador "entre dientes". Dos cuando menos eran enemigos de Galileo —Inchofer y Pasqualigo— y no pertenecían al Santo Oficio. Fue su tarea asignada rasgar el velo de la convención establecida y demostrar que el acusado había realmente "sostenido" la doctrina que alegaba solamente discutir”[166].
Apenas puede sostenerse que esto no significa romper el precedente. Todos los años se secuestraban o condenaban docenas de publicaciones por sostener los puntos de vista equivocados más perniciosos. Pero, en tanto sus autores sometiéranse por anticipado al juicio de sus superiores, no se dudaba de su intención y ni aun se los molestaba en su carrera. Hemos visto el caso de Campanella y el del mismo Bellarmino. Galileo se hallaba exactamente en la misma situación y había estado discutiendo una doctrina considerada nada más que "falsa". Fue tan sólo después del éxito del Diálogo cuando de súbito convirtióse en “el tema más perverso y pernicioso que pensar se pueda”. Por tal razón, necesitábase una "novedad" para atraparlo. Una vez establecida a priori su intención perversa, era cuestión de maniobrar para desviarlo del camino de la seguridad y hacerlo caer ya en una admisión o en una falsedad. En su avidez para apartarse de la admisión existía buena posibilidad de que cayese en una cima más profunda. Este expediente no es conocido con buen nombre en la práctica de los tribunales, pero no se había encontrado nada mejor para servir las intenciones de Su Santidad.
Para terminar, pues —y ello puede ayudarnos en las varias características que siguen—, el proceso fue concebido en primer término como dictado por razones de estado, y como tal por encima de toda ley y costumbre. Todos los indicios externos de regularidad no engañaron a nadie. Sosteníase que la razón de estado justificaba muchas cosas; ella fue la que llevó a Jacobo I a condenar a Balmerino, su inocente secretario, antes que encarar la justa acusación de duplicidad hecha por Bellarmino. Hizo que las autoridades de Roma fraguaran cargos contra un científico y persiguieran infatigablemente su memoria hasta tres siglos después de su muerte. Dio lugar a que Bismarck alterara el despacho de Ems y que los japoneses atacaran Pearl Harbor. Ha hecho que los poderes de nuestra época realicen cosas ante las cuales habría retrocedido Tamerlán. Aquí no existe ninguna cuestión y todo se halla en orden, siempre que salga bien, por supuesto. Lo que hizo que Galileo “encontrara esta persecución muy extraña”, como dice Niccolini, es que a él se le dio toda clase de apariencia jurídica, tal como ocurre en nuestros días, pero jamás, entonces o más tarde, se dio una clara y autorizada explicación de cuál fuera la razón del estado. Estaba enterado de lo dicho por el Papa, que carecía de sentido para él, lo mismo que para el embajador. En las explicaciones dadas después de su época, ha seguido prevaleciendo artificiosa confusión. Muchos escritores parecen creer que, dando por bueno el famoso requerimiento, con adecuada persistencia, pueden hacer que la historia lo acepte. No han tenido éxito del todo, lo cual no es un crédito para su inventiva. Puede decirse que la razón de estado podrá explicarse oficialmente sólo después de largo período. Es bastante cierto. Pero han transcurrido tres siglos y continuarnos esperando.

Capítulo 12
El juicio

Judex ergo cum sedebit
Quidquid latet apparebit…
“DIES IRAE”.

I

La primera audiencia tuvo lugar el 12 de abril de 1633, ante el Comisario General de la Inquisición y sus ayudantes. El Comisario era el padre Vincenzo Maculano, o Macolani, de Firenzuola, lo que hacía se le llamara con frecuencia el "padre Firenzuola", de acuerdo con el nombre de su ciudad natal. Sabemos muy poco de este hombre, cuya carrera iba a llevarlo más tarde a la púrpura. Como todos los Inquisidores, era fraile dominico, pero había sido escogido por el Papa (al menos según se decía en la ciudad) no tanto por su celo teológico como por la capacidad técnica y administrativa evidenciada al vigilar la fortificación de Castell Sant’Angelo. Urbano VIII no era fanático y le gustaba tener humanistas y ejecutivos a su lado.
Galileo se había entregado oficialmente al Santo Oficio esa mañana, pues era regla permanente que el acusado sería mantenido preso e incomunicado hasta el fin del juicio. En consideración a su estado de salud y también al prestigio del Gran Duque, por vía de excepción fue alojado en el mismo edificio de la Inquisición; situado cerca del Vaticano.
De acuerdo con los procedimientos, el acusado fue puesto bajo juramento y preguntado si sabía o conjeturaba el motivo de su citación[167]. Contestó que suponía que era en razón de su último libro, que identificó al serle mostrado. Luego pasaron a los acontecimientos de 1616. Dijo que había venido a Roma dicho año, y por cuenta propia[168], especificó, para reconocer qué opinión debía sostenerse con propiedad en cuanto a la hipótesis copernicana, y estar seguro de no sostener sino los puntos de vista de la Santa Iglesia Católica. Eran palabras suaves pero habíasele aconsejado mantenerse del lado seguro y sumiso. Interrogado entonces acerca de las conferencias sostenidas con diversos prelados antes del decreto, explicó que se debieron al deseo de dichos prelados de que les instruyese acerca del libro de Copérnico, difícil de entender para los legos. Ahora se alegraba de su precaución al poner sus argumentos por escrito. El Inquisidor preguntó qué había ocurrido después.
R.: Con respecto a la controversia suscitada con motivo de la opinión antes expresada de que el Sol permanece estacionario y la Tierra se mueve, fue resuelto por la Sagrada Congregación del Index que tal condición, considerada como hecho establecido, contradecía las Sagradas Escrituras y no era admisible sino como conjetura (ex suppositione), como era sustentada por Copérnico (sic).
P.: Esa decisión, ¿le fue comunicada entonces y por quién?
R.: La decisión de la Sagrada Congregación del Index fue puesta en mi conocimiento por el cardenal Bellarmino…
P.: Que manifieste lo que el cardenal Bellarmino le dijo acerca de tal decisión, y si habló algo más sobre el tema y qué.
R.: El señor cardenal Bellarmino me significó que la antedicha opinión de Copérnico podía ser sostenida como conjetura, tal como hizo Copérnico, y Su Eminencia estaba seguro de que, igual que Copérnico, yo la sostenía tan sólo como conjetura, lo cual es evidente a través de la respuesta del mismo Señor Cardenal a una carta del padre Paolo Antonio Foscarini, provincial de los carmelitas, de la que poseo copia y en la que figuran estas palabras: “Me parece que Vuestra Reverencia y el señor Galileo proceden cuerdamente al contentarse en hablar ex suppositione y no con certeza”. La carta del cardenal está fechada en abril 12 de 1615. En otras palabras, significa que esa opinión, tomada de modo absoluto, no debe ser sostenida ni defendida.
Eso estuvo bien. De seguro no era momento para tratar de corregir la obstinada preocupación de los otros sobre Copérnico, si tales preocupaciones pudiesen resultar de provecho. Pero ahora se solicitó de Galileo que manifestase lo decretado en febrero de 1616 y comunicado a él.
R.: En el mes de febrero de 1616, el señor Cardenal Bellarmino me dijo que como la opinión de Copérnico, de ser adoptada en forma absoluta, era contraria a las Sagradas Escrituras, no debía ser sostenida ni defendida sino tomada y utilizada en forma hipotética. De acuerdo con eso poseo un certificado del cardenal Bellarmino, expedido el 25 de mayo de 1616, en el que se expresa que la opinión copernicana no debe ser sostenida ni defendida, como contraria a la Sagrada Escritura, de cuyo certificado entrego copia en este instante.
P.: Cuando dicha comunicación le fue entregada, ¿había alguien presente y quiénes eran?
Imaginamos a Galileo sospechoso de improviso. Era la primera intimación de que algo más podría estar aconteciendo ese día, porque Riccardi, Serristori y el Papa mismo no habían mencionado sino a Bellarmino, y confiaba en que sabía con exactitud lo dicho por Bellarmino. Este llevaba ya trece años muerto y no poseía sino el trozo de papel. Trató de ser cauteloso.
R.: Cuando el señor cardenal me hizo saber lo que he manifestado acerca de los puntos de vista copernicanos, se hallaban presentes algunos padres dominicos, pero ignoro quiénes eran y no he vuelto a verlos más.
P.: ¿Le fue comunicada alguna otra orden (precetto) acerca del tema, en presencia de qué padres, por éstos o alguien más, y qué fue?
A esta altura el anciano se vuelve francamente atemorizado. El Comisario examina un documento que tiene frente a él.; Galileo no tiene idea de lo que puede contener y esa es la misteriosa Inquisición. Teme caer en una trampa y contradecirse abiertamente. Los pensamientos vuelan por su imaginación. ¿Era el precetto de Bellarmino, jurídicamente, algo más de lo que él pensara? Debió haberlo examinado con Niccolini y sus amigos canonistas. ¿Podía ser construido el decreto en conjunto a modo de disfrazada carta de proscripción? ¿Se le habían escapado de la memoria algunas palabras que hicieran de él una orden especial ad personam? ¿Efectuó alguien más algún movimiento aquel día? ¿Pudo haber significado algo la presencia de los dominicos?
R.: Recuerdo que tuvo Jugar como sigue: el señor cardenal Bellarmino envió a buscarme una mañana y me dijo ciertos pormenores que más bien reservo para el oído de Su Santidad antes de llevarlo a conocimiento de los demás[169]. Pero el final de todo lo que me dijo fue que la opinión copernicana, como contraria a los Sagradas Escrituras, no podía ser defendida ni sustentada. Escapa a mi memoria si los padres dominicos se hallaban presentes o vinieron después; tampoco recuerdo si estaban presentes cuando el Señor Cardenal me dijo que dicha opinión no podía ser sostenida. Es posible que se me haya impartido una orden (precetto) en el sentido de que no sostuviera ni defendiera dicha opinión, mas no recuerdo, ya que han transcurrido varios años.
P.: Si lo que se Je dijo e impuso como precetto le fuese leído en alta voz, ¿lo recordaría?
R.: No recuerdo que se me haya dicho nada más ni creo que recordaría lo que entonces se me dijo, aun cuando me fuere leído. Digo libremente lo que recuerdo porque no creo haber desobedecido de ninguna manera el precetto, es decir, que en ningún modo he sostenido ni defendido que la Tierra se mueve y el Sol permanece estacionario.
El Inquisidor dice ahora a Galileo que el requerimiento que le fue comunicado ante testigos contenía: “que no debe sustentar, defender ni enseñar dicha opinión de ningún modo”. ¿Hará el favor de decir si recuerda de qué manera y por quién le fue comunicado?
R.: No recuerdo que la orden me fuera impartida sino por el Cardenal verbalmente; y recuerdo que la orden era “no sostener ni defender”. Es posible que “ni enseñar”, figura también allí. No lo recuerdo, como tampoco la cláusula “de ningún modo” (quovis modo), pero es posible que figurase; porque no pensé más en ello ni me tomé el trabajo de grabarlo en mi memoria, puesto que algunos meses después recibí el certificado ahora mostrado, del referido cardenal Bellarmino, de mayo 26, en el que se halla expresamente la orden (ordine) dada, no sostener ni defender dicha opinión. Las otras dos cláusulas de la citada orden que acaban de hacerme conocer, es decir, no enseñar y de ningún modo, no han sido retenidas en mi memoria, supongo que por no figurar en tal certificado, en el que he confiado y he conservado como recordatorio.
P.: Después de haberle sido comunicado el citado precetto, ¿recibió alguna autorización para escribir el libro que ha reconocido como suyo?
El anciano habíase aferrado a su terreno de manera desesperada, pero se halla evidentemente aterrorizado. Había creído mejor conceder que la notificación verbal pudo haber sido una especie de orden. Ya no sabe dónde está y no es hora de citar los más aconsejados alientos del Papa o de implicar a las autoridades. Todo podía caer sobre su cabeza. Lo único que cabe hacer es agacharse.
R.: No solicité permiso para escribir el libro, pues no consideraba que al escribirlo obraba en contra de, y mucho menos desobedecía, la orden de no sostener, defender o enseñar la opinión.
(Después sigue un relato de los hechos concernientes a las negociaciones para la impresión).
P.: Al solicitar autorización para imprimir el libro, ¿dijo al Gobernador del Palacio acerca del precetto que le fuera impartido?
R.: No tuve que discutir de esa orden con el Gobernador al solicitar el imprimatur, pues no creí necesario decir nada, ya que no abrigaba duda sobre el particular; porque tampoco he sostenido ni defendido en el libro que la Tierra se mueve y el Sol permanece estacionario, sino más bien he demostrado lo contrario de la opinión copernicana y expuesto que los argumentos de Copérnico son débiles y no concluyentes.

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Con lo cual tocó a su fin la primera audiencia. Esta última manifestación constituye algo pobre, pues la peroración de Simplicio de ninguna manera podía significar que hubiera sido construida a modo de "prueba"; mas para entonces Galileo estaba más muerto que vivo. Su firma se halla estampada al pie de los procedimientos con mano trémula. No puede decirse, empero, que haya perdido su presencia de ánimo. La manifestación de que no había dicho a Riccardi nada del precetto puede sonar desconcertante, como cuando el chiquillo no ha dicho a la niñera lo que le indicara la mamá, pero no lo es en modo alguno. Si aceptamos la posición firmemente sostenida por Galileo, de que Bellarmino habíale notificado simplemente del inminente decreto, habría sido más bien necio de su parte ir a recordar a Riccardi que esperaba que supiera que un nuevo decreto había sido promulgado en 1616. Riccardi habríale contestado jocosamente: “Creo que vuestra conversación con Su Santidad habrá girado sobre ello, pues, de lo contrario, ¿qué hacemos aquí?”[170].
Era otro asunto totalmente distinto si el requerimiento formal de la Inquisición en 1616 hubiese sido no enseñar, defender ni discutir de ningún modo la teoría, pues ello habría envuelto sospecha de herejía, o, al menos resistencia, necesitándose una rehabilitación laboriosa antes de que el autor volviese a escribir. Y de seguro, aun así, el Papa se hallaba en falta, pues tendría que haber sabido: las instrucciones de febrero 25, según hemos visto (página 115), prescribían, en caso de recalcitrar, un requerimiento y hasta arresto, y el informe de Bellarmino de marzo 3 tendría que haber reflejado esos eventos, pero la verdad es que no lo hizo y ello representa un punto de importancia. De ahí que el Papa no pudiera saberlo. Fue Galileo, dijo, quien tente que haber venido y referirlo todo en debida obediencia. Ahora hallábase bajo el odio de "haber sido descubierto".
Todo esto es ridículo y lastimoso, por cierto. No era momento para jugar a mamá y niñera. Una administración importante y severamente autoritaria, dotada de una policía del pensamiento, que se supone enterada de todo, cuando menos podría mantener sus registros en orden. Antes de conceder autorización para escribir el libro el Papa tendría que haber recordado, o habérsele refrescado la memoria, o alguno de la Inquisición haberle dicho. Peor que todo: como parte de las deliberaciones secretas de la Congregación de 1616, el Papa no podría posiblemente haber olvidado si el requerimiento había tenido lugar en verdad, y que él y los demás miembros recibieron órdenes secretas de tratar a Galileo como individuo peligroso; empero, habíalo favorecido y estimulado públicamente en 1624 y ahora conducíase como la inocencia lastimada, porque no había mención del requerimiento en el Decreta.
Galileo continuaba ignorante de todo eso. Hasta donde llegaban sus conocimientos, podía haberse hecho alguna suerte de requerimiento de manera misteriosa y en debida forma, y él mismo podía haberse estado ahorcando al negarse de manera obstinada a reconocerlo. No obstante, experimentaba que lo más seguro era aferrarse a lo que era de su conocimiento. No recordaba nada más; nunca había reconocido nada más, salvo la simple notificación de no sostener ni defender.
El Inquisidor había venido arrastrándolo con un término equívoco. Al decir precetto, implicó desde el comienzo una prohibición personal (véase página 209). Para Galileo no significaba sino la notificación del Cardenal. Es el texto de la misma lo que a su juicio debe haber desafiado, hasta que el Inquisidor pregunta con insistencia si recuerda que le haya hablado alguien más. Pero no ve más allá de eso y hasta el final mismo —es decir, hasta la sentencia— no se le dice a Galileo que fue alguien más y que ese alguien era el Comisario General de entonces. De ahí que su contestación haya de permanecer en consecuencia indefinida. ¿Se hizo de ese modo para que no pudiese negar explícitamente que el Comisario había hablado alguna vez? ¿O fue para crear la equivocación con tanta habilidad explotada en el sumario, como veremos más tarde? ¿O tal vez porque constituía un principio no revelar jamás los cargos? En todo caso no es sino al comprender que está siendo en realidad preguntado acerca de una "orden" cuando contesta lleno de ansiedad: "Es posible que tal orden me haya sido impartida, pero no recuerdo". A partir de ese instante se pone en guardia. Trata ansioso de recordar si alguien ha dicho algo que sería mejor recordar. No cuenta con un abogado que inquiera de qué clase de requerimiento hablan[171]. Pero, mientras el Inquisidor vuelve cinco veces a la pregunta de quién te había hablado, tratando de hacerle hablar de varias maneras, Galileo contesta una y otra vez, "que nadie más que Bellarmino" y da por tierra con toda la maniobra, pues había sido claramente intención de la Inquisición sacarle, aunque fuera en un momento de extravío o de temor, la contestación de que hubo una orden especial impartida por el Comisario ese día. Semejante admisión en un protocolo firmado habría sido un sustituto de todas las irregularidades del requerimiento. A partir de ese instante, el documento de 1616 habríase vuelto legal por completo. Tal como acontecieron las cosas, Galileo vino a restablecer consistentemente en verdad el hecho de que Belarmino no le había informado sino del contenido del inminente decreto; y de esa manera el texto del decreto quedaba como la única directiva legal a considerar por él y por el censor. Por otra parte, si se asumía que el requerimiento era válido, hubiera sido una directiva para que el censor suprimiese todos los escritos de esta determinada persona en cuanto a Copérnico, o perseguirla si lo publicaba:

II

Donde Galileo había caído, en vez, en la trampa de acción lenta, al intentar proceder con seguridad, fue en la última parte del interrogatorio. Decir que había demostrado lo contrario de la opinión copernicana sonaba mucho como intento de engañar a los jueces. No es imposible que hubiera reservado ese argumento, confiado en algún juego de manos geométrico y en su capacidad de persuasión. Empero, manifestar que por eso no había hablado de la notificación empeoró el asunto. Como tantos presos sujetos a interrogatorio, protestaba demasiado, lo cual fue en detrimento suyo, pues cinco años después de la audiencia se dieron a conocer los resultados del examen oficial del texto, que no eran tales COMO para que pareciera bueno su alegato. Tres consejeros de la Inquisición, Augustinus Oregius (teólogo papal), Melchior Inchofer y Zacarías Pasqualigo entregaron sus informes, equivalentes a la misma conclusión: el autor no sólo había "discutido" el punto de vista prohibido; habíalo mantenido, enseñado y defendido, existiendo "vehemente sospecha" de su inclinación y sostenimiento aún en nuestros días. Inchofer y Pasqualigo hicieron entrega de una extensa lista de pasajes que no dejaban duda. En general, sus citas eran correctas en cuanto permanecían fieles al sentido.
Recopilaremos el informe de siete páginas de Inchofer, que es el más explícito.
  1. El acusado enseña, porque, como dice San Agustín, ¿qué es enseñar sino impartir conocimiento? Ahora bien, Galileo lo hace y lo ha hecho desde su folleto acerca de las manchas solares. Es propio del maestro enseñar a sus alumnos en primer lugar los preceptos de una ciencia que son más fáciles y claros, de modo que exciten su interés, y presentar la ciencia como nueva, lo que atrae maravillosamente la imaginación curiosa. Por otra parte, el acusado hace aparecer como si una serie de efectos, que ya han sido cierta y autoritariamente explicados de otro modo, no pudieron ser resueltos sino por el movimiento de la Tierra.
  2. Defiende. Se puede decir que uno defiende una opinión aunque no refute la contrario; mucho más, pues, si intenta destruirlo por completo. En derecho eso se conoce por impugnación. —Copérnico no propuso sino un método más conveniente para los cómputos (esta interpretación se debe, como de costumbre, al prefacio de Osiander), en tanto Galileo trata de confirmarlo y establecerlo como doctrina con nuevas razones, que es defenderla dos veces—. Porque, si la intención ha sido la disputa y el ejercido intelectual, no habría traducido y ridiculizado con tan altiva arrogancia a Aristóteles, Tolomeo y todas las verdades que él no ha reconocido. Y si lo hace por escrito, no hay duda de que debe haberlo hecho mucho más de palabra.
  3. Sostiene. Lo hace sobre dos cargos, a través de las necesarias conclusiones, así como su aseveración, pues no necesitamos considerar válidas sus ocasionales protestas, que interpone para que no perezca como que va contra el decreto. En cuanto a las razones que da en el prefacio, no es por cierto “las murmuraciones contra los Consultores de la Iglesia” lo que puede haber llevado a un hombre grave a realizar esa tarea; no me topé con ninguna publicación de autor ultramontano en la que el asunto del decreto sea mencionado y mucho menos los Consultores. Es seguro que los católicos no se habrían atrevido. Y, por otra parte, si tal fue el motivo, ¿por qué no emprende en verdad la defensa del decreto y de la Sagrada Congregación? Pero está lejos de su pensamiento que prosigue y arma a la opinión copernicana con nuevos argumentos que ningún ultramontano sugirió jamás, y lo hace en italiano, de fijo no el lenguaje más indicado para las necesidades del ultramontano u otro estudiante, sino para atraer de su parte al vulgo ignorante, entre el cual puede arraigar el error con mayor facilidad.
  4. El autor alega que discute una hipótesis matemática, pero le confiere realidad física, lo que jamás hacen los matemáticos. Por otra parte, si el acusado no hubiera adherido de manera firme a le opinión copernicana, y creídola físicamente cierta, no habría combatido por ella con tanta aspereza ni habría escrito la Carta a la Gran Duquesa, ni habría ridiculizado a quienes mantienen la opinión aceptada, ni descrítolos —cual si fueran tontos estúpidos (hebetes et pene siolidios)— como apenas merecedores de que los llame seres humanos[172].
En verdad, si hubiese atacado a algún pensador individual por sus argumentos inadecuados en favor de la estabilidad de la Tierra, podríamos aún poner una construcción favorable acerca del texto; mas como sostiene que son pigmeos mentales (homunciones) todos los que no sean pitagóricos, resulta suficientemente claro lo que tenía en la imaginación, sobre todo al alabar por contraste a William Gilbert, perverso hereje, lleno de argucias y equivoquista defensor (rixosum et cavillosum patronum) de esta opinión.
Esta última frase proporciona cierto vislumbre compensador en los modos de pensar de la policía del pensamiento. El buen jesuita nunca se detiene a pensar si el fenómeno magnético descubierto por Gilbert no podía ser altamente conveniente, como en realidad es, para la discusión de los principios físicos[173]. Para él el único punto es que Gilbert resulta un perverso hereje y de ahí que se establezca la culpabilidad por asociación. "Equivoquista" y "lleno de argucias" son apenas descripciones del estilo científico de Gilbert; son adjetivos que constituyen el caballo de batalla del equipo escolástico de Inchofer, aproximadamente equivalente al "subversivo" de nuestro tiempo.
Pero si, intelectualmente, este experto es el homuncio al que Galileo había catalogado bien por anticipado, por otra parte es astuto y bastante competente. Abate la presa. Su informe con ánimo tan despiadado es digno de la mano que escribió el Tractatus syllepticus. Se muestra al acusado que ha transgredido no sólo el dudoso requerimiento sino la directa notificación de Bellarmino "de no sostener ni defender".
No podemos sino preguntarnos acerca de lo acontecido a las deliberaciones previas que insinuara monseñor Serristori: “Han sido abandonados todos los cargos menos uno”. Tales insinuaciones favorables pueden haber procedido de la oficina del Comisario y Galileo asióse de ellas para preparar su defensa. El requerimiento sólo proporcionaba un punto legal, y Niccolini podía confirmarlo, por lo que Galileo conocíase triplemente protegido contra un juicio por mera intención: por la autorización del Papa, por las instrucciones explícitas de los licenciadores y por la licencia en sí. El primer día de interrogatorio no lo había creído, pues el Comisario no insistió sino sobre el requerimiento. De ahí que Galileo interpretara que éste seguía siendo el punto peligroso y creyera que facilitaba la tarea a un juez dispuesto a la benevolencia, adoptando una posición con respecto al requerimiento y abundando de otro modo en el sentido del piadoso conformismo. y. ahora que se habían recibido los informes, resultó que no había hecho sino un nudo con que ahorcarse.
¿Implica esto otra vez duplicidad maquiavélica de parte de las autoridades? Hemos tratado de demostrar en el capítulo anterior lo que parece haber sido la situación. La busca del punto que condenar vino a arrastrar a un dilatado chapucear entre concepciones diferentes; y al terminar la primera escena, vemos esas concepciones abrazadas por dos facciones que distan mucho aún de ponerse de acuerdo sobre una línea común. Los dominicos de la Inquisición, que ya no eran los despiadados de la generación anterior, aún trataban de manejar el asunto sobre una base restrictiva legalista, teniendo contra ellos la voluntad del Papa y los proyectos de un grupo curialesco aliado con los jesuitas, que apremiaban para una muerte judicial. Las insinuaciones dejadas caer por los funcionarios, con ánimo de ayudar a Galileo, no hicieron sino confundirlo. La facción jesuita sobrepasó en sus maniobras a sus oponentes y armó la trampa[174].
Esto era en verdad "acelerar la marcha" en el terreno legal, pues, en aquellos tiempos era bien entendido que el individuo podía ir bastante lejos al juzgar con la "doble verdad" y permanecer, empero, dentro de la ortodoxia judicial, en tanto se cubriera con fas cláusulas explícitas de sumisión… y la licencia oficial. A lo mejor podría habérsele pedido que escribiese en forma "problemática"[175]. La mitad de la literatura existente podía haber sido condenada con tales métodos.
Debemos insistir en este punto, porque el informe de Inchofer puede parecer al lector moderno más objetivo de lo que es en realidad. Demostrar que Galileo consideraba la opinión copernicana convincente para la razón humana, era alcanzarlo con un golpe por debajo del cinturón, porque era exactamente lo que se suponía que hizo, según las instrucciones del Gobernador del Palacio de julio 19, de 1631: “El señor Galileo habrá de agregar a modo de peroración las razones de omnipotencia divina que le fueron dictadas por Nuestra Santidad, que deben apaciguar el ánimo, aun cuando no exista salida del argumento pitagórico (ancorché da gl’argomenti Pittagorici non se ne potesse uscire)”. Fue por eso por lo que la Comisión Preliminar, aunque convocada por el Papa en su cólera, vióse obligada a resolver débilmente: “Los errores que hemos encontrado pueden ser corregidos, si se estima el libro digno de ser publicado”. La poca, miserablemente reducida en verdad, corrección a realizarse técnicamente, quedó demostrada por lo acontecido más de un siglo después, en 1744.
Ese año, un Papa dotado de gran sentido, Benedicto XIV (aún conocido afectuosamente en Italia por “Papa Lambertini”), concedió permiso para imprimir una edición revisada del Diálogo, aunque Galileo y el copernicismo mismo eran y seguían siendo condenados. Ahora bien, en esta edición "revisada" no había sido alterada una sola palabra y sí sólo algunos títulos marginales tachados o modificados con la inserción de un sí que los convierte en "probables" manifestaciones. Tal era, y siempre habría sido, el significado formal de la orden de “no sustentar” una opinión: Existía numerosa jurisprudencia en tal sentido. Galileo tenía algún derecho (si la historia es verídica) a desafiar a los cardenales el día de su sentencia para que le probasen lo que hubiera de erróneo en su libro. Pero el informe de los Consultores habíalo llevado a estrellarse contra las rocas que tratara de evitar llevando la discusión alrededor de los verdaderos problemas. Mientras yacía día tras día en el edificio de la Inquisición, atormentado por agudos dolores ciáticos y molestias intestinales, a pesar de contar con los hermosas habitaciones y el propio mayordomo de Niccolini para que lo atendiese, bien podía haber estado confinado como cualquier otro en los oscuros calabozos del castillo.
 

III

Transcurrían las semanas sin que nada aconteciese. Deliberaban los jueces. La Inquisición era siempre lenta. Pero en este caso podemos imaginar la causa de su lentitud. Los inquisidores tenían ya ante ellos un caso bien definido y no sabían qué hacer con él. En la fase exploratoria viéronse preocupados por un requerimiento personal más bien poco consistente que constituía la piedra de toque del caso, tal como les fuera entregado. Ahora se percataban de que había pasado aquélla, ya que las negativas del acusado, a la luz de los informes de los Consultores, representaban una inculpación tan clara como se necesitase para poner la maquinaria en movimiento… si era lo que realmente se deseaba. La Inquisición habíase convertido en terrible aparato capaz de dar espantoso ejemplo siempre que fuere necesario, de modo que nadie se sintiera seguro. Una vez iniciado el procedimiento, el individuo se hallaba virtualmente a su merced. Esta vez les fue solicitado por el Papa que lo sirviesen con una representación política y un "ejemplo limitado". Sería como aplicar un lavado de cabeza con un convertidor Bessemer. Algunos de los jueces por lo menos erraban en este punto, y quizá al final hasta el mismo Papa.
Lo sabemos a través de lo sucedido más tarde, que honra a todos los interesados. El cardenal Francesco Barberini, que era uno de los diez jueces designados, había ejercido una discreta presión sobre el Comisario para que encontrase una salida. Un día el Comisario penetró en el aposento de Galileo y se sentó a su lado. Era Ivanov visitando a Rubashov. La historia se relata en una carta escrita al cardenal, descubierta por Pieralisi en 1833[176]:
En cumplimiento de las órdenes de Su Santidad, ayer informé a los Eminentísimos Señores de la Sagrada Congregación sobre el caso de Galileo, de cuya posición comuniqué brevemente. Sus Eminencias manifestaron su aprobación a lo realizado hasta ahora y tomaron en consideración, por otra parte, varias dificultades con respecto a la manera de proseguir el caso y llevarlo a su terminación. De modo más especial, ya que Galileo ha negado en su interrogatorio lo que resulta bien evidente del libro escrito por él, y puesto que en vista de su negativa resultaría la necesidad de mayor rigor en los procedimientos y menos consideración hacia otros puntos del asunto. Por último sugerí un camino, o sea que la Sagrada Congregación me autorizase a tratar extrajudicialmente con Galileo, con el fin de hacerle ver su error y llevarlo, si lo reconoce, a la confesión del mismo. Esto proposición pareció a primera vista demasiado atrevida, no abrigándose demasiada esperanza de alcanzar su objetivo con la mera adopción del método de discutir con él; mas, al exponer los fundamentos en que basaba mi sugestión, me fue otorgado el permiso. Con miras a no perder tiempo, entré en discusión con Galileo ayer por la tarde y, luego de muchos argumentos y conversaciones cruzados entre nosotros, por la gracia de Dios, conseguí mi propósito, pues lo conduje a que viera de lleno su error, de tal manera que reconoció claramente el mismo, así como que había ido demasiado lejos en su libro. Todo lo cual expresó con palabras muy sentidas, como quien experimenta gran consuelo en el reconocimiento de su equivocación; también se mostró dispuesto a confesarlo judicialmente. Sin embargo, solicitó algún tiempo para considerar la manera más apropiada de realizar tal confesión que, en lo que concierne a su sustancia, espero que será del modo indicado.
He pensado mi deber llevarlo en el acto a conocimiento de Vuestra Eminencia; no habiéndolo comunicado a nadie más; porque confío en que Vuestra Eminencia y Su Santidad se verán satisfechos de que, por este camino, el asunto está siendo llevado a un punto tal que resultará de fácil solución. El tribunal conservará su reputación; será posible tratar con lenidad al culpable; y, cualquiera lo decisión que se tome, reconocerá el favor mostrado hacia él, con todas las consecuencias de satisfacción en él deseadas. Hoy pienso examinarlo para arrancarle dicha confesión; y una vez recibida, como espero, no me restará sino seguir interrogándolo respecto de sus intenciones y recibir su alegato de defensa; hecho lo cual, podría asignársele (su) casa a modo de prisión, como me insinuara Vuestra Eminencia, a quien ofrezco mi reverencia más humilde.
De Vuestra Eminencia el más útil y obediente servidor
Fra Vinco. Da Firenzuola
Roma, Abril 28 de 1633.
Uno se pregunta cómo habrá sido la conversación inicial entre los dos hombres, así como lamenta que no haya existido aún el grabador de cinta; porque, en esto al menos, Galileo tenía algo sobre el Comisario. Había recibido en octubre una carta de Castelli informándolo de su reunión con Firenzuola, a quien conocía hacía mucho, dijo, como ingeniero militar competente y "decente persona". Castelli había visitado a Firenzuola cuando se producían las primeras dificultades y, como entre frailes, le habló de manera tan viva y "herética" como sabía. “Le dije que no sentía escrúpulo al afirmar que la Tierra se mueve y el Sol permanece estacionario y que no se me alcanzaba la razón para prohibir el Diálogo. El padre me dijo que era de igual opinión y que esas cosas no debieran ser resueltas utilizando la autoridad de las Sagradas Escrituras. Incluso me aseguró que pensaba escribir sobre el tema y que me lo mostraría”.
Así pues, Galileo sabía que el dragón a regañadientes que había sido conminado para que lo devorase, sostenía realmente su misma opinión; y debe haber habido mucho y curioso finteo entre ambos tocante el elevado sujeto de la interpretación teológica. Luego de "muchos argumentos y respuestas cruzados", el Comisario debió experimentar que no iba a ninguna parte y te habrá espetado los hechos a bocajarro, de manera algo parecida a ésta:
“Mi estimado señor Galileo parece no percatarse de su situación, puesto que insiste en hablar de su texto, aunque no le he preguntado por el mismo. Seguía deseando hacernos creer tanto en la rectitud de vuestro pensamiento como en la pureza de vuestras intenciones, concediendo a lo sumo que habéis interpretado mal nuestras instrucciones. Creéis poder defenderos con el certificado de Bellarmino. Pero el Santo Oficio no puede ser desafiado de ese modo. Como advertiréis, se desea en las altas esferas que demos un ejemplo y lo daremos. La cuestión es: ¿hasta dónde deseáis empujarnos?
”Podéis volver a citar las licencias. Podréis alegar que el requerimiento en nuestro poder era… diremos… bien, carece de vuestra firma. Manifestaréis que fuisteis alentado por altos círculos para discutir la doctrina y que nadie puede enseñarla sin discutir su contenido. Pero ¿no advertís que en este caso debemos penetrar vuestros motivos? No me digáis que no está en duda vuestra intención. Y mucho me temo que pudiere resultar, lo que Dios no permita, que sois también copernicano. Por favor… ahora no estáis hablando con Firenzuola sino con el Comisario.
”Habéis sostenido, como he dicho, la opinión durante todo el tiempo, y la sostenéis aún ahora mismo con pertinaz disimulo ante vuestros investigadores. También podría deciros que es así como parece, ahora que se ha recibido el informe de los entendidos sobre vuestro libro. Eso sería suficiente de por sí. Porque el cardenal Beliarmino no os dejó dudas en cuanto a las intenciones de la Iglesia; prometisteis obedecer y luego preferisteis hacer caso omiso. Habéis intentado chasqueamos y afirmar vuestra voluntad, contradictoria con la de la Iglesia en asuntos teológicos. Permítaseme agregar que habéis utilizado, además, la libertad que se nos permitió para deslizar un par de proposiciones que niegan directamente la trascendencia de la Mente divina. ¿Sabéis cómo se califica eso, verdad? Un verdadero procedimiento de vehementi, una vez comenzado no puede ser tan fácilmente detenido. Tendremos que dedicarnos a la rutina del interrogatorio riguroso, por medios lamentables si fuere necesario, y extraeremos la confesión. Tras de lo cual no queda sino nuestra merced, que supone encarcelamiento perpetuo en las prisiones del Santo Oficio. Nadie lo desea.
”Si al menos comprendierais, veríais que un alegato de desobediencia sería vuestra mejor perspectiva. Admitidlo. Alegad olvido, complacencia, orgullo, vanidad, engreimiento —elegid vos mismo el catálogo de pecados veniales— y no tendremos necesidad de inquirir más. Saldréis del aprieto con una ligera azotaina y todo el mundo, os ruego me creáis, quedará muy contento”.
Cualesquiera las palabras, eso era la esencia de lo dicho, como bien a las claras se indicaba en la carta, y estuvo bien dicho. Fue como el rayo que rasgara el velo de las anticuadas convicciones renacentistas de Galileo. Acaba de ser presentado al nuevo estado.
Cuando fue llamado dos días más tarde, el 30 de abril, se le preguntó si tenía algo que manifestar. Habló como sigue:
En el transcurso de algunos días de Atenta y continuada reflexión sobre las preguntas que me fueron formuladas el 12 del mes en curso, y en particular sobre si, hace dieciséis años, me fue impartida una orden del Santo Oficio por la que me quedaba prohibido sostener, defender o enseñar "en modo alguno" la opinión que acababa de ser condenada, —el movimiento de la Tierra y lo inmovilidad del Sol— se me ocurrió repasar mi Diálogo impreso, que no veía desde hacía tres años, con objeto de observar cuidadosamente si, contrariamente a mis más íntimas convicciones, había salido de mi pluma, por inadvertencia, algo de lo cual el lector o las autoridades pudieran inferir no sólo alguna tacha de desobediencia de mi parte, sino también otros particulares capaces de inducir a la creencia de que había contravenido los órdenes de la Santa Iglesia.
Puesto que estaba en libertad de enviar a mi criado de una parte a otra, por la amable condescendencia de las autoridades, conseguí obtener un ejemplar de mi obro, tras lo cual me dediqué con la mayor diligencia a su examen y a IR más minuciosa consideración. Y, como debido a no haberlo visto durante tanto tiempo se me presentaba, por así decirlo, como un nuevo escrito por otro autor, confieso francamente que en diversos pasajes parecióme de tal forma que el lector ignorante de mi verdadero propósito podía tener razón al suponer que los argumentos presentados por su lado falso, y que era mi intención refutar, eran expuestos de modo más bien calculado para obligar a la convicción por su fuerza lógica que a ser de fácil solución.
Hay dos argumentos en particular —tomado uno de las manchas solares y otro del flujo y reflujo de las mareas— que en verdad llegan al oído del lector con mucho mayor despliegue de fuerza y de poder del que le debe ser impartido por quien los consideraba inconclusos e intentaba refutarlos, como yo en verdad cierta y sinceramente los considero inconclusos y sujetos a refutación. Y, a modo de excusa conmigo mismo por haber caído en semejante error tan extraño a mi intención, no conformándome del todo con decir que cuando un individuo recita los argumentos de la corte contraria con objeto de refutarlos debería, en especial al escribirlos en forma de diálogo, expresarlos en su forma más estricta y sin disfrazarlos en desventaja para su oponente —no conformándome, digo, con esta excusa, recurrí a la de la natural complacencia que todo individuo experimenta con respecto a sus propias sutilezas y en mostrarse más hábil que la generalidad de los seres al idear, aun en favor de falsas proposiciones, argumentos plausibles e ingeniosos. Con todo esto, aunque con “avidior sim gloriae quam sat est” de Cicerón, si tuviese que expresar ahora iguales razonamientos, sin duda debilitaríalos para que no pudiesen hacer una aparente demostración de fuerza de la que real y esencialmente se hallan desprovistos. Mi error ha sido, pues, y lo confieso, de ambiciosa vanagloria, a más de pura ignorancia e inadvertencia.
Tal lo que se me ocurre decir con referencia a este particular y que se me sugirió por sí mismo durante el reposo del, libro.
Después de cuya declaración, el acusado recibió orden de retirarse; pero retornó al cabo de unos instantes (pos paullulum) solicitando le fuese permitida una manifestación complementaria:
Y en confirmación de mi aserto de que no he sostenido ni sostengo como cierta la opinión que ha sido condenada, del movimiento de la Tierra y de la inmovilidad del Sol… si se me concediere, como es mi deseo, los medios y el tiempo para efectuar una demostración más clara de la misma, estoy dispuesto a hacerla; y existe la más favorable oportunidad para ello, viendo que en la obra publicada los interlocutores convienen en volver a reunirse, transcurrido cierto tiempo, para discutir los diversos problemas de la Naturaleza no relacionados con el tema objeto de discusión en sus reuniones. Y como esto me proporciona la oportunidad de agregar otros “dos días”, formulo promesa de reanudar los argumentos ye expresados en favor de dicha opinión, que es falsa y ha sido condenada, y refutarlos del modo más efectivo que me sea dado por la gracia de Dios. Suplico, en consecuencia, al Sagrado Tribunal que me ayude en esta buena resolución y me permita llevarla e cabo.
Al conseguir la cooperación de Galileo, el Comisario había obtenido la admisión necesitada, y ganado con ello otra vez la iniciativa sobre sus oponentes.

