El sueño de Felipe II - Edgar Maass

El sueño de Felipe II

Edgar Maass

Prólogo

En toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica
Donoso Cortés
Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851

La novela histórica es un territorio literario fascinante. Si la fascinación se encierra en cualquier tipo de novela, en la ficción histórica esta magia adquiere una doble motivación. Por un lado, es la ficción en sí misma, con sus códigos específicos al servicio de algo tan maravilloso como es inventar a través de las palabras; por otro, es la Historia la que sustenta el peso del argumento, lo que supone una ventaja añadida, ofreciendo el mayor interés al hecho literario de contar. Sin embargo, no son pocos los detractores de la creación literaria etiquetada como «novela histórica». Quienes detestan las ficciones en las cuales el protagonista es un personaje con peso histórico evidente, lo hacen poniendo en acción un argumento, a su modo de entender, inflexible: la Historia, como tal, no admite intromisiones literarias, y todo lo que sea manipular de una u otra manera lo que ocurrió es deformar descaradamente una realidad ya pasada; esa que no permite cambios ni acaso simples interpretaciones.
Situados los desacreditadores en ese lugar saturado de crítica, da la impresión que aborrecen la novela histórica por mantener un orgullo ciertamente ficticio: la verdad solo fue una y nadie podrá manejarla a su libre albedrío. Pero olvidan algo esencial. La Historia no dispone de una lectura única, porque siempre se ha hecho a medida de los vencedores. Pero tampoco conviene descuidar algo no menos importante. También los perdedores han tratado de diseñar la Historia a su medida, acaso como terapia para su desesperación o como remedio para destrozar la indiferencia y el olvido.
Por tanto, nadie puede presumir de saber la única verdad, debido a que todo es susceptible de opinión, y los sucesos ocurrieron de un modo, pero también pudieron haber discurrido por el camino opuesto. Mostrarse contrario a las novelas con contenido histórico es respetable, pero no indica una apertura a todas las posibilidades que tiene el acto de contar. Además, quienes detestan la novela histórica no tienen reparos en rubricarla como un género literario menor, un subproducto que tampoco dispone de espacio, que deambula perdido en el paraíso de los libros. Sin embargo, aun cuando hay ficciones históricas cuya altura literaria es discutible (circunstancia nada distinta a otra obra novelada de tema libre), lo habitual es que las novelas con trama histórica estén sujetas a un mérito añadido: para escribirlas hay que haber investigado antes, con auténtica profundidad y dedicación. Antes de escribir sobre un personaje que tomó cuerpo en la Historia, es imprescindible empaparse sobre él, conocerlo como a alguien cercano a quien saludamos cada mañana.
Tal vez aquí radique la línea de separación entre una buena novela histórica y otra obra que solo toma como disculpa lo histórico para elucubrar con cierta torpeza más allá de lo admisible. Naturalmente, habría menos detractores si la exigencia de contar la verdad se mantuviera en un límite correcto; es decir, que la ficción únicamente fuera una justificación, el tejido necesario para sustentar una historia, de manera que la «verdad histórica» continuara indemne a los pecados literarios del novelista. O dicho de otro modo: prevalecer lo asumido como histórico sobre la pura ficción. Así, pocos serían los que pusieran objeciones, y donde antes veían defectos después repartirían bendiciones. Porque hay algo que no necesita explicaciones suplementarias: la novela histórica está obligada a enseñar Historia y, por la misma razón, a no deformarla más allá de lo lógicamente permitido. No es asumible que una novela histórica deforme de tal manera la realidad que ya nada sea allí reconocible. Mentir para confundir carece de sentido literario y de futuro. Se puede perdonar una leve mutación, conceder si se quiere situaciones que pudieron ocurrir, algún diálogo que pudo haber sido o acaso lo fue, pero nunca destrozar lo que suponemos como verosímil tomando como descargo la libertad literaria.
Si nos sirve como referencia esta manera de entender y comprender la novela histórica, pocos personajes pueden tener más méritos para ser novelados que Felipe II. Vivió 71 años, una edad más que respetable para el final del siglo XVI, cuando la vida media de los españoles no sobrepasaba los 32 años. Fue el Rey del Mundo desde 1556 a 1598 y soberano de una España de ocho millones de habitantes asolada por la peste, la mortalidad infantil y la fiebre puerperal. Era la España del Rey Prudente una nación temerosa ante la leva obligatoria de soldados, aterrorizada ante las continuas guerras en Europa y sometida al estrangulamiento de los impuestos, que siempre acababan por ahogar a un pueblo pobre y hambriento. Felipe II fue el soberano de una España apurada por las deudas y la decadencia progresiva, donde la Santa Inquisición auspiciaba el poder de la Iglesia católica con desmanes y asesinatos, y todo bajo la protección del rey y su política de «enviado de Dios». Felipe II se comportó como un rey de altos ideales, en un país que pedía expresamente la paz con los brazos abiertos.
El Rey Prudente es un eterno «personaje literario», porque no podría ser de otro modo. Después de vivir 71 años y gobernar casi todo el mundo conocido, pocos pueden poner en duda que su bagaje poético es tan importante como innegable. Por eso, en una persona enigmática y contradictoria como él era, que con la mirada helaba y con la sonrisa cortaba, que con una mano entregaba una limosna y con la otra firmaba una sentencia de muerte, nada como la literatura para rendirle cuentas y sacar al exterior todo aquello que el secreto no permite por los cauces ortodoxos. Fue un rey que guardó tantos misterios, que propagó a su costa tantas habladurías, que lo cierto se convertía en leyenda, lo falso en modelo a copiar y la verdad en múltiples mentiras. Sus enemigos lo odiaron más allá de lo humanamente justificable. Por el contrario, quienes lo conocieron de cerca sabían de su corazón blando en la vida familiar, y su carácter de hierro para los asuntos intrincados del Estado. Leyenda y realidad se fundieron al unísono en el Rey Prudente, y hasta tal punto se alcanzó en esta mezcolanza que, incluso él mismo, aprendió a vivir lo falso como si fuera cierto y lo verdadero como un Sueño del que no sabía despertar. La enfermedad de la gota protagonizó su historiografía, la de un «hombre enfermo con una mala salud de hierro». Este padecimiento reumático fue el achaque más importante en una persona dotada de una suficiente y generosa longevidad. ¿Hubiera sido lo mismo Felipe II sin la gota? ¿No fue su enfermedad otro incentivo literario para conceder al rey un lugar privilegiado en la ficción? Difícilmente se le puede negar al Rey Prudente la posibilidad de ejercer como una figura literaria dotada de muchos matices. Fue un hombre que se desposó en cuatro ocasiones y cuatro veces enviudó. Asistió al entierro de una hija y cuatro hijos varones, así que conoció en carne propia que Dios no iba a mostrarse benévolo con él y la ansiada búsqueda de un heredero. Con María Manuela de Portugal, su primera esposa, apenas pudo conocer los primeros escarceos del amor, porque ella murió en el posparto del primogénito: el desventurado príncipe Carlos. De María Tudor, su segunda esposa, recordaría siempre con acritud lo que fue casarse con una mujer madura y estéril, que sentía la mayor repulsa por todo aquello que desprendiera aroma español. A Isabel de Valois, su tercera esposa, la amó sincera y profundamente, como llegan a saber amarse un hombre y una mujer que se sienten esencialmente enamorados. Luego, cuando ella falleció con solo 22 años de edad, fue un marido feliz y equilibrado con su cuarta esposa, Ana de Austria, quien le concedió el regalo de engendrar a Felipe, su sucesor. Pero el rey deseaba jugar con el destino, ejercitarse como hombre de cuando en cuando; huir, en cierta medida, de su papel cotidiano cómo rey. Su felicidad completa no fue alcanzar el nacimiento de un heredero, sino haber tenido con Isabel de Valois a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, sus «hijas tan queridas en alma y entereza, y por quienes daría la vida si las circunstancias así lo exigieran».
La literatura de ficción busca en alguien la forma de sacarle de las esquinas aquello que guarda, de manera que inventando se pueda saber la «otra verdad», que a veces es la única, aquella que nadie se atreve a decir por miedo a verse reflejado en el mismo espejo. En Felipe II no es preciso agarrarse a las sombras, porque en sí mismo él es un arquetipo de hombre novelable. ¿Cómo no puede serlo un rey que le puso alas al Santo Oficio de Dios, bajo el argumento de que el único sitio de aquel que negaba la verdad del cielo era el fuego de la hoguera? ¿Quién se atreve a negarle al Rey Prudente un lugar destacado en la novela histórica, cuando en 1588 envió a la Armada Invencible al desastre más absoluto, únicamente porque era una empresa auspiciada por Dios en contra de Inglaterra? Tal vez ningún rey dispone de tanto acervo en su historia personal para convertirlo después en novela; máxime cuando esta ocupará el espacio de los secretos guardados bajo llave y las palabras silenciadas por miedo a las represalias.
Es muy difícil sustraerse del magnetismo literario que irradia Felipe II. ¿Acaso no es suficiente motivo literario el hecho de que un padre encarcele a su hijo, al primogénito, y lo tenga encerrado hasta que la muerte se lo lleve por sorpresa o por necesidad? El sacrificio político del príncipe Carlos fue el primer peldaño de la leyenda negra, y tal vez en ese momento fantástico y angustioso se acrecentó la figura literaria del rey. Un hombre sorprendente que detestaba la guerra y anhelaba la paz, pero a quien las circunstancias le obligaron a un cambio de papeles: en sus largos años de reinado España solo estuvo en paz durante seis meses, en el período de marzo a septiembre de 1577. La literatura no puede ni debe preocuparse de los personajes unidos por el cuello a la rutina. Al contrario, la ficción está obligada a escarbar donde se presuma que hay poso, y en Felipe II existe demasiado sustrato literario como para dejarlo escapar.
¿Es disculpable, desde el punto de vista literario, que a un hombre enigmático, oscuro, obsesivo y ambivalente no se le dedique la parcela literaria a la que inexcusablemente tiene derecho? La novela histórica tiene la ventaja de que un historiador nunca podrá exigirle cuentas, pero sí ofertarle aplausos. No puede haber ninguna aproximación entre un libro de historia, un ensayo y una obra de ficción. Cada uno en su lugar, pero con toda probabilidad entremezclados por el mismo destino y un mismo fin: poner al descubierto, aunque en campos distintos, las cosas que solo tienen cabida en un lugar y no en otro.
Algo es indiscutible: una buena biografía tiene que ser, al mismo tiempo, y sin olvidar el núcleo principal, una intrahistoria; es decir, una historia contada también desde los pequeños detalles. Pues bien, será a partir de los detalles menores, los que la historia al uso generalmente arrincona y tira a la basura, cuando la ficción se abre camino: novelará, propondrá sucesos distintos y soluciones impensables. ¿No puede servir una novela para adentrarse aún más en la psicología de un personaje? ¿Hasta qué punto la Historia puede verse influenciada por el comportamiento psicológico de los que detentan el poder? Así pues, no se pueden dejar en el olvido las emociones personales, los vaivenes amorosos, la manera de comer, la moda, las alegrías y las decepciones. Por supuesto, esto puede tener una complicada cabida en un libro de ensayo, y quedar fuera de lugar en los libros de historia con una decidida intención erudita.
En cuanto a Felipe II caben muchas preguntas, y por muchas que fueran siempre serían insuficientes. Sin embargo, pueden ser posibles algunas, aquellas que nos acercarán al hombre, pero también al rey. Un acercamiento a quien gobernó en todo el mundo conocido, en unas tierras sin final que comenzaban en Madrid, que seguían por México, Manila, Macao y Malaca, terminando por la India, Angola y Mozambique. ¿Por qué cuando el rey murió el pueblo se debatió en opiniones distintas? ¿Fue Felipe II un rey prudente? ¿Por qué se casó con Isabel de Valois, cuando en principio ella estaba destinada al príncipe Carlos? ¿Al rey solo le importaban sus cuentas con Dios? ¿Respetó en verdad a su pueblo o únicamente lo usó para su propio beneficio? ¿Nunca hubo en España un monarca tan bondadoso como él? ¿España volvería ser tan importante como bajo su reinado? ¿Por qué motivo parecía estar convencido de que «él solo poseía un conocimiento exacto de los sucesos que pasaban en todas partes»? ¿Amó realmente a sus esposas? ¿Sufrió como padre la muerte en prisión de su primogénito, el príncipe Carlos? ¿Alguna vez el rey se arrepintió de haber presidido algunos autos de fe? ¿Nunca tuvo reparos en favorecer la endogamia para mantener, a costa de lo que fuera, la hegemonía de la estirpe Austria-Habsburgo?
Edgar Maass, con la magnífica novela El sueño de Felipe II, entregará la respuesta a estas y a otras preguntas, y el lector sabrá agradecérselo. El sueño de Felipe II es una novela histórica con todos los predicamentos del género: medida con corrección y sin alborotos ni esperpentos literarios; las fechas correctas, las situaciones que fueron y las que pudieron ser dándose la mano para caminar juntas y la ficción mezclándose con la realidad en la justa proporción. A lo largo de sus páginas discurre como de puntillas el rey desde su nacimiento en Valladolid en 1527, hasta su muerte en El Escorial de Madrid en 1598. Una larga vida de sorpresas, vacilaciones, miedos y alegrías; en definitiva, el sueño que fue o que bien pudo haber sido. Un sueño en el Rey Prudente con los ojos cerrados y las manos abiertas, como aguardando a que alguien lo lleve a algún sitio solitario donde pueda ser eternamente feliz.
En esta novela Edgar Maass ofrece un repaso prolijo de la vida de Felipe II, desde los años formativos a los momentos finales, pasando por las bodas, las traiciones, los ajustes de cuentas y las victorias sangrientas en países que odiaban a la todopoderosa España. Es una novela estructurada en veintiséis capítulos cortos, acompañados en el título con el año explicativo. Nada de suposiciones baldías: las fechas sin errores, y solamente en ocasiones algún cambio de escenario por la voluntad del autor, o tal vez porque así lo demandan literariamente los personajes. He aquí otro atractivo más de la ficción histórica: a través de las páginas un personaje se rebela ante lo que fue o le obligaron ser, y entre las líneas se convierte en lo que deseó ser por encima de todo y no pudo conseguirlo.
El sueño de Felipe II es una novela de situaciones, de vivencias, y en su constitución discurre con fluidez un texto bien acoplado. Nos gustaría disfrutar más cuando las líneas se acaban, lo cual indica que hay profundidad en lo escrito. Pero, por encima de cualquier propuesta, es una novela de investigación y en esto radica su éxito. Especialmente bella es la escena de Felipe y María Manuela de Portugal cuando van a visitar a Juana la Loca, en Tordesillas. La mujer, prisionera de la política y las traiciones, no pide a sus nietos que se van a desposar grandes cosas ni demostraciones pomposas. Sencillamente, les pide con lágrimas en los ojos algo espontáneo, al alcance del más mísero de los vasallos: que bailen los novios para ella.
El sueño de Felipe II nos dará a conocer el padre del rey, el emperador Carlos V, tan distinto a su hijo en las formas pero idéntico en el fondo. Conoceremos las desventuras del príncipe Carlos y los arroyos turbios del poder. Sabremos ya más del hombre y el rey. Es una novela que se comporta como simple ficción, aunque sin desearlo ofrece una crónica renacentista imprescindible. El rey más poderoso de la Tierra tomando posiciones en una novela que es, a la vez, una sabrosa ración histórica condimentada con literatura y un buen pedazo de la Historia. Es muy posible que siguiendo las páginas de El sueño de Felipe II se pueda encontrar una aproximación a la realidad más humana del Rey Prudente. Un hombre singular que vivió y murió en el fascinante e inolvidable siglo XVI.
Antonio Martínez Llamas

Capítulo 1
Canción de cuna
Año 1527

Era una tarde lluviosa del mes de mayo. De las nubes, que se desplazaban a poca altura, caía sobre la verde sementera una lluvia sesgada y fructífera. Las grandes campanas de Santa María la Antigua, de Valladolid, hicieron que sus badajos lanzaran en aquel momento, penetrando por entre la lluvia y su murmullo, un canto vibrante. Pronto respondieron San Pablo y las demás iglesias y conventos de la ciudad. Y el campaneo se propagó, alborotador, por los pueblos del valle del Duero, donde los aldeanos, en los encharcados campos, descubrían su cabeza bajo el aguacero y recitaban, sonrientes, una oración de acción de gracias. En la plaza Mayor de Valladolid, entre gritos y risas, se apretaba la multitud aguantando el chubasco. Las mujeres se besaban, los hombres se estrechaban la mano, los niños saltaban jubilosos, chillando y metiéndose en los grandes charcos que allí se habían formado.
En un palacio renacentista, no muy grande, que se alzaba cercano a la plaza Mayor, un distinguido joven abría con precaución la puerta de una estancia. Tenía espeso cabello oscuro, nariz ganchuda y un prominente labio inferior. Su mentón estaba adornado con una pequeña barba recortada.
Cuando el joven entró en el aposento, paróse en el umbral; la habitación estaba llena de señoras y criadas, barreños de agua, herradas aquí y allá, sobre las mesas, lienzos de hilo y almohadones; y había tal trajín de idas y venidas femeninas que el joven, durante un instante, se sintió por completo fuera de lugar. Pero no tardó en acercarse al indeciso una dama portuguesa muy regordeta, doña Leonor, quien le rogó que se allegara al lecho de su esposa.
Fueron apartadas las cortinas de seda y el joven pudo ver, hundido en las almohadas, el rostro radiante, ufano y un tanto agotado, de su mujer. Inclinóse y besó las cálidas mejillas y la frente coronada por negro cabello. Se informó angustiado sobre el estado de la dama, quien, susurrando y sonriente, le contestaba al tiempo que oprimía su mano. Luego le señaló un bulto alargado que descansaba en los brazos de doña Leonor, apretado contra su voluminoso pecho. El joven tomó el bulto con cuidado, como si sostuviera un vaso de cristal de Venecia, y vio, entre encañonados y puntillas, una cabecita cubierta de fino cabello rubio. Dos ojos azul claro miraban, indiferentes al vacío. El joven, en aquel momento, bendijo al niño. Así pues, Carlos, rey de España, emperador del Sacro Imperio Romano, vio por primera vez a su hijo, el que un día debía llevar la corona de España. Estaba contento con el pequeño y se propuso, a pesar de la oposición del duque de Alba, hacerlo bautizar con el nombre de Felipe.
Sonriente, subió la ancha escalera alfombrada hacia los aposentos oficiales, donde le esperaba la alta nobleza española.
Doña Isabel, la reina, la madre del recién nacido, había caído en un profundo sueño después del agotamiento del parto. Dormía sin agitación; parecía una estatua. Doña Leonor despidió entonces de la estancia a las damas de la corte y a las criadas, y todo quedó en silencio. El pequeño yacía en su cuna. Junto a él, en un sillón, doña Leonor se ocupaba en una labor destinada a un altar de Jerusalén. Pero el piadoso trabajo cayó de sus aplicadas manos, doblóse su cabeza hacia un lado y pronto su profunda respiración anunció que había seguido a su señora y reina al mundo de los sueños.
¡Qué silencio había en la estancia!
El abolengo del niño que acababa de nacer era antiguo y complicado.
Ahí tenemos al antepasado que, como primero de la estirpe, ocupa un lugar notoriamente alejado en la Historia: el emperador Rodolfo de Habsburgo, un pequeño conde suizo que, después de un largo ir y venir, y precisamente a causa de su debilidad de carácter, es nombrado emperador por los electores, fenómeno muy peculiar en las casas de Suabia y Sajonia que ocuparon el trono de los grandes cesares medievales. Ahí tenemos a un burgués, buen padre de familia, que hace cuentas con cada céntimo; con su faz preocupada y su nariz grande y ganchuda... su cabello largo cae, en grises mechones, sobre sus estrechos hombros de viejo prematuro. Y, sin embargo, algo hay de sobresaliente en este hombre no muy agraciado. Y es su indudable y sincera piedad la que, según cuenta entre otras cosas la leyenda popular, le llevó a coger la cruz del altar en lugar del rico cetro imperial en el acto solemne de la coronación.
Contra este hombre solitario y taciturno, que prefiere la burguesía a la nobleza y a los príncipes, lucha el poderoso Ottokar de Bohemia, quien no solamente ha soñado sino que casi ha convertido en realidad un reino intermedio entre Germania y Slavia, una especie de Lorena oriental que debe abarcar desde el Adriático al Báltico. Y, maravilla sobre maravilla, el Magnífico es vencido en campal batalla en Marchfeld, en las praderas del Danubio; y con su magnificencia real, cada vez más brillante, y vestido de brocado, presenta sus excusas, de rodillas, al emperador, el cual, pobremente vestido, no se halla sentado sobre un trono sino sobre un taburete de madera de tres patas.
Esta pequeña escena constituye el singular comienzo de la casa de Habsburgo y de su política. El prolífico Rodolfo se une a la casa de Ottokar por medio de dos matrimonios: su hijo mayor se casó con una hija del vencido, la cual recibe Austria como dote, y una de las hijas del emperador contrae matrimonio con el hijo de Ottokar.
Esta política de matrimonios es continuada por los sucesores de Rodolfo, con la consecuencia de que poco a poco va llegando a sus manos, en propiedad, toda la frontera imperial por el oriente, incluido el Tirol, Estiria y Carintia, y, con esto, llegan a ser los más poderosos señores del imperio, al tiempo que van perdiendo las propiedades primitivas de su casa por la sublevación de los Cuatro Cantones y la instauración de la Confederación Helvética.
Pero aún se restringe más el poder de los Habsburgo en Alemania. Primeramente, con el bisabuelo del niño recién nacido comienza la evolución a lo europeo. Este bisabuelo es el emperador Maximiliano I, hijo del incapaz e inactivo emperador Federico III que ocupó el trono durante medio siglo sin ejercer un auténtico gobierno. El emperador Max, como popularmente era llamado, era un caballero de larga cabellera rubia, la nariz ganchuda de su antepasado Rodolfo y el colgante labio inferior de Margarita Maultasch. Vive aún en el recuerdo del pueblo este amigo de las grandes fiestas, de los cortejos triunfales, los torneos, las cacerías, y aficionado a los grandes y pesados cañones. Vive en los cuadros de Durero y de Cranach, lo mismo que en las prolijas novelas del Teuerdank[1], concebidas por el propio emperador o escritas con su ayuda. Vivió en el mismo mundo de Lutero, Paracelso, Froben y Erasmo, sin que él, hombre más bien ingenuo y alegre, se haya revestido jamás con la gravedad de estos personajes. Y, por último, seguirá viviendo largo tiempo como el emperador del Fausto de Goethe, pensando siempre en nuevas diversiones, eternamente acosado por la necesidad de dinero y arrollado por las comparsas de máscaras de opereta de su corte.
El acto más catastrófico de Maximiliano es su matrimonio con María de Borgoña, la hija de Carlos el Temerario, pues precisamente por ella se rompe la casa de Habsburgo después de que, muerto tempranamente el duque en Nancy atravesado por las lanzas de los suizos, el gobierno provisional occidental ocupase Borgoña y Holanda, la región más poblada del norte de los Alpes, a finales de la Edad Media. El espíritu suntuario y al mismo tiempo grave de la Lorena occidental, esta mezcla mágica de forma francesa y realismo holandés, ha convertido a los duques de Borgoña en personalidades tan perfiladas y tan claramente distintas: en un sentido casi moderno, a pesar de sus inclinaciones medievales, envuelve a los herederos, los Habsburgo, los despoja de su provincialismo meridional y hace de ellos, como quizá hubiera dicho Nietzsche, buenos europeos.
Muchas veces lo que hoy se estima como típicamente habsburgués, español o incluso austríaco, procede en realidad de la herencia de Borgoña; a ella pertenece el sentido jerárquico y cortesano de la forma, la inquietud por la distancia, la suntuosidad que la España anterior a los Habsburgo no ha conocido, la organización burocrática de la administración que, todavía, y proyectada a lo espiritual, lleva una existencia fantasmal en las novelas de Franz Kafka. Incluso el negro traje de corte, que indica un profundo conocimiento de la trascendencia del ser, que anuncia la muerte, es originariamente borgoñón.
El hijo mayor de Maximiliano y María de Borgoña fue Felipe de Borgoña, abuelo del niño de Valladolid. Este Felipe, llamado el Hermoso, un señor corpulento y rubio, notable mujeriego, casó con Juana, la hija de los reyes de España, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Murió joven, a los veintiocho años; pero puesto que el único hijo de los Reyes Católicos, Juan, murió también en su temprana juventud, la corona de España, ya unificada, pasó al hijo mayor de Felipe y Juana la Loca, a Carlos, que fue Carlos I como rey de España y Carlos V como emperador del Sacro Imperio Romano.
A la herencia española superó en importancia la borgoñona. Lo que trajo consigo la casa de Habsburgo fue no solamente la soberanía sobre otro país, sino la hegemonía sobre Europa; el poder de los Habsburgo era tan crecido que ahora, y por su mera existencia, amenazaba muy gravemente la independencia de los restantes estados de Europa y, sobre todo, de Francia. Ello dio origen a varios conflictos, uno exterior, con Francia, que encontró un final provisional con la derrota de Francisco I, y otro interno, con las llamadas Comunidades, los casi independientes estados y ciudades de Castilla que no querían dejarse imponer el yugo de la burocracia flamenco-borgoñona de los Habsburgo. Pero el Gran Levantamiento de Castilla, como se llamó al movimiento de las Comunidades, terminó, por la falta de unión de los rebeldes, en una derrota y en una destrucción, al menos parcial, de la constitución feudal de Castilla en favor de una soberanía casi absoluta del rey español a la manera borgoñona, de una monarquía como nunca habían conocido los propios fundadores de España, Fernando e Isabel.
Carlos V necesitó ocuparse a lo largo de su vida en consolidar los gigantescos dominios de su casa, ampliamente dispersos por Europa, sometidos a las corrientes revolucionarias de la naciente Reforma y la amenazadora expansión de los turcos, para luego, en un momento de debilidad, ceder las posesiones orientales a su hermano Fernando, dividiendo así la soberanía en una rama austríaca y otra rama española. Casó con su prima Isabel de Portugal, la hija de su tía María de Castilla y de Manuel el Afortunado de Portugal, bajo el cual vivió este país su mayor época de florecimiento y una importante expansión colonial. Otra vez extendía con esto su mano la casa de Habsburgo hacia una gran herencia.
Este era, a grandes rasgos, el linaje del niño.
Desde fuera, entre el lejano rumor de las aguas del río, comenzaba a percibirse con mayor intensidad el ruido de la lluvia. El pequeño, en la cuna, se despertó y gritó con esa insistencia y ensañamiento propio de los recién nacidos. Doña Leonor, la camarera mayor, se levantó. Miró al pequeño, cuyos rasgos habían adquirido un aspecto de enojo muy poco digno de la realeza, se precipitó por la puerta al pasillo, donde había, en pie, dos soñolientos alabarderos, y entre ambos centinelas apareció enseguida, a su llamada, una vigorosa campesina castellana.
Esta abrió rápidamente, con expresión culpable en su cara morena y redonda, su rojo corpiño y recostó al niño contra su hinchado pecho. El niño, con insegura boca desdentada e hipando aún levemente, buscó el pezón. Se tranquilizó inmediatamente al sentir la promesa de una rica leche del tibio seno del ama castellana.

Capítulo 2
El corazón de castilla
Año 1531

En una calurosa tarde del mes de mayo se acercaba hacia la pequeña ciudad de Ávila, entre Medina del Campo y Madrid, una alargada nube de polvo. Con exclamaciones de alegría y de asombro se precipitaban a la calle los habitantes de las aisladas y modestas casas que había al borde del camino, que, como un arroyo de blanca arena, corría atravesando los mezquinos cultivos y los poco productivos huertos de este paraje. La multitud se componía casi exclusivamente de mujeres y niños y unos pocos ancianos de barba blanca. El agudo olor a cebolla de la sopa de carnero, la olla podrida, y el no menos característico de los rara vez limpios establos de cabras, se desprendía de todos ellos. Sus vestidos míseros, que estaban compuestos casi por completo de remiendos que cubrían solo en muy pequeña parte sus flacos cuerpos tostados (escasez que, en los niños y niñas pequeños, llegaba hasta la desnudez paradisíaca), la delgadez de los cuerpos, el desorden de los cabellos mugrientos, todos estos signos de gran indigencia estaban en oposición a su postura altiva, la osadía de sus rostros curtidos y el fuego de sus ojos.
La caravana se acercaba a la multitud por el camino. Los campesinos más viejos supieron pronto quién era el que venía hasta estas últimas estribaciones de la sierra, pues el estandarte del rey, de pesada seda, colgaba en la larga asta portada por el poderoso puño de un caballero y se cernía proyectándose sobre el cielo de la tarde, teñido de un suave color rojo, mientras que la lejana cordillera del Guadarrama aparecía allá con un pálido azul casi irreal. Las mujeres inclinaban sus cabezas morenas y los niños miraban fijamente en un silencio mezcla de respeto y miedo. Justamente delante del estandarte marchaba una mula gris de largas orejas y aire grave, con arreos y silla adornados ricamente, casi demasiado ricamente, con puntillas y perlas. Los pequeños estribos eran de la más fina plata.
Este animal era conducido del diestro por un corpulento joven que no tenía la más mínima semejanza con un mozo de equipajes. Hubiera parecido orgulloso e indiferente si sus ojos negros, medio ocultos por el cabello moreno, medio caído sobre la frente según la moda de entonces, no tuvieran una expresión maliciosa y divertida.
Sobre la magnífica mula cabalgaba un extraño ser, medio muchacho, medio muchacha, pues iba vestido con una falda a la vez que la parte superior de su cuerpo estaba cubierta con una chaqueta de color y cubría su cabeza con una gorra negra con borla blanca. El jinete tenía el cabello rubio claro, casi blanco; los ojos azul claro que miraban fijamente hacia delante, hacia la sierra que azuleaba; parecía no darse cuenta de la multitud y se estremeció ligeramente solo cuando las mujeres rompieron en grandes exclamaciones de alegría.
El conductor de la mula, un tal Francisco de Borja, se inclinó ligeramente hacia los campesinos; el pequeño jinete (pues, al parecer, era un muchacho) continuó en silencio. Esta postura del pequeño agradó extraordinariamente a la multitud, encantada con aquel joven pálido de estrechas espaldas, pues precisamente ese porte orgulloso les parecía el verdadero, el que correspondía a la realeza. El muchacho era el infante don Felipe, sucesor al trono de España.
Detrás del muchacho seguían, oscilantes, las sillas de mano. En la primera iba sentada una hermosa dama de cabellos oscuros, apoyadas sus lindas y algo redondeadas manos en los brazos del sillón; era doña Isabel, la madre del muchacho. «¡Viva la reina!», exclamaron los campesinos, y ella, al contrario que su pequeño hijo, se inclinó agradecida, y llamando a una enana tullida, que rápidamente se acercó a la silla corriendo sobre sus muñones, le dio orden de repartir entre la multitud un puñado de maravedíes. En la siguiente litera iba una gruesa dama, la primera dama de la corte de la reina, doña Leonor de Mascarenhas, en cuyo regazo dormía una niña, la infanta María, que era un año más joven que su hermano Felipe. Detrás de estas sillas venían aún muchas otras, algunas ocupadas con jóvenes damas que reían conversando con los jóvenes caballeros montados; otras ocupadas por miembros de la corte de edad más avanzada y altas dignidades de la Iglesia.
Detrás de las sillas venían los caballeros. Las mozas se atusaron excitadas el cabello y pusieron en orden sus vestidos, incapaces de todo arreglo. Frases picarescas les llegaron por el aire, que repentinamente se había vuelto fresco. Después hubo un momento de seriedad, pues llegaban los novicios de la Orden de Santo Domingo con sus hábitos blancos y negros y los discípulos de san Francisco de Asís, con sus cogullas color de tierra. A través de sus sandalias cubiertas de polvo y groseramente tejidas se podían ver los dedos de sus pies caminando sobre la arena. Cerraban el cortejo toscos carros de dos ruedas, llenos de muebles, alfombras, ropas y otros enseres domésticos, y que se bamboleaban de modo alarmante.
Ya era oscuro para ver bien, pues aquí, en la sierra, viene la noche muy deprisa, casi como en los trópicos. A la ardiente claridad del día siguen, repentina y brutalmente, las sombras presurosas de la noche.
En un recodo del camino el muchacho de la mula se animó y lanzó un largo ¡ay!, al tiempo que con su mano señalaba hacia delante con muestras de excitación.
Ante él, proyectado contra las sombras del Guadarrama, en aquel desierto de arena y roca, se veía una fortaleza con cuatro torres. La estampa surgió repentina, sorprendente, casi como la visión de un santo, y hubiese podido muy bien ser la visión de un santo, pues tras los sólidos muros con recios torreones cuadrados se levantaban severas y puntiagudas torres románicas y altos tejados de catedrales y capillas. Casi parecía que toda aquella pequeña ciudad fuera una especie de iglesia-fortaleza, baluarte de un cristianismo guerrero.
Ávila constituía el destino del viaje de la corte real, pues en aquellos tiempos no tenía España ninguna capital, residencia real fija, si no se quiere considerar a Valladolid como tal, y así ocurría que la corte estaba muy frecuentemente de viaje. La madre del infante, doña Isabel, era una mujer piadosa y muchos de sus viajes perseguían objetivos también piadosos. Había ido con sus hijos a rogar a la tumba del apóstol Santiago, en Compostela; había visitado la Seo de Zaragoza, con su imagen de la Virgen, de la que se aseguraba que hablaba algunas veces; y había visto también a la Virgen del Pilar y había mandado a sus hijos colocar monedas a los pies de la imagen de piedra, de la cual se decía que se levantaba algunas veces de su sitial para mezclarse entre los arrieros, aguadores, mendigos y labradores para consolarlos y amonestarlos con palabras de amor.
También en Ávila había muchas cosas edificantes que ver. Allí estaba el convento de dominicos de Santo Tomás, en el que dormía su eterno descanso el oscuro Torquemada, el Gran Inquisidor, y bajo cuyo altar mayor se guardaba, en un precioso relicario, el brazo derecho de santo Tomás, con aquella mano que, incesante, había escrito en su no muy larga vida las grandes Summas, las obras más importantes del pensamiento medieval. En el jardín de este monasterio había dos raros toros de piedra; nadie sabía ciertamente cómo habían ido a parar allí. Al parecer, eran estatuas paganas dedicadas alguna vez al antiguo dios ibérico Dionisos, cuya fiesta religiosa, la corrida de toros, había venido hacia España y Creta (así lo dice la leyenda) desde la Atlántida, desaparecida bajo las aguas; y ciertamente había una ironía del destino en aquello de que los toros de Dionisos estuvieran ahora en el jardín del monasterio de los dominicos, los cuales ahora ofrecían a otro dios, al dulce Dios de Galilea, el sacrificio espantoso y cruento de la Santa Inquisición.
En Ávila se hablaba mucho de los viajes de Cristo por tierra hispana, y se cuenta con orgullo que una vez el Señor llegó a la comarca abulense. Cuando entonces vio lo desierto y lo estéril deaquella sierra de arena rompió en lágrimas de compasión por aquel pobre país. Y estas lágrimas del Señor (así se dice) se habían convertido en grandes piedras que entonces, como hoy, rodean los caminos de Ávila.
Pero ni las reliquias, ni los edificios piadosos, ni las edificantes leyendas eran el objeto de este viaje de la real familia: la reina consideraba que había llegado el momento de vestir a su hijo Felipe el traje de muchacho. Para un mortal cualquiera, el que le pongan las primeras calzas no es ningún acontecimiento importante; para el hijo del rey de España y para su pueblo constituía un hecho emocionante y de muy alta significación. Con ello, en primer lugar, Felipe se convertía efectivamente en un ser masculino, mientras que antes carecía de sexo.
En un día de agosto se dirigía doña Isabel con sus hijos al convento de Santa Ana. Ante la puerta cerrada debía de someterse a un interrogatorio, pues los conventos españoles eran como las ciudades: se mantenían firmes en su derecho de negar la entrada a cualquiera. Pero en esta ocasión fue puro formulario el que la portera preguntase sonriendo: « ¿Quién solicita entrada?» y que la alta dama respondiera: «Doña Isabel, la reina, con sus hijos Felipe y María». Giraron las pesadas puertas y ya la reina, con sus hijos y damas, pasó del abrasador sol de agosto a la fresca sombra del convento, donde fue recibida con profundo gozo por la abadesa y sus monjas; pues este convento de Santa Ana mantenía antiguas y estrechas relaciones con la familia real; doña Isabel no era ninguna extraña en este lugar. Fue conducida a la iglesia, asistió a la consagración y los votos de varias novicias cuya entrada en el estado religioso había sido posible gracias a la dote y equipo aportado por ella. Comieron luego en el refectorio. Era un gran día de fiesta para el convento y muchos ojos femeninos se volvían hacia la mesa de la abadesa, donde estaba sentado Felipe, silencioso, al lado de su madre. María, su hermana, ya entonces, a pesar de sus tres años escasos, era una niña vivaz destinada a casarse algún día con su primo Maximiliano y a vivir en la corte de Viena, el antiguo solar de la soberaníade los duques de Habsburgo. Ahora ella, en esta circunstancia solemne, entre aquellas hermanas vestidas de oscuro, como no pudiera desarrollar su viveza y hacer preguntas infantiles, lanzaba a su hermano Felipe una mirada llena de reproches, pues este pensaba que una actitud rígida y callada era la que aquellas piadosas mujeres esperaban de él.
Cuando hubieron comido, se dirigieron en solemne procesión a la capilla lateral de la iglesia. Entre cantos y oraciones de las monjas, Felipe fue desnudado. Hacía fresco en la capilla, pero Felipe soportó con paciencia y gran seriedad, sin hacer preguntas, el que las mujeres le vistieran luego el traje español de la corte. El desacostumbrado vestido, la preciosa daga al costado, el bonete con las plumas blancas que tenía cierta semejanza con una brocha de afeitar, le molestaban: se sentía como disfrazado y objeto de burla; un carácter más débil se hubiera echado a llorar y se hubiera precipitado sobre su acostumbrada faldita. Don Felipe, sin embargo, soportó todo con gran paciencia; le habían explicado que este disfraz era el primer paso hacia la realeza.
Más tarde fue presentado a la nobleza y al clero de la corte y de la ciudad de Ávila. Escuchó nombres altisonantes, innumerables títulos que los camareros anunciaban con voz sonora. Contempló cómo los caballeros se inclinaban profundamente con una ligera sonrisa; cómo las damas le hacían reverencias y ocultaban sus pies bajo las amplias faldas de los vestidos. Felipe miraba a cada uno con gran seriedad, y solo si el presentado era un religioso inclinaba ligeramente la cabeza.
La multitud de rostros, el frufrú de las faldas de seda, el tintineo de las dagas, los ojos escrutadores, el fluir de nombres y títulos que no parecía querer tener fin, cansaban al príncipe. Estaba pálido, sus hombros todavía estrechos se estremecían de vez en cuando ligeramente bajo el pesado damasco negro; pero continuaba allí y cumplía el real deber de mostrarse a los caballeros y damas de su reino.
Detrás de él, apoyados en sus alabardas, estaban los guardias reales con sus birretes negros. El muchacho miró disimuladamente a su espalda girando a medias la cabeza; la vista de los guardias lo animó cuando ya sus rodillas querían doblarse, pues los ojos de los Guardias de Corps estaban tranquilos; su actitud era casi de descuido, ese descuido pronto a saltar que tienen los grandes felinos. Se dio cuenta de que a ellos no se les escapaba ningún rostro ni ningún movimiento; vigilaban por él. Con esto cobró el niño una sensación de gran poder, sabía, por los relatos de su madre, que, además de estos hombres, había aún muchos otros, casi innumerables, que custodiaban el trono de España. Había hombres con trajes de vivos colores, con anchas sandalias y pantalón acuchillado, cortos jubones y yelmos, cuyos penachos oscilaban al viento. Hablaban flamenco, francés, alemán, vasco, italiano, checo; pero todos ellos guardaban a su padre y a él con sus lanzas, sus espadas, sus ballestas y puñales, con sus ruidosos y pesados cañones, sus caballos, galeras y carabelas. El agotamiento le había desaparecido como si se hubiera desprendido de un pesado capote y volvió lentamente la vista hacia los dominicos. Estos parecían una guardia casi más fuerte que los alabarderos. Estaban vestidos de blanco y negro y tenían apariencia de fuertes guerreros. El muchacho sabía ciertamente que le tenían cariño.
— ¡Don Felipe, infante de España!
Las pesadas puertas levadizas del Alcázar se abrían lentamente con chirriar de cadenas. Casi ciego por la luz diurna de agosto que caía brutalmente, cerró Felipe los ojos. Subió a una pequeña tribuna en el balcón que, en otra ocasión, hacía largo tiempo, había sido edificado con fines bélicos para defensa de la fortaleza y la ciudad contra los infieles.
Felipe estaba allí, pero no oía ni veía nada especial, nada distinto, sino un susurro de voces y gentes que se diluía en el anónimo «algo» que se llama pueblo.
Allá abajo estaban todos los habitantes de Ávila: comerciantes, obreros, aguadores, hortelanos, arrieros, mendigos y ladrones. También ellos simpatizaban con él; pero allí no había orden ni esas formas rígidas a las que estaba acostumbrado el joven. Ninguna reverencia lenta, ninguna inclinación, ninguna sonrisa lleve. El Felipe de cuatro años se asustó y sus finas manos intentaron agarrarse a la muy ancha baranda de piedra: con gusto hubiera retrocedido; echaba de menos a su madre y a la regordeta dama de la corte, doña Leonor. Pero tenía que recibir la mirada y la aclamación del pueblo, pues así lo exigía la costumbre.
Al poco rato sintió a su madre junto a él y escuchó abajo un renovado clamor: aquel caótico monstruo, el pueblo, saludaba a la reina. Aliviado, con un suspiro apenas perceptible, retrocedió hacia los dominicos y los alabarderos que lo cercaban como muralla humana. Sonrió ligeramente y se permitió bostezar con disimulo.
Entre la multitud, nadie se dio cuenta del miedo del hijo del rey. Solamente una única persona entre las mil no había sido engañada por su aparente serenidad. Esta persona era una muchacha de negros cabellos que tendría unos dieciséis años; respondía al nombre de Teresa y era hija de un noble de la ciudad llamado don Alonso de Cepeda. En esta muchacha, que además poseía un cierto atractivo a causa de sus vivos ojos negros y el delicado óvalo de la cara, concurrían unas circunstancias muy particulares. Muy pronto se había interesado Teresa por los libros, y había sido muy bien orientada, a la dulce edad de doce años, sobre las hazañas de Amadís de Gaula, el caballero Orlando y otros héroes de los libros de caballería. Los inauditos hechos de aquellos héroes, sus más o menos sangrientas aventuras, su librarse de una muerte cruel, la mayoría de las veces por un pelo, habían encantado de tal suerte a la muchacha que, como más tarde le sucediera al héroe de Cervantes, le habían metido en la cabeza hacer algo parecido a lo realizado por aquellas figuras ideales de un mundo ya pasado.
Pero desgraciadamente una vez que la joven había vuelto al mundo real, aunque no estaba precisamente dotada de un temperamento de amazona, había llegado al resignado convencimiento de que para ella, como mujer, solo era viable el camino de aquel mundo ideal de heroísmo a costa de grandes sufrimientos; y así se había decidido firmemente a sufrir el martirio a manos de los infieles. Pero puesto que entonces, muy a su pesar, ni en Ávila ni en sus alrededores se podían encontrar paganos sedientos de sangre, se había marchado una mañana con un hermano más pequeño, al que había convencido completamente de las excelencias de sus planes, al igual que en su vida posterior había de atraer a su raro camino a miles de mujeres, simples aldeanas, duquesas y reinas y, también, a miles de hombres. En aquella mañana habían tomado el camino del sur con la seguridad de que en cualquier parte habrían de encontrar paganos si continuaban andando en la misma dirección lo suficientemente lejos. Por desgracia, el destino había opuesto una barrera contra sus planes en forma de tío, un tío que topó en el camino con sobrino y sobrina y en cuanto hubo tenido conocimiento de sus proyectos idealistas había reexpedido a la joven pareja a la casa paterna tachándolos de rebeldes.
Esta muchacha, Teresa, aquel día, había acudido allí abajo, entre la multitud reunida ante el Alcázar, con la ilusión de ver alguna vez un rey verdadero.
La primera impresión había sido de desilusión. No era ningún Amadís de Gaula, no era un juvenil Cid el que había aparecido en el balcón. De ninguna manera. El joven era dulce y pálido. Inconcebible que el impetuoso Cid hubiera tenido la misma apariencia cuando tenía cuatro años. Después de que esta primera desilusión se hubo pasado, atendió a la expresión del rostro infantil, pues Teresa, aún casi una niña, era buena conocedora de los hombres.
Notó que el joven se asustaba, pero también vio que se sobrepuso al creciente temor callada y dignamente. El pequeño gesto de agarrarse a la balaustrada protectora no se había escapado a su aguda vista. Y al mismo tiempo había sentido ella con claridad que, allá arriba, el pequeño sucesor al trono vivía precisamente como ella misma: con el corazón en otro mundo, en un mundo de santos, reliquias, oraciones e iglesias. De modo que hubiera estado casi desnudo y desamparado ante el mundo ordinario si el digno traje de corte, los dominicos y los alabarderos no le hubieran prestado la aparente serenidad que interiormente aún no podía poseer.
No se había podido contener más tiempo y había unido su voz a la exclamación de la multitud: « ¡Viva el infante!». Rápidamente se había vuelto el muchacho con una sonrisa apagada, pero a Teresa le pareció como si, durante un instante, sus azules ojos se hubieran encontrado con los oscuros de ella; como si se hubieran mirado cara a cara: dos futuras personalidades, Felipe II y santa Teresa, la firme voluntad política aparente y el interno impulso del corazón hacia Dios y hacia el poder.

Capítulo 3
En salamanca
Año 1534

Salamanca yace en un valle no muy amplio, entre dos colinas. Sus calles son estrechas, con altas paredes blancas rara vez interrumpidas por encajadas ventanas o por balcones ligeramente sobresalientes. En aquel tiempo era la vieja ciudad la mayor universidad de España y uno de los más importantes lugares de estudio de toda Europa. Casi diez mil estudiantes de todos los países llenaban las aulas, las calles y las casas de huéspedes.
Ruido, risas, luchas, duelos y fiestas académicas pertenecían al alma de la ciudad tanto como los solemnes debates de las facultades de Teología y Derecho, que gozaban de una fama especialmente elevada.
Aquí, en Salamanca, había sido preparada la armadura teológica de los grandes luchadores de la Iglesia, santo Domingo y san Ignacio de Loyola, y aquí, a la sombra de la gran catedral había compuesto el jurista doctor Juan Ginés de Sepúlveda su maravilloso libro sobre el derecho a la guerra contra los indios, el cual había de sugerir al humanista dominico Las Casas los más violentos ataques contra el desgraciado autor. Aquí había hablado, sobre las sátiras de Juvenal, Pedro Mártir, uno de los grandes espíritus de aquel tiempo, semejante en muchos aspectos a Erasmo..., y no estaba demasiado lejos la hora de que en aquellas aulas entrara, como discípulo aplicado, el más grande dramaturgo de España, Calderón de la Barca.
Salamanca era un lugar de enseñanza y educación, pero no solamente para los nobles y los clérigos, sino también para los jóvenes del pueblo llano. Allí llegaban pesadamente cargados con sus camas, con cestas de pescado seco en las manos, con una ristra de pequeños embutidos españoles, chorizos, alrededor del cuello, y quizá con un pellejo de vino del país sobre los hombros, descalzos o con ruidosos zuecos de madera. La mayoría de ellos eran demasiado pobres para pagar los pocos maravedíes del alquiler de una habitación, y de esta manera vivían y dormían en las aulas y los pasillos de la universidad, en los patios de los monasterios o en los torreones de la ciudad.
A esta Salamanca envió doña Isabel a su hijito don Felipe después de que él hubiera alcanzado la madura edad de siete años, pues parecíale necesario privarle de la compañía de amas y señoras para que se dedicase a las ciencias y las artes espirituales y caballerescas de su tiempo. La reina le proporcionó una casa propia en la ciudad de la universidad y le dio un educador intelectual y otro caballeresco, pues era naturalmente inconcebible que el infante tuviera que mezclarse en las aulas con la grosera multitud, como cualquier mortal ordinario del país.
Todas las mañanas llegaba el doctor Juan Martínez Silíceo, profesor de Teología de la universidad, a la casa del príncipe, pues la ciencia de aquellos tiempos estaba aún fundada en la Teología: “ancilla theologiae” . El doctor Silíceo, un amable y erudito señor con largo ropaje negro, era conducido por el ceremonioso mayordomo a presencia del infante.
Junto al niño estaba sentado su primo Max, el cual hablaba un español tartamudeante y con un débil acento austríaco, pues vivía en Viena. Detrás estaba, en pie, delgado y moreno, con su bello rostro de agudas facciones, el portugués de doce años Ruy Gómez de Silva, que sentía particular aprecio por el príncipe. Después de muchas reverencias y pasos de baile comenzaba el doctor Silíceo a hablar. Hablaba de la creación del mundo y, de vez en cuando, se permitía hacer alguna pregunta al infante, especialmente si notaba que este había comprendido el objeto de la explicación. Si contestaba con exactitud, se reía a carcajadas; si la respuesta no era correcta, entonces observaba amablemente que su alteza real debía de haberse equivocado.
El negro doctor hablaba también de que en las cuestiones teológicas se debía uno de mantener siempre en la opinión de la Iglesia, pues si se formaba cada uno su opinión particular sobre Dios y la fe por sus propias reflexiones, entonces la consecuencia sería un caos general. Aquí comenzó el doctor Silíceo a suspirar con violencia y dijo que, desgraciadamente, también en los Países Bajos, la tierra que heredaría el infante, había muchos hombres influidos heréticamente por el diablo, que habían abjurado la obediencia del santo padre, que se habían hecho bautizar por segunda vez y que hasta arrollaron las iglesias para destruir y tirar a la basura las sagradas imágenes, los ornamentos y las reliquias.
―¿Hay, pues ―preguntaba el muchacho con voz clara―, también herejes en España?
El doctor Silíceo ponía una cara triste.
―No se puede negar ―replicó― que hay también herejes españoles. Pero cuando se ve a este monstruo profundamente metido en las almas perversas, como hace la Santa Inquisición de nuestros buenos dominicos, entonces, la mayoría de las veces se deduce que son tristes excepciones; casi nunca se trata de castellanos, sino de moriscos o marranos.
―¿Y qué es eso? ― pregunta el pequeño.
―Cuando la bisabuela de vuestra alteza real, que en paz descanse, la reina católica doña Isabel, expulsó a los moros y los judíos del suelo de España, que ellos habían ensuciado durante tanto tiempo con sus vergonzosas supersticiones, la reina fue lo suficientemente magnánima como para perdonar a todos los que se convirtieran a la única Iglesia verdadera de Nuestro Señor Jesucristo. Los moros que se dejaron bautizar se llaman moriscos y los judíos bautizados, marranos. Pero, príncipe ―suspiró el doctor―, muchos de estos nuevos bautizados se mostraron como lobos con piel de cordero. Los moriscos volvieron nuevamente a sus baños paganos, leían sus escrituras arábigas y llevaban el atuendo moro. Los marranos comían otra vez pescado y olivas para honrar a sus muertos, se vestían especialmente elegantes en sábado, porque aún lo consideraban como su sabbat y despreciaban la carne de cerdo porque el caudillo Moisés se había declarado muy en contra de este nutritivo animal. De esta conducta se desprende que no podían ser interiormente cristianos. Los moriscos hasta llegaron a matar a hombres y mujeres cristianos, y escupían y destrozaban las imágenes de los santos cuando creían no estar vigilados.
El muchacho se movía nervioso en su taburete. El primo Max estaba menos impresionado.
Ruy Gómez se inclinó hacia delante y dijo:
—Yo, en verdad, creo que los moriscos y los marranos están conjurados contra nuestro rey y señor. El infante se levantó de un salto.
— ¿Es cierto esto, Ruy Gómez? —exclamó.
— ¿No es verdad, doctor Silíceo? —dijo Ruy Gómez.
—Indudablemente, indudablemente ―murmuraba el doctor Silíceo.
— ¿Y por qué no se hace entonces nada contra ello? ―gritó el infante retorciéndose las manos.
—Se hace lo que se puede —dijo el doctor—. La Santa Inquisición se esfuerza en todas las formas posibles, pero hasta ahora no se han encontrado pruebas certeras. Solamente se sabe que los moriscos y los marranos esperan en el fondo de sus almas la hora de la venganza; no pueden olvidar su poderío anterior. Muchos han huido hacia Túnez para unirse al Barbarroja Kheyr-ed-Din y con él saquean las costas de la desgraciada Italia. Otros se han escapado con los herejes protestantes otra vez. Pero los peores se fueron a la corte del Gran Turco, en Bizancio, al cual continuamente le dejan caer en los oídos que debe conquistar España para el Islam, como antes lo hizo Tarik para milenario sufrimiento del pueblo español y de la Iglesia española. Pero, con permiso de vuestra real alteza, esto son cuestiones políticas. ¿No sería mejor, según mi modesta opinión, que nosotros nos dedicáramos ahora al arte de escribir correctamente y a leer los comentarios de Julio César, en los cuales, mea culpa, estamos algo retrasados? Pues César escribió no solamente un latín educativo, sino que, dicho sea de paso, fue también un gran emperador y un aventajado general.
―Mi padre, el emperador ―exclamó el niño―, es un emperador más grande que César.
―Sin duda, sin duda ―dijo el doctor Silíceo―. La majestad imperial de vuestro padre se esfuerza con gran cuidado por el Sacro Imperio Romano, por la unidad y la salud de Europa, por la herencia de los cesares.
―Doctor Silíceo ―dijo―, es un placer oírle hablar a vuestra merced y aprender con ello.
El doctor Silíceo se puso colorado como una muchacha.
―Yo agradezco a vuestra real alteza —dijo inclinándose— estos inmerecidos elogios. Pero tempus fugit, el tiempo pasa y ya se acerca la hora del desayuno. ¿Cómo se diría en latín? Mensa, en aquella lengua maravillosa...
―Un momento —interrumpió el infante―, antes debemos terminar nuestra conversación sobre los moriscos y marranos. A mí sencillamente me gustaría ver llegado el fin de todo. ¿Por qué, pues, doctor, mi padre no aniquila al Gran Turco hereje, como ha derrotado y castigado a la Galia?
El doctor Silíceo se frotó la frente con su mano gris de gruesas venas y reflexionó un momento. Pequeñas perlas de sudor aparecieron en su frente a pesar de que la mañana era fresca.
―Una pregunta difícil —suspiró—, una pregunta muy difícil, una pregunta metafísica, por así decir. ¿Por qué es poderoso el mal? Evidentemente, lo es solo por causa de la tibieza y la indecisión del llamado bien. Pues, en sí, el mal es en realidad inexistente: un reflejo, un error, una ilusión que se disuelve en vapor cuando uno va decididamente a su encuentro. Pero así, con el Cisma de la Iglesia, con la llegada del hereje, con la enemistad contraria a los principios cristianos, el turco ha llegado a ser Gran Turco y ahora se cierne sobre nosotros como una nube amenazadora de destrucción. Primeramente destruyó el Imperio Romano de Oriente, tomó Constantinopla; luego ocupó en Italia Otranto y finalmente tomó la plaza fuerte de Belgrado. Cuando el emperador estaba ocupado con los franceses, el sultán Solimán, a quien ellos, por algún motivo, llaman El Magnífico, tomó la isla de Rodas, el baluarte de los sanjuanistas, que, entonces, por magnanimidad de la majestad imperial, encontraron una nueva patria en la isla de Malta. Al mismo tiempo envió el sultán sus hordas hacia Hungría, donde mataron al rey Luis, tío de vuestra alteza real, en la batalla de Mohács. Como dos brazos de una gran tenaza hay hordas de infieles al norte y por el sur del mar Mediterráneo. Por un lado llegan los ejércitos del turco hasta Buda, y por el otro, en Egipto, hasta Trípoli, Argel y al prominente Túnez, que está dominado por el monstruoso Barbarroja; en medio se encuentran navegando las galeras con la odiada Media Luna que amenazan las costas de Italia, Malta, Sicilia y Cerdeña. Yo francamente creo que la situación es tan peligrosa que solo un milagro de Dios nos puede salvar de los infieles. Pero la cristiana España expulsará al Islam de Europa, con la dirección de su rey, como lo ha expulsado de la península. ¡Quiera la Santísima Virgen, Nuestra Señora, proteger al emperador Carlos y a su pueblo! Quiera Santiago, el hermano del Señor, el que cabalga sobre las batallas, mantener sus caritativas manos sobre el emperador y el ejército.
El doctor Silíceo descubrióse, se arrodilló y rezó.
Los tres muchachos hicieron lo mismo. Por las mejillas del infante rodaban las lágrimas, mientras que su rostro permanecía tranquilo y sereno como siempre. Felipe se descubrió.
―Os lo agradezco, doctor Silíceo ―dijo―; mi padre vencerá. Pero si él no termina la obra, juro ante la Santísima Virgen de Guadalupe que no descansaré hasta que España y Europa se vean libres de infieles para siempre.
Sus ojos azules se habían oscurecido; una extraña agudeza había aparecido en su mirada, cuya energía casi inquietó al buen doctor.
El rostro, sin embargo, estaba sereno e inmóvil, casi frío.
A la tarde del mismo día entró Felipe en el parque. Llevaba botas altas, pantalón de montar, jubón verde y un birrete adornado con una puntiaguda pluma de color. En la pequeña plaza redonda, en la que cantaba una fuente, había un caballo sin silla sujeto de la rienda por un palafrenero. Junto al caballo, que de vez en cuando sacudía su melena salvaje, se encontraba, alto, cabello gris, en postura de franca indiferencia, don Juan de Zúñiga, comandante militar de Castilla. Cuando el muchacho se acercó, quitóse el sombrero e inclinó sonriente la cabeza. Felipe hizo un ligero y tímido movimiento con la suya sin descubrirse. Don Juan tomó la rienda y despidió al palafrenero. El chico lanzó un profundo suspiro.
―Este es el caballo —dijo don Juan—, un purasangre árabe de Andalucía. Perseverante, rápido y valiente.
―Yo no quiero nada árabe ―dijo Felipe mirando con recelo al caballo.
―Desde siempre han tenido los árabes los mejores caballos ―dijo don Juan―. El Cid Campeador los estimaba mucho, y lo mismo hacía el rey san Fernando, la reina Isabel, don Gonzalo de Córdoba; en resumen, todos los reyes, generales y caballeros de España. Quiero llamar la atención de vuestra alteza sobre el hecho de que una yegua brabanzona es muy apropiada para las damas, los clérigos y los cerveceros, pero no para un caballero, especialmente si el caballero es al mismo tiempo infante de España.
El infante tragó saliva y miró hostil a don Juan.
―El caballo no está ensillado ―dijo de mal humor.
―Vuestra alteza debe montar un caballo sin silla ―replicó don Juan— para aprender la posición correcta. Después montará en una silla sin estribos cuando vuestra alteza haya aprendido a ensillar y a cinchar correctamente.
―Yo no soy ningún mozo de cuadra —exclamó. La sangre le había subido a las mejillas.
Don Juan le miró. El indicio de una sonrisa se deslizaba por su barbudo rostro.
―En el entusiasmo de la batalla, en el ardor del torneo ―dijo―tiene que poder confiar el caballero en su caballo y su arnés. Él debe ser capaz de corregir las faltas. ¿Pero cómo las va a encontrar si no ha comprendido lo que es ensillar? —El muchacho se encogió de hombros—. Os ruego que montéis —dijo don Juan lacónico. Felipe hizo algunos vanos intentos de montar; el caballo cedía de costado. Finalmente, con ayuda de su profesor, lo logró. Don Juan le alcanzó las riendas y lo miró con intención crítica. ―La cabeza más alta ―observó―, la espalda más recogida, las rodillas fuertemente apretadas..., así está mejor. Ya iremos aprendiendo.
El joven jinete estaba sentado firme en el caballo, el cual daba vueltas alrededor de la fuente. El sol dibujaba las hojas de castaño, que se movían con leve ruido, sobre el césped todavía verde claro. Don Juan mandaba hacer a su discípulo los diversos pasos. Poco a poco desapareció la terquedad del rostro del muchacho. Ahora estaba alegremente excitado.
De repente, en un giro, el caballo pataleó y tropezó. El príncipe perdió el equilibrio y cayó resbalando al césped. Poniendo cara de asombro miró a don Juan.
―¡Oh! ―dijo este―, esto también me ha pasado a mí. ―Felipe se echó a reír; no podía imaginarse al comandante caído en el suelo—. Tiene que acostumbrarse uno al caballo —dijo don Juan—, conocer su carácter y presentir sus mañas y sus defectos y soldarse con el animal en un solo cuerpo como un centauro de la antigüedad.
―Yo nunca llegaré a ser un centauro ―suspiró el pequeño montando otra vez.
―Basta por hoy ―dijo don Juan―, aquí tengo noticias de África que interesarán a vuestra alteza.
Sacó de su jubón un papel que lentamente desdobló.
―¿De África?— exclamó Felipe mirando atento a don Juan. Este carraspeó brevemente y leyó:
Al Comendador Mayor de Castilla, nuestro fiel don Juan de Zúñiga. Dado en la ciudadela de Túnez a 20 de agosto Anno Domini 1535. Digno Señor, las siguientes líneas son para informaros que en Castilla no son necesarias nuevas levas, puesto que Dios ha regalado a nuestras cristianas armas la victoria.
El 21 de junio establecí el campamento delante de la ciudad de Túnez y con sorprendente celeridad logré asaltar la fortaleza de La Goleta, que estaba defendida por Sinán el judío. Puesto que esta fortaleza representaba la principal defensa de la ciudad y Túnez apenas se podía sostener sin ella, Kheyr-ed-Din, el Rojo, hizo una salida con todo su ejército de cincuenta mil hombres contra mis tropas, mucho más débiles en número.
Las gigantescas hordas de infieles se arrojaron gritando sobre nosotros; pero nosotros, españoles, italianos y alemanes, estábamos dispuestos en tres cuerpos y dejamos que corrieran hasta nuestras lanzas como los jabalíes al encuentro con las jabalinas.
Entonces avanzamos lentamente contra la avalancha, que, a pesar de los gritos del Rojo, pronto empezaron a titubear. Por fin se precipitó a la huida toda la desordenada masa de hombres llévanse consigo a su jefe, desgraciadamente, pues con mucho gusto lo hubiéramos cogido prisionero. Esperábamos una posterior resistencia en la misma Túnez. Pero, entretanto, los esclavos cristianos se habían liberado de sus grilletes y habían ocupado la ciudadela. Todas las puertas y calles estaban llenas de fugitivos que se llevaban consigo enseres, carros y animales. La enorme confusión nos permitió tomar la ciudad sin más resistencia. Desgraciadamente, escapadas también entonces nuestras tropas de las manos de sus capitanes, particularmente los lansquenetes alemanes, saquearon la ciudad y asesinaron a muchos infieles.
Nos fueron entregadas las llaves de la ciudad y diez mil cristianos fueron libertados de su cautiverio. Nuestro botín era grande, pues cogimos toda la flota de Barbarroja y 330 cañones de bronce de las murallas de La Goleta. En el trono de Túnez colocamos a M u ley-Hassán, el cual se declaró vasallo nuestro y prometió enviarnos anualmente un tributo de seis halcones y seis caballos árabes.
Esperamos que, con esto, hayamos echado un fuerte cerrojo a la piratería en el Mediterráneo occidental, por la gracia de Dios y la suerte de nuestras armas.
Pero a vos, digno Señor, os damos gracias por vuestros esfuerzos en la educación del infante Felipe, nuestro hijo.
Yo, el Rey.
El muchacho, durante la lectura, se había dominado y había adoptado una posición casi humilde, como si no leyera don Juan, sino que fuera el propio emperador, su padre, quien leyera. Pero ahora, recordando las palabras del doctor Silíceo, exclamó con júbilo:
— ¡La tenaza se ha roto!
Don Juan no le entendió y tomó sus palabras como niñerías sin sentido. Pero sonrió y dijo:
—Ahora vuestra alteza sabrá bien lo importante que es aprender a montar caballos árabes, pues ¿qué tendríamos que hacer si no con los seis caballos de Muley-Hassán? Y he pensado que también mañana tenemos que ocuparnos de los halcones en espera de los de Muley-Hassán, a los cuales, si no me engaño, nuestros avezados halcones españoles superarán diez veces en categoría.
Felipe sonrió feliz; sus ojos brillaban. Pensaba en su padre.

Capítulo 4
El santo Borja
Año 1539

Desde la gran catedral, a lo largo de los muros del monasterio de San Juan de los Reyes, en los que se veían colgadas las cadenas que en otro tiempo habían sido quitadas a los esclavos cristianos liberados después de la conquista de Granada, llegaba solemne, lentamente, el triste cortejo. Pasaba por delante del Cristo de la Luz, donde el caballo del Cid se había hincado de rodillas para honrar la imagen del Señor empotrada en el muro; por delante de las oscuras casas toledanas de negras puertas de madera claveteada cerrando arcos de escasa altura.
Negros eran también los paños que, pesadamente, se movían al viento colgados en las fachadas; y de negro iban vestidos los caballos, negros eran los trajes de los caballeros, negras las plumas de avestruz de sus sombreros. Apretada contra las paredes de las casas se estrechaba una muchedumbre, una multitud deprimida y silenciosa; hombres de rostro compungido y mujeres que lloraban abiertamente. El largo cortejo llegó al arco de la Puerta del Sol, puerta de ese puente que, en un único y osado arco, se tiende sobre el profundo valle del Tajo. En los viejos pilares romanos cubiertos de moho rompíase, como siempre, la rápida corriente del río.
A la cabeza del cortejo, que al llegar al castillo de San Servando volvióse hacia el sur, cabalgaba el infante don Felipe; más pálido que de costumbre, sus labios estaban blancos y sus ojos hundidos. Unos días antes había muerto su madre y ahora llevaba sus restos mortales a través del suelo español hacia Granada, donde la difunta había deseado que la enterrasen, al lado de sus abuelos maternos Fernando e Isabel.
El féretro de plomo de la reina se balanceaba entre cuatro caballos que por sus largas y negras vestiduras parecían fantásticos corceles de ultratumba.
Frailes dominicos caminaban al lado de los servidores armados; el sol de mayo se reflejaba en los crucifijos de plata, en los puños de las espadas y en las aceradas picas y alabardas.
En silencio, el cortejo avanzaba lento bajo el alto cielo blanco y brillante del verano de España. A lo lejos se extendía La Mancha, una tierra casi desprovista de árboles, con colinas planas sobre las que se alzaban numerosos molinos de viento con pesadas aspas inmóviles.
También durante la noche continuaba la marcha. La luna llena brillaba en el cielo y las colinas yacían en aquella penumbra como silenciosas olas de un mar nocturno y yerto. De vez en cuando se veía un rebaño de ovejas pastando y el ladrido de los perros llegaba penetrante y sonoro.
Detrás del féretro cabalgaba don Francisco de Borja, el amigo del emperador, a quien Carlos le había confiado los últimos honores que habían de rendirse a la muerta. Los pensamientos de don Francisco vagaban hacia allá arriba, hacia un convento de Jerónimos cercano a Toledo, donde su amigo, a aquella hora, en su altar mayor, se encontraba de rodillas entre los frailes pidiendo por el alma de su esposa; Borja recordaba que Carlos y la difunta, allí mismo, delante de él, se habían prometido apartarse del mundo cuando el infante don Felipe fuera lo suficientemente mayor para tomar las riendas del gobierno de España.
Don Francisco sacudió los hombros estremecido. Pero no era el ligero y frío viento de la noche, ese aliento de la sierra, lo que le hacía estremecer: presentía algo que él misino no sabía bien lo que era. Constantemente, como atraído por artes de magia, miraba el féretro que, oscilante, continuaba la lenta marcha.
Veía ante sí a la reina, sonriente, amable, el rostro ovalado enmarcado en el adorno de su pelo oscuro, los dedos ocupados en el encaje destinado al altar mayor del sepulcro del Señor en Jerusalén. Recordaba cómo hacía nueve años, siendo casi un muchacho, había ido de un lado a otro huyendo de la peste con la reina, el infante don Felipe y doña María; cómo entonces cayó enfermo don Felipe en Madrid con fiebre alta y la reina creyó que su hijo era una víctima más de la terrible enfermedad; pero tan solo había sido un sarampión. Don Francisco sonrió un instante, pero al momento púsose otra vez serio. La luz de la luna jugaba reflejándose sobre los leones de plata bordados en el paño del ataúd. Pompa, resplandor del poder, sirvientes a caballo, corceles andaluces, caballeros con nombres altisonantes, ¡qué vacío le parecía todo aquello en esa hora!, ¡qué desértico e insignificante frente al descanso bajo la tapa de plomo, frente al trío de las manos cruzadas sobre el pecho joven todavía!
«Qué bien vive el pueblo —pensaba don Francisco—, los pastores con sus rebaños, los labriegos en sus campos, los mendigos, los niños.» Y le parecía que aquella vida sencilla era ciertamente mejor, la más llena de significado. Por casualidad recordó que el Salvador siempre había morado entre el pueblo, entre los pescadores, los jornaleros, los pobres.
Don Francisco tenía raros pensamientos, demasiado raros para un joven y apuesto cortesano que al entrar en los salones reales provocaba una agradable excitación en muchísimas damas jóvenes, y cuyo rostro y lozana juventud habían sido causa de numerosas y mezquinas rivalidades entre las mujeres. Y así marchaba, meditabundo, montado en negro caballo, un miembro de aquella familia que un día fundara Alejandro VI, el Papa, con sus hijos César y Lucrecia. César, el fratricida, y la rubia Lucrecia. Pero este sobrino de César, este nieto de Alejandro, era tan distinto de sus parientes como lo era la seria y oscura Contrarreforma del polícromo y amoral Renacimiento. Muy entrada ya la noche, la comitiva se detuvo. Pero tampoco entonces encontró descanso don Francisco, pues el deber le exigía vigilar el ataúd a cuyos extremos ardían tristemente unas antorchas pintadas de negro. Y así continuó muchos días; muchos días con sus noches, desde el amanecer, al cantar el gallo hasta entrada la noche.
Por un peligroso camino atravesó la comitiva la Sierra Morena, que separa el Guadiana del Guadalquivir. Ásperas rocas se elevaban contra el cielo; peñas con narices fantásticas se inclinaban como demonios de piedra hacia el estrecho y escarpado camino. Allá abajo se oía el murmullo de arroyos profundos, susurros de aguas invisibles. Don Francisco, en actitud de alerta y con un cansancio mortal, seguía adelante, como si ya no fuera el jefe de la caravana sino la misma muerte, invisible, y, sin embargo, siempre presente, montando invisible rocín.
Ahora cambiaba el carácter del paisaje. Encinas aisladas tendían sus nudosos brazos sobre el barranco. Bosques de tímidos y contrahechos olivos crecían aquí y allá, y cuando el viento de la sierra movía sus ramas el verde limpio de sus hojas se transformaba en un color plata gris y polvoriento. Movidas por asnos a los que se habían vendado los ojos, giraban las norias en los campos. Se percibía un penetrante olor a rosas que se extendía como un cálido perfume sobre las colinas cuyos contornos se difuminaban en un azul gris. Hombres y mujeres, ataviados con sus jubones multicolores, con pantalones abombados y zapatos rojos, iban quedando atrás, al alejarse la caravana. Se había llegado a Andalucía.
Y se divisaban a lo lejos las torres de oración de los muecines, las torres de Córdoba que ahora, desde hacía ya 300 años, ostentaban otra vez la cruz del Galileo. La que una vez fue capital del Califato de Occidente, la Meca occidental, hacía tiempo que se había convertido en provincia española. Sin embargo en los patios, bajo los arcos de las estrechas calles, trabajaban aún los plateros, los silleros, los guarnicioneros, los alfareros, del mismo modo que en los días que ya hacía tiempo habían pasado.
El niño de doce años, don Felipe, que solo había vivido en Castilla, este archiespañol en cuyas venas se mezcla sangre suiza, bohemia, francesa, flamenca y portuguesa, este joven rubio de ojos azules que, sin embargo, es absolutamente español, percibe lo extranjero, lo extraño, lo no cristiano: el Islam, que había dejado en esta ciudad una huella indeleble. La tristeza causada por la madre muerta se mezclaba en su corazón con la repugnancia que sentía hacia los herejes, hacia la volubilidad y ligereza del sur.
En medio de esta ciudad, ya en decadencia, existía, y todavía existe, como el cuerpo muerto de una ballena encallada, la octava maravilla del mundo, la gran mezquita. Y precisamente allá se dirige el fúnebre cortejo. A través del patio de los naranjos, en cuyo centro canta una fuente, llegaron a las masas de bronce de la Puerta del Perdón, cubiertas de inscripciones árabes, que lentamente se abría al paso de la reina muerta y de sus acompañantes.
Ante la procesión, que en estos inmensos ámbitos se antojaba pequeña e insignificante, se extendía, perdiéndose en la oscura lejanía, el bosque de columnas que soportan los arcos de herradura listados de blanco y rojo. El gigantesco espacio, reflejo del mundo que el Islam imaginaba, daba frío a los cristianos. El cortejo se dirigió deprisa por encima del suelo de azulejos, hacia la capilla cristiana que el emperador Carlos, hacía dieciocho años, había mandado construir apenas comenzado su reinado. Esta capilla era muy fea. Carlos mismo, cuando la vio por primera vez, había dicho al maestro arquitecto: «Vos habéis edificado aquí lo que se puede edificar en cualquier otra parte del mundo, pero para ello habéis destruido lo que en el mundo era único».
De nuevo velaba el cadáver don Francisco, de nuevo ardían los negros hachones, de nuevo rezaban los dominicos. A su alrededor, perdido en la noche que la mortecina y temblorosa luz de las velas intentaba en vano vencer, se extendía el extraño edificio: columnas y columnas. Detrás del altar mayor estaba la capilla Villaviciosa que alguna vez, en la época de los moros, llevó el nombre de Maksura. Aquí habían celebrado los califas el sabbat, aquí se habían guardado los vasos de oro y plata para la fiesta del Beiram. Aún más, al sur estaba el sanctasanctórum, el Mihrab, la Kaaba de Occidente. La bóveda estaba hecha de un solo bloque de mármol. El recinto, hexagonal, aparecía adornado con valiosos mosaicos y esbeltas columnas. Aquí había estado en otro tiempo el Corán, escrito de la propia mano del califa Omán, en un atril de madera de áloe que había estado ricamente adornado con perlas y joyas. Aquí el Imán había recitado las oscuras y monótonas palabras de la Sura a la hora de Azalah; y los piadosos habían creído que en aquel momento Alá, el Invisible, el Bondadoso, el Guerrero, estaba presente, en persona, en el Mihrab. No lejos de este sanctasanctórum yacía ahora, en un féretro de plomo, la reina católica Isabel de Portugal, y delante del féretro estaba don Francisco de Borja; misteriosamente sentía él, cristiano, la proximidad de Dios en aquel quedo murmullo de la noche, entre la monotonía de los rezos en latín, el runrún de los antiguos conjuros y el crepitar de los velones. Percibía el incesante correr del tiempo, que solo puede ser oído por el espíritu, en aquel ingente y expectante silencio del recinto. Allí, sobre el altar mayor de los cristianos, la cabeza del Crucificado se inclina llena de dolores; y allá, en el Mihrab, el vacío, el abandono que en algún tiempo había atemorizado a Tito, el romano, cuando entró en el sanctasanctórum del templo de Jerusalén.
A la mañana siguiente continuó la comitiva su marcha. Siguió hacia el sur pasando sobre el Guadalquivir por el Puente de Dieciséis Ojos que en otro tiempo había mandado construir Octavio César. Pronto les saludaron desde el horizonte las alturas de la Sierra Nevada, coloreadas de azul aurora. El territorio parecía abandonado. Los fértiles valles del Genil y el Manzanil estaban casi despoblados, pues los moros habían sido expulsados por los edictos de los Reyes Católicos, excepto el pequeño número de clase humilde que se habían prestado voluntariamente a dejarse bautizar.
Por fin, después de largos y fatigosos días, alcanzó el fúnebre cortejo su meta. Desde las colinas del Cerro del Sol vieron los hombres, allá abajo, la roja ciudad, la Medina Alhambra, donde estaban los palacios y las villas de los califas entre umbrosos árboles, frescas fuentes y blancos muros. Pasaron por la Gran Puerta llena de inscripciones árabes que ninguno de ellos sabía leer: «No hay más dios que Alá; Mahoma es su Profeta. No hay poder ni fuerza fuera de Alá».
La comitiva no se dirigió hacia el palacio maravilloso de la Alhambra; tampoco hacia el medio terminado palacio que el rey de España había mandado construir en el centro del edificio moro. El destino del cortejo era la Capilla Real.
De nuevo estuvieron los hombres en penumbra. Por encima de ellos, en relieve, se veía a la reina Isabel la Católica cabalgando un blanco corcel, acompañada de su esposo don Fernando y del cardenal Mendoza. Boabdil, el último rey moro, le entrega la llave de la ciudad. En este mismo lugar los dominicos habían bautizado a cientos de moros. Debajo de aquel relieve estaba el gran sarcófago; las figuras de Isabel y Fernando, esculpidas en pálido alabastro, yacían llenas de majestad. Aquí, al lado de los abuelos maternos debía descansar la madre del infante don Felipe según su propio deseo.
Ya había llegado el momento. Los hombros de don Francisco dejaban de soportar la carga pesada de la responsabilidad. La clerecía superior de Granada, los monjes, a los cuales incumbía la obligación de decir las misas de difuntos por los soberanos de España, estaban preparados también para recibir el cuerpo de esta joven difunta en la Capilla Real.
Desde siempre, nunca se revelaba tanto el sentido, innato en el español, de la distancia, forma y majestad como en presencia de la muerte. Ninguno de los presentes dudaba en serio que en el ataúd yacía realmente la reina muerta; pero el protocolo español exigía que el jefe del cortejo fúnebre se adelantara ante el féretro abierto y anunciara en voz alta el nombre y el origen del difunto levantando la mano para responder, bajo juramento de la identidad del cadáver. El ataúd fue abierto, y en el mismo instante el olor terrible y penetrante de la descomposición, cada vez más y más molesto, llenó la estrecha capilla llena de gente. Los nobles retrocedieron; tan solo los monjes permanecieron quietos, no sin esfuerzo. Don Francisco estaba de pie ante el cadáver; sus mejillas, pálidas y hundidas; en la frente, gotas de sudor.
—Díganos, pues —demandó el abad empleando el lenguaje formal—, ¿quién es este que hoy solicita la admisión en los panteones de los reyes difuntos? —Don Francisco abrió la boca y nuevamente la cerró sin decir nada―. ¿Quién es este que solicita entrada?
Un silencio angustioso. Desde alguna parte, a través de un vitral de colores, caía sobre los azulejos, trémula, la policroma luz partida por la negra sombra de la cruz de la ventana. La mirada del infante don Felipe se fijaba en ella como hechizada.
Don Francisco comenzó a hablar con gran esfuerzo:
—Yo no reconozco este cadáver —murmuró—; esta no puede ser mi reina. —El abad miraba a don Francisco levantando la mano en señal de advertencia—. Respondo de que nadie —murmuraba— ha abierto el féretro desde que la comitiva abandonó Toledo.
— ¿No es la difunta doña Isabel, la emperatriz, la reina? ¿No es ella la esposa de nuestro rey, la nieta de la reina Isabel que en Dios descansa, la que ha de ser encomendada a la tumba de sus abuelos para eterno descanso?
El abad se acercó a don Francisco, saliéndose de las normas tan solo para acabar pronto.
Don Francisco estaba hincado de rodillas, sus ojos brillaban febriles.
—Tiene que ser ella —dijo con voz ronca—, pero ¿dónde está el esplendor y la alegría de este rostro, antes tan amable? ¿Dónde lo encuentro en estos rasgos esfumados, en estas mejillas hundidas? ¿Dónde la belleza? ¿Dónde la dignidad? ¿Sois vos doña Isabel? ¿Sois mi emperatriz, mi señora?
De nuevo tomó el abad la palabra, apremiante, advirtiendo:
— ¿Respondéis vos, por tanto, con palabra solemne, que habéis vigilado el féretro... y que no ha sido abierto?
—Lo he vigilado —susurró, arrodillado—; respondo en nombre de la Madre de Dios.
Un suspiro de alivio recorrió la nave llena de gente. Se dijo la misa de difuntos. El féretro cerrado fue introducido en el sarcófago junto a los conquistadores de Granada. Los apóstoles, los padres de la Iglesia, esculpidos en mármol, miraban desde las cornisas pensativos, piadosos, apacibles y meditabundos.
El infante don Felipe estaba arrodillado al lado de don Francisco, sobre el frío suelo de azulejos. Por su rostro corrían abundantes lágrimas. Era su madre quien allí, ahora y para siempre, descendía a la tumba acompañada de los cantos de los monjes. Era de su niñez, de su protección, de quien se despedía. Lanzó una mirada escrutadora e intranquila a don Francisco, que ocultaba su rostro con las manos. Cuatro años habían pasado desde el entierro aquel. Don Francisco de Borja, el cortesano, el virrey de Cataluña, el Caballero de Santiago, había renunciado a todas las dignidades desde hacía tiempo. Se le conocía como padre Francisco, como un miembro de la Compañía de Jesús, como un hombre que había sido consagrado por el fundador de la Compañía, el padre Ignacio de Loyola, a la obediencia, la disciplina, las tareas de la milicia espiritual.
Aquel momento ante el féretro, la contemplación de la muerte, aquella revelación de la caducidad, había sido el acontecimiento decisivo que había marcado su alma. Había sido un jesuita ejemplar, de una humildad que no tenía fronteras. Cuando una vez otro padre le escupió a la cara por descuido durante un violento ataque de tos y se excusaba confundido por este accidente ante el padre Francisco, de tan alto linaje, Borja, observó que había hecho bien, pues no había en la tierra ningún lugar más sucio que su cara.
Don Francisco de Borja como eclesiástico llegó también muy lejos. Murió como prepósito general de la Compañía de Jesús, más poderoso, pues, que como cortesano, virrey o duque; más poderoso quizá que el mismo Felipe II. El tercer general de la Compañía de Jesús, como el fundador de la Orden, fue declarado santo por la Iglesia.
¡San Francisco de Borja! ¡Un Borgia santo! ¡Qué lástima que Alejandro VI no pudiera vivir esta elevación del descendiente de uno de sus bastardos! Pero cierto es que este Borgia era otro, un piadoso cristiano y, sin embargo... ¡Qué abismo separa a este noble español del otro san Francisco, el burgués de Asís! El español no compuso ningún canto a su hermano el sol, a sus hermanos los animales; no predicaba a los pájaros. Aquella piadosa alegría y amable entrega a las criaturas era extraña a él; la tenebrosa ascética había adquirido por completo la supremacía en él. Su cristianismo no tenía nada que ver con la vida, sino con la muerte.
Aquella escena ante el féretro de la madre también se había grabado en el ánimo juvenil de don Felipe. No fue un santo, sino el rey de España. Quizá sufriera con ello, pues de vez en cuando se comportaba como un santo español. Y fue, por tanto, un rey cristiano. Y en cualquier parte, en los blancos salones de palacio, sobre su negro vestido, tras su pálido rostro, habitó, grande, oscuro y pavoroso, el fantasma de la caducidad, la muerte de la madre.

Capítulo 5
En Tordesillas
Año 1545

En el palacio de Valladolid se reunía el Consejo de Estado. El infante don Felipe estaba sentado ligeramente inclinado hacia delante en su sillón, tres escalones más elevado que las sillas de los restantes miembros del Consejo. Sus delgadas manos blancas se agitaban, nerviosas, en los brazos del sillón y en su boca asomaba una tímida sonrisa. Con cierto cansancio estaba escuchando las palabras del cardenal Tavera, arzobispo de Toledo, primado de España.
El alto dignatario eclesiástico, hombre corpulento, de cabellos grises y un rostro severo y sagaz, terminaba en aquel momento su largo discurso:
—Por tanto, el santo padre de Roma se ha dignado conceder a vuestra alteza su dispensa expresa para el proyectado matrimonio. Pues aunque la infanta María Manuela es prima en primer grado de vuestra alteza, tanto por línea materna como por la paterna, su santidad sabe muy bien cuál es la importancia de este matrimonio para la felicidad de España y la paz de Europa. Ojalá se realicen las grandes esperanzas de unión de Iglesia y Estado, por este matrimonio, para salvación de la católica España.
El infante inclinóse y dijo:
—Doy las gracias a vuestra eminencia. Ahora ruego a su alteza serenísima, el duque de Alba, tome la palabra.
Don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, se levantó lentamente. Sus ojos de color castaño claro, demasiado próximos a la afilada nariz y que prestaban a su mirada una expresión de astucia, se posaron altaneros e inquisitivos sobre el rostro del muchacho de dieciséis años. Luego, de repente, se atusó su rizado cabello, negro como la pez, y dijo con sorprendente voz:
—Alteza: poco me queda a mí que decir, después de que los señores eclesiásticos del Consejo han declarado tan expresamente todo lo importante. Yo soy un soldado; permítaseme por esto mostrar la importancia militar de este matrimonio. En definitiva, todo descansa en el poder; especialmente, la paz. España debe ser el estado más fuerte de Europa porque es el estado católico. Y así están, pues, los tercios y cañones españoles en el bajo Rin, en el Danubio, en la Italia alta, en Nápoles, en Sicilia y en los Pirineos. Hemos cercado a Francia, el archienemigo; hemos ocupado Italia, hemos vencido a la Alemania protestante. Pero todo esto, esta política de poder, nos es solamente posible porque la península Ibérica es fuerte y está unida como la guarnición de una única fortaleza...
Las palabras del duque continuaron oyéndose en la sala, pero Felipe, que veneraba al duque como a un general casi tan grande como lo era su propio padre, no escuchaba los bien hilvanados cambios de rumbo del discurso. Estaba pensando en que, fuera, era septiembre y el tiempo era cálido; y constantemente intentaba imaginarse a su novia, la jovencita de cabello moreno cuyo retrato, demasiado formal, pintado en una tablita de madera enmarcada en oro, llevaba colgado de una cadena debajo de su jubón. La tentación de sacarlo era grande y solo con gran esfuerzo conseguía vencer ese deseo imposible. De repente se asustó. El duque había terminado su discurso y se había callado. Un silencio expectante reinaba en la sala; solo se oía en alguna parte el zumbido de un moscardón. Felipe, mecánicamente, dijo:
—Doy las gracias a vuestra alteza. Ruego manifieste ahora su opinión el digno consejero Granvela.
Granvela, consejero del emperador, habló. Prudente, minucioso, lento, iba construyendo sus frases una tras otra. En otro tiempo, para Felipe constituía un placer escucharlo. Ninguno de los miembros del Consejo de Estado era tan conocido en Europa y en la política como Granvela. Este holandés de pelo blanco, con el rostro carnoso de un labrador, con el reluciente anillo de oro en el grueso dedo índice que levantaba, ligeramente curvado, en los momentos culminantes de su discurso a fin de atraer hacia sí al auditorio, no solamente conocía los principios de la política imperial, sino que también conocía a los actores de la escena política, los países, las ciudades, los príncipes, los rasgos de sus rostros y sus caracteres, y los pueblos, sus modos de pensar y sus costumbres. Granvela era, para Felipe, además, como un gran libro de estampas cuando, lentamente, pero sin aburrir, sacaba del tesoro de los recuerdos la estampa de un príncipe, acaso la del temible Enrique de Inglaterra, el hereje asesino de mujeres, y poco más o menos con estas palabras: «Y el rey, vestido magníficamente de ante blanco, a través de cuyos acuchillados se veía el rojo satén, estaba jugando a la pelota con Norfolk. Las damas se reían por lo bajo y se divertían y el rey sudaba tanto que le caía el sudor por las mejillas hasta la roja barba, y pedía una y otra vez, a grandes voces, que le trajeran una jarra de vino del Rin».
Así solía ocurrir en otras ocasiones; pero hoy Granvela no lo cautivaba, aunque su magistral discurso examinaba el matrimonio del infante desde su significado político refiriéndose a la pronta y decisiva alianza interna de las dos mayores potencias navales del mundo: España y Portugal, a las que estaba destinado poseer juntas el globo terrestre; España, la mitad oriental; Portugal, la occidental. Los nombres biensonantes de territorios e islas extrañas que mencionaba Granvela, nombres como Perú, Taprobane, Antilla, no eran en esta ocasión para Felipe realidades de este mundo, sino una rara música armoniosa para los sueños que le excitaban.
El infante Felipe estaba enamorado. Estaba enamorado de una joven a quien nunca había visto y a la que solamente conocía por las descripciones de sus embajadores y por un mal retrato. Él mismo sentía que la tenía que ver lo antes posible antes del matrimonio. Sus ojos se volvieron hacia Ruy Gómez, que le miraba y sonreía. Ruy Gómez bajó la noble cabeza, asintiendo.
En un dorado día de septiembre, cuando la recolección de la uva estaba ya en plena actividad, llegó la pequeña infanta María Manuela a Elvas, en la frontera hispano-portuguesa. El rico y poderoso Portugal había procurado que el cortejo de la princesa fuera sobremanera lujoso y suntuario. La infanta misma venía sentada en una magnífica litera; era una jovencita de dieciséis años, nerviosa y bonita, con unas cejas levantadas en ademán de asombro y una linda pero inexpresiva boca infantil. Llevaba el pelo, abundante y negro, del que estaba no poco orgullosa, con un peinado alto y cubierto con una toca blanca en la que había prendidas algunas joyas. Su traje, que ceñía apretado su busto y caía suelto desde las caderas, era igualmente blanco, de seda, adornado con brocado de oro.
Después del cambio interminable de formalidades y cortesías, la novia del infante fue recibida por la nobleza española de Elvas. El infante don Felipe no estaba presente, pues la costumbre de los dos países, en la que aún quedaba algo de las costumbres moras, únicamente permitía un encuentro de la pareja de novios ante el mismo altar de la boda.
En Elvas no faltaron abundantes sollozos y lágrimas; pero la pequeña princesa se consoló pronto, pues los españoles habían traído consigo, para su entretenimiento, bufones, enanos, juglares e indios.
Para no cansar a la princesa se viajaba en jornadas cortas. El tiempo era hermoso. El pueblo entero estaba en las viñas. Y en las aldeas, las muchachas con la falda recogida pisaban las uvas dentro de unas grandes tinas. Poco a poco, la princesa se iba acostumbrando al recio sonido de la lengua española.
Entretanto, el infante Felipe había salido de la hacienda del duque de Alba con un sencillo traje de caza y acompañado solamente por Ruy Gómez. Con el corazón agitado fue a esperarla a Badajoz, desconocido para el pueblo que lo miraba con la boca abierta. Pronto, el sonido de las trompetas denunció la proximidad del cortejo y el infante vio a su novia, como una súbita y fugaz aparición, envuelta en una larga mantilla de terciopelo al estilo de Castilla, pues el sol llegaba precisamente al ocaso y las noches eran frescas.
Desde Badajoz hasta Salamanca siguió Felipe al cortejo, adelantándose de vez en cuando para poder, de paso, ver a su novia.
Después de dos semanas, María Manuela llegó a la ciudad de Salamanca. Ahora iba vestida con un traje de plata y llevaba un tocado azul en el que, intrépida, ondeaba una pluma blanca. Desde una ventana de la casa del doctor Olivares el infante intentaba ver a la princesa; María Manuela había sido advertida, ocultó su rostro rápidamente detrás del abanico. Entonces el juglar Perico de Santerbo, bromeando, apartó a un lado el abanico con gran júbilo del pueblo.
A la tarde del día siguiente tuvo lugar la boda. El cardenal Tavera unió las manos de la pareja mientras el duque y la duquesa de Alba actuaban como testigos. Luego tuvo lugar el baile en casa de Cristóbal Juárez, baile que duró hasta las cuatro de la madrugada.
Para Salamanca, siempre dispuesta a los festejos, la boda de los príncipes significaba una abigarrada barahúnda de corridas de toros, torneos, fuegos artificiales, comida y bebida gratis para el pueblo, especialmente para los flacos hijos del alma máter que ahora celebraban a su modo, yantando y libando, la elección del infante.
Los dos jóvenes estaban enamorados uno del otro. Con gran sentimiento abandonaban la ciudad de la universidad. Pero Valladolid y el Consejo de Estado exigían la presencia del infante, el cual, por la eterna ausencia de su padre, el emperador, se había convertido a la larga en el verdadero regente del país.
En España todo estaba tranquilo, todo en la más profunda paz; y no había prisa. La pareja, lentamente, se encaminó hacia Valladolid Cuando llegaron al valle del Duero se despertó en Felipe el deseo de llevar a su joven esposa a presencia de su abuela, la reina doña Juana, pues, desde lo más hondo de su ser, sentía una profunda veneración por los lazos familiares, y esto le exigía recibir la bendición de la anciana. María Manuela se atemorizo al entrar en el Alcázar de Tordesillas, cuyas pesadas puerta se abrieron chirriando ante la joven pareja. Doña Juana, la reina de España, era también abuela de la pequeña infanta, pues su madre era hija menor de la anciana reina. Nerviosa y temblándole las rodillas pasó María Manuela sobre las baldosas, que sonaban a hueco, a la sala donde estaba la reina, de quien se contaban las más raras habladurías en España y en Portugal. Se decía que estaba loca, que era una hereje; que frecuentemente entablaba diálogo con los espíritus de los muertos; una mujer que solamente por su alta posición y origen se había salvado de las garras de la Santa Inquisición. La anciana estaba sentada en una silla de alto respaldo; su cabello era blanco y estaba desordenado; las uñas de sus flacas y venosas manos estaban sucias. Su vientre estaba hinchado por la hidropesía, deformado bajo el antiguo ropaje, tanto que parecía una embarazada. Los pies, gotosos, enfundados en blandos zapatos de paño negro, descansaban sobre un pequeño escabel.
Felipe y su esposa se arrodillaron y de repente sintió María Manuela la mano de la abuela tocando su negro cabello. Ella oía latir muy fuerte su corazón y no se atrevía a mirar, mientras doña Juana decía palabras de bendición con su casi desdentada boca. Esta voz sonaba bien y amable, aunque algo ceceante.
―La niña ―dijo doña Juana en voz baja― tiene el pelo negro y bonito como mi pequeña Catalina. Es joven, es muy joven, y aquí está también mi Felipe... ¡ah!, no es exactamente mi Felipe, pero, sin embargo, sangre de mi sangre. Dios os bendiga, nietos míos, Dios bendiga vuestro matrimonio.
Llena de miedo, María Manuela veía con asombro que la mirada de aquellos viejos ojos era maravillosamente clara, luminosa y joven, casi como la de una muchacha. Algo raro exhalaba de la vieja reina, la cual, a pesar de su suciedad y su enfermedad, infundía un profundo respeto. A María Manuela le parecía como si aquellos ojos miraran al pasado y, al mismo tiempo, proféticos, al futuro. Con leves escalofríos pensaba ella en la larga cautividad de la abuela, en los largos años de soledad, de los que su madre le había hablado varias veces, ya que aquí, en el castillo de Tordesillas, había crecido, como única acompañante, como último consuelo de la perturbada reina, hasta que la voluntad del emperador la había llamado a Portugal. Le parecía a María Manuela que la abuela, en este cuarto encalado, cuyas paredes estaban cubiertas de escasos tapices, había adquirido más experiencia que otros hombres; que la reina conocía la vida de un modo más profundo, mientras que la mayoría de los hombres solo habían conocido la superficie de la existencia rápidamente mutable. Con miedo y algo de curiosidad echó una mirada alrededor de la sala, como si las mismas paredes blancas y desnudas le pudieran hablar como fantasmas del otro mundo.
Doña Juana observaba la mirada de la joven, se sonrió al tiempo que un gesto de tristeza asomaba a su rostro, si bien desapareció enseguida.
―Ya no es todo aquí tan bonito, nieta mía ―dijo doña Juana suspirando―, aunque mi esclavo Denia, sudando, ha arrastrado hasta la habitación candelabros de plata y ha encendido muchas velas. De vez en cuando tengo que reírme de todo corazón del pobre tonto, aunque la mayoría de las veces me irrita; no se puede adornar un cuarto solamente con velas. ¿No sabe el muy estúpido que, en otro tiempo, trabajaron solamente para mí muchos cientos de telares en Brujas y en Arras; que yo poseía aquí más tapices y mucho más hermosos que la misma Ana de Bretaña? ¿Por qué no cuelga los tapices con las hazañas de Hermes, con la manzana de las Hespérides y el león de Nemea, con la metamorfosis de Ovidio, con Dafne, que se convirtió en laurel, y con Filemón y Baucis, la antigua pareja que veía al luminoso dios sentarse a su humilde mesa? ¡Oh!, hija mía, tendrías que haber visto mis habitaciones en Bruselas y en Gante, el lujo de los cuadros, el esplendor de los suelos, las valiosas sillas, y los hombres, los muchos hombres. Cuando yo entraba en la sala al lado de mi Felipe ¡cómo sonaba la música!, ¡cómo se inclinaban las cabezas! Yo era pequeña, morena y esbelta, hija mía, y los señores de Flandes, de Artois, de Zelanda, me hacían muchos cumplimientos y admiraban la pequeñez de mis manos y pies y la oscuridad de mi pelo, el fuego de mis ojos. Pues allí, en los Países Bajos, la mayoría de las mujeres son rubias y sus ojos son azules e inexpresivos como los de las vacas. A mí no me gustaban aquellas mujeres. Sin embargo, a mi Felipe... Pero no quiero hablar de él; pues vuestro abuelo, hijos míos, tenía un gusto algo extraño que muchas veces me tenía en sobresalto. Tú no conoces aún a los hombres, María Manuela; y yo solo espero que este joven Felipe, tu marido, no salga demasiado a tu abuelo. Pero ¡Virgen Santa!, ¿de qué estoy hablando yo, locuaz gusano? Yo quería hablar de algo muy distinto. Yo quería decir que he amado tantísimo a mi Felipe, que incluso lo he odiado; pues es una suerte terrible estar tan ligada a un hombre. Siempre se trata de adivinar, con el corazón lleno de angustia, lo que está pasando detrás de su frente, si su boca miente, su sonrisa engaña, sus besos nos desprecian, y nunca se adivina. ¡Oh, Dios! Cuando ya no existía mi Felipe, entonces fue peor aún mi suerte, pues entonces siempre estaba yo preguntando a mi propio corazón y siempre la misma pregunta, y volvía a anhelar el martirio del amor. Por esto, mi pequeña María Manuela, ama a tu Felipe, pero no lo ames demasiado; pues corresponde a las mujeres ser comedidas y no ser, en el amor, desvergonzadas e ilimitadas, como lo fui yo, como casi todas las mujeres de mi casa.
Doña Juana acarició las mejillas de la nieta, que miraba a la anciana reina con timidez.
Felipe observaba intranquilo a la reina. Intentaba distraerla y dijo:
―Contadnos algo más de Flandes, pues es posible que pronto deba seguir allá a mi padre el emperador.
—Es un país rico y fértil —dijo doña Juana—, completamente diferente de nuestra España. Llueve mucho. También los hombres son diferentes; yo temía que ellos menospreciaran a reyes y señores. Dan más importancia a los municipios que a los duques o a los condes. No les gustan nada los españoles y se ríen de nuestras formalidades y de nuestra sobriedad; pues a ellos solo les gusta reír y divertirse en fiestas y quermeses, que celebran con gran boato y grandiosidad. Y, sin embargo, yo era feliz allí... Sí, al principio era muy, muy feliz allí, en los Países Bajos. Y también me gustaba reír, y las fiestas, las quermeses y los bailes que duraban toda la noche. ―De repente, doña Juana se detuvo y miró a la joven pareja con cierto aire de melancolía—. Quiero pediros un gran favor —dijo—, quisiera veros bailar, mis pequeños nietos. Por favor, hijos, por favor, bailad para mí, solo para mí. Felipe la miró indeciso, pero María Manuela comprendió enseguida a doña Juana. Con pies ligeros retrocedió. Felipe se negaba, pero luego se inclinó hacia su esposa, quien, por su parte, hizo una profunda reverencia casi sumergiéndose en la falda de seda adornada de flores que se hinchó al inclinarse. Luego se cogieron las manos y la pequeña infanta se contoneó con gracia y ccoquetería. Juntos realizaron varios pasos. El infante no era ningún mal bailarín y para la infanta aquello era como un juego. La seriedad y la temprana madurez de la pareja desaparecieron de sus rostros juveniles que enrojecieron a causa del ardor infantil que pusieron en la danza. En cuanto el príncipe tocaba las puntas de los dedos de su esposa, ella escapaba ligera para inmediatamente volver a aproximarse a él.
También en doña Juana se efectuó un cambio. Sus ojos se iluminaron y se enderezó más en su sillón. Con mirada atenta seguía todos los movimientos y giros de la danza. «Es realmente igual que Catalina, tan ligera, tan graciosa, tan infantil —murmuraba para sí—; casi es como si volviera a encontrar de nuevo a mi hija.» Y recordaba el terrible día en que Catalina, su hija más pequeña, su último consuelo, fue llevada a Portugal para casarse. Recordaba los últimos besos, las últimas lágrimas de la muchacha, cómo fue extinguiéndose el ruido, cada vez más lejano, de los cascos de los caballos en el fresco atardecer, mientras ella, petrificada, sin lágrimas, había quedado en el balcón siguiendo con la mirada la caravana que pronto desapareció tras las colinas.
Grandes pesares tuvo la anciana reina, grandes pesares a lo largo de su vida. Y todavía su corazón seguía agitado por el amor, por aquel amor doloroso que, como creía el pueblo español, la había arrastrado a la locura. Sin embargo, en este momento, a ella, a la anciana, le parecía como si ella fuera un ser poderoso, casi demoníaco y terrible, una extraordinaria creadora. Los dos bailarines, los dos rientes niños, eran, después de todo, obra suya; surgidos, en fin, de su amor, como toda una serie de reyes y reinas sentados en todos los tronos de Europa.
En julio del año 1545 María Manuela dio a luz un niño al que se dio el nombre de Carlos, por su abuelo. La joven madre sobrevivió al parto solamente unos días. La muerte, que en aquel tiempo siempre acechaba en cada puerperio, la fiebre puerperal, la arrebató. Los médicos de la corte, sin embargo, creyeron que había muerto a causa de un zumo de limón que había tomado, poco después del nacimiento, para aplacar su sed.

Capítulo 6
Viaje al mundo
Año 1547

En una habitación de una casa burguesa, en Bruselas, estaba sentado el emperador Carlos V, el padre del infante Felipe. La luz de una tarde de julio caía, amortiguada por los cristales de colores, sobre el verde tapete de una mesa en la que había una jarra de estaño llena de cerveza flamenca. El emperador, que estaba vestido con un sencillo traje negro, se acercaba la jarra a los labios y bebía un largo sorbo. Luego suspiraba y la apartaba de sí. Estaba pensando en la orden de su médico, que le había aconsejado seriamente, a causa de la gota, que dejara de beber cerveza, pues la enfermedad se había asentado en los huesos y se había acentuado desde la batalla de Mühlberg. Pero hoy, con el tiempo caluroso del verano, el emperador se sentía bien, tanto que había huido por algunas horas del palacio y de la vida cortesana, y aquí, en su mansión privada, podía dedicarse sin ser molestado a sus pensamientos y a sus planes. En la mesa había un clavel que el emperador de vez en cuando acercaba a su grande y prominente nariz para aspirar su fuerte olor. Pensaba que este intenso perfume aclararía sus ideas, que estaban extraordinariamente embrolladas. Pues este emperador de mejillas hundidas y pálidas, de labio inferior sobresaliente y morena barba recortada en punta, no era ningún déspota como su homónimo, el famoso Carlomagno: odiaba las guerras y sin embargo siempre se veía envuelto en una nueva contienda. Su anhelo más íntimo era solucionar todos los asuntos por medio de la diplomacia, la astucia y las intrigas, como Luis XI de Francia y los señores de la casa de Médicis habían sabido hacer y lo habían hecho. Pero los tiempos habían cambiado: las olas de una poderosa revolución avanzaban por el suelo de Europa. Ayer solamente había sido un monje loco llamado Lutero, un hombre de conducta vulgar, aldeano, sin modales; ayer solamente un levantamiento de campesinos que fue aplastado, o la rebelión de Castilla, que había sido sofocada en su germen... Hoy era un tal Calvino, la ciudad de Ginebra, los anabaptistas, Münster, los príncipes y los estados protestantes, Escandinavia, Inglaterra. Aquello era como las cabezas de las serpientes mitológicas: se cortaba una y enseguida crecían otras dos nuevas en su lugar.
Por supuesto, a los protestantes, a los señores de Smalkalda, ya se les había advertido. El emperador no pudo por menos de sonreír al recordar aquella campaña digna de un nuevo cesar; cómo en el invierno se había marchado río abajo por el Danubio, aparentemente hacia los cuarteles de invierno, y luego el magnífico cambio de dirección hacia la izquierda y la ocupación del bastión de Bohemia. Y finalmente la caída sobre el enemigo, por retaguardia, sobre la llanura del Elba, bajo la hostil lluvia de primavera, con los caballos muchas veces con el agua helada a la altura del vientre. Pero la tos, la fiebre, el enorme cansancio... No se había vencido sin costes en Mühlberg; los propios huesos habían quedado malparados. Y luego ¿quedaban en realidad escarmentados los protestantes? ¿Se les pudo aniquilar y extirpar definitivamente? Fatigado, el emperador reflexionaba. Sobre su gran nariz surgía una arruga que le atravesaba toda la frente hasta las sienes ligera y prematuramente grises. No se les podía aniquilar, al menos por ahora. La razón era bien sencilla: se necesitaba a los protestantes, a los herejes. Se les necesitaba para contrarrestar la fuerza del papa. Mientras hubiera Luteros, Calvinos, lasquenetes luteranos y predicadores callejeros anabaptistas, su santidad de Roma amaría a los defensores de la Iglesia. Pero Roma no debía llegar a ser demasiado poderosa. Se tenía la experiencia de papas demasiado ambiciosos: un Gregorio VII, un Inocencio III, eran más peligrosos que todos los luteranos y anabaptistas juntos.
Y además: se necesitaba a los protestantes para otro fin. Se les necesitaba para la elección de emperador. Sin la adhesión de los electores protestantes, la corona imperial estaba perdida para el infante Felipe. El emperador enrojeció, se restregó la frente y murmuró: «Tonterías, tonterías», pues se acordaba de una formidable locura que había cometido años antes. Había cedido a su hermano Fernando, a quien su abuelo, el viejo y astuto zorro aragonés, había querido tanto, al pequeño Fernando, los territorios de Austria, herencia de la casa de Habsburgo, juntamente con las regiones del Tirol, Estiria, Corintia, Moravia y el reino de Bohemia. Y así sucedía ahora que, desde aquella desgraciada hora, había dos ramas de la casa de Habsburgo, una española y otra austríaca. Y por si no bastara con este pecado de división de poder, había aceptado, en un arrebato de locura política ―así lo consideraba ahora el emperador—, que después de su propia muerte su hermano Fernando ostentara la corona imperial. Esta separación entre el poder efectivo, que era España, y la antigua tradición romano-occidental del señor terrenal de la cristiandad, que se ocultaba tras ese título de emperador del Sacro Imperio Romano de la nación alemana, había de tener las más terribles consecuencias para la unidad de Europa: guerras y siempre nuevas guerras. Desintegración en estados nuevos cada vez más pequeños, naciones diminutas, y quizá hasta alianzas individuales de estados con el enemigo exterior, con el Islam; y acaso, de este modo, el fin de Europa. En todo caso, la pérdida de una herencia de quince siglos. El emperador, excitado, se llevó el clavel a la nariz. Aquello era un pecado contra la tradición, contra los pueblos de Europa, contra la cristiandad y como remate, y quizá en primer lugar, contra su propio hijo; pues aunque la dignidad imperial no se heredaba, sin embargo, desde hacía largo tiempo se había ido transmitiendo al hijo mayor o al nieto mayor del Habsburgo reinante, tras el suficiente soborno a los príncipes electores con oro, tierras y dignidades. Había que reparar lo que se había hecho mal. Después de la muerte de Fernando, la corona imperial debía volver a la rama española, más antigua y más poderosa, al infante Felipe, al pequeño Carlos, al biznieto y más lejano descendiente. Y precisamente para eso se necesitaba a los príncipes protestantes.
Desde Alemania, recordaba el emperador, habían llegado muy escasas propuestas: los protestantes le habían propuesto a él como cabeza espiritual de una nueva Iglesia nacional. Pero esta vía no estaba abierta para el emperador. No solo porque así se habría enemistado con los príncipes católicos, a los que también necesitaba para sus planes, sino porque le era imposible como soberano de la archicatólica España. Inconcebible también como creyente católico, piadoso y fiel a la Iglesia. ¿Pero es que solamente había estos dos caminos, el protestante y el católico? ¿No había un tercero? ¿Qué pasaría si intentara lograr el equilibrio entre los dos partidos?
«Para mí solo hay una solución», pensaba el emperador: la antigua solución diplomática; no aferrarse a un partido, sino estar por encima de los contendientes, nivelando, reconciliando, pacificando. Estaba orgulloso de haber encontrado esta solución, que no era tal solución, sino tan solo un aplazamiento del inevitable conflicto. No se daba cuenta de que en estos momentos se le escapaban los frutos de la victoria de Mühlberg; de que él no estaba por encima de los partidos, sino en medio de ellos.
Aún había otra cosa que llenaba de preocupación al emperador: pensaba en su hijo, el infante don Felipe. «El joven está suficientemente bien educado —pensaba—; es muy obediente a mí, aplicado, aficionado a los negocios de estado; no es ningún derrochador; sus amoríos son limitados. Sin embargo, desgraciadamente, es demasiado español, demasiado poco europeo, demasiado tajante. Es hora de que le saque de España, de mandarle a Flandes, a Europa, al mundo.»
Y así sucedió que aquella tarde el emperador dictó una carta a uno de sus secretarios en la que invitaba a su hijo a dejar la regencia de España a su hermana más pequeña, Juana, y prepararse para abandonar España en las galeras del almirante Doria, precisamente en las mismas galeras que debían llevar a España al primo Max para su casamiento con doña María, la mayor de las dos hermanas de Felipe.
En Valladolid se estaban celebrando aún las solemnidades, las recepciones, festejos y corridas de toros en honor del matrimonio recientemente contraído por la infanta española con el sucesor al trono de Austria. Y era entonces cuando Felipe abandonaba en silencio su residencia. En su viaje pasó por delante de la montaña de Montserrat, donde, ante el camarín de la Virgen, rogó por un viaje favorable; en la misma capilla en la que años antes había hecho su romántica vela de armas Ignacio de Loyola antes de consagrarse totalmente al servicio de la Iglesia.
En el puerto de Barcelona estaba anclada la flota imperial, la mayor del mundo en aquel tiempo, con unas trescientas carabelas, galeras y galeones. Los barcos estaban ricamente empavesados y de sus mástiles colgaban, junto al estandarte del águila imperial, los gallardetes y colores de cientos y cientos de estados y ciudades aliados, amigos o súbditos del emperador.
El joven Felipe, delgado, cortés y consciente, el que una vez habría de enviar esta flota a una de las más grandes y decisivas batallas navales de la Historia Universal, estuvo pronto ante el viejo almirante Andrea Doria, genovés, quien saludó al príncipe con gran alegría. Entre el tronar de los cañones y el sonido de las trompetas entraron los dos juntos en la nave almirante, cuya cubierta estaba alfombrada por valiosos tapices. Allí fueron presentados al joven los jefes de la escuadra. Nombres italianos, franceses, flamencos y griegos sonaban en su oído español. También en los rostros con barbas recortadas de diferentes modos, en los trajes, en las armas, se pintaba la enloquecedora profusión del Mediterráneo, en cuyas aguas se encuentran el Oriente y el Occidente; esta antiquísima cuna y escuela de marina sobre cuyas aguas azules, ya desde milenios, habían cruzado las flotas de los reyes del mar, de Creta, de los etruscos de barba puntiaguda, de los fenicios y cartagineses. Pero en esta ocasión, el mar del Sur se mostraba por su lado malo, como si se mostrase descontento con el joven de tierra adentro que recorría el mar en una poderosa galera de oscuras velas bordadas de colores. El Siroco, el viento del sur, que soplaba hinchando el velamen con el cálido aliento del desierto, levantaba en la superficie del mar breves olas empinadas que rompían contra las naves. Los descontentos cortesanos, los científicos, los pintores, los músicos, los obispos y los dominicos que acompañaban a Felipe yacían miserablemente tendidos en cubierta; a los numerosos caballos, mulos, asnos y perros del príncipe no les iba mucho mejor. Solamente los genoveses, acostumbrados al mar, miraban este mal general con indiferencia.
La galera del príncipe al fin llegó a balancearse tanto que en muchas ocasiones estuvo a punto de volcar, circunstancia que se atribuía a que la construcción de la nave había tenido más en cuenta la grandeza y el lujo que la capacidad marinera y la justa situación del centro de gravedad. Puesto que el infante Felipe se negaba a abandonar la nave, el almirante Doria ordenó amarrar la magnífica galera a otras tres, más capaces, por cada costado.
Por fin, después de veinticuatro días, se vieron las torres y las murallas de Génova. En el palacio de Doria encontró el príncipe un lujoso cuartel. Las paredes de sus aposentos y las del duque de Alba estaban decoradas con magníficos gobelinos y obras maestras de los grandes artistas italianos que se encontraban distribuidas, con gusto, por todas las habitaciones. Todos los días, la multitud de príncipes, prelados y embajadores, vestidos con crujientes sedas y vivos colores, se apretaba para prestar sus servicios al hijo del emperador. Desde Génova hacia Milán, Venecia, Ferrara, Florencia, Roma, circulaban detallados informes y habladurías de todas clases. El embajador de Venecia, uno de aquellos señores de aguda mirada, cuyos informes diplomáticos nos proporcionan las más interesantes descripciones de la vida política y social de la época, encontró al príncipe demasiado serio, demasiado retraído; otro de los embajadores informó a su gobierno sobre un amorío del príncipe con una tal Isabel de Osorio. Ricos regalos en joyas, en materiales valiosos, en obras de arte y en oro se amontonaban en los aposentos de Felipe; el Papa Paulo III le envió una valiosa espada, sin pensar que la primera acción de guerra del joven príncipe habría de dirigirse contra la Iglesia.
Desde Génova fue el príncipe a Milán, el principal centro de dominio español en el norte de Italia. Aquí fue saludado por una entusiasta multitud popular. El antiguo espíritu de libertad de la reina de las ciudades de Lombardía, contra cuyas murallas se estrellaron de modo sangriento los cráneos de los Hohenstaufen en cierta ocasión, había ido cediendo su lugar al espíritu de sumisa esclavitud y servil hipocresía a través de la tiranía de los Visconti, de los Sforza, de los reyes franceses y españoles, mientras en Génova, por el odio de las ciudades a la tiranía y al dominio español, los Doria habían llegado incluso a temer por la vida de su huésped.
Desde Milán, el cortejo derivó hacia el norte, hacia Verona y Trento, y siguió las viejas pistas militares que se extendían a lo largo del espumeante Adigio. Una sensación de profunda hostilidad se apoderó de Felipe cuando, tras él, desaparecieron las clásicas líneas de los Alpes Meridionales, rocosos y desnudos, y divisó las siempre verdes y olorosas laderas, cubiertas de pinos, de las montañas del Tirol, sobre las que se estiraban las cimas blancas de los montes rodeadas de ventisqueros.
Ya asomaba, allá abajo en lo hondo, bajo el paso del Brennero, el pálido verdor del Inn. Y allí yacía pequeña y apretada, casi como un juguete de Nüremberg, Innsbruck, con sus torres afiladas, donde las estatuas de míticos reyes y reinas, fundidas en bronce por el maestro Peter Vischer, se repartían alrededor del mausoleo del emperador Maximiliano, bisabuelo de Felipe.
Pero, por casualidad, como el viento norte soplaba de cara, el joven volvió la vista hacia el oeste. Allí, sobre el valle del Inn, yacían, tras las murallas de los montes alpinos, los cantones suizos; allí estaban Basilea, Zúrich y la terrible Ginebra. Tres cunas de la Reforma. De allí, de esos aislados núcleos en cuyos tejados gravitaban grandes piedras para que el viento del sur no se los llevara, de allí habían salido una vez los salvajes ejércitos de aldeanos de Sampach, de Murten y de Nancy, que habían asesinado a otro antepasado del príncipe, Carlos el Temerario, duque de Borgoña.
El príncipe tiritaba y se envolvió bien en su oscura capa. ¿Era a causa del rudo viento de marzo que soplaba, helado, desde las montañas, aunque las praderas ya aparecían con la más abigarrada profusión de colores? ¿O era por los recuerdos de un pasado remoto de su casa, recuerdos del conde de Habsburgo, del levantamiento de los aldeanos, la muerte de los gobernadores, la conjuración de Rütli, los hombres de los cantones de Uri, Schwyz y de Unterwalden?
El príncipe, en aquel momento, anhelaba estar en España, el país de los monasterios, de las iglesias, los castillos, el gran asiento de la nobleza. Todo esto de aquí le era extraño, extraño de un modo indescriptible, y nada hogareño. Suponía, más que sabía, cuál era el auténtico adversario, el que iba a encontrar a lo largo de toda su vida: el pueblo, que quiere gobernarse a sí mismo.
Pero más tarde, en las tierras hereditarias de Borgoña, las cosas fueron mejor. El príncipe volvió a sentirse en un verdadero principado: hombres y mujeres le saludaban con cortesía, aunque no mostraban al exterior la alegría que Felipe estaba acostumbrado a encontrar en España.
Por fin llegaron a Bruselas pasando por Namur y Lovaina. Las dos puntiagudas torres de estilo gótico de Santa Gúdula, con la gran esfera de oro del reloj entre ambas, le saludaban desde lejos.
Aquí fue recibido el hijo del emperador con grandes muestras de júbilo; pero también este júbilo, esta alegría a gritos, le parecía a Felipe impertinente y nada española. La multitud se precipitó hacia él, lo separó de su séquito y, en arrolladora excitación, estuvo a punto de derribarlo del caballo. La nobleza flamenca, fuertemente caldeada por la ingestión de vino, se ocupaba de que no faltasen vivas y grosera alegría.
En el palacio le esperaban su padre, el emperador, y sus dos tías, las dos reinas viudas: María de Hungría y Leonor de Francia, hermanas de Carlos. Era el atardecer del primero de abril cuando Felipe, al fin, con un suspiro de alivio, pudo escapar del pueblo flamenco. Profundamente conmovido, resbalándole las lágrimas por las hundidas mejillas hasta la rala barba gris, el emperador saludó a su hijo, a quien hacía mucho tiempo no había visto. La tía María de Hungría, que ahora era gobernadora en los Países Bajos, después de que su esposo encontrara un trágico fin bajo las cimitarras de los jenízaros; que era una dama muy enérgica y gruesa, gran aficionada a la caza, con un labio superior poblado de un bigote casi masculino bajo su ganchuda nariz típica de los Habsburgo, encontró a su sobrino español demasiado delgado y demasiado pequeño, particularmente si se le comparaba con los alemanes.
El infante Felipe se veía ahora en Bruselas colocado frente a la difícil tarea de granjearse las simpatías de los príncipes alemanes y de sus súbditos flamencos. El emperador mismo, quien ya por la mañana temprano obsequiaba su seca garganta con dos jarras de cerveza; quien al mediodía se engullía platos enteros de pescado, caza, carne y pasteles; quien hablaba con fluidez el francés, su lengua usual, era muy popular en estos círculos, en los cuales la resistencia a la bebida y la inclinación a la gula eran signos característicos de un bravo muchacho. Y sus amoríos con damas holandesas y mozas del pueblo alemán solo tendían a acrecentar su popularidad. El sobrio, callado y tan frecuentemente metido en sí mismo Felipe, que, por lo demás, se tenía que entender con los holandeses en latín, fue desde el principio para este pueblo amante de la buena vida, un enigma irresoluble. Ahora se vengaba la severa educación española, el escaso cosmopolitismo del príncipe. Detrás de su silencio se suponía desprecio hacia su propia manera de vivir; en sus modales españoles se veía un insoportable orgullo. A Felipe, en Flandes, le pasaba ni más ni menos que lo que le pasó a su padre treinta años antes en Castilla. No era querido; no por su carácter individualista, sino porque era hijo de otro pueblo, producto de una educación extranjera. Una vez el emperador quiso dar a su hijo, como preceptor, un sabio flamenco en lugar del doctor Silíceo; pero las protestas de la emperatriz y de la nobleza española en contra del extranjero resultaron vencedoras. Y así estaba, pues, Felipe ahora totalmente prisionero de su estrecha conciencia archicatólica que solamente le permitía ver pecados, pereza y malacrianza en la manera de vivir ligera, sin modales y libertina de los holandeses. A pesar de ello, el infante se esforzaba en aullar con los lobos. Bebía en la gran mesa redonda, pero después de la segunda copa se ponía malo; montaba en los torneos, pero con frecuencia era derribado del caballo, una vez de forma tan violenta que quedó tirado en la arena sin conocimiento. Otra vez lo pasó mejor: recibió el anhelado premio de las damas en lucha contra el conde Mansfeld, que era tenido como uno de los mejores caballeros del torneo. Las malas lenguas murmuraban que el príncipe había recibido el premio solo porque era hijo del emperador. Únicamente en una cosa Felipe era superior a los flamencos en habilidad, agilidad y gracia. Era un bailarín extraordinariamente bueno e incansable. Después de los bailes, que la mayoría de las veces duraban hasta la madrugada, le gustaba vestirse de máscara y mezclarse con algunos acompañantes entre las diversiones del pueblo, costumbre que, por entonces, se había extendido a todas las cortes de Europa, procedente de Venecia.
En el verano del siguiente año se reunió la Dieta en Augsburgo para decidir sobre la sucesión del emperador Carlos y de su hermano Fernando. El emperador, el infante y sus dos tías estaban presentes; el rey Fernando vino desde Austria y el primo Max cabalgó como un diablo desde España, a través de Francia y Alemania para salvar para sí la corona que estaba en peligro. No habría tenido necesidad de preocuparse, pues los electores alemanes no pensaban dar la corona imperial al infante. Demasiado poderoso, demasiado rico les parecía el español. Su determinado e inflexible catolicismo les desagradaba; con la escisión religiosa del imperio solamente podía llevar al caos de la guerra civil. Hubo, pues, intercambio de innumerables cortesías y visitas, promesas y garantías vacías, mientras, en realidad, la corona imperial se iba deslizando hacia la rama austriaca de la casa de Habsburgo, que la retuvo hasta los días del emperador Francisco José y hasta el final de la Primera Guerra Mundial.
De este modo se esfumó el sueño imperial del infante Felipe. Y juntamente con el final de este sueño se hundió también la importancia del imperio, la lejana esperanza de una Europa unificada. Solamente quedó el vacío título de Cesar Augustus, mundi totius Dominus; pero el poder efectivo, el factor decisivo de la política europea, era y siguió siendo España. El lugar de la idea de unidad, de la tradicional idea romántica de la Edad Media, pasó a ocuparlo la realidad de la hegemonía del estado supremo, la realidad de la nueva era cargada de discordia, cuyos frutos hemos cosechado nosotros en dos guerras mundiales.
Y así se pudo decir que en Augsburgo solo se había sembrado desgracia. Y, sin embargo, allí se urdió algo bueno, una cuestión total y absolutamente privada que sucedió muy lejos de toda consideración o negociación política.
En un buen momento, el emperador Carlos encontró una rubia moza de Augsburgo, de veinte años: Bárbara Blomberg. El envejecido emperador, camino de los cincuenta, se enamoró de la muchacha, quien, por su parte, no rehusó consolar al preocupado príncipe al modo femenino. De las relaciones nació un hijo, el cual, bajo el nombre de don Juan de Austria, había de desempeñar un grande y providencial papel en el destino de Europa.

Capítulo 7
Las hermanas Tudor
Año 1555

Felipe, el infante de España, era ya, desde hacía algún tiempo, un viudo joven. Podía medir el tiempo de su viudedad por el crecimiento de su hijo Carlos. El muchacho requería muchas veces grandes cuidados, pues, corporal e intelectualmente, había en él algo que no estaba en orden. Una cabeza hidrocéfala se asentaba sobre sus hombros estrechos; su pierna derecha arrastraba ligeramente; tartamudeaba mucho y frecuentemente, y sin ninguna razón, cogía unas rabietas violentas que dejaban perplejos a sus sirvientes y educadores. Todavía en aquel entonces, con sus diez años, se llamaba a sí mismo el niño.
Pero Felipe no podía creer que la antigua maldición que se cernía sobre la casa luso-española, la enfermedad mental, hubiera vuelto otra vez a su carne y a su sangre, y se consolaba pensando que la debilidad corporal y las extravagancias del muchacho desaparecerían con la pubertad.
Por lo demás, la vida de Felipe en España era muy agradable. Se sentía en casa y comprendido. Había dejado atrás, como si se tratase de una pesadilla, la destrozada Europa con su amenaza protestante. A su alrededor había hombres como Ruy Gómez, Silíceo, Zúñiga y Requesens, a quienes estimaba mucho. Cacerías, bailes, espectáculos y conciertos interrumpían las largas sesiones del Consejo de Estado. Y Felipe tenía ocasión de convertirse en un verdadero experto en pintura flamenca e italiana. Como a su padre, también a él le gustaba sobre todo Tiziano y estimaba a tan diversos maestros como Tintoretto, Antonio Moro, Bosco y Brueghel. Del corazón del príncipe se ocupaban doña Lénez y doña Isabel de Osorio.
Pero pronto, sobre este idilio español, descendieron tenebrosas sombras: preocupaciones por la mala salud del padre y las otras, muy prosaicas, que producía el dinero.
España, a la que constantemente afluían los ricos tesoros de plata y oro del Perú y América Central, sin embargo, estaba siempre manejando papel. El sostenimiento de la política imperial exigía sumas gigantescas. Y precisamente ahora esta política había llegado, como ya antes lo había hecho muchas veces, a un momento crítico. Mauricio de Sajonia, el protestante, que durante la guerra de Smalkalda había traicionado a sus compañeros de religión, se había vuelto, de repente, contra los católicos. Y el nuevo rey de Francia, Enrique II, que en una ocasión había estado prisionero, como rehén en España, invadió Lorena. El gran mariscal de los franceses, duque de Guisa, tío de la pequeña María Estuardo, había ya obligado al duque de Alba a retirarse de Metz. Se necesitaban nuevas tropas para Lorena, más tropas contra los protestantes, y esto significaba dinero, dinero y siempre dinero. Aquí 400.000 ducados, allí 600.000 ducados, y no había que olvidar que también se empleaban grandes sumas continuamente para la compra del trigo inglés; pues la agricultura española, por la escasez de hombres y por la desaparición de los labriegos, era incapaz de alimentar a España.
Con esta escasez de fondos, al emperador se le ocurrió una idea, el viejo y nunca rehusado remedio de la casa de Habsburgo: la idea de un nuevo matrimonio del príncipe, lo cual estaba muy estrechamente ligado a la idea de una rica dote. El rico Portugal debía pagarlo en este caso y ya estaba Ruy Gómez en Lisboa para pedir la mano de la princesa doña María.
En Lisboa tuvo lugar un verdadero pacto de los de toma y daca, al igual que lo que puede ocurrir en un mercado pueblerino bajo el ardiente sol de julio entre dos representantes sudorosos. Una dote de 400.000 ducados había logrado del portugués el hábil Ruy Gómez —del portugués, que precisamente tenía mucha práctica comercial—, además de joyas por valor de 45.000 ducados. Entonces, entre las dos partes contratantes, se desencadenó de repente una tormenta política de primera magnitud que produjo gran excitación en toda Europa. Eduardo VI, el muchacho que se sentaba en el trono de Inglaterra, el único hijo de Enrique VIII, había muerto, al parecer, envenenado.
Además del hijo, el rey Barba Azul había dejado dos hijas, quienes, por orden suya, habían sido declaradas bastardas sin derecho a la herencia. La mayor de las dos hermanas era María Tudor, hija de Catalina de Aragón, cuyo divorcio había dado origen a la Reforma anglicana; la más joven era Isabel Tudor, la hija de Ana Bolena. Ya desde el tiempo de las respectivas madres estaba decidida la posición futura político-religiosa de ambas hijas del rey, aunque Isabel, por su situación insegura y peligrosa, de momento no podía destacarse en su verdadera personalidad, pues María, la nieta de la gran Isabel de Castilla, no podía ser otra cosa que católica, ya que la Iglesia había luchado largos años contra el divorcio y el repudio de su madre. Tal servicio no había quedado olvidado y tampoco por Isabel, que era consecuencia de aquel divorcio y era considerada como ilegítima, como bastarda, por la Iglesia católica.
Apenas fue conocida en Lisboa la noticia de la muerte del rey inglés, rompió Ruy Gómez los contratos matrimoniales, porque enseguida vio claro cuál era el mejor partido para el príncipe: María Tudor.
Pero había muchas dificultades. Cierto era que María Tudor había vencido la rebelión del duque de Northumberland, que quería hacer llegar la corona de Inglaterra a su hijo Guilford Dudley ya que este estaba casado con Jane Grey, prima de la hija del rey. Pero entonces Francia lanzó un verdadero grito de rabia contra el nuevo plan matrimonial del de Habsburgo, pues se veía amenazada también por el Occidente, desde Inglaterra, como de hecho estaba ya cercada por el sur, este y norte. El embajador francés en la corte inglesa, Noailles, adoptó un tono amenazador frente a la reina; tenía dos triunfos en la mano: Calais y María Estuardo. Calais, la última posición inglesa en el continente, una miserable reliquia del poderío de los Plantagenet, sería ocupada por Francia en caso del matrimonio de la reina con el príncipe español, lo que sería un grave golpe contra el prestigio de la corona inglesa. Y María Estuardo, la nieta de la hermana de Enrique VIII, de Margarita Tudor, podía muy bien hacer valer sus derechos al trono de Inglaterra si Francia apoyaba con la fuerza de las armas a esta pretendiente que era esposa del sucesor al trono francés, el delfín Francisco.
Estas amenazas y alusiones de Noailles asustaron a María Tudor; pero ella encontró apoyo en el embajador imperial, Renard Rückhalt, que no en balde tenía nombre de zorro. María Tudor, coqueta y celosa, inclinada al erotismo como todos los Tudor, escuchaba sonriente y sonrojada al astuto Renard. No duró mucho tiempo, puesto que la envejecida doncella se enamoró extraordinariamente de don Felipe, al que nunca había visto, y día y noche pensaba en el rubio joven cuyas excelencias había sabido mostrarle Renard de modo tan admirable. Pero aún había que vencer un grave inconveniente, el más difícil de todos: la oposición del pueblo inglés al proyecto de matrimonio. Los ingleses no querían enemistades con Francia, no querían catolicismo español y menos aún querían verse metidos en las luchas continentales de España y del emperador. Hubieran visto con el mayor gusto como esposo de su reina al joven Courtenay, persona bastante insignificante, pero, al fin y al cabo, último vástago de la casa de Lancaster. Cuando el pueblo inglés supo que la reina había jurado que se casaría, a pesar de todo, con el español, el país se vio poseído de una violenta excitación. Wyatt, el jefe de los rebeldes, marchó a Londres. El conde de Egmont, enviado especial para concretar el matrimonio, abandonó secretamente Inglaterra a ruego de la reina. Pero de nuevo María se mostró como una auténtica Tudor, una hija de aquel linaje que desde siempre había mostrado toda su talla solo en las grandes crisis, catástrofes y en las penosas necesidades. La reina se obstinó férreamente en hacer su voluntad. Ante su intrepidez, se desmoronó la rebelión. Las ideas conservadoras, profundamente arraigadas en el pueblo, reclamaban una reina legítima, aunque fuera la esposa de un extranjero.
¡Pobre Felipe! De nuevo tenía que decir adiós a su patria, a España, después de haber confiado la regencia a su hermana más joven, a Juana, tempranamente viuda. En Compostela, donde en el camarín del Apóstol había rogado en favor de un viaje feliz, recibió a los embajadores de la novia, el conde de Bedford y sir Thomas Gresham. Este último, individuo muy taimado, era un inglés experto en cuestiones financieras. Por sus manos pasó un millón de ducados de oro. Así, la casa de Habsburgo obtenía una fuerte ventaja política, pero pagando por ello graves consecuencias: la desaparición de tanto dinero en España originó una crisis financiera, causa de muchas bancarrotas y una depauperación de los estamentos más pobres.
El viernes 13 de julio, fecha algo ominosa, el príncipe abandonó La Coruña con una escuadra de casi cien naves y, después de una semana escasa, llegó la flota a Southampton. Otra vez estaba el príncipe en el extranjero; otra vez entraban en juego las conversaciones y los discursos en latín. Los Grandes de España, y particularmente el duque de Alba, miraban con asombro y orgullo la conducta de la comisión de recepción de los insulares, mientras los ingleses mejoraban de humor, sobre todo después de que los sirvientes trajeran las jarras de cinc con espumeante cerveza negra inglesa. Sin perdonar un gesto, pero temblando en su interior, Felipe se bebió rápidamente el amargo líquido.
Entretanto, el tiempo se preparaba para saludar al príncipe. El agradable día de verano se envolvió en una ligera niebla y no tardó mucho en precipitarse en largos cendales sobre Felipe. Este envolvióse en una larga capa roja, se cubrió con un gorro de franela y de este modo alcanzó, seguido de miles de caballeros, la amable ciudad de Winchester, donde le esperaba la novia.
Era muy entrada la tarde cuando Felipe, magníficamente ataviado con jubón y calzones de piel de cabra adornada de oro, envuelto en una corta capa con brocados de plata y oro, entraba en la cámara de la reina. Alrededor del cuello llevaba el toisón de Borgoña, y más abajo de las rodillas la Orden de la Jarretera, que le había concedido la novia a poco de su llegada a Southampton. Le seguían el duque de Alba, el duque de Feria y varios otros caballeros y damas de la nobleza española. Ante él, a la insegura luz de las velas, bajo el techo artesonado, de poca altura y barnizado de oscuro, estaba María Tudor; quizá había elegido ella misma aquella escasa iluminación. María llevaba un vestido de negro terciopelo de algodón adornado en el cuello y los puños con ricos encajes flamencos. Interiormente, pero visible por los acuchillados del vestido, llevaba un halda brillante plateada. El cinturón estaba adornado en su parte delantera con turquesas y esmeraldas.
María, sonriendo, alargó la mano al príncipe. Este se acercó y la besó en la boca según la costumbre inglesa, pues Renard, el viejo zorro, le había instruido con gran detalle sobre cómo debía comportarse en este país. Los españoles quedaron perplejos. Nunca habían visto semejante muestra de cortés etiqueta. La duquesa de Alba se asombró y palideció cuando el mofletudo conde de Derby la saludó de la misma manera.
Mientras la conversación, ahora, después de las palabras de bienvenida, derivaba hacia el viaje del príncipe y la salud de su padre, el emperador, Felipe tuvo ocasión de observar detenidamente a su novia. Lo que vio entonces no le entusiasmó de un modo especial, pues ni la tenue luz de las velas ni la elegancia del vestido podían ocultar los treinta y siete años de María. Esto no era ciertamente capaz de causar admiración, pensaba Felipe para sí, pues María lo había pasado muy mal; primero, repudiada por su padre, siempre temiendo el veneno que había costado la vida a su madre y quizá también a su hermano; humillada luego al estar obligada a ser la criada de la favorita de su padre, Ana Bolena, y de su hija Isabel, y, finalmente, amenazada por la rebelión de la nobleza y del pueblo. María no era muy alta, más bien baja, bastante delgada, con pequeñas arrugas en los ángulos de los ojos y en las comisuras de los labios. Un rostro que no era feo, pero sí amargo y decidido, enmarcado por un cabello rojo no muy espeso; unos ojos muy astutos y oscuros bajo una cejas depiladas. Tenía la profunda voz de bajo de su padre, pero en la conversación con su prometido procuraba dar a esta voz un tono dulce que solo a medias podía conseguir.
Felipe pronto supo que la mujer que tenía delante estaba enamorada de él y que su enamoramiento crecía de minuto en minuto. A un extraño, ajeno al asunto, le hubiera conmovido la angustiosa y tardía pasión de la avejentada doncella, pero no así a Felipe, quien en este momento veía claramente que era víctima de la política de su padre y de la causa católica. Pero el tranquilo aspecto exterior del príncipe no delataba nada de lo que le removía interiormente. Sus respuestas eran corteses y sus ojos sonreían; tan solo una vez frunció el entrecejo, a lo cual María ordenó solícita abrir una ventana, puesto que en la habitación hacía un calor sofocante.
La conversación derivó ahora hacia la lengua inglesa y las dificultades de pronunciación de este idioma. Los españoles se esforzaban en vano en pronunciar correctamente la palabra night. La amargura crecía en el corazón de Felipe, mientras sonreía ante sus infructuosos intentos de entrenar su lengua en el extraño idioma; pensaba que otra vez se encontraba fuera de España rodeado de costumbres y sonidos extraños, encadenado a una mujer envejecida. Pensaba en cómo el parlamento inglés lo había atado de pies y manos, cómo lo habían degradado, a él, el heredero del imperio, convirtiéndolo en un muñeco impotente con el título de rey de Inglaterra, y cómo había tendido la mano hacia los Países Bajos. ¿Para qué todo aquello? ¿Solo para que él, el príncipe de España, se fuera a la cama con su avejentada y enamorada prima?
En su corazón nacía un odio hacia aquella mujer. Con gusto hubiera rechazado la mano que en aquel momento se apoyaba suavemente en la suya. Pero la severidad española acabó por vencer: la educación de Zúñiga, las enseñanzas de su padre, las explicaciones políticas de Granvela. El príncipe se avergonzó de sus propios pensamientos, un rojo fugaz subió a sus mejillas. Pues después de todo, pensaba, debía de llegar la hora de España si esta mujer le daba un hijo ―y lo mismo si era una hija, puesto que en Inglaterra también las mujeres tenían derecho a la sucesión―. Entonces se cerraría definitivamente el círculo alrededor de Francia: España, Italia, Saboya, los Países Bajos y, ahora, Inglaterra. ¡Qué triunfo para la política! ¡Qué paso adelante hacia la preponderancia de España sobre una Europa católica unida! Cuando las campanadas de la cercana catedral anunciaban la medianoche se marcharon los invitados españoles. El príncipe besó de nuevo a la novia medio reconciliado con la idea de este matrimonio inglés.
En el otoño, cuando tenían lugar las grandes lluvias y se tendían sobre Inglaterra las nieblas, parecía que la suerte se había decidido a favor de Felipe y la cuestión católica: María se sintió embarazada. Pero cuando llegó la primavera y los cálidos vientos del sur golpeaban en las ventanas, la esperanza del heredero se trocó en un vacío sueño. María no estaba encinta. La hinchazón de su vientre en vez de un futuro nacimiento anunciaba un grave caso de enfermedad: un caso de histeria. La voluntad férrea y fantástica de esta desgraciada mujer deseaba descendencia porque sabía que un hijo era el único medio de mantener al joven esposo que se iba alejando de ella.
María no podía ni quería creer en los indecisos médicos. El hinchado vientre de la reina le parecía a ella síntoma más seguro que la opinión de toda la ciencia médica, que, por otra parte, no se explicaba de ningún modo el estado de la soberana si no era pensando en la hidropesía.
En la corte, y en los distintos estamentos sociales del pueblo inglés, especialmente en los círculos protestantes, reían y murmuraban con sarcasmo cuando se trataba el caso. Por todo Londres corrían de mano en mano libelos de contenido obsceno sobre el imaginario embarazo de una reina.
Felipe pensaba que María le había puesto en ridículo. Le parecía ser el blanco de todas las referencias. El matrimonio, utilizado como medio para conseguir una ventaja política, se vengaba de su muy sensible honor. El simulacro de victoria del catolicismo en Inglaterra, la presencia del legado pontificio Pole, las misas y los repetidos Te Deum no podían engañarle; el príncipe veía con claridad que todo esto solamente podía ser transitorio, que, en realidad, el protestantismo había echado fuertes raíces en Inglaterra. Pero lo peor era que seguía sufriendo la humillación de su persona.
El odio contra la infeliz mujer creció con violencia en el corazón de Felipe. Ella, varias veces en el transcurso del día, permanecía sentada en el suelo de su aposento apoyado el rostro sobre las rodillas, o corría excitada por los pasillos y habitaciones de palacio con el pelo suelto, lo mismo que años antes lo había hecho su tía, doña Juana la Loca, por los corredores del castillo de Medina del Campo. El odio de Felipe no se manifestaba en quejas. Exteriormente conservaba una tranquilidad estoica y ocultaba su temperamento; y cuanto más odiaba, tanto más pétrea e inexpresiva se hacía esta inquieta tranquilidad.
María no podía menos de sentir el creciente alejamiento y la indiferencia de Felipe hacia el gran dolor que le oprimía el corazón. Se esforzaba por reconquistarlo, a él, a quien en realidad nunca había poseído. Le acosaba con su humildad, con sus cuidados, con su dulzura; y cuanto más se humillaba, cuanto más rogaba, tanto más apasionadamente era odiada. Muchas veces, en estos aconteceres nada agradables, si la reina rompía en lágrimas o cubría de besos las manos del esposo, los ojos de Felipe miraban de soslayo los rostros de los Grandes de España y de las damas; pero estas, vestidas de terciopelo negro, silenciosas y corteses, mirada altanera, no dejaban, al igual que el propio Felipe, que sus rostros delataran ni pesar ni alegría por el dolor ajeno.
En la estéril esperanza de descendencia se desvaneció en el Habsburgo el sueño de incorporar Inglaterra a las inmensas posesiones de su casa. También al mismo tiempo se apagó la esperanza de la reinstauración del catolicismo en las islas. La misión de Felipe había sido un fracaso. Solo le quedaba por hacer una cosa: reconciliar a María Tudor con su hermana Isabel, pues en ningún caso debía permitir que cayera Inglaterra en manos de María Estuardo, la futura reina de Francia y Escocia. Era fácil ver que con tal crecimiento del poder de Francia se perderían los Países Bajos. Entonces Felipe se puso a realizar la más extraña tarea de su vida; llevar al trono inglés a su futura enemiga, su adversaria en todo aquello que se llamara España.
Pero en aquel momento no podía estar clara para los tres protagonistas —María, Felipe e Isabel— la enorme ironía del destino, pues el conflicto España-Inglaterra, entre los paladines del catolicismo y el protestantismo, mundialmente conocido, se mantenía aún oculto por el velo del futuro de la Historia.
Isabel, la pequeña Tudor de veinte años y cabellos rojos, residía en un semidestierro, en Woodstock, vigilada con cierto temor. Su vida más de una vez estuvo pendiente de un hilo mientras vivió su hermana. Después de la rebelión de Wyatt había estado encerrada en la Torre de Londres, última etapa para los prisioneros antes de la ejecución. Todos en el país sabían que las esperanzas de los protestantes estaban ligadas a la hija de Ana Bolena, aunque también lady Isabel iba a misa y se comportaba como una buena católica.
Felipe se puso a la tarea de reconciliar a ambas hermanas y María no podía negar nada a su esposo. Así es que lady Isabel llegó a Hampton Court un día de abril por invitación de los reyes. Se había desarrollado alta y delgada, con la piel delicada de las muchachas pelirrojas; sus ojos eran de color castaño claro, color que se tornaba al verde en momentos de excitación. Su rostro era de forma alargada, la frente un poco demasiado alta, los ojos, de pesados párpados, demasiado próximos a la afilada nariz. No era bonita, pero, en aquel tiempo, poseía el encanto de la juventud del que ella sabía muy bien hacer uso. Cuando quería ganarse a los hombres no retrocedía ante los besos ni las ternezas más íntimas. Estaba especialmente orgullosa de la belleza de sus largas y esbeltas manos, cuyos dedos cubría con diamantes para atraer sobre ellas las miradas. Poseía la misma cultura y formación que su hermana, la reina, y sabía ponerlas de manifiesto mejor y con más efectividad que ella.
En aquel día de primavera en Hampton Court, en cuyo ámbito parecía morar todavía el espíritu de Enrique VIII, consiguió Felipe ver por vez primera a su gran contrincante del futuro.
Mientras las dos hermanas hablaban en la alcoba de su esposa, Felipe permanecía detrás de una cortina. María en la cama, se mostraba fría y reservada; Isabel, sentada en un pequeño taburete, aparecía humilde y comunicativa e intentaba convencer a María de su fidelidad hacia la reina.
María, en la larga cara de caballo de su hermana, leía de nuevo la misma humillación que había soportado en una ocasión. Pensaba en su madre muerta, en los largos años de lucha por la santidad del matrimonio del que ella misma había nacido; y pensaba también en la madre de Isabel, que, a sus ojos, nada podía ser sino una adúltera y meretriz. Pensaba en Ana Bolena y recordaba con claridad aquella mujer de hermoso cuerpo y rostro vulgar y lascivo, con sus magníficos vestidos y su sonora risa provocativa. Se veía ella misma, niña de diecisiete años a la que se había obligado a llevar a bautizar a esta otra niña que ahora estaba frente a ella, un zorro envuelto en encaje y puntillas. María suspiró profundamente.
Ya no oía las amables y dulces palabras de Isabel. El sudor le cubría la frente. ¿Le robaría aquella delgada pelirroja, que estaba allí en pleno esplendor de juventud, a su esposo, como lo había hecho una vez Ana Bolena con su madre? Llena de miedo contemplaba a su hermana. En los movimientos de sus delgadas manos, tras los levemente velados ojos verdes, descubría con claridad el enorme temperamento del padre, la inquebrantable voluntad real que no podía quedar oculta por todas aquellas humildes y dulces palabras. ¿Pensaría después de su muerte yacer con Felipe en el lecho y engendrar el hijo que a ella misma le había sido negado de tan ultrajante modo?
De buena gana le hubiera pegado en el rostro, en ese rostro falsamente amistoso. De buena gana la hubiera apartado para siempre de su vista y enviado al abandono de la Torre. Pero debía dominarse, debía escuchar, debía responder. Lo hizo sin gana, ruda y brevemente, con oscura voz varonil, mientras le ardía furioso en el corazón el odio contra la joven.
Detrás de la cortina estaba Felipe escuchando las persuasivas palabras de Isabel. No podía comprender todo, pues la lengua inglesa era todavía extraña para él. Pero Felipe creía en las palabras de Isabel, en todo lo que pudo entender; creía en la lealtad hacia la reina, su fidelidad a la Iglesia católica. Algo como una leve inclinación hacia la delgada pelirroja le subió al corazón. La había conocido; y era distinta a como se la habían descrito. Y, ante todo, tenía juventud y encanto.
Aun después de muchos años recordaba Felipe aquella escena en la alcoba de María Tudor; y cuando pensaba en ello, cada vez se convencía más de que Isabel, en lo más íntimo de su corazón, le tenía simpatía.