IV

Los historiadores han derramado lágrimas en gran cantidad ante esta degradación final del ilustre hombre. Al parecer nada habríales satisfecho sino su quema en la estaca en Campo di Fiori, como aconteciera a Bruno treinta años antes. En verdad fue un sentimiento racional y habría obtenido para Galileo todo cuanto éste ansiaba realmente… la circulación del Diálogo. Sin duda constituyó algo amargo para él. Dejado a un lado en su primera manifestación, retrocedió para decirlo. Supo que tenía que decirlo. Fue lo sugerido por Niccolini mucho antes y lo que volvió a sugerir ahora[177]. En una época en que se consideraba más el formalismo que en la nuestra, todo el mundo sabía la debida diferencia entre la forma y la intención. El mismo Kepler, el Kepler sin miedo y sin tacha, había pensado bien en 1619 al enviar a su librero de Italia una carta, para mostrarla a las autoridades, de modo que no prohibiesen la venta de su obra Harmonice mundi. Aunque ferviente protestante, confesóse "hijo de la Iglesia" y agregó: “Puesto que me ha sido posible comprender la doctrina católica, no sólo me someto a ella sino la apoyo con mi razón, y he tratado de demostrarlo en diversos pasajes de esta obra”. El censor debe haber levantado las cejas asombrado ante "hijo de la Iglesia" tan peculiar, mas lo que a Kepler le faltaba era la debida práctica del lenguaje. De todos modos fue a parar al Index sin dilación.
Los historiadores moralistas no parecen percatarse de que su perspectiva es la de los que creen en otra religión. Querrían que Galileo se condujera como Jerónimo de Praga o como el profeta del extraño Dios no cristiano de Bruno. Olvidan que era miembro de la comunidad católica apostólica romana y tenía que someterse de algún modo. Completamente aparte de la inconveniencia personal de ser quemado en la estaca, habría sido de su parte orgullo diabólico empujar al Vicario de Cristo a la comisión de un crimen.
Había jugado y perdido. No era un religioso visionario al que se le solicitara renunciar a su visión, sino un individuo inteligente que corrió graves riesgos al forzar un asunto y cambiar una política en beneficio de la fe. Había sido desairado; no le restaba sino pagar su precio y retirarse a su casa. La verdad científica cuidaría de sí misma.
Finalmente había visto que las autoridades no estaban interesadas en la verdad sino tan sólo en la autoridad. No esperaban que él cambiase de idea, sino que querían, del modo más ilegal, matarla; y en adelante consideraría tan sólo su interés personal. En este nuevo espíritu clarificador de mutua falta de respeto, propuso algo in extremis. Pero era demasiado tarde. La facción reinante había resuelto no ser sobrepasada otra vez.
Su sugestión fue abandonada. Pero, en todo caso, habíase negociado el pasaje peligroso: en adelante, el Comisario estaba facultado para efectuar interrogatorios sólo pro forma. Consecuente con su promesa, Firenzuola dejó al preso bajo custodia del embajador, que se mostró sorprendido y lleno de gozo al verlo de regreso en la Villa Médici. "Es algo terrible", escribió al Gran Duque, "tener algo que ver con la Inquisición. El pobre hombre ha retornado más muerto que vivo".
El siguiente interrogatorio de mayo 10 había sido evidentemente arreglado de antemano en un vis a vis, pues Firenzuola, al iniciarlo, informó al acusado, de acuerdo con las disposiciones pertinentes, que se le concedían ocho días para presentar su defensa, si deseaba presentarla; y Galileo la entregó en el acto. Era la siguiente:
Al serme preguntado si había manifestado al Reverendo Padre Gobernador del Santo Palacio el requerimiento del que se me indicara, en forma privada, hace unos dieciséis años, por orden del Santo Oficio para que no sostuviese, defendiese ni "en modo alguno" enseñase la doctrina del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol, contesté que no lo había hecho. Y al no ser interrogado en cuanto a las razones por las cuales no lo hice, no tuve oportunidad de agregar nada más. Ahora me parece necesario expresar la razón con el fin de demostrar la pureza de mis intenciones, siempre extrañas a la práctica del disimulo o el engaño en ningún acto al cual me entrego.
Digo, pues, que como por aquel entonces circularon rumores afuera y por cuenta de personas mas dispuestas, en el sentido de que había sido llamado por el señor Cardenal Bellarmino para que abjurase algunas de mis opiniones y enseñanzas, así como para someterme a penitencia por las mismas, me vi, pues, forzado a recurrir a Su Eminencia y solicitarle un testimonio explicativo de las causas por las cuales fui llamado a su presencia, cuyo testimonio obtuve de su puño y letra y es el mismo que ahora acompaño al presente documento. En él se deduce con toda claridad que simplemente se me anunció que la doctrina atribuida a Copérnico, sobre el movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol, no debe ser sostenida ni defendida; pero que, fuera de este anuncio general que afecta a todo el mundo, se me haya ordenando algo a mí en particular, no aparece indicio de ello en el mismo.
En posesión, pues, a modo de recordatorio, de dicho testimonio, escrito de puño y letra de la persona misma que me informó de la orden, no hice más aplicación de la memoria ni del pensamiento con respecto a las palabras utilizadas al anunciarme verbalmente dicha orden de no sostener ni defender la doctrina en cuestión; de manera que los dos artículos de la orden —en adición al requerimiento de "no enseñar" ni "defender"— es decir, "no enseñarla" y "en modo alguno", —que, según he oído, figuran en la orden que se me impartiera, y que fue registrada— se me presentaron como cosa nueva y que jamás oyera; y no creo que no se me debe creer cuando urjo que en el transcurso tic entorco o quince años ha perdido toda memoria de ello, en especial cuando no tuve necesidad de pensar particularmente en ellos, por tener en mi posesión tan auténtico recordatorio por escrito. Ahora bien, si se prescinde de esos dos artículos, y no quedan sino los dos que figuran en el testimonio que acompaño, no hay duda de que el requerimiento contenido en el último es la misma orden contenida en el decreto de la Sagrada Congregación del Index. De ahí que me parezca excusa razonable no haber notificado al Gobernador del Santo Palacio acerca de la orden que se me impartiera de manera privada por ser la misma que la de la Congregación del Index.
Así, pues, si ocurriese que mi libro no estuviere sujeto a censura más severa que la hecha obligatoria por el decreto del Index, será suficientemente claro, a mi modo de ver, que haya adoptado el método más seguro y conveniente de que sea garantizado y expurgado de toda sombra, tanto más cuanto lo entregué al Supremo Inquisidor en la misma época en que muchas obras que trataban el mismo tema eran prohibidas ten sólo en virtud del citado decreto. Luego de lo que termino de expresar, espero confiado que de aquí en adelante será desechado por completo de la imaginación de los más eminentes y cultos jueces la idea de que he violado a sabiendas y deliberadamente le orden que me fuera impartida; de ahí que las faltas que se ven diseminadas a través de mi libro no hayan sido arteramente introducidas de manera oculta y sin otra intención que la más sincera, sino que han salido de mi pluma, debido a la ambición plena de vanagloria y a la complacencia al desear aparecer más sutil que la generalidad de los autores, como en verdad he confesado en otra declaración; cuya falta estoy dispuesto a enmendar con toda la celeridad posible, siempre que así se me ordene o permita por sus Señorías Ilustrísimas.
Por último, no me resta sino suplicar sea tenido en cuenta mi lastimoso estado de salud, al que me veo reducido, a la edad de setenta años, por diez meses de continua ansiedad mental y la fatiga de largo y penoso viaje en la estación de mayor inclemencia… junto con la pérdida de la mayor parte de los años que tenía en perspectiva, a juzgar por mi estado de salud anterior. Me siento alentado y persuadido a hacerlo por la fe que tengo en la clemencia y bondad de los Eminentísimos Señores, mis jueces, con la esperanza de que, en respuesta a mis súplicas, se dignen aminorar lo que pueda aparecer a vuestro entera justicia la recta adición a lo que aún falta a tales sufrimientos para que conformen el justo castigo a mis crímenes, en consideración a mi creciente edad, que también les encomiendo humildemente. Y del mismo modo confío a vuestra consideración mi honra y mi reputación, contra las calumnias de los mal intencionados, cuya persistencia en detractar mi nombre puede inferirse de la necesidad que me forzó a obtener del señor Cardenal Bellarmino el testimonio que aquí acompaño.
El mundo recordará largo tiempo el conmovedor llamado de piedad. Lo que parece haber dado al olvido es que concluye lo que equivale a una muy vigorosa defensa, tan confiada y pronta en verdad, que otra vez nos lleva a imaginar algunas insinuaciones previas del mismo Comisario. Galileo llega al extremo de llamar a sus acusadores puñado de embusteros. Las expresiones "no enseñarla" y “en modo alguno”, le suenan "totalmente nuevas", y "no oídas antes". Y así lo fueron en verdad y para el Papa mismo a todos los efectos. (El acusado no sabía aún del requerimiento especifico por el padre Segizi, por separado de la orden de Bellarmino). Aventuróse a sugerir con frialdad que fuesen con más tiento. Y no se podía equivocar la intimación. Luego de conceder con gran cortesía la posibilidad de haber olvidado la orden por entero, prosigue para descartar esa posibilidad en la frase que hemos puesto en bastardilla en el original: “Che poi, stante che’l mio libro non fusse sottoposto, etc.”, que equivale a "basta de tonterías"; y continúa desde allí para reafirmar su perfecta regularidad. Claramente, esa defensa no podía ser efectiva sino dentro del marco del arreglo extrajudicial ofrecido por el Comisario. No se hallaba allí sino para completar el legajo y debió haberse hecho claro que sería aceptable.

Capítulo 13
El problema del falso requerimiento

Inter hos judices vivendum, moriendum, et quod durius est, tacendum.
BENEDETTO CASTELLI

I

¿Cuál puede ser la conclusión referente a ese famoso requerimiento de 1616? Es, y continuará siendo hasta el final del caso, su piedra angular, Vino a nuestro conocimiento cómo todo lo relacionado con él iba siendo rodeado de una cortina de lenguaje vago, reticente o confusionista como para protegerlo de una curiosidad indiscreta.
Procede, pues, alguna curiosidad. Repasaremos la evidencia, arrancando de los dos documentos críticos que dimos en el capítulo VI. Uno de ellos es el requerimiento; el otro, el certificado de Bellarmino:
Viernes, día veintiséis (de febrero). En el palacio, residencie habitual del Señor Cardenal Bellarmino, habiendo sido citado y hallándose en presencia ante dicho Señor Cardenal, junto con el Reverendísimo Miguel Angel Segizi de Loli, de la Orden de los Predicadores, Comisario General del Santo Oficio, fue prevenido del error de la antedicha opinión y amonestado para que la abandonase; e inmediatamente después, ante mí y los testigos, continuando presente el señor Cardenal, el citado Galileo recibió del mencionado Comisario orden rigurosa, en nombre de Su Santidad el Papa y de toda la Congregación del Santo Oficio, pare que abandonase por completo dicha opinión de que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve; y que no prosiga en modo alguno enseñando ni sosteniendo ni defendiéndola, ya sea verbalmente o por escrito; de lo contrario el Santo Oficio adoptaría otros procedimientos; cuyo requerimiento el dicho Galileo acató y prometió obedecer. Dado en Roma, en el lugar arriba mencionado, en presencia de R. Badino Nores, de Nicosia, en el reino de Chipre, y Agostino Mongardo, de un lugar de la abadía de Rose, en la diócesis de Montepulciano, miembros del hogar de dicho cardenal, que lo atestiguan.
Nos, Roberto, Cardenal Bellarmino, habiendo oído que se informa calumniosamente que el señor Galileo Galilei ha abjurado en nuestra presencia y ha sido castigado igualmente con saludable penitencie, declaro que dicho señor Galileo no he abjurado a menos nuestras ni de nadie más aquí en Roma, ni en parte alguna que sea de nuestro conocimiento, ninguna opinión o doctrine por él sostenida; que tampoco se le ha aplicado ninguna penitencie saludable; que la única declaración hecha por el Santo Podre y publicada por le Sagrada Congregación del Index le ha sido notificada, y en la misma se establece que la doctrina atribuida a Copérnico —que le Tierra se mueve alrededor del Sol y que el Sol permanece inmóvil en el centro del mundo, sin ir de este a oeste— es contraria e las Santas Escritures y por ello no puede ser defendida ni sostenida. En testimonio de lo cual hemos escrito y firmado el presente, de nuestro puño y letra, este veintiséis de marzo del año 1616.
Hemos demostrado que el primer documento parece gravemente irregular, tanto en su forma como en su colocación en el legajo; que las instrucciones de la Congregación a Bellarmino, así como el informe subsiguiente de éste sobre lo que hizo ese día, están de acuerdo con el certificado y no con el requerimiento; y que no existía en verdad fundamento para un requerimiento, tal como estaban las cosas.
Hemos visto más adelante, que en su parte escrita más cuidadosamente considerada, el Prefacio al Diálogo, Galileo hizo mención deliberada de la audiencia como señalada distinción. En verdad no hace sino un llamado a las autoridades para que emitan testimonio frente a los rumores diseminados acerca de una retractación secreta. Lo cual hubiese sido necia provocación de su parte, de no haber estado totalmente seguro de que las cosas eran en realidad así.
La suposición natural es que el legajo fue hecho de manera apresurada en 1632, cuando las autoridades trataban de poseer un caso contra Galileo. Puesto que es cierto, sin embargo, que no se ha incluido la nueva hoja de papel, Wohlwill sugirió que el legajo regular fue fraudulentamente alterado, suprimiendo algunas líneas y pegándole un nuevo final[178]. En apoyo de su aserto, presentó gran cantidad de evidencia derivada del examen de un manuscrito con una lupa. El papel se hallaba en mal estado y corroído por la tinta, por lo que la evidencia veíase muy sujeta a controversia. Gebler y más tarde Favaro, luego de un examen directo, se inclinaron por la autenticidad del documento. Es cierto que la conclusión de Gebler (Favaro se abstuvo de llegar a ninguna) es apenas más lisonjera; el texto fue urdido con cuidadosa premeditación y malicia, el mismo día en que fue fechado, febrero 26 de 1616, y colocado en el legajo con el fin de atrapar al confiado científico, en el momento mismo en que procedía a discutir el sistema copernicano "de cualquier modo".[179]
Así permaneció el asunto durante varias décadas, al parecer en suspenso y en espera de nueva evidencia. La cual vino eventualmente, no por ningún documento sino de nuevos medios físicos de análisis. En 1927, Laenmel, con la cooperación de las autoridades vaticanas, sometió la página dudosa, primero a los blandos rayos X y luego a la prueba mucho más rigurosa de la lámpara ultravioleta de Hanau[180]. El resultado no dejó dudas, al menos en cuanto a un punto: no había existido manipuleo de las páginas. Las trabajosas inferencias de Wohlwill cayeron por tierra. Jamás habían parecido muy plausibles, salvo en apariencia, ya que Wohlwill no se detuvo a considerar que el documento (hemos visto anteriormente que lo era en forma de minuta carente de firma) apenas habría sido merecedor de lo que equivalía a alboroto. Más fácil habría resultado para cualquiera deseoso de la desaparición de la temprana versión cortar las dos páginas que la contuviesen, como ha tenido lugar en otras partes del legajo sin intención de ocultamiento (folios 342-3). Y para ello habría contado con una carilla en blanco todavía, la 377, en la que efectuar una nueva transcripción.
Resuelto este punto en particular, Laemmel pensó que podía arribar a la conclusión de que todo el texto había sido agregado en 1632 cuando era tan necesario. Pero sus razones están curiosamente desprovistas de información, y apenas son de ningún valor lógico. ¿Qué podía significar, por ejemplo, que la escritura parece diferente en la segunda página? El texto que se supone alterado comienza en la primera.
Contra tales argumentos debemos colocarnos del lado de los hallazgos de Gebler, recientemente confirmados por Jauch: el texto es de la misma letra que los demás documentos que lo rodean y ciertamente auténticos; en consecuencia, fueron escritos al mismo tiempo o con muy escasa diferencia. A ello podemos agregar un argumento decisivo: la compaginación de la época prueba que el original, si alguna vez lo hubo, jamás fue a dar al legajo; por lo tanto, la decisión de reemplazarlo con una falsificación debe haber sido tomada entonces y en el mismo lugar.
Empero, queda algo que resulta difícil de explicar. La operación es curiosamente chapucera. La falta de un original solamente podría ser calificada de mala fortuna, porque una hoja doblada e inserta puede caerse, pero la hoja no auténtica y mal colocada es una dolorosa evidencia permanente. Un juez común hubiera tenido que descartar el requerimiento en base a esa sola evidencia; ni aun los jueces de 1633 se animaron a confiar demasiado en ella.
¿Debemos ver en esto simple y llanamente falta de interés por lo regular? Lo dudamos mucho. A lo más, podría parecer como si la cosa hubiera sido realizada por alguien que no estuviera al tanto de los acontecimientos y obligado a salir del paso con lo que hallara a mano. Aun así, podía esperarse alguna solución más hábil de un Comisario General capaz de arreglar las cosas a su voluntad. Por ejemplo, dejando la numeración y refiriéndose al requerimiento con aparente descuido, pero de modo conveniente y explícito, en otro lugar. Una investigación posterior no podría haber acusado sino al archivero de negligencia por la pérdida del original.
De modo que podría restar un punto dudoso. Comprobemos nuestras decisiones tal como están, pero asumiendo lo contrario, vale decir, que las cosas sucedieron tal como aparecen escritas y que Galileo es culpable de violar las instrucciones recibidas. Tendríamos que decir entonces que el protocolo se extravió tan pronto fue confeccionado; que el funcionario encargado de la foliación jamás se percató de la falta; que alguien la observó poco después; y que se consideró suficiente insertar una transcripción que no puede haberse hecho sino de memoria, porque, si el original hallárase disponible en parte alguna, habría sido vuelto a su lugar. Lo cual no suena muy convincente.
Así nos vemos vueltos por fuerza a nuestra versión y la cuestión de por qué se procedió de ese modo, y no de otro, resulta ser nada más que una manifestación del mejor criterio del Comisario, basada en lo que pudo o no hacerse. El hecho positivo emerge de que no se sostuvo completamente esencial la necesidad de tener un protocolo —o más bien que, después de la audiencia de Bellarmino, estimóse mejor no tener ninguno antes que una versión auténtica de esa audiencia—. Y así podemos ser llevados a concluir lo que el Comisario simplemente resolvió que no lo hubiere. La regularidad tiene su límite, pero parece que también lo tiene la falsificación.
Ya sabemos que había existido una violenta tensión en 1616 entre las autoridades superiores, que se habían decidido por la diplomacia, y los dominicos, inclinados por entonces a la represión. Los círculos del Vaticano insinuaron en diversas oportunidades a Guicciardini que los "monjes" eran despiadados. Podemos reconstruirlo como sigue: el comisario, al contemplar la escena (sabemos que se hallaba presente), disgustado con el modo fácil como Galileo iba a salir, resolvió prescindir del protocolo, aunque sus instrucciones eran claras y los testigos estaban ya designados, evidentemente por el propio cardenal. De regreso en su despacho, ordenó a sus ayudantes que preparasen una minuta más útil de los procedimientos. “Y”, puede haber agregado, “que ésa sea severa, por si acaso. Lo que ignoren no les lastimará; cuando se originan dificultades somos nosotros quienes tenemos que afrontarlas”. O también es posible que su ayudante, el padre Tinti, haya realizado la labor por su cuenta, pero parece muy poco verosímil. Esta teoría tendría el mérito de explicar con naturalidad por qué fue omitido el protocolo de la foliación, así como dar razón de otros hechos del caso[181].
Contemplar ahora esa hoja silenciosa, transcurridos tres siglos, nos produce extraño sentimiento, cual si intentase decirnos algo. La primera parte, que reproduce el secreto papal, es tratada con suavidad bien realizada. Tan pronto llega al requerimiento papal, las líneas figuran más juntas y la escritura es menos legible, como si el escribiente tratara inconscientemente de chapucear.
La falsificación como tal es, pues, sin lugar a dudas y a través de los cánones modernos, excesivamente modesta. El padre Segizi jamás osaría falsificar un protocolo. Había realizado un poquito, lo menos posible a su alcance, para obtener pie para el procesamiento en caso de que fuere necesario. Fue tanto como, por otra parte, se mostró dispuesto a hacer Lancelot Andrewes al alterar el texto de las cartas del padre Henry Garnet para complicarlo en el "complot de la pólvora"[182]. Nuestros contemporáneos no pueden esperar que sus autoridades se muestren tan consideradas. En la actualidad, sobre la mitad de la superficie de la tierra se pide al sospechoso que fragüe por sí mismo los documentos de la acusación, inventando todos los detalles espeluznantes que hagan su declaración amplia y comprensiva. Y se supone que se repudie, se deshonre y sé condene a sí mismo con todo el fervor de la ciudadanía progresiva, si ha de recorrer su último trayecto a la sepultura en paz con su conciencia.
Volviendo a Galileo, vemos que el curso de los acontecimientos está de acuerdo con nuestras anteriores conclusiones. Porque no sólo, como hemos demostrado, sentíase completamente confiado de que los funcionarios estaban equivocados cuando el asunto le fue revelado por último (y ése habría sido en verdad el momento de rebajarse), sino que esos funcionarios demostraron con su manera de manejar el procedimiento del requerimiento, cuando fue necesario en verdad (por ejemplo, para citar a Galileo a Roma), el laborioso contenido de reglas en que tal acta fue fraguada. He ahí al hombre que los engañara patentemente, que ahora se evadía y los desafiaba con sutileza; y, no obstante, hacíase necesario idear alguna cosa con el fin de contar algo que sirviese para el requerimiento, sin que lo motivara una previa negativa.
 

II

Cómo fue hecho constituye un corto y fascinante relato —así como un breve curso de procedimientos— por sí mismo. Nos lo proporciona Francesco Barberini en dos cartas al nuncio en Florencia, ambas de setiembre 25 de 1632, cuando Galileo iba a ser citado para que se presentase en Roma, luego de la publicación del Diálogo. La primera dice así:
Se ordena al Inquisidor de Florencia que le diga que se sirva venir a Roma, y lo exhorta a obedecer, explicándole que con su presencia podría reparar muchas cosas y dar y recibir satisfacciones. Si promete hacerlo, no habrá necesidad de ir más adelante; pero si por ventura rehusara venir o creara dificultades, que el padre tenga preparado un notario que le comunique la orden (facci precetto) de venir a Roma.
Al leer el borrador, que se hallaba en manos de Benessi, secretario del papa, Barberini hizo borrar esa sección para reemplazarla con la siguiente, mucho más drástica:
Lo notificará del precetto que se presente, etc., etc., y le hará prometer que obedecerá dicho precetto en presencia de testigos, de modo que si rehúsa obedecer pueda ser interrogado en cualquier caso.
Esta versión alterada fue firmada y despachada, pero inmediatamente después Barberini debió recibir el texto auténtico de las órdenes de la Inquisición, enviado cuarenta y ocho horas antes, pues el mismo día escribió su segunda carta:
Su Santidad ha dispuesto que el Inquisidor signifique a Galileo en presencia de un notario y de testigos (no calificados, empero, en su presencia, como tales), que es voluntad de la Congregación que se halle presente en Roma durante todo el mes de octubre; si se declara dispuesto a obedecer, debe hacérsela que se notifique del contenido de esta orden y dé promesa de obediencia de su puño y letra; cuyo reconocimiento, una vez que Galileo se haya retirado, deberá ser autenticado y certificado por el notario y los testigos. Si Galileo rehúsa notificarse o venir a Roma, el padre Inquisidor le comunicará el requerimiento en debida forma.
Tenemos así tres grados de la misma acción descrita; y fue adoptado el intermedio. Ahora bien, debemos considerar que los procedimientos de 1632 fueron efectuados ab irate y por autoridades enteradas, como se expresa en la misma carta, de que Galileo no respetaba la suspensión y "pensaba enviar" su libro al extranjero (existen instrucciones de detenerlo en la frontera). Además, debemos suponer que ellas asumieron que había violado el requerimiento de 1616. Empero, no pudieron decidirse aún a esa altura a dictarle un requerimiento regular y completo con la cláusula sub poenis. El borrador temprano de Benessi corresponde en su forma exactamente a las instrucciones de Bellarmino de 1616. Está lleno de palabras suaves, prueba de la asunción en el secretariado papal de que el asunto había de ser manejado con guante blanco y en el mismo nivel de consideración social de 1616. Hay luego un cambio de opinión, pero las autoridades jamás llegan al extremo que supone el tercer grado, o sea el severo requerimiento regular. No pudieron, al parecer, porque Galileo, por mucho que se sospechara de sus pensamientos, siempre había sido de conducta regular y sumisa; y lo más que podrían hacer era tenderle una trampa, (pero, entonces, ¿había o no violado el requerimiento de 1616 a los ojos de ellas? Quedamos con la misma duda curiosa). En consecuencia, dieron con un procedimiento intermedio, mediante el cual pudiesen obtener una notificación firmada sin necesidad de requerimiento. Tan sólo en caso de negarse se calculaba que el Inquisidor intervendría para decir: “Muy bien, se trata ahora de esto y aquí están los testigos”. En cuyo caso, por supuesto, una nueva negativa a notificarse y obedecer habría equivalido a rebelión, pasible de arresto inmediato. Tenemos así los tres grados mencionados en el decreto de febrero 25 de 1616, confirmados y expuestos en detalle.
En verdad, tenemos más aún. Esos hombres, carentes del sentido del ridículo, habían vuelto a representar laboriosamente toda la operación de 1616, incluso el decreto, mas en esta oportunidad con todas las precauciones necesarias para hacerla a prueba de engaño. A Galileo se le solicitó cortésmente manifestar su conformidad por escrito. Y lo hizo. Luego, tan pronto como la comisión estuvo fuera del alcance del oído, los ayudantes, previamente instalados en la habitación inmediata, al parecer bajo pretexto de que no habían venido sino para dar un paseo, entregáronse de lleno a la tarea con los papeles, que fueron después frenéticamente firmados, contrafirmados, visados y refrendados por el Secretario de la Inquisición. Galileo continuaba pensando que había entregado una seguridad por escrito, pero los otros poseían ahora, sin negativa que la motivara, lo que podía servir para el requerimiento, en caso necesario[183]. Claramente, el extra ordinem tiene sus límites… así como una forma curiosa en la imaginación de aquéllas.
 

III

A la luz de estos últimos Acontecimientos, parece mucho más incongruente que en 1616, cuando todo estaba claro aún, el Comisario diera un paso Adelante blandiendo su amenaza incontinenti, tan pronto como Bellarmino hubo informado con toda consideración a Galileo que su teoría había sido declarada errónea, y aun sin darle tiempo para declarar su conformidad con semejante decisión.
Estos problemas se reflejan realmente en el crédito de la institución. Temerosa de sus propios e ilimitados poderes absolutos, había trazado para sí un conjunto de reglas tan severas que, si fuere necesario doblar una esquina, no era posible hacerlo meramente estirando su interpretación. Como resultado de ello, determinados funcionarios sustentadores del criterio de que si se debe hacer algo hay que hacerlo, no retrocedieron ante la idea de alterar los legajos sin el consentimiento de sus superiores. Que no les repugnaba semejante proceder es bien sabido; existe toda una serie de precedentes. Lo que sigue ha sido tomado de una protesta formal a los Legados Cardenales de los cónsules de la ciudad de Cordes, en el Languedoc, en 1306:
Item, viendo que los procedimientos y los libros de dichos Inquisidores suscitan en nosotros merecidas sospechas, ye sea por el cambio o quemazón o anulación de escritos en dichos libros; y también fue causa de confesiones arrancadas por los Inquisidores en forma anticanónica y e fuerza de torturas, y estampadas (según se dice) de manera distinta e la verdad; y viendo, además, que de ello se habla en cuento al distrito de Albi y la región circundante; en consecuencia, nosotros, los cónsules de la ciudad de Cordes, os rogamos y suplicamos os informéis del asunto. Además, puesto que se dice públicamente que determinados testigos, a través de quienes podéis obtener más detallada información relativa a las alteraciones, quemazón y anulación de escritos y la injusticia de dichos legajos y procesos, por orden de esos Inquisidores, hanse visto obligados a prestar ciertos juramentos perjudiciales, por ejemplo, no revelar lo que saben acerca de estos asuntos so pena de ser condenados como renegados herejes y quemados … en consecuencia los referidos cónsules rogamos y suplicamos, etc., etc.
Cuán extendida se hallaba esta situación lo prueban los vanos esfuerzos del papa Clemente en su intento de llamar al orden a los inquisidores. Las cosas habían mejorado considerablemente desde entonces, y los órganos centrales impusieron regularidad. Mas parecería que alguien aplicara la ley por su propia mano en algunas oportunidades.
Sostener que Bellarmino mismo era parte del engaño se halla por completo fuera de cuestión[184]. La operación parece iniciarse y tocar a su término en el despacho del Comisario General de la época, el padre Miguel Angel Segizi, entre esos dominicos implacables a que alude Guicciardini, "inflamados de santo celo" como sus propios Lorini y Caccini y no más escrupuloso, como ellos convencido de que los matemáticos son instrumento del demonio, quien pensó excelente precaución contra el Enemigo ocultarse bajo esta pretendida denominación. No ha de ser engañado sino quien quiera dejarse engañar, pensaban; y, entretanto, he ahí una trampa para agarrar al Malo en caso de necesidad. Mas quiso el destino que fueran el papa Urbano y la Congregación quienes cayeran en ella[185]. Fouché, bien versado en los modos del diablo, solía enseñar: surtout pas de zèle.
Si el documento fue en verdad predispuesto en 1616[186], podría arrojar alguna luz sobre los rumores insistentes acerca de medidas secretas que por doquiera circulaban. Se halló el eco de los diplomáticos que sospechaban: "Los frailes lo pueden todo"; "Cualquier día oiremos que ha caído en un enorme precipicio (qualchie stravagente precipizio)". De la clase de hombres que fueron capaces de organizar las denuncias que hemos visto y de informar sobre los procedimientos que pronto veremos, puede creerse exactamente cualquier cosa. Y parece que lo han implicado más allá de los limites de toda discreción. Algún buen hermano debe haber ido por ahí con reprimida exaltación diciendo oscuramente: “Esperen y verán”.
Podría preguntarse por último: ¿por qué no se pronunció jamás Galileo en persona sobre el asunto? Era quien sabía. Bien, poseemos una manifestación bastante explícita de su parte, todo lo explícita que pudiera ser sin desprecio del tribunal. Se ve en el memorándum de Buonamici (página 286). Dijo a los jueces que no recitada la fórmula de abjuración, aun a riesgo de terribles penalidades, si contenía algo que implicara que alguna vez había engañado a sus censores y específicamente en el caso de extorsionar una licencia. Y la verdad es que no lo hace, aun cuando la sentencia se basó en esta acusación específica, por lo que encuadraba una admisión a modo de penitencia. Pero no admite que se abstuviera "artera y astutamente" de hablar acerca del requerimiento, por lo que Galileo dice en las mismas narices a las autoridades que ése no ha existido jamás. Y esto debe responder a la pregunta[187].
Hasta hace un siglo aún la cuestión apenas estaba abierta a la duda. M. de l’Epinois, al escribir en 1877 como acreditado apólogo por las autoridades, estaba dispuesto a conceder que el documento “es una nota, porque el protocolo, probablemente, jamás ha sido escrito”, y, arrancando de aquí, el caso para la defensa resulta difícil de sostener. Lo mejor que este reputado estudioso pudo hacer fue, en verdad, preguntar por qué no había hablado Galileo: “Luego del juicio, ¿cómo pudo no rebelarse al pensar que habíase visto de frente a una falsificación y mantenerse en silencio sobre este punto? ¿Cómo es posible que en los nueve años que siguieron, ese hombre tan vehemente en sus expresiones no diese rienda suelta a su indignación en sus cartas al Gran Duque y a sus amigos del país y del exterior, contra el odioso insulto a la justicia y el crimen del bajo falsificador de que había sido víctima?”.
Es aun concebible que el señor de l’Epinois no haya conocido las cartas arriba citadas, que expresan los sentimientos de la víctima en términos nada inciertos. Pero no podía haber pasado inadvertido para él (al haber publicado él mismo el legajo) el famoso incidente de 1634 que hemos relatado en la página 194, cuando Galileo, habiendo solicitado alguna atenuación por razones de enfermedad, fue notificado por el Papa de que si alguna vez volvía a oír hablar de él sería conducido de regreso a Roma y encarcelado para bien. Es bajo tal circunstancia como el autor inquiere por qué no acusa formalmente al Santo Oficio por un fraude del que es el único testigo con vida. Ahora veamos realmente. Aun publicado luego de su muerte, tal documento habría atraído persecución implacable contra su familia, que dependía en gran parte (como la mayoría de esa clase) de los beneficios o protección eclesiásticos. Cuando Galileo escribió: “Si al menos algún poder trajese a la luz…”; cuando dijo y repitió que había sido amordazado para siempre, lo hizo de verdad. Si el señor de l’Epinois no tenía nada mejor que sugerir, hubiera sido más prudente de su parte mantenerse en silencio.
Buonamici escribió lo que se interpretaba ser así en el círculo de la embajada. Dedúcese de ello que estaba claramente establecido entre todos los interesados, con la posible y única excepción del Papa, capaz de haber permanecido en la solitaria falta de percepción de los déspotas, que el juicio a Galileo se basaba en una falsificación judicial, aunque no podía manifestarse de manera explícita sin provocar una crisis diplomática.

Capítulo 14
Cambio de camino

Nil inultum remairebit.
“DIES IRAE”.

I

Sea como fuere, había gozo sincero en la Villa Medici en aquellas semanas de mayo de 1633, siendo claro para Galileo, luego de su puesta en libertad, que había pasado lo peor. Las respuestas a sus cartas esas semanas son prueba de un optimismo entre sus amigos y parientes, positivamente jubiloso. Se espera que el caso vaya muriendo tranquilamente. El cardenal Capponi escribe desde Florencia que el resultado favorable del caso era una conclusión prevista. Guiducci, Aggiunti y Cini envíenle sus felicitaciones. El arzobispo Piccolomini le pregunta cuándo puede enviarle una litera que transporte al querido amigo a Siena.
Sor María Celeste escribe que ha sido tan asombrada de alegría ante la buena nueva que sufrió un dolor de cabeza violento durante un día y una noche. Esta fue una de las muy pocas manifestaciones de su ansiedad. Había ayudado a los amigos de su padre a sacar todos los papeles de la casa por temor a un registro de la Inquisición y preparádose para lo peor, “mientras lloraba y suplicaba a Dios sin cesar". Pero su correspondencia a lo largo de toda la ordalía es pura inteligencia del corazón.
“Mi amado señor y padre”, escribe: “Vuestras cartas han llegado como los zoccolanti (monjes con zuecos), no sólo en pareja sino como ellos con mucho ruido, produciéndome más que la común emoción de placer. En cuanto a vuestro retorno, Dios sabe cuánto lo ansío, a pesar de que sería bueno para vuestra salud residir algún tiempo junto al señor Arzobispo de Siena y gozar de los muchos y exquisitos placeres que puede proporcionaros, antes de volver a vuestra querida choza, que en verdad lamenta vuestra prolongada ausencia; y en particular los barriles de vino, uno de los cuales, envidioso de vuestras alabanzas a los vinos de esas tierras, echó a perder su contenido, y hubiese ocurrido lo mismo con el otro, a no ser que nos percatamos del caso y vendimos el vino a una taberna, por intermedio de Mattio, el tendero. A modo de castigo, llevamos a los dos a la galería y los despojamos de los fondos, como es la sentencia aplicada por los catadores de vino de estos lugares.
“Los naranjos de las macetas fueron dañados por una tormenta y los hemos trasplantado en tierra hasta que nos indiquéis qué debemos hacer. Las habas están maravillosas, según lo que me dice Piera (la criada), y habrá alrededor de cinco bushels.
”Vuestra mulita se ha vuelto tan altanera que nadie puede cabalgarla y ha corcoveado hasta al pobre Geppo, pero muy suavemente, como para no lastimarlo. Rehúsa que los demás cabalguen sobre ella y nadie puede llevarla más allá del pueblo, a falta de su verdadero amo.
”He comprado seis bushels de trigo para que, tan pronto refresque el tiempo, Piera pueda hacer pan. Dice que su deseo de que regreséis es mayor aún que el vuestro, y que si ambos pudiesen ser colocados en una balanza, el vuestro apenas saltaría por el aire. De Geppo no necesito siquiera decirlo”.
Niccolini fue el único cuya felicidad no se vio libre de nubes. En la audiencia del 21 de mayo había oído decir que el juicio sería terminado probablemente por la Congregación del jueves en una semana. "Mucho temo", escribe en su despacho, “que el libro sea prohibido, a menos que se evite si se ordena a Galileo, como he propuesto, que redacte una apología. También le será impuesta alguna penitencia saludable, ya que sostienen que ha sido transgredida la orden que le impartiera Bellarmino en 1616. Todavía no lo he puesto en conocimiento de todo esto pues es mi deseo hacerlo poco a poco para no causarle desaliento. Será aconsejable también mantenerlo tranquilo en Florencia, para que no lo sepa a través de sus amigos de aquí, mucho más cuando es posible que el asunto termine mejor”.
Se le había dicho que el asunto iba a darse por concluido más o menos en diez días. Pero transcurrieron semanas y continuaba reinando el silencio más completo.
 

II

Lo que acontecía era que, terminado (expedita causa) el caso, había sido sometido para su decisión a las autoridades superiores, habiendo surgido entonces, evidentemente, una crisis.
Había sido enviado a manera de informe que resumía los procedimientos hasta la fecha y que ha sido conservado para que llegue a nuestras manos, si bien carente de firma, por lo que nunca podremos conocer al autor[188]. Es, como sigue llamándose a tales documentos en nuestros días, chiuzura d’istruzione. Esta pieza indecente y fascinante de marrullería judicial ha sido raras veces reproducida y, empero, constituye parte esencial de la historia. El juez que más tarde redactó la sentencia, según veremos, volvió a los documentos originales. Pero este informe es, al parecer, todo aquello por lo que hubieron de guiarse el papa y la Congregación para resolver en cuanto al curso futuro del juicio.
Damos aquí dos páginas, siendo nuestras las observaciones en bastardilla.

CONTRA GALILEO GALILEI

En febrero de 1615, el padre Nicoló Lorini, dominicano de Florencia, envió aquí una carta de Galileo que circulaba por la ciudad de Florencia, la que, siguiendo las posiciones de Copérnico, contenía gran número de proposiciones que eran sospechosas o temerarias. Dicho padre informaba que había sido escrita para contradecir ciertos sermones pronunciados por el padre Caccini sobre Josué X, siendo su teme “El Sol no se mueve”. (Lo cual es inexacto en cuanto a la fecha, pero de poca consecuencia).
La carta va dirigida al padre B. Castelli, monje de Montecassino, por entonces matemático en Pisa, y contiene les siguientes proposiciones:
Que en las Sagradas Escrituras existen muchas proposiciones falsas en cuanto al estricto significado de las palabras. (Es la cuidadosa falsificación de Lorini y no menos cuidadosamente reproducida).
Que en las disputas naturales debiera concedérsele el último lugar. (Esto está habilidosamente trunco).
Que la Sagrada Escritura, con el fin de adaptarse a la incapacidad de las gentes, no se ha privado de pervertir algunos de sus dogmas esenciales, al atribuir al mismo Dios condiciones muy distantes y contrarias a Su esencia. (Es la única cita directa y artificiosamente elevada con el fin de poner en evidencia la palabra “pervertir”, que ya había sido fraguada por Lorini en el texto — ver página 53).
Que en cierto modo, en asuntos naturales, el argumento filosófico debe prevalecer sobre el sagrado.
Que la orden de Josué al Sol debe interpretarse como impartida, no al Sol sino al primum mobile, si no se sostiene el punto de vista de Copérnico. (Insinuación bastante competente, ya que se dejan de lado las razones y se hace aparecer poco respetuoso lo manifestado).
No obstante todas las diligencias, resultó imposible procurarse el original de esta carta. (No es así. El original había sido enviado por Galileo el 15 de febrero de 1615, sin que jamás haya tomado el camino del archivo)[189].
El padre Caccini fue sometido a un examen y atestiguó, a más de lo expresado anteriormente, que había oído otras opiniones erróneas proferidas por Galileo:
Que Dios constituye un accidente, pues llora, ríe, etc., y que los milagros que se imputan a los santos no son verdaderos. (Esto es una falsificación. Ni siquiera Caccini había dicho directamente que Galileo emitiera tales opiniones — página 54).
Nombró a algunos testigos, de cuyo examen parece que tales disposiciones no eran asertivas de parte de Galileo y sus discípulos sino puramente disputativas. (Esto es otra falsificación más. Attavanti había manifestado de modo bien explícito que Galileo jamás había tenido nada que ver con ciertas tesis que él, Attavanti, mencionara por vía de disputa mientras estudiaba teología — página 53).
Al haber encontrado en el libro sobre las manchas solares, publicado en Roma por dicho Galileo las dos proposiciones, etc. —Ahí sigue el texto en latín de los Calificadores—. (Constituye una manifestación falsa que posiblemente se debe a descuido (ver página 128). Las proposiciones fueron tomadas de la denuncia de Caccini. Ciertamente agravó el caso decir que fueron tomadas de un libro impreso por el acusado).
Fueron calificadas como absurdo en filosofía; y la primera, como formalmente herética porque contradice de modo expreso la Biblia y la opinión de los santos; la segunda como algo menos errónea en fe, considerando la verdadera teología.
En consecuencia, en febrero 26 de 1616, Su Santidad ordenó al cardenal Bellarmino que citase a su presencia a Galileo (esto lleva implicado que Galileo vino a Roma en 1615, lo que había negado explícitamente) y ordenarle (facesse precetto) que abandone y no discuta en manera alguna dicha opinión de la inmovilidad del Sol y la estabilidad (sic) de la Tierra. (Esto es falso. Las instrucciones para Bellarmino no incluían la cláusula “no discutir en modo alguno” — véase página 117.
Al día siguiente, 26, por dicho Señor Cardenal y en presencia del Podre Comisario del Santo Oficio, notario y testigos, dicha orden le fue intimada (gli fu fatto il detto precetto), que prometió obedecer. Su tenor es “que debía abandonar por completo dicha opinión y no continuar sosteniéndola, enseñándola ni defendiéndola en modo alguno; de lo contrario sería adoptado otro procedimiento contra él por el Santo Oficio”. (Este es un relato deliberadamente destinado a inducir a error del verdadero documento, puesto que el requerimiento arriba citado se describe en las actas como comunicado por el Comisario y no por el Cardenal).
No hay necesidad de proseguir.
Lo que ha sido realizado aquí merece lo que en tiempos modernos se califica de "prolija labor". Quienquiera leyere el documento no podría tener idea de la contradicción entre las órdenes de la Congregación y su supuesta ejecución en la residencia de Bellarmino, como se informa en los documentos; no podía sospechar que la defensa contaba con un punto fuerte ahí; en verdad impidiósele comprender en absoluto la defensa de Galileo; y el otro material fue arreglado de tal modo, incluso la reproducción in extenso de la supuesta admisión de abril 30, que lo llevó a decidir que el acusado habíase declarado culpable de una transgresión menor, principalmente para escapar de la acusación de herejía.
Pero existe algo más notable aún. Porque, ¿en base a qué el analizador hubo de exhumar aquí, entre tanto dato omitido, justamente la blasfema tontería colocada por Caccini en el legajo, quedando fuera del caso durante todo el tiempo que fue ignorada y sacada del tribunal por los Inquisidores de las generaciones anteriores? No se debe equivocar el cuidado con que ha sido expuesta a la luz. Se la adscribe también a Galileo directamente y en persona, lo que ni el propio Caccini atrevióse a hacer. Cierto que el analista concede que lo que se declaró como proferido fue tan sólo de modo disputativo; pero la atenuación, tal como existe, se convierte en la hoja del cuchillo diestramente inserta debajo de la quinta costilla. Porque ahora, a dieciséis años de distancia, había sostenido en verdad que su posición copernicana fue puramente disputativa. He aquí lo que sugiere el acusador al desenterrar el precedente vedado: “El acusado invoca de manera regular su posición disputativa cuando le conviene; pero, mientras podría imaginarse, en virtud del caso presente que mantiene su interés principal en la astronomía, podemos demostrar de acuerdo con el pasado cuál es y ha sido siempre su intención: pura irreligiosidad y blasfemia”.
La idea general es suprimir con toda claridad la defensa jurídica y subrayar el último alegato del acusado, por el que se pone a merced del tribunal. Y luego nos sorprende una singular uniformidad. Esta es la enésima vez, desde su temprano descubrimiento por Riccardi que el requerimiento es mal representado como una orden por Bellarmino solo. El propio papa lo ha descrito así a Niccolini, en febrero 27, y suponemos que de buena fe. En ninguna parte se menciona la intervención del padre Segizi. El único de afuera que sabe lo contrario es el acusado mismo, pues ya había sido capaz de conjeturarlo al menos en la audiencia del 12 de abril… pero bajo juramento de secreto absoluto, por lo que no podía llegar al papa a través de Niccolini. No hay de ello nada de fortuito como podía haberse supuesto previamente: el que escribió el sumario lo hizo con los verdaderos documentos y, sin embargo, lo mismo presentó mal los acontecimientos. Más avanzado el sumario se dedica una página completa al primer interrogatorio, con exceso de detalles insignificantes de los acontecimientos anteriores relacionados con la autorización para imprimir, sin duda para hacer llegar la impresión de una irregularidad oculta entre los mismos (no hubo ninguna, como la sentencia admite de manera tácita más tarde). Mas la fase esencial del interrogatorio, cuando a Galileo se le pregunta con severidad cinco veces consecutivas si recordaba una manifestación a cargo "de alguien más” —y lo negó— figura descaradamente en una frase: “Admite el requerimiento, pero en base al certificado, en el que no figuran las palabras quovis modo docera; dice que no las recuerda”. Dos falsedades en tres palabras, un máximo de eficiencia sin esfuerzo. Poseemos, pues, evidencia de una línea de conducta definida, seguida de modo consistente hasta el momento de adoptar la decisión. El por qué no está del todo claro. Viene luego la sentencia, escrita probablemente por uno de los cardenales de la Congregación destinado para ello, quien ignora el informe para exponer el caso en línea diferente pero paralela.
Cuando menos están de acuerdo en una cosa, que es en derivar todo el mérito del caso de Lorini y de Caccini.
Lorini y Caccini. La maquinaria prosiguió zumbando en el tono establecido diecisiete años atrás. Había sido fijado primeramente por embusteros, belitres y falsificadores de reputación firmemente establecida, de lo que habrían de ser testigos con presteza una importante sección del clero, lo mismo regular que seglar, prelados, arzobispos y hasta cardenales. El padre Maraffi, dominico en condiciones de emitir juicio sobre los componentes de su orden, hubo de manifestar en términos nada inciertos al comienzo mismo del asunto: “No debemos abrir la puerta para que salga cualquier individuo impertinente con lo que le es dictado por la furia de los demás así como por su propia locura e ignorancia”. La puerta había sido abierta por completo y mantenida en tal estado. Ciertos eminentísimos señores de la Congregación parecían cómodos tan sólo dentro de la órbita de sus informantes policíacos, y fuera de eso el caso parecía muy oscuro. La historia ha avalado esta modesta calificación de sus posibilidades mentales.
Evidentemente alguien más era quien pensaba y había tomado a su cargo lo que la escandalosa pareja y sus asociados dejaran en 1616. Mas ¿qué sucedió con exactitud? Sobre esto no tenemos sino algunas huellas. Por la carta de Firenzuola sabemos que el Papa y la Congregación permitiéronle seguir la línea de arreglo por él sugerida, pero que varios miembros estimaron al principio "demasiado atrevida". Puesto que nada cuesta al menos probar, ello nos muestra de nuevo que en esta segunda fase, la facción que presionaba en demanda de riguroso castigo estaba bien representada dentro y fuera de la Congregación, mientras que otros elementos dispares pudieron trabajar en estrecha asociación. Deben haber contado con considerable latitud de acción.
El affaire Galilei que tanto resalta a los ojos de la posteridad, era en realidad un problema secundario para las autoridades de su tiempo, rodeadas como estaban por la multiplicidad de asuntos ordinarios y extraordinarios que les parecían mucho más importantes. Hasta para el secretario de estado florentino, que veíase a la par enfrentado con otros asuntos menores con la Inquisición, tal como el bien olvidado de Alidosi. En cuanto al Papa, no le había dedicado sino la más inadecuada atención. Riccardi jamás pudo hablar con él sobre el tema en sus intentos de obtener permiso. Más tarde se amontonaron las dificultades para el Santo Padre de forma tal como para originar una crisis nerviosa en el individuo corriente. A las malas nuevas del exterior habíase agregado, como ya dijimos, luego del desafío del cardenal Borgia en el Consistorio, el descubrimiento de una cábala destinada a establecer a la facción española en el poder en Roma; y Urbano VIII tuvo que extirparla con medidas drásticas. Vivía con "el temor del veneno". Rumoreábase que uno de los motivos de su animadversión contra Galileo, que éste jamás aceptó, es que el caído en desgracia había estado negociando con el Almirantazgo español referente a su método de las longitudes.
En todos esos asuntos de alta política, era el personal jesuita quien poseía los hilos. Pensar que el Papa estaba al tanto de los detalles del caso es desconocer los modos de los principales ejecutivos: en esa nutrida lista de citas, la presión de una y otra parte debió ser mucho más de lo que le era posible resistir. Fueron el Asesor y el Comisario los encargados de continuar el caso; y el Comisario General del Santo Oficio era, a su vez, un ejecutivo acosado por gran cantidad de casos y problemas que se sucedían al mismo tiempo. Bajo tales condiciones es muy posible que el Papa jamás haya sabido cómo estaban las cosas. Los únicos documentos que seguramente viera, hasta donde nos es posible decidir, fueron primero el temprano informe de la Comisión Preliminar y luego el sumario de los interrogatorios. Es significativo que ambos hayan glosado hábilmente los acontecimientos del palacio de Bellarmino.
 

III

De modo que nos queda la pregunta: ¿fue el comisario, Firenzuola, parte principal en la conspiración? Hasta donde llegó la acción de su predecesor en el oscurecimiento del asunto, podemos ver sus motivos. En teoría al menos, iba a ser corresponsable por el increíble resumen. Imputarle directamente que fue el autor significa una duplicidad para la que no hay justificativo. Que fuera persona de confianza de Castelli puede significar poco, pues Castelli había sido siempre alma confiada; mas también le tuvieron confianza al parecer Francesco y Antonio Barberini, a quienes a su vez Niccolini consideró dignos de ella. Los tres hombres se hallaban, pues, en condiciones de saber quién era qué[190]. También debiera observarse que el documento comporta una compilación apresurada, desprolija e inferior, aunque astuta, tal como una de la que no se haría responsable un Comisario General. Es la misma escritura desconocida del mismo secretario que escribió los interrogatorios, cuyo original poseemos. Pero ¿quién hizo el dictado? Debe ser, en buen razonar, el procurador fiscal. “El Magnífico Carlo Sinceri, Doctor en ambas leyes, Proctor Fiscal del Santo Oficio”, tal como figura en la sentencia. Su nombre constituye el candidato más adecuado para esta pieza de asesinato del carácter.
Mas, salvando la opinión más informada de expertos canonistas, no deberíamos dejar de lado su superior inmediato, es decir, el Asesor del Santo Oficio. Hemos dicho con anterioridad que por encima del Comisario había un Asesor de alta jerarquía eclesiástica. Por el proceso contra Bruno sabemos que era normal que el Asesor entregara aprobado el informe final. Se llamaba monseñor Paolo Febei de Orvieto y acababa de suceder la primavera última al amistoso monseñor Boccabella. Escuchó cortésmente a Galileo cuando éste fue a visitarlo; pero antes, al serte sometido por Niccolini el certificado médico, dio a entender con ciertos ruidos y movimientos de cabeza que lo consideraba sin valor, a la manera verdaderamente vaticana. En una palabra, era uno de "ellos". Es todo cuanto sabemos. Y, observemos de paso, el Asesor era el único funcionario de la Inquisición no dominico. Su función había sido establecida de tal modo con fines de contención y vigilancia. Muy bien puede haber desempeñado papel principal en este conflicto. Por encima de él hallábanse los cardenales del Tribunal.
Los poderes principales de la Congregación misma parecen haber sido Desiderio Scaglia, el Inquisidor profesional más antiguo entre los cardenales[191] (hemos visto que examinó personalmente el Diálogo y que Niccolini cifró vanas esperanzas en él); Guido Bentivoglio, que sustentaba el título de Inquisidor en Jefe, y Marzio Ginetti, que presidía por entonces en su condición de Vicario Cardenal. Francesco Barberini, en calidad de "Cardenal-Sobrino", era Secretario ex oficio.
Hay dos piezas extraviadas en el rompecabezas, de cuya confianza nadie saldría fiador, pero que deben figurar en el legajo. Una de ellas es un pasaje de la última Memorie de Bentivoglio: “Dios sabe cuánto lamenté ver a este Arquímedes en tan triste paso, y todo por su propia culpa, por haber deseado dar a la imprenta las nuevas opiniones acerca del movimiento de la Tierra frente al verdadero sentido aceptado por la Iglesia. Son esas opiniones lo que lo hicieron comparecer ante el Santo Oficio aquí en Roma, cuando yo ocupaba el puesto de Inquisidor General y en el que traté de prestarle toda la ayuda posible”. Esta actitud parece ser sostenida por otro pasaje de las mismas memorias, donde el cardenal vapulea al Papa por querer legislar en todas las materias, aun las filosóficas.
La otra pieza es de un mediador. Muchos años después de los acontecimientos, un cierto canónigo Gherardini escribió una breve Vida de Galileo. Fue publicada en primer término por Targioni y comienza así:

“Vine a conocer al señor Galileo en el año de 1633, cuando yo vivía en Roma. Era de mi estrecho conocimiento uno de los principales ministros del Santo Oficio, y por ello le ofrecí mi ayuda, que en verdad no podía ir más allá de proporcionarle algunas valiosas insinuaciones en su favor. Fui instado a hacerlo por el funcionario mismo (¿Bentivoglio o Barberini?) quien no sólo vióse movido a ello por fuerte presión de los protectores de Galileo sino que también deseaba contrarrestar en parte la dañina intención de otro personaje de gran autoridad en ese tribunal y quería salvarlo de la inminente y demasiado severa humillación.
”Galileo se mostró muy agradecido por mis servicios pero, ya porque no pensaba de gran eficacia a su ayudador o porque sospechaba algún engaño o confiaba demasiado en su inocencia, no estuvo dispuesto a escuchar determinadas sugestiones de aquel prelado, cuyo nombre no pude revelarle sin pecar de indiscreto; y es, tal vez, ese mi silencio lo que le hizo desoír mis prevenciones, de donde provinieron todas las consecuencias que son de general conocimiento. Aún así, fueron menos de las temidas por todos quienes eran conocedores del origen de tan sañuda persecución. En una palabra, la herida fue chica si se tiene en cuenta la violencia que impulsó el dardo; y ello fue efecto de la protección con que lo rodeara el Gran Duque”.
Que en verdad había elementos implacables entre los jueces, lo demuestra la carta del Comisario. Por eliminación pueden ser tentativamente situados (fuera de Scaglia) dentro de un grupo de tres: Ginetti, el presidente; Gessi y Verospi —todos romanos y prejuiciados contra la influencia de los florentinos. Pueden ser considerados como "la facción del Papa" en este asunto. Para tranquilizar a Niccolini, el Papa le había manifestado que Verospi "sabía matemáticas", lo cual bien puede tomarse en sentido siniestro. En cuanto al último prelado bien podía ser Bentivoglio, Francesco Barberini o Zacchia. Las "dañinas intenciones", fueron bien lejos por cierto, pues la decisión, dura como es, lleva la señal documentaría de un acuerdo (véase nota 10, página 260). Hubo, evidentemente, fuerzas deseosas de que el Diálogo fuese quemado como obra de un reconocido herético, y Galileo confinado por el resto de su vida en los calabozos de Castell Sant’Angelo, lo que jamás había sido la intención del Papa. Y no dejaron medio alguno sin probar. Fueron las mismas que esparcieron los rumores de que esos delfines de la impresión eran un siniestro símbolo masón y que Galileo había predicho la muerte del Papa el año 1630. Su manifiesto apologético es el Tractatus syllepticus.
Debiera mencionarse que tenemos lo que parecen las propias inferencias de Galileo por entonces, por el valor que tienen, del memorándum de Buonamici[192], que señalan con encono al Comisario mismo. Según ese documento, Firenzuola era un alma negra que montó todos los procedimientos, aliado con los jesuitas, en virtud de "aborrecimiento frailuno" hacia el padre Riccardi. Esto parece demasiado oportuno y, por lo demás, la busca de alguien a quien achacar la culpa, a la vez que librar a los jerarcas, cuenta con motivos evidentes. Pero la elección de Firenzuola como villano, muestra que Galileo había deducido durante un tiempo las peores conclusiones en base a lo que observara de su conducta.
Decimos "durante un tiempo", y debe haber sido bajo la impresión de estos últimos días, cuando experimentó haber sido engañado en su trato con el Comisario. Con anterioridad había escrito a su hermano político manifestándole que confiaba en sus promesas más que hasta entonces en las de los demás, y su impresión vióse confirmada por Niccolini. En los años sucesivos, al recibo de nueva información, concluyó que la operación había sido planeada por los jesuitas solamente[193].
Quienes conocían al Comisario expresábanse de él como hombre práctico y Sensato y alma decente. Aún podíamos suponer esto: Que al principio dejó que los procedimientos siguieran lentamente su marcha, con la esperanza de que con el tiempo volveríanse contra el Gobernador del Santo Palacio, persona de su aversión, según rumores insistentes, y que ciertamente andaba metido en el caso; y que, producido el informe de los Consultores, vio de improviso que Galileo se hallaba en grave situación (a pesar de haber negado con éxito el requerimiento) y se apresuró en el acto para sacarlo de la misma, antes de que fuese demasiado tarde. Pero ¿quién lo sabrá jamás? Queda como figura indescifrable, cubierto con el capuchón de su orden y el misterio de" su labor.
 

IV

Otra pieza restante del rompecabezas debe ser de interés. Nos la proporciona una página solitaria del diario de Buonamici. G. F. Buonamici era un amistoso “mensajero” que se mantuvo en contacto estrecho con Galileo durante ese período y prestó muchos servicios e hizo numerosos encargos en su favor. Tan pronto como Galileo fue enviado de regreso a la embajada, se presentó a visitarlo, el 1 de mayo; y Galileo habrá examinado toda la situación con él, ya que de regreso en su casa inició con fecha 2 del mismo mes un minucioso relato del asunto, remontándose a los acontecimientos de 1616. Es ahí donde nos enteramos de la intervención moderadora de Matteo Barberini en la Congregación bajo la influencia de la Carta a la Gran Duquesa, de sensatas observaciones al cardenal Hohenzollern en 1624 y de otras cosas no reveladas con anterioridad por Galileo. Mas la historia se interrumpe al final de la primera página en medio de una frase, y las páginas siguientes han desaparecido. Debe haber existido buenas razones para disponerse de ellas. Por el tono general puede inferirse que la secuela era una reconstrucción de las intrigas contra Galileo, tal como éste lo veía a esa altura, y del exitoso arreglo del asunto hasta la fecha. La feliz conclusión en este animoso estado de ánimo debe hacer sido un relato de un Galileo arrancado de las garras de la muerte por la vigorosa intervención de sus protectores, del Papa y de Francesco Barberini y por último no del Comisario, que acababa de realizar un arreglo con él. Recordaríamos que ese día hasta el Diálogo pareció haberse salvado de la inminente corrección. La iniquidad estaba reprobada y ambos hombres se habrán sentido en libertad de discutir las influencias que intervinieron en la labor.
Más tarde, en julio, Buonamici redactó su memorándum para ser enviado al exterior, del que ya hemos hablado y que era, desde luego, del humor más sombrío. Galileo se hallaba entonces en el estado del individuo que ha sido alcanzado por una cachiporra e ignora lo ocurrido. Mas en este relato destinado para el público, era prudente dejar de lado a la jerarquía por completo, pues a su merced se hallaba Galileo. Esto explica que la continuación del diario haya sido arrancada, a guisa de precaución contra los informantes. Debe haber contenido una versión muy distinta y transigente. En el último documento se resolvió que la culpabilidad de los ejecutivos sería concentrada sobre el Comisario, a quien sin duda consideraban en ese punto parte del complot dominico-jesuita. Una vez que se examinan los documentos a la debida luz, la acusación pierde mucho de su peso.
Una cosa puede darse por cierta: que el equipo extremadamente capaz de "hipócritas sin Dios y sin naturaleza", como los llama Micanzio, operaba efectivamente dentro de la jerarquía. Alguno era indudablemente fanático, como Inchofer, otros tan sólo políticos. Unos renegados científicos, como Scheiner (al menos si hemos de creer al padre Kircher), que eligieron obligar a la Iglesia a lo que ellos sabían el descrédito definitivo en aras de una venganza personal y de mendigar el favor de las autoridades. Lo demás se ha perdido en la bruma de los tiempos. Aunque los eventos fueran contemporáneos sería muy difícil reconstruirlos. La tarea de las grandes administraciones es en lo principal resultado de una vasta masa de rutina, egoísmo, descuido, francos errores y ruin malicia. Sólo una insignificante fracción es pensamiento. Y tratar de observarlo es de tan poco provecho como contemplar con fijeza la pared de la cueva de Platón.
En cuanto a Galileo, no abrigaba la menor duda. Jamás se desvió posteriormente de su implacable desprecio hacia los jueces, arriesgándose de manera considerable para expresarlo. Habla de modo repetido de una poderosa conspiración de “odio, impiedad, fraude y engaño” capaz de asombrar al mundo si él no callara. Y pudo haber sabido algunas cosas y nosotros no. Una manifestación al menos conocemos a través de su correspondencia y ella proviene directamente de parte interesada. En una conversación sostenida por el padre Grinberger, que esperaba no saliera del terreno confidencial, éste dijo: “Si Galileo hubiese sabido conservar el favor de los jesuitas por lo menos, hoy disfrutaría de renombre universal, habríase evitado todas sus aflicciones y podría haber escrito a su antojo sobre cualquier tema, incluso el del movimiento de la Tierra”[194].
Toneladas innúmeras de apología, tonto culto como ingenua, han surgido de las prensas desde aquellos tiempos para borrar aquella frase del recuerdo de la posteridad, habiéndolo conseguido en gran parte. Pero abrimos el legajo y nos topamos con ella.

Capítulo 15
La sentencia

Quomodo sedet sola civitas plena populo; ecce facta est quasi vidua domina gentium.
LAMENTACIONES I.

I

Las actas de la investigación, representadas por el sumario inquisitorial que hemos reproducido en el capitulo anterior y por el informe de los expertos, fueron elevadas para su decisión a la Sagrada Congregación a principios de mayo de 1633, pero tuvieron que esperar que el Papa regresara de Castell Gandolfo. Los asuntos del orden del día para la primera reunión de junio hubieron de ser pospuestos en dos oportunidades. De manera que no es sino bajo fecha del 16 de dicho mes cuando vemos anotada la decisión en el Decreta:

Sanctissimus decretó que dicho Galileo sea interrogado en cuanto a su intención, aun con amenaza de tormento, y, si sostiene (el texto)[195], deberá abjurar de vehementi (es decir, vehemente sospecha de herejía) en una Asamblea Plenaria de la Congregación del Santo Oficio, y luego será condenado a prisión por el término que plazca a la Sagrada Congregación, y se le ordenará no continuar tratando, de ninguna manera, ya de palabra o por escrito, de la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol; de lo contrario incurrirá en las penalidades del renegado. El libro intitulado Diálogo de Galileo Galilei Linceo será prohibido[196]. Además; todo ello será hecho conocer de todos y se ordenará el envío de copias contra la depravación herética, y en especial al Inquisidor de Florencia, quien leerá la sentencia en plena asamblea y en presencia de la mayor porte de quienes profesen el arte matemático.
El trato del Comisario con Galileo había sido desestimado.
Lo que el Comisario había bosquejado en su carta a Barberini, según recordamos, fue esto: “No quedará (después de haber confesado) sino interrogarlo con respecto a la intención y requerirlo formalmente; hecho lo cual, podría designarse su casa como prisión, como sugiriera Vuestra Eminencia[197]. La manifestación podía haber sido más explícita, pero la idea general es difícil que sea mal interpretada. El Comisario había sugerido un arreglo fuera del tribunal. Una vez en su poder la confesión que necesitaba, recibiría su alegato de defensa, también prearreglado, como hemos visto; realizaríase un interrogatorio pro forma con respecto a la intención, en la que el acusado arrepentiríase y reafirmaría su obediencia; tras lo cual requeriríase de Galileo se fuese y permaneciese en su residencia, absteniéndose de escribir sobre cosmología y llevando a cabo saludables recitaciones por vía de penitencia.
Es lo mismo que Niccolini interpretó a través de lo que el Comisario dijera a Galileo, puesto que escribió: “Parece tener intención de que el caso sea invalidado y silenciado”. La última cláusula significa que el proyecto del Comisario no contemplaba sentencia pública ni abjuración. El papel de la Congregación limitaríase a autorizar el arreglo y suspender el libro hasta su corrección. En otras palabras, proyectábase tratar el caso a lo largo de las líneas generales establecidas para la segunda fase (ex objetar) en las instrucciones de febrero de 1616. Esta vez, y justificablemente, habría todos los pasos que no hubo, según certificado de Bellarmino, en 1616, una retractación en manos del Comisario, pues Galileo había desobedecido temerariamente, un requerimiento formal, restricción personal durante un tiempo y saludable penitencia.
Lo cual, a su vez, implica algo bastante definitivo. Si el Comisario tiene intención ahora de entregar, con sus debidos corolarios, el requerimiento que se supuso haber entregado en 1616, tiene que significar que cree que jamás fue entregado. De lo contrario su proyecto es tan falto de objetividad como un cuento narrado dos veces, y por cierto derogatorio para la dignidad del tribunal.
A esta altura observamos que en la carta no existe mención del primer requerimiento —y, sin embargo, ha sido el tema total de la sesión crítica de interrogatorio que se había celebrado. Para Firenzuola, "el crimen" no está comenzando a adquirir contorno sino ahora, con la desafortunada conducta del acusado en el interrogatorio. Es como si el escritor y Barberini hubiesen convenido tácitamente que ha de dejarse a un lado el primer crimen. Ello podría ayudarnos a comprender que Barberini no firmase más tarde la sentencia. Hemos observado que el alegato de defensa, sobre el que, por cierto, habíase llegado a un acuerdo durante la entrevista, puesto que tenía que concordar con la confesión, es un firme sostenimiento de que del viejo requerimiento "no había sabido jamás". No conduciría muy lejos ante un tribunal que se atuviese a sus documentos.
Si seguimos la hipótesis, hasta podríamos imaginar con alguna plausibilidad los "motivos" con que el Comisario persuadió a los Cardenales de que lo dejasen probar. Las palabras actuales de la carta son bastante carentes de ingenuidad: “Esta proposición pareció al principio demasiado atrevida, sin que se abrigara mucha esperanza de alcanzar este objetivo mediante el método de discutir con él; mas, al indicarle los motivos en que basaba mi sugestión, me fue concedido el permiso”. Esto se ha interpretado siempre en el sentido de que algunos jueces deseaban un castigo riguroso y habríales placido detener el procedimiento pacificador. Porque, ¿cómo iban a dudar de la disposición de Galileo hacia un arreglo que podía resultar a su favor? Sus respuestas en el primer interrogatorio no indican un hereje arrogante sino un hombre desesperanzado y lleno de temor. La pregunta que jamás ha sido contestada es más bien: ¿cómo se las compuso Firenzuola para dar pausa a esos hombres implacables y conquistar al menos su asentimiento temporario? ¿Diciéndoles que el acusado había agravado su situación al negarse a reconocer el requerimiento? Difícilmente, porque en la tarde de ese mismo día iba a decirle que siguiese tranquilamente e impugnase el requerimiento en defensa propia. ¿Mostrándoles lo que podría acontecer ahora que había sido tomado mintiendo en cuanto a su intención? Sabíanlo tan bien como él, sin que al parecer les preocupara. Algunos de ellos hasta lo esperaban.
Empero, lo positivo es que él dio tales razones que hizo mover el terreno que pisaban. Esto debe significar que al final hizo lo que jamás esperaba tener que hacer y reconoció que los registros dejados por el anterior Comisario, de bendita memoria, no parecían demasiado buenos. Insinuó (nada debe ser manifestado en esos círculos) que, sobre todo después del interrogatorio, no experimentaba que debiera insistir demasiado sobre el requerimiento de 1616: que esto, empero, dejaba el camino abierto para un arreglo entregando otro ahora; y que sería mejor para las perspectivas de todos en el purgatorio que el antiguo requerimiento volviese al lugar de donde vino, puesto que aún no había sido revelado rol público"[198]. Fue suficiente, al parecer, como efecto de sorpresa para dominar al tribunal, por lo menos ese día.
La última parte de la historia es, por supuesto, nada más que inferencia. Lo que es cierto, según la carta, es que el arreglo habíase realizado sobre la base de un nuevo requerimiento en reemplazo del viejo. Asumimos que era política del propio Comisario. ¿Qué aconteció después de eso? No podemos hacer sino proseguir infiriendo. No contamos realmente con nada en que apoyarnos, salvo un pasaje del memorándum de Buonamici, y la explicación del mismo es evidentemente confusa[199]. Mas, por mucho que Buonamici haya mal situado tal o cual evento al referirlo (ruega disculpa por no haber comprobado su manuscrito con Galileo) expresaba el punto de vista del círculo de la embajada, cuyos integrantes conocían más que nosotros. En consecuencia haríamos mejor en no abandonar su línea de razonamiento, que es ésta: los jesuitas habíanse lanzado al ataque en 1632, hallando en ello una excelente oportunidad táctica tanto para arruinar a Galileo como para perjudicar a los dominicos, a quienes guardaban cierta inquina desde que fueran sobrepasados por éstos en la disputa de auxiliis. Los dominicos habíanse visto forzados a unir fuerzas, por hallarse en situación delicada como encargados de las licencias. Empero, alguien esperaba (tal vez el mismo Comisario) hacer de Riccardi la víctima propiciatoria individual. De ahí que el Comisario eligiese el instante adecuado para contener a los cardenales pro jesuitas, que presionaban en favor de un juicio por herejía, y negociara un arreglo con Galileo. Pero esa facción volvió con una amenaza, acaso para probar a Ciámpoli y con ello colocar al Papa en situación molesta. En este punto se produjo el cambio de camino. Los dominicos habían sido derrotados en su intento de conservar el dominio de la conducta teológica.
 