Capítulo 8
Cansancio del mundo
Año 1555

El otoño había llegado ya a los Países Bajos. En las granjas se dejaba oír el golpeteo de los mayales sobre la pisoteada y triturada parva. Los frutos ya habían sido cogidos de los árboles y los gansos anadeaban, gordezuelos y torpes, a lo largo de las callejas de las aldeas. Con los vientos del sur y los persistentes aguaceros, la dura época de labor de la población campesina había concluido; y ahora hombres y mujeres y niños, durante el atardecer, ya largo, permanecían sentados a la luz de las velas, en habitaciones de bajos techos, mientras la jarra de cerveza pasaba de una mano a otra y se escuchaba el ronroneo de las ruecas. Y mientras tanto, fuera, la cálida brisa arrancaba las últimas hojas de los árboles y ululaba, antipática, en la chimenea; y de vez en cuando la casa se movía, balanceándose como una nave; las gentes, sentadas en la caldeada estancia, hablaban a sus anchas de nacimientos y de muertes; y a veces también de historias que mucho tiempo atrás habían acontecido. Se contaban muchas cosas de Felipe de Artevelde, burgomaestre de Gante: había sido tan impío que él mismo, sin pararse a pensarlo, había mandado acuñar moneda con la plata de la pila bautismal y de la bañera infantil de su señor, el conde de Flandes. Se hablaba también de los duques de Borgoña y de sus lujos, de la Orden del Toisón de Oro; y de la princesa María; y de cómo había rogado por la vida de sus dos consejeros; del emperador Max y de la batalla de las Espuelas; de la celosa Juana de España y de la orden que dio de rapar a una rubia dama de la corte de Bruselas para que su aspecto resultara desagradable, particularmente al corpulento duque Felipe, amante de la dama y esposo de Juana.
Tales historias se contaban. Y también las travesuras de Till Eulenspiegel, que había sido enterrado pacíficamente en Mölln hacía muchos años. Y las aventuras de Reineke Voss, el astuto zorro, y cómo había engañado a su compadre oso en el asunto de la miel. Todas estas cosas se contaban; y muchas más.
Y en voz baja, que a veces se convertía en un leve murmullo, se hablaba de los anabaptistas, de los Santos del Ultimo Día y de cómo en Münster habían instaurado su soberanía sobre los territorios alemanes; y se hablaba del maestro Calvino y de su ciudad de Ginebra; de cómo en ella estaba todo estrictamente regulado: la vivienda, el trabajo, el vestido, la comida, la bebida y, también, las relaciones conyugales. Esto hacía reír a las exuberantes flamencas de cabellos rubios y provocaba los cuchicheos entre unas y otras.
Cuando la jarra de cerveza había circulado ya varias veces y con mayor frecuencia se había vuelto a llenar y los premiosos ánimos de los flamencos se habían calentado, la conversación viraba hacia cuestiones políticas. Y se hablaba de las antiguas libertades de los Países Bajos, de la autonomía de las provincias y de las ciudades, de los gremios y de los Estados; y de cómo el duque había de prestar juramento solemne de proteger los derechos y las libertades de los Países Bajos antes de que fuera reconocido por los Estados como soberano de aquellas tierras.
Y los hombres suspiraban y hablaban de los elevados impuestos, del tribunal eclesiástico y de los husmeadores de las ideas que merodeaban por el país espiando para que nadie diera cuartel a los predicadores reformados ni leyera las Sagradas Escrituras en la propia lengua. Porque esto estaba prohibido y penado con los más grandes castigos.
—Los tiempos han cambiado —suspiraba un anciano—. Cada vez son más difíciles y cada vez hay menos tolerancia. Con los duques de Flandes éramos libres; con los duques de Borgoña ya tuvimos que pagar grandes impuestos. La casa de Austria empezó por despojarnos de nuestros derechos, pero se lo hicimos ver al caballero Max y lo tuvimos recluido en Kahlenburg. También con el emperador Carlos tuvimos graves altercados; y hemos recorrido un largo camino desde el júbilo de Amberes hasta el llanto de Gante. Pero ¿qué pasará, amigos, si el español Felipe alcanza a ceñir la corona ducal? Los mercenarios españoles devorarán nuestros graneros y almacenes hasta dejarlos vacíos. Apenas volveremos a ver el tocino, el jamón, los embutidos, la miel y la manteca, pues los hombres de Castilla ya viven aquí ahora como en Jauja mientras nosotros corremos con sus gastos. El porvenir se presenta oscuro.
Los hombres permanecieron callados largo rato. Luego, uno de ellos escupió tan fuerte que se oyó el impacto contra el entarimado.
—Aún tenemos castillos rodeados por un foso —dijo―, inconquistables, plazas fuertes con altas murallas; tenemos barcos y armas. Tenemos Bruselas, Gante, Yprés, Brujas, Amberes, Leyden y Utrecht. Y tenemos, por último, al pueblo de los Países Bajos, que es tan bueno en la batalla como en la pradera de baile de las kermeses. Y tenemos a nuestra nobleza: Egmont y Horn no nos dejarán en la estacada. E incluso el joven Guillermo de Nassau tiene que mirar con desconfianza a los españoles porque en su corazón siente simpatía por los reformados.
Hasta entrada la noche continuaban la charla y el intercambio de ideas.
La Sala Grande del palacio de Bruselas estaba ricamente adornada. Entre cada dos ventanas, ojivales y con vidrieras de colores, colgaban los estandartes de las siete provincias. Veíanse allí los leones de oro y de plata sobre campos lisos, listados y cuartelados. Veíanse cruces, lises, águilas y unicornios. Allí estaban los olores y los estandartes de los ducados de Brabante, Limburgo, Luxemburgo y Güeldres, de los condados de Artois, Flandes, Holanda y Zelanda, de los marquesados de Amberes y los señoríos de Frisia, Malinas y Groninga. Bajo los blasones, ampliamente repartidos por la estancia, se sentaban los estados. La mayoría de los hombres eran ancianos con experiencia de mundo; y todos ellos mostraban preocupación en su mirada, pues conocían la razón de haber sido convocados hoy en Bruselas.
En un plano superior, sobre una tribuna, se sentaban los caballeros del Toisón de Oro con antiguos y severos ropajes; más abajo, los diversos consejeros del emperador. Frente a estos, en una balconada, había tomado asiento la nobleza; y de allí se dejaban oír, a pesar de la solemnidad del acto, risas reprimidas y susurrantes cuchicheos, pues los señores acababan de disfrutar de una magnífica comida en la que no había faltado el vino de Borgoña ni el del Rin. Lo manifestaban sus rostros enrojecidos.
Un movimiento acompasado atravesó el salón. Subía en ese momento el emperador al elevado estrado, su brazo derecho pesadamente apoyado sobre el hombro de Guillermo de Nassau. Le seguían su hijo Felipe, su primo Max y sus hermanas Leonor de Francia y María de Hungría, que durante muchos años había sido gobernadora de los Países Bajos.
El emperador cojeaba pesadamente; la gota se le había metido en los huesos. Su rostro aparecía hundido, gris y cubierto de arrugas; y la nariz sobresalía grande y arqueada. Sonrió, cansado, cuando los estados le saludaron levantándose e inclinando la cabeza. Levantó lentamente la mano para dejarla caer de nuevo. De Nassau lo condujo con solicitud al sillón adornado con el águila imperial. Carlos se sentó e hizo un ademán de agradecimiento al joven De Nassau. El conde de Nassau era un joven rubio de cabello rizado y boca bien formada, pero de labios delgados. En sus mejillas, como en su mentón, aparecían esparcidos algunos pelos rubios que no podían definirse como verdadera barba. Guillermo de Nassau se colocó, como un paje, detrás del sillón del emperador. Sus astutos ojos, bajo las altas cejas, dirigieron una rápida mirada hacia el banco de la nobleza.
Felipe se colocó a la derecha del emperador y mientras se sentaba miró la mano de Nassau. Una mano bien formada, delgada, sin ningún anillo, que el conde tenía apoyada levemente sobre el respaldo del sillón imperial. Guillermo de Nassau observó esta mirada y durante un instante ambos se miraron. Felipe pensaba en las advertencias de su tía María, en cuya corte había servido como paje Guillermo de Nassau; le había hablado de su orgullo, de su astucia; y había puesto en duda sus sentimientos católicos. Pero el padre de Felipe, el emperador, tenía al joven casi como si también fuera hijo suyo. El emperador había dicho que Nassau, príncipe de un pequeño señorío de la provincia meridional de Orange, había estado siempre a su lado, aunque era vasallo del rey francés; y que había observado que en el cielo había más alegría por un pecador arrepentido que por cien justos, refiriéndose a la vuelta del conde al catolicismo.
Cuando las grandes campanas de Santa Gúdula anunciaban las tres de la tarde, se levantó Filiberto de Bruselas, presidente del Consejo de Estado, y comunicó a la asamblea, con graves y bien calculadas palabras, que el emperador había decidido abdicar en su hijo Felipe todas sus dignidades y posesiones de los Países Bajos. Entonces se levantó el emperador, nuevamente apoyado en Guillermo de Nassau. Sus manos temblaban cuando se colocó su lente ante los turbios ojos para leer su discurso.
Allí, de pie ante la reunión, aparecía como hombre derrotado: la cabeza baja, los hombros encogidos. Habló de sus largos viajes, de los muchos trabajos de su vida, de las guerras a las que sus enemigos le habían obligado a ir; y dijo que se sentía incapaz, corporal y moralmente, de soportar por más tiempo estas fatigas; y así, pues, había decidido trasladar la carga a otros hombros más jóvenes, a saber, los de su hijo Felipe, y recomendaba a sus fieles súbditos de los Países Bajos que le guardaran la misma obediencia que a él mismo. Continuó hablando de la unidad de las diecisiete provincias y pidió que llevaran aun más lejos aquella unidad y fortaleza, como país rico y floreciente, como baluarte sólido contra la corriente de herejía que fluía en hedor del país.
Luego, levantando intranquilo la vista de su memorándum y mirando por encima de las cabezas de los representantes de los Países Bajos al balcón de la nobleza, dijo: ―Yo sé muy bien que en mi vida he cometido muchas faltas, ciertamente, por inexperiencia de mi juventud, por mi ignorancia y por mi despreocupación. Pero puedo decir que nunca he cometido desafueros contra mis súbditos, ni injusticias ni engaños. Si lo hice fue inconscientemente. Ello me llena de tristeza y pido perdón. El emperador suspiró; por sus mejillas corrieron las lágrimas. El papel se le fue de las manos y cayó al suelo después de flotar en el aire. También allá abajo, en la asamblea, aparecían rostros serios y por una y otra parte se enjugaba los ojos algún anciano. Muchos de los hombres pensaban, como el emperador, en los largos años pasados, en la propia juventud, en la propia madurez. Había muchos allí abajo que habían visto una vez, treinta años antes, al joven Carlos, magnífico, la capa de cibelina flotando al viento sobre la armadura de plata de Augsburgo, cuando se había retirado a Amberes; un adolescente de espeso cabello moreno, imberbe, con fuego en los ojos. Allí le había rodeado el pueblo, jubiloso, y las hermosas mujeres, en las ventanas, le habían lanzado flores y puñados de besos. ¡Qué distinto era todo hoy! Entonces, el futuro estaba lejos y se presentaba despejado y lleno de esperanzas ante Carlos. Pero, como muchas veces, la luz plateada, débil y alegre de la mañana no había mantenido sus promesas. La vida del emperador no había transcurrido como un alegre paseo militar de los que se cuentan en los libros de leyendas. No se había llegado a la fundación y la consolidación de un imperio poderoso, como le había sido dado, luengos siglos antes, a su tocayo el emperador Carlomagno. No; la vida del emperador había sido fatiga y trabajo; trabajo sin descanso para reunir de nuevo la dispersa Europa y unificarla; trabajo en vano para refrenar el caos espiritual que se difundía en formas de fe cada vez más nuevas y que se desmembraba en sectas. Los hechos confirmaban lo que decía el gotoso varón de cabello gris allá arriba acerca de su honrado e infatigable esfuerzo: que, en su tiempo, la vieja Europa había llegado a su ocaso definitivo. También en los Países Bajos había habido un cambio. Así pensaban muchas cabezas grises, muchas cabezas blancas, con miedo ante el porvenir inseguro; y muchos ojos se clavaron por casualidad en la delgada figura de Felipe, regente de España y rey de Inglaterra, quien, en este momento, besaba la mano de su padre y le aseguraba que mantendría el catolicismo y la unidad de los Países Bajos en cualquier circunstancia.
El español era un enigma para los hombres de los estados. El audaz orgullo, el alejamiento del extranjero, les intranquilizaba. En el banco de la nobleza, las cabezas se inclinaban unas hacia otras murmurando. Pero aun todos se hallaban impresionados por el discurso de despedida del anciano emperador; ninguna palabra de rebelión fue pronunciada cuando, con este acto, los Países Bajos pasaban a manos del español.
Cuando llegó el verano del año siguiente el emperador Carlos ya se había acostumbrado a la vida en Yuste y a la gran regularidad con que se sucedían los días en el sencillo y aislado monasterio que él había elegido como lugar de residencia para su vejez. Un día de agosto por la mañana temprano se sintió muy débil y notó un ligero palpitar en el pie, lo que parecía indicar un próximo ataque de gota. Suspirando, recordó que el día anterior, en contra del consejo del médico, había rociado medio ganso con tres vasos de jerez y por ello decidió permanecer todavía unas horas más en la cama. Su confesor, el padre Juan de Regla, se había sentado en un pequeño escabel junto al lecho y escuchaba la confesión del emperador. Puesto que en Yuste tenía estas pocas ocasiones de cometer pecado, prescindiendo de los ataques de ira y de la afición, siempre grande, a la comida y a la bebida, solía retornar a antiguos aconteceres y a las faltas más frecuentes que pesaban sobre su ánima. Hoy hablaba el emperador de aquella Bárbara de Blomberg, que una vez en Augsburgo había endulzado sus días. Pero el padre Juan de Regla se sabía ya de memoria este pasatiempo erótico acaecido entre tratados políticos, preocupaciones financieras y campañas e hizo notar que ya el emperador había hecho bastante penitencia con la oración, la meditación y las disciplinas, y que si su majestad no podía apartar a la muchacha de su pensamiento, ello significaba obstinación y duda. El emperador suspiró y pensó que esta terquedad significaba realmente que la moza nunca había llegado a serle indiferente. Pero esto no lo dijo sino que, pensativo, contemplando sus manos arrugadas, dijo en voz alta: —Quizá no es Bárbara y mi pecado lo que me intranquiliza tanto, sino el pequeño Juan, nuestro hijo, que se educa allá abajo, en Cuacos, en casa de mi mayordomo; quizá me preocupa su futuro.
El padre Juan, después de un rato de intensa reflexión, dijo:
—No veo por qué vuestra majestad se ha de preocupar por el pequeño Juan. Es un muchacho bien criado, animoso, que lo único que hace es honrar a vuestra majestad.
—Sí, así es —replicó el emperador sonrojándose—; el muchacho es demasiado bueno para el monasterio... ¡Ah, no! Yo no pienso así. Ya me comprendéis, padre... Creo que se debe al mundo según su propia naturaleza; a la montura y a la armadura, dentro de poco, en la corte de mi hijo. Pero, de todas formas, un verdadero sentimiento de vergüenza me ha impedido siempre dar a conocer a mi hijo la existencia de este muchacho, hermano suyo.
—Comprendo ―murmuró el padre Juan—. Yo pensaré en cómo y cuándo ha de darse esta ocasión. Quizá mediante un testamento, una carta póstuma o, también, por mediación mía. Pido a vuestra majestad que olvide esta preocupación. Y aunque es posible, desde luego, dedicar al servicio eclesiástico los frutos originados en esta clase de relaciones, sin embargo, no me parece a mí que el joven no deba dedicarse al servicio de las armas por España frente a sus enemigos y, ante todo, contra el Islam; pues el que lucha contra los enemigos de Dios causa gran satisfacción a los ojos del Señor y alcanza amplio perdón de los pecados, no solo de los suyos propios, sino también de los de aquellos que le han engendrado.
— ¿Es cierto?, padre reverendo, ¿es cierto? —exclamó alegremente excitado el emperador―. Habéis puesto palabras a lo que yo tantas veces he pensado interiormente.
—Tengo que pensar, majestad, en este momento —dijo el padre Juan― en que nuestro héroe nacional, el Cid, fue engendrado de una manera parecida.
―¡El Cid! ―exclamó el emperador sonriente y sonrojándose―. ¡Oh, sí! ¡El Cid Campeador! Casi estáis haciendo que me sienta orgulloso, padre, en lugar de hablar a mi conciencia.
El emperador se sentía bien ahora; con gusto hubiera ido a la iglesia a oír la misa allí, en lugar de hacerlo desde la cama, como tenía ordenado. Pero ya era tarde. Ya el mayordomo, que había entrado en ese momento, silencioso en la estancia, retiraba uno de los paneles de la pared. Por el hueco se veía, allá abajo, el altar mayor, ante el que llegaba entonces el sacerdote para comenzar la celebración. El emperador se incorporó en medio de las almohadas llenas de plumón de ganso.
Cuando la misa hubo terminado, abandonaron el padre Juan y el mayordomo el aposento. El emperador permanecía sentado en la cama. Se le venían a la mente las palabras que habían sido pronunciadas, en el grave y sonoro latín, en memoria de los difuntos de su casa, en recuerdo de sus padres, de su esposa: «Acuérdate, ¡oh Dios!, de tus siervos y siervas, Felipe, Juana e Isabel, que nos han precedido en el sueño de la paz».
Había un gran silencio en la habitación; el cálido viento del verano llegaba de la abrasada sierra y movía, apenas de un modo perceptible, las cortinas negras del lecho; traía consigo un aroma de resina de los pinos, de las hendidas cortezas de los alcornoques y un olor a piedras calientes. El emperador se volvió pesadamente en la cama y miró hacia un gran cuadro que había en la pared. Era el Gloria de su amado maestro Tiziano y en él se veía a sí mismo retratado con su difunta esposa, humildemente arrodillados, mientras que sobre su figura imperaban seres espirituales, ángeles y santos, y el techo de nubes, abriéndose, dejaba ver claramente al Dios Uno y Trino, que se cernía sobre los apóstoles, en el círculo de los bienaventurados.
Durante largo tiempo no pudo el emperador apartar la vista del cuadro; alentaba en su corazón la gran esperanza de ser también aceptado allí y gozar para siempre, en el círculo de sus amados, de la «visio beatifica», de la visión santificante, sin ser estorbado por las preocupaciones de este mundo. Pensaba en cómo estas preocupaciones y fatigas del mundo le habían seguido hasta aquel monasterio solitario en medio de la sierra: las cartas de su hija menor, Juana, quien, en ausencia de su hermano Felipe, era regente en España y con frecuencia solicitaba sus consejos; las noticias de Felipe sobre el curso de la guerra con Francia; las embajadas del duque de Alba, que se encontraba con un ejército español a las puertas de Roma sin saber cómo había de comportarse frente al papa enemigo de la casa de Carafa; y los comunicados del duque de Gandía, de su amigo Francisco de Borja, referentes al curso de las relaciones sobre la sucesión portuguesa. A todo esto se unían otros mil cuidados, como los relacionados con su nieto Carlos, de quien siempre se contaban nuevas trastadas y que con un puñado de granujas importunaba y atropellaba ciudadanos y ciudadanas en las calles de Valladolid.
Enrojecía el rostro del emperador cuando, con esfuerzo, se revolvía en el lecho. No era solamente el mundo de fuera, de detrás de la sierra resplandeciente al sol, el que con sus cartas, comunicados y preocupaciones, no le dejaba apartarse definitivamente de las cosas terrenas, sino, ante todo, él mismo. ¿Por qué pensaba con tanta frecuencia en Bárbara de Blomberg? ¿Por qué no se sumía en las Confesiones de san Agustín, en las meditaciones de Boecio o los Salmos que en una ocasión le había regalado su acérrimo adversario Francisco de Francia en una maravillosa traducción de Clément Marot? ¿Por qué? Pues porque precisamente, a pesar de todos sus buenos propósitos, era una criatura de mundo y no un ser apartado de él como Francisco de Borja.
Se echó encima la capa de pieles al tiempo que con los pies pescaba las zapatillas de suave paño forradas de pluma. Luego cogió un magnífico bastón y bajó lentamente a su pequeño jardín.
Con frecuencia se detenía, curioso, ante una flor y contemplaba durante largo rato las numerosas hierbas medicinales de flores pequeñas que crecían allí, en un suelo bastante pedregoso.
Del aposento del portero, junto a la puerta del monasterio, llegaron unas risas femeninas. Unas campesinas extremeñas, descalzas, con faldas rojas y blancas blusas bordadas y largas trenzas negras, bromeaban con los monjes a los que estaban vendiendo huevos, gallinas, hortalizas.
―Esto debe acabarse —dijo, enojado, el emperador—. ¡Que también aquí me vengan a importunar las mujeres! Y tampoco esto es bueno para los monjes. ¡Quijada!
―¿Majestad? —inquiere el mayordomo, que aparece súbitamente ante él como en los cuentos orientales.
―Quijada: di al abad que debe mantener una mayor disciplina y orden en este monasterio. ¿En qué estará pensando? ¿Es que va a pasar aquí lo mismo que con los lasquenetes suizos? Las mozas ríen como cantineras y los monjes no se avergüenzan de andar de bromas con ellas y olvidarse, en consecuencia y por completo, de sus deberes religiosos. Desde ahora, si a mí, aquí, en Yuste, se me acerca una mujer a un tiro de arco, aunque solo tenga diez años, mando a la guardia que la aprese y les enseñaremos algo mejor que hacer con cien latigazos bien dados. ¿Me entendéis?
―Entiendo a vuestra majestad ―respondió Quijada con tristeza—, pero estas son tan solo unas campesinas.
―¿Qué decís? ―preguntó irritado el emperador―. ¿No son las campesinas también mujeres? ¿Acaso no tienen pechos? ¿No se ríen de una manera provocativa a su modo insolente? ¿No relampaguean sus ojos negros para perder a los hombres? ―Siempre lo que vuestra majestad mande ―dijo Quijada con voz melancólica, pues a él mismo le agradaba charlar con las muchachas a falta de otra cosa mejor. ―Y, además, Quijada —dijo el emperador con enfado creciente―, Torriano y los dos relojeros deben ocuparse de mis relojes en lugar de marchar siempre corriendo a la taberna de Cuacos. Los relojes de mi alcoba marchan y suenan cada uno a su manera; por la noche, esto me molesta. ¿Cómo se va a concentrar un hombre para pensar en la eternidad cuando cada cuarto de hora le están recordando que vive en el caos y en el barullo temporal?

Capítulo 9
Boda y muerte
Año 1559

Con la desaparición del emperador Carlos V de la escena política, volvió a repetirse la situación que él mismo, al aparecer por primera vez, se había encontrado y había dominado. De nuevo Francia y el papado se unían con la esperanza de acabar con el predominio de España sobre los estados de Europa. Esta esperanza pronto se desvaneció. Sorprendentemente, Paulo IV, el papa de estrecha frente, vio las tropas del duque de Alba en la Campania, en las inmediaciones de Roma. Parecía como si sobre Roma se avecinase una nueva época de terror, de saqueos, violaciones y asesinatos, pues el verdadero núcleo del ejército español estaba constituido, en gran parte, por suizos y lasquenetes alemanes, que miraban con poca simpatía al santo padre y a la Iglesia católica. Alba evitó el asalto directo a la ciudad. En el corazón del duque, como en el corazón de su señor, el rey Felipe, luchaban de un modo extraño la sumisión a la Iglesia y a la Fe y la hostilidad hacia el irascible papa. Paulo, después de que se hubo disipado su rabia a fuerza de palabras, fue lo suficientemente listo para darse cuenta de que todo estaba perdido y de que ya no podía esperar docilidad en el fiel rey Felipe ni en su mariscal, tanto más cuanto que también el duque de Guisa, con las tropas de auxilio francesas, se había visto obligado a retroceder hacia Francia en aquellos días. La paz que el duque de Alba había de concertar con el papa, por orden de Felipe, era tan humillante para el vencedor como para el vencido. El duque de Alba debía pedir perdón, de rodillas, al papa, acto que se le hacía muy gravoso al orgulloso español. El pueblo romano, al que se le había quitado un peso del corazón, saludó con júbilo al de Alba y, demostrando su falta de carácter, lo celebró como «defensor y libertador de Roma». Entretanto, Francia había sufrido una gran derrota en el Somme el día de San Lorenzo, en las proximidades de San Quintín. Los caballeros alemanes y flamencos, los llamados «Caballeros Negros», al mando de los condes de Egmont, Horn y Mansfeld, habían detenido a los valientes gascones, y la intervención oportuna de la artillería, dirigida por el duque de Saboya, había producido en los nutridos cuadros de la infantería francesa un terrible charco de sangre, con lo que quedaba así decidida la suerte de aquel día. Todo se disolvió en pánico y desorden: el camino a París estaba libre. En España, en la montañosa soledad de Yuste, el emperador, cortada la respiración, preguntó a los mensajeros de Flandes que le informaban de la batalla si su hijo estaba en París. No. Felipe no estaba de ningún modo en París. Al día siguiente de la batalla había aparecido en el campo al frente de sus tropas con una pesada armadura negra, bajo el clamor de las trompetas y el tronar de los cañones, y se había dejado vitorear como triunfador por el duque de Saboya y sus tropas. A diferencia de su padre, Felipe no amaba el peligro, la emoción o el esplendor de la guerra, y no era considerado como mariscal. Sus numerosas campañas fueron llevadas siempre por otros en su nombre, pues Felipe era, ante todo, un administrador, organizador y político que maduraba despacio los planes, revisándolos varias veces, mejorándolos..., pero nunca un soldado. Con la batalla de San Quintín parecía estar decidida, definitivamente, la derrota de Francia. Sin embargo, como tantas veces en los momentos difíciles de la Historia, levantóse ahora el pueblo francés al igual que un tigre herido y pronto se dispuso a enviar al norte nuevas levas de caballeros y ciudadanos para ocupar el lugar dejado por el aniquilado ejército. Bajo el mando del duque de Guisa cayeron en manos de Francia las últimas posesiones inglesas en el continente: Calais, Guisnes y Hammes. Así, por lo menos, se había puesto otra vez en su sitio el honor de las armas nacionales. Y también estaba ahora abierto el camino hacia el Flandes occidental. Cayó Dunkerque, y hubo un momento en que parecía como si el destino se hubiera vuelto en contra cuando el ejército francés sufrió una segunda derrota sangrienta en Gravelinas frente al conde de Egmont y sus tropas flamencas, apoyadas desde el mar por una escuadra inglesa.
Si Felipe había demorado hasta entonces aprovechar las consecuencias de San Quintín y la marcha sobre París, también ahora vacilaba. Este raro proceder se explica, no solamente por el carácter prudente de Felipe, quien, al parecer, no quería hacer de Francia un enemigo irreconciliable, dada la arriesgada situación de sus posesiones en los Países Bajos, sino también por la escasez de dinero. La campaña había devorado gigantescas sumas; ya se había mandado confiscar en Sevilla todo el oro que venía del Perú, y la hermana de Felipe había canjeado su pensión por un pago al contado del gobierno portugués; y aún no se veía la terminación de las emisiones de valores, de los créditos y de las confiscaciones. Por el contrario, en España y en los Países Bajos amenazaba otra vez una grave crisis económica si no se ponía fin a la guerra lo más pronto posible. Felipe estaba por la paz; y por la paz estaba también el rey de Francia, Enrique II, así como su esposa, Catalina de Médicis, que temían que una tercera derrota como las de San Quintín y Gravelinas les costase el país y la corona.
Parecía que se podía llegar a un acuerdo; solamente había un grave obstáculo que se opusiera a la paz en Europa: Calais. Ciertamente Calais, en sí misma, no era más que una pequeña ciudad fortificada en el Canal; pero para Inglaterra significaba una inmensa tradición secular que prestaba un último y pálido significado al título de soberanos de Inglaterra que al mismo tiempo se nombraban reyes de Francia; el nombre de Calais estaba estrechamente ligado a aquella mezcla de orgullo nacional, heráldica medieval y pasado caballeresco, que nos presenta Shakespeare en sus dramas históricos. Pero también para Francia significaba mucho la posesión de Calais; era, en cierto modo, la definitiva y victoriosa conclusión de la guerra de los Cien Años, la definitiva expulsión de Inglaterra de la «bella terre de France», la única gloria nacional dentro del grave infortunio; la culminación de las gestas de la doncella de Orleans.
En Cateau-Cambresis, donde se reunieron los representantes de las potencias para la difícil tarea de la paz, Francia cedió en todo, pero mostró una intransigencia férrea respecto a Calais, importante pedazo de tierra francesa. En vano amenazó Felipe, en vano se esforzó en la defensa de los intereses del país cuyo título de rey ostentaba, cuya reina era su esposa. Se estrelló contra la terca voluntad de Enrique II, detrás de la cual ―para este asunto se encontraba, como una muralla, el pueblo francés; y, finalmente, tuvo que ceder.
Allá, al otro lado, en Inglaterra, se encontraba María Tudor, la amargada y abandonada esposa de Felipe. En Londres, libelos burlescos referentes a ella pasaban de mano en mano; por las calles se cantaban canciones alusivas a su persona. Ya se había ganado el nombre de «Bloody Mary», con el que habría de entrar en la Historia de su pueblo, pues en Smithfield ya se había encendido el fuego que consumía a los protestantes; ya la Inglaterra protestante, crujiendo los dientes, esperaba su hora y a su portaestandarte, la hija de Enrique y Ana Bolena. Parecía como si, con Felipe, también el equilibrio interior y la salud moral hubieran abandonado a la desdichada María. Aullando estaba en Windsor, sentada en el suelo de su aposento, los amplios ropajes echados sobre la cabeza para que no la viera el mundo. Constantemente veía ante sus ojos la escena en la que Felipe la había abandonado, marchando tranquilo Támesis abajo, dejándola sola a ella, mujer desamada, abandonada y envejecida..., mientras para su esposo, Felipe, empezaban nuevas actividades a causa de la abdicación de su padre. María estaba enferma, su cuerpo deformemente hinchado por la hidropesía, sus pies y sus manos eran torpes y pesados, el cabello gris le caía en mechones sobre la fruncida frente y sus ojos miraban confundidos por encima de las colgantes bolsas. De vez en cuando, en un arrebato de actividad salvaje, espoleada por consejeros de frente estrecha, se levantaba y ordenaba nuevas persecuciones y ejecuciones. Era como si quisiera descargar sobre la fracción protestante del pueblo inglés la rabia que le causaba el fracaso de su matrimonio.
Y luego vino la definitiva traición de Felipe, el asunto de Calais. Un ingente dolor la traspasó de parte a parte. Tenía suficiente sangre Tudor para no permitir que esta humillación la devorase por completo. Vana había sido la lucha de los ingleses en San Quintín, en vano habían amenazado el flanco de Gravelinas los cañones de su flota. Francia y España se unían y María Tudor era la que por esa unión pagaba la paz. A su fracasada política interior ―que hubo de proporcionarle durante siglos el odio del pueblo inglés― el destino había puesto el sello definitivo: la pérdida del prestigio internacional, el fracaso total de una política exterior que ella creía haber asegurado con su matrimonio español.
Solamente le quedaba una cosa que hacer a María Tudor: desaparecer de la escena política. Y lo hizo: murió. Y, al morir, dijo: «Si me abrieran el corazón encontrarían grabado en él el nombre de Calais». La muerte de María Tudor en el momento en que se negociaba en Cateau-Cambresis abría nuevas posibilidades políticas a los mediadores. No se podía pasar por alto un hecho interesante: Felipe estaba otra vez viudo. Junto a los medios que generalmente se emplean y que aún hoy son válidos, se ofrecía, a disposición de los políticos del momento, una forma de alianza especial, íntima y llena de porvenir: a saber, la alianza entre los Estados por uniones matrimoniales de las familias de las casas reinantes. Los señores de Cateau-Cambresis no habían descuidado esta fórmula. La hermana del rey francés estaba prometida con el duque de Saboya, el mariscal de Felipe, al que en cierta ocasión llamaron en Francia T ê te de Fer, Cabeza de Hierro; una hija del rey estaba destinada al duque de Lorena, pero la hija mayor, Isabel, famosa a causa de su encanto, lo estaba al infante español don Carlos. Felipe, que en Bruselas, en la iglesia de Santa Gúdula, revestida de negras colgaduras, había celebrado solemnes funerales por su difunta esposa, pensaba en asegurarse otra vez a Inglaterra de la mano de la otra hermana Tudor, Isabel. Pero Isabel, con toda aquella coquetería y aquellos guiños de sus ojos picaros y bromistas que más tarde habrían de causar la desaparición de tantos pretendientes, dejó sumido en un mar de dudas al embajador La Feria. Esta frivolidad se estrelló contra la seriedad pedante y la envarada dignidad de Felipe, quien, al poco tiempo, se volvió decididamente hacia Isabel de Valois, la novia de su hijo. Enrique II se alegró mucho de esta estrecha unión con España y, en su entusiasmo, hasta llegó a proponer a su hija más joven, la pétite Margot, que se casara con el dolido don Carlos. Pero Felipe, al parecer, tenía suficiente con un solo enlace con la casa de Valois y quería reservar a su hijo para otra combinación. De aquella propuesta, por tanto, no resultó nada. Muy en contra de la voluntad de Enrique y de su deseo de conocer a su yerno in spe, se determinó que el duque de Alba se casara con Isabel, en representación de Felipe, en París, para después entregarla en las manos del rey. Felipe escribió: «No es costumbre que los reyes españoles vayan a buscar a sus mujeres, sino que las mujeres han de ser llevadas a ellos». Orgulloso pretendiente este señor del otro lado de los Pirineos. Catalina de Médicis, la madre de la novia, estaba enferma, Enrique estaba furioso, y en el corazón de Isabel de Valois se mezclaban una extraña alegría por su magnífico porvenir con el miedo al extranjero y al amante intransigente.
En la pequeña ciudad de Salón de Craux, que está en la Provenza, a medio camino entre Aviñón y Marsella, vivía un tal Michel de Nostredame, hombre de negra barba, de procedencia judía, que gozaba sobremanera del favor de la real pareja francesa. Nostredame, que había latinizado su piadoso nombre convirtiéndolo en Nostradamus, siguiendo la costumbre de los sabios de aquel tiempo, poseía, de una manera raramente única, el don de presentir los acontecimientos futuros de una forma oscura viéndolos en imágenes simbólicas y misteriosas que él solía transcribir en coplas difícilmente comprensibles, en acertijos que con frecuencia recordaban con gran vigor las palabras de los oráculos de Delfos y de las sibilas latinas.
Cuando llegó a París el verano del año 1559 y el ardor del sol de mediodía se extendía sobre los vastos campos de espigas de la Provenza, a Notredame le invadió una gran inquietud. Con frecuencia salía por las mañanas al campo, hacia las achatadas colinas de tierra gris que reventaba de calor y en las que se alzaban olivos con sus ramas sin belleza, retorcidas, y sus hojas cubiertas de polvo. Solía permanecer largo rato allí, sentado sobre el césped escaso, y mirar a lo lejos, hacia el horizonte suavemente ondulado, sobre el que, en una delgada línea casi invisible, se encontraban el cielo, blanco y reluciente, y la tierra cubierta de mieses. Pensaba en acontecimientos pasados, en sus años de estudiante en Montpellier, la escuela de medicina más famosa de Francia fundada por médicos árabes llegados de España; se acordaba de un tal François Rabelais, monje muy sabio e ingenioso que había estudiado allí; y en Jules César Scaliger, el más grande sabio y humanista de Francia y que había sido buen amigo suyo. Recordaba los terribles días de la peste de Aix y cómo había trabajado allí en calidad de médico, incansable, aunque en vano la mayoría de las veces, envuelto en una capa alquitranada y con una máscara protectora sobre el rostro; y cómo las mujeres que iban a morir se habían mandado coser a las sábanas para que nadie, después de su muerte, viera sus cuerpos desfigurados y cubiertos de úlceras negras. Pero, desde todas estas imágenes, sus pensamientos se volvían de nuevo hacia París, hacia la real pareja, a Enrique, el rey de barba gris, y a la reina Catalina, la italiana, morena y algo redondita. Veía claramente a los dos ante él con los ojos de la imaginación: al impaciente rey, algo ingenuo, y a la reina, vivaz, pero muchas veces agobiada. Y también a los niños, de quienes había hecho el horóscopo en Blois: a la vivaz Isabel, a la dulce Claudia, a la pequeña Margarita, siempre predispuesta para la broma, al enfermizo Francisco, el delfín, al irascible Carlos, al apuesto Enrique y a Ercole, cojo y picado de viruelas. Nostredame los amaba a todos ellos, pues le habían considerado casi como a un príncipe, como a un príncipe soberano de vastos y misteriosos dominios y lo habían despedido con palabras de agradecimiento cargado con numerosos regalos. Nostredame creía saber que se aproximaba una hora decisiva para la casa de Valois. Varias veces se lo había advertido, por carta, a la reina; pero él mismo no sabía en qué forma se acercaba la fatalidad a la casa real y a Francia. Allí, entre los olivos, estaba sumido en grandes cavilaciones y, de repente, como un relámpago, aparecieron ante los ojos de su imaginación dos estrofas que él había escrito casi cuatro años antes en un momento de gran excitación. La primera decía así:
La paix s'approche d'un cot é , et la guerre
Zoncues ne fut la poursuite si grande:
Plaindre H ô mes, femmes, sang innocent par te rr e,
Et ce sera de France a toute bande
[2].
La otra estrofa rezaba así:
Le lyon jeune le vieux surmontea
En champ bellique par singulier duelle:
Dans cage d'or les yeux luí crevera,
Deux classes une, puis mourir, mort cruelle
[3]
Nostredame se había levantado.
— ¡Dios mío! —murmuraba—. ¿Será la paz esta nueva paz de Cateau-Cambrésis? Francia no tiene otro enemigo que España, con quien acaba de firmar la paz... ¿O será Inglaterra? Y la otra frase de los leones no la entiendo. ¿Por qué no veo más claro? —De repente, palideció y vaciló. Su mano buscaba, como la de un ciego, una rama de olivo. Cayó pesadamente sobre sus rodillas—. ¡Santa Madre de Dios! —gemía—. ¡Protege al rey en cuyo escudo campea un león saltando! ¡Protege, Santísimo, la tierra francesa y a su pueblo de días sin rey y de la guerra civil!
Un júbilo interminable llenaba las calles de París. Entre el Louvre y el gigante de piedra gris de Notre Dame se apiñaba una gran multitud. Hombres, mujeres y niños se asomaban a las ventanas, trepaban a los balcones o estaban sentados sobre los tejados de las casas. Sobre los puentes del Sena que conducen a la isla sobre la que se eleva la magnífica catedral, se apretaban unos contra otros, de pie, codo con codo, locuaces, de buen humor y, en muchos casos, desprendiendo olor a vino. Los alabarderos, pese a grandes esfuerzos, apenas podían dejar libre la calle para el paso del cortejo real. Las gárgolas de Notre Dame, con sus muecas diabólicas, cómicas y obscenas, miraban hacia abajo, hacia el oleaje de banderas y estandartes que se habían congregado alrededor de la iglesia.
De repente, allá abajo, cesó el murmullo de la gente. La cabeza del cortejo había llegado a la Île de la Cité. Estaba constituida por los quinientos lacayos del duque de Alba con sus llamativos uniformes listados en negro, amarillo y rojo. Tras ellos venía el mismo duque, como siempre alto, serio y grave, con un sencillo traje negro. A su derecha marchaba el conde de Egmont; a su izquierda, el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau. El pueblo, lleno de curiosidad, contemplaba boquiabierto a los tres enviados del rey de España, los tres mariscales ante los que todavía ayer había temblado. Se contaba entre sonrisas que el de Alba, en un detalle de extremismo español, había querido besar los pies del rey francés en la primera recepción y que este lo había impedido alzándolo y estrechándolo en un abrazo. Pero pronto volvió a aumentar el júbilo del pueblo, pues se acercaba ahora la novia, Isabel de Valois, del brazo de su padre, el rey. La esbelta muchacha llevaba sobre su cabellera negra una peluca rubia; sus mejillas estaban rojas por la emoción y sus ojos oscuros —los ojos de su madre— miraban bajo unas negras cejas muy altas un tanto azorados y medrosos. La novia iba ataviada con un suntuoso vestido plateado cuya larga cola sostenían los príncipes de su casa, entre los cuales las gentes protestantes descubrían con agrado a su amigo, el juvenil y sonriente Enrique de Navarra. Colgando de una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello, la novia llevaba una gran perla en forma de pera, regalo de boda de su distante novio. Esta perla la había sustraído el conquistador Hernán Cortés de la cámara de los tesoros del azteca Moctezuma, en Tenochtitlán, y se la había regalado al emperador Carlos; corría un confuso rumor, según el cual la perla proporcionaba pesares y lágrimas a su eventual poseedor; pero nadie pensaba en ello en este feliz momento.
La alta nave de Notre Dame dio cabida al cortejo nupcial, a los embajadores de las potencias, a los príncipes y a los nobles. Y pronto las campanas, con sus lenguas de bronce, anunciaron que la ceremonia había concluido. Los heraldos, con la voz de sus cornetas, proclamaban a Isabel de Valois reina de España. En este momento salía la novia, los ojos cegados al pasar de la penumbra de Notre Dame a la clara luz del sol de aquel alegre día de junio. En todas las bocas resonó un «Vive la reyne d'Espagne!»; los gorros fueron lanzados al aire y muchos ojos se llenaron de lágrimas. El enorme júbilo del pueblo no era motivado solamente por aquella mujer, joven y bella, sino también por la paz, la amistad con España, de la que era símbolo el matrimonio que acababa de celebrarse.
También el corazón de Enrique II estallaba de júbilo. Sus ojos, de ordinario serios y un tanto malhumorados, sonreían; se sentía maravillosamente libre y aliviado al salir a la luz del sol al lado de su hija; le pareció como si en aquel momento entrara en un bienaventurado y despreocupado país del futuro. « ¡Por fin! ¡Por fin!», pensaba; y casi le llenaba de gozo el que Francia hubiera perdido la Saboya y el Piamonte, pues, con esta pérdida, había desaparecido su sueño de imperio sobre Italia y, por consiguiente, también la vieja enemistad con la casa de Habsburgo-Borgoña se había desvanecido para siempre. Por primera vez en su vida se sentía como él mismo, y no como heredero de su fastuoso padre, Francisco; se sentía como rey de Francia. Ni más, ni menos. Saludó sonriente a su esposa, Catalina, que enrojeció de gozo, y luego se volvió discretamente hacia la izquierda para saludar a Diana Poitiers, madame de Valentinois, dama entrada en años que, sin embargo, no había perdido todo su encanto a los ojos de su real amante. Se contaba en la corte que su cuerpo, algo grueso, estaba siempre tan hermoso, resplandeciente y terso como en aquellos días en que Enrique lo había poseído por primera vez, gracias a un delicado cuidado y los baños en leche de burra.
Esta alegría maravillosa, casi ultraterrena, no volvió a abandonar al rey. Aún la sentía cuando, por la tarde, en el baile del Louvre, daba la mano a su hija y bailaba con ella el digno y severo «passemento de España» en honor de su yerno ausente. La sentía también cuando, sonriente, hablaba con Guillermo de Orange mientras una fila de máscaras dionisíacas, de faunos y ninfas, causaba el regocijo de los invitados. Estaba tan sumido en su felicidad que no vio sobresaltarse ni palidecer a Orange cuando le habló de que Felipe y él, juntos y unidos, extirparían a sangre y fuego la herejía tanto en Francia como en los Países Bajos. También en los días siguientes persistía este estado de ánimo alegre. En la rue de Saint Antoine, cerca del Palais des Tournelles, se había emplazado el recinto para el torneo. En lides de este tipo, como la de la caza, Enrique se sentía totalmente como en casa. Estaba orgulloso de su habilidad, de la que muy gustoso hacía muestras ante los invitados españoles, pues en esto, al contrario que en el terreno de la política y de la guerra, era indudablemente superior al rey español. Así, entre el júbilo de la multitud, derribó de su montura al joven capitán de su guardia escocesa, el conde Montgomery. Pero no le bastaba; cuando la fiesta estaba a punto de concluir pidió a Montgomery, sonriendo, un segundo encuentro, la revanche, como él decía. Montgomery hizo lo posible para que desistiera de este segundo enfrentamiento, pues le inquietaba la excitación y la risa extraña del rey. Pero Enrique se mantuvo en su deseo y Montgomery no pudo seguir negándose.
Los jinetes colisionaron con todo su peso, de tal forma que las cinchas se partieron y las lanzas saltaron en pedazos. En aquel momento, Enrique vio el león de su propio escudo en el yelmo del adversario, el emblema que Montgomery llevaba como capitán de su guardia; en aquel instante, la astillada lanza de Montgomery, que este no había dejado caer en su aturdimiento, como disponían las reglas, atravesó la visera de su yelmo de oro. Las astillas se le clavaron en los ojos y en las sienes, el rey se inclinó hacia delante agarrándose al borrén de la silla y cayó del caballo en manos de los pajes, que llegaron apresuradamente.
En una estancia del Palais des Tournelles yacía el rey, moribundo. Los médicos habían extraído la mayoría de las astillas produciendo a Enrique terribles dolores. Pero ya parecía imposible seguir limpiando la herida del ojo. Los dolores aumentaban hasta hacerse gigantescos. Las heridas comenzaron a supurar, pero la tenaz energía del Valois, que tantas veces había resistido derrotas, pareció durante un instante que iba a salir victoriosa sobre aquellas heridas mortales. El pesado torso se revolvía entre gemidos en el lecho; pero tomaba alimento y ordenaba con voz débil que fueran a buscar al huido Montgomery, puesto que era inocente de su desgracia. Vesalio, el médico de Felipe y padre de la Anatomía, que había sido traído urgentemente desde Bruselas, creía que era posible salvar al rey.
Pero el destino —el Juicio de Dios, como dijo Calvino— había dispuesto otra cosa. Fueron vanas las oraciones de Catalina y del cardenal de Lorena; vanas las alentadoras palabras de Guisa, de Saboya y de Montgomery; vanas las lágrimas de los hijos. Tampoco sirvió a Enrique el que, medio sumido ya en el delirio de la muerte, dictara una carta al papa prometiéndole que dominaría, castigaría y aniquilaría a los herejes protestantes con todos los medios a su alcance.
La muerte fue más fuerte que todo eso. El débil delfín, Francisco, estaba desesperado.
— ¡Dios mío! —gritaba entre lágrimas—. ¿Cómo podré vivir si muere mi padre? Pero el padre lo mandó venir, lo bendijo con mano temblorosa y dijo:
―Hijo mío: tú pierdes a tu padre, pero no su bendición. Pido a Dios que te haga más feliz que lo que yo he sido.
Después de nueve días de dolores terribles, el enfermo se volvió hacia la pared, lanzó un profundo gemido y expiró.
Como Nostradamus había escrito en una ocasión, con una visión anticipada de esta desgracia: «Puis mourir, mort cruelle».

Capítulo 10
El ángel custodio
Año 1559

Los Estados Generales de los Países Bajos estaban reunidos en Gante. Reinaba un ambiente distinto al de la Dieta de Bruselas, en la que había abdicado el emperador. Los rostros de los hombres aparecían sombríos y en sus ojos se veía insolencia. Casi se podía hablar ya de una abierta hostilidad hacia Felipe, quien, pálido e inquieto, estaba sentado en su trono al lado de su hermana Margarita de Parma, a la que había nombrado regente para estos países. La regente, de ascendencia holandesa por línea materna y educada en los Países Bajos, comprendía mejor a los representantes del pueblo. Sentada junto al rey, con sus cuadradas espaldas varoniles, casi parecía un muchacho al que se hubiera vestido con faldas. Se mordía el labio inferior y de vez en cuando dirigía hacia su hermano una mirada rápida y angustiosa.
Los discursos eran cada vez más atrevidos e insultantes. En aquel momento acababa de hablar un hombre de Ypres acerca de los nuevos episcopados que iban a establecerse en los Países Bajos y había observado, en son de burla, que las provincias estaban por el momento agobiadas por las cargas de la desdichada guerra con Francia; que los aldeanos apenas sabían de dónde iban a sacar la semilla para la próxima primavera y que cada día miles de ellos perdían la casa, la granja y las tierras.
Todos los ojos se volvieron hacia Felipe, quien, poco versado aaún en la lengua de sus súbditos, solo a medias había comprendido el discurso. Se levantó luego uno de Courtrai. Y para aumentar la burlona insolencia habló en flamenco. Haciéndose el ingenuo, se preguntaba:
— ¿No son suficientes tres obispos para traer la Inquisición española a este país libre?
Se produjo un susurro general y las cabezas se inclinaban a uno y otro lado murmurando. Los ojos de Felipe relampagueaban. Había entendido bien la palabra «inquisición» e imaginó el carácter revolucionario del discurso. Pero conservó la calma. Luego se levantó el síndico de Gante. El representante de la reina de las ciudades flamencas, que se había levantado muchas veces contra los soberanos y los había abatido, era un hombre viejo; su pelo blanco le caía, muy largo, sobre la puntilla de la gola de su traje oscuro.
—Entonces, ¿cómo es que todavía encontramos entre nosotros soldados españoles cuya presencia daña, evidentemente, nuestra tradicional libertad de derechos? —exclamó—. ¿No pueden guardar a los Países Bajos tropas propias? ¿O es que se nos quiere convertir en siervos y llevarnos a la absoluta miseria después de que durante años hemos alimentado a este engendro extranjero?
Los ojos del síndico se habían dirigido hacia el rey. Felipe se levantó de súbito. Empujó hacia atrás el sillón, con tal violencia que casi cayó al suelo, y abandonó la sala en silencio, con gesto sombrío. Fuera encontró a Granvela, el obispo de Arras. Felipe iba y venía de un lado para otro, excitado.
— ¿Ve vuestra majestad qué lejos han llegado las cosas? —murmuró Granvela—. Es el espíritu de la rebelión.
—Lo veo demasiado claro ―replicó el rey―; pero va más allá de una rebelión contra mí, el rey; es una rebelión contra Dios. Se me quiere obligar a detener el brazo de la Santa Inquisición. Solamente por esto protestan contra los nuevos obispos y las tropas españolas. No quieren ni cuidados espirituales ni Inquisición. Pero no voy a ceder ni un codo. Lo he jurado en Bruselas a mi padre y lo he prometido mil y mil veces rezando en santuarios, en iglesias y en mi alcoba; que mantendré y protegeré la Fe en cualquier circunstancia. Pues la Santa Inquisición es como la cueva de los leones de Daniel, en la que solamente los impíos eran destrozados y no se molestaba a los piadosos―. En un medio celestial, el ángel custodio a la puerta del paraíso. Pero aún veo más, aún veo más en el fondo de todo esto. Todos estos discursos, esta burla insolente, estas frases contra mí, el rey, no proceden de los cerebros ordinarios de estos consejeros, comerciantes y cerveceros, sino que hay otros detrás, más astutos y más peligrosos, que son más difíciles de atrapar. Pero, por la Santísima Virgen, yo soy el rey; no me vengaré en los siervos, no en los trabajadores, sino en los verdaderos autores. No confío en Egmont ni en Horn ni en Hoogstraat; y en quien menos confío es en Orange, que en su osadía apoyaba la mano sobre el trono de mi padre. No confío en él. Era un hereje y volverá a serlo otra vez. Han llegado a mis oídos habladurías de que corteja a Ana de Sajonia, la hija del herético elector Mauricio que tan ignominiosamente traicionó a mi padre.
―Increíble —susurró Granvela.
―Sí; es increíble ―respondió Felipe―. Vasallo de un rey católico, favorito de mi padre, y ahora aspirante a entrar en los círculos en los que se apoyó al monje apóstata Lutero, se le engrandeció y se le aceptó como santo. Pero no me baso en habladurías; tengo pruebas.
―¿Pruebas, Majestad? —inquirió Granvela.
― De mortius nihil nisi bene —replicó Felipe—; y tampoco quiero decir nada contra mi difunto suegro, a quien apenas acaba de cubrir la tierra. Orange lo engañó, como engañó a mi padre. Cuando estaba allí, en París, en mi boda, en parte como testigo del novio, en parte como garante del tratado de Cateau-Cambrésis, lo llevó aparte el rey de Francia y le comunicó que él y yo nos habíamos conjurado para extirpar la herejía de nuestros dominios; él, en Francia, y yo, en España y en los Países Bajos. Y ¿qué hace Orange? Envía apresuradamente a los Países Bajos cartas de aviso. Yo intercepté algunas, pero las cerré de nuevo y las dejé seguir a su destino. Y hoy veía yo, en los rostros de estos rudos hombres, que estaban demasiado bien enterados de nuestra conversación del Louvre.
―¡Espantoso! —murmuró Granvela—. ¡Qué traición!
—Lo habrían sabido más tarde o más temprano —dijo Felipe—; eso no me importa; eso no cambia el que se les haya avisado. Otra cosa, ilustrísima: apoye a mi hermana cuando yo no esté aquí. Se puede hablar conmigo de cualquier cosa; pero insisto en la Inquisición. En esto soy deudor a la memoria de mis abuelos, de mis padres, a mi país, a mi pueblo y a mí mismo, como cristiano. Apoyad con todos los medios la Santa Inquisición.
—Como ordene vuestra majestad —dijo Granvela; pero la respuesta no sonó convincente.
Algunos días más tarde, Felipe embarcó en el puerto de Flessinga. Muchos de los nobles habían venido para desearle un feliz viaje. Al lado del rey estaba Guillermo de Orange, al que Felipe había nombrado gobernador de Holanda, Zelanda, Utrecht y la Frisia Occidental. En el momento en que el rey pisaba la pasarela alfombrada para acceder a su nave, se volvió a Orange y le dijo:
—No quiero abandonar esta tierra sin hacer saber a vuestra alteza que sé bien que la oposición de los Estados Generales contra mis medidas se debe a la propia actitud de vuestra alteza.
Orange se asustó, pero se repuso enseguida y replicó:
—La oposición de los Estados Generales no se debe a mí ni a ninguna otra persona. Más bien es la oposición de los propios Estados, la oposición del pueblo, de las provincias que estos señores representan.
—No —exclamó el rey excitado y sacudiendo furioso a Orange por la muñeca—; no son los Estados, no es el pueblo. ¿Sois vos, Orange? Quizá no solo vos; pero vos como parte principal.
Con estas palabras soltó bruscamente la mano del príncipe y subió lentamente por la pasarela. Iba envuelto en una larga capa castellana, pues el verano de aquel año era fresco y lluvioso.
Orange, sorprendido, siguió al rey con la mirada. De enemigo a enemigo. Era la última vez en la vida que se encontraban los dos frente a frente.
En las calles de Valladolid se amontonaba una masa humana. Más de doscientos mil hombres, mujeres y niños se habían congregado para presenciar el espectáculo de un Auto de Fe y, al mismo tiempo, ver al rey, que hacía poco había regresado de los Países Bajos.
En la gran plaza, delante de la iglesia de San Francisco de Asís, precisamente el hombre que había acogido en su amor universal tanto a los pájaros y a los mudos animales del bosque como a las estrellas del cielo, allí, había de tener lugar el asesinato religioso o, al menos, el prólogo, el pronunciamiento de los fallos, pues la consumación del asesinato, la ejecución por el fuego o la soga, tenía ordinariamente lugar extramuros de la ciudad.
Los inquisidores se habían sentado en una tribuna; en medio de ellos, el gran inquisidor Valdés. En otra tribuna se hallaban sentados el rey, su hermana, doña Juana, cubierta con un espeso velo, su hijo don Carlos y su sobrino Alejandro de Farnesio, hijo de Margarita de Parma, a quien Felipe había traído consigo a España para hacerle educar y para, al mismo tiempo, tener en la mano una garantía de la fidelidad de su hermana.
Era una ocasión especial, pues en este día no habían de ser juzgados, como la mayoría de las veces, marranos y moriscos ―judíos y mahometanos ocultos—, sino españoles indudablemente cristianos, pero que, sin embargo, eran sospechosos de inclinación al protestantismo. No eran muchos los que habían sido conducidos hasta allí; menos que de ordinario, solamente veintiocho; pero de ellos, exactamente la mitad estaba destinada a la muerte en suplicio.
En primer lugar habló el obispo de Zamora. Habló de la importancia de la fe, del camino hacia Dios, y pasó revista al pasado de España. Habló de cómo el cristianismo había padecido a lo largo de los siglos bajo el yugo de los infieles y de cómo entonces, a pesar de las inmensas humillaciones, la fe católica había salido victoriosa y los discípulos del Islam habían sido expulsados del suelo español. Pero —continuaba diciendo el obispo— la obra de la fe no estaba en modo alguno terminada, pues España estaba amenazada en sus fronteras por turcos, berberiscos, árabes y moros; y en su interior por marranos y moriscos. Y a esto se añadía ahora la más nueva y aún más temible forma de herejía: el protestantismo. Cuando esta nueva impiedad había puesto pie en un país, la consecuencia era guerra civil, levantamiento contra el gobierno, persecución de todo sentimiento católico, saqueo de iglesias y conventos. El caos y la ruina amenazaban por esta parte como podían demostrarlo claramente los tristes ejemplos de Alemania, Inglaterra y Francia. Por eso la Santa Inquisición, el ángel custodio del pueblo hispano, se esforzó durante años en descubrir a los herejes ocultos y en neutralizarlos. Los asesinos, ladrones, salteadores y adúlteros también eran criminales; sí, y la espada de la justicia terrena del rey se alzaba sobre ellos...; pero, no obstante, todos sus crímenes eran notoriamente menguados y casi irrisorios frente al inmenso crimen de la herejía, que no amenaza a la corta vida terrena, sino a la vida de las almas en la eternidad; no al cuerpo y a los bienes terrenos de los ciudadanos individualizados, sino a la existencia en común del pueblo español.
El obispo de Zamora requirió luego al pueblo para que jurara eterna fidelidad a la fe católica manteniéndose al lado de la Iglesia de España, como campeador, elegido por Dios, de la única y verdadera seguidora de Cristo, la Iglesia.
Olas de entusiasmo recorren el pueblo, hincado de rodillas. Los ojos relampaguean fanáticos y el pequeño conjunto de las víctimas de la Inquisición se agrupa más estrechamente.
Don Fernando de Valdés, el gran inquisidor, se había levantado. Y extendiendo las manos al cielo, exclamó:
— ¡Señor, ayuda a tu pueblo!
En la tribuna del rey, el conde de Oropesa alargó al rey la ancha espada de la justicia. Felipe la levantó en señal de que él la blandía contra los herejes. Y juró que ampararía la fe católica contra la herejía y contra los que proporcionaran a los herejes protección y cobijo.
Fueron leídos por el gran inquisidor los nombres de los procesados y sus delitos. La mitad de ellos se «reconcilió» con la Iglesia y fueron aceptados nuevamente en su seno; pero esta «reconciliación» tomaba, la mayoría de las veces, formas muy dolorosas para los procesados. Les era incautada casi siempre su fortuna, eran despojados de sus cargos y dignidades y, frecuentemente, durante años, incluso durante toda su vida, se sucedían los encarcelamientos, en especial para los clérigos que, con frecuencia y de muy raro modo, habían abrazado la herejía protestante. Al desdichado resto de las víctimas, luego, después de la excomunión, se les vestía con ropajes amarillos, los llamados «sambenitos», sobre los que aparecían dibujadas rojas llamas y demonios saltarines. En la cabeza se les colocaba un gorro cónico que les daba aspecto de locos. Después, el gran inquisidor los entregaba al brazo de la justicia terrena al tiempo que imploraba suavidad para con los pecadores. Esta suavidad consistía en que aquellos que se mostraban arrepentidos eran ejecutados con la soga o el garrote, mientras que los obstinados que se mantenían en sus ideas eran quemados ignominiosamente.
Entre los catorce que en esta ocasión fueron condenados a muerte se encontraban solamente dos que se mostraron inflexibles. Uno de ellos era un tal don Carlos de Seso, un amigo del padre de Felipe. Cuando se lo llevaban, gritó al rey:
— ¿Cómo podéis consentir que me quemen?
A esto contestó el rey, exclamando:
—Si mi propio hijo fuera tan malvado como vos, apilaría yo mismo la leña para quemarlo.
El príncipe don Carlos, con sus estrechos hombros y su pesada cabeza, estaba sentado al lado del rey. ¿Qué pasaría en el corazón de este muchacho de catorce años cuando oyó hablar así a su «hermano», como él llamaba a su padre? Ya entonces corrían rumores de que don Carlos se comportaba con una notoria frialdad hacia la Iglesia y la Santa Inquisición. ¿Habría heredado el muchacho, de su bisabuela doña Juana, la aversión hacia las formas católicas juntamente con su desequilibrio espiritual?
El Auto de Fe de Valladolid fue, para la Inquisición, una señal bien visible de que el camino para la persecución estaba libre. El ángel custodio de las puertas del paraíso español recorría, temible, su camino por el país. Nadie era demasiado grande, demasiado pequeño, demasiado rico, demasiado pobre, demasiado joven ni demasiado viejo. Al igual que la misma muerte, la Inquisición no hacía distinción entre las particularidades de la persona, a no ser, acaso, cuando tenía una secreta intención de buscar preferentemente sus víctimas entre los distinguidos, los ricos y los sabios. El más alto dignatario de la Iglesia de España, el arzobispo de Toledo, don Bartolomé Carranza, fue apresado por ella y sin duda hubiera sido condenado, y quizá quemado, a pesar de los muchos servicios prestados a la casa real, si el mismo papa no se lo hubiera arrebatado a los inquisidores bajo la amenaza de excomulgar al obstinado Felipe, quien, por esto, se vio mermado en sus derechos. Por todas partes había espías, delatores, mensajeros de esta terrible institución, que ahora estaba más enfurecida que lo que había estado en los días de la Edad Media. Ningún hombre se sentía seguro ante ella; ni el dominico en su convento, ni el sabio entre sus libros, ni el cortesano, ni el mariscal. Era el auténtico espectro, la sepulturera de la libertad hispana. Con sus acusaciones, frecuentemente falsas, su codicia hacia los bienes terrenos socavaba la dignidad humana del pueblo español, su libertad íntima, y abandonaba la máscara del orgullo español tras de la cual se escondían condiciones cada vez más mezquinas. No bastándole con esto, confundía, incluso, las relaciones entre España y las otras naciones, pues ponía sus garras en los comerciantes y marinos ingleses y no se detenía ante los palacios de los embajadores. Pero lo que el emperador Carlos había exigido al abdicar, lo que Felipe había deseado y esperado ardientemente, lo logró en efecto la Inquisición: en España no llegó a desarrollarse ningún partido protestante; España se libró de las guerras civiles entre facciones religiosas. Pero esta paz había sido comprada a un precio descomunal: con la pérdida de los derechos, de la libertad de pensamiento, de la investigación. España pagaba con su futuro la paz interior, la tranquilidad sepulcral de sus espíritus.
En septiembre del año anterior, el emperador Carlos, el ermitaño de Yuste, había muerto en los brazos de su fiel Quijada, con el crucifijo de plata de su esposa entre las manos de cera. Había sido un duro golpe para Felipe, quien, con un espíritu patriarcal, estaba unido a su familia por un gran amor.
A Valladolid llegaron las pertenencias personales del difunto, los candelabros de plata, el crucifijo, el rosario, los relojes, una piedra filosofal y otra piedra para la curación de la gota. Junto a estas rarezas llegó a las manos de Felipe una voluminosa carta llena de sellos. El contenido de esta carta no encerraba ninguna sorpresa para él; hacía tiempo que sabía de la existencia del hijo bastardo de su padre, y su hermana Juana había elogiado el aspecto y el comportamiento de este muchacho de doce años, a quien ella había hecho venir a Valladolid con ocasión de un Auto de Fe.
En las proximidades de Valladolid había un extenso paraje semejante a un parque lleno de pequeños bosquecillos, en medio del cual se levantaba el monasterio de la Espina. Aquí solían, desde antiguo, ejercitarse los reyes en el placer de la caza; y este lugar lo había indicado Felipe al fiel Quijada como punto de cita en el que había de encontrarse por primera vez con su desconocido hermano.
Al igual que antes sucedió a su hermana, Felipe quedó agradablemente sorprendido cuando vio al muchacho, quien, siguiendo las advertencias de Quijada, había caído de rodillas para besar la mano del rey. Le descubrió el enigma de su origen y, abrazándolo, lo tomó como hermano; luego le ciñó la espada que don Juan habría de utilizar una vez para gloria de España, y le colgó el collar del Toisón de Oro. Se le asignaría una casa propia cerca del rey, quien además dispuso que el joven fuera educado juntamente con su hijo don Carlos y su sobrino Alejandro Farnesio.
Felipe estaba contento con este aumento de su familia.
—Nunca he disfrutado de una cacería mejor ni he cobrado nunca pieza que más me agrade —dijo riendo y dirigiéndose a los Grandes del reino.
Todavía se preparaba otro aumento en la familia de Felipe que no le habría de agradar menos. La llegada de su novia Isabel de Valois, a quien el pueblo español llamó Isabel de la Paz, se había retrasado indefinidamente por la repentina muerte violenta de su padre y las largas solemnidades funerarias hasta que, finalmente, el rey había ido a reunirse con los anteriores soberanos de Francia en el cementerio de Saint Denis. Entonces, Isabel se había dirigido lentamente hacia el sur acompañada de la reina viuda, Catalina, y de su cuñada María Estuardo, la joven reina de Francia. Ya se habían cubierto de nieve los Pirineos y el ceremonioso cortejo, pesadamente cargado con el rico ajuar de costosos vestidos, telas, tapices, muebles y vajilla de oro, se abría paso, con esfuerzo, a través del rudo paisaje montañés. Isabel había abandonado muy gustosamente la oscilante litera y cabalgaba ahora en blanca jaca, envuelta en gruesas pieles. Junto a ella cabalgaba Antonio, rey de Navarra, pariente próximo. Asombrados, los oscuros ojos de Isabel contemplaban aquellos desiertos pedregosos de la montaña cuyas pendientes aparecían ya muy rara vez cubiertas de pinos. Sentía miedo en el corazón y pensaba en lo que le habían contado del sur, de España, del aroma de los limoneros, de los almendros, del murmullo de las innumerables fuentes, del sonido de las guitarras. Todo era ahora distinto de como lo había esperado, tan extraño, tan grande, tan frío; ella anhelaba regresar al Louvre, a Amboise, a casa de los hermanos que la habían mimado. De su abrigo sacó una cartita perfumada. Recibía cada día una de estas cartas llenas de versitos dulces, alegres y sentimentales, escritos por su madre y su cuñada. Pero ¿por qué callaba Felipe? Las lágrimas asomaron a sus ojos y el buen Antonio, grueso y mofletudo, se inclinó preocupado hacia ella.
Por fin, con una ventisca desoladora, llegaron al monasterio de Nuestra Señora de Roncesvalles. Era este el lugar en el que, tiempo atrás, el paladín Roldan había hecho sonar con fuerza su cuerno solicitando ayuda al rey de los francos, Carlomagno, en contra de los muchos miles de árabes; ayuda que llegó demasiado tarde.
También el corazón de Isabel gritaba pidiendo ayuda. Todo le era extraño. Los severos rostros de los monjes españoles, la encalada y sombría sencillez del refectorio, las Madonnas de ojos grandes con rostros de cera y ropajes majestuosos. Extraña le era también la nobleza española que, con negras vestimentas y haciendo sonar las espadas, penetraba en el monasterio obligando a replegarse a su servidumbre y a las mujeres, de tal modo que se encontró repentinamente rodeada de extranjeros. Pero pronto observó que el ímpetu de esta salutación, que habría hecho fruncir el ceño a Felipe, había que atribuirlo a simpatía y eentusiasmo, y apenas pudo reaccionar mediante algunas palabras españolas que fueron recibidas con agradecimiento.
Pero si bien Isabel se ganó al asalto los corazones del pueblo español, con los enviados de Felipe se encontraba en una postura incómoda. El arzobispo de Burgos y los duques del Infantado exigían insistentemente formalidad y exactitud, de tal modo que al final ya no sabía nadie cuándo y dónde debía Isabel pasar definitivamente de las manos francesas a las españolas. Se llegó al acuerdo sobre la fijación de un punto, en campo abierto, como lugar de la transferencia a dos leguas de Roncesvalles. El frío era riguroso y nevaba con insistencia. Entonces los franceses insistieron en que la galantería hacia la reina y sus damas, a quienes se les pondrían moradas las narices a causa del frío, debía anteponerse a las disposiciones del protocolo cortesano. Esto produjo gran perturbación entre los españoles que se habrían congelado heroicamente por respeto a la etiqueta y a la jerarquía. Pero al fin se decidió ir a Roncesvalles. La alta nobleza española se presentó en Roncesvalles mostrando la humillación en sus rostros; esta derrota había sido para ellos como la de una batalla perdida.
El obispo de Burgos pronunció las palabras oficiales de la entrega; Isabel rompió en llanto, y a las palabras «obliviscere populum tuu m et domum patris tui» lanzó un profundo suspiro. Detrás de la joven, Francia se perdía. En la despedida se abrazó llorando al rey de Navarra. El duque del Infantado palideció ante esta violación del protocolo, le temblaron las rodillas y reflexionó sobre si debía pedir explicaciones al obeso rey, cuyos ojos estaban también bañados en lágrimas.
Felipe se encontraba en Guadalajara, en el gran salón del palacio del duque del Infantado. A su lado estaba su hijo Carlos, a quien había estado destinada Isabel en cierta ocasión. Felipe se mostró encantado del aspecto de Isabel. En efecto, había una enorme diferencia respecto a la difunta esposa, la desdichada María Tudor. Isabel era delgada, casi un poco demasiado estrecha de caderas. Sus ojos azul oscuro, que en aquel momento miraban con cierta timidez, se alojaban bajo unas cejas bellamente arqueadas. Su rostro tenía la forma oval y alargada de las Madonnas italianas; el color de su piel era tostado. Era más una Médicis que una Valois.
Después de los desposorios, ella observó a Felipe muda y detenidamente. Dijo entonces Felipe:
— ¿Por qué me miráis con tanto detenimiento? ¿Para ver si tengo el cabello blanco?
Desde Guadalajara se dirigieron a Toledo. Aquí se desplegó, ante la joven francesa, todo el lujo y el colorido de la vida popular española, todo el poderío y la tradición del guerrero hispano. Jinetes con atuendos morunos ofrecieron en honor de ella una monta de fantasía, entre locas piruetas y disparos de mosquete a plena carrera. Un potente sonar de gaitas, pífanos y tambores la saludó cuando entró en la vieja capital de Castilla rodeada por los Jinetes de la Justicia y de la Santa Hermandad del Camino. Los dignatarios y autoridades de la ciudad le dieron la bienvenida y ante las puertas de sus casas gremiales se habían congregado los gremios, con atavíos antiguos y sus distintas banderas y estandartes. Esta era la España medieval que aún estaba llena de vida en Toledo.
Felipe, como siempre que estaba de buen ánimo, aprovechó la ocasión para mezclarse entre la multitud, de incógnito, a la manera de Harún al-Rashid, y contemplar la entrada de su joven esposa como alguien en apariencia desinteresado, rasgo característico del rey, que eludía muy gustosamente las grandes recepciones, solemnidades y fiestas, así como, por otra parte, insistía en la observancia de las formalidades y el ceremonial. En realidad, ya se había convertido en el solitario hombre de Estado; y precisamente en este tiempo, en medio de la confusión de la boda, llegaban noticias muy graves sobre la pérdida de una flota española en Sicilia, a causa de los duros combates que habían tenido lugar a la entrada del Mediterráneo occidental. Por entonces se había alzado el Islam para conquistar el mundo y avanzaba hacia Occidente. La tradición de Túnez, la magna gesta de su padre, se mantenía viva en el alma del rey. Pero él no podía embarcar, como su padre, en las galeras de Doria, lanzarse luego a caballo y tomar el mando de un ejército. Solamente podía concebir, preparar y desarrollar planes, pues era un político, un pensador, no un mariscal. Movía reyes, generales, caballeros, flotas, fortalezas, monedas de oro, ejércitos, y damas también, como si fueran piezas sobre el tablero de ajedrez. La conciencia de la existencia de dos grandes enemigos no le abandonaba ni siquiera entre las aclamaciones a la reina. Desde el norte amenazaba una herejía, el protestantismo, que intentaba invadir Europa con ideas nuevas y extrañas, movimientos que, quizá, llamaríamos nosotros hoy capitalismo y democracia. Desde el sur amenazaba la herejía del Islam, cuyos jenízaros podían hacer desaparecer para siempre el cristianismo, si uno no se prevenía y España planeaba y se defendía. Algunos días después de la brillante recepción en Toledo, la joven reina enfermó. Catalina de Médicis, lejos, en el Louvre, rompió en lágrimas cuando oyó la noticia.
Quizá se anunciaba el feo espectro de los Valois, la sífilis que la familia tenía que agradecer al brillante Francisco I, a quien el duque de Guisa había evocado en recuerdo de sus innumerables aventuras amorosas, frecuentemente no muy selectas, al pie de un lecho de muerte: « ¡II s'en va, le vieux galán!». Pero eran las viruelas. En el Louvre se prepararon, a un ritmo febril, filtros italianos que fueron llevados al sur por galopantes mensajeros. Lo que se temía ahora era que el rostro de Isabel quedase desfigurado. Pero las cicatrices desaparecieron sin dejar huella mediante esmerados baños de su piel con leche de burra, Isabel estaba más hermosa que antes; la enfermedad le había proporcionado un nuevo encanto.
A la estancia en la que la convaleciente permanecía sentada, se allegaba con frecuencia, cuando Felipe estaba ocupado, don Carlos, su hijastro, el novio pospuesto. Se sentaba allí, con su gruesa cabeza, sus flacas piernas y su tímida sonrisa un tanto idiota. Las damas francesas se esforzaban en animarle y hacerle hablar. Pero don Carlos callaba; solamente quería contemplar a Isabel, a quien había mostrado una gran simpatía desde un principio. Isabel era amable, absolutamente nada formalista; reía y bromeaba; esto constituía para don Carlos un mundo nuevo; escuchaba con atención los sonidos franceses y reía de buena gana cuando madame de Vineux le informaba sobre la vida en el Louvre. De repente le sobrevenía un gran deseo de ir al norte, a los Países Bajos; quizá allí había aún más mujeres como Isabel. O a París. De Francia llegaron dos retratos, los de Catalina de Médicis y de su hija, la pequeña Margarita. Catalina era regordeta, seria, majestuosa, maternal; Margarita, una muchacha pequeña con sonrientes ojos un tanto oblicuos.
―Y bien, don Carlos, ¿quién os agrada más de las dos damas, mi madre o mi hermana? —preguntó Isabel.
Don Carlos observó detenidamente ambos cuadros y dijo con una gran seriedad:
—Madame, la más joven me agrada mucho más.