II

Ahora resumiremos la demasiado conocida crónica de los acontecimientos.
Elevado el caso para su resolución, el papa y la Congregación decretaron, según hemos visto, una sentencia mayor de vehementi, completa con su riguroso interrogatorio, abjuración pública y "prisión formal". El acusado había sido llevado a admitir que su intención fue equivocada debido al engreimiento. Ahora se resolvió no aceptar su alegato y considerar su intención contraria a la Iglesia (es decir, criminal). Al parecer, el resumen sometido a los jueces había simplificado la tarea, no sólo por sus comisiones sino por sus omisiones, que anulaban cualquier defensa presentada por Galileo.
La amenaza de tormento no era sino una formalidad, pues habría sido quebrantar las reglas aplicarlo a un hombre de la edad de Galileo, y en su estado de salud (de todos modos, raras veces se aplicaba en Roma)[200]; pero significaba que el interrogatorio podía llegar hasta el territio realis, o sea la exhibición de instrumentos de tortura. Esta cuestión, empero, es un punto menor, si bien se ha convertido en tema de canto y de leyenda. El et si sustinuerit, que deja el camino abierto a terribles posibilidades en caso de que el acusado no sostenga la prueba, puede considerarse también una cláusula formal necesaria. El punto realmente serio, que el lector moderno podría dejar de apreciar, era el de la solemne abjuración, deshonra social y señal de infamia en la sociedad católica de aquella época.
A la luz de todo ello, todas las comodidades físicas y los consuelos acordados al preso, de que tanto se ha hecho mención, no resultan sino frívolas amenidades dirigidas principalmente al Gran Duque y a la opinión pública, que iba resintiéndose de manera bien clara ante este exceso de autoridad. No son ni siquiera tan excepcionales como eso. Antes del régimen de Piero Carafa, había sido práctica común de la Inquisición italiana dejar en libertad a los presos no considerados peligrosos, bajo custodia de sus familias y aun de sí mismos. Un personaje tan poderoso como el cardenal Morone pudo haber sido arrojado a los calabozos para sentar ejemplo; mas cuando Ulisse Aldovrandi, el naturalista, que había abjurado la herejía en Bolonia, recibió orden de venir a Roma para ser sentenciado en 1549, pasó tres años visitando los monumentos y retornó a su casa, como muchos otros, con su sentencia condonada. La rama italiana del Santo Oficio, ni aun en sus actos más severos, puede comprarse en modo alguno con la española ni con la del Languedoc.
Debiera advertirse con toda claridad que no tratamos de introducir ningún canon extraño al apreciar debidamente esta crisis. Los procedimientos que hemos descrito caen muy por debajo de los cánones normales de la Inquisición romana, que eran elevados. En los órganos centrales, al menos, sabemos que los procedimientos fueron meticulosos y el juicio corregido. El aparato atemorizador había estado allí por razones muy adecuadas, es decir, por el santo terror; pero jamás había sido utilizado casual o brutalmente y no lo fue ahora.
En el juicio contra Galileo, la Inquisición había sido forzada a una operación de comandos por un grupo inescrupuloso de políticos de fuerza; así y todo, el comportamiento de los políticos compárase del modo más favorable con el del famoso magistrado Jeffreys o con los jueces de Enrique VII en un proceso por traición; mejor aún con los jueces de Cecil en el complot de la pólvora. Empero, aquéllos fueron procedimientos laicos[201]. La Inquisición puede compararse con el tribunal militar o el del pueblo en tiempo de revolución. Es un órgano de represión concebido para situaciones de emergencia. Hubo un tiempo en que la unidad corporativa religiosa de la cristiandad, la comunión de los que oran, fue concebida al menos tan importante como la unidad territorial o política lo es hoy. A la luz de tal idea, hombres como Peter Martyr, Torquemada y Ghislieri parecen jueces tan escrupulosos como almas ardientes y compasivas.
El cardenal Newman escribió en una oportunidad en extraña mezcla de sentimientos antiguos y modernos: "Al comparar a los herejes y los heresiarcas he dicho: los últimos no son merecedores de piedad, pues asumen el papel del Tentador, y en lo que atañe a su error deben ser juzgados por autoridad competente, como si fuesen el mal en persona. Perdonarlos es piedad peligrosa. Es poner en peligro las Rimas de millares y no es nada caritativo para ellos. No niego que éste constituye un pasaje feroz; pero Arius fue desterrado, no quemado; y no soy sino justo conmigo mismo al expresar que en ningún momento de mi vida cortaría ni aun la oreja de un puritano”. Tales pensamientos son justificados de manera involuntaria por el propio H. C. Lea, el gran denunciador de la Inquisición, quien se halla extrañamente de acuerdo con Loyola sobre un punto: “Si hubiese existido una Alemania debidamente organizada, la carrera de Lutero habría sido breve. Un inquisidor cual Bernard Gui habríalo silenciado presto… En Francia, la Universidad había tomado el lugar de la casi olvidada Inquisición, reprimiendo todas las aberraciones de la fe, en tanto una monarquía centralizada había hecho a la Iglesia dependiente en gran parte del, papado. En Alemania no existía iglesia nacional, sino sujeción a Roma, que iba haciéndose cada vez menos soportable por razones económicas, mas nada que ocupase el lugar de la Inquisición; y la libertad de palabra habíase vuelto costumbre, siendo tolerada en tanto no interfiriese los dineros de San Pedro.
Todo es cuestión de punto de mira. Voltaire pudo dedicar su vida a vengar los agravios inferidos a Calas, pero la ferocidad de las leyes penales que agitó a Beccaria no hizo mella en él. Hoy, cuando las garantías y salvaguardas judiciales han sido suprimidas en medio mundo, y se hallan gravemente amenazadas en la otra mitad, podría sernos propio no sentirnos excesivamente virtuosos al leer estos antiguos errores. La Curia de Urbano VIII sobresale como grandes caballeros comparada con su moderna contraparte laica. Caccini continúa cabalgando entre nosotros, y son legión su nombre. Ya no se trata de un monje errante, y su lugar se halla en los senados de las grandes naciones. Los calculadores electrónicos se cierran lentamente sobre el incierto camino del ciudadano. Las desviaciones de lo que se considera ortodoxia esencial no han escapado jamás al castigo desde el comienzo de la historia; pero una vez que la investigación converge hacia "el crimen de pensar", en su doble aspecto de algo teóricamente intangible y concretamente peligroso, el modo del investigador está llamado a ser otra vez el del Inquisidor. El hombre puede ser atormentado sin defensa por comisiones investigadoras, privado de sus medios de vida o mantenido —en el mejor de los casos, como aconteció con la vigilancia inquisidora— bajo praeceptum non discedendi o non accedendi, lo que puede significar el verse separado de su familia, sus amigos o su futuro, sin que las autoridades se vean en el caso de dar ninguna explicación. Hemos llegado en verdad muy cerca de las condiciones inquisidoras sin percatarnos y hasta sin justificación moral. Menos aún podrían haberlas reprobado los católicos del siglo XVII. Mas, así y todo, hallaron muy extraño el juicio contra Galileo[202].
En cuanto a las causas de esta extravuelta al crimen de intención, que produjo desaliento en el público, la imaginación se pierde en conjeturas. Tuvo lugar al regreso del Papa de Castell Gandolfo y lleva la marca de su decisión. Una plausible razón de política está clara, o sea que se consideraba esencial emprender acción, no contra la doctrina sino contra este individuo. Ya hemos visto por qué. No vemos, empero, cómo no pudo alcanzarse el mismo efecto mediante procedimiento más correcto. Una vez en poder del reconocimiento del acusado de parte de culpabilidad, era posible arrojar todo el peso sobre ella (de acuerdo con lo sugerido por el Comisario), lo que hada un caso bien definido, y luego mencionar su contradicción con las Sagradas Escrituras. Habría evitado a las autoridades el odio de un interrogatorio severo y la sospecha de tortura contra un septuagenario[203]. Este camino, sin embargo, hubiera conducido al castigo, pero no a la abjuración. Es ahí donde la mendacidad del sumario inquisitorial inclinó posiblemente la balanza, denigrando la figura del acusado. Es como si el Papa hubiera resuelto que lo que deseaba no era simplemente represión sino humillación. Era la mente de su adversario lo que había que avergonzar y su nombre arrastrar por el lodo.

III

Dos días después de haber sido adoptada la resolución, Niccolini fue recibido otra vez en audiencia. Había venido a solicitar la pronta libertad, como implicara el Comisario, y no se sintió sorprendido en absoluto al ser informado por el Papa de la conclusión del caso y de que el acusado sería citado dentro de pocos días ante el Santo Oficio para escuchar su sentencia. Ante las repetidas súplicas del embajador en procura de clemencia, el Papa contestó que no podía realmente menos de prohibir la opinión, porque era equivocada y contraria a las Sagradas Escrituras, dictada ex ore Dei; en cuanto a la persona de Galileo, según costumbre, sería encarcelado algún tiempo, por haber transgredido el mandato impartido al mismo en 1616. “Sin embargo”, agregó el papa, “después de haber sido publicada la sentencia Nos os veremos nuevamente para consultar la manera de que sufra lo menos posible, ya que no podemos pasar sin que se realice alguna demostración contra su persona”. En respuesta a las renovadas y apremiantes súplicas de Niccolini, dijo “que de todos modos sería enviado una temporada a algún monasterio, como el de la Santa Cruz, por ejemplo; porque no sabía en realidad qué iba a decretar la Sagrada Congregación, aunque todos sus integrantes marchaban de acuerdo unánimemente y nemine discrepante en el sentido de imponer una penitencia”.
Lo cual fue manifestado de manera diplomática. Pero sabemos que existía al menos cierta "discrepancia", puesto que tres cardenales de los diez se negaron en su eventualidad a firmar la sentencia. Pero nada restaba a Niccotini sino ir y comunicar las nuevas al acusado con toda la suavidad posible. Nada dijo de la sentencia de prisión, pues esperaba aún que fuese condonada.
La fase final del proceso prosiguió entonces de acuerdo con las reglas establecidas. En la tarde del lunes 20 de junio de 1633, Galileo recibió una citación del Santo Oficio para que se presentase al día siguiente. En esta audiencia final el acusado iba a ser interrogado en cuanto a su intención, bajo amenaza de tormento, esto es, en cuanto a su verdadera convicción referente a los dos sistemas. Galileo compareció ante el Comisario la mañana del 21. Después de haber prestado juramento de costumbre, se le preguntó si tenía algo que manifestar y contestó que "nada".
Preguntado si sostenía o no, o había sostenido, y durante cuánto tiempo, que el Sol se hallaba en el centro del globo y que la Tierra no se hallaba en dicho centro y se movía, "así como con un movimiento diurno", contestó:
Largo tiempo atrás, es decir, antes de la decisión de la Sagrada Congregación del Index, y antes de que se me comunicase el requerimiento, era indiferente y consideraba ambas opiniones, o sea la de Tolomeo y la de Copérnico, como abiertas a la discusión, tanto más cuanto que una u otra podía ser verdad en Natura; mas luego de dicha decisión, seguro de la sabiduría de las autoridades, dejé de abrigar ninguna duda; y sostuve, y sigo sosteniendo, como lo más cierto e indisputable, la opinión de Tolomeo, es decir, la estabilidad de la Tierra y el movimiento del Sol.
Al decírsele que del modo y relación como dicha opinión es discutida en el libro impreso por él con posterioridad a la fecha mencionada —además del propio hecho de haber escrito e imprimido el libro— se presume que ha sostenido dicha opinión después de la fecha especificada, y que se le exige que manifieste libremente la verdad en cuanto a si ha sostenido o sostiene la misma, contestó:
En cuanto a la escritura del diálogo publicado, mis razones para hacerla no se debieron a que sostuviera como verdadera la doctrina de Copérnico, sino simplemente, pensando que confería un beneficio común, he expuesto las pruebas obtenidas de la naturaleza y la astronomía que pueden presentarse de ambas partes; ha sido mi objetivo sentar con claridad que ninguna de las series de argumentos tienen fuerzo decisiva de demostración concluyente en favor de tal o cual opinión; y que, en consecuencia, y para proceder con certeza, debemos recurrir a las decisiones de una enseñanza superior, como puede verse con claridad en gran cantidad de pasajes del diálogo en cuestión. "Por tanto, afirmo sobre mi conciencia que no sostengo la dicha opinión ni la he sostenido desde la decisión de las autoridades.
Como se le dijera que, a través del libro mismo y de los argumentos expuestos del lado afirmativo, se presume que sostiene la opinión de Copérnico, al menos que la sostuvo en aquella época; y que, en consecuencia, a menos que se decida a confesar la verdad, se recurrirá contra él con los remedios apropiados (remedia juris et facti opportuna), contestó:
No sostengo ni he sostenido esta opinión de Copérnico desde que se me comunicó lo orden de abandonarla; en cuanto a lo demás, estoy en vuestras manos y haced de mí lo que os plazca.
Al ordenársele una vez que dijese la verdad, pues de lo contrario recurririase al tormento, el anciano contestó con voz apagada:
Aquí estoy para someterme (iare l’obbedienza) y no he sostenido esta opinión desde que fuera pronunciada la decisión, como he manifestado.
En el protocolo del juicio figura la frase final a continuación de esta última respuesta de Galileo: “Y puesto que no podía hacerse nada más en ejecución del decreto (de junio 16) fue obtenida su firma en esta declaración y devuelto a su lugar”. Si Galileo hubiese mantenido tanto, y no más, en su primer interrogatorio, en lugar de decir que en verdad intentaba defender el sistema tolemaico, podría haber escapado mejor. Por su parte, el Comisario evitó cuanto pudo. Todo había insumido menos de una hora y fue realizado como mera formalidad. Si hubiese confrontado a Galileo, uno por uno, con todos los pasajes extractados del Diálogo por Pasqualigo e Inchofer, habríalo colocado en cruel situación, aun sin recurrir al caballete y a la soga. Peor, aun podría haber hecho presente pasajes observados por la Comisión Preliminar (págs. 185-6) que fueron mucho más allá del trillado tema del copernicismo y que podían ser razonablemente definidos al menos como proxima haeresi; y Galileo, en su condición de iniciador de tales pensamientos, habríase visto peor que un hereje, y muy cerca en verdad del lugar del heresiarca. Pero el asunto peligroso de la herejía ya estaba arreglado. En verdad, la sentencia había sido redactada ya sobre tal asunción, pues estuvo lista y firmada dentro de las veinticuatro horas[204].

IV

Nos preguntamos cuáles habrán sido los pensamientos de Galileo durante la noche, plena de estupor, mientras yacía en el edificio de la Inquisición, incierto de lo que iba a traerle el mañana por vía de sentencia.
Al medir la extensión de la represión espectacular de la cual había sido pretexto, pudo hacerlo por vez primera en cuanto a lo profundo de la catástrofe. Que su propia carrera como figura pública estaba terminada era cosa por él sabida desde mucho tiempo. Pero ahora adivinó que era a la vez el fin de todo el movimiento científico de Italia y, peor aún, de la misma Florencia. Si bien la investigación prosiguió en esta última después de la muerte de Galileo en la “Academia del Cimento”, la decadencia pudo observarse a los pocos años. “He tomado asiento entre hombres eruditos”, escribió Milton en Areopagitica, "y se me ha considerado dichoso al haber nacido en tal lugar de libertad filosófica como se supone que es Inglaterra, mientras ellos mismos no hicieron sino lamentarse de la condición servil a que se ve reducido el saber entre ellos; que eso fue lo que oscureció la gloria de los ingenios italianos, y que nada se había escrito durante todos estos años sino adulación y culteranismo. Fue allí donde encontré y visité al famoso Galileo, envejecido y prisionero de la Inquisición[205]. Su ciudad vióse desposeída de libertad en los campos de Gavinana, un siglo antes, y ahora había perdido su vida intelectual a manos del Santo Oficio. Podemos remontar en verdad a esa fecha el tiempo en que la civilización florentina, que había conquistado al mundo desde el siglo XIII, prácticamente desapareció de la historia. Al poder percatarse de ello, Galileo debió lamentar su propia imprudencia y la hora en que obtuvo autorización para imprimir su obra[206]; y se habrá calificado a sí mismo una y otra vez como maldición y destrucción de su propia patria. En cuanto al sino de la ciencia misma, su interés era menos justificable.
 

V

A la mañana del día siguiente, miércoles 22 de junio de 1633, Galileo fue conducido al gran vestíbulo utilizado para tales procedimientos en el convento dominicano de Santa María sopra Minerva, levantado en el centro de Roma sobre las ruinas de un templo antiguo dedicado a la diosa de la Sabiduría[207], Vestido con el blanco hábito del penitente, se arrodilló en presencia de los jueces congregados mientras le era leída la sentencia:
Noi, Gasparo del titolo di S. Croce in Gerusalemme Borgia;
Fra Felice Centino del titulo di S. Anastasia, detto d’Ascoli;
Guido del titolo di S. Maria del Popolo Bentivoglio;
Fra Desiderio Scaglia del titolo di S. Carlo detto di Cremona;
Fra Antonio Barberino detto di S. Onofrio;
L’audivio Zacchia del titolo di S. Pietro in vincula detto di S. Sisto;
Berlingero del titolo di S. Agostino Gessi;
Fabricio del titolo di S. Lorenzo in pane o perna Verospi, chiamati Preti;
Francesco del titolo di S. Lorenzo in Damaso Barberini; e
Martio di S. Maria Nuova Ginetti, Diaconi,
por la gracia de Dios, cardenales de la Santa Iglesia Romana, Inquisidores Generales por la Santa Sede Apostólica especialmente designados contra la depravación herética en toda la Comunidad Cristiana:
Visto que vos, Galilei, hijo del finado Vincenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, habéis sido denunciado el año 1615 ante este Santo Oficio por sostener como verdadera la falsa doctrina por algunos enseñada de que el Sol ocupa el centro del mundo y permanece inmóvil, y que la Tierra se mueve —y también con movimiento diurno—; por tener discípulos a quienes habéis enseñado la dicha doctrina; por haber mantenido correspondencia con ciertos matemáticos alemanes sobre lo mismo; por haber imprimido ciertas cartas intituladas "De las Manchas Solares", en las que desarrollasteis la misma doctrina como verdadera; y por contestar a objeciones de las Sagradas Escrituras —que de tiempo en tiempo os fueron presentadas contra ella— glosando tales Escrituras según vuestra propia interpretación; y visto que sobre ello presentasteis copia de un documento en forma de carta, haciendo creer que fue escrito a quien fuera vuestro discípulo, y en el que se expresa diversas proposiciones siguiendo la posición de Copérnico, contrarias al verdadero sentido y autoridad de las Sagradas Escrituras;
Este Santo Tribunal que tiene, pues, la intención de proceder contra el desorden y la perversidad resultantes de ello, y que prosiguió aumentando en perjuicio de la Sagrada Fe, por orden de Su Santidad y de los Eminentísimos Señores Cardenales de esta Inquisición Suprema y Universal, las dos proposiciones de la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra fueron calificadas como sigue por los Examinadores Teológicos:
La proposición de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de su lugar es absurda y falsa filosóficamente y formalmente herética, porque es en forma expresa contraria a las Sagradas Escrituras. La proposición de que la Tierra no es el centro del mundo e inmóvil, sino que se mueve —y también con movimiento diurno— es igualmente absurda y falsa filosóficamente: y considerada teológicamente, cuando menos errónea en fe.
Pero visto que en aquel entonces se deseaba trataros con lenidad, fue decretado en la Sagrada Congregación reunida ante Su Santidad el 25 de febrero de 1616, que Su Eminencia el Señor Cardenal Bellarmino os diese orden de abandonar por completo dicha falsa doctrina y que, en caso de que os rehusarais, fueseis requerido por el Comisario del Santo Oficio para abandonarla y no enseñarla a los demás ni defenderla ni aun discutirla; y que de no acceder a ese requerimiento seríais encarcelado. Y, en cumplimiento del decreto, al día siguiente, en palacio y en presencia de dicho Señor Cardenal, luego de haber sido suavemente amonestado por él mismo, os fue comunicado el requerimiento por el padre Comisario del Santo Oficio en esa oportunidad, ante el notario y testigos, a efectos de que hiciereis abandono de la citada falsa doctrina y no la sostuviereis, defendiereis ni enseñareis en modo alguno, ni de palabra ni por escrito; y habiendo prometido obedecer, se os dio orden de retiraros.
Y con el fin de que tan perniciosa doctrina pudiere ser extirpada por completo y no se insinuare más con grave perjuicio para la verdad católica, fue expedido un decreto por la Sagrada Congregación del Index prohibiendo el libro que trata semejante doctrina y declarando a ésta falsa y totalmente opuesta a las Sagradas Escrituras.
Visto que un libro recientemente aparecido aquí, impreso el año último en Florencia, cuyo título demuestra que sois el autor, siendo dicho título: “Diálogo de Galileo sobre los Grandes Sistemas del Mundo”; y puesto que la Sagrada Congregación fue más tarde informada de que, a través de la publicación de tal libro, iba ganando terreno día a día la falsa opinión del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol, dicho libro fue sometido a minuciosa consideración y en él descubrióse una violación manifiesta del referido requerimiento que se os hiciera, puesto que en tal libró habéis defendido la dicha opinión antes condenada, y en nuestra presencia declarada tal, aunque en el libro os esforzáis —a través de varios artilugios— en producir la impresión de que queda inconclusa, y en términos expresos como probable, lo que, sin embargo, es el error más pernicioso, pues no puede ser de ninguna manera probable lo que ha sido definido y declarado contrario a las Sagradas Escrituras.
En consecuencia, y por nuestra orden, fuisteis citado para comparecer ante este Santo Oficio, donde al ser examinado bajo juramento reconocisteis haber escrito y publicado el libro. Confesasteis haber comenzado en su escritura hace alrededor de diez o doce años, después de haberos impuesto de la orden antes dicha; que solicitasteis licencia para imprimirlo, sin manifestar, empero, a quienes os la otorgaron, que habíais sido intimado para no sostener, defender ni enseñar la doctrina en cuestión de modo alguno.
Igualmente confesasteis que la redacción del tal libro está realizada en muchos lugares de manera que el lector pueda imaginar que los argumentos expuestos por el lado falso se calcule que —por su fuerza lógica— obligarán a convicción antes que ser de fácil refutación, excusándoos de haber caído en error, tan ajeno a vuestra intención, según alegasteis, en razón de haber escrito en forma de diálogo y por la natural complacencia que todo individuo experimenta respecto de sus sutilezas y a mostrarse más habilidoso que la generalidad de los hombres al idear, aun en favor de falsas proposiciones, argumentos ingeniosos y plausibles.
Y, concedido un plazo prudente para preparar vuestra defensa, presentasteis un certificado extendido de puño y letra de Su Eminencia el Señor Cardenal Bellarmino, por vos obtenido, según confesión propia, para protegeros de la calumnia de vuestros enemigos, que os imputaban vuestra abjuración y castigo a manos de este Santo Oficio, en cuyo certificado se declara que no habéis abjurado ni sido castigado sino que solamente se os ha Anunciado la declaración realizada por Su Santidad y publicada por la Sagrada Congregación del Index, en que se declara que la doctrina del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol es contraria a las Sagradas Escrituras y por ello no puede ser sostenida ni difundida. Y como en tal certificado no se hace mención de los dos artículos del requerimiento, es decir, la orden de "no enseñar" ni "en modo alguno", manifestasteis que debemos creer que en el transcurso de quince o dieciséis años habéis perdido toda memoria de ello y por eso nada dijisteis del requerimiento al solicitar autorización para imprimir el libro. Y todo eso no fue impulsado por vía de error sino que podía imputarse a ambiciosa vanagloria antes que a malicia. Mas este certificado presentado en defensa vuestra no ha hecho otra cosa que agravar la situación, ya que aunque se expresa que dicha opinión es contraria a las Sagradas Escrituras, habéis osado, empero, discutirla y defenderla y argumentar su posibilidad; tampoco os sirve de nada la licencia arrancada por vos, desde que no notificasteis la orden que os fue impartida.
Y visto que nos pareció que no habíais expresado toda la verdad con respecto a vuestras intenciones, creímos necesario someteros a severo interrogatorio, al que (sin prejuicio contra los asuntos expresados anteriormente, y por vos confesados, con relación a vuestras intenciones), habéis respondido como buen católico. En consecuencia, habiendo visto y considerado detenidamente los méritos de ésta vuestra cansa, junto con vuestras confesiones y disculpas antes referidas, y todo cuanto ha de ser visto y considerado en justicia, hemos llegado a lo abajo expresado como sentencia definitiva contra vos:
Invocando, por tanto, el Santísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de Su Gloriosísima Madre y siempre Virgen María, por ésta nuestra sentencia definitiva que, constituidos en Tribunal con el consejo y opinión de los Reverendos Maestros de Sagrada Teología y Doctores en ambas leyes, nuestros asesores, damos por este escrito, en la causa y causas en este instante ante nos, entre el Magnífico Carlo Sinceri, Doctor en ambas leyes, Proctor Fiscal de este Santo Oficio, de una parte, y vos, Galileo, acusado y aquí presente, debidamente interrogado, juzgado y convicto, como queda demostrado anteriormente, de la otra…
Decimos, dictamos sentencia y declaramos que vos, el dicho Galileo, en razón de los asuntos aducidos en juicio, por vos confesados, como figura más arriba, os habéis vuelto, en opinión del Santo Oficio, fuertemente sospechoso de herejía, vale decir, de haber creído y sostenido la doctrina —falsa y opuesta a las Sagradas y Divinas Escrituras— de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de este a oeste; y que la Tierra se mueve y no se halla en el centro del mundo; y que una opinión puede ser sostenida y defendida como posible luego de haber sido declarada y definida como contraria a las Sagradas Escrituras; y que consecuentemente habéis incurrido en todas las censuras y penalidades impuestas y promulgadas en los cánones sagrados y otras disposiciones generales y particulares contra tales delincuentes. De las cuales nos placerá veros absuelto siempre que: primero; de todo corazón y con verdadera fe abjuréis, maldigáis y detestéis ante nos los antedichos errores y herejías y cualquier otro error y herejía contrarios a la Iglesia Católica Apostólica y Romana, en la forma que os prescribiremos.
Y que —para que ese vuestro grave y pernicioso error y transgresión no pueda permanecer del todo impune y en el futuro podáis ser más cauto y un ejemplo a fin de que los demás se abstengan de similar delincuencia— ordenamos que el libro “Diálogo de Galileo Galilei” sea prohibido por edicto público.
Os condenamos a la prisión formal de este Santo Oficio por el tiempo que sea de nuestro agrado, y por vía de saludable penitencia os requerimos que durante los tres próximos años recitéis una vez por semana los siete salmos penitenciales. Nos reservamos la libertad de moderar, conmutar, o suspender, en todo o en parte, las antedichas penas y penitencia.
Y así decimos, pronunciamos sentencia, declaramos, ordenamos y nos reservamos, en éste y cualquier otro y mejor modo y forma que queramos y podamos emplear legalmente.
Vienen luego las firmas, que no son sino siete, como Cantor fue el primero en observar en 1864. Tres jueces no firmaron: Francesco Barberini, Borgia y Zacchia. Puede ser muy bien que las razones de Gaspar Borgia fueran políticas, pues había tenido un cambio de palabras con el Papa como jefe de la facción española y no se hablaba con él, y probablemente no vio razón alguna en su favor. Pero en cuanto a Francesco Barberini y Laudivio Zacchia, no han podido encontrarse motivos extraños, ni aun por apologistas diligentes. Simplemente no firmaron la sentencia. La ausencia física ese día no constituye suficiente explicación. Debe inferirse que vieron “exceso de autoridad e injusticia”, según palabras del culto sacerdote francés, el abate Bouix, que estudió la cuestión. Por otra parte, había firmado Bentivoglio, más bien conocido como amistoso hacia Galileo. Por todo lo que sabemos, su firma puede ser, empero, parte de una negociación en favor del acusado. Podemos ver igualmente que tenía buenas razones para firmar Barberini, cuya solución había sido rechazada de plano.
Una vez leída la sentencia, fue presentada a Galileo la fórmula de abjuración. Mas en este punto los procedimientos perdieron algo de solemnidad mecánica, si hemos de creer a Buonamici, y hay buenas razones para hacerlo, puesto que vio a Galileo poco después del evento y supo los hechos, tal como en su conversación con el Comisario, que sólo la investigación posterior volvió a descubrir. “Como Galileo se vio constreñido a lo que jamás había creído posible, menos aún por cuanto en su conversación con el padre Firenzuola no advirtió la menor insinuación de semejante abjuración, suplicó a los cardenales que, si insistían en su procedimiento contra él de tal manera, cuando menos debieran dejar afuera dos puntos y luego permitirle hablar como ellos desearen. El primero era que no debía hacérsele decir que no era buen católico, pues siempre habíalo sido y pensaba seguir siéndolo, no obstante lo que dijeran sus enemigos; el otro, que no debía decir que había engañado a sus amigos, como a nadie más, especialmente con la publicación de este libro, que había sometido con todo su candor a la censura eclesiástica y fue impreso después de haber obtenido legalmente su licencia”.
Una versión del siglo XVIII del memorándum de Buonamici (lo precedente es de una copia corregida de su propia letra) lleva la siguiente secuela: “Agregó que, si lo deseaban Sus Eminencias, formaría la pira (sin duda para el libro) él mismo y arrimaríale la vela, haría su declaración pública sobre el mismo, corriendo los gastos de su cuenta, si le proporcionaban alguna buena base contra su libro”. Esto puede ser una inserción del copista, pero no parece buena. Suena verídica hasta cierto punto. Podría haber sido agregada por Buonamici mismo a una segunda versión después de la muerte de Galileo.
Al haber triunfado en sus dos puntos, Galileo se arrodilló nuevamente con humildad para leer en voz alta la versión corregida de la fórmula:
Yo, Galileo, hijo del finado Vincenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, habiendo comparecido personalmente ante este tribunal y arrodillado ante vos, los Reverendísimos Señores Cardenales Inquisidores Generales contra la depravación herética en toda la comunidad cristiana, teniendo ante mis ojos y puesta la mano sobre los Santos Evangelios, juro que siempre he creído, creo y con la ayuda de Dios creeré todo cuanto es sostenido, predicado y enseñado por la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana. Pero, como —luego de un requerimiento que me fuere intimado judicialmente por el Santo Oficio e efectos de que debería abandonar pare siempre le false opinión de que el Sol se halla en el centro del mundo, e inmóvil, y que le Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no debo sostener, defender ni enseñar en modo alguno, ye sea verbal o escrito, la dicha falsa doctrina, y luego de haber sido notificado de que tal doctrina es contraria a las Sagradas Escrituras— escribí e imprimí un libro en el que discuto esta nueva doctrina ya condenada y aduzco argumento de gran fuerza lógica en su favor, sin pronunciar ninguna solución de los mismos, he sido proclamado por el Santo Oficio como fuertemente sospechoso de herejía, o sea de haber sostenido y creído que el Sol se halla en el centro de la Tierra e inmóvil y que la Tierra no es el centro y se mueve; Por tanto, deseoso de apartar de la mente de Vuestras Eminencias y de la de todo fiel cristiano tal sospecha vehemente justamente concebida contra mí, con todo mi corazón y fe sincere abjuro, maldigo y detesto los predichos errores y herejías y en general todo otro error, herejía y secta contrarios en modo alguno e la Santa Iglesia, y juro que en adelante no diré ni aseguraré, verbalmente o por escrito, nada capaz de proporcionar oportunidad para sospecha similar en lo que a mí se refiere; mas, sabiendo de alguna cosa herética o de persona sospechosa de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar donde me hallare. Además, juro y prometo cumplir y observar en toda su integridad los penas que se me han impuesto, o me sean en lo sucesivo, por este Santo Oficio. Y en caso de que contravenga (lo que Dios no permita) cualquiera de estas promesas o juramentos, me someto a todas las penas establecidas y promulgadas en los cánones sagrados y otras constituciones, generales o particulares, contra tales delincuentes. Con lo que Dios me ayude, así como estos Sus Santos Evangelios en que apoyo mis manos.
Recitado lo cual firmó la atestación:
Yo, el dicho Galileo Galilei, he abjurado, jurado, prometido y obligádome según he acebado de expresar; y en testimonio de cuya veracidad he suscrito de mi propia mano el presente documento de mi abjuración y recitádolo palabra por palabra, en Roma, en el convento de Minerva, este día 22 de junio de 1633.
Yo, Galileo Galilei, he abjurado con mi propia mano, según se expresa más arriba.
Lo cual, por una vez, era el recibo del requerimiento en debida forma.
Dos días después de terminada la ceremonia, Galileo fue entregado en custodia al embajador, y regresó a la Villa Medici. Niccolini escribió: “Parece extremadamente abatido por el castigo, que constituyó una sorpresa; en cuanto al libro, mostró poco interés por su prohibición, ya prevista por él desde largo tiempo atrás”.

VI

Debe manifestarse que el Juez-Extensor, quienquiera fuere, había sacado el mejor partido de un mal asunto. La sentencia muestra la mano de un jurista. Había descartado el extracto oficial y trabajado con las fuentes originales. Que son, cosa inevitable, Lorini y Caccini por siempre, pero al menos los hechos son presentados correctamente. Hasta parece que el magistrado hubiera consultado el original de la Carta a Castelli, en lugar de la copia de Lorini, pues, de lo contrario, los vocablos "falso" y "pervertidor" falsificados en ella por Lorini habrían parecido demasiado buenos para su uso. El juez arranca de ahí, amontonando asiduamente terreno para el crimen de intención y aún excede al Papa en su celo, puesto que define como "pernicioso error" la misma politice de discusión indeterminada que fuera endosada por el pontífice.
El texto de los Calificadores es publicado aquí en verdad por vez primera. Lo necesita por esas palabras “formaliter haeretica” aplicadas a la inmovilidad del Sol. Por desgracia, no es sino la opinión de once caballeros eruditos, sin endoso papal. Pero tiene que arreglarse con aquello de que se dispone.
La famosa prohibición personal de 1616, el objetivo del caso, no se glosa. Es revelada, por fin, al mundo, y descubiertos también los procedimientos con ella relacionados, tan sólo lo suficiente para implicar, aun con poco riesgo, que Galileo siempre había abrigado malas intenciones (lindo trabajo). Tenía que estar allí porque es lo único obtenible por el juez después de las licencias. Una vez en tal lugar, bien podía ser utilizada come leve insinuación y hacer aparecer a Galileo a la vista del público como personaje perverso, temerario y obstinado. Mas el juez no se siente evidentemente cómodo. En vez de detenerse en el mismo como punto básico de incriminación (como debe ser)[208] se las ingenia para cambiar el centro de gravedad con rapidez al certificado de Bellarmino, donde se encuentra sobre terreno más firme.
En buena lógica, o el requerimiento no era cierto, en cuyo caso Galileo es culpable; cuando mucho, de impertinencia, o debía considerárselo cierto y basado en artículo de fe; y la cuestión inevitable para el inquisidor sería: an sit relapsus —llevando consigo más que vehemente sospecha—. La palabra "malicia" figura allí con todas sus letras sin que sea retirada por lo que sigue. Pero las órdenes contradictorias del papa y las operaciones de los enemigos de Galileo habían originado procedimientos basados en una especie de lógica tres veces valiosa, por la que Galileo vino a ser sometido a proceso como si el requerimiento fuera verídico, y más tarde sentenciado, como, si en un sentido, no fuera muy serio. Un par de factores imaginarios (más bien fingidos) habían sido multiplicados entre sí para dar una arbitraria culpabilidad real. Las acrobacias del texto estaban llamadas a desaparecer tan pronto cayese bajo el examen de juristas desapasionados[209].
El cambio de terreno tiene lugar en la curiosa sección “pero” que volveremos a citar en el texto. Aunque preparado por una previa “declaración de Su Santidad”, hábilmente introducida para que se mezcle con los precedentes[210], queda como ridículo absurdo judicial.
… Y todo eso no fue impulsado por vía de error sino que podía imputarse a ambiciosa vanagloria antes que a malicia. Mas este certificado presentado en defensa vuestra no ha hecho otra cosa que agravar la situación, ya que, aunque se expresa que dicha opinión es contraria a las Sagradas Escrituras, habéis osado, empero, discutir, defenderla y argumentar su posibilidad; tampoco os sirve de nada la licencia arrancada por vos, desde que no notificasteis la orden que os fue impartida[211].
Dos cargos se formulan aquí: a) se recalca que el certificado de Bellarmino agrava la situación, porque menciona la contradicción con las Escrituras; b) se agregó prestamente, en cuanto a las licencias, que no sirven de nada porque está ese requerimiento que maliciosamente se pretendió olvidar por parte del acusado.
La insistencia sobre el primer punto es realmente extraordinario. ¿Cómo podía agravar el certificado lo que ya se declara antes como malicia, a menos que se demuestre que el Papa ha hecho un papel bastante ridículo con sus arbitrarias instrucciones? El ominoso sonar del bombo está allí evidentemente para desviar la atención de la frase final que tiene que mencionar una orden; y se espera que el lector, llevado por las dieciséis líneas que preceden, tomará la prohibición personal como parte íntegra de la notificación de Bellarmino —que, por cierto, no era insinuada sino descaradamente afirmada en todas las anteriores manifestaciones informales—. La ambigüedad había de ser mantenida girando de manera vertiginosa sobre el extremo de un alfiler. Pero ya el juez ha reafirmado el terreno bajo sus pies. “Lo que en verdad es condenatorio”, atruena, “es este documento que habéis presentado en defensa vuestra”.
La situación ex parte objecti ha sido cuidadosamente ignorada y tenemos, en vez, una configuración de herejía ex parte dicentis, que intenta parecer como si hubiera estado allí siempre.
De haber existido un abogado defensor para que apelase —pero ni siquiera había un tribunal de apelación— podría haberse preguntado: “Y, por favor, ¿es esta nota impersonal, que simplemente repite los términos de un decreto público, y que, de todos modos, es reemplazada por explícitas instrucciones papales en contrario, mucho más grave que una severa prohibición personal de escribir de cualquier modo? ¿Habría inconveniente en mostrarnos la prohibición? Comienza a sonar como la Donación de Constantino”.[212]
A partir de ese punto, se deja a un lado el requerimiento. La sentencia prosigue resonando cuesta abajo musitando formalmente acerca de "visto y considerando todo cuanto hay que ver y considerar", para llegar a una conclusión basada nada más que en puntos teológicos, jurídicamente los más débiles. El acusado recibe sentencia en realidad por sospecha de herejía, es decir, sospecha de "haber creído y sostenido" (lo cual se halla estrictamente dentro del "sostener o defender" de Bellarmino) una doctrina que jamás ha sido proclamada herética sino simplemente hallada errónea por un puñado de cardenales, como Descartes habría de escribir[213], y por haber creído y sostenido que dicha opinión puede considerarse abierta a la discusión; lo que la Congregación implicaba que así era, hasta cierto punto, y el Papa dijo luego que en verdad lo era, y aun facultó al Gobernador del Santo Palacio para que lo confirmase de manera oficial.
Si comparamos la sentencia —y el decreto de la Congregación que la determinó— con el informe de la Comisión Preliminar, vemos que el cuadro ha cambiado bastante. Sin embargo, queda como debe ser una sentencia seria; espejo de la verdad. Para ella los juristas de hace dos siglos pudieron concluir lo que ahora hemos deducido de los documentos del archivo secreto. El requerimiento es lo único que en verdad podía invalidar el permiso oficial y por entero específico; pero, antes que aferrarse hasta el final al terreno del requerimiento, el juez es llevado a desconocer las instrucciones escritas de Riccardi al Inquisidor de Florencia, tal como figuran en las actas:
Os recuerdo que es la intención de Su Santidad que el título y el objeto no sea sobre el flujo y el reflujo sino de manera absoluta sobre la consideración matemática de la posición copernicana relativa al movimiento de la Tierra, de modo que se pruebe que, salvo por la revelación de Dios y Su sagrada doctrina, sería posible salvar las apariencias con dicha posición, aclarando todos los argumentos contrarios que pudiere presentar la experiencia y la filosofía peripatética, de manera que jamás se conceda la verdad absoluta a esta opinión, sino sólo la hipotética, y fuera de las Escrituras (mayo 24 de 1631); el autor debió agregar las razones de divina omnipotencia que le dictara Su Santidad, destinadas a apaciguar el intelecto, aunque fuese imposible apartarse de la doctrina pitagórica (julio 19).
Cualquier tribunal superior tendría que haber revocado la sentencia y dispuesto la libertad del acusado, así como la iniciación de procedimientos contra el Gobernador del Palacio. Ya podemos conjeturar por qué los hechos atinentes al requerimiento tuvieron que ser continuamente mal representados, incluso al Papa en persona, por quienes estaban resueltos a llevar a Galileo a marchas forzadas al tribunal de la Inquisición. También vemos, de manera retrospectiva, por qué Galileo se mostraba tan confiado frente a la tempestad, de que no existía ni una sombra de caso legal en contra suya. Para que la hubiese, razonaba, necesitaríase no sólo documentos falsos sino que el Papa, se desdijese de lo manifestado; cualquiera de esas acciones era para él algo fuera de los límites de lo concebible. La verdad es que las autoridades se esforzaron para realizar ambas cosas. Aun para el estómago escurialista forrado de zinc había sido necesario cierto escamoteo.