Capítulo 11
Los mendigos
Año 1566

Primavera en los Países Bajos. De los sauces pendían los verdes amentos, como ocurría siempre en esta estación, y los álamos de los caminos desplegaban tímidamente, de sus pegajosas yemas, los primeros y tiernos cucuruchitos de sus hojas. En la buena ciudad de Bruselas, las amas de casa abrían puertas y ventanas para dejar que entrara el sol y el aire cálido de abril en las oscuras y ahumadas habitaciones. En todas partes, en las plazas, en las estrechas calles y en los cuartos de las hospederías, grupos de hombres, de pie o sentados, discutían con ardor unos con otros. En toda la ciudad había una tensión plena de expectación. Algo se avecinaba; pero nadie sabía con exactitud lo que realmente era.
En su habitación se hallaba sentada, escribiendo, la gobernadora Margarita de Parma. La pluma de ganso se deslizaba lenta y vacilante sobre la vitela; la carta era tan secreta, tan importante, que Margarita no se había atrevido a dictarla a ninguno de sus secretarios. Escribía a su hermano Felipe, en España. Y tenía que informarlo, a su pesar, de que las cosas se ponían peor, de día en día, en los Países Bajos. Los Estados se oponían, más o menos, a colaborar en la gran obra de la Inquisición. Los nobles le habían dirigido una petición concebida en un tono de amenaza y rebeldía y los burgueses apoyaban a la nobleza y a los Estados. Los impuestos eran cada vez más difíciles de recaudar. Margarita frunció el entrecejo y por tercera vez desechó el borrador de la carta.
«No hay otro camino —murmuraba bajo su labio bigotudo—; esto no es trabajo para una mujer. El rey debe venir, él mismo, en personar para salvar lo que aún se pueda salvar.» De nuevo volvió a crujir la pluma de ganso. Fuera, los pájaros trinaban; y en cualquier parte, sobre el declive de un tejado, crotoraba una cigüeña. No lejos del palacio, en una calle estrecha, apresada entre las paredes de las enmaderadas casas de los honrados burgueses, se encontraba el predio urbano del conde de Culemborg. Una algarabía de voces, gritos y grandes risotadas salía de allí para extinguirse en la calleja y muchos ciudadanos que transitaban afanosos por ella se detenían ante la casa y lanzaban una mirada sonriente a las altas ventanas del primer piso.
Detrás de estas ventanas se hallaba la gran sala regia del palacio de Culemborg; y en ella reinaba gran alboroto. Alrededor de la gran mesa estaban sentados cerca de cien hombres, casi todos ellos muy jóvenes. Pero también había allí hombres barbados, e incluso algunas cabezas grises. Encima de la mesa, sobre la que estaba extendido un colorado tapiz oriental, había, en amplias fuentes de plata, pan blanco, queso de bola, pescado ahumado y ganso asado. Los comensales ya habían terminado; la comida del mediodía había concluido. En este momento se llegaba a la bebida y las diferentes cosas que había sobre la mesa tan solo debían servir para sostener a los bebedores sobre sus piernas el mayor tiempo posible. Los criados, que con sus jarras de vino se movían incansables alrededor de la mesa, aparecían raramente vestidos. En lugar de lujosas libreas llevaban jubones y calzones de frisa gris. Las mangas les caían largas y anchas y en la cabeza llevaban gorros de orate. En los brazos, sobre los que en otras ocasiones mostraban el escudo de su señor, ostentaban ahora la figura de un haz de flechas. Atuendos uniformes de loco y emblemas de haz tenían una especial significación; lo primero estaba imaginado con intención de burla hacia el cardenal Granvela y el haz de flechas bien apretadas significaba la unidad de la liga de los nobles, los cuales se habían propuesto no someterse a los decretos del rey ausente. Pero aún no tenía nombre la liga; aún era todo inseguro y nebuloso.
Muchos de estos comensales estaban ya borrachos, pues del vino del Rin y de Borgoña habían pasado a los más fuertes caldos del sur. Y en este momento habían tenido que llevarse al joven señor de Pallant, porque mudo y doblado sobre la mesa se hallaba vencido por todos aquellos ricos dones de Baco.
A la cabecera de la mesa, en el lugar del anfitrión, se sentaba Enrique Brederode. Sus gruesas mejillas, totalmente surcadas de venillas azules, aparecían relucientes; su grueso vientre amenazaba con reventar; sus pequeños ojos negros y astutos brillaban por encima de la concurrencia. Extendiendo ambos brazos en alto sobre la mesa, como para bendecir, con el fin de acallar las voces de todos, tronó con su voz de bajo profundo:
—Amigos y compañeros, coaligados y camaradas de juerga: ¡silencio! Solo para un brindis importante y un breve discurso de mi pesada lengua. —Levantó la copa que tenía delante, llena hasta el borde de vino español, y gritó: ¡Ahora bebo a la salud de nuestro cristianísimo rey, la del español al que llaman Felipe, y os exijo que hagáis todos lo mismo con corazón leal! Vivat Philippus, dominus noster Vivat in saecula saeculorum Pero también Per e a t Granvellius et sanctissima inquisitio animarum (Váyase al infierno Granvela y con él la Santísima Inquisición.) ―Se llevó la copa a la boca de gruesos labios y la vació de un solo trago. Riendo y balanceándose unos contra otros, todos los comensales hicieron lo mismo—. Pero ahora ―exclamó—, después de que hemos cumplido nuestro deber para con el soberano que hemos heredado de la casa de Borgoña, conviene que pensemos en nosotros mismos, pues, al fin y al cabo, tampoco ha desaparecido el burro al galope. Pero ¿por quién brindo yo ahora? ¿Por la salud de la nobleza holandesa? ¿Por los coaligados? ¡Ah, amigos míos! Me falta el nombre exacto.
Luis de Nassau, hermano del de Orange, se acercó tambaleando a Brederode, lo abrazó tiernamente y lo besó en las mejillas, relucientes a causa del vino.
―Enrique —balbuceó—, amigo mío, hermano mío, mi camarada; a ti te falta el nombre, pero a nuestros enemigos no les falta. La miserable criatura de Berlaymont, mirándonos con desprecio desde la ventana, nos llamó «pobres mendigos», y yo, para mi persona, no dudo lo más mínimo de que seremos mendigos, pobres miserables y despreciados, nosotros y todo el pueblo, si los glotones obispos y los espías españoles que ellos llaman inquisidores acaban con nosotros.
—Somos mendigos ―exclamó Roberto de la Mark, primo de Brederode—; mendigamos nuestros antiguos derechos, nuestros privilegios y libertades y pronto llegaremos al extremo de que nosotros, los mendigos, tengamos que besar los traseros españoles por pura sumisión.
—Si somos ya mendigos —clamó Jorge de Ligne—, y si se nos asigna ese título, mantengámonos fuertemente unidos, por lo menos, como los mendigos en el antiguo gremio.
— ¡Un viva a los mendigos de los Países Bajos! Vivant, crescant, f loreant! —gritó entre risas Brederode—. ¡Vivan los mendigos!
— ¡Vivan! ¡Vivan los mendigos! —se oyó gritar por todos lados. El tumulto y el ruido eran tan grandes que trepidaban los cristales de las ventanas.
—Calmaos, mis pordioseros amigos, calma —clamaba Brederode—. Bebamos una ronda, pero a la manera de los mendigos, en cuencos de madera; pues estas copas de plata pronto desaparecerán para convertirse en moneda española. Y yo aspiro a tener también una auténtica limosnera. Vosotros, muchachos —gritó dirigiéndose a los sirvientes, que también estaban ya un tanto inseguros sobre sus piernas—, traednos bolsas y cuencos de madera que vamos a jurarnos fidelidad mutua como verdaderos mendigos, ladrones y flamencos. —Le trajeron los zurrones y los cuencos de madera. Cogió un cuenco grande lleno de vino hasta rebosar y lo vació de un solo trago después de haber espolvoreado en él un poco de sal—. ¡Oídme, mendigos todos! —exclamó―. Sea este el brindis de la fidelidad; la nueva comunión holandesa bajo las dos especies. Cada mendigo mira por el otro: el tullido, por el ciego; el jorobado, por el tiñoso. Y por eso, el juramento de fidelidad dice así:
Por la sal, por el pan, por el zurrón
los mendigos no cambiarán,
a pesar de la chusma española.
Nuevas carcajadas saludaron el versículo de Brederode. El cuenco de madera pasó de uno a otro y cada uno de ellos lo va vaciando, aunque la mayor parte del vino se le saliese ya casi hasta por las orejas. Todos ellos pronunciaron la fórmula del juramento, a veces gritando, a veces farfullando.
La bacanal se hacía cada vez más salvaje. Algunos caían al suelo y quedaban allí roncando con fuerza; uno, agarrándose a la mesa, la derribó al suelo y los quesos rodaron como pelotas por la estancia.
En aquel momento se abrió la gran puerta de la sala y en el umbral aparecieron, completamente sobrios, ajenos a todo aquello, vestidos de corte, el conde de Egmont, el príncipe de Gravelinas, el conde de Horn y Guillermo de Nassau.
―¡Amigos! —gritó Brederode extendiendo los brazos hacia ellos sin atreverse ya a levantarse-. ¡Ancianos, dignísimos y maestros de los mendigos neerlandeses! ¡Bebed con nosotros! ¡Afianzad la alianza con el juramento! —Y con balbuceos explicó todo lo que había pasado.
El conde de Egmont frunció el entrecejo.
―¡Brederode! —clamó—. La suerte de nuestro país debe llevaros a refrenar las locuras de esta juventud en lugar de animarlas.
Brederode intentó levantarse, pero volvió a caer pesadamente en el sillón.
―Conde Egmont ―balbuceó― viejo hermano de sangre, coaligado, compañero de lucha en tantas batallas. ¿Estáis con los Países Bajos o con España? Esto es lo que quiero saber.
―Los Países Bajos y España están bajo un mismo rey ―replicó Egmont―. A él le he jurado yo, como todos vosotros, fidelidad y sumisión como a señor de este país. Esta fidelidad pienso mantenerla; pero ello no me impediría hablar abiertamente con el rey si el bien de mi patria lo exige.
―¡Bien dicho, conde Egmont! ―dijo Luis de Nassau―; pero ¿cómo, si se llega a una decisión?
— ¿A qué decisión? ―preguntó el conde Egmont.
—A la decisión entre el rey y el pueblo de los Países Bajos. A la decisión entre nuestros derechos y la Inquisición. A la decisión entre los mercenarios españoles y los ciudadanos de este país.
—A una tal decisión no se llegará nunca, gracias a Dios —replicó Egmont―. Yo conozco al rey, él me escucha. Ha acogido favorablemente nuestros escritos de súplica. Yo lo he servido en embajadas y en guerras y él siempre se ha mostrado agradecido con nosotros.
— ¿Acaso se manifiesta este agradecimiento del rey Felipe en que decretos y leyes los decida y publique un Consejo privado sin que se consulte a Egmont, a Horn y Orange sobre su opinión? Sí; vuestras personas, vuestra presencia son necesarias junto al pueblo. Vuestra tácita conformidad.
Luis de Nassau se había puesto pálido. Su embriaguez había desaparecido de golpe.
Egmont se volvió a medias hacia Orange.
—Es vuestro hermano, Orange ―dijo con un encogimiento de hombros.
—Luis —dijo este―, tú no entiendes al conde Egmont, que ha visto guerras y guerras civiles y por eso intenta ordenar todo pacíficamente. Tú no comprendes al rey, que solo decide lentamente y con prudencia. Y, ante todo, Luis, no entiendes la hora, el tiempo. Tú quieres romper todo en tu rodilla. Pero en estas cosas hay que saber esperar. Esto lo he aprendido del rey. «Non sans droit», dice el lema de nuestra casa. No sin derecho. Espera a tener derecho y, entonces, obra. Pero no arranques del árbol los frutos verdes. Espera, cede, cede mil veces; días y noches. Cuando el destino dé la señal, actúa. Esa hora aún no ha llegado y yo pido a Dios que no tenga que llegar nunca.
—Yo pertenezco a otro tiempo —dijo Luis De Nassau—. ¿Por qué voy a esperar a tener derecho si yo lo siento en mi pecho? ¿Tengo que contentarme con presenciar el tormento, el martirio, la persecución de inocentes? ¿Debo arrastrarme ante el rey de España? Yo venero al conde Egmont como lo venera todo el pueblo neerlandés, como a un padre de los Países Bajos. Yo venero al conde de Horn y yo os amo a vos, hermano; pero yo confieso abiertamente que os querría el triple viéndoos a caballo, en batalla en campo abierto levantando la espada contra los opresores; mucho mejor que así, esperando, aguardando, demorando y, sin embargo, más engañado cada vez.
Guillermo de Orange alargó la mano. Delgada y blanca se apoyó en el hombro de su hermano.
—Una cosa te prometo, Luis —dijo—. Si realmente se hiciera desesperada la situación; si el rey no viniera; si se limita solamente a enviar a una de sus criaturas, estaré contra la opresión y contra la Inquisición. Incluso si tiene que ser en compañía de los mendigos. Pero ahora pienso, Luis, y vosotros, dignos señores, que lo mejor sería que durmierais vuestras borracheras. Os asombraréis al ver cómo las cosas parecen distintas cuando se las considera estando sobrio.
Los tres abandonaron la sala. Todo quedó en silencio. Tan solo un par de durmientes dejaban oír sus ronquidos. Los demás permanecían sentados a la mesa, silenciosos, con los cabellos desordenados.
— ¡Maldita sobriedad! —murmuraba Brederode —. Todo el placer se me ha hecho repugnante. Y no habíamos hecho más que empezar. Pero todo el impulso de mi alma ha desaparecido; el fuego de mi corazón está apagado desde que Orange lo ha regado con el agua de la sobriedad.
—Conozco a mi hermano —dijo Luis, pensativo—. Es un mendigo lo mismo que nosotros. Podemos contar con él; aun sin juramento. Pero Egmont y Horn...
— ¿Qué pasa con ellos? —bramó Brederode.
—Me temo, me temo mucho —contestó Luis De Nassau, receloso y pensativo― que estén perdidos, atrapados en sus títulos y dignidades, entusiasmados con la conciencia de los grandes servicios prestados al rey. Perdidos, sí, perdidos. Para sí mismos y para la buena causa de los mendigos.
La sensación de una inseguridad general, el presentimiento de una desgracia próxima, reinó en los Países Bajos durante todo el verano. A mediados de julio se reunieron los mendigos de Saint Trond; sus discursos fueron atrevidos como nunca. Y enviaron un suplicatorio a la gobernadora en el que exigían que fueran convocados los Estados Generales y que no se promulgara ningún decreto del gobierno sin antes ser aprobado por Egmont, Horn y Orange.
Ya se había extendido por las provincias el rumor de la existencia de la Liga de los Mendigos y pronto no quedó ya ningún obrero en su taller, ningún labrador en el campo, ningún pastor en su solitaria campiña, ningún pescador en los lejanos bajíos que no hubiera oído hablar de los mendigos y de sus objetivos. El rumor cayó en suelo fértil. Aún estaba el pueblo sufriendo las consecuencias de la guerra francesa, aún seguían subiendo los impuestos y aún amenazaba, cada vez más, la Inquisición, aunque en muchas provincias, por la tenacidad del pueblo y la indiferencia de los gobernadores, le había sido impedido ejercer el negro oficio. En estas circunstancias, el rey permaneció alejado y la regente se sintió incapaz de hacer frente a la inquietud creciente, que, como las aguas del mar del Norte en la pleamar de primavera, erosionaba por todas partes los diques del Estado.
A principios del mes de agosto, como a una señal del destino, todos los ojos se volvieron hacia Amberes. De allí había de partir la iniciación del levantamiento. En la gran ciudad, a orillas del Escalda, que había sido en otro tiempo el mayor puerto de Europa, sobrepasando incluso a Génova y Venecia, allí, había crecido de modo gigantesco la expectación y la tensión. Todavía seguían golpeando miles de martillos en los astilleros sobre las toscas panzas de madera de las naves; aún circulaba la moneda extranjera de todo el mundo sobre el tapete verde de la mesa de cambio; aún se seguían amontonando las mercancías en los almacenes; pero los grandes bancos internacionales, los comerciantes alemanes, ingleses y franceses se retiraban paulatinamente de los negocios y se preparaban para abandonar la ciudad. Amberes era, como todos los grandes puertos, una ciudad marcadamente internacional. Con la población flamenca se mezclaban súbditos de todos los países soberanos. Bastante numerosos eran los portugueses, ingleses y judíos, que jugaban un gran papel en el comercio y en el tráfico de divisas de la época. También en Amberes cobraban vida las nuevas ideas profanas y religiosas de aquel tiempo. De la imprenta de Plantino salieron los antiguos clásicos en ediciones artísticamente impresas, obras maestras del Renacimiento tardío, mientras fuera, ante las murallas, predicadores luteranos, calvinistas y anabaptistas impulsaban a las multitudes contra la fe católica heredada y contra la Inquisición del soberano español, pues Amberes, en cuanto a la educación religiosa, estaba especialmente sometida a la influencia de las provincias del norte y del suroeste de Alemania, regiones en las que la tendencia radical y comunera del protestantismo había prosperado desde siempre de un modo más contundente.
Así llegó el 18 de agosto, día en el que, desde antiguo, se paraba el trabajo en Amberes para la fiesta de la procesión de una pequeña y milagrosa imagen de la Madre de Dios. Como siempre, la imagen iba acompañada por el clero, los patricios y los gremios de la ciudad y llevada solemnemente, en abigarrada procesión, por sus calles. Guillermo de Orange estaba en el balcón del Concejo con su esposa Ana de Sajonia y su hermano Luis de Nassau, aparentemente gozando de la festividad del día y preocupado, en realidad, por si la pequeña e inocente imagen envuelta en un manto de brocado adornado con piedras preciosas pudiera dar motivo para un levantamiento, pues los fanáticos predicadores anabaptistas habían desatado su terrible furia contra la antigua imagen de madera de la Madre de Dios y habían jurado arrojar pez y azufre sobre sus paganos e impíos adoradores. A estos fanáticos obtusos les tenía Orange no menos aversión que a la siniestra Inquisición del catolicismo, igualmente obtusa. Los anabaptistas conocían sus sentimientos y los tomaban muy en cuenta, de tal modo que, ora desde una distancia segura gritaban a la imagen «¡Mayken, Mayken, tu hora ha sonado!», ora arrojaban, algunos más decididos, piedras que no causaban ningún daño; pero, bajo la atenta mirada del gobernador, no se atrevían a hacer más, y tanto menos cuando la imagen, por orden de Orange, era llevada lo más rápidamente posible a la catedral y dejada allí al amparo de las verjas del coro.
Aquellos días, desgraciadamente, llegaron mensajeros de la regente de Bruselas que urgieron a Orange para que regresara a la capital, pues Margarita, siempre muy preocupada de su propia seguridad personal, sentíase de algún modo protegida cuando tenía cerca de sí a Egmont, Horn y Orange, hombres cuyas órdenes, esperaba ella, no sin razón, serían obedecidas por la levantisca nobleza y el vil populacho.
Pero si bien ahora ya se encontraba la regente protegida, también quedaba Amberes lejos de la mano del único hombre que, aunque estricto en su amor al orden, era querido y hubiera podido apagar con su presencia los sentimientos desbordantes del pueblo. La consecuencia fue un caótico arrebato de la furia popular, una acción iconoclasta que desde hacía mucho tiempo había sido planeada por algunos agitadores religiosos irresponsables, pero que únicamente se realizaba porque los Países Bajos, en su totalidad, estaban descontentos con los tiránicos edictos de Felipe y creyeron que podían atreverse a todo bajo la débil regencia de Margarita. Por la mañana, temprano, ya se había congregado en la catedral multitud de gente. Individuos que en su mayoría eran de dudosa condición, a los que un historiador neerlandés calificaría de «basura». Este fermento, como tantas veces en la historia del género humano, estaba destinado a originar un proceso histórico mientras los honrados burgueses y burguesas, tocados aún con sus gorros de dormir, yacían en blandos lechos de plumas soñando, precisamente en el más agradable de los sueños, con el desayuno que las sirvientes preparaban en las amplias cocinas de ladrillos.
Un mendigo, con su traje desgarrado y sobresaturado de remiendos, un mendigo artificial, aparentemente, había subido al pulpito, abrió los broches de la voluminosa Biblia y lanzó un discurso estúpido. De la multitud llegaron risas y aclamaciones, aunque también hubo algunos que se levantaron contra esta profanación de la Iglesia y de la religión.
Se oyeron gritos de « ¡Vivan los mendigos!»; pero un joven marinero saltó al pulpito y arrojó de cabeza al loco. Sonaron entonces unos disparos de pistola; el marinero fue herido en un brazo. Las masas, en la iglesia, se lanzaron de un modo salvaje hacia las puertas. Finalmente, los clérigos consiguieron cerrarlas y echar los cerrojos.
En la Casa Consistorial se reunió el Consejo; pero los consejeros no consiguieron llegar a una decisión enérgica; tan solo pudieron limitarse a esperar a que todo aquello pasara. En esto se engañaron, pues, al día siguiente, alentados por la inactividad del Consejo, otra vez se presentaron allí las masas. Comenzó con las burlas hacia una viejecilla que vendía imágenes milagrosas. La vieja utilizó su santa mercancía a modo de arma arrojando las imágenes contra la multitud de sus atacantes. Entre risas y venablos, el populacho llenó la iglesia. De nuevo, y cada vez con más insistencia, se oyeron los gritos de « ¡Vivan los mendigos!».
Fue inútil que el Consejo acudiera en procesión con los negros trajes de su dignidad adornados con cuellos almidonados y puntillas blanquísimas. Faltaba una mano enérgica y el pueblo perdió enseguida el temor respetuoso ante los representantes del Estado, tan rápidamente como ante los de la Iglesia.
La verja del coro fue destrozada y la desdichada y pequeña Madonna de inocente rostro de madera fue sacada a rastras al exterior. Destrozaron sus ricos ropajes, desparramaron sus joyas y la convirtieron en leña para el fuego a golpes de hacha. Esto fue el principio. Pero poco después, desde los pilares y las cornisas, cayeron al suelo las imágenes de los santos y de los padres de la Iglesia; magníficas pinturas, obras maestras del arte neerlandés, cayeron al suelo con estrépito y fueron bárbaramente destrozadas. El altar mayor vaciló y se derrumbó y a la imagen del Crucificado no le fue mejor que al san Antonio tentado por los espíritus infernales. Los ventanales, con las representaciones de escenas de la Historia Sagrada, fueron destruidos a pedradas y los fragmentos de vidrio lanzaban afilados rayos de la clara luz del sol que en aquel momento caía de plano sobre la derruida catedral. Incluso ni en las tumbas se detuvo el pueblo y arrancó las lápidas recordatorias, totalmente inocentes, junto con las esculturas que representaban a los difuntos.
Vacía, profanada y sucia se encontraba la gran catedral de Nuestra Amada Señora. Y la chusma se alejaba desconcertada ante el gran poder de seducción que ahora sentían dentro de sí sus miembros, tanto tiempo sometido y sujeto a la obediencia. Los mercaderes extranjeros abandonaron Amberes con el rabo entre las piernas. Los banqueros recogieron todo su dinero. Los burgueses andaban de cabeza, desorientados. Quizá en estos días amenazaba a Amberes un régimen semejante al de los anabaptistas, como en una ocasión lo había sufrido la westfaliana Münster. Pero ahora, sin embargo, venció la comprensión humana de los flamencos, sana en el fondo. Poco a poco, Amberes fue recuperando la tranquilidad.
Orange vino de Bruselas; con él venían caballeros armados. Los gritos de « ¡Vivan los mendigos!» se oían más débilmente. El sentir general era de una gran vergüenza por los sucesos acaecidos en aquella grande y hermosa ciudad.
Margarita, por consejo de Orange, había concedido ciertas libertades a las sectas. Pero no se había decidido nada. El rey, el rígido, tajante, católico rey Felipe, estaba lejos. Únicamente de él podía partir una decisión.
Y la preocupación, el miedo al futuro, el temor a las represalias, pesaba más gravemente que nunca sobre las hormigueantes ciudades, sobre la tierra fértil de los Países Bajos.

Capítulo 12
Don Carlos
Año 1567

La noticia de la furia iconoclasta cayó en España como un rayo. Lo que más rebelaba al rey era la idea de que su hermana, la regente, hubiera llegado incluso a hacer concesiones a los herejes, atentando así contra el espíritu de la monarquía española.
Felipe, como siempre, no podía decidir fácilmente. El objetivo de la política era muy concreto y claro: los Países Bajos debían estar ligados aún más íntimamente a la casa de Habsburgo y a la Iglesia católica; toda huella de revolución y herejía debía desaparecer. El gran problema era cómo podría lograrse del mejor modo este objetivo que Felipe tenía tan claramente presente ante sus ojos. Los medios con que contaba la política eran todavía nebulosos y primeramente tenían que adquirir forma.
En Valladolid se había reunido el Consejo de Estado para tomar decisiones importantes. Allí estaba Felipe, sentado en una elevada silla, con su traje de seda negra, delicadas puntillas en los puños y alta gola al cuello cuidadosamente plisada. La rubia y redondeada barba enmarcaba un rostro pálido cuyos ojos azules, bajo las altas cejas, se posaban pensativos y penetrantes sobre el orador como si buscara un segundo contenido secreto detrás del claro sentido de las frases que pronunciaba. Se tocaba Felipe con un sencillo birrete negro desprovisto de todo adorno. Sus cabellos estaban ya un poco grises en las sienes; pero apenas se notaba. Y, desde luego, no tanto como en el duque de Alba.
Hablaba Ruy Gómez. Agradábale a Felipe escuchar al antiguo amigo y compañero de juventud. Ruy Gómez tenía una voz bien timbrada y agradable y era capaz de tratar con cierta cordialidad y sentimiento incluso los asuntos políticos. Sin poner en duda la gravedad de los sucesos de los Países Bajos, consiguió hacer llegar a sus oyentes la impresión de que, sin embargo, solo se trataba de episodios casuales provocados por un pequeño grupo altanero de nobles y de vecinos de una gran ciudad, pero no de una insurrección general del pueblo y la nobleza contra el rey y la Iglesia.
Para eliminar estas perturbaciones y recobrar la antigua confianza entre el rey y su pueblo no hay más que un camino: el rey mismo, en persona, debe presentarse ante el pueblo. La gran tradición de la casa de Borgoña, la fidelidad del pueblo neerlandés y la despierta visión de su majestad harán lo demás, de tal modo que la desobediencia, la altanería y la burla se derrumbarán carentes de fuerza. Pero como los rebeldes y los herejes deben ser castigados para que no se repitan cosas semejantes a estas que desgraciadamente hemos vivido, esto, según mi convencimiento, solamente se puede decidir sobre el propio terreno. Mi consejo apunta a que su majestad se dirija a Flandes lo más pronto posible, por mucho que un viaje como este pueda estar ligado a peligrosas circunstancias y fatigas para la persona del rey. Ruy Gómez, como de costumbre, se inclinó apoyando ligeramente la rodilla izquierda en el suelo y recibió, con la cabeza baja, las palabras de agradecimiento del rey.
Casi todos los consejeros compartían las mismas ideas de Ruy Gómez. El conde de Chinchón, el cardenal Espinosa, el duque de Feria, eran de la misma opinión. Pero don Juan Manrique de Lara dirigióse al Consejo. Dijo que la seguridad del rey era más importante que sofocar a un puñado de rebeldes y de herejes; que el viaje por mar era peligroso a causa de los piratas ingleses y de las naves holandesas que estuvieran del lado de la causa de la Liga de los Mendigos; que el camino a través de Francia no era bueno a causa de los partidarios de Coligny, Borbón y Conde y de los hugonotes, y que, por tanto, no quedaba otro camino que el de Italia y Alemania.
—Este es el único camino —decía Lara—; y yo aconsejo a su majestad andarlo solamente a la cabeza de un fuerte ejército. Pues si el rey en efecto va, debe aparecer con gran poder, capaz de derrotar a los levantiscos, aunque en ayuda de estos acudan protestantes franceses y alemanes.
Por último habló el duque de Alba. Allí estaba, alto y sombrío, con sus anchas espaldas y alta figura, su rostro alargado, sus marciales bigotes dirigidos hacia abajo y su profunda mirada. Alba pertenecía a aquella estirpe de cruzados, conquistadores y caballeros a la que también pertenecían Cortés y De Soto, así como Las Casas y Loyola; aquellos hombres de ideología inequívoca que siempre estaban muy cerca del fanatismo o del ridículo.
—La liga de los miserables mendigos holandeses, la devastación de las iglesias de Amberes, la furia de la plebe, no son ningún suceso casual ―decía el duque―. No puedo comprender cómo alguien de inteligencia medianamente sana no es capaz de reconocer la amenaza. ¿No saquean iglesias en Francia? ¿No amenazan al joven rey y a la reina madre? ¿No hunden a Inglaterra en las simas cada vez más profundas de la herejía atea? ¿No roban allí las heredades y posesiones de los monasterios y de las iglesias? Y ¡qué aspecto tiene, desde lejos, Alemania! ¿Y en Bohemia, Estiria, Dinamarca y Suiza? ¿Es accidental todo esto que siempre se repite del mismo modo? En principio, una piadosa e imprecisa palabrería acerca de la libertad cristiana y el renacimiento de la pureza de la religión de Cristo; luego predicadores subversivos, fieros mastines ladradores que cualquiera podría confundir con una de mis jaurías de caza; luego la furia iconoclasta, el robo, la burla a los reyes y a los señores y, finalmente, ¡la revolución, los actos de violencia, el asesinato, la guerra civil! ¿Cómo sucede, entonces, que este Orange se haya aliado con la familia de Mauricio de Sajonia, aquel que de modo tan vergonzoso aconsejó al emperador, que en Dios descanse, padre de su majestad? ¿Y no se entienden admirablemente, unos con otros, esos Nassaus, Cecils, Colignys y D'Andelots? ¿No mantienen relaciones estrechas con judíos, herejes, turcos y el desecho general de la humanidad? Majestad, y vosotros, señores consejeros y cardenales: todo esto no son sucesos aislados, no se trata de miles de incidentes fortuitos; es una única conspiración del populacho contra los firmes fundamentos de toda existencia digna del ser humano, un complot general contra la autoridad del Estado y de la Iglesia, fraguado por pillos callejeros y por la hez de las ciudades, apoyado por majaderos campesinos, por herejes y por pequeños nobles cochambrosos que creen llegada su hora y llevado finalmente a la acción con las bendiciones del beodo Selim y de los eunucos que le rodean. Yo digo que la hora de la benevolencia y el perdón ya ha pasado. Y quien esto aconseje es, a mis ojos, o un loco o un criminal. Ha llegado la hora de la espada. Lo que se necesita en Flandes es un general con un ejército bien pertrechado y con amplios poderes. Quien siempre se está alzando contra la Iglesia y contra el rey, sea el noble más elevado como el más mezquino mendigo, sea con actos de violencia, burla o resistencia pasiva, debe sentir el filo de la espada. La peste de la rebelión, de la murmuración, de la herejía, debe ser extirpada desde sus raíces. Esto es necesario para la protección de los sanos; el rey se debe a aquellos que se mantienen fieles a él y a la Iglesia. Cuando todo haya pasado y las cabezas de los caudillos de los conjurados miren fijamente, ensangrentadas, desde unas estacas, entonces es cuando el rey puede ir allá y otorgar el perdón a la canalla. Este es mi consejo.
Se hizo un largo silencio en la sala. Las blancas manos de Felipe se aferraban a los brazos de su silla.
—Es verdad —dijo fatigado— lo que ha dicho el duque de Alba. Lo he pensado y lo he temido durante largo tiempo; pero no quería manifestarlo. Pensaba, para mí, que estaba equivocado y lleno de una desmesurada desconfianza. Así, yo os ordeno, duque de Alba, que volváis a establecer la tranquilidad, el orden y la paz en los Países Bajos.
Medio año más tarde, un ejército español atravesaba los Alpes por los mismos pasos por los que hacía casi dos milenios había marchado el cartaginés Aníbal. Los calvinistas suizos, los hugonotes franceses, habían prometido a los protestantes holandeses que detendrían a los españoles. Pero ante el paso firme de los tercios hispanos, ante la caballería, con el estrépito de su hierro, ante el pesado rodar de los cañones, estos planes se desvanecieron. Sin ser molestado, el ejército cruzó las alturas de los Alpes, atravesó la Borgoña y la Lorena y, a principios de agosto, cruzó la frontera holandesa por Tienville.
La hora de la represalia había sonado para Amberes.
En Valladolid, Felipe se preparaba para seguir a la expedición de castigo de Alba. Ya estaba todo arreglado para el viaje por Francia. Los baúles estaban cerrados; los caballos y las literas, dispuestas. De repente, el rey cambió de idea. ¿Qué había ocurrido?
Había acaecido algo que, por ciertas razones, quedó envuelto en el secreto. Los documentos oficiales de aquella época, guardados en el archivo de Simancas, no dejan traslucir ni una sílaba de este secreto; sin embargo, por cartas de embajadores y de ciertas personas interesadas en el suceso, así como por la lógica que se deduce de los acontecimientos posteriores, se puede reconstruir con detalle el curso de la tragedia.
Por los tiempos del encuentro en Saint Trond, los nobles neerlandeses habían enviado a España dos embajadores: Montigny y Berghes. Traían la misión de informar al rey del mal gobierno del cardenal Granvela y del descontento del pueblo neerlandés; pero parece ser que, juntamente con esto, e incluso como misión principal, tenían otra más reservada. Dos años antes, el conde de Egmont había estado sonsacando, en Madrid, al heredero del trono, don Carlos, sobre su opinión acerca de un viaje a los Países Bajos y una regencia provisional en aquellas tierras. Descubrió gran interés por el asunto en el príncipe, y Berghes y Montigny, al parecer, tenían ahora el encargo de mantener despierto este interés y acrecentarlo, e incitar al príncipe a que diera el paso decisivo y escapara hacia los Países Bajos.
Era un plan gigantesco que los holandeses habían desarrollado, evidentemente, de acuerdo con los hugonotes franceses y, quizá, hasta con la simpatía del emperador, el primo Max. Con ello se iba a dividir en dos el poder y la hegemonía española, que estaba en manos de Felipe: la soberanía hispano-italiana de Felipe y una soberanía neerlandesa de su hijo don Carlos, quien para los neerlandeses parecía muy apropiado para desempeñar tal papel, puesto que su debilidad y su incapacidad general se hacían más patentes día a día. Los neerlandeses no querían un nuevo señor, sino un muñeco que se doblegara ante sus decisiones.
Quizá este plan, para el que se habían ganado definitivamente a don Carlos, habría sido afortunado si el desdichado príncipe no se hubiera comportado del modo más insensato e inútil que le fue posible.
En el corazón de don Carlos, de veintidós años, había despertado, con gran fuerza, el sentimiento de la ambición; estaba harto de permanecer siempre bajo el mandato de su padre, quien le tenía apartado de los asuntos de gobierno porque don Carlos, tan pronto como tenía ocasión, comenzaba con sus asombrosas tonterías. Así, una vez, había llamado la atención a las Cortes de Castilla y las había disuelto de modo improcedente porque habían propuesto que él, don Carlos, se casara con su tía, la viuda doña Juana. Don Carlos era —y de esto no puede haber ninguna duda— un lisiado corporal y espiritual, una víctima lamentable de los matrimonios de estado entre las casas reinantes de España y Portugal. Su pierna izquierda era más corta, sus hombros no estaban a la misma altura y una pequeña joroba desfiguraba su espalda. Su rostro, de amarillento cutis, con labios finos y alargado mentón, carecía ordinariamente de expresión; pero a la más mínima oposición o incluso ante agravios imaginados sus facciones mostraban una cólera incontenible. La figura histórica de don Carlos no tiene la más remota semejanza con la ideal y promovida por el amor y las grandes empresas del don Carlos del drama de Schiller que lleva este mismo nombre.
Por España corría el rumor —que también llegaba hasta la corte austriaca— de que don Carlos era impotente, por cuya razón el emperador Max había dado instrucciones a su embajador Dietrichstein para que confirmara la verdad de tal afirmación, pues, entonces, se había planeado que la pequeña Ana de Austria, hija del emperador, contrajera matrimonio con el príncipe. El embajador propuso el modo de hacer desaparecer este rumor mediante un sencillo experimento con una sana moza labradora, proposición que el rey rechazó indignado. Era cierto que don Carlos se comportaba de muy extraño modo con las mujeres; solía pararlas en las calles de Madrid y besuquearlas mientras les dedicaba los cariñosos nombres de «perritas» o «traicioneras del amor».
Muchas anécdotas se contaban por Madrid sobre sus repentinos ataques de cólera. Así, una vez, un infeliz zapatero había entregado al príncipe un par de zapatos que no le venían bien. Don Carlos ordenó cortar en pedazos los zapatos y cocerlos, y luego mandó al atónito zapatero que se comiera, delante de sus ojos, ese manjar de cuero.
La mayoría de los conflictos del príncipe se desarrollaron con personas de los altos cargos; eran los que estaban más cerca de él. Al cardenal Espinosa lo amenazó con una daga porque no autorizó una representación teatral que el príncipe deseaba ver. Otro encuentro semejante lo tuvo don Carlos con el duque de Alba. El duque había sido designado para mandar la expedición a los Países Bajos, nombramiento que se interponía entre los planes del príncipe y los conjurados holandeses.
—O vos no vais a Flandes o yo os mataré —gritó al asombrado duque amenazándolo con la daga.
Alba agarró al príncipe por las manos y lo dejó impotente con su garra de hierro. Durante los meses otoñales, el príncipe continuó sus planes sin ninguna vacilación; buscó acompañantes entre la alta nobleza española de un modo infatigable e ingenuo, y envió mensajeros a las casas de banca de Sevilla y Lisboa para que adquiriesen la gigantesca suma de seiscientos mil ducados de oro. Sin embargo, apenas consiguió progresos; y menos cuando, entretanto, Felipe había apresado a Montigny y Berghes había fallecido a causa de una enfermedad, con lo que el príncipe había perdido a sus mejores y más prudentes consejeros.
Fue por Navidad cuando maduró en el príncipe una decisión terrible. Consistía notoriamente en apartar a un lado a su propio padre, quien cada vez más se le revelaba como auténtico archienemigo. Para aquellas festividades, Felipe se había retirado a El Escorial, al gigantesco palacio que aún hoy, frío y severo, se alza no lejos de Madrid. Entonces el palacio estaba apenas comenzado y únicamente estaba concluida una parte del monasterio anejo a él. Es verdaderamente erróneo calificar a El Escorial de palacio, pues este gran edificio era a la vez iglesia, monasterio y mausoleo. Era un Yuste agigantado; sobre la edificación, que se eleva sobre la pelada meseta en medio de Castilla, con la granítica cordillera de Guadarrama al norte, reinaba una severidad ascética. Este lugar había de ser con el tiempo la auténtica patria de Felipe, el centro de su actividad, el eje de la política católica de la segunda mitad del siglo XVI. Aquí se manifiesta, como en la Ávila del catolicismo de la Edad Media de España, con toda claridad, el nuevo catolicismo pos reformista, la fe del barroco, el absolutismo naciente.
En el monasterio, apenas concluido, hacía frío; y olía a cal y a viruta de madera; las velas del altar mayor temblaban, pues el frío viento de la meseta entraba por las ventanas cubiertas provisionalmente con lona gris. Felipe había encontrado alojamiento, apenas suficiente, bajo el coro, donde se le había preparado una estrecha cama. Pero se sentía feliz entre los monjes y los canteros; sin molestia alguna podía abandonarse a sus pensamientos; podía hablar y dar órdenes a los arquitectos. Las columnas, el mármol, la madera, los cuadros, todo era elegido por él mismo, como, en realidad, fue desarrollada bajo su dirección toda la gran obra de Juan Bautista de Toledo. Con alborozo y júbilo veía Felipe elevarse el edificio cuyo proyecto él mismo había ideado, replanteado y mejorado constantemente durante largas noches. La idea fundamental configuraba la forma de una parrilla, en honor de san Lorenzo, en cuya festividad había ganado Felipe la sangrienta batalla de San Quintín, pues san Lorenzo, según la leyenda, había sido asado lentamente hasta su muerte.
El edificio dispensaba a Felipe, como, por otra parte, a muchos hombres políticamente aptos, una satisfacción que no podía encontrar en la política, pues su idea de la unión entre Iglesia y Estado, entre la muerte y la vida, entre el tiempo y la eternidad, se hacían patentes, con toda facilidad y limpieza y sin ningún obstáculo, en la piedra, la madera, el vidrio y el color.
Y así podía decirse que El Escorial era su símbolo más característico, una especie de autobiografía en piedra que Felipe dejaba a la posteridad, si bien El Escorial no explica totalmente al Felipe hombre, pues era más retraído, más contradictorio, más débil y, al mismo tiempo, más fuerte que su monumento.
En aquellos días de Navidad, Felipe fue distraído de sus meditaciones, que muchas veces debieron de haber girado en torno a su hijo don Carlos, por su medio hermano, don Juan de Austria. Don Juan le informó de que don Carlos le había exigido que escapara con él para dedicarse por completo al servicio del príncipe. Después de madura reflexión, don Juan habló de que había considerado su deber informar al rey y hermano mayor, sobre los planes de su hijo, a pesar de que estaba muy estrechamente unido a él y lo quería como a un hermano.
Felipe se vio de nuevo caer, desde la apacible situación apartada del mundo y el gozo de la obra creadora, al caos de la política europea. Y aún más: se sintió amenazado, en sus más importantes objetivos, por su propio hijo.
Esta amenaza se agudizó en los días siguientes hasta lo insoportable, volviéndose, no ya solamente contra los objetivos de la política de Felipe, sino también contra su vida misma. Don Carlos había pedido la absolución a su confesor, aunque confesó que odiaba a cierto hombre al que pensaba matar en la primera ocasión. El confesor le negó la absolución. Fue convocado un consejo de doce sacerdotes. Don Carlos propuso que, en el próximo sacramento de la comunión, le dieran a él una ostia sin consagrar y de este modo, según él, no sería profanado el sacramento por la presencia de un impenitente, ingeniosa agudeza religiosa que casi hubiera podido salir de la mente del danés Hamlet. El consejo de sacerdotes opinaba de otro modo y, en un excitado intercambio de palabras que se produjo luego, don Carlos manifestó que el hombre al que pensaba asesinar no era otro que su padre. Esta amenaza al rey, que traía consigo una amenaza al Estado español y una amenaza al común movimiento contrarreformista, le fue comunicada a Felipe. En este instante había llegado el momento de tomar una decisión clara y firme sobre don Carlos, al igual que en el otoño había sido necesario tornarla respecto del levantamiento de los flamencos.
De nuevo Felipe demoraba la acción a pesar de la terrible amenaza; dejó pasar, inactivo, días y semanas. Luego, el 18 de enero del nuevo año, el destino tomó en sus manos el asunto: Raymond de Tassis, correo mayor, comunicó al rey que el príncipe había ordenado ensillar los caballos de posta para la noche.
Era ya cerca de la medianoche cuando, de repente, don Carlos despertó lleno de espanto. Ante su cama, entre las apartadas cortinas, estaba el rey, su padre. Tras él, envueltos en sus largas capas castellanas, los miembros del Consejo de Estado.
Dando un grito de terror, don Carlos se levantó de un salto. —Queréis matarme —gritó, cubriéndose la cara con las manos.
—Tranquilízate —dijo Felipe—. Sucederá únicamente lo que sea necesario a tu propio beneficio.
De una pequeña caja, cuya llave entregó don Carlos al rey, se sacaron ciertos papeles que, al parecer, contenían los nombres de los cómplices del príncipe. Se encontraron dos listas de nombres escritas por su propia mano. Ingenuas relaciones de sus amigos y sus enemigos. En la lista de los enemigos figuraba el nombre del rey en primer lugar; en la de los amigos, el nombre de la reina.
Don Carlos se arrojó a los pies del rey gritando:
— ¡Matadme, o yo mismo pondré fin a mi vida!
—Eso sería la acción de un loco —replicó Felipe con frialdad.
—Yo no estoy loco ―dijo el príncipe entre sollozos―; estoy desesperado.
Después de una semana de prisión en su aposento, don Carlos fue encerrado en una torre. Sus sirvientes fueron despedidos y su puerta guardada por alabarderos con órdenes estrictas de no dejar acercarse a nadie excepto a Ruy Gómez o al rey. Era patente la intención de Felipe de mantener a su hijo encarcelado para toda su vida.
El cautiverio del príncipe provocó la curiosidad y la excitación en España y en todas las cortes dinásticas de Europa. Felipe guardó silencio acerca de los motivos del encarcelamiento, incluso en sus cartas al papa y a la emperatriz María, su hermana. Los datos y los motivos exactos no se conocían, y por ello la fantasía de muchos curiosos se recreaba en imaginar lo increíble. Se contaba que don Carlos había tenido relaciones amorosas con la reina, afirmación que carece de fundamento; la reina sentía simpatía por el muchacho y él por ella; eso era todo.
Don Carlos, al comienzo de su prisión, se comportó tranquila y razonablemente; pero después le llegó la desesperación: períodos en los que miraba fijamente como un idiota a las paredes se alternaban con períodos de explosiones de rabia; días en los que no probaba comida ni bebida, con días en los que tragaba agua a cubos, fría como la nieve, y engullía grandes cantidades de carne y pasteles. En una ocasión se tragó un anillo de diamantes con intención de matarse.
El cuerpo del príncipe, nunca muy vigoroso y ahora muy enflaquecido, no podía resistir mucho tiempo esta embestida de alternado ayuno y glotonería; también en su débil cerebro se apagó rápidamente la propia voluntad de vivir.
Después de gozar desmesuradamente de un pastel de ave bien sazonado, el príncipe enfermó de gravedad y, tras unos días de fiebre alta y fuertes vómitos, entregó su espíritu a pesar de todos los esfuerzos de los médicos. Felipe había visitado en la noche anterior al moribundo y había bendecido al durmiente.
El cadáver, que fue expuesto bajo negro dosel en la iglesia de Santo Domingo, fue enterrado con honores reales.
La súbita muerte del príncipe excitó la sospecha del mundo contemporáneo, así como no dejó tranquila a la posteridad. ¿Era posible que el mismo Felipe hubiera quitado de en medio a su propio hijo, que posiblemente significaba un peligro constante para la católica España aun siendo estrechamente vigilado? ¿No aumentaría este peligro en el caso de que a Felipe le sucediera algo de un modo repentino? Pues Carlos era el único heredero legítimo a la corona de España, aunque la reina Isabel había dado dos hijas a Felipe.
Ningún empolvado documento oficial, ningún escrito amarillento, ninguna señal medio borrada puede aclarar por completo el enigma de la muerte de don Carlos. ¿Acaso estaba aquel pastel de ave tan fuertemente sazonado para encubrir el sabor a ajo del arsénico, veneno en el que pudieran encontrar explicación los violentos vómitos y la fuerte diarrea del príncipe? No lo sabemos.
Pero una cosa sí es segura. El hombre que más tarde conoció el proyecto de asesinato contra Isabel de Inglaterra y lo apoyó; que celebró y ensalzó el asesinato de Coligny y de Guillermo de Nassau, Felipe, precisamente, era muy capaz de poner fin a la vida de su propio hijo si, como decía el cardenal Espinosa, no lo temía por su propia persona únicamente, sino por la consolidación del Estado español, por el mantenimiento de la paz interior y la salvación de la cristiandad católica.
Uno se pregunta por qué don Carlos no fue acusado, juzgado y ejecutado públicamente si su crimen era de alta traición. Un juicio semejante hubiera quebrantado la fe en la solidez de la soberanía y la unidad española. Felipe, conforme se iba haciendo más viejo, prefería los planes, órdenes y cartas secretos. Sus verdaderos embajadores en las cortes extranjeras no eran los que vivían en las embajadas; las mejores informaciones no le llegaban por el conducto diplomático ordinario.
En los casos en que las medidas tomadas por los neerlandeses, los hugonotes, los ingleses o los moros hacían sospechar cada vez más la existencia de una conjuración ampliamente extendida, la política de Felipe se desarrollaba de forma paralela hacia una contraconjura y actuaba con sus medios secretos.
¿No había afirmado Loyola que el fin santifica los medios y no se esforzaban sus discípulos, los jesuitas, por actuar conforme a este axioma? Los medios de la política de Felipe se hundían juntamente con los medios de la política de sus adversarios, en lo amoral, en lo malvado, en lo repugnante [4].

Capítulo 13
Ejecuciones
Año 1568

Al conocer el llamamiento español para la expedición contra los Países Bajos, Guillermo de Orange se había retirado de las provincias. Había abandonado su dominio, la pequeña ciudad de Breda, y se había dirigido a Alemania, al castillo de Dillenburg, antiguo solar de la casa de Nassau. Guillermo era, a pesar de su juventud, buen conocedor de los hombres y no confiaba ni en Felipe ni en Alba. No olvidó nunca las palabras que el rey francés le había dicho poco antes de morir, tampoco la poca amistosa despedida que le había dedicado el rey cuando abandonó los Países Bajos. Sin ningún convencimiento acerca de los métodos españoles, con una clara inclinación cada vez mayor hacia la independencia y hacia la fe reformada, el joven estadista había preferido aceptar para sí la pobreza y una posición inferior en lugar de continuar viviendo en Breda con lujo, pero cada vez más amenazado y vigilado. La prudencia, la astucia y una exacta ponderación de todas las posibilidades eran cualidades innatas en Orange, y en él se mostraba ahora la tenaz perseverancia, la gran paciencia, la discreción, que le convertirían en el hombre de estado más importante entre los protestantes, así como también en el más peligroso enemigo de Felipe y de la reacción católica. Se ha calificado a Orange de traidor. Llegó a serlo para permanecer fiel a sí mismo y a su patria adoptiva neerlandesa.
Hombre completamente distinto a Orange era Egmont. Era un soldado, un general, un hombre de los combates a caballo; pero era también un hombre enamorado del lujo, de la magnificencia, de los altos cargos y dignidades. Estas le habían llovido casi con exceso bajo el gobierno de Felipe. En todas partes: tanto en Inglaterra, en Francia, en España, como en los Países Bajos, el conde de Egmont era conocido como embajador fastuoso, como general, como invitado a todas las bodas; y en todas partes se había ganado multitud de corazones por su franqueza, su generosidad rayana en el derroche, especialmente entre el pueblo neerlandés; porque él era neerlandés ciento por ciento: campechano, aficionado a la charla y a la risa, que disfrutaba de las mesas repletas, lujosas y abundantes, con gran diferencia de Orange, que era un poco extraño a los neerlandeses y se despegaba de ellos con su reserva y su silencio y a quien ellos habían dado el sobrenombre de «el taciturno». Egmont era el símbolo de los Países Bajos; pero Orange fue el creador del futuro neerlandés.
Por parte de Egmont no amenazaba a Felipe ningún peligro en tanto que Orange no lo utilizara como instrumento, puesto que Egmont era fiel al rey y al catolicismo. Consciente de su honradez y fidelidad y convencido también de los grandes servicios prestados a Felipe, Egmont no vio ningún peligro en la venida del de Alba, a pesar de las advertencias que le habían llegado desde diversas partes. Incluso él mismo fue hasta Tirlemont a su encuentro, donde le obsequió con algunos caballos de pura sangre. Alba exclamó: « ¡Ved ahí al gran hereje!» de modo que Egmont pudiera oírlo; pero después hizo como si aquello hubiera sido tan solo una broma y abrazó a Egmont cordialmente.
Margarita de Parma y Granvela no vieron con gusto la presencia de Alba. Suponían que, desde aquel momento, el conflicto que ellos habían querido apaciguar con medidas conciliadoras llegaría a convertirse en franca ruptura. Y quizá Margarita, como mujer, y Granvela, como estadista experto, habían de conocer, con suficiente sagacidad, que no se puede tener atados a los pueblos durante mucho tiempo ni, por medio de la violencia y el asesinato, a una soberanía que no está en consonancia con su propia esencia.
A principios de septiembre, los condes de Egmont y Horn estuvieron invitados, juntamente con otros señores neerlandeses, a una comida en casa del gran prior, que era hijo ilegítimo de Alba. Alba había traído a sus propios músicos para entretenimiento de los invitados y había hecho saber a Egmont que lo esperaba en su cuartel, en casa del señor de Assche, para discutir los planos de edificación de la ciudadela de Amberes. Después de la comida, que no dejó nada que desear, el gran prior llevó aparte a Egmont y le susurró:
—Señor conde, abandonad enseguida y sin que se den cuenta esta casa, tomad el caballo más veloz de la cuadra y salvaos antes de que sea tarde.
Egmont abandonó el banquete, un tanto mareado por el vino, y en la antesala se encontró con algunos de los invitados. En su excitación fue lo suficientemente imprudente como para repetir la advertencia del gran prior. Los caballeros se sobresaltaron y lo miraron de un modo muy significativo. Uno de ellos dijo:
―¿Habéis pensado, señor conde, en que esta advertencia en boca del hijo del duque de Alba, que además es su íntimo confidente, es probablemente una trampa? Vuestra huida de Bruselas se interpretaría como consecuencia de vuestra propia conciencia de culpa y como alta traición para luego, sin ningún obstáculo, sin que el rey, que os tiene afecto, pueda protestar contra ello, embargar vuestros bienes y despojaros de vuestros cargos y dignidades.
Las palabras de este desconocido invitado convencieron a Egmont, quien, como hombre sincero y sencillo que era, ya no supo, en su confusión, de quién debía desconfiar y en quién podía confiar.
En casa del duque de Alba, en una de las estancias superiores, que ya había servido muchas veces como sala de Consejo, Pietro Urbino, un ingeniero, extendía los planos de la ciudadela. La reunión, a la que asistían Egmont, Horn y Mansfeld junto con varios capitanes e ingenieros españoles, se prolongó durante varias horas. Declinaba la tarde y, fuera, ya los tordos iniciaban su triste canto vespertino cuando los reunidos comenzaron a despedirse. En este instante se acercó Sancho Dávila, capitán de la guardia, a Egmont y le dijo que tenía algo de importancia que comunicarle. Ambos se apartaron a un lado y, después de un intercambio de cumplimientos y cortesías, Dávila dijo:
—Lamento mucho, señor conde, tener que pediros vuestra espada. Sinceramente me entristece que os tengáis que considerar prisionero de su majestad el rey.
El conde se estremeció. De repente vio todo claro. Recordó, dolorido, las advertencias de Orange y del gran prior. Ahora era ya demasiado tarde. Ya se habían congregado, a respetuosa distancia, algunos alabarderos dispuestos a rodear enseguida al conde en el caso de que opusiera resistencia. Con mano temblorosa, Egmont desprendió la espada de su cinto y, con amargura, dijo a Dávila, que estaba profundamente inclinado:
—Aquí tenéis, capitán, mi espada, que ha prestado tan grandes servicios a vuestro rey.
Con continuas muestras de condolencia, Dávila condujo al conde a una habitación que ya había sido preparada, la víspera, para recibirlo. Lleno de terror, Egmont vio que las paredes de la estancia estaban cubiertas de cortinajes negros.
Casi al mismo tiempo, Horn era apresado cuando estaba a punto de abandonar la casa. Catorce días después, ambos fueron conducidos al castillo de Gante.
El arresto y encarcelamiento de los dos condes no constituía únicamente un flagrante quebrantamiento de la hospitalidad que, desde siempre, los neerlandeses habían tenido como gran honor; no era solamente una traición; no solo un atropello de la impunidad de la Orden del Toisón de Oro, a la que ambos condes pertenecían; era, ante todo, un quebrantamiento del derecho. Pero Alba no estaba por actuar conforme a derecho (en esto se hacía bien patente la poca visión de estadista que tenía el guerrero) sino por el terror, provocando temor y espanto en todo el pueblo, a lo que, como consecuencia, según su opinión, se respondería con la obediencia incondicional de la nación hacia su rey y hacia la Santa Inquisición. La suerte de los condes de Egmont y Horn era solamente la súbita manifestación de esta nueva política de terror, pues poco después de su arresto se constituyo el llamado «Conseil des Troubles», al que el pueblo neerlandés dio el nombre de «Tribunal de la Sangre», al que incumbía la persecución de todas las dignidades del desdichado pueblo. El Consejo estaba constituido por Alba y dos de sus hechuras españolas: Del Río y Juan de Vargas, quienes, desde entonces, probaron la «fidelidad» de los flamencos con los métodos de la Inquisición española, basándose en confidencias, en sospechas no confirmadas y en pruebas pre elaboradas, y acusaban de alta traición y hacían ejecutar a todo ciudadano cuya obediencia les parecía dudosa. Juan de Vargas poseía cierto humor instintivo que recuerda a los picaros de Cervantes. Como auténtico hombre tenebroso, gustaba de expresarse en un latín bárbaro como no hubiera podido encontrarlo mejor Ulrich von Hutten.
Pero el mayor «pez gordo» había escapado a sus redes: no poca alegría, muda y maliciosa, se había producido en Bruselas cuando, en la gran plaza, un heraldo requería a Orange para que, en el plazo de seis semanas, compareciera ante el Tribunal de la Sangre. Orange, su hermano Luis, Hoogstraat y otros más, estaban a 400 leguas de Bruselas febrilmente ocupados en transformar en un levantamiento armado la agitación y la intranquilidad del pueblo.
El primer éxito guerrero lo consiguieron los flamencos, en las proximidades del monasterio de Heiligerlee, al mando del valiente e impetuoso general de la caballería, Luis de Nassau. Seiscientos veteranos de Alba, casi todos ellos españoles, se hundieron sin remedio en los pantanos, en las ciénagas y en las turberas, cuya engañosa superficie no resistía el peso de las armaduras. Como tantas veces en los largos años de guerra flamenca, el país, en su combinación propia de tierra firme y agua, de diques, fosos y pantanos, se mostró como el mejor aliado del pueblo, circunstancia que, milenio y medio antes, ya habían conocido los romanos. Aún hoy, los aldeanos, al extraer la turba, encuentran a veces legionarios con su armadura completa curtida por el cieno.
Cuando Alba recibió la noticia de la desgracia de Heiligerlee, su rabia no conoció límites; consideró la derrota de sus tropas como una ofensa personal. Desde ese momento declaró desterrado de los Países Bajos a Orange, bajo pena de muerte; gesto completamente inútil. Mandó destruir el palacio de Culemborg, la inocente Casa Consistorial en la que, en una ocasión, la Liga de los Mendigos se había dado el nombre a sí misma entre salvajes discursos. Pero luego, todavía insatisfecho, volvió su furor hacia Gante, contra Egmont y Horn.
En la tarde de un alegre día de junio, cuando el sol iluminaba las mil pequeñas columnas y los miradores de la sede municipal y su luz se reflejaba en los muchos cristales de las ventanas; en un día que parecía hecho para el gozo alegre de la existencia, en la gran plaza de Bruselas había dieciocho banderas sostenidas por veteranos de Alba. Los barbudos rostros aparecían graves. Se dieron órdenes, y las banderas formaron un gran cuadro, en cuyo centro se alzaba una tribuna con colgaduras negras. Un bosque de lanzas se erizaba hacia el cielo, los estandartes caían pesadamente. Muchos de los soldados, con sus corazas negras de hierro y sus cortos y vistosos calzones, llevaban pesados mosquetes; otros, en cambio, pistolas de cañones inverosímilmente largos. Detrás de las tropas se habían congregado muchos paisanos; pero solo podían enterarse a medias de lo que pasaba a causa de la distancia.
A eso de las once, un movimiento recorrió la formación; se alzaron las lanzas: de la Casa de la Panadería salía el conde de Egmont magníficamente vestido, como siempre, con un jubón de damasco rojo y una casaca corta de color negro ribeteada de oro. El conde subió a la tribuna y se dirigió al capitán Romero preguntándole si no había ninguna esperanza de que pudiera evitar la espada del verdugo. Romero, mordiéndose los labios, negó con la cabeza. Egmont arrojó a un lado su capa; parecía como si estuviera muy enojado. Luego se arrodilló en dos almohadones de terciopelo. El obispo de Yprés rezó con el conde y le acercó un pequeño crucifijo de plata para que lo besara. Respirando con dificultad, se puso rápidamente una pequeña capucha sobre los ojos y, con las manos juntas, exclamó:
―¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Luego, inclinó la cabeza. El verdugo, un hombre corpulento y de anchas espaldas, que hasta entonces había permanecido oculto, apareció; de un solo golpe de su espada separó la cabeza del tronco.
Los ciudadanos prorrumpieron en gritos y lamentos; a muchos de los veteranos españoles les corrían lágrimas por las mejillas curtidas por el sol y el viento, pues muchos de ellos habían luchado a las órdenes de Egmont en San Quintín y en Gravelinas; y muchos de ellos habían conocido, incluso, su afabilidad y su largueza. Arriba, en el mirador de una casa, estaba el embajador francés. Sacudiendo la cabeza, se volvió de espaldas y se llevó a los ojos un pañuelo de encaje. Luego comentó con su acompañante:
―Así cae la cabeza ante la que por dos veces se ha inclinado toda Francia.
Al conde de Egmont lo siguió el conde de Horn. Este parecía más tranquilo, pues ya con anterioridad se había formado su idea sobre Alba y no se había forjado esperanzas falsas; solamente a causa de Egmont había permanecido en Bruselas. Deseó a todos los presentes salud y bienestar con voz fuerte, y luego les pidió, a soldados y ciudadanos, que rezaran con él. Fue un extraño espectáculo ver cómo en ese momento los españoles rezaban por su víctima con las manos plegadas abrazando las astas de las lanzas; cómo las mujeres se lamentaban a gritos y los paisanos caían de rodillas.
―Yo no inicié ni planeé la traición —dijo el conde Horn.
Luego inclinó la cabeza al tiempo que encomendaba su alma a Dios lo mismo que Egmont.
Durante dos horas estuvieron expuestas en sendas estacas las sangrientas cabezas, con las barbas rígidas y los ojos cerrados.
De un modo más decisivo que Luis de Nassau, en Heiligerlee, había roto el mismo Alba el lazo de fidelidad y solidaridad que durante tanto tiempo había unido a los Países Bajos con la casa de Borgoña española. Pero en último extremo no fue, sin embargo, el duque de Alba quien inició estos asesinatos legales. Fueron obra de Felipe, pues las sentencias de muerte habían sido redactadas en Madrid y entregadas al duque en el momento de su partida; llevaban la firma de Felipe en grandes y cuidadas letras negras.
Nos ha quedado otra prueba de que Felipe tenía un interés personal en la ejecución de los nobles flamencos. Esta prueba, que ha permanecido enterrada en el polvo de las actas de Simancas, fue sacada a la luz a través de los trabajos de un historiador belga: Louis Gachard.
Los dos embajadores de la nobleza flamenca ante Felipe, el marqués de Berghes y el barón de Montigny, este último hermano del conde de Horn, no regresaron nunca de España. El marqués de Berghes, hombre ya de por sí enfermizo, murió cuando concluía su largo viaje a Madrid antes de que se tendiera a su alrededor la red de la venganza de Felipe. Pero Montigny, que había mantenido con don Carlos varias conversaciones, fue retenido en España; primero, con buenas formas y, finalmente, a la fuerza. Se le tuvo preso durante largo tiempo en el Alcázar de Segovia para, después, ser llevado definitivamente al lejano Simancas por orden personal de Felipe.
Entretanto, en Bruselas, el Tribunal de la Sangre había encontrado culpable de alta traición a Montigny, crimen que había de llevar, como consecuencia, a la pena de muerte. Montigny murió de repente, de unas fiebres, según el certificado de su médico. Y así se creyó, durante largo tiempo, que había fallecido de muerte natural. Pero cartas dictadas por el propio Felipe y firmadas por él, enterradas durante siglos entre miles de papeles amarillentos, arrojan una nueva luz sobre aquel extraño suceso.
Montigny había sido encerrado en Simancas en el llamado «Cubo del Obispo», en la misma prisión en la que, en una ocasión, había sido estrangulado por orden de Carlos V el obispo de Zamora, quien había desempeñado determinado papel en el gran levantamiento de Castilla. Allí, donde había encontrado vergonzoso fin el luchador por la libertad, que con tanto denuedo combatió contra el dominio flamenco, allí, de la misma manera, debía terminar ahora el holandés, harto de soportar el yugo español.
Felipe, por alguna razón, no deseaba la ejecución pública de la sentencia de muerte; pero su corazón no sabía nada de clemencias. Quizá temía Felipe la condena de su propia nobleza si mandaba ejecutar al hombre que había llegado a él como embajador; quizá comenzaba ya a traslucirse, para el rey, la idea de que la vía del terror, para los Países Bajos, traería consigo cada vez mayores problemas. Se aconsejó al rey envenenar a Montigny; pero tampoco este camino le parecía justo al rey; lo consideraba demasiado piadoso. Montigny debía pagar con su muerte como criminal. Así pues, solamente quedaba una solución: el de la ejecución secreta. Esta no debía llevarse a cabo por la espada, sino por el garrote, por estrangulamiento, para que la causa de la muerte no fuera visible en el cadáver.
Montigny, que como Egmont abrigaba aún la esperanza de la pronta liberación y el retorno a su patria flamenca, cayó en un profundo desconsuelo cuando se enteró de la muerte que debía sufrir en país extranjero. Era voluntad de Felipe que Montigny estuviera conforme con esta forma de ejecución, nuevo y cruel rasgo de todo el procedimiento, que parecía dictado, principalmente y de la cruz a la fecha, por la venganza. El licenciado Alonso de Arellano consiguió, efectivamente, inducir a Montigny al consentimiento, pintándole al barón la situación de ignominia que supondría para su familia el hecho de una ejecución pública.
Se dio cumplimiento a la sentencia por la noche y el cadáver fue envuelto en un hábito franciscano, muy cerrado, para ocultar las huellas del garrote en el cuello. El dominico fray Hernando del Castillo, a quien el barón había hecho su última confesión, informó al rey de que Montigny había muerto como un buen cristiano católico.
En su carta al duque de Alba, Felipe escribía: «Si en lo más íntimo de su ser estaba infundido de espíritu cristiano, tal como lo manifestó abiertamente, según me ha informado su confesor, tendrá entonces Dios misericordia de su alma; así podemos creerlo. Pero ¿quién, después de todo, puede saber si esto no fue también un engaño de Satanás, quien como sabemos no abandona al hereje en la hora de su muerte?». Al leer de nuevo el contenido de la carta, Felipe tachó la última frase y escribió la siguiente nota marginal para su secretario: «Suprimid esto, ya que no debemos pensar nada malo de los muertos».

Capítulo14
Los moriscos
Año 1570

El rey estaba muy preocupado. Hallábase solo, sentado ante su escritorio sobre el que se amontonaba la correspondencia pendiente, en su gabinete de trabajo de El Escorial. Fuera, en el largo corredor pintado de blanco, hablaban con voz queda los soldados de la guardia.
Los últimos años habían sido agitados y difíciles; el levantamiento de Flandes no estaba todavía sofocado por completo; la política de terror de Alba había degenerado en un gigantesco fracaso. En Francia ardía todavía la guerra civil; y era difícil decir quién, de momento, llevaba ventaja, si Coligny, con sus hugonotes, o el ortodoxo Guisa. Inglaterra parecía inclinarse cada vez más hacia la herejía y los súbditos de Isabel incitaban, cada vez con mayor desvergüenza y publicidad, a la piratería contra las naves españolas. Ni siquiera en Viena, en la Viena tan estrechamente emparentada, se podía confiar de manera incondicional. Y más allá se agitaba de nuevo el codicioso turco, dispuesto a utilizar la discordia interna de Europa para sus propios fines.
Luego, los pensamientos del rey se apartaban de la alta política de los Estados europeos. Pensaba en la desdicha de su propia casa. Don Carlos, el heredero, había muerto. Apenas tres meses después, su esposa, Isabel de Valois, había seguido a la tumba al hijo, a las dos horas de haber dado a luz una hermosa niña que vivió lo suficiente para ser bautizada junto a los pechos de la moribunda madre.
Felipe había amado a Isabel lo mismo que también el pueblo español la había amado y venerado, no solo como a la portadora de la paz, sino porque con ella había llegado un hálito de juventud, belleza y alegría a la severidad y rigidez de la corte real. No tenía aún los veintitrés años cuando la muerte la tomó en sus brazos y ahora, con sus delgadas manos plegadas sobre el pardo hábito de los franciscanos, descansaba en su ataúd de plomo bajo el altar mayor de la capilla de San Lorenzo. Felipe se levantó pesadamente de su sillón y se dirigió hacia la pared del aposento, de la que corrió uno de los paneles. Miró hacia abajo y contempló el magnífico altar mayor, la luz de los cirios, el oro, las esculturas y algunos clérigos que allí oraban continuamente por los difuntos de su casa. Felipe plegó las manos y rezó; era bueno para él tener a sus muertos tan cerca, apenas a un tiro de piedra de su propio gabinete de trabajo. De algún modo sentía su existencia, sus miras políticas, ligadas muy estrechamente a la muerte, pues este mundo le parecía solamente una preparación, un tránsito; su propia vida y su actividad política estaban ordenadas al más allá.
El rey se recogió. «La hora del descanso no me ha llegado aún», murmuró. Y con un empujón colocó de nuevo el panel en su posición primitiva. Pensaba en sus pequeñas hijas: Isabel Clara Eugenia y Catalina, a quienes la difunta había hecho que entraran muy dentro de su corazón; y de modo extraño, en la mayor, Isabel, de cinco años, creía encontrar otra vez a la muerta impregnada de suaves rasgos de su propia persona. Le gustaba tener a la niña a su alrededor mientras trabajaba. Ella solía sentarse en la alfombra con una muñeca en los brazos, mirando al rey silenciosa y absorta mientras él escribía. Y tan solo de vez en cuando, calzada con zapatos de terciopelo, se acercaba sin ruido al escritorio, casi como una aparición rediviva y rejuvenecida de la difunta, y echaba una mirada severa sobre los papeles reales que se amontonaban ante el rey a la espera de ser sellados. Porque Felipe trabajaba despacio y meditaba cada problema una y otra vez con la pesada tenacidad con que conduce un labrador su arado sobre la tierra.
Después de la muerte de Isabel, Felipe se había decidido a contraer un nuevo matrimonio. Había sido necesario: el imperio español carecía de un heredero varón. También entonces era el matrimonio un medio muy bueno para cerrar y afianzar alianzas y amistades. Muchos habían esperado que Felipe se casara con Margarita, la hermana de Isabel, para anudar más fuertemente aun la alianza con Francia. Pero Francia, rota interiormente, había dejado de infundir temores desde hacía mucho tiempo. ¿Qué era esta débil nación con su rey Carlos IX, inepto y continuamente vacilante, frente a la nación de Felipe, de la que un contemporáneo había dicho: «Si España se agita, tiembla el inundo»?
Así pues, Felipe habíase casado, en cuartas nupcias, con la joven Ana de Austria. De nuevo una pariente cercana, una sobrina, la hija de su hermana María y de su primo Max, que había subido al trono de Alemania como Maximiliano II.
Ana era una inocente muchachita rubia, con un rostro, aunque no del todo feo, sí algo desfigurado por la viruela. Para los cortesanos españoles constituyó una pequeña desilusión, pues, a pesar de su juventud, era callada e introvertida, y como buena ama de casa se dedicaba por completo al cuidado de la familia. Los guasones comparaban la corte de la reina con un monasterio, pues allí estaba ella sentada, invariablemente inclinada sobre su labor femenina mientras que una de sus damas le leía algún breve tratado de piedad. Ana, con el tiempo, dio a su esposo dos hijos, Fernando y Felipe, el último de los cuales subiría al trono de España como Felipe III.
Con este matrimonio en el seno de la familia, Felipe esperaba unir más estrechamente a él a los Habsburgo austríacos, pues Maximiliano había adoptado desde poco antes una postura cada vez más amistosa hacia los protestantes y contemplado con pasividad la recluta de lasquenetes alemanes para el servicio de Orange. Había que poner fin a esto. Además, Austria era necesaria frente al peligro turco. «Esta Austria ―murmuraba Felipe amargamente—, que en el fondo está mucho más amenazada que España.»
De súbito el rey enrojeció, se inclinó excitado sobre el montón de cartas y sacó una de ellas. Recorrió con rapidez con la vista por su contenido, pues se lo sabía ya casi de memoria. Luego hizo sonar una campanilla de plata que tenía sobre la mesa. En la puerta, inclinándose profundamente, apareció el secretario.
—Pérez —dijo Felipe—, una carta a mi hermano, su alteza don Juan de Austria. Me he decidido.
El secretario se inclinó de nuevo, se sentó a la mesa auxiliar, preparó el papel y mojó la pluma de ganso.
—Me he decidido ―repitió el rey—. Envío a mi hermano. El marqués de los Vélez no hace más que tonterías allí abajo. La corona debe intervenir. Y mi hermano es muy popular; toda la nobleza correrá a ponerse bajo su bandera. Hay que terminar con los moriscos. Enseguida, rápidamente, ahora, antes de que el turco se encuentre en condiciones de enviar refuerzos. —El secretario miraba con atención al rey; sabía que cambiaba muchas veces su decisión en el último momento—. Pero —continuó Felipe mirando pensativo la carta que acababa de leer— antes debo hablar con don Juan; debo atarle las manos, pues es joven e impulsivo. Quijada debe acompañarlo. Y debe hacerme llegar noticias acerca de todas las decisiones militares que tome don Juan. A mí, al rey.
Al sur de Granada se alza la formidable cordillera de Sierra Nevada con altos montes cuyas cimas están cubiertas de nieve durante gran parte del año, a pesar de la latitud. Al sudeste de esta cadena de montañas se encuentran las Alpujarras, un terreno elevado de origen volcánico cruzado de valles y que desde muchos años atrás estaba habitado exclusivamente por moros. Era una raza distinta, más guerrera, más ruda, la que se desarrollaba en aquel paraje, de la que habitaba en la cálida y amable Granada, circundada por una vasta y fértil vega. Allí, en un terreno pedregoso y pobre, se cultivaba el olivo, se sembraba trigo y también se criaba ganado, todo ello con grandes dificultades y un trabajo duro. Sin embargo, este pueblo montaraz conseguía arrancar a estos montes e infértiles valles un frugal sustento. Al igual que siglos atrás, en la áspera Asturias, el pueblo español y la fe cristiana se habían mantenido cuando casi toda la península estaba en poder de los árabes, así ahora se mantenían los últimos restos del pueblo moro en las inhóspitas Alpujarras, si bien su población había sido obligada a manifestar exteriormente su conversión a la fe católica. Para el victorioso español, el áspero territorio no tenía ningún atractivo especial, y así la población hispana de las Alpujarras era muy reducida y en muchas aldeas estaba constituida solamente por el párroco, el alcalde y sus parientes y por los funcionarios de la corona que se detenían allí de pasada.
Algunos años antes, Felipe había puesto en práctica, por consejo del Gran Inquisidor, cardenal Espinosa, una antigua ley contra los moriscos que había estado sin aplicarse durante decenios. La intención de la ley era terminar para siempre con la presencia de la minoría mora en el suelo hispano. Espinosa temía que los moriscos representasen un peligro constante para la seguridad de España, puesto que siempre estarían inclinados a ponerse en contacto con sus hermanos de raza, los moros del norte de África, los berberiscos y los turcos orientales para facilitar así al Islam el logro del antiguo objetivo religioso del profeta y los califas: la conquista del mundo. El cardenal Espinosa no se equivocaba en absoluto al pensar de este modo, como pronto pudo demostrarse. A pesar de ello, la ley era disparatada y cruel, ya que no hay precisamente nada más difícil de destruir que la esencia de un pueblo, y en especial cuando se trata de ramas semíticas que, desde muy antiguo, han conservado fielmente, a pesar de todas las influencias externas asimiladas y de la presión de las diferentes culturas, su propio carácter racial. La ley de Espinosa prohibía a los moriscos la vestimenta mora, el velo de las mujeres, las antiguas danzas y costumbres populares. Al cabo de cierto plazo ya no se podrían utilizar jamás los nombres moros y, finalmente, después de tres años, incluso la propia lengua, el árabe, habría de ser sustituida por el español.
En Granada, la ley produjo gran consternación. Los moriscos enviaron a la corte un embajador, don Juan Henríquez; pero nada pudo conseguir. Así es que los moriscos de Granada se desanimaron y se sometieron con tristeza a lo inevitable, pues si bien había que renunciar a su individualidad racial, por lo menos se conservaban los bienes, salvo los esclavos negros, que a los moriscos les habían sido prohibidos por la misma ley, cláusula que, en Granada, produjo el mayor disgusto.
Había únicamente un hombre, un tal Aben-Farrax, que pensaba de otro modo. Era tan solo un tintorero, pero por sus venas corría antigua sangre real árabe. Sus viajes le llevaron varias veces a las Alpujarras y allí, por sus conocimientos de la población, parecióle que era fácil sublevar a los montañeses con el fin de que, desde las montañas, Granada fuera reconquistada para los moros y el Islam.
Tal y como Aben-Farrax había pensado, el pueblo se alzó en las Alpujarras; pero la población del Albaicín, la morería de Granada, se mantuvo detrás de las cerradas puertas y ventanas cuando el salvaje tintorero, con algunos cientos de seguidores, entró en Granada durante una tempestad de nieve, en una noche del mes de diciembre. En vano lanzó el antiguo grito de «Alá es Alá y Mahoma es su Profeta». Los moros permanecieron temblando en sus cubiles y la campana de San Salvador llamó presurosa a los cristianos, que se congregaron rápidamente con gran estrépito de armas, y a Aben-Farrax no le quedó otra opción que la de salir corriendo de allí con sus huestes. Pronto terminaron la noche y la nevada, y Granada apareció de nuevo tan tranquila como si nada hubiera ocurrido.
Este fracaso de un plan magnífico, pero loco, produjo un profundo y amargo dolor en el corazón del tintorero, que era lo suficientemente listo para darse cuenta de que, sin Granada, el levantamiento de las Alpujarras nunca podría llevar a una sublevación general de los moriscos en España. Sin embargo, ni pudo ni quiso darse por vencido y comenzó a mancharse las manos con sangre cristiana como antes lo había hecho, en su vida pacífica, con las inofensivas tinturas.
Entretanto, del Albaicín granadino había huido un tal don Fernando de Valor, que procedía de la dinastía mora de los Omeyas. Era un tipo de buena presencia, un jovenzuelo de veintidós años tenido por un derrochador como si viviera todavía en los siglos de los califatos occidentales de Córdoba y, por ello, entre otras diversas circunstancias, pobre como una rata. Este joven tenía parientes en la montaña que acabaron por convencer al pueblo para que lo eligiera su caudillo. Don Fernando se hizo llamar Muley Mohamed Abén Humeya, señor de Andalucía y Granada; pero los españoles le llamaron despectivamente «el reyezuelo» de las Alpujarras.
Para los cristianos se inició un período terrible. Los muchos decenios de humillación a que estuvieron sometidos los moros fueron vengados en unas pocas semanas; y la rabia de los montañeses no respetó a ancianos, mujeres ni niños. Las iglesias, en las que los españoles habían buscado refugio, fueron asaltadas, y los que pudieron escapar se habrían considerado felices de haber encontrado un rápido fin bajo las estacas, los látigos, las hoces y los cuchillos.
En cierto lugar, todos los monjes de un monasterio fueron arrojados a un recipiente de aceite hirviendo. Se emplearon tormentos muy selectos. Atravesar a las pobres víctimas los ojos, cortarles las orejas y la nariz, quemarles algunos miembros a fuego lento, constituían parte de la actividad de cada día. Se martirizaba y mataba a los niños en presencia de sus madres. Las mujeres y las mozas eran violadas y sacrificadas delante de los maridos y hermanos. En las Alpujarras se desató un verdadero pandemónium de sangre, de crueldad y de barbarie. Y Aben-Farrax se esforzaba honradamente en aumentar el terror de día en día.
Si los moriscos eran de una crueldad de fiera, los españoles no les iban a la zaga. Y los españoles estaban mejor armados y mejor organizados. Del resultado final del levantamiento apenas podía caber duda, aunque multitud de africanos y turcos se apresuraron a acudir en ayuda de los moriscos. A pesar de ello, la lucha hubo de durar algunos años; las infranqueables montañas, con sus estrechos caminos de herradura, sus barrancos, sus rápidas torrenteras y sus numerosas cuevas, sus aldeas situadas en las alturas y semejantes a fortalezas, todo ello, era muy apropiado para la defensa. Y esta fue la causa de que los dos jefes españoles, Mondéjar y Vélez, no estuvieran de acuerdo en las estrategias ni en los objetivos de sus respectivas campañas. Mondéjar quería someter a los moriscos y atraérselos; Vélez quería desterrarlos. Los españoles pagarían cara su victoria. Los campos de batalla de Alfajaral y Gualjaraz quedaron cubiertos de muchos centenares de cadáveres de cristianos y nunca los españoles lograron cercar por completo a las huestes moriscas y aniquilarlas definitivamente. Por lo general, al caer la noche, los moriscos desaparecían sin dejar huella por los terrenos salvajes desprovistos de caminos. La larga contienda, que solo prometía un botín escaso, las interminables vigilias, soportar las tormentas de nieve y las heladas lluvias, las marchas, la escasa y mala alimentación, la alerta permanente exigida por la acción de las guerrillas, surtían sus efectos en el ánimo de los españoles, que, en una gran parte, eran milicias civiles procedentes de la Andalucía cálida. Más de una vez se presentó el peligro de que el ejército español, salvo los nobles y los mercenarios napolitanos, cansado y agotado, se disolviera por completo y sus hombres marcharan a sus casas. Fueron necesarias muchas amenazas, muchas artes de persuasión y muchos relevos para lograr mantener en pie un ejército cuyo mal humor llegaba a traducirse finalmente en una sangrienta masacre de indefensos prisioneros. El hecho cruento más ignominioso de todos fue el asesinato de los moriscos acaudalados de Granada, puesto que ellos se habían opuesto desde siempre, como ciudadanos leales, al levantamiento y, en el momento del asesinato, estaban bajo la protección del gobierno español.
Gran júbilo reinaba en Granada. Tapices bordados en oro colgaban de las blancas fachadas; las calles principales estaban regadas de flores y, en los balcones, tras las rejas de las ventanas, asomaban damas de negros ojos tocadas con sus mejores mantillas de encaje.
Por fin, el lejano rey, en El Escorial, había pensado en sus súbditos y había decidido poner fin al alzamiento de los moriscos. Cierto era que no venía él mismo como una vez hicieran sus bisabuelos Isabel y Fernando, pero enviaba un vástago de su casa que era más popular en España que el propio rey; porque el rey tenía el pelo gris, era severo y taciturno, de tal suerte que a los que lo visitaban casi llegaba a faltarles la respiración y el rey los tenía que tranquilizar con palabras amables para que pudieran hablar sin tartamudeo. Pero su embajador, el nuevo general enviado contra los moriscos, era un joven rubio y alto, de ojos azules, caballero sin miedo y sin tacha, con brillante coraza y corcel berberisco. Se comentaba que el joven don Juan, a los quince años, había querido escapar para ayudar a los malteses en su heroica lucha contra el dominio turco y que solo por una orden severa del rey había vuelto junto a sus educadores, quedando el rey entre encolerizado y orgulloso a causa de la travesura del muchacho. Por entonces, toda España se entusiasmó y don Juan encontró innumerables imitadores en la juventud masculina. Para los españoles, don Juan era más que una persona, más que un joven audaz y bien dotado; era un ideal, un moderno cruzado, un verdadero descendiente del Cid, además de un hijo de emperador cuyo ascendiente materno no era diferente al del Cid. Ahora, cuando este ideal hacía su entrada en Granada, a caballo, no se podía pensar en otra cosa que aquello representaba el principio del fin de los moriscos. El ejército español, poco y mal organizado, recibió un gran impulso del joven jefe; pronto estuvieron dirigidas hacia él la mirada del rey y la de toda España. Aunque el botín no fuera suficiente, había que conquistar el honor de la victoria. Toda la nobleza de Andalucía y de Castilla, desde los muchachos de doce años hasta lo ancianos de setenta, corrió a ponerse bajo las banderas de don Juan.
Pero don Juan mismo reconoció pronto que la misión que se le encomendaba no era fácil. Montes, malos caminos, lluvias y aldeas semejantes a fortalezas no presentan menor obstáculo a un caballero que al hijo de un burgués que por primera vez se ha echado la ballesta al hombro. Además, el rey se había reservado la última decisión militar; y el rey, según su costumbre, era muy lento en sus decisiones. Cuando por fin, después de larga demora, hubo lugar a una decisión, los moriscos llevaban ya mucho tiempo en otro lugar de las montañas y la situación militar había cambiado por completo.
En esos días, Aben Humeya, el Reyezuelo de las Alpujarras, murió asesinado por un marido celoso a cuya mujer había intentado incorporar a su harén. En la dignidad real le sucedió su tío Aben Abu, quien, bastante astutamente, limitó su actividad a las guerrillas en las montañas. Para poner fin al levantamiento había solo un camino: desalojar los casi inexpugnables nidos de las rocas y destruirlos.
Se comenzó con la villa de Galera, que yacía como galera volcada, la quilla hacia arriba, en lo alto de una roca aislada. En su impaciencia juvenil, don Juan ordenó el asalto antes de que se hubiera preparado suficientemente el ataque con el fuego de la artillería. En la furiosa lucha callejera, en la que cada casa, cada muro de jardín servía de fortaleza, los valientes napolitanos fueron rechazados sufriendo gran número de bajas. Don Juan vio que la realidad de la guerra era distinta de lo que había leído en las novelas de caballerías y se atuvo al consejo de Felipe, quien desde Córdoba, a donde se había trasladado para observar la acción más de cerca, le había aconsejado utilizar fundamentalmente la artillería y las minas. Pero fracasó también un segundo ataque. Fue en vano que don Juan se apresurase a entrar en el tumulto espada en mano; una bala tocó en su coraza y el fiel Quijada lo retiró de allí. Felipe, cuando se enteró, se excitó mucho. En una carta a su hermano le advertía que en el futuro no habría de exponer innecesariamente su vida, ya que el puesto del jefe está detrás de su ejército, opinión que era típica en Felipe, que dirigía los asuntos de su imperio universal desde detrás de su mesa de escritorio.
En un tercer ataque a Galera, los españoles tomaron la villa al asalto y llevaron a cabo una sangrienta matanza entre los moriscos que no hubiera podido superar ningún Pizarro. Fueron sacrificados todos los hombres, y unas mil cuatrocientas mujeres y niños de las más diversas condiciones fueron asesinados, ciertamente por orden expresa de don Juan, que se había creído herido en su honor de caballero por la terca resistencia de los moriscos y la doble derrota sufrida. El resto de las mujeres y los niños fue perdonado a ruego de los soldados, que preferían venderlos antes que matarlos. Galera fue arrasada y cubierta de sal como lugar maldito y prohibido.
La crueldad de don Juan fue excesiva aun para el mismo Felipe, quien se lamentaba de que su hermano no hubiera mostrado ninguna caridad cristiana. A la caída de Galera siguió el ataque a otros de los nidos de las rocas. El noble don Luis de Quijada, ayo de don Juan que durante tan largo tiempo había servido fielmente a la casa de los Habsburgo, cayó herido ante la villa de Serón y entregó su espíritu en brazos de su pupilo. Felipe lamentó profundamente esta muerte, pues Quijada había sido muchos años el confidente íntimo de su padre. En su debilidad, los moriscos renunciaron entonces a defender sus villas de las rocas; rehusaron todo combate de importancia y la guerra quedó reducida a golpes de mano, persecuciones enconadas y centenares de pequeñas acciones.
La interminable búsqueda por los despoblados, las luchas con pequeñas partidas, esta guerra pequeña que parecía prolongarse indefinidamente, no era del agrado de don Juan. Aquí no había honores que ganar y sí solo nuevas fatigas. Don Juan anhelaba la proximidad al rey, pues por todas partes se decía y se murmuraba de la gran cruzada futura contra el turco, que acababa de conquistar la veneciana isla de Chipre. Don Juan soñaba con el puesto de comandante supremo de una armada gigantesca de las tres potencias aliadas, España, Venecia y Roma, que se habían reunido constituyendo una liga contra el turco.
Este sueño se hizo realidad. Don Juan, con un suspiro de alivio, volvió las espaldas a las Alpujarras y se dirigió a Sevilla, la brillante y alegre metrópoli comercial, la mayor ciudad de España, a la que Felipe visitaba entonces por primera vez. Allí, en los astilleros del Guadalquivir, sonaban ya miles de martillos y los redondos cuerpos de las pesadas galeras de guerra se encontraban alineados como cetáceos varados en el río. Don Juan suspiró: veía ante sí un gran porvenir.
El levantamiento de los moriscos se disolvió en nada. Los que pudieron huir a África lo hicieron así. Los restantes se entregaron a su suerte y firmaron la paz con los españoles.
La ley que los despojaba de sus nombres, de su lengua, de sus vestidos, de sus costumbres, se mantuvo con todo su rigor. Y aun más: el sur de España les quedó vedado como lugar de residencia.
Una caravana de miseria, de hombres amargados, salió de su antigua patria de las montañas a través de la alegre Andalucía meridional y se desparramó por las ciudades de Castilla y León.
Así terminó el islamismo en España; así se disiparon los últimos sueños del Califato de Occidente.

Capítulo 15
Lepanto
Año 1571

Detrás de la Liga de las tres potencias católicas contra los turcos había un hombre de gran energía: el papa Pío V. Su antecesor había sido Pío IV, hombre diplomático, conciliador y alegre que, con su conducta sabia y mundana, había logrado clausurar el largo Concilio de Trento a favor de un papado casi absoluto. Pero aún le faltaba al papado la fuerza necesaria para transformar en hechos las resoluciones adoptadas y emplear las instituciones de la Iglesia y de los estados católicos como instrumento de una gran ofensiva contra la Reforma y contra el Islam. Esta fuerza la poseía, en gran medida, Pío V.
Pío, hombre de ojos hundidos y mirada recelosa, con las sienes huesudas de asceta, gran nariz aguileña, boca amarga de delgados labios y una barba rala y desgreñada, había ocupado el cargo de Gran Inquisidor romano. Su postura intransigente, despreocupada de toda cuestión política, causaba admiración y enojo incluso a Felipe, quien ciertamente estaba unido a él en espíritu pero desarrollaba una política más prudente que el papa, quien enseguida amenazaba con la excomunión y otras medidas semejantes contra todos los pueblos. La Liga contra los turcos, iniciada por él, había de ser una alianza beneficiosa para Europa.
El mariscal de la Liga, don Juan de Austria, el joven de veintidós años, y el anciano de barba blanca, Pío, se entendían bien. Ambos estaban poseídos por la idea de una ofensiva sin retroceso y sin condiciones para, mediante ella, atrapar al adversario, derrotarlo y destruirlo allí donde se encontrase. Como se sabe, una estrategia primitiva de este tipo, en determinadas circunstancias, lleva a muy malos resultados. En el caso de don Juan condujo a un éxito sin precedente. En una de las grandes batallas decisivas de la Historia Universal, que terminó en tan solo cuatro horas, el poderío naval de los turcos en el Mediterráneo occidental fue aniquilado para siempre; así quedó definitivamente eliminada la constante amenaza frente a Italia y España. El espíritu de la libertad se cernía victorioso sobre las ensangrentadas aguas de Lepanto.
En la rada de Mesina se había concentrado una poderosa flota de guerra. Venecia, que había sido especialmente afectada por la conquista turca de Chipre y la amenaza a sus posesiones en el Adriático, había aprestado 106 galeras; España y Génova, 90, y el papa, 12. Llamaban la atención las pesadas galeazas de Venecia, los navíos de guerra más pesados de su tiempo que estaban dotados con no menos de 44 piezas pesadas. Completaban la flota, además, 100 bergantines, fragatas y navíos de transporte, la mayoría de ellos de España, que prestaban a las galeras la necesaria cobertura y movilidad.
El 15 de septiembre zarpó Gian Andrea Doria con 54 galeras. En los mástiles ondeaba el pabellón verde de Génova. A esta avanzada siguió, al otro día, el grueso de la escuadra al mando del almirante don Juan, galeras con el pabellón azul de Nuestra Señora de Guadalupe; la tercera escuadra al mando del veneciano Barbarigo, con el pabellón dorado de Venecia, y, finalmente, la reserva a las órdenes del marqués de Santa Cruz con el pabellón blanco de los Estados Pontificios.
En el muelle de Mesina se encontraba el nuncio Odescalco, obispo de Pena, quien con las manos extendidas bendecía a todas las naves que iban dejando el puerto mientras una fresca brisa agitaba su amplio ropaje escarlata. Los guerreros, equipados con sus armaduras, recibían las bendiciones hincados de rodillas en cubierta.
Pronto se oyeron los rítmicos cánticos de los marineros y los galeotes, que componían la dotación de la flota en no menos de 5.000 hombres, al tiempo que 31.000 soldados prestaban a las naves la fuerza necesaria para el ataque.
El viento inflaba las negruzcas velas y la flota navegaba sin calma y sin tempestad rodeando el tacón de la bota de Italia a la entrada del Adriático.
En Corfú se encontraron las primeras señales de los turcos. Ruinas de aldeas y ciudades incendiadas bordeaban la hermosa isla; y en los reconocimientos se hallaron cadáveres de gentes asesinadas en las calles, ganados sin dueño y supervivientes aterrorizados que prorrumpían en gritos de júbilo a la vista de los cristianos. Se supo que la flota turca había tomado rumbo al golfo de Corinto y que, al parecer, tenía la intención de regresar a Constantinopla antes de las tormentas del equinoccio. Al mismo tiempo se recibió la noticia de que parte de la escuadra turca, 73 galeras argelinas al mando del temido Aluch Alí, un renegado italiano, había vuelto ya a África. Según esta información, que luego resultaría ser falsa, el resto de la flota turca no podía ser ya demasiado fuerte. Presionado por don Juan, el Consejo de Guerra decidió el ataque a los turcos.
El 5 de octubre, la flota cristiana estaba en las proximidades de Curzolares cuando un bergantín de Gandía trajo la noticia de que Famagosta, la última fortaleza de Chipre, había caído tras un ataque de Mustafá Pacha, quien después, en contra de sus promesas, había organizado una carnicería entre los defensores y ciudadanos de la plaza. Al capitán de los venecianos, un tal Bragadino ―así lo contaron los marineros—, Mustafá lo había hecho despellejar vivo y luego mandó rellenar su piel con heno para colgarla como muestra especial de su triunfo en el bauprés de la nave.
La noticia llenó de consternación y rabia a los cristianos, particularmente a los venecianos, quienes ahora, aun más que antes, querían apresurar el combate.
Al día siguiente el cielo estaba cubierto de nubes espesas y soplaba viento del este. El tiempo no era fácil de pronosticar y ligeramente neblinoso.
La escuadra cristiana no podía hacer ningún progreso y se echaron las anclas. De repente, poco después de la medianoche, en las primeras horas de la madrugada del 7 de octubre, que era domingo, cambió el viento, sopló del oeste, desapareció la niebla y en pocas horas apareció ante las naves cristianas la entrada del golfo de Corinto, que por entonces se llamaba golfo de Lepanto a causa de la pequeña ciudad situada al norte. La profunda bahía permanecía en completa calma, casi como un lago, y las orillas, con las colinas detrás, se distinguían perfectamente a la clara luz de la luna. Cuando salió el sol, la vanguardia, al mando de Doria, divisó las primeras galeras turcas a unas doce millas de distancia.
—Ahora se trata de vencer o morir —exclamó don Juan mientras mandaba izar el gallardete verde en el mástil de la nave almirante, lo que significaba la orden de adoptar la línea de combate.
Después se hizo llevar en un bote de una a otra galera para impartir las últimas órdenes y arengar a las tripulaciones, especialmente a los galeotes, a los que prometió libertad completa, liberarlos de los duros bancos de los remos, en el caso de que la batalla tuviera un final dichoso.
El ala izquierda la formaba el veneciano Barbarigo, con 64 galeras; se mantenía lo más cerca posible de la costa para que los turcos no pudieran rodearlo. El centro, la llamada «batalla», la mandaba don Juan mismo; a su derecha tenía las galeras de Marco Antonio Colonna, el general del papa; a su izquierda, Veniero, el generalísimo de los venecianos; detrás, Requesens, el general español. La batalla estaba constituida por 63 galeras. El ala derecha, la más peligrosa, que navegaba en mar abierto, constaba de 60 galeras al mando del famosísimo Gian Andrea Doria, almirante de Génova. La reserva, con 35 galeras al mando del marqués de Santa Cruz, se mantenía detrás del centro con órdenes de intervenir tan pronto como apareciera, en cualquier punto, peligro de una incursión turca. Delante de la línea, que se extendía en un frente de unas dos millas marinas, fueron enviadas las galeazas venecianas, dos delante de cada escuadra, a una milla del dispositivo de combate. Entretanto, los turcos se habían repuesto de su sorpresa y se congregaban igualmente para formar su línea de combate. No les quedaba otro remedio; las posibilidades de huida eran escasas. El viento estaba en su contra y eran necesarias unas maniobras muy difíciles para envolver con una flota tan numerosa el ala derecha de los cristianos, sin tener, al menos en parte, seguridad de su superioridad destructora. Retroceder de nuevo hacia el golfo empeoraría la situación y disminuiría la capacidad de maniobra de los turcos. Se habían metido en aquel agujero y solamente se podía escapar venciendo a los cristianos o, por lo menos, rompiendo su línea de combate.
Los turcos tenían un total de 286 galeras, contra las 208 de los cristianos, y una dotación de 120.000 hombres frente a los 81.000 de las naves de don Juan. Ellos, según su costumbre, adoptaron un orden de combate en forma de media luna gigantesca que sobrepasaba un poco, en su longitud, la línea frontal de los cristianos, circunstancia peligrosa puesto que con ello existía la posibilidad de un envolvimiento por ambos flancos a la flota cristiana. El ala derecha de los turcos, con 55 galeras, a la que se oponía Barbarigo, la mandaba Mohamed Sirocco; su ala izquierda, con 73 galeras, Aluch Alí, marino y pirata de gran experiencia, al que se oponía Gian Andrea Doria, mientras que el centro, la «batalla» de la flota turca, con un efectivo de 96 galeras, estaba mandada por el generalísimo Alí Pacha. Detrás de la flota había dispuesta una poderosa reserva.
Don Juan mandó entonces izar el pabellón de la cruz en su galera almirante, la Real, y dio la orden de comenzar el combate con un cañonazo. Era cerca del mediodía cuando las primeras galeras turcas sobrepasaron las pesadas galeazas de la avanzada, las cuales, con potentes andanadas, originaron cierto desorden en la línea turca. Apenas Alí Pacha vio el pabellón blanco con la imagen del Crucificado, ordenó que su naveSultana abordara a la nave almirante de los cristianos. La Sultana había izado el pabellón verde del profeta, bordado todo él con el nombre de Alá y versículos del Corán.
Era un magnífico espectáculo el de ambas flotas acercándose la una a la otra, un cuadro que no había tenido parangón en colorido y pompa bélica, pues las galeras estaban inflamadas de pabellones, estandartes, banderas de los diversos estados, provincias, ciudades y casas nobles. Los marineros vestían de un rojo vivo y se tocaban con largos gorros también rojos que les colgaban por detrás de la cabeza; y los lasquenetes, en particular los alemanes e italianos, parecían, con sus brillantes corazas y sus abigarradas calzas y jubones, una gigantesca bandada de pájaros tropicales.
El sol brillaba con toda su claridad en el prodigioso y profundo azul del cielo de otoño. Pero pronto, por encima de este magnífico cuadro, se fueron formando espesas nubes del humo de los disparos y de los navíos incendiados.
La acción propiamente dicha empezó en el ala izquierda cristiana, a la que Sirocco intentó envolver, lográndolo en parte. Pero Barbarigo giró el ala amenazada y rechazó a los turcos en cruel combate. Barbarigo mismo, un gigante por su estatura, fue alcanzado en un ojo por una flecha y retirado bajo la cubierta en contra de su voluntad.
La misma maniobra envolvente la intentó Aluch Alí por el ala derecha de los cristianos. Pero Doria se había dado cuenta pronto de su intención y desplegó sus naves más a la derecha, separándose así de la «batalla», tanto que entre los barcos de Doria y los de don Juan se produjo un vacío sin ninguna cobertura. Aluch Alí se dio cuenta enseguida de la existencia de este punto débil de los cristianos y se dispuso a atravesar por allí la línea enemiga con sus navíos más veloces.
Entretanto, los dos centros se encontraron en medio de un estruendo ensordecedor: gritos de ¡Alá! de los turcos y no menos fuertes invocaciones de los cristianos a la Virgen y a Santiago. Entre los crujidos de la madera al colisionar, entre el salvaje fuego de las piezas, las galeras se embistieron unas contra otras. Los cristianos habían serrado la noche anterior el bauprés de las naves, que, de ordinario, servía para abordar al contrario. Desde lejos podían así dirigir sus fuegos con mayor poder destructor sobre los navíos que se aproximaban. Los turcos estaban asombrados de la violencia del fuego al que el suyo propio no podía igualar.
Los barcos se trababan los unos con los otros y el combate se convirtió en un número infinito de luchas aisladas. Las maniobras navales habían terminado por completo; ya era aquello un combate terrestre que, en vez de tener lugar en tierra, se desarrollaba sobre las cubiertas de madera de las embarcaciones.
El centro de estas luchas aisladas era la entablada entre las dos naves almirante, la Real y la Sultana. Estaban fuertemente pegadas la una a la otra como si estuvieran atadas por sogas. Cientos de jenízaros se precipitaron de un salto sobre la cubierta de la Real. No menos de cinco veces llegaron los turcos hasta el palo mayor de la nao de don Juan y otras tantas fueron rechazados por los cristianos. La cubierta de la Real estaba llena de cadáveres y de heridos y la madera se encontraba tan resbaladiza a causa de la sangre derramada que los soldados apenas se podían sostener sobre sus piernas. Don Juan recibió una herida en un pie, pero, cojeando, continuó dando aliento a sus soldados. Más de seis galeras se aprestaron a ayudar a la Sultana y vaciaron nuevas bandadas de jenízaros sobre su cubierta. Detrás de la Real tres galeras persistían en un intento de remediar las pérdidas en muertos y heridos con la aportación de nuevas fuerzas. Pero la gran superioridad de los turcos se hacía notar, a pesar de que los jenízaros no iban tan bien armados. Entonces, don Juan ordenó libertar a los esclavos de sus bancos de remeros y enviarlos a la lucha. Fue un espectáculo raramente terrible ver cómo los criminales, asesinos, ladrones y salteadores de España, que como dice Cervantes estaban condenados a revolver durante años el húmedo elemento y a segar con sus remos la gran pradera del mar, se precipitaban gritando y jurando sobre la cubierta de la Real formando una manada salvaje de cabezas desgreñadas, rostros mugrientos y pálidos, para emprender, a su manera, la lucha por la Cruz. Y así los bajos fondos de España fueron los que tuvieron que concluir lo que la nobleza había comenzado. Entretanto, el ala izquierda de los cristianos había recuperado por completo su posición y hacía retroceder al ala derecha de los turcos contra su propia «batalla». Los cristianos consiguieron hundir la nave de Sirocco y el mismo Sirocco fue salvado de morir ahogado para caer bajo la espada de un veneciano.
La lucha en el ala derecha cristiana, donde Aluch Alí había acosado peligrosamente al experto Andrea Doria, era de lo más confusa. Aluch Alí había penetrado rápidamente por el hueco que había quedado entre las naves de Doria y la «batalla» de don Juan, en la línea de combate cristiana. Pero el mando de la reserva, el marqués de Santa Cruz, uno de los más famosos almirantes españoles, se dio cuenta enseguida de la peligrosa situación y se esforzó por taponar rápidamente el hueco con sus galeras. De todos modos, en esta ala, la lucha fluctuaba de forma indecisa; muchos de los barcos aparecían incendiados y un humo negro cubría pesadamente las olas sangrientas. En esta ala, la lucha, hasta el último momento, había proporcionado a ambos marinos ocasión para realizar toda clase de maniobras navales, puesto que el mar abierto concedía libertad de movimiento, caso que no se daba en el ala izquierda a causa de la proximidad de la costa de Etolia.
Pero la lucha se hizo decisiva en el combate de los dos centros, de las dos «batallas», en el que las naves enemigas, las unas frente a las otras, seguían escupiendo fuego sin capacidad para moverse, sin ninguna posibilidad de maniobra como tantas otras de las que ya estaban fuera de combate. El gran momento fue el de la victoria de la Real sobre la Sultana. Los cristianos habían destruido por completo todas las defensas de la nave turca y ahora barrían con sus piezas pesadas la masa humana de la cubierta de la Sultana. Los españoles se lanzaron entonces al asalto en su temida formación triple; soldados y galeotes se hicieron rápidamente dueños de la nave almirante. Se desarrolló una horrible carnicería en la que el jefe supremo de los turcos, Alí Pacha, encontró la muerte. Un soldado español le separó de un tajo la cabeza del tronco y llevó el sangrante trofeo a don Juan, quien ordenó que fuera clavado en una lanza y mostrado a los turcos que aún seguían luchando. Al ser arriado el pabellón verde del profeta con los mil nombres de Alá, se propagó el pánico entre las naves turcas. En muchas de ellas, los galeotes, en su mayoría cristianos, aprovecharon el desorden de cubierta para liberarse y seguidamente se precipitaron, gritando, contra los turcos. Miles de estos se lanzaron al agua y allí se ahogaron o murieron a golpes de remo o atravesados por las lanzas. El resto fue ejecutado sobre la misma cubierta. La rabia de los españoles y de los venecianos era tan grande que, al principio, nadie pensó en hacer prisioneros. Las barbaridades de Chipre y Corfú quedaban terriblemente vengadas.
Durante la catástrofe, que aun superaba a la de los persas en Salamina más de dos mil años antes, Aluch Alí conservó la mente despierta. Escapó; en efecto, consiguió rodear, con el resto de su escuadra, unas cuarenta galeras, el ala derecha que estaba al mando de Doria, y escapó a toda vela mar adentro. En las rompientes del cabo Papas permanecieron escondidas algunas de sus naves, las demás huyeron hacia el sur empujadas por un viento cada vez más fuerte. Pronto tuvieron los cristianos que desistir de la persecución.
Entretanto, don Juan intentaba reunir sus barcos y hacerse una idea del resultado obtenido. Algunas de las galeras cristianas se habían hundido; otras estaban tan sumamente dañadas que hubieron de ser abandonadas. En total, las bajas de los cristianos ascendían a 8.000 hombres, de los cuales más de la mitad eran venecianos, muestra de lo dura que había sido la lucha de Barbarigo en el ala izquierda. Pero los turcos habían perdido 224 navíos, de los cuales 131, en buen estado para navegar, habían caído en poder de los cristianos. El resto o estaba hundido o tuvo que ser incendiado. Veinticinco mil turcos habían perdido la vida; cinco mil iban camino del cautiverio. Más de diez mil esclavos cristianos, galeotes, fueron liberados. Fue una victoria grandiosa.
Al atardecer se levantó una tormenta. Sobre el escenario de la lucha se acumularon negros nubarrones. Las olas comenzaron a encresparse. Sobre las negras olas se mecían las galeras incendiadas de los turcos en cuyas cubiertas rodaban, de un lado a otro, los muertos y los heridos graves, para sumergirse finalmente en la tumba del mar con un siseo de burbujas bajo una fantástica luz roja y el rugido del oleaje.
Entre los combatientes de Lepanto se encontraban representados los hombres de casi todas las casas nobles de España. Para el joven Alejandro de Parma, sobrino de Felipe y de don Juan, y que más tarde sería un general más famoso que su tío, Lepanto era su primera batalla. Solo, con la espada desnuda, había saltado el primero a una galera turca y la había apresado con ayuda de su gente. Pero entre los muchos combatientes de nombre y sin nombre destaca uno: un simple soldado de 22 años que en la mañana del combate estaba enfermo en cama, pero que después, contra la voluntad de su capitán, se levantó para tomar parte en el encuentro. El joven luchó como un demonio y fue alcanzado tres veces por las balas turcas, dos en el pie y una en la mano izquierda, que quedó mutilada para el resto de su vida. El nombre del soldado era Miguel de Cervantes.
Era caída la tarde del día de Todos los Santos cuando Felipe recibió en Madrid la noticia de Lepanto. Precisamente se encontraba escuchando el canto de Vísperas cuando don Pedro Manuel, gordo y pesado, se inclinó sobre la baranda del coro y le dijo que se había alcanzado una gran victoria sobre los turcos.
―Tranquilizaos ―replicó el rey― y bajad más tarde para que podamos hablar.
Escuchó tranquilo el canto hasta el final. Luego, la solitaria figura negra se levantó y marchó al encuentro del cortesano. Cuando hubo conocido los pormenores de la batalla se dirigió a su silla, se arrodilló y dio gracias a Dios.
Después ordenó que, a la mañana siguiente, se dijera una misa por las almas de los muertos en Lepanto.

Capítulo 16
Proyecto de asesinato
Año 1571

La gran ofensiva católica de Pío V no se dirigió tan solo contra el Islam, sino también contra el protestantismo. Parecían ofrecerse al papa grandes posibilidades, especialmente en Inglaterra, donde la mayor parte de la población seguía permaneciendo fiel a la antigua fe. Pero un importante obstáculo se oponía a todos estos planes: la reina inglesa, Isabel Tudor, que estaba rodeada de hombres de Estado experimentados y que había sido reconocida como reina legítima por la mayor parte de su pueblo.
Incluso el propio Pío tenía un agente en la misma Inglaterra, un tal Ridolfo, quien, aparentando ser banquero, era en realidad hombre muy eficaz como instigador y agitador entre los nobles ingleses, actividad que de vez en cuando era interrumpida por largos «viajes de negocios» a Bruselas, París, Roma y Madrid.
Ya anteriormente, este Ridolfo se había encontrado con el duque de Alba en los Países Bajos y le había expuesto sus grandes planes para el futuro de Inglaterra, planes que fueron escuchados por el duque con gran escepticismo. Ridolfo quería alzar a la nobleza del norte de Inglaterra, al mando del duque de Norfolk, contra Isabel, al tiempo que una armada española debía arribar a la costa para asegurar la victoria del levantamiento. Norfolk recibiría en recompensa la mano de María Estuardo, la verdadera reina legítima de Escocia y también de Inglaterra, tal y como Ridolfo veía las cosas. Y de esta manera, el bastión occidental de Europa volvería a ganarse para el catolicismo bajo la soberanía de la reina católica. Y con ello, los agitados Países Bajos estarían cubiertos, por el lado del mar, por una potencia católica amiga. Pero respecto a Isabel ―decía Ridolfo― no sería quizá una mala idea apartarla en el mismo momento de iniciarse la rebelión. Los discursos y proyectos de Ridolfo comenzaban con muchas frases piadosas referentes a la ayuda de los ángeles, la bendición de Dios, y parecidos disparates con los que desde siempre han comenzado los mayores hechos vergonzosos de la Historia.
Aunque Alba solamente podía mirar al propio Ridolfo con aversión, no se le escapaban, sin embargo, las enormes posibilidades del plan. Pero la ejecución de semejantes planes tenía un gran inconveniente por parte del lado católico: el propio rey Felipe. Felipe seguía raramente convencido de que su cuñada, Isabel Tudor, en el fondo de su alma, era católica. No se sentía personalmente inclinado hacia ella; lo que quizá influyó más en sus decisiones fue que España necesitaba una Inglaterra contrincante de Francia, que cada vez se inclinaba más al protestantismo y había apoyado últimamente con las armas los levantamientos en los Países Bajos. A esto había que añadir que Felipe conocía mejor que Ridolfo la lealtad del pueblo inglés desde los días de su reinado en Inglaterra y el que a él, como hombre patriarcal comprometido, le repugnaba profundamente la idea de un levantamiento de la nobleza.
Se necesitaba una circunstancia especial para que el lento y difícil Felipe se persuadiera de que debía autorizar una revuelta. Esta circunstancia no la proporcionaron Alba ni Ridolfo, sino, en primer lugar, un marino inglés, y, en segundo lugar, la propia Isabel.
Leyendo su numerosa correspondencia, especialmente las cartas de sus virreyes y gobernadores de los países de ultramar, Felipe se había encontrado frecuentemente con el nombre de John Hawkins. Lo que le contaban de este sir John perturbó de tal manera al rey que, en lo sucesivo, no podía leer este nombre sin escribir al margen observaciones de horror y amenazas.
John Hawkins, a decir de los entendidos, traficaba con marfil negro. Era un mercader de esclavos. Su trabajo consistía en comprar o robar negros en la costa de África, expedirlos enseguida en sus naves y venderlos en las islas occidentales a los plantadores españoles, obteniendo con ellos un gran beneficio. Pero, además de este legítimo negocio, no le repugnaba el ejercicio de la piratería si le venían a las manos naves españolas desprovistas de protección, pues sabía que el valor de los cargamentos españoles, en barras de oro y plata y en joyas, sobrepasaba con creces el valor de su propio cargamento. Además, creía firmemente en la libertad del mar y obraba en consecuencia.
A oídos de Isabel llegó la leyenda de los beneficios inmensos conseguidos por el intrépido aventurero Hawkins. Se agitó en sus venas la heredada sangre de banquero de los Tudor, consiguiendo que su corazón latiera más deprisa. Isabel era de natural avara y ambiciosa; nunca terminaba de decidirse a regalar uno de sus vestidos usados y en todas sus empresas desempeñaba un importante papel el dinero. Decidió tomar parte en el negocio de Hawkins y colaboró en la empresa con una magnífica nave, de nombre Jesús, nave que, con toda justicia ha de decirse, con ese nombre no correspondía al espíritu de los planes del aventurero.
Hawkins zarpó de Plymouth, como quien va a una auténtica gran empresa, con no menos de cinco navíos. En Sierra Leona tuvo un encuentro con los nativos, asaltó una ciudad y cargó sus barcos con los infelices habitantes. Como de costumbre, halló buen mercado en las posesiones españolas, y en las aguas occidentales de la llamada Tierra Firme española se hizo con un rico botín en mercantes españoles. En conjunto, el beneficio logrado importaba la suma, para entonces gigantesca, de cerca de dos millones de libras entre el mercado de esclavos y los logros de la piratería. Cargado en exceso con sus tesoros y un resto de cuatrocientos negros no vendidos, llegó a San Juan de Luz para hacer calafatear una de sus naves. Aquí le alcanzó Némesis en forma de trece navíos de guerra españoles. Cierto es que el mismo Hawkins escapó con algunas de sus gentes en dos botes de los españoles, pero los barcos, con su cargamento y la mayor parte de sus dotaciones, cayeron en manos del vencedor.
En el momento en que Hawkins, medio muerto de hambre y seriamente desengañado, llegó a Inglaterra con los que le habían acompañado en la huida, había en los puertos ingleses del Canal cierto número de naves que transportaba importantes cantidades de dinero a los Países Bajos para el duque de Alba. Este dinero lo había tomado en préstamo Felipe de los banqueros genoveses para pagar al duque. Los barcos habían buscado protección contra los piratas franceses e ingleses en Foy, Plymouth y Southampton. Hawkins vio una ocasión maravillosa de desquitarse de sus pérdidas. Con la ayuda de su joven pariente John Drake logró incitar a la reina y sus consejeros para que se incautara el dinero.
El embajador español en Inglaterra se presentó ante Isabel y exigió la inmediata entrega de ese dinero, que era con toda urgencia necesario en Flandes. Isabel, como era su costumbre en casos como este, habló largo y tendido y dio dos distintas explicaciones a su actitud, la segunda de las cuales estaba en total contradicción con la primera dentro de una florida falta de lógica muy femenina. Primeramente dijo que se había incautado el dinero solo para protegerlo y que no cayera en manos de los piratas, y que lo devolvería todo; pero después dijo que tenía derecho a incautarse de tal dinero, puesto que no siendo propiedad de Felipe, sino de los banqueros genoveses, de ellos tomaba ahora ella el préstamo en lugar de Felipe.
Pero, desgraciadamente, el duque de Alba insistía, obstinado en la gran necesidad en que se encontraba, en la entrega inmediata del dinero. Para dar la necesaria fuerza a esta exigencia totalmente justa apresó, por su parte, todas las naves inglesas que se encontraban en los puertos holandeses y se incautó de todas las mercancías que los ingleses tenían almacenadas en los depósitos portuarios. Entonces Isabel hizo lo mismo con todos los barcos y mercancías españolas que había en Inglaterra. La excitación entre los comerciantes de Londres era inmensa; todo el comercio inglés se veía severamente amenazado, pues España, con sus posesiones en Holanda y en Ultramar, era, con mucho, el mejor cliente de Inglaterra. Alba envió rápidamente mensajeros a España para que también allí se hiciera apresar barcos y mercancías. Pero también en España reinaba gran agitación entre el pueblo a causa de la crisis económica que sufría el país a pesar de las importantes cantidades de metales preciosos y otros productos que recibía de América. Tanto Felipe como Isabel consideraron que había que llegar a una solución satisfactoria para ambos. Isabel, siempre con la reserva de que en ningún momento pensaría devolver el dinero robado, también como siempre hacía doradas promesas; un día aparecía apocada y complaciente y al siguiente salía al encuentro del embajador don Guerau arrogante y amenazadora. Lo que Isabel realmente pensaba no lo sabía nadie, ni sus amigos ni sus íntimos consejeros; y es muy probable que ni ella misma lo supiera tampoco. Con su continuo decir y desdecir conseguía poner en su contra a todas las grandes potencias: Austria y Francia, por sus promesas de matrimonio y la ruptura de compromisos solemnes; España, por su codicia y la piratería inglesa. Las cosas parecían ir mal para Inglaterra, como afirmaba acongojado el gran estadista inglés Cecil, pues también en el país mismo una oposición fanática impaciente esperaba la llegada de los españoles para enarbolar el pabellón de María Estuardo en contra de Isabel. La nobleza de Lincolnshire estaba tan impaciente que se dirigió a Felipe con un escrito rogándole que apareciera pronto en Inglaterra para restablecer el orden católico. Isabel presentía vagamente el grave peligro; y ella se esforzaba en apoyar a los protestantes rivales de Felipe, a los hugonotes de Francia y a Guillermo de Orange en Holanda. Pero también en esto variaba constantemente, de tal modo que los protestantes acababan sintiéndose casi menos inclinados hacia ella que los mismos católicos. Por este juego de indecisiones, desvergüenzas y promesas no cumplidas y coqueterías y mil otros enredos femeninos estuvo Isabel a punto de llevar a Inglaterra al borde mismo del abismo que suponía una coalición de todas las grandes potencias, política esta cuyos amenazadores riesgos perturbaban no poco a todos los prudentes estadistas ingleses, pero cuyo resultado final fue una paz duradera para Inglaterra, paz que únicamente se vio interrumpida por toda clase de pequeñas guerras que apenas afectaban a la mayoría de la población.
También en lo que respecta al dinero cambió Isabel de actitud. Un lugarteniente del duque de Alba, Chapin Vitelli, se presentó en Inglaterra para negociar. El asunto pecuniario concluyó como se había esperado desde el principio: en varias promesas de Isabel. Pero Vitelli no gastó el tiempo inútilmente. Consiguió hacerse una idea clara de la situación interna de Inglaterra. Logró un conocimiento exacto del descontento existente en el país y de la debilidad de una posible defensa. Incluso se tomó interés por conocer las costumbres de la reina y de su corte. Nada escapó a su perspicacia.
En Madrid, como tantas veces antes, el Consejo secreto del rey de España se había reunido. Esta vez se trataba de Inglaterra, de la idea de volver a recuperar Inglaterra para la causa católica. Excepto Alba, que había quedado en Flandes, todos los demás estaban presentes: el agente Ridolfo, el agente Chapin Vitelli, el nuncio de Pío V y el cardenal Espinosa, el duque de Feria, Ruy Gómez, y el gran prior, hijo natural de Alba. En esta reunión del Consejo se decidió enviar una expedición contra Inglaterra y preparar el próximo levantamiento de Norfolk y de la nobleza del norte con la ayuda de las armas. En lo que respecta a Isabel, enseguida estuvieron todos de acuerdo: lo mejor era quitarla de en medio lo más rápidamente posible y sin ruido. Chapin Vitelli se levantó y dijo que la reina, en sus viajes, iba poco protegida en la mayoría de los casos. En casa de lord Montague, donde solía aposentarse muchas veces, en cualquier otra residencia apartada y cercana a nobles católicos amigos de España, no habría dificultad en desembarazarse de su persona mediante una puñalada. Chapin Vitelli se ofreció para llevar a cabo este asesinato.
El representante del papa y la máxima dignidad eclesiástica de España se mostraron de acuerdo con la propuesta de Vitelli. Con encogimiento de hombros manifestaron que Isabel Tudor, la hija de aquella meretriz y adúltera Ana Bolena, era una hereje, excomulgada por el papa, que había usurpado el trono de la cristiana Inglaterra en contra de todo derecho.
Felipe, que a pesar del calor del verano había venido apresuradamente desde los jardines de Aranjuez, permaneció dudoso durante largo rato; pero por fin cedió a los consejos de estos hombres «piadosos y sabios». El asesinato de Isabel era cosa decidida. Los papeles de estas negociaciones fueron confiados al Archivo de Simancas.
Entretanto, en Inglaterra no estaban tan desprevenidos como se suponía en Madrid. Se tenía la impresión de que un peligro amenazaba; pero no se llegaba a tener una clara visión de toda la cuestión.
En Bruselas vivía un tal Charles Bailey, de origen medio escocés medio flamenco, a quien, como a muchos jóvenes románticos, movía a gran compasión la suerte de la hermosa reina de Escocia. A este joven le fueron confiadas cartas dirigidas al obispo de Ross, consejero de María Estuardo, y al duque de Norfolk. Pero apenas llegado a tierra inglesa, Bailey fue detenido, pues en aquellos días había a ambos lados del Canal un enjambre de espías y contraespías. Se le encontró un paquete de cartas cifradas, así como la clave que Bailey había cosido a su casaca. Por un intermediario, el obispo de Ross supo del enorme peligro que se avecinaba. Todo parecía perdido. Pero la red de simpatías y antipatías estaba tan enmarañada en Inglaterra que el obispo pudo llegar a conocer los papeles. Apenas los tuvo en su poder, los cambió por otros de índole no peligrosa. Guardó la clave para poder entregarla más tarde, sin prisas, a los esbirros de la reina, pues el obispo veía venir el momento en que llegaría a sentir sobre sus hombros las manos de la justicia. Las peligrosas cartas pasaron de las manos del obispo a las del embajador de España en Londres.
Entretanto, las pesadas puertas de la Torre habían dejado oír su chirrido al cerrarse tras Charles Bailey. A los agentes de Cecil no se les había escapado que algo no estaba claro en las cartas falsas. Se intentó sonsacarle por medio de otro prisionero. Bailey pasaba de tener un espantoso miedo a disfrutar de una gran confianza en sí mismo buscando con ahínco ánimos en la bebida. Y alardeando contó que se había confiado a sus manos un gran secreto.
Cecil empleó métodos más sutiles. Bailey fue torturado y, por fin, medio muerto, desgarrado por terribles dolores, informó a sus verdugos del convenio habido entre Alba y Ridolfo y del desembarco en tierra inglesa que se estaba preparando. Un terror inmenso recorrió el cuerpo de Cecil. Inglaterra, en aquellos momentos, estaba apenas sin defensas. Siguió inquiriendo, pero los nombres de los conjurados le eran desconocidos a Bailey.
El obispo de Ross, interrogado más tarde por agentes de Cecil, dijo que no se trataba de un desembarco en Inglaterra, sino de una expedición española a Escocia para recuperar el reino de su señora María Estuardo.
Cecil no confió ni en lo dicho por Bailey ni en lo manifestado por el obispo de Ross. Pensaba que la mejor manera de cerciorarse, de tener la certeza absoluta, era la de obtenerla por medio del mismo Madrid. La suerte de Inglaterra estaba en juego. Durante días, durante semanas, estuvo rompiéndose la inteligente cabeza pensando cómo podría llegar a hablar con el silencioso y taciturno español de El Escorial. En estas circunstancias le llegó repentinamente la ayuda. El noble John Hawkins, quien con esto aparecía de nuevo en escena, había concebido un plan asombroso por su osadía y su ingenuidad. Hawkins pretendía ofrecer sus servicios al rey español; pretendía hacer saber a Felipe que, de repente, por un remordimiento de conciencia, arrepentido de su herejía y de sus crímenes contra la católica España, estaba dispuesto a pasarse con dieciséis naves y cuatrocientos cañones al lado de los enemigos de Isabel. De esta manera quería ganarse la confianza de Felipe y poder escudriñar sus planes.
Cecil se encogió de hombros y miró al barbudo almirante tratando de averiguar si acaso había perdido totalmente el juicio a causa de las grandes fatigas sufridas en su último viaje de regreso. Pero Hawkins, como viejo y pícaro hombre de mar, poseía el don de una asombrosa elocuencia con la que había metido también en aventuras arriesgadas a la propia reina. Riendo y guiñando el ojo abandonó el pirata al escéptico estadista, quien, a regañadientes, había concedido el permiso para que hiciera lo que él mismo, sin embargo, no podía ordenar que hiciera.
Hawkins se dirigió a don Guerau, el embajador español, y desde un principio se encontró con el hombre adecuado, pues don Guerau veía todo a través de cristales color de rosa y creía que en el interior de todo inglés había un católico que se había apartado de sus deberes para con el papa y de su simpatía hacia España solo a causa de la vieja y horrible solterona Isabel. En las prudentes palabras de Hawkins, en la profunda compunción del viejo lobo de mar, encontraba completamente confirmada su previa opinión. Con suma celeridad informó a Madrid acerca del nuevo y singular amigo de España, iluminando con sabias palabras la pericia naval de Hawkins y la gran trascendencia del paso que había dado.
Felipe, con un significativo movimiento de cabeza, leía la carta de su embajador en Inglaterra. Le parecía imposible que este terror de los mares se fuera a incorporar a su armada con cuatrocientos cañones; pero la cosa en sí, sin embargo, no excluía por completo esa posibilidad. Algún tiempo atrás, un tal Thomas Stukely, otro pirata inglés, e incluso pariente lejano de Hawkins, se había pasado al lado de los españoles y había prestado grandes servicios en favor de Irlanda. Los caminos de Dios son verdaderamente maravillosos, pensaba el rey; pero se tenía que procurar, sin embargo, pruebas más palpables de hasta qué punto era Hawkins digno de confianza.
Las pruebas no faltaron. Hawkins proporcionó a su amigo Fitzwilliam una carta de presentación de María Estuardo para Felipe y el duque de Feria, cuya mujer era inglesa. Y así llegó el día en que Fitzwilliam fue presentado a Felipe. Fitzwilliam se comportó con tanta calma y serenidad y habló con tanto sosiego que las últimas sospechas de Felipe se desvanecieron por completo.
Antes de que se llegara a un acuerdo, puso Hawkins unas condiciones de escasa importancia. Primeramente, decía por boca de su mediador, deseaba que el rey dejara en libertad a los marineros ingleses apresados en San Juan de Luz y que después habían sido trasladados a las cárceles de la Inquisición en Sevilla. Estos hombres se habían comportado ciertamente de una manera inaudita contra su majestad el rey de España, pero, en definitiva, estas gentes habían cometido sus crímenes a las órdenes de Hawkins; por consiguiente, también prestarían en el futuro grandes servicios al rey. En segundo lugar, necesitaba Hawkins, claro está, dinero; no mucho, pero, en cualquier caso, algo, cincuenta mil libras, para poner sus barcos en condiciones de navegar seguros, para reclutar tripulación y para pagar sobornos. En este momento solemne de su conversión se avergonzaba de venir al rey con estas peticiones pecuniarias. Pero su majestad no se podía imaginar lo avara que era Isabel.
Felipe aceptó sus condiciones. Fitzwilliam fue informado de todos los planes, con la única excepción del atentado contra la reina. Bien recompensado, provisto de las bendiciones para el desarrollo de la empresa, abandonó España en compañía de la horda de marinos libertados. En su voluminosa valija llevaba una orden de pago de cincuenta mil libras y una carta dirigida a la nobleza española. Cecil tenía ahora en sus manos todos los hilos. El duque de Norfolk fue acusado de alta traición y ejecutado después de un prolongado titubeo de Isabel.
En vano imploraron al duque de Alba los ingleses refugiados en Flandes que, a pesar de ello, intentara el desembarco. Ridolfo recibió la orden de alejarse de los Países Bajos. En vano se lamentó el papa y en vano escribió Felipe cartas al duque, diciendo que era una lástima que se desistiera de una empresa en la que con seguridad se contaría con la ayuda de Dios. El duque de Alba estaba harto de esta historia de la conjuración. Con rigurosa decisión dio la vuelta al timón de su política y tomó el rumbo opuesto: iba a acercarse a Inglaterra con un ofrecimiento de amistad.
Isabel respiró. La paz se había conseguido. Estaba francamente dispuesta a coger la mano que España le tendía. Ella, en primer lugar, era reina de Inglaterra y no protectora de los rebeldes holandeses ni del protestantismo, al que, en efecto, estaba poco inclinada en el fondo de su corazón y siempre se servía de él como instrumento político en ayuda de su país cuando lo requería la ocasión.
A los gueux holandeses se les prohibió tocar los puertos ingleses. El respaldo de los ingleses a Guillermo de Orange se deshizo en humo. Y por fin España e Inglaterra cerraron un tratado de entendimiento general, tan solo por dos años; pues ambas potencias tenían la vaga sensación de que el acuerdo no podría mantenerse mucho tiempo.
En las hospederías de Londres, el leal John Hawkins celebraba una alegre y nada frugal fiesta de encuentro con sus antiguos camaradas y tripulaciones que habían escapado del fuego de la Inquisición de Sevilla por su maravillosa conversión. Los bolsos de Hawkins estaban llenos de dinero español. Esta vez había saqueado el mismísimo Escorial.