VII

A través de su proceder, el juez no había hecho sino poner más aún de manifiesto la cuidadosa equivocación impuesta a todo el caso por la prohibieron del Index de 1616. Con la prudente sugestión de Matteo Barberini, el decreto habíase organizado como arma flexible. Para el público (en caso de que las autoridades hubieren de mudar de parecer), el texto oficial no presentaba sino la manifestación de que las nuevas ideas eran equivocadas y contra las Escrituras. Ese era el lado aplastado de la espada. Mas, siempre que les conviniese, esas autoridades mantenían en reserva el borde cortante proporcionado por los calificadores, la formaliter haeretica aplicada a la estabilidad del Sol. (A la Tierra permitíasele moverse algo à la rigueur, con tal de que el Sol también lo hiciera; tal la cómica conclusión de la sabiduría de ellos). Lo ve, pues ya no lo ve.
Pero no siempre se puede tener las dos maneras. Si las autoridades hubiesen sido lo suficiente atrevidas para atenerse a su dudoso requerimiento, habrían condenado a Galileo por motivos claros aunque limitados. Mas al blandir la prohibición originaron la fría pregunta: "De todos modos, ¿de qué herejía están hablando?" Cuya pregunta fue prontamente lanzada desde el campo gálico, al menos en forma privada. Descartes escribió a Mersenne en 1634: "Como no veo que esta censura haya sido confirmada por el Papa ni por el concilio, sino que proviene tan sólo de un grupo de cardenales, puede ser que aún le suceda a la teoría copernicana lo que a la de las antípodas, que en una oportunidad fue condenada de igual modo"[214].
Una vez formulada, la pregunta no tenía sino una sola respuesta. Y cuando comenzó a disminuir la sugestión en masa de la ciega obediencia inducida por los jesuitas, se hizo claro, y sobre todo a las mismas autoridades, que a esta altura mostrábanse ansiosas de salir del atolladero, que no hubo la menor herejía. Lo que puedan decidir trece cardenales constituidos en comisión consultiva no puede convertirse en cuestión de salvación y de fe. Puesto que el Papa habíase abstenido cómodamente de pronunciarse jamás ex cathedra sobre el asunto, nunca se había visto con derecho a blandir la espada forjada para la exterminación de la perversidad herética.
Si Galileo hubiera suscitado este punto, de pie en la sala del Minerva, le habría caído el techo sobre la cabeza. Empero habría tenido de su parte toda la jurisprudencia.
Pero tuvo que conservar su serenidad, lo mismo que el resto del mundo católico. Porque el Papa, de manera no distinta a aquella reina de España que dijo a su marido: “Puedo hacer príncipes de la sangre sin vos, pero lo que podéis hacer sin mí tiene otro nombre muy diferente", pudo convertir la opinión copernicana en herejía con su infalible pronunciamiento en cualquier instante; y eso hubiera resuelto la cuestión para bien de todos.
Pero no lo hizo, y ello deja el proceso a Galileo como algo curioso, extraño e inconcluso en la historia[215]. Semejante y estruendosa persecución teológica, combinada con timidez dogmática, ese arrastrar y patear a un hombre por sugerir su convicción científica, mientras las autoridades no osaban aseverar lo contrario, dejó a éstas doblemente aturdidas al final. No podían sembrar a los cuatro vientos de manera cómoda los verdaderos motivos —que Galileo había escrito en italiano y los había hecho aparecer estúpidos— o que el significado político representaba que los-jesuitas habían igualado el marcador con los dominicos por medio de un nuevo partido de fútbol cosmológico. Jamás revocaron la sentencia de prisión formal, y las últimas palabras registradas de la Congregación en 1638 son: “Sanctissimus rehúsa conceder nada (nihil concedere voluit)” y, por lo demás, jamás anularon la reducida pensión acordada al prisionero en tiempos más dichosos. Toda la representación va de acuerdo con las pomposas arcadas papales del período, conducentes a un vaciadero que antaño fue camino, o las imponentes puertas barrocas de la Campagna Romana, que inesperadamente se abrían desde un camino amurallado y soñoliento a un campo cubierto de cardos. También tiene ese aire persuasivo romano de contener un propósito, aunque no se halla visible ninguno.
La sociedad romana apenas tomó noticia del asunto, salvo para las ocasionales conversaciones pías con sus correspondientes suspiros acerca de lo perverso de las nuevas filosofías. Habla otros temas más absorbentes de que hablar aquel verano de 1633, tales como el baldaquín negro, tan magnífico, con sus columnas retorcidas y enormes, que acababa de ser inaugurado en San Pedro. En cuanto a la Ciudad Eterna en sí, anónima e impregnable, jamás habíale impresionado mucho la acción de sus autoridades, habiéndolo hecho saber una y otra vez por intermedio de sus voceros oficiales, Pasquino, Marforio y el Pie, cuya diplomática y vetusta inmunidad jamás ha sido puesta en duda, debido a que son de piedra[216]. La idea de que un hombre tenga que prometer que la Tierra no se mueve, si podía remediarlo, era demasiado interesante para no reparar en ella. Mucho más explícita fue la nota encontrada, algún tiempo después inserta justamente debajo de la cola del elefante absurdo y sumamente decorativo que soportaba un obelisco, que aún hace girar el lomo y mira asombrado hacia el monasterio de Minerva. La nota decía en buen latín: “Fratres Dominici, hic ego vos habeo” (Hermanos dominicos, aquí es donde os tengo). Las palabras procedían, por así decirlo, del corazón[217].

Capítulo 16
Consecuencias

A no ser por tu culpa el vino
Dulce fuera como el agua:
No indicio de sabor, ni señales
Ni promesas.
A no ser por tu pecado, ninguna lengua
Probado habría, salada como sangre,
La certeza entre
Esas uvas de Dios.
ARCHIBALD MAC LEISH
(Lo que dijo el vino a Eva)

I

La abjuración en sí no es en modo alguno la entrega y la desgracia moral que sostienen ser los jueces designados por sí mismos. Galileo sabía con exactitud qué podía decir y qué no, sin cometer el pecado mortal de perjurio, pues estaba mejor preparado que nosotros en moral teológica. De ahí, según sabemos a través de Buonamici, que se mantuviera firme al negar dos puntos, aun a riesgo de la estaca. Nunca diría que había engañado a nadie durante las negociaciones relativas a la licencia o que se hubiera desviado de la ortodoxia católica. Ambas cosas eran actos de la voluntad, y lo demás no.
Su verdadera manifestación, pues, equivalió a esto: “Si el Vicario de Cristo insiste en que no debo afirmar lo que conozco, tengo que obedecer. Por ello declaro que mi voluntad no habría en ningún punto cedido ante mi conocimiento. Ni siquiera Dios es capaz de impedir que mi razón vea lo que ve, pero por orden explicita de su Vicario puedo retirar mi pública adhesión a ello con el fin de evitar el escándalo entre fieles. Doy mi sumisión y mantengo mi verdad. En cuanto al asunto del requerimiento judicial, es vuestra mentira, y no mía, lo que me pedís que recite, y que caiga sobre vuestras cabezas. Sobre esto puedo afirmar que fue mi voluntad y ha de seguir siendo no situarme conscientemente en contra de la de la Santa Iglesia Apostólica. Por lo demás, la obediencia me obliga a decir en público lo que queráis”.
Esto es muy diferente de lo que el lector moderno lee en ello. Resulta ilustrativo que Castelli, torturado desde lejos por el pensamiento de que su maestro había consentido en cometer perjurio, respiró con mayor libertad al leer la fórmula. Lo cual no fue obstáculo para pensar de los jueces lo que había pensado, y aun escribirlo en el acto, a pesar de que debía cuidarse de los espías[218]; “Mi hermano fue sentenciado en virtud de la declaración de un testigo que obró con falsedad a cambio de un doblón y una comida, y así y todo, debemos vivir entre esos jueces, lo mismo que morir y lo que es más duro aún, guardar silencio. Inter hos judices tamen vivendum, moriendum, et, quod duruts est, tacendum. Conservadme en vuestro favor”.
Retractarse no era considerado degradación moral, sino una deliberada degradación social, y como tal quebrantó el corazón del anciano.