Capítulo 17
Noche de verano
Año 1572

Después de la inesperada muerte de Enrique II por la lanzada de Montgomery, Francia no llegó a tener un momento de paz. En vano, la reina viuda, Catalina de Médicis, se esforzaba por reconciliar a católicos y hugonotes calvinistas mediante edictos de tolerancia y tratados de paz. La antigua política de la casa de Médicis, el esfuerzo por llegar a una conciliación, a un equilibrio, que tantas veces había logrado éxito en Florencia, fracasaba en Francia. Las guerras religiosas internas se sucedían una tras otra. Por todo el país había aldeas en llamas, ciudades ennegrecidas por el humo, cadáveres pudriéndose en los patíbulos y aullidos de lobos que llenaban las noches. La miseria del pueblo francés era casi tan grande como en tiempos de la guerra de los Cien Años, en los que Inglaterra, con su aliada Borgoña, convirtió la hermosa tierra de Francia en un erial despoblado. A la furia del fanatismo religioso había que añadir la discordia entre las grandes casas de la nobleza, la debilidad de la casa real, los celos de las potencias extranjeras, que en lo único que estaban de acuerdo era en elegir Francia como campo de batalla de sus sangrientos arreglos. La suerte alternaba para católicos y hugonotes. Hoy caía cobardemente asesinado el duque de Guisa, general de los católicos; mañana era derrotado el almirante Coligny, jefe de los hugonotes, en las batallas de Jarnac y Moncontour, sin que, sin embargo, significara esto haber terminado con ellos. Dentro de un reino todavía feudal, los hugonotes habían erigido un estado eclesiástico casi democrático.
Las opiniones y propuestas políticas de los distintos miembros de las iglesias pasaban a través de los clérigos a los jefes de los principales centros eclesiales, veinticuatro, distribuidos por toda Francia, y de ahí a un consejo de seis ancianos que colaboraban estrechamente con la reina de Navarra y el almirante Coligny, jefes del partido. Esta organización severa de los hugonotes, a imitación del modelo de Ginebra, hacía posible que los jefes reunieran grandes sumas de dinero y organizaran en común importantes ejércitos. Aunque los hugonotes estaban en franca minoría y a lo sumo suponían una décima parte del pueblo francés, suplían, empero, esta debilidad en cuanto a número con un gran entusiasmo y una total entrega a la causa. Y ello constituía en sí una posibilidad de que el reino feudal de Francia se convirtiera con el tiempo en una estructura mitad teocrática y mitad democrática.
Era esta existencia de un estado dentro del Estado lo que atemorizaba a Catalina de Médicis y no la ideología religiosa de los hugonotes, a la que la reina viuda mostraba total indiferencia. Como tantos miembros de su familia, algunos de los cuales habían llegado incluso a llevar la tiara, no era en el fondo una persona religiosa. Pero la mayoría del pueblo francés, especialmente la población de París, era católica, y la indiferencia de la reina viuda le parecía menos peligrosa y despreciable que la pública herejía de los hugonotes.
Felipe de España, como cabeza del catolicismo político, se esforzaba naturalmente en apoyar al partido católico francés; en cualquier caso, incluso con la fuerza de las armas, debía impedir la formación de una gigantesca Ginebra al otro lado de los Pirineos. Pero en vano intentó llevar a Catalina al campo de la reacción católica. La reina viuda rechazaba la institución de la Inquisición en Francia; sus miradas se dirigían a Inglaterra, con cuya reina Isabel deseaba insistentemente tener una relación más estrecha mediante el matrimonio de la reina con uno de sus hijos menores, los duques de Anjou y de Alençon, esperanza que la propia Isabel sabía avivar constantemente. A los hugonotes les convenía un entendimiento con la reina protestante; pero aún les interesaba más que Guillermo de Orange y los rebeldes flamencos les apoyaran en la lucha contra Felipe.
El rey de Francia, Carlos IX, segundo hijo de Catalina, un joven de veintidós años, era de carácter débil, aficionado más a la caza y a las bellas artes que al fastidioso negocio de la dirección del Estado; sus ideas eran siempre las del consejero al que en último lugar había consultado. En general, manejado por su madre y los confidentes de esta, seguía los consejos de la propia Catalina, pero últimamente se había inclinado cada vez más hacia el almirante Coligny, cuyo apoyo a los rebeldes flamencos, con la posibilidad de anexionar las provincias rebeldes a Francia, le parecía una política mejor que el indeciso oscilar de Catalina entre Inglaterra y España. Precisamente en esos días, Catalina había concluido la alianza familiar, de la que se prometía una duradera reconciliación de católicos y protestantes. Había casado a su hija menor, Margarita, de dieciocho años, con el joven Enrique de Navarra, quien, después de la muerte de su madre, Juana de Albret, se había convertido en jefe de los hugonotes. Para celebrar esta boda habían venido a París los más destacados hugonotes de toda Francia. Allí estaba el mismo almirante Coligny, el joven príncipe de Conde, el belicoso Vidame de Chartres, el divertido Téligny, el gordo y ameno La Rochefoucauld y muchos otros. Pero también los católicos estaban fuertemente representados. Desde los pulpitos de las iglesias católicas, los sacerdotes se desataban en improperios contra el matrimonio de la católica infanta con el príncipe protestante, pues este acuerdo matrimonial había sido tomado en contra de la voluntad del papa. También los católicos creían husmear una conjuración protestante, pues el joven Enrique de Navarra era, como nieto de la genial narradora de cuentos Margarita, hermana del fastuoso Francisco, legítimo heredero de la corona de Francia en el caso de que los débiles príncipes de la casa de Valois, hijos de la reina viuda Catalina, desaparecieran antes de tiempo de la escena del mundo. Pero si los católicos sospechaban lo peor, a los protestantes no les sucedía lo contrario, pues temían que Europa, a causa de este matrimonio, se pudiera desentender de su movimiento.
Una turbia sensación de que iban a producirse sucesos horribles embargaba a los parisinos, fácilmente impresionables. El calor de agosto se dejaba caer con fuerza sobre los numerosos pináculos de las estrechas callejas y las basuras comenzaban a heder.
La ceremonia de la boda transcurrió sin la temida agitación. La pareja, para el acto, se situó en una tribuna de madera delante de Notre Dame, contemplada por una multitud de muchos miles de ojos, puesto que el hugonote Enrique no podía entrar en la catedral. La pequeña Margarita, con fastuoso vestido violeta almidonado y una rubia peluca en lo alto de su lindo rostro un tanto sensual, se quedó un poco confusa cuando el cardenal de Borbón le preguntó si aceptaba a Enrique por esposo. Su hermano Carlos, el rey, le dio un rápido empujón y entonces ella inclinó la cabeza, gesto que todos los presentes consideraron como un sí, suficiente para el caso. Quizá pensaba Margarita en el joven duque de Guisa, el otro Enrique, acerca del cual circulaban rumores de que gozaba de los favores de la bella infanta.
El matrimonio se celebró en domingo. El viernes siguiente ya sonaron los primeros disparos de la esperada contienda. Alcanzaron al jefe de los hugonotes, el almirante Coligny. Sus heridas no eran graves. Los disparos procedían de una casa que pertenecía al duque de Guisa. El humeante mosquete fue hallado detrás de la reja de una ventana, el tirador había desaparecido. Pero estaba claro quién era el auténtico autor del hecho: el duque Enrique de Guisa. El joven no había podido olvidar nunca que habían matado a su padre, que él a los treinta años estaba junto a la llorosa madre cuando el padre, el gran mariscal francés, tranquilo y resignado, le había dirigido palabras de despedida. Enrique de Guisa siempre había creído que el verdadero culpable de aquel asesinato era el almirante Coligny; y ahora había querido él tomar venganza al modo arrogante y violento de los hombres de su casa. Cuando el rey, que precisamente se encontraba en el patio del Louvre jugando al tenis con el yerno de Coligny, tuvo noticia de este atentado, arrojó la raqueta y exclamó:
―¡Nunca puedo estar tranquilo! ¡Preocupaciones y más preocupaciones! —Y después de un rato añadió—: Esos disparos iban dirigidos a mí.
Después del mediodía visitó el rey al almirante en compañía de su madre y sus hermanos y los más altos dignatarios de Francia. Conversó largo rato con él. Impaciente por acabar, el rey hacía señas a su madre y a su hermano Anjou, hasta que la reina viuda le recordó que el almirante estaba herido y necesitaba reposo.
A pesar de los ruegos de sus seguidores, el herido Coligny se quedó en París. Hugonotes y oficiales de la guardia real vigilaban su alojamiento en la rue Béthisy. Bajo la protección y el afecto del rey se creía seguro.
Ya entrada la noche del sábado, la joven esposa Margarita, la nueva reina de Navarra, se dirigía a la cama para acostarse. Su corazón latía muy agitado, pues no había escapado a su atención la extraña inquietud, las miradas excitadas de ojos febriles que podían percibirse en el Louvre. Pero si esperaba encontrar tranquilidad al lado del esposo, pronto se dio cuenta de que había abrigado una falsa esperanza. La alcoba se iba llenando cada vez más de hombres que le eran completamente extraños, pero que eran recibidos con amistosos saludos por su marido. Eran los compañeros de armas de Enrique, los jefes de los hugonotes. La mayoría de ellos calzaban botas altas y sencillos jubones de cuero de cuellos blancos y estrechos. Sus espuelas tintineaban, las largas espadas con amplias cazoletas llenaban de terror a la joven, que se encontró así, sin presumirlo, en un campamento militar. Además, los hombres no mostraban ninguna ceremonia en su comportamiento. Algunos se arrellanaban en los sillones, que crujían bajo el peso desacostumbrado que soportaban, otros se tumbaban en las alfombras mirando al techo con las manos debajo de la cabeza de largas melenas. Los más osados se sentaron en la cama y su alcohólico aliento llegaba hasta el rostro de la reina. El fuerte olor a sudor llenaba la habitación en la que se habían reunido hasta cuarenta personas. Los hugonotes estaban muy excitados; lanzaban juramentos y pronunciaban toda clase de invectivas golpeando con sus rudos puños con tal fuerza en las mesitas adornadas con incrustaciones que las polveras y tarros de cosméticos rodaban de un lado a otro liberando un suave perfume que se mezclaba con el olor del sudor de tal manera que producía asco. Muchos de aquellos visitantes no invitados eran gascones; gritaban en un extraño francés y llamaba a su esposo «noust Henric», lo que hubiera podido llegar a divertir a la joven esposa si desenvainando las espadas y con furiosos rostros bigotudos no juraran que degollarían a Enrique de Guisa como cualquier aldeano lo haría con un gallo. La joven esposa pensaba llena de temor en su anterior amante y juntando las manos bajo la colcha musitaba una inaudible jaculatoria pidiendo protección para el de Guisa. Miraba a su esposo, rechoncho y de anchas espaldas, que estaba sentado junto a ella entre los negros almohadones de seda. Pero «noust Henric» parecía contento y alegre con todo aquel tumulto; reía a carcajadas y de vez en cuando daba a la joven esposa un empujón casi doloroso cuando uno de los gascones hacía una observación especialmente subida de tono y de la cual se reía con estrépito toda la concurrencia. El rubor de Margarita aumentaba entonces más y más y pensaba para sí cuántas espinas se esconden en la vida matrimonial. Eran ya las dos de la madrugada cuando los visitantes comenzaron a despedirse. Los más principales lo hacían con sonoros besos a Enrique y a ella.
Pero ¡oh! la joven pareja no habría de disfrutar mucho tiempo de alguna tranquilidad. Unos puños aporrearon la puerta y el capitán de la guardia comunicó a Enrique que el rey quería verlo enseguida.
―¿Qué? ―exclamó Enrique―, ¿ahora, en medio de la noche? ¿No sabe que soy un recién casado?
El capitán soltó una carcajada detrás de la puerta, y dijo, lamentándolo, que el asunto, desgraciadamente, era de la máxima urgencia.
El rostro de Enrique se puso repentinamente serio. Tan deprisa como le fue posible se puso con esfuerzo las calzas de seda blanca, que verdaderamente le estaban demasiado estrechas.
La joven esposa hundió el rostro en la almohada y medio dormida ordenó a la camarera, que se presentó apresuradamente, que corriera el cerrojo de la puerta. Al poco rato se durmió. Pero, de repente, despertó de su profundo sueño. Fuera aporreaban otra vez la puerta y alguien gritaba como necesitado de urgente auxilio: ¡Navarra! ¡Navarra!
La camarera se precipitó a la puerta y la abrió creyendo que era Enrique. Pero entró un hombre con el pelo revuelto y las ropas ensangrentadas que se arrojó sobre Margarita, agarrándola por los hombros aterrorizado. Margarita no sabía si aquel hombre quería violarla o si era un loco; se lanzó fuera de la cama e intentó librarse de las manos y las sábanas que la sujetaban. En la puerta aparecieron cuatro arqueros de la guardia que intentaron separar a la reina y al joven, que seguía gritando lleno de miedo. En ese momento penetró en la habitación el capitán de la guardia real, monsieur de Nancay, y no pudo reprimir una carcajada al contemplar aquel revoltijo. Ordenó a los arqueros que salieran del dormitorio de la reina y Margarita reconoció en su supuesto atacante a un tal monsieur de Leran, un hugonote que pertenecía al más estrecho círculo de amistades de su marido. Este pidió a la reina que no lo entregara a Nancay, quien, a ruegos de Margarita, abandonó la alcoba riendo y encogiéndose de hombros. Mientras salía dijo:
—A mí no debe importarme uno más o menos, especialmente si me lo piden unos labios tan bellos.
Leran, temblando y exhausto por la pérdida de sangre, apoyándose en la cama de Margarita, dijo:
—Madame, se está llevando a cabo una matanza. En el Louvre, en las Tullerías, en París, e incluso en los arrabales, los católicos, como fieras salvajes, caen sobre los hugonotes desprevenidos y los aniquilan.
— ¡Enrique! —gritó Margarita—. ¡También lo habrán matado a él!
Pero Leran la tranquilizó y le comunicó que su marido estaba seguro, y por lo tanto con vida, encerrado en las habitaciones del rey.
Margarita y su camarera acostaron a Leran sobre almohadones dentro de un armario empotrado en la pared y vendaron sus heridas. Luego, Margarita cerró el armario y se quitó el camisón manchado de sangre. Fuera se oían gritos y gente armada que corría por los pasillos haciendo sonar las espuelas y llenándolos de ecos.
Margarita decidió entonces ir a la habitación de su hermana Claudia, la duquesa de Lorena, pues tenía que hablar con ella urgentemente. Se echó encima una bata y se encaminó con paso rápido por los largos corredores del Louvre. Amanecía a aquellas horas. En el exterior había un ligero velo de niebla gris plata que cubría París. Se dejaban oír disparos aislados, pero en el propio Louvre se había hecho el silencio. En el fresco aire mañanero, Margarita sudaba invadida por el miedo y se preguntaba si todo aquello no habría sido un sueño. Ya había llegado a la puerta de su hermana cuando, de repente, como salido de la nada, se precipitó hacia ella un joven con los cabellos alborotados. Ella se detuvo como encadenada por una pesadilla. Una flecha pasó silbando por su lado. Apenas tres pasos delante de ella se desplomó el joven entre estertores de muerte. Salpicaduras de una sangre viscosa mancharon el rostro y las ropas de la reina. Aún seguía ella en pie, inmovilizada y sin poder apartar los ojos del moribundo joven, al que unos miembros de la guardia agarraron con dureza y lo llevaron a rastras, cogido por los pies de tal manera que sobre el blanco suelo quedó la marca de una ancha franja roja.
La puerta de la habitación de la hermana se abrió con precaución y una doncella introdujo a la reina.
— ¿Tú, Margarita? —exclamó Claudia—. ¿Qué haces? ¡Estás llena de sangre!
Los rostros de las dos mujeres estaban blancos. A la mortecina luz de la mañana parecían espectros irreales.
De súbito comenzó Margarita a gritar. Permanecía inmóvil, con los brazos caídos y las manos muertas, sus grandes ojos mirando al vacío. Sus gritos eran tan agudos y estridentes que resonaban terribles por todo el Louvre. Ni ella misma sabía por qué gritaba, pues no era propiamente la hermosa joven, sensual y regordeta la que gritaba así, sino la mujer, la mujer primitiva ante la cual se había descorrido un velo dejando al descubierto el trágico destino del pueblo francés.
Enrique de Guisa había consumado su venganza. Era una venganza infame. Con gran cantidad de gente armada había entrado en la casa de rue Béthisy, domicilio del almirante. Dentro oyeron entrar a los hombres; Coligny había ordenado a sus amigos que le dejaran solo. Y solo, en camisa de dormir, el anciano herido había salido al encuentro de uno de los sicarios de Guisa llamado Besme.
―¿Sois vos el almirante? —preguntó Besme.
―Yo soy —contestó Coligny—. Deberíais respetar mi ancianidad y mi debilidad, joven. Tan solo abreviaréis un poco mi vida.
Ante esta respuesta Besme asestó una puñalada en el pecho del almirante y los acompañantes del asesino se precipitaron con sus espadas sobre el cuerpo del caído. Desde abajo, desde el patio, Guisa había gritado:
―¿Estáis listo, Besme?
―Todo concluido ―había respondido Besme―. Vuestra alteza puede convencerse por sí mismo.
Diciendo esto asomaron el cuerpo del moribundo por una estrecha ventana. Sus fríos dedos se agarraron con fuerza al borde de tal forma que tuvieron que cortarlos a golpe de espada.
El cadáver cayó pesadamente al patio. Alguien le dio la vuelta. Guisa bajó del caballo.
―Es él. Lo conozco ―dijo y dio al muerto varias patadas en la cara.
Hecho esto, se retiró a caballo. Sus gentes gritaban:
―¡Matad! ¡Matad!
Esta llamada se convirtió en la señal para la matanza general de los hugonotes.
El pueblo de París no se hizo esperar mucho tiempo. De las bodegas, de las buhardillas, de los patios de las iglesias salían las gentes. De debajo de los arcos de los puentes, de las barcas del Sena, de los contrafuertes de las murallas de la ciudad, salía un terrible ejército de miseria y crimen. Desgraciados con rostros picados de viruela, con cuchillos y garrotes en sus roñosas manos, cubiertos de harapos y descalzos, así subía hacia París el inframundo a la luz gris de la mañana de agosto.
Y así cayeron sobre los hugonotes. Acá quemaron a un viejo librero entre sus libros; allá degollaron a toda una familia, padre, madre e hijos juntamente con los sirvientes que llenaban el aire con sus gritos. Las bandas de asesinos iban de casa en casa cantando y aullando. Como sucede siempre en estos casos, el sexo llamado débil se mostraba más ávido de sangre, más sediento de venganza y más grosero que los asesinos, ladrones y rufianes masculinos. Una mujer que intentaba huir por un tejado fue alcanzada por el disparo de un tirador del rey. Cuando cayó a la calle, con las piernas rotas, las mujeres vieron que la desgraciada estaba encinta. Le abrieron el vientre, sacaron el niño nonato y lo golpearon hasta convertirlo en una masa sanguinolenta. El cobarde asesinato de seres indefensos era aprobado por los guardias armados y por la católica nobleza de Francia. Las puertas de París se cerraron; ningún hugonote podría escapar. Pero entre los católicos burgueses se encontraban hombres y mujeres que, con peligro de su propia vida, daban asilo en sus casas a los perseguidos.
Cuando llegó la mañana se sacaron del Louvre, arrastrándolos, los cadáveres de los hugonotes principales, así como de las Tullerías y de la ciudad entera para exponerlos como resultado de una montería en las explanadas de delante del propio Louvre. Caballeros y damas de la corte se acercaban, elegantemente vestidos, perfumados y bien peinados, y unos a otros mostraban las víctimas entre risas y charlas. De toda Francia, pero especialmente de las provincias del sur, los hugonotes se habían congregado con motivo de la boda de su jefe, confiando muy seguros en la protección real.
Los asesinatos duraron casi toda la semana. La matanza iba disminuyendo para volver a intensificarse de nuevo hasta que, finalmente, el domingo siguiente, la canalla, agitada y cargada de botín, se retiró volviendo a sus escondrijos. Entretanto, la rabia se había extendido a las provincias. El número de asesinatos en toda Francia no se pudo calcular fácilmente. Los informes de los contemporáneos oscilaban, en cuanto a cifras, entre las diez mil y las doscientas mil víctimas.
¿Quién tuvo la culpa de esta matanza? ¿Quién dio la orden definitiva? Las fuentes de la Historia renuncian a responder a estas preguntas, la objetividad está por completo ausente y los prejuicios abundan. La diplomacia francesa, para ganarse el favor de Felipe y del papa, presenta los hechos como si la matanza hubiera sido el resultado de un plan bien estudiado y confeccionado hasta en sus menores detalles por el propio rey de Francia y su madre. Pero todo apunta en contra de tal idea. El embajador español en París, Zúñiga, expresaba en una carta a su rey la opinión de que las sangrientas jornadas no respondían a plan alguno. Parecía como si los provocadores de esta acción hubieran sido Enrique de Guisa y sus compañeros, quienes, con la asistencia de la guardia católica y del pueblo de París sediento de sangre, habían desequilibrado la balanza a su favor en contra de las mejores razones del rey. Guisa había dado el primer paso con su ataque fallido a Coligny. Con toda seguridad habría encontrado la muerte si no hubiese dado el segundo paso eliminando a Coligny y a sus principales seguidores, pues no cabía duda alguna de que Coligny, una vez recuperado de sus heridas, habría puesto completamente de su parte al joven monarca.
Sin embargo, el rey y su madre no eran inocentes. Su principal crimen fue la debilidad de su postura, la impotencia del rey ante los dos partidos y sus jefes. A la hora en que el rey mandó venir a su lado a su primo y cuñado, Enrique de Navarra, ya sabía lo que se jugaba. No tenía ni la intención ni la fuerza necesaria para impedir los asesinatos; él, con toda su familia, era un prisionero en el Louvre, vigilado por los católicos. En vano intentó salvar a La Rochefoucauld; en vano quiso impedir el asesinato de Coligny enviando mensajeros en busca de Guisa.
El pueblo francés cargó las culpas de la matanza sobre las espaldas de la italiana Catalina de Médicis. Pero la reina viuda siempre había luchado por conseguir un acuerdo entre los dos partidos y por lograr la paz en el país; y no está muy claro por qué ella, en el momento en que, por el matrimonio de su hija con Enrique de Navarra, parecía estar más cerca de conseguir esta paz de mutua tolerancia, habría de tomar el camino de la política opuesta. La culpa de la lamentable catástrofe de la Noche de San Bartolomé la tuvo mucho más el propio pueblo francés, que a causa de las disensiones entre los partidos había olvidado dónde estaba el bien de Francia. La noticia de los sucesos de la Noche de San Bartolomé causó una profunda impresión en toda Europa. Felipe de España se mostraba satisfecho y calificaba la matanza como «hecho memorable». No era solamente su odio hacia los herejes protestantes lo que motivaba esta opinión y le hacía decir tales palabras, sino también la idea de que Francia se habría de unir más estrechamente a España y que, con ello, recuperaría los Países Bajos para su casa.
El duque de Alba, quien ya una vez en Bayona había hablado de la necesidad de unas nuevas «Vísperas Sicilianas», de una nueva «Noche de los Cuchillos Largos», recibió la noticia con frialdad. Su postura política había cambiado esencialmente. Su política de terror en los Países Bajos se había mostrado como un fracaso. Se esforzaba en llegar a un entendimiento con Inglaterra y, a causa de Isabel, mandó que se rindieran honores militares a la guarnición de hugonotes de la plaza de Mons una vez conquistada.
Isabel recibió la noticia con una gélida atención. Cuando el embajador francés, sin embargo, preguntó si el conde de Leicester no iría pronto a París para reanudar las conversaciones sobre el proyectado matrimonio con Alençon, replicó: «No permitiré que Leicester arriesgue su vida en París». El infortunado embajador resultó insultado, burlado y casi apaleado por los cortesanos de Isabel.
El papa, Gregorio XIII, hizo acuñar una medalla para conmemorar la «memorable noche»; en ella, un ángel con espada desenvainada perseguía a los hugonotes.
Para Francia, como era de esperar, el asesinato en masa era considerado como una desgracia nacional. Habían quedado con vida suficientes hugonotes para vengar a los asesinados. Comenzaba la cuarta guerra religiosa en el desolado país. Rochelle, la ciudad de los hugonotes, era como una roca resistente al asalto de los ejércitos católicos. La llamada «Paz» que finalmente llegó a continuación fue tan solo una nueva pausa para tomar aliento en la terrible guerra civil.
Pero aún vivía el joven Enrique de Navarra, el futuro rey de una Francia unificada.

Capítulo 18
Una hora antes del amanecer
Año 1574

Silenciosa, casi como muerta, yacía la pequeña ciudad de Rotterdam en la noche de septiembre. Aquí y allá lucía una farola aislada sobre una puerta cerrada; pero una luz tenue y oscilante atravesaba débilmente los velos de la niebla. El agua caía en lentas y gruesas gotas de las gárgolas de las casas cuyos puntiagudos pináculos se perdían en la espesa y húmeda atmósfera.
Los habitantes de Rotterdam llevaban ya mucho tiempo descansando en sus lechos. Solamente en las torres de los centinelas y en las murallas había algunos hombres despiertos, guardias nocturnos con largas lanzas y armas de fuego cuyo sonido, de vez en cuando, con largos intervalos, llegaba amortiguado por la niebla, como el ronco graznar de extrañas y casi afónicas aves acuáticas.
Había una humedad penetrante y fría; pero no soplaba viento alguno. Los centinelas, envueltos en sus capas frisonas, largas y grises, en vano levantaban sus índices humedecidos en la niebla y en vano miraban en la dirección en que, dentro de esta confusión de niebla y agua, debiera encontrarse el gris mar del Norte. El viento se había dormido; y así llevaba ya muchos días.
En una de las casas de afiladas torres, algo más majestuosa que las vecinas, adornada con columnas a su entrada y un escudo sobre la sólida puerta de madera de roble, había, en el segundo piso, un hombre enfermo. Su nombre era Guillermo de Nassau, príncipe de Orange. Pero el aspecto de la sencilla habitación, pintada en blanco, en la que solamente había una cama y una silla, tenía poco de principesco; ni el hombre mismo, a quien una alta fiebre estuvo a punto de costarle la vida. Sus mejillas estaban profundamente demacradas, como las de un asceta; la nariz sobresalía, larga y ganchuda, de su rostro; la surcada frente se perdía en un cráneo casi pelado en el que solamente quedaban algunas mechas de pelo a semejanza de esas hierbas aisladas que pueden verse en los pantanos. Por sus mejillas y su mentón crecía sin orden una barba grisácea de dos días. Las guías de su bigote, aún oscuro, colgaban melancólicas.
Parecía casi increíble que este hombre fuera el mismo, despreocupado y un tanto derrochador, sobre cuyos hombros se había apoyado, en Bruselas, el anciano emperador; el mismo gobernador de Zelanda y Holanda, a quien le gustaba comer sobre un mantel de azúcar en su casa de Breda, porque el extraño mantel era más costoso y más raro que los de seda, terciopelo o damasco.
El hombre había cambiado sustancialmente, tanto en su exterior como en su interior. Los pensamientos de Guillermo de Orange, a estas horas de la noche, cuando la ciudad dormía y fuera no había más que niebla, eran tristes, angustiosos, cercanos a la desesperación.
El enfermo notaba que la alta fiebre cedía un poco; pero se sentía deshecho, mortalmente cansado; y sabía, al mismo tiempo, que no podía dormir, pues con la fiebre se le habían ido también las fantasías que la mayor parte de las veces le hacían volar a su juventud, a su palacio de Dillenburg junto al amistoso Lahn. Ahora, a la vez que la fiebre, se habían marchado los sueños y se encontraba como un animal marino abandonado en la playa por la marea, en el lodo viscoso y desconcertante de realidades insolubles.
Se sobresaltó de repente; le pareció que alguien había hablado; unas palabras apenas perceptibles como cuando a veces el corazón llega a hablar a la cabeza. ¿Qué decían? ¿No se las había dicho una vez su madre Juliana, hacía mucho tiempo, cuando aún era un chico de corta edad y al ir a la cama, de noche, le daba miedo la oscuridad? Sí; exacto. Decían: «Yo te llevaré, paso a paso; yo te abriré camino hacia delante». Así decían, o algo parecido. La promesa de Dios.
Atribulado miró el enfermo, por encima del pesado edredón de plumas, hacia la pequeña ventana ante la cual la niebla se ponía de un pardo rojizo al iluminarla desde abajo el farol que había en la puerta. A esta hora, las piadosas palabras que le invitaban a tener confianza en su suerte le parecían una burla mordiente y una enorme afrenta. Sus débiles hombros se agitaron bajo el edredón al pensar en la matanza y la desolación a que habían llegado los Países Bajos.
—Esta no es mi guerra ―murmuraba el enfermo—; es la guerra del pueblo holandés. Y es más que una guerra por ciertos derechos, dogmas, sacramentos e impuestos. Es una guerra por el propio ser humano, por su dignidad, su libertad interior, su futuro. ¿Cómo puede Dios no bendecir estos fines?, ¿cómo puede dejarlos sin su amparo? Y lo ha hecho. En su majestuosa indiferencia contemplaba desde su cielo cómo caía Harlem tras una larga y valiente defensa. Contemplaba cómo los españoles colgaban a los ciudadanos, los decapitaban y los ahogaban; cómo ofendían a las mujeres y asesinaban a los niños. Todo esto no es para El más que la siega de la hierba; los carruajes repletos de cadáveres, como carretas cargadas de heno; los bramidos de la soldadesca, como los cantos de los segadores cuando regresan a sus hogares después del trabajo. Y antes, en Mons, exactamente lo mismo. Pero lo peor, lo más terrible, era, sin embargo, el erial de Mook en el que mis hermanos Luis y Enrique desaparecen de mí vista para siempre aplastados por la superioridad de los jinetes. Ninguna carta, ninguna noticia, ni una última palabra. Y ¿qué soy yo sin toda la osadía de Luis y sin la alegre juventud de Enrique? ¿Dónde están ahora? Los españoles se llevan sus equipos, montan sus caballos y los pobres cadáveres, desprovistos de su ropa, quizá desnudos por completo, quedan en el campo para pasto de los buitres y los perros. ¿Hubo un caballero más piadoso que mi hermano Luis, que en Ginebra recibió las enseñanzas reformadas de los propios labios de Calvino? Ahora temo por la suerte de Leyden. ¿Ha de repetirse el espectáculo de Harlem y de Mons? Más crímenes, más miseria. Y todo sobre mis hombros que ya no pueden con nada. Quizá tenía razón Marnix, que vino a mí desde su cautiverio en España para convencerme de que el final de esta larga lucha solamente podía ser el de mi derrota, solamente la destrucción total del país que me había sido confiado.
Así reflexionaba el enfermo. Y las quejas contra su propia suerte, contra Dios, lograron que sus atormentadores pensamientos se hicieran más oscuros de lo que correspondía a la auténtica realidad. Pues se olvidaba de muchas victorias, muchos raros casos de fortuna que le habían salvado del aniquilamiento total. Olvidaba la liberación de Alkmaar, la que el propio hijo de Alba no pudo tomar; olvidaba las muchas victorias navales de su almirante Boisot, en las que había logrado apresar muchas naves españolas y con las que él había dominado el mar, las bahías y las anchas desembocaduras de los ríos casi sin ser estorbado. No pensaba en el motín de los mercenarios españoles después de la batalla de Mook, en su rápida retirada a Amberes, sin la que él, con su modesto ejército, probablemente habría sido aplastado por Ávila. Y tampoco se le venía a las mientes la transformada situación de toda Europa en esta hora difícil. No pensaba en que Francia se le había sometido una vez, que los protestantes, en Alemania, reunían nuevos ejércitos para ayudarlo y que el apoyo de Isabel de Inglaterra aún daba señales de que podía tenerse en cuenta. Estaba enfermo y sumido en una mortal tristeza; enemistado con el mundo. El sueño no quería venir a sus ojos. Cansado, volvió su cabeza sobre la almohada y miró a la pared sobre la que en ese momento empezaba a reflejarse la primera luz de la mañana.
Más entrado el día empezó a llover; la niebla se deshacía en grandes jirones que aún siguieron un rato vagando aquí y allá como inquietos fantasmas para desaparecer más tarde. Desde el mar llegaba una ligera brisa. Las mujeres, rubias y de anchas caderas, habían concluido ya su desayuno en la cocina y se esforzaban en encender el fuego para preparar la comida de los maridos y los numerosos hijos cuando delante de la casa del príncipe de Orange apareció un caballero de gran corpulencia a quien la papada le colgaba partida en dos grandes protuberancias sobre el bien planchado cuello blanco. Sobre su gran cabeza llevaba una gorra inimaginablemente pequeña. Y su grueso rostro, orlado por una redonda barba, mostraba dos profundos ojos negros debajo de unas cejas blancas. Este caballero era el digno Cornelio von Mierop, el recaudador de los impuestos ordinarios de Holanda. En aquel momento subía fatigosamente los pocos escalones ante la puerta y hacía sonar contra ella el llamador de bronce. Nadie abría. Cornelio puso cara de asombro y por unos instantes desapareció la astucia de los rasgos de su rostro. Llamó otra vez, y otra, de tal modo que la puerta comenzó a temblar retumbando con estrépito. Pero nada se movía. El silencio, después de aquel ruido metálico, se hacía casi opresivo y solamente podía oírse el caer de la lluvia y el chorrear de las gárgolas. Entonces apareció la preocupación en la cara de Cornelio, intentó accionar el picaporte y la puerta se abrió lentamente chirriando ante él. Cornelio entró en la casa y miró a su alrededor. No había nadie. Gritó: « ¡Ah de la casa!». Nada se movió. Al rato surgió de debajo de la escalera un gran gato gris que se acercó a él para frotar su cuerpo contra las piernas del visitante maullando quedamente.
Cornelio, con rápida decisión, comenzó a subir por la escalera que crujía bajo su peso. Llamó a varias puertas sin obtener respuesta. Se impacientó y abrió. En una de las habitaciones que recorrió estaba sentado, pálido y abatido entre los almohadones de su lecho, el príncipe de Orange, que le dirigía una mirada intranquila.
―¡Dios mío! ―exclamó Cornelio―. ¡El príncipe!
―Cornelio von Mierop —dijo Orange con una leve sonrisa en su inexpresivo rostro.
―El más humilde servidor de vuestra alteza ―replicó Cornelio―. Pero no comprendo. La casa está abierta. La servidumbre se ha ido. —Se ha ido —dijo Orange tristemente―. También os debéis marchar vos. Quizá tenga yo la peste. Quién sabe...
— ¡La peste! —exclamó Cornelio horrorizado. Luego se serenó—. Ruego a vuestra alteza que no se burle. Traigo noticias de Leyden.
—Leyden ―dijo Orange. Sus blancas manos de hinchadas venas comenzaron a temblar―. ¿Leyden, decís? No me ocultéis nada, Von Mierop. Estoy preparado para todo. No tengáis cuidado por mí. Decid toda la verdad. ¿Se ha rendido Leyden a los españoles?
— ¡No! ¡Por Dios, no! —exclamó Cornelio—. Leyden no piensa capitular.
El príncipe se sobresaltó.
—Debo haber oído mal —dijo—. Decidlo otra vez, mi querido Von Mierop.
—No piensa en la capitulación, alteza. Los ciudadanos de Leyden no confían ni en las promesas de Felipe ni en el perdón del general Requesens. Han echado de la ciudad a los Glipper, los amigos de España que les hablaban de la magnanimidad de los españoles; y de las dulces promesas de Requesens se burlan diciendo: «La flauta suena dulce cuando el pajarero quiere engañar al pájaro».
— ¡Ja, ja! ―rió Orange―. Es una buena sentencia. Muy aguda, Von Mierop. Aún no se ha perdido Leyden; pero ¿qué aspecto tiene la ciudad?
—No completamente nuevo —dijo Cornelio titubeando—. Los víveres se han consumido de tal modo que una rata es ahora un bocado exquisito. La gente tiene la delgadez de un esqueleto. Muchos están desesperados. Pero Adrián Van der Werff, su alcalde, se mantiene firme. «No cederemos nada ―dice―, aunque Felipe reúna toda España ante nuestras puertas.»
—Conozco al hombre —dijo Orange, cuyo cansancio iba cediendo cada vez más—. Es tan bueno como su palabra. Pero ¿dónde está Boisot? ¿Dónde están sus gentes? ¿Es que no ve que en estos momentos toda hora es importante?
—Han perforado los diques —replicó Cornelio—, y yo aseguro a vuestra alteza que no vais a reconocer las praderas de Leyden, pues el mar ya no va a estar a veinte millas sino que ya está a las puertas de la ciudad; el pequeño y lento Aa tiene ya una anchura como la del Mosa, como la del Rin.
―¿Y Boisot? ¿Está en su puesto? ¿Qué fuerzas tiene? ¿Dónde está? —El príncipe intentaba levantarse, pero la enfermedad le obligaba a desistir.
―Se encuentra a unas cinco millas de Leyden, en la frontera, en un gran dique que aún no han roto las aguas. Pero si hubiera viento del suroeste, entonces se rompería también.
―Suroeste —repitió Orange—; yo haré que en todas las iglesias de la ciudad se implore viento suroeste, tormentas tales que nadie pueda recordar haberlas vivido mayores. Y yo sé, Von Mierop, que el suroeste llegará; lo siento ya en mis huesos.
―En ese caso ya estaría todo ganado ―dijo Von Mierop―, pues Boisot, vuestro almirante, tiene más de doscientas naves tripuladas por los mejores y más salvajes de los mendigos. Cuenta con dos mil veteranos y unos mil voluntarios a bordo.
―Todo lo que la previsión humana puede hacer, está hecho ―dijo Orange, pensativo—. Von Mierop, cuando yo aún era joven mi madre me dedicó un oráculo. Decía: «Yo te llevaré paso a paso: yo te abriré camino hacia delante». Esta noche desesperaba yo de todo. Pensaba en mis hermanos y en los eriales de Mook. Pensaba en la desgracia de nuestro país. En la pena olvidé que el hombre es libre, que tiene que sufrir y sacrificarse antes de que Dios se incline hacia su lado. Pero ahora me parece como si la posibilidad humana se hubiese realizado por nuestra parte. Y ahora clamo al Señor y le digo: « ¡Mira, Señor, tu mar, tus vientos, tus mareas, de las que solamente Tú puedes disponer! ¡Dicta tu fallo! Hágase tu voluntad. Amén».
Sobre la amplia extensión del Atlántico se imponía la tormenta. Las olas se encabritaban como vigorosos corceles con sucias y espumosas melenas. Entre Dover y Calais se acumulaban gigantescas masas de agua azotadas por el viento suroeste. Se trataba de una marea alta repentina. La temida tempestad del otoño. Delante de las desembocaduras del Escalda, del Mosa y del Rin, el mar era como una muralla y las corrientes fluviales se salían de los lechos inundando las márgenes en una gran extensión. En los diques de Damm, de Sluis y de Middelburg, los campesinos, empapados en sudor, combatían contra el mar empleando palas y chamarasca. Pero más allá, en el norte, a la altura de Leyden, no había ni diques ni campesinos. Tronando, en torbellino rugiente y sin obstáculos, el mar penetraba en Holanda. Avanzaba sobre las casas y aldeas abandonadas y dejaba tras de sí, cubiertas de agua, las praderas que muy poco antes habían sido un lugar tranquilo para pasto de las vacas.
Era una noche oscurísima. Los españoles de los fuertes de Lammen y Zoeterwoude, por delante de Leyden, se abrían paso con el agua hasta la rodilla. Uno de ellos cayó salpicando a sus compañeros; levantóse luego sacudiéndose y ayudado por sus camaradas, que acompañaban la acción con juramentos. Muchos de estos soldados arrojaban de sí las pesadas armaduras por miedo a ahogarse a causa del peso.
―¡Por la Santísima Virgen! ―clamaba el capitán Valdés―. ¡Durante el diluvio no pudo caer más agua!
Durante esa noche, Boisot avanzó hasta Leyden con sus naves. Los cañones españoles disparaban desde Zoeterwoude; desde los barcos holandeses respondían con la artillería de a bordo. Ninguno de los proyectiles producía grandes daños, pues no se podía ni pensar en apuntar, ya que no se conseguía ver la propia mano delante de los ojos. Pero el relampagueo de las bocas de fuego, el chasquido de los proyectiles al caer al agua, aumentaban la excitación de los españoles. Los navíos holandeses navegaban ya sobre las praderas. El agua alcanzaba cada vez un mayor nivel y a los centinelas españoles les llegaba ya a la cintura. Una racha de viento les lanzó a la cara el espumoso líquido salino. Realmente el viento soplaba tan fuerte en la noche que llegó a derribar una parte de la muralla de la ciudad.
A la medianoche todo era un caos. La pólvora de ambos contendientes estaba empapada desde hacía ya tiempo y ya había quedado inservible. Las naves de Boisot navegaban como sin timón y sus negros cascos chocaban unos contra otros ruidosamente y muchos lanchones de los empleados en esta batalla naval nocturna aparecieron luego colgados de las ramas de un sauce o de un álamo.
Valdés, lleno de pesar, contemplaba cómo el nivel de las aguas seguía ganando altura.
— ¡Nos ahogaremos todos! —decía a gritos a su corneta—. ¡Toca retirada!
La corneta sonó ronca sobre aquel desierto de agua y los españoles se retiraron con paso vacilante. Muchos de ellos no habían perdido solo las armas, sino también su calzado y sus calzas.
Valdés no había perdido nunca una batalla. Sin embargo, tenía que retirarse. Los vencedores eran el mar y la tempestad.
El domingo, el 3 de octubre, Guillermo de Orange se hallaba sentado en la gran iglesia de Delft, a donde se había dirigido para estar más cerca de Leyden. La lluvia había amainado, pero aún seguían llegando pesadas nubes grises procedentes del mar. La sencilla y encalada iglesia estaba medio a oscuras. Las velas que había ante el altar y en el pulpito arrojaban oblicuamente su luz sobre la asamblea de honrados holandeses, hombres y niños que habían acudido allí con sus limpias y planchadas galas de domingo para escuchar las palabras del predicador.
El clérigo acababa de leer unos párrafos de la Biblia y se disponía a desarrollarlos cuando entró en el templo un hombre que atrajo las miradas de la concurrencia. Iba vestido como un caballero alemán, calzado con altas botas de cuero con grandes espuelas. Las botas y la capa aparecían manchadas de barro, el sombrero de ala ancha, que se quitó rápidamente al entrar, estaba deforme a causa de la excesiva agua recibida. Este hombre descubrió entre los asistentes al príncipe de Orange y se dirigió hacia él intentando andar sin hacer ruido. A la media luz de la nave tropezó varias veces haciendo oír el tintineo de sus espuelas. Las mujeres se volvían a mirar y los niños cuchicheaban unos con otros. El predicador tosió ligeramente varias veces en señal de censura y continuó después con su exposición.
El caballero entregó una nota al príncipe, quien, tras pedir que le acercaran una vela, comenzó a leer. El príncipe estaba envuelto en una amplia capa de cuyo oscuro cuello de piel asomaba su delgado rostro. Leía, y según lo iba haciendo iba también variando su semblante. La cansina impasibilidad de sus rasgos se transformó en expectante atención. Su espalda se enderezó bajo la capa y, dando la sensación de que había rejuvenecido diez años, sonrió y entregó la nota a un monago con la indicación de que se la alcanzara al predicador a fin de que la leyera en voz alta una vez terminado el sermón.
El predicador recorrió con una rápida mirada su feligresía y empezó a acelerar su discurso, equivocándose varias veces. Ya sin respiración terminó con las palabras de bendición y alargó la mano hacia el escrito.
Después pasó a leerlo. En un momento su voz recobró el tono solemne y grandilocuente. Leía acerca de la tempestad, de las aguas, del combate nocturno ante Zoeterwoude. Leía acerca de la retirada de los españoles, de la liberación de Leyden, de los ciudadanos que medio muertos de hambre y empapados de agua habían estrechado en sus brazos a las gentes de Zelanda.
Esos holandeses no olvidaban que estaban en presencia de Dios; su júbilo no podía estallar. Sonreían; algunos hablaban en voz baja y excitados. Una joven lloraba. Un muchacho, solamente de unos diez años, lanzó su gorra al aire y exclamó: «¡Viva Leyden!». A este grito respondió su madre, mujer rubia y algo gruesa, propinándole una sonora bofetada al tiempo que, avergonzada y confusa, levantaba los ojos hacia el pulpito.
No es necesario decir que la coral de la ceremonia final se cantó tan fuerte como nunca se había cantado en la iglesia holandesa antes ni se cantó después de aquella fecha.
Al día siguiente, Guillermo de Orange, a pesar de los consejos de sus médicos, se hizo llevar a Leyden en una silla de mano. Aún estaba demasiado débil para subir a un caballo. La carretera sobre el dique estaba interrumpida de trecho en trecho por algunas roturas en la obra y era necesario dar algunos rodeos y vadear algunas corrientes. Por doquier se veían las praderas bajas de las que se desprendían jirones de neblina. Un negro cieno las cubría por completo. Acá y allá podía verse aún algún árbol en pie y casas derrumbadas; casi se hubiera podido pensar que se marchaba por el lado opuesto del dique, sobre el lodo gris de las aguas bajas. Las gaviotas, graznando y disputando entre ellas, buscaban en el cieno algo de alimento y alzaban el vuelo al acercarse los hombres.
Orange, en su silla, se limitaba a encogerse de hombros. Pensaba en cuánto tiempo pasaría hasta volver a ver verdes aquellas praderas para pasto de las cansinas vacas. Le vino a la memoria un antiguo dicho popular: «Mejor tierra enfangada que perdida».
La valerosa ciudad de Leyden recibió dos recompensas por su resistencia. Cada año, desde entonces, albergaría una feria de diez días de duración sin impuestos, aranceles ni contribuciones. Y, en segundo lugar, se instalaría en la ciudad una universidad como centro de enseñanza especialmente dedicado a los clérigos de la religión reformada.
La carta fundacional de la nueva universidad se otorgaba en nombre del rey Felipe, quien, preocupado de que pudiera descuidarse la formación de la juventud holandesa en cuanto a las ciencias y las bellas artes, encargó a su «querido primo Guillermo, príncipe de Orange», la fundación de una escuela pública y una universidad libre.
El sentimiento dinástico de la Edad Media seguía siendo aún tan fuerte y era tan inimaginable la posibilidad de destituir a un señor legítimo por la voluntad del pueblo, que por todos los medios se procuraba mantener la ficción de la soberanía de Felipe, ya que, prácticamente, esto no tenía la más mínima importancia.
Así sucedió que Felipe vino a ser el fundador de la más antigua y famosa universidad protestante de los Países Bajos.

Capítulo 19
El fin de un soñador
Año 1578

Cuando, antes de Lepanto, la flota de la Liga católica se congregaba en la bahía de Mesina, el nuncio de su santidad había dicho a don Juan de Austria que el papa veía en él un futuro soberano independiente. El joven había escuchado con anhelo las palabras que el dignatario le decía de corazón, pues él mismo se creía destinado a la grandeza y al poder. Al igual que muchos hijos ilegítimos, don Juan sufría con la sensación de que era víctima de la injusticia del mundo porque, sin culpa alguna, siempre tenía que estar en inferioridad respecto a los hijos legítimos de su padre. Aunque su medio hermano Felipe lo había aceptado con los brazos abiertos, le había dado una buena educación y le había abierto un amplio camino, había sin embargo muchas cosas que sumergían en profunda amargura la orgullosa y sensible alma de don Juan. Felipe, aunque amaba a su hermano, era, sin embargo, un hombre demasiado pedante y formalista para que le hubiera podido pasar completamente desapercibido su nacimiento adulterino. La distancia entre los vástagos legítimos e ilegítimos de la dinastía, según el modo de ver de Felipe, debía mantenerse para que no pudieran surgir confusiones en la cuestión de la sucesión al trono. Por eso insistía en que nunca se dirigieran a su hermano como «alteza», sino siempre tan solo como «excelencia». La misma diferencia se mantenía en millares de otras pequeñeces, por lo menos en presencia de Felipe, mientras que los amigos y compañeros de don Juan, incluso los embajadores, no dejaban de conceder honores principescos al hijo ilegítimo del emperador tan pronto como la penetrante mirada del rey dejaba de estar presente. Este continuo oscilar entre bastardo y príncipe producía honda amargura en don Juan. Y así pronto decidió crearse un reino independiente del real hermano; un señorío en el que el fantasma de su ilegítimo nacimiento se hundiera para siempre. Pero no era como el Edmundo de El rey Lear; no por medio de bajezas, traición o asesinato, sino a través de valor en el campo de batalla era como don Juan buscaba alcanzar su alto objetivo. Pero ¿dónde iba a conseguir esa corona? Los grandes estados de Europa estaban todos en manos firmes de antiguas dinastías; no necesitaban al bastardo de la casa de Habsburgo. También era inviable el elevado camino del matrimonio, pues las hijas de las casas reinantes se casaban siempre y tan solo con hijos de casas reinantes; a lo sumo quedaba abierta la posibilidad de casarse con alguna hija de alguno de los soberanos de pequeños principados de Italia o de Alemania. Pero su ambición apuntaba más alto. No solamente quería el título sino también el poder, una voz decisoria en el gran concierto de las potencias europeas, como la que su padre, el emperador, había hecho oír; como la que ahora hacía oír su hermano Felipe.
Por un momento, durante el levantamiento de los moriscos, pareció como si Felipe considerase a su hermano posible sucesor al trono, pues el miedo que expresaba en las cartas por la salud de don Juan parecía indicar que al rey no le preocupaba solo por un sentimiento fraternal. Sea como fuera, no podía haber duda de que el propio don Juan soñaba con la corona de España, que por entonces le parecía cercana. Pero este sueño se desmoronó cuando la joven Ana de Austria dio a luz el hijo tanto tiempo esperado: el infante don Felipe.
Si don Juan, ya en la adolescencia, había sido querido y popular, su figura se acrecentó más y más, acercándose al ideal caballeresco después de la brillante victoria de Lepanto; y no solo a los ojos de España, sino de toda Europa. Incluso los protestantes no encontraban nada que reprochar a este miembro de la casa de Habsburgo.
Pero ¿de qué le servían a don Juan los brillantes honores, los ricos banquetes, el júbilo del pueblo, las lágrimas de los esclavos libertos, si él, en sí mismo, siempre sentía al bastardo sin derechos, a la víctima del cruel y ciego destino que señalaba como heredero al trono al pequeñito mojapañales Felipe a la vez que empujaba al héroe del mar y salvador de Europa, como a un apátrida, a través de las ciudades de Italia?
Don Juan estaba ya convencido de sus dotes de mariscal; a causa de la victoria de Lepanto su propia estimación alcanzó el nivel de la desmesura. Se tenía por un hombre de Estado, un mariscal, un rey nato. El clero y el pueblo lo apoyaban en esta glorificación. Pero también en su más próximo círculo había cabezas inteligentes que corroboraban la opinión que don Juan tema de sí mismo. No es que estuvieran plenamente convencidos de sus dotes, pero barruntaban la posibilidad de encontrar el camino de su propia felicidad en los ambiciosos sueños de don Juan. Entre estos que lo alentaban, lo adulaban y a la vez intrigaban, el más peligroso era un tal Escobedo, su secretario, quien sabía arrastrar a su señor hacia una complicada red de planes de altos vuelos. Pues, para su mal, don Juan no era tan astuto como él mismo se creía. En modo alguno había sido educado para el pérfido juego diplomático de su tiempo y siempre vacilaba cuando se le enfrentaban jugadores tan astutos como Isabel y Orange. Don Juan era un soldado; pero incluso en un campo de batalla carecía del verdadero genio que en grado sumo poseía su sobrino Alejandro de Parma. Don Juan era un brillante jefe subordinado, un hombre para el ataque rápido, para la refriega; no era ningún mariscal. En asuntos diplomáticos se dejaba guiar por completo por Escobedo, que, en el fondo, era un charlatán en quien se echaba en falta la necesaria prudencia.
En el año siguiente al de Lepanto, don Juan soñaba con una nueva victoria naval sobre los turcos y con llegar a hacerse con un reino africano. Estos planes fracasaron; en su lugar se llevó a cabo una expedición de castigo contra Túnez, expedición que había merecido la aprobación de Felipe. En esto seguía don Juan las huellas de su padre, cuyo mayor hecho de armas había sido la conquista de Túnez. Don Juan, con un ejército de veinte mil hombres, logró también tomar la firme fortaleza de La Goleta. Felipe había exigido que la plaza fuera desmantelada a fin de que este amenazador nido de piratas quedara neutralizado para siempre. Pero don Juan se veía ya como rey africano, y en lugar de destruir La Goleta la dejó con una guarnición de diez mil hombres de los mejores de sus tropas y con órdenes de contener cualquier ataque. Después se dirigió a Italia para hacerse festejar por este nuevo triunfo sobre los infieles. Estas fiestas, desfiles y banquetes tuvieron un final precipitado; Aluch Alí, el temido pirata, apareció ante La Goleta con cuarenta mil hombres y asaltó el fuerte antes de que, desde Génova, pudiera llegar auxilio para los valientes defensores. El sueño de un reino africano se esfumó y los gritos de júbilo causados por la victoria se transformaron en gritos de dolor: los prisioneros partían como esclavos que servirían a los vencedores en galeras o como aguadores y braceros en las labores agrícolas. Con esto parecía como si hubiera llegado a su fin la tan gloriosa como corta carrera de don Juan. La causa de la catástrofe había sido la desobediencia a la orden de Felipe. Con razón no podía ya el rey confiar en su joven hermano. Pero el mismo Felipe pensaba de otro modo. Era cierto que su confianza había sido perturbada; cierto que veía que don Juan nunca sería un hombre de Estado; pero, sin embargo, pensaba que aún podía servirle en sus propósitos; al fin y al cabo, el rey no olvidaba que por las venas del joven corría la sangre de su propio padre. No podía dejarlo caer.
Al comienzo de 1576 murió don Luis de Requesens, que había sustituido al de Alba en los Países Bajos. Contra la opinión expresa de la mayoría de los consejeros de estado, Felipe decidió probar otra vez a don Juan y enviarlo a Flandes.
No gustó mucho a don Juan recibir la orden de Felipe. Los Países Bajos le daban miedo; allí no se podían alcanzar laureles en poco tiempo. Ni el terror de Alba ni la astucia de Requesens habían podido doblegar el espíritu de rebeldía e independencia de los flamencos. La situación pedía a gritos un estadista experto, pues los problemas de Flandes no eran simplemente una cuestión de política interior y su solución no consistía solo en apaciguar al pueblo; el asunto se había extendido ampliamente hasta convertirse en una cuestión internacional de inmensa dificultad, en un juego excitante y peligroso entre España, Inglaterra y Alemania. Quizá don Juan llegara a entrever que él no podía ser adversario en plano de igualdad frente a Isabel de Inglaterra y su ministro Cecil; frente a Catalina de Médicis y el duque de Anjou y, finalmente, frente a Guillermo de Orange y sus aliados alemanes.
Su secretario, Escobedo, pensaba de modo distinto. Se daba cuenta de las implicaciones, pero subestimaba al mismo tiempo las dificultades lo mismo que sobrestimaba a su señor. Precisamente el juego de las intrigas acerca de los Países Bajos y el hecho de que, en Bruselas, se encontraran las tendencias de un desequilibrio demasiado inestable entre las grandes potencias, era lo que animaba a Escobedo, que creía que Bruselas, centro de discusión política, sería el lugar apropiado para conseguir un reino para su señor en el cual él y sus amigos, sus parientes y sus devotos buscarían el modo de ocupar los puestos mejor pagados y de mayor jerarquía. Pensaba, en primer lugar, en Inglaterra, pues había allí dos reinas a las que imaginaba como esposas para don Juan. Allí estaba, por el momento, la prisionera, María Estuardo, reina de Escocia, pretendiente a la corona de Inglaterra. Ella era, sin duda, el mejor partido, pues era católica. Por otro lado, Escobedo, en sus planes políticos, no tenía inconveniente en dejar a un lado las diferencias de religión; si se podía contar con Isabel, la unión le parecía igualmente prometedora. En largas conversaciones exponía a don Juan los detalles de cómo podría lograr que Isabel volviera a la antigua fe para, así, volver a conducir a la obstinada Inglaterra, como con andadores, hacia el catolicismo.
Don Juan y Escobedo pensaron que estos dilatados planes o, al menos, parte de ellos, debían ponerse en conocimiento de Felipe antes de que el nuevo regente partiera para Flandes, ya que el rey era, obviamente, quien tenía que aportar todo el dinero necesario y ya Escobedo había calculado que la empresa sería costosa debido a los gastos de la corte, de los ejércitos y, también, en lo referente a sobornos. Sin embargo, Escobedo no se dirigió primero al propio rey, sino a su secretario Antonio Pérez. Fue un paso desafortunado, pues Pérez odiaba a don Juan. La razón de esta inquina no es completamente clara, pero parece como si en esta cuestión representara el papel principal la princesa de Éboli, esposa de Ruy Gómez, tan astuta como seductora, y auténtica amante de Antonio Pérez. Por parte de ella, quizá todo se debía a un desengaño amoroso; pero fuera cual fuera la oculta razón, a Pérez le faltó tiempo para leerle al mismo rey las cartas de su «amigo» Escobedo, cartas en las que el firmante se expresaba frecuentemente con palabras poco lisonjeras para el monarca.
Aunque Felipe no estaba en contra de los matrimonios de conveniencia, le pareció que no estaba bien elegido el momento para discutir estos proyectos, pues le importaba mucho más que don Juan se dirigiera por el camino más corto a los Países Bajos. Estaba muy preocupado. Y estas muy justas preocupaciones tenían su fundamento en el hecho de que las tropas destacadas en Flandes hacía años que no recibían ninguna paga. Además, después de la batalla de Mook, los españoles se habían negado a marchar contra Guillermo de Orange si no se les pagaban los sueldos atrasados. Habían depuesto a sus oficiales y de entre ellos mismos habían elegido a sus propios jefes. El ejército se iba convirtiendo cada vez más en una horda desorganizada que, con una gigantesca impedimenta de mujeres y niños, se dirigía hacia el sur, presentándose como una auténtica plaga, ya que, sin dinero, se veía impulsada al robo, al saqueo, a la rapiña para la conservación de la vida de los suyos. A esto se añade que el ejército español no se componía en modo alguno de españoles, sino que, en su mayor parte, estaba formado por valones, lasquenetes y jinetes alemanes, muchos de los cuales eran protestantes y odiaban con furia a los españoles. Felipe pensaba que poner fin a esta insostenible situación era tarea que requería la máxima urgencia.
Pero don Juan, ensimismado por entero con su secretario en aquellos planes, no pensó en el bien y el mal de los Países Bajos.
Y así se perdió un tiempo valioso irrecuperable. Escobedo llegó a Madrid y atosigó a Felipe con miles de peticiones: don Juan no quería órdenes de España, solamente propuestas; el dinero habría de tomarse prestado de los Fugger; sin la ocupación de Inglaterra, pensaba don Juan que su posición en Flandes era insostenible. Y así día tras día. Era de admirar la paciencia de Felipe, quien, indulgente, soportaba este atosigamiento que incluso llegaba a alcanzar tonos de insolencia.
Finalmente fue don Juan mismo quien se presentó en Madrid a pesar de la prohibición expresa de Felipe. De nuevo hizo el rey de tripas corazón y recibió amablemente a don Juan en El Escorial. Toda la familia real estaba allí reunida. Cuando don Juan se inclinó para besar la mano de la reina Ana, la punta de su espada golpeó entre las cejas del pequeño infante don Felipe y este se arrojó llorando desde su escabel al suelo dándose un fuerte golpe en la cabeza. Aquello no fue más que una torpeza de don Juan, quien se apresuró a lamentarlo profundamente, pero que, quizá como muchos de los errores que se cometen, arroja luz sobre lo que inconscientemente le movía.
Por fin se decidió que don Juan debía emprender el viaje a los Países Bajos. Se informó de que embarcaría en Barcelona para alcanzar su destino a través de Italia. En todas las iglesias de España se oraba por la feliz llegada a Flandes y, mientras tanto, don Juan, disfrazado de esclavo moro, con el rostro atezado y la barba teñida, viajaba a través de Francia en compañía de su amigo Octavio Gonzaga a fin de llegar a los Países Bajos por el camino más corto.
Pero llegó demasiado tarde. Lo que Felipe, en silencio, había estado temiendo, el levantamiento de la soldadesca, ya no lo pudo impedir ni contener don Juan. Estaba aún en Luxemburgo cuando, en Amberes, los soldados españoles se lanzaron sobre los lasquenetes alemanes y saquearon luego la rica ciudad y asesinaron a más de siete mil de sus habitantes. Los daños materiales fueron enormes, pues en los almacenes de los comercios de Amberes, la mayor capital comercial de Europa, se amontonaban las más valiosas mercancías: especias, tapices, brocados, sedas, obras de arte; pero mayor aún fue la pérdida en cuanto a las ideas. El grito de horror ante la «furia española» atravesó Europa; el levantamiento de los protestantes fue más grave que el causado por la Noche de San Bartolomé; la posición de Guillermo de Orange, hasta entonces insegura, se consolidó firmemente. Los ojos del mundo dirigían su mirada ahora más que nunca hacia los Países Bajos, pues allí estaba el campo de batalla sobre el que habría de decidirse la lucha entre Reforma y Contrarreforma. Poco importaba, a los ojos de los contemporáneos, que los crímenes de Amberes constituyeran o no una acción consciente de los católicos. Se llegó a olvidar por completo que entre los malhechores se encontraban muchos protestantes y entre las víctimas muchos católicos. Había cosas más importantes en las que pensar. Las fuerzas protestantes no podían dejar escapar la ocasión que les brindaba la singular propaganda contra el rey de España.
En estas desgraciadas circunstancias comenzaba la regencia de don Juan. Incluso las provincias católicas, que en su mayor parte constituyen hoy el reino de Bélgica, se pusieron del lado de Guillermo de Orange y firmaron la llamada «Pacificación de Gante».
También don Juan se esforzaba, con todos los medios a su alcance, por conseguir una pacificación de los Países Bajos, con la finalidad última, por supuesto, de devolverlos a los brazos de España. Supo hacerse popular. Aparecía en público con menos acompañantes, mandó a las tropas españolas partir hacia Italia; tomaba parte en los bailes, kermeses y fiestas de los arcabuceros e incluso se dejó coronar como rey de ellos. Era personalmente querido. Pero había corrido mucha sangre; se habían saqueado demasiadas ciudades. La fatal confrontación de España y los Países Bajos no se prestaba a ser interrumpida por la amabilidad de un joven. La política pacifista de don Juan fue un fracaso tan grande como lo había sido la política de terror del de Alba. Y no sin motivo, porque ¿quién aseguraba a los Países Bajos que a don Juan no seguiría después un nuevo Alba? No se trataba de la personalidad del actual regente, sino de una cuestión fundamental de derecho que no podía quedar eternamente en suspenso.
Un mayor interés que el que ponía don Juan en la cuestión de los Países Bajos era el que le reclamaban sus fantásticos planes para conseguir un reinado propio. Escobedo realizó largos viajes; mantuvo conversaciones y tratos secretos con la reina viuda, en París, y con los dignatarios de la Iglesia en Roma. El papa parecía dispuesto a adelantar grandes sumas para una campaña contra Inglaterra; Catalina de Médicis habría visto con agrado a Felipe empeñado en una guerra con los ingleses; ella deseaba una parte de los Países Bajos para su hijo menor, el duque de Alençon, con quien la reina Isabel había jugado tan cruelmente cuando él fue a Inglaterra como pretendiente. Escobedo ponía a Antonio Pérez al corriente de todo, y Antonio Pérez pasaba a Felipe la información que recibía. En Felipe renacía la antigua desconfianza; cada vez veía con más claridad que en su hermano había otro don Carlos. Olfateaba alta traición, una amenaza a su existencia política; una amenaza contra el sistema político mantenido con tanto esfuerzo. Indicó a Antonio Pérez que estimulara a don Juan y a Escobedo a que siguieran con sus planes y continuara impulsándolos a marchar por la senda peligrosa.
La situación en los Países Bajos era peor que nunca. Guillermo de Orange hacía entrada en Bruselas entre el júbilo del pueblo y protegido por las guardias nacionales de Amberes y Bruselas. Don Juan ya no veía segura su vida. Le fueron formuladas las más insolentes propuestas: le exigían que despidiera a todos los españoles y que alejase de sí a Escobedo y Gonzaga. Como no aceptaba, esparcieron y distribuyeron escritos en los que se hacía mofa de él. Se contaba, entre risas, que don Juan no era hijo del emperador sino bastardo de un soldado español que había practicado frecuentemente, con Bárbara Blomberg, y con agrado, el juego del «animal de las dos espaldas».
Don Juan, sin dinero, casi sin fuerza militar, veía desplazados a muy larga distancia sus proyectos bélicos. Pero donde ya Marte no podía hacer nada, quizá podría intervenir la ayuda de Cupido. En Malinas mantuvo largas conversaciones con un tal doctor Wilson, agente holandés de Isabel. Don Juan, que pasaba por ser uno de los hombres más bien parecidos de su tiempo, decía que esperaba mucho de un encuentro personal con Isabel. Pero al final de todo esto no hubo nada excepto cartas que no escaseaban de adulaciones a la madura doncella que ocupaba el trono de Inglaterra y que le ayudaron a sentirse mujer.
Por aquellos días tuvo don Juan ocasión de saludar a una joven y hermosa reina, la pequeña Margarita de Navarra, a quien había visto en un baile en el Louvre en la etapa de su paso por Francia. Enseguida se enamoró de ella. Don Juan vendió sus muebles y su bodega con el fin de aportar el dinero necesario para un digno recibimiento a la encantadora, graciosa y elegante reina soberana. Es de suponer que la cosa salió bien. Margarita continuó su viaje hacia Spa para tomar allí las aguas medicinales.
Don Juan, mediante un rápido golpe de mano, cayó sobre la ciudadela de Namur. Se veía perdido más que nunca y creía que solamente podía estar seguro detrás de murallas y cañones.
El asalto a Namur sublevó a los flamencos, que entonces declararon destituido a don Juan y eligieron como regente al joven archiduque Matías de Austria. Matías era un muchacho de catorce años que en camisa de dormir había escapado de la vigilancia de sus padres en el palacio de Viena para representar en aquel momento un breve papel de príncipe bajo la tutela de Guillermo de Orange. Con dos regentes, ambos de la casa de Habsburgo, el caos era ya constante en los Países Bajos. Felipe tenía que ordenar sus ideas. La misión de don Juan había mostrado su fracaso. Tenía que recurrir de nuevo a la fuerza. Los ejércitos españoles se acercaban ya desde Italia.
Mientras tanto, el secretario de don Juan, Escobedo, en una visita a Madrid, fue asesinado por Antonio Pérez, probablemente por orden del propio rey. Don Juan había rogado que se le permitiera regresar a España. Él, como todos los soñadores, no se sentía bien en ninguna parte y en ninguna parte se sentía en casa; se creía maltratado y traicionado y achacaba sus fracasos contra los moriscos, los turcos y los flamencos a la adversidad de los hombres y de las circunstancias; nunca a él mismo. De aquel doncel ideal, del caballero sin miedo y sin tacha, había surgido, hacía ya tiempo, un quejumbroso, un enfermo imaginario.
Cierto es que obtuvo alguna victoria contra los flamencos, en Gembloux; pero el mérito no era tanto suyo como de su sobrino Alejandro Farnesio, que había causado una gran confusión en el enemigo mediante un audaz ataque de flanco.
El hombre que había sido celebrado en toda Europa terminó tristemente en un viejo palomar al que se había hecho llevar pensando que su emplazamiento, por su altura, le haría bien. Sus últimas palabras fueron: « ¡Jesús!, ¡María...!». Su confesor escribió a Felipe: «Se nos fue de las manos casi sin que nos diéramos cuenta, como un pájaro que desaparece en el cielo».
No se ha determinado con seguridad a qué se debía su enfermedad. Algunos hablan de sífilis; otros, de veneno; otros, de una operación de hemorroides. Pero lo que también pudiera haber sido causa, la enfermedad auténtica, es el agotamiento, la desesperación, la renuncia espontánea de un soñador que no pudo soportar por más tiempo la fuerza de la realidad. El cadáver fue descuartizado y cargado en mulos, en cajas, y enviado a España en un largo viaje. Allí, en el panteón de El Escorial, bajo el altar mayor de San Lorenzo, recompuesto el cuerpo de nuevo, tuvieron lugar los oficios por su eterno descanso, al lado de su padre el emperador Carlos V, a quien debía toda su felicidad y su desdicha.

Capítulo 20
Cartas a unas jovencitas
Año 1580

Don Juan no fue la única persona joven y visionaria por la que Felipe tuvo preocupaciones. Su sobrino don Sebastián, rey de Portugal, hijo de su difunta hermana doña Juana, se empeñó, como don Juan, en la idea de fundar un poderoso reino africano. El bello y seguro Portugal le parecía demasiado pequeño para su ambición; él se veía como un nuevo Alejandro y quería inundar el mundo con la fama de sus hazañas. En vano trató Felipe de disuadir al joven de su aventura africana con palabras bien meditadas. Don Sebastián tomó a mal los consejos de su tío. Toda una noche la pasó paseando de arriba abajo en su habitación, en camisón y con la espada desenvainada, lanzando amenazas contra Felipe y asestando de vez en cuando golpes al aire contra un enemigo invisible. Felipe fue informado de esta extraña vela de armas y fue lo suficientemente amable para ir a la mañana siguiente, temprano, a la habitación de su sobrino para tranquilizarlo con una charla amistosa y paternal. Prometió darle por esposa a una de sus hijas mayores y lo invitó a participar, con su ejército, en una cruzada contra los turcos. Reconciliados, tío y sobrino se fundieron en un abrazo; pero el desdichado Sebastián no quería renunciar a sus fantásticas ideas heroicas.
Y ocurrió lo inevitable. En la batalla de Alcazarquivir, don Sebastián y su ejército fueron aniquilados por la superioridad mora. El mismo don Sebastián cayó en la lucha; solamente unas pocas de sus tropas escaparon de la terrible matanza, en la que pereció casi toda la nobleza de Portugal.
Don Sebastián no tenía heredero varón. Felipe informó de sus pretensiones a la corona de Portugal; su madre, la emperatriz Isabel, era hija de Manuel el Afortunado. Había llegado la hora de que toda la península Ibérica estuviera bajo el poder de un solo hombre. Había aún otros pretendientes al trono, a los que se hizo desistir con dinero, bienes, títulos y honores, menos a un tal don Antonio, hijo natural de don Luis de Portugal, tío de Felipe, hermano de la emperatriz.
Este bastardo escapó del cautiverio moro y encontró protección en Portugal. Catalina de Médicis e Isabel Tudor le prometieron ayuda; el amenazador incremento de poder del rey católico les parecía peligroso.
Así se llegó a la guerra entre Felipe y don Antonio. El viejo duque de Alba había caído en desgracia porque su hijo mayor había seducido a una dama de la corte y se había negado, en contra de las órdenes de Felipe, a casarse con la compañera de sus horas de amor. Para rematar, Alba, resueltamente, había casado a su hijo con una joven de la casa de Toledo. Felipe se sintió burlado ante su corte y confinó al duque en sus tierras. Pero ahora, puesto que Marte dominaba, Alba fue de nuevo admitido en gracia.
Alba resolvió enseguida el asunto que se le había encomendado. En el puente de Alcántara, las amontonadas huestes de don Antonio fueron acribilladas por los veteranos españoles; lo que de ellos quedó en pie, escapó; Lisboa abrió las puertas al vencedor.
Poco después de esta victoria Felipe fue atacado de una grave enfermedad. Se dudaba de su restablecimiento: el mismo rey dio las últimas instrucciones para la regencia durante la minoridad de su hijo, pero la muerte lo perdonó y se cobró otra víctima del círculo familiar: su esposa Ana, que gozaba de poca salud desde el nacimiento de su última hija María. Ana solo tenía treinta años cuando la arrebató una maligna dolencia de garganta. Este terrible golpe convirtió a Felipe en un viejo en una sola noche. Sus cabellos se volvieron grises y su barba casi blanca; bajo sus ojos tristes se formaron grandes bolsas. De esta época, poco después de la muerte de su querida esposa, y durante su estancia en Portugal, tenemos las más encantadoras manifestaciones humanas de este hombre reservado: cartas a dos jovencitas ―Isabel Clara Eugenia y Catalina―, las hijas que le había dado Isabel de Valois, ya desaparecida hacía tiempo, y para quienes la ahora difunta reina Ana había ocupado el lugar de madre con mucho cariño.
En el palacio de Madrid, en el espacioso Escorial, y, de vez en cuando, en el palacio de caza de Aranjuez, en el verano, habían crecido las dos niñas que habían de convertirse en dos hermosas y encantadoras mujeres. Isabel, que en su día fue llevada a la pila bautismal por su tío don Juan, tenía ahora catorce años y asombraba por su belleza, su modestia y su inteligencia. «L'infante est belle comme le beau jour», escribió el embajador francés Forgueraux a la abuela de la niña, Catalina de Médicis. Isabel era visiblemente la preferida de su padre, en cuyo cuarto de trabajo pasaba más tiempo que con sus muñecas. Su padre la utilizó pronto para que copiase y escribiese cartas y más tarde no dudó en ponerla muy al corriente de sus opiniones, planes y decisiones.
Si Isabel era hermosa e inteligente, Catalina era alegre y estaba llena de vida. Era algo regordeta y mofletuda, y muy popular entre los empleados de la corte porque poseía el don de reír de un modo franco y encantador y hacía participar de su alegría a todos los parientes; don que apenas era apreciado en su valor en la rígida formalidad de Madrid o en el frío mausoleo de El Escorial. Se casó más tarde con Carlos Manuel, duque de Saboya, al cual, en el intervalo de doce años, dio cinco hijos y cuatro hijas. El duque la honraba siempre como a hija de su católica majestad; él insistía en que ella tenía preferencia sobre él. La inició en todos los asuntos de Estado y la dejaba decidir en los más importantes, que ella resolvía con inteligencia. Amaba profundamente a su esposo y este amor la llevó a la tumba a la edad de treinta años: durante una guerra entre Saboya y Francia, en la que el duque tomó parte, ella lanzó repentinamente un grito: « ¡Mi marido, el duque, ha muerto!». La excitación le originó un aborto y murió a consecuencia de ello.
A estas dos jovencitas sin madre, que estaban bajo la tutela de la condesa de Paredes, camarera mayor, envió Felipe sus famosas cartas. Estas cartas, que él firmaba como «vuestro buen padre» en lugar de «yo, el rey», como solía firmar las cartas oficiales, se refieren por completo a intereses infantiles y a la vida afectiva de las adolescentes, y sin embargo sus palabras reflejan con ingenuidad la vida de la época y el paisaje de Portugal. Continuamente nos dicen que Felipe las hubiera escrito antes con gusto, pero los despachos esperan y el padre asegura a sus hijas que no son pocos. No ha cenado todavía y tiene que ser breve; pero contra la voluntad del firmante, las cartas se alargan. Cuenta las ceremonias de la coronación; se le escapa su fastidio porque alguien quería vestirle de brocados, a él, al enlutado viudo. No; el traje de luto más sencillo, más negro, le parecía lo correcto. Incluso le parecía inadecuada la pesada cadena de oro del Toisón. Después sobreviene la nostalgia de Madrid, de su tranquilo cuarto de trabajo de El Escorial, de los jardines de Aranjuez. Aquí no hay claveles, escribe a las hijas. Les agradece la noticia de que a su hermanito le ha salido el primer diente y les pide que le cuenten muchas cosas de las que suceden en casa. Les da consejos prácticos: para una boda en Aranjuez deben adornar sus vestidos con oro, mientras lo hagan con «moderación», y su hermano debe seguir llevando su vestido de niño; todavía es muy pequeño para ponerle pantalones. Y «Dios os conserve y os proteja como es mi deseo. Vuestro buen padre».
Del legendario ser retirado del mundo, de la venenosa «araña de El Escorial» no se ve nada en estas cartas. Son las de un hombre dotado de un singular espíritu de observación que está satisfecho de las realidades de este mundo. Habla del tiempo, que allí en julio no es tan abrasador como en la alta llanura de Castilla; sin embargo, las calles están llenas de polvo y Felipe está encantado porque alguien le ha preparado un viaje a Lisboa por el ancho y fresco Tajo. Está contento con su magnífica galera. Cuenta cómo los marineros, que son fornidos mozos imberbes de cabeza rapada, se quitan la camiseta y manejan los remos con habilidad.
Las princesas le han enviado un melocotón especialmente hermoso, pero ¡Dios mío!, ha soportado mal el largo viaje hasta Portugal y ha llegado a Felipe como una pasta irreconocible. Lo siente, más que por el melocotón, por el desengaño de las niñas. También a él le hubiera gustado mucho comer de nuevo un melocotón que, como sabía, era del pequeño huerto que hay frente a la ventana del cuarto de sus hijas. Constantemente, muy quedo, se puede percibir entre líneas la nostalgia de un hombre que solo se siente propiamente en su casa cuando está entre los estrechos límites de la vieja Castilla.
Sobre Felipe se han dicho por el mundo una gigantesca multitud de desatinos. Desde la descripción de su contemporáneo Guillermo de Orange hasta los grandes trabajos de Prescott y del mayor Humes, se acumulan las afirmaciones más extrañas, entre las cuales se repite constantemente la de su frialdad interna y su indiferencia ante sus semejantes.
Pero de estas cartas a las pequeñas infantas se deduce claramente que Felipe se interesaba por el bienestar de las personas que le eran allegadas. No solamente se alegra del restablecimiento de su hijo y de la pequeña Catalina, sino que en muchas cartas se muestra preocupado por el bienestar del conde y la condesa de Paredes; describe la recuperación de la débil salud de su sobrino predilecto, Alberto, que le acompañó en este viaje a Portugal. Y, finalmente, no manifiesta interés solo por los miembros de la familia y los altos dignatarios de la corte, sino que también se extiende a sus servidores.
Con mucha frecuencia, bien sea por amor a sus hijas, hace referencia a la enanita Magdalena Ruiz, quien con desenfado desempeñó un importante papel en el ambiente de Felipe e incluso, si estaba de mal humor, se podía permitir regañar al mismo rey. Y de mal humor estaba Magdalena con mucha frecuencia porque le gustaba el vino y muchas veces se encontraba bajo sus deprimentes efectos. Las aventuras de esta enana despertaban gran interés en las niñas. Así lo decía el rey al describir a Magdalena. Sabemos de su preferencia por las fresas, mientras que el rey dice de sí mismo que tenía predilección por el gozo menos material del canto de los ruiseñores, que a veces cantaban delante de la ventana de su habitación. Sabemos del mareo de Magdalena en las tranquilas aguas del Tajo; de su pelea con Luis Tristán, el jardinero del rey; de la marcha de su sobrino, a quien ella no vio partir con desagrado porque él sabía limitarle el consumo de vino. Y también la vemos a ella con su mejor vestido en medio de un chaparrón, y salir contoneándose al encuentro de la emperatriz viuda María de Austria, hermana de Felipe, mientras al rey y a la emperatriz les caían las lágrimas y se abrazaban después de veintiséis años de separación. Luego Magdalena cayó enferma; los médicos le hicieron una sangría. Pálida y con ojeras apareció ante el rey, quien le ofreció un vaso de vino que ella rechazó, «lo que para ella es un mal síntoma», añade Felipe.
Magdalena promete continuamente que escribirá a las infantitas y a veces engaña al rey diciéndole que lo ha hecho. El rey disculpa a su hermana: «Hoy no puede escribir ―dice― porque está excitada por una comida que se celebrará mañana».
También desempeñó un gran papel el jardinero Luis Tristán, con quien el rey gustaba de hablar sobre flores y frutos. Bien conocido por las princesas, cuida de que les sean enviados de vez en cuando pequeños regalos a las dos jovencitas. Hoy es un par de bandas de seda, mañana algunos sellos para sellar sus cartas y cuya fabricación ha vigilado el rey mismo. Otra vez son flores sobre las que Felipe escribe: «Os envía también algunas rosas y azahares para que podáis ver cómo son aquí. Todos estos días he mandado traer ramos al calabrés (Luis Tristán) o de las unas o de los otros. Muchos días, también violetas».
Es casi un idilio en el que suenan las grandes campanas de la Abadía de Belém (que muchas veces perturban el sueño matutino del rey); en el que cantan los ruiseñores, las plantas florecen, en el que uno se siente en el fresco refectorio del monasterio rodeado de bosque y toma su sencillo refrigerio en un mediodía demasiado caluroso. Tan solo muy de lejos, en este idilio que Felipe compone en las cartas para sus hijas, penetra el murmullo de las preocupaciones, los grandes acontecimientos. Ya sabéis que la flota ha llegado de Indias, escribe el rey. Se cita una vez la peste que hay en Lisboa; pero el rey pasa rápidamente sobre estos aspectos desagradables de la vida, incluso sobre su propia enfermedad, de la cual solamente informa a las hijas cuando la ha vencido.
Se ha llamado a Portugal el «Jardín de Europa». Con sus amables bosques, sus ricos huertos, sus colinas plantadas de viñedos y sus praderas que casi siempre están acariciadas por un cálido viento del oeste cargado de lluvia, la herniosa tierra presenta un fuerte contraste con la severa y seca Castilla, con el rocoso Guadarrama, en el que únicamente medran escasos pinos; así como también la lengua portuguesa con su suavidad, su sonido melódico, es fundamentalmente distinta del recio español de fuerte acento.
Algo de esta felicidad paradisíaca, de esta suavidad, logra también verter el envejecido rey en sus cartas. Emociona extrañamente que el mismo hombre a cuyas órdenes se dirigieran contra los turcos o contra Inglaterra cientos de galeras armadas, el que envió contra los Países Bajos grandes ejércitos, el que exigió la ejecución secreta de Montigny, que un hombre semejante, pudiera escribir estas líneas encantadoras de una ingenuidad casi infantil.
Cuando Felipe trasladaba sus pensamientos desde sus lejanas hijas a la realidad que le rodeaba, allí le esperaban montones de cartas y despachos. ¡Qué cansado tenía que estar de sostener en pie su orden católico en un mundo que amenazaba continuamente con sumirse en el desorden! Pero la idea del deber, la conciencia de su misión le mantenía atado a su mesa de trabajo.
Después de despachar la correspondencia venían las audiencias; por ejemplo: le presentaban a un comerciante portugués que reclamaba contra el gobierno inglés que se había incautado de su vino. Cuando veía al rey, una persona sencilla vestida de negro, con un gorro oscuro sobre su cabeza gris, con las estrechas puntillas de Flandes, blancas como la nieve, alrededor del cuello y las muñecas, renunciaba a hablar. «Tranquilizaos», decía el rey, y cerraba los ojos para no perturbar con su mirada al excitado visitante; había oído decir que la expresión de sus ojos, cuando miraba directamente a alguien, era tan terrible como la de un inquisidor.