II

Pero no quebrantó su espíritu, como demostró con el tiempo, porque, aunque no esperaba que le fuera permitido publicarlo, en adelante proseguiría con la mayor de sus realizaciones científicas, Dos Nuevas Ciencias[219]. Ni siquiera contuvo los chispazos de cáustica ironía que se producían en ocasiones, llevando a sus enemigos a la furia, aunque ellos sabían de su amordazamiento y desamparo frente a sus refutaciones triunfantes. No hizo ningún misterio de lo que pensaba en cuanto a sus jueces y su criterio, sin que experimentara que su despectiva apreciación volvíalo insincero en su sumisión y lo apartaba de su comunión con la fe. Siguió orando y rogando a sus amigos que orasen por él. Hasta proyectó un peregrinaje a Nuestra Señora de Loreto, para repetir el realizado después de 1616, y sólo su salud le impidió llevarlo a término. Mas a hombres como Peiresc pudo escribir:
No espero ningún consuelo y ello es porque no he cometido ningún crimen. Podría esperar obtener perdón si hubiese errado; porque es a las faltas a lo que los príncipes pueden conceder indulgencia, en tanto que contra quien ha sido condenado siendo inocente, es propio sostener rigor, para hacer alarde de severa legalidad… Pero mi sacratísima intención, ¡con cuánta claridad aparecería si algún poder sacara a luz las calumnias, el fraude, las estratagemas y las argucias utilizados en Roma dieciocho años atrás para engañar a las autoridades! Habéis leído mis escritos y a través de ellos comprendido ciertamente el verdadero motivo que causara, bajo la fementida máscara de religión, esa guerra contra mí que de continuo me restringe y domina en todas direcciones, de modo tal que ni puede llegarme ayuda de afuera ni puedo salir a defenderme, habiendo sido emitida una orden expresa a todos los Inquisidores para que no se permita la reimpresión de obras publicadas ya hace años ni se conceda autorización para imprimir ninguna nueva si así lo deseare… orden rigurosísima y general, digo, contra todas mis obras, omnia edita et edenda; con lo cual no me resta sino sucumbir en silencio bajo la inundación de ataques, denuncias, burlas e insultos que vienen de todos lados[220].
Esto hace clara su posición. Había jurado ante la cristiandad que jamás consentiría una herejía; pero se consideraba no obligado en manera alguna a reconocer como de fe la decisión arbitraria y caprichosa que quebrantaba todas las constituciones de la Iglesia. Habíanle impuesto por fuerza una obligación deshonrosa; no iba a hacer honor a la promesa arrancada. Querían destruirlo, y hasta borrar su recuerdo. Lucharía a su vez con todos los medios a su alcance. Antes del mes de su partida de Roma, un ejemplar del Diálogo iba camino de Mathias Bernegger, de Estrasburgo, valiéndose de intermediarios de confianza, con lo que una traducción en latín hallóse lista para el público europeo en el año 1637.
No existe indicio más claro sobre la situación anárquica lograda por las autoridades con su parodia de legalidad que la resistencia del público a la prohibición[221]. Píos creyentes que jamás habrían tocado un folleto protestante, sacerdotes, monjes y aun prelados, rivalizaban entre ellos para la adquisición de ejemplares en el mercado negro y alejarlos así de manos de los Inquisidores. Un amigo escribe despectivamente desde Padua que Maese Fortunio Liceti ha entregado su ejemplar a las autoridades, con clara implicación de que sería el único en hacerlo. Como expresa Micanzio, la mayor parte de los lectores enfrentaría "la más grande indignación" antes de desprenderse de su volumen, y el precio del mercado negro se elevó desde el original medio escudo hasta cuatro o seis escudos en toda Italia (casi un centenar de dólares).
Esto degenera en una persecución indigna, que recuerda a los vigilantes de Keystone; tan pronto como los Discursos sobre Dos Nuevas Ciencias son autorizados por el obispo de Olmütz y más tarde en Viena —evidentemente bajo órdenes imperiales directas— por el padre jesuita Paullus, los demás jesuitas emprenden furiosa persecución contra el libro. “No me ha sido posible”, escribe Galileo a Baliani en 1639, “obtener un solo ejemplar de mi nuevo diálogo, publicado hace ya dos años en Amsterdam (tendría que haber sido ‘Leiden’). Empero, sé que circula por todos los países septentrionales. Los ejemplares perdidos deben ser aquellos que, tan pronto como llegaron a Praga, fueron adquiridos por los padres jesuitas, con el fin de que ni el mismo Emperador pudiese obtener uno”. Una explicación caritativa sería que sabían lo que estaban haciendo. Alguien por lo menos ha debido comprender que la labor de Galileo sobre dinámica prosiguió tranquilamente estableciendo las bases del sistema que habíasele prohibido defender. Pero eran como el valiente caballero de que habla Milton, que creyó poder encerrar a los cuervos cerrando las puertas del parque.
Ya no existe por fuerza aquí ninguna cuestión de autoridad espiritual ni de obediencia, sino simplemente de abusos administrativos cometidos por una policía del pensamiento cuyos decretos son ignorados o esquivados por cada ciudadano como mejor le sea posible, de un modo que no deja de traer a nuestra memoria las infracciones a la Ley Volstead. Sabemos que Galileo fue regularmente a confesar y comulgar, lo que prueba que recibió la absolución de su consejero espiritual por ignorar las excomuniones en potencia de Roma.
Observamos que la historia a esta altura podría parecer acontecimiento extraño a un católico moderno, en especial de los países anglosajones, quien, acostumbrado a la separación de la Iglesia del Estado, apenas puede imaginar cuáles serían sus reacciones si se dotara a su Iglesia de la autoridad secular, así como de la teológica. Para tal observador, Galileo podría parecer un protestante secreto que poco a poco es impulsado a rebelarse pero carece del coraje necesario para declarar sus verdaderos colores. Eso es un error en perspectiva. Galileo pertenece a un tipo muy específico, el católico anticlerical, tal como es común en la actualidad en países donde la resistencia a la intromisión de los sacerdotes en asuntos temporales ha procedido de un pueblo católico; una comunidad obediente en asuntos de doctrina pero presta a oponerse a que el Papa actúe como soberano, como hicieron sus antepasados al luchar contra los ejércitos papales. Hasta dónde podría llegar semejante resistencia y desobediencia aun dentro del sistema de la contrarreforma, lo demuestra la violencia de la controversia jansenista hace algunos años hasta el arrasamiento de Pont-Royal. Si Galileo hubiese vivido en la generación de Pascal, probablemente habría sido impulsado al campo jansenista por la acción de los jesuitas. Mas su figura, equilibrada entre dos eras, debiera verse mejor bajo la perspectiva del siglo XVI, al que pertenece su juventud.
Como Erasmo y como el mismo Copérnico, que vivieron y trabajaron sin preocuparse entre las vigorosas corrientes de la primera época de la Reforma, pertenece a la ecuménica, antigua y sencilla “comunidad cristiana”, sin poder resolverse a ver a los protestantes como “herejes apestados”, aislados en la mayor tiniebla, sino más bien como reformadores inmoderados, capeando el temporal del cambio político en sus propios países, que con el tiempo hallarían el camino de regreso a la Madre Iglesia una vez alcanzados sus fines.
¿Cuánto de católico tenía, en verdad, Francesco Guicciardini, quien escribió que le habría gustado muchísimo que Lutero exterminase todo el sistema vaticano con “su reinado de infames sacerdotes”, a no ser porque en ello iba envuelta su carrera? Por otra parte, ¿cuánto había de disidente en el Padre Paúl Sarni, íntimo amigo de Galileo, excomulgado, luchador implacable en favor de la soberanía veneciana? Fue empujado al otro lado de la estacada, pero, no obstante, no se separó. Las esperanzas de traerlo al campo protestante abrigadas por sir Henry Wotton se desvanecieron. “He llegado a la conclusión”, escribe Diodati de regreso, lleno de pesar, a París, “de que jamás llegará a volar la fortaleza” (qu’il ne soit jamais pour donner le coup de pétard)”. Ni como patriota veneciano ni como creyente, Sarpi pudo decidirse jamás a romper sus lazos con la catolicidad apostólica y sacramental y se atuvo a ella incluso después de haber sido excomulgado. Sus últimas palabras en su lecho de muerte fueron: “Esto perpetua", que más se refieren por cierto a la Iglesia ecuménica que a la República Serenísima. No hay duda que, al igual que Galileo, consideraba que llegaría la fecha en que un protestantismo serenado reuniríase sacramentalmente con una autoridad pontifical dignificada en un mundo de estados libres.
En cuanto a Galileo en sí no tenía nada de aquella viejecita irlandesa a quien un hombre del Ulster le ofreció el paraguas durante un aguacero y le dijo: “Gracias, muchas gracias, es usted muy amable; pero ¿qué beneficio me reportada siendo un paraguas protestante?”. Las cartas de Galileo a Bernegger y Diodati, lo mejor de sus postreros años en su dignidad y franqueza, son testimonio de la confianza que depositara en hombres a quienes consideraba portadores del futuro. ¿No había Francia, el país de adopción de Diodati, establecido con el edicto de Nantes, el símbolo de una era de reconciliación? Muchos habrán experimentado de igual modo en Italia durante el sombrío final de la guerra de Treinta Años. La dedicatoria de los Discursos sobre Dos Nuevas Ciencias al duque de Noailles, es en sí un legado a los franceses "ultramontanos", ya que las Repúblicas Italianas ya no existían.
Así la resignación y la aceptación de Galileo podían permanecer aún sin ceder, lo mismo en la certeza científica que en lo que él sabía contenido inalterable de su fe. Aunque habíasele ordenado no escribir ni hablar en modo alguno de cosmología, a riesgo de ser considerado hereje recalcitrante, y los inquisidores locales vigilaban a sus visitantes y su correspondencia, a través de sus informantes, pudo escribir a Francesco Rinuccini con ironía apenas disfrazada en 1641:
De seguro, las conjeturas con las cuales Copérnico sostuvo que la Tierra no está en el centro, caen hechas pedazos ante el argumento de la omnipotencia divina. Porque desde que esta última es capaz de realizar a través de muchos, ay, muchísimos modos, lo que, según nuestro modo de ver, no parece practicable sino de uno solo, no debemos limitar el poder de Dios y persistir obstinadamente en lo que podamos habernos equivocado. Mas, como sostengo que las observaciones y conjeturas de Copérnico son insuficientes, mucho más las de Tolomeo, Aristóteles y sus partidarios, me parecen elusivas y equivocadas, porque su falsedad puede ser probada sin ir más allá de los límites del conocimiento humano.
Aquí había suficiente "intención" no disfrazada para que hubiese ido a parar nuevamente a manos de la Inquisición y terminar sus días en los calabozos. Después de todo, había declarado formalmente durante el "severo interrogatorio" su creencia de que Tolomeo estaba acertado.
Los estudiosos del siglo XIX hallaron esa carta lamentable y nada digna, lo que muestra nuevamente cómo uno o dos siglos de impunidad pueden corromper la manera de enjuiciar. Si, pongamos por caso, en 1951 un científico ruso hubiese escrito que repudiaba toda la genética Morgan-formalista-cosmopolita-reaccionaria, en obediencia a las directivas del partido, que es infalible en su conducción de las masas levantadas en lucha, pero que estaba seguro al menos que Lysenko se encuentra bajo aviso… si hubiese escrito eso, lo describiríamos como heroísmo irresponsable. El estilo que era (y es) prudente adoptar bajo condiciones similares, puede verse en una carta enviada desde Roma a Galileo por Cario Rinucci en agosto de 1633. Luego de algunas referencias banales a los conciertos nocturnos de la embajadora en el jardín, prosigue como al descuido: “Se preparan cosas y música maravillosa, y un gran personaje, que figura a la cabeza de todo ello, me ha dicho que vendrá a cantar siempre que yo lo desee, siempre que le prometa también alguna conversación. Vuestra Excelencia podrá ver por esto cuántos se pondrían vuestra ropa y luego hablarían por cuenta propia. Bien, no diré más”. Se trata a todas luces de un mensaje cifrado, y así dicen las cosas quienes se cuidan de su seguridad personal Nos preguntamos quién podrá ser ese gran personaje.
Lejos de imitar su ejemplo, vemos a Galileo en 1641, ya ciego y próximo a la hora de su muerte, pero no fuera del alcance del inextinguible rencor de Urbano[222] cuando escribe a Fortunio Licet, no al amigo en esta oportunidad, sino a un gran pedante a quien ya ha provocado con su crítica irónica:
Ahora puede ser Su Señoría cuán difícil tarea será la de aquellos que desean hacer de la Tierra el centro de los círculos planetarios. Un lugar que podría ser, vamos al decir, centro de todos los planetas con excepción de la Luna, es más apropiado para el Sol que para ningún otro. Esto no es decir que los centros de los planetas deben tender a priori exactamente a su centro: más bien parecen situados hinc inde alrededor del Sol, pero con anomalías infinitamente menores que las que tendrían alrededor de la Tierra.
Según nuestros conocimientos, el hombre que escribió esto puede muy bien haber pronunciado el legendario Eppur si muove justamente en el salón de la abjuración. Y confiamos en que el Comisario General habría hecho todo lo posible para no oír.
El 20 de junio de 1633, Galileo fue entregado en custodia al arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini. Estaba proyectado que después de cinco meses iría a la cartuja de Florencia. Conmutada esta disposición le fue permitido trasladarse a su pequeña granja de Arcetri, donde habría de hacer frente a los restantes ocho años de vida y a la inminente ceguera, bajo arresto perpetuo en su domicilio.
Notas:
[1] Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo, de Galileo, traducción de Salusbury. Revisada,-anotada y con una Introducción de Giorgio de Santillana, Chicago; Imprenta de la Universidad de Chicago, 1963.
[2] Este era el titulo del folleto en su latín original.
[3] Esta carta, lo mismo que los demás textos cuya procedencia no se especifique, se hallarán en la edición nacional de Obras, de Galileo, por Antonio Favaro, en veinte volúmenes. La correspondencia se ha dispuesto en orden estrictamente cronológico, de tal modo que la fecha constituye suficiente referencia.
[4] La intimidad entre ambos hombres trasluce en su correspondencia, aun cambiada, como está, en severo tono oficial. En determinado punto, se cita el lenguaje directo de Vinta: Galileo, nelle cose tue tratta con me e non con altri, frase significativa tanto por su sentido como por la forma en que va dirigida.
[5] “Maese Roco Berlinzone” era el apodo de los jesuitas. La Sociedad había sido expulsada del territorio de Venecia a causa de intrigas políticas en el año 1606, por decreto del Senado. Anteriormente había sido desterrada de Francia en 1504, pero se le permitió regresar en tiempo de Enrique IV. Fue obligada a salir de Francia, y de España en 1767 y finalmente suprimida por el papa Clemente XIV en 1776. Tal supresión no fue revocada sino en 1814.
[6] Cf. Leonardo Olschki, Geschichte d. neusprachlichen wissenschaftlichen Litteratur, Vol. III; Galilei und seine Zeit (1927). Sobre el efecto en los círculos británicos, véase M. H. Nicholson, El Telescopio y la imaginación, en Filosofía Moderna, 1936, y Estudios de Filología (1935): y J. Jonhson, Pensamiento Astronómico en la Inglaterra del Renacimiento (1937).
[7] Esta cita y la siguiente son del Diálogo entre los Grandes Sistemas del Mundo (traducción inglesa; Chicago. Imprenta de la Universidad de Chicago —en adelante citada solamente como Diálogo)—, páginas 122 y 125; pero corresponden a secciones escritas mucho antes de 1630, con probabilidad en la época de su polémica con Magini. Por otra parte, sabemos que tales observaciones sarcásticas fueron proferidas con frecuencia por Galileo desde el comienzo de su polémica con las escuelas.
[8] Decimos incitado porque Magini estaba detrás de ello (véase la carta de Sertini, agosto 7, 1610, Ed. Naz. X, 411). Magini había alentado a su vez el panfleto cargado de odio de Martin Horky, que se volvió contra su autor. Puesto que el padre Müller, S. J., Galilei und die Katholische Kirche (1410) eligió citar sus observaciones personales, bien podría dar una idea de esta clase de polémica, dejándolo en latín, como hace Gibbons, con sus citas menos refinadas: Galileo, dice Horky, era impopular en Bolonia “quia capilli decidunt, tota cutis et cuticula flore Gallico scatet, cranium laesum, in cerebro delirium, optici nervi, quia nimis curiose et pompose scrupula circa Jovem observavit, rupti…”.
[9] El telescopio fue bautizado occhiale por Galileo, y en latín se convirtió en perspicillum, arundo optica, etc. El nombre griego de telescopio fue sugerido más tarde por Demisiano, miembro de la Academia de los Linces (cf. Rosen, “The Naming of the Telescope”, Isis, 1947).
[10] La poesía de Galileo, como la de Maxwell y Miukowski, casi no se encuentra en ninguna parte impresa, aunque las rimas de los dos últimos con partes del saber secreto de los físicos. Creemos nuestro deber reproducir aquí, en beneficio de quienes pueden leer italiano, el retrato del doctor a la manera de Bernesque:
Tu non lo vedi andar se non pe’ chiassi
Perla vergogna, o ver lungo le mura,
E in simili altri Inoghi da papnssi
E par ch’ei fugga la mala ventura;
Volgesi or da man manca or da man destra
Come un che del bargello abbia paura
Pare una gatta in una via maestra
Che sbalordita fugga le persone
Quando è caduia glu dalla finestra,
Che se ne corre via carpon carpone
Tanto che la s’imbuchi e si difenda,
Perchè le spiace la conversazione…
Perchè la toga non ti lascia andare
Ti s’attraversa t’impaccia t’intrica,
Ch’ è uno stento a poter camminare:
E però non par ch’ella si disdics
A quel che fanno le lor cose adagio
E non han troppo a grado la fatica.
Anzi han per voto lo star sempre in agio
Come a dir frati o qualche prete grasso,
Nemiei capital d’ogni disagio.
[11] Ver, e. g. Müller, op, cit. y la Enciclopedia Católica (New York: Appleton, 1910), art. "Galileo".
[12] "Liga de los Palomos" era la peripatética coalición encabezada por Lodovico delle Colombe, del que nos ocuparemos después. Puesto que Colombe significa "paloma", Galileo lo tildó con frecuencia de palomo.
[13] Un verso que habíase convertido en proverbio corriente: Gente a cui si fa notte innanzi sera.
[14] Carta a Galileo, agosto 11, 1611. La teoría prosiguió siendo presentada durante muchos años, y hasta Galileo tuvo que ocuparse de ella en su Diálogo, pp. 96 ss.
[15] La obra de Copérnico había sido anunciada antes de su publicación, en 1533, por Johannes Widmanstetter al papa Clemente VII, que había aprobado las ideas. También fueron favorecidas por el cardenal Schönberg, entonces presidente de la Comisión del Almanaque; y Tiedemann Glese, obispo de Kulm, ayudó a su publicación.
[16] Referencia mitológica a Linceo, uno de los argonautas, célebre por la agudeza de su vista.
[17] Carta a Gallanzoni, junio 16; a Cigoli, octubre 1 de 1611. Gallanzoni era secretario del cardenal Joyeuse, y la carta de catorce páginas es evidentemente destinada al mismo cardenal, así como a Bellarmino.
[18] Didacus à Stunica (Diego de Zúñiga), monje español, había escrito un comentario acerca del pasaje de Job: "El que ha detenido la tierra sobre el vacío". Galileo había pensado, a su vez, en este pasaje, como aparece en sus comentarios marginales a Colombe. El "erudito doctor" de la carta del cardenal es a todas luces Nicolás de Cusa.
[19] Las Congregaciones actuaban como equivalente de nuestras comisiones de Gabinete y de Senado, mas cada una de ellas encabezaba a su vez un departamento. Cuando no las presidia el papa celebraban sus reuniones en el domicilio de algún otro miembro. La Congregación del Santo Oficio era la más importante, y corresponde más o menos a nuestro Consejo de Seguridad Nacional. Sus miembros eran por entonces los cardenales Bellarmino, Veralli, Centino detto d’Ascoli, Taberna (di S. Eusebio), Mellini, Gallamino (d’Aracoeli), Bonsi (di S. Clemente), y Sfondrati (di S. Cecilia), “por la gracia de Dios, cardenales de la Santa Iglesia Romana, e Inquisidores Generales en toda la comunidad cristiana contra la depravación hereje.
[20] Cremonini se refleja en los textos de historia como la abstracta imagen del pedante, pero fue en su época un personaje vivido y lleno de colorido, sucesor de Francesco Zabarella, habíase convertido en la lumbrera de la filosofía paduana, en su condición de vigoroso y sistemático maestro de la auténtica doctrina peripatética, que, por supuesto, llevaba en sí la no creencia en la inmortalidad del alma individual humana. Había defendido con vigor los privilegios de la universidad contra los intentos de los jesuitas de poner pie en la enseñanza, y en dos oportunidades fue desafiado por la Inquisición, a la cual desconoció valido de su posición de inmunidad, garantizada por el estado veneciano. De allí en adelante se consideró mejor política no proseguir el caso contra su persona. Su sueldo de dos mil florines era el más elevado, y doble del asignado a Galileo en mérito a sus descubrimientos. Vivía a lo grande, con “numerosos criados, dos carruajes y seis caballos”. Tocante a su actitud personal acerca de Galileo, se halla expresada de la mejor manera en una carta de Paolo Gualdo: “Le dije al encontrarlo en la calle: ‘El señor Galileo se muestra sumamente apesadumbrado de que haya escrito usted todo un gran volumen que se refiere al firmamento, a la vez que rehúsa mirar a sus estrellas’. Y contestó: ‘No creo que las haya visto nadie sino él y, por otra parte, eso de mirar a través de lentes, me marearía. Basta, no quiero hablar más de ello. Pero ¡qué lástima que el señor Galileo se vea envuelto en esos trucos de entretenimiento y haya olvidado nuestra compañía y su seguro refugio de Padua. Puede que tenga que lamentarlo’”.
[21] A qualche giustificazione de’casi suoi. Esta se produjo tan sólo cuatro años más tarde, en una carta de Guicciardini, fechada diciembre 5, 1615. La carta de Galileo a Gallanzoni, que fue mostrada a Bellarmino, evidentemente no produjo la menor impresión.
[22] Fue Kepler quien señaló más tarde la evidencia de duda en los comentarios de Olavius sobre Sacrobosco, escritos poco antes de su muerte, en 1612. Ello se ve confirmado por las confesiones del padre Kircher (ver n. 6, p. 244). Pero los jesuitas disponían de otras líneas de retirada, como veremos más adelante.
[23] Para la explicación del problema véase capítulo 3.
[24] Carta a Cesi, junio 30, 1612.
[25] Los aristotélicos tenían razón sin duda en este punto. Los epiciclos no casaban con ningún sistema de filosofía natural, y constituye uno de los misterios más singulares de la historia que Galileo rehusara la ayuda ofrecida por Kepler con su teoría acerca de las órbitas elípticas. La excentricidad de Marte se halla presente en su imaginación; las ideas de Kepler son discutidas entre sus amigos, pero nada acontece (ver páginas 169 y 170 y la llamada N.º 10).
[26] La principal razón astronómica de Tycho (aparte de las frívolas físicas (véase páginas 12 y 62) fue que no había podido descubrir un paralaje estelar ni siquiera de medio minuto, que removiese las estrellas a una distancia de al menos ocho millones de semidiámetros de la Tierra; en tanto el último círculo de Saturno no Iba más allá de doce mil. Esto, a su vez, y dado los aparentes diámetros estelares, habría hecho a las estrellas mayores aún que el sistema solar. Tycho había insistido en que los planetas brillaban con su propia luz, lo que los diferenciaba de la Tierra. El telescopio demostró ahora que los aparentes diámetros estelares se debían a la irradiación y también que Venus se hallaba a oscuras cuando el Sol no la alcanzaba.
[27] E. Naz., IV, 445.
[28] Leonardo Oslchki; Geschichte d. neusprachlichen wissenschaftlichen Litteratur, Vol. III: Galilei und seine Zeit (1927).
[29] “Los cultos son acosados por los ávidos de conocimientos, tal como lo son los ricos por los pobres que se agolpan a sus puertas”. (Carta de Nozzolini. Ed. Naz., VI, 698).
[30] Véase páginas 94 y 106
[31] Llegó a poder de Francis Dacon a través de Toby Matthews, quien escribió desde Bruselas: “Tengo la pretensión de enviarle copla de una carta que Galileo, de quien estoy seguro habrá oído hablar, escribió a un monje de mi conocimiento… A un procurador General en plena ciudad, y a uno tal como el ocupado en los más arduos negocios del reino, podría parecer fuera de lugar que lo interrumpa con un tópico de esta naturaleza. Pero sé suficientemente bien, etc.”.
[32] Estos motivos fueron recalcados en la prédica de la contrarreforma hasta nuestros días como contramedida al desarrollo del pensamiento secular: Diceva bene ar Caravita er prete: Il Libri so’invenezione der demonio. Dunquem fijoli mii, no’li leggete. G. G. Belll. (El sacerdote lo dijo bien en el oratorio de Caravita; los libros son invento del demonio, por lo que, hijos míos, no los leáis).
[33] La propia poesía burlesca de Galileo, que hemos citado en la página 27, expresa una de ellas en su último verso. Los doctores, dice, se han dedicado a vivir a sus anchas, “no menos que si fuesen frailes o crasos sacerdotes, enemigos mortales de todas y cada una de las incomodidades”.
[34] La palabra adombrare es utilizada aquí en el mismo sentido antiguo que en el Purgatorio, de Dante XXXI, 144 y no en su más corriente, que a su vez se encuentra en el inglés adumbrate (sombrear, oscurecer).
[35] Los documentos del archivo de la Inquisición se hallan en el volumen XIX de la edición nacional de las Obras de Galileo, por Favaro. Pero, como han sido reproducidos a su vez por L’Epinois y Berti en sus anteriores publicaciones del legajo, nos referimos a ellos en cuanto a número del folio auténtico, que se hallará en las tres obras.
[36] Esto era prudencia con respecto al arzobispo y el uso que pudiere hacer de sus palabras, no con relación al Vaticano, pues Galileo había enviado ya el verdadero texto de la carta por intermedio de Dinj, el 16 de febrero de 1615; pero no fue tenido en cuenta. Algunos historiadores modernos, como monseñor Marini, que al parecer no conocieron los escritos de Galileo sino en base a informes policiales, encontraron en el término "pervertir" otra prueba de la arrogancia de Galileo.
[37] Sarpi es el padre Paolo, de Milton "el gran desenmascarador del Concilio de Trento", quien "observó que los primitivos concilios y obispos se limitaron a declarar qué libros no eran recomendables, sin ir más allá y dejando a la conciencia de cada uno leerlos o hacerlos a un lado", (Areopagítica). Paolo Sarpi (1552-1618) había sido amigo de Sixto V y de Bellarmino, mas la controversia sobre el interdicto veneciano los había separado. Excomulgado por la Curia, sus agentes intentaron secuestrarlo y aun asesinarlo el año 1607. Hasta el final continuó actuando como consejero de la República de Venecia y líder en la lucha del estado contra las reclamaciones del Vaticano, ya que defendió las antiguas y republicanas libertades Ecclesiae contra los jesuitas y el absolutismo de los papas. "El nuevo nombre de ciega obediencia inventado por Loyola", escribió, "siempre fue desconocido por la Iglesia y por todos los buenos teólogos, hace desaparecer la característica esencial de la virtud que procede por determinado conocimiento y elección, expone al riesgo de ofender a Dios y no excusa al que ha sido engañado por el gobernante espiritual".
No es necesario expresar que la amistad de Galileo con Sarpi no implicaba relación de ninguna especie con las actividades políticas y religiosas del último. Sarpi era uno de los grandes eruditos de su tiempo: habíase mostrado fuertemente interesado en las teorías físicas de Galileo y hasta había colaborado en sus experimentos. Estaba seguro de que la teoría de Copérnico sería aceptada eventualmente como cierta y llegó a manifestarlo así en su opinión escrita al Senado veneciano, luego de la prohibición de 1616. Nada de eso interesó a Caccini. La simple mención de Sarpi era un baldón efectivo y sabía que iba a surtir efecto en Roma.
[38] Debemos admirar otra vez la técnica. Caccini manifiesta que le entregó la Carta a Castelli para su lectura; en consecuencia, sabe que la posición de Galileo es exactamente lo contrario. "La interpretación literal de las Escrituras", se dice en ella, "conduciría a grandes herejías y hasta a blasfemias, tales como que Dios posee manos y ojos, que se halla sujeto a afecciones corporales tales como la ira, el arrepentimiento, el odio y aun el olvido y la ignorancia". Mas, al llamar a Jiménez como fuente independiente, de quien puede suponerse que no conoce el texto de Galileo, se da a sí mismo amplia difusión. Toda la deposición representa tan grande masa de enredo e indirectas y conversación de doble sentido, que un sumario no le hace justicia.
[39] El investigador dejó a un lado por propia iniciativa la proposición acerca de las cosas compuestas de "vacua", cualquiera sea su significado. Caccini no la había mencionado y parece haber llegado a la conclusión de que Jiménez vino a inventarla como buen expediente. La otra proposición acerca de los milagros ha sido dado por Caccini y no por Jiménez, con lo cual no quedaban sino dos proposiciones: las concernientes a la sustancia y los atributos de Dios, como en verdad existen en Aquino. Los compinches habían mezclado ligeramente sus señales en el infortunado periodo de ocho meses transcurridos desde la declaración de Caccini, en marzo.
[40] Las observaciones efectuadas en el manuscrito por el examinador están bien claras. Han sido anotadas, por lo menos en su mayoría, en la edición de L’Epinois de los documentos del proceso.
[41] J. Brodrick, Vida y Obra del Beato Cardenal Roberto Francesco Bellarmino, S. J. (1928), II, 353.
[42] El único punto que no se pone de manifiesto en la declaración es que los galileistas trataron de persuadir a un jesuita inclinado en favor del copernicismo para que predicase un sermón refutando a Caccini, sin conseguirlo. Al padre Brodrick le parece muy perverso. De todos modos, podría haberlo encontrado debidamente reseñado en el relato de Wohiville, entre otros, incluso un pequeño detalle olvidado por Caccini, a saber: que un jesuita al que no se nombra, estaba deseoso de hablar, habiéndoselo impedido, al parecer, el arzobispo Marzl Medidi. Por el mismo estilo, el podre Brodrick nos pide que interpretemos que la carta de Lorini no es (página 355) "una denuncia oficial de Galileo, que Lorini mismo escribe al cardenal Sfondrati que no desea se considere como tal, sino tan sólo como información particular para gula de las autoridades”. El distinguo es completamente interesante, mas puede dejar perplejo a más de uno. Nos encontramos en toda época con esta clase de cosas; pero hemos tratado este caso particular nada más que para que se nos exima de nuevas discusiones y polémicas.
[43] Bellarmino fue beatificado por Pío XI el 13 de mayo de 1923 y canonizado en 1930.
[44] Cf. Dante, Parad, XII, 126:
Io son la vita di Bonaventura
da Bagnoregio, che nei grandi uffici
sempre posposi la sinistra cura.
[45] Los disidentes, averroístas y aristotélicos de más estricta observancia, entre los que figuraba Cremonini, no disentían sino en puntos que nada tenían que ver con el presente problema, como la eternidad del mundo y la inmortalidad del alma. Existía una escuela "científica" que trataba su propio modo, en la que habíanse distinguido Pomponazzi y Zabarella: pero en el alineamiento de ideas que estamos considerando, su influencia iba contra Galileo. Aun pertenecían al círculo de pensamiento aristotélico, con influencia estoica, y se hallaban a la par con otros “independientes” sobre el problema antimatemático, así como contra el consenso de los humanistas. El hecho de que fueran considerados "científicos" a su propio modo, no ayudaba en nada al vocablo, puesto que las obras de Pomponazzi fueron quemadas en público por impías. Con ello no pudo menos que aumentar la confusión en la mente del pueblo acerca del significado de la ciencia.
[46] Diálogo, pp. 68-69.
[47] Filolao fue un pitagórico de la segunda generación (siglo V antes de Jesucristo) quien sugirió por vez primera que la Tierra puede ser un planeta que gira alrededor del centro del universo, que él se imaginaba ser un fuego central. También enseñó la pluralidad de los mundos no habitados. Los críticos modernos han dudado de la autenticidad de los pocos fragmentos transmitidos en sus escritos, pero sus razones no son convincentes (cf. G. de Santillana y W. Pitts, “Philolaus in Limbo”, Isis, Vol. LXII, n. 128 (julio 1951).
[48] Diálogo, pp. 378-70.
[49] Pero nuestra experiencia resulta tardía y lastimosa al comprobar cuántos de nuestros sacerdotes y doctores han sido corrompidos por el estudio de los comentarios de jesuitas y sorbonistas, así como la rapidez con que infundieron la corrupción al pueblo, (Areopagitica, Milton).
[50] Tal es el resumen de C. II. McHwaln en su Introducción a las Obras Políticas de Jacobo I (Cambridge, Mass., 1928), pp. XLIX y LVI.
[51] Al comenzarse el proceso del padre Oglivie, en 1613, los libros de Bellarmino y Suárez se hallaban sobre la mesa del juez. Preguntado si creía las doctrinas enseñadas en los mismos, la respuesta fue afirmativa y condenóselo a muerte. Tal uno de los casos en que el rey Jacobo I procedió de manera innegable como un emperador romano.
[52] La batalla de los libros prosiguió durante largo tiempo, tomando parte en la contienda eruditos doctores. Las montañas se esforzaron para producir nuevas montañas; así fue Bellarminus Destructus, B. Enervatus, B. Defensus, B. Vindicatus. Los teólogos se dijeron unos a otros que cerraran la boca, en varios lenguajes y de manera violenta e inútil. Fue desde Refutación de Ciertos Absurdos, Falsedades y Locuras, etc., por F. T., hasta la Epphata a F. T., de Collin y luego del Enmudecimiento de F. T. a la Epphata del doctor Collins y así sucesivamente. No necesitamos extendernos sobre las revelaciones del doctor Titus Ontes. Surtieron su efecto, que fue más trágicamente serio. Dos siglos más tarde, los hombres de edad declamaban contra "Roma, Romanismo y Rebelión".
[53] Una vez establecida por San Agustín la necesidad de la gracia de Dios para la salvación, toda teoría o decisión ética desarrollada sobre la base de la omnisciencia y la omnipotencia de Dios estaba llamada a sumirse en un torbellino de dificultades lógicas. Una manera de desviarse del mismo consistía en hacer como Calvino y seguir la línea de manera inflexible hacia la conclusión de la predestinación, sin tener en cuenta el mérito o la fe, así como la condenación de las criaturas. A un dominico escocés podría resultarle todo muy simple, pero el verdadero evangelista pronto habriase rehusado a seguir la lógica hasta su punto más extremo o, diríamos tal vez, a comenzar desde la sombría asunción de la absoluta indigencia y vileza del individuo, tal como se expresa en el famoso símil de Jonathan Edwards sobre la "aborrecible araña". Hasta los dominicos de Bañes lo evitaron; habían descubierto una entidad denominada "premonición física" que no era predestinación del todo. Pero el terreno formal continuaba muy resbaladizo, tal como señalara Molina.
El punto técnico (dicho de manera demasiado breve) es éste. Dios es la Causa Primera y ninguna secundaria puede actuar con eficacia, a menos que Él lo haya predeterminado. Por otra parte, puesto que las causas secundarias no pueden actuar sino movidas por la Primera, la concurrencia de Dios con sus criaturas debe concebirse como antecedente y no tan sólo simultánea. No se trata de una moción sino de una "premoción", y puesto que Él constituye un ser omnipotente cuyos decretos son irresistibles, esa "premoción" es una "fuerza de la Naturaleza; en este sentido: es una "premoción física". Ahora bien, Dios ha determinado la voluntad del individuo para resolver por sí mismo. Ello es un caso de promoción física. Pero correspondiéndole en la esfera sobrenatural se halla la gracia eficaz (no meramente suficiente), y correspondiendo a ambas en la mente de Dios se halla la predeterminación, por la cual, desde toda la eternidad, decretó influenciar a Sus criaturas de tal y cual manera, sirviéndose de premociones y gracias eficaces de infinita variedad, mas todas infaliblemente seguras de su efecto. Dios prevé todo cuanto ha de hacer el hombre en los dictados de Su divina voluntad, porque el hombre no puede actuar sino en virtud de esos dictados. Contra esto, Molina y Bellarmino habían creado para el preconocimiento de Dios del futuro condicionando el término scientia media porque abarca todos los objetos que no se hallan en el reino de la pura posibilidad ni, hablando estrictamente en el reino de la actualidad. Son actuales en el sentido de que existirían, dadas ciertas condiciones. A la luz de semejante conocimiento, Dios prevé desde toda eternidad la actitud que la voluntad del hombre adoptará bajo cualquier combinación de circunstancias concebible y solamente entonces, aunque la relación no es temporal sino ontológica, resuelva distribuir Sus gracias según Su voluntad. Gracia suficiente en este esquema no difiere realmente de eficaz o irresistible, siendo perfectamente adecuada en sí para fines de salvación, pero Dios prevé que unos y otros a quienes les es ofrecida la rehusarán de modo infalible.
[54] Véase el artículo "Bellarmin" en el Diccionario Histórico y Crítico, de Pierre Bayle (1697).
[55] Sectarios de Pelagio, monje del siglo III A. D., cuyo nombre original era Morgan. Había negado prácticamente el efecto del pecado original, manteniendo que el hombre es bueno por naturaleza y no necesita la ayuda de la gracia divina para su salvación. Su doctrina fue condenada por el concilio de Efesos, en el año 431.
[56] De ascensione mentis in Deum.
[57] Fuligatti, Vida del Cardenal Bellarmino (Roma, 1824), pág. 92.
[58] Aquino no esperaba en realidad un verdadero sistema matemático más cercano al diagrama homocéntrico de Eudosio que a los epiciclos antinaturales de Hiparco; por otra parte, no era mucha su creencia en las esferas de cristal que Aristóteles había intentado construir, según Eudosio. Pero pensaba con toda razón, que cualquier sistema físico debía ser homocéntrico.
[59] De ascensione mentis in Deum, VIII, 4.
[60] Ver página 58
[61] Se trata del joven Buonarrotti, poeta distinguido y sobrino de Miguel Angel. Resultó un amigo constante en la adversidad. Mario Giaducci era secretario de la Academia Florentina y posteriormente escribiría, junto con Galileo, el Discurso sobre los Cometas.
[62] Había sido una esperanza del momento. Sixto mostrábase inclinado a la prohibición. Olivares, embajador español, escribió lo que sigue: “Los cardenales de la Congregación del Index no se atreven a manifestar a Su Santidad que la enseñanza de la obra está sacada de las de los santos, por temor a que les dedique algo de su temperamento brusco y coloque en el Index a los santos mismos”. Aún después de la época de Sixto, "el torbellino consagrado", parece haberse extendido por Roma el sentimiento de que el Index fue una suerte de malaventura administrativa que acontecía más pronto o más tarde a cualquier autor de temas serios y que era cuestión de esperar hasta que cambiara de nuevo la conducta oficial. De los tres teólogos de la Inquisición que actuaron como expertos en el proceso contra Galileo, dos de ellos incurrieron después en prohibición, siendo uno de ellos, Oregio, cardenal.
[63] Monseñor Ciámpoli Giovanni era un recluta reciente del Círculo de galileístas. Joven y brillante latinista, estaba indicado para una gran carrera. “Me parece imposible”, había escrito a Galileo, "que nadie puede dejar de estimarse después de haber frecuentado vuestro trato. No existe mágica superior a la belleza de la virtud y al poder de la elocuencia: oíros es ser convencido por vuestra verdad, y para todo cuanto esté a mi alcance me tendréis a vuestro servicio”. Cumplió su palabra y siempre se mantuvo a su lado, como veremos después.
[64] Ver página 51.
[65] Los cardenales Bellarmino, Bonsi, Barberini y Del Monte eran toscanos, y habían prestado juramento de fidelidad al Gran Duque. También lo fueron Dini y Ciámpoli.
[66] Ingoli, abogado muy estimado y polímata al servicio de la Propaganda Fide, sometió un contra resumen que fue considerado excelente por las autoridades (cf. Ed. Naz., VI, 510). Puede inferirse su nivel de razonamiento geométrico a través de esta observación: "El punto del centro estará a mayor distancia de la superficie de la esfera que ningún otro del interior de ésta y un paralaje correspondiente mayor: pero la Luna tiene un paralaje mayor que el Sol; en consecuencia, el Sol no puede hallarse en el centro.
[67] Carta de Gallanzoni, junio 26, 1611. (Ed. Naz., XI, 131).
[68] Aquino expresa que según se dice los cielos se mueven naturalmente por carecer de repugnancia hacia el movimiento circular, pero sin embargo no poseen inclinación a ello (es decir, no cuentan con potencia activa hacia el movimiento sino solamente pasiva), y se mueven de manera sobrenatural porque el motor, que es un ángel, es un motor voluntario. En cuanto al punto anterior, es decir, la ubicación del Infierno, continúa siendo una grave dificultad en nuestro tiempo si consideramos "graves opiniones". El estado actual de la cuestión puede contemplarse a través de la autorizada pluma del padre J. Hontheim, en la Enciclopedia Católica, (Nueva York, Appleton, 1910). Por ella vemos mejor cómo estaba llamada a trabajar la mente de los Calificndores del Santo Oficio: “La Sagrada Escritura parece indicar que el Infierno se halla situado en el centro de la tierra, puesto que descríbelo como abismo al cual descienden los malos. Incluso leemos que la tierra se abrió y los malos se hundieron en tal abismo (Num., XVI, 31 sqq./Ps., LIV. 16; Is., v, 14; Ez., XXVI, 20; Fil., II, 10, etc.). ¿Es ello simplemente una metáfora para ilustrar el estado de separación de Dios? Aunque Dios es omnipotente, se dice que mora en el Cielo, porque la luz y la grandeza de las estrellas y del firmamento son las más brillantes manifestaciones de Su esplendor Infinito. Pero los condenados son desterrados en forma permanente de la presencia de Dios; de ahí que se diga que su lugar se halla lo más alejada posible de Su morada y, en consecuencia, oculta en los negros abismos de la tierra. Empero, no se ha proporcionado ninguna razón convincente para aceptar una interpretación metafórica con preferencia ni significado naturalísimo de las palabras de las Escrituras. De ahí que los teólogos acepten en general la opinión de que el Infierno se halla en realidad en el interior de la tierra”.
El auto prosigue luego expresando en forma tentativa su propia opinión, según la cual sabemos que existe un Infierno pero no dónde se halla ubicado exactamente. Más tarde dice: “Más allá de toda duda, la Iglesia enseña la eternidad de las penas del Infierno como una de las verdades de la fe que nadie puede poner en duda sin manifiesta herejía. Mas, cuál es la actitud de la mera razón hacia esta doctrina? Tal como Dios debió fijar alguna fecha para el día del juicio, luego del cual todos entramos en la segura posesión de una dicha que jamás volveremos a perder en toda la eternidad, resulta igualmente apropiado que, vencido dicho plazo, los malos serán privados de toda esperanza de conversión y de dicha. Porque la malicia de los hombres no puede obligar a que Dios prolongue el plazo señalado para la prueba y les conceda una y otra vez sin limitación el poder de decidir su suerte eterna. Cualquier obligación de proceder de tal modo sería indigna de Dios, pues volveríalo dependiente del capricho y de la malicia humana, privaría a Sus amenazas de gran parte de su eficacia y ofrecería el fondo más amplio y los incentivos más poderosos a la presunción humana… Según el mayor número de teólogos, el vocablo "fuego" señala un fuego material y por ello auténtico. Nos asimos a esta enseñanza como absolutamente cierta y correcta. Empero, no debemos olvidar dos cosas: desde Catarino (f. 1653) hasta nuestros días, nunca han faltado teólogos dispuestos a interpretar metafóricamente el vocablo "fuego" de las Escrituras, como si denotase un fuego incorpóreo; en segundo lugar, la Iglesia no ha censurado hasta ahora sus opiniones. Algunos padres también pensaron a su vez en una explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y otra vez del fuego del Infierno y no existen razones suficientes para utilizar el vocablo como simple metáfora. Se nos arguye: ¿cómo puede el fuego material atormentar a los demonios o al alma humana antes de la resurrección del cuerpo? Pero si nuestra alma se halla tan pegada al cuerpo que resulta agudamente sensible al sufrimiento del fuego, ¿por qué resulta imposible a Dios omnipotente unir hasta el espíritu más puro a alguna sustancia material, de manera que sea capaz de sufrir un tormento más o menos similar al dolor del fuego que el alma pueda sentir en la tierra? Esta respuesta indica, en todo lo posible, cómo podemos formarnos una idea del dolor del fuego que los demonios sufren. Los teólogos han elaborado diversas teorías sobre el tema, que, sin embargo, no es nuestro deseo detallar aquí (cf. el muy minucioso estudio debido a Franz Schmld, “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1801, q. III; también de Gutberiet, “Die poena sensus”, en “Katholik", II, 1901, 306 sqq., 385, sqq.)”.
[69] Entre los argumentos contra Galileo citados por Campanella en su Defensa de Galileo (1622) se halla éste: “La Sagrada Escritura nos aconseja no buscar ‘nada más allá ni intentar conocer’ que ‘no saltemos los límites establecidos por los padres’, y que ‘el diligente investigador de lo majestuoso se ve dominado por la vanagloria’. Galileo desoye este consejo, sujeta los cielos a su invención y levanta toda la fábrica del mundo conforme a su placer”.
[70] No osaron pronunciarse en el delicado asunto de la metafísica, pero no quisieron llegar a nada sobre un arreglo. Cuando el cobarde Lucas Valerio, el único matemático entre ellos, intentó apartarse de su defensa de Galileo, después del decreto, lo expulsaron de los “Linces” por indigno.
[71] Ver página 47.
[72] Ed. Naz., XII, 159-60.
[73] Resulta una circunstancia curiosa y paradójica… que como pieza de exégesis bíblica, las cartas teológicas de Galileo sean muy superiores a las de Bellarmino, en tanto como ensayo sobre el método científico la carta de Bellarmino es mucho más sana y moderna en sus puntos de vista que las de Galileo” (J. Brodrick, Vida y Obra del Beato Cardenal Roberto Francisco Bellarmino, S. J., [1928], II, 360).
[74] Este libro vio la luz en 1617 y fue reimpreso innumerables veces y traducido a numerosas lenguas. San Francisco de Sales lo alabó sin límites. Como hemos manifestado con anterioridad, se convirtió en libro de lectura devocional favorito del archienemigo de Bellarmino, el rey Jacobo de Inglaterra. Pero también excitó alguna cólera entre ciertos religiosos que encontraron críticas a su orden, aunque siempre muy suaves. En 1625, un monje llamado Gravina publicó —nada menos que en la propia Nápoles— un libro intitulado Voz turturis, o La Voz de la Paloma, Declaración concerniente al Florecimiento hasta Nuestro Tiempo de las Ordenes Religiosas de los Benedictinos, Dominicos, Franciscanos y Otras. Fue contestada por un jesuita francés con una andanada: Jaula para la Tórtola que Gallardea sobre la Quejumbrosa Paloma de Bellarmino. La contrarrespuesta de Gravina fue intituladla: La Doblemente Poderosa Voz de la Paloma, que Reitera la Floreciente Situación, etc. luego del Colapso de la Jaula de Cierta Persona Desconocida. Ignoramos cómo continuó el tiroteo literario.
[75] Como ya se ha dicho, son los puntos de vista de Galileo los que se han convertido en doctrina oficial de la Iglesia a partir de la encíclica Providentisimus Deus, de 1893, siendo en verdad rechazados los de Bellarmino, aunque su autor fue canonizado después.
[76] Cf. A. Ricci-Riccardi, Galileo y Fray Tomás Caccini; Correspondencia inédita. (1902). La carta está fechada Enero 2, 1615.
[77] Habría sido en verdad el momento de sacar las leyes de Kepler, por lo menos las dos primeras, ya publicadas. Pero la ignorancia (o el ignorarlas) de las leyes persigue a Galileo a través de los años como ironía del destino. Probablemente tenía sobre su anaquel la Astronomía nova de 1609, pues existe evidencia de que Kepler se la había enviado y esperaba en vano sus comentarios (Carta, Opera omnia, ed. Ch. Frisch. (Franckfort, 1858-71], II, 489). Pero, sin poder evitarlo; desconfiaba de las fantasías cosmológicas de Kepler y habrían sido necesarias mucha fe y no menos labor para dar con los descubrimientos de la órbita de Marte, profundamente enterrados como están en tan singular tomo. Kepler reconoció más tarde que él mismo había experimentado dificultades con ello: “Mi cerebro se cansa”, dice, “cuando trato de comprender lo que he escrito, y me resulta difícil redescubrir la relación entro las figuras y el texto, establecidas por mí mismo”. (III, 146). Galileo parece haber oído a alguien (Cesi o Cavalieri) una mención casual de las órbitas elípticas, pero ello debe haber puesto en movimiento un mecanismo protector en su propia mente, porque su teoría necesitaba círculos como realidad física.
[78] Ensayo sobre la moción de la Teoría Física desde Platón a Galileo, (1908). Traducido al inglés bajo el título Teoría de la Realidad Física, (Nueva York, 1962).
[79] “Tenemos el interés puesto en el universo de verdad y no en uno de papel”, observa impaciente Salviati en el Diálogo, y resulta un verdadero pinchazo para la temprana forma dogmática de positivismo de Duhem. Lo cual explica en extenso la causa de que la importante obra de Duhem en termodinámica fuera olvidada con tanta rapidez.
[80] Cf. Astronomia nova, de Kepler (Opera omnia, ed. Frisch, VI, 450).
[81] Poseemos algunos de esos memorándums para las autoridades (Ed. Naz., V, 351-66). Son los primeros borradores de los argumentos que se desarrollan en el Día Tercero del Diálogo. Son impersonales y desapasionados al punto de que ya no reconocemos a su autor detrás de ellos. Es como si la tensión emocional de aquellos días se hubiera resuelto en una mayor claridad objetiva. Igualmente poseemos los nombres de "aquellas personas" a quienes fueron dirigidos, a través de las declaraciones de Galileo en 1633. Eran los cardenales Bellarmino, Bonsi, d’Ascoli, S. Eusebio y Aracell. Ninguno hizo nada.
[82] Según resultó, Tomas Caccini jamás alcanzó la recompensa que consideraba adecuada a sus méritos. Luego de haber aceptado y abandonado un par de pequeñas promociones que le habían sido otorgadas, se vio embarazosamente envuelto en una lucha entre la duquesa de Sforza y el cardenal Borghese. Una carta suya en la que se obligaba para con la duquesa, cayó en manos del todopoderoso cardenal y tuvo que abandonar Roma. Aunque intentó una y otra vez unirse al poderoso, jamás ascendió en la jerarquía, terminando sus días en 1648, como prior de San Marco, en Florencia.
[83] Carta de Giovnnni Bardi, junio 14 de 1614. De ella tenemos prueba independiente. Grienberger había escrito también el mismo año a un amigo de Galileo a propósito de la controversia sobre cuerpos flotantes que, a no ser por la deferencia que veíase obligado a mostrar por orden de sus superiores hacia Aristóteles, habría expuesto claramente su pensamiento sobre el tema, en el que Galileo estaba perfectamente acertado. Este no era el único caso, agregó, en que podía probarse el error del Estagirita.
[84] Ver pág. 107
[85] Parece plausible, pues, suponer que a Caccini se le ordenó tranquilamente que fuese a presentar disculpas a Galileo por la primera imputación e informarse si el acusado se mantenía o no firme en cuanto a la segunda y en qué espíritu. Resulta difícil ver su visita del 6 como una coincidencia.
[86] La redacción de las "proposiciones" no es de lo más feliz. Más tarde veremos su procedencia. Pero al menos ha proporcionado material maravilloso para los casuistas. En 1840, el padre M. B. Olivieri, representante de los dominicos (véase también pág. 170) dióse a probar que la condenación de Galileo había sido de acuerdo con la razón y la religión". Está presto a reconocer (en contra de otros apologistas que consideran eso una calumnia) que Galileo continuó siendo copernicano —obstinado y prematuro— en tanto abjuró del copernicismo en 1633. Su punto es que la redacción de las proposiciones condenadas debió haber sido efectuada con profunda sabiduría, pues proporcionaba a Galileo la oportunidad de retractarse sin cambiar de parecer. Galileo pudo jurar en 1633, sin perjurio, que jamás había creído: que (1) “el Sol se halla en el centro del mundo”, porque si mundo significa universo, el Sol no está en el centro; y si significa Tierra, el Sol no está en el centro de ésta; que (2) “el Sol permanece inmóvil”, porque él mismo ha demostrado su rotación. Además pudo jurar en buena conciencia que jamás había creído que (3) “la Tierra no está inmóvil”, porque es inmóvil con relación a los objetos que se mueven sobre ella; que (4) “se mueve sobre sí misma y además con un movimiento diurno”, porque la primera parte de lo manifestado no se refiere de manera explícita al movimiento diurno, y, en el caso de la revolución anual de la Tierra no puede decirse con sentido que lo baga girando sobre sí misma (demasiado cierto); por lo tanto, es tan sólo su movimiento a través de la atmósfera lo que se excluye. No estamos seguros de haber hecho justicia a este último punto, extenso y laborioso en el original.
[87] Ver pág. 39.
[88] El decreto hace una distinción entre la hipótesis científica y la interpretación teológica, que no existe en los considerandos de los Calificadores. Esa distinción se ve en la suspensión de Copérnico, frente a la de Foscarini. “Pablo V era de opinión de que se declarase a Copérnico contrario a la fe; pero los cardenales Caccini y Matteo Barberini se opusieron al Papa y lo contuvieron con las buenas razones que alegaron” (del diario de G. F. Buonamici [Ed. Naz., XV, III]). Ello se ve confirmado por las propias palabras de Barberini a Nicolini dieciséis años más tarde: “Esas dificultades que evitamos a Galileo cuando éramos cardenales”. Aparte de la antedicha distinción, queda el hecho de que la prohibición es dispuesta por la secundaria Congregación del Index, e informa communt, sin superior endoso. Todo ello supone profunda estrategia, nacida de las reflexiones de la prudencia —tan profunda en verdad que permanece oculta para la mayoría de los contemporáneos, quienes consideraban que todo lo que Roma declarara falso y contrario por completo a las Escrituras equivalía a prohibición dogmática. De ellos nos ocuparemos más tarde. Los textos oficiales son en su mayor parte de la traducción inglesa de Gebbler y han sido comparados con los originales.
[89] La Inquisición romana no era, como la española, con su Consejo Supremo y su Gran Inquisidor. Era realmente una comisión de la Curia y estaba establecida en manera principal para mantener dominados a los obispos. De ahí que existiese una cantidad de Cardenales-Inquisidores (seis por lo común) que actuaban como directorio pero con facultad para intervenir personalmente. El cargo permanente más elevado era el del Asesor, que parece haber actuado en general como enlace con la Curia. En ocasiones hubo por sobre éste un Cardenal-Secretario. La verdadera responsabilidad ejecutiva descansaba en el Commissarius Generalis, que tenía que ser dominico, y en su personal, compuesto de vicecomisario, dos coadjutores y cierto número de ayudantes. (Véase también el número 2 de la página 38).
[90] Galileo sabía algo mejor que discutir con los príncipes de la Iglesia cuando no lo consultaban sino que expresaban su considerada opinión, aun de modo privado. En estas semanas, Matteo Barberini, que era su amigo y protector, había dado en el curso de una conversación su respuesta acerca de la teoría de las mareas, que más tarde volveríase famosa (ver página 149). “Al oír Galileo esas palabras”, escribe el cardenal Oregio, que era uno de los testigos, “permaneció en silencio con toda su ciencia, y así demostró que no menos digna de alabanza que la grandeza de su ánimo era su pía disposición”. No debemos dudar de la palabra de Oregio, puesto que fue uno de los tres expertos elegidos en 1633 para resolver acerca del Diálogo, al que encontró condenable.
[91] Véase folio 398 de las Actas, donde Galileo acusa recibo en 1632 de su llamada a Roma (cf. op. 231) con una declaración escrita y firmada de su puño y letra. Esta es autenticada por cinco eclesiásticos de la Inquisición y el conjunto legalizado por el canciller del Santo Oficio, de Florencia. Hasta eso fue un sustituto del requerimiento formal, como veremos. Los intentos para que se sirviese un requerimiento en debida forma durante el juicio de Vergerio, 1546-47, —frente a un acusado que se negó a aceptarlo, dio lugar a toda suerte de incidentes cómicos y de procedimientos en su reemplazo. En caso de interrogatorio, el notario y los testigos no tenían que firmar, mas el documento debía ser legalizado por el mismo principial en debida forma: “Io N. N. ho deposto come sopra”.
[92] O más bien falta muy poco, y eso sin que se oculte. Así, dos folios contiguos, pertenecientes a la misma hoja doble, han sido cortados con gran perfección, antes de la primera numeración, si bien dejando amplios márgenes que nos recuerdan su existencia. Siguen inmediatamente después de la copia falsificada por Lorini de la Carta a Castelli (fol. 346). Existe otra media hoja la primera mitad, cortada de igual manera, dando frente a la página 376, que contiene la propositio censuranda. Igualmente ocurre con las páginas 431, 455 y 495.
[93] Estas páginas (folios 378v y 379r), una frente a la otra, son el reverso de la segunda página en blanco del informe de los Calificadores (folio 377) y el recto en blanco de lo que forma la segunda mitad de la página 357, correspondiente a la declaración de Caccini. Ésta es otro modo de realizar las transcripciones también: cf. las referentes a las órdenes papales 352v y la de una página no numerada, que sigue a la 354. El procedimiento seguido es por completo regular en cuanto concierne a la primera parte (la orden del papa a Bellarmino del día 25), pues el original de la misma suponíase en el Decreta y aquí se halla sólo para información. Mas luego se desliza con engañosa casualidad en la segunda parte, datada febrero 26, que es el requerimiento mismo y que debería haber sido conservado en el original.
[94] Ni siquiera pretende ser una copia exacta sino una paráfrasis, como se ve por las abreviaturas nada usuales “dicha opinión”, así como “dicho Galileo”, que se refieren directamente al decreto de la Congregación acabado de citar, pero que estaría fuera de lugar en protocolo independiente.
[95] Esto no quiere decir que debiera acusarse recibo de todos los mandatos de la Inquisición, habiendo abundancia de ejemplos en contrario. Pero se acusa en casos inmediatos (por ejemplo, no hacer abandono de la ciudad hasta nueva orden). Aun así son refrendadas por funcionarios de categoría. Cuando el Inquisidor las impartía desde su sede, iba acompañado por sus ayudantes en calidad de testigos. “Pero aquí, de seguirse instrucciones superiores, tenemos un requerimiento sobre asuntos de intención que será dado únicamente en caso de resistencia. De aquí que esperemos topar con: “Io G. G. ho recivuto precetto come sopra e, prometto di obbedire”. Decir que el reconocimiento no fue necesario equivale a decir que el requerimiento fue servido sin la objeción que lo motivase y entonces sería grave irregularidad, combatible sobre dicha base únicamente.
[96] Hemos dicho con anterioridad y debemos recalcarlo ahora, que el primer historiador católico, de que sepamos, que ha encontrado la existencia de algo anómalo acerca del documento, es el profesor Reusch. Observa que no hay en modo alguno registro regular de un requerimiento. Lo que fue tomado como tal; agrega, es un Registratur, vale decir una nota efectuada por el notario de la Inquisición e incorporada a las actas, como referencia a un documento inexistente aquí. Sherwood Taylor, también historiador católico, acepta esta definición.
[97] De lo que era dicho corrientemente poseemos también un documento en la carta enviada por Mateo Caccini desde Nápoles, el 11 de junio: “La Congregación del Index publicó un decreto contra la opinión de Galileo, después de una consulta realizada en la Congregación del Santo Oficio, en presencia del Papa, y en cuya reunión el señor Galilei abjuró”. Este minucioso relato que induce a error, es parte de una carta que reexpide noticias recibidas de Roma; sabemos de sus excelentes contactos (“Mi queridísimo amigo el Secretario del Santo Oficio”, dice en otra parte). De tal modo, no es un rumor tonto sino una indiscreción fuertemente acreditada que proviene directamente de círculos dominicos o a él asociados. Ello hizo que Mateo Caccini se apartara de Galileo como si fuese hombre señalado, y muchos otros hicieron lo mismo.
[98] El original de este certificado ha sido hallado en el legajo de Bellarmino del Archivo Secreto y publicado por Favaro (Ed. Naz. XIX, 348). Demuestra que el Cardenal ha escrito originalmente en la línea del medio “sino que” (si bene che) y luego, comprendiendo que esto podría no ser lo suficientemente explícito, lo ha raspado y reemplazado por “sino que sólo” (ma solo che).
[99] Una manera frecuente de sepultar el problema consiste en decir, o implicar, que los seglares han hecho mucha alharaca con respecto a alguna abreviación en los procedimientos y que Galileo, seglar a su vez, puede no haber comprendido muy bien lo que tenía lugar. Pero el juez que redactó la sentencia en 1633 no era lego por cierto y podemos verlo caminando sobre ascuas en cuanto a ese requerimiento. Lo positivo es que la irregularidad parecería más chocante al ojo avezado que a nosotros. Las autoridades vaticanas del siglo XIX tampoco se sintieron muy cómodas sobre el particular, porque (no obstante el compromiso a que llegaron con el gobierno francés cuando los archivos austriacos fueron devueltos desde París) no publicaron sino algunos documentos seleccionados, con los cuales monseñor Marini tejió una ingeniosa apología en 1860; y no fue sino mucho más tarde cuando llegaron a la conclusión de que más se ganaría con la publicación que con el ocultamiento. De ahí que alentaran a M. de l’Epinois para que publicase la reproducción íntegra en 1877.
[100] Es lo que sabemos por el diario de Buonamici (página 218, final).
[101] Habría sido de interés del cardenal, como pariente y florentino, prevenir no oficialmente al Gran Duque de que, no obstante lo decoroso de los procedimientos, Galileo no había salido muy bien y que no debiera ser alentado ni demostrársele demasiado favor. En vez escribió: “Puedo asegurar a Vuestra Alteza que Galileo ha salido en situación excelente… y he querido que lo sepáis, pues es de esperar que sus enemigos no desistirán de su maquinación, ya que no han logrado su objetivo de este modo”. El mismo tono se advierte en la carta de Cesi: “Que ladren en vano”.
[102] El origen de este error procede de una versión sumaria, de mano desconocida, que precede a las Actas en el legajo oficial, y fue al parecer preparada como resumen para la reunión de la Congregación de Junio 16 de 1633, que iba a adoptar una resolución acerca del proceso. Decía en realidad: “habiendo visto ambas proposiciones en el libro sobre las Manchas Solares, etc.”. El autor del sumario se ha visto confundido por la contigüidad de dos documentos diferentes en el legajo. Uno de ellos, según hemos visto. (fol. 375v) era una instrucción para que se examinase las Cartas sobre las Manchas Solares. Sigue inmediatamente detrás de la declaración de Attavanti. La siguiente (fol. 276r), la circular de convocatoria referente a la propositio censuranda, tal como fue enviada a los RR. PP. DD. en Teología, el 19 de febrero, convocándolos para las catorce horas treinta minutos del martes 23 de febrero. El desliz es natural en quien resume de manera apresurada una colección incompleta. De haber sido confeccionado el legajo correctamente, no habría ocurrido el error. Lo que falta entre los dos items son las minutas de la Congregación de marzo 18, que originó todo el procedimiento. Pero de este importante documento no se ha encontrado copia en parte alguna.
[103] Cf. De Coelo, 293 b 30, 296 a 26-29, b 2-3.
[104] Cf. Discurno, de Colombe: “se noi consideriamo ciascun ciclo secondo sè tutto”, etc. En otro lugar, Colombe ridiculiza la teoría “que fuerza a la Tierra a moverse alrededor del centro debido a accidente y jamás al centro de acuerdo consigo misma”
[105] Hartmann Grisar, Galileistudien, p. 33. Los nombres de estos distinguidos expertos (algunos de los cuales habían alcanzado en verdad considerable fama en las controversias teológicas de años anteriores) figuran firmados como sigue en el protocolo:
Petrus Lombardus, Arzobispo de Armacanus.
Fr. Hyacintus Petronius, Sncri Apostolici Paiatti Magister.
Fr. Raphnel Riphoz, Theologiae Magister et Vicarius generalis ordinis Praedicatorum.
Fr. Michael Angelus Segs., Sacrae Theologiae Magister et Com.s S.ti Officii.
Fr. Hieronimus de Casalimaiori, Consultor S.ti Officii.
Fr. Thomas de Lemos.
Fr. Gregorius Nunnius Coronel.
Benedictus Jus.mus, Societatis Iesu.
D. Raphael Rastellius, Clericus Regularis, Doctor theologus.
D. Michael a Neapoli, ex Congregatione Cassinensi.
Fr. Iacobus Tintus, socius R.mi Patris Commissarii S. Officii.
"Seg" significa Segizi, comisario general de la Inquisición; "Jus", Giustiniani, el único jesuita del comité, que contenía mayoría de dominicos, como era costumbre en cuestiones de teología.
[106] Que el resultado es inescrutable, lo concede cómicamente el padre Oliveri (página 147). Lo hicieron peor aún que sus superiores en un punto. La proposición sometida había sido: el Sol está en el centro y por eso inmóvil; borraron “por eso” para reemplazarlo por completamente”, como para dar seguridad formal de que le era totalmente desconocido el contenido de los descubrimientos, teorías y cartas teológicas, en que se daba notable importancia a la rotación del sol.
[107] Véase la observación del padre Grienberger citada en pág. 109. Volveremos sobre el tema en la 249. Monseñor Majocchi escribió en 1919: “Las autoridades dieron simplemente a Galileo una lección de positivismo”. Lo cual es certísimo. Virtualmente fue así… el sentido comtiano de las palabras. (Augusto Comte, sus escritos y palabras; positivismo). Para ceñirse al hecho histórico, empero, debiera hacerse notar que en los argumentos que Campanella oyera utilizar contra la teoría de Galileo, once en total, no existe mención alguna de lo expresado por los historiadores modernos de la Iglesia, vale decir, que la teoría no fue suficientemente probada. Hasta donde sabemos, sólo el padre Grienberger la utilizó para motivar su abstención.
[108] Algunas de ellas han sido recogidas en una traducción inglesa anónima (por Mary Allen Olney): Vida Privada de Galileo a través de las Cartas de Sor María Celeste (Londres, 1870). Pero mucho de la calidad del original está llamado a perderse en toda traducción.
[109] De la Hermana María Celeste a Galileo, 21 de diciembre de 1623 (ibid).
[110] Estas líneas, repetimos, son citadas raras veces; empero, fuera de su distinción clásica, poseen interés a causa de su sentido, que es sin querer profético. Los descubrimientos de Galileo de nuevos objetos en el cielo, y aun las manchas del Sol, son expuestos como un ejemplo de cómo la grandeza y la gloria, que se estima hallarse por encima de los cambios de fortuna, demostrarán eventualmente su debilidad, y tendrán que apesadumbrarse… y cómo hasta el Argos de cien ojos permite que algo se le escape. “La verdad es desagradable para el poderoso: el enemigo es a menudo más útil”
Cum Luna caelo fulget, et auream
Pompam sereno pandit in ambitu
Ignes coruscantes, voluptas
Mira trahit, retinetque visus.
Hic emicantem suspicit Hesperum,
Dirunque Martis sidus, et orbitam
Lactis coloratam nitore;
Ille tuam, Cynosura, lucem.
Seu Scopii cor, sive Canis faciem
Miratur alter, vei Jovis assecias,
Patrisve Saturni, repertos
Docte tuo Gallieae vitro.
At prima Solis cum reserat diem
Lux orta, puro Gangis ab aequore
Se sola diffundit, micansque
Intuitus radiis moratur
……………………
Nil esse regum sorte beatius,
Mens et cor acque concipit omnium
Quos larva rerum, quos inani
Blanda rapit specie cupido.
Non semper, extra quod radiat jubar,
Splendesci intra: eespicimus nigras
In sole (quis credat?) retectas
Arte tua, Galileae, labes.
Sceptro coruscas gloria regi
Ornata gemmis; turba satellitum
Hinc inde procedit, colentes
Officciis comites sequuntur.
……………………
Fugit potentum limina Veritas,
Quamquam salutis nuntia: nauseam
Invisa proritat, vel iram:
Saepe magis juvat hostis hostem.
[111] Suidas fue un comentador alejandrino de los últimos tiempos, autor de un diccionario de curiosidades filológicas y otras.
[112] Alguien ha observado que Suidas y Sarsi fueron los profetas de los proyectiles dirigidos, lo que no es así. Hablaban de huevos.
[113] En esto parece, igualmente, epígono en la línea de Sixto V, pues éste, mientras no era sino Felice Peretti, había dado a un visitante inglés la impresión de ser “el cardenal más humilde y avieso que jamás se haya visto en un horno”, pero, una vez coronado con el triregnum, habíase vuelto un “torbellino consagrado” y terror de la Curia.
[114] Cf. el despacho de Niccolini, junio 12, 1642.
[115] De la carta destinada a Cesi, de enero 8 de 1624. Tenemos, por otra parte, lo que sigue, en el memorándum de G. F. Buonamici, de 1633: “El cardenal Zollern alentó a Galileo diciéndole que el Papa le había recordado su defensa en favor de Copérnico en época de Pablo V y asegurándole que, aunque más no fuere por el debido respeto a la memoria de Copérnico, jamás permitiría que en su tiempo fuese declarada herética dicha opinión”. Como el documento de Buonamici es inexacto en varios pormenores en cuanto a los hechos de 1633, esta referencia permanece en duda. Por lo demás, tal documento contiene manifestaciones confidenciales que no pueden haber sido comunicadas sino por el propio Galileo (tales como sus condiciones para sobrellevar la abjuración): la referente al cardenal Zollern debe ser una de ellas. Los cumplidos para con Copérnico reservados para un auditor germano están de acuerdo con la diplomacia de Urbano por entonces. También concuerdan con otra parte de la manifestación anterior. Del memorándum de Buonamici, véase n. 5. p. 246.
[116] El cardenal Antonio Barberini, Sr., ha puesto sobre aviso contra una dificultad, como que Copérnico había hecho de la Tierra un astro. Galileo y Castelli asegurándole que el asunto podía ser arreglado. Es difícil para los modernos advertir el rígido conservadurismo capaz de coexistir en los círculos oficiales con el aparentemente libre fermento de ideas. La Facultad de Teología de París, que en Francia ejerció la mayor parte de las funciones de la Inquisición, condenó en 1624 las tesis antiaristotélicas de tres candidatos y el parlamento dispuso, en consecuencia, la destrucción de las mismas y la expulsión de los candidatos. Pero, aparte de las tesis doctorales, toda clase de ideas hallaba su expresión. Desde el punto de vista ventajoso de las autoridades, “las novedades” no podían parecer sino una perturbación local muy limitada en el curso ordenado del aprovechamiento escolar. Según cómputos de Wolynski, se publicaron dos mil trescientos treinta trabajos sobre astronomía entre 1543 y 1687, lo que nos lleva a la época del Principia, de Newton. De ellos sólo ciento ochenta eran copernicanos. (Véase Archivo storico italiano, 1873, p. 12).
[117] Del memorándum de Buonamici. (Ver n. 4, pág. 239).
[118] El origen de esto y lo siguiente se encuentra en la Carta a Ingoli y el Prefacio al Diálogo sobre los Grandes Sistemas del Mundo. Tenemos a la vez las instrucciones de Riccardi al encargado de dar la licencia y el texto de Oregio, al que nos referimos con posterioridad. Inútil es decir que no existe texto de la conversación y que no hemos hecho sino hilvanar referencias indirectas del modo que nos ha parecido más plausible.
[119] Los historiadores generalmente datan esta idea según la conversación de 1630. Pero hemos visto (página 119) que es mencionada en el Praeludium, de Oregio, del que hemos parafraseado la manifestación citada más abajo. El pasaje en cuestión, de acuerdo con Berti, figura también en la primera edición de 1629. De aquí que los argumentos sean datados por lo menos de 1624, y probablemente, como implica Oregio, se utilizaron por vez primera en 1616.
[120] Las dos últimas sentencias son las que cita Galileo como conclusión del Diálogo, provenientes de una “elevada autoridad”, y debemos asumir que esa cita es fiel.
[121] Esta observación, y otras con el mismo fin, figuran escondidas en el texto y no parecen una respuesta directa a los argumentos del Papa.
[122] Kepler había integrado la lista como defensor de la memoria de Tycho contra Scipiene Chiaramonti y su Antitycho. Al defender las observaciones de Tycho tocante las nuevas estrellas, hacía sin quererlo el juego a los jesuitas, necesitados de Tycho por diversas razones. Ello fue el comienzo de una diferencia sensible entre los dos científicos, que perjudicó su amistsd. Galileo apoyó a Chiaramonti (sobre los cometas, si no sobre las nuevas estrellas) al menos de modo indirecto, por razones tácticas y más tarde fue apuñalado por la espalda por el otro, en premio a sus esfuerzos. Fue un caso del que Galileo mismo había sido prevenido: “Con el fin de defender un error, nos vemos obligados a cometer cien más, sin que al final pueda demostrarse nada”.
[123] La historia de las leyes de Kepler durante el siglo XVII permanece sumamente oscura. Descartes jamás había oído de ellas al morir, como tampoco Mersenne, quien todo leía y a todos conocía. Horrocks supo, pero nada publicó en su corta vida. Bullialdus fue el primero en anunciarlas en Francia, sin excitar mucho interés, en 1630; luego las discutió Wallis; y ello nos lleva muy próximos a su adopción por parte de Newton en 1666.
[124] El Saggiatore fue denunciado a la Inquisición en 1625 y se presentó una moción en la Congregación para que fuese prohibido. Mas el padre Guevara, general de los teatinos, informó en su favor, explicando que ni siquiera la opinión sobre el movimiento de la Tierra, mantenida con la debida sumisión, habríale parecido carente de razones para ser condenada. (Guiducci, en su carta desde Roma, abril 18 de 1625).
[125] Lo que él y sus amigos pensaban realmente del antedicho grupo de consultores se expresa raras veces en las cartas. Pero el buen Guiducci, que estaba aún entonces siendo engañado por la “magnánima” conducta de Grassi, escribió, aprobando la Carta a Ignoli (véase más abajo): “Me place vuestra idea de desembarazaros de esa gente, alegres asesinos de la cortesía y la caridad. Debe exponerlos sin piedad”. La frase italiana, “che la cortesia e pietá ascrivono a lor trofei”, dice más aún en su tersura: “quien cuenta la cortesía y la piedad entre sus trofeos”, lo que implica no sólo matar esas virtudes sino ponerlas como ejemplo, exageradas.
[126] Véase carta a Cesare Maralli, diciembre 7 de 1624: a Cesi, diciembre 24 de 1624.
[127] Véase página 91. Kepler había escrito también la respuesta de una copia llegada hasta él.
[128] “Lettera sopra il candore della luna”. Debiera decirse que estas palabras están escritas para afianzar la intolerable prolijidad de Fortunio Liceti. Pero Galileo se muestra amablemente dispuesto a reconocer la misma debilidad.
[129] La traducción de Salusbury, en que hemos basado nuestro texto inglés del Diálogo (Chicago; Imprenta de su Universidad, 1953), es mejor, luego de corregida y no obstante sus defectos, que ninguna de las modernas. Aunque hubimos de modernizar y abreviar las frases, el texto conserva una medida de su espíritu original. Tiene en sí el sereno desarrollo del pensamiento del siglo XVII, con esa ingenuidad peculiar que se perdería en cualquier imitación. Lamentablemente, Salusbury no es Thomas Browne. Es un grito lejano de sus esfuerzos para trasladar a la elegancia de la prosa jacobina el estilo del original italiano, pieza maestra de la producción barroca. La armonía galileana es exactamente igual a la de Monteverdi y Palestrina, en tanto que Salusbury es en el mejor de los casos un organista de pueblo. Lo peor es que su traducción resulta tristemente indigna de confianza. Él es, además, una especie de artista. De los hechos concernientes a su persona no poseemos casi nada más; sin embargo, se nos presenta en su Introducción de manera más vivida de lo que puede hacer un biógrafo. Hasta el texto muestra de su personalidad más de lo que serla permisible. Le gusta hacer resaltar su erudición, que es bastante, y su exactitud, que es más dudosa. Ataca con dureza la traducción latina de Bernegger en cada error insignificante, demostrando de ese modo a sus protectores la necesidad de su trabajo; al mismo tiempo, y cada pocas páginas, se remonta en vuelos de inexactitud que nos harían dudar de su cordura. Una indiferencia familiar hacia los originales fue común a todos los traductores del siglo XVII, de lo que son testigos Florio y Addington; debe admitirse a la vez que el original italiano, con sus engañosos adverbios y sus anacolutos es capaz de inducir a error al más preparado. Pero cuando, como en este caso, se trata de un argumento cuidadosamente razonado, uno se maravilla acerca de lo que haya pensado el traductor al leer la tonterías por él escritas. Existe sospecha de que jamás las leyó.
[130] Micanzio escribió en 1632: “Con qué hermosura habéis dado vida a nuestro querido Sagredo. Dios me valga, es como si hubiese vuelto a oírlo hablar”.
[131] Diálogo, pág. 456.
[132] Ibid., pp. 471-2.
[133] Ibid., p. 146.
[134] Especialmente como fueron dichas a Campanella, a quien el Papa conocía muy bien como apasionado antiaristotélico, copernicano incorregible y autor de una Defensa de Galileo, impresa en Alemania en el año 1622.
[135] El texto de las instrucciones se reproduce en la página 270.
[136] Es una cuestión sumamente compleja, el que Riccardi, con todos sus temores, no hiciera nada acerca de la conclusión, que retenía para arreglarla, según reconoció. Existía en el texto una falta de estilo que podía reconocer como cualquiera. Habría sido fácil para él dar al argumento final una forma más adecuada, tal como hemos bosquejado en la página 149, según la frase de Oregio. Más tarde diría a Magalotti (página 167), que había habido en el original “dos o tres argumentos inventados por Nuestro Santo Padre mismo”, que fueron omitidos en lo impreso. Lo cual no fue evidentemente así, pues la Comisión Preliminar no sostuvo ese cargo. Riccardi no buscaba sino un pretexto para la parálisis mental que lo invadiera ante el texto. Una explicación podría ser ésta: que Galileo le había manifestado que era exactamente como el Papa la había deseado; y en verdad es muy posible que Urbano, enemigo de la pedantería, pueda haberle dado el punto capital del argumento en las pocas palabras que encontramos en el texto. Por lo demás, Galileo puede haber considerado hábil lisonja unir “esa admirable y verdaderamente angélica doctrina”, con otra, “igualmente divina”, tomada directamente de las Sagradas Escrituras, e insistido en su concisión como parte del efecto retórico. Está bien claro que Riccardi advirtió que el efecto no se había obtenido; pero a él correspondía someter el texto al Papa y solicitar una revisación, lo que jamás hizo.
[137] El padre Schelner, jesuita alemán de Ingolstadt, gozaba de buena reputación como astrónomo y otrora había sido amigo y corresponsal de Galileo. Pero la rivalidad, enconada y hasta cierto punto sin fundamento, en cuanto a la precedencia en el descubrimiento de las manchas solares, habíalos separado desde las cartas de Schelner a Mark Welser, publicadas en 1612 bajo el seudónimo de Apelles y la respuesta de Galileo, Cartas sobre las Manchas Solares, de 1613. Al escribir el Diálogo, Galileo sabía que Schelner preparábase para recibir la polémica, de veintidós años de duración, con un ataque de frente contra los copernicanos en un tratado intitulado Rosa Ursina. El tratado estaba destinado a retribuir a Galileo, no sólo las quejas personales de Schelner sino la derrota de su compañero de orden, Horatio Grassi, en el Saggiatore. Galileo, pues, no se abstuvo de atacar las teorías de Schelner por adelantado mientras escribía el Diálogo. Lo cual hizo, aparte de algunas mordaces observaciones sobre las cartas de Apelles —señalando un breve tratado anticopernicano de Lecher, discípulo favorito de Schelner y utilizándolo como blanco para su refutación destructora. El procedimiento fue polémicamente efectivo y legitimo por completo; hasta vino a ser una respuesta en lugar de un contraataque preventivo, porque el libro de Schelner vio la luz antes que el Diálogo. Fue más bien Schelner quien pudo lanzar ese contraataque preventivo realizando campaña contra el Diálogo dos años antes de su publicación y con una idea adecuada de su contenido. Lo que empeoró la situación fue que, según el padre Athanasius Kircher admitió más tarde (véase página 249), Schelner era copernicano de corazón y sacrificó por entero su conciencia científica a la conveniencia política de sus superiores. Su enemistad no era sólo la del rival sino la del hombre que se había vendido en sus creencias.
[138] El Papa volvió a manifestar ellas después que "la comisión había sido constituida fuera de lo común, con objeto de ver si sería posible no llevar el asunto ni Santo Oficio" (despacho de septiembre 18). Ahora bien, como veremos por el informe de la comisión, los diversos cargos contra la transgresión de Galileo no contienen la menor referencia a la Inquisición. En verdad se reconoce que podían implicar simples correcciones en el texto. Es solamente en virtud de un nuevo documento descubierto por el Santo Oficio que brota la posibilidad de persecución. Lo cual llega incluso a negar el alegato del Papa.
[139] Carta de Torricelli, septiembre 11 de 1632. Véase pág. 177.
[140] “Sería un asunto del que jamás veriais el fin si entablaseis disputa con estos padres, pues son tantos que la extenderían por todo el orbe y, aunque estuviesen equivocados, jamás lo concederían… tanto más cuanto que no son amigos de nuevas opiniones”. (Enero 27, 1620).
[141] Véase página 189. Las demás consideraciones se infieren de las palabras del Papa Existe a su vez una carta desesperada de Campanella, de octubre 22: "Si fuese a escribiros todas las razones e intereses que los mueven contra vos, debiendo ser todo lo contrario, os veríais sacudido con no poa violencia. Ex arcanas eorum sacris et politicis. Mas no fue admitido… " Son las razones expuestas posteriormente en el Tractatus syllepticus, de Inchofer, donde se dice en verdad que es más criminal no creer en la inmovilidad del Sol que en la inmortalidad del alma. ¿Hasta dónde influyeron tales razones en la promoción del escándalo? Apenas existe insinuación en los documentos contemporáneos. Ni siquiera observadores de afuera, como Buonamici, Peireso, Gassendi y sus informantes, vieron en la crisis otra cosa que el odio personal. “Le Pére Schelner luy a joué ce tour, ut creditur”. Esta opinión se repite en todas partes. Mas en lugar de apaciguarse después del proceso, el movimiento anticientífico gana impulso sin cesar en las décadas siguientes y ello demuestra que las decisiones politicas se habían producido, al menos inmediatamente después de 1632. En 1693, sesenta y un años después de los acontecimientos, Viviani, por entonces muy viejo, solicitó permiso para publicar una edición corregida del Diálogo. Ya se había dado al público Principia, de Newton. Más he aquí lo que le dijera el padre Baldigiani: “Aquí en Roma existe un movimiento general contra los físicos. Se llevan a cabo reuniones extraordinarias de cardenales y del Santo Oficio, y se habla de una prohibición general contra todos los autores de las nuevas físicas, entre los cuales figuran los nombres de Gassendi, Galileo y Descartes”.
[142] A través de lo dicho por el Papa a Niccolini, podemos inferir que Ciámpoli había simplemente garantizado que el argumento de Galileo era estrictamente ortodoxo, habiendo suplicado al Papa que relevase a los censores de sus temores en cuanto a un texto por ellos incomprendido, y mucho menos que lo arreglasen para adecuarlo a sus escrúpulos. El Papa ha debido aceptar sus seguridades y sus promesas como medio de salir del paso mis bien que utilizar su propio tiempo en la cuestión. El Juego de Ciámpoli había sido evidentemente hacer sentir al Papa que tan sólo dos grandes cerebros, el suyo y el de Galileo, podían comprenderse entre sí y que podía contar con que Galileo seguiría el espíritu de sus instrucciones.
[143] Campanella había llamado a Sócrates y a Aristóteles con toda clase de nombres, defendido atrevidamente el sistema de Copérnico y propuesto nuevas y arbitrarias interpretaciones de la Biblia; mas fue suficiente para protegerlo el que escribiera ni final de su Defensa de Galileo: “En la discusión que precede, me sujeto en todo momento a las correcciones y al mejor criterio de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana”.
[144] Areopagítica, de Milton.
[145] Esta afirmación es repetida en varias cartas: “Il suo dialogo andrà in molte lingue, e sbattasi chi vuole”. (Agosto 6 de 1631).
[146] Diálogo, pág. 178.
[147] O al menos Galileo estaba también seguro de ello, que equivale a lo mismo para el caso. Es su versión del relato la que ha sido conservada en el diario de Buonamici, sobre el cual volveremos en página 246.
[148] Cf. Buonamici en su memorándum: “Obedeció contrariando la opinión y el consejo de sus mejores amigos, que deseaban se trasladase al exterior, escribiese una apología y no se expusiese a la pasión impertinente y ambiciosa de un fraile” (el Comisario General de la Inquisición).
[149] Ed. Naz., XIX, 324. Es divertido observar que el escribiente había puesto "Campanella" y que después lo borró para reemplazarlo por "Galileo". Semejante lapsus debe demostrar que el gran utópico había ocasionado considerable comentario en la Comisión con su solicitud para ser consultado. Nadie había olvidado su Defensa de Galileo, publicada en Alemania en 1622. La verdad es que había sido amenazado. El 22 de octubre escribió a Galileo: “Nombraron su comisión, con muchas invectivas contra los nuevos filósofos, etc. Yo también fui nombrado”. No mejoró nada el ambiente. Porque con Sarpi, Campanella y los "matemáticos alemanes", estaba claro en Roma que Galileo no contaba con la debida clase de amigos.
[150] Cf. Ed. Naz., XIII. 265.
[151] Lo cierto es que uno se pregunta cómo las autoridades no insistieron sobre este punto: que tan pronto se descubrió el requerimiento, y estando bien claro que Galileo habíalo infringido al escribir el libro, era pasible de arresto inmediato. Esto está muy lejos, empero, de lo implicado por Francesco Barberini en su carta ni nuncio, de setiembre 25 (ver pág. 230) o de lo que se dijo a Niccolini. Mucha más consideración es mostrada en esta fase, donde los sentimientos están agitados, que en la posterior. Es como si las autoridades experimentaran que se aventuraban en terreno poco firme y que Galileo podía rebelarse y trasladarse a lugar más seguro.
[152] Todo estatuto o ley que impidiera el libre movimiento de la Inquisición directa o indirectamente era nulo y vacío, ipso jure (Farinacci, De haeresi quaestiones, 182, N.º 76).
[153] Objetivamente, no hay eluda de que aparentaba mal. Al escribir a Vossius, en 1625, Grotius habla del Gran Duque, que se rindió "con grave temor" (socordi metu), y sugiere se vea la manera de trasladar a Galileo a Holanda. (Su propia experiencia al haber buido de fortalezas bien guardadas lo vuelve confiado en ese punto). El propio Galileo creyó que debía estar mejor protegido. Su última obra la dedicó con toda intención a Noailles, el embajador francés.
[154] El resto de la carta es igualmente importante: “Hace muchos años, al iniciarse la agitación acerca de Copérnico, escribí una carta de alguna extensión en la que, apoyado por la autoridad de numerosos padres de la Iglesia, demostré el abuso que suponía recurrir tanto a la Santa Biblia en asuntos de ciencia natural, y propuse que en lo futuro no se mezclase en ello. Tan pronto como me vea en menos dificultades, os enviaré una copia. Digo ‘en menos dificultades’, porque voy a partir para Roma, donde he sido citado por el Santo Oficio, que ya ha prohibido la circulación de mi Diálogo. He sabido a través de gente bien informada, que los padres jesuitas han insinuado en las más altas esferas que mi obra es más execrable e injuriosa que los escritos de Lutero y Calvino. Y, a pesar de todo ello, fui personalmente a Roma para obtener el imprimatur, sometí el original al Gobernador del Palacio, quien lo examinó con sumo cuidado, reformó, agregó y omitió y hasta, aun después de haber otorgado el imprimatur, ordenó una nueva revisación en Florencia. Cuyo revisor, al no encontrar nada más que alterar, y con el fin de demostrar que habíalo leído por completo, contentóse con reemplazar unas palabras con otras, como por ejemplo, en varios lugares, ‘Universo’ por ‘Naturaleza’, ‘cualidad’ por ‘atributo’, ‘sublime espíritu’ por ‘divino espíritu’, excusándose al decir que previó que tenía que habérmelas con feroces enemigos y enconados perseguidores, como en verdad así fue”.
[155] No obstante el regalo inesperado que era el requerimiento de 1616, extraído por la comisión, y que proporcionaba un asidero legal para la acusación, el Papa moderó de manera considerable su lenguaje luego del informe. En la primera entrevista con Niccolini, el 5 de setiembre, había hablado de “la più perversa materia che si potesse mai avere alle mani”, “dottrina perversa in estremo grado”, términos aplicables únicamente a la herejía grave. Más tarde conviértase en “gran ginepreto, del quale poteva far di meno, perche sono materie fastidiose e pericolose” (setiembre 16); “materia gelosa e fastidiosa, cattiva dottrina… fu mal consigliato… era stata una certa Ciampolata cosi fatta” (febrero 27 de 1633). Al parecer, como predijera Magaiotti, el Santo Oficio había presentado dificultades en cuanto a un proceso por razones dogmáticas, volviendo a las políticas.
[156] Este alegato fue aceptado con el tiempo, pero el resto de la política de Schall no fue tan bien. Mateo Ricci, Schall y Verbiest, fundadores de la misión china, igual que sus sucesores franceses, se vieron tan profundamente impresionados por el confusionismo que lo consideraron parte de la Antigua Dispensación. Realizaron un acuerdo que aceptaba tanto el rito como los nombres del culto chino. Lo cual mereció, finalmente, la condenación del Santo Oficio: “Falsa est, temeraria, scandalosa, impia, Verbo Dei contraria; haeretica, Christianas Fidei et Religionis eversiva, virtutem Passionis Christi et Crucis ejus evacuans”. Los dominicos habían retribuido a sus viejos rivales, como reconoce el libro del padre Navarrete sobre los excesos jesuitas, no sin satisfacción. Lo que se perdió en la escaramuza no fue sino el Imperio Chino.
[157] Todas las alusiones, lo mismo del Papa que de los funcionarios, referíanse a “un requerimiento de Bellarmino”. Ciertamente existió intencionada inexactitud en ello, pues de otro modo la escena preparada para el 12 de abril (véase página 208), pudo no haber tenido lugar jamás. Pero parecería que el Papa mismo había sido influenciado por esta versión. (Véase final 242)
[158]. Véase también la carta al cuñado, abril 27 de 1635: “Sufro mucho más de la hernia que antes. No puedo dormir, mi pulso se interrumpe y me invade la más profunda melancolía. Me aborrezco y oigo como mi hijita me llama sin cesar…”.
[159] Puede ilustrarnos observar de qué manera específica, salvo en esto, la Iglesia romana fue sucesora del Imperio Romano. Había heredado de ella, por una parte, la ciencia y el rigor de las instituciones justinianas, y por la otra la figura del emperador, que gobernaba directamente a través de un grupo de libertos de responsabilidad indefinida. Por supuesto, los cardenales contaban con un status que los colocaba por encima de los libertos, mas a su vez tenían que correr para salvar la vida, como los Barberini luego de la muerte de Urbano VIII.
[160] Etre cité à ce tribunal n’est pas une recommandation, et en sortir, même par la porte d’un acquittementt, ne sera jamais un titre de gloire. (Grimaldi).
[161] F. Beck y W. Godin, La Purga Rusa y La Extracción de la Confesión. (1951).
[162] Véase Questiones quodlibetales, IX. 16, de Aquino, acerca de la fe: “Es cierto que el juicio de la Iglesia universal no puede errar posiblemente en asuntos relacionados con la fe; de ahí que debamos estar más bien del lado de las decisiones que el Papa pronuncia judicialmente, que de las opiniones de los hombres, por muy eruditos que puedan aparecer en las Escrituras”. Lo cual, podemos observar, se aplica en especial a las cuestiones dogmáticas o a las tradiciones que ya no pueden comprobarse históricamente… en general a cosas que no pueden discutirse de facto.