Capítulo 21
El pirata
Año 1581

El capitán William Kidd, comparado con el más grande pirata de Inglaterra, Francis Drake, era tan solo un pobre hombre. Además de que Drake alcanzó un extraordinario éxito en la profesión elegida, lo cual no puede decirse de Kidd por mucho empeño que se ponga, nunca cometió la imprudencia de actuar contra barcos y propiedades inglesas. Kidd fue ahorcado y Drake, en cambio, fue recibido con honores por la reina Isabel y elevado a la nobleza. Kidd continúa siendo considerado como un criminal, recordado juntamente con asesinos, ladrones y prostitutas, mientras que Drake, aún hoy, es celebrado como héroe nacional admirado por la agradecida Inglaterra. Y, sin embargo, Drake fue un gran salteador, saqueador de los barcos de una nación con la que su propio país estaba en paz; faltó un pelo para que Inglaterra se lanzara a una guerra a causa de sus audaces robos en alta mar y en posesiones españolas. Drake era un hombre de un estilo distinto al del desdichado Kidd. Drake era esbelto, de estatura media y de rostro bien recortado, de ojos rasgados grises y alta frente, orejas finas y bien colocadas y un cabello oscuro espeso y rizado. En la época en que cometía los robos más audaces tenía treinta y dos años. Por el contrario, Kidd era rechoncho, de anchas espaldas, cara inexpresiva, mejillas fofas y caídas y ojos de mirar cansado. Drake era un rey a bordo. Bien es verdad que siempre vestía como los marinos de su tiempo: calzones amplios, camisa grande y abierta en el cuello y ancho cinturón de cuero; pero en la cabeza llevaba un gorro de color rojo vivo con cerco de oro. Y cuando se sentaba a la mesa con sus capitanes se hacían oír los cuernos. Si uno de sus capitanes intentaba desertar, hacía que un Tribunal de Mar nombrado por él mismo lo condenara a muerte; lo ejecutaba por su propia mano, después de, como era costumbre, disculparse ante el condenado, alegando la dura necesidad, y haberse secado las lágrimas una y otra vez. Por el contrario, en la Adventure Galley de Kidd se sucedían los motines uno tras otro, las tripulaciones se codeaban con su capitán como con un inferior hasta que Kidd perdía la paciencia y acababa matando a uno de un estacazo.
En una mañana de diciembre, mientras caían sobre el brumoso Canal húmedos copos de nieve, Francis Drake se hacía a la mar en Plymouth con una pequeña escuadra. A la nave almirante, el Pelikan, de ciento veinte toneladas, con tres palos y veinte cañones, la seguían el Elisabeth, de ochenta toneladas, dos barcazas y una pinaza. En conjunto, las tripulaciones sumaban tan solo ciento sesenta y cuatro hombres. Con viento norte de popa, todas las velas desplegadas y bien hinchadas, la escuadra tomó rumbo sur y en el asombroso tiempo de doce días alcanzó las islas de Cabo Verde, donde Drake se dedicó enseguida a su propio negocio y abordó a varios mercantes españoles y portugueses. Luego dirigió la proa de sus naves hacia el suroeste, hacia el Atlántico sur y alcanzó la costa este de Sudamérica, a 33 grados latitud sur. Navegó a lo largo de la costa, deteniéndose algunos días en la desembocadura del Plata, llegando finalmente al extremo occidental del estrecho de Magallanes, que entonces era el único paso occidental conocido hacia el océano Pacífico.
Corría el mes de agosto, la época que se creía más arriesgada para emprender una travesía por la frecuencia de escollos. A una niebla impenetrable siguieron espesas tormentas de nieve. El frío era tan intenso que había que relevar a los ateridos vigías cada cuarto de hora. A ambos costados, las peladas montañas de la inhóspita Tierra de Fuego contemplaban el paso de las naves, cuyo número había quedado reducido a tres, pues Drake había mandado incendiar una barcaza, y una pequeña pinaza había desaparecido mucho tiempo antes.
Cuando la escuadra, después de muchos peligros y fatigas, llegó por fin al océano Pacífico, a lo que entonces se conocía como mar del Sur, las naves se vieron sorprendidas por una fuerte corriente del norte que desplazó al Pelikan seiscientas millas hacia el sur, hacia el absolutamente desconocido mar Antártico. La segunda barcaza se hundió con toda la tripulación y la Elisabeth navegaba a la deriva. Aunque Drake había indicado a su capitán un lugar en la costa de Chile como punto de reunión, este prefirió regresar a Inglaterra por el camino más corto.
El Pelikan se quedó solo. La tripulación invernó en una de las islas de la Tierra de Fuego, donde los indígenas se mostraron francamente hospitalarios. En noviembre, la primavera del sur, Drake se hizo a la vela hacia el norte, a lo largo de la costa occidental americana. El primer botín importante lo encontró en Valparaíso. Había allí un barco español recién llegado de Perú. Los españoles, que, a excepción de las balsas de pequeñas velas de los nativos, no habían visto en el mar del Sur otros barcos distintos de los propios, se alegraron al divisar la enseña en señal de saludo; hicieron batir los tambores y prepararon un banquete para los supuestos compatriotas. Su desengaño fue grande cuando los ingleses les sorprendieron amenazándolos con remos, lanzas y espadas y se lanzaron sobre la cubierta en la que los dejaron encadenados. No le gustaba a Drake el derramamiento de sangre. Los españoles salieron con vida, atemorizados y con alguna herida leve. Pero el preciado cargamento, en parte barras de oro con un peso de cuatrocientas libras, fue trasladado a la cubierta del Pelikan para desaparecer luego en las bodegas del inglés. También fue saqueada la propia colonia de Valparaíso. Los habitantes ya habían huido; tan solo se encontraron algunas valiosas piezas de altares de las pequeñas iglesias de la colonia y barriles de vino que a la dotación del Pelikan produjeron mayor alegría que incluso las barras de oro.
Con buen humor y la alegría proporcionada por los agradables vinos españoles, el viaje continuó rumbo norte. El siguiente punto que tocó la nave fue Tarapacá. En su playa había un cargamento de plata dispuesto para ser trasladado a España en el próximo barco español. Junto a él, disfrutando del merecido descanso del mediodía, vigilantes y cargadores roncaban plácidamente. Sin mediar discusión alguna, el cargamento, en parte compuesto de barras de oro con un peso de cuatrocientas libras, fue trasladado a la cubierta del Pelikan. Cuando aún se estaba llevando a cabo esta tarea, apareció una larga caravana de llamas cargadas con plata que también desapareció en la panza del Pelikan. El producto de una sola tarde de sol: plata por valor de cuatrocientos mil ducados de oro.
Después de Tarapacá se llegó a Arica, donde se cargaron otras cincuenta y siete barras de plata. Finalmente se llegó a Lima, donde se hubo de sufrir un desengaño: allí sí había barcos, pero sin carga. Con algún esfuerzo se pudieron encontrar varios cofres con monedas de plata y diversos fardos de seda y lino. Drake estaba profundamente consternado por tener que contentarse con aquellas pequeñeces. Pero de boca de los apurados españoles oyó algo que le hizo estirar sus pequeñas orejas: un barco español, Nuestra Amada Señora de la Concepción, había zarpado de Lima hacía unos días; llevaba a bordo el producto de todo un año de las minas de plata peruanas, varias barras de oro y unos cajones con joyas y obras de arte. Los españoles habían cometido el error de la conocida campesina que puso todos sus huevos en una cesta; se sentían tan seguros en el extenso mar del Sur que la Amada Señora nunca navegaba escoltada por navíos de guerra. Drake hizo encallar las naves españolas para estar seguro de no ser perseguido y se lanzó a la búsqueda de la valiosa Amada Señora. De camino abordaron otro barco que llevaba un buen botín. Drake se disponía a retener esta nave, pero en el horizonte aparecieron las velas de los navíos de guerra del virrey, enviados para cerrar el paso al inglés. Drake dejó en libertad al barco apresado y los españoles pusieron rumbo a Lima en busca de más ayuda.
A la altura de Quito, ceñidos a la costa en la que Pizarro y su gente estuvieron a punto de morir de hambre, los ingleses avistaron a la Amada Señora. Con su pesada carga de metales preciosos parecía estar inmóvil sobre las aguas, impulsada por la suave brisa del sur. La vista de la víctima provocó el júbilo a bordo del Pelikan; cada marinero, cada grumete, se sentía ya inmensamente rico. Lo que más importaba a Drake era no hacer nada que provocara la desconfianza de los españoles y buscaran acaso la manera de huir por tierra desapareciendo con el oro y las joyas en los intrincados manglares. Hizo llenar con agua del mar los toneles de vino, cuyo contenido, dada la capacidad bebedora de la tripulación, había seguido el camino de todo vino, y los remolcó amarrados a la popa a fin de conseguir cierto freno a la mayor velocidad de su navío. Cuando se hizo de noche y la oscuridad se extendía por el mar, los toneles fueron recuperados. Solo entonces fue cuando el Pelikan empezó en serio la persecución.
Todo era gris, y en el horizonte, por el este, la gigantesca línea de los Andes se hacía visible por su claro perfil cuando Drake se aproximó hasta tener al alcance de la voz a la Amada Señora. A gritos ordenó al español que pusiera proa al viento; pero el español no entendió la orden o la tomó como una broma sin gracia y siguió su rumbo trabajosamente sin preocuparse. Drake ordenó lanzar una andanada contra la Amada Señora a la vez que los arqueros ingleses llenaban de flechas la cubierta. El palo mayor cayó hecho pedazos sobre cubierta con gran estruendo y causando muchas bajas en los españoles, entre ellos el propio capitán de la nave, Juan de Antón, quien, enseguida, agitó con vehemencia un lienzo blanco para indicar que no quería más cañonazos ni más flechas y que entregaría el barco, la carga e incluso él mismo y sus hombres al pirata.
El botín fue gigantesco. Según el gobierno español, consistía en plata, oro y joyas por valor de millón y medio de ducados de oro, o sea, unos siete millones y medio de dólares. Además del botín, también fue llevado a bordo del Pelikan el capitán español; allí se le curaron cuidadosamente las heridas y comió con regio lujo en compañía de Drake al son de las trompetas. Drake enseñó su nave a su involuntario huésped, quien se asombró de lo exiguo de su dotación, la cual consistía en cincuenta hombres armados y treinta y cinco marinos y grumetes. El barco mismo, aunque algo maltrecho por el viaje, le pareció bueno, limpio y bien equipado con toda clase de elementos y herramientas necesarios, muchos de los cuales eran de procedencia española. Durante la estancia en su nave, Drake dio al español un recado para el virrey de Perú, a quien paternalmente quería advertir, ni más ni menos, de que se abstuviera de hacer ejecutar a ningún prisionero inglés. En el caso de que el virrey se mostrara sordo a estas palabras, por cada inglés ejecutado serían ahorcados quinientos españoles, cuyas cabezas enviaría enseguida al virrey a fin de que le movieran a las oportunas reflexiones filosóficas.
El español escuchó atentamente estas palabras y preguntó a Drake cómo pensaba salir de las aguas españolas. Drake, sonriente, respondió que el honorable huésped habría de perdonarlo, ya que le era imposible comunicar la ruta que seguiría, por razones de seguridad personal, y que solamente podía decirle que, en su modesta opinión, creía tener tres caminos para pasar desde el mar del Sur a Inglaterra. El capitán español quedóse pensativo ante la respuesta, pues según su idea solamente había dos pasos: uno por el estrecho de Magallanes y el otro por el cabo de Buena Esperanza. Miró asustado, casi tembloroso: pensaba que Drake, al referirse a un tercer paso, estaba pensando en el istmo de Panamá y que el terrible inglés no tenía otra intención que la de saquear el mismo territorio, atravesar el istmo y embarcar en Nombre de Dios, rumbo a Inglaterra, en naves robadas a los españoles, bien él solo, bien con la ayuda de cómplices que allí le estuvieran esperando. Drake se dio cuenta de la inquietud de su huésped y enseguida le ofreció otro vaso de vino, levantándose para brindar a la salud de su católica majestad de España. Sonaron los cuernos y el español, en su fuero interno, admitía que a pesar de todo el singular personaje era en el fondo un hombre de gran cortesía.
Entretanto, el desafortunado Amada Señora había sido puesto en condiciones de navegar medianamente. El capitán fue conducido a bordo con todos los honores. Drake se quitó su rojo capuz, inclinóse y ordenó lanzar un cañonazo en saludo de despedida. Hecho esto, la Amada Señora, notoriamente más ligera, puso proa hacia el sur mientras el Pelikan continuaba su ruta hacia el norte.
Transcurridos algunos días, volvieron a aparecer en el horizonte los navíos de guerra españoles. En cubierta se movía ahora un gran número de soldados, que, cuando divisaron al Pelikan surcando despreocupadamente las olas, se atemorizaron como si hubieran avistado al mismo diablo. Singularmente sospechoso era que el inglés no se diera de inmediato a la fuga. La explicación de que Drake llevara ahora consigo la pesada carga de los metales preciosos no convencía. Los españoles presumían una estratagema diabólica. Regresaron a tierra en busca de más refuerzos, pero solamente consiguieron que el virrey estuviera a punto de sufrir un ataque de apoplejía a causa de su indignación ante la cobardía de sus subordinados y por el mucho miedo al pensar en lo que le diría al anciano de El Escorial.
Drake, después de haber saqueado algunos barcos y colonias, llegó a la bahía de Canoa en el deshabitado y desértico sur de California. Atracó allí el Pelikan, limpió su casco de algas y moluscos, lo calafateó de nuevo y lo dejó en buenas condiciones para navegar.
Continuó Drake su ruta hacia el norte. El tercer paso del que había hablado no era el istmo de Panamá, sino uno que se suponía había al noroeste y que estaba siendo buscado febrilmente en aquellos días, como también más tarde. La mente humana no podía admitir que no hubiera en América del Norte un paso semejante al estrecho de Magallanes y ya se pensaba haber encontrado su extremo oriental en la desembocadura del río San Lorenzo.
Llegó al grado 43 de latitud norte. Siempre encontraba tierra a su derecha: altas montañas inmensas y bosques inmensos. Como quiera que el frío se hacía sentir y la tripulación comenzaba a padecerlo, viró en redondo y atracó en el paraje que hoy es San Francisco. Allí los indígenas lo tomaron por un dios. Y así decidió continuar su regreso a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza, pensando que el estrecho de Magallanes estaría vigilado por los españoles. Sirviéndose de algunas cartas marinas que había cogido al capitán español, tomó rumbo a las Molucas. En la isla Ternata, al sur de las Célebes, hizo calafatear de nuevo el Pelikan. En la costa de Java encalló la nave, pero la marea se encargó de ponerla de nuevo a flote y capitán y tripulación se recuperaron del susto. Durante el percance, el capellán perdió el ánimo y rompió a gritar lamentándose. Como castigo se le tuvo encadenado en cubierta durante todo un día, después de que Drake, sentado sobre un cofre y sosteniendo en sus manos un par de sandalias y en son de broma, lo declarara excomulgado de la Iglesia de Cristo, como si él fuera el papa del mar, y hubiera confiado al pasmado eclesiástico a la tutela de Satán, entre el júbilo de la tripulación.
Sin más incidencias, el Pelikan dobló el cabo de Buena Esperanza y entró en el puerto de Plymouth después de una ausencia de casi tres años.
Resulta difícil contemplar sin admiración y sin simpatía este periplo de piratería y de descubrimiento, esta primera vuelta al mundo de un navío inglés, así como también la figura de Francis Drake. Esta simpatía, sin embargo, no la compartió en modo alguno ni España ni su rey. Por esta parte tan solo se pensaba que había que soportar, junto con los incalculables perjuicios, la burla del mundo contemporáneo. Se trataba de un gigantesco insulto el que el herético inglés, con una insignificante nave y un puñado de hombres, hubiera desafiado a la más fuerte potencia naval de la época y hubiera arrebatado al tesoro español, sin especial violencia, casi con placidez, millones de pertenencias.
El embajador de España en Londres, Mendoza, no perdió tiempo en hacerse presentar ante Isabel y exigir, en muy grave tono, que se restituyera a España inmediatamente el botín que se había cobrado el Pelikan y que Drake y su gente fueran ahorcados sin demora a fin de recuperar totalmente el honor español.
Isabel recibió al embajador en un tono de amistad. Escuchó intranquila las palabras de Mendoza, moderadas y frías, que sonaban en sus oídos con la oculta amenaza de una guerra. Se encontraba en una situación difícil; su primer consejero, Burleigh, así como algunos otros cargos del Estado, opinaban que era perjudicial envolver a Inglaterra en una peligrosa contienda a causa de estas piraterías. Pero, por otra parte, Isabel ya había visto las joyas, cuyo brillo le había cegado sus ojos. La gran cantidad de oro y plata podía ser empleada de un modo admirable; ella, como principal asociada de Drake, consideraba el tesoro trabajosamente adquirido propiedad del todo suya. No pensaba tampoco, ni por asomo, en hacer ahorcar a su leal Drake, sino que lo quería levantar en alto de un modo totalmente distinto. Pero Mendoza era cada vez más explícito; no tenía pelos en la lengua al lanzar sus amenazas. Pensó ella que acaso debía retirarse, ofendida en su dignidad, y dejar al enojoso español sin respuesta. Pero se quedó, y amablemente dijo que Felipe, como esposo de la difunta María, era su amado hermano. Llegó a ponerse un poco sentimental. Con ello intentaba averiguar contra quién iban dirigidos los preparativos bélicos que estaban teniendo lugar en Cádiz. Mendoza no era mal contrincante en este duelo diplomático; no hubo golpe al que no respondiera con un contragolpe. Y llevaba ventaja, pues Felipe era el ofendido y solamente exigía justicia y equidad por boca de su embajador.
La reina, empero, con su largo vestido artísticamente bordado con serpientes y dragones vomitando fuego, tenía escondido y olvidado un triunfo que puso en la mesa al mes siguiente. Se llamaba Alençon, un enano feo con la cara picada de viruelas y nariz burlona casi partida en dos, al cual ella llamaba ma petite grenouille, su pequeña rana. Este duque de Alençon era el hijo menor de Catalina de Médicis y hermano del rey de Francia. Al igual que en muchas otras ocasiones, la reina jugaba con la idea de un matrimonio; un matrimonio entre Isabel y Alençon significaba una alianza con Francia. Y ¿qué sería de los Países Bajos? ¿Cómo podría seguir luchando el valeroso Alejandro Farnesio si Inglaterra y Francia se aliasen?, ¿...si las provincias flamencas estuvieran rodeadas por Francia, en el sur, por Inglaterra en el oeste, por Guillermo de Orange en el norte y por los protestantes alemanes en el este? «No puede ir tan lejos en el juego —se decía Felipe—, yo no puedo poner en peligro los Países Bajos.» Pero en lo profundo de su corazón de rey permanecía vivo el recuerdo de las fechorías de Drake. Y la particular postura de su real hermana inglesa no podía pasar al olvido. Antes o después, probablemente después, se produciría la gran ruptura con Inglaterra. La cuenta de débitos aumentaba más y más. El rey esbozó una sonrisa. Había aprendido a esperar y creía saber que llegaba su hora, hora que también sería la hora de Inglaterra.
Mientras tanto, eran mucho menos importantes las preocupaciones de Drake que las de su reina. Repartió, cual un príncipe, sobornos entre los miembros del parlamento y pasó buenas horas con sus amigos. Con frecuencia se le veía en compañía de la reina paseando lenta y plácidamente entre los bosquecillos del parque. La reina escuchaba ansiosa las descripciones de la riqueza de las Indias y de California y las referencias a la debilidad del poderío naval de España. Sus rasgados ojos verdes en un rostro de una blancura artificial, bajo unas cejas con esmero afeitadas, veían ya unas Indias inglesas, una América inglesa, de las cuales llegaría hasta sus cofres una corriente de oro y plata, de esmeraldas y joyas de todas clases. Y ¿a este hombre, a este inestimable Drake, a su Drake, que ponía al alcance de su mano estas fantasías y que, además, era bien parecido, casi tanto como Leicester, tanto que era un encanto dejar que besase sus blancas manos, a este bueno y leal inglés habría de mandar ejecutar? La exigencia de Mendoza era una broma, pensó la reina, y concedió a Drake su gracia y lo colmó de oro, algo más palpable.
El esforzado Pelikan, cuya quilla había surcado todos los mares del globo, fue remolcado por el Támesis y atracó en Deptford para ser conservado corno recuerdo del audaz periplo y de los grandes piratas.
En su cubierta, ricamente adornada, se celebró una comida. Sonaron de nuevo las trompetas y de nuevo se sirvió el fuerte vino español en grandes copas de plata. En la cabecera de la mesa, junto a la reina, se sentaba Drake. Entre risas relató cómo una vez, en esa misma mesa, había brindado a la salud de Felipe para consolar a un español herido.
La hija de Enrique VIII rió de buena gana, con la misma risa que solía hacerlo su padre. Ordenó a Drake que se arrodillara y lo armó caballero ante el júbilo de la redonda mesa y las aclamaciones del pueblo que, entusiasmado y curioso, rodeaba por todas partes al Pelikan.

Capítulo 22
El Greco
Año 1584

A la amable ciudad de Toledo había llegado hacía algunos años un extraño huésped. Entró por el viejo puente sobre el Tajo a lomos de una mula ricamente enjaezada, tiritando dentro de un amplio redingote guarnecido con piel de cebellina y mangas. Se detuvo en medio del puente y miró largo tiempo la ciudad con su mano derecha en arco por encima de los ojos. A su rostro asomó una amarga y cansada sonrisa y murmuró unas palabras en una extraña lengua antes de que, remiso, se decidiera a seguir adelante. Los golfillos callejeros se acercaron corriendo por la empinada calle para contemplar con curiosidad y pedir limosna al forastero.
El viajero tenía unos cuarenta años, pero aparentaba algunos más. El color de su tez era gris; en el mentón lucía una pequeña barba de chivo de un color indefinido y su alta frente estaba surcada por tres profundas arrugas. Lo más extraño en él eran sus ojos; bajo unas cejas muy levantadas había algo terrible en su mirada. Y el derecho era bastante más grande que el izquierdo. Parecía como si el ojo pequeño contemplara lo exterior mientras el derecho se hundiera lentamente en el alma de aquel a quien miraba. Esta extraña manera de mirar llamó enseguida la atención de los mozuelos, siendo así que rara vez los chicos se fijan en alguna peculiaridad de los adultos. Pero en lugar de provocar sus burlas, la mirada de estos ojos les indujo a amortiguar la bulliciosa algarabía. Decididos, se ofrecieron para conducir al viajero a la posada, a lo que el extranjero asintió con gran llaneza y sacó del amplio bolso de su magnífico ropón un puñado de raras monedas de cobre.
Cuando el forastero entró en la posada, enseguida suscitó la atención de los huéspedes que con sus vasos de vino estaban reunidos alrededor del fuego de carbón de encina que ardía en un brasero de bronce. Cuando el desconocido se quitó la gorra de cebellina, su rostro adquirió un aspecto aun más extraño. Solo las sienes estaban cubiertas de escasos cabellos grises; la frente continuaba hacia arriba y hacia atrás en imponente calva. A poco trajeron desde fuera varios paquetes alargados envueltos en lienzo gris. Estos misteriosos paquetes aumentaron la curiosidad de los huéspedes y uno de ellos se acercó al extranjero con un vaso de vino en la mano. Le preguntó su nombre, su procedencia y la razón de su viaje.
El extranjero murmuró algo imposible de entender. Luego dijo que había nacido en Candía, que había residido largo tiempo en Venecia y en Roma y que acababa de llegar a Toledo para pintar. Todo esto lo dijo en un español entrecortado intercalando con frecuencia palabras extrañas. El interlocutor se animó y le preguntó si los paquetes contenían muestras de su pintura.
—Contienen obras maestras, obras maestras únicas en su clase —contestó secamente el extranjero.
Los huéspedes no pudieron menos de sonreír ante el orgullo manifestado con estas palabras.
El extranjero pasó seguidamente a desenvolver uno de los paquetes, sin decir palabra, y puso sobre la mesa un lienzo, tomó en sus manos un candelabro y alumbró la obra de arte desde un lado.
Un grito de asombro salió del grupo. Se acercaron más al lienzo. Representaba una escena de desenfrenado movimiento: un apretado grupo de hombres, de mercaderes cuyos tenderetes caen al suelo, grupos de mujeres apiñadas en el atrio del templo y, en el centro, el Cristo indignado.
— ¡Virgen María! ―exclamó Luis de Velasco, también pintor―. ¡Tiziano no lo habría podido hacer mejor!
—Amigo mío —dijo el extranjero. Y preguntó—: ¿Dónde se encuentra en Tiziano realismo en el movimiento? ¿Dónde se encuentra en sus obras la lucha de la luz y la sombra, que es el auténtico sentido del acontecer universal? Tiziano sí entendía de colores, es cierto; pero carecía de dotes de teólogo y filósofo el viejo amigo. Si hubierais mencionado al menos a Tintoretto. Con él he aprendido yo, pero, naturalmente, hace tiempo que lo he superado. También del viejo Miguel Ángel he aprendido mucho. Es verdad que no sabía pintar, pero comprendía el cuerpo humano y lo representaba con grandiosidad y fuerza.
Muy instruido le pareció a Luis el extranjero, aunque sus observaciones, poco discretas, las lanzó como verdades evidentes. Sin orgullo. Contemplando detenidamente su propia obra decía: ―Verdaderamente es una obra maestra. Pero esto no es más que el principio de lo que yo imagino. Faltan demasiadas cosas. El centro no tiene aún precisión. Sin embargo, es al menos un paso adelante en el mundo. Y debiera ser verdaderamente un ejemplo para el alma, como todos los pasajes de la Sagrada Escritura.
Entretanto habían acudido corriendo los huéspedes de toda la posada, las mozas de la cocina y los mozos de las cuadras. Todos permanecían ante la pintura, descubiertos, con caras de embobamiento. Algunos de ellos salieron fuera y trajeron a poco a sus mujeres y amigos. Y en breve se congregó en la habitación una enorme multitud. Y todavía había más gente en la calle. Entre los espectadores se encontraba uno de los regidores de Toledo.
―Honorable señor― dijo dirigiéndose al pintor―, ¿por qué habéis venido a Toledo y no os habéis quedado en Roma?
―Eso, señoría ―respondió el forastero―, no os incumbe a vos, aunque seáis regidor. Sin embargo, puesto que habéis oído a los admiradores de mi cuadro, os diré que Roma para mí es, a pesar de su santidad, demasiado mundana y libertina. Roma ya no es lo que antaño fuera. Toledo es la nueva Roma, la espiritual. Aquí vive aún lo que allí tan solo se conserva en la existencia. España es el verdadero catolicismo, el catolicismo vivo. Y en ninguna parte está más vivo que aquí. Por eso vengo a Toledo, a la patria de mi espíritu.
Estas palabras halagaron no poco a los buenos toledanos, y a la mañana siguiente se sabía en toda la ciudad que había llegado un pintor extranjero que dejaba en sombras todo lo que hasta entonces se había visto.
El extranjero se llamaba Doménikos Theotokópoulos. Pero como nadie sabía pronunciar bien su nombre se le llamó sencillamente Domenico el Greco, el griego. No pasó mucho tiempo para que el griego recibiera ya un importante encargo muy honroso; a saber, un retablo para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Según deseo del que lo encargó, debía representar el expolio del Señor antes de la crucifixión [5]. Una importante cantidad pasó, como anticipo, a la bolsa del Greco, que la empleó en la casa de cuatro pisos en la que montó el taller.
Pasaron los meses y el Greco no se dejaba ver y todos, expectantes, esperaban a que cumpliera el encargo.
Por fin, casi un año después, el cuadro estuvo terminado. Causó un gran asombro en los clérigos catedralicios, pues nunca antes habían visto algo parecido; casi lo tomaron como una burla al Evangelio. Allí estaba Cristo, grande, como cualquier misterioso dios de las almas, entre una multitud apiñada de gentes burlonas, de brutos, de sabelotodos y mercaderes. A un costado, el hombre que le arranca la túnica; al otro lado, el centurión romano que mira aquello un tanto desconcertado. Abajo, a la derecha, un bárbaro que taladra en la madera de la cruz; a la izquierda, muy cerca del Salvador, las tres Marías con rostro dolorido.
La nocturna escena —pues parecía ser de noche, noche metafísica— causó, en los clérigos, el efecto de una bofetada en pleno rostro. La fuerza de lo representado ya no era solo lo que imponía. Todo el conjunto había sido arrancado, por así decirlo, del mundo tridimensional y colocado en una atmósfera misteriosa que, atemorizadora, envolvía el corazón de los espectadores. No era tanto la brutalidad, la ordinariez de los rostros ―también esto se dejaba ver, y aún más, en los flamencos—, sino la impasibilidad, la nada fluctuante en la que los rostros parecían sumergidos como en el opresivo interior de un mal sueño. Aquello no era un cuadro, como lo hubieran pintado los grandes venecianos, sino una visión extática, un grito del alma humana como entre sus contemporáneos lo había vivido santa Teresa de Ávila.
A las dignidades de Santo Domingo el Antiguo les parecía que aquello se pasaba de la raya y se negaron a pagar al Greco la muy considerable suma que pedía por su obra. El pintor acudió a la justicia, que convocó a un grupo de expertos a fin de que juzgaran y determinaran su mucho o escaso valor. En el grupo estaban Nicolás Vergara, arquitecto de la catedral, Luis de Velasco y Baltasar de Castro, pintores; el escultor Martínez de Castañeda, y el platero Alejo de Montoya. Estos hombres vieron el cuadro, y es una muestra de la delicadeza de sus sentimientos el que enseguida estuvieran todos ellos de acuerdo en su juicio. Lo enviaron por escrito diciendo que, en su modesta opinión, no se podía estimar ni pagar el verdadero valor del cuadro. Pero, añadían, puesto que el maestro extranjero ha de recibir una remuneración por su trabajo, proponían, como mínimo, el pago de novecientos ducados de oro, por valor de trescientos setenta y cinco maravedíes cada uno.
Los clérigos lanzaron un grito de asombro:
―¡Qué barbaridad! ―exclamaron―. ¡Es una suma enorme! Y además las Marías están demasiado cerca del Salvador. Eso no es decoroso. Casi va en contra del dogma.
El juez convocó de nuevo a un entendido. Esta vez, un teólogo. Este contempló el cuadro detenidamente y dijo que, desde su punto de vista teológico, no había ningún reparo que ponerle, pues, conforme al Evangelio, las tres mujeres habían estado muy cerca del Salvador y añadió que, aunque no era un especialista, tenía que decir que nunca había visto representados el dolor, el miedo y la desesperación paralizante ante la muerte del Salvador y la suerte de la pureza en este mundo de una manera tan conmovedora como en los rostros e incluso en las posturas de estas mujeres.
Para terminar, el propio juez fue a ver el cuadro. Profundamente impresionado, aceptó plenamente el juicio de su experto y sentenció que los clérigos habían de pagar al maestro. La comunidad y el pintor convinieron en la suma de tres mil quinientos reales.
Este proceso despertó el interés de los toledanos y contribuyó a la mejor propaganda imaginable en favor del Greco y de su obra. El cuadro El expolio, como generalmente se le conoce, pasó a ser pronto una parte de las cosas dignas de verse en la ciudad y la fama del maestro se extendió por toda Castilla. Altas dignidades de la Iglesia, nobles, eruditos y príncipes se apresuraron a hacerse pintar por él, pues también mediante el retrato el artista poseía el don de hacer visible el interior del alma del retratado. El hombre del ojo grande, el extranjero de Candía, era ya más español que los mismos españoles. Parecía casi como si el país le hubiera estado esperando para que lo liberara de la eterna imitación de los italianos y los flamencos y que prevaleciera una visión propia del mundo. La gran fama del Greco llegó a Madrid y, cierto día, a oídos del rey; Felipe decidió hacerle un encargo. Un cuadro que representara una escena que él tenía especialmente en su corazón: el martirio de san Mauricio y la legión tebana. Quizá Felipe pensaba en los muchos soldados que, a su servicio, habían sufrido la muerte a manos de los infieles, o la muerte heroica en los campos de batalla, en las naves, en las fortalezas, o la muerte lenta en el cautiverio turco.
Era un encargo muy honroso. Pero el pintor intentó esquivarlo. Escribió al rey diciendo que, desgraciadamente, no tenía colores. Esta carencia era, sin embargo, fácil de solucionar; de Madrid llegó una remesa de dinero.
El Greco, entre suspiros, puso manos a la obra, pues sabía que con su majestad católica no se podían gastar bromas. Los amigos que conocían la colección de pinturas del rey le hablaban de sus gustos y de su veneración por Tiziano y de su aceptación a Pantoja de la Cruz. Lo hacían para conducir al Greco por el camino correcto. Pero cuando el Greco pintaba se olvidaba enseguida del mundo exterior. Para él no había más que su obra. Se olvidaba de quién le había hecho el encargo, aunque fuera el rey. Ni por lo más remoto pensaba en cambiar su arte al gusto de los ojos reales; se esforzaba más y más en avanzar hacia la propia concepción que él imaginaba. Y comenzó a probar uno y otro camino.
El viejo Miguel Ángel, aunque a su juicio no era un pintor, había influido poderosamente en él. « ¿Cómo resultaría —pensaba— si colocara las figuras en primer plano, grandes y dominantes, como el David, como el victorioso entristecedor del gran escultor?» El Greco hizo unas figuras de cera, las agrupó e hizo un apunte; no le gustó. Las agrupó de otra forma, hizo el boceto, pintó. Después del trabajo de un mes le pareció que había encontrado lo justo.
Cuando llegó ante Felipe el cuadro ya terminado, el rey, en su despacho de El Escorial, se puso furioso. Su enfado era sincero. Iba de un lado a otro, calzado con sus zapatillas de paño negro, sin hacer ruido, sobre la mullida alfombra. Presentes sus pintores de corte, manifestaba su disgusto ante las grandes dimensiones de los santos; porque sus rostros tuvieran un color blanco nada natural; porque, en el fondo, los mártires aparecieran todos desnudos, casi como si se tratase de El Jardín de las Delicias del viejo Jerónimo Bosco; y porque un desnudo masivo de esa clase no era, en manera alguna, propio de un cuadro de carácter religioso.
— ¿Qué se ha creído ese hombre? —decía el rey—. ¿Me quiere tomar por un tonto? El cuadro no tiene ningún color, absolutamente ninguna naturalidad. Y ¿a qué vienen esas nubes gigantescas flotando como si no fueran a ninguna parte? Creo que está loco. No acepto el cuadro. No puedo malgastar mi dinero en esta monstruosidad.
En la habitación reinaba un silencio forzoso. Ninguno de los pintores se atrevía a replicar al rey. Y, sin embargo, según se decía después entre ellos, les parecía que la obra tenía ciertas calidades a las que quizá habría que acostumbrarse.
—Véase, tan solo —decía uno de ellos—, la mirada de ese hombre que, entre las nubes, descubre al ángel que con la corona de laurel recibe las almas de los degollados. A decir verdad, esta sola cabeza es una obra maestra en sí misma. Yo estaría sumamente orgulloso de haberla pintado. Y cuanto más pienso en el conjunto, tanto más grandioso y único me parece.
—Sí —dijo un escultor―; y las figuras del primer plano. Cómo está casi deificada su pura humanidad. Su postura y su andar tienen una dignidad nueva, casi como el Helios de los antiguos cuando sale de su templo monóptero con la frente rodeada de luz.
Pero no hubo oposición alguna en contra de la voluntad del rey. No se pagó el cuadro [6].
El Greco no hizo ningún comentario acerca de la indignación del rey, y no le guardó rencor por la injusticia. Pensaba para sí que, por lo menos, le había dado ocasión para desarrollar su arte. Por esto le estaba agradecido. Podía permitirse esta delicadeza. No le faltaban encargos bien pagados. Le iba bien. Se casó, tuvo hijos e hijas. Le gustaba dar banquetes. En las comidas había de haber siempre músicos que tocaran. Le agradaba conversar largamente con los amigos e invitar a filósofos, teólogos y otros eruditos. Podían discutir largo y tendido sobre luz y sombra, conceptos que, para él, eran las sustancias elementales en cuya lucha consistía el acontecer del mundo. Pero siempre era el color, la forma, la expresión más auténtica de su personalidad, de sus ideas y de su entusiasmarse en la lucha espiritual. «La vida es Metafísica», ha dicho un pensador moderno. Seguramente el Greco habría estado de acuerdo con él, y quizá habría añadido que el carácter metafísico de la vida no se podría comprender nunca expresándolo en definiciones, sino siempre y solo a través de la obra de arte.
Y así pintó El entierro del conde de Orgaz, en el que se retrató a sí mismo, en el fondo, entre el grupo de los congregados alrededor del combado cadáver del conde sostenido por los santos. Pintó La estigmatización de san Francisco de Asís, cuadro, en el que unos sorprendentes rayos llegan a las abiertas manos del fraile gris partiendo de los clavos de la cruz. Pintó El sueño de Felipe II, en el que el rey, arrodillado junto a su difunto padre, mira hacia el cielo abierto, en el cual aparece, misteriosa, la insignia del nombre de Cristo, mientras, a la derecha, las abiertas fauces del monstruo del infierno devoran a los condenados [7]. Cada uno de estos cuadros era una obra maestra única en su clase; un grupo perfecto, conjuntado como el de El entierro del conde de Orgaz, tan solo lo pudo conseguir, casi un siglo más tarde, Rembrandt con su Ronda nocturna.
Cuanto más envejecía el Greco, tanto mejor era su obra. Decididamente, sobrepasaba el gusto y la comprensión de todos sus contemporáneos, que no llegaban a saber bien lo que prevalecía en el Greco.
Los cuerpos de sus figuras se alargaban como atraídos por una fuerza magnética gigantesca ejercida hacia arriba; los rostros perdían toda expresión terrenal transformados en un total éxtasis embriagador. También los movimientos tenían una viveza nada natural; era como si, para él, el mundo se hubiera disuelto completamente en dinamismo. Ni antes ni después representó acontecimientos del mundo de la realidad, sino vivencias del espíritu en un espacio misterioso. Cuadros embriagadores como los suyos los pintaría siglos más tarde Van Gogh en la llanura de Arles; pero al dinámico holandés le faltó la visión espiritual profunda y la superior cultura del Greco.
En la soledad última, a la que tan solo llegaba de vez en cuando el sonido de las violas de sus músicos, surgió, pujante, su obra tardía. En el día de su muerte, su hija, doña Gregoria, tomó en su mano el candelabro de plata con velas de cera y llorando recorrió las oscuras salas de la casa. En todas las paredes, en caballetes, había cuadros del difunto que llegaban a los dos centenares. La pálida luz de las velas iba descubriendo un mundo indecible de misterios. Era la obra del Greco; pero era algo más: eran los miedos, los desengaños, los sueños de cada una de las almas, las limitaciones del conocimiento humano, por las que uno solo se aproxima al secreto abismo interior del que nadie sabe con exactitud si se trata de Dios o de la Nada. Para el Greco era Dios. Y así, la llorosa doña Gregoria veía las oscilantes llamitas, que se posaban sobre las cabezas de los apóstoles, como el Espíritu que infundía en ellos. Veía la agonía de Cristo, la solitaria lucha ante el cáliz en el huerto de los olivos mientras los valientes discípulos roncaban inconscientes. Y veía también la rotura del quinto sello del libro del Apocalipsis y la aparición de los muertos que pedían a Dios la vida eterna. Veía a Laocoonte luchando con sus moribundos hijos, con Toledo al fondo, y a un lado, pasando de largo, indiferentes, las bellas imágenes en piedra de los antiguos dioses paganos Artemisa y Apolo. Veía la propia ciudad, Toledo, bajo pesadas y amenazadoras masas de nubes que anunciaban tormenta. Y finalmente se vio a sí misma. Era terrible y, al mismo tiempo, consolador, pues era tanto lo uno como lo otro. Como todo lo que el padre veía, también a ella la había cambiado de un modo extraño que la trasladaba de su ambiente mundano a un todo religioso en una prodigiosa relación que solo ella podía presentir. Allí estaba su rostro, extrañamente cambiado: una joven, una mujer llena de esperanza, la Madre de Dios, y allí estaba ella, dolorida, angustiada, triste, la Madre Dolorosa. Doña Gregoria se daba bien cuenta de que no se trataba de una persona, ante todo se trataba de la mayor esperanza y el mayor dolor de las mujeres. Bajó el candelabro al suelo y se secó los ojos. Se avergonzaba de sus lágrimas.
Muchos siglos después, pasadas épocas malgastadas y de estúpidos ayunos, cuando Gauguin escapó al mar del Sur para salir de una civilización carente de interés, cada vez más baldía, y entrar en la vida primitiva; cuando el modesto funcionario de aduanas Rousseau pintó sus sueños de bosques vírgenes y de animales en un abigarrado estilo naif; cuando Van Gogh pintó en Arles cipreses como llamas vivas y oscuras, en aquellos días en los que se anunciaba un renacimiento de la pintura, se comprendió por primera vez toda la grandeza del Greco.
La obra de Domenico, el Greco, está ahí ante nosotros, como la gran señal de advertencia de que la pintura es algo más que copia de exterioridades; que el hombre es algo más que lo que parece ser, un trágico portador entre energías cósmicas, un nudo apretado, una cadena entre la materia y el espíritu, como tan acertadamente ha dicho Pico de la Mirándola.
El Greco era griego de nacimiento. La profunda fe de España lo atrajo y lo hizo grande. Su obra es española en la forma y en el carácter, pero la buena nueva de esta obra va dirigida a todos los hombres. En el Greco, como en Cervantes, España se ha superado a sí misma y ha puesto un pie firme en el milenio.

Capítulo 23
La hora de Inglaterra
Año 1588

Desde hacía largo tiempo se preveía que Inglaterra, más tarde o más temprano, tendría que entrar en la guerra entre la primera potencia católica, España, y la involuntaria promotora del protestantismo. Pero Felipe e Isabel habían eludido siempre la peligrosa decisión, aunque ambos tenían motivos suficientes para acusarse mutuamente. Luego Felipe prestó apoyo a los jesuitas y a los refugiados ingleses en Flandes, que soñaban con una restauración del catolicismo en Inglaterra y preparaban, uno tras otro, atentados criminales contra Isabel. Isabel, por su parte, aunque siempre con titubeos, apoyaba a los rebeldes holandeses, y, cuando menos, hacía la vista gorda si sus capitanes asaltaban y saqueaban las posesiones de ultramar y las naves españolas de la manera más desvergonzada.
Francia, en este gran conflicto, era el fiel de la balanza. Ni Felipe ni Isabel tenían intenciones de ayudar a poner en manos del contrario el país que permanentemente oscilaba entre catolicismo y protestantismo. Otros motivos para mantenerse en esta postura de indecisión por ambas partes eran, en el caso de Felipe, la eterna falta de fondos, lo que le hacía encontrarse siempre al borde de la bancarrota a pesar de las enormes aportaciones de oro y plata de Perú y de México; en el caso de Isabel, su absurda avaricia, que le llevaba a mirar cinco veces cada chelín antes de gastarlo. Pero se produjeron varios sucesos que dieron lugar a que la guerra estallara sin remedio.
Francia, como ocurriría cuarenta años después con Alemania en la guerra de los Treinta Años, se convirtió en el campo de batalla entre potencias exteriores a ella misma. Allí, el hugonote Enrique de Navarra luchó, con el apoyo de Isabel y de los Países Bajos, contra la Liga católica de Enrique de Guisa, que disfrutaba de la ayuda de Felipe.
En Inglaterra, después de largos años de prisión, había sido ejecutada María Estuardo a causa de una supuesta participación en una conjura de los católicos. Esta muerte acabó definitivamente con la esperanza de una restauración pacífica del catolicismo en Inglaterra. Fue el acicate que impulsó a Felipe. Nunca le había agradado tener que sacar las castañas del fuego por otros. Pero ahora, cuando hacía la guerra, la hacía por él mismo. Ello ofrecía la posibilidad de que él, descendiente de la casa de Lancaster, pudiera acceder al trono de Inglaterra; y si no él mismo, sí su querida hija Isabel Clara Eugenia, para quien siempre buscó una corona.
Alejandro Farnesio había logrado, al fin, restituir el sur de los Países Bajos, casi por completo, al dominio español. Una victoria decisiva frente a Inglaterra habría de consolidar esta otra victoria y asegurar, para largos años, la posesión de estas provincias en manos españolas. Felipe, pensando en todas estas cosas, a su modo, lenta y seriamente, había llegado al convencimiento de que ya no era posible otro aplazamiento de la definitiva confrontación con Inglaterra. Desde El Escorial llegó la orden de construir una gran flota, reunir provisiones y reclutar hombres. Los astilleros de Cádiz, Sevilla, Lisboa, La Coruña y Santander trabajaron con diligencia. Ingentes cantidades de aceite, trigo y vino se iban acumulando en los almacenes. Numerosas partidas de ganado llegaban al oeste por polvorientos caminos para ser sacrificadas. Las fundiciones de bronce y hierro se veían inundadas por multitud de encargos. En las ciudades y en los pueblos se reunían, en las casas de los nobles, millares de jóvenes españoles aguerridos llenos de júbilo.
La nueva cruzada estaba decidida. Las pesadas naves, con su casco de gruesa madera, fueron bautizadas con nombres de santos. El papa Sixto V, que, en el fondo, temía más a Felipe que a la herética Isabel, envió desde Roma, sin embargo, su bendición y la promesa de aportar un millón de ducados de oro para esta empresa, aunque no antes de que el ejército español hubiera desembarcado en suelo inglés.
Llegó también hasta la propia Inglaterra la noticia de los grandes preparativos y de la expedición planeada, lo mismo que al resto de Europa. Había llegado el momento crítico que tanto tiempo habían estado temiendo los responsables estadistas ingleses Burleigh y Walsingham.
En este momento en el que se trataba de tomar una decisión férrea y de pasar inmediatamente a prepararse para llevarla a cabo, Isabel se echó atrás. No era cobardía personal, pues Isabel no conocía por sí misma el miedo; era una aversión contra la guerra real, cuestión en la que no se sentía experta y de la que no entendía nada. Isabel como Felipe, su adversario, era, sí, experta en el juego de las intrigas, de los aplazamientos, de las promesas ambiguas, de las amenazas disimuladas. No le repugnaba una guerra a medias, como la de Irlanda o la de los Países Bajos; tampoco los asaltos ocasionales a las colonias españolas ni las piraterías en alta mar. Pero no había cosa que más odiara que una acción clara y concreta en la que no tenía oportunidad de retirarse en caso de que la cosa presentara peligro. Ella pertenecía a ese raro tipo de carácter que en cualquier circunstancia prefiere actuar de modo ambiguo. Pero en la guerra no hay nada más arriesgado que actuar solo a medias. Isabel quería la paz. La paz debe ser incondicional. Ella, con la ilusión de una paz, no veía otra cosa que la paz. Isabel, en su peculiar obsesión por la paz, estaba dispuesta, contra toda justicia, a abandonar a sus amigos y aliados, traicionarlos de forma ignominiosa y esto, precisamente, en el momento en que ella necesitaba, más que nunca y con urgencia, a los aliados. Negó todo apoyo a Enrique de Navarra, quien podría mantener fuera de la lid al partido católico de Francia. No prestó ayuda a los Países Bajos, que estaban en contra de Alejandro Farnesio, y ofreció al mariscal de Felipe la entrega de los puertos holandeses ocupados por Inglaterra. Por otra parte, intentó que Alejandro Farnesio traicionara a Felipe ofreciéndole a cambio la corona ducal de Borgoña, a la que ella, de ninguna manera, habría renunciado. Pero el mayor delito lo cometió al empeñarse en mantener a Inglaterra desarmada. Sus barcos permanecían en sus puertos, sin aparejos, sin armamento, sin tripulación. Sería necesario un gran esfuerzo para conseguir arrancar a Isabel cada libra de pan o de carne salada, cada cuartillo de cerveza, cada carga de pólvora, cada trozo de cuerda o de vela. Verdaderamente ella jamás habría podido pensar en superar a España en cuanto a elementos bélicos, pero sí podía haber seguido el consejo de hombres inteligentes y poner a Inglaterra en condiciones de poder combatir. En esta temible situación, el peligro lo veían y lo reconocían con toda claridad dos hombres que pensaban que la mejor opción que se ofrecía a Inglaterra consistía en entablar una acción ofensiva con su reducida flota. Hawkins y Drake tenían experiencia en la lucha contra los navíos de guerra españoles e incluso llegaban a subestimar su capacidad de combate. En un momento de debilidad de la reina, el elocuente Drake arrancó a la vacilante Isabel el permiso para atacar los puertos occidentales de España y Portugal a fin de perturbar los preparativos de Felipe. Isabel se arrepintió enseguida de su decisión y envió rápidamente un mensajero a Plymouth para revocar la orden; pero el mensajero llegó demasiado tarde. De noche, y con niebla, Drake, que había previsto algo semejante, había zarpado ya de Plymouth con treinta naves. Fue inútil enviar otros barcos tras él. Los mástiles de la escuadra acababan de desaparecer por el ondulado horizonte.
Drake se encontraba sobre el elevado puente del Bonaventura, navío de seiscientas toneladas. Muy distinto era sentirse en este navío de guerra, de casco sólidamente ensamblado que surcaba veloz las olas, comparado con la sensación que se tenía a bordo del gallardo Pelikan, frágil y pequeño, que le había llevado, hacía años, por todos los mares del globo. Al volverse a mirar a su alrededor vio cómo tras él aparecían los palos y las infladas velas del Lion, del Rainbow y del Dreadnought, ninguno de los cuales era de una capacidad inferior a las cuatrocientas toneladas de arqueo. Detrás de los grandes navíos de la reina venían los mercantes, que habían sido armados para este fin por los honorables comerciantes de Londres, no solo por razones políticas, sino porque se daba por supuesto que toda empresa conducida por Drake tenía que lograr indefectiblemente un gran éxito.
A la altura de las islas de Scilly soplaba en contra un rugiente viento suroeste. Las naves sufrían incesantes sacudidas por el impulso de las gigantescas masas de agua. Negras crestas de olas se encrespaban con estrépito. El agua barría las cubiertas. Los cañones y los mástiles no se libraban de su ataque. Las velas, pesadas como el plomo, no se dejaban dirigir por las entumecidas manos de los marineros. La furiosa tempestad levantaba hasta la altura de los palos las salpicaduras de las olas que luego caían como lluvia helada y ruidosa sobre aquellos hombres que apenas se podían mantener sobre sus piernas en ese caos de agua, espuma y viento. Pero el viejo John Hawkins, el antiguo tratante de esclavos, era quien había aparejado las naves. No hubo una vía de agua; no se rompió ningún mástil, no se rasgó ninguna vela ni se desprendió de sus anclajes ningún cañón. Una de las pequeñas pinazas parecía estar a punto de hundirse con sus hombres y sus ratas; pero, una y otra vez, chorreando como un perro de aguas, volvía a emerger de entre el salvaje y arrollador torrente espumoso de agua salada y cabalgaba sobre la siguiente cresta que se precipitaba sobre ella. No fue un mal comienzo. La victoria en la confrontación con los elementos fortaleció la confianza de los hombres para según ellos afrontar el mucho menos peligroso encuentro con el rey Felipe y su poderío. Después de doce días de navegación surgió del mar la roca gris de Gibraltar. Al doblarla se llegaba a Cádiz en cuestión de tres jornadas. Drake se internó en el puerto como si se tratase de la desembocadura del Támesis. Los sorprendidos españoles intentaron defenderse. Dispararon los cañones y una bala acertó en el Lion; pero la confusión era tan grande que los españoles no podían hacer nada. Uno de sus barcos fue hundido. Entonces Drake se lanzó contra las naves de transporte, pesadamente cargadas. Las tripulaciones huyeron aterrorizadas, saltando al agua o a los botes. Las naves de transporte, grandes barcos de quinientas toneladas, estaban cargadas con trigo, harina, vino, frutas y otras provisiones. Drake ordenó trasladar a bordo de sus barcos lo que pudiera ser útil y luego mandó incendiar las naves españolas, que quedaron ardiendo allí, flotantes, en el puerto.
Esta acción audaz y afortunada de Drake causó admiración en España. Los descendientes de los conquistadores no pudieron menos de reconocer al inglés como uno de los de su clase. Y sucedió que Drake alcanzó los elogios del derrotado enemigo a la vez que los de su propio gobierno.
Después de esto, Drake se apostó frente al cabo de San Vicente. Casi diariamente atracaba allí algún barco de transporte. El estaba madurando un plan. Quería internarse por el ancho Tajo y atacar y destruir en su propio puerto la flota de guerra española que en él estaba anclada. Si las cosas hubieran sucedido como Drake pensaba, la campaña de Felipe contra Inglaterra habría tenido un rápido final en Lisboa y diez millares de españoles se habrían ahorrado un lastimoso final. Pero Isabel seguía creyendo en la paz y prohibió a Drake acometer a Felipe con tanto rigor, por lo que el almirante tuvo que conformarse con enviar un desafío al adversario español, el marqués de Santa Cruz, desafío que el marqués rechazó cortésmente al tiempo que se lamentaba de tener que hacerlo.
Se apostaron luego los ingleses frente a Cintra, donde hundieron varias naves de transporte. Desde allí siguieron hasta La Coruña, donde se repitió el espectáculo de Cádiz, y finalmente, para llenar la bolsa y ganar algunos méritos entre los honorables comerciantes de Londres, tomaron rumbo a las Azores y allí abordaron y saquearon un navío procedente de las Indias Orientales con rico cargamento.
A pesar del daño material que habían sufrido la Armada y España, Felipe no renunció a proseguir con su idea. En la corte de Flandes se encontraba Alejandro Farnesio con treinta mil soldados escogidos esperando a la Armada, que pronto aparecería en el Canal, según se le había anunciado desde Madrid. El plan español era limpiar el Canal de barcos ingleses para que la flota española pudiera pasar sin ser molestada. En Madrid se contaba con el levantamiento de la fracción católica de la población inglesa y, además, no se pensaba en una resistencia seria. Se figuraban a los ingleses debilitados por los largos años de paz, sin experiencia bélica y armados con arcos, que habían constituido un arma terrible durante la guerra de los Cien Años, pero que ahora, con los modernos mosquetes y demás armas de fuego, serían casi totalmente ineficaces. Alejandro Farnesio conocía a los ingleses y pensaba de otro modo. Contaba con tener que librar, una tras otra, varias batallas en el suelo inglés, pero también creía que podría llevar a cabo la invasión con éxito si es que le dejaban libre la retaguardia y el Canal estaba limpio.
En medio de esta situación de riesgo, Isabel continuó con el peligroso juego de impulsar la paz. Licenció a una gran parte de la marinería y se negó con terquedad a la entrega de las necesarias raciones de víveres y munición a las naves. El almirante, lord Howard, escribía en esos días a Walsingham diciendo que se sentía como un oso amarrado a un poste y que los españoles vendrían como perros a lanzarse sobre él sin posibilidad alguna de defenderse. Y John Hawkins decía: «Malgastamos nuestras energías, nos deshonramos y nos hacemos despreciables a causa de nuestros inseguros titubeos».
Pero sobre la Armada española se cernía desde el principio una estrella de infortunio. Ya se había dado la orden de zarpar cuando, como de repente, de forma totalmente inesperada, murió el marqués de Santa Cruz, el almirante, marino muy experto que había colaborado en gran parte en la brillante victoria de Lepanto. El vacío se cubrió sin acierto con el duque de Medinasidonia, un simple hombre de la corte. En cualquier caso, la partida de la Armada se retrasó casi un año entero. Este aplazamiento fue la salvación de Inglaterra, pues la misma Isabel no tuvo más remedio que darse cuenta de la gravedad de las intenciones de Felipe. Un tanto remisa, dio a lord Howard la orden de poner a punto la flota y dotarla al completo. En todas las ciudades de Inglaterra se hizo un llamamiento de voluntarios que quisieran reunirse bajo la bandera de la reina para defender las islas patrias. Este llamamiento no resonó en vano. Por todos los caminos se agolpaban hombres, jóvenes y muchachos en marcha hacia el sur y el sureste de Inglaterra. Tan grande fue la tradicional fidelidad a la reina en el pueblo inglés que puede decirse que el auténtico héroe de esta hora decisiva no fueron lord Howard, Drake, ni Leicester, ni Burleigh, sino Isabel, quien, muy en contra de su voluntad, se vio envuelta en la guerra por la inquebrantable determinación de la nación, actitud que habría de ser fundamento de la hegemonía de Inglaterra sobre los mares y que hizo posible los primeros y modestos comienzos del futuro imperio.
Los viejos capitanes y la marinería de Vizcaya, de las costas de Flandes, de Holanda, Inglaterra y Escocia movían la cabeza con aire pensativo. Un verano como este de 1588 no lo habían conocido nunca. A una tormenta le seguía otra. El viento del sureste llegaba a la entrada del Canal con fuerza huracanada. Día y noche hubo que vigilar los diques hasta que, de repente, cambió el viento y ahora, con la misma fuerza, soplaba de noroeste, de forma que los grises desiertos de légamo de las marismas crecían por el impulso del enfurecido mar. Parecía como si no solo los pueblos, sino también los vientos se enfrentaran unos con otros; como si se acercara a gran velocidad y con gran fuerza el fin de todas las cosas. En susurros se mencionaba a Dios y a Satán, pues, por aquel entonces, nada se sabía de las manchas solares y de su influencia en los fenómenos meteorológicos.
Los españoles, con ciento veintinueve naves, dos mil cuatrocientos treinta cañones y treinta mil hombres, partieron de Lisboa a mediados de mayo. Los recibió un fuerte viento del norte. Los pesados galeones de pequeñas velas navegaron de bolina a lo largo de las costas portuguesas y después de tres semanas alcanzaron el cabo Finisterre, donde una violenta tempestad desbarató la flota. Algunas naves escaparon a alta mar hacia el oeste y otras se vieron impulsadas hacia Vizcaya. El viento norte cambió luego hacia el oeste y, a primeros de julio, la flota se reunió de nuevo en El Ferrol para tomar rumbo al norte por segunda vez. Soplaba una fresca brisa del suroeste y el tiempo se mostró favorable a la empresa por primera vez. Pero el suroeste se hizo más fuerte hasta convertirse en tempestad. Cuatro de las naves se vieron empujadas hacia las costas de Francia sin que pudiera hacerse nada por evitarlo y el gran galeón Santa Ana se hundió con cuatrocientos hombres y cincuenta mil ducados de oro, primera pérdida importante de la Armada a la que siguieron otras muchas. A finales de julio, la flota se encontraba a la altura del cabo Lizard; con ello había alcanzado el verdadero escenario de la guerra y, de boca de un pescador inglés, prisionero, oyeron que la flota inglesa se había concentrado en Plymouth.
En Plymouth se recibió la noticia de la llegada de los españoles. Las tripulaciones estaban hartas de vivir a media ración, a lo cual les había condenado la avaricia de Isabel y se prometían un importante aumento en la distribución a costa de las raciones españolas.
A la caída de la tarde del 31 de julio, la Armada española se apostó ante Plymouth y a la mañana siguiente se inició el primer encuentro. Los españoles se vieron desagradablemente sorprendidos por la velocidad de fuego y la movilidad de los barcos ingleses, que lanzaban un buen número de andanadas en poco tiempo contra los pesados galeones españoles e inmediatamente se alejaban. La táctica española consistía en esencia en el abordaje con el fin de entablar combate en cubierta. Con esta táctica se había vencido en Lepanto. Pero los rápidos veleros ingleses ni se dejaban abordar ni mostraban la más mínima intención de abordar a los barcos españoles, aunque estos se esforzaban, por todos los medios, en provocar en el enemigo una acción semejante. Las continuas maniobras de los ingleses pusieron nerviosos a los españoles y consiguieron menguar su moral. Sus disparos resultaban ineficaces; demasiado largos, pasaban por encima de los mástiles de las naves inglesas, o demasiado cortos, caían al agua, muy por delante de aquellas.
En los días siguientes, durante los cuales el mar se mostró tranquilo, y con ello proporcionó imparcialmente las mismas oportunidades a ambos contendientes, tuvo lugar una larga serie de combates aislados. Los españoles sufrieron grandes pérdidas mientras que en las naves inglesas solo hubo que lamentar un escaso número de heridos.
Con un viento oeste de creciente intensidad, la Armada española se retiró a Boulogne, y de allí siguió, siempre perseguida por los ingleses, a la rada de Calais, donde fondeó. Medinasidonia se dirigió a Alejandro Farnesio con la singular pretensión de que se embarcara inmediatamente para Inglaterra. Farnesio se negó a corresponder a esta irrisoria insinuación indicando que sus tropas, embarcadas en las lanchas de transporte, estarían a merced de la flota inglesa y que solamente embarcaría si tenía la protección de toda la Armada. En la siguiente noche, Drake, Palmer, Hawkins y Frobisher, que se habían reunido bajo el mando de Howard, lanzaron naves incendiadas contra la Armada. Medinasidonia, en lugar de interceptar con botes aquellas antorchas flotantes y hacerlas inofensivas, dio la orden de cortar los cabos de las anclas y alejarse a gran distancia de la costa. La confusión fue inmensa.
Los ingleses, desde lejos, contemplaban tranquilamente el espectáculo que habían montado, lanzando de vez en cuando algún disparo, ya que la munición escaseaba. Detrás de los navíos reales Ark Raleigh, Lion, Bear y Revenge se había reunido gran cantidad de pequeños botes de escaso velamen y chalupas y lanchas. Esta extraña flota entrelazada, bastante inútil, estaba tripulada por la juventud inglesa que se había unido, animosa y sin pensarlo mucho, a los grandes capitanes para la batalla decisiva de Inglaterra. Los españoles, llenos de asombro, avistaron la informe masa de pequeñas embarcaciones y creyeron que, tras esta singular cobertura de retaguardia de los navíos de guerra, había una nueva maniobra diabólica de su viejo enemigo Francis Drake.
En el Canal, como es frecuente, soplaba el viento suroeste. La flota española seguía navegando a lo largo de las costas holandesas perseguida por los ingleses, que se mantenían del lado del viento. Las pérdidas de los españoles fueron cuantiosas. La sangre cubría la cubierta de los barcos y las cámaras estaban llenas de soldados amedrentados que no sabían qué hacer para defenderse.
Los españoles se iban acercando peligrosamente a la costa holandesa, cuyos bancos de arena y bajos fondos ya habían inspirado una triste canción a los antiguos romanos. El mar se hacía cada vez más tranquilo. No se disponía de cartas de navegación ni de un práctico. El duque de Medinasidonia hacía ya tiempo que había olvidado toda dignidad.
―¡Dios mío! ―exclamaba―. ¿Qué haremos? Estamos perdidos. ¿Qué podemos hacer?
De esta angustiosa situación lo sacó un cambio de viento que repentinamente empezó a soplar del este. Los ingleses abatieron hacia el suroeste; la costa holandesa se iba alejando. La Armada se encontraba sola y sin ser molestada en un mar desconocido. ¿Qué hacer?
Después de tantas pérdidas sufridas, después de todos los percances, la poderosa flota contaba aún con ciento veinte naves. Pero había ocurrido lo peor: había perdido todo espíritu de combate, al igual que su incapaz almirante, ante los ataques de los ingleses y los embates del mar. Nadie pensaba ya en una cruzada contra Inglaterra; todos pensaban en sus hogares, en España. Aquello ya no era una flota, sino un montón de barcos mal empleados. Se celebró un consejo y se decidió que era preferible atravesar el peligroso mar al norte de Escocia y llegar al oeste de Irlanda que volver a pasar por el callejón del Canal, donde Howard, Drake, Hawkins y Palmer esperaban con sus cañones la batalla final.
Y, en realidad, el final había llegado, pues una flota que rehúye la batalla decisiva es lo mismo que una flota derrotada. La gran empresa de Felipe, largos años planeada, se había convertido en polvo en quince días. Inglaterra estaba salvada.
Lo que queda por contar es la suerte que corrió la derrotada Armada. De las ciento veinte naves que tomaron rumbo al peligroso mar del Norte impulsadas por el viento suroeste solo cincuenta y dos volvieron a ver la patria. Las tormentas, los escollos de Escocia, de las islas Feroe, de la costa occidental de Irlanda, acabaron con el resto. La tempestad, los escollos traidores, los peligrosos bancos de arena, la flotante niebla y las olas tan altas corno casas terminaron lo que Howard y Drake habían empezado.
Quien haya visto la violencia de los rompientes de los acantilados de Blasket, de las rocas de Clare, de los promontorios de la isla de Arran cuando brama el viento suroeste, con el océano abierto a la espalda, cuya montaña de agua se estrella contra las rocas dejando atrás cinco mil millas de mar, comprenderá que los galeones estaban irremediablemente perdidos si se aferraban a las costas irlandesas. Y tenían que hacerlo, porque no tenían ni agua potable ni pan. Los españoles que no encontraron una muerte dulce en las aguas fueron asesinados por los medio salvajes irlandeses. Los escudos de oro, los vestidos de terciopelo, las cadenas de oro, las armas, provocaron su codicia. Despojos del mar para los irlandeses, ese fue el destino final de muchos galeones, de muchos grandes señores, de muchos pobres a quienes en sus casas esperaban ansiosos hijos y esposas en Sevilla, en Córdoba. Tan solo el noble O'Neill acogió con hospitalidad a los españoles.
Felipe, que había tenido, paso a paso, conocimiento de la importancia de la derrota, la aceptó, a su modo prudente y circunspecto. Sin pánico. A España no se le había herido en el corazón por mucho que se hubieran desvanecido todas las esperanzas. Él no había mandado a sus barcos, como así dijo, a luchar contra los elementos.
Derrotas o victorias recibíalas como venían; como inescrutables designios de Dios. Con su delgada mano, en la que se señalaban las venas con toda claridad, atusó sus blancos cabellos y se inclinó sobre sus papeles. El mundo no podía pararse aunque ya no existiera la Armada. Pensaba que no había que olvidarse de aplicar misas por las almas de aquellos que no regresarían jamás.

Capítulo 24
Un viejo soldado
Año 1588

A la cárcel de Sevilla, que estaba en la calle de las Sierpes, llevaban detenido a un hombre, quien, a juicio de los encargados de la inspección de cuentas del rey Felipe, había sido inculpado de supuestas malversaciones, pero también, sin duda alguna, de irregularidades en la contabilidad. El hombre tenía una espesa barba de color castaño, un rostro anguloso, ojos claros y un gran bigote marcial impecablemente teñido de negro y con rizadas puntas. Todo en él, su bigote, su envarada postura, su paso corto y firme, la mirada atrevida de sus ojos, denunciaba una vida militar. Si se le observaba más de cerca, se descubría que su mano izquierda estaba mutilada por un disparo, pues no intentaba ocultar el miembro herido, como suelen hacer los lisiados, sino que mantenía esa mano apoyada sobre el pecho, como si se tratara de una condecoración, de un distintivo. Además, manifestaba un extraordinario buen humor, con una mirada alegre en sus claros ojos que contemplaban el paso de los transeúntes —una gruesa aldeana con un burro cargado de ristras de cebollas, algunos golfillos que ante él escupían pipas de melón, y algunos individuos andrajosos, de dudosa catadura, cuyos ojos negros, tan tímidos como insolentes, denunciaban una posible profesión rufianesca o la más honrosa artesanía del ladrón―. El detenido miraba todo esto con gran interés, como si se tratara de la cosa más importante del mundo y de vez en cuando hacía alguna observación a los que le conducían, a los cuales las palabras del preso provocaban sonoras carcajadas. Aquello no se parecía en nada a la conducción de un preso; más bien se semejaba al encuentro de dos soldados con un antiguo compañero de armas que ahora marcharan juntos, a buen paso, a la fonda más próxima para tener allí una alegre charla mientras gustaran del contenido de una garrafa o de una bota repleta aun más apetitosa.
Cuando el preso llegó a la cárcel, lugar medio ruinoso que ofrecía un aspecto nada atractivo y que olía, en una mezcla verdaderamente desagradable de aromas, a coles, a judías, a cebolla, a manteca rancia, a paja podrida, a ropa vieja, a gente sin lavar, a orina..., uno de los corchetes se acercó al preboste y habló con él muy detenidamente señalando de vez en cuando al preso, que esperaba allí, alegre y satisfecho, como si acabara de llegar al palacio de recreo de Felipe, en Aranjuez, para presenciar el próximo espectáculo de teatro, danza y música. El preboste, que se mostraba algo difícil, se limitó a asentir fríamente con un movimiento de su cabeza gris y el preso fue conducido por los corchetes, con señales de triunfo, al piso superior del edificio, donde se encontraban los delincuentes peligrosos, los salteadores de caminos, los ladrones de mejor estilo, uno o dos asesinos, varios encubridores y algunas cortesanas que, con su amabilidad, alegría y belleza, ponían una nota de color en la aburrida existencia de los inquilinos de este piso. Los de arriba, como aquí se les llamaba, tenían todos ellos algo de dinero y disfrutaban, como también ocurre en el mundo, de un mejor trato y de mejores aposentos mientras que los de abajo, vagos, pillos y vulgares rameras, a causa de la insignificancia de sus delitos, eran tratados con el correspondiente desprecio por los carceleros, desprecio que, de vez en cuando, se traducía en patadas en las posaderas de los desdichados o en golpes de plano de las espadas.
Miguel de Cervantes —pues este era el nombre del preso recién llegado— fue recibido en el piso de arriba con tanta alegría que cualquiera, a primera vista y a causa de las jocundas observaciones y las chistosas apostillas sobre los inevitables incidentes de la existencia terrena y su extraordinaria cortesía palaciega frente a las cortesanas, sabría que tenía ante sí a un hombre de mundo.
Una vez que Cervantes hubo participado de una olla podrida y bebido algunos vasos de vino, todo a costa de uno de los asesinos que se mostró como un auténtico filántropo; después de que, además, rehusara galantemente un amistosísimo ofrecimiento de una de las cortesanas, se sentó recostado en la pared y las piernas extendidas sobre la paja.
Ardía allí una pequeña lamparilla de aceite. Los reclusos roncaban en diversos tonos. El hospitalario asesino dejaba escapar un gemido de vez en cuando. Según había referido a Cervantes, había matado a su propia mujer a causa de una supuesta infidelidad y quizá se le apareciera en sueños la víctima. O quizá suspiraba sólo por la sordidez de su existencia. En uno de los rincones, muy lejos del círculo iluminado por la débil luz de la lamparilla, una de las mujeres reprimía la risa junto a uno de los hombres.
Del rostro de Cervantes se desprendió la máscara de alegría; las puntas del bigote se inclinaron hacia abajo, la sonrisa desapareció de sus ojos dejando lugar a una profunda melancolía. «Hasta dónde he llegado ―pensaba—, para que el rey Felipe me dé alojamiento aquí, a mí, que tranquilo y alegre me he paseado por los palacios más grandes.»
Y por mero azar, casi como quien está a punto de morir, le vino a la memoria su propia vida, el recuerdo de las venturas y desventuras que había disfrutado y sufrido. Se vio como niño en el regazo de su madre; se vio en Alcalá de Henares, donde estuvo su cuna, jugando en la calle con sus hermanos. Eran juegos belicosos en los que había repartido y recibido muchos golpes con espadas de madera. Jugaban a que estaban en Túnez y el pequeño Miguel en una ocasión había llorado porque sus hermanos mayores se empeñaban en que él fuera siempre el infiel pirata que al final recibía dolorosos palos de manos del emperador Carlos —siempre su hermano Rodrigo—, para dar mayor autenticidad al histórico hecho.
Cervantes sonreía. Incluso ahora, hombre ya de cuarenta años, quería a su madre y a sus hermanos y hermanas más que a nadie. Pensaba también en el padre difunto, que había sido medico y que difícilmente había conseguido sacar adelante a la siempre creciente familia. Recordaba sus tiempos de estudiante en Alcalá, en Madrid, época en la que no tenía preocupaciones, a pesar de los muchos días de ayuno involuntario, aliviado gracias a un poco de pan seco y al olor de la salsa de carnero que le llegaba de las cocinas de sus más afortunados vecinos. Por último se vio en el mundo, en el gran mundo de los condes, de los duques y de los cardenales, en cuyas antecámaras, con el único atuendo, medio presentable, que poseía, había aguantado durante días largas esperas en compañía de otros peticionarios. Todo parecía ir bien; tenía grandes esperanzas, especialmente después de haber compuesto un tremendo poema a la muerte de la reina Isabel, poema que incluso había llegado a imprimirse, aunque los versos cojeaban de manera lastimosa.
Cervantes lanzó un hondo suspiro. « ¡Ah! Cuánto más fácil sería la vida si no hubiera mujeres en el mundo.» Sin mencionar al padre Adán y al pecado original y sin tener en cuenta los muchos ejemplares de la Historia, las Helenas, Mesalinas y Eloísas que amargaron la dulce existencia de hombres famosos, él también había tenido sus propias experiencias, como, por ejemplo, la aventura galante con aquella doña Eugenia que escondía bajo su negro vestido de terciopelo un pequeño busto encantador, unas esbeltas piernas y otros primores anatómicos. «La picara era hermosa —murmuraba Cervantes—, pero por desgracia completamente infiel a pesar de su voz suave, sus grandes ojos oscuros y húmedos, a pesar de sus caricias, de las que no era avara.» Y así las cosas, el amante, enloquecido por los celos, había desafiado a otro galán que igualmente conocía, y no sólo de oídas, el lecho de doña Eugenia.
Un duelo, en sí mismo, no habría significado nada; era de buen tono batirse. Pero este duelo, por desgracia, había tenido lugar en el ámbito de la corte del rey Felipe. Conocidos los hechos, el rey Felipe era inflexible. No consentía que cerca de él tuvieran lugar encuentros ni belicosos ni amorosos. Y así, a causa de haber roto la paz ante el rey, se vio condenado a la pérdida de la mano derecha, la mano que había esgrimido la espada violadora de la paz.
Cervantes contemplaba pensativo su mano derecha completamente sana. Esta mano, con la que manejaba la pluma, se conservaba intacta gracias al camarero de su santidad Pío V, monseñor Giulio Aquaviva, con el cual había escapado en una noche amparados por la niebla. Este monseñor, que tenía un gran corazón, le había nombrado su gentilhombre de Cámara, en Valencia, dando un suave golpe en el hombro al consternado amante a la vez que le dedicaba una sonrisa. Con esto quedaba a salvo pues monseñor pertenecía a la representación diplomática de la potencia extranjera a la que el rey Felipe no molestaría en ningún caso.
Y, por otra parte, la vida a las órdenes de monseñor no había sido mala. De Barcelona lo llevaron a Milán y a Lucca, pasando por Perpiñán, bien equipado, vestido de negro y ciñendo espada con cazoleta de plata y montando un purasangre. Había pernoctado en palacios, había comido en largas mesas que se alabeaban bajo el peso de los manjares y los vinos a la luz amarillenta de las velas en candelabros de plata y en muy distinguida compañía. Y así había llegado finalmente a Roma, a las esfinges de la Porta del Pópolo, entre las colinas del Pincio, en las que, tiempo atrás, había sido enterrado el monstruo Nerón. En Roma había trabado infinidad de conocimientos, ya que la ciudad estaba llena de españoles. Entre soldados, gentileshombres, embajadores, cardenales, damas de alta alcurnia y encantadoras damiselas había recibido una segunda educación, más liberal que intelectual. Había visto también las ruinas de los circos, baños y templos, últimos recuerdos de una generación pasada que, sin embargo, no despertaron interés especial en el joven español, puesto que el presente llenaba de vida sus venas hasta reventarlas. Durante su estancia en Roma, por otra parte tan agradable, solamente había una cosa que le fastidiaba y ello era que no podía intervenir en la conversación cuando, después del tercer vaso de vino, se pasaba a los relatos de guerras y aventuras, tema muy corriente en aquel tiempo. Cuanto más se iba animando la charla, más truculentos y terribles eran los acontecimientos relatados. Cervantes prefería no hablar; no le parecía que su incidente con el rey Felipe pudiera contarse, pues no era de ningún modo heroica su huida bajo el amparo de la blanca bandera con las llaves doradas. Después aconteció lo de la Santa Liga, la Cruzada contra los turcos. El nombre de don Juan iba de boca en boca. Para entonces Cervantes ya se había convertido en soldado del regimiento de su tocayo Miguel de Moncada, a las órdenes del viejo Diego de Urbina, un veterano espadón que convertía a un joven, en un abrir y cerrar de ojos, en un auténtico soldado que le acompañaba valiente a los temidos Tercios. «No sería malo ser soldado —pensaba Cervantes—, si las guerras no degeneraran, en muchos de los casos, en luchas entre príncipes.» Entornó los ojos y creyó ver de nuevo la cubierta de la Marquesa, la de Lepanto, en salvaje desorden y teñida de sangre, las velas desgarradas, el humo de las culebrinas y el resplandor del fuego de los cañones de Aluch Alí. Entonces mantuvo él los ojos bien abiertos, en el terrible tumulto de sorpresa y muerte y luchas, pero los galeones de Gian Andrea Doria, entre los que se encontraba la Marquesa, habían sido atacados por los piratas argelinos causando un gran peligro. Cervantes se había propuesto firmemente mostrarse, en aquellos días, como un nuevo Amadís de Gaula, como un intrépido Orlando. Se imaginaba una batalla con todo semejante al estilo de esas hazañas, que él podía describir con todo detalle y recitarlas de memoria después de los muchos años pasados en la lectura de libros de caballería. Por eso se dirigió, espada en alto, al castillo de proa, que no era un lugar especialmente seguro a causa del nutrido fuego rasante de los piratas. El puente, en ese momento, estaba completamente desierto, pues todos los viejos soldados se habían puesto a cubierto de las balas y las flechas. La solitaria figura, con la espada desnuda en actitud heroica, llamaba la atención, no solo de sus camaradas que le gritaban hasta desgañitarse: « ¡Baja, tú, piojo!», sino también de los argelinos, que lanzaron un nutrido fuego de mosquetes, ya que no podían encontrar un blanco más ideal que el que ofrecía el joven héroe. La cosa terminó con un repentino grito. Cuatro disparos le habían alcanzado, tres de ellos en la pierna, que produjeron heridas leves, y otro, de mayor importancia, en la mano izquierda. Se desplomó, y Gabriel Castañeda, que a pesar de su nombre tenía poca semejanza con el arcángel de la Anunciación, lo puso a cubierto soltando maldiciones. El médico le examinó la mano durante un largo tiempo con aire de preocupación; en cambio, las heridas de la pierna parecían depararle cierta tranquilidad.
Cervantes continuaba soñando. Se veía en Génova, en el hospital, en aquellos días en que los dos partidos de la ciudad, con los nombres de San Lucas y San Pedro, habían llegado a las manos. Él, desde una ventana, había estado contemplando aquella guerra civil con gran tranquilidad de ánimo. Se veía ante su capitán, don Juan de Austria, que le había estrechado la mano con cordialidad, la mano derecha, la que estuvo a merced del rey Felipe, la misma persona temida de la que ahora, gracias a la carta de recomendación de don Juan en su poder, esperaba conseguir un pequeño empleo en la corte.
Pero no hubo nada del empleo, pues el barco que le había de traer a España, el Sol, había sido saqueado por los piratas argelinos y, por tanto, en lugar de venir a parar a los brazos de su madre y de sus hermanas, se encontró sirviendo como esclavo jardinero de un tal Dali Mami, quien la mayoría de las veces se comportaba como un canalla, pero que con Cervantes era más bien indulgente, porque esperaba conseguir un elevado rescate por un hombre que tenía consigo una carta dirigida al rey Felipe.
Vinieron los interminables cinco años tediosos, plenos de nostalgia, de espera sin esperanza, en los que uno llegaba a creerse olvidado del mundo. A un intento de fuga fracasado seguía otro; a él se le perdonaba, pero se veía obligado a contemplar cómo golpeaban las plantas de los pies y sometían a otros crueles castigos a sus compañeros. Por fin llegó el dinero, la gigantesca suma de quinientos ducados de oro que habían reunido con el mayor esfuerzo, maravedí tras maravedí, las hermanas y la anciana madre.
¡España! Era increíble encontrarse de nuevo en España, contemplar el paisaje español, besar a las muchachas españolas y rezar en las catedrales. Se sintió como aquel gigante de la Antigüedad cuyas fuerzas se multiplicaban cuando su pie pisaba el suelo patrio. Por entonces había iniciado una gran novela pastoril, La Galatea , y había terminado dos comedias. El éxito y el dinero tardaban en llegar; pero al menos estaba en casa.
Y ahora, otra vez, las muchachas. Es raro que en la idílica Arcadia de los eternos amantes, el pastor y la pastora, nunca se hable de hijos naturales. Se amaban en los prados, en la floresta, mientras contemplaban las dulces ovejas. Y esto era todo. Él mismo, en una España más terrena, había tenido experiencias distintas. El epílogo de nueve meses no se hacía esperar y, de repente, uno se encontraba con una hija que berreaba con todas sus fuerzas pidiendo alimento.
Se había casado cuatro años antes, en Esquivias. La novia, la pequeña Catalina, con la mitad de años que él exactamente, estaba encantadora en la iglesia, con su velo y su amplio vestido de boda; y aún más encantadora, por la noche, sin ninguna clase de velo. Pero una familia era un asunto serio para un literato sin apenas recursos. De nuevo se había alistado como soldado, esta vez no con ambición de heroísmos, sino en busca de la soldada que pagaba el rey Felipe, aunque siempre llegaba con retraso. Había escrito poesía; solo por dinero había maltratado con dureza a Pegaso y lo había puesto a tirar del carro del trapero. Había hecho «poesía» para recomendar un libro sobre las enfermedades renales y alguna más con parecido motivo serio. Pero todo esto no podía prolongarse mucho tiempo y seguir así atendiendo a la mera subsistencia. Entonces llegó el momento de la malaventurada cruzada contra Inglaterra. Malaventurada para España y malaventurada en especial para Cervantes. Cierto que al principio había mostrado un aspecto suficientemente rosado cuando Cervantes, por primera vez, fue nombrado por el rey para un puesto oficial, el de acopiador de aceite y trigo para la Armada. Pero qué flema, qué paciencia sobrehumana había que tener para tratar con los avaros campesinos, tan lentos, tan astutos y tan torpes. De qué modo había que conocer exactamente el producto y cuánto había que saber del carácter del ser humano, especialmente de sus ocultos rincones, para no dejarse engañar por los bribones y regresar con aceite rancio y harina de mala calidad.
Resumiendo. Como viejo militar, se le acabó la paciencia de repente. En lugar de negociar y de rogar se había puesto a dar órdenes, sin ahorrar bofetadas y puntapiés en las posaderas de los aldeanos y finalmente había acabado por exigir la mercancía, simple y llanamente, a un determinado precio fijo. Esto provocó un grito de rebelión en toda Andalucía e incluso habían llegado a decretar su excomunión en Écija, entre las amenazas más duras y los más crudos juramentos del magistrado superior de aquel sucio lugar. Por si no fuera suficiente el que uno hubiera provocado el enojo de los campesinos, también se había atraído la indignación del gobierno de su majestad, sin furia, pero de mayor peligro. Los malditos empleados de despacho dijeron que los libros no cuadraban, que las partidas no estaban bien asentadas, que algunas sumas estaban mal y que el remanente de las mercancías consignadas no resultaba del todo claro, puesto que no se acompañaban las certificaciones de entrega. Faltaban, según decía la mezquina raza de chupatintas, tantos y tantos ducados, reales y maravedíes, como si un hombre como el rey Felipe usara de contar por maravedíes.
El juez se había comportado como un cerdo y enseguida tomó partido por el rey en lugar de ejercer la justicia sin tener en cuenta a las personas. Había condenado a Cervantes al pago de una considerable suma. El tal ruin juez, maliciosamente, se había referido a ello con reintegro a las arcas reales. Esta cifra provocó la carcajada del inculpado, pues la elevada cuantía estaba en notable contraposición con el dinero que poseía. Pero esta carcajada, con la que, según pensaba Cervantes, se hubiera mostrado comprensivo un juez más inteligente, había incluso aumentado la maldad de este juez especial, el cual, sin entrever lo cómico de la situación, en ese momento, antes de que Cervantes hubiera terminado de reír, ya lo había condenado al pago de una segunda suma a causa del comportamiento insolente. Finalmente, como era imposible que se pagara ni siquiera la centésima parte de esas cantidades, el juez, muy enfadado, soltó un largo sermón sobre la extraordinaria corrupción de toda la soldadesca y, con tan atronadoras voces que a Cervantes se le antojaron como una caricatura de las trompetas del Juicio Final, proclamó con toda firmeza y claridad que al tan inicuo como desvergonzado siervo del rey Felipe, un tal Miguel de Cervantes Saavedra, hasta la fecha acoplador y comprador de aceite de oliva y de trigo, se le condenaba, en el presente acto, a seis meses de arresto en la cárcel de Sevilla.
Cervantes dejó vagar su triste mirada por la habitación. No podía caber duda alguna: había llegado a su punto de destino. Se sentó en su baúl. La desnudez de las paredes, la suciedad, el hedor, los ronquidos, todo le causaba repugnancia. «A muchas leguas de la Arcadia de mi Galatea», pensaba.
En ese momento, la lamparilla de aceite que durante largo rato había estado luchando por prolongar su menguada existencia lució con una intensidad algo mayor y, seguidamente, se apagó. Cervantes se encontró a oscuras. Casi contra su voluntad comenzó a trabajar su fantasía, la más poderosa, la más gigantesca fantasía española. Llegaban pastoras, pastores, héroes en corceles espumeantes, damas llorosas. Llegaban barcos a través del mar; los cañones rugían, las armas se hacían oír con estruendo, los vientos soplaban con fuerza. Praderas y bosques, paisajes amables, como parques, que pronto hacían sitio a mares encrespados.
Pero Cervantes recuperó el equilibrio de su mente antes de que le rodeara por completo el profético encantamiento. «Es extraño —pensaba sereno—, cómo el hombre interior, la imaginación, el pensamiento, el ensueño crea ambiente. Si yo ahora pensara al estilo de mis libros de caballería, para mí tan queridos, ese juez ruin sería un peligroso encantador; la cárcel, un castillo encantado; las cortesanas, duquesas; y mi animoso asesino, quizá, el mismo Parsifal en persona. ¿Y yo? ¿Qué sería yo?» Esta idea le fascinaba sobremanera. Galatea estaba casi olvidada; él, él se iba transformando; en él nacía algo nuevo, algo grande. Se mordía las uñas. Algo completamente nuevo, un sentimiento universal le había deparado la vigilia en aquella noche pasada en la cárcel.
«Yo mismo, mi vida, estos dignos compañeros de prisión, sus ronquidos, su hedor, España, el pueblo español, el mismo rey Felipe, quizá el mundo entero..., sí, el mundo entero con todas sus circunstancias, con sus cunas y sus féretros... es quizá solo un sueño sin forma, una espesa materia prima para el activo espíritu del hombre. Y el mundo deja de ser un sueño tan solo cuando nosotros lo doblegamos a nuestra voluntad creadora, activa, formadora. He querido hacer de mi vida un cantar de gesta, y aquí estoy, en la cárcel con una mano mutilada, como un condenado por ladrón.»
La profunda ironía, el abismo lleno de sonrisas, de una sonrisa cómica, por así decirlo, de una sonrisa medio melancólica medio burlona, este abismo que se abre ante el espíritu y la realidad, por cuyo borde caminamos todos, locos y cuerdos, y en el que más tarde o más temprano seguramente nos precipitaremos; la profunda ironía, eternamente insalvable, de toda existencia humana... eso, eso es lo que veía Cervantes aquella noche. Se veía a sí mismo, como un joven que busca fama con demasiadas esperanzas por lograr un ideal demasiado elevado.
Y, casualmente, el viejo soldado se transfiguró. Se le alargó la cabeza y se le estiró en punta su barba rala, como la de un viejo chivo; las mejillas hundidas, los hombros caídos, las piernas resecas y flaquísimas. Se vio encerrado en una viejísima armadura cuyas piezas estaban unidas mediante cuerdas. Su cabeza se tocaba con una bacía de barbero. Y junto a su flaca figura surgía la del rechoncho, mofletudo y barrigón, astuto, fiel, cobardón e inseparable del flaco; inseparable como lo es la realidad de la idealidad.
Pero Cervantes pronto se dio cuenta de que los dos que, por así decir, formaban las dos mitades de su propio ser y que se habían hecho independientes, de ningún modo estaban separados uno de otro. Y alrededor de ellas, desconcierto y confusión. Idas y venidas de pastores de cabras, arrieros, saltimbanquis, escribanos, clérigos, moriscos, galeotes, poetas, titiriteros, ladrones, cortesanas, rameras encantadoras, soldados, duquesas y mezquinos posaderos. Traqueteo de molinos de viento, rugido de leones, maullidos de gatos, rebuznos de asnos, chirrido de carrozas que se bamboleaban, corceles piafando. Y caminos, siempre caminos nuevos y, sin embargo, siempre el mismo camino de la vida con siempre nuevos caminantes. Ante los ojos de la imaginación de Cervantes, en la oscuridad de la cárcel de Sevilla, se presentaba España entera, la España de Felipe II, un país corriente de vigorosa realidad. Y hoy lo vemos nosotros como apenas podemos ver nuestra propia época, nuestro propio país; lo sentimos, lo olemos, oímos a su gente, porque Cervantes, el inigualable maestro del lenguaje, el más humano de todos los grandes autores, se decidió a escribir su visión de esta tierra, su España, por la que ahora, y para siempre, caminan don Quijote y Sancho Panza, los héroes a los que todos admiramos.

Capítulo 25
La corona de Francia
Año 1593

El más genial y simpático de todos los adversarios de Felipe II era, sin duda, Enrique IV, rey de Francia. Achaparrado, de anchas espaldas, ojos vivos y chispeantes, nariz ganchuda y famosa perilla corta, rebosaba energía y astucia, ingenio y amabilidad. Enrique atraía hacia sí, como un imán, a las personas todas, incluso a las que no lo querían bien, pues poseía el don de ignorar los sentimientos y comportamientos de enemistad. A un enemigo, prisionero, lo invitaba, sin más preámbulos, a que correspondiera a un abrazo; a otro le echaba sobre los hombros, con una sonrisa, el pañuelo de seda blanca símbolo de su partido; a un tercero le contaba, con simulada risa, situaciones cómicas; a un cuarto, como consecuencia de su magnanimidad, lo convertía de la noche a la mañana en un hombre rico. Un hombre de esta clase resulta difícil de comprender. De lejos se lanzan contra él gritos de furia y se echan pestes de su persona; pero cuando él mismo aparece, todo se vuelve abrazos, apretones de manos, aclamaciones y risas. Y a los pocos enemigos que se obstinan en su hostilidad, ordena que de ningún modo se les moleste. Esta postura de Enrique, en estos casos, no era en absoluto una astuta jugada bien meditada en una partida de ajedrez; era honrada y sincera. Los adversarios reconocían esta honestidad; era algo muy distinto a las calculadas y peligrosas amabilidades de los últimos Valois.
Enrique era especialmente mimado por las mujeres. Los nombres de la bella Corisande de Gramont y de la gentil Gabrielle d'Estrées son inolvidables. Tan solo con su propia esposa, Margarita, tuvo serias dificultades, lo cual, por otra parte, era muy comprensible. Se casó en segundas nupcias con la complaciente regordeta y un tanto indolente María de Médicis, que le dio un hijo que subiría al trono con el nombre de Luis XIII y fundaría, a la sombra de Richelieu, la hegemonía de Francia sobre los demás estados europeos.
Cuando Enrique echaba una mirada atrás a su vida pasada, lo que no hacía con frecuencia, pues estaba demasiado ocupado, podía acordarse entre otras cosas de aquella hora en la que en cierto castillo de Montaigne, que estaba agradablemente situado entre los viñedos de Périgord, se había sentado frente al señor del castillo —un hombre pequeño y gris, de cara curtida y rasgos un tanto judaicos—. Este hombre, Miguel de Montaigne, cuyos astutos ojos oscuros eran lo único vivo en su rostro casi momificado, había conversado con Enrique en un tono ligero de hombre de mundo: de los cálculos de riñón había pasado a hablar de ciertos caníbales de América del Sur, cuyo modo de vivir admiraba. De los envidiables caníbales la conversación había tornado, extensa, a todos los temas posibles, entre otros a la cuestión de por qué las muchachas rencas tenían fama de durar más en el negocio puramente corporal del amor, y, finalmente, a cuestiones teológicas y asuntos de Estado. En este punto Enrique, que hasta entonces había escuchado sonriente y solo a medias las entretenidas y algo ridículas manifestaciones de su gris anfitrión, prestó atención, pues aquel hombre pequeño había sido por dos veces alcalde de Burdeos.
Para su asombro, Enrique observó que Montaigne explicaba con claridad y lógica lo que él mismo había considerado o barruntado siempre como oscuro sin poder expresarlo: que la gran guerra civil vivida en Francia durante casi treinta años entre católicos y protestantes hubiera resultado al mismo tiempo lamentable y tragicómica en el fondo. A fin de cuentas, de lo que se hablaba era de cosas de las que ningún hombre, con la mejor voluntad, puede llegar a saber nada determinado; se trataba de asuntos teológicos y metafísicos ante los que lo oportuno es mantener un criterio absolutamente claro y sincero, puesto que todas las soluciones posibles, dada la debilidad y la estrechez del entendimiento humano, solamente pueden ser, en todos los casos, asideros provisionales, nunca la verdad última, que solo está en Dios y únicamente es comunicada al hombre a través de la gracia, por la luz interior. Era, por tanto —decía Montaigne—, una verdadera locura querer resolver con guerras, persecuciones, leyes, decretos y ejecuciones la cuestión del hombre interior y sus relaciones con Dios. Más aún —añadió acariciándose la rala perilla—, fue la cobardía y la inseguridad interna, y no precisamente el valor y el convencimiento firme, lo que impulsó a los hombres de los dos bandos religiosos a la crueldad para con sus adversarios.
No es necesario decir de qué modo esta tranquila y amena conversación con Montaigne influyó posteriormente en Enrique, pues su inclinación a la tolerancia estaba muy arraigada en él. Pero a la distancia de más de tres siglos, parece casi como si Enrique IV hubiera puesto en práctica, afortunadamente para Francia, lo que Miguel de Montaigne, allí en su torre, entre los viñedos, inclinada su cabeza gris sobre los grandes infolios de sus clásicos, había descifrado, discurrido y concebido: la idea de la tolerancia.
Enrique III, el último de los Valois, favorito de su madre, Catalina de Médicis, había salido de la escena de la Historia en medio de un caos de asesinatos y revueltas. Bajo su débil reinado se había prolongado, sin variaciones, la furiosa guerra civil. Junto a la división religiosa del pueblo francés existía aún la otra, la de los partidarios de cada una de las tres dinastías, Valois, Guisa y Borbón, que luchaban por la corona de la desdichada Francia. El que se mostró más cruel fue Enrique de Guisa, caudillo y mariscal de la Liga católica, el hombre que en una noche tenebrosa había mandado asesinar al anciano Coligny. A este hombre ambicioso, salvaje y belicoso lo llamaban le Balafré, el de la cicatriz, a causa de un destrozo que sufrió en la cara en una batalla. Al hombre de la cicatriz le llegó su hora en el castillo de Blois, donde murió acuchillado, por orden de Enrique III, a manos de su guardia suiza. Tan grande era la vitalidad de Guisa que, con siete cuchilladas mortales en su cuerpo y con los asesinos materialmente colgados de sus ropas, pudo arrastrarse hasta la cama del tembloroso rey, ante la que se desplomó sin decir palabra. Al igual que Guisa había estado ocasionalmente ante el cadáver de Coligny, ahora estaba Enrique delante del cuerpo sin vida del hombre de la cicatriz.
— ¡Dios santo! ¡Qué grande es! —dijo sonriendo—. Ahora parece aun más grande que cuando estaba vivo.
Conforme a la Ley Sálica, por la que la corona se transmitía por línea masculina, era ahora rey de Francia, por derecho propio, Enrique de Navarra, de la línea colateral de los Borbones. Enrique III, agonizante, le había confirmado este derecho y había pedido a sus adeptos que se pusieran de parte de su primo. Pero la múltiple división de Francia en cuanto a dinastías y religiones presentaba una grave dificultad. Enrique era hugonote, hugonote por partida doble, por llamarlo así, pues, después de San Bartolomé, se había visto obligado a convertirse al catolicismo y, más tarde, había abjurado de esta religión. Pero nueve décimas partes del pueblo francés eran católicos. ¿Se podía pensar, era justo y, sobre todo, era posible que un pueblo católico se inclinara ante un rey protestante, ante un hereje?
No. Era total y absolutamente imposible. Así lo decidió la Liga bajo la nueva jefatura del duque de Mayena, el gordo y asmático hermano del asesinado Enrique de Guisa. Imposible, decidió el parlamento de París, que era fanáticamente leal a la causa católica. Pero los hugonotes, y también los adeptos a Enrique III, aunque en su mayoría eran católicos, no lo encontraron en modo alguno imposible. Los que eran católicos lamentaban en su interior que Enrique fuera hugonote; pero, ante todo, era el sucesor legal al trono. La amplia mayoría del pueblo francés, católica o protestante, estaba harta de la inacabable guerra civil y así sucedió que las provincias del norte y del centro se pusieron, unánimes, al lado de Enrique, al tiempo que, en el sur y en el este del país, crecía de día en día el número de sus partidarios.
Dos semanas después del asesinato de Guisa moría Catalina de Médicis, próxima a cumplir los setenta años. Nueve meses más tarde fue asesinado Enrique III a manos de un monje fanático. El extravagante rey, de aspecto italiano, con sus largos cabellos, sus pendientes, sus dedos cubiertos de anillos, que gustaba vestir ropas de mujer y que, a la vez, miraba con agrado a las mujeres vestidas de hombre, este hombre perverso, cobarde, cruel y aficionado al juego, era el último miembro de la casa de Valois. Con él no solo se extinguía su dinastía, sino también su época: el Renacimiento francés.
La gran dificultad que se le presentaba a la Liga era la de decidir quién había de ser rey en el caso de que no lo fuera Enrique. Había un anciano, un cardenal Borbón, tío de Enrique, al que la Liga, a espaldas suyas, proclamó rey con el nombre de Carlos X; pero murió el anciano no sin antes haber cometido la falta de tacto de otorgar su bendición como rey a su sobrino. Los varones de la casa de Guisa pensaban, todos ellos, en sí mismos, pero sabían que, por su obstinación, por su orgullo, no podían contar con el favor del pueblo francés. Entretanto, en El Escorial no había cesado la actividad de siempre. Ante el anciano Felipe se abrían unas inmensas perspectivas. Con la pierna derecha extendida sobre un pequeño escabel (que aún hoy se muestra a los visitantes del Real Sitio), sentado en un sillón de cuero, pensativo, planeaba y dictaba a una de sus hijas, su predilecta. Ella estaba sentada en el escritorio del rey, inclinada la cabeza sobre el papel y, de vez en cuando, si Felipe hacía una pausa, se volvía hacia su padre. La mayoría de las veces el rey asentía a lo que ella decía. Le agradaba y le emocionaba que Isabel encontrara la forma correcta de expresar sus ideas antes de que él mismo las hubiera manifestado. Era como un monólogo, no había nada que aclarar; siempre quedaba todo claramente entendido. Los pensamientos del rey volaban al pasado y recordaba con cuánta frecuencia la casa de Habsburgo-Borgoña había destinado mujeres a los más altos puestos del Estado. Y, en la mayoría de los casos, para su provecho. La tía abuela Margarita de Austria, la tía María de Hungría, la medio hermana Margarita de Parma, su propia hija Juana, todas ellas habían demostrado su capacidad. Aquella muchacha que estaba allí, su hija, era una estadista, casi como él mismo. Y esta era la secreta ambición de su vejez; ella llevaría sobre su cabeza una corona real, no por matrimonio, no por ser esposa de un rey, sino por derecho propio. Para ella había extendido la mano hacia la corona de Inglaterra. El destino se la había negado. Ahora le tocaba a la corona de Francia.
No era solamente el deseo de elevar a su hija lo que había hecho saltar de su cama de enfermo al gotoso monarca; era más el miedo a ver Francia en manos de protestantes. Pues entonces, no podía caber la menor duda, los Países Bajos, completamente rodeados, se perderían definitivamente para España. No podía pensarse que Enrique, el viejo protegido y aliado de Isabel de Inglaterra, llegara a reinar al otro lado de los Pirineos amenazando no solo a los Países Bajos, sino también a la misma España. La vieja enemistad de la casa de Habsburgo-Borgoña frente a Francia, enemistad que había amargado la vida de su padre y que a él mismo había puesto en dificultades en los primeros años de su reinado, era algo que Felipe difícilmente soportaba y provocaba que se le hincharan las venas de sus hundidas y blancas sienes. Pero había algo, y esto le tranquilizaba: ¿no era su hija, la niña amada, una auténtica Valois lo mismo que era una auténtica Habsburgo? ¿No era hija de Isabel de Valois, la esposa que tan pronto se le fue? ¿No era nieta de Enrique II, el último rey que realmente había reinado en Francia, que no fue un juguete en manos de insolentes partidos?
Era cierto que en Francia estaba en vigor la Ley Sálica; pero la voluntad de España, la terrible necesidad, la salud de la Iglesia, eran mucho más que una antigua ley. En aquel silencioso cuarto de paredes blancas, que por su sencillez tenía algo de celda monacal, con el suave rasgo de la pluma de ganso, se estaban escribiendo cartas que, una vez selladas, serían enviadas a París, a Roma, a Viena y a Bruselas. En París, Mendoza, el gran coleccionista de escritos árabes, debía solicitar una entrevista con Mayena; la mano de Isabel no estaba aún comprometida y la casa de Guisa era ambiciosa. En Roma, el santo padre, Sixto V, persona sumamente terca, debía declarar la invalidez de la Ley Sálica. En Viena debían cuidarse de que los hugonotes alemanes no prestaran ninguna ayuda a Enrique. En Bruselas, Alejandro Farnesio debía ser informado y mantenerse dispuesto a traspasar la frontera francesa para unirse a la Liga. Y finalmente otra carta más a Londres; una carta a los agentes secretos. España exigía información precisa sobre todos los barcos y tropas que salieran de los puertos del Canal.
Felipe se frotaba las manos de abultadas venas. En el juego extraordinariamente sugestivo que se desarrollaba lejos, en el que Europa era el tablero, Felipe era el rey; su hija, la dama; los alfiles, sus embajadores; las torres, las ciudades y fortalezas; los peones, los Tercios de Farnesio que se iban acercando. En este juego diplomático, en el que lo que se jugaba era la corona de Francia, el rey se había olvidado de su gota y habría bajado la pierna enferma del escabel si su hija no hubiera saltado para sujetarla. El rey suspiró resignado; la hija quiso besarle la mano para consolarlo. La retiró, ya que el rey le ofrecía la arrugada mejilla, que olía a la esencia de naranja que Felipe gustaba de usar.
En la tienda, sobre la que el viento de la noche hacía ondear el estandarte con las lises, se encontraba acostado el rey Enrique. Le gustaba dormir en las tiendas y, medio inconsciente, escuchar los pasos y las contraseñas de los centinelas, el impaciente piafar de los caballos, sentir el olor de la avena y del cuero. Pero en esta noche no podía dormir; continuamente volvía a venirle a la mente el mismo grave pensamiento. Cuando cerraba los ojos, era como si millones de ojos del pueblo de Francia estuvieran esperando su decisión. Era la más grave decisión de su vida.
Cerca, tras unas cortinas, estaban sus hombres de confianza: Rosny, que más tarde sería conde de Sully, y Agripa d'Aubigné, el poeta. Rosny decía:
―Es verdaderamente lamentable que el jefe sea tan mezquino en sus recompensas y piense tan poco en sus viejos camaradas.
―¿Qué? ¿Qué dices? ―preguntó Agripa ya medio dormido. Enrique se incorporó en su lecho y gritó:
―Rosny dice que soy un avaro y un desagradecido. —Tras la cortina se hizo un silencio de desconcierto. Enrique, con una sonrisa, dijo—: Rosny, ven aquí. —Rosny se echó encima apresuradamente su capa y salió de detrás de la cortina―. Coge un almohadón, amigo, y acércate a mí, muy cerca. —Rosny se arrodilló junto al lecho―. Rosny, no puedo dormir. Francia no me deja sosiego. No puedo continuar con esta guerra; no puedo dejar que maten a más franceses, no puedo incendiar y arrasar más ciudades y pueblos de Francia, no puedo arrasar más tierra francesa. Rosny, quiero la paz; quiero ser el rey de toda Francia, no solo de una parte de ella.
—La paz —murmuró Rosny—, la paz la querernos todos. Todos tenemos ya bastante.
―Todos la quieren -replicó Enrique―; pero son todos tan tercos como si tuvieran en la cabeza un puño cerrado en lugar de cerebro. Hay que ceder, Rosny, te digo. O ya no habrá más Francia, tan solo un destrozado campo de batalla de españoles, ingleses y alemanes. Y, puesto que soy el rey, debo estar dispuesto a sacrificarme. Rosny: soy hugonote y siempre querré a los hugonotes; pero estoy dispuesto a pasarme a la fe católica. Por la salvación de mi pueblo estoy dispuesto a ello. —Rosny calló. Miró al rey y observó que sus ojos se llenaban de lágrimas—. No quiero una respuesta hoy, Rosny. Dentro de un par de días te llamaré y podrás comunicarme entonces tu estúpida ocurrencia, pues he observado que siempre llamas así a tus mejores consejos. Buenas noches, Rosny.
La conversión de Enrique IV a la fe católica, la zambullida, como él mismo lo llamaba en una carta a Gabrielle d'Estrées, decidió la suerte de Francia. Era el telón del final de la tragedia de treinta años de auto desgarramiento de Francia. Lo que no habían podido decidir las lanzas de Ivry, la ayuda de Isabel, lo que no había logrado la caballería pesada del coronel Schomberg, lo decidió la bendición del arzobispo de Bourges, que recibió a Enrique en la escalinata de la iglesia de Saint Denis, después de que este hubiera hecho profesión de fe en la apostólica Iglesia de Roma. La guerra, de repente, se había quedado sin objetivo, puesto que nadie, en el fondo, dudaba de que solo Enrique era el legítimo rey. Ni los parisinos, que a millares se habían apresurado a llegar a Saint Denis; ni el parlamento de París, que enseguida empezó a hacerse oír, con audacia y muy terminantemente, en favor de Enrique; ni el grueso Mayena, que acaso se sentía feliz de que los ambiciosos sueños de su casa se hubieran quedado de repente en nada.
¡Jaque a la Dama! ¡Jaque al Rey! El juego se desarrollaba de modo muy distinto a como Felipe lo había imaginado. Para él estaba absolutamente claro que Enrique, en el fondo, seguía siendo el mismo hereje de antes; que la inesperada conversión del hombre, que ya había cambiado tres veces de fe, lo había hecho solamente por razones diplomáticas; pero tenía que admirar la sorprendente jugada del adversario. Sin embargo Felipe no abandonaba aún la partida. Reclamó ante Sixto V en Roma, pero el santo padre apenas podía ocultar su satisfacción por el acto de Enrique. Era cierto que Felipe era el paladín de la Iglesia y Enrique un católico muy poco digno de fiar; pero el papa, en secreto, temía cualquier incremento del poderío de España; temía que Felipe, más aún que su padre lo había sido, llegara a ser el dominador de Europa, uno de aquellos cesares de la Edad Media que, a pesar de su indudable fe católica, habían tenido a mal traer, con frecuencia, a los obispos de Roma. ¿Cómo le fueron las cosas al desdichado Clemente VII cuando, temblando, en su sede del castillo de Sant’Angelo, mandaba fundir la tiara de Cellini mientras los luteranos lasquenetes de la católica majestad saqueaban y arrasaban Roma? No. Era mejor así. El santo padre creía en el equilibrio de fuerzas en el que él mismo podía hacer que oscilara el fiel de la balanza. Ni en sueños se le ocurrió querer humillar a Francia por amor a España. Cuando el embajador se hubo retirado, dijo al camarero:
―En el cielo hay más júbilo por un pecador arrepentido que por mil justos. Yo no puedo cambiarlo.
Felipe intentó inyectar nueva sangre en la Liga; envió subsidios y sobornos, pero solo en cantidades más bien reducidas. La Liga reaccionaba sin mucha fuerza; aún contaba con París, la capital de la nación; pero, en el fondo, estaba muerta. Los franceses estaban hartos de batirse por España. El juego había terminado.
El nuevo tentáculo que lanzaba Felipe en favor de la hija amada no había llegado a ser tan caro como el que había dirigido hacia la corona de Isabel Tudor. Solo ocasionó una indiscutible pérdida. En la abadía de Saint Waast, en Arras, murió Alejandro Farnesio, duque de Parma, gran mariscal de Felipe, a consecuencia de una herida que había sufrido durante el sitio a una pequeña ciudad francesa.
El conde de Brissac, gobernador de París, que tenía muy claro lo que el pueblo de la capital deseaba, abrió a Enrique las puertas de la ciudad. Bajo la lluvia de marzo, escuchando los truenos de la tormenta que se avecinaba, apareció el rey ante la Puerta de Saint Denis y recibió las llaves de la ciudad. Aún reinaba la oscuridad; eran las tres o las cuatro de la madrugada. Débilmente podían distinguirse las blancas bandas y las blancas plumas de los realistas. Cuando el pueblo despertó el rey ya estaba dentro. A millares se agrupaba el gentío en la rue de St. Honoré, en el mercado des Innocents, en el puente de Notre Dame, la mayoría lloraba; las madres levantaban en alto a sus pequeños. —Hacedlos venir —decía Enrique—; quieren ver a su rey.
Los soldados mantenían las lanzas inclinadas hacia el suelo para dar a entender que, como el rey decía, no se había tomado París por la violencia, sino por un acto de voluntad de sus ciudadanos.
En la ciudad quedaban todavía algunos miles de españoles al mando del duque de Feria y de don Diego de Ibarra. No se sentían a gusto; esperaban ser atacados y destrozados por fuerzas superiores. Pero Enrique les concedió una retirada honrosa siempre que prometieran no alzarse en armas contra Francia. Aliviados, respiraron tranquilos.
Desde una ventana que daba a la Puerta de Saint Denis, Enrique los vio marchar. Ellos se dieron cuenta de la presencia de su pequeña y amable figura y prorrumpieron en gritos de júbilo; lanzas y estandartes se inclinaron y muchos sombreros se alzaron para saludar al monarca con muestras medio de respeto medio de burla.
—Marchad, señores míos, y saludad en mi nombre a vuestro rey, pero no regreséis nunca a Francia ―dijo Enrique quitándose el ancho sombrero adornado con la pluma blanca.
La corona de Francia, de la que Mayena, en una ocasión, había mandado quitar y destruir las joyas, lucía restaurada, con todo su brillo, sobre una cabeza francesa.

Capítulo 26
El Escorial
Año 1598

Dijo Höderlin en alguna ocasión que la ola de la vida nunca se habría elevado tan majestuosamente si no se le hubiera opuesto siempre la vieja roca gris del destino. La vieja roca gris del destino que, en la historia de la segunda mitad del siglo XVI, demasiado movida y catastrófica, está constituida por el criterio espiritual, el poderío, la lenta pero perseverante política de Felipe y de España. Alrededor de la roca hispánica se rompen con estruendo y espumeantes las agitadas aguas de nuevas energías, juveniles y esperanzadas; a causa de la dura resistencia de la roca se van formando las jóvenes naciones de Inglaterra, Francia y los Países Bajos y también las fuertes personalidades de Isabel, de Guillermo de Orange, de Enrique IV. Entre la roca y las olas no hay entendimiento, no hay concesiones, no hay conciliación.
Todos los grandes acontecimientos históricos de la época, y también la mayor parte de los pequeños, tienen su núcleo español. Incluso en la vida cotidiana, en el vestir, en ciertas costumbres, en el baile, en el arte, en las formalidades de los tribunales y reuniones de los consejos, en las medidas de orden táctico de los generales, en los modos del tráfico diplomático, España estaba siempre presente; incluso en los países protestantes. Y en este período, el rey de este país tan influyente, tanto que llegaba hasta dictar usos y modas a los enemigos, había pasado a ser un anciano, pequeño y encorvado, que, apoyado en su bastón, paseaba cojeando por las galerías de El Escorial, vestido de negro, acompañado a veces de una bella y joven dama, a veces de un joven quinceañero, su hijo Felipe, un muchacho más bien corpulento, de cabello rojo y prominente labio inferior y a quien su padre obligaba a dedicarse más y más a los asuntos políticos. Pero el joven Felipe era mucho más aficionado a la danza, la música, los caballos y los perros que a los aburridos discursos de los consejeros Maura, Chinchón e Idiáquez, quienes siempre le venían con asuntos que le obligaban a pensar. Cuando padre e hijo paseaban por los corredores, el anciano rey tenía la desagradable costumbre de hacer al joven, sin previo anuncio, preguntas tales como cuántos habitantes tiene Valladolid, quién es el presidente de la Casa de Contratación de Sevilla; cuántas veces por quién y en qué cuantía se han aumentado los impuestos en Flandes; en qué situación se encuentran las relaciones entre el arzobispo de Toledo y el santo padre, por una parte, y la corona de España por otra.
El joven Felipe farfullaba algo incoherente. El rey le lanzaba una mirada penetrante y le decía que esperaba que se las entendiera mejor con su libro de oraciones que con los asuntos de Estado. El muchacho asentía. El rey le despedía con un ademán y el joven besaba la mano de su padre y regresaba, con un suspiro de liberación, a sus perros, a sus caballos y escopetas mientras el rey lo veía marchar pensativo, balanceando lentamente la cabeza.
Felipe lamentaba no poder dejar la corona de España a su hija Isabel; lo lamentaba no solamente por su hija, sino porque temía por España, por el pueblo español, por la penosa obra de su larga vida, pues su hijo —de esto se había dado cuenta hacía tiempo— no era malo, no era desobediente, pero, desgraciadamente, tampoco tenía capacidad ni voluntad y, después de la muerte del padre, sería un juguete en manos de aquellos que quisieran aliviarlo de la carga de los asuntos de Estado y del mundo católico. Por otra parte, Felipe se retiraba cada vez con más frecuencia de los negocios. El Consejo de Estado, en el que se sentaba el joven sucesor, sin duda más como elemento decorativo que por razones de utilidad, conocía tan bien la voluntad, la orientación y el carácter del rey que fallaba las decisiones de Felipe sin que el propio rey tuviera que decir una palabra. Solo a veces, en ocasiones especiales, como cuando el favorito de la reina Isabel, Essex, atacó y saqueó Cádiz en un golpe de mano o cuando Enrique IV se alió con Mauricio de Orange, hijo del asesinado Guillermo, el Consejo se vio obligado a pedir al rey que orientara y decidiera. De no ser en estos casos, todo marchaba por sí solo como una rueda, impulsado por la fuerza de la costumbre de cincuenta años. Era la burocracia la que ahora gobernaba en España, no el rey, que, cansado, se desentendía de estos asuntos. Pero no se mantenía del todo inactivo Felipe. Eran los asuntos de la fe los que ahora más que nunca le reclamaban. La oración, la misa, la confesión, la contemplación de las reliquias, la meditación y la lectura de libros religiosos. Al igual que su padre Carlos se había retirado cada vez con más frecuencia a su propio Yuste, así él lo haría al gigantesco mausoleo de El Escorial, la construcción granítica situada en las últimas estribaciones rocosas del Guadarrama. Más que nunca tomaba por modelo a su padre. Como todo lo que Felipe hacía, esto lo hacía con la esperanza en la resurrección y en el reencuentro con el amado difunto y de un modo insistente y minucioso. Con frecuencia se pasaba horas observando a los monjes celebrantes y a los cantores. Conocía todas y cada una de las palabras, cada movimiento, cada gesto, cada nota y ¡ay! del infeliz que se permitiera cometer el más pequeño error; podía contar con que el rey lo haría llamar y le reconvendría con severidad, no a gritos, pero sí con palabras cortantes, mortificadoras. Porque si Felipe atendía con la mirada de Argos a la más mínima infracción contra el ceremonial de su corte, mucho más atendía a este otro ceremonial que le era debido a ese más alto Señor de los cielos. Las formalidades de los sacramentos, las palabras y las melodías de los himnos, tenían que ser las precisas. Aquí en San Lorenzo, que casi era un «San Felipe», solamente existía una distancia: la inmensa distancia entre el Todopoderoso y su débil criatura, distancia que únicamente podía salvarse mediante la más correcta obediencia al ceremonial.
Pero por encima de este acercamiento detallista a Dios, Felipe no descuidaba el modo atrayente con el que el mismo Hijo de Dios había puesto en el corazón de sus discípulos y oyentes la aproximación al Creador mediante el amor a los hombres. Y así vemos al anciano nuevamente inclinado sobre su inevitable escritorio ocupado en la creación de hospitales para enfermos pobres. Con grandes rasgos de su pluma, que se habían hecho un tanto temblones, escribía el viejo rey a su modo cansino y cuidadoso:
Ante todo, los enfermeros, el cocinero y demás personas que sirven a los enfermos, tienen que mostrar paciencia y amor. Antes de acostar a los enfermos hay que lavarlos y cortarles la barba y los cabellos. Se les dará una nueva camisa y se lavarán sus ropas para que se encuentren limpios cuando abandonen el hospital. Aquellos que tengan llagas deben ser puestos aparte para que no contagien a los demás o les molesten con el olor. A los moribundos se les administrarán los santos óleos en una habitación separada para que los otros no se sientan afectados por ello. Si un enfermo está en la agonía, se tocará la campana a fin de que en la aldea y en el convento se rece por él y no muera como un animal.
La frase decisiva estaba escrita: «... que no muera como un animal». El rey se expresa sin sentimentalismo; da sencillas instrucciones prácticas que culminan en las que aluden a la existencia metafísica del hombre en contraposición a una pura existencia animal. Uno capta enseguida la eterna preocupación de Felipe por las almas de los difuntos, incluso las de sus enemigos, cuyo recuerdo se mira con asombro en los documentos de la época. Los ojos de Felipe, tan agudos para conocer las cosas de este mundo, están siempre dirigidos al otro. Felipe, en su larga y agitada vida, ha cometido sin duda muchos pecados, particularmente según nuestros principios morales, que son esencialmente distintos de aquellos del siglo XVI. Pero de uno, del pecado mortal de nuestro tiempo, nunca se vio inculpado. Nunca consideró ni trató al hombre como simple instrumento para conseguir fines no humanos, como algo anónimo sin un destino. Si bien se aferraba, minucioso y testarudo, a su dignidad como rey, estaba por otra parte dispuesto a conceder con verdadera preocupación a cada uno su dignidad como hombre, criterio que muestra su expresión simbólica en la tradicional ceremonia del lavatorio de pies, en la que el rey del imperio español, en determinado día anterior a la Pascua, lavaba los pies a doce mendigos.
Era mediado el verano cuando el anciano rey sintió que se acercaba su fin. En contra de la voluntad de sus médicos insistió en ser trasladado a El Escorial. Al igual que su antepasado Rodolfo de Habsburgo, quiso, como decía, entrar todavía vivo en su casa, la casa del sueño eterno. Lentamente, durante seis días, con largas detenciones y descansos, se iban dejando atrás las escasas leguas que separan Madrid de El Escorial. Ya de nuevo en su pequeña habitación de blancas paredes, el rey se sentía maravillosamente reconfortado y, después de pasados algunos días, expresó su deseo de que le llevaran a recorrer el lugar, para contemplar todos los detalles del gigantesco edificio, el cual, como él pensaba, era la más completa y la más lograda expresión de su voluntad y de su espíritu, de su legado personal a la posteridad, su autobiografía en granito.
Y así se hizo. A través de sus largos y blancos corredores de bajo techo abovedado, avanzaba el cortejo, casi sin ruido: el rey de las hundidas mejillas, en su silla real, con su pequeño gorro negro sobre sus níveos cabellos y, junto a él, a su lado, los clérigos con amplios hábitos, los pajes, jovencillos ataviados con ropas negras, los nobles, con sus espadas en cuyas empuñaduras destellaba la luz del sol.
En su silla, Felipe iba pensando en lo que allí había encontrado cuando por primera vez pisó el lugar. Un desierto de granito, unas pobres praderas para unas enflaquecidas cabras, algunos pinos, azules campanillas, andrajosos zagales que le miraban fijamente con ojos asustados. Nuevamente se vio allí arriba, sentado en la roca de granito caliente por el sol, la que el pueblo aún llama «la Silla del Rey», silencioso durante horas y contemplando cómo se iba alzando allí, en el desierto, a su mandato, el edificio planeado. La idea de la creación le ardía en el corazón mientras un fresco viento estival del Guadarrama le refrescaba la frente. Allí abajo veía, muy pequeños, los pesados carros tirados por treinta, cuarenta bueyes de ancha cornamenta que transportaban los pesados bloques de granito desde las quebradas de Pealejos. Oía los gritos de los boyeros en el claro y cálido aire perfumado por los pinos; las voces y las risas de los obreros que, a miles, trabajaban con afán allí abajo; y alcanzaba a ver la pequeña figura de Juan Bautista de Toledo reunido con Lucas de Escalante y Juan de Minjares, los arquitectos, inclinados sobre los planos. Bautista, como de costumbre, muy excitado y sin dejar de moverse.
El anciano, en su silla de manos, suspiró de tal forma que los pajes lo miraron conmovidos. Él no recordaba haber recuperado nunca en su vida tanta felicidad como la que sintió sentado allá sobre aquella roca. Cierto era que también allí había tenido entonces preocupaciones, especialmente a causa del maestro Juan de Herrera, que casi era tan brusco como el famoso Miguel Ángel con el santo padre y nunca mostraba humildad ante el rey si se trataba de alguna modificación en los planos. Y luego los obreros; se habían comportado como auténticos españoles, nunca como humildes siervos de su faraón, más bien inclinados a amotinarse y a amenazar con marcharse todos a casa. Era cierto que los rayos solares tenían una particular manera de quemar en aquella calva planicie. El azote de las tormentas y las lluvias no lograba aumentar la alegría del trabajo. Al fin se había extendido entre ellos el rumor de que, de noche, Satanás, en forma de perro con alas, hacía notar su aullante y funesta presencia en lo que había de ser El Escorial. Entonces se necesitaba todo el arte de convencer, todo el humor del viejo fray Antonio de Villacastín para apaciguar a la gente.
Y luego los pintores. Constituían una raza especial que siempre había disfrutado del silencioso favor de Felipe. Pero no se podía confiar en ellos, ni siquiera en el dulce Alonso Sánchez Coello, con sus grandes y soñadores ojos negros, al que tantas veces había contemplado mientras trabajaba ante el caballete y al que había llegado a llamar «mi querido hijo Alonso».
El anciano se evadió de sus recuerdos y miró a su alrededor. La silla se detuvo; estaban en la iglesia. Se descubrió y con trabajo se inclinó; ya no podía arrodillarse; sus rodillas estaban plagadas de llagas y heridas purulentas. Miró hacia él altar mayor de San Lorenzo, al alto retablo coronado por la crucifixión, con un san Juan lloroso y una doliente María sufriendo en silencio. El rey contempló durante largo rato el cuadro, juntas las blancas manos. A su alrededor, arrodillados, los pajes.
Luego miró en torno suyo. Contempló los fuertes pilares de granito que soportaban la cúpula, joya y centro de El Escorial que en su día diseñara Herrera. Las pinturas de Giordano [8] lanzaban reflejos de la recia luz del mediodía de Castilla: la adoración de los reyes, la concepción de María, el Juicio Final: místicos acontecimientos indecibles, no del mundo, no de la Historia, sino de la vida interior del alma humana. Si el rey miraba a su derecha, allí se podía ver él mismo, de rodillas, en bronce, de unas dimensiones superiores a las de su natural complexión, el rostro vuelto hacia el altar, con tres de sus esposas —la pobre María Tudor también aquí— y su difunto hijo don Carlos. A la izquierda de la nave, su padre, de hinojos, en igual postura, con la madre y las tías y María, la hermana. Ante él, bajo el altar mayor, Felipe adivinaba la cámara con los sarcófagos de los padres muertos. Sentía que él les pertenecía y un negro anhelo invadía su frágil corazón. Pero en este anhelo se mezclaba quedo, apenas perceptible, el orgullo de sentir aquella iglesia como suya, tan inherente a él, una imagen de su espíritu, un cosmos en pequeño. El cortejo siguió adelante. Si San Lorenzo era el núcleo vivo de este mundo de piedra, era también sobre todo lo que estaba a la espera de él, como algo propio o, al menos, merecido, bien conocido desde tiempo atrás. Él sabía de dónde procedía todo aquello. Aquellos bronces vinieron de Zaragoza, el blanco mármol de las paredes llegó de las salvajes sierras de Filabres: el mármol negro de los suelos, de Andalucía; las sólidas vigas de los techos, de los bosques de Cuenca y Segovia. Los artísticos bordados de las sabanillas y manteles habían sido realizados durante años por las monjas de los conventos españoles en un trabajo cansado y cegador; los tapices multicolores y alegres de las paredes eran debidos a viejos maestros de Gante, Brujas y Roubaix; las altas rejas de las puertas y el resto de los herrajes procedían de los sudorosos forjadores de Valladolid; los innumerables candelabros, lámparas e incensarios, de los latoneros de Toledo. El arte, la habilidad, la perseverancia de las gentes de España, Portugal, Italia, los Países Bajos, Francia y Austria habían llenado estas estancias de obras maravillosas. Y por una y otra parte, suficientemente raros para este mundo del barroco temprano, había objetos de México, de Guatemala, de Perú, de Filipinas, de aquellos lugares lejanos, esas islas orientales que tenían nombre alusivo al rey y en las que, sencillamente, con ayuda de los jesuitas, se había fundado el colegio, para muchachas, de Santa Potenciana. Relucían los raros trabajos en oro y plata de Perú; tapices y cobertores de suaves colores que armonizaban perfectamente unos con otros, estaban tejidos con lanas de llamas y vicuñas de los rojizos pueblos de los Andes. Los tapices mexicanos, hechos de plumas, irradiaban la intensa luz de sus colores escarlata y verde. Por una y otra parte aparecían nuevos trabajos de bronce de los maestros de Florencia y Milán. En las paredes colgaban las obras maestras de la pintura flamenca de la primera época. Allí estaba el impresionante Desprendimiento de la cruz de Rogier Van der Weyden que Felipe había rescatado de la iglesia de Nuestra Señora, en Lovaina. Recordaba que el barco que trajo el cuadro a España se hundió en la costa, pero las olas habían arrojado la pintura a la orilla, sin que sufriera deterioro. También estaban allí colgados cuadros de Jerónimo, el Bosco, el maestro de Hertogenbosch, El carro de heno y El Jardín de las Delicias, de gran tamaño.
Ya había llegado a la biblioteca, con los grandes facistoles y los voluminosos globos terráqueos en el centro de las alargadas salas. En las paredes, en librerías, estaban los libros cuidadosamente desempolvados y cuidados por los monjes de oscuros hábitos. El padre José de Sigüenza, hombre muy erudito, se acercó a la silla de manos del rey y, con una profunda inclinación, abrió ante él varios libros, ya que sabía que el rey los tenía en gran estima. Allí estaba el Libro de Oraciones de la bisabuela del rey, la gran Isabel, que un monje, en un trabajo de varias decenas de años, había escrito e ilustrado. Allí estaba el Salterio de su padre, el emperador Carlos, las Cantigas en loor a la Virgen María, que habían pertenecido a su antepasado Alfonso el Sabio. Había también Evangelios escritos en griego, del siglo X, miniaturas de aquella época en la que cada día se esperaba el fin del mundo. Respirando con dificultad, el anciano monarca indicó al padre José que no le enseñara más libros, ni los escritos persas y árabes, ni los valiosos ejemplares del Corán que Mendoza le había regalado.
Llegaron al distante refectorio del monasterio de San Lorenzo, donde los monjes de la Orden de San Jerónimo se encontraban en pie, alineados ante las mesas. Satisfecho, aunque cansado, Felipe los miró. Conocía los nombres de la mayor parte de ellos. Aquí tomó el rey algo de alimento y acercó con cuidado a sus labios secos una copa de vino tinto al tiempo que el lector, en la elevada cátedra, leía un capítulo de la Vida de los Santos.
Después, por la tarde, cuando el rey había descansado un rato sin poder conciliar el sueño, continuó la marcha. Avanzaron con lento paso por las blancas arcadas del claustro en cuyo centro murmuraba una fuente de agua clara procedente de la sierra de Guadarrama. Por delante de la estancia de las infantas llegaron a los jardines que se extendían largamente hacia el sur. Los jardineros estaban ocupados con los espaldares y los frutales; de cualquier parte llegaba el cantar de una moza y unas risas lejanas. El verano, la mejor estación del año. Ya habían florecido muchas plantas, pero el perfume de las rosas se percibía aún por encima del espejo de los estanques poblados de peces y en los que una y otra vez se formaban círculos concéntricos cuando la abierta boca de una carpa buscaba afanosa algún insecto acuático. Le trajeron al rey un clavel blanco, su flor favorita. Con ademán cansado se acercó la flor para olería. De la lejanía, más allá de terrazas y arboledas, donde estaban. La Granjilla y El Campillo, que en parte eran cortijo y en parte palacio de recreo, llegaban los alegres y excitados ladridos de los perros de caza. El rey recordaba cuántas veces había trepado con los perros por las pendientes de aquellos montes yendo a la caza de faisanes, perdices y liebres, pues aquel era un paraje en el que abundaban estos animales. Se imaginó que una vez más bebía el agua helada de los arroyos, se sentaba en un lecho de agujas de pino y escuchaba, en el silencio de la tarde, el arrullo de las palomas torcaces mientras se iba alargando sobre el dorado suelo del bosque la sombra de los árboles.
« ¡Oh! ¡Si uno pudiera volver a ser joven! ¡Si se pudiera tener de nuevo esperanza de vida! —pensaba el rey—. El mundo, este mundo de jardines es demasiado bello; este mundo de bosques, de páramos olorosos, de ardientes rocas de granito bajo el sol en lo alto... El mundo del verano, de la noche, con el claro cielo de Castilla, con el quedo errar de las estrellas... Ya no puedo permitirme escuchar este canto de sirena de la tierra hispana. Debo ya prepararme para la muerte que impaciente me espera. Tengo que poner cera en mis oídos, como Ulises; tengo que cerrar los ojos porque, si no lo hago, me ablando y acabo llorando como un viejo mentecato.»
—Tengo frío; quiero irme a casa —dijo el rey a los que le rodeaban.
Los viejos ojos, muy abiertos a pesar del fuerte sol, iban contemplando, casi con ansiedad, los verdes frutos de los árboles, los arbustos, las flores, los estanques, hasta que se cerró la pesada puerta de El Escorial tras la silla que lo transportaba con un suave balanceo. Después de haber visto muchas más cosas, la Sala de Embajadores, la cámara de la reina, el colegio, los patios, llegaron a la Sala de las Batallas. Las largas paredes ofrecían cuadros de batallas y de ahí el nombre que se daba a la sala.
« ¿España? ―murmuraba el rey―, ¡España! Orgullo español, poderío español, dignidad española, fe española. —Movía los labios sin emitir una sola palabra—. Ya no puedo pensar en España; tengo que prepararme para la muerte. El moribundo se pertenece a sí mismo. La muerte es mía.»
—A mi habitación —dijo con un susurro volviéndose hacia los pajes.
Felipe murió su propia muerte. Apenas hubo, en su larga vida, algo que fuera tan suyo como su muerte. Es su muerte la que le desveló por completo cómo había sido su vida.
Murió como había vivido. Lleno de firmeza, de una calma estoica, lentamente, como retardándose, pero, en el fondo, decidido por completo, como si en la muerte tuviera que vérselas con un adversario político particularmente astuto y peligroso, un enemigo que reunía en sí, al mismo tiempo, la hipocresía de Isabel con la astucia de Orange y la osadía repentina de Enrique IV.
La agonía de Felipe duró quince días. Y fue terrible. El débil cuerpo se le fue cubriendo de llagas y de úlceras purulentas que le producían un doloroso tormento. Al principio, los médicos intentaron hacerlas desaparecer. Le abrieron la rodilla. El rey soportó la operación sin un grito; solo de vez en cuando, algún gemido. A su lado, arrodillado, estaba fray Diego de Yepes, que leía para él un pasaje de la Pasión. Después de la primera intervención, los médicos renunciaron a realizar más operaciones puesto que el caso parecía no dar lugar a esperanzas y querían ahorrar al paciente más sufrimientos.
Cuando Felipe oyó a su confesor decir que, según las previsiones humanas, moriría pronto, dijo:
—Entonces, demos gracias a Dios.
Mostró una alegría sincera y pidió hacer la confesión de toda su vida, la que exigiría unos tres días. A sabiendas, por su propia voluntad, dijo no haber hecho nunca daño a nadie.
El pobre cuerpo se había ido transformando, cada vez más, en una llaga total y maloliente. Ya no se le podían mudar las ropas de la cama debido a que cualquier movimiento le producía grandes dolores al enfermo. El fétido olor, la falta de aseo, proporcionaba nuevos tormentos al rey, que siempre había observado una minuciosa pulcritud. Durante las noches insomnes le acompañaban los monjes. Le leían los Evangelios. Los himnos, las vidas de los santos. Y luego llegaban, con larga procesión solemne, las numerosas reliquias que se guardaban en El Escorial: trozos de hábitos, huesos y cabellos de santos que en su día sufrieron martirio.
De vez en cuando, el rey, súbitamente, se preocupaba de los negocios. Incluso en esos días, con la muerte ante él, desgarrado por los tormentos, no le abandonaba la prudencia, el cuidado de los detalles, la eterna minuciosidad que ahora actuaba de un modo sublime. Distribuyó gran cantidad de regalos, cuyo valor conocía perfectamente, en razón a la excelencia de quien iba a recibirlos; determinó con exactitud los honorarios de los médicos y les dio instrucciones para el sepelio de su cadáver hasta los más mínimos detalles. Así, entre otras cosas, ordenó que el catafalco con el cuerpo amortajado no fuera instalado a mucha altura (conocía la suntuosidad de los castellanos) por razones de economía doméstica, ya que, de hacerlo así, el blanco techo de la iglesia se ennegrecería con el humo de tantos cirios. Era casi un aldeano quien estaba muriendo, un campesino suizo, flamenco o español, con el rostro enflaquecido del que sobresalía un tanto la nariz; un campesino obstinado, calculador, buen administrador.
Los trabajos del cálido día habían quedado atrás; los dolores continuaban, la muerte llegaba lenta, en silencio, sin mucho ruido.
El viernes 11 de septiembre el rey bendijo a sus llorosos hijos, al infante don Felipe, a la infanta Isabel y su esposo Alberto. Apenas sin voz encomendó a la joven pareja el bienestar de los Países Bajos como último legado.
Por la tarde del día 12 se supo que ya la muerte estaba cerca. Las palabras del Evangelio de san Juan llenaban la estancia. Altas dignidades de la Iglesia, sencillos monjes, duques, gentiles hombres de cámara, permanecían en pie en la habitación. El aire era denso y los cirios ardían con una luz mortecina y temblona. A la puerta, vestidos de negro, abiertas las piernas, los fornidos alabarderos reales, las alabardas cruzadas como si quisieran impedir la entrada de la muerte. Junto al lecho del moribundo estaba sentado el patriarca de España, el arzobispo de Toledo.
Hacia las dos de la madrugada, el arzobispo quiso poner en las manos del rey una de las velas benditas del altar de la Virgen de Guadalupe.
—Aún no es el momento —dijo Felipe.
Una hora más tarde, refiriéndose a la vela, dijo sin casi voz:
—Dádmela, que ya es la hora.
Con la vela consagrada en una mano y en la otra el pequeño crucifijo que su padre tuvo en las suyas, en Yuste, a la hora de su muerte, continuó durante algún rato su dolorosa agonía.
A ratos se le cerraban los ojos. Ya se le creía muerto, pero si alguien intentaba quitarle el crucifijo, sus manos se aferraban más fuerte al pequeño trozo de madera negra. Los ojos, tras esa cruz, miraban a la lejanía. Quizá se veía de nuevo en el corazón de España, en Ávila, la ciudad santa, siendo muchacho; quizá escuchaba —medio desatado ya de este mundo— la voz tanto tiempo extinguida de su querida madre leyéndole la inscripción, la antigua inscripción esculpida sobre la pared de la casa de Pedro de Ávila y María de Córdoba: «Donde una puerta se cierra, otra se abre».
Eran las cinco de la madrugada cuando Felipe exhaló tres leves suspiros, casi como de un niño. Luego, cerró los ojos.
A través de los largos y sobrios corredores blancos llegaban a El Escorial los primeros resplandores de la mañana. Desde los altos del Guadarrama, el fresco aire matutino rizaba la negra superficie de los estanques. De un peral se desprendía una hoja amarillenta en oblicua caída hacia el suelo.
Reinaba un gran silencio. Pero al poco rato, de repente, comenzaron a hablar las lenguas de bronce de las sólidas campanas de San Lorenzo. Y los sones y los ecos del vibrante metal se trasladaban del pueblo a la ciudad, de las catedrales a los monasterios. Llenaban España desde las alturas nevadas del Pirineo hasta la roca gris de Tarik; desde las costas del verde océano Atlántico hasta las orillas del Mediterráneo cubiertas de palmeras. Como por arte de magia volaron sus sones más allá de los mares y de las tierras. Notre Dame de París, Santa Gúdula de Bruselas, San Esteban en Viena, el Duomo de Milán, la basílica Lateranense de Roma, todas ellas recibieron el mensaje, quedaron enteradas y lo transmitieron a su vez. Y la noticia fue llevada en los navíos a todas partes: a Florida, a México, a Perú, a Chile, a Manila.
Felipe ya no estaba en el mundo.

F I N


Notas:
[1] Es el título de un poema y del libro en el que, con otros, se publicó por orden del emperador Maximiliano en 1517.
[2] La paz se acerca por un lado; pero en cuanto a la guerra, / nunca fue tan grande la persecución. / Hombres y mujeres lloran; sangre inocente corre por la tierra. / Y así será en toda Francia.
[3] El león joven vencerá al viejo / en el campo de batalla en singular combate: / en la jaula de oro le atravesará los ojos; / de dos conflictos resultará uno solo; después muerte, muerte cruel.
[4] La frase «El fin justifica los medios» le ha sido atribuida siempre a Maquiavelo, ya que es un resumen de su doctrina política. Si san Ignacio pudiera haber dicho algo así, sus fines y sus medios serían muy distintos. Parece que aquí Maass ha bebido en las sucias charcas de la Leyenda Negra. (N. del T.)
[5] El autor confunde en uno solo los dos primeros encargos. El de Santo Domingo no era El expolio sino un retablo de varios cuadros. Se pagó sin discusión. El segundo encargo, El expolio, era para la catedral y para el pago hubo distintas tasaciones y discusiones. En ellas no intervenían los de Santo Domingo como dice Maass, continuando con su confusión, en varios párrafos que el lector sabrá discernir. (N. del T.)
[6]. El cuadro se tasó, después de varias consultas a expertos, en ochocientos ducados, altísimo precio que finalmente se pagó, según consta en documento trascrito en la obra de Zarzo Cuevas (Madrid, 1931), Pintores españoles en San Lorenzo el Real, 1566-1613. No se colgó en el lugar al que estaba destinado, sino en una sacristía. (N. del T.
[7] El cuadro se tasó, después de varias consultas a expertos, en ochocientos ducados, altísimo precio que finalmente se pagó, según consta en documento transcrito en la obra de Zarzo Cuevas (Madrid, 1931), Pintores españoles en San Lorenzo el Real, 1566-1613. No se colgó en el lugar al que estaba destinado, sino en una sacristía. (N. del T.
[8]. El autor confunde fechas y reyes: Giordano no trabajó en El Escorial hasta unos cien años después, para Carlos II. N. del T.)