[163] J. Wilhelm, Enciclopedia Católica. (N. York, Appleton, 1910), art. "Galileo".
[164] Es notable que este precedente no se haya hecho visible a través de su alegato. Hasta Copérnico, que se refirió a ese punto, asignó la opinión a Lactancio, como individuo. Sabían que las grandes administraciones, como las mujeres bonitas, jamás reconocen el error.
[165] Tenemos jurisprudencia sobre ello. En 1651, el padre Caramuel Lobkowitz solicitó a la Congregación directivas referentes a los casos de conciencia que le sometían personas perturbadas por la sentencia de Galileo. He aquí la respuesta: “La Congregación no trata de la doctrina, sino que por orden del Papa ha prohibido (determinadas) acciones mediante la ley positiva”. Las autoridades no tuvieron nada que objetar al propio resumen del padre: “Al prohibirse de tal modo una opinión, se manifiesta, no que es improbable sino que no es probable”. Lo cual parece haber aclarado la situación por entero.
[166] Un Informe de los expertos era lo procedente. Todo lo que se habría necesitado para un proceso regular era establecer que Galileo había violado el requerimiento de “no enseñar ni discutir en manera alguna”, cosa fácil de establecer. Pero, como veremos, los Consultores fueron más allá y demostraron que Galileo “sostuvo” la opinión, contraviniendo con ello las instrucciones de Bellarmino.
[167] Véase folios 413 ss. de las Actas en el Volumen XIX de la Edición Nacional de las Obras de Galileo, por Favaro. Las preguntas están en latín y las respuestas en italiano.
[168] Se había hecho corriente, según las revelaciones de Riccardi en página 180; decir que había sido citado a Roma en 1616. No obstante su negativa aquí, vuelve a notarse en el sumario oficial. (Véase página 240).
[169] Nadie se ha preocupado de esta observación. Empero, el hecho de que la misma implica cierta información reservada para el Papa, debía significar que Bellarmino habíale dicho de la intervención morigeradora del Matteo Barberini en la Congregación General de 1610. En consecuencia, “los pormenores” eran un breve relato de los procedimientos, no descubiertos, y a los cuales se alude en el diario de Buonamici.
[170] Que había habido un elemento personal en la convocatoria de Bellarmino era evidente, pero nada tenía que ver con el caso que nos ocupa. Todos los procedimientos de 1616 lo fueron in causam Galilei mathematici y por ello lo citó Bellarmino; para informarlo por alusión a las consideraciones existentes detrás del decreto publicado. Debe haberle dicho al mismo tiempo de la acción morigeradora de Barberini sobre el Papa, como puede inferirse de la manifestación reservada de Galileo durante el interrogatorio y solamente entonces explicada al mismo, en el sentido de que el inminente decreto hacía obligatorio que la doctrina copernicana no fuese “defendida ni sustentada”, (aunque se esperaba que el libro de Copérnico fuese publicado después de corregido). Lo cual significaba: “Antes de volver a hablar de ello, es bueno asegurarse de que ha sido abandonado como compromiso. Puesto que vos representáis tal compromiso a la vista del público, os decimos antes de la publicación. Andad con cuidado”. El cardenal debe haber agregado: “Conocemos demasiado bien vuestros sentimientos piadosos para no confiar, etc.”. Traducido en manifestación para uso público, se vuelve exactamente apropiado para el certificado de Bellarmino. Esos hechos simples sería mejor que se aclarasen para eliminar la confusión originada sobre dicho punto por Berti, Gebler, Scartazzini y otros. Fue así completamente cierto que todo el contenido de la comunicación permaneció impersonal y sin que implicara sino las palabras del decreto. El Papa las conocía bien y, al comprenderlas, no consideró necesario dar a Galileo una dispensa especial al aprobar, en 1624 y 1630, que discutiese sus ideas hipotéticamente. Lo que hizo fue impartir una directiva interpretando la política de 1616 a la luz de los requerimientos de 1630, que envolvía la escritura de una obra por Galileo, bajo su alta supervisión. Asumir que el Papa desconocía las citaciones sería ridículo, ya que él mismo, como cardenal, integró la Congregación in causam Galilaei el 24 de febrero de 1616 que ordenó las citaciones y había sido evidentemente informado, si bien no se halló presente, del informe favorable de Bellarmino. Cualquiera fuere la intimación personal existente en Bellarmino, las citaciones habían sido, pues, explícitamente revocadas por sus directivas de 1624 y 1630.
[171] La defensa en favor del acusado quedó suprimida desde el Concilio de Valencia en 1245, so pretexto de que “los abogados dilataban los procedimientos con su ruido (strepitus). Habla un funcionario llamado advocatus reorum que actuaba, si acaso, tan sólo in camera. Al acusado no se le comunicaban los cargos sino en el momento de la sentencia.
[172] “Me he visto ante tales argumentos que me sonrojo al repetirlos, no tanto por evitar que se avergüencen sus autores, cuyos nombres podrían silenciarse eternamente, sino porque me avergüenza profundamente degradar la honra de la humanidad”. (Diálogo, p. 291).
[173] Este episodio de Gilbert posee una extraña secuela que es digna de ser recontada, aunque más no sea para mostrar un ejemplo entre muchos de cómo la persona de Galileo siempre continúa siendo apretada entre las piedras del molino. En 1840, Arago, entonces gran autoridad de la astronomía francesa, escribió algunos comentarios sobre el asunto. Es inútil decir que estuvo del lado de la ciencia. Pero a la vez pilar del estado, pensó que tendría que dar una nota de imparcialidad. Luego de presentar a Galileo como no muy científico (la preconcepción enciclopédica, continuada por Chasles y Delambre), hizo notar que era aún menos moral, como atestigua su cobarde entrega a las autoridades y “la baja envidia” evidenciada con respecto a Gilbert. Aquí tenemos ahora el párrafo pertinente del Diálogo: "Sí, estoy de todo corazón con la filosofía magnética de Gilbert y creo que quienes han leído su obra y ensayado sus experiencias me acompañarán en ello… Extremadamente alabo, admiro y envidio a este autor el que idea tan estupenda haya acudido a su mente, tocante un tema manejado por tantos y grandes intelectos sin que ninguno lo haya resuelto. Por otra parte, lo creo merecedor de aplauso extraordinario por las muchas y nuevas observaciones ciertas que ha efectuado, en disfavor de tantos autores fantásticos que escriben de lo que no saben”. No es necesario decir que Arago jamás leyó el Diálogo, como nadie en Francia: creía poder confiar en las palabras de algún Inchofer de su tiempo aceren de su contenido. Parece haber existido gran cantidad de gente por el estilo, a juzgar por las inmundas falsedades que se ingeniaron para acreditarlas, incluso entre los estudiosos protestantes.
[174] Al iniciarse los procedimientos, las autoridades tenían que adoptar dos posiciones: o el acusado reconocía el requerimiento, y entonces era técnicamente culpable de reincidencia y pasible de sentencia por ello nada más, aunque podía acordársele circunstancias atenuantes; o lo negaba y entonces podía ser también procesado por (a) evasión y (b) “sostener” la opinión condenada. Al atenerse estrictamente a la letra de las instrucciones, Galileo podía haber alegado que, por mucho que hubiera errado en el lenguaje, jamás llegó a desviarse de la discusión hipotética. Sobre este punto habría sido difícil quebrantarlo, salvo por medio del tormento, contrario a las ordenanzas en cuanto individuo septuagenario y más en su estado de salud. Pero existía algo suficiente para conformar sospecha vehemente, si fuera necesario. La verdad es que el acusado habíase colocado en peor situación a través de su última negativa. En ese punto, como hemos indicado, parecía haber dos bandos opuestos entre los jueces. Este bosquejo puede ayudarnos a inferir el camino defendido por cada uno de ellos.
[175] Como dato de precedente curioso, ésta es la solución sugerida exactamente por el General de los Jesuitas, Acquaviva, a Bellarmino cuando eran colocadas en el Index sus Controversias, en 1500; no retractar ninguna de sus opiniones sino simplemente cambiar los títulos de los capítulos de la forma negativa a la problemática. “Si, etc.”. Empero, la opinión de Bellarmino había sido declarada errónea por el Papa en persona y no por una Congregación secundaria, como en el caso del heliocentrismo. Lo que atrajo la atención de Inchofer en el Diálogo, desde el punto de vista jurídico, fueron los pocos pasajes estrictamente afirmativos, uno de ellos un corto título marginal: “El Sol no se mueve”.
[176] Cuyo texto analizaremos posteriormente. V, págs. 252-3.
[177] Despacho de mayo 22. Después de su entrevista con el Papa, Niccolini vuelve a experimentar miedo súbito en cuanto a la prohibición del libro, a menos que se resuelva que Galileo escriba una apología, “como sugerí a su Santidad”. Ello significó que, en su reciente trato con Galileo, el Comisario indicó que se permitiría una versión corregida.
[178] El alegato de Wohlwill es que el documento original, tal como indica el espaciado del texto (folio 378v), los débiles rastros de letras borradas y otras huellas, terminaba, según la palabra de Bellarmino, con la simple y definitiva manifestación esperable lógicamente: “cui praecepto idem Galilaeus acquievit et parere promisit”. Esta conclusión fue borrada con cuidado y se insertó una secuela, relativa a la intervención del Comisario, que comenzaba con los palabras “et successive ac incontinenti…” (e inmediatamente después) continuando hasta el anverso en blanco de la página siguiente, Folio 379r (véase Apéndice II del segundo volumen en su Galilei, pág. 298).
[179] Poseemos indicaciones de que Galileo se inclinaba hacia esta opinión. Dice en su carta a Peirese: “Si algún poder mostrase las calumnias, los fraudes, las estratagemas y las trampas que se utilizaron en Roma dieciocho años atrás……”. Lo cual quiere decir algo terminante. Mucho, en verdad, a la luz de sus palabras subsiguientes en la misma carta (citada in extenso en página 393) “Contra alguien, erróneamente condenado a pesar de su inocencia, resulta conveniente, con objeto de realizar una demostración de estricta legalidad, sostener el rigor”. Galileo dice aquí algo nuevo con respecto a lo manifestado en 1616. Entonces escribió a Picchena que tenía que referirle “innumerables relatos acerca del efecto de las fuerzas más poderosas, la ignorancia, la malicia, y la impiedad, que no osaba expresar por escrito”. Pero lo que quería significar, a todas luces, eran las intrigas que dieron lugar a la prohibición de 1616 y a su acusación de blasfemia. (De esas “calumnias" habíase visto liberado por la Inquisición). El resultado neto de las intrigas fue el decreto. Ahora se declara inocente de haber violado jamás este decreto (de lo que se le acusa en la sentencia) de ahí que tuviera que acusar lógicamente al tribunal de franca arbitrariedad en la que había sido un juicio de intención. En vez, menciona “fraude, estratagemas y trampas” que se remontan hasta 1616, acerca de las cuales las autoridades deben hacer demostración de estricta legalidad.
[180] H. Laemmel, Archiv f. Gesch d. Mathematik. Vol. X. (Marzo, 1928).
[181] Mencionaremos aquí una variante derivada de un estudio independiente de los documentos y comunicada personalmente por el profesor C. Jauch. Su idea es que la minuta fue escrita antes de los procedimientos por funcionarios que dieron por hecho el “segundo grado” y más tarde permitieron que quedara en el legajo, aun cuando los acontecimientos siguieron otro camino. La idea es del todo plausible. Empero, en ese caso el texto habría sido fácil de convertirse en protocolo normal, aunque falso, lo que no es del caso. Por otra parte, los nombres de los testigos de la morada del cardenal, a todas luces por éste designados en el acto, podrían no haber aparecido, siendo el agregado natural la firma de dos funcionarios regulares de la Inquisición, a más de hacerlo aparecer como legal. Por último, esperaríamos encontrar en el texto la cláusula: “Habiendo objetado dicho Galileo, “cuya falta en el documento es tan reveladora. El hombre que inventa la situación ante factum no habría omitido tal cláusula, mientras que, al intentar arreglar lo sucedido en realidad, habría tratado de reducir las falsedades al mínimo necesario.
[182] Of. Lingard, Historia de Inglaterra, (3.ª ed., 1825). Vol. IX, Apéndice, nota D., páginas 433-36.
[183] Nos queda un problema: ¿por qué ese embrollar con las tres versiones del mismo acto? Podemos comenzar a adivinar algunas razones posteriormente.
[184] De ser necesario, existe evidencia en favor nuestro. Ya hemos notado anteriormente lo irregular de la elección de testigos. Sería pasar por cosas raras que en el propio palacio de Bellarmino, con “una cantidad de dominicos en el mismo”, como sabemos por la declaración de Galileo, dos sirvientes de la casa del cardenal hayan recibido orden del Inquisidor para actuar como testigos de un requerimiento secreto, en lugar de los funcionarios eclesiásticos requeridos por el procedimiento. Nadie podía elegirlos y ordenarles sino el cardenal. Y él sabía también, como todo el mundo, que los procedimientos inquisitoriales no admitían testigos legos en sus actos. Había recalcado, pues, a Galileo, quien se hallaba presente, que eso no implicaba requerimiento; que ésa no era una visita de la Inquisición sino una audiencia privada; y que, puesto que Galileo asentía, iba a procederse formalmente como en cualquier acto público, como si fuere una notificación o el otorgamiento de un título.
[185] Algunos historiadores que desean que esta querella se arregle y luego todos vivan dichosos, han adelantado una curiosa sugestión intermedia. Al parecer es implicada por Favaro y hecha explicita por J. J. Fahle. La idea es que el Comisario saltó ante alguna pregunta extraviada surgida de labios de Galileo en el instante en que Bellarmino había terminado de hablar (por ejemplo: “Cómo, ¿ni siquiera discutir la teoría?”), e interpuso con rapidez la explicación de que no debía ser discutida en modo alguno. Luego, sin que Galileo ni Bellarmino (ambos presentes, según lo declarado) hubiesen tomado nota de ello, el evento quedó como requerimiento. Los eruditos autores parecen no haberse percatado de que con eso no se salva el decoro de nadie. El requerimiento que escapa al conocimiento del requerido es fraudulento. Aun el solo hecho de admitir su cláusula final amenazadora sub poenis, etc., lo vuelve tal. Ya hemos visto en los demás casos de requerimiento formal que se llevaban a cabo grandes formalidades para hacerlos explícitos. El compromiso sugerido, equivale, pues, a otra variante del acto de fraguar. Además, tenemos la declaración de Galileo, repetida en diversas y peligrosas oportunidades, de que nadie le dijo una sola palabra que no fuera Bellarmino. No recuerda, especifica, si los padres dominicos se hallaban aún en el aposento al hablarle el cardenal. Aparte de eso, es absurdo. Suponer que a Galileo se le dijo bruscamente que lo que habíale explicado Bellarmino no tenía ya ningún valor, que no le era permitido discutir ex suppositione… y que ni siquiera se percató de esas palabras de labios del Comisario de la Inquisición, carece de sentido. La teoría tuvo que ser mencionada porque ha sido adoptada por Fahle, quien figura entre los muy pocos autores ingleses de confianza sobre el tema, cuya obra puede obtenerse corrientemente. Creemos que nuestra suposición es, en conjunto, más caritativa para todos los interesados. Una nota extraña es la que da el padre Brodrick en su Bellarmino (II, 370). Luego de admitir la discrepancia entre ambos documentos, que explica “como alharaca o exceso de celo” del Comisario, quién habló o quiso hablar fuera de turno (ya hemos visto el valor que merece tal explicación), concluye: “No se conoce al autor del otro informe (el requerimiento) ni la finalidad del mismo”. Esta última frase resulta difícil de creer, pero ahí figura en blanco y negro. Y vuelve a presentar tanto misterio, escrita en nuestro propio tiempo, como el total de los procedimientos tres siglos atrás.
[186] Los que acostumbraban sostener, junto con Wohlwlil, Cantor, Gherardi, Scartazzini y otros, que el documento no fue fabricado sino en 1632, señalan el hecho de que Galileo vino a ser objeto de la atención de la Inquisición a propósito del Saggiatore, a más de la Carta a Ingoli, y que el requerimiento pudo haber sido dictado entonces contra él. Ello constituye sin duda un punto. Las autoridades vaticanas insisten en que el documento hallábase allí desde 1616, lo que nos inclinamos a creer. Ello ha de implicar, sin embargo, esto: que los Inquisidores no percataron de que esa pieza no les permitiría llegar más allá de un señalado recordatorio; que ello habría echado a perder el juego y permitido a Galileo salir indemne; y que resolvieron darle suficiente soga para un buen nudo con que ahorcarse. Y ello siempre que los Inquisidores se tomaran la molestia de examinar el legajo, que es sobre lo que abrigamos nuestras dudas.
[187] Desde monseñor Marino Marini, casi todos los historiadores eclesiásticos han lamentado sus negativas en el primer interrogatorio y considerándolas “evasiones ingeniosas indignas de tan ilustre hombre”. Es en verdad plausible sugerir que Galileo rehusó desesperadamente en ese punto reconocer lo que podría incriminarlo, y alegó que “si era así había perdido toda memoria de ello”; empero, en caso de haber mentido, mostró gran firmeza y habilidad en sostener su punto durante todo el interrogatorio. Pero debería volverse del revés el motivo. La sentencia estaba ya dictada, reservándose los jueces el derecho “de moderar, conmutar o suspender” las penas impuestas. En consecuencia, habría sido de interés para Galileo mostrarse cooperador, como hemos visto en juicios modernos, y realizar una confesión lo más amplia posible.
[188] Ha sido demostrado por Wohlwill que el sumario fue enviado sin los documentos del juicio contra Galileo (Galilei, II, 337 ss.), y sus conclusiones se ven ahora confirmadas por el procedimiento análogo seguido en el caso de Giordano Bruno. Las actas de aquel juicio se han extraviado, pero el resumen fue descubierto en fecha reciente (Mercati, Il Sommario del proceso di Giordano Bruno (“Studi e Testi Bibl. Apost. Vat.” [1942]). El documento de cincuenta y nueve páginas, también sin forma y muy similar al del proceso contra Galileo, está dirigido al Asesor y, a través de éste, a Bellarmino para su decisión (1597). Los procedimientos que seguían eran: primero, las conclusiones alcanzadas por Bellarmino y el Comisario, consistentes en ocho proposiciones heréticas, seguidas de un decreto de febrero 4 de 1599, en el que se ordena a Bruno se retracte de esas proposiciones. Luego de esto se convierte en asunto de negociación personal. Bruno se retractó; luego, a todas luces bajo el efecto de una crisis nerviosa, desafió la autoridad del Santo Oficio, apelando directamente al Papa. Tal movimiento es natural de por sí y Galileo por lo menos habla de ello; mas el memorándum de Bruno reafirmaba simplemente sus tesis, por cierto heréticas, y le fueron concedidos cuarenta días para que se retractase otra vez. Más tarde, luego de una visita de las autoridades en su celda, donde negóse a retractarse, y de un último intento de sus compañeros dominicos, el 20 de enero de 1600, el Papa firmó el decreto entregándolo al brazo secular. En cuanto al sumario que estamos discutiendo en el Juicio contra Galileo, debiera notarse que L’Epinois, al escribir en defensa de las autoridades, conviene sustancialmente con Wohlwill en cuanto a su papel en el procedimiento. Por tanto, esta cuestión está fuera de toda controversia.
[189] Este incidente nos proporciona la oportunidad de examinar la conducta de la Inquisición. Tan pronto supo que Caccini iba hacia Roma, Galileo escribió en forma apresurada su primera carta a Dini, incluyendo una copia de la Carta a Castelli, “no sea que inadvertidamente sean alteradas algunas palabras”. La Carta llegó a manos de Dini en febrero 21 y la entregó al príncipe Cesi, quien en el acto “hizo sacar gran cantidad de copias”, según escribe en marzo 7, para entregarlas a gran número de personas; una de ellas la entregó personalmente a Bellarmino. Era rutina inevitable de parte del cardenal, luego de haberla leído, enviarla al archivo de la Inquisición, iniciado por él mismo sobre el sospechoso con tanta previsión cuatro años atrás. Es así como sabemos de la llegada de la Carta a la Inquisición a comienzos de marzo. Ahora bien: el padre Segizi, Comisario, por orden específica de la Congregación de febrero 25, había escrito al arzobispo de Pisa solicitándole que obtuviese “de manera hábil” una copia auténtica, a lo que el arzobispo contestó en marzo 7 que lo intentaba pero era difícil porque “tenía que fingir amistosidad y simple interés en el asunto”. El 22 del mismo mes tuvo que contestar que "había fracasado y que la mejor manera de obtener una copia sería del propio Galileo”. De ahí que una copia recibida directamente de Galileo en o alrededor del 10 de marzo, es seguro que haya recibido la mayor atención. Pero el Inquisidor, en lugar de hacerla colocar en el acto en el legajo, evidentemente la hizo comparar antes con la versión de Lorini. Y como ésta parecía más sabrosa y de provecho, debe haber destruido la auténtica.
[190] Debemos reconocer la existencia de rumores desagradables contra el Comisario, como se ve por algunas observaciones de Peiresc: pero son de tercera mano. Existe inevitable la otra pregunta: suponiendo que Barberini no hubiese confiado en él, ¿a quién otro; pudo haber dirigido su demanda? Firenzuola era el hombre a cuyo cargo estaba. Eso sería, empero, hilvanar suposiciones. A través de todo lo que hemos experimentado. Firenzuola era hombre que decía lo que pensaba. Tal fue también la impresión de Niccolini: “El Comisario muestra intenciones de hacer que este caso se resuelva y se apague tranquilamente”. (Mayoll).
[191] Sabemos que ya lo era en 1624, por una carta de Giovanni Faber a Cesi sobre el proceso a Marcantonio de Dominis.
[192] Véase Ed. Naz., XV. 343. C. F. Buonamici, de quien nos ocuparemos más tarde, escribe en setiembre lamentando que Galileo haya partido de improviso, impidiéndole someter el memorándum cuyo texto ha enviado a los corresponsales del exterior. El documento había sido convenido, pues, así como probablemente la línea a seguir. Tal como está, resulta empero, una mezcla singular de lo que se habla en la ciudad, reconstrucción personal inexacta y datos de hecho que no pueden provenir sino del propio Galileo en persona. Ha resultado valioso. (El relato a todas luces equivocado de los interrogatorios no debería sostenerse en contra, porque era un punto en el que Galileo se hallaba impedido de ayudar, al hallarse bajo juramento de silencio). Por lo demás, la intención es demasiado clara para no descontarla. Es significativo, sin embargo, que él también observa que esta rápida reconciliación de jesuitas y dominicos luego de la querella de auxiliis, los convirtió en singulares compañeros de lecho.
El memorándum fue desechado como apócrifo por T. H. Martin y Gebler y sostenido como tal por G. Guasti en el Archivio storico italiano (1873). Tales dudas ya no son posibles desde la Edición Nacional, de Favaro, que no sólo autentica el documento sino demuestra sus repercusiones en el país y en el extranjero. La cuestión de la confianza que nos inspira es otra cosa. Pero el hecho de que el mismo Buonamici contaba con información confidencial, importante además, queda establecido más allá de toda duda.
[193] Con absoluta independencia de estas impresiones, es difícil ver, frente al hecho, cómo el Comisario General podía ser exonerado por entero. De su mesa escritorio vienen directamente demasiados elementos. Sobre nadie más que él recae “descubrir” el requerimiento, informar al Papa, pasar el sumario a la Comisión preliminar, organizar el juicio y dar parte de su marcha a la Congregación. En una palabra, dirigirlo todo, lo cual implica la carta a Barberini. Si alguno que otro movimiento tuvo lugar sin que lo supiese, finalmente todos llegaron a ser de su conocimiento.
Mas ¿cuánto fue resultado de sus propios planeamientos? Todo lo que podemos decir es que en el procedimiento se advierten diversas etapas. La primera campaña que excitó a Urbano VIII tuvo efecto afuera y su final lo constituyó el Informe de la Comisión Preliminar. Puesto el asunto en manos del Comisario, se produjo un repentino disminuir de la tensión, con tendencia a aminorar el caso —y en verdad a abandonarlo— de no haber sido por el requerimiento. Podemos concebir que el Comisario se hallaba en el caso, pues le fue difícil admitir que su predecesor falsificara un legajo. La lealtad es fuerte en los grandes servicios. Viene más tarde el informe sobre el Diálogo, obra de los Consultores designados por el Papa (ignoramos bajo cual influencia) y con él la facción contraria a Galileo cuenta con una nueva y poderosa arma. Hace su aparición el Comisario entonces, ayudado por Barberini, y, en ausencia del Papa, que se halla en Castel Gandolfo, negocia un arreglo extrajudicial. Esta situación mantiénese hasta mediados de mayo en que, de regreso el Papa en Roma, es enviado el caso a la Congregación. La defensa de Galileo, que es lo que se supone haber puesto fin en verdad al proceso, tuvo lugar el 10 de mayo. A esa altura, sin embargo, el caso parece haberse hallado por entero fuera de las manos del Comisario. Decimos eso porque esperaba concluir el caso a su propia manera y no lo hizo; porque el sumario del juicio debió ser a lo largo de sus ideas y no lo fue. Es como si el Proctor Fiscal y el Asesor hubieran confiscado el caso, arreglándolo del mejor modo posible y entregándolo para sentencia, porque la sentencia obedece muchas instrucciones superiores y hace caso omiso de muchas de las falsdades del sumario. Decimos también “como si”, porque, a falta de otros documentos, es imposible decidir hasta dónde el Comisario puede haber obedecido, estado en connivencia, llegado a un compromiso o ser sobrepasado. Y así tenemos, menos que antes aún, derecho a señalar al Comisario imputándole duplicidad infernal, aunque serán muchos los que digan que, “como blanquinegro sabueso del Señor” tenía que considerar en primer término la salus Ecclesiae y luego su conciencia.
[194] Carta de Galileo a Diodati, julio 25 de 1634. Luego del proceso a Galileo, año 1633, el venerable padre Athanasius Kircher se confió a Peiresc: “No pudo abstenerse de reconocer, en presencia del padre Ferrant, que los padres Malapertius y Clavius mismos no desaprobaron realmente la opinión de Copérnico; en verdad que ellos mismos no se hallaban lejos de ella, aunque sufrieron presión y recibieron orden de escribir en favor de la doctrina común de Aristóteles; y que el propio padre Schelner no siguió sino por orden y en virtud de obediencia” (Carta a Gassendi, setiembre 6, 1633). Peiresc admite que esto arroja una luz extraordinariamente siniestra sobre la figura de Schelner, a quien había tratado de reconciliar con Galileo.
[195] El texto dice et si sustinuerit. Algunos, al leer ac en lugar de et (el manuscrito está en mal estado) han traducido: “como si fuera a sostener tortura”. Es una traducción forzada y, además, el et ha sido aceptado generalmente. Así, significa: “y si lo sostiene”, lo que no se refiere a la tortura (pues en tal caso diría cum) sino a la examinación en sí.
[196] En el manuscrito de Gherardi figuran las palabras publice cremandum fore, que han sido borradas y reemplazadas por prohibendum fore. En consecuencia, la primera resolución fue quemar el libro en la plaza pública por un verdugo, como era corriente en casos de reconocida herejía; después de una discusión se redujo a la prohibición del libro.
[197] Esto es lo que podemos colegir del pasaje: “Non mi restara altro che interrogarlo sopra l’intentione e dargli la diffese; e ciò fatto, si potrà habilitare alla casa per carcere, come accennò V. E.”. Entendemos aquí diffese en el sentido del más correcto diffide.
[198] Solamente cuatro personas de afuera estaban al tanto: Galileo, Niccolini, Cioll y el Gran Duque, de quienes podía confiarse que no lo propalarían.
[199] Buonamici coloca en esta última fecha el descubrimiento de la nota de descargo de Ciámpoli: “Entonces volvieron la acusación contra el padre Monstruo, quien se excusó con haber recibido órdenes directas de H. H., y, como el Papa lo negara lleno de irritación, sacó una carta de Ciámpoli que manifestaba que H. H. (en cuya presencia se aseveraba haber sido escrita) dio órdenes para la aprobación del referido libro; viendo entonces que no podía ser envuelto el padre Monstruo y para que no pareciera que habían subido la cuesta inútilmente, etc.”.
Esto es evidentemente erróneo en cuanto a fechas, pues el descubrimiento de la nota y la exculpación de Riccardi habían tenido lugar meses antes (página 175). Ciámpoli ya había caído en desgracia y el hecho de que nada peor le aconteciese muestra que el Papa vio su propia responsabilidad envuelta más de lo que le interesaba admitir.
[200] Tenemos en las Actas, aunque poco tiene que ver con el caso, un interesante informe del propio Desiderio Scaglia en la época en que aún era Inquisidor provincial en Milán (1615). Es de carácter muy rutinario pero proporciona un bosquejo completo del procedimiento, tal como después fue aplicado en el caso que nos ocupa: “Tengo entendido que el Obispo de Sarzana se queja de que yo haya dado órdenes al vicario del Santo Oficio en Pontremoli en el sentido de que llegue a las torturas y sentencias sin comunicarse con el Ordinario sobre los méritos del proceso, en contra de la forma de Multorum de hereticis de Clementine. Puedo responder que el mencionado Rey Obispo está mal informado, porque jamás di tales órdenes. Cuando el Vicario de Pontremoli envía aquí juicios o sumarios, tomo para la expedición el juicio de los Consultores del Santo Oficio y luego le escribo la resolución que se ha tomado y el decreto que se ha dictado, de manera que pueda aplicar en las torturas y sentencias de allí lo que haya sido hallado correcto aquí, con la propia participación del Ordinario allí”. He aquí al menos un Inquisidor más sujeto a las leyes que Bernard Gui, quien abiertamente se burló del Decreto Clementino.
En todo caso, la aplicación de tortura, o aun de territio realis, fue acompañada por formalidades circunstanciales, como sabemos por el Sacro Arsenale. Si fue aplicado en este caso, tendríamos que suponer que todo el protocolo del 16 de junio es falsificado, como sugiere Wohlwill (Ist Galilei gefoltert worden?). Posteriormente revisó algunas de sus inferencias (cf. Galilei, II, 321 ss.). Damos sólo su última conclusión, tal como figura: “En la página que es considerada auténtica sobre buena base, la foliación es correcta; el decreto (de relegación a Siena), que está aquí en su propio lugar, está también en la escritura corriente. En la página de que se sospecha por su contenido, la foliación está interpolada en una escritura completamente diferente: el decreto, que está aquí absolutamente fuera de lugar, es de mano desconocida”. Eso es todo. Podría ser algo. Posteriormente (1907), Favaro decidió que no es suficiente y nos inclinamos a apoyar a Favaro. Lo decimos simplemente porque, cualquiera sea el estado de las Actas, parece muy improbable que se haya hecho a Galileo más de lo que el protocolo implica.
[201] El abad Morellet, quien ciertamente no se hallaba prejuiciado en favor de la Inquisición, escribe: “Cuando el señor De Malesherbes leyó mi Manual de los inquisidores, observó: Tales hechos y tales procedimientos podrán pareceros nuevos e increíbles, pero la jurisprudencia no representa más de nuestra propia jurisprudencia criminal tal como existe”.
[202] Escribe Cini desde Florencia en marzo 26: “En la mansión de Orazio Rucellai, donde se reúne toda la nobleza, no hay uno solo que no diera su sangre para veros vindicado de tamañas indignidades. Esperan que el cardenal Scaglia lea vuestra Carta a la Gran Duquesa. Todo el mundo exclama: “¡Que lean el Diálogo de una vez por todas!" ¿Ha sido leído el libro? ¿Ha sido considerado en realidad?”.
Los comentarios posteriores son más agudos aún: “Si aulcun la povoit avoir merité (la prisión) pour l’editton de ses Dialogues, es debvoien être ceux qui les avoient chastrez a leur poste, puisqu’il avoit remis le tout a leur discretion… je pense que ces Pères peuvent aller à bonne foy, mais ils auront de la peine a le persuader au monde”. (Peirec a Dupuy, mayo 30 de 1633, y Holstein, junio 2 de 1633. Peiresc volvió a decirlo un año más tarde, en lenguaje más diplomático y no menos explícito, en una extensa carta dirigida al propio Francesco Barberini. Hizo notar que esta conducta sin precedente no podía sino perjudicar el prestigio de la Iglesia. Véanse también las observaciones de Descartes, citadas en páginas 269-272).
[203] Cf. L. Garzend. “Si Galilée pouvait, juridiquement, étre torturé”. Revue des questions historiques. XLVI (1911), 353 FF.
[204] Un punto puede suscitarse, bajo la corrección de los expertos en procedimiento inquisitorial. No hubo más interrogatorio sobre el requerimiento; ni siquiera fue mencionado en el decreto de junio 10. Nos preguntamos por qué. Hubo dos puntos sobre los cuales se encontró a Galileo insincero, como fue declarado más tarde en la sentencia. Uno de ellos es el requerimiento y otro la intención. En cuanto al requerimiento, desde luego, el documento basta por sí mismo para establecer la verdad sin más trabajo. Por otra parte, Galileo había alegado olvido, cosa difícil de contradecir. Pero el olvido es apenas una excusa en tales asuntos. La sentencia expresa: “El acusado manifestó que debíamos creer que había olvidado”, y prosigue ocupándose de los demás asuntos sin insistir… pero, como resulta más tarde, sin aceptar la excusa. Opinamos que un individuo difícilmente podía ser “absuelto” en definitiva, a menos que hubiera confesado. Habría sido lógico, aunque más no fuera con miras a lo regular, pedir a Galileo que “recordara” aprisa. Pero el tema jamás ha sido tocado ni en el decreto ni en el interrogatorio. Empero, con o sin intención, el asunto de una transgresión del requerimiento es de tal índole que no puede pasar sin mencionarse en el Decreta ni en la Congregación, como que en verdad había sido discutido en la de febrero 25 de 1616. Muchas cosas curiosas pueden haber tenido lugar en esa sesión del 10 de junio que, como podemos hacer notar, había sido postergada en dos oportunidades, a pesar de la presión por ambas partes. Debe haber habido una agitada lucha de alguna especie, mas probablemente manteniéndose un vergonzoso y absoluto silencio en el delicado asunto de esa orden.
[205] Esta decadencia de la cultura en Italia fue utilizada como argumento por Leibnitz —aunque en vano— para tratar de persuadir a la Curia de que liberase al Diálogo (de su carta a Magliabechi, octubre 30 de 1699). Esa liberación no tuvo lugar sino en 1822.
[206] Este sentimiento no lo había abandonado. Dos años más tarde el padre Fulgenzio Nicanzio escribe: “Servios no continuar vilipendiando y maldiciendo el Diálogo. Debéis saber que es maravilloso”.
[207] Este detalle ha sido violentamente rebatido por L’Epinois, alegando que la etiqueta del Santo Oficio era contraria al uso del hábito en tal oportunidad, y Gebler se siente compelido a aceptar sus razones. Es una lástima, pues contamos con la palabra de un testigo, O. G. Bouchard, quien escribe en Junio 29: “come reo, in abito de penitenza”. La conclusión, a que contribuye L’Epinois, es que Galileo fue tratado en realidad como hereje declarado. Lo que se le evitó fue la segunda mitad del trayecto montado en la mula de la Inquisición, que Bruno hubo de hacer, desde Minerva a Tor di Nona y luego al Campo dei Fiori.
[208] El Papa había dicho a Niccolini que alguna especie de sentencia a prisión era inevitable con motivo del requerimiento. Cosa bastante razonable.
[209] C. J. Jagemann, en su libro sobre Galileo aparecido en 1784, al no tener nada en que basarse sino el texto de la sentencia publicado por Riccioli (las actas no fueron dadas a publicidad sino en el siglo XIX), supuso que jamás había existido una prohibición especial y sospechó que Riccioli había inventado el pasaje en que se mencionaba. El hecho es que las autoridades no se atrevieron a que la sentencia fuese examinada en Florencia. Guiducci escribe el 27 de agosto que, luego de haber sido leído al público congregado por el padre Egidii, Inquisidor local, él y otros solicitaron que se les permitiese leerla, sin resultado favorable. El padre Egidii debe haber procedido de acuerdo con órdenes, pues personalmente nada le habría gustado más que el hecho de que el texto hubiera sido desmenuzado por el cardenal Capponi y su círculo. Era el que había otorgado la licencia y sus sentimientos personales eran vigorosos. Durante el proceso había hecho saber a Galileo que oraba por él “día y noche”. Después de la sentencia, tenemos su respuesta a una carta de la Inquisición, que se ha extraviado: “He recibido la severa reprimenda de Su Señoría referente a mi defectuosa actuación al conceder licencia para el Diálogo. Podría decir una serie de cosas bastante importantes, pero, puesto que estimáis que es culpa mía, prefiero aceptarlo en plena humildad”.
[210] El texto reproduce, literalmente sin duda, el certificado de Bellarmino (los documentos oficiales evitan falsas manifestaciones factibles de comprobación), pero tiende a implicar aquí que el decreto de la Congregación era de importancia dogmática, lo que no es así. Todos los decretos comienzan con Sanctissimus decrevit mandavit, mas en realidad eran órdenes de gabinete. Con el fin de impartir la sagrada autoridad del Papa, los decretos tenían que contener la fórmula: “SS. confirmavit et publicare mandavit”. Aun así, no era equivalente a una declaración formal ex cathedra. En verdad sabemos que el Papa Pablo V deseaba declarar herética la doctrina de Copérnico y fue constreñido por Matteo Barberini y Caetani. Más adelante se supo que la importancia del pronunciamiento habiose atenuado más por haber sido emitido, no por el Santo Oficio sino por la secundaria Congregación del Index. De ahí que la doctrina pudiera seguir siendo considerada como "indecisa". (Of. Abad Bouix, La Condenación de Galileo).
[211] El original italiano (los procedimientos de la Inquisición eran siempre en el lenguaje del acusado) es: “Ma da detta fede, prodotta da te in tua difesa, restasti magiormente aggravato, mentre dicendosi in essa che detta opinione è contraria alla Sacra Scrittura, hai non di meno ardito di trattarne, di difenderla e persuaderla probabile; nè ti suffraga la licenza da te artefitiosamente e callidamente estorta, non avendo notificato il precetto ch’havevi”.
[212] En la Edad Media hallábase muy difundida la noción de que la soberanía del Papa sobre Roma y su territorio tenía su origen en una carta de privilegio del emperador Constantino al Papa Silvestre. Dante también lo creía. La idea había contado con fuerte pero no siempre tácito incentivo de los círculos oficiales de Roma y no fue abandonada sino luego de su decidida exposición por Lorenzo Valla (1440). Cuando el pueblo de Ancona recibió en el siglo XIV un ultimátum de la Santa Sede acerca de ciertos territorios en disputa, contestó tranquilamente que el título era de él y que podía vérselo registrado al dorso de la carta de privilegio de Constantino.
[213] “Il aura sans doute voulu établir le mouvement de la terre, lequel je scay bien avoir estè autrefois censuré par quelques cardinaux: mais je pensois avoir ouy dire, que depuis on ne laissoit pas de l’enseigner publiquemente, mesme dans Rome: et je confesse que s’il est faux, tous les fondements de ma philosophie le sont aussi”. (Carta a Marsenne, fines de noviembre de 1633).
[214] En 1642, Gassendi observa que, a falta de ratificación papal, la negación de la teoría de Copérnico no constituye artículo de fe; y diez años más tarde, el buen jesuita Ricciolo, evidentemente nervioso, no obstante su monumental refutación a Galileo, reproduce sus manifestaciones palabra por palabra en el Almagestum novum. Los teólogos de todo el mundo preparábanse ya para amortiguar la caída. El padre Fabri, jesuita francés, escribió en 1661, a la par que defendía los pasajes geocéntricos de las Escrituras: “Si alguna vez llega a descubrirse algunas razones concluyentes, lo que no espero, no dudo que la Iglesia dirá que han de tomarse figurativamente”. El padre Caramuel Lobkowitz, escribió en 1676, en su Theologia Fundamentalis, que, si alguna vez llegase a probarse el error, “jamás podría decirse que la Iglesia de Roma había estado equivocada, puesto que la doctrina del doble movimiento de la Tierra nunca había sido condenada por un concilio ecuménico ni por el Papa hablando ex cathedra.
[215] Otro que había creído mejor mantenerse callado, si bien muy lejos de Roma, fue Descartes (cierto que Richelieu era apenas más liberal que el Papa sobre ese punto). Llegó a la conclusión que desafiar a las autoridades: no merecía tal molestia y abandonó sus escritos sobre cosmología. El 1.º de enero de 1634 escribió a Marsenne: “Vous savrez sens doute que Galilée a esé repris depuis peu par les inquisiteurs de la foi, et que son opinion touchant le mouvement de la Terre a esté condamnée comme hérétique: or de vous dirai, que toutes les choses, que j’expliquois en mon traité, entre lesquelles etoit aussi cette opinion du mouvemente de la Terre dependoient tellement unes des autres, que cest assez de savoir qu’il y en ait une qui soit fausse pour connoisire que toutes les raisons dont je me servais n’ont point de force: et quoique je pensasse qu’elles fussent appuyées sus des démostrations très certaines et très evidentes: je ne poudrois toutefois pour rien au monde les soutenir contre l’autorité de l’Eglesise. Je sais bien qu’on pourroit dire que tout ce que les unquusiteurs de Rome ont decidé n’est pas incontinent article de foi pour cela, et qu’il faut premièrement que le concile y ait passé; mais je ne suis point si amoureux de mes pensées, que de me vouloir servir de telles exceptions, pour avoir moyen de les maintenir; et le désir que j’ai de vivre au repos et de continuer la vie que j’ai commencée en prenant pour ma devise ‘bene vixit qui bene latuit’, fait que je suis plus aise d’être delivré de la crainte que j’avois d’acquerir plus de connaisances que je ne désire, par le moyen de mon écrit, que je ne suis faché d’avoir perdu le temps et la peine que jai employée a la composer”.
[216] Pasquino y Marforio (así ha dado el pueblo en llamarlos desde la Edad Media sin razón aparente) son dos estatuas antiguas enclavadas una frente a otra, cerca de la plaza Navona. El Pie es lo que resta de una estatua colosal imperial del tiempo de Constantino. Pasquino y Marforio son los Martin Marprelates (Martin Marprelates es el nombre adoptado por los autores de una serle de folletos poderosos pero injuriantes, que atacaban a los prelados, impresos durante el reinado de la reina Isabel. El principal autor y superintendente de esa serle de folletos fue John Perry, ejecutado en 1693 por sedición. (N. del T.).) de Roma, aunque a menudo bromistas y sencillos. Los folletos más satíricos y anónimos adoptaron forma de diálogo entre ambos personajes. Hemos dado un ejemplo en el epígrafe del capítulo VI. Marforio actuaba por lo común como “hombre derecho”, y Pasquino, según lo llamó Rabelais, “como el doctor de mármol”.
[217] En esta leyenda debe haber más de afectuoso que de cierto, pues el elefante no fue instalado sino en 1667, según la leyenda que figura en su pedestal. Esa inscripción, empero, es de por sí una broma bien intencionada. Sugiere en amplios hexámetros en latín que, aunque se necesita todo un elefante para llevar el peso de la sabiduría del misterioso Egipto, hace falta una mente vigorosa para llevar el peso de la verdadera ciencia. Parece como si el elefante no pudiese decidir si se va o se queda.
[218] Castelli, por entonces “Padre Matemático de Su Santidad”, a quien el Gran Duque confiara la defensa de Galileo, recibió orden de dirigirse a Brescia, en base a su voto de obediencia benedictino, antes de la llegada de Galileo a Roma, no permitiéndose su retorno sino luego de la partida de este último.
[219] Cuando el Duque de Noailles, embajador del rey en Francia, insistió con visitas a Galileo como prisionero, no se le pudo negar autorización, y en su entrevista aceptó la dedicatoria de la próxima obra de Galileo. El manuscrito fue sacado de Italia por el príncipe Martin de’Medici y posteriormente impreso por Elzevir en Holanda.
[220] Cartas a Peiresc, febrero 22 y marzo 16 de 1635. Por Micanzio había sabido de las órdenes reservadas a los Inquisidores de provincia, estando en Venecia. El 8 de setiembre de 1633, el Papa había vuelto a amonestar al Inquisidor de Florencia por haber autorizado la reimpresión de algunos trabajos anteriores.
[221] Ascanio Piccolomini debe ser señalado como hombre a quien no impresionaron los truenos papales. Cuando se intentaba que Galileo, luego de su sentencia, pasase un largo periodo de penitencia en el monasterio de la Santa Cruz, de Jerusalén, Piccolomini, con ayuda del cardenal Barberini, consiguió que lo dejasen en custodia durante cinco meses, con órdenes severas de no ver a nadie. Tan pronto llegó Galileo a Siena, en calidad de invitado suyo, procedió a abrir en el acto las puertas del palacio episcopal a una interminable corriente de visitantes. Fue allí donde el poeta francés Saint-Amant vio al científico “dans un logement tapissé de soye, et fort richemente emmeublé”, dedicado en unión de Piccolomini a su teoría sobre las mecánicas, con papeles esparcidos a todo su derredor, “et ne se pouvoit lasser d’admirer ces deux vénérables vieillards”, etc. El inevitable informante escribió de manera anónima: “El arzobispo ha referido a muchos que Galileo fue injustamente condenado por esta Sagrada Congregación, que es el primer hombre del mundo que vivirá por siempre en sus escritos, aunque sean prohibidos, y que lo siguen todos los mejores cerebros modernos. Y como tales palabras de un prelado podrían producir frutos perniciosos, por la presente las llevo a vuestro conocimiento, etc.”.
[222] Luego del fallecimiento de Galileo, en enero de 1642, el Gran Duque quiso erigir un monumento a su memoria en su tumba de Santa Cruz. Pero el Papa le previno que consideraría el hecho como desprecio a su autoridad. El cadáver de Galileo hubo de permanecer casi un siglo aislado en el sótano del campanario